Carta a los lectores Después de un constante y largo proceso de reflexión y autoevaluación —que se ha traducido en la transformación y mejora de los diferentes componentes editoriales propios de una publicación científica; en el reconocimiento, calidad y extensión de los contenidos, autores, evaluadores, miembros de comités, editores invitados, entre otros, y en la presentación y el diseño de la revista—, nos complace finalizar el año con este número especial, resultado acumulativo de este proceso y del trabajo y esfuerzo que ha aportado cada una de las personas involucradas en la preparación, elaboración y ejecución de la revista. En el marco del VII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP), encuentro organizado por el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Colombia) en septiembre de 2013, confluyeron, alrededor de diferentes mesas de trabajo, varias voces de la región para abordar y analizar un tema que atraviesa la historia política reciente de América Latina, a saber, el fenómeno del populismo; categoría que, como alegan los autores reunidos en este número especial, es elusiva y renuente a cualquier intento de fijación. Los frutos de estos encuentros están ahora recogidos en este número en la sección Análisis bajo el título “Populismos y neopopulismos en América Latina”. Gracias a la gestión y colaboración de Ana Lucía Magrini, doctoranda en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Quilmes (Argentina), y María Virginia Quiroga, doctora en Estudios Sociales de América Latina de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), este número de Colombia Internacional reúne los aportes derivados de este encuentro. Gerardo Aboy Carlés, Cristian Acosta Olaya, Daniel de Mendonça, Julián Melo, María Florencia Pagliarone, Ariana Reano, Martín Retamozo y Ana Lucía y María Virginia son los autores que contribuyeron en este número monográfico. A ambas, nuestra gratitud y reconocimiento por la labor y el tiempo dedicado, especialmente por la gestión de la sección Documentos —la cual incluye una entrevista con Francisco Panizza y dos textos, de Sebastián Barros y Omar Rincón—, que extiende el análisis del fenómeno a otros formatos y perspectivas de investigación. Por otra parte, en la sección Tema libre incluimos el artículo de Alejandra Ríos Ramírez, Alejandro Cortés Arbeláez, María Camila Suárez Valencia y Laura
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Fuentes Vélez —grupo de investigación “Estudios sobre Política y Lenguaje” de la Universidad EAFIT (Colombia)—. Por medio de un rastreo de los antecedentes político-filosóficos —en la tradición liberal, republicana y democrática— del accountability (rendición de cuentas), los autores explican el contenido de esta categoría, sus diversas tipologías —vertical, horizontal y social— y su importancia dentro de los procesos de consolidación y profundización democrática en América Latina. Esperamos que todos los artículos aquí incluidos se inscriban dentro de los debates actuales y sean un aporte valioso y constructivo a las discusiones siempre abiertas de la disciplina. Conscientes de las bondades pero también de las limitaciones del medio impreso y de las oportunidades y actual relevancia de los medios digitales, Colombia Internacional, en un esfuerzo conjunto con las otras revistas de la Facultad de Ciencias Sociales (Antípoda, Historia Crítica y Revista de Estudios Sociales), está trabajando en el rediseño de su sitio web para facilitar la consulta y búsqueda de contenidos. En los próximos meses, esperamos poder presentarles este nuevo diseño, y así promover y difundir los contenidos en una comunidad amplia y sin fronteras. Finalmente, aprovechamos esta oportunidad para invitar a la comunidad de lectores de Colombia Internacional a participar en la convocatoria de recepción de artículos de interés general (tema libre). Los artículos, documentos y reseñas se recibirán entre el 1º y el 30 de noviembre. Para mayor información sobre el proceso de selección y publicación, visite nuestra página de internet (http:// colombiainternacional.uniandes.edu.co/) o consulte la información disponible al final de la revista impresa.
Laura Wills Otero Editora Colombia Internacional
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Presentación: Populismos y neopopulismos en América Latina Ana Lucía Magrini
Universidad Nacional de Quilmes/CONICET (Argentina)
María Virginia Quiroga
Universidad Nacional de Río Cuarto/CONICET (Argentina)
DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.01
El populismo se ha constituido como un discurso iterativo y polémico en América Latina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. Ha estado presente en múltiples debates y ha adquirido significaciones y valoraciones diversas. De allí que este número especial intente problematizar el concepto “populismo” al deconstruir los supuestos teóricos e ideológicos sobre los que se asienta y reconstruir su valor analítico para ilustrar el contexto histórico y contemporáneo latinoamericano. El devenir de la pregunta por el populismo nos ha enfrentado a tres problemas relevantes. Primero, la multiplicidad de ámbitos en que se manifiesta el carácter polisémico del concepto: en el campo político, periodístico y académico. Ello no sólo implica la alusión a sentidos diversos de esta categoría, sino que también remite a una puja de interpretaciones donde la opción por una u otra definición no es neutral. En ese sentido, algunos enfoques dotan al populismo de un carácter eminentemente negativo, al asociarlo al autoritarismo y a la demagogia, mientras que otras voces enfatizan sus fortalezas para dinamizar la política y favorecer los procesos de inclusión. En segunda instancia, y centrándonos en el campo académico, el populismo remite a una temática que configura un ámbito de estudios interdisciplinario por excelencia. En consonancia con ello, las diversas aristas en que puede abordarse la pregunta por el populismo convocan a una multiplicidad de disciplinas interrelacionadas, como la historia, la sociología, la ciencia política, la antropología, entre otras. De modo que las investigaciones sobre este tema requieren trascender los campos disciplinares regimentados y abrirse a miradas más flexibles, pero no por ello menos rigurosas.
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Una tercera dificultad radica en la variedad, la abundancia y la numerosa cantidad de trabajos dedicados a la aproximación al tema. Así, el estado de la cuestión en torno al populismo es amplio, diverso y heterogéneo, no sólo por la diversidad de interpretaciones, sino también por las múltiples formas de clasificar o sistematizar esa variedad. Los textos que integran el presente número especial ensayan modos específicos de abordar estos problemas y, a la vez, desarrollan interpretaciones particulares sobre la noción de populismo, así como sobre la experiencia histórica de América Latina. Ahora bien, habiendo señalado las dificultades propias del tema, es preciso advertir que la intervención de este corpus de manuscritos no es aleatoria o ingenua; en su gran mayoría, los artículos aquí incluidos se inscriben en la tradición de investigación fundada por Ernesto Laclau. En esa línea, este número también quiere reconocer y homenajear la obra del politólogo argentino radicado en Inglaterra, quien falleció el pasado 13 de abril. Sus preguntas inspiraron nuestro propio acercamiento al tema y constituyen un antecedente ineludible para futuras aproximaciones. Los escritos que se despliegan a continuación fueron previamente discutidos en el marco del simposio “Populismos y neopopulismos en América Latina. Aproximaciones teóricas y enfoques empíricos”, coordinado por María Virginia Quiroga y Ana Lucía Magrini, en ocasión del VII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP), el cual se desarrolló en la Universidad de los Andes (Bogotá), del 25 al 27 de septiembre de 2013. Desde ya expresamos nuestro agradecimiento a quienes formaron parte de este evento y se comprometieron con la corrección de los textos preliminares, para luego someterlos a evaluación en el marco de la convocatoria abierta de la revista Colombia Internacional. Hacemos extensivo este agradecimiento a la diversidad de autores involucrados en este número, quienes mostraron su interés y compromiso permanentes con el tema de estudio; al equipo editorial de la Revista, especialmente a Laura Wills Otero, y a Norman Mora Quintero, y al profesor Omar Rincón, quien desde Bogotá hizo posible nuestra estadía en Colombia durante el congreso. También extendemos nuestros agradecimientos especiales a Angelika Rettberg quien nos impulsó a preparar y trabajar en este número. En lo que respecta al contenido de los textos, se ha pretendido combinar discusiones de orden teórico-metodológico con análisis de casos
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Presentación: Populismos y neopopulismos en América Latina Ana Lucía Magrini • María Virginia Quiroga
latinoamericanos o en clave comparada. Dichos estudios atraviesan diversos períodos, que van desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, y se despliegan especialmente en cuatro experiencias de América Latina: Argentina, Bolivia, Brasil y Colombia. El artículo que inaugura el número, de autoría de Gerardo Aboy Carlés, parte de situar el debate en torno al populismo en la coyuntura de la transición a la democracia durante los años ochenta en Argentina. Aboy Carlés sostiene que este contexto de discusión se presentó como un momento propicio para repensar los rasgos definitorios de las experiencias populistas argentinas del siglo XX y, en particular, explorar las continuidades y rupturas entre socialismo y populismo. La revalorización del debate sobre el populismo a la luz de la pregunta por la democracia durante la transición reorienta y en cierto punto cuestiona las indagaciones más recientes sobre los neopopulismos latinoamericanos. El trabajo, además, realiza aportes de orden comparado, por cuanto indaga la experiencia argentina en relación con otros procesos populistas de la región. Luego, el texto de Daniel de Mendonça repara en la vinculación entre populismo y democracia, concretamente, en el desarrollo del populismo en el contexto de las democracias liberales contemporáneas. Ello lo conduce a poner en diálogo y en discusión las perspectivas de Ernesto Laclau, Robert Dahl y Joseph Schumpeter. Por su parte, Julián Melo reafirma el carácter polisémico del populismo, pero no en cuanto problema o falencia, sino como posibilidad de persistencia del concepto. Es decir, para el autor, la polisemia del término y las cargas valorativas que lo acompañan han permitido la supervivencia del populismo como categoría teórica y descriptiva de las realidades políticas latinoamericanas desde mediados del siglo XX hasta nuestros días. El artículo de Ariana Reano mantiene, al igual que los textos precedentes, la centralidad en las complejas articulaciones entre populismo y democracia. La autora inscribe este tema en el contexto de emergencia y consolidación de los nuevos gobiernos de América del Sur, los cuales cuestionarían el sentido común neoliberal sobre la democracia. Se presta especial atención a los casos de Néstor Kirchner, en Argentina, y de Luiz Inácio Lula da Silva, en Brasil. La apuesta de la intervención de Reano se orienta a mostrar las múltiples
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formas en que el populismo puede habilitar una lógica democratizadora en dos sentidos específicos: una dimensión formal y una dimensión sustantiva de la democracia. El trabajo de Cristian Acosta Olaya aborda las formas diversas en que se ha conceptualizado el populismo en América Latina y recupera los aportes de la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau para el análisis de la experiencia gaitanista en Colombia. La tematización del populismo a la luz de la experiencia colombiana le permite al autor desarrollar un diálogo entre historiografía y teoría política para pensar la relación entre el fenómeno populista, la democracia y la violencia en Colombia. Ana Lucía Magrini realiza un análisis de cruce entre historiografía y teoría política sobre dos conceptos específicos que perduraron en el debate público colombiano y argentino durante la segunda mitad del siglo XX: la(s) Violencia(s) en Colombia y el populismo en Argentina. La autora sostiene que en dichas conceptualizaciones tuvieron un papel central las resignificaciones de dos experiencias históricas emblemáticas para cada comunidad: el gaitanismo y el primer peronismo. En última instancia, el ensayo apuesta a reconstruir, de manera indirecta, algunos aspectos fundamentales de las diputas político-intelectuales por definir lo popular en ambos países. El escrito de María Virginia Quiroga y María Florencia Pagliarone explora comparativamente el devenir de los procesos políticos recientes en Argentina y Bolivia, en clave de constitución de identidades políticas populares. En ese trayecto, las autoras recurren a la perspectiva teórica de Ernesto Laclau para analizar en cada uno de los contextos la paulatina inclusión de sujetos otrora invisibilizados; el trazado de fronteras políticas, y, en especial, la creación del pueblo, acompañada del rediseño de la institucionalidad vigente. El texto de Martín Retamozo argumenta la necesidad de consolidar avances en torno a la teoría política del populismo. Ello favorecería la apelación al término, en cuanto categoría analítica, y el alejamiento de enfoques meramente descriptivos (con frecuencia descalificadores) o normativos. Para el autor, esta operación requiere distinguir entre el populismo como discurso político, el populismo como proceso político y el populismo como lógica política. Luego, estas herramientas se plasman en el análisis del kirchnerismo en la Argentina actual.
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Presentación: Populismos y neopopulismos en América Latina Ana Lucía Magrini • María Virginia Quiroga
En la sección Documentos se incluyeron tres textos que, desde diferentes perspectivas y otros formatos de investigación, abordan el problema del populismo en la región. El primero es una entrevista a Francisco Panizza realizada por nosotras junto a Sebastián Barros. Los otros dos documentos son dos análisis de seis discursos de líderes de la región (siglos XX y XXI) que se pueden inscribir dentro de la tradición populista. Estos dos documentos fueron elaborados por los profesores Sebastián Barros y Omar Rincón. Por último, este número especial pone de relieve reflexiones nunca acabadas y preguntas siempre abiertas. En ese sentido, nos invita al debate en torno a una categoría que ha mostrado, a lo largo del tiempo, alta productividad teórica y analítica. El término “populismo” se revela capaz de nutrir miradas retrospectivas e historias por venir.
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Ana Lucía Magrini, argentina. Es doctoranda en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Quilmes (Argentina) y becaria doctoral del CONICET (Argentina); magíster en Comunicación de la Universidad Javeriana (Colombia) y politóloga de la Universidad Católica de Córdoba (Argentina). Además, es miembro del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes e integrante del Programa de Estudios en Teoría Política de la Unidad Ejecutora CIECS-CONICET de la Universidad Nacional de Córdoba. Sus áreas de interés incluyen: temáticas de cruce entre teoría política, historia político-intelectual, comunicación y análisis de discurso. Ha publicado artículos y ensayos en revistas y libros especializados de Argentina, Colombia y Chile, como “De la narrativa al discurso. Un análisis de las narrativas, voces y sentidos del discurso gaitanista en Colombia (1928-1948)”. Signo y Pensamiento 29 (57), 2010. Correo electrónico: analucia.magrini@gmail.com María Virginia Quiroga es licenciada en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC), doctora en Estudios Sociales de América Latina de la Universidad Nacional de Córdoba y becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones
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Científicas y Técnicas (CONICET) (Argentina). Actualmente, Quiroga realiza tareas de docencia e investigación en la UNRC y es miembro del programa de investigación “Protesta social y organizaciones sociales. Sus repertorios y prácticas en América Latina y Argentina (SeCyT-UNRC)”. Entre sus últimas publicaciones están: Sociedad civil y Estado en América Latina y Argentina. Debates desde la historia y la ciencia política (con Celia Basconzuelo y Alicia Lodeserto). Madrid: Académica Española, 2014; y “La identidad política del MAS-IPSP en Bolivia. De tradiciones, demandas y antagonismos”. Pós, Revista Brasiliense de Pós-Graduação em Ciências Sociais 11, 2012. Correo electrónico: mvirginiaq@yahoo.com.ar
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El nuevo debate sobre el populismo y sus raíces en la transición democrática: el caso argentino Gerardo Aboy Carlés Universidad Nacional de San Martín/CONICET (Argentina)
DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.02 RECIBIDO: 30 de octubre de 2013 APROBADO: 26 de abril de 2014 MODIFICADO: 30 de mayo de 2014 RESUMEN: El presente trabajo rastrea las preocupaciones que animaron la nueva ola de estudios sobre el populismo en el caso argentino, más próximas al debate alrededor de la construcción de un nuevo orden institucional propio de los años ochenta que a la caracterización de la proliferación de gobiernos de corte popular en la Sudamérica del nuevo siglo. Se explican las características y los inconvenientes propios de estos estudios y se desarrolla una exposición de los rasgos definitorios de las experiencias populistas argentinas del siglo XX, al realizar comparaciones con otros procesos populistas de la región. Finalmente, se abordan las persistencias y las transformaciones de aquellos rasgos en el nuevo orden político instaurado a partir de 1983. PALABRAS CLAVE: populismo • democracia • ciudadanía • Argentina
H El presente trabajo se inscribe en el marco del proyecto colectivo “La orilla opuesta. Los antiperonistas en el Uruguay (1943-1955)”, financiado por FONCyT (PICT 2161) y CONICET (PIP 308). Una primera versión de este trabajo fue presentada en el VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política (ALACIP), desarrollado en Bogotá del 25 al 27 de septiembre de 2013. Este artículo no contó con ninguna financiación.
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The New Debate on Populism and Its Roots in Democratic Transition: The Case of Argentina ABSTRACT: This paper examines the concerns which have led to the new wave of studies on populism in Argentina, focusing more on the debate surrounding the establishment of a new institutional framework typical of the 1980s than on the proliferation of 21st-century popular governments in South America. The typical characteristics and problems encountered in these studies are explained, and the defining features of the populist experience in 20th-century Argentina are analyzed by drawing comparisons with other populist processes in the region. Finally, the paper analyzes how certain features persist in the new political order, while others have gone through complete transformations since it was established in 1983. KEYWORDS: populism • democracy • citizenship • Argentina
H
O novo debate sobre o populismo e suas raízes na transição democrática: o caso argentino RESUMO: O presente trabalho indaga sobre as preocupações que animaram a nova onda de estudos sobre o populismo no caso argentino, mais próximas ao debate ao redor da construção de uma nova ordem institucional própria dos anos oitenta que à caracterização da proliferação de governos de corte popular na América do Sul do novo século. Explicamse as características e os inconvenientes próprios desses estudos e desenvolve-se uma exposição dos traços definitivos das experiências populistas argentinas do século XX, ao realizar comparações com outros processos populistas da região. Finalmente, abordam-se as persistências e as transformações daqueles traços na nova ordem política instaurada a partir de 1983. PALAVRAS-CHAVE: populismo • democracia • cidadania • Argentina
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El relanzamiento de un debate
Perduran en apócrifas historias, en un modo de andar, en el rasguido de una cuerda, en un rostro, en un silbido, en pobres cosas y en oscuras glorias. Jorge Luis Borges, “Los compadritos muertos”
Hace poco más de treinta años Argentina iniciaba su retorno a la democracia, al sumarse a la ola de recomposición institucional abierta en la región por Perú y Bolivia. El proceso de transición argentino tuvo rasgos inéditos en la región. El desmoronamiento del régimen militar como consecuencia de su derrota en la guerra contra el Reino Unido está en la base de la particular radicalidad que signó la experiencia argentina. No se verificaron aquí los arduos procesos de negociación que caracterizaron a otras transiciones y aconsejaban líderes internacionales y académicos destacados. Por el contrario, las preferencias electorales acompañaron al candidato que apareció como mayor opositor a la dictadura y que había permanecido al margen del amplio repertorio de complicidades de la dirigencia política y sindical con una aventura, la de Malvinas, que había recibido un acompañamiento masivo de la población. Este humus fundacional de la democracia argentina es insoslayable a la hora de intentar explorar los debates que tomaron forma en la democracia recuperada acerca de la crónica inestabilidad política argentina. Era desde un presente de reconstrucción del orden constitucional que tanto la dirigencia política como el mundo académico intentaban auscultar un pasado turbulento con el objeto de no repetir antiguos errores. El discurso alfonsinista intentó delinear un efecto de frontera entre un pasado que se consideraba de oprobio, violencia, ilegalidad y muerte, por una parte, y un futuro venturoso que tomaba forma por medio de la promesa de construir un sistema de convivencia que fuera el reverso, punto por punto, de un ayer que se pretendía dejar inexorablemente atrás, por otra. Esa frontera significó una ruptura con dos tiempos distintos. En primer lugar, se trataba de alejarse de un pasado de violencia, represión y muerte que caracterizaba al predecesor
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régimen dictatorial. Es aquí donde toma cuerpo la revisión de los crímenes del terrorismo de Estado emprendida por el gobierno de Raúl Alfonsín; una revisión que durante los primeros cuatro años de mandato sería mucho más profunda que la inicialmente esbozada por el líder radical.1 La segunda ruptura planteada por la frontera alfonsinista era más ambiciosa y se identificaba con cerrar el ciclo de la recurrente inestabilidad política vivida por el país desde 1930.2 Estas dos dimensiones de la frontera alfonsinista se retroalimentaban. Así, la revisión del pasado potenció un discurso que había emergido de manos del movimiento de derechos humanos y que hacía hincapié en las violaciones de estos derechos cometidas por las Fuerzas Armadas y de Seguridad. El mismo Alfonsín había sido miembro fundador, en 1975, de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, uno de los organismos surgidos en el marco de la lucha contra la represión ilegal iniciada en el último gobierno constitucional peronista. Si bien las diferencias entre el Gobierno y los organismos de derechos humanos en torno a la profundidad y los alcances de la revisión del pasado surgieron a pocos días del inicio del mandato de Alfonsín, lo cierto es que el discurso de un respeto irrestricto de los derechos y la necesidad de encausar judicialmente la desaparición forzada de personas, la tortura y la supresión de identidad de los niños secuestrados por la dictadura, se expandió notablemente desde el momento en que uno de los principales candidatos, luego presidente, hizo del mismo un elemento central de sus intervenciones públicas.
1 Desde sus inicios, el gobierno de Alfonsín buscó el castigo de ciertas conductas prototípicas del régimen represivo. Esta actitud contrastó con la postura de su rival peronista en la campaña electoral, partidario de dar por válida la autoamnistía dictada en las postrimerías del régimen militar. Los intentos alfonsinistas de restringir la responsabilidad represiva a los principales mandos militares fracasaron en el Congreso al inicio de su mandato. Es por ello que hasta 1987, cuando se aprobó la Ley de Obediencia Debida, se desarrolló una política de revisión mucho más extensa que la inicialmente proyectada. Las normas que limitaban el encausamiento de oficiales subalternos y personal represivo serían anuladas por el Congreso y la Corte Suprema de Justicia, recién durante el mandato de Néstor Kirchner. 2 Entre 1930 y 1983, seis gobiernos civiles fueron depuestos por golpes militares. El último presidente civil que había entregado el poder a otro mandatario había sido Marcelo T. de Alvear, cuando asumió Hipólito Yrigoyen su segunda presidencia, en 1928. De allí el valor simbólico que se otorgaba a la conclusión normal del sexenio que se iniciaba.
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La frontera alfonsinista respecto del pasado inmediato tomó así la forma de una contraposición entre la vida y la muerte. La idea de derechos propios de cualquier ser humano en función del nacimiento fue la gramática de los organismos durante la lucha antidictatorial, y sería amplificada por el discurso presidencial. A diferencia de la tradición republicana, que hace hincapié en una concepción de los derechos forjada a partir de la cualidad de ser miembro de una comunidad política, la primigenia idea liberal concibe a éstos en forma prepolítica, como un atributo del “hombre” en cuanto tal, cuyo cercenamiento lo deshumaniza.3 El peso que adquiriría este horizonte de un liberalismo radical, tanto en los intentos de encontrar bases para el nuevo orden político como en los debates acerca de la coyuntura presente y la inestabilidad pasada, ha sido mayormente descuidado por la investigación sobre el período. Se trataba de una importante novedad para la vida política argentina: los intentos de construcción de una democracia liberal carecían de antecedentes sólidos entre las principales fuerzas políticas argentinas, con la sola excepción de la experiencia de Marcelo T. de Alvear en los años veinte del siglo pasado. La dinámica política argentina había dado lugar a fuerzas como el yrigoyenismo, a principios del siglo XX, o el peronismo luego, que se concibieron como movimientos nacionales que representaban al conjunto de la comunidad, antes que como fuerzas políticas singulares en competencia con otras formaciones igualmente legítimas. La experiencia iniciada en 1983 no se reduce a la presencia de este novedoso patrón de liberalismo político que, aunque con antecedentes en diversas fuerzas partidarias, había estado mayormente relegado en las décadas previas. Una amplísima movilización de los distintos partidos promovía la creciente hegemonía de un discurso que convocaba a la participación pública y que hacía de la pluralidad de opiniones y proyectos un bien estimado. El papel de los partidos merece especial atención: los mismos reclamarían con ínfulas por momentos
3 El énfasis en el discurso de derechos humanos por parte del Gobierno y de los organismos ha sido radicalmente distinto en los años ochenta y en la actual etapa. Si en la primera se hizo hincapié en la figura del cercenamiento de derechos a una persona abstrayendo por completo su involucramiento político, actualmente el Gobierno y parte de los organismos han trocado la idea de la “víctima inocente” por la del “militante heroico”. Aunque radicalmente distintos, ambos discursos han obturado en el largo plazo el desarrollo de un debate sobre la violencia política vivida por el país en los años setenta.
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anacrónicas el monopolio de la representación pública y lograron ser bastante exitosos en esta tarea, al menos hasta entrado 1987. No es entonces tan sólo la presencia de aquella dimensión liberal relativamente ausente hasta entonces de las principales fuerzas políticas argentinas el dato por destacar del proceso de recuperación del orden constitucional en la Argentina de hace treinta años. Se trataba más bien de la creciente constitución de un consenso en el que hibridaban elementos liberales, republicanos y democráticos, y que por medio de una verdadera reforma intelectual y moral, utilizando la famosa fórmula de Renan, aspiraba a regenerar la vida pública argentina y definir para la posteridad las características del nuevo régimen político en construcción. En general, se tiende a señalar que este proceso se habría cerrado con el inicio del declive de la propia administración de Alfonsín, hacia mediados de 1987. Lo que se pierde allí de vista es hasta qué punto los distintos gobiernos que le sucedieron, peronistas o radicales, fueron juzgados por los patrones forjados en aquel consenso fundacional, hecho que demuestra, sino la primacía, al menos una cierta pervivencia de la fundación a lo largo de las tres décadas y las sucesivas crisis que han transcurrido desde entonces. Es aquí la ruptura de largo plazo la que nos interesa primordialmente, porque la misma habilitó un original escrutinio de la vida política argentina previa y propició nuevas respuestas a antiguas preguntas. Al promediar los años setenta del siglo pasado, autores de la talla de Guillermo O’Donnell (1977) y Juan Carlos Portantiero (1974 y 1977) intentaron buscar explicaciones a la recurrente inestabilidad política argentina. Surgieron así las teorías de la “alianza defensiva” y el “empate hegemónico” que vincularon la inestabilidad institucional a diferentes alianzas de sectores sociales que impulsaban políticas contrapuestas en consonancia con los diferentes ciclos económicos. El análisis de alineamientos de clases y fracciones de clase, con intereses que aún eran concebidos como relativamente transparentes, estaba en la base de la descripción de un círculo vicioso cuyos intentos de reformulación habían fracasado en forma reiterada. Como ocurre muchas veces, fue un “clima de época”, impulsado por el propio proceso político de los primeros años ochenta, el que habilitó nuevas exploraciones para responder aquella recurrente pregunta sobre las causas de la inestabilidad político-institucional de Argentina. Estas nuevas exploraciones se concentrarían antes en el estudio de las variables estrictamente
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políticas, que en el desentrañamiento de la compleja relación entre ciclo económico y alianzas de clases que había caracterizado a los precedentes trabajos de los años setenta. El 1º de diciembre de 1985 el presidente Raúl Alfonsín pronunció el discurso más importante de su gestión ante el plenario de delegados al Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, conocido habitualmente como “Discurso de Parque Norte”, por el nombre del complejo recreativo de la ciudad de Buenos Aires en el que se llevó a cabo el encuentro. Esta pieza, producto, entre otras, de la pluma de los sociólogos Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, contenía una aguda descripción de las características del sistema político argentino a lo largo del siglo XX. Se subrayaban allí tanto el espíritu faccioso que hacía de toda negociación entre los diferentes actores políticos una forma de traición como lo que hemos llamado el hegemonismo característico de las principales fuerzas políticas argentinas que, aspirantes a una representación unitaria de la comunidad, construyeron universos segregativos e inconciliables reclamando para su propio espacio la encarnación de una patria que expulsaba al adversario político a las sombras de la antipatria (Aznar 1986).4 El discurso de Alfonsín no era un punto de partida, sino que condensaba una nueva mirada acerca de las raíces del autoritarismo que se había abierto paso en sectores de las ciencias sociales argentinas y latinoamericanas a lo largo de los últimos años. La novedad consistía en que ese diagnóstico era ahora asumido por un proyecto político que pretendía atacar los obstáculos que allí se identificaban para la construcción de un orden democrático. Por medio de la palabra de Alfonsín, Portantiero y De Ípola, dos académicos de primer orden, estaban produciendo una torsión en las aproximaciones más extendidas a las causas de la cíclica inestabilidad política del país. Es como si el texto de los sociólogos argentinos estuviera diciendo “hay que alejarse por un momento de las explicaciones estructurales. Hay tal vez algunos rasgos específicos, particulares de las principales fuerzas políticas argentinas, que pueden explicar mejor la debilidad de nuestro orden institucional”. Por una parte, Alfonsín ponía al peronismo y a su propio partido en el ojo de la tormenta; por otra, las antiguas restricciones estructurales, 4 Un lejano antecedente de la vinculación de la inestabilidad política argentina al formato de las identidades políticas puede encontrarse en Oyhanarte (1969).
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leídas hasta entonces en forma más o menos determinista, eran reemplazadas por un conjunto de ideas, prácticas, valores y actitudes, pasibles de ser transformados por esa poderosa empresa de reforma moral en la que se hallaban embarcados los actores políticos de los ochenta. Este largo recorrido es necesario para demostrar cómo fue tomando cuerpo en el ámbito académico un cambio en el tipo de aproximación. La inestabilidad era un fantasma por conjurar, y se estaba abriendo una aproximación novedosa al estudio de sus causas que ponía en un lugar central los procesos de constitución y transformación de las principales fuerzas políticas argentinas. ¿Acaso ellas, las beneficiarias directas del retorno a la vida institucional, habían constituido el principal obstáculo para su estabilidad? Lo que aparecía era una nueva agenda de investigación. Estas consideraciones son importantes para comprender la especificidad que alcanza el nuevo debate sobre el populismo que se va construyendo en Argentina y la región en las últimas tres décadas. El mismo no surge, como se cree habitualmente, de la proliferación de gobiernos populares que experimentó la América meridional con el inicio del nuevo milenio, sino que se enraíza en un debate que le es anterior: aquel que signó los procesos de construcción de un orden político que se pensaba afín con las llamadas democracias liberales. También es necesario enfatizar las diferencias que guarda esta nueva aproximación al populismo con la producción académica acerca de aquello que se denominó “neopopulismos latinoamericanos”.5 Los procesos que tuvieron lugar en los años noventa no son asimilables a los llamados populismos clásicos latinoamericanos como el yrigoyenismo, el varguismo, el cardenismo o el peronismo. Ello no sólo por la brutal diferencia entre las agendas públicas de unos y otros movimientos ni por su base social, sino por la forma misma en la que se estructuraron ambos tipos de identidades políticas. En verdad, la temática del mal llamado neopopulismo es la de
5 Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos mencionar, entre los trabajos que intentaron nominar como neopopulista a la conjunción de liderazgos personalistas y prácticas clientelísticas, las contribuciones de Denise Dresser (1991), Kenneth M. Roberts (1998), Marcos Novaro (1995 y 1996) y Kurt Weyland (1999 y 2004). Para una crítica a estas aproximaciones desde una concepción tradicional y socioestructural del populismo, ver Vilas (2003).
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la “democracia delegativa” (O’Donnell 1997). Ciertamente, se encuentran rasgos personalistas y delegativos en ambas experiencias, lo que anacrónicamente, y proyectado hacia el pasado, podría hacer de los populismos clásicos una variedad de democracia delegativa, pero allí, en esta coincidencia, acaban los parecidos. Ni el tipo de ciudadanía, ni las políticas universales, ni el proceso de nacionalización territorial ni la amplia trama organizacional de intermediación que suponen los populismos clásicos encuentran un correlato en procesos como los encabezados por Salinas de Gortari, Menem, Collor o Fujimori. El término “neopopulismo” como caracterización de los procesos de reforma de mercado con liderazgos personalistas sólo ha aportado, desde este punto de vista, confusión. La dimensión eminentemente política de las nuevas aproximaciones, si bien repasaba y compartía muchas de las intuiciones generadas en torno al primer debate sobre el populismo animado por Gino Germani (1962, 1973 y 2003 [1978]), abrevaba básicamente, por su interés específico, en las más cercanas discusiones acerca de las continuidades y rupturas entre socialismo y populismo que habían tenido lugar entre fines de los años setenta y principios de los ochenta. Ernesto Laclau, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero fueron los principales animadores de ese debate que, en particular en el caso de los dos últimos autores, albergaría una especial preocupación por la cuestión democrática que florecería en los años del exilio mexicano.6
6 Los principales mojones de este debate son los textos “Hacia una teoría del populismo”, escrito por Laclau en 1977; el libro de Emilio de Ípola que reúne sus trabajos escritos entre 1973 y 1981, titulado Ideología y discurso populista, y el artículo del mismo De Ípola y Juan Carlos Portantiero, escrito a comienzos de 1981, “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes”. Como se recordará, todos estos trabajos ponen en el centro de su atención lo que hoy denominamos procesos de constitución y funcionamiento de identidades políticas. Laclau había sostenido que el populismo —en cuanto dicotomización del espacio social idéntica a la presentación de las interpelaciones populares democráticas como conjunto sintético antagónico a la ideología dominante— constituía un paso necesario en la consecución del socialismo. De Ípola y Portantiero enfatizaban, en cambio, las discontinuidades entre ambos fenómenos, concibiendo al populismo como una forma de transformismo. El último capítulo de esta polémica tendría lugar recientemente, y sus ejes ya se encuentran desplazados hacia la compleja relación entre populismo y democracia liberal. Me refiero al texto de 2009 de De Ípola “La última utopía. Reflexiones sobre la teoría del populismo de Ernesto Laclau”, que cuestiona algunos supuestos y conclusiones del libro de este último autor titulado La razón populista, aparecido en 2005. Para una reconstrucción del primer debate, ver Aboy Carlés (2003).
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1. Los problemas Identificar las principales características de la conformación y el desempeño de las fuerzas políticas más representativas en la Argentina del siglo XX presentaba algunas dificultades adicionales. A comienzos de los años ochenta existía un notorio retraso en la historiografía para abordar algunos tópicos de la historia política argentina del siglo XX. Mientras que el peronismo fue por mucho tiempo un tema más de científicos sociales que de historiadores, situación que se prolongaría hasta prácticamente la década de los ochenta, el caso del radicalismo yrigoyenista también demandaba, por aquellos aspectos que se pretendía explorar, una labor hasta entonces apenas esbozada. El caso del yrigoyenismo es significativo: erróneamente excluido en la inicial intervención de Laclau acerca del populismo, la controversia acerca de su inclusión como un fenómeno de este tipo alcanzaría prácticamente los comienzos del nuevo siglo. Tanto el liberalismo radical y federal de la fundación del partido, por Leandro Alem, como la posterior experiencia alvearista y el proceso de liberalización sufrido por la UCR en su enfrentamiento con el peronismo ocultaban la especificidad del movimiento yrigoyenista. Sus principales rasgos aparecían, en cambio, en una bibliografía celebratoria y alejada de los cánones académicos.7 Existían, sin embargo, distintas ediciones que reunían los escritos del propio Yrigoyen (1981) o las memorias de sus contemporáneos.8 De esta forma, el trabajo del científico social interesado en el estudio de las identidades políticas9 se debió desarrollar casi simultáneamente con la pesquisa historiográfica. Así, fueron apareciendo las contribuciones de Daniel García Delgado (1989), Natalio Botana y Ezequiel Gallo (1997), Tulio Halperín
7 Me refiero a Gálvez (1999), Del Mazo (1945, 1957a, 1957b y 1959), Luna (1981) y Etchepareborda (1983), entre otros. 8 Entre otros, los derivados de sus memoriales enviados a la Corte Suprema de Justicia recogidos por Del Mazo (1945) y en la publicación Mi vida y mi doctrina. Las publicaciones contemporáneas de partidarios y detractores son, por su cantidad, imposibles de reseñar en un trabajo como el presente. 9 Entendemos a las identidades políticas como solidaridades sociales que alcanzan una relativa estabilidad y permanencia en relación con la definición de asuntos públicos. Sobre el particular, ver Aboy Carlés (2001).
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Donghi (1998 y 2000) y Marcelo Padoan (2002), que abordan algunos de los rasgos centrales que aquí nos interesan. En cuanto a los estudios sobre el peronismo, la situación no variaba radicalmente. La temática había sido monopolizada por los científicos sociales hasta llegada la década de los ochenta. Los sociólogos habían concentrado su mayor atención en el surgimiento del fenómeno peronista, descuidando en general lo que fue una variada década de gobierno. Cuando los historiadores se abocaron al estudio del peronismo, tendieron a parcelar necesariamente el recorte de dimensiones específicas, como las relaciones con la Iglesia, con los sindicatos, con los empresarios o con los intelectuales, lo que dificultó una reconstrucción de conjunto del período 1943-1955. Las perspectivas más generales quedaron mayormente en manos de historiadores ajenos al ámbito académico o de publicistas.10 No pocos de los estudios más cuidadosos y significativos que son canónicos a la hora de ensayar interpretaciones sobre la experiencia peronista desarrollan además un sesgo no menor. La caracterización de un quiebre o abandono del impulso reformista inicial habita los trabajos de Torre (1990), James (1990), Laclau (2005), De Ípola (1987), y de éste y Portantiero (1989), como si en un variable instante de la larga década peronista la democratización social hubiera mutado en la defensa de un statu quo desmovilizador, cuando no represor, del surgimiento de nuevas demandas. No es difícil intuir detrás de esta aseveración el anacronismo de una proyección retrospectiva de conclusiones forjadas al calor de la experiencia del siguiente gobierno peronista de 1973-1976, cuando la descomposición del modelo populista dio lugar a la escalada violenta y represiva. Un análisis más pormenorizado de la década peronista revela, en cambio, cómo ambas tendencias, a la partición reformista y a la recomposición ordenancista de la comunidad política,
10 Me refiero básicamente a los dos trabajos más exhaustivos de la década peronista: Luna (1986) y Gambini (2007). Existen, no obstante, algunas excepciones significativas: Santos Martínez (1976), Del Barco (1983), Ciria (1983), Rein (1998) y Altamirano (2001), entre otros. Desde la sociología encontramos también la excepción del trabajo de Waldmann (2009), publicado por primera vez en Alemania en 1974, y que propone una interpretación de conjunto de la década peronista, estableciendo una periodización de la misma. Para un balance de la historiografía del peronismo, ver Plotkin (1998) y Rein (2009).
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atraviesan todo el período (Melo 2009), y es precisamente ello lo que aparece soslayado en estas ineludibles investigaciones. Como hemos señalado anteriormente, el proceso iniciado en 1983 dio rienda a un nuevo interés historiográfico acerca del primer peronismo. Recientemente, Omar Acha y Nicolás Quiroga (2012) han utilizado el término “normalización” para criticar las principales corrientes de interpretación sobre el fenómeno peronista del período. El blanco de su crítica son autores como Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza (2002) o Luis Alberto Romero (2013), que realizan una lectura del proceso peronista en términos de democratización y expansión de derechos. Acha y Quiroga reaccionan frente a las lecturas gradualistas, inspiradas en la historiografía y la sociología política británicas —el fantasma del célebre ensayo de Marshall y Bottomore (1998 [1950]) es una constante apenas explicitada a lo largo del libro—, que en su opinión desnaturalizarían la conmoción sacrílega que la irrupción social y política del peronismo habría tenido en la vida pública argentina. Paradójicamente, los autores comparten la idea de una defección originada en la cumbre del poder peronista (en el propio Perón y en parte de la segunda línea del liderazgo peronista); esto los lleva, inspirados en una obra como la de Daniel James (1990), a forjar una nueva agenda de investigación que apuesta a la microhistoria y la reconstrucción de las vivencias y prácticas organizacionales de la base peronista, entendida como reservorio de los sentidos originarios ante la traición dirigencial. La contraposición entre una historia normalizadora que lee al peronismo en clave de proceso de democratización y la crítica que resalta su carácter disruptivo e inasimilable para la vida pública argentina tiende a cubrir con un velo la exploración de las fuertes tensiones que caracterizaron a la experiencia peronista y su complejo juego entre la ruptura y la recomposición del espacio comunitario. En otras palabras, el carácter democratizador o herético dejaría de ser el resultado de interpretaciones contrapuestas del hecho peronista para ser entendido como un rasgo constitutivo del mismo objeto bajo estudio. No tendríamos una normalización frente a una anomalía, sino un complejo proceso de democratización herética, como veremos en el próximo apartado. Pero no son estos los únicos espacios de incertidumbre que nos revelan los estudios sobre el peronismo. La aproximación a la relación entre el
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primer peronismo, las instituciones republicanas y el Estado de Derecho ha estado muy cerca de constituir un tema tabú para los estudios especializados generados a partir de 1983. Es como si una memoria culpable de la larga proscripción de una fuerza política mayoritaria entre 1955 y 1973 —sumada a la represión dictatorial más reciente, de la que, entre otros, fue víctima una parte del movimiento peronista— hubiera sepultado esta indagación bajo una lápida tan pesada como la que obtura cualquier debate sobre la violencia política de los años setenta. La tarea de estudiar, entonces, los procesos de constitución y desarrollo de las principales identidades políticas populares argentinas (el radicalismo de matriz yrigoyenista y el peronismo), si bien contaba con un importante aporte historiográfico, presentaba lagunas que requerían una aproximación interdisciplinaria en la que la pregunta sociológico-política que buscaba explorar si existía algún tipo de relación entre aquellos procesos y la inestabilidad institucional debía abrirse tanto a la interpretación teórico-política como a la labor propia del historiador.
2. El modelo populista La reconstrucción de los procesos de constitución y funcionamiento de las principales identidades políticas argentinas del siglo XX nos permitió identificar un conjunto de rasgos prototípicos. Son ellos los que nos posibilitaron dar forma a una nueva caracterización tentativa del fenómeno populista, ya que hemos comprobado su pertinencia para abordar otros procesos sobre los que hay un acuerdo mayoritario de los especialistas en caracterizar bajo tal nominación en la región, particularmente, el cardenismo mexicano y el varguismo brasileño.11 Reseñamos a continuación sus principales características.
11 La larga derivación de este conjunto de rasgos supuso una serie de estudios sobre los casos particulares, que, obviamente, sólo puede aparecer en forma modélica y abreviada en el presente artículo. Sobre el particular, me remito a los trabajos de Julián Melo (2009 y 2007), Sebastián Barros (2006a y 2006b), Alejandro Groppo (2004), Nicolás Azzolini (con Melo 2011), Ricardo Martínez Mazzola (2012 y 2009), Daniela Slipak (2013), Sebastián Giménez (2011), y a los de mi propia autoría, citados en las referencias.
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a. Fundacionalismo Es un rasgo constitutivo del yrigoyenismo y el peronismo argentinos, observable también en otros procesos populistas de la región: el establecimiento de una abrupta frontera entre un pasado considerado oprobioso y un futuro venturoso concebido como el reveso vis à vis de ese ayer que se pretendía dejar atrás. La idea de una fuerte ruptura con el pasado inmediato y el comienzo de una historia novedosa es central en todos ellos. Si bien todos los procesos populistas intentan construir algún tipo de filiación con experiencias del pasado de las que se proclaman sus continuadores, esta característica es extremadamente variable entre los distintos casos bajo estudio. Así, el yrigoyenismo argentino y el cardenismo mexicano fueron muy prolíficos a la hora de imbricar al propio movimiento en una tradición que les precedía y que muchas veces era reinventada desde el presente político. Por medio de la palabra de la dirigencia cardenista encontraremos una y otra vez la referencia a una continuación de la labor emancipatoria iniciada por la Revolución Mexicana y truncada en las presidencias que antecedieron al ciclo iniciado en 1934. De igual forma, la palabra de ribetes cuasi mesiánicos de Yrigoyen concebía a la UCR como la continuadora del proceso de construcción de la nacionalidad iniciado en los albores del siglo XIX y extraviado en los enfrentamientos civiles, primero, y en el orden conservador, después. La nación era para el yrigoyenismo una meta utópica hacia la que el propio movimiento conducía. No se trataba de la simple representación de una realidad ya dada, sino de la compleja puesta en marcha hacia un futuro por venir. En este aspecto, el varguismo y el peronismo suponen una más ligera labor de vinculación con el pasado. Si bien en el surgimiento del peronismo el líder intentó seducir a los simpatizantes yrigoyenistas evocando al fallecido conductor del radicalismo, en cuya deposición había participado quince años antes, tanto en este caso como en el del varguismo, es la novedad la que prima en el discurso oficial: un presente de felicidad, bienestar y desarrollo con justicia social aparece como el reverso de un pasado de opresión. Será recién con la deposición del peronismo en 1955 cuando un discurso historiográfico revisionista, hasta entonces marginal, ocupa un lugar central en la operación, auspiciada desde la conducción, de enlazar al propio movimiento con diversas luchas populares de un pasado remoto.
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b. Hegemonismo El segundo rasgo característico de las fuerzas populistas está inscripto también en la dinámica de su ruptura fundacional. El enfrentamiento entre las fuerzas del pasado que se pretende desplazar y el propio movimiento está lejos de constituir una disputa simétrica en el discurso de la dirigencia emergente. Todas las fuerzas populistas surgen reclamando para sí la representación de la nación toda frente a lo que consideran un conjunto de usurpadores carentes de arraigo, que son estigmatizados como una mera excrecencia irrepresentativa. De aquí el hecho fundamental de que los movimientos populistas se conciben no como una fuerza política entre otras, sino como la representación de la totalidad. Tomando una distinción clásica que fuera reactualizada por Taguieff (1996) y Laclau (2005), la plebs del populismo, entendida como el conjunto de los menos privilegiados, emerge a la vida pública reclamando para sí la representación del populus, esto es, del conjunto de los miembros de la comunidad. La metáfora maurrasiana que contrapone un país visible y un país invisible se hibridaría con las propias tradiciones hasta conformar la idea de un cierre de la representación. El régimen vigente es caracterizado como una usurpación que no permite que el verdadero país, sumergido y subyugado, alcance la luz de la representación pública. Por ello, es en la remoción de obstáculos circunstanciales, como aquellos que impiden la plena vigencia de la Constitución denunciada por el yrigoyenismo, donde se cifran las esperanzas para hacer factible la expresión de una voluntad popular concebida de forma antropomórfica. La concepción de una voluntad unanimista como resultado de la expresión del “verdadero país” está lejos de ser unívoca en los distintos populismos. Si en el caso del yrigoyenismo la misma se acerca a la imagen de una identidad inmediata que marcha hacia su destino bajo la conducción del líder, en el caso del peronismo, la homogeneidad será el producto del artificio político que por medio del conductor concilia los diferentes intereses. Es paradójicamente este rasgo democrático y homogeneizador de los movimientos populistas el que plantea una coexistencia más conflictiva con el reconocimiento del pluralismo político y, por tanto, con algunos aspectos centrales que hacen referencia a valores protegidos por la tradición republicana y liberal. Autoconcebidos como representantes de la nación en
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su conjunto, los movimientos populistas desarrollarán una débil tolerancia hacia sus circunstanciales opositores, que, estigmatizados como la “antipatria”, quedarán expuestos a ser expulsados del demos legítimo. Pero los populismos jamás consuman el cierre totalitario que supondría la impronta hegemonista: existe en los mismos un inerradicable elemento de pluralidad que los aleja del horizonte propio de una identidad total. De ello nos ocuparemos en el punto siguiente. c. Regeneracionismo Fundacionalismo y hegemonismo conllevan, al aparecer conjuntamente como rasgos característicos de una identidad política, una tensión ineludible. Por una parte, el fundacionalismo supone el planteamiento de una diferencia específica. En su origen aparece, como en toda identidad popular, el proceso de constitución de una solidaridad política que articula y tiende a homogeneizar un espacio que se reconoce como negativamente privilegiado en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyendo un campo identitario común que se escinde del acatamiento y la naturalización del orden vigente. El antagonismo respecto al poder, característico de toda identidad popular, es el que posibilita, en el caso particular del populismo, esa pretensión de construir una bisagra histórica que, marcando un nuevo comienzo, o acaso planteándose como la continuación de una epopeya interrumpida y negada en el inmediato presente, señala esa abrupta frontera con el pasado. Para que esto sea posible, para que la identidad popular como tal se constituya, son necesarios esa escisión y ese antagonismo que tienden a crear una división del espacio comunitario. Laclau (1978 y 2005) ha advertido con claridad este aspecto, que reseña como un enfrentamiento entre el pueblo y el bloque de poder, pero su error es confundir este rasgo propio de toda identidad popular con el caso más específico de una subvariedad de las identidades populares como es el populismo (Aboy Carlés, Barros y Melo 2013). Ahora bien, el hegemonismo aparece como la mutilación de ese requisito básico y propio de la relación antagónica entre pueblo y bloque de poder, en la medida en que hace del otro del pueblo, esto es, del bloque de poder, una mera excrecencia irrepresentativa sin arraigo ni representación. El radical enfrentamiento parece diluirse cuando la entidad misma del adversario es puesta en
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cuestión y se autoadjudica a la fuerza emergente una representación de la totalidad comunitaria. En ese caso sólo caben dos posibilidades: o el antagonismo es dirigido hacia el pasado inmediato y expulsado del nuevo presente, o la reconciliación social que permite una representación global de la comunidad se proyecta como un horizonte futuro. La dinámica de la relación entre la plebs y el populus, entre la parcialidad y la totalidad comunitaria, se nos revela más compleja de lo que una primera observación supone. Para ser precisos, esta tensión es en verdad propia de toda identidad política que aspira a cubrir un espacio más amplio que el que abarca en su momento de emergencia. Si, por una parte, una identidad emergente se afirma como una diferencia específica que se distingue del resto de las identidades presentes, por otra, la posible ampliación de su espacio requiere alguna dinámica de negociación, bien de la propia identidad inicial, bien del espacio que la misma excluye. La hegemonía es precisamente el proceso de redefinición de esos límites que implica todo proceso de ampliación del espacio solidario de una identidad. La especificidad del populismo se recorta por medio de un mecanismo particular de negociar esta tensión entre la representación de la parte emergente y la representación de la comunidad global. Si la primera supone necesariamente una partición dicotómica de la comunidad (en la que la plebs se enfrenta a sus adversarios), la segunda implica, por el contrario, algún tipo de conciliación que posibilite la representación de la unidad política como un todo, esto es, la representación del populus. La contradicción entre fundacionalismo y hegemonismo se pone de manifiesto cuando la emergencia de la nueva identidad política choca ante la circunstancia de una menor plasticidad social que la supuesta, esto es, cuando sus aspiraciones a una representación global de la comunidad son desmentidas por la evidencia de una sociedad dividida, donde una importante masa de la población las rechaza. Los actores del antiguo orden están lejos de constituir una mera excrecencia sin arraigo comunitario y emergerán aun nuevos actores que también rechazan su pretensión hegemonista. Sólo el mexicano Lázaro Cárdenas obtuvo en 1934 un aplastante 98% de los sufragios, y ello en virtud del particular sistema de restricción y disuasión de la competencia existente en su país. Aun así, debió enfrentar poderosas oposiciones tanto
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dentro como fuera de su partido. Hipólito Yrigoyen en 1916, Juan Domingo Perón en 1946 y Getúlio Vargas en 1950 accedieron al poder con un rechazo del 48, el 45 y el 51% de los votantes, respectivamente. Si bien estas distintas experiencias recurrieron a variadas formas de represión selectiva del espacio opositor, su estrategia nunca se redujo a la conversión forzada de esa porción opositora del populus a la nueva fe de la plebs. El mecanismo particular que ensayaron, y que es la particularidad definitoria del populismo, fue un complejo modo de negociar esa tensión entre la ruptura y la conciliación del espacio comunitario, consistente en la a veces alternativa, a veces simultánea, exclusión-inclusión del oponente del demos legítimo. Es a ello a lo que se refiere la metáfora de un juego pendular característico de los populismos entre la ruptura y la conciliación social, un juego que es constitutivo del fenómeno y que no sigue una secuencia predeterminada. Como esbozamos anteriormente al hablar de los estudios sobre el primer peronismo, la proyección anacrónica de la experiencia de los años setenta llevó a no pocos investigadores a leer el fenómeno como una secuencia entre un inicial ciclo reformista de ruptura y un posterior giro ordenancista de conciliación. En verdad, ambas tendencias son constitutivas de todo el proceso y coexisten en tensión a lo largo de toda la década peronista. A diferencia de las experiencias totalitarias, los populismos desarrollan una importante movilidad en los límites que recortan a las identidades políticas. Más aún, estos límites son permeables y permiten importantes grados de movilidad entre espacios identitarios inicialmente antagónicos. Más que un enfrentamiento entre identidades excluyentes, los populismos revelan importantes áreas de superposición entre las fuerzas en pugna. Hablamos de regeneracionismo porque, precisamente, lo que se advierte en las experiencias populistas es una constante renegociación tanto de las características de la plebs inicial como del espacio que se le opone. Los sentidos atribuidos al 17 de octubre, para poner como ejemplo una fecha fundacional en el imaginario peronista, no serán idénticos en 1945, 1949 o 1953. El populismo permanentemente borra y reinscribe de otra forma su desafío fundacional, y esta circunstancia modifica también los sentidos sedimentados que amalgaman el campo de quienes se le oponen. No hay reducción del populus a plebs, simplemente porque ni la plebs ni el populus permanecen
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idénticos a sí mismos. Melo (2009) ha desarrollado una aguda crítica a la imagen de un proceso pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria (Aboy Carlés 2003) al indicar que ese movimiento nunca recorre un espacio definido de una vez y para siempre, sino que son los contenidos mismos que definen la ruptura y la conciliación los que no dejan de transformarse a lo largo de las experiencias populistas. En el populismo, el enemigo nunca es completamente el enemigo, es el que aún no comprende los nuevos tiempos pero que en algún momento del futuro lo hará, para señalar una expresión cara a la discursividad del propio Perón. Así también en el yrigoyenismo, donde los políticos venales y fraudulentos del ayer, aquellos a los que se estigmatiza, en situaciones de amenaza mutarán en los regenerados ciudadanos virtuosos del mañana. Si el enemigo nunca es plenamente el enemigo, tampoco la conciliación es una figura que se materialice consistentemente en el presente. Será siempre un horizonte, permanentemente diferido hacia un futuro por venir. Por este motivo, porque la ruptura nunca expulsa en forma definitiva a ese remanente del populus que la rechaza, los populismos guardan un elemento de pluralidad que los aleja de la figura totalitaria.12 Sus relaciones con un orden democrático liberal, que habitan conflictivamente, serán tensas y variables, particularmente en virtud de esa constante inestabilidad del demos legítimo. Todas las banderas populistas adquieren un doble valor en función de este juego pendular entre la ruptura y la conciliación. Por eso, estas experiencias han dado lugar a lecturas contrapuestas que las interpretan como procesos reformistas o como movimientos reaccionarios de conciliación forzosa. Un ejemplo del extremo de esa dualidad, que alcanza un singular formato institucional, está dado por la creación, bajo el auspicio de Getúlio Vargas, del Partido Trabalhista Brasileiro y del Partido Social Democrático en el Brasil de 1945. Una idea tan simple como la de “justicia social” no deja de estar atravesada por sentidos contrapuestos, inscriptos en una misma
12 En este punto nos diferenciamos radicalmente de la aproximación al populismo que realiza Loris Zanatta (2008 y 2014), quien caracteriza a estos fenómenos como una restauración secularizada del unanimismo religioso de la herencia colonial. Para nosotros, el regeneracionismo, lejos de ser una pulsión totalitaria de recomposición de la unidad, es un mecanismo relativamente incruento de administración del conflicto.
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experiencia, que la conciben como una forma de liberación de la opresión o como una conciliación de tipo organicista. Aun cuando estemos alejados de su marco de referencias y de las aristas teleológicas que permean su pensamiento, el regeneracionismo populista nos demuestra la agudeza de algunas intuiciones tempranas de Germani, cuando ve en este tipo de fenómenos mecanismos capaces de procesar rápidas transformaciones sociales en períodos acotados. De igual forma, ese constante dividir y recomponer a la comunidad que caracteriza a los populismos en su empresa reformista parece confirmar las conclusiones de Alain Touraine (1998) cuando sugiere que las políticas nacional-populares han sido en no pocas ocasiones mecanismos de integración capaces de garantizar procesos pacíficos de transformación. La distancia no podría ser mayor con las actuales y recurrentes lecturas que reducen los populismos simplemente a un formato de división y conflictividad social. En Argentina en particular y en América Latina en general, los populismos clásicos constituyen un hito insoslayable en los procesos de homogeneización e integración política, social y territorial que son supuestos del Estado moderno. d. Oposiciones bipolares Una nota recurrente que concentra la atención de los estudiosos del populismo es la extremada variedad política e ideológica que caracteriza a las oposiciones que genera y que suelen converger en un accionar concertado en su caída, sea en la Argentina de 1930 y 1955 o en el Brasil de 1954. Liberales, centristas, nacionalistas reaccionarios, izquierdistas de diversas tendencias y aspirantes a disputar el monopolio de la representación nacional-popular constituyen un variopinto contingente dispuesto a terminar con la anomalía. La explicación de la heterogeneidad del arco opositor recibe nueva luz si la observamos a partir de las características específicas del mecanismo populista que hemos descripto en el apartado anterior. El permanente juego entre la ruptura y la conciliación social, propio de los procesos populistas, nos permite comprender la vertebración de oposiciones bipolares: las unas, adversarias de su carácter reformista y críticas de la división comunitaria que el populismo introduce; las otras, desde la izquierda, adversarias del intento
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conciliador y de recomposición comunitaria. La circunstancial confluencia de unos y otros es la que posibilita la caída. El caso mexicano constituye un ejemplo atípico: en buena medida, el Partido de la Revolución Nacional, a partir de 1938 Partido de la Revolución Mexicana, en cuanto Partido-Estado logró contener en su interior a buena parte de los sectores reformistas, en virtud de la radicalidad del gobierno de Cárdenas. La definición de la sucesión entre el ala más reformista, representada por Francisco Múgica, y la más moderada, que llevaría finalmente a la Presidencia a Manuel Ávila Camacho, se dio en un marco en que ambos sectores cooperaron, ante el desafío, al monopolio partidario del poder por la derecha extrapartidaria organizada alrededor de la figura de Juan Andreu Almazán, quien sería vencido en los oscuros y sangrientos comicios de julio de 1940. e. Beligerancia en la ciudadanía y las instituciones El último rasgo que es central a la hora de caracterizar el fenómeno populista deriva también del particular mecanismo de negociación de la tensión entre la división y la conciliación social que hemos reseñado en el punto 2.c, dedicado al regeneracionismo. Suele ser un lugar común tanto de los detractores como de los defensores del populismo (y el caso más notorio es el de Ernesto Laclau, entre los últimos) señalar una abrupta exclusión entre el populismo y las instituciones políticas. La división social y la concepción de una voluntad del pueblo no sujeta a los mecanismos de la ley estarían en la base de esta extraña coincidencia entre quienes abominan del populismo en defensa de las instituciones y de quienes rechazan a las instituciones por considerarlas una forma de eclipse de la política y clausura del imperio de la voluntad popular. Lo que ambas aproximaciones ocultan es la gigantesca labor de creación de instituciones que han acarreado las experiencias populistas realmente existentes. La expansión de derechos políticos y sociales en buena parte de América Latina y la organización de distintos sectores sociales y de agencias estatales se han dado muchas veces precisamente de la mano de experiencias de tipo populista. Pero esas instituciones estarán atravesadas por aquella tensión constitutiva entre la ruptura y la conciliación que el populismo viene a gestionar. En su célebre trabajo “Apuntes para una teoría del Estado”, Guillermo O’ Donnell (1978) advertía que en América Latina la invocación al elemento
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“popular” como solidaridad colectiva que media entre el Estado y la sociedad tendía a alcanzar una mayor relevancia que en los países capitalistas centrales, y que esto ocurría en desmedro de otro tipo de mediaciones, como era el caso de la figura de la ciudadanía. La distinción analítica de O’Donnell puede ser reinterpretada, tal como sugieren posteriores trabajos del mismo autor (1997), no ya para marcar las distancias con un supuesto modelo ideal, sino para advertir la especificidad de las formas de ciudadanía que han sido características de buena parte de la región y que aún marcan con su impronta nuestra vida política. Así, en los populismos, los derechos políticos y sociales, para mencionar solamente un ejemplo, dejan de reducirse, como es propio de la tradición republicana, a una prerrogativa inherente a la membresía en una comunidad política. Junto a ello, representarán también conquistas efectuadas a partir de una lucha contra quienes en un pasado cercano habían prosperado sobre la base del sojuzgamiento y la opresión de la mayoría. En definitiva, sobre las instituciones del populismo se proyecta la dinámica de inclusión y exclusión del oponente, la conciliación propia de una membresía común y la beligerancia de la partición. Es precisamente esa sombra de la inestabilidad del demos legítimo la que habita en las instituciones del populismo y la que, al mismo tiempo, conlleva una relación que puede volverse problemática, según el caso particular de que se trate, con los postulados de la democracia liberal.
A modo de epílogo: después del populismo Comenzábamos estas páginas indicando que contra lo que habitualmente se cree, la nueva ola de estudios políticos sobre el populismo está más vinculada a las preocupaciones surgidas en los años ochenta acerca de las posibilidades del establecimiento de democracias liberales en la región que a la actual proliferación de gobiernos ligeramente nominados de ese modo en la América meridional. Las intuiciones de Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola —que permearon la palabra presidencial en la Argentina de mediados de los años ochenta apuntando que existía algo en la estructuración misma de las identidades populares argentinas que había dificultado el funcionamiento de un orden político estable— parecen alcanzar cierta verosimilitud cuando desentrañamos un
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complejo mecanismo en el que se articulan el fundacionalismo, el hegemonismo, el regeneracionismo, la presencia de oposiciones bipolares y la beligerancia en la ciudadanía y las instituciones. Las complejas relaciones entre el populismo y la democracia liberal no nos permiten ser concluyentes: la incompatibilidad o no entre ambos no puede ser planteada sin atender a los distintos casos particulares (Aboy Carlés 2010). Serán las distintas formas de combinación entre el elemento hegemonista —el más disruptivo para el orden democrático liberal— y la moderación de sus efectos a partir del desarrollo de formas específicas de regeneracionismo, las que deben iluminar una difícil tarea aún por realizar. Nótese que, a diferencia de distintas aproximaciones en boga, no se hace aquí hincapié en el papel del liderazgo personalista a la hora de señalar los rasgos distintivos del fenómeno populista. Ciertamente, el liderazgo personalista fue vital en los llamados populismos clásicos latinoamericanos, pero no sólo en ellos. Distintas formas políticas fueron igualmente dependientes de los liderazgos personales, y el hecho de extender el término populismo a cualquier experiencia de este tipo no ha hecho sino aumentar la ambigüedad de la noción. No se trata de una omisión, sino del creciente convencimiento de que el mecanismo populista podría replicarse aun en ausencia de un liderazgo carismático. De hecho, algunas indagaciones recientes parecen abonar este supuesto.13 En sentido estricto, el populismo, tal como aquí ha sido descripto, colapsó en el caso argentino a mediados de los años setenta del siglo pasado, durante el tercer gobierno peronista. La radicalización de la juventud y la polarización con sectores del propio peronismo hicieron cada vez más difícil recrear la recomposición del juego pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria. La muerte de Perón acabó con la única y ya maltrecha instancia decisoria. Fue entonces la violencia, y no el populismo, la que dirimió los destinos del país. Es claro que indicar esta circunstancia nada nos dice acerca de la posibilidad de que experiencias de tipo populista puedan o no vertebrarse en el futuro.
13 Ver sobre el particular el trabajo de Julián Melo “Reflexión en torno al populismo, el pueblo y las identidades políticas en la Argentina (1946-1949)” (en Aboy Carlés, Barros y Melo 2013). Allí, el autor explora la réplica del mecanismo populista en sectores del radicalismo intransigente durante el primer peronismo.
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Es paradójicamente en la propia fundación democrática de 1983, y en la supervivencia de muchos de los valores que la animaron, donde radican los principales obstáculos para la reiteración de experiencias de tipo populista en sentido estricto. Las dimensiones liberal y republicana que la fundación activó sobre la extensa impronta democrática de la vida política argentina del siglo XX han constituido un férreo límite al hegemonismo en sentido fuerte, esto es, a la pretensión de cualquier identidad emergente de cubrir la totalidad de la representación comunitaria creando mecanismos de depuración de los oponentes. Los rasgos autoritarios, generalmente atribuidos al menemismo en su momento o al kirchnerismo con posterioridad a 2011, poco tienen que ver con aquellos mecanismos efectivos de coacción que caracterizaron los intentos de homogeneización de otrora, y más se parecen a las aristas delegativas señaladas por O’Donnell (1997). Sin lugar a dudas, ambas experiencias colisionan con algunos principios propios de la fundación, pero este hecho no las convierte sin más en populistas: en ninguno de ambos casos se verifica la radical inestabilidad del demos que era característica de aquel tipo de fenómenos. El espectro del populismo y su impronta democratizadora están, sin embargo, lejos de constituir una realidad completamente ajena para la vida pública argentina. Algunos de sus rasgos característicos han seguido permeando nuestra realidad cotidiana: el recurrente fundacionalismo y cierta beligerancia de la ciudadanía y las instituciones aparecen como los más notorios a lo largo de los treinta años que han transcurrido. No obstante, el mecanismo populista como un todo parece ser un hecho del pasado. Es esta razón la que nos ha llevado recurrentemente a hablar de cierto populismo atemperado para caracterizar al régimen político argentino durante grandes lapsos del período iniciado en 1983. Lo hacemos con el convencimiento de que se trata de un régimen radicalmente distinto del que marcó buena parte de la vida democrática argentina del siglo XX, pero que no se reconoce en forma plena en todas las características que definen la democracia liberal. Parecemos estar frente a un complejo híbrido cuya perdurabilidad nos coloca ante una realidad nueva y relativamente estable, antes que frente a un fenómeno transicional. Para describirlo, la compleja caracterización de las democracias delegativas parece inapropiada, ya que suele ser por momentos excesiva y por momentos insuficiente.
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H
Gerardo Aboy Carlés es doctor en Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (España). Actualmente es investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina (CONICET) y profesor titular del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Es autor del libro Las dos fronteras de la democracia argentina. La reformulación de las identidades políticas de Alfonsín a Menem. Rosario: Homo Sapiens, 2001; y coautor de Releer los populismos. Buenos Aires: CAAP, 2004, y Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo. Buenos Aires: UNGS/UNDAV, 2013. Ha publicado diversos artículos y capítulos de libros sobre identidades políticas y populismo en distintos países. Correo electrónico: gerardoaboy@hotmail.com
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Populismo como vontade de democracia Daniel de Mendonça Universidade Federal de Pelotas, Rio Grande do Sul (Brasil) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.03 RECEBIDAS: 13 de outubro de 2013 APROVADO: um de abril de 2014 REVISADO: 30 de maio de 2014
Neste texto, reflete-se teoricamente sobre o populismo no contexto do modelo das democracias liberais contemporâneas. Entende-se este modelo no sentido proposto pelas teorias democráticas elitistas do século XX (Schumpeter 1984) que, na prática, redunda nas democracias representativas conhecidas como poliarquias (Dahl 1997). Inicia-se o trabalho tratando dos elementos introdutórios acerca do populismo no âmbito da democracia representativa. Neste particular, dáse especial atenção ao que se entende ser o seu núcleo duro, ou seja, o populismo como um discurso político que constitui o povo antagonicamente contra a elite política. Na sequência, apresenta-se a razão populista de Ernesto Laclau, a qual é, a despeito de alguns pontos que serão criticados, a formulação mais refinada sobre o tema. Ao final, apresenta-se a ideia central acerca do fenômeno populista, fundada na tríade democracia-instituição-populismo.
RESUMO:
PALAVRAS-CHAVE:
neopopulistas
populismo • democracia liberal • vontade popular • teorias
H O artigo trata-se de uma reflexão teórica sobre o populismo, fruto de um trabalho de pesquisa que buscou, sobretudo, mapear os sentidos de populismo no que contemporaneamente tem sido chamado de “neopopulismo”, mas enfocando, principalmente, na posição pósestruturalista da teoria do discurso de Laclau e seguidores. Este artigo não foi financiado por qualquer instituição.
