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FERNANDO LORENZO EXTRANJERO EN SU TIERRA
Diseño de tapa: Pedro Torres Diagramación: Andrés Oliver ISBN: Ediciones Culturales de Mendoza Secretaría de Cultura - GOBIERNO DE MENDOZA Avenida España y Gutiérrez, planta baja - (5500) Mendoza Tel.: 0261 - 4495846 E-mail: aoliver@mendoza.gov.ar Impreso en Argentina Printed in Argentina
FERNANDO LORENZO EXTRANJERO EN SU TIERRA
Ediciones Culturales de Mendoza SecretarĂa de Cultura Gobierno de Mendoza
PRÓLOGO El silencio final
“¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte?
Ya no quiero quedarme para esa melodía sin balcones al sol,
ese réquiem trotado por caballos con máscaras
donde tu cuerpo ahogado flotará eternamente
simulando la vida”.
Fernando Lorenzo, Manual de la tierra arrasada
Estar dispuesto a decir ciertas cosas puede condenarnos al silencio de todos. Por eso hay mensajes que se urden con la inequívoca intención de callar y, por eso también, el silencio se parece al olvido. Fernando Lorenzo es uno de los escritores más extraordinarios que ha dado el país. Su puño es tan alto, tan elegante y certero que no termina por resolverse en misterio el hecho de que no haya gozado de la fama en las tribunas literarias de Hispanoamérica. Su obra goza de un privilegio que la constituye: es conceptual, cerrada, cierta en sí misma, invalorable por su intensidad. Su mundo literario es como un mantra, que solo se permite el lujo de cambiar de colores. La hondura de su lírica, por ejemplo, se corresponde directamente con la desnudez, el vacío de su dramaturgia, y su lírica y su dramaturgia encuentran explicación, un poco de explicación, en sus cuentos, menos aún en sus novelas. Quizás, el único recreo que se permitió en su trayectoria fueron las intervenciones de tono popular en las letras -prácticamente desconocidas, tristemente in-
éditas- de las dos cantatas que compuso con su hijo Ramiro: Cantata latinoamericana e Hijos del mar. El absurdo, la ironía, la desesperanza, la incomprensión, la economía son ingredientes habituales de sus libros. En todos los casos, su signo distintivo ha sido el enorme cuidado que el escritor ha tenido en el uso de la palabra: nunca una de más; siempre, varias de menos. Fernando Lorenzo, el gran escritor, el mendocino de Argentina, pero el eterno extranjero en su tierra, trabajó su obra para el silencio final. No solo el silencio de sus lectores, azorados por sus alturas, sino también para un silencio social como forma de soslayo. Jamás buscó este hombre premio alguno a la claridad de su puño; jamás persiguió el aplauso, la voz en alto, la maestría o las plumas de pavo de la acumulación adjetiva: Fernando Lorenzo escribía, como los grandes, para quedar anclado en la pregunta y su silencio. Su obra -comprendida ideológicamente su matriz en los “ismos” surgidos entre las grandes guerras del siglo XX- podía coquetear con jolgorio surrealista o con la fractura beckettiana, con el pavor cioranesco o con la precisión y el rigor borgeanos e incluso también con el realismo mágico latinoamericano. Podía y, en algunos casos, lo hizo durante y aun antes que los mismísimos protagonistas. ¿Cómo no dejarnos mudos y de espaldas, si él precisamente escribió para lograrlo y calló después de hacerlo? Cierto es que hay otro Fernando Lorenzo también: el generoso, el cotidiano. Aquellos que, durante años, lo disfrutamos como amigo y maestro bien sabemos de qué hablamos. Era un hombre refinado y elegante; un espíritu solitario en compañía y el dueño de su propia versión de la mítica urbana, pero de aquella de los cafés de la bohemia, la de los bares nocturnos, la de las mesas de las celebridades culturales sobreviviendo a sí mismas. Ciertamente, no era el mismo Fernando el que escribía poemas como agujas que el
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Fernando que se iba abriendo como un libro con el transcurso de la noche. El punto de coincidencia entre uno -el escritor circunspectoy el otro -el hombre generoso- era su humor: ácido, eficaz, oscuro a veces, demoledor, inteligente y exitoso, nada menos. Tuvo, entonces, ciertamente una devolución a su oferta de alturas y de palabras como luces: sus coetáneos lo respetaron y muchos de los escritores más jóvenes lo veneraron. Tal vez, esta pudo ser una modesta devolución, una evidencia de excepción que confirma la regla del perfecto extranjero Hay, en este libro fundamental para las letras argentinas, distintas facetas del mismo escritor. Quienes por primera vez ingresen a su mundo encontrarán poemas, cuentos (algunos inéditos), dos novelas (una de ellas inédita, (Subsuelo) y las también inéditas letras de la Cantata latinoamericana. Queda, para este caso, la deuda de una de sus expresiones más acabadas: la dramaturgia. Para los manuales, digamos que Fernando Lorenzo nació en Mendoza en 1924, ciudad en la que murió en 1997. Fue poeta, dramaturgo, cuentista, novelista, artista plástico, director y actor de teatro, crítico de arte, docente y corrector de estilo de periódicos. Fue también profesor de Artes Plásticas y egresado de la desaparecida Escuela Superior de Arte Escénico de Mendoza. Además, en su provincia, integró el grupo literario El Aleph y creó la Sala Experimental de Arte. Destaquemos algunas de sus obras. En teatro, Nahueinquintún; Los establos de Su Majestad, escrita junto a Alberto Rodríguez (h); Concierto a fuego lento de la señora Decroly, El cerrojo, Un lunes, entre otras. En narrativa, Sucesos en la tierra, cuentos, y la novela Arriba pasa el viento y la inédita Subsuelo, en este volumen finalmente editada. En poesía -su ámbito de más jubiloso desarrollo literario-, brilló con Tránsito, Segundo diluvio, Anverso y reverso (con Carlos Levy). Citemos también un trabajo mal editado, inédito en lo práctico,
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aunque bellísimo: el disco “Doble filo”, poemas de Fernando Lorenzo y música de Ramiro Lorenzo, un punto de encuentro luminoso entre padre e hijo, que luego se repetirá en las cantatas. Si, para entenderlo más, debiéramos buscar puntos de fijación que se acerquen a su mundo, no podremos pasar por alto lo alto de la literatura del siglo XX: ultraísmo, surrealismo, existencialismo, creacionismo, experimentalismo y literatura latinoamericana. Si, para entenderlo menos, debiéramos preguntarnos por qué Lorenzo ha sido tan vehementemente despreciado por la crítica y la academia, tal vez la respuesta tenga que ver no solo con su carácter esquivo al reconocimiento, sino también a la poca condescendencia que su obra tuvo con los paladares fáciles. Estamos frente a un escritor que asume riesgos, que pone trampas, que salta al vacío, que azora con sus imágenes, que atraviesa la metáfora, que nos deja en silencio. Recuerdo cuando, hace unos años, escribiendo yo algunos artículos sobre literatura argentina para Encarta de Microsoft, debí decidir si incluir a Fernando Lorenzo entre los grandes de las letras del país; lo dudé un momento y, luego, ya incluido, vino la pregunta: ¿cómo no incluirlo? ¿Quién decide quiénes entran al Olimpo de las Letras y quienes purgan, junto a sus verbos, vaya uno a saber qué condena? Que no quepan dudas: si este hombre hubiese escrito lo que escribió en otro sitio, probablemente sería tenido por lo que, en realidad, es: uno de los escritores argentinos más relevantes del siglo XX. Quienes transiten las páginas de este libro trascendental que hoy ve luz habrán de saber que abunda en sus páginas la pregunta por la existencia. ¿Qué otra cosa es la literatura? Fernando Lorenzo lo sabía. Y dio cuenta de esa duda como quien nada espera a cambio más que el punto final y renovado pavor ante la página en blanco: el silencio final. Ulises Naranjo, agosto de 2011
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FERNANDO LORENZO POETA
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Mensaje a los jóvenes poetas Poeta, cuídate. Cuida también la antorcha si vas a la batalla: la batalla es tiniebla pero la paz es dura, dura como la sangre coagulada. No hay en el mundo un hombre que no haya sido niño, por eso cada guerra es también una vasta trinchera donde el soldado clama por la leche materna mientras come en silencio la pólvora y el plomo, recordando aquel vientre ya enterrado. Cuida tus manos, hechas con finísimo polvo de harina y oro. No te las cortes, no te las cortes en el amor para hundirlas como golondrinas que divisan ya el mar en el cuerpo extendido a tu lado, que excede los límites del país donde amas. Toda cama es de piedra. Gasta tus manos solamente como cantos rodados hasta que llegue el día y el sol te aparte de ese cuerpo, te separe, corte tu beso en dos, sin que sangren los labios. Cuida tu frente, último muro hacia arriba, muralla sitiada. Lo que tus enemigos buscan desde el comienzo de los tiempos, cuando todo era azul y nadie nos miraba existir, solo dioses hambrientos. No los dejes trepar con sus patas hendidas,
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defiende tu frente, ese hueso donde todo es espanto, donde la vida y la muerte son espanto. Cuida tu frente, bajo la cual vive enterrada en vida tu infancia. Tu frente, también vela de tu barco. Cuida tu cuerpo, esa llaga vestida, armoniosa y sumada, contraluz y paciencia de la luz, mañana que ata y desata el viento… y las palabras. Cuida esa perfección, ese dolor que investiga el deseo. Cuida tu cuerpo que duerme, que se acuesta, que se levanta, que va y no vuelve nunca igual a sí mismo, que te ronda, despierta y confunde lo soñado y lo vivido, que envejece sin ruido entre los objetos eternos. Cuida tu cuerpo desnudo y cuida el cuerpo desnudo que amas: serán tu paz necesaria y tu guerra dichosa. Son, uno junto al otro, la tierra y el mar soldados por un aro de fuego, mientras los ojos ofician de estrellas en la noche perfecta. Cuida al fin tus palabras. Porque has venido al mundo a soplar al oído de los hombres la tempestad y su cortejo de cristales partidos, los días quemados sin objeto, el último sabor de una lágrima. Has venido a soplar sobre la cerradura de la muerte, sobre el vino humano tierno, dócil a la boca, hermano callado de la pena que andamos divulgando, sobre la cabecera de la cama -reunión de tantas cosassobre el fuego que amenaza apagarse, sobre los árboles más altos…
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Has venido a soplar sobre la sombra que va cubriendo el mundo las últimas monedas de los dioses. Y cuida tus lágrimas. No las gastes en ojos. No derroches esa agua preciosa en amores perdidos. Guárdala para el día en que pactes con la tierra. El día, la hora y el instante del aliento final, entre las sábanas, cuando la necesites para la sed final, que llega entre sedientas amapolas.
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De TRÁNSITO (1948) JUNIO ESPERABA AFUERA De pie en el centro de la angustia, Asida fuertemente del alba, Apoyándose en todas las madres de la tierra, Mi madre, Con su proa redonda vuelta al cielo Vigilaba su límite, Preparaba mil astros, Y el viento sacudía su cabeza guerrera, Le besé el corazón: era la hora. Adiós, madre. Ella cerró mis ojos y mi voz por dentro, Y avancé horizontal dando portazos. Descendió su marea. Encendimos un árbol. Citamos duros bueyes que embistieron la llama. Niñez como milagro. De nuevo el día, desnudando los árboles, Se posa en la materia, recupera Su volumen perdido y acontece lo verde. Los bueyes se desvisten bajo un mapa de trigo Y pacen infinitos de fósforo. Canta su pueblo en nítidas bandadas, Elevan sus gargantas los altares del humo. Oh buey, oh geometría vertical de la tierra,
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Anterior a la danza, absoluto, Historia del motor y la brújula Desde lejos yo miro tu tren sin ventanales: Cuerpo de girasol y de granada. Tus cuatro imanes pulsan el coral y el nitrato, Plomada de color, caparazón de vino, buey arqueólogo. Tú sueñas con el caldo fresco de las raíces. Eres el arco, el meteoro terrestre. Tu largo pensamiento de hueso embiste al mar. Flecha nuestra. Dirección del hombre. Principio de los días sin término. Estoy de pie en el aire. Dulcifico mis ojos. Huelen aún mis manos a fogata. De tanto vuelo por cantarte cantos Me di en el cuerpo con el ala misma. Niñez como milagro: Ademán entre espejos, Sangre a flor, cotidiana del naranjo. Cántico de durazno y dedo herido. Sé que me duele por la espalda un tiempo Largo de estar mirando las estrellas. Quién soy yo. Quién me envía Qué hago tornar los pájaros. Oh, qué ojiva infinita me creció de las manos en el rezo, Que el corazón aprendió una palabra sagrada.
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De Segundo diluvio, 1954. Colección Clavel del aire, al cuidado de Alberto Rampone. Mendoza. D’Accurzio El fuego
A Carlos Alonso
Un día bajé al cuerpo como a un sepulcro vivo y era la vida apenas una onda y un domador cruel. El amor existía bajo la forma rudimentaria de la piedra y su sombra. Pero la llama estaba. Madura, a la intemperie, inmutable, en su trono.
Ancha, benigna llama madre nuestra ciega, rostro abierto a la noche y alarido que no puede morir porque ni aun vive, cabellera que pone la humanidad traslúcida: se ve el bautismo adentro como un charco cubierto por las hojas, se ve el tigre de gruesas venas transparentes bramando, se le ve al hombre el hilo con que Dios lo maneja.
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Alrededor de la cintura el fuego: mi cintura y el fuego como un hambre y un pan que se sepultan, y entre adioses las más terribles fechas se suceden porque la llama vela la tiniebla, porque la tiniebla vela la llama, y nos pesa y no podemos conducir la madera que nos sobró tras de techar la nave, y este sudor no cicatriza nunca, aunque el mar cicatriza más pronto que la mano del hombre. Donde con más furor crece el diluvio: en la llama, en la sangre, existió en otro tiempo lo votivo y el canto, la esperanza adherida a los racimos como un canon disuelto en el azúcar, y existieron los saltos de la infancia para arrancarle un poco de bondad a la muerte, y el pájaro hizo escala en la Ciudad del Hombre y este aprendió a volar al tercer día: le enseñaron el canto y la paciencia, cómo techar los ríos, qué altura dar al lecho, desde dónde empezar las ligaduras del primer grano y la primera tierra, para qué fue la noche construida. Cómo se planta el tilo, qué palabras prefieren los caballos cuando pacen y nutren sus cuerpos musicales.
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Hoy los otoños giran como puentes Dirigidos al alma. Juventud que supo abrir los brazos en el alba busca poder herirse con un ángel, el ángel negro, desmayado, fijo, que hizo girar el círculo del beso. La juventud también -miradla- gira (oh, flor en movimiento entre la llama) con tendones sonoros y abortantes y el abejal de las rodillas canta. Canta hasta el humo alrededor de todo lo que es creación y sin embargo muere. Muere de luz mayor, se cierra, estalla. Estalla y alta como el sueño es. La juventud es alta como el sueño. El beso se defiende entre sus labios. Los guardianes del aire -girasolescastidad acumulan en la sombra oyéndola vestirse, desvestirse y vestirse para andar a caballo, desbocarse y morir. El amor aquí es duro aunque su espina dúctil es a la carne, y los desvelos perduran primaveras acostadas. Besos aquí y allá dados por labios cuyo martirio es transitar en otros. La juventud es vínculo y altura. La juventud tiene color del viento, la cadera estrellada como el mar, mártir el labio de vivir al rojo, flor que se ahoga contra la belleza.
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El fuego aquí confluye, fluye, lame capitanías, dados, equinoccios, y la armadura de la brasa entrega su paciencia de mármol a los héroes. Oh, fuego allá y aquí y entonces siempre. Ropa de cuajo abierta por la llama, desnudados los cuerpos hasta el barro. Esperar, esperar, esperar la esperanza, Más tiempo, muchas vidas, inmóvil la estación, sorda, raída la llama, y el cuerpo siempre nuevo. Tal es la sed allí: de siempre en siempre. Los paisajes del mundo: la campana que ahora será dolor: tristísimo badajo que no ha volado nunca con dos alas: pájaro maldecido con un hombro gigante que le pesa. Oh, unidad de la llama, nadie peca en el mundo; ved los ojos cada vez más pequeños en el rostro del hombre, y el ancladero de la tierra nuestra donde la soledad hiede y se expande agrietando la nada y el polen coronario. Allí está dios con una piedra negra. ¿Llama de quién a quién? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? Tú que has pasado por aquí conoces el sepulcro por dentro y la toalla, qué pesada la cruz y leve el cuerpo, cómo la sostenemos en el viaje, cómo luego a nosotros nos sustenta.
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Aquí nos cuesta el cuerpo desvestirnos para entrar en la noche, y en la enmienda catedrales de piedra levantamos con argamasa y fuego, y el leproso puesto a dar campanadas hasta el día temblando, puesto a darlas temblando hasta el día más negro en que la lepra negra desmenuza el badajo. ¿A qué la llama siempre? ¿Desde dónde, si esqueleto con alas sobre un beso cupo en la plena llaga, o hacia dónde? si fuego y fuego y fuego ya se anulan y la llama quemándose no siente y toda la frente volverá a caer repitiendo las mismas hecatombes diarias mil veces cada noche en esta vida, y ya es fuego aquí el hombre, y su simiente tiene temperatura casi al blanco, y es doloroso ver el año entero desde una torre consumirse solo, llena su vestidura de tristeza, apoyarse en colinas, sonreírnos, penetrar en la boca de los náufragos, atropellar la pubertad del cóndor. Hemos puesto la copa en cada árbol con equidad entre tu reino y este, lo que igualdad quiere decir, y justos nos lavamos el rostro deshaciendo la forma de los sueños en la frente. Porque el trabajo es duro y la herramienta,
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y navegar un río es como amar y como amar también cortar un fruto, extraerle el gusano, desvestirlo, ponerlo en las encías, desmayarlo, sentir su aroma luego por la sangre. Mucha llama quizá para tan pocos. Esta mano que muere con el cuerpo, que sigue echando tierra por sí sola, escribe el himno, esculpe, ya no crece, y sin crecer hace crecer la vida, injerta el árbol nuevo al árbol viejo, y dice adiós continuamente a todo. Todo ya está encendido sobre el mundo, los días con sus noches hasta siempre, ecuestre el día en su caballo negro: todo estatua inmutable. Vamos a llama. Allí seremos llama, sin piedad llama abierta en la ceniza, uno llama del otro y todos sed, una sed ya sin cuerpo contra llama. ¿Y la vida? “Fabio, Fabio, hijo mío, dónde estás?”. “Aquí, madre, aquí; pero tú no me ves”. “Entonces, hijo mío, ¿tú sabes quién se llevó la eternidad tan lejos?”. Aquí los cuerpos se aman todavía: asisten: el sonido a la gota,
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la savia a la estructura, y cada noche nos citamos a ver el polen que peligra, y enaltecemos, mano contra mano, esta cadena en sombra solo tuya, y damos al sediento de beber en la copa de la mano rompiendo la cadena y volviéndola a unir. Hemos plantado con tanto amor en el recién nacido la semilla del pulso y él ahora es un árbol que da sombra a otros niños menores, y la casa del hombre se llena de estupor porque bajo tormentas se estremecen en las cabeceras los crucifijos, y al que muere lloramos, le unimos los maxilares para que no salgas de él, y puesto horizontal -con flores en el cráneonos disponemos a esperar algún día ver su rostro en la nieve. Pedimos una tregua: el pan y el vino como pan y vino sobre un mantel apaciguado, en torno el ancho pecho frío de la atmósfera y el sueño inesperado: a quien abrimos puertas, acueductos y sombras, de quien decimos o callamos todos. Yo me digo: este día no quiero amar a nadie, sólo amar tu recuerdo, consumirme este día,
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apretarme hasta el llanto, llorar hasta la perla, serte lágrima adentro, violentar la esperanza hasta arrancarle un tallo. Y tener claridad en tus cabellos, y hallar maneras todopoderosas de sonreír en lo más triste mío, y no citar ni la mañana apenas. Un día todo adentro de este pecho donde sé que aún estás volando en círculos y que la punta de tu ala toca la punta de mis dedos y que sus yemas tienen tu color, mejilla por mejilla. Amo este día, entonces, estas manos, y en su trasluz estás como otra sangre puesta sobre mi muerte como un labio que ha de besarla y arrancarle piedad. Y yo sé que este día es el menos solitario de los que aún penden del corazón, y que ya -desprendiéndose como está ahorano caerá al mismo sitio de los otros, y si es ceniza abajo no será transmutado su color ni transmutada su temperatura, y él vivirá conmigo sin integrarme para ser mi alimento poderoso. Sé en la cadera siempre y en el pecho este día. Sea la vida como tú: yacencia.
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Sean postrimerías estos abrazos nuestros, sea la piedra musical, sea este amor el nuestro amor sin llanto, sea el amén de boca a boca, ciegos. Porque cada día terrestre tiene aquí su réplica, y este día de hoy corresponde a aquel otro de toda nuestra dicha que se partió en el alba y al mediodía ya era dos mitades: tú habitaste la una, yo la otra y arcos de polen luz milagro nos tendieron, y besos nos tiramos, besos que daban yemas en el aire y llegaban arbustos. Da pena tanto amor en dos apenas nosotros, seres puro silencio, tallos vertidos a una primavera, la inflexible, miedo no recogerlo en un latido, miedo ese halo de la carne sola, células que no llegan a las células, tristes pétalos sollozando en la altura que no pueden contenerse. Desde la llama yo he escogido un día, ese más vertical, ese que se amamanta sobre el álamo, y en él me uno a ti y en ti se unen todas las vocaciones de la tierra,
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todos los cuerpos míos que transformó la edad de habitante del fuego. Y consumiéndose sin consumirse, yo digo tuyo, tuyo, tuyo, como aquel otro hace mucho en la tierra, y velaré sobre él, y golpearé el sonoro pecho del arcángel para velarlo. Deja tu mano puesta sobre el último día. A gotas cae del árbol un purgatorio lento. Es un sonido que vive por nosotros a cierta hora de la eternidad, este deseo. Carlos, amigo mío, te prometo contar la soledad gota por gota sin omitir un solo cubo negro. Explicarte lo solo que es ser hombre En este aquí de ruedas silenciosas donde se adora un dios de barba inmóvil. Decirte a ti para avisar a todos que estoy en ella y es así de sola. Me está mirando muerta desde un eje, me está haciendo olvidarte y yo no quiero, me está poniendo en el aliento un cuerpo cada vez más cerrado. Manos, rezad. Rezadle una plegaria al hombro. Muñecas -oh dementes- arrancadme este recuerdo del Mundo, desenterradme a mí de este recuerdo del amor y la vida.
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Cuando esta ala enfurecida llegue, esta ala que no ha encontrado pájaro, ni navío, ni tortuga siquiera, y dejadme vestido sobre un liquen gigante, fiel a la vida y al amor y a la tierra, y llegue en círculos, en cada vez más grandes círculos llegue ese desdén celeste del talón de los héroes que visita la frente de los muertos, cuando no pueda oír la guitarra enterrada y nuestros ríos, que son corpulentos y sonoros como el primer hombre sobre la tierra.
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De Revista Reloj de agua, 1976 En un lujoso cementerio En un lujoso cementerio que se llama Brahms y en la cara más azul de mi recuerdo intenso te postrabas, indómita, como la leche honda de los niños hambrientos, sobre cubierta, en el mar, blanqueándolo todo. Aparecías sin milagro, crecías a bordo igual a las plantas olvidadas. Cohabitabas con la última luz del día, el primer destello manso de la mañana. Era como llorar verte crecer en las colinas terribles haciendo señales. El mar era la nada. Un montón de olas muertas flotando y flotando. La muerte huía. Por vereda y vereda ronda hoy tu recuerdo. Morí y morí. Sangré. Basta de dioses. Echa la falda al fuego y amémonos despacio a través de las venas azules de los héroes que gastaron su tiempo sin quejarse. Anda. Trepa el muro liviano. Hemos muerto como el tiempo bajo la primavera de los otros.
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De Revista Aleph N.º 8, 1992 Maternidad He leído en un libro de hierro esta verdad: “todas las madres dan a luz, no por la nueve lunas que suceden al riesgo del esposo, sino porque repiten una palabra que solo ellas conocen”. Una palabra mágica. Una palabra que nunca jamás darán a conocer a los hombres. El esposo decide a la esposa a decirla, solamente la empuja a pronunciarla, sin saberlo. Y hay esposas solitarias, no visitadas por el esposo nocturno, que conciben sin hombre: son aquellas que llevan en el vientre su niño hasta la muerte sin darlo a la tierra ni al viento ni al desdén, sin conocerlo siquiera. Y mueren con el niño dentro; entonces, a veces, el pequeño abandona el seno, se abre paso entre la tierra y sale a respirar: ¿no habéis visto, acaso, alguna vez esa flor blanca junto a algunos sepulcros? Pero muchas más son las que prefieren conocer el rostro del engendrado. Y a la novena luna salen, en fila interminable, hacia el campo, y lo
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dejan en medio del rocío. Antes se echan y piensan y dicen la palabra esotérica. Esa palabra hace que comiencen a danzar los pies del niño en el vientre, hasta que todo el cuerpecillo nada y vuela, como un pez y un pájaro, en el oxígeno y en la sangre. Algunas veces es necesario repetir la palabra porque el niño se entretiene viendo saltar el corazón materno, sin poder retenerlo. Pero al fin cierra los ojos fuertemente y comienza a vivir entre nosotros. La esposa lo deja en el rocío. La lluvia lo lava. El sol lo calienta. La leche lo nutre. Pero yo no puedo revelaros la palabra.
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De Antología I Grupo Aleph, 1997
Los ojos Cómo se estorban las hormigas y los astros. Ya no cabemos. Ni el amor de los perros ni los dientes de un piano tienen espacio puro para trotar y enloquecer subiendo por el filo de una espada. Solo tus ojos claros pudriéndose en el tiempo han quedado fuera. No cabe ni una lágrima perdida, ni una gota de lluvia reflejada, ni la tiniebla: apenas cabe aún el recuerdo de tus ojos claros pudriéndose en el tiempo. Hemos cerrado el mundo atroz y respiramos el mismo tedio, los besos con espinas, esas flores nacidas en el humo, la pesada fragancia de los cuerpos dormidos en un barro de estrellas caídas, fatigadas, sin cielo. Nuestros nombres gastados yendo y viniendo como una sola corola de tiniebla que hace eco en la nada. Vengan a comprobar cómo hemos hecho de las cosas un bloque sin perfume. Ha cerrado la noche hasta el último párpado:
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nos estorbamos, ciegos, trasladando papeles y cubriendo la última ola viva: hemos perdido el nombre, remamos, solamente. Fuera quedó la vida, solo tus ojos claros pudriéndose en el tiempo, remamos, solamente. Amor que fue dulzura, ojos que fueron labios, dientes que fueron agua, silencio que fue canto, nada queda aquí dentro, nos hemos devorado todas las primaveras en un salto de tigre. En la piel ya tenemos la marca. Un ángel con escamas da gritos en la sombra, y no lo vemos. Solo vemos aquellos ojos claros pudriéndose en el tiempo, aquellos ojos claros que nos amaron pudriéndose en el tiempo. Manual de la tierra arrasada Ya no quiero quedarme: ya he cantado y he recorrido el sitio y he comido y he usado las palabras y he muerto con un morir entre cosas esparcidas, oh país mío, oh dolor que se abstiene ya sólido en su copa como un río tallado. ¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte? Ya no quiero quedarme en un país urdido por arañas que se hacen señas de colina en colina
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y derraman ceniza sobre el cuerpo gigante de los enamorados vueltos como heliotropos a la lluvia felina. Mi tierra, ahora flor acostada, alguna vez fue un júbilo hacia arriba junto a un abismo sin perros ni piedras familiares donde ha caído al fin mendiga de la noche su lengua. No te quedaban puertas. Te acosaron el vientre, te comieron el nido de los hijos: la rosa vespertina que en su través, solo en tu honor crecida, mostraba toda la primavera en un anillo. ¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte? Desde el confín donde el cóndor se desnuda como una ley del aire se te mira, mi tierra, vieja y cansada, con la cofia llena de jeroglíficos y números secretos. Llueve leche sumisa que no cabe en el mundo, leche y dátiles: alimento ofrecido para volverte a la vida y colorir tus manos aferradas al remo del amo. Es el toque de queda -leche y dátiles- de familia en familia cohabitando en las últimas pavesas. ¿Adónde vas, mi tierra, que yo pueda encontrarte? Ya no quiero quedarme para esa melodía sin balcones al sol, ese réquiem trotado por caballos con máscaras donde tu cuerpo ahogado flotará eternamente simulando la vida.
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FERNANDO LORENZO LETRISTA
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CANTATA LATINOAMERICANA Obra poético-musical de Fernando Lorenzo y Ramiro Lorenzo. Homenaje a la emancipación latinoamericana. Canto a Simón Bolívar y San Martín. La obra consiste en ocho temas musicales conectados con puentes instrumentales y recitados que le dan la forma de cantata. En esta obra, Fernando Lorenzo plasma versos que comienzan en un canto a la tierra y al dolor de la Conquista y se resuelven en un grito de libertad por la emancipación del pueblo, en una suerte de homenaje a los actores principales de la gesta latinoamericana en las figura de San Martín y Bolívar. La composición musical de Ramiro Lorenzo va creando diferentes climas, tomando ritmos y formas del folclore latinoamericano, expresadas estas tanto por el coro y la orquesta como por los solistas. La música utiliza formas y ritmos de baguala, chacarera, huayno, cueca, guajira, en un crisol de instrumentos como piano, bajo, guitarra, tiple, charango, quena, sicu, flauta traversa, percusión latina y batería. Dos solistas, masculino y femenino, arreglos corales para coro mixto o coro de cámara. Se agrega a la forma el recitador, que anticipa textos creando dramatismo y dando relevancia al mensaje poético, y el coro, que resalta las partes más fuertes para dinamizar la obra en su totalidad. La Cantata comienza con un motivo instrumental, donde se enfrentan dos formas musicales, una americana y otra española, y
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continúa con la soledad y la conexión profunda del pueblo originario con la tierra en Le voy cantando a la tierra. Luego pasa por el dolor de la Conquista, el despojo y el choque de las dos culturas en Yo conozco la piedra; la esperanza en el trabajo y la posibilidad de libertad y emancipación en Canción de la tierra; el patriotismo y la alegría por los líderes de la lucha por la libertad en Zambita para Simón y José. El canto de la guajira, que combina los versos de José Martí de guantanamera como poesía de libertad y los reclamos del pueblo en Guajira para Martí; la visión intimista del hombre americano en Yo, mi rumbo americano, y el cierre en chacarera con el triunfo de la fuerza del pueblo en Grito necesario. GRUPO CORAL Coro Polifónico/Coro de Cámara Solista femenina Solista masculino. Se propone un grupo coral que intervenga dramáticamente y con movimiento escénico, evitando en lo posible la figura en primer plano del director para lograr una puesta donde el coro represente al pueblo. MÚSICOS Sintetizador, piano Charango, tiple, cuatro Quena , sicu Bajo eléctrico Guitarra Flauta traversa Percusionista latino Percusión folk, batería
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ORQUESTA DE CUERDAS Y VIENTOS Violines, violas, violoncelos, contrabajo Oboe, corno, fagot, trompeta, flauta traversa RECITADOR GRUPO DE DANZAS NATIVAS Y SOLISTAS EN DANZA Iluminador Escen贸grafo Sonidista La estructura t茅cnica se define de acuerdo con la envergadura de la puesta.
Estructura general de la obra Introducci贸n...........................Sonidos de la naturaleza y coro aleatorio...... Tema 1...................................YO CONOZCO LA PIEDRA (instrumental) Aire de huayno Tema 2...................................LE VOY CANTANDO A LA TIERRA (Solista femenino-coro) Aire de baguala. Sonidos de la naturaleza Recitador Tema 3..................................YO CONOZCO LA PIEDRA (cantado)
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(Solista masculino-coro) Aire de huayno. Puente instrumental (aleatorio) Tema 4................................. LA CANCIÓN DE LA TIERRA (Coro) canción
Puente instrumental Recitador Tema 5................................ ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ (Solista femenina) Aire de cueca
Puente instrumental Tema 6.............................. GUAJIRA PARA MARTí (Solista femenino/masculino/coro) Aire de guajira cubana. Tema 7................................. YO, MI RUMBO AMERICANO (solista femenino/masculino). Canción Puente instrumental (Yo conozco la piedra) Recitador Tema 8................................ GRITO NECESARIO (Coro y solistas) Aire de chacarera Duración aproximada: 1 hora,.5minutos
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Requerimientos para la puesta en escena Se propone producir material visual para reproducción en pantalla gigante con imágenes de América y los textos de las canciones. Gigantografías de San Martín y Bolívar. El material en videos ilustra las distintas situaciones con imágenes de la lucha por la libertad y los actores principales de la gesta como también climas en colores y formas de las culturas ancestrales. Textos de Fernando Lorenzo: LE VOY CANTANDO A LA TIERRA YO CONOZCO LA PIEDRA CANCIÓN DE LA TIERRA ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ GUAJIRA PARA MARTÍ YO, MI RUMBO AMERICANO GRITO NECESARIO YO CONOZCO LA PIEDRA Yo conozco la piedra La espalda americana Los ríos que sangraron Los muertos en la mano
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La selva cuartelera El monte y la bahía El oro que partía El pie descalzo y roto La flecha sin memoria El arcabuz y el potro La bala barbacana La espalda americana El sable que se hunde Sobre la piel cobriza La muerte que no avisa Toda la orfebrería Que la bota partía Allá arriba en la cumbre Una bota una ojota Disputándose el día Caminando peleando Luchando por la lumbre El ganado encerrado El oro y sus costumbres Tanto barco pirata Dolor y servidumbre Nacer como los muertos Morir como costumbre Flecha que se desata Nube que llueve y mata El hijo de la tierra Su corazón entierra Bajo la piedra dura Buscando sepultura
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Ganado tiempo al tiempo Esperando su día Por fin lo desentierra Para ganar la guerra Guerra de corazones Guerra donde se mata Guerra contra el pirata Guerra de los malones Guerra contra el denario Guerra contra el corsario Paz en los corazones Pasen los corazones Los corazones pacen LA CANCIÓN DE LA TIERRA Tierra tan solo piedra Sombra que no se nombra Viento que no es ni viento Árbol que no es ni copa Río que no es ni río Río de piedra frío Manadas encerradas Hondo dolor al fondo Agua muerta en la fragua Mundo donde me hundo Un lamento profundo Una mano enterrada Una mano que asoma
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Parece una paloma Parida por el suelo Que va tomando vuelo Gota, gota, gota Tierra, tierra, tierra, Verde, verde, verde, Florece la hierba Ha nacido el hombre Vencerá a la piedra Fundará fogatas Tocará su quena Y en la quena un canto Y en el canto pena Y en la pena un grito De la libertad ZAMBITA PARA SIMÓN Y JOSÉ Para usted Simón mi zamba Para usted y para sus muertos Reparta entre sus valientes Estos gemidos al viento El pueblo sabe escuchar Y este fue un hombre de pueblo Bien haya la sangre rota Que usted reunió en el desierto Para ganar esa guerra Hubo que morir en serio Y hubo también que soñar Los sueños que sueña el pueblo
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San Martín mira y escucha Cómo palpita la piedra Al malo le dice no Y al bueno que se mantenga Zambita para los dos Soldados fueron del pueblo Pueblo que fue de la historia Historia de tantos muertos Muertos que juntó la gloria Gloria de todo el desierto Desierto donde Simón Sigue derrotando al tiempo GUAJIRA PARA JOSÉ MARTÍ Guajira, guajira Para Simón y José Guajira que gira Para que la cante usted Mi verso es de un verde claro Y de un carmín encendido Mi verso es un ciervo herido Que busca en el monte amparo Tu verso fue desamparo Tu ciervo toro ofendido Para envestir al tirano En su trono corrompido
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Yo vengo de todas partes Y hacia todas partes voy Arte soy entre las artes En los montes, monte soy Si tu pueblo fue descarte Tu verso de ayer y hoy Lo reunió por todas partes Por eso mi amor te doy Yo soy un hombre sincero De donde crece la palma Y antes de morirme quiero Echar mis versos del alma Yo nací en mi tierra entero En mi Argentina del alma También con tiranos fieros Que nos robaron la calma Yo he puesto la mano osada De horror y júbilo yerta Sobre la estrella apagada Que cayó frente a mi puerta Yo he visto desesperadas Tantas madres casi muertas Buscando en la madrugada Sus hijos de puerta en puerta Todo es hermoso y constante Todo es música y razón
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Si el coraz贸n va adelante Si la libertad es canci贸n MI RUMBO AMERICANO Yo Dando tumbos dando tumbos Por mi rumbo sin rumbo Yo Por mi rumbo mi rumbo Dando tumbos sin rumbo Yo Bien nacido, bien nacido Mal herido, herido Yo boca arriba abajo Yo boca abajo arriba Dando tumbos Boca de arriba abajo Hambre de abajo arriba Por mi rumbo Yo Siempre a flote siempre a flote Cachalote a flote Yo Camalote, camalote Siempre a flote, a flote Yo Alto vuelo, alto vuelo Negro suelo, sin vuelo Yo
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Negro suelo, negro suelo Alto vuelo, sin suelo Yo Vigilando, vigilando Y con el mazo dando Yo Dando, dando Dando, dando Vigilando y dando Yo boca arriba abajo Yo boca abajo arriba LE VOY CANTANDO A LA TIERRA Le voy cantando a la tierra Y la tierra no me canta Será que es puro silencio Será que le faltan ganas Ay le faltan ganas Será que no hay que cantar Hasta que llegue mañana En un potro como viento Que barra nuestras desgracias Ay nuestras desgracias Que despierte bagualero Baguala es tierra que canta Le voy cantando a la tierra Y la tierra no me canta Ay no me canta
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Serรก que cuida sus muertos Y le ofenden las palabras Si el bagualero despierta La tierra serรก baguala Ay serรก baguala Le voy diciendo a la tierra Que la conozco de sobra Se hace barro si es que llueve Y si no llueve se enoja Ay que se enoja Le voy diciendo, diciendo Que la conozco de sobra Que olvide sus intenciones Que no me llame a estas horas Ay que se enoja Tengo mucho por hacer Tengo que comer aloja Tengo que estirar el arco Y arrojar la flecha loca Y si en esas quiere ver Cรณmo a la larga se llora Que llame nomรกs la ingrata Que me llame a cualquier hora Por si acaso yo le canto Por si acaso tiene boca Para gritar libertad Como un bombo que se enoja Ay que se enoja A cualquier hora.
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GRITO NECESARIO Les traje aquí mi cantata Este grito necesario Aquí termina este osario Blancas negras y mulatas América malapata Baguala de atrevimiento Zamba de puro escarmiento Leche hervida sin la nata La cincha se me desata Por el vientre americano El ombligo es un volcán Y los remos son las manos Canto un huayno al Altiplano Y una guajira me mata La cincha se me desata Por el vientre americano Hula hula cuero cuero Mate frío sin sombrero Rastra rota amor sincero Pero pero pero Me alumbro con una vela Y alumbro todo el Caribe América no se escribe Se muerde con las espuelas Tengo bandera y abuela
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Tengo rastra y tengo ojotas América no está rota Tiene patitas y vuela Dolor se dice al dolor No soy uno somos varios Por eso grita el cantor Este grito necesario Hula hula cuero cuero Mate frío pura astilla Mi libertad es entrevero Me meto hasta las rodillas Les traje aquí mi cantata No soy uno somos varios Matemos la malapata Con el grito necesario
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FERNANDO LORENZO CRÍTICO
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Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesitamos. Por delírium trémens o por necesidad civil. Como se quiera. Tu exposición parece hecha por encargo. Sí, por encargo. Por encargo del país. ¿Pero qué se te puede encargar que no sea algo parecido a vos mismo? “Bitácora” y “La Reja”, dos instituciones que son al mismo tiempo la esperanza y la adversidad, te anotaron en el registro de expositores para este año. Has cumplido. Hemos cumplido. Yo podría decir, en nombre de “Bitácora”, que tus grabados cobijan una técnica precisa y se ubican en una madurez de lenguaje plástico que descubre vastas zonas de la inspiración profunda. ¡Pero no! Para usted, Gastón Alfaro, frases hechas... ¡No! No queremos decir tanto, no queremos frases de miel. Queremos menos azúcar. Tarde o temprano el azúcar nos estará prohibida por los médicos, y mejor es prevenir que curar. Tus grabados, Gastón Alfaro, son -como todos los grabados- la sombra y la luz, el blanco y el negro, lo positivo y lo negativo; pero los tuyos, además, son lo amado y lo despreciado, lo amable y lo despreciable, el día y la noche, la luz y la sombra, el beso y la tortura, la herramienta y la burocracia, la carta y el decreto, la opulencia y la miseria, el ayuno y el hambre, la danza y el desfile, el empeine y la bota. Conozco en Mendoza grabadores famosos enamorados del bisturí, conozco otros enamorados a mansalva de la herramienta que modifica dejando todo como está. Conozco, también, aquellos que quisieran cavar con la gubia hasta el fondo de la tierra para encontrar respuestas distintas de las que se responden --o se respondían-- en los libros oficiales. Gastón Alfaro, estás salvado. Vive y florece. Eres
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franco para tallar como eres franco para vivir. No te subyugan los grises. Toda teoría es gris. Verde es el árbol de la vida, como dijo el poeta. Reemplacemos “verde” por “negro”, que se acomoda más a nuestra reciente historia. Y obtendremos la verdad. Nuestra etapa actual es negra o blanca. Vivimos una época de grabados. Luchamos, como Hamlet, por ser o no ser. Tus grabados son fotografías interiores. Está a la vista. Si analizamos un poco, veremos, por ejemplo, que tu grabado llamado Grupal, tiene tres cabezas y, sin embargo, ocho piernas y ocho manos. Esto es una metáfora. Nos has regalado dos manos porque aquí hay mucho que hacer, y nos has regalado dos piernas porque aquí hay mucho que recorrer. Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesitamos... Si recorremos tu muestra a paso lento, a fuego lento, descubriremos rostros y manos, mujeres y hombres, quietud y reposo, nostalgia y alegría. Todos esos personajes parecen caminar sobre una cuerda tensa tendida entre la vida y la muerte. ¿Por qué? Porque todos los hijos del mundo vivimos sobre una cuerda tendida entre la vida y la muerte. Solo que no lo sabemos. O no lo recordamos. O no lo queremos recordar. O lo disimulamos. O lo alejamos con lecturas piadosas. O lo ocultamos con corbatas de colores. O lo sublimamos con la Difunta Correa. O lo viajamos sin término con la transmigración. Contra todo eso, Gastón, me encanta que empuñes la gubia como una espada justiciera. En uno de tus grabados, las madres están —disueltas en luz y sombra— contra un edificio que les sirve de fondo. En otro, el fondo es un patio de adioses, algo claro, siempre visible y sin trampas. Tus grabados son comienzos o finales. Nacimientos o escatologías. Nos invitan a pensar. Obligan a sentir. Coadyuvan a vivir. Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesitamos. Estamos hartos de artificio sin haber cumplido todavía la
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dignidad de la caverna, donde todos se calentaban, comían o se cobijaban de las fieras. Hemos alcanzado la decadencia sin haber pasado todavía por el desarrollo. Los vicios son contagiosos; las virtudes, solitarias o académicas. Tus grabados —negro y blanco-— se parecen al país. País virginal. País en flor. País nuestro de cada día. País nuestro de cada noche. Si todos los que te acompañan esta noche en tu muestra supieran todo lo que te cuesta empezar y terminar cada una de estas obras que expones, llorarían o, por lo menos, te invitarían a comer o te regalarían flores. Yo no quiero mirar demasiado dentro de tus grabados. Es tan fácil profundizar entre comillas. Basta con emitir algunos estados de ánimo propios para salir del apuro... Yo quiero quedarme en la superficie. “Lo más importante que tiene el hombre es la piel”, decía André Gide. Y eso que hablaba para los franceses, para Sartre, para Malraux. También tus grabados me dicen —o me anuncian — que todavía estamos a tiempo. ¿A tiempo de qué? Eso no importa. Estamos a tiempo. Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los mendocinos te necesitamos. Porque estamos a tiempo. Porque estamos maduros. Porque tenemos piernas, brazos y boca. Porque se está muriendo la vitivinicultura. Porque los perros ladran. Porque estamos aprendiendo a diferenciar excrementos y flores. Porque estamos vivos. Porque, seguramente, harás otras muchas exposiciones como esta. “Bitácora” y su galería de arte “La Reja” se complacen en ofre-
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cer al distinguido público de Mendoza esta exposición de grabados del artista local Gastón Alfaro que, dueño de una depurada técnica y dueño, asimismo, de una temática muy suya, derrama su mundo interior en una serie de estampas grabadas sobre plástico, ubicándose así a la altura de nuestros valores nacionales reconocidos. “Bitácora” y su galería de arte “La Reja” le pidieron a Gastón Alfaro que expusiera para que pudiera mostrar lo que está haciendo. Sabía la galería que Alfaro podía sacudir con su obra la pachorra, la noia, la saudade, la morriña, la beatitud, el decoro, las formas, los qué dirán, los remiendos, la gula, la ambrosía, el benjuí, los anteojos ahumados de enero y los buenos modales de todo el año. Yo creo, Gastón Alfaro, que todos los argentinos te necesitamos.
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En galería de Arte “La Reja”, 1984
FERNANDO LORENZO CUENTISTA
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Del libro inédito Historia de un ámbito, 1960 Historia de un ámbito Mi cuarto ha quedado reducido a dimensiones miserables. El resto de la casa, viejos ámbitos devoradores, acaba de crecer hoy su último palmo a expensas del espacio robado a mi dormitorio. Vivo ahora tan estrechamente, se yerguen sobre mí tan cercanos los muros que resultaría imposible distinguir, llegado el caso, en cuál golpea desde fuera la mano de un amigo. En cambio, mis abuelos tienen para su exclusivo provecho toda la antigua mansión; y esta mañana los he visto tan fuertemente sujetos a la vida, tan vigorosos en su paseo por las dos galerías, los cobertizos y los salones, que aún temo de ellos nuevos planes de acaparamiento. Yo me sofoco con mi lustroso violín y mis papeles, y apenas dos o tres veces por día parto hacia el comedor, punto central de sus dominios, donde ellos custodian mis comidas puestos de cada lado como dos candelabros, mientras me esfuerzo por beber la sopa. Luego regreso a mis paredes y ellos, en cambio, flotan aún en marzo abierto y elástico como dos niños insaciables de luz, habitaciones y patios. “Queridos abuelos”, les he escrito, “es preciso dejar por definitivos los muros internos de la casa. Mi dormitorio ya no puede ceder a vuestra conquista un solo metro más sin poner en peligro, no ya mi comodidad, que me resigno a perder, sino mi vida misma”. A lo cual mis abuelos han respondido: “Querido nieto: conocemos tu martirio, pero debes reconocer en nosotros un recto sentido de la justicia”. Mi carta fue depositada sobre la mesa a la hora del almuer-
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zo. La respuesta vino ese mismo día, a la hora de la cena. Mi padre, de viaje. Un viaje tan cansador por el Viejo Mundo. Por la claraboya (mal podría llamarse ventana), miro con terror el día. Allá, al fondo, escucho a mi abuelo toser con alegría y su tos retumbar, seguramente, en despensas y buhardillas. Lejos de aquí me esperan, pienso. Y necesito preparar mis pulmones para esa amplia vida. Pero ¿cómo convencer a mi abuelo, a mi abuela, a los dos, de mi precario alojamiento? La cama está como prensada entre los muros norte y sur. Largas conversaciones de sobremesa, ayer. Les explico. Dos cabezas tercamente blancas parecen refractar el fuego de mi discurso. Mi abuelo se encorva, me siento derrotado; resuelvo volver, encarnado a mi bufanda. A las seis de la tarde abro la claraboya y miro tristemente la calle. Algunos vecinos pasan y me saludan. Luego observan el frente de la casa, que cambia semanalmente su fisonomía, y desaprueban las refacciones. —Es mi abuelo —les digo—. Todas las semanas dispone derrumbar algunos muros y construirlos de nuevo. Siempre robándome espacio, naturalmente. Mi tristeza les duele y preguntan detalles: — ¿Y su padre? ¿Siempre sin regresar? —Efectivamente. —Escríbale. Póngalo al corriente de esas impertinentes refacciones de su abuelo. Yo les aclaro otro poco para tenerlos de mi parte y obtener apoyo en el preciso instante de lanzarme a la reconquista: —Mis abuelos trazan planes, amplían paso a paso sus dominios. Hasta hace poco, esta era mi confortable habitación. Esas dos paredes han sufrido ya tres emplazamientos sucesivos en pocas semanas. Miren: apenas tengo ya una miserable casucha. Los vecinos se aglomeran impresionados y tratan de mirar
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todos a la vez por la claraboya. Se oyen hasta voces de maldición contra mi abuelo. Al día siguiente, a las seis, el mismo cuadro. Algunos me alcanzan pan y fruta, que yo rechazo sonriente y desamparado. —No. Me alimentan bien—les digo—. No es que mi abuelo me tenga aquí encerrado. Mi lugar de estar no ha sido respetado por ellos, eso es todo. Y apenas tengo acceso al resto de la mansión. —¡Estamos de su parte! ¡Presénteles batalla! ¡No lo abandonare—mos!— recibo por respuesta. Se alejan. Pero siempre pasa alguien más, que gira violentamente la cabeza hacia la casa como insultando, y luego, al descubrirme, me sonríe disimuladamente, me guiña un ojo, reiterándome su secreta solidaridad. Cierro la claraboya y me hundo en la cama sin consuelo. Me levanto y me visto. Tomo un libro, como quien toma arco y flecha, abro la puerta, cruzo el espacioso salón, doblo hacia la primera galería, avanzo por el invernadero, abiertas ahora sus mamparas, y desemboco, tras algunos pasos más, en el comedor. Mis abuelos se ponen de pie y me reciben con un beso. Me rozan con torpeza para abrazarme y los siento como terciopelos gastados por el tiempo. Me parece tener a mi espalda a los vecinos armados de palos y azadones. Esto me da fuerzas. Me pongo a comer, más erguido que de costumbre, y por fin digo, alzando la voz: —Anoche he tenido fiebre. Levantan la cabeza y me miran. — ¿Y a causa de qué, querido muchacho?—me pregunta mi abuelo. —El aire viciado, seguramente—respondo. —Es pequeña, es pequeña, en efecto, tu habitación—dice mi abuelo cabeceando dulcemente y entrelazando sus dedos de cartón
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sobre el mantel blanco. Mi abuela se me acerca, desplazando el vaho húmedo del aposento con su perfume de jabón, me pone las manos en los hombros y me dice: —Pero tú eres ya un hombrecito. —¡No, no! —grito. —Vamos, vamos—agrega mi abuelo. -Extraño todo este espacio. Ustedes me despojan. —¡Eso no!—reprocha mi abuelo—. ¡A nosotros nos da lo mismo! ¿Oyes? ¡Lo mismo una habitación que otra! Pero las cosas son así. Mi abuela me abandona: saca sus manos de mis hombros y se sienta frente a mí. —¡Pues bien! ¡Yo los acuso! Mi abuelo se pone de pie, murmura y traga saliva. Yo me aferro al borde de la mesa y grito: —¡Yo los acuso! ¡Los acuso! —¿De qué? ¿De qué?—pregunta mi abuelo sofocado. —De no poder estudiar mi violín, de desear la muerte, de haber perdido las esperanzas… —Dejemos eso—interrumpe mi abuelo—. Te acostumbrarás, estamos seguros. —Intentaré por última vez reconquistar mis habitaciones. —Como tú quieras. — ¡Abuelo, necesito que destruyas esos dos muros y los emplaces nuevamente en su lugar primitivo! —Sabes, queridísimo nieto, desconsiderado nieto, que tu abuelo está ya demasiado fatigado para eso. —Entonces, sea lo que Dios quiera. ¡Me voy de viaje! Mis abuelos corrieron hacia mí, pues estaba pálido como un muerto y mi cabeza había caído sobre la mesa.
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Parto a la montaña! —alcancé a decir, con los ojos todavía cerrados. —¡La montaña, la montaña! ¿No se te ocurre otra cosa? -—Y ahora mismo! ¡Les dejo también mi cueva! ¡Todo! Mis abuelos empezaron a temblar. Desesperados buscaron frases, sin encontrarlas. Yo había levantado la frente, y por el ventanal miraba el otoño apresado en los tilos. —¡Tú no irás a la montaña! — dijo triunfante mi abuelo—. Cambiaremos los aposentos. Tú, aquí, en todo esto (abrió los brazos: su pecho era robusto y sano como el de un adolescente). Y nosotros allá, en tu pequeño dormitorio. Pero antes escribiremos a tu padre. Que él disponga. —No, no podré resistir todo ese tiempo. La mudanza. La mudanza por ahora. Y luego, lo que él ordene en su respuesta. Mi abuelo suspiró derrotado. Recién entonces respiré con la voracidad de otro tiempo. Ese día la claraboya permaneció cerrada a los aliados de mi causa. La carta debía salir esa misma noche. El traslado de mi casa y mi ropero más algunos cajones de libros y mi violín trastorna la envejecida soñolencia de los ámbitos. Soy feliz. Y sin explicarme del todo cómo mis abuelos podrán acomodarse con sus petates en mi dormitorio, voy y vengo con cargas a la espalda. Mi abuela traslada lo liviano, pero en compensación vigila con desesperado celo la mudanza. Temo encontrarme con los ojos de mi abuelo. Por fin, el último baúl de ellos entra en mi antigua cuevecita. Después de la cena, son ellos ahora los que se retiran a su dormitorio nuevo. Oigo desde aquí el portazo de la que fuera hasta hace poco mi puerta. Mi nuevo dormitorio es inmenso. Tengo acceso a otros dormitorios, también inmensos, a la baja terraza de mampostería azul, a las despensas. ¿Cómo sonará aquí mi violín? Mi casa se pierde en el espacio. No puedo dormir, emocionado. Ladran
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los perros en los otros fondos. Recorro pasajes, abro puertas, enciendo y apago luces. Por fin me acuesto. Pienso en… ¡Oh, las sombras! Quisiera tener un poco de miedo para absorber todo el espacio que ahora he conquistado. Y el miedo llega, pero crece. Soy un hombre. ¿Qué tienen que ver conmigo las sombras? Estoy seguro de que han entrado murciélagos. Ay, qué lejos está la lamparilla. Si llegara esta misma noche la carta de mi padre con la disposición de que se me destine la pequeña habitación que he abandonado… Solo a la hora del almuerzo puedo vivir. Luego, mis abuelos se retiran. Yo tiemblo en los solitarios estrados. La noche es un suplicio. A veces me lanzo en la penumbra hacia mi antiguo dormitorio y ahí, afuera, echado contra la puerta, en silencio, oigo respirar a mis abuelos y me siento protegido. Pero por fin, con el tiempo, consigo dominar el miedo. El ejercicio me lleva noches enteras de escalofrío. Sí, vienen murciélagos a veces, y les declaro batalla; oh, felicidad, vuelan los almohadones en los largos estrados, los azuzo en la cocina, los arrincono contra las pesadas cornisas, los persigo por los últimos patios. Oh, noches claras, anchas puertas abiertas, ventanales para mí, espacio, corredores de mi vida. La respuesta de mi padre es terminante: “Queridos padres: destinen al muchacho la habitación pequeña. Para ustedes lo demás, eso que han dado en llamar ‘el resto de la mansión’. Su estudio lo requiere. Pero ¿quién podría perdonar esas refacciones introducidas en la casa durante mi ausencia? ¿Esos derrumbes, esas construcciones de muros? ¿Es así como se protege el viaje al extranjero de un hijo? Yo regreso hacia noviembre”. Mi abuelo me despierta, triunfal. Sacude el sobre de mi padre como diciendo: “a volar”. Comprendo. De nuevo la mudanza. Adiós, noches hermosas. Con piadosa severidad me toman los papeles, el violín, para trasladarlos a “la cueva”. Naturalmente, ayudo en esa operación de desembarco, de naufragio. Aquí vienen mis dos sillas.
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Mi abuela las empuja. Todo terminado. “No cenaré”, les digo. Se encogen de hombros y salen. Echo el cerrojo por dentro. Cierro los ojos. Las paredes avanzan sobre mí. Abro la claraboya. Mis aliados duermen. Escucho por debajo de la noche algo así como el esfuerzo todavía muy débil de un amanecer que lucha sordamente. El portón acaba de abrirse. De pronto veo el rostro fatigado de mi padre, a unos metros de mí, en la penumbra. Corro hacia el fondo, descalzo, atravieso los espacios y golpeo la puerta de los abuelos. “Mi padre”, les digo. “Ha llegado. Está aquí”. Escucho, a lo lejos, tres fuertes golpes de mi padre en la puerta. —Toma las llaves de una vez —me dice mi abuelo—. Están en el baúl. Pero ya corro de regreso para decirle a mi padre que aguarde, que hemos oído, que espere a que le abra. —Padre, ¿cómo estás? —le grito por la claraboya, sin divisarlo. —Bien, bien. —¡Voy por las llaves! Me precipito por los corredores. Llego, me detengo ante la puerta entornada de losabuelos y escucho un ruido extraño: están sollozando. Regreso con las llaves. Pero antes de abrir me asomo por la claraboya otra vez. Mi padre ha escalado la baja tapia del jardín y con su linterna ilumina el frente de la casa, llevando el haz de luz con minuciosa impaciencia por toda la superficie. Luego se apaga su linterna. Retengo la respiración. Está sollozando. Yo me echo en la cama sin fuerzas y sollozo.
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Unos pobres leones de ternura Unos pobres leones de ternura, amaestrados y tímidos, cuidan el lecho de mi niño. Es una tradición familiar; antiguos leones cuidaron los lechos de los niños de mi familia en otro tiempo. Mi niño no puede dormirse sin escuchar antes, durante algunos minutos, el rugido atronador que rodea su cuna. Después se duerme profundamente, y los leones se duermen también. Es entonces cuando comienza mi trabajo, para el cual he nacido y por cuya perfección daría hasta la vida: acercarme a la cuna, pasear mi vista sin cesar del rostro del niño a los rostros de los leones hasta la madrugada, cuidar de todos los detalles de esos sueños. Antes de morir yo, tendré que matar a los leones. No me fío de ellos no estando yo. No pienso dejar a mi niño a merced de ellos cuando yo muera. Sin embargo, no puedo. Mi niño preguntaría por los leones al despertar. Aunque sí, será lo mejor. Tendrá tiempo de olvidarlos. Salgo y regreso con un cuchillo. Asesino a los leones, los arrastro uno por uno de la cola. Parecen rellenos de barro y plomo. Los entierro en el jardín. Limpio la sangre y espero ahí varias horas el despertar de mi niño. No despierta. Empiezo a temblar, a rogar. Por fin despierta, se incorpora en la cuna, da unos saltitos hacia mí, me abre los bracitos, se agarra de mis manos, trepa primero por la baranda de madera y de allí salta a mi pecho, camina por él, se sienta en mis hombros, me abraza y juega con mi cabeza. -¿No extrañas a los leones? -, le pregunto lleno de terror.
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—No, no los extraño porque puedo jugar contigo; pero quizá algún día los extrañe— me responde.
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La luna sobre el baldío Voy con una mujer por un camino ancho y largo. A ambos lados, bordeándolo, canteros con flores. Mi amada se desprende de mi brazo de tanto en tanto, avanza oblicuamente y arranca una flor, que luego pone sobre mi cabeza. Al tiempo, tengo ya la cabeza cubierta de flores. Algunas se desprenden de mi pelo y caen sobre mi hombro. Mi amada es incansable: me llena también los hombros de flores. Cuando ya no caben más, empieza con los bolsillos, hasta llenarlos también. —No quiero más flores— digo de pronto—. Amo las flores, pero basta de flores. Ella empieza a dar golpecitos suaves en mi cabeza, en mis hombros, y las flores van cayendo. Por último extrae una por una de los bolsillos y las deja caer en el suelo. Se ha formado dentro del camino principal una larga alfombra de flores. —Aquí es—dice suavemente y detiene mi intento de seguir. La puerta de la verja está abierta, la puerta cancel también, la puerta de la cocina también, la puerta que comunica la cocina con el patio también, la puerta que comunica el patio con el vestíbulo también. La puerta del dormitorio, no. —Está cerrada— digo—, y he arrojado la llave al mar. —Aquí está —dice mi amada—. ¡Yo la rescaté del fondo! Y me muestra la llave Ella abre la puerta. El lecho es alto, la colcha es celeste. —¡Mira, faltan los muros! — le digo, señalando al vacío. —Sí— responde llena de tristeza—. Hasta aquí llegaron mis fuerzas.
