Literal Número 9

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GACETA

DE LITERATURA Y GRÁFICA

◊ NÚMERO 9 ◊ DISTRIBUCIÓN

GRATUITA

JORGE JURADO Adentro: Estuvimos hablando de los buenos tiempos. Pasados, por supuesto. ¿Cuánto tiempo tarda el tiempo? ¿Es sólo mi costumbre de jugar con palabras? Afuera: El viento desprendía las hojas de los árboles, quebradizas en otoño. Adentro: Tu cuerpo es un retén del tiempo. No eres vieja pero el registro es preciso. Tu voz retumba en las paredes como el viento en los árboles. Afuera: Los cinco autos formados en desorden en la acera del parque, armonizan el paisaje: rompen lo bucólico, sintetizan el pulso del viento.

Ana Luisa Galindo Rentería / La boda / Litografía a color y transferencia / 2003

Tu rostro se parece al parque. Acentúa la belleza, conoce su misterio. Mientras el viento corta las hojas marchitas de los árboles. ◊

gaceta de literatura y gráfica. Número 9. Mayo de 2004. Publicación independiente. Las opiniones expresadas en los textos son responsabilidad exclusiva de sus autores y no reflejan las opiniones del equipo editorial. Dirección: Jocelyn Pantoja. Edición: Andrés Márquez. Diseño: Hernán García Crespo. Consejo Editorial: Jorge Jurado, Alejandro Mendoza y Roberto Cruz. Colaboraciones: gacetaliteral@yahoo.com

Ana Luisa Galindo Rentería / Lola la trailera / Transferencia / 2003

www.kloakas.com/aire/literal

Ana Luisa Galindo Rentería / Doberman / Litografía, impresión en plástico / 2003

RAÚL RENÁN

Felix Catus Permítaseme hablar de mi gato antes que la ruina ecológica lo extinga. Es negro apanterado. Se interna en la noche para llenar los espacios de luz impertinentes al sueño humano. Camina entre sí y no en el alambre curvo del silencio. Ronronea a cambio de los mimos que adiestro sobre su lomo. Sube a la cómoda de la cama para mirar mejor desde mis pesadillas. (Debe erizar su espalda horrorizado.) Se encuclilla ante un plato para gruñir al día se lo come con tripas, huesos y todo. A veces lo atrapa en el vuelo y hace de sus plumas un edredón sutil. Corcovea enredando mis pasos con sus gracias y yo caigo en sus devaneos con un manjar en forma de alas de ratón. Cuando reposa y me siente pasar entrona lo amarillo de los ojos, como guiña el escote una mujer. Duerme arrebujado en su borla negra con la cruz rosa de su hocico hacia arriba para espantar la malignidad ambulante. Discreto mira desde abajo el tráfago de casa: los tropiezos y los sigilos. Llegada la noche sale a pringar los muros con los llantos previos por el amor que vendrá. Después regresa sin tacha de ruido tal cual camina detrás de la sombra a la que plantará susto de órdago. En la libreta de los visitantes de este mundo, quedará inscrito. (Felis Catus. Mamífero, carnívoro, de la familia de los Félidos.) ◊


KATIA IRINA IBARRA

La noche de Casandra

I Variaciones de la ejecución amatoria se describe en abismos, en la dirección del fusil, los ciclos del sueño encabalgados, son las crines del silencio

OLIMPIA GARCÍA AGUILAR

C

que transgreden con su filo al eco, melodía monótona, mordaza murmurante donde el dolor se sobrescribe en palimpsesto, y el cuerpo impuro continúa el ritmo entrecortado. Una escritura difusa entre las piernas, es el efluvio significante del deseo, es la contramarcha que ahora disminuye el ímpetu escenificando sobre la cama la devastación, el campo de batalla en decadencia. Plenilunio asesinado, cohabitamos la sombra, los relámpagos imitan la herida y su precisión. Renegamos de la hipnosis, de su canto inhóspito, de la falsedad con que cubrimos la noche. Desfallecen nuestras miradas, nos hacemos cómplices: en tu voz he dilucidado la irreverencia de la muerte, esa dirección del vacío. La marea estéril recorre las calles, inunda las alcantarillas, creando esa última devastación cuando las falsas formas pretenden moldear el fin, en el límite del sueño que sueña a sí mismo. Ahora es el momento de habitar el cántico que al olvido se ha dejado, Elevar el cántico rendido al azar. ◊

