Colombia Internacional No. 73

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Editorial Forrest Hylton, editor invitado Universidad de los Andes

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Además de albergar a la mayoría de la población mundial —uno de los hitos históricos más importantes desde la invención de la agricultura— las periferias urbanas representan un problema epistemológico y metodológico, dado que ni los estados ni los académicos, ni mucho menos los ciudadanos del común, saben mucho acerca de ellos, a pesar de alrededor de cincuenta años de estudios monográficos. Sin precedente histórico alguno, el proletariado informal del Sur Global es la clase social con el mayor crecimiento en la historia mundial, y aun así ni la teoría social clásica ni la contemporánea ha logrado captarla adecuadamente. Desde la década de 1980 las periferias urbanas han crecido incluso a pesar de la desindustrialización de las grandes ciudades industriales del Sur Global (Bombay, Buenos Aires, Sao Paulo) y han cambiado y crecido con una rapidez que ha desbordado la capacidad de estados y académicos para delimitarlos. De esta forma, aunque las ciudades dejaron de crear empleo en el sector industrial (o en general en cualquier sector) para seguirle el paso a las migraciones, la gente siguió llegando año tras año y de forma masiva como resultado de las políticas agrícolas neoliberales, los desastres naturales y las guerras. Como resultado de la escasez de las reflexiones en las ciencias sociales acerca del proletariado informal de las periferias urbanas, especialmente en la ciencia política, no debe resultar sorpresivo que el Pentágono y centros de pensamiento cercanos a este como rand, de la mano con el Ejército y la Fuerza Aérea estadounidenses, hayan tomado la delantera conceptualizando las periferias urbanas como el nuevo campo de acción de la contrainsurgencia: un problema de contención, pacificación y control policivo. El problema que representan las periferias urbanas es irreducible y por ello es probable que sea duradero: la mayoría de quienes viven allí son desempleados permanentes ya que su mano de obra nunca será necesaria para la * Traducción de Juan Diego Prieto.

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economía global. Esto no se parece en nada al ejército industrial de reserva que describió Marx, contratado y despedido de acuerdo con el ciclo económico bajo el capitalismo industrial, ya que —fuera del oriente asiático— después de la década de 1970 la industria dejó de crear empleo para los nuevos migrantes en las ciudades del Sur Global. Como resultado de esto, como lo señala Jan Bremen con respecto a India, la población de la periferia urbana ha sido “estigmatizada como una masa permanentemente redundante, una carga excesiva que ya no puede ser incorporada a la economía y a la sociedad. Ésta, en mi opinión, es la crisis real del capitalismo global” (citado en Davis 2006). La Primavera Árabe de 2011, que ahora se ha expandido a la periferia europea, es la primera manifestación transnacional de lo que podría ser la ciudadanía democrática del siglo xxi; gran parte de su fuerza organizacional proviene, inevitablemente, de la periferia urbana. Esto es especialmente considerable debido a las marcadas tendencias de fragmentación, individualismo y diferenciación social dentro de la periferia urbana, exacerbadas con frecuencia por la represión estatal y paraestatal. Los ensayos en este volumen sobre ciudades latinoamericanos, escritos por una historiadora, una socióloga, una sociólogo, dos antropólogas y un geógrafo, nos hablan sobre la cultura, la conciencia, la comunidad y la organización políticas en las periferias de Tegucigalpa, Caracas, Barrancabermeja, El Alto y La Habana. Cada ensayo cuenta la historia de la lucha por lo que David Harvey ha llamado “el derecho a la ciudad”. Con la excepción de La Habana, en todos los casos el neoliberalismo exacerbó —en particular mediante la privatización y la desregulación— formas de exclusión basadas y reflejadas en geografías de desigualdad que venían de tiempo atrás. Y cada ensayo cuenta la historia de cómo el proletariado informal de la periferia urbana ejerce su agencia histórica, si bien bajo condiciones ajenas a su escogencia. II

Como Barrancabermeja, Tegucigalpa nos cuenta acerca del impacto del terrorismo estatal y paraestatal en la consolidación y el mantenimiento de las ciudades neoliberales, aunque con la importante diferencia de que las profundas divisiones en la riqueza, el poder político y el estatus en Tegucigalpa son de origen colonial, marcadas por la frontera del río Choluteca, el cual divide la “civilizada” Villa del Real de Minas de San Miguel de Tegucigalpa de su melliza “salvaje”, Villa de la Concepción de Comayagüela. Como demuestran Adrienne Pine y David Vivar en “Tegucigolpe: donde se cruzan los caminos, se unen las fronteras y divergen las percepciones”, a pesar de la persistente división colonial profundizada por el liberalismo hondureño, Tegucigalpa

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tiene rasgos que la hacen representativa de las ciudades latinoamericanas: “un paisaje complicado, con topografía accidentada: llena de colinas, calles estrechas y asentamientos laberínticos, en su mayoría pobres”, por ejemplo. Además, la Colonia Kennedy, que representa la promesa fallida de la Alianza para el Progreso, y retratada en los medios y en la cultura popular como una zona de peligro extremo, llena de gente violenta, podría ser cualquier favela de América Latina de no ser por su historia particular ligada a las iniciativas estadounidenses de desarrollo a la luz de la Revolución Cubana. Por supuesto, en el transcurso de la década de 1980 Tegucigalpa se convirtió en el centro de los esfuerzos de Estados Unidos por coordinar campañas contrainsurgentes en Nicaragua, y para finales de la década, tanto la embajada estadounidense como usaid se encontraban militarizados. Luego vino el Huracán Mitch en 1998. Políticos y empresarios convirtieron la crisis y el desastre en una oportunidad para suspender derechos constitucionales e imponer políticas neoliberales de austeridad condicionadas por los préstamos que recibieron del fmi tras el huracán. Cuando parecía por un breve instante que las aguas del río Choluteca habían nivelado las jerarquías históricas entre Tegucigalpa y Comayagüela, en realidad la muerte y la devastación estructural se concentraron en la segunda y en las zonas más pobres de la primera. Los servicios básicos —agua, electricidad y telecomunicaciones— fueron privatizados y desregulados después de Mitch. Se declaró un “estado de emergencia” semipermanente y se culpó a las prácticas higiénicas y ecológicas de los pobres por la destrucción que comenzó con Mitch. Barrios como la Colonia Kennedy fueron criminalizados y militarizados, tendiendo un manto de sospecha sobre sus residentes. Bajo el rótulo del antiterrorismo, miles de jóvenes fueron sujetos a ejecuciones extrajudiciales y se institucionalizó el terror cotidiano. El golpe de 2009 fue un esfuerzo parcialmente exitoso para minar la creciente participación del proletariado informal de la periferia urbana bajo Manuel Zelaya, y el terrorismo paramilitar de derecha que acompañó al golpe y al largo período posterior a éste han logrado, por el momento, mantener a los excluidos al margen de la política oficial, aunque este podría ser un logro temporal. Los líderes empresariales y políticos y los medios de comunicación se empeñaron en asegurarse de que Tegucigalpa no se convirtiera en otra Caracas, pero a pesar de ello la Resistencia se ha vuelto más unida y mejor organizada luego del golpe, y por medio de una lucha no violenta, ha surgido una nueva conciencia e identidad política entre los pobres urbanos de la capital. Con el regreso de Zelaya, la gente de la Colonia Kennedy y de Comayagüela podrían aún lograr redefinir la ciudadanía de maneras radicalmente democráticas, especialmente si consiguen hacer rendir cuentas ante la justicia a aquellos responsables del golpe.

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Teniendo en cuenta la persistencia del conflicto armado en Colombia, el panorama para Barrancabermeja es considerablemente más oscuro que para Tegucigalpa. En la primera, el terrorismo y su melliza, la impunidad, son factores cruciales en la definición de la comunidad, la cultura política y la conciencia. En contraste con ciudades de Ecuador, Venezuela o Bolivia, como afirma Lesley Gill en “Disorder and Everyday Life in Barrancabermeja”, Barrancabermeja es un caso del neoliberalismo in extremis, en el cual el terrorismo paraestatal y mafioso se ha institucionalizado e integrado en la política regional y en las economías urbanas populares. El papel de la insurgencia armada, encarnada en las milicias barriales del eln, la militancia sindical enfocada en la comunidad de la uso y el triunfo de la derecha paramilitar claramente hacen que el caso de Barranca sea único en comparación con los otros casos cubiertos en esta edición. El ensayo de Gill aborda los disparejos y complejos procesos de legitimación del proyecto paramilitar en la ciudad con la más robusta tradición de antiimperialismo por parte de la clase trabajadora. Gill pregunta qué sucede con la cultura, la comunidad y la conciencia políticas al enfrentarse al neoliberalismo y al terrorismo de derecha y argumenta que estos últimos han destruido densas redes de solidaridad y marcos de entendimiento compartidos forjados a lo largo del siglo xx. El terror, la impunidad y el silencio reconfiguraron el espacio —ningún lugar es seguro para los radicales en la ciudad— y promovieron nuevas redes armadas clientelistas que han absorbido a sectores sustanciales del proletariado informal. Estas redes, las cuales aparentemente brindan seguridad, contribuyen a la desintegración social y al autoritarismo antidemocrático en el cual la población obrera goza de pocos derechos o carece de ellos por completo. En la Barrancabermeja del siglo xxi, es más probable que la gente guarde silencio acerca de lo que ha oído o escuchado, bien sea en complicidad con las mafias o bien por un miedo mortal frente a ellas, y que busque soluciones individuales a problemas colectivos. Muchos se mantienen alejados de la política. El silencio, la impunidad y el terror refuerzan la fragmentación, el aislamiento y la diferenciación dentro de los barrios. Si bien activistas comunitarios y sindicalistas luchan por reconstruir redes de solidaridad y marcos compartidos de entendimiento, les resulta casi imposible hacerlo a causa del desorden continuo, en parte porque el terrorismo separa a los líderes sindicales y comunitarios de las bases, obligándolos a vivir con escolta, entre otras medidas drásticas de seguridad. Sin una comprensión compartida del pasado y del presente, basada en lazos de confianza y solidaridad, el proletariado informal no tiene cómo trazar una ruta hacia el futuro. Sólo puede sobrevivir en un presente que no es de su designio. Aunque las historias,

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memorias y tradiciones alternativas aún persisten, se encuentran en peligro y bajo el asedio del régimen tributario de paramilitares que controlan los mercados laborales y de vivienda en varios de los barrios de la ciudad. Como en Tegucigalpa, en Barrancabermeja el hecho de ser de barrios específicos — en el noreste, por ejemplo— implica estar siempre bajo sospecha y sujeto a la criminalización o al desplazamiento. En tales circunstancias, el proletariado informal es incapaz de concebir y llevar a cabo proyectos colectivos de transformación social. Probablemente hoy en día en el hemisferio occidental sólo Guatemala y El Salvador cuentan con casos comparables: a pesar de que reina una calma aparente puesto que ya no se encuentran en situaciones de guerra total, la impunidad implica que el miedo, la incertidumbre y la precariedad se han impuesto en la vida cotidiana. En términos de la formación del Estado, las milicias privadas en concierto con agentes de seguridad estatales destruyeron la sociedad para salvarla y sus principales blancos fueron las organizaciones populares. El de Caracas es quizás un caso emblemático de resistencia popular al liberalismo buscando redefinir y extender la ciudadanía según las normas, los valores, la memoria, la historia oral y las prácticas cotidianas arraigadas en las historias e identidades barriales. Es emblemático porque el caracazo, una respuesta directa e inmediata al Gran Viraje de Carlos Andrés Pérez hacia el neoliberalismo, fue reprimido violentamente. Caracas también es emblemática porque antes de 2002 ningún movimiento popular urbano en América Latina había conseguido revertir un golpe apoyado por Estados Unidos en nombre de la defensa de la constitución y el estado de derecho. Como afirma Sujatha Fernandes en “Everyday Wars of Position: Social Movements and Caracas Barrios in the Chávez Era”, luego del golpe fallido de 2002 y en los momentos previos al referendo de 2006, el presidente Hugo Chávez buscó fortalecer los movimientos sociales en la capital por medio de políticas redistributivas en lo que Fernandes llama un Estado híbrido postneoliberal, pero el gobierno de Chávez no logró liberarse de los dictados y las vicisitudes del mercado mundial del petróleo y lo que Fernandes llama —siguiendo a Wendy Brown— una gubernamentalidad neoliberal. Enfocándose en la privatización y la desregulación del sector de telecomunicaciones y los posteriores esfuerzos del gobierno de Chávez por brindar apoyo a emisoras comunitarias, Fernandes sostiene que el neoliberalismo, más que un conjunto de políticas económicas, es una mezcla de conocimiento y técnicas administrativas que extienden la lógica instrumental del mercado a todas las prácticas estatales, incluyendo a aquellas que tradicionalmente no dependen de criterios de mercado.

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Al exigir que los proyectos gubernamentales estén sujetos al cálculo de la relación costo-beneficio que prevalece en el sector privado, los administradores estatales aplican una lógica neoliberal que domina todos los bienes y servicios públicos. Si bien el Estado ha ido más allá del clientelismo de los partidos políticos que caracterizaba a Venezuela durante la Guerra Fría, invirtiendo recursos considerables de rentas petroleras en servicios públicos para los barrios, en lo que atañe a su relación con el Estado las organizaciones populares de los barrios, las cuales operan en un eje horizontal de apoyo mutua, quedan inmersas en relaciones verticales con funcionarios estatales y pueden terminar dependiendo de la generosidad de estos. Aun así, como muestra Ferndandes, los movimientos sociales urbanos tienen una visión distinta de lo que deberían ser las relaciones entre el Estado y la sociedad y del lugar del ámbito local frente al Estado-nación. Los movimientos sociales urbanos operan bajo una lógica anclada en la vida cotidiana, en la historia oral y en la memoria en sus evaluaciones de los proyectos de desarrollo y de su impacto e importancia. Los líderes y activistas de estos movimientos saben que las emisoras comunitarias, las cuales vivieron una importante proliferación entre 2002 y 2005, son un medio poderoso para la articulación de la conciencia, la cultura y la identidad comunitarias. Luchan por abrirse espacios, y al hacerlo redefinen radicalmente el significado y la práctica de la ciudadanía democrática, en ocasiones con el apoyo del gobierno nacional y otras veces en medio de tensiones con éste. De todos los casos tratados en esta edición, Caracas parecería ser el lugar donde el proletariado informal más ha avanzado en su conquista de derechos y en los alcances de su participación en la formación de la política estatal. Si bien Fernandes enfatiza la importancia de una aproximación foucaultiana a la formación estatal, siguiendo a Florencia Mallon, también hace uso de un marco gramsciano para dar sentido a la manera en que los movimientos sociales urbanos libran guerras de posiciones en la cotidianidad. Y, al igual que Gill y Pine-Vivar, Fernandes demuestra la importancia de las memorias, las historias y las prácticas arraigadas en la vida cotidiana cuestionando las angostas concepciones neoliberales de ciudadanía y democracia. En “Dinámicas históricas y espaciales en la construcción de un barrio alteño”, Juan Arbona interviene en los debates bolivianos sobre ciudadanía, formas populares de organización e identidad étnico-política en El Alto, utilizando una aproximación histórica a la comprensión del espacio urbano, el territorio y la memoria. Arbona propone ir más allá de las verdades parciales acerca de El Alto expresadas en figuras como la de la “ciudad rebelde” o la “ciudad aymara”, los cuales emergieron luego del papel de liderazgo de esta ciudad en octubre de 2003, que condujo al derrocamiento y posterior

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exilio del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Siguiendo la propuesta metodológica de Denise Arnold, Arbona afirma que debemos estudiar las historias específicas de asentamientos territoriales a la luz del trasfondo de la tenencia colonial de la tierra y de la organización de comunidades indígenas (ayllus). Así, a pesar de su rápido crecimiento en las décadas de 1970 y 1980 como resultado de las sequías, la disminución de la productividad agrícola y la privatización de las minas estatales, El Alto debe ser visto más como un producto de la formación del Estado y del mercado bajo el colonialismo, desde una perspectiva de larga duración. Sin embargo, a diferencia de La Paz, Oruro o Cochabamba, El Alto no fue una ciudad en el período colonial, sino que permaneció en manos de comunidades indígenas hasta la Ley de Desvinculación de 1874, para luego ser invadida poco a poco por haciendas en la primera mitad del siglo xx. Esta dinámica fue revertida parcialmente por la reforma agraria de 1953, la cual mantuvo las tomas por parte de las haciendas pero parceló la tierra para minifundistas individuales, algunos residentes en haciendas, otros pertenecientes a comunidades indígenas. En los restos fragmentados de los ayllus, los sindicatos agrarios se convirtieron en la forma dominante de organización rural en las décadas de 1950 y 1960. Arbona afirma que la reforma agraria en El Alto condujo a la división de la tierra entre lotes bajo el control de sindicatos agrarios, y en Villa Ingenio —considerada uno de los distritos más indígenas de El Alto por su gran población de migrantes de provincias agrícolas cercanas— la construcción y el desarrollo de barrios comenzó cuando una cooperativa sindical minera compró lotes del secretario general del sindicato agrícola. Arbona sostiene que ambas formas de organización, los sindicatos agrícolas y el sindicato minero, marcaron la vida política y social de Villa Ingenio más directamente que el ayllu. Aquí Arbona va en contra de interpretaciones que enfatizan un trasplante directo del ayllu rural, en el cual parte de la tierra es de propiedad colectiva, a la ciudad, donde la tierra está sujeta a la medición y a la venta individual. No obstante, históricamente, el ayllu ha brindado la matriz para el sindicalismo minero y agrícola del siglo xx. La estructura sindical agrícola absorbió parcialmente la estructura del ayllu y la subordinó al régimen estatal revolucionario después de 1953. De esta forma las organizaciones barriales que surgieron de las formas previas de organización, tanto los sindicatos como el ayllu, representan una mezcla de lo nuevo con lo antiguo. El ayllu no desaparece en el entorno urbano, pero se adapta a nuevas circunstancias: las formas de vida indígenas cambian en la ciudad, pero al hacerlo transforman a la ciudad misma. La transformación de formas de organización basadas en el ayllu en organizaciones barriales se lleva a cabo mediante una combinación compleja de

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memoria y práctica social. Los aspectos rituales y simbólicos de la formación del barrio son de suma importancia. Arbona muestra cómo las prácticas colectivas de la construcción de casas y techos provenientes del campo, mediante las cuales se afirman lazos de reciprocidad y comunidad, se recrean en Villa Ingenio. En efecto, al construir casas juntos, los vecinos construyen no sólo su barrio sino también nuevos vínculos de solidaridad necesarios para preservarlo. Estos lazos se cimentan mediante las celebraciones y el trabajo colectivos, como sucede en las comunidades indígenas campesinas. La construcción de casas muestra cómo las tradiciones horizontales de apoyo mutuo derivadas del ayllu se adaptan y se transforman; estas tradiciones fueron cruciales para la supervivencia colectiva cuando Villa Ingenio fue fundada en un período en el que los servicios públicos, la alcaldía y los partidos políticos estaban ausentes. La pavimentación de calles y la provisión de servicios públicos, en contraste, alinean las dimensiones horizontales de la comunidad —en especial el trabajo colectivo (ayni)— con el clientelismo vertical de los partidos políticos y las administraciones municipales. La pavimentación de calles requiere el acomodamiento de las organizaciones barriales a prácticas burocráticas gubernamentales, pero las tensiones y los conflictos frente a los términos de este acomodamiento son frecuentes. Como señala el ensayo de Michelle Chase, “The Country and the City in the Cuban Revolution”, La Habana suele ser retratada como una ciudad atrapada en el tiempo, o como una ciudad de ruinas: una representación del pasado y no del presente. Chase muestra que, de hecho, esta es una consecuencia no anticipada de políticas implementadas entre 1959 y 1961 que pretendían revertir la dominación histórica de la ciudad sobre el campo, en las cuales la Sierra Maestra ocupó el lugar de la Meca en la imaginación nacional revolucionaria. Las juventudes urbanas no sólo miraron hacia el campo como modelo de pureza, compromiso y virtud revolucionarios, sino además fueron a vivir y a trabajar allí como maestros y voluntarios de alfabetización en la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, un desarrollo que consternó a muchos padres de la capital que temieron un libertinaje sexual en las montañas y en los cañaduzales del Oriente. La meta del régimen de cultivar y expandir la conciencia revolucionaria en lo concerniente al proceso de producción y consumo se logró ampliamente. De manera similar, en 1961, en la Escuela Ana Betancourt y otras instituciones educativas como esta más de 10 000 mujeres jóvenes del campo recibieron becas para estudiar en la capital, aun en la medida en que la vibrante cultura consumista prerrevolucionaria, concentrada en La Habana, decayó como resultado de huelgas y del sabotaje anticastrista hasta la invasión de Playa Girón. Resulta fácil olvidar que La Habana prerrevolucionaria no

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sólo era un remanso para tahúres y mafiosos como Lucky Luciano, sino que además los habaneros de clase media tenían niveles de consumo per cápita más altos que sus similares en otros lugares de América Latina —con acceso a carros, cadenas de supermercados y grandes almacenes—, y más que en cualquier otra ciudad latinoamericana La Habana era una ciudad de servicios para la clase media. En 1960, con la nacionalización de los grandes almacenes, los patrones de consumo y los consumidores mismos cambiaron, ya que por primera vez los habaneros de clase obrera obtuvieron acceso a los espacios de consumo y de ocio de la clase media como consumidores y no como trabajadores. En este sentido el caso cubano es único dado que sólo Fidel Castro ha logrado hacer uso de la política gubernamental para revertir la relación de dominación entre la ciudad y el campo, en parte haciendo la propia batalla por la ciudad un importante aspecto del cambio revolucionario. El objetivo era democratizar el acceso al espacio público, invertir en reformas agrarias y mejoras agrícolas en vez de desarrollos en finca raíz urbana, evitando así patrones establecidos en otros lugares de América Latina. Así, el núcleo colonial de La Habana fue preservado, no destruido, y el centro de la ciudad no fue rodeado de barriadas periféricas sin servicios públicos. Aun así, el hecho de que no se hubieran construido viviendas adecuadas terminó por producir hacinamiento en proyectos de vivienda pública y en asentamientos informales, y al final la revolución cubana no consiguió lidiar con los problemas de pobreza urbana. III

Lo que dice cada uno de estos ensayos, de maneras diferentes, es que la gente hace y mantiene sus barrios: se rehace a sí misma como nuevos tipos de ciudadanos. En cada caso, la dialéctica de la insurgencia democrática, hecha para renovar la ciudadanía para incluir los derechos sociales de los históricamente excluidos, y la contrainsurgencia antidemocrática diseñada para mantener mermada la ciudadanía y escasos los bienes y servicios públicos para los pobres urbanos, han definido la forma del entorno construido. Así las cosas, las ciudades latinoamericanas deben ser situadas en los contextos históricos nacionales e internacionales en los cuales se encuentran arraigadas, si bien las historias específicas de ocupación territorial y movilización política en el ámbito barrial siguen siendo el foco de análisis. Mientras que en Barrancabermeja y en Tegucigalpa el terror paramilitar y un golpe derechista —respectivamente— han limitado fuertemente lo que el proletariado informal puede hacer por su propia cuenta, para sí mismo y en conjunto con otros en el siglo xxi, en Caracas y El Alto en 2002 y 2003, como parte de una amplia coalición nacionalista, la misma clase derrotó un golpe

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derechista y derrocó a un gobierno derechista, respectivamente. En estos dos últimos casos, los movimientos populares, desde abajo, han ampliado los alcances de su participación y sus derechos políticos, desarrollando relaciones tensas y conflictivas con funcionarios estatales de los nuevos gobiernos “revolucionarios”. En La Habana, entre 1959 y 1961, Fidel Castro y los revolucionarios cubanos intentaron revertir la dominación de la ciudad sobre el campo invirtiendo la dirección de los flujos de inversión y migración, poniendo fin así a la cultura consumista inspirada por Estados Unidos que caracterizaba a La Habana prerrevolucionaria y evitando el patrón de desarrollo urbano que tuvo lugar en otros lugares de América Latina. Los hilos comunes que unen a los ensayos tienen que ver con el rol de la historia, la memoria, la vida cotidiana y la formación de barrios y de identidades cívicas que lograrían la abolición del estigma que marca a quienes habitan en las periferias urbanas como peligrosos o delincuentes. Cada ensayo toma la cultura, la conciencia y la comunidad políticas como temas analíticos que nos permiten dar sentido a los logros, los fracasos y los límites de la agencia histórica del proletariado informal de la periferia urbana. Y sean cuales sean las especificidades de cada caso individual, resulta claro que en las ciudades de toda la región se están librando tenaces batallas contra los discursos y las prácticas excluyentes del neoliberalismo, y que ya se han logrado victorias parciales a favor de la expansión de la ciudadanía democrática. Ni los académicos ni los Estados tendrán más opción que prestar mayor atención a esas luchas a medida que avanza el siglo xxi. • • • I

In addition to housing the majority of the world’s people—an historical watershed as important as any since the invention of agriculture—slums represent an epistemological and methodological problem, since neither states nor academics, much less citizens from other walks of life, know much about them, despite some fifty years of monographic studies. Historically without precedent, the informal proletariat of the global South is the fastest-growing social class in world history, yet neither classic nor contemporary social theory has been able to come to grips with it. Since the 1980s, slums have grown even as the great industrial cities of the global South (Bombay, Buenos Aires, Sao Paulo) have been de-industrialized, and have changed and grown more quickly than states or academics have been able to map their boundaries. Thus, although cities have no longer created industrial, or indeed any, jobs to keep pace with migration, people have

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continued to arrive in great numbers, year after year, as a result of neoliberal agricultural policies, natural disasters, and war. Given the dearth of thinking about the informal slum proletariat in the social sciences, particularly in political science, it should come as no surprise that the Pentagon and related think tanks like RAND, working with the US Army and Air Force, have taken the lead in conceptualizing slums as the new frontier of counterinsurgency: a problem of containment, pacification, and policing. The problem that slums represent is irreducible, and therefore likely to endure: the majority of those who live in them are permanently redundant, since their labor will never be necessary in the global economy. This is nothing like the reserve army of labor Marx described, hired and fired according to the business cycle under industrial capitalism, because except for East Asia, industry has not produced jobs for new migrants in the cities of the global South since the 1970s. As a result, as Jan Bremen notes regarding India, slum dwellers have become “stigmatized as a permanently redundant mass, an excessive burden that cannot now be incorporated into economy and society. That, in my opinion, is the real crisis of world capitalism” (Quoted in Davis, 2006). The Arab Spring of 2011, which has now spread to the European periphery, is the first transnational manifestation of what the struggle for democratic citizenship in the twenty-first century may look like; much of its organizational force comes, inevitably, from slums. This is especially notable because of the marked tendencies toward fragmentation, individualism, and social differentiation within slums, frequently exacerbated by state and para-state repression. The essays in this volume about Latin American cities, written by an historian, a sociologist, two anthropologists, and a geographer, speak to us about political culture, consciousness, community, and self-organizing in the slums of Tegucigalpa, Caracas, Barrancabermeja, El Alto, and Havana. Each essay tells a story of the fight for what David Harvey has called “the right to the city.” With the exception of Havana, in all cases neoliberalism has exacerbated—particularly through privatization and deregulation—forms of exclusion based on, and reflected in, geographies of inequality that long predated it, and each essay tells a story of how the informal proletariat of the slums exercises historical agency, albeit under conditions not of its own choosing. II

Like Barrancabermeja, Tegucigalpa tells us about the impact of state and para-state terror in the consolidation and maintenance of neoliberal cities, with the important difference that Tegucigalpa’s deep divisions of wealth, political power, and status are of colonial origin, marked by the course of the Río

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Choluteca, which divides “civilized” Villa del Real de Minas de San Miguel de Tegucigalpa from its “savage” twin, Villa de la Concepción de Comayaguela. As Adrienne Pine and David Vivar demonstrate in “Tegucigolpe: donde se Cruzan los caminos, se unen las fronteras, y divergen las percepciones,” in spite of a colonial divide that has survived and was deepened under Honduran liberalism, Tegucigalpa has features that make it representative of Latin American cities: “a complicated landscape, with rugged topography: full of hills, narrow streets and labyrinthic settlements, mostly poor,” for example. Furthermore, Colonia Kennedy, representing the failed promise of the Alliance for Progress, and portrayed in the media and popular culture as a zone of extreme danger, full of violent people, could be any favela in Latin America were it not for its particular history connected to U.S. development initiatives in the wake of the Cuban Revolution. During the 1980s, of course, Tegucigalpa became the center of U.S. efforts to coordinate counterinsurgency campaigns in Nicaragua and, by the end of the decade, both the US Embassy and US AID had been militarized. Then came Hurricane Mitch in 1998. Leading politicians and businessmen turned crisis and disaster into an opportunity to suspend constitutional rights and impose neoliberal austerity policies that were a condition of the loans they received from the IMF, post-Mitch. While it appeared for a brief moment that the floodwaters of the Río Choluteca had leveled longstanding social hierarchies between Tegucigalpa and Comayaguela, in fact, death and structural devastation was largely confined to the latter and the poorest areas of the former. Basic services—water, electricity, and telecommunications—were privatized and deregulated after Mitch. A semi-permanent “state of emergency” was declared, and the hygienic and ecological practices of the poor themselves were blamed for the destruction that began with Mitch. Neighborhoods like Colonia Kennedy were criminalized and militarized, and their residents placed under the mantle of suspicion. Under the rubric of anti-terrorism, thousands of young people were subject to extrajudicial execution and everyday terror was institutionalized. The coup of 2009 was a partially successful effort to short-circuit the growing participation of the informal slum proletariat under Manuel Zelaya, and the right-wing paramilitary terror that accompanied the coup and its long aftermath have succeeded, for the moment, in keeping the excluded population out of official politics, but that could prove temporary. Business leaders, politicians and the media were determined to make sure Tegucigalpa did not become another Caracas, yet the Resistance has become more unified and better organized following the coup, and through non-violent struggle, a new political consciousness and identity have emerged among the urban

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poor of the capital city. With Zelaya’s return, people from Colonia Kennedy and Camayaguela may yet manage to redefine citizenship in radically democratic ways, particularly if they can bring those responsible for the coup to justice. Given Colombia’s ongoing armed conflict, the panorama for Barrancabermeja is considerably darker than it is for Tegucigalpa. In the former, terror and its twin, impunity, is a crucial factor shaping community, political culture, and consciousness. In contrast to cities in Ecuador, Venezuela, or Bolivia, as Lesley Gill argues in “Disorder and Everyday Life in Barrancabermeja,” Barrancabermeja is a case of neoliberalism in extremis, in which para-state mafia terror has been institutionalized and integrated into regional politics and grass-roots urban economies. The role of armed insurgency, in the form of the ELN’s neighborhood militias, the militant community-oriented trade unionism of the USO, and the triumph of the paramilitary right clearly make Barrranca unique compared to the other cases covered in this issue. Gill’s essay addresses the uneven, complex process of legitimization of the paramilitary project in the city with the country’s most robust traditions of working-class anti-imperialism. Gill asks what happens to independent working-class political culture, community, and consciousness in the face of neoliberalism and right-wing terror, and argues that the latter two have broken down dense networks of solidarity and shared frameworks of understanding that were forged over the course of the twentieth century. Terror, impunity, and silence have reconfigured space—no place is safe for radicals in the city—and underwritten new armed clientelist networks that have incorporated substantial sectors of the informal proletariat. These networks, which ostensibly provide security, contribute to social disintegration and anti-democratic authoritarianism in which working people have few if any rights. In twenty-first century Barrancabermeja, people are more likely to remain silent about what they have seen or heard, either out of complicity with or in mortal fear of mafias, and to seek individual solutions to collective problems. Many turn away from politics. Silence, impunity, and terror reinforce fragmentation, isolation, and differentiation within the neighborhoods. Although community and labor activists struggle to rebuild networks of solidarity and shared frameworks of understanding, they find it nearly impossible to do so in the face of spreading disorder, in part because terror separates union and community leaders from the rank-and-file, forcing them to live with bodyguards, and take other drastic security measures. Without a shared understanding of the past and the present, based on ties of trust and solidarity, the informal proletariat has no way to chart a course

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into the future. They can only struggle to survive in a present they did not design. While alternative histories, memories, and traditions endure, they are endangered and embattled under the tributary regime imposed by paramilitaries who control housing and labor markets in many of the city’s neighborhoods. As in Tegucigalpa, in Barrancabermeja, to be from certain neighborhoods—the northeast, for example—is to be considered suspect and to be subject to criminalization and/or displacement. In such circumstances, the informal proletariat is unable to conceive of and undertake collective projects for social transformation. In the western hemisphere today, probably only Guatemala and El Salvador offer comparable cases. Although apparent calm prevails because open warfare no longer takes place, impunity means that fear, uncertainty, and precariousness have become embedded in everyday life. In terms of state formation, private militias working in coordination with state security agents have destroyed society in order to save it, and their main targets have been social movements and grass-roots organizations. The case of Caracas is perhaps emblematic of resistance to neoliberalism seeking to re-define and extend democratic citizenship according to norms, values, memory, oral history, and everyday practices rooted in neighborhood histories and identities. It is emblematic because the Caracazo, a direct and immediate response to Carlos Andrés Pérez’s Gran Viraje toward neoliberalism, was violently suppressed. Caracas is also emblematic in that before 2002, no urban movement in Latin America had ever succeeded in rolling back a US-sanctioned right-wing coup attempt to uphold the constitution and the rule of law. As Sujatha Fernandes argues in “Everyday Wars of Position: Social Movements and Caracas Barrios in the Chávez Era,” in the wake of the failed coup of 2002, and in the lead-up to the referendum in 2006, President Hugo Chávez has sought to strengthen social movements in the capital through government policies of redistribution, in what Fernandes calls a hybrid, post-neoliberal state, but Chávez’s government has remained captive to both the dictates and vicissitudes of the global oil market and what Fernandes, following Wendy Brown, calls neoliberal governmentality. Focusing on the privatization and deregulation of the telecommunications sector, and the subsequent efforts of the Chávez government to support community radio stations, Fernandes argues that neoliberalism, much more than a set of economic policies, is a mix of knowledge and administrative techniques that extend an instrumental market logic to all state practices, including those traditionally subject to non-market criteria. In demanding that government-approved projects be subject to the instrumental cost-benefit calculus that prevails in the private sector, state

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administrators apply a neoliberal logic that circumscribes the range of public goods and services. Though the state has gone beyond the political party clientelism that characterized urban politics in Venezuela during the Cold War, investing significant resources derived from petroleum revenue in public services in the barrios, in engaging with the state, neighborhood organizations operating on a horizontal axis of self-help enter into vertical relationships with public officials, upon whose largesse they may come to depend. Yet as Fernandes shows, urban social movements have a different vision of what state-society relationships should look like, and of what place the local should occupy in relation to the nation-state. Urban social movements operate with a logic anchored in everyday life, oral history, and memory, as they evaluate development projects and their impact and significance. Movement leaders and activists understand community radio stations, which proliferated between 2002-5, to be a powerful medium for the articulation of community consciousness, culture, and identity. They struggle to create space for themselves, and in so doing, they radically redefine the meaning and practice of democratic citizenship, sometimes with the support of the national government, at other times in tension with it. Of the cases covered in this issue, Caracas would seem to be the place where the informal proletariat has advanced furthest in its conquest of rights and the extent of its participation in the making of state policy. Though Fernandes insists on the importance of a Foucauldian approach to state-formation, following Florencia Mallon, she also employs a Gramscian framework in order to make sense of how urban social movements wage everyday wars of position. Furthermore, like Gill and Pine-Vivar, Fernandes demonstrates the importance of memories, histories, and practices rooted in everyday life that contest narrow, neoliberal concepts of citizenship and democracy. In “Dinámicas históricas y espaciales en la construcción de un barrio alteño,” Juan Arbona intervenes in Bolivian debates about citizenship, forms of organization, and political-ethnic identity in El Alto, using an historical approach to understanding urban space, territory, and memory. Arbona proposes moving beyond the partial truths about El Alto captured in tropes of the “rebel city” or the “Aymara city,” tropes that emerged following the city’s leading role in the days of October 2003, which led to the overthrow and flight of President Gonzalo Sánchez de Lozada. Following Denise Arnold’s methodological injunction, Arbona argues that we need to study specific histories of territorial settlement against the background of colonial land tenure and the organization of Indian communities (ayllus). Thus, in spite of its rapid growth in the 1970s and 80s due to drought, declining agricultural productivity, and the privatization of the state-owned mines, El Alto is best

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viewed as the product of state and market formation over the longue durée of colonialism. However, unlike La Paz, Oruro, or Cochabamaba, El Alto was not a city in the colonial period: rather, it remained in the hands of indigenous communities until the Ley de Desvinculación of 1874, followed by slow but steady encroachment of haciendas in the first half of the twentieth century. This dynamic was partially reversed by the Agrarian Reform of 1953, which ratified hacienda takeovers but parceled out the land to individual small holders, some resident on haciendas, others members of Indian communities. On the fragmented remains of highland ayllus, agrarian trade unions became the dominant form of rural organization in the 1950s and 60s. Arbona argues that agrarian reform in El Alto led to the division of land into lots under the control of agrarian trade unions, and in Villa Ingenio— considered one of the most indigenous districts in El Alto because of its large population of migrants from the surrounding agricultural provinces— neighborhood construction and development began when a miners’ trade union cooperative bought lots from the General Secretary of the agrarian trade union. Arbona argues that both forms of organization, the agrarian trade unions and the miners’ union, marked political and social life in Villa Ingenio more directly than the ayllu. Here Arbona goes against interpretations that stress a direct transplantation of the rural ayllu, where some of the land is owned collectively, to the city, where land is subject to measurement and individual sale. Yet historically, the ayllu provided the matrix for mining and agrarian trade unionism during the twentieth century. The agrarian trade union structure partially absorbed the ayllu structure and subordinated it to the revolutionary state-regime after 1953. Thus, the neighborhood organizations that grew out of previous forms of organization, both trade union and ayllu, represent a mix of new and old. The ayllu does not disappear in the urban setting, but is rather adapted to new circumstances: indigenous life-ways change in the city, but in the process, they change the city itself. The transformation of ayllu-based forms of organization into neighborhood organizations takes place through a complex mixture of memory and social practice. Ritual and symbolic aspects of creating the neighborhood are paramount. Arbona shows how collective practices of house- and roof-building from the countryside, through which ties of reciprocity and community are affirmed, are recreated in Villa Ingenio. In fact, by building houses together, neighbors build their neighborhood as well as new ties of solidarity necessary to sustain it. These ties are cemented through collective work and celebration, as is the case in indigenous peasant communities. House-building shows how horizontal traditions of self-help derived from the ayllu are adapted and transformed; these traditions were crucial