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El populismo como voluntad democrática RESUMEN: En este trabajo, se hace una reflexión teórica sobre el populismo en el contexto del modelo de las democracias liberales contemporáneas. Este modelo se entiende en el sentido propuesto por las teorías del elitismo democrático del siglo XX (Schumpeter 1984) que, en la práctica, influyeron en el modelo de las democracias representativas, o poliarquías (Dahl 1997). El artículo comienza exponiendo dos elementos introductorios sobre el populismo, en el marco de la democracia representativa. En particular, se presta especial atención a lo que se entiende que es su esencia, a saber, el populismo como un discurso político que constituye al pueblo antagónicamente contra la élite política. Luego se presenta la razón populista de Ernesto Laclau, la cual es, a pesar de las revisiones y críticas, la formulación más refinada sobre el tema. Por último, se presenta la idea central sobre el fenómeno populista, basada en la tríada democracia– institución–populismo. PALABRAS CLAVE:
neopopulistas
populismo • democracia liberal • voluntad popular • teorías
H
Populism as Democratic Choice ABSTRACT: This paper reflects on populism in the context of contemporary liberal democracies. This model can be understood through theories of democratic elitism in the 20th-century (Schumpeter 1984) which, in practice, had an influence on the model of representative democracies, or polyarchies (Dahl 1997). The article begins with two introductory elements on populism, within the context of representative democracy. In particular, attention is given to what is understood to be its essence; namely, populism as a political discourse which sets the public antagonistically against the political elite. The paper then considers the populist reasoning of Ernesto Laclau which, in spite of revisions and critiques of his work, has demonstrated the most sophisticated approach to the topic. Finally, the central idea of the populist phenomenon is discussed, based on the triad democracy-institution-populism. KEYWORDS: populism • liberal democracy • popular will • neo-populist theories
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Introdução
Pois o povo, como disse Cícero, mesmo quando vive mergulhado na ignorância, pode compreender a verdade, e a admite com facilidade quando alguém da sua confiança sabe indicá-la. Nicolau Maquiavel, Discursos, Livro I, Capítulo IV
Neste texto, reflete-se teoricamente sobre o populismo no contexto do modelo das democracias liberais e institucionais. Entende-se este modelo no sentido proposto pelas teorias democráticas elitistas do século XX (Schumpeter 1984) que, na prática, redunda nas democracias representativas ou ainda conhecidas como poliarquias (Dahl 1997). Inicia-se tratando de alguns elementos introdutórios acerca do populismo no âmbito da democracia representativa. Neste particular, dá-se especial atenção ao que se chama aqui de seu núcleo duro, ou seja, o populismo como um discurso político que constitui o povo antagonicamente contra a elite política, ou seja, na maior parte das vezes, justamente aqueles que, dentro da normalidade da teoria democrática elitista, deveriam ocupar legitimamente e de forma pacífica o poder. Na sequência, apresenta-se a razão populista de Ernesto Laclau (2005a), a qual é, a despeito de alguns pontos que são aqui criticados, a formulação mais interessante sobre o tema. Ao final do artigo, apresenta-se a ideia central acerca do fenômeno, fundada na tríade democracia-instituição-populismo.
1. Preliminares populistas Contrariando estudos da segunda metade do século XX (Weffort 1980; Ionescu e Gellner 1970) que, em geral, entendiam ser o populismo, ao mesmo tempo, um fenômeno histórico e ligado ao desenvolvimento incipiente da democracia em seus contextos de surgimento, novas abordagens acerca do fenômeno têm ido em outra direção. Nesse sentido, cada vez entende-se mais que o populismo não é uma experiência política datada ou marcada, seja historicamente, seja por um déficit no desenvolvimento democrático. Não se trata de uma forma específica de governo ou de regime político.
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O populismo é uma lógica política que tem uma especificidade: nomear o povo na sua relação de antagonismo contra os poderosos. Vivemos sob a égide de regimes políticos democrático-liberais que, ao menos de forma retórica, remetem-se à vontade popular. Quando nos referimos à vontade popular, não dizemos que esta esteja desde já formulada, que basta a sua mera interpretação. “Vontade popular” é um nome sem conteúdo próprio: é um significante flutuante que espera um significado para ser vinculado. Dessa forma, as democracias realmente existentes devem sempre endereçar o sentido de suas políticas ao povo, mesmo que esse ato seja apenas cinicamente performático: “Remeto-me ao povo ainda que eu saiba que a política que estou empreendendo favorece somente a mim e aos meus correligionários”, diria um político inescrupuloso. Sabemos isso: o povo é o limite e a fonte de legitimidade de toda política democrática. Vontade popular e poder do povo são horizontes da democracia: ambos são inalcançáveis, mas sempre necessários de ser buscados. A razão para a impossibilidade efetiva de se chegar à vontade popular já foi há algum tempo “descoberta”: para os teóricos elitistas, tais como Joseph Schumpeter (1984), não se pode alcançar aquilo que de fato não existe, ou seja, não há efetivamente vontade popular. Assim, em termos racionais, percorremos sempre caminhos aporéticos se buscarmos “descobrir” o que povo, poder do povo ou vontade do povo “de fato” significam. Não significam em si: são significados em tempos e em locais distintos, com sentidos que podem ser até completamente diferentes. Para os elitistas, a solução é simples: visto que não existe vontade popular, basta que os cidadãos votem naqueles que irão governá-los e julguem seus mandatos na próxima eleição. A essa soma de votos e a sua consequente composição nas casas legislativas é dado o nome de democracia. No entanto, discorda-se aqui que a questão se resolva da maneira como os elitistas a definem. Para eles, se não existe, de fato, vontade popular, basta que construamos uma série de instituições políticas fundadas numa “igualdade” entre os cidadãos para associarmos essa igualdade ao que seria o interesse de todos. Tal igualdade fundamenta-se na célula inicial da sociedade liberal democrática do Ocidente, ou seja, o indivíduo e seus interesses. Parte-se do pressuposto, já bem conhecido, que todos têm condições idênticas de prosperar desde que se assegure —em termos evidentemente abstratos e formais— liberdade e igualdade
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individuais. Esse pressuposto, que teve seu início no âmbito econômico, espalhou-se para outras áreas, inclusive para o mundo da política, sintetizado no princípio “um homem, um voto” e na ideia: “deixem para os representantes e para as instituições todo o trabalho político”. Os democratas liberais partem do pressuposto —ou muito otimista ou muito cínico— de que as instituições são instâncias, ainda que políticas, fundadas numa neutralidade transcendente: basta que elas sejam bem administradas para que reflitam a vontade do povo, ou seja, tornem-se democráticas. Campanhas públicas pelo voto consciente partem desse princípio extremamente discutível. Entende-se que nunca haverá vontade popular na ação de qualquer parlamentar, pelo fato de que ele não é representante efetivo de vontade alguma, mas tão somente alguém que teve o número suficiente de votos em uma eleição. Não se está, com isso, dizendo que não existe qualquer legitimidade política na engenharia institucional das democracias realmente existentes; está-se simplesmente afirmando que não podemos reificar essa fórmula como a única possível de ser chamada democracia. Aqui chegamos em um dos becos sem saída da democracia liberal. Se, por um lado, o regime está fundado na vontade popular (abstrata e irreal), por outro lado, é desencorajada a participação dos cidadãos eleitores. A justificativa tem a idade da própria democracia: assim como os filósofos conservadores gregos temiam as consequências anárquicas de um governo popular (Platão é o exemplo clássico), da mesma forma como os romanos que construíram uma república em que a participação dos plebeus era limitada, nossas democracias temem o que a turba popular pode reservar às instituições políticas. Existe, segundo Rancière, um “ódio à democracia”, um insulto fundado originalmente na Grécia antiga “por aqueles que viam no inominável governo da multidão a destruição de qualquer ordem legítima” (2006, 2).1 Contemporaneamente, o filósofo francês afirma que existe uma nova forma de ódio à democracia expressa na seguinte tese: “há somente uma boa democracia, a que reprime a catástrofe da civilização democrática” (2006, 4). Isso quer dizer que a única democracia aceitável, segundo os parâmetros liberais, é aquela cujas instituições possam 1 Todas as citações de passagens de textos originalmente escritos em língua estrangeira foram traduzidas livremente pelo autor para uso exclusivo neste artigo.
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frear o apetite insaciável do povo e sua desordem decorrente. O populismo é, quem sabe, a expressão mais perfeita desse ódio e o seu líder o próprio nome da desordem e da manipulação das massas. O diagnóstico dos democratas institucionalistas e liberais é o seguinte: o líder populista manipula uma população incauta. Contudo, se partirmos do pressuposto de que a vontade popular não existe no sentido de esta estar sempre esperando ser “decifrada” por algum discurso político, quem, no limite, não manipula a ideia mesma de vontade popular? Para evitar esse tipo de questão que fatalmente chegará a algum resultado no estilo “viu como sempre tem outra vontade, secreta, por trás de todo discurso em nome do povo?”, parece ser mais produtivo desviarmos nossa atenção para a base da pirâmide populista, ou seja, para o mesmo lado em que Ernesto Laclau (2005a) desviou o seu olhar quando cunhou a sua própria teoria acerca do populismo. Esse autor parte da noção de demanda como o primeiro movimento da lógica populista. Vejamo-la no contexto das novas formulações sobre o fenômeno que, como disse, estão desvinculadas da ideia de uma experiência histórica específica ou um déficit democrático.
2. A razão populista de Ernesto Laclau: percurso crítico Ernesto Laclau (2005a) entende o fenômeno populista como uma lógica política que constitui o povo antagonicamente contra o seu inimigo. Evidentemente, como já afirmado aqui antes, tanto o povo como o seu inimigo variam de acordo com as mais diferentes experiências políticas, pois são eles próprios construções discursivas. Esse entendimento mais geral expresso na análise de Laclau é compartilhado por uma série de autores que têm estudado o populismo. Podemos perceber a mesma postura teórica em termos de o fenômeno ter a característica de nomear discursivamente o povo contra os seus inimigos, por exemplo, na análise de Francisco Panizza: Este enfoque entende o populismo como um discurso anti status quo que simplifica o espaço político mediante a divisão simbólica da sociedade entre “o povo” (como os “de baixo”) e seu “outro”. Além disso, diz que as
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identidades tanto do “povo” como do “outro” são construções políticas, constituídas simbolicamente mediante a relação de antagonismo e não como categorias sociológicas. (2005, 3)
Seguindo a tradição discursiva, David Howarth elenca quatro características do populismo que se assemelham à noção de Panizza. Assim, para Howarth, o populismo é: i) um apelo ao povo como sujeito de interpelação; ii) é a construção de uma fronteira entre os “de baixo” e o establishment; iii) há uma tentativa da constituição de um universal, ou seja, uma construção geral da categoria povo, não somente como os pobres, mas de uma forma mais generalizada (tal como a ideia de nação); e iv) a orientação ideológica populista depende dos tipos de articulação disponíveis e também do contexto histórico determinado em que essa experiência tem lugar (2005). É digno de nota que essa forma de tratar o fenômeno populista não é exclusividade de autores que partem de uma noção discursiva do fenômeno. Margaret Canovan e Cas Mudde, por exemplo, compartilham, em geral, essa perspectiva. Nos trabalhos recentes de Canovan, a autora define populismo, nas modernas sociedades democráticas, como “um apelo ao ‘povo’ contra, ao mesmo tempo, a estrutura de poder estabelecida e as ideias e valores dominantes de uma sociedade” (1999, 3). Já Mudde entende populismo como “uma ideologia que considera a sociedade dividida em dois grupos homogêneos e antagônicos, ‘o povo puro’ versus ‘a elite corrupta’ e que a política deve ser a expressão da vontade geral do povo” (2004, 543). Assim, pode-se dizer que a divisão antagônica entre o povo e o bloco de poder é a característica central e definidora de um fenômeno populista. Para além desse centro definidor, a análise de Ernesto Laclau (2005a e 2005b) introduz novidades importantes. Laclau apresenta um esforço de formalização do populismo o qual se passará à análise. Neste particular, entende-se que a tentativa do autor de formalizar a lógica de constituição política de tipo populista é uma das empreitadas mais relevantes recentemente levadas a efeito. Preocupado em explicar o populismo como uma lógica política, Laclau constrói uma argumentação num nível formal, entendido como uma categoria ontológica. Intencionando, assim, compreendê-lo a partir da sua raison d’être, o autor desvincula a sua formulação de argumentações ideológicas, temporais,
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históricas, numa palavra, ônticas, presentes em tentativas teóricas frustradas de compreender essa lógica política em sua especificidade. Segundo Laclau: […] o conceito de populismo que estou propondo é estritamente formal, já que todas as suas características definidoras estão relacionadas exclusivamente a um modo de articulação específico —a prevalência da lógica equivalencial sobre a lógica diferencial— independentemente dos conteúdos reais que se articulam. Este é o motivo pelo qual […] afirmei que o “populismo” é uma categoria ontológica e não ôntica. (2005b, 44)
A unidade mínima que Laclau considera para a possibilidade de uma experiência populista é a demanda. Existem, para o autor, duas formas de compreender esta categoria. Demanda pode ser um pedido (uma simples solicitação) ou uma reivindicação. Na primeira forma, a demanda é vista como uma solicitação diretamente feita aos canais institucionais formais. Assim, a falta de uma escola primária num determinado bairro pode ensejar tal pedido à municipalidade. Se a escola for construída, o problema termina, a demanda exaure-se. O atendimento desta se dá no plano administrativo, instância em que opera a lógica da diferença, no sentido expresso por Laclau. No entanto, se a demanda não for atendida, apesar da frustração gerada, esta pode até mesmo desaparecer, a menos que outras demandas também não atendidas passem a estabelecer uma relação articulatória entre si. Neste caso, as demandas mudam o status de simples pedidos para o de reivindicações. Assim, segundo Laclau (2005a), um corte antagônico passa a dividir negativamente o espaço social entre essas demandas populares articuladas contra a institucionalidade. Esta é a pré-condição para uma ruptura populista. Gera-se uma identificação entre os “de baixo” versus o “poder”. Para Laclau: O corolário da análise prévia é que o surgimento de uma subjetividade popular não se produz sem a criação de uma fronteira interna. As equivalências ocorrem somente em relação à falta comum a todas e isto requer a identificação da fonte da negatividade social. Desta maneira, os discursos populares equivalenciais dividem o social em dois campos: o poder e os de baixo. (2005b, 57)
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A negatividade antagônica construída pela divisão do espaço social em dois campos, a saber, “os de baixo” versus “o poder”, é, para Laclau, a precondição para a lógica populista. Contudo, é preciso adicionar um elemento a mais, qual seja, o campo popular constitui o seu próprio processo de representação. Tal processo tem lugar quando uma das demandas articuladas, num dado momento, precário e contingente, passa a representar a cadeia de equivalências popular —que evidentemente a excede em sentidos— e exerce, assim, uma tarefa hegemônica.2 Quanto mais extensa for a cadeia equivalencial, mais frágeis serão os sentidos da(s) demanda(s) particular(es) que assume(m) o papel de representação dessa cadeia. Neste momento, chega-se a um ponto crucial para a compreensão da lógica populista: “a construção de uma subjetividade popular é possível somente sobre a base da produção discursiva de significantes tendencialmente vazios” (Laclau 2005b, 40). A importância dos significantes vazios está em justamente homogeneizar um espaço social extremamente heterogêneo, que considera a articulação de demandas insatisfeitas que, antes do processo articulatório, não tinham qualquer relação entre si, pois estavam isoladas em suas particularidades. Para Laclau, “em sua expressão mais extrema, este processo chega a um ponto em que a função homogeneizante é levada a efeito por um nome próprio: o nome do líder” (2005b, 40). Em termos gerais, estão descritas as características fundamentais para a constituição da lógica populista, no sentido ontológico expresso por Laclau. É importante mencionar ainda que o autor incorpora uma importante discussão sobre o fato de que as fronteiras políticas, na lógica populista, não estão rigidamente fixadas, pois que se apresentam borradas, o que faz com que ocorra a disputa de sentidos entre ambos os lados da fronteira antagônica. Neste ponto, é de fundamental importância a noção de significantes flutuantes, que serve para explicar justamente essa disputa significativa. Além da noção de significantes flutuantes, Laclau (2005a) introduz também à temática populista a ideia de 2 Laclau exemplifica este processo de representação a partir da experiência polonesa do movimento Solidariedade na década de 1980: “[A]s demandas do Solidariedade, por exemplo, começaram sendo as demandas de um grupo particular de trabalhadores em Gdansk, mas como foram formuladas em uma sociedade oprimida, onde muitas demandas sociais permaneciam insatisfeitas, se converteram nos significantes do conjunto do campo popular em um novo discurso dicotômico” (2005b, 39).
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heterogeneidade social, no sentido de que determinadas demandas podem não estar em nenhum dos polos de sentido e que, portanto, estão fora do próprio processo político de significação. a. A mobilização populista Após esta breve retomada da constituição da razão populista de Laclau, a partir de agora, pretende-se problematizar esta estrutura, antes de apresentar nossas próprias considerações acerca do fenômeno. Primeiramente, parece muito claro que a construção populista do autor reflete, de forma mais refinada, basicamente o seu esquema teórico desenvolvido desde Hegemony and Socialist Strategy (Laclau e Mouffe 1985). Sua já clássica constituição da ideia de discurso, a partir da articulação de elementos em momentos, está muito próxima dos dois sentidos de demanda desenvolvidos em On Populist Reason (2005). Não surpreende, portanto, a conclusão do autor no sentido de dizer que populismo e política são sinônimos, visto que as formações de ambos, para Laclau, são identicamente construídas. Entretanto, entende-se que a forma como Laclau elabora as condições para a lógica populista possui alguns pontos críticos. Tais pontos ficam ainda mais evidentes tendo em vista a pretensão do autor de construir uma argumentação formal/ ontológica do populismo.3 Feita esta observação de caráter mais geral, antes de explorar os pontos críticos, apresentar-se-ão algumas concordâncias com a análise do autor. Tal como Laclau, considera-se como sendo o núcleo duro do populismo o entendimento de que se está diante de uma lógica política que dicotomiza antagonicamente o espaço social entre a subjetividade popular e o bloco de poder. Este núcleo duro desdobra-se em outras características também fundamentais, quais sejam: a) não há como predizer quem é o povo ou quem é o bloco de poder, visto que isso depende de uma apreciação stricto sensu no plano ôntico; e b) todo o processo de construção de uma lógica populista é necessariamente um processo de representação e, por consequência, de
3 Neste particular, entende-se o ontológico no mesmo sentido de Laclau (2008), ou seja, como um exercício de reflexão do ser enquanto ser, ou seja, como um exercício que singulariza o populismo a partir de uma lógica própria, que, dessa forma, o individualiza.
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constituição hegemônica e de significantes vazios. Todos os elementos acima descritos descrevem e singularizam formalmente o populismo como lógica política. O que, contudo, entende-se que mereça ser problematizado é o “percurso” de Laclau para chegar a tais conclusões. Nesse sentido, concorda-se, em linhas gerais, com o percurso teórico do autor, o qual constrói discursivamente o povo como “os de baixo” e, num segundo momento, esta categoria alcança um status universalizante, uma operação que o autor denomina a plebs em direção ao populus (o sentido particular de povo [plebs], expresso nas demandas iniciais que visam constituírem-se no discurso hegemônico de povo [populus]). Contudo, tanto a plebs como o populus são construções discursivas e, como tais, não são preconcebidas antes da própria articulação de sentidos a que elas se vinculam. A definição mesma de quem é plebs ou de quem é populus e, por consequência, quem é o povo, depende inteiramente da análise ôntica, ou seja, como já afirmado, não podemos advir a priori os seus conteúdos específicos. Portanto, o importante para uma construção formal do populismo não é saber “como” o discurso em si é formado (ou seja, suas especificidades ônticas), mas quais são as condições que fazem dele um discurso populista. O “como” o discurso é formado extrapola o plano meramente ontológico e, neste ponto, Laclau parece ingressar num terreno muito perigoso entre o ontológico e o ôntico (para quem admite ter pretensões teóricas formais): toma o primeiro pelo segundo, transforma o exemplo em regra. Precisamos ser mais específicos para deixar claro o que explicitamos acima. Não acreditamos que a estrutura da conversão de um tipo de demanda para outro, ou seja, de “pedidos” para “reivindicações” seja a única forma de constituição de um discurso populista. Para Laclau, no plano ontológico, o populismo tem como fato desencadeador essa estrutura de demandas que enseja pensarmos que essa lógica é necessariamente construída de “baixo para cima”. Assim, se levarmos às últimas consequências a estrutura laclauniana, o líder populista é sempre o corolário do discurso e nunca o ponto nodal iniciador deste. Entende-se que tal movimento possa de fato ocorrer, mas nada nos obriga a pensar que o contrário não possa também ser verdadeiro. Por que não considerarmos que a constituição de uma lógica populista possa ser também oriunda de cima para baixo, ou seja, a partir de uma liderança?
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Tomaremos como exemplo de uma construção populista “de cima para baixo” o estudo de Panizza (2000) sobre a emergência do populismo de Fernando Collor de Mello no Brasil. Em 1989, ano em que foi realizada a primeira eleição presidencial com voto popular no país desde 1960, o cenário político era de extrema instabilidade. Níveis altíssimos de inflação, desconfiança popular nas instituições, desaprovação geral do governo de transição, entre outros elementos, geraram uma crise institucional que permitiu a emergência do discurso salvacionista e populista de Collor que, prometendo governar pelo povo e contra os poderosos, venceu as eleições naquele ano. Nesse sentido, Panizza transcreve um trecho de um pronunciamento de Collor no Programa Eleitoral Gratuito de Televisão: Eu estou aqui só com vocês, sem apoio de grupos organizados, políticos ou empresários. Elas [as organizações de empresários] podem dizer que votarão em mim. Eles podem votar em quem eles quiserem. Mas o meu compromisso público é governar para os mais pobres entre os pobres. Estou publicamente comprometido em cuidar daqueles que nunca tiveram nada. Vocês todos sabem que eu sou um homem de palavra, que eu tenho honra e coragem. E todos intuitivamente sabem disso! (Collor de Mello em Panizza 2000, 183)
Na citação acima, os elementos de um discurso populista estão claramente identificados. Collor se coloca como o representante dos mais pobres entre os pobres e em nome deles promete conduzir a sua plataforma política. Isso implicitamente significa que, mesmo havendo apoio dos empresários à sua candidatura, Collor os confrontaria em nome do povo. Apesar disso, é importante dizer que Collor nunca foi um membro da “classe popular” e nunca teve qualquer ligação com os “de baixo”. Pelo contrário, membro de família tradicional do nordeste, ex-governador do estado de Alagoas, conseguiu apoio popular justamente no momento da campanha presidencial. Recorrendo à estrutura discursiva de Laclau, pode se dizer que Collor conseguiu ser o nome, o significante vazio que representou essa lógica populista. Contudo, não acreditamos que esse discurso tenha se formado de baixo para cima, mas, pelo contrário, de cima para baixo.
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Por um lado, é evidente que Collor tenha conseguido articular demandas populares (reivindicações) por justiça, igualdade, distribuição de renda, combate à corrupção etc. Por outro lado, sua vitória eleitoral e experiência política como governante podem ser menos entendidas como resultados de uma articulação discursiva populista no sentido da formalização proposta por Laclau.4 Não estamos afirmando que o discurso de Collor foi uma creatio ex nihilo. Existiam claramente condições de emergência e demandas populares que permitiram o seu sucesso. Contudo, o entendimento estrutural da formação de um discurso populista, segundo Laclau, não parece ajustar-se diante dessa experiência ôntica. A razão para esse desajuste se dá pelo fato de que o discurso populista não somente visa à representação de demandas populares de baixo para cima, mas também constitui novas vontades políticas de cima para baixo. O caso de Collor é um claro exemplo dessa dualidade da lógica populista. Nesse sentido, entender a estrutura populista como uma lógica constituída “de baixo”, sempre a partir da plebs que se converte em populus, restringe a própria compreensão do fenômeno, visto que “obriga” o pesquisador a encontrar, nas mais diversas experiências, a mesma lógica de constituição sempre numa única direção. Assim, o discurso populista não é um discurso necessariamente construído e retoricamente articulado pelo povo a partir de demandas dos “de baixo”. Aliás, como vimos, o povo é uma categoria político-discursiva e não uma soma aritmética de uma população num determinado território geográfico. Dessa forma, mais importante é entender como se dá a construção desse discurso e tal construção não pode ser conhecida fora das suas condições de emergência. O estabelecimento de uma necessária rede de demandas como unidade mínima do populismo pode tornar-se algo além de situações de mobilização popular vindas “de baixo”; essas podem ser originadas mais pelo apelo carismático do líder do que propriamente por
4 Naquele mesmo processo eleitoral, outro discurso populista concorria com o de Collor. Tratou-se da candidatura de esquerda de Luiz Inácio Lula da Silva, do Partido dos Trabalhadores, que se ajustaria mais claramente à estrutura teórica proposta por Laclau. Lula recebia intenso apoio de amplos setores dos trabalhadores sindicalizados, da sociedade civil, dos partidos de centro-esquerda e de esquerda. Collor venceu Lula no segundo turno por uma margem muito pequena de votos.
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anseios, ainda que díspares, de uma base popular. Não podemos confundir, portanto, que o populismo é um discurso que nomeia o povo contra os poderosos, contra os seus inimigos, num momento de crise institucional. No entanto, isso não quer dizer que essa nomeação do povo seja obra do próprio povo por duas razões. Primeiro, o povo é somente um ente determinável discursivamente. Segundo, se a lógica populista depende de um processo de representação, estamos, portanto, diante de uma lógica elitista. As consequências desse “elitismo populista” serão exploradas a seguir. b. O elitismo populista Se há concordância de que é possível que um discurso populista represente tanto demandas “de cima para baixo” como “de baixo para cima” (sendo aí o resultado de uma série de demandas isoladas que se articularam no sentido de Laclau), um novo horizonte teórico se abre. Vejamos as suas consequências. Se a hegemonia é o momento em que uma demanda específica passa a representar uma cadeia de equivalências, que claramente a excede em sentidos, e se o significante vazio representa a homogeneização de uma subjetividade popular extremamente heterogênea, a ponto de, no limite, ser descrita pelo próprio nome do líder, entende-se que o discurso populista assume uma nova forma de interpelação de sujeitos e, por consequência, de mobilização popular. Se o líder é esse nome que simplifica o lado popular da fronteira antagônica, isso permite que, dentro de seus limites, o próprio discurso populista construa novos sentidos, ou seja, diferentes daqueles que foram constituídos pelas demandas originalmente articuladas. É neste contexto que a noção de significante vazio é central para entendermos qualquer discurso populista, pois ela exerce duas tarefas concomitantes. Primeiramente ela serve como o corolário da representação e da homogeneização de diversas demandas e, em segundo lugar, revela a face positiva do populismo, ou seja, a promessa de um novo mundo ou, ainda nas palavras de Canovan (1999), a “face redentora” da democracia. O discurso populista mobiliza, além de demandas democráticas já existentes, aqueles cidadãos que normalmente não se interessam por questões políticas. Mobiliza quem não tem uma demanda específica a priori ou quem, mesmo tendo tal demanda, nunca se mobilizou politicamente até então. Numa palavra: o populismo mobiliza as “maiorias silenciosas”, porque ele constitui
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vontade.5 Mesmo entre os teóricos contemporâneos do populismo, parece evidente que o discurso populista atua sobre cidadãos que não se envolvem normalmente com assuntos públicos. Cas Mudde é claro sobre essa questão: De fato, quase meio século de pesquisas nos fornece grandes evidências que os cidadãos não dão muito valor em participar eles próprios da vida política. Em verdade, eles querem ser ouvidos no caso de decisões fundamentais, mas, primeiro e fundamentalmente, eles desejam lideranças. Querem políticos que conheçam o povo (em vez de ouvi-lo) e que façam com que os seus desejos se tornem verdade. (2004, 558)
Quando Mudde afirma que os cidadãos desejam lideranças que “conheçam o povo” e que “façam os seus desejos”, não acreditamos que ele esteja afirmando literalmente que os desejos do povo possam ser medidos de forma clara. O discurso populista é essencialmente polissêmico e tal característica tem a força de constituir vontades, de mobilizar multidões, o que nos faz crer que se é possível, por um lado, admitir que as demandas, de baixo para cima, constituam o ponto de partida para uma lógica populista, não parece de forma alguma errado pensar que o contrário também não possa se realizar, ou seja, que o discurso populista seja igualmente constituidor de vontades, constituidor de demandas de cima para baixo. Não podemos, portanto, confundir que o populismo é a nomeação do povo contra os seus inimigos e não necessariamente uma lógica política construída pelo próprio povo, um sujeito constituído a priori. Nesse sentido, as formas pelas quais o povo será nomeado, seja a partir das demandas, seja a partir do carisma do líder são como as duas faces de uma mesma moeda.
5 Neste ponto, a teoria elitista da democracia do século XX (Schumpeter 1984; Sartori 1965) pode nos fornecer uma série de elementos para considerar não somente o cidadão democrático que, segundo eles, é apático e desmobilizado politicamente, mas também para entender o porquê de a experiência populista mobilizar justamente multidões que normalmente estão fora da dinâmica política do dia a dia. Assim, a constituição de vontades a que me refiro está próxima à ideia de Schumpeter: “[D]eparamo-nos, na análise dos processos políticos, com uma vontade que, em grande parte, não é genuína, mas manufaturada. […] a vontade do povo é o produto e não o motor do processo político” (1984, 329).
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3. Populismo: vontade de democracia Acreditamos agora ter todos os elementos para apresentar o argumento central deste texto sobre a lógica populista. Três noções centrais jogam neste intrincado jogo: democracia, instituição e populismo. No contexto desta discussão, entende-se democracia como um horizonte projetado (uma fantasia) que prevê um estado de perfeita igualdade e liberdade entre os membros do povo. Conceitua-se instituição como um conjunto de regras de procedimento e de aparelhos públicos que estruturam uma dada realidade política (um parlamento, por exemplo). Já populismo é significado como a vontade de democracia, expressa por aqueles identificados como pertencentes ao povo em franca rebelião contra uma instituição estabelecida. Dessa forma, a democracia é um horizonte, um “porvir”6 totalmente imprevisível, o verdadeiro futuro no sentido de Derrida. Ela é inalcançável, pois é impossível conciliar liberdade e igualdade extremas, visto ser ambas elementos de um jogo de soma zero: em que se ganha em liberdade, perde-se em igualdade e vice-versa. Apesar disso, existe uma fantasia ideológica sobre essa possibilidade, o que faz com que a democracia, como vontade do povo, seja constantemente buscada. Nestes termos, democracia não é instituição política, regime político, mas um horizonte de igualdade e de liberdade, como dissemos há pouco. Esse horizonte está sempre esbarrando nas experiências políticas reais, nas regras institucionais, que conformam uma determinada estrutura sociopolítica. O papel de uma instituição numa democracia liberal é, além de estruturar uma comunidade política, fazer crer que a comunidade é justa e democrática (popular). A vantagem de uma instituição é que toda ordem, mesmo que imperfeita, é necessária, visto que não sabemos viver de outra forma. É muito complicado transpor uma ordem, pois existe sempre a ameaça de que o que virá depois desta será o caos e não necessariamente outra ordem. 6 O sentido que empregamos esta bem conhecida categoria derridiana pode ser assistido no filme “Derrida”. No seu início, o filósofo apresenta o sentido de l’avenir (por vir), como o “futuro real”. Em suas próprias palavras: “Em geral, busco distinguir futuro de “l’avenir”. O futuro é aquilo – amanhã, mais tarde, próximo século – que será. Há um futuro que é previsível, programado, agendado, previsto. Mas há um futuro, l’avenir (por vir) que se refere a algo cuja chegada é totalmente inesperada. Para mim, este é o futuro real. Aquele que é totalmente imprevisível. O Outro que vem sem que meu ser consiga antecipar a sua chegada. Então, se existe um futuro real além deste outro futuro conhecido, é l’avenir deste que está vindo do Outro quando eu sou completamente incapaz de prever a sua chegada” (Derrida apud Dick e Kofman, 2002).
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Portanto, a instituição tem como sua aliada a ideia de que a pior ordem é ainda melhor do que ordem nenhuma. Não é exatamente esse medo do caos que os líderes políticos têm a respeito da sublevação do povo? Medo plenamente justificado, visto que uma revolta popular pode exatamente redundar num caos em relação ao que está constituído. Contudo, todas as instituições políticas, no limite, estão ou deveriam estar a serviço do povo e mesmo que a retórica cínica de líderes políticos não reflita na realidade minimamente isso, ela deve ser mantida e seus enunciadores estão a mercê de suas consequências. Qual é o governante que fica confortável com manifestações que reúnem centenas de milhares ou ainda milhões contra a sua administração? Num primeiro momento, as manifestações podem até ser classificadas como a manipulação da vontade popular por parte de setores da oposição, mas a recorrência e insistência destas demonstrará que a insatisfação é muito mais profunda. Este é o exato momento do populismo. O populismo é uma tentativa de resgate da democracia perdida, da vontade popular obliterada pelas instituições. Se os cidadãos vivem em estados fundados a partir da soberania e da vontade popular e as instituições são percebidas como ineficazes de realizá-las, as últimas serão, em momentos cruciais (como, por exemplo, uma crise econômica, uma desordem política etc.), contestadas como beneficiando não o povo, mas sim as elites políticas, econômicas, estrangeiras etc. Tal percepção é, na verdade, múltipla, uma vez que a negação antagônica da formação do discurso populista advém, no sentido de Laclau (2005a), de uma série de demandas políticas frustradas que encontram no discurso universalizante populista uma superfície de inscrição para essas demandas. É nesse sentido que podemos dizer que o populismo é vontade de democracia, vontade pura e simplificadora da realidade social. O populismo é, em seu estado extremo, ou seja, no exato momento da sublevação popular, o avesso da ordem institucional estabelecida. O populismo é a expressão dessa vontade popular, mas sempre em sua forma mais difusa, ou seja, assim como vimos antes que a vontade popular não é algo imanente, mas construída discursivamente, qualquer demanda de setores identificados com o discurso populista pode ser classificada como popular, assim como o conjunto inapreensível dessas demandas faz com que elas sejam diluídas na própria universalidade do discurso populista. Aqui chegamos ao ponto de que o povo do
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populismo, construído discursivamente, torna-se também um nome e não uma quantidade numérica identificável. O povo torna-se uma entidade homogênea, o conjunto dos oprimidos pelo sistema político impopular. Assim, insiste-se que o populismo se traduz em uma vontade de democracia, ou seja, que a (impossível) vontade do povo seja realizada. No limite de sua execução, a vontade popular não está limitada pela lei; pelo contrário, a lei, as instituições políticas existentes são postas em xeque, justamente por serem incapazes de prover as necessidades populares expressas nesse discurso de ruptura com uma ordem estabelecida. Neste ponto, o comportamento conservador apresenta uma defesa intransigente das instituições e condena a mobilização populista por se colocar “acima da lei”. A lei, a defesa da lei, é como um mantra sagrado para os democratas liberais. Para eles, a norma jurídica está acima da soberania popular, ainda que, em todas as constituições democráticas, o fundamento da própria soberania resida na vontade do povo. Porém, há aqui um truque malicioso. Os defensores intransigentes da lei não defendem a própria ideia de lei, ou seja, a necessidade de uma norma jurídica que regule uma dada comunidade política. Afirmando defendê-la, de fato, buscam a conservação de uma dada lei, de uma instituição específica que reproduz um determinado status quo que está justamente sendo contestado pela mobilização populista. Rousseau já nos advertiu sobre esse truque quando enuncia a sua famosa tese do direito do mais forte no Contrato Social: “O mais forte nunca é suficientemente forte para ser sempre o senhor, senão transformando sua força em direito e a obediência em dever” (1978, 25). Em outras palavras: visam à conservação de uma determinada decisão política cristalizada numa certa instituição ou lei como se esta fosse um princípio transcendente, imanente, natural. Aqui chegamos a um ponto crucial. No limite, uma lei nunca é apenas uma lei, ou seja, um mandamento transcendente à sua própria instituição. “Lei é lei” ou dura lex sed lex; somente tem validade em relação ao seu princípio de legalidade, ou seja, uma lei somente se justifica imersa em um sistema legal. De certa forma, a lei aprovada num parlamento é a uma creatio ex nihilo, uma decisão de uma elite política que tem liberdade de legislar sem necessariamente ter de prestar contas ao povo. Este é, pelo menos, o argumento
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populista, ou seja, uma lei é a vontade dos poderosos e não a expressão da “genuína” vontade popular (a qual, em termos teóricos, sabemos, também não é imanente, mas construída discursivamente). É somente em nome do povo, do poder do povo, numa palavra —em nome da democracia— que pode ser decretado o estado de exceção populista, passando-se a viver, ainda que instantaneamente, acima da lei e em nome do demos. É nesse sentido que entendemos o populismo como vontade de democracia. O populismo somente é possível porque a democracia é um horizonte, um porvir, no sentido de Derrida. O nome do irrealizável.
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Daniel de Mendonça é graduado em Ciências Jurídicas e Sociais pela Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul (1997), mestre (2001) e doutor (2006) em Ciência Política pela Universidade Federal do Rio Grande do Sul (Brasil) e Estágio Pósdoutoral em Ideology and Discourse Analysis na University of Essex (Reino Unido). É Professor Adjunto IV na Universidade Federal de Pelotas, Rio Grande do Sul (Brasil). Tem experiência na área de Ciência Política, com ênfase em Teoria Política Contemporânea e Política Brasileira, com enfoque principalmente nos seguintes temas: pós-estruturalismo e política, teoria democrática, teoria do discurso, hegemonia e política brasileira. É Coordenador do Programa de Pós-graduação em Ciência Política da Universidade Federal de Pelotas. Suas publicações mais recentes são: “Rancière e Laclau: democracia além do consenso e da ordem” (com Roberto Vieira Junior). Revista Brasileira de Ciência Política 13, 2014; e “O limite da normatividade na teoria política de Ernesto Laclau”. Lua Nova 91, 2014. Endereço eletrônico: ddmendonca@gmail.com
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Los tiempos del populismo. Devenir de una categoría polisémica Julián Melo Universidad Nacional de San Martín (Argentina) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.04 RECIBIDO: 31 de octubre de 2013 APROBADO: 29 de abril de 2014 MODIFICADO: 30 de mayo de 2014 RESUMEN: Nuestra pretensión en este texto es, en primer lugar, rescatar elementos que
han construido la imagen del populismo como categoría polisémica. En este sentido, uno de los fundamentos de esta reconstrucción es la comprensión de los modos en que dicha palabra ha funcionado como sinónimo de otras conceptualizaciones, por ejemplo, el cesarismo o el bonapartismo. Al mismo tiempo, populismo ha ido ganando cierta consideración no peyorativa, sobre todo en los escritos de Ernesto Laclau, consiguiendo sinónimos no descalificatorios como emancipación o expansión de la ciudadanía. En segundo lugar, y lejos de entrar en una discusión sobre la validez de la condena o la exculpación del populismo, intentaremos fundamentar que son justamente esa polisemia, y las cargas valorativas que la acompañan, las que han permitido la supervivencia del populismo como categoría teórica y descriptiva de las realidades políticas latinoamericanas desde mediados del siglo XX. PALABRAS CLAVE: populismo • democracia • socialismo • fascismo
H Este artículo es el resultado de una ponencia presentada en la mesa “Populismos y neopopulismos en América Latina. Enfoques teóricos y aproximaciones empíricas”, en el marco del VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política (ALACIP), organizado por la Universidad de los Andes (Colombia), los días 25, 26 y 27 de septiembre de 2013.
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Times of Populism. The Evolution of a Polysemic Category ABSTRACT: The objective in this paper is, firstly, to examine the elements which have contributed to the image of populism as a polysemic category. One of the bases for this reconstruction is understanding the ways in which the word ‘populism’ itself has functioned as a synonym for other conceptualizations, such as cesarism or bonapartism, for example. At the same time, there are examples where populism has been looked at from a less pejorative perspective, above all in the writing of Ernesto Laclau, who uses less derogatory synonyms such as ‘emancipation’ or ‘the expansion of citizenship.’ Secondly, and without entering into a discussion about the validity of the condemnation or vindication of populism, we will try to establish exactly what this polysemy is, and the respective value implications which have led to the survival of populism as a theoretical and descriptive category of political realities in Latin America since the mid-20th century. KEYWORDS: populism • democracy • socialism • fascism
H
Os tempos do populismo. Devir de uma categoria polissêmica Nossa pretensão neste texto é, em primeiro lugar, resgatar elementos que têm construído a imagem do populismo como categoria polissêmica. Nesse sentido, um dos fundamentos dessa reconstrução é a compreensão dos modos nos quais essa palavra tem funcionado como sinônimo de outros conceitos, como por exemplo, o cesarismo ou o bonapartismo. Ao mesmo tempo, o populismo vem ganhando certa consideração não pejorativa, principalmente nos textos de Ernesto Laclau, conseguindo sinônimos não desqualificatórios como emancipação ou expansão da cidadania. Em segundo lugar, e longe de entrar numa discussão sobre a validade da condenação ou a exculpação do populismo, tentaremos fundamentar o que é justamente essa polissemia, e as cargas valorativas que a acompanham, as que têm permitido a sobrevivência do populismo como categoria teórica e descritiva das entidades políticas latino-americanas desde meados do século XX.
RESUMO:
PALAVRAS-CHAVE: populismo • democracia • socialismo • fascismo
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Introducción
[…] Que el populismo no es una narrativa monofónica, homogénea y cerrada debería ser la primera lección a aprender […] (20). Alejandro Groppo, Populismo y estabilidad de la democracia nacional popular
Hacia fines de 2011, la Editorial Universitaria de Buenos Aires publicó el libro La política en tiempos de los Kirchner, coordinado por Andrés Malamud y Miguel de Luca. Esa compilación, según reza su introducción, propone a juicio del lector “[…] el balance de ocho años de política en tiempos K, pero también el de treinta años de ciencia política en democracia” (2011, 19). Los coordinadores se refieren así al conjunto de artículos compilados a modo de muestra de un estado del arte no sólo de la cuestión política coyuntural, sino de más largo plazo, respecto a los climas políticos e intelectuales argentinos desde la transición democrática surgida después de la derrota en Malvinas. No es mi propósito aquí relevar exhaustivamente el trabajo expuesto en dicho libro; antes bien, me interesa rescatar el hecho de que en una publicación que se presenta a sí misma como representativa del estado disciplinario de la ciencia política argentina, se habla de kirchnerismo prácticamente casi sin mencionar la palabra populismo.1 Por supuesto que esto puede aparecer como una cuestión nimia a ojos del lector, incluso si se parte del hecho de que no existe ninguna obligación de comprender a los fenómenos políticos latinoamericanos actuales desde una teorización del populismo. No obstante, esa ausencia sí indica una cierta postura con respecto a un debate que se extiende, a todas
1 La palabra populismo aparece esporádicamente en este libro. En el prefacio, escrito por Luis Tonelli, y en el trabajo de Marcos Novaro se menciona al kirchnerismo con referencia al populismo, pero sin un extenso desarrollo. Lo interesante es que ninguno de los trabajos allí compilados se dedica al tema específicamente. Resultaría importante cotejar esta ausencia con la compilación hecha en 1995 por Sidicaro, Mayer y Botana para pensar el menemismo (compilación que es reconocida como antecesora de la de 2011), tratando de ver cómo la ciencia política argentina pensaba o no a aquel proceso político como populista, o si el populismo era un término de referencia para esa ref lexión. Sin entrar en detalles, podemos decir que en aquel libro de 1995 era, nuevamente, el trabajo de Marcos Novaro el que se dedicaba a pensar los rasgos populistas del menemismo.
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luces, más allá del ámbito académico de las ciencias sociales. No quiero hacer una apología del término (populismo); me gustaría, más bien, tomar este dato menor para tratar de entender que dicho término, como todos en realidad, tiene sus tiempos: su cadencia tiene, en definitiva, un devenir marcado no sólo por una fuerte presencia, sino también por sonoras ausencias. No me parece que haga falta determinar un momento histórico que designe el origen del uso de la palabra populismo en el lenguaje político general y de las ciencias sociales en particular. Ahora bien, si arbitrariamente repensamos el siglo XX latinoamericano, podemos observar un devenir in crescendo en la potencia explicativa y descriptiva del populismo como término. La primera idea que quiero exponer aquí es que si hay una marca indeleble de dicho devenir, esa marca es la de la polisemia.2
1. Polisemia populista Es evidente que la advertencia sobre la ausencia de un sólido consenso en torno al sentido de la palabra populismo es un punto prácticamente común a todo estudio respecto de él.3 Dice Carlos Durán Migliardi: Consideradas desde un punto de vista epistemológico, las paradojas que permanentemente acosan a la categoría de populismo debieran haber sido causa de su exclusión de la gramática de las ciencias sociales. […] lo cierto es que el populismo no presenta el suficiente poder explicativo que amerite su permanencia como categoría de comprensión de los fenómenos políticos. No obstante, este concepto reemerge constantemente en Latinoamérica. ¿Cuáles son las causas de tal recurrencia?; ¿a qué se debe
2 En lo sucesivo intentaré inmiscuirme en ese panorama polisémico. También en sucesivas notas trataré de marcar la idea de que, al menos en última instancia, todo término es polisémico pues si no, no sería término. En todo caso, rescato aquí la idea de que la polisemia populista es posiblemente más radicalmente extrema que la de otros términos, por caso, democracia. 3 Cuestión que no debería ser a priori un problema. Existe una enorme cantidad de términos, por ejemplo, democracia, que han sido objeto de múltiples disputas, clásicas y actuales. De modo que el tema no puede ser bajo ningún punto de vista la ausencia de consenso (pues tal consenso no es posible, ni tampoco es necesario), sino las estribaciones a que dicha ausencia conduce.
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que la actual ciencia política liberal que domina el campo de la reflexión política en Latinoamérica insista en la definición de un fenómeno político tan difícil de aprehender como lo es el populismo?; ¿por qué, a fin de cuentas, el fantasma del populismo insiste en reaparecer en el campo de las ciencias sociales? En definitiva: ¿por qué continuar lidiando con el fantasma? (2007, 87)4
Esta extensa nota me pareció significativa por dos razones. La primera es que expone de manera contundente una de las principales dudas que pueden leerse y escucharse en una pluralidad de ámbitos: si populismo no explica bien, ¿por qué se sigue usando la categoría? La segunda, quizá menor, es que muestra la dificultad de la respuesta: ¿por qué Durán Migliardi habla de “la definición de un fenómeno político tan difícil de aprehender como lo es el populismo”? Pareciera que el problema deja de ser el uso de la categoría populismo (porque populismo ya es algo de orden concreto), y el debate se centra en su definición. Lo paradójico de ese argumento, aun cuando es presentado como esclarecedor, demuestra con mucha fuerza el problema que impone el uso de este “-ismo”. Dicho en otras palabras: se habla de la dificultad de uso de la categoría populismo para explicar experiencias que ya son nominadas como populistas. Creo que, en buena medida, se continúa lidiando con el “fantasma” justo porque es fácilmente “elastizable”. Que populismo no indique predicciones,
4 El texto de Ian Roxborough (1984) es citado ampliamente como referencia de la solicitud de dejar de lado la categoría populismo. Puede agregarse aquí la explicación que da Flavia Freidenberg (2012, 30) para ver otros autores que, sin sumarse al pedido de Roxborough, tratan al populismo de manera intuitiva. También puede entenderse este problema cuando José Nun dice: “Algo de esto ha ocurrido con la cuestión del populismo, que generó tantos análisis y debates en las primeras décadas de posguerra y que, salvo algunas excepciones importantes, fue perdiendo después buena parte de su appeal académico. A esa altura, había quienes englobaban en la categoría a fenómenos políticos tan variados como el fascismo, el nacional-socialismo, el stalinismo, el maoísmo, el peronismo y el castrismo —para no mencionar a los movimientos que protagonizaron en el siglo XIX los narodniki en Rusia y el People´s Party en los Estados Unidos o, más cercanamente, el Social Credit Party en Canadá o, por último, Solidaridad en Polonia—. Frente a lo cual, otros autores decidieron que un concepto de tales dimensiones y con predicados tan heterogéneos servía para poco y era mejor abandonarlo” (1995, 70).
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o que sea una categoría regresiva, es lo que le permite su supervivencia, y lo que obliga, en el buen sentido de la palabra, a tratar de explicarla. El error de Durán Migliardi quizá es pensar que lo que hay que explicar son los fenómenos populistas, cuando lo que hay que explicar primero es la palabra populismo.5 A esto se suma que la supuesta limitación explicativa tiene una potencia muy productiva en términos de sentido común; potencia a la que no debemos dejar de prestarle atención. Dentro de estas formas de lidiar con el populismo, existen patrones de procedimiento relativamente estabilizados. Suele iniciarse un texto al respecto con alguna clase de estado del arte, el cual sirve como eje conceptual, para luego construir una definición propia de lo que es el populismo.6 Interesa, efectivamente, ese tipo de procederes porque sirven para la acumulación y la sistematización de la información y el conocimiento. Pero, a mi criterio, interesan más aquellos procederes porque muchas veces no derivan en una “nueva” definición, sino en alguna clase de aggiornamento de lo dicho por otros autores; aggiornamento que no puede considerarse inocuo, toda vez que porta, como cualquier sistematización, un interés gramático inocultable. El paso básico de una gran mayoría de estudios sobre populismo es la crítica más o menos rigurosa y lapidaria respecto del estructural-funcionalismo; esto puede verse en una pluralidad de trabajos. Sin embargo, creo que es lícita la pregunta acerca de cuánto se ha superado efectivamente aquella mirada (sostenida principalmente en la obra de Germani y la sociología de la modernización). Me refiero a que uno de los puntos de la misma, aunque por supuesto no el único, era la centralidad otorgada a la figura —el papel o el lugar— del líder para entender al populismo. Miradas relativamente críticas
5 El problema al que nos enfrentamos constantemente es el de sostener la definición de populismo partiendo de una serie de rasgos determinados en la experiencia histórica concreta. Hay una direccionalidad desde lo histórico-contextual a lo teórico-analítico que en algún momento deberemos rediscutir. 6 Por ejemplo, el texto de Freidenberg (2012) recién anotado puede tomarse como referente para observar la estructura de este tipo de proceder. El ya clásico trabajo de Weyland (2001) también puede verse como sintomático de este patrón del que hablamos. Asimismo, los estados del arte respecto del populismo son múltiples, por ejemplo, Mackinnon y Petrone (1998), Navia (2003).
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del estructural-funcionalismo, como las de Touraine (1987) y Weffort (1967),7 siguen sosteniendo esa centralidad de un modo evidente. Pero también lo ha hecho el último Laclau (2005) al establecer una teoría del afecto que coloca al líder en una posición lógica determinante para su teoría del populismo.8 Freidenberg, por su parte, afirma: Se entiende por estilo de liderazgo populista al caracterizado por la relación directa, carismática, personalista y paternalista entre líder y seguidor, que no reconoce mediaciones organizativas o institucionales, que habla en nombre del pueblo, potencia la oposición de éste a “los otros” y busca cambiar y refundar el statu quo dominante; donde los seguidores están convencidos de las cualidades extraordinarias del líder y creen que gracias a ellas, a los métodos redistributivos y/o al intercambio clientelar que tienen con el líder (tanto material como simbólico), conseguirán mejorar su situación personal o la de su entorno. (2012, 37)
No es mi propósito entrar en una discusión sobre el carisma y el problema del clientelismo.9 Lo que quiero rescatar es que esta forma de entender la médula populista está fuertemente extendida pero no alcanza a “normalizar” el entendimiento sobre el tema y sobre su forma de estudio, y generar así alguna clase de consenso tangible.10 Es, simplemente, uno de los puntos más trabajados por quienes abordaron o abordan la cuestión.
7 No se trata de asociar puramente la reflexión de estos autores a la del estructural-funcionalismo. Simplemente, se está remarcando una posible continuidad entre miradas que eran, en el fondo, profundamente distintas. 8 No quiero reducir la teoría laclausiana al afecto y al líder. Esta discusión merecería un trabajo independiente. Lo que destaco es que la función significante del liderazgo sí es determinante en la equivalencia populista, para decirlo en términos del propio Laclau. 9 Básicamente porque, más allá de que clientelismo puede sonar como una categoría algo denigrante, tiene en todo caso un nivel de generalidad que le quita toda especificidad al lazo político populista pensado desde esa óptica. La pregunta sería: ¿todo populismo supone clientelismo? ¿Todo clientelismo es populista? ¿Clientelismo es sólo una política para sectores pobres? 10 Tomo esta idea de normalización de un trabajo reciente de Omar Acha y Nicolás Quiroga (2012). Más adelante me referiré detalladamente a la cuestión.
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Buena parte de los problemas aparentes de la polisemia del término provienen, a mi juicio, de la multiplicidad de calificaciones que se han dado a las experiencias que, desde otros espacios, se denominan populistas. Si pensamos en los procesos históricos latinoamericanos clásicos, y particularmente en el peronismo, se lo ha entendido como dictadura, como nazi-fascismo, como cesarismo o transformismo, como autoritarismo, como revolución democrática burguesa, entre otros. El propio Germani (2003) habló de populismo nacional, liberal u oligárquico. Se ha comprendido a los populismos ya no sólo con respecto a las formas del liderazgo, sino, por ejemplo, también con respecto a las políticas económicas llevadas a cabo por determinado régimen.11 Populismo, al quedar obsesivamente atado a esas calificaciones, tiene que ser sí o sí una categoría polisémica, casi destinada a rechazar cualquier clase de normalización consensual terminológica. ¿Por qué? Porque los múltiples sentidos asociados a las experiencias propiamente dichas se aglutinan bajo este nombre, sin mediar, muchas veces, la exposición de una relación significante explícita. Aquí no intentaré construir una definición propia de populismo. Creo que puede resultar mucho más interesante intentar entenderlo no sólo con base en las experiencias que se han ganado esa calificación, sino también con base en las referencias políticas frente a las cuales se lo ha contrastado. Pienso que poner en discusión los tiempos del populismo puede ayudar, en parte, a comprender el irredento fantasma de la polisemia.
2. Tiempos de populismo I: fascismo y totalitarismo Una de las más interesantes intuiciones que desarrolla Germani en buena parte de su obra, a mi juicio, se relaciona con la reflexión en torno a fenómenos políticos que, al tiempo que compartían importantes rasgos con el fascismo italiano y el nazismo alemán, tenían una especificidad propia. En todo caso, es importante esa idea porque enlaza la comprensión de los llamados populismos clásicos con una referencia sistemática a experiencias 11 Uno de los textos centrales para entender esta mirada de lo populista referido a la cuestión económica es el de Dornbush y Edwards (1991).
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europeas que tuvieron fuerte protagonismo en la primera mitad del siglo XX. Se comparaba, de alguna manera, a ambos grupos para obtener precisión a la hora de entender la particularidad de cada uno. Pero, más allá de la reflexión de Germani, en 1945 decía Victorio Codovilla: La demagogia fascista, y esa es la demagogia peroniana, no puede producir nunca transformaciones de orden económico y político de tipo progresista. La prueba está en lo acaecido en los países de Europa dominados por el fascismo. La demagogia social de Mussolini y de Hitler sólo depar[ó] privaciones, miseria y hambre para sus pueblos y a través de la guerra de agresión llevaron a sus países a la catástrofe. (Citado en Altamirano 2001, 181)
Los caminos de la izquierda argentina nunca fueron, y menos frente al peronismo, únicos. La cita de Codovilla, como cualquier otra que pudiésemos anotar, es fragmentaria y excluyente. Cómo entender al peronismo, y casi por antonomasia al populismo, fue y es un problema recurrente en Argentina; la multiplicidad de respuestas, por su parte, es monumental. Es claro que esas formas de entendimiento mutaron considerablemente luego del golpe de Estado de 1955 que derrocó a Perón. Y también es claro que una cita de Codovilla no puede aglutinar todo un conjunto de reflexiones dadas en torno al peronismo. No obstante, es bastante significativa respecto de una época, por dos razones. Primero, porque no usa la palabra populismo para entender al peronismo. Segundo, porque la referencia es colocada fuera de la política latinoamericana.12 Recordemos que “la demagogia fascista era igual a la peronista”. Más allá de esto, la calificación del peronismo, en estos precedentes, no fue exclusiva del campo denominado “izquierda”. Decía Moisés Lebensohn, durante la Convención Constituyente de 1949 en Argentina:
12 Si bien estamos en proceso de investigación de campo en este momento, puede afirmarse que la colocación de la referencia comprensiva en el ámbito internacional no sólo sucedía en Argentina. Si uno observa la prensa escrita en Uruguay, con gran participación de argentinos exiliados, durante 1943 y 1944, puede darse cuenta de que es central la filiación de los gobiernos latinoamericanos respecto de los totalitarismos europeos.
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Por primera vez en la historia de los partidos políticos argentinos la estructura que está rigiendo al partido oficial es exactamente la misma de los partidos totalitarios, y en ella y en su vinculación con el Estado naufragan todas las instituciones constitucionales argentinas y los principios históricos de la organización nacional. (Diario de Sesiones de la Convención Nacional Constituyente 1949, 330)13
Fue un tiempo en el que la lucha política y conceptual se daba en torno a la cercanía de los regímenes latinoamericanos respecto de los procesos políticos europeos (o incluso respecto de viejos regímenes del siglo XIX). Podríamos decir que fue un tiempo en el cual lo que hoy llamamos populismo no era generalmente nominado de esa forma. No obstante, había una lógica en aquella ref lexión: las experiencias que hoy llamamos populistas eran vistas, en su propio tiempo, como límites a la posibilidad de expansión autónoma de las clases o los sectores sociales. Si pensamos en el caso argentino, puede observarse que esa experiencia era vista por parte de la izquierda como dique a ese tipo de expansión, y por parte de la Unión Cívica Radical, como un hurto de la representación popular. Fue un tiempo en el cual eso que llamamos populismo clásico (el primer peronismo, en este caso) se entendía por su distancia o cercanía respecto al totalitarismo o al fascismo. Incluso, también en contexto de época, se ha llegado a decir que el peronismo fue la dosis de fascismo posible que Argentina podía tolerar.14 En ese mismo contexto de época, tal como lo revela Carlos Altamirano (2011), la respuesta no fue unívoca. Parte de las múltiples intervenciones de las que hablamos se convirtieron en fuente de la polisemia de la palabra populismo a la que ya referimos. Lo interesante es que lo que parecía ser la
13 Otro convencional radical decía también en 1949: “Tampoco me será posible estudiar los poderes que se le acuerdan al presidente de la República, que desde mañana el Poder Ejecutivo será, sin lugar a dudas, una dictadura constitucional; mejor dicho, se instaura con esta reforma la desconstitucionalización de la República. Así empezaron embozadamente regímenes totalitarios. Las rutas quedan abiertas” (Diario de sesiones 1949, 306). 14 Ver Halperín Donghi (1956).
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marca del tiempo no era la variedad de las respuestas, sino la unicidad de la pregunta: ¿qué fue el peronismo, o qué eran los regímenes que crecían casi a la sombra de los fascismos europeos en América Latina? Quizá palabras como totalitarismo o dictadura fuesen las más comunes, y nuestro significante populismo no estuviese del todo presente. No obstante, es destacable la construcción de un embrión reflexivo que tendría, sin ánimo racionalista de mi parte, enormes efectos en el tiempo. ¿Por qué? Porque de las conclusiones de las lecturas de época de los que luego se llamaron “populismos realmente existentes” surge el punto de disputa más relevante para el debate: ¿fueron los populismos momentos regresivos de la política latinoamericana o fueron momentos expansivos?15 Si avanzamos en los tiempos de relectura e interpretación de los fenómenos populistas, y en la propia entronización del término populismo, quizá podamos ver que la disputa se mantuvo, siempre actualizada, pero siempre enérgica.
3. Tiempos de populismo II: populismo y socialismo Frente a los dilemas que presentaron puntualmente las salidas de los regímenes populistas clásicos, los duelos de interpretaciones también se hicieron sentir poderosamente. ¿Qué hacer con las herencias populistas? Si, por un lado, esas experiencias como la cardenista, la varguista y la peronista habían sido profundamente diversas entre sí, las respuestas a qué hacer con sus herencias también lo serían. Pero quizá podamos reconstruir un hilo de reflexión. Volvamos brevemente a la década de los cincuenta en Argentina. Más precisamente, en 1959 se publicó Las izquierdas en el proceso político argentino. Allí se compiló una serie de reportajes preparados por Carlos Strasser para ser contestados por personalidades de la izquierda argentina. 15 Para mostrar que quizá no estoy rescatando un punto excesivamente novedoso, puede recordarse aquí el título de una célebre intervención de Américo Ghioldi: “Los trabajadores, el señor Perón y el Partido Socialista. ¿Perón es progresista o retrógrado?”. Es destacable el hecho de que la pregunta fuese específicamente retórica en el caso de Ghioldi. No obstante, lo que me interesa aquí es la pregunta como tal. Le agradezco el comentario sobre este punto a Ricardo Martínez Mazzola.
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Esos reportajes tenían, obviamente, al peronismo como eje central. Aparecían cuestiones relativas a su carácter bonapartista o no, relativas a su origen y a su naturaleza, entre otras.16 Más allá de que ese libro en sí mismo merece un ensayo de análisis independiente, me interesó porque arrojaba pistas sugestivas acerca de cómo comenzó a releerse el peronismo y, puntualmente, su relación con el socialismo. Esto es: ¿había que pensar al peronismo como un desvío o como un retraso en el camino al socialismo, o podía ser concebido como una etapa de dicho camino?17 Creo que este tiempo del populismo vuelve a ser relevante porque hace directamente referencia a la cuestión de si fue o no un proceso político expansivo. No digo que éste haya sido un tema excluido de todo escrito acerca de los populismos clásicos, principalmente en las décadas de los sesenta y setenta.18 Digo que lo expansivo como rasgo populista fue un tópico a veces tácito pero presente. Por tomar un ejemplo: en 1967 Weffort publicó “El populismo en la política brasileña”. En ese célebre artículo, el autor no hace mención literal del problema del populismo y el socialismo. No obstante, casi toda su prosa podría contestar que el tipo de Estado varguista borró cualquier alternativa de construcción de una movilización y una conciencia popular autónoma que diera lugar a una formación socialista. “El populismo à la Weffort” es claramente una gigantesca represa en el río del socialismo. Es conocida la polémica que sostuvieron Ernesto Laclau, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, hacia fines de los años setenta y comienzos de los ochenta, en torno a la relación entre populismo y socialismo. Pero aunque es conocida, quizá no ha sido resaltada en toda su dimensión. Estos autores descartaban, en conjunto, las perspectivas estructural-funcionalistas sobre populismo pero diferían radicalmente en torno a aquella relación. Para Laclau:
16 En 1965 se publicó una serie de intervenciones de personalidades políticas, compiladas por Carlos Fayt con el título La naturaleza del peronismo. 17 Uno de los textos clásicos, publicado en 1965, que intentaba entender a los populismos fuera de este tiempo que propongo, y más en términos de policlasismo y reformismo, es el de Di Tella (1965). 18 Otro de los temas centrales en torno a estos tiempos fue el de si los populismos habían sido o no revolucionarios. Esta cuestión excede los límites de este trabajo, pero uno de los autores que ha discutido largamente esta temática es Halperín Donghi (1956).
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El populismo no es, en consecuencia, expresión del atraso ideológico de una clase dominada, sino, por el contrario, expresión del momento en que el poder articulatorio de esa clase se impone sobre el resto de la sociedad. Este es el primer movimiento en la dialéctica entre “pueblo” y clases: las clases no pueden afirmar su hegemonía sin articular al pueblo a su discurso, y la forma específica de esta articulación, en el caso de una clase que para afirmar su hegemonía debe enfrentarse al bloque de poder en su conjunto, será el populismo. (1978, 230. Itálicas en el original)
Normalmente, tendemos a ocuparnos más de la definición de populismo de aquel texto, y no tanto de la temporalidad implicada en su prosa. Más allá de los restos althusserianos de la argumentación laclausiana, es importante destacar que el autor veía en el socialismo una coincidencia con la forma más alta de populismo. La consecuencia es fuerte, en el sentido de que ya los populismos clásicos no eran vistos como desvíos históricos, sino como procesos hasta cierto punto incompletos, pero potencialmente emancipadores. No obstante, le servía a Laclau para echar tierra sobre las interpretaciones estructural-funcionalistas del populismo y sobre las calificaciones de dichos procesos como bonapartistas o fascistas. En lo que a nosotros nos interesa, resaltamos que Laclau no veía una contradicción lógica entre populismo y socialismo. Dicha cuestión, en el contexto latinoamericano de mediados de fines de los años setenta, generaría reacciones que no se harían esperar. Hacia 1981, en un coloquio llevado a cabo en México, Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero expusieron un argumento que polemizaba profundamente con la mirada de Laclau. Para ellos, entre populismo y socialismo no había sino una brecha insalvable. Esa brecha indica, para estos autores, que el populismo no sólo no es una forma alta del socialismo, sino que es, más bien, un dique de contención para el avance de este último. No se trataba solamente de un problema en torno a los modos transformistas del liderazgo populista; se trataba también de que los populismos implicaban el triunfo del principio nacional estatal de organización comunitaria sobre el nacional estatal. Y ese triunfo señalaba que los populismos “realmente
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existentes” bajo ningún punto de vista habían logrado abrir el camino hacia la terminación de las formas de dominación estatal típicamente capitalistas. Dice Portantiero en 1982:19 […] Los populismos aparecieron como un principio articulador explícitamente opuesto al de los socialismos, de modo que su relación con éstos ha sido y es, ideológica y políticamente, de ruptura y no de continuidad. Los populismos latinoamericanos, como forma de organización y como nuevo ordenamiento estatal (en los casos en que llegaron a constituirse como tales), colocaron la elaboración de una política de masas en un plano endógeno, recuperando así una memoria histórica colectiva capaz de fusionar, como mito, demandas de clase, demandas de nación y demandas de ciudadanía, en un único movimiento que recogía la herencia paternalista y caudillista —estado-céntrica— de la concepción tradicional de la política. (1988 [1982], 133)20
¿Por qué es importante la relación entre populismo y socialismo? A mi criterio, marca claramente la huella de uno de los primeros tiempos del populismo;21 además, tiene un plus fundamental. Este plus se remite a que dicha relación (de continuidad o de ruptura) sirve, y sirvió, para explicar los rasgos centrales de los fenómenos históricamente dados, es decir, para Portantiero ni el peronismo, ni el cardenismo ni el varguismo, por caso, habían tenido nada que ver con el socialismo, y por tanto, los populismos nunca habían significado una real y concreta apertura a la conformación de una clase popular autónoma. Pero lo que más me interesa de este nuevo tiempo es que pareciera ya incorporarse una lectura que si, por un lado, no 19 La cuestión de la relación entre socialismo y movimientos nacional-populares ha sido recurrente en la obra de Portantiero, incluso al punto en que este autor no tenía, a principios de la década de setenta, una mirada tan negativa respecto de ella. Para un análisis de este derrotero intelectual recomiendo la lectura del texto de Martínez Mazzola (2009). 20 Citamos a Portantiero, aunque su argumento es prácticamente el mismo que el que expone junto a Emilio de Ípola (1981). 21 Por supuesto que esto no es sólo un problema regional circunscripto a América Latina. Aquí referimos estas citas porque nos parecen sumamente esclarecedoras, sin el objetivo de confinar el debate en dicha región.
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es tan furibundamente denigratoria como la que hablaba de totalitarismo, por el otro, comienza a revisar algunos caracteres de las experiencias populistas al otorgarles cierta capacidad expansiva. Ahora bien, ¿por qué este tiempo está anudado al primero? Entiendo que está anudado en un doble sentido. Primero, porque mantiene una cierta estructura interrogativa respecto del singular carácter de aquellos movimientos de masas que habían triunfado sobre los partidos que aspiraban a representar el interés popular. Segundo, porque se seguía manteniendo un patrón reflexivo que tomaba a las formas del liderazgo político, y su configuración de una organización estatal, como un elemento definitorio de la experiencia populista. Ciertamente, con el correr de las décadas de los sesenta y setenta, las relecturas sobre los populismos latinoamericanos comenzaron a cobrar fuerza. Muchos de los textos que hoy consideramos clásicos se publicaron en aquella época. Los tópicos que abordaban esos trabajos eran variados también. No obstante, el tema del socialismo siguió siendo un tema, a veces espectral, por supuesto, que animó el debate. ¿Habían sido socialistas los populismos? ¿Habían tenido rasgos socialistas? ¿Habían sido el fascismo o el socialismo posibles para las sociedades latinoamericanas? ¿Eran puramente reformistas o transformistas? Como decíamos antes, junto a esas preguntas se multiplicaban las respuestas. Creo que, en parte, la polisemia que discutimos inicialmente proviene de esta historia de multiplicidades. Entre otras cosas, porque, como también sugerimos antes, populismo comenzaba a funcionar como albergue significante de todas esas respuestas. Esto es, en la medida en que se reinterpretaban las experiencias históricamente recortables, se adosaba al populismo una particularidad distinta. El problema de la fetichización del líder y la entronización organicista del Estado, el policlasismo y la ambigüedad ideológica continuó ocupando un lugar central, pero ahora la referencia comprensiva parecía haber dejado de ser el totalitarismo (aunque quizá totalitarismo, fruto de estos juegos, hubiese ya perdido peso antes). La interpretación de los fenómenos políticos latinoamericanos de los que venimos hablando, y que hoy llamamos casi sin discusión “populistas”, tuvo efectivamente una historia de vida plagada de lecturas muy contradictorias entre sí. No siempre se llamaron populismos, y casi siempre, para encontrar
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especificidad, debieron sostener comparaciones con otros fenómenos políticos. Ahora bien, esa doble referencia que involucra populismo y otros posibles “-ismos” comenzó a dar un importante giro a fines de la década de los setenta y comienzos de los ochenta. En una ponencia presentada en México, precisamente en 1980, decían Emilio de Ípola y Liliana de Riz: Finalmente, un problema que en cierto modo atraviesa y condensa los precedentes: aquel relativo al contenido mismo de las alternativas políticas a impulsar en América Latina. Problema crucial, cuya profunda complejidad no se evapora por el hecho de que pueda resumirse en la fácil conjunción de dos palabras: democracia y socialismo, dado que la experiencia histórica reciente, y no sólo la latinoamericana, han convertido a esos términos en índices de múltiples y contradictorios significados, y a su conjunción real, en el más difícil de los desafíos de la historia presente. (1985, 47)
En este trabajo de De Ípola y De Riz, compilado con prólogo de José María Aricó, se observa una idea central: la de reinterpretar las experiencias pasadas latinoamericanas (con las dictaduras como corolario) como base para imaginar nuevos rumbos políticos. Aquel célebre seminario de Morelia se enfocaba en la discusión de la idea gramsciana de hegemonía; no obstante, se colocaba a dicho debate en función de comprender el pasado e imaginar el futuro. Los populismos clásicos, así, tenían mucho que decir en torno a la fusión de socialismo y democracia, quizá no tanto en forma denigratoria ya, sino en forma de aprendizaje. La década de los ochenta, y las salidas políticas de las emblemáticamente violentas dictaduras latinoamericanas, discutirían ese camino. Populismo pareció haber perdido allí protagonismo. Cuestión que intentaremos dilucidar en el próximo apartado.
