En otro país

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Candaya Abierta, 17

EN OTRO PAÍS

Diseño de la colección: Francesc Fernández

Imagen de la portada: Sr. García.

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©De esta coedición: Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y Editorial Candaya

© De los textos: sus autores

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© Del prólogo: Lorena Amaro

Primera edición: mayo de 2024

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 – Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona) candaya@candaya.com www.candaya.com facebook.com/edcandaya

NIPO: 109-24-010-8

NIPO en línea: 109-24-011-3

D.L.: M-12040-2024

BIC: FA/DN

ISBN: 978-84-18504-69-3

Depósito Legal: B 10197-2024

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

EN OTRO PAÍS

EDITORIAL CANDAYA

Dedicado a la memoria de Paco Robles fundador de Candaya

DESPERTAR EN OTRO PAÍS Prólogo

“País de la ausencia / extraño país”, decía Gabriela Mistral en su libro Tala (1938), después de haber salido de Chile dos décadas antes y quizá adivinando que “en país sin nombre / me voy a morir”. La poeta falleció en 1957, en Nueva York, después de pasar casi toda una vida, tal y como ella misma plantea en otro poema de esa época, como una extranjera. Grandes escritoras y escritores en nuestra lengua han repetido este desafuero, “hablando lengua que jadea y gime”, como escribió la chilena, extrañada de su propia habla. Pero quizás para poder ver realmente el lugar del cual provienes –y con ello, las tradiciones que heredas, y también, la literatura que deseas escribir– se requiera un movimiento centrífugo y alado, un desplazamiento doloroso que lo desencaje todo de tal forma que no quede más que sentarse a reunir las piezas de un rompecabezas roto.

La forma definitiva del viaje serán la diáspora y el exilio, que a lo largo del siglo XX vivieron figuras como Isaak Bábel, María Zambrano, Miguel Ángel Asturias, Walter Benjamin, Hannah Arendt, Vladimir Nabokov, Agota Kristof, Reinaldo Arenas, José Donoso, Cristina Peri Rossi, Luisa Valenzuela, Salman Rushdie, Gao Xingjian, Horacio Castellanos Moya, Ghassane Kanafani y tantísimos más, de las distintas diásporas de los años

noventa y dosmil. Aun en el siglo XXI podemos ver con enojo y tristeza que periodistas y escritores como Dany Laferrière, Dimas Prychyslyy, Liao Yiwu, Vladimir Sorokin, Máxim Osipov, Liudmila Ulítskaya, María Stepánova, Yassin al Haj Saleh, Náhida Izzat, Suheir Haddad, Lydia Cacho, Carlos Dada, Wilfredo Miranda, Gioconda Belli y Sergio Ramírez sufran un imperdonable destierro. También se ha mantenido e incluso, quizás, se ha acrecentado la diáspora y el flujo de creadoras y creadores que deciden, porque ya no pueden sino hacerlo, escribir lejos del lugar donde nacieron.

Este tipo de desplazamiento es, sin embargo, apenas uno de los tantos consignados en las cifras mundiales. Hacia 2020, la ONU calculaba que alrededor de 280 millones de personas tenían la condición de migrantes en el mundo: más que toda la población de Indonesia. Un país enorme, el de la errancia: extenso, polifacético, habitado por infinitas necesidades y lenguas, impulsado por diversos temores o anhelos y las más diversas clases sociales. Quienes son ricos, tienen cada vez más fácil habitar un país que no es el suyo, premunidos de celulares y computadores que les ofrecerán ingresos garantizados; otros, menos afortunados, enfrentan el espanto de la huida y formas de migración cada vez más desesperadas y violentas, desplazamientos más temibles incluso que las violencias de las cuales huyen poblaciones enteras. La muerte puede ser un final, como escribe el cronista salvadoreño Juan José Martínez d’Aubuisson en la removedora crónica sobre las fosas comunes de haitianos en Tapachula, México, titulada “El viaje termina en una tumba sin nombre”: “cuando se trata de olvidar y borrar rastros, esta región de México es implacable. Ambos enterradores

afirman que, pasado un tiempo, 15 años, más o menos, el cementerio hace una limpia […] todos aquellos cuerpos que nadie reclamó son exhumados y sus osamentas se depositan en un solo agujero muy profundo, borrando así cualquier huella de que esos hombres y mujeres huyeron un día de un país del Caribe donde la vida se había vuelto imposible; que buscando una vida mejor pasaron por la ciudad fronteriza de Tapachula, donde enfermaron, agonizaron y murieron, sin haber visto jamás la frontera estadounidense que alguna vez soñaron”.

En este libro participan doce escritores de habla hispana menores de cuarenta años, seleccionados por un comité que integramos la editora Olga Martínez Dasi, de Candaya, el escritor colombiano Felipe Retrepo, el cronista peruano Julio Villanueva Chang, la Directora de Contenidos de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Laura Niembro, el director de Cuadernos Hispanoamericanos, Javier Serena, y yo, en calidad de académica y crítica literaria. El resultado: una invitación a pensar el viaje, la dislocación y esos mundos orilleros que comenzamos a mirar con nuevos ojos. Desde la no-ficción, la antología da cuenta de una diversidad de relatos en que lo geográfico, lo temporal y lo lingüístico se deslizan como placas tectónicas de identidades cada vez más inciertas y fluidas.

En el decir del crítico uruguayo Abril Trigo, el migrante se ve obligado a desarrollar un multiperspectivismo que le permite ver, simultáneamente, el “aquí/ ahora” del desplazamiento y el “allá/entonces” del recuerdo, en una permanente negociación de lo cotidiano. ¿Qué más literario que este cronotopo, esta tensión entre tiempos, lenguas e identidades?

La no-ficción de este volumen es, asimismo, anfibia, admite desde la crónica periodística hasta el testimonio y el relato autobiográfico más íntimo, cosidos para armar una máquina viajera cuyas entonaciones, personajes e historias nos llevan desde una selva peruana repleta de hongos invisibles, a unas ruinas subterráneas en Portugal, donde el sonido reverbera por largos segundos o al teatro Kodak en Los Ángeles. Ciudad de México, Santiago de Chile, Tapachula, Managua, José Ignacio, Mitú, Buenos Aires (la real y la de los sueños), son solo algunos de los lugares que visitan estas narraciones. Madrid, ciudad desde donde pienso este prólogo, también está presente; sobre ella escribe la argentina Camila Fabbri en “Acabo de llegar, no soy un extraño”, un texto con el que es fácil que nos identifiquemos los millones de latinoamericanos que hemos vivido aquí por un tiempo (y también, los que siempre regresamos): “Y llegará ese día, no tan lejano. Esa mañana en que me despierte en otro país sin sentir ese tironeo invisible”, son las palabras que ella tiene para ese día en que sientes que la cotidianidad la has conquistado: “Esa mañana en que ponga los pies en la Gran Vía y sepa el camino de memoria […] Me daré cuenta de que no tendré ganas de volver a la Argentina. En absoluto. Descubriré que alejarse no es un desarraigo. Que algo de desaparecer un rato puede ser, también, una especie de reconocimiento de terreno. De tanteo necesario”. La experiencia de Fabbri me recuerda el relato de mi amiga Sofía, también de origen argentino, a la que recién le han dado la nacionalidad neerlandesa. En la comunicación que recibió la han llamado “nieuwkomer”, “recién venida” o recién llegada a la comunidad nacional, aunque reside hace tiempo en ese país. Al menos ya no

es extranjera, se ha acercado un poco más. No es una extraña; es, más bien, una recién nacida. Ay, despertar en otro país: ese momento de desorientación, pero también de ansiedad por salir y ver lo que hay afuera, una mezcla de ganas y miedos. Si eres afortunado, aterrizar será una forma de salir del sueño para entrar al sueño, pero si eres de los que viajan escondidos, perseguidos, amenazados por ser otros, saldrás de la pesadilla, para entrar, tal vez, en otra peor. Es de ese tipo de experiencia que escribe el cronista peruano Joseph Zárate a propósito de “la epidemia de las cuerdas”, que en Colombia, específicamente en el departamento amazónico de Vaupés, afecta a jóvenes pertenecientes a comunidades indígenas que deciden suicidarse entre los diez y diecinueve años. Se trata de una de las tasas de suicidio más altas de ese país, producida por un fuerte proceso de desarraigo, vinculado con el ir y venir de estos jóvenes entre las comunidades de origen y las escuelas urbanas a las que son enviados para formarse, sin mucho sentido del futuro. Finalmente no logran integrarse ni en su lugar natal ni en el sistema educativo, permaneciendo en un limbo que los empuja a la desesperación. Zárate conversa con Emilce, una joven que ha logrado superar la situación: “–Si los saberes no se pierden, seguiremos adelante […] Somos muy pequeños en este universo, y quiero pensar que mientras más pueda conocer y ayudar a mejorar las condiciones de vida de mi pueblo, lo haré sin olvidar mis raíces”.

Despertar en otro país o tu propio país y que ya no sea el mismo, esto ha sido también pan de cada día en América Latina. Es lo que ocurre bajo las dictaduras, cuando el ejército comienza a tratar a los propios compatriotas como un bando enemigo y extranjero. Esta experiencia,

tan temida, se actualiza en el alza irrefrenable de los nuevos fascismos, que en nombre de la libertad pretenden borrar la memoria histórica. La autora argentina Tamara Tenenbaum registra estos cambios en su crónica “Una extraña llega al pueblo”. Allí escribe sobre un balneario uruguayo donde recala inintencionadamente para encontrarse con una aristocracia en declive que, digamos, la integra con cierta curiosidad, como si ella saliera de una novela de Jane Austen, en que la pacífica existencia de la burguesía campestre se ve interrumpida por la aparición de una joven un poco desclasada. Un texto escrito con suficiente autoironía, que termina apuntando a las viejas oligarquías latinoamericanas: “Pensé en escribir este texto para una antología que estaría llena de relatos de narcos y selvas y cosas más visiblemente latinoamericanas como una especie de chiste pero, al momento de entregarlo, en mi país estamos por ir a una segunda vuelta electoral entre Sergio Massa, el candidato del peronismo, y Javier Milei, el candidato de la nueva derecha. La que quedó afuera fue Patricia Bullrich, la candidata de la centro derecha más clásica de la Argentina y de todos o casi todos mis nuevos amigos de José Ignacio”, escribe, comentando sobre esta élite que ve venir a una “nueva derecha en ascenso, tanto más violenta y aterradora que la que teníamos antes” y preguntándose “si la elegancia y la hipocresía no eran unos frenos virtuosos para la gente con cierta clase de impulsos y odios”. ¿Qué piensan, en distintos puntos del continente, los antiguos aristócratas, cuyos representantes han sido desplazados por la advenediza ultraderecha? Lamentablemente, como escribe Tenenbaum, Latinoamérica nos depara, además de estereotipos, muchos chistes, y varios de ellos, malos.

Carlos Manuel Álvarez, joven cronista cubano de ya vasta trayectoria, cuya escritura se articula en el vaivén entre la isla y los países que lo han acogido, escribe sobre una de esas bromas crueles, las catástrofes que de tiempo en tiempo ocurren, como el terremoto del año 2017 en Ciudad de México, que este autor cubano vivió en carne propia y cuyas imágenes rescata y limpia de escombros en un texto preñado de metáforas: “Había que limitar la correa del pensamiento, sacar al ojo de la grieta”, escribe ante la constatación de los efectos del terremoto, para comenzar, luego, su travesía por las calles, buscando a los que quedaron enterrados, entregando alimentos y agua, recorriendo la gran cadena humana que se activó en esos días: “casi que parecían salir de la tierra, recortados contra el frío de la noche mexicana. Un pasaje esquizoide del muralismo tardío, el pueblo definitivamente derrotado”. Pero no todo es derrota, ni en esta crónica ni en las otras que leemos en la antología. Hay fuerzas que se resisten a ello. En “¿Qué escuchamos bajo tierra?”, la poeta y narradora ecuatoriana Carla Badillo Coronado nos propone precisamente un viaje por espacios en ruinas, sobre todo por Lisboa. Un recorrido inusual, porque no lo guía el ojo, sino el oído: “Hay algo de reciclaje en todo esto, algo de alquimia. «Espacios que perdieron su función original». Los residuos aparecen una vez más como potencia, como una forma de estar en el mundo, como un acto de fe. El concierto acaba y salgo a la superficie con una certeza: todo resuena, aunque no sepamos medirlo. Todo resuena, aunque no sepamos medirlo”. La tipografía y el uso gráfico de la página escrita es fundamental en este texto sobre ecos, resonancias y fantasmas sonoros.

Estos jóvenes cronistas se proyectan en una escena “post”: cuando ya han transcurrido más de 10 años de la publicación de Mejor que ficción (2012), recopilado por Jorge Carrión, y Antología de crónica latinoamericana actual (2012), por Darío Jaramillo Agudelo, volúmenes que, entre otros, vinieron a coagular el interés por la crónica de esos años, cuando la prensa hablaba de un boom. Los antecedentes son conocidos: la relación que estableció, puede que algo mentirosamente, Gabriel García Márquez, entre la literatura latinoamericana contemporánea y los cronistas de Indias; la creación de fundaciones como las de Gabo en Colombia y Tomás Eloy Martínez en Argentina; la calidad y popularidad alcanzada por varias revistas en el escenario periodístico y literario, como Gatopardo o Etiqueta negra; el interés de lectoras y lectores por leer no-ficción en formatos que dejaban ver un concienzudo trabajo con el lenguaje y las formas narrativas. Si bien la antología que ahora presentamos, como otras muy recientes –por ejemplo, la notable Criaturas fenomenales (2023), compilada por María Angulo y Marcela Aguilar, en que, como escribe Gabriela Wiener en el prólogo, se dan cita, por fin, lo que llama “las indias de la Crónica”, escritoras jóvenes que han seguido la huella trazada por autoras como Josefina Licitra, Leila Guerriero y tantas más–, lo cierto es que al 2024 vivimos el cierre de numerosos medios de comunicación, la transformación de las escuelas de periodismo en academias de relaciones públicas y un mundo postdemocrático en que las falsas noticias y la desinformación son el pan duro de cada día. Aun así, y enfrentando la falta de recursos existentes para realizar investigación periodística y literaria, estos autores siguen escribiendo y develándonos mundos como el de Mishari García Roca, micólogo peruano con

el que conversa el colombiano Santiago Wills en “El tamaño de lo invisible”, un viaje al país de los kilométricos, interminables micelios de los hongos que de pronto se nos aparecen habitándolo todo: “Parecen enormes orejas marrones con un delicado borde habano, o redondas lenguas leñosas que el árbol extiende hacia la mesa colmada de cervezas donde esperamos con ansias el frescor de la noche”. También pueden ser vidas microscópicas: “–Cuando corté la madera del shihuahuaco y la miré por primera vez bajo un microscopio, parecía una escritura binaria. Los shihuahuacos escriben la historia. […] Ahí hay escritura–”, le explica un entusiasmado García Roca a Wills, en una conversación que ronda la posibilidad de que las comunidades indígenas que resisten el violento e ilegal extractivismo en la zona amazónica, logren “ver” los hongos como una alternativa económica.

Otro viaje escópico y particularmente bello es el que realiza la escritora uruguaya Rafaela Lahore por la Buenos Aires de “Una noche soñada”; apurada por llegar a Aeroparque no le queda más que esperar que por fin un taxi quiera llevarla en una ciudad erizada de festejos futboleros. Y es entonces cuando se da cuenta que antes ha soñado esta noche: “Cuando estoy dormida es cuando Buenos Aires mejor despliega su fuerza sobre mí. Lo mismo sucede con Montevideo. Recién cuando dejé de vivir allí, cuando sentí nostalgia por ella, empezó a ser protagonista de mis sueños. Ese es mi descubrimiento: es necesario alejarse de una ciudad para soñarla verdaderamente”. Y remata, rozando la metafísica porteña: “Lo que sí sé es que aquel día insólito, en aquella esquina bonaerense, la vida jugó con los mismos materiales que el sueño: la noche, la ciudad y el tiempo”.

Acercarse, tomar distancia.

¿Cómo ver otro país?

El español Aitor Romero Ortega apuesta por otra forma de pensar el viaje en “Sangre de Diriangén”, texto que oscila entre el allá nicaragüense y el presente aquí, en España: “La escritura del viaje es una escritura del tiempo que finge hablar del espacio. Toda crónica, al final, es una carta de despedida, el registro de la imposibilidad de regresar a un lugar. Supongo que estos días, mientras trato de sostener a duras penas mi vida personal, me estoy despidiendo también de aquella Nicaragua que conocí hace tantos años”. Romero viaja, más que a Nicaragua, a su propia juventud. Hay algo también de estos viajes subjetivos en “Cómo perdí mi chaqueta”, de Paco Cerdà, donde el cronista valenciano escribe sobre Santiago de Chile, mi ciudad, que él descubre en una situación inédita: una noche con el presidente Gabriel Boric, con quien acaba en un restaurant por casualidad. “Es mi primera noche en América. No puedo creerlo. El presidente sonríe. Las cervezas se han acabado. […] El cantautor, de sonrisa ancha, canta más. Todos cantamos. […] Todo se anima. Todos se animan. No puede ser que ahora canten letras de Miguel Hernández. Qué pasa aquí, parece un sueño. Yo no canto por cantar, ni por tener buena voz, canto porque la guitarra tiene sentido y razón. Tiene corazón de tierra y alas de palomita. Todos se la saben”. Tanto el cancionero como otros aspectos de este recorrido –la infaltable visita a La Moneda y el monumento a Salvador Allende, donde el cronista se sorprende de encontrar un acto onomástico conmemorativo– trazan un retorno a los imaginarios de izquierda que apuntalaron las revoluciones de los años sesenta, presentes también

en los recuerdos de su abuelo anarquista. Por el contrario, Ana Teresa Toro viaja en dirección al futuro en “Flotar sobre un cisne”, donde cuenta su experiencia como puertorriqueña en la ciudad de Los Ángeles: “Estoy en uno de esos lugares del mundo en el que, a veces, se percibe que hay más futuro que pasado. Un lugar invadido de versiones del futuro no vividas. Un desierto de memorias del futuro. Aquí todo el mundo habla de un sueño, pero en su versión inflamada. Es muy americano, sí, pero no es el sueño clasemediero del suburbio, ni siquiera el de “hacerla en grande en la gran ciudad”, es un sueño cegador: la fama, la fortuna, la felicidad, la santísima trinidad de las F que la naturaleza humana del ego tanto insiste en alcanzar”. La cronista prefiere reivindicar su “colonia en plena era ‘poscolonial’”, a la que retorna para figurar otras formas del mañana: “Ahora vivo en Santurce, el barrio cangrejero de San Juan. Aquí flotan los carros cuando llueve demasiado y se tapa el alcantarillado, pero una vez bajan las aguas, regresan los cangrejos a cruzar la calle, a reclamar el país de arena que siempre fue suyo y que sigue ahí debajo del asfalto”.

Completa estos recorridos un texto que hace un propio, personalísimo viaje a la memoria, “Españita”, de la mexicana Karen Villeda: “Él es un padre-patria en México. Mete su país donde vivimos en Tlaxcala. A su lado, estamos en Españita. […] En las paredes hay platos decorativos con el escudo español y los Reyes de España”, escribe Villeda en un relato en que el paisaje se funde con el personaje, él, su padre, un hombre que vamos reconociendo en sus frustraciones y abandonos y que parece regresar de algún cajón cerrado, en medio de otro viaje de la autora a la España real, este país, otro

país, a veces muy extraño, también a ratos un poco mío, nuestro, de tantos recienvenidos.

Este libro ratifica la buena salud de la que sigue gozando la no-ficción en nuestra lengua, al mismo tiempo que muestra, desde lo micro a lo macroscópico, las múltiples historias que quedan por narrar, tanto del pasado, como del presente y el futuro. Tal vez hay rincones que la ficción no alcanza a tocar; modulaciones de la voz, articulaciones de la memoria y experiencias que se hacen más cercanas y que nos remueven desde un punto de vista ético en la medida que las sabemos, aunque haya una perspectiva, un sesgo, un lugar de enunciación particular, increíblemente reales. En este caso, se trata de ese extraño amanecer vivido cada vez por más personas en el planeta, cuando tomas conciencia de estar en la frontera entre dos o más mundos, con o sin posibilidad de retornar.

EN OTRO PAÍS

En otro país es una selección de autores y autoras de España y Latinoamérica menores de cuarenta años promovido por la Dirección de Relaciones Culturales y Científicas de la Agencia

Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y la editorial Candaya, asesorados por un jurado conformado por Lorena Amaro, Laura Niembro, Julio Villanueva Chang, Felipe Restrepo, Olga Martínez Dasi y Javier Serena, con la intención de ofrecer algunas de las mejores voces de la crónica contemporánea en narraciones inspiradas por una intención común: retratar un país distinto al propio, ya sea desde dentro del ámbito hispanohablante o en sus márgenes, esos países en los que de algún modo ninguno es extranjero del todo gracias a una misma lengua.

CUANDO PASE EL TEMBLOR

El 19 de septiembre de 2017, a la una y catorce de la tarde, hubo en la Ciudad de México un sismo devastador. Yo vivía en la Colonia del Valle, en un apartamento de la calle Eugenia, y me parecía en ese entonces que habitaba el corazón del mundo, un lugar donde siempre algo importante estaba a punto de suceder. El estado de confusión, que quizá pudo rozar el pánico, me impidió por un momento abrir la puerta del edificio. Durante una larga brevedad, la cerradura se movió de un lado a otro y mi pulso no acertaba.

Como ciudadano del Caribe, yo estaba acostumbrado a los huracanes, una dilatada puesta en escena que hasta cierto punto podía predecirse, porque asistíamos a su evolución. Se fortalecían en aguas cálidas, arrasaban durante su trayecto, declinaban en zonas continentales y finalmente se diluían. Pero el sismo funcionaba de modo sorpresivo, rompía de abajo hacia arriba como un vómito. Alrededor, varios inmuebles se habían reducido a migajas. No tenía adónde ir, y ante el riesgo de las réplicas nadie debía abandonar el refugio de la intemperie.

Con la tragedia en la esquina, abrumado, la solidaridad era un trámite que podía emprenderse a pie. Caminé hasta el cruce de la avenida Gabriel Mancera y el callejón Escocia y me sumé al gentío azorado que

obedeció en conjunto cuando los rescatistas pidieron silencio. Desde el fondo de los escombros escuchamos un golpe seco, luego otro. La calle era ya un desconcierto de cintas amarillas, ambulancias de la Cruz Roja y voluntarios torpes con protectores nasobucales. Había una fuga inminente de gas. Armamos cadenetas de manos para aliviar los escombros, pero aún nos encontrábamos lejos del desastre, a veinte o treinta metros de distancia de las víctimas.

Después de una hora de trabajo, el volumen no parecía disminuir. El rescate avanzaba piedra por piedra, un despojo a la vez. Pasaban lascas de cemento, trozos de columnas rotas, pedazos de mampostería, cubos de piedra y cal. Era un desfile inanimado, cosas que no decían nada, hasta que vencimos la primera línea de desechos. De tanto en tanto, empezaron a llegar a la fila un DVD, una gaveta con un asa de cobre (alguien guardaba algo ahí) y un cojín verde en el que cualquiera se había sentado hacía dos horas o la noche anterior, bebiendo té, leyendo el horóscopo o revisando los mensajes de su teléfono móvil. En un rato ya podían aparecer objetos más íntimos, como joyas o ropas, y luego, quizá, hasta una persona viva.

La sinfonía de los voluntarios, todos esos ruidos y gritos que asustaban, se interrumpía cuando los rescatistas volvían a pedir silencio. Nadie lograba definir con exactitud desde qué punto de las entrañas del edificio colapsado venían los toques de auxilio, pero aún se escuchaban con cierta claridad, a pesar de que cada vez se escurrían y se debilitaban más. Nos íbamos alejando de ellos. Para nosotros no era ya la una y catorce de la tarde, sino las dos y diecisiete, y luego las tres menos cuarto, y

luego las cuatro y doce, y las personas sepultadas bajo el edificio seguían ancladas al minuto del temblor, dentro de esa grieta de tiempo.

Cerca de las cinco, lograron rescatar a la primera víctima, y a las cinco y media ya iban por nueve sobrevivientes. Yo solo alcancé a ver a una señora en camilla, moribunda, maquillada por el polvo, queriendo sacar humedad del roce de sus labios, pero sus labios estaban secos y se trababan en una mueca inconclusa. Una de las últimas cosas que pasó por mis manos fueron los restos de una puerta, con una llave aún colgada de la cerradura. ¿De qué lado de la puerta había quedado el dueño de esa llave?, pensé.

Volví a la casa y me eché en la cama, bocarriba, con los ojos bien abiertos. Ahí estuve quién sabe cuánto, hasta que vi la grieta en la pared blanca de la habitación. La cal estaba levantada a la altura del techo, y detrás de una silla en la que se amontonaba la ropa sucia, había otra rajadura todavía más violenta, con un recorrido accidentado de ascensos y descensos hasta la madera del closet. Entonces encontré otras grietas en el apartamento. Me puse de pie, no podía dejar de ver. Hendiduras en el cemento, rayas mínimas en la pared, algún tajo cualquiera en alguna otra parte del techo. No había nada significativo en esto, salvo el hecho de que alguien lo descubriera.

Los cortes no eran más que las imperfecciones comunes a todas las casas, detalles que no estaban hechos para que el ojo los detectara. Solo podía llegarse a ellos a través de la obsesión creciente. El apartamento había traído esas cicatrices consigo seguramente desde siempre, pero ahora, después de un terremoto, nada parecía quedar oculto. Para mantener el orden es necesario que muchas

cosas permanezcan tapadas la mayor parte del tiempo. Supuse que cada quien, dependiendo de dónde venía o de alguna experiencia suya particular, veía cosas que los demás no, detalles intrínsecamente pueriles que tu circunstancia específica había reconfigurado como trascedentes o graves. El objeto de tu obsesión buscándote. No tú descubriéndolo, sino él descubriéndote a ti.

Unos días más tarde, me fui a un centro de acopio en la calle Nicolás San Juan y me sumé a una caravana que marchaba a Morelos. Había dos rastras de la Cruz Roja y varios autos y camionetas con víveres. Me tocó viajar con un par de estudiantes de segundo año de Derecho de la UNAM. Íbamos en un Mazda 3 que manejaba un profesor español de una universidad privada. Los estudiantes dijeron que había brujas por esos lugares. ¿Cómo brujas?, les pregunté. Sí, brujas, contestaron. Las habían visto, comían niños. Además, tenían facultades licantrópicas.

Repartimos insumos poco a poco, pero en la plaza principal de Jonacatepec, el señor del pueblo nos dijo que fuéramos a otros sitios en peores condiciones, que ellos se las sabrían arreglar. El convoy tomó la carretera de regreso hacia el norte y llegamos a la cima de San Marcos, en Totolapan. En la desembocadura de un callejón de tierra, tapiado al fondo por la noche fría de los cerros, un puñado de niños de muy distintas edades, entre los dos y los quince años, esperaban a que uno de los camiones de la Cruz Roja repartiera las cajas de juguetes. Algunos daban brincos de desespero en el lugar, atrapados entre su propia excitación por tanta suerte y la timidez que les provocaba la presencia de gente extraña que iba a permanecer allí hasta pasada la medianoche.

Recordé por un momento ese tipo de felicidad que yo adquiría de niño cuando un ciclón atravesaba mi pueblo y las clases se interrumpían y los padres te regañaban menos y toda la realidad, en suma, se alteraba. Ahora la idea era repartir los víveres de modo equitativo desde el fondo hasta el principio, cuesta abajo, a lo largo de una callejuela estrecha y en penumbras. Los vecinos tenían que agruparse cada quinientos metros en determinadas esquinas del barrio. Un hombre ya mayor envió a dos vecinos suyos, ambos jóvenes, para que regaran la voz. Que se agruparan en casa de Boni, que se agruparan en casa de Don Ventura. Los muchachos corrieron tan rápido como pudieron.

A la derecha había campos de cultivo. A la izquierda, un despeñadero, y en distintos niveles de esa escalera de tierra se amontonaban casuchas maltrechas que pendían de un suspiro, con un pie en el abismo. Las construcciones eran mayoritariamente de adobe, bajas y deformes, color ocre. Había un par de bardas en el suelo y algunas personas ya no tenían techo después del terremoto, pero la pobreza venía de otro parte. Algo goteaba constantemente sobre ellos y ese algo había goteado por siempre. Quizá hasta agradecieran un poco el desastre, los ubicaba en el mapa.

Sentado en su moto negra BMW, el jefe de los miembros de la Cruz Roja manejaba con soltura el arte de conversar con los damnificados. Era recio, no impositivo. Afable, no dramático. Les decía que fueran honestos, y que los padres e hijos, o esposas y maridos, o hermanos y hermanas no podían pasar a recoger las donaciones como si fuesen familias separadas, que tenía que alcanzar para todos, aunque no pareciera que tal cosa fuese posible.

Aquel no era un sitio que encontrase arreglo con dos camiones de víveres de la Cruz Roja. El jefe les decía también que iban a marcar a cada uno con plumón y que en cuanto recibieran la ayuda se marcharan para despejar el lugar y facilitar el trabajo. Todos asintieron en silencio, diminutos, tullidos, casi que parecían salir de la tierra, recortados contra el frío de la noche mexicana. Un pasaje esquizoide del muralismo tardío, el pueblo definitivamente derrotado.