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to collective survival when Villa Ingenio was founded in a period in which public services, the mayor’s office, and political parties were absent. Street paving and public-service provision, in contrast, bring the horizontal dimensions of community—particularly collective labor (ayni)—into vertical alignment with municipal and political party clientelism. To get streets paved requires neighborhood organizations to achieve accommodation with bureaucratic government practices, but tensions and conflicts over the terms of this accommodation are frequent. As Michelle Chase’s essay, “The Country and the City in the Cuban Revolution,” points out, Havana is frequently depicted as a city trapped in time, or as a city of ruins: a representation of the past rather than the present. Chase shows that, in fact, this is an unanticipated consequence of policy measures taken between 1959-61 that were designed to reverse the historic domination of city over countryside, and in which the Sierra Maestra occupied the place of Mecca in the national revolutionary imagination. Urban youth not only looked to the countryside as a model of revolutionary purity, commitment, and virtue, they went there to live and work as teachers and literacy volunteers at Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos—a development that dismayed many parents from the capital who feared sexual licentiousness in the mountains and canefields of the Oriente. The regime’s goal of cultivating and expanding revolutionary consciousness concerning the process of production and consumption was amply achieved. Likewise, in 1961, at the Escuela Ana Betancourt and other schools like it, more than ten thousand young women from the countryside were given grants to study in the capital, even as the city’s vibrant pre-revolutionary consumer culture, centered on Havana, declined as a result of strikes and anti-Castro sabotage leading up to the Bay of Pigs invasion. It is easy to forget that pre-revolutionary Havana was not only a haven for foreign gamblers and gangsters like Lucky Luciano, but that middle-class Havana residents had higher levels of per capita consumption than their counterparts elsewhere in Latin America—with access to cars, supermarket chains, department stores—and far more than other Latin American cities, Havana was a middle-class city of services. In 1960, with the nationalization of department stores, both consumption patterns and consumers themselves changed, as for the first time, workingclass Havana residents gained access to middle-class spaces of consumption and leisure as consumers rather than workers. Thus the Cuban case is unique in that only Fidel Castro has endeavored to use government policy to reverse the relationship of domination of the city over the countryside, in part by making the battle over the city itself an important aspect of revolutionary

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change. The goal was to democratize access to public space, invest in agrarian reform and agricultural improvements rather than urban real-estate development, and avoid patterns established elsewhere in Latin America. Thus the colonial core of Havana was conserved rather than destroyed, and the city center was not surrounded by peripheral shantytowns lacking public services. Yet the failure to build adequate housing eventually led to massive overcrowding in public housing projects as well as squatter settlements, and in the long run, the Cuban revolution proved unable to cope with problems of urban poverty. III

What each of these essays says, in different ways, is that as people make and maintain their neighborhoods, they remake themselves as new types of citizens. In each case, the dialectic of democratic insurgency, designed to refashion citizenship so as to include social rights for those historically excluded, and anti-democratic counter-insurgency designed to keep citizenship thin, and public goods and services scarce, for the urban poor, has defined the shape of the built environment. Thus, Latin American cities need to be placed in the larger national and international historical contexts in which they are embedded, although specific histories of territorial occupation and political mobilization at the neighborhood level remain the focus of analysis. Whereas in Barrancabermeja and Tegucigalpa, paramilitary terror and a right-wing coup, respectively, have sharply limited what the informal proletariat can do by and for itself and with others in the twenty-first century, in Caracas and El Alto in 2002-3, as part of a broad nationalist coalition, the same class defeated a right-wing coup and overthrew a right-wing neoliberal government, respectively. In both of the latter cases, movements from below have since expanded the range of their political participation and rights, while entering into a tense, conflictive relationship with officials of the new “revolutionary� governments. In Havana from 1959-61, Fidel Castro and Cuban revolutionaries attempted to reverse the domination of city over countryside by reversing the direction of investment flows and migration, thereby ending the US-inspired consumer culture that marked pre-revolutionary Havana, and avoiding the pattern of urban development that occurred elsewhere in Latin America. The common threads that unite these essays concern the role of history, memory, everyday life, and the creation of neighborhoods and civic identities that would abolish the stigma that marks those who live in slums as dangerous or criminal. Each essay takes local political culture, consciousness, and community as analytical themes that allow us to make sense of the

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achievements, failures, and limitations of the historical agency of the informal slum proletariat. Furthermore, whatever the specifics of each individual case, it is clear that tenacious battles against the exclusionary discourses and practices of neoliberalism are being waged in cities across the region, and that partial victories for the expansion of democratic citizenship have already been achieved. Both academics and states will have little choice other than to pay closer attention to such struggles as the twenty-first century unfolds. • • •

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Tegucigolpe: donde se cruzan los caminos, se unen fronteras y divergen las percepciones Adrienne Pine American University David Vivar Resumen El artículo explora la problemática contenida en Tegucigalpa, ahonda en la “ciudades gemelas” (Comayagüela y Tegucigalpa) involucrándose de manera activa en su configuración topográfica de exclusión y desigualdad socioeconómica, en la violencia estructural y simbólica que se relaciona de manera directa con la aplicación de políticas neoliberales. Un acercamiento a la ciudad post-huracán Mitch y posgolpe de Estado a partir de la comparación sistemática de notas etnográficas e historiográficas. Resultado de esto será un análisis del Estado corporativista y sus implicaciones en Tegucigalpa. Palabras clave Frente Nacional de Resistencia Popular • Giorgio Agamben • estado de excepción • Naomi Klein • capitalismo de desastres • Merrill Singer • cultura de la riqueza • Mary Douglas • Nancy Scheper-Hughes • genocidio • Michael Taussig • terror usual

Tegucigolpe: Where roads cross, borders unite, and perceptions diverge Abstract This article examines the capital of Honduras—Tegucigalpa—focusing on its “twin cities” of Comayagüela and Tegucigalpa, examining the relationships between topographic and socioeconomic exclusion, structural and symbolic violence, and the application of neoliberal policies. It explores the city post-hurricane Mitch and post-coup d’État using historical and ethnographic data to shed light on Tegucigalpa, the troubled political center of a corporatizing State. Keywords FNRP • Giorgio Agamben • state of exception • Naomi Klein • disaster capitalism • Merrill Singer • culture of wealth • Mary Douglas • Nancy Scheper-Hughes • invisible genocide • Michael Taussig • usual terror

Recibido el 24 de enero de 2011 y aceptado el 15 de abril de 2011.


Adr ienne P ine es profesora asistente en el Depar tamento de A n t r o p o l o g Ă­a d e l a Un i v e r s i d a d A m e r i c a n a , Wa s h in g t o n, E s t a d o s Un i d o s . pin e@a m e r i ca n.e du D a v i d V i v a r h a s i d o in v e s t i g a d o r d e l C e n t r o d e E s t u d i o s p a r a l a D e m o c r a c i a , Te g u c i g a l p a , H o n d u r a s . d a v i d v i va r@l i ve .c o m


Tegucigolpe: donde se cruzan los caminos, se unen fronteras y divergen las percepciones Adrienne Pine American University David Vivar

Tegucigalpa o “Tegucigolpe”, como fue bautizada por los miembros de la Resistencia hondureña después del golpe de Estado del 29 de junio de 2009, se ha convertido en un espacio de atención internacional reciente, asumiendo un lugar muy distinto al que tuvo en la década de los ochenta, cuando fue conocida como el centro de operaciones de John Dimitri Negroponte, para atacar desde la embajada norteamericana los procesos insurreccionales en Centroamérica. La capital hondureña es un paisaje complicado, con una definición topográfica sumamente accidentada: llena de cerros, calles angostas y laberínticos asentamientos de poblaciones, en su mayoría pobres. La Tegucigalpa que se describe a continuación es un sitio donde la ciudadanía de manera contradictoria, antes y aun después del golpe de Estado, apoya e impugna la agenda neoliberal. Se examinan dos sitios geográficos: el río Choluteca y la Colonia Kennedy. Ambos sitios concentran en su condición e historia gran parte de las características del complejo sistema de relaciones de la ciudad, y en ambos casos la percepción varía dramáticamente según la aproximación o el punto desde donde se analizan. El río Choluteca se escabulle entre los cerros y ha sido la frontera entre dos ciudades gemelas donde las desigualdades se remontan hasta el momento de su fundación. A medida que el espectador se acerca al río, los colores de azul turquesa con que lo han presentado renombrados artistas y el Photoshop de las campañas políticas se diluyen en una oscura profundidad de miseria, como frontera entre la Tegucigalpa que todo lo quiere y la Comayagüela que cada día tiene menos. Por su parte, la Colonia Kennedy, desde el imaginario de quien ha decidido mantenerse alejado, es una zona en extremo peligro, llena de gente violenta (o pobre, que a veces significa lo mismo para los elegantes presentadores de la televisión). A medida que el espectador se acerca al amurallado claustro, éste se muestra más solidario que intimidante y es otra frontera que, en este caso, divide lo que las políticas neoliberales han querido hacer creer de la

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población empobrecida y lo que realmente ocurre en comunidades que están aprendiendo a resistir con dignidad ante la avanzada de los empresarios (o golpistas, que a veces significa lo mismo para los “desaliñados” habitantes de la Kennedy). La sección de reseñas para viajeros del New York Times del 12 de noviembre de 1995 registra un artículo sobre Tegucigalpa, en el que su autora Patricia Volk apunta: “Ésta podría ser la última capital no mercadeada en el mundo” (1995). De hecho, los intentos de “mercadeo” de Tegucigalpa como destino turístico han sido indudablemente un fracaso. Esto ha sido particularmente cierto durante y después del golpe de Estado que derrocó al presidente Manuel “Mel” Zelaya. Las muestras públicas de violencia estatal que sucedieron al golpe se han mantenido, los capitalinos son herederos de una historia de exclusión estructural y de los desastrosos resultados infraestructurales de las desenfrenadas políticas neoliberales, las cuales se hicieron más que evidentes a raíz del huracán Mitch, en 1998. El marketing político, desde el golpe, no ha podido crear sujetos-ciudadanos, dispuestos a participar plenamente en las campañas que sí se mercadean: como la del alcalde Ricardo Álvarez, “Primero los pobres”, o la campaña de “Seguridad ciudadana” del ministro de Seguridad Oscar Álvarez, que supuestamente actúa contra el terrorismo. En este artículo examinamos una Tegucigalpa muy diferente a ese lugar eterno y no comercializado descrito por Volk, donde el “realismo mágico impregna la ciudad”. La Tegucigalpa que se describe a continuación es la misma que conoció Volk, un poco más golpeada. E l r ío C h o l u teca , ag ua s s u cia s de e xc l u s ió n

Tal como expone el historiador Rolando Zelaya y Ferrera, Tegucigalpa no fue fundada, sino que es el producto del poblamiento ulterior de una zona en la que se descubrieron yacimientos de plata cercanos a los principales ríos: el río Choluteca (río Grande en aquel entonces) y el río Chiquito; éstos cortan simbólicamente la Villa del Real de Minas de San Miguel de Tegucigalpa y Heredia. Tegucigalpa se dividiría así en dos ciudades gemelas; Tegucigalpa, y un asentamiento vecino, la Villa de la Concepción de Comayagüela o Comayagua pequeña. Los habitantes originarios de estas tierras se encontraban dispersos por toda el área, siendo sometidos a reducciones y agrupados en Comayagüela. Los indígenas que habitaban la zona de las “ciudades gemelas” eran de diferentes etnias, si bien con un fuerte predominio de raza lenca, fuerte en el momento del contacto, aunque no podemos dejar por aparte la aculturación que en épocas posteriores recibirían de otros grupos indígenas como los xicaques, payas y

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chorotegas.1 Éstos abastecerían de mano de obra asalariada para el servicio de las casas o para el trabajo de superficie de las minas, según una autorización del rey Felipe II fechada en 1584. Por tanto, desde su fundación, la ciudad se basa en un legado de explotación que se refleja en la segregación espacial de la ciudad y que se inscribe en edificaciones como la iglesia, un ejemplo característico: la ermita de indios, mestizos y mulatos asentados en Tegucigalpa, “Los Dolores”. La relación entre ambos asentamientos resultó atractiva para la inversión, especialmente de los estratos sociales que aún no lograban mayores adelantos en Comayagua (entonces capital de la República). La economía de la Tegucigalpa de antaño se basaba en la actividad minera y en la ganadería; sin embargo, en 1821, año en el que se declara la independencia, a la vez ésta es elevada a la categoría de ciudad; la minería estaba casi extinguida en el país (Argueta et al. 1976). Es hasta finales del siglo xix, en pleno auge del liberalismo en Honduras, que esto se revierte, cuando comienzan las relaciones entre el Gobierno y el capital transnacional. Esta posición procapitalista revivió a Tegucigalpa, que para el 30 de octubre de 1880 contaba con “las condiciones y elementos necesarios de población y riqueza, para la residencia del Gobierno y de la Corte Suprema de Justicia y reunión del Congreso”;2 por tanto, por medio de una Asamblea Nacional Constituyente, se decreta capital de la República. Esto trastocó los espacios de la antigua Tegucigalpa. El flujo migratorio creado por su cercanía a los enclaves mineros de Santa Lucía y San Juancito, además de ser una ruta obligada para llegar al puerto de Amapala y al golfo de Fonseca, obligó a la ciudad a expandirse y mestizarse. Para 1887 Luis Bográn, el presidente de la República, intentaría la fusión de las dos ciudades en una sola acción, que fracasó debido a la resistencia de los indígenas de La Cuesta, El Carrizal, Lodo Prieto, La Soledad, La Quebrada Arriba y los propios vecinos de la ciudad (Jerez 1981). Hacia 1898 se dispuso que Tegucigalpa y Comayagüela, las ciudades vecinas, a orillas de los ríos Chiquito y Choluteca, mantuviesen nombres separados y con dos gobiernos municipales. Comayagüela contaba con 40 000 habitantes, y Tegucigalpa, incluidas poblaciones circunvecinas, reunía más de 50 000.3

1 Martínez Castillo, en Rolando Zelaya Sierra, Una aproximación geográfico-histórica, en http://www.historiadehonduras.hn/Historia/tegus/historicos.htm#_ftn2. 2 Decreto 11. Asamblea Nacional Constituyente, Tegucigalpa, 2 de noviembre de 1880. 3 http://www.elheraldo.hn/subsistemas/especiales/432_aniversario_tegucigalpa/pages/ historia.

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La incipiente capital de la República, dividida desde la Colonia en dos ciudades, será el ejemplo de orden para el país. Los procesos modernizantes y liberales coadyuvarán en los procesos urbanos de segregación. Tegucigalpa será la progresista, y su “otro yo significativo”, Comayagüela, más pobre, más sucia y de más baja elevación, permanecerá así. Desde una perspectiva antropológica, es fundamental analizar el simbolismo de las aguas sucias que dividen la capital. En sus 14 años de investigación etnográfica, Adrienne Pine ha notado que el tema de la higiene es un marcador simbólico importante de clase social. En el año 2000, una amiga cercana de Adrienne, cuya casa estaba al lado de un río de aguas negras, ocultó tal situación a ésta, por vergüenza (sin ser esto su responsabilidad). El bañarse todos los días, y en ocasiones más de una vez, es obligatorio, especialmente para la gente pobre que intenta limpiarse de la contaminación simbólica de la pobreza. Las enfermedades hídricas como el dengue son vistas como culpa de las víctimas, a pesar de que para éstas conservar agua en depósitos es una necesidad, pues el agua potable sólo llega de vez en cuando y, muchas veces, en camiones cisterna. La medicalización de problemas sociales como la falta de infraestructura y de servicios se liga con las campañas “educativas” nacionales e internacionales de salud pública, culpabilizando al individuo por enfermedades originadas por la violencia estructural. En julio de 2010, después de una visita a Comayagüela, Adrienne Pine mencionó el simbolismo del río Choluteca en sus notas de campo: Muchos se asustan al hablar de Comayagüela, la hermana ciudad de Tegucigalpa; de baja altitud, la que siempre se inunda. Tengo la sensación de que para muchos tegucigalpenses de clase media y clase media alta, el puente sobre el río Choluteca es algo así como el portal al infierno. Antes de salir me dicen: ¡No ande por allí! ¡Quédese en la estación de autobuses! (y la obligatoria lista en detalle, de las cosas posibles y específicas que me podrían suceder).4 Con la llegada del huracán Mitch, el río que divide la ciudad entre rico y pobre, limpio y sucio, apto para la promoción turística y algo que mejor se esconde, puso en peligro esas divisiones, desbordándose y arriesgando no sólo las vidas de las personas en las cercanías de los ríos, sino también la estabilidad de las divisiones sociales que simbólicamente se mantenían. El agua amenazó con igualar al rico y al pobre en todo el país. Eso causó 4 http://quotha.net/node/1082.

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sorpresa y deleite a alguna gente de pocos recursos económicos, como unas jóvenes que entrevistó Pine en la ciudad de La Lima, quienes señalaron: “El Mitch ni siquiera respetó la Zona Americana” (refiriéndose a la zona privada originalmente construida para ejecutivos estadounidenses de las compañías bananeras). Pero para los que se veían en peligro de caer en igualdad de condiciones, esto no era nada divertido. La destrucción que el Mitch causó en Tegucigalpa, la devastación de Comayagüela y los altos niveles de mortalidad que provocó se debieron a muchos factores; entre ellos se destacan el deterioro y abandono de la infraestructura: drenaje, calles adecuadas, planes de emergencia y recursos para implementarlos. La insuficiencia o inexistencia de infraestructura se vería de manera más acentuada en las zonas pobres como Comayagüela. Los inmigrantes que habían llegado a la ciudad durante las décadas anteriores por haber sido expulsados económicamente, o desterrados de sus lugares de origen, construyeron sus casas en zonas de alto riesgo (los llamados barrios marginales). Estos barrios carecen de servicios municipales, pero a la vez surgieron con la plena complicidad de las autoridades. Las personas asentadas ahí fueron las primeras en perderlo todo en los derrumbes. Mitch no logró emparejar las cosas. El daño estructural afectó desproporcionalmente a los pobres, que pusieron los muertos. Mitch más bien tuvo un efecto contrario: el huracán sirvió como justificación para implementar políticas que sólo incrementaron la distancia entre rico y pobre, entre Tegucigalpa y Comayagüela (Boyer y Pell 1999; Pine 2008). El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su libro Estado de excepción, argumenta que en tiempos de crisis, los Estados aprovechan para centralizar más su poder (2005). Las crisis, sean estas “naturales” o políticas, son interpretadas como “estados de excepción”, permitiendo a los gobernantes extender su poder y suspender los derechos civiles de la ciudadanía imponiendo nuevas leyes de poder soberano, como lo demuestran los poderes de emergencia permanentes del USA Patriot Act del gobierno de George Bush (que continúan en la administración Obama). Este ejemplo es comparable con las leyes legitimadas por el gobierno nazi durante el Tercer Reich. En Honduras, después del Mitch, un estado de emergencia permitió una extensión del poder, como lo que explica Agamben. El 31 de octubre de 1998, dos días después de la llegada del huracán, el consejo de ministros del presidente Carlos Flores Facussé (quien cumplió un papel central en el golpe de 2009) declaró el Estado de Emergencia. El decreto ejecutivo pcm-019-98 que acompañó la declaración del estado de emergencia suspendió derechos constitucionales básicos, implementó el toque de queda, prohibió el uso de vehículos e implantó la “ley seca” prohibiendo la venta de alcohol. En muchas ocasiones después del golpe de Estado, especialmente en

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Tegucigalpa, se ha considerado que la “crisis” de las protestas no violentas, las lluvias fuertes y la epidemia del dengue son estados de emergencia y así han logrado suspender derechos civiles y democráticos de la misma forma. A pesar de que el estado de emergencia se aplica en toda la ciudad, es en los barrios marginales donde se ve la aplicación policiaca y militar de la criminalización de la democracia. En su libro La doctrina del shock: el auge del capitalismo de desastres (2007), la autora canadiense Naomi Klein desarrolla una teoría que complementa la desarrollada por Agamben. Klein sostiene que los desastres son utilizados por los gobiernos para implementar reformas que siguen el modelo del economista Milton Friedman. Según Klein, los gobernantes abusan de la psicología social de choque nacional e internacionalmente para implementar reformas impopulares de mercado libre, tal como se han aplicado los choques eléctricos como técnica psiquiátrica para tratar a los pacientes con enfermedades mentales. Da como ejemplos (entre otros) la guerra de las Malvinas, los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la crisis del huracán Katrina. Así como se ve la concentración de poder soberano bajo el estado de excepción de que habla Agamben, se puede ver en la respuesta oficial al Mitch un ejemplo claro de “capitalismo de desastres”. Inmediatamente después del Mitch el Congreso hondureño inició las llamadas “liquidaciones rápidas después de la tempestad”. En su “carta de buena fe” al Fondo Monetario Internacional de 1999, el Gobierno de Honduras prometió llevar a cabo ajustes estructurales radicales como condición para recibir préstamos para la supuesta reconstrucción del país y para pagar la deuda externa, dando como justificación de las reformas el mismo huracán (Núñez y Barjum 1999). Dio paso a la concesión y privatización de los aeropuertos, puertos y ejes carreteros, además de iniciar los trámites para la venta de empresas estatales como la telefónica, la eléctrica, y la “municipalización” del agua. Cancelaron las leyes para la reforma de las zonas agrarias e hicieron más fácil para los extranjeros comprar y vender la propiedad. Abundaba el abuso de fondos públicos para fines privados (Lafferty 1998; Meza y Centro de Documentación de Honduras 2002). A pesar de que los daños al sector de la maquila habían sido muy leves, el entonces presidente Flores Facussé aprovechó la oportunidad para congelar los salarios en las maquilas y declaró que todo el territorio nacional era una Zona Franca Industrial, o sea una zona de libre comercio. Para los tegucigalpenses de zonas que contaban con cierta seguridad geográfica e infraestructura, el poder igualador del río Choluteca durante el Mitch representaba un peligro simbólico intenso. El discurso que se manejaba en los medios de comunicación de la oligarquía (los mismos que una década después financiaron y promovieron el golpe de Estado de 2009) demostró

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la importancia de enmarcar el desastre como resultado de una “cultura de pobreza”, en combinación con lo que se entiende por naturaleza, y no como resultado de la condición neoliberal. Así, promovieron el estado de excepción para privar a la población (principalmente a los pobres) de sus derechos fundamentales y para implementar reformas neoliberales más drásticas aún que las reformas responsables en gran parte de la extensiva destrucción del huracán. Pero siguiendo la argumentación de Merrill Singer, se puede ver que, más que la ficticia cultura de pobreza, es “la cultura de riqueza” —o sea la política neoliberal de eliminar cualquier obstáculo al libre tránsito de capital, y la protección al obrero, al pobre y al sector público— la política que tiene la culpa del crecimiento de la pobreza y la miseria que la acompaña (2007). En los medios masivos de Honduras, después del Mitch se hablaba mucho de la irresponsabilidad de construir casas en zonas de alto riesgo, ignorando los desalojos comunes y violentos de campesinos en tierras fértiles del país por compañías multinacionales que llevan a cabo proyectos hidroeléctricos y por oligarcas nacionales que siembran palma africana para biocombustible,5 como sigue pasando en la región del Bajo Aguán. También se ignoraban las otras condiciones estructurales que favorecen la concentración de riqueza y el poder político en muy pocas manos, que habían dejado sin más opciones a los pobladores de barrios marginales. Un anuncio “ambientalista” de la presidencia neoliberal de Flores Facussé (considerado uno de los principales autores del golpe de Estado de 2009) deja muy claro, en enero de 1999, quiénes fueron los culpables de la destrucción de la ciudad. En el anuncio, publicado en el periódico La Tribuna el 18 de octubre de 1999, aparecen tres fotos, en un rollo de celuloide, que representan a la gente “a. m.”, con un reloj que señala las cinco para las doce, “Mitch” (con un reloj de mediodía) y p. m. (la una de la tarde, con aproximadamente un minuto). La primera imagen, en blanco y negro, muestra niños pobres buscando algo dentro de un pequeño basurero junto a una alcantarilla llena de basura. La acompaña el siguiente texto: En la Honduras antes del Mitch ignoramos con indiferencia irresponsable los mensajes ecológicos. La gente a. m. tiraba la basura en las calles, cunetas, alcantarillas, patios baldíos, con evidente desprecio a su país.

5 http://www.resistenciahonduras.net/index.php?option=com_content&view=article&id=2 480:mision-internacional-pide-suspension-del-financiamiento-del-ifcbanco-mundial-a -la-corporacion-dinant-de-miguel-facusse&catid=60:derechos-humanos&Itemid=244.

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En la segunda imagen, también monocromática pero con un color fecal (sepia si se prefiere), aparece un grupo de gente mojada y sucia, viendo desde el lado de Comayagüela la creciente del río Choluteca. Al otro lado del río impenetrable, se ven los edificios modernos de Tegucigalpa también inundándose. Dice: Durante el Mitch, la basura acumulada en cunetas y en las alcantarillas, más la basura que la lluvia arrastró de las calles bloquearon los desagües y el agua al no poder drenar, rebalsó e inundó mercados, negocios y barrios con graves daños. La tercera imagen, en colores, presenta un puente recién pintado y moderno, libre de basura. El texto nos comunica: La gente p. m. de la nueva Honduras Post-Mitch ya no tira la basura en las calles, respeta el ambiente, cuida las áreas verdes y enseña a sus hijos a preservar con amor su país natal. Con el Mitch, a través del río que divide la ciudad, se hizo del capitalino pobre el chivo expiatorio de la destrucción causada principalmente por las políticas neoliberales, para justificar la intensificación de esas políticas que seguían aumentando la distancia económica y simbólica (si bien no fue posible perpetrar un distanciamiento geográfico más marcado) entre rico y pobre. El sujeto neoliberal, tal como el sujeto de la ética protestante que plantea Weber, es el único responsable de su bienestar, exculpando al Estado y a las políticas que le roban la oportunidad de avanzar como individuo. Los ríos son puntos geográficos pero a su vez, por su movilidad y carácter impredecible, son agentes sujetos, como los pobres, a la modernización. El huracán Mitch hizo que el caso del río Choluteca fuese más que evidente. En su libro Pureza y peligro, la antropóloga Mary Douglas (1966) teoriza que lo que se considera “sucio” dentro de una sociedad simboliza materia “fuera de lugar”. Cuando fracasaron los intentos de controlar el río desbordado, fue necesario culpar a los pobres, quienes, como ya se mencionó, están simbólicamente ligados con basura y aguas sucias. Muchos sin hogar —sus cuerpos fuera de lugar (ya sea como muertos o refugiados, sufriendo públicamente)—, los pobres demostraron al mundo, durante los pocos momentos en que la crisis del huracán robó la atención de televidentes internacionales, la incapacidad del Estado hondureño para modernizar exitosamente. Así como el río sucio es usado para contaminar simbólicamente a los pobres, cuando se liga simbólicamente el río con los ricos, se requiere descontaminar.

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En la revista de sociedad y farándula hondureña Cromos, en una edición de septiembre de 2006, aparece una foto de la abogada y entonces diputada Myrna Castro modelando desde la antigua casa presidencial en Tegucigalpa. Se ve el río Choluteca en el fondo. La abogada Castro, que después del golpe de 2009 sería nombrada ministra de Cultura por el presidente de facto Roberto Micheletti (reemplazando ilegalmente al destacado historiador Rodolfo Pastor Fasquelle), aparece en la foto con lentes de contacto verdes, pelo pintado de rubio y un río milagrosamente azul (Euraque 2010, 370-371).6 De manera semejante, a partir del golpe de Estado de 2009 la propaganda “cultural” y turística promovida por Castro y sus homólogos en la Secretaría de Turismo sirve para embellecer el pasado y los paisajes, escondiendo el sufrimiento de la población actual y los devastadores resultados ecológicos de las políticas neoliberales. Durante el gobierno de Zelaya, Pastor Fasquelle y Darío Euraque (el gerente del Instituto Hondureño de Antropología e Historia hasta ser ilegalmente derrocado por la misma Castro), la política cultural se basó en la participación activa de grupos étnicos y regionales en el trabajo historiográfico y en la promoción turística de municipalidades de todo el país. Como señala Euraque en su libro El golpe de Estado del 28 de junio de 2009, el patrimonio cultural y la identidad nacional de Honduras, esa política inclusiva pronto retrocedió a la anterior política de mayanización, en la cual la herencia maya antigua se manipula para definir el nacionalismo, a pesar de que gran parte de los hondureños no cuentan con herencia maya. También, con el golpe, dejaron de promover el turismo regional, incluso en la capital. Así que los únicos ríos que se muestran al exterior, en revistas ecoturísticas y en los sitios oficiales del Gobierno, son los que nunca ven los capitalinos, tan azules como el Choluteca después de aplicar el Photoshop. Así como el golpe de Estado intentó borrar el experimento popular de participación ciudadana que se promulgaba durante la presidencia de Zelaya, la foto de Cromos y el material propagandístico del Estado golpista, así como la propaganda estatal pos-Mitch, demuestran la necesidad de la élite de borrar evidencias de la extrema pobreza efectuada por las políticas de exclusión. La Co l o n ia K e nn ed y y e l l e g ad o de US A I D

Caminando hacia el este de la vieja casa presidencial (designada como la sede del Instituto Hondureño de Antropología e Historia durante la presidencia de Zelaya pero militarizada como base antichavista después del golpe de Estado), 6 http://voselsoberano.com/v1/index.php?option=com_content&view=article&id=1262%3 Amyrna-castro-entre-copas-y-modas-trivializa-y-elitiza-la-cultura-y-el-patrimonio-de -la-nacion&catid=27%3Amyrnasterio&Itemid=1.

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uno pasa por varios parques con esculturas de héroes nacionales, un museo militar, el mercado San Miguel, una cancha de basquetbol famosa por las ricas baleadas que se venden allí por las noches, un supermercado, una gasolinera y varios restaurantes chinos. Subiendo la Avenida la Paz, se puede ver la embajada estadounidense, fortaleza de cemento. Todas las mañanas, gran cantidad de gente espera para solicitar una visa para viajar a Estados Unidos; la mayoría recibirá una respuesta negativa después de pagar usd 131 (equivalente al 45,32% del salario mínimo urbano y 55,98% del salario mínimo rural). La embajada norteamericana no siempre fue un búnker; antes era más accesible, pero se militarizó desde 1988, cuando fue quemada y saqueada por estudiantes y otras organizaciones en protesta por el secuestro y extradición extrajudicial a Estados Unidos del popular narcotraficante Ramón Matta Ballesteros (residente de Comayagüela), quien había ofrecido pagar la deuda externa del país. Al otro lado de la calle, la sede de usaid en Honduras, una barricada aún más dramática; alambre de púas, cerco electrificado y guardias armados. En 1961, mucho antes de ser la fortaleza amenazante que es hoy, usaid llevó a cabo su primer programa de ayuda bilateral con el Gobierno de Honduras, como parte de la “Alianza para el Progreso” del entonces presidente John F. Kennedy. La Alianza para el Progreso pretendía utilizar el desarrollo económico como forma de impedir la radicalización de movimientos sociales, después del éxito de la Revolución Cubana. El Cuerpo de Paz, otro proyecto de Kennedy, también cabía dentro de este modelo que enfrentaba a las tendencias revolucionarias con la política del desarrollo en América Latina. Honduras es uno de los países que ha funcionado como base de operaciones militares para Estados Unidos en Centroamérica, y en su capital, Tegucigalpa, usaid y el Cuerpo de Paz tendrán desde entonces una presencia muy marcada. Los capitalinos comentan que los edificios más grandes y seguros de Tegucigalpa son los que prometen desarrollar el país —entre ellos, el de las Naciones Unidas, el de usaid, el Cuerpo de Paz—, mientras que la municipalidad se queda sin recursos. El proyecto que se promovió en 1961 era la construcción de una colonia de viviendas sencillas para gente de escasos recursos. Con un préstamo del Banco Interamericano de Desarrollo, el Instituto Nacional de la Vivienda logró construir unas 3800 casas, para una cantidad estimada de 25 000 personas. Hoy, en la colonia bautizada con el nombre del fundador de la Alianza para el Progreso, viven más de 100 000 personas. “La Kennedy”, como Comayagüela, significa peligro en la imaginación capitalina. El nombre de la colonia es sinónimo de atraso, mugre, peligro, pobreza, maras (pandillas juveniles) y, ahora, dentro del discurso golpista

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heredado de los discursos pos-9/11 estadounidenses, de terrorismo. A pesar del nombre familiar de la colonia, el extranjero es advertido repetidamente de nunca acercarse a la Kennedy. Según el discurso oficialista de la Policía, el fenómeno de las maras se inicia en la década de 1980 por hondureños residentes de la Kennedy deportados de Estados Unidos.7 Así como el discurso oficial y mediático culpó a los pobres por la destrucción que dejó el Mitch, el discurso oficial y mediático ha fomentado una imagen de criminalidad localizada en la cultura de pobreza en la Kennedy. La imagen popular y la caracterización de la Kennedy como un espacio de peligro extremo contradicen la experiencia empírica y cotidiana de la colonia, aunque los residentes también participan en la construcción de un discurso de peligro. La Kennedy es uno de los espacios más comunitarios de la ciudad, donde los vecinos se conocen y comentan a la antropóloga (tras declarar su gran sorpresa de verla ahí) que su colonia se siente como un pueblo chiquito, donde todos se protegen y se ayudan; también se quejan de los chismes fatales, como en cualquier pueblito. Funciona en cierta forma como un espacio liminal entre la ciudad que la envuelve y el país; allí residen comunidades de migrantes miskitos, garífunas y de varias partes del país. Aunque, desde fuera, la Kennedy es caracterizada como un espacio de peligro homogéneo, por dentro esas divisiones residenciales también definen alianzas y espacios de peligro. Un residente de Las Palmas, un barrio que forma parte de lo que se conoce como las afueras de “la Kennedy”, se quejaba ante Adrienne Pine en junio de 2010 de un amigo residente de la misma Kennedy, que sentía miedo de entrar en su barrio, cerrando los vidrios de su carro y pidiendo salir lo más pronto posible.8 En un artículo publicado en el periódico golpista La Tribuna, en la conmemoración del aniversario del asesinato de John F. Kennedy, el periodista criticaba sutilmente a los residentes de la colonia: A la entrada, una junta directiva del patronato del período 1996 y 1998 mandó a levantar una estatua en memoria del ex presidente estadounidense John F. Kennedy en cuyo mandato se creó la colonia que lleva su nombre. Hoy luce deteriorada y “enredada” entre cables eléctricos.9 7 Capítulo “Violence”, en Pine 2008. 8 Adrienne Pine hizo trabajo de campo etnográfico utilizando la metodología de observación participante en la colonia Las Palmas, sector Kennedy, durante el mes de julio de 2010; David Vivar es nativo de la Kennedy. 9 http://www.latribuna.hn/web2.0/?p=212618.

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Se implica aquí y en el resto del artículo una falta de agradecimiento, de educación y de responsabilidad de parte de los residentes de la colonia Kennedy hacia su supuesto benefactor. Pero la relación entre el Estado, el imperio y los residentes de colonias como la Kennedy en la capital ha sido más compleja. A pesar de las campañas mediáticas de los alcaldes capitalinos, por ejemplo, “La Nueva Alianza” y “el Nuevo Tiempo” de Miguel Pastor,10 y la del actual alcalde Ricardo Álvarez, “Primero los Pobres”; el resultado ha sido cada vez más pobreza. Esas campañas dependen de la práctica y tecnocracia neoliberales que plantean soluciones privadas e individuales para problemas públicos y estructurales, inculpando al pobre (y a su “cultura”) por los fracasos tanto individuales como estructurales. Un ejemplo clásico de la injerencia de los programas públicos financiados por usaid será la estrategia de seguridad aplicada en el Triángulo Norte de la región Centroamericana llamada “Mano Dura”. La neoliberalización de las políticas públicas, en donde, tal como resalta Habermas (1975, 21), “las crisis surgen cuando la estructura de un sistema de sociedad admite menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación”. El discurso neoliberal concerniente al capitalino pobre lo proyecta como el responsable de desastres como el del Mitch, por su falta de cultura; su situación de pobreza lo lleva a ser el culpable también de la violencia que se vive en la ciudad. Tanto la Kennedy como Comayagüela son vistas como espacios de criminalidad y, por el simple hecho de vivir allí, sus residentes ya son sospechosos de actos criminales. En 2003, ese discurso se volvió parte de la legislación hondureña, con la aprobación de la Ley Anti-Maras, por el entonces presidente del Congreso, Porfirio Lobo Sosa (actualmente presidente del gobierno sucesor del golpe de Estado). El gobierno nacionalista no dudó en importar el modelo de Rudolph Giuliani e incluso nombrarlo asesor del entonces (y actual) ministro de Seguridad, Oscar Álvarez. Maduro, Álvarez y Lobo, consecuentemente, aplicaron la denominada “Operación Libertad”; un eslogan similar a la “Operation Enduring Freedom” u “Operación Libertad Duradera” llevada a cabo durante el mismo período en Afganistán. Estas leyes y operaciones policiaco-militares se asemejan a la “Gang Deterrence and Comunitty Protection Act” de 2005 (H.R. 1279, Forbes [R-Va.]) y al USA Patriot Act, durante la corta estadía de Negroponte como director nacional de Inteligencia (una alusión directa a la ley antiterrorista emitida durante el mando de Álvarez Martínez, nefasto tío del asesor de seguridad de Maduro y

10 http://www.madrid.es/UnidadWeb/Contenidos/Publicaciones/BolyRevPeriodicas/ RevistaCiudIbero/Rev24/Especial20/Fichero/tegucigalpa.pdf.

