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Gestión de los centros históricos una cuestión por resolver

María Luisa Cerrillos Morales

Exdirectora del Programa de Recuperación del Patrimonio de la Agencia Española de Cooperación Internacional

▲ Plaza de Bolívar y catedral Primada de

Bogotá. Fotografía: LVC Mi primer recuerdo de Iberoamérica son los cerros de Caracas al llegar en avión desde España a Maiquetía. Más de treinta y cinco años después, uno tras otro, he tenido el privilegio de trabajar en dieciséis de sus países, de vivir en seis de ellos, y de atesorar un cúmulo de experiencias, sensaciones y sentimientos que te envuelven en ese continente si te acercas con el corazón abierto dispuesto a dar todo lo que llevas dentro, comprometerte con lo que crees, aprender y llenarte de vida. Llegaba muy joven, poco más de treinta años, y con muy pocas certezas, aprendidas de un maestro anticipado a su tiempo, visionario en sus conceptos y generoso, el arquitecto Fernando Pulín Moreno (¡qué suerte haber tenido un maestro capaz de enseñarme a separar en el urbanismo lo inútil y lo superfluo de lo importante!): «Las señas de identidad que se encierran en el patrimonio son un derecho, y una fuente de generación de riqueza, conocimiento, y desarrollo social», ni más ni menos.

Recuperando los centros históricos para vivirlos, devolviéndole los edificios históricos a la gente para que los use y los «contamine», formando a los técnicos locales y a los jóvenes se lucha contra la pobreza y se trabaja por una ciudad más integradora, más inclusiva y más justa y una sociedad más consciente y más libre.

A la suerte de haber tenido un buen maestro he de añadir otra, no menos estratégica: la de haber encontrado en el entonces Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI, después AECI, posteriormente AECID), un inmejorable jefe, Luis Yáñez-Barnuevo, que hizo lo que un político inteligente puede y debe hacer: fiarse de los técnicos especialistas y dejarlos trabajar. Y si esto coincide con una circunstancia especial, como fueron los programas que se desarrollaron para la conmemoración del Quinto Centenario del Encuentro de dos Mundos, a través de la Comisión Nacional para el Quinto Centenario, y la Sociedad Estatal como brazo ejecutor, ya estaban dadas las condiciones perfectas para poner en marcha una línea de trabajo de la cooperación volcada en la recuperación del patrimonio cultural y los centros históricos de Iberoamérica. El principal objetivo de la cooperación es promover el acceso a las oportunidades y mejorar la calidad de vida de las personas, entendiendo por calidad de vida unos estándares dignos de vivienda, educación, salud y equipamientos esenciales, o no es.... Con las carencias que existen en Iberoamérica: ¿qué sentido tenía en la entonces AECI/Quinto Centenario poner en marcha, desde 1989, un Programa de recuperación del Patrimonio de Iberoamérica (Revitalización de Centros Históricos-Restauración de monumentos-Escuelas Taller)que no desembocara en una frivolidad? Solo si se consideraba el patrimonio como un derecho, y la pobreza cultural como una forma de sometimiento y condicionamiento de la libertad, se tenía la obligación de recuperar las señas de identidad de la comunidad como una herramienta para su desarrollo y de trabajar para conseguirlo. Y así se puso en marcha.

Como parte del jurado de la segunda convocatoria del concurso Somos Patrimonio-Apropiación Social del Patrimonio Cultural y Natural para el Desarrollo Comunitario Social del Patrimonio, convocado por el Convenio Andrés Bello (CAB), reunidos en Bogotá, en diciembre de 1999, recuerdo que en uno de los proyectos una comunidad indígena colombiana presentaba su

◀ Cúpulas de la catedral y de la iglesia de

San José en el centro histórico de Popayán.

Fotografía: archivo OTC

propuesta con unas palabras absolutas, de esas definitivas, que no pierden vigencia jamás: «queremos saber quiénes somos para ser más fuertes, porque siendo más fuertes estaremos en mejores condiciones para luchar por nuestros derechos», se me ha olvidado la referencia exacta del proyecto y del grupo indígena que lo presentaba; pero esas palabras y lo que encierran, las recordaré siempre, son universales.