Las cajas se clasificaban en despensa normal, despensa para niños, despensa para adulto mayor, kit para bebés, botellones de agua, medicamentos, juguetes, cobijas. Después de tres horas de distribución, los ánimos se relajaron un tanto. Vi a una señora que tomaba una caja, se la pasaba a su nieta, merodeaba un rato y luego, cuando preguntaban si faltaba alguien, volvía a ponerse en fila. Una madre joven, de dieciocho o diecinueve, traía a su bebé envuelto en una toalla rosa. No podía cargar la bolsa de pañales que le correspondía, pero tampoco dejó que yo la ayudara. El marido esperaba detrás, un hombrecillo azorado, metido dentro de una camisa de cuadros. Tomó lo suyo, no dijo nada y se perdió entre las sombras del pueblo, escabulléndose en el gentío. Entendí que también estaba allí por egoísmo. Era un momento en que todo lo que hacía por los demás lo hacía, en primera instancia, por mí, una cuestión instintiva. La acción y el movimiento daban cierto grado de seguridad física. Había que limitar la correa del pensamiento, sacar al ojo de la grieta. San Marcos era posterior al temblor. Yo no estaba en el pueblo cuando la atmósfera empezó a columpiarse y unas largas horas se metieron entre segundo y segundo. Pensaba que la experiencia intransferible del

terremoto solo ocurría, para cada uno de nosotros, en un sitio puntual que no importaba cuán apacible se viese luego, ya nunca iba a dejar de temblar porque contenía las coordenadas de nuestra extinción personal y con ello, por supuesto, la extinción de todas las cosas, de ahí que no quisiera permanecer en mi habitación ni en mi apartamento. Aquellas paredes, aquel techo, aquellas fachadas habían atentado contra mí.

Finalmente, bajo el foco amarillo de una casa de dos plantas que anunciaba contrataciones «para Misa Panamericana, XV años [sí, con números romanos], Bodas, Bautizos, Confirmaciones, Reuniones, Serenatas» y un etcétera en el que probablemente entrara cualquier otro evento de barrio, la fila de niños de San Marcos hurgaba entre las cajas de donaciones y escogía juguetes y ropas de uso bajo la supervisión de los padres. Había muñecos industriales, superhéroes de la Marvel, prendas de todo color y tamaño.

Una niña de siete u ocho años vestía una saya de cuadros que la avejentaba. Quería renovar. Tomó una blusa, un short, un vestido. ¿Este, papá?, preguntaba. Se alzaba y se agachaba. ¿Este? Se alzaba y se agachaba. ¿Este? El padre decía que no a todo. La niña hizo un gesto de desdén con los hombros, pero no desmayó, siguió buscando entre los bultos. Me llamó la atención un carrito de madera amarillo y negro, una cuña tipo Ferrari descascarada en las gomas.

Lo último que hice fue entregarle un porrón de agua a un anciano que me deseó buen camino de regreso. Volví en una camioneta cuyas luces delanteras rompían la neblina de la madrugada. Avanzábamos a través de la negra carretera de doble vía que unía Morelos con

Xochimilco. En la entrada sur de la ciudad se agolpaban familias enteras pidiendo agua y comida a los carros que pasaban.

Tanto La Habana como Cárdenas, los lugares en los que había vivido en Cuba, eran plazas abiertas al mar, de cara al norte. Ciudad de México, en cambio, estaba custodiada por volcanes, construida en un valle sobre las ruinas de un imperio, encima de un lago dragado y de sucesivas capas de barro y arena. Su suelo, además, se movía. La catástrofe no se encontraba afuera, sino abajo. No llegaba o desembarcaba, germinaba. El fruto definitivo de la ciudad florecía de golpe cada cierto tiempo, después de tanto madurar.

La muerte aquí no era algo que pudiera observarse de la manera en que se manifestaba en La Habana –la muerte vulgar de la destrucción, la muerte de los edificios rotos, comidos por el abandono crónico de todas las cosas–, pero sí podías tocarla y olerla. La capa de esmog aumentaba la sensación de que uno estaba metido adentro de algo, de que uno vivía no en una superficie sino, a pesar de la altura, en una profundidad.

Al comienzo de El Maestro y Margarita, la novela ejemplar de Mijáil Bulgákov, dos escritores rusos charlan en un parque desierto sobre la existencia o no de Cristo, cuando de repente aparece un señor misterioso, que a la larga resulta ser el Diablo, y en un punto de la conversación el señor misterioso dice esto: «Sí, el hombre es mortal, pero eso es solo la mitad de la tragedia. Lo malo es que, a veces y de repente, es mortal. He ahí el truco».

Eres mortal, pero a veces lo eres de repente. No hay un recorrido previo, no hay una enfermedad, una guerra en curso, un conflicto familiar, una depresión profunda,

una venganza, un error de cálculo, un pensamiento psicópata o uno estúpido, el lento e inexorable paso de los años, causas cualesquiera, algo que prever, un estado al que adaptarse, una degradación. Que la muerte sea más rápida que la vida no sorprende a nadie, pero lo que trato de decir es que, en esta situación, la muerte es incluso más rápida que el pensamiento. Lo que aprendes en un sismo es que quieres seguir pensando.

Como sea, luego las cosas empezaron a calmarse. Volví a la normalidad, a la tranquilidad, y aquella experiencia perdió hasta cierto punto su excepcionalidad, hasta que dos años después, mientras caminaba distraído hacia el supermercado donde solía comprar la comida de la semana, llegué sin querer a la esquina del callejón Escocia y la avenida Gabriel Mancera. Siempre había evitado cruzar por ahí. Las vallas, empapeladas con anuncios publicitarios, ocultaban un terreno yermo, el perímetro de los cuerpos rígidos y gimientes. No supe si, de acuerdo con algún estándar, había pasado mucho o poco tiempo desde el temblor, pero cualquier cantidad vendría siendo exactamente la misma. No reconocí en mí ningún sentimiento metafísico, como la comprobación de que la vida seguía independientemente de tu muerte, sino de que la vida seguía sobre tu muerte, por encima de ella, de que la vida reciclaba tu muerte, aprovechaba de inmediato el vacío que producía tu ausencia. No podía recordar a uno solo de los cientos de voluntarios que también sacaron escombros el día del temblor, el rastro de aquella experiencia había desaparecido ya. Me acerqué a las publicidades y las miré con interés. Anunciaban la última función de un musical llamado Hello Dolly con la actriz Daniela Romo,

anunciaban una exposición conjunta de Jeff Koons y Marcel Duchamp, anunciaban la versión reciente de Spiderman con Jake Gyllenhaal en el elenco.

Los colores, la espectacularidad, las promesas de diversión, todo diluido. Hacía un poco de frío y también llovía, aunque de modo muy leve, incluso suave. Salí apurado de allí. Los chilangos iban y venían por la ciudad del imperio, tantos que no se iban a acabar nunca, los más viejos y los menos viejos, los güeros y los chaparros y los tristes. No es que fueran carteles frívolos, me dije, pues ¿qué no lo es? Es que eran justamente muy solemnes e intimidantes, como una iconografía de los cementerios modernos.

¿QUÉ ESCUCHAMOS BAJO TIERRA?

///// ////////////// /////// entre arquitecturas líquidas y la potencia de lo residual

Existe al norte de Escocia, oculto en el interior de la colina de Kinrive, muy cerca al pueblo de Invergordon, Rossshire, un lugar conocido localmente como el «Túnel»: se trata de los Tanques de Petróleo de inchindown :::::::::::::::::::::::un complejo de depósitos subterráneos que pasan desapercibidos bajo una modesta fachada de concreto –entre los árboles y la maleza–, pero cuya real estructura esconde un gigante hecho de ladrillo, hormigón y acero. Construido entre 1938 y 1941, con el objetivo de almacenar hasta 32 millones de galones de combustible y de resguardarlos de los ataques bélicos

de la Segunda Guerra Mundial, este complejo fue parte vital del plan de defensa del gobierno británico contra los alemanes y sus aliados. Si bien hoy permanece en desuso (seis tanques en total), inchindown ostenta un récord mundial: ser la estructura construida por el ser humano que registra el eco y la reverberación más largos producida por un sonido:

¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de

reverberación? reverberación?

Del latín reverberare (rebotar, azotar, golpear con un látigo que rebota), este verbo designa el hecho de reflejar la luz o rebotar un sonido. Según el diccionario de la RAE, «la reverberación es el reforzamiento y persistencia de un sonido en un espacio más o menos cerrado». Según el profesor Trevor Cox, ingeniero acústico de la Universidad de Salford y responsable de colocar a Inchindown en el Libro Guinness de los récords, «la reverberación no debe confundirse con el concepto más común de eco. De hecho, Una reverberación es el resultado de la superposición de múltiples ecos a medida que las ondas sonoras rebotan en las superficies encontradas».

Pero quizá lo más fácil sea entenderlo desde la memoria:

¿Quién de nosotrxs no ha ingresado alguna vez en una casa vacía, deshabitada, sin sentir que todo en ella se amplifica (voluntaria o involuntariamente), al mínimo sonido producido por nuestros pasos o nuestra voz?

¿Qué e s c u c h a m o s?

Si por alguna razón nunca lo hicimos, bastará con cerrar los ojos e imaginar que lanzamos un grito laaaarrgooo profuuuuuundo en un lugar abandonado, subterráneo, antiguo (una cueva, un osario, una gruta de estalactitas:::::::: incluso una piscina sin agua), movidos por una curiosidad casi profana1.

::: pero, sobre todo, ¿qué replica ?

Hay algo siempre en este tipo de lugares que nos llama :::::: aunque no sepamos qué.

1 Escuchar en la imaginación no deja de ser escuchar. 35 vacía deshabitada amplifica involuntariamente), pasos voz? abandonado subterráneo antiguo

e s c u c h a m o s replica qué. (voluntaria o

Fue en 2014 (12 años después de que los tanques fueran desmantelados y vaciados) que el Profesor Trevor Cox llevó cabo su inusual experimento científico: grabar el sonido del disparo de una pistola cargada con balas de fogueo en el interior de uno de los túneles, con el objetivo de medir su ))))))))))))))))reverberación((((((((((((((((((. Para ello, el Profesor Cox le pidió a Allan Kilpatrick, de la Comisión Real de Monumentos Antiguos e Históricos de Escocia (RCAHMS), disparar el arma en el Tanque No. 1 mientras grababa la respuesta desde el extremo más alejado. «Mi primera reacción fue de incredulidad», declaró el Profesor para la radio de la BBC. «Los tiempos de reverberación eran demasiado largos». Y no era para menos: 1 1 2 s e g u n d o s resultaban colosales frente a los 0,5 de una habitación promedio (la sala de nuestra casa, por ejemplo) o los 2 de un auditorio o los 8 o 10 de una iglesia. Tal contraste puso en evidencia la amplitud sonora que habitaba en inchindown, donde solo el Tanque No. 1 medía dos veces la longitud de un campo de fútbol y 13.5 metros de altura. *

1 1 2 s e g u n d o s 0,5 2 8 10 reverberación((((((((((((((((((((.

«Un sonido no se considera a sí mismo como pensamiento, como obligación, como necesitado de otro sonido para su dilucidación, como etc.; no tiene tiempo para ninguna consideración –está ocupado con el ejercicio de sus características: antes de morir debe

haber dejado claras su frecuencia, su volumen, su duración, su estructura de armónicos, la morfología exacta de todo ello y de sí mismo».

John Cage *

¿Pero qué lleva a alguien a dedicar su vida entera a registrar todo tipo de sonidos en lugares donde aparentemente no pasa nada?

E S C U C H A nada

E S C U C H A

Como una adicta confesa a este tipo de pulsión, pienso a priori en la E S C U C H A como una vocación, como un llamado inevitable; una escucha atenta, activa, «profunda» como diría Pauline Oliveros (19322016)2; exploradora de sonidos en estado bruto –subterráneos, telúricos–, pionera y visionaria del deep listening que a sus 16 años llegó a San Francisco con un acordeón colgado del hombro y 300 dólares como única fortuna y para quien la escucha (toda E S C U C H A) era una epifanía.

«Los oídos no escuchan los sonidos, el cerebro sí. Escuchar es una práctica que dura toda la vida».

Oliveros escuchaba desde una amplitud metamórfica (transformadora in situ), sus radares siempre abiertos: «desde niña en mi cabeza escuchaba frases musicales, insectos, pájaros, paisajes, la voz de mi madre arrullada

2 Compositora, acordeonista y escritora estadounidense –abiertamente lesbiana–, figura central en el desarrollo de la experimentación y de la música electrónica de posguerra.

por el motor del coche o cuando mi padre sintonizaba la radio»3; y fue esa misma curiosidad la que la llevó, en 1988, a meterse en una cisterna militar abandonada, a cinco metros de profundidad, para tocar su instrumento y percibir –EXTASIADA– que cada nota duraba más de un m i n u t o.

EXTASIADA

m i n u t o.

Éxtasis. Revelación. Silencio.

«Da un paseo de noche. Camina de forma tan silenciosa que las plantas de tus pies se conviertan en oídos».

La reverberación, entonces, también como un milagro, como una imposibilidad que rebotaaaaaa:::::, como una aparición.

aparición.

Ahora que tenemos claro ese monstruo sonoro llamado inchindown, volvamos a sus profundidades, pero en 2021, para otro experimento no menos memorable. Dos nombres: Sofía Balbontín (1985) y Mathias Klenner (1986): ambos arquitectos, artistas sonoros y migrantes (los dos nacidos en Chile, pero radicados en Lisboa y Barcelona, respectivamente), fundadores del proyecto espacios resonantes, una plataforma sonora que desafía, no solo los conceptos más tradicionales de arquitectura (en términos espacio-sonido :::::espacio sonoro), sino también –y sobre todo– como un laboratorio que 3 Paradójicamente (o quizá por ello) su epitafio lleva una frase que ella misma escribió: «Deseo el silencio, pero nunca se da»

piensa, investiga y acciona desde otras posibilidades de

E S C U C H A.

E S C U C H A.

Su lema deja claro el motor que los mueve: «Escuchar el espacio, construir el sonido», dos frases que invierten la lógica habitual y cuya práctica se vuelve un manifiesto en sí mismo: «Como exploradores acústicos viajamos a través de Europa, buscando espacios resonantes, infraestructuras abandonadas al margen de la memoria y de lo urbano. Arquitecturas sublimes de tiempos de guerra, espacios para generar energía, guardar petróleo y agua, para guarecerse de ataques aéreos, extrañas formas geométricas, espacios inhabitables con acústicas exacerbadas y únicas». Algunos de esos lugares incluyen: el Gasómetro de la planta termoeléctrica de Charleroi (Bélgica); el Depósito de pluviales Joan Miró y el Refugio antiaéreo 307 en Barcelona (España); la Casa de Hielo Tugnet y el Tanque No. 1 de Petróleo en Inchindown (Escocia). Todos atravesados por un rasgo en común: ser residuos.

¿Pero cómo se traduce esto en la práctica?

Una vez encontrados esos espacios abandonados, descartados, muertos, el siguiente paso es «activarlos acústicamente», es decir: rehabitarlos a través de los sonidos, volverlos a hacer resonar. Para ello utilizan no solo sus propios instrumentos, sino también percusiones encontradas in situ, voces y sonido ambiente. El resultado es la construcción de «arquitecturas aureales, inmateriales, líquidas» que –una vez abiertas a lo colectivo– se transforman en algo más.

Así, si la hazaña del Profesor Trevor Cox consistió en grabar la reverberación más larga del mundo, la de espacios resonantes fue (además de haberla registrado en plena post-pandemia) haberla trasladado a la Bienal de Artes Mediales de Santiago, donde (con la ayuda de otros dos artistas: Joan Lavandeira y emarx) montaron una instalación de seis canales de audio y una proyección visual que, a manera de videojuego, simulaba el Tanque No. 1 de Inchindown, logrando que la gente transitara por ese «tercer espacio» como un-solo-cuerpo-que-escucha –en conjunto– a un monstruo técnicamente muerto.

Conocí a Sofía Balbontín el 3 de junio de 2023, curiosamente, la noche en que ofrecí un concierto en Disgraça, en el barrio de Penha de França, en el centro de Lisboa. El objetivo era recaudar fondos para la próxima Feria Anarquista del Libro. Mi concierto giró en torno de los cuerpos cansados. Recuerdo que Sofía llegó con Javiera, otra muchacha chilena que, a su vez, me la había

presentado –virtualmente– otro amigo chileno, Sebastián Tapia (aka Funcionario Público, fundador del sello experimental Rata Sorda Rec), con quien en 2013 intervenimos sonoramente una casa incendiada en el centro de Valparaíso.

Con Sofía llegamos a intercambiar algunas palabras, recuerdo que a ambas nos interesaban las ruinas.

Cuatro meses después, retomamos contacto en el mismo barrio donde descubrimos que éramos casi vecinas. Allí supe que llevaba tres años viviendo en Lisboa, que cursaba un doctorado en Artes Performativas y que había regresado de una residencia en el Municipio de Viseu, al norte de Portugal, donde había tocado en el interior de la Mina de Queiriga4.

Pero quizá los detalles que más me interesaban eran los que no aparecían en su portfolio. Por ejemplo, una noche ya entrado el otoño, afuera de la huequita nepalesa del barrio, me contó que su padre fue su primer referente en la música. «Mi padre tocó el acordeón toda su vida. Un día fuimos a la casa de una tía en Argentina, había un acordeón pequeñito, entonces me dijo te voy a enseñar una canción. Me la enseñó, se fue a dormir y cuando se despertó yo la estaba tocando entera. “¡Ay!, ¡qué rápido que aprendiste!, me dijo, ¿por qué no tocas acordeón?”, y así fue». Antes de ello estuvo el piano y, muchos años después, el sintetizador. No obstante, fueron los glaciares del sur de Chile los que cambiaron su forma de percibir los sonidos, de registrarlos. «Ahí se

4 Otra residencia destacable fue en 2021, en Budapest, en el Spatial Sound Institute, un centro de investigación y desarrollo de tecnologías y prácticas de sonido espacial, donde trabajó con audio en 4 dimensiones (4D SOUND) en un estudio con 60 parlantes.

desató todo». Quizá por ello, ya en la Facultad de Arquitectura, mientras sus compañeros hacían maquetas para sus tesis de grado, Sofía hacía partituras; y fue en esa misma Facultad que conoció a Mathias (la otra mitad de espacios resonantes); fueron pareja siete años y, aunque ya no siguen juntos, continúan siendo buenos compañeros en ese proyecto que los trasciende.

Nada de eso imaginaba la noche de Disgraça ::::::::::::::::::::::::: :::::::::::::: y menos aun que acabaríamos recorrerriendom–juntas– los acueductos subterráneos e inactivos del Museo del Agua, donde ella presentaría su próximo concierto y yo escribiría esta crónica, o lo que intenta ser una crónica; a pesar de este cuerpo que sigue cansado.

(Lisboa, 21 oct 2023/22:30. Sentadas afuera de Amor Récords, diagonal a la Av. Almirante Reis que ahora luce tranquila tras la manifestación más grande, hasta la fecha, por el derecho a la habitación)

«Ya tenemos nombre», me dice Sofía entusiasmada, pero sin perder ese aire sereno, ecuánime, que tanto la caracteriza. «Se llamará Som Sob o Solo: A Caverna de Plutão (Sonido Bajo el Suelo: La Caverna de Plutón), lo escogimos con el Jose, en Barreiro». Se refiere a Jose Bica, el artista sonoro portugués que también será parte del concierto. Mathias llegará unos días antes desde Barcelona. «Será básicamente una ocupación de atmósferas acústicas»,

dice, y luego traza sobre mi diario una especie de plano-maqueta-organigrama. «Se dividirá en dos partes, empezando por Polyphono: una instalación sonora que empezará en las Galerías subterráneas de Loreto (composición suya y luces de Mauricio Lacrampette), y la segunda: Wastelands –el concierto en sí mismo–, entre las columnas del Reservatório da Patriarcal (Jose y Sofía en lo sonoro, Mathias en la realidad virtual), al otro extremo del túnel». Me quedo suspendida en el nombre: Wastelands (en inglés: tierra baldía, algo yermo, desierto5).

Volver al inicio, entonces, como una insistencia: escuchar lo deshabitado es otra forma de habitarlo.

(Lisboa, 9 nov 2023/20:30. Museo del Agua. Galería subterránea de Loreto)

Una cosa es visitar los acueductos con las luces prendidas y otra, muy distinta, quedarse escuchando el túnel a oscuras. Estas piedras no ven la luz desde 1748. Olor a humedad, barro, suelo intermitentemente encharcado. Polyphono. Un primer sonido cae como una gota gigante en el principio de los tiempos:::::::::reverbera. Luces azules emitidas por un proyector láser atraviesan la longitud del túnel. Cierro los ojos y todo se amplifica. Recuerdo que

5 Si bien este término suele usarse para algo relegado a la zona industrial, hace sentido que se aplique a Lisboa: uno de los distritos más turísticos de Europa y, sin embargo, solo en el último año se registraron 821 procedimientos de desahucio, según el Ministerio de Justicia. reverbera.

una noche me decía Sofía que una de las cosas que más le interesa es la cuestión de la ecolocalización y de los mapas mentales: todo lo que conseguimos imaginar a partir de los sonidos. Imagino ahora mismo un reloj prehistórico, manecillas que se cruzan, se interponen, se aceleran . (¿Qué imaginan los otrxs?). Entramos en otra atmósfera ((((((((((((((suspenso))))))))))))))((((((((((((((tensión))))))))))))) ((((((((((((((((((clímax)))))))))))))))))))))))))))) y nuevamente silencio____________________avanzamos por el túnel hasta llegar a Wastelands (marcas de zapatos como huellas dactilares en el suelo). Jose y Sofía aparecen como dos laboratoristas sci-fi , manipulando instrumentos, máquinas y cables como un sistema nervioso electrónico. Mathias lleva gafas y mandos de realidad virtual, parece un astronauta proyectando imágenes de lugares abandonados en la Tierra; incluyendo inchindown . Sofía introduce un micrófono en un cuenco de vidrio lleno de agua amarilla, neónica, fosforescente, una luz que emite frecuencia a través de los procesadores. Jose la acompaña con el saxofón y luego se desplaza tocando los tubos vacíos como si fuese un concierto de música industrial. «Reactivar lo que ha quedado en desuso». Hay algo de reciclaje en todo esto, algo de alquimia. « Espacios que perdieron su función original». Los residuos aparecen una vez más como potencia, como una forma de estar en el mundo, como un acto de fe. El concierto acaba y salgo a la superficie con una certeza: todo resuena, aunque no sepamos medirlo. todo resuena, aunque no sepamos medirlo. silencio

CÓMO PERDÍ MI CHAQUETA

Nunca bebo, dicen que decía. Yo solo bebo cocacolazero y nestea, dicen que repetía. Eso sí lo recuerdo. También recuerdo la cara germánica del presidente de Chile sentado frente a mí. El presidente. Qué joven, el presidente.

Recuerdo cómo se estiraban sus facciones y cerraba sus diminutos ojos mientras iba recitando discursos de Allende de memoria, con voz apasionada, en un crescendo teatral y épico.

Recuerdo cómo enrojecía su rostro y también su cuello, la vena yugular marcada, al cantar emocionado canciones eternas de Víctor Jara; la revolución pura, teórica, bellamente ideal, acariciándole la lengua, posándose en sus labios, reavivando, como el fuego, la memoria de un joven airado.

Recuerdo, también, cómo sonreía el presidente al servir cerveza del tirador de la barra. El presidente en el tirador, llenando él mismo los vasos y repartiéndolos al grupo de escritores españoles con los que había tropezado, por casualidad, en la terraza de un bar, de un bar cualquiera llamado Normandie, en esa noche fría de junio. Mi primera noche en Santiago. Mi primera noche en Chile.

Recuerdo el sabor dulzón de aquella bebida. Pisco sour.

Nunca lo había oído.

Nunca bebo, dicen que decía.

A partir de aquel primer sorbo, cada vez recuerdo menos sobre cómo perdí mi chaqueta y por qué el miedo fue apoderándose de mí en una noche improbable, completamente irrepetible. Mi primera noche en América.

Apunte uno: ¿Podemos fabricarnos una nostalgia? ¿Somos capaces de elaborar un relato que nos infunda nostalgia por algo no vivido?

Apunte dos: ¿Qué es el carisma? ¿Qué atributos revisten de carisma a una persona? ¿Qué es aquello que confiere el aura que a tan pocos nimba? Especulo. El andar. La voz. La mirada. El talento. La esperanza. La convicción. Los silencios. Sobre todo eso: la manera de habitar los silencios.

Me gusta pensar en ese cruce fértil entre nostalgia y carisma.

Hay una nostalgia fabricada –una de tantas– que me acompaña: Allende.

Su carisma me seduce. Su final me estremece. Por eso dije sí, está bien, vayamos a Chile.

Aquel día amaneció gris en Santiago. Ese hombre con los ojos color café llegó a La Moneda a las siete y media de la mañana. Un director de cine haría sobrevolar por su mente una vida entera.

La infancia burguesa en Valparaíso.

Las tempranas lecciones de aquel anarquista italiano, un carpintero turinés de mirada utópica y bigote espeso, mientras jugaban al ajedrez.

La expulsión de la facultad por su activismo político.

La conciencia social forjada como cirujano viendo casas, vidas, todas las caras del dolor.

La vía propia alejada del dogmatismo dominante en aquellos tiempos ortodoxos de hoces y martillos y libertad para qué.

Mientras entraba a La Moneda ese hombre, con gafas gruesas de miope, el paso firme y decidido, el director de cine seguiría con su evolución en una catarata de flashbacks.

Sus esfuerzos por unir a la izquierda chilena en el Frente Popular.

Su épico viaje en tren cruzando un país lleno de hambre y de miseria.

Su defensa del socialismo y de la democracia unidos, jamás separados.

Su mirada compleja sobre la confusa realidad. Porque no bastaba con gritar Pan, techo y abrigo. Él sabía que dar pan exigía una reforma agraria. Que dar techo requería un impulso industrial. Que dar abrigo obligaba a un cambio de la fiscalidad.

Todo ese pasado, una vida entera, podría recorrer el director de cine mientras el hombre, el presidente, cruzaba la puerta de La Moneda.

Pero aquello no era una película. Era el 11 de septiembre del 73, último día de vida para Salvador Allende.

Aquella mañana, a las 8:45, conectó en directo por Radio Magallanes y dijo: Solo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad de hacer cumplir el programa

del pueblo. Permaneceré aquí en La Moneda inclusive a costa de mi propia vida.

Era el momento de la responsabilidad.

Luego, a las 9:03, habló por penúltima vez por la radio y avisó: Es posible que nos aplasten, pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores.

Era el momento de la esperanza.

Finalmente, hacia las 9:20, su voz salió a las ondas por última vez. Allende estaba de pie en su despacho. Con un casco en la cabeza. Con el teléfono tomado con firmeza. Así improvisó sus últimas palabras. Con el metal tranquilo de su voz. Con una voz serena que la lucidez acompasaba: el arma política más potente. Unas veinte personas lo contemplaban, conmovidas. Y en esa última alocución, además de las frases más recordadas, más allá de las grandes alamedas y del hombre libre, Salvador Allende, nieto de Ramón el Rojo, esculpió un testamento moral. Dijo: El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. Dijo: El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse. Dijo: Siempre estaré junto a ustedes. Y dijo: Superarán otros hombres este momento gris y amargo.

Era el momento de la dignidad.

El carisma, la fuente de nostalgia. Retrotopía.

–¿Una cocacola? ¿Nestea? ¿Agua?

Casi siempre empieza así: con una pregunta. La cara del otro, teatralmente extrañada. El tono de la pregunta, entre perplejo y burlón. A veces asoma el recelo. Incluso puede que se atisbe la desconfianza. Siempre la curiosidad, eso siempre.

La escena, con variaciones goldberg, suele continuar con otra pregunta.

–¿Y por qué no bebes?

