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En sus centros la tierra

En sus centros la tierra

Mario Pantoja

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Las ciudades ofrecen un espectáculo recurrente. Los rostros inexpresivos son parte del paisaje citadino. Es normal que las personas se preocupen solo por sí mismas sin tener empatía por los demás. La velocidad de la vida hace que los momentos de estrés en el traslado del hogar al trabajo o a la escuela se exterioricen de distintas formas como la violencia o la indiferencia. Sin embargo, existen momentos en los que estos individualismos son superados por las tragedias. Entonces surge la solidaridad de las personas. Así pasó el 19 de septiembre del 2017. Las personas inexpresivas que viajaban en transporte público o en sus autos se hablaron entre sí. Los movimientos de la tierra, de los trenes del metro, de los autobuses, de los autos abrieron un canal de comunicación inexistente. La cercanía del fin de la vida hizo que miraran a su alrededor. No lo sabían, pero quizás esos rostros serían los últimos que sus ojos iban a ver. El metro de la Ciudad de México que es ineficiente en su funcionamiento, demostró tener puntos a favor, pues no tuvo daños considerables ante los movimientos telúricos. En las calles, las personas dialogaron con los que estaban a su alrededor mientras mantenían el equilibrio. Los autos se detenían y cedían el paso a los peatones; se fijaban en no atropellarlos mientras corrían a un lugar seguro. Sin embargo, muchos edificios se colapsaron. y Las personas que estaban adentro padecieron la corrupción que tanto caracteriza a la Ciudad de México. La muerte fue rondando por varios rincones de la ciudad. Los segundos se alargaban en cada grito, en cada paso, en cada escalón, en cada tren del metro, en cada auto de las avenidas, en cada salón de las escuelas, en cada hospital, en cada edificio. La velocidad de la vida citadina quedó suspendida por algunos segundos que marcaron la normalidad. Bastaron unos cuantos segundos para que la mortalidad de la vida se hiciera visible. Fueron suficientes para que los edificios se convirtieran en polvo. La frase que se escucha en cada saludo de la ciudad: “qué rápido pasa el tiempo” fue anulada por algunos segundos que parecieron la eternidad. ¿La relatividad del tiempo estará ligada con los sentimientos que brotan de las tragedias? Después, cuando la tierra dejó de moverse, el tiempo recuperó su velocidad normal. Aunque ahora el sentimiento de urgencia se adueñó de las personas: corrían a las escuelas por sus hijos; intentaban comunicarse con sus familiares por teléfono y/o redes sociales; auxiliaban a las personas accidentadas en sus cercanías. El tiempo, otra vez, no era normal. Era más veloz. La zozobra acelera el tiempo y pasa rápido hasta que se logran comunicar con su familia. Comunicación que quizás, si no fuera por unos movimientos, queda diluida por la indiferencia, la automatización de las actividades: la rutina: alarma del despertador a las cinco de la mañana, baño a las cinco y media, a las seis el desayuno, seis y media hacia el trabajo o la escuela, seis cuarenta y cinco autobús hacia el metro, oficina de nueve a siete, de regreso a casa a las ocho y media, ver tele de nueve a once, lo mismo al día siguiente. La normalidad quedó rota, rasgada por las sirenas, los autos veloces que buscan familiares, las redes sociales empiezan a llenarse de las consecuencias: un edificio caído por Polanco; otro a punto de caer en la Obrera: un colegio en Villacoapa; otro edificio colapsado; otro más; más videos; terror en la ciudad. ¿El caos regresaría al orden? Las personas se convirtieron en la fuerza necesaria para rescatar a personas atrapadas entre los escombros. Algunos dicen que los ciudadanos fueron los que reaccionaron mejor que las autoridades y así se salvaron vidas. Otros que aunque había muchas personas queriendo ayudar, en realidad nadie hacía nada hasta que la policía o los militares llegaron a la zona a prestar la ayuda a coordinar los rescates. La realidad quebrada es distinta para cada una de las personas que vivieron el desastre. Desesperación, conocidos, amigos, familiares atrapados. Las historias empezaron a correr en los medios masivos de comunicación y en las redes sociales. Más videos magnificaban el resultado del sismo. La gente se coordinó para prestar la ayuda, todos podían ayudar de una u otra forma. Exactamente pasaron treinta y dos años entre el sismo de 1985 y el del 2017. Muchos que vivieron el sismo del 85 eran niños y ahora recordaron lo que la adultez les hizo olvidar. Los cuestionamientos, la ayuda retardada, el aplauso a los ciudadanos eran los temas recurrentes en las redes sociales. Las publicaciones decían cosas positivas de los millennials, de esa generación tan cuestionada como cualquier otra con la única diferencia que se difunde más en las redes virtuales. La reconstrucción de la normalidad tardaría en llegar. Las consecuencias psicológicas en las personas se notarían en la intimidad de cada una. Mientras sobraban manos en algunas zonas de catástrofe en otras estaban ausentes. La ayuda gubernamental fue a cuentagotas. Entonces las víctimas fueron apareciendo. Los muertos empezaron a aumentar las cifras, los daños materiales también. Y retiemble en sus centros la tierra... en sus centros la tierra... y retiemble la tierra... y en el centro, donde existen rascacielos, donde se supone que las medidas de construcción son estrictas fue donde hubo más daños. El área metropolitana también resintió el movimiento de la tierra, la pequeña línea imaginaria que divide la Ciudad de México con el Estado de México fue borrada por el sismo. La diferencia es que en el Estado no hay tanta densidad poblacional. Muchos habitantes de la periferia fueron los que ofrecieron las manos para salvar vidas, para intentar reconstruir lo que la corrupción destruyó. Las víctimas aumentaron, no solo por los fallecidos, sino también por los que perdieron su hogar y más aún, por los que aprovecharon las ayudas del Estado sin estar afectados realmente. Si la normalidad y la reconstrucción de los edificios y de la ciudad tardarían un tiempo ilimitado, la codicia humana y la corrupción regresaron instantáneamente. Las razones de la individualidad, de la apatía de las personas regresaron de nuevo. Y es que hay gente que se aprovecha de las tragedias humanas, del interés por el otro. Cuántos casos de extorsión no se han documentado. Personas que se hacen pasar por víctimas de un asalto y piden dinero todos los días en el mismo lugar; que piden ayuda para llegar a algún sitio y son secuestradores esperando a su víctima. La gente no confía en el otro porque muchos se aprovechan para delinquir. El estado que debería proporcionar la ayuda necesaria a las víctimas; que debería distribuir las donaciones a los afectados; que debería garantizar la seguridad de cada ciudadano, al parecer, también se aprovecha de las tragedias humanas. Propicia a la individualidad, a que las personas piensen en sí mismas, solo en su familia y en su bienestar personal porque no pueden confiar en las otras personas ni en el Estado porque lucra con su sufrimiento y su desdicha. El sismo del 19 de septiembre del 2017 solo reafirmó que la solidaridad y la ayuda de buena voluntad fue mínima comparada con la corrupción y el lucro de las personas. A casi cinco meses la indiferencia regresó a su cauce normal. La fragilidad de los edificios, de la sociedad, del Estado, de la vida quedó con grietas que en cualquier momento pueden destruir por completo a la ciudad, a la sociedad, a la vida humana.

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