4. Tiempos de populismo III: democracia En los primeros años de la década de los ochenta, las transiciones a la democracia fueron un tema central en la discusión política y académica respecto de América Latina y otras latitudes. Se discutió largamente alrededor del mundo
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en torno a las singularidades que dichos procesos debían y podían acarrear. Guillermo O´Donnell decía a este respecto en 1997: El segundo factor es el actual prestigio de los discursos democráticos y su contrapartida, la escasa efectividad de los discursos políticos de abierto tono autoritario. Esta es una novedad crucial de la actual ola democratizadora en América del Sur. En las anteriores, el prestigio de las “soluciones” más o menos fascistas o autoritarias, populistas o tradicionales, así como la actitud por lo menos ambivalente de buena parte de la izquierda en relación con la democracia política, determinaron que los discursos democráticos no pudieran imponerse. En la actualidad, en parte como consecuencia del clima ideológico mundial, y sobre todo como consecuencia de las duras lecciones aprendidas con la sucesión de dominaciones burocrático-autoritarias a partir de la década del sesenta, pocas voces plantean un desafío explícito a la democracia política. (223)
Esa potencia política, entramada en la ilusión del momento fundante de la que habla Catalina Smulovitz (2009), parecía incontrastable. Las enseñanzas del horror dictatorial comenzaban a forjar esa especie de consenso democrático de base, necesario para reconstruir el régimen político y social en muchos países del mundo, y en especial en América Latina. Se ha escrito mucho acerca de este tema, pero quisiera aquí destacar dos puntos con respecto a nuestro recorrido. Primero, que se mantenía en un primer plano la necesidad, sobre todo por parte de los científicos sociales, de repensar el pasado para forjar aquel consenso e imaginar las alternativas futuras. Segundo, que no tardarían en construirse análisis respecto de las cualidades singulares que tomarían esos regímenes democráticos una vez puestos en juego. En lo que atañe al debate que hemos propuesto, populismo parecía haber perdido capacidad explicativa; populismo parecía, hasta cierto punto, una categoría del pasado. Nuevamente, una de las más sugestivas interpretaciones fue la realizada por Guillermo O´Donnell, a comienzos de la década los noventa. Para él, las etapas sucesivas de las transiciones en varios países de América Latina habían dado lugar a un tipo singular de democracia, a la cual denominó delegativa (1997). Esos nuevos animales políticos, singularmente
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caracterizados en los liderazgos de Menem, Collor de Mello y Fujimori, también fueron denominados, por otros autores, neopopulismos.22 Ya no se trataba de la polémica entre populismo y socialismo, sino de los posibles entredichos entre el primero y las formas necesarias o deseables de la democracia. Sabido es que O´Donnell prefería no usar la palabra populismo, pero sería factible dar un debate interesante en torno a la relación entre populismo y democracia delegativa. Podría decirse que varios de los caracteres de la democracia delegativa se mezclan con muchas de las caracterizaciones dadas alrededor del populismo, 23 aunque, de todos modos, podríamos decir también que el concepto “democracia delegativa” conlleva un grado de formalización y generalidad mucho más alto que el del populismo como categoría.24 Lo importante, de cara a la argumentación que venimos desarrollando, es que, de la mano de estos nuevos animales políticos, comenzó a gestarse un profundo debate acerca de la relación entre populismo y democracia. Esto no sólo referido ya a esos momentos transicionales, sino también a las ya clásicas experiencias populistas. Populismo volvía a ser discutido, pero ya no en referencia al totalitarismo ni al socialismo, sino frente a la democracia.25 La pregunta de fondo es: ¿populismo es una forma antidemocrática? O bien, ¿puede entenderse al populismo como una experiencia negativa para el desarrollo democrático? ¿Son el populismo y el llamado neopopulismo un límite a la democracia y a la democratización? ¿Es un fantasma? ¿La democracia era un remedio para salir sólo del horror dictatorial, o también lo era
22 Más allá de criticar el concepto de neopopulismo, dice Carlos de la Torre: “El análisis de experiencias históricas populistas, no debe llevarnos al error común de ver en el populismo sólo un fenómeno del pasado. Más bien, luego de los éxitos electorales de líderes populistas a partir del último proceso de transición a la democracia en la región, es necesario explicar por qué perduran los populismos. Esperamos que nuevos estudios exploren las condiciones estructurales que permiten su continua efervescencia” (1994, 44). 23 Paramio (2006) dice claramente que democracia delegativa y populismo son lo mismo. 24 Parte de esta conclusión la hemos discutido en conversaciones personales con Gerardo Aboy Carlés. No quisiera responsabilizarlo a él por estos dichos, pero me parece justo reconocer la deuda en ese sentido. 25 Sobre el concepto de neopopulismo, ver Weyland (1999 y 2001), Roberts (1998), Follari (2010). Para observar críticas posibles a esa idea, pueden verse De la Torre (2007) y Aboy Carlés (2003).
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para curar las heridas de las viejas tradiciones populistas latinoamericanas? Las respuestas, como es de esperarse, fueron múltiples y altamente contradictorias entre sí. Aunque de modo arbitrario por mi parte, quisiera aquí tomar una cita de Carlos de la Torre. Dice el autor: La presencia política de sectores excluidos que se dan con el populismo tiene efectos ambiguos y contradictorios para las democracias de la región. Por un lado al incorporarlos, ya sea través de la expansión del voto o a través de su presencia en el ámbito público, en las plazas, el populismo es democratizante. Pero, a la vez esta incorporación y activación popular se da a través de movimientos heterónomos que se identifican acríticamente con líderes carismáticos que en muchos casos son autoritarios. Además el discurso populista, con características maniqueas, que divide a la sociedad en dos campos antagónicos pues no permite el reconocimiento del otro, pues la oligarquía encarna el mal y hay que acabar con ella. Este último punto, señala una de las grandes dificultades para afianzar la democracia en la región. (1994, 57)
Si bien este tipo de razonamiento se ha expandido y tiene variadas formas, es interesante la discusión porque coloca al populismo justo en el lugar mismo de la ambigüedad. Esto es así porque el ejercicio reflexivo intenta destacar algunos rasgos democratizantes del populismo, antes que condenarlo indefectiblemente por antidemocrático. Incluso, el mismo autor (2007) se ha preguntado recientemente si el populismo es o no la verdadera tradición democrática en América Latina. Queda claro que se usan allí dos referencias democráticas distintas: pensando la “democracia à la Rousseau”, se dirá que el populismo fue democrático; pensando en la democracia liberal procedimental, se dirá que no lo fue.26 Se han destacado muchos esfuerzos analíticos, ya hacia fines de la década de los noventa y comienzos del presente siglo, por repensar la relación entre
26 En esta línea, puede verse Aibar Gaete (2007).
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populismo y democracia, intentando no caer en el aserto quizá más tradicional que establece que populismo, por sus mecanismos políticos autoritarios y su liderazgo unanimista, es antidemocrático.27 Dice Waldo Ansaldi: Las experiencias populistas —tal vez más notoriamente en los casos brasileño y argentino que en el caso mexicano— son fundamentales en el proceso de construcción de la concepción de la democracia con énfasis en lo social antes que en lo político. Ellas se caracterizan más por extender los derechos de ciudadanía —aunque lo hacen, en distinta proporción y magnitud— por dotarlos de mayor densidad, aun cuando puede argumentarse que la relación vertical líder-masas tiende a generar sumisión de las segundas respecto del primero, con un resultado inquietante: convertir a “la ciudadanía en una cáscara vacía y la justicia distributiva en un instrumento de dominación”. (2007, 43. Las comillas refieren a Arditi 2004)
No hay excesivas diferencias entre este argumento y el de De la Torre, más allá de la gramática y de la prosa. Hubo, y hay, una necesidad de rescatar elementos democratizadores del populismo, combinada simultáneamente con la procaz alerta respecto de los riesgos de esa forma de democratización. Entiendo que, aun a riesgo de simplificar, quedan dos puntos importantes por resaltar frente a esto. Por un lado, que democracia, como socialismo, portan en sí mismas una polisemia igual o mayor a la de populismo;28 de ese modo, se enfrentan dos extremos de relación que pueden dar lugar a un universo prácticamente infinito de argumentación. Por otro lado, que sigue destacándose el formato del liderazgo como elemento central para entender la médula del populismo. A lo dicho por Ansaldi (2007), siempre cabrá
27 La cuestión de populismo y democracia ha sido discutida seminalmente por Margaret Canovan (1999). Este debate ha tenido ciertas derivaciones, para lo cual recomiendo la lectura de Arditi (2004 y 2009). Por otra parte, me parece que es esencial en este tema repasar las contribuciones de Ansaldi (2007), Panizza (2008 y 2009) y Aboy Carlés (2001 y 2006). 28 Recordemos aquí la aclaración de Portantiero y De Ípola respecto de la relación entre socialismo real y normativo.
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preguntarle: ¿cómo es una relación líder-masas horizontal? ¿Qué tipo de ejemplos históricos podríamos usar, el de los populismos por el estilo de Gaitán, que no llegaron a la cúpula del poder del Estado? Creo que la potencia del lenguaje transicional construyó una idea de que las nuevas democracias esconderían el problema de los movimientos nacional-populares, cosa que no ocurrió, y populismo renació como parte de la discusión política y teórica. Este renacimiento implica, en todo caso, un nuevo clima en el cual, a todas luces, las referencias dejaron de ser el fascismo y el socialismo, y pasó a ser la democracia.29
Conclusión Una de las partes más llamativas de la discusión en torno al populismo es su contextura ocultamente comparativa. Si nuestro argumento no resulta falaz, se verá que populismo ha corrido una suerte algo singular. No se trata de un concepto polisémico, por el estilo de democracia o república, sino que se trata de un concepto cuya polisemia se amplía enormemente en un doble sentido: primero, respecto a la categoría (totalitarismo, fascismo, democracia, socialismo) frente a la cual se la exponga. Segundo, esa polisemia también depende de la experiencia histórica que se tome como base (por ejemplo, cardenismo, peronismo o varguismo). En última instancia, populismo nunca ha sido un término con potencia normativa, no ha sido un objetivo por seguir. Ha funcionado más bien como límite, como un freno para otro tipo de experiencias consideradas positivas (por ejemplo, la democracia).30
29 Para discutir mis argumentos, creo que sería importante interpretar los textos de Nicolás Azzolini (2010). Este autor ha destacado el problema de la democracia en la campaña presidencial argentina de 1945 y 1946; es decir, el problema del populismo (no como término, sino como experiencia histórica) respecto de la democracia es viejo. Mi argumento no contradice el de Azzolini, sólo lo reposiciona en una temporalidad en la cual, pensando en el período posterior al ascenso de Perón al poder en Argentina, totalitarismo y fascismo le ganaron la batalla referencial a la democracia. 30 Podrá decirse que la última teorización de Laclau tiene ese contenido normativo. La sinonimia expuesta por ese autor entre populismo, política y hegemonía es efectivamente una intervención que cabría colocar en el lugar del “objetivo político a seguir”. Contra esa teorización, ver De Ípola (2009).
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El ejercicio que hemos propuesto, señalando una serie de tiempos del populismo, no indica que sean compartimentos herméticos.31 El devenir histórico ha generado pervivencias, varias de ellas destacadas aquí, y abren la posibilidad de pensar en ciertos elementos comunes a la hora de concebir al populismo (principalmente los caracteres del liderazgo). El punto es que esos elementos no alcanzan como para pensar en una “normalización” del ámbito reflexivo académico. No contamos con una forma más o menos definida de entender al populismo. Dicen Omar Acha y Nicolás Quiroga: La historia de la historiografía indica que en ocasiones surge un texto que funciona como molde interpretativo, que es objeto de mímesis en el resto del entendimiento histórico (lo que no significa que sea copiado; lo esencial es que se constituya en una referencia narrativa y explicativa). Es un relato que emerge como brújula de lectura de nuevas facetas del archivo. (2012, 24)
Aprovechando de modo metafórico el razonamiento de estos autores, de lo que se está hablando es de la ausencia de ese tipo de mímesis en la reflexión sobre el populismo. Es posible que en determinados ámbitos exista una cierta tendencia o un determinado patrón a la hora de pensar al populismo; de lo que no puede hablarse es de la existencia de “una brújula” perfectamente reconocible en los estudios que toman al populismo como objeto. Los intentos de definición del concepto y la búsqueda de su especificidad son múltiples, y muchos de ellos han sido citados aquí. No obstante, me parece claro que no hay, por ahora, “una referencia” univoca para esas búsquedas, y mucho menos existe una huella determinante en el modo de estudiar las experiencias históricas que se etiquetan bajo dicho concepto. A modo de ejemplo: estudiar y pensar al populismo tomando como eje a Weyland o hacerlo partiendo de Laclau es tan distinto que, como mínimo, la conclusión tendría que ser que el consenso está lejos de ser alcanzado.
31 Aunque quisiera desarrollarlo más en futuros trabajos, vale aquí una aclaración en torno a la relación entre el segundo y el tercero de los tiempos destacados. Como vimos, incluso, con la cita de De Riz y De Ípola, democracia y populismo tienen un papel conjunto y relativamente simbiótico en parte de la intelectualidad.
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Populismo es una categoría en disputa constante porque, entre otras cosas, la lectura de los movimientos o experiencias históricos que se califican con ese nombre lo es. La ausencia de normalización, atada a la dificultad del consenso en la definición, no puede tampoco ser saldada en una normativización de signo positivo de alguna de ellas. Si considero que el peronismo fue bueno, y pienso que el peronismo fue un populismo, no puedo aseverar que el populismo es la meta política; básicamente, porque peronismo y populismo responden, al fin y al cabo, a dos registros analíticos diferentes. El hecho de que populismo tenga un peso peyorativo sedimentado en cuanto significante no puede derivarnos en una simple inversión de carga valorativa. Por supuesto, tampoco debería hacerse lo contrario. Lo importante allí es, creo, entender la sedimentación y la función analítica que ella ha cumplido para lograr sentidos comunes tan dispares. Como decíamos antes, populismo ha ocupado generalmente el lugar de un límite al desarrollo de otros procesos potencialmente más deseables para muchos. Y eso no debe ser tomado simplemente como un signo de torpeza intelectual. Antes bien, debe ser entendido como un signo del tiempo, y como un signo también altamente productivo en términos políticos. Este trabajo ha tenido un espíritu interrogativo, tratando de interpelar ciertos sentidos comunes. Para no perder ese espíritu, pregunto: ¿puede determinarse un último y cuarto tiempo, abarcando quizá la década pasada? Se ha trabajado y publicado mucho sobre populismo en los últimos diez años, teniendo como epicentro al libro de Laclau, La razón populista (2005). Creo que nadie podría negar esta cuestión. No obstante, me parece que este proceso no ha derivado aún en un nuevo tiempo. Es decir, la obra de Laclau ha tenido un importante impacto en el debate y en la producción en muchos ámbitos académicos en América Latina y en algunas universidades europeas y norteamericanas, pero todavía no ha cambiado, a mi juicio, el eje de la reflexión dado en torno a populismo y democracia, por un lado, y en torno al carácter posiblemente expansivo de la lógica populista, por otro. Es decir, creo que la obra de Laclau tampoco terminó por convertirse en un vector de “normalización”, tal como lo definimos antes. Si en un futuro de mediano plazo pudiese entramarse un nuevo tiempo para la discusión sobre populismo, ese nuevo tiempo, creo, tendrá un concepto de referencia distinto a los anteriores: la identidad política. La identidad política
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—concebida en términos de procesos de estabilización de campos solidarios relativamente estables que, al tiempo que operan sobre una tradición comunitaria, se homogenizan internamente y se diferencian externamente32— puede abrir nuevos escenarios de conceptualización del populismo no atados a las dimensiones más transitadas, principalmente, el formato del liderazgo.33 A modo de intuición, entonces, creo que pensar al populismo como una lógica política, entre muchas otras, de configuración de identidades populares —alejados de cualquier clase de condena o exculpación— puede llegar a ser un rumbo factible de una buena porción de estudios que elijan el tema como eje. En 1996, Pierre-André Taguieff señalaba que uno de los problemas del populismo era que se había vuelto una “palabra popular”. Casi veinte años después, creo que el aserto de Taguieff es insoslayablemente contundente, pero se presta a una última interrogación: ¿se volvió popular en dónde, con qué sentidos? La palabra populismo, a diferencia de democracia o de república, se volvió popular, masiva, en el ámbito de las ciencias sociales, incluso del periodismo. Pero nunca se volvió “un significante” producido socialmente en otros planos del sentido común. Populismo, incluso a diferencia de hegemonía, no penetró al lenguaje político, salvo para casos de descalificación visceral. “Se volvió popular”, ciertamente, pero dentro de un campo acotado. Es, y sigue siendo, una categoría altamente productiva que ha permitido releer el pasado de muchas naciones, posibilita interpretar la actualidad y tiene gran potencia analítico. De cualquier modo, creo que cualquier intento de normalización en la circulación de sentidos de la palabra populismo debe partir, simultáneamente, de asumir
32 Tomo aquí como base la definición de identidad política ofrecida por Aboy Carlés (2001). Remito y recomiendo dos trabajos recientes de Aboy Carlés (2013) y Barros (2013), en los cuales se despliegan diversos razonamientos que apuntan en la dirección de pensar la relación entre populismo e identidades políticas de un modo más que sugerente. 33 Creo que los trabajos de Aboy Carlés (2001, 2003, 2005a, 2005b, 2006 y 2013), más las obras de Sebastián Barros (2003, 2006a, 2006b, 2007, 2008 y 2009) y de Alejandro Groppo (2009) pueden ser una clara guía de este nuevo escenario que estoy sugiriendo. Ciertamente, como me lo ha marcado Ricardo Martínez Mazzola, tomar “identidad” como nuevo referente del debate puede cambiar los ejes del mismo. Principalmente, en el sentido de que identidad pareciera ser un concepto con un nivel de generalidad y abstracción mayor, incluso, que el de democracia. En todo caso, creo que la ref lexión en torno a los mecanismos populistas de configuración de identidades políticas viene tomando fuerte protagonismo, y habrá que seguir su evolución con el correr de los años.
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que su radical polisemia depende de la multiplicidad de interpretaciones sobre las experiencias que se llaman populistas, y de la aceptación de que ésta, como cualquier otra categoría teórica, tiene sus tiempos.
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Julián Melo es doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del CONICET y profesor del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), en Argentina. Entre sus últimas publicaciones está el libro Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo (con Gerardo Aboy Carlés y Sebastián Barros). Buenos Aires: UNGS-UNDAV, 2013; y “Hegemonía populista, ¿hay otra? Nota de interpretación sobre populismo y hegemonía en la obra de Ernesto Laclau”. Identidades 1 (1), 2011. Correo electrónico: melojulian@hotmail.com
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Populismo (en) democracia. Repensando los sentidos de la emancipación en el sur de América Latina Ariana Reano Universidad Nacional de General Sarmiento (Argentina) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.05 RECIBIDO: 30 de septiembre de 2013 APROBADO: 26 de abril de 2014 MODIFICADO: 31 de mayo de 2014
El presente trabajo tiene dos objetivos. En primer lugar, se propone repensar la relación entre populismo y democracia al discutir con las posiciones que establecen un antagonismo radical entre ambas dinámicas políticas. Para ello, se recuperan algunos lineamientos sugeridos por Ernesto Laclau en torno a las dimensiones de ruptura y recomposición del populismo entendido como lógica política. Esta concepción se complementa con los aportes de Jacques Rancière para pensar la dimensión democratizadora de los populismos. En segundo lugar, el artículo se propone analizar dos experiencias de gobierno contemporáneas —la de Néstor Kirchner, en Argentina, y la de Luiz Inácio Lula da Silva, en Brasil— para mostrar cómo estos ejemplos nos invitan a reabrir el debate teórico-político en torno al propio concepto de democracia. Rehabilitar el debate sobre la tensión entre la dimensión formal y la dimensión sustantiva de la democracia nos permitirá repensar las múltiples formas en las que una lógica populista puede habilitar una lógica democratizadora.
RESUMEN:
PALABRAS CLAVE: populismo • democracia • emancipación • América Latina
H Una versión preliminar de este artículo fue presentada en la mesa de trabajo “Populismos y neopopulismos en América Latina. Enfoques teóricos y aproximaciones empíricas”, en el VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política, organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP), que tuvo lugar en Bogotá (Colombia), en septiembre de 2013. Este trabajo forma parte de los avances de mi investigación posdoctoral, financiada por el CONICET (Argentina).
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Populism (in) Democracy. Rethinking the Meanings of Emancipation in the South of Latin America This paper has two objectives. Firstly, it proposes rethinking the relationship between populism and democracy, by challenging the positions which create a radical antagonism between these two political dynamics. In order to do this, the paper refers to guidelines put forward by Ernesto Laclau, relating to the rupture and reconstruction of populism understood as political logic. This idea is complemented by contributions from Jacques Rancière, in order to explore the democratizing dimension of populist movements. Secondly, the article analyzes two examples of contemporary governments – that of Nestor Kirchner in Argentina, and of Luiz Inácio Lula da Silva in Brazil – to show how they invite us to re-examine the theoretical-political debate on the concept of democracy as it is currently understood. Re-establishing the debate on the tension between the formal and the substantive dimension of democracy will allow us to rethink the various ways in which a populist logic might lead to a democratizing logic.
ABSTRACT:
KEYWORDS: populism • democracy • emancipation • Latin America
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Populismo (em) democracia. Repensando os sentidos da emancipação no sul da América Latina O presente trabalho tem dois objetivos. Em primeiro lugar, propõe-se repensar a relação entre populismo e democracia ao discutir com as posições que estabelecem um antagonismo radical entre ambas as dinâmicas políticas. Para isso, recuperam-se alguns lineamentos sugeridos por Ernesto Laclau sobre as dimensões de ruptura e recomposição do populismo entendido como lógica política. Essa concepção se complementa com as contribuições de Jacques Rancière para pensar a dimensão democratizadora dos populismos. Em segundo lugar, o artigo se propõe analisar duas experiências de governo contemporâneas —a de Néstor Kirchner, na Argentina, e de Luiz Inácio Lula da Silva, no Brasil— para mostrar como esses exemplos nos convidam a reabrir o debate teórico-político em torno ao próprio conceito de democracia. Reabilitar o debate sobre a tensão entre a dimensão formal e a dimensão substantiva da democracia nos permitirá repensar as múltiplas formas nas quais uma lógica populista pode habilitar uma lógica democratizadora.
RESUMO:
PALAVRAS-CHAVE: populismo • democracia • emancipação • América Latina
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Introducción
Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez (179). Max Weber, El político y el científico
El siglo XXI se inicia en el sur de América Latina signado por la experiencia de gobiernos que se definen por su crítica y oposición al statu quo de la ortodoxia neoliberal. Como sabemos, desde fines de los años ochenta y durante toda la década de los noventa estos países fueron el laboratorio de experiencias neoliberales caracterizadas por la promoción de procesos de privatización del patrimonio público, la concentración económica en manos del capital financiero y los progresivos procesos de desindustrialización. El aumento del endeudamiento de las economías nacionales y el crecimiento del déficit público y los procesos de flexibilización laboral que comenzaron erosionando los derechos de los trabajadores y terminaron generando altas tasas de desempleo y empobrecimiento fueron otras consecuencias de la aplicación de las políticas neoliberales. Este proceso se sostuvo, en el plano ideológico, gracias a la diseminación de una hegemonía neoliberal que pronto se volvió sentido común, ya no sólo en el plano económico, sino también en el político-cultural. Es este sentido común neoliberal el que los nuevos gobiernos vienen a cuestionar, aunque no lo hacen por medio de procesos homogéneos y lineales, sino con matices y especificidades propios en cada caso. Las ambigüedades y contradicciones de estos procesos están dadas por la necesidad de afirmarse como experiencias radicalmente distintas a las neoliberales y, en la práctica política, no poder desprenderse totalmente de algunas premisas del neoliberalismo, sobre todo en lo que respecta a los lineamientos principales de la lógica económica. A su vez, se enfrentan al desafío de reconocer la importancia del Estado de Derecho y la república democrática, sin renunciar a la construcción de una sociedad más igualitaria y justa, lo cual implica en muchos casos poner en cuestión las estructuras de poder existentes. A partir de éstas y otras complejidades, las ciencias sociales promovieron un conjunto de debates sobre cómo calificar a estos nuevos gobiernos, con cuáles herramientas teóricas y a partir de qué conceptualizaciones. Por una parte, se los
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ha calificado como nuevos gobiernos de izquierda, mientras que otra parte optó por catalogarlos como (nuevos) gobiernos populistas. Esto último reabrió los debates sobre el concepto de populismo y generó un campo fructífero para pensar la relación entre populismo y democracia. En este trabajo nos proponemos abordar esta relación a la luz de lo que, recuperando una denominación que les pertenece a Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero (1981), consideramos “los populismos realmente existentes” en el sur de América Latina hoy. Nos concentraremos específicamente en los casos de Argentina bajo la presidencia de Néstor Kirchner y de Brasil durante la primera presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva. Para ello, comenzaremos con un breve repaso de las discusiones actuales sobre el populismo, sintetizando los argumentos sobre los que se sostiene el antagonismo entre populismo y democracia. Luego, estableceremos los presupuestos teóricos que nos permitirán, discutiendo con las posiciones anteriores, argumentar en favor del populismo como lógica política. Para ello, recuperaremos algunos lineamientos sugeridos por Ernesto Laclau en torno a las dimensiones de ruptura y recomposición de la lógica populista. Complementaremos esta concepción recuperando los aportes de Jacques Rancière, para pensar en la fuerza democratizadora de los populismos por medio de la noción de inclusión de “la parte de los sin parte”. Para terminar, y a partir del análisis comparativo de los discursos presidenciales de Kirchner y Lula da Silva, intentaremos mostrar cómo opera la relación entre populismo y democracia en estas experiencias de gobierno. Con ello nos proponemos, por un lado, discutir el carácter axiomático de la oposición conceptual entre populismo y democracia a la luz de dos experiencias de gobierno concretas, y, por otra parte, mostrar que estos ejemplos nos permiten dar un paso más en la discusión predominante hasta ahora en la academia porque nos invitan a reabrir el debate teórico-político en torno a la tensión constitutiva entre la dimensión formal y sustantiva de la democracia. A partir del análisis de los discursos de ambos presidentes mostraremos mediante qué articulaciones de sentido emerge esta tensión, permitiéndonos repensar las múltiples formas en las que la lógica populista puede habilitar una lógica democratizadora en ambos sentidos del concepto.
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1. Los fundamentos del antagonismo entre populismo y democracia Una parte de los análisis contemporáneos de las ciencias sociales insiste —recuperando las argumentos utilizados para pensar los populismos clásicos (Di Tella 1965; Germani 1977)— en afirmar que populismo y democracia son incompatibles. La traslación casi automática de este antagonismo para pensar las experiencias contemporáneas en América Latina se apoya básicamente en los siguientes presupuestos: i. El “estilo” político de los liderazgos y el “déficit republicano”. Se afirma que los populismos latinoamericanos se sostienen sobre fuertes liderazgos personalistas con un “estilo político confrontacional” (Paramio 2006). Esto ha llevado a sostener que los regímenes presidencialistas en América Latina no respetan el sistema democrático basado en los partidos y en la representación parlamentaria de las distintas fuerzas políticas generando así un “déficit republicano” (Cheresky 2006) que erosiona la institucionalidad democrática. ii. La concentración de poder y los riesgos de la corrupción. Se entiende al populismo como expresión autoritaria debido al vínculo que une el aparato burocrático estatal con el líder y a éste con su pueblo, donde lo que prima es su voluntad sobre cualquier principio pluralista de representación (De Ípola y Portantiero 1981). Desde estos argumentos, el populismo es la expresión política que, centrada en la figura de un líder carismático, surge cuando los partidos políticos no representan los intereses ni canalizan las demandas de la parte del pueblo que es su base de representación. La representación se personaliza pero, como sostiene Marcos Novaro, “al costo de la manipulación de las reglas institucionales, la violación a las promesas y compromisos con los votantes y de los derechos ciudadanos” (1996, 99). De esta reflexión se deriva otra idea que concatena la concentración del poder con el desarrollo de prácticas políticas corruptas —eliminación de órganos de regulación independientes, control de la justicia y establecimiento de estructuras de mando verticales, organización de militancias clientelistas—, que son las que erosionan la institucionalidad de la república y, por tanto, se convierten en antidemocráticas (Dirmoser 2005; Mires 2006; Rojas Aravena 2006).
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iii. La centralidad de la dinámica política y económica en torno al Estado. La centralidad del Estado como rasgo distintivo de los populismos también tiene su correlato en la crítica a la “excesiva” injerencia del Estado en los asuntos económicos desde una concepción redistribucionista que poco rescata “la importancia de las instituciones como marco imprescindible para el buen funcionamiento de los mercados, la estabilidad macroeconómica y monetaria” (Paramio 2006, 65). Se sostiene que la falta de reglas del juego claras y transparentes genera desconfianza e inseguridad jurídica para atraer inversiones que favorezcan el desarrollo. El populismo se convierte así en sinónimo de nacionalismo agresivo, cuya figura central es la de un Estado corporativo que ejerce su poder por medio de la implementación de políticas macroeconómicas populistas para propósitos distributivos (Dornbusch y Edwards 1992). iv. El discurso antagonista y el peligro del conflicto. Se sostiene que los populismos se convierten en expresiones antidemocráticas porque construyen un discurso crítico hacia las élites dominantes, que instaura una división entre sectores populares y oligárquicos y que genera un clima político de confrontación (Paramio 2006).1 Como reverso de esta crítica se postula una modelo de democracia deliberativa —que es la que los populismos no promueven— que permita procesar los conflictos y los desacuerdos, superando el gran problema político de la “ausencia de debate” (Rosanvallon 2007). Desde esta concepción, una política que no logre el consenso de la mayoría de los actores socioeconómicos enfrentados está conspirando contra la democracia.2 1 Una de las concepciones teóricas más consideradas por los críticos del populismo es la categoría de amigo-enemigo propuesta por Carl Schmitt como representación del conflicto que funda y a la vez instituye lo político. Ese eje binario quedó reflejado en la dicotomía populista pueblo-antipueblo, nación-imperio, excluyentes de una consideración de la sociedad como mundo ciudadano heterogéneo. A partir de aquí, la política que plantea un “enemigo” o que instrumenta el “decisionismo” es interpretada en clave schmittiana como sinónimo de antidemocracia o de baja calidad institucional (Casullo 2007). 2 De los argumentos señalados en los puntos iii) y iv) también suele advertirse sobre el carácter antipluralista de los gobiernos populistas, caracterizados, según se dice, por un tipo de ejercicio del poder por medio del cual un líder carismático gobierna sin contrabalances de las instituciones propias del Estado de Derecho (Weyland 2001, citado por Frei y Kaltwasser 2008). Retomaremos este tema en los apartados 4c y 4d de este trabajo.
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Ahora bien, el argumento fundamental para estipular que el populismo es lo contrario a la democracia sólo puede sostenerse desde una concepción particular de la democracia que es preciso describir. Para ello, recuperaremos algunos argumentos que Julio Aibar (2007) expone en el artículo “La miopía del procedimentalismo y la presentación populista del daño”, para reflexionar sobre el populismo en relación con la forma dominante de entender la democracia en la ciencia política y en la academia. Esta forma dominante, que el autor denomina liberal-procedimental, y que aparece como fundamento de los análisis que venimos considerando, opera simbólicamente por medio de dos importantes desplazamientos de sentido. Por un lado, “intentó naturalizar la idea de que la democracia consiste básicamente en una serie de procedimientos —no cualquier tipo de procedimiento, sino ciertos y determinados procedimientos particulares, y no otros”—, y, por otro, “instituyó la idea de que la lógica democrática se asimila a la lógica del mercado”, volviendo verosímil la idea de que “el mercado es condición de posibilidad fáctica de la democracia” (Aibar 2007, 27). Una vez realizadas estas operaciones, el populismo pudo aparecer como antidemocrático, en la medida en que expresa un modo de hacer política que repudia, cuando no niega, el papel de las instituciones y los procedimientos de la democracia formal.3 Sobre este último punto nos interesa detenernos, puesto que desde este argumento se desprende una defensa de la democracia casi exclusivamente como régimen político, vale decir, como poliarquía. Ello supone reducir la democracia y la política a ciertos mecanismos, instituciones y procedimientos que sirven para la selección de los gobernantes, para el funcionamiento equilibrado de los poderes del Estado, para garantizar la deliberación pública y el respeto por la diferencia, la libertad y los derechos políticos. El riesgo de tal asociación es hacer de estos requisitos un fin en sí mismo, al convertirlos en un cerrojo para la interacción de los intereses en conflicto, lo que implica reducir el componente político de la democracia a un conjunto de precondiciones y desestimar a lo político como
3 A su vez, esto supone afirmar que los gobiernos populistas carecen de instituciones y se caracterizan por un modo de hacer política sin procedimientos ni reglas. Por razones de espacio y de pertinencia, no podemos ocuparnos de esta discusión aquí. La relación entre populismo e instituciones es otro flanco abierto en la discusión académica actual. Para ello, sugerimos consultar Aboy Carlés (2010) y Melo (2009).
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momento instituyente. Por tal motivo, se vuelve necesario especificar desde qué otra concepción de la democracia pueden pensarse las posibles compatibilidades de la relación entre populismo y democracia, y cuál es el sentido del populismo que se vuelve necesario rescatar para resignificar esa relación a la luz de las democracias latinoamericanas contemporáneas.
2. El populismo como lógica política y como fuerza democratizadora a. Lo político del populismo La recuperación de categorías que fueron dominantes en el pensamiento político de una época comporta el desafío de mostrar que ellas no son presas de un significado intrínseco, sino que pueden ser útiles y sumamente sugerentes para abordar fenómenos del presente. Esto es, sin duda, lo que ha sucedido con la noción de populismo a partir de la publicación de La razón populista (Laclau 2005). El entusiasmo que esta obra despertó estuvo relacionado con la forma en que presentaba al populismo despegándose del relato “reduccionista” propio de los análisis estructural-funcionalistas e histórico-descriptivistas inspirados en la sociología de los años sesenta.4 La propuesta de Laclau abrió el camino para pensar al populismo como un tipo específico de relación política que cuestiona el orden simbólico e institucional de lo social, y, de este modo, abrió el juego para entenderlo como expresión política, y no como una amenaza a ella. Así, la especificidad política del populismo radica en que el pueblo (la plebs) es la parte que aspira a constituirse como la única totalidad legítima (el populus). En definitiva, lo que hace que el populismo sea una lógica política, y no un simple componente ideológico de un tipo de gobierno, es que genera un efecto de totalización que establece una frontera de exclusión dividiendo a la sociedad, y al mismo tiempo ensaya permanentemente una recomposición de esa fragmentación por medio de procesos de significación que intentan suturar dicho campo fragmentado mediante el establecimiento de equivalencias. En este proceso —que no es lineal, sino que encierra en sí movimientos de oposición, de escisión, de ruptura—, el pueblo asumirá la función de dislocar el orden de las cosas existentes 4 Una síntesis de estas aproximaciones y de la diferencias con el planteo de Laclau puede encontrarse en Biglieri (2007).
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y al mismo tiempo ser una identidad que sutura parcialmente ese orden simbólico dislocado, convirtiéndose en el actor capaz de trazar los límites de lo representable. Cuál sea la parte, es decir, qué identidad asuma este papel, dependerá de la lucha política concreta en cada circunstancia histórica. Aquí radica el carácter esencialmente contingente de la lógica populista, entendida como proceso. La instauración de una hegemonía y la construcción del pueblo son actos políticos que constituyen al populismo en una lógica política en sí misma, es decir, que no se necesitan condiciones estructurales específicas para el surgimiento del populismo. Aunque sí es preciso que se cumplan dos precondiciones formales: i) “la formación de una frontera antagónica separando el ‘pueblo’ del poder”; ii) “una articulación equivalencial de demandas que hace posible el surgimiento del ‘pueblo’”. Una tercera precondición sería la “unificación de esas demandas en un sistema estable de significación” (Laclau 2005, 99). Con estas ideas Laclau quiere presentar el carácter subversivo y al mismo tiempo reconstructivo del populismo, ya que ilustra una práctica que subvierte el estado de cosas existentes, y a la vez se convierte en el punto de partida de una construcción más o menos radical de un nuevo orden, una vez que el anterior se ha debilitado. Las identidades populares se constituyen en la tensión entre estos dos movimientos opuestos y en el precario equilibrio que logre establecerse entre ellos. b. Lo democrático del populismo Recuperar al populismo como lógica política nos permite pensar su relación con la democracia e introducirnos en la discusión acerca de qué concepción de la democracia podría compatibilizar mejor con la lógica populista. Para ello, nos referiremos a algunos trabajos recientes que nos ayudarán a pensar en qué radica la democratización del populismo. En “Espectralidad e inestabilidad institucional. Acerca de la ruptura populista”, Sebastián Barros (2006) sostiene que la especificidad del populismo consiste en que se trata de la dinámica política que amenaza constantemente a un orden al pretender incluir en la comunidad una identidad que se construye como heterogeneidad —“los descamisados”, “los grasitas” o “las mujeres” del peronismo, por ejemplo— y que es imposible de ser tenida en cuenta en términos lógicos —“institucionales”— dentro de ella. Barros recupera para el populismo lo que Rancière (1996) denomina el efecto político de la democracia, cuando ella no es entendida simplemente como régimen
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de gobierno, sino como aquello que rompe el orden de lo establecido. La política es para Rancière el momento del desacuerdo fundamental acerca de quién es “parte”, es la ligazón de lo desligado y la cuenta de los incontados. Ella supone el conflicto más fundamental, porque es a partir de la acción política que se define quién forma parte de la comunidad. Y la comunidad política aparece cuando emerge “la parte de los sin parte” instituyendo un litigio que pone en evidencia la distorsión acerca de la cuenta de las partes de esa comunidad. La lógica política irrumpe, así, cuando se devela el carácter contingente de la relación gobernantes-gobernados y cuando se verifica, por medio del litigio, la igualdad de cualquiera con cualquiera. En la propuesta de Rancière, el momento propiamente democrático no consiste en la autorregulación consensual de la pluralidad, sino en un acto que provoca una ruptura con el orden de lo dado. Es en este sentido que para Barros la ruptura que genera el populismo “no es una ruptura más”, sino aquella que desafía “la inclusión radical de una heterogeneidad social respecto del espacio común de representación”. El populismo, nos dice, “implica una articulación de demandas insatisfechas que hasta el momento no eran susceptibles de ser articuladas y con ello pone en duda el espacio de la comunidad” (2006, 152-153). El efecto democratizador del populismo está vinculado aquí con la lógica de la inclusión de lo excluido, con la verificación de la igualdad y con la manifestación del litigio que dichos procesos generan. El populismo rompe un modo de organización que distribuye lugares y funciones de acuerdo con una regla que impide cuestionar un ordenamiento que se presenta como dado. Todo el potencial político de la lógica populista coincide aquí con el potencial político de la democracia entendida como forma disensual del actuar humano que convoca a la acción permitiendo que emerja la parte de los sin parte. Por otro lado, el ya citado artículo de Aibar se encarga de mostrar cómo, antes que manifestarse como “lo otro” de la democracia, los populismos frecuentemente plantean la disputa en y desde un territorio interno a la democracia, explotando contradicciones, removiendo fronteras, convirtiéndose en un habitante interno amenazante. En este sentido, según el autor, “los populismos funcionan como catalizadores-activadores-reelaboradores de necesidades, malestares, humillaciones y descontentos sociales” (2007, 26. Cursivas en el original). La figura del daño aparece en su escrito como aquello que los populismos vienen a poner en escena, puesto que el daño ilustra una violación al principio general que supone la igualdad de cualquiera con cualquiera. Por eso, el populismo se presenta como
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crítica a un estado de cosas existentes, porque hace una “producción imaginaria del daño” desde las propias categorizaciones que el orden policial instituye para nominar a los marginados, postergados o excluidos. El populismo, sostiene Aibar, “toma y ocupa esos lugares, remarca esos nombres, hace de ellos una huella y constituye identidades”, volviendo valiosos esos nombres, llevándolos al plano del ser. Así, “Los olvidados pasarán a ser re-nombrados y reubicados, un hecho que será, por un lado, la constatación misma del daño, y, por otro, la constitución-redención del dañado” (2007, 46). Esta redención no sólo implica, como sosteníamos con el trabajo de Barros, la posibilidad de que los que no eran tenidos en cuenta puedan serlo, sino que supone una apuesta más fuerte: poner en cuestión la forma dominante de entender la política como mera administración de las cosas y pensar que la redefinición de la organización política de la sociedad es producto de luchas políticas concretas —en las que hay vencedores y vencidos—, y por ello puede ser legítimamente interpelada en cualquier momento y por cualquier sujeto o grupo. Esto es parte del necesario ejercicio que hay que hacer al definir qué se entiende por democracia y, a partir de allí, reflexionar dónde radica el potencial democratizador del populismo. Ésta es la apuesta de Carlos Vilas (1994) en su libro La democratización fundamental del populismo. Para el autor, el sello distintivo de los populismos latinoamericanos clásicos es que fueron experiencias apoyadas en la democracia electoral, que contribuyeron decisivamente a consolidarla, utilizando la vía de la universalización efectiva del sufragio y eliminando las restricciones —legales y no legales— que marginaban de la ciudadanía a sujetos sociales, como las mujeres, el campesinado y los indígenas. Al ser experiencias de ampliación de la ciudadanía y de extensión de la participación social y política, los populismos constituyeron una fuerza de “democratización fundamental” en América Latina (Vilas 1994, 97-98). Con Vilas podemos afirmar, entonces, que los populismos latinoamericanos han sido democráticos en un doble sentido. En un sentido institucional-formal, porque su ascenso al poder fue resultado de elecciones que cumplieron los procedimientos electorales en el marco del pluripartidismo y funcionaron de acuerdo con las reglas del Estado de Derecho. Y en un sentido sustantivo-social-popular, porque al mismo tiempo promovieron la participación social y política de sectores antes excluidos y generaron
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los mecanismos institucionales para la ampliación de la ciudadanía de aquellos sujetos sin representación, constituyéndolos en parte del pueblo. Esta mirada no sólo pone en duda la oposición axiomática entre populismo y democracia, contrastándola con los populismos clásicos realmente existentes en América Latina, sino que muestra también que la opción liberal-procedimental no es la única concepción de la democracia posible. Pero entonces, ¿qué nos sugiere la idea de democratización fundamental del populismo? Ello requiere, a nuestro criterio, hacer una breve digresión en torno a lo que denominaremos la tensión constitutiva de la democracia.
3. La tensión entre democracia formal y democracia sustantiva revisitada De lo que venimos diciendo se desprende que el populismo como lógica política implica un movimiento de dislocación del orden de las cosas, en el mismo sentido en que la democracia, para Rancière, supone un momento de ruptura y, al mismo tiempo, de realización de la igualdad, vía la inclusión de los sin parte. Democracia y populismo se revelan así como lógicas que ponen en cuestión las desigualdades y los privilegios que definen la forma del mundo social y político en un momento dado. En este marco, quisiéramos sostener que el debate acerca de qué democracia es la que realizan los populismos en América Latina rehabilita una discusión que estaba fuertemente presente en los debates sobre el sentido de la democracia durante las denominadas “transiciones”. Desde fines de los años setenta y durante toda la década de los ochenta, la discusión sobre qué democracia había que construir en los países que, en diferentes tiempos y con diversas características, iban saliendo de las dictaduras estaba caracterizada por la necesidad de pensar la articulación entre la dimensión formal y sustantiva de la democracia: la primera, asociada a una visión de la democracia como régimen de gobierno, garante de la estabilidad institucional y respetuosa de las normas y los procedimientos del Estado de Derecho, y, la segunda, una concepción de la democracia como lógica de la acción, defensora de la participación popular y del compromiso en los asuntos públicos y de la defensa de los derechos entendidos como conquistas producto de las luchas sociales.
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A lo largo de aquellos años y como producto de los ricos debates ideológico-políticos que los caracterizaron, el debate entre democracia formal y sustantiva fue resignificándose en términos de democracia procedimental-democracia real, democracia representativa-democracia participativa y democracia liberal-democracia popular.5 Estos fueron algunos de los dualismos conceptuales más importantes desde los cuales se planteaba la necesaria articulación entre una democracia que garantizara tanto libertades y derechos civiles y políticos como derechos sociales, vale decir, una democracia en la que el régimen político (la realización periódica de elecciones, la elección libre de los representantes por medio del voto y el funcionamiento de los tres poderes del Estado) se complementara con la participación activa de sujetos políticos con capacidad de transformar las condiciones de injusticia y exclusión e hiciera posible una sociedad más igualitaria.6 A principios de los años noventa, la mayoría de los presidentes en América Latina habían concluido sus mandatos sin interrupciones, sin haber restringido las garantías ciudadanas, ni cerrado los parlamentos, ni perseguido a los opositores, ni acallado con violencia las críticas. Éste es el sentido por el que se leyó a la década de los ochenta como el momento de triunfo de la democracia política. Sin embargo, estos también fueron los años en los que se produjo el desenlace final del agotamiento de los modelos tradicionales de articulación entre la economía, el Estado y la sociedad. Llegaba así la época de la restauración y el ajuste drástico: las corporaciones y los factores transnacionales de poder ocupando el lugar del Estado en crisis (Bosoer 1990). El ciclo de la transición llegaba a su fin con un inusitado agravamiento de la crisis económica, que se complementaba con una crisis política. Esta última no sólo se manifestaba al nivel de las estructuras partidarias y de las identidades políticas, sino, y sobre todo, como una crisis de 5 Sobre el modo en que estas dicotomías operaron en los debates de la época, se puede encontrar un sinnúmero de artículos publicados en las revistas Punto de Vista, Unidos, La Ciudad Futura, entre otras. Para tener un panorama general, sugerimos consultar Lechner (1984), Nun y Portantiero (1987), Nun (1989 [1984]), Portantiero (1988) y De Ípola (1986). 6 En el caso argentino, esta disputa por el sentido de la democracia es el centro de los debates entre los intelectuales de la izquierda socialista y los intelectuales de la renovación peronista, en el marco de la apertura democrática en 1983 y en relación con el gobierno de Raúl Alfonsín que la llevó adelante. Nos hemos ocupado de este tema en Reano (2011). Sobre la forma en que el debate sobre la democracia se replicó en otros países de América Latina, sugerimos consultar Lesgart (2003).
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sentido. Ella representaba un momento en que las viejas dicotomías conceptuales iban perdiendo potencia con respecto a la necesidad de generar un nuevo lenguaje capaz de ilustrar la complejidad del proceso de consolidación democrática. Como sabemos, este proceso fue cristalizándose en la verosimilitud adquirida por el discurso de la reforma económica asociada a las ideas de ajuste, privatizaciones, reducción de la injerencia del Estado, etcétera. Ellas fueron conformando un sentido político común sostenido sobre una noción de la política reducida a los criterios de la eficiencia y la técnica y a una “concepción minimalista de la democracia” (Przeworski 1997). El potencial “ético-político” del neoliberalismo en términos políticos fue diseminándose hasta suspender —hoy podemos decir, momentáneamente— la productividad de la tensión constitutiva de la democracia con la que se iniciaban las transiciones latinoamericanas. En este marco es que nos parece verosímil sostener que en los planteos que postulan una articulación positiva entre populismo y democracia es posible ver una reactualización, a veces más explícita y otras más velada, de aquel debate entre la forma y la sustancia de la democracia que estructuró los debates en los ochenta. Así, el espectro de la transición vuelve, proponiéndonos revisitar aquella disputa sobre qué democracia es preciso construir (hoy) en Latinoamérica y qué tipos de Estado y de sujetos políticos requiere esa democracia para subvertir el sentido de su (supuesta) incompatibilidad con el populismo. Es esta nueva época —sus actores sociales, sus líderes políticos y sus procesos de desarrollo particulares— la que nos insta a pensar de otro modo las articulaciones posibles entre la dimensión institucional y la dimensión sustantiva de la política, de las cuales la relación entre populismo-democracia es una parte sustancial. Esto se suma a otro desafío, que es el de pensar los procesos políticos poniendo a prueba los diagnósticos organizados sobre un relato simplificador, amparado en elaboraciones conceptuales previas que dan por supuesto que el populismo es sinónimo de autoritarismo, y la democracia, de poliarquía, y que en verdad hace poco por pensar la utilidad de los conceptos a la luz de las experiencias concretas. Por tal motivo, en lo que sigue nos encargaremos de revisar algunos discursos presidenciales de Kirchner y de Lula da Silva. Nos interesa ver cómo conviven en sus discursos y en sus acciones de gobierno las dimensiones de una democracia sustancial y de una democracia institucional, y qué particularidades adquiere esa relación. También nos importa mostrar cómo el
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discurso populista de estos líderes provoca una dicotomización del espacio político por medio de dos estrategias: la recuperación del papel del Estado en la política y la economía y la implementación de políticas de inclusión social no previstas en el orden neoliberal imperante hasta su llegada al gobierno, aunque actuando dentro de los marcos de la democracia liberal.7 Sostendremos que esta forma de plantear la ruptura es lo que podría revitalizar la tensión constitutiva de la democracia, haciendo evidente su productividad en la acción política concreta de estos gobiernos.
4. Argentina y Brasil y la fuerza emancipadora de los populismos “realmente existentes” a. Democracia institucional y democracia sustantiva Comencemos mostrando cómo las diferentes lógicas discursivas en torno a la dimensión formal y sustantiva de la democracia se complementan y/o se subvierten entre sí en los discursos de Lula da Silva y Kirchner. Veamos el diagnóstico que ambos presidentes hacían del estado de la democracia en sus países al iniciar sus mandatos. Así iniciaba Lula da Silva su primera reunión del Consejo de Desarrollo Económico y Social (CDES): La democracia institucional, tal como nosotros la aprobamos en la Constitución de 1988, ya está más o menos garantizada. Pero nosotros sabemos que la democracia definitiva sólo acontecerá cuando en este país sepamos que todos, sin distinción de credo religioso, raza, origen social, han tenido acceso a las cosas elementales que todo ser humano debe tener: el derecho a trabajar, el
7 En este sentido, se trata de modalidades de acción política que coexisten y no se contraponen a los parámetros generales de una democracia liberal, la cual se sostiene sobre “un tipo de régimen representativo que se basa en un Estado de Derecho que descansa en el respeto de una Constitución que garantiza los Derechos Humanos” (Frei y Kaltwasser 2008, 134). Pero esta caracterización general de la democracia liberal ha generado apreciaciones opuestas. O bien, como en el caso de Frei y Kaltwasser (2008), se decreta la imposibilidad de que los populismos convivan bajo los parámetros de dicha democracia, o bien, se entiende que esta convivencia es posible pero, a fin de trazar una diferencia con el tipo de ejercicio político que caracterizó a los populismos clásicos, se apuesta por presentar a los gobiernos contemporáneos como gobiernos con “rasgos nacional-populares” (Vilas 2005).
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derecho a la vivienda, el derecho a estudiar, el derecho a la salud y el derecho a desayunar, almorzar y cenar todos los días. (13/02/2003)8
La democracia definitiva de la que hablaba el presidente brasileño es aquella en la que pueden garantizarse los derechos sociales básicos, pero es precisamente esa democracia que realiza los derechos sociales de los más pobres la que estaba pendiente en Brasil. Por eso, hacia finales de su primer mandato, Lula da Silva insistía: […] nuestro modelo de desarrollo es tan democrático y va a fortalecer tanto la democracia, que nuestro pueblo va a estar incluido en esa democracia. Y para ser incluido en esa democracia no basta con garantizar al pueblo el derecho a reclamar que tiene hambre; es preciso garantizar al pueblo el derecho a trabajar, a comer, a estudiar y a tener acceso a las riquezas producidas en este país. (31/01/2007)
Por otro lado, repasemos de qué modo relataba Kirchner el sentido de la democracia argentina hasta el momento de su asunción como presidente. Esto decía en su discurso de asunción: A comienzos de los ochenta, se puso el acento en el mantenimiento de las reglas de la democracia. […] La medida del éxito de aquella etapa histórica no exigía ir más allá de la preservación del Estado de Derecho, la continuidad de las autoridades elegidas por el pueblo. Así, se destacaba como avance significativo y prueba de mayor eficacia la simple alternancia de distintos partidos en el poder […] En la década de los noventa, la exigencia sumó la necesidad de la obtención de avances en materia económica, en particular, en materia de control de la inflación. La medida del éxito de esa política la daba las ganancias de los grupos más concentrados de la economía, la ausencia de corridas bursátiles y la magnitud de las inversiones especulativas sin que importara la consolidación de la pobreza y la condena a millones de argentinos a la 8 Ésta y las restantes traducciones de los discursos de Lula da Silva me pertenecen. De aquí en adelante, la fecha corresponde al día del pronunciamiento del discurso.
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exclusión social, la fragmentación nacional y el enorme e interminable endeudamiento externo […] En este nuevo milenio, superando el pasado, el éxito de las políticas deberá medirse bajo otros parámetros en orden a nuevos paradigmas. Debe juzgárselas desde su acercamiento a la finalidad de concretar el bien común, sumando al funcionamiento pleno del Estado de Derecho y la vigencia de una efectiva democracia, la correcta gestión de gobierno, el efectivo ejercicio del poder político nacional en cumplimiento de trasparentes y racionales reglas, imponiendo la capacidad reguladora del Estado ejercida por sus organismos de contralor y aplicación. (25/05/2003)
Para ambos presidentes, como vemos, el funcionamiento de la democracia institucional, vale decir, del régimen democrático, está garantizado en sus países. Allí radica el “triunfo” de la transición, en la garantía del funcionamiento de la democracia política, según analizábamos en el apartado anterior. Sin embargo, dicha institucionalidad, a la que es preciso respetar y resguardar, no es suficiente para la realización de un proyecto político democrático que tenga como objetivos principales el desarrollo y la inclusión social. Si bien las elecciones, afirma Lula da Silva, “son un gesto democrático importante que simboliza el fortalecimiento de la democracia” y supone “medir la correlación de fuerzas en la construcción de las mayorías para ganar y gobernar”, también pueden resultar un “juego de lotería” (24/08/2006). Este componente azaroso implica para Lula da Silva que “no se pueda colocar el proyecto de vida de una nación en función de una elección, sino que la elección tiene que estar subordinada a ese proyecto de nación” (10/02/2006). Por su parte, luego de la crisis política y económica del 2001, que se expresó en la consigna “que se vayan todos”, el desafío que asumía el gobierno de Kirchner era “reconciliar a la política, a las instituciones y al Gobierno con la sociedad” (01/03/2006). Ello implicaba un modo muy particular de entender las instituciones y su relación con la voluntad del pueblo: Es preciso entender que la calidad de las instituciones debe medirse en función de la capacidad que tengan para representar la voluntad popular y construir un estado de derecho. Es preciso decirlo: cuando para algunas
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viejas elites evidentemente las instituciones tienen más calidad es cuando más lejos del pueblo se encuentran. No se puede disociar legitimidad y legalidad; democracia y derecho se complementan. (01/03/2006)
En la articulación entre la institucionalidad de la democracia y la recuperación de una democracia como expresión de la voluntad del pueblo —“un gobierno que no se desentienda del pueblo” (Kirchner 25/05/2003)—, para Kirchner, y como expresión de un proyecto de desarrollo nacional, para Lula da Silva, es que resulta central la recuperación del papel del Estado. No sólo porque implica reconquistar “los fundamentos éticos del Estado; un Estado gobernado por la ley y no por la arbitrariedad” (Kirchner 01/03/2006), sino también porque supone reinventar su función como Estado presencial, reparador y promotor del desarrollo.9 b. La figura redentora del Estado Ahora bien, para los dos proyectos políticos la recuperación de la figura del Estado también supone una cierta tensión. Esto porque, por un lado, es la piedra angular del modelo político y económico, en contraposición al modelo neoliberal simbolizado por las políticas del Consenso de Washington, cuyo corazón estaba puesto en las reglas del mercado y en la confianza en la teoría del derrame. Pero, por otro lado, tampoco se trata de presentar al Estado como una estructura omnímoda, contraponiéndola al mercado. El desafío pasaba, para Kirchner, por terminar con los “movimientos pendulares que vayan desde un Estado omnipresente y aplastante de la actividad privada a un Estado desertor y ausente”, y agregaba: Sabemos que el mercado organiza económicamente, pero no articula socialmente, debemos hacer que el Estado ponga igualdad allí donde el mercado excluye y abandona. Es el Estado el que debe actuar como el gran reparador de las desigualdades sociales en un trabajo permanente de inclusión y creando oportunidades a partir del fortalecimiento de la posibilidad de acceso a la educación, la salud y la vivienda, promoviendo el progreso social basado en el esfuerzo y el trabajo de cada uno. Es el Estado el que
9 La idea de Estado como “reparador” la tomamos de Muñoz y Retamozo (2008).
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debe viabilizar los derechos constitucionales protegiendo a los sectores más vulnerables de la sociedad, es decir, los trabajadores, los jubilados, los pensionados, los usuarios y los consumidores. (01/03/2006)
La idea de una Estado “equilibrado” también aparece en el discurso de Lula da Silva cuando sostiene que la estructura estatal “no tiene que ser ni máxima ni mínima”, sino apenas “necesaria” para resolver ciertas cuestiones puntuales: “Yo estoy convencido de que el papel del Estado tiene que ser mucho más inductor que ejecutor” (27/03/2003). En lo que podría considerarse un guiño político al empresariado, el Estado aparece aquí tan sólo como un mediador, y no como la estructura principal en la dinamización de la economía. En una perspectiva similar, Kirchner afirmaba: “no creo en el Estado empresario y omnipresente que desconoce la existencia del mercado. Ya nadie piensa que el Estado es la antípoda del mercado. Hoy ambos se complementan entre sí, pues es función del primero generar las bases institucionales a partir de las cuales se desarrollará el segundo” (Kirchner y Di Tella 2003, 161). No obstante, cuando se trata de plantear el “discurso populista dicotomizante” (Panizza 2008) de los más débiles contra las élites políticas y económicas, el papel del Estado se subvierte. Es el Estado, como representante del interés del pueblo, el encargado de “promover políticas activas que permitan el desarrollo y el crecimiento económico del país, la generación de nuevos puestos de trabajo y la mejor y más justa distribución del ingreso” (Kirchner 25/05/2003). Porque, en definitiva, el Estado es el único que puede hacer lo que el mercado y los privados no hacen: reparar el daño que provoca la exclusión, generando políticas que, reelaborando ese daño, hagan posible la inclusión y la igualdad de cualquiera con cualquiera. En el caso de Lula da Silva, esta fuerza reparadora radica en que el Estado es el único agente capaz de atender las demandas de los más pobres, y por eso “tiene que disponerse a invertir y a financiar políticas que lleven oportunidades a la gente. [El Estado] tiene que subir al morro con más puestos de salud, con más escuelas, con obras de saneamiento, con vivienda decente, no maltratando a la gente” (07/03/2008). Esta reivindicación del Estado como herramienta política de inclusión es lo que define el sentido de su gobierno en relación con otros: Si yo quisiera gobernar para 35 o 40 millones de brasileros, yo no tendría problemas porque Brasil tiene espacio para 35 o 40 millones de brasileros que
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viven con un patrón de clase media europea. Si yo quisiera gobernar sólo para ellos, no necesitaría invertir desde el Estado. Ahora, si yo quiero que Brasil incluya a los millones que están desheredados, ahí es donde realmente vamos a tener que gastar. (12/03/2008. Citado en Kamel 2009, 372).
Por eso, la inclusión social es un factor esencial de su concepción de desarrollo, donde al Estado le cabe una fuerte intervención para garantizar el bienestar de la parte más pobre de Brasil. Gobernar para los “180 millones de brasileros”, como insiste su presidente, es hacer que el Estado esté al servicio de la comunidad, y no al servicio de una minoría. Gobernar para todos es hacer, utilizando al Estado como instrumento, que la parte pobre que había estado al margen durante años forme parte de ese todos que es el pueblo brasileño: “Yo gobierno para todos y no hago distinción. Pero no me olvido de dónde vengo. Yo vengo del medio de los pobres de este país y es para ellos precisamente para quienes vamos a gobernar” (06/05/2008). Porque “un gobierno tiene que gobernar exactamente para aquellos que no están en el mercado, porque para aquellos que ya están en el mercado, el mercado resuelve, pero para aquellos que están marginados, el Estado se tiene que colocar a su disposición” (28/05/2005. Citado en Kamel 2009, 349). En definitiva, gobernar es hacer, como veíamos con Laclau, que la plebs se convierta en populus. Y como veíamos con Rancière, que los sin parte sean parte. Esto requiere la decisión política y la disposición a afectar intereses concretos, lo que necesariamente genera una ruptura con el orden existente. En esta lógica emerge discursivamente la figura de los enemigos políticos que dan sentido a la relación “nosotros-ellos” como símbolo de esta ruptura. c. Los “otros” Este “modo populista” de ejercer el poder es lo que le permite a Lula da Silva trazar la diferencia entre su gobierno y “los otros”: Un grupo muy pequeño de una élite conservadora nunca aceptó que los pobres fuesen tratados como iguales a ellos. […] Ellos no admitirían que los pobres tuviesen la misma calidad de cosas, porque el pobre tenía que continuar siendo pobre, sin oportunidades, sin chances de transformarse en grandes personalidades de este país. (16/08/2007. Citado en Kamel 2009, 81)
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Por eso, su llegada al poder significó un quiebre en el acontecer de la política brasilera tradicional. Lula da Silva, como parte de ese pueblo pobre que no formaba parte, se convirtió ahora en su representante y se posicionó en un lugar distinto al de las élites: Mi llegada a la presidencia de la República es una señal de alerta para cualquier ciudadano brasileño, porque antes de mí la presidencia de la República era un cargo pensado de forma elitista. Sólo podía llegar a presidente de la República quien perteneciera a la élite brasilera, ya sea la élite intelectual o la élite empresarial o la élite militar. Nosotros —la parte pobre de este país— éramos pensados apenas como electores cada cuatro años (19/02/2008. Cursivas mías).
El discurso del Presidente traza la diferencia entre quienes tradicionalmente han formado parte de la élite política brasileña y “los otros”, a quienes, como a él mismo, les estaba vedado el acceso a la política. Así, ratifica su liderazgo como representante de la unidad del pueblo, quien, como presidente elegido democráticamente, será quien decida sobre los destinos del desarrollo nacional. Por eso, y en relación con las presiones recibidas sobre quién sería designado para asumir la presidencia de Petrobras, Lula da Silva sostenía: “Nos matamos para ganar las elecciones, yo perdí tres antes de ganar, y he ahí un tal mercado, que yo ni conozco, que no quiere que indique a las personas para ocupar los cargos que preciso ocupar. […] Si el pueblo los hubiese querido a ellos, no me hubiera votado a mí, yo voy a indicar quién va a ocupar ese cargo” (22/07/2005). Como vemos, la invocación a la representación de la voluntad del pueblo se realiza apelando a los mecanismos de la democracia liberal: la competencia electoral y el acto eleccionario son los fundamentos de la legitimidad del poder ejecutivo para definir el rumbo de un país. Es un rasgo interesante para ilustrar la no necesaria incompatibilidad entre la defensa de la democracia liberal y la presencia de rasgos populistas en la acción de gobierno. Por su parte, el discurso de Kirchner parte de un fuerte rechazo al neoliberalismo, representado en los actores políticos internos —el menemismo, la “vieja política”— y externos —fundamentalmente, el Fondo Monetario Internacional (FMI)—. Ello se hace evidente en la implementación de un conjunto de políticas
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sociales integrales que sirven para marcar esa diferencia. En la presentación del Plan Alimentario “El Hambre más Urgente”, el presidente argentino dijo: Creo que [el plan alimentario] marca con claridad cuáles son las prioridades que debe tener la sociedad argentina, porque si ustedes miran y analizan muchas opiniones de algunos empresarios, de algunos sectores del establishment y de algunos sectores de las empresas privatizadas, cuando dicen que en la Argentina falta determinar cuáles van a ser con claridad las políticas económicas que vamos a implementar, [demuestran que] vienen muy mal acostumbrados, están acostumbrados a implementar las políticas económicas que ellos necesitan y quieren, [son ] pequeños grupos y sectores de poder en el país que durante años estuvieron trabajando sobre las espaldas de todos los argentinos. No escuché hablar a estos sectores de “El Hambre más Urgente”, no los escuché hablar de la tremenda pobreza que tienen muchos argentinos, no los escuché hablar de la falta de trabajo, no los escuché hablar de muchas cosas que pasan en el interior de la Argentina. (07/07/2003)
La figura del “otro” aparece asociada a los grupos económicos concentrados (“los privatizadores”, “los individualistas”, “los corruptos”) y a sus políticas generadoras de pobreza y exclusión social, ambas sintetizadas en un horizonte temporal: “la década de los noventa”. Sin embargo, como sostiene Panizza, “la ruptura no sólo tiene sentido económico, sino también político: implica romper con un orden político existente” (2008, 87). E implica, también, quisiéramos agregar, una refundación del sentido del orden —que es otro de los elementos de la lógica populista— que se configura en un proyecto político capaz de hacer posible una democracia sustantiva con mayor inclusión. Ese nuevo orden excluye simbólicamente a “los otros” que forman parte de la vieja etapa del país y que están identificados con una parte de la clase política corrupta y de la élite económica que fundió al país. Pero no es un orden que excluya ni a las fuerzas políticas opositoras en general ni al mercado como organizador económico a ser monitoreado por el Estado. En este sentido, se advierte la compleja convivencia de rasgos liberales, republicanos y populistas que, necesariamente, ponen en cuestión la incompatibilidad decretada por algunas de lecturas señaladas al inicio de este trabajo.
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d. La inclusión como operador simbólico de la tensión constitutiva de la democracia Como decíamos, en ese proyecto político, que implica “reconstruir un país en un marco de equidad que facilite la movilidad social ascendente” (Kirchner 02/09/2003), es imprescindible recuperar la figura del Estado. Un Estado que actúe como garante del bien común, del desarrollo, de la estabilidad política, pero sobre todo, de la inclusión: El Estado puesto a la cabeza de la reparación de las desigualdades sociales y toda la sociedad acompañando ese esfuerzo para viabilizar los derechos de los que menos tienen. […] el Estado tratando de restañar las heridas con asistencia y, sobre todo, con una intensa tarea de promoción social, las variables macroeconómicas bajo control y una proactiva inversión estatal al servicio del crecimiento y promoción de la actividad; el acento puesto en el fortalecimiento de la educación pública para que cumpla su rol de igualadora de oportunidades, forman parte del nuevo escenario que permite recrear las esperanzas y las expectativas para nuestro pueblo. (Kirchner 01/03/2004)
El Estado se convierte en la herramienta de reparación plena: “la inclusión de todos los argentinos” y de los “180 millones de brasileros”, en cada caso. La realización de la inclusión es tarea del Estado, a partir de la ampliación de derechos fundamentales (al trabajo, a la vivienda digna, a la alimentación, a la salud, a la educación), por medio de distintos programas sociales y políticas focalizadas.10 En el lanzamiento del plan “Bolsa Familia”, Lula da Silva dijo: Nosotros, que estamos entre los que tenemos ciudadanía, sabemos que si Brasil incluye socialmente a esa gran masa de población excluida, nuestro país va a mejorar, y no tengo duda de que va a mejorar mucho. Es preciso construir
10 No podemos detenernos en el análisis de cada programa social; sin embargo cabe mencionar para el caso argentino los programas “Ingreso Social con Trabajo”, “Argentina Trabaja”, como también las políticas de créditos a Pymes, a proyectos productivos y de acceso a la vivienda, vinculados a ellos. Para el caso brasilero, cabe destacar los programas sociales “Bolsa Familia”, “Fome Zero”, “Minha Casa, Minha Vida”.