Nunca me he atrevido a hacer lo que una vez hizo mi abuelo. Le falta un año para cumplir cien. Vive solo y sigue leyendo. Siempre lee libros forrados. En su comedor hay muchos, muchísimos libros. Prácticamente todos están forrados con un papel que impide ver las portadas. Son libros mudos, discretos. Una biblioteca enigmática. Una vez, una mujer locuaz, indiscreta, le preguntó por qué forraba los libros. Él, un abuelo enigmático, le respondió con una frase: Por una razón que no te importa, le dijo. En su comedor, entre todos los libros forrados, cuelga el retrato infantil de su padre, a quien fusilaron en la posguerra española por haber sido concejal de la República. La venganza de la dictadura franquista, el miedo latente incrustado, los subterfugios que halla la sed de libertad. Los silencios. El forro de un libro ochenta años después. Un no te importa seco, como el eco de una ráfaga frente al paredón. A esa respuesta de mi abuelo nunca me he atrevido. Voy alternando otras. A veces digo que el alcohol me sienta mal –cierto–. O digo que no me gusta –cierto–. O respondo que no lo necesito –cierto–. O bromeo con aquella frase de Andreotti: No tengo vicios menores, sin aclarar si es falso o cierto o las dos cosas, quién sabe. Pero da igual: casi nunca basta. Casi ninguna respuesta deja satisfecho al interlocutor, que quiere saber un poco más. Si eres abstemio. Si nunca te has emborrachado. Si de verdad puedes socializar con un nestea de madrugada. Y tú tienes que responder, claro, no vas a ser maleducado. Y no quieres ofender, claro, es la primera

vez y no conocen tu costumbre de no beber. Y no vas a ponerte a contar, porque sería ridículo, aquella vez con doce o trece años que te emborrachaste y, al llegar de madrugada, te acostaste rápido para no despertar a tus padres y te caíste de la litera, toda la habitación moviéndose como un helicóptero en Apocalypse Now. O la aversión insoportable al olor del licor peche desde aquella borrachera adolescente. O los doce chupitos engullidos para celebrar una Nochevieja absurda en el pueblo. O cuando, ya mayor, con veintipico, te emborrachaste en una cena de sábado con los viejos amigos del colegio y la resaca no te permitió ir a trabajar hasta el martes y tú llamabas al periódico para dar una excusa que te avergonzaba el doble, por imbécil y por mentiroso. Y claro, tampoco vas a responder a la pregunta con otra pregunta. Responder, por ejemplo, por qué no me preguntas por qué no fumo, o por qué no me meto una raya por la nariz. Y menos aún vas a devolver la pregunta con otra pregunta más directa: ¿Y tú, bebes porque quieres? Y ni de lejos vas a contar que tienes un amigo, también escritor, que por no tener que soportar una situación de este tipo, una y otra vez, suele pedir alcohol a disgusto. Y que luego, al día siguiente, se siente mal por no haber tenido la personalidad suficiente de hacer lo que le daba la gana. Porque está mal no beber. Porque algo esconde quien no bebe. Porque ya lo dijo Marx, o quizá era otro, da igual, pero Marx, o ese otro que quizá no era Marx pero qué más da eso, el caso es que dijo: Nunca me fiaría de quien no bebe alcohol. Lo dice y sonríe, la copa de vino cogiendo su mano. Y tú sonríes y callas, los cubitos aguando tu cocacolazero. Tantas veces.

Yo pensaba que Allende solo estaría en mi cabeza aquel martes de junio. La nostalgia, el carisma: un viaje interior. Y aun así, tras las veinte horas de viaje, nada más llegar al hotel y dejar la maleta, salí. Lo necesitaba. Ir a La Moneda. Visitar el Santo Lugar. Y es grande la sorpresa. Al pie de la estatua de Allende hay una ofrenda floral con rosas blancas, rosas rojas y relleno verde. Cerca merodea un hombre solitario. Le pregunto si sabe qué hacen esas flores, tan vivas que aún perfuman la escultura. Me responde que el día anterior fue el cumpleaños del compañero presidente Salvador Allende, y que esta misma mañana celebran un acto allí, delante de la estatua, que inicia el cincuenta aniversario de su muerte. Y una hora después me veo envuelto de banderas chilenas, de puños al viento, de gente cantando yopisarélascallesnuevamente, de lemas de otro mundo, de otro tiempo, como El sueño existe, Allende vive; como La Historia es nuestra y la hacen los pueblos. Y de fondo La Moneda, con toda su mística de piedra blanca y memoria ensangrentada. Compro unas chapas de Allende. Y unos parches de Allende y Jara. Luego hablo en la mesa redonda a la que estaba invitado sobre literatura y memoria colectiva. Es maja, la gente nueva. Vamos juntos a un bar. Hablamos mucho. Y luego, cuando caminamos de regreso al hotel, en la terraza de un restaurante emerge una figura conocida. Parece el presidente de Chile. Es el presidente de Chile. Alguien de nuestro grupo, unas seis personas, conoce a un joven que acompaña al presidente. Nos presenta. Encantado, mucho gusto. Y no sé cómo, pero a los pocos minutos ya hemos entrado con el presidente al

interior del café brasserie Normandie, after office, cafetería de autor, vinos, reliquias, cervezas, tablas, sandwich, vive tu experiencia francesa en Normandie. Poco después, por la hora ya avanzada, bajan la persiana del local. Y nos quedamos dentro una docena de personas. Es mi primera noche en Santiago. Mi primera noche en Chile. Estamos con el presidente. Le pregunto por Allende. Le digo que soy fanático de Allende. Me dice que no hay que ser fanático de nada ni nadie. Le pregunto su opinión acerca del tótem. Me dice que Allende es un faro: su luz marca el horizonte, sí, pero también alerta, con los parpadeos de la Historia, de los fracasos de la izquierda y de hacia dónde no se debe navegar para evitar la escollera. Su respuesta no es tan poética, pero casi. Junto al presidente ha entrado un cantautor chileno. Le ha dedicado un disco a Víctor Jara. Le cuento que me enamoré de Jara con una versión de Amanda en valenciano escrita por Raimon. Y de repente saca la guitarra y abre la letra en el teléfono. Y ya estamos los dos cantando Et recorde Amanda, els carrers mullant-se, anant a la fàbrica, allà on treballava Manuel. Es mi primera noche en América. No puedo creerlo. El presidente sonríe. Las cervezas se han acabado. Sirven pisco sour. No sé qué es. Nunca lo he oído. Me pasan uno. Lo miro. Lo vuelvo a mirar. No hay mucho que pensar. Me lo bebo, este día es irrepetible. El cantautor, de sonrisa ancha, canta más. Todos cantamos. Está dulce. Hostia, está bueno. Me lo acabo rápido. Todo se anima. Todos se animan. No puede ser que ahora canten letras de Miguel Hernández. Qué pasa aquí, parece un sueño. Yo no canto por cantar, ni por tener buena voz, canto porque la guitarra tiene sentido y razón. Tiene corazón de tierra y alas de palomita. Todos se la saben.

Está ocurriendo en Santiago. En mi primera noche en Santiago. Y llega otro vasito. Otro pisco sour. Y claro, me lo bebo rápido. Qué fuerte, el presidente. Nadie saca el teléfono para hacer una foto: todos intuimos la fragilidad de este momento mágico y que la más nimia imprudencia lo puede romper como una pompa de jabón. Entonces los chilenos se ponen como un cuadro flamenco: sentados en fila en su silla, ligeramente separados a tres metros de la mesa en este bar lleno de madera y de carteles modernistas franceses. El savon de toilette. Le Petit Chat. El chocolat Menier. El cartel de Toulouse-Lautrec de Aristide Bruant con bufanda naranja dans son cabaret. El art nouveau de Firmin Bouisset anunciando las galletas Lulu de Biscuits Lefèvre-Utile, con ese niño misterioso con capa y cesta. Otro cartel de Toulouse-Lautrec sobre la novela Reine de Joie, de Victor Joze, y otro más del genio parisino sobre la bailarina de cabaret Jane Avril. Y yo levanto la mirada y sonrío. Luego río. Mucho. Cada vez río más. El helicóptero levanta el vuelo. Todo comienza a girar. Siguen las canciones. En el tablao chileno comienzan a recitar discursos de Allende. Qué emoción. Cómo puede estar sucediendo esto. Hostia puta, qué fuerte. Y de repente, todo cambia. Siento la flojera. La pérdida de control. El volante se separa del coche. No sé cómo volver al hotel. Ni siquiera sé el nombre del hotel. Y hace un frío inmenso ahí afuera, en el invierno chileno, para pasar la noche al raso. Y súbitamente el miedo. La sensación de ridículo ante desconocidos. Los intentos de justificación. Yo nunca bebo, digo. Yo es que solo bebo cocacolazero y nestea, digo una y otra vez para que no me tomen por un borracho irresponsable. Y de repente me levanto. Tambaleándome, entro al estrecho váter. Vomito.

Lo devuelvo todo. Hostia. La boca ya no es dulzona. Todo se ha vuelto agrio. Regreso a la mesa como puedo. Ya no soy capaz de atender ni lo que cantan ni lo que recitan. Todo ha sido muy rápido. La gente va medio borracha. Yo ya no tengo ni el volante en las manos. Solo siento las aspas del helicóptero, y no soy el coronel Kilgore ni me encanta el olor del pisco en la madrugada. Comienza la cuesta abajo. Me asusto. Solo quiero irme. Marcharme de allí. Irme. Volver al hotel. Que no me pase nada. Dice Fabio, y lo dice una y otra vez con su voz grave, una voz segura como de hermano mayor, la voz del carisma, que tranquilo, que todo está bien. Lo repite una y otra vez, muy lentamente: Todo está bien. Pero yo ya no estoy bien. Yo ya no me creo nada. Dice Javier, con su voz avispada y el brillo acuoso encendiendo su mirada, que si valía o no la pena venir a Chile, que ya me dijo que viniendo a Santiago igual encontraba una historia para escribir en esta antología. Pero es que ya me da igual lo que me digan. Yo solo quiero marcharme. Sé que mi lengua ya no me permite ni despedirme del presidente. Ya no me importa, el presidente. Ni Allende. Ni Jara. Hostia puta, qué pasa. Y me voy. Salgo del Normandie. Fabio y Javier me siguen. Me acompañan, piadosos lázaros etílicos. La noche improbable, completamente irrepetible, mi primera noche en América, va quedando atrás. Todavía no sé que voy a pasarme un día entero vomitando bilis en esta oscura habitación de hotel. Aún no sé que al vuelo mareante del helicóptero le quedan muchas horas. Afuera Chile, la vida afuera. Y yo encerrado en una habitación. Yo mojado de pisco por dentro, sin pisar las calles nuevamente, sin saber qué ha pasado con mi chaqueta.

ACABO DE LLEGAR, NO SOY UN EXTRAÑO

La promesa son tres meses afuera. Ni más ni menos. Noventa días lejos del territorio argentino. Los días que permita mi pasaporte fuera de casa con la visa de turista. Mi documentación está al día, mi pasaporte perfectamente vigente. Las valijas, disponibles. La familia, a favor. Las amigas, dispuestas a convencerme. Un amigo vivirá en casa, cuidará de mi gata, regará mis plantas. Es hora de cerrar con llave y de abrir los ojos. De ver amanecer desde arriba de un colchón espeso de nubes. De esperar mi equipaje al verlo rodar a través de cintas mecánicas. No pediré tantas indicaciones en los aeropuertos. Ya podré hacerlo sola e, incluso, asesoraré a extraños o a neófitos en la experiencia. Que las turbulencias son comunes, que nada de una catástrofe está entre nosotros, diré.

No quiero irme de mi país pero es hora de hacerlo. Y entonces huyo.

Y aunque ya haya vuelto, todavía no volví. Todavía no quiero volver. No tengo ningún vínculo directo con España. Ni un familiar ni un amigo cercano que viva allá. Mis referencias son las que puedo encontrar en diccionarios o en

Internet. La Plaza de Toros, la tortilla, Francisco Franco teniéndole la mano a Eva Perón en la visita que hizo ella en el 47, la zeta pronunciada, la natilla, Diego Velázquez, Rosalía, Pedro Almodóvar, Federico García Lorca, Rodrigo Fresán exiliado, Lionel Messi jugando para el Barcelona. Y yo ahí, inaugurando un viaje con una sensación de destierro anidada en el pecho sin motivo aparente. Me toca viajar por trabajo, un sinfín de eventos que se fueron acumulando de ese lado del mapa con mi consentimiento pero sin mi total confianza. Ahí está todo eso, reclamando mi presencia.

Todos tenemos un amigo o una amiga que sabe usar las palabras. Y no me refiero a la destreza en el vocabulario, sino al hechizo o a la imantación. Una amiga que sepa asegurarnos que todo irá bien más allá de los terrores. Y yo soy líder en imaginar hacia ahí, con una velocidad que se acerca muchas veces a la desesperación. Y yo no quiero ir. Me rehúso totalmente a cruzar el océano para permanecer.

Viajo a presentar mi primera película como directora y guionista en un festival en la ciudad vasca de San Sebastián, y después me instalaré en Madrid por un tiempo, con dos viajes a Barcelona y otro viaje a Italia, más precisamente a la ciudad de Torino, donde se lleva adelante otro festival audiovisual, también. Me quedaré a vivir tres meses en una residencia artística ubicada en la Ciudad Universitaria de Madrid y presentaré también mi nueva novela, publicada en una editorial también oriunda de España. Es imposible que con mi inexperiencia en las millas y los vuelos pueda ver posible una destreza simple en materia de países. En mi imaginación, los resultados amables suelen tener un volumen bajo. Y sin embargo.

El aeropuerto de Ezeiza aparece en el medio del paisaje de ruta como si viniera desde abajo de la tierra. De a poco se empiezan a divisar los hangares azules o metálicos y esos aviones estacionados, descansando de la experiencia extrema. Embarcar es un trabajo de tiempo completo. Las horas pasan como si no existieran en realidad, como si el tiempo fuera una convención. Y lo es. El despegue es una gran simulación de tranquilidad. Los pasajeros se miran los pies mientras los azafatos se miran los relojes. Ninguna mirada debe ser malinterpretada. Las pasajeras sujetan a sus bebés de los brazos, también simulando que nada de despegarse de la tierra es lo que está pasando ahí. Aquí no pasa nada, aquí no hay nada fuera de la norma. Y entonces volamos, horas, días, semanas. Volamos hasta que mágicamente estamos allá, del otro lado del mapa, donde esas personas nos reciben bien y mal, hablando en un mismo idioma pero enrarecido. Como corrido a un costado. Como recargado de paciencia o con las intenciones torcidas.

Hola, Aeropuerto de Barajas; hola, España; hola, Madrid. Acá está mi pasaporte. La de la foto soy yo, aunque traiga otro peinado y un rictus más apagado. Soy una ciudadana argentina que pocas veces salió de allá, y las veces que lo hizo fue por muy poco tiempo y por razones de trabajo. Ni siquiera hizo turismo, ni siquiera recorrió. Pobre.

Y ahora estoy acá, odiosa, convencida de que no hay nada en el mundo entero que se le parezca a mi país ni a mi acento, incluso tampoco a mis personas aunque no tenga la menor idea de quiénes son o cómo son realmente

esas personas. Lo primero que haré, los primeros días que me toque habitar Madrid, será comparar cuánto mejor es Buenos Aires, sobre todo en el supermercado, sobre todo en el trato de la gente, en esa zona más cálida o apenas más apasionada que tienen frente a todas las cosas que las rodean.

Alguien me preguntará si me gustaría vivir en Madrid y responderé, ofendida, con un rotundo e inquebrantable

No. Después vendrá el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Una ciudad delirante, brillante, abstracta. Tendré que vestirme demasiado bien, de formas en las que nunca me había vestido antes. La película tendrá su avant première en una sala inmensa y comeremos tortilla de papa de pie, en un intento desesperado por descansar las piernas. Me preguntaré todo el tiempo de dónde viene la costumbre española de comer en barras, como si no hubiese tiempo suficiente, como si comer fuera un trámite más que hay que hacer urgente. Si es que las piernas de la fisonomía española tienen más musculatura que las argentinas, o incluso esos sistemas circulatorios. Seremos muchos argentinos en el País Vasco, mostrando nuestras películas. Cruzaremos el mar por el puente atiborrado de pancartas de estrenos y de fotos de celebridades de todas partes del mundo. Nos cruzaremos por la calle con Benjamín Vicuña, Jessica Chastain o Laia Costa. Las celebridades, las caras conocidas. Notaremos que sus siluetas son más pequeñas que las que reconocemos en la pantalla. Siempre es así. Una persona sale del registro audiovisual y se empequeñece.

Recorreré sola algunos puntos específicos del País Vasco, confiaré en el mapa de Google. ¿Esa soy yo andando sola por otro país? Nadie sabrá que soy extranjera si no arrastro tanto la llé. Por primera vez intentaré esconder mis orígenes, solo por diversión, como algo sonoro. El tren de regreso a Madrid no me dejará lejos de la residencia. Caminaré un rato, con un viento novedoso golpeándome en las orejas. El viento del comienzo del otoño en la capital española. Después haré combinación de metro, en esas líneas infinitas y triplicables. Viajaré asustada, porque así aprendí que se viaja en subte. Con terror. El encierro y el subsuelo son dos criaturas que caminaron siempre en mis pesadillas. Pero acá pasará otra cosa. El metro irá vacío, tendrá un aroma nuevo. Podré ver hacia los costados, como si los vagones se triplicaran y fueran infinitos y espaciosos. Los terrores que tenemos en casa no siempre viajan con nosotros. Descubriré que parte de esas frases hechas que nos instalaron en la psiquis, son falsas. Los problemas viajan contigo. No siempre. Porque el subterráneo de casa no es el mismo que hay acá, en otra ciudad, del otro lado del continente. Descubriré que los terrores se inauguran pero también se esconden. En este caso, será la segunda. Entonces llegará la quietud o, en todo caso, la permanencia. No tendré más opción que recorrer la ciudad que me ha tocado en suerte. Son dos meses más allí. No tendré alternativa que hacer las paces con mi extranjería. Con reubicar el concepto de estar lejos. ¿Pero lejos de qué? ¿Cuál es el verdadero origen, entonces? La geografía quedará fuera del tendal de respuestas que tendré que darme para entender o para empezar a entender. Conoceré personas con ganas de conocerme. Conoceré

gente con ganas. No es menor. No resbalarán sus llés y yo sí. En principio será solo eso lo que nos diferencie. Me dirán que mi acento argentino les gusta. Que si puedo exagerarlo, mejor aún. Beberé cañas con dos amigas de Valencia y de Zaragoza. No notaré la diferencia entre sus acentos, aunque ellas insistan en que es terriblemente evidente. Cuando estemos ebrias, a eso de las doce de la noche en ese bar de Lavapiés, rodeadas de gente de todos los países del mundo, me dirán que admiran el talento argentino para maldecir. Enumeraremos todo tipo de insultos que empiecen con La puta que te parió, La concha de la lora. No entenderán qué quieren decir. Qué tiene que ver un loro en todo esto. No sabré explicárselos tampoco. Y ellas me dirán los suyos: A tomar por culo, Gilipollas. Los suyos serán menos, y sonarán menos hirientes. Coincidiremos en que la bronca argentina trae otro ímpetu, mientras caminamos por las calles vacías de Argüelles. Y llegará ese día, no tan lejano. Esa mañana en que me despierte en otro país sin sentir ese tironeo invisible. Esa mañana en que ponga los pies en la Gran Vía y sepa el camino de memoria. El día en que elija caminar hasta Malasaña porque los barrios están muy cerca entre sí, y para una porteña las distancias de ahí son diminutas. Atravesaré vallas de turistas que caminan enfilados hacia la avenida Callao, ahí donde abundan los negocios de primeras marcas. Se sacarán fotos, comprarán ropa, mirarán hacia arriba, ahí donde están las cúpulas de aquellos edificios más clásicos, más viejos. Alguno me pedirá que le saque una foto. Haré caso. Una vez en Malasaña miraré las ferias de ropa usada. Las tramas, los colores. Esa década de los ochentas colgada en percheros por veinte o treinta euros. Me compraré

una remera de Milwaukee Bucks. Después llegaré a destino, a la librería Tipos Infames donde tendré una entrevista de trabajo con los libreros más elegantes que haya visto. Camisas, bigotes, dedos y anillos. Y las cosas no marcharán tan bien en casa. Cuando esté cerrando aquel libro que planeaba comprar, me llegará ese mensaje de WhatsApp que constate que Argentina finalmente caerá en una nueva etapa neoliberal que traerá pobreza, desocupación. Índices altos de desastres, otra vez. Caminaré hasta el barrio de Atocha: palabra que recordaba del atentado del 2004 en la estación de trenes de Madrid y que, hasta ese entonces, no había asociado directamente a este lugar. Vendrá una lluvia inesperada. Aunque me hayan dicho que Madrid es una ciudad en la que casi nunca aparece ese fenómeno meteorológico, desde que ponga los pies ahí no dejará de llover. Entonces caminaré bajo esa lluvia tímida. Compraré un paraguas por nueve euros. ¿Nueve? Sí, nueve. Llegaré al punto final. El destino que elegí para coronar esa jornada. Ese bar que me recuerda a la terminal de trenes de mi ciudad, repleta de gente que pasa y no se instala, de bollos de papel en el suelo, de mozos que se gritan entre sí como si en las cuerdas vocales se les fuera la vida. Llego al bar El Brillante, donde tienen –creo yo– los mejores sandwiches de tortilla que haya probado y la mayor composición estrafalaria que haya visto desde que puse los pies en Madrid: el bocata de calamares. Un conjunto de rabas envueltas en dos panes, con la sequedad y la delicia como dos estandartes. Pediré una tortilla y me quedaré parada al lado de la barra, porque así se hace. Siempre de pie. Veré a través de la ventana a todos esos extraños absortos en sus pensamientos, huyendo del agua que cae

del cielo. Y a todas esas extrañas, también, llevándose frituras a la boca, bajándolas con unas cañas, mirando la pantalla de sus celulares. Me daré cuenta de que no tendré ganas de volver a la Argentina. En absoluto. Descubriré que alejarse no es un desarraigo. Que algo de desaparecer un rato puede ser, también, una especie de reconocimiento de terreno. De tanteo necesario. Quizás esta sea la tortilla más rica que haya comido en mi vida, tan lejos, y yo también, o acaso estoy tan cerca de otra cosa aunque todavía no sepa de qué.

Me gusta Madrid. Cuando me pregunten, podré decir que soy una persona que ha viajado y que le gusta Madrid. Diré que soy una persona que podría quedarse en otro punto del mapa. Que toda mi vida he sido fanática de mi entorno, de mi peronismo, de mis campeonatos mundiales, de mis ídolos populares, y que, por primera vez, encuentro oxígeno en otra parte. Como alguien que está nadando hace horas y horas. Alguien que saca la cabeza para respirar, que trae mucho cansancio y prefiere quedarse quieto ahí, detener el vaivén del cloro un rato, sereno en el agua sin hacer pie, simplemente ahí, flotando.

UNA NOCHE SOÑADA

Un taxi urgente. Eso necesitábamos para salir del centro de Buenos Aires y llegar a tiempo al aeropuerto. En una hora y media, desde Aeroparque, despegaría el avión que nos llevaría de regreso a Santiago de Chile. Con mi novio esperábamos desde hacía una hora en una esquina frente al muelle. A nuestras espaldas estaba el Río de la Plata, inmóvil, ennegrecido por la noche. Frente a nosotros, los edificios lujosos de Puerto Madero. No era una noche cualquiera. Era, probablemente, la peor noche de las últimas décadas para pedir un taxi en esa ciudad: Argentina acababa de ganar el Mundial de Fútbol.

Veníamos desde la Avenida 9 de Julio, la más ancha que jamás pisé, donde miles de hinchas festejaban alrededor del Obelisco. Habíamos estado unas horas allí, y luego caminamos veinte minutos hasta una calle frente al muelle que no estaba cortada. La noche caía mientras nos acercábamos. A nuestro alrededor, los jóvenes se movían de un lado a otro como vagabundos, con el torso desnudo, con botellas en la mano, cantando ese himno popular –“Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar…”– que hacía vibrar el aire veraniego. Más allá, un hombre golpeaba, como si fuera un tambor, un tacho de basura.

Poco antes de llegar al muelle, empezamos a buscar ómnibus y taxis, pero no había. Pedimos traslados, una y otra vez, a través de las aplicaciones. Después de varios intentos, un conductor nos aceptó, pero once minutos después nos canceló. Maldecimos, preguntamos, nos movimos de lugar. No sirvió de nada. No habíamos previsto que en esa ciudad desbocada, que en ese atípico domingo de diciembre, trasladarse sería casi imposible. Mientras esperaba, levanté la vista hacia los edificios del otro lado de la avenida. Ahí me di cuenta: muchas veces, durante muchos años, había soñado con ellos, con su geometría perfecta sobre un cielo negro y lustroso. Soñaba esto, así: que era de noche, que estaba parada en una esquina de Buenos Aires –frente a mí, los edificios–y que se hacía tarde para volver a mi país. Era la primera vez que uno de mis sueños recurrentes se hacía realidad. Que mi vida imitaba un sueño. El viento frío, que llegaba desde el río, me pegaba en las piernas. Las ventanas altas de las oficinas refulgían en la noche.

Siempre que sueño con Buenos Aires estoy en la calle y es de noche. La oscuridad se atenúa por el resplandor que escapa de las ventanas de los edificios, por las luces móviles del tránsito, por el reflejo tricolor de los semáforos. Siempre que sueño con Buenos Aires estoy sola. Quizás porque así llegué la primera vez, en un barco desde Uruguay, a los 21 años, cuando una noche de mayo desembarqué en el muelle de Puerto Madero. Nunca perdí un barco o un avión, pero casi siempre que sueño con Buenos Aires estoy a punto de perderlos.

Es una pesadilla suave. O menos que una pesadilla. Es un sueño que me mantiene alerta, una posibilidad que me inquieta: no llegar a tiempo al sitio adecuado.

Aunque soy uruguaya, desde que vivo en Chile –hace siete años– una infinidad de veces han creído que soy argentina. Buenos Aires y Montevideo son dos ciudades-puerto hermanadas por su cercanía y su historia. Dos capitales separadas por poco más de 200 kilómetros de agua, un estuario que en ambos lado de la costa llamamos río. El río más ancho del mundo. Me gusta imaginar mundos alternativos. Pensar que Montevideo es una Buenos Aires del pasado. Que Buenos Aires es una Montevideo monumental y frenética. Ambas ciudades se complementan, se oponen, se contienen. “Buenos Aires es un barrio de Montevideo”, le dijo Borges a un periodista uruguayo en 1978, justo antes de que Argentina ganara por primera vez la Copa del Mundo.

Cuando estoy dormida es cuando Buenos Aires mejor despliega su fuerza sobre mí. Lo mismo sucede con Montevideo. Recién cuando dejé de vivir allí, cuando sentí nostalgia por ella, empezó a ser protagonista de mis sueños. Ese es mi descubrimiento: es necesario alejarse de una ciudad para soñarla verdaderamente.

Habíamos decidido ver el partido en la plaza Intendente Seeber, que más que una plaza es un gran parque ubicado en el barrio de Palermo. Cuando llegamos nos encontramos dos pantallas gigantes y, frente a ellas, miles de personas vestidas de blanco y celeste. Ese día de diciembre el sol pegaba con fuerza sobre nuestras cabezas.

Aunque habíamos llegado dos horas antes del partido, ya habían ocupado el lugar debajo de los árboles. Por suerte, estábamos bastante preparados: teníamos gorros, protector solar, botellas de agua, medialunas y sándwiches de miga, que con el correr de la tarde se convertirían en una masa caliente y deforme, incomible.

Unos días antes, cuando supimos que Argentina iba a jugar la final contra Francia, discutimos si valía la pena viajar para ver el partido allá. Mi novio es argentino. Messi es su obsesión desde hace casi veinte años. Por eso, a pesar del precio de los pasajes, de lo imprevisto del viaje, de que solo estaríamos una noche, decidimos hacerlo. Era su última oportunidad de cumplir el sueño postergado: ver a Messi levantar la copa por Argentina. Si eso ocurría, tenía que estar allí para festejarlo.

Uno de los primeros videos que grabé ese día es de cuando Messi está a punto de patear el penal para Argentina. Es durante el primer tiempo y el partido aún está cero a cero. Se ve a mi novio de espaldas, con una camisa de jean arrugada en la mano, llevándosela a la boca mientras mira fijo la pantalla. Justo antes de que Messi patee, se escucha al relator: “Va Leo, Leo, Leo, Messi…”. No alcanzamos a escuchar su festejo desde la pantalla gigante, solo los gritos desaforados a nuestro alrededor, el celular moviéndose sin control; las piernas, las espaldas, el suelo. El video se corta.

Los saltos sobre la tierra levantaron una nube de polvo que nos envolvió como una niebla suave. Voló papel picado, sonaron vuvuzelas, las banderas argentinas se agitaron contra el cielo despejado y azul. Unos minutos después, la pelota atravesó la cancha –con belleza, con precisión, con fuerza– y Di María remató el

gol para Argentina. Las caras, en un grito, apuntaron hacia el cielo. Las manos, hechas puños, se agitaron. Los cuerpos, a los saltos, se chocaron entre sí. La tierra, como niebla suave, se levantó de nuevo. En el entretiempo, emocionados por la aplastante victoria argentina, salimos a comprar agua afuera del parque, pero los vendedores ambulantes habían desaparecido. Cuando volvimos, acaba de empezar el segundo tiempo. Nos moríamos de sed, pero estábamos felices.

Así seguimos, incluso cuando diez minutos antes de que terminara el partido, Kylian Mbappé anotó el primer gol para Francia. Justo en ese momento –en la mitad de ese silencio– distinguí a un chico que vendía cervezas. Lo llamé, le pedí una lata, cuando me agaché para buscar el dinero en mi mochila, Mbappé anotó el 2 a 2. Me levanté. Tardé un instante en entender qué había pasado. El partido ya era otro. Desde entonces, en cada segundo, ambos equipos estaban a punto de ganarlo y de perderlo todo.

Soy una voyeur de rostros. Siempre me dio placer darme vuelta en las multitudes para mirar las reacciones de los demás. Durante el alargue, con los rayos del sol pegándoles de frente, las caras pendulaban entre la euforia –cuando Messi anotó el tercer gol– y el espanto –cuanto Mbappé empató, otra vez, de penal. También miré, claro, la cara de mi novio. Se le caían las lágrimas. Había visto perder a Argentina en muchas finales. Le aterraba pensar que Messi, quizás, ya no ganaría la copa.