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de Lobo, cuando Negroponte tenía el cargo de embajador de Estados Unidos en Honduras) (Pine 2008, 64). Esta tétrica iniciativa combinó la presencia del Ejército y la Policía con las políticas de procesos de reformas a la legislación, que aumentaron las facultades discrecionales de la Policía para intervenir en infracciones menores y aun en las faltas municipales. Esta ampliación de facultades atribuidas al aparato policial permitía emitir órdenes de arresto prescindiendo de la figura del juez y el fiscal, hacer “requisas personales” sin orden judicial, entre otras. En otras palabras, se criminalizó la identidad. Fue crimen ser identificado como marero, sin importar los actos cometidos o no, asociarse con mareros, tener tatuajes, etc. (Pine 2008). No fue difícil hacerlo, ya que desde el Mitch, se estaba promoviendo la imagen del pobre como sucio, irresponsable y peligroso. El llamado “showman” Oscar Álvarez, ministro de Seguridad bajo el gobierno del entonces presidente Ricardo Maduro (otra figura central en el golpe de Estado), utilizó la ley para hacer redadas televisadas y espectaculares para capturar supuestos “mareros” en la Kennedy y en otros barrios y colonias marginales de la capital. Estas redadas fueron vistas por televidentes de todo el país, lo cual ayudaba a crear un discurso de violencia simbólica, dentro del cual los hondureños solían enfocarse en la amenaza del prójimo y no en la violencia estructural ligada con la violencia del estado de excepción y el capitalismo de desastres neoliberal (Pine 2008). Así, los reducidos recursos municipales se fueron a pagar salarios de policías militarizados, y se suponía que la ciudadanía se volvía más segura, mientras se privatizaban cada vez más la educación, la salud y la infraestructura pública desde el Congreso Nacional, situado al lado del río Choluteca. Los resultados fueron devastadores. En la “limpieza de calles” que resultó, miles de niños y jóvenes, principalmente varones, fueron asesinados extrajudicialmente, muchas veces por agentes de policía y militares, y con total impunidad.11 La antropóloga Nancy Scheper-Hughes ha argumentado que, a pesar del excepcionalismo que enmarca los discursos populares y académicos sobre el holocausto y el concepto de genocidio, es necesario reconocer los ejemplos de sufrimiento social arbitrarios y extremos como genocidios invisibles y pequeños holocaustos. Ella escribe: “La paradoja es que no son invisibles por ser escondidos, sino al revés. Como señaló Wittgenstein, suele suceder que lo evidente es lo más difícil de percibir” (1996, 889). La matanza de miles de jóvenes hondureños que aprovechan la ideología de higiene que señala 11 http://www.casa-alianza.org.hn/index.php?option=com_content&view=article&id=67&It emid=78.

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Mary Douglas se puede entender como un ejemplo de genocidio invisible. El genocidio invisible de la Mano Dura creó un ambiente de “terror de siempre”, como describe Taussig. Citando a Walter Benjamin (y escribiendo antes de la publicación del libro del mismo nombre de Agamben), Taussig afirma que vivimos en un estado de emergencia permanente, o sea un “sistema nervioso” (1989). Se puede decir que en Tegucigalpa se vive el terror de siempre, aunque desde el golpe de Estado, el genocidio invisible se ha vuelto más visible, y el estado de emergencia quedó más evidente que antes (especialmente en sectores señalados por el discurso oficial como revoltosos, por ejemplo, la Kennedy y Comayagüela). Al parecer, la política neoliberal que tanto daño había hecho a la infraestructura y la población de la capital continuaba con la presidencia de Manuel Zelaya. Poco después de ser instalado como presidente, convocó la “Operación Trueno”, que delegó a agencias de seguridad privada actividades policíacas en redadas estilo Mano Dura (Mejía 2006). Firmó el Cafta. La administración Zelaya mantuvo los tratados internacionales suscritos por las anteriores administraciones y se ajustó a ellos, tanto los económicos como los de seguridad. Su incorporación a nuevos tratados comerciales regionales sucede como algo natural, pues los gobiernos latinoamericanos, en general, han sido coadyuvantes en la implementación de estas iniciativas de integración regional y no son el espacio desde donde cabe esperarse una resistencia a ellas, ni siquiera porque la firma de estos tratados es la negación misma de sus facultades, estatus y atribuciones,12 tal como lo expone Ana Esther Ceceña. No obstante, empezó a mostrar oposición a ciertos efectos de la política neoliberal y a combatir políticas exteriores que amenazaban la “Participación Ciudadana” —lema del gobierno de Zelaya—, que, a diferencia de campañas políticas como las arribas señaladas, mostró coherencia. Junto a los acuerdos multilaterales y neoliberales, la administración Zelaya se incorpora a la iniciativa Petrocaribe, el 21 de diciembre de 2007, y a la Alianza Bolivariana para las Américas (alba), el 27 de agosto de 2008 (el ex presidente Maduro llamó a esto “una mordida a la mano que alimenta”), lo cual generó que los sectores empresariales y el grueso de los principales partidos políticos manifestaran su rechazo. Aunado a esto, el poder ejecutivo mantuvo una desapacible relación con el embajador Charles Ford e incluso se negó acreditar a su reemplazo (Hugo Llorens), en solidaridad con el pueblo boliviano. En el perfil confidencial de 12 América Latina en la geopolítica del poder: http://www.redem.buap.mx/pdf/cecena/ cecena7.pdf.

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Zelaya escrito para Llorens, Ford simultáneamente expresó su desdén hacia la política del presidente y hacia la capital: “Cuando Zelaya piensa en ‘la gran ciudad’ eso para él significa Tegucigalpa y no Miami o Nueva Orleans”.13 El Ejecutivo, a partir de su adhesión al alba, rechazó la renovación del acuerdo “stand by” con el Fondo Monetario Interacional; a inicios de 2009 aumentó por decreto el salario mínimo; se negó el otorgamiento de nuevas concesiones a compañías mineras canadienses; la iniciativa Petrocaribe mantuvo la pugna interno/externa por la importación y distribución de combustibles, además de la comprobación e intereses por la existencia de reservas remanentes de petróleo en el subsuelo hondureño. Para culminar su gestión propuso la convocatoria de una asamblea constituyente, al igual que los gobiernos progresistas en el sur del continente (pero también como habían hecho Álvaro Uribe en Colombia y Alan García en Perú). Para eso programó para la fecha 28 de junio 2009 una encuesta no vinculante que consultaba si se apoyaba la instalación de una “cuarta urna” en las elecciones generales de noviembre del mismo año (siendo las otras tres la presidencial, la regional y la municipal), que sería un referendum sobre la asamblea constituyente. Tanto en la capital como en las provincias, a raíz de sus políticas de participación ciudadana, Zelaya disfrutaba de una creciente popularidad, principalmente en los meses antes de su derrocamiento. En la medida que los poderes fácticos fueron tomando distancia y cerrando espacios, Zelaya empezó a responder más al movimiento popular. Para los residentes de los barrios marginales de la capital, lucieron ejemplos como la incorporación de Arcadia Gómez, vendedora en un mercado de Comayagüela, como asistente de la Presidencia en Asuntos Sociales, en el gabinete de Zelaya. Once meses después del golpe, bajo el régimen de Porfirio Lobo, fueron asesinados extrajudicialmente el hermano y el cuñado de la señora Gómez. En los meses que antecedieron el golpe, se empezaban a ver cambios en los barrios marginales de la capital, ya que la gente se movilizaba localmente en apoyo a la cuarta urna, con la idea de llegar a una constitución que por primera vez los incluyera como ciudadanos que participan y tienen poder de decisión dentro del gobierno. Las movilizaciones en barrios como la Kennedy14 confrontaron la violencia simbólica del temor generalizado a los espacios públicos, asimismo enfrentando la lógica individualista y neoliberal de la ciudad. Aunque no estaban conscientes de lo que estaba por suceder, este pequeño pero significativo cambio preparó a los residentes para redefinir dramáticamente la capital después del golpe de Estado. 13 Wikileaks 08TEGUCIGALPA459. 14 http://www.elheraldo.hn/content/view/full/200759.

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El movimiento de resistencia que surge con el golpe se vio fortalecido por las redes que se habían construido en la lucha por la cuarta urna. En la Kennedy, antes del genocidio invisible de la Mano Dura de Maduro, los grafitis en todas las paredes marcaban territorio de pandillas juveniles, simbolizando para muchos el terror de siempre que señala Taussig. Después del golpe, la frase “cuando los medios callan, las paredes hablan” se hizo popular. Las paredes en la Kennedy gritaban después del golpe, retomando espacios públicos y declarando no sólo resistencia al golpismo sino también una política de solidaridad que se oponía al neoliberalismo. Las movilizaciones diarias continuaron durante cinco meses. El acto de tomar calles, que antes del golpe eran espacios de terror, volvió a ser costumbre. Capitalinos en resistencia hablaban de sus “kits” de todos los días: mochilas con camisetas sin señales de resistencia para cambiarse si se alejaban de la masa, los tenis, el agua, los pañuelos. Aunque desde un principio la resistencia contra el golpe surgió de forma espontánea en cada rincón del país, la capital de la nación también ha funcionado como la capital de la jerarquía del Frente Nacional de Resistencia Popular (fnrp) y ha sido el sitio de las manifestaciones más grandes en contra de la violencia del régimen, violencia que también ha sido usada para reprimir a los mismos manifestantes. Es importante destacar que lo que se llama la Resistencia hondureña, que forma un frente amplio de muchos movimientos distintos, responde a la historia particular de Honduras, y, a diferencia de los movimientos de resistencia en sus países vecinos, nunca ha sido un movimiento armado y sostiene una praxis estrictamente pacífica. A mediados de los setenta en Honduras se distinguían los movimientos sociales de clase; siendo los obreros y campesinos, el movimiento estudiantil y algunos gremios profesionales quienes habían pugnado en su rol de sujeto central de la acción colectiva hondureña. El terrorismo de Estado y la represión durante esta época vapulearon fundamentalmente a obreros, campesinos y estudiantes culpabilizando a éstos de ser militantes políticos. Más que de genocidio, lo que Honduras sufrió durante esta época fue politicidio, en donde las víctimas son definidas fundamentalmente en términos de su posición jerárquica u oposición política al régimen o a los grupos dominantes, siendo la militancia una forma de la política (Harff y Gurr 1994, 192). Esta forma operó a pesar de la civilidad de los gobiernos de turno, frenó el ascenso de los incipientes movimientos armados y se dio a la tarea de neutralizar el conflicto en todas sus expresiones pacíficas: electorales y partidarias, reformistas o revolucionarias (Modonessi 2008). Durante los años noventa la acción colectiva se había ido separando cada vez más de la forma política común a los movimientos de oposición

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tradicional. El neoliberalismo había reconfigurado la sociedad, y fruto de esto veremos la embrionaria visibilidad de formas de acción social y nuevos actores. Mujeres, indígenas, jóvenes, ambientalistas, en fin, nuevas reivindicaciones que desarrollarían noveles procesos de construcción de identidad y de subjetividad. Durante la década de los noventa y principios del siglo xxi, la visibilidad más concreta del movimiento social en Honduras se constituía en el Bloque Popular y la Coordinadora Nacional de Resistencia.15 Si bien los actores y sociedad civil asistían a la emergencia de una situación compleja en donde los actores clásicos habían perdido el protagonismo social y político de antaño, hasta entonces en defensa de las viejas conquistas históricas y ante el embate de los tratados y políticas neoliberales que se imponían, la presencia de los nuevos actores aún no se constituía en movimientos estables. La acción colectiva durante esta década se mostraba ante el público como movilizaciones bastante esporádicas. Los actores durante los noventa no lograron institucionalizarse ni obtener representación política. Es esta diversidad de sujetos y actores configurados durante los noventa la que nutre al Frente Nacional de Resistencia Contra el Golpe de Estado, posteriormente fnrp. La denominada Resistencia, y el fnrp como su interlocutor principal (pero no único), es un movimiento que se nutre de movimientos.16 La diversidad de las identidades sociales y políticas articuladas dentro de la Resistencia ha forjado nuevas identidades sectoriales y reconocido identidades hasta entonces “ocultas” o invisibles históricamente, pero con una trayectoria de reivindicaciones propias. El reconocimiento de estos ciudadanos y ciudadanas, su adhesión a la identidad colectiva opuesta al golpe de Estado, no sólo enriquece la identidad colectiva de la Resistencia como movimiento sino que también la actualiza. Cada actor y sujeto quiere y exige representar sus propias demandas, y no está dispuesto a delegar al régimen que se autodenomina representante de toda la sociedad. La Resistencia como movimiento social no es un sujeto unificado sino la sinergia de fenómenos colectivos que conciben básicamente el reconocimiento mutuo de los actores que conforman la unidad, en oposición a un adversario que persigue los mismos bienes o valores, confrontándolos en los límites de compatibilidad del sistema. A pesar de la multiplicidad de

15 Eugenio Sosa, Las nuevas claves para el análisis de la acción colectiva en Honduras http://www.insumisos.com/lecturasinsumisas/Las%20nuevas%20claves%20para%20 el%20analisis%20de%20la%20accion%20colectiva%20e.pdf. 16 Eugenio Sosa, La contienda política por el futuro de la democracia hondureña se libra en las calles http://www.rebelion.org/noticia.php?id=91017.

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sujetos que conforman la Resistencia hondureña, la oposición a la lucha armada como táctica de resistencia ha sido universal. Un dicho salido de la Resistencia era: “Se quitaron las máscaras”. El desenmascaramiento se puede entender en un doble sentido: por un lado, dejó expuesto a los autores y beneficiarios del golpe, pero también abrió la posibilidad de que la gente residente en barrios y colonias marcadas como espacios de peligro se vieran con nuevos ojos solidarios. Colonias como la Kennedy se organizaban colectivamente para protegerse de las fuerzas de seguridad del gobierno de facto e, incluso, en algunos casos los mismos pandilleros se integraron a la resistencia con el fin de proteger al vecino.17 En la Kennedy hubo confrontaciones entre los residentes organizados y la Policía del gobierno de facto, que respondieron en varias ocasiones a manifestaciones pacíficas con helicópteros, bombas de gases y disparos.18 Los políticos que antes habían definido con facilidad al capitalino pobre como criminal, hoy siguen con los mismos discursos, diciendo que los integrantes de la resistencia son simples delincuentes, o terroristas. Tal como hizo Lobo en 2003 con la ley antimaras, en noviembre de 2010 el ministro de Seguridad, Oscar Álvarez, logró la aprobación de una “ley antiterrorista” que facilitó la criminalización de grupos que se oponían a la violencia estatal definiéndolos como terroristas, amplificando así el poder represivo del Estado contra la resistencia que había logrado redefinir la ciudad.19 No fue una nueva táctica para Álvarez, quien en 2004 había declarado sin evidencia alguna que las maras hondureñas tenían lazos con Al Qaeda. De tal forma, fue como se aprovecharon del Mitch para suspender garantías constitucionales e impulsar reformas neoliberales; Lobo y el alcalde capitalino, Ricardo Álvarez, se aprovecharon de fuertes lluvias y una epidemia de dengue para declarar un estado de emergencia en 2010, promoviendo la militarización de sectores como la Kennedy y los barrios de Comayagüela que habían rechazado la presencia de las fuerzas represivas del Estado. En la Kennedy, muchos se molestaron con la invasión militar que, supuestamente, se llevó a cabo para su protección sanitaria. Una vecina de Adrienne Pine, en junio de 2010, discutió acaloradamente con el funcionario que llegó a la Kennedy a cobrar a cada vecino una supuesta cuota municipal de hnl 100 para cubrir el precio de la fumigación, supervisada por militares, hasta que aquél se retiró sin el dinero. En sus comunicados, el gobierno 17 http://quotha.net/node/531. 18 http://hablahonduras.com/articles/4802-la-kennedy-en-resistencia-manifestacion-es -atacada-por-la-policia-video. 19 http://oscarlestrada.blogspot.com/2010/11/contra-que-apunta-la-ley-alvarez.html.

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de Porfirio Lobo cínicamente llamó a la iniciativa contra el dengue “Frente Nacional de Resistencia contra el Dengue”, aunque el propósito fue diametralmente opuesto al del Frente Nacional de Resistencia Popular; es decir, en vez de culpar al Estado por no proporcionar agua potable a los ciudadanos, la campaña echaba la culpa a los capitalinos que mantenían pilas de agua, enfocándose no en la necesidad de mejoramiento infraestructural, cosa necesaria para la prevención, sino en el desarrollo de una campaña “educativa” que refuerza el discurso neoliberal que sataniza y criminaliza la pobreza.20 A pesar de recurrir a viejas tácticas discursivas y legales que servían para fortalecer las prácticas ideológicas y territoriales en la capital hondureña, no han podido convencer a la población posgolpe con la facilidad de antes. Las calles fueron pintadas nuevamente, la intención inherente era olvidar de a poco lo sucedido; pero esto no duró mucho. Las protestas se han mantenido, el Frente Nacional de Resistencia Popular celebró su primera Asamblea Nacional en febrero de 2011. Mil quinientos delegados fueron elegidos para representar cada uno de los 298 municipios, después de que asambleas como ésta se celebraran a lo largo y ancho del país. A ellos se les unieron delegados representantes de cientos de organizaciones que forman la resistencia hondureña. Los medios de comunicación masiva, tanto nacionales como internacionales, ignoran su existencia, pero los renovados grafitis por doquier demuestran su presencia en el país. En marzo de 2011 un nuevo estado de emergencia fue decretado por el gobierno de Porfirio Lobo; esta vez, el sistema educativo es el objetivo de la praxis neoliberal de este régimen. La represión, la vigilancia agresiva, los encarcelamientos en masa y la reducción de las libertades civiles son la respuesta estatal ante una ciudad que centraliza el conflicto en sus calles. El terrorismo estatal se nutre del discurso orweliano, que depende de la identificación de gente pobre, de gente resistente y de ciertos espacios capitalinos como Comayagüela y la Kennedy como antihigiénicos, sucios y “fuera de lugar”. La criminalización (y ahora, con la Ley Anti-Terrorista, la “terrorización”) de la pobreza y de la resistencia —y la Resistencia— va de la mano con las “emergencias” de Lobo, y funciona para mantener una política golpista que a diario reprime los procesos democráticos como mecanismo para seguir usurpando los recursos naturales y públicos del pueblo hondureño.

20 http://www.proceso.hn/2010/07/19/Nacionales/Constituyen.Frente.Nacional/25859 .html y http://hablahonduras.com/articles/6186-las-emergencias-del-lobo-el -aniversario-del-fnrp-y-el-fantasma-de-valenzuela.

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En el artículo del New York Times Patricia Volk menciona con evidente satisfacción que “El lempira se ha devaluado de 2 por dólar a 10 [sic] por dólar, lo cual significa que tu dinero vale cinco veces lo de antes. El salario mínimo en Honduras es 35 centavos por hora, pero durante los seis días que pasé en Tegucigalpa sólo encontré dos mendigos”. También cita a un señor que vacaciona tres veces por año en Tegucigalpa, quien dice que “el tiempo no tiene esencia en Tegucigalpa”. Al parecer, el tiempo no tiene esencia en los medios del imperio, pero en Tegucigalpa todo ha cambiado con el tiempo. Hoy, en los barrios y las colonias de la capital, la devaluación del lempira y la pobreza se entienden como resultado del neoliberalismo y del golpismo, y eso —producto de la misma resistencia al golpe de Estado— ha cambiado profundamente los espacios de la capital.

Referencias Agamben, Giorgio. 2005. State of exception. Chicago: The University of Chicago Press. Argueta, Mario y José Reina Valenzuela. 1976. Marco Aurelio Soto: reforma Liberal de 1876. Tegucigalpa: Banco Central de Honduras. Boyer, Jefferson C. y Aaron Pell. 1999. Report on Central America: Mitch in Honduras. A disaster waiting to happen. Report on the Americas 33, 2: 36-43. Douglas, Mary. 1966. Purity and danger: An analysis of concepts of pollution and taboo. Londres: Routledge. Euraque, Darío. 2010. El golpe de Estado del 28 de junio de 2009, el patrimonio cultural y la identidad nacional. San Pedro Sula: Central Impresora. Habermas, Jürgen. 1975. Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Buenos Aires: Amorrortu. Harff, Barbara y Ted Robert Gurr. 1994. Dilemmas in world politics: Ethnic conflict world politics. Boulder: Westview. Jerez Alvarado, Rafael. 1981. Tegucigalpa: aporte para su historia. Tegucigalpa: Banco Central de Honduras. Klein, Naomi. 2007. The shock doctrine: The rise of disaster capitalism. Nueva York: Metropolitan Books, Henry Holt. Lafferty, Elaine. 1998. Back to Honduras. The Nation, 28 de diciembre. Meza, Víctor y Centro de Documentación de Honduras. 2002. Corrupción y transparencia en Honduras. Tegucigalpa: Centro de Documentación de Honduras. Mejía, Thelma. 2006. A violent death every two hours. International Press Service, 27 de octubre. http://ipsnews.net/news.asp?idnews=35275.

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T e g u c ig o l p e : D o nd e s e cr u z an l o s cam i n o s , s e u n e n fr o nt e ras y di v e rg e n l as p e rc e pc io n e s

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Disorder and Everyday Life in Barrancabermeja Lesley Gill Vanderbilt University Abstract This article examines how years of political violence and neoliberal restructuring have disorganized social life in Barrancabermeja. How, it asks, can working people grasp the future without the stability to understand the present and the ways that it both emerges and is different from the past? It explores how an extreme form of neoliberalism fragmented various forms of social solidarity, infused social life with fear, and generated violent, clientelistic networks that flourished in the absence of rights. It argues that unrestrained power and violence deprived people of the coherence needed to take care of themselves and to grasp the connections between the past, present, and future that are necessary “to make history.” Keywords everyday life • neoliberalism • political violence • Barrancabermeja

Desorden y vida cotidiana en Barrancabermeja Resumen Este artículo examina cómo años de violencia política y neoliberalismo han desorganizado la vida social en Barrancabermeja. ¿Cómo es posible, pregunta la autora, que la clase trabajadora capte el futuro sin la estabilidad de entender el presente y la manera en que el presente emerge del pasado pero al mismo tiempo es diferente? Explora cómo una forma extrema del neoliberalismo fragmentó varias formas de solidaridad social, infundó la vida cotidiana con miedo y generó redes violentas de clientelismo que florecieron en la ausencia de derechos. Sostiene que el poder y la violencia descontrolados privaron a los barranqueños de la coherencia necesaria para cuidarse a sí mismos y para captar las conexiones entre el pasado, el presente, y el futuro que son necesarias “para hacer historia”. Palabras clave vida cotidiana • neoliberalismo • violencia política • Barrancabermeja

Recibido el 29 de noviembre de 2010 y aceptado el 29 de marzo de 2011.


I w o u l d l i k e t o t h a n k O s c a r J a n s s o n, F o r r e s t H y l t o n, a n d t w o anonymous rev iewers for their comment s on an earlier version of this ar t icle. • • • L e s l e y G i l l e s p r o f e s o r a d e l D e p a r t a m e n t o d e A n t r o p o l o g ía d e l a Un i v e r s i d a d Va n d e r b i l t , N a s h v i l l e, E s t a d o s Un i d o s . l e sl e y.g il l@va n d e r b ilt .e du


Disorder and Everyday Life in Barrancabermeja Lesley Gill Vanderbilt University

In July, 2010, on the eve of Colombia’s bicentenary celebration, hundreds of people from peasant organizations, student associations, labor unions, and human rights groups gathered in Barrancabermeja, the center of the country’s conflicted Middle Magdalena region. Unlike government leaders who dominated official celebrations in Bogotá with paeans to the heros of 19th century independence wars, they engaged and updated a historical memory rooted in the labor and popular struggles of 20th century Barrancabermeja and the surrounding hinterland. Their referents included the labor organizers Raúl Eduardo Mahecha and Maria Cano, assassinated oil workers and union leaders Orlando Higuita and Manuel Chacón, and the revolutionary priest Camilo Torres. These individuals represented a long, independent tradition of nationalist, working class radicalism that developed deeper roots in Barrancabermeja than in other working class centers, such as Cali, Barranquilla, and Medellín, because the city’s birth as a foreign-controlled oil enclave in the early 20th century undermined the rise of a domestic bourgeoisie. Consequently, the ties of paternalism, authoritarianism, and clientelism that entwined regional bourgeoisies and working classes elsewhere were largely absent in Barrancabermeja. Working class radicalism defined the city’s popular majority until the late 20th century, when right-wing paramilitaries decimated the Left and consolidated power through a campaign of terror.1 During the two days of human rights fora, cultural presentations, and commemorative events billed as the Bicentenary of the Peoples of the Northeast, participants addressed the history of the last three decades, a time in which an escalating campaign of state- and paramilitary-backed 1 Compare, for example, Ann Farnsworth-Alvear’s discussion of the intense paternalism that shaped early 20 th century labor relations between Medellín textile mill owners and female workers (Farnsworth-Alvear 2000) with the description of worker radicalism in Barrancabermeja’s foreign-dominated oil enclave in Vega Cantor et al (2009).

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terror killed or displaced thousands of people, converted rural lands into agro-export zones for African palm cultivation, facilitated the violent expansion of drug trafficking, gave free reign to multinational corporations to exploit national resources, and swept in neoliberalism on a wave of impunity.2 Colombians, they claimed, were still not independent. Beginning in the 1980s, paramilitaries, operating first, as adjuncts to the state security forces and then, as private armies, expanded throughout the Middle Magdalena region. They fought a dirty war against left-wing guerrillas and popular organizations on behalf of the security forces and an emergent right-wing bloc of regional elites, politicians, and newly rich drug traffickers in which massacres, extra-judicial executions, disappearances, and torture undergirded the violent dispossession of working people and the transfer of wealth to the paramilitaries and their sponsors. Refugees seeking to escape from the violence headed to Barrancabermeja. Yet because of the city’s organized working class, its importance as an oil refining center, its strategic location on the Magdalena river, and the presence of several guerrilla groups, Barrancabermeja became a paramilitary target at the end of the 20th century, when paramilitarism experienced a major expansion. Between 1998 and 2003, paramilitaries took over the city with the active consent of the state’s security forces. The violence that accompanied their incursion ruptured individual lives, ravaged the oil workers’ union—the Unión Sindical Obrera—, and disarticulated a dense network of urban popular organizations. Paramilitaries attacked unarmed civilians because the guerrillas had advanced their struggle through both war and politics—known as la combinación de todas las formas de lucha—and had individuals acting on their behalf in a number of urban popular organizations, trade unions, political parties, and Christian base communities. Privatized terror also generated new divisions and tensions among the working class that broke down old forms of solidarity, and the complete impunity that shielded perpetrators demolished the ability of many survivors to hope that social justice was possible. All of this set limits on the possible futures that working people could create, as they sought to rebuild their lives within and against the neoliberal dystopia that arose from the ashes of popular solidarity. Despite the efforts of Bicentenary participants to claim a history that departed from the official version, we therefore need to ask about the status of this alternative history in contemporary Barrancabermeja, where the concerns about social justice,

2 For more on this process in Colombia and the Middle Magdalena region, see Hylton (2010), López (2010), Bonilla (2007), and Archila et al (2006).

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labor rights and public services that animated past struggles remain key issues but in different ways than in the 1920s or the 1970s. Contemporary Barrancabermeja represents a paradox: despite a period of unmitigated repression, in which thousands of people died or fled their homes and an independent tradition of working-class radicalism withered, the radical tradition survives as a more influential minority political current than in other Colombian cities, in spite of the consolidation of paramilitarism and the destruction of popular organizations. Claiming an autonomous history is one aspect of this enduring history. Yet there is no common memory about the past, just competing and opposed stories about the city’s violent history. These stories include dominant media visions of ‘dangerous classes’ on the urban periphery tied to violent guerrilla militias, as well as subordinate visions rooted in contradictory memories and practices of resistance, accommodation, and betrayal. The violent ruptures that reconfigured social life made it nearly impossible for working people to elaborate a shared understanding of the present that charted a path to the future. At the same time, widespread impunity, pervasive fear, and endemic violence facilitated the continued “accumulation by dispossession”3 of an emergent group of narcotraffickers, politicians, agro-entrepreneurs and neoliberal reformers as the boundaries between the state and privatized political-economic power blurred. Today, the unmitigated terror of the late 20th and early 21st centuries has subsided, but violence lurks just below the surface of an apparent calm. The city is characterized less by peace than a low-intensity disorder. The violent rupture of social relationships and the destruction or weakening of urban popular organizations made working people available for incorporation into the social relations of neoliberal capitalism on terms to which they never agreed. The state and regional elites, however, could not effectively integrate them into the new neoliberal order in ways that guaranteed their livelihood, and thousands of barranqueños were forced to eke out a living in the so-called informal sector, where they were treated as disposable, and where they were forced to struggle with the silences, ruptures, understandings, and ways of living that terror created. How, the paper asks, can working people grasp the future, and what is just ahead, without the stability to understand the present and the ways that it both emerges and is different from the past? In what follows, I examine the current disorder and its consequences for working peoples’ ability to control their lives and livelihoods. I argue that sustained terror has produced an extreme form of neoliberalism in 3 I borrow the concept of “accumulation by dispossesion” from David Harvey (2003).

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Barrancabermeja that ruptured older forms of solidarity and deepened the incorporation of working people into fiercely undemocratic, mafia-like networks of political and economic power sustained by fear and impunity. Yet the continued survival of Barrancabermeja’s radical working class tradition, albeit as a more subdued, minority political current, attests to its deep roots and broad reach. The case of Barrancabermeja illustrates the complex and contradictory ways that reconfigured urban proletariats on the expanding peripheries of Third World cities are negotiating violence, state neglect, and deprivation.4 The chaos that has arisen from the neoliberal “order” imposed by the state and its paramilitary enforcers has made it extremely difficult for working people to explain and understand, in shared ways, what has happened and continues to happen to them. Working people must constantly re-create the social, economic and political resources needed to get by today. They must do so within and against the fractures and chaos that power creates in their lives, but the persistent threat and reality of violence and ongoing processes of economic dispossession undermine efforts to craft everyday lives that are truly “theirs.” I understand the concept of everyday life to embrace the routines and practices of working people that make social reproduction possible, that give meaning to existence, and that provide enough autonomy to allow ordinary people to shape the future.5 Claiming an everyday life— and not just a daily existence of one thing after another—remains a high stakes struggle in Colombia, especially in Barrancabermeja. This is because people’s social and material relationships often do not allow them to meet the demands of subsistence, their labor is not always needed, violence remains an ever present threat, and new, authoritarian relationships of power divide people from each other and constrict the boundaries of what is socially and politically imaginable. The article is organized the following manner. First, it describes how acute violence fragmented Barrancabermeja’s militant working class and opened the door for neoliberal economic restructuring, which further disarticulated social life in the city. It then examines how, in the aftermath of the paramilitary takeover, fear, mistrust, and the enduring threat of violence gave rise 4 Davis (2006) sketches in broad outline the rise of an informal urban proletariat in Third World cities and the variety of strategies, both atavistic and avant-garde, that it has developed to contend with marginalization and the withdrawal of social welfare services. 5 See Sider (2008). In this article, my discussion of everyday life draws on Sider’s conceptualization.

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to different understandings of the turbulent past and shaped the ways that working people could relate to each other and talk about the past, present, and future. R u p t u re s : T h e U n m aki n g o f a W o rki n g C la s s

Nowadays, Barrancabermeja projects a superficial air of normalcy. As it has done for decades, the oil refinery belches noxious fumes into the air, and the clank and bang of its machinery can be heard at night, when a 200-foot flare lights up the nighttime sky. Small wooden boats called chalupas do a brisk business, ferrying passengers and cargo up and down the Magdalena River. The streets are jammed with traffic, and throngs of motorcycles clog the bridge that connects poor, working-class neighborhoods of the northeast sector to the city center. The downtown commercial district bustles with people, despite the intensity of the daytime heat. A large shopping mall has recently opened not far from the city center, and a new upscale hotel houses visiting oil company managers and engineers, who no longer face the threat of kidnaping at the hands of the guerrillas. This apparent calm belies a recent history of extreme violence, as well as a profound unease that dwells just below the surface of daily life. When Carlos Castaño, the now deceased leader of the United Self-Defense Forces of Colombia—a national-level umbrella group that, between 1997 and 2006, united various regional paramilitary organizations—, announced publicly that he would celebrate New Year’s Day 2001 drinking coffee in Barrancabermeja, paramilitaries had already taken control of many of the small towns in the Middle Magdalena region. They had also carried out a spectacular massacre in a poor neighborhood of Barrancabermeja, where, on May 16, 1998, they murdered or disappeared thirty-five people. Even though displaced peasants had episodically fled to the city since the 1980s, bringing with them horrific stories of massacres, torture, and dispossession, many urban residents thought paramilitarism would never establish a foothold in Barrancabermeja because of its strong unions, popular organizations, and left-wing traditions, as well as the presence of major guerrilla groups that had grown stronger over the years. Yet it was precisely these organizations and traditions that the paramilitaries sought to eradicate and, in the process, gain control over a strategic oil-refining center and river port. The emergence of Barrancabermeja’s militant working class in the 20th century went hand-in-hand with the growth of the Colombian oil industry. After the government granted a concession to a subsidiary of Standard Oil of New Jersey, in 1919, to produce oil for export, migrants poured into the sleepy river port looking for work, and within a decade, they transformed

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it into a thriving export enclave that contained the largest concentration of urban proletarians of any Colombian city. Located in a frontier region, Barrancabermeja never developed a prominent local bourgeoisie with wellestablished ties to the oil workers, and the small, transient group of U.S. oil company managers and their families were unfamiliar with the cultural practices and social mores of the mostly mestizo and Afro-Colombian workers and had difficulty building cross-class relationships of respect and authority with them. Not surprisingly, working class political culture in Barrancabermeja became strongly anti-imperialist and nationalist. It was nurtured by key labor leaders, such as Maria Cano and Raúl Eduardo Mahecha, and found expression through the Unión Sindical Obrera (uso), which began to organize oil workers in the 1920s. The uso played a key part in the government’s decision to nationalize the oil industry in 1951 and create the state-owned oil company, Empresa Colombia de Petróleos (ecopetrol). By the middle of the twentieth century, it had emerged as Colombia’s largest and most militant union, and oil workers, who were among the highest paid laborers in the country, won a series of rights and benefits from the state (Vega, Núñez and Pereira 2009). In the 1960s and 1970s, however, the number of people seeking jobs in Barrancabermeja surpassed the capacity of ecopetrol to absorb them. New immigrant neighborhoods emerged through land invasions on the northeastern and southern flanks of the city, where they were labeled “the other Barranca” because of the near total lack of public services and the poverty of their residents. Despite the divisions and resentments that arose between the residents of “the other Barranca” and the relatively well-paid oil workers of ecopetrol, the uso downplayed these differences and built solidarity through a political program that contributed to the infrastructural development of poor neighborhoods, backed the civic struggles of the urban population, and opposed persistent efforts to privatize ecopetrol. At the same time, Catholic clerics, influenced by the rise of liberation theology, and progressive politicians supported an array of neighborhood groups and church-based organizations. The result was a dense network of popular organizations that found its most forceful expression in a series of civic strikes that rocked the city in the 1970s, when residents demanded that the municipality extend public services, especially water, to them.6 6 For more on the civic strikes that erupted in Barrancabermeja and elsewhere in Colombia, see Carillo Bedoya (1981) and Giraldo and Camargo (1985). See also van Isschot (2010) for a useful discussion of the social movements in Barrancabermeja from the 1970s-1990s.