Lo mío con Colombia fue un verdadero «flechazo», de lugares y personas que hasta el día de hoy son parte de mi vida y amigos del alma (lo que de ninguna manera significa que los otros dieciséis países en los que he vivido y trabajado no sean especiales, pero ¡un flechazo es un flechazo!). La palabra clave con la que se pudo poner en marcha en Colombia el Programa de Preservación del Patrimonio Cultural de Iberoamérica es «complicidad», y reconocer que, a contracorriente —hablamos de hace más de treinta años, y lo que hoy es universalmente asumido, al menos en teoría, de ninguna manera lo era entonces: ¡éramos herejes!— nos unían los mismos conceptos respecto al papel que el patrimonio cultural podía y debía cumplir para la sociedad.

▼ Plaza de Santa Teresa y Museo Naval.

Fotografía: José Manzanero No existen dos ciudades, una del centro histórico y otra del resto; existe una única ciudad de la que el centro sigue siendo su corazón. Los problemas de los centros históricos no son problemas de monumentos, y tienen que llegar a esos centros ya resueltos; recuperación de vivienda, saneamiento básico, movilidad, transporte público, defensa del comercio de barrio, equipamientos colectivos, etcétera. Son los problemas de degradación generalizada, de pérdida de residentes, de abandono y ruina de los inmuebles de uso doméstico, de obsolescencia de las redes de servicios públicos y de saneamiento básico, de destrucción del tejido del comercio de barrio, de invasión indiscriminada del turismo, entre muchos otros, los que acaban con nuestros centros históricos; no hablamos de restaurar monumentos, eso no es difícil, lo difícil es lo otro.

La ciudad, sus dirigentes y sus ciudadanos, tienen que decidir para quién quieren el centro histórico y para qué lo quieren, no se puede mirar para otro lado y que pase lo que pase; lo que sucede en un centro histórico nunca es inocente ni casual: es fruto de decisiones políticas y técnicas, o de falta de ellas. Si se apuesta por el turismo como monocultivo, o por una convivencia de actividades ordenada en la que los residentes sean los protagonistas, las decisiones que hay que tomar, o no, son absolutamente diferentes (por cierto, la pandemia de la COVID-19 nos ha dado la razón a los que llevamos más de treinta años diciendo que sacrificar todo el tejido económico y social de los centros históricos en el altar del turismo es un suicidio urbano).

El Programa de Preservación del Patrimonio Cultural de Iberoamérica se pone en marcha en Colombia sobre estos principios, con la complicidad activa de personas imprescindibles para tener éxito: Juan Luis Isaza Londoño, Alberto Escovar Wilson-White, Luis Villanueva Cerezo y otros cuantos; sin cómplices no es posible tejer soluciones imaginativas y demoler las barreras y los miedos de lo permitido y lo conocido.

Y así se pusieron en marcha proyectos que, con la excusa de recuperar el patrimonio cultural, devolvían a las ciudades y a sus ciudadanos espacios y edificios singulares que les habían sido robados; la recuperación de la hermosa secuencia de plazas del centro histórico de Cartagena de Indias: plazas de los

Coches, de la Aduana y de San Pedro Claver, invadidas por los coches y las ventas estacionarias, casi sin un metro cuadrado para las personas. Las obras se ejecutaron sobre la base de un proyecto, fruto de un concurso internacional de arquitectura, convocado por la AECI y las instituciones colombianas. No recuerdo cuántos éramos en el jurado, pero recuerdo perfectamente al arquitecto Rogelio Salmona (1929-2007), uno de ellos: su claridad de ideas, su compromiso social, su humanidad; recuerdo que estábamos deliberando en una especie de semisótano en un edificio municipal, rodeados de paneles con los distintos proyectos, con el compromiso, como el de un cónclave, de no salir hasta que no llegáramos a un veredicto; recuerdo que por una ventana nos pasaban empanadas, carimañolas, bollos limpios y jugos...; y allí, la restauración de la inmensa nave del viejo Colegio de los Jesuitas, sobre la muralla, el Museo Naval del Caribe; el concurso para la recuperación de las murallas, y un muy largo etcétera.