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—Pero observa la multitud alrededor. Nos mira. Nos mirará siempre. —Te repito que hasta aquí llegaron mis fuerzas. —La multitud… —¡Mátala! —Puedo morir en la pelea. —Entonces déjala que mire. —No podré ser feliz si mira. —Entonces levanta los muros que faltan. —Prefiero pelear. —No; levanta los muros. —Bien. Ahí tienes los muros— digo moviendo los brazos en el aire hasta cerrar el espacio con cuatro pesadas murallas blancas. —Dame un beso—dice mi amada, encendida. —No puedo— le respondo llorando—, hasta aquí llegaron mis fuerzas, hasta aquí llegaron mis fuerzas.
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Los milagros Sonó el reloj varias veces. Otras campanadas, en otras calles, sonaron también. El viento quería entrar, quería entrar arremetiendo contra el vidrio, mientras su cola castigaba con estruendo las ramas. Se desprendió un trozo de techo, un trozo de barro. La lámpara, apagada, reventó hecha polvo. El ropero crujió dos veces. La mesa de luz, una vez. El viento quería entrar, mostraba los dientes, mostraba las pezuñas, se recostaba, furioso y abatido, en toda la superficie del muro, del lado de afuera, para tomar impulso nuevamente. Ladraron perros. Una rama golpeó contra la cornisa como un cañonazo. Se astilló el marco de la puerta, sin que cediera. Los amantes no decían una sola palabra.
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Dos músicos —El ruido del canto melancólico del hombre en sueños, el ruido del hervor del agua en la olla encima de la llama de gas, el ruido del amor del escarabajo, ¿no son para ti, también, verdaderas delicias de este mundo? — me preguntó mi amada una noche bajo las estrellas gigantes. —No— respondí—, no tengo sentido para la música. No alcanzo a diferenciar los sonidos. —Pero entonces, ¿no dijiste ayer, cuando te conocí, que eras músico, que componías melodías, que ibas a escribir una para mí, tu amada? —No. Te he mentido. —¿Por qué me mentiste?—me dijo tomándome las manos y poniéndolas sobre su pecho. —Quería con eso atraerme la buena voluntad de tu padre. —No tengo padre. —Quería… ser visto con buenos ojos por tu madre. —No tengo madre. —Quería… predisponer tu corazón para que me amaras. —Tampoco tengo corazón. —Entonces debo irme. —Sí, debes irte. Pero sin hacer ruido, sin hacer el menor ruido.
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El vuelo Mi novia me pide que la tome de la cintura y echemos a volar. Es una tan serena que, efectivamente, resultaría muy fácil sostenerse algunas horas en el aire, a unos diez metros por encima de los árboles de la plaza. El placero, que ha oído el ruego desconsolado de mi amada, se nos acerca y nos dice que está prohibido volar en las plazas. Mi novia, entonces, se desvanece, cae y rueda con su vestido blanco por las baldosas. Llego de un salto y la toco: está muerta. Saco un cuchillo, furioso, y se lo clavo al placero en el pecho. El placero se echa un poco hacia delante y luego cae hacia atrás como una piedra. Me arrojo todavía sobre él y le clavo varias veces el cuchillo con una mano, mientras le abro la camisa con la otra. Entonces siento que me voy, que me vuelo, que no tengo peso y aferrado tenazmente a la camisa del muerto con ambas manos, los pies hacia arriba en el aire, lleno de tristeza y temor, contemplo los ojos de mi amada abiertos a las estrellas.
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Mi padre —Hijo—me dijo entonces mi padre—, escalemos esa montaña. Estábamos en el valle mirando, llenos de alegría, el mundo. Emprendimos la marcha. Nos sorprendió la noche, pero seguimos. —¿Crees que llegaremos a la cima?— le pregunté —Tú siempre dudas de todo— me respondió—. Vives dudando. Te veo como una enorme duda que me sigue por todas partes. Tú eres mi duda, también. ¿Por qué no habíamos de llegar? Dudaste primero de que llegáramos a este país y ya ves, hemos llegado; dudaste después de que te trajera a la montaña y te he traído; dudaste de que saliera airoso de aquella empresa comercial y salí airoso; dudaste de que te enseñara a leer y te he enseñado; dudaste de que mi bote, una vez, resistiera el empuje de altamar y lo resistió perfectamente. Dudaste de todo, de todo, siempre y al final las cosas resultaron favorables. —Sí, padre—dije sollozando, mientras me apretaba contra él en la noche. —¡Subirás solo!— me gritó, señalando la cumbre. Bajé la cabeza. Empecé a caminar. Pronto alcancé la cumbre. Me sorprendí. Pero no era feliz. Desde allí veía a mi padre en el valle haciéndome señas con la mano. Decidí no regresar jamás. Mi padre volvió solo a la ciudad. Mi madre le preguntó: —¿Y el niño? —Está en la montaña. Mis hermanos fueron entrando, cada uno a su hora, al come-
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dor, y preguntaron por mí. A todos mi padre repitió: —Está en la montaña. —Está castigado— agregó. —¿Pero por qué castigas también a la montaña? —dijeron mis hermanos, riendo. Yo descendí. Llegué a mi casa. Entré al comedor, ya vacío. Seguí. Me acosté. Me sintieron todos y se levantaron. Encendieron la luz de mi cuarto. Yo tenía los ojos cerrados. —¿De qué otra cosa nueva estás dudando ahora?—me dijo mi padre, inclinándose hacia mi lecho. —De que quieras abrazarme, padre, y darme un beso. —¿Ven? ¡Es inútil!—dijo mi padre—. ¡Es inútil! Y salió refunfuñando.
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Una pequeña recompensa Los amantes desaparecieron por el Este. Hacia ese sector, los inmensos pimientos crean una noche eterna bajo el sol. El aire tenía azúcar. El mediodía sonaba como un cuero tirante contra el aire que venía del río. Las semillas tiritaban bajo la tierra. Los amantes aparecieron por el Este. Yo era el compañero de viaje. Me miraron de lejos. Yo estaba plácido y sonriente. Ella decía: ¡Dios mío, Dios mío! Él dijo: ¡Dios mío, Dios mío! Yo me acerqué y dije: —No temáis por mí, no temáis. Yo comprendo. Soy vuestro amigo. Comprendo que os améis. —Justamente—dijeron ellos—; nosotros no podemos comprenderlo. Les ofrecí mis manos, me puse entre ellos y los conduje hacia el río. Cruzamos el agua, trepamos la cuesta, desembocamos en el camino. Yo me sentía atravesado a derecha e izquierda por lenguas de fuego. Les dije, sin soltarles las manos, siempre caminando entre los dos: —Busquemos una sombra. —Queremos morir—dijeron ellos. —Bien. Si vosotros queréis, moriré con vosotros; nada espero en la ciudad, nada espero en el mundo. —Te lo permitimos. —Os lo agradezco. Mirad: yo sé que vosotros habéis nacido
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para amaros. Yo, en cambio, he nacido para ver y contar. Pero no quiero contar. Nos echamos a la sombra para morir.
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FERNANDO LORENZO NOVELISTA
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ARRIBA PASA EL VIENTO
El sol suele esconderse en esta región a horas distintas. Entre las siete y las ocho un efluvio como de terciopelo rojo de bordes morados torna a combarse sobre lo lejano, y lo lejano, a su vez, envía filamentos blancos, rayos tiernos y paralelos a nuestras moradas. Sin embargo, no sabemos nunca con exactitud la duración de esta especie de contienda celeste cuyos síntomas no cambian, habiendo días -por ejemplo- en que el fenómeno (nosotros lo llamamos “paso”) es rápido como un relámpago; aunque lo común —por lo menos desde que yo vivo aquí, solo, buscando cariño en cada puerta— es que el efluvio rojo y los filamentos blancos se mantengan inmutables y ceñidos, aunque diferenciados, durante una buena media hora, de la que somos prácticamente esclavos; hasta que por último estos dos elementos siderales se desintegren como reabsorbidos por un tercero más importante que podría ser el aire, pero seguramente no es el aire, y de él nace la noche, nace una noche que siempre, siempre es muy clara, parecida bastante al mediodía nublado de algunos lugares adyacentes; aunque algo más gris y también más oscura, pero no mucho, que esa región de donde hemos huido en masa para establecernos un poco al sur, pues el hambre nos tuvo a mal traer; y aquí —no sé si porque no dábamos más de fatiga y dolor y no lográbamos ya avanzar unidos o porque realmente los más ancianos reconocieron las ventajas del suelo— hemos hecho el alto y recomenzado la tarea de levantarnos moralmente desde abajo tomando como ejemplo la construcción de las casas, los puentes y los hórreos de almacenamiento, vacíos aún porque el producido de una plantación tan exigua, en albores, no excede el consumo sino, 85
por el contrario, ese producido es devorado de hecho. Somos una inmensa colmena laboriosa y justa, y venimos esperando desde hace tiempo la llegada del amor —yo, en especial, agoto mis impulsos más en esto que en lo demás, a hurtadillas—, pero el amor no viene. Estas cuatro mil almas, incluida la mía, pretenden haber deshilachado polleras y pantalones, pechos y manos en la tierra, en el cañaveral, palmo a palmo, día y noche, por la necesidad de poblar y dotar a sus hijos de un firmamento más acogedor y un suelo más húmedo. (Todos los hijos menores murieron de enfermedades diversas en la región habitada anteriormente por nosotros, de suerte que por ahora somos aquí todos mayores: de dieciocho años en adelante). Con todo, los balbuceos de la tierra están. Y los primeros frutos. Y las primeras hojas, por supuesto. Y hasta algunos nidos hechos en la vid por los pájaros, a falta de árboles opulentos. La disposición general de las casas se orienta al norte y al sur, pues la montaña corre en este sentido hacia el oeste. Y en el este, si gozáramos de mejor suerte, si no estuviéramos condenados a un desplazamiento imperceptible, tendríamos el mar, el inmenso mar azul que ninguno de nosotros conoce exactamente en su belleza cristalina llena de posibilidades de deslumbramiento para todos los sentidos. En el este tenemos, por el contrario, poblaciones, y tras esas, otras, y solo la última conoce el mar. “Ay —les he dicho a los míos una tarde—, en las playas se conciben los mejores niños, los más juiciosos, aunque los más terribles”. Y Ludmila, entre el gentío, a quince metros de mí, ha repetido la frase para que la escuchen los de atrás: ancianos, enfermos y paralíticos a quienes les está obliterado el acceso a la tribuna (una inmensa piedra) a causa de la fogosidad y el codeo de los habitantes más jóvenes, hacinados en torno de la piedra. Comenzamos todos a transpirar. Sin pestañear. Sin ademanes, entonces. Y hemos tenido aquella tarde la primera noción de ser muchos y haber naufragado en la población anterior. De pie, todos; algunos 86
en el suelo, echados. Es la hora en que el efluvio de terciopelo rojo y los filamentos blancos del cielo anuncian la noche clara. Me he desvestido a la mitad para que el airecillo me empuje. Y me voy. Entre dos hileras de casas está mi camino. Por la espalda, hacia la nuca, el airecillo se encorva y hace un remolino. Quiero escuchar, pero no suena. Ocurren cosas como estas: me duele el corazón, pero si abro repentinamente la boca, el dolor cede hasta disminuir; entonces apenas las rodillas sostienen mi cuerpo. Fue un día de trabajo intenso. —Usted está por arrepentirse, señor —me gritan por ahí desde una ventanita. Y cuando vuelvo la vista en sentido opuesto para mostrar mi desprecio, enfrento dos ojos asquerosos en una cara blanca blanqueada por la luna. No sé si soy yo quien está por arrepentirse o es ese otro. Miro hacia la ventanita de donde había salido la voz: está apagada y sin nadie. Sigo. Sigo y me acuesto. La noche es un peligro constante; buena madera, buenas vigas, pisos de un material parecido a la hoja triturada y comprimida, abundante en este suelo nuevo donde hemos venido a dar. Es decir, más que abundante. Pues nuestra principal tarea de transhumantes ha consistido hasta ahora en limpiar cuadras y cuadras de esa mezcla olorosa y extraña para poder levantar el caserío, cuyos primeros cimientos, puestos directamente sobre ese acolchado inseguro, se derrumbaron al día siguiente. La mezcla, dispuesta en montones, triturada posteriormente, sirvió para los pisos, se avino perfectamente a nuestros pies descalzos todavía; quiero decir, nuestros pies se avinieron a ella con un tono de devoción y entendimiento. Todo ruido muere allí. Por eso la noche es un peligro constante, como repito incansablemente a todos sin que se me quiera escuchar. Por la puerta entornada he visto entrar la sombra movediza de un pájaro. Sé que es la hora de dormir. Es el pájaro de mi casa. Cada casa tiene su pájaro. Pájaros incoloros, de escaso vuelo, caminan, más bien, en caso de trasladarse, vuelan únicamente en situaciones 87
muy desventajosas: cuando el zarpazo del gato es inminente, por ejemplo. Pájaros demasiado pequeños, también. Es que estamos empezando. Me duermo de golpe. Ya estoy soñando. Pero sería bueno despertar y salir y mirar un poco el cielo bajo, apretado por las casas, despanzurrado sobre los techos. Ha llovido una semana. No hemos conocido desde que estamos aquí otra lluvia fuera de esa. Se me ha mirado con malos ojos porque me levanto de noche algunas veces y paseo solo. El pájaro, en tales circunstancias, trepa a mi lecho, lo ensucia, lo picotea y se duerme. Cuando regreso debo echarme en el suelo si quiero escapar de ese pequeño foco de calor inmundo en la espalda. Naturalmente, el pájaro despierta con el ruido de mi regreso y huye. Una barba de noventa días me cubre el pecho de treinta años. Mañana volará todo. Me arrasaré la barba como los hombres que tienen mujer en mi pueblo. La población ha puesto los ojos en mí con cierta fiereza entre disimulada y concluyente, y con guiños me saluda a la hora del trabajo común—grotesco saludo, pero me va minando—he pedido amor de puerta en puerta, se me ha negado. Los padres no han comprendido, las hijas me han cerrado la ventana. —Pero si ustedes quisieran entender la asimilación terrible que se nos ordena procurarnos de la naturaleza, y, ¿para qué? ¿Para esto? Venimos andando, dos valles por jornada, codo con codo, y más de una vez he descubierto yo el yacimiento de agua, que últimamente comenzó a escasear en el viaje. Hambre, estimada familia, hambre y miseria, pájaros devorad o res que yo he matado a pedradas; y he querido amar y se me ha negado. Mi casa es la de un solterón. Mi casa es la de un solterón, es decir, la casa de un niño. Estoy apoyado en la ventana, los codos en el alféizar. Luego me incorporo para gesticular abiertamente. La familia me observa dentro, los padres apoyados en el antepecho frente a mí, las hijas detrás. Las muchachas, dos, a espaldas de sus padres, inician una especie de danza y contradanza, tomándose el vestido con el pulgar 88
y el índice y levantándolo uno o dos centímetros. Vestidos blancos, anchos. —Yo creo en la eternidad —grito. Los vestidos se detienen de golpe. Entonces subo los ojos y ellas están llorando. Los padres no me comprenden. Ellas han bailado mágicamente, a hurtadillas, para que los padres me comprendan. Pero los padres siguen sin comprenderme. Y como los padres siguen sin comprenderme, las muchachas cierran la ventana. Me he pasado varias veces la mano por el rostro y, después de besar el vidrio, regreso. Elijo el sembrado: me descansa un poco subir y bajar mientras camino, aparte de la melancolía que produce descender, que no es mucha cuando se deja de ser niño para ser hombre, pero que es suficiente cuando se deja de ser hombre para intentar volver a ser niño. Tibot, un amigo, me espera en la puerta para decirme que el pájaro ha ensuciado mi lecho. Y como él se va, sustrayéndose a mi reacción, que adivina justa y por eso aburrida, no puedo verle la barba, aún más pesada y larga que la mía, donde él dice que de noche se reúnen los pájaros pequeños. Entro y sin mirar me echo en el suelo, mientras escucho la paloma rozar la sábana con el pico, dormida. Tibot golpea la puerta. Me pregunta: “¿Duerme?”. “No, no duermo”. “Entonces, ¿puedo pasar?”. “No he dormido nada, pero puede pasar”. Todo esto, con los ojos cerrados. De pronto lo veo frente a mí. Quiere decir que ya estaba dentro desde la primera pregunta. Lleva una gorra negra enorme y está inclinado sobre mi rostro soñoliento. —No puedo dormir—me dice. Y echa a toser interminablemente. Cinco minutos y el acceso no pasa. Yo en el suelo, él paseándose y tosiendo. Al fin consigue hablar, con esfuerzo. —Lo invito a usted a irnos de aquí, lo cual es ya un presagio, porque la situación se pone cada vez más bochornosa. ¿Comprende? Tome nota de esto: no hay posibilidades. ¿Tiene usted la noción cabal 89
del daño que usted a mí y yo a usted podemos causarnos, siendo usted lo que es y yo lo que soy y ellos lo que son, y habiendo llegado con esperanzas y viendo ahora que las esperanzas dan risa? Dos mujeres de blanco no pueden traernos todo el mundo espiritual que esperamos, menos aún cuando esas dos mujeres de blanco deben bailar a espaldas de sus padres y con movimientos contenidos, pues ellos han jurado matarlas si las descubren en actitud de danzar, y las pobres no pueden desplegar toda la gracia de cabeza y pies, porque, entregadas a la pasión musical, no tendrían tiempo de frenarse y conseguir la necesaria y justa inmovilidad si los padres volvieran de pronto la cabeza. Agreguemos a esto lo fantástico de sus manos amoratadas por el trabajo, que desentonan lastimosamente con lo demás. Yo estaba casi dormido. Tibot tiene un ojo brillante, el otro apagado. Se ve que todo esto lo dice con sorna, guiñando el izquierdo. Enseguida, como no contesto, le brillan los dos ojos claros y redondos. Hago un esfuerzo y comienzo a distinguir, aunque muy vagamente, el hombro, el plastrón, los botones del saco, las manos cruzadas sobre el vientre, pero las piernas no, y como su rostro está muy cerca del mío dudo si su cuerpo está encorvado sobre mí o arrodillado. Lo invito a sentarse: —Tibot, ¿se sentaría usted? —No; me voy. Dejemos el asunto para mañana a esta misma hora. Por el momento, descanse. Lejos, afuera, otro acceso de tos de Tibot y por último el silencio de Tibot, y el silencio del pájaro sobre mi cama. Tibot, te tengo miedo. Pero es casi de día. Puedo recobrarme. Me incorporo. El ave duerme, aletea pero duerme, sueña que vuela. Salgo. El amanecer es aún menos previsible que el ocaso. Lo que luego será el filamento blanco es ahora una especie de bolsa cuneiforme a la deriva; y lo que constituirá el efluvio escarlata, un humo delgado, ralo, inconsistente y versátil, aunque inmóvil hasta donde 90
alcanza la vista. Creía estar más cerca de la plaza, es decir, del espacio circular donde convergen las ocho calles principales, pero en realidad vivo más cerca del mercado que de la plaza. Ya estoy otra vez con los codos apoyados en la ventana de las bailarinas. Esperaré que ellas mismas abran y me vean. Si supieran que estoy aquí, abrirían para verme. O tal vez no, con lo de ayer tienen bastante. Lo importante para ellas es demostrarnos una vez que son bailarinas, que saben bailar, para no volver a intentar un paso más en la vida y librarse así del peligro que les acarrea cada paso. Nunca más podré verlas bailar. Está de por medio, además, la posibilidad de que una se deje morir para librar así a la otra de la tentación de la danza, de esa electricidad mutua que las conmueve cuando se rozan, se miran o simplemente se recuerdan, y que tanto peligro les entraña. Sin embargo lo verdaderamente maravilloso sería ver el último baile de una, frente a la hermana muerta, en ausencia de los padres; o, mejor aún, que estos consintieran a la que vive, por única vez, lanzarse al torbellino de la danza en beneficio exclusivo de la muerta; pero en este caso yo no tendría acceso a ese rito, aunque adujera una visita de cortesía o atención por la desgracia familiar y me introdujera en la piecita mortuoria junto a la muchedumbre, en fila de a uno. Los padres, al verme, echarían por tierra mi intento ordenándome salir al instante y apenas me quedaría el consuelo real o aparente de obtener de la población —entre los más ancianos, probos e inteligentes— una versión oral justa, objetiva y concreta del baile solitario. El día está ahora lleno de sol y yo sigo apoyado en el querido alféizar, mirando la persiana querida y escuchando ahora los queridos gemidos de las bailarinas al despertar y encontrarse de pronto con la mañana, demasiado virtuosa para ellas—-(piensan—, fracaso de sus sueños, demasiada luz para sus cuerpos delgados y unísonos; jocunda mañana —piensan—, enemistades nuevamente, pasión de la danza como todos los días a espaldas de los árbitros paternos que no admiten un hilo de paz, una gota de concordia entre la vocación 91
y la prohibición. Posiblemente la ventana que da a la calle no se abra jamás. O si se abre alguna vez ellas no estarán presentes en la sala visible de techo bajo y plano, pintada de blanco, transferidas ahora por castigo a alguna pieza de servicio glacial y tenebrosa, lejos de toda acción conjunta de trabajo colectivo en el granero o el mercado —que empezarán a poblarse de granos y hortalizas—, a resguardo de todo ruido o compás de faena que pudieran sugerirles ideas de baile o simples deseos de movimiento acompasado. Lucila, que parece mayor por el color rojizo de su pelo afiebrado y liso, es en cambio la menor, pues Emilia le lleva dos años, dos años que no son precisamente dos años de madurez o maduración: al mismo nivel de excelsitud, ingravidez, elasticidad y perfección habían llegado aquel día -si doy fe a mis pobres ojos- cuando las vi a espaldas de sus padres haciendo giros y saltos de inigualable belleza; y confieso que fue entonces cuando requerí al padre y a la madre un matrimonio ventajoso para mi pobre alma harapienta, cegado por el baile, con la boca abierta y casi llorando. Que golpeé la ventana por no sé qué motivo sin importancia —o por equivocación— y estaba muy lejos de haberla golpeado para pedirles amor o rogar a los ancianos que me concedieran una en matrimonio. Había ido, pues, por otros motivos menos virtuosos, sin trascendencia, motivos de merodeador conocido y valiente, pero el baile de las hermanas me hizo despertar una pasión incontrolable. Con esa adoración incontrastable he pasado parte del tiempo hasta la llegada de Tibot y después de la salida de Tibot; y ahora pienso que los sentimientos de Tibot y mis sentimientos bien pudieran parecerse, yuxtaponerse y hasta confundirse en lo que respecta a las dos hermanas bailarinas; de suerte que Tibot es ya, en parte, mi enemigo, porque él a su vez quiere desposarlas a fuerza de estar seguramente tan enamorado como yo; y en parte, también, mi amigo, porque los tortuosos caminos paternos que él allane para conseguir la suya me servirán a mí para lograr yo la otra. Sin embargo, esta desunión que inevitablemente produciríamos en la hermandad, 92
quitaría posiblemente a cada una por separado la fuerza y el espíritu individual que les nace de la paridad. Yo quisiera las dos. Pero esto me mortifica por Tibot, cuyo pensamiento puede confundirse con el mío, quien acaso espera del cielo lo mismo. Además, ¿por qué habría de depositar en Tibot mi seguridad, confiándose tácitamente la misión de allanar el camino entre nosotros y ellas, y por qué, también, he de consentir, para poder usar yo ese camino allanado, que él sea el primer elector? Me he marchado y estoy recostado en la cama, porque la ventana no se abrió y hasta se apagaron los dulces gemidos de las bailarinas. Mi trabajo está a dos cuadras de aquí, junto a unos ochenta curtidores. La tarea comienza a las nueve y son las nueve. Prefiero quedarme. Abajo la tierra trabaja. Todo el olor que la noche tritura y evapora, el olor humano, vuelve a condensarse entre las casas como una nube de sufrimiento. El olor del trabajo ha entrado ya, y el olor de los pájaros y el de los árboles. A Ludmila no se la puede desposar. Es como el alma de la colmena; las manos más maravillosas que se hayan visto jamás sobre la tierra: no muy largas, conservan un poco de terciopelo de la infancia en los nudillos más bien levantados y entre estos, las suaves depresiones, sin accidentes de trabajo, onduladas y duras, sostienen venas imperceptibles. Cuando Ludmila se recobra después de mirar infinitamente los detenidos posibles movimientos de la muñeca y los dedos cada mañana antes de la labor que la pequeña sociedad le tiene asignada, se encuentra ante sí con el consabido despecho de cientos de mujeres menos afortunadas en belleza, menos dotadas de movimiento, altura y misterio que ella: especie de prolongación o apéndice de una familia hermosa de otro tiempo; y esa es la causa principal de su manera de protegerse contra el viento -que nos ha amenazado ya una vez como para que pensemos intentar desplazarnos un poco más al sur- y también la causa principal de su modo de llorar por la gran cantidad de hijos 93
fallecidos en altamar, porque era débil de pecho y golosa de viajes marinos, hasta haberse instalado casi definitivamente en un barco mercante que iba y venía por los cinco continentes sin que ella descendiera; ni ella ni su esposo de entonces, el único en su vida, y a quien adoraba; pareja instalada en un buque, prudentemente lejos de la tierra, que cena y se acuesta, o que cena y pasea por la cubierta, y vela a sus hijos y los arroja al mar, uno por año, hasta que el último consigue sobrevivir gracias a una norma distinta en los cuidados y las atenciones de la lactancia. Nevados pacientemente desde el día del parto, controlados hasta el hastío; consigue vivir y viste la ropa de los marinos, concesión hecha por Ludmila y su esposo porque parece desprenderse del programa de cuidados y atenciones establecidos para arrancarlo de los brazos de la muerte; una camiseta rayada, una gorra negra y pantalones azules, más un velero tejido en el pecho el día de su cumpleaños, que esa misma noche es desprendido por la madre y guardado por él entre las tapas de un cuaderno. El primero en morir de los tres es el padre. Como siempre, en altamar. Ludmila da el consentimiento a los marineros. Ellos ya la conocen. Los despide con un beso en la frente; por eso los marineros, después de un esfuerzo mucho mayor debido al peso considerable que los ha tomado desprevenidos por la anterior mecanización de arrojar niños livianos cada año, levantan hacia la boca de Ludmila el ataúd abierto, pero esta vez no solo lo besa, sino que lo abraza y dice que la arrojen a ella también. En el primer puerto ha descendido con su hijo, que lleva la ropa de marinero bajo el brazo y luce ahora otra de ciudad, salvo la gorra, que conserva puesta. Allí pregunta y le exigen dinero para señalarle el lugar exacto de la existencia de nuestra ciudad, hacia el norte, y desde que llega vive con nosotros, desplazándose al sur con nosotros. Naturalmente, su niño murió con los demás, bajo la epidemia, a varios kilómetros de aquí. Tibot, después de mucha persistencia, acaba de doblegar a la “Comisión de Pasos” (prácticamente, el gobierno central legislador) 94
y le arranca la autorización para trazar los planos del cementerio. Con ello se libra en parte de la angustiosa situación de olvidado de las bailarinas -según dice-, y al mismo tiempo cambia de oficio durante un buen tiempo, pues la planificación del cementerio le llevará aproximadamente un año. Nada mejor que la pequeña y tranquila superficie que limita al norte con los dos redondos pozos de agua de lluvia; al sur con la parte trasera de su casa, construida sobre una falsa línea respecto de las otras; al este con el comienzo del erial, donde, misteriosamente, el almohadillado termina, y al oeste con una línea artificial que ha de cavarse a todo lo largo del área, la cual podrá utilizarse también como desagüe. —Yo no me he movido de aquí. Por eso no ha tropezado usted con el mayor inconveniente que podría presentársele: yo, que en absoluto apruebo su cambio de oficio y menos aún su absurda pretensión de cavar fosas —le digo a Tibot. —Nada se ha hecho todavía —responde—. He venido a comunicarle. Cuento con usted. —No. Tibot —murmuro entre dientes—, nada de pretensiones de ese tipo; si no puede usted verlas vivas menos aún podrá verlas muertas. Comience usted con sus dichosos planos, haga lo que quiera, pero le repito: lo desapruebo. Levante usted los muros, de un metro y medio o de dos metros o de cuatro, si quiere, y ya verá. Al cabo tendremos que volver a desplazarnos como nos hemos venido desplazando hasta ahora, con la diferencia de que esta vez dejaremos un mundo de muertos, un mar de fosas entregadas al olvido más definitivo que pudiera esperarse, a merced de otras poblaciones venideras a lo mejor en estado salvaje, profanadoras, hambrientas, sin cultura necrológica para conservar tanta y tanta cruz abandonada; y en una de esas fosas —si usted lo pensara, Tibot, en vez de sonreírme— podría estar usted o yo o Ludmila, dormidos para siempre y tan solos. Tibot, tan solos como puede estarse en un cementerio. Por eso yo digo si no es mejor dejar esta empresa tan desastrosamente 95
ridícula, amparada por una idea tan descabelladamente personal, que nos sustraerá más de una vez de nuestro trabajo diario y costará el dinero que no tenemos, cuando en verdad buena falta que hace para llevar a fondo la construcción de los depósitos esenciales de agua y provisiones de estación y terminar de una santa vez el mercado, los dos graneros y la plantación de árboles en el linde del almohadillado, tal como estaba previsto de antemano desde nuestra milagrosa salvación en octubre del veintiséis, una fecha que usted debiera recordar -sin sonreírme, Tibot-, haciendo más bien algo por todos, algo que entrañe un sacrificio verdadero lanzado a los cuatro vientos, para beneficio mutuo y no beneficio personal, que hace siempre dudar de la tarea emprendida, aunque aparentemente ella sea bella de ver y digna de admirar. No quiero negarle, ahora, su capacidad y su madurez para la construcción de un cementerio, sobre todo si no se pasa por alto su edad, su conocimiento de varios oficios a la vez y la seguridad que pone en la realización de toda idea que se le mete entra ceja y ceja; pero esto no es suficiente. Los planos, trabajo que usted, a no dudarlo, realizará primero, los llevarán demasiado lejos a usted y a sus ideas. Una cosa es el levantamiento material del cementerio en sí, que podría comenzarse ahora mismo y para lo cual contaría abiertamente conmigo, y otra cosa una planificación, siempre expedita en el papel, siempre complicadamente intercambiable en sus fundamentos reales e imaginarios. Todo lo que se propone, Tibot, no pasa de ser absurdo. Yo tengo mis ideas de un cementerio, que en nada o casi nada se parecen a las suyas, pero esto es otra cosa muy distinta, y no pretendo ponerlas en práctica; lo que persigo -y para eso sacrifico mis ideas, aunque usted no parece querer sacrificar las suyas-es que no se construya tal cementerio. Usted y yo estamos en una edad difícil; cualquier traspié, ahora, nos podría acarrear serios inconvenientes para el resto de !a vida, y si ella a usted le interesa en este momento, nada más simple que desistir y nada más peligroso que insistir. Un cementerio es, siempre —cualesquiera 96
sean las circunstancias exteriores y les circunstancias íntimas—, una empresa difícil de conllevar colectivamente, dadas las costumbres personales y familiares, los conceptos, siempre diversos, en el manejo de las pobres cenizas difuntas, las diferenciaciones, formuladas o escondidas, respecto de las honras fúnebres, cánticos, rezos (que también los habrá), promesas, lámparas votivas; y la misma manera de enterrar y desenterrar, siempre sujeta a mejoramientos progresivos, a caprichos, estancamientos, diversificaciones innumerables; asimismo, los propios ataúdes, que deberá usted reglamentar también en tamaño, durabilidad, materia y aderezos suntuarios, en relación con la planificación general de los espacios previstos en el área del cementerio y con los caminos de acceso principales o secundarios. Bien. Los muertos son cosa bien distinta de los vivos, sobre todo en su concepto de la esperanza. ¿Puede usted permitirse, sobre la base de sus conocimientos personales, darles una mansión confortable con la seguridad de que no se mofarán de su atrevimiento, cuando menos de sus pretensiones soberbias? Tibot se ha sacado la gorra y pasa la mano por su frente, extenuado. Afuera el sol es débil, pero la casa está hirviendo. Me levanto y abro una ventana. Tibot se levanta a su vez y me sigue. Ambos nos quedamos mirando la calle, las casas de enfrente, los pájaros pequeños que se han acercado caminando, las nubes, las largas nubes, las larguísimas nubes, los techos, el humo, la tierra, la lluvia que comienza a caer en silencio. Ludmila le ha escrito a Tibot una carta. —Aquí la tiene —me dice Tibot. —Gracias, Tibot —y se la saco de entre los dedos. Leo en voz alta: “Distinguido señor Tibot, me acerco a usted porque haciendo lo contrario noto que me acerco lo mismo, aunque más precipitadamente; total, que no quiero apresurar el orden natural de las cosas, que no tienen precisamente un orden sino un hacinamiento: pequeñas emociones, pequeñas miradas al pasar, pequeños prejuicios, peque97
ñas soledades, sin orden. Entonces el espíritu (causa principal de esta carta) se confunde. He tenido miramientos para dar este paso, usted lo sabe, pero deberá saber también que esos miramientos provienen desde el primer desplazamiento en masa de todos nosotros hacia el sur, solo que aquellas veces, y otras posteriores, los miramientos me dominaron. Hoy, que también me dominan, necesito más que nunca de la piedad. Usted sabe cuánto he perdido en míiesposo y mis hijos fallecidos, y cuánto también he perdido yo de mi ser infantil y de mi adolescencia a través de los años — ¿resistiría usted que yo le dijese cuántos?—, duros en su mayor parte, sobre todo los meses de diciembre y enero, época en que los niños enfermaban y morían (mi esposo murió en febrero), pues los concebía siempre en marzo o abril, y estábamos generalmente en altamar. Piense, distinguido Tibot, en las olas, en la marea, en los vientos, en los glaciares. Nosotros, en un barco vetusto, el único que quiso acceder a un contrato de viaje permanente para mí y mi esposo, en medra de una tripulación muchas veces desganada y enferma, aunque los marineros eran bastante mejores: más confidentes, por lo menos, menos versátiles, un poco bebedores pero sin sobrepasarse (mi esposo, en cambio, se sobrepasó más de una vez, inexplicablemente, porque nunca bebía); días y días así, enlutada siempre, siempre de negro, sin un colorcito alegrador en los vestidos (esto usted no puede medirlo; nosotras sí): de allí que la camiseta de los marineros me produjera casi un sonido en el espíritu mortificado. Días sin luz, amaneceres hostiles, mar permanente que no lograba, sin embargo, aplacar mi sed de viaje pese a los inconvenientes y a los ruegos renovados de mis familiares que me escribían a cada puerto donde el barco arribaba y hasta viajaban ellos mismos por otros conductos a esos puertos para ponerme la mano sobre los hombros no bien echaban el pie en tierra firme e implorarme, arrasados en lágrimas, que me quedara en tierra ya para siempre y adquiriéramos una casa donde tener hijos sanos y educados en una vida normal, lejos de infecciones. . . 98
Todo esto, distinguido Tibot, podría ser aún aumentado considerablemente con solo agregar la descripción de dos o tres días fatales de mi infancia (fueron muchos más), entre los diez y los diecisiete años, en la escuela y más tarde fuera de ella, diferenciaciones dignas de anotar; días en que uno presiente haber vivido lo venidero de golpe como si hubiese bebido toda el agua de una copa, y al mismo tiempo siente un vacío inmenso por poseer ya dentro el porvenir, sabiendo que la muerte está lejana y quieta todavía; convalecencia, enfermedad y salud a un tiempo, sin la ventaja de cada una de estas tres cosas por separado; y bien puedo afirmarle que en estas jornadas no entró en absoluto el amor, pues la custodia de mis padres era permanente y severa, aunque yo no lo notaba en aquel entonces merced a la cerrazón lastimosa de mi corazón para toda empresa carnal, pura o impura (estas dos palabras las he podido diferenciar mucho después, aunque hoy se me confunden un poco). Lo cierto es que no sé exactamente por qué motivos recurro a usted: si por un doblez de mi carácter o precisamente por lo contrario: una unidad que sobrellevo, marchita, y recién ahora cobra esplendor frente a su verdadero destino descubierto. Nada debe usted hacer que convenga más a su cuerpo que a su espíritu, y ante cualquier tentación de este tipo dude de sí mismo. Ludmila”. Tibot siguió mi lectura sin pestañear. Su camisa, inexplicablemente holgada, le daba un aspecto titánico que no tenía. Los dos nos quedamos silenciosos, mirándonos frente a frente, traspirando como en un baño de vapor, sin decir palabra, hasta que él aflojó y tornó a sonreír poco a poco, con picardía, con una taza de café frío en la mano, que sorbió sin apartar sus ojos de mis ojos; y como era noche cerrada y la puerta estaba abierta, tenía detrás la sombra cuadrada del vano, como si estuviera saliendo de un sepulcro. —Puede usted vivir aquí, Tibot. Clausure su casa, o declárela desocupada al Consejo. Tibot no ha comprendido mi invitación, porque me dice: 99
—Tengo que marcharme. Se da vuelta para salir; está abatido. Por primera vez observo su espalda encorvada, aunque no es precisamente eso, más bien es la forma trasera del cráneo, achatada, lo que le confiere a su cuerpo ese decaimiento entre verdadero y fingido; pues su voz es potente, jovial, hasta amanerada en alguna medida como si tratara de quitar años a su cuerpo en ocaso, para lo cual también levanta un poco los hombros si se siente asediado por alguna mirada escrutadora; y se manifiesta ágil, muy ágil en todas sus acciones físicas: salta, por ejemplo, muy alto, después de retroceder y tomar impulso, cuando debe zanjar algún accidente del terreno, mientras yo cruzo con un simple brinco después del cual comprendo lo exagerado de sus preparativos en relación al ancho minúsculo de la zanja. Le grito: “Tibot”, y él responde en el marco de la puerta: “¿Qué?”. —Puede quedarse a vivir aquí. Tibot se ha detenido. —Puede quedarse a vivir aquí —repito—. Nos visitamos diariamente, un poco por lo de las bailarinas, otro poco por Ludmila, otro poco también por la vieja amistad que nos une. Clausure su casa y véngase. —Volveré con mi cama —contesta Tibot, y se pierde en la noche. La noche está tácita. Si yo regresara en este momento a mi casa después de haber mantenido una larga conversación con Ludmila, podría seguramente dormir, cosa que no hacemos ni Tibot ni yo: pues él aparece cada tanto misteriosamente, sin ruido (unos diez metros de acolchado unen el escalón con la calle propiamente dicha); y, aunque no viene precisamente a conversar sino a escuchar, me vence el sueño, pero al fin lo domino, y hasta la mañana siguiente estoy hablando y él escuchando, sin saber a qué viene, qué persigue, qué es o qué ha dejado de ser; sin pasado visible ni presumible, bajo su gorra enorme que le roba la frente y casi las cejas, extenuado como 100
un niño que ha estado correteando por ahí y regresa a su casa a beber agua para salir de nuevo con ímpetu renovado; pero en el caso de Tibot no hay tal ímpetu, pues toma café que le doy diariamente, y él se apaga cada vez más, de manera que al poco tiempo ya no es el mismo que entró, pero de energías, a escucharme conversar, sino que, marchito, se deja caer en una silla y ahí se queda, encorvado; y la gorra me impide verle no solo el mentón, sino hasta la mitad superior de la barba. Tibot regresa con Ludmila. Me pongo de pie y los saludo. Lamentablemente, estoy a medio vestir, y me lanzo afuera de la sala para echarme un abrigo. Aunque Ludmila tiene los oídos muy grandes, los de Tibot no son tan pequeños como yo creía. Ludmila tiene las manos en el bolsillo de su saco, Tibot las suyas en el bolsillo del pantalón, de modo que, hasta cierto punto, se parecen un poco, no en el rostro, por supuesto, pero los identifica un aire familiar, el modo de estar de pie, sin ir más lejos, y ciertos movimientos precisos de la cabeza cuando la giran hacia mí o cuando se miran entre ellos largo rato sin reparar gran cosa en mi presencia. Me adelanto y tiendo la mano a Ludmila. Ella la estrecha efusivamente, con entusiasmo. Yo la abro y ella saca la suya al instante para volver a guardarla en el bolsillo de su saco como si fuera un movimiento ya automático de su ser. Entonces le digo: “Comprendo su sufrimiento, Ludmila, estamos enterados de todo. Lo siento verdaderamente”. Y Tibot agrega: “Sin embargo, no debe desesperar, todo se arreglará, todo se arreglará”. Pero Ludmila nos mira extrañada, sin saber qué decir, como si no hubiese comprendido. Luego salen ambos y entran con una cama pequeña, la de Tibot, que habían dejado afuera, cada uno soportando con las dos manos un extremo, y esa distancia obligada por el largo de la cama los separa lamentable y grotescamente, pues la habitación es bastante pequeña; sin embargo, la cama es colocada junto a la mía, en la misma dirección, quedando el cuarto tan reducido que apenas puede 101
deslizarse una persona por vez entre la cama de Tibot y la puerta, siempre que esta esté cerrada; de lo contrario hay que cerrarla para pasar y volver a abrirla si se quiere salir; aunque el espacio entre el muro y las cabeceras es mayor y allí uno podrá sentarse a conversar hasta la hora de dormir, siempre variable y a merced del cansancio, la tarea de la jornada y el trabajo del día siguiente que nos obliga a madrugar o nos permite quedarnos en el lecho. Tibot se sacude las manos y se sienta. Ludmila me dice al oído: —Es cómico el espacio que queda, ¿verdad? Yo le contesto con una broma y ella sonríe como estimulada por mi carácter, y se sienta entre Tibot y yo, recostando la nuca en la cabecera de mi cama, que tiene detrás, mientras balancea una pierna, que tiene cruzada sobre la otra; entonces, un pesado silencio en el que Tibot está enmarañado me obliga a decir: —Tibot, su cama es mucho más pequeña que la mía. ¿Y sabe usted cuál es la ventaja de eso? La ilusión. La ilusión de estar suspendido en el aire, y además de la ilusión de estar suspendido en el aire, la ilusión de estar bien solo, singularmente solo, arropado hasta la coronilla como una culebra en su pellejo. Tibot se vuelve para mirar a Ludmila, pero Ludmila me mira a mí; entonces Tibot dice: —Cierto. Y consigue atraer hacia él los ojos de Ludmila, que ahora no se separarán de los suyos por un buen rato. Salgo y regreso con café. Pero Tibot y Ludmila, cada uno por su cuenta, están llorando. Repentinamente Tibot lanza un gemido casi animal y empieza a llorar como un niño, gime, se ahoga, no tiene consuelo, interminablemente, con gritos, pobre Tibot, no para, no para, cada vez peor. En cambio el llanto de Ludmila, también interminable, es mudo, blanco, como una espina, caen, caen las gotas sin que ella mueva en absoluto las manos, la cabeza, los ojos, está rígida, como una figura de nieve puesta al 102
sol Me sirvo café y bebo. Apago la lámpara y me pongo a escuchar. Ludmila, sin dejar de llorar, me pregunta si tengo sueño. Le digo: “No, Ludmila, no”, y ella me reprocha: “Sí, tiene usted sueño”; “No, Ludmila, puedo jurarlo, no tengo sueño”; “Sí, sí tiene”; “Le digo que no”; “No le creo”; “Debe creerme”; “¿por qué debo creerle?”; “porque no tengo sueño”; “Debo irme”; “puede quedarse”; “gracias”. Tibot se ha incorporado en la oscuridad y se acerca manoteando el aire hasta dar conmigo, y me dice, casi gritando: —Perdone la escena. He abusado de la hospitalidad. Pero estaba deshecho. Es decir, no es que estuviera deshecho, sino más bien que de pronto perdí todo el entusiasmo. —¿El entusiasmo de qué, Tibot? -—El entusiasmo del cementerio. —¿Y por qué lo perdió? —No lo sé. —¿Por mi oposición? —No sé. —¿Entonces? —No sé, no sé. Estaba mareado. Al borde del abismo, pensando en eso. Entonces oí gemir a Ludmila y, no sé cómo, empecé yo. No pude contenerme. —No tiene importancia, Tibot. Si eso lo ha aliviado, más vale así. A veces conviene llorar. —Pero es precisamente ahora cuando me siento mal. Estoy muy mal. Acuésteme. Giro y enciendo la lámpara. Cuando me doy vuelta hacia Tibot, él está desplomado en el suelo y Ludmila le afloja la corbata. Tiene la boca apretada, los labios sumidos, la frente llena de arrugas. Por fin conozco a Tibot: es hermoso. Las bailarinas bailan para él. Ludmila se recuesta y apoya la cabeza en su pecho, hasta dormirse. Yo me arrojo en el lecho y entorno los ojos. Tibot gime suavemente en el suelo. Ludmila respira, dormida, a intervalos muy largos. Si yo 103
no estuviera aquí las cosas sucederían de igual manera. De pronto descubro en mi mano la gorra de Tibot. Me la pongo, levantando un poco la cabeza. ¿Cómo será el invierno aquí? ¿Cómo nos sentiremos en invierno? Cualquier noche menos esta pertenece al mundo. No, Ludmila, usted no tiene hijos muertos en altamar, como tampoco ha tenido esposo, ni amor. Aquello debió suceder así: desde la escuela hasta su casa (hablo de su niñez) la carretera hace una curva muy pronunciada, de modo que la distancia de una cuadra entre una y otra es más aparente que real: en verdad la distancia es casi infinita, puesto que desde su casa, debido a la curva, no distingue usted la escuela, y desde la escuela no distingue usted su casa. Vive usted, entonces, en dos pequeños mundos sin conexión y puede usted no tener destino al salir desde cualquiera de ellos. Una vez, en lugar de tomar la dirección de siempre, toma la contraria, sin que pueda usted misma asegurarse que sea la contraria en realidad, pues su casa es invisible desde allí, y si alguien la viese y le reprochase, usted tiene el derecho de decir: “Solo sé que está en esta senda, pero no recuerdo hacia qué dirección”, y comienza a desandar el camino. Sus padres no han tenido en cuenta este aspecto tan importante. Y así, la vigilancia ha pasado a ser una costumbre ya sin ojos, pues el día que usted tomó la dirección opuesta su padre estaba a su lado distraído con su rebenque, por lo cual usted intentó la desaparición, pues contaba a su favor nada menos que con la presencia de él, al punto de poder, en caso de ser descubierta, sonreír fingidamente de su “torpeza” sin despertar la más mínima sospecha, puesto que ninguna niña osaría escapar ante los ojos paternos. ¿No es eso, Ludmila? Y así fue cómo usted hizo abandono de la casa, un abandono tan distinto del que yo hice de la mía, cuyos detalles no se han borrado jamás de mi memoria; hay que reconocer, sin embargo, su atrevimiento, su temeridad, su violenta niñez, desacompasada entre mimos exagerados y privaciones desmedidas, hasta que consiguió, 104
por fin, terminar de una manera natural, vestida de guardapolvo, bordeando durante muchas noches y muchos días el camino, alejándose prudentemente y cada vez más de los suyos, bajo un cielo siempre electrizado y proceloso, durmiendo con las hijas de los labradores casuales hasta comprender usted misma que hay una razón en su vida y un peligro en su muerte si se expone a la lluvia y no se expone al sol, cuyos rayos, sin embargo, la mortifican, pues la lluvia se aviene mejor al alma, a la presión del entusiasmo y a la altura y profundidad del pensamiento; horas y horas exponiendo la pureza y saliendo airosamente porque ni las tentaciones solitarias son muy fuertes ni los ataques exteriores muy arrolladores. Usted descubre entonces los colores de la vida, casi exactamente los mismos colores aprendidos en la escuela, pero la diferencia de matices e intensidad es desoladoramente marcada; formas de peinado, formas de caminar, maneras de vestir, maneras de hablar, podrían ser ejemplos nítidos de esta diferencia, a condición de que admita, como yo, que las nuevas costumbres del arreglo llevan un fin entre preciso y nebuloso pero nunca independiente de la sustancia misma del cuerpo, acorralado entre los árboles, acorralado entre horizontes cercanos, acorralado entre suburbios de nieve o niebla, acorralado entre ventanas abiertas a la mañana o al atardecer, horas estas las más difíciles de sobrellevar cuando se ha perdido la noción de los otros y se tiene únicamente presente la noción de sí, que entraña, en suma, el mayor peligro personal; peligro personal mil veces bendito si en eso y no en otra cosa está en juego la maduración. Así ha ido usted creciendo hasta llegar a su edad actual. Tanto da si ha aprendido usted las cosas de los hombres o de los bosques, de los animales o de su alma. Toda su experiencia está referida a los sueños, de allí que caiga, con su virginidad indudable, en el pecho de Tibot, sin atinar a caer en su boca, porque las cosas hubieran sucedido de igual manera no estando yo presente. La mañana amanece para todos. Ludmila y Tibot duermen to105
davía. La cabeza de Ludmila en el pecho de Tibot. Ambos en el suelo. No se han movido. Me arrastro por mi cama, luego por la de Tibot, salto al suelo, tomo dos mantas y los cubro. Ellos no se mueven. El llanto los ha abatido demasiado. Sobre el camino se echa el mediodía. He salido y miro a lo lejos. El camino parece terminar en el sol. Sus sustancias se asemejan, envueltas en el humo que sale de las chimeneas. Por primera vez, en muchos días, tengo hambre y sueño verdaderos. Pero echo a andar. Me arranco la gorra de Tibot, que llevo olvidada sobre mi cabeza. Regreso y la dejo en su rodilla levantada, pues acaba de encoger una pierna, sin despertarse. Lo animo un poco, porque me parece que ha despertado: —Tibot, Tibot —murmuro a su oído. Pero no responde. —Ludmila. Siguen dormidos. Me echaría a dormir allí de buena gana como ellos. Parecen haber regresado de un largo viaje en ferrocarril; aunque más exactamente parecen haber estado durmiendo a la intemperie, a varias cuadras uno del otro, echados cada uno por su cuenta en la tierra, víctimas de una pesadilla que los hace dar vueltas y vueltas, tumbos y tumbos en todo sentido, como despojos que obedecen a convulsiones subterráneas; y merced a esos tumbos casi permanentes se han ido acercando por casualidad uno al otro, a través de kilómetros; los tumbos los han ido acercando metro a metro, hasta que un tumbo mayor ha levantado la cabeza de Ludmila hasta dejarla, siempre dormida, sobre el pecho de Tibot, de manera que este, bajo aquel peso dormido, ya no puede saltar como antes con el nuevo tumbo, y ella, desde el suelo, resiste al movimiento para no perder la muelle almohada que ha encontrado en la barba de Tibot; a tal punto que ahora los tumbos parecen ser menos violentos, pero la verdad es que el peso reunido es mayor, por eso saltan, siempre dormidos, siempre la cabeza de Ludmila en el pecho de Tibot, pero las convulsiones son mayores en los torsos, y mayores aún en las piernas y 106
los pies de Tibot y de Ludmila, y los pies de Ludmila tiemblan continuamente como bailando hasta que los tumbos comienzan a ser menos frecuentes y menos fuertes, sucediendo, tras el último, una paz mucho mayor que la paz común de todas las horas de paz. Así parecen estar ahora, en esa paz, la cabeza de Ludmila sobre el pecho de Tibot; pero alguien que llegara de pronto sostendría con odiosa seguridad que es más bien Tibot quien, deslizándose lentamente a través del tiempo, ha conseguido meter su pecho bajo la nuca de aquella señora, sin despertarla, y que el esfuerzo sobrehumano lo ha agotado hasta dormirlo profundamente. Todo esto me obligaría a narrar la escena con lujo de detalles, sobre todo lo referente a su caída, porque esa es la parte más importante, aunque precisamente esa parte más importante no la pude ver pues estaba dado vuelta hacia la lámpara tratando inútilmente de encenderla; y las mil cosas que pueden haber sucedido entretanto son difíciles de imaginar sin caer en error. Las bailarinas, por ejemplo, podrían haber formulado aquel argumento, y yo, por no contradecirlas, me habría visto obligado a reconocer lo del desplazamiento esforzado de Tibot debajo de la nuca de Ludmila, y entonces, mi mundo tal vez estaría poblado de cosas más hermosas que una simple verdad, como por ejemplo las sonrisas y la estimación de las muchachas, que, saludándome cortésmente, saldrían corriendo para que yo las alcanzara. Pero no las alcanzaría. No las alcanzaría nunca. Ni las alcanzaría ni conseguiría que en su carrera hermosa me repitieran las sonrisas girando la cabeza hacia la luna que está detrás de mí. Estaría obligado a reconocer la falta de aprecio verdadero de esas bailarinas para conmigo, para con Tibot, para con Ludmila, para con todas las familias de la población, hombres y mujeres, para con el fruto del trabajo y la lucha desigual contra la naturaleza, para con el sacrificio de todos en bien de todos hasta llegar a tener nuestro bosque, nuestro río canalizado, nuestro mercado, nuestros graneros, nuestro pequeño coro, si llegara el caso y fuéramos del todo felices; 107
y esa falta de aprecio es ya, con seguridad, verdadero desprecio, pues no han vuelto a aparecer para nada, ni de día ni de noche, ni en reuniones ni en fiestas, ni simplemente caminando, como es natural, por los caminos vecinos, a saludar un poco a los demás, ofrecerles, no digo ayuda, pero sí un poco de alegría con alguna canción suave y escondida, como, seguramente, tantas y tantas hermanas de otros pueblos, en todas las latitudes, hermanas que ni siquiera tienen dotes personales para el arte musical pero por eso mismo infinitamente más conmovedoras que estas en su naturaleza bondadosa; y a tal punto que la calidad intrínseca de !a función pasa a segundo término al reparar nosotros en esos dos corazones hermanos y tiernos dispuestos a conmover el nuestro y alegrarlo cinco o seis horas, alegrando a un tiempo el de ellas mismas, después de una semana de horrible trabajo; las trenzas lavadas y el rostro empolvado, con olor a jabón, en medio de cientos y cientos de nosotros, ávidos, recibiendo los aplausos y repartiendo besos, y nosotros arrojando flores y frases, aunque la madre tema luego por la hora avanzada y vigile nuestros ojos buscando la verdad, la verdad última, sin simulaciones, de aquellos aplausos y aquellas flores y aquellas frases; porque el querer casarlas va unido al no querer perderlas, y no querer perderlas va unido a liberarlas, círculo vicioso que termina siempre en un llanto de la mayor seguido por el llanto de la menor, acostadas en el lecho con la lámpara apagada, la almohada húmeda, las sábanas tibias, el pecho como oscilando en el abismo; en tanto la madre duerme en la habitación contigua, dichosa, soñando que ellas vuelan, gracias a un impulso superior que les viene de los abuelos muertos, y, ya por el aire, los hombres no las pueden besar, aunque les miran las piernas desde abajo y aplauden, como niños, esa belleza cercana inalcanzable; la madre sueña que descienden luego de los lechos, donde acaban de caer, y allí están ahora, contándose mutuamente las hazañas, las volteretas, los saltos, los pequeños inconvenientes y los giros, con un lenguaje técnico desconocido para la madre y por lo tanto más 108
conmovedor. Pero ellas se están contando cómo tienen de oprimido el pecho y doloridos los ojos, y sueltan nombres que pertenecen a rostros siempre bellos, algunos inventados musicalmente, otros verdaderamente pertenecientes a seres reales; y así hasta el alba, sin poder escribir una carta, sin poder tener un retrato en el pecho, sin tener fuerzas para despertar a la madre y narrarle la verdad, toda la verdad de aquella fiesta, toda la verdad de la vida que ellas creen contener. Pero con Lucila y Emilia sucede todo lo contrario. Ellas son verdaderamente bailarinas; han superado hace tiempo los tropiezos, las imperfecciones y las impurezas del baile, demostrando ya, a esta altura de sus vidas, una madurez inconcebible, fruto del esfuerzo diurno y nocturno, de una vocación irreductible cercana a la locura, de allí que no necesiten acompañar con cantos o exclamaciones sus bailes característicos y personales, sino que los envuelven en ese silencio tan de élites, a veces abrumador para nosotros (tanto pude observar durante un minuto aquel día, por la ventana), pues nos parece que las fatiga lastimosamente. Además, sus padres, a ojos vistas desinteresados por el baile de ellas, o mejor dicho, interesados hasta morir porque ellas ni intenten bailar, no aparecen sino rara vez ante los demás. Ludmila y Tibot duermen. Las bailarinas duermen, seguramente; de otro modo no me imaginaría sus vidas, en este momento, esta mañana. Observo: Ludmila y Tibot en el suelo se dicen por lo bajo palabras incomprensibles, mecánicamente, sin entusiasmo, sin dolor, prefiero no escuchar, es doloroso, como si hubieran muerto, en voz baja, las palabras de Tibot dulcemente musicales como las de Ludmila; parece más bien un canto estudiado de antemano cuya versión se hubieran repartido, que quieren ofrecerme estrechamente agradecidos de mi hospitalidad. De pronto ella dice: “Tibot”, y Tibot dice: “Ludmila”. Y luego callan, como si eso debiera cerrar obligadamente eI canto o la conversación sostenida con ayuda del aire, pues 109
sin él, que entra por la ventana, todo habría sido inaudible para mí, aunque más melancólico, por el movimiento de sus dormidas bocas silenciosas a plena luz. No me animo a pensar. No sé qué hacer ahora con Tibot y Ludmila: si dejarlos dormir o despertarlos, si abandonar la casa o quedarme. El llanto de Tibot y eI llanto de Ludmila han sido duros. El porvenir incierto de esto me produce una tristeza entre propia y ajena a la par que la melancolía existente entre dos dudas: ¿se irá Tibot, se irá Ludmila? Pues, por lo pronto, la cabeza de Tibot anda en cosas de este tipo: escapar de una vez bajo otro cielo; inclusive me lo ha propuesto una vez con los ojos amoratados y la pupila clarísima de hombre transparente que desea aquello que desea, sin ademanes nacidos de la extravagancia o la inseguridad, exactamente mirándome a los ojos y diciendo: “Debiéramos salir de aquí”, pero aunque me asocia a su viaje sin regreso dudo que olvide ese intento bajo mi decisión de quedarme; es más, dudo que, en el fondo, le interese de verdad emprender la fuga conmigo, puesto que su vida es esencialmente independiente, y él lo sabe con lujo de detalles. Hombre es Tibot capaz de cualquier empresa clandestina siempre que él vea en ella un modo de salir de la postración y de la soledad, cosas cuyo fondo real conoce en silencio, sin abrir la boca, a no ser que esté en juego su respiración: entonces dice levemente “ay”, que es más bien un tiempo matemático que se toma para proseguir la empresa interior que quisiera echar fuera y no puede; escarnios de sí mismo, dolores que continuamente revive con el fuego primitivo como solo él es capaz de revivir, desgano, paciencia limitada con las frases que se le arrojan y de cuya incoherencia da testimonio abriendo los brazos de par en par, asombrado; todo eso que mientras duerme Tibot uno está lejos de sospechar, tal es la dulzura que emerge de todo su cuerpo pesado, de toda su barba maciza, de sus manos y de sus rodillas de hombre que sostiene una frente inmensa llena de resoluciones y recuerdos. Así las cosas, pienso que lo mejor será proponerle ahora 110
que nos vayamos de una vez, pues he pensado que será lo mejor en medio de tanta incertidumbre, o si no, encauzar la conversación hacia ese detalle de su propuesta de viaje juntos, para que otra vez me diga: “Debiéramos salir de aquí”, en cuyo caso, y al instante, yo le responderé: “Sí. Tibot, piensa usted bien, vamos a salir ahora mismo para no volver”. Sin embargo, ¿qué es Ludmila ahora para él? ¿No será que cuando despierte haya desistido definitivamente del propósito de escapar de todo? ¿No será que jamás vuelva a proponerme tal viaje, en vista de un cambio radical en su vida, después de este largo día? Entonces, creo que Tibot no despierta desde hace mucho precisamente porque su espíritu se debate frente al enigma de partir o quedarse, y que la pobre Ludmila, por su parte, no despierta esperando del sueño de Tibot tal o cual decisión para saber a qué atenerse en el futuro. De cualquier modo, para Tibot no creo que la suerte sea en este momento una moneda tirada al aire, que no hay tal suerte, que su decisión está tomada desde mucho tiempo atrás, desde mucho antes de mi amistad, solo que ahora me asocia a su eterna convalecencia producto de esa decisión que lo daña sea lo que fuere: irse o quedarse; porque es seguro que lo contrario de cada una de estas posibilidades le parecerá mejor mañana, cuando diste de aquí cincuenta largos kilómetros. “Yo me voy, Tibot, pero usted debe quedarse”, me gustaría decirle ahora, para ver qué me responde en medio de su aturdimiento. Pero Tibot duerme y encima de su pecho duerme Ludmila, los dos duermen bajo la manta blanca de mi cama, reunidos por los tumbos, bajo la bóveda del cielo que descansa en el techo, en todos los techos iguales, exactos, de las casas del pueblo. Casas iguales, trazadas según un plan colectivo; de allí que en parte, la vida encerrada de las bailarinas no tenga tanto misterio como podría suponerse, pues no hay que imaginar para ellas aposentos de rara estructura, rincones 111
misteriosos, tragaluces por donde respiran melancólicamente, criptas donde preparan vestidos para una fiesta imposible. Mi techo, como el de ellas, es blanco, y posiblemente las cabeceras de las camas también; un espejo mayor quizá que el mío las diferencia de mí apenas en el modo de vivir corrientemente los días inacabables. Me acuesto en el lecho vestido y me duermo. El almohadillado está húmedo, pero algunas zonas transversales, secas, me permiten, saltando, avanzar sin mojarme los pies doloridos. Deben ser las once de la mañana, a juzgar por el cielo, las once de una mañana más bulliciosa que de costumbre, pues hacia al sur, hacia el lugar donde un buen día, si Dios nos ayuda, tendremos, o tendrán ellos si yo me voy, por fin el mercado, pasa gente vestida con cierta elegancia, sobre todo mujeres de nuestro pueblo ahíto y triste, de gris o de negro, y hasta de blanco, con baldes, con paquetes, haciendo resonar monedas en las bolsas colgadas a la cintura, viejas, otras más jóvenes, niñas de unos veinte años delgadas como mariposas, saltando alegremente y echándose agua del estanque público, con los vestidos adheridos al cuerpo lleno de tiritones de risa y frío al mismo tiempo, pues la mañana es bastante fresca, más bien fría, yo, por lo menos, tengo frío como para echarme sobre los hombros la frazada blanca con que he tapado a Ludmila y a Tibot y, a falta de ella, subo la solapa de mi saco por detrás y meto las manos en los bolsillos, ladeándome para ofrecer al viento menos rostro y menos cuerpo, lo cual me impide ahora ver la fiesta del agua de las muchachas; pero ellas se han detenido en su juego al verme pasar, y rodeándome me preguntan por mi salud y por Tibot, todas a un tiempo, consiguiendo yo apenas responder a algunas de las infinitas preguntas, las más claras, las más interesantes: —Bien, estoy bien. Y Tibot duerme como un bendito —son mis respuestas. Entonces veo que algunas no han dormido bien, porque tienen los ojos hinchados, aunque la excesiva alegría de los rostros en 112