Ana Luisa Galindo Rentería / Frágil / Gofrado, tinta china y transferencia / 2003

El prisionero MARIESTA GARCÍA

D

Ana Luisa Galindo Rentería / Lote Bravo / Aguafuerte / 2003

esperté asustado por los incesantes alaridos de una mujer. Confinado en una celda difícilmente podía moverme o respirar. Sumergido en una oscuridad tan densa que apenas podía distinguir mi propia mano. Los gritos de la mujer explotaban en mis oídos hasta hacerme tambalear, me contagiaba su pánico. ¿Quién era esa mujer, acaso otra prisionera? No pude distinguir de dónde provenían los gritos, pero estaban cerca, en todas las celdas contiguas. Pensé en ayudarla, pero la idea de que fuera torturada por un verdugo golpeó mi mente; sentí miedo, preferí no moverme para que el verdugo no notara mi presencia. Las dudas volvieron: ¿quién sería el siguiente en la tortura, por qué gritaban, por qué el castigo, por qué a una mujer? Por primera vez en mi larga estancia cuestioné mi encierro ¿cuál era mi delito? Escapar era mi única alternativa, buscar una salida. La desesperación me obligó a tocar las paredes cubiertas de un musgo viscoso y nauseabundo. Los chirridos se hacían insoportables. La angustia y el esfuerzo me paralizaron, estaba perdido. Distinguí un pequeñísimo hilo de luz que apenas cortaba

la oscuridad de la celda; para alcanzarlo debía atravesar un pasillo sumamente estrecho, pero las dificultades no importaban, esa luz era mi única esperanza de salvación. ¡Y esos malditos gritos que aumentaban hasta ponerme al borde del desquicio! Comencé a arrastrarme hacia la luz por ese embudo sofocante, avancé unos cuantos centímetros, la luz parecía aumentar cuando un súbito alarido me arrancó la idea de libertad y me sembró un terror lastimoso. Me llegó la imagen del verdugo esperando del otro lado de la luz con la mujer destazada entre sus manos, observándome para seguir con su tarea. Me congelé, ya no quería moverme, traté de regresar pero era imposible, estaba atorado y aturdido. No había vuelta atrás, el aire se reducía y aumentaba mi temor de que el verdugo me encontrara, atrapado por mi propia idea de salvación. Me sentía muerto, sólo faltaba el golpe final del verdugo. Aunque el estrépito de mi corazón me decía que estaba vivo, la asfixia me hacía dudarlo. La rendija se hizo más grande. Un enorme resplandor me cegaba, apenas pude distinguir una mano que trataba de alcanzarme, la sangre empezó a retumbar en mis oídos; la mano apenas me sentía y succionaba como una ventosa gigante. Era el verdugo, los gritos de la mujer habían cesado. Era mi turno. Él me tomó por la cabeza, todo se nubló. El doctor me entregó a los brazos de mi madre. ◊

omo si no estuvieran en guerra, los soldados del ejército griego se convirtieron en espléndidos artesanos. Abandonaron el campo de batalla y se dedicaron a la tala de árboles, a lijar tablones, a unir vigas con remaches y a labrar maderas finas para ornemantar la cabeza del caballo. Hicieron un cuenco donde acomodar los intestinos, conductos para que la bilis subiera a las mandíbulas equinas. Crearon, pues, una efigie de grandes dimensiones que sedujera irremediablemente a los troyanos. El plan era de todos los griegos conocido: invadir las entrañas del caballo y llenarlo de furia para retomar las armas y lanzar un anzuelo para que convenciera a los troyanos de dar albergue al caballo y de esta forma, introducirse murallas adentro. Cada noche, mientras los soldados veían el avance de su obra, la adrenalina empujaba sus sueños. Y los sueños viajaron sobre los campos, se escurrieron debajo de las puertas de Troya y se desilzaron debajo de la almohada de Casandra. Y ella supo, como lo sabía todo, que una mañana su gente encontraría un hermoso caballo de madera, enorme y perfecto, digna ofrenda de dioses, postrado a las puertas de Troya. Sabía, también, que ese caballo traería la destrucción. Llegó el día en que el rumor corrió dentro y fuera de las murallas: la muestra de rendición griega. Abrieron las puertas y todos aquellos que podían hacerlo ayudaron a la tarea de escombrar un solar al centro de la plaza donde pudiera caber el caballo.