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un puente entre esos dos mundos. […] Esas personas que sobreviven por debajo de la línea de pobreza —casi 50 millones— tienen derecho a una vida digna. Tienen que recibir un apoyo inmediato que les permita resistir hoy creyendo en que van a mejorar sus vidas el día de mañana. (20/10/2003)
La realización de la inclusión es, en este sentido, la realización de la democracia sustantiva, en el marco del respeto a las reglas de la democracia formal y utilizando las herramientas que ella habilita para garantizar “la inclusión social como una política de estado”, y “no como gestos eventuales de éste o de aquel gobierno” (Lula 11/07/2005). Tal como advertíamos anteriormente, la justificación de las políticas de inclusión aparece en los discursos presidenciales como el efecto de la acción concreta de gobiernos que han decidido para quién gobernar. Gobernar para el pueblo y no para una minoría es una decisión que necesariamente instaura un litigio en el orden de la comunidad que implica nombrar a quienes forman parte del “nosotros” de esa comunidad. Así, el Estado, el Gobierno y el presidente constituyen, junto al pueblo, el nosotros que quiere romper un modo de hacer política sólo “para una parte”. Tanto Kirchner como Lula da Silva construyen su relación “nosotros-ellos” de modo tal que el pueblo queda del lado del “nosotros”, y el “ellos” queda conformado por las élites, los grupos económicos y los políticos neoliberales, que forman parte de un sistema al que quieren combatir, pero del cual sus gobiernos forman parte. Es decir, en sus discursos hay un reconocimiento explícito de la existencia y del modus operandi de estos grupos —“los gurúes del mercado”, “los paladines del pensamiento único”, “los políticos irrepresentativos que forman parte de la vieja Argentina”, en el caso de Kirchner, o “la estructura corrupta del sistema político brasileño”, “la burocracia anquilosada” o “las élites económicas para las que muchos políticos trabajan”, para Lula da Silva—. Es a partir del desvelamiento y la denuncia de ese modus operandi que se abre la posibilidad de una política que busca interrumpir lo dado utilizando este intersticio para introducir cambios en la partición de lo sensible, aprovechando un espacio para la puesta en escena entre “lo dado” y lo que “puede ser”. Los sistemas democráticos de los que tanto Lula da Silva como Kirchner resultaron electos son democracias en las que su poder político —elegido por el pueblo mediante elecciones libres— convive con los intereses económicos y
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corporativos de otros grupos y agentes, y, en más de un caso, soportando sus presiones y sus amenazas de desestabilización. En este sentido, estas experiencias de gobierno nos muestran las posibilidades y los límites en los que una experiencia populista particular “habita problemáticamente en los marcos de las poliarquías” (Aboy Carlés 2010, 37), pero sin volverse incompatible con ellas. Por el contrario, los populismos en América Latina tienen la particularidad de combinar una instancia política institucional y formal (lógica de partidos, realización periódica de elecciones, respeto a la Constitución Nacional y funcionamiento institucionalizado del Parlamento) con un contenido fuertemente democratizador al nivel social. Son gobiernos con rasgos populistas que, actuando desde la lógica liberal-formal de la democracia, extienden los límites posibles de la institucionalidad, corriendo sus fronteras y posibilitando la inclusión de aquellos que no eran tenidos en cuenta por el statu quo anterior. En síntesis, su fuerza democratizadora radica en que su lógica política hace posible la ampliación de los derechos y, por tanto, la inclusión de “la parte de los sin parte”, y en ese movimiento reactiva la tensión constitutiva de la democracia como régimen político y como cuestión social. A partir de lo anterior, sería posible sostener que en el sur de Latinoamérica no sólo la democracia no resulta incompatible con el populismo, sino que el populismo puede resultar una fuerza democratizadora, cuando por democracia se entiende no sólo al régimen de gobierno, sino la conquista y puesta en práctica de nuevos derechos, la ampliación de los ya existentes y la realización de la inclusión. En otras palabras, los populismos “realmente existentes” se vuelven síntomas de la realización de la democracia sustantiva en el marco de la democracia formal.11 11 Este planteo generó un fructífero debate sobre cómo calificar a los gobiernos latinoamericanos surgidos después de la hegemonía neoliberal de los años noventa. “Populismo” e “Izquierda” han sido las dos etiquetas más utilizadas, y el aspecto que las une es el de plantear a los nuevos gobiernos como alternativas políticas que van a contrapelo de las recetas del Consenso de Washington. Ahora bien, populismo e izquierda han sido “tradiciones” que históricamente no han ido de la mano (cfr. De Ípola y Portantiero 1981). Por tanto, lo que aún está en debate es en qué sentido estas nuevas experiencias son de izquierda o son populistas, o bien pueden ser ambas cosas al mismo tiempo. Se trata de una discusión vigente que debe ser complejizada introduciendo en el análisis las posibles articulaciones entre democracia y liberalismo y su relación con la izquierda (o con el socialismo) y el populismo. La complejidad de estos vínculos, cuyos antecedentes pueden rastrearse en los debates sobre la democracia durante las denominadas “transiciones” en América Latina, vuelve a emerger hoy abriendo nuevos interrogantes que no pueden ser respondidos sin atender a los casos de análisis particulares.
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Reflexiones finales. Repensando la política en clave emancipatoria A lo largo de estas páginas hemos intentado repensar la relación entre populismo y democracia desde una perspectiva que no los asumiera de antemano como dinámicas políticas contrapuestas. Para ello necesitábamos establecer las premisas desde las cuales nos posicionamos para entender al populismo como una lógica política. En un primer momento, resumimos los argumentos desde los cuales se sostiene el antagonismo entre populismo y democracia. Vimos que los elementos vinculados a la fuerte imagen del líder, a su modo de ejercicio del poder en términos confrontacionales, a la centralidad del Estado y su papel en la dirección de la economía, aparecen en estos planteos como los componentes principales para abonar la tesis del populismo como un cierto tipo de autoritarismo. A esta postura subyace una defensa de la institucionalidad pulcra de la república y de la democracia como régimen político, sustentada en una concepción liberal-procedimental. Al mismo tiempo, recuperamos algunos planteos que, por el contrario, se ocuparon de argumentar en torno a las posibles articulaciones entre populismo y democracia. Ello implica pensar desde un lugar distinto tanto a la política como a la democracia. Según hemos visto, los planteos de Barros y de Aibar sostienen que la especificidad del populismo consiste en que se trata de una lógica política que genera inclusión y repara un daño. Es en este sentido que nos permitimos, sumando el argumento de Vilas, sostener que los populismos en América Latina son una fuerza democratizadora, inclusiva y reparadora. En una segunda instancia, mostramos cómo, a la luz de dos experiencias políticas contemporáneas en América Latina, la relación entre populismo y democracia se presenta de modo complejo, obligándonos a pensar en la tensión constitutiva de la democracia, entre sus dimensiones formal y sustantiva. Ello porque son gobiernos que i) se reconocen como producto del ejercicio soberano del voto, en el marco del respeto a las instituciones y a las reglas del Estado de Derecho, a la vez que reconocen que esa democracia no es suficiente, sino que necesita ser completada a partir de la ampliación de derechos y de la realización de la inclusión social; ii) aceptan que el Estado no puede ocupar el rol del mercado ni ser un obstáculo para la iniciativa privada, sino que tiene que mantener una relación de equilibrio entre estos elementos,
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pero a la vez reafirman su protagonismo como grandes reparadores de las desigualdades sociales, y iii) establecen la diferencia entre el “otro” y el “nosotros”, asociando la figura del otro a un conjunto de actores cuyo modus operandi en la política potencia, cuando no genera, la exclusión social. Esta operación se hace sobre un proceso de identificación entre el Estado, el líder y el pueblo en torno a la figura del “nosotros”. Estas marcas simbólicas nos permitieron ejemplificar cómo estas experiencias rehabilitan la tensión constitutiva de la democracia entre su dimensión formal y su dimensión sustantiva, permitiéndonos repensar las múltiples formas en las que el discurso democrático populista puede convivir con un discurso democrático institucional, articularse a él o sobredeterminarlo. Esto se evidencia en la tensión que habita a estas experiencias, pero que a su vez ellas habilitan, asumiendo demandas de mayor pluralismo y respeto por las instituciones, con el combate contra los poderes concentrados y la desigualdad para ampliar los márgenes de justicia e inclusión social. Populismo y democracia informan sobre tradiciones complejas, atravesadas por controversias teórico-ideológicas muy profundas. Esto nos interpela a no tomarlas como arquetipos conceptuales a los que la realidad política deba necesariamente corresponder, sino a afrontar el desafío de pensarlas articuladamente, a veces como complementarias, otras veces como contrapuestas y otras como cohabitando en tensión.12 Los nuevos gobiernos en América Latina no han incorporado elementos de estas tradiciones de manera regular ni equilibrada, sino con diferentes mixturas dependiendo de sus líneas ideológicas, sus tradiciones partidarias y el propio contexto político en el que les ha tocado operar. Se trata de experiencias que han atravesado una redefinición de sus estrategias políticas actuando sobre coyunturas específicas para resolver problemas concretos y complejos. Pero lo cierto es que hubo por parte de sus líderes políticos una voluntad de confrontar, con grados de éxito variables, a quienes dañan la igualdad, tomando partido y asumiendo costos por ello. Desde nuestra perspectiva, ello supone la realización de una cierta política emancipatoria que, como la entiende Benjamin Arditi (2010), no tiene que ver con creer que la emancipación está necesariamente ligada a un momento de total disrupción del orden establecido llevada a cabo por un actor que es el que define el sentido del deber ser social. 12 Sobre las distintas configuraciones de la relación entre populismo y democracia, sugerimos consultar Arditi (2009) y Panizza (2008).
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Se trata más bien de pensar en el carácter cotidiano de la práctica emancipatoria —es decir, la realización de cambios que buscan liberar al pueblo de situaciones de sujeción, afectando con ello ciertos intereses y alterando relaciones de poder establecidas—, recuperando una visión de la política como arte de lo posible.
Referencias 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.
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H
Ariana Reano es doctora en Ciencias Sociales. Actualmente es investigadora-docente en el Instituto del Desarrollo Humano (IDH) de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) (Argentina). También está vinculada como investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina. Entre sus publicaciones recientes están: Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta (con Julia Smola). Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) y Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), 2014; “Reflexiones en torno a una teoría política de los lenguajes políticos”. Revista de Filosofía y Teoría Política, 44, 2013; y “Controversia y La Ciudad Futura: democracia y socialismo en debate”. Revista Mexicana de Sociología 74 (3), 2012. Correo electrónico: areano@ungs.edu.ar
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Gaitanismo y populismo. Algunos antecedentes historiográficos y posibles contribuciones desde la teoría de la hegemonía
Cristian Acosta Olaya Universidad Nacional de San Martín (Argentina)
DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.06 RECIBIDO: 31 de octubre de 2013 APROBADO: 25 de abril de 2014 MODIFICADO: 20 de mayo de 2014 RESUMEN: Este escrito propone abrir un diálogo crítico entre los desarrollos teóricos
más recientes sobre el populismo y algunos de los trabajos historiográficos más destacables sobre el proceso político de Jorge Eliécer Gaitán a mediados del siglo XX. Esbozando el estudio del populismo desde un entramado conceptual que permita entenderlo como un proceso enmarcado en la constitución de identidades y solidaridades políticas, el presente texto busca indagar la pertinencia de una lectura complementaria del proceso gaitanista. Es dentro del diálogo entre historiografía y teoría política que se sugiere repensar la relación entre el fenómeno populista, la democracia y la violencia en Colombia.
PALABRAS CLAVE: populismo • gaitanismo • hegemonía • identidades políticas
H Una versión de este trabajo fue presentada en el VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política, organizado por la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP) llevado a cabo en el mes de septiembre de 2013 en la ciudad de Bogotá (Colombia). El artículo forma parte de una investigación de maestría actualmente en curso sobre el gaitanismo colombiano, dirigida por el profesor Julián Alberto Melo. Este artículo no contó con financiación.
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Gaitanism and Populism. Historiographic Backgrounds and Possible Contributions from the Theory of Hegemony This paper proposes establishing a critical dialogue between the most recent theoretical developments on populism and some of the most notable historiographical studies on the political process of Jorge Eliécer Gaitán in the mid20th-century. The study is based on a conceptual framework of populism, which is understood as a process involving the creation of identities and political solidarities. The current paper looks to investigate the relevance of a complementary reading of the gaitanist process. It is within the dialogue between historiography and political theory that this paper suggests rethinking the relationship between the populist phenomenon, democracy, and violence in Colombia.
ABSTRACT:
KEYWORDS: populism • gaitanism • hegemony • political identities
H
Gaitanismo e populismo. Alguns antecedentes historiográficos e possíveis contribuições da teoria da hegemonia RESUMO: Este artigo propõe abrir um diálogo crítico entre os desenvolvimentos teóricos mais recentes sobre o populismo e alguns dos trabalhos historiográficos mais destacáveis sobre o processo político de Jorge Eliécer Gaitán em meados do século XX. Esboçando o estudo do populismo a partir de uma estrutura conceitual que permita entendê-lo como um processo compreendido na constituição de identidades e solidariedades políticas, o presente texto pretende indagar a pertinência de uma leitura complementar do processo gaitanista. É ao interior do diálogo entre historiografia e teoria política que se sugere repensar a relação entre o fenômeno populista, a democracia e a violência na Colômbia. PALAVRAS-CHAVE: populismo • gaitanismo • hegemonia • identidades políticas
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Introducción1 El uso del concepto “populismo” es considerado por muchos como una contumacia mayor en el ámbito académico. Ya sea por la falta de consenso frente a su definición o por su supuesta inaprehensible especificidad, un número considerable de intelectuales ha cuestionado la relevancia de esta categoría, enviándola rápidamente al ostracismo de todo debate teórico. Pese a lo anterior, en décadas recientes ha surgido una reticencia a que el populismo quede en uso exclusivo de periodistas y políticos para descalificar a su contraparte amenazante; esto ha dado lugar a que algunos pensadores contemporáneos consideren al “populismo” como una herramienta analítica que permita no sólo hacer una lectura profunda de acontecimientos histórico-políticos específicos, sino que también ayude a comprender una lógica política específica. Esta reivindicación busca alentar un debate interminable pero sugestivo desde el cual se enmarca el presente escrito. Por medio del análisis del caso gaitanista, entre los años treinta y cuarenta del siglo XX en Colombia, se pretende afirmar que algunas de las propuestas analíticas recientes en torno al populismo pueden proporcionar elementos suficientes para elaborar una relectura, si se quiere, complementaria a las ya efectuadas sobre este suceso político que marcó indeleblemente la historia colombiana. En efecto, si bien el proceso gaitanista es usualmente catalogado de populista, encontrar una explicación exhaustiva del porqué de dicha caracterización es difícil, y si la hay, ésta suele recurrir a un entramado conceptual ampliamente rebatido en los últimos años. Por lo tanto, tomando distancia de muchas de las perspectivas que conciben al gaitanismo como un proceso radicalmente alejado del populismo,2 se considera pertinente retomar la discusión sobre la propuesta política de Gaitán desde un enfoque que comprenda al populismo como un proceso específico de
1 Agradezco la lectura y los comentarios de los evaluadores anónimos que ayudaron a enriquecer este artículo. Las falencias que pueda tener este texto son, naturalmente, de mi absoluta responsabilidad. 2 Remitimos al lector las obras de Congote Ochoa (2006) y, desde una perspectiva macroeconómica, Urrutia (1970).
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construcción de identidades políticas. Para esto, se considera necesario, como un primer paso, poner en discusión algunos de los estudios y perspectivas que han tenido como foco de atención al movimiento encarnado por Jorge Eliécer Gaitán. En este orden de ideas, se procederá a elaborar un recorrido por las discusiones y los aportes contemporáneos que se han hecho sobre el populismo, especialmente, los suscitados alrededor de la teoría de la hegemonía;3 posteriormente, se expondrán algunos de los estudios más destacables sobre el gaitanismo, para mostrar de manera concisa algunas perspectivas recientes que, desde la teoría de la hegemonía, analizan varios rasgos de dicho proceso político. Finalmente, se buscará resaltar de manera breve la tensión entre populismo y violencia, para proponer de manera hipotética que el gaitanismo pudo ser un movimiento político que pretendió establecer un quiebre radical frente a la formación imperante de identidades políticas en Colombia, cuyo posible rasgo principal ha sido la cristalización de subjetividades populares por medio de la eliminación física del adversario.
1. Críticas a la teoría laclausiana. ¿Populismo : hegemonía : política? El populismo y las identidades políticas Sin negar que el avance conceptual de Ernesto Laclau tiene un inmenso valor en el estudio del populismo,4 para muchos pensadores, varios de sus postulados son problemáticos. En efecto, si en su obra coescrita con Chantal Mouffe 3 La bibliografía que busca definir el populismo es extena, y no es difícil reconocer que cualquier forma de abordar la discusión al respecto deja de lado un sinnúmero de opiniones diferentes. Por eso, cabe aclarar que el presente trabajo busca —y solamente puede— exponer una parte del debate del fenómeno populista en años más recientes. Para el lector interesado en un recorrido más amplio de la bibliografía sobre el fenómeno populista, las obras de Mackinnon y Petrone (1998), Weyland (2004) y Aboy Carlés (2004) son puntos de referencia. 4 En el texto de 1978 “Hacia una teoría del populismo”, parte de su renombrado libro Política e ideología en la teoría marxista, Laclau define al populismo como la articulación discursiva de un fenómeno político, esto a partir de su forma, por encima de los contenidos específicos del fenómeno mismo. El enfoque laclausiano propone, entonces, pensar al populismo desde de sus “elementos ideológicos”, esto es, la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante (Laclau 1986 [1978], 201). Así, pone de relieve que la construcción política de un pueblo no se debe per se a la presencia meramente enunciativa de este significante dentro de un discurso específico, sino que es el antagonismo pueblo/bloque de poder el rasgo principal del fenómeno populista.
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(2004 [1987])5 la sinonimia entre hegemonía y política —y su relación con la “democracia radical”— era el punto de llegada, en La razón populista (2005), el populismo pasa a ser ineluctablemente la política tout court, lo que sugiere el uso intercambiable de la tríada hegemonía-política-populismo. Dicha sinonimia, por demás, no parece involuntaria en Laclau: Si el populismo consiste en la postulación de una alternativa radical dentro del espacio comunitario, una elección en la encrucijada de la cual depende el futuro de una determinada sociedad, ¿no se convierte el populismo en sinónimo de política? La respuesta sólo puede ser afirmativa. (2009, 68-69)
No sería una exageración considerar la anterior anotación de Laclau como una de las afirmaciones que más ha hecho eco en los estudios contemporáneos sobre el populismo. Incluso, ésta puede ser base argumentativa de varios críticos acérrimos de una caracterización teórica de los procesos populistas.6 Para fines del presente trabajo, es imprescindible exponer algunos reparos elaborados a la teoría laclausiana que permitan llegar a entablar un posible puente entre el populismo e identidades políticas. a. El fenómeno populista y las identidades políticas. Entre la ruptura y el orden Una de las críticas más relevantes a las posturas iniciales de Laclau es la elaborada por Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, en el texto “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes”, publicado
5 En esta obra, los autores elaboran una definición ampliada del discurso fundamental para entender su perspectiva teórica. Según Mouffe y Laclau, discurso es “una estructura discursiva, [es] una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales”, en este sentido, “todo objeto se constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia” (Laclau y Mouffe 2004 [1987], 133, 144). 6 Es evidente que la obra de Laclau ha recibido innumerables críticas desde distintos lugares de las ciencias sociales. Mientras que algunos han intentado retomar ciertos avances elaborados por Laclau en su trayectoria teórica, otros pensadores, al contrario, rechazan cualquier comunión con los postulados del autor argentino. Dentro de estos últimos están Herrera (2012) y Arditi (2007), entre otros.
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originalmente en 1981. El punto de partida de estos autores es cuestionar la continuidad propuesta por Laclau entre populismo y socialismo, al afirmar que, si bien este último podría tener similar estructura interpelativa con el primero, el fenómeno populista se diferencia del socialista al constituir “al pueblo como sujeto sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el Estado y que niegan su despliegue pluralista” (De Ípola y Portantiero 1989 [1981], 23). En este sentido, el uso del término “populismos realmente existentes” es, para los autores, la forma de salir del supuesto simplismo de las formas ideológicas sugerido por Laclau, para así considerar que el estudio del fenómeno populista debe partir de sus “fases estatales” y “movimientos políticos” específicos. De Ípola y Portantiero (1989 [1981]), recordando la denuncia de Marx acerca de la usurpación de lo nacional por parte del Estado para legitimar la dominación capitalista, afirman que la forma de agregación social propia de los sectores dominantes tiene como principio lo “nacional-estatal”, en contraposición al carácter disruptivo y pluralista de lo “nacional-popular”, propio de los sectores dominados. En este sentido, lo “nacional-estatal”, acá representado por los populismos en el poder, usurpa de manera engañosa las demandas nacional-populares, haciendo de este proceso algo similar al “transformismo” gramsciano. Para Gerardo Aboy Carlés (2004), la discusión entre Laclau y De Ípola y Portantiero puede pensarse como un interesante punto de partida para concebir el papel del populismo en relación con las identidades políticas.7 Para el autor, tanto la postura de Laclau sobre el populismo, en cuanto momento de ruptura propio de una forma de articulación8 discursiva —es decir, la
7 En una obra anterior, este autor define las identidades políticas como “el conjunto de prácticas sedimentadas, configuradoras de sentido, que establecen, a través de un mismo proceso de diferenciación externa y homogeneización interna, solidaridades estables, capaces de definir, a través de unidades de nominación, orientaciones gregarias de la acción en relación a la definición de asuntos públicos. Toda identidad política se constituye y transforma en el marco de la doble dimensión de una competencia entre las alteridades que componen el sistema y de la tensión con la tradición de la propia unidad de referencia” (Aboy Carlés 2001, 54). 8 Por articulación, Laclau y Mouffe entienden toda práctica que establece una relación tal entre elementos que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica (2004 [1987], 142-143).
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constitución y organización de las relaciones sociales mediante configuraciones de sentido—, como las “tendencias a la ruptura y contra-tendencias a la integración” propias de lo nacional-popular de Portantiero y De Ípola permitirían elaborar un puente conceptual para pensar al proceso populista no sólo desde su dimensión rupturista, sino también desde su momento de “recomposición comunitaria” (Aboy Carlés 2005a, 8). La especificidad del populismo radicaría, entonces, en ser una forma de negociar o gestionar la tensión irresoluble entre la división y la homogeneización de la comunidad política. Esta tensión entre escisión y recomposición de lo comunitario sería, entonces, un rasgo esencial de la política y de la construcción de un pueblo. Como lo presenta Giorgio Agamben (1998, 226), entre otros autores, el concepto de pueblo alberga en su interior la escisión entre una parte de la comunidad y el conjunto de sus miembros. Teniendo en cuenta esta relación entre una parte y el todo de lo social, la plebs y el populus, respectivamente, puede pensarse al fenómeno populista como una forma específica de procesar el movimiento constante entre exclusión e inclusión dentro del propio campo identitario —la continua e incluso ambigua oposición de un “nosotros” y un “ellos”— y el doble movimiento inacabable entre fuerzas “reformistas” y fuerzas tendientes al “orden” de toda identidad política (Aboy Carlés 2004, 110). En este orden de ideas, la “fuerza reformista” del populismo consiste en generar abruptas fronteras respecto a un pasado ignominioso desde una configuración identitaria que busca representar hegemónicamente la sociedad frente a un adversario ilegítimo, y, por su parte, las “fuerzas de integración” buscan la homogeneización de lo social, esto es, la identidad de la plebs con el populus. De este modo, según Aboy Carlés, habría en el populismo un juego pendular entre estas dos aspiraciones incompatibles, representadas en los neologismos fundacionalismo y hegemonismo: mientras que el primero hace referencia al establecimiento de las abruptas fronteras políticas frente a un pasado deleznable, el segundo denota una forma específica de articulación hegemónica que busca la erradicación —siempre imposible— de las diferencias dentro del espacio comunitario. En palabras del autor: El populismo constituye una forma particular de negociar esa tensión entre la afirmación de la propia identidad diferencial y la pretensión de
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una representación global de la comunidad política. Así, las identidades populistas emergen como una impugnación al orden institucional existente, como la encarnación de un supuesto “verdadero país” frente a un orden y unos actores que son devaluados al nivel de una mera excrecencia irrepresentativa. (2005b, 6)
Esta propuesta teórica sobre el populismo supone elaborar algunos reparos a La razón populista de Laclau. En primera medida, no es difícil aceptar que la sinonimia hegemonía-política-populismo, a la que ya se ha hecho referencia, termina afectando profundamente los avances conceptuales laclausianos en cuanto a su descripción del populismo: ésta podría detallar los rasgos de una gran variedad de procesos políticos diluyendo la pretendida especificidad de los procesos populistas. Por otra parte, la relación entre las lógicas de la diferencia y de la equivalencia deviene problemática cuando Laclau propone, a grandes rasgos, que la diferencia produce lo equivalencial;9 Aboy Carlés sugiere invertir el postulado laclausiano para encontrar sus fallas. Parafraseando un ejemplo de este autor, la construcción de la “colombianidad” supone ciertas articulaciones que operan en el campo equivalencial, pero el ser colombiano, dentro de la construcción de la “latinoamericanidad”, pasa a ser una simple diferencia dentro de un proceso equivalencial mucho más amplio. Dándole preeminencia a la equivalencia, Laclau parece dar por sentado una tendencia inevitable de toda identidad a su expansión. Lo que busca resaltar Aboy Carlés es la obliteración laclausiana de la intensión
9 En efecto, en Hegemonía y estrategia socialista… se comprenden dos formas de constitución identitaria o “posiciones de sujeto”: la popular y la democrática; éstas tienen como base la lógica de la equivalencia y la lógica de la diferencia, respectivamente, poniendo de relieve que la lógica equivalencial estructura el espacio de lo político dividiéndolo “tendencialmente” en dos campos antagónicos (Laclau y Mouffe 2004 [1987], 175). Por su parte, en La razón populista (2005), Laclau concibe la demanda social como la unidad de análisis básica del estudio de la sociedad; diferenciando “petición” de “reclamo”, el autor distingue la primera como demanda democrática, y la reclamación, como demanda popular. Las demandas democráticas se caracterizan por permanecer aisladas, gracias a un procesamiento diferencial (lógica de la diferencia) por parte de las instituciones que impide su eslabonamiento en una cadena equivalencial dentro del espacio social; por el contrario, las demandas populares tienen como base primaria su “no satisfacción” y aislamiento dentro de un contexto institucional, lo cual les permite confluir en una lógica equivalencial que, al establecer una frontera antagónica, configura una nueva identidad colectiva (Laclau 2005, 98).
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de las identidades, es decir, que no todas las articulaciones identitarias pretenden expandirse al todo comunitario: no toda plebs busca ser populus.10 Por otra parte, las identidades populares, como un tipo de solidaridad política que constituye un campo identitario común de quienes se consideran como negativamente privilegiados —o víctimas de un daño11— contra un orden vigente específico, son discriminadas por Aboy Carlés en tres tipos: i) las identidades populares totales, que podrían resumirse en la pretensión de una parte de la sociedad, que se considera la totalidad legítima, a reducir de manera violenta el todo comunitario a su imagen y semejanza: “la reducción violenta del populus a plebs”; ii) las identidades populares parciales, por su parte, no tienen la pretensión de conversión de la plebs en populus, esto es —como en el caso de las Black Panthers—, la permanencia voluntaria de una identidad diferenciada y cohesionada intensivamente frente al todo comunitario partiendo de una definición radical de su antagonismo (Aboy Carlés 2012, 4). Si las identidades totales se basan en la “destrucción” de la alteridad, y las parciales en la “exclusión” de lo heterogéneo dentro de su propio campo identitario, iii) las identidades populares con pretensión hegemónica serían las más comunes dentro del orden democrático liberal, ya que suponen “tanto la negociación de la propia identidad como la conversión de los adversarios a la nueva fe” (Aboy Carlés 2012, 13. Las cursivas son nuestras). Dicha negociación interna y conversión de lo heterogéneo, en este tipo de identidad, están dadas por la porosidad de las fronteras que imponen frente a sus adversarios; no existe para estas identidades un enemigo irreductible ni un espacio identitario común extremadamente cohesionado que no permita la inclusión y exclusión constante de su propia alteridad. En este último tipo de identidad es que se enmarcan las identidades populistas. Éstas, efectivamente, fluctúan dramáticamente entre el hegemonismo —pretensión de unificar lo social
10 Para Aboy Carlés, un ejemplo claro de esto son las Panteras Negras en Estados Unidos, quienes configuraron un antagonismo frente al establishment que no significaba per se la inclusión de todo el pueblo norteamericano en su campo identitario (Aboy Carlés 2012). Por otra parte, Melo crítica la posición de Laclau en lo que respecta a su preeminencia de lo equivalencial sobre lo diferencial. Al contrario, Melo (2009) no ve en el populismo una preeminencia de alguna de estas lógicas,, sino una copresencia (“sobredeterminación”) de las mismas. 11 Aibar Gaete (2007) hace un notable análisis sobre la construcción del daño y su relación con el fenómeno populista.
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a partir de la exclusión del campo opositor— y el regeneracionismo —la conversión del adversario en, por así decirlo, partidario— (Aboy Carlés 2012, 17). Desde otro enfoque teórico, Sebastián Barros toma los postulados de la obra de Rancière y concibe al populismo como un proceso que puede surgir en el momento en que ciertos desplazamientos logran dislocar la distribución de los lugares sociales que pone en cuestión dicho ordenamiento (Barros 2013). Volviendo a la tensión propia de todo pueblo, la emergencia de un nuevo sujeto pone en cuestión y genera, en palabras de este autor, una apertura conflictiva del demos legítimo; esto significa la partición de la vida comunitaria y la emergencia de identificaciones populares. Acá la sintonía entre Barros y Aboy Carlés es clara.12 Ambos están en contra de la postura laclausiana que caracteriza al momento rupturista como la política tout court; sin embargo, la distancia entre ambos autores es pronunciada en la concepción de la ruptura misma. Para Barros, El populismo es una forma particular de articulación hegemónica en la cual lo que se pone en juego es la inclusión radical de una heterogeneidad social respecto del espacio común de representación que supone toda práctica hegemónica. […] [El populismo es] una forma específica de ruptura de la institucionalidad vigente a través del planteamiento de un conflicto por la inclusión de una parte irrepresentable dentro de esa institucionalidad. (2006, 152)
Según Barros, la emergencia de sujetos populares puede tomar diversos rumbos, lo que hace del fenómeno populista una posibilidad, entre otras, de resolver la tensión entre el pueblo como la realización de la plenitud comunitaria y el pueblo como víctima de un daño (2013). Consiguientemente, la inclusión de un sujeto desvalido, víctima de un daño, o underdog, sería el rasgo clave que permitiría entender la especificidad del populismo. Las identidades populares se articulan de forma populista, por cuanto ésta ocurre en torno a un discurso que le pone un nombre al carácter excluyente del orden comunitario dislocando las lógicas sociales sedimentadas (Barros 2009). Por ejemplo, el surgimiento del “descamisado” peronista: 12 También son prácticamente sus mismos reparos contra la propuesta de Vilas (2003) de limitar el populismo a un contexto histórico específico.
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[Era] el punto que anudaba la multiplicidad de identificaciones diversas que integraban esas cadenas de solidaridades más amplias que implicaban un sujeto cuya estima de sí se había transformado radicalmente. (Barros 2013, 56)13
Por último, el análisis de Julián Melo (2008) propone estudiar el carácter populista de las instituciones políticas, marcando así una clara diferencia analítica con Laclau. Como se ha resaltado antes, la propuesta laclausiana sugiere dar preeminencia a la ruptura frente a la institucionalización, como si todo momento de esplendor equivalencial desembocara siempre en una especie de ocaso diferencial. Tomando como ejemplo los significantes privilegiados en el caso peronista, lo anterior supondría que el pueblo “descamisado” pasaría sin más a ser “comunidad organizada”. Para Melo, al tener en cuenta que el proceso populista radica en la construcción constante e inestable de una ruptura y un orden político, el estudio de la configuración institucional es primordial para entender dicho fenómeno. En definitiva, si bien las críticas de este autor se basan firmemente en los aportes de Aboy Carlés, Melo expone una posición crítica frente a la figura pendular del populismo: Si el populismo es péndulo, la figura a que nos remite es la de un juego que va y viene inestablemente entre polos que siempre son iguales a sí mismos. Nuestra idea es que la imposibilidad de superar la fractura constitutiva obliga al discurso a reconstruirla todo el tiempo. (Melo 2008, 40)14
Aceptando que por cuestiones de espacio hemos dejado afuera muchos autores que forman parte del debate actual sobre el populismo,15 es
13 Relacionando lo sublime con el populismo, Alejandro Groppo (2012) mantiene cierta sintonía con Barros en la característica rupturista del fenómeno populista. Por otra parte, Barros elabora un sugestivo rescate de la categoría espectro de Derrida, que, por cuestión de espacio, no podemos desarrollar cabalmente en este escrito. Remitimos al lector a Barros (2005). 14 Melo elabora interesantes reparos a la teoría laclausiana del populismo, desarrollados a cabalidad en el primer capítulo de su tesis doctoral (Melo 2009). 15 Resulta problemático, no obstante, dejar de mencionar a Francisco Panizza, quien elabora un interesante análisis sobre la relación entre democracia y populismo en América Latina: “entiendo el populismo como un modo de identificación política (un discurso) [donde] la noción de soberanía popular y su inevitable corolario, el conflicto entre dominados y dominante (lógica dicotomizante), son parte central del imaginario político” (2008, 84).
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posible afirmar que lo propuesto por Aboy Carlés, Barros y Melo logra esbozar la línea central de dicha discusión: concebir al populismo entre las dimensiones de su ruptura e institucionalización, es decir, la compleja relación entre populismo y democracia. En este sentido, realizar análisis que permanezcan en la faceta rupturista del populismo —así a primera vista parezca más conveniente para el caso gaitanista— no es suficiente, por cuanto, siguiendo a Francisco Panizza, “el énfasis en el momento de ruptura ignora las aspiraciones fundacionales del populismo” (2008, 86). En este mismo sentido, lo que acá se quiere resaltar es la posibilidad de pensar al populismo como un proceso identitario específico que no necesariamente tiene lugar dentro del ámbito estatal; en otras palabras, lo que se sugiere es el rompimiento con la matriz analítica que concibe al populismo como un fenómeno exclusivo del poder ejecutivo.16 Con la intención de poner a prueba dicha hipótesis, en las siguientes líneas se elaborará una expedita aproximación a los estudios sobre el populismo en Colombia, poniendo énfasis en aquellos abocados al fenómeno gaitanista. Con esto se busca, finalmente, sugerir una lectura complementaria de un hito en la historia política colombiana.
2. ¿Populismo fuera del Estado? Populismo en Colombia y la caracterización del proceso gaitanista a través de la historiografía Uno de los estudios pioneros sobre el fenómeno populista en Colombia es el elaborado por el historiador Marco Palacios a principios de los años setenta. Su obra El populismo en Colombia (1971) marca una importante innovación dentro 16 Al respecto, las intuiciones de Melo son sugerentes: “Entendiendo el populismo como un modo de gestión identitaria que si, por un lado, supone la afirmación alternativa de una ruptura comunitaria y su re-integración en un orden institucional nuevo universalizando un pueblo que es parte y todo simultáneamente, por otro lado deshace su propia frontera de origen de referencia, me pregunto nuevamente: ¿será posible observar en un determinado campo de disputa política la lucha entre varias formas de populismo?” (2013, 75). Cabe resaltar que, en trabajos sobre Colombia, César Ayala (2011) ya había sugerido la idea de diversos populismos en disputa; no obstante, en el análisis del historiador colombiano, la ausencia de una definición concreta de populismo es muy pronunciada.
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del debate historiográfico y teórico en Colombia al traer al debate académico los análisis elaborados por la teoría de la modernización, poco difundidos en el país. En efecto, Palacios sería uno de los primeros académicos en Colombia en hacer referencia a la ya famosísima compilación de Gellner e Ionescu (1970), tomando también como base la producción teórica de Gino Germani y Torcuato Di Tella, autores a partir de los cuales Palacios formaría su propuesta analítica. Teniendo en cuenta los procesos históricos que dan lugar a la caída de la hegemonía conservadora en los años treinta, para Palacios el Partido Liberal llega al poder produciendo una “revolución de las aspiraciones” de los sectores populares que, en el proceso de transición de una sociedad rural a una urbana, no lograron tener una expresión política autónoma. Utilizando los postulados de Di Tella para Colombia, Palacios afirma que la Revolución en Marcha del primer gobierno de López Pumarejo (1934-1938) no logró configurar un orden redistributivo y un Estado de masas al estilo de los “populismos clásicos”; sin una representación real del liberalismo tradicional, las masas recién llegadas al mundo urbano terminarían entendiendo el proceso político “como [lo] han practicado siempre”, es decir, por medio de caciques, compadres y relación personal con el líder (Palacios 1971, 39). Para Palacios, el reducido desarrollo industrial de los años treinta y cuarenta en Colombia inhibió la existencia de un proletariado compacto y organizado. No obstante, Palacios no sólo sugiere que el populismo es un fenómeno de asincronía propio de las sociedades en transición; su postura también considera al proceso populista como una desviación demagógica contraria a la “conciencia de clase” de los sectores subalternos. En unas líneas que parecen evocar la caracterización elaborada por De Ípola y Portantiero sobre el populismo, Palacios afirma: Los obreros […] viven al día y por tener tan limitado su horizonte son fácil presa de los populistas que al prometer redistribución de la riqueza los dotan aparentemente de una conciencia más clara de sus necesidades tal como las sienten, y orientan más concretamente sus expectativas. Además, a la manipulación contribuyen [sic] su bajísimo nivel educativo. (Palacios 1971, 40. Las cursivas son nuestras)
Entendiendo a los “populismos exitosos” a partir de dos rasgos —el fortalecimiento del Estado como lugar privilegiado de toma de decisiones y la
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formación de una coalición hegemónica Estado-pueblo en usufructo de las élites industriales—, para Palacios, en la historia colombiana han existido dos procesos populistas “fallidos”: un populismo democrático encarnado en Jorge Eliécer Gaitán y un populismo autoritario representado por Gustavo Rojas Pinilla y su partido Alianza Nacional Popular (ANAPO).17 El populismo democrático, cardinal para este escrito, tiene como contexto histórico la experiencia política del gaitanismo de los años cuarenta. Tras un momento de absoluta disidencia del Partido Liberal con la Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR),18 el regreso de Gaitán a las filas liberales se daría en un contexto de agitación política de masas frustradas, según Palacios, por el experimento lopista. De esta manera, Gaitán personificaría un movimiento populista particular, por cuanto emergía sin alianzas definidas con sectores industriales de la burguesía del país (Palacios 1971, 41). Ya que su discurso no logró reflejar un “núcleo ideológico definido”, el movimiento gaitanista mantuvo la contraposición pueblo/oligarquía en lo que son, para este autor, meras abstracciones moralizantes y poco desafiantes a los valores de la producción capitalista. Efectivamente, para Palacios, la ausencia de una “concepción marxista de luchas de clases”, presente en todos los populismos históricamente delimitables —dentro de los cuales incluye al gaitanismo—, se tradujo en que las “masas en disponibilidad” no lograron organizarse dentro de una estructura y un esquema ideológicos autónomos; su beligerancia no permitió la autonomía de los sectores populares: “aquí radica el carácter reformista al tiempo que tradicionalista del gaitanismo” (Palacios 1971, 46. Las cursivas son nuestras). Es esta falta de autonomía el punto central de la crítica de Palacios al gaitanismo como movimiento político. Si bien éste pretendió integrar al “pueblo” en el proceso político, esto sólo se dio por medio del liderazgo de Gaitán; una vez asesinado el líder, las masas
17 Esta caracterización puede encontrarse también en Robert Dix (1978). Ya que la intención de este escrito es poner de relieve el proceso gaitanista, el lector interesado más en el proceso de la ANAPO podrá remitirse a la segunda parte del libro de Palacios (1971) y a la extensa obra de César Ayala (2011). 18 Sobre la UNIR, ver Ayala (2005).
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gaitanistas quedaron acéfalas, refugiándose de vuelta en los hábitos políticos tradicionales del bipartidismo.19 Varias décadas después, Palacios retomaría varios de los postulados esbozados en 1971 para elaborar un análisis comparativo entre los procesos populistas en Venezuela y Colombia (Palacios 2000). Considerando al proceso populista uno históricamente delimitable, abocado a la modernización y consolidación del EstadoNación frente a la crisis del Estado oligárquico, la emergencia de Rómulo Betancourt en la política venezolana permitió alcanzar las condiciones necesarias para el establecimiento de un pacto político —el Pacto de Punto Fijo de 1958—, y, así, erradicar la centralidad de la violencia en las disputas por el poder. Lejos de este panorama, según el autor, la ausencia de un movimiento populista en el poder ejecutivo colombiano permitió la continuidad de la “violencia política” como herramienta privilegiada de la élite liberal-conservadora para neutralizar cualquier movilización social. La permanencia de la violencia en Colombia sería entonces explicable por la ausencia de Gaitán y Rojas Pinilla, entre otros líderes, en el poder del Estado. Desde la misma orilla historiográfica pero con un entramado conceptual más complejo, un estudio notable del populismo en Colombia es el que se puede encontrar en la obra de Daniel Pécaut. En su insoslayable escrito “El auge del populismo (1945-1948)”, de su libro Orden y violencia (1987), el historiador francés propone estudiar las condiciones particulares que permitieron al gaitanismo configurarse como un movimiento de masas y su posible caracterización como populista. Exponiendo el debate sobre populismo con base en los aportes de Francisco Weffort y Laclau, Pécaut considera que estos estudios han mantenido dos rasgos en común; por una parte, han dejado de pensar el fenómeno populista en relación con la conducción “sin más” por parte de una clase específica y, por otra parte, han pensado el populismo como un proceso que devela “algo externo a lo social que trastorna la simbólica política preexistente. Lo externo de lo social acrecienta una supuesta división entre lo social y lo político” (Pécaut 1987, 365). En contraposición a la “puesta en disponibilidad popular” de la corriente estructural-funcionalista, Pécaut retoma el concepto de disociación desarrollado por Alain Touraine para presentar el contexto político colombiano a mediados 19 En esto concuerda Richard Sharpless con Palacios, al afirmar: “Gaitán estaba solo, era uno con la masa” (1978, 107).
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del siglo XX: como toda sociedad dependiente de la época, los sectores populares están en la disyuntiva de su reciente inserción al mundo moderno industrializado y la permanencia de ciertos rasgos culturales propios de las economías incipientes. Por otra parte, la ausencia de identidad política tiene su origen en el apoyo de organizaciones sindicales y partidos comunistas a la etapa “democrático burguesa” de López Pumarejo. En este panorama, el populismo resulta prácticamente “irresistible” para los sectores populares: No se ve por qué la “vieja” clase obrera, afectada tanto por las disociaciones como por la privación de identidad no puede sentirse atraída, tanto como los migrantes recientes, por un populismo que promete reabsorber las primeras [las disociaciones] y atenuar la segunda [la falta de identidad]. (Pécaut 1987, 367)
En consonancia con lo anterior, el proceso populista surge en la configuración de tensiones nunca resueltas entre varias parejas de oposiciones: la oposición de un interior del orden institucionalizado enfrentado a un exterior que se sustrae de toda institución, esto es, la “barbarie”; la oposición entre igualitarismo y jerarquía, tensión entre la restauración de un orden en nombre del equilibrio social y la reivindicación del mérito como forma de establecer los roles dentro de la comunidad; la oposición entre sociedad dividida y Estado unificador, esto es, la tensión entre una parte que se considera “dañada” por una minoría expoliadora y la promesa de unificación por medio de las instituciones, y, por último, la oposición entre partidos políticos y unidad esencial del pueblo, como oscilación entre el partidismo y su ambigua representación de una parte y de toda la nación. Por lo tanto, para Pécaut: El populismo extrae la fuerza de su aptitud para fundamentarse en lo contradictorio, como si fuera insensible a ello. Pero encuentra el límite en la imposibilidad de sustraerse a lo imposible que lleva dentro de sí mismo. (1987, 368)
En este sentido, Pécaut toma distancia de lo propuesto por Palacios y considera la “contradicción”, no como un error, sino, al contrario, como el rasgo principal de cualquier proceso populista; contradicciones que sólo pueden
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encontrar en el líder una forma aparente de síntesis. Es así como la identidad del movimiento con el dirigente constituye la promesa de anular la separación entre lo social y lo político, y cuyo paradójico incumplimiento le permite persistir en el tiempo (Pécaut 1987, 374). La identidad entre movimiento y líder es evidente para Pécaut en el proceso gaitanista. Con el surgimiento de Gaitán como cabeza de un movimiento de masas en su campaña política de “Restauración moral y democrática de la República” para la presidencia entre 1945 y 1946, el caudillo liberal se caracterizó por tener una férrea distancia con el sindicalismo colombiano que ya se encontraba aliado con el oficialismo liberal apoyando a su candidato, Gabriel Turbay. Esta brecha entre gaitanismo y el movimiento sindical evidencia, según el Pécaut, la relación directa entre las masas gaitanistas y el propio Gaitán, quien desdeñaba las “estructuras organizativas propias de los sectores populares”; por ende, el abismo entre las organizaciones sindicales y Gaitán reafirmaría el carácter “pequeñoburgués” y no popular de su propuesta política, enfocada más en la meritocracia y el miedo a la pauperización de las clases medias que en la representación de los intereses “reales de clase” de los trabajadores (Pécaut 1987, 390).20 Las hipótesis de Pécaut sobre el lazo líder/masa consiste en que, si bien esta comunicación tuvo como base la constitución de lo político mediante la invocación de unos “excluidos” sociales, este proceso no permitió la configuración de un “adversario de clase” definido. Estas apreciaciones son corroboradas por el autor a partir de los hechos acaecidos por el asesinato de Gaitán, conocidos comúnmente como el Bogotazo.21 Sin una identificación clara del enemigo en la discursividad del gaitanismo, sus seguidores se abocaron a los actos de pillaje y saqueo en las calles de Bogotá y de otras ciudades de Colombia, siendo el pueblo gaitanista más una “fuerza ciega” que una fuerza política. En el agotamiento posterior al 9 de abril de 1948, la reincorporación de las masas gaitanistas por parte de la oficialidad liberal y el florecimiento de la Violencia bipartidista son, para Pécaut, la consecuencia del populismo. Con esto, el autor quiere poner
20 Herbert Braun (2008 [1986]) resaltaría también el carácter “pequeñoburgués” del gaitanismo. 21 Si bien el Bogotazo hace referencia a la capital del país, la insurrección del 9 de abril de 1948 también tuvo lugar en otros lugares del territorio colombiano (Sánchez 1982).
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en evidencia que el fenómeno populista no es la causa de la crisis de un orden hegemónico, sino que, al contrario, dicha crisis es el resultado de un proceso populista: en el caso colombiano, las clases dirigentes no lograrían recuperar la legitimidad que poseían antes del gaitanismo (Pécaut 1987, 483). En contraste con el enfoque de Pécaut, la obra de John W. Green propone una lectura distinta del populismo en Colombia al tomar como base la configuración del movimiento gaitanista en diversas zonas del país, especialmente en la costa atlántica. Teniendo en cuenta el análisis del fenómeno populista en Latinoamérica, Green propone un diálogo analítico entre dos autores. Por una parte, del trabajo de Daniel James (2010 [1988]) sobre el peronismo, de quien toma la perspectiva metodológica de reconstrucción histórica del “pueblo trabajador” a partir de sus militantes, y, por otra parte, el análisis discursivo de Laclau, que le permite considerar al proceso gaitanista como populista, en cuanto lucha contra “el bloque dominante” dentro de la pugna ideológica (Green 1995, 121). En este orden de ideas, para Green, el proceso gaitanista no es ni pequeñoburgués ni tampoco posee como pilar fundamental la sola palabra del líder: el gaitanismo significó el catalizador de una ruptura simbólica de la política colombiana, por cuanto “asumió las aspiraciones de muchos colombianos que tradicionalmente se ubicaban en la periferia del poder”; es así como el gaitanismo —especialmente entre 1944-1948— representaría una “movilización popular autónoma” (Green 1995, 125). El gaitanismo es entendido, entonces, como un sistema de creencias de base popular, de basamento en una tradición rastreable del pensamiento liberal de izquierda, que configuró una movilización radical en vísperas de la campaña presidencial de 1946 y en el levantamiento del 9 de Abril (Green 1996, 285).22 Contrario a lo propuesto por Pécaut, el gaitanismo sí representó un desafió popular a la hegemonía del bipartidismo en su carácter de movilización radical. El estudio de la ideología gaitanista permite, según Green, observar la forma en que su líder identificó, articuló y simbolizó las demandas populares de la época mediante la escisión entre “país político” y “país nacional”, haciendo de la justicia social la condición ineludible de la democracia, reafirmando la pretensión de Gaitán por resignificar la lucha política colombiana. La postura de Green, al seguirle la huella al gaitanismo 22 Este autor elabora un interesante rastreo del “liberalismo de izquierda” por la historia de Colombia (Green 2013).
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desde fuentes primarias notables, termina definiendo al movimiento como proceso populista, por cuanto prevalece la resistencia a las relaciones de poder por medio de la movilización popular frente a la dominación social de la élite (Green 1996). La transposición de Green es acá clara: suprime de los análisis anteriores la manipulación como condición sine qua non del proceso político de Gaitán, para resaltar la autonomía radical y organización independiente de los sectores subalternos en la Colombia de los años cuarenta. En consideración a la exploración bibliográfica hasta acá esbozada, a continuación se buscará hacer referencia a algunos estudios que logran retomar al gaitanismo desde discusiones teóricas contemporáneas relacionadas con la hegemonía y el populismo. Para esto, los trabajos de Ana Lucía Magrini (2010 y 2011) y Ricardo López (2011) son de gran ayuda.
3. Populismo desde las identidades políticas y el movimiento gaitanista Magrini se propone estudiar las narrativas y los discursos gaitanistas retomando algunos postulados de la teoría de la hegemonía de Laclau en diálogo con la perspectiva comunicativa de Jesús Martín-Barbero. De este intercambio teórico surge su categoría de “prácticas político-comunicativas”, definidas por la autora como “una serie de mediciones comunicativas [Martín-Barbero] y articulaciones políticas [Laclau] a través de los cuales los grupos logran establecer empresas conjuntas” (Magrini 2011, 22). En este sentido, Magrini logra poner de relieve la pertinencia de un estudio del gaitanismo atendiendo a su papel en la construcción de identidades políticas como proceso de articulación hegemónica. En efecto, Magrini toma de la obra de Laclau y Mouffe la concepción hegemónica de la construcción de las identidades políticas, para así definir al populismo como un “tipo de discurso que se basa en la configuración de un pueblo” cuyo sentido está siempre en disputa (Magrini 2010). En este orden de ideas, Gaitán, desde 1928 hasta 1948, elaboró diversas estrategias discursivas para configurar al pueblo gaitanista por medio de las distintas etapas de su vida política; es en la última de éstas —como momento más efervescente de su movimiento, desde 1944 hasta su asesinato— que Gaitán establece con más fuerza las oposiciones pueblo/oligarquía y país nacional/país político, trazando así una
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frontera de lo social que buscaba definir dentro de su propio campo identitario al verdadero país. Magrini también propone el uso del esquema laclausiano en torno al significante vacío y define la “justicia social como dignificación humana”, como el significante de estructura aporética que logró aglutinar una multiplicidad de demandas sociales frente a un enemigo común representado en la oligarquía (Magrini 2010). Lo importante de este análisis es, sin duda, resaltar que el pueblo gaitanista se conformó en su propio momento articulatorio, lo cual, creemos, posibilita cuestionar todo intento analítico de caracterizar al movimiento gaitanista desde su pertenencia específica a un sector de la sociedad o como producto de una posición socioeconómica exclusiva. En este mismo sentido, es contundente el trabajo de Ricardo López (2011) sobre las clases medias en Colombia y el pueblo gaitanista. López devela con lucidez los principales problemas de la caracterización tanto de Pécaut como de Braun sobre el gaitanismo tomando distancia, a su vez, de las conclusiones de Green. Como se mencionaba anteriormente, las críticas respecto a la ausencia de una “síntesis de clase” o representación de los intereses reales de los trabajadores colombianos parten de una definición esencialista de la “conciencia de clase”. De igual manera, los estudios de estos teóricos hacen hincapié en quiénes hacían parte del gaitanismo, desatendiendo cómo dicha participación alteró las identidades y prácticas políticas de la época. Es así que López toma como referencia los trabajos de Panizza y Laclau para el estudio de las identidades políticas y de clase de una parte de los funcionarios públicos bogotanos entre 1936 y 1948. En este sentido, para el autor, en la época de Gaitán los conceptos de “pueblo”, “oligarquía”, “país político” y “país nacional” [n]o tuvieron un referente natural o esencialmente social homogéneo o evidente, sino que adquirieron su significado real en el proceso político durante el cual se definió cómo se constituyeron el pueblo gaitanista y el país nacional y quiénes hacían parte de cada uno de ellos (2011, 90).
En su análisis de la correspondencia escrita por la Organización al Servicio de los Intereses de la Clase Media Económica Colombiana (AOSCMEC) a Jorge Eliécer Gaitán, López logra exponer la división interna entre quienes se consideraban el legítimo “pueblo gaitanista”. Entendiendo que los sectores
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medios no son solamente producto “natural” o “automático” del aumento de puestos de trabajo en el sector servicios en el contexto de cambios socioeconómicos de la primera mitad del siglo XX, para López las identidades de las clases medias dependieron principalmente de la forma en que los conceptos de “clase” y “género” permitieron moldear las interpretaciones y la inteligibilidad de estos mismos cambios estructurales (2011, 92). El texto de López pone en evidencia lo problemático y contradictorio que fue el proceso de constitución del “pueblo gaitanista”; la presencia discursivamente del pueblo del gaitanismo como uno trabajador enfrentado a la oligarquía, y a su vez a una barbarie exterior de lo social, no impidió que surgieran las diferencias internas entre quienes se reconocían como el legítimo “pueblo trabajador gaitanista”. En el caso de las clases medias, los afiliados a la AOSCMEC se autorepresentaban como la parte “más sufrida de la sociedad” y, por ende, ajena a los trabajadores manuales, que eran —según ellos— borrachos e irresponsables. Es así como estos trabajadores del sector servicios se atribuyen a sí mismos ser los gaitanistas “de raca mandaca” [“de verdad”], estableciendo una jerárquica división dentro del pueblo gaitanista mismo (López 2011, 95). En otras palabras, si bien la identidad gaitanista lograba conformarse como una articulación equivalencial con pretensión hegemónica, esto no significaba que las diferencias quedaran veladas: los trabajadores que se consideraban de la “sufrida” clase media también se atribuían ser la verdadera plebs dentro de la misma plebs gaitanista. Por lo tanto, tomando estos aportes de López, es posible contribuir a dilucidar la compleja relación equivalencial/diferencial elaborada por Laclau en su obra más reciente.
A manera de conclusión La exploración de los debates actuales sobre el populismo y de algunos de los estudios más resaltables sobre el movimiento gaitanista ha tenido como meta proponer un diálogo más profundo entre teoría y aproximación histórica del fenómeno populista en Colombia. Esto ya viene siendo elaborado, desde sus propias perspectivas, por autores como Magrini y López. El interés del presente escrito es, sin duda, poner de relieve el análisis de las identidades políticas, insistiendo en el estudio de los procesos populistas de Colombia.
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Frente al proceso gaitanista, el análisis del trazado de fronteras políticas respecto al pasado y de una relación conflictiva entre la parte y el todo de lo social permitiría discernir si en este movimiento están presentes los rasgos propios de un proceso populista que, desde su construcción discursiva, con sus especificidades y dentro del particular sistema político colombiano, podría ser comparable con otros casos de América Latina.23 En este orden de ideas, otra cuestión que invita a continuar pensando el populismo en Colombia es la compleja relación orden-violencia, tan característica del país. Acá se desea plantear, y corroborar en trabajos posteriores, una hipótesis al respecto: que la configuración de las identidades populistas en Colombia fue producto de procesos que, por más beligerantes y agonísticos que fueran, buscaron erradicar el principio de eliminación física del adversario como centro del quehacer político colombiano. En este sentido, se sugiere —para investigaciones posteriores— un estudio de la violencia en Colombia donde ésta no sea entendida únicamente como un proceso o producto de la exclusión económica y política, sino también como un fenómeno en el cual se pone en evidencia que la eliminación física del adversario político es la lógica principal para configurar identidades políticas en el país, siendo la concepción del adversario como enemigo24 y la erradicación del otro la construcción —siempre fallida e incompleta— de un verdadero pueblo.25 23 Sobre las recientes investigaciones del populismo en Latinoamérica, cabe destacar, entre muchas otras, las siguientes: el trabajo comparativo entre el peronismo argentino y el varguismo brasileño, elaborado por Groppo (2009); los estudios sobre el peronismo y su institucionalización, de Melo (2009), y los estudios del populismo en la Argentina del radicalismo yrigoyenista de Aboy Carlés (2013). Sobre una revisión del caso brasilero, especialmente del varguismo, los trabajos de French (2001) y Ferreira (2002); respecto a los estudios más recientes sobre el populismo en Brasil, son sumamente ilustrativos el texto de Teixeira da Silva y Costa (2001). Frente al cardenismo, ver el trabajo de Knight (1998). 24 En este sentido, rescatamos la diferenciación entre adversario y enemigo propuesta por Mouffe (1999). 25 No sobra aclarar que esta hipótesis no busca rebatir algunas perspectivas que muchos especialistas han sugerido para pensar la violencia en Colombia; lo que se propone, desde el estudio de las identidades políticas, es repensar las múltiples violencias del país, no sólo como productos de condiciones estructurales particulares de la política y sociedad colombianas, sino también como las formas más recurrentes para generar procesos identitarios. La eliminación física de la alteridad por parte de quienes se atribuyen ser el “verdadero pueblo” se puede rastrear fácilmente en la historia política del país. Un reciente y somero recorrido histórico sobre estas violencias se puede encontrar en Pardo Rueda (2004).
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De vuelta al caso del gaitanismo, el centro de dicha torsión en las identidades políticas radicaría en la concepción gaitanista de “restauración”. La posible conversión del adversario a un sistema social y político más justo, donde el Partido Liberal —como representante de la Nación colombiana— brindara las condiciones para el funcionamiento democrático del país, evocaba la finalización de la violencia bipartidista de los “odios heredados”. Esta restauración sería un punto de ruptura personificado en Gaitán, quien se atribuía a sí mismo la encarnación de este proceso de quiebre. A finales de abril de 1946, Gaitan dijo: Es que los caciques no han entendido que se ha operado un cambio fundamental: que el pueblo rompió las barreras y […] lanzó a las calles un candidato suyo. […] Es la eterna pugna entre la pequeña minoría privilegiada y la gran zona democrática, la honda aspiración multitudinaria de todos los tiempos […]. (Gaitán 1968, 440)
También es importante resaltar que la construcción del adversario político, al igual que la del pueblo, mantenía un nivel de abstracción en el cual la oligarquía hacía más referencia a una élite antimayoritaria que a personajes concretos. De esta manera, el “país político” debía ser vencido pacíficamente por el “país nacional”, que podía decidir gracias a la reforma liberal de 1936. Volviendo a las palabras de Gaitán, el futuro Jefe Único del Liberalismo dijo en 1942: Para que haya verdadera democracia es necesario que el pueblo se haga representar, porque aquel que sea elegido con ausencia del pueblo en las urnas no será representante del auténtico valor democrático. Habrá entonces una pequeña oligarquía de cualquier género. (Gaitán 1968, 321)
Finalmente, sin tener una posición dentro del poder hasta 1947 como jefe del Partido Liberal, Gaitán mantuvo una construcción inestable y fluctuante del verdadero pueblo y su definición antagónica del adversario. De lo anterior se desprende la insaciable reiteración de este escrito, a saber, que el poder ejecutivo no es la condición sine qua non de un proceso populista. Esto, además, permitiría pensar otros procesos políticos de la historia colombiana como populistas, y así, erradicar una matriz analítica restrictiva.
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En definitiva, sigue siendo relevante, por más infructuoso que parezca, defenestrar de la academia las caracterizaciones peyorativas y antimayoritarias del populismo. Al contrario, éste puede ser un concepto analítico interesante para entablar un diálogo enriquecedor entre distintas disciplinas abocadas a la comprensión de procesos políticos sobre los cuales, afortunadamente, todo no está escrito.
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H
Cristian Acosta Olaya es politólogo de la Universidad Nacional de Colombia (Colombia) y candidato a magíster en Ciencia Política del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES)-Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Es miembro del Grupo de Estudios sobre Colombia y América Latina (GESCAL), en donde coordina el área de Ideología, discurso e identidades políticas. Sus temas de interés son el populismo, la sociología política, el análisis del discurso y la teoría política. Correo electrónico: cjacostao@gmail.com
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Violencia(s) y populismo: aproximaciones a una lucha conceptual en Colombia y Argentina Ana Lucía Magrini Universidad Nacional de Quilmes /CONICET (Argentina) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.07 RECIBIDO: 31 de octubre de 2013 APROBADO: 29 de abril de 2014 MODIFICADO: 31 de mayo de 2014 RESUMEN: El presente artículo se propone reconstruir algunos aspectos fundamentales
de las diputas político-intelectuales por definir lo popular en Colombia y Argentina durante la segunda mitad del siglo XX. Argumentamos que a partir de dichas disputas, y en ellas, se constituyeron dos conceptos que perduraron en el debate público en ambos países, la(s) Violencia(s) en Colombia y el populismo en Argentina; en ellos cumplieron un papel central las reconstrucciones de los significantes “9 de Abril, Gaitán, gaitanismo” y “17 de Octubre, Perón, peronismo”, respectivamente. PALABRAS CLAVE:
populismo
Colombia • Argentina • gaitanismo • peronismo • Violencia(s) •
H El presente artículo forma parte de una investigación doctoral en curso radicada en el Doctorado en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Quilmes y financiada por medio de una Beca Interna de Postgrado del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) (Argentina). El siguiente trabajo es una versión ajustada de una ponencia presentada en VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP), realizado en la Universidad de los Andes, Bogotá, en septiembre de 2013.
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Violence(s) and Populism: Approaching a Contested Concept in Colombia and Argentina This article proposes reconstructing some fundamental aspects of the political-intellectual disputes by defining what was popular in Colombia and Argentina in the second half of the 20th century. We argue that these disputes led to the birth of two concepts which persist in public debate in both countries: violence in Colombia, and populism in Argentina. Specifically, we look at two events which played a central role: ‘April 9th, Gaitan, gaitanism’ and ‘October 17th, Peron, peronism,’ respectively.
ABSTRACT:
KEYWORDS: Colombia • Argentina • gaitanism • Peronism • violence • populism
H
Violência(s) e populismo: aproximações a uma luta conceitual na Colômbia e na Argentina RESUMO: O presente artigo se propõe reconstruir alguns aspectos fundamentais das
disputas político-intelectuais na tentativa de definir o popular na Colômbia e na Argentina durante a segunda metade do século XX. Argumentamos que, a partir e nessas disputas, se constituíram dois conceitos que perduraram no debate político em ambos os países, a(s) violência(s) na Colômbia e o populismo na Argentina. Neles cumpriram um papel central as reconstruções dos significantes “9 de abril, Gaitán, gaitanismo” e “17 de outubro, Perón, peronismo”, respectivamente.
PALAVRAS-CHAVE:
populismo
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Colômbia • Argentina • gaitanismo • peronismo • violência(s) •
Introducción1 La reflexión que se presenta a continuación forma parte de una investigación doctoral más amplia y comparativa que se propone interpretar los modos en que se reconstruyeron en una serie de narrativas dos experiencias histórico-políticas, el gaitanismo y el primer peronismo, en Colombia y Argentina, respectivamente, durante la segunda mitad de siglo XX, para así comprender la especificidad con que se articularon en dichos relatos los significantes lo popular y la violencia política. El objeto de estudio no es, entonces, el gaitanismo o el peronismo como hechos acontecidos o la enunciación de Jorge Eliécer Gaitán y Juan Domingo Perón, sino la reconstrucción narrativa2 de ambos discursos, así como las disputas político-intelectuales desde las que estas narrativas se produjeron. Dicha investigación se desprende de un marco teórico interdisciplinar que se nutre de los aportes de la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau (con Mouffe 1987; y 2000 y 2005) y de la perspectiva de la historia de los lenguajes políticos de Elías Palti (2005a, 2005b y 2007).3 El siguiente artículo -que, como hemos adelantado, representa una pequeña reflexión que se inscribe dentro de un proceso de investigación más amplio- se centra en los modos en que una serie de estudios histórico-sociológicos producidos durante la segunda mitad del siglo XX construyeron dos conceptos políticos polisémicos, la(s) Violencia(s) y el populismo en Colombia y Argentina, respectivamente. 1 Agradezco especialmente los comentarios realizados por Ariana Reano y por María Virginia Quiroga a la versión preliminar de este artículo, presentado en VII Congreso Latinoamericano de Ciencia Política de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política (ALACIP), 2013, así como las invaluables contribuciones de los evaluadores anónimos y del equipo editorial de la Revista. 2 Las narrativas son entendidas en esta investigación como una instancia de mediación necesaria para ilustrar el proceso de reconstrucción y la lucha por la imposición de los sentidos sobre el gaitanismo y el peronismo. Las narrativas no son, por tanto, una réplica de lo que acontece, ni mero reflejo, sino la construcción de una trama que retoma lo previo y lo configura. Tampoco aquí se agota el proceso, ya que en la recepción también intervienen procesos de refiguración y resignificación (Ricoeur 2004). Por razones de extensión, en este trabajo no puntualizamos en la dimensión narrativa del objeto de estudio. Para una aproximación preliminar de esta cuestión, ver Magrini (2010). 3 Para una aproximación a estas perspectivas teóricas y al modo específico en que las interrogamos, véase Magrini (2011).
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En Colombia la(s) Violencia(s) representa(n) un concepto que hegemonizó las disputas por la representación de la experiencia histórica del país. La Violencia (en mayúscula) remite a la denominación que la historiografía le ha dado al período posterior al asesinato del líder liberal de corte popular Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Pero la violencia (en minúscula) también refiere a un concepto que polemiza los debates sobre la experiencia histórica de Colombia desde 1948 hasta nuestros días y que tuvo auge, en especial, durante los años ochenta bajo la denominación de las violencias.4 Claramente, el asesinato de Gaitán y el 9 de abril de 1948 cobraron una relevancia significativa para la constitución de este concepto, ya sea para designar el inicio del feroz enfrentamiento bipartidista, para delimitar el punto más álgido en una escalada de violencia que ya venía produciéndose o para visibilizar el desarrollo de la Violencia como consecuencia de la imposibilidad del gaitanismo de constituir un gobierno nacional. En Argentina, por otra parte, la disputa por definir el concepto de populismo emergió de la mano de la pregunta por la naturaleza del peronismo. Este concepto puede rastrearse en los debates académicos y científicos argentinos desde mediados de los años cincuenta y especialmente hacia los años ochenta. Conforme a nuestro análisis, el gaitanismo y el peronismo representan objetos que se construyeron desde relatos que retrospectivamente disputaron sus sentidos. Consideramos que detrás de la búsqueda desesperada por definir la naturaleza del gaitanismo y el peronismo se ha intentado dar respuesta, aunque de manera desviada (Palti 2012), a los problemas más álgidos de ambas comunidades: ¿qué o quiénes representan el pueblo?, ¿es posible y deseable (o no) integrar lo popular a lo nacional?, ¿qué relación existe entre aquello que se define como sujeto popular y aquello que se representa como violencia política? Recurriremos entonces al análisis de las formas en que se han producido los conceptos de la(s) Violencia(s) en Colombia y el populismo en Argentina, así como al estudio de los modos en que a través de estas conceptualizaciones se han resignificado el gaitanismo y el peronismo, ya
4 Por esta razón, nos referiremos a este concepto como la(s) Violencia(s).
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que estimamos que ambos conceptos catalizaron las disputas por definir lo popular en ambos países.5 Nuestra hipótesis de trabajo sostiene que, más allá de las diferencias entre el proceso político colombiano y el argentino,6 en ambos países la pregunta por lo popular se constituye como un campo de discusión iterativo e insistente. Consideramos además que una lectura en paralelo entre la producción intelectual sobre la(s) Violencia(s) en Colombia y el populismo en Argentina es significativa, ya que estos conceptos remiten a problemas que retornan con insistencia y que aún nos muestran que lo popular se presenta como un dilema inagotable en ambas comunidades. Pero a qué nos referimos cuando hablamos de lo popular. En principio, vale aclarar que este trabajo no se orienta a definir qué es el pueblo; en todo caso, intentamos mostrar que el pueblo no es algo en esencia, sino una representación que se construye en una serie de debates político-intelectuales que se encuentran articulados a conceptos catalizadores de estas disputas y que además se amarran a procesos de resignificación de experiencias históricas emblemáticas, como el gaitanismo en Colombia y el peronismo en Argentina. Lo popular es entonces el nombre de un problema, las disputas por definir el pueblo; es, por lo tanto, un significante heterogéneo, vacío, no por su pobreza de contenido, sino porque se encuentra excedido de significación. En otras palabras, lo popular es una categoría análoga a la noción de significante vacío de Ernesto Laclau (2005).7
5 Vale señalar que la(s) Violencia(s) y el populismo estuvieron en competencia y/o coexistieron con otras representaciones sobre lo popular en ambos países, como enfrentamiento bipartidista, guerra civil, terrorismo, conflicto armado, entre otras (para el caso colombiano), y nazifascismo, autoritarismo, demagogia, bonapartismo, entre otras (para el caso argentino). El estudio de esta cuestión excede el objetivo de este artículo, por lo que aquí nos abocaremos a estudiar el proceso de producción de dos conceptos específicos -la(s) Violencia(s) y el populismo- que pueden rastrearse durante todo el período estudiado. 6 La experiencia histórica colombiana se distingue de la argentina, entre otras variables, por el papel de los partidos políticos y la escasa presencia de golpes de Estado. Consideramos que la ausencia de gobiernos de facto no hacen de la experiencia histórica de este país un tránsito exento de procesos represivos. 7 Conforme a la teoría del discurso político laclauniana, los significantes tendencialmente vacíos no remiten a significantes sin significado. El autor ha recalcado que “la única forma fenoménica” de la vacuidad es la flotación (Laclau 2002, 25-26), es decir, se produce por exceso.