movimiento me impide juzgar con exactitud acerca de ese insomnio apenas visible en ellas; y a lo mejor mi juicio es equivocado, y se trata en verdad de que han dormido más de la cuenta, lo cual a veces produce hinchazón en los párpados; por lo menos, tras una noche dura e insomne, no se tiene por lo general al día siguiente la energía que ellas ostentan en todo el cuerpo. Observo, por último, que una de ellas está terriblemente pálida, entonces aparto a las otras y me acerco poniéndole la mano en el hombro y diciéndole: “¿Qué le pasa?”. Y ella levanta los ojos y me besa en la cara dos veces y luego me sonríe y solicita mi mano como quien va a despedirse. —No haga caso, señor, es la muerta —dice una. —¿Cómo la muerta? —pregunto. —Sí, la muerta. Pero no es para despedirse, es para mirarla, acercándola a sus ojos y tratando de leer los signos de la palma. Pero con seguridad no sabe leer en la mano, porque las otras muchachas la animan detrás y le hacen cosquillas en la espalda, a las que ella resiste retorciéndose con la boca abierta llena de carcajadas, moviendo los hombros y gritando: “Basta, basta”, mientras me mira; pero sus ojos están sin embargo tristes y son tan respetuosos, tan comunes de color y tamaño, que retiro la mano y le acaricio la frente. Entonces me pregunta: —¿No quiere? —Sí, quiero; pero otra vez. No la dejan en paz. —Es cierto. —Pero no faltará oportunidad. ¿Usted sabe leer las manos? —Sí. —Muy bien. Le tiendo la mano, que ella mira por última vez y retiene entre las suyas. —Estamos profundamente conmovidos de su visita —me dice—Puede usted quedarse a la fiesta, si es que hay fiesta, porque 113
las bailarinas están enfermas. —¿ Están enfermas ? —Sí, las bailarinas Emilia y Lucila están graves. Toda la familia está enferma. Los cuatro en cama, con dolores muy agudos. Se puede entrar. Si usted quiere puede entrar a verlos. Los cuatro con fiebre. Creo que cuarenta. Las puertas están abiertas y reciben regalos, medicamentos y frutas. Emilia y Lucila devoran todo el día manzanas. Ya no quedan. Usted sabe: ocho arbolitos para tantos habitantes. Da pena, porque no se puede nada contra un mal así, tan general: toda la familia padece retorciéndose, cada uno en su lecho, semivestidos; y otro tanto haría yo, pues si se han de recibir constantemente visitas es necesario estar preparada. Estamos bien este año. Cuatro enfermos. Una mira a las bailarinas y parecen seriamente próximas a la muerte; un detalle, quizá, apenas, la frente, posiblemente, las mantiene aún vigorosas, pero todo lo demás: pechos y hombros, hace tiempo que se han entregado; sin embargo, alguna vez por lo menos han sido felices en este mundo, cosa que yo no he podido conseguir, y hasta podría decirle a usted que esta mano suya, tan bondadosa, que tengo entre las mías, es el primer gran acto propio y feliz de mi naturaleza, puesto que todos los demás juntos no equivalen a una migaja de este. Señor, no sé su nombre, pero al menos podría usted decirme, a ver si acierto, la primera letra: yo sacaré lo demás. Ha soltado sus cabellos y se tiende en el suelo. Las otras la imitan. Entonces observo que las mujeres mayores que a unos cincuenta metros conversaban se han acercado. Son las madres. Las madres, que sonríen felices y despreocupadas en la niebla. Si bien las muchachas reían a carcajadas, estas carcajadas no son en nada comparables al estruendo que producen las madres, cada vez más ensordecedor a medida que se acercan a nosotros. Me apoyo en un árbol; tengo sed y frío. Los pájaros cantan arriba y apagan un poco el bullicio materno. Entonces algunas madres me tienden la mano y yo ofrezco las dos para terminar más rápido con el triste protocolo 114
que me hiela los dedos de tenerlos tanto tiempo al aire. —Usted es. . . —dice una de las madres. —Sí, señora. Pero prefiero ser simplemente uno de tantos. He conocido a su hija, que trató vanamente de leerme las manos. —¿Por qué dice “vanamente”? —Porque las otras no la dejaban. —Ya ve. Mírenos. Las cosas cambiarán con estos nuevos hijos, que seguramente han de ser más juiciosos —dice señalando su vientre. Efectivamente, está encinta. Y descubro después que casi todas lo están, algunas ya muy avanzadamente. —¿Usted no lo había notado? —No, señora. —Por cierto que es bastante visible. —No para mí, señora. —No para usted dice, como si fuera usted un ser aparte. Sonrío. —Seguramente, señor, es usted el único que no ha visitado a las bailarinas. —Debo ser el único. —Mal hecho: guardan cama. —¿Me acompañarán ustedes? —Por supuesto. Camine adelante. Nosotras lo seguiremos. —¿Pero están ustedes seguras de esa enfermedad? —Mire, señor, segurísimas. Y otra cosa más: no es el caso de llorar ahora, sino de levantarles el ánimo. Ellas esperan sobrevivir a este ataque terrible para poder ingresar alguna vez en una academia de baile que recoja esa vocación y la encauce. No es que pueda decirse que tienen aptitudes, puesto que hasta ahora sus piernas no han hecho otra cosa que caminar, como las piernas de todo el mundo, pero tienen ojos de bailarina, eso es indudable, y cuello y espalda; seguramente, aunque ellas tardaron mucho más de lo corriente en 115
aprender a caminar, siendo pequeñas, se transformarán con el tiempo en bailarinas verdaderamente admirables. Usted podría comprender fácilmente el interés nuestro nacido del afecto, si sospechara tan solo el sacrificio de todas nosotras, hora tras hora, para indicarles las pequeñas leyes del equilibrio en la infancia. Hasta que arrancaron, por fin, un día, ellas solitas y se lanzaron a correr una carrera vertiginosa por e1 almohadillado, hacia el este. Dos piojitos que apenas se levantaban del suelo, lanzados violentamente como el viento por el camino, sin tropezar, que era por el momento lo que más temíamos; y -esto es lo que todavía discutimos sin llegar a un acuerdo satisfactorio--, sin comprender cómo, saltaron un matorral que parecía bastante alto para sus edades -y teniendo en cuenta que hacía una hora que se habían soltado a caminar-; cuando se las vio en el aire todos temimos lo peor, pero salieron airosas del salto, de lo contrario habrían quedado prendidas de toda la maraña de espinas. Pero lo gracioso y al mismo tiempo trágico de todo esto fue que nosotras, que corríamos tras ellas sin lograr alcanzarlas, vimos al llegar al lugar del salto que no había tal matorral, que aquello era un árbol muy alto, muy, muy alto, seis o siete metros sin duda, de manera que el salto era más que terrible para sus edades, y el peligro, que de lejos parecía mucho aunque no desesperante, era en realidad desesperante. ¿Y sabe usted cómo conseguimos apresarlas? Muy simple. Aunque no tan simple, porque se nos ocurrió a último momento: llamándolas. Nos detuvimos. Había una media y un zapato al borde del camino, que habían perdido en el impulso. Les gritamos: “¡Emilia, Lucila!”. Y al instante volvieron. He despertado. Tibot y Ludmila, de pie, me miran soñolientos, y yo les sonrío, un poco por el alivio que me producen estando despiertos después de dos días de sueño, otro poco para disimular los pormenores de mi sueño, que siento visibles en mi cara, sin apartar incluso la idea lastimosa de haber hablado en voz alta mientras dormía, pues ellos me miran un poco encorvados aún como si hubiesen 116
estado espiándome, tratando de comprender mis palabras un poco oscuras con aquellas madres y aquellas hijas. Sigo echado. Tibot se apresura a tenderme la manta. Ludmila me da la mano y sale en silencio, Tibot no la sigue. —Tibot, ¿no acompaña usted a Ludmila? Pero usted, Tibot, ¿no puede tratar de razonar un poco más? —le grito. Tibot entonces me grita a mí: —¡Es un esfuerzo inútil, comprenda! Lo del mar y lo de los hijos y lo del esposo es verdad. Lo he descubierto ahora. Siete hijos, y el esposo. (Tibot cada vez grita más fuerte). ¿Cree usted que sobreponerse significa aceptar? —¿Y entonces su carta? —¿Su carta? Su carta es ocurrencia de usted. Usted la ha escrito, solo que lo de los hijos es verdad. El resto, no. Lo del apoyo que busca en mí, no. Eso es suyo. Inventado por usted. —¿Ella le contó entonces lo del mar? —No hablamos del mar. Por eso sé que lo del mar es cierto. Podemos irnos de aquí cuando usted lo decida. Se echa en su cama, trepando por la cabecera como un niño rabioso. Y como afuera el efluvio del cielo y los filamentos tienden a la lucha por la noche, la sangre empieza a resonar en los oídos como una colmena. El pájaro de mi casa entra, entonces, en vista de la paz, como si hubiera estado esperando afuera. Tibot y yo miramos distraídamente el pájaro. La paloma ha saltado a una silla y de ahí a los barrotes de la cama de Tibot. Tibot le hace muecas con los ojos, con la boca, con la nariz, está jugando con ella, ella le contesta, parece más bien el pájaro de Tibot que el mío, tan estrecha y risueñamente entusiasta es la armonía de ellos. Por último Tibot le habla a la paloma con las manos, con el hombro, con los pies, como un desesperado que trata de hacerse entender en un naufragio. Y la paloma se le acerca con un ruidito misterioso y camina por su barba (para ella debe ser 117
como caminar por el almohadillado del piso). Tibot la acuesta a su lado y le acaricia la nuca, que hace un ruidito como si tuviera dentro agua hirviendo, y la despide con la mano, haciéndole señas violentas hacia la silla con el índice; la paloma se ha asustado y obedece a ese capricho prematuro de Tibot, hasta que debajo de la cama se echa y se duerme. Tibot se levanta y la recorre con la mirada, y suavemente la echa a volar hacia afuera. Cierra la puerta. Luego, detrás del muro, se oye a Tibot mojarse la cabeza, lavarse la barba, secarse, sacudir la gorra en el marco de la ventana. Regresa. Está demacrado. —Parece que ya es hora de dormir. Es suficiente por hoy —dice y se desploma con la cabeza en la almohada y las piernas afuera del lecho. Las levanta, las recoge, las tapa, las encoge y cierra los ojos. —Hasta mañana. —Hasta mañana, Tibot. Él se dormirá en un instante, pero mi insomnio durará un día más. Ludmila está en su casa desierta. Se ha desnudado para acechar la tiranía de su espíritu. En el inmenso espejo, única reliquia, única ostentación para decir que vive, su sombra va y viene, descalza, silenciosa, como tantas sombras en tantos espejos van y vienen; ahora se ha detenido, pregunta y responde, desnuda y solitaria, luego se viste y escribe en un papel palabras serenas: “paz”, “invierno”, “pluma”, “gacela silenciosa”, con letras pequeñas, en un acto desprovisto de significado real, palabras más bien de la casualidad que del propósito, que posiblemente enviará a Tibot dentro de un sobre, como hizo antes, y cuyo efecto no puede siquiera imaginar, pues no persigue otro fin que el de una vida diametralmente opuesta a la que lleva, a la que llevamos todos; y en eso se parece quizás a los hijos de la colmena humana donde estamos insertados. Pero lo importante para ella es llegar a conocer algún día el amor como quien conoce su flor predilecta o el día de su cumpleaños y los distingue entre mil flores y entre cientos de cuadraditos parecidos en el calendario; y posible118
mente estando ahora absolutamente desinteresada en Tibot, lejos de la voluntad que se impuso para pasar de la amistad a la posibilidad con aquella carta llena de interminables vacíos y contradicciones; aunque es muy posible, también, que -enamorados más que nunca después del sueño- se pertenezcan para siempre y estén próximos a partir hacia el este. Pues aquella desacostumbrada familiaridad de Tibot para con el pájaro de mi casa, ¿no podría considerarse ya el comienzo de una despedida? Una despedida, naturalmente, poco concreta y eficaz si se tiene en cuenta nuestra vieja amistad, pero no por eso menos valedera, hasta heroica, quizás. Pero este no es el momento oportuno para conjeturas. —Ludmila, ¿está usted ahí? —Pase, pase— me contesta Ludmila desde dentro. Abro la puerta. —No pude quedarme en mi casa, Ludmila. Me resulta imposible dormir. He dejado a Tibot dormido y sereno. Sin embargo, por el camino he pensado varias veces que debía regresar: tal vez usted estuviera dormida. Necesito saber si usted y Tibot están próximos a partir, como yo supongo. —Tibot parte mañana. —¿Y usted? —Yo no. Llego a la conclusión de que la pureza de Ludmila está mordida por la impureza. Afuera llueve otra vez. Ludmila me mira y sabe que estoy escuchando la lluvia. —Está usted escuchando la lluvia —me dice—. Pero si no se apura no podrá despedirse de Tibot. —¿Adónde va? —pregunto. —A Luanda. —¿Luanda? —Sí, veinte horas de aquí, a pie. —Ah, es cerca. 119
—Cerca. No tendrá inconvenientes. Ludmila me toma las manos contra su pecho y me dice: “Despídalo; vaya a despedirlo. Después usted me contará”. Lo prometo y salgo, y la lluvia me da en el rostro. Camino unos metros y vuelvo la cabeza, Ludmila me grita a través de la lluvia: “Abrácense fuerte como buenos amigos, yo seguiré escribiendo”… Las últimas palabras se pierden, pues corro en el barro, porque la lluvia es ahora un diluvio. Tibot viene con un bulto de ropa en la mano, lentamente, como si no estuviera lloviendo. Casi chocamos. Nos hemos reconocido bajo la noche llena de relámpagos. Tibot deja el atado en el suelo. Estamos frente a frente, y nos miramos. La lluvia es ahora más terrible, al punto que Tibot me ofrece su gorra, que yo acepto y me pongo. —Parecemos dos peces, Tibot —le grito. —Me voy —dice él, y se sienta en el hato de ropa, chorreando agua, con la cara vuelta hacia mí, olvidado de la lluvia, esperando, al parecer, una frase mía que él necesitara llevar en los oídos durante toda la vida: tal es su rostro, tales sus ojos, que muy bien podrían estar llorando sin que yo lo supiese, porque su frente es un verdadero canal de agua que inunda ojos, nariz, boca y barba. —Estoy perdiendo sangre —me dice. —¿Cómo, Tibot? —Acabo de caer. Antes que usted llegara corriendo. La rodilla, seguramente. —Déjeme, Tibot. Remango su pantalón hasta la rodilla. Pero la herida es mucho más abajo, casi en el pie, pero la lluvia no deja ver la sangre. —Parece que no hay sangre, Tibot— le grito, agachado sobre la herida y poniendo la mano de pantalla sobre la tibia—; debe ser simplemente un dolor, la herida no creo que sangre. De todos modos le conviene vendarse. —Estoy deshecho —grita Tibot bajo la lluvia. 120
“Estoy deshecho” es la frase favorita de Tibot. Con ella él quiere decir muchas cosas, ya no hay duda: quiere decir que toda su vida se sitúa en su cuerpo, que el espíritu, a veces compensatorio en él, ha huido, y es apenas un ser doliente de carne por fuera y por dentro, expuesto al aire, a la noche, al día, al cansancio, al griterío... Pero “estoy deshecho” también significa en su boca todo lo contrario: un efluvio del alma sin vasos conductores, un olvido sistemático del cuerpo, prescindencia de él inconsciente y austera a un tiempo. —Puede intentar caminar, Tibot. ¿Puede? —Sí. Se levanta como si no pasara nada y me dice con asombro: —Está usted empapado. —No importa; le devuelvo su gorra. Él toma la gorra y se la pone. La lluvia cambia de sonido en su cabeza. Entre nuestros pies corre un verdadero río de agua espesa que arrastra piedras y escombros. El río sigue su curso y la lluvia el suyo. Esta, alimentando a aquel; aquel, ensuciando a esta. Todo el cielo tiene un color gris y por debajo una capa rojiza transparente. Tibot y yo tosemos largamente, torciendo el cuerpo a ambos lados, y aquello no termina, aumenta, resultando hasta peligroso intentar avanzar ahora, tal como dice Tibot mirando el suelo y metiendo luego una mano en el agua hasta limpiar el lugar de piedras detenidas por nuestras plantas, que sentimos resbalar a causa del paso libre de la corriente. “Pronto pasará”, digo mecánicamente y Tibot me mira ahora de cerca como si esperara una resolución interior largamente soñada para poder decirme su frase final de despedida, que cierre y clausure esa amistad nuestra llevada adelante con tanta compatibilidad y conjunción y al mismo tiempo con tan excesiva independencia. Pero comprendo finalmente que no hay tal deseo de hablar en Tibot. Entonces, se nos acerca un hombre en una barca pequeña que de tanto en tanto roza el suelo con la quilla, pues el peso excesivo en relación a la masa de agua es evidente, y con un palo que le 121
sirve para abrirse camino entre las raíces y los escombros flotantes, amontona hacia la proa piedras pesadas hasta conseguir más o menos la estabilidad de la embarcación; por lo menos impide a esta ser arrastrada. Tibot y yo nos hemos dado vuelta a contemplar la pausada maniobra del barquero bajo la lluvia, quien parece venir a ofrecernos apoyo. Sin embargo, el barquero está mudo, y aunque seguramente nos ha visto, prefiere entregarse a la contemplación majestuosa de la lluvia a lo lejos, hacia el fondo de la calle, convertida en pequeño océano; y de tanto en tanto, echando la cabeza hacia atrás como si hubiese llegado al colmo de la dicha, comienza a beber la lluvia como si comiera. El pequeño huracán pasa entre Tibot y el barquero, entre este y yo, entre yo y Tibot, fresco y liviano; no hace frío, es solo la lluvia, pobre Ludmila, con la casa seguramente inundada, que era lo que más temía en medio de tantas tribulaciones, lo que más horror le causaba suponer: una lluvia, algún día, inacabable para nuestras viviendas precarias, bajas y sórdidamente construidas, sin resistencia siquiera a un viento más o menos violento, cuando menos a una lluvia de este tipo. —Vengo de la casa de Ludmila —le digo a Tibot. —¿Qué hacía allá? —me pregunta. —Quería saber si usted se iba —respondo. El barquero se ha acercado a nosotros. Nos pregunta si molesta. Tibot le responde que no. Y a partir de ese momento la lluvia se torna verdaderamente insoportable. Llueve a baldes. Y sentimos que ya es prácticamente imposible conservar la apostura, pues la fuerza del agua inclina nuestros cuerpos hacia abajo, nuestras cabezas hacia abajo, y termina por doblarnos como si buscáramos algo perdido en el lodazal; los tres casi rozando la corriente con la frente. Tibot con la mitad de la barba sumergida. —Tenía sed —dice el barquero, como si le hubiésemos preguntado por qué echaba la cabeza hacia atrás, hace un momento, en 122
la barca. Luego se produce un silencio. Tibot está aferrado a una rama. Yo me he tomado del borde del bote, y el barquero se sostiene con su palo, que ha conseguido enterrar hasta la mitad, de suerte que estamos separados unos de otros algo más de dos metros, siendo en estas condiciones imposible hacernos oír. Tibot ha conseguido poco a poco dominar el arbusto podrido, enderezarlo dificultosamente de modo que ofrezca menos resistencia a la correntada, afianzarlo por debajo dándole puntapiés y aplastándolo bajo el agua con una brusquedad repentina y salvaje. Entonces yo, que lo miro, imagino, sin poder distinguir claramente, que está librando una batalla con algún perro muerto que la corriente enlaza a sus piernas, pezuñas que él quiere desprender y no puede por los remolinos; o algún perro vivo, quizá, en busca de su dueño, al que ha confundido con Tibot, a quien lame en silencio lleno de servil entusiasmo; pero no, Tibot lucha apenas con el arbusto, al que acaba de asegurar finalmente, abatido por el esfuerzo. Entonces, pisando cuidadosamente las ramas inferiores acostadas a lo largo, trepa dos o tres, se echa un poco hacia atrás apoyándose con ambas manos abiertas, estira una pierna y consigue sacarla fuera del agua, luego acuesta su cabeza, y ahí se queda, con el hato de ropa bajo la nuca, como si contemplara una luna que no tardará en aparecer detrás de la lluvia. Entretanto el barquero se acerca a mí, y como yo me alejo de él para acercarme a Tibot, pronto nos encontramos los tres reunidos en el diluvio. La lluvia es ya más persistente que nosotros tres. Una persistencia humana, parece, pues nosotros resistimos humanamente. Y ella está obstinada en construir algo sobre la tierra, algo que se desbarata, naturalmente, en el suelo, pues la lluvia no puede construir, no puede acumular gotas: y en esto está su obstinación terrible y desprovista de sentido para los tres, y ni una sola gota puede acumular la lluvia en el lomo de la anterior, siéndole concedido 123
únicamente construir y alimentar el río ciudadano que corre abajo, pero cuyo contenido ya no es el de la lluvia; a tal punto ha llegado su transformación: color, temperatura, posibilidad y movimiento, que la misma lluvia no podría reconocerlo sino fuera de su mundo aéreo, como un cuerpo extraño a su naturaleza y a sus símbolos. En esto tenemos Tibot, el barquero y yo puestos los ojos. En el derrumbe de las gotas sobre la masa marrón y en la obstinación creciente que en nada o casi nada apacigua el nuevo intento. Hasta que después de mucho tiempo, Tibot, el barquero y yo podemos considerar, bajo la noche, previsibles todos los fracasos futuros. Color, temperatura, posibilidad y movimiento, mundo angustioso del río enredado a nuestras plantas, y arriba, la lluvia, olvidada ya de sí misma, cayendo por costumbre sobre el lomo de sus tres hijos como una polvorienta madre de la mitología. El caso del barquero bajo la lluvia puede considerarse contrario a cualquier ley natural, pues no es ni con mucho una noche apta para salir en busca de nadie. Sin embargo, alguien viene a buscarnos. Aquel hombre viene a buscamos, viene, además, a proponernos algo, y difícil de adivinar a simple vista, pues su rostro está tan gastado, la noche es tan oscura, la lluvia tan obstinada y los movimientos de su cabeza ya madura tan rápidos en su defensa contra el agua y el viento que por nada del mundo sería posible reconocerlo, como no fuera tomando su rostro entre las manos y acercándolo a uno para mirarlo fijamente algún tiempo prudencial, con el agregado de que la misma ropa podría ayudar a distinguirlo entre tantas personas del pueblo. —Vengo en busca de ustedes —dice el barquero—. Por fin termino de reconocerlos. Usted estuvo apoyado en la ventana de mi casa. No hay tal vocación. Y quiero que esto termine cuanto antes. ¿Mis hijas bailarinas? No hay tal vocación. Puede usted verlas ahora, por ejemplo, y terminará por confesar conmigo que no es su camino predilecto. Es más: yo mismo, entusiasmado con tal idea, vengo 124
haciendo esfuerzos inauditos por infundirles confianza en ese sentido, hasta que me he visto forzado a suspender tales tentativas por temor de desviarlas de su verdadera vocación: la amistad. Nada les he dicho hace un momento porque no estaba seguro de que fueran ustedes las mismas personas que ellas me solicitaron que viniera a buscar para llevarlas a nuestra casa. Ahora los he reconocido. Además, quería saber algo más de ustedes. Pero no hay tal vocación. —¿Que fue lo último que dijo? —pregunta Tibot. —Que no hay tal vocación —contesta el barquero. —Usted miente —agrega dulcemente Tibot. —Pues entonces—-replica el barquero— no he dicho nada. Se aleja y trepa al bote. Comienza a sacar el agua con las dos manos hasta que por último decide volcarlo, luego le ata una soga y lo arrastra contra la corriente. Después de una hora todavía es visible el bulto del barquero a lo lejos, y el bulto del bote, hacia el fondo de la calle, hacia el fondo del río, más bien, mientras la lluvia sigue despiadadamente cayendo sobre los tres. Tibot baja del arbusto de un salto y me dice: —Puede ser verdad. Pero ya es tarde. He decidido partir y partiré. Recoge el hato. Me da la mano, y avanza con la corriente, hasta que se hace invisible en la noche. Yo soy para Tibot un punto de partida hacia cualquier dirección de la tierra. Mi edad lo coloca en situación de padre mío, circunstancia que lo conmueve hondamente y lo conmina a esa virtud del padre frente al hijo, de cuyos estragos pueden dar cuenta: su empecinada barba, sus pupilas, muy hacia arriba en las cuencas, y sus manos, torpes, desprendidas de las acciones generales; pero, conjuntamente, mi reproche de algún tiempo atrás a su cementerio y, por ejemplo, estas escenas de hace poco bajo la lluvia lo colocan en situación no ya de padre frente a mí sino de hijo, por mi irreductibilidad en la discusión de su “capricho” en torno a los planes de ese 125
cementerio, por mi cuidado excesivo para con él frente al problema de su partida, que él pretendió ocultar como el muchacho que decide abandonar el hogar. En cambio es Tibot para mí todo eso y aún más: un hombre que está por partir desde hace mucho, un hombre que está por partir, simplemente, ni más ni menos, desprovisto de su Ludmila, o tal vez libre de ella, o posiblemente lo uno y lo otro juntos, que él puede abarcar en una resolución mortal, porque Tibot no puede durar mucho tiempo con esa herida de la pierna metida en la inmundicia del agua; y él lo sabe, pues diciéndomelo no perseguía otra cosa que enterarme de su estado, y como lo sabe, él quiere significarme, entonces, con su partida, que está dispuesto a morir y hacia la muerte va, y quiere al mismo tiempo decirme que yo debo, con él, siguiéndolo, salir de aquí, liberándose de Ludmila y liberándome (o apartándome) de ella. Porque es probable que Tibot, para quien las bailarinas son la vida misma, viera con buenos ojos mi casamiento con Ludmila, mujer mucho mayor que yo, y haya vanamente preparado las cosas sin prever un resultado tan diferente. Felizmente Ludmila ha defendido su casa del agua con papeles, con trapos, con frazadas, que ha introducido entre las puertas y el almohadillado del piso, cerrando hendijas, clausurando las rajaduras del techo, tapando los agujeros de las ventanas y ajustando los vidrios a su marquillo blanco. De modo que esa especie de embarcación triste en altamar ha llegado a puerto, solo que el aspecto desagradable de tanto hacinamiento de ropa, papeles y frazadas que no dejan pasar un rayo de luz produce angustia en el ánimo. Como no es posible moverse dentro por temor de caer, uno está obligado a una impasibilidad injusta y molesta y familiar junto a su ropero de madera blanca, semiabierto, que deja ver el interior: ropa salvada del naufragio, de color, gruesa, inútil, pues Ludmila ha utilizado para tapones lo mejor que tiene para ponerse. De allí que cuando abre la puerta para permitirme el acceso, aparece ante mis ojos un muestrario de polleras y blusas que parecen esperar al comprador. Golpeo la 126
puerta, enterrado hasta las rodillas en el fango que circunda la casa. Ella abre la puerta de par en par, de modo que entro yo precedido por un río de agua que se precipita hacia adentro e inunda todo el espacio interior visible, hasta alcanzar el nivel de la cama. Entonces ella y yo cerramos por dentro, pero la habitación queda sumergida lamentablemente. Chorreo agua. A Ludmila le llega el agua casi a la cintura, y ella, sin embargo, como complacida por mi llegada y mi sufrimiento, torna a sonreír, de pie, mirando inmóvil esa inmovilidad mía junto a su ropero. Ha encendido una lámpara: efectivamente la puerta del ropero, entreabierta, deja escapar su misterio. Me acurruco un poco, sentándome sobre el piso del ropero, entre la puerta de este y la cara lateral que da contra el muro, y allí comienzo a secarme. Ludmila trae café. Entre un café y otro pasa aproximadamente media hora. Y como ya no llueve, ayudo a Ludmila a descolgar los vestidos, a sacar el papel de las hendijas y los agujeros y a doblar las frazadas remojadas, qua amontona ella sobre la cama de elástico negro. Ludmila está satisfecha y abatida, pero no pregunta por Tibot mientras arregla objetos, va y viene y sacude las blusas tomadas entre el pulgar y el índice. Yo me encargo de descolgar la última frazada. Afuera ha desaparecido ya el agua que nos rodeaba: su nivel alcanza en la calle apenas unos centímetros; nosotros, en cambio, parecemos extraños nadadores: ríe a carcajadas Ludmila, y yo casi, de verla así, en ese naufragio ahora no obligado, pero como parece haber alegrado su espíritu esa situación, Ludmila no hace nada por cambiarla. Entonces yo, con afecto, a nado, en dos brazadas, cruzo la habitación, me lanzo hacia la puerta como sofocado de pronto por el enrarecimiento del aire, y la abro: el agua sale y vacía el cuarto. Me miro los pies, con la mano todavía en la manija de la puerta. La cierro. Camino mucho. De aquí para allá. Y Ludmila trae y trae café. “Tibot camina hacia aquí”, me digo por lo bajo. Afuera hay sol y la casa lo recoge. Dos o tres veces la cabeza de Ludmila se enciende y se apaga: dos o tres veces el sol intenta salir sin resultado, hasta 127
que por último lo invade todo. “Los planos del cementerio son soberanamente insignificantes en relación con otros trabajos de urgencia no común: asegurar las casas contra estas lluvias, evitándonos los sufrimientos”, digo. Y Ludmila responde que no: “Sin embargo, lo uno no quita lo otro”, dice. “Tibot no camina hacia aquí”, me digo por lo bajo ahora. El ropero estalla en el silencio al perder humedad. Una especie de clima bondadoso se adhiere a los muros y el rostro de Ludmila se emborracha de él a expensas de mi silencio, que la envuelve como el suyo me envuelve a mí, solo que de tanto en tanto se oyen afuera ruidos, mensajes y consejos que cruzan la calle, de casa a casa. Pero, familiarmente, no podría decirse que se haya comentado hasta ahora la lluvia desastrosa de la noche pasada, pues las frases de fuera corresponden al estado social anterior a esa lluvia, sin que a través de las palabras consiga deslizarse siquiera una referencia velada respecto de los desastres producidos por el agua —que han de ser cuantiosos-—: ni una frase siquiera de las acostumbradas por la mañana, que revele el misterio de la noche anterior, entre vecinos, ni una pequeña lamentación intercalada en un coloquio que pudiera suponerse referida al estrago del barro contra los dormitorios, las despensas, los techos o las chimeneas, todas blancas y húmedas todavía frente a la ventana abierta de Ludmila, por donde entra este mundo que sobrenada en nuestro acompasado silencio. Entonces, dándome vuelta, observo a Ludmila en su vejez de mariposa gris, con el pelo recogido hacia atrás como si estuviera contra un viento permanente que le viniera del porvenir, y las orejas, un poco más blancas que el rostro, diminutas, como dibujadas alrededor de una palabra breve, orejas de persona que no habla nunca, aunque posiblemente aquella vez fuera ella quien mantuviera la conversación con Tibot. Entonces pienso que Ludmila narra historias a las que hay que hacerse acreedor, como lo consiguió Tibot, dejando por senta128
do que las historias pueden o no pertenecer a su experiencia, cosa evidentemente de importancia menor frente a un mundo siempre maravilloso de imágenes, epopeya, mito y fantasía, lujosamente detallado con soltura y exactitud de mujer que ha perdido muchos hijos en alta mar. —¿Lo despidió por fin a Tibot? —me pregunta, sentada frente a mí en el otro extremo del cuarto. —Sí, Ludmila. Hemos estado toda la noche bajo la lluvia, hasta que por fin Tibot quiso partir. Puedo decirle que el agua nos llegaba a las rodillas. —¿Y usted cree que él volverá? —Creo que usted debe estar más cerca de adivinarlo que yo. —¿Yo? En absoluto. Con usted ha hablado infinidad de veces. Yo apenas conozco de Tibot el silencio. —¿No habló nada aquella noche? —Se limitó a callar. Ludmila se ha sacado el abrigo oscuro, y debajo de su blusa blanca una tristeza acierta a salir cuando dice: —¿Sabe usted que yo amo a Tibot? Pero, preferentemente, quisiera morir. —Puedo yo ir a buscarlo. —Es lo que haré. Lo que hacen todos, por otra parte: salir en busca del que se va. Ludmila, entretanto, se ha desnudado, y se mete en el lecho. Cuando vuelvo la vista la encuentro ya arropada, bajo la sábana y el abrigo. Le doy la mano, que ella besa y salgo. En cuanto salto a la calle veo, desde fuera, que la luz ha sido apagada. Ludmila tiene sueño. Debo caminar cinco cuadras bajo la luna de la pequeña población: una luna que sucede a la lluvia en su trono mundano, esa luna que ya percibía Tibot, antes, cuando echado en el arbusto fijó 129
su vista en un punto de la noche, hacia arriba. Y no puede decirse que la luna, sea, esta noche, la compañía más directa. Punto grande de luz en el espacio incoloro, que inútilmente quiere secar la tierra llena de pantanos; y ese ofidio la corrompe, la humaniza y la cansa. Sin embargo, la siento también, ligeramente tibia, en la cabeza. De otro modo yo no correría ahora para alcanzar el techo de mi casa y echarme en la noche verdadera de mi dormitorio, sobre mi techo seguro y húmedo. Pero duermo. Duermo lo necesario, porque Tibot, que había alcanzado el río y la primera subpoblación del este, ha decidido volver, aunque no a mi casa, frente a cuya ventana ha pasado sin mirar, sino a la casa de Ludmila, bajo el sol de la tarde que le ha permitido secarse totalmente y ha cerrado su herida del pie. Así las cosas, pienso que el barquero me espera, y antes de que Tibot regrese en busca de su cama para trasladarse de nuevo a su casa, me levanto dispuesto a acudir al llamado del barquero, formulado en condiciones tan desventajosas para los tres. Yo voy camino de su casa. El barquero estará a la puerta, esperando mi aparición por la curva de la esquina, donde tiene puesta la vista. Pero antes, frente a la casa de Ludmila escucho la voz de Tibot dentro, y el ruido del aceite que Ludmila ha puesto al fuego; y miro el humo de la chimenea en cuya casa ambos respiran precipitadamente desprovistos de paz, uno frente al otro, sentados en sillas iguales, mientras el aire trastorna la boca de Tibot tirándole de la barba, y el pelo de Ludmila, suelto ahora y espeso por los hombros, Tibot ha cambiado totalmente de ropa. Lleva un sobretodo desconocido, muy abierto arriba, que deja ver su camisa blanca lustrosa. Tiene un bastón en la mano. Sobre la empuñadura apoya la quijada como jugando. Ludmila lo escucha enfrente, porque, sin lugar a dudas, es Tibot quien habla, interminablemente, con entusiasmo, cruzando la pierna izquierda sobre la derecha, la derecha sobre la izquierda, sonoro, con los ojos rojizos, con el pelo endurecido y liso, aletargado de manos, que conserva sin cambios visibles. Con todo, nada más 130
parecido al Tibot que se fue que este Tibot que regresa, devuelto por el día, rescatado por las innumerables contradicciones, absorbido ahora por el silencio de Ludmila recostada contra el respaldo de su silla pequeña. Ludmila arroja desde allí un pañuelo celeste a Tibot. Este lo recoge en el aire y se limpia los ojos, pero ese movimiento suyo hace que pierda el control de su bastón, que cae al suelo y vanamente trata de recoger Tibot, agachándose sin poder alcanzarlo. Entonces Tibot se pone de pie, echa sus manos en el asiento de la silla, va dejando caer levemente y con temor su cuerpo hacia adelante y consigue posteriormente apoyarse en los codos; primero una pierna hacia atrás, estirándola; luego la otra, apenas, que queda singularmente encogida; por último, es ya su pecho lo que recuesta sobre el asiento, consiguiendo así liberar definitivamente las manos, que pone sobre el piso, una de apoyo simple, la otra destinada a empuñar firmemente el bastón, cosa que consigue por fin, tras lo cual repite todos los movimientos anteriores cronológicamente invertidos. Y yo veo entonces a un Tibot que tiene la pierna gravemente enferma por causa de aquella herida ahora infectada, y golpeo con los nudillos el vidrio de la ventana, hacia la cual las miradas de Tibot y de Ludmila convergen hasta descubrirme ambos a un tiempo. Cuando entro, Tibot y Ludmila me abrazan como si viniera yo de un viaje muy largo, muy penoso, y les trajera al mismo tiempo esperadas noticias de otros viajeros de viaje más largo aún y penoso que el mío, pendientes de las cuales ellos vivieran desde hace veinte años. Se me invita a sentarme, se me sirve café, se me alienta, se me sonríe, se me admira, se me dicen interjecciones bondadosas y se me canta. Tibot canta dos o tres notas que luego abandona para sonreírme de nuevo. Y Ludmila vuelve a traer café, leche; alta, delgada, dulce, sonriente, gris. —Hemos pensado— me dice Ludmila—que debo partir yo, 131
no él. ¿Verdad, Tibot? Tibot dice que sí con la cabeza y agrega: “Hemos pensado que parta ella. Tanto mejor. Yo estoy condenado a no poder ir tan lejos como se debiera a causa de esa herida que le mostré y de cuyo tamaño usted se llenaría ahora de horror. Hasta que ella termine prudentemente de abrirse para comenzar luego a cicatrizar, pasará todavía un tiempo largo, difícil de calcular. En suma, es ella quien va a partir. Yo he desistido, por ahora”. —El hombre de la barca me espera— digo yo. —¿El hombre de la barca?— pregunta Ludmila. —Sí— contesto— El hombre de la barca… —El hombre de la barca es el padre de las señoritas bailarinas— agrega Tibot. —Nos invitó a su casa — digo yo. —Debe usted ir — me aconseja Tibo—. Y cuanto antes, mejor. Para mí, cualquier clase de paso es peligroso por mi herida, de modo que no me ofrezco a acompañarlo. Además, tardaría usted un día entero en llegar conmigo, púes apenas puedo arrastrarme. Ludmila puede acompañarlo a usted. Ludmila está en penumbra pues la tarde cae. El silencio vuelve a recuperarnos. Ludmila está en sombras porque ha caído la noche. Tibot suelta la lengua y dice: “Es inútil que intente usted con su silencio persuadirla para que lo acompañe a la casa del barquero. La casa del barquero está obstinada en recibirlo a usted solo, sin compañía de ninguna naturaleza. Esto se veía ya claramente en los ojos de aquel hombre, y usted y yo lo hemos comprendido así desde la primera vez, solo que, por mi parte, ya estaba decidido el viaje y nada podía detenerme frente a la idea de partir al lugar señalado, y nada dije: ni si ni no. Todo cuanto pueda usted agregar, quitar, enmendar o mezclar pertenece a la fuente común de la vida. Aquella visita, planteada en los términos precisos del barquero, es lo que 132
vale. Nada, fuera de ese planteo rígido, puede aumentar grandeza al conocimiento de esos dos seres que nos esperaron inútilmente toda la noche de la lluvia, después de haber conseguido, tras un año de búsqueda desesperada, convencer a su padre, meterlo en la barca y empujarlo hacia nosotros bajo la noche. Debe usted ir personalmente, pedir disculpas y, en todo caso, regresar aquí, donde yo lo espero. Nosotros no somos nada para Ludmila, aunque ella lo sea todo para nosotros. En cambio las bailarinas no son para nosotros nada, aunque nosotros seamos para ellas todo. Gracias que no puedo moverme, de lo contrario, ahora mismo, me precipitaría a esa casa, arrastrándome, a ofrecerles mi pecho. Porque en cierto modo dependemos de ellas y la vida de todos nosotros depende también un gramo aunque sea de ellas. Decídase usted, por fin, a conocer esos dos fantasmas capaces de empujar a su padre al abismo una noche como esa, con el fin premeditado y sórdido de pasearnos a usted y a mí por sus diminutos espejos de tocador en cuyo cuadradito queda presa su imagen y la mía, mientras ellas se mofan, saltan, cuchichean en la sombra, a resguardo de toda pasión suya y mía, que les interesará bien poco, pues es sabido que quien nos recibirá verdaderamente en la casa nos hará pasar a esa especie de vestíbulo y nos enseñará fotografías de la infancia, es él, el padre, reservándose ellas apenas una pasada rápida e indiferente delante de nosotros, y desapareciendo inmediatamente tras una cortina. Todo esto, bien establecido, de antemano estudiado, de antiguo repasado y ensayado en sus detalles más minuciosos, será seguramente el material con que se quiere de nosotros obtener: ensimismamiento, influjo, sumisión, para terminar después con eso por el suelo, pisoteándonos, pues su lenguaje es bastante grosero, arrinconándonos para herirnos mortalmente en nuestra delicadeza y en nuestro amor. Porque hay que descontar que habremos de enamorarnos de esas bailarinas como posiblemente hasta ahora no nos hemos enamorado en la vida, con lo que la grosería de ellas, el insulto, la humillación que nos causen 133
pasarán a segundo término en nuestro razonamiento, quedando en pie solamente, para nuestro corazón, el color verdaderamente maravilloso del pelo que tienen, sus ojos, como nunca nos fue dado contemplar en la vida, inigualables en belleza, sus vestidos, amplios, seguros, en medio de la noche. Pero nada veremos de su miseria, de las velas, ya gastadas, amarillas y sucias que ostentarán en el baile nocturno encendidas; amarillas y sucias y gastadas si observamos bien —pero no observaremos bien—, gastadas, como digo, por los ensayos, las repeticiones, los mismos abusos indispensables de la técnica. Y no veremos tampoco —o no querremos ver— a la madre, que se acerca tendiéndoles una bandeja de alimentos, dulces, caramelos, crema, que ellas comerán hambrientas sin abandonar la coreografía totalmente. Y por último, pues no quisiera entrar en lo verdaderamente escabroso de la función artificial que nos ofrecen invitándonos desde un bote una noche como aquella, cuando usted y yo teníamos precisamente tantos asuntos que arreglar en torno a su vida y en torno a la mía, y yo herido además, gritándole que me vendara el pie lastimado sin que usted llegara a comprender, o a querer, no sé; lo verdaderamente escabroso, pues, será, sin lugar a dudas, la llegada de los pretendientes de ellas, conocidos de la casa, enfurecidos por la no acatada prohibición de bailar que les han impuesto a sus novias, a quienes ahora descubren bailando a pesar del juramento de ellas de no volver a bailar jamás para nadie, salvo para ellos, que, sin embargo, nunca les han pedido hasta el presente tal cosa; enfurecidos y con cierta razón no poco digna de considerar en detalle, pues regresan los pretendientes de un viaje de un año con la esperanza y la alegría de encontrar a sus novias, encontrarlas bordando en la penumbra, a la que serán conducidos por la madre y el padre para que tenga lugar la fastuosa ceremonia de sus encuentros deseados y soñados: los besos, los llantos, las promesas y los anillos de oro, los collares y los géneros multicolores que traen ellos, las caricias conmovedoramente jóvenes, cartas 134
escritas en el viaje, en el tren, con letras tan grandes que usted y yo podríamos leer desde la puerta, donde, finalmente, y merced a nuestro llanto desgarrador, nos permitirán ponernos para observar la escena, a condición de estar callados; y por último, los novios, acercándose, comprensivos, hacia nosotros, usted y yo, y poniéndonos la mano en el hombro como a sirvientes de confianza que han entrado en servicio, se los humilla y ellos no pueden salir. Pero usted y yo podremos salir, y ahí comenzará entonces lo que sobre todo quiero decirle: no habrá dónde ir, no tendremos dónde ir jamás, no habrá viajes, no será posible moverse en la vida nunca más. Pero usted debe ir a esa casa: uno solo, sin testigos, sufre menos. Yo no puedo moverme por ahora. Tibot agachó la cabeza y cerró los ojos. —Su cama, Tibot, está en mi casa. —Es cierto —responde Tibot—. Usted me ayudará. Iremos muy despacio, completamente despacio. —¿Lo ayudo a levantarse? -—í, ayúdeme a levantarme. Lo ayudo. Y cuando consigue ponerse de pie, me echa un brazo al hombro. Yo lo sostengo por la cintura. Camina a pequeños saltos hasta que llegamos a la puerta. Luego, durante todo el camino, prefiere arrastrar la pierna enferma primero y luego avanzar el otro pie. Después de una hora llegamos a mi casa con hambre y sueño. El pueblo amanece de una suma de sueños terminados, de una acumulación de lechos; el pueblo comienza cuando acaban los sueños, por eso nuestra población, siguiendo a las otras, a todas, muere para nacer, para vivir. Entonces el trabajo, incesante, la lucha por dotarnos de lo indispensable, la formación segura de nuestra pequeña hermandad de cinco mil almas no nos alegra, nos conmueve solamente. Pero hemos recibido propuestas del pueblo de Luanda, nada desaprovechables: intercambio de caballos, pues ellos conocen a fondo la materia; establos perfectos, alimentación, reproducción, 135
cría, mercado, mientras nosotros andamos todavía en balbuceos. A todas luces el intercambio nos favorecería, nosotros abriríamos nuestras puertas y ellos las suyas con el tráfico permanente y, llegado el caso, entraríamos en contacto con ellos hasta confundirnos en una sola población llena de porvenir. La propuesta ha sido bien recibida, a tal punto que se ha debido realizar una especie de baile para canalizar la alegría desbordante y meterla en un marco, pero las manifestaciones personales, individuales, secretas, no expresamente formuladas eran tantas que la propuesta pareció haber caído en saco roto al principio. Pero el baile nos ha permitido juzgar con exactitud el grado de convivencia a que hemos llegado en nuestras relaciones, el nivel, siempre creciente, de verdadera amistad alcanzado en tan breve tiempo, el mejoramiento de la ropa, los trajes y el calzado, la elegancia de las maneras, los saludos, las atenciones con el prójimo, la honestidad del vuelo imaginativo cuando se inventaron juegos, distracciones y pasatiempos, la belleza misma del baile por parejas de dos o de cuatro, teniendo en cuenta la falta de músicos, pues estos fueron reemplazados por el simple ritmo de las manos golpeadas una contra otra, la convicción de los ancianos frente a la necesidad del intercambio “que nos abrirá por fin las mohosas puertas del pueblo”, la misma comida, la misma bebida, preparadas desde la mañana en forma colectiva, disciplinada, perfecta, la ubicación de las lámparas, adornadas con papeles y géneros de colores, sobre cajones forrados dispuestos a lo largo de la calle principal, de norte a sur, en un largo aproximado de cinco cuadras, en cuyo tramo no pudo advertirse una sola escena de emborrachamiento, de deshonestidad, de pelea o disputa; las madres a ambos lados de la acera, sentadas en sillas traídas de sus casas, algunas con almohadones altos peinadas hacia atrás, o hacia adelante, o simplemente con un gracioso sombrero sujeto con alfileres; los ancianos, en grupos de cinco o seis, con camisa blanca casi todos, diseminados aquí y allá entre las parejas bailarinas, lanzando exclamaciones de alegría, aplaudiendo a las 136
parejas, a la luna. Las muchachas, bailando con su padre o con su hermano, o con el novio, deshechas en color, con la boca entreabierta por donde el aire nocturno llega al corazón y lo levanta desde abajo como un globo. Pero lo más inquietante de todo: la luna aplaudida, redonda, baja, palpable, sobre las cabezas desmayadas. El jinete emisario encargado de las formas legales de ese intercambio entre nuestro pueblo y el adyacente, aparece, de improviso, en medio del baile y a trote meticuloso, blanco y apuesto, atraviesa, en medio de un silencio espectral, las cinco cuadras adornadas. Es vigoroso, elegido, elástico, y reparte saludos inacabables con ambas manos, como el mago que saca de su galera palomas y pañuelos. Podría decirse de él muchas cosas, pero su garbo, salido de la noche, impide pensar. Entonces las bailarinas, de lejos, le salen al encuentro vestidas de azul, empolvadas, y él detiene su caballo y desciende y les tiende la mano —tal vez para acercar a su boca la de ellas y besarlas, pero está de espaldas y me impide ver—; luego echan a andar los tres en dirección al Consejo, y arrastran tras ellos un mundo de gente decidida a abandonar el baile para concurrir a la sesión que comenzará media hora después. Porque es verdaderamente notorio que el jinete emisario ha llegado con una anticipación premeditada, en parte, seguramente, para departir con las bailarinas y llegar a prometerse, llegado el caso, amores definitivos fuera de la frontera, quizá dentro; en parte, también, por asegurarse una sesión más larga que prolongará su lucimiento y su discurso. Algunas parejas bailan, todavía, extenuadas bajo la luna, besando ella a él en el pecho, donde tiene apoyada la frente, y mirando el suelo, con un brazo colgando como al abismo, con la otra mano agarrada a él, lastimada, mortificada por las manos que golpean el ritmo al que ellas oponen otro más mortal, desavenido, sin pena ni gloria.Y alrededor de la vasta construcción del Consejo aglutinada está la gente, empinada, mirando hacia adentro por la alta ventana y el ventanillo de la puerta cerrada; entonces yo, que me he ido acercando, 137
llego allí en medio de la conmoción y el entusiasmo a hacerme cargo de mi banca, en el rincón, en el rincón noroeste. Golpeo la puerta con el pie, pues de otro modo no podrían escuchar los de dentro, cuya conversación es igualmente insoportable, y al instante se abre la puerta, que han guarnecido con una banda verde, y consigo entrar en esa atmósfera de humo y perfumes. Las bailarinas se han sentado a ambos lados del jinete, mientras los demás, apiñados alrededor de la mesa redonda del Consejo, bajo una luz fuelle y amarilla leen la propuesta traída por aquel, en voz alta, nerviosa y destemplada. Las bailarinas, al verme entrar, me estiran las manos sin levantarse, y soy presentado rápidamente al jinete que, también sin levantarse, trata da palmear mi hombro y me sonríe amigablemente. Es cuando yo me apresuro a despedirme y me acurruco en mi silla después de atravesar la sala espesa. Pero los tres, Emilia, Lucila y el jinete, corren hacia mí arrastrando cada uno su silla, y me rodean y se sientan a mi alrededor diciendo palabras cariñosas como: “No debe usted quedarse solo”, o si no: “Maravillas dignas de recordar en el futuro”, y también: “Proposiciones que no podrían considerarse en absoluto gravosas”; más: “Ay, señor Consejero”, dicho por Emilia, y: “Fíjese usted qué buena pareja hacemos yo y el jinete”, que dice Lucila. Todo eso bajo la disputa creciente de los Consejeros en torno a la propuesta, y el griterío, menor ya, de la muchedumbre en la calle. Cierro los ojos un instante y alcanzo a escuchar, a lo lejos, las palmaditas del compás del baile y a recordar las tres o cuatro parejas solas en medio de la calle, debajo de la luna animal, harapientas, desnudas bajo la ropa, inconmovibles en su pureza mecánica, hijas de su fruto, a solas con su muerte diaria interrumpida, en brazos de su propia, fecunda paciencia que los novios consiguen apenas languidecer. Y aunque la etapa del compás ha terminado, la propia melancolía la reemplaza como una música verdadera, pues bailando siguen al compás ahora de esa melancolía que se disuelve en la noche, dando la idea acabada de un trabajo forzoso e irremediable en medio de la niebla que 138
consiste en encontrar flores y matarlas interminablemente y con los pétalos tener que apagar una estrella pequeña caída a los pies, de donde salen gotas de luz que reviven la corola triturada pronta a florecer a la presión del aire, presión inconsistente e invencible al mismo tiempo, y lóbrega. En cambio, los novios, mirándose entre sí por encima del hombro perfumado de las compañeras, lloran en silencio, sobrellevando con estupor la luna en la nuca y hasta podría decirse que el follaje de los árboles; porque lloran verdaderamente mirándose como si se tomaran de la mano, enlutados por una muerte menor presente e invisible, sin una palabra, una queja, un suspiro por creerse eternos en una madrugada moribunda. Separados, ahora rodean como los demás la sala del Consejo, pues la musiquita de las palmas golpeadas ha cesado. Y ellos están ahí, afuera, apoyado cada uno en su aire, a la sombra de todo. De pronto, por la ventana, desde la calle, uno implora permiso para estudiar detalladamente la propuesta, de modo que en el silencio profundo del Consejo entra su voz potente y dolorosa. Todos vuelven la cabeza. Yo la vuelvo con ellos, pero la alta ventana es cerrada con estrépito. En el noroeste de la sala estoy yo, semidormido, aturdido aún por el grito y, en el noreste, las bailarinas Emilia y Lucila, sentadas ambas en una misma silla, pues las bancas están justas para cada consejero y como no distingo en ningún rostro el rostro del barquero, adivino, por lo pronto, que Emilia y Lucila reemplazan a su padre en la sesión. El jinete expone de pie, sobre un taburete, lleno de protocolo en cierto modo servil y hasta senecto, las innumerables leyes del artículo sobre intercambio de caballos con Luanda. Emilia y Lucila gritan salvajemente mientras los demás aplauden después de cada párrafo, como si esa fuera la consigna del barquero transmitida a sus representantes oficiales. Algo ocurre a toda esa marea humana apiñada en el alba que piensa y gesticula más con el alma que con el cuerpo, pues el fresco 139
se hace sentir ya con visos de frío y se han visto obligados a meter las manos en los bolsillos de los sacos o de los pantalones, enfundarse gorras y colgarse bufandas, acurrucados unos contra otros, sobre todo los ancianos, menos resistentes a este frío y a esta impaciencia, cuyo mundo ahora ellos sienten sacudido violentamente por emociones incalculables: y no solo ellos, no solamente los ancianos y las ancianas de la comunidad ven sacudida de pronto su natural mansedumbre que los había transformado ya en paseantes diurnos, lentos, sonrientes, en medio del trabajo colectivo de todos, pues a ellos apenas les estaban reservadas tareas minúsculas: control de horarios, por ejemplo, que ellos son los primeros en no cumplir prefiriendo las largas caminatas en conjunto, visitando enfermos ocasionales, ayudando de casa en casa a preparar dulces y comidas de estación, invadiendo esas mismas casas con interminables consejos desde las ventanas entreabiertas: no, no solamente los ancianos y las ancianas parecen haber cambiado en una noche, después del baile, después de la aparición del jinete en su blanco caballo: todos parecen ahora estar sufriendo una transformación, ahí, de pie, mientras inútilmente esperan noticias de los cinco o seis que han pegado su oreja a las hendijas de la puerta y la ventana en busca de informaciones que no llegan o llegan sin sentido. Lo extraordinario de la noche, lo raro del baile, lo extraño de esa aparición del jinete, nada asombrosa en realidad pues todos lo esperábamos de un momento a otro, y la fiesta, en suma, nuestra manera de recibirlo con honores, no alcanzaría a explicar por sí sola la aparición de ciertas características de la fisonomía de la gente allí apiñada, ciertos rasgos últimos en toda la estructura del rostro que ayer justamente no existían, arrugas nuevas, por ejemplo, cruzando de izquierda a derecha cientos de frentes, abultamientos del párpado inferior en infinidad de ojos jóvenes y viejos, nuevas calvicies instantáneas, en general: envejecimiento para todos, como si hubiesen 140
pasado de una habitación profusamente iluminada a un habitáculo iluminado lastimosamente desde el zócalo; deformaciones de la sonrisa, sueño que se presenta con personales signos distintivos en las pupilas; y las manos, que, invisibles por ahora, llevan seguramente más que cualquiera otra parte del cuerpo la acumulación de infinidad de violentas transformaciones. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de los dieciséis consejeros, vestidos con el mejor traje otoñal, cuyas manos pueden verse sin cambios sobre las rodillas, rostros atentos, iguales como siempre, sin mutación aparente, con las orejas rojas por el calor desde hace ya varias horas exhalado por todos, rojas también por el humo invariable y el estrépito de las palabras del jinete, que sube y baja el tono de la voz en la medida de la atención de su auditorio, que no se mueve y que no ha aplaudido desde la lectura del capítulo sexto como lo había hecho hasta ahora con todos, del primero al quinto; lo cual hace que las bailarinas estén frenadas en su ímpetu y en su griterío, doblegadas en su frenesí de representantes con órdenes estrictas a cumplir al pie de la letra. El jinete rompe, entonces, un cajoncito que hay a sus pies y saca de él con ambas manos una paloma mensajera blanca, electrizada, vivaz, de cuello de acero, que lanza miradas a todo el auditorio moviendo la cabeza en semicírculo, mientras dos consejeros se levantan y acuden al escritorio que está detrás del taburete del emisario, y al pasar sonríen ridículamente a la paloma como si quisieran acariciarla y no se atrevieran; entonces se instalan en un rincón del escritorio dispuestos a redactar los términos de la aceptación de ese contrato con Luanda, según encargo y consenso de los dieciséis. La paloma es introducida mientras tanto en su cajón por el jinete, y el cajón puesto de manera que el agujero hecho en él quede contra el muro y una pata del escritorio. Y el jinete se yergue nuevamente, lanzando miradas famélicas al auditorio, a los encargados de redactar el documento de conformidad, a las bailarinas, donde 141
sus ojos se quedan instalados. Pero el jinete parece no ser la causa natural de todas las transformaciones, sino una causa adherida a otra anterior, gestada subterráneamente por nuestra vida propia, aislada, imposible de controlar, de ver, en cada casa, cada minuto, por Tibot, por Ludmila, por mí, por las bailarinas, por el padre de las bailarinas, aquel barquero lleno de miramientos y tan cercano a la ira, que viene a buscarnos en el momento culminante de la inundación. De tal manera que el jinete ha venido a colmar, podría decirse, un clima de agitación, de incandescencia sumergida, donde los conflictos del partir y el quedarse de Tibot no son, ni con mucho, los primeros conflictos de ese tipo en nuestro pueblo, pues hay otros, también frustrados, como el de Tibot, y habrá seguramente otras tantas Ludmilas por ahí, venidas o soñando haber venido de alternar arrastrando algún niño delgado por calles tenebrosas, niño que uno siente adherido a la espalda aunque esté uno solo; de tal manera que nuestra vida: yo, Tibot, Ludmila, puede aparecer a los ojos de las bailarinas tal como la vida de ellas aparece a los nuestros: extraña, misteriosa y hasta herética. Sea como fuere, el pueblo está empujado hacia un declive peligroso en la noche y en la mañana de cada día que amanece sobre los techos. Por eso puedo comprender que haya una tristeza arrodillada en la sangre de Tibot, una tristeza en mi sangre, una tristeza en la sangre de Ludmila, del barquero, de las bailarinas, del jinete, una tristeza general que no puede darse, constreñirse o unificarse en suspiros, menos aun en deformaciones de la realidad como decir: “Es necesario partir”. Sin embargo, si alguien viera ahora a esa Ludmila inacabable en su casa, muerta por un Tibot y viva por un Tibot, sepultada bajo su techo, llena de lamentos sonoros en la noche, pues no conoce otra manera de llamar que desear; quien la viera desprovista de matices en el llanto, con luces encendidas, yendo de un sitio a otro como una loca, como una muerta insepulta en el ám142
bito del mausoleo familiar, vista a través de las rejas de la puertecita por sus deudos que en vano tratan de calmarla con flores. Dulzura, sin embargo, es el accidente más notable de todo su rostro, pues el dolor no afea en ella sino que embellece las facciones y dulcifica la simetría de los ojos, las mejillas, las orejas, bajo el plano solitario y diurno de la frente, a tal punto equilibrada en su desorden que no es posible descubrir desde la superficie la turbia acequia que pasa por dentro y vuelve a pasar. En el amanecer, que apaga todas las lámparas de la carretera por donde el jinete de Luanda pasó y las muchachas bailaban o creían bailar a veces con el demonio, la casilla iluminada del Consejo salta a la vista más iluminada, desde afuera, que toda el área de la ciudad por el amanecer, y ese amanecer ha ido expulsando hacia sus hogares a los curiosos menos interesados o poco sedientos respecto de la propuesta de intercambio de caballos, porque el sueño es cosa también digna de reparo entre nosotros, muy digna de reparo, a veces exageradamente digna de reparo, lo cual no es culpa sino de las circunstancias adversas de la vida que nos exigen todas las fuerzas en el día y nos conceden, como única compensación, el sueño nocturno. Sin embargo, muchos son todavía los que han quedado adheridos a la parte exterior de los muros del Consejo, tratando de discernir lo conveniente y lo nefasto en la larga perorata del jinete, con la oreja puesta en la muralla blanca que la luna enfría desde afuera y la atmósfera calienta desde adentro; racimos humanos pegados a las ventanas y a las puertas; y dentro, el jinete contemplando despiadadamente a las bailarinas, fija la vista soñolienta en ellas, que cabecean llenas de sueño, despiertan y vuelven a cabecear, tomadas de la mano, mejilla contra mejilla, representantes de ese barquero de aquella inexplicable noche; tanto que ese mundo de ellas puede desde esta misma noche volcarse en una interminable cadena de actos sensuales desprovistos de todo espíritu, deslizándose en el amor con 143
ventajas corporales donde ellas podrán reinar sin ser comprendidas en absoluto por el compañero nocturno, en cuya cama nacen sin morir una vez siquiera, porque es indudable que la propensión al vuelo las asiste aún más allá de la impureza, en cambio el compañero no, aunque esté más allá de la pureza. El contrato de aceptación del intercambio con Luanda, redactado, pasado en limpio, firmado, leído en voz alta en la asamblea, llega a las manos del jinete. El jinete le echa una ojeada repentina y melancólica, desciende de la tarima forrada y da la mano a cada uno de los consejeros. Entonces viene una familiaridad creciente que culmina con el levantarse de todos. Los aplausos conmueven el pequeño recinto del Consejo, en cuya virtud descansa la seguridad de haberse firmado un pacto de ayuda, crecimiento, intercambio y mejoramiento entre nosotros y Luanda. Entonces aparece por la puerta Tibot, el último consejero, el consejero ausente hasta ahora. Su gorra le asoma en parte por el bolsillo. Corro hacia él y le digo: “¿Qué pasa, Tibot?”. “Ya ve, Ludmila acaba de morir”, me contesta. Le descubro el rostro a Ludmila y la reconozco, aunque todo su cuerpo, envuelto en una frazada, parece menor en los brazos de Tibot. Tibot ocupa su banca con Ludmila en los brazos. Ludmila parece un niño dormido en los brazos de Tibot, un niño que fuera a despertar de un momento a otro. Cuando Tibot habla yo comprendo que se refiere a mí, exclusivamente a mí. Tibot dice: “Acabo de llegar, pero tengan en cuenta ustedes todo esto, una muerte que yo considero injusta. El señor jinete podría comprenderlo en toda su amplitud, con toda benevolencia, hasta con cierta simpatía, pues bien podría ser yo el único consejero verdadero, un consejero que da consejos con una muerta en brazos. Vengo a decir solamente dos cosas, pues mañana no estaré aquí. He decidido partir. Vengo a decir, primero, que la idea de construcción del cementerio debe ponerse en práctica mañana mismo, antes de que sea tarde, como fue para mí”. 144
—Ludmila —digo por lo bajo a ese trocito de mármol gastado que es ahora su frente, entre dos pliegues abiertos de la frazada-, Ludmila, Ludmila. Y Tibot, que me está mirando y me ha oído, me dice en voz alta: “Y usted, señor consejero, acaba de matar su amor”. Y Tibot termina: “Esta es la segunda cosa que quería decir”. Pero Tibot se equivoca. Porque Tibot sufre. Ahí tiene usted las bailarinas, Tibot, nuestro alimento de todos los días, ante sus ojos. ¿Las ha visto? ¿Las quiere ver? Son reales, Tibot, más reales que el trocito de mármol gastado que está mirando. Todos se levantan y acuden cuando Tibot dice: “Usted, señor consejero, acaba de matar su amor”. Entonces Tibot, rodeado por todos, por el jinete entre ellos, acosado de preguntas, tiende a defender el cuerpo de Ludmila respondiendo a cada uno como si se le estuvieran por saltar las lágrimas, la barba abierta en dos hacia la punta, desgreñada, polvorienta y húmeda, como un trapo ridículo bajo sus pómulos de adolescente. Con una mano contiene a medio metro la invasión de los curiosos con la idea de mostrar algo de golpe, sin transiciones: todo el cadáver encerrado. Entonces Tibot deja caer hacia adelante la frazada, y Ludmila, con un vestido claro, con los ojos apretados, se llena de sol, del sol que entra por la ventana. —Déjenme, déjenme —exclama Tibot—. Es necesario creer. Nada tengo que ver en esto. Es interminable, pero nada tengo que ver. Las bailarinas lloran junto a Tibot, junto a Ludmila. Ludmila está aclarando con el día en la falda de Tibot, junto a las bailarinas. Emilia le toma una mano a Ludmila. Ludmila desde la muerte deja su mano en la de Emilia. El jinete retiene una punta de la frazada para que no arrastre. Los consejeros encienden las lámparas y cierran los postigos. En el rostro blanco de Ludmila el aire juega, helado. Dos consejeros salen a anunciar esta muerte imprevisible por las calles. El jinete está llorando. Las bailarinas exhalan un perfume suave y lo 145