Y Casandra, que albergaba en un rescoldo de su memoria aquellos pensamientos de los soldados griegos de engañar por medio de la seducción a Troya, salió al patio donde estaba congregado el pueblo y levantó su voz profética que nadie nunca escuchaba y por algún descuido en el orden que los dioses establecen, por primera vez, el pueblo le creyó. Sin embargo, los oídos de los gobernantes no se convencieron y esto provocó una disputa entre pueblo y gobierno hasta que unos y otros se levantaron en armas y tras la cólera de las intrigas y envidias ya lejanas que florecieron se fragmentaron ambos bandos. La masacre por pleitos familiares y rencores, hasta entonces ocultos, terminó ya entrada la noche. Los griegos miraban desde las cuencas del caballo, asombrados, cómo los troyanos se insultaban unos a otros y se atacaban por la espalda decididos a terminar con la cadena de atropellos que, según ellos, habían sufrido en silencio durante generaciones. Casandra y otras damas de la nobleza se habían salvado de la ira de sus esclavas al esconderse en las habitaciones de Helena, quien, imperturbable, yacía sobre sus almohadas, segura del perdón de Menelao y de los griegos. A medianoche, cuando no había en el centro de Troya nada más que muertos, varios puñados de griegos salieron expulsados, como heces, del caballo. Recorrieron edificios y quemaron las casas de las orillas. Y no encontraron más sobrevivientes que a Helena y sus damas quienes, tranquilamente, descansaban sus caireles sobre los almohadones de lino mientras escuchaban las dulces canciones que Casandra cantaba para ellas, prometiéndoles seguridad y buen marido a futuro; creyéndole, como nunca nadie le había creído. ◊

Ana Luisa Galindo Rentería / Recuerdos / Transferencia, impresión en acrílico / 2003

Ana Luisa Galindo Rentería / Fragmento / Transferencia y tinta china / 2003


KATIA IRINA IBARRA

La noche de Casandra

I Variaciones de la ejecución amatoria se describe en abismos, en la dirección del fusil, los ciclos del sueño encabalgados, son las crines del silencio

OLIMPIA GARCÍA AGUILAR

C

que transgreden con su filo al eco, melodía monótona, mordaza murmurante donde el dolor se sobrescribe en palimpsesto, y el cuerpo impuro continúa el ritmo entrecortado. Una escritura difusa entre las piernas, es el efluvio significante del deseo, es la contramarcha que ahora disminuye el ímpetu escenificando sobre la cama la devastación, el campo de batalla en decadencia. Plenilunio asesinado, cohabitamos la sombra, los relámpagos imitan la herida y su precisión. Renegamos de la hipnosis, de su canto inhóspito, de la falsedad con que cubrimos la noche. Desfallecen nuestras miradas, nos hacemos cómplices: en tu voz he dilucidado la irreverencia de la muerte, esa dirección del vacío. La marea estéril recorre las calles, inunda las alcantarillas, creando esa última devastación cuando las falsas formas pretenden moldear el fin, en el límite del sueño que sueña a sí mismo. Ahora es el momento de habitar el cántico que al olvido se ha dejado, Elevar el cántico rendido al azar. ◊

Ana Luisa Galindo Rentería / Frágil / Gofrado, tinta china y transferencia / 2003

El prisionero MARIESTA GARCÍA

D

Ana Luisa Galindo Rentería / Lote Bravo / Aguafuerte / 2003

esperté asustado por los incesantes alaridos de una mujer. Confinado en una celda difícilmente podía moverme o respirar. Sumergido en una oscuridad tan densa que apenas podía distinguir mi propia mano. Los gritos de la mujer explotaban en mis oídos hasta hacerme tambalear, me contagiaba su pánico. ¿Quién era esa mujer, acaso otra prisionera? No pude distinguir de dónde provenían los gritos, pero estaban cerca, en todas las celdas contiguas. Pensé en ayudarla, pero la idea de que fuera torturada por un verdugo golpeó mi mente; sentí miedo, preferí no moverme para que el verdugo no notara mi presencia. Las dudas volvieron: ¿quién sería el siguiente en la tortura, por qué gritaban, por qué el castigo, por qué a una mujer? Por primera vez en mi larga estancia cuestioné mi encierro ¿cuál era mi delito? Escapar era mi única alternativa, buscar una salida. La desesperación me obligó a tocar las paredes cubiertas de un musgo viscoso y nauseabundo. Los chirridos se hacían insoportables. La angustia y el esfuerzo me paralizaron, estaba perdido. Distinguí un pequeñísimo hilo de luz que apenas cortaba