El fútbol acentúa –pone en evidencia– el vértigo de la propia vida. El peso de la suerte, de actuar a tiempo, de estar en el momento y el tiempo adecuado. El costo de un error, la tragedia de demorar una decisión, de

fallar un pronóstico. Unos segundos antes de que finalizara el alargue, de improviso, el francés Kolo Muani quedó solo frente al arquero argentino. La pelota iba directo al arco, a punto de darle el triunfo definitivo a Francia, pero un movimiento cambió el destino: el “Dibu” Martínez saltó con los brazos y las piernas abiertos, y la pelota rebotó en su pierna. Suspiramos.

El partido terminó 3 a 3.

A esa altura, el tiempo era lento y pesado. Antes de que patearan el primer penal, miré otra vez a mi alrededor. Algunos hinchas se tapaban la boca con la mano, otros se agarraban la cabeza o mordían la camiseta de fútbol. Una chica se puso de espaldas a la pantalla para no mirar. No sé si con mi novio nos dijimos algo. Creo que apenas hablamos. Mientras se miran penales solo sirve hablar con uno mismo: hacer una promesa, planear una ofrenda, improvisar un juramento.

No recuerdo mucho de esos minutos, pero sí el instante exacto en que la pelota tocó la red para darle la victoria a Argentina. Recuerdo los saltos de alegría, los cuerpos chocando, la espuma en spray en el aire, el pelo con polvo y cerveza que me salpicó de algún lado. El abrazo largo, efusivo, de mi novio con un desconocido que estaba a nuestro lado. La bolsa de sándwiches incomibles en el suelo. Recuerdo, sobre todo, el grito atronador, que se encadenó con otros, a lo largo de toda la ciudad, de todo el país. Un grito que duró horas.

Cada tanto me vuelve esa frase que dice: “El fútbol es la cosa más importante entre las cosas menos importantes”. Nadie se marchó del parque hasta que la pantalla gigante amplificó el momento de gloria: Messi tomó la copa, la besó, la acarició, se acercó a sus compañeros de

equipo, la alzó sobre las cabezas. El equipo saltó con las manos en alto. Detrás de ellos, los fuegos artificiales.

Después del partido, caminamos por las calles de Buenos Aires. Estábamos exultantes, sucios, con la boca seca. A nuestro alrededor, miles de personas cantaban, gritaban desde los autos y los balcones. Sentimos la felicidad sin fisuras en un país fisurado. Después de recoger nuestras mochilas, encontramos un uber que nos acercó hasta el centro, a la Avenida 9 de Julio. El Obelisco proyectaba su sombra gigante, de espada de plata, sobre la multitud. Había algo onírico en esa imagen que recordaré por siempre. En los hombres festejando sobre las paradas de ómnibus, colgados en los semáforos, en las ramas de los árboles, en el alumbrado público. En la vastedad de una ciudad ofrecida para la fiesta. Podrían haber sido parte de un sueño esas manos que levantaban hacia el cielo réplicas de un objeto dorado, el símbolo de la victoria. O esos hombres y mujeres, de caras pintadas, que ondeaban banderas con el dibujo de un sol de labios gruesos y ojos abiertos. O el rostro de ese hombre rosarino que, cuando oscureció, se proyectó sobre el monumento y fue adorado como si fuera un príncipe, la muestra de un poderío animal, un dios verdadero. Ya lo conté: más tarde caminamos varias cuadras hasta llegar al muelle. Intentamos, durante una hora, llegar al aeropuerto. A último momento tuvimos suerte: pudimos contactarnos con unos amigos argentinos que estaban llegando a la ciudad. Pasaron a buscarnos unos minutos después. Arrancamos hacia el aeropuerto. Nos subimos

al auto excitados, llenos de polvo, aliviados por la ayuda, pero creyendo que ya era demasiado tarde, que ya no servía para nada. Cuando llegamos, corriendo con nuestras mochilas, una funcionaria de la aerolínea nos informó, con esa compostura que se parece a la indiferencia, que el vuelo estaba atrasado. Despegamos dos horas después. Si ahora escribo de Buenos Aires no es solamente para hablar de aquel día, sino, en el fondo, para darle sentido a mi sueño. Ya ha pasado casi un año desde que esperamos en el muelle. No recuerdo haberlo soñado de nuevo. Quizás, al haberse hecho realidad, algún mecanismo se desarmó, la trama se anuló para siempre. Lo que sí sé es que aquel día insólito, en aquella esquina bonaerense, la vida jugó con los mismos materiales que el sueño: la noche, la ciudad y el tiempo.

EL VIAJE TERMINA

EN UNA TUMBA SIN NOMBRE

Cementerio

En el cementerio general de la ciudad de Tapachula, en Chiapas, me recibe Iván. Es uno de los enterradores de este lugar. Hasta él llegan los cuerpos de quienes mueren en esta ciudad sin que nadie responda por ellos. “La semana pasada enterramos un haitiano acá. Lo vinieron a dejar dos compañeros de él, compañeros de viaje, de cuarto. Solo lo dejaron y se fueron, así son ellos”, me dice.

Le pido a Iván que me lleve a las tumbas de los haitianos y me lleva en un recorrido laberíntico por tumbas que forman callejones, calles y pequeñas avenidas hasta el final del cementerio, a la parte de atrás. “Acá están”, me dice, y señala un espacio lleno de maleza. No hay lápida ni cruz ni placa. “Acá están 6”, dice y señala un poco de zacate verde; “Acá están 10”, y señala un promontorio de basura. “En esta parte de acá hay como otros 12”, y señala la tierra en donde estoy parado. De la morgue los traen cuando mueren en la ciudad y si sus compañeros de viaje o algún familiar dan datos los anotan en un papel, lo meten en una botella de plástico y se lo amarran en el pie. Si no, son enterrados sin más. No queda ningún registro en las actas del cementerio y la posteridad deberá depender de la memoria de este

hombre para documentar que alguna vez estas personas murieron en la ciudad fronteriza de Tapachula, en Chiapas, México, mientras huían de su lugar de origen, mientras buscaban el norte.

Ciudad Babel

Dos haitianos jóvenes, altos y fornidos, ven sus teléfonos en el parque Miguel Hidalgo, de Tapachula. Están en silencio y la tarde comienza a morir. Es septiembre de 2023 y el calor húmedo empieza a dar tregua al final del día. Las farolas se van encendiendo y el parque se va llenando de todo un collage étnico difícil de descifrar a primera vista. Un grupo de venezolanas muy jóvenes pasan, con sus cabelleras recién lavadas y húmedas aún, frente a los dos haitianos. “Hola, muchachos”, les dicen, y se ríen entre ellas por su osadía. Están caminado en círculos por el parque, van tomadas de la mano y mastican alguna golosina. Vuelven a pasar y regalan a los dos hombres con más picardía. Vuelven a reír, dejando en los haitianos un motor encendido que ellos no descifran del todo cómo echar a andar. Los dos hombres buscan en sus teléfonos con premura, se codean, pronto pasarán de vuelta aquellas muchachas y deben resolver el problema. Las chicas asoman ya por la curvatura del parque, los haitianos mascullan algo entre sí, el grupo de venezolanas está cada vez más cerca, con sus shorts diminutos, su andar cadencioso, sus cabelleras brillantes y su actitud socarrona. Los haitianos están nerviosos y parecen repetir algo entre dientes. Cuando los metros se agotan y ellas están a punto de llegar, ellos las reciben con un “Hola, mucha guapas”.

Las venezolanas estallan en carcajadas, no en risitas tímidas, ríen fuerte, como si soltaran al aire un montón de pájaros cantores. El vínculo está hecho, los dos grupos se detienen ahí y tratan de entenderse. Seguro lo lograrán, hay más idiomas de los que uno cree. Un haitiano más se une y el grupo parece determinado a hacer de aquella noche una muy buena. Una familia de africanos ve la escena desde el otro lado del parque mientras comen una especie de potaje que huele a curry y fruncen el ceño. Se arropan en sus túnicas y siguen aquella telenovela como si la estuvieran juzgando. Unos once cubanos han prendido una pequeña estufa eléctrica haciendo una conexión con uno de los cables que han sacado a una farola y celebran el primer hervor de una olla de café. La escena de coqueteo apenas ha llamado su atención, el vapor del café promete mucho más.

Tapachula se ha vuelto de pronto una ciudad cosmopolita. Desde principios del siglo XXI pasan por acá miles de migrantes rumbo al norte. Es la primera ciudad mexicana llegando desde el sur, pasando la frontera de Tecún Umán, en Guatemala. Miles de centroamericanos han pasado por aquí y continúan haciéndolo. Esta ciudad ha sido desde hace décadas su primer encuentro con la voracidad del camino hacia Estados Unidos, y con toda la fauna criminal que lo habita. Pero hasta el año 2005 había también un elemento que hacía que aquí se aglutinaran esos miles de migrantes. La bestia. Así le llaman al tren de carga que atraviesa buena parte de México y al cual estas personas se aferraban para avanzar. Ese año las vías quedaron destrozadas por el huracán Stan y

el camino se les hizo más largo. Había que andar hasta Arriaga, a 246 kilómetros. Desde 2018, las cosas han cambiado. El gobierno mexicano ofrece la posibilidad de conseguir una especie de salvoconducto para permanecer en el país y avanzar de forma legal hacia la frontera norte con los Estados Unidos. Con esta promesa miles de migrantes de todo el mundo abarrotan la ciudad.

Los haitianos han mantenido un flujo constante desde aproximadamente 2010, cuyo cauce se vio incrementado a partir de la tragedia que implicó el terremoto de ese año, que tiró por el suelo la poca infraestructura operativa que había en el país caribeño. Pero ese cauce se desbordó después del asesinato del presidente Jovenel Moïse el 7 de julio de 2021. Luego de eso, y según describen numerosos informes de Naciones Unidas, Cruz Roja y varios organismos multilaterales, el país ha quedado política y burocráticamente acéfalo, gobernado por decenas de grupos criminales. Según estadísticas del gobierno mexicano, 104,699 haitianos han solicitado refugio en México entre enero del 2021 y agosto de 2023. De acuerdo con varios especialistas en migración este número es apenas una fracción del número total de haitianos que llegan a México o pasan por este país.

Junto con los haitianos llegan también los que huyen del África subsahariana, de Venezuela, de Cuba, de Ecuador y una larga lista de países en condiciones precarias o atravesando conflictos. Solo en los primeros 8 meses del 2023, personas de 103 países, de 195 que componen el mundo, han pedido refugio en las instalaciones migratorias de Tapachula.

La ciudad acoge a esta nueva ola de migración con mejores ojos que a la primera, la de los centroamericanos. Estos migrantes traen más dinero, reciben más remesas y gastan más. Están esperando un documento que les permita seguir su camino de forma legal, al menos hasta la frontera con los Estados Unidos, o uno que les permita permanecer y trabajar en México por un tiempo. Así que su permanencia en la ciudad es legal. Estos migrantes no tienen que esconderse entre la maleza del cerro o corretear por la ciudad escapando de la policía migratoria como lo hacían, y hacen aún, los centroamericanos. Esta nueva oleada de personas hace de la ciudad su casa por un tiempo y la ciudad recibe de buena gana esos millones de dólares que, aunque a cuentagotas, entran todos los días.

En el mercado número 3, de la ciudad de Tapachula, es la hora del almuerzo. El calor amenaza con evaporarnos. La municipalidad, ante las oleadas masivas de haitianos, y ante la insistencia de estos en tomarse una plaza para vender pequeñas baratijas que compran al por mayor, ha optado por darles un espacio propio. “El mercado de los haitianos” es casi una pequeña sucursal de Puerto Príncipe. Al menos unos 300 haitianos están a esta hora dentro del recinto. Los puestos se los asignan ellos mismos según van llegando y casi todos venden lo mismo. Comida haitiana. Se trata de arroz con muchas hierbas, carne de borrego y alubias en salsa. Hay también puestos de belleza donde mujeres jóvenes hacen complejos arreglos en el cabello, trenzan delgadas dreadlocks, decoran uñas e incluso maquillan.

Las ollas hirvientes sueltan sus vapores llenando aquel lugar de un olor espeso. Marcus es un hombre joven, oscuro como el ébano. Habla español y se ofrece a ser mi guía por aquel mercado. Me lleva uno a uno a todos los puestos, destapa las ollas como si estuviera en su casa y hasta me invita a probar la comida que otros han preparado. Me lleva luego donde un grupo de hombres jóvenes juega cartas y apuesta monedas. Son todos vendedores de chips de teléfono, un bien con muchísima demanda en la ciudad. Consiguen cientos de chips en los kioscos locales de telefonía y los venden en las calles y en este mercado. Parecen haberse adueñado de este negocio.

Le digo a Marcus que quiero conversar con él y me pide ir a un restaurante de pollo frito a unas cuadras de acá. Me cuenta su historia. Salió de Haití hace 10 años, luego de que murieran sus padres de una enfermedad que prefiere no mencionar. Habla tranquilo y estable, sin alzar la voz ni cambiar de tono. Dice que reunió un dinero y se fue para Chile, en donde trabajó para enviarle recursos a sus hermanos menores, pero conforme estos fueron creciendo decidió probar suerte rumbo al norte. “La gente en Chile ve al haitiano como criminal. Algunos hacen cosas malas, pues, pero no todo haitiano es ladrón”, dice Marcus.

Hace 9 meses llegó con su familia hasta Tapachula. Tiene dos niños de 4 y 2 años. Ellos nacieron en Chile, pero según Marcus, la situación se les fue volviendo precaria con el paso del tiempo. Así que decidieron tomar camino rumbo a los Estados Unidos. Transitó junto con su familia por Colombia y atravesaron la espesura de la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. De la selva

recuerda el calor, la humedad y el sonido de animales desconocidos por las noches. “Es difícil ese camino, es complicado”, dice sin cambiar de entonación, como si contara un trayecto con tráfico hacia el supermercado. Me habla de cadáveres devorados por animales, de sed, de hambre y de días y noches interminables siguiendo una espalda anónima, con sus hijos a cuestas. Marcus no planea estar acá mucho tiempo. Espera obtener un documento que le permita seguir su camino y llegar hasta la frontera norte mexicana. Tiene una cuenta bancaria con los ahorros de varios años de trabajo en Santiago de Chile y junto con su esposa ha montado un puesto de comida en ese mercado. Con lo que ganan pagan un cuarto que comparten con otra familia de 5 haitianos y esto les permite subsistir. Para Marcus y su familia es muy importante llegar a los Estados Unidos. Sin embargo, si de apuesta de vida hablamos, la prioridad es no estar en Haití.

Una larga fila

En la sede de COMAR (Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados) hay una fila para cada nación. Acá los migrantes de todo el mundo tramitan varios tipos de documentos que les permiten quedarse en México un tiempo o transitar por el país sin ser detenidos y deportados. Esta es una medida humanitaria del gobierno de López Obrador. Es, además, una forma de que los migrantes se acumulen lo más lejos posible de la frontera estadounidense. Tapachula es, de hecho, la ciudad mexicana más sureña con respecto a la frontera. Un par de kilómetros más al sur está ya Guatemala.

El Doctor M es uno de los encargados de organizar las filas de migrantes en este lugar. Él está a cargo de tomar datos y dar asistencia médica. Se sale de entre la multitud y conversamos con el bullicio de fondo. “Los tenemos separados, porque cuando estaban juntos se peleaban de a madres. Ahora tenemos una fila para cada grupo”, me dice.

En un lugar están los cubanos. Es la fila más bulliciosa. Se venden agua y comida entre ellos, discuten a gritos sobre temas banales y ríen a carcajadas, ambas cosas en una misma conversación. A un costado los centroamericanos se han adueñado de la sombra que da un muro y languidecen esperando su turno. A unos 30 metros se forman en dos filas los venezolanos y, del otro lado, en la punta opuesta a los cubanos, están los haitianos. A unos diez metros hay una fila más pequeña, de apenas unas ciento cincuenta personas de origen africano, así han sido agrupados por la COMAR, como si aquel inmenso continente fuese un solo país. Todos aquellos que no pertenezcan a las filas antes descritas deberán buscar a la gente con la que tengan más afinidad, los ecuatorianos se juntan con venezolanos, los hindúes o de Medio Oriente con los africanos y los de Europa del Este pululan perdidos, con el traductor del teléfono encendido, tratando de hacerse entender por cualquier persona que tenga un uniforme. Hay una lógica propia en este mundo de migrantes: cada quien vende a sus compatriotas, así que alrededor de cada grupo hay pequeñas carpas con agua, coca-cola, dulces que ofrecen a sus connacionales. “Cuando una fila avanza o hay algún bloqueo y la cosa se entrampa, empieza la gente a violentarse. Los cubanos son tranquilos, hacen

escándalo y reclaman, pero no son violentos. Los haitianos sí, ellos avientan las cercas, han arrancado los portones y gritan. Con los africanos es diferente. Ellos antes de pelear cantan y bailan, y ya sabe uno que van a hacer desmadre. Se ponen saltar y a gritar y ya después empiezan”, dice el Doctor M mientras se fuma el tercer cigarro de esta conversación.

Cementerio

En el Cementerio Jardín, también municipal, un grupo de hombres se dispone a tragarse una bolsa formidable de pan dulce y varios litros de coca-cola. Se ven tan a gusto que da una pena enorme interrumpirlos. Son los enterradores de este cementerio y las ultimas manos que tocarán a los difuntos antes de entrar a su última morada. Les pregunto por los haitianos enterrados acá. Me dicen que hay muchos, que durante la crisis del Covid, entre 2020 y 2021, esto se llenó de cadáveres caribeños. Cuentan que en esos días era común que los trajeran en un pick-up, sin siquiera una bolsa negra cubriéndolos. Ellos tenían que ponerlos en una carretilla, de las mismas que se usan en construcción, y llevarlos a la parte de atrás del cementerio. Ese parece ser el reino de los muertos haitianos. Nadie quiere llevarme, están comiendo. Don Napoleón se levanta y se ofrece. Ha vivido acá desde joven y, al igual que Iván, su memoria es el único registro para estos cuerpos anónimos.

Pasamos por los mausoleos elegantes y antiguos de las familias del abolengo tapachulteco. Ángeles de mármol custodian los restos de aquellos prominentes difuntos; cruces barrocas, vírgenes con gesto apesadumbrado,

cubiertas con ese rastro verde que deja el musgo luego de mucho tiempo. Algunos sepulcros, los de familias adineradas, tienen una pequeña capilla cerrada con barrotes de metal donde sus deudos pueden entrar y rezar un rato en privacidad. Una jauría de perros callejeros descansa sobre las tumbas, mueven sus colas al ver pasar a don Napoleón, son aliados naturales. Los perros cuidan por las noches el cementerio, ladran y acorralan a los ladrones de tumbas. A principios de año los perros y don Napoleón atraparon a dos hombres que buscaban abrir tumbas y robarse “tierra de muerto” o algún hueso. Se supone que los brujos y médicos tradicionales de Tapachula lo pagan bien ya que sirve para hacer hechizos y pociones. En aquella oportunidad, don Napoleón, siguiendo la línea de trabajo de casi cualquier autoridad o funcionario mexicano, les pidió 500 pesos para dejarlos ir. Llegamos al reino de los muertos haitianos. La parte de atrás del Cementerio Municipal Jardín.

El sexagenario empezó a señalar montículos y a decir números, “Acá hay 11, acá pusimos 16, en todos esto de acá hay 22”, me dice.

Don Napoleón dice que los haitianos son como animalitos, así se refiere a ellos. Cuenta lo mismo que Iván, el otro enterrador. Dice que no lloran a sus muertos y los acusa de indiferentes. “A veces viene uno o dos y dejan al muerto y se van, no rezan, no hacen nada. Lo dejan y se van. Nunca viene la familia a preguntar o a buscarlos, ni vienen a hacerles un sepulcro o poner una cruz. Nada”. Dice que en la crisis del Covid-19 vinieron a dejar un grupo de cadáveres, ya medio descompuestos. Los vino a dejar personal del SEMEFO

(el servicio de medicina forense del estado), y ellos los subieron a una carreta para llevarlos hasta el final, a una fosa común. Cuenta que esos perros, que descansan en las tumbas y corretean a los brujos, se comieron los pedazos de cuerpo que caían de la carreta. Todos esos muertos, a pesar de la botella de coca-cola que llevan amarrada al tobillo con algunos datos, son en realidad cuerpos sin nombre, bultos anónimos que la tierra caliente de Tapachula consumirá.

Pero cuando se trata de olvidar y borrar rastros, esta región de México es implacable. Ambos enterradores afirman que, pasado un tiempo, 15 años, más o menos, el cementerio hace una limpia. Con la intención de dejar espacio a los nuevos muertos, todos aquellos cuerpos que nadie reclamó son exhumados y sus osamentas se depositan en un solo agujero muy profundo, borrando así cualquier huella de que esos hombres y mujeres huyeron un día de un país del Caribe donde la vida se había vuelto imposible; que buscando una vida mejor pasaron por la ciudad fronteriza de Tapachula, donde enfermaron, agonizaron y murieron, sin haber visto jamás la frontera estadounidense que alguna vez soñaron.

Este es el destino para los haitianos que mueren acá. Volverse tierra. Pero hay una excepción. Una sola en toda la ciudad. En esa parte trasera de las fosas comunes hay una tumba. Es la única con nombre. Es una construcción muy pobre de cemento maltrecho. Ya la lluvia y la humedad comienzan a vestirla de verde tierno y la parte superior se ve hundida. Don Napoleón cuenta que luego de su muerte vinieron dos mujeres y le pagaron a él por hacer esa tumba y poner esos datos. Estuvieron un rato en silencio, lloraron y luego se fueron.

La tumba no dice mucho, pero consigna que la persona que ahí descansa nació el 12 de septiembre de 1971, que murió en esta ciudad de Tapachula el 2 de febrero de 2023, que su número de registro es el N.P R10135118, que se llamó Fraçoise Lafleur y que era haitiano.

SANGRE DE DIRIANGÉN

Aitor Romero Ortega (España, 1985)

Ya ni siquiera importa, los héroes están muertos y cada quien fabrica sus hazañas. Isabel de los Ángeles Ruano

Cuando mi matrimonio atravesaba por su peor momento mi hija pequeña (tres años) me preguntaba todas las tardes si iba a dormir fuera de casa. ¿Cómo podía saberlo? Fue entonces, no sé muy bien cómo ni por qué, cuando empecé a cantarle Nicaragua, Nicaragüita y rápidamente esa canción se convirtió en una especie de santo y seña, de mensaje en clave para nosotros. Solo con ella lograba aplacar sus frecuentes ataques de rabia, hasta orillar su enfado y devolverla a un estado de confusa docilidad. Mientras la cantaba (algunas veces al oído, como un susurro, otras a viva voz) ella apretaba su pequeño cuerpo contra el mío y envolvía mi tronco con sus brazos y sus piernas como una joven serpiente que está aprendiendo a constreñir. Pero, ¿cómo aprendí esa canción? Fue hace más de quince años. Y ahora, en el momento más inesperado, regresaba de pronto para salvarme.

Aterrizamos en Managua una madrugada del mes de julio. Mientras la atravesábamos veía desfilar la ciudad a toda velocidad desde la parte de atrás de una camioneta, como el metraje desordenado de un reportaje nocturno aún sin montar. Me pareció ver un burbujeo de gente en la puerta de dos o tres casas bajas, en cuyo interior refulgía una luz eléctrica. Supuse que eran cantinas.

Me apeé en una casa con tejado de uralita y un pequeño patio de cemento cercado con barrotes metálicos de color verde. Había además una habitación, una cocina minúscula y un salón. Me acomodaron en la sala, en un banco con cojines en el que apenas cabía. Se me salían casi la mitad de las piernas por unos barrotes muy estrechos, lo que me obligaba a dormir boca arriba sin moverme demasiado, porque cualquier giro podía producir una torsión fatal. Aun así, logré descansar aquella primera noche y en las siguientes, según me fui habituando, todo se volvió más sencillo. A la mañana siguiente desayuné arroz con frijoles y dos tortitas de maíz con un café largo. Al lado alguien había colocado un bote de tabasco. Al segundo día comprendí que iba a necesitarlo para que mis desayunos tuvieran algo de emoción.

Mi anfitriona se llamaba Isabel Morales, aunque todo el mundo la conocía como Doña Isabel. Era una mujer mayor, de más de setenta años, muy pequeñita. Tenía el pelo canoso, la tez tostada, y acompañaba cada una de sus intervenciones con una risa desconcertante. Luego supe que allí vivía con sus dos hijas adultas, que dormían junto a ella en la misma cama. Camilo, el padre de sus hijas y del que se había separado amistosamente, había montado una especie de gimnasio en lo que se

suponía que era el garaje de la casa. Así que aparecía por allí todas las mañanas. Era un hombre mayor que se conservaba muy en forma. Iba siempre vestido de corto y de blanco, como si estuviese participando en Wimbledon. Antes de sus clases matinales entraba un momento en la casa para hacer tiempo y saludaba efusivamente a Doña Isabel y a sus hijas. Le gustaba conversar. Al menos conmigo siempre mostró una especial fijación por las elucubraciones relativas a los OVNIS. El caso Roswell y el Área 51, principalmente. Tenía una teoría al respecto que entroncaba incluso con la Guerra Fría y el conflicto de Oriente Medio. Se me hacía extraño que un hombre en apariencia tan optimista y risueño estuviese tan convencido del inminente Apocalipsis. También me describía profusamente las misas de la Iglesia Evangélica en la que participaba junto a una de sus hijas (la otra, como Doña Isabel, era católica; ese era de hecho uno de los elementos de fricción y discordia que había en esa casa, aunque era siempre reconducido con un humor permisivo y tolerante por parte de todos), hasta el punto de interpretar a capela largos fragmentos de algunas de las canciones eclesiales.

Durante estos últimos meses, cuando parece que todo va a estallar y yo, sin un motivo claro, empiezo a acordarme de mis días en Nicaragua, algunas madrugadas, mientras mis hijos y mi mujer duermen y en la casa reina un silencio espeso, me acerco antes de acostarme a las baldas de poesía de mi biblioteca doméstica y releo somnoliento un poema que me devuelve a Managua.

Un poeta que camina en sueños se encuentra de frente a Ernesto Cardenal y le pregunta: «Padre, en el Reino de los Cielos que es el comunismo, ¿tienen sitio los homosexuales?». Y Cardenal responde: «Sí». Y no contento con eso el poeta insiste: «¿Y los masturbadores impenitentes? ¿Los esclavos del sexo? ¿Los bromistas del sexo? ¿Los sadomasoquistas, las putas, los fanáticos de los edemas, las que ya no pueden más, los que de verdad ya no pueden más?». Y Cardenal vuelve a responder: «Sí». Entonces cierro el libro y la noche, la noche que he de atravesar, me apresa con menos crueldad, y al tratar de calmar contra el colchón una de esas erecciones que son un producto de la nostalgia, mi cuerpo parece decirme: «olvídalo todo, las escenas del deseo y las historias del horror, olvídalo todo».

Mi ingreso en el catolicismo fue tardío e inusual. De entrada, mis padres optaron por no bautizarme. Como insistí, supongo que sugestionado por el ambiente a mi alrededor y la promesa de regalos y celebraciones en una hipotética comunión, mis padres terminaron cediendo, más por desidia que por otra cosa. Permitirme explorar por mí mismo la religión, pienso ahora, fue en el fondo una forma bastante avanzada de tolerancia. Así que una tarde mi madre me llevó a la vieja parroquia de Sarrià y habló con el Mosén Felip. Le dijo que no quería un adoctrinamiento que fuese más allá de lo estrictamente espiritual ni cosas raras, solo una formación rigurosa basada en los ritos y su significado profundo, y en la interpretación de los textos bíblicos. El cura aceptó. Pasé a reunirme una tarde a la semana con el Mosén. Él y yo

solos en la sacristía. Todavía recuerdo la penumbra de piedra húmeda de aquel edificio, donde uno siempre tenía la impresión de que se encendía una bombilla menos de las que eran necesarias en cada momento. Sé lo que están pensando. Ya pueden quitárselo de la cabeza. El Mosén Felip resultó ser un hombre íntegro, bastante práctico y nada dogmático. Me explicó que el agua bendita era agua del grifo que poco después era bendecida con un vulgar teatrillo, y con eso entendí de por vida la dimensión puramente simbólica de los ritos. Al cabo de unos meses me bauticé. Había cumplido ya los once años. Mi entrada en la iglesia diría que fue, por tanto, mucho menos traumática que la de un bebé al que le tiran agua por encima o al que le sumergen en un río.

A los dieciséis años ya había abandonado completamente el barco, si es que alguna vez llegué de verdad a estar a bordo. A los veinte, podría decir sin temor a equivocarme, que me había convertido prácticamente en anticlerical. Que el movimiento obrero y en general los anarquistas se hubiesen dedicado durante gran parte del último tercio del siglo XIX y del primero del XX a quemar iglesias hasta convertir esa práctica en una especie de deporte autóctono barcelonés me parecía en general bastante bien. Nunca he dejado de tener, sin embargo, cierta simpatía por la figura de Jesucristo. Esto supongo que es normal. No veo nada raro ahí. Para mí no existía contradicción alguna en sentir simpatía por Cristo al mismo tiempo que aborrecía a los cristianos, del mismo modo que me ocurría con el amor y los enamorados, con Trotsky y los trotskistas, o incluso con Maradona y los maradonianos. Supongo

que todo lo que estimaba valioso en el origen se me antojaba traicionado y falso, y hasta ridículo o hueco en su traslación práctica, como si los partidarios y los entusiastas de una gran idea fuesen de manera inevitable sus involuntarios enterradores.