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It was this infrastructure of solidarity that the paramilitaries sought to dismantle. Between 2000 and 2003, they murdered over one thousand people and forcibly disappeared three hundred others in Barrancabermeja and the surrounding municipalities (cinep and credhos 2004). Seventynine uso leaders were assassinated between 1988 and 2002 (Ó Loingsigh 2002), and entire organizations, such as the taxi drivers union, ceased to exist. The worst violence took place in the working class neighborhoods of the northeast and southeast, where guerrillas of the National Liberation Army (eln) and the Revolutionary Armed Forces of Colombia (farc) had operated for many years. The brutal force of the paramilitary onslaught, combined with the collusion of the state security forces, overwhelmed the guerrillas’ capacity to resist or to protect their support base. Moreover, many terrified rank-and-file guerrilla combatants switched sides and acted as informants, either in a desperate bid to save their lives or because of the perceived benefits that collaboration offered. Because these guerrillas-turned-informants had lived and operated in Barrancabermeja for years, they had contact with a wide range of people, as neighbors, friends, classmates, or lovers, as well as through business deals or casual encounters in the street, and their betrayals generated panic. To make matters worse, paramilitaries suspected anyone who lived in poor neighborhoods of guerrilla sympathies, and many previously displaced families found themselves obliged to flee again, along with longtime residents, to other cities. As the paramilitaries took up positions in the northeast, they enforced rigid gender and generational hierarchies that included the prohibition of long hair and earrings on men and the public humiliation of gays and prostitutes. They also extorted weekly financial “contributions” from residents for the provision of “security.” These contributions, however, were only a partial guarantee against the violence of the paramilitaries themselves. Because of the widespread impunity that accompanied the paramilitary reign of terror, and the harsh control exercised by the mercenaries in the northeastern neighborhoods, it was impossible for victimized individuals to speak out about what was happening to them. The violence, however, did not affect all working class residents equally. Merchants and small business owners had suffered from guerrilla extortion for years, and many were happy to see the insurgents expelled. Some people had also become disgruntled with the guerrillas’ heavy-handed tactics, such as attacks on police stations in densely populated neighborhoods, and they initially welcomed the arrival of the paramilitaries, even passing them information about the guerrillas and their sympathizers.

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The paramilitary takeover of Barrancabermeja mirrored similar processes elsewhere in Colombia, where regionally based paramilitary blocs, aligned with sectors of the security forces, politicians, and elites, seized power and effectively became the state in the areas under their control (López 2010; Romero 2007). As paramilitary armies massacred civilians and pushed insurgents out of longtime strongholds, they simultaneously gained control over municipal and departmental state apparatuses through the manipulation of elections. They then robbed government treasuries, distributed municipal contracts to supporters and demanded kickbacks. In Barrancabermeja, they also dominated the cocaine traffic, organized the theft of gasoline from ecopetrol’s pipelines, and operated a series of legitimate businesses, such as transportation enterprises, commercial retail outlets, private security firms, and subcontracting operations. Their control of the northeast sector was so great that local commanders could call residents to large, outdoor meetings without disruptions by the police. The proliferation of regional sovereignties, or “parastates,” blurred the boundaries between politics and organized crime, and it intensified the violent spread of neoliberalism and drug trafficking (Hylton 2010). Paramilitaries in the countryside around Barrancabermeja, for example, forcibly displaced peasants from thousands of hectares of land, which then passed into the hands of foreign investors, domestic entrepreneurs, and newly rich drug traffickers for export agriculture, such as African Palm production, gold prospecting, hydro-electric projects, and conspicuous consumption. In Barrancabermeja, they targeted labor leaders who opposed the privatization of state enterprises and spoke out against the erosion of labor rights through subcontracting and attacks on trade unions (Gill 2007; 2009). Indeed, by the early 21st century, widespread violence against trade unionists had turned Colombia into the most dangerous country in the world to be a union member, and the size of the country’s internally displaced population was second only to the Sudan. The one-two punch of paramilitary terror and neoliberal restructuring dramatically transformed working people’s sense of what they could do together and by themselves, and of what was imaginable, improbable, or simply out of the question. The unions and social organizations that had partly shielded ordinary people from the worst predations of capitalism were weakened or lay in ruins, and the forms of collective action, rooted in the left, through which working class barranqueños had understood themselves and their ties to a broader social collectivity were in disarray. By decimating popular organizations and fragmenting working class neighborhoods, the terror reconfigured the way that people thought about themselves and

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their relationships to others.7 A new political subjectivity emerged from the divisions among working people, as well as the aggravation of old tensions, that violence created. Trust evaporated. Social life grew more privatized and isolated as the left public sphere shrank and a welter of autocratic, personalized relationships displaced the popular organizations, Christian base communities, and trade unions that had shaped politics in the city for decades. People increasingly turned inward or to evangelical churches, and away from politics, to find solutions to their problems. Surviving labor and social movement leaders lived under a shadow of impending death, surrounded by bodyguards and cloistered inside armored vehicles, offices, and homes.8 Rebuilding old networks of solidarity and creating new alliances became increasingly difficult amid growing social, economic, and political disorder. D i s o rder a nd Daily L i f e

Today, Barrancabermeja is still not at peace. Following the 2003 paramilitary takeover and the expansion of paramilitarism into former leftist strongholds in other parts of Colombia, mercenary organizations entered into “peace talks” with the administration of President Álvaro Uribe Vélez, even though they had never been at war with the state. The result was a government brokered amnesty program, condemned by human rights groups for institutionalizing impunity, that sought to incorporate the mercenaries into society and dismantle their armies. The paramilitaries, however, never completely demobilized nor were their illegal networks broken up. They regrouped under new names and continued to target trade unionists, peasant leaders and human rights defenders, while the government claimed that ongoing violence was the work of “emergent bands of criminal delinquents” whose activities were not politically motivated.9 A deceptive calm hangs over the city, despite the much heralded success of former President Álvaro Uribe’s “Democratic Security program,” a hardline strategy to defeat the farc guerrillas that involved large segments of 7 For a comparative Colombian example, see Aviva Chomsky’s discussion of the paramilitary takeover of the Colombian banana zone in the province of Urabá (Chomsky 2008, 181–221). 8 Barrancabermeja mirrors in many ways similar phenomena in post-war Guatemala. See Grandin (2004, 180–198) for an excellent discussion of the impact of counterinsurgent terror in Guatemala on the insurgent self and the reshaping of political subjectivity in the aftermath of violence. 9 For more discussion of post-peace accord paramilitarism, in which criminality remains tethered to a defense of the status quo and the suppression of dissent, see Romero and Arias (2010) and Restrepo (2010).

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the civilian population as army informers and the clandestine backing of paramilitary groups. Civilian massacres do not occur, and firefights between paramilitaries and insurgents no longer erupt on the streets. A former mayor is currently under investigation for ties to the paramilitaries, and residents of the northeast report that the ravages wrought on ecopetrol by the socalled “gasoline cartel� have diminished. Yet beneath the tranquil veneer, there is widespread malaise. The social decomposition generated by years of impunity-fueled violence and economic restructuring is not completely controlled by the state, neoparamilitaries, or the private sector, which have been unable and unwilling to incorporate poor urban residents into the neoliberal order in ways that insure their social reproduction. The rise of subcontracting and temporary work have not only eroded the economic security of many working people; part-time and temporary work are not even always available to residents. The un- and underemployed, for example, complain bitterly about ecopetrol subcontractors who bring workers from other parts of the country instead of hiring them for temporary jobs with the oil company, and small, local subcontractors who once serviced the oil company now assert that larger national and international firms have replaced them. Moreover, the weakening of organized labor has made the strike an ineffective weapon of resistance; the last strike led by the uso, in 2004, resulted in defeat. Indicative of the social unease are the tensions that have shaped relations between unlicensed, motorcycle taxi drivers and the licensed drivers of taxicabs. The ranks of both groups swelled with the downsizing, labor outsourcing, and trade union decline that accompanied the violent imposition of neoliberalism in the city and the massive displacement of peasants from the countryside. In 2000, some 1,123,764 motorcycles circulated in Colombia, but by 2004, this figure had increased to 1,787,947, and sales of motorcycles experienced an increase of 65 percent between 2003 and 2004 (Hurtado Isaza 2007). Discontentment among Barrancabermeja’s urban transporters then deepened in the wake of the partial paramilitary demobilization, after hundreds of young, rank-and-file mercenaries found themselves in need of employment and took to the city streets on motorcycles to offer their services as unofficial drivers. Unlike the city buses, which were desperately slow and made numerous stops, the mototaxistas took passengers directly to their destinations for approximately the same fare as a city bus, one that undercut by 50 percent the rate licensed cabbies charged. To further complicate matters, these unlicensed drivers were not all independent operators. Some were controlled by paramilitaries who had not demobilized and who obliged them to hand over a percentage of their income for the right to operate.

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Paramilitary patrons further demanded that the mototaxistas use their positions to collect intelligence on the ebb and flow of social life in the city. Such behavior threatened the security of urban residents and made it relatively easy to stigmatize all mototaxistas. As one licensed cabbie complained, “they are criminals who steal money from people and abuse women.� 10 Not surprisingly, the licensed cabbies demanded that the municipal government do more to control the proliferation of the mototaxistas, and they staged a series of protests that resulted in clashes with the security forces. Following one of these skirmishes, in August 2007, the mayors office emitted a decree that excluded the mototaxistas from the crowded center of town, where prospective passengers were abundant, but did nothing to address the economic issues at the root of the problem. This, in turn, sparked counter protests by the mototaxistas, many of whom argued that public space could not be restricted in this way. Municipal officials then resorted to force to control the disorder created to a considerable degree by the state’s own policies. It should come as no surprise that the growing vulnerability and marginalization of ordinary people have made clientelism and patronage politics more important to the economic well being of many poor residents of the city. The absence of rights, regulations, and bargaining power has characterized the worldwide explosion of the informal sector, where exploitation has become a defining feature of social life (e.g., Davis 2006; Seabrook 1996; Gill 2000). As impoverished people with few rights and protections are increasingly unable to provide for themselves with their own resources, the importance of obscure, often clandestine, relationships of power has intensified.11 Personal networks have long been necessary to secure a job, a house, and other opportunities in a city characterized by persistently high levels of unand underemployment, but the paramilitary takeover incorporated intense fear and uncertainty into emergent, new authoritarian networks that created an ever present sense of menace for those dependent on them for their livelihoods. The paramilitaries initially rewarded collaborators with jobs in road construction, park maintenance, transportation, and a range of illegal activities (Loingsigh 2002), as they created autocratic, clientelistic networks. Some residents found that their physical survival and their ability to work depended on finding someone known to the paramilitaries to vouch that they were upstanding members of the community and not guerrillas. An 10 Interview, Barrancabermeja, July 2007. 11 See Auyero (2007) for a good discussion of clientelism and violent criminal networks in Buenos Aires.

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employee of the state telecommunications company, for example, was summoned to a meeting in a northeastern neighborhood, where a paramilitary commander wanted to question him. He decided to attend because he feared the consequences of refusal, but after arriving at the appointed location, it quickly became apparent that the mercenaries intended to kill him. He credited his survival to a woman, known to his captors, who insisted that he had no ties to the insurgency.12 Aspiring job seekers with trade union backgrounds or residences in neighborhoods stigmatized for left-wing sympathies were either excluded from paramilitary controlled networks of clientelism or risked physical harm if their personal histories were revealed. One unemployed worker explained how paramilitaries assumed control of much of the labor subcontracting in the city, and described his fear of seeking work through the so-called worker cooperatives and subcontracting agencies that they controlled. “The victimization of many people [by the paramilitaries],” he said, “has been because of the information that [the paramilitaries] have obtained about people through rumors and innuendo, even the unguarded comments of someone who says unknowingly in the presence of a paramilitary informant that ‘ah, that guy was a guerrilla, or a guerrilla supporter.’ So you see, there is this kind of indicating, even though indirect, and the information gets back to them. They have even this kind of information.”13 The threat posed by rumor and gossip aggravated fear and, when combined with the imperative to find work, focused people on the immediacy of personal survival.14 The ability of the paramilitaries to control the labor market in contemporary Barrancabermeja highlighted the fragility and contingency of past labor victories in which workers largely succeeded in improving wages, winning benefits, and controlling the hiring process through their unions.15 Nowadays, even though the extreme violence of the past has subsided, neoparamilitary groups that reconstituted in the wake of the demobilizations continue to manipulate clientelistic networks in a context of widespread impunity. Challenging the impunity is difficult because of the 12 Interview, Barrancabermeja, March 2007. 13 Ibid. 14 See Narotzky and Smith (2006, 56–74) for an interesting discussion of how fear and uncertainty regulated social life in Spain during the Franco regime. 15 See Berquist (1996, 161–209) for a comparative discussion of labor struggles in the United States and Latin America. The violence required to undo the labor and popular organizations in Barrancabermeja attests to the strength, interconnections, and legitimacy of these groups and contrasts with the relative ease that capitalists and neoliberal government officials disciplined organized labor in the United States.

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absence of clear cut distinctions between organized crime, politically inspired neoparamilitary violence, and state institutions, and because of the generalized social and economic insecurity that infuses every corner of social life. The threat of selective assassinations remains a terrifying, albeit little mentioned, aspect of daily life. Residents of the northeast describe in hushed voices how hooded men patrol their neighborhoods at night, and, unlike the recent past, they are uncertain about the provenance and identity of these nighttime marauders. The uncertainty heightens a sense of dread, undergirds the privatization of experience, and deepens the recourse to personal strategies to negotiate the hazards of life. All of this is reproduced and maintained by official denials about what is happening. Despite the murder of two union leaders and a rising number of homicides in the first half of 2009, a representative of the mayor’s office could still assert that unionists and human rights workers were not at risk in Barrancabermeja. He insisted that ordinary criminals posed the biggest threat to public safety. The city’s rising death rate, he said, was either the result of the settling of scores among criminals or people getting caught up in the competition among them for control over a wide range of profitable activities.16 As Pablo Lucerna,17 the besieged president of a neighborhood junta communal, exclaimed, “The big question is who can you trust?” Lucerna is a closeted gay man who has contended with fractious neighborhood politics as junta president for years, during periods of both guerrilla and paramilitary control, and like many neighborhood residents, he does not have a job. He can therefore devote much of his time to the unpaid community duties of a junta president. In 2010, however, he faced a difficult dilemma, when his terrified sister came to his house and informed him that paramilitaries threatened to kill her and an aunt, if he did not hand over community development funds earmarked for a new soccer field to them. Too frightened to take the matter to the police, whom he mistrusted, Lucerna consulted two other junta presidents who told him that they, too, had experienced extortion demands and that, out of fear for their lives, they had acceded to the demands and surrendered the money. Lucerna then decided to approach the paramilitary “político” who was threatening him in the hope of resolving the problem. At the meeting, he sat at a table next to a teenage hit man who described himself as “the business’s best killer” and 16 See the Colombian journal Arcanos (#15, 2010) for a series of articles that describe how a new wave of paramilitary violence and criminality has affected Colombian cities, such as Medellín and Bogotá, in the aftermath of the demobilizations. 17 This is a pseudonym.

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who bragged that he had murdered the leader of a fisherman’s association a few months earlier. Lucerna explained to the young man’s boss that the funds were for community development projects, that he did not have access to them, and that the budget at his disposal was smaller than the político believed. None of this convinced his tormentors, who gave him a few days to come up with the cash. Terrified about the consequences of refusal, Lucerna delivered the money on the appointed day but then faced a series of new problems. Paying off the extortionists was no guarantee that they would not return and threaten him again; indeed, widespread suspicion among residents of the northeast that junta leaders colluded with paramilitaries suggested that willing or coerced cooperation with them was common. Furthermore, Lucerna’s long tenure as junta president raised the possibility that he had already made concessions and accommodations with the powerful to keep his position and guarantee his relative safety. His more immediate concern, however, was that he could neither complete the construction of the soccer field nor account for the funds to local residents and the mayor’s office. His only recourse, he decided, was to explain to the mayor what had happened, but to his shock and dismay, the mayor did not believe him. He accused Lucerna of embezzling the money and demanded that he repay it. All of this raises disturbing questions about the ways that fear and uncertainty become embedded in social life. In addition to the neoparamilitary threats against his family, Lucerna may well have feared his public outing as a homosexual, because paramilitaries have long targeted homosexuals in their so-called social cleansing campaigns, calling them “disposable.” In addition, why we might ask, did the mayor refuse to believe Lucerna’s story, given a long history of extortion by both paramilitary and guerrilla groups in the city? Could the mayor’s silence reflect pressure that he, too, was under? Was he also colluding with restructured paramilitary groups? In light of the city’s past, such collaboration, either voluntary or coerced, was entirely within the realm of possibility. But had Lucerna actually stolen the money? The mayor’s charges had the ring of plausibility, especially since Lucerna was unemployed. Municipal positions that provide access to public funds beckon urban residents like atm machines, given the high level of un- and underemployment in the city. They not only allow the occupants of these key posts to pilfer municipal coffers. They also enable the distribution of favors and jobs to family and friends. As one local resident complained, “Nobody talks about corruption because everyone is either stealing or hoping to steal when it is their turn to control the public till.”18 18 Interview, Barrancabermeja, July 2010.

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Answering these questions is nearly impossible. Lucerna’s case, however, highlights the fuzzy lines that distinguish institutionalized and noninstitutionalized politics and points to the operation of clandestine networks that are knowable but, at the same time, too dangerous to openly challenge or acknowledge. It also underscores the ways that patronage systems play a key part in the livelihoods of urban residents, especially in a time of economic distress. And most importantly, Lucerna’s experiences speak powerfully to how violence, fear, and uncertainty infuse opaque, authoritarian relationships of inequality. These relationships are not only crucial for the survival of poor people; they pose considerable economic and physical risk to those who try to separate from them. Moreover, they are indicative of how shadowy mafias and emergent elites are even better placed than in the past to accumulate wealth and power in contexts where the boundaries between the legal and the illegal are unclear, and the distinction between the state and neoparamilitaries and criminal mafias remains opaque. Because of the ways that violence and insecurity continue to shape how people can talk about what is happening, and about what has happened in the past, making collective claims for jobs, services, justice and accountability remains extremely problematic. The impunity, social fractures, and precarious economic situation have generated different personal experiences and understandings about the violent past and the still violent, disordered present. Despite the overwhelming military force that accompanied the paramilitary takeover of the northeast, and despite the reports of numerous national and international human rights organizations that attribute the vast majority of human rights violations to the paramilitaries, there are many residents of the northeast who blame the intense violence of the early 21st century on the guerrillas.19 Residents describe how their children were trapped in school or between school and home when firefights erupted out of nowhere; they explain the dilemmas that arose when they woke up in the morning to discover wounded guerrillas lying in the interior patios of their homes; and they recount the harsh guerrilla treatment of individuals suspected of collaborating with the security forces. Yet these stories and assertions are interwoven with deafening silences. A 19 These views reflect less past realities than the victory of the counterinsurgency, the defeat of revolutionary hopes, and the widespread social malaise that emerged in the wake of the paramilitary takeover. They echo assertions made in post-war Guatemala that the guerrillas were complicit in the Mayan genocide because they provoked state violence. Yet as McAllister notes, such claims not only ignore statistics; they also ignore the chronology of revolutionary struggles and the vicissitudes of insurrectionary revolutionary movments (Mcallister 2010).

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resident of a neighborhood that had once been a guerrilla stronghold, for example, says that she welcomed the paramilitary arrival because it put an end to the violence in her neighborhood, which guerrillas had controlled for at least a decade. The violence that she describes—a stray bullet hitting her husband in the leg, persecuted guerrillas seeking refuge in her daughter’s school, and episodic firefights that erupted in the streets—is, she says, entirely the fault of the guerrillas, even though it took place between 2000 and 2002, when the paramilitaries abetted by the police and the military were pushing the guerrillas out and not during the previous decade in which guerrillas had controlled her neighborhood with a considerable degree of popular acceptance. Significantly, too, in her recounting of the violence, she mentions nothing about a paramilitary massacre of several alleged guerrillas that took place in a house directly across the street from her home. If the paramilitary takeover of the northeast represented an end to an acute period of unpredictable violence for this woman, it represented the beginning of a long period of constant anxiety and fear—one that has still not ended—for others, such as trade unionist Guillermo Romero who has survived over the last six years in the custody of two body guards, who constantly monitor his movements and activities. The paramilitary takeover ended the dreams of social change that he and other trade unionists and human rights defenders had nurtured for many years. It also ruptured the way he lived his life and turned the lives of his friends, workmates and family members upside down. The botched kidnapping of his 4-year old daughter, in 2004, forced the family to severely restrict the freedoms and independence that they had once accorded to their children. Meeting in public places with workmates to enjoy a beer became too dangerous for several years, and an unaccompanied walk down the street was out of the question. The constant stress exacted a heavy toll on his marriage, which ended in divorce. The stress and fear that labor leaders have confronted everyday for several years not only wrecks havoc on their domestic relations. It also isolates them from an increasingly fractured rank-and-file and raises questions about how connections between collective memories of the past, understandings of the present, and visions of the future might emerge, when people are forced to live within a sequence of events that they do not control. Targeted individuals and working people in general cannot publicly situate their stories within the context of past political struggles for fear of reprisals. The experience of terror, constant threats, narrow escapes, and the continuous worry about what might lurk around the next corner or befall a vulnerable family member also impose an oppressive “presentism” on their lives. Daily life, as opposed to an everyday life, is experienced as extremely unpredictable and

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de-centered. People lack the autonomy, the physical security, and the time needed to rebuild horizontal forms of social solidarity. Moreover, along with the state’s unwillingness to investigate threats and attacks against activists, the Colombian state’s maximum law enforcement organization—the Department of Administrative Security- has handed over lists of unionists to the paramilitaries, who have then targeted the individuals for assassination. In addition, false allegations made by demobilized paramilitaries in public court testimony are the latest installment in Barrancabermeja’s long running dirty war. Several mercenaries have agreed to testify about their criminal activities in exchange for lighter sentences, and some mid-level bcb commanders have, indeed, exposed their ties to politicians, businessmen, and the military. Yet the paramilitaries have also frequently withheld information about human rights violations and ties to local elites, military officers, and government officials. They have, however, sought to stigmatize social movement leaders with unproven allegations made in court that activists collaborated with the guerrillas or cut deals with the mercenaries themselves. These claims then raise the possibility of criminal investigations. Politically motivated criminal investigations have in fact become common in Colombia. They mark activists as terrorists, force them to spend time and money on defending themselves, tarnish their reputations, and have a chilling effect on their activities (Human Rights First 2009). All of this points to the complex and uneven ways that the paramilitary project has been legitimized in contemporary Colombia. Co n cl u s io n

Years of political violence and economic restructuring, undergirded by widespread impunity, have disordered social life in Barrancabermeja, forced residents to seek individual solutions to collective problems, and precluded the formation of broad coalitions, such as those that have enabled social and political transformations in Bolivia, Ecuador, Venezuela and elsewhere in Latin America. Contemporary Barrancabermeja represents an extreme form of neoliberalism, one in which many forms of social solidarity have been fragmented, fear and insecurity infuse social life, and the rise of violent, clientelistic networks flourish in the absence of rights and collective bargaining power. Within this context, ordinary people must constantly contend with the ways that power and violence generate ruptures, discontinuities, and silences in their lives. Unrestrained power and violence have deprived working people of the coherence required to “make history,” i.e., to grasp the connections between the past, present, and future in ways that are widely shared, easily stated and understandable. They have created a range of obfuscations,

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assertions, and incomplete forms of knowledge that undermine the ability of people to take care of themselves and each other, and they have facilitated the accrual of wealth by an unaccountable group of drug traffickers, neoliberal entrepreneurs, and agro-exporters. Yet despite this nightmare scenario of neoparamilitary mafias, insecurity, and mistrust, the continued dynamism of Barrancabermeja’s social movements, after decades of repression, distinguishes the city from others in Colombia and underscores the depth of Barrancabermeja’s radical working class tradition. The activist groups that came together for the Bicentenary of the Peoples of the Northeast, for example, were not content to inhabit the vision of historical reality created by more powerful groups. The alternative histories of Colombia and the Middle Magdalena region celebrated by them represented not only a claim on the past but also an assertion about the connections between the violent past and the disordered present. They challenged dominant historical narratives, as well as the historical amnesia and impunity that have made social life in Barrancabermeja so volatile and dangerous. As ordinary people struggle to rebuild ties to each other and create new forms of solidarity, developing shared visions of the past will be crucial to their ability to forge a vision of the present that enables them to reach toward the future.

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Everyday Wars of Position

Social Movements and the Caracas Barrios in a Chávez Era Sujatha Fernandes City University of New York Abstract This article identifies the ways that urban social movements in Caracas have sought to engage the hybrid state during the presidency of radical leftist leader Hugo Chávez. Chávez’s election has created avenues for previously disenfranchised groups to participate in governance and decision-making. The structures and discourses of exclusion are being contested in multiple arenas since Chávez has come to power. But, what lines of conflict are emerging as barrio-based movements demand inclusion in the state? In this article, I argue that as urban movements engage with the political arena, they come up against the instrumental rationalities—both liberal and neoliberal—of state administrators. Barrio-based social movements counter the utilitarian logics of technocrats with alternative visions based in “lo cotidiano” (the everyday), local culture and historical memory. We need to combine Foucault’s insights about the operation of power through governmentality with Gramsci’s insistence on practical politics, in order to account more fully for the contested nature of power. In this article, I suggest the reframing of a Gramscian notion of hegemony in a positive sense as “everyday wars of position,” to think about the quotidian and subterranean spaces where technocrats are confronted with alternative visions from below. I use the example of community media in Caracas to illustrate the ways that social movements engage with the state. Keywords barrios • social movements • hybrid State • community media

Las guerras cotidianas de la posición Los movimientos sociales y los barrios de Caracas en la era Chávez Resumen El artículo identifica las formas como los movimientos sociales urbanos de Caracas han buscado articularse al Estado híbrido durante la presidencia del líder radical de izquierda Hugo Chávez. La elección de Chávez ha creado vías para que participen grupos que antes estaban marginados del gobierno y la toma de decisiones. Las estructuras y los discursos de exclusión se están disputando en varios escenarios desde que Chávez llegó al poder. ¿Pero qué líneas de conflicto emergen cuando los movimientos barriales exigen inclusión en el Estado? En este artículo se sostiene que los movimientos urbanos, conforme se articulan con los escenarios políticos, se encuentran con las racionalidades instrumentales, tanto liberales como neoliberales, de los administradores del Estado. Los movimientos barriales responden a la lógica utilitarista de los tecnócratas con visiones alternativas basadas en lo cotidiano, la cultura local y la memoria histórica. Es necesario combinar las observaciones de Foucault sobre el funcionamiento del poder a través de la gubernamentalidad con la insistencia de Gramsci en la política práctica para dar cuenta por completo de la naturaleza controvertida del poder. En este artículo se sugiere una reformulación de la noción gramsciana de hegemonía en un sentido positivo como “guerras cotidianas de la posición” para pensar en los espacios cotidianos y subterráneos en donde los tecnócratas son confrontados con visiones alternativas desde abajo. Uso el ejemplo de los medios comunitarios de Caracas para ilustrar la forma como los movimientos sociales se articulan con el Estado. Palabras clave barrios • movimientos sociales • Estado híbrido • medios comunitarios

Recibido el 29 de noviembre de 2010 y aceptado el 29 de marzo de 2011.


S u j a t h a F e r n a n d e s e s p r o f e s o r a a s i s t e n t e d e S o c i o l o g ía e n e l Q u e e n s C o l l e g e y e l G r a d u a t e C e n t e r d e l a Un i v e r s i d a d d e l a C i u d a d d e N u e v a Yo r k , N u e v a Yo r k , E s t a d o s Un i d o s . su j a t ha f @ ya h o o.c o m


Everyday Wars of Position:

Social Movements and the Caracas Barrios in a Chávez Era Sujatha Fernandes City University of New York

Contemporary forms of exclusion in cities such as Caracas are based on geographies of inequality and marginality that have emerged over decades of economic crisis and consequent neoliberal policies of privatization, deregulation, and market-based growth. As economic inequalities have increased, there is a growing segregation of urban space. Communal areas of city life such as cultural centers have been taken over by malls and other private interests. Urban barrio residents have come to be seen as a threat to the property and security of the middle classes and, as such, are subject to greater policing. The spaces available for public life and deliberation have been further reduced through media consolidation, a process that centralized the media in the hands of a small number of conglomerates. Since Hugo Chávez was elected in 1998, he has embraced an anti-neoliberal and pro-poor agenda, in an attempt to reduce economic and spatial inequalities, create access to public spaces, and give voice to the black and mestizo majority. The Chávez government has sponsored local cultural and media collectives, passing legislation to authorize low power radios as an alternative to media conglomerates. In both his speeches and the new constitution, Chávez has encouraged barrio movements to carry out occupations of public spaces in the city and of non-responsive institutions. Chávez’s election has also created avenues for previously disenfranchised groups to participate in governance and decision-making. The structures and discourses of exclusion are being contested in multiple arenas since Chávez has come to power. But what are the lines of conflict emerging as barrio-based movements demand greater inclusion in the state? In this paper, I argue that as urban movements engage with the political arena, they come up against the instrumental rationalities—both liberal and neoliberal—of state administrators. The economic policy of the Chávez government has been distinctly anti-neoliberal. Its restructuring of the oil industry has allowed the government to create protected areas of the economy such as social welfare which are not subject to market requirements. But the

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realities of Venezuela’s continued participation in a global market economy are manifested in a neoliberal political rationality, present in areas such as culture and communications. Concerned with securing foreign investment, technocrats in state institutions apply market-based calculations in these fields. I argue that the disjunctures between the state goals of fostering market competition while reducing poverty produce tensions that barrio-based movements experience in their interactions with the state and its intermediaries. Social movements counter the utilitarian logics of state and party officials with visions based in “lo cotidiano” (the everyday), cultural heritage, and historical memory. This article begins with a discussion of urban segregation and how the conditions of neoliberal restructuring have given rise to social movements as important actors in contemporary Venezuela. The second section explores the development of the “hybrid state” as the anti-neoliberal domestic policies of the Chávez government encounter the exigencies of a global capitalist order. I also look at the ways that neoliberal rationalities have come to be embedded within state institutions, and I argue that social movements conflict with those rationalities in a post-neoliberal order. The last section presents the example of community-based media in Caracas. I draw on ethnographic fieldwork, carried out over nine months in Caracas between 2004 and 2007. Shifting our focus from the institutional actors to the state-society interactions occurring on an everyday level helps to illuminate the workings of neoliberalism even within an avowedly anti-neoliberal order. U rba n S e g re g at io n a nd S o cial M o v eme n t s

The barrios of Caracas, like the favelas of Rio de Janeiro, the periferia of São Paulo, the poblaciones of Santiago, and the villas of Buenos Aires, are places that have been formed by exclusion, rural-urban migration, and poverty. An important body of scholarship emerged in the 1960s to document and understand the problematic of urban segregation that the shantytowns present. Some scholars sought to challenge what they saw as the “myth of marginality,” debunking the idea that they were peripheral and marginal to urban life (Perlman 1976). Shantytown dwellers, they argued, were integrated into the life of the city and national politics through clientilist networks guaranteeing service provision in exchange for political votes (Ray 1969; Greenbaum 1968) and the struggles of neighborhood associations to improve their standard of living (Lomnitz 1977). Contrary to notions of shantytowns as marginal zones or “cultures of poverty” (Lewis 1966), these scholars argued that the urban poor were capable of social mobility, entrepreneurship, and political participation.

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Revisiting these classical theories of marginality four decades later, a new generation of scholars reflected that the conditions of marginality that the scholars of the 1960s sought to challenge were being realized in contemporary societies (González de la Rocha et al. 2004). Structural adjustment and neoliberal policies of the 1980s and 1990s produced classical features of marginality such as unemployment, a growing informal sector and barter economy (Portes and Hoffman 2003), as well as social exclusion and violence (Ward 2004). In addition to producing the conditions of marginality, with the advance of neoliberal restructuring, the idea of marginality has re-emerged in the social imaginary of Latin American urban societies. Intensified rural immigration to the cities, growing poverty and segregation, and rising insecurity has led to the criminalization of poorer sectors, which are seen to disrupt the order and health of the city (Goldstein 2003, 12–14). In Caracas, the poorer areas are generally referred to as the “barrios marginales” (marginal barrios) or “zonas marginales” (marginal zones). Understanding this new geography of power and marginality in the city is crucial to understanding how it may also be the theater for a new kind of politics. Cities have played a major strategic role in contemporary processes of social change in Latin America, especially due to the concentration of the population in cities. According to Saskia Sassen (1998), from the start of the 1980s the city emerged as an important terrain for new conflicts and claims by both global capital and the disadvantaged sectors of the population concentrated in urban areas. As emerging elite classes became increasingly powerful and transnational under processes of neoliberal restructuring, the urban informal working class has become the fastest growing class on the planet (Davis 2006, 178). Disconnected from the formal economy, lacking structures of unionization or access to social welfare, and stigmatized by the middle classes, the “new cities of poverty” are important sites for political organizing. The burgeoning population of an informal working class located in shantytowns and shacks on the margins of major cities has implications for the sociology of protest that have been largely unexplored. Coming on the heels of James Scott’s characterizations of “micro politics” as everyday forms of resistance, scholars of Latin America have provided rich accounts of consciousness and culture among urban shanty dwellers in a neoliberal era (Goldstein 2003; Ferrándiz 2004; Smilde 2007; Gutmann 2002). Some have looked at how the emerging urban informal classes adapt new strategies to confront the retreat of the state and the lack of public services. In contexts of material hardship, clientilist practices may re-emerge as a means of survival and problem-solving (Auyero 2001; Arias 2006; Gay 1990). As the state retreats from providing security and policing, urban residents

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step in to administer justice through vigilante lynchings (Goldstein 2003). But alongside these everyday forms of resistance and survival, there are also growing spaces for popular participation, where the urban poor have organized and asserted their rights. It is this kind of social movement organizing in the barrios of Caracas that I will address in this paper. Urban social movements in Caracas are extraordinarily variegated and heterogeneous. Popular movements claim distinct genealogies that include the clandestine movements against the 1950s military regime, the post-transition era of guerrilla struggle in the 1960s, the movements against urban displacement and hunger strikes led by Jesuit worker priests in the 1970s, and the cultural activism and urban committees of the 1980s and 1990s. There are militant cadre-based groupings, as well as collectives that operate through assemblies and mass actions, and cultural groupings based on music, song, and dance. These social movements articulate together in “social movement webs,” defined by Sonia Álvarez, Evelina Dagnino and Arturo Escobar (1998, 15) as “ties established among movement organizations, individual participants, and other actors in civil and political society and the state.” Urban social movements are distinguished from political parties and trade unions by their basis in the networks of everyday life, their location in the space of the barrio rather than the party office or union hall, and their attempts to establish independent linkages with the state. Urban social movements are strongly engaged in cultural politics, a concept that scholars of “new social movements” such as Álvarez, Dagnino, and Escobar, among others, have elaborated. New social movement theorists go beyond a reductionist concept of politics and political culture as found in mainstream sociology and some resource mobilization theory to assess the multiple realms in which dominance is contested (Álvarez, Dagnino, and Escobar, 1998). Although some scholarship on resource mobilization theory, such as Sidney Tarrow’s “collective action frames” and Debra Friedman and Doug McAdam’s “identity incentives,” are concerned with theorizing cultural processes, others have mostly been concerned with institutional and structural processes, and how movement demands are processed in institutional spheres (Álvarez, Dagnino, and Escobar, 1998). Also, while resource mobilization theorists often assume the existence of collective identities, proponents of new social movements theory are interested in the construction and negotiation of identities (Stephen 1997). The term cultural politics not only refers to those groups explicitly deploying cultural protest or cultural forms, it also includes the attempts by social movements to challenge and redefine the meanings and practices of the dominant cultural order. While some movements are successful at negotiating and processing their demands at the

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institutional level—which makes them more visible to mainstream collective action theorists—others are engaged in a cultural politics that redefines the meaning of political culture, questioning not just who is in power, but how that power is exercised. T h e H y bri d S tat e i n a P o s t- Ne o liberal E ra

The specific configuration of social forces under Chávez has been shaped by histories of the developmental and neoliberal state. In order to comprehend the constraints and obstacles that face social movements as they construct alternative futures, it is important to outline the history and nature of the hybrid state that they encounter under Chávez. While Chávez’s administration has been broadly described as anti-neoliberal, I suggest rather that it is a post-neoliberal order, one where neoliberalism is no longer the dominant guiding policy, although it continues to surface in a range of conflicting rationalities and policies that are brought into an uneasy coexistence. As others have pointed out, the historical experiences of state formation in Venezuela must be understood in relation to the exploitation of petroleum. Due to its oil largesse, the Venezuelan state differed from other peripheral states that were structured around the extraction and distribution of surplus value. For Fernando Coronil (1997, 224), what distinguished the Venezuelan state was its organization around the appropriation and distribution of ground rent. During the period of the 1980s, Venezuelan politicians began to implement a series of neoliberal reforms that would dramatically redefine the character of the petrostate. In 1989, newly elected president Carlos Andres Pérez railed against the International Monetary Fund (imf) and other international lending organizations in his inauguration speech on February 2, 1989, and just a few weeks later he announced a neoliberal packet, known as El Gran Viraje (the Great Turn). Under pressure from foreign creditors to implement an imf-style austerity program, he dismantled protections, deregulated prices, and reduced social spending. However, the neoliberal narrative about markets as the source of advancement did not resonate strongly in Venezuela. An early indication of this was the Caracazo, a series of protests and riots which came weeks after Pérez announced the Gran Viraje. Two subsequent coups, one in February 1992 led by an army colonel Hugo Chávez and another in November led by high level officers, signaled a continuing rejection of the neoliberal project. Nearly ten years after the Gran Viraje was announced, Chávez was elected to office on an anti-neoliberal agenda, with plans to rewrite the constitution. From the beginning of his tenure in office, Chávez linked his new development strategy with a redistribution of the oil wealth. According to Dick

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Parker (2005), the government strengthened the Organization of Petroleum Exporting Countries (opec), and contributing to an increase in oil prices. A few changes were made in the early years of Chávez’s administration to the internal structure of pdvsa, the state-owned oil company; but, following participation by oil executives in a work stoppage that preceded the coup against Chávez in April 2002, and a lockout and dismissal of 18,000 employees in December that year, Chávez took control of the oil company. Chávez’s language harked back to earlier eras of rentier liberalism, and the sharing of the oil wealth. Although Chávez has consistently drawn strong popular support for his return to a policy of capturing and redistributing oil rents, his project confronts a new stage of capitalism, where production and accumulation have been globalized. This has made it harder for individual nations to sustain independent polities and economies (Robinson 2003, 12–13). As Coronil (2000) has noted, the state is torn by its desire to both subsidize gasoline on the local market and obtain international rents, while maintaining the global competitiveness of the oil industry. The insertion of Venezuela into a global order requires certain policy adjustments and concessions that do not always fit with the anti-neoliberal rhetoric of Chávez. The debate over whether the Chávez government is pro-neoliberal or anti-neoliberal has also tended to revolve around its economic policy. Neoliberalism is typically understood as a set of economic policies that attempt to privatize and deregulate the economy in order to promote free trade, foreign direct investment, and export oriented industrialization. Some argue that especially after 2001, the Chávez administration has pursued anti-neoliberal measures—establishing majority ownership over the oil industry, passing agrarian reforms, reversing the reduction in social spending, and assigning resources to health and education that envision universal coverage, despite the tight constraints of the international context (Parker 2005; Ellner 2008). Others contend that the Chávez government has pursued macroeconomic stability rather than confronting multinational capital (Vera 2001), and that, despite Chávez’s rhetoric, there have been no ruptures with foreign creditors or oil clients (Petras and Veltmeyer 2005, ix). But, following Wendy Brown, I argue that we must look at neoliberalism not just as a set of economic policies, but as a modern form of power, labeled by Michel Foucault (1991) as “governmentality.” Governmentality refers to knowledge and techniques that are concerned with the regulation of everyday conduct (Rose 1999). Neoliberal governmentality involves the extension of market rationality, based on an instrumental calculus of economic utility, to all state practices, as well as formerly non-economic domains (Brown 2003).