transmiten a Ludmila y a Tibot. Tibot se niega a que cierren los postigos y estos son abiertos inmediatamente. Entre la banca de Tibot y la mesa corre un hilo de sangre de la destrozada pierna de Tibot. El jinete pide un poco de agua y Tibot la bebe lentamente. Ludmila está en los brazos de Tibot esperando sepultura. El pueblo puede ahora moverse por la muerte de Ludmila. Corre en él desde el baile y la llegada del jinete lo que podríamos llamar “predisposición a todo”. Entre los cuatro muros delgados del Consejo está la vida y la muerte y, fuera de él, el sueño vespertino de toda la humanidad. Y aunque Tibot prefiere que todos despierten, lucha en su mente por sustraer la fosa que está cavando de todo desconocido. Tibot sabe que si llora le será arrancado de los brazos el cadáver: primera medida para poder auxiliarlo debidamente y calmarlo. Pero Tibot sabe también que si no llora, Ludmila puede saberlo. El jinete, siempre sosteniendo el extremo de la frazada, arrodillado entre Emilia y Lucila, pasa la mano por su frente interminable. Un consejero acerca bancos y pide más silencio aún. Emilia y Lucila, como si no hubiesen bailado nunca, mueven los ojos extenuados, solitarias, vehementes, y acarician los pies de Ludmila, cada una con una mano, acompasadamente, como si esas fueran las dos manos de un solo cuerpo afligido y tembloroso. “Observen —dice Tibot—, mi agradecimiento es inmenso para con todos ustedes, pero he querido venir a desaconsejar públicamente que se firme este convenio con Luanda aunque él signifique el inmediato nacimiento de nuestro transporte y nuestros medios de locomoción. Luanda es efectivamente tan desdichada como nosotros, pues apenas ha conseguido perfeccionar eso: la cría de caballos de trabajo. Pero Luanda no recibe, no admite a nadie. Ni siquiera a los heridos. Cierra las puertas a cualquier intento de viajes, pues nadie osaría atravesar esa tristísima hilera de casas a ninguna hora del día. Yo estuve a las puertas de Luanda, y sé: ella será más bien una carga que una salida para nosotros. La muerte de Ludmila ha cambiado 146
ahora de tal manera nuestra situación que no sabemos con certeza qué es lo que mañana desearemos, es decir, qué es lo que mañana desearán ustedes, porque yo partiré después del entierro de Ludmila, y eso será pasado el mediodía”. —Parto— dice Tibot a las bailarinas, estirando el cuello hacia ellas- Fui llamado por ustedes por intermedio del barquero. Ese barquero es el padre de ustedes. Lo sabemos. Pero yo me negué a ir porque ya estaba partiendo. Son las diez de la mañana. Tibot está abatido. “Salgamos”, dice. Y se levanta, arrastrando la pierna, sosteniendo en brazos a Ludmila, la muerta, la muerta Ludmila, encabezando la corta procesión que deja atrás casas y árboles. Y Tibot no se da vuelta jamás, como si estuvieran solos él y su fardo, Ludmila y su alma, pobre Ludmila, camina Tibot y detrás de Tibot el jinete mensajero, las bailarinas Lucila y Emilia, los consejeros todos menos el barquero, a las once de la mañana, detrás de Tibot, pero en la procesión no puede advertirse otra cosa que una especie de ironía salvaje en Tibot al caminar resueltamente arrastrando su pierna. Pero al grupo se han agregado algunos más que salen de sus casas hasta formar una columna de unas cuarenta almas detrás de Tibot. Hasta que Tibot se detiene y dice: “Aquí”. Entonces dos cavan la fosa para Ludmila, y Ludmila, envuelta en su frazada, es depositada en el fondo. Luego le echarán la tierra encima. Tibot agradece a todos y se va. Me lleva del brazo. No sé qué decirle. Él no sabe qué decirme a mí. Me dice: “Sea fuerte”. Yo pongo la mano sobre su hombro: está frío. Un poco antes, en la procesión, Tibot cree que es él el conducido, el que va en los brazos de Ludmila; solo que, en este caso, es la muerta quien conduce a su deudo para dejarlo allí, al borde de la sepultura, llorando, mientras ella se recuesta en la fosa y se cubre con tierra. Los demás han desaparecido en la mañana, a izquierda y derecha, solo Tibot y yo, de todo el grupo, hemos quedado sin dis147
persarnos. Entonces Tibot empieza a llorar sin parar hasta que se mete en la cama. “La mortal Ludmila, la mortal Ludmila”, solloza. “Ahora puedo decirle que no veo la hora de partir”. “Pronto puede ocurrirnos algo parecido”. —Sea fuerte, Tibot. —Seamos fuertes, querrá decir. No podrá usted negar que Ludmila fue un ser más allá de nuestro entendimiento, mucho más allá de nuestras fuerzas, también. Ella lo comprendió así. —¿Lo comprendió así? —Se envenenó. Cuando me abrió la puerta ya estaba envenenada. Imposible hacer algo. Pero ella quiso amarme antes. Yo rehusé. No porque viera en eso un sacrificio de su parte, sino porque temía enamorarme yo de un ser que dentro de unos minutos moriría. Y temor al mismo tiempo de que ella se enamorara de mí cuando ya tenía el veneno en el cuerpo. Sin embargo, debe usted saber que ambos, ella y yo, hemos librado una batalla verdaderamente infernal con nosotros mismos, a un nivel sin esperanzas, durante media hora demasiado desolada. Entonces puedo decirle que nada, absolutamente nada de su vida quedó arrumbado en su memoria, pues atinó a contarme su pasado y su presente, y hasta parte de su porvenir: un porvenir de diez minutos, pues el veneno empezaba a actuar. Hasta que la verdadera Ludmila, sentada en esa silla frente a mí, con las manos cruzadas sobre el pecho, espantosamente descarnada, hundida, me confesó que nunca había amado a nadie ni con el cuerpo ni con el alma. Después rodó por el suelo, cayendo de la silla. La levanté. Estaba muerta. Tibot está acostado en su cama, cubierto hasta la barba por la colcha gris de toda su vida, víctima de una enfermedad, una convalecencia y una cura al mismo tiempo: tal siente él su estado general sin acertar el contenido de su propia naturaleza esa noche, por eso da vueltas en el lecho como si quisiera o necesitara ordenar un poco las ideas moviéndolas. Sin embargo es ese orden que Tibot guarda 148
severamente en todo su vivir lo que ahora él siente pesarle frente a la muerte de Ludmila, orden que él caracteriza como desorden del mundo circundante. Tibot, incorporado, y apoyando la nuca en los hierros de la cabecera, me dice: —Hay que conocer ahora los detalles de aquella invitación del barquero. —Las bailarinas no podrán adquirir nunca en nuestra vida la importancia de Ludmila —digo a Tibot, mientras me incorporo como él—Además, debe usted saber, Tibot, que partiré yo también, y solo, hasta Luanda, y de allí, veré qué puedo hacer. —¿A qué hora parte? —pregunta Tibot, tratando de disimular el efecto que mi frase le ha causado. —Lo veré después. —Sin embargo, insisto en esa visita al barquero. —Ya conozco bastante a las bailarinas: un simple ensueño en los ojos, y pare de contar. Ya lo ve usted, Tibot, el jinete lleva una buena parte de ellas en su memoria. Y volverá, volverá pronto; antes de un mes, seguramente, estará aquí de nuevo. Entonces verá usted, Tibot, más adelante, que la maternidad las arruinará dos terceras partes, lo suficiente como para no poder reconocerlas jamás entre las otras mujeres de aquí. —Ludmila las conoció mejor que usted y yo. Puedo decirle que Ludmila misma fue quien principalmente me hizo nacer la predisposición hacia ellas cuando me narró cosas del barquero y del comportamiento de ellas en su casa, que frecuentaba. Largos días para nosotros. Largos días para Tibot. Luanda acurrucada en su vida y nosotros encerrados en la nuestra. Ninguna proposición legal prosperó en torno al problema de unificación de ambas poblaciones, y el mismo contrato satisfactorio firmado aquella noche en el Consejo fue destruido al día siguiente. El jinete partió para siempre. Mucho tiempo ya. Nada sabemos de Luanda ni de su 149
existencia, como nada sabemos de Ludmila. Tibot no habla. Prefiere callar. Pero un día me suelta todo de nuevo: “Estoy deshecho; yo, Tibot, estoy deshecho”, me dice. Y aprovecha para decirlo justamente delante del barquero, que viene por primera vez a vernos a nuestra casa, donde requiere informes precisos de la larga noche del Consejo, en cuya ausencia -opina- se desarrollaron tan importantes argumentos y se omitieron tan elementales principios. —Mis hijas —dice el barquero—, teniendo una muy superficial visión de estas cosas colectivas, no pueden a ciencia cierta narrarme con detalles los argumentos expuestos, las reacciones y los plegamientos. —¿No estaba usted aquí? —le pregunta Tibot. —No es que no estuviera. Estaba. Estoy siempre, como ustedes. Pero mis hijas prefirieron representarme esta vez. ¿No les resultó agradable en parte a todos? —Creíamos que usted las ocultaba —digo yo. Y el barquero me mira y mira a Tibot y acierta a decir: —Pues no; no las oculto. Aunque mostrarlas bien pudiera ser una manera de precaverlas. Pero de cualquier modo esto sería pura inconsciencia de mi parte. Pues bien. Hábleme usted de Ludmila. Cómo fueron sus últimos momentos. ¿Estuvo mi nombre en su boca alguna vez? Lo único que yo tenía. Ludmila era lo único que yo tenía. Me sorprendió verlos allí aquella noche. Iba yo a su casa. Una noche como esa, procelosa a más no poder, ella podía necesitarme. Conozco, en parte, a las mujeres. A Ludmila no pude conocerla jamás. Sin embargo, afirmo que aquella noche de la lluvia ella podía necesitarme. Es más: puedo decir que desde mi casa escuché su voz, que el ruido del agua me impedía comprender claramente. Pero ciertas cosas se comparten en medio de ruidos y estruendos infinitamente mayores, sobre todo más extraños que aquel ruido de esa noche de la barca. Tibot se recostó en la silla como para reprocharle. Pero el barquero continuó: 150
—La pobre Ludmila está ahora bastante más lejos de nosotros que nosotros de ella. He visto su tumba. Nada puede mejorarse de todo esto. Lo verdaderamente maravilloso es su adaptación a la muerte, que ella tantas veces vio cercana, rozándola casi. El traje negro del barquero y el traje negro de Tibot hacen que se parezcan ambos rostros en la penumbra. El barquero prosigue: —Espero de ustedes comprensión, comprensión absoluta, por lo menos cierta complacencia en medio del desastre. Pues nada se puede ya comparar a lo irremediable de la circunstancia de su muerte en brazos extraños, en clima extraño, en llantos, inclusive, extraños, que no fueron sus conocidos llantos de siempre. Soy poco amigo de imaginar en los demás lo que imagino en mí. Y yo imagino una vida destrozada largo a largo, junto a esa mujer desconocida de ustedes que vive en estos momentos en mi casa a causa de mi piedad, únicamente de mi piedad, y a la que considero sin embargo, por sus muchos años de compañía, no solo una sirvienta, sino hasta una persona de confianza para las bailarinas y para mí. Hasta el punto que ella misma se atribuye funciones de esposa que jamás, desde ningún punto de vista -ordinario o extraordinario-, he motivado yo con mi comportamiento. Sin embargo, ella ha llegado a adquirir buena parte de la fisonomía general de la familia, al punto de que toda la gente considera a las bailarinas salidas de su vientre. Y no hay tal. Por Dios, no hay tal. Y me he visto obligado a destruir rumor por rumor: tanta pasión pongo en esto. De tal manera ahora las cosas han cambiado. Las bailarinas son mayores, y su salud es ahora total en relación con lo delicado de sus cuerpos en la infancia, lo que hace presumir una adolescencia llana y normal sin necesidad de excesivas atenciones paternales. Podría ser yo hombre capaz de salir de una vez para siempre de este ámbito encerrado y sin porvenir, preparando pacientemente, y realizando después, un viaje con ellas tendiente a procurarles un pasar más halagador que el que pueden ofrecerles los jóvenes de aquí, hasta conducirlas a una relación que culmine en 151
un matrimonio ventajoso en dinero, posibilidades diversas, espíritu y alegría general, con vistas a partos felices, hijos sanos, viajes, espectáculos, todo lo que la vida común debe ofrecer aunque solo la vida no común ofrece. La mujer, en circunstancias muy especiales, despertó en ellas cierta dormida predisposición para el baile, sin pretenderlo exactamente —como me lo confesó a raíz de mi cólera—; porque la pobre sirvienta, alegre más de la cuenta, feliz en un grado hasta ridículo, se puso a saltar en un rincón con una carta de su hijo lejano en la mano, única carta que el hijo le escribiera en veinte años de separación —el muchacho ahora está casado, tiene hijos grandes y está bien—; y como la casa, exageradamente pequeña en aquel entonces para expansiones tan ilimitadas, no le permitía ocultarse para exteriorizar tales alegrías, las bailarinas la vieron, vieron ese mundo de ensueño que de inmediato trasladaron puerilmente a sus piernas endebles, que por aquella época empezaban a dar los primeros pasos; tanto que las muchachas, a su alrededor, saltaban y bailaban con ella, levantando apenas sus vestiditos, cuando yo aparecí. Arranqué la carta de manos de la empleada, que denotaba ya en su rostro los primeros síntomas de la fatiga, y la leí. Entonces —en verdad yo estaba igualmente emocionado— la leí por segunda vez en voz alta, para todos, pues la alegría de la mujer provenía únicamente de ver la letra de su hijo, estirada, pura, caligráfica, y su nombre querido al pie, sin conocer el verdadero contenido de la carta, pues nunca aprendió a leer y a escribir en su vida. Cuando le hube leído la carta la mujer me abrazó, me besó mil veces, y abrazó y besó a las bailarinas llena de lágrimas blancas su rostro rojizo. Y esa noche no pudo cenar ni preparar nuestra cena, ni atender la casa. Durmió, y seguramente soñó con aquel hijo toda la noche. Tanto es así que el jinete, a quien no he querido ver, de quien he tratado de ocultarme por todos los medios posibles hasta el punto de enviar a mis hijas en mi representación, bien podría ser aquel hijo perdido que escribió esa carta, aunque precisamente la imaginación cuenta en 152
ciertos casos más que la verdad. Sin embargo, el carácter de la mujer, siempre lloroso, siempre acongojado en los últimos tiempos, en nada podría compararse al carácter de Ludmila, mi verdadera mujer, la única en mi vida, esposa mía, madre de las bailarinas —aunque ellas no lo saben—; Ludmila llegó a una pesadumbre tal que nuestra vida común tornó a partirse, hasta que fue necesaria una separación sustancial, después de haber vivido dos largos años unidos por el fuego. De modo, señor Tibot, que acaba usted de enterrar a mi esposa, a la madre de las bailarinas, según su lealtad, su espíritu bondadoso, su costumbre servicial, que yo le agradezco de todo corazón en sus ínfimos detalles: desde la agonía hasta la inhumación, actos a los que no debía asistir por todo lo dicho anteriormente —Ludmila ya no era nada para mí ni yo para ella—pero en mi agradecimiento va también mi dosis de repudio y de asco a su persona, y en cierto modo a la persona de su compañero, que pusieron no poca cantidad de tentaciones corporales en su camino, aprovechando la pobre soledad de Ludmila, hija de una desgracia creciente: nuestro matrimonio desavenido y roto para siempre. No dudo que haya podido usted obtener de su cuerpo el amor ni que ella haya sido feliz a su lado; lo que me envenena, Tibot, es que esa posible felicidad compartida por ambos sea la última en usted y en ella. Tibot ha caído al suelo como muerto. Su cara parece haber acumulado tanto dolor, tanto sufrimiento en una hora. Afuera es de noche. El barquero se dispone a salir, pero antes mira por última vez el cuerpo inmóvil de Tibot, sin conocimiento, a lo largo de la sala. Yo sé que aquello durará mucho tiempo todavía. En el oído me suena: “Estoy deshecho”. El barquero ha salido. Falta Ludmila apoyada en el pecho de Tibot, con la nuca contra su barba. Pero Tibot seguramente no lo sabe. Toda la noche está Tibot ahí. Lo he tapado, como hago siempre. Cierro la puerta. Pienso en Luanda, en Tibot, en Ludmila, en las bailarinas, en el barquero, en el jinete de Luanda, en la tumba de Ludmila, en algunos árboles, en la lluvia. Pero, sobre todo, pienso 153
en mí, como si tuviera un hijo extraviado en algún camino y tuviera que salir a buscarlo. Me duermo y sueño: “He encontrado al niño. Le digo: te he encontrado, ya no puedes decirme nada, sino regresar conmigo tomado de mi mano. Y el niño me da la mano y camina mirándome, con los ojos llenos de lágrimas. Es hermoso. Entonces le doy una moneda para que él a su vez se la dé al pordiosero que nos corta el paso. El pordiosero la recibe y al levantar la cabeza reconozco en él a Tibot. Entonces Tibot, reconociéndome también, baja la cabeza avergonzado y echa a andar de espaldas, y se pierde en la noche. Pero al cabo nos sale Ludmila al paso, aunque yo dudo que sea Ludmila, porque me dice: gracias por la moneda que acaba de darle a mi hermano. Luego mi niño se asusta con todo eso y tengo que llevarlo en brazos de vuelta a la ciudad”. Cuando despierto Tibot está todavía en el suelo, sin conocimiento. La mañana se mueve entre los árboles. ¿Quién eres, Ludmila? ¿Quién eres? Pero Tibot se está moviendo en el suelo y sus ojos cerrados están llenos de tristeza apenas visible tras los párpados, aunque en todo el rostro la soledad y el dolor han dado paso al terror, creciente ahora, volcado en todo el cuerpo nervioso sobre el piso, desparramado en las manos, en los pies, uno de los cuales echa, como siempre, sus gotas de sangre, reabierta la herida y cerrada tantas veces, tantas veces, desde la noche de la inundación. —Levántese, Tibot. Y Tibot abre los ojos y me busca, y cuando me encuentra de pie a su lado levanta una mano y me la tiende. Entonces yo lo ayudo a incorporarse y a meterse en su cama, pero Tibot, que no tiene sueño, se levanta y me pide que lo escuche un momento. Aunque todos los momentos lo escucho: por lo menos escucho su silencio, muerto de pronto por algún quejido que no hace nada por evitar, así es de hostil la gravedad de su vida para con él solo, pues con ser Tibot tan bondadoso, tan cerrado en sí mismo pero al mismo 154
tiempo tan buen compañero, parece no despertar en los demás la más mínima conmiseración, como en el caso de Ludmila, como en el caso del barquero, como en el caso de las bailarinas, como en el caso del jinete, no obstante haber llevado allí, a la audiencia, aquel cadáver en brazos como si trasladara su propia casa en los hombros hacia la noche que lo espera y le abre sus puertas. Tibot está más allá de la mitad de su vida, mucho más allá, quizá cerca del tramo final; entonces para mí se habrá esfumado todo interés de cambio sustancial; aunque queda por resolver, y con urgencia, nuestra relación con las hijas del barquero, una posible relación de amor duradero para mí y para Tibot, que falta nos hace; pero las dudas podrían asaltarnos durante el desarrollo de esa relación de un modo más insostenible, siendo casi insostenibles de hecho las dudas presentes, los actuales temores respecto del carácter de Emilia y Lucila, mujercitas posiblemente histéricas, de esas que saludan al irse con una sonrisa que uno no puede interpretar, pues parece más bien un estado general del alma dormida para siempre. En tanto el barquero parece no desear otra cosa que ofrecernos sus hijas, librarse de ellas cuanto antes y partir por Luanda al lugar de sus sueños, lugar muy lejano, sin duda, de donde no volverá, libre para siempre de Ludmila y de todo y libre de la empleada de su casa, libre felizmente de las preocupaciones que le significan -como él dice- demasiado tiempo: las reuniones del Consejo, toda la técnica de la administración de la colectividad. Tibot está pensando en silencio todo aquello que quiere decirme; lo pesa, lo medita, no está conforme, y por último se niega a hablar. —Hable, Tibot. ¿Usted quiere referirse a las bailarinas? También yo quería decirle algo de ellas, parte de nuestra conveniencia está en ellas, si usted lo piensa bien. Y si hemos puesto los ojos ya una vez en ese mundo que constituye la casa del barquero, no veo nada mejor que dejar los ojos puestos allí un tiempo largo, un tiem155
po más largo. Penetremos ese misterio, Tibot, aunque en verdad, y si se observa bien, no hay tal misterio. Hay el pequeño misterio de la necesidad, apenas, y no otro. Creo que debemos citar aquí al barquero, proponerle nuestra iniciativa de amor y dejar librado a él el resultado de nuestro deseo de matrimonio con sus hijas. Como usted dijo una vez, esta es la manera honesta de hacer las cosas debido a las condiciones del lugar que habitamos en estos momentos. Esperaremos, entonces, la resolución del barquero, que tardará algunos días más, pues él querrá tomarse tiempo para pensarlo aunque más no sea por demostrarnos que piensa y que considera que sus hijas valen mucho más de lo que nosotros podemos imaginar en un acto de entusiasmo apresurado. “La soledad es en usted muy dura, Tibot. En mí, menos. Pero podemos, sin temor de equivocarnos, considerarnos los dos bastante desdichados en ella. Habrá que tenerse en cuenta, sin embargo, si es la soledad el principal motor que nos mueve hacia ese matrimonio con las muchachas, pues de ello dependería en gran parte nuestro acomodamiento a un porvenir compartido en todos los órdenes. Una soledad llenada de pronto puede, asimismo, traer la desesperación. Lo primero que debemos hacer por ahora es llegarnos a la tumba de Ludmila, contagiarnos un poco de esa inmovilidad de su cuerpo, que tanta falta nos hace, hasta estar en condiciones de espíritu inmejorables, descansados, rejuvenecidos, para enfrentar de pronto con decisión y posibilidad de triunfo, de una vez para siempre, ese matrimonio”. Tibot, entonces, que ha escuchado atentamente, se acerca a mí y me dice: “Confío en usted”. Y agrega, dándome la espalda, como si temiera enfrentar mis ojos: “Quisiera saber la verdad sobre Ludmila, esta incertidumbre puede más que yo”. —Puede usted soltarse conmigo, Tibot. —Pues bien: la he querido mucho. Pero nunca la besé, siquiera. 156
—Yo le creo, Tibot. —¿Y usted? —Jamás, Tibot, jamás. —Vea usted hasta dónde puede arrastrarnos Ludmila todavía. Cuánto más no podrán arrastrarnos sus hijas, esas bailarinas que he visto apenas dos veces en mi vida. Sin embargo, bueno será de una vez ponernos de acuerdo y llamar al barquero. Aunque podría ser también acertado llegar usted y yo sin aviso, personalmente, con los motivos explícitos. En cierta manera pienso que por mi parte podrá llevarme a realizar esto cierta venganza de la que quiero hacer víctima al barquero por el abandono que hizo de Ludmila. En estas condiciones, jamás toleraría de él que me negara en matrimonio a cualquiera de las bailarinas, por eso su compañía me es más que necesaria para calmarme y hacerme entrar en razones cuando me ciegue contra él con el brazo levantado para dejarlo en el sitio. Preparemos las cosas con tiempo, una semana es prudencial para estudiar las posibles reacciones del barquero, semana en la que conviene no hacernos ver ni andar por ahí despertando sospechas. Mañana podré ya seguramente contar con mi plan. Después usted me expondrá el suyo, que no podrá diferenciarse sustancialmente del mío. ¿Cree usted que convendría entrevistar primero al barquero, de cualquier manera? ¿No es mejor, en suma, prescindir de él, con lo cual le expondríamos de hecho una posición de lucha abierta, y tratar directamente con las bailarinas? Mire usted cómo imagino yo el resultado y los pormenores: llegamos, el barquero, siempre solícito, nos atiende, acto seguido nosotros le decimos que no es precisamente a él a quien venimos a entrevistar; él preguntará extrañado que si no es a él no se explica a quién puede ser; a lo que nosotros contestamos que venimos exclusivamente a hablar con las bailarinas para proponerles matrimonio; entonces él, excusándose, llama a las bailarinas a gritos y se retira antes de que ellas lleguen. Las bailarinas llegan y nos hacen sentar sobre almohadones, con la espalda contra 157
el muro, reciben extasiadas nuestra formal declaración, aceptan con la cabeza, agradecidas, llorosas, llenas de entusiasmo, y nos piden plazo para terminar vestidos y preparar ropa para la boda. Pasado este tiempo nos presentamos al Consejo todos y labramos las actas correspondientes, que firmamos los cuatro. Luego, usted y yo, cada uno por su lado, como mejor podamos, a luchar por la vida. Una mañana de setiembre Tibot cae enfermo, desplomado sobre su silla a los diez minutos de haberse levantado de la cama. ¿Qué le pasa a Tibot? Yo he despertado y lo encuentro ahí, pálido como un muerto, soportando su cabeza entre las manos, seguro de que su pie está sano y la herida ha cerrado definitivamente. Casi sin prestar oídos a los lamentos de Tibot, me acerco a él y le grito: —Estoy cansado de su falta absoluta de fortaleza, querido señor Tibot. Ha transformado usted mi casa en un valle de lágrimas, y no hablo solamente de sus lamentos, hablo en general de su encierro en sí mismo, de su silencio, de su hermetismo, al punto de que podría yo o cualquiera estar muriendo a su lado sin que usted reparara en absoluto en esa muerte. Anoche, jueves, ha leído usted los planes del rapto de las bailarinas, planes lujosamente meditados durante varios días con lentitud de trabajo forzado, planes que pueden considerarse perfectos, pues ni una sola falla parecen encerrar a simple vista; y yo los he aprobado con entusiasmo en medio de este desbarajuste de mis ideas, y no he omitido mis frases de admiración, mi aplauso y mi agradecimiento a usted después de la lectura, proponiéndole para hoy el comienzo de la realización de ese vasto plan suyo que, repito, considero infalible. Pero resulta ahora grotesco, falto de sentido, completamente sin sentido, este estado suyo reciente, capaz de desesperar a cualquiera, que lo muestra arrepentido de la realización inminente del plan. Puedo decirle que nada alucinante me parece su actitud, y que ella pone en peligro no solo la amistad que nos tiene unidos desde hace tiempo sino mi porvenir y el suyo. Estamos por lo uno o por lo otro. Eso es todo. Estamos por la realización meticulosa 158
de su plan, que yo he aceptado en todas sus partes, o ahora mismo rompemos ese plan en mil pedazos, no hacemos nada, y nos quedamos así como estamos, debajo da la luna, harapientos y enfermos mirando hacia Luanda sin poder dar un paso. Sepa que las bailarinas nos esperan. Mal o bien, nos esperan, con ese señor barquero que parece una sombra, jovial, oscuro, fatalista, mecánico en su sentir, lleno de olfato como un perro. Tibot se pone de pie, lanza un gruñido animal y me pone sobre los hombros sus manos terribles. —Apenas puedo soportar que se me insulte —me grita—. Y sepa usted que poco lo creo, que Ludmila tiene más relación con nuestro porvenir que esas bailarinas, porque la muerte de ella ha abierto situaciones entre usted y yo que constituirán todo un futuro de lucha interminable hasta la muerte, siempre que usted no confiese toda la verdad, toda la verdad entre usted y Ludmila. Nuestra amistad está todavía en juego en esa pobre tumba. Le repito por centésima vez que usted apenas conoció a Ludmila a través de su cuerpo. —Yo le repito a usted que ni a través de su cuerpo ni de su espíritu. —En eso estamos—jadea Tibot—. Usted miente. Reconozco en Ludmila un deseo contenido, pero desconozco en usted una grandeza paralela a ese deseo. —Yo no he amado nunca a Ludmila —digo. —Otra mentira de su parte —dice Tibot, bajando las manos de mis hombros—. Pero no importa, habrá que esperar a que esa pobre Ludmila nos revele alguna vez la verdad de su amor. Por lo pronto, lo cierto es que no sé qué hacer, si vale la pena seguir. —Yo seguiré hasta el final. —No sé si soy yo quien debe llevarle flores o si es usted. Por ahora la tumba está más que sola, más que abandonada. Yo comprendo que he comenzado a amar verdaderamente a Ludmila después de muerta. 159
Me acuesto y respiro. El día se echa también, moribundo. Tibot sale y a las dos horas regresa y se acuesta sin saludarme. Pequeñas nubes flotan afuera sobre los techos. Pero la noche es clara. La gorra de Tibot está en una silla. La casa de Ludmila, sola en la noche, con su ropero entreabierto. Pasa mucha gente por la calle. “La causa de todo esto —dice Tibot, incorporándose en el lecho— es que todo mi pasado, incluida mi niñez, está lleno de desaciertos incalculables. Desde mi nombre, que me negué a aceptar no obstante las súplicas de mi madre diariamente lanzadas a mi rostro desde su lecho de enferma incurable, porque sonaba a mis oídos ridículo y feo, habiendo yo propuesto otro que ella y sus hermanas se negaron a aceptar considerando mi propuesta como un acto de rebelión dictado por el mismo demonio, que ellas no podían de ninguna manera consentir. Así las cosas, así las cosas de Ludmila, así sus cosas y las del barquero y sus hijas, nos queda apenas la salida de ese casamiento”. Tibot ha vuelto a acostarse. Su rostro está hundido en la almohada, como si el peso de la cabeza fuese muy grande. Por la puerta me parece ver entrar a Ludmila, sonámbula, bajo la bata blanca, y poner sus dedos en los párpados de Tibot, caídos. Toda la noche Tibot dará vueltas en el lecho mientras afuera las nubes comienzan lentamente a llover sobre los techos, como si arrojaran piedritas a los niños que no quieren dormir. Pero Tibot, por suerte, no es de los que no quieren dormir. Está dormido, vuelto a su alma, de espaldas a todo lo que no puede filtrarse hacia sus sueños. La fiebre lo abandonará, sin embargo, aquella misma noche. Las bailarinas duermen en silencio, rodeadas de innumerables retratos grises contra los muros blanqueados que absorben la luz sin devolverla, de manera que la penumbra del aire es casi una peligrosa oscuridad en relación con la penumbra amarillenta que anima los muros. Pero lo que verdaderamente absorbe toda la luz como si el día entrara en ella por ventanas y puertas abiertas es la cabecera de la ancha cama de bronce rojizo que envía su reflejo sobre las frentes 160
y los pómulos dormidos. Alguien murmura a mi espalda: “Cuidado”. Me doy vuelta: no hay nadie. Debe ser el viento. Sin embargo, me observo. Estoy solo. Oigo otra vez: “Cuidado”. Soy yo. Esta vez soy yo, porque he movido los labios. El barquero está ausente. Varias horas, supongo. Por el embozo asoman los dos vestidos, apretados a la garganta. Los cuerpos se marcan como una pesadumbre bajo la colcha. Escucho. Ellas duermen. No debía haber hecho esto. Me siento demasiado solo junto a ellas, que duermen. Retiro mi mano del respaldo de la silla: una osadía sin límites. A la izquierda, hacia el fondo del pasillo, otra habitación, otro lecho, el del barquero, que no duerme, que no está. Como siempre. Nunca está. Tibot no sabe nada. Un mundo al acecho de otro, una estrella al acecho de otra. Si mi madre me viera. Pero mi madre está muy lejos. Su ceniza está en otra tierra, en otro mundo, a través del mar, a través del tiempo, y no puede verme. Visto mi traje de siempre, pero no me acostumbro a él esta noche. No puedo adivinar la causa, pero invento una: tengo miedo de Tibot. La respiración de las bailarinas es agitada. Han peleado entre ellas. Por eso, sin embargo, duermen profundamente, a causa del desgaste. Han reñido por mí y por Tibot varias horas. Es sabido. En el piso están los zapatos blancos —cuatro—, y a los pies de la cama, las polleras y las blusas que puestas en sus cuerpos parecen un vestido de una sola pieza; dos vasos con agua en la mesa, dulces, cintas, pañuelos pequeños, uno en el suelo, lo levanto, lo pongo sobre la mesa, pero vuelvo a dejarlo en el suelo. Me ha quedado en la mano su perfume. Quisiera llorar en silencio por Tibot, por Luanda, por Ludmila. La noche está en la pieza y la pieza está en la noche. Quisiera llorar por mí, pero porque estoy comprendiendo que las bailarinas no existen, aunque están ahí y yo las veo, con los brazos fuera de la manta, aferradas dulcemente a los hierros de la cabecera. La noche es larga. Donde está mi silencio está mi humildad y donde está mi dolor está mi silencio. Comprendo que no debo pensar, sino sentarme y estarme quieto, en espera del barquero. El barquero no 161
está nunca. Como si hubiera muerto. Sin embargo, es él la única vía posible hacia sus hijas. Abandono mi trabajo durante meses enteros. Tibot lo abandona también por meses, los demás trabajan y nos insultan, aunque nos procuran alimentos de vez en cuando por la ventana. Con eso tenemos suficiente. Nadie comprende diferencias. ¿Desde cuándo ha renunciado usted a todo, Tibot? La verdad sobre Ludmila es esta: yo la he amado y ella me ha amado, pero luego me dejó por usted. Aunque usted nunca lo supo. Sin embargo, nuestro amor se sitúa únicamente en el espíritu, a tal punto que el cuerpo hubiera sido una reiteración inaceptable. Más o menos como usted, Tibot. La noche es un milagro para los enamorados, y el amanecer, el camino que conduce a la noche. Estoy de pie, en medio de la palpitación de la noche, en este cuarto de las bailarinas, única esperanza que me adhiere a la tierra y al mismo tiempo me desentierra de ella. Tibot nada sabe de este viaje pequeño a este cuarto, de esta visita nocturna a Emilia y Lucila, que no está en su plan, por lo menos bajo condiciones tan especiales: la ausencia del barquero. Con frecuencia la penumbra se torna más compacta, por momentos breve. Luego se aclara y temo ser descubierto, sin razones para conformar a las bailarinas, las cuales gritarán asustadas y llenas de odio; y en ese odio incluirán también a Tibot, que nada sospecha, que nada sabe, que no es culpable de esta visita impensada y peligrosa, fuera de lógica y de orden, al margen de toda consideración para con él. He dejado a Tibot un mensaje: “Vuelvo pronto”, por si despierta y, no encontrándome, sospecha algo. “Vuelvo pronto” es suficiente —creo— para terminar con todas sus sospechas, pues él sabe que yo no puedo venir a casa de las bailarinas por poco tiempo, que me quedaría pegado a estas paredes para siempre si intentara una escapada como la que intenté y estoy cumpliendo en sus mínimos detalles. Inaccesible cuelga ahora una mano fuera del lecho. Pobre Tibot, no puede como yo mirar esa mano. Es rosada en la penumbra y está inmóvil. Yo sé que en la naturaleza del sufrimiento hay también otras sustancias. Yo sé que en 162
el corazón del dolor hay también prerrogativas, así como el corazón tiene también su corazón. Pero ahora creo firmemente que Emilia y Lucila serán para Tibot y para mí, por ese río misterioso en que navegan, pero que nada de nosotros podrá conmoverlas y sacudirlas en este pueblo y bajo las condiciones actuales. Puedo esperar que despierten, puedo esperar la llegada del barquero, puedo esperar... Tibot, ¿verdaderamente usted ama a estas mujeres vestidas de blanco? Tibot, ¿verdaderamente reemplazarán a su Ludmila, ellas, tan distintas de la madre, ellas que ni siquiera llegaron a sospechar que Ludmila, que iba y venía a veces por esta casa, las había tenido hace mucho en el vientre? Tibot, puedo renunciar, puedo renunciar a todo con tal de que usted me asegure que no intentará acabar con la vida del barquero. Despierte, Tibot, acabe con esos sueños. La muerte del barquero le traerá el odio de ellas. Y usted, Tibot, no puede arrastrar tanto más. Son las cuatro. El olor de los cuerpos dormidos parece dormido también. Me acerco a Emilia, acostada sobre la izquierda. Emilia es mayor. Sin embargo, ¿quién podría ahora saberlo? Lo sé yo, no obstante, y me parece ya haber revelado un misterio insondable. Mi plan era huir con Emilia, o con Lucila, o con las dos: en este caso yo mandaría a llamar a Tibot inmediatamente, y ya los cuatro juntos, y a la vista de ellas, romperíamos el plan de Tibot en medio de la risa de nosotros cuatro. . . Después nos esperaría un mundo nuevo, original, compacto, hermoso, aireado, herético y puro. Porque se quisiera haber nacido en otro mundo, cerca de otros planetas de carrera también alucinada, dentro de otro ritmo de sangre y otro ritmo de vehemencia, con otros movimientos y otros brazos balanceados entre otros semejantes. Emilia. El párpado superior no cae del todo sobre el inferior, y más bien no se apoya en este: de manera que los ojos quedan entreabiertos, apenas entreabiertos, como frutos silvestres demasiado maduros. Sin embargo, su pelo es la parte más profundamente dormida de todo su ser. Me mareo. Voy apoyándome en las cosas hasta llegar a la silla, y allí me siento. 163
Estoy bien, pero comprendo que podría morir de un momento a otro, morir y ser descubierto, y ser enterrado cerca de Ludmila por Tibot. Lo siento, Ludmila. Son las cinco. Nada puedo hacer. Nada debo hacer. No espero a nadie. Nadie me espera. Me espera Tibot, pero nadie me espera. En el río de la niñez, lleno de saltos y cataratas, me arrojaba al agua, desnudo, mientras mi madre me esperaba en la casa. Una vez mi madre me esperó con tanta impaciencia que al cabo no pudo más y salió a la vereda y allí se quedó aguardándome. Recuerdo que salté del agua, corrí mucho, llegué y caí en sus brazos. Tibot, yo recuerdo que usted me contó una cosa igual ocurrida entre usted y su madre. Pero yo nada le he dicho de esta coincidencia. Además, es probable que, contándonos más cosas de la infancia, comunicándonos más, rompiendo esos silencios que duran días, echemos de ver que nuestro pasado tiene puntos de contacto. Emilia recoge la mano caída y la pone sobre su pecho. Es extraordinario. La noche palpita en aquella mano. Debo decir una frase, pero no acierto. Posiblemente Emilia espera esa frase para despertar, levantarse y seguirme por la calle hasta el mercado. Todavía son las cinco. El barquero me dirá: “Le concedo su mano”, y hará preparar comida para los cinco. Emilia se sentará frente a mí y me servirá la sopa, y Lucila se sentará frente a Tibot y le servirá la sopa. Tibot está sonriente. Pero, en el fondo, yo percibo su verdadero estado: “Estoy deshecho”, me dirá disimuladamente con los ojos. . . Lucila, en cambio, ha metido sus dos brazos bajo la sábana. Hay entre ellas una independencia que me alegra y al mismo tiempo me mortifica, Emilia y Lucila presienten que están solas. Yo sé que estoy solo, ensimismado y recogido como un devoto. Todavía es tiempo de que Tibot vea esto: la sala en penumbra con las bailarinas dormidas, y todo bajo la noche. Una vez me dijeron: “Usted vivirá mucho”. Y yo le creí. Hoy no lo creo. Pero por momentos quisiera creerlo. Presiento que Tibot me sobrevivirá. Él me llevará a enterrar. Me dejará como dejó a Ludmila, en la fosa, y me echará la tierra encima. 164
Sentado en el suelo, con la cabeza apoyada contra el muro, ya no puedo ver a Emilia y Lucila. Pero así descanso. Vuelvo a pensar en el mar, después de muchos años; creo que el mar puede olvidarse completamente, para toda la vida, para todas las cosas de la vida. Pienso en la gran ciudad, adonde no es posible nunca jamás volver. ¿Dónde estará el barquero? ¿Qué será de Ludmila? No puedo responder y me levanto, para echar una última mirada a los rostros dormidos de Emilia y Lucila. Podría besar sus cuerpos dormidos. Podría, una vez desposado, tener uno de ellos para siempre. Pero las bailarinas estallan en una carcajada terrible que les abre la boca y les conmueve el cuerpo bajo el vestido de noche, sentadas de pronto en la cama, echándose hacia atrás, hacia adelante, a izquierda y a derecha, sin dejar de reír, cada vez más fuertemente, más histéricamente, apoyándose una en otra alternativamente, separándose luego, muchas veces, endemoniadas, desgreñadas, jadeantes, apretándose con las manos el vientre, que les duele de tanto reír, pues no dormían, espiaban, no dormían, se mofaban, estaban despiertas, me sintieron llegar y fingieron dormir, sin que me diese cuenta de nada, sospechase nada, seguras de que era yo. Estoy helado. Ellas no paran, no pueden parar de reír. Sufro. Ellas vuelven la cara contra la almohada, debajo de la almohada, debajo de la colcha, a carcajadas estridentes en la noche, mirándome sin poder contenerse, sin poder hablarme a causa de la risa. No sueño. Ellas no pueden parar. Las miro. Los ojos les lloran, el pecho les duele, las manos les tiemblan de reír. Me siento en la silla con la cabeza erguida, esperando. Espero mucho. Tibot las habría matado. Pero ahora me miran en silencio, dulces, lustrosas, llenas del calor de la risa, bajo la madrugada. “He venido a hablar con el barquero”, les digo. “Está en Luanda, en busca del jinete. Mi hermana se casará con el jinete”. Me queda Emilia. “La otra, ¿se casaría conmigo?”. —Sí —responde Emilia, como si quisiera echarme los brazos al cuello. 165
—¿Tener hijos? —pregunto. —Y tener hijos —contesta Emilia. —¿Sería usted capaz de besarme ahora? —digo. Emilia se levanta. El vestido le arrastra, apacigua su pelo, viene hacia mí, es blanca y buena, es triste y alta, abre los brazos, yo caigo entre ellos, con sus manos me aprieta la cabeza por detrás, la beso con toda el alma, ella no quiere sino quedarse así. Su pecho respira en la sombra como un mártir. La melancolía es también una llama. Lucila se peina a dos metros de nosotros, en el espejo. Empiezo a sentir un perfume que me viene de la infancia. Estoy de pie, dormido en el beso de Emilia, por eso tengo los ojos arrasados por el llanto. —Venga usted pronto —le digo a Tibot, entrando—. Las bailarinas nos esperan. Deje los planos, deje todo. Se trata de una verdad. Venga conmigo ahora mismo, no hay tiempo que perder. Mañana podría ser tarde para usted y posiblemente para mí también. Salgamos, nos espera una vida posible. Una vida por lo menos común; digamos, una vida, que ya es bastante en relación con esto que estamos pasando. Tibot no se mueve. Yo le imploro. —Mire, Tibot, yo también estoy deshecho. Vengo de la casa de las bailarinas. Anoche, cuando usted se durmió, salí para allá. Entré fácilmente, con algunas dificultades que no merecen ser tenidas en cuenta, porque, en suma, pude allanarlas con un poco de paciencia de mi parte. Entré, al fin. Las bailarinas estaban, pero el barquero no. El barquero está en Luanda. Tibot me mira. Yo prosigo: —Está en Luanda. Ha ido en busca del jinete. ¿Usted comprende, verdad? La situación es mucho más grave de lo que usted suponía en su sueño. ¿Qué soñaba, Tibot? ¿Podría decírmelo? Nos interesa a ambos. Bueno, el caso es que el barquero ha ido a Luanda en busca del jinete. Mañana puede ser tarde para usted. —¿Para mí? —pregunta Tibot. 166
—O para mí. Probablemente, para los dos, para usted y para mí. Emilia me dijo: “El barquero está en Luanda en busca del jinete”. Y yo corro a avisarle que nuestro mundo tambalea. Vístase, Tibot, iremos inmediatamente. Es cosa de no creer, pero todo puede perderse en un instante. Nos animaremos mutuamente. Ellas nos esperan. Yo sé muy bien que nos esperan. He hablado. Me han respondido. Debemos ganarle la partida a ese jinete y a ese barquero y a esa Luanda. Yo no he hablado de rapto con ellas, por supuesto: estaba helado para eso. Pero lo más urgente es llegar antes que el padre y el jinete y si ellos llegan mientras tanto, ofrecerles batalla, batalla abierta, batalla definitiva. El barquero se ha inclinado al final por el jinete. Ayúdeme, Tibot. Yo lo ayudaré a usted. Después partiremos los cuatro: usted, Lucila, Emilia y yo. Vístase, Tibot. Tibot comienza por saltar del lecho, imponentemente pálido, con una bufanda que le cuelga hasta el suelo como si fuera un harapo. Se viste, pobre Tibot, su pierna sigue mal. Se lava. Se lava la barba, la cara, los ojos, se enjuaga la boca, bebe agua, bebe café, que tiene preparado, humeante sobre la mesa ante la cual está sentado como un niño, echado hacia adelante, mojando pan y masticando, severo y adusto, la rodaja empapada. —Prosiga —me dice Tibot, levantando el brazo. —Es eso, Tibot. Me siento frente a él. Me sirvo café, bebo lentamente, miro a Tibot, como pan, que mojo, como Tibot, en el café. Un buen rato. Me levanto, pero Tibot sigue comiendo con hambre, con cierta vergüenza de su hambre. Pero no tiene más remedio. —Entonces, ¿usted no va? —¿Dice usted que dormían cuando llegó? —Despertaron. —¿Y cómo son? —De una belleza inigualable. “Vamos”, dice Tibot resueltamente, tomándome de la mano 167
y arrastrándome. “No corra, Tibot, no es necesario”. “No sabemos por ahora si es necesario”, dice él. Y ya hemos cruzado el almohadillado de la ancha vereda y estamos en la acera, donde, por fin, me suelta la mano. Va al lado mío, más apaciguado, ya. Mi habitación estaba sofocante, pero aquí, afuera, se está bien, se está hasta feliz, poniendo voluntad y olvidando detalles; el aire da de frente, por la izquierda, por la derecha, por encima, y se respira por la boca, por los oídos, por los ojos, sobre todo por la frente, que lo quiere todo para ella, humillada, dolorosa, avergonzada, sin viajes, sin hijos, como el corazón, callado, adentro. Tibot va a mi lado, me explica, me narra cosas, me pregunta, digo simplemente “sí” y él queda conforme bajo su saco inmenso, porque seguramente no esperaba mi respuesta o no le interesa, ni cuenta con ella, ni le sirve, como si hablara solo o estuviera solo. Llegamos al puente. El camino se precipita hacia él porque el nivel del puente es mucho más bajo que el de la calle. Esta parte de la ciudad podría considerarse la más importante, por lo menos la más poblada, aquella que participa de una vida de relación más intensa, pues de aquí parte el camino hacia uno de los hórreos mayores, y no solamente eso: está la fuente, hay grupos de árboles más o menos espesos con cuya sombra se puede contar a una y otra margen del canal en una extensión de cuatro cuadras; y siguiendo por el camino, que vuelve a empinarse después del puente hasta reconquistar su nivel natural, se desemboca en la sala de audiencias del Consejo, donde termina el “círculo social”, el corazón propiamente dicho de la aldea; allí nacen y mueren las iniciativas, las conversaciones, las esperanzas, se traba amistad, se bebe, se compran pasteles y flores, juegan las muchachas, pasean los hombres, todo el domingo, hasta temprano o hasta tarde. Pero ahora no hay nadie, como si hubieran huido de pronto ante nuestra llegada. Pero la verdad es que todos duermen, menos Tibot y yo. Tibot se detiene antes de llegar al puente: 168
“Oigo pasos, he oído pasos”. Me detengo y regreso junto a él. “No, Tibot”. “Sin embargo, he oído pasos”, afirma. “Eso no importa, Tibot”. “Puede importar”, dice él, y continúa la marcha, hasta que en el medio del puente vuelve a detenerse. “Descansemos un poco”, murmura. Y se sienta a la orilla, metiendo las piernas en el agujero dejado por una tabla rota, de manera que sus pies, abajo, chapotean en el agua. Toda la luna está sobre nosotros. Sin embargo, no quiero apurar a Tibot, que sigue chapoteando, inmensamente feliz, como nunca en toda nuestra vida, como si Ludmila hubiese resucitado aquella misma noche y él tuviera que esperarla allí y faltaran apenas cinco minutos para la hora del encuentro. “Usted se burla”, me dice Tibot cuando le digo lo que acabo de pensar. “No, Tibot, no me burlo, solo que no consigo concertar con usted una idea apta para realizar en común”. —Usted... ¿se refiere a nuestro definitivo viaje por Luanda? —pregunta Tibot. —Me refiero en general a todo. —Porque ese viaje no será posible sin contar con el apoyo de las bailarinas. Ellas serán al fin de cuentas quienes nos arrastrarán a Luanda, no nosotros, y nosotros, desde Luanda, ya podremos proseguir viaje con ellas para siempre. ¿Y sabe por qué nos arrastrarán a Luanda? Nos arrastrarán a Luanda porque ahí vive precisamente el jinete, al que quieren ver, del que sienten nostalgia y por el cual ríen histéricamente cada mañana al despertar, estremeciéndose en el lecho como si verdaderamente estuvieran felices, echándose hacia adelante y hacia atrás, convulsivamente, llenas de sufrimiento. Conozco muy bien. Las he visto. He trepado los muros y he tenido el alto honor de entrar en aquella dulce alcoba hace dos días, y me he quedado allí horas esperando al barquero, como usted, helado frente a ellas, que por otra parte no nos temen en absoluto, como si su propio lecho fuera la más inexpugnable fortaleza, y ellas lo supieran. De allí que mi plan esté inconcluso. Porque consideré que abandonarlo era lo 169
más cuerdo frente a tanta y tanta dificultad imprevista revelada por la realidad. Sin embargo, una vez en Luanda, no les permitiremos de ningún modo ir a ver al jinete. Seguiremos camino los cuatro. Acabo de decirle adiós a Ludmila para siempre. Tibot ha sacado los pies del agua y los pone sobre las maderas, donde quedan chorreando agua embarrada, quietos y juntos, con las rodillas también quietas y juntas donde Tibot acuesta la cara, que apenas puedo ver en la noche. Pienso en las bailarinas, que nos esperan; sin embargo, Tibot no parece pensar ya en eso, tan tranquilo y sin entusiasmo parece ahora bajo toda la luna, tan alejado ya de sus propios sufrimientos y de su vida, porque dice: “El agua está helada, he llegado a sentir frío”. Entonces, como yo no respondo, mirando a lo lejos los árboles, el hórreo como una sombra de pie sobre la tierra, el agua brillante a unos metros de nosotros, la ondulación de las ropas puestas a secar en los fondos de algunas casas sobre alambres elevados con palos muy altos, entonces, Tibot se pone de pie y mira él también los árboles, el hórreo como una sombra de pie sobre la tierra, el agua brillante a unos metros de nosotros, la ondulación de las ropas puestas a secar en los fondos de algunas casas, y mira también mis ojos, que lo están mirando y le dicen: “Vamos, Tibot, las bailarinas nos esperan”. “Ya vamos, ya vamos, déjeme ver un plan, déjeme pensar; debiera tranquilizarme y haga usted lo contrario”. Tibot se va alejando mientras dice esto. Trepa la cuesta, y cuando alcanza el camino tuerce a la derecha. Lo veo aparecer y desaparecer del otro lado de la hilera de árboles. Desaparece cuando cruza detrás de cada árbol y vuelve a aparecer para ocultarse nuevamente tras el siguiente. Camina muy despacio. Veo apenas, pero su tiempo de ocultamiento es excesivo en relación al espesor de los troncos, como si cada vez se detuviera tras el árbol y llorara un poco o apoyara simplemente la frente en la corteza. No puede engañarme. Sin embargo, está ahora tan lejos que no distingo
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su cuerpo en la noche, y podría él llorar largamente si lo quisiese, sin que yo lo advirtiera. Lo llamo: “Tibot”, y Tibot me responde desde allá, como si estuviera sentado en una piedra mirándome en el agua ondulada y brillante, mejor, como si me hubiese respondido esa figura refractada en el agua, así es de temblorosa la respuesta: “No consigo olvidar a Ludmila”, dicha desde lejos con la voz entrecortada. Voy hacia él, buscándolo en la noche, y he tomado el camino que corre a lo largo del canal, y como no encuentro a Tibot miro el agua: el agua está quieta, y más allá, mucho más allá, también está quieta, es decir, está apenas movida por el declive. Quiere decir entonces que Tibot está en tierra, sentado seguramente y esperándome. Por fin lo encuentro: está de pie, tomado de una rama, mirándome llegar, observando mis movimientos cuando controlé el agua para comprobar si se había arrojado. Entonces, una vez frente a él le pido disculpas. Le digo que sé muy bien que él no es capaz de arrojarse al agua dejando el asunto de las bailarinas así, en el aire, en manos del jinete, en manos de Luanda, en manos del mismo barquero, personas y lugares que él y yo -le digo- odiamos desde el fondo de nuestro corazón. “Usted sabe, Tibot, cómo la misma muerte parece impotente a veces para sustraernos de las cosas. Hay momentos en que no se tiene precisamente miedo de la muerte sino más bien falta de fe en ella”. Tibot dice: “Las bailarinas serán, después de todo, la causa de nuestra muerte”. Y agrega: “Nuestra mayor desgracia”. “Pero no podemos seguir así”, le contesto. “Podríamos seguir, pero la verdad es que estamos muy cansados”, me dice. Y yo afirmo: “Muy bien, podemos desistir; desistimos ahora mismo. Regresamos y basta. Pero verá usted, Tibot, cómo mañana a esta misma hora estamos usted y yo nuevamente reunidos en este mismo sitio, en camino de esa casa”. “Siendo así -contesta Tibot-, podemos dejarlo para mañana sin ningún temor”. Y yo afirmo: -Sin ningún temor de nuestra parte, pero usted olvida lo que puede acarrearnos la humillación que les
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haríamos no concurriendo esta noche. —Ellas viven justamente para eso, para esperarnos. —¿Será necesario entonces que le recuerde el peligro que entraña la supuesta —y casi segura— llegada del jinete, a quien el barquero, sin duda, ha ido a buscar? —El jinete nada puede contra nosotros. ¿Lo ha visto usted bien? Nada puede. Se acerca y me dice, casi al oído: “Así como nosotros nada pudimos contra Ludmila”. Todo el silencio que sigue a estas palabras últimas de Tibot es invadido por la primera claridad del alba. Algunos pájaros revolotean y van a dar contra la tierra, donde escarban hambrientos. Sería no tener fe en Tibot reconocer que carece posiblemente de atractivo para las bailarinas: su barba, sus años, su misma fuerza, contenida siempre por la emanada dulzura, pero que a veces sobrepasa a esta; elementos todos que justamente preocupan a Tibot, contingencias, notorios símbolos que operan en su contra para poder conquistar él uno de esos dos corazones. Y lo sabe, seguramente lo sabe y me lo oculta, fingiendo no saberlo y esperando como por milagro que yo no lo advierta nunca. Esa -y posiblemente ninguna otra- es la causa de esta dilación eterna que arroja sobre todos los actos de la conquista: el plan, el andar mismo de esta noche, lleno de altos, plagado de innecesarios desvíos y detenciones. Por eso mismo, si yo en este momento le dijera otra vez, y ya imperiosamente: “Vamos, Tibot”, él habría adivinado en el acto que he estado pensando lo que he pensado: que teme ser rechazado por ellas de una vez para siempre con una frase tajante y breve, y que él no puede ya agregar palabra ni ademán, sino darse vuelta y empezar a caminar desandando el camino; pero el camino se desanda siempre hasta cierto punto apenas, y llegado a ese punto, ya no se sabe nada, ya no se puede ni se debe ni se quiere nada, ni desandar un poco más, un milímetro
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más aunque sea a costa de muchos años de esfuerzo. No hay largos años. Por eso no le digo: “Vamos, Tibot”. Y solo lo miro, aunque no debiera ni mirarlo, dejando pasar un tiempo prudencial, ni corto ni demasiado largo. Hasta que por fin, tomado como él de una rama, le digo: “Vamos, Tibot”. Y él no contesta. Acaso piensa que, desgraciado yo, después de tanto apuro, tanta nerviosidad y tanto afán en ese amor, seré rechazado definitivamente con un gesto de espanto de las bailarinas. —¿Qué persigue usted con ese casamiento? —me pregunta Tibot. —Una vida mejor, simplemente. —Y ellas, ¿qué cree usted que persiguen? —Un cambio. Cambiar sus secretos por los nuestros. —De modo que los secretos se acaben, al final. —Eso es inevitable. Se sabe y se oculta. Y se pretende ser puro ocultándolo. Tiene usted un hijo que anda por el mundo? —Sí, Tibot. Pero Tibot me pregunta cualquier cosa, apoyado en la rama, demacrado, como si Ludmila le transfiriera su palidez desde la muerte y él la aceptara asimilándola por bondad, irresponsable del acto, aunque convencido de él íntimamente. La madrugada se hace intensa hacia el este, y sus últimos filamentos están ahora sobre nosotros, en el cielo. El aire comienza a entibiarse un poco, y llegan algunos pájaros más. Sin embargo puede decirse que todavía es de noche; inclusive, a lo lejos, noche cerrada, como si el alba fuese un fenómeno de la noche misma que no alcanza ni alcanzará a constituir por sí mismo el día, por mucho que prospere en su resplandor. Me he sentado a dos metros de Tibot. Pienso: “Yo seré como Tibot dentro de algunos años; espero para entonces que junto a mí esté sentada Emilia, envejeciendo a mi
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lado, no como Tibot, que envejece solo”. Luego me recuesto en el suelo para dormirme, porque Tibot, dormido, sepultada la mitad de su rostro bajo la barba, duerme sin quejarse. El sueño no tardará en venir, y toda la mañana y el sol y más pájaros no serán suficientes para despertarnos. Largos días para Tibot y para mí. Llegan más emisarios de Luanda. Uno de ellos, lleno de furor, como si no conociera otro lenguaje que la injuria para hacerse comprender, despechado, maloliente, grotesco y atrabiliario, sin el menor miramiento con las mujeres, a quienes insulta cuando tropieza con ellas por la calle, pues se ha instalado por algunos días tratando de convencernos, y cada mañana, madrugando a más no poder, es el primero en apostarse, pálido y violento, cerca del puente, desde donde comienza su perorata a gritos, tomándosela con el primero que osa escuchar y acercarse; de pie, desesperado, insultando a cada instante a su propia ciudad y a la ciudad nuestra con palabrotas de loco, sin entusiasmo pero sí con fría crueldad avasalladora. Otro de ellos, también furioso contra nosotros y el Consejo, siempre dispuesto a dar la vida —como dice— por ese ideal doblemente beneficioso para ellos y nosotros; echando la culpa del fracaso a nuestra miserable manera de pensar y actuar y echando asimismo la culpa, la culpa principal, en definitiva, al primer emisario, de cuyo carácter melancólico se queja, quejándose muy en particular del tiempo que aquel perdiera en amoríos sin salida —como dice—, y haciéndolo responsable de cuanto fracaso ulterior ha venido encadenándose a partir de él. De manera que todo su monólogo es un treno continuo de donde las blasfemias se desprenden como andrajos en la mañana. Y un tercero, un tercer emisario algunos días después, a caballo como el primero, que dice: “Basta” cada dos o tres palabras, y cuyo discurso, tal vez por la desesperación sin límites, se vuelve incoherente, incomprensible. Y un cuarto jinete emisario
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que consigue por fin reunir el Consejo una noche, al cual, en resumidas cuentas, propone un acercamiento entre Luanda y nosotros que —como dice— dará sus principales resultados satisfactorios en concordia, salud y amor, pues opina que ellos, en Luanda, están cansados de ver las mismas mujeres cada día, y nosotros asimismo despreciamos a las nuestras por idénticas razones. “Vuestras bailarinas —dice—, que no son felices bajo ningún concepto, lo que puede demostrarse a simple vista, que no tienen apoyo de nadie, que no reciben proposiciones de matrimonio de nadie, están muriendo ahí, solas, apagándose día a día sin comprensión de nadie, y nosotros, en cambio, ¿cuánta sincera estimación, cuántos ofrecimientos no les echaríamos al rostro, cuánta verdad también, si fuéramos ustedes y nosotros una sola grande ciudad?”. En total, cuatro emisarios en un mes. Pero el entusiasmo con que todos recibimos al primero cuando entró a caballo aquella noche memorable no ha vuelto a repetirse. Es más, se ha tenido especial cuidado en deslucir sistemáticamente la entrada de los nuevos emisarios con mil variadas artimañas inventadas con anticipación o improvisadas sobre el terreno, llegando a veces a suspenderse toda tarea colectiva urgente o no, para que cada uno pueda meterse en su casa dejando a los intrusos desierta la ciudad, por donde, dos de ellos, han vagado furiosos de un lado a otro, amenazándonos desde la calle a través de los vidrios de las ventanas. ¿Qué quiere Luanda? Luanda quiere verdaderamente aquello que dice querer, ni más ni menos, sin subterfugios; sin embargo, nosotros nos cuidamos mucho más allá del alcance de ese ataque, replegados sobre nosotros mismos, como si fuéramos a perder en el contacto pacífico de los dos pueblos toda nuestra fisonomía normal, nuestra posibilidad de desarrollo y nuestra fe. Sin embargo, las bailarinas participan menos que nadie de esa lucha; ellas no actúan en absoluto, absortas en su casa como a la espera de un triunfador a quien obligadamente ten-
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drán que aceptar en matrimonio. ¿Puede creerse acaso otra cosa de su inocencia, de su falta absoluta de equilibrio en la vida? Sin embargo, el pobre Tibot ha sacado la peor parte de esta batalla tenida entre Luanda y nosotros, pues tras una lucha animal librada con el último jinete consiguió al fin darle muerte. La pelea comenzó al atardecer, cuando desde su tribuna, al día siguiente de la reunión en el Consejo, el jinete apostrofó violentamente a Tibot, a su supuesta familia, a los hijos de aquí, desafiando al mismo Tibot. Entonces Tibot se lanzó contra él con los puños levantados, le asestó golpes y recibió golpes, furiosamente, como nunca me hubiera imaginado a aquel jinete, como nunca me hubiera imaginado a Tibot: hecho una especie de animal mitológico que tiene por mandato limpiar una ciudad en una sola noche. Hasta que el jinete cayó lleno de sangre, muerto. Fue puesto por el mismo Tibot en la frontera. Luanda no ha dicho aún una sola palabra ni ha enviado, desde hace mucho, el mensajero siguiente. Sin embargo, a partir de este acontecimiento, Tibot ha comenzado a declinar precipitadamente, una declinación rápida sobre la lenta declinación de todos los días, y ambas declinaciones ahora devorando su rostro como cuervos padre e hijo, llevándolo a un silencio glacial donde todas mis preguntas se disuelven, se evaporan. Tibot mueve las manos, solamente, como si razonara con ellas, lo cual tengo que aceptar por única respuesta. Por eso, hasta mis preguntas, cada vez más espaciadas, le alimentan desmesuradamente aquel silencio; tanto que nunca jamás le hablaré de las bailarinas, ni de Ludmila, ni de Luanda. No obstante, puedo decir que estamos ahora en condiciones inmejorables para terminar de una vez con este pleito tendido entre las bailarinas y nosotros, pues la vida se ha acentuado en nuestro pueblo, asegurándose las condiciones actuales en vistas a un porvenir absortamente nuestro, sin ayuda ni intromisión de Luanda ni de
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nadie; lo que asegura la permanencia de las bailarinas aquí, para toda la vida, a pocos metros de mi alcance y el de Tibot; desapareciendo los temores de rapto que hizo despertar el jinete primero, fracasados rotundamente los intentos posteriores de los otros jinetes; en una palabra, nada ni nadie al parecer amenaza ya nuestro mundo inmóvil, nuestro porvenir ni nuestras bailarinas. Es más, ellas mismas, que pudieron haber aprovechado las arrogantes presencias de los jinetes para dar rienda suelta a sus impulsos, no intentaron, en ninguna de las cuatro ocasiones, abandonarnos y correr tras ellos. Nada sabemos, sin embargo, de presuntas visitas de los jinetes a casa de las bailarinas, nada sabemos de encuentros nocturnos presumibles, donde se lloró, se rogó, se sufrió, se hicieron promesas y se recitaron poemas de amor. No obstante, y a través de toda la vida, no nos será posible ni a Tibot ni a mí llegar al conocimiento verdadero de los hechos, menos aún al misterio profundo de ellos, cuyos hilos invisibles no nos será dado jamás desenredar. Creo en ellas. Y Tibot cree a su vez. Creo en este amor posible. Y Tibot cree también. Pero estamos lejos de todo. Un día, Tibot abre la boca y me dice: “Hubo mujeres en mi vida: unas, violentamente aferradas a mi corazón; otras, melancólicamente sobrenadando en él, rozándolo con tules; pero unas y otras vestidas de blanco”. —Mire —me dice Tibot, señalando la tumba de Ludmila— cuánto tiempo ha pasado ya. Si apareciera ella posiblemente no nos reconocería. La tumba tiene una piedra gris, único lugar donde se hace visible la lluvia que está cayendo en ese momento. Todo el campo está mojado, pero a la lluvia no se la ve caer, como si lloviera solamente para Ludmila. —Volvamos —dice Tibot.