la oscuridad de la celda; para alcanzarlo debía atravesar un pasillo sumamente estrecho, pero las dificultades no importaban, esa luz era mi única esperanza de salvación. ¡Y esos malditos gritos que aumentaban hasta ponerme al borde del desquicio! Comencé a arrastrarme hacia la luz por ese embudo sofocante, avancé unos cuantos centímetros, la luz parecía aumentar cuando un súbito alarido me arrancó la idea de libertad y me sembró un terror lastimoso. Me llegó la imagen del verdugo esperando del otro lado de la luz con la mujer destazada entre sus manos, observándome para seguir con su tarea. Me congelé, ya no quería moverme, traté de regresar pero era imposible, estaba atorado y aturdido. No había vuelta atrás, el aire se reducía y aumentaba mi temor de que el verdugo me encontrara, atrapado por mi propia idea de salvación. Me sentía muerto, sólo faltaba el golpe final del verdugo. Aunque el estrépito de mi corazón me decía que estaba vivo, la asfixia me hacía dudarlo. La rendija se hizo más grande. Un enorme resplandor me cegaba, apenas pude distinguir una mano que trataba de alcanzarme, la sangre empezó a retumbar en mis oídos; la mano apenas me sentía y succionaba como una ventosa gigante. Era el verdugo, los gritos de la mujer habían cesado. Era mi turno. Él me tomó por la cabeza, todo se nubló. El doctor me entregó a los brazos de mi madre. ◊

omo si no estuvieran en guerra, los soldados del ejército griego se convirtieron en espléndidos artesanos. Abandonaron el campo de batalla y se dedicaron a la tala de árboles, a lijar tablones, a unir vigas con remaches y a labrar maderas finas para ornemantar la cabeza del caballo. Hicieron un cuenco donde acomodar los intestinos, conductos para que la bilis subiera a las mandíbulas equinas. Crearon, pues, una efigie de grandes dimensiones que sedujera irremediablemente a los troyanos. El plan era de todos los griegos conocido: invadir las entrañas del caballo y llenarlo de furia para retomar las armas y lanzar un anzuelo para que convenciera a los troyanos de dar albergue al caballo y de esta forma, introducirse murallas adentro. Cada noche, mientras los soldados veían el avance de su obra, la adrenalina empujaba sus sueños. Y los sueños viajaron sobre los campos, se escurrieron debajo de las puertas de Troya y se desilzaron debajo de la almohada de Casandra. Y ella supo, como lo sabía todo, que una mañana su gente encontraría un hermoso caballo de madera, enorme y perfecto, digna ofrenda de dioses, postrado a las puertas de Troya. Sabía, también, que ese caballo traería la destrucción. Llegó el día en que el rumor corrió dentro y fuera de las murallas: la muestra de rendición griega. Abrieron las puertas y todos aquellos que podían hacerlo ayudaron a la tarea de escombrar un solar al centro de la plaza donde pudiera caber el caballo.