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As Aihwa Ong (2006) has argued, these rationalities and techniques can predominate, even in contexts where neoliberalism as an economic doctrine is not central. I suggest that this is the case in Chávez’s Venezuela, a postneoliberal formation that has adopted significant anti-neoliberal reforms, while its ongoing subjection to the requirements of a global economy has given impetus to neoliberal rationalities and techniques in a range of state and non-state arenas. In Venezuela, neoliberal rationalities were deeply etched into the visions of technocrats who tried to reorganize arenas of public and private life to meet global competition during the 1990s. Like the Chicago-trained economists known as the “Chicago boys,” who implemented the neoliberal turn in Chile, Venezuela also had a group of select, foreign-trained economists who spearheaded the Gran Viraje. The Institute of Higher Management Studies (iesa) became the training ground and platform for a new breed of technocrats, business elites, and managers who would form the “Venezuelan technocracy.” Known as the “iesa boys,” like their Chilean counterparts, these technocrats had privileged positions in the Pérez government, playing key roles in public and private enterprises. According to Miguel Angel Contreras (2006, 52), the term “technocratic” refers to a culture of technical decision-making by specialists rather than through a process of democratic debate and consultation. In the name of fighting bureaucracy and corruption, state institutions were scaled back and their operations were often linked to the priorities of the market and international lending agencies. While some institutions—such as media and cultural agencies—have undergone changes of personnel and policy under Chávez, they continue deploying market logics as they appeal to funders and corporations, even as they pursue their commitment to a pro-poor agenda. A post-neoliberal order is a hybrid state formation that has mounted certain challenges to the neoliberal paradigm, but which remains subject to the internal and external constraints of global capital. Some might argue instead that the Chávez government is “neo-neoliberal,” given its continuities with the past. The Venezuelan economy continues to be dependent on a boom-bust cycle of fluctuating oil rents and an export-oriented model of development. It faces unfavorable external conditions due to the strength of fiscal austerity policies across the rest of the continent. Despite the rhetoric of Chávez, it is unclear whether his policies are actually creating an anti-neoliberal challenge that could counter the influence of the US or the strength of the global market (Albo 2006). But at the same time, the Chávez government’s policies of land and resource redistribution, social welfare intervention, and restructuring of trade to promote joint ventures

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and “fair trade” bilateral agreements are incompatible with a neoliberal agenda. As the financial resources and influence of the imf have entered into decline, Venezuela has offered alternative sources of credit to countries like Argentina to pay off their debt (Weisbrot 2008). Chávez has nationalized the telephone company cantv, the steel maker sidor, regionalized electricity companies, the remaining privately controlled oil fields, and foreign cement companies. Although these nationalizations were fairly moderate in that they reversed privatizations that took place under previous governments, or gave the state majority rather than minority stakes, they were symbolically important and financially lucrative for the state (Wilpert 2007, 221–223). The Venezuela case contains both continuities and ruptures with the past. For the most part, new policies and orientations are being fashioned from within neoliberal state institutions, bounded by but also reshaping those institutions. The “post” in post-neoliberal does not intend to imply that neoliberalism has been superseded, but rather that the state is grappling with the legacy of neoliberalism, responding to and at times providing alternatives to the neoliberal model. In contrast to the notion that neoliberalism is a set of economic reforms that were adopted uniformly across third world debtor nations, there is a growing sense that neoliberalism is a “moving target, subject to hybridizations” (Craig and Porter 2006, 21) and consists of “different rationalities and techniques, often working at odds with each other” (Ong 2006, 95). Neoliberal governmentality is just one modality of power working among others. In Venezuela under Chávez, neoliberal rationality fuses with rentier liberalism in the contours of a hybrid state formation. The task of ethnography is to identify the scope of liberal and neoliberal logics as they come into collision with new forms of collective action. It is often the disjunctures between anti-neoliberal rhetoric and market-based rationalities that open a space for critique by social movements. This raises the specter of not just a post-neoliberal order, but a postneoliberal social imaginary, where alternative visions are being put on the agenda by social movements. According to Alejandro Grimson and Gabriel Kessler (2005, 191), the post-neoliberal imaginary refers to the new contestatory narratives and forms of collective action that are dislodging neoliberalism from its quasi-hegemonic position. As Nancy Postero (2007) has argued, the emergence of alternative and collective responses to neoliberalism shows the limitations of theories of neoliberal governmentality, which have tended to focus mainly on the production of consent to regimes of structural adjustment. We need to supplement Foucault’s insights about dispersed forms of governance with Gramsci’s insistence on practical politics and the negotiation

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of hegemony from below, in order to account more fully for the contested nature of power. While some scholars argue that Foucaultian and Gramscian perspectives as top down interpretations of power are incompatible due to their vastly different models of causality and agency (Barnett 2005), I find it more fruitful to hold them in tension with one another (Mallon 1994), especially if one embraces an alternative interpretation of Gramscian hegemony as promoting struggle rather than consent (Roseberry 1994). E v er y day Wars o f P o si t io n

Just as in earlier eras of Venezuelan politics, class struggle in the Chávez era has centered on the state and access to the state. The difference with earlier periods is that the unifying nature of the state as a force that claimed to stand above and bring together different classes has been disrupted with the appearance of a polity divided by race and class (Coronil 2000). Sectors of the poor and marginalized majority have aligned themselves with Chávez in order to wrest control of the state—and its considerable oil resources— away from the hands of multinationals and the privileged, transnational elites. Ongoing struggles for control over the state apparatus include the general elections of 1998, Chávez’s standing for re-election in 1999 under a new constitution, and the general elections of 2006, as well as responses from the opposition which has orchestrated both a coup in April 2002 and an attempt to legally remove Chávez from office through a recall referendum in August 2004. Urban social movements were central participants in these battles. But beyond these larger struggles over the state apparatus, I would argue that the structures and discourses of exclusion are being contested in a range of quotidian sites, through everyday wars of position. My formulation “everyday wars of position,” combines Antonio Gramsci’s term with James Scott’s concept of “everyday forms” of resistance and “lo cotidiano,” (the everyday) invoked by social movements themselves, in order to describe the multiple battles that they have participated in daily on numerous fronts. Although Gramsci (1971) was concerned with hegemony in a negative sense as domination, he was also interested in hegemony in a positive sense, looking at how subordinate populations employ wars of position to remake their material and social worlds. Gramsci used the military metaphor “wars of position” to describe political struggle between classes. In contrast to the Leninist notion of a vanguard party which would lead the working classes to victory, Gramsci saw conflict as being fought out in the trenches of society, where incremental changes could help to shift the relation of the forces in conflict and build counter-hegemonies.

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One battlefield opened up on the level of media and access to information. Cutbacks to the public sector had involved substantial deregulation of the media: Pérez and subsequent presidents had expanded concessions to media corporations, leading to the centralization of the media in a small number of private conglomerates. According to Elizabeth Fox and Silvia Waisbord (2002, 12), the Venezuelan media market is dominated by Venevisión and tvc, which receive the biggest share of advertising revenues and have the largest audiences. Private television at a national level was monopolized by the Cisneros group (Venevisión) and the 1BC group of Phelps-Granier (Radio Caracas Televisión). Out of 44 regional television networks, nearly all are linked to private networks such as Venevisión, Radio Caracas Televisión,1 Televen, and Globovisión. Of these groups, Cisneros, Phelps, and Televen receive 70 percent of all television advertising revenues (Mayobre 2002, 182). This small group of corporations also controls radio-electric spaces and the national press. Telecommunications were seen as a cornerstone of neoliberal policy and crucial to attracting investors in all sectors of the economy. In October 1991, a new Law of Telecommunications was passed, which sought to stimulate private investment in communications and deregulate media services. The law created a new autonomous regulatory body called the National Commission of Telecommunications (conatel), which had the technical functions of assigning frequencies, granting concessions and permits, and applying administrative sanctions.2 Given the neoliberal climate that favored free markets and a user-pays system, conatel was also given the task of promoting competition in the telecommunications sector. These technical responsibilities and competition-related tasks combined to make conatel a powerful instrument for policing the airwaves and enforcing the new regulatory regime in the interests of private media corporations and commercial stations. Since Chávez was elected president in 1998; especially in the tense days of the oil strikes by business sectors in December 2001 and during the lead-up to the coup in April 11–13, 2002, the private media ran a fierce campaign to discredit Chávez. On April 11, 2002, the opposition took the governmentowned station Channel 8 off the air, the mass media falsely broadcast that Chávez had resigned, and then the private media ran its regular broadcast with no further information. Community radio and print media played an 1 On May 27, 2007, the Chávez government decided not to renew the broadcast license for Radio Caracas Televisión (RCTV). RCTV continued to offer a paid subscription service via cable and satellite. 2 http://www.vii.org/papers/vene.htm.

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important role in releasing news about the coup and restoring Chávez to power on April 13. For many this was a wakeup call to develop their own local forms of media in the face of corporate consolidation and ownership of mass media. By the middle of 2005, there were over 300 community radio stations operating across the country. Many of these stations had their origins in long-term social movements such as Macarao y su Gente in the parish of Macarao, the Coordinadora Simón Bolívar in 23 de Enero, or the movement of community media started by community activists in Caricuao and La Vega in the early 1990s. Community radio collectives took advantage of their high locations to compete with mass media for airspace, and they made creative use of text messages, internet, and local networks of communication to build up a following. The idea that media should be locally managed, collectively owned, and facilitate a plurality of voices and viewpoints was counter to the homogenization and concentration of media that had occurred as a result of media deregulation and privatization. In their battles with the opposition and the private media, urban social movements allied themselves with Chávez. The Chávez administration also sought to bolster these movements. Following the coup in 2002, Chávez gave substantial money towards the development of community radio stations. But closer collaboration between these media-based social movements and the state brought into relief the contradictions of the hybrid state. Communications policy under Chávez continues to be oriented towards a global market as the sector seeks to attract foreign finance and investment. The field of telecommunications has experienced significant growth and foreign investment since 1999. This is partly due to the expansion of areas such as land-line telephone services, cell phones, wireless services, and internet and satellite services. Overall revenues for the telecommunications sector in 2007 were usd 8.64 billion. Income from the telecommunications sector is a major contributor to Gross National Product (gnp); in 1997, it represented 2.3 percent of gnp and by 2007 it had grown to 4.26 percent of gnp. State agencies structure the field of telecommunications to continue to attract foreign and private capital, regulating the field to provide a stable environment for private investors, while at the same time enhancing equity and universal access. One area where these competing interests are manifested is in the Law of Telecommunications passed in 2000 under Chávez. The 2000 law bore strong similarities to its predecessor in 1991, and to the 1996 Telecommunications Act passed in the US, which sought to lift media regulations and ownership restrictions, promote free competition among media providers, and

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reduce the interventionist role of the government (McChesney 2004, 51). The language of the 2000 law passed under ChĂĄvez reiterates these concerns of free competition and it minimizes the idea of government as representative of the public interest. At the same time, the law promoted the rights of individuals to establish community television and radio networks, and it gave conatel the authority to grant administrative authorization to these stations. But the ability of conatel to democratize the field of media was limited by its continuing need to appeal to and protect corporate media interests as a condition of growth and investment. Following the 2000 Law of Telecommunications, community media organizations sought inclusion in the drafting of legislation pertaining to media, and in 2002 several groups participated in a process of debate as to the Regulation of Open Community Public Service Radio and Television. In order to gain authorization, conatel proposed that community radio stations meet requirements in four fields: social, legal, technical, and economic. The social aspect requires an analysis of the social conditions and necessities of the community; the legal component is related to the registration of the community radio or television station as a foundation; the technical part requires a study by conatel of the radio spectrum and the assignation of a frequency to the station; while the economic analysis involves a study of the local market to assess the possibility of self-sustainability. Community media activists welcomed certain aspects of the Regulation, such as the promotion of self-financing, which would contribute to the autonomy of radio stations and the stimulation of local businesses which advertised on the radio. But at the same time, members of radio stations Radio Perola, Radio Negro Primero, Radio Macarao and others which were involved in drafting the authorization procedures voiced criticisms of the neoliberal rationalities involved. Media collectives were to be structured along the lines of corporations; they had to present their projects in instrumental terms of resolving problems in the community, and were asked to justify the benefits and returns of investment in their project. In contrast to the language of statistics and diagnosis, they put forth a strong, community based vision of what validates an alternative radio station. They opposed what they saw as an instrumental neoliberal rationality of utility, and they rejected a technocratic analysis of the social. One of the major areas of contention in the drafting of the authorization procedures was the legal components. Article 12 of the Regulation says that in order to present themselves for authorization, a community radio or television station must form a “foundation,â€? with a board of directors, and a General Director. The language borrows from broader neoliberal development discourses of international agencies and private funders, that

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have sought to refashion community organizations along the lines of corporations. Rafael Hernández from Radio Macarao argued that the corporate model of a board of directors, which is responsible for running the organization and making decisions, goes against the collective and non-hierarchical forms of decision-making that some of the community radio stations are trying to build. Carlos Carles from Radio Perola said that they would prefer a general Coordinating Committee or an Assembly as the highest decisionmaking authority, rather than a General Director. In the legal component of the authorization procedures, there was a provision for a recall referendum to revoke the leadership of the station. The “community” is defined in vague and general language as those who reside in the neighborhood. Media activists also critiqued this vague definition, saying that the label of “community” could be appropriated by a group with specific economic or political interests who want to remove the leadership. For Rafael, the community must be clearly defined as those who work in the radio, support it, and attend events, and criticisms should be brought up in assemblies and meetings. The social component of the authorization procedures most strongly reflected the neoliberal rationality of the Regulation. In order to obtain authorization, the members of the station are asked to justify the media project in instrumental terms: “Describe the principle necessities, wants, and existing problems in the community where the service of a community radio station will be installed and demonstrate the bridge, path, or mechanisms that will be implemented to facilitate the solution of these problems in a positive manner.” The community radio stations are supported by state institutions not for their intrinsic value as creations of the community, but in terms of utilitarian calculations of the returns they will provide. There is no doubt that the government wants the media to be socially useful to the community, but this goal of social benefit intersects with other rationalities of cost and benefit calculation that are being driven by the broader market orientation of the communications sector. The residents of the neighborhood are imagined in passive terms: they are “beneficiaries” who will receive the “services” provided by the station, rather than active participants in the activities of the station. As part of the social component, the members of the station are asked to carry out a “Social Diagnostic,” which consists of the application of a predetermined methodological instrument, or a quantitative survey, that collects data on educational level, occupation, participation, problems and necessities of the community, and knowledge of the television or radio. The community radio members are required to collect data in the barrio using this quantitative instrument, then codify and tabulate the data, and finally analyze and

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interpret their results. As George Yúdice (2003) has shown, the requirements for this kind of quantitative data have come from the market incentives that structure funding bodies. In order to assess the numerous projects that come to institutions for evaluation and funding, these agencies must be able to measure the benefits and returns that justify investment in a project. Instruments for measuring cultural and community media projects are modeled after market indicators, which allow economists to measure the health of the economy and the types of structural interventions that will be required (Yúdice 2003, 15–16). This diagnostic approach conflicts with the approach to knowledge production among barrio-based media groups. Carlos Carles described how heated debates arose during meetings over this issue. “They proposed techniques of demonstrating statistical data,” said Carlos. “Against this, we proposed local knowledge, oral narrative, historical memory, and the everyday work of the community.” The approach chosen by the community media groups highlighted the alternative epistemologies that were emerging from their community-based work. These criteria were not incorporated into the final authorization process, which required media collectives to put together a document of several hundred pages of data. Yet historical memory, everyday work, and local knowledge constituted an alternative set of values that Carlos, Rafael and other media activists continued to appeal to in their negotiations with bureaucrats. Co n clusio n

Urban social movements must navigate an often complex terrain between states and markets in a post-neoliberal era. Barrio-based groups in Venezuela made use of changes in communications technology to start up their own radio stations. The idea that media should be locally managed, collectively owned, and facilitate a plurality of voices and viewpoints was counter to the homogenization and concentration of media that had occurred as a result of deregulation and privatization under neoliberalism. Community radio stations flourished as a result of funding and legislation under the Chávez administration. But as media activists interacted with state agencies, they came up against the instrumental rationalities of administrators. During the process of drafting a regulation to authorize community media, the barrio activists brought out local knowledge, historical memory, and everyday work in response to the technocratic analysis of the social and quantitative data of the bureaucrats. The tensions between these competing visions reflect the contradictions of a revolution fought from within the structures of a neoliberal state apparatus, as well as Venezuela’s continued subjection to a global

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market economy. Urban social movements are making demands—for public space, for inclusion in the state, for social rights, and for a redistribution of resources—that cannot be accommodated within the framework of the present order. Pointing to Chávez as their representative within the state, community activists struggle to identify who the state represents and in whose interests it is operating. Often they find that it is not the interests of ordinary people, and this realization is generating a greater impetus towards self-organization and autonomy. But on a deeper level, these struggles reveal the continuing predominance within the Chavista project of Enlightenment notions of progress and knowledge construction which have been historically associated with colonialism and European capitalism. Arturo Escobar (2010, 11) refers to this project as one of “alternative modernizations” being pursued by the new left states of Latin America, in contrast to what he calls “de-colonial projects” of social movements that present an alternative to Euro-modernity and consist of a pluriversal set of practices. Unfortunately Escobar’s substantial treatment of the Venezuela case leaves out urban popular movements dating back many decades, dealing mostly with current state-promoted groupings such as the communal councils and claiming erroneously that “Venezuela has little history of collective action compared to other Andean countries” (Escobar 2010, 16).3 But his argument could be more profoundly illustrated through ethnographic explorations of the politics of everyday life, the fiestas, storytelling, historical memory, murals, barrio assemblies, and popular radio through which the urban poor make their presence felt and seek to build alternative kinds of community. Social justice and political transformation do not depend only on coming up with new policies and legislation as the Chávez government has done. Rather, they require generating alternative rationalities to counter the market-based rationalities that have come to structure political and social life. By emphasizing local knowledge, oral narrative, and historical memory against the rationalities of administrators, social movement actors were formulating these alternative visions. Ultimately, this points to the role played by local actors in mediating and contesting global configurations of power. While state-society alliances can alter the trajectory of neoliberalism, statecentric solutions remain subject to the internal and external constraints of global capital.

3 For a detailed discussion of the decades-long history and trajectory of urban social movements in Caracas, see Fernandes 2010.

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Dinámicas históricas y espaciales en la construcción de un barrio alteño Juan Manuel Arbona Bryn Mawr College Resumen La ciudad de El Alto es reconocida como el epicentro de las jornadas de octubre 2003, en las que se forzó la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada y se comenzó el proceso político que produciría la elección de Evo Morales en 2005. Parte de la explicación sobre cómo los residentes de esta ciudad lograron articular movilizaciones sociales de tal magnitud y contundencia se debe a la construcción de una ciudad con una población predominantemente de origen indígena. Esto nos lleva a preguntarnos cómo se entrelaza la historia del territorio con las memorias “traídas” y adecuadas por los emigrantes de zonas rurales/indígenas en la construcción de un barrio de esta ciudad. En este ensayo se argumenta que las actuales formas de organización social y barrial en El Alto, particularmente representan traducciones, adecuaciones y reinvenciones de formas de organización de zonas rurales/indígenas, que a su vez manifiestan un complejo tejido de memorias, prácticas sociales y lecturas cotidianas, para dar forma a una organización política local. Palabras clave El Alto • Bolivia • indígenas urbanos • historia territorial • memoria barrial

Historical and spatial dynamics in the construction of an El Alto neighbourhood Abstract The city of El Alto is recognized as the epicenter of the October 2003 events that forced the resignation of president Gonzalo Sanchez de Lozada and began a political process that resulted in the election of Evo Morales in 2005. Part of an explanation about how the residents of this city were able to articulate social mobilizations of such magnitude and impact is due to the predominately indigenous population of the city. This invites us to ask how the residents wove history of territory and the memories “brought” by the migrants from rural/indigenous communities in the construction of neighborhoods. In this essay I will argue that the current forms of social and neighborhood organization in El Alto, represent translations, adaptations, and re-inventions of forms of organization in their places of origin. This, in turn, manifests a complex tapestry of memories, social practices, and everyday actions, to give shape to their particular forms of organization. Keywords El Alto • Bolivia • urban indigenous people • territorial history • neighborhood memory

Recibido el 29 de noviembre de 2010 y aceptado el 29 de marzo de 2011.


J u a n M a n u e l A r b o n a e s p r o f e s o r a s o c ia d o d e l D e p a r t a m e n t o d e C r e c i m i e n t o y E s t r u c t u r a U r b a n a d e l a Un i v e r s i d a d d e Br y n M a w r, Br y n M a w r, E s t a d o s Un i d o s . j a r b o n a@b r y nm a w r.e d u


Dinámicas históricas y espaciales en la construcción de un barrio alteño Juan Manuel Arbona Bryn Mawr College

En un reciente libro, Denise Arnold (2009) nos reta a romper con las tendencias “esencialistas y desvinculadas de las realidades de la vida cotidiana” (25) y analizar “respectivas historias en […] territorios específicos, y no sólo en los disfraces y debates ideológicos de las últimas décadas” (26). En el contexto de un espacio urbano como es El Alto, esto implica analizar no sólo la historia del territorio y los procesos que llevaron a su urbanización, sino también las múltiples formas en que los sujetos que construyeron esta ciudad traducen y adaptan formas de organización en un dinámico (y caótico) contexto urbano. Esto nos lleva más allá de una perspectiva de esta ciudad como una ‘ciudad indígena’ o ‘ciudad informal’ y nos convoca a analizar este territorio desde su complejidad histórica, territorial y social. El 25 aniversario de la ciudad de El Alto en marzo de 2010 marcó el reconocimiento de este territorio urbano como entidad política autónoma. Durante este tiempo mucho se ha escrito sobre esta ciudad, particularmente a raíz de las jornadas de octubre de 2003.1 La historia de este territorio no comienza en 1985, ni en 2003. El territorio que hoy comprende El Alto también fue parte integral de los señoríos Aymaras, vivió los procesos de apropiación externa 1 Las jornadas de octubre de 2003 fueron la culminación de varias confrontaciones entre diferentes entidades políticas locales y elementos de la infraestructura institucional del Estado. Las jornadas de octubre de 2003 fueron un hito histórico que culminó con la elección de Evo Morales. Al principio de las movilizaciones las demandas fluctuaban —la abrogación del DS 21060 (que lanzó el proyecto neoliberal en Bolivia), el rechazo al Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el reclamo de una asamblea constituyente, el repudio a la propuesta de exportar los hidrocarburos por puertos chilenos—; hacia el final éstas se redujeron a una sola consigna: la renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Bajo un ambiente de escalada de la violencia, que produjo unos sesenta muertos y cientos de heridos a manos de las Fuerzas Militares, los residentes de El Alto desplegaron un sinnúmero de estrategias de organización que hacían eco a las memorias de lucha en campamentos mineros y comunidades indígenas/campesinas. Para mayor información sobre las jornadas de octubre de 2003, ver Arbona, 2007; Gómez, 2004; Mamani, 2006; Mamani, 2005.

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por las encomiendas y la creación de pueblos reales de indios durante la era colonial, fue un escenario donde se implementó la ley de Ex Vinculación durante la era republicana, y también fue modificado por los cambios que resultaron de la Reforma Agraria y, más recientemente, por las ramificaciones del decreto 21060 que lanzó el proyecto neoliberal. Todos estos momentos históricos, de alguna forma u otra, influyeron en la organización cultural y política de esta urbe. En este sentido, El Alto nos convoca —más bien, nos exige— a mirar y pensar la ciudad de otra manera. Si asumimos que la ciudad es la expresión material de procesos históricos y planteamos que estos procesos no sólo contribuyen a definir los aspectos físicos sino también a articular las dimensiones sociales urbanas, necesitamos mirar El Alto con una mayor amplitud histórica. En la historia de la transformación de este territorio se articulan lo social y lo físico, de tal forma que el proceso de urbanización de El Alto es una expresión concreta de relaciones de poder entre diferentes sectores sociales a lo largo de la historia nacional. El reconocimiento de El Alto como municipio autónomo respondía al precipitado crecimiento poblacional que hacía inviable para la Alcaldía de La Paz mantener su responsabilidad hacia este barrio marginal de esta ciudad que comenzaba a demandar autonomía. Localizada en el altiplano paceño, a 4000 metros de altura, la ciudad de El Alto recibió grandes oleadas de migrantes de las provincias aledañas y campamentos mineros a mediados de los ochenta. La gran sequía de 1982-83 y el cierre de las minas estatales en 1985 fueron los principales catalizadores del dramático crecimiento urbano. Este dramático crecimiento, de una población de 95 500 en 1976 a una población de 405 000 en 1992,2 conllevó monumentales retos a las nacientes instancias gubernamentales, que no tenían la capacidad ni los recursos para responder a las demandas de los nuevos residentes (ine 1988; 1993; Sandoval y Sostres 1989). En este contexto, los residentes de esta urbe han desplegado una serie de estrategias no sólo para sobrevivir, evidente en la preponderancia de la economía informal, sino también en las formas de construir sus barrios. Estas estrategias reflejan dos importantes particularidades: 1) a diferencia de otros grandes centros urbanos bolivianos, El Alto no se estructura bajo un referente colonial que define y naturaliza una jerarquía socioespacial; 2) los nuevos alteños, en el proceso de construir sus barrios, traducen, adecúan o reinventan formas de organización social 2 Albó (2006) estimó que la población de El Alto sobrepasaba los 870 000 habitantes, convirtiéndose en una ciudad más grande que La Paz. Dos años más tarde el Instituto Nacional de Estadística (2008) estima que la población de El Alto es de 896 772 habitantes.

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y espacial de sus lugares de origen (principalmente, comunidad rural/indígena o campamento minero) en un contexto de urbanización, y en este proceso construyen nuevas formas de imaginar maneras de hacer ciudad y ejercer ciudadanía. Estos dos factores comienzan a explicar la fuerza política de esta ciudad que ha sido fundamental en impulsar el actual “proceso de cambio”. Este reto de explicar la peculiaridad de El Alto lleva a autores a aceptar la idea que El Alto es un espacio vacío sin historia y a sobredimensionar las características indígenas. Por un lado, el trabajo de Lazar (2008), aunque con mucha riqueza etnográfica, acepta el discurso de El Alto como espacio vacío. Esto resalta en su análisis sobre “formas de pertenecer” que se limitan a un territorio, obviando las mutaciones históricas. Por otro lado, autores como Pablo Mamani argumentan que “El Alto es una ciudad síntesis de lo Aymara o indígena-popular que bajo esas condiciones no era ajena a la indignación comunal de los ayllus movilizados en contra del estado blanco-mestizo” (Mamani 2005, 39). Mientras comparto que El Alto es una “síntesis de lo Aymara”, el énfasis en la influencia de ayllus me parece precipitada, ya que toma a esta institucionalidad como un ente estático y niega el papel de otras institucionalidades como el sindicato agrario en la articulación entre las formas de organización en zonas campesinas/indígenas y las formas más recientes, como son las juntas vecinales. En otras palabras, mientras no niego que los residentes de El Alto en sus formas de vivir, convivir y hacer sentido en esta ciudad resaltan elementos (reales y/o reinventados) de comunidades indígenas (ayllu) en momentos particulares, en el proceso de construir ciudad los residentes alteños han adecuado diferentes formas de organización que responden a las especificidades de este espacio. En este contexto se resaltan las formas de “adaptación y resistencia”, además de una creatividad política sincrética, manifestadas en la vida cotidiana de las zonas alteñas (Stern 1987). Las particularidades de las zonas —en cuanto a los lugares de origen de los vecinos, y las respectivas memorias y construcciones identitarias— expresan las diversas formas de organización interna y articulación con las instituciones alteñas y nacionales. En este sentido, “la identidad se reconstituye en la memoria, y la memoria reconstituye la unidad comunal y étnica” (Choque y Mamani 2001, 218). De tal forma que se crean lazos entre las formas de organización de los antepasados (ayllus), los elementos de éstos que fueron rescatados en el sindicato agrario, y cómo éstos fueron adaptados en el contexto urbano de las juntas vecinales. Por tanto, lo que vemos hoy en la ciudad de El Alto responde a las formas en que los residentes (colectiva e individualmente) despliegan estrategias políticas locales y responden a las historias de este territorio.

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La historia larga de El Alto nos da algunas pistas de cómo las olas migratorias de los ochenta se encontraron con el legado histórico de este territorio y cómo se alimentó la construcción de espacios políticos locales. El territorio que hoy comprende El Alto tiene una larga historia de asentamientos y desplazamientos, de atropellos y luchas que alimentarían las formas de organización traídas y adaptadas a este nuevo contexto por los inmigrantes que se asentaron en esta ciudad en rápido crecimiento bajo una brutal formación capitalista (Arbona 2001; 2003). La larga historia del territorio que hoy comprende El Alto —aunque obviamente ligada a la de La Paz— puede verse desde las historias particulares acaecidas en este territorio: cómo es que sus ayllus se convirtieron en estancias y haciendas, y cómo las pugnas por terrenos, desde principios del siglo xx, constituyen una base para comprender la urbanización de este territorio. En este ensayo se argumentará que las actuales formas de organización social y barrial en El Alto, particularmente en Villa Ingenio, representan traducciones, adecuaciones y reinvenciones de formas de organización de zonas rurales/indígenas, que a su vez manifiestan un complejo tejido (nudo gordiano) de memorias, prácticas sociales y lecturas cotidianas, para dar forma a una organización política local. En las siguientes secciones se presentará y discutirá cómo se entrelaza la historia del territorio con las memorias “traídas” y adecuadas por los emigrantes a la zona de Villa Ingenio, que es reconocida como uno de los enclaves receptores de migración indígena/ campesina en la ciudad de El Alto. Esta zona, que antiguamente era la hacienda de Adrián Castillo Nava, se ha convertido en uno de los símbolos de los procesos de lucha que han marcado esta ciudad. El ensayo enfatizará dos momentos clave en la historia del territorio (la ley de Ex Vinculación de 1874 y la Reforma Agraria de 1953) para comprender la dramática transformación territorial de esta ciudad. Estas dos vertientes serán la fuente metodológica para un análisis sobre la interacción de dinámicas históricas y espaciales en construcción de un barrio alteño. Co n s t r u cció n s o cia l y mat eria l de l a ci u dad ( i nd íg e n a)

La mayor parte de la literatura contemporánea sobre pueblos indígenas se enfoca en sus dimensiones históricas, territoriales y agrícolas (Dávalos 2005; Ticona 2003; Stavenhagen 2002). Esos estudios han sido (y son) de suma importancia para comprender la situación de los pueblos indígenas y las formas de organización y proyección de estos movimientos sociales en/con políticas estatales (Condarco Morales 1982; Choque 2005; Platt 1982; Stern 1987). La limitada literatura existente sobre emigrantes indígenas en ciudades latinoamericanas enfatiza cómo “las ciudades transforman” a los indígenas de zonas

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rurales, sugiriendo que estos emigrantes sólo tienen la opción de adecuarse a la sociedad urbana (Uriquillas et al. 2003; citado en Antequera 2007, 55). Pero además de considerar cómo los procesos de urbanización han tenido una importante influencia histórica en la articulación de los pueblos indígenas, también hay que tener en cuenta cómo los pueblos indígenas han tenido una influencia sobre las ciudades. Esta influencia es a lo que Yanes (2004) se refiere como “la urbanización de los pueblos indígenas y […] la etnización de las ciudades” (2004, 200). Este autor niega que el migrar a las ciudades sea sinónimo de rescindir identidades colectivas y formas de organización. En este sentido, la cuestión indígena es crecientemente un asunto urbano y, a su vez, las ciudades son crecientemente una cuestión de pluriculturalidad. Esta reconfiguración socio-territorial y socio-cultural de los pueblos indígenas y las ciudades latinoamericanas implica profundos y novedosos retos para el movimiento indígena, los Estados, y las políticas públicas (Yanes 2004, 199). Este reconocimiento del creciente papel de los pueblos indígenas en espacios urbanos no implica que haya sido un asunto nuevo; más bien, como lo indica Kingman (1992), las ciudades andinas han sido una manifestación concreta del legado colonial y republicano, y de sus formas de discriminación y opresión, adaptación y resistencia. En el contexto andino, el proceso de urbanización ha tenido un papel dramático en la organización de ciudades y definición de ciudadanías (Rama 1984). La ciudad se ha visto como el centro de control sobre la extracción de recursos naturales y de la fuerza laboral, el motor de la modernización y el desarrollo. Frente a estos roles, la ciudad ha manifestado una constante e inherente promesa de posibilidades de una mejor vida. La ciudad es un lugar donde se puede trabajar por dinero, aprender una profesión, intercambiar, organizar pequeñas industrias familiares o articularse a las redes mayores de comercialización y producción; donde se puede complementar la economía campesina familiar e incluso en algunos casos, acumular. […] La ciudad proporciona, además, otro recurso inestimable: el aprendizaje necesario para sobrevivir en el mundo contemporáneo, la asimilación de determinados comportamientos, formas culturales, técnicas, secretos y hábitos propios de la otra sociedad (Kingman 1992, 22).

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Esta tensión entre la promesa de la ciudad y el precio que ésta cobra (y a quienes se lo cobra) ha sido fuente de análisis y debate esporádico en Bolivia por varias décadas (Sandoval et al. 1987; Sandoval y Sostres 1989). Como lo indica Calderón en su discusión del caso de La Paz, “el surgimiento de un mayor intercambio y apertura socio-cultural, donde la gran masa emigrante influye en la producción ideológica y cultural citadina […] y por otra parte un enfrentamiento a esta apertura poblado de formas de discriminación sutiles, veladas, que son difíciles de asumir, y frente a las cuales se crean diferentes mecanismos de defensa-integración o resistencia” (Calderón 1984, 100). Este análisis resalta de qué modo la “etnización de las ciudades” como La Paz no ha sido un proceso neutral, ni automático. Este proceso ha implicado una “producción ideológica y cultural”, particular a la historia de cada ciudad, sobre lo que significa ser moderno y ser reconocido como ciudadano. Frente a esto, la población urbana, que históricamente se ha visto como la heredera natural de la modernidad citadina, reacciona ante la “incursión india”. Esto ha creado una tensión que se manifiesta mediante “formas de discriminación y exclusión” y “mecanismos de defensa-integración o resistencia”. Este proceso de adaptación —aunque no totalizador— implica adoptar ciertos parámetros de los grupos dominantes como punto de referencia y estrategia para “ser parte” de la ciudad y, por tanto, de la nación (Abercrombie 1991). En el contexto de las antiguas ciudades de Bolivia (La Paz, Cochabamba, Sucre), donde hay un fuerte referente blanco mestizo, los inmigrantes rurales toman a este grupo social como punto de referencia, como el horizonte social que les permitirá ser considerados citadinos (Aillón 2007; Barragán 1990; Solares 1992). Pero esto no quiere decir que los inmigrantes no construyan estrategias de pertenencia, aun cuando mantengan sus sentidos de vida, sus relaciones sociales y sus formas de organización. En este sentido, El Alto es una ciudad particular, ya que ha crecido sin tener esa referencia histórica-social que define nociones de ciudad y ciudadanía. Más bien, la población de esta ciudad ha rearticulado y recontextualizado las formas de organización indígena/campesina en el proceso de formación y producción de políticas barriales. Para establecer este referente históricosocial-territorial que permitirá comprender cómo los residentes de Villa Ingenio han adaptado sus memorias de organización de ayllus y sindicato agrario, se presentarán algunos apuntes sobre las articulaciones históricas de estas formas de organización. El ayllu: principios y (re)articulaciones históricas-territoriales En esta sección se discutirán de manera muy sintética las transformaciones y articulaciones históricas del ayllu. En este resumen se pretende ilustrar

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la adaptación, resistencia y creatividad política (en términos sociales y territoriales) del ayllu en diferentes momentos históricos, que servirán para comprender cómo esta forma de organización ha sido traducida, adecuada y reinventada en el contexto de la construcción física y social de El Alto. Antes de entrar en la discusión histórica se presentarán algunas caracterizaciones de lo que es un ayllu. El ayllu tiene profundas raíces precoloniales por todo el Imperio Inca, incluidas las regiones Aymaras del altiplano paceño (Astvaldsson 2000; Klein 1993). Aunque no hay un consenso sobre la definición de ayllu,3 las caracterizaciones de éste se basan en una fuerte conexión entre una relación dentro de un colectivo y desde éste hacia un territorio y atributos naturales y productivos. Estas caracterizaciones varían de acuerdo a qué aspecto del ayllu se enfatiza: cosmovisión, cultura o política. Para Yampara (2001), el ayllu es la manifestación histórica de una lógica andina sobre la cual se construye un balance entre el ser humano y los ciclos naturales. En esta línea, Silvia Rivera caracteriza al ayllu como […] unidad de territorio y parentesco que agrupaba a linajes de familias emparentadas entre sí, pertenecientes a jerarquías segmentarias y duales de diversa escala demográfica y complejidad. [...] La compleja organización social andina ha sido comparada con un juego de cajas chinas, vinculadas entre sí por relaciones rituales y simbólicas que permitieron a los niveles superiores un alto grado de legitimidad en su dominación sobre los niveles inferiores (Rivera 1993, 36). En esta caracterización se enfatiza el modo en que los vínculos de relaciones rituales y simbólicas articulan una unidad de territorio y parentesco que le ha proporcionado una institucionalidad al ayllu. Arnold et al. (1992) describen las formas en que estos aspectos rituales y simbólicos de construcción de un colectivo político y social son traducidos en actividades concretas, tales como la edificación de una vivienda y acceso a un territorio productivo. Mientras que la base del ayllu estaba basada en la complementariedad (familiar, ecológica, etc.), su institucionalidad está anclada en un conjunto de liderazgos que representan una responsabilidad del individuo hacia el colectivo. Los líderes de estos territorios “impartían la justicia interna, determinaban 3 Para un panorama general de las contribuciones al debate sobre definiciones de ayllu desde la etnohistoria, ver Abercrombie 1998; Bouysse-Cassagne 1987; Isbell 1977; Klein 1993; Murra 1975; Platt 1978; Rasnake 1989.