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En este punto nuestra ref lexión dialoga con otros aportes teóricos, fundamentalmente, con la interpretación de Sebastián Barros (2006) sobre la dimensión espectral del populismo. A partir de la noción derridiana de espectro, Barros sostiene que el populismo sigue la forma asediante de aquello radicalmente heterogéneo que escapa al campo de representación simbólica. En nuestro caso, retomamos la noción del carácter espectral y asediante de aquello que se resiste a ser semiotizado, sin la pretensión de identificar una nueva definición o aplicación analítica del concepto de populismo. Nos proponemos, en cambio, abordar lo popular como problema político-intelectual. Nuestra lectura se orienta a mostrar que aquello que en determinado momento se representa como sujeto popular, e incluso se tipifica como populista, puede comprenderse y abordarse en un contexto de debate específico, desde las disputas político-intelectuales por construir conceptos políticos que habilitaron resignificaciones de experiencias históricas emblemáticas. Ahora bien, ¿qué se compara, cómo se compara y por qué se compara? En principio, vale señalar que si bien es posible encontrar estudios comparados que han incluido los casos de Colombia y Argentina8 en las ciencias sociales y, especialmente, en la ciencia política, se asiste a una preeminencia de enfoques basados en la comparación de casos similares, en detrimento de análisis que se aventuren a pensar puntos de contacto entre casos diversos.9 Nuestro enfoque se inscribe dentro de esta última alternativa. Si comparamos los procesos políticos colombiano y argentino a partir de los contenidos (comparación en sentido duro), encontraremos una multiplicidad de diferencias que no deben
8 Entre los estudios comparados que han incluido el caso colombiano y el argentino, vale mencionar el trabajo de Halperín Donghi (2005) Historia contemporánea de América Latina, el cual es uno de los primeros y más pulidos estudios históricos comparados sobre América Latina; el clásico trabajo de Cardoso y Faletto (1971 [1969]) Dependencia y desarrollo en América Latina, y recientemente, la investigación de González Luna (2000) “Populismo, nacionalismo y maternalismo: casos peronista y gaitanista”, que representa una de las escasas comparaciones entre peronismo y gaitanismo. 9 El trabajo de López-Alves (2003) es una excepción a esta afirmación. El autor establece un innovador análisis comparado del proceso de formación del Estado en Argentina, Colombia y Uruguay al argumentar la relevancia de considerar dos tipos de métodos de comparación: el método de la analogía profunda y el método de las mayores diferencias.
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Violencia(s) y populismo Ana Lucía Magrini
ser excluidas del análisis, sino consideradas como una dimensión que refiere a la especificidad de la experiencia histórica de cada país. No obstante, desde una óptica no esencialista de discurso,10 consideramos que es posible identificar algunos puntos de contacto entre formas de resignificación y de producción de sentidos sobre lo popular en ambos países. Comparar procesos de resignificación y de producción de sentidos sobre lo político, 11 y no procesos políticos e históricos en sentido duro, supone abordar metodológicamente el problema desde un desplazamiento que va de los contenidos a las formas. Interpretar comparativamente desde las formas implica mirar no sólo similitudes y diferencias entre Colombia y Argentina, sino también especificidades y contingencias entre formas de producción de sentidos. La pertinencia de la comparación entre Colombia y Argentina y, específicamente, entre gaitanismo y peronismo (respecto a otros casos posibles12) radica en la especificidad de las resignificaciones y producciones de sentidos sobre lo político que ambas experiencias históricas habilitaron. Dicha especificidad se explica por la lógica del proceso político de cada país durante la primera mitad del siglo XX; por la producción de eventos dislocadores (9 de Abril de 1948 y 17 de Octubre de 1945); por los diversos efectos políticos que estos generaron (el retorno del gaitanismo a los márgenes de la hegemonía política, el acceso del peronismo a la esfera estatal y su posterior posición oscilante en un continuum
10 Aquí partimos de una noción material, no restringida y no esencialista de discurso que se nutre de la perspectiva de Ernesto Laclau (2000, 2002 y 2005). Discurso incluye tanto una dimensión verbal, “lo que se dice”, como las prácticas sociales, “lo que se hace”. El análisis discursivo que aquí se establece involucra una serie de articulaciones que se producen entre la enunciación de los líderes y la recepción (identidades políticas). De allí que, cuando hablamos de discurso gaitanista o de discurso peronista, estamos pensando en el amplio espectro de sentidos que contribuyeron a disputar su significación. 11 La escisión entre el concepto de “la política” y el de “lo político” implica una distinción entre la esfera de lo óntico y la de lo ontológico. La política designa prácticas ónticas propias de la acción política convencional y gubernamental (política partidaria, acciones de gobierno, competencia electoral, creación de legislación, entre otras), mientras que lo político refiere a una dimensión ontológica en cuanto forma de producción de sentidos (Marchart 2009). 12 El gaitanismo es un fenómeno que no ha sido abordado profundamente en relación con otros procesos latinoamericanos, mientras que el peronismo es un fenómeno que ha sido ampliamente estudiado, aunque habitualmente comparado con el varguismo (Brasil).
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de momentos hegemónicos y de resistencia política) y por los procesos de sutura simbólica13 que se produjeron durante la segunda mitad del siglo XX. Por otro lado, los desplazamientos en los referentes y definiciones que cada concepto siguió en ambos países son reveladores si tenemos en cuenta que ha(n) sido la(s) Violencia(s) el concepto que hegemonizó el debate público en un país frecuentemente caracterizado por su extensa tradición democrática (Colombia), mientras que el populismo ha sido el concepto que perduró en el debate público desde mediados de siglo XX en un país de escasa o interrumpida tradición democrática (Argentina). Consideramos que adentrarnos en las arenas poco seguras de una comparación discursiva entre formas-lógicas de resignificación y de producción de sentidos sobre experiencias políticas poco estudiadas nos permitirá comenzar a pensar(nos) desde una posición innovadora. Debemos delimitar entonces un primer camino de entrada a este enigma. Por motivos de extensión, sólo nos remitiremos a los textos y a los elementos más significativos que contribuyeron a construir las disputas por la definición de dos conceptos polisémicos y polémicos: la(s) Violencia(s)14 y su vinculación con la resignificación del gaitanismo15 en Colombia, y el populismo16 y su articulación
13 Dislocación remite a acontecimientos y a sentidos irruptivos que provocan una torsión en las interpretaciones dominantes y desestabilizan y cuestionan una serie de supuestos y significantes nodales relativamente estables en un contexto de debate específico. Las dislocaciones producen efectos diversos que pueden ser absorbidos (o no) por la estructura hegemónica y/o por los sentidos dominantes; abren una falla que requiere ser resignificada —suturada— para poder seguir produciendo sentidos sobre lo político. Sutura remite entonces a una serie de recomposiciones institucionales y procesos de resignificación narrativos y discursivos. Vale señalar que la noción de sutura no implica, necesariamente, una resolución armoniosa de la falla. Sobre estas cuestiones, ver Laclau (2000 y 2005), Barros (2011) y Groppo (2009). 14 Los siguientes son algunos importantes aportes a los estudios sobre la Violencia en Colombia: Sánchez Gómez (1990, 1993 y 2003), Ortiz Sarmiento (1994), Palacios (2003), Pécaut (2001 y 2012 [1986]), Perea (2009) y Posada Carbó (2006). 15 Recuperamos aquí el ensayo historiográfico de Cortés Guerrero (2009), el trabajo de Zuleta Pardo (2011) y una serie de aportes dedicados al estudio del gaitanismo, aunque no necesariamente abocados a los modos en que este discurso ha sido resignificado, entre los que se destacan: Ayala, Casallas y Cruz (2009), Sánchez Gómez (2009) y Melo Moreno (2007). 16 Es innumerable la bibliografía destinada al estudio del concepto de populismo en Argentina; por mencionar los aportes más recientes y significativos para este trabajo, ver Aboy Carlés (2006 y 2004), Barros (2011 y 2006), Groppo (2009), Aboy Carlés, Barros y Melo (2013).
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con la resignificación del peronismo17 en Argentina. Para ello, presentaremos primero una aproximación a las dislocaciones y suturas producidas durante la segunda mitad del siglo XX en Colombia y Argentina. Posteriormente se desarrollan los desplazamientos en las definiciones de los conceptos de la(s) Violencia(s) en Colombia y del populismo en Argentina. Por último, se delinean algunas reflexiones concluyentes en clave comparada.
1. Dislocaciones y suturas en Colombia y Argentina durante la segunda mitad del siglo XX El viernes 9 de abril de 1948 fue asesinado en Bogotá Jorge Eliécer Gaitán, quien se esperaba fuera el siguiente presidente de Colombia. El magnicidio originó un gran levantamiento popular, para algunos descoordinado y sin direcciones políticas claras; para otros, no era más que el resultado de un complot comunista. Tres años antes, el miércoles 17 de octubre de 1945, en Argentina una multitudinaria movilización obrera reclamaba la liberación de quien comenzaba a ser identificado como su líder, Juan Domingo Perón. Para algunos, el 17 de Octubre fue el día de la victoria y la lealtad popular, y para otros no fue más que una vil mentira o un hecho monstruoso. Quizá lo más significativo de estos acontecimientos fueron los efectos institucionales y simbólicos que produjeron. Después del 9 de Abril y del asesinato de Gaitán, el movimiento gaitanista retornó a los márgenes de la hegemonía política y comenzó en Colombia un período de radicalización del enfrentamiento bipartidista conocido como la Violencia. Si bien Gaitán ejerció cargos públicos durante los gobiernos de la República Liberal (1930-1946), el movimiento gaitanista no llegó a construir un gobierno nacional; esto no sólo fue consecuencia del asesinato de Gaitán, sino también de la imposibilidad del movimiento de reestructurarse con posterioridad a la muerte de su líder. Por su parte, en Argentina, después del 17 de
17 Para esta reflexión se destacan especialmente los siguientes estudios historiográficos y de producciones de saber sobre peronismo: De Ípola (1989), Neiburg (1998); los trabajos de Altamirano (2011, 2001a y 2001b), Sarlo (2007), Rein (2009), Acha y Quiroga (2012). Es ineludible mencionar el trabajo de Sigal y Verón (2003 [1986]), quienes contribuyeron a desplazar las aproximaciones al peronismo de los contenidos a las formas.
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Octubre y de las elecciones presidenciales de 1946 se constituyó una nueva hegemonía política desde la esfera institucional del Estado.18 La distinción entre proceso político que no llegó a constituir un gobierno nacional y proceso político que llegó al poder explica, en parte, las interpretaciones que se produjeron sobre el 9 de Abril (1948) y el 17 de Octubre (1945). Es decir, los diversos efectos políticos producidos por estos acontecimientos revelan por qué durante los primeros años posteriores a ambos eventos, y desde las miradas oficiales, el 9 de Abril es presentado como mito fundacional de la Violencia, mientras que el 17 de Octubre es interpretado como el “Día de la Lealtad” y de la victoria popular. Entre 1953 (Colombia) y 1955 (Argentina), dos golpes de Estado de naturaleza ideológica y perspectivas de gobierno diferentes desestabilizaron los sentidos hegemónicos sobre lo popular de la escena política y el debate público en ambos países. A partir de 1953, en Colombia comenzó a cuestionarse la tesis conservadora sobre “la leyenda negra del 9 de Abril”, mientras que en Argentina la denominada Revolución Libertadora, que derrocó al segundo gobierno de Perón e intentó la desperonización del país, activó, muy a su pesar, la polémica y habilitó la emergencia de nuevos relatos sobre “el hecho maldito de la Argentina”. Durante los años setenta, a la luz de las izquierdas, de la teoría de la dependencia y del pensamiento revolucionario, nuevos relatos lucharon por definir el contenido “verdadero” del 9 de Abril y el gaitanismo, y el 17 de Octubre y el peronismo. Entrados los años ochenta, tanto en Colombia como en Argentina se configuró una serie de debates que cuestionaron las reglas de juego político y de la democracia. Esto fue producto de la finalización de períodos fuertemente represivos, como el Frente Nacional en Colombia (1958-1974)19 y el
18 Nos referimos a los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1952 y 1952-1955). El segundo período presidencial debería haberse extendido hasta 1958 pero fue interrumpido el 16 de septiembre de 1955 por un golpe militar, la denominada Revolución Libertadora. Vale recordar que el líder popular estuvo exiliado por dieciocho años y retornó al país en 1973 para constituir su tercer gobierno, el cual no llegó a completar, debido a su fallecimiento en 1974 y al derrocamiento de su tercera esposa y sucesora en la presidencia, María Estela Martínez de Perón, el 24 de marzo de 1976. 19 El Frente Nacional fue un proceso de democracia pactada entre el Partido Liberal y el Partido Conservador que se extendió, de hecho, hasta 1982 e impidió, durante casi dos décadas, que otras fuerzas políticas se presentaran a elecciones. Véase: Ayala (2006).
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Proceso de Reorganización Nacional en Argentina (1976-1983).20 La sociedad y la arena política se habían fracturado durante la represión, y la democracia traía una promesa de plenitud, “suturar lo social y lo político”. Colombia -que no había experimentado formalmente gobiernos de facto durante los años sesenta y setenta, pero sí períodos caracterizados por la permanencia del estado de excepción21- ensayó, a partir de 1982, negociaciones de paz con sectores armados. Argentina, en 1983, inició el proceso de transición a la democracia. Emergieron, entonces, nuevos significantes en ambas comunidades -paz y democracia- que condujeron a un proceso de relativización de las oposiciones liberalismo/conservadurismo y peronismo/antiperonismo al deconstruir, en parte, las oposiciones entre izquierda y derecha en los relatos sobre gaitanismo y peronismo. Finalmente, más allá de las distancias en la experiencia histórica de Colombia y Argentina, en ambos países, desde la emergencia del gaitanismo y del peronismo, una serie de narrativas y relatos no sólo han buscado definir desesperadamente el contenido “verdadero” de los significantes “9 de Abril, Gaitán, gaitanismo” y “17 de Octubre, Perón, peronismo”, sino también ilustran, aunque de manera desviada, representaciones sobre lo popular. Ni en Colombia ni en Argentina estas resignificaciones lograron terminar la disputa; tampoco alcanzaron a definir plenamente los objetos de su enunciación. “La trampa es sólo una”, los sentidos del 9 de Abril y el gaitanismo y del 17 de Octubre y el peronismo son objetos aparentes, son índices de problemas, no cambian porque “la Historia” los haga mover, cambian porque son radicalmente indefinibles.22 En este trabajo se argumenta que para acercarnos a este enigma debemos adentrarnos en dos conceptos específicos que cada comunidad ha producido sobre sus más álgidos problemas históricos: la(s) Violencia(s) y el populismo.
20 Último golpe cívico-militar, producido el 24 de marzo de 1976, que derrocó al endeble gobierno de María Estela Martínez de Perón. Durante este período se instauró el terrorismo de Estado. 21 Desde 1949 y hasta la Constitución de 1991 se registra el uso recurrente del estado de excepción en la política gubernamental colombiana. Ver Palacios (2003). 22 En términos de Palti, la imposible fijación de sentidos de los conceptos políticos no se debe a que estos cambien históricamente, sino que cambian históricamente porque no pueden ser fijados. Los conceptos funcionan entonces como significantes eminentemente polisémicos y contingentes. Véase Palti (2005a y 2005b).
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2. La(s) Violencia(s) en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX A continuación se presenta una serie de desplazamientos en el concepto de la(s) Violencia(s) en Colombia. Hacia finales de los años cincuenta, y en el marco del proceso de consolidación de la sociología científica, la Violencia se constituyó como objeto de estudio de las ciencias sociales. La preocupación de las ciencias sociales colombianas se dirigió entonces hacia lo rural y el papel de los campesinos, para comprender las luchas populares y explicar las variables geográficas y económicas de la Violencia. Durante los años sesenta y setenta la Violencia fue explicada desde matrices de análisis marxista y a partir del carácter dependiente del sistema económico, político y cultural.23 Vale mencionar que por estos años -tanto en Colombia como en Argentina- tuvieron especial influencia el clima de ideas que habilitó la Revolución Cubana y la llegada al poder de un proyecto comunista en América Latina. No obstante, en Colombia, frente a la reestructuración de la Universidad, las interpretaciones sobre la Violencia compitieron con una serie de lecturas producidas en Estados Unidos en clave politológica, las cuales fueron especialmente recuperadas en la década siguiente. Hacia los años setenta y ochenta el concepto de la Violencia comenzó a desplazarse hacia el de “las violencias”. La apertura del concepto a la heterogeneidad de manifestaciones del fenómeno se vinculó, en parte, con los procesos de negociación de paz con sectores armados. En contraste con estas interpretaciones, se produjeron conceptualizaciones que, sin negar la yuxtaposición de formas diversas de violencia, advirtieron un nuevo principio unificante en dicho fenómeno: su referencia a lo político; de allí la posible vinculación, hacia el final del período, entre violencia y populismo. a. La Violencia en clave científica y sociológica Hacia finales de los años cincuenta cobró fuerza en Colombia el proceso de renovación de la sociología científica que venía produciéndose en América Latina y en Argentina, especialmente desde la caída del peronismo (1955). El
23 Estos trabajos estudiaron la dimensión económico-estructural de la Violencia. Entre ellos, vale mencionar: Posada (1968) y Torres Giraldo (1978). Posiblemente la versión más sofisticada y crítica de los teóricos de la dependencia es la de Kalmanovitz (1985).
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sociólogo Orlando Fals Borda, figura clave en la renovación y consolidación de la disciplina, y Camilo Torres fundaron en 1959 la Facultad de Sociología en la Universidad Nacional. Monseñor Guzmán Campos —de tendencia tercermundista—, Fals Borda y Umaña Luna publicaron en 1962 La violencia en Colombia, estudio de un proceso social. La tesis principal del libro sostenía que la Violencia era resultado de una responsabilidad compartida entre liberales y conservadores. No obstante, en la Colombia del Frente Nacional, momento político en el que se proponía establecer una suerte de “borrón y cuenta nueva”, la propuesta de este estudio de volver sobre los temas más álgidos del país no era tarea fácil. El impacto público del texto fue tal que se discutió durante cuatro horas en una sesión a puertas cerradas en el Senado. A raíz de las fuertes críticas que recibieron tanto de los dos partidos políticos preponderantes como de la gran prensa,24 los autores publicaron, en 1963, el segundo tomo del libro. Allí se incluyó una serie de recomendaciones y sugerencias fruto de la discusión pública. Como veremos más adelante, al finalizar la década se hizo evidente que la pretensión de eliminar el prisma ideológico-partidista en las conceptualizaciones científicas sobre la Violencia era una tarea todavía pendiente. Desde una perspectiva estructural-funcionalista y socio-histórica, aunque bajo una peculiar mirada compatible con el análisis de las dinámicas del conflicto, el texto argumentaba que la Violencia había sido producto del agrietamiento estructural de las reivindicaciones (demandas) populares, o en su defecto, fruto de una revolución social frustrada. Proceso que se encontraba íntimamente ligado al “fracaso” del proyecto político gaitanista después de 1948. La Violencia campesina había sido un efecto de dichas frustraciones acumuladas y de la lucha por la supervivencia. Frente a la tesis dominante de los años cuarenta sobre la dualidad liberal-conservadora del pueblo colombiano, Guzmán, Fals Borda y Umaña sostuvieron la idea de pueblo como totalidad fundamentalmente rural, campesina, como mayoría excluida de la vida política y no representada por los intereses de las clases dominantes. Los 24 El debate y la descalificación fueron de tal magnitud que los treinta y ocho periódicos colombianos convocaron a una asamblea nacional de directores en la que se comprometieron a evitar la polémica y dejar el juicio sobre la responsabilidad de la Violencia a generaciones menos afectadas. Pero el compromiso se rompió rápidamente. A pocos meses del pacto mediático el periódico conservador El Siglo se refirió a Germán Guzmán como “el monstruo Guzmán” (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna 2005 [1962/1963], 32-33). Para un análisis del propio Guzmán sobre las repercusiones del libro, ver Guzmán (1986).
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autores advertían que si bien el pueblo colombiano se identificaba con ideologías liberales, conservadoras, comunistas, y, en ocasiones, con el gaitanismo, paradójicamente, sus grupos armados representaban afirmaciones autónomas no reconocidas por los partidos políticos tradicionales. De este modo, la Violencia como concepto científico y sociológico permitía identificar una dualidad en el seno del pueblo colombiano, una dinámica bifuncional de la estructura social y política de Colombia. Lo bifuncional remitía a un doble juego de la política; por una parte, se observaba un “aspecto manifiesto de la política de convivencia de los partidos, que lleva a adoptar posturas de paz”, y por otra, un aspecto “latente de la organización partidista tradicional”, donde primaba “el sectarismo híspido, listo a expresarse en forma violenta” (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna 2005 [1962/1963], 53). Violencia se convierte entonces en el nombre de lo indecible sobre lo popular, representa una tragedia del pueblo colombiano, porque hace de la más genuina afirmación autónoma del pueblo un hecho perturbador, traumático, bifuncional y disfuncional “enquistado en el desenvolvimiento histórico de Colombia” (Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna 2005 [1962/1963], 293). La Violencia se tradujo en “una respuesta política -irracional pero efectiva-” (Fals Borda 1985 [1965], 28). En otras palabras, la Violencia representaba una nefasta pero firme vía de expresión de la autonomía popular que se explicaba por el enfrentamiento y el avance de las fuerzas de la tradición sobre la modernización de la sociedad colombiana. Era el enfrentamiento entre las fuerzas de la tradición y de la modernización aquello que explicaba el trágico desenvolvimiento histórico de Colombia. Como veremos más adelante, esta conceptualización de la Violencia acudió a un lenguaje argumentativo y explicativo, en algunos aspectos similares al de Gino Germani (1962). b. La Violencia en clave politológica y “el retorno de la disputa partidista” Frente a la reestructuración que sufrió la Universidad Nacional a finales de los años sesenta,25 al exilio y a la participación de profesores universitarios en la lucha armada, durante estos años -y en comparación con la producción
25 La perspectiva de los “padres fundadores” de la sociología científica fue acusada de tecnicismo. En 1969 se modificó el plan de estudios de la carrera de Sociología; la Universidad Nacional perdió gran parte de su cuerpo docente. Ver Cataño (1986), Segura Escobar y Camacho Guizado (1999).
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de la década anterior- se redujo el aporte de la sociología colombiana al estudio de la Violencia en Colombia. Paralelamente, proliferaron estudios sobre este tema en Estados Unidos, donde se inició un desplazamiento que fue de la perspectiva sociológica a la mirada politológica. Desde este prisma, lo popular era nuevamente representado como una división antagónica entre fuerzas liberales y conservadoras, aunque bajo un razonamiento más sofisticado que “la irracionalidad de las masas” o la incapacidad del proletariado para identificar sus verdaderos intereses. Ahora la disputa se originaba en la lucha por el control del Estado. En 1978 apareció el trabajo de Paul Oquist, Violencia, conflicto y política en Colombia, investigación doctoral histórico-politológica que acudió a técnicas cuantitativas y cualitativas de investigación social. Los datos proporcionados por este trabajo representaron la primera cuantificación global del conflicto entre 1946 y 1966.26 Conforme al argumento de Oquist, la Violencia había iniciado como parte de una lucha por el control del Estado que derivó en su derrumbe parcial. Se trataba de un fenómeno circular causado originalmente por la lucha partidista por el control del gobierno entre 1948 y 1949, que ocasionó la Violencia entre miembros del Partido Liberal y del Partido Conservador. Esto produjo la reducción del poder del Estado, elemento que alimentó fenómenos de violencia más profundos, heterogéneos y complejos. En otras palabras, en Colombia los grupos se enfrentan por tener acceso al Estado; esta lucha desembocó en su derrumbe parcial, el cual permitió que la Violencia se desarrollara. Tres aspectos de esta interpretación fueron renovadores: si la perspectiva de Guzmán, Fals Borda y Umaña Luna había desplazado la identificación de las causas de la Violencia de lo político a lo social y a lo económico, la lectura de Oquist: i. Propuso una suerte de retorno a las primeras interpretaciones sobre la Violencia, aunque ahora la dimensión partidista dejaba de ser un elemento interno al relato o característico de la posición enunciativa de sus intérpretes para convertirse en objeto de análisis científico. Adicionalmente, se incluyeron nuevas dimensiones sobre el problema, como las disputas por el control del poder local. 26 La investigación mostró que la Violencia civil que se produjo entre 1946 y 1966 dejó un saldo de 200.000 muertos. Esta cifra fue reproducida con insistencia en estudios posteriores.
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ii. Propuso una de las primeras lecturas tendientes a deconstruir la mirada homogénea sobre la Violencia. Entre los diversos tipos de violencia, Oquist identificaba formas emergentes de violencia tardía, como la violencia guerrillera, la violencia por el control de la tierra, la violencia esporádica y desorganizada, entre otras modalidades. iii. Redireccionó el relato histórico hacia una mirada en la que el gaitanismo y el 9 de Abril perdían su carácter excepcional y resultaban significativos como momento a partir del cual la Violencia se esparció por todo el territorio. El 9 de Abril no era relevante porque involucró un proceso revolucionario o alternativo a la hegemonía de las clases dominantes; de hecho, el trabajo de Oquist mostró que la Violencia no fue más intensa en los municipios gaitanistas. El 9 de Abril era significativo porque después de los sucesos de 1948 y 1949 se produjo “una contracción tan severa del poder, que se podría hablar de un derrumbe parcial del Estado” (Oquist 1978, 241). c. Las violencias, “entre la heterogeneidad y la identificación de un principio unificante” Las conceptualizaciones sobre la(s) Violencia(s) que se produjeron durante los años ochenta tuvieron que afrontar un hecho contundente: la posibilidad de acabar con la tragedia histórica de Colombia era, sino imposible, una tarea sumamente compleja. El Frente Nacional simbolizaba el carácter irreductible de la Violencia. Las causas del conflicto ya no podían alojarse solamente en la disputa partidista porque el propio sistema del Frente Nacional institucionalizaba el enfrentamiento entre liberales y conservadores. Si, por un lado, la alternancia en el poder de ambos partidos “cerraba” el conflicto, por el otro, abría una multiplicidad de formas alternativas por medio de las cuales éste se manifestaba. Se visibilizaron entonces nuevas modalidades de violencia, como el narcotráfico, el sicariato, el asesinato de políticos y jueces, el paramilitarismo, las violencias urbanas, entre otras. Modalidades que no desplazaron a las anteriores, sino que
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se sumaron al complejo escenario político. “Las violencias” representaban aquello que ya no podía erradicarse sino negociarse.27 Por otro lado, durante estos años se asistió a una reactivación del gaitanismo en el discurso científico. Los significantes “Gaitán, gaitanismo y 9 de Abril” cumplieron la función nodal de articular todo lo anhelado y al mismo tiempo imposible del proceso político colombiano. En 1987 se publicó, en español, el trabajo de Daniel Pécaut (2012 [1986]) Orden y violencia. Pécaut argumentó que la Violencia era un fenómeno irreductiblemente heterogéneo en el que se yuxtaponían diversas formas de violencia parcial. No obstante, subsistía en ella un principio de unidad: su referencia a lo político. Lo significativo del trabajo de Pécaut es que interrogó la experiencia histórica colombiana desde el carácter heterogéneo del sindicalismo colombiano28 y las dificultades para la constitución de un movimiento populista. La tesis principal de este estudio era que en Colombia, a partir de 1930, “El orden y la violencia se combinan […] íntimamente, tanto en los hechos como en las representaciones” (23), y el orden “toma el lugar de la imposible institución simbólica de lo social” (24). “La violencia remite, ante todo, a aquello que, en lo social, aparece en cada momento constituido como ‘exterior’. La antigua figura de la ‘barbarie’ o de lo inasimilable […]” (25). Desde esta perspectiva, el gaitanismo representaba un proyecto populista que mantuvo ciertas distinciones con los populismos latinoamericanos de mediados del siglo XX, especialmente con respecto a la conflictiva y ambivalente relación con los sindicatos y a su carácter no marcadamente nacionalista. El sociólogo francés utilizó el dispositivo de la irrupción de un exterior de lo social para explicar la emergencia del populismo gaitanista. El gaitanismo había propuesto “el mito de la división social radical”, “el principio de una lucha sin cuartel entre los dos partidos”, como representación de lo social y lo político (Pécaut 2012
27 El Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internaciones (IEPRI) de la Universidad Nacional y el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), organismo dependiente de la Compañía de Jesús, funcionaron como espacios institucionales que contribuyeron a legitimar la producción de saber sobre las violencias y a formar un nuevo perfil de investigadores expertos y asesores del Estado, los denominados violentólogos. 28 Su producción sobre el tema fue elaborada durante los años setenta y renovada durante los ochenta. Ver Pécaut (1982 [1973]).
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[1986], 498). Y más importante aún, a partir del 9 de Abril aquella representación de lo social como espacio radicalmente escindido entre la oposición schmittiana amigo-enemigo no lograría “cerrar las brechas que había abierto” (498). En adelante, el exterior de lo social estará siempre presente. En todo caso, lo que sí se cerró tras el 9 de Abril fue la manifestación de la barbarie a través de la cual el exterior de lo social finalmente tomó “consistencia real”. Ahora bien, desde esta perspectiva el populismo se dirime en una serie de tensiones entre el interior y el exterior de lo social, e involucra una forma de producir relaciones sociales y simbólicas que no están esencialmente asociadas a un sujeto político en particular. El populismo […] se produce a partir de oposición sin síntesis posible, y se sostiene sólo por la introducción de un tercer término que es exterior a dichas parejas: el discurso del líder y un proceso de identificación con su persona (Pécaut 2012 [1986], 497).
Retomando las contribuciones del sociólogo francés Alain Touraine,29 Pécaut introdujo algunas especificidades en el concepto populismo. En primer lugar, señaló la centralidad de la figura del líder, y en segundo término, el profundo arraigo histórico de la operación populista en Colombia, advirtiendo sobre la relevancia de la relación del populismo con el Estado. A diferencia de la tesis de Oquist, Pécaut sostuvo que la crisis del Estado en Colombia se vinculaba al debilitamiento de su papel interventor y mediador entre los intereses de los sectores dominantes y las clases populares. De allí, que la producción de la Violencia estaba íntimamente asociada a la fractura del populismo, especialmente en el período posterior al asesinato de Gaitán. Bajo este prisma, es la imposibilidad estructural del populismo, sumada a la exacerbación del enfrentamiento partidista
29 Para Touraine (1999 [1987]), más que a formas de populismo, en América Latina se asiste a políticas nacional-populares propias de sociedades dependientes. La condición de dependencia designa una serie de desarticulaciones, las cuales provocarían la constante división social y requerirían la figura unificadora de un líder. Desde el punto de vista de Pécaut, el problema de estas desarticulaciones radica en que “las representaciones de lo social se acompañan de la angustia de la irrupción de un ‘exterior’ que no se prestaría a un proceso de socialización. Este era el sentido del tema de la ‘barbarie’” (Pécaut 2012 [1986], 17).
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que produjo el gaitanismo, aquello que explica la Violencia. La Violencia se convierte entonces en una prolongación del populismo y en una forma de lo político. Al posibilitar la emergencia de este tipo de división social, la Violencia se sitúa en la prolongación del populismo. Fue el gaitanismo, precisamente, el que inauguró la problemática de lo social y el “exterior” de lo social, que constituye la matriz de la división social en el marco de la violencia. El gaitanismo, igualmente, pretendiendo dar forma política a la informe materia social, llevó finalmente al paroxismo la disyunción entre lo social y lo político. En este sentido, la violencia se sitúa una vez más en la prolongación del populismo (555).
3. Populismo en Argentina durante la segunda mitad del siglo XX El debate sobre el concepto de populismo se configuró en Argentina en el marco de un proceso de renovación y legitimación de la sociología científica, momento a partir del cual el populismo fue definido bajo el dispositivo de la anomalía política. Se levantaron entonces las voces de intelectuales y expertos que diagnosticaron y propusieron soluciones a los conflictos de la vida política del país, los cuales fueron asociados a la explicación del peronismo con posterioridad a su caída. Si por estos años, en Colombia, la preocupación de las ciencias sociales se dirigió hacia el espacio rural y el papel de los campesinos para explicar la Violencia, en Argentina la sociología científica puso el foco en la construcción de problemas sobre lo urbano y el proceso de modernización acelerada, los cuales habían producido como consecuencia la instauración del populismo. Posteriormente, durante los sesenta y setenta, a partir de las producciones de saber de intelectuales vinculados a la izquierda y bajo narrativas “del compromiso político”, emergieron nuevas perspectivas sobre lo popular y el populismo. El populismo comenzó a ser pensado en clave marxista; se propusieron entonces nuevas explicaciones sobre dicho fenómeno acudiendo, en ocasiones, a las teorías del desarrollo y de la dependencia para explicar las especificidades del devenir histórico y político del país. Hacia los años ochenta, el punto de no retorno de procesos fuertemente represivos producidos durante
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la década anterior y la crisis del proyecto político comunista orientaron el debate hacia la pregunta por las posibles relaciones (o no) entre populismo y democracia, lo que habilitó la producción de un concepto de populismo como proceso de constitución de una hegemonía democrática. a. Populismo y anomalía política en clave científica y sociológica En Argentina, hacia mediados de siglo XX, la cuestión populista o el populismo como problema se convirtió en un objeto de estudio específico de las ciencias sociales. Esto estuvo vinculado al proceso de renovación de la sociología que se produjo después de la caída del peronismo (1955). En 1957 se creó en la Universidad de Buenos Aires la primera carrera de sociología de Argentina, programa dirigido por Gino Germani. La Universidad posperonista emprendió un proceso de modernización que fue interpretado como sinónimo de reforma y desperonización. Gino Germani fue uno de los intelectuales que claramente contribuyó a dicha empresa mediante una innovadora orientación teórico-empírica de la disciplina, la denominada sociología científica, la perspectiva funcionalista y la investigación histórico-sociológica.30 En este marco, se configuró una serie de debates en torno a un interrogante medular: ¿cómo se produjo la integración de las masas a la vida política en América Latina, y particularmente en Argentina? Las alternativas y los caminos adoptados por la mayoría de los países latinoamericanos se habían apartado de las “vías normales” del proceso de modernización. La desviación latinoamericana del curso “normal de la historia” implicaba una consecuencia contundente, la producción de formas políticas no democráticas de integración de las masas a la vida política. ¿En qué consistía la desviación del cambio social presupuesto? Principalmente, en la persistencia en la estructura social de componentes tradicionales. Conforme a Germani, la anomalía política no era un fenómeno exclusivamente latinoamericano; lo que sí parecería ser una característica peculiar de la desviación de estos países era el carácter acelerado y asincrónico del cambio social y del proceso de transición. Lo asincrónico remitía a la presencia de elementos tradicionales y modernos 30 Para un análisis de la biografía intelectual y la producción de saber de Gino Germani, ver Blanco (2004 y 2006).
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distribuidos de manera desigual dentro de las sociedades (asincronía geográfica, institucional, de grupos sociales y de las motivaciones o los valores culturales). Este contraste entre regiones desarrolladas y no desarrolladas se combinaba con un proceso de movilización social acelerada, que superaba la capacidad del sistema político de integrar a las nuevas clases trabajadoras recientemente proletarizadas. Estos sectores, al no poder ser representados por las instituciones tradicionales, como sindicatos y partidos políticos, quedaban en situación de disponibilidad para ser incluidos en la vida política bajo formas no convencionales (autoritarias). Un camino recurrente adoptado en América Latina fue la producción de movimientos nacional-populares. Estas formas de integración de las masas fueron consideradas por Germani como modos de participación efectivos, ya que se trataba de formas no observables en períodos anteriores a su constitución, pero limitados, al producirse bajo modalidades autoritarias. La diferencia entre la democracia -o lo que debería ser la democracia- y las formas totalitarias, reside justamente en el hecho de que, mientras la primera intenta fundarse sobre una participación genuina, el totalitarismo […] crea la ilusión en las masas de que ahora son ellas el elemento decisivo, el sujeto activo, en la dirección de la cosa pública. Y sobre aquella parte que queda excluida hasta de esta pseudoparticipación, logra aplicar exitosamente sus mecanismos de neutralización […]. La originalidad del peronismo consiste, por tanto, en ser un fascismo basado en el proletariado y con una oposición democrática representada por las clases medias, circunstancia ésta que hubiese sido considerada absurda por los observadores europeos […]. (Germani 1962, 239)
Desde esta perspectiva, el peronismo era un modo anómalo de integración social, de movimiento nacional-popular o populista.31 En principio, el peronismo,
31 En los primeros trabajos de Germani se designa a estas modalidades autoritarias de integración como movimientos nacional-populares, concepto de reminiscencia gramsciana. Hacia finales de los años setenta, el sociólogo italiano denominará con mayor ímpetu a estos movimientos como populismos. Ver Germani (2003 [1978]).
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antes que ser un producto de la irracionalidad de las masas, fue explicado como el resultado de la incapacidad de los dirigentes políticos para atender las demandas de las mayorías. Vale señalar que los trabajos de Gino Germani (1962 y 2003 [1978]) se orientaron a distinguir los fenómenos fascistas europeos, específicamente el fascismo italiano, de los movimientos nacional-populares latinoamericanos, especialmente el peronismo. Una de las principales distinciones que estableció Germani entre ambas tipologías de autoritarismos fue su base social: mientras que el fascismo se había desarrollado en Europa sobre el apoyo de clases medias, los populismos latinoamericanos tenían como base social a las clases trabajadoras recientemente proletarizadas. En efecto, la perspectiva del sociólogo italiano compitió con las interpretaciones del peronismo como nazi-fascismo.32 No obstante, la explicación sobre los orígenes del peronismo se sustentaba en la idea de la dualidad del pueblo. Germani (1962) enfatizaba el carácter dual de la clase trabajadora argentina, dividida entre los viejos trabajadores (descendientes de inmigrantes extranjeros, de tradición sindical, pertenecientes a partidos políticos de clase) y los nuevos trabajadores (hombres y mujeres sin tradición sindical provenientes del interior del país, donde primaban los valores tradicionales). Fueron estos últimos los que habían servido de base social y de sustento para que el peronismo llegara al poder y para la afirmación de formas políticas de pseudoparticipación popular. El carácter anómalo, desviado y autoritario del populismo se debía a su carácter de falsa democracia, de pseudoparticipación, y, fundamentalmente, a su sofisticado mecanismo de manipulación de las masas, el cual no remitía al ofrecimiento de meras ventajas materiales a las clases populares, sino a una suerte de ilusión en la adquisición de derechos. El carácter peyorativo del populismo se escondía entonces tras un segundo argumento: el peligro o amenaza de la sociedad de masas se representaba por medio de la puesta en crisis de los modos de integración, de los valores tradicionales y, especialmente en los países en desarrollo, de las dificultades de estas sociedades para proporcionar marcos institucionales que garantizaran los vínculos entre los individuos. Era
32 Ejemplo de ello fueron las primeras lecturas que construyeron el comunismo y los sectores agrupados en la Unión Democrática, coalición de partidos que se habían articulado en oposición a la candidatura Perón-Quijano para las elecciones del 24 de febrero de 1946. Ver Codovilla (1946), quien propuso crear un frente democrático para “batir el nazi-peronismo”.
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entonces la combinación de la industrialización tardía, el proceso de secularización, las condiciones de movilidad social acelerada y las migraciones internas de zonas rurales a ciudades y centros industriales, lo que conducía, necesariamente, a efectos políticos patológicos. Estos elementos se producían como consecuencia de una tensión constitutiva de toda sociedad en transición: una tendencia a la individuación y a la formación de una personalidad autónoma, propia de la sociedad moderna, frente a una tendencia a la uniformidad, propia de la sociedad de masas. Finalmente, a mediados de los años cincuenta la reactivación del discurso revisionista, propio de los años treinta, contribuyó a encender el debate sobre el peronismo. Bajo este lente analítico la historia argentina y el peronismo fueron resignificados desde una serie de oposiciones binarias como “pueblo-nación” frente a “oligarquía-imperio-lo extranjero”.33 Se produjeron entonces en el campo político-intelectual fuertes enfrentamientos entre dos tipos distintos de figuras intelectuales, el “sociólogo científico” y el “intelectual nacional y popular”.34 b. Populismo en clave marxista Frente a la perspectiva funcionalista y a los relatos revisionistas sobre el peronismo, hacia finales de los años sesenta y durante los setenta “se levantó” una serie de intervenciones que problematizaron la cuestión del populismo desde diversas articulaciones con la teoría marxista. Intelectuales como Miguel Murmis, Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola participaron en aquella construcción conceptual latinoamericanista que acudió a perspectivas sobre el Tercer Mundo; en algunos momentos, a interpretaciones sobre el populismo desarrolladas por la teoría de la dependencia, y, especialmente, a la matriz de análisis marxista para interpretar el enigma histórico de la Argentina. Sus lecturas construyeron un concepto de populismo, que se propuso recuperar la noción gramsciana de “lo nacional-popular”, y protagonizaron un debate dentro de la teoría de la hegemonía.
33 Vale mencionar que el revisionismo histórico representa una corriente historiográfica bastante heterogénea en Argentina. Es posible ubicar aquí una perspectiva nacionalista y popular, así como intelectuales nacionalistas conservadores y nacionalistas católicos. Véase: Halperín Donghi (1996). 34 Disputas que por razones de extensión no hemos incluido aquí. Para un estudio sobre el enfrentamiento entre dichas figuras intelectuales, ver Neiburg (1998).
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Desde el prisma de la tradición socialista, aquello que en las nociones del populismo como anomalía política había sido considerado “desviado”, ahora era incorporado como aspecto constitutivo de un proceso histórico peculiar de las sociedades dependientes. El populismo, entonces, pasó a representar una respuesta al subdesarrollo, a la dependencia y a la posición periférica de los Estados latinoamericanos. Lo periférico no implicaba algo necesariamente disfuncional, sino específico. De allí, que el populismo aparecía como una alternativa específica para el desarrollo del capitalismo en países periféricos o con economías en desarrollo. Por esta razón, el esfuerzo científico estuvo orientado a identificar y tipificar las diversas formas de populismo.35 En 1971 se publicó un texto clave en la disputa por definir el populismo, y en especial el peronismo, a saber, Estudio sobre los orígenes del peronismo, de Murmis y Portantiero. El trabajo puso en evidencia la presencia de un mito sobre la génesis del peronismo: tanto las interpretaciones provenientes del antiperonismo, las del propio Germani, como aquellas configuradas desde el campo nacional y popular sostenían un supuesto común, aunque con signo ideológico contrapuesto: la base social del peronismo provenía de los nuevos trabajadores. Murmis y Portantiero (2011 [1971]) argumentaron, en cambio, que eran el desarrollo estructural del país y las condiciones socioeconómicas producidas durante la década anterior (años treinta) —de acelerada modernización—, combinados con procesos de regresión política, los que explicaban los orígenes del peronismo. Esta perspectiva dislocó las interpretaciones disponibles hasta el momento y desplazó el debate de lo político a lo social. El principal efecto de esta lectura fue la desarticulación del argumento clásico sobre el peronismo como patología o desviación. Y por añadidura, la fragmentación de la cadena conceptual que sostenía una relación causal entre los nuevos trabajadores (migrantes internos) y la formación del populismo. No obstante, el mencionado estudio estableció algunas líneas de continuidad con las producciones de Germani, como la centralidad en la relación entre peronismo, la situación de la clase obrera y el sindicalismo. Posteriormente, Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola publicaron en 1981 el artículo “Lo nacional-popular y los populismos realmente existentes”, en el que se
35 Ver Faletto (1988 [1979]).
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refirieron explícitamente a la cuestión populista al redireccionar su interpretación del concepto. Allí, los autores introdujeron un análisis de las manifestaciones históricas del populismo —sus formas realmente existentes—, especialmente en relación con el peronismo. Desde esta perspectiva, el populismo y el socialismo constituirían alternativas opuestas que, en efecto, articulaban demandas nacional-populares, pero que mantenían distancias ideológico-políticas significativas. Fundamentalmente, el trabajo evidenció la preeminencia de una concepción organicista de la hegemonía propia del populismo, en contraste con una concepción de hegemonía pluralista propia del socialismo. Finalmente, los autores denunciaron la fetichización del Estado en los movimientos populistas, por medio de la cual “lo nacional-estatal” es presentado como “lo nacional-popular” (Portantiero y De Ípola 1988 [1981], 205). Desde esta perspectiva, el peronismo era interpretado una vez más como una de las expresiones más avanzadas de populismo. Su virtud había sido el procesamiento social, político y cultural de lo nacional-popular en la sociedad argentina. Su defecto radicaba en “que las modalidades bajo las cuales […] constituyó al sujeto político ‘pueblo’ […] conllevaron necesariamente la subordinación/sometimiento de ese sujeto al sistema político instituido” (Portantiero y De Ípola 1988 [1981], 208). c. Populismo como constitución de una hegemonía democrática Hasta la intervención de Ernesto Laclau, el populismo había sido abordado como un régimen, movimiento, forma de integración de las masas, o como el procesamiento de demandas nacional-populares, fundamentalmente opuesto a la democracia. Este supuesto había sido sostenido por la tradición liberal, socialista y marxista. Es posible identificar en estas conceptualizaciones un lugar común: el populismo representaba una oportunidad perdida, la democracia pluralista. En este contexto de discusión, Ernesto Laclau publicó, en 1977, un polémico texto36 que tuvo tres direcciones teórico-políticas claras. Por un lado, deconstruyó los supuestos que sustentaban las interpretaciones funcionalistas sobre el populismo, evidenciando el carácter teleológico y ahistórico de gran parte de los postulados de los teóricos de la modernización. En segundo término, y retomando la noción de hegemonía democrática de Gramsci, dirigió su crítica a las
36 Nos referimos a Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo y populismo.
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interpretaciones marxistas. Laclau denunció el reduccionismo economicista en el que los estudios marxistas parecían caer reiteradamente. Por último, propuso un nuevo concepto de populismo, que, a diferencia de los anteriores, acentuó la dimensión ideológica como elemento constitutivo de todo discurso populista, aunque bajo una perspectiva de ideología que se distanciaba del dispositivo de la falsa conciencia. Retomando las consideraciones de Louis Althusser, Laclau hizo del populismo un discurso ideológico que consistía en “constituir individuos” como sujetos desde formas de interpelación bajo las cuales los sectores dominados “no se identifican a sí mismos como clase, sino como ‘lo otro’, ‘lo opuesto’ al bloque de poder dominante, como los de abajo” (Laclau 1980 [1977], 220). Es pertinente señalar que en dicho texto, por un lado, Laclau sostuvo la relevancia de la clase social para pensar el populismo, y por otro, introdujo algunas relativizaciones a dicha categoría37 al argumentar que, […] la lucha de clases tiene prioridad sobre la lucha popular-democrática, esta última solo se da articulada a proyectos de clase. Pero, a su vez, como la lucha política e ideológica de las clases se verifica en un terreno constituido por interpelaciones y contradicciones que no son de clase, esa lucha solo puede consistir en proyectos articulatorios antagónicos de las interpelaciones y contradicciones no clasistas. (Laclau 1980 [1977], 193. Énfasis del autor)
El conflicto fundamental del populismo radicaba, entonces, en una división antagónica entre elementos popular-democráticos (pueblo) y el bloque dominante en el poder. Desde esta perspectiva, el populismo implicaba procesos de articulación y representación de luchas y de conflictos sociales. En otras palabras, la constitución de una hegemonía democrática. Aquí, democracia no refería a un conjunto
37 En este artículo nos hemos centrado en los desarrollos teóricos del primer Laclau; sus trabajos se abocaron al estudio de un concepto de populismo aferrado a sus manifestaciones políticas concretas; en ellos todavía se sostiene cierto grado de privilegio de la noción de clase social. En adelante, ambas cuestiones irán radicalizándose hasta la conceptualización del populismo como forma de lo político u ontología política, y hasta la deconstrucción del “último reducto del esencialismo” o principio fundante de la teoría gramsciana: el carácter necesario de la categoría clase social. Ver Laclau y Mouffe (1987) y Laclau (2005).
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de instituciones liberales, sino a “un conjunto de símbolos, valores, etc. -en suma, interpelaciones-, por las que el pueblo cobra conciencia de su identidad a través de su enfrentamiento con el bloque de poder” (Laclau 1980 [1977] 121). En suma, Laclau construyó una concepción de populismo como discurso ideológico y como articulación de una serie de luchas populares, las cuales, dependiendo de la especificidad de la coyuntura política, podían o no incluir a la clase obrera, pero necesariamente la excedían. Si en la sociología funcionalista la figura que representaba el sujeto popular era una dualidad entre las masas y los viejos obreros organizados, y si en las perspectivas críticas al funcionalismo desarrolladas bajo el prisma del marxismo y el socialismo esta dualidad se rompía para sostener que la más genuina representación de lo popular recaía en la clase obrera (más allá de la distinción entre nuevos y viejos trabajadores), en Laclau, lo popular comenzó a depositarse en un espacio de lucha en el que en determinados momentos un sector interviene para representar los intereses del conjunto. Ahora bien, bajo esta perspectiva, ¿en qué se convertía el peronismo? En un caso típico de populismo, tal como sostuvieron las conceptualizaciones precedentes, aunque el populismo peronista aquí representaba la expresión de una de las más amplias y diversas hegemonías democráticas, ya que involucraba articulaciones de elementos popular-democráticos (clase obrera, mujeres trabajadoras, “los descamisados”, “los humildes”, entre otros) con elementos nacionalistas-autoritarios, antiliberales, antioligárquicos y antiimperialistas. En últimas, lo que estaba en juego en estas formulaciones de Laclau sobre el populismo era la definición de lo ideológico y lo discursivo; debate que resultó sumamente prolífero durante los años ochenta y que aún sigue abierto. Una de las críticas más significativas a la perspectiva de Laclau fue la formulada por Emilio de Ípola (2005 [1978]) en un artículo titulado “Populismo e ideología”. Allí, De Ípola argumentaba la necesidad de distinguir en todo discurso ideológico el momento de la interpelación (enunciación) del momento de la constitución de los individuos en cuanto sujetos (recepción). Estas intervenciones y críticas mantuvieron activo el debate y contribuyeron a la constitución de un nuevo campo de saber en el que lo popular, la democracia y lo discursivo serían elementos casi indisociables para pensar la Argentina y América Latina.
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Conclusión A lo largo de este trabajo hemos intentado ilustrar que, más allá de las diferencias entre el proceso político colombiano y el argentino, en ambos países lo popular se constituye como un campo de discusión iterativo y asediante. Hemos identificado cómo en las conceptualizaciones de la(s) Violencia(s) y el populismo se remite insistentemente a lo popular, al pueblo como problema, como representación polémica o espectro asediante de las explicaciones sobre la experiencia histórica de Colombia y Argentina. Detrás de los nombres -Violencia(s) y populismo- subsisten relatos de lo traumático, lo indeterminado y, fundamentalmente, lo enigmático de cada comunidad. Las representaciones que asume en cada país la figura del pueblo se encuentran articuladas a los intentos de explicación de dos experiencias históricas también insistentes, el 9 de Abril-gaitanismo, en Colombia, y el 17 de Octubreperonismo, en Argentina. Gaitanismo y peronismo funcionaron en nuestro análisis como etiquetas semánticas polisémicas y tendencialmente vacuas (Laclau 2005). Rastreamos estas cuestiones por medio del análisis de los desplazamientos en los referentes de dos conceptos polisémicos, contingentes, constitutivamente históricos y radicalmente indefinibles. Vale mencionar que no hemos pretendido argumentar que la emergencia de una determinada conceptualización de la(s) Violencia(s) y del populismo haya eliminado completamente a otras; en todo caso, éstas se superpusieron, coexistieron y/o compitieron en la lucha por la significación. En este sentido, cabe establecer una última distinción-especificidad significativa en los debates sobre lo popular en Colombia y Argentina. La posición casi marginal en la que quedó el discurso gaitanista después del 9 de Abril y la situación pendular38 del discurso peronista “derivaron” en la producción de dos operaciones diversas de sutura simbólica. El hecho de que
38 Retomo en este punto las consideraciones de Aboy Carlés (2004 y 2006) sobre el carácter pendular y regeneracionista de las identidades políticas. No obstante, aquí nos referimos a estas dimensiones para hablar de la recomposición constante del peronismo con posterioridad a su caída en 1955, y de la relevancia que ello ha tenido en el marco de las disputas por definir lo popular en Argentina.
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el peronismo haya tenido experiencias de gobierno nacional y haya podido construir no sólo una nueva manera de hacer política, sino nuevas estéticas y formas de representar la sensibilidad popular desde el Estado, hicieron que este discurso adquiera un lugar hegemónico en los debates sobre lo popular. En Argentina primaron entonces las referencias a lo acontecido durante el peronismo para contar lo popular y para explicar el populismo. Mientras que en el caso colombiano pareciera ser la inscripción imaginaria de lo no acontecido aquello que predominó en las representaciones sobre lo popular y en las explicaciones de la(s) Violencia(s) y el gaitanismo. En suma, tanto lo acontecido como lo no acontecido resultan significativos en las representaciones y los debates por definir lo popular. Lo interesante de esta distinción, es que en ambos países se configuró una suerte de mitos contrafactuales, el mito de lo que podría haber sido Colombia… (si el gaitanismo hubiese llegado al poder), y el mito de lo que podría haber sido Argentina… (si el peronismo hubiese sido otra cosa).
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Ana Lucía Magrini, argentina. Es doctoranda en Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Nacional de Quilmes y becaria doctoral del CONICET (Argentina); magíster en Comunicación de la Universidad Javeriana (Colombia) y Politóloga de la Universidad Católica de Córdoba (Argentina). Además, es miembro del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes e integrante del Programa de Estudios en Teoría Política de la Unidad Ejecutora CIECS-CONICET de la Universidad Nacional de Córdoba. Sus áreas de interés incluyen: temáticas de cruce entre teoría política, historia político-intelectual, comunicación y análisis de discurso. Ha publicado artículos y ensayos en revistas y libros especializados de Argentina, Colombia y Chile, como “De la narrativa al discurso. Un análisis de las narrativas, voces y sentidos del discurso gaitanista en Colombia (19281948)”. Signo y Pensamiento 29 (57), 2010. Correo electrónico: analucia.magrini@gmail.com
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Populismo, Estado y movimientos sociales. Posibles articulaciones en los contextos recientes de Argentina y Bolivia María Virginia Quiroga Universidad Nacional de Río Cuarto/CONICET (Argentina) María Florencia Pagliarone FLACSO (Ecuador) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.08 RECIBIDO: 31 de octubre de 2013 APROBADO: 29 de abril de 2014 MODIFICADO: 27 de mayo de 2014 RESUMEN: Este
artículo considera al “kirchnerismo” y al “evismo” como movimientos identitarios de carácter popular, que intentaron otorgar respuestas a la dislocación abierta a partir de las jornadas de diciembre de 2001 (Argentina) y del ciclo de protestas 20002005 (Bolivia). Ambas construcciones identitarias afrontan, al menos, tres procesos simultáneos. Por un lado, la paulatina incorporación a la toma de decisiones públicas de sujetos y de demandas otrora invisibilizados; por otro, el trazado de fronteras políticas al interior del orden comunitario, y, finalmente, la creación de un pueblo acompañado del rediseño de la institucionalidad vigente. En el devenir de estos procesos se señalan algunos puntos de acercamiento y de distanciamiento entre las experiencias de estudio.
PALABRAS CLAVE: movimientos sociales • identidades políticas • populismo • Argentina • Bolivia • evismo • kirchnerismo
H El presente artículo recoge parte de los resultados de las investigaciones que las autoras vienen desarrollando individualmente. Vale citar los trabajos de tesis de grado y posgrado, y su encuadre institucional en el marco del Programa de investigación “Protesta social y organizaciones sociales. Sus repertorios y prácticas en América Latina y Argentina”, financiado por SeCyT-UNRC. Dirección: Celia Basconzuelo. Resolución rectoral 852/2011. Período 20122014. Código 18/E294. Resaltamos además la beca posdoctoral de Quiroga otorgada por CONICET para el período 2013-2015. Título de la investigación: “Gobiernos, movimientos sociales y articulación populista en Argentina y Bolivia del siglo XXI”. Dirección: Sebastián Barros. Codirección: Martín Retamozo. Resolución D No. 4467/12.
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Populism, the State and Social Movements. Possibilities for Cooperation in the Recent Contexts of Argentina and Bolivia This article considers ‘kirchnerism’ and ‘evism’ to be popular identity movements which have attempted to provide answers to the open social dislocations since the crisis of December 2001 in Argentina, and the cycle of protests from 20002005 in Bolivia. The emergence of both of these identity constructions has involved at least three simultaneous processes. Firstly, the gradual incorporation of public decision-making on subjects and demands which were formerly ignored; secondly, political divisions within communities; and, finally, establishing a nation within the new institutional framework currently in force. As these processes developed, some points of approach and distancing between the case studies were noted.
ABSTRACT:
social movements • political identities • populismo • Argentina • Bolivia • evism • kirchnerism
KEYWORDS:
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Populismo, Estado e movimentos sociais. Possíveis articulações nos contextos recentes da Argentina e da Bolívia Este artigo considera o “kirchnerismo” e o “evismo” como movimentos identitários de caráter popular, que tentaram outorgar respostas à deslocação aberta a partir das jornadas de dezembro de 2001 (Argentina) e do ciclo de protestos 20002005 (Bolívia). Ambas as construções identitárias enfrentam, pelo menos, três processos simultâneos. Por um lado, a gradual incorporação na tomada de decisões públicas de sujeitos e de demandas outrora invisibilizadas; por outro lado, o traçado de fronteiras políticas no interior da ordem comunitária, finalmente, a criação de um povo acompanhado pelo redesenho da institucionalidade vigente. No devir desses processos, sinalizam-se alguns pontos de aproximação e de afastamento entre as experiências de estudo.
RESUMO:
PALAVRAS-CHAVE: movimentos sociais • identidades políticas • populismo • Argentina • Bolívia • evismo • kirchnerismo
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Introducción La transición del siglo XX al XXI evidenció la reconfiguración del mapa político latinoamericano a partir de la consolidación de gobiernos que, más allá de su diversa fisonomía,1 manifestaron la intención de reparar progresivamente el tejido social, recuperar el papel del Estado y favorecer la integración regional. En este escenario, resurgió con fuerza el tema del populismo como interrogante teórico y político. Se multiplicaron las interpretaciones que buscaban definir la “verdadera” naturaleza del fenómeno a partir de la enumeración de una serie de características predeterminadas que ponían énfasis en aspectos como el liderazgo carismático, la manipulación de las masas, el autoritarismo, y el antiinstitucionalismo2 (Castañeda 2006; Lanzaro 2007; Paramio 2006; Petkoff 2005). A su vez, dichas lecturas se apoyaban en la dicotomización entre la izquierda pragmática, sensata y moderada (Chile, Brasil, Uruguay) y la demagógica, nacionalista y populista (principalmente Venezuela, Bolivia y Ecuador).3 El problema con esta línea de argumentación es que la etiqueta “populista”, con la que se califica a varios gobiernos de la región suramericana, presenta un notorio sesgo normativo y desconoce la complejidad y especificidad de las distintas realidades nacionales. Al mismo tiempo, estas clasificaciones se basan en criterios formales ligados a las fortalezas y debilidades del orden institucional al
1 A modo de ejemplo de estas diferencias puede citarse que mientras algunos líderes preservan vínculos con los partidos políticos tradicionales (Néstor y Cristina Kirchner en Argentina), otros se erigen en expresión de alternativas electorales nuevas (Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Hugo Chávez en Venezuela). También se distinguen por la mayor o menor cercanía con los movimientos sociales, tanto en la etapa previa al acceso al poder como en el ejercicio mismo de la administración pública (Evo Morales, por ejemplo, mantiene un estrecho vínculo con los movimientos sociales, en tanto que Rafael Correa prefiere interpelar a los ciudadanos antes que a los colectivos organizados). Finalmente, se distancian en la radicalidad de sus retóricas y medidas gubernamentales, ya que los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador ponen mayor énfasis en las rupturas con el modelo neoliberal y el sistema capitalista global. 2 La identificación de populismo con antiinstitucionalismo podría reconocerse en voces tradicionales (Germani 1962; Di Tella 1973 [1965]; O´Donnell 1972; Paramio 2006) y en el mismo Laclau, quien deja entrever que el populismo se presenta como lo otro de las instituciones (Laclau 2005). Estas ideas se discuten en lo sucesivo. 3 Argentina aparecería a mitad de camino entre ambos grupos, mostrándose como exponente del conjunto de países que, según Jorge Lanzaro (2007), provenían de partidos de raigambre nacional-popular previamente existentes.
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privilegiar la relación con el sistema de partidos, la competitividad electoral o los modos de ejercicio del poder. Por el contrario, el presente artículo sostiene que el elemento central que permite interpretar el cambio político en la región es la articulación entre gobiernos y movimientos sociales (Quiroga y Barros 2012; Muñoz 2011). Por esta razón, se pone énfasis en la pertinencia de interpretar al nuevo mapa político latinoamericano en clave de “retorno del populismo”, al adoptar una perspectiva no esencialista ni peyorativa del término (Laclau 2006; Panizza 2008; Retamozo 2012; Quiroga 2013; Reano 2013). Teniendo en cuenta estas consideraciones, el primer apartado del artículo está dedicado a abordar la categoría “populismo” en el marco de la perspectiva posestructuralista a partir de los aportes de Ernesto Laclau. Desde este enfoque, el populismo supone, en primera instancia, que los sujetos invisibilizados levanten su voz para cuestionar el papel que la comunidad les ha conferido, lo que genera una dislocación o interrupción del orden de sentidos dominante. No obstante, tras su irrupción inicial, es preciso centrar la mirada en el proceso de construcción de una identidad popular paralelo a la elaboración de nuevos dispositivos institucionales capaces de favorecer los procesos de inclusión. A partir de estas apreciaciones teóricas, la segunda y tercera parte del texto se concentran en el análisis de las experiencias políticas recientes de Argentina y Bolivia. El objetivo de incluir ambos casos no radica en el afán de establecer una comparación estricta, sino más bien de considerar los aportes del estudio particular de cada una de estas realidades nacionales para reflexionar sobre un problema de mayor alcance: la articulación entre movimientos sociales y gobiernos como clave para interpretar y diferenciar las experiencias populistas latinoamericanas en el siglo XXI. En este sentido, siguiendo a David Howarth (2005), la finalidad del artículo no es establecer una comparación entre casos puramente equivalentes, sino que, por el contrario, se los considera como situaciones que tienen algunos rasgos comunes y otros disímiles, y que esta misma disimilitud contribuye al análisis propuesto. En cuanto a los aspectos compartidos, tanto el “kirchnerismo” como el “evismo” constituyen identificaciones populares que reactualizan conflictos por la distribución de los lugares asignados al interior de la vida comunitaria (Rancière 1996; Barros 2006 y 2012). Asimismo, se presentan como una propuesta política que intenta otorgar respuestas a la dislocación abierta a partir de las jornadas de
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diciembre de 2001, en Argentina,4 y la Guerra del Gas en octubre de 2003, en Bolivia.5 Ambas experiencias de gobierno se asemejan, además, en la recepción de las influencias del legado nacional-popular presente en los gobiernos de Juan Domingo Perón y de Víctor Paz Estenssoro de mediados del siglo XX. Con respecto a los atributos no compartidos, una de las principales distinciones radica en el papel que asumen los movimientos sociales en los procesos de reintegración comunitaria propuestos por ambas gestiones. Mientras que en el caso de Argentina los movimientos sociales desempeñan la función de acompañantes y defensores del proceso en curso, en el caso de Bolivia las organizaciones sociales son impulsoras y partícipes activas del nuevo entramado institucional. Finalmente, se reconocen distinciones en la magnitud o profundidad que ha logrado alcanzar este rediseño institucional, al destacar que en Bolivia dicho proceso se cristalizó en la sanción de una nueva Constitución Política del Estado. Metodológicamente, la aproximación a los casos de estudio combina la consulta de bibliografía especializada en el tema con datos provenientes de entrevistas realizadas a integrantes de organizaciones sociales en ambos contextos y de discursos de dirigentes sociales y figuras presidenciales. En lo que respecta al procesamiento y análisis de los materiales, se trabaja principalmente con categorías de la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe.
1. La dislocación, el populismo y lo popular. Algunas aproximaciones desde la teoría posestructuralista de la hegemonía El análisis de las nociones de hegemonía y populismo desde un enfoque posestructuralista, en donde se sitúan, por ejemplo, los aportes de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, tiene como punto de partida una concepción discursiva de las relaciones sociales. Esto quiere decir que el significado social de algo se entiende en
4 Se hace referencia a la dislocación abierta con las jornadas de diciembre de 2001 que pusieron fin al gobierno del entonces presidente Fernando de la Rúa y marcaron fuertes cuestionamientos a los mecanismos de la democracia liberal-representativa. 5 Se alude a las jornadas de octubre de 2003, conocidas como Guerra del Gas, que pusieron fin al gobierno del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada.
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relación con el contexto general del que forma parte. De manera tal que los objetos y las identidades de los actores no poseen un significado esencial ni totalmente acabado, sino que éste está dado por la inserción en un determinado complejo relacional. En consonancia con esta interpretación discursiva de la realidad social, en Política e ideología en la teoría marxista (1980 [1978]), Laclau intenta construir una noción no peyorativa ni esencialista del fenómeno en cuestión, al afirmar que la especificidad del populismo está en el plano del discurso ideológico a partir de una peculiar forma de articulación de las interpelaciones populares. Bajo esta perspectiva, el populismo alude a un fenómeno de naturaleza ideológica que puede admitir distintas bases sociales y desarrollarse en épocas diversas, pero que se constituye a partir de una serie de relaciones antagónicas. Posteriormente, en La razón populista (2005), Laclau retoma estas reflexiones para profundizar su análisis en torno al populismo como “un modo de construir lo político” (11). El populismo sería entonces una forma de articulación de lo político que actúa según la lógica de la equivalencia; ésta refiere al proceso por el cual existe una cierta solidaridad entre determinados discursos a partir de la negación de la satisfacción de distintas demandas. Las mismas serán equivalentes en relación con aquello que las niega, al ser sus lazos equivalenciales de carácter negativo, es decir, definidos a partir de la oposición a la institucionalidad que no les otorga satisfacción. De este modo, por medio del surgimiento de una cadena equivalencial de demandas insatisfechas, se construye una frontera interna que dicotomiza el espacio social, por un lado, entre el campo de la institucionalidad excluyente —el lugar de los poderosos— y, por otro, el lugar de los excluidos, los que no obtienen respuesta, y que Laclau sintetiza en la idea de “los de abajo” (underdogs). Encontramos hasta aquí dos precondiciones del populismo, de acuerdo con Laclau, “una frontera interna antagónica y una articulación equivalencial de demandas” (2005, 102). El tercer requisito para la constitución del populismo es la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular, que cualitativamente es más que la suma de los lazos equivalenciales. La creación de un pueblo supone, por tanto, la existencia de una particularidad con pretensiones hegemonistas, es decir, una parcialidad que aspira a representar el todo comunitario. Se trata de “una plebs que reclama ser el populus legítimo de la comunidad” (2005, 108).