Y Casandra, que albergaba en un rescoldo de su memoria aquellos pensamientos de los soldados griegos de engañar por medio de la seducción a Troya, salió al patio donde estaba congregado el pueblo y levantó su voz profética que nadie nunca escuchaba y por algún descuido en el orden que los dioses establecen, por primera vez, el pueblo le creyó. Sin embargo, los oídos de los gobernantes no se convencieron y esto provocó una disputa entre pueblo y gobierno hasta que unos y otros se levantaron en armas y tras la cólera de las intrigas y envidias ya lejanas que florecieron se fragmentaron ambos bandos. La masacre por pleitos familiares y rencores, hasta entonces ocultos, terminó ya entrada la noche. Los griegos miraban desde las cuencas del caballo, asombrados, cómo los troyanos se insultaban unos a otros y se atacaban por la espalda decididos a terminar con la cadena de atropellos que, según ellos, habían sufrido en silencio durante generaciones. Casandra y otras damas de la nobleza se habían salvado de la ira de sus esclavas al esconderse en las habitaciones de Helena, quien, imperturbable, yacía sobre sus almohadas, segura del perdón de Menelao y de los griegos. A medianoche, cuando no había en el centro de Troya nada más que muertos, varios puñados de griegos salieron expulsados, como heces, del caballo. Recorrieron edificios y quemaron las casas de las orillas. Y no encontraron más sobrevivientes que a Helena y sus damas quienes, tranquilamente, descansaban sus caireles sobre los almohadones de lino mientras escuchaban las dulces canciones que Casandra cantaba para ellas, prometiéndoles seguridad y buen marido a futuro; creyéndole, como nunca nadie le había creído. ◊

Ana Luisa Galindo Rentería / Recuerdos / Transferencia, impresión en acrílico / 2003

Ana Luisa Galindo Rentería / Fragmento / Transferencia y tinta china / 2003


GACETA

DE LITERATURA Y GRÁFICA

◊ NÚMERO 9 ◊ DISTRIBUCIÓN

GRATUITA

JORGE JURADO Adentro: Estuvimos hablando de los buenos tiempos. Pasados, por supuesto. ¿Cuánto tiempo tarda el tiempo? ¿Es sólo mi costumbre de jugar con palabras? Afuera: El viento desprendía las hojas de los árboles, quebradizas en otoño. Adentro: Tu cuerpo es un retén del tiempo. No eres vieja pero el registro es preciso. Tu voz retumba en las paredes como el viento en los árboles. Afuera: Los cinco autos formados en desorden en la acera del parque, armonizan el paisaje: rompen lo bucólico, sintetizan el pulso del viento.

Ana Luisa Galindo Rentería / La boda / Litografía a color y transferencia / 2003

Tu rostro se parece al parque. Acentúa la belleza, conoce su misterio. Mientras el viento corta las hojas marchitas de los árboles. ◊

gaceta de literatura y gráfica. Número 9. Mayo de 2004. Publicación independiente. Las opiniones expresadas en los textos son responsabilidad exclusiva de sus autores y no reflejan las opiniones del equipo editorial. Dirección: Jocelyn Pantoja. Edición: Andrés Márquez. Diseño: Hernán García Crespo. Consejo Editorial: Jorge Jurado, Alejandro Mendoza y Roberto Cruz. Colaboraciones: gacetaliteral@yahoo.com

Ana Luisa Galindo Rentería / Lola la trailera / Transferencia / 2003

www.kloakas.com/aire/literal

Ana Luisa Galindo Rentería / Doberman / Litografía, impresión en plástico / 2003

RAÚL RENÁN

Felix Catus Permítaseme hablar de mi gato antes que la ruina ecológica lo extinga. Es negro apanterado. Se interna en la noche para llenar los espacios de luz impertinentes al sueño humano. Camina entre sí y no en el alambre curvo del silencio. Ronronea a cambio de los mimos que adiestro sobre su lomo. Sube a la cómoda de la cama para mirar mejor desde mis pesadillas. (Debe erizar su espalda horrorizado.) Se encuclilla ante un plato para gruñir al día se lo come con tripas, huesos y todo. A veces lo atrapa en el vuelo y hace de sus plumas un edredón sutil. Corcovea enredando mis pasos con sus gracias y yo caigo en sus devaneos con un manjar en forma de alas de ratón. Cuando reposa y me siente pasar entrona lo amarillo de los ojos, como guiña el escote una mujer. Duerme arrebujado en su borla negra con la cruz rosa de su hocico hacia arriba para espantar la malignidad ambulante. Discreto mira desde abajo el tráfago de casa: los tropiezos y los sigilos. Llegada la noche sale a pringar los muros con los llantos previos por el amor que vendrá. Después regresa sin tacha de ruido tal cual camina detrás de la sombra a la que plantará susto de órdago. En la libreta de los visitantes de este mundo, quedará inscrito. (Felis Catus. Mamífero, carnívoro, de la familia de los Félidos.) ◊


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