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los derechos de herencia, controlaban las tierras comunales y decidían la distribución de tierras en los miembros de ayllus” (Klein 1993, 85).4 Por más de tres siglos los residentes de ayllus enfrentaron intentos de redefinir territorial y políticamente sus territorios y las prácticas sociales conectadas a éstos, intentos de expropiación de sus tierras en un contexto de manipulación legal y expansión y profundización de la economía de mercado. Durante este tiempo el ayllu fue una expresión de adaptación, resistencia y creatividad política de los pueblos indígenas. Mientras que los diferentes actores que controlaban la institucionalidad del Estado (colonial, republicano) pretendían disciplinar estos pueblos para extraer tributo y fuerza de trabajo, los pueblos indígenas desarrollaban estrategias que en la superficie sugerían consentimiento, pero en el fondo pretendían establecer cierta autonomía política. Pero al margen del escrutinio de la institucionalidad del poder, se continuaban organizando espacios políticos locales —a lo que Tapia (2001) se refiere como “subsuelo político”— desde donde se construían nociones de pertenencia (ciudadanía) y deseo de construir espacios políticos de reivindicación (Bastien 1978). Este legado de adaptación, resistencia y creatividad política se mantiene vivo, no sólo en comunidades rurales sino también en centros urbanos como El Alto. La institucionalidad del ayllu ha enfrentado el avasallamiento de un sinnúmero de proyectos y estructuras políticas, desde las políticas coloniales (particularmente, las reducciones toledanas y las reformas borbónicas) hasta los proyectos de Ex Vinculación republicanos, la Reforma Agraria y las mutaciones del capitalismo a lo largo de esta historia (Bastien 1978; Carter 1964; Choque Canqui 2005; Platt 1982; Condarco Morales 1982; Urquidi 1968). Frente a estas incursiones, los ayllus desplegaban estrategias de adaptación y resistencia a los nuevos regímenes. Desde la llegada de los españoles a las regiones altiplánicas y hasta los 1560, el sistema de encomiendas cedió derechos a súbditos españoles para controlar territorios y extraer tributos para la Corona. Por su parte, las comunidades indígenas —que mantuvieron cierta integridad territorial durante este período— establecieron estrategias de dar la apariencia de responder a las demandas de los españoles mientras mantenían el sentido de sus formas de organización. Con las reformas borbónicas y la llegada de Toledo en 1569, se pretendía crear un sistema más eficiente de extracción de tributos y disciplinamiento 4 Cabe recalcar que no todas las tierras eran comunales. El ayllu contenía terrenos domésticos que podían ser heredados (sayaña), y los terrenos de cultivo colectivo (aynuqa o ainoca), que eran asignados por los líderes del ayllu (Carter 1964; Klein 1993; Yampara 2001).

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de la fuerza laboral indígena. En consecuencia, la estructura socioterritorial de los ayllus y la institucionalidad de las comunidades indígenas comenzaron a ser atacadas frontalmente (Julien 2007). Bajo el mandato de Felipe II, Toledo emprendió un proyecto que pretendía disciplinar a los indígenas por medio de la reconstitución social del tiempo y el espacio. Esta reconstitución implicaba un intento de borrar las memorias de organizaciones y tradiciones, con el propósito de constituir un nuevo orden social que facilitara la recolección de tributos y el control de la población indígena (Abercrombie 1998). La estrategia tenía como eje central el establecimiento de espacios burocráticamente definidos (reducciones y doctrinas) sobre los cuales se podría ejercer el control político (vigilancia y disciplina) de las poblaciones indígenas. Las reducciones eran la expresión material de un proyecto político que no necesariamente pretendía eliminar las formas organizativas de los ayllus, sino más bien rearticular sus principales pilares a fin de sostener y perpetuar la hegemonía colonial. El centro físico de las reducciones, basadas en las villas de Castilla, contenía estructuras que manifestaban el poder de la Iglesia y los cabildos. Los cabildos, como instituciones políticas locales, estaban compuestos por autoridades indígenas, la mitad de ellas compuesta por descendientes de nobleza, y la otra mitad, por “indios comunes” (Abercrombie 1998). Con los cabildos se pretendía absorber la institucionalidad del ayllu, poniendo a los líderes (curacas) en posición de poder, estableciéndose así un control indirecto sobre los pueblos indígenas. Para mediados del siglo xviii, unos dos siglos después de las reducciones toledanas, el cabildo se estaba convirtiendo en un importante referente de las comunidades indígenas. De hecho, el término cabildo comenzaba a ser utilizado para referirse a reuniones comunales, y no como una institución que gobernaba una reducción (Penry 2000). Esta apropiación de términos también servía para expandir el radio de influencia del ayllu y la justificación del control político más allá de la reducción. Éste es un primer indicio de las formas de adaptación, resistencia y creatividad política de los ayllus, que nos indican la mutabilidad histórica y cómo se han desarrollado los lazos históricos con los barrios alteños. Con el colapso del proyecto colonial y la formación de la República de Bolivia en 1825, el papel del ayllu continuó teniendo vigencia como fuente de ingresos para el Estado. Los ayllus accedían al pago de tributo al gobierno republicano bajo la lógica de un “pacto de reciprocidad” que les garantizara acceso y control de sus tierras (Platt 1982, 40). Para establecer un padrón tributario se conformaron las revisitas, para censar y evaluar a la población a mediados del siglo xix, constatándose “la cantidad excedente de tierras y

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cantidad de gente que habitaba, especialmente la de gente tributaria de categoría originaria” (Choque Canqui 2005, 56-57). Por su parte, […] la población indígena deseaba obtener una garantía del régimen republicano de que la propiedad comunal de sus tierras sería respetada en pago por los trabajos e impuestos entregados para el sostén del nuevo régimen. En consecuencia, su autodesignación como ciudadanos estaba vinculada al cumplimiento de sus obligaciones con el Estado y la Iglesia; la implicación fue que la ciudadanía era entendida como un estatus al que uno accedía mediante la contribución (Irurozqui 2000, 88). Este “pacto de reciprocidad” comenzó a quebrarse durante la presidencia de Melgarejo, en 1866, cuando se establecieron las pautas legales sobre las cuales se abolía el reconocimiento de las tierras comunales de ayllus. La ley de Ex Vinculación (octubre de 1874) formalizó este proceso convirtiendo todas las propiedades comunales en propiedades privadas, aunque a raíz de la presión de los ayllus se abrió un espacio para la compra y uso colectivo de tierras. En este contexto, la ley de Ex vinculación justifica las nuevas oportunidades de inversión privada y se expanden con mayor rapidez los territorios controlados por haciendas. Por los próximos setenta años Bolivia vivió bajo tensión política como resultado de la expansión de haciendas, los atropellos por parte de las élites, las resistencias indígenas y la defensa de sus territorios en un contexto de pretensiones y promesas de construir un país moderno. Con la revolución de 1952, el mnr (Movimiento Nacionalista Revolucionario) capitalizó las tensiones que se estaban generando en diferentes regiones de Bolivia a partir de la conformación de una economía de enclave: abusos de los hacendados sobre sus ‘trabajadores agrícolas’ y aumento de la presión de organizaciones indígenas (Antezana 1969; Dandler 1983; Gotkowitz 2008; Rivera 1993). Para enfrentar esta tensión, proyectando al país hacia un modelo de modernización y como mecanismo para consolidar un proyecto político nacionalista, se realiza la Reforma Agraria de 1953.5 Las bases legales 5 De acuerdo con esta reforma, las tierras de las haciendas serían distribuidas a los campesinos. Bajo el lema “la tierra es de quien la trabaja”, entre 1953 y 1975 se distribuyeron más de 19 millones de hectáreas (o 17,3% del territorio nacional) (CNRA 1975). En el departamento de La Paz se distribuyeron casi tres millones de hectáreas. En la provincia Murillo, donde se encuentran la ciudad de La Paz y El Alto, se distribuyó casi la mitad del territorio total, que comprende unas 228 mil hectáreas. De

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y sociales de esta redistribución, que en cierta forma rompe con el statu quo de la ley de Ex Vinculación, están asentadas en la Constitución de 1938 y el Congreso Indígena de 19456 (Urquidi 1968). También se podría argumentar que la Reforma Agraria es una continuación de la ley de Ex Vinculación, debido a su énfasis en la propiedad privada y su desconocimiento de la institucionalidad indígena. Es en este sentido que el sindicato agrario se presenta como una estrategia para eliminar el control de la hacienda mientras al mismo tiempo se pretende absorber al ayllu como forma de organización política y social de los pueblos indígenas de valles y tierras altas. A pesar de la imposición de las estructuras organizativas e instituciones políticas, en las zonas donde el ayllu mantenía cierta primacía, el sindicato agrario no ha logrado borrar del todo este “modelo de organización social”. Choque y Mamani concuerdan con este argumento cuando dicen: “a pesar de la presencia del sindicato [agrario], el ayllu continuó expresándose mediante la representación simbólica, la unidad territorial a través de títulos ejecutoriales en pro indiviso, la estructura de organización y autoridad que subyacía bajo la forma sindical” (Choque y Mamani 2001, 210). De hecho, varios elementos fundamentales en la organización de comunidades rurales mantienen ciertos legados de los ayllus, tales como la responsabilidad de participar en organizaciones, el cabildo, la rotación de cargos y el trabajo comunal (ayni). En este sentido, la transformación espacial del territorio alteño se tensiona con la institucionalidad indígena que logró prevalecer y se encuentra con las memorias de los que se asentaron en este territorio. Como se ha evidenciado en esta sección, la institucionalidad del ayllu ha enfrentado constantes ataques, por lo cual los sujetos que constituyen esta forma de organización territorial política se han adaptado de maneras creativas a los contextos políticos y económicos que demandaron la construcción de espacios de resistencia y adaptación. En este sentido, no hay bases empíricas para argumentar que el ayllu simplemente se ha impuesto en el contexto urbano de El Alto, sino que más bien rearticula (o reinventa) ciertos elementos de éste que surgen a la superficie durante momentos específicos. A p u n t e s s o b re l a l ar g a hi s t o ria de E l A lt o

Deduciendo de los padrones e inscripciones de 1770, 1786, 1852 y 1881, se puede estimar que los ayllus que conformaban El Alto contemporáneo eran: éstas, 452 hectáreas estaban en áreas urbanas. Como se verá más adelante, aunque no se tienen datos para precisar, algunas de estas tierras están en El Alto. 6 Como resultado de estos acontecimientos, se abolieron las prácticas más abusivas en las haciendas, como la utilización de mano de obra gratuita.

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Cupilupaca, Checalupaca, Chinchalla y Pucarani. Esta deducción surge a partir de los nombres de las estancias que pertenecieron a los ayllus, y otros detalles en las narrativas de los padrones coloniales. De acuerdo con entrevistas con antiguos residentes, algunas zonas mantuvieron los nombres de estas estancias y haciendas. Por ejemplo, la estancia de Collpani pertenecía al ayllu Pucarani; la estancia Charapaqui estaba dentro del ayllu Checalupaca; la estancia Yunguyo era territorio del ayllu Chinchalla. Por otro lado, en los padrones revisados hay referencia a que estas estancias estaban en “la altiplanicie”, además de las menciones de los linderos, por lo que sugieren que estaban en las inmediaciones de El Alto. Dos documentos nos dan cierta certeza de las comunidades indígenas en El Alto. El primero es el informe del ex Comisionado fiscal de la Provincia del Cercado de La Paz (1868), en el que los alcaldes regidores y jilacatas solicitan ser eximidos de la venta de sus tierras, durante la era de Melgarejo. En dicho documento se menciona a los ayllus Chinchaya, Cupilupaca, Checalupaca y Pucarani como ubicados sobre “El Alto de La Paz”. Similarmente, en el libro de visitas y resoluciones de las parroquias de San Pedro, San Sebastián y Obrajes de 1885 se presentan otros datos que permiten confirmar la ubicación de estos ayllus en El Alto. Aunque no se hace mención explícita de El Alto, sí se nombran haciendas que actualmente son barrios de El Alto entre los linderos de estos territorios. Similarmente, contrastando los padrones de 1852 y 1881, y analizando los linderos que menciona el padrón de 1881, se puede deducir dónde estaban y cómo se llamaban las haciendas localizadas en El Alto contemporáneo. Estas haciendas eran: Villandrani, Hichucirca (Jichu-Circa), Tacachira, Ocomisto (Hoko-Misto), Alpacoma, Seq’e, Milluni, Ingenio, Poma-Amaya, Yunguyo, Mercenarios y San Roque. Todas estas haciendas eran principalmente de producción agrícola y ganadera, aunque algunas también se dedicaban a la minería en pequeña escala. Esta identificación de comunidades y haciendas nos permite comprender en qué forma eventos como la ley de Ex Vinculación y la Reforma Agraria (y Urbana) influyeron sobre el proceso de urbanización de El Alto antes de las migraciones de los ochenta. Ambos proyectos legales tuvieron un impacto sobre el territorio, ya sea en la consolidación de tierras bajo el control de haciendas o la fragmentación del territorio en pequeños propietarios. Es en la intermediación de ambos procesos que comienza a tomar forma la ciudad de El Alto. Las décadas entre la aplicación de la ley de Ex Vinculación y la Reforma Agraria fueron un período de conflictos internos y externos — Guerra Federal, 1899; Guerra del Chaco, 1933-1935, Segunda Guerra Mundial, 1939-1945—, así como de expansión del aparato industrial en Bolivia, particularmente en El Alto. Los conflictos en el territorio nacional surgían de

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disputas por el control de recursos naturales que eran demandados para lanzar un proyecto de industrialización y modernización. Como lo indican Sandoval y Sostres (1989), se dan los primeros pasos de una industrialización que tenía como eje el territorio alteño. Estos establecimientos eran la continuación de un patrón que comenzaría a principios del siglo xx con la instalación del ferrocarril La Paz-Guaqui, en 1912, la fundación de la Escuela de Aviación, en 1923, y la construcción de los galpones de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (ypfb), en 1933. Durante este período (década de los cuarenta) aparecieron los primeros asentamientos en La Ceja, lugar que recién adquirió importancia con la construcción de la Avenida Naciones Unidas, la fundación de la urbanización Alto Lima y Villa Dolores y el asentamiento en lo que hoy es el Faro de Murillo, desde donde descendían los campesinos con sus productos y recuas hacia la ciudad de La Paz. Las implicaciones de la ley de Ex Vinculación sobre el territorio alteño fueron múltiples y complejas. Ésta actuó como un instrumento legal para la fragmentación de los territorios comunales y la consolidación de haciendas en territorio alteño. Esto sirvió, un siglo después, para fragmentar las tierras de haciendas en lotes urbanos, cuando el valor de la tierra urbana sobrepasaba el potencial de generación de ingresos agrícolas en el corto plazo. En El Alto, las reformas agrarias y urbanas dieron continuidad a la tendencia de uso de tierras, que comenzó a principios del siglo xx, y para esos momentos se privilegiaban la venta de tierras y la ganancia a corto plazo sobre la producción agrícola. Mientras que en el altiplano paceño la Reforma Agraria revirtió muchas tierras que habían sido expropiadas a los indígenas/campesinos desde las últimas décadas del siglo xix (CNRA 1975), en el territorio alteño muchas de las tierras revertidas fueron vendidas a segundos (loteadores) o apropiadas por éstos, que hacían acuerdos con organizaciones sociales para la construcción de barrios o la venta individual de lotes. En este sentido, la Reforma Agraria facilitó la fragmentación territorial, que generaría un libre mercado de terrenos, y la Reforma Urbana abrió las puertas para una expansión del radio urbano y la consolidación de un mercado de tierras que produciría un incremento de la población urbana. Es en este contexto que podemos ubicar el proceso de urbanización de Villa Ingenio. A p u n t e s hi s t ó rico s de V i l l a I n g e n io

La primera referencia encontrada sobre Villa Ingenio indica que ésta era una hacienda. Esto se remonta al Padrón de Contribuyentes de la Provincia del Cercado de La Paz de 1852; por tanto, fue obtenida antes de los decretos de Melgarejo y la ley de Ex Vinculación, aunque no se ha encontrado información sobre cómo o de quién la obtuvieron. Para este año, la Hacienda Ingenio,

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propiedad de la familia Vásquez, contaba con 24 yanaconas.7 La hacienda siguió bajo el control de la familia Vásquez por varias décadas, como lo indica la Inscripción de Predios Rústicos y Urbanos de 1881, en la que se menciona a Romualdo Patricio Vásquez como propietario. A diferencia del Padrón de Contribuyentes, este documento cuenta con mayores detalles sobre la propiedad. Por ejemplo, se menciona que la hacienda colindaba con el camino a Zongo y las haciendas de Milluni, Yunguyo, Hichucirca, lo que ubica a esta propiedad en el territorio que comprende hoy la ciudad de El Alto. Otros datos importantes para entender la extensión de esta hacienda son los que se refieren al número de ainocas8 que contenía y el valor que le fue dado en la tasación de 1881. En esta inscripción, la Hacienda Ingenio consistía en 10 ainocas y tenía un valor de 8000 bolivianos. Con la Reforma Agraria, la mayor parte de los terrenos en la zona norte de El Alto pasaron a ser controlados como propiedad privada de ex colonos de la hacienda. El caso de la Hacienda Ingenio es particular, ya que no fue sino siete años después de la Reforma Agraria que los colonos tomaron posesión legal de estos terrenos. La razón para esto fue que los “expedientes anteriormente tramitados en 1955 se han extraviado sin saber su paradero”, y, por tanto, la posesión de los comunarios no tenía un aval legal. En los expedientes de 1960, los campesinos tramitan la compra a Adrián Castillo Nava, el dueño de la hacienda, por bob 35 millones, lo que se traduce en casi 400 000 bolivianos por campesino (unos usd 34). Este documento también resalta la tensión entre las formas de producción agrícola de las que dependían los ex colonos y la naciente urbanización de la zona. Extensión total de [la hacienda] es de 6,430 ha, de las cuales 1078 ha se encuentran parceladas a favor de los 88 campesinos, con superficie variable de 9-14 ha por campesino […] además de áreas ocupadas por el Ministerio de Obras Públicas, Bolivian Power, Frigorífico Los Andes, Urbanización Alto Lima y fundiciones de estaño de Bustos y Zalesky (ainralp, Exp. 7790). 7 Escobari de Querejazu (2011) describe la transformación del término yanacona durante los siglos XVI y XVII. En términos generales, se describe al yanacona “como mano de obra calificada y no servil ni doméstica”. En el contexto del siglo XIX, los yanaconas eran indígenas que trabajaban en haciendas a cambio de acceso a un terreno de cultivo. 8 Ainoca son las diferentes áreas o zonas que forman parte de un sistema de rotación de cultivos. En este contexto el número de ainoca provee una pista sobre el tamaño de una hacienda.

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Este documento indica cómo se estaba urbanizando la zona norte de El Alto y sugiere las presiones que enfrentarían los campesinos. La ocupación de tierras por un ministerio del Estado, combinada con el asentamiento de industrias y otras actividades económicas en esta zona, pone a la vista cómo se estaba transformando este territorio. Por otro lado, esta expansión de industrias y otras actividades económicas genera expectativas de futura urbanización, lo que a su vez genera las condiciones para que la presión sobre las propiedades agrícolas y las comunidades campesinas siguiera en ascenso. El hecho de que ya exista un sindicato agrario para 1960 fortalece el argumento de que los terrenos de esta hacienda habían sido tomados. En un memorial de diciembre 1960, el secretario general del sindicato agrario ‘El Ingenio’, Francisco Silva, indicaba Que el Sr. Adrián Castillo Nava, es propietario de la finca denominada el Ingenio [...] propiedad que ha sido iniciado su tramitación [...] El propietario es el Sr. Adrián Castillo, tiene 70 colonos, la propiedad no se haya mecanizada (ainralp, Exp. 7790). Esta cita resalta la diferencia entre el número de campesinos que adquieren los terrenos y el número de colonos pertenecientes a la hacienda. Esto podría indicar que, además de los colonos, había comunarios (originarios o agregados) en esa zona. El hecho de que los colonos de la hacienda accedieran a comprarles sus terrenos indica una anomalía, ya que no hay referencias de compra de terrenos de haciendas, sino más bien de (re)apropiación. Los primeros que se asentaron en Ingenio y comenzaron la urbanización de esta zona dicen haberles comprado a José María Valencia y Francisco Silva en 1978 (entrevista con Félix Y, junio de 2006). Este último aparece como secretario general del sindicato agrario, en el memorial de diciembre 1960. Los compradores, 66 mineros de la mina Milluni, que en su mayoría procedían de comunidades rurales de las provincias de Omasuyos y Los Andes, habían acordado con el señor Silva la compra de lotes para cada uno de los mineros. Para 1978 se aprueba la resolución de la Alcaldía de La Paz que reconoce a la naciente urbanización Villa Ingenio. Al igual que otras zonas de El Alto, la adjudicación de propiedad privada trajo consigo intentos y denuncias de apropiación ilegal de terrenos. En un testimonio de agosto de 1975 varios comunarios de Ingenio denunciaron a Francisco Moya por haberlos engañado, apropiándose de sus títulos de tierras. Una de las acusaciones destacaba cómo el señor Moya prestaba dinero o vendía ganado a comunarios. Éstos pensaban que estaban firmando un papel

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(en blanco) de compromiso para el repago de la deuda, cuando en realidad estaban cediendo los terrenos. En su defensa, el señor Moya argumentaba que no había ningún engaño, que “que los títulos ejecutoriales expedidos por los regímenes del mnr no tenían valor y que había necesidad de recabar nuevos títulos ejecutoriales del régimen de la Falange”. Esta descripción de la transformación de Villa Ingenio de un espacio de hacienda a un barrio urbano indica cómo el proceso de industrialización, combinado con la especulación, generó una fuerza mayor que los campesinos no pudieron resistir. De acuerdo con documentos estudiados, el secretario general del sindicato agrario se convirtió en un actor estratégico en el loteamiento de Ingenio. Concomitantemente, el hecho de que los primeros residentes de Ingenio fueran mineros —aunque claramente reconocían sus raíces campesinas/indígenas— indica que las nociones de ayllu en esta zona pasan por las memorias de estos sujetos, y no provienen de la experiencia directa. Por tanto, estas memorias son adecuadas y adaptadas creativamente como estrategia para hacer frente a las demandas de la ciudad o, más bien, la percepción de éstas. El sindicato agrario, que sí tuvo una historia concreta en esta zona, puede verse como un factor importante para entender las formas de organización en Ingenio. V i l l a I n g e n io : mem o ria s de a s e n tamie n t o

Esta sección se enfoca en los testimonios de los residentes de Villa Ingenio: cómo han vivido éstos la construcción y transformación de esta zona, y cómo han negociado las memorias del ayllu y el sindicato agrario, y traducido estas historias y memorias en la junta vecinal. Después de una pequeña introducción a la zona, se construirá una imagen a partir de un primer momento de asentamiento y construcción del barrio. Desde un análisis de los testimonios —cómo han vivido estos procesos los residentes— se puede construir una aproximación a la interacción entre formas indígenas y formas sindicales de organización en un espacio urbano en formación. La zona de Villa Ingenio está localizada en la región norte de El Alto. La zona se encuentra al costado de la Avenida Juan Pablo II, que comienza en La Ceja y continúa por caminos regionales que conectan con las provincias Los Andes, Omasuyos, Manco Kapac, Muñecas y Camacho, y de donde provienen muchos de los residentes de esta zona. La entrada a la zona es de mucho movimiento vehicular, debido a la densidad de establecimientos comerciales. Una vez se entra a la zona esta densidad comienza a disminuir; a medida que se continúa hacia el este, el tipo y la calidad de infraestructura y vivienda comienzan a cambiar notablemente, lo que va desde espacios urbanos con todas las dotaciones de infraestructura urbana hasta zonas netamente rurales en

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la periferia de la zona. Esto refleja el continuo crecimiento de una zona que con el tiempo ha integrado nuevos inmigrantes, a tal nivel que Villa Ingenio actualmente cuenta con dos secciones de cuatro zonas cada una. Como se describió anteriormente, Villa Ingenio recibe su nombre debido a que esta zona era parte de la Hacienda Ingenio. Por la cercanía a esta mina, los primeros residentes urbanos de lo que hoy es Villa Ingenio eran mineros de las minas en la zona de Milluni (contigua a Ingenio). Estos mineros habían llegado a la mina desde las provincias aledañas a El Alto (Romero 1998). El testimonio de uno de los primeros residentes recuerda su recorrido laboral después de salir de su comunidad a orillas del lago Titicaca y el proceso de adquisición de terrenos y organización de lotes: Cuando trabajaba en la mina [Milluni] a mediados de la década de los setenta, conocí por aquí un pajonal, una pampa nomás no había. [Algunos comunarios] me decían que estaban loteados también ya, ya existen lotes pero no había ninguna urbanización, nada. Entonces organicé un grupo de sesenta y seis compañeros [mineros] para adquirir terrenos por aquí. Designamos un comité de compra. Adquirimos estos terrenos a facilidad de dos años en 1978 (FY, junio de 2007). Este testimonio es ilustrativo de los recorridos que hacen los emigrantes que llegan a El Alto. Algunos, como don Félix, terminan en El Alto después de probar su suerte en varios lugares y oficios. Otros llegan directamente a El Alto desde comunidades rurales. Éstos indicaban que la situación en su comunidad rural se había deteriorado demasiado y se trasladaban a El Alto en búsqueda de oportunidades. Como lo indica un joven: “Solito me he venido hace unos diez años. Más bien [he llegado] donde buena gente. [Llegué a la casa de] mi tío y él me ha tratado bien. Con él he trabajado en una panadería. Él había tenido horno, y como ayudante primero he trabajado y así hemos venido” (Florentino A, julio de 2007). Mientras que hay una variedad de historias de cómo llegaron, los primeros residentes de la zona coinciden en que esto era un espacio en la periferia de una ciudad naciente. Las memorias sobre los primeros momentos de asentamiento en esta zona se enfocan en lo que no había y la dureza de la vida cotidiana en esos primeros momentos: “Aquí no había nada, ni luz, ni agua. Había un pozo donde teníamos que ir a sacar agua a las dos de la mañana, había también animales que tomaban agua del pozo. Así hemos sufrido nosotros” (Gregoria Y, julio de 2007). La falta de servicios básicos era un tema central. Para estos nuevos residentes esta carencia era una situación esencial

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para establecer una vida citadina. El acceso a servicios básicos es la expresión mínima de la promesa de la ciudad. Para 1994, ya se comenzaba a tener acceso a ciertos servicios básicos, aunque de manera comunal. He entrado aquí en la zona en 1994 y era un desastre. Este lugar era puro pajonal, sin cordones de acera, no había agua potable; mira, en cada esquina de cada seis cuadras había piletas públicas. De ahí se servían los vecinos. Había que hacer fila desde las cuatro de la mañana, a veces desde las dos aquí en Ingenio, ése era el drama (Genaro C, julio de 2007). Mientras que este testimonio de la memoria de las piletas públicas se utiliza para marcar un momento de transición, ambos testimonios reflejan las duras circunstancias de vida que enmarcan la construcción de una zona. Referencias al “sufrimiento” y “el drama” ponen a la vista las condiciones de vida durante esos primeros años de Villa Ingenio. Frente a esta situación, y con muy poco apoyo institucional, los nuevos residentes comenzaron a construir su barrio. La construcción del barrio y la dotación de servicios básicos Un elemento que ha destacado el crecimiento de muchos barrios en El Alto ha sido la autoconstrucción (Quispe 2004; Sandoval y Sostres 1989). Una vez que el vecino asegura el “control” (legal o no) de un predio, procede a construir un muro demarcando su terreno. Es en este momento que comienza el proceso de construcción de la vivienda. Dependiendo de la capacidad económica, se utilizan adobes hechos por ellos mismos o ladrillos comprados. Mientras que el proceso varía dependiendo de la zona y el tipo de emigrante, en el contexto de Villa Ingenio el proceso de construcción revela muchos elementos de la reciprocidad, la relación horizontal y la responsabilidad hacia el vecino, que sugieren una influencia de la institucionalidad del ayllu y el sindicato agrario. Estos legados se manifiestan con claridad durante los primeros momentos de asentamiento, particularmente durante la construcción de la vivienda, como lo indica el siguiente testimonio: Hemos hecho adobes solitos con mi esposa. Así hemos hecho. Una parte mi papá me ha ayudado. [Para techar la casa] se invita a los vecinos para que nos ayuden, también se invita a la Junta [de Vecinos], a la familia; los vecinos también vienen con un canastillo [de comida] o depende cuál sea su cariño. Cuando uno se techa solito entonces a la familia no le va bien,

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eso dicen algunos; otros también se molestan cuando uno no le avisa del techado, entonces hay que avisar sobre todo a los familiares y algunos vecinos (Tomás S, julio de 2007). La tensión entre “hacer solitos” y la ayuda de los vecinos es un indicativo de la experiencia migratoria a la ciudad, y las formas de organización y solidaridad que surgen en momentos de inseguridad y precariedad. Es en estos momentos que una de las prácticas sociales del ayllu —como es el ayni— se rearticula como estrategia de construcción de las viviendas. Esto no quiere decir que la solidaridad entre vecinos se debe exclusivamente al ayllu, pero por la forma en que los vecinos describen estos primeros momentos, se puede ver cómo él está presente, tal como se narra en el siguiente testimonio: Yo voy a veces a ver una casa que se está construyendo. Inmediatamente sé que tengo que ir al techado. El último día hay que ir al techado, es una forma de ayudarse. […] Los vecinos somos como sus familiares. Solo no puede hacerlo porque es necesario que uno vaya pasando la calamina, los listones, las vigas. Después de eso, cuando ya lo techan hay que challar para que le vaya bien. Por eso lo challan. No se debe techar ni challar martes ni viernes. El viento se puede llevar el techo (Jaime E, julio de 2007). Varios estudios en el altiplano peruano y boliviano recalcan la importancia simbólica del techado en la articulación social y territorial de una comunidad rural (Arnold et al. 1992; Gose 1991). En este sentido, durante el proceso de construcción de una vivienda “los Aymaras reconstruyen su visión cosmológica, y la misma casa se convierte en una representación del cosmos, una metáfora del cerro mundo, un axis mundi, y una estructura organizativa en torno a la cual giran otras estructuras” (Arnold et al. 1992, 36). Esta ‘cosmología Aymara’ es de suma importancia, ya que dicta desde la orientación de la vivienda, los tipos de elaboración de barro, hasta quién es responsable de las diferentes tareas del techado, y el lenguaje con el que se refieren a las actividades de este proceso. Pero como se indicó anteriormente, este proceso de techado tiene un rol social en el que se establecen lazos de reciprocidad y pertenencia. Los dueños de la nueva casa invitan a sus vecinos, parientes consanguíneos, afines políticos y sus compadres, a ayudar en la construcción, dentro de un acontecimiento colectivo de

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labor recíproca (ayni), lo que incluye tanto tareas prácticas como una larga serie de ch’allas en las etapas apropiadas de la labor. Se realizan varias prestaciones formales, las cuales vinculan al nuevo hogar con las otras [casas] mediante una red de lazos más amplios mediados por los hombres y las mujeres, y por las transacciones de intercambio entre ellas (Arnold et al. 1992, 46). El trabajo colectivo en la construcción de la vivienda es emblemático de inmigrantes rurales en momentos de precariedad colectiva urbana, particularmente en los primeros períodos de asentamiento. Por tanto, ciertos elementos simbólicos del ayllu surgen cuando se perciben necesidades colectivas. Pero estas costumbres “traídas” y adecuadas a la ciudad no sólo responden a las circunstancias sino también a las historias y memorias de estos inmigrantes, que intentan construir “comunidad” en un nuevo contexto urbano. En este contexto, algunas de las formas de relación en zonas rurales tienen un elemento funcional, aunque los sentidos de cosmovisión que informan las formas de organización son acondicionados frente a un mundo urbanizante. Con el transcurso del tiempo, y cuando la situación familiar comienza a estabilizarse, las necesidades más urgentes de la zona en proceso de urbanización comienzan a ser preocupación de los residentes. En este contexto, los trabajos para los servicios básicos de la zona —que pasan de ser beneficios familiares a beneficios colectivos— toman un tinte organizativo diferente. Mientras que en la construcción de vivienda se hicieron evidentes algunos elementos simbólicos del ayllu, como en el caso del ayni, en momentos de construcción de servicios básicos zonales surgen otros elementos sociales que permiten establecer relaciones con instancias que pueden ayudar en la dotación de estos servicios. En el siguiente testimonio, un antiguo dirigente discute cómo se logró enlosetar una de las calles de Ingenio. Para el enlosetado la Alcaldía sólo nos dio para el enlosetado y los vecinos sacan su capa base y ven cómo organizarse, se contratan maestros y a veces ellos se turnan para trabajar, todo depende de cómo la Junta pueda organizar a los vecinos. Así los vecinos en junto hacen una calle, en conjunto contratan a un maestro albañil, hay los ayudantes, así trabajan, también ayudan, porque de una casa salen tres o cuatro personas, los vecinos que tienen tiempo también ayudan cuando hay que trabajar en la zona (Jaime E, julio de 2007).