¿Y Mompox? La cantinela de Juan Luis para llevarme a conocer ese mágico lugar; un desayuno, sentados en las escaleras del templo de la Inmaculada Concepción, frente a la plaza del mercado; jarra de plástico con jugo de naranja, queso de capa y arepaegüevo. El calor y la humedad; los samanes majestuosos de la Albarrada; el muro medio caído; el río Magdalena, poderoso e infinito...,

▲ Plazas de la Aduana y de los Coches en el centro histórico de Cartagena de Indias.

Fotografía: Juan Diego Duque

▼ El río Magdalena a su paso por Mompox.

Fotografía: Álvaro Castro «este espacio hay que recuperarlo Juan», y así ha sido gracias al empeño del Ministerio de Cultura de Colombia, con Juan Luis, primero al frente la Subdirección General de Monumentos Nacionales y luego de la Dirección de Patrimonio, y la decisiva participación de Luis Villanueva Cerezo, arquitecto responsable del Programa de Patrimonio de la AECID en Colombia; lástima que el mercado ya no es mercado, porque no era suficientemente higiénico para los turistas.

Y el proyecto del centro social en el barrio de Yanaconas, en Popayán; un ramito de violetas, una obra nueva sobre un solar vacío (eso también debe hacerlo un Programa de Patrimonio), al amparo de la restauración de la capilla de Yanaconas, que le proporcionó al barrio el centro social que necesitaba. Tantos y tantos proyectos...

No quiero dejar de referirme a una iniciativa colombiana fundamental, que tiene todas las posibilidades para ser un ejemplo a imitar en todo el continente. Colombia, con esa manera tan particular que tiene para hacer las cosas, puso en marcha, hace casi veinte años, el Programa Nacional de Recuperación de Centros Históricos (PNRCH), y el desarrollo de Planes Especiales de Manejo y protección (PEMP), en los principales centros históricos del país, iniciativa importante y única en relación con el resto de países de América Latina. Lástima que, como sucede con demasiada frecuencia con el planeamiento urbanístico de protección en los centros históricos, se redactan documentos exhaustivos, que acumulan horas y horas de trabajo y esfuerzo, y muy pocas veces se gestionan por las alcaldías municipales, y cuando no hay gestión, no sirven como una herramienta útil para animar y ayudar a los ciudadanos a

▶ Aprendices de la Escuela Taller en el centro histórico de Mompox. Fotografía: archivo

ET Mompox volver y apropiarse de sus centros históricos, que es el verdadero cometido y sentido de un PEMP; seguimos instalados en la cultura del no se puede, y de que en el centro histórico todo está prohibido, y así difícilmente se cambia de paradigma y se sale adelante. Si el Ministerio de Cultura se animase a crear una línea de apoyo técnico y económico a los municipios con centros históricos en los que se ha formulado y aprobado un PEMP, para crear esas unidades de gestión, que no tienen que ser ni grandes ni complejas (como viene haciendo desde el inicio, a la hora de apoyar la elaboración y formulación de los PEMP), la iniciativa sería redonda; de otra manera se queda coja...

Sin desviarme de mi tema principal, ciudad y patrimonio, me viene a la cabeza una anécdota de las Escuelas Taller en Colombia que es un ejemplo activo y singular de esa complicidad y de ese construir ciudadanía, y por ende ciudad, que, junto con las instituciones colombianas, pusimos en marcha en su momento con el Programa de Patrimonio.

Si hay un lugar donde una Escuela Taller es algo obligado es en Mompox; y si Mompox no es un lugar para abrir una Escuela Taller, entonces ¿cuál?

Y ¿cómo abrir una Escuela Taller más en Colombia si en 1992 ya había dos: Cartagena y Popayán, cuando en el resto de países de América Latina solo había una? «Escuela Taller de Cartagena-extensión Mompox», a fin de cuentas, las dos están en el departamento de Bolívar y una perfectamente podía ser una extensión de la otra, aparentemente muy cerca en el mapa, pero a una cierta distancia, eso sí: ¡a eso me refiero cuando hablo de imaginación y complicidad! En definitiva, es cierto que he dejado muchos de los mejores años de mi vida en la pelea por la defensa del Patrimonio y el derecho a las señas de identidad de América Latina, y que seguramente he pagado un precio personal, no pequeño; sin embargo, no es menos cierto que sin América Latina yo no sería quien soy ni lo que soy, «estamos a la par», e infinitamente agradecida a ese territorio en general, y a Colombia en particular.

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