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Sin embargo, esta concepción ha sido criticada por algunos autores, como Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero (1981), para quienes, si bien la categoría permite visualizar una ruptura en el orden institucional existente, luego se produce una integración que termina por desactivar su potencial de cambio. Sebastián Barros (2006) también critica el concepto de populismo de Laclau, por cuanto resulta estrictamente formal, ya que prioriza un específico modo de articulación sin considerar los contenidos de la misma. La solución propuesta por Laclau de interpelar a los “de abajo” como característica distintiva del populismo es insuficiente para Barros, puesto que queda asimilada a demandas insatisfechas: “Para él [Laclau], toda demanda es una respuesta a ciertas dislocaciones y por esa razón se puede identificar una carga crítica en el origen de las demandas sociales. Por lo tanto, toda demanda podría ser encuadrada bajo esta noción de ‘los de abajo’, perdiéndose así la especificidad de la articulación populista” (Barros 2006, 68). Esta dificultad puede ser subsanada mediante la aclaración de la referencia a lo excluido, para lo cual Barros retoma los aportes de Jacques Rancière respecto a la noción de pueblo, con lo cual “el populismo no sería entonces solamente la articulación equivalencial de reivindicaciones, sino la irrupción de ciertas partes no contadas con pretensión de serlo” (2006, 70). Es por ello que Barros se refiere al populismo como “una forma específica de prácticas políticas radicalmente inclusivas” (2005, 1), caracterizadas por la inclusión de demandas que previamente no existían. Aquí es importante reforzar la idea de que la relevancia de un proceso dislocatorio sólo puede percibirse a partir de los efectos que genera. Esto quiere decir que la dislocación es interpretada en el marco de distintos discursos que pujan por erigirse en intentos de sutura ante las fallas abiertas por el evento desestabilizante, pero sólo uno de ellos logrará posicionarse como el punto focal alrededor del cual otras demandas comenzarán a articularse. Ello implica que la dislocación, entendida como un proceso que interrumpe los significados que dan forma a la vida comunitaria a partir de la inclusión de quienes no podían hablar ni ser escuchados dentro del orden social vigente, abre múltiples posibilidades identificatorias que pueden articularse políticamente dependiendo del contexto (Barros 2012). En consecuencia, la irrupción de una heterogeneidad no conduce necesariamente a una articulación de tipo populista, sino que dependerá de las prácticas articulatorias que operen posteriormente para dotar de nuevo sentido al orden comunitario: “Las identificaciones populares son articuladas de forma populista
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por la presencia de un discurso que pone un nombre al carácter excluyente del orden comunitario previo y crea retroactivamente una nueva comunidad legítima” (Barros 2012, 10). Con estas apreciaciones, Barros parecería alejarse de un momento plenamente rupturista para reconocer que en la nueva regeneración comunitaria se manifiesta la tensión irresoluble entre la universalidad del populus y la parcialidad de la plebs. Por su parte, Gerardo Aboy Carlés también ha trabajado las categorías de identidad popular y de populismo a partir de la recepción de la teoría laclauniana. Para Aboy Carlés (2013), una identidad popular hace referencia a un tipo de solidaridad política que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogeneización relativa de sectores que, al plantearse como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento y la naturalización de un orden vigente. El populismo adquiere características distintivas dentro de aquel tipo más general de identidades con pretensión hegemónica. Se trata de un modo particular de gestionar la tensión entre la representación de la parte y la representación del todo comunitario a partir de un juego pendular que supone un mecanismo de inclusiones y exclusiones de la alteridad constitutiva (Aboy Carlés 2006). Es importante destacar que esa tensión de la que hablamos se reproduce en la creación de las instituciones del populismo, por lo cual éste no podría representar “lo otro de las instituciones” (Laclau 2005, 107-108), es decir, la experiencia populista no se limita al momento plenamente rupturista, sino que la construcción del pueblo necesariamente va acompañada de la creación de un nuevo entramado institucional en el que habitan conflictivamente las instituciones heredadas del orden previo (Aboy Carlés 2013). Más allá de los alcances y extensiones de este debate, interesa enfatizar la pertinencia de estos elementos para ilustrar con mayor profundidad el devenir de las experiencias políticas recientes de Argentina y Bolivia. De esta manera, a continuación se parte del reconocimiento de que los discursos kirchnerista y evista plantearon una dislocación de las lógicas sociales sedimentadas. No obstante, para comprender la magnitud y los efectos de esa dislocación necesitamos analizar su articulación en un discurso que posiblemente implicó las tres precondiciones que establece Laclau (2005) para hablar de populismo: i) la construcción equivalencial entre demandas diversas, ii) el trazado de fronteras políticas y
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iii) la consolidación de una identidad popular que, consideramos, se desarrolla conjuntamente con la creación de nuevos dispositivos institucionales capaces de favorecer la inclusión de sectores históricamente relegados.
2. Argentina: crisis, articulación de demandas y reconfiguración populista Las jornadas de protesta del 19 y 20 de diciembre de 2001 significaron el ocaso de la presidencia de Fernando de la Rúa. El detonante del conflicto fue la decisión del Ministro de Economía de imponer límites a los retiros bancarios, en un intento por frenar la fuga de capitales del sistema financiero y proteger de esta forma el sistema bancario. Esta medida, conocida como “corralito”, propició un estallido social encabezado por los sectores de la clase media, que pugnaban por la devolución de su dinero, acompañados de columnas del movimiento piquetero, que denunciaban la gravedad de la crisis social que acechaba el país al tiempo que rechazaban todo tipo de representación política bajo el lema “¡Que se vayan todos!”. La crisis de 2001 significó un punto de inflexión en el curso de la historia política del país. En palabras de Ansaldi, lo que se vivió fue una crisis orgánica, “una crisis de autoridad de la clase dirigente, que deviene sólo dominante, y de su ideología, de la cual las clases subalternas se escinden” (2003, 15). En un estado de caos social, marcado por la represión de los ciudadanos movilizados,6 el presidente Fernando de la Rúa decidió renunciar a su cargo, después de lo cual inició un período de transición, en donde Argentina tuvo cinco presidentes en un lapso de quince días, etapa que concluyó en enero de 2002, cuando la Asamblea Legislativa designó a Eduardo Duhalde como presidente provisional. Las principales medidas económicas de Duhalde tuvieron como objetivo estabilizar la situación económica, al sancionar para ello los decretos de pesificación de los depósitos en dólares, junto con la reprogramación de los plazos fijos. Sin embargo, la represión policial, al tiempo que debilitó la continuidad de las marchas piqueteras, obligó a adelantar las elecciones presidenciales para propiciar una salida institucional a la crisis. 6 La violencia registrada en las calles dejó un saldo de 39 muertos y decenas de heridos en todo el país. Ver Territorio Digital (2011).
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En este contexto, la figura de Néstor Kirchner, procedente del interior patagónico, si bien era fruto del reclamo “¡Que se vayan todos!” —en cuanto al cambio de la clase dirigente y la instauración de nuevas formas de participación democrática—, proponía una recomposición del campo político mediante el fortalecimiento de los partidos políticos, al contar para ello con la estructura tradicional del Partido Justicialista (PJ). En su discurso de posesión, el nuevo presidente resumió en una frase lo que serían sus convicciones a lo largo del período de gobierno: “Sabemos adónde vamos y sabemos adónde no queremos ir o volver”.7 Esta afirmación le permitía trazar una frontera precisa con el legado del período neoliberal y sus consecuencias sobre el conjunto de la sociedad argentina, al establecer el eje transversal sobre el cual versaría la construcción de los antagonismos que polarizarían el campo político. Estos antagonismos se definían a partir de aquellos elementos residuales del neoliberalismo, entre los que estaban algunos actores que habían tenido una participación destacada en este proceso, como las Fuerzas Armadas, la Corte Suprema y el Fondo Monetario Internacional (FMI) (Biglieri 2008). Con respecto al primero, el naciente gobierno decidió pasar a relevo a las cúpulas de las Fuerzas Armadas y emprender una política de derechos humanos que contempló la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida,8 la reapertura de los juicios por violaciones a los derechos humanos y la creación del Museo de la Memoria en la sede de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). El siguiente adversario del campo político fue la mayoría automática existente en la Corte Suprema de Justicia.9 Durante un discurso transmitido por cadena nacional, el presidente Kirchner solicitó al Congreso Nacional la implementación del juicio político contra algunos de sus miembros, quienes decidieron renunciar a sus cargos. Seguidamente, el Decreto 222/03 estableció limitaciones a la atribución del poder ejecutivo para la selección y designación de nuevos
7 Discurso de Asunción a la Presidencia de Néstor Kirchner. 25 de mayo de 2003. 8 Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida —leyes 23.492 y 23.521—, sancionadas en 1986 y 1987, respectivamente, establecían la extinción de la acción penal y no punibilidad de los delitos cometidos en el marco de la dictadura cívico-militar instaurada en 1976. 9 Se refiere a los cinco miembros que habían ingresado durante el gobierno de Carlos Menem, tras la decisión de ampliar el número de cinco a nueve y que votaron a favor de algunas leyes, sobre todo las referidas a la privatización de los servicios públicos.
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integrantes de la Corte Suprema de Justicia. Asimismo, ordenó la publicidad de sus antecedentes, al tiempo que instauró la posibilidad de que los ciudadanos presentaran objeciones a su candidatura. Finalmente, con respecto al FMI, en 2005 y en 2010 se efectuaron los dos canjes de la deuda, lo que permitió reestructurar el 93% con una quita de más del 60% del capital.10 Con duras críticas contra el organismo, el presidente hablaba del comienzo de una nueva etapa, “un cambio de época”,11 cuya característica central sería el desendeudamiento con el FMI y la recuperación de la soberanía económica. El tono del discurso del primer mandatario, que recogía elementos del legado nacional y popular del peronismo de mediados del siglo XX, sumado a la orientación que adoptó el Gobierno, visible desde los primeros actos y medidas gubernamentales, obligó a las organizaciones sociales y a los actores del campo popular a reposicionarse en el nuevo escenario político. Javier Zelaznik (2011, 95) se refiere a ello cuando habla de la significación que supuso la articulación de una “narrativa fundacional” por parte del “kirchnerismo”, evidenciada tanto en los trazos de su agenda de gobierno como en la movilización de nuevos apoyos sociales. Sin embargo, aquí cabría hacer una distinción en el abanico de organizaciones sociales y en sus diferentes trayectorias y modos de vinculación con el Estado, aspectos que fueron fundamentales a la hora de resituarse en el nuevo campo político. En este sentido, Ana Natalucci (2011) distingue tres tipos de gramáticas que sirven para caracterizar a las organizaciones sociales. La gramática autonomista, representada por el Movimiento de Trabajadores Desocupados Aníbal Verón, se distingue por la primacía de sus mecanismos deliberativos mediante la realización de asambleas, un trabajo territorial fortalecido y un sentido destituyente de la política. En segundo lugar, la gramática clasista, donde se sitúa al Polo Obrero, pretende una transformación radical de las estructuras, por cuanto entiende al Estado como un instrumento de las clases dominantes. Finalmente, la gramática movimientista, de la cual forman parte la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y el Movimiento Evita, concibe
10 Sin embargo, no se logró llegar a un acuerdo con el restante 7% de los acreedores, los llamados “fondos buitre”, que aún reclaman la totalidad de lo adeudado. 11 Discurso de Néstor Kirchner en ocasión del anuncio de la cancelación de la deuda con el Fondo Monetario Internacional. 15 de diciembre de 2005.
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la etapa inaugurada por el “kirchnerismo” como el inicio de una fase ofensiva, en la cual se trata de capitalizar la trayectoria de resistencia y lucha ejercida durante el período neoliberal. Ello implica la desactivación de la movilización en las calles y la integración progresiva en la estructura de gobierno, proceso que ha contado con múltiples contradicciones. De esta forma, según Natalucci (2011), el espacio de las organizaciones populares quedó estructurado en función de la lectura respecto al proceso político en curso, lo cual causó una fractura entre las organizaciones que se declararon opositoras al Gobierno, donde se ubicaban las gramáticas autonomistas y clasistas, y las que, por el contrario, entendieron el cambio de coyuntura como una oportunidad para pasar de la etapa defensiva de protesta hacia una fase ofensiva (gramática movimientista). A esta clasificación debería agregarse la que Dobruskin y Garay (2012) realizan al considerar las organizaciones ad hoc, cuya consolidación ha sido promovida desde el Estado. El ejemplo más claro es “La Cámpora”, una organización de jóvenes que cuenta con filiales en todo el país y que está conformada básicamente por tres vertientes: jóvenes hijos de desaparecidos, dirigentes universitarios y viejos militantes tradicionales. Mención aparte merece el movimiento sindical. En este ámbito, el “kirchnerismo” logró entablar una alianza con la Confederación General del Trabajo (CGT), sobre todo con el sector de transporte y el de construcción e industria (Etchemendy 2011). Este Neocorporativismo segmentado, como lo denominan Etchemendy y Collier (2008), implicó el establecimiento de negociaciones entre el Estado, los sindicatos y los empresarios, con el objetivo de llegar a acuerdos sectoriales salariales anuales y salarios mínimos generales para los trabajadores urbanos, lo que le permitió al Gobierno moderar el conflicto laboral.12 Finalmente, en el arco de las organizaciones de derechos humanos, la identificación con el proyecto político del “kirchnerismo” fue el resultado de las medidas tomadas por el Gobierno, las cuales obligaron a un cambio en la posición política
12 Sin embargo, en este punto vale aclarar que durante el período de gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el vínculo con el sindicalismo inició una nueva fase de distanciamiento, debido a la intención del líder sindical Hugo Moyano de que algún miembro del movimiento tuviera una participación destacada en el Gobierno, en ocasión de las elecciones presidenciales de 2011, objetivo que fue desestimado por la Presidenta (López y Cantamutto 2013).
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de las agrupaciones con respecto al poder ejecutivo, que pasaron de considerarlo cómplice de los actos de impunidad a ver al Estado no sólo como un espacio abierto, sino en disputa (Andriotti Romanin 2012, 60). No obstante, pese a estas coincidencias, el espacio de las organizaciones de derechos humanos no estuvo libre de tensiones, multiplicándose las divisiones en su interior. De esta forma, el sector aliado al Gobierno quedó conformado por una fracción de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, que a su vez tenía un ala disidente en su interior llamada “Pañuelos en Rebeldía”. En el espacio aliado al Gobierno también confluirían las Abuelas de Plaza de Mayo y parte de H.I.J.O.S. Mientras que en el ala opositora se mantendría un sector mayoritario de las Madres de Plaza de Mayo-Línea fundadora y el Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) (Mauro y Rossi 2011). Así, comenzó a posicionarse lo que Zelaznik denomina la “coalición social” (2011, 96), sobre la cual se asentó el Gobierno. Convertido en el “sostén de procesos sociopolíticos” (Massetti 2010, 87), el conjunto de las organizaciones sociales aliadas al “kirchnerismo” se unió para apoyar iniciativas gubernamentales, con el objetivo de defender el modelo y la gestión en el espacio público. Este proceso estuvo acompañado con la incorporación de militantes y dirigentes provenientes de estas organizaciones, principalmente del Movimiento Evita y la Federación de Tierra y Vivienda, a los nuevos equipos ministeriales del Gobierno.13 Sin embargo, aun cuando esta apertura del Estado permitió el fortalecimiento del trabajo en los barrios, el proceso de incorporación a la administración pública estuvo plagado de conflictos, sobre todo por el desafío que significaba la transformación de los militantes en funcionarios estatales. Problematizando este último punto, la incidencia política de esta coalición social de organizaciones populares comienza a desdibujarse si se tiene en cuenta la presencia de las otras dos coaliciones que Zelaznik (2011) menciona en su texto, a saber, la coalición electoral y la coalición legislativa, espacios en los cuales se constatan la persistencia de los actores políticos tradicionales y la centralidad otorgada al PJ en detrimento de la representación de los líderes de los movimientos sociales en el armado de las listas kirchneristas para las elecciones legislativas de 2005, 2007 y 2009 (Massetti 2010).
13 Para un mayor desarrollo de este tema, consultar Pagliarone (2012).
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En este sentido, la intención de conformar un espacio político y social transversal capaz de funcionar como una estructura alternativa a la del PJ se desarticuló a partir de la “pejotización” de la gestión en 2008, cuando Kirchner asumió la presidencia del partido y les dio prioridad a los actores de base justicialista por sobre los dirigentes de los movimientos sociales (Riquelme 2010). Al respecto, Dolores Rocca Rivarola propone otra explicación para este proceso al argumentar que la estrategia llevada a cabo por el presidente Néstor Kirchner consistió en configurar su propia base política mediante “vínculos radiales entre él mismo y dirigentes u organizaciones, más que estimular una vinculación horizontal entre éstas” (2009, 19). El proceso de construcción política iniciado por Kirchner tuvo algunos elementos de continuidad en la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. Sin embargo, el escenario político se vería claramente modificado con la irrupción de nuevos antagonismos que reactualizarían la fractura del campo político entre un “nosotros” y un “ellos”. Se sitúa aquí, en primer lugar, el conflicto agrario desatado por la Resolución 125, mediante la cual el Gobierno nacional pretendía introducir modificaciones a las retenciones de exportación de granos. El lanzamiento de dicha medida generó un amplio rechazo por parte de las entidades agropecuarias, que decidieron convocar a un paro por tiempo indeterminado. Así, el conflicto del campo iniciado por una medida económica pronto se transformó en una guerra mediática a partir de una reinscripción simbólica del enfrentamiento entre el “gobierno popular” y la “oligarquía agraria” (Bonvecchi 2011). En esta dicotomía, las organizaciones sociales se unieron alrededor del Gobierno y lograron dispersar a los manifestantes que reclamaban la anulación del decreto, concentrados en la Plaza de Mayo, en la ciudad de Buenos Aires. En segundo lugar, se incluye la sanción de leyes como la de Servicios de Comunicación Audiovisual y Matrimonio Igualitario, que fueron motivo de conflicto y terminaron por polarizar al campo político. Mientras que en el primer caso se trataba de una histórica demanda de democratización de los medios de comunicación por parte de la sociedad civil, en el segundo caso se trataba de inscribir una nueva demanda y, de este modo, ampliar la base social de apoyo al Gobierno. La sanción de la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual tenía como telón de fondo un contexto en el
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cual los principales medios de comunicación se encontraban concentrados en manos de un monopolio. No obstante, la estrategia de los grandes medios consistió en una “campaña de deslegitimación” (Kitzberger 2011, 185), al presentar la iniciativa como “una amenaza a la libertad de expresión [cursivas en el original]”. Frente a ello, la estrategia del Gobierno se dedicó a hacer uso de la pauta oficial, junto al lanzamiento del programa televisivo “6, 7, 8”, donde quedaban en evidencia las razones económicas y políticas por las cuales las grandes firmas estaban en contra de la sanción de la nueva ley. El conf licto suscitado contó con el respaldo de las organizaciones sociales que apoyaban la iniciativa, por cuanto significaba terminar con los resabios del neoliberalismo. Por otra parte, el 15 de julio de 2010 Argentina se convirtió en el décimo país en contar con una legislación sobre matrimonio igualitario al permitir el casamiento entre personas del mismo sexo. En el acto de promulgación de la ley, la presidenta Fernández expresó: “Hoy somos una sociedad un poco más igualitaria, que la semana pasada […] al otro día de una sanción tan importante de una ley yo me había levantado exactamente con los mismos derechos que había tenido. […] Nadie me había sacado nada y yo no le había sacado nada a nadie; al contrario le habíamos dado a otros cosas que les faltaban y que nosotros teníamos”.14 Finalmente, en lo que respecta a medidas gubernamentales, la eliminación del régimen previsional de capitalización y la creación del Sistema Integrado Previsional Argentino (SIPA)15 fueron catalogadas por la presidenta Fernández como una “decisión estructural y estratégica en defensa de los jubilados y pensionados”, a lo que agregó que el surgimiento de los fondos privados de jubilaciones y pensiones durante el período neoliberal fue “un saqueo” (Página 12 2008).
14 Discurso de Cristina Fernández de Kirchner en el acto de promulgación Ley Matrimonio Igualitario. 21 de julio de 2010. 15 La iniciativa establecía que la administración de los fondos estaría sujeta a la supervisión de una comisión bicameral de control de los fondos de la seguridad social y de un consejo integrado por empresarios, trabajadores, jubilados, funcionarios, entidades bancarias y legisladores.
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En este escenario, cabría preguntarse por el resultado que implicó el proceso de construcción política efectuado por el “kirchnerismo”. Como bien lo explica Paula Biglieri, “la nominación de los enemigos implicó también la nominación de los amigos […] así, la construcción de la figura del ‘pueblo argentino’ dio nacimiento y quedó ligada a un nuevo sujeto, el ‘kirchnerismo’ [cursivas en el original]” (2008, 76). Esto propició, según Rocca Rivarola, una suerte de apropiación mutua, por la cual no sólo los reclamos de los movimientos coincidían con los del presidente, sino que, en adelante, “las organizaciones sociales que eran atraídas por el gobierno fueron estableciendo su confrontación pública en buena medida a partir de la misma alteridad trazada por el propio Kirchner” (2009, 16). Considerados en conjunto —tanto las políticas públicas implementadas como las leyes sancionadas—, los programas de desarrollo social y el impulso otorgado a la educación, la ciencia y la tecnología permitieron emprender un proceso de identificación por el cual las organizaciones sociales, adherentes al proyecto nacional y popular, visualizaron el retorno del Estado con un fuerte componente “nacional-popular”. En este sentido, debe advertirse que las medidas gubernamentales no significaron una mera concesión con el objetivo de desactivar la protesta, sino que “constituyen también una conquista producto de la acumulación de fuerzas en esta disputa” (Thwaites Rey y Cortés 2010, 7). El posicionamiento de las organizaciones como base social donde se sustenta el “kirchnerismo” permite hablar del proceso de construcción del pueblo argentino, tercera condición que Laclau (2005) identifica para el surgimiento y conformación de una lógica populista. Así, mediante la construcción de adversarios políticos y la articulación de demandas, el “kirchnerismo” logró construir una hegemonía que lo llevó a posicionarse bajo un claro liderazgo dentro de la sociedad argentina, y, con base en ello, logró retomar históricas demandas que habían sido silenciadas durante el período neoliberal y transformarlas en el sostén de las políticas públicas implementadas. Serían precisamente estos elementos sobre los que operaría un proceso de identificación entre el pueblo y el líder que alteró las dinámicas políticas existentes y estableció un nuevo momento en la historia política argentina.
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3. Bolivia: inclusiones, antagonismos y redefinición del orden comunitario Al comienzo del siglo XXI, en Bolivia se evidenció un profundo ciclo de movilizaciones sociales que reaccionaban ante la democracia pactada16 y sus principales representantes. Entre éstas destacan las protestas de los productores de hoja de coca, la Guerra del Agua en Cochabamba, la Guerra del Gas en La Paz y El Alto —que culminó con la renuncia del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Lozada— y la nueva ola de conflictos hacia mediados de 2005 —que terminó con el mandato de Carlos Mesa y condujo a la multiplicación de las manifestaciones que resistían la posibilidad de que los partidos tradicionales asumieran la Presidencia—. Este ciclo de movilizaciones generó una dislocación o interrupción del orden vigente, por cuanto cuestionó fuertemente a los partidos políticos tradicionales como canales privilegiados para la representación, al tiempo que reafirmó las enormes capacidades organizativas y propositivas de la sociedad civil para gestar instancias alternativas de participación y representación. En este escenario, los campesinos, indígenas y trabajadores de las ciudades reaccionaron ante múltiples situaciones en las que no eran considerados como actores políticos relevantes, sino como “incapaces de hablar y de ser escuchados” (Rancière 1996, 44-45). En definitiva, levantaron su voz ante la idea internalizada en el sentido común que sostenía que “la política no era para los campesinos, porque toda su política estaba en el hacha y el machete”.17 El Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP), que se había formado como la herramienta electoral de las federaciones de productores de coca del trópico de Cochabamba,18 fue erigiendo su propuesta en la más adecuada para suturar los efectos
16 Ello designa el sistema de gobierno por el cual, a partir de 1985, sólo tres grandes partidos nacionales resultaban relevantes para la formación de coaliciones gubernamentales: Acción Democrática Nacionalista (ADN), el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR). 17 Discurso de William Condori, durante el acto homenaje al primer comité ejecutivo de las federaciones del Trópico de Cochabamba. Cochabamba, julio de 2009. 18 El Trópico de Cochabamba abarca la Región Tropical del Departamento de Cochabamba (centro-este de Bolivia), incluida la región de Tiraque Tropical, Carrasco y Chapare.
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desestabilizantes abiertos por la inestabilidad institucional y la permanente conflictividad social. El MAS-IPSP se presentó como una alternativa de redención para el campo popular boliviano. De esta manera, su experiencia remitiría a un modo de articulación populista que impulsaba una visión crítica del pasado y un horizonte de futuro para refundar el Estado. Ello puede comprenderse a partir del análisis de tres cuestiones claves sobre las que se profundizará a continuación: i) la construcción de equivalencias entre diferentes demandas comúnmente insatisfechas, ii) el trazado de fronteras políticas con los adversarios y iii) la creación de un pueblo a partir de una particularidad que denunció su exclusión de la comunidad y, en nombre del daño que ésta le causaba, asumió la representación plena del todo comunitario. En primer lugar, el MAS-IPSP se convirtió en superficie de inscripción de una multiplicidad de organizaciones sociales y sindicales que representaban diversas demandas. Así, las reivindicaciones insatisfechas en torno a la hoja de coca —expresadas en las cuatro organizaciones fundadoras del instrumento político: la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), la Confederación Sindical de Colonizadores de Bolivia (CSCB), la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB) y la Federación Nacional de Mujeres Campesinas-Bartolina Siza (FNMCB-BS)— se amalgamaron con las voces que defendían los recursos naturales como la tierra —por medio de la misma CSUTCB, el Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ), el Movimiento de los Trabajadores Campesinos e Indígenas Sin Tierra de Bolivia (MST-B)—, el agua —la Coordinadora en Defensa del Agua y de la Vida, conformada principalmente por la Federación Departamental de Regantes y la Federación de Trabajadores Fabriles de Cochabamba— y el gas —la Coordinadora por la Recuperación y Defensa del Gas, cuyos actores principales fueron la Central Obrera Regional de El Alto y la Federación de Juntas Vecinales—. Estos elementos (coca, tierra, agua, gas) se erigieron en símbolos de la dignidad nacional frente a las lesivas consecuencias del neoliberalismo. En suma, el proyecto político-identitario que impulsaba el MAS-IPSP se mostró capaz de otorgar respuestas al ciclo de protestas del período 2000-2005 y de articular dichos sucesos con los 500 años de resistencia de las naciones indígenas, es decir, su discurso constituyó la base para la construcción de equivalencias entre aquellos sectores sociales perjudicados por las políticas neoliberales y el
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colonialismo interno.19 Por esta vía, el binomio Evo Morales-Álvaro García Linera obtuvo el triunfo en las elecciones presidenciales de diciembre de 2005, con el 53,7% de los votos, lo que a su vez impulsó una serie de medidas que pretendieron redefinir los límites del orden comunitario boliviano. En esta línea cabe mencionar algunas iniciativas que, durante la primera gestión del MAS-IPSP (2006-2009), se involucraron en el proceso de paulatina incorporación de los sujetos excluidos: el Bono Juancito Pinto contra la deserción escolar, la implementación de planes de alfabetización (como el “Yo Sí Puedo” cubano), la nacionalización de los hidrocarburos, el mejoramiento de hospitales y atención sanitaria, el desarrollo de infraestructura, la Renta Dignidad para todos los bolivianos mayores de 60 años, entre otras disposiciones. Asimismo, el MAS-IPSP hizo propia la demanda por la Asamblea Constituyente que había sido impulsada por diversos colectivos organizados, principalmente los pueblos indígenas de oriente, como medio para establecer una nueva correlación de fuerzas y refundar Bolivia. La figura de Evo Morales cobró especial relevancia en el proceso de construcción de equivalencias entre demandas diversas. Durante entrevistas realizadas a militantes del MAS-IPSP se pudo percibir una fuerte identificación con el actual presidente. Para el conjunto de los entrevistados, fue “el Evo” quien logró articular organizaciones y reivindicaciones dispersas.20 Esta situación también es destacada por el analista y vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, Álvaro García Linera, quien acuñó la noción “evismo” para referirse a una estrategia de poder que buscaría la renovación de la política. La misma es encabezada por Evo Morales en su doble papel de presidente y jefe de la “nueva izquierda indígena” (García Linera 2006, 25). En definitiva, desde nuestra óptica, el “evismo” no designa un proceso impulsado por la voluntad unívoca
19 La tesis del colonialismo interno sostiene la profundización, en un contexto de soberanía política, de la discriminación racial heredada de los tiempos de la Colonia (ver González Casanova 2006). 20 De ello ilustran, por ejemplo, los siguientes fragmentos de entrevistas: “Creo que la mayor virtud que ha tenido el Instrumento Político es haber hecho una buena lectura de las necesidades de las diversas organizaciones sociales que estaban en lucha. […] Hoy nuestro presidente agarra esas banderas y declara que él es el que puede llevar adelante esa situación, el pueblo cree en él y con esas banderas logra consolidar al Instrumento”. Entrevista a Tony Condori Cochi. Congreso del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, agosto de 2009. “El único líder que puede aglutinar fuertemente a las organizaciones sociales es Evo, no es Álvaro ni nadie, es el Evo” (Entrevista a Sabino Mendoza. Café Alexander, La Paz, agosto de 2009).
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y exclusiva de un sujeto particular, ni la articulación homogénea y estática en torno a un partido político, sino que pretende expresar la constitución y consolidación de una identidad popular como nombre para aquellos que no tenían parte. No obstante, también se advierten dificultades para fomentar mecanismos más horizontales, sistemas de rotación, o espacios de toma de decisión compartida con otros líderes. En ese sentido, Jorge Viaña (2011) se opone a las interpretaciones que consideran que las organizaciones y los movimientos sociales de Bolivia actúan siempre de modo funcional al poder ejecutivo, y advierte que se trata más bien de procesos de permanente interlocución/ruptura. Ello supone reconocer la existencia de una “compleja trama de pugnas y tensiones” que en determinados momentos se convierte en subordinación y tutelaje estatal, mientras que en otros, “las organizaciones y los movimientos sociales logran imponer sus intereses y demandas por encima del pragmatismo de los actuales funcionarios del Estado” (Viaña 2011, 91).21 En segundo lugar, otro de los requisitos que se enunciaron para aludir al predominio de una lógica populista, fue el trazado de fronteras políticas. En el escenario boliviano contemporáneo es posible distinguir, por un lado, el espacio de los “sin parte”, los excluidos, los “underdogs” (Laclau), las “víctimas de un daño” (Rancière), es decir, aquellos sectores que se identificaron como la “verdadera Bolivia”, el país profundo, los “originarios”, el “pueblo olvidado y dañado”22 por una comunidad que carecía de su rasgo igualitario. Por otro lado, el lugar del poder, los privilegiados, representados por aquellos sectores que se configuraban como la oposición al gobierno del cambio y que eran señalados como los responsables o cómplices de la cesura contra algunos grupos y sujetos de su “capacidad para hablar y ser escuchados” (Rancière 1996, 44-45).
21 Recientemente, esto podría verse ref lejado en dos situaciones en que el Gobierno debió dar marcha atrás o, al menos, rever sus decisiones a partir de las exigencias de la movilización popular. Nos referimos al “gasolinazo” de diciembre de 2010 y al intento de construcción de una importante carretera que atravesaría una de las mayores reservas naturales del país, el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), con fuerte presencia de comunidades indígenas. 22 Entrevista colectiva a Alejandro Peña Rojas y Florencio Villarroel Orellana. Sede de la Brigada Parlamentaria de Cochabamba, Cochabamba, julio de 2009.
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Este panorama se complejiza, en cuanto no se trazaban exclusivamente distinciones de clases o de partidos, sino fuertes diferencias étnicas-culturales. Así, la construcción de antagonismos puso de manifiesto, al menos, tres componentes simultáneos: una base étnico-cultural (la oposición indígenas-Q’aras23), una base clasista (trabajadores-empresarios) y una base regional (occidente-Media Luna24) (García Linera 2008, 347). A la vez, se advirtieron procesos en los cuales se superponían temporalidades diversas (Svampa 2007), es decir, se establecieron oposiciones que evocaban una memoria larga (colonialismo y colonialismo interno), mediana (la pretendida homogenización del MNR) y corta (la democracia pactada y el neoliberalismo). La compleja articulación de estos elementos se reflejó en la conformación de la identidad política "evista" como expresión de un “nacionalismo plebeyo” (Stefanoni 2003), en el cual los tradicionales clivajes nacionalistas estaban atravesados por una etnificación no excluyente de la política. En ese escenario, el MAS-IPSP debió enfrentar críticas provenientes de diversos grupos. Por un lado, la fuerte oposición de aquellos sectores que consideraron lesionados algunos de los privilegios de los que gozaban históricamente. El punto más álgido de esta tensión se manifestó entre los meses de agosto y septiembre de 2008, cuando algunas fuerzas opositoras se expresaron en forma conjunta y sistemática con actos violentos y destituyentes. Por otro lado, el MAS-IPSP fue objeto de importantes cuestionamientos provenientes de colectivos organizados que otrora le brindaron su decisivo apoyo, como el CONAMAQ y la CIDOB. En esta misma línea, un grupo de exfuncionarios del gobierno de Morales, intelectuales y algunos dirigentes sociales firmaron en julio de 2011 un manifiesto reclamando la “reconducción del proceso de cambio”. Allí cuestionaron las inconsistencias en la nacionalización de los hidrocarburos, la falta de voluntad para aplicar la nueva Constitución y la ausencia de espacios democráticos de discusión (Stefanoni 2011). A su vez, desde el campo académico y periodístico se ha señalado que el MAS-IPSP se negó a discutir el
23 Denominación en aimara de los sectores con color de piel blanca, especialmente utilizada para identificar a las élites blancas. 24 Se alude a la región conformada por los cuatro departamentos del oriente boliviano: Beni, Pando, Santa Cruz y Tarija.
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modelo de desarrollo que se inclinaba al afianzamiento del modelo extractivista (Yampara 2011; Stefanoni 2010). Finalmente, el tercer requisito que se ha enunciado para la emergencia de un discurso populista remite a la construcción de un pueblo. En el caso boliviano, los actores movilizados en el escenario político previo al año 2005 lograron capitalizar el momento de fortaleza política, y un grupo, una parte, asumió la representación del todo de la comunidad. En consecuencia, el “evismo” ya no remitiría a un sujeto en particular, identificado como campesino o indígena, sino a un sujeto colectivo, el “pueblo boliviano”, que denuncia su exclusión del orden vigente y se arroga el derecho de ocupar la posición articuladora misma, y no simplemente una posición más entre otras. Vale destacar que, paralelamente a la construcción del pueblo, se desarrolló la creación de una nueva institucionalidad, es decir, no sólo se trató de la irrupción de sujetos que se “salieron” de su lugar social legítimo, sino que esos sujetos asumieron el protagonismo en la redefinición de los límites del orden comunitario. De este modo, la articulación populista no se erigió en contra de las instituciones, sino que se involucró en el desarrollo de un nuevo orden institucional, el cual, parafraseando a Aboy Carlés (2013), habita conflictivamente las instituciones del orden heredado. Con respecto a la creación de nuevos dispositivos institucionales, se destacaron particularmente el ya mencionado proceso de Asamblea Constituyente y la consecuente sanción de la Nueva Constitución Política del Estado. La misma no ha estado exenta de críticas ni de problemas en la concreción de varias de sus disposiciones, pero cabe enfatizar que reconoció el carácter plurinacional y comunitario del Estado boliviano; asimismo, introdujo cambios en la organización territorial del Estado mediante la inclusión de cuatro niveles de autonomía (regional, departamental, municipal e indígena-originaria); estableció la jurisdicción indígena originaria campesina; sancionó la forma de gobierno democrática intercultural (que combina la democracia participativa, representativa y comunitaria); caracterizó a la economía como plural (constituida por las formas de organización económica comunitaria, estatal, privada y social cooperativa), entre otras medidas. También se han realizado avances en la reestructuración de las instituciones de representación y participación, por medio de
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la sanción de la Ley Marco de Autonomías y Descentralización y la Ley del Régimen Electoral. En síntesis, en Bolivia fueron los mismos actores movilizados —quienes reflejaron las demandas manifiestas por medio de la resistencia cocalera y la ola de protestas 2000-2005— los que denunciaron su exclusión de la comunidad y, en nombre del daño que ésta les causaba, asumieron como una parte la representación plena del todo comunitario. Así, una parte se presentó como el todo legítimo y protagonizó la refundación comunitaria, lo que implicó profundas modificaciones en la trama estatal.
Conclusión El debate en torno a las categorías y los modos diversos de aproximación al fenómeno del populismo, en el marco de la teoría laclauniana de la hegemonía, contribuye a la comprensión del devenir de las recientes experiencias políticas de Argentina y Bolivia, al tiempo que pone de manifiesto sus especificidades dentro del campo político latinoamericano. Sobre la base de estas apreciaciones, el primer apartado de este texto se estructuró en torno al interrogante ¿de qué se habla hoy en América Latina cuando se alude al populismo? Para responder dicha pregunta, la aproximación al enfoque de Laclau (2005) permitió tomar distancia de las perspectivas esencialistas y peyorativas esbozadas para ilustrar la dinámica del populismo en la región. Por el contrario, siguiendo al mencionado autor, el artículo se focalizó en analizar al populismo a partir de tres precondiciones. En primer lugar, una frontera interna antagónica; en segunda instancia, una articulación equivalencial de demandas diversas pero comúnmente insatisfechas, y, finalmente, la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular. Estas consideraciones teóricas permitieron abordar las realidades nacionales de Argentina y Bolivia, a fin de examinar las características particulares que asume la articulación populista en ambos países. En este sentido, se observó que, a diferencia de Bolivia, en Argentina la activa movilización social en la coyuntura 2001-2002 no logró articular un discurso capaz de presentarse como una respuesta a la dislocación generalizada. En este escenario, la propuesta del
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“kirchnerismo” se erigió en un intento que logra suturar los espacios de conflicto abierto mediante el restablecimiento de la legitimidad de la democracia liberal representativa y sus mecanismos de organización y participación, contando para ello con la estructura del Partido Justicialista. Por su parte, la experiencia boliviana, a la que se hizo referencia en el tercer apartado del texto, ilustra el devenir de los movimientos campesino-indígenas en su proyección política. El MAS-IPSP emergió como un fenómeno básicamente rural y cochabambino, pero se consolidó como alternativa capaz de otorgar respuestas al ciclo de protestas 2000-2005 y de articular dichos sucesos con los 500 años de resistencia de las naciones indígenas. La reconfiguración del campo político efectuada por el “kirchnerismo” se valió del trazado de fronteras con el terrorismo de Estado de los setenta y con el neoliberalismo de los noventa, tanto en el plano de la retórica como en la implementación de políticas públicas. Dicho proceso contó con el apoyo de diversos colectivos organizados que comenzaron a tomar parte en la gestión pública. En esa línea, cabe reflexionar sobre la potencialidad de los movimientos sociales para introducir modificaciones en las dinámicas de participación y representación. En este punto cabría anotar que, si bien la trama institucional no sufrió una alteración que revista la misma magnitud que en el caso boliviano, el conjunto de leyes y políticas públicas implementadas durante el “kirchnerismo” significaron un cambio de época y la instauración de un nuevo modo de hacer política, espacio en el cual los movimientos sociales lograron reposicionarse y encontrar soluciones a sus demandas. Por su parte, la apuesta del MAS-IPSP parece mostrar avances más sólidos en lo que concierne a la incorporación de grupos históricamente excluidos y políticamente invisibilizados. En ese sentido, la construcción del pueblo boliviano, en oposición a un pasado que carecía de la presunción de igualdad, ha sido acompañada de la creación de una nueva institucionalidad. En dicho proceso, no exento de conflictos y tensiones, destaca la sanción de una nueva Constitución como elemento clave para el desarrollo de instituciones y dispositivos capaces de favorecer la inclusión. Finalmente, este artículo no ha pretendido encontrar certezas absolutas ni verdades únicas, sino que ha intentado reconstruir parte del devenir de identidades populares que cuestionaron el confinamiento de la política como actividad
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monopólica y mostraron sus posibilidades de reinvención desde los márgenes del discurso dominante. Se trata de procesos en curso que responden a prácticas articulatorias específicas en escenarios relativamente estructurados. Entre sus principales desafíos a futuro destaca el contribuir a la ampliación y profundización de los procesos de democratización en diversas dimensiones de la vida social, cultural, económica y política.
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Entrevistas 57. 58. 59.
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Entrevista a Tony Condori Cochi. Congreso del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, agosto de 2009. Entrevista a Sabino Mendoza. Café Alexander, La Paz, agosto de 2009. Entrevista colectiva a Alejandro Peña Rojas y Florencio Villarroel Orellana. Sede de la Brigada Parlamentaria de Cochabamba, Cochabamba, julio de 2009.
Populismo, Estado y movimientos sociales María Virginia Quiroga • María Florencia Pagliarone
Constituciones 60.
Nueva Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia, enero de 2009.
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María Virginia Quiroga es licenciada en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC), doctora en Estudios Sociales de América Latina de la Universidad Nacional de Córdoba y becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) (Argentina). Actualmente, Quiroga realiza tareas de docencia e investigación en la UNRC y es miembro del programa de investigación “Protesta social y organizaciones sociales. Sus repertorios y prácticas en América Latina y Argentina (SeCyT-UNRC)”. Entre sus últimas publicaciones están: Sociedad civil y Estado en América Latina y Argentina. Debates desde la historia y la ciencia política (con Celia Basconzuelo y Alicia Lodeserto). Madrid: Académica Española, 2014; y “La identidad política del MAS-IPSP en Bolivia. De tradiciones, demandas y antagonismos”. Pós, Revista Brasiliense de Pós-Graduação em Ciências Sociais 11, 2012. Correo electrónico: mvirginiaq@yahoo.com.ar María Florencia Pagliarone es licenciada en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) (Argentina) y estudiante de la maestría en Ciencia Política en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) (Ecuador). Actualmente está realizando su tesis de maestría sobre el proceso de construcción hegemónica del Movimiento Alianza País en la provincia de Manabí (Ecuador). Es miembro del programa de investigación “Protesta social y organizaciones sociales. Sus repertorios y prácticas en América Latina y Argentina (SeCyT-UNRC)”. Entre sus últimas publicaciones están: “Ciudadanía y democracia: apuntes para (re)pensar ambos conceptos en el escenario latinoamericano”. En Sociedad civil y Estado en América Latina y Argentina, eds. Celia Basconzuelo, María Victoria Quiroga y Alicia Lodeserto. Madrid: Académica Española, 2014; y “Revisitando los conceptos de lo social y de lo político: movimientos sociales, procesos de democratización y nuevas institucionalidades” (con Ana Natalucci). Revista Andina de Estudios Políticos 3 (2), 2013. Correo electrónico: mafpagliarone@gmail.com
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Populismo en América Latina: desde la teoría hacia el análisis político. Discurso, sujeto e inclusión en el caso argentino Martín Retamozo Universidad Nacional de La Plata/CONICET (Argentina)
DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.09 RECIBIDO: 2 de noviembre de 2013 APROBADO: 26 de abril de 2014 MODIFICADO: 31 de mayo de 2014 RESUMEN: Los procesos actuales han revitalizado el debate en torno al populismo en América Latina; no obstante, el estatus teórico de la categoría está lejos de ser clarificado. En este contexto, el artículo propone una contribución a la teoría política del populismo a partir de la perspectiva abierta por Ernesto Laclau, a la vez que avanza en la definición de campos funcionales al análisis político: el populismo como discurso, como construcción del sujeto político y como inclusión de lo excluido en el orden social. A partir de estos desarrollos, en la segunda parte del artículo se utilizan estos aportes para analizar el proceso político actual en Argentina, a saber, el fenómeno del kirchnerismo. PALABRAS CLAVE: populismo • discurso • sujeto político • Argentina • kirchnerismo
H Este artículo es el resultado del trabajo en el marco del área de Estudios Políticos Latinoamericanos, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (IdIHCS-UNLP/CONICET). Una versión previa de este escrito fue presentada en el XXXI Congreso de la Latin American Studies Association (LASA) en Washington, 2013.
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Populism in Latin America: From Theory to Political Analysis. Discourse, Subject and Inclusion in Argentina ABSTRACT: The current processes have reignited the debate surrounding populism in
Latin America; however, the category’s theoretical status is far from being clarified. In this context, the article suggests that populism could contribute to political theory, starting from the open perspective of Ernesto Laclau, while also drawing on the definition of functional fields in its political analysis: populism as discourse; as a construction of a political subject; and as promoting the inclusion of all that has been excluded in the social order. Starting from these developments, the second part of the article uses these contributions to analyze the current political process in Argentina, and specifically the phenomenon of kirchnerism. KEYWORDS: populism • discourse • political entity • Argentina • kirchnerism
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Populismo na América Latina: da teoria à análise política. Discurso, sujeito e inclusão no caso argentino RESUMO: Os processos atuais vêm revitalizando o debate sobre o populismo na América Latina; contudo, o status teórico da categoria está longe de ser esclarecido. Nesse contexto, este artigo propõe uma contribuição para a teoria política do populismo a partir da perspectiva aberta por Ernesto Laclau, ao mesmo tempo em que avança na definição de campos funcionais para a análise política: o populismo como discurso, como construção do sujeito político e como inclusão do excluído na ordem social. A partir desses desenvolvimentos, na segunda parte do artigo, utilizam-se essas contribuições para analisar o processo político na Argentina, isto é, o fenômeno do kirchnerismo. PALAVRAS-CHAVE: populismo • discurso • sujeito político • Argentina • kirchnerismo
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Introducción: ¿Sirve la categoría de populismo para pensar América Latina?1 Decir que el populismo como proceso y como concepto está entre nosotros no es algo novedoso, basta con abrir los principales diarios en América Latina o revisar la larga lista de libros y artículos recientes sobre el tema para constatarlo. Afirmar que el populismo es un nuevo y viejo fantasma que recorre la región es también algo repetido: su elusividad tal vez sea síntoma de una espectralidad. Sin embargo, hay algo en el orden de la urgencia política, de la obstinación histórica y de la obsesión intelectual que nos impone nuevamente discutir sobre el populismo. Y si elegimos volver sobre el tema es porque nos habita la convicción de que “populismo” puede ser una categoría analítica fundamental para comprender la dinámica sociopolítica en la región. Pero, en la actualidad, el planteo del tema no puede repetir el lamento por su polisemia ni recaer en la enésima revisión del estado del arte y pasar revista a trabajos ya clásicos sobre el tema (al respecto existen estudios lo suficientemente variados y precisos). Por el contrario —y como de un laberinto se sale por arriba—, estamos en mejores condiciones para avanzar si situamos este debate como parte de un campo de estudios que viene desarrollándose en torno a la teoría política del populismo. Desde esta perspectiva, en lo que sigue defenderemos la idea de que la teoría política contemporánea sobre el populismo, que una serie de autores han desarrollado hace un tiempo a partir de los trabajos de Ernesto Laclau (1978 y 2005), permite una verdadera superación de otros modos de abordar la cuestión. Este paradigma supera a sus rivales —en un sentido cercano al que usa Kuhn—, por cuanto ofrece respuestas a interrogantes disímiles que se han planteado sobre el populismo. Por supuesto, es necesario reparar en que esta apuesta, como todo paradigma, redefine los problemas en relación directa con los compromisos ontológicos y teóricos fundacionales. Este movimiento no resuelve per se las dificultades, pero ordena campos epistémicos y dimensiones analíticas que contribuyen a la claridad y la distinción. Una mirada a los modos de abordar la cuestión permite sostener que populismo ha sido un concepto utilizado en general por la historia, la ciencia 1 Agradezco los comentarios de Soledad Stoessel y de los dos evaluadores de Colombia Internacional que han ayudado a mejorar este artículo.
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política y la sociología en el caso latinoamericano para ilustrar distintas dimensiones de los procesos históricos, en ocasiones con una primacía en lo descriptivo y/o normativo y, en otras, con mayor sofisticación analítica. Uno de los elementos que ha convocado el concepto ha sido la presencia de liderazgos calificados como personalistas, caudillistas, autoritarios, demagógicos, que utilizan una retórica beligerante y cuyo decisionismo jaquea a las instituciones poliárquicas, y por extensión —para quienes defienden estas lecturas—, a la propia democracia. A su vez —aunque no siempre asociada a la idea de liderazgo—, la categoría populismo se asocia a decisiones que fortalecen la presencia del Estado en detrimento del mercado y una serie de políticas tendientes a transferir recursos hacia los sectores excluidos o pauperizados. Las aproximaciones también incorporaron, en ocasiones, y de diferente modo, una característica ideológica del populismo vinculada al nacionalismo y su evocación de lo popular, ya sea desde reivindicaciones étnicas, culturales, religiosas o clasistas. En algunos estudios también se identifica la presencia de un “movimiento populista” en referencia a un fenómeno en el que un liderazgo carismático incita a las masas a acciones colectivas por fuera de los canales tradicionales (los partidos políticos) a partir de una relación de representación directa que apela a la emotividad. Un tipo de liderazgo, una forma de gobierno (o régimen), una ideología y un tipo de movimiento son tópicos presentes en los estudios sobre los populismos latinoamericanos. Pero estas descripciones —algunas de ellas ciertamente ofrecen pistas analíticas— chocaron al menos con dos problemas históricos. El primero fue la aparición de “populismos” que, si bien evidenciaban rasgos de los liderazgos definidos como populistas, sustentaban políticas contrarias a las implementadas por los populismos clásicos y lo hacían desde ideologías neoliberales, como las de Carlos Menem, Alberto Fujimori, entre otros (Viguera 1993). Fue allí donde el término “neopopulismo” cobró fuerza como manera de designar a estas experiencias que reeditaron aspectos del populismo tradicional pero desafiaban otros (cfr. Vilas 2003). El segundo fue la emergencia de la nueva ola populista (Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales y Rafael Correa), que nuevamente tensionó el concepto, puesto que desde el ejercicio de liderazgos fuertes repusieron políticas de los populismos clásicos, revirtiendo así aspectos significativos del orden neoliberal. El intento de mantener
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el concepto para explicar estos procesos produjo equívocos y conceptos mínimos que a la vez se constituyeron en términos excesivamente generales para comprender procesos históricos concretos.2 En este contexto, sostenemos que los aportes de la teoría política contemporánea nos permitirán avanzar en el trabajo de producir una categoría de populismo que sirva a los fines analíticos y no meramente descriptivos (frecuentemente descalificadores) o normativos. Esto será posible si distinguimos entre el populismo como discurso político, el populismo como proceso político y el populismo como lógica política. Consideramos que esta distinción tendrá a su vez un efecto para pensar las agendas de investigación para las ciencias sociales en torno al populismo, ya que pocas veces la preocupación por el populismo se tradujo en estudios histórico-políticos capaces de aprovechar las sutiles disquisiciones teóricas. La distinción entre discurso, proceso y lógica política requerirá, a su vez, esfuerzos metodológicos específicos (que incluyen la producción de datos, el manejo de fuentes, el análisis de información empírica, la construcción de corpus, etcétera). En esta perspectiva, este artículo apunta a definir tres campos de análisis —factibles de investigación empírica— desde los cuales se puede aportar a la comprensión de los procesos políticos latinoamericanos. Nuestro argumento sobre la utilidad del concepto nos guiará a la segunda parte de este trabajo, en la que haremos algunas referencias al caso argentino en particular.
1. Una teoría política (analítica) del populismo La teoría política contemporánea inspirada en la obra de Ernesto Laclau ofrece una serie de movimientos conceptuales capaces de establecer un estatus epistemológico sólido para el populismo como categoría analítica. La lectura que ofrecemos concibe, no obstante, que en la teoría política del populismo se cruzaron dimensiones de análisis que es conveniente distinguir: por un lado, la articulación populista, la interpelación y la producción de una identidad, es decir, como lógica política, y, por otro lado, la inclusión radical, la democracia y
2 No es objeto aquí desestimar los estudios sobre el populismo pero podemos anotar que quizá la dificultad de estos esfuerzos radica en la imprecisión en los alcances epistemológicos de la categoría, donde se confunden pretensiones descriptivas, explicativas y normativas.
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la transformación del orden social, es decir, como proceso político. A estas dos debemos agregarle una tercera dimensión que sobrevuela permanentemente los estudios: aquella que hace foco en el discurso populista.3 Ahora bien, cada una de estas dimensiones requiere una atención en particular y desarrollos teóricos acordes que no siempre son comunes. Este tratamiento genera una plataforma para elaborar algunas respuestas a las preguntas persistentes sobre el populismo. El tratamiento del populismo como una lógica de la producción de sujetos políticos (el sujeto pueblo, en particular) replantea en clave contemporánea las preocupaciones tanto por el liderazgo como por la dimensión simbólica, afectiva y pasional de la política muchas veces denostada. El populismo como un mecanismo de inscripción de lo heterogéneo —como veremos— ayuda a pensar la relación entre lo instituyente y lo instituido (la amenaza a las instituciones), así como lo concerniente a la democracia y la ciudadanía. Esta doble inscripción del populismo en la teoría política contemporánea fue registrada tempranamente. Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero (1995 [1981]), en una recepción lúcida del texto publicado por Laclau en 1978, pusieron el acento precisamente en esa ambigüedad del populismo de producir una ruptura evocando elementos de lo nacional-popular, pero produciendo un reordenamiento de tipo organicista dominado por la estatalidad. En tal sentido, detectaron las dos fuerzas del populismo, como jaqueo y ruptura del statu quo (para lo que se requería incorporar la cuestión del sujeto político), y como una recomposición del orden social Estado-céntrico (los límites y los modos de la incorporación de los sectores subalternos). Más cerca en el tiempo, otros autores como Francisco Panizza (2008, 2009 y 2011), Sebastián Barros (2006a y 2006b) y Javier Balsa (2010) han reparado en esta cuestión. Así, es posible concebir que en general los estudios sobre populismo han transitado entre las dos dimensiones: la calle (el movimiento y la ruptura) y el gobierno (régimen y políticas).4 Esta atención al populismo como sujeto y proceso políticos convive
3 Existe una cuarta, ligada al populismo como categoría ontológica, de la cual podemos prescindir en este trabajo. 4 Un tercer campo de aplicación del populismo sería el liderazgo. Tanto movimientos, gobiernos (o regímenes) como liderazgos han sido cruzados con las referencias a la “ideología populista” y la cuestión del discurso.
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con una tercera referencia al discurso populista (involucrado tanto en la configuración del sujeto como en las políticas). En lo que sigue argumentaremos que es preciso distinguir la utilización del concepto para estos campos, puesto que requieren precisiones y desarrollos metodológicos particulares. Sin embargo, antes de pasar al tratamiento de esta doble inscripción, es necesario hacer algunas consideraciones sobre el discurso populista para despejar algunos equívocos.
2. Sobre el “discurso populista” La dimensión discursiva del populismo ha estado presente desde el comienzo de la reflexión misma sobre el fenómeno en América Latina. Más allá incluso del foco puesto por los teóricos clásicos en procesos estructurales que explicaban y definían al populismo como un modo de irrupción propia de un tipo de transición a la modernidad, la alusión al discurso populista se filtró en las alusiones a la intervención de un liderazgo carismático. Muchas de las concepciones actuales lo definen como un tipo de liderazgo demagógico que en el campo del poder político tiene tendencias autoritarias y decisionistas. Estas acciones del líder se respaldarían con un tipo de discurso que impugna a las élites y propone un modo de representación directa (Paramio 2006). En este lazo representativo el discurso cumple un papel fundamental, puesto que es uno de los modos en que se interpela a los seguidores, se procura legitimidad y se consiguen apoyos.5 Ahora bien, en la teoría política de Ernesto Laclau la categoría de discurso juega en dos terrenos teóricos. En el primero opera para pensar la configuración del orden social: como resultado, discurso será la “totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria. […] Llamaremos momentos a las posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas al interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elementos a toda diferencia que
5 La alusión al “pueblo” quizá sea uno de los únicos puntos compartidos por las definiciones de populismo en sus trabajos seminales. Laclau se interroga si populismo se predica de forma análoga o equívoca y concluye que si algo unifica cualquier uso de la noción de populismo es alguna referencia al elusivo concepto de pueblo. Pueblo se convierte así en un significante vacío (vaciado) que flota en la disputa por su anclaje a ciertos universos simbólicos.
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no se articula discursivamente (Laclau y Mouffe 2004, 142-143). En efecto, la categoría “discurso” no se agota en los actos de habla o escritura, sino en la articulación de elementos, y por cuanto “todo objeto se constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia” (Laclau y Mouffe 2004, 144-145), no hay lugar para una distinción entre prácticas discursivas y no-discursivas (tal como proponía Foucault). En este sentido, como afirma David Howarth (2005), estamos en presencia de una “Teoría del discurso”. Sin embargo, en el propio desarrollo paradigmático se introduce un desplazamiento que, aunque es consistente con los axiomas propuestos, reubica el lugar del discurso (como práctica de producción de sentido). Así, […] la noción de “discurso” como una totalidad significativa que trasciende la distinción entre lo lingüístico y lo extralingüístico. Como hemos visto, la imposibilidad de una totalidad cerrada desliga la conexión entre significante y significado. En ese sentido, hay una proliferación de “significantes f lotantes” en la sociedad, y la competencia política puede ser vista como intentos de las fuerzas políticas rivales de fijar parcialmente esos significantes a configuraciones significantes particulares. […] Esta fijación parcial de la relación entre significante y significado es lo que se denomina en estos trabajos “hegemonía”. (Laclau 2004, 5)
El resultado de este corrimiento es el paso desde un terreno de lo ontológico hacia lo óntico. Discurso ya no será la lógica de la producción de la sociedad (como “cemento”), sino un terreno de disputa por la hegemonía, y desde allí, una lucha por la configuración de las relaciones sociales. Esto es lo que David Howarth, Aletta Norval y Yannis Stavrakakis (2000) identificaron como la dimensión del “Análisis del discurso” vinculado a una “Teoría del discurso”. En el caso del populismo —si bien hay fragmentos en los que Laclau pareciera suponer que el populismo refiere a algo del orden de lo político y, por lo tanto, de lo constituyente de la sociedad—, ha primado una noción de discurso como articulación de elementos significativos. La teoría política del populismo, desde sus orígenes, ha reparado en su carácter discursivo.
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En “Hacia una teoría del populismo” Laclau define al populismo como “la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto a la ideología dominante” (1978, 201), mientras que en sus obras más contemporáneas lo hace apelando a la articulación equivalencial de demandas heterogéneas. La articulación de demandas,6 la pretensión de representación del pueblo y la división del espacio social en dos campos suponen operaciones discursivas. Ahora bien, podemos preguntarnos si, más que una característica del discurso populista, estas cualidades no lo son de una variedad de discursos políticos. En este plano —sostenemos—, el camino más fructífero es concebir al populismo como un tipo de intervención discursiva con las siguientes características que permiten reconocerlo tanto en la arena política de la calle como desde el poder instituido:7 i. Articulación de demandas insatisfechas o tramitación de posiciones amenazadas en una totalidad social determinada. Las demandas incluso pueden ser “creadas”, por cuanto el discurso ofrece un marco de sentido que permite visibilizar como injustas situaciones específicas, o amenazadas posiciones consideradas legítimas (Barros 2006a). Mientras que las demandas singulares son tramitadas por la lógica de los “movimientos sociales”, el populismo amalgama diferentes demandas y las subjetividades que eventualmente se construyen sobre éstas. ii. División del espacio social en dos. La influencia de la tesis schmittiana sobre la definición de lo político como la posibilidad de distinguir entre amigos y enemigos es recuperada en la teoría del populismo, no sin los problemas generados de una posible homonimia entre política y populismo (ver Arditi 2010). La producción de una frontera antagónica entre un “nosotros” (el pueblo) y un “ellos” es una característica del discurso populista. iii. La producción de ciertos significantes que estructuran parcialmente la “cadena de equivalencias” y contribuyen a la producción de sentido. Esto
6 El contenido de lo articulado ha ido variando sensiblemente en su obra, desde tradiciones populares hasta demandas, pasando por posiciones de sujeto. 7 Los criterios de demarcación y especificidad del “discurso populista”, género próximo y diferencia específica requieren ulteriores desarrollos que aquí no podemos emprender.
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supone reconocer la capacidad de ciertos significantes de adquirir un significado que sobredetermina al resto de la configuración discursiva. Esto es común a cualquier discurso; sin embargo, en el discurso populista estos significantes son condensadores de identificación interpelante en un horizonte productor de subjetividad popular. iv. Una referencia al pueblo. Si bien una gran cantidad de discursos políticos hacen esta alusión, el discurso populista explota una particular tensión al interior del concepto: la concepción de la plebs como el populus. Esto le otorga un carácter particular al populismo en su pretensión plebeya de representar a los perjudicados de la comunidad. A su vez, en esta interpelación aparece el componente de movilización (pasivo o activo). Interpelación a la plebs y representación del populus otorgan un componente inestable al discurso populista. v. Una apelación a la posesión de principios legitimantes para ordenar la comunidad, que a su vez es performativa e instituyente. El problema de la soberanía popular es reinscrito en el espacio público por el discurso populista, y esto, en ocasiones, tensiona —como ha sostenido Mouffe (2003)— al componente liberal de la democracia moderna. vi. Una promesa de redención. La promesa es otra de las características del discurso político. De Ípola (1982) adelantó la referencia al discurso redentor del populismo y Margaret Canovan (1999) lo teorizó como uno de los rostros de la democracia —junto a la dimensión pragmática—, y asoció a la primera la emergencia del populismo. La presencia de estos puntos nos ayuda a pensar el discurso populista como una especie particular del discurso político. Como fácilmente puede apreciarse, existe un conjunto de fenómenos que incluyen en su repertorio discursivo momentos populistas, en especial si nos disponemos a analizar intervenciones de líderes políticos, por lo que es mejor referirnos analíticamente a las instancias populistas de un discurso, más que buscar la pureza del discurso populista en acto. El interés en este plano está dado en todo caso en el aporte de herramientas para analizar los discursos políticos y las intervenciones populistas contenidas, sus pretensiones y campos de efectos posibles. Además, y esto es más significativo a los fines de este trabajo, el discurso se transformará
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en un espacio clave para comprender dimensiones del proceso político a las que haremos alusión en las siguientes secciones.8 Esta definición permite identificar el campo de estudios del discurso político y las configuraciones discursivas específicas que operaron en los “populismos reales”. Esta opción nos ofrece un objeto más definido en su delimitación para el análisis del discurso, en el que pueden indagarse las operaciones de vínculo entre significante y significado, la historicidad del discurso, sus soportes, sus modos de enunciación, sus condiciones de producción, lenguajes, y sus dispositivos. Sin embargo, “nada” se podrá decir sobre los alcances y efectos que en una formación social dada tenga un discurso. Esto requiere analizar también el proceso de recepción/reconocimiento y el efecto de interpelación o, más precisamente, examinar el “campo de efectos posibles”, al decir de Sigal y Verón (2003). Con lo anterior obtenemos una agenda de investigación en torno al discurso político en la que el populismo será una modalidad, y no necesariamente una estrategia —lo que haría pensar en una decisión racional y un cálculo—, un tipo de intervención discursiva. A su vez, esto no reduce el discurso a una serie de actos de habla o escritura, sino que lo inscribe en una noción más abarcadora como “práctica que produce sentido”, en donde imágenes, símbolos, gestos y políticas tienen efectos semióticos que producen y estructuran materialidades. En este campo, la teoría sobre el populismo permite definir una agenda en torno a los discursos políticos que intervienen en la disputa por la hegemonía. No se trata de un análisis de las palabras, sino de la producción discursiva de la sociedad. El análisis de los discursos políticos aporta a la comprensión de procesos, al igual que colabora en la construcción de una
8 Teniendo esta definición analítica, preferimos hablar de elementos populistas de un discurso político que constituyen una configuración discursiva populista cuando estos elementos sobredeterminan otros. En esta configuración discursiva coexisten elementos lingüísticos y no lingüísticos; se invisten significantes nodales (la figura del líder, entre ellos), y se busca producir efectos sobre el campo político (adhesión pasiva o movilización). El estudio de los discursos populistas (o los momentos populistas de los discursos) también ayuda a indagar sobre los mecanismos en que se instituyen significantes nodales y —algo sugerente— el nombre del líder como superficie. Esto conlleva un desafío adicional en el caso que nos interesa —detectado tempranamente por De Ípola (1982) y desarrollado por Arditi (2010)—, referido a que el líder no sólo es significante sino que también habla (significa), y como tal, tiene un lugar particular en la enunciación. La crítica de Zizek al populismo es sensible a este respecto (2006).
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cantidad significativa de objetos de investigación. La comprensión de los procesos histórico-político requiere una comprensión de esta dimensión discursiva, por cuanto, como afirman Sigal y Verón, […] la acción política no es comprensible por fuera del orden simbólico que la genera, y del universo imaginario que ella misma engendra dentro de un campo determinado de relaciones sociales. Ahora bien, el único camino para acceder a los mecanismos imaginarios y simbólicos asociados al sentido de la acción es, el análisis de los discursos sociales. (2003, 15)
Sobre esto nos ocuparemos en lo que sigue.
3. El populismo como lógica de construcción de sujetos Entre los equívocos originados por las múltiples referencias del populismo encontramos aquel proveniente de intentar definirlo como un movimiento. En tal sentido, populismo asume un carácter descriptivo sobre un actor colectivo que se vincula de forma directa a un líder. En consecuencia, el concepto se desplaza y tensiona entre la referencia a un movimiento y un modo de ejercicio de liderazgo que tiene como referente a las masas identificadas como pueblo, movilizadas mediante acciones colectivas extrainstitucionales o en actos eleccionarios o plebiscitarios. De alguna manera, esta situación fue el punto de partida en la búsqueda de una concepción del populismo que ubicará la categoría en una función analítica. Los trabajos pioneros de Ernesto Laclau (1978) intentaron plantear el problema de la conformación de los sujetos políticos necesarios para el cambio social en América Latina. Esta construcción de la categoría populismo para pensar los modos de configuración de los sujetos políticos —y el sujeto pueblo en particular— tocó un conjunto de dimensiones que no siempre fueron abordadas con la precisión que requieren: la cuestión de la ideología y el discurso, por ejemplo, fueron temas centrales de los primeros estudios en diálogo con perspectivas marxistas. La relación con la clase como agente histórico fue otro de los capítulos destacados, mientras que el vínculo entre populismo y socialismo adquirió un lugar relevante
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en las polémicas iniciadas bajo la influencia de los movimientos de liberación en América Latina, y aún vigentes en la discusión sobre el socialismo del siglo XXI. La incorporación de nuevas perspectivas de investigación en el marco de una de las crisis del pensamiento marxista hacia finales de los años setenta y principios de los ochenta posibilitó la conformación de una nueva agenda de investigación y reflexión. Así, aparecieron preocupaciones sobre los modos de identificación, la producción de subjetividades populares, identidades colectivas e investiduras afectivas, en el marco de una teoría del discurso más consolidada como paradigma. La noción de discurso, significantes vacíos y flotantes y el espacio para la disputa por el significado que habían sido desarrollados en el marco de una teoría de la hegemonía pasaron a ser herramientas analíticas para la teoría del populismo, cuestión que generó ciertas dificultades (Arditi 2010; Barros 2009; Aboy Carlés 2005). En esta perspectiva, la teoría contemporánea del populismo ofrece una contribución fundamental al problema de la conformación de los agentes políticos. Antes de considerar al populismo como un movimiento o como un régimen político, Laclau prefiere pensarlo, en un sentido, como una lógica política involucrada en la conformación de las identidades políticas. Es posible hablar de movimientos populistas, no por la orientación ideológica de los mismos, sino por la lógica de articulación de esos contenidos. En rigor, de lo que se trata es de conceptualizar ciertas experiencias políticas contemporáneas a partir de la indagación sobre las lógicas de constitución de las identidades involucradas.9 Esto nos obliga a una precisión: por populismo —en este sentido— entendemos una lógica de producción de sujetos políticos (en el horizonte, el sujeto pueblo) en la cual interviene el discurso populista tal como lo definimos en la sección anterior.10 Precisar el modo y los alcances de 9 En un trabajo reciente, Aboy Carlés (2013) propone conceptualizar tres tipos de identidades populares: las totales, las parciales y las con pretensión hegemónica; el populismo estaría ligado a esta tercera. 10 Encontramos sobrados casos de discursos populistas sin sujeto pueblo encarnado. No obstante, no puede haber sujeto pueblo sin discurso populista. De este modo, podemos repensar dos características endilgadas al populismo: por un lado, retórica y demagogia, y, por otro, movilización y participación directa de los ciudadanos. En efecto, la importancia del discurso aquí llamado populista y sus consecuencias en la democracia de masas, cuando no generan participación sino delegación, han sido estudiadas por la ciencia política.