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Yo lo sigo hasta que logro ponerme a su derecha. Ese día está feliz. Debe ser la lluvia. Compramos vino. El preparará sopa y carne. Entramos, y se dispone a cocinar. Le ayudo. Uno frente a otro en la mesa, devoramos todo. Al atardecer hemos vuelto a salir bajo la lluvia. Todo el campo, echado, la bebía en silencio. —No sufra —dice Tibot. —Estoy contento, Tibot, puede creerme. —Cuente conmigo para todo: para las bailarinas; para las lluvias como esta. Lo tomo del brazo. —Cantemos —dice Tibot. —Yo no sé. —Justamente —agrega Tibot—.Yyo quisiera no saber para cantar ahora. Su voz es demasiado entonada para que yo pueda seguirlo. La lluviecita le cae y él canta. Es el más solitario de todos los cantores de la tierra. La lluvia cae sobre la tierra y la noche sobre la lluvia y ambas sobre la tumba de Ludmila. Tibot entonces canta: “La lluvia cae sobre la tierra y la noche sobre la lluvia y ambas sobre la tumba de Ludmila”. Esa misma noche habrían de ocurrimos cosas difíciles de prever. Luanda ha cobijado al barquero desde hace mucho tiempo. El barquero llegó allí una mañana esplendorosa, con ropas vivas, con entusiasmo creciente a cada paso, y después de recorrer la ciudad de un confín a otro, de oriente a occidente, de norte a sur, logró instalarse en una casa apacible rodeada de jardín, un poco a las afueras, desde donde estableció contacto con gentes y situaciones, reconociendo el terreno, penetrando el sufrimiento y las privaciones de los demás, olfateando las capacidades de resistencia y agotamiento hasta formarse un concepto real de aquella vida que él había elegi-
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do para rodearse. Sin una sola carta o un solo mensaje enviado en tanto tiempo a sus hijas, que lo saben en Luanda pero de cuya vida nada imaginan, creyéndolo, al final, muerto y enterrado y olvidado ya por los mismos habitantes de Luanda. Esa mañana esplendorosa, sin embargo, la mañana en que el barquero llegó, no ha vuelto a repetirse. Lluvias interminables que impidieron al barquero salir los primeros días, hasta que decidió por fin, contra viento y marea, sin importarle la lluvia, comenzar de una buena vez su atisbamiento y su control hacia todos los ámbitos. Los ámbitos de Luanda, mayores que los nuestros, requieren mucho más que buenos ojos y buenos oídos para revelar sus secretos, pues aquella ciudad encerrada en sí misma como la nuestra, pero menos adolescente en su figura general, había alcanzado ya los primeros síntomas de la epopeya y marchaba airosamente en busca de otros. Siempre, por supuesto, sin salir del marco obligado de la incuria, en cuyo nombre las mujerzuelas habían conseguido hasta cierto límite transformarse en la cabeza y el verbo de Luanda por su influencia espectral sobre los demás. Al punto que ellas llegaron a discernir, enmendar y enjuiciar en el Consejo, hasta que, por último, este cayó definitivamente en sus manos. Sin embargo, y aunque ellas manejaban el Consejo de Luanda con una visión extraordinaria de los problemas, la conformidad del medio no era total. Así las cosas, entra una mañana en Luanda el barquero —como he dicho—, y se instala en las afueras para tender sus redes a toda la ciudad. Estrecha vínculos, rompe otros, anuda y desata, siempre brillante, con la boca entreabierta bajo la miserable lluvia de Luanda que moja apenas como el rocío, pero que a él lo entristece y le impide salir los primeros días. Anda buscando para sus hijas un porvenir brillante, altamente brillante, si es posible; una vida para sus hijas, a quienes no acierta a comprender en toda la gama, de quienes, asimismo, duda con dudas verdaderamente desoladoras,
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llegando a creer que apenas existen como objetos de vida precaria que la estación próxima puede deshacer de un soplo, pero a la cual finalmente se acostumbran de una manera conmovedora. El barquero siente ahora sobre sus hombros la responsabilidad esquivada tantas veces de dotar a sus muchachas Emilia y Lucila de honorables maridos extasiados que cuiden de esas bellezas a su parecer tan frágiles, de esos cuerpos en su concepto ingraves y sonámbulos, de esas almas a la vez sedientas, abúlicas y movedizas, donde no es posible penetrar, donde ni él, padre al fin, tiene acceso. Pero Luanda no le responde al barquero en la medida en que este hubiera querido con toda su alma, pues, a veces, los posibles novios escogidos por él, visitados en su propia casa, exigen del barquero datos muy precisos sobre las virtudes y la belleza de las bailarinas ofrecidas en matrimonio, quejándose de no tenerlas ante sus ojos para poder juzgar ellos mismos, temiendo dar un paso en falso, lanzar un sí cuando en verdad debieron lanzar un no rotundo, un sí que los hará arrepentirse hasta la muerte; por eso el barquero se afana hasta la desesperación describiéndolas con mil sutiles adjetivos, comparaciones, detalles ínfimos: cómo duermen, cómo respiran, cómo bailan, el color, la infancia, el vestido, particularidades del caminar, horarios, costumbres, timbre de voz, antepasados, pies, ojos, manos, pelo, frente, nuca, alma, desordenadamente, a borbotones, para dar idea a los propuestos de la vitalidad que encierran. Horas y horas el barquero entregado a estas descripciones que las más de las veces no consigue terminar, pues el candidato huye; aunque otros, no contentos con todo eso, insisten en más y más pormenores, buscando fidelidad matemática, exigiendo al barquero sin reservas hasta el último detalle. En este caso es el jinete quien abandona la contienda, se da vuelta y sale, llega a su casa, medita largo rato con los codos apoyados en la almohada, porque de cualquier manera
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necesita cada vez desechar con inauditos esfuerzos dos nombres que se le prenden de la memoria: el de Tibot y el mío. A punto está el barquero de escribirnos, desesperado, cartas donde su abatimiento salte a la vista, enormes documentos donde conste la desgracia de su congelamiento en esa tierra inhospitalaria de Luanda, sin omitir detalles de la lluvia, omitiendo, sin embargo, que fracasa día a día en su persecución de candidatos de edades y oficios diversos, ocultando las verdaderas causas de su viaje; para ofrecernos, al fin, lo que antes nunca quiso ofrecernos, sus hijas en matrimonio, como si fuésemos nosotros —Tibot y yo— los primeros nombres que han acudido a su memoria en ese sentido. Mal podríamos nosotros -piensa él- aceptar lo que muchos acaban de desdeñar; de allí su misterio y su falta de coordinación para escribir el primer borrador, donde es demasiado lo inventado y poco lo verdadero; pero ni la redacción del paisaje ni los motivos centrales de la carta consiguen conformarlo. Por el contrario, teme por sobre todas las cosas recibir una respuesta nuestra negativa y lacónica que caerá, como todo lo demás, en su bolsa de fracasos. Lo cierto es que un día el barquero nos envía una criatura a caballo, con un papel que contiene aún parte del temblor de su mano. Yo lo leo y Tibot lo lee y ambos nos quedamos mirándonos mientras el muchachito nos mira a nosotros, de pie, contra e! cielo plomizo y desganado de las cuatro de la tarde de Luanda, que se adivina a lo lejos. —Vengo de Luanda —dice el mensajero. La carta está firmada por el barquero, abajo, y por muchísimos más, todos desconocidos para nosotros, habitantes comunes o no comunes de Luanda, firmada también por el primer jinete, por algunas mujeres que han tomado parte en el drama general del desposorio de Emilia y Lucila. Y la carta es larga, acongojada por momentos, fría a ratos, siempre elegante y prudente, muchas veces hasta hermosa
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y profunda. El barquero ha llegado a conclusiones extraordinarias, pero su osadía tiene aún límites muy estrechos. Sin embargo, otro niño se aproxima a caballo, saludando al llegar con la mano levantada, desmonta, se detiene, tiene catorce años, las orejas le salen a ambos lados del rostro como dos flores, se acerca al otro muchacho y le pone la mano sobre el hombro, sonríen los dos y esperan, idénticos casi, con ropa de montar ridículamente grande para sus cuerpos, tostados por el sol sus rostros bajo la visera blanca, fornidos y pequeños, entusiastas y agrestes, salidos de la tarde, cada uno con un violín enfundado que les cuelga del hombro como una maleta de escuela. Entre los dos mantienen por un momento una conversación austera, pero al final intercambian palmadas en el hombro, exclamaciones de alegría finamente lanzadas al aire, risas como gorjeos inigualables que cesan prudentemente; entonces se acercan, y formamos un grupo de cuatro en cuyo centro está la carta del barquero sostenida por la mano de Tibot. Tibot guarda la carta y da la mano a los muchachos. —Ustedes habrán comido —dice Tibot. —No —contesta uno de ellos—, preferimos no hacer paros de ninguna naturaleza. La misión no se prestaba para eso, precisamente. Su palidez me preocupa, señor... Tibot. —Señor Tibot —dice el otro—, ¿le parece a usted que valdrá la pena todo esto? Tibot los hace pasar. Nos sentamos los cuatro en torno a la mesa, y así nos quedamos un rato en la penumbra, pues la tarde es ahora totalmente plomiza. Bebemos café y hablamos de Luanda, aunque dentro de una hora tenemos que conducir a esos niños a casa de Emilia y Lucila, si queremos conceder al barquero los favores solicitados en aquella carta y cumplir al pie de la letra todas sus recomendaciones.
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Entretanto la noche es, en cierta medida, alegre, y hasta podría decirse que muy alegre. La caminata nos ha fatigado, y el galope a los muchachos también, de modo que el aire se respira con melancólica dificultad, y como estamos a las puertas del invierno un humo de nieve imaginada se prende de la ropa y de los objetos, a medida que el fresco nocturno nos invade. “Niños fervorosos”, piensa Tibot. Bajo la lámpara, las manos enormes de Tibot, y las mías, no tan grandes, pero grandes, y las de los muchachos, pequeñas, planas, sin aferramiento a nada todavía, al punto que todo parece resbalar de esas superficies quemadas y nerviosas: la luz misma, las sombras; las bailarinas no tendrán jamás la sensación de estar entre ellas, aunque los dueños de esas manos sean los elegidos por el barquero para desposar a sus hijas, una vez entrados en la adolescencia. El barquero quiere paz. El barquero quiere seguridad. Los muchachos han consentido; después de la minuciosa descripción repetida hora tras hora en cada casa por el barquero, estos muchachos, maravillados, han consentido desposarlas dando muestras de una felicidad inconcebible, abandonando sus juegos al instante, poniéndose en marcha como buenos vagabundos, después de mejorar su indumentaria con ropa regalada, peinarse y lavarse las manos en la misma casa del barquero, y decir a este: “Adiós, deséenos buena suerte” desde las cabalgaduras al galope. Así han llegado, a fruta y pan por el camino. Sin embargo, podría decirse que a partir del momento en que nos entregaron la carta, son otros muy distintos de los que llegaron y frenaron sus caballos a la puerta de mi casa, y seguramente otros muy distintos también de los que salieron de Luanda, y los que salieron de Luanda, en nada parecidos a los que —diez minutos antes— jugaban por el campo dando tumbos y volteretas por el aire. —Pues bien —dice Tibot—, consideremos el asunto. Ustedes
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vienen de parte del barquero como candidatos definitivos para sus hijas. Nada asombroso, pues no quiero negar de hecho las posibilidades de piedad que puedan ustedes contener y que tanta falta les hará a lo largo de la espera de dos años que el barquero mismo les ha señalado como condición indispensable para que los casamientos puedan consumarse. Pueden ustedes dar muestras indiscutibles y permanentes de piedad, de comprensión, de humildad, si quieren: esas son cosas que mi flaqueza actual me impide exigir del prójimo.”Lo que no acierto a comprender es de dónde sacarán ustedes egoísmo para preservar esas bellezas de la desintegración; y supuesto el caso de que contaran ustedes con ese egoísmo, cuando la cuestión se sitúe en el cuerpo, sépase que ellas no descubrirán un palmo de su carne para librarse de tener que elegir definitivamente la pureza como meta ideal para el futuro. En cambio, la carne puede ser ahora la meta ideal para ellas. Tengan ustedes por aspiración la carne, y verán que la vida será una especie de conversación majestuosa con los astros, porque esas bailarinas no existen. A ellas solo se llega a través de la paciencia, y la paciencia, aquí entre nosotros, solo es posible obtenerla de ellas. Tibot se sirve café. Pero uno de los muchachos prefiere fumar y echa enormes bocanadas de humo en la sala. Después de ellas, dice: —De todos modos, es un matrimonio incomprensible para nosotros. Nuestra aspiración va mucho más allá. Solo que no podemos permitirnos por ahora una apreciación tan polifónica de la vida. Si hemos de morir en la empresa, que por lo menos hayamos asumido nuestra parte de la ignorancia general. ¿Dice usted que bailan? Porque a eso quería referirme. No, señor, no bailan. Bailamos más nosotros que ellas. ¿Puede decirse así, tan llanamente, que dos hermanas bailan cuando no conocen de nosotros ni los nombres? ¿O ustedes se refieren a un baile sin objeto? Siendo así, estamos
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obligados a revelarles que ese baile es, de pies a cabeza, un instinto de conservación. Vuelve a echar bocanadas de humo Mi casa necesita un trapo rojo, unas gotas de sangre de las que tanto tiempo derramó la pierna de Tibot, inútilmente, porque me es indispensable poner los ojos fuera de Tibot, fuera del humo, fuera del barquero y los hórreos, fuera de Ludmila, que me dijo pocos días antes de morir: “Los caballos blancos tienen alma”; pobre Ludmila, llena de imaginación, llena de silencio, llena de desaciertos como los peces, muerta como todo. —. . .un instinto de conservación de su moral. Tibot tose otra vez, como hace tiempo, como en tantos inviernos. Sin embargo, el invierno de este año está aún lejos. Se vuelve y suspira, porque la tos ha cesado. —Pronto estaremos en condiciones de llevar a cabo los casamientos —dice el otro muchacho, mientras muerde el respaldo de la silla, distraídamente, arrancándole barniz que luego escupe hacia un rincón, finamente, como quien arroja briznas de tabaco de su boca— ¡La hora de los menores ha llegado! Y con la frase los dos estallan en carcajadas increíbles, risas, gorjeos sonoros que desplazan el aire antiguo del cuarto, y lo remplazan. Pido la carta a Tibot y la releo en voz alta, porque no sé qué decir, y Tibot menos: “...Todo lo cual me hace pensar que en estos dos muchachos, en estos dos espejos que imitan la naturaleza y la refractan merced a su desconocimiento del mundo, tengo puestas raramente todas las esperanzas de felicidad de mis hijas Emilia y Lucila. Llegarán a ustedes montados a caballo -¡qué agilidad, señor Tibot, tan distinta de la nuestra: usted, por su pierna, yo, por mis largos padecimientos morales!-; con solo verlos llegar a caballo se darán cuenta si miento. Y cuando lleguen y les entreguen a ustedes esta carta, será necesario que (cuento por supuesto con la antigua amistad y el afecto que nos une) los acompañen a mi casa, donde
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estarán esperando Emilia y Lucila. En mi casa vivirán ellos unos dos años, para lo cual he tomado las previsiones del caso -dinero, ropa-, y los cuatro esperarán el tiempo de madurez jugando, cantando y acostándose temprano: Emilia y Lucila, en la habitación de siempre; los muchachos, en la que comunica con el patio trasero; en cuyo recaudo será necesario que usted, Tibot, sea bueno y tome una tenaza y saque los clavos del marco para que la ventana, clausurada hace un año, como usted sabe, creo, pueda ser usada por los niños. Aunque Emilia y Lucila son ya prácticamente mujeres, ellos no son sino criaturas. Dos años esperarán, creciendo junto a las que, al cabo de ellos, serán sus esposas. Dejo pormenores, situaciones imprevistas y estados de ánimo difíciles, a su criterio. Parece una cosa tonta lo que les recomiendo muy especialmente: que en ningún momento por ahora podrán ser ustedes los adversarios sentimentales de estos pequeños jinetes; ventanas y puertas de mi casa estarán abiertas solo para ellos. Considérenme un amigo agradecido hasta el fondo de su alma. El barquero”. Difícilmente podría establecerse el comienzo de la lucha en mi pobre casa, bajo la luz de una lámpara moribunda, pues en un instante ya no estamos sentados sino de pie en torno a la mesa, echando fuego los cuatro por los ojos mientras los muchachos se hacen señas incomprensibles con las cejas y los hombros, lenguaje estudiado, prodigiosamente exacto; hasta que veo a Tibot inmóvil, con una pierna avanzada y la espalda apoyada en la pared, hacia un rincón, con un hierro enorme en la mano, encorvado hacia adelante como si avanzara por un túnel muy bajo; y yo, con otro hierro, también en ese mismo túnel, y los muchachos con cuchillos que estaban sobre la mesa, varios en cada mano, subidos a la cama, esperando de pie; nadie sabe lo que piensan, acaso ni piensan, ellos deben haber matado a alguien en otras ocasiones, pero esta vez les resulta distinto y nuevo. Tibot levanta más el hierro porque su hombro no
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puede soportar más tiempo ese peso, en cambio los muchachos bajan un poco los cuchillos para compensar el nivel a que están. Nadie jadea. No hay entusiasmo, nadie jadea. Ludmila estaría jadeante. Las bailarinas duermen y sus pequeños futuros esposos andan todavía por el mundo como si el mundo fuera demasiado grande o demasiado pequeño. No sabemos si ellos están dispuestos a terminar con nosotros creyéndonos esposos de las bailarinas, a quienes, a través de los años, hemos ido consumiendo con disgustos, mala vida, mal amor, engaños, tortura, falta de comprensión absoluta; pero no es el caso. —¡La pureza de esas mujeres será respetada, queridos señores! —grita uno—. Y esta es una prueba de que no aparentamos. Vamos a ver, señor Tibot, ¿cuál es el límite de su amor a Emilia? —Podría contestarle de dos maneras —responde Tibot. —Entonces, retiro mi pregunta. ¿Y el límite de su pureza? —¿Podría acompañarme, niño, a un cementerio? —No. ¿Para qué quiere que lo acompañe a su cementerio? —También me veo obligado a retirar mi pregunta. Iré solo. Porque en verdad no razonamos. La contienda está tendida. El fragor del combate asciende hacia la techumbre donde las últimas moscas del año pelean también. Y se llega a un momento de frases y alucinaciones, de desprecio y entusiasmo. Al fin, aquellos dos muchachos parecen estar a punto de abalanzarse sobre nosotros con los cuchillos en alto, darnos muerte —que será lo de menos— y abrirnos luego para que la sangre corra libremente hasta la casa de las bailarinas como un río, como una alfombra por la que ellos piensan avanzar triunfantes hacia el dormitorio de las hermanas. Entonces, uno de los muchachos salta desde la cama atrepellándose la lamparilla y dejándola tambaleando en el aire, pero no me clava su cuchillo, cosa que podría haber hecho, tal es mi aturdimiento y mi distracción para las cosas de este mundo cuando las cosas de
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este mundo se transforman por sí solas en material de sueño, sino que con la hoja del cuchillo golpea infinidad de veces mi rostro y mis manos, que pretenden cubrirlo. Y otro tanto le ocurre a Tibot, sin sangre, con la diferencia de que Tibot consigue girar el cuerpo, ponerse de cara contra el muro hasta que los golpes resuenan en su espalda breves minutos, tras los cuales, sacando un brazo que consigue hurtar al remolino de golpes, toma del pantalón al muchacho y tira fuertemente hacia adentro consiguiendo que aquel caiga a lo largo, desfalleciente. Y al instante, Tibot, tomándolo del pelo lo pone de pie. El muchacho abre los brazos, no tiene cuchillos, los ha perdido en la caída, y por la nariz le salen dos hilos de sangre a causa de la caída y el golpe de la nuca contra el suelo. Y como Tibot lo sacude sin soltarle el pelo, el otro, el que me golpeaba a mí, cesa en su sorpresivo ataque feroz y me pide disculpas con los ojos, que yo agradezco; entonces lo empujo violentamente afuera y Tibot empuja a su enemigo, de suerte que los dos van a parar al vano de la puerta, uno de ellos después de dar un tumbo sobre las camas; y se encuentran, y se miran, diciéndose algunas de sus remilgadas frases, para después salir y dejarnos solos, a Tibot y a mí, mirándolos, llenos de odio, enormemente desgraciados los cuatro, mientras Emilia y Lucila se peinan los cabellos en la madrugada. —Es innecesario que me cuente, Tibot. No sé nada. Nada quiero. No aspiro a nada. ¡Me quedaré aquí. Eso es todo. Preferiría un túnel interminable a esto. Pero me quedaré aquí. Cuando las cosas suceden nos parece no estar en condiciones de soportarlas. Tome usted un ejemplo cualquiera. Sin embargo, creo que nuestra situación, en sus aspectos generales, ha mejorado sensiblemente. Estos muchachos desaparecerán tarde o temprano de Luanda, y entonces aquello que esperamos o creemos esperar, por lo menos, caerá en nuestras manos por el solo influjo de las comparaciones. Dos personas salvajes mal pueden ser nuestros enemigos del alma. Vamos, Tibot, confiese
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verdades como yo: ahora como nunca no nos permitiríamos dar un paso en falso. Y un paso en falso sería abandonarlo todo. El barquero vendrá, y cuando venga debe encontrarnos precisamente de pie, en actitud de batalla, no vencidos, porque todo esto no es sino una prueba a la que nos somete rudamente antes de conducirnos en frac a su casa para ofrecernos la mano de sus hijas. Y esto no es todo. Lo principal es lo siguiente: nosotros mismos hemos descubierto ahora que verdaderamente estamos con el corazón sediento por ellas, que amamos, que posiblemente seamos amados. ¿Cree usted en estos muchachos vagabundos? ¿Cree en sus frases meticulosamente aprendidas de memoria que les enseñó sin duda el barquero antes de empujarlos contra nosotros? ¿Cree usted siquiera en esas miradas que en este mismo instante nos están lanzando desde la puerta? Pero en ese momento los muchachos salen y desde afuera nos llaman. Acude Tibot y yo tras él, y la pelea se torna entonces definitivamente feroz. Sobre el almohadillado de la calle, como tigres, el muchacho muerde y patea la cara de Tibot y Tibot da brutales golpes en el vientre, en la cabeza, en las piernas del muchacho; y ruedan como molinos encontrados, llenos de sangre. Y luego contra el árbol, donde la lucha es todavía peor: esgrimen piedras, se escupen; yo contra el otro, igual, o aun peor. Consigo golpear muchas veces el hombro de mi adversario con el puño, pero el último golpe, errado, lo doy en la tierra; entonces él aprovecha ese grito mío de dolor y me tuerce hacia atrás (la mano, dándome en la frente con la rodilla. Consigo incorporarme. Se lanza como un león y me derriba mientras yo logro apretarle por un momento el cuello. Tibot pelea lejos, a unos cuarenta metros, cuerpo a cuerpo como una hiena contra otra hiena, y desde aquí se oyen sordamente, los dos, las exclamaciones y los quejidos. Pero mi adversario no me permite escuchar más porque ha redoblado su furia para un ataque a fondo que comienza con gritos infernales. Cuando ese ataque termina, Tibot, a cuarenta metros, y
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su adversario cerca, están quejándose. Yo también me quejo, lleno de sangre, con la mano hinchada, queriendo morir ya, morir ahora, ahí, quieto, solo, pobre, claro, tibio. Y se queja mi enemigo, como si le echaran vinagre en las heridas. Dormimos. Sueños diversos. Dolores diferentes. Me acerco a Tibot: “Arriba, Tibot”. Tibot se levanta como un resucitado. Toda su ropa es un andrajo sangriento. Los muchachos se levantan también y miran a lo lejos. A lo lejos no hay nada. La madrugada, solamente. Y como estamos también mojados, el sol comienza a sentirse como una casa bondadosa de inviolables ventanas. —Entremos —dice uno de los muchachos. —Sí, entremos —agrega el otro. Y por segunda vez nos sentamos alrededor de la mesa, esta vez para comer pan y beber café. La conversación llega a tomar, por momentos, tonos de confraternidad. —Nadie ha muerto. No hay de qué lamentarse —dice Tibot. Reconozco que no podría establecer cuál de los dos muchachos ha sido mi adversario. Bebo más café. No, me resulta imposible establecerlo. Tibot murmura: —Nunca había peleado con nadie. —Nos lavamos la cara, las manos, nos sacudimos el polvo. Tibot trae una sábana. Nos secamos los cuatro a un tiempo, cada uno con un extremo, y allí precisamente la conversación toma todo el carácter y el sonido de una hermandad madurada por los años. ¿Por qué el barquero ha dado a esos muchachos nuestro domicilio en lugar de enviarlos directamente a casa de sus hijas? Tiene su explicación: es una prueba, como dije antes. Son lugares comunes. El barquero no confió en ello (acaso no confíe ni de sí mismo y deja las cosas tendidas al azar para evitarse una contrición que acabará con sus miserables años, por eso prefiere enfrentarnos a los cuatro con
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sus hijas para que los muertos sean sepultados y los sobrevivientes se desposen triunfantes), y como no confía en ellos, pero, al mismo tiempo, no lo dejan ya vivir pidiéndole sus hijas (rogando como dos nietos a su abuelo), acosándolo en cada esquina de Luanda donde lo encuentran, jurando matarlo o amenazando venir a matar a ellas en venganza por la negación, el barquero los envía a nuestra casa con el solo objeto de ponernos en aviso a Tibot y a mí, sus predilectos. Nos hemos secado y hemos vuelto a sentarnos a la mesa, estrechamente silenciosos, esta vez sin café, las ocho manos en la madera ennegrecida buscando algo para asir y pasar a ese objeto algunas zonas interiores de escaso control pero llenas de sufrimiento indefinido. ¿Sufrimiento? Pronto tendremos que ponernos en marcha. Al atardecer: la hora más indicada. Todo está perdido para mí y para Tibot. Las bailarinas abrirán sus brazos, bailarán para ellos. Y ellos esperarán dos años. Nadie podrá acercarse a esa casa. Ni el mismo barquero, que querrá aliarse entonces con nosotros para destronar a los intrusos. Pero será tarde. O habremos muerto. No puedo imaginarme cómo será la muerte de Tibot. Tengo la impresión de que Ludmila estuviera por llamar a la puerta. “Pase, Ludmila, ¿tiene frío?; no, hemos luchado simplemente. Por cuestiones sin importancia. Ya ve, ha luchado también, aunque su pierna no sana del todo. ¿Por qué nos abandonó aquel día, Ludmila? No, no alcanzo a ver su mano; es doloroso para mí, pero no consigo verla desde aquí. No; estamos en otoño. ¿No se ha dado cuenta? Está usted más delgada con ese vestido. Un vestido que yo no le conocía... ¿Otras veces, dice usted? Yo diría otros estados de ánimo... No; tienen apenas catorce años. Son de Luanda. ¿Recuerda Luanda? Lo comprendo, lo comprendo, Ludmila”. Los muchachos se ponen de pie. Es el atardecer. La ciudad está en penumbra. Algunos pájaros pasan cantando. No llueve. No
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podría llover jamás. Algunas ramas se mueven, dormidas, con su pájaro, también dormido; pero si el pájaro despierta, la rama despierta también, y se agita como una mano que llama a un pájaro. Pobre ciudad: todo en un solo árbol. El árbol que plantó Tibot. Más allá no hay árboles, solo los del puente, hacia la derecha. Entre los cuatro cubrimos todo el ancho de la calle. Las casas están iluminadas. Hace frío. Recuerdo días absolutamente diferentes, noches distintas, otras lunas, otra compañía, otra edad, ruidos que no son los de ahora, caminos que solo he transitado una vez y que volví a mirar dándome vuelta antes de la curva. Y recuerdo otros momentos y otros silencios, otra vida, en fin, ni mejor ni peor, no sé, tal vez mejor, a la intemperie, a saltos, a borbotones, no como esta, a cincel, a gotas: no sea que todo acabe mientras se discute con alguien y se tienen los brazos expresivamente levantados como en el teatro. Temores de los que antes no era posible precaverse, pero que ahora nos asisten desde dentro y desde fuera, como un ser amado muerto y apoyado en el hombro. Ocasiones que no tienen antecedentes, novedades que la naturaleza suelta cuando se está triste y se busca una flor entre muchas, muchas flores aparentemente iguales, se busca esa, y otra ya no es lo mismo. Y por cierto que también pienso en otro rostro, en otras manos que un día fueron inevitables, en otro mundo muy distinto del que ahora los cuatro vamos recorriendo. Los cuatro vamos recorriendo una distancia como un nombre. Tibot lleva su paso. Cada uno de los muchachos el suyo. Yo el mío. Nos ladra un perro y nos acosa y nos acompaña, siempre ladrando. Adiós, silencio. En verdad, vamos a la casa de las bailarinas. Pero es cosa exageradamente lamentable, si se tiene en cuenta nuestro estado casi moribundo por la batalla sin cuartel, nuestra ropa hecha andrajos, nuestra misma sangre seca en esos andrajos; momento mil veces peor que cualquier otro para esa visita y ese protocolo. Y lo más grave: otra lucha más atroz aun que en aquella casa puede librarse
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de un momento a otro, esta vez con el agravante de las presencias de las bailarinas, que, indudablemente, y aun admitiendo que sin quererlo ellas mismas tomarán partido por uno de los dos bandos, azuzando a sus predilectos desde un rincón, con gritos y cábalas, o participando directamente en la lucha con sus puños enfurecidos. Si los predilectos fuéramos Tibot y yo, el bochornoso cuadro de esa masculinidad nacida de pronto en ellas derribaría para siempre las razones mismas de nuestro amor; y si los predilectos fueran los muchachos, no habría ya de nuestra parte motivos para luchar. Sin embargo, la lucha habría de ser llevada hasta el final, estando nuestra vida física en juego, aunque nuestras esperanzas, perdidas. ¿Cómo puede sernos, Tibot, tan difícil todo, desde el hecho cotidiano hasta la empresa titánica (admitiendo que esta sea una empresa titánica), cuando, si observamos bien, parécenos estar preparados más que de sobra, maduros completamente, para empezar a asir algo, un poco aunque sea, y asegurarnos ese algo a nuestro lado, lejos de las acechanzas, una luz, muy pequeña, no importa, un hilo, pero nuestro, para siempre, para todos los días de la vida, llevado a nuestra casa, conforme, que no nos abandone nunca, sin rostro para nadie? Los muchachos han apurado el paso, marcando el compás con cañas que acaban de recoger del suelo, usándolas como bastones, y Tibot, que arrastra lastimosamente su pierna, apenas puede seguirnos, se queda atrás, se recupera, nos alcanza, y hasta logra adelantarse a nosotros con esfuerzos inhumanos, pero vuelve a retrasarse lamentablemente, entonces yo trazo una especie de equilibrio equidistando de los muchachos, muy adelantados, y de Tibot, muy retrasado, para evitar rozamientos, disputas, malentendidos, peleas y otra guerra cruenta que podría ser ahora mortal. Los muchachos van fumando. Parece extraño. No nos hablan. Hablan solo entre ellos. Tibot me dice algunas cosas: “Estamos cerca;
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tenga esperanza”. “No, Tibot, no hay ninguna esperanza”. “Le digo que sí. Mataré si es necesario, si ellas me lo piden”. “Ellas no piden, no abrirán la boca”. “Mataré lo mismo”. “No, Tibot. Además, ¿le interesan verdaderamente las bailarinas? Aquí, entre nosotros”. “Aquí, entre nosotros: sí, me interesan. Vivo aferrado a esa esperanza”. “¿No estaremos exagerando, Tibot?”. Entonces, a él y a mí se nos caen las lágrimas, y lo sabemos, aunque será imposible percibirlo bajo la noche. Un poco de llanto al caminar y la conversación queda trunca; empero, el diálogo de los muchachos, posiblemente también con lágrimas, conserva en el aire la frescura, que lo torna cada vez más impenetrable. Difícil precaverse de lo que no soñamos. Pero en este caso, tanto para Tibot como para mí, difícil precaverse, sobre todo ahora, también de lo que venimos soñando desde hace muchos años, desde los primeros encuentros colectivos con aquel mundo terrestre de nuestro pueblo que no da de sí sino la superficie; difícil precaverse —quiero decir—de estas muchachas dolorosamente necesarias para nosotros, las únicas en medio de los días, ya que debemos contar con la muerte de Ludmila, un ser que apenas conocimos y de cuya verdadera vida las conjeturas en torno pueden ser innumerables no solo respecto del número de hijos muertos y de ese altamar que tanto recordara como buscando apoyo, sino, también, referente a su esposo, figura agónica y metida ahora en la misma sustancia de todas nuestras iniciativas, padre de las bailarinas, aunque la versión de este en tal sentido pueda ser lamentablemente falaz. Otra vez la noche tiende a serenarse y es muy clara. Parece que tuviera otros viajeros fuera de nosotros cuatro. Seis cuadras largas. Llevamos una. Quedan cinco. Controlo a Tibot, pesado, a mi lado, con las manos en los bolsillos, arrastrando su pierna, abrigado con su bufanda; en cualquier momento puede estallar, abalanzarse sobre aquellos infatuados niños sonámbulos enamorados, y darles
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muerte, y enterrarlos como estropajos, para darse vuelta hacia mí y decirme: “Ahora es otra cosa, nuestra vida mejorará, apurémonos, querido señor, que esas bailarinas están hartas de esperarnos sin consuelo”, y apurar el paso como si su pierna hubiese recibido un bálsamo milagroso en la herida. Sin embargo, Tibot renguea cada vez más, y sería monstruoso atribuirle todo ese razonamiento, cuando todo su pensamiento no parece sino depender de ese pie herido, al punto de que todo su porvenir estuviera en blanco, abandonado para siempre a los buscadores de esperanzas, a esos niños polvorientos, serviles y mecánicos que avanzan a su lado con bastones de caña. Sin embargo, de pronto las cosas han cambiado fundamentalmente, y yo había visto antes con justeza: los muchachos caminan muy encorvados con esos bastones largos, y quien viera el grupo de lejos en la noche imaginaría que ellos son ancianos y nosotros sus hijos, buena familia, madrugadores, trasladándonos de visita muy temprano a casa de parientes que nos esperan jubilosos; porque los niños van no solo encorvados sino verdaderamente juiciosos, preocupados, sosteniendo un fardo moral, una pesadilla; y los rostros, agotados, perplejos, solemnemente altivos aunque miran el suelo, se llenan de los primeros síntomas de la madurez. De tal manera que por momentos parecen verdaderos ancianos decrépitos bajo su ropa enorme de cabalgar, en camino del destierro o recientemente entregados a la vida vagabunda, perdidos de pronto su mujer y sus hijos en un incendio del que acaban de salvar apenas, exponiendo sus vidas entre la llama, esas chaquetas antiguas de montar, sucias y descoloridas. Llegan a dar lástima esos pobres rostros niños que han aceptado, complacidos, y ya no pueden desdecirse por la palabra empeñada, por el grito empeñado podría decirse, pues fueron verdaderos alaridos de júbilo los que dieron ante la propuesta del jinete. Y a tal grado de desarrollo las cosas, moribundos casi, aho-
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ra, se dejan conducir por nosotros, vencidos, derrotados, a casa de esas bailarinas que no aman ni amarán posiblemente jamás, hasta la muerte. Porque la misma muerte parece haberse apoderado ya de sus, hasta hace poco, juveniles rostros inexpresivos y el terror les recorre el cuerpo siempre encorvado bajo la noche. ¿Pero, entonces, la batalla librada contra nosotros? ¿Todo el celo y el amor puestos en evidencia? ¿Toda la lucha de hace un rato para no dejarse arrebatar los cuerpos sonámbulos de las hijas del barquero, adivinando en nosotros pretensiones iguales a las suyas? La noche es, en cierta medida, morada, porque las capas de penumbra se superponen mansamente. Un morado muy oscuro, casi negro, y en medio de todo, los muchachos parecen más bien empujados por nosotros a un porvenir que no les resulta ni promisorio ni risueño ni siquiera puerilmente aceptable. Pero no se atreven ahora a proponernos un cambio radical, por vergüenza, por mil motivos. Un cambio que podría ser el siguiente: ellos desisten de ese matrimonio con las bailarinas, nos dejan el camino libre a Tibot y a mí, pues han pensado bien y consideran que eso es lo mejor; regresan, pues, ahí mismo, se despiden de nosotros y vuelven a Luanda y nos piden que intercedamos por ellos ante el barquero, diciéndole que es natural que ese paso atrás se haya operado porque hay que considerar que son jóvenes todavía para acatar compromisos tan importantes. Yo, por mi parte, quisiera ayudarlos en ese sentido, pues los veo derrotados y sin fuerzas marchando hacia ese casamiento que quisieron y ahora no quieren, y ayudarme y ayudar a Tibot al mismo tiempo arrancando a los muchachos la confesión de su falta de fe en las bailarinas. Pero temo la reacción de ellos, porque puedo equivocarme y lo que me parece en los niños un arrepentimiento, ser exactamente lo contrario: un estado de preparación, meticuloso, adusto, severo, para esa matrimonio que los hace llorar, posiblemente, metidos en sí mismos.
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¿Dónde estamos ya? He aquí el puente. Los cuatro en el puente, Tibot podría emplear recursos positivos. Pero no. No mete su pierna en la madera rota. Pasa con cuidado. Es decir, todos caminamos, venimos caminando, con un cuidado desgarrador, como si estuviésemos sometidos a una prueba de equilibrio. Sin embargo, uno de los muchachos, como si hubiese llegado ya al otro extremo de la cuerda, ya a salvo y lanzara con todas sus fuerzas el aire contenido en los pulmones durante el ejercicio, da un grito y se detiene: —¡Los caballos! ¡Hemos olvidado los caballos! Entonces, los cuatro giramos aliviados y empezamos a desandar el camino lentamente. Otra vez el puente. Otra vez la cuadra primera del trayecto, pero las luces de las casas están ahora apagadas. Los caballos, en efecto, están allí, junto a mi casa. Apenas si se han movido. Dos caballos. Y cada muchacho toma uno de la brida y lo lleva al camino, donde lo monta de un salto. La marcha recomienza. Las bailarinas duermen. O están despiertas. Como siempre. Entonces, Tibot, en voz alta, propone lo siguiente: “Quiero decir algo, y quiero ser escuchado y, si es posible, comprendido. Ninguna utilidad podemos prestar a nadie, ni él ni yo. Estamos a cuatro cuadras. Eso es todo. Permítanme ustedes no seguir; mejor dicho, permítannos, jóvenes, que ni él ni yo sigamos. La casa es la última de esa calle, hacia aquella mano. No hay manera de perderse. Pero debe entenderse que podíamos o no aceptar el pedido personal del barquero en el sentido de acompañarlos a ustedes. En cierto modo hay una humillación de nuestra parte, quiero decir que estamos siendo humillados paso a paso, minuto por minuto. Nosotros también amamos y no es el caso ahora de hacer confrontaciones. Ahí tienen ustedes su camino y sus caballos. Solo puedo agregar esto: les deseo buena suerte”. Tibot está de pie, inmóvil, y yo a su espalda y frente a Tibot los muchachos, cada uno en su caballo. —Quedamos de cualquier manera agradecidos—dice uno.
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Descienden de un salto, nos dan la mano, nos despedimos cordialísimamente. ¿Por qué han perdido ustedes la esperanza, estimados señores? -dice el otro. —¿La esperanza? -pregunta Tibot. —Sí. —La esperanza no la hemos perdido. —No luchan, se han entregado. —No nos hemos entregado y luchamos. —Pero ustedes regresan, ¿no es así? —No es exactamente eso. No estamos conformes con los términos de esa carta. Pero por nuestra cuenta haremos lo posible para que la vida pueda recomenzar para nosotros dos. —Muy bien, señores, no tenemos ninguna experiencia en el amor, pero si ustedes lo dicen, señor Tibot, es cosa de creer que harán ustedes cosas verdaderamente extraordinarias rondando esa bendita casa de las bailarinas al atardecer; cosas que nosotros mismos -mi compañero y yo- no podremos percibir en todo su alcance. Esto es otra cosa. Tienen derecho. Pero sépase que defenderemos nuestra trinchera hasta morir, si es necesario, y que las bailarinas, atrincheradas como nosotros tras ventanas y puertas y muebles, resistirán la invasión y el ataque como verdaderos héroes. Después de estos dos años de espera y una vez desposados con ellas, no permitiremos más prerrogativas, no aceptaremos los términos guerreros. La lucha tendrá que cesar o perderán ustedes la vida sin pelea. Pues después del casamiento estamos dispuestos a no ofrecer batalla por nada del mundo. Las cosas habrán terminado. —No serán ustedes molestados -digo yo-, ni ahora ni después. —¿Ni ahora? -me responde-. Está usted muy lejos de la cuestión. Seremos en ese caso nosotros quienes hostigaremos incansable-
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mente a ustedes durante estos dos años. Y poco podrá importarnos que quieran o no quieran aceptar batalla. Somos cuatro contra dos. No les será posible vivir, ni renunciar. Deberá pelearse. Eso es todo. Pero confío en que serán razonables. Hace poco, durante la sangrienta lucha que sostuvimos valientemente los cuatro, mi compañero y yo estuvimos a punto de renunciar porque la contienda se ponía para nosotros dura e insostenible. Pero al fin conseguimos recuperarnos. Los caballos, sin embargo, no llegaron a actuar. Ellos, en último caso, habrían entrado en la lucha de nuestro lado si la situación nuestra hubiera sido desesperante. Serán ustedes, como digo, asediados en su propia casa por nosotros, hasta sitiados, podría decirse. Estas muchachas lo merecen. Pero otros golpes resuenan en la noche, muy lejos, otros dos caballos, de Luanda también seguramente, que acaban de tomar el ancho camino principal y cuyos cascos repican nítidamente, mientras los muchachos comienzan a ser víctimas de una nerviosidad lamentable; dos caballos más, cada uno con su jinete, dos bultos jadeantes, seguramente, fuertemente arropados, a la carrera; se detienen, descienden, son pequeños, echan hacia atrás la capa y descubren el rostro congelado y a la vez rojizo, dos niños de diez años que vienen a buscar a sus hermanos y a devolverlos al hogar de donde han escapado como unos miserables desagradecidos, dos niños enviados en busca de los otros, dispuestos a embestirlos con golpes y pedradas a la menor sospecha de contradicción descubierta en los rostros de los hermanos mayores, que han palidecido como mármoles y no contestan, la cabeza gacha, llenos de una pena de todos sus catorce años reunidos, desgreñados, avergonzados, recibiendo insultos de los hermanos pequeños a quemarropa y ademanes que casi les rozan las mejillas. —No estamos aquí —dice uno de los pequeños— para ser expresamente escuchados, sino para ser comprendidos y obedecidos
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de inmediato. El padre nos manda y nos ha dejado todo su poder. Él nos envía a buscarlos. Y la madre está llorando sin parar porque ustedes han abandonado la casa. Y nosotros, expuestos a todo, hemos tenido que venir a lavarnos, nosotros, dos criaturas, para consolar a la madre y al padre; nosotros, dos criaturas, haciendo entrar en razones a sus hermanos mayores para que nuestra madre no muera y nuestro padre no se mate. Los buscamos por todas partes; la madre fue de casa en casa preguntando y, al fin, pudo averiguar que habían salido de Luanda. Y nos dijo: “Pequeños, vayan a buscar a sus hermanos”. Y aquí estamos. Buen tiempo, menos mal. Pero no tenemos orden de arrastrar a nadie. Tenemos orden de explicar la situación que han dejado ustedes en la casa después de la misteriosa partida. Nuestra madre me pidió muy especialmente que les mostrara esta fotografía suya de sus veinte años. Aquí la tienen. Nosotros partimos ahora mismo. Suben a los caballos y el paisaje nocturno, vacío, los recibe. Y los cascos resuenan en seguida lejanos como antes. Tibot se echa en el suelo agarrando su pierna, yo bajo la cabeza hacia él sin mirarlo, los muchachos discuten y se insultan apoyados de hombros en las monturas resplandecientes y la mañana, por su parte, aclara mansamente como si le costara, como a nosotros, abrir los ojos; el párpado de Tibot es negro azulado y el de los muchachos, silenciosos ahora, también y el mío, seguramente. Noches sin dormir, días aparentemente vividos. Corre el aire de la alborada. Los árboles del puente se sacuden la sombra. Entonces los muchachos caminan de aquí para allá como insectos y, de tanto en tanto, se miran mutuamente y nos miran a nosotros y miran a sus caballos y miran la mañana. Se cruzan, se agitan, van y vienen como pequeños suicidas a la orilla del mar, entornan los ojos, los abren, un sueño mortal les impide pensar, aunque, finalmente, el sueño es vencido y piensan y ejecutan ese pensamiento salvador: Trepan a las cabalgaduras y,
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sin saludar, sin mirarnos, emprenden una carrera vertiginosa hacia la casa de Emilia y Lucila. Pero los dos caballos, desbocados, ruedan treinta metros y los muchachos son despedidos hacia adelante y luego aplastados por los mismos caballos. Tibot llega muy tarde, pero yo, que he corrido mucho, consigo ver cómo agonizan, vacíos de sangre, polvorientos y tristes, echándome los ojos al cuello para salvarse de la muerte. Y cuando llega Tibot, descompuesto, les baja los párpados, primero a uno y después al otro. Tibot carga con uno, yo con el otro y salimos del camino cortando en diagonal por el almohadillado. Tibot se detiene a descansar, deja al muchacho en el suelo y se sienta en una piedra. Yo hago lo mismo. Tenemos mucha sed, pero no hay agua cerca. La ropa de montar de los muchachos parece ahora mucho mayor sobre los cuerpos desangrados. Los cuerpos desangrados se adhieren al suelo, como enterrándose por sí mismos. Nos costará desprenderlos, seguramente, cuando reiniciemos la marcha. Pero no, posiblemente no, porque sangran mucho y esto los tornará gradualmente livianos. Tibot piensa si será bueno enterrarlos al lado de Ludmila, si será correcto, si será beneficioso para Ludmila, para Luanda, para el barquero, para nosotros. Si será útil o no. Pero a cada lado de Ludmila, Tibot ha decidido enterrarlos. —¿Usted opina lo contrario? —No, Tibot. Haga su voluntad. —En resumidas cuentas, todo es lo mismo. —Así es, Tibot. Nos levantamos para cargar nuevamente con ellos. Se abren las sepulturas. Entran como en una nueva casa. El sol comenzaba a darles en la frente cuando la tierra cayó sobre los rostros. No es necesario preguntar a Tibot hasta cuándo cree él que podremos librar esta batalla por la vida. Mañana, mañana emprenderemos la marcha, libres de adversarios. Ellas nos esperan peinando sus cabellos porque
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son buenas y nosotros andamos por el mundo perdidos. Luanda pierde sus hijos y nosotros los enterramos como si esta tarea fuese la consecuencia de un convenio mutuo firmado y sellado, que estamos comprometidos a cumplir al pie de la letra. Sin embargo, Luanda, con todo su silencio, con su aparente indiferencia para con nuestra hostilidad repetida y consumada, no atacándonos directamente pero sí odiándonos mortalmente, busca en Tibot y en mí un último apoyo: nos envía un mensajero más, que se presenta un buen día y empieza por visitar las tumbas de Ludmila y los muchachos y termina rogándonos una tarde en mi casa a Tibot y a mí que abramos definitivamente los brazos y soltemos a esas muchachas bailarinas, para que ellas puedan, de acuerdo con sus medios y sus necesidades, volar a Luanda, donde serán recibidas, comprendidas y apreciadas en toda su magnitud; pues nosotros ni las amamos con toda nuestra fuerza ni las consideramos debidamente, como toda cosa que se tiene cerca y no se sabe apreciar. Pues ellos están dispuestos, en Luanda, a organizarse en derredor una vida sencilla pero maravillosa para que vivan —si es posible— en un bosque, entre árboles y pájaros y concederles una hectárea, la más fértil, para que cultiven sus flores y sus enredaderas, sus frutales y sus colmenas; en forma que la estructura general de la ciudad, que ha de modificarse de raíz, pase a ser una especie de anfiteatro bajo de planos superpuestos sobre los que se asentarán las viviendas; un anfiteatro alrededor de la hectárea de las bailarinas, pero a una distancia prudencial para que no se sientan oprimidas o mezcladas con lo desagradable de la vida diaria, disputas familiares, humo de las chimeneas y olor a comida, de suerte que en el centro de aquel anfiteatro, custodiado por todos, estará el bosque, que podremos mirar sin esfuerzo desde las mismas ventanas de las casas edificadas sobre las gradas y se verán a lo lejos sus vestidos blancos o celestes bajo la luna desplazarse, volar, según les convenga; una especie de espectáculo permanente de
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belleza para poder sobrellevar el trabajo, mejorar el suelo, enriquecer la artesanía, dormir plácidamente sin remordimientos. Y si todo eso es concedido inmediatamente, podremos Tibot y yo y todo nuestro pueblo pedir cuanto queramos en trueque; es decir, trueque no es la palabra, en cambio, más bien, aunque no exactamente, puede decirse que están dispuestos a servirnos y amarnos y atender las consultas y proveer nuestros mercados hasta una medida humana. Nunca he visto tanta pasión en ningún rostro como en el rostro de este último mensajero, de esta mensajera, porque es una mujer; una mujer que llega a caballo como sus antecesores y nos trae cacharros, pañuelos, peines de regalo, que reparte por casas y calles sin que se le acaben nunca. Sus treinta años lamentablemente imbricados únicamente en el rostro, pues su cuerpo es infantil y sus pies diminutos como los de un animalito movedizo, están como al acecho de sus movimientos: extremadamente frágil y delgada, de pollera amarilla y nueva, con la gracia del que sufre y no sabe que es observado, intrépida, afanosa, como si dependiera, no digo su vida pero sí su belleza, de nuestra respuesta que no llega, que no llegará nunca ni a los labios de Tibot ni a los míos, sellados como por una fuerza superior. Sin embargo, la mensajera espera repitiendo conceptos, endulzando sus palabras, llegando hasta a— levantar su pollera para explicarnos que sus hermanos gimen de noche por esas bailarinas y tienen fiebres muy altas que les impiden dormir; y no solo sus hermanos: toda Luanda está así, muriendo por pasar de esta vida a otra, cuya primera etapa debe cumplirse en base a esa concesión de nuestra parte. Pero yo podría asegurarle, aunque no lo hago y Tibot tampoco, que las condiciones de Luanda y nuestras condiciones personales respecto de esas muchachas son idénticas. No hemos sido aceptados por ellas; mejor dicho, no hemos propuesto nada todavía y ellas son libres de elegir entre quedarse o irse a Luanda, a ese bosque que les
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tienen preparado o les están preparando, a su anfiteatro; pues nada de eso depende de nosotros. Es más, acaso Tibot y yo seamos los únicos verdaderamente ineficaces para llegar a sus jóvenes almas esperanzadas y cualquiera, en Luanda o aquí, tenga abierto un camino más llano que el nuestro para un acercamiento progresivo que tendrá que culminar en el matrimonio. “No, estimada muchacha —le digo entonces—, sus cálculos están fuera de toda realidad. No debe usted desnudar su pierna, pues todos sus actos, estudiados de antemano, no sobrepasan la frialdad y esos actos no pueden conmovernos, así como no podrían conmovernos todos los actos juntos de Luanda, en ese sentido”. —Pues bien—contesta ella—, se me ha obligado a confesar mi amor. No soy ahora culpable de nada. Quien obliga a confesar para irse después, es indigno. Yo los amo. He llegado aquí y en seguida los he amado con toda mi alma. No sé todavía con quién de ustedes se cumplirá mi amor y a quién tendré que olvidar para siempre de los dos, porque uno de los dos será olvidado para alivio del otro. He venido a hacerlos desistir de esas bailarinas por mandato de Luanda; pero ahora quiero por mí misma hacerlos desistir en nombre de mi amor. Tengo celos aunque no conozco a esas jóvenes, seguramente diosas de increíble belleza. Pero yo amaré a uno de ustedes, el que abra los ojos y me mire. El otro será olvidado en ese mismo instante. ¿Y ven ustedes cómo se puede dejar de llorar? Lloro por el que será olvidado. Quisiera que ese fuera el que levante los ojos hacia los míos. Luanda es peor que esto. La muchacha cae en la cama de Tibot deshecha en gemidos, pero luego se incorpora, salta del lecho, nos abraza y nos besa mil veces como si nos despidiera en el andén de un ferrocarril que va a la muerte, porque dice: “Regreso a Luanda y no los volveré a ver, Dios mío, porque morirán, morirán muy pronto”. Y nos vuelve a abrazar y a besar mil veces y se echa en la cama de Tibot y se arropa hasta
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la cabeza como un niño que juega a esconderse de su madre. Todo su cuerpo llora bajo el manto. Toda la cama se estremece como la de un niño que ríe escondido bajo la sábana. Para Tibot aquello era la segunda visita que Ludmila le hacía desde la muerte. Tibot, todo esto es un sueño, un sueño inabarcable, nuestras pasiones mismas, las visitas de Luanda, demasiado reales y palpables para que no parezcan, dentro del estado de ensoñación general, sueños aún más irreales. Mírese un poco, Tibot, ¿va en busca de Dios? Sin embargo, lo parece. Es su abulia lo que me impide lanzarme de una vez a esa casa, su severidad, su enjuiciamiento de mis actos silenciosamente reprobados. ¿Dónde quiere usted llegar? Dejemos debidamente esclarecido el asunto Ludmila. Yo, nada o casi nada la conocí. Tampoco usted, Tibot. Entonces, basta. No indaguemos más, no nos culpemos más, no prosigamos encerrados con ella en esa tumba porque eso y no otra cosa es lo que venimos haciendo desde su muerte. ¿Tiene miedo, mi buen Tibot? ¿De sus reproches? ¿De su presencia? No volverá. Ha muerto. Los muertos no vuelven: una frase tonta que se repite sin embargo en todo el mundo cada día de la vida. Levántese del suelo, Tibot. Arreglemos esta casa, limpiemos nuestra ropa y salgamos de una vez. Ellas nos esperan, no tienen noticias de nosotros y sufren. Son buenas, ya verá que son buenas. Las veremos bailar o las veremos caminar a nuestro lado como cerezos en primavera llevados por la brisa. Yo me apoyo en usted y usted, si lo juzga bueno, puede apoyarse en mí. ¿No se ve casado, Tibot? Yo sí lo veo. Y me veo a mí. Y hasta lo veo rodeado de hijos, dos o tres, a qué padecer más. En cambio, Ludmila está muerta. O dígame entonces, sin rodeos, que usted quiere ofrecerle su fidelidad eterna. En ese caso, mi buen Tibot, le repito que ella no lo comprendería y hasta podría usted recibir de ella una reprimenda por haber imaginado lo inexistente: amor a usted. Esta muchacha llora echada en su
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cama y no podemos hacer nada por ella. Pues bien, menos todavía podemos hacer por Ludmila, muerta hace ya mucho tiempo. —Ahora ya no lloro—dice la muchacha, sacando la cabeza afuera como si hubiese adivinado mi largo pensamiento—; pero es precisamente en este momento cuando más sufro. Tibot se levanta y le trae agua. Pide más. Yo salgo y regreso con otro vaso. Ella está arrodillada sobre la cama gritándole salvajemente a su caballo que la espere, pues necesita ayudarse con todas las formas exteriores, no siempre verídicas, para sostener a la altura de nuestro silencio el verdadero desastre de su alma. La muchacha es ayudada entonces por nosotros y conducida a la cabalgadura. La sacamos afuera entre Tibot y yo, Tibot tomándola fuertemente de los pies y yo de los brazos. Ella está tiesa y larga, con los ojos salidos, combada hacia arriba, el pelo le arrastra por el suelo; apenas puedo caminar sin pisarlo. Va tarareando algunos compases conocidos, divino mundo, ¿oye, Tibot?, están golpeando a la puerta. ‘Pase”, dice la muchacha, “estos son mis modistos, mire cómo me tienen, en qué posición, pero el vestido lo requiere, no hay manera de probármelo de otro modo; en seguida estaré de pie para usted, pero le aseguro que alcanzo a ver su pechera y su corbata, ¿dónde la consiguió?, claro, usted viaja tanto, los escaparates están llenos de esas maravillas; creo que mi vestido armonizará maravillosamente con esa corbata; me dijo usted a las diez y son las ocho; pues bien, nos casaremos a las ocho y media, cuando los modistos terminen; deme su mano, quiero besarla ¿pero dónde va usted?; es aquí, solo que todavía no puedo ponerme de pie a causa de este vestido; ¿corno explicarle?, todo ha costado mucho siempre, pero esta última dificultad, ponerme de pie, será también vencida como las otras; ¿recuerda?, un largo noviazgo y muy dificultoso, pues era usted casi un niño, disputas, entredichos, malentendidos, ¿recuerda aquella plaza?; bien, espéreme afuera, no tardaré, no tardaré en
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ponerme de pie, no tardaré, no tardaré . . .”. —No, Ludmila —dice Tibot—, no nos asuste. No debe usted golpear la puerta. Sabe muy bien cómo pienso. Y yo digo: —Pase, pase, señor barquero. Pero la puerta continúa cerrada. En cambio, las carcajadas de las bailarinas resuenan afuera. —Pasen, pasen —repito. Pero las risas de ellas no paran, más bien se van alejando, y acaban a lo lejos en sonidos apenas perceptibles; pero las voces de la risa no fueron exactamente las voces de las bailarinas, pues esta vez había un timbre desconocido para nosotros: bajas, muy bajas, casi roncas, pero dulcemente moduladas, es decir, eran ellas, pero con otro tono más majestuoso, muy, muy bajo, como si cantaran más bien con el cuerpo que con la garganta, de manera que los últimos acordes, muy lejanos, parecen líos de un oboe desfalleciente. Pero no me atrevo siquiera a mirar a esta muchacha por temor de herirla. Quiere decir que no me he dado cuenta en absoluto de esta visita de las bailarinas a nosotros, que, de haberse sumado, habría causado la muerte instantáneamente a ella, a juzgar por su estado progresivamente mortal. —Llevémosla afuera, Tibot. Entonces Tibot gira dificultosamente, siempre aferrándola de los talones y con los dientes da una vuelta a la manija de la puerta, quedándose en ese acto más tiempo del necesario, pues debe aliviarlo mucho el metal frío del cerrojo en la boca; al cabo, con el hombro empuja la puerta hacia adentro y queda libre el vano, por donde se ve la noche esperándonos. Sin embargo, yo me detengo en el extremo opuesto sin soltar a la muchacha y como Tibot sigue avanzando de espaldas tratando de salir, siento que aquel cuerpo parece estirarse y que, si esto continúa y ella muere, no habrá modo de cavarle una
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fosa adecuada. Pero por ahora lo principal consiste en librarnos de este cuerpo delgado y sumiso que tiene los ojos abiertos llenos de lágrimas detenidas por la posición horizontal, las cuencas de los ojos anegadas de agua que no alcanza a caer. Tibot parece haberlo comprendido como yo, porque a un tiempo tratamos de torcer aquel cuerpecito exánime, darlo vuelta, ponerlo boca abajo un instante para que el agua de las cuencas pueda caer y cuando conseguimos ponerlo boca abajo, en efecto: dos chorritos de agua caen al suelo conservando en él la misma distancia que la que mediaba entre los ojos en la posición boca arriba, al punto que ahora esos dos charcos pequeños parecen, brillantes en la noche, los dos ojos de la muchacha desprendidos que se hubieran roto contra el suelo. Esta pequeña operación, más un sacudimiento último para vaciar de llanto las cuencas por si estas se resisten a soltar algunas gotas adheridas y la muchacha es puesta de nuevo siempre en el aire, en la posición primera. —No, imposible quedarse—le dice Tibot. —Un año, un año solamente —contesto. —Imposible. Debe comprender. Estamos comprometidos con otras vidas. —Pero un día sí. Ustedes me permitirán. —Tampoco un día es posible —agrega Tibot. —Entonces, no me suelten todavía: sosténganme un minuto más. Pero ya estamos afuera y la dejamos acostada en la montura del caballo. Si el caballo se moviera, ella caería brutalmente. Pero la muchacha, sin cambiar de posición, larga, tiesa, de cara al cielo sobre la montura, su cabeza recostada en la crin, sus piernas sobre la grupa, hace un pequeño movimiento y el caballo comienza a desplazarse muy suavemente sobre el almohadillado, mientras la muchacha nos saluda con la mano sin dejar de mirar a las estrellas.