Carezco de fe. Supongo que ese el problema de origen. El único problema, en realidad. Incluso cuando en momentos de gran dificultad personal he intentado echar mano de la religión para ver si esa ayuda exterior podía contribuir de algún modo, me he sorprendido representando un rito formal detrás del que siempre tengo la sensación de que no hay nada en absoluto, como si al mirar a Dios estuviese mirando en realidad al vacío. Quizás en esas semanas y meses que pasé en Nicaragua es cuando me he sentido más próximo a Dios o a la fe, o al menos a algo remotamente parecido a todo eso. Conocí a muchos curas, eso sí. De hecho, la organización con la que viaje, los Comités Óscar Romero, era en sí misma una organización católica. Su contraparte en Nicaragua eran las Comunidades Eclesiales de Base. Su coordinador era un sacerdote mexicano, Arnaldo Zenteno, al que todos conocían allí como el padre Arnaldo. Vestía siempre una camiseta blanca, algunas veces estampada con la imagen de Jesucristo, otras con la de Monseñor Romero, el Che, el Subcomandante Marcos o el propio Sandino. Solía llevar vaqueros lavados y cruzado un bolsito de tela con motivos indígenas en el que cargaba papeles, cuadernos y (luego lo supe) condones. Parecía recién salido de un festival hippie de la UNAM, como si se le hubiese hecho un poco tarde, hasta envejecer en el propio campus universitario. No podía compararse a ningún cura que hubiese visto antes. Tampoco

en su forma de hablar ni de dar misa. Más allá de sus mensajes (dedicar una oración a los muertos en Gaza durante los bombardeos de Israel, sin ir más lejos) lo primero que noté y que le diferenciaba de la inmensa mayoría de los sacerdotes que había conocido hasta entonces (quizás no del Mosén Felip, paradójicamente) es que se entendía a la perfección todo lo que decía. No empleaba parábolas crípticas. No empleaba ninguna parábola, de hecho. Hablaba llano. Más adelante también le vi hacer cosas que nunca he vuelto a ver en ningún otro cura (en realidad en nadie más), como repartir condones a las niñas que ejercían de madrugada la prostitución a la intemperie en las avenidas y en las carreteras más peligrosas de Managua, mientras platicaba dulcemente con ellas y ellas le platicaban a él, y le sonrían, y en fin parecían alegrarse tantísimo de saludar otra vez al padrecito Arnaldo.

Conocí a unos cuantos sacerdotes más, como al padre Mulligan, al que todos llamaban gringo en tono afectuoso y que había sido detenido tres veces en su vida por tres actos distintos de desobediencia civil: primero por protestar contra la guerra del Vietnam, segundo por protestar contra la Casa de las Américas y tercero por protestar contra la guerra de Irak, siempre por cruzar pacíficamente la línea roja marcada por la policía. Y a muchos otros que ejercían su sacerdocio en pueblos remotos, en iglesias de adobe perdidas en mitad de bosques tropicales donde parecía que no había nada en absoluto, ni siquiera una carretera, solo caminos de polvo que se volvían de barro después de cada aguacero. Pero ahí estaban, sosteniendo la posición pese a todo, un poco como uno imagina a los guerrilleros o

a los iluminados que siguen sosteniendo que la guerra todavía no ha terminado.

Escribe Octavio Paz en un pasaje de El laberinto de la soledad que la mayor parte de las revoluciones del siglo XX, igual que la revolución liberal mexicana del XIX, han sido tentativas por imponer esquemas geométricos sobre realidades vivas. Es una forma muy bella de admitir que al final el problema de toda teoría es su aplicación práctica. Una verdad que en el fondo todos asumimos, pero cuyo mecanismo preciso no terminamos de comprender. Sin embargo, aquellos sacerdotes partidarios de la teología de la liberación que conocí en Nicaragua (la mayoría de ellos expulsados o suspendidos del ejercicio del sacerdocio por la propia jerarquía eclesial) parecían contradecir ese principio. No había en ellos apenas distancia entre teoría y práctica, y lejos de querer imponer esquemas rígidos a las comunidades donde se insertaban, ejercían primero una labor de escucha y comprensión, hasta el punto de renunciar en muchos casos a dar misa desde el púlpito para ubicarse a la misma altura que sus feligreses. Había en ellos una idea sacrificial de la ejemplaridad. Desde entonces he tendido a pensar que esa entrega tan incondicional a los demás, esa renuncia tan absoluta a uno mismo, solo puede darse desde la misma fe y no desde la razón. Tal vez porque para ello es necesaria una suspensión total de la credulidad, un cierto quijotismo que los llevaba a querer vivir en los evangelios como Don Quijote quería vivir dentro de las novelas de caballerías, y era eso, creo ahora, lo que hacía de ellos lectores ejemplares. Y el lector ejemplar, el que extrae de los relatos o de las novelas una moral propia,

una guía ética de conducta, es alguien que se sitúa en esa frontera difusa en la que apenas es posible distinguir entre la lucidez y la locura, pero que siempre está, en cualquier caso, lejos del pacato sentido común de su época.

Pero, ¿qué es un cura expulsado? La doctrina de la Iglesia Católica viene a decir que la dimisión del estado clerical no significa, en estricto, que el sacerdote ya no sea sacerdote, ya que el sacramento del Orden imprime en el varón que lo recibe un sello ontológico que nunca perderá y que la Iglesia no puede retirar ni revocar. Así que, aunque un sacerdote deje de ser financiado y sostenido por la Iglesia sigue pudiendo ejercer los sacramentos en casos excepcionales. De esa forma actuaban en el interior de sus comunidades aquellos hombres que habían sido expulsados de la Iglesia oficial. Un poco como si estuviesen refundando desde abajo una nueva iglesia de los pobres, iniciando otra vez en las catacumbas aquella empresa que dos mil años después se había desviado por completo de sus objetivos fundacionales.

La historia personal de Fernando Cardenal, hermano de Ernesto y ministro de educación en los años ochenta, se mezcla en mi memoria con la visita a La Chureca, el vertedero de Managua. Ambas tuvieron lugar el mismo día. Cuando pienso, por tanto, en las palabras que Fernando Cardenal nos dijo aquel día, contándonos cómo una estancia de unos meses en un barrio marginal de Medellín, al final de su etapa en el seminario, había cambiado por completo su perspectiva

y le había hecho renunciar a su sueño de conocer Europa para continuar allí sus estudios y, en cambio, había decidido permanecer allí, en América Latina, porque se había prometido a sí mismo mantener una opción preferencial por los pobres, mi memoria se puebla de montoncitos de basura que desprenden el humo del metano como si estuviese rodeado de tribus indoamericanas emitiendo señales para comunicarse entre ellas. Y cuando rememoro lo que dijo aquel día sobre su etapa de guerrillero, contemplo de nuevo el vertedero a orillas del lago Nicaragua, el más grande de Centroamérica, como el que contempla una y otra vez uno de esos paisajes del infierno descrito por Dante. Y al recordar su labor como coordinador de la campaña de alfabetización (en la que también Doña Isabel aprendió a leer) veo de nuevo ese poblado de chabolas con tejados de zinc de las familias que viven en el interior del vertedero. Y cuando finalmente rescato de mi memoria el relato de su visita a Roma para ser juzgado con severidad por el cardenal Joseph Ratzinger por su actividad política, entonces Prefecto de la Doctrina de la Fe, en una de esas salas vaticanas que uno imagina imponentes y frías, todo mármol y contraluz, se me aparece una adolescente de doce o tal vez trece años paseando entre la basura un carrito de bebé, pero le memoria se me nubla y no soy capaz de dilucidar si lo que carga en el carrito es un muñeco o a su propio hermano.

De pronto vuelvo a ver a Doña Isabel como si estuviese sentada a mi lado. Setenta y tantos años, los brazos delgados y largos, el pelo blanco con el rizo prieto de los

negros, y una diadema infantil de color rosa. Lleva un vestido floreado. Camina entre el bochorno etéreo de un día nublado con un montoncito de periódicos encima de la cabeza y va gritando:

–¡El Hoyito! ¡El Hoyito! ¡El Hoyito!

La veo otra vez, ahora una mañana de domingo, vendiéndole nacatamales a un niño a través de la verja de la casa. Y ya de noche, en esa misma terraza a pie de calle, cuando ambos nos sentamos a fumar un cigarrillo al final de la jornada, antes de acostarnos. Me dice:

–El doctor me lo prohibió, pero el de la noche me lo concedo y me lo fumo a escondidas –y se desencaja de la risa.

Hay algo contagioso en su actitud, como si se burlara de todo, de la vida y de la muerte. Nunca he vuelto a ver una risa desdentada tan hermosa. Otra noche, mientras estábamos ahí sentados, me dijo de repente:

–Le estoy dando la espalda a la calle. –Y se levantó para voltear la silla y sentarse de nuevo.

Le pregunté por qué.

–Porque lo pueden balear a uno sin que se dé cuenta. Así mataron a mi padre.

Su padre era originario de la Costa Atlántica. Negro o mulato, nunca lo supe con seguridad, y angloparlante, o al menos hablante de ese inglés criollo que con sus alteraciones se maneja en tantos rincones del Caribe. Había pertenecido a ese primer contingente de treinta hombres con el que Sandino había proclamado que tendría suficiente para liberar a la patria de la dominación estadounidense.

–Aún tuvo tiempo mi padre –dijo entonces Doña Isabel– de girarse y desenfundar sus pistolas para lanzar

un par de ráfagas contra esos canallas antes de caer al piso medio muerto.

Y volvió a reírse mientras imitaba el gesto de su padre desenfundando las dos pistolas, una en cada cadera, como la imagen que el cine nos ha legado de los cowboys . Y entonces soltó un par de ráfagas imaginarias al aire de la noche, antes de que una súbita carcajada la doblegara del todo. Me imaginé entonces a su padre, con un sombrero de ala ancha como el de Sandino y el cinturón con los proyectiles cruzándole el pecho en diagonal. Un poco como Pancho Villa, esa imagen del revolucionario instintivo y norteño, más próxima al forajido que al sindicalista clásico. Mientras recogíamos las sillas para meterlas en la casa me contó que, en esa misma esquina, un mes antes de que yo aterrizara en Managua, una mujer del barrio había sido tiroteada por su exmarido. Pero ahora, al contarme eso, Doña Isabel ya no reía.

En Nicaragua todo se me parecía demasiado a una novela latinoamericana. El paisaje exuberante y los aguaceros. El pavimento levantado y los ojos oscuros de las muchachas. Todavía no era escritor. Prefería vivir dentro de una novela antes que escribirla.

Dice George Steiner en su conferencia La idea de Europa , que una de las principales diferencias entre Europa y Estados Unidos es que mientras en este último las calles están numeradas, en Europa el callejero está trufado de nombres de grandes personalidades: artistas, políticos, científicos, militares. Esto, según Steiner, muestra que en el Viejo Continente prevalece

el sentido de la Historia, mientras América se proyecta hacia el futuro. En Managua después del terremoto del 72 no quedaron ni los nombres de las calles, y ahora uno se orienta gracias a unos pocos puntos de referencia que sirven de apoyo para calcular las distancias. Todavía recuerdo mi dirección en Managua, la de la casa de Doña Isabel, la que repetía cada vez que tomaba un taxi, como si ahora mismo me montara en uno y le dijera al taxista: «Donde la Clínica Don Bosco, cuatro cuadras al sur y tres al este».

Escribe Eduardo Ruiz Sosa, en su monumental novela Anatomía de la memoria, sobre la posibilidad de inventar un pasado que de tanto repetir como un rezo modifique el presente. Al final, todas las conversaciones que mantuve en Nicaragua y que se alargaban un poco más de la cuenta desembocaban en una misma idea. ¿En qué momento exacto empezó a traicionarse la Revolución?

¿Cuál fue el punto de no retorno que de forma irremediable nos condujo a donde estamos ahora? Como si entender eso pudiera ayudarnos a enmendar el presente, al mismo tiempo que lo iluminamos con nuevas y más certeras interpretaciones. Reinterpretar un hecho es también empezar a modificarlo. Es esa misma intuición la que está en la raíz de la vieja obsesión por saber en qué momento exacto se jodió el Perú. Como también lo está en Sobre héroes y tumbas, y en Amuleto, así como en García Márquez o en el eco embarullado de los muertos rulfianos. Cuándo empezó a configurarse la pesadilla (en qué hora confusa, en qué noche aciaga), esa parece ser una de las preguntas centrales de

la novela latinoamericana. Dónde se ubica el punto de corte. Y esa misma pregunta traspasaba casi todas mis conversaciones nicaragüenses. Al principio como hipótesis, después como síntoma, finalmente como castigo. Los que la esbozaban no eran necesariamente grandes lectores, al contrario. No está muy alejada esa pregunta, si se piensa bien, de ese bucle melancólico en el que ha vivido durante décadas cierta izquierda española, al preguntarse sin cesar en qué momento se empezó a perder la guerra o cuándo la Transición devino en sí misma una traición. El filósofo Ferrater Mora, en un ensayo sobre la catalanidad, lo definió bellamente como la enfermedad del pasado y afirmó que era algo que compartían todos los pueblos hispánicos. Podríamos convenir, por tanto, que la indagación endémica de cada generación de hispanoamericanos, con sus distintas particularidades, es la de preguntarse sin cesar en qué momento exacto se averió todo.

Fue en un pequeño pueblo del Departamento de Matagalpa. Era mi última noche ahí. La calle estaba totalmente a oscuras. Uno podía sentir la vegetación frondosa que nos rodeaba, como si la selva se abriese paso desde el centro de nuestros cuerpos hasta empaparnos de sudor. No había mucho que hacer, creo recordar que ni siquiera nos quedaban cervezas. Éramos cuatros, dos cheles y dos nicas. Entonces alguien propuso ir a la gasolinera. Era el único lugar iluminado que quedaba en el pueblo. Pasamos el resto de la noche conversando y fumando en la gasolinera (sí, fumando en la gasolinera). Se nos fueron uniendo otros que tampoco podían o

querían dormir. Entonces llegó la hora de los chistes: esa hora de la noche en que ya no queda hablar de nada, solo de la muerte o contar chistes malos. Unos y otros hacían turnos para tomar la palabra, como si estuviésemos en una improvisada sesión de micro abierto. Supongo que querían impresionarnos, o tal vez solo querían hacernos reír. En ocasiones lo lograron. He olvidado todos los chistes que se contaron esa noche excepto uno. Dice así:

Están dos tipos y Rubén Darío frente a un edificio de quince plantas. Entonces uno de los tipos va y dice:

–Yo por Nicaragua subo hasta la planta octava y me tiro desde allí.

El tipo sube las ocho plantas por las escaleras y se arroja al vacío. Como es lógico, se hace papilla. Entonces el otro dice:

–Yo por la patria subo hasta la planta doce y me tiro desde allí.

Y el tipo sube las doce plantas a pie, demorándose un poco, y cuando llega a arriba se lanza al vacío y queda destrozado, como no podía ser de otra manera.

Y entonces finalmente llega Rubén Darío sube las quince plantas con su parsimonioso paso de poeta y dice desde la azotea del edificio:

–Yo por Nicaragua bajo las quince plantas por las escaleras.

Casi todas las madres que conocí en Nicaragua criaban a sus hijos solas. Lo que equivale a decir que la mayoría de los niños que conocí en Nicaragua no sabían dónde estaba su padre o no siquiera sabían quién era. Un padre

en Centroamérica tal vez sea eso: alguien que se va. Es triste, si uno lo piensa bien. Me hubiese gustado ser un poeta centroamericano, pero creo que preferiría no ser un padre centroamericano.

El mío fue un viaje ágrafo. No escribí nada, ni siquiera notas, y apenas tuve contacto con los libros. En la mayoría de domicilios que visité solo había un ejemplar gastado de la Biblia, a veces un cuadernillo con algunas frases del comandante Carlos Fonseca indicando los deberes y las obligaciones de todo militante sandinista. Quizás una vieja antología de Rubén Darío. Esos eran los únicos libros que había en casa de Doña Isabel, aunque nunca la vi leerlos. Los poemas de Rubén Darío los recitaba en ocasiones de forma inesperada y repentina, echando mano de su propia memoria. Algunas mañanas la encontraba en el patio leyendo en voz alta algún artículo del periódico sensacionalista que ella misma vendía. Empalmaba trabajosamente una palabra tras otra con una lentitud cadenciosa. Iba admirándose de lo que ella misma leía al llegar al final de cada párrafo.

En mis últimos días en Managua entré en la papelería de un centro comercial. Había una pequeña sección de libros. Compré Versos del pluriverso de Ernesto Cardenal. Un poemario que leí a mi regreso a España y que había olvidado por completo desde entonces. De pronto me acuerdo de él y lo rescato de mi vieja biblioteca juvenil, en la casa de mi padre. Lo releo desde otro lugar, desde un ángulo estrictamente personal, como el único legado físico que permanece de mi paso

por Nicaragua. Vuelvo a acompañar a Cardenal en su búsqueda de la eternidad de Dios entre el polvo de las estrellas y las leyes de la astrofísica o de la termodinámica. Como en Canto Cósmico , lo trascendente según Cardenal está ahí: en la poética frialdad del universo, en la lejanía de las galaxias, en el vacío espacial, en una distancia sideral donde Heisenberg y el Génesis se dan la mano. Descubro en esta relectura, sin embargo, que en esos extensos poemas también se alojan verdades sencillas y profundas que trato de explicar a mi hijo mayor, como que los cactus se cubren de espinas para defender su agua en mitad del desierto o que somos el único animal que llora cuando nace.

La dulce cintura de América, así es como Pablo Neruda describe Centroamérica en su célebre poema La United Fruit Co., contenido en el Canto General. Cuando sonó la trompeta y Jehová repartió el mundo, dice Neruda en los primeros compases de ese poema, a la compañía frutera estadounidense se le reservó lo más jugoso: la dulce cintura de América.

En mi último día en Nicaragua aprovecho para ir a la Asamblea Nacional y conocer de primera mano el campamento en el que llevan meses viviendo los afectados por el Nemagón. El Nemagón es el nombre popular del DiBromoCloroPropano (DBCP), un químico creado por Dow Chemical para erradicar un gusano en las plantaciones de banano propiedad la United Fruit Company. Al estar expuestos al químico como consecuencia de su uso durante finales del siglo XX miles de campesinos centroamericanos y también

sus hijos sufrieron alergias graves, enfermedades de la piel, malformaciones óseas, esterilidad y problemas de vista. Tras comprobar su toxicidad en 1978 fue prohibido en Estados Unidos y un año después en Costa Rica, pero la United Fruit Company siguió empleándolo durante años en otros países centroamericanos, aprovechando que no existía ninguna legislación local al respecto.

Veo allí a cientos de familias viviendo en tiendas de campaña improvisadas, hechas con bolsas de plástico de color negro. Converso con ellas mientras me muestran las consecuencias del desastre. Me muestran sus deformidades en la piel y en sus extremidades, como si me estuvieran mostrando los fragmentos de una pesadilla que no se borra con el amanecer. No sé qué decir. No hay nada que pueda decir en realidad. Los niños están ahí, alrededor de sus madres o correteando por el césped que cubre la avenida arbolada donde está situada la Asamblea Nacional. Es doloroso comprobar que a esa gente le consuele por un momento que un blanco, un ciudadano europeo, conozca su triste historia y comparta su indignación por un rato. Me piden que cuente su tragedia a mi regreso a España para que así sea conocida. Todavía creen que eso sirve de algo. Cuando tenía catorce o quince años mis padres me regalaron varios CDs que editaba la colección Visor de Poesía con la voz de los poetas recitando sus propios poemas. Entre ellos había uno de Pablo Neruda recitando Veinte poemas de amor y una canción desesperada . Ese CD sonaba a menudo en mi minicadena. Así que durante una parte considerable de mi adolescencia estuve encerrado en mi cuarto mientras Neruda recitaba con

su voz grave y su habitual estilo ampuloso sus célebres poemas de amor. C uerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, / te pareces al mundo en tu actitud de entrega . No sé cuántas veces sonaron en mi habitación esos versos inaugurales. Cuando algunos años después la vida me premió con la posibilidad de conocer el cuerpo de algunas chicas de mi edad, lo primero que pensé es que Neruda era un exagerado. Esa ínfima decepción me hizo dudar de inmediato también del Neruda más político, del cantor épico de América, al que supuse tan desmesurado en sus apreciaciones como el sensual. Y tras ese primer rapto adolescente lo orillé de mis lecturas con la intención de huir de su grandilocuencia y ya nunca más se supo. Ahora, mientras aquellas madres desesperadas me muestran el cuerpo deforme y mutilado de sus hijos, me doy cuenta de mi lamentable error: el Neruda de El Canto General no es un poeta épico, sino un mero observador, un vulgar cronista de la realidad latinoamericana.

Al regresar de Nicaragua estuve llamando a casa de Doña Isabel durante años. Dejaba pasar unos cuantos meses entre cada llamada. Me metía en locutorios de distintas ciudades españolas y conversaba con ella durante quince o veinte minutos. Creo recordar que la última vez, Pastora, su hija mayor, me dijo: «Mi mami murió». Pero ahora no sé precisar si es un recuerdo inventado o algo que sucedió de verdad. El caso es que empecé a espaciar cada vez más las llamadas y un día, por el motivo que fuese, dejé de llamar, y dejé también de buscar en la prensa y en internet noticias acerca de Nicaragua,

como había hecho hasta entonces de forma sistemática. Fui recibiendo involuntariamente ecos lejanos de la situación política del país, cada vez más conflictiva, cada vez más complicada, pero sin querer adentrarme en el fondo de la cuestión, tal vez porque intuía que aquel podía ser un proceso muy doloroso para mí. Y en un gesto egoísta preferí ahorrarme ese dolor. De alguna forma, abandoné a su suerte a todas las personas que había conocido allí y cerré la puerta sin mirar atrás. Durante estos años en España me he cruzado con muchos salvadoreños, con unos pocos guatemaltecos y hasta con algún hondureño, pero con ningún nica, como si el destino se solidarizase conmigo y quisiera ayudarme en la ardua tarea de olvidar.

En estos últimos días, mientras termino de escribir este texto en el salón, mi hijo mayor (seis años) canta todo el rato una canción sobre un tal Quincho Barrilete. Le corrijo diciéndole que será Pincho, Pincho Barrilete, no Quincho. Me escucha y se ríe, pero insiste en decir Quincho. Creo que se ríe de mí. A los pocos días por casualidad en YouTube me topo con la canción. La escucho. En efecto, es Quincho, Quincho Barrilete. Mi hijo tenía razón. Descubro también que el autor de la canción es Carlos Mejía Godoy, el mismo que compuso Nicaragua, Nicaragüita , el mítico cantautor nicaragüense. La historia de Quincho es la de un niño trabajador de un barrio pobre de Managua, Ciudad Sandino. Mis hijos se han aprendido parte del estribillo de memoria: Que viva Quincho, Quincho Barrilete, / héroe infantil de mi ciudad. No tengo ni idea de d ó nde pueden haberla

aprendido. Pero de pronto, al cantarla con ellos para tratar de aprendernos la letra, me acuerdo de todos aquellos niños que conocí en Nicaragua, aquellos niños que revoloteaban a mi alrededor algunas tardes, colgándose de mi espalda, riéndose al acariciar mi pelo rizado mientras me llamaban colocho. Niños, pienso, que en el día de hoy se habrán convertido en jóvenes hermosos y desesperados en un país hecho jirones.

Sin proponérmelo, en estos días de insomnio, regreso una y otra vez a la parte de atrás de la pick-up que utilizábamos para desplazarnos primero por Managua y después por otras regiones de Nicaragua. Por la Panamericana, pero también por caminos de tierra. Cada cierto tiempo recogíamos a algún campesino o a alguna india con sus hijos, que hacían una parte del trayecto con nosotros, hasta que golpeaban con fuerza en el techo de la cabina para avisar al conductor de que se apeaban, y entonces descendían, agitando el brazo en señal de despedida y gratitud mientras nosotros nos alejábamos. Fui feliz en la parte de atrás de esa pick-up . De una forma distinta a como lo había sido hasta entonces, de una forma que me temo que nunca más volveré a serlo. Cuando se nos venía encima el aguacero extendía los brazos hacia arriba para recibir la lluvia con un infantil sentido de la trascendencia, mientras la camioneta avanzaba por el lodo. Creo que allí, bajo aquellas tormentas tropicales, adquirí conciencia por primera vez de mi propio cuerpo.

La escritura del viaje es una escritura del tiempo que finge hablar del espacio. Toda crónica, al final, es una carta de despedida, el registro de la imposibilidad de regresar a un lugar. Supongo que estos días, mientras trato de sostener a duras penas mi vida personal, me estoy despidiendo también de aquella Nicaragua que conocí hace tantos años.

UNA EXTRAÑA LLEGA AL PUEBLO

“Quedé en ir a visitar a Alan”, me dijo el Muchacho. El horario no se entendía: era antes de la comida, pero era la clase de horario en la que, cuando se es un invitado de segunda línea, uno espera a que llegue la hora de comer para que no haya otra salida que pedirte cortésmente que te quedes. Tampoco eran claros los términos de la invitación: me dijo, el Muchacho que me llevó, que habían quedado en hablar de un proyecto en común, pero claramente no era una reunión de trabajo porque si no yo no tendría nada que hacer ahí. Ninguno de los dos tenía nada que hacer ahí, claro está, o estaría al rato, pero en realidad yo tendría que haber leído la propuesta en el sentido más literal posible. La gente fina tiene una forma de la elegancia que consiste no en la metáfora y el símbolo sino en ser completamente literales. Ahora pienso que de ahí viene que prefieran decir “comer” en lugar de “cenar” y “tomar el té” en vez de merendar. Cuando estoy con ellos, de hecho, hago el juego de ser lo más concreta posible en mis expresiones, reducir la metonimia al mínimo indispensable, evitar incluso las metáforas muertas, y ver en sus ojos las mínimas variaciones que denotan que les gusta tu forma de hablar. Decir “voy a comprar una cosa” en lugar de decir “voy de compras”, o “vamos a tomar una coca” en vez de “vamos a tomar algo”; hasta ahora

mis experimentos vienen confirmando la hipótesis. Pero entonces –por entonces me refiero al momento del que empecé hablando, que vendría a ser diciembre de 2022– no había entendido esto, y por eso no leí la invitación con esta literalidad que hoy tengo tan clara: íbamos a hacer una visita. Hay un meme conocido entre las fans de Jane Austen que conversamos sobre ella en internet, una reseña de una estrella que alguien dejó en la página de Amazon de Orgullo y prejuicio: «just a bunch of people going to each other’s houses». «Solo un montón de personas que se visitan entre ellas» es la traducción que a mí me gusta.

Es incómodo explicar esto, pero no hay más remedio: hace un par de años le vendí los derechos de un libro mío a Amazon para hacer una serie en audiolibro. También escribí los guiones junto con otra autora y colaboré en la producción ejecutiva. Entre las tres cosas, gané una cantidad de dinero que me hubiera alcanzado para comprarme un lindo departamento de tres ambientes en Buenos Aires. La cuestión es que yo ya tengo un lindo departamento de tres ambientes en Buenos Aires: me lo compré con la plata del juicio de daños que le ganó mi familia al Estado por la muerte de mi papá en el atentado a la AMIA. En países sin crédito como la Argentina, supongo, casi todas las historias de adquisición de casas o departamentos deben empezar con una muerte. Pero bueno, yo ahora tengo dos casas, así que tengo dos historias; muy distintas, por cierto. A diferencia de mi primera historia, de hecho, a la que en algún sentido le dediqué mi novela Todas nuestras maldiciones se cumplieron, la historia de esta segunda casa no

es demasiado interesante. Cobré el dinero de Amazon y decidí, hablando con un arquitecto, que comprarse un terreno en Uruguay y construir una casa ahí podía ser una buena inversión. Era pandemia, y andaba todo bastante regalado porque no se podía viajar y la mayoría de la gente no está dispuesta a comprar un pedazo de tierra sin verlo. Tienen razón, te pueden estafar, pero por suerte o desgracia yo tengo el nivel de aversión al riesgo de un automovilista de carreras y por suerte (indudablemente, en este caso) me salió bien: el terreno existía, y estaba buenísimo, y me alcanzaba para construirle arriba una casita modesta con la plata que yo tenía. No soy una persona que haya pensado jamás en tener una casa de veraneo. A los veintitrés años, de hecho, me puse a llorar en la casa de mi mamá, que entonces era la mía, porque pensé que nunca iba a poder irme a vivir sola con el sueldo que tenía, y no me imaginaba que nunca fuera a ganar mucho más con mi título de Filosofía, y en ese momento no habíamos cobrado el juicio de AMIA y el horizonte de que mi madre pudiera comprarme un departamento estaba sujeto a la hipótesis de que, no sé, mis dos hermanas se casaran con millonarios y hubiera que comprar uno solo para mí. No digo esto para dar lástima: no hay nada digno de lástima en ser una chica común hija de una profesional de clase media que no tiene medio millón de dólares en el banco para comprarles un departamento a cada una de sus tres hijas. Lo digo para explicar que no sé nada de casas de veraneo (hasta hace unos meses, ni siquiera sabía manejar) y que se entienda entonces que elegí lo que me parecía la mejor inversión, la casa más chica en el terreno más caro que podía pagar. Insisto con lo de la inversión no solo porque vengo de una familia judía y es

una cuestión cultural, sino también porque no me tengo ninguna fe para volver a ganar esta cantidad de dinero. Una conocida está casada con un guionista que debe haber ganado lo mismo que yo o menos y vive como millonario; supongo que existe la posibilidad de hacer eso, quemarla en cinco años dando por hecho que vendrán mil más, pero yo no nací varón y rico, nací hebrea y paranoica, así que acá estoy. Lo que quiero decir es que no me compré una casa de veraneo en el barrio up and coming que está junto al balneario más exclusivo de Uruguay porque me interesara pasar tiempo en el balneario más exclusivo de Uruguay, sino porque me pareció que era el mejor uso que podía hacer de una plata que tenía y que supongo que no volveré a ganar; pero efectivamente fue lo que terminó sucediendo, terminé pasando tiempo en el balneario más exclusivo de Uruguay, y me terminó interesando muchísimo.