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la intervención del discurso populista y su relación con la conformación del sujeto es uno de los desafíos teóricos pendientes. La teoría del populismo asume, como es sabido, a la demanda social como unidad mínima de análisis. Las demandas elaboradas pueden ser atendidas desde el sistema político o negadas. En el primer caso estamos en presencia de la lógica de la diferencia que posibilita que las demandas sean tratadas en su especificidad. Por otro lado, si la demanda es negada por parte del sistema y queda insatisfecha, se expande el horizonte de posibilidades de que entre en contacto con otras demandas igualmente negadas por el sistema a partir de una lógica de la equivalencia. La disposición de un conjunto de distintas demandas negadas por el orden social vigente es una condición necesaria pero no suficiente para una articulación populista. Para Laclau, esta situación debe ser completada con un movimiento doble simultáneo. Por un lado, la producción de una frontera antagónica que ubique a las demandas insatisfechas —y a los grupos demandantes en relación con una alteridad—, y, por otro lado, un discurso estable que produzca una subjetividad popular —aquí, el discurso será el vehículo de intervención—. Esto conduce claramente al problema de la representación, que no es otro que el de la hegemonía; citemos al autor: [L]a representación sólo es posible si una demanda particular, sin abandonar completamente su propia particularidad, comienza a funcionar además como un significante que representa la cadena como totalidad […] este proceso mediante el cual una demanda particular comienza a representar una cadena equivalencial inconmensurable con sí misma es por supuesto lo que hemos denominado hegemonía. (Laclau 2009, 59)
Ahora bien, este funcionamiento hegemónico de una demanda particular que se universaliza puede ser muy útil para comprender algunos procesos políticos. Pero sucede que los procesos referenciados como populistas proponen universales que no responden específicamente al movimiento de una demanda universalizada, sino la irrupción de un significante investido que —incluso— produce demandas a la vez que ofrece su tramitación. De algún modo, éste es el caso de los nombres de los líderes que difícilmente pueden concebirse como una demanda universalizada, aunque sí como un significante que se vacía y convierte
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en referencia de identificaciones heterogéneas produciendo cierta unidad. Esto es consecuente con la aseveración de que el populismo no es la expresión de una identidad popular, sino la lógica mediante la cual una identidad se constituye. Dicho en otros términos, es el populismo el que produce mediante un discurso la identidad popular, aunque encuentre legitimación en asumirse como el representante del campo popular, postulando y a la vez configurando su unidad. En las Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo (2000), Laclau avanza sustantivamente en una teoría del sujeto y esboza algunas dimensiones que serán claves para pensar la conformación del sujeto: antagonismo, decisión, mito e imaginario. La conformación del sujeto pueblo depende de esta producción de un antagonismo que a su vez reinscribe un campo común para el “nosotros”. Esto ha sido denunciado por las posibles consecuencias autoritarias, y, por supuesto, ésta es claramente una de las posibilidades. En todo caso, los alcances de su concreción dependerán del tipo de construcción del sujeto (los contenidos articulados, los procesos, la historicidad y los cierres ideológicos), así como del régimen político en el que se inscribe. Esto habilita la hipótesis para los procesos “populistas” actuales en los que encontramos desplazamientos del antagonismo discursivo hacia un agonismo pragmático en el régimen político (Mouffe 2003). Como afirma Aboy Carlés (2013), los populismos han convivido con una alta dosis de pluralismo y se han sometido a elecciones avaladas por organismos internacionales veedores. No obstante, en la conformación del sujeto es necesario concebir esta frontera antagónica producida discursivamente mediante una serie de prácticas que generan sentido.11 A su vez, las dimensiones decisional y mítica son claves. La primera se liga a la acción política (el discurso como intervención y la movilización): el momento de la subjetividad antes del sujeto. Rastrear los modos en que una decisión cobra cuerpo empíricamente es un desafío metodológico y —como hemos sostenido en otra parte— nos induce a profundizar en la noción de subjetividad colectiva (Retamozo 2011a).
11 El estatus del antagonismo ha sido objeto de arduas polémicas, en especial luego de la crítica de Zizek a Laclau desde una mirada teórica inspirada en el psicoanálisis lacaniano.
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La función del mito como suplemento y la producción de un imaginario son centrales en la comprensión de las identidades políticas no sólo porque hablan de la historicidad de la práctica performativa, sino también porque constituyen un horizonte sedimentado para las nuevas prácticas. Las reconfiguraciones identitarias luego de la expansión de experiencias políticas populistas tienen necesariamente que lidiar con este entramado simbólico (como veremos, es el caso el kirchnerismo como mito y del peronismo como imaginario12). La superficie de inscripción producida por el mito obliga a replantear la relación entre universalidad y particularidad. La teoría de Laclau en La razón populista (2005) concibe que es un particular (una demanda) lo que se universaliza (“la articulación vertical de demandas equivalentes”). Sin embargo, la función del mito como irrupción del universal puede plantear esta relación de otro modo. Así, es cierto que son determinados significantes los que estructuran el campo simbólico que es capaz de ser superficie de inscripción e identificación, pero no necesariamente éstos tienen que provenir de la universalización de demandas. En efecto, puede pensarse que la relación entre universalidad y particularidad no se logra mediante la universalización de un particular, sino a partir de la interpelación desde el universal hacia los particularismos; de lo contrario, como ya lo señaló Arditi (2007), la lógica para pensar la contingencia sería en sí necesaria. Así, también recuperamos una noción de imaginario con inspiración en el modelo lacaniano del Estadio del espejo, en donde no es la relación horizontal la que produce la articulación, sino la presencia de ese objeto que devuelve una estructura suturada. La presencia de un discurso populista y la conformación de un sujeto no pueden ligarse sin la mediación de la interpelación, es decir, sin explicar por qué determinada intervención logra ciertos efectos en un campo de efectos posibles. Eliseo Verón (2004) acierta cuando estipula la necesidad de reparar en las condiciones de reconocimiento de los discursos sociales (otros discursos) que producen ciertos sentidos. Lógicamente, aquí tenemos una agenda de investigación que no se ha explorado en la vasta literatura sobre populismo: el modo en que colectivos interpelados generan identificaciones mediadas por sentidos en proceso de construcción de subjetividades sociales.
12 La distinción entre mito e imaginario como dimensiones del sujeto es trabajada por Laclau (2000).
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En este proceso entra a jugar la cuestión del afecto. Nuevamente, se trata de teorizar una de las intuiciones frente a los fenómenos populistas: el lugar de las pasiones y la irracionalidad en la política. Dice Laclau: “El afecto no es algo que exista por sí solo, independientemente del lenguaje” (2005, 243), y “no hay populismo posible sin una investidura afectiva de un objeto parcial” (2005, 149). El modo de interpelar requiere fuerza y nos recuerda que las demandas son modos de significación de la falta. En efecto, lo que hay que explorar son las situaciones que producen la falta y, fundamentalmente, los modos de significación (donde el deseo es una clave13). Bástenos con recordar que esa falta es puesta en discurso para dar sentido a la situación y originar la demanda (o un sentido que la bloquee). Así, la demanda —como el daño— es una producción a partir de la identificación de una situación particular como injusta, en la que intervienen significados que pueden provenir de una matriz igualitaria pero también de una concepción meritocrática. En esta dirección, Aibar propone “entender el daño como una sensación, un sentimiento o una vivencia que experimenta alguien (sujeto o grupo) que considera que no es reconocido en su ser. Desconocimiento que no implica necesariamente no ser visualizado, sino, más bien, ser percibido a partir de algo con lo que no se desea ser identificado” (2007, 19). El campo de investigación centrado en los procesos de elaboración de las demandas adquiere una relevancia considerable. En los estudios sobre populismo es frecuente encontrar referencias a la acumulación de descontento o frustraciones sociales, pero difícilmente se analizan los modos en que se constituyen las posiciones —demandas— que luego son articuladas en la configuración del sujeto pueblo y en la intervención del discurso populista. El lugar de la representación de ese malestar es fundamental en la teoría del populismo; allí, la investidura de un significante adquiere centralidad y nos conduce a la figura del líder (y su nombre) que funciona como mecanismo de sutura, pero, a diferencia de otros símbolos, “el líder habla”, como dice Arditi: “El líder es un significante vacío pero también una persona” (2010, 490). De esta forma, se incorpora en nuestra agenda la cuestión del líder y su discurso, en un registro distinto de aquel que lo reduce a una intervención caudillista o personalista con pretensión manipuladora, y lo inserta en la pregunta por la conformación de los sujetos de la política, capaces de acción y disputa por el orden social. 13 Sobre este aspecto hemos avanzado en otro lugar. Sobre la triple inscripción de la demanda, ver Retamozo (2009).
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4. El populismo como forma de inclusión radical La consideración del populismo como un proceso de inclusión radical es posible encontrarla en los estudios pioneros sobre el populismo latinoamericano. La siempre problemática utilización del concepto populismo encontró en los estudios clásicos de Germani y Di Tella (1973) una perspectiva funcionalista para denominar el tumultuoso proceso histórico de inclusión de las masas en la modernidad capitalista periférica. Más allá de las oportunas críticas a esta perspectiva, no deja de ser un síntoma sobre el problema de la inclusión de sectores dañados en el orden de la comunidad. En este sentido, Sebastián Barros propone “entender el populismo como una forma específica de prácticas políticas radicalmente inclusivas, cuya radicalidad les permite posteriormente marcar de forma decisiva articulaciones políticas posteriores (de aquí la idea de espectralidad). Esa radicalidad explicaría también la dificultad del populismo para lograr estabilidad institucional” (2006b, 146).14 En un horizonte similar, podemos interpretar la referencia de Canovan (1999) a la cara redentora del populismo y la alusión de Francisco Panizza a los “populismos inclusivos” (2011). Y en otro registro —desde la Filosofía de la Liberación—, Enrique Dussel (2007) propone partir de los oprimidos y excluidos del sistema social como lugar de potencia (político-crítica). Esto instala otra agenda de investigaciones en torno a la pregunta por las exclusiones del orden y las inclusiones —tumultuosas y plebeyas— del populismo a las que ya había hecho alusión Germani. Nos enfrentamos desde otro lugar al problema irresuelto e irresoluble de la inestabilidad entre lo instituyente y lo instituido, entre lo político y la política. El populismo produce la apertura del orden sin garantías normativas que limita sus cierres más allá de los contenidos ónticos que articula, los cuales son históricos, contingentes y heterogéneos. Esto le otorga una potencialidad democrático-igualitaria al populismo como una vía de aplicación de
14 Analíticamente, podemos distinguir la inclusión de lo excluido en el registro simbólico (como parte el sujeto político) y la inclusión a partir de ciertas políticas que restituyen, crean o actualizan derechos.
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políticas distributivas en el horizonte de la justicia social; por supuesto, estas inclusiones podrían lógicamente darse por fuera de procesos democráticos liberales, pero históricamente las inclusiones generaron campos de acción histórica para nuevos o renovados actores (sindicatos, mujeres, indígenas). Esta inclusión radical puede pensarse desde Dussel (2007), por cuanto ciertas víctimas del sistema reingresan al orden a partir de potenciar su negatividad como crítica de lo vigente. Javier Burdman (2009), a partir de su estudio sobre el peronismo, distingue la inclusión de lo heterogéneo —mediante leyes sociales previas a 1945— y la “irrupción radical como elaboración mitológica”, que tiene un efecto político de interpelación y un impacto en las formaciones identitarias. Sin embargo, aclara Burdman, difícilmente puede pensarse la elaboración del mito sin el proceso de inclusión de lo heterogéneo, que no obstante no se dio —en el caso del peronismo— luego de una ruptura populista, sino mediante una compleja gramática de lógicas políticas institucionales, corporativas y universales que configuraron la nueva estatalidad. El populismo como proceso, entonces, reconoce dos instancias diferentes, aunque pueden ocurrir simultáneamente: inclusión e irrupción. La inclusión habilita un campo de investigación sobre las experiencias populistas y las transformaciones en las condiciones en que se producen y reproducen la vida y la sociedad, pero también —y otra vez el discurso es vehículo—, en los modos de poner en sentido esas inclusiones —tanto materiales como simbólicas—. Como la gran mayoría de los estudios argumenta, las condiciones de posibilidad del populismo están dadas por un conjunto de exclusiones producidas por el orden social. En consecuencia, el populismo ofrece una reconfiguración del ordenamiento y lo hace, en ocasiones, asumiendo un momento reinstituyente ligado a lo político, y no ya a la política. A su vez, la irrupción provoca un corrimiento de los lugares, una “desidentificación”, al decir de Rancière (1996, 53).
5. Kirchnerismo y populismo Lo expuesto en las secciones precedentes no pretende agotar la discusión, sino ordenarla en campos que requieren desarrollos concomitantes con trabajos de investigación. El uso crítico de la teoría (Zemelman 1992)
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nos alerta sobre la necesidad de construir configuraciones teóricas capaces de recorrer la espiral “concreto-abstracto-concreto”, con el objeto de analizar los procesos políticos (Marx 1971; Dussel 1985; De la Garza 1988). De allí, la opción de utilizar las herramientas analíticas esbozadas en las secciones precedentes para la indagación del kirchnerismo en Argentina, uno de los casos de retorno del populismo en América Latina. Un conjunto de trabajos se ha focalizado en el estudio del discurso kirchnerista y su dimensión populista, en estrecha relación, o diálogo, con la teoría de Ernesto Laclau15 (Aboy Carlés 2005; Barros, 2006a; Biglieri y Perelló 2007; Muñoz y Retamozo 2008; Montero 2009 y 2012; Patrouilleau 2010; De Grandis y Patrouilleau 2010). Algunos de estos trabajos operan un desplazamiento del discurso (como toda práctica que produce sentido) al texto (fundamentalmente las intervenciones públicas de Néstor Kirchner y Cristina Fernández), pero sus aportes radican en la recuperación del discurso como performativo del sujeto y el análisis de los procedimientos, la retórica, los significantes y mecanismos de interpelación del discurso kirchnerista. El salto se produce cuando desde el discurso populista, y su capacidad de interpelar tradiciones sedimentadas y reactivar imaginarios y nuevos mitos (entre ellos, el de Néstor Kirchner), se pasa al populismo como gramática de articulación de demandas. Esto obedece tanto a la doble inscripción del populismo al que hicimos referencia como a la dificultad de hacer investigación política con métodos cualitativos en un tránsito desde la Teoría del discurso al Análisis del discurso, donde el estatus mismo de la categoría “discurso”, como hemos dicho, difiere (Howarth 2005). En efecto, analizar la morfología, los tropos, las iteraciones, las operaciones discursivas, las polifonías, los significantes y los contextos de enunciación nos da un conocimiento bastante acabado del “discurso kirchnerista”, incluso de dimensiones consideradas como típicamente populistas a las que hicimos referencia: la división del espacio social en dos campos, la referencia al pueblo y al ellos, oligarquía.
15 La participación de Laclau en el espacio “Carta Abierta”, que vertebra a intelectuales que valoran positivamente el kirchnerismo, ha sido objeto de señalamientos por intelectuales y medios de comunicación opositores. Así como la supuesta influencia que el teórico argentino tiene en la manera en que referentes del kirchnerismo conciben la política.
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El análisis del discurso se constituye en una instancia sumamente relevante para los estudios políticos contemporáneos del populismo porque puede indagar tanto la escenificación de colectivos que están movilizados por fuera de las estructuras gubernamentales como las dinámicas discursivas sustentadas en momentos de gobierno. En los casos de los populismos en el gobierno, esto no implica invisibilizar su acción en el campo de lo social, sino la necesidad de articularla con el análisis también del lugar que el discurso ocupa en el proceso de toma de decisiones legítimas y vinculantes por ejercicios del poder público. En consecuencia —y esto es central en el caso argentino—, es imperiosa la construcción de un enfoque articulador en el que ingresen tanto los discursos (ampliado desde el análisis de las intervenciones presidenciales hacia el dispositivo productor de sentido que es polifónico) como la producción de políticas que requieren sentido, lo producen y afectan las condiciones de reconocimiento. La teoría del populismo, tal como hemos expuesto, aborda estas cuestiones. Para comprender el kirchnerismo es insoslayable destacar la elaboración de un discurso que domeñó la crisis16 en el registro del “sueño” (“vengo a proponerles un sueño” fue un lugar común en el discurso de asunción de Kirchner17), y propuso una articulación de promesa de inclusión social a partir de la reposición del Estado como mito reparador y en un horizonte de restitución del lazo representativo. La producción retórica demostró tener sus efectos políticos en la producción de lo que Isidoro Cheresky (2004) llamó un electorado poselectoral. Ahora bien, comprender la razón del resultado de la intervención discursiva es imposible sin indagar los modos particulares de reconocimiento del discurso y las subjetividades que lo produjeron. El discurso kirchnerista evidenció, desde un principio, un doble registro de interpelación. Por un lado, tuvo como destinatario al colectivo “ciudadanía” inscrito en la lógica de la opinión pública. La referencia a la ciudadanía, con su alto nivel de formalidad y abstracción, produce interpelaciones de opinión, con cierto margen para la identificación débil. Las
16 Algunas de las ideas que siguen las hemos desarrollado en Retamozo (2011b). 17 Este fragmento fue utilizado en un espacio televisivo en el que participaron actores, músicos y referentes del campo de los derechos humanos. Consultar: https://www.youtube.com/ watch?v=JbiYBW9IotY
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promesas allí dirigidas tuvieron que ver con garantizar la gobernabilidad, restablecer el lazo representativo y encarar reformas institucionales que subsanen aquellas percibidas como corrompidas. Este proceso de interpelación se encuentra más intensamente (e invisiblemente) mediatizado y se dirigió hacia la heterogénea opinión pública que contenía desde críticas profundas al sistema de representación hasta preferencias represivas de restitución de la “normalidad” social. El interlocutor y destinatario de la interpelación en este nivel se ubica así en el plano de la ciudadanía, equiparado al pueblo como populus, es decir, como totalidad, y no como pretensión de universalizar una parte de la comunidad (Dagatti 2012). Incluso, la presencia de esta marca es aún más notable si nos centramos en el discurso de Cristina Fernández de Kirchner, donde los elementos asociados a un intento de representación plena de la comunidad son condensados en la repetición de la referencia a “La presidenta de todos los argentinos” en sus presentaciones en Cadena Nacional, así como sus apelaciones a “la presidenta de los cuarenta millones de argentinos”, “los que me quieren y los que no me quieren, ¡de todos!”. Pero por otro lado, el discurso kirchnerista interpeló a colectivos que protagonizaron movimientos de protesta en la sociedad argentina en la década de los noventa, especialmente a partir de reponer sentidos nacional-populares18 presentes en muchas de las identidades colectivas de los sujetos de la acción. Lo nacional-popular reactivó las identidades sedimentadas en el peronismo —tanto dentro de la estructura del Partido Justicialista (PJ) como en el campo sindical, Confederación General del Trabajo— y las puso en relación con el proyecto de gobierno. También interpeló a aquellos que, provenientes de la experiencia peronista, durante los años noventa desarrollaron actividades por fuera de las estructuras partidarias del PJ, en sindicatos que conformaron la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA)
18 La relación entre lo nacional-popular y el populismo ha sido objeto de arduos debates, exacerbados en las interpretaciones del peronismo. No podemos abordar los alcances de este imaginario político. Nos basta reconocer la apelación al pueblo como sujeto de la historia, la reposición del Estado como garante de los derechos sociales, el reconocimiento de la legitimidad de la cultura plebeya.
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(Armelino 2012; Gusmerotti 2012) y organizaciones de desocupados como el Movimiento de Trabajadores Desocupados Evita (Schuttenberg 2014) y la Federación de Tierra y Vivienda (Manzano 2004; Freytes y Cross 2007; Quirós 2008). Pero además, los sentidos nacional-populares presentados por el kirchnerismo interpelaron a organizaciones que no provenían del peronismo, tales como las Madres de Plaza de Mayo (en sus dos líneas) y Abuelas de Plaza de Mayo, entre otros movimientos sociales que emergieron al calor de las resistencias al neoliberalismo. Este proceso se constituyó vía la reivindicación de la generación de los años setenta (Montero 2012) y una particular —y, en cierto modo, novedosa— referencia a la defensa de los derechos humanos (Barros 2009 y 2012). La interpelación a estas organizaciones se realizó desde una intervención discursiva populista —tal como la hemos definido— que se articuló con la primera estrategia de enunciación orientada hacia la ciudadanía mediatizada en pos de restablecer el lazo representativo resquebrajado hacia 2001. Las huellas de la partición del campo político entre un “nosotros-pueblo” y un “ellos-poder” que surgió como consecuencia de la acción política hacia el año 2001 y la consecuente crisis de representación (en el marco de una crisis orgánica, en el sentido gramsciano) fueron parte del escenario en el que el incipiente kirchnerismo actuó y del cual fue resultado. En este contexto se produjo un discurso que rompió equivalencias preexistentes que identificaban gobierno con corrupción, impunidad, neoliberalismo, etcétera, y lo situó como representante legítimo de los perjudicados bajo el orden neoliberal en sus distintas temporalidades. De este modo, este discurso ubicó al gobierno en el mismo campo que los movimientos sociales y estableció unos enemigos comunes: el neoliberalismo, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la dictadura cívico-militar, las empresas privatizadas, la clase política corrupta, la justicia ineficiente, las diferentes corporaciones, entre otros. En este aspecto, Kirchner —el discurso kirchnerista— se valió de los dos sentidos de “pueblo”. Mientras que en un significado pueblo se equipara con populus y “ciudadanía” —y así, la democracia implica una promesa de plenitud, estabilidad y gobernabilidad, “un país normal”, como le gustaba repetir al expresidente Kirchner—, el otro significado de pueblo se equipara a plebs, de modo tal que se recupera la tradición plebeya del peronismo y se interpela a organizaciones
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en una lucha contra los sectores dominantes, reaccionarios y de derecha condensados en la oligarquía.19 La producción de un nuevo campo popular necesitó de una serie de operaciones retóricas que suturaron los elementos arrojados en 2001 (Muñoz y Retamozo 2008). A su vez, una inclusión en los elencos de gobierno de referentes de los movimientos sociales plasmó en el derecho, así como en las políticas públicas, tanto demandas movilizadas como otras producidas por el propio Gobierno, o sin una demanda de colectivos movilizados, tales como las moratorias previsionales o los planes educativos del tipo Conectar Igualdad, e incluso la Asignación Universal por Hijo. El nuevo discurso populista estatal-nacional-popular reinscribió los significados de las luchas por la inclusión y articuló sobre/con ellos su hegemonía. Para ello, articuló una lógica populista en configuración con otras lógicas políticas (institucionales, corporativas, etcétera). El análisis de la dimensión populista del discurso kirchnerista requiere incluir instancias que exceden a los discursos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, y que componen lo que Beatriz Sarlo denominó el “dispositivo cultural kirchnerista” (2011), es decir, prácticas que producen sentido (discursos) y que provienen de otros enunciadores y otros soportes, en un concierto polifónico que produce una regularidad en la dispersión. Los pronunciamientos y las acciones de las organizaciones políticas kirchneristas, los grupos de intelectuales afines, los artistas y trabajadores de la cultura, experiencias autogestionadas (en Facebook, Twitter y blogs),
19 Los enemigos elegidos por el kirchnerismo también lo reubicaron en el “campo popular” (Biglieri y Perelló 2007). A su inicial enfrentamiento con el FMI, las empresas de servicios públicos privatizadas, los “especuladores”, los defensores de la dictadura militar y la Corte Suprema de Justicia “noventista” se fueron sumando grupos monopólicos en el manejo de medios de comunicación (el Grupo Clarín frente a la Ley de Medios); la jerarquía de la Iglesia católica (que enfrentó las políticas de educación sexual y la propuesta del Matrimonio Igualitario) (Biglieri 2013), y la Sociedad Rural Argentina y organizaciones rurales aliadas (ante el intento gubernamental de aumentar las retenciones a la exportación de ciertos productos) pusieron a los actores de la clásica “oligarquía” en la vereda de enfrente al kirchnerismo, lo que produjo efectos en el campo de acción política. Es allí donde se presentan el discurso populista y elementos de configuración del sujeto pueblo en un proceso imbricado por la representación de la totalidad (Aronskind y Vommaro 2010).
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se ocupan de reposicionar sentidos y establecer escenarios en los que luego el discurso, las imágenes y las políticas cobran un sentido particular como resultado de las detenciones parciales del infinito juego especular. Esto a su vez nos ofrece una clave para indagar la constitución del sujeto político del kirchnerismo y su proceso de construcción identitaria con las herramientas de la teoría del populismo. Dos aspectos quisiéramos señalar aquí. El primero es la heterogeneidad de fuerzas sociales que inscriben o construyen su experiencia en el kirchnerismo. Esto cuestiona dos hipótesis de los textos sobre populismo. Por un lado, refuta la ausencia de mediaciones organizacionales e institucionales entre el líder y el movimiento. El kirchnerismo, por el contrario, articula una pluralidad de formas organizativas (ateneos, centros culturales, agrupaciones estudiantiles, corrientes sindicales, partidarias, movimientos sociales) que han surgido como espacios de reagrupamiento de experiencias previas o de nuevos intentos organizativos. Algunos promovidos “desde arriba” y otros bajo una lógica rizomática o viral por medio de redes sociales.20 Por otro lado, tensiona la hipótesis que argumenta la pretendida concepción de pueblo-uno y homogéneo, en un doble sentido. Por un lado, porque la misma plebs reconoce una multiplicidad de “victimas dañadas”, para decirlo con Enrique Dussel (2007), que procesaron sus reivindicaciones y luchas desde distintas tradiciones políticas en un horizonte de liberación, justicia e integración latinoamericana. Es decir, es una plebe heterogénea unida por una narración de experiencias políticas y una comunidad de destino en ejercicio de la soberanía. Por otro lado, porque la referencia al pueblo como comunidad, como populus, tensiona la noción de plebs; por lo tanto, no puede concebirse al pueblo como uno, sino que se admite la pluralidad, que en un contexto democrático apela a las elecciones para definir la representación en ejercicio de su soberanía.21
20 Como el Movimiento peronista bloguero (http://mpb1945.blogspot.com.ar) y la conformación de “Unidades Básicas Virtuales” como adaptación de la estructura de organización del peronismo en versión 2.0. 21 Esto, en efecto, posee elementos de lo que O´Donnell (1994) identificó como democracia delegativa.
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El segundo aspecto por resaltar es cierta paradoja entre la gran capacidad de movilización y participación política de la sociedad civil (movimientos sociales) y los altos grados de delegación sobre la toma de decisiones políticas. El modo de las transacciones políticas entre bases organizadas y gobierno es digno de estudio. Existe también aquí una hipótesis sociológica que el kirchnerismo desafía, y es quién incita a la idea de “cooptación”. No sólo la palabra cooptación es erróneamente utilizada desde el punto de vista semántico, 22 sino que —asociada a la captación espuria de voluntades— invisibiliza las maneras en que diferentes colectivos existentes (muchos de ellos protagonistas de años de luchas y protestas sociales) se han relacionado con el kirchnerismo, incluso asumiendo esta identidad. Algunos autores como Pérez y Natalucci (2010 y 2012) han propuesto en este horizonte pensar la experiencia kirchnerista desde el movimientismo como gramática política. En definitiva, de lo que se trata es de indagar los modos de configuración del sujeto del kirchnerismo y sus procesos identitarios, para lo cual la referencia al peronismo como imaginario es ineludible, pero también a sentidos de lo nacional-popular que exceden al peronismo y elementos de la tradición democrática, cuyo último exponente fue el primer Alfonsín. Sobre este trasfondo es que opera la intervención del kirchnerismo, la producción de sentido en un relato que es reconocido y tiene efectos identitarios (Ricoeur 1995) y que produce una experiencia. Narración que, sobre las herencias peronistas, nacionales, populares y democráticas, comienza a elaborar mitos propios y temporalidades inherentes (Montero y Vincent 2013); experiencia que articula la historicidad de sujeto: pasado (memoria), presente (acción) y futuro (proyecto). La producción de un discurso político con una dimensión populista se conjugó con la otra dimensión del populismo: la inclusión mediante políticas que afectaron en diferentes dimensiones al orden instituido (la estructuración de relaciones sociales y sus regulaciones), las cuales no pueden disociarse de los sentidos que legitiman las políticas ni de aquellos que producen en diferentes sectores sociales (a partir de la inscripción subjetiva). A su vez, estas intervenciones 22 Según la RAE, Cooptar significa “1. tr. Llenar las vacantes que se producen en el seno de una corporación mediante el voto de los integrantes de ella”.
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trastocan condiciones materiales de reconocimiento que, aunque no determinan el resultado, sí establecen condiciones de posibilidad. Esto nos lleva a tratar el problema de los modos de inclusión del kirchnerismo y la cuestión de su “radicalidad”. La misma idea de inclusión es una constante discursiva para referir al período abierto en 2003 como “crecimiento con inclusión”, en el marco de un “proyecto nacional, popular y democrático”. Ahora bien, las inclusiones del kirchnerismo se dieron desde una lógica diferencial y sin momento de ruptura (o irrupción).23 Diferentes sectores movilizados encontraron en las políticas públicas o en modificaciones institucionales formas y espacios de inclusión. Los colectivos movilizados y protagonistas de luchas sociales en la década de los noventa, tales como desocupados, fábricas recuperadas, y los organismos de derechos humanos, son muestra de ello, pero también sectores vulnerables en los que el Gobierno enfocó políticas públicas como niños, jóvenes y ancianos. La situación de los trabajadores y del mercado laboral evidenciaba hacia 2001 y 2002 los peores registros históricos. La demanda por trabajo, desde la segunda mitad de los años noventa, había sido el eje articulador del movimiento de desocupados, pero también una preocupación de amplios sectores no movilizados que enfrentaban situaciones de desempleo o precarización laboral. En este contexto, el kirchnerismo procuró la restitución del empleo registrado como garante de los ingresos y el acceso a derechos por parte de los trabajadores. La apuesta a una integración vía recomposición del mercado de trabajo trajo consigo el empoderamiento de los sindicatos y la regulación mediante la lógica corporativa de las relaciones laborales a partir de los convenios colectivos de trabajo (Etchemendy y Collier 2008; Senén González, Medwid y Trajtemberg 2011). Ahora bien, este mecanismo de reposición de clase no alcanzó a todo el universo de los trabajadores argentinos. En efecto, un significativo número estaba fuera del mercado formal o en situación de desocupación (abierta o encubierta). Con el objetivo de tratar esta situación, el Gobierno ensayó desde 2003
23 Toda reinstitución de un orden requiere una lógica institucional, incluso aquella que deviene de un momento de ruptura revolucionaria. De este modo, no se pueden pensar la lógica populista y la lógica institucional como antagónicas, sino como diferentes categorías para pensar los procesos sociales como totalidad concreta.
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políticas que fueron construyéndose a medida que se ponían en práctica en una secuencia de coyunturas performativas. Primero, la sustentación del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupado, creado bajo la administración de Eduardo Duhalde (Rossi, Pautassi y Campos 2003; Golbert 2004; Wyczykier 2006; Neffa 2008). Luego, la implementación de políticas como el Plan Familias y el Seguro de Capacitación, a partir de 2006, y en octubre de 2009, la Asignación Universal por Hijo (Agis, Cañete y Panigo 2010; Gasparini y Cruces 2010; Trujillo y Villafañe 2011). Estas políticas tuvieron un indudable impacto en la producción de la demanda de los movimientos de desocupados, los cuales, a su vez, tuvieron acceso a programas de cooperativas (Plan Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”), como un modo de regularizar sus emprendimientos productivos (Lo Vuolo 2010; De Sena y Chahbenderian 2011; Natalucci 2012). Las nuevas situaciones laborales de un importante sector de los trabajadores argentinos generaron nuevas demandas en torno a las condiciones marcadas por la desprotección social y la informalidad.24 Así, surgieron organizaciones como la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), que reclama su reconocimiento como instancia gremial, a la vez que conforma el espacio sindical de apoyo al kirchnerismo. Entre las demandas de la clase trabajadora elaboradas en el período de crisis neoliberal podemos destacar las distintas experiencias de toma de fábricas y empresas amenazadas por el cierre por parte de sus trabajadores (Rebón 2004; García y Cavaliere 2007; Patrouilleau 2007; García Allegrone, Partenio y Fernández Álvarez 2004). En esta dimensión, el Gobierno dispuso en 2004 el Programa de Trabajo Autogestionado y firmó convenios de asesoramiento con varias de las empresas recuperadas.25 A partir de esta demanda se han construido diferentes organizaciones, como la Federación Argentina de Cooperativas de Trabajadores Autogestionados (FACTA), que constituye el espacio cercano al Gobierno nacional.
24 Para un estudio de los cambios y continuidades en las políticas de protección social, ver Danani y Hintze (2011) y MTEySS (2014). 25 Para consultar la situación de las empresas recuperadas por los trabajadores, pueden consultarse los datos del Observatorio de Empresas Recuperadas Autogestionadas http://webiigg. sociales.uba.ar/empresasrecuperadas/index.htm
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El kirchnerismo amalgamó también demandas por la reparación y el reconocimiento. Es el caso de las demandas de los organismos de derechos humanos que reclamaban el “juicio y castigo” a los culpables del genocidio promovido por la dictadura cívico-militar, en el marco de una lucha por la “verdad, la memoria y la justicia”. Desde su discurso de asunción, Néstor Kirchner instaló el terreno para una reconfiguración de las contiendas por los derechos humanos y su relación con el Gobierno. El acompañamiento a la derogación de las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, así como la recuperación del predio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) donde funcionó un emblemático centro clandestino de detención, tortura y asesinato, fueron gestos y políticas que produjeron sentido. En consecuencia, la demanda central que había generado el movimiento (“juicio y castigo a los culpables” y “verdad, memoria y justicia”) fue tramitada políticamente por el kirchnerismo con el apoyo de figuras históricas y emblemáticas del movimiento de los derechos humanos como la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, y las referentes de las Madres de Plaza de Mayo en sus dos vertientes, Hebe de Bonafini y Taty Almeida (Andriotti 2012). La incorporación a los elencos del Gobierno en cargos del poder ejecutivo y el poder legislativo de víctimas de la dictadura cívico-militar, en especial hijos de desaparecidos y “nietos recuperados”, ha dotado al kirchnerismo también de legitimidad en sus intervenciones en este campo, a la vez que lo han performado. Es incomprensible el “devenir-kirchnerismo” sin atender a esta dimensión. Las luchas por el reconocimiento, como un modo de reinscribir en el espacio social posiciones subalternas, encontraron resonancia en los últimos años en políticas de la identidad. La aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario, que equipara la situación de parejas heterosexuales y homosexuales, ha significado un hito de suma relevancia en este sentido,26 no sólo porque supone articular una demanda particular, sino también porque se la procesó en clave de ampliación de derechos civiles (incluso liberales), que en ocasiones han sido marcados como déficit de los populismos (Biglieri 2013). 26 Para un análisis del proceso que llevó a la sanción del Matrimonio Igualitario, puede consultarse Aldao y Clérico (2010).
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La atención de las demandas de los movimientos sociales no implicó simplemente la cancelación de la potencia contestataria de los movimientos ni se agotó en la administración por parte del sistema político de una demanda exógena. La articulación de lógica populista y dinámica institucional mediante las cuales fueron atendidas estas demandas produjo un reenvío imaginario hacia el campo de los movimientos sociales al instalar un espacio de identificación de lo heterogéneo y producir un efecto de identificación colectiva con el campo simbólico-político que propuso el kirchnerismo.27 De este modo, creó un terreno de recepción de colectivos movilizados más estable que el configurado “desde abajo” en 2001-2002, cuando la convergencia de luchas presionó la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa, y éstas se mantuvieron en la escena política en el gobierno de Duhalde (Barbetta y Bidaseca 2004). Tal vez allí podamos ver la encarnación de una de las productividades del peronismo como discurso nacional-popular y una de las potencialidades del populismo en cuanto forma de representación que renegocia permanentemente sus límites (Arditi 2004). Estas inclusiones de baja intensidad instrumentadas mediante lógicas institucionales, sin embargo, proveen de reservorio para la irrupción de las intervenciones discursivas populistas que interpelan las subjetividades políticas involucradas. De este modo, el kirchnerismo produce prácticas articulatorias en el sentido riguroso del término, por cuanto genera identificaciones y nuevas identidades. La encarnación de rituales militantes y combativos por parte del kirchnerismo, un discurso fuertemente crítico de las tradiciones (neo)liberales y la producción mítica de Néstor Kirchner, acentuada en especial luego de su muerte, son aspectos constitutivos del devenir sujeto político.28 Para comprender este proceso, el concepto de populismo se vuelve clave.
27 Esto, por supuesto, no implica la inexistencia de posicionamientos críticos al kirchnerismo en el campo de los movimientos sociales, fundamentalmente desde organizaciones socioambientales. 28 Quizá la intervención mítica más sintomática sea la del “Nestornauta”, la fusión de la imagen de Néstor Kirchner y el Eternauta, un personaje de historieta del dibujante H. G. Oesterheld cuyo lema es “el único héroe válido es el héroe en grupo”, y fue símbolo de la juventud revolucionaria de los años sesenta y setenta. Oesterheld fue secuestrado y desaparecido, al igual que sus cuatro hijas, por la dictadura militar.
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De este modo, la experiencia kirchnerista dispuso un doble juego, el cual identificamos como la amalgama tanto de una lógica populista como de una lógica institucional, que, lejos de oponerse, se imbrican en el proceso. Por un lado, el populismo posibilitó la conformación de un nuevo campo popular, articulando discursivamente un conjunto de demandas negadas por el orden social. Por otro, ofreció respuestas institucionales al absorber y recomponer las demandas particulares en un proceso de inclusión. Esto le otorgó la posibilidad de incorporar demandas de los movimientos sociales en un registro institucional que tuvo efectos en la construcción de un orden diferente que, como todo orden, es producto de las tensiones, los conflictos y los procesos destituyentes y reinstituyentes del devenir del Estado. El movimientismo, en este sentido, produce la vitalidad del espectro pueblo. El reenvío simbólico de la inclusión no se agota en la satisfacción de la demanda (que, precisamente, por ser demanda contiene lo heterogéneo), sino que produce un espacio identitario entre aquellos colectivos que fueron reparados o redimidos (Canovan 1999). Es evidente que las inclusiones de baja intensidad del kirchnerismo no se pueden comparar con la irrupción plebeya, tumultuosa y herética de sectores excluidos. Sin embargo, sí trabaja con la reactivación de esas inclusiones míticas, evocaciones de diferentes momentos de la historia, desde la primera emancipación hasta el presente, pasando por el peronismo clásico y el alfonsinismo; de allí la denominación de “nacional, popular y democrático” a la que hacíamos referencia.
A modo de cierre. Populismo, kirchnerismo y democracia Los últimos párrafos de este trabajo quisiéremos dedicarlos a la cuestión de la relación del populismo con la democracia. Como se desprende de lo escrito, este vínculo es heterogéneo, histórico y contingente, ya que no hay relación inherente entre los dos conceptos, máxime cuando establecimos las distinciones en los alcances de sus diferentes usos. En el plano del discurso, dependerá de los sentidos articulados y las fronteras establecidas. La alusión a la conflictividad del populismo habla más de pretensión de apertura de lo político que de operaciones antidemocráticas, en particular cuando la dimensión antagónica aparece en el discurso pero se desplaza hacia lo agonal en el
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momento de la práctica política. El llamado giro a la izquierda en América Latina se caracteriza por un reconocimiento de la arena electoral como válida y un respeto al Estado de derecho, que constituye nuevos escenarios para el populismo. Las inclusiones propuestas por el populismo como proceso tampoco pueden ser juzgadas en su carácter específico (democrático, igualitario, justo, o sus contrarios) sin una definición de esos conceptos en pugna y sin un análisis empírico, esto es, sin referencia a la historicidad del orden que produjo condiciones de exclusión y los modos de inclusiones establecidos. Las situaciones de subalternidad, los modos de dominación y las formas de irrupción requieren estudios específicos, que además no pueden prescindir de la interrogación de las posibilidades históricas. Es posible que estas irrupciones plebeyas jaqueen la normatividad liberal y pongan en tensión ciertas institucionalidades, pero quizá fueron esas instituciones las que se erigieron en instrumentos de la dominación, y, por lo tanto, la experiencia de democratización beligerante —para usar la expresión de Aboy Carlés (2007)— cabalgue a lomo del populismo. La producción de sujetos de la política es pensada también desde el populismo. Allí cobra cuerpo uno de los espectros que, siendo parte de la tradición democrática, lo tensiona desde su interior: la soberanía popular. De este modo, nos encontramos con una doble inscripción problemática. Por un lado, las características del sujeto pueblo construido que puede ser promovido desde diferentes fuentes (culturales, religiosas, lingüísticas, étnicas o políticas); de allí la posibilidad de pueblos plurales, caleidoscópicos, diversos, que encuentran su horizonte como comunidad política. Por otro lado, el modo de representación y de resolución de conflictos por los destinos de la comunidad política, donde pueden aceptarse pautas procedimentales y poliárquicas. Ambas cuestiones, por supuesto, están vinculadas. Analizar los populismos latinoamericanos desde una perspectiva crítica no supone cuestionarlos a partir de la mirada lanzada desde la plataforma liberal normativa, sino indagar potencialidades y limitaciones de procesos que han reactivado el espectro del pueblo, jaqueado la institucionalidad y propuesto nuevos vínculos políticos avalados en elecciones, participación ciudadana y movilizaciones populares no exentos, claro, de tensiones propias de la dinámica política. El kirchnerismo, en su
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particularidad, es parte de esta contienda por la conflictiva y nunca acabada conformación del orden, el nombre de una intervención política capaz de movilizar participación política heterogénea y producir inclusiones en el contexto de devenir-otro del orden social. Un proceso que se debate entre sus potencialidades y sus limitaciones, una forma de encarnación de lo espectral del pueblo soberano que disputa con otras alternativas. Sus consecuencias en la democratización de distintas dimensiones del orden social seguirán siendo objeto de arduos debates. Este artículo pretende tan sólo contribuir a pensarlas mejor.
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H
Martín Retamozo es doctor en Ciencias Sociales en la FLACSO (México). Actualmente, es profesor-investigador del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET) (Argentina). Sus intereses de investigación son: subjetividad, sujetos y movimientos sociales, populismo y movimientos populares y epistemología de las ciencias sociales. Entre sus últimas publicaciones están: “Democracias y populismos en América del Sur: otra perspectiva. Un comentario a ‘La democracia en América Latina: la alternativa entre populismo y democracia deliberativa’ de Osvaldo Guariglia”. ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política 44, 2013; y “El concepto de antagonismo en la teoría política contemporánea” (con Soledad Stoessel). Revista Estudios Políticos 44, 2014. Correo electrónico: martin.retamozo@gmail.com
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Accountability: aproximación conceptual desde la filosofía política y la ciencia política Alejandra Ríos Ramírez Alejandro Cortés Arbeláez María Camila Suárez Valencia Laura Fuentes Vélez Universidad EAFIT (Colombia) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.10 RECIBIDO: 12 de diciembre de 2013 APROBADO: 24 de mayo de 2014 MODIFICADO: 18 de julio de 2014
Este artículo se ocupa de exponer el contenido conceptual del término accountabilty mediante un rastreo de sus antecedentes filosófico-políticos en las tradiciones liberal, republicana y democrática, que permiten relacionarlo con la noción de rendición de cuentas. Además, se ocupa de explicar el contenido de accountability y sus diversas tipologías —vertical, horizontal y social— desde la perspectiva de la ciencia política. A partir de lo anterior, se presentan unas conclusiones sobre la importancia de la pregunta por el accountability en su dimensión sustantiva, más que procedimental.
RESUMEN:
PALABRAS CLAVE: accountability • rendición de cuentas • democracia • liberalismo •
republicanismo • control político
H Este artículo es un resultado parcial de la investigación “Democracia y rendición de cuentas. Una perspectiva conceptual”, adscrita al grupo de investigación Estudios sobre Política y Lenguaje, categoría A1 de Colciencias, financiada por el Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT (centro de costos 818372, código de referencia 513-000164).
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Accountability: A Conceptual Approach from a Political Philosophy and Political Science Perspectives The aim of this article is to present the conceptual meaning of the term ‘accountability’ by looking at its philosophical-political background in liberal, republican and democratic traditions, allowing connections to be made with the notion of ‘being held accountable’. In addition, the article explains the meaning of ‘accountability’ and its various typologies (vertical, horizontal and social), from the perspective of political science. Following this, some conclusions are offered on the importance of the question of accountability in its substantive rather than legal form.
ABSTRACT:
KEYWORDS: accountability • democracy • liberalism • republicanism • political control
H
Accountability: aproximação conceitual a partir da filosofia política e da ciência política RESUMO: Este artigo se ocupa de expor o conteúdo conceitual do termo accountabilty mediante um questionamento de seus antecedentes filosófico-políticos nas tradições liberal, republicana e democrática, que permitem relacioná-lo com a noção de prestação de contas. Além disso, ocupa-se de explicar o conteúdo de accountabilty e suas diversas tipologias, vertical, horizontal e social, sob a perspectiva da ciência política. A partir disso, apresentam-se umas conclusões sobre a importância da pergunta pelo accountabilty em sua dimensão substantiva mais que procedimental. PALAVRAS-CHAVE: accountability • prestação de contas • democracia • liberalismo • republicanismo • controle político
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Introducción1 Lo que Samuel Huntington denominó “la tercera ola de la democratización”, a finales del siglo XX en América Latina, fueron varios intentos de consolidación democrática mediante la incorporación de mecanismos de participación electoral en la región. Sin embargo, para la década de los noventa, las nuevas democracias latinoamericanas exhibían las características de las democracias delegativas descritas por Guillermo O’Donnell (1994, 1998a y 2004), en las cuales el ejercicio democrático se limitaba a la celebración de elecciones periódicas. Así mismo, para O’Donnell eran precarios, y en algunos casos ausentes, los mecanismos que permitían a las instituciones estatales y a la ciudadanía exigir a los funcionarios públicos, electos o no, una efectiva rendición de cuentas. A pesar de esta tendencia, en los procesos de democratización en Latinoamérica se fueron incorporando nuevos mecanismos de participación administrativa2 y de control político, en un intento de establecer garantías de representación efectiva que comprometieran directamente a funcionarios públicos y ciudadanía, y que evitaran la desarticulación mutua generada por las prácticas que han caracterizado el ejercicio de la política en la región: el clientelismo, la corrupción y el personalismo. En efecto, alrededor de las discusiones sobre consolidación y calidad de la democracia, estos mecanismos han sido señalados, cada vez con mayor insistencia, como relevantes y necesarios. En este orden de ideas, varios autores3 han puesto énfasis en la importancia de los mecanismos de accountability. Philippe Schmitter, por
1 Buena parte de los textos referenciados en este artículo están originalmente escritos en inglés. Las traducciones son propias. 2 Dentro de estos mecanismos es importante destacar, por ejemplo, el Presupuesto Participativo: “El Presupuesto Participativo (PP) es un proceso de democracia directa, voluntaria y universal, donde el pueblo puede discutir y decidir sobre el presupuesto y las políticas públicas. El ciudadano no limita su participación al acto de votar para elegir al Ejecutivo o al Parlamento, sino que también decide las prioridades de gastos y controla la gestión del gobierno” (PNUD y UN-HABITAT 2004, 11). De este modo, este tipo de mecanismos son tanto plataformas de participación administrativa para la sociedad civil como importantes escenarios para una forma de rendición de cuentas que más adelante llamaremos accountability social. 3 Cfr. Held y Koenig-Archibugi (2005), O’Donnell (1998a y 2004), Mainwaring (2003). Sobre la relación entre accountability y representación política efectiva, cfr. Schedler (2008), Przeworski, Stokes y Manin (1999) y O’Donnell (1996, 1998b, 2004 y 2007).
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ejemplo, sostiene que un rasgo constitutivo de la democracia es que “los gobernantes están sujetos a rendir cuentas [held accountable] a los ciudadanos por sus acciones en la esfera pública” (2009, 28), y que de hecho, “la calidad de la democracia depende del funcionamiento de mecanismos políticos que, previsible y sistemáticamente, vinculen a ciudadanos, representantes y gobernantes para producir rendición de cuentas en el uso de la autoridad pública legítima” (2009, 33). Esto permite corroborar el planteamiento de Enrique Peruzzotti, según el cual […] existe un acuerdo generalizado en la literatura sobre la “calidad de la democracia”4 de que los déficits institucionales están directamente relacionados con el mal desempeño de los organismos de rendición de cuentas. Este diagnóstico ha motivado la búsqueda de maneras de hacer frente a los déficit de rendición de cuentas existentes y producir regímenes que respondan a las demandas de la ciudadanía. (Peruzzotti 2012, 626)
Según Andrés Hernández y Elizabeth Arciniegas (2011, 23), a pesar de que persiste un déficit generalizado en los organismos y los sistemas de contrapesos al Ejecutivo, durante la última década la evolución política de América Latina se ha caracterizado por el fortalecimiento de las agencias e instituciones
4 Mikel Barreda (2011), por ejemplo, elabora un indicador para la calidad del accountability en las democracias latinoamericanas, compuesto por un grupo de indicadores relacionados con la calidad de la democracia. Algunos corresponden al desempeño de los mecanismos de accountability horizontal: “1) el índice Political Constraints V elaborado por Witold Henisz, que mide el desempeño de los actores estratégicos con poder de veto respecto de una política gubernamental (partidos, grupos de legisladores, etcétera); 2) Executive Constraints (uno de los componentes del indicador de democracia de Polity IV) mide la extensión de constricciones institucionalizadas al poder ejecutivo (por ejemplo, si el legislativo bloquea las decisiones del ejecutivo o el cambio de los límites constitucionales al ejecutivo por parte de éste); 3) el indicador Estado de Derecho del Banco Mundial, que informa del grado de vigencia de un sistema legal que establece límites y controles a la acción de los poderes públicos” (19). Otros corresponden al desempeño de los mecanismos de accountability vertical electoral: un indicador de estabilidad electoral y “la pregunta del Latinobarómetro sobre si las elecciones son limpias o fraudulentas” (20). Finalmente, utiliza indicadores sobre el desempeño del accountability social, entre ellos, “la frecuencia con que los ciudadanos han trabajado en temas que afectan a su comunidad” y “el indicador de garantía de libertad de prensa de Freedom House” (20).
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de accountability horizontal5 y por la emergencia y desarrollo de movimientos y organizaciones de accountability social.6 En este escenario de nuevas dinámicas democráticas en la región,7 el accountability está contemplado entre los componentes fundamentales en un régimen propiamente democrático. Sin embargo, es necesario abordar el accountability como concepto, y por ello, ganar claridad sobre el mismo; esto contribuiría a la reorientación de la práctica, enfocada principalmente a la presentación de planes e informes de gestión por parte de los funcionarios públicos como una tarea administrativa más. En consecuencia, lejos de un mero procedimiento, hablaríamos de rendición de cuentas en clave de debate público; un debate fundado en el reconocimiento de cuatro aspectos: i) quién rinde cuentas, ii) quién las recibe, iii) cómo se rinden de acuerdo con lo estipulado por la ley y iv) cuál es el objeto de la rendición de cuentas, es decir, aquello que debe ser deliberado para hacer de la rendición de cuentas un acto político, y no uno simplemente contable.
5 Organismos como la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría y la Fiscalía General, y otros, como los órganos electorales. Según Carillo, aunque la idea era que estas entidades fueran independientes de los poderes tradicionales del Estado, sólo “hasta hace poco, las instituciones gubernamentales, en especial las dependientes del Poder Ejecutivo, eran escasamente controladas, tanto por sus propios mecanismos internos de monitoreo como por otros organismos del Estado” (2006, 129). 6 Cabe mencionar como una muestra más representativa del esfuerzo por promover la rendición de cuentas los programas de accountability social y control político que se han venido desarrollando. De acuerdo con el seguimiento que han hecho Hernández y Arciniegas (2011), se destacan tres tipos de accountability social en el ámbito local. 1) El de élite, que se hace desde sectores específicos de la sociedad como universidades, empresas, ONG, medios de comunicación, entre otros. Un caso específico son programas como la Misión de Observación Electoral (MOE). 2) El de movimientos sociales o acciones colectivas, que obedece a demandas específicas en relación con la aplicación de políticas públicas urbanas. Un ejemplo de ello es el “ambientalismo social o popular” en Bogotá. 3) El de iniciativa ciudadana o de los órganos de control, promovido por la ciudadanía o las entidades estatales de control político horizontal como la Personería Distrital y Municipal. Se ejerce a partir de iniciativas de control político desde un seguimiento a los programas de las administraciones; a ellos pertenecen las experiencias de Bogotá Cómo Vamos, y otras, dedicadas a seguir el cumplimiento de los Planes de Desarrollo y evaluar el desempeño de las instituciones de gobierno local. Estas experiencias se encuentran también fuera del país; ejemplos de ello son Santiago Cómo Vamos, Lima Cómo Vamos o Nuestra Buenos Aires. 7 Algunos análisis de caso al respecto pueden verse en la compilación de Hernández y Arciniegas (2011), y en los trabajos de Peruzzotti y Smulovitz (2000a, 2000b y 2002). También, en el trabajo de Ríos y Trujillo (2014) sobre el accountability social como herramienta de gobernanza contra la corrupción.
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Andreas Schedler pone énfasis en la acogida generalizada de las prácticas de rendición de cuentas en la región y en la importancia de preguntarse de qué se habla cuando se habla de rendición de cuentas. De acuerdo con este autor: En todo el mundo democrático, los actores y observadores de la política —los líderes de partido, las asociaciones cívicas, los organismos financieros internacionales, los activistas de base, los ciudadanos, los periodistas y los académicos— han descubierto las bendiciones del concepto y se han adherido a la causa noble de la rendición pública de cuentas. […] Debido posiblemente a su relativa novedad, la rendición de cuentas circula en la discusión pública como un concepto poco explorado, con un significado evasivo, límites borrosos y una estructura interna confusa. (2008, 9)
Teniendo en cuenta lo novedoso del concepto y su “significado evasivo” (Schedler 2008, 9), este artículo tiene como propósito aclarar el contenido conceptual del accountability a partir de: 1) un rastreo de los antecedentes filosófico-políticos que lo relacionan con la noción de rendición de cuentas y 2) una síntesis de los modos en que este concepto ha sido definido y explicado desde la ciencia política. El artículo se divide en tres apartados. El primero se ocupa de revisar los antecedentes conceptuales de la noción de rendición de cuentas, explicando cómo ésta es recuperada, en el contexto del surgimiento de la democracia representativa, a partir de algunas ideas filosófico-políticas defendidas por las tradiciones liberal, republicana y democrática. El segundo se ocupa de contextualizar la manera en que el término accountability se ha desarrollado dentro de la ciencia política; de clarificar el significado del término especificando sus elementos constitutivos y de explicar los distintos tipos de accountability existentes. Finalmente, se presenta un apartado de conclusiones.
1. Antecedentes filosófico-políticos de la rendición de cuentas El término accountability refiere la necesidad de controlar el poder público por medio de mecanismos que obligan a los funcionarios a informar y justificar sus acciones, y que pueden ser objeto de sanción. Este término, acuñado por la ciencia política, encuentra sus orígenes en las ideas modernas sobre control
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político, división, equilibrio y límites de los poderes públicos, a partir de las cuales puede ser entendido como rendición de cuentas.8 No obstante, podemos dar un paso atrás y observar que el cambio en las estructuras económicas medievales supuso al tiempo una transformación en las estructuras políticas: el fin de los lazos feudales dio lugar a la aparición de una nueva organización social expresada en la figura del Estado, en el cual se concentraron la administración y la fuerza para ejercer el dominio sobre una población y un territorio específicos. La centralización administrativa obedeció a la necesidad de unificación y recolección de los impuestos, lo cual se tradujo en una reorganización de la función contable,9 dispuesta para el control y la codificación tributarios. Además, el cambio en las estructuras feudales implicó que la figura del Estado fuera pensada en oposición a la sociedad civil, entendiendo aquél como el lugar de la política y de la administración (en manos de unos cuantos), y a ésta como el lugar de la economía, de la interacción del agregado de individuos que conformaba la población sobre la que se ejercía el dominio estatal. Esta oposición fue promovida por una clase emergente: la burguesía, fortalecida, precisamente, por el auge del comercio y el debilitamiento del feudalismo. En su calidad de tributante,10 la burguesía estableció reivindicaciones en pro del establecimiento de garantías jurídicas a la libertad y la propiedad para el ejercicio de su actividad económica. Dichas garantías de protección a los 8 Pueden rastrearse prácticas de rendición de cuentas en la democracia ateniense. Entre los mecanismos de control más citados están la dokimasía y el éudynai (exámenes a los magistrados antes y después de asumir el cargo, respectivamente), la eisangelia y la graphé paranomon (Cfr. Aristóteles 69, 71, 113, 183-184, y Elster 1999). Para efectos del presente texto, interesa rescatar la rendición de cuentas a la luz de las discusiones y prácticas democráticas que surgieron en la modernidad y que continúan hoy día, referidas a las ideas tanto de representación como de participación. 9 La rendición de cuentas tiene sus orígenes prácticos en los controles que se hacían a quienes desempeñaban la función contable. Ahora bien, según Mark Bovens, esta práctica puede rastrearse desde 1085, con Guillermo I de Inglaterra, quien “requería a todos los propietarios del reino, rendir cuentas [to render a count] de todas sus posesiones” (2006, 6). La práctica que se designa con la expresión to render a count, se va modificando, dice Bovens, de modo que para el siglo XII refiere “la centralización administrativa de un reinado que se regulaba por auditorías centralizadas y semi anuales de rendición de cuentas” (2006, 6). 10 Avendaño ilustra esta influencia de los gremios económicos en el poder cuando habla de la representación de intereses (corporativos), presente desde la premodernidad pero fortalecida después. Ya desde entonces se veía el peso de la representación gremial en consideraciones tributarias y militares (2008, 96). Esta representación de intereses, que antes tenía lugar en las asambleas locales, se centralizará en la modernidad con la organización estatal bajo el sistema parlamentario.
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derechos civiles dieron paso a reivindicaciones políticas: si los ciudadanos del Estado-Nación eran todos igualmente acogidos por la ley, deberían contar con vocería en la formulación de la misma. Sin embargo, la forma en que estos ciudadanos habrían de incidir en las decisiones colectivas sería vía representación,11 puesto que la participación directa era impensable para la época: la extensión del territorio y la población, además de la forma de producción, implicaban que los individuos estuvieran cada vez menos dispuestos a participar en la vida pública. Las condiciones de la modernidad, principalmente el predominio de la esfera privada y el proceso de construcción del Estado-Nación como unidad política de gran extensión, exigían que se pensara una forma de gobierno que permitiera a los miembros del Estado participar en las decisiones colectivas para asegurar sus intereses particulares, sin obligarlos a abandonar su vida privada, en aras de la participación directa en los procesos políticos. a. La rendición de cuentas en las tradiciones liberal, republicana y democrática La promoción de los derechos civiles y los planteamientos sobre la necesidad de controlar el poder político pueden rastrearse en la tradición liberal. La teoría de John Locke ilustra la necesidad de limitar el Estado para la defensa de la propiedad privada, entendida ésta como libertad, vida y posesiones. Según el pensador inglés, para la protección de la libertad individual era necesaria la creación de un gobierno que estuviera dividido por funciones (2004 [1690]). Dado que los poderes del Estado eran resultado de una delegación hecha por los individuos, en razón de la salvaguarda de su propiedad, éstos podían tomar parte en la prevención de la corrupción del poder, ideando “métodos para contener los posibles excesos de quienes ellos mismos habían dotado de autoridad para 11 La representación es tema de discusión de vieja data. Como plantea George Sabine (1937), antes y durante buena parte de la modernidad, la representación era nominal o virtual, es decir, no implicaba elecciones. Por ejemplo, como señala Sabine, Edmund Burke, anclado al siglo XVII, concebía el gobierno parlamentario dirigido por una minoría, pero para él, “el parlamento era ante todo un lugar donde se podía criticar a los líderes de esa minoría y donde su partido podía exigirles responsabilidad, pero en interés de todo el país” (1937, 464. El resaltado es propio). A propósito de los principios de la rendición de cuentas, puede observarse cómo, unida a la idea de representación política, aparece la necesidad de responsabilidad por parte de los representantes.
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gobernarlos y equilibrar el poder gubernamental fragmentándolo en partes y distribuyéndolo entre varias manos” (Locke 2004 [1690], 120). Según Locke, de los poderes estatales —Legislativo, Ejecutivo y Federativo—, el supremo es el Legislativo, y todos los demás deben subordinarse a él. No obstante, Locke pensaba que […] como todo poder que se concede con el encargo de cumplir un fin determinado ha de limitarse a la consecución de ese fin, siempre que el fin en cuestión sea manifiestamente olvidado o antagonizado resultará necesario retirar la confianza que se había puesto en quienes tenían la misión de cumplirlo; y así, el poder volverá a manos de aquellos que lo concedieron, los cuales podrían disponer de él como les parezca más conveniente para su protección y seguridad. De este modo, la comunidad conserva siempre un poder supremo de salvarse a sí misma frente a posibles amenazas e intenciones maliciosas provenientes de cualquier persona, incluso de los legisladores mismos. (2006 [1690], 148-9)
Puede decirse aquí que un primer momento, la noción de rendición de cuentas, desde la tradición liberal, surge de la desconfianza de los individuos respecto al poder político. Los planteamientos de Locke constatan la idea de que “el liberalismo es, en una gran pero no exclusiva medida, manifestación directa de la desconfianza hacia el poder político” (O’Donnell 2004, 16) Con ello se instauran a la vez un derecho y una obligación de los ciudadanos de imponer una suerte de “sanción” a sus representantes cuando se extralimiten o actúen de forma contraria a los intereses de la sociedad civil por los cuales fueron instituidos. En un segundo momento, la rendición de cuentas puede rastrearse en la necesidad de mantener el equilibrio entre los poderes del Estado. Afirma Locke: “el poder ejecutivo que se deposita en una persona que no es parte de la legislatura es claramente un poder subordinado al poder legislativo y debe rendir cuentas a éste” (2006 [1690], 151. El resaltado es propio). Por extensión, el autor se refiere a la burocracia del Estado, de suerte que puede hablarse de rendición de cuentas interinstitucional cuando dice: “ninguno de estos
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poderes subordinados tiene más autoridad que la que les haya sido delegada mediante una concesión y una comisión expresas; y todos han de rendir cuentas a algún otro poder dentro del Estado” (2006 [1690], 151). Ahora bien, la tradición republicana también se pregunta por los límites del poder público, pero a diferencia del liberalismo, defiende sobre todo el valor del equilibrio interinstitucional en la esfera pública para el control del poder político. Cercano a esta tradición, John Stuart Mill realizó una defensa de la autonomía de los ciudadanos, entendiéndola como su capacidad de autolegislarse, y señaló que debían existir mecanismos de protección ante la posibilidad de concentración del poder público. Para Mill, era labor fundamental del Parlamento, además de la representación de los intereses, “inspeccionar y vigilar todos los actos del Gobierno” (1965 [1861], 202). Sin embargo, tal función debía estar limitada: “sólo debe encargarse directamente de lo que pueda hacer bien. Redúcese su misión en todo lo restante a procurar que sea convenientemente ejecutado” (1965 [1861], 202). Mill no promovía un gobierno limitado en exceso, sino una regulación interinstitucional en la cual los mejores fueran los encargados de los asuntos públicos y sirvieran para “la educación moral” de los ciudadanos (1965 [1861], 169); esto fundado en la importancia que tiene en su teoría la virtud cívica como una disposición a la vida política y como garantía del cumplimiento de las responsabilidades por parte de quienes ejercen el poder público. Las consideraciones de este autor sobre el gobierno representativo defendían uno que permitiera a los ciudadanos, allí donde existieran circunstancias sociales desfavorables o instituciones viciosas, rechazar toda representación contraria a sus intereses. De ahí que, según Mill, el gobierno representativo es mejor [c]uando las cualidades exigidas a los funcionarios se someten a pruebas suficientes, cuando el trabajo se reparte oportunamente entre los que deben ejecutarlo, cuando se ejecuta con método y acierto, llevando nota correcta e inteligible de lo que se ha hecho y como se ha hecho; cuando cada individuo sabe de lo que es responsable y los demás lo saben igualmente; cuando, por último, se han adoptado las precauciones más atinadas contra la negligencia, el favoritismo y la malversación. (1965 [1861], 168. El resaltado es propio)
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La preocupación expresada por Mill de llevar “nota correcta e inteligible de lo que se ha hecho y como se ha hecho” y del conocimiento público de las responsabilidades que cada institución o funcionario tiene dentro del gobierno representativo permite ver, de forma preliminar, un antecedente de la rendición de cuentas. Por otro lado, la rendición de cuentas también puede rastrearse en la tradición democrática de Emmanuel Sieyès,12 quien en su defensa del gobierno representativo otorga una mayor importancia que el liberalismo al ejercicio activo de la ciudadanía y, por tanto, a la extensión de la participación política. En este sentido, la teoría del poder constituyente de Sieyès —según la cual todas las leyes creadas por el poder legislativo debían estar subordinadas a la Constitución nacional, producto de la “voluntad común representativa” (1973 [1789], XVI)— expresa un espíritu fuertemente democrático. Esto es evidente allí donde el Abate explica cómo convergen todos los miembros de una asamblea nacional para formar, a partir de las voluntades individuales, una voluntad común representativa: esto es posible sólo gracias a la diversidad de la asamblea, por lo cual es necesario que el cuerpo de los representantes sea renovado frecuentemente “para dejar al mayor número posible de ciudadanos la facilidad de tomar parte en la cosa pública” (1973 [1789], 110). Según Sieyès, el interés de la nación, expresado en la Constitución, es que “el poder público delegado no pueda jamás llegar a ser nocivo a sus comitentes” (1973 [1789], 74). Así, en el gobierno representativo, la nación no se despoja de su voluntad al confiársela a los representantes: “no corresponde, pues, al cuerpo de los delegados alterar los límites del poder que le ha sido confiado” (1973 [1789], 72). Más allá de las consideraciones de Sieyès sobre las limitaciones constitucionales del gobierno representativo, es posible rastrear la relación entre la tradición democrática y la noción de rendición de cuentas, en la medida que esta supone una ciudadanía activa. Para Sieyès, por ejemplo, la relación entre representantes y
12 Es conocida la importancia de Jean-Jacques Rousseau como estandarte de la tradición democrática moderna. Sin embargo, la elección de Emmanuel-Joseph Sieyès responde a la relevancia que tiene en su obra el gobierno representativo, a diferencia de Rousseau, en cuya obra se hace una defensa radical de la soberanía popular, bajo la premisa de que el titular del poder es el que lo ejerce directamente; de lo que podría deducirse que los representantes serían meros transmisores de la voluntad popular. Como se dijo anteriormente, el contenido contemporáneo de la noción de rendición de cuentas sólo puede tener lugar en el contexto de las democracias representativas, no en el ideal de participación directa defendido por la teoría rousseauniana.
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ciudadanos es un vínculo de confianza que no implica el abandono, por parte de los ciudadanos, de toda responsabilidad ni la alienación de su voluntad política. Todo lo contrario, según Ramón Máiz, para Sieyès la representación debe ser una “représentation sans aliénation”, esto es, “conlleva la necesidad de perpetua vigilancia de los ciudadanos hacia sus representantes, la idea de control por parte de la ciudadanía del comportamiento de aquéllos” (2007, 169). La apuesta democrática de Sieyès lleva incluso a pensar en “la revocación del mandato (cese de un representante durante su período de mandato) o bien la radiación (no inclusión en la lista de elegibilidad anual)” (Máiz 2007, 179). A diferencia de Sieyès, Benjamin Constant resaltó el valor del liberalismo como contrapeso al poder desbordado de la democracia. Constant señala que la soberanía popular debe estar delimitada por las libertades individuales13 (1970 [1815], 9), pues de ello depende la legitimidad del Estado. La propuesta de este autor articula las dos libertades que caracterizan la modernidad: la de los modernos, que refiere la “seguridad subjetiva”, esto es, la garantía de los derechos individuales, y la de los antiguos, que refiere los derechos políticos, la participación en la administración pública, sin lo cual la libertad de los modernos estaría incompleta (Cortés Rodas 2012, 25). La delimitación del poder en términos de las libertades individuales se traduce, según Constant, en la división funcional del poder. En razón de los derechos individuales, el poder se debería distribuir en diferentes ramas, lo que permitiría la vigilancia de unas sobre otras, esto es, el sistema de controles y contrapesos. Los derechos políticos, por su parte, apuntarían a la participación electoral y a la visibilidad de la gestión pública. En suma, unos y otros derechos estarían orientados a responsabilizar a los funcionarios por su gestión ante las otras ramas del poder y ante el electorado. Como señala Avendaño (2008), en la modernidad, en los contextos revolucionarios francés y americano, y en teorías como las de Constant y Jeremy Bentham, aparece una nueva connotación de representación: democrática o electoral.14 La representación democrática o electoral introduce consideraciones sobre
13 Éstas son la libertad de expresión y de credo, y las garantías de protección jurídica para el disfrute de la propiedad y contra los actos arbitrarios (1970 [1815], 14). 14 La representación democrática difiere del mandato imperativo y de la representación de intereses en las asambleas locales de los gremios medievales para influir en la toma de decisiones, especialmente en las relativas a la tributación y las milicias (2008, 96).