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—Debe usted comprender —le dice Tibot, que la ha alcanzado y camina a su lado— que nuestras vidas no pueden serle propicias. ¿No ve usted en nosotros una especie de autenticidad, una ausencia de razón? —Solo veo un inmenso desprecio y otro inmenso desprecio que vuelan en la noche. —Pues bien, regrese. Vaya a casa de las bailarinas y trate de llevárselas a Luanda. —Las bailarinas están en Luanda, pero como si estuvieran muertas. No consiguen ponerse de pie. Lloran todo el día. No comen. No reciben ya a nadie. —Entonces, usted ha mentido. —Y gimen por ustedes. El padre es ahora un verdadero anciano derribado por la desgracia que no consigue calmarlas, que no logrará calmarlas nunca, cualquiera sea el tono de su voz. La muchacha parece recostada en el aire. Tíbot y yo caminamos junto al caballo, cada uno de un lado. —Nada tengo que ver en esto. Traigo una misión y la estoy cumpliendo. ¿Ven? Los estoy arrastrando a Luanda. Ahora se los digo porque no pueden ustedes resistirse. Esta no es vida para nadie: ni para ustedes ni para las bailarinas. Rara fidelidad la de esas pobres muchachas que no hacen otra cosa que ponerse el pulgar y el índice en el ojo (la otra mano también, por supuesto) para alejarse de toda tentación. Sin embargo, ni es necesario que lleven a ese extremo las cosas, pues puedo decirles a ustedes que han rechazado ya cientos y cientos de propuestas matrimoniales a las que prestaron una atención conmovedora, como cuadra a su educación. Y no es el caso de rechazar simplemente diciendo “No”. Las bailarinas, cada una, decían un nombre, el de ustedes, como respuesta, y el declarante se daba por rechazado en el acto sin posibilidad de apelación. Sin embargo, no podría precisar ahora si Lucila nombraba a Tibot y Emilia
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a usted o lo contrario. No obstante, bueno sería para ustedes que yo lo recordara. Nunca se vieron en Luanda hermanas que tuvieran un carácter tan opuesto como el de ellas. El día y la noche. —Muy bien —replica Tibot—, usted nos arrastra a Luanda, esto es indiscutible, pero comprenda que es nuestra propia razón la que nos arrastra. Es más: tendría, de tiempo en tiempo, a lo largo de este trayecto interminable y cansador, que ir renovando cada vez sus esfuerzos en ese sentido, pues estaremos a punto de abandonar el viaje muchas veces. En primer lugar, a causa de nuestro terror a Luanda, a sus casas, a su arquitectura nueva para nuestras costumbres adquiridas; en segundo lugar, por temor a ellas mismas que pueden haber cambiado radicalmente al contacto con otro suelo, con otras maneras y otros intereses. Yo, por mi parte, he perdido buena cantidad de mi fe en toda esa empresa. —Sin embargo —interrumpe la muchacha—, ellas conservan la fe como en el primer día. Es realmente conmovedor. Manejan el Consejo, que consiguieron arrancar de las manos a las mujerzuelas y sin moverse de su casa. Manejan un poder total que les pesa, sin embargo, como una carga. La muchacha, poco a poco, ha ido incorporándose hasta quedar sentada en la cabalgadura, a cuyos lados caminamos Tibot y yo. —Mañana, a esta hora, estaremos en Luanda —dice la muchacha. “Su caballo es hermoso”, le digo a la muchacha; y Tibot le dice: “sí, verdaderamente hermoso es su caballlo”, “su caballo blanco es de una incomparable belleza”, “yo pienso lo mismo”, “movible y fría belleza incomparable”, “de un blanco sin miramientos”, “a primera vista reconociblemente luminoso”, “sus orejas son dos flores blancas”, “¿no teme usted que él nos escuche?”, “un caballo nacido para ser suyo”, “nacido para sus viajes incomparables a través de la
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noche”, “sus cuatro patas colgadas de su corazón”, “un corazón de cuatro péndulos”, “su caballo blanco es maravilloso”, “su maravillo caballo blanco es incomparable”, “su incomparable caballo luminoso es blanco”, “su caballo está nevado”, “su caballo es de nieve”, “rara forma de nevar”, “muchas gracias, ahora que usted ha descendido de él podemos comprender toda la belleza incomparable de su caballo”, “estamos en lo cierto, nada igual, nada como esto”, “nada comparable a su caballo”, “¿y si fuera negro?”, “no, jamás podría ser negro”, “sufriríamos”, “Y no se nos hubiera ocurrido nada”, “por eso digo que sufriríamos”, “demasiada belleza, demasiado deslumbramiento”, “nada de esto era posible en nuestro pueblo”, “cuatro caballos, cuatro cadáveres, solamente”, “y ariscos, apenas para transporte”, “eso es, moribundos y ariscos”, “y cuando murieron, todavía peor; hubo que reconocer que nos quedábamos sin nada”, “once de enero”, “verdad, once de enero”, “olía a cadáver en diez cuadras”, “todos los días moría algún insecto invisible, porque olía eternamente a cadáver”, “el olor de la infancia es distinto, muy distinto”, “pero su caballo nos ha conmovido íntimamente”, “muchas gracias a usted y a su sacrificio”, “lo único desconcertante son estos pozos, que obligan a su caballo a romper esa mecánica tan perfecta y armoniosa”, “además, la cabeza de su caballo, atenta ahora a estos pozos, se mantiene agachada lamentablemente”, “hace poco iba muy erguido”, “lo que lo hacía parecer aún más blanco”, “mientras que ahora . . .”, “miren ustedes este pozo, por ejemplo, y miren el caballo”, “cada vez tiene que volver a empezar”. —Mañana estaremos en Luanda, sean ustedes razonables. “Ha llovido demasiado para su caballo, mírele los cascos”, “en uno de los pozos caerá y no podrá levantarse”, “¿cómo anda de su pierna, Tibot?”, “perfectamente”, “sin embargo, espere, retroceda un poco, tome impulso, este pozo es más ancho que los otros”, “gracias”, “no solo más ancho, que sería lo de menos, sino más hondo; mire el
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caballo”, “el caballo es hermoso siempre”, “su caballo es hermoso siempre, siempre”, “la mañana lo asusta un poco, eso es todo”, “adiós, Ludmila, qué bien se vería usted en este caballo”, “adiós, Ludmila”, “la hemos abandonado últimamente, mire usted esas flores, sáquelas, es preferible”, “adiós, seguimos camino, vamos a Luanda”, “adiós, amigos”, “sí, sí, Tibot, yo también he oído, no hace falta comentarlo”, “tengo ganas de decir que este caballo es lo único que nos queda”, “y bien, ya lo ha dicho”, “sí, lo único que nos queda es este caballo luminosamente blanco”. —Mañana estaremos en Luanda, sean ustedes razonables. —¿En Luanda? ¿Juzga usted tan fácil estar en Luanda?”. “Anotamos cada infidelidad suya”, “estamos descontentos de su camino, de sus pozos, del frío, de las escenas anteriores, de su manera de comportarse”, “nosotros sabemos que usted intenta atraernos”, “que intentó atraernos hacia su corazón utilizando la belleza que el garbo de su caballo le confería”, “qué pequeñita es, sin embargo, ahora, caminando junto a nosotros”, “caminando junto a su inimitable caballo blanco”, “suba, no podrá usted saltar este pozo”, “muy bien, pero quedamos en lo mismo, es usted insignificante”, “sin embargo, yo podría decirle que la quiero”, “y yo también”, “he llegado a comprobar que mis dudas provienen de mis esfuerzos. Cuando alguien me dice que me ama, tiendo a entrar en las sombras”, “qué hermoso es su caballo, señora, qué hermoso es su caballo”, “¿y Luanda?”. —Mañana estaremos en Luanda. El paisaje se torna apretado, sofocante, un pequeño bosque a la izquierda, inundado y el resto nada, el piso solamente, las zanjas, las depresiones del suelo, piedras; y arriba, parecido, solo que rojizo, y lejano. ¿Quién podría reconocernos ahora? La muchacha lleva las riendas: es lo único notable del paisaje. Quisiera dormir y que la muchacha durmiera y que durmiera Tibot, ahí, echados los tres,
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dignamente; los invito: me miran. Tibot quiere seguir y la muchacha no responde; para ella no existe mayor diferencia entre hacer un alto o continuar la marcha. Por momentos, Tibot levanta los ojos a las nubes. Yo lo miro; la muchacha me imita a mí. Los tres nos imitamos; el caminar mismo parece una imitación de unos a otros más que una causa que nos ligara conduciéndonos a Luanda. Otra zanja y otra. Estamos cansados de saltar en este terreno lleno de barro y pozos. Tenemos hambre. El sol está ahora afuera. —Esta noche estaremos en Luanda —repite la muchacha y suelta las riendas y cruza los brazos. —En fin -dice Tibot—, seamos claros. ¿Dónde están, por fin, las bailarinas? ¿Está usted segura que en Luanda? No es cuestión de engañarse a usted misma y de engañarnos a nosotros. Tibot toma las riendas y detiene la cabalgadura. —Le pregunto dónde están, en resumidas cuentas, las bailarinas. Porque nosotros no necesitamos ir a Luanda si no es para verlas a ellas. Fuera de eso, nada nos importa y usted lo sabe tan bien como nosotros. —¡Pues bien — contesta la muchacha—, esta noche estarán ustedes en Luanda con sus bailarinas. Pero permítale a mi caballo seguir. Tibot suelta las riendas y avanza, y el caballo avanza a su lado y, junto a él, a la derecha, yo, bajo la mañana indomable, entre el viento frío y silencioso, pues no tiene dónde sonar, dónde entrar, dónde chocar, dónde trepar; nunca he visto una cosa igual; Tibot nada ha comentado, aunque él estuvo una vez a las puertas de Luanda. Sin embargo, nada de extraordinario en este paisaje,y seguramente también nada de extraordinario en la misma Luanda: alguna pasión de juventud entre sus habitantes jóvenes, algunos gruñidos de hastío entre los habitantes viejos; días nublados, días de sol, días de viento, días serenos, días secos, días lluviosos, intercambios de silencio e
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intercambios de palabras, muchachas acongojadas y muchachos sin congoja; muchachas alegres y muchachos sin alegría, muchachos felices y muchachas infelices; árboles opulentos y árboles enanos; fiestas y entierros, casamientos, gritos, cosechas, excursiones, reuniones, conversaciones, partos, muertes, todo lo que hay en la vida, todo lo que hay en la vida. —No aspiren ustedes a obtener de mí otra cosa que inocencia —nos dice la muchacha. —Está bien —responde Tibot—, es lo que necesitamos. Y durante todo el tiempo que dure esa inocencia suya, usted estará obligada a decirnos toda la verdad. —Pero no podrán ustedes concederse licencias extraordinarias. Ya no los amo. Puedo apreciarlos solamente, en vista de todo, conociéndolos como ahora los conozco. —Por nuestra parte las cosas sucederán con dignidad, con la misma dignidad de este paisaje que nos rodea y nos presta su apoyo. —¿No pondrá usted demasiado sentimiento, señor Tibot? —No. —¿Y será el amor tan breve como para que yo consiga llegar a Luanda? —Piense un poco en usted también. De allí pueden venir las peores faltas. —Repito que apenas puedo contar con mi inocencia. —Y nos revelará usted todo. ¿Nos revelará usted todo? —Todo lo que interese revelar. —¿De esas bailarinas? —De esas bailarinas. —¿Y puede usted ser feliz con mis besos? —No feliz, pero sí inocente. —Pero es usted ya inocente.
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—Perdóneme, no entiendo —agrega la muchacha llorando—. Digamos más bien cualquier palabra, palabras sin sentido; yo digo dos o tres, usted otras dos o tres, yo otras dos o tres. No, Tibot, no debiera usted besar a esta muchacha. Demasiado inhospitalario para ella. ¿A cambio de noticias? Las bailarinas están en Luanda y allá vamos. Luanda está mutilada. Mire usted bien a esta muchacha. Le falta la mitad de un brazo, ¿verdad? ¿Pues entonces? Luanda está mutilada, toda Luanda, toda la población de Luanda está mutilada. En Luanda, el estrago seguramente fue terrible, no hubo modo de prevenirse ni de gritar ni de salir a morir por propia cuenta, que es cuando se avanza de frente con el pecho lleno de aire. Y como no hubo modo de prevenirse ni de salir a morir por propia cuenta, han caído brazos y piernas solamente. Luanda está mutilada. No complique las cosas, Tibot, llegamos a Luanda, recogemos a las bailarinas y volvemos aquí y comenzamos de nuevo. Ellas vendrán con nosotros, de eso estoy seguro; y puedo convencerlo si pone usted un poco de ductilidad de su parte. ¿Duda acaso de las bailarinas? ¿Será posible que pueda usted dudar de lo único que esperamos? ¿No las ha visto acaso? ¿No las vio aquella noche, hace mucho, en la sala del Consejo, representando al barquero que estaba ausente? Claro. Claro, tenía usted en sus rodillas a la pobre Ludmila muerta. Sin embargo, no digo más. Me detengo aquí. Ni avanzo un paso más. Quiero llegar a Luanda con usted, pero sin esta muchacha. Sin embargo, Tibot se va alejando, caminando junto a la cabalgadura, abrazado a aquel cuerpo que se inclina hacia él desde la montura, mientras el caballo apenas se desliza en la mañana. Corro hacia ellos, pero ellos no se sueltan; el bracito de la muchacha en el hombro de Tibot, el brazo alrededor del cuello de Tibot y los dos brazos de Tibot como una manta alrededor del cuerpecito inclinado, quebrado, gastado, de la amazona. —Lo hago por su porvenir y el mío —me dice Tibot, dando
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vuelta la cabeza hacia mí y dejando la boca de la muchacha en el aire. Y la muchacha, con la boca entreabierta, dice: —Y yo lo hago por ustedes. Aunque nada siento. Y vuelven a besarse como antes, sin soltarse, mientras el paisaje se desliza en sentido opuesto al paso del caballo blanco. Sin embargo, el viento es ahora insoportable. La bufanda de Tibot parece una bandera. En la próxima zanja será preciso meterse y esperar. Aquí viene la zanja. No, la hondonada. Una depresión de unos diez metros de ancho se abre ante nosotros. Nos hemos detenido en el borde. A este y a oeste no puede calcularse su extensión. Nos dejamos deslizar por esa especie de muralla cortada a pico. Tibot se adelanta y como si se sentara en un trineo, comienza a resbalar con la cabeza levantada y los ojos cerrados. Tras él va la amazona, abrazada a sus propias piernas para mantener estirada la pollera amarilla. Tras ella, yo. Nos hemos metido los tres. —Ya es bastante —dice Tibot, tocando el piso de la depresión y dándose vuelta hacia la muchacha, sin levantarse. La muchacha avanza un metro más, resbalando, y toca tierra. La profundidad es considerable. El piso está húmedo. Estamos como en un río muy cavado, muy mordido por el agua hacia abajo, rodeados por dos murallas de tierra dura y rojiza. Arriba pasa el viento. Se está bien. Nos echamos a descansar. Arriba pasa el viento como si nos buscara. Encuentra al caballo que no ha bajado con nosotros y lo tumba y lo mata y lo entierra. Nunca más sabremos de él. El viento sopla arriba. Pero ahora consigue de vez en cuando algún sonido perdurable. No es posible trepar el terraplén y asomar la cabeza, asomar una mano. Tibot recomienda esto muy especialmente, para no morir abatidos por el viento rasante. Luanda debiera estar hacia abajo. Cavando sin cesar podría llegarse alguna vez. Caminar es aún peor y ahora completamente imposible. El piso de la hondonada cede si se hace
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presión. ¿Por qué Luanda no estará hacia abajo? La muchacha ha acostado la cabeza en una piedra. —Tibot, ¿usted, verdaderamente, quiere a esta muchacha? No se engañe. En cambio, yo seguiré hasta el final, esperaré a que el viento pase, treparé, saldré, correré, me daré entusiasmo y, por fin, llegaré, lleno de sangre, cubierto de harapos, pero llegaré y seré recibido; en cambio usted, si llega, será rechazado, porque ha caído a la primera tentación que le salió al encuentro, a la primera emboscada que las bailarinas le tendieron para ponerlo a prueba. Esta muchacha contará. Ludmila no pudo contar. Seguramente esa fue la primera prueba a la que lo sometieron y salió usted airoso gracias a su muerte, porque usted, en verdad, no salió airoso gracias a su comportamiento. Ahora sé que Ludmila lo amó y usted amó a Ludmila. Yo, en cambio, prosigo, Tibot. Por nada del mundo aceptaría de esta muchacha una caricia ni siquiera una flor cortada por ahí. Nos están poniendo a prueba, Tibot. Esta muchacha contará, contará, no por hacernos daño, eso no, pero sí por no poder sustraerse a la dicha de haberse sentido amada siquiera una vez, en un viaje y entrará en Luanda vociferando y saltando enloquecida, sin escrúpulos, aullando su triunfo como una hiena embarazada por las calles de Luanda; y se abrirán todas las ventanas de la ciudad, sobre todo dos ventanillos pequeños, suavemente iluminados desde dentro, por donde las cabezas perfumadas de Emilia y Lucila asomarán para vernos pasar y escupirnos al rostro. Yo podré salir de aquí. Este viento no durará. Porque las bailarinas, que seguramente nos presienten en marcha hacia ellas, luchan como nosotros contra el viento para aliviarnos el doloroso arribo. Este viento no durará. Por lo menos, no me sobrevivirá, que es lo importante. Ahora sería estúpido morir, enfriarse, pero más estúpido aún abandonar, ponernos a salvo del peligro. Porque presiento que usted está por decirme esta frase: “No avanzo un paso más aunque cese el viento arriba”, con la que desde hace poco tiene
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la manía de remplazar aquella otra frase suya: “Estoy deshecho”. Hasta podríamos salir, con viento y todo, nosotros dos, dejando a la muchacha arropada y defendida por la zanja. Luego ella tomará la determinación que le convenga. Estamos pasando por la vida como volando, Tibot. ¿No se da cuenta? Salgamos entonces a morir. Sea valiente. Levántese. El mayor peligro del pájaro no es morir sino caer a tierra. Además, yo soy quien puede esperar, porque no debe usted olvidar que ellas, las bailarinas, envejecen al mismo tiempo que yo envejezco y que no podrán asombrarse, llegado el caso, de mi vejez, pues ellas también habrán perdido en parte su frescura y su juventud y sus almas se sentirán adheridas a la mía como ahora, solo que bajo un clima más maduro. En cambio usted, Tibot, me lleva tantos años. La muchacha se ha recostado otra vez sobre el piso húmedo y Tibot la cubre totalmente con la bufanda. —Hay que esperar —me dice Tibot—, comprenda que es un inconveniente imprevisible. De modo que su mirada hostil está de más por ahora. Nunca podría amar a esta muchacha, nunca cambiaría de parecer ni de necesidad. Es más: puedo asegurarle que esos besos que acaba usted de ver no pueden agotar el amor de mi alma sino fortalecerlo. Esto será perfectamente comprendido en toda Luanda, perfectamente comprendido por esos dos rostros perfumados que asomarán —como usted dice— por los ventanillos. Y es más: ellas sabrán que soy susceptible al amor, que me lleno de entusiasmo y que mi corazón es capaz de dar flores. En cambio, usted no podrá ofrecer estas pruebas. Quiero llegar a esas bailarinas con la piedra de mi corazón ablandada. Me prestaré a cualquier juego de esperanza con tal de conseguir ese ablandamiento. ¿Ha llegado usted a pensar seriamente en lo que esas bailarinas representan para nosotros? Ahora, sin embargo, estoy a punto de caerme de dolor cuando pienso que en Luanda solo hay mutilados —como usted dice—, uno de cuyos
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ejemplos menos horripilantes es esta muchacha sin un brazo que espera, como toda Luanda, salir de una vez a la vida decentemente, a expensas, aunque sea, de una consagración de todas las fuerzas del día. Yo he estado a las puertas de Luanda, a usted le consta. Y ahora dudo si esos jinetes que nos enviaban periódicamente no eran también mutilados que eficientemente podían disimular, bajo las capas, los sombreros, las botas de montar, sus cuerpos maltrechos. —Díganos exactamente qué hay en Luanda —dice Tibot a la muchacha que parece dormida bajo la bufanda—. Estamos a mitad de camino, le exijo que nos diga detalladamente qué es ese mundo, qué son esos mutilados, quién los mutiló, por qué a usted misma le falta indecorosamente esa mitad del brazo; y, sobre todo, dónde están las bailarinas, qué hacen en Luanda, qué hace el barquero, por qué partieron sin avisarnos cuando nosotros merecíamos, por lo menos, que se nos avisara y no digo con mucha anticipación, pues podía no depender de ellas, pero sí, por lo menos, el mismo día, en el momento de clausurar los postigos y cerrar la casa, en el momento de partir, si hubiera sido forzoso esperar hasta ese término. La muchacha, sin embargo, continúa inmóvil entre el barro y la bufanda, en silencio, dispuesta a ser un bulto solamente pues eso no puede evitarlo; no obstante, parece respirar bajo el sol que entra ahora en la zanja y nos ilumina de pies a cabeza. —Inútil preguntarle nada —dice Tibot, sentándose en el suelo. Arriba el viento no termina. Cada vez más. Como si todo agosto, apretado y desbocado, estuviera pasando esa sola mañana. Ludmila está tan lejos ahora, a través de esa masa de viento constante y ella, en cierto modo, se parece en este momento a nosotros, por lo menos a la muchacha que está a mis pies dormida, bajo la bufanda de Tibot, muy pequeña, bajo la bufanda negra de Tibot. Tibot acerca la mejilla a la bufanda y dice: “¿Tiene frío?” Y agrega:
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“Inútil preguntarle nada”. Sin embargo, poco después nos incorporamos los tres, damos unos pasos por ahí, sin mirarnos, como si cada uno esperara de los otros dos un primer movimiento de hermandad que culminara con el tomarnos de las manos, pasear un poco hacia uno de los extremos de la zanja, inspeccionar, aunque sea con mortificación el miserable refugio a que nos condena el viento desesperado y sin perdón. Pero tal movimiento no parte de ninguno de los tres. Algunos pasos, solamente, cada uno por su cuenta, cada uno abatido y muerto de sueño. La muchacha estira la mano y devuelve a Tibot la bufanda. Tibot la recoge, la pliega celosamente, lentamente. Por fin la despliega, avanza con ella arrastrando hasta el murallón y junto a él la pone como una manta sobre el suelo y se recuesta sobre ella. Yo tomo a la muchacha de la mano, me mira sorprendida, la llevo hacia donde está Tibot, sorteando las piedras. Nos echamos los tres. Pero antes, Tibot se levanta al vernos avanzar hacia él y cede la bufanda a la muchacha. La muchacha se arrodilla junto a ella, la levanta, se echa y se cubre de a poco. Pobres sueños. El sol por fuera y el sueño por dentro luchan en los párpados. Por fin, a la tarde, nos hemos dormido profundamente. Yo soy el primero en despertar, bajo la luna. Tibot me sigue y él también la mira. Yo lo observo. La muchacha no dice una palabra bajo la bufanda. —Acabo de soñar con Ludmila —me dice Tibot, moviendo apenas los labios. —Cuente, Tibot —le digo. Tibot cuenta: “Voy por una plaza con mi amada Ludmila. Ella me pide que la tome de la cintura y echemos a volar. Efectivamente, la noche es tan serena que me sería muy fácil elevarme a unos diez metros por encima de los árboles de la plaza. El placero, que ha escuchado el ruego desconsolado de Ludmila, se nos acerca y nos
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dice que está prohibido volar en las plazas. Mi amada, entonces, se desvanece, cae y rueda por las baldosas con su vestido blanco. Yo doy un salto y me arrodillo junto a ella. La toco. Está muerta. Saco un cuchillo, furioso, y se lo clavo al placero en el pecho. El placero se echa un poco hacia atrás y luego cae hacia adelante como una piedra. Todavía, desesperado, le clavo varias veces más el cuchillo con una mano, mientras le abro la camisa con la otra. Entonces siento que me voy hacia arriba, que me vuelo, que no tengo peso y aferrado tenazmente a la camisa del muerto, los pies hacia arriba en el aire, lleno de tristeza y temor, contemplo los ojos de mi amada abiertos a las estrellas”. Tibot calla y solloza. Luego me dice: —¿Me contará usted el suyo? —Después, Tibot, después. No quisiera influir con nada sobre esta situación. Esperemos que las bailarinas estén en Luanda, tal como dice la muchacha. Quizá en lugar de ir hacia ellas estemos alejándonos. Nos encontramos a mitad de camino, pero no sabemos de dónde. Tibot da un tirón a la bufanda; da muchacha está dormida. “Mire, Tibot, en cierto modo es hermosa”, “la verdad, muy hermosa”, “su bracito, solamente”, “claro, su bracito”, “porque un rostro de tanta armonía no es posible encontrar”, “extrañará su caballo”, “seguramente extrañará la luminosidad de su caballo”, “debe de estarlo buscando”, “no, ya debe de haberlo encontrado, y duerme junto a él”, “en cierto modo sí, porque su sueño es muy tranquilo”, “pero observe, sin embargo, la boca dolorida, entreabierta”, “es lo único”, “lo único, más el frío de la frente”, “eso no puede ser feo”, “pero es un frío poco común”, “un frío poco común tampoco puede ser feo”, “toque”, “cierto, un frío muy poco común”. Hemos retirado las manos de la frente de la muchacha. —Debiéramos continuar la marcha —le digo a Tibot—. Será
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lo mejor para ella. Llegar de una vez. —Entonces sí que la mataríamos. —¿Por qué? —Porque verá que la dejamos por esas bailarinas. —Las bailarinas posiblemente no estarán en Luanda. —Usted se contradice a cada momento. —No es necesario gritar. —Bien; hagamos silencio. —Los dormidos merecen cualquier cosa. Hagamos silencio. La muchacha despierta, mueve los brazos, se incorpora. Afuera el viento sigue pasando. La muchacha sonríe, como si se estuvieran cumpliendo sus planes. ¿Qué planes? —¿Dónde quiere llevarnos usted? —le pregunto. —A Luanda —dice, restregándose los ojos, feliz. Luego vuelve a echarse y a cubrirse. —Yo quisiera luchar, Tibot. —¿Luchar? ¿Qué quiere usted decir con eso? —Luchar, adherirse a una idea. Adherirme a una de mis ideas y tratar de sofocar con esa a las otras. —¿Usted dice perseguir algo, alguna novedad? —No; agitarla solamente, como una campana. —Las cosas que se le ocurren a usted cerca de un cadáver. —Yo no he muerto, no he muerto —gime la muchacha—. Llegaremos a Luanda. El viento no deja oír algunas cosas. Tibot gira hacia mí y me pide que le cuente mi sueño. —Es eso, Tibot. Luchar. —¿Usted soñó que luchaba? —Efectivamente. —¿Por Ludmila? —No.
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—¿Por quién, entonces? —No sé. Luchaba, simplemente. —¿Contra quién? —Contra leones. —¿Los venció? —No sé. —Cuente. —Nada. Luchaba contra leones. —Cuente, por favor—. Tibot cierra los ojos y espera como un niño. —Los leones invaden mi cuarto. Me sorprendieron ordenando algunos papeles. Demasiado tarde para hacerme el dormido, opté por hacerme el vencido, el sin esperanzas, el frustrado. Entorné los párpados, arrugué el rostro, me puse una mano en la frente, los leones se echaron y me observaban. Por último, me sentí verdaderamente vencido, frustrado, sin esperanzas, y deseé la muerte, me eché sobre los leones con los brazos abiertos para enfurecerlos; los leones se enfurecieron. Redoblé mi ataque y los castigué furiosamente para tornarlos cada vez más salvajes contra mí. Sin saber cómo, llenas de sangre las manos, me puse de pie. Ellos yacían a mi alrededor derrotados y ya moribundos. —Organicémonos —me dice Tibot. El viento no deja oír algunas cosas. Tibot se incorpora de un salto, levanta dulcemente los párpados de la muchacha, como dos láminas de plomo y los ojos de ella, desnudos de pronto, consiguen vivir otro poco bajo el sol, bajo la molestia del sol del segundo día que no los deja morir. Sin embargo, su agonía durará mucho. Todo ese día y la noche. Tibot sale a inspeccionar la hondonada. Corre cuadras y cuadras como si buscara auxilio. Encuentra agua, solamente. Ha empapado la bufanda y la trae chorreando. Deja caer las gotas en la frente de la muchacha. Todo
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eso es mil veces peor, porque es el frío el principal inconveniente. Es que Tibot considera que la frente de la muchacha está hirviendo. —Organicémonos —repite Tibot—. Levante un poco la cabeza de la muchacha. ¿Usted cree que yo espero algo? No espero absolutamente nada. Pero levántele un poco la cabeza. Ahora júntele los brazos. Estírele la blusa, reúnale los pies, dele un beso en la frente. ¡Qué poco conoce usted a los muertos! —¿Seguimos, Tibot? —Sigamos, si usted lo prefiere. Saldremos los dos. La envolveré en la bufanda. Espere. —¿Pero las bailarinas estarán en Luanda? Afuera el viento es insoportable. —Preferiríamos que la lleváramos con nosotros —digo. —Imposible —dice Tibot—, nos impedirá todo movimiento defensivo. El viento es terrible. ¿Qué tiene usted en la mano? —El brochecito de su blusa. —¿Piensa guardarlo? —Sí. —¿Qué podría llevarme yo? —El brochecito del pelo. —Tiene razón. Tibot le arranca con el pulgar y el índice el brochecito del pelo. Luego dice: —¿Cómo se llamará? -Quién sabe. —¿Por qué no le habremos preguntado? —No se me ocurrió preguntarle. —A mí tampoco. Verdaderamente, es muy doloroso no contar en este momento con su nombre. Tibot se acerca al oído de la muchacha y musita: “Dulmina”,
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“Mulnida”, “Ludimia”, “Lemidia”, “Elimia”… —No, Tibot; escuche el viento. Imposible salir de aquí. —Tendremos nuestra recompensa —dice Tibot. —Tal vez. —Por ahora, mire ese rostro, mire esa mano, mire ese pelo, mire esos pies diminutos y frágiles. ¿No es hermoso? —La amamos, Tibot. —Ya lo creo. Se nos conoce en la cara. Estamos enamorados de esta muchachita. Es extraordinario que no consigamos ponerla de pie, hacerla revivir. Su estado empeora: mírele el pómulo. Ya no nos quedan fuerzas. —Vamos, Tibot. Hagamos un esfuerzo. Espere. No la deje caer, tenga paciencia. Ya sé que no contamos con la voluntad de ella, pero tenga paciencia. Tratemos de convencerla para la marcha. La incorporamos entre los dos y la sostenemos de pie. Ella tiene los ojos cerrados. Sus rodillas se doblan, su cabeza cae a derecha e izquierda a cada movimiento nuestro. —Suba otro poco. No, menos. Está bien. Yo la sostengo por debajo de los brazos. Ella tiende a desplomarse como un muerto caliente. —Ahora suba otro poco. Espere a que yo me ponga de pie. El aire se entretiene en la barba de Tibot, en el pelo de la muchacha, en mis oídos. De este lado el barro es mayor. Me echo contra la muralla y descanso, sin soltar a la muchacha. Tibot se apoya también, sosteniendo a la muchacha por la cabeza y descansa. —Si la soltamos —dice Tibot —verá que no cae. Hay gran parte de empecinamiento en todo esto. Hagamos la prueba. —¿Vive? —Claro que vive. —¿Cómo podría saberse? Pero la muchacha ha abierto los ojos y suspira reclamando
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los prendedores, que le son devueltos. —Salgamos —dice la muchacha—. En Luanda nos esperan. —Suelte —me dice Tibot. Y yo, sin fuerzas, la suelto y me dejo caer. Tibot la suelta también al mismo tiempo y la muchacha cae derramada como un trapo. Tibot está de pie y me clava los ojos, desdichado, enfermo, sonámbulo. —Un último esfuerzo —me dice. —Lo que usted diga, Tibot. —Bueno, levante ahora otro poco. Piense en Emilia, en Lucila, en Ludmila. —Pienso, Tibot. —Levante ahora otro poco, póngase de costado y meta los dos brazos por debajo de las rodillas. Apóyese siempre con un hombro. Arriba, vamos. Tibot hace lo propio en la espalda y así la levanta a la altura de las piernas, hasta que todo el cuerpecito de la muchacha descansa, rígido, apoyado en nosotros. Luego, con otro esfuerzo, la cargamos sobre los hombros. Parece que estuviéramos por emprender la marcha. Sin embargo, Tibot quiere solamente darse calor, porque me dice: —Ahora avance hacia mí un paso, sin soltarla. Yo le echo los brazos alrededor de las pantorrillas, suave, leve, dormida, curva materia de pesar, sujetándolas a mi hombro para que no resbalen. Entonces avanzo ese paso que dice Tibot y como Tibot al mismo tiempo ha avanzado hacia mí otro paso, el cuerpo de la muchacha, rígido antes, cae hacia abajo doblado por la cintura, de manera que su vientre, pequeño, está mucho más abajo que su cabeza custodiada por Tibot y que los pies, custodiados por mí. Tibot dice en ese momento: —Avance otro poco.
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Y él vuelve a avanzar, de modo que la muchacha queda entre nosotros, recibiendo nuestro calor, casi doblada en dos por la cintura. Sin embargo, y aunque aquella no me parece una solución por mucho tiempo, compruebo que es sostenible sin mayores esfuerzos y que descanso y me recupero, siempre apoyado con un hombro en la muralla, como descansa y se recupera la muchacha cuyo rostro parece revivir. —¿No será ella nuestra salvación? —me pregunta Tibot. —En ese caso, usted y yo tendríamos que luchar aquí hasta que uno de los dos muriera. ¿O usted se refiere a otro tipo de salvación? —No es precisamente eso. Desde que usted dijo: “Yo quiero luchar”, lo siento a usted infinitamente lejos. En fin, ella puede ser una pequeña salvación, sernos de utilidad para cierta esperanza. No me refiero a una salvación total. Además, ¿qué es eso? —Tibot, no puedo más, se me aflojan los brazos. La muchacha es depositada en el fondo de la zanja. Tibot le echa otra vez la bufanda. Arriba pasa el viento.