La casa de Alan quedaba relativamente cerca de la mía. El Muchacho me pasó a buscar en auto. Como a mí me gustaba, le dije al amigo que se estaba quedando conmigo que fingiera no estar, o que no estuviera directamente, ya no me acuerdo; pero el Muchacho me preguntó por él, si no quería venir también a visitar a Alan, y recuerdo que pensé que qué belleza, qué belleza la gente tan educada. Subimos entonces solos al auto. En el asiento del acompañante me puse el cinturón de seguridad, pero él se lo puso por atrás, o sea, lo abrochó por detrás de su espalda: “En José Ignacio todos hacemos así”, me dijo, y me mostró la sonrisa del millón de dólares, brillante sobre el bronceado perenne que lleva la gente que hace muchos

años que se saltea el invierno viajando estratégicamente de un hemisferio a otro. Del Muchacho me gustaba que era fino, orgullosamente fino –más fino, de hecho, que su propia familia: unos días después, pasando Navidad en su casa, escucharía a su hermana comentar la tonada cheta del Muchacho como si no se hubieran criado en la misma casa–, pero sobre todo que era autoconsciente de lo fino, y que se había propuesto explicarme las costumbres del lugar, supongo que porque se dio cuenta de que me divertía. Yo también lo divertía a él. No solo porque la gente en esos lugares es toda parecida, sino porque ni siquiera es parecida, es siempre la misma gente: son lugares en los que veranean hace años las mismas familias. Iba a escribir que cualquier novedad es bien recibida, pero supongo que no es cierto; el tipo de novedad bien recibida es la moderada, una chica blanca y de origen plebeyo pero suficientemente educada en los hábitos de la clase alta para no desentonar demasiado; gente que se puede llevar a las casas de otra gente. Si encima tiene alguna excentricidad –ser artista, ser soltera–, tanto mejor.

El mayordomo de Alan nos recibió con calidez; recordaba al Muchacho, o estaba entrenado para que pareciera que lo recordaba. Nos abrió el portón, nos guió hasta el lugar dentro del predio de la casa en el que podíamos dejar el auto y nos ofreció agua. Alan, en cambio, fue mucho más parco. “Yo me estoy yendo en diez minutos”, le dijo al Muchacho, como si no lo hubiera invitado a su casa varios días antes; “Me voy a un kabalat shabat”, agregó, solo para hacerse el interesante, claro, no porque realmente creyera que correspondía dar ninguna explicación; “¿Hacen shabat acá?”, pregunté yo, también, solo para demostrar que sabía lo que era, y no porque realmente tuviera nin-

guna intención de conversar. No me sorprendió en lo más mínimo: sabía que Alan había empezado su fortuna en el rubro textil, antes de pasarse a la hospitalidad, y en general doy por hecho que todos los millonarios textiles son judíos sefaradíes hasta que me demuestren lo contrario. Nos quedamos efectivamente diez minutos más; Alan y el Muchacho hablaron de ese supuesto proyecto, que existía, pero no parecía ser para el Muchacho más que una excusa para visitar a Alan y para Alan una excusa para hablar de sí mismo, aunque quedara claro que no las necesitaba. Alan dijo que podíamos quedarnos, si queríamos, aunque él se fuera, pero no pareció que lo dijera demasiado en serio, así que saludamos y el mayordomo cálido nos escoltó con calidez, sí, pero con firmeza, hasta la salida.

Mi novela favorita de Jane Austen es Mansfield Park; es la menos vistosa, la que menos adaptada ha sido y probablemente la que tiene la peor heroína, pero es la mejor escrita; no lo digo yo, lo dice Nabokov, que la incluyó en su curso de literatura europea en una época en que el cupo femenino en los programas no estaba en la cabeza de nadie. Todas las novelas de Jane Austen examinan la vida de la clase ociosa en la campiña inglesa, pero ninguna lo hace con la atención de Mansfield Park, que por algo se llama como la casa en la que transcurre y no como ninguno de sus personajes principales. Supongo que en parte esto tiene que ver con esa heroína que mencioné, Fanny Price, que será un poco sosa comparada con la protagonista de Emma o Elizabeth Bennett de Orgullo y prejuicio, pero tiene una ventaja que no tiene ninguna de ellas: Fanny es una outsider. Es la

prima pobre a la que acogen en la casa para aliviar un poco a su familia, pero no tiene los privilegios de las verdaderas dueñas de Mansfield Park. Aunque como todas las novelas de Austen esta tiene un narrador omnisciente, es evidente que esa narración está teñida de la mirada inquisitiva de Fanny, que trata de entender cómo funcionan las cosas, e incluso las critica con una firmeza que ninguna otra de sus heroínas tiene (y que la vuelve santurrona, tal vez, pero también el único personaje plausiblemente antiesclavista de la literatura de Austen).

Muchos comentadores dicen que la verdadera heroína de Mansfield Park es Mary Crawford, la forastera huérfana que llega a revolucionar al pueblo de Mansfield con su coquetería y sus ideas inmorales. Es perfectamente posible que Jane Austen lo haya pensado así, y efectivamente son dos heroínas muy similares, aunque una tenga más gracia y más dinero: chicas que vienen de afuera a perturbar la tranquilidad de un par de familias y darles algo sobre lo que charlar.

El Muchacho tenía la cara encendida cuando subimos al auto. “No lo puedo creer”, me dijo, “te juro que cuando nos cruzamos en Miami y en Madrid fue súper amable conmigo”. Contuve la risa por ternura: por mi reciente trabajo de guionista hablo con muchos famosos, y tengo clarísimo que jamás hay que pensar que te recuerdan o que te quieren. De hecho, no se lo dije al Muchacho, pero Alan y yo ya nos conocíamos: nos habíamos visto en una fiesta que él organizó en su hotel en Buenos Aires. Una amiga actriz le dijo, borracha y en chiste –pero todas las

cosas que se dicen en esas situaciones son borrachas y en chiste, así que no es tan fácil distinguir– que tenía que conocerme, que yo era inteligente e interesante. Alan efectivamente se interesó por mí; le conté que estaba escribiendo unas obras de teatro judío, y en retrospectiva entiendo que ahí me enteré de que era sefaradí, más allá de mis deducciones. Me preguntó qué iba a hacer esa noche, y si no qué iba a hacer el fin de semana. Me hubiera quedado con él esa noche, la verdad, pero cuando me di vuelta había desaparecido: se fue, me dijeron. Alan se va siempre temprano de sus propias fiestas. Esta noche, recuerdo también, empecé a entender el concepto de José Ignacio. Era noviembre, y alguien habló de alguien que “ya” se había ido para allá. “¿Ya?”, repreguntó otra persona, preocupada. Aparentemente, a más status, antes llegás y antes te vas; pero me estoy yendo por las ramas. Alan no me recordó ni de vista, a pesar de haberme escuchado como media hora hablando sobre teatro judío un año atrás, y a mí por supuesto no me sorprendió en nada. Por primera vez desde que había llegado, hacía diez días, se me ocurrió que esa era una ventaja comparativa para divertirse en José Ignacio: yo no pertenecía a ese mundo. Es verdad que ser outsider tiene sus bemoles, pero te da una impunidad y, ante todo, una inmunidad: nadie puede hacerte daño.

El Muchacho tenía una camisa de lino, como las que suele llevar la gente allá, una bermuda de jean (los pantalones de lino son marca registrada de un tipo humano específico, cuya versión más acabada encarna, por supuesto, Alan: al resto de los hombres de la zona les toca algo un poquito más sport) y la piel dorada por el sol en una genética judía pero también italiana. Si la gente linda supiera cuánto más bella se ve cuando está frágil y triste

supongo que estaría menos triste. “Veamos el atardecer y ahora recalculamos”, me dijo. Pensé que iba a darme un beso, pero no pasó: realmente quería ver el atardecer. El sunset en José Ignacio es sagrado, un acontecimiento en sí mismo; no una excusa para darse besos.

Iba a contar más historias, pero no tengo espacio y tampoco aportaría mucho porque son todas iguales. Es verdad que en José Ignacio se corta el bacalao: todos los chicos con los que me di o intenté darme besos por las noches, de día se la pasaban almorzando con los millonarios rusos que el resto del año les financian las fantasías y las realidades, pero salvo que estés en esa es muy azaroso cruzarse con un encuentro crucial o el contacto de tu vida. Hay que circular mucho a lo largo de mucho tiempo para que suceda algo que te sirva: por eso, en realidad, como outsider no perdés nada, pero tampoco lo ganás. La mayor parte del tiempo es una novela de Jane Austen: solo un montón de personas visitándose entre ellas.

Me quedé unos quince días más después de esa noche fallida que terminó en lo de Francis Mallman, porque algún famoso íbamos a ver esa noche. No tenía planeado quedarme tanto pero en algún momento sencillamente perdí el norte y se me empezó a ir el tiempo. No había sacado pasaje de vuelta, pero tampoco podía quedarme todo el verano, aunque la casa fuera mía y no hubiera inquilinos en el horizonte cercano (el agua estaba prestada por el vecino, no había instalado internet, en fin, no estaba en condiciones). Todo en José Ignacio es muy muy caro: comer afuera, ir al súper, todo, y yo ni siquiera tenía auto para ir a

aprovisionarme a Maldonado o a un lugar menos ridículo. El Muchacho se fue el día de Navidad. Me explicó que no era grave que esta vez me quedara, pero que el año que viene yo tenía que hacer lo mismo, que los propietarios el 20 de diciembre cuelgan el cartel de “dueño alquila” y cinco días después se van, mitad porque es la semana en la que podés alquilar a precios más siderales y mitad porque en esa época llegan las multitudes. Todo en José Ignacio es así: gente que teóricamente tiene mucho dinero pero después se va antes de que todo se ponga demasiado caro; gente que habla todo el año de la temporada de José Ignacio pero después juega una carrera para irse antes de que arranque. Me quedé dos semanas más entonces, con las multitudes y los inquilinos, hasta que el Gerente con el que me empecé a ver una vez que se fue el Muchacho me dijo que ya era hora de irse (cada uno tiene su vara de a partir de cuándo quedarse en José Ignacio es una falta de elegancia imperdonable: la del Muchacho era el 25 de diciembre, la del Gerente el 8 de enero) y que sacara el mismo barco que él y me volviera en su auto con él a Buenos Aires. En las cuatro horas de José Ignacio a Colonia aprendí que el Gerente venía de una familia judía clasemediera, como yo, y por eso, además de ser sensible, inteligente y buen conversador, solo había incorporado a medias las costumbres del lugar y manejaba con el cinturón puesto.

Pensé en escribir este texto, como una especie de chiste, para una antología que estaría llena de relatos de narcos y selvas y cosas más visiblemente latinoamericanas, pero al momento de entregarlo, en mi país estamos por ir a una

segunda vuelta electoral entre Sergio Massa, el candidato del peronismo, y Javier Milei, el candidato de la nueva derecha. La que quedó afuera fue Patricia Bullrich, la candidata de la centro derecha más clásica de la Argentina y de todos o casi todos mis nuevos amigos de José Ignacio. Pienso que cuando llegué pensé que habría algo de aspiracional en esta gente, algo que una quisiera imitar. Yo crecí leyendo novelas de Austen y mirando películas de época; a los doce años me puse a llorar porque mi mamá me sugirió que invitara a mis nuevas amigas del secundario a mi casa en el Once, la zona comercial en la que yo crecí; era un colegio que no era caro pero sí prestigioso, y ellas eran chicas de barrios altos; la sola idea de invitarlas a una casa sin jardín ni piscina me condujo a un ataque de ira vergonzoso pero también comprensible. Para mí, entonces, esa gente siempre tuvo algo de aspiracional, pero la sensación es que ya no lo tienen: los chicos jóvenes no quieren ser elegantes, quieren ser nuevos ricos ostentosos como los traperos. La elegancia del old money ya no interpela demasiado a nadie, y quienes ostentan esa elegancia han perdido tanto el contacto con la realidad que aunque sigan ejerciendo privilegios heredados ya no son necesariamente los que toman las decisiones. Más que aspiraciones, entonces, hoy son una especie de consumo excéntrico que nos da un morbo nostálgico a algunos por distintas razones. A mí, ya lo dije, por la cultura que consumía cuando era chica y porque el Once quedaba justo al lado de Recoleta, el otrora barrio emblemático de esta clase social. Hoy los nietos, cuando pueden, venden los departamentos oscuros de sus abuelos y los cambian por PHs con terraza en Chacarita o algún lugar más de moda. Son esos mismos nietos quienes dejan desocupado el palco de

la familia en el Colón y empiezan a vestirse de forma tal que no se los pueda realmente distinguir de los hijos de profesionales que para llegar al mundo de la cultura o de las empresas tuvimos que ir a la universidad para ayudar un poco a la suerte. De hecho, una noche comí con un montón de chicas y, acostumbrada a no ser ni la más linda ni la mejor vestida, fui pensando que mi lugar en la mesa sería marginal: no pasó ni esa noche ni la otra vez que me tocó ese mismo plan. Hablé más que nadie, me miraron, me sonrieron, me preguntaron. La aspiración, ahora, era la gente como yo.

Supongo que es saludable y americano este declive final de la aristocracia; y a la vez me pregunto, mirando a esta nueva derecha en ascenso, tanto más violenta y aterradora que la que teníamos antes, si la elegancia y la hipocresía no eran unos frenos virtuosos para la gente con cierta clase de impulsos y odios. Si efectivamente, en el fondo, parte de lo que me gusta del asunto es eso: la riqueza que venía con un poco de culpa, de señor que es generoso con sus siervos; es verdad que hay que esperar más del mundo que eso, más igualdad y más justicia, pero si la dirección es la opuesta, puede que esta fascinación con la alcurnia de la que tanto tiempo me avergoncé no sea tan políticamente incorrecta como creí. Me intriga, también, qué están pensando nuestras clases altas de Sudamérica sobre la derrota generalizada (en Argentina, en Chile, en Brasil) de sus representantes políticos. Tengo gente en la casa a partir de la Navidad pero calculo que me enteraré de todo la primera quincena de diciembre, antes de colgar el cartelito de “dueño alquila” para ver si consigo otro inquilino para enero y este asunto vuelve a ser una inversión en vez de un capricho impagable. No puedo esperar.

FLOTAR SOBRE UN CISNE

La memoria primaria son los cisnes flotando en el estanque. Blancos, inmensos, plásticos, con asientos y pedales para que el cuerpo humano los pueda hacer mover. Hay decenas de ellos y son como esas bicicletas estacionarias –pero con forma de cisne blanco, pico negro– que te hacen sentir que eres capaz de caminar sobre el agua. Es agua empozada pero no importa, por el tiempo que dure el alquiler, vives el teatro que puede ser el movimiento. Puedes desplazarte y sudar sin que haya un viaje de por medio. Puedes ir a ninguna parte, pero regresar con la tan extraña dignidad contemporánea del viajero frecuente. Esa que advierte que si el cuerpo se mueve algo ha ocurrido, aunque el viaje interior que solía acompañar al exterior ya no sea necesario. Bellezas e inclemencias del turismo. Ir sin salir, toda una modernidad. Estoy en uno de esos lugares del mundo en el que, a veces, se percibe que hay más futuro que pasado. Un lugar invadido de versiones del futuro no vividas. Un desierto de memorias del futuro. Aquí todo el mundo habla de un sueño, pero en su versión inflamada. Es muy americano, sí, pero no es el sueño clasemediero del suburbio, ni siquiera el de “hacerla en grande en la gran ciudad”, es un sueño cegador: la fama, la fortuna, la felicidad, la santísima trinidad de las F que la naturaleza humana del ego

tanto insiste en alcanzar. Es muy fácil reconocer cuando la imagen de ese sueño atraviesa el pensamiento de la gente que vive en este lugar, se les dibuja la misma sonrisa –cachetes levemente expandidos, como riéndose por dentro–, elevan la mirada un poco y se caen de bruces cuando la realidad interrumpe la ensoñación. Es un sueño de fácil contagio, lo recuerdo bien.

La memoria secundaria es el lugar y el tormento que ocurría a su alrededor. Uno siempre acomoda las memorias conforme al grado de culpa y tolerancia que provoquen. Viví durante un año en Los Ángeles, California. El apartamento que ocupaba quedaba frente a Echo Park, un parque –y corazón de la comunidad del mismo nombre– que en los últimos años –más bien décadas– se había convertido en el epicentro de un proceso violento de gentrificación en la zona, que se expande a lo largo de la ciudad, así como en importantes ciudades del estado de California, la quinta economía mundial si fuese un país y, naturalmente, uno de los lugares en los que mayor inequidad social y económica se observa claramente en las calles.

En Echo Park no había ningún esfuerzo por disimular la transformación. El negocio que vendía panes sin gluten, a trece dólares el pedazo, estaba al lado del negocio familiar de migrantes que vendía el pan con gluten a setenta y cinco centavos el panecillo. En unos pocos meses el segundo cerró. Este libreto se repite con demasiada precisión de país en país, de ciudad en ciudad, pero aquí en California los matices particulares que adquieren palabras tan densas –y que de tanto usarse están medio malgastadas y por ello se ha diluido su significado cuando se usan en discursos masivos– como

desplazamiento, desigualdad, inequidad, pobreza o gentrificación, revelan una especie de preámbulo de lo que vendrá más tarde. Después de todo, puede ser muy elocuente un cementerio del futuro. Pues el modo en que estas palabras pasan a la voz alta de los cuerpos de los miles de personas que lo experimentan es el resultado del extremo al que pueden llegar las obsesiones y valores de un sistema político y social. El mismo que en el mundo se reproduce como tendencia desde su máquina de difusión más poderosa, el cine hollywoodense; desde la ciudad del observatorio y las estrellas sobre las cuales podemos caminar, la fusión de cielo e infierno en su más balanceada expresión.

Lo pienso mientras pedaleo sobre el cisne que flota en el lago artificial de Echo Park: aquí soy extranjera, no tengo duda. Los puertorriqueños y los estadounidenses compartimos pasaporte azul, pero estoy segura de que estoy en otro país cuando accedo a esas memorias. Es el verano de 2018 y acabo de mudarme a los Estados Unidos desde Puerto Rico. Las pocas conexiones sociales que he logrado han sido con otros latinoamericanos que hablan español, particularmente, con los camareros y cocineros de alguno que otro restaurante quienes, tan pronto escuchan mi acento, se acercan entusiasmados a averiguar si provengo “de la tierra del Conejo”. Bad Bunny aún no es el fenómeno cultural en el que se convertiría poco tiempo después, pero en las cocinas angelinas ya es referencia y embajada.

Aún no ha pasado un año desde el paso del huracán María, que acabó con todo paisaje familiar y terminó de barrer con la zapata de lo que alguna vez fue un intento de proyecto de país. La imagen de la “exitosa” isla

caribeña quedó fijada en el tiempo: la isla vitrina del capitalismo estadounidense, contrapuesta a la Cuba comunista; la menor de las Antillas Mayores “brillando” sobre la mayor del archipiélago caribeño; la vida a la americana versus cualquier otra vida posible. Sobre la novela puertorriqueña –y su natural obsesión con el estatus político– se ha dicho lo necesario, lo innecesario y un poco más. Por eso, esta vez, hay que resistir la tentación de volcarse una vez más por esa ruta e intentar explicar lo que debiera no tener explicación, la existencia de una colonia en plena era “poscolonial” o la certeza de que, más allá de esta condición y de la subordinación política que ello implica, Puerto Rico es un país y una nación carente de su legítimo lugar en el mundo. Hay quien en la isla lo debate y en los Estados Unidos también, pero la cultura responde lo que la ideología no puede y cuando llegué a vivir a ese lugar era obvio que me había mudado a otro país.

Como en toda colonia que se reconoce como tal, en Puerto Rico aún se debate el tono del azul de la bandera y hay quienes cuestionan si, habiendo ahora mismo más puertorriqueños viviendo en la diáspora boricua en los Estados Unidos, es posible hablar de un país desde la isla, desde el archipiélago caribeño que habitamos poco menos de 3.5 millones de personas. Un número que sigue enflaqueciendo a la par con la quiebra económica, los huracanes, los terremotos, la pandemia y los desplazamientos que ya ha comenzado a provocar el cambio climático y su subsecuente “batalla por el paraíso”, como le llamó en su libro del mismo nombre, Naomi Klein. Algunos de los que apoyan el anexionismo se niegan a reconocer que Puerto Rico es su país, su nación y reservan

esas palabras, lealtades y afectos a los Estados Unidos. También hay anexionistas que lo son por motivos que poco tienen que ver con aires patrióticos, se sienten puertorriqueños y reconocen que son parte de esta nación, pero no tienen ningún problema ni encuentran mayor contradicción en anhelar que la isla se convierta en un estado más de los Estados Unidos. Pero para la mayoría de la gente, de aquí y de allá, por encima de cualquier desfase ideológico, la noción de país y de nación no está en debate. Simbólicamente se ha consolidado, pero, sobre todo, la claridad de la imagen que viene a la mente de los puertorriqueños cuando se utiliza, precisamente, ese gentilicio o se alude a la puertorriqueñidad es más o menos la misma. De la memoria compartida nacen las naciones. Por ello insisto en que hablar de los Estados Unidos desde Puerto Rico es hablar de otro país, aunque al llegar no pasemos por aduanas y haya rincones en la isla que se confunden con Miami, o el estado de la Florida hoy parezca un municipio boricua más que un estado conservador. Es otro país, a pesar de que nuestra experiencia migratoria sea tan distinta –y a veces nos distancie– de aquellos con quienes compartimos la otra patria, la de la lengua y, en gran medida, la de la historia.

Me mudé allí recién casada. Mi exmarido, el actor, (el único que he tenido, pero lo digo así con la esperanza de acumular unos cuantos más en los próximos años) no abandonaba, ya entrado en sus cuarenta y tantos, el sueño de hacerla en grande en Los Ángeles con todas sus F y unas cuantas más. Hacer cine bailando en la casa del trompo, ganarse una estatuilla dorada, alcanzar la gloria artística y económica. Envidio un poco a la gente

que sueña así; por lo general, esos niveles de grandilocuencia me dan flojera. Soy de sueños modestos, quiero pan y café, flores y ganas de bailar, libros y la sonrisa de mi hijo. No lo digo con orgullo, ni con un sentido de superioridad moral. Una de las cosas que te deja el crecer en un hogar en el que la principal preocupación es el dinero es un concepto amplio o limitadísimo de la ambición. Creo que es una maldición que me haya tocado la segunda.

Al poco tiempo de mudarnos, tomamos el tour del teatro de los Oscars y quedé muy confundida al caer en cuenta de que ese lugar tan glamoroso está en medio de un centro comercial. Y cada año, sus escaparates son escondidos tras inmensas cortinas para la entrada triunfal de los nominados por esas escaleras que bajé observando las recientes ofertas de ropa, velas de olor y zapatillas deportivas. Despojado de la teatralidad y la narrativa de la noche, ese teatro por fuera me explicaba algunas señales: en la escala de valores de este lugar el único engaño es tratar de engañarse, intentar convencerse de que aquí algo tiene más valor que la impostura, que la imagen, que el show que continúa siempre, como siempre abrirán las megatiendas.

Entonces los valores del lugar se fueron revelando por todas partes. Cometí la tontería de aventurarme a hacer lo que suelo hacer una vez llego a un nuevo lugar, lo normal, nada especial, salir a caminar. A dos cuadras de donde me había establecido la ruta conectaba a la extensa Sunset Boulevard. De camino había un mercado agrícola que se establecía todos los viernes, con sus empanadas veganas, sus dulces sin gluten, su terror a la harina y su necesidad de que todo sea más orgánico que la

123 organicidad de la tierra. En una esquina, un restaurante vegano de moda que ofrecía tragos a base de ginebra y kombucha, y en la otra el food truck de tacos mexicanos cuya fila no terminaba nunca. La zona para andar por la acera en tranquilidad era limitada, pero no tenía idea, y agarré el mapa del celular, anoté la dirección de una librería a una hora andando de allí y me fui. Cuando lo conté a un grupo de amistades quedaron espantados. Al parecer había caminado por campos minados sin tener idea, aunque con el tiempo entendería que de eso tratan los campos minados, de la serenidad que provocan.

Las fascinaciones y fijaciones de la ciudad eran evidentes. Cada cierta cantidad de cuadras los mismos negocios: dentistas que prometen los dientes más blancos del mundo mundial, veterinarios y negocios que venden todo tipo de artículos inimaginables para mascotas, incontables tiendas de ropa vintage –la mayoría más bien vieja, usada y a sobre-precio– y muebles antiguos, restaurantes que prometen salud y salones de masajes tailandeses, muchos, con sus letreros estridentes y su falta de disimulo respecto al negocio de la piel. Y también cada cierta cantidad de cuadras, los campamentos. Decenas y decenas de familias establecidas en casetas de acampar, creando comunidades, con estructuras y callejuelas en medio de las aceras. Gente que se asea en las mañanas en los baños comunes de los parques, salen a trabajar y regresan a dormir en las casetas porque jamás de los jamases podrán costear un hogar seguro en esa ciudad. También están los veteranos de Afganistán establecidos en las entradas de las estaciones del tren que todo el mundo me recomendaba no tomar jamás. Hombres con tatuajes que he visto antes en las historias de

El Faro y mujeres que se parecen a mí, pero no me sonríen, aún no saben dónde ubicarme. No tengo duda de que soy extranjera. No entiendo bien quién soy, ni qué carajos hago aquí. ¿Cuál es el código para entrar? ¿Por cuál puerta me toca?

Al llegar a la librería Skylight Books, cuya dirección encontré buscando “algo local”, me atiende una dependiente agradable, con esa amabilidad gringa que siempre parece sospechosa, pero a la que una termina rindiéndose de tanto extrañar que la traten a una bien. Hablamos un rato, me mostró el calendario de presentaciones de libros y me volqué sobre ella buscando entablar alguna conexión humana. ¿Eres de Puerto Rico? I’m so sorry.

Con esa frase lapidaria basta para resumir el intercambio. En ese momento, los puertorriqueños éramos los niños símbolo de la lucha demócrata y liberal en contra del expresidente Donald Trump quien nunca fue tímido en expresar su desdén por la isla, aún en medio de su mayor desastre natural en la historia reciente. Pocas veces volví a ese lugar, el límite de la dignidad está en permitir que le cojan a una pena o peor aún, que por subir un mínimo en la escalera social, acabe una por usar la inequidad como bandera y cogerse pena a una misma. Hasta ahí.

Pasaron los meses y nunca me adapté. No porque no fuera sobrecogedoramente hermoso el paisaje, porque no me gustara hacer senderismo y trepar montañas en la mejor temperatura posible o porque no fuera emocionante ir a una grabación en vivo de un programa de televisión protagonizado por Rita Moreno o ir al cine a ver una película sin saber que, al final, y del modo más casual, habría un conversatorio con su protagonista,

Natalie Portman. Le agarré el gusto a la kombucha, aprendí a hacer jugos verdes e hice amistad a costa del Conejo Malo con quien quisiera conectar conmigo por la vía de la música. Lo que pasa es que me dio con ir a caminar al parque, nada especial, un poco de ejercicio, trotar un rato, escuchar audiolibros, volver a casa. Solía hacerlo por las tardes y todo bien. Disfrutaba ver los cisnes flotando, la gente pedaleando, vendiendo dulces y comidas a la brasa, bebés dando pasitos y padres y madres corriendo detrás de ellos y sus perros. Me iba antes de que cayera el sol y el panorama cambiara. Hasta que empecé a ir por las mañanas y noté que en el parque vivían 6, 8, luego 12 familias que pasaban allí las noches en casetas de acampar o gente que dormía sin techo, arremolinada dentro de unas cuantas sábanas o una bolsa para dormir a la intemperie. Los atletas les pasaban por el lado haciendo su corrida matutina con la más absoluta indiferencia y yo sentía tanto asco de mis propias contradicciones. ¿Cómo seguir caminando allí como si nada pasara? ¿Cómo es que en el lugar en el que más importa la escenografía y el paisaje se ignora con tanta facilidad lo que grita el paisaje mismo?

Al poco tiempo nos mudamos de vuelta a la isla. Yo regresaba embarazada y poco después de que el niño cumpliera sus dos años terminaría divorciada. Al día de hoy, me pregunto si toda aquella falta de adaptación se debió a la ciudad, a mi evidente y bien alimentada rabia de sujeto colonial o a la otra verdad subyacente en esta historia. Esa que me susurraba al oído que el matrimonio es una república independiente y que, si estar casada se siente como estar en otro país, tan y tan ajeno, el impulso de migrar, de irse, de desertar a cualquier lugar

que parezca o asemeje una patria posible, no va a dejarte tranquila hasta que te muevas. Solo me monté una vez, pero tardé más de un año en bajarme de aquel cisne. Ahora vivo en Santurce, el barrio cangrejero de San Juan. Aquí flotan los carros cuando llueve demasiado y se tapa el alcantarillado, pero una vez bajan las aguas, regresan los cangrejos a cruzar la calle, a reclamar el país de arena que siempre fue suyo y que sigue ahí debajo del asfalto.