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Este testimonio resalta ciertos elementos del trabajo colectivo y la reciprocidad de los vecinos, pero también muestra cómo otros actores tienen un papel importante en la realización del proyecto. La Alcaldía y la Junta Vecinal se convierten en entes ejecutores. En este sentido, la reciprocidad horizontal entre residentes/vecinos se complementa con una reciprocidad vertical entre los residentes y las instituciones de gobierno (y los partidos). Por un lado, la Junta canaliza demandas a la Alcaldía, la que adjudica materiales. Pero por otro lado, el trabajo colectivo entre residentes mantiene cierta vigencia de la junta vecinal. Cada vecino puede aportar con cierta cantidad de piedra, el asunto es que se ejecute el trabajo. Así hemos tenido que conseguir muchas cosas, no hay de otra. […] si en el poa [Plan Operativo Anual] no alcanza, entonces nosotros vamos a participar con los vecinos en acción comunal, la piedra hay que comprar, no, eso tiene otro monto, entonces la Alcaldía compra, al igual que el cemento y arena (Genaro C, julio de 2007). Como lo ilustran los testimonios, en el proceso de construcción de la zona se pasa de acciones colectivas de reciprocidad directa en la construcción de viviendas a acciones colectivas en “coordinación” con la burocracia municipal. El contraste de estos dos momentos nos permite vislumbrar la influencia del ayllu y el sindicato agrario. En los momentos de alta precariedad, se pudieron detectar algunos elementos del ayllu (en las formas recordadas, imaginadas o re-creadas). Por otro lado, el sindicato agrario no se desprende totalmente del ayllu, aunque se pone de manifiesto cuando despliega una estructura institucional que se acopla a las burocracias políticas del Estado boliviano. En este sentido, el legado del sindicato agrario en contextos urbanos como El Alto se ilustra en los modos en que esta forma de institucionalidad (establecida por el mnr en los cincuenta) se acopla a la institucionalidad del Estado. La junta vecinal recoge elementos de ambos, aunque responde principalmente a la institucionalidad de un contexto urbano.. Es en este proceso que la institucionalidad del ayllu y el sindicato agrario se encuentra con las estructuras políticas de la ciudad. Este encuentro implica que los elementos de democracia directa del ayllu pasan a tener un papel funcional y subordinado a la burocracia del municipio. Los elementos de reciprocidad y trabajo colectivo son movilizados por la junta de vecinos para poder complementar las limitaciones operativas del gobierno municipal. En este sentido, los testimonios resaltan cómo se monetiza la relación. Mientras que en el proceso de construcción de vivienda se habla de “un

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cariño”, en el proceso de construcción de servicios básicos se habla de “aportar” y “contratar”. La lógica de reciprocidad que existe entre vecinos, en momentos particulares, también entra en las formas de interacción entre la junta vecinal y el gobierno municipal. Por un lado, los vecinos acceden a recursos para la construcción de obras y provisión de servicios en la zona, mientras que el gobierno municipal tiene acceso a apoyo, ya sea en tiempos electorales, o simplemente para limitar los disturbios en situaciones de protesta. Cabe resaltar que esta relación entre vecinos y gobierno municipal no es estable ni está libre de conflictos. Cuando los vecinos ven que el gobierno municipal no cumple con su responsabilidad, éstos recurren a la presión para lograr extraer beneficios para su zona. En el siguiente testimonio, un antiguo dirigente de Ingenio recuerda un capítulo de esta tensa relación: Los dirigentes le han dicho al Alcalde: si ustedes no responden con obras, los de Ingenio vamos a venir aquí a la Alcaldía […] Entonces nosotros hemos hecho un memorial de que nosotros no somos responsables de lo que pase en la Alcaldía. No nos han tomado en cuenta pero al día siguiente desde las nueve estaban bloqueados en la Alcaldía. Los estandartes han pasado por encima del alambrado en el patio y los vecinos han ingresado, y los que no han ingresado, desde afuera. Entonces al final de cuentas el alcalde estaba preocupado, así hemos estado todo el día hasta las siete de la noche; entonces el alcalde ha tenido que ceder y hemos firmado un acuerdo para que se continúe lo del mejoramiento de barrios (Genaro C, julio de 2007). En este testimonio se resalta cómo la “integración” de las zonas a la institucionalidad municipal no está libre de conflictos. Durante el proceso de construcción de Villa Ingenio se vislumbran varios momentos en que la fuerza de las tradiciones rurales articula los esfuerzos de construir vivienda. En estos instantes de “sufrimiento” y “drama” los residentes están solos, sin reconocimiento de las instituciones gubernamentales. Una vez se sobrepasa este momento y se instituye un reconocimiento oficial de la zona, el gobierno municipal se convierte en el referente para la dotación de servicios básicos. Por tanto, los vecinos se acoplan a estas estructuras municipales sin necesariamente dejar del todo las formas de organización “traídas” desde sus comunidades rurales. Es en este contexto que una discusión de la política cotidiana proveerá mayores insumos para un análisis de cómo se encuentran

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en la práctica las formas de organización de ayllus y sindicatos agrarios, en un ambiente donde las juntas vecinales son reconocidas. co n c l u s io n e s

Estos breves apuntes de historias de territorio y memorias de asentamiento ilustran una pequeña parte de cómo ha sido construida esta ciudad. La larga historia de asentamientos y desplazamientos, de atropellos y luchas, marca el territorio que recibe grandes oleadas de emigrantes de las minas y zonas rurales del altiplano durante la década de los ochenta. En este sentido, estos inmigrantes —que fueron la base social para la politización de esta ciudad— llegaron a un territorio cargado de historias, sobre el cual desplegaron estrategias de construcción de ciudad basados en su memoria de organización en sus lugares de origen. Es sobre ese legado histórico-territorial que los alteños han forjado su lucha y sobre el cual siguen soñando su ciudad. Por tanto, no se puede presumir que barrios como Villa Ingenio operaban bajo una lógica pura del ayllu. Como se ha evidenciado, la influencia de esta forma de organización política/territorial llega a través del ayllu y el sindicato agrario, y en la manera como éste enfrenta las distintas situaciones de asentamiento, como la provisión de servicios básicos y la organización cotidiana en la zona. Una mirada histórica sobre la transformación espacial del territorio que hoy comprende El Alto nos permite argumentar que esta ciudad nació de varios procesos históricos y coyunturas sociales: de los intereses de la oligarquía por acceder a los territorios indígenas; de las luchas políticas por modernizar el país; de la oportunidad (oportunismo) que conlleva la apropiación de la tierra y el aprovechamiento de la consolidación de un espacio urbano; de la promesa de la ciudad de una estabilidad económica y el mejoramiento de la situación social. En este sentido, no se puede decir que El Alto nació como una ciudad politizada, sino que más bien fue politizada a raíz de estos procesos y coyunturas de marginación y exclusión en las que ha vivido la mayoría de sus residentes en la larga historia de este territorio. Como sugieren los testimonios, la institucionalidad del sindicato agrario sirvió como referencia para la organización de la junta vecinal en momentos que se tenía que interpelar a la infraestructura institucional. Para los emigrantes que se asentaban y construían un barrio en El Alto, la organización de la junta vecinal proveía cierta continuidad organizativa y les permitía incorporarse a una estructura política establecida como la Fejuve (Federación de Juntas Vecinales). Esta institucionalidad les permitía a los nuevos emigrantes a esta ciudad lograr reconocimiento de instancias gubernamentales, seguridad legal y apoyo en la construcción de su zona. Pero la cotidianidad política de esta influencia no es total, sino que surge en momentos

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específicos, de acuerdo con circunstancias particulares. Igualmente, es en este espacio institucional en donde se puede distinguir cómo las formas horizontales de las estructuras que precedieron al sindicato agrario —como los ayllus— convergen en la relativa verticalidad del sindicato agrario y el ambiente político controlado por partidos. Los alteños han tenido que construir su ciudad con su propio esfuerzo y bajo la sombra histórica de una ciudad que pretendía su inexistencia. Concomitantemente, El Alto no nace con un referente social —como La Paz, Sucre, Potosí, Cochabamba— que articula y naturaliza una jerarquización social manifestada en la organización de espacios. En otras palabras, en sus momentos críticos de consolidación y crecimiento, El Alto no contaba con la élite económica, política o cultural colonial/republicana que establecía los parámetros sobre los cuales se definía el tipo de ciudad que se deseaba y el tipo de ciudadano que tenía derecho a la ciudad. Por tanto, El Alto nace y crece bajo referentes propios de un espacio olvidado y excluido, donde convergen grupos sociales (campesinos, mineros, fabriles, comerciantes, etc.), que con el tiempo construyen una identidad política propia. En otras palabras, El Alto es una expresión material de una parte de la larga historia de Bolivia. Esta larga historia de asentamientos, de expulsiones, de loteamientos y urbanización, es necesaria para comprender las formas de relación social de El Alto contemporáneo. Esta especificidad social y cultural de El Alto en un amplio contexto histórico y territorial nos permite construir un lente más preciso con el que podemos analizar la fuerza política de esta ciudad. El Alto, se puede argumentar, ha sido un espacio crucial en el lanzamiento del actual “proceso de cambio”. Las jornadas de octubre de 2003 desplegaron con toda su fuerza las formas de organización política barrial que hicieron frente a la violencia militar. Estas formas de organización surgen a la superficie política para articular una diversidad de horizontes históricos y grados de constitución social propios. En estos momentos se hicieron evidentes las memorias de organización que fueron traducidas, adecuadas y reinventadas en el proceso de construcción del barrio. Es justamente en este tipo de proceso de construcción del barrio donde y cuando se establecen pautas para nuevos tipos de ciudadanía. En este sentido, también se puede decir que El Alto contiene elementos críticos para repensar las instituciones y políticas de Estado que respondan a la historias de lucha que han formado a Bolivia. De otra manera, El Alto también se puede convertir en agente desestabilizador que no permitirá gobernar a ningún tipo de gobierno.

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The Country and the City in the Cuban Revolution Michelle Chase New York University Abstract This article examines the interplay between city and country in the earliest years of the Cuban Revolution of 1959. It argues that the mass movement of Cubans, especially youths, between urban and rural areas was a major factor in contributing to the radical consciousness of the 1960s. At the same time, these early initiatives also contributed to the growing disaffection with the Cuban revolution. The article, thus, lends insight into the excitement and polarization of Cuba’s “revolutionary moment.” Keywords Cuba • revolution • socialism • cities • 1960 • the Left

El campo y la ciudad en la Revolución Cubana Resumen El artículo examina la interacción entre ciudad y campo en los primero años de la Revolución Cubana de 1959. Se sostiene que el movimiento masivo de cubanos, especialmente jóvenes, entre las ciudades y las zonas rurales fue un factor importante para contribuir a la toma de conciencia radical de los años sesenta. Estas iniciativas tempranas también contribuyeron al crecimiento de la insatisfacción con la Revolución Cubana. El artículo ofrece revelaciones acerca de la emoción y la polarización del “movimiento revolucionario” de Cuba. Palabras clave Cuba • revolución • socialismo • ciudades • 1960 • izquierda

Recibido el 17 de diciembre de 2010 y aceptado el 14 de abril de 2011.


Michelle Chase es catedrĂĄt ica postdoc toral del Centro de Estudios d e A m ĂŠ r i c a L a t in a y e l C a r i b e d e l a Un i v e r s i d a d d e N u e v a Yo r k , N u e v a Yo r k , E s t a d o s Un i d o s . mi c h e l l e .c ha se@n yu.e du


The Country and the City in the Cuban Revolution Michelle Chase New York University

Recent waves of historiography on Latin American social revolutions in the twentieth-century have tended to concentrate on peasant participation and the rural context. Such a focus is highly justifiable for a region that was, until recently, predominantly rural, had economies based on export agriculture, and in which a major axis of political and social tension was the issue of highly inequitable land distribution. This focus also reflects a political and scholarly commitment to subaltern politics, initially forged in the 1960s, when two seminal studies laid the groundwork for conceptualizing “Third World” revolutions. John Womack’s now-classic study Zapata and the Mexican Revolution introduced an enduring vision of the peasant as revolutionary leader and established the centrality of agrarian politics to the Mexican revolution. Similarly, Eric Wolf’s comparative study Peasant Wars of the Twentieth Century, written during the height of American involvement in Vietnam, inaugurated a long-standing focus on the peasantry as the crucial subject of the decolonization and national liberation struggles that marked the post-war world. This scholarly focus on the peasantry has resulted in many excellent studies that have laid important foundations for our understandings of rural participation in revolution.1 Nevertheless, historians should not overlook the urban context when studying revolutionary processes in Latin America. We know less than we should about the participation of urban social classes, the transformations to urban institutions and the constructed environment, as well as the changes to the symbolism of city and country during revolutions.2 The present 1 References are too extensive to be included exhaustively here, but excellent works on the Mexican, Guatemalan, Bolivian, and Nicaraguan revolutions include Joseph and Nugent 1994; Grandin 2004; Gotkowitz 2007; and Hale 1994. The literature on the Chilean revolution has encompassed an urban focus including the classic work by Peter Winn (1986). Also see Tinsman 2002. 2 Exceptional work on the Mexican revolution in urban centers includes Wood 2001 and Lear 2001.

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article will focus on the Cuban revolution during its foundational period of 1959 to 1962 to analyze just how our understanding of the revolution may be enriched by viewing it through this lens.3 The article will argue that many of the earliest revolutionary initiatives were animated by a desire to reduce the distance between city and country and to level out the naturalized, historically produced hierarchies between them. These early initiatives often produced, both by accident and by design, mass movements between city and countryside, especially of young people. Both explicitly and implicitly, many of the earliest transformations of the revolution also raised a series of questions about city and country, such as who had a right to the city, and what rights accrued to the city and its inhabitants. This article will suggest that those early, zealous attempts to bridge the urban-rural divide help explain some of the passionate appeal of the “revolutionary moment.” The fundamental appeal of this revolutionary vision of new relations between the country and the city lay in its rejection of older models of Catholic charity or liberal uplift, embracing a more radical notion of rural empowerment. Yet at the same time, the sense of disorientation that these changes sparked in some Cubans became a central factor in their opposition towards and criticism of the revolution. Thus a focus on the question of country and city can help illuminate the rapid political radicalization and polarization that took place in the first few years of the revolution, a process that is still poorly understood. In the following text, I will discuss first the appeal that the countryside—especially the Sierra Maestra region—had on the revolutionary imagination. This manifested itself in early revolutionary programs designed to replicate the guerrilla experience of the commune with the peasantry for urban youth that were too young to have participated in the insurrection against Fulgencio Batista. These programs included pilgrimages to the Sierra Maestra led by the new mass organizations, various educational initiatives, and agricultural pilot programs. The article will then examine the various transformations to the city engendered by initiatives that brought rural youths to the city, by various forms of political conflict, and by transformations to both production and commerce. The intention of the article is not to assess the effectiveness of such changes, nor to judge their eventual outcomes. Rather, my aim here is to argue that these transformations to the real and imagined roles of city and country are crucial to understanding the consciousness of the revolutionary generation—including both those who 3 There is a significant literature on the revolution’s impact on city structures, often with a focus on architecture and urban planning. See, for example, Segre 1989.

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embraced the revolution and those that opposed it—and, thereby, to illuminate the political dynamics of the “revolutionary moment.” C it y a nd Co u n tr y i n R ep u b l ica n C u b a

Havana in the 1950s was a city of contrasts: It was a cosmopolitan, modern city marked by cutting-edge architecture, US-style suburbs, and growing international tourism. And yet it was also the capital of a declining sugar island, in which the shrinking agricultural sector was offset only by a slowly growing urban service sector. Founded in 1519 around a sheltered harbor, it had primarily been a point of transit for trans-Atlantic shipments during the early colonial period, and was the capital city of a largely undeveloped colonial territory. When the island’s sugar boom began in the late eighteenth century, Havana became a more prosperous, prominent commercial city. Many of the major avenues were laid in the nineteenth century, when Cuba’s importance as a global sugar producer swelled.4 The city underwent a population explosion during the first half of the twentieth century due to the sugar boom of the early 1920s and the consequent surge in construction, as well as the rise of some light manufacture and the growth of services, all of which drew population to the capital (Scarpaci, Segre and Coyula 2002, 119–120). Like other Latin American cities, Havana was characterized by a colonial core that encompassed government offices and commerce, and a growing ring of improvised housing on the city outskirts for the urban poor. Cuba’s favored trading partner status with the United States made it wealthier and more developed than many other Caribbean cities, and this new wealth was visible in the new developments reminiscent of American suburbs that extended to the west and south of the harbor, where the city’s middle and upper classes resided. Although the oldest barrios of Havana retained the daily rhythms more typical of a pre-modern city, marked by a certain “medieval ideal of vecinería,” (Álvarez-Tabío Alba 2000, 230) well into the twentieth century, by the 1950s, Havana was considered one of most modern cities of the Caribbean. Skyscrapers rose in the city’s new commercial center, cars imported in the post-war period now clogged streets with traffic, American department stores and supermarket chains began to dot the landscape, and US-made products flooded stores (Álvarez-Tabío Alba 2000, 4 For an excellent history of Havana, especially from a perspective of urban planning and architecture, see Scarpaci, Segre and Coyula 2002. Also see Cluster and Hernández 2008 for a narrative history, and García Díaz and Guerra 2002 for an unusual comparative perspective. For an excellent longue duree exploration of Havana history, see Le Riverend 2002.

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235–236). The geographical proximity and historical influence of the United States gave Cuban cities an emphasis on mass culture and consumerism that was probably unparalleled in the region. The future of the city was clear: “Floridization.”5 The future of the island also seemed determined: continued urban growth, either through industrialization or, more likely, through the continued growth of the service sector. The Cuban countryside had witnessed “Americanization” of another kind, namely the rise of a predominantly foreign-owned sugar sector comprised of enormous plantations, especially in the eastern part of the island. After Cuba’s damaging final war for independence (1895–1898) left much of the country’s sugar sector destroyed, the American occupation of 1898 to 1902 streamlined property laws, rationalizing old Spanish colonial partitions and abolishing collective forms of tenure. The combination of “virgin,” highly fertile sugar lands and the US protection of property rights facilitated enormous US investment in these new sugar plantations that rose in the early decades of the twentieth century, especially in the east of the island, where destruction had been particularly severe and the sugar sector’s infrastructure had been most antiquated. By the 1930s, the foreign-dominated agricultural sector had become a major point of contention in Republican politics. The 1933 revolution and its complex aftermath eventually enshrined the concept of limiting the size of large sugar estates in the 1940 constitution. Although the details of such limitation were never spelled out nor properly implemented, the ideal of land reform remained an important milestone and symbolic goal. Indeed, agrarian reform was a central demand from the center to the left of the Cuban post-war political establishment. Conscious of belonging to a relatively modern, cosmopolitan city, many progressive habaneros viewed the Cuban countryside as in urgent need of reform. Throughout the decade of the 1950s, it was common political currency to demand agrarian reform and to bemoan the impoverished state of the countryside as blight on Cuban modernity. Progressive publications such as Bohemia magazine were filled with features about the poverty and unequal land distribution of the countryside. Films such as Los carboneros, borrowing from Italian neo-realism, dramatized the dismal conditions and labor exploitation of charcoal workers in the Cienaga de Zapata region. Catholic student groups documented the hardships of rural life through surveys and studies, and rallied their members to undertake collections for local economic aid efforts (Fernández Soneira 2002). Despite certain elements of nationalistic 5 The term is by Huge Thomas, cited in Álvarez-Tabío Alba 2000, 320.

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pride in the Cuban campo and idyllic representations of the countryside in the arts in the 1930s and 1940s, the countryside was most often seen as a place in need of moral as well as economic reform, a place to be improved rather than emulated. F r o m cit y t o Co u n tr y

The 1959 triumph of insurrectionary forces brought new ideas about the countryside to the fore, due both to the explosion of popular optimism about equitable development that characterized post-war Latin America, as well as a more particular idea about the countryside that had developed within the rebel army. When rebel forces led by Fidel Castro launched an armed expedition from Mexico, they landed in the desperately poor coffee zones of the Sierra Maestra. They were struck by the misery they found there. The ensuing process of slowly building a guerrilla army in the Sierra, gradually attracting the cooperation and loyalty of local peasants, has become part of the revolution’s official narrative. For the young men of the city who formed the initial cadres of the rebel army, the experience contributed to their political radicalization, giving them a more urgent sense of the need for agrarian reform. As Che Guevara noted, “We began to feel in our bones the need for a definitive change in the lives of these people. The idea of agrarian reform became clear, and communion with the people ceased being theory and became a fundamental part of our being.” (Che Guevara 2006 [1963], 83) Fidel Castro’s experience in the Sierra also convinced him that Havana was too large for a country like Cuba. He subsequently described it as “an overdeveloped capital in a completely underdeveloped country,” and this view contributed to his intentional long-term policy of committing more state resources to the development of the countryside, purposefully neglecting the city (Lockwood 1969, 104). Additionally, members of the rebel army drawn from the cities experienced a quasi-spiritual sense of brotherhood and masculine camaraderie, almost a Christian state of “communitas,” as they struggled to survive initial hardships and eventually fought Batista’s army side by side with the local peasants who joined the guerrilla army (Guerra 2009, 81). These were the experiences that led the rebel leadership to promulgate an idea of the campo as the site of material impoverishment and injustice, but yet also of spiritual and political strength. They viewed the Sierra Maestra, and by extension the Cuban countryside in general, as a site with transformative power. Some of the earliest revolutionary initiatives were thus animated by a desire to replicate the guerrilla experience of political radicalization, heightened consciousness, and urban-rural bonding.

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After the revolutionary triumph of 1959, the powerful mystique of the Sierra led thousands of urban Cuban youths to participate in various programs that brought them to the countryside, for short or long periods. With the formation of mass organizations that targeted young people in particular, many youths eagerly took part in quasi-military endurance hikes to emulate the scaling of the highest peak of the Sierra, Pico Turquino. For example, the Asociación de Jóvenes Rebeldes (later to become the Unión de Jóvenes Comunistas) led a series of hikes to the Sierra, through which urban revolutionaries hoped to replicate the determination and exertions of the rebel army. An AJR ad pictured in the following page (figure 1) shows a strapping young man with a beret point to the crest of the mountains, while other association members march up the mountain in disciplined formation.6 If trips to the Sierra led by the mass organizations were often of short duration, the various educational initiatives that began immediately after the revolutionary triumph eventually had the effect of bringing many urban youths to the countryside for months at a time. Literacy and education in general were central to the rebel vision of rural empowerment, and in fact makeshift schools for peasants had been already set up by rebels in the “liberated territories” by 1958. The first classes apparently included both peasants who had joined the rebels in their struggle and other illiterate locals.7 With the revolutionary victory of January 1959, other educational initiatives for the rural areas—especially for Oriente province, where the Sierra Maestra mountain range was actually located—were quickly developed by various individual volunteers, many of whom were professional teachers; committees organized by rebel groups, and Catholic groups. The twin promises of agrarian reform and education were seen as central in ending the isolation and poverty of the countryside, and some young urban activists attempted to join the embryonic rural educational initiatives in 1959 and 1960 as a continuation of their earlier revolutionary militancy (with the 26 of July Movement or some other group) and as a way to replicate the transformative experience that the rural-based guerrilla had enjoyed in the Sierra.8 The project of bringing knowledge to the countryside was deeply political on many levels. For many former militants, urban and rural, the campaign was viewed with a revolutionary zeal born of the fabled encounter of rural and urban combatants in the Sierra, and seen partly within a framework of repaying the peasant sacrifice to the insurrection. Some also saw rural 6 Ad printed in Hoy, July 12, 1960. 7 Oral history with Nilda, Havana, June 2008. 8 Oral history with Luisa, Miami, February 2008.

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Figure 1. 1960 Advertisement for the Asociación de Jóvenes Rebeldes

Source: Hoy, July 12, 1960.

illiteracy within a larger narrative of capitalist exploitation and underdevelopment; in other words, illiteracy and ignorance were seen as the necessary counterpart to labor exploitation. The campaign was also viewed by the leadership as helping to construct future revolutionary subjects both in the countryside and among the young urban cadres who were the campaign’s foot soldiers.9 Thus, one of the first social development projects in the Sierra Maestra was a massive “city school,” the Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos, constructed on the site of a pre-revolutionary military barracks. The stated purpose of the school was to provide education in the underserved, sparsely-developed 9 See “The Campaign Against Illiteracy,” chapter 3 in Fagen 1969.

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mountainous areas of the Sierra. The Ciudad Escolar, as Fidel Castro described it, was to serve as a kind of magnet school, drawing the best students from the region, “los mejores muchachos de cada escuelita rural.” He hoped to eventually have as many as twenty thousand students living and studying there, presumably all male, drawn from the new rural schools the revolution promised to establish.10 The imagery surrounding the school was openly martial, suggesting the school was an extension of the revolutionary struggle of the Sierra. In fact, some of the first volunteers in establishing the school were the all-women’s brigade which had fought in Fidel Castro’s column, the Mariana Grajales brigade. Following the revolution’s triumph, the brigade had remained in the Sierra, carrying out preliminary survey work to determine the educational needs of the area, and subsequently they stayed on to help construct the school itself (Cardosa Arias 1960). International brigades of volunteer workers also worked on the construction of the school, and delegations of international visitors came to witness the unprecedented revolutionary initiative.11 The school not only promised to bring education to neglected areas; it was also conceived of as an “encuentro” between country and city, within a militarized model of rural redemption. For example, an ad for the Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos placed by the Ministry of Education shows two young boys wearing berets, looking off into the distance. The text, written in verse form, compares the conflict of the struggle against Batista with the new battle for knowledge and urbanrural harmony: Otra fragua en la Sierra Ayer fue la promesa heróica cumplida en sangre rebelde. Hoy es la luz de la Escuela iluminando el séptimo 26 de julio con el encuentro de la ciudad y la montaña. Pequeñas manos campesinas 10 Fidel Castro speech, reprinted in Hoy, August 12, 1960. 11 Fair Play for Cuba Committee Bulletin, Sept 2, 1960.

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que se llenan de libros. Ojos que enfrentan el futuro seguros de vencerlo… Porque sobre esas cumbres se forjan los héroes de mañana.12 The Ciudad Escolar served as a focal point for interactions between urban volunteers and the rural populace. In the euphoria of the revolutionary moment, many urban youths signed up to work as volunteer teachers in the Sierra, including many young women. By 1960 the Sierra was awash with voluntary teachers, perhaps as many as 1,700.13 It was a way of participating in the revolution and experiencing what the guerrilla army had experienced. For example, one young woman working as a teacher at a public school in Havana requested a transfer to the new school and worked there for five months, despite her misgivings about the political direction of the revolution. “They said [the revolution] would protect the campesinos. I asked for a transfer to the campo, to the Sierra Maestra, where a mega-school was being built… Everything was under construction; there were no comforts of any kind. For a time I felt good, because I was able to help those children.”14 Soon, the drive to bring education to the most remote corners of the island expanded into the enormous island-wide literacy campaign of 1961. In many ways, the campaign was the culmination of the revolutionary transformation of education, which now became definitively associated with national liberation, the end of capitalist exploitation, and subaltern empowerment. The plan, as announced by Fidel Castro in the fall of 1960, was highly ambitious but it was also highly disruptive: all schools would be closed for more than eight months while urban children as young as 13 departed for the countryside to live and work with campesino families while they taught their hosts to read. The scale of the mobilization was massive: eventually more than a million Cubans took part, either as students or teachers. The campaign successfully utilized the newly-formed mass organizations and the newly-consolidated, government-controlled publicity machine, and functioned as a kind of pilot program for later mass mobilizations. The 1961

12 Hoy, July 26, 1960. 13 Fidel Castro speech, reprinted in Hoy, August 12, 1960. 14 Oral history with Luisa, Miami, February 2008.

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literacy campaign mobilized more Cubans than any other single revolutionary program and had an enormous social and political impact.15 Usually discussed in the context of formal education, the 1961 Literacy Campaign also had a strong subtext of exposing young urban Cubans to the hardships and inspirations of the countryside, and transforming them politically through the experience. In speeches, Fidel Castro explicitly noted the political impact he hoped the campaign would have on the young urban brigadistas who participated: [The peasants] will show you what rural life in Cuba was: without roads, parks, electric lights, theaters, movies. … They will teach you how living creatures had to suffer under exploitation from selfish interests. They will teach you what it is to have lived without sufficient food; they will teach you what it is to live without doctors and hospitals. They will teach you, at the same time, what is a healthy, sound, clean life; what is upright morality, duty, generosity, sharing the little they have with visitors.16 The quote reflects the leadership’s assumption that country life was purer than life in the cities, which they viewed as tinged by consumerism and superficiality. The exposure to rural hardships would, they hoped, be a character-forming process for urban youths just as it had for the rebel army. The experience apparently did prove to be life-changing for many urban youths.17 It was, for many, the first time they came into significant contact with different social strata and the first time they lived away from their families. It reproduced at some level the deep impact rural poverty had made on many urban revolutionaries in the Sierra, just as the revolutionary leadership intended. The impact was not restricted to children of the urban middle class; conditions in the most remote regions of Oriente Province were so difficult that the contrast in living standards with even the urban working class was abysmal. As one former brigadista raised in the popular

15 See “The Campaign Against Illiteracy,” chapter 3 in Fagen 1969. 16 Address by Fidel Castro to the literacy brigades at Varadero, May 14, 1961, reproduced in Castro Speech Database. 17 Oral history with Esperanza García Peña conducted by Lyn Smith, Lyn Smith Collection, Library of Congress.

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Havana barrio Cayo Hueso recounted, “Seeing the way of life of those people, compared with mine, was a shock that has lasted my entire life.”18 Additionally, the Literacy Campaign often involved working alongside peasant families in agriculture or other tasks, and marked the first time many urban youths had performed manual or agricultural labor. Castro hoped that the experience would also influence urban youth’s understanding of the process of production and consumption, and the division of labor between the countryside and the city. In other words, he viewed the participation in agricultural labor as a kind of pedagogy. As he noted: You will understand better the relationship between countryside and city; you will understand the need to develop the economy of the countryside to have economic development in the city. You will understand how things consumed in the city come from a farmer’s hard work.19 Fidel Castro’s goal of exposing urban youths and others to agricultural production also resulted in other initiatives throughout the 1960s, such as the “greenbelts” that were established on the outskirts of Havana and the escuelas del campo, programs in which urban school children were sent to a farm for periods of a month or more to undertake agricultural work. Eventually the escuelas del campo and greenbelts were criticized for failing to improve food production and were viewed unfavorably as a way of mobilizing unpaid labor. Economically, such schemes were indeed failures. But they stand as testament to the idealism and voluntarism that genuinely inspired many Cubans throughout the 1960s by transcending older notions of rural “improvement,” striving instead for peasant empowerment and even the eventual obliteration of the physical and social boundaries between the city and the country. For example, the agricultural greenbelt (Cordón de la Habana) was viewed by urban planners as facilitating the “fusión entre la ciudad y el campo” (Segre 1989, 63). This and other agricultural initiatives embodied the radical impulse to close the social gulf between urban and rural residents and to disrupt the long-standing division of labor between country and city by pressing urban residents to share the burden of the island’s food production. As architect and scholar Roberto Segre wrote optimistically, Havana would 18 Oral history with Virgen, Havana, June 2008. 19 Address by Fidel Castro to the literacy brigades at Varadero, May 14 1961, reproduced in Castro Speech Database.

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lose “la imagen de la ciudad parásito, la ‘ciudad-escritorio’, la ciudad pasiva” (Segre 1989, 64). Although many of these programs came to be widely resented by the population of Havana, their political impact on the earliest revolutionary generation remains an open question. Oral histories suggest that many urban Cubans were indeed strongly impacted by those experiences, and at many levels. For example, one woman described her participation as a college student in the Plan de Banao, in Las Villas, an agricultural initiative primarily staffed by women, located in a temperate zone within the Cuban interior that could grow asparagus, strawberries, and grapes.20 She was sent by the University of Havana in the early 1960s to simultaneously teach basic subjects to urban prostitutes enrolled in “rehabilitation” schemes, and also to work alongside them in agriculture. I’ll never forget it. It was first time I saw a strawberry plant. [The first day] the camp leader said, ‘Today eat all you want, and tomorrow you won’t want any.’ The guy was right. That day we ate more strawberries than we picked. After that, we were so sick of strawberries that we could actually pick them! [Later] I also worked picking apples, cleaning asparagus leaves… In the sugar harvest of 1970, I worked in the Chaparra sugar mill for six months, and I worked in every position within the mill.21 Young people were also impacted by the radical sense of social equality that could be generated in quasi-militarized agricultural and educational projects. As the participant of the Plan de Banao recalled, “There we were all equals, all equals, from the little rich girl [whose family] had stayed [in Cuba], to the daughter of workers, like me, to whomever else… We all sat at the same table and we were all equal, we slept together, bathed in those beatup bathrooms, worked in the fields together, and we were all equal. It was a beautiful lesson.”22 Struck simultaneously by the hardship of agricultural labor, anecdotes about life in the sex industry, and the enforced absence of social hierarchies, such experiences left strong legacies among the revolutionary generation. To the extent that one might criticized these initiatives as partly relying on romanticized notions of a fiercely-independent, morally20 The program was discontinued in 1967. 21 Oral history with Marta, Havana, June 2007. 22 Oral history with Marta, Havana, June 2007.

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pure peasantry or the cleansing power of agricultural labor, we might also note that they laid the groundwork for more informed, theoretical discussions of the issue of urban-rural solidarity during revolutionary upheavals elsewhere in Latin America.23 F r o m Co u n tr y t o C it y

If the thrust of many early revolutionary programs was to send young urban Cubans to the countryside, other initiatives brought the “country” to the “city,” or at least, brought many peasants to Havana, either briefly for massive public rallies, or for longer stays that involved educational programs or vocational training. One of the first such instances was the trip of thousands of campesinos, almost entirely men, mostly from the Sierra Maestra region, to Havana for the first massive celebration of the 26 of July in 1959. The date marked the famous attack by Fidel Castro and others on the Moncada military barracks in Santiago, and has subsequently been celebrated as the embryonic creation of the rebel army. Campesinos were transported to Havana to participate in the massive rally that marked the revolution’s first year in power. Havana residents were urged to provide the visiting peasants with shelter in private homes, schools, and other institutional spaces. The event was described by the media as a kind of event of national unity, representing the harmony of country and city, symbolically uniting the nation in an emotional expression of revolutionary support. Taking place before the polarization and radicalization of the revolution, the event drew little criticism. But other programs would have a more lasting and visible impact. By 1961, longer training programs for campesinos—usually youths— had emerged in Havana. The most famous of these was the Escuela Ana Betancourt, a program to provide vocational training to “muchachas campesinas,” as they were always referred to, especially from the interior regions that were then emerging as serious conflict zones. The program was administered through the Federación de Mujeres Cubanas, and was surprisingly large and ambitious. Through the first half of 1961 alone it brought some 6,000 girls to Havana for six-month courses; it may have brought another 6,000 in the second half of the year (Hoy 1961b; 1971). Young girls inhabited group residences in the new “zonas congeladas”—the previously affluent, semi-suburban residential neighborhoods, many residents of which had begun decamping for exile. For example, in 1961, more than 100 residences in the beachfront area Tarará housed some 3,000 girls to receive literacy 23 See for example, Zimmerman 2000 and Chávez 2010.

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and training as seamstresses (Hoy 1961a). During the first few years of the revolution in power, thousands—perhaps tens of thousands—of adolescents from the countryside altered the daily life of suburban residential areas such as Tarará, Miramar, Arrojo Naranjo, and Rancho Boyeros.24 Equally symbolic, groups of students from the countryside were lodged in the Hotel Habana Libre, as the Havana Hilton had been rechristened—a state-of-theart, recently-constructed hotel in a posh central neighborhood of Havana. For example, some of the students of the Escuela Ana Betancourt were put up on three floors of the hotel in 1961, as were the students of agricultural accounting schools, although the practice may have waned by 1963.25 If these peasant training initiatives occasionally echoed the paternalism of pre-revolutionary social work, they also raised, at least implicitly, the notion of the right to the city. Government discourse around the arrival of campesinos for the 26 of July rally of 1959 stressed the sharing of resources with inhabitants of the impoverished countryside, suggesting somewhat patronizingly that habaneros show off the city to their innocent country brethren. At least some of those visitors also felt a sense of connection and personal entitlement upon their first trip to the city. As the young Reinaldo Arenas noted, his first trip to Havana for the 26 of July rally of 1960 marked him profoundly. “We arrived in Havana and the city fascinated me. A real city, for the first time in my life. A city where people did not know each other, where one could disappear, where to a certain extent nobody cared who you were… this first trip to Havana was my initial contact with another world… I felt that Havana was my city; that somehow I had to return” (Arenas 2000, 52). The revolutionary government also implemented projects to democratize access to public space in the city, including the desegregation of parks and beaches (De la Fuente 2001, 268–269). Early initiatives also decreed the destruction of notorious slums such as Las Yaguas in Havana, La Manzana de Gómez in Santiago, or Los Grifos in Santa Clara, and to build adequate new housing projects for the urban poor on the cleared site or in another designated area.26 These sweeping attempts to destroy the physical class segregation of the city and to implement the right to decent housing were echoed around the Third World in moments of deep reform, revolution and decolonization (Davis 2006, 50–69). In practice, these programs had clear shortcomings. For example, the Cuban government sought to desegregate 24 For a case study of transformations to a street in Miramar, see Lewis 1987. 25 See Arenas 2000 and Núñez Machín 1961. 26 See Lewis 1977 on destruction of Las Yaguas.

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public space in a way that would minimize conflict, and the inability to construct adequate urban housing eventually led to the reemergence of improvised squatter settlements and notoriously overcrowded housing projects. Still, such measures changed the social composition of existing spaces, making them more inclusive and democratic.27 R e v o l u tio n a nd Di s affectio n

Not surprisingly, the transformations to both city and country in this period were experienced by some Cubans as unwelcome disruptions and were factors leading to the growth of internal opposition. Beyond intentional statedirected efforts to reform urban spaces of leisure and housing and induct rural youths into educational programs located in Havana, the city was also transformed indirectly as a result of both internal class conflict and the external conflict with the US. If the change to the relations between country and city is central to understanding the consciousness of some Cubans in this period in this period, it is equally important to understanding the anxiety the revolution produced among others. Following the revolutionary triumph of 1959, Havana witnessed a series of strikes and other demands put forth by labor. Conflict between workers and management culminated in a series of worker-provoked “interventions,” followed by nationalizations. These changed the physical aspect of stores and factories, which now bore signs pronouncing the workers’ revolutionary zeal. For example, in spring of 1960 the US-owned Compañía Cubana de Electricidad was draped with a banner describing it as occupied by workers who were “dispuestos a dar la vida por la soberanía nacional.”28 Prerevolutionary Havana streets had been crowded with advertising and the campaign ads of electoral candidates, but the political views of other sectors now found regular expression on the city’s walls. If many habaneros were used to strikes and even worker-inducted government interventions among the laborers of ports, railways, factories, and other urban industries, the spread of interventions and nationalizations to the department stores of Havana’s famous downtown shopping thoroughfare was particularly significant, for it indicated the spread of revolutionary conflict to sectors that previously had not been well organized. By fall of 1960, the commercial district of Havana had become the site of sustained mobilization and conflict. The nationalization of the major department stores in 27 Private, personal spaces were either integrated through nationalization or only gradually integrated. See De la Fuente 2001, 271–273. 28 Visible in photo printed in Hoy, May 14, 1960.