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SUBSUELO Sí. Llegaron más migajas. Bastantes. En grandes bandejas de metal las introdujo el bueno y atento de Nour por la claraboya, que se abre sobre los jardines. Te queremos, Nour. Sin tu cooperación, ¿estaríamos todavía vivos? Eso está por saberse. Tocino, papas también. Oh, Nour. Bajo los montoncitos de migajas, pedacitos de tocino y de papas. Cuando sonó la campanilla empezamos a babear. Yo el primero, los otros a continuación. ¡Los otros! Leproz, Orti y basta. Porque ha pasado bastante tiempo. Ahora descansa un poco, Nour. Ya has trajinado mucho esta semana por nosotros. Tampoco estás holgadamente seguro en tu trabajo. Ni más ni menos que nosotros. Aquí te tengo tu historia patria, bien leída. Te la devuelvo. Gracias. El libro anterior también te lo devolví. ¿Recuerdas? ¿Cómo se llamaba? ¿De qué se trataba? No importa. Leo y lo devuelvo. Eso es lo importante. Muy buena esta remesa de migajas. Me encuentro devorando mi parte con un apetito que me desconocÍa. Cierto que ahora estoy mucho mejor de los nervios, tan bien como Leproz, que escolta a Orti, y que Orti, que me escolta a mí. Bien, Nour, aquí está la bandeja de vuelta con el libro que me prestaste. Te devolví el otro, ¿no? ¿Te acuerdas? Si no, estaría aquí, entre mis cosas, en alguna parte, a la vista. Leo y devuelvo. Orti y Leproz ni leen ni devuelven. Yo sí. Pero no me quejo. Trago saliva, eso sí. No podemos acuchillarnos por pequeñas diferencias. Arriba han debido comer guanaco estofado o algo así, porque el olor nos ha llegado con mucha fuerza. ¿Cuántos invitados hubo? ¿Dieciséis? ¿El matrimonio Olgar también era de la partida? Lo conocemos. A veces bajan hasta aquí y nos dan la mano. Otras veces, por lo visto, 229
se dirigen directamente a la mesa servida. ¿Creerán que ya no existimos? Digo, no existimos como tales. Sí. He charlado demasiado. Toma la bandeja con el libro. Hasta mañana, Nour. —Hasta mañana. Hoy he visto tu brazo cubierto, abrigado, asomar con la fuente repleta. Reconocí por la manga tu viejo sobretodo, Nour. ¿Es invierno ya? ¿No estaría jaraneando? Perdón, Nour. Orti ha tosido toda la noche. Debe de ser invierno. ¿Pero es suficiente que lo sea? De aquí no saldremos con vida ni Leproz ni Orti ni yo. ¿Pero es suficiente este invierno para que eso ocurra? Vamos por partes. Es indigno ajusticiar en mitad de una estación; es lícito hacerlo con la muda de la naturaleza. ¿Pero es digno anunciarlo por intermedio del brazo cubierto con la manga del sobretodo? A Leproz y a Orti ni una palabra de todo esto. Me lo trago, pobrecitos. Puedes decir arriba que estamos en completo desacuerdo. No temo. Repaso mi vida. Eso es todo. Tengo ropa suficiente. Sombreros, pantalones, levitas, toallas. No estoy desnudo. Antes la muerte. Con el codo limpio cada tanto los vidrios empañados de la claraboya que da sobre los jardines y contemplo el vitral marrón. Como ves, no estamos tan huérfanos, Nour. Terminaremos alguna vez nuestro trabajo y firmaremos la renuncia, que entre paliza y paliza trabajamos sin respiro y entre bocado y bocado, con respiro, analizamos nuestra situación, displicentes. Entonces, por lo visto, estamos en invierno. Nos debemos calor. Leproz me dice que él nació aquí, que solo recuerda que él siempre vivió aquí. Pero nada más. Yo nada le digo. Yo no digo nada. Yo no hablo. Yo soy mudo. Orti lo perdona todo. Casi no se levanta. Cumple su tarea echado de codos sobre el colchón. Cuando no hay moros en la costa (yo limpio el vitral con la manga, Leproz hace sus necesidades, por ejemplo), Orti suspende la tarea y piensa. Cuando sus lágrimas cua230
jan, se queda tranquilo y se duerme, siempre sobre los codos, y un hilo de saliva cae sobre sus papeles como si fabricara miel. Entretanto, Leproz se incorpora a su labor y yo acabo con mi limpieza. Bien, Nour. Comenzaremos nuestra tarea de hoy. Sin novedades. Leproz ha ganado en velocidad, Orti en prolijidad. Les costó. Orti parece más viejo que Leproz, pero no es seguro que así sea, porque se acuerda muchas veces de la cofia de su madre, que usaba cofia, y de la escopeta de su padre que era cazador un día cada siete. Orti también se emborracha, pero personalmente desprecia las alimañas de todo tipo, sobre todo las grandes, las chillonas, que recorren nuestra superficie en pocos minutos. Ahora te hablaré de mí, Nour. Sabes que soy mudo. Pero conservo algunos ruidos o gritos o chillidos, como quieras llamarlos. Oigo a Leproz y a Orti, aunque no puedo contestarles. ¿Les contestaría si no fuera mudo? Eso está por saberse. El sueldo de Leproz es mayor que el mío, pero Leproz me da unas monedas cada vez que recibe su sobre, parte de las cuales yo le paso a Orti, que gana menos que yo. Decía que soy mudo. Ni me lo preguntaste. Ni te importó jamás, Nour. Yo, en cambio, sé que tú no eres mudo y me alegra que así sea. Si te dignas a preguntármelo alguna vez, tengo mis dedos listos para responderte con señas o chillidos o gritos. Eso está por saberse. Y no sé mucho más de mí. Si estoy vivo será por algo, por alguien. Si estoy vivo he dicho, Nour. No creas que abuso de tu confianza. El matrimonio Olgar. El matrimonio Olgar. El matrimonio Olgar. No quiero que se pierda su nombre. Yo estaba postrado cuando vino ayer a saludarme, muselina ella, lana verde y gruesa él, medallas en el pecho y en las mangas ambos, alegres como siempre, algo bebidos. La Olgar dijo que todo estaba sucio aquí, se echó sobre los papeles y puso los sellos. Olgar se limitó a charlar con nosotros. A charlar tras su risita barbotante y nos dio consejos. La Olgar 231
quería desnudarse y bailar después de poner los sellos porque dijo que sería nuestro último contacto con el mundo y nos tenía lástima y la incitaban a la danza nuestros desusados trajes a rayas, que podían servirle, según ella, de escenografía. Olgar, sobre el colchón prestado de Leproz, cerró los ojos dulces y se durmió. La Olgar, sin ropas ya, hizo su baile y pesadamente se desplomó, cansada, sobre Olgar, a quien llenó de besos, dormido. Leproz tomó la mano a Orti y se largó a llorar. Yo trepé a la escalera y me puse a limpiar la claraboya y a mirar el vitral. Fue una reunión como pocas y se quedaron toda la noche. Pero Olgar dijo que no volverá porque le repugnamos. Y no es cierto. Echó la llave por fuera y se alejaron sus pasos en el corredor y otra vez nuestro fin queda flotante, sin resolverse, como el de los perros en los sobrantes de atmósfera de las cámaras preletales. Poco puede hacer Olgar por nosotros, fuera de lo que hace. Hace bastante, sin embargo. Quisiera hacer más, pero Nour lo vigila. Nour hace también bastante por nosotros. La Olgar y Nour discutieron acerca de nosotros. Olgar echó su llave, Nour echó la suya en la cerradura de abajo, que es la que le pertenece. ¿Pero adónde podríamos nosotros ir si no se tomaran tales precauciones? Creo que a ninguna parte. Además, dependemos, como los Olgar y como Nour, de los de arriba: el preboste Odelino y su comitiva descendente; Juan Nour, padre de Nour, compás de espera de las órdenes de esa comitiva, y algunos otros que ni siquiera conocemos. Hacen ruido cuando se reúnen, pero ya no los oigo. Desde que perdí casi totalmente el oído no los oigo. Desde que supe que se seguían reuniendo comprendí que me había vuelto sordo. Ahora soy un bostezante, un monótono, yo que era el desigual e inquieto de toda la casa hasta no hace mucho, según me parece recordar. Orti tiene un carácter compensatorio. Se adapta y es fiel. Orti recuerda cuándo lo trajeron aquí, pero los detalles se le escapan. 232
Vino muy limpio y ahora su higiene no es perfecta. Ya no recuerda las alternativas de su llegada. Yo tampoco las recuerdo. Tiempo más, tiempo menos. Me parece que lo conozco desde siempre, como a Leproz, a Nour, a la comitiva de Odelino, etcétera, y como a la luz, no muy intensa, de nuestro aposento, formada por dos lámparas de mercurio que se complementan extraordinariamente. Orti ya no gime como antes. Su piel se ha regenerado. Solo le quedan las cicatrices, malamente distribuidas en la espalda, la cara y las extremidades. No nos aplican golpes desde hace tiempo. Nour sigue con la manga del sobretodo puesta. Hoy también la llevaba cuando apareció su brazo por la claraboya e introduciendo la bandeja con el alimento nos dio el buen día que yo escuchaba antes. Seguimos, pues, en invierno, el trozo más respetable del año. Esta vez el alimento ha dejado mucho que desear, y el propio Nour lo sabe, puesto que su brazo temblaba cuando deslizó la bandeja por la abertura de la claraboya. Algo fatal para él, de quien dependemos y a quien nos confiamos. Echado en mi colchón, yo repaso las horas, los minutos… No sé exactamente por qué Nour se niega por sistema a dejarnos las migajas sobre la mesita o el piano, por qué se negaba a entrar a cambiarnos las vendas y los algodones y por qué se sigue negando. Es posible que alguna vez, más adelante, se constituya por fin en nuestro verdugo a falta de personal especializado y no quiera darse a conocer mientras tanto. Hace algún tiempo había aquí ciertos muebles que ya no están. Los sacaron, pero ¿cuándo? Estaría durmiendo cuando se produjo el desdoblamiento. Apenas recuerdo que, de pronto, no los vi más, y creo que lamenté entonces la pérdida de algunas cosas sin importancia que había guardado en los cajones. ¿Hilos, papelitos, flores secas muy antiguas, fósforos? Dejaron el piano, donde convergían las manos de Leproz, que tocaba de memoria varias sonatas cada tanto. Él lo afirma, pero yo no lo recuerdo. Solo sé que ahora Leproz no toca. Ni siquiera mira el piano, abierto. 233
La tapa no está, se la llevaron. Siempre he tenido la intención de preguntarles a los Olgar, cuando vienen, qué ha sido de esa tapa, pero luego me olvido. Será que los Olgar nos maravillan tanto que no somos capaces de hacer nada cuando ellos vienen. Leproz dice que el piano perteneció a Odelino cuando este era pequeño y que Odelino grabó en cinta magnética los conciertos de Leproz a través de la claraboya para luego imitar su estilo. En ese tiempo yo poseía el oído. ¿Por qué entonces no recuerdo las interpretaciones de Leproz? Odelino estuvo presente cuando bajaron el piano y hasta leyó un pequeño discurso dirigido a Leproz, pero ya nada recuerdo. Y al parecer soy más antiguo aquí que el mismo Leproz, pero yo vine de otra parte. De eso estoy seguro. Juan Nour tiene también una hija, pero no la conozco. Cuando sangrábamos demasiado por la nariz, las orejas y el ano, se la escuchaba dar órdenes a Nour, su hermano, quien por lo visto se comprometía a duplicar las migajas y a presentárnoslas con una salsa más liviana que la habitual, hasta que desaparecieran las hemorragias. Mi mudez no se debe a estas palizas. Orti y Leproz conservan el habla. Y nuestro destino es el mismo. Como han cesado los castigos corporales ha debido cesar la voz de la hermana de Nour. Creo que ahora nos entendemos solo con él, solo con su brazo, desnudo o con manga, según la estación. Soy bajo, fornido. Mi sombra en la pared es baja y fornida. Se proyecta, por lo general, cerca del teléfono, cuando me levanto del colchón y me visto y el haz de luz me viene de la espalda. Allí ensayo algunas gesticulaciones para cuando conozca a Juan Nour y a su hija y para las visitas de Olgar con su mujer, a quien él llama Siempreviva. Siempreviva está encinta y cuando viene deja olor a manzanas. Orti está olfateando como los perros en los mercados. ¿Por qué he dicho “mercados”? 234
Leproz ha recibido una carta y la lee a gritos, pero yo no escucho. Nour acaba de introducir el sobre por la claraboya, en una fuente. Sigue el invierno. Leproz sigue leyendo su carta sentado en el taburete del piano. ¡Oh !,si se dignara tocar. Creo que Odelino tiene una empresa de navegación, además de esto. En la sala de estar pienso constantemente en Odelino, qué hará, qué no hará. No ordena ya que nos peguen. Ordena que no nos peguen. Tal vez no ordena nada. Debe estar agradecido de la cinta magnética con los conciertos de Leproz, pero no se molesta en venir a decirlo. Tiene sus motivos. Odelino es paralítico. Yo lo creo así. A grandes rasgos, Siempreviva, la mujer de Olgar, se sacará de entre las piernas un hijo cuando llegue el momento. Habrá gran fiesta arriba y las alimañas no nos dejarán dormir alborotadas con el olor a comida. Podremos matar algunas, es posible, pero jamás lograremos destriparlas a todas y echarlas al sumidero a que se desintegren con la orina. Siempreviva se ríe mucho con Orti porque Orti le hace gracia. Olgar no se enoja con su mujer por eso, la anima a seguir después que ella pone los sellos y firma sobre el libro de conducta, que luego deposita sobre el piano. Si se quedan toda la noche, Leproz, Orti y yo nos las arreglamos para manosearle el pelo y las manos, pero nos cansamos enseguida. Olgar no sospecha nada. Siempreviva anota , pero no sé qué anota. Atando cabos, Odelino es una difícil pregunta cuya respuesta puede hacer tambalear nuestra existencia. No es el momento de detenerse a averiguar si en verdad existimos. No. Ni es decente pensar mi vida aquí abajo como un mero pasatiempo del corazón. No. Aquí han ocurrido cosas que ocurren doquiera, en todos los casos, por sobre las colinas y en los subsuelos, y, en cierto modo, estamos más protegidos que bajo el sol. Se nos depositó aquí con odio, tal vez, pero el odio ha cesado y se nos cuida con el esmero que permiten las circunstancias. ¿Sería posible esa vida de arriba sin esta vida 235
de abajo? Cuántos hilos maravillosos nos unen desde el sumidero a la torre. “Sangren, cautivos”, habrá ordenado Odelino. “Dejen de sangrar, cautivos”, habrá dicho después. Y ahora vivimos bajo su segunda iniciativa y ya no sangramos porque han cesado los golpes. Es más: nuestros uniformes son delgados y cómodos; los de ellos, poco prácticos, herméticos, con botones pesados y bolsillos gigantes. El matrimonio Olgar, en su última visita, se mostró más considerado que nunca. Olgar lucía una nueva estrella en el pecho. Siempreviva llevaba polainas nuevas bajo la pollera azul. Ella puso los sellos y él se echó a dormir en la cama prestada de Leproz. A continuación, Leproz, Orti y yo la manoseamos. Orti vomitó la comida y quiso irse de allí. ¿Estará loco? Leproz fue más lejos: puso su mano derecha sobre las teclas del piano pero enseguida las sacó. Siempreviva corrió entonces hacia Olgar y le entregó su amor. Ahora ya no se desviste y Olgar la recrimina por eso. Olgar estudió detenidamente la bandeja de alimentos que acababa de llegar, olió su contenido, introdujo los dedos en las migajas y revolvió en círculo, miró sus dedos pringados, los acercó a la nariz y por fin nos hizo señas de que podíamos comer. Yo comí mi parte y empujé la bandeja con el pie hacia Leproz, quien la rechazó empujándola hacia Orti. Orti comió algo, pero, como he dicho, vomitó. Olgar, sentado en el taburete del piano, giraba en semicírculo y nos contemplaba. Juan Nour se acerca a nosotros, pero no más acá de la claraboya. A veces conversa con Nour, su hijo, sobre organización y demás, cuando este nos pasa el alimento. Si la conversación es agria pueden retumbar los ecos en los pasadizos de arriba y esto es muy doloroso, tanto para nosotros como para Odelino, de quien se sabe que se tapa los oídos con algodones porque no soporta los ruidos. Leproz, en consecuencia, debe ser o debe haber sido un pianista delicado, apenas perceptible y muy armonioso. La hija de Juan Nour, tarde o temprano, tendrá que descender 236
a nuestros aposentos. Cuanto antes mejor. Mejor para todos. Si riñó con su hermano cerca de la claraboya, por fuera, según se sabe, en el momento en que este nos introducía el alimento, quiere decir que tiene jurisdicción en la cocina, adonde acude Nour, su hermano, en busca de la fuente de migajas. Estarse quieto, pensar en todo, sobarse despaciosamente las lastimaduras cicatrizadas, pisar el pequeño jardín de hongos que ha crecido a la entrada de los baños…No se lo deseo a Odelino, no se lo deseo a nadie. Puedo pedir la mano de la hija de Juan Nour. Cuando asome el brazo de Nour con la bandeja le depositaré entre los dedos mi mensaje de amor. Le escribiré: “Señor Juan Nour: Quiero pedirle la mano de su hija. No soy rico pero nada me falta. Tampoco soy un vagabundo de esos que cambian de país y abandonan a sus esposas”. Siempreviva no será un tropiezo. Si le cuenta a la hija de Juan Nour que la he manoseado, y esta no lo recrimina, le diré que la manosearon Leproz y Orti y que yo no la he manoseado jamás. Nunca volveré a manosearla. Lo juro. Puedo también decirle a Olgar que me haga un certificado donde conste que yo nunca he manoseado a su mujer. Eso es lo más convincente. Cuando venga el matrimonio Olgar la próxima vez trataré de conseguir ese certificado. Y me mostraré frío, muy frío con la Olgar, a la manera de los filósofos. Porque soy un filósofo. Si Juan Nour me manda llamar, iré sin pensarlo dos veces. Odio pensar dos veces la misma cosa, salvo cuando pienso como filósofo. Me pondré ropa civil, hablaré con Juan Nour y a mi regreso aquí reuniré a Leproz y a Orti para comunicarles la nueva. Orti y Leproz con su Siempreviva, yo con… con… No sé su nombre. Le buscaré uno que suene bien, que haga buna pareja con el mío. También buscaré uno para mí, pues tengo mis dudas acerca de mi nombre. De todos modos, soy mayor que la hija de Juan Nour. De eso no hay duda. Pero tengo que apurarme, porque el fin se avecina y no es justo. 237
Ahora Orti anda con muletas. Allá él. Supongo que antes no las usaba. Esto es nuevo, me parece. Pero no debo ser tan despiadado con la realidad. Orti no usaba muletas. ¿Y si fuera más correcto decir Orti usaba muletas? Si Juan Nour me llama tendré que decirle también que Orti usa muletas, aunque no sea una gran novedad para él. Las muletas de Orti terminan en dos rueditas de goma que apoyan en el suelo. Están pintadas de amarillo suave y arrastran algunos yuyos adheridos y pedazos de hongos triturados. Nuestro pequeño jardín es muy silvestre y cede terreno a las alimañas. Orti casi no habla, pero camina mucho. Va y viene, de vez en cuando saluda. No tengo historia. Acabo de comprobarlo parado frente al vitral. Ni lo he pintado yo ni lo destruiré yo. Hasta mis cicatrices se han borrado; las busco en vano con el dedo y los ojos, milímetro a milímetro, sobre la piel de mi cuerpo, entre las porciones circunvaladas por las venas, bajo el vello claro. ¿Estarán por ahí y yo no las veo? Mi vista es perfecta. No tengo historia. Hoy comenzaré una, a todo vapor, cueste lo que cueste. Me situaré claramente como el pescador frente a su estanque. Sacaré de las aguas a Leproz y a Orti con el anzuelo y esa será mi infancia, a la que agregaré algunos saltos, gritos, fechorías. La hermana de Nour nos trajo hoy la comida. ¿Y Nour? ¿Y su brazo? ¿Y su manga? El brazo de la hermana de Nour ha asomado con la bandeja por primera vez. Cuando sonó la campanilla corrí y estiré el brazo y me encontré con un brazo que no era el de Nour, un brazo desnudo, ondulado, religioso, ritual, blanco, delgado y sin temblor. La mano aferrada al reborde de la bandeja, las uñas pintadas de rojo descarnado. La muñeca delgada, presa bajo una malla de reloj, un reloj grande con las manecillas blancas sobre un fondo de carey negro. Como al pasar, rocé esa mano en el momento de recibir la bandeja y 238
experimenté, como un ejército derrotado, la fatiga, el temor, la sed y la vergüenza. Puse entonces mi pedido de mano doblado entre los dedos de esa mano. La mano se cerró y alejóse atraída por el brazo, hasta desaparecer de mi vista. Debo diferenciar de una vez por todas el metal de que están hechas estas dos pasiones mías: Siempreviva y la hija de Juan Nour. Esta también ha soportado el manoseo (de la mano, solamente; del pelo y las manos Siempreviva, no hay que olvidarlo para poderme entender a mí mismo) como el de un hombre que existe o por lo menos ha existido, puesto que conoce a fondo la actividad registrada en la jurisdicción de Odolino. Leproz, Orti han observado boquiabiertos, junto al vitral, todos los movimientos de mi mano en el momento en que depositaba el mensaje en la mano de la hermana de Nour, y durante el resto de la jornada apenas si me han dirigido la palabra; entre ellos se han intercambiado, sin pudor, miradas y cuchicheos que se referían a mí. Luego comieron su porción amigablemente y empujaron hacia mí la bandeja con el resto, que fue a parar al sumidero porque no tenía hambre. ¿Puedo pretender una historia propia con el estómago vacío, con los intestinos lánguidos y la cabeza pesada? Debiera tomar sol, además. ¿Pero cómo? No hay sol por aquí cerca. ¿Hay sol en esta región? ¿No habíamos quedado en que el clima en que nos hallamos es semidesértico y llueve constantemente? “Yo nací en un país lluvioso…”. Eso está por verse; aunque suena bien como comienzo, nadie puede refutarlo. Entonces, con sol o sin sol se puede haber sobrevivido. Y yo he sobrevivido. Mi biografía no es falsa. Lo siento íntimamente. Habrá que esperar esa respuesta, pero sin arrojar el alimento por la borda. Tengo buenos dientes carniceros; los he palpado y acariciado con la yema de los dedos. Soy carnívoro y herbívoro. Puedo reproducirme. ¡Cuántas cosas! Sin embargo, no habría sido capaz de morder el brazo de la hermana de Nour. Era lo que esperaban, tal vez, Leproz y Orti, 239
para hacer luego lo propio con Siempreviva. Tengo que enseñarles todo. Me imitan, carecen de historia. Allí estaban, embobados por mi destreza en materia de mensajes introducidos en una mano casi cerrada como un caracol. Con el meñique empujé hacia la palma de esa mano el papelito doblado después de haberlo hecho pasar entre los dedos. La hermana de Nour esperaba ese mensaje hace tiempo. Mis cosas se van arreglando sensiblemente gracias a mi esfuerzo. Orti fue el más impertinente observador de mis movimientos en el instante de entregar mi mensaje. Había sacado dos muletas no sé de dónde para apoyarse y mirar más cómodamente. Nunca he visto a Orti con muletas. Estoy casi seguro de que podría deslizarse sin esos palos. Habrá que ver. Cuando entregué mi mensaje me volví, pero Orti se quedó un buen rato ahí, hasta que se acostó después de depositar sus muletas debajo del camastro. Tengo que ver esas muletas, me dije. Cuando Orti se durmió me acerqué a él, me agaché y me metí debajo de su cama, pero allí estaba oscuro y no distinguía nada de lo que había. Entonces, a tientas, palpé los palos y los fui empujando afuera. Al rato salí yo. Los palos estaban ahí, al lado de la cama. Los agarré por las puntas y me los llevé cerca de la claraboya. No son pesados ni livianos. Muy buenas muletas. De madera. Dura. Un poco sucias. Todavía están tibias arriba, el travesaño donde se cuelga Orti. Ahí tienen cuero marrón y unos trapos atados. Manchas de sangre. A Orti le pegaron. Pequeños lunares marrones claros, costras secas de sangre vieja sobre los listones largos que no se pueden arrancar con la uña. Los listones tienen también rajaduras, vetas longitudinales y manchitas de moscas, pero deben ser muy resistentes a las variaciones climáticas. Golpeo con los nudillos el travesaño inferior, donde se agarran las manos de Orti precisamente, y compruebo que es macizo. ¿Habrá sido golpeado con sus propias muletas? ¿Habrá reñido con Leproz y lo habrá golpeado y esas costras son sangre de Leproz y no de Orti? “Yo nací en un país lluvioso”. 240
Eso está bien. Pero no quiero seguir a la deriva. “Orti tenía muletas”. Perfecto. Las veo, no hay duda. “Orti golpeaba a Leproz con sus muletas”. Eso está por saberse. “Leproz me golpeaba a mí con las muletas de Orti”. Muy problemático; veremos. Si yo he usado alguna vez esas muletas las cosas son muy diferentes. Se trata de un par de muletas perteneciente a los tres, según la ocasión. Yo no uso muletas. Si usara no estarían bajo la cama de Orti, estarían bajo mi cama y yo me las pondría. Eso es cierto. Pero puede ser que ya no las use, desde que cicatrizaron mis músculos y pude valerme por mí mismo. Igual cosa puedo decir de Leproz. Odelino mandó las muletas para el que las necesitara después de los golpes. Es evidente que Orti, dueño hoy de las muletas, por lo visto, ha sido golpeado largamente. “Yo nací en un país lluvioso”. “A Orti lo golpearon largamente y debe usar muletas”. Basta por ahora. He depositado las muletas en su lugar, bajo la cama de Orti. La derecha y la izquierda. Leproz ha salido hasta el jardincito de hongos. Llaman a la puerta. Abren. Aquí está el matrimonio Olgar, con Siempreviva adelante y Olgar detrás y un perro alto atado de una soga. Le llaman Kavo. Me ronda los zapatos y los pantalones, olfateando. Lo atan a la pata del piano. Se echa y me mira, lamedor. La Olgar pone los sellos en el libro. Siempreviva se mete debajo de la cama de Orti después de poner los sellos en el libro de conducta. Leproz viene caminando del patiecito de hongos y le da la mano a Olgar, que muestra los colmillos al reír. Por debajo de la cama de Orti aparecen, poco a poco, las patas de las muletas y después las muletas enteras. Leproz las levanta y Olgar comienza a caminarlas. Sale Siempreviva y se une al grupo. Despierta Leproz, se levanta, se viste, pero no reclama las muletas. Siempreviva recorre con sus uñas las vetas de los palos, rasca la sangre pero no consigue desprenderla. Olgar se acerca a Kavo, lo desata, le palmea el lomo, le rasca la cabezota y le da a oler las muletas. Kavo muerde una como si fuera un hueso enorme. Olgar le grita para que la suelte. Kavo obedece 241
y olfatea. Luego vuelve a mis zapatos y a mis pantalones, siempre olfateando. Kavo se equivoca, pues no olfatea a Orti, el tenedor actual de los palos. Salvo que Kavo esté demostrando con eso que las muletas me pertenecieron. Pero no. Ahora recuerdo que las toqué cuando las extraje debajo de la cama de Orti. Eso es lo que Kavo huele. Menos mal. Nunca usé muletas. Nunca las necesité porque nunca me pegaron. Mi biografía no ha de ser de los sufrientes, condenados por acciones prohibidas y eternamente obsesos y discutidos por las generaciones posteriores. Mi biografía será la del manso, la del bueno y sonriente ante lo adverso. Kavo continúa su oliscar y Siempreviva me saca cuidadosamente por la espalda la chaqueta marrón desabrochándola como si me abrazara y a continuación me va tironeando la camiseta hacia arriba y yo la suelto como si me fuera despellejando. Hace calor, por lo visto. Ahí, parado, me revisa minuciosamente la piel en busca de las cicatrices de los azotes. Yo río. No las encontrará por ninguna parte. Ya las busqué yo inútilmente una vez. La larga uña de su índice recorre la clavícula, el omóplato, después las costillas, los brazos, las muñecas, el vientre. Da media vuelta y reúne a Orti a y a Leproz en un rincón. Les ordena sacarse la chaqueta y la camiseta. Yo no veo lo que pasa después porque Olgar me tapa con su cuerpo cuando me revisa las piernas después de haberme hecho desnudar. Con un puntero escarba levemente donde le parece haber encontrado alguna cicatriz. Oh, qué triste estoy, y sin embargo no es mucho lo que significa hoy para mí la vida. Algo significa, pero no todo, puesto que pronto tendré descendencia, extraída del vientre de la hermana de Nour, y mis hijos sabrán perdonarme las faltas que hubiere cometido, grandes y pequeñas. Recuerdo vagamente los esfuerzos hechos por no llegar a cometerlas y mantenerme, tanto en bosques como en la ciudad, libre de la tentación de matar. Ese esfuerzo, parecido al de Nour por 242
proporcionarnos alimento y al de los Olgar porque todo esté aquí en orden, terminaba por enterrarme en una desazón parecida a la que producen las barras de madera duras descargadas fuertemente contra los riñones y la espalda en nosotros. Recuerdo también, aunque muy posteriormente, por cierto, que Juan Nour, siendo yo joven, me llevaba a los bosques y me paseaba por la ciudad, y que yo, pudiendo tal vez matarlo sin mayor esfuerzo, no lo mataba. Estas son cosas que debieran tenerse en cuenta en mi situación actual. Orti y Leproz, que desaparecían de tanto en tanto por algún tiempo, ¿eran conducidos también por Juan Nour a los bosques y a la ciudad? Muy posible. Pero entonces, ellos, que eran dos, ¿por qué no mataron a Juan Nour y volaron libres de la obligación de regreso al subsuelo? Pero no. Juan Nour leía en ese tiempo nuestros pensamientos y no se habrá aventurado a sacarnos con riesgo de su vida. Me niego, entonces, a agregar : “Pude matar a Nour y no lo hice”. Solo provisionalmente acepto: “Nour quería que yo lo matara porque estaba cansado de Odelino y no me decidí”. De todos modos, no debiera odiarme por eso como me odia. Debiera quererme porque no lo maté aunque le haga yo terrible la existencia. Pero me odia. Ni una palabra de respuesta, ni una sílaba para mi petición: “Señor Juan Nour, quiero pedirle la mano de su hija”. He debido hacer sufrir mucho a Juan Nour, pero no lo recuerdo. Esos bosques, esa ciudad eran tal vez su esperanza de terminar para siempre con las heridas, los vendajes, las cataplasmas y las muletas que ordenaba descender aquí para nosotros. ¿Por qué sigo todavía aquí? ¿Soy acaso el propietario de este subsuelo? No ha aparecido entre mis pertenencias ninguna escritura a mi nombre, aunque bien puede que la hubiera tenido en otro tiempo y ya no la tenga, expropiada por los de arriba a la fuerza. Si este dominio, abajo y arriba, fue mío, la verdad es que había yo acaparado demasiado, demasiada construcción para mí, demasiado terreno. Mis esfuerzos por labrarme un porvenir y una seguridad 243
material no habrían sido vanos; eso es todo. Heredé este solar, por eso me golpearon. Pero ya no lo tengo. ¿Por qué me golpean entonces? ¿Por qué Juan Nour ha venido con el perro de los Olgar, Kavo, y me hace lamer y olfatear por él y después me descarga sobre la espalda y la cabeza esa tripa rellena de piedritas? Ah, yo no lo recuerdo así a Kavo ni a Juan Nour. Juan Nour no puede obligarme a manosear a su hija, como lo ha hecho, con el látigo en la mano. No es muy bella, es cierto, pero sus andrajos y su olor nauseabundo me atraían y me recordaban la ciudad, que había olvidado. La hija de Juan Nour apretaba en su mano derecha una bolita de papel que reconocí enseguida por su color amarillo: era la única carta que he escrito en mi vida. Juan Nour también viste andrajos, usa la cabeza rapada y saca la lengua como los animales antes de recibir el bocado inminente. Juan Nour mismo traía la bandeja cuando entró. En ese momento parecía atento, educado, correcto; su descongelamiento se produjo poco después, cuando me preguntó qué hacía, cómo me llamaba, por qué me había desacatado. Levantó alto su brazo y me señaló la horca, que pende de una viga, a pocos metros del piano. Yo traté de entender bajando los ojos, pero no estoy preparado para eso todavía. Esa soga no estaba antes, ¿pero cómo convencerme de tal cosa? Habrá que observar más detenidamente, desde ahora, el lugar donde vivo. Describe tu medio porque ahí lo tienes todo, me digo. Entonces, me ordena Juan Nour caminar hacia la letrina tomado de la mano de su hija, que tiene el vientre enorme, y una vez allí me obliga a echarme ecima de ella como si fuera una alfombra. Entiendo, por fin. Soy un ciudadano. Como tal se me considera con esta aproximación varón-mujer. ¿Pero por qué se me pega entonces? ¿No he hecho todo lo posible con la hija de Juan Nour, como el insecto con su pareja o el pez con sus semejantes a mi manera? En un primer momento mi cuerpo se enredaba, es cierto, en los harapos de la hija de Juan Nour y, cuando me dije que tenía que levantar hacia arriba esos harapos si en verdad quería ayuntarme, 244
reparé en la mano cerrada de la mujer y en mi carta dentro y la quise recuperar para guardarla junto con los otros papeles, pero Juan Nour se presentó de pronto con las muletas de Orti y empezó a acribillarme la mano con la punta de una muleta como si fuera un pistón, hasta que tuve que alejar la mano de allí llevándola a otro sitio, la rodilla de la hija de Juan Nour, de donde huyó despavorida también por la persecución de la muleta. Solo cuando la mano desapareció bajo los andrajos de la hija de Juan Nour me dejaron tranquilo y allí sentí el calor de los bosques en el verano y vi los ojos blancos de la hija de Juan Nour, que no soltaba el papelito y me lastimaba, sin quererlo, con su vientre hinchado como un pequeño volcán, donde yo me balanceaba esperando que Juan Nour dijera por fin basta. He conocido el amor. Me preocupaba no conocerlo. Ahora toda nuestra familia, por así decirlo, lo conoce. Solo faltaba yo. ¡Qué largo y doloroso camino he debido atravesar para conocer por fin hoy el amor! Aquí terminan las penurias y los desdoblamientos, la inseguridad y los breves momentos de tedio que, bien lo sé, asaltan a cualquiera. Es hora de preguntarme cómo se desea el futuro: ¿en el mar?, ¿en la llanura?, ¿en la montaña?, ¿en la ciudad? Pronto dejaré todo esto. Doy por recibida la respuesta de la hija de Juan Nour con nuestro contacto proporcionado por su propio padre. Comienzan ahora las grandes etapas, la reorganización de los sentimientos, la buena voluntad de Odelino, la amistad de mi cuñado Nour y, un poco más allá, los Olgar, excelentísima amistad a través de la cual dio comienzo mi regeneración, que brota ahora de las heridas de los últimos azotes. Como el amor es sufrimiento también, comprendo que me hayas golpeado, Juan Nour, cuando se produjo mi casamiento con tu hija en la letrina y tu muleta perseguía mi mano hasta encausarla por la senda. He amado y sufrido, como todos. Te lo agradezco, Juan Nour, pero repruebo la ausencia de tu hijo Nour en el subsuelo durante los esponsales, no solo porque es el hermano de mi novia, 245
sino, además, porque es el proveedor de mi alimento y mi indicador de las estaciones. Veamos. Orti y Leproz han asistido a mi casamiento. Los Olgar, no. ¿Se excusaron? Tal vez. Son tan honorables que los disculpo. Siempreviva fue antiguamente mi esperanza y mi alegría, pero ya no lo es. Distintos temperamentos el suyo y el mío. Lo recuerdo perfectamente. Orti, sobre todo Orti, la merece más que yo. Y Leproz encontrará también el ser que lo comprenda y le rinda su amor. Cuando eso ocurra comprenderá por fin, como yo ahora, que el golpeteo de la punta de la muleta en su mano indecisa es la ceremonia, que habíamos olvidado, por la cual se nos da la fuerza de elección para el amor-sufrimiento. Ahí está Nour, con su brazo y su bandeja. Todavía es invierno. Buenos días, Nour. Leproz recibe la bandeja, empinado sobre las puntas de los pies y con los brazos levantados. Me acerco porque quiero contemplar un poco esa mano que pertenece ahora a mi familia. Nour debería entrar ahora como entró aquella vez Juan Nour y entró su hija. Si no me considera digno de su hermana debería inspirarle, pacientemente, confianza. Ahora es él quien se desacata, familiarmente hablando, pero yo seré el primero en proponer que se destierren en el ámbito familiar las muletas como forma de castigo. Que venga cuando quiera, solo o con su padre. No le guardo rencor como no se lo guardo a los Olgar por su ausencia en ese día decisivo. Comprendo su actividad incesante vinculada a los preparativos de mi nueva situación. Kavo tampoco estuvo. Comía su carne cruda en el fondo. ¿O estuvo? Bah, es un perro. Como de la familia, pero no de la familia. Se va Nour. Una pena. No había vestido distinto para darle la mano. No importa. Volveré a cambiarme la ropa y visitaré el rincón donde pende la soga con que Juan Nour, a falta de vino para brindar conmigo, me jugó una broma que supe festejar con los ojos llenos de lágrimas. 246
Aquí está la soga. La han dejado en su lugar. No se la han llevado. Pobre Orti, pobre Leproz. Deberán tener paciencia un tiempo más. Intercederé ante los de arriba para que la saquen, sobre todo ahora que Orti parece contar con el favor de Olgar para obtener la mano de Siempreviva, su ex esposa. Queda Leproz. Pero Leproz puede ser, aquí, el hombre entregado por entero a su música, a su piano, sin necesidad de nada más. La horca no es para él tampoco. Lo sé. Él tiene su función, muy apreciada arriba, de prepararse para las grandes sonatas (a eso se debe que no haya tocado para mi matrimonio; se prepara y no puede interrumpirse), que sonarán cuando todo haya sido ajustado entre nosotros. Cada vez que levanto los ojos a la horca recuerdo el peligro que se cernía sobre mi vida, a cada paso, la inestabilidad de este techo y este pulso, los ruidos lejanos, incomprensibles que yo temía escuchar, y la lluvia de cañerías y piletas que alimenta el jardín de invierno y los hongos subsidiarios. Cuánto ha cambiado todo. La soga, colgante, en cierto sentido, llena ese vacío del rincón, que de otro modo resultaría demasiado despoblado, desolado. Todo lo amigable de la luz se volvería falta de franqueza sin esa soga. No. Intercederé, no para que la saquen, sino para que la dejen. Además, ¿quién la sacaría? ¿Juan Nour, Nour, la hija de Juan Nour, mi esposa? La hija de Juan Nour, mi esposa, menos que nadie. Aquí nací, aquí me crié, aquí estoy, rodeado de lo mío. Y eso es respetable. Hay un peligro: que Kavo se enganche y se ahorque cuando viene atado de la cadena del matrimonio Olgar, se ahorque y sea retirada la soga por inservible, por peligrosa. Kavo no se ahorcará. Es inteligente, digno de la casa de Odelino. La soga quedará. Yo y todo lo mío hemos salido ilesos. Un problema de último momento: ha fallecido Olgar. Lo indeseable también prospera, no estamos libres de la desgracia, ay. Venía, soltaba su sermón, mientras Siempreviva ponía los sellos y revisaba 247
y firmaba el libro. En consecuencia, ha venido Siempreviva sola, con Kavo únicamente. La Olgar entró y pareció respirar, no sin cierta inquietud, el aire de libertad familiar de que hace gala ahora nuestra situación privilegiada, y el propio Kavo, con los colmillos puntudos, se inquietaba con mis pantalones, la soga y las muletas de Orti, que una vez fueron mías. La Olgar le acarició el hocico y empezó a hablar de su marido. Arriba continuaban aún las ceremonias de despedida, según nos dijo, los candelabros encendidos y los lamentos de mucha gente. A continuación se puso a llorar. Habrá que interceder y también por ella, por su luto y su pérdida. Orti, cuando la manoseó, debió encontrarla afiebrada, puesto que retiró instantáneamente la mano. Leproz no la miró. Miraba el piano. ¡Qué perfección! Estábamos quietos como los personajes de una pintura costumbrista, y sin embargo Kavo se movía oliendo, arriba, la descomposición progresiva de Olgar, yacente en una caja de plata y rodeado de flores abiertas y candelabros de bronce encendidos. Dijo la Olgar que no parecía muerto y que Odelino había ordenado honores y que ella ahora no sabía qué hacer y que Orti le gustaba. Deberé aconsejar a Siemprviva, que levantó el vidrio del ataúd de Olgar y le lamió la cara como si puliera mármol o una cosa así. Estamos a oscuras desde que comenzó la ceremonia mortuoria. Hemos debido donar nuestra cuota de electricidad para los reflectores complementarios de la capilla ardiente de Olgar. Yo le he dicho a la Olgar que disponga como mejor le parezca de nuestras pertenencias hasta que Olgar sea inhumado. —Los felicito —digo a la Olgar y a Orti, que se muerden las manos y se entrelazan en la sombra y desparraman un olor nuevo, desconocido en el subsuelo. Están vivos, no hay duda. Y ahora ríen. Deberé llevarle flores a Olgar, más adelante. Olgar le dijo a Siempreviva antes de morir: —No los abandones. —Yo ocupo el lugar de Olgar —nos dice Siempreviva. 248
—Venga —le dijo a Orti. Orti tenía como estertores y no podía llegar sin encorvarse un poco. Siempreviva volvió a besarlo más allá, otro poco, y a sobarle la piel como si estuviera cardando lana con la mano y Orti vomitó sobre sus propios zapatos. Yo también he pasado por todo esto, me digo. ¡Qué felicidad! ¡Cómo ha cambiado todo para mí de la mejor manera posible! Intercederé por la viuda Siempreviva y el aspirante Orti. Se quieren. Concédeles, paz, Dios mío. Debiera subir adonde está Olgar. ¿Pero se debe romper el orden? Olgar no se hizo presente durante mi ceremonia. Corresponde que yo no asista a la suya. No le guardo rencor. Y menos a Siempreviva, que deberá, de todos modos, reconstruir su vida con Orti arriba, pues aquí, cuando baje la hija de Nour con sábanas limpias y un balde, no podremos habitar los cuatro. Leproz el músico quedará. Perdió terreno, perdió pie, seguramente, en la infancia, cayó y ahora no puede procrear. Ahí está su piano. Intercederé para que no le falte nunca. Si Odelino hubiera ordenado subirlo para los cánticos en honor de Olgar en la capilla ardiente, me habría opuesto a Odelino directamente o por intermedio de mi esposa. Soy justo. Por eso no me pregunto cuándo saldré de aquí, sino solamente por qué estoy aquí. Pero no me interesa la respuesta. Estoy. ¿Y qué? Otros están en otra parte. Cada uno está en algún sitio. El mundo es grande. El mundo está poblado. Con todo lo ocurrido hoy no he probado el alimento. La Olgar no ha considerado prudente echármelo en cara, como antes, y menos reprochármelo con golpes. En cambio a Orti sí. Lo ha golpeado y lo ha hecho morder con Kavo, pero no ha llegado Juan Nour con las muletas de Orti para encausar la mano sobre el cuerpo de Siempreviva como hizo con la mía sobre el cuerpo de su hija. Está ya en la etapa final de su camino al matrimonio con Siempreviva pero falta, por lo visto, la sanción de Juan Nour. Ya no me pegan, pero le pegan a Orti. Debo interceder a su favor en cuanto cesen las exequias de Olgar. Está decidido. 249
No he probado las migajas por la pena de esa muerte de Olgar, y además porque la bandeja volvió a traerla mi cuñado y no su hermana. Cuánto la extraño ya con esta breve ausencia. Olgar muerto, arriba. Qué pena. Se va la viuda de Olgar a mirarlo otro poco, como dice, a pulirlo otro poco. Echa la llave por fuera y le recomienda algo a su prometido antes de echarla. Celos, seguramente. En cuanto desaparece, Orti me mira. ¿Celos también? ¿Acaso he manoseado a la Olgar como en mis tiempos de preparación y extravío? —No me mire, Orti. —No puedo dejar de mirarlo. Es desusado. Casi nunca nos mirábamos en los últimos tiempos. Cada uno a lo suyo, Kavo está allí no sé por qué, atado a su soga. Tal vez quede con nosotros, con la hija de Juan Nour, las sábanas nuevas, el balde, yo y Leproz. Si es un regalo se lo agradeceré a Odelino. Kavo para las orejas, Orti lo desata. Kavo me muerde la mano. Así empiezan las grandes amistades, me digo. Orti, más experto que yo en perros, cumple el encargo de Siempreviva, quien lo recibió de Odelino, de acostumbrar a Kavo a sus nuevos amos: yo y mi esposa. Kavo me muerde otra vez la mano. Pero no mucho. Muerde y la suelta y mira después a Orti. Orti satisfecho. Yo también. Kavo también. Kavo me salta a la garganta, muerde, suelta y mira a Orti. Orti satisfecho, yo también. Kavo no entiende bien. Por hoy basta, me digo. El bueno de Orti hace méritos ante Siempreviva, que acaba de irse. Buen domador de perros. Es un mérito más. Orti viene con las muletas y me las entierra en las costillas como si estuviera loco. Pobre Orti. A mí, que ya he pasado por esa prueba y esa ceremonia y soy, por lo tanto, refractario al dolor. Kavo por delante (¿no será esta la verdadera ceremonia?) y las muletas por detrás. A Kavo lo siento estornudar con la sangre que sale de mi pecho en el hocico, pero ya no muerde: lame. Soy su amo, al fin. Y las muletas no se interrumpen por eso. Siento la nuca ausente. Yo sé que no puede ser dolor, sino viejas sensaciones parecidas a eso. Mi vida ha cambiado, por suerte. 250
Orti deja las muletas bajo su cama. Yo me duermo. Kavo se duerme. Orti se duerme. Un día raro en el subsuelo, fosforescente. La fosforescencia nos visita también. Leproz nació: está aquí. Una profunda trayectoria. Lo importante no es habitar aquí o allá, sino haber nacido. Leproz ha nacido, conocerá museos, públicos, escenarios, respiración materna dormida (yo no). Subsuelo, casa. Ahora le toca a Leproz. Sus articulaciones, preparadas, bien preparadas. Falló en algo, olvidó la violencia del mundo, según dice. Todo esto lo dice Leproz bajo la mayor fosforescencia que hemos tenido en el subsuelo, hoy, con las lámparas nuevas. Leproz cuenta, bajo su traje nuevo, alzado en vilo por su alma tranquila y segura. Esto lo dice Leproz, con las botas en la mano, cerca de su colchón y sus estampas pegadas a la pared. “Cuidado con reír”, me previene. “¿Yo reír, Leproz, ahora que soy otro, ahora que estoy seguro, amparado? Dejo la risa para los niños, Leproz”. Pronto saldremos de aquí, pero volveremos una vez por semana, a más tardar. Leproz conoce a Odelino, eso a mí me falta, lo confieso. ¿Pero Odelino conoce a Leproz? “Estamos ante la primera falla de Leproz”, dice Leproz. Yo no le comprendo. “La primera falla en muchos años”. Y se pone pálido y llora un poco mientras se ajusta las correas. No le conocía esas correas. Las guarda debajo de su cama, seguramente, pero yo no camino debajo de las camas ajenas, apenas debajo de la mía cuando el aburrimiento me obliga a destripar alguna alimaña, a la que generalmente perdono la vida, ahora que vivo y soy feliz. Por la puerta aparece Nour. Por fin lo conozco. Es delgado, de edad indefinible. Leproz lo ve, se adelanta, se cuadra. Nour no trae comida, no es hora todavía, ni es manera de traerla, pues la pasa indefectiblemente por la claraboya. Viene a otra cosa. Leproz sigue firme; Nour le dice que está bien. Leproz empieza a desvestirse. Nour trae una especie de caño flexible, pintado. Entra ahora Juan Nour con 251
un papel en la mano, se lo da a leer a Leproz y luego este lo firma, ya desnudo. Leproz se echa al suelo de rodillas y baja la cabeza. Nour descarga el primer golpe sobre la espalda de Leproz y a continuación discute algo con su padre. Juan Nour mueve negativamente la cabeza ante el segundo y el tercer golpe de su hijo sobre la espalda de Leproz. La carne se pone roja y después se abre para dejar paso a la sangre, como rocío rojo. Juan Nour no está conforme todavía. Nour insiste sin conformar nunca a Juan Nour. Juan Nour cuenta hasta diez golpes de Nour en la espalda de Leproz. Leproz cae con la frente en el suelo y orina. Nour y su padre enfurecen por esa orina en el suelo y miran a Orti y a mí como diciendo: “¿Se dan cuenta?”. Leproz se levanta como puede, aferrado a las piernas de Juan Nour, vuelve la cabeza, mira el charco que ha hecho y se lamenta. Debiera interceder por Leproz, pero temo empeorar su situación y disgustar a Odelino. Leproz no es místico, eso es todo. He fallado en mis presunciones. Esto no es otra cosa que su ceremonia. Con ella se incorpora, por fin, a la ley interna. Se le proveerá también a él de familia y hábitos sociales, de mujer y comida, de nombre. Juan Nour echa agua en la espalda anaranjada de Leproz, quien se incorpora de un salto. Nour palmea a Kavo. También Leproz lo palmea. Leproz es bajo, delgado, y no se queja. Mira a Orti, que está quieto pero sonríe. Leproz va hacia Orti y lo derriba de una patada entre las piernas. Orti, sin decir palabra, cae hacia delante, como muerto. Leproz lo escupe desde lejos. Comienzo a temer por mí. Leproz ríe. Juan Nour y su hijo me sonríen. Sigo perdurando, está escrito que debo perdurar. Nour y su padre se van y cierran con llave la puerta. Leproz va hacia Orti, lo levanta como puede, lo echa sobre su camastro y lo insulta. ¿Qué desajuste ha habido en la casa de Odelino, frágilmente interesada, al parecer, en apuntalar aquello que ella misma construye? ¿Quiere destruirme, pues, la casa de Odelino? Yo era un desecho; la casa de Odelino no 252
abrió sus brazos. ¿Entonces? Leproz se va al fondo y se acuesta. Orti abre los ojos, toma sus muletas y viene hacia mí empuñándolas como dos largos cuernos de toro de lidia. Estoy a punto de desmayarme… Repasemos la situación. Debajo de los algodones tal vez no haya ni carne. Me duele debajo de los algodones, sin embargo. Caí bajo la furia de Orti y Orti cayó bajo la furia de Leproz. No puedo moverme pero puedo pensar, y si estiro un brazo, el menos dolorido, puedo hasta tocar a Siempreviva si viene, y a la hija de Juan Nour, mi mujer, que indefectiblemente está por llegar para quedarse. Pero no nos conformemos con describir; profundicemos también. Orti se me vino hecho un loco con sus poderosas muletas como antenas gigantes. En consecuencia, parece que dependo de Orti o, al menos que Orti es mi tutor, mi cancerbero. Esto lo adivinaba. Si yo no era el tutor de Orti -y eso lo sabía perfectamente-, Orti debía ser forzosamente mi tutor. “Yo nací en un país lluvioso. Tenía un tutor llamado Orti”. Entonces no hay por qué alegrarse: mi ceremonia de esponsales, tan dolorosa y tan amada, continúa. Pero no puede durar indefinidamente. Prefiero darla por terminada y decir, mejor, que dicha ceremonia fue un suceso sin importancia y que sigo dependiendo de Orti, que a su vez depende de Leproz. Por lo tanto, Leproz, Orti y yo no somos camaradas como lo suponía. Yo cumplo una condena por motivos perfectamente claros que no hacen al fondo del problema que ocupa actualmente mi pensamiento. Rompo aquí, solemnemente, mi compromiso con la hija de Juan Nour. Me quedo solo porque estoy solo. No sé si Orti cumple alguna condena, si la cumple Leproz. Nada me importa de ellos. Leproz no es mi camarada ni mi pianista ni nada. Leproz recibe órdenes y las transmite a Orti. A veces esa transmisión se hace con violencia, como he visto; Orti, a su vez, ejecuta en mí esas órdenes. Ahora me pregunto: ¿existía la casa de Odelino cuando yo nací? ¿Quién fue primero, la casa de Odelino o yo? 253
Debajo de los algodones estoy vacío, tengo agujeros. Debiera dolerme más esta situación. Materialmente, digo. Huelo a sustancias aromáticas que han debido ponerme en la espalda. Leprox duerme. Orti lee. Yo huelo. Soy libre. Ni una palabra con Siempreviva, ni una palabra con la hija de Juan Nour cuando asome con el alimento. Ni una palabra con Nour ni una palabra con Juan Nour, puesto que mis compañeros de subsuelo los obedecen como animalitos domésticos. Solo me queda pedir que traigan a alguien de quien yo sea tutor, es decir, alargar la escalera con un peldaño inferior. ¿Pero es esto decente? Es decir, ¿no se fuerzan las leyes? Tendrán que darme el alimento en la boca, de lo contrario moriré. Oh, cuántas penas tengo. Y antes, cuánto esfuerzo saludable y qué de progresos y esperanzas cada día. Saldré de aquí sin hermosos recuerdos, sin nada. Estoy, por lo visto, pensando en el mundo. El testamento de Olgar fue claro: “A ese, todo lo necesario”. Entonces Juan Nour ordenó a su hijo golpear a Leproz para inculcarle el odio a Orti, y Orti, golpeado por Leproz, elaboró odio contra mí y me golpeó. Se ha cumplido ese testamento. ¿Queda alguna esperanza de que no resucite Olgar y reclame su papel? Nadie ha resucitado hasta ahora aquí. Estoy tranquilo en ese sentido. Pero puede haber otros testamentos, el de Leproz, por ejemplo, el de Orti, sin contar los testamentos perfectamente copiados y archivados para su ocasión de Juan Nour, Nour, Siempreviva, Odelino… Y yo, ¿valdrá la pena que testamente? Los castigos ordenados por mí caerían en el vacío. Eso quiere decir que soy el último de la escala. Queda Kavo. Pero Kavo es un perro. Kavo es un perro todavía. Simplemente, abnegado, debo analizar mi fechoría, mi culpa. Nada mejor para eso que mi estado actual: no puedo moverme, me dejarán caer las migajas en la boca y yo pensaré sin interrupción durante largos ciclos. ¿Pero pensaré bien? ¿No me harán pensar lo que ellos quieren? Es mi deseo pensar bien. Deseo. Oh. ¿No me harán 254
desear según su programa? En verdad no deseo nada, solo pensar. Todo ha cambiado. Orti escolta a Leproz y yo escolto a Orti. Cuando vagabundeamos por el subsuelo esa es la formación. Ahora recuerdo. Debo estar en todo. Ahora que no puedo moverme estaré en todo, con los ojos abiertos contra mis enemigos, esperando. Leproz duerme, Orti lee, lee y se rasca los hombros y acomoda sus harapos como mejor puede porque hace frío y estamos casi a oscuras con nuestra donación de electricidad para la ceremonia de la muerte de Olgar, arriba. Esa es otra cosa en la que debe pensarse: la luz. Voy perdiendo terreno y hay que abrir los ojos. Y estoy pensando. He pensado un plan. ¿Contra Odelino? No precisamente. ¿Contra mis dos compañeros de subsuelo? Tampoco. Es un plan complejo, con algunas acciones contra mí y otras acciones contra los demás, lo confieso. Pero confieso también que es provisorio y lo iré perfeccionando poco a poco. No tengo apuro. La serenidad es una de mis mayores adquisiciones. Si me cambian hoy las vendas pensaré más cómodamente todavía, pues me arden los pies y las sienes y manan de ellos esos líquidos que tanto odio y que se llaman sangre y exudado. Mi plan es seguro aunque lento. En su lentitud descansa justamente su seguridad, pues ha de evaluarse palmo a palmo el avance y los peligros que entraña ese avance, hasta que las cosas vayan marchando sobre ruedas. Puedo renunciar, por el momento, a una tentativa de fuga. De todos modos, huir sería ilusorio por muchas razones, y sobre todo por Kavo. Los perros viven mucho menos que los hombres, es cierto, y tarde o temprano me lo sacaría de encima, pero yo soy mucho mayor que Kavo, es decir que viviremos aproximadamente la misma cantidad de tiempo y entonces su persecución sería muy larga. Descarto la evasión, pero la anoto al pie del plan, en la memoria. Yo tenía un caño de desagüe y lo rellené de pólvora y otras 255
cosas que tenía a mano y le puse una mecha sacada de un trapo que había, y el aparato se veía hermoso a la luz de la luna. Parecía latir en la noche tranquila. Lo introduje por la ventana en la casa del anciano. Apenas recuerdo cómo era el anciano. Pero recuerdo que estaba vivo, puesto que no le habría puesto el artefacto si hubiera estado muerto, o cosa así. Respeto a los muertos. Y a los vivos también, porque habrán de morir, porque son mortales. Yo no conocía entonces muchas cosas que ahora conozco de sobra: la libertad, por ejemplo. El anciano oyó cuando el aparato se deslizaba rozando la pared interna, que tenía molduras y repujados hermosos, y decidió bajar del segundo piso donde estaba, a la planta baja, donde yo trabajaba desde fuera en el deslizamiento del aparato. Yo veía su sombra por la ventana y los ruidos de sus pies en la escalera de caracol que une los pisos. Ya habían muerto muchos ancianos, algunos de ellos jóvenes todavía. Yo me quedaba… No hacía nada. Miraba hacer, aplaudía, a lo sumo hasta que necesité una familia, pues no tenía familia, y elegí la de los que hacían. Me rindieron un sencillo homenaje por mi éxito en la casa del anciano que voló con el anciano dentro cuando este venía por el primer piso. Yo oí la explosión desde unos cincuenta metros y después las llamas que se comieron todo, menos algunos huesos y algunos libros del anciano. Yo elegí ese anciano, pero había en el lugar muchos ancianos iguales o con leves diferencias entre sí. Eran decorosos en algunas cosas, hay que confesarlo, y hablaban musicalmente, pero no nos conformaban. El mío me habría nombrado su bibliotecario, pero no tuvo tiempo. Recuerdo también que los ancianos se reunían cada tanto con ancianos de otros países o de otras regiones, no sé. Yo no era anciano, odiaba a los ancianos, ni era joven, odiaba a los jóvenes. Por eso puse esa compresión de pólvora en la casa del anciano. Eliminé, por lo menos, un odio. He sabido que los jóvenes están bien, que ya no quedan casi ancianos y que muchos de mi edad han muerto afuera. ¿Estaría vivo si no me hubiera recogido Odelino? Bien. Supongamos 256
que estoy a salvo, se me hace rendir un examen, lo apruebo y se me castiga. ¿No es arbitrario? Quiero entrar a tu morada, Odelino, a pedirte perdón, pero me retienes en el sótano, en el subsuelo, y si no hubieras ordenado que me pegaran y pudiera moverme alzaría a ti los brazos. Orti sabe esto pero no se lo comunica a Leproz. Así, nada llega a tu conocimiento y se producen algunos peldaños de silencio. Me siento como el primer día aquí. Solo que con un plan a medio elaborar y con una cápsula de metal sobre las costillas inferiores para mantenerlas unidas. ¿Es nueva esa cápsula? Nunca pude incorporarme de golpe ni agacharme de golpe, ahora que lo recuerdo. Ni siquiera conozco bien mi cuerpo y el plan ya está avanzado. ¡Cuántas improvisaciones! Sí, pasemos revista a mi situación. Tengo cuerpo, es evidente. He sido golpeado. Soy golpeado desde hace mucho tiempo, desde que hice volar la casa del anciano. Me trajeron aquí. Vivo aquí. Una serie de personas está a mi servicio, es decir, me controla. Aquí he conocido el amor y he visto el amor de otros. No recuerdo exactamente por qué hice volar la casa del anciano, pero debe haber sido porque me negó alguna cosa, un plato de comida, la mano de su hija, tal vez; dos buenas causas para matar. Hoy, por ejemplo, no lo haría. He llegado a saberlo por instinto. A veces se me aparece el anciano, pero su figura es tan borrosa que no le doy importancia. Lo lamento por él. Creo que los parientes o los amigos del anciano decretaron traerme aquí, a este retén, a este treno y que los castigos perdurarán. Les resto importancia a los castigos, pero no sé qué hacer ante Orti cuando empuña las muletas o la tripa rellena con piedras. Creo que no grito, pero no sé qué hacer, puesto que me parece que ya lo he hecho todo, todo por incorporarme a la nueva vida. La hija de Juan Nour no ha vuelto a quedarse con su marido como corresponde. Me han llevado por la fuerza a ese matrimonio y después de él me han seguido pegando. No es cosa mía. Orti era mi amigo, hoy es mi verdugo. Leproz era mi amigo, hoy es el que le da 257
la orden a Orti contra mí. Debí haberlo sospechado. Quiere decir que soy un individuo terrible, peligroso y sagaz que necesita ser vigilado de cerca por un agente (Orti) y un superior (Leproz). “Yo nací en un país lluvioso, hice volar la casa de un anciano, vivo e prisión, solo, vigilado de cerca”. Estoy satisfecho. No serán muchos los que pueden decir de sus vidas tantas cosas. No es orgullo, es la verdad. ¿Y mi plan? Hace mucho que no hablo de mi plan. Siempre se tiene un plan, hasta para hacer de cuerpo. Creo que los niños muy pequeños son los únicos que no tienen plan en este sentido. Si me descuido terminaré también sin plan para hacer de cuerpo y entonces habrá que rogarle al señor Odelino que me cambie de sitio porque será insoportable estar aquí. Tengo un plan vasto. Como una arenilla voy acumulando sus pormenores en mi cabeza. Estoy en condiciones ya de poner en ejecución la primera parte. Esta primera parte consiste en intentar por segunda vez -hablo de los intentos conscientes realizados- introducirme en la gran familia de Odelino y ocupar en ella el lugar que me corresponde. La hija de Juan Nour no ha vuelto aquí. Ese ligamen se ha roto, ¿por su culpa?, ¿por la mía? Sigamos adelante. Intentar otra vez, no ser rechazado. No ser rechazado a medias, que es la peor desazón. Si soy rechazado comienza la segunda parte del plan. Para esta parte necesito un aliado. ¿Lo encontraré? Salta a la vista que no puedo contar con Orti ni con Leproz, mis vigías más cercanos. Son hombres, además, y los hombres son poca cosa para lo que significa la segunda parte de mi plan. Vuelven a molestarme los algodones, pero en general percibo una sensación de paz que no cambiaría por otra vida en estos momentos. Las punzadas han desaparecido casi totalmente; queda una, sobre el hombro izquierdo, tenaz, pero eso no me impide seguir elaborando el plan. Al contrario, creo necesaria, dentro de la paz general, una fisura para que esa paz sea activa. ¿Cómo distinguir, si no, entre esa paz y la muerte? 258
También debo pensar en la muerte. Lo había casi olvidado. La muerte como sustitución abrupta del plan, porque el plan es lo más importante después de mí. Este plan es claro para mí como debió serlo aquel otro mediante cuya ejecución voló la casa del anciano mientras este bajaba la escalera de caracol. El anciano venía como desenroscándose por esa escalera y la bomba fue como una tuerca sin orificio. Antes era yo capaz de decir cosa por el estilo de la que acabo de decir. Recuerdo la frase palabra por palabra, desde el artículo “el” hasta el sustantivo “orificio”. Esa frase debe de haber sido famosa entre mis amigos, si los tuve, pero ahora carece de resonancia para mí. Primero, restablecerme, limpiarme de algodones y vendas y cicatrizarme poco a poco cuando las circunstancias lo permitan. Un mes, dos meses, quizás un año para volver a ser el que fui, con la piel regenerada y la fortaleza en plena recuperación. Mi alimento es apto, a pesar de todo, para un feliz desenlace de mis heridas. Ahora mismo, por ejemplo, me siento incomparablemente más animado que hace poco. Y después de la próxima curación notaré una gran mejoría y bajará la fiebre. Esto es parte del plan, que ahora comienza. Una gran corriente de comprensión y simpatía hacia Odelino. ¿Pero será posible que él no quiera conocerme, no haya hecho nada por saber cómo soy? Orti deja de leer y me dice que me quede quieto porque Siempreviva está al llegar para controlar mi estado. Yo estoy quieto. No sé. Acaso no sea suficiente esta quietud según los hábitos de aquí. Acaso vengan las muletas de Orti otra vez derecho a mi vientre como dos sables de madera por causa de que no estoy quieto. No importa. Debo cumplir la primer parte del plan, diametralmente distinta de la segunda parte. Orti no vuelve a repetirme que me quede quieto, acaso una frase protocolar que emplea a cada momento. No recuerdo. Tengo sueño. 259
Siempreviva está a los pies de mi colchón cuando despierto. Pero no parece la misma. —Usted dirá —me dice. —Siempreviva —le digo yo. —Así es. —La he reconocido. Usted ha entrado. Estoy bien. Gracias. —Este es Leproz —me dice señalándolo. —Y este Orti —agrega. -Depende de usted -sigue diciendo. Tiene la cabeza ensangrentada, el vientre a punto de estallar. —Voy a ser madre. —Olgar, pobre Olgar —digo. —Me pegaba —dice Siempreviva. —¿Usted mató a algún anciano? —le pregunto. —¿Anciano? ¿Qué quiere decir con eso? Aquí no hay ningún anciano. —Yo sí. —Yo era la mujer de Olgar. Vine aquí muchas veces. Apenas lo recuerdo a usted, pero lo tengo muy presente. —¿Qué puedo hacer por usted? —Usted dirá —responde Siempreviva—. ¿Conoce a Odelino? —No… Sí… —respondo. —Bien. No quiere que eche este hijo al mundo. —¿Usted nos abandona entonces después del nacimiento? —No sea tonto. Odelino quiere decir que no admite a nadie más en su casa. —¿Usted tiene poder sobre mí? Quiero decir… ¿Usted está en mi jurisdicción? —Yo no hablo nunca —dice Siempreviva. —Recuerdo mucho a Olgar —digo yo. 260
—Ah, sí. Fue uno de mis tantos servidores. He peleado con la hija de Juan Nour, por eso tengo la cabeza ensangrentada. Somos dos mujeres para muchos hombres. Servimos desde la torre al subsuelo, tenemos algunas prerrogativas, nos gusta pegar y amar. ¿Yo he pasado alguna noche con usted? -me pregunta Siempreviva. No tengo muy clara la cabeza. ¿Me comprende? ¿Lo he apaleado alguna vez? Contésteme con franqueza, todo se arreglará. La hija de Juan Nour me habló de usted. He bajado a conocerlo. —Yo la manoseaba. ¿No se acuerda cuando venía con Olgar? —Tantos me manosean. Tantos manosean a a la hija de Juan Nour. —¿Vendrá la hija de Juan Nour? —No, he venido en su reemplazo. —¿Quién la manda? —Odelino. —Oh. —Mi hijo necesita un padre, un apellido. ¿Acepta? —Yo maté a un anciano. —Eso ya ha sido olvidado hace tiempo. —Entonces, ¿por qué estoy todavía aquí? —La hija de Juan Nour lo retenía. —¿A mí? —Lo amaba. —Pero no ha vuelto al subsuelo. —Ya no lo ama. -Entonces, ¿nadie me retiene? —No. —¿Le parece a usted, en tal caso, que debo irme? —¡Hágalo por mi hijo! Intégrese. Aquí no peligra. —¿Yo la manoseaba mucho, mucho? 261
Leproz y Orti dejan de manosearla porque se han interrumpido para reír y mirarme. El vientre de Siempreviva parece una piedra próxima a resbalar al suelo. Debo poner en práctica la primera parte de mi plan. Se me ha ofrecido un acceso, un resquicio por donde yo, con mis atributos morales y naturales y mi persuasión, puedo saltar a posiciones privilegiadas en corto tiempo. Ah, yo no soy tan viejo todavía. La verdad es que, sin haber percibido en todo su esplendor mi vida matrimonial con la hija de Juan Nour, se me ofrece compensación una rápida paternidad. Oh, Siempreviva. —Déme ese hijo—le digo. —Está dado. Habrá que esperar que salga. Siempreviva me echa los brazos al cuello, pero como estoy acostado y rígido se lamenta. Yo sé que estoy evitando el derrumbe de Odelino y su casa, sacrificando mi libertad. ¿Pero dónde podría ir? Estas cadenas son todavía livianas. Además, podría preguntarme si mi recuperación física es segura, cosa de la que por momentos dudo, duda que logro vencer y no vencer. —¿Dónde viviremos? —pregunto a Siempreviva. —Ah, qué tranquilidad se respira aquí. Los envidio —responde. Tantas preocupaciones, tanta actividad arriba. —La hija de Juan Nour ¿me espera todavía? —Bah. ¡Gran cosa! Frígida. —¿Estéril? —Estéril. ¿Pero por qué despachó de este valle al anciano? —¿Fui yo realmente quien lo despachó? —Tenemos las pruebas. —¿Declaraciones firmadas por mí? —Fotos. —Ah, fotos. ¡Cómo quisiera ver esas fotos! —Era usted un joven muy distinguido. —Muéstremelas. Adoro mis fotos. ¿Podré verlas? 262