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responsabilidad y deliberación, coherentes con la propuesta de Montesquieu, rescatada por Constant, de un poder dividido funcionalmente para evitar el despotismo. Esta propuesta apunta a la recuperación de la esfera privada y a las demandas democráticas de la Revolución Francesa. Según Avendaño, [d]esde la perspectiva del liberalismo, comenzó a adquirir especial preocupación la necesidad de descentralizar el poder político junto a promover mecanismos que permitían controlar y regular la gestión de las autoridades, con el fin de evitar abusos o la reaparición de situaciones de carácter despóticas. (2008, 100)
Es en este contexto que Constant y Bentham abordan la pregunta por la democracia. Ésta, en cuanto práctica de gobierno, requería una representación política en la cual el representante ejercía el cargo de poder públicamente, es decir, ante la vigilancia de funcionarios y electores. b. La convergencia de las tres tradiciones: el control político en las poliarquías El término poliarquía remite al modelo de democracia liberal, el cual supone unas garantías establecidas por y para quienes participan en los procedimientos democráticos. O’Donnell parte de la definición de poliarquía propuesta por Robert Dahl, compuesta de siete atributos: “1) funcionarios electos; 2) elecciones libres y justas; 3) sufragio universal; 4) derecho a ser candidato; 5) libertad de expresión; 6) información alternativa; 7) libre asociación” (1996, 2).15 Los primeros cuatro atributos se refieren a los procedimientos electorales, a la extensión del sufragio, a la participación política, e informan sobre la 15 O’Donnell, citando a Dahl, señala que “los primeros cuatro atributos nos dicen que un aspecto básico de la poliarquía es que las elecciones son generales, limpias y de libre competencia. Los atributos restantes nos remiten a las libertades políticas y sociales que son mínimamente necesarias, no sólo durante sino también entre las elecciones, como un requisito para que éstas sean limpias y competitivas” (1996, 2). El autor propone sumarle otros tres atributos a la definición: 8) El mandato de los funcionarios (electos o no) no debe ser terminado arbitrariamente. 9) Los funcionarios oficiales no deben estar sometidos a constreñimientos o exclusiones en ciertos dominios por otros actores o por fuerzas armadas. 10) Debe existir un territorio incontestable que defina claramente la población electora (1998b, 5).
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tradición democrática. Los demás son expresión de la tradición liberal, pues informan sobre el valor que en ésta se otorga a la garantía de derechos civiles, al tiempo que definen los términos en los cuales han de llevarse a cabo los procedimientos electorales. Finalmente, a esta definición subyace la tradición republicana, que asocia la representación política con el ejercicio del cargo público, entendido éste como una función social especializada, sujeta a un marco institucional determinado. Dicha tradición apela al valor de la dimensión pública de la vida comunitaria e individual, y a la virtud cívica. Estas tres tradiciones confluyen en un mismo objetivo: el control del ejercicio del poder, expresado en la definición de poliarquía. La poliarquía se sirve de las tres tradiciones en defensa del gobierno de la ley y en detrimento del gobierno de los hombres, quienes podrían hacer del poder de todos el de unos pocos, atentar contra los derechos individuales y, por tanto, incumplir su función representativa. Así, según O’Donnell: [l]a democracia en sus impulsos igualadores, el liberalismo en su compromiso de proteger las libertades en la sociedad, y el republicanismo en su severa visión de las obligaciones de los gobernantes; cada uno a su modo soporta otro aspecto fundamental de la poliarquía y del Estado constitucional que debe coexistir con ella: el imperio de la ley. Todos los ciudadanos están igualmente habilitados para participar en la formación de decisiones colectivas bajo el marco institucional existente, una declaración democrática a la que se le suma el requerimiento republicano en el cual nadie, ni siquiera quienes gobiernan, podrá estar por encima de la ley, y también la advertencia liberal respecto a que ciertas libertades y garantías no pueden ser violadas. (1998b, 5)
Las relaciones de tensión y complementariedad existentes entre las tres tradiciones se evidencian en los mecanismos de rendición de cuentas presentes en las democracias contemporáneas. Dichos mecanismos pueden ser verticales16 u horizontales; los primeros se asocian con la tradición democrática,
16 Como se verá más adelante, el accountability social es uno de tipo vertical que rescata el valor de la virtud cívica de la tradición republicana y el componente de participación política de la tradición democrática.
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y los segundos con las tradiciones republicana y liberal. Los mecanismos de rendición de cuentas en las democracias contemporáneas —sean éstos interinstitucionales, electorales, o en forma de iniciativas sociales— expresan la continuidad de una inquietud moderna sobre el modo de organización del Estado bajo un sistema que garantice el equilibrio de poderes, los límites al poder público y la participación política, que hasta aquí se han explicado en relación con las tres tradiciones. 2. Una aproximación al accountability desde la ciencia política a. Accountability: un concepto ambiguo Según O’Donnell (2004), en las organizaciones políticas existe un dilema entre la necesidad de contar con funcionarios y políticos que tengan el suficiente poder para administrar de manera ágil y eficiente los asuntos públicos, y el peligro que surge de la posibilidad de que aquellos investidos de poder político terminen abusando del mismo.17 Frente a este dilema, las democracias contemporáneas han intentado establecer un balance mediante el accountability, al cual subyace la intención de especificar las funciones y competencias de quienes ocupan cargos estatales, para que éstos puedan desempeñarlas tranquilamente, pero evitando que incurran en excesos u omisiones en su gestión, mediante el establecimiento de mecanismos que los obliguen a informar y justificar sus acciones y decisiones. 17 Respecto del peligro del poder y el margen de maniobra, Schedler dice que “la rendición de cuentas presupone responsabilidad, como se dirige a portadores de poder que gozan de ciertos márgenes de discreción, no hay que confundirla con empresas más estrechas, como la regulación y el control, que pretenden eliminar o minimizar los márgenes de decisión de funcionarios y políticos. Por un lado, exigir cuentas al poder no es lo mismo que encerrarlo en una jaula de regulación burocrática. La rendición de cuentas es un proyecto más modesto que admite, de entrada, que la política es una empresa humana y como tal se caracteriza ineludiblemente por elementos de libertad e indeterminación. La rendición de cuentas debe apoyarse en un andamiaje cuidadosamente construido de reglas. Pero no pretende sofocar el ejercicio de poder en una camisa de fuerza regulatoria. Más bien, la rendición de cuentas entra a los espacios de libertad que las reglas inevitablemente dejan abiertos. ”Por otra parte, la rendición de cuentas acepta que el poder no puede estar nunca sujeto a un control absoluto en el sentido estricto, técnico, de la palabra. Pretende alcanzar solamente un control parcial sobre aquellos que toman las decisiones públicas. Si asumiera el control absoluto sobre ellos, su misión ya no tendría sentido” (2008, 27).
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Desde la perspectiva teórica, el término accountability, aunque relativamente reciente, expresa una preocupación que, como se ha visto, puede rastrearse en las discusiones de la teoría política moderna: ¿cómo domesticar el poder político? “Hoy, es el término de moda accountability el que expresa la demanda continua de revisión y supervisión, de vigilancia y constreñimientos institucionales al ejercicio del poder”18 (Schedler 1999, 13). Aunque la traducción más frecuente del término accountability al español es “rendición de cuentas”, debe precisarse que ambas nociones no son completamente equivalentes. Según Mark Bovens (2007), en sus orígenes, el término anglosajón accountability tenía un sentido específico, relativo a la función de llevar las cuentas en la administración pública (bookkeeping function in public administration). Sin embargo, desde finales del siglo XX esta palabra fue adquiriendo un sentido más amplio y político, conforme se independizaba de sus orígenes en la contabilidad pública. Según este autor, “[l]a emancipación del ‘accountability’ de sus orígenes en la contabilidad es […] un fenómeno angloamericano, y otras lenguas […] no tienen un equivalente exacto y no distinguen semánticamente (todavía) entre ‘responsabilidad’ y ‘accountability’” (2007, 449). Por ello, cuando se habla de rendición de cuentas, generalmente se entiende que quien rinde cuentas lo hace de manera voluntaria, pero la noción de accountability implica que quien informa y justifica su proceder no lo hace simplemente por voluntad propia, sino que está sometido a la obligatoriedad de rendir cuentas (Hernández y Arciniegas 2011, 25). b. La estructura interna del accountability Más allá de esta cuestión lingüística, es necesario señalar que en la disciplina politológica no existe una conceptualización unívoca del accountability, puesto que no hay un consenso respecto al sentido estricto del término. Sin
18 Al respecto, y para continuar con lo expuesto en el apartado anterior, Deegan-Krause señala que “[l]a pregunta por el control, una pregunta clave que preocupó a observadores astutos como Aristóteles, Locke, Montesquieu y Madison, ha retornado prominentemente en la política comparada y ha atraído la atención de académicos como Huntington, Linz y Stepan, O’Donnell y Zakaria” (2000, 4).
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embargo, de manera general, puede afirmarse que el accountability está compuesto por dos elementos esenciales: i) el answerability y ii) el enforcement.19 Answerability: la transparencia y el debate amplio en la toma de decisiones
El answerability hace referencia a una situación en la que los funcionarios públicos están obligados, por un lado, a informar sobre las decisiones que toman —la dimensión informativa—, y por otro, a explicar y justificar por qué deciden de la manera en que lo hacen —la dimensión justificativa—. Esto debido a que, para evitar el abuso de poder, es necesario que la ciudadanía esté informada sobre lo que están haciendo. Además de la publicidad de la información, se requiere que se expliquen y discutan con la ciudadanía los motivos que llevaron a la toma de una decisión. La dimensión justificativa del answerability es de suma importancia, pues a ella subyace la idea de que las decisiones públicas no deben dejarse a discreción de quienes ocupan cargos públicos, sino que es conveniente que, mediante el debate público de las cuestiones que a todos conciernen, los procesos de toma de decisión adquieran un carácter más reflexivo y el poder político obedezca, así, a una “lógica del razonamiento público” (Schedler 2008, 15). Con base en lo anterior, podemos aseverar que cuando se habla de answerability se hace referencia tanto a la “‘dimensión informativa’ —informar, dar datos, ‘narrar en público’— como a la dimensión argumentativa —explicar, dialogar, escuchar— de la rendición de cuentas, y presupone obligación y responsabilidad de los funcionarios de acatar y ejercer estas dos funciones” (Hernández y Arciniegas 2011, 25). 19 Bovens plantea la siguiente dificultad para conceptualizar el accountability en sentido amplio: ofrecer una definición en virtud de múltiples dimensiones constitutivas puede extenderla demasiado, hasta convertirla incluso en una conceptualización de tales dimensiones. Como señala el autor, algunos teóricos proponen no menos de cinco dimensiones del accountability: transparency, liability, controllability, responsibility, responsiveness, entre otras. Estas dimensiones tendrían que ser definidas suficientemente para que fueran útiles a una definición de accountability. Según Bovens: “tan amplias conceptualizaciones del término hacen muy difícil establecer, en términos prácticos, cuándo un funcionario u organización está sujeto a accountability” (Bovens 2007, 450). Por lo anterior, en este artículo se abordan únicamente las dimensiones de answerability y de enforcement como constitutivas del accountability, ya que, siguiendo a Bovens y a Schedler, son imprescindibles para una definición preliminar de accountability.
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Enforcement: la necesidad de poder sancionar
El answerability es condición necesaria pero no suficiente para que se dé la accountability. En efecto, se señala con frecuencia que la accountability requiere otro elemento para desarrollarse: el enforcement, es decir, la posibilidad de que los funcionarios públicos sean objeto de sanción en caso de que incumplan sus deberes. La posibilidad de sanción es lo que hace la diferencia entre el hecho de que un funcionario público provea información de forma no vinculante y el hecho de rendir cuentas. La posibilidad de sanción no implica necesariamente la efectiva imposición de la misma; no obstante, la sola posibilidad es suficiente para que haya accountability (Bovens 2007). Conforme a lo anterior, Jonathan Fox señala que quienes asumen que la transparencia en la información por sí sola genera accountability “están confundiendo lo normativo (aquello que nuestros valores democráticos nos llevan a creer) con lo analítico (aquello que desde las ciencias sociales podemos afirmar)” (2007, 664-665). Así, el autor afirma que para que se desarrolle plenamente el accountability se requiere, en primer lugar, una “transparencia clara”, es decir, políticas de transparencia que “revelen información confiable sobre el desempeño institucional, especificando las responsabilidades de los funcionarios, así como la inversión de los fondos públicos […] [y que sean] explícitas en cuanto a quién hace qué y quién recibe qué” (Fox 2007, 667-668), y en segundo lugar, la posibilidad de sanción. En este orden de ideas, Schedler plantea que si no hay “alguna forma de castigo para abusos de autoridad demostrados, no hay imperio de la ley ni accountability” (1999, 16-17). c. Una tipología básica del accountability El accountability se divide en dos tipos básicos: vertical y horizontal. Mientras que el primero remite a una relación de control que se da desde la sociedad hacia el Estado, el segundo refiere relaciones de control intrainstitucional. Aunque en la práctica estos dos tipos básicos de accountability se relacionan mutuamente, en términos analíticos conviene tratarlos de manera separada para dejar más claro a qué se refiere cada uno. Accountability vertical-electoral: las elecciones como mecanismo retrospectivo de control
La noción de accountability vertical está ligada a un aspecto fundamental de las democracias: las elecciones. Un tipo de accountability vertical (aunque no
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el único, como se verá más adelante) es el electoral, pues se considera que las elecciones son un mecanismo importante mediante el cual la sociedad puede, de algún modo, controlar el accionar de quienes ocupan posiciones de poder en el aparato estatal.20 Se asume que los ciudadanos, al acudir a las urnas, además de estar eligiendo a sus representantes, están juzgando la labor desempeñada por quienes hasta ahora venían ocupando cargos de elección popular. Así, en aras de contar con un juicio favorable por parte de la ciudadanía, quien ocupa un cargo de elección popular “se siente presionado a escoger políticas que serán legítimas para los ciudadanos y podrán contar así con el juicio favorable de los ciudadanos en las próximas elecciones” (Hernández 2006, 70-71). Si bien el accountability vertical electoral es importante, éste presenta insuficiencias como mecanismo efectivo de control político.21 En primer lugar, no todo funcionario de elección popular tiene que estar necesariamente interesado en reelegirse o en lograr que alguien cercano a él sea elegido en las próximas elecciones, por lo que puede no preocuparse por el juicio de los ciudadanos en las elecciones siguientes. En segundo lugar, una consideración adicional que hace confuso el accountability vertical electoral es que no todo el que pierde en las elecciones está siendo juzgado, debido a que éstas pueden perderse por múltiples
20 Vale la pena señalar que si bien las elecciones son consideradas como el prototipo de los mecanismos de accountability vertical, éste va más allá de las primeras. En efecto, si miramos los diseños institucionales existentes en el régimen político colombiano, podemos ver que allí existen mecanismos que también pueden servir para el ejercicio del accountability vertical. Un ejemplo claro es la revocatoria del mandato, que permite, según la ley estatutaria 134 de 1994, que los ciudadanos den “por terminado el mandato que le han conferido a un gobernador o a un alcalde” (Artículo 6). Según lo anterior, en teoría, la revocatoria del mandato parecería ser un mecanismo de accountability vertical fuerte, con altos niveles de enforcement, debido a la severa sanción que, parece, podría acarrear (por lo menos en el ámbito subnacional). 21 Peruzzotti y Smulovitz recuerdan los argumentos mencionados por Przeworski, Stokes y Manin (1999), los cuales explican qué impide que el voto sea un mecanismo efectivo de control: “El primero se refiere a una limitación intrínseca del voto, pues éste garantiza a los ciudadanos una oportunidad única de castigar o recompensar múltiples decisiones gubernamentales. Por lo tanto, los votantes tienen un poder muy limitado para juzgar el resultado de la mayoría de las políticas del gobierno, debido a la naturaleza inadecuada del voto como mecanismo de control. El segundo argumento se basa en el hecho de que votar es una acción estratégica descentralizada. Como los ciudadanos no pueden coordinar la orientación de su voto, no hay forma de determinar si ciertos resultados electorales tendrán un sentido prospectivo o retrospectivo. El tercer argumento señala que los déficits de información del ciudadano promedio entorpecen su capacidad para evaluar adecuadamente el desempeño y las decisiones del gobierno” (2002, 6).
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factores. En tercer lugar, el déficit de información que generalmente caracteriza la relación entre representantes y representados dificulta la efectividad de las elecciones como mecanismo de accountability vertical. Anthony Downs (1992) consideraba que esto tiene efectos profundos en la política y dificulta el proceso de accountability, pues en la mayoría de las ocasiones los ciudadanos desconocen qué hacen o han hecho sus representantes, y los representantes no pueden responder, aunque lo quieran, a las demandas del electorado porque no tienen total seguridad sobre qué es lo que quieren los ciudadanos. Accountability horizontal: el control interinstitucional
Un segundo tipo de accountability es horizontal, el cual hace referencia a la idea de que sea el Estado el que se controle a sí mismo. En efecto, el accountability horizontal parte de la premisa de que las propias instituciones del Estado deben encargarse de vigilarse entre sí. Por ello, O’Donnell (2004) caracteriza este tipo de accountability como una situación en la que existen instituciones del Estado que tienen las competencias legales y las capacidades fácticas para ejercer acciones de control de tipo político y legal en contra de las actuaciones de otros órganos del Estado que puedan estar actuando ilegalmente o de manera contraria al deber asignado. El accountability horizontal se divide en dos subtipos. El primero, al que O’Donnell (2004) denomina de balance, se da porque el diseño institucional establece órganos estatales cuyas funciones se superponen. Con esto se hace referencia a que, aunque cada agencia del Estado es independiente de las demás, ellas están relacionadas, en la medida en que ninguna puede cumplir sola sus funciones: cada una necesita de las otras para hacer lo que debe. Por lo anterior, O’Donnell señala que el accountability horizontal de balance tiene lugar cuando “una institución dada considera que otra ha sobrepasado ilegalmente su propia jurisdicción y transgredido la de la primera (o de una tercera, según los casos)” (2004, 21) y reacciona contra esto. El problema con este subtipo de accountability horizontal es que, por lo general, las agencias de balance no pueden ejercer un control continuo y profesionalizado sobre otras instituciones estatales, puesto que no es su función principal. Así, cobra relevancia la noción de accountability horizontal asignada, referida a una serie de agencias estatales que tienen como función principal vigilar y controlar las acciones de otros organismos del Estado. Debido a que las agencias asignadas existen para controlar, éstas pueden canalizar
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todos sus esfuerzos y recursos a vigilar a otras instituciones. A diferencia de las agencias de balance, las asignadas están orientadas por criterios más jurídicos que políticos, por lo que se dedican, más que a juzgar los efectos políticos de una decisión, a monitorear que en el proceso de toma e implementación de la misma se respeten los procedimientos constitucionales y legales establecidos para ello. Accountability social: control vertical más allá del período electoral
Enrique Peruzzotti y Catalina Smulovitz señalan la existencia de un tipo de accountability vertical no electoral, denominado accountability social o societal. Mediante el término, designan una multiplicidad de acciones —como las movilizaciones sociales de protesta y denuncia ante los medios de comunicación— que tienen lugar en la sociedad civil en cualquier momento, y no necesariamente en períodos electorales, cuyo objeto es “reparar, impedir y/o sancionar acciones, y a veces omisiones, de individuos electos en cargos nacionales o subnacionales, así como de funcionarios estatales no electos” (O’Donnell 2004, 24). Según Peruzzotti (2008), las políticas de accountability social involucran esfuerzos y labores de la ciudadanía que buscan monitorear el comportamiento de los funcionarios y organismos públicos para garantizar que se respete la ley, exponer públicamente casos de conductas inadecuadas o irregulares —como corrupción o violación de los derechos humanos— por parte de los funcionarios gubernamentales y activar las agencias de accountability horizontal que, de otro modo, no actuarían —a las que O’Donnell denomina agencias de balance—.22 Al respecto, Peruzzotti y Smulovitz señalan que
22 Según Peruzzotti (2008), las iniciativas de accountability social en Latinoamérica han sido llevadas a cabo por diferentes tipos de actores: un primer tipo son los movimientos de protesta, las ONG y el periodismo de vigilancia; las iniciativas de este tipo suelen durar poco y no son especializadas, aunque usualmente, si cuentan con visibilidad suficiente, alcanzan un apoyo importante por parte de la ciudadanía. Un segundo tipo lo constituye la red de ONG especializadas, que pueden servir como fuente y base para otros actores de la sociedad civil en la tarea de proveer asistencia legal y apoyo para la exigencia de rendición de cuentas. El tercer tipo de iniciativa son los medios de comunicación, relevantes en el proceso de accountability social y que, según el autor, son vistos como aliados estratégicos por los movimientos de protesta y otras organizaciones. A propósito, O’Donnell señala que “especialmente en países donde, como en América Latina, el accountability vertical electoral funciona de manera deficiente, la versión societal de la accountability vertical pasa a ser extremadamente importante para el funcionamiento […] de un régimen democrático” (2004, 24).
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[…] a diferencia de los mecanismos electorales, los societales no son instrumentos sin filo, que evalúen únicamente el paquete entero de las políticas gubernamentales. Aunque son más demandantes en términos de esfuerzos participativos, ellos permiten un control selectivo. (Peruzzotti y Smulovitz 2000a, 151)
Además de esto, la presión que se ejerce mediante el accountability social no sólo permite que sean sancionados funcionarios que estén en cargos de elección popular, sino que también puede servir para controlar a los funcionarios públicos no electos popularmente que pueden verse afectados por la presión social. Como Adam Przeworski ha señalado, uno de los problemas a los que se enfrentan los regímenes democráticos es que los instrumentos electorales designados para controlar a los políticos son inadecuados para controlar a los burócratas. Ésta es una gran deficiencia de los mecanismos de control electoral, una deficiencia que los mecanismos societales pueden superar. (Peruzzotti y Smulovitz 2000a, 151)
Para terminar, es importante señalar que el accountability social permite ver una interrelación cooperativa entre el accountability horizontal y el vertical. Esto debido a que el primero no se desarrolla únicamente por medios extrainstitucionales, sino que se canaliza a través de las instituciones del Estado. En efecto, el accountability social se caracteriza también por la existencia de una serie de asociaciones no públicas, pertenecientes a la sociedad civil, que tienen como objetivo monitorear las acciones de los órganos del Estado y activar los mecanismos horizontales de control cuando se considere que una determinada institución está actuando irregularmente.
Conclusión
Y la democracia siempre fue y es problemática; es un compromiso siempre en crisis, fruto de un acuerdo delicado, siempre amenazado por desviaciones (2011, 9) Francisco Rodríguez Adrados
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Si bien es cierto que las democracias contemporáneas han hecho grandes esfuerzos y han avanzado en la implementación de mecanismos para controlar el poder público, también lo es que éste es un dilema al que las democracias mismas se han enfrentado de manera secular. Esto es, la democracia asumida como idea orientadora de la política, como régimen político o como mecanismo de participación, control o vigilancia, entre otras formas que puede adoptar, siempre se enfrenta a un límite radical: el problema del poder. Decir de manera secular refiere a que el problema de la domesticación del poder ha estado presente a lo largo de la historia política de Occidente. Decir radical refiere la idea de que la democracia entraña en su propia concepción la idea del poder mismo. Sin poder, ni siquiera puede existir la posibilidad de hablar de democracia; con poder desbordado o absoluto, ningún orden social puede denominarse democrático. En la práctica, múltiples son los procedimientos que han ido estableciéndose para concretar la idea de controlar los poderes del Estado. Vimos a lo largo del texto la tipología básica mediante la cual el accountability, la rendición de cuentas, emerge en el Estado o hacia el Estado. El accountability abordado desde la ciencia política, y atendiendo a sus orígenes modernos como discurso contable, se expresa naturalmente mediante mecanismos mensurables desde la perspectiva cuantitativa. Es así que los índices de calidad de la democracia consideran la rendición de cuentas como una dimensión fundamental para diagnosticar si un régimen particular se adecúa o no a los estándares democráticos establecidos internacionalmente. Índices de transparencia, índices de corrupción, índices de desempeño fiscal o institucional, entre otros más, han permitido identificar las falencias en varios regímenes del mundo respecto a las libertades y las oportunidades que los países ofrecen. Ahora bien, como lo hemos afirmado a lo largo del texto, el accountability no puede reducirse, por ejemplo, a los meros informes de gestión de las administraciones públicas en lo relacionado con el uso de los presupuestos. En este aspecto se ha abusado, y por lo mismo, se ha banalizado el significado profundamente político y democrático que entraña el accountability. Es por ello que nuestra propuesta se ha dirigido a reconstruir el pasado conceptual de estos términos, con el propósito de nutrir los debates contemporáneos acerca de la fundamental cuestión de la domesticación del poder.
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La calidad de la democracia importa, pero se hace necesaria una discusión sustantiva sobre el qué, el quién y el cómo del control del poder político. Esto es especialmente cierto en el contexto latinoamericano, caracterizado históricamente por la existencia de realidades institucionales híbridas (García Villegas 2014, 139) y por el surgimiento a finales del siglo pasado de democracias delegativas (O’Donnell 1994). Si sólo pensamos en la medición de la calidad de la democracia como elemento constitutivo de la misma, dejamos que sean sólo los expertos en los modelos de medición quienes estén autorizados a discutir sobre ella. Rastreando el contenido filosófico-político de los términos que nos han convocado a la escritura de este artículo, nos hemos encontrado con que contemporáneamente el accountability es un concepto harto potente al integrar en su desarrollo tres de las grandes tradiciones filosófico-políticas que conforman el mundo occidental. Por lo anterior, es que este término, y por ello la práctica que debería vehicular, comprende tres valores básicos para cualquier democracia: la defensa de la libertad, la promoción de la igualdad y la búsqueda de la virtud cívica, entendida esta última como una activa y comprometida participación ciudadana en los asuntos públicos. No es de menor valor abordar las viejas cuestiones filosófico-políticas para aproximarse a los nuevos fenómenos políticos, pues si de lo que estamos hablando es de la cuestión del poder y su control, la discusión llegará hasta cuando existamos como civilización humana. Dicho de otro modo: sin importar cuántos mecanismos de rendición de cuentas se habiliten, mientras no se cuestione profundamente el sentido de la democracia, la cantidad no hará de ellos la herramienta decisiva para su fortalecimiento. Finalmente, según Schedler, retomando a Sartori (1992): Nuestros conceptos […] son nuestras “unidades de pensamiento” […] Si los tenemos revueltos y en desorden, nuestros modos de pensar estarán revueltos y en desorden también. Y muy probablemente, nuestros modos de hablar y actuar estarán afectados por el mismo síndrome, la misma falta de claridad. ¿Cómo exigir cuentas claras si no contamos con conceptos claros? En este sentido, es posible que nuestro esfuerzo por la transparencia conceptual, por trazar las coordenadas conceptuales de la rendición de cuentas, tendrá no solamente ciertas implicaciones lingüísticas, sino también prácticas. (2008, 40)
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Alejandra Ríos Ramírez es profesora auxiliar de tiempo completo del pregrado en Ciencias Políticas del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT (Colombia). Es Investigadora del grupo de investigación “Estudios sobre Política y Lenguaje” del Departamento de Humanidades de la misma institución. Directora del observatorio parlamentario Antioquia Visible, adscrito al Centro de Análisis Político de la misma universidad. Entre sus publicaciones recientes se encuentran: “Accountability societal: herramienta de gobernanza contra la corrupción” (con Juan Pablo Trujillo Urrea). En Oro como fortuna, ed. Adolfo Eslava. Bogotá: Universidad EAFIT-Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación-Colciencias., 2014; y “Justicia básica procedimental: herramienta de transición hacia sociedades mínimamente decentes”. Co-herencia 7 (13), 2013. Alejandro Cortés Arbeláez es estudiante de los pregrados en Ciencias Políticas y Derecho de la Universidad EAFIT (Colombia), donde ha estado vinculado como monitor y auxiliar de investigación en el semillero de investigación “Legislación y Política”, adscrito al grupo de investigación “Estudios sobre Política y Lenguaje” del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. Realizó su práctica profesional en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia
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(IEPRI). Ha publicado los artículos “Hannah Arendt y Jürgen Habermas: del republicanismo político a un modelo procedimental de la democracia”. Cuadernos de Ciencias Políticas 5, 2013; y “Límites y posibilidades de un proceso de negociación con las Farc” (con Sara Vélez Zapata). Debates 67, 2014. María Camila Suárez Valencia es estudiante del pregrado en Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT (Colombia), donde ha estado vinculada como monitora y auxiliar de investigación en el semillero de investigación “Legislación y Política”, adscrito al grupo de investigación “Estudios sobre Política y Lenguaje” del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. Su artículo más reciente es “La comunidad como presupuesto moral” (con Laura Fuentes Vélez). Cuadernos de Ciencias Políticas (en prensa). Laura Fuentes Vélez es estudiante del pregrado en Ciencias Políticas de la Universidad EAFIT (Colombia), donde ha estado vinculada como monitora y auxiliar de investigación en el semillero de investigación “Legislación y Política”, adscrito al grupo de investigación “Estudios sobre Política y Lenguaje” del Departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. Su artículo más reciente es “La comunidad como presupuesto moral” (con María Camila Suárez Valencia). Cuadernos de Ciencias Políticas (en prensa).
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Intervenciones, identidades e instituciones populistas1 Francisco Panizza London School of Economics and Political Science (Reino Unido) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.11
¿Por qué Ud. ha preferido referirse a intervenciones populistas o discursos populistas antes que hablar de regímenes populistas?
Francisco Panizza: Creo que hay dos razones para ello. i. Uno de mis autores favoritos sobre el populismo, el historiador estadounidense Michael Kazin, dice que los actores políticos no son populistas en el mismo sentido que son liberales o socialistas. El define al populismo como “un modo flexible de persuasión” compatible con una variedad de formulaciones ideológicas y arreglos institucionales. La efectividad del modo de identificación populista está limitada por diversos elementos, como la legitimidad de las instituciones. En algunos casos, las apelaciones populistas pueden volverse dominantes y estructurar el espacio político por largos períodos históricos, mientras que en otros tienen un efecto mucho más contingente y limitado. ii. Los actores políticos hacen apelaciones populistas (o lo que yo llamo intervenciones populistas) en combinación con otros modos de identificación política de naturaleza diferente dependiendo de la audiencia, la coyuntura política, etcétera. Es por esto que yo digo que tiene más sentido hablar de intervenciones populistas que de actores o regímenes populistas, para destacar que la política, especialmente el juego político democrático, siempre tiene a su interior trazos del populismo, y que el populismo no es una totalidad abarcadora que define a un líder, partido o régimen político. Yo entiendo que en determinados
1 Entrevista realizada por Ana Lucía Magrini, Virginia Quiroga y Sebastián Barros.
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casos, como por ejemplo Hugo Chávez en Venezuela, se lo califique como populista, pero aun en ese caso debe tenerse en cuenta que es una especie de etiqueta que simplifica una realidad más compleja. ¿Cómo cree que se expresa la conflictiva coexistencia entre ruptura y recomposición hegemónica en el populismo?
FP: La imagen típica del populismo, de la cual creo que el propio Ernesto Laclau es por lo menos parcialmente responsable, es la del populismo como un pueblo movilizado en la calle en comunión con un líder y en lucha contra el orden establecido. La ruptura de ese orden significaría entonces el triunfo del populismo. Pero lo que esa imagen no nos dice es qué pasa después de la ruptura. Allí se abren varias posibilidades: una puede ser el fin de las movilizaciones populares y la desagregación del pueblo como actor político, volviéndose un conjunto de identidades fragmentadas a partir de arreglos institucionales que construyen nuevos espacios de representación y de negociación de demandas. Esto sería la domesticación del populismo. La otra sería el modelo de revolución permanente, en el cual hay procesos permanentes de rupturas institucionales y purificación de las identidades populares a partir de la construcción de nuevos antagonismos. Sería un poco el modelo de la Revolución Cultural, o en otro nivel, la política venezolana bajo Chávez. Creo que la recomposición hegemónica del populismo en el poder se expresa como la tensión entre estos dos extremos. ¿Cuáles considera que son las condiciones mínimas o básicas que posibilitan la emergencia de populismos?
FP: Me parece que la condición necesaria, aunque no suficiente, del populismo es una crisis de representación. Claramente, no toda crisis de representación genera una ruptura populista. Depende de la extensión y de la profundidad de la crisis, así como de la existencia de una narrativa creíble que defina la crisis en términos de un antagonismo populista y consiga unificar y movilizar a los sectores populares en torno a un programa de construcción de un nuevo orden político. ¿Cuál es el rol del líder en los modos de identificación populista?
FP: El líder es quien tendría la capacidad de articular demandas insatisfechas heterogéneas en una relación de antagonismo con el orden vigente. Existe la
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noción de que la figura del líder sería la única entidad que puede funcionar como espacio común de identificación de identidades populares heterogéneas (“Yo soy Chávez”). Sin negar la importancia de los liderazgos en la política, me parece que ciertas versiones del populismo no han problematizado lo suficiente la relación entre el líder y el pueblo. Si el rey tiene dos cabezas, el líder populista también tiene dos cabezas, y no siempre esas cabezas se identifican con el pueblo. También me parece que puede haber procesos de articulación de identidades populares y de identificación populista que no necesariamente requieren la figura del líder. El Tea Party en los EE. UU. sería un ejemplo importante de un populismo que no tiene un liderazgo central, y las movilizaciones democráticas de la población egipcia que derrumbaron a Mubarak serían otro ejemplo. El pueblo no siempre necesita un líder para reclamar su soberanía contra un poder usurpador. ¿Considera que podrían catalogarse como populistas experiencias que no llegaron a constituir gobiernos nacionales, como por ejemplo el movimiento liberal de corte popular de Jorge Eliécer Gaitán en Colombia o el caso del APRA en Perú? ¿Qué dimensiones o aspectos estima que serían significativos para pensar los populismos por “fuera del Estado”?
FP: Sin duda. En mi escritorio tengo un billete de mil pesos colombianos con la figura de Gaitán y una leyenda que dice: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo. El pueblo es superior a sus dirigentes”. El APRA politizó y movilizó importantes sectores populares del Perú contra la política oligárquica de su tiempo, y sus intelectuales fueron importantes formuladores del pensamiento nacional popular, que, creo, ha sido una de las expresiones históricas más importantes del populismo latinoamericano. ¿En qué condiciones el populismo resultaría compatible con la democracia o puede, de hecho, ser considerado una fuerza democratizante?
FP: El populismo le recuerda a la democracia que el pueblo es el depositario último de la soberanía y que las instituciones no son legítimas sin referencia a la soberanía popular. Aun en sistemas políticos con instituciones fuertes, el populismo tiene el papel de denunciar la captura de las instituciones por sectores de poder. Existe, sin embargo, una tensión permanente entre la noción del pueblo como detentador de la soberanía y del ciudadano como el actor de la democracia.
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Por un lado, el pueblo populista puede ser concebido como un actor que demanda el pleno goce de los derechos ciudadanos en los campos políticos, económico y social. Por otro lado, en la medida que el populismo se define en términos mayoritarios como una parte oprimida del todo que demanda el ejercicio de la soberanía en nombre (para usar los términos de Sebastián Barros) del “daño” del que ha sido objeto, puede haber una negación del reconocimiento mutuo de la ciudadanía, que es la base de la democracia. No puede haber democracia sin soberanía popular pero tampoco puede haber democracia sin ciudadanía. ¿Considera que la categoría “populismo” es pertinente para caracterizar a los gobiernos que conforman el nuevo mapa político de América Latina en el siglo XXI, como por ejemplo el caso de Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia?
FP: Me refiero a mi respuesta a la primera pregunta. Creo que en el caso de Chávez, o mejor dicho, del chavismo, hay una estrategia deliberada y consistente de estructurar el espacio político venezolano en terminos de identificaciones y antagonismos populistas, sin que eso quiera decir que el populismo es lo único que define al chavismo. En el caso de Morales, creo que en Bolivia los diversos actores populares tienen una consciencia de sus identidades y una tradición de luchas por sus reivindicaciones específicas y de enfrentamientos con los gobiernos de turno que hacen precarios los intentos de construcción de una identidad popular unificada, aunque creo que en este caso el liderazgo de Morales ha sido fundamental para la construcción de esa identidad. En el marco del debate entre populismo e instituciones existen posturas teóricas que comparten ambos conceptos bajo la presunción de que se trata de dos polos opuestos. ¿Cómo caracterizaría el vínculo entre populismo e instituciones?
FP: Me parece que depende de lo que se entienda por instituciones y de qué instituciones se está hablando. Es obvio que el populismo crea sus propias instituciones de representación y participación popular. No hay más que conocer la historia argentina para percibir la enorme construcción institucional del peronismo, que perdura hasta hoy. Lo que sí creo que existe es una tensión inevitable entre la lógica mayoritaria del populismo y la lógica pluralista del liberalismo. Pero esa tensión no quiere decir que no puedan
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coexistir en un arreglo institucional en el cual la tensión mutua refuerce, más que erosione, la democracia. Por ejemplo, en Uruguay los sectores populares han hecho uso del plebiscito, que es una institución típicamente mayoritaria, para avanzar políticas progresistas o para derogar leyes conservadoras. Aun la dimensión extrainstitucional del populismo puede terminar favoreciendo la institucionalidad democrática.
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Francisco Panizza es uruguayo y reside en Inglaterra. Estudió Derecho en la Universidad de la República (Uruguay) y se doctoró en Ciencias Políticas en la Universidad de Essex (Reino Unido). Es profesor de Política Latinoamericana del Departamento de Estudios de Gobierno de la London School of Economics and Political Science. Entre sus últimas publicaciones están: Moments of Truth: The Politics of Financial Crises in Comparative Perspective. Conceptualising Comparative Politics (editado con George Philip). Londres: Routledge-Taylor & Francis Group, 2014; y “Taking Discourse Seriously: Discursive Institutionalism and Post-Structuralist Discourse Theory” (con Romina Miorelli). Political Studies 61 (2), 2013. Panizza se ha especializado en el estudio del populismo y los procesos políticos y económicos de América Latina, en especial de los países de América del Sur. Correo electrónico: f.e.panizza@lse.ac.uk
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Populismo, pueblo y liderazgo en América Latina Sebastián Barros Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia/CONICET (Argentina) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.12
¿Qué hace del populismo un concepto a la vez tan utilizado e indefinido? Desde mediados del siglo pasado las ciencias sociales de América Latina piensan y vuelven a pensar un fenómeno político recurrente. Desde las posturas estructuralistas en torno a la sociología de la modernización hasta los enfoques posestructuralistas contemporáneos, pasando por análisis institucionalistas, históricos, económicos, etcétera, las ciencias sociales latinoamericanas han tomado al populismo como un fenómeno especial de atención. Al mismo tiempo, esta noción es utilizada en el lenguaje político de manera constante. En este caso, el populismo no cuenta con buena prensa. Por el contrario, es generalmente presentado como un calificativo negativo de políticas y gobiernos que no cumplen con ciertas “expectativas” democrático-liberales-mercantiles. Sin embargo, en los dos casos, tanto en su uso académico como en su uso cotidiano en el lenguaje político, existen cuestiones que nos permiten ponerlos en común. Ellas aparecen de forma más o menos explícita, a veces entre líneas, en los discursos seleccionados para la elaboración de este documento. En este breve texto, tomaré cuatro puntos que me parecen importantes para pensar, una vez más, los populismos latinoamericanos. El primero de ellos es la apelación a la idea de pueblo. Esto parece la afirmación de una obviedad, pero la referencia al pueblo en los discursos tiene una particularidad. Es más, esa particularidad nos reenvía a una ambigüedad que está presente en el pensamiento político occidental moderno, la idea de que el pueblo es a la vez una parte y el todo. Es la parte de los indignados por la exclusión y la desconsideración, y es a la vez el todo que corporiza al sujeto soberano de la representación. Este carácter es destacado por desarrollos en la teoría política contemporánea que resaltan que la categoría pueblo
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está marcada por una paradoja.1 Pueblo es, por un lado, la categoría que define a todos quienes pertenecen al demos, es decir, a todos quienes pueden ser considerados miembros plenos de esa unidad que toma decisiones legítimas respecto a la vida comunitaria. Pero, por el otro lado, pueblo es también la categoría que define a una parte de ese todo que, si bien se encuentra en esa comunidad, no es miembro pleno de ella. Pueblo también hace referencia a los no-privilegiados y a quienes de alguna manera son considerados indignos en la plenitud del demos. Paradójicamente entonces, todos los miembros del pueblo son y no son al mismo tiempo miembros del pueblo. En los discursos analizados, el esfuerzo por operar sobre esta ambigüedad es notorio. Cuando Gaitán dice “¡A la carga pueblo! Por la derrota de la oligarquía”, no está haciendo otra cosa que mostrar lo paradójico de la noción de pueblo, del que la oligarquía es a la vez parte, y no lo es. Cuando Morales afirma que la intención de los pueblos originarios de Bolivia es vivir en igualdad de condiciones con la “gente que es enemiga de los pueblos indígenas” está haciendo lo mismo, visibilizando esas fronteras identitarias que son internas a la noción misma de pueblo. O en el cierre del discurso de Lula da Silva, cuando dice que “a responsabilidade não é apenas minha, é nossa, do povo brasileiro, que me colocou aqui”, a sabiendas de que no todo ese pueblo lo había votado, sino que una parte, paradójicamente la parte del pueblo, era la que lo había puesto en ese lugar. Esta operación sobre la ambigüedad constitutiva de la noción de pueblo es infinita porque es una ambigüedad inerradicable. La particularidad de los discursos populistas es que extreman esta ambigüedad, por cuanto no pueden presentarse a sí mismos como un elemento que resuelva la ambigüedad, sea anulándola o sea situándose en uno de los polos que la constituyen. El discurso populista no puede presentarse sólo como un discurso más entre otros, ya que representa a la víctima de un daño, pero tampoco puede presentarse simplemente como esa víctima, ya que pretende representar a ese todo comunitario que la excluye. Es en nombre del daño sufrido que el discurso populista se presentará a sí mismo, y a la vez, como parte y todo.
1 Pueden verse Laclau (2005), Rancière (1996) y Agamben (2001).
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En segundo lugar, otro aspecto que resalta en estos discursos es la apelación particular que adquiere esa parte sufrida. En los discursos populistas aparecerá la idea de dignidad como un significante recurrente. Una dignidad que tendrá dos aspectos. Por un lado, una dignidad que se juega en lo que E. P. Thompson llamó “la deferencia social”. La dignidad en el trato de sujetos que comienzan a rechazar, incluso en actos aparentemente triviales de la vida cotidiana, el lugar que les corresponde en la distribución de lugares sociales. Pero también, por otro lado, hay otro aspecto de esa dignidad, el que se juega entre las más ardientes pasiones y la racionalización de derechos. Las pasiones frente a la frialdad dolosa de los académicos (Gaitán), la pasión que supone poseer y defender la felicidad (Perón). Pero también la pasión que se indigna por el daño sufrido, por la humillación cotidiana (Vargas), la indignación de no sentirse reconocido como ser humano (Morales). Esa indignidad no se salva cándidamente a partir de una supuesta inclusión lisa y llana. También se engendra frente al desprecio de un pueblo sufriente, pero se enfrenta con la idea de derecho. Con la verdadera civilidad argentina de Perón, con la referencia a la constitución brasilera y la Declaração Universal dos Direitos Humanos de Lula da Silva, con la afirmación de Evo Morales: “Antes no teníamos derecho”. Los populismos latinoamericanos han sido agentes de expansión de derechos. Pero, quizá, la ciencia política que se ha enfocado sobre estos procesos políticos no ha prestado suficiente atención a un efecto de esa expansión, que es el efecto sobre la autoestima de esos indignos. Lula da Silva lo hace explícitamente, “iremos recuperar a dignidade do povo brasileiro, recuperar a sua auto-estima”. No se trata simplemente de dar una respuesta a una demanda. La articulación de identificaciones populares por parte de los populismos supone una transformación en la estima de los indignos. En la estima-de-sí y en la estima-de-los-demás. La noción de tener un derecho, pero, a la vez, sentir que no se lo tiene hace a esa estima. Es decir, más allá de su inclusión en una articulación populista hay una subjetivación de demandas que claman ser escuchadas como partes que se reconocen como portadoras de derechos. Como consecuencia de esto, esas demandas se plantean en términos igualitarios. El cambio en la estimade-sí implica una presuposición de igualdad en la palabra, negada hasta allí por esa comunidad que agravia.
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En tercer lugar, los discursos analizados muestran un aspecto que ha sido señalado de manera recurrente en los estudios sobre el populismo en América Latina. La parte indigna del pueblo irrumpe en una formación política determinada partiendo la vida comunitaria en dos espacios identitarios polarizados. Ésta es la razón por la cual los populismos han sido descritos como agentes de la división de la comunidad, como instrumentos de los líderes especializados en generar una brecha insalvable entre dos polos antagónicos dentro de una misma comunidad política. La polarización social y política no es consecuencia de la perversidad intrínseca de los liderazgos, sino que está encarnada en la emergencia de identificaciones populares que reclaman la capacidad legítima de poder definir y decidir qué es y qué será esa comunidad. Esta polarización tiene también una especificidad. No es una partición en términos de amigo-enemigo, como es el caso de los discursos impregnados de lógicas autoritarias. La referencia de Evo Morales a los enemigos de los pueblos indígenas y la propuesta de querer vivir con ellos en igualdad de condiciones muestra precisamente que el lenguaje populista no es un lenguaje autoritario. Los discursos autoritarios pueden ser polarizantes, pero es una polarización que lleva a la eliminación del otro en pos de lograr la unificación de la comunidad en un todo pleno. Los discursos populistas no pueden lógicamente polarizar en ese sentido, ya que, desaparecidas las partes, desaparecería también esa frontera interna que delimita la existencia de la víctima de un daño que le da sustento. La posibilidad lógica de que esto suceda implica que la ambigüedad cargada por la idea de pueblo que mencionábamos se disuelva, lo cual llevaría, a su vez, a la desaparición del elemento mismo en que los populismos asientan su existencia. Como bien marca Aboy Carlés, esto hace que los discursos populistas oscilen entre momentos polarizantes y momentos de unificación estricta de la vida comunitaria, extremando la ambigüedad del pueblo (Aboy Carlés 2007). El último rasgo que se destaca en los discursos es el carácter de los liderazgos. Todos los enfoques sobre el populismo en América Latina hacen referencia a la centralidad de la figura de los líderes en estos movimientos. En su generalidad, la presencia de líderes fue asociada al carisma y a la demagogia. Las ciencias sociales han sido bastante injustas con los sujetos
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representados en dichos liderazgos. Sin embargo, pueden hacerse dos observaciones al respecto, con la intención de provocar el estudio más detenido de las formas que adquirieron estos liderazgos descritos como populistas. Ambas observaciones se desprenden de los temas mencionados antes. La primera es que allí donde la ciencia política y la sociología leen liderazgos demagógicos, puede leerse también una realidad que pone en palabras y hace visibles la indignación y la consecuente dignidad que implica sentirse no reconocido como ser humano que legítimamente porta una capacidad. En este sentido, es importante destacar que, con la excepción de Gaitán, en Colombia, los otros líderes cuyos discursos fueron seleccionados llegaron a ocupar el lugar del Estado. Teniendo en cuenta el papel que tuvo el Estado en la conformación de las comunidades políticas en América Latina, no es de extrañar entonces que la figura de un líder que ocupa ese lugar haya terminado representando y visibilizando esa indignación/dignidad. La segunda observación se desprende de la ambigüedad de la noción pueblo. Dijimos más arriba que el pueblo era a la vez parte y todo. Estos liderazgos tienen entonces que representar, a la vez y de manera constante, a la parte y al todo. Pero ni el todo ni las partes son compartimentos estancos o espacios inmóviles. Por lo tanto, estos liderazgos operan sobre, y son operados desde, una multiplicidad y diversidad de identificaciones populares. Afirmar que un nombre será bandera (Vargas) no puede ser simplemente entendido como un exabrupto personalista de un líder mesiánico, sino que también debe poder leerse como la condensación de la pluralidad de contextos y circunstancias en los que se expresaban la dignidad y la indignación. Lo mismo puede interpretarse en la afirmación de “que sea el coronel Perón el vínculo de unión que haga indestructible la hermandad entre el pueblo, el ejército y la policía; que sea esta unión eterna e infinita para que este pueblo crezca en esa unidad espiritual de las verdaderas y auténticas fuerzas de la nacionalidad y del orden”. Es el líder quien amalgama la pluralidad, unificándola de manera eterna e infinita, junto a las auténticas fuerzas de la vida comunitaria. Las constantes referencias personales de los otros discursos, que no tenemos espacio de analizar, también pueden ser leídas en estos términos, para evitar caer en condenas normativas a procesos políticos cuya especificidad deberíamos poder, al menos, explicar.
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Referencias 1. 2. 3. 4.
Aboy Carlés, Gerardo. 2007. La democratización beligerante del populismo. Debate. Revista de la Asamblea Nacional de Panamá 12: 47-58. Agamben, Giorgio. 2001. Medios sin fin. Notas sobre la política. Valencia: Pre-Textos. Laclau, Ernesto. 2005. La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Rancière, Jacques. 1996. El desacuerdo. Buenos Aires: Nueva Visión.
Discursos 5. 6. 7. 8. 9. 10.
Discurso de asunción de Evo Morales ante el Congreso Nacional de la República de Bolivia. La Paz, 22 de enero de 2006. Discurso de Néstor Kirchner. Acto de asunción presidencial ante la Asamblea Legislativa. Buenos Aires, 25 de mayo de 2003. Pronunciamento à nação do Presidente da República, Luiz Inácio Lula da Silva, após a cerimônia de posse. Parlatório do Palácio do Planalto. Brasilia, 1º de enero de 2003. Discurso de Perón. Diálogo entre manifestantes y Perón desde el balcón de la Casa Rosada en la Plaza de Mayo. Buenos Aires, 17 de octubre de 1945. Carta. Testamento de Getúlio Vargas, escrito el 24 de agosto de 1954. Jorge Eliécer Gaitán. 1945. El país nacional y el país político. (Discurso pronunciado durante la campaña presidencial de las elecciones de 1946, en las que se enfrentaron dos líderes liberales (Gabriel Turbay, candidato oficial del Partido Liberal, y Gaitán, del liberalismo disidente) y Mariano Ospina Pérez (Partido Conservador).
H
Sebastián Barros es doctor en Gobierno de la Universidad de Essex (Reino Unido). Actualmente es director del Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia, profesor de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco e investigador adjunto de CONICET (Argetina). Junto a Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, David Howarth, Alejandro Groppo, entre otros, formó parte del Essex School of Discourse Analysis. Entre sus últimas publicaciones están: Las brechas del pueblo: reflexiones sobre identidades populares y populismo (con Gerardo Aboy Carlés y Julián Melo). Buenos Aires: UNGS, 2013; y “Pensar la diferencia. Carencia y política en Pierre Clastres”. Iconos. Revista de Ciencias Sociales 47, 2013. Correo electrónico: barros.sebastian@gmail.com
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El pueblo es Dios Omar Rincón Universidad de los Andes (Colombia) DOI: dx.doi.org/10.7440/colombiaint82.2014.13
Mi vida ya no me pertenece, le pertenece al pueblo, a la patria. Rafael Correa, mensaje a la nación, 24 de agosto de 2014.
“El pueblo es Dios, la democracia es el pueblo, yo soy el pueblo: el pueblo presidente” y “cumplirle al pueblo, es cumplirle a Dios”, lo dice Ortega en Nicaragua, lo confirman los presidentes en Latinoamérica. “Calma pueblo que aquí estoy yo”, canta Calle 13 y lo practican los líderes en América Latina (Perón, Vargas y Gaitán en el siglo XX; Kirchner, Morales, Uribe, Lula, Mujica, Correa, Chávez, en el siglo XXI). Todo se expresa en la advertencia de Gaitán (Colombia 1945): “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”. Y eso mismo lo inaugura Perón (Argentina 1945) cuando exclama que el pueblo es esa “masa grandiosa en sentimiento”, ese “dolor de la madre tierra” y esa “verdadera fiesta de la democracia”; por eso, él va a “luchar codo con codo con ustedes”, el pueblo. Y lo confirma Vargas (Brasil 1954) cuando confiesa que él es “un esclavo del pueblo”. Más allá va Morales (Bolivia 2006) en su confianza en el pueblo, porque “felizmente el pueblo es sabio. Esa sabiduría del pueblo boliviano hay que reconocerla, hay que respetarla y hay que aplicarla. No se trata de importar políticas económicas o recetas económicas desde arriba o desde afuera, y la comunidad internacional tiene que entender eso”. El pueblo es sabio para guiar los modos de gobernar y producir políticas públicas. Por eso, los gobernantes deben ser unos líderes obedientes del pueblo que dejan de ser sujeto para convertirse en colectivo, amasijo, masa llamada pueblo. Y estos seis discursos reunidos aquí lo comprueban. * Los discursos de Perón (Argentina 1945), Vargas (Brasil 1954) y Lula (Brasil 2003) son los más breves pero los más exitosos en convocar el
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alma popular, en convertirse en parte del pueblo, en ser el pueblo. Gaitán (Colombia 1945), Kirchner (Argentina 2003) y Morales (Bolivia 2006) recurren al discurso largo y de múltiples asuntos para invocar autoridad ante el pueblo: ellos no son el pueblo, son los iluminados que van a guiarlo y a recibir su amor; en un acto de retórica épica, le demuestran al amado (pueblo) que saben leer y comprender las injusticias que se han cometido, y que ellos son los vengadores de esas infamias. En lo que se juntan todos los discursos, es que ellos dejan de ser “la persona” individual para convertirse en héroes trágicos y melodramáticos que van a hacer todo lo posible por vengar y hacer justicia con y por el pueblo. Emocional y comunicativamente, los discursos de Perón, Vargas y Lula llegan al puro corazón: no hay mucho que entender, sólo que ellos aman a su pueblo, se sacrifican por él y son uno con él (así, un pueblo y unos líderes en masculino). Gaitán, Kirchner y Morales quieren impresionar por su saber sobre los asuntos del pueblo y la patria, y quieren que el pueblo los ame por comprender los asuntos de gobierno. Gaitán invoca el método analítico-experimental para dar criterio a su pueblo; Kirchner se legitima en que viene del Sur y ha sufrido la opresión de la dictadura, para desde allí proponer un modelo propio para Argentina, y Morales recurre al recurso de la historia y a las identidades indígenas. Discursos todos que buscan refundar la patria desde la identidad o un modo específico de ser nacional. Gaitán lo explica bien: “no hemos hablado sino del criterio” (1945); y eso es lo que diferencia a los modelos de Gaitán, Kirchner y Morales: el criterio con que orientan la política y la gestión del poder. Discursos que no llegan al corazón pero ganan la adhesión del pueblo, que le cede todo su poder de comprensión al líder: se les asigna el papel de guía, maestro, patrón. Pero, a su vez, en una brillante jugada retórica, los líderes se presentan como los súbditos del pueblo, ese colectivo histórico que sabe y manda: “el pueblo es superior a sus dirigentes” (Gaitán 1945). * En todos los discursos, el pueblo y la patria mandan y se obedecen, “¡porque la patria es lo primero en nuestra mente, en nuestro corazón, en nuestra vida!” (Gaitán 1945). Sólo que la patria habla y actúa por los líderes: el pueblo
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obedece porque es el (líder-pueblo) que manda. Más allá de estas diferencias de tono y modo, hay lugares de enunciación donde se encuentran estos seis discursos: buscan refundar la patria, a través de un sacrifico personal y en honor de unos valores, y todo por amor al pueblo, y a Dios.
1. Un mito de refundación nacional La situación de la nación y la patria es lamentable: ya no se aguanta más. Luego, políticamente, lo que hay que reinventarse es un nuevo modelo de nación inspirado en el sabio pueblo. Por eso, tal vez, todos podrían firmar el diagnóstico que realiza Gaitán (1945): “En Colombia hay dos países: el país político que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder, y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendido por el país político”. El país político corresponde “al régimen oligárquico” que hace lo que “la voz del amo” mande (la voz del amo puede ser la de los empresarios, los políticos de siempre, Estados Unidos, el modelo de industria y trabajo). Como alternativa, existe el país nacional, ese del que el pueblo y estos líderes son su encarnación, y este país es distinto: mientras “la oligarquía [el país político] piensa en función de mecánica electoral, nosotros [el país nacional] pensamos en función de agricultura, de sanidad, de trabajo, de organización, de dignidad humana”. Y de este diagnóstico surge la necesidad de un nuevo modelo de nación. El nuevo modelo nace de recuperar a “los hermanos caídos en defensa de la dignidad: Manco Inca, Yupaj Katari, Tupac Amaru, Bartolina Sisa […]” y de reivindicar al 62,2% de los bolivianos, “los pueblos indígenas, que históricamente hemos sido marginados, humillados, odiados, despreciados, condenados a la extinción”. Y es “por eso que estamos acá para cambiar nuestra historia: decir basta a la resistencia. De la resistencia de 500 años a la toma del poder para 500 años” (Morales 2006). El nuevo modelo consiste en “construir prácticas colectivas de cooperación”, en abandonar “una forma de hacer política y un modo de cuestionar al Estado”, que “reconcilia al Gobierno con la sociedad”, que imagina “un capitalismo nacional”, porque “sabemos que el mercado organiza económicamente pero no articula socialmente”, que “reinstala la movilidad social ascendente” (Kirchner 2003).
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En el nuevo modelo se “va a garantizar que todo brasileño y brasileña pueda, todo el santo día, tomar café, almorzar y comer”, y todo lo “vamos a hacer juntos” (Lula 2003). Un nuevo modelo donde priman la “autodeterminación”, “la autonomía con solidaridad” y “un nuevo pacto social” (Morales 2006). Un nuevo modelo que propone una misión concreta al pueblo, “la restauración moral” de la patria, una lucha “por la democracia” y un final posible: “la victoria” (Gaitán 1945). Un nuevo modelo posible porque “tenemos una historia construida junto al pueblo […] en la lucha por conquistar la democracia y la libertad” (Lula 2003).
2. El sacrificio del héroe Pero un nuevo modelo, una refundación de la patria, un volver a comenzar, sólo son posibles con la tragedia: el sacrificio del héroe. Juan Domingo Perón (1945) convierte su heroísmo en relato de un pueblo: “he renunciado” para “ponerme al servicio integral del auténtico pueblo argentino”, para “mezclarme con esa masa sufriente y sudorosa”, para ganar “la grandeza del país”, y mezclarse “en esta masa sudorosa” para así poder “estrechar profundamente a todos contra mi corazón, como lo podría hacer con mi madre”. Esto es, la reconversión de un héroe en un sentimiento familiar. Getúlio Vargas (1954) es el líder que se sacrifica en nombre del pueblo porque la misión “del trabajo de liberación” y “el régimen de libertad social” implican sacrificios, y por eso “tuve que renunciar”; pero es por esta inmolación que llega la victoria, porque “volví al gobierno en los brazos del pueblo”. Y ésta es su epopeya: “vengo luchando mes a mes, día a día, hora a hora, resistiendo la represión constante, incesante, soportando todo en silencio, olvidando y renunciando a todo dentro de mí mismo, para defender al pueblo que ahora se queda desamparado. Nada más les puedo dar, a no ser mi sangre”. Y concluye: “Mi sacrificio los mantendrá unidos y mi nombre será vuestra bandera de lucha. Cada gota de mi sangre será una llama inmortal en su conciencia y mantendrá la vibración sangrada para resistir. Al odio respondo con perdón”. El sacrificio es pleno: el líder se inmola por el bien del pueblo.
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Un héroe que renace en medio de una historia de infamia: “formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias” (Kirchner 2003). Una generación que quiere encontrar su destino y su utopía más allá de su desgracia: el sacrificio del héroe es por mantenerse en la lucha, aun a costa de la derrota. Y por eso, no es el destino el que guía, sino la lucha, la historia. “No soy el resultado de una elección, Yo soy el resultado de una historia” (Lula 2003). Y recuerda que “para llegar aquí, perdimos cuatro elecciones”. Y por eso, “no existe sobre la faz de la tierra ningún hombre más optimista que yo para ayudar a este país” (Lula 2003). Y lo mismo cree el boliviano Morales (2006) cuando recuerda que “un día como hoy, 22 de enero” lo expulsaron del Congreso nacional. “Yo dije en ese momento: me están expulsando pero voy a volver […] Lo dije un día del 2002, y se ha cumplido”. Testimonios del heroísmo de hombres que nacen de la historia: no la nacional, sino la propia: la del testimonio. Héroes morales: héroes agonales: héroes sacrificio. Y como héroes “morales”, deben dar ejemplo. “Por moral, por nuestro país, tenemos la obligación de rebajar el 50% de nuestro salario” (Morales 2006). Y al ser humanos y morales asumen autocríticamente su discurso: “Perdónenme compañeros, no estoy acostumbrado a hablar tanto, no piensen que Fidel o Chávez me están contagiando, estamos en la obligación de decir la verdad sobre nuestra Bolivia, y para no confundirme por primera vez preparé una chanchulla” (Morales 2006). Héroes naturales que no quieren la gloria para sí mismos sino para el pueblo, y por eso hacen brillar su humildad: “Nunca había pensado estar acá, nunca había soñado ser presidente, muchas gracias al pueblo boliviano” (Morales 2006). Héroes diferentes porque, como el pueblo, son honestos y transparentes: “No soy ladrón, quiero decirles que vamos a garantizar la honestidad en mi gobierno” (Morales 2006). Héroes que aspiran sólo al juicio de la historia: “Serenamente doy el primer paso al camino de la eternidad y salir de la vida para entrar en la historia” (Vargas 1954).
3. Unos valores Se refunda la nación a través de un sacrificio del héroe, pero siempre en la perspectiva de unos valores fundadores de la acción y la actuación. Juan Domingo Perón (1945) exhibe “tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de
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ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino”: obediencia, valentía y trabajo. Getúlio Vargas (1954) dice querer defender al pueblo y su autonomía: “No quieren que el pueblo sea independiente”. Y a la patria, a la valentía, a la unidad de un pueblo, les sigue una historia, un ideal, una vida por venir. Lula (2003) mira al horizonte con un sueño colectivo de justicia social: “Estamos realizando un sueño que no sólo es mío, es un sueño de un pueblo, de una nación que quiere cambios: recuperar la dignidad del pueblo, recuperar su autoestima […] mejorar sus condiciones de vida”. Y por estos sueños, si es necesario trabajar “24 horas al día”, lo hará. Kirchner (2003) también tiene un sueño: vengo a “proponerles un sueño: reconstruir nuestra propia identidad como pueblo y como Nación; vengo a proponerles un sueño que es la construcción de la verdad y la Justicia; vengo a proponerles un sueño que es el volver a tener una Argentina con todos y para todos […] A encontrar el país que nos merecemos […] un país serio […] un país más justo”. El futuro está claro: se puede contar, se hace historia. Pero para que no queden dudas, se afirma como valor el servir al pueblo: Morales (2006) afirma que “la política significa servir al pueblo, no vivir del pueblo. Hay que vivir para la política y no vivir de la política”. Y concluye: “queremos gobernar con esa ley que nos han dejado nuestros antepasados, el ama sua, ama llulla, ama quella, no robar, no mentir, ni ser flojo, esa es nuestra ley […] mandaré obedeciendo al pueblo boliviano”. Valores no de modernidad de mercado, sino de pureza ancestral: sabiduría del pueblo para guiar a la patria.
4. Un amor por el pueblo El modelo, el líder, los valores, se concretan en la experiencia de amor de los líderes por su pueblo, y de su pueblo por los líderes. Los líderes populistas están en manos del destino, y por eso, como héroes de tragedia y de melodrama, se sacrifican por ese destino y ese amor: el pueblo. Getúlio Vargas (1954) certifica que “necesitan apagar mi voz e impedir mi acción, para que no continúe defendiendo, como siempre defendí, al pueblo y principalmente a los humildes. Sigo lo que el destino me ha impuesto”. Juan Domingo Perón (1945) concreta que “este pueblo no engaña a quien no lo traiciona”, y Perón no los traiciona porque él es “este humilde hombre que
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les habla” y que se ofrece como “el vínculo de unión”, “esa unidad espiritual de las verdaderas y auténticas fuerzas de la nacionalidad y del orden”. Y él no traiciona; por eso, puede prometer “la felicidad [de] los verdaderos patriotas” que lleva a ganar “la grandeza espiritual y material”. Mientras que Lula (2003) convierte su amor por el pueblo en acto de familia al decir que “los trataré [al pueblo] con el mismo respeto con que trato a mis hijos y a mis nietos, que son las personas que más quiero”, y es que el discurso populista, más que referirse a una nación, constituye una familia nacional. Pero no sólo es familia, tradición, destino, es cuestión de religión; por eso es que se afirma que son proyectos que cuentan con la ayuda (patrocinio) del pueblo y de Dios: “Con la ayuda de Dios” (Kirchner 2003), “Gracias a Dios, tuve la oportunidad histórica de ser el portavoz de los anhelos de millones” (Lula 2003). Y un poco más diverso: “Agradecer a Dios, a la Pachamama” (Morales 2006).
5. Paradoja Todos los líderes “dicen” y “actúan” como el pueblo, son el pueblo, encarnan una identidad colectiva; dejan de ser individuos para convertirse en un bien público; abandonan toda meta individual para construir un nuevo modelo de política, democracia y nación. Tanto que, como afirma Kirchner (2003), “estamos ante un final de época; atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos”. La paradoja está en que en la pragmática de la acción política sucede todo lo contrario: el líder es el pueblo, él o ella son la identidad colectiva, y, por lo tanto, lo que hay es un revival de los líderes predestinados, fundamentalistas y mesiánicos. Suena verosímil renunciar al yo para ganar al colectivo, pero no es creíble en la performance que se hace de la política, porque tanto en las acciones como en lo retórico se requiere y necesita el líder.
Final Ya lo expresa, en este número monográfico de Colombia Internacional, Francisco Panizza: el populismo es “un modo flexible de persuasión” (citando a
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Michael Kazin), pero en un sentido no instrumental de persuadir como sinónimo de manipular, sino persuadir como construir identidad; y también, agrego yo, persuadir como modos de apelar e intervenir simbólica y narrativamente. Y para producir estos dos modos de persuasión, el relato populista asume que hay una crisis de la representación (“condición de necesidad”/caos), para desde ahí proponer una narrativa verosímil que defina el nuevo orden político (“condición de posibilidad”/esperanza). Para construir esta identidad colectiva e intervenir en la emoción pública es que se construye una apelación verosímil de relato y testimonio. Estos seis discursos documentan un populismo que es brillante en su retórica, apelación, relato y testimonio: prometen la constitución de una identidad colectiva y popular verosímil y legítima. Se podría concluir que éste es su éxito: narrar, testimoniar, emocionar: un populismo que es una forma de la política, más que ser la política. Finalmente, hay que resonar a Panizza cuando afirma que “el populismo le recuerda a la democracia que el pueblo es el depositario último de la soberanía”, pero que es “el ciudadano el actor de la democracia”. Y la verdad es que el populismo ha sabido invocar al ciudadano (en sus políticas sociales) y lo ha convertido en soberano (en sus modos de retórica y comunicación). Lástima que, por ahora, en América Latina somos más pueblo que ciudadanos.
Referencias 1. 2. 3. 4. 5. 6.
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Discurso de asunción de Evo Morales ante el Congreso Nacional de la República de Bolivia. La Paz, 22 de enero de 2006. Discurso de Néstor Kirchner. Acto de asunción presidencial ante la Asamblea Legislativa. Buenos Aires, 25 de mayo de 2003. Pronunciamento à nação do Presidente da República, Luiz Inácio Lula da Silva, após a cerimônia de posse. Parlatório do Palácio do Planalto. Brasilia, 1º de enero de 2003. Discurso de Perón. Diálogo entre manifestantes y Perón desde el balcón de la Casa Rosada en la Plaza de Mayo. Buenos Aires, 17 de octubre de 1945. Carta. Testamento de Getúlio Vargas, escrito el 24 de agosto de 1954. Jorge Eliécer Gaitán. 1945. El país nacional y el país político. (Discurso pronunciado durante la campaña presidencial de las elecciones de 1946, en las que se enfrentaron dos líderes liberales (Gabriel Turbay, candidato oficial del Partido Liberal, y Gaitán, del liberalismo disidente) y Mariano Ospina Pérez (Partido Conservador).
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Omar Rincón es profesor asociado y director del Centro de Estudios en Periodismo de la Universidad de los Andes. Rincón tiene una maestría de la State University of New York (EE. UU.) y es candidato a doctor en Ciencia Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Se ha desempeñado como ensayista, periodista y analista de las relaciones entre medios, cultura, política y tecnología. Crítico de televisión de El Tiempo; consultor en comunicación para América Latina de la Fundación Friedrich Ebert de Alemania. Profesor invitado en Argentina, Chile, Uruguay, España, Puerto Rico, El Salvador y Ecuador. En los últimos años ha editado los siguientes libros: Vamos a portarnos mal: protesta social y libertad de expresión en América Latina. Bogotá: C3/FES, 2011; y Medios, democracia y poder. Bogotá: Ediciones Uniandes, 2011. Correo electrónico: orincon@uniandes.edu.co
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