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fall of 1960 left them physically altered, draped with Cuban flags, banners announcing their nationalization, and signs bearing revolutionary slogans hung both inside and out (Zamora 1960; Padula 1974, 324). The public on the streets had also changed, as working-class Cubans enjoyed their new disposable income, and sweeping economic and political changes increased migration from the country to the city. Formerly-exclusive stores now “found themselves physically occupied [materialmente tomada] by a jumbled public, of all ages,” as one magazine described it. “A heterogeneous human mass that entered and exited… the different salons of the elegant establishment” (Zamora 1960, 49–50). If these changes were exciting and welcome for some, they were disquieting for others, who found their city’s main drags and its shoppers changed beyond recognition. The downtown commercial area also became the site of high-profile sabotage attempts throughout the winter of 1960 and spring of 1961. One of the most exclusive and emblematic department stores, El Encanto, was destroyed by a firebomb in April 1961, just days before the Bay of Pigs invasion. The destruction of El Encanto had special resonance. A popular refrain had been, “If El Encanto goes down, the country goes down,” a saying that captured the equation of consumer culture with modernity for many urban residents (Padula 1974, 325).29 After its destruction, some residents remarked that the city felt disfigured, poor, like a provincial city, as the fiction writer Edmundo Desnoes described it in his novel Memorias del subdesarrollo. “It looks like a city of the interior… It no longer looks like the Paris of the Caribbean… Now it looks like a Central American capital, one of those dead and underdeveloped cities.” 30 The city center was also indirectly transformed by the mass structural transformations introduced by the revolution. The agrarian reform, nationalizations of industry, the increase of workers’ income especially in rural areas, the centralization of political decision-making, and particularly the conflict with the United States, all altered the flow of consumer goods toward the capital. Increased rural purchasing power combined with the disruption of pre-revolutionary systems of production and distribution to create sporadic shortages of some food items in the urban centers. The abrupt termination of trade with the United States initiated a crisis in equipment, foodstuff and consumer items that was only slowly ameliorated by trade relations with the Soviet Union.

29 On the importance of consumption in Republican Cuba, see Perez 1999. 30 From Memorias de subdesarrollo, cited in Perez 1999, 504.

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These changes were immediately visible in the urban fabric, and the changes to their city deeply distressed some habaneros. One man wrote to a friend then working in New York to describe his melancholy at the changes he had witnessed. “The…lovely shop-window displays that we loved to see at night, newspaper, radio and TV advertising, all that has disappeared, my friend! You go into any kind of store and you find the shelves 75% empty and the sales people idle, short-tempered and rude.”31 Another man warned a friend that “If you saw the ‘La Copa’ Commercial Center, you’d cry. On Sunday we went to Guanabo Beach... Everything was closed… it was like a cemetery.”32 And a woman reminisced during the Christmas season of 1961, “I remember the Havana of old times, when at this time of year going to the stores was wonderful. Now there is only destruction and sadness.” (Bohemia Libre 1962) These transformations to the city endured. When the Nicaraguan poet Ernesto Cardenal visited Havana almost ten years later he commented, “Havana at night is a dark city because it has no commercial signs… [I]t could seem sad, if for you happiness is neon lights, shop windows, hustle and bustle, night life” (Cardenal 1972, 14). Of course not all habaneros agreed. Some, at least, must have resented the night life generated by the casinos and hotels bolstered by the growing tourism of the 1950s. Indeed, in the immediate aftermath of the revolutionary victory of January 1, 1959, casinos were the only establishments that were sacked and burned by Havana crowds. Co n c l u s io n s

The description of Havana as a city in ruins, or a city trapped in time, has become something of a cliché in the international media. It is true that the revolution carried only a few large-scale architectural experiments to completion, such as the Escuela Nacional de Arte or the Coppelia ice cream park, projects that sought to embody socialist values in physical space (Curtis 1993; Loomis 1998). Construction of residential units has likewise not met the city residents’ needs, and the housing redistribution undertaken by the early urban reforms were not sufficient to transform extant overlapping patterns of race, privilege, and residence. All in all, the revolution’s impact on the physical structures of city probably had more to do with avoiding the

31 Letter to Manuel Saco from Oscar, February 3, 1962. Cuban Letters Collection, Tamiment. 32 Letter to Don Carlos [Porfirio] from R., April 25, 1962. Cuban Letters Collection, Tamiment.

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negative trends of other twentieth-century cities, such as destruction of the colonial core and the mushrooming of poor peripheral shanties.33 But one could argue that the revolution’s major impact was in giving new social meaning to extant spaces and making the city more inclusive in practice. Government initiatives helped redefine which spaces were public, and, indeed, what “public” meant. Yet these changes were not always planned or intentional. In the polarizing atmosphere of the first few years of the revolution, the city itself became a battleground, as stores, workshops and factories were nationalized and sabotage defaced the city’s prominent buildings. The campo was re-imagined as a progressive, pure, inspirational space. And the massive human movement from country to city and vice versa helped make the “revolutionary moment” partly a project in breaking down urban-rural barriers. These experiments in subverting the hierarchy of country and city were exhilarating for some Cubans, and disturbing for others. For some young urban participants in literacy and other campaigns, the contact they had with the countryside changed their consciousness permanently. For some country dwellers, the new opportunities opened by the revolution, including studying or migrating to the city, were life-changing. But for many critics of the revolution, the initiatives smacked of a world upside down, in which middle-class urban children were sent to the countryside for indoctrination and rustic labor, while peasant girls were being put up in the most luxurious hotels in Havana. That disorientation contributed to the broader sense of a collapsing social world that induced some habaneros to leave their city and seek their futures elsewhere.

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33 Havana is now viewed by urban planners as in a relatively good position to restore the city sustainably. See Lerner 2001.

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¡Enhorabuena!

Una breve aclaración a propósito de la discusión sobre el objeto de estudio de la ciencia política Andrés Casas-Casas Pontificia Universidad Javeriana Rodrigo Losada Universidad Sergio Arboleda Resumen Este artículo busca honrar los planteamientos de Goodin y Klingemann (1996) acerca del estudio y del ejercicio disciplinar en ciencia política, aportando, por un lado, al debate sobre el objeto de estudio de la disciplina; y aprovechando, por otro, la oportunidad que nos da Colombia Internacional para precisar algunos elementos desde los que parten Cárdenas y Suárez (2010) para interpretar los planteamientos de nuestro trabajo de 2008. Llamamos la atención sobre la importancia de la crítica y el debate para la construcción y progreso de una comunidad viva, interconectada, activa, atenta, diversa en lo teórico, lo temático y lo metodológico, que mejore la calidad de nuestras producciones y aportes al conocimiento global de los fenómenos políticos. Palabras clave ciencia política • disciplina • objeto de estudio • política • neutralidad académica

Cheers! On the object of study in political science debate. A brief clarification Abstract This article seeks to honor the statements of Goodin and Klingemann (1996) concerning the study of and disciplinary work in political science, offering some insights on the debate about the object of study in political science, and taking the opportunity that Colombia Internacional offers us to clarify some issues, that in our point of view derive from Cárdenas and Suarez’s critique to our 2008 work. We draw attention on the importance of critical debate and dissent for the construction and progress of a living community that is aware of the relevance of networking, active feedback, diversity of views, approaches and methodologies in order to enhance and enrich the quality of its productions and contributions to global knowledge of political phenomena. Keywords political science • discipline • object of study • politics • neutrality

Recibido el 25 de abril de 2011 y aceptado el 4 de mayo de 2011.


A n d r é s C a s a s - C a s a s e s p r o f e s o r a s i s t e n t e y c o o r d in a d o r c i e n t í f i c o d e l S e m i l l e r o d e I n v e s t i g a c i ó n e n C o n d u c t a H u m a n a y C i e n c ia P o l í t i c a d e l D e p a r t a m e n t o d e C i e n c ia P o l í t i c a d e l a F a c u l t a d d e C i e n c i a P o l í t i c a y R e l a c i o n e s I n t e r n a c i o n a l e s d e l a P o n t i f i c ia Un i v e r s i d a d Ja v e r ia n a , B o g o t á , C o l o m b ia . a.ca sa s@ j a ve r ia na.e du.co R o d r i g o L o s a d a e s p r o f e s o r d e t i e mp o c o mp l e t o y d i r e c t o r d e l Grupo de Análisis Polít ico de l a Escuel a de Polít ica y Rel ac iones I n t e r n a c i o n a l e s d e l a Un i v e r s i d a d S e r g i o A r b o l e d a , B o g o t á , Colombia. r o d r ig o.l o sa d a@c o r r e o.u sa.e d u.c o


¡Enhorabuena!

Una breve aclaración a propósito de la discusión sobre el objeto de estudio de la ciencia política Andrés Casas-Casas Universidad Javeriana Rodrigo Losada Universidad Sergio Arboleda M o t i vació n

En su ya famoso trabajo, Robert Goodin y Hans-Dieter Klingemann (1996) plantean que la ciencia política puede entenderse de dos maneras complementarias. En primer lugar, como una ciencia o estudio de los fenómenos políticos que, sin perder su carácter estrictamente científico, ha venido superando y corrigiendo las limitaciones del viejo modelo estándar de las ciencias sociales;1 y en segundo lugar, como una disciplina encarnada en una actividad colectiva de autocontención llevada a cabo por una comunidad académica en cuyo nombre no sólo se expiden títulos, sino que además se vela por la rigurosidad, pertinencia y calidad de la producción del conocimiento. En el artículo “La ciencia política, ciencia noética del orden: una mirada crítica sobre su ‘objeto’ de estudio”, publicado en el número 72 de la revista Colombia Internacional, el profesor Felipe Cárdenas Támara y la profesora Luisa Fernanda Suárez Rozo, de la Universidad de la Sabana, ofrecen una serie de críticas y comentarios alrededor de nuestro libro Enfoques para el análisis político: historia, epistemología y perspectivas de la ciencia política (2008).2 A propósito de ese valioso ejercicio de crítica,3 evocamos los dos aspectos señalados arriba a propósito de las reflexiones de Goodin y Klingemann. 1 Nos referimos aquí al modelo conocido como el de las bolas de billar, marcado por la unicausalidad y el determinismo, que ha venido siendo revisado por métodos de comprobación más complejos y apropiados para la explicación del comportamiento individual y social. Se recomienda revisar las reflexiones ofrecidas por Goodin y Klingemann (1996), Elster (2007) y Lewis y Steinmo (2010). 2 Para ver otras reseñas sobre el libro invitamos al amable lector a leer el artículo de los profesores Cárdenas y Suárez y a buscar en línea otros juiciosos comentarios realizados a nuestro trabajo en 2009 por Óscar Mejía Quintana de la Universidad Nacional de Colombia, Rodolfo Masías de la Universidad de los Andes en la revista Papel Político (2009), así como la publicada en internet en 2009 por José Alejandro Cepeda de la Universidad Sergio Arboleda. 3 Agradecemos a los autores por tomarse el tiempo de construir tan amplia reflexión en torno a nuestro libro, y agradecemos a la revista Colombia Internacional

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Como se podrá apreciar más adelante, Cárdenas y Suárez no sólo discuten la definición del objeto de estudio propuesta en nuestro libro, sino que, además, nos permiten llamar la atención sobre la importancia del diálogo público sobre las producciones de la comunidad colombiana de ciencia política. Nuestra comunidad no sólo celebra los 40 años del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes y la reciente puesta en marcha del primer programa de Doctorado en Ciencia Política, los 15 años del pregrado de la Javeriana y de la Nacional, y la primera promoción de la Escuela de Política de la Sergio Arboleda, sino, además, la proliferación de programas a lo largo y ancho del país, y de muchos otros eventos por venir como el Tercer Congreso de la Asociación Colombiana de Ciencia Política en Medellín en 2012, así como los próximos nacimientos de programas que están en gestación. Este rico proceso de más de cuatro décadas reporta, además del creciente interés de destacados autores internacionales en el trabajo realizado en nuestro país, la participación de numerosos politólogos colombianos como autores, coautores, pares revisores y colaboradores en importantes títulos de las principales firmas editoriales y revistas especializadas en ciencia política, así como en los más importantes eventos y redes internacionales de trabajo académico en la región y en el mundo. Por esta razón decimos: ¡Enhorabuena! A la crítica, la discusión sesuda y respetuosa, al disenso, pero ante todo al debate y al diálogo, pues son los elementos clave para la construcción y progreso de una comunidad viva, interconectada, activa, diversa y atenta, que mejore la calidad de nuestras producciones y aportes al conocimiento global de los fenómenos políticos. I n t roducció n

Este artículo busca honrar los planteamientos de Goodin y Klingemann (1996) acerca del estudio y del ejercicio disciplinar en ciencia política aportando, por un lado, al debate sobre el objeto de estudio de la disciplina; y aprovechando, por otro, la oportunidad que nos da Colombia Internacional para precisar algunos puntos, desde los que parten Cárdenas y Suárez para interpretar los planteamientos de nuestro trabajo de 2008.4 por materializar esta oportunidad, que, debido a inconvenientes de última hora de Cárdenas y Suárez, quedó pendiente en el Segundo Congreso de la Asociación Colombiana de Ciencia Política en Barranquilla, en julio de 2010, ante un auditorio lleno en la Universidad del Norte, que se había quedado, hasta ahora, con las ganas de escuchar este debate. 4 Aclaramos que pese a que el libro cuenta ya con tres reimpresiones gracias a la generosidad de la creciente audiencia de lectores dentro y fuera del país, y de la Editorial Javeriana, los contenidos del libro no se han transformado de manera significativa

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En su artículo Cárdenas y Suárez plantean los siguientes propósitos fundamentales: i) responder a modo de reseña crítica a los planteamientos sobre el objeto de estudio de la ciencia política enunciados en el reciente libro de Rodrigo Losada y Andrés Casas, Enfoques para el análisis político: historia, epistemología y perspectivas de la ciencia política (2008); ii) hacer una reflexión orientada a captar los reduccionismos existentes en la conceptualización que se hace del objeto de estudio de la ciencia política desde ciertas corrientes contemporáneas, y iii) sugerir la necesidad de ampliar nuestro entendimiento y comprensión de lo que es una realidad política desde el horizonte intelectual fijado por Eric Voegelin, donde se afirma que la ciencia política es una disciplina científica noética centrada sobre el estudio del orden y la experiencia del orden en las sociedades y culturas humanas. El aporte del artículo se refiere a la reconstitución y resignificación de la ciencia política como disciplina científica de carácter noético y a los múltiples campos transdisciplinares que dicha condición posibilita (Cárdenas y Suárez 2010, 111). En este breve artículo, que tiene más de aclaración que de respuesta —pues no busca volver a presentar nuestros planteamientos que sobre el tema están ampliamente abordados en nuestro libro—, queremos referirnos a los puntos i y ii arriba señalados, así como a algunas de las reflexiones finales del artículo de Cárdenas y Suárez. Advertimos que dejamos de lado el punto iii y la sección final del artículo, debido a que no es nuestro interés discutir los planteamientos de la obra de Eric Voegelin, ni las propuestas del enfoque desarrollado por Cárdenas y Suárez a partir de dicho autor, ya que, a nuestro juicio, constituyen una versión válida como aproximación normativa de la sociología política. El desarrollo de nuestras aclaraciones será abordado a través de cinco secciones en las que nos referimos a: 1) El supuesto reduccionismo y economicismo de la definición de política ofrecida por Losada y Casas; 2) el problema hasta el momento. Sin embargo, el libro se ha enriquecido por la actualización de autores, obras analizadas, los comentarios de colegas y estudiantes, así como por un juicioso índice analítico que facilita la búsqueda de autores y categorías dentro del texto.

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de la escasez, los conflictos y la incertidumbre como punto de partida para la evolución de mecanismos de organización política; 3) el debate sobre la corriente principal y la posición de nuestra obra en torno a la misma; 4) el significado y alcance de la neutralidad axiológica del investigador; 5) la tarea de los politólogos, las otras ciencias sociales y el rol de la ciencia política frente a la sociedad. Como lo manifestamos arriba, no es nuestro interés volver a presentar los argumentos epistemológicos, teóricos y analíticos sobre la historia de la disciplina, los cuatro macromoldes, las diversas formas de explicar, y los veinte enfoques revisados, así como sobre las posibles tareas de los politólogos que ofrecemos de manera extensa en las más de 423 páginas que constituyen nuestro libro Enfoques para el análisis político: historia, epistemología y perspectivas de la ciencia política (2008). Por esta razón, deseamos tan sólo retomar algunos puntos de discusión propuestos por Cárdenas y Suárez (2010, 111132), con el fin de aclarar algunas interpretaciones imprecisas que a nuestro parecer fundamentan su crítica. E l s upue s t o reduccio n i s mo y el eco n omici s mo 5

Son numerosos los autores en ciencia, y en particular en ciencia política, que plantean abiertamente la utilidad de trabajar con reduccionismos plausibles (Elster 2007). Parafraseando a Dylan Evans (2005) en su divertida introducción a la psicología evolutiva, en ciencias sociales se hace uso de reduccionismos, en el sentido de tratar de explicar diferentes fenómenos en función de principios comunes, lo cual no significa sobresimplificar la complejidad del fenómeno que se está estudiando, en lo que se podría denominar un ‘reduccionismo codicioso’ (en inglés, greedy reductionism). En el estudio científico de la política, desde William Riker (1990) hasta Jon Elster (2007) —es decir, desde los más duros a los más blandos en cuanto a su posición frente al método científico—, se defiende el reduccionismo como un procedimiento básico de todas las ciencias, y los autores que se inscriben dentro de ella comparten el supuesto de que la ciencia trata de explicar muchas cosas aparentemente distintas en términos de unos pocos principios subyacentes. En este sentido, la investigación en ciencia política apuesta por la búsqueda de teorías simples que sean precisas y que permitan explorar las similaridades subyacentes y las variaciones en el comportamiento a través de diferentes contextos marcados por la diversidad. En este sentido, es importante aclarar que cuando hablamos de reduccionismo, en términos de la construcción de proposiciones generales de 5 Esta sección se nutre ampliamente de trabajo de Casas-Casas (2009, 22-23).

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tendencia como la base lógica para la falsación empírica y la consecuente construcción de teorías e identificación de mecanismos (patrones causales recurrentes), es oportuno revisar las implicaciones en términos del cambio y de los controles plásticos (Almond 1999). Muchos estudios que comparten nuestra perspectiva aclaran que las conductas humanas en política no son inevitables ni están exentas de cambio. Así, cobra valor una mirada que enfatiza la importancia de las complejas interconexiones entre lo innato, lo aprendido y el peso del ambiente. El estudio del cerebro nos enseña que los seres humanos somos insospechadamente complejos. El comportamiento surge de la interacción de múltiples módulos cerebrales, expresados en un permanente flujo de retroalimentación con el entorno, en los cuales el aprendizaje y el error juegan como catalizadores, y, por ende, el comportamiento humano será siempre abierto, susceptible de alteración y transformación. En cuanto al economicismo, a los autores les preocupa que se reduzcan los fenómenos de decisión individual y de elección colectiva al cálculo costobeneficio. Como lo demuestra el largo y arduo camino andado desde las primeras versiones de la teoría de elección racional de mediados del siglo xx, hoy sabemos, como sabían muchos desde hace siglos, que la racionalidad (entendida como un comportamiento adecuado a fines) es un mecanismo precableado (¡sí, anterior al surgimiento del capitalismo y de la cultura de consumo!), susceptible de fallos, debido a la capacidad de logro, almacenamiento y cálculo de información propia de la neurofisiología humana, que, sin embargo, ha evolucionado con nosotros e informa el sistema motivacional humano, y que a su vez es moldeada por la historia genética, cultural y personal de los sujetos, así como el contexto de oportunidad que éstos enfrentan. Por eso hablamos hoy de racionalidad limitada, y nuestro interés como científicos de los fenómenos políticos presta mayor interés a la manera en que las emociones, los procesos cognitivos, la información incompleta, los juegos semióticos y del lenguaje afectan el modo en que reaccionamos o tomamos decisiones frente a los repartos terminantes de valores. E l pro b lema de la e s ca s e z , lo s co nf lic t o s y la i n cer t idum b re como pu n t o de par t ida para la e v olució n de meca n i s mo s de or g a n i z ació n pol í t ica

Evidentemente la preocupación de algunos críticos de nuestra obra yace en la definición de política que tomamos prestada de David Easton (1965). La preferencia por esta definición no surge de un mero capricho. Al definir la política de manera cruda como el reparto terminante de valores en una sociedad, Easton retoma el núcleo del estudio empírico de nuestra disciplina: el poder. Más allá de la numerosa cantidad de definiciones sobre esta seminal

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categoría, la tradición de autores interesados en la realidad empírica (Easton, Dahl, Foucault, Riker, Elster, Lukes, entre muchos otros) ha demostrado que el poder surge de un conjunto de relaciones de influencia que se definen por el ejercicio de un recurso fundamental: el uso o amenaza de sanciones severas, es decir, la posibilidad de asignar de manera terminante incentivos para definir restricciones a conductas de otros en dichas relaciones. Ahora bien, la evidencia demuestra que, pese a la diversidad de procesos que han dado paso a la multiplicidad de sistemas sociales, sin importar el contexto geográfico o cultural particular, cuando los grupos humanos se han enfrentado a lo que Robert Bates (2001, 2008) y Chrysostomos Mantzavinos (2001), retomando la obra de Thomas Hobbes (2001 [1651]), denominan como los problemas gemelos del orden social (seguridad y confianza), se ha dado paso a la formación de sistemas políticos más complejos, los cuales, en procesos de aprendizaje colectivo, han probado diferentes soluciones para la resolución de dicho problema a través de estrategias de organización de diverso tipo. En estos contextos las relaciones de poder, a su vez, plantean nuevos retos. En el caso de las formas estatales, éstas constituyen estructuras de gobernanza, que distribuyen o asignan valores (materiales y simbólicos) dentro de grandes grupos, en los que de otra manera sería muy difícil restringir el uso de la libertad ilimitada por parte de cada miembro del grupo. Esa libertad está referida al juego interpersonal y borroso de los límites del yo, el nosotros y los otros. Es una tensión en constante redefinición entre las prerrogativas y los límites del deseo y de lo posible, de la propia existencia y de la de los demás; así como sobre la posibilidad o restricción de los bienes, individuales o colectivos, materiales o simbólicos, que permiten la producción y reproducción de la vida individual o colectiva, incluso de la de aquellos que aún no han nacido o de la de quienes no conocemos. Pensemos un momento en una situación de interacción en la que hacen crisis el bajo número de personas, la prevalencia de relaciones cara a cara y la capacidad de la cultura para contener las interacciones dentro del grupo. Siguiendo la evidencia que tenemos desde el último período glacial (74 00011 500 años)6 hasta el presente, dado el desborde que representa lo que Polanyi denominó la “gran transformación”, la constante de la evolución de los sistemas políticos ha sido el paso de sistemas de organización primitivos7 6 Ver los interesantes trabajos de Mantzavinos (2001), Masters (1985), Rosemberg y Linquist (2009) y Shultziner et al. (2010). 7 En este punto podemos decir que la cara del juego social en sociedades primitivas es la del juego del seguro, más conocido como el juego de la caza del venado, en donde la estrategia dominante es la cooperación universal.

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(es decir, aquellos en donde los comportamientos eran regulados y ordenados por instituciones informales —léase, convenciones, normas morales y reglas sociales—, en marcos de reproducción autárquica de la existencia) a sistemas complejos adaptativos (Lewis y Steinmo 2010), que están en capacidad de responder a los nuevos retos planteados por la expansión demográfica y la consecuente escasez de los recursos que los individuos y los grupos demandan como necesarios para la supervivencia (dado lo que ésta puede significar en cada período histórico, cultural o geográfico). Estos retos —planteados por el incremento de la población, la reducción de las relaciones cara a cara, así como por la creciente complejidad de los intercambios materiales y simbólicos, cuyo efecto es la disminución de la confianza interpersonal, el aumento de la incertidumbre en las interacciones, así como el incentivo para la expansión de estrategias generalizadas de colinchage o free-riding dentro de la población y la disminución de personas dispuestas a castigar a los tramposos— hacen que la política abandone su estado embrionario. Es decir, que evolucione de formas de resolución de problemas de cooperación, coordinación y conflicto en pequeños grupos de individuos, organizados en estructuras familiares, a formas más amplias que superan el nivel de regulación micropolítca del fenómeno intrapersonal e interpersonal de interacción. Así mismo, desborda el nivel mesopolítico de las organizaciones que antes contenían por su cuenta el fenómeno societal, llevando a que se estructure un nivel macropolítico a partir de los dos niveles previamente mencionados. Su rasgo particular es que guarda la esencia distributiva que antes era ejercida por las autoridades del grupo (desde el pater familias al chamán o al tribunal de ancianos), por la tradición (los dioses, los hermanos mayores o los espíritus de los ancestros), por las posibilidades de refuerzo de manera autónoma (first-party) o por parte del grupo (sanciones sociales). Dicha solución —cuya evidencia es la historia misma y el proceso actual que viven muchas sociedades— implica un supuesto equilibrio; en este caso, una especie de salida a un dilema del prisionero iterado de n personas, es decir, una salida expresada como una situación en la que ningún actor tiene incentivos para cambiar de estrategia, dada la presencia de un agente externo que garantiza la distribución y, por ende, reduce la incertidumbre frente a los comportamientos de los demás jugadores. Es decir que la característica ideal de las instituciones políticas es que deberían estabilizar la vida. Por esta razón, reconociendo el carácter histórico e incremental del fenómeno arriba descrito, y teniendo en cuenta que estamos hablando de un proceso que cuenta con más de 300 000 años de desarrollo, la versión distributiva de la política es la que hemos venido estudiando los politólogos desde hace siglos.

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Lo anterior no quiere decir, como lo plantean Cárdenas y Suárez, que la ciencia política bajo esta orientación sólo se interese por el estudio del Estado moderno. Es claro, para cualquier lector juicioso de la historia y evolución de nuestra disciplina que aportes analíticos como el de Mancur Olson (1971) —y de quienes posteriormente han hecho precisiones y desarrollos de su importante obra—, que las organizaciones y los grupos también son susceptibles de análisis, pues la constante es que enfrentan (sin importar su tamaño, en menor o mayor grado) procesos de acción colectiva. Así mismo, como lo afirmamos en nuestro libro, el feminismo y los estudios de género han llamado la atención sobre la importancia de la política en el nivel micro, la cultura, lo simbólico y lo cotidiano. Cárdenas y Suárez (2010) enuncian su preocupación por la aseveración nuestra de que la política surge de la escasez, los conflictos y el deseo de habitar dentro de un entorno social predecible. Por de pronto, intentan descartar la validez de esta aseveración mencionando de una manera vaga unas investigaciones que han demostrado que algunas sociedades primitivas no sufrieron problemas de escasez. Puede ser que así sea, lo dudamos, pero nosotros no afirmamos que la “escasez” sea la única fuente del fenómeno político; en cambio, sí creemos que normalmente en toda sociedad (sobre todo en nuestra época y en nuestro país) se viven problemas de escasez de bienes deseados por la población, ya sean éstos materiales o no materiales. Nuestra delimitación del fenómeno político, como referido básicamente a “la distribución terminante de valores a nivel de toda la sociedad”, es objeto de la siguiente observación: los repartos desiguales de valores reducirían la dinámica política al “rendimiento económico y el cálculo costo-beneficio” (Cárdenas y Suárez 2010, 114). Nos desconcierta ese comentario. En ninguna parte alegamos que esos repartos se refieran sólo a cuestiones materiales. Por ejemplo, esos repartos pueden referirse a políticas públicas de protección de los derechos humanos o a medidas para la reconciliación entre las generaciones futuras. En la vida real, un gobierno rara vez, si es que alguna, logra proteger por igual el derecho a la vida de todos los miembros de la sociedad: a unos los protege más, a otros menos. En este caso, la política versa sobre los esfuerzos más o menos exitosos de los ciudadanos menos protegidos por lograr a través de procesos políticos de acción colectiva, una mayor atención del gobierno, y sobre las acciones de los más protegidos para que no se reduzca el grado de protección que se les otorga. De modo que debe quedar claro que esos repartos no se refieren exclusivamente a bienes materiales. Que esos repartos se realicen según el cálculo costo-beneficio nos parece normal, ya que obedecen a las fuentes de motivación de la conducta y al mecanismo cognitivo demostrado de racionalidad

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limitada (fenómeno estudiado a lo largo de toda su vida por el politólogo y premio Nobel de Economía Herbert Simon) y al juego propio de la política, que la economía del comportamiento, la neurociencia y la antropología analítica vienen demostrando con éxito en estudios comparados en todo el mundo y a través de una gran diversidad de culturas. De hecho, la comprobación de hipótesis ancladas a estos supuestos le mereció el premio Nobel de Economía en 2009 a la politóloga estadounidense Elinor Ostrom. E l de b at e s o b re la corrie n t e pri n cipal y la po s ició n de n ue s t ra o b ra e n t or n o a la mi s ma

A Cárdenas y Suárez les preocupa que nuestro punto de partida sea “estar a tono dentro de la corriente principal de la ciencia política contemporánea” (Losada y Casas 2008), pues plantean que “Está muy bien que Losada y Casas expliciten el lugar desde el cual están hablando; sin embargo, salta a la vista que enfocarse en esa corriente principal de la ciencia política contemporánea implica el alejamiento y la subordinación de otras corrientes que también pueden ser útiles para el estudio de lo político” (Cárdenas y Suárez 2010, 114). Lo anterior nos invita a hacer varias aclaraciones: una que, aunque tautológica en este punto, resulta útil; otra necesaria para evitar una preocupante imprecisión. Ha habido un extenso debate en cuanto a la hegemonía de la corriente empírico-analítica dentro de la ciencia política anglosajona, y que analizamos de manera juiciosa a lo largo de todo el libro, y que, sin embargo, se respalda en evidencia bibliométrica que nosotros mismos realizamos. Dicho debate, ante todo, llevó a una larga polémica cuyos efectos se vieron en la fragmentación que Gabriel Almond (1999) registra, en particular, en su trabajo Una disciplina segmentada, texto en el que se encuentran dos de sus más importantes reflexiones en torno a este debate. Tanto en “Mesas separadas…” como en “Nubes y relojes…”, el autor describe que el efecto de dicha polémica llevó a una fuerte guerra de paradigmas entre los años sesenta y noventa en Estados Unidos, que sería luego retomada por la corriente Perestroika, que a su vez generó importantes cambios dentro la institucionalidad disciplinar en Estados Unidos y generó una verdadera revolución dentro de la ciencia política en ese país y en el mundo anglosajón. (De esto también hablamos ampliamente en el libro). Sin embargo, ha habido ciencia política en Europa y América Latina, en África y en Asia, en donde por muchos años la corriente principal han sido la corriente continental estructuralista, el marxismo y, de manera más reciente, el posestructuralismo. Así que nosotros, por honestidad académica, dijimos que, debido a la importancia y el peso de la producción, y su relevancia para las revoluciones teóricas dentro de la ciencia política, nos inscribimos

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dentro de esa corriente que sigue una postura científica y las reglas de la inferencia y la evidencia dentro de la disciplina. Ahora bien, dado el contenido del libro y el equitativo peso de los cuatro macromoldes y de veinte enfoques dentro de los cuales un moderado porcentaje se ubica dentro de la corriente empírico-analítica, no se nos puede acusar de que dicha preferencia nos impidió revisar todos los demás enfoques con la misma rigurosidad. Sostener, por otro lado, que seguir la corriente empírico-analítica “[…] implica el alejamiento y la subordinación de otras corrientes que también pueden ser útiles para el estudio de lo político”, nos parece injusto, dado el cuidadoso esfuerzo en nuestro libro por dar un lugar a todos los enfoques (incluidos los marxistas y posmodernos, los dedicados a aspectos de la cultura, y los estudios críticos, de género y étnicos), a cada uno de los cuales le reconocimos valiosos aportes. E l s ig n i f icado y alca n ce de la n eu t ralidad a x iol ó g ica del i n v e s t ig ador

Éste es uno de los temas más polémicos del trabajo investigativo en ciencias sociales, y en particular, en ciencia política. A lo largo de nuestro libro describimos los debates y las implicaciones de la discusión sobre la llamada neutralidad científica, que más que un requisito es una opción ética dentro de la labor investigativa cuando el objeto de estudio versa sobre sujetos humanos y sus relaciones, y cuando hay altos intereses en juego. Esta opción es ampliamente influenciada por las opciones epistemológicas, expresadas en los principios y supuestos que gobiernan la actividad dentro de cada uno de los macromoldes y micromoldes elegidos por cada investigador. Es, pues, un problema que desborda lo intrateórico y tiene mucho que ver con aspectos extrateóricos de la labor científica. Sorprendentemente se nos atribuyen “pretensiones de neutralidad” (Cárdenas y Suárez 2010, 119), quizás porque no se nos ha entendido. La frase citada por Cárdenas y Suárez es ambigua. Tal como lo sostenemos en el libro, consideramos que no es posible adelantar cualquier investigación sin una multifacética influencia de los valores que la persona profesa. Pero a la vez planteamos que los resultados de la investigación —por ejemplo, la eventual conclusión sobre si en el comportamiento de los votantes incide más la imagen de los candidatos que sus programas o si es el bien común lo que realmente pesa en las preferencias que guían las decisiones de un legislador o la justicia para un juez— deben depender estrictamente de la evidencia empírica y para nada de las preferencias personales del investigador. La supuesta contradicción identificada por Cárdenas y Suárez —en cuanto proponemos hacer ciencia tratando de no dejarnos llevar por los valores del

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investigador, y a la vez pedimos que el politólogo como ser humano tome posiciones responsables como ciudadano— constituye una mala interpretación de lo trabajado en el libro. Lo anterior debido a que somos claros frente a las exigencias éticas del trabajo investigativo con sujetos humanos, y sobre todo con la necesidad de ser responsables en cuanto al diseño, implementación, recolección y uso de la evidencia, así como de la exposición de conclusiones que realmente reflejen fiel y rigurosamente los hallazgos y conclusiones del proceso de generación de datos, independientemente de que las conclusiones se alejen de las preferencias, expectativas u opiniones personales del investigador. Lo anterior no impide a los politólogos hacer su parte (ni los restringe de hacerlo): explicar, orientar, criticar e incluso develar de manera rigurosa, y basados en evidencia después de un juicioso proceso de falsación, aquello que está oculto, a través de sus investigaciones, con la esperanza de que dichos hallazgos contribuyan al bienestar de todos los miembros de su sociedad y de la humanidad en su conjunto. Finalmente, vemos con claridad que las críticas que se nos hacen frente a nuestra definición del objeto de estudio de la ciencia política provienen de otra concepción de la ciencia política, más omnicomprensiva y preocupada por cuestiones normativas que la nuestra. Se trata, por supuesto, de un punto de vista muy respetable, pero nosotros preferimos un objeto de la ciencia política más preciso y susceptible de ser observado y medido rigurosamente. Tenemos esta preferencia, entre otras razones, porque entendemos la distinción entre la teoría política normativa y la teoría política positiva. Esta última progresivamente se alejó del interés deontológico o normativo del pensamiento político en sus versiones tradicionales y, ante la complejidad del mundo real y el avance de las técnicas de investigación, fue dividiéndose en subdisciplinas cuyos objetos formales fueron cada vez más específicos. Como resultado, estas corrientes han logrado enormes avances para la ciencia política y el conocimiento del fenómeno humano. Invitamos a todos nuestros críticos a realizar una relectura de nuestra obra teniendo en cuenta estas aclaraciones, además de la rica evidencia que ofrecemos, no sólo en las primeras páginas y en la conclusión del libro, sino a lo largo del estudio de los veinte enfoques analizados. L a tarea de lo s poli t ó lo g o s y la s o t ra s cie n cia s s ociale s

Por último, le pedimos al amable lector que nos permita referirnos a otra crítica de Cárdenas y Suárez en la que se afirma que no nos hemos “percatado” de que la concepción de las tareas del politólogo, a saber, describir, interpretar, etc., no es exclusiva de la ciencia política. Ésta es una versión desafortunada de una de las conclusiones ‘extrateóricas’ que hacemos al final

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del libro. Valga la oportunidad para reafirmar que, dado el creciente encuentro experimentado por las ciencias sociales entre sí, incluida, por supuesto, la ciencia política contemporánea, intuimos y demostramos la creciente e incremental construcción de puentes entre las diferentes disciplinas y entre los diferentes macromoldes dentro de la nuestra. Tal vez el malentendido yace en que al inicio de nuestro libro afirmamos que la tarea del politólogo se diferencia de la de otros oficios en que se soporta en la imperiosa necesidad de hablar desde el rigor de los hechos y de sus posibilidades, y damos por sentado que ha sido una tradición de lo mejor de nuestra disciplina dar mayor importancia a los hechos que al deber ser de las cosas. Co n clu s ió n

Con estas aclaraciones esperamos haber aportado alguna luz, o al menos más carbón, a la discusión sobre nuestra obra, que ante todo busca construir un aporte para pensar nuestra disciplina en español, en nuestro contexto y desde nuestros problemas. Agradecemos a Colombia Internacional y a los profesores Cárdenas y Suárez por leernos y criticar nuestro trabajo. A todos ellos y a nuestro amable lector les decimos: ¡Enhorabuena la discusión!, pues el pensamiento sin controversia es letra muerta y concibe soliloquios perdidos en la soledad de los estantes y de los discos duros, dos cosas que nada ayudan al avance de la construcción de pensamiento crítico y de la discusión teórica y, por ende, práctica de nuestra disciplina, que aún ofrece y demanda mucho por ser pensado. Nuestra comunidad promete, pero en términos del paso del tiempo es aún joven y débil. Sin una comunidad académica activa y atenta al disenso y a la controversia todos perdemos, pues se pierde la reflexión sobre el sentido profundo de lo que hacemos, como nos enseñan Goodin y Klingemann, y, con ello, la oportunidad de ofrecer productos más rigurosos, pertinentes y útiles para pensar los problemas viejos y nuevos de nuestra sociedad.

Referencias Almond, Gabriel. 1999. Un disciplina segmentada: escuelas y corrientes en las ciencias políticas. México: Fondo de Cultura Económica. Bates, Robert. 2008. Probing the sources of political order. En Order, conflict and violence, eds. S. Khalivas, I. Shapiro y T. Masoud, 17-42. Nueva York. Cambridge University Press. Bates, Robert. 2001. Prosperity and violence. Nueva York: WW Norton and Co.

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