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Dónde está Dios?
Hace treinta años, cuando nuestra hijita Christine tenía apenas tres años, le diagnosticaron una rara forma de cáncer en los ojos. ¡De repente, una enorme crisis cayó sobre nuestra familia! En ese tiempo, yo era presidente de la revista La Palabra Entre Nosotros y cabría pensar que yo habría reaccionado con más fe y confianza, pero no fue así. ¡Era demasiado para mí! Tomé licencia del trabajo de la revista, pues simplemente no podía escribir acerca del amor absoluto de Dios y del plan perfecto que tiene para sus hijos mientras yo veía a mi pequeñita sufrir enormemente, soportar lo que parecían cientos de exámenes y miles de inyecciones.
Me sentía completamente frustrado con Dios; me parecía que el Señor había abandonado a mi familia y a mí y no podía entender cómo podía pasarle esto a mi hijita tan inocente. ¿Por qué lo permitía Dios? Cuando mi esposa Felicia y yo llevamos a Christine al hospital, vimos allí como a cien niños pequeños con todo tipo de enfermedades graves. ¡Fue algo tan impresionante que casi se me sueltan las lágrimas! Hicimos lo posible por tratar de consolar y alentar a algunos de los niños y a sus padres, pero lo que estaba viendo agravó la actitud negativa que yo tenía en ese momento hacia Dios. Pasé las seis semanas más largas de mi vida sumido
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en la incógnita de si mi hija estaría viva el próximo año.
Algo cambió en mí. Desde una perspectiva espiritual, no supe manejar muy bien esta crisis; pero Dios no me abandonó. Unas semanas después de que Christine comenzara los tratamientos, unos amigos cercanos nos preguntaron si podían orar conmigo; acepté pero de mala gana. Cuando empezaron a orar, sentí que el amor de Dios me iba inundando. Nunca olvidaré ese momento. Mientras todos orábamos, mi hermano me dijo que tenía un mensaje que pensaba que venía de Dios: “¿No crees que yo sabía lo que estaba haciendo cuando le pedí a Abraham que sacrificara a su hijo Isaac? ¿No crees que sé lo que estoy haciendo con Christine?
En ese momento, algo cambió en mí, y elevé una plegaria desesperada: “Amado Señor, yo, como padre, quiero que Christine viva. Pero si la quieres para ti, es tuya.” Christine perdió los dos ojos por el cáncer, pero hoy está viva y saludable y enseña en una universidad local.
Todos hemos tenido que pasar por una crisis u otra. No es nada fácil ni divertido, pero es parte de la vida en este mundo trastornado por el pecado. A veces, como lo experimenté personalmente con el cáncer de mi hija, solo nos toca aceptar una crisis como un misterio, un misterio que Dios algún día nos explicará. Sin embargo, siempre podemos confiar en que el Señor nos acogerá con su gracia y nos socorrerá en la medida en que nos mantengamos en comunión con él en los momentos de crisis. Sé que eso fue lo que me ocurrió a mí, y lo he visto suceder una y otra vez en la vida de otras personas.
“Padre, toma esta copa.” En los dos artículos anteriores vimos que Jesús oraba antes de emprender una actividad importante o tomar una decisión difícil. Ahora veamos que enfrentó de manera similar las crisis que ocurrieron en su propia vida.
En la Última Cena, Jesús sabía perfectamente bien lo que le iba a suceder y dijo abiertamente que sería traicionado, que sus discípulos se dispersarían y que Pedro lo negaría. El Señor sabía que el fin se aproximaba, pero sus apóstoles no tenían la menor idea y aunque él les dijo lo que iba a suceder, ellos no le entendieron. Tanto así que se enfrascaron en una discusión sobre cuál de ellos era el más importante (Lucas 22, 24). Claramente, no habían comprendido que Jesús se encaminaba hacia su muerte, y lo hacía en forma voluntaria y con plena humildad. ¡Qué diferente fue la forma en que los discípulos entendieron la crisis que se cernía sobre ellos y cómo lo hizo Jesús! Tenían la mente embotada y no dejaban de discutir y competir unos con otros. Cristo, en cambio,
se fue al huerto de Getsemaní a orar. Hablando honestamente de cómo se sentía, buscó una alternativa orando: “Padre, si es posible, quita de mí esta copa”, pero después añadió: “Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42). De esta manera, se encomendaba plenamente en manos de su Padre. ¿Qué pasó después? Dios envió a un ángel a reanimar a Jesús. En realidad, no creo que el ángel le haya quitado la angustia ni la aflicción; más bien, creo que le dio la gracia y la fortaleza necesarias para soportar la cruz.
Después de Getsemaní, Jesús no dejó de orar; es algo que siempre tenía presente. Por eso podía exhortar a las mujeres de Jerusalén a orar, tal como él lo hacía (Lucas 23, 28), y estando crucificado rezó diciendo: “Padre, perdónalos” (23, 34). Incluso sus últimas palabras fueron una oración: “Padre, A veces solo nos toca aceptar una crisis como un misterio, un misterio que Dios algún día nos explicará.
en tus manos encomiendo mi espíritu” (23, 46). No es que solo haya rezado una vez y luego haya afrontado la crisis por su cuenta. No; repetidamente se dirigió a su Padre para recibir más fuerza, más gracia y más paz. Y su Padre continuó auxiliándolo.