ESPAÑITA

2023. Tengo pocas fotografías de mi padre. En mi favorita, él viste con traje gris, camisa de cuello ancho y corbata negra. Su chaleco abotonado revela a un hombre rozagante. Se encuentra en el piso de mi abuela materna Florentina (o Flora) en León, España. Tiene una mano en la cintura, la otra reposa sobre una bocina. Sonríe. Lo rodean el tibor y una consola con portarretratos de su hermano José Antonio y su hermana María Antonia (o Toñi). A sus espaldas hay una vitrina de madera. Con la mirada busco más detalles, esperando que aquellos objetos respondan varias preguntas sobre alguien que apenas conozco. En esta insistencia, la memoria me traiciona. Ahora soy yo la que aparece en el papel fotográfico. Tengo cinco años. Estoy en el suelo, recargada en una de las puertitas del mueble acristalado. Escucho una discusión. Me levanto para asomarme a una de las habitaciones. Huele a alcohol. Mi padre le propina un golpe a mamá. Él vocifera, ella solloza y yo me desgañito. Quiero ir a defenderla. La abuela Flora me frena, cerrando el cuarto. Afirma que es normal que las parejas se peleen así. Me da una moneda de quinientas pesetas con un par de efigies y la leyenda « 1990 Juan Carlos I y Sofía». Lloro. La televisión sigue encendida.

Al fondo suena una canción. Ven, devórame otra vez1. Mi padre y mamá suelen bailarla en la sala de nuestra casa de Tlaxcala, México, después de las fiestas que suelen organizar mis abuelos maternos: Mayito y Memo. Desesperan mis ganas por ti. Ellos no hubieran dejado que pasara esto. Son ansias de amarte.

1 Las cursivas señalan fragmentos «Ven, devórame otra vez», de Azúcar Moreno; «Bailar pegados», de Sergio Dalma; «Niña, ¿por qué lloras?», de Los Chicos; «Bamboléo», de Gipsy Kings; «Naturaleza muerta», de Mecano; «Si tú quisieras», de La Unión; «Siempre es de noche», de Alejandro Sanz; «Nun Yes Tú», de Los Berrones; «Be With You», de Enrique Iglesias; «Que se me va de las manos», de Ella Baila Sola y «Tentación», de La Unión. También hay una versión libre mía de versos de «The Empty Glass», de Louise Glück.

1990. Mi padre decide que vayamos caminando a San Marcos. Mamá se queja del clima. Él toma mi mano. Acomoda mi abrigo blanco que contrasta con la nieve sucia, derritiéndose. La primera vez que la vi fue bajando del avión en Barajas. No había nubes y un manto lechoso cubría la pista de aterrizaje. Mi padre abrió la boca y echó humo. Vuelve a hacerlo cuando asegura que estamos cerca. Como fuma mucho, es confuso. No sé si es el frío o el cigarro. Llegamos a un edificio grandísimo. (Lo que no sabemos todavía es que nos trajo a la tumba de su tío Adolfo2, del cual heredó su segundo nombre). De vuelta con la abuela Flora, ceno dos Petit Suisse de fresa. La etiqueta tiene personajes que parecen sacados de los cuentos troquelados que la tía Toñi me regaló. Mi favorito es La vendedora de fósforos, aunque la niña muere congelada. A mí no me pasará eso. Me puse un pantalón de pana esmeralda, botas vaqueras y suéter de figuritas de Santa Ana Chiautempan, en Tlaxcala, donde hay muchos gachupines como mi padre. Él está en la cocina, con mi tío Arsenio. Los dos beben café con ron añejo. Mi padre se suelta a llorar. Le reclama a la abuela Flora que no lo fueran a visitar al internado. Ella confiesa que no había ni un duro. Apenas podían comer. Echaban las alubias con todo y piedras, sin limpiar. Mamá abre mucho los ojos. Pobre papá, pienso. Tal vez se tragó una roca y no la ha podido vomitar.

2 2023. «Enciclopedia de la Memoria Histórica. Adolfo Rodríguez Bayón, represaliado por el franquismo. Lo fusilaron el 19 de agosto de 1939 en el Campo de Concentración de San Marcos. Tenía 21 años. De Pajares. Ferroviario. Puede que haya información adicional sobre esta persona en las distintas bases de datos de víctimas. Puede dejar flores virtuales a esta persona».

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1993. Él es un padre-patria en México. Mete su país donde vivimos en Tlaxcala3. A su lado, estamos en Españita. Contrata cable para ver Farmacia de Guardia y El gran juego de la oca. Nos encanta Emilio Aragón. Mamá cocina las recetas de la abuela Flora. Fabada sin morcilla. Callos a la andaluza, que apestan el pasillo. Pimientos morrones en conserva. Tortilla de patatas a la que agrega atún. Conejo con pimentón que mi padre chupa hasta las falanges. En las paredes hay platos decorativos con el escudo español y los Reyes de España. El Shadow azul marino de mi padre tiene una estampa de su León. El Topaz negro de mamá no tiene nada. Voy a clases de flamenco, aprendo a usar castañuelas y batir palmas. Él compra cada semana ¡Hola! e Interviú, que llega con retraso. En la que dejó en el sillón –donde a veces se sienta a beber solo– hay una mujer semidesnuda y estas letras: «Los maridos españoles matan más que ETA». Algunos sábados, suena «Bailar pegados» a todo volumen. Eso significa que mi padre está de buen humor. Corazón con corazón en un solo salón dos bailarines. Y que amaneció sobrio. Cuando no llega a dormir, mamá usa su vieja radiograbadora porque él nos prohíbe tocar el estéreo modular. Escuchamos a Los Chichos y Gipsy

3 2023. Una foto ovalada muestra al mismo hombre, pero con semblante serio. En el rastro del sello gubernamental se alcanza a leer «México». Estaba en un documento migratorio. Mi padre llegó aquí en 1978, año de la Transición. Se instaló en San Martín Texmelucan, Puebla, para trabajar en la empresa de toallas del tío Antonio: El Pilar. Iba mucho a Tlaxcala, donde conoció a mamá. Se hicieron novios. Después, se casaron en 1985. Él no iba de visita a España. Estaba feliz. Hasta 1990, que lo acompañamos. Regresó de la madre patria siendo otro.

Kings. Niña, ¿por qué lloras? ¡Que no viene el papa! Yo lo desobedezco y me acerco al sofisticado aparato. Porque mi vida yo la prefiero vivir así. En su colección musical, hay elepés de La Unión, CDs de Mecano y un casete de marchas franquistas con un dibujo del Generalísimo. Ese nunca lo pone. Yo sí. Me descubre porque él sabe todo como un Padre-í-simo. Le miento y digo que esperaba oír «Naturaleza muerta». No se enfada. Y llorar, y llorar, y llorar por él. Flipa porque mi hermanito de un año se llama como él: Manuel Adolfo Álvarez. Se visten a juego, con pants del Real Madrid. Él dice que su apellido seguirá. A mí me gusta más el de mamá. Y esperar, y esperar, y esperar de pie.

1997. Se supone que el corazón de un alcohólico tiene el doble del tamaño normal. Es solo que mi padre ni siquiera tiene un latido oscuro. Si tú quisieras ver mi interior. Según el curandero nahua, le hacen falta dos almas: tonalli (cabeza) y teyolía (corazón). Si tú quisieras. También asevera que es puro ihíyotl , su única alma está en el hígado. Que no tienes corazón. Lo cubre de ramas de pirul y hojas de romero. Hoy no habría corazones rotos . No sirve de nada. Me cuesta creer que tú ya estés de vuelta, y que es mejor no volvernos a ver. Ha intentado acupuntura, terapia, Alcohólicos Anónimos. Sigue tomando hasta perder la conciencia. Mayito y Memo se ofrecen a pagarle rehabilitación privada. A desembolsar más dinero en mi padre como lo han hecho con la imprenta que desfalcó, los autos que chocó por manejar tomado, el hogar que rompió y la vida que no vivió en México. Él declara que no está enfermo y que la culpa es nuestra.

La solución es la abuela Flora. Se regresa a León. Pienso mucho en él. Cuando sueña, yo respiro luz. Le escribo largas cartas. Él hace llamadas donde berrea, pidiendo perdón. Ruega que vayamos a verlo. Y se marchó, ella se alejó de él. Yo no quiero. Porque su alma hoy brilla con más fuerza que un millón de soles. Lo odio a él y a España. Cojones. Mala leche. Hostia.

2000. Mi prima Consuelo cuenta que en este campo hacen la Fiesta Minera Asturleonesa4. (Lo comparte con el mismo orgullo con el que me señaló una trinchera de la Guerra Civil en el camino a Pozo de los Lobos, una cascada). Mentalmente estoy fuera de Rodiezmo, en otro lado. Soy como mi padre. Mi primo Iván enciende el reproductor portátil. Acordes de guitarra se unen a una voz que canta en asturiano: Travayes nun taburdio llámente travesti. Los amigos de mi primo se mueven con torpeza al compás simplón. Nun yes tu, qué vas a ser, presumís de ser buen mozu y agora yes una muyer. Algunos se contonean, exageran sus ademanes. Ya nun tiens pelo’n pechu después de la operación y creciéronte les tetes y aclariósete la voz. Si volvieres pel tu pueblu nun puen ver un maricón. Esta última palabra la alargan, a coro. Iván mete la lengua en la boca de Jessica. Me pregunta si es maja. Asiento, aunque a mí no me gusta. Me parece que la guapa es Sonia. Tiene el color del pelo como Valeria. Rubio oscuro. Quiero volver ya 4 2023. Mi padre suele afirmar que es un cazurro. Del árabe cadzur o insociable, un «pícaro desvergonzado» según el Diccionario histórico de la lengua española (1933-1936). «Cazurro». Así le dicen los asturianos a los leoneses. Hay muchas personas de Asturias viviendo en Tlaxcala. En los noventa, hacían una romería anual. Vestían a todas las niñas con el traje regional asturiano, menos a mí.

a Tlaxcala para que estemos juntas. Pero ella tampoco está ahí. Se fue a Italia. Al pueblo de su progenitor, el cual, por lo que me ha contado, es muy similar a este lugar. Tal vez por eso mi padre y el suyo son tan amigos. Pero nosotras no somos solamente amigas. Me coloco los audífonos y prendo mi Discman. I know the touch of your hand can save my life. Antes de venir a España, ella y yo nos quedamos platicando toda la noche. I got to be with you somehow. A las 6 de la mañana me dijo que me adoraba y nos quedamos dormidas en un abrazo. And I can’t go on, I wanna be with you. Está por anochecer. Aquí haremos lo mismo que ayer. Veremos Gran Hermano y alguien repetirá la frase que le sigue haciendo gracia a estos parientes: «¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza? ¿Quién, quién?, joder». Cenaremos pesado. La tía Toñi me alzará la voz: «No digas ni gracias ni por favor, somos familia. Coño». Que soy demasiado mexicana. Le contestaré que sí. Y qué. Mis primos y yo caminaremos de Rodiezmo a Villamanín para el botellón. Ganará quien tome más. Será mi primo Iván, el único que no vomitará. Eructará y Jessica lo morreará. Nadie me besará a mí. De vuelta, en la madrugada, mamá imitará el acento de mi padre y dirá que nos fuimos de marcha. Pero me estoy equivocando porque la tía Toñi nos lleva a ver a sus suegros a Pendilla de Arbas. Pasamos casas de piedra. Entramos a una senda destartalada. Visitamos a los ancianos, son poco amables y apenas dicen palabra. Estamos como tres horas. Le digo a mi hermano que es mejor cualquier pueblo de México. Él juega con unos llaveros oxidados de los Merengues. Se los dio el tío José Antonio en el pinar. Al regresar al chalet, la abuela Flora y la tía Toñi riñen a mamá. Dicen que es su responsabilidad

que mi padre se encuentre mal. Yo la defiendo como llevo años haciéndolo. Pronto volveremos a León. Que se me va de las manos entre el humo de los coches, el verano. El tío Arsenio nos llevará al piso sobre la avenida Álvaro López Núñez. El paisaje cambiará en la carretera de Gijón. El verdor y las rocas agrestes desaparecerán. Mis primos y la abuela se quedarán en Rodiezmo. Mamá, mi hermano y yo seremos libres de hacer lo que queramos. Que se me olvida la gente que, con más o menos suerte, me ha ayudado. Llegaremos. Abriré la ventana del cuarto de TV. Observaré el edificio nuevo donde antes hubo un terreno baldío que me intrigaba de niña. Le tomaba fotos con la Pentax de mi padre, hasta que la escondió de mí porque le desconfiguré el año y viajamos de 1991 al 1981. Y yo perdiendo la calma, ciudad extraña de mi pasado. Antes. Ahora. Después, los tres: mamá, Manolín y yo.

2003. ¿Cuál es el padre que conserva mi memoria? No hay uno solamente, sino varios padres5.

5 2023. ¿Quién es realmente? Muchos hombres. ¿El hombre que me da tarjetas de cumpleaños con muchas palabras en letras cursivas que no

2007. Hoy nos dijo que sabe lo que hacíamos cuando pensábamos que estaba durmiendo la borrachera: tomábamos dinero del bolsillo de su pantalón. 2010. Vine a Madrid por motivos laborales. Recogeremos un premio en el Palacio de la Zarzuela. Antes de ingresar, nos explican el protocolo: hay que hacer reverencias, decir «Su Alteza» y hablarle de usted a la reina Sofía. Llega alguien de ¡Hola! a tomar fotos. Me quedo más días de lo pensado con la fundadora de la asociación civil donde trabajo, quien me dice que soy una excelente compañía. No hago más que escucharla. Por las mañanas, voy a El Retiro y al Museo del Prado. Por las noches, voy a Chueca y Malasaña. En las tardes, comemos juntas. Me pregunta si tengo novio. Niego con la cabeza. Lo que tengo es una novia. Pero eso no se lo confieso. Vuelvo varias veces al Prado para contemplar Ticio, de José de Ribera6. El gigante, hijo de Zeus entiendo? ¿El que me llevó a la Santa Cueva de Covadonga y rezó por mí? ¿El que me enseñó a andar en bicicleta? ¿O el que le dice «india» a mamá como si fuera un insulto? ¿El que me trae postales de sus idas a Atlanta y Dresde? ¿El que se acobarda ante la tumba de su padre, el abuelo Aurelio? ¿El que me enseñó a nadar? ¿Aquel que me regaló el hábito de la siesta? ¿El que me llevó a Santander a tocar el mar helado? ¿Con el que subí al castillo de Ponferrada? ¿El que siempre está pulcro a pesar de la reseca? ¿El hombre en México o el de España? ¿El que miente?

6 2023. Estoy con Marcia en el Museo Nacional de San Carlos. Hay copias de José de Ribera y su taller. Vemos su único original en México: San Juan Bautista bebiendo agua de una fuente. Le cuento de Ticio. Y añado alguna anécdota sobre mi padre, que apenas reenvió la esquela de la abuela Flora a través del Messenger de una de sus dos cuentas de Facebook, donde

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y Elara (a quien el «padre de los dioses y los hombres» ocultó bajo la tierra), sufre eternamente. Se encoge ante un buitre que le mordisquea el hígado. Nos encuentro a mi padre y a mí en el lienzo. Y no visito su terruño, donde hace un par de años levantaron un monumento a los represaliados. Peñalaza lo resguarda porque en esas sierras montañosas hay fosas comunes.

2013. Mi padre dice que lo único que recuerda del colegio seminario con los agustinos en Lodosa, Navarra, es su número de alumno interno. Pobre papá, pienso. ¿Le habrá pasado algo ahí que trastocaría su vida? Abusos y malos tratos eran la norma en los internados de la dictadura franquista. Oye, ¿dónde vas? Las manos déjalas quietas. 2017. Me invitaron a un festival de poesía en Córdoba. Tengo trece días sin casa por el terremoto del 19 de septiembre. No iba a venir pero Isabel me convenció de hacerlo. Cerca de la Mezquita-Catedral, Elsa me da un consejo para conectar con el presente. Hago una parada en Madrid. Violeta me presta su apartamento en Pasaje de Tortosa, cerca de Atocha. Está lleno de libros. Tomo uno de Louise Glück. Leo un poco. Salgo a caminar. En el Palacio de Cristal hay una instalación de Doris Salcedo en la que se escriben nombres con agua. Sara, Manal y Elyas son refugiados ahogados. Le cuento mis impresiones a Andrea por WhatsApp. Doy más vueltas. Repaso estos me bloquea y desbloquea. Ella dice que él no es mala entraña. Quisiera su claridad. Mi pareja sabe ver mucho mejor que yo.

versos: «Era de corazón duro, remota. Era egoísta, rígida hasta el punto de la tiranía. Pero siempre fui esa persona, incluso en mi infancia. Nunca cambié». Lo que cambió fue mi fortuna. De la noche a la mañana. Y llego a la Cibeles, donde hay una concentración por el referéndum de independencia de Cataluña. Entre las señeras y los carteles de «Parlem, Hablemos», surge un «Muerte al Separatismo» y una manta con el yugo y las flechas de la Falange. Falta que canten con entusiasmo «Cara al sol» como en el casete de mi padre. Una puede hacer hogar en donde sea porque lo lleva consigo misma. Supongo.

2023. Él aparece nadando en esta imagen. Es el río Bernesga, que pasa por Villamanín. Se cuenta que lo

cuidaba un cuélebre, el cual pedía una oveja diaria para alimentarse. Cuando diezmaron los rebaños, exigió doncellas hasta que San Lorenzo lo venció. Se erigió una ermita. Esta siguió en pie cuando Villamanín fue arrasado durante la Guerra Civil en 1937. El pueblo fue « adoptado por el Caudillo Franco » y reconstruido con apoyo de la Dirección Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones. Lo que no arreglaron fue la Fabricona de Golpejar. Pero las ruinas resisten y mi padre también.

EL TAMAÑO DE LO INVISIBLE

En medio de la conversación, los señala, pues nadie los ha visto.

–Ganoderma applanatum –dice con cierto fastidio, su voz gruesa un tanto ahogada.

Cae la tarde en el café La Semilla, en el centro de Puerto Maldonado, la capital del estado de Madre de Dios, en la Amazonía peruana, y el investigador de hongos Mishari García Roca, un gigante en shorts negros y camisa de manga corta terrosa con cierto aire al director Emir Kusturica, apunta con vehemencia hacia un grupo de protuberancias horizontales en la base de un tronco. Parecen enormes orejas marrones con un delicado borde habano, o redondas lenguas leñosas que el árbol extiende hacia la mesa colmada de cervezas donde esperamos con ansias el frescor de la noche.

–Tienen usos medicinales –dice el micólogo de 49 años con el ceño fruncido y los brazos de basquetbolista agitándose en el aire–. Los llaman hongos milagrosos en Asia. Y ahí están, como si nada.

Hace alrededor de una hora, Mishari García Roca, una de las personas que más sabe de hongos en Perú, llegó a La Semilla, pidió cervezas para lidiar con el calor –«Me suda hasta el ojo», dijo moviendo la cabeza–, y se sentó a hablar sin pausa de los seres que estudia desde

hace casi tres décadas. Varias personas me habían recomendado contactarlo aprovechando que había asistido a un encuentro de periodistas ambientales, en Madre de Dios, así que ese día de agosto tomé un bote para verlo.

Puerto Maldonado hervía bajo el sol obstinado del final de la tarde. Decenas de motos corcoveaban por las calles destapadas en manos de residentes y una población flotante de contrabandistas, madereros, mineros ilegales y funcionarios de oenegés preocupados por la selva. En La Semilla, en una banca que le quedaba chica, García Roca se quejaba de la ignorancia generalizada del mundo sobre los hongos. Están de moda, pero no sabemos mucho sobre ellos, dijo. Hasta ahora estamos empezando a entenderlos y a darnos cuenta de su importancia. Limpiándose el sudor, repasó algunas de las especies que atacan, drogan y devoran insectos en los bosques de Tambopata, la región del departamento de Madre de Dios donde se encuentra la ciudad de 80.000 habitantes a la que llegó hace casi treinta años.

Más allá de los champiñones, las trufas y de ciertas enfermedades, rara vez reparamos en los hongos. Históricamente, cuando los veíamos, nos confundían, pues nadie sabía muy bien dónde ubicarlos en el enramado de la vida. Algunos escritores clásicos pensaban que crecían espontáneamente luego del impacto de un rayo. En el siglo dieciocho, Carlos Lineo, el padre del sistema taxonómico moderno, los incluyó en el reino vegetal, pero se desesperaba con sus particularidades: «El orden de los hongos aún es un caos, un escándalo del arte, ningún botánico sabe qué es una especie y qué es una

Sin embargo, están en todas partes, dice García Roca, cerveza en mano. Hoy se estima que existen entre 1,5 y 15 millones de especies –entre cuatro y cuarenta veces el número de variedades de plantas de todo el planeta–, de las cuales solo se han identificado unas 155.000, entre el 10% y el 1%. «Dada su masa y su número de especies, los hongos (junto con los insectos) son probablemente los organismos más comunes y evolutivamente exitosos del planeta», escribe el micólogo norteamericano Britt A. Burnyard, en su libro The Lives of Fungi, a Natural History of Our Plant’s Decomposers. Según estudios recientes, hay cerca de 600 especies de hongos dentro de un apartamento cualquiera de una ciudad europea, y 400 en un ser humano promedio (para ponerlo en contexto, en todo el planeta viven alrededor de 330 especies de marsupiales). Hay hongos microscópicos en los estómagos de los animales, en los líquenes, en las paredes de nuestras casas, en las hojas, las raíces y los tallos de los pastos y los árboles, en las plantas de nuestros pies, en nuestro cuero cabelludo (la causa de la caspa) y en nuestros estómagos (cada bocanada de aire que aspiramos irremediablemente incluye una jugosa proporción de esporas; cada año, los hongos producen cerca de 50 megatoneladas de esporas, el equivalente a unas 2.120 veces el peso del Titanic).

Todos transforman o esculpen sus hogares de una u otra manera. En su afán por alimentarse y crecer, los hongos producen toda clase de metabolitos, compuestos capaces de envenenar, curar y disolver desde

141 variedad», le escribió a un amigo. A pesar de su ubicuidad, recién en 1969 se diferenció un reino específico para estos seres.

nuestra piel hasta una piedra. Hemos hallado hongos que se alimentan, descomponen o digieren gusanos nemátodos, heces, rocas, plásticos, colillas de cigarrillos, arañas, petróleo, cadáveres, cachos, pezuñas, moscas, bacterias (de ahí, antibióticos como la penicilina, la estreptomicina y la cefalosporina), termitas, otros hongos, celulosa, lignina, granos, raíces, frutas, vegetales, plumas, cucarachas, madera (hongos xilófagos, como el Ganoderma applanatum , que García Roca señala de manera insistente) y prácticamente cualquier otro material.

La obsesión de Mishari García Roca por los hongos tardó décadas en dar fruto. De niño, en los viajes en auto que hacía con su familia, solía preguntarles a sus padres el destino del viaje. «¿A dónde vamos?», repetía. La respuesta era inmutable y de origen desconocido: «Donde hay pampitas, donde crecen callampitas». Kallampa es la palabra quechua para hongo. Era una réplica sin sentido que buscaba callarlo. Su padre era un célebre cineasta peruano y su madre la productora de sus películas. Viajaban mucho debido a las filmaciones. Gracias a ello, Mishari conoció la Amazonía a una edad temprana. Vivió en Iquitos cuando tenía 12 años y recuerda hongos multicolores de formas inauditas que crecían en la selva, pero nunca fueron más que una curiosidad. Cuatro años después, al terminar la escuela comunista que eligieron sus padres («Eran rojos», dice), entró a estudiar Ingeniería Forestal en la Universidad Nacional Agraria La Molina, en Lima. Sus padres no entendían que no quisiera dedicarse al cine o a las artes. Era un bicho raro, pero apreciaban que hubiera ingresado a una universidad pública que

tenía fama de ser exigente. Alguien le dio a probar los hongos mágicos, Psylocibe cubensis , en una fiesta de su primer año. Al poco tiempo, los estaba reproduciendo en un laboratorio, sin ninguna intención de estudiar sus hábitos más allá del cultivo. Más adelante, en una visita a la Granja Porcón, una comunidad evangélica andina, vio centenares de hongos que crecían entre cultivos de pinos. Los niños de la comunidad trabajaban picando piedras y se le ocurrió que quizás el cultivo de hongos podía ser una alternativa de negocio o, cuando menos, una forma de trabajo infantil más amable. García Roca los recogía y se los comía, y las personas le tomaban fotos, pues pensaban que moriría envenenado. A partir de ese momento, no dejó de pensar en ellos. Terminó la carrera y luego se mudó a Puerto Maldonado e hizo un doctorado sobre los macrohongos de la provincia de Tambopata.

–El mundo nace de la bronca entre bacterias y hongos comiéndose una piedra –dice el micólogo en La Semilla antes de interrumpirse cuando sus hijos se acercan a la mesa con rostros culpables–. ¡Fuera! No sé qué lío hiciste con tu hermano, pero fuera–. Bebe otro trago de cerveza y aleja a sus dos gigantes con ademanes exagerados–. ¡Miles de millones de años y no paran!

La vida no existiría sin ellos. Se teoriza que los hongos fueron los primeros organismos multicelulares en salir de ese océano primigenio y asentarse en la tierra hace miles de millones de años. Genética y molecularmente, los hongos son más cercanos a los humanos y los demás animales que a las plantas. De hecho, compartimos un ancestro común apodado

«LOCA», por last opisthokont common ancestor , una suerte de ameba unicelular que se impulsaba por medio de un flagelo y comía bacterias.

Las plantas salieron del océano tiempo después. Inicialmente, carecían de raíces así que forjaron relaciones simbióticas con los hongos para sobrevivir en medio del desnudo y agreste paisaje. Los herederos de esa relación inicial son las micorrizas, hongos que se encuentran dentro o en las inmediaciones de las raíces de las plantas. Allí intercambian agua y minerales como fósforo por los carbohidratos producto de la fotosíntesis en un espacio que, de acuerdo con algunos estudios, se regula por la ley de la oferta y la demanda (donde hay mucho fósforo, las plantas dan menos carbono, y donde hay poco, entregan más a cambio).

Casi todos los hongos están formados por hifas, un conjunto de células reunidas dentro de una pared tubular a través de la cual fluyen agua y nutrientes. Las hifas –filamentos que usualmente tienen entre 0.002 y 0.02 mm de ancho, similar al tamaño de la cabeza de un espermatozoide humano– crecen desde sus puntas, y pueden dividirse o fusionarse para formar el micelio, el tejido que compone las diferentes partes de los hongos, incluidos sus cuerpos fructíferos (champiñones, trufas, etc.). Una parte importante del suelo del planeta está hilada por estas hebras. Si se estirara el micelio que recorre un gramo de tierra fértil, se estima que mediría entre 100 metros y 10 kilómetros. En una cucharada de ciertos tipos de suelos, se calcula que puede haber el equivalente a 3.200 kilómetros de hifas, poco más de la distancia que hay entre Ciudad de México y Bogotá, o entre Puerto Maldonado y Río de Janeiro.

En la Amazonía peruana, García Roca ha intentado estudiar las micorrizas de árboles como el shihuahuaco, una especie en peligro de extinción por su tala ilegal, que puede alcanzar los 50 metros de altura y atrapar hasta 40 toneladas de carbono.

–Cuando corté la madera del shihuahuaco y la miré por primera vez bajo un microscopio, parecía una escritura binaria. Los shihuahuacos escriben la historia. Hoy la dendrología lo estudia, pero hay más. Ahí hay escritura– dice.

Afuera, huele a selva, sopor y río. No se puede hablar de una noche fresca, pero el calor de agosto ha amainado. García Roca recoge a sus hijos y nos dirigimos en su auto hacia su casa. Mientras maneja entre nubes de polvo, selecciona una banda sonora en una USB. Suena música electrónica y una canción de Kusturica, y García Roca se queja de la falta de colaboración entre los micólogos en Perú y Latinoamérica. Debemos ser unos 15 trabajando en el tema. Muchos se rehúsan a compartir sus datos. Los protegen como si fuesen tesoros y, en cierta medida, lo son. En una conferencia sobre hongos, recuerda haber presentado una ponencia sobre una especie que no estaba registrada en el país. Se alimenta de las heces de la vaca y sus cuerpos fructíferos solo salen cuando llueve o se moja. «Nadie se sienta a ver caca un mes», dice soltando el volante. Pero precisamente por eso se debería trabajar más en conjunto.

Los dos gigantes juegan silenciosos en el asiento trasero. Nos detenemos en un supermercado que en la noche funciona como discoteca y compramos más cervezas. La música electrónica comienza de nuevo y nos acompaña hasta su hogar en una calle oscura.