—Se las traeré la próxima vez. —Gracias, Siempreviva. Sí, ahora recuerdo que yo volé la casa del anciano. —Almirante. —Sí, claro que era almirante. —Nosotros sabíamos que usted volaría esa casa. —¿Y por qué no me contuvieron? —Ah, eso no. —Si no hubiera eliminado a ese anciano que usted dice, ¿estaría aquí? —Por cierto. —¿Quiere decir que estaba escrito que este sería mi destino? —Un gran destino, por otra parte. Tiene usted un hijo. Siempreviva se acaricia el enorme vientre, que parece azucarado de pleno y macizo. Luego, entre los tres, comienzan a aflojarme las vendas y a extraer los algodones. ¿Dónde arrojarán esos residuos? Alcanzo a ver mi vientre hinchado, y más lejos, mis pies, donde me apoyaba en épocas regulares, donde depositaba mi peso como diciendo: “Allá voy, sosténganme, pues aún estoy vivo, caminadores miserables”. Cómo se diferencian los dedos de Siempreviva de los de Leproz y sobre todo de los de Orti. Fineza y firmeza, esas son las palabras. Todavía la piel de mi cuerpo diferencia los dedos de los enfermeros. Quiero saber que estoy mejor , pero Siempreviva calla mientras Orti y Leproz sonríen y gritan espantados con el retiro de cada algodón. ¿Qué quieren decir los muy tontos? ¿No es prematuro reír si aún estoy vivo? Pero rían, que los escucho y ya no les temo. Cuando los flageladores ríen, los flageladores se fortalecen. Lo terrible es el golpe acompañado del silencio. Pero no sé si me equivoco. Recién no reían: ¿me estaban flagelando nuevamente o me estaban curando? Debo recuperar la sensibilidad de la piel. Solo entonces comprenderé palmo a palmo las inconsolables aspiraciones de mi 263
alma. Alivio con la salida del último pedazo de algodón, que Siempreviva retiene entre el pulgar y el índice mientras dice: —Olvide lo del anciano. Lo obligamos a olvidarlo. ¿Oye? Arroja el algodón al suelo y Kavo salta, pero la cadena no le permite llegar. Me cubren con una sábana limpia y me dejan desnudo bajo esa sábana, sin nuevos algodones, sin nuevas vendas. Cómo se me sigue despojando. Pero tal era la primera parte de mi plan que ellos parecieran adivinar. Así debe ser: comenzar de nuevo, comenzar de la nada. He olvidado lo del anciano, estoy desnudo. Ha llegado el momento de comenzar. Cuando ese muchacho, algo crecido, quede bajo mi custodia, comenzará el desenlace de la segunda parte de mi plan. Está lavada mi culpa por la muerte del anciano, de modo que, no siendo ya un condenado, el hijo de Siempreviva ocupará, por lo visto, el último peldaño de la escala, de donde yo saltaré un peldaño arriba. Seré el penúltimo. Es cuestión de tiempo. Mis heridas comienzan a cicatrizar. La piel nueva, debajo de las costras, brota con ímpetu. Estoy salvado. Leproz desaparecerá, llamado a otras funciones arriba, y tendré solo a Orti como guardia. El tercer colchón lo ocupará el hijo de Siempreviva. “Yo nací en un país lluvioso”. Ay, olvidé preguntar a Siempreviva por el tipo de cielo que aparece en esas fotos donde se me ve haciendo volar la casa del anciano. ¿Es lluvioso el lugar donde estuve antes? ¿Llueve en los alrededores de la casa o palacio u oficina de Odelino? ¿Está lloviendo ahora en estos momentos? Mi clausura no participa en verdad de la lluvia ni el sol; está, por así decir, por encima de ellos. Pero debiera saberse si el lugar en que se nace es lluvioso o no. Qué poco me conforma “Yo nací en un país lluvioso”. ¿Es cierto eso? Antes carecía de importancia para mí que lo fuese o no. Ahora es distinto. Debo partir de la verdad, de lo demostrable y 264
no de lo provisorio como partí antes. Ya se sabe cómo me fue por partir de lo provisorio, empezando con lo del anciano (definitivamente borrado, como si no hubiera sido) y terminando con el desastre de mi matrimonio con la hija de Juan Nour y el desdén con que rompí con Siempreviva. De Orti y Leproz no hablo. También eran camaradas provisorios o guardianes provisorios. Aquí se ven hongos en cantidad suficiente. Los hongos nacen cuando hay humedad. ¿Por qué no me satisface, entonces, “Yo nací en un país lluvioso” como me satisfacía antes? Veo los hongos. Ahí están. Pero ocurre que dudo de todo; no de los hongos, pues debiera estar loco para eso, sino de que “Era lluvioso el país en que yo nací”. ¿Amo yo los países lluviosos? Sí, pero no daría la vida a cambio de un día de existencia en un país lluvioso. Puedo decir con la misma franqueza “Amo el sol”. Amo los paisajes soleados”. ¡Ah!: “Amo los solarios en los países lluviosos”. Perfecta síntesis. Pero no puedo introducir la palabra solario. No me lo admitirían, no es suficientemente cósmica. Sí, cósmica. He dicho bien. Cómo quisiera, en lugar de estas lágrimas que suelto en este momento, que todo fuera claro. Se me ofrece un niño para que lo cuide. Es una prueba. No debo equivocarme esta vez. Se trata de un examen que Siempreviva, por dictado superior, me presenta para poner a prueba mi adaptación, mi regeneramiento. Debo aceptar esta proposición de Siempreviva, y así lo he hecho. No volveré a caer en falsas interpretaciones. Siempreviva ha debido comunicar a Juan Nour mi determinación de hacerme cargo de ese muchachito para formarlo y educarlo en consonancia con nuestras costumbres. Solo quiere decir que se me estima y sobretodo que se me considera ya hasta un maestro modelador de la nueva generación. ¿Puedo pedir más? Yo sé que no dejarán, en verdad, ese niño bajo mi cuidado y que todo, como digo, es una prueba. He respondido correctamente a esa prueba diciendo que acepto. Odelino lo sabe y está conforme conmigo. Le habrá respondido a Siempreviva, cuando ella le pidió 265
permiso para parir y lugar para su hijo: “Siempre que el de abajo (yo) quiera hacerse cargo de él”. Lo que quiere decir, una vez más, que he encontrado estima cuando menos lo esperaba, seguridad y aquiescencia. “Yo tengo un hijo a mi cuidado”. Así se puede empezar correctamente, así puede comenzar mi historia. No es mi hijo, seguramente, pero es un hijo, de modo que diciendo “un hijo” no cometo excesos de suspicacia ni golpeo a las puertas de la suposición para pedir prestado. Veré más adelante, cuando se afirme el hijo de Siempreviva, si seré o no su tutor; entretanto, es válida la sentencia que acabo de descubrir como prólogo de la historia de mi existencia. “Yo tengo un hijo a mi cuidado” no es, a todas luces, superior a “Yo nací en un país lluvioso”. En la vida exterior la naturaleza juega un papel importante, pero en la vida interior solo cuentan personas. Al saco roto lo del país lluvioso o soleado. “Yo tengo un hijo a mi cuidado”. Eso es lo único verdadero aquí, por ahora. Hoy me alcanzó las migajas Nour, como casi siempre. Y observo también que las correas y botones de Leproz y Orti han sido aumentados considerablemente sobre sus harapos. También lucen ahora cascos brillantes dentro de los cuales hunden su cabeza hasta que la frente desaparece. Yo también tendré mis novedades, seguramente, en cuanto a ropa, una vez que pueda caminar, pues, aunque ya me levanto, no se me permite todavía desplazarme de aquí para allá. Mejor en todo sentido: sentado al borde del camastro puedo contemplar mejor a Orti y a Leproz dentro de las innumerables transformaciones de su vestimenta. Aclaro: son Orti y Leproz, pero perfeccionados, por así decir, en su individualidad y, al mismo tiempo, similados, unificados. No puedo disimular mi inquieta curiosidad por saber las novedades en ropa que me reservan los de arriba. No pido mucho, solo lo necesario. Deberá también tenerse en cuenta mi tipo de actividad en la elección del atuendo que habré de vestir en el futuro. No hay dinero, al parecer, para dotaciones completas de ropa. Subsistirán los harapos hasta más adelante, como ha ocurrido 266
con Leproz y con Orti, pero, si bien se mira, eso carece de mayor importancia. Orti me acerca la bandeja con el pie —no puede desacostumbrarse y lo comprendo— y yo empiezo a comer tranquilamente, sin ninguna preocupación, con una mansedumbre maravillosa, hasta que doy por terminado mi almuerzo. Oh, las grandes sensaciones de la paternidad comienzan, y no sabía yo que eran capaces de sobrepasarme, como sobrepasan los recuerdos ondulantes del primer amor, allá junto a los hongos, con la hija de Juan Nour y, más lejos todavía en el recuerdo, el ulular de Siempreviva bajo los manotazos de sus perseguidores, Orti, Leproz y yo. Pero ha llovido sobre todo eso. El hijo de Siempreviva, aun permaneciendo arriba, aun sin conocerlo nunca —me gusta pensar en los absurdos—, me fortifica y allana el terreno de la conquista del mundo. Nadie me prohíbe pensar. Si me lo prohibieran pensaría lo mismo. Siempreviva ha adivinado esta virtud mía y la aplaude en silencio. Aplaude también mi comenzar: “Yo tengo un hijo a mi cuidado”. A eso se debe que su espíritu y el mío sean tan parecidos y nuestras esperanzas coincidan. Debo comunicarme con Siempreviva lo antes posible. No cometeré la estupidez de emitir esos sonidos repugnantes e inútiles para después recurrir a las manos, a las señas, obligando así a Orti, que comprende perfectamente, a traducir mis gestos en palabras. No. Escribiré las respuestas. Pero lo que no escribiré es el llamado que suele hacerse en estos casos. No deslizaré sobre la bandeja de Nour ningún pedido escrito para que se presente Siempreviva a charlar conmigo sobre los asuntos pendientes. Tal vez no tenga motivos para odiar este sistema de llamado, pero lo odio. En las circunstancias actuales, el método me parece hiriente, medroso, solapado. Ah, quien ha nacido, como yo, para la libertad necesita también del aprendizaje de esa libertad, y si usara el método del papelito escrito y puesto sobre la bandeja de Nour cuando retira las sobras, sería perdonable. No obstante, ya me 267
han perdonado mucho y renuncio, pues, al sistema. Lo importante aquí es la presencia de Siempreviva o, por lo menos, los datos de la evolución de su embarazo. Creo que deseo en este momento estar arriba para saber sobre eso. Es la primera vez que deseo estar arriba y me siento como sorprendido. He tenido sueños sobre arriba, he soñado largamente con arriba, pero nunca deseé expresamente estar allí, aunque bien comprendo la emoción infinita que me traería una invitación concreta para subir y besar a los que tanto quiero. También la hija de Juan Nour está encinta. Ahora lo recuerdo. ¿Encinta de quién? Bah, podrían ser solo suposiciones. Está tan lejos ese tiempo que los detalles de su vientre y de sus ojos se me escapan irremediablemente. Lo que descubro a cada paso es que también ella me necesita, como me necesitan aquí todos. Soy necesario en el subsuelo. Muy necesario. Pagué mi culpa y ahora hasta parecen arrepentidos del sufrimiento que me trajeron los castigos. Conozco el sistema de esos castigos. Lo he probado con rectitud y fortaleza; llega, pues, el tiempo de pasar a la otra orilla, la de los castigadores. ¿Y mi libertad? Ay, es cierto. ¿Quién, en el subsuelo, en los bosques, en la ciudad, es libre? Después de pensarlo bien considero más prudente y armonioso quedarme aquí que ser expulsado al mundo junto con las excretas de la casa por mandato expreso de Odelino. ¿No decrece acaso la ciudad que me rodea, si se mira bien, en tanto que la casa de Odelino se desarrolla vigorosamente? Hacer nuevos misioneros en la ciudad: esa es la orden. Y traer a esos misioneros aquí, sacarlos del mundo, formarlos para una nueva sensación y un nuevo orden. Ay, Siempreviva, cómo la comprendo… Cuando abandone al fin el subsuelo y ascienda, solicitaré de Odelino la misión que tuvo Olgar, la que tienen Juan Nour, Nour y Siempreviva. ¿Quién estará en ese entonces en mi lugar, dormitando en mi camastro, comiendo mis migajas, mirando mi vitral, persiguiendo mis roedores? ¿Será digno de mí como yo lo fui de Juan Nour 268
y Olgar, y se abrirá camino hacia arriba como yo me lo abrí hacia Odelino? No prejuzguemos. Por ahora el subsuelo está vacío, es decir, vacío de gente ajena desde mi consagración a la casa, desde mi incorporación. O sea, carecemos de súbditos. Yo lo soy, pero solo simbólicamente, y ese símbolo encarnado por mí es una de las más generosas prerrogativas que he recibido. Digo, pues, que no ha ingresado nadie después de mí. Esa es sin duda la causa por la cual no tengo aún sitio asignado arriba y se me mantiene aquí. Controlar la formación espiritual del hijo de Siempreviva es en sí misma una profesión larga y sacrificada, pero ella no colma seguramente el programa de acciones que me tiene asignado Odelino para más adelante. Oh, ser útil, ser útil donde se esté; he aquí todo el pentagrama donde vengo colgando mis gemidos desde que tengo uso de razón. Aquí aprendí a amar, es cierto, aunque lo más importante es que aprendí a odiar en la misma medida. ¿Pueden decir Orti y Leproz que sus vidas fueron tan equilibradas? Hasta se pudiera pensar ahora que puse ese artefacto en la casa del anciano sólo por obtener mi ingreso aquí doblegando la resistencia que se me oponía. Si fuera así, ganaría mi personalidad ante mis propios ojos. Pero no es necesario. Dejemos las cosas como están. Qué defensor consumado de la costumbre he sido siempre, aun durante los peores momentos de mi existencia. En lo más profundo rogaba que ese piano, esa soga, ese vitral marrón, esos hongos, esa letrina, esas muletas, esa cama, esa cadena de Kavo, esa puerta pequeña se mantuvieran intactas sin modificación. Qué placer observar que era yo el que cambiaba y que por tal cosa se me distinguía. En junio, creo, tuve una gran crisis. No importa el mes, por supuesto, y digo junio sin poder precisar si no era setiembre. Tuve una gran crisis de melancolía. Ahora me lo confieso. Abrí los ojos una mañana y vi a Orti por primera vez, no sabiendo si venía de arriba o lo traían de afuera y sin acertar a explicarme qué función le 269
tocaba ejercer junto a mí. ¿Debía yo darle órdenes o debía él dármelas a mí? ¿Se lo traía para poner a prueba mi capacidad de mandato o, por el contrario, para evaluar mi capacidad de obediencia? Ese día comenzaron para mí los cambios que habrían de desembocar en mi privilegiada situación actual. Fui tomado —de eso no hay duda— para cegar la vida de aquel anciano; y como ese primer paso lo di con acabada perfección pude ingresar sin tropiezos a la segunda etapa, como interno del subsuelo, donde las pruebas de suficiencia para la vida continuaron a través de la hija de Juan Nour, Siempreviva, Olgar y demás. ¡Qué claro es todo! Qué claro es todo aquí. No tenemos enemigos, pero constituimos una falange tan perfecta y equilibrada para salir en busca de ellos, cuando de nuestra perfección clásica y quieta surja el movimiento por propia tensión, que estamos orgullosos. Recuerdo todavía a Leproz y a Orti. Ya no están, han subido, han levitado, diría yo. Estoy solo. Me curo pacientemente de las heridas, que ya no sangran. No camino todavía, pero me quedo sentado en el colchón, con las piernas colgando hacia abajo, y me dan enormes deseos de avanzar hacia los hongos, de caminar hacia la letrina, de tocar la soga que cuelga o de acariciar el piano. Orti no se despidió de mí. Leproz, en cambio, me hizo una ceremonia. No contesté. No valía la pena, no estaba en mis cálculos, no quise. Sin embargo, los extraño. Soy mudo; no puedo repetir, desgraciadamente, nuestras altas conversaciones sobre temas generales, pero no miento si digo que las recuerdo con cariño. Oh, cuánto se piensa en la oscuridad. Después de la muerte de Olgar no han vuelto a encenderse las lámparas. A veces, durante ciertas horas, entran débiles reflejos por la claraboya y entonces distingo mis manos y también mis pies desnudos. Pero, generalmente, la oscuridad es total y no admite interpretaciones erróneas de su densidad. 270
Hace poco creí oír al mayor de los roedores debajo de una de las camas vacías y me dije: “Qué minúsculo es el poder de mis enemigos actuales”. Siguió el roedor con su trabajo y yo con mi frase, hasta que nos cansamos ambos del juego y, al parecer, nos dormimos. Cuando despierto no tengo hambre. Suena la campanilla de las migajas pero me quedo en mi sitio porque no debo caminar todavía. Entonces, ante mi indiferencia, retiran la bandeja. Se oye después un silbato a regular distancia y nuevamente el silencio comienza. Ese silbato anuncia arriba que no he comido. Alguien nota que hago ayuno y cuando lo pienso me sobrecoge el temor. Pero ¿se hartan, acaso, ellos, los de arriba? Mi ayuno es cooperación, desinterés por las cosas materiales, preparación para el régimen alimentario que llevaré allí, sentado a la mesa de Odelino y con los pies sobre almohadones intemporales. Ay, los roedores se hartan, trepan por el brazo del que ahora, en reemplazo de Juan Nour, me trae la bandeja y devoran mis migajas. No hay ninguna heroicidad en este desprendimiento, en esta renuncia. Por eso, cuando escucho el silbato que sigue al regreso de la bandeja a su lugar de origen, considero que una modesta ingenuidad ata las acciones arriba y domina en las trasacciones espirituales de la cofradía, la logia, la comunidad que vive y obra sobre mi cabeza, en los pisos superiores. No. Debes saber, Odelino, que me necesitas, y pronto. Lo sospechas, es cierto, pero me mantienes aquí y mi vida no es eterna. Después del último silbato no me he movido ni un centímetro de donde estoy. Estoy acostado, con la barba, acaso blanca, sobre el pecho, las piernas estiradas, las puntas de los pies hacia arriba, las manos a los costados del cuerpo con las palmas reposadas sobre el colchón. Posición ideal para recibir el llamado o, por lo menos, para esperarlo. La nuca, serena; los ojos, abiertos; la respiración, sin tacha. Mi nombre empezaba con R. Tenía yo una pequeña cicatriz sobre el mentón, del lado izquierdo. Podría cerciorarme de su existencia actual con solo levantar el brazo hasta depositar el índice sobre ella. 271
¿Vale la pena? Ha de estar ahí, sin duda. Todas mis cosas están por ahí, en su sitio, cada una en su lugar de nacimiento, como dormidas y al acecho del mandato de arriba que espero. Mi ayuno es un estímulo, desgraciadamente. Pero no por mucho tiempo. Repetidos mis rechazos de alimento terminarán por suprimir el envío de la bandeja y, por consiguiente, el silbato. Transcurrirá un tiempo más y vendrán a examinarme y me hallarán más que idóneo para decirme: “¿Quiere hacernos usted el favor de subir?”. Yo les responderé: “Sí, sí, estoy preparado”. A lo cual ellos responderán: “Deje, no se moleste, lo alzaremos, lo llevaremos a pulso, no se agite, estamos para eso, lo venimos buscando desde hace tiempo, no se incorpore, por favor, es usted liviano, nos costará poco llevarlo en andas”. Oh, cuántas lágrimas derramaré entonces, secretamente, mientras me suben por esas escalinatas y cuántas más acudirán a mis ojos cuando, detenido el cortejo ante la puerta del despacho de Odelino, alguien pregunte: “¿Se puede?”. Habrá un silencio y yo no podré contener los sollozos. Me castigarán como a los niños para que se callen y yo no podré callar hata un tiempo después. A continuación, como un platillo de metal que cae al suelo, resonará la voz de Odelino con estas palabras: “Adelante”. Me presentará entonces a Leproz, a Orti, a Siempreviva, Juan Nour y su hijo y su hija. ¿Los reconoceré? ¿Tenía yo barba entonces? ¿Blanca? Siempreviva me mandó esas fotos donde estoy frente a la casa del anciano, al acecho, pero no he querido verlas. Ahí están, entre mis papeles y mis cosas. Odelino no me mirará de frente. Lo sé. Para eso sería necesario ser hijo de su sangre, y tal cosa es imposible. Pero oirá mis sonidos y los comprenderá sin ayuda de traducción. ¿Quién lo duda? Caminaré por la alfombra de Odelino un largo trecho, flanqueado por rostros que ni siquiera tendrán una idea de quién soy. El cuerpo de Odelino, enterrado, por así decir, en sus negras botas brillantes, partirá del suelo, pero no se sabrá exactamente hasta 272
dónde llega su erguida cabeza en el aire. ¿Se podrá saber alguna vez cómo es ese aire que rodea su cabeza y cómo las ráfagas que van y vienen sobre su cráneo rapado? Gritaré hacia esa cabeza con mis mejores aullidos y mis aullidos llegarán a esa cabeza. Pondré la mano sobre su pecho o sobre sus rodillas, me volveré hacia los demás y me sentiré como un desbastador al pie de su bloque. Odelino cuidaba a los ancianos de la ciudad y su frente debió sufrir una trizadura cuando volé aquella casa y aquellos recuerdos con mi carga concentrada. Ordenó azotes y por fin me protegió. No quiso perderme, quiso hacerme palpitar para su casa. Cuando la población de Odelino sea más grande que la población que deambula por la ciudad sin destino cierto, Odelino —lo ha prometido, seguramente— aflojará los nervios de su rostro y dejará caer sobre todos nosotros su bondadosa sonrisa escondida en lo profundo. Yo veré esa sonrisa resplandecer como la leche sobrante en la boca de los niños y oiré trepidar las armas que lo honran en el gran patio abierto embaldosado. Todo lo sé. Todo lo imagino. Soy joven aún y mis maxilares arrancarán aplausos generales en la última prueba. Cansado debe de estar Odelino tras su empecinado mejoramiento interior. Cansado y orgulloso de todo menos de su cansancio. Debe estar alerta si esta superación que imagino se ajusta a la verdad. En tal caso, su llamado, menos robusto de lo que supongo, puede languidecer en el aire sin llegar a penetrar por la claraboya, que da sobre los jardines. Me levanto arrastrando las piernas y avanzo como puedo hacia la claraboya. Es una locura pensar que puede estar en este momento llamándome a gritos, encolerizado. Pero nada me cuesta acercarme de vez en cuando a la claraboya y pegar mi oído al vitral o a la rendija. Es lo que hago ahora después de muchos titubeos. 273
Silencio profundo. Silencio lejano. Silencio cercano. Odelino no llama. Odelino no llama todavía… Qué poco me conforma, sin embargo, este silencio. ¿Y si me llama mientras duermo? ¿Y si me hubiera llamado ya sin yo haberlo escuchado? Ah, no se debe ir tan lejos nunca. Digamos que aún no me ha llamado pero que está a punto de llamarme, lo que ocurrirá de un momento a otro. Ya mi paz no es tan completa con esta incertidumbre. Trasladaré mi camastro junto a la claraboya y aquí me instalaré. Será mejor, lo más seguro. Estoy solo. La operación me llevará algún tiempo pues mis fuerzas no están en su apogeo. No importa. Lo principal es empezar. Traeré el colchón primero. Tiraré de él hasta conseguir derribarlo al suelo desde el camastro y luego lo iré arrastrando hasta la pared de la claraboya. Regresaré en busca de las tablas del camastro, tres o cuatro, lo mismo da, y las depositaré una por una sobre el colchón. Deberé hacer tres o cuarto viajes, a lo sumo. Por último, trasladaré los cajones donde se apoyan las tablas, dos a la cabecera, dos a los pies; total, cuatro viajes, más cinco viajes anteriores, nueve viajes. Está bien. No es tanto. Hubiera jurado que eran entre veinticinco y treinta viajes, contando las idas y las vueltas, pero son dieciocho. Creí que esto no acabaría nunca. Estuve a punto de flaquear repetidas veces, pero me sobrepuse al fin. He trasladado todo de la mejor manera posible. Ya estoy instalado con mis pertenencias contra la pared de la claraboya por la que penetra un gran silencio. Aquí me siento mejor, aunque el vacío que han dejado en sus camastros Leproz y Orti es más notorio. Pero me siento, en cambio, más acompañado por la cercanía del vitral y sus figuras rectilíneas: un hombre de pie sobre el estómago de otro acostado. Alguna vez me dedicaré a estudiar esas figuras. Es momento propicio puesto que dispongo del tiempo que empleaba antes de comer. Tampoco voy a la letrina. Me cansan esos viajes y temo que no me consideren en perfecto estado cuando llegue mi momento. Hago reposo, ayuno y 274
pienso. Muy pocas veces debo recurrir a esas agotadoras peripecias que me permiten expulsar el excremento fuera de los límites del camastro. Cuando llega ese momento me encomiendo a Dios. Lloro por los golpes recibidos. Lloro por todo. Me interrumpo. ¿Será posible? Tengo miedo. Acabo de oír mi nombre. Acabo de oír la voz de Odelino como si hiciera esfuerzos por llegar hasta aquí desde el patio abierto embaldosado. Ha sido su voz, no hay duda. Fue un grito largo, recto y agudo. Creo que el vitral vibró pero acabo de tocarlo y ya no vibra. ¿Me escucharía Odelino si le gritara desde aquí: “¡Sí, estoy listo!”? ¡A qué intentarlo! ¿Qué diría si escuchara mi frase sin haber pronunciado la suya? ¿Cómo juzgaría mi impaciencia? Debo tranquilizarme, puesto que me necesita y volverá a llamar por segunda vez. Estoy vivo. Él lo sabe. ¿Lo sabe realmente? ¿Lo sabe en todos sus detalles? Si no lo sabe vendría, al menos, a honrar el cadáver de su fiel servidor. Oigo a los roedores entre mis papeles. Oigo bien, nada se me escapa. ¿Entonces? ¿Por qué no oí claramente a Odelino, que quiso llamarme él mismo como deferencia especial, sin recurrir a una citación arrojada por Nour a través de la claraboya? Creo que el grito de Odelino podría situarse entre las cosas más extraordinarias que han sucedido en mi vida. Brotó como el disparo de una flecha voluminosa, luego se fue adelgazando hasta la nada y al terminar se produjo un pequeño temblor de todo lo que había puesto en movimiento aquí. Era la inercia. Recuerdo que yo evacuaba algo por los oídos, sangre no será, cuando sonó la voz de Odelino. Estaba distraído palpando el líquido que me corría por la cara. Ha sido una verdadera suerte haberme trasladado aquí, cerca de la claraboya, porque de otra manera no habría tenido la menor idea de que Odelino me estaba dirigiendo la palabra. Este sitio es nuevo para mí, pues antes habitaba allá, hacia aquel rincón oscuro, y esto también ha de tenerse en cuenta cuando se juzgue como indiferencia mi quietud ante el llamado de Odelino. 275
Lo primero, levantarme. Avanzar hacia la puerta, tentar la migaja de la puerta. Si la puerta se abre significa que debo salir, que Odelino ha llamado y en estos momentos está extrañando que no llegue aún a su aposento. Oh, si volviera a llamar, cómo me facilitaría todo, cómo me llenaría de felicidad y acabaría con mi incertidumbre. Quieto, escucho el silencio, fijos los ojos en la abertura de la claraboya. Algo se mueve allí ahora, pero es imposible distinguir si se trata de un roedor agazapado esperando, moribundo, moribundo ya, la bandeja de migajas. ¿Cuánto tiempo lleva allí el infeliz? No. No es un roedor. Es una mano y una bandeja. Hay reverberaciones. Las conozco. Una bandeja y una mano. (Pero eran los de arriba los que habían determinado mi ayuno y ahora revén la medida). Ay, Odelino, yo te ofrecí esos, mis ayunos, con mi mayor esmero, creyendo que el esfuerzo era mío. Perdón, Odelino. Se ve que no me has interpretado mal, sin embargo, porque aquí viene tu señal para que me presente a una entrevista contigo. La mano en la bandeja se mueve, pero no es de Nour la mano, aunque la bandeja es la misma de siempre. Por fin acabo de enderezar el tronco, creí que no terminaría nunca. Ya voy, ya voy. En cuatro patas me deslizaré sobre el colchón, lo recorreré a lo largo y pronto me veré estirando mi brazo y mi mano hasta alcanzar la bandeja. Dicho y hecho. No. No hay migajas. Puedo decirte, entonces, Odelino: “Te ofrezco estos ayunos con mi mayor respeto”. Hay un papel con una orden escrita, seguramente. Veo el papel extendido sobre la bandeja, desplegado. Lo tomo. Desaparece la bandeja. Desaparece la mano. Desaparece todo y vuelvo a lo mío. Aquí está la citación de Odelino. ¿Pero cómo leerla en la oscuridad? ¿Sabe él que aquí no hay luz? ¿No se le escaparán detalles importantes de mi existencia? No prejuzguemos. Intentemos leer. Intentemos maniobrar con el papel hasta descifrarlo en la luz. ¡La luz! Sí, la luz. Han encendido las luces, devoro el contenido de la letra pequeña y rígida de Odelino: “Le comunico que debe presentarse a 276
la brevedad”. Hay una firma ilegible y otras cosas. La luz vuelve a apagarse. ¡Qué hermosa era la luz! Tengo sueño. Soy el hombre más feliz de la tierra. Acabo de despertar. Aquí está el mensaje de Odelino. Lo palpo, lo acaricio con los pulpejos, me lo llevo a la frente, a la boca, vuelvo a guardarlo entre mis papeles. Decía: “Le comunico que debe presentarse a la brevedad”. Sí, eso decía. Un trato cordial, si no, hubiera escrito: “Preséntese de inmediato a mi oficina”. Son las pequeñas cosas las que más conmueven. Oh, voy en busca de la puerta de salida, pero aún no he conseguido que mi pie derecho toque el suelo. Con mi cambio de sitio he ganado en capacidad auditiva para el caso de que Odelino hiciera oír su voz a lo lejos, pero he perdido en otros aspectos: por ejemplo, ahora es mucho mayor la distancia entre mi colchón y la puerta de salida. Siempre se pierden las pequeñas batallas cuando se ha de ganar la grande. Allá voy, puerta. He conseguido poner mi pie derecho en el suelo y empiezo a estirar la pierna izquierda. Podría orinar sin mayores tropiezos en esta posición, pero lo cierto es que no experimento ningún deseo. Ya, ya. Listo el pie izquierdo, junto al derecho, en el piso. Suelto la mano izquierda, que aferra el borde del colchón y trato de erguirme un poco. En verdad nunca fui un cuerpo absolutamente erguido. Tengo una operación en las costillas y un apósito de metal que las mantiene unidas bajo la piel. Algún cirujano extraordinario. Gracias a él me enderezo casi completamente, hasta que, fuertemente apoyado en las plantas y sobre todo en los talones, logro soltar la mano derecha. ¡Estoy de pie! Estoy de pie y sin ningún dolor. Mis oídos no sueltan nada. Comienza el recorrido hasta la puerta, que según mis cálculos debe estar abierta para que mi cuerpo pase. Seré el último en pasar por allí. Afuera habrá luz, no hay duda. Luz indirecta y apacible en los corredores. Todos me esperan impacientes. Todos los impacientes 277
me esperan. Mi marcha va bien, sin tropiezos, sin descanso, solo que lenta, como corresponde a los efectos de mi acabada preparación. A la derecha e izquierda voy dejando atrás, para siempre, las cosas con las cuales he convivido durante mucho más tiempo que el imaginable. No las extrañaré, lo sé. Pero me despido de ellas en la oscuridad, diciéndoles adiós a los bultos. Estoy tranquilo. Tal vez en alguna oportunidad deba volver al subsuelo a cumplir algunas tareas de contralor o vigilancia sobre los que lo habitarán de hoy en adelante. Ardo por ejercer por fin mis funciones, cualesquiera fueren. No hay funciones menores. Todas tienen importancia. Voy bien, sin dificultades; pequeños endurecimientos en las rodillas, pero continúo con el ritmo iniciado junto al camastro tal como me lo propuse. No vuelvo la cabeza, no miro atrás; me parece que estuviera abandonando un jardín marchito, que estuviera al fin saliendo por mi propio esfuerzo de una ola podrida y que alcanzo la orilla, donde se me espera con banda de música. ¿Alguien en el mundo es más feliz que yo en este momento? Ni el propio Odelino. Ni el propio Odelino. Es lo cierto. Ni el propio Odelino… Ya los roedores habrán ocupado completamente mi camastro y los espacios que voy dejando libres. ¿Pero de quién es esa mano que asomó con la bandeja y la citación? La desconozco. ¿Tiene importancia eso? Ninguna. Olor a roedores que se desplazan, a orina. ¿Ago más? Claro. Mi ayuno no fue total en los últimos tiempos. Tengo hambre ahora. Si tuviera mi fuente de migajas iría comiendo hasta llegar a la puerta, que debe estar ahora a unos cinco pasos. No ha crecido mucho mi barba desde la última vez que vi a Orti; tijera en mano, me la arrancó de dos cortes certeros. Ese sí que es un trabajo que yo no podría ejecutar si me lo encargaran: cortar de tanto en tanto la barba a los que vengan. ¿Qué haría entre corte y corte? Pasaría los días echado, inerte en mi confortable despacho, esperando los días de compra como quien espera la llegada de la 278
primavera. Sí. Orti cuidaba de mi barba, pero eso no autoriza a que habré de reemplazarlo en ese trabajo y que para tal cosa me llama Odelino. Puedo, sí, encargarme de esas menudencias muy de tarde en tarde, pero solo a título personal y no por disposición reglamentaria. Aquí está la puerta. Vuelvo la cabeza ahora para despedirme con una reverencia de todo lo que dejo. No se ve nada. Estoy emocionado. Un día más aquí sería también perfecto. Por ejemplo, sentarme en este mismo lugar donde estoy, junto a la puerta, hasta mañana. Salir mañana. Pero Odelino está impaciente. La puerta ha cedido. La abro del todo, paso (hay un escalón bajo), vuelvo a cerrarla. Yo me llamo Ruy. Ahora recuerdo. El anciano se defendió. Eso es seguro. Olgar me alcanzó la espalda con su proyectil. Aquí tengo esta coraza de metal que me une las costillas para que no se repantiguen cuando respiro. Odelino dirigía. Hay dos paredes, una a la izquierda, otra a la derecha. El corredor es bastante largo y desemboca en una puerta. Se ve muy poco. Apenas algo más que en el subsuelo. Me apoyo en la pared de la izquierda, vuelven los dolores. ¿Vuelven o empiezan? Estoy vestido. Olvidé ponerme algunas cosas pero estoy vestido. Huelo a humedad; debe ser mediodía. No llegaré a esa puerta donde debo golpear si antes no descanso un poco. Cierro los ojos y me dejo caer. No ha sido tan terrible la caída. Valía la pena dejarse caer, porque ahora puedo recuperar fuerzas acostado en el suelo. Ni un calmante en el bolsillo. Nada. Pero el reposo es lo mejor en estos casos especiales. ¿Sabe Odelino que soy mudo? Bah, gran cosa para él que lo sea o que no lo sea. Le diré que un tiempo era yo un brillante expositor, famoso por el timbre que lograba imprimir mi voz. Pero no es el caso de perder el tiempo en consideraciones sin importancia. Más valiera probar, en todo caso, mi lenguaje manual y ejercitar mis señas para cuando llegue el momento de hablar con Odelino, dentro 279
de muy poco. Conforme. Conservo la rapidez que me esperaba. Mi lenguaje manual sigue siendo claro y hasta expresivo si se tiene en cuenta que apenas Orti y Leproz me dirigían la palabra y mis oportunidades de practicar eran muy pocas. Si llego a enterarme arriba, por ejemplo, de que Orti es también mudo , no experimentaría el menor asombro. Sí, nos comunicábamos muy poco, es la verdad. Pero los guardianes no tienen la obligación de comunicarse con sus subalternos. “Vamos allá de una vez”, me repito, y vuelvo a mirar la puerta al fondo del pasillo. Me conviene emplear aquí el sistema de desplazamiento que usan los niños, aprovechando que estoy en cuatro patas. Una vez ante la puerta me erguiré y llamaré. Adelante, entonces. No quiero pensar, no quiero sino desplazarme hasta esa puerta, como lo hago en este momento. Por fin he logrado imprimir a mis extremidades movimientos sincronizados y continuos a ambos lados del cuerpo y, después de interrogarme sobre las nuevas posibilidades, pongo la mente en blanco y también los ojos, por algunos momentos, y gacha la cabeza como los caballos de tiro, me parece, después, que arrastrara en un carromato el subsuelo con todas sus cosas dentro. No es así; digo “me parece”. Porque si fuera así no habría llegado a la puerta, que es de chapa pintada y suena cuando golpeo con la mano extendida. Aparece Juan Nour cuando se abre la puerta y me dice: —Levántese. —Sí, sí. Lo sé. Ahora verá —le contesto. ¿Puedo levantarme en verdad sin poner a prueba excesiva la resistencia de mi corazón? Ni intentarlo siquiera. Avanzo en cuatro patas, siempre con la cabeza gacha, hasta cruzar el límite de la puerta. Lo importante es pasar de una vez ese límite y, ya dentro, ponerme de pie. Juan Nour cierra la puerta en cuanto paso. —¿Qué deseas?—me pregunta. —Ponerme de pie—respondo. 280
—Ah, sí —dice, y entre él y yo conseguimos levantar mi cuerpo y pararlo sobre el pavimento. —¿Qué otra cosa desea hacer ahora? —Señor Juan Nour, vengo del subsuelo, como usted sabe. —No me diga nada del subsuelo. —Sí, mejor. —Usted se comportó siempre como un enemigo. —¿Yo? —Ahí están los informes de Orti. —Ah, Orti. ¿Vive Orti? —Y de Leproz. —¿Vive Leproz? —Nadie tuvo jamás tantas posibilidades como usted, tantas posibilidades. —Lo comprendo. —Se le dio de todo, se le permitió todo. —He ayunado mucho. —Dejemos eso. —Quiero ingresar. —Lo estamos esperando desde hace mucho. —Aquí estoy. —Tenía escrúpulos. —No, no. —Sí, sí. ¡Escrúpulos! —Ya no. Lo juro. —Venga. Me toma de la mano y desembocamos en un patio. —Tápese las narices —me previene—. Cumplo la orden. Cruzamos el patio. Miro el cielo nublado. Juan Nour me sostiene como puede cuando se me aflojan las piernas. Oh, qué lenguaje preciso he obtenido, sin embargo, con ayuda 281
de las señas manuales y con qué facilidad me entiende Juan Nour. ¿Me entenderá con la misma facilidad Odelino? Oh, Juan Nour. Estarás entonces presente en la entrevista, y Siempreviva y los otros, menos Olgar. Pobre Olgar. No estará presente. Hubiera sido una ayuda majestuosa. Olgar: tu indigno reivindicado en las cimas, arrancado del miasma. Hemos desembocado en una construcción baja, de arcos blancos. No. No hace frío. Juan Nour abre una puerta y entramos. El espacio es inmenso. —Dame algo de comer, Juan Nour —le digo. —Basta de llanto —me responde. Toma un uniforme completo de una mesa y me ordena que me eche sobre una tarima. El mismo me alza y me acuesta mientras dice: “Pronto, pronto”. A continuación empieza a ponerme el uniforme. Qué poco recuerdo ya mi vida en el subsuelo con estos cambios fundamentales que se operan en mí desde la salida por aquella puerta. Aquí, sobre grandes mesones, se apilan hasta el techo los uniformes consagrados, al parecer, por la costumbre. Juan Nour termina de encajarme unos borceguíes. Arriba parecen escucharse voces, pero las palabras se disuelven en el olor a naftalina. ¿Se oye la voz de Odelino azuzando a su caballo, dando consejos a las mujeres, enseñando a leer y escribir a los más jóvenes? —De pie —ordena Juan Nour. Obedezco. Soy el que resucita, la columna de esta casa, el sumidero y el tejado. Comenzará mi historia. Me sentaré a la mesa con Odelino, demostraré que existo. De todo un poco tiene el uniforme: una escudilla para sopa, medicinas, transmisores, diversos artefactos de puntas diferentes, estrellas, un reglamento, un cofrecito para cenizas. Ya estoy de pie y me parezco sorprendentemente a Juan Nour. Juan Nour me va empujando desde atrás y salimos. Viene ahora la caballeriza, pero no se ve a nadie montado. Juan Nour señala con el dedo el horizonte y lo somete a mi consideración. Parecen encantarle 282
mis adjetivos al respecto. Ah, viejo zorro, cómo sabías que alguna vez tendría jurisdicción sobre tu persona, y a tal punto que no paraste hasta darme a tu hija por mujer en la letrina del subsuelo. —Arriba —dice Juan Nour señalándome un caballo. Y él mismo me empuja desde abajo, me pone un pie en el estribo y con otro empellón logra que me encarame sobre el animal. Oh, se acentúan los dolores, se abren las carnes; necesitaría infinidad de algodón otra vez… Juan Nour se aleja y me deja solo bajo el sol. Desaparece tras esa loma de césped estrangulado por el ir y venir de los caballos. Estoy quieto sobre mi caballo mirando desaparecer a Juan Nour; hacia el fondo, otros caballos corren, de distintos colores pero de igual galope. Detrás de la tropilla va Kavo, el incomparable Kavo. Ardo porque me reconozca, pero corre tras la tropilla sin mirarme. Soy el espeso, el magno caballero de la desgracia, con un pie en la gloria y otro, por ahora, en el circo, en un circo de caballos. Aquí se adiestra Odelino, trepa Odelino, trota Odelino, galopa Odelino, cuidador de ancianos y cosas imperecederas. Vendrá enseguida montado y seguido por Juan Nour. Sobre mi caballo inmóvil me ejercito, reconstruyo los gestos de mi lenguaje de mudo y los perfecciono bajo el sol. Bajo el sol puedo ver mis gestos; en el subsuelo, imposible. ¡Qué larga ha sido mi leva! Pero cuánta belleza se me tenía reservada. Por ejemplo, este campo, estos animales trotando, estos gestos míos, este uniforme completo y mi seguridad, eso sobre todo, mi seguridad. Jamás podría haber imaginado todo lo que me aguardaba trasponiendo la puerta y calzando estos borceguíes. Si no me reservara el destino algo más sutil, más sutil que cuidar caballos, que atender esta caballeriza, no habría motivos, sin embargo, para no sentirse dichoso. Ah, cómo podrían mejorarse estos pastos, estos vergeles de la derecha y estos prados con una buena dedicación. Cómo podrían perfeccionarse los corrales, los comederos y, allá, la loma por 283
donde se fue perdiendo la figura de Juan Nour. Nada se me ha dicho al respecto, pero Juan Nour es hombre de pocas palabras. Prefiere dejarse adivinar, prefiere la iniciativa del subordinado a la orden del subordinador. Gran sabiduría. Por tanto, si no tuviera abierta las carnes todavía ni despidiera este fuerte olor que despido y que me produce mareo, bajaría del caballo ahora mismo y empezaría a diseñar sobre el terreno otra forma para este campo, introduciéndole modificaciones sustanciales. Pero necesito saber, primero, cuánto tiempo tardará Juan Nour en regresar. No es aceptable que me sorprenda en plena tarea y desapruebe mi iniciativa. Aunque, ¿podría él desaprobarla? ¿Depende de Juan Nour todavía? Eso está por saberse. En primer lugar, ¿no ha aparecido acaso decirme, con su huida: “Aquí tiene este campo; nadie hay por encima de usted en este terreno”? Nada he firmado, pero tampoco en el subsuelo firmaba nada. Solo los Olgar firmaban. Yo no firmaba. Y esto mismo, lo de los Olgar, es ciertamente dudoso. Si Siempreviva me castigaba, ¿no podía ser acaso por celos? Kavo me ha mirado, pero no me reconoce. Mi olor le llega, sin duda, ¿pero es el mismo olor que tenía allá abajo, en el subsuelo? Todavía sigo soltando culpa y miseria, sigo soltando lava. Todavía no me cauteriza las llagas este uniforme apretado y duro que me permite sin esfuerzo mantener el torso quieto sobre el caballo que monto sobre estos dominios de Odelino. Soy su lugarteniente. De eso no hay duda. ¿Cuánto tiempo podré permanecer así, inmóvil, sobre mi caballo, viendo corretear a Kavo y a los potrillos y a los caballos y a las yeguas? No veo torres a la redonda. Solo veo nubes. Esta es mi altura máxima. No estoy destinado a vigía. No veo torres. Veo nubes, nubes inhabitables. Y otra vez los fermentos abriéndose caminos por los harapos y apareciendo por las costuras del uniforme. Sin embargo, el dolor ha disminuido en algunas partes vitales. ¡Partes vitales! Como si no 284
fueran vitales de por sí todas las partes mías ahora. Lo mejor será desensillar, echarme por ahí sobre el estiércol seco y aprovechar las fuerzas que me quedan para un nuevo intento de exploración de mi cuerpo. ¿Pero por qué Juan Nour no me lavó primero en esas piletas, no me retiró los harapos antes de vestirme con la ropa nueva? Ah, se propuso no ensuciar el uniforme, seguramente, como si a Odelino le importara gran cosa mi uniforme. Sí, podría aprovechar la ocasión para vaciar mi intestino y mi vejiga a falta de comisiones más importantes. Y bien, ¿dónde está la hija de Juan Nour? Enterrada. ¿No ha pasado acaso mucho tiempo? Se acabaron los jolgorios y la carne. Se borraron del reglamento. ¿Siempreviva? Enterrada también. ¿El hijo de Siempreviva? Quién sabe. No se ven niños a la redonda. No se ve nada. Se oyen gritos, solamente, muchísimos gritos desde que llegué con Juan Nour. Y un mástil. Eso es todo por ahora. Y Juan Nour, que regresa y en este momento sube la colina pequeña y verde. Lo espero. Acabo de vomitar. El sol del mediodía no es aconsejable para la salud. Los borceguíes, en los estribos, como cuando partió Juan Nour, que ahora regresa. No quiero que se diga que me aventuro sin autorización. No quiero que Juan Nour me haga preguntas. —¿Todo bien? —dice Juan Nour palmeando el caballo. —Todo bien —rindo mi primer informe. Qué fácil es aquí la vida. —Vamos —dice Juan Nour tomando las riendas. El caballo camina a su lado y yo encima del caballo. No se da vuelta, pero sé que va pensando en mí como yo voy pensando en él. Detrás de los prados se extiende el gran prado. A la distancia se ve a los jinetes saltar vallas altísimas con uniformes y caballos como espejos al sol. Mil jinetes sobre mil caballos sin descanso, de aquí para allá, como obuses blancos. Ejercicios finales, seguramente. Se repiten las cabriolas en silencio, como un ajedrez vertiginoso. Nos acercamos otro poco. Juan Nour señala el espectáculo estirando la mano. Yo asiento. Algunos jinetes conciben elásticas cabriolas sobre 285
las monturas, otros saltan por encima de sus pares a todo galope. Se transpira el silencio bajo el paño verde de la jerarquía. Juan Nour debe exigirse para contener al caballo sobre el que yazgo, que está loco por ir hacia allá. Más cabriolas, más saltos allí. Ahora parecen artistas del trapecio imponentemente congelados en el aire, estalactitas de musgo con su uniforme verde y sus correajes verdes. Nada sabía de todo esto. Apenas los imaginaba como yo, evacuando sus excretas, sus orines, una determinada cantidad de veces al año. Cuánta perfección ahora sobre todo en la carrera principal con cincuenta jueces sobre tarimas tricolores y mil jinetes que tocan los palos y regresan y vuelven a partir después de un giro en redondo en el que se tocan sin querer los cortos sables de unos y otros produciendo ruido de cuchillos que se afilan. Estar allí, estar entre ellos correteando a caballo, ahora que la ciudad (donde jamás volveré), cada vez más pequeña, según se dice, va cayendo arrodillada a los pies de los prados crecedores. Estar allí, probarme en los saltos, en la esgrima a caballo, que ahora comienza y veo y me estremece de admiración. Estar allí, por fin, cuando la elasticidad de mis músculos, triunfadores de todas las pruebas hasta ahora, me permite asombrar a la pequeña población artesana y labriega de la periferia del prado. Ay, apenas se distinguen sus chozas desde aquí y sin embargo cómo son de inconfundibles los puntitos rojos y blancos de sus ropas. No distingo a Odelino entre los laberintos de las carreras y los saltos ni pido a Juan Nour que me lo señale. Además, ¿me lo señalaría el muy pagado de sí mismo, que no hace otra cosa que mirar embobado sin mover por un solo instante los párpados? Ahora veo que la tropilla cercana a cuya zaga va Kavo es la caballeriza de reserva. Corretea en círculos alrededor de una noria en cuyo muro suele encaramarse Kavo de un salto para vigilar a las bestias. Se han formado allí, sobre el gran prado, dos grupos deportivamente antagónicos, idénticos, que competirán en saltos gigan286
tescos sobre vallas, unas sobre otras, progresivamente altas, la más encumbrada de las cuales sube a muchos metros del suelo verde, zona en la cual se han puesto alfombras encimadas y mullidas. ¡Oh, contendores! ¿Sería soportable ahora mi vida sin este espectáculo fulgurante que podría durar siglos sin que declinara por un solo instante el deslumbramiento de los ojos, el chasquido de la lengua y las interjecciones de las cuerdas vocales? Trabaja, Odelino. Sabes que estoy aquí, esperándote para la audiencia, pero tú trabaja, juega, triunfa, perfecciónate, que yo no tengo apuro. No hace falta que me grites desde tu caballo. “Paciencia, en cuanto salga de esto, no bien se den las condiciones, estoy con usted”. —¿Con “usted”, Odelino? ¿Por qué ese “usted” entre nosotros? —Soy tímido. — ¡Tímido! —y río por primera vez en mi vida. Sí, por primera vez. Ni siquiera cuando hice volar la casa del anciano puede reír. Río ahora. Soy tu lugarteniente, que espera tu salto en el aire para aplaudirlo y, si me recupero totalmente de tus azotes, imitarlo algún día sobre estos mismos prados, a los que dedicaré toda mi antigua y olvidada pasión por la jardinería. Han saltado todos. Ninguna valla ha caído. Ladró Kavo. Grité yo. Me abofeteó desde abajo Juan Nour. Entre los saltadores está Odelino, pero no es posible reconocerlo. Le pregunto a Juan Nour que no suelta la brida de mi caballo: —Odelino no salta, no salta nunca — me responde. Oh, alivio. Vuelvo a vomitar. Odelino no salta. Mi terror, el último terror, por cierto, de mi vida era que Odelino saltara. ¿Terror de que cayera en el salto? Jamás. Odelino es incapaz de caer. Me refiero al terror de que no fuera capaz de valuarme sino a través de mi condición de jinete. Odelino no salta, en consecuencia, qué poco puede a él importarle que salte yo o que no salte. Y yo no salto. Ape287
nas puedo ponerme de pie por causa del aprendizaje en el subsuelo y necesito algún tiempo para volver a mi plenitud. Bravo, Odelino. No saltas. En cuanto vi el prado, puedo decirte que temblé creyendo que tras de tus saltos me ordenarías saltar a la vista de todos. Entonces, Odelino, habría creído con lágrimas en los ojos que solo perseguías mi muerte, mi extinción, y me habría dicho amargamente: “Ahora debes morir”. —No se eche, no se eche sobre el caballo — me grita Juan Nour. Y es cierto. Estoy echado con la cara sobre el pescuezo del animal y escucho más nítidos aún los cascos resonar a lo lejos. Sin levantar la cabeza hago señas a Juan Nour de que tenga un poco de paciencia conmigo. —Vamos, vamos —dice Juan Nour. Yo no recuerdo y me quedo como estoy. Tengo sueño. Continúan a lo lejos los ejercicios. Está atardeciendo sobre el gran prado. “Yo nací en un gran prado. Con el tiempo, tras mucho esfuerzo, llegué a ser el lugarteniente de Odelino”. Excelentes palabras. Qué fácil, con la cara sobre el pescuezo del caballo iniciar un buen resumen de mi existencia. Lo demás lo iremos agregando en la memoria junto con las alternativas orgánicas y los diversos fenómenos de la incontinencia pectoral y otras. Ahora comienza. Qué vano ha sido, sin yo presentirlo, mi pasado. Casi como el de un animal sin dueño, como el Kavo, por ejemplo, sin prado y sin subsuelo. Ahora no veo a Kavo. Se ha debido ir con la tropilla porque yo no lo oigo ni a él ni a los caballos. Tampoco oigo sobre el prado grande golpear secamente los cascos de los caballos en el pasto silenciador. Ahora viene lo mío. Estoy listo. El jineteo ha cesado y todos conocen por fin mi llegada. Les relataré mis acciones principales, que ya conocen, sin embargo, para poder entrar después a considerar mis aspiraciones. También las conocen. Pero es una audiencia. Mis gestos crearán, además, un 288
clima favorable a mi persona. Pediré, si encuentro que el auditorio cae subyugado con mi exposición, ser enviado al subsuelo como representante directo de Odelino, en caso de que se me niegue, por ejemplo, el control y la vigilancia de lo poco que queda de la ciudad, es decir, la parte que aún no ha sido anexada a los prados y donde aún viven, quizás, ancianos indefensos. Juan Nour está a mi lado, pero nada me dice. ¿Creerá que duermo con la cabeza en el testuz del caballo, la frente enterrada en esa crin dura y brillante? No, no duermo, Juan Nour. No podría dormir. No podría pensar en dormir. Déjame estar todavía un tiempo así, mientras espero esa audiencia programada, al parecer, para después de los baños de agua fría que suceden a los ejercicios. Déjame otro poco así, Juan Nour. Necesito pensar, recordar todo lo bueno y lo que me perdió. Ahora Odelino y los jinetes estarán refrescándose bajo fuertes chorros de agua, se enjuagan la boca y se empapan el cuerpo de arriba abajo. Se preparan para recibirme en excelentes condiciones morales y físicas, porque me estiman, desean conocerme los que no me conocen y los que me conocen querrán estrecharme la mano, particularmente Nour y su hermana, y Siempreviva, si no ha muerto, y Leproz, que hacía traer mujeres al subsuelo, y Olgar, que iba a visitarme con su querida y no sé a ciencia cierta si ha muerto. Ah, veo claro lo que fueron la hermana de Nour y la mujer de Olgar, Siempreviva: rameras de la ciudad contratadas por los de arriba y, ocasionalmente, llevadas al subsuelo para diversión, no de nosotros, sino de ellos. Esto siempre lo supe, pero yo mismo me negaba a admitirlo, deseoso de edificar aquí, con los últimos exudados, una familia con los mismos rasgos míos y ofrecerla en servicio a Odelino. ¿Acaso, en mi primera entrevista con Odelino, hace ya muchos años, poco después de la voladura de la casa del anciano, estando yo con los ojos vendados, no se me hizo prometer con su ujier, o lo que fuera, que me pondría a las órdenes de su casa, trabajaría por su 289
casa, engendraría hijos para su casa, fundaría una familia laboriosa para su casa? Creo recordarlo perfectamente. En ese tiempo yo tenía mi lenguaje, no era mudo como ahora, y Odelino debió ver en mí un fiel colaborador, un sobrestante y un vigía celoso. Entonces me envió al subsuelo, donde sufrí, amé y soñé, soñé. No era horrible el lugar; lugares mucho más horribles para el personal en formación debe haber en estos dominios de Odelino. Yo no necesité esos extremos. Está a la vista. Con mi subsuelo me bastaba: había matado a un anciano y eso provocó la ira de Odelino; pero, en resumidas cuentas, había matado, y eso Odelino también era capaz de tenerlo en cuenta, de reconocerlo como atributo a mi favor. ¿Todos los que en ese tiempo ingresaron conmigo, muchos de los cuales, o todos, mejor dicho, habrán ido a parar a subsuelos mucho más profundos, serían capaces de mostrar a Odelino, entre otras actividades, un crimen limpio, rápido, valiente y tenebroso como el mío? Ninguno. He aprendido a amar este nuevo suelo. Podría corretear con Kavo, si fuera preciso, jornadas enteras; llevarlo finalmente a la cucha, proveerle el alimento, el agua, atarlo y desatarlo según las circunstancias y acostarme junto a él, cerca de él, en mi casilla propia, tendernos cada uno en nuestra casilla a programar para la ciudad en desmembramiento los últimos planes de control, las últimas levas de regeneramiento para proveer a los subsuelos de Odelino, además de hermosos paseos, algunas mañanas resplandecientes y luminosas cuando el ocio nos llenara de congoja. —Arriba —me grita Juan Nour. Cuando el ocio nos llenara de congoja. —¿Sí? —respondo. —¿Duerme? —pregunta Juan Nour. —No —respondo. Siempre echado sobre el pescuezo, sobre la crin clavada la frente, ay, ya no siento el sol en la espalda. Pronto seré un hijo de la 290
noche. Pero ni siquiera sé exactamente lo que acabo de decir. —Vamos—dice Juan Nour. No levanto la cabeza, pero sé que ya hemos emprendido la marcha. No es hacia la loma, es hacia la izquierda. Vuelvo a vomitar. Levanto la cabeza, es de noche. A lo lejos, algunas luces. Hacia ellas vamos. Hay establos, animales sueltos. Antes de subir la escalinata se nos incorporan dos jinetes. Juan Nour habla algo con ellos. Se apean. Entre Juan Nour y los jinetes, en vilo, se bajan del caballo y me ponen de pie. “Yo nací, pasó un tiempo, me apearon de un caballo porque me esperaba Odelino”. Estoy conforme. Es un perfecto resumen de mi vida. Adelante, entonces. Rodeado de los tres subo una escalinata. Ellos me ayudan. Juan Nour abre una puerta de vidrio y entramos al salón. En el centro hay un banco. Allí me arrojan. Pronto desparecen por otra puerta. Creo que voy a morir. Hago todo lo posible por evitarlo. Pero no, jamás me concederían volver al subsuelo a reparar posibles errores. Caeré de un hachazo, tal vez. Aquí mismo. O de una cuchillada. O reventado por sucesivos golpes en la espalda. Hay una salvación: apretarme la garganta yo mismo. ¿Se podrá? Ahora tengo las manos sueltas; mañana, quién sabe. Comería y bebería en este momento, sin importarme gran cosa lo que dijeran. Nada me negarían puesto que, en el fondo, me quieren. En el peor de los casos tendré, en cuanto llegue el último instante, tema para pensar: el tipo de arma empleada para mi eliminación. Pensando en eso rodaré por el suelo. Pensando. Pero peor sería pensar en una nueva vida en la ciudad, en lo que va quedando de la ciudad ante el avance de estos prados. No. Antes esto. Aquí todavía puedo fingir una muerte prematura, un colapso fatal echándome en el suelo antes de que vengan y cortando la respiración cuando me examinen. En la cripta podría vivir largos años en paz con solo procurarme con inteligencia, cada tanto, un pedazo de pan robado. Durante las ceremonias, en cuanto oyera abrirse la 291
puerta el día de los muertos, volaría a mi nicho y me pondría tieso y jamás se descubriría que estoy vivo. Es lo mejor. Escucharé afuera, cada tanto, mi nombre, alguien que pasa y me recuerda; llegaría a saber con exactitud quiénes verdaderamente me quisieron, en silencio, quiénes fueron mis enemigos y quiénes mis amigos. Oh, poder decir: “Habito en una cripta; cuando vienen imito a los muertos”, sería una razón para dejar de llorar en este momento. ¿Pero puedo decirlo con seguridad, sin temor y hasta con arrogancia? Estaba solo sobre mi banco, pero ya no estoy solo. Veo entrar personas al gran salón por diferentes puertas de vaivén que antes no había advertido. También se descorren algunas cortinas blancas y surgen otros más altos y delgados que los anteriores, y por último, de una especie de foso con escalinatas laterales, sube gente baja y sonriente envuelta en capas grises y gruesas. Mi salón ha sido invadido en un instante y sin embargo no ha caído una sola mirada sobre el banquillo donde estoy. Mis tutores se han reunido en pequeños grupos y charlan con entusiasmo. Luego el murmullo asciende y se hace general, como un coro de cabezas cortadas. Ah, si mis cuerdas vocales, parecidas ahora a sogas seccionadas, pudieran dejarse oír también ahora en ese coro. Callo y escucho, que de todos modos es lo más prudente. Algunos disparan sus armas contra un blanco de cartón clavado sobre el muro y festejan ruidosamente y se palmean la espalda. En un rincón, hacia mi izquierda, distingo a los de capa abrir carpetas y, por primera vez, mirar hacia el centro del salón, donde está mi banquillo. Reconozco enseguida a Juan Nour con su uniforme harapiento. Trae alfombras y las desenrolla hasta cubrir el salón. Suena un timbre. Cesan el ruido, la conversación y los disparos. Solo percibo mi respiración. Preparo mis gestos para cuando llegue el momento. Reconstruiré las circunstancias y los detalles de mi carga explosiva en la casa del anciano, que ha de ser la primera parte de las exigencias 292
del tribunal. Repetiré, si es necesario, mi matrimonio con la hija de Juan Nour, las puntas de las muletas como pistones machacando mis manos y por último mi desposorio en la letrina. Oh, hermosos momentos que podrían ahora repetirse. Olgar —¿de dónde saqué yo que había muerto? ¿Estaría soñando?— toma lista de los presentes, los nombra uno por uno y ellos van levantando la mano. Orti y Leproz limpian los vidrios de las ventanas. Siempreviva y la hija de Juan Nour hacen gestos obscenos por la claraboya que da sobre el banquito y vuelvo a vomitar, esta vez una especie de barro espeso y humeante. Orti da un salto desde su andamio y con el trapo limpia lo que acabo de echar. Leproz, tras de Orti, avanza y me pregunta cómo me siento y si me acuerdo de él. —¿Vio la cabalgata? —me pregunta. —Sí. —¿Qué le pareció ? Me interesa su opinión. —Voy a morir. ¿Verdad, Leproz? —Después de ese banquillo casi nadie sigue viviendo —me responde. —¿Usted estuvo en ese banquillo? —Por supuesto. —¿Se salvó? —No del todo. Debo rendir pruebas permanentes de fidelidad a Odelino. -¿Cuáles, por ejemplo? -Eliminarlo ahora mismo a usted —me responde mostrándome su arma. —Gánese este otro trecho de confianza entonces —le digo. —Temo que ellos mismos quieran hacer justicia tratándose de usted. —¿Odelino, tal vez? —No. Odelino no mata. Solo ordena. 293
—¿Entonces? —Tal vez desee hacerlo él mismo en su caso, por excepción. —¿Lo ha manifestado? —No. Nunca manifiesta lo que piensa. —¿Está Odelino aquí? —Sí. —¿Puede decirme quién es? —A su derecha, el más pálido de todos. El que tiene los ojos cerrados. —¿El de las muletas? —El de las muletas. —Orti también usaba muletas. —A veces. —Las mismas. —¿Cómo se le ocurre? —Perdón, Leproz. —Yo lo apreciaba mucho en el subsuelo. Su comportamiento fue excelente, pero mis informes no sirvieron de nada. Esa es una de las causas por las cuales no es difícil presentir que Odelino se encargará de ejecutarlo. —¿Usted lo cree de verdad? —Lo intuyo. —Ay, Leproz, usted me llena de alegría, de felicidad con su suposición. ¿Ha pensado lo terrible que sería para mí si usted, en su afán de alegrarme, se apoyara en suposiciones absurdas? —Lo sé. —¿Le ha dicho Odelino a usted, concretamente, que él mismo se encargará de mi ejecución? —Me lo ha hecho insinuar. —¿Por quién? —Por Juan Nour. 294
—Repítalo, Leproz. Se lo imploro. —Odelino me hizo insinuar por medio de Juan Nour que él mismo en persona, y por primera vez, se encargaría de ejecutarlo. —¡Un abrazo, Leproz! No está todo perdido. “Yo nací. Fui ajusticiado por Odelino”. Si volviera a vomitar me dormiría. Hago esfuerzos. Orti limpia aún el piso y Leproz me anima con palmadas en los hombros. Reconstruyo mi vida con la boca sobre las rodillas, encorvado hasta no poder más. El tribunal va tomando asiento de cuclillas en el suelo alfombrado. Quiero cerrar los ojos, imitando a Odelino, pero temo no poder luego despegar los párpados cuando llegue el precioso momento en que las dos imponentes miradas, la de Odelino y la mía, se encuentren por fin. “Yo nací en un país lluvioso (pero ahora ya da lo mismo); tuve un niño a mi cuidado (ahora ya da lo mismo); Juan Nour me pegaba (ahora ya da lo mismo); Odelino me clavará los ojos”. En verdad, no quiero conocerte, Odelino. Tus facciones se me pierden, tu vida se me escapa. Ahora, por orden tuya, todos han vuelto la mirada hacia el banquillo. Lo sé. Se oyen exhalaciones. Alguien me lame. Es Kavo. Reconozco su lengua en mis pies. En mis piernas. Dentro de un instante voy a morir. Él también ha venido a despedirme. Kavo me muerde. Eso está fuera de plan, pero Odelino, por lo visto, no lo ha sorprendido; aunque sí. Sí, porque le grita a Kavo: —¡Kavo! Oh, por fin he escuchado la voz de Odelino. Infinitos matices imperceptibles para todos, menos para mí, apretados en un haz vigoroso y a la vez infinitamente persuasivo. Así es la voz de Odelino, cuyo timbre, hecho de todo lo que se contrapone a lo efímero, es el premio final, la medalla concedida a mi existencia. ¿Te he desilusionado mucho, Odelino? Vuelvo al óxido, a la nada, a la tierra. Si caigo por tu golpe, si muero por tu hacha, ¿a qué la cripta con la que 295
pensaba engañarte con una muerte fingida? Te espero, Odelino. Ahora me estás mirando, pero yo apenas te distingo. Todos me miran. Yo levanto los ojos desde el banquillo y te observo cómo levantas el dedo para que Leproz saque su boca de mi oído y Orti termine de una vez con mi inmundicia desparramada sobre la alfombra. Uno se levanta y lee mi nombre. Orti, por delante, ha sacado un martillo enorme. Todos vuelven la cabeza para reír menos Odelino, allá, lejano y pálido. Viene el martillo de Orti hacia mi cabeza. Me arrojo del banco al suelo. El martillo cae sobre el banco. Suben las risas. “Yo nací y pronto fui perseguido por un salvaje que descargaba su arma contra mí”. Corren los jinetes y me rodean. Odelino reza por mí. Sus labios son dos laminitas de pellejo casi soldadas que aletean como un pez aéreo y moribundo. Odelino, sí, parece también de aire. Kavo se acerca y me lame. Luego se retira. Odelino saca su arma, se acerca con los ojos cerrados y la apoya en mi pecho. “Yo nací. Voy a morir”. Novela inédita. Sin fecha
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Fernando Lorenzo EXTRANJERO EN SU TIERRA
Páginas Prólogo. Ulises Naranjo ........................................................................... 7 FERNANDO LORENZO POETA .............................................................. 11 Mensaje a los jóvenes poetas ............................................................... 13 De Tránsito (1948): Junio esperaba afuera ............................................................................ 16 De Segundo diluvio, 1954. Colección Clavel del aire, al cuidado de Alberto Rampone. Mendoza. D’Accurzio: El fuego A Carlos Alonso ...................................................................................... 18 De Revista “Reloj de Agua”, 1976: En un lujoso cementerio . ...................................................................... 29 De Revista Aleph”N.º 8, 1992 Maternidad ............................................................................................... 30
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De Antología I Grupo Aleph. 1997 ...................................................... 32 Los ojos ..................................................................................................... 32 Manual de la tierra arrasada ................................................................. 33 FERNANDO LORENZO LETRISTA ......................................................... 35 Cantata latinoamericana Obra poético-musical de Fernando Lorenzo y Ramiro Lorenzo. Homenaje a la emancipación latinoamericana 37 FERNANDO LORENZO CRÍTICO ........................................................... 53 FERNANDO LORENZO CUENTISTA ..................................................... 59 Del libro inédito Historia de un ámbito, 1960: Historia de un ámbito ............................................................................ 61 Unos pobres leones de ternura ............................................................ 69 La luna sobre el baldío ........................................................................... 71 Los milagros ............................................................................................. 73 Dos músicos ............................................................................................. 75 El vuelo ...................................................................................................... 77 Mi padre .................................................................................................... 79 Una pequeña recompensa ..................................................................... 81
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FERNANDO LORENZO NOVELISTA ...................................................... 83 Arriba pasa el viento .............................................................................. 85 Subsuelo ..................................................................................................229
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Se terminó de imprimir en los talleres gráficos de “GRÁFICOS ASOCIADOS” Cooperativa de Trabajo Mendoza - Argentina Septiembre de 2011