Fe en la era del coronavirus. El mundo en el que ahora vivimos va dando tumbos entre una crisis y otra. Cada día, millones y millones de personas deben hacer frente a problemas espirituales, físicos, financieros y familiares que amenazan con abrumarlos.
Mientras escribo este artículo, hay más de novecientas mil personas en todo el mundo que han sucumbido al coronavirus y otros 29 millones a quienes se les ha diagnosticado la
enfermedad. Ni siquiera podemos empezar a estimar el costo que todo este sufrimiento y pérdida de vidas humanas significará para nuestros seres queridos, la economía en general y las instituciones grandes y pequeñas.
Pero la pandemia de COVID-19 no es la primera. En décadas pasadas, la epidemia del SIDA causó una mortandad de 36 millones de personas; las víctimas de la gripe de 1968 llegaron a un millón; la gripe asiática (19561958) cobró la vida de dos millones de personas, y la gripe de 1918 de entre 20 millones y 50 millones de personas. De hecho, en los últimos 150 años, las víctimas de las crisis de salud pública superan los 60 millones. Y no hemos de olvidar la peste negra (o muerte negra), a raíz de la cual, solo en Europa, perecieron unos 50 millones de personas a mediados del siglo XIV.
Viendo los estragos que ha causado la presente pandemia, así como otras grandes tragedias ocurridas en el pasado, nos preguntamos ¿por qué? ¿Cómo pudo pasar esto? Incluso podríamos preguntarnos: “¿Dónde está Dios en todo esto? ¿Por qué no nos socorre cuando más lo necesitamos? ¿Por qué no viene a rescatarnos?”
Desde nuestra limitada e imperfecta perspectiva humana, pareciera que Dios realmente nos ha abandonado; pero eso simplemente no es verdad. Dios nunca le causa ningún mal a nadie y jamás enviaría un virus devastador, así como ninguno de nosotros querría infectar a nuestros hijos con una enfermedad mortal. Es cierto que ha permitido que sucedan hechos perversos y desastres horribles, pero él nunca los causa. Jamás desearía que existieran.
Dios está siempre con nosotros. Lo bueno es que el Señor es capaz de sacar algo bueno de cualquier mal; por eso es de importancia vital que nos afiancemos firmemente en esta verdad y que depositemos toda nuestra esperanza en ella. Dios ama a todos los seres humanos por igual; ama a toda la creación y ama a su Iglesia. Y también te ama a ti. ¿Cómo sabemos que Dios está siempre con nosotros? Lo sabemos porque constantemente nos envía a sus servidores en épocas de crisis. Lo que nos envía no son pestes, ni guerras y ni catástrofes; nos envía santos. Recordemos que envió a San Damián de Veuster y a Santa Mariana Cope a atender a los leprosos de Molokai, en Hawai: envió a Santa Teresa de Calcuta a cuidar a los más pobres de los pobres en la India; envió a San José Brochero a atender a los enfermos en la epidemia de cólera que hubo en Argentina en 1867. Igualmente, durante un brote de otra peste que hubo en 1576, envió a San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, que iba de casa en casa atendiendo a los enfermos y los moribundos.
Photo © Keystone/Zuma/Bridgeman Images
Entonces, ¿dónde estaba Dios en medio de estas tragedias? Estaba allí, al lado de sus hijos sufrientes. Estuvo presente en la persona de esos grandes santos, como la Madre Teresa, Damián, Mariana y Carlos, y muchos otros, y también estuvo presente en todos los actos de bondad, compasión y oración que cualquiera de sus fieles realizaba.
Incluso hoy Dios sigue enviándonos a santos para que lleven su amor y su gracia cuando ocurren catástrofes como la del coronavirus. Tal vez no sepamos sus nombres ni sus casos personales, pero Dios sí los conoce. Tal vez no sepamos cuánto están sacrificando para atender a tanta gente, pero Dios lo sabe. Y los bendice inmensamente por ello. Lo que Dios nos envía no son pestes, ni guerras y ni catástrofes; nos envía santos.
En medio de todo el sufrimiento que ha causado esta pandemia, nuestro Padre celestial no deja de recordarnos: “Aquí estoy contigo.” Y nos dice: “Si quieres verme, observa el amor, la paciencia y la bondad con que te tratan tu familia y tus amigos. Mira a todas las personas que siguen trayendo comida, medicina, oración y compasión a las víctimas de esta enfermedad”. Y también nos pide: “Vuélvete a mí y déjame actuar en ti y a través de ti por el bien de aquellos que te rodean.”
Quiera el Señor que todos nosotros, la Iglesia, nos comprometamos a amar al prójimo como Jesús lo ama. ¢