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Junto al garaje de la entrada, García Roca tiene un laboratorio y un cultivo de Pleurotus ostratoroseus en un cobertizo. El fruto tiene la forma de pétalos caídos de una rosa blanca con tonos rosáceos similares a los de un cuarzo de ese color. Son hongos comestibles que ayudan con el colesterol y que tienen un gran potencial para la industria, de acuerdo con García Roca. Una de sus estudiantes tiene un proyecto para comercializarlos y analizar qué tan buen negocio puede ser para las personas en Puerto Maldonado, donde priman las actividades extractivas, muchas de ellas ilegales. Allí la gente muere con la misma facilidad que los otros seres de la selva. Madre de Dios tiene la mayor tasa de homicidios de los departamentos del Perú, ocupa el último puesto en la tasa de muertes por accidentes de tránsito y se halla de cerca del fondo en índices como la incidencia de tuberculosis y casos de VIH por cada 100.000 habitantes. En 2017, según un reporte de USAID, tuvo una tasa anual de homicidios de 46.6 muertes por cada 100 mil habitantes, casi seis veces el promedio nacional. Las callampas, si alguien las viera, quizás podrían ayudar.

En la sala de su casa –biblioteca repleta de libros de hongos, un retrato al óleo de su padre sobre la nevera, desorden generalizado–, el micólogo habla de zombies, los mismos que inspiraron el videojuego y la exitosa serie de HBO The last of us. La familia se llama Ophiocordycipitaceae, me dice. El más célebre, Ophiocordyceps unilateralis, penetra con sus hifas el cuerpo de las hormigas carpintero, se toma su cerebro y libera compuestos para obligarlas a superar su terror innato a las alturas y subir a las ramas de los árboles que yacen sobre los hormigueros. Una vez arriba, el hongo hace que las

hormigas se aferren a los tallos con sus patas o mandíbulas. Luego, digiere el interior de sus huéspedes y hace crecer un hermoso tallo a través de sus cabezas. El píleo o sombrero, que semeja una flor para los no iniciados, deja caer las esporas sobre el hormiguero para infectar a las compañeras de la muerta.

Hay potencial allí. En Tíbet, Ophiocordyceps sinensis , el hongo del gusano, representa casi el 10% de la economía y el 90% de los ingresos en ciertas zonas rurales. Los hongos infectan las larvas de las polillas fantasmas. Al igual que en otras especies, toman control de sus huéspedes, se alimentan del cuerpo y antes de morir obligan al gusano a acercarse a la tierra. El tallo crece a través de la cabeza y el hongo sale a luz. Se exportan a China para temas medicinales y un kilo puede costar hasta 50.000 dólares.

También pueden controlar plagas. Paul Stamets, uno de los principales apóstoles del movimiento micológico en el mundo, patentó un hongo para combatir las termitas. En Tambopata hay especies que comen cucarachas, como Ophiocordyceps platidae. Imagina tu casa libre de esos bichos sin pesticidas, dice García Roca.

El micólogo camina hasta la biblioteca y saca libros, fotocopias y revistas. Hay hongos que producen setas con píleos en forma de globos, copas, embudos, bayas, ostras, platillos voladores, chiles, semillas, flores, paraguas, corales, copos de algodón, fedoras, pelotas, orejas, dendritas, velos, calamares, amebas, pólipos, hojas, insectos, llamas, paracaídas y penes (Henrietta, la hija mayor de Darwin, solía recorrer los terrenos de su casa destruyendo hongos de la familia Phallaceae en un esfuerzo por preservar la virtud de sus sirvientes).

Existen también hongos imposibles que ocupan decenas de kilómetros y parecen ser, en principio, inmortales –el organismo más grande del mundo es una colonia de 8.650 años del hongo Armillaria ostoyae , en Oregon; cubre un área de 2.300 hectáreas y pesa cerca de 35.000 toneladas, el equivalente a más de 250 ballenas azules promedio–.

La mayor parte de las hifas en la tierra son micorrizas. El micelio de estos hongos compone entre un tercio y la mitad de la masa orgánica en la tierra. Los hongos regeneran sus hifas entre 10 y 60 veces al año, por lo que, de acuerdo con el micólogo británico Merlin Sheldrake, si se deshilaran y unieran todas las que existen en los primeros 10 centímetros de suelo de todo el mundo durante un millón de años, la longitud del hilo superaría el ancho del universo conocido. «El micelio es tejido conector ecológico, la costura viva por medio de la cual gran parte del mundo se hilvana en una relación», escribe Sheldrake en Entangled Life: How Fungi Make Our World, Change Our Minds and Share Our Future. Es el cabo imperceptible que ata la vida y hasta ahora nos estamos dando cuenta.

Entre el 80 y el 90% de las plantas forman relaciones con las micorrizas, y por lo menos el 70% de las plantas no domesticadas tienen micorrizas arbusculares, un tipo de hongo diminuto de aspecto arbóreo (aunque más bien es al revés), que se encuentra dentro de las raíces vegetales. Según estudios recientes, estas ayudan a capturar carbono en los suelos por medio de la glomalina, un tipo de proteína compuesta hasta en un 40% por carbono. La capacidad de absorción de esta molécula es tal que se estima que puede representar alrededor de un tercio de

todo el carbono que hoy existe en el suelo del planeta, más del que guarda la suma de las plantas y la atmósfera, de acuerdo con el micólogo canadiense Keith Seifert, autor de The Hidden Kingdom of Fungi. En parte por esto, los modelos de cambio climático actuales han comenzado a incluir a las micorrizas como una variable más a la hora calcular los incrementos de la temperatura global. «Las plantas no tienen raíces, tienen micorrizas», dicen quienes investigan esta clase de hongos. Como ocurre en los líquenes, una simbiosis entre uno o varios hongos y un alga, los miembros de ambos reinos dependen el uno del otro.

Fuera de la casa, los hijos de García Roca juegan en una pequeña piscina armable en el patio. Sentado en un amplio sofá, su padre habla de otras familias, géneros y posibilidades. En junio de 2023, estuvo tres días en la selva con 20 alumnos de la Universidad Nacional Amazónica Madre de Dios, donde dicta clases desde que llegó a la región. Buscaban hongos entomopatógenos, aquellos que viven de los insectos. Les enseñó cómo recolectarlos. Por la mañana, buscaban en las trochas hongos de entre 2 mm y algunos centímetros de alto. Observaban guacamayas verdes, rojas y azules volando sobre las copas, mariposas atigradas revoloteando entre las hojas y lagartijas pardas que huían entre los rastrojos. Al principio, sus estudiantes no encontraban nada, pero al darse cuenta de que él los veía se percataban de que sí estaban allí. Por cada hongo, les daba un punto en el examen y sus ojos mejoraban.

Abre una última cerveza y se hunde en el sofá. García Roca quiere iluminar los hongos de la selva, aunque al mismo tiempo siente cierta reticencia. Cuando imprimió

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su primera guía sobre hongos, dejó por fuera su nombre. Cree que la ciencia se trata compartir lo que se sabe. Es una disciplina movida por la filantropía, no por el ego. Por eso no quiere que lo vean.

Sus hijos chapotean en la piscina.

«Yo siempre quise ser un nadie», dice.

UNA CASA GRANDE PARA MI PUEBLO

Joseph

Esta imagen es la que vuelve una y otra vez cuando pienso en Mitú: nuestro bote surcando las aguas negras del Vaupés una mañana luminosa de junio mientras, a cada orilla, dos enormes columnas de concreto parecen vigilarnos. Son las estructuras de un puente peatonal que debía unir las comunidades nativas con el casco urbano del municipio. Ese puente inconcluso desde 2015 –por presuntos actos de corrupción, sabríamos después– era una metáfora perversa: la fractura entre el mundo indígena y el occidental que padecen las ciudades amazónicas, y que en esta selva empuja a tantos jóvenes a una especie de abismo.

–Si vas a cualquier pueblo de Mitú y preguntas si conocen a alguien que se ha matado, le van a decir que sí: mi primo, mi hermano, mi tío…

Emilce Triana tiene veintidós años y es guía de turismo. Como hija del pueblo cubeo, una de las veintisiete naciones amazónicas que habitan el Vaupés, está al tanto de los desafíos que enfrenta su departamento, sobre todo un problema de salud pública que se agrava con los años: el suicidio de niños y jóvenes indígenas.

Durante la última década, cuenta Emilce, en Mitú y varias zonas del Vaupés, en plena frontera entre Colombia y Brasil, quitarse la vida con una soga al cuello

se ha vuelto algo terriblemente usual. Le llaman «la epidemia de las cuerdas»: hasta fines de 2023, advierte la Defensoría del Pueblo, ya se habían registrado sesenta y ocho casos. Más de la mitad de esas muertes son de niñas, niños, adolescentes y jóvenes entre los diez y diecinueve años. Mientras que en Colombia la tasa de suicidio es de cinco por cada cien mil habitantes, aquí es de treinta y ocho. Vaupés es el departamento con el índice más alto de suicidios del país.

La Revista Colombiana de Psiquiatría publicó un estudio en 2021 que daba algunas explicaciones del porqué. Entre ellas: un «profundo proceso de aculturación» que causa en los jóvenes del Vaupés más interés por residir en el casco urbano, y a su vez mayor consumo de alcohol, deterioro de vínculos familiares y violencia en el hogar. La falta de oportunidades y la dificultad para subsistir fuera de sus comunidades son otros de los factores. El resultado: una «muerte cultural», como lo llamó un equipo de psiquiatras de la Universidad Javeriana en un artículo reciente, al analizar estudios sobre suicidios indígenas en Latinoamérica.

Emilce me pide que lo imagine por un momento: soy un niño cubeo, tukano, guanano, tuyuca o bará, solo habló el idioma de mis padres, y cuando llega el tiempo, me envían a un internado en el casco urbano, lejos de mi comunidad. Allí pasaré todo el año, en clara desventaja frente a mis compañeros, hijos de blancos y mestizos, que seguramente se burlarán de mí cuando hable mi lengua y coma casabe y fariña mientras ellos toman Coca-Cola o comen empanadas, y me dirán indio o salvaje y no tendré a mi familia cerca para ayudarme. Solo en vacaciones podré volver a casa. Pero

el verano terminará y tendré que retornar a clases, y el ciclo se repetirá otro año y otro y otro y otro. Probablemente me gradúe del bachillerato, pero de nada servirá el diploma porque en el casco urbano nadie me da trabajo. Entonces querré volver a mi comunidad, pero no será lo mismo. Nunca aprendí bien a trabajar la tierra, a hacer chagra, a construir una casa, a participar de los rituales, de las danzas. Apenas hablo el idioma de mis ancestros. No me siento parte de allá ni de acá. Ante la falta de horizontes, no es descabellado preguntarse – al menos una vez, en tu fuero más íntimo – si vale la pena vivir así.

–Le pasó a un compañero de mi hermano. Ninguno de sus familiares fue a su graduación y se mató la noche de la ceremonia –recuerda Emilce, mientras avanzamos por el río. Se sabe afortunada: su madre no la dejó en el internado, más bien se mudaron a una comunidad cercana al colegio para vivir juntas–. A veces, las etnias ven la educación como innecesaria, como algo de blancos.

Algunos compañeros decían: «para qué me preparo si en mi comunidad solo tengo que hacer chagra», y no sé, quizás tienen razón. Yo quise pensar distinto.

Vista desde el aire, Mitú no parece una ciudad rodeada de selva. Es, más bien, una enorme selva que tiene un poco de ciudad: su territorio –99.97% cubierto de verde atravesado por ríos – es tan grande que en él cabrían 10 metrópolis del tamaño de Bogotá. Allí viven unos treinta dos mil habitantes: 90% indígenas + 10% mestizos, colonos y afrocolombianos, instalados por

impulso de las distintas bonanzas extractivistas, la posesión de nuevas tierras y el desplazamiento forzado por el conflicto armado.

Por su carácter de enclave geopolítico, Mitú mantiene la presencia del Estado en la frontera (con Brasil, en este caso), misión que cumplen otras ciudades como Inírida (Guainía) y Leticia y Puerto Nariño (Amazonas). Debido a su geografía de bosque espeso y cachiveras, Mitú tiene casi nula conectividad por carretera y depende de sus ríos y de su pequeño aeropuerto para autoabastecerse de productos y recibir turistas de cuando en cuando.

–Si a usted le piden las características de un colombiano, le van a decir que es afro, que vive en las costas, que tiene sombrero volteado, que baila cumbia; muy poco le va a decir que tenemos infinidad de lenguas, de la yuca o la fariña. Si el país desconoce la Amazonía, menos saben algo de Mitú.

Como director de La Marandúa, el periódico del Vaupés, el periodista Emerson Castro conoce los entresijos de su ciudad. Con treinta y siete años y luego de recorrer de cabo a rabo cada uno de sus rincones, sabe que, en medio de la exuberancia de sus bosques y la calidez de su gente, hay una historia de resistencia: contra la larga explotación y semiesclavitud de los indígenas en la época del caucho, contra el adoctrinamiento de las misiones religiosas y, más tarde, contra la violencia de la guerrilla, en especial cuando las FARC tomaron Mitú. Emerson era un chiquillo cuando ocurrió. Durante la madrugada del 1 de noviembre de 1998 –el año en que más tomas guerrilleras hubo en Colombia– unos mil doscientos guerrilleros tomaron la ciudad por tres días en la llamada Operación Marquetalia, el primer y

único ataque directo a una capital colombiana. Murieron cincuenta y seis personas (cuarenta y seis combatientes y diez civiles) en el fuego cruzado. Las FARC acabaron replegándose hacia el Guaviare (secuestrando a sesenta y un militares para canjearlos por sus presos) y los militares recuperaron el casco urbano. Emerson recuerda las casas, la estación de policía, el vicariato, el Palacio de Justicia, la pista de aterrizaje, arrasados por las granadas, ametralladoras y cilindros de gas con explosivos que dejaron todo en escombros.

– Con mucho temor debo reconocer que estos grupos armados y el narcotráfico siguen teniendo influencia en las decisiones territoriales, en el poder local y del país – dice Emerson, quien hoy vive con resguardo de seguridad.

Aunque para mituceños como él, la derrota de las FARC en 1998 no fue una victoria. Porque, a la violencia del combate, se suman las heridas causadas por el reclutamiento que hizo la guerrilla en las comunidades indígenas de Mitú.

La Comisión de la Verdad calcula que, entre 1995 y 2002, un comando guerrillero reclutó setecientos menores de edad para la toma del municipio. Las repercusiones del reclutamiento fueron varias. Desestabilizó el orden familiar, los padres perdieron autoridad y, por miedo, no se atrevían a ir a buscar a sus hijos. Cuando un joven se iba a la guerrilla, la familia era señalada por la fuerza pública o por miembros de la comunidad como apoyo de la insurgencia. Muchas familias huyeron de sus casas por eso. Como las FARC usaban los colegios como sitios de reclutamiento, los padres decidieron no enviar a sus hijos a las aulas. Todo eso trajo empobrecimiento

y desánimo de los sabedores indígenas. Porque cuando un joven era reclutado, toda la comunidad perdía a un heredero de su cultura.

Si a esa carga pesada, dice Emerson, sumamos la actual escasez de alimentos en las comunidades por el agotamiento de los suelos y falta de rotación de las chagras y el minado de algunos campos como estrategia de guerra, que ha obligado a muchas familias a desplazarse al casco urbano, es natural que la incertidumbre sobre el futuro afecte a tantos jóvenes mituceños.

Sin embargo, ante el fracaso de la política hay intentos por recuperar poco a poco esa conexión con el territorio en la fuerza de la ancestralidad.

–Hay que transformar ese pensamiento de dolor, esa línea de esclavitud que ha dañado el territorio desde del caucho hasta acá –nos dijo Emilio Guarnizo, treinta años, indígena tucano, músico y luthier de guitarras.

Criado en su infancia dentro de una maloca, Guarnizo aprendió de su abuelo carpintero a fabricar flautas e instrumentos de cuerda. Es un hombre que tiene un pie en lo occidental y otro en lo indígena, pese a las imposiciones culturales que el Vaupés ha venido sufriendo por la evangelización: al considerarlas diabólicas, se sabe que las misiones (católicas y protestantes) persiguieron las prácticas chamanísticas, dañando uno de los mecanismos de integración social y conocimiento de las tradiciones médicas y curativas.

–Pero resistimos –dice Guarnizo–. En este territorio la música es como un USB, una central de almacenamiento donde dejamos información cultural de nuestra cocina, de los espíritus, de personajes importantes, para que las historias del territorio de los pueblos sigan avanzando.

Como muestra de esa búsqueda, el músico tucano se anima a tocar una guitarra electroacústica que hizo con la madera de un remo de la etnia currupaco, con más de noventa años de uso, y un totumo para tomar chivé, que adaptó como caja de resonancia. Por la progresión de acordes, parece una tema de Nirvana con letra tucano, que habla de los cambios que trajo la modernidad en los pueblos indígenas de Mitú: no sé quién lo hizo, no sé quién fue, pero meditemos en lo que vivimos.

El mito cuenta que los primeros humanos llegaron a Mitú («paujil» o «pavo de monte» en idioma tupí-guaraní) sobre una gigantesca anaconda que los llevaba cargados desde el Amazonas y los iba dejando en todas las márgenes del río Vaupés, el territorio que debían gobernar. Es una de las historias que Emilce Triana escuchó de pequeña y que le ayudaron a valorar su lugar de origen, sobre todo cuando estaba en la escuela. Era la única chica indígena en un salón de blancos y mestizos, y por su forma de vestir, por hablar su lengua, la miraban «como un bicho extraño».

–Llegué un día llorando a casa y mi papá me vio y le contó a mi tío, que es profesor, y en las vacaciones nos explicó por qué no debíamos sentirnos inferiores, me dijo: usted nació acá en el río Yuruparí, sus abuelos también, y usted es dueña, pero también la cuidadora de esta tierra y no se debe sentir mal, porque los extraños son ellos. Así me inculcaron ese orgullo de ser de acá.

En nuestro último día en Mitú, luego de visitar la comunidad de Puerto Golondrino y aprender a hacer

cerámicas a la manera de los cubeos, y de surcar los caños donde se filmó la nominada al Óscar, El abrazo de la serpiente, Emilce nos llevó a conocer la maloca más grande de Latinoamérica. Caía la noche y empezaba a llover cuando llegamos a Ceima Cachivera y vimos la enorme construcción, que pronto iba a inaugurarse: sobre varios pilares de madera de yaripá de unos treinta metros de altura, la maloca se expande como una gran pirámide de paja tejida.

Emilce cuenta que hace tres años se levantó una maloca muy parecida, cerca al casco urbano. Pero esa primera maloca se incendió. Ahora, con materiales que aportaron las comunidades, han construido esta segunda maloca. Le llaman ipanoré, la casa de origen, que dentro de un mes acogerá a las 27 naciones indígenas del Vaupés, en un gran festival intercultural donde, durante tres días seguidos, los abuelos compartirán su conocimiento con las nuevas generaciones.

–Si los saberes no se pierden, seguiremos adelante –me dijo Emilce, miembro del clan «brote de la tierra», mientras nos protegíamos de la lluvia bajo la gran casa–. Somos muy pequeños en este universo, y quiero pensar que mientras más pueda conocer y ayudar a mejorar las condiciones de vida de mi pueblo, lo haré sin olvidar mis raíces.

NOTAS BIOGRÁFICAS

Lorena Amaro (Santiago de Chile, Chile). Es crítica literaria y académica del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Investiga sobre escrituras del yo, feminismos y literatura latinoamericana. Es autora de los libros Recolectoras. Conversaciones con diez escritoras latinoamericanas contemporáneas (2023), El espejo del gólem. De la biografía a la fábula biográfica hispanoamericana (2022), La pose autobiográfica, ensayos sobre narrativa chilena (2018), Vida y escritura. Teoría y práctica de la autobiografía (2009). Recientemente coordinó, junto con Fernanda Bustamante, el libro colectivo Carto(corpo) grafías: nuevo reparto de las voces en la narrativa de autoras latinoamericanas del siglo XXI (2024). También encabezó el equipo editorial de la colección Biblioteca recobrada: narradoras chilenas (Ediciones Universidad Alberto Hurtado). Escribe reseñas para las revistas Palabra pública, en Chile, y Cuadernos hispanoamericanos , en España. Ha sido jurado de los premios literarios internacionales FIL Guadalajara e Iberoamericano de Letras José Donoso y es también autora de un centenar de artículos de crítica literaria en revistas internacionales, de divulgación y especializadas.

Carlos Manuel Álvarez (Matanzas, Cuba, 1989). Estudió Periodismo en la Universidad de La Habana. En 2016 fundó la revista cubana independiente El Estornudo, y sus textos y columnas de opinión son publicadas regularmente en El País, The New York Times y The Washington Post, aunque también ha colaborado en medios como BBC World, Vice, Internazionale, Altaïr, entre otros. En 2013 obtuvo el Premio Calendario en Cuba por su libro de relatos La tarde de los sucesos definitivos. En 2017 fue seleccionado por el Hay Festival para la lista de Bogotá 39, que reúne a los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años, y publicó su primera colección de crónicas periodísticas, La tribu. Retratos de Cuba. En 2021 recibió el Premio Don Quijote de Periodismo y fue seleccionado por la revista Granta entre Los Mejores Narradores Jóvenes en Español. Ha publicado las novelas Los caídos (2018) y Falsa guerra (2021).

Carla Badillo Coronado (Quito, Ecuador, 1985). Poeta, narradora, periodista y artista multidisciplinar radicada en Lisboa. Ha publicado los libros Belongings/Pertenencias (2009, Premio Moradalsur 2010), Partituras incompletas (apuntes de música y otras obsesiones) (2013, Premio Nacional de Poesía César Dávila Andrade 2011) y El color de la granada (XXVIII Premio Internacional de Poesía de la Fundación Loewe a la Creación Joven, 2016). En ficción ha publicado la novela breve Abierta sigue la noche (mención de honor del Premio La Linares 2015 y mención de honor del Premio Joaquín Gallegos Lara 2017).

Paco Cerdà (Genovés, España, 1985). Es periodista y escritor. Es autor de El peón (Premio Cálamo Libro del Año 2020), Los últimos (2017) y 14 de abril (2022), que ha recibido el II Premio de No Ficción Libros del Asteroide. Fundador de La Caja Books, ha trabajado diez años como reportero en Levante-EMV y colabora con El País, la Cadena Ser y Cuadernos Hispanoamericanos. Su obra ha sido traducida al francés.

Camila Fabbri (Buenos Aires, Argentina, 1989). Es escritora y directora. Escribió y dirigió cinco obras teatrales y colabora en diversos medios culturales y literarios. Ha publicado los libros de relatos Los accidentes (2015) y Estamos a salvo (2022), la novela de no-ficción El día que apagaron la luz (2021) y la novela La reina del baile (2023). En 2021 fue seleccionada por Granta entre los 25 mejores narradores en español menores de 35 años. La película Clara se pierde en el bosque (2023), su debut como guionista y directora audiovisual, fue estrenada en competencia en la sección Horizontes latinos de la 71ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Sus textos fueron traducidos al inglés, francés, italiano y chino.

Rafaela Lahore (Montevideo, Uruguay, 1985). Periodista. Reside desde 2017 en Santiago de Chile. Sus artículos han sido publicados en medios como La Diaria y revista Sábado. Su primera novela, Debimos ser felices (2020) recibió el premio Mejores Obras Literarias del Ministerio de las

Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile. Fue finalista del Premio Municipal de Literatura de Santiago y del Premio Bartolomé Hidalgo de Uruguay.

Juan José Martínez d’Aubuisson (San Salvador, El Salvador, 1986). Es antropólogo. Ha publicado diversos artículos sobre pandillas en revistas científicas de diferentes países como Problemes D’Amerique Latina, Pacarina del sur, Identidades, Realidad y Reflexión entre otras. También ha publicado crónicas narrativas sobre pandillas en medios como elfaro.net o Revista Factum. Es autor de los libros Las mujeres que nadie amó (2010), Ver, oír, callar. Un año con la mara salvatrucha 13 (2015), El niño de Hollywood. Una historia personal de la mara salvatrucha (2019) y coautor del libro de no-ficción Crónicas negras. Desde una región que no cuenta (2012). En 2024 su trabajo fue reconocido con el Premio Ortega y Gasset de Periodismo.

Aitor Romero Ortega (Barcelona, España, 1985). Estudió Ingeniería Industrial entre Barcelona y Lyon. Desde 2012 vive en Madrid. Es autor de la novela Deflagración (2015), del libro de cuentos Fantasmas de la ciudad (Candaya, 2019) y del libro de crónicas El arte de escribir de pie (Candaya 2023). Ha colaborado con crónicas y ensayos en revistas culturales y de viajes como Altaïr Magazine, Negratinta o Culturamas. Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, Argentina, 1989). Es licenciada en Filosofía por la Universidad de Buenos

Ana Teresa Toro (Aibonito, Puerto Rico, 1984). Es escritora y periodista. Ha publicado el libro de poesía Flora animal, la novela Cartas al agua, los libros de crónicas Las narices de los perros y El cuerpo de la abuela, el libro de historia Un cuerpo propio: 40 años de Taller Salud, el volumen de conversaciones sobre periodismo Vida, patria y verdad: Alejandro García Padilla en conversación con la periodista Ana Teresa Toro y el libro de ensayos Palabras para un flamboyán . Es coautora del libro de crónicas Somos más: crónicas del Verano del 19 y del libro de ensayos Parir es partirse. Su obra ha sido compilada en antologías en México, Argentina, Alemania, Venezuela, Colombia, Estados Unidos, España y Puerto Rico.

Karen Villeda (Tlaxcala, México, 1985). Escritora. Ha publicado poesía, no-ficción y literatura infantil. Sus libros más recientes son Teoría de cuerdas (2023) y Anna y Hans (2021). En 2018 obtuvo el Premio Nacional de

165 Aires, donde se desempeña como docente. Enseña, además, escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Como periodista, colabora en La Nación, Infobae, Anfibia, Orsai y Vice, entre otros medios. Ha publicado el libro de poemas Reconocimiento de terreno (2017) y en 2018 ganó el Premio Ficciones al mejor libro de cuentos inéditos, otorgado por el Ministerio de Cultura de Argentina, por el libro de relatos Nadie vive tan cerca de nadie. También publicó el ensayo El fin del amor. Amar y follar en el siglo XXI (2021) y las novelas Todas nuestras maldiciones se cumplieron (2022) y La última actriz (2024).

Literatura Gilberto Owen. En 2015 participó en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En 2018 fue Escritora Residente del Vermont Studio Center y en 2021 fue seleccionada para la beca La Página Dorada para escritoras menores de cuarenta años. Ha sido becaria de Pollock-Krasner Foundation, Open Society Foundations, Ragdale Foundation, Central European University, Under the Volcano, el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y el Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales. En POETronicA (www.poetronica.net) dialoga con literatura y multimedia. Su obra ha sido traducida al alemán, árabe, francés, griego, inglés y portugués.

Santiago Wills (Bogotá, Colombia, 1988). Escritor y periodista. Es ex-becario Fulbright, egresado del pregrado en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, de la maestría en Escritura Creativa en español de la Universidad de Nueva York y de la maestría en Periodismo de la Universidad de Columbia. Ha escrito para varios medios nacionales e internacionales, entre ellos ellos Gatopardo, Etiqueta Negra, El Espectador, El Malpensante, Arcadia y The Atlantic. Ha sido ganador del Premio Nacional Simón Bolívar (2016 y 2021), de la selección oficial del Premio Gabo (2015 y 2020) y fue finalista del True Story Award 2020/2021. Actualmente es profesor del Centro de Estudios en Periodismo de la Universidad de los Andes (CEPER). Su primera novela, Jaguar, fue publicada en 2022.

Joseph Zárate (Lima, Perú, 1986). Es periodista y editor. Recibió el Premio Gabriel García Márquez 2018 en la categoría de Texto; el Premio Ortega y Gasset 2016 a Mejor Historia o Investigación Periodística, y el Premio Nacional PAGE 2015 de Periodismo Ambiental creado por la ONU. Ha publicado los libros Guerras del interior (2018) y Algo nuestro sobre la tierra (2021). Ha sido editor en IDL-Reporteros, editor en residencia en el programa de podcast Radio Ambulante, editor en las revistas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde.

ÍNDICE

Prólogo. Despertar en otro país

Lorena Amaro 9

Cuando pase el temblor (México)

Carlos Manuel Álvarez (Cuba, 1985)

¿Qué escuchamos bajo tierra? (Portugal)

Carla Badillo Coronado (Ecuador, 1985)

Cómo perdí mi chaqueta (Chile)

Paco Cerdà (España, 1985)

Acabo de llegar, no soy un extraño (España)

Camila Fabbri (Argentina, 1989)

Una noche soñada (Argentina)

Rafaela Lahore (Uruguay, 1985)

El viaje termina en una tumba sin nombre (México)

Juan José Martínez d´Aubuisson (El Salvador, 1986)

23

33

45

55

63

71

Sangre de Diriangén (Nicaragua)

Aitor Romero Ortega (España, 1985)

Una extraña llega al pueblo (Uruguay)

Tamara Tenenbaum (Argentina, 1989)

Flotar sobre un cisne (Los Ángeles, EE. UU.)

Ana Teresa Toro (Puerto Rico, 1984)

Españita (España)

Karen Villeda (México, 1985)

El tamaño de lo invisible (Perú)

Santiago Wills (Colombia, 1988)

Una casa grande para mi pueblo (Colombia)

Joseph Zárate (Perú, 1986)

Notas biográficas

Este libro se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2024 en los talleres de Estugraf Impresores SL, en Ciempozuelos, Madrid.

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