Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología No. 10

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Nota Editori a l

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n o d e l o s o b j e t i v o s d e A n t í p o d a ha sido plantear debates en torno a problemas antropológicos, así como ofrecer nuevas propuestas de investigación para la disciplina. Sin duda, uno de los campos más novedosos en la actualidad para la antropología es el de la política pública, el cual es presentado en este número por nuestra editora invitada, María Clemencia Ramírez. Como ella lo anota, la formulación de la política pública vista como un proceso social y cultural es susceptible de ser estudiada desde una perspectiva crítica por la antropología. Este planteamiento de la editora se plasma de manera indiscutible en los artículos que se publican en este número. Los análisis y etnograf ías sobre diferentes aspectos de la política pública muestran las enormes posibilidades que ofrece la antropología para su estudio. Quisiéramos resaltar de manera especial la contribución inédita de Cris Shore, pionero en el tema de la política pública. A la pregunta que le hizo nuestra editora invitada acerca de qué consejo les daría un antropólogo a los científicos sociales que quisieran estudiar el tema, Shore respondió generosamente con el artículo que tradujimos para este número. Nuestros agradecimientos a él y a María Clemencia por su trabajo como editora invitada y por traer a Antípoda un tema que sin duda tendrá una gran relevancia en futuros trabajos de antropología. Este número está ilustrado con algunas fotografías que forman parte del trabajo del grupo de diseñadores gráficos Populardelujo. Los carteles y los dibujos de las paredes son para ellos elementos mediadores, insertos en prácticas urbanas que administran un capital simbólico e instalan en la memoria colectiva imágenes que siempre nos han sido familiares. En este sentido, los registros visuales se convierten en formas de comunicación y de habitar la ciudad en épocas particulares que muestran también la esencia de lo barrial. Un agradecimiento muy especial a Roxana Martínez y a los integrantes de Populardelujo por su trabajo y por sus fotografías. .

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Pr esentación

LA ANTRO P OLO G Í A DE LA P OL Í TICA P ÚBLICA

Instituto Colombiano

E

de

María Clemencia Ramírez Editor a invitada Antropología e Historia

n e s t e n ú m e r o Antípoda pone a consideración de los lectores un nuevo campo de estudio de la antropología, la política pública, cuya formulación es central para el ejercicio del gobierno y, por consiguiente, una herramienta de poder que, sin embargo, al ser definida como producto del conocimiento experto, ha sido tratada y percibida por la sociedad como algo objetivo y neutral, y, sobre todo, ajena a la política o no contaminada por esta última. Esta representación de la política pública como conocimiento experto se hace evidente en el campo del Estudio de las Políticas Públicas que se ofrece como maestría en varias universidades, lo cual reitera su condición científica y, por lo tanto, técnica. Hacer etnografía de la política pública significa reconocer que su formulación es un proceso sociocultural y, como tal interpreta, clasifica y genera realidades, además de moldear a los sujetos a quienes se dirige. Los tecnócratas que formulan las políticas públicas también se tornan en sujetos de investigación como actores situados en contextos de poder específicos, con ideologías, intereses y objetivos concretos e inmersos en sistemas de pensamiento que se plasman en la política pública. Es entonces labor del antropólogo desmitificar el poder naturalizado de la política pública, que no sólo regula a los sujetos sino que éstos a su vez, al someterse a ella, le confieren poder, de la misma manera que se le confiere poder al Estado. Aquí vale la pena contar una anécdota que me sucedió en un taller que realizamos en el primer semestre de 2002 con campesinos en el Putumayo, para

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evaluar los programas de desarrollo alternativo que había implementado en la región el gobierno de Andrés Pastrana, en el marco del Plan Colombia. Durante el receso se me acercó un líder y me mostró un documento con los puntos del programa de gobierno de Álvaro Uribe, en ese momento a pocos días de posesionarse, y me preguntó: “¿Usted qué piensa del programa Guardabosques que está proponiendo el próximo presidente?”. Y a continuación me propuso que en vez de evaluar los programas que había implementado el gobierno que estaba concluyendo, sería más importante entender cuál iba a ser la política de desarrollo alternativo del presidente Uribe, para valorar cómo los iba a afectar y, sobre todo, estar preparados para recibirla, apropiársela y, si era necesario, refutarla. Este líder buscaba darle sentido a una determinada política pública como actor involucrado en la misma, y cuya vida cotidiana se vería afectada, punto de vista central que debe ser examinado por cualquier antropólogo interesado en llevar a cabo una etnografía de la política pública. Recuerdo que fue allí donde oí por primera vez de Guardabosques, programa que reflejó un cambio de 180 grados en la política de desarrollo alternativo dirigida a los pequeños cultivadores de coca en regiones marginales como el Putumayo, al poner en segundo plano la promoción de proyectos productivos, definir el territorio amazónico como de bosque sin vocación agrícola, y al clasificar a sus habitantes como criminales por la ilegalidad de sus cultivos de coca, pero sobre todo, sin derecho a ninguna negociación sobre esta condición. Tenía razón el líder campesino de estar interesado en entender la nueva política de desarrollo alternativo, pues es a través de las políticas públicas que se articulan discursos hegemónicos que empoderan a unos sectores de la población y silencian a otros; pero sobre todo, son las políticas públicas las que legitiman tanto las acciones de los gobiernos como a quienes están en el poder, y además, en el proceso de interacción con las mismas, los sujetos asumen identidades colectivas. El estudio sobre las políticas públicas permite, entonces, develar tecnologías políticas, así como sus cambios a lo largo del tiempo y la consecuente reconfiguración de la relación entre el individuo y el Estado, y la sociedad. Sobre todo, contienen la historia y la cultura de la sociedad que las genera, por lo cual pueden ser leídas como textos culturales, dispositivos clasificatorios o narrativas, y como tales conllevan significados culturales y simbólicos y, por consiguiente, se tornan objeto de estudio de la antropología. En el artículo central del presente volumen, el antropólogo Cris Shore, profesor de la Universidad de Auckland, en Nueva Zelanda, y pionero en el tema, responde a la pregunta sobre cuál es el aporte distintivo de la perspectiva antropológica al estudio de la política pública y sostiene que la política pública funciona de manera similar al mito en sociedades no letradas, y nos remite a las observacio-


presentación | María Clemencia R amírez

nes de Malinowski sobre el papel del mito en la sociedad indígena, para entender el papel de la política pública en la sociedad contemporánea. Sostiene que “hay mucho que ganar al volver la mirada analítica de una disciplina sobre las prácticas y supuestos de otra”, porque frecuentemente “este ejercicio puede generar nuevas perspectivas sobre viejos problemas”, y de esta manera hace un llamado al diálogo entre disciplinas, en este caso, entre el profesional en el análisis de la política pública y el antropólogo. Finalmente, para ilustrar su propuesta de adelantar antropología de la política pública, nos presenta dos casos etnográficos. Partiendo de los postulados que Shore y otros investigadores han propuesto para adelantar trabajos en el tema de la Antropología de la Política Pública, dos jóvenes investigadores nos presentan sus novedosos trabajos en este campo. Federico Pérez, candidato de doctorado en antropología de la Universidad de Harvard, dirige su análisis a la política pública denominada Cultura Ciudadana, implementada por el alcalde Mockus en la ciudad de Bogotá, la cual es continuada por su sucesor, Enrique Peñalosa, quien enfatiza la Espacialización de la Ciudadanía Democrática, y la compara con la política pública del Urbanismo Social propuesta en la ciudad de Medellín por el alcalde Sergio Fajardo. Se pregunta a quiénes han beneficiado estos procesos de reconstrucción urbana, pues aunque estas políticas públicas están animadas por la inclusión y la igualdad social, al ordenar el espacio urbano y promover la civilidad, se produce “limpieza” y desplazamiento social, de manera que el autor concluye que se hace latente una tensión entre las dinámicas socioeconómicas excluyentes y los principios de justicia democrática. También nos muestra cómo estas teconologías gubernamentales no responden del todo a los principios del neoliberalismo, pues al mismo tiempo “generan mayor equidad social y calidad de vida a través de la provisión de derechos urbanos”, mostrando la complejidad y ambigüedad de los arreglos que se encuentran en campo. Por su parte, Ana María Restrepo, antropóloga y politóloga con maestría en Política Social y Planeación del London School of Economics and Political Sciences, cuyo interés desde su tesis de pregrado ha sido entender cómo se materializa la idea de Estado, sostiene en el artículo que se presenta en este número que la política pública permite entender no sólo quién representa el Estado sino cómo se ejerce el poder. Así mismo, señala que el concepto de Estado es clave en el análisis de la antropología de la política pública, de manera que Estado y política pública son dos caras de la misma moneda, por cuanto argumenta que “los mecanismos de poder que subyacen a la política pública hacen parte de la reproducción del mismo, de su habitus”. Su experiencia personal como funcionaria pública de la Alcaldía de Bogotá le permite reflexionar sobre su papel en la viabilización de la formulación de la política de juventud para Bogotá durante

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la administración de Luis Eduardo Garzón, y como antropóloga investigadora, analiza las formas de comunicación con la población objeto de la política, en la búsqueda de construir una “comunidad política” que reproduce el Estado, como “rituales de Estado”, pero sobre todo se enfoca en entender cómo interpretan y reciben los jóvenes la política que se dirige a ellos. En una segunda sección de la revista, Jairo Tocancipá, profesor titular de la Universidad del Cauca, introduce en su artículo el tema de la política de las marcas y del mercado al análisis de los cambios en la imagen de Juan Valdez –símbolo del productor cafetero colombiano–, promovidos por la Federación Nacional de Cafeteros en contextos de crisis económica. Así, señala el autor que el dominio de una imagen que ocultaba la diferencia regional, y que respondió históricamente a la creación de una identidad y una representación de Colombia ante el mundo como una nación cafetera, empieza a cambiar, en respuesta al mercado internacional del grano que promueve los cafés especiales, lo cual hace que Juan Valdez aparezca en 2003 en Estados Unidos acompañado de “su familia”, representada por otros caficultores vestidos de trajes típicos, según la región de Colombia, lo cual pone en evidencia lo que el autor denomina “el juego de las representaciones”. De esta manera, llama la atención sobre las relaciones que se establecen entre gobiernos nacionales e intereses internacionales en la orientación de los problemas locales y regionales, en beneficio de intereses que muchas veces están más allá de los específicamente regionales, como lo evidencia el hecho de que, en muchos casos, Juan Valdez no es conocido por el caficultor común. En la última sección de la Revista, se presentan dos artículos etnográficos centrados en la vida cotidiana de las familias campesinas de los Andes y la manifestación de formas de poder relacionadas con su condición de género: Santiago Álvarez, profesor del Programa de Postgrado en Antropología Social, IDES-IDAES, Universidad Nacional de San Martín, analiza la construcción social agresiva de la masculinidad y la violencia doméstica en una comunidad campesina del Sumapaz, mientras que Francisco Pazzarelli, estudiante de Doctorado en Antropología en la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, nos introduce en el mundo de la mujer en la cocina, argumentando que la preparación de alimentos es crucial en la producción de espacios de poder femeninos. Ambos artículos presentan un amplio recuento bibliográfico de la literatura antropológica latinoamericana sobre cada uno de los temas tratados, perspectiva comparativa que enriquece los artículos y les permite abordar de manera novedosa los temas. Finalmente, se incluye en este número de la revista Antípoda la reseña del libro del antropólogo David Gow Countering Development. Indigenous Modernity


presentación | María Clemencia R amírez

and the Moral Imagination, publicado por Duke University Press en 2008. En cuanto al tema de la política pública, vale la pena resaltar del libro el capítulo 3, titulado “Planificación del desarrollo, ¿esclavos de la modernidad o agentes de cambio?”, en el cual hace un análisis textual de los planes de vida y de desarrollo que ha elaborado cada una de las comunidades Nasa objeto de estudio, los cuales precisamente responden a los lineamientos que ha establecido el Estado en la Ley de Ordenamiento Territorial, que privilegia la participación comunitaria en la elaboración de los mismos. Es este capítulo en especial el que toca el tema de cómo es recibida y apropiada la política pública, y es muy rico etnográficamente, pues hace una descripción densa de los talleres realizados por las comunidades con este fin, así como de la manera en que abordaron la elaboración de los planes de desarrollo en cuanto a la participación de la comunidad, de las autoridades tradicionales, de organizaciones regionales Nasa y de consultores de afuera, según el caso. Esto me lleva a reiterar, para finalizar, que el análisis de los actores situados diferencialmente en comunidades que se forman alrededor de las políticas públicas es central para llevar a cabo una etnografía de las mismas. . 17


L a a n t r o p o l o gí a y e l e s t u d i o d e la política pública: reflexiones s obr e l a “ f or m u l ac ión ” de l a s políticas C ris S hore *

c.shore@auckland.ac.nz Universidad de Auckland

RESUMEN

Este artículo explora la contribución de la antropología

social al estudio de la política pública. Se pregunta cómo “funcionan” estas políticas y qué les puede sugerir un antropólogo a los científicos sociales que desean estudiar el tema. A partir de estudios de caso etnográficos, sostengo que la antropología puede proveer una perspectiva crítica para comprender la manera en que las políticas funcionan: como símbolos, estatutos de legitimidad, tecnologías políticas, formas de gubernamentalidad e instrumentos de poder que a menudo ocultan sus mecanismos de funcionamiento. PAL AB R A S C L AVE:

Antropología, políticas públicas, poder, gubernamentalidad.

* Profesor del Departamento de Antropología, University of Auckland, Nueva Zelanda

a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 21- 4 9 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : o c t u b re d e 2 0 0 9 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : e n er o d e 2 010

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abstracT

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This paper explores the

RESUMO

O presente artigo explora a

contribution of social anthropology to

contribuição da antropologia social ao

the study of public policy. It asks how do

estudo das políticas publicas. Pergunta-

policies ‘work’ and what advice might an

se como “funcionam” essas políticas e

anthropologist give to social scientists

o que um antropólogo pode sugerir aos

who wish to study policy. Drawing on

cientistas sociais que desejam estudar

ethnographic case studies, I argue that

o tema. Partindo de estudos de caso

anthropology can provide a critical lens for

etnográficos, sustento que a antropologia

understanding the way policies work as, inter

pode prover uma perspectiva crítica para

alia, symbols, charters for legitimacy, political

compreender a maneira em que as políticas

technologies, forms of governmentality, and

funcionam: como símbolos, estatutos de

instruments of power that typically conceal

legitimidade, tecnologias políticas, formas

the mechanisms of their own operation.

de governamentalidade e instrumentos de poder que frequentemente ocultam os seus mecanismos de funcionamento.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Anthropology, policy studies, policy work,

Antropologia, políticas públicas, poder,

power, governmentality.

governamentalidade.


L a a n t r o p o l o gí a y e l e s t u d i o d e la política pública: reflexiones s obr e l a “ f or m u l ac ión ” de l a s políticas Cris Shore

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La antropología y el análisis interpretativo de la política pública

e s d e u n a p e r s p e c t i va externa y sociológica, el estado actual de los estudios de las políticas públicas parece caracterizarse por dos grandes desenvolvimientos. El primero es su evidente fortaleza como disciplina académica y sus aplicaciones profesionales, un hecho que se ve reflejado en el creciente número de revistas, cursos, conferencias, departamentos universitarios, institutos de gobierno y think tanks dedicados al análisis de políticas públicas. El segundo, y en cierta medida relacionado con el anterior, es la creciente sensación de incertidumbre entre académicos de esta área de estudio acerca de cuáles son las herramientas conceptuales y metodológicas más apropiadas para teorizar y analizar el funcionamiento de las políticas públicas. Estos desenvolvimientos, sin embargo, señalan un vigor intelectual y no tanto una decadencia, lo cual evidencia que la disciplina de los Estudios de las Políticas Públicas, que emergió de las exigencias de la Segunda Guerra Mundial, ha llegado a una mayoría de edad y comienza a estar abierta a un debate serio sobre su carácter y su futura trayectoria. Gran parte del ímpetu de ese debate proviene de una aceptación de la importancia de las metodologías cualitativas e interpretativas de investigación (Fischer, 2003; Peters y Pierre, 2006: 1; Yanow 2000; Yanow y Peregrine Schwartz-Shea 2006). Parece haber ocurrido un gran giro en la forma de pensar —dudaría en llamarlo un “cambio paradigmático” en el sentido de Kuhn— a medida que un mayor número de investigadores y analistas de políticas públicas ha comenzado a adoptar aproximaciones más

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humanistas y etnográficas para abordar el tema1. Un eje central de estas aproximaciones es el reconocimiento de que la formulación de políticas es una actividad sociocultural (regida por leyes) profundamente inmersa en los procesos sociales cotidianos, en los “mundos de sentido” humanistas, en los protocolos lingüísticos y en las prácticas culturales que crean y sostienen esos mundos. El análisis de las políticas públicas implica dar sentido al conocimiento tácito, a las múltiples interpretaciones, y a menudo a las definiciones en conflicto que las políticas tienen para los actores situados en lugares diferentes (Yanow, 1993). Este ‘giro interpretativo’ hace eco del cambio epistemológico ocurrido dentro de la antropología social en el Reino Unido y en Norteamérica durante los años sesenta y setenta, cuando el paradigma función fue crecientemente rechazado a favor del paradigma significado: y de nuevo durante los años ochenta 2 , con el giro lingüístico inspirado por el posmodernismo, el cual se caracterizó por una rebelión en contra de lo que los críticos llamaron las convenciones del “cientificismo estéril” y del “realismo” (Ortner, 1984; Clifford y Marcus, 1986)3. Una de las consecuencias de estos desarrollos para la disciplina de Estudios de las Políticas Públicas ha sido el creciente interés en metodologías y perspectivas tradicionalmente usadas por antropólogos sociales4. De la misma manera, un creciente número de antropólogos está dirigiendo su atención disciplinaria hacia el estudio de las políticas públicas en cuanto campo de investigación antropológica5. Este artículo se propone reflexionar sobre el espacio de diálogo y articulación entre estas distintas disciplinas. Al hacerlo, espero ilustrar la relevancia del análisis antropológico para entender asuntos relacionados con la política pública y, por otra parte, demostrar su creciente importancia para la antropología contemporánea. Mi posición en este debate es la de un antropólogo social, en vez de la de un científico político o la de un profesional en el análisis de 1 Un pequeño número de investigadores abogaba hace dos décadas por aproximaciones interpretativas a los análisis de la política pública (Brunner, 1982; Torgeson, 1985). 2 La versión antropológica de la posmodernidad de los años ochenta, con su permanente ataque a la razón analítica (a veces descrita como “giro lingüístico” o el debate de “escribir la cultura”), fue tipificada por las contribuciones de Marcus y Fischer en su texto de 1986, Writing Culture. 3 Un giro interpretativo similar se puede ver en aproximaciones recientes al estudio del Estado dentro de las ciencias políticas (véase, por ejemplo, George Steinmetz, 1999) y en muchas otras materias hasta ahora científicamente fundamentadas como Sistemas de Información, Estudios Organizacionales y Relaciones Administrativas. 4 En su introducción al Handbook of Public Policy, Peters y Pierre (2006: 1) se refieren explícitamente a la antropología como una aproximación que recientemente se ha tornado más central para la comprensión de los procesos por los cuales las políticas son seleccionadas. 5 Las manifestaciones más visibles de esto incluyen el relanzamiento de la revista Anthropology in Action (una publicación fundada originalmente en el Reino Unido por el grupo de Anthropology in Policy and Practice) y el crecimiento espectacular del recientemente creado IGAAP (Interest Group for the Anthropology of Public Policy), dentro de la American Anthropological Association, el cual, en sus primeros tres años de existencia, tiene ya más de 850 miembros.


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políticas. Sin embargo, mis observaciones están informadas por cerca de veinte años de investigación sobre los profesionales en política pública, así como sobre élites políticas, particularmente en el contexto de Europa y de la Unión Europea (Shore, 1990, 2000, 2007; Shore y Wright, 1997). Considero que hay mucho que ganar al volver la mirada analítica de una disciplina sobre las prácticas y supuestos de otra, por cuanto a menudo este ejercicio puede generar nuevas perspectivas sobre viejos problemas. No lo digo porque los antropólogos sean buenos estudiando la vida de los otros —aunque hemos sido llamados “forasteros profesionales” y “entrometidos” (Hendry, 1999)— sino porque todas las disciplinas tienden en algún punto a atascarse en sus propias ortodoxias metodológicas y en sus luchas internas por mantener sus fronteras, lo que puede inhibir el pensamiento creativo. Parafraseando a Marx y a Engels, todos somos prisioneros de nuestra propia historia, y el peso de las generaciones pasadas abruma, si no como una “pesadilla” en los cerebros de los vivos, entonces al menos como un poderoso conjunto de constricciones y de factores condicionantes. La perspectiva de un forastero puede ser una ayuda útil para la reflexividad disciplinaria y para nuevas maneras de ver, en particular donde aquellas disciplinas se yuxtaponen en cuanto a su objeto de estudio, tal y como lo hacen claramente en el caso de la antropología y de los Estudios de Políticas Públicas. Si el “trabajo de formulación de políticas” puede ser definido como las prácticas y las formas organizacionales por medio de las cuales se generan las políticas, entonces el análisis de estas formas organizacionales y prácticas socioculturales constituye los cimientos del estudio antropológico. Una pregunta clave tanto para antropólogos como para quienes estudian las políticas públicas es cómo debemos estudiar el trabajo de la formulación de estas políticas. O para darle un pequeño giro a la pregunta, ¿cuál es exactamente el objeto de investigación cuando nos decidimos a estudiar a quienes elaboran estas políticas y el funcionamiento mismo de su elaboración? ¿Nos enfocamos acaso en las instituciones que formulan las políticas: el Congreso, el Parlamento, la Casa Blanca, la Oficina del Gabinete, las Cortes, el papel de los medios, etc.? ¿O en funcionarios que formulan las políticas públicas, o en categorías específicas del individuo y de su comportamiento? Si es así, ¿deberíamos enfocarnos en sus actividades y acciones (en lo que hacen), en sus creencias o actitudes (en lo que piensan), o en los contextos institucionales y socioculturales más amplios en los cuales operan, o en las reglas de juego implícitas que gobiernan su conducta en cuanto a su condición de formuladores de políticas? ¿Deberíamos hacer énfasis en las decisiones que toman, en los procesos que crean las políticas o en el impacto que éstas tienen en la gente? ¿O bien, poner atención a los textos y las narrativas que construyen estos formuladores de políticas, el lenguaje y los discursos que dan forma

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y legitiman sus actividades, y las maneras estratégicas por medio de las cuales los individuos responden, manipulan o refutan ese lenguaje? De manera alternativa, ¿es acaso preferible una aproximación “genérica” a los procesos de formulación de políticas que una aproximación más particular que considera diferentes campos o sectores objeto de formulación de políticas públicas, tales como la salud, la defensa y seguridad, las políticas económicas, las políticas sociales, etc.? Vale la pena postular estas preguntas porque las categorías de “formulador de políticas públicas” y “formulación de políticas” no son tan claras ni tan libres de problemas como a los políticos y a los analistas les gusta pensar. En efecto, el análisis de las políticas implica todo lo descrito arriba. La manera en que las definimos o como nos aproximamos a las políticas depende de lo que entendemos por “políticas”. Cualquier trabajo científico de investigación social sobre la formulación de políticas públicas que se considere serio debe, por lo tanto, comenzar por una reflexión crítica de sus definiciones, de sus sentidos y de los usos del término “políticas públicas” y de las implicaciones que estas definiciones tienen para la investigación. En lo que sigue intentaré hacer esto al abordar las siguientes preguntas relacionadas. Primero, ¿en qué se diferencian las aproximaciones antropológicas sobre el estudio de políticas y las aproximaciones propias del campo llamado Estudios de Políticas Públicas? Segundo, ¿qué conceptos y métodos distintivos puede ofrecer la antropología a los analistas de políticas o a quienes estén interesados en comprender cómo “funcionan” estas políticas? Sugiero que la manera en que las políticas son objetivadas y utilizadas proveen una comprensión crítica de algunos principios organizativos más profundos (y menos visibles) que estructuran nuestra sociedad, particularmente los regímenes de poder y los códigos culturales que moldean la manera en que se comportan los individuos y las organizaciones. Tercero, ¿por qué es típico que se presente tal brecha entre las descripciones de las políticas dadas por “personas externas” al proceso (es decir, académicos y analistas) y las dadas por los mismos participantes (es decir, los “relatos con base en la experiencia directa” de los mismos profesionales que diseñan las políticas), y cuáles son las implicaciones que resultan de esta disparidad o ausencia de una adecuada compatibilidad? Finalmente, ilustraré estos temas analíticos por medio de dos estudios de caso etnográficos de políticas públicas en Europa y Estados Unidos, los cuales resaltan la complejidad antropológica y las ambigüedades inherentes de cualquier análisis de políticas.


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¿Qué dist i n g u e l a a p r o x i m a c i ó n a n t r o p o l ó g i c a a la polít i c a p ú b l i c a ?

En abril de 2007 asistí a una conferencia internacional en Ámsterdam sobre análisis interpretativo de políticas públicas (IPA, por su sigla en inglés). En su mayoría los participantes eran o bien académicos o estudiantes de ciencia política y de estudios de políticas públicas; unos pocos eran también analistas de políticas. Lo que me impactó de sus presentaciones y de sus artículos fue la constante queja acerca de las presunciones positivistas y la visión estrecha que continúan dominando la enseñanza y la investigación de los Estudios de Políticas Públicas, y la manera parcial y restrictiva como se conceptualiza el trabajo de formulación de políticas. En una de las sesiones, el recientemente publicado Oxford Handbook of Public Policy de Goodin, Rein y Moran (2006) fue citado como un ejemplo de esta aproximación y de su continua tendencia a definir la labor de formulación de políticas como un campo de actividad confinado exclusivamente en las élites gubernamentales y en las preguntas acerca de cómo gobiernan los gobernantes. Ésta no es una descripción del todo imprecisa. Si bien los editores intentan ser amplios e inclusivos para dar voz a todo el espectro de perspectivas sobre las políticas públicas, la manera en que está enmarcado el libro hace eco de gran parte del High Modernism que critican los editores6. El legado del positivismo es evidente desde la primera página, donde los autores definen las políticas como programas “por medio de los cuales los funcionarios del Estado intentan gobernar”. Señalan que las políticas públicas, […] son instrumentos de esta ambición autoritaria, y los estudios de políticas, tal y como emergieron de las investigaciones de operaciones durante la Segunda Guerra Mundial, fueron vistos originalmente como siervos de esta ambición. (Goodin, Rein y Moran, 2006: 3)

El libro termina 906 páginas después, con dos apéndices. El primero contiene un resumen del discurso de 2004 de la Reina que bosqueja el programa legislativo del gobierno británico, y el segundo, una síntesis del Discurso del Estado de la Unión de 2004 del presidente George W. Bush. El lector queda con la sensación de que estos ejemplos, más que cualquier otra cosa, ilustran lo que verdaderamente es la labor de formular políticas públicas. No obstante las conversaciones sobre el “pospositivismo” en las ciencias políticas (De Leon y Martell, 2006: 39), mucha de la literatura continúa estando enmarcada dentro de las teorías de elección racional y en los modelos positivistas del racionalismo 6 N. del T.: High Modernism, en su acepción peyorativa, es un conjunto de creencias basadas en una fe en el progreso, a menudo tecnocráticas y autoritarias. Véase James C. Scott, 1998. Seeing Like a State: How Certain Schemes to Improve the Human Condition Have Failed, Yale University Press.

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limitado, donde los actores económicos persiguen metas con un norte y donde los analistas miden la conveniencia y los efectos de las políticas en cuanto a sus costos y beneficios calculables (Jones et al., 2006)7. Sin interesar que los investigadores reconocen cada vez más la importancia del lenguaje, la retórica y la persuasión a la hora de entender los procesos de formulación de políticas (Fischer, 2003; Gottweis, 2006), otros en la disciplina continúan viendo la política pública como análisis, como una actividad casi científica que requiere una aproximación clínica. El libro de Iris Geva-May Thinking Like a Policy Analyst (2005) tipifica esta perspectiva. Según ella (2-5), aprender a “pensar como un diseñador de políticas” no es distinto a “pensar como un doctor” en otras “disciplinas clínicas”, puesto que ambos requieren un entrenamiento profesional adecuado, el dominio de los “trucos del oficio” apropiados y las facultades de diagnóstico de un médico internista. El análisis de políticas públicas, opina Geva-May, es demasiado importante como para dejarlo en manos de principiantes sin preparación8. Los antropólogos (y en general los científicos sociales críticos) argüirían lo contrario: nada sería más limitante que dejar el análisis de políticas a los profesionales que las formulan. Otra crítica planteada por académicos con una orientación más interpretativa es que mucha de la literatura sobre Estudios de Políticas Públicas aún tiende a conceptualizar los procesos de formulación como procesos lineales y que vienen de arriba hacia abajo, que comienzan con la formulación y terminan con la implementación: una cadena lógica de eventos que empieza con un texto (o una declaración de principios) y finaliza con su conversión en legislación; posteriormente es traducida a medida que desciende por la cadena de mando de varios niveles administrativos, desde funcionarios del Estado y “burócratas de a pie” (Lipsky, 1979) hasta llegar a su eventual recepción por parte de la gente. Esta imagen aparece a menudo en los pulcros modelos de diagramas de flujo que se pueden encontrar en los reportes oficiales y en las presentaciones de PowerPoint que pretenden demostrar cómo debe funcionar una política o una organización en particular. Estos ideales y típicos diagramas de flujo también son consistentes con el modelo mecánico de formulación de las políticas, según Geva-May, donde algo “allá afuera” puede ser manejado clínica e instrumentalmente. 7 Por ejemplo, el modelo de “racionalismo limitado” usado por estos autores está presuntamente basado en el “análisis científico de la arquitectura cognitiva humana” (Jones et al., 2006: 49). Esta valoración dice estar basada en un análisis de “cómo en efecto se comporta la gente en situaciones experimentales y observables donde la racionalidad comprensiva produce predicciones precisas sobre los resultados”. 8 Tal y como ella arguye, retóricamente: “Permitir que médicos jóvenes traten a los pacientes, o que jóvenes abogados representen clientes sin previa preparación clínica es impensable. La práctica del análisis de políticas por jóvenes sin el entrenamiento adecuado es igual de impensable (Geva-May, 2005: 2).


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En contraste con esta pulcritud abstracta, la antropología tiende a resaltar la complejidad y lo desordenado de los procesos de formulación de políticas, en particular las maneras ambiguas y a menudo disputadas en que las políticas son promulgadas y recibidas por la gente, por decirlo de alguna manera, “en el terreno”. Los antropólogos tienden a enfocarse en cómo hacen las personas para darles sentido a las cosas, es decir, qué quieren decir para la gente estas políticas. Los antropólogos están interesados en los “puntos de vista del ‘nativo’” (esto es, el “modelo folclorista”) o el marco de referencia de los actores. Para comprender por qué funcionan o no las políticas, necesitamos saber algo sobre cómo son recibidas y experimentadas por las personas afectadas por ellas. Lo que hace que el Discurso del Estado de la Unión (o el Discurso de la Reina) sea antropológicamente interesante no es simplemente su contenido o su uso del lenguaje, sino lo que piensan de él las personas a quienes se dirige, y la manera en que este discurso afecta su vida diaria. Una antropología de las políticas públicas también aborda el concepto mismo de “políticas públicas” no como un presupuesto dado que no requiere de análisis, sino como algo que debe ser investigado y problematizado. Se pregunta: ¿qué quiere decir “política pública” en este contexto? ¿Qué funciones tiene? ¿Qué intereses promueve? ¿Cuáles son sus efectos sociales? ¿Y cómo este concepto de política pública se relaciona con otros conceptos, normas o instituciones dentro de una sociedad en particular? No hay nada particularmente excepcional o nuevo en esta aproximación. Desde hace tiempo es común en la antropología abordar una expresión o un símbolo local que parece ocupar un papel central dentro de una sociedad en particular, y explorar cómo ese concepto se relaciona con el contexto más amplio dentro del cual está inmerso. Esto es lo que Michael Herzfeld (2001) llama “la antropología como crítica del sentido común”: sólo las cosas que son de “sentido común” a menudo pasan desapercibidas y no son puestas en primer plano9. Un “símbolo maestro” particular o una palabra clave que se identifique puede algunas veces dejar al descubierto toda la estructura de un sistema social y los principios subyacentes sobre los cuales se basa un orden social. Ejemplos de esta aproximación incluyen el trabajo sobre la contaminación de Mary Douglas (1966); el análisis de Clifford Geertz de la pelea de gallos balinesa (1973) o la exploración hecha por Victor Turner de los rituales simbólicos (1967)10. En cada uno de estos casos el análisis simbólico ayuda a 9 Tal y como Herzfeld lo sugiere (2001: 1): “La antropología es el estudio del sentido común, y no obstante el sentido común es, en términos antropológicos, un término muy poco apropiado: ni es un sentido común a todas las culturas, ni ninguna de sus versiones es particularmente sensata desde la perspectiva de cualquier persona externa a su particular contexto cultural”. 10 Los antropólogos también han hecho esto en el pasado con conceptos y expresiones locales que incluyen “maná”, “honor”, “kastom”, “tabú” y “fetiche”.

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elucidar aspectos de sistemas clasificatorios más amplios (y más profundos) que subyacen a una sociedad en particular y la estructuran. Las políticas públicas también pueden ser útilmente conceptualizadas como un ejemplo de lo que Raymond Williams (1975) llamó certeramente una “palabra clave”: esto es, un término (como “cultura”, “individuo” o “comunidad”) en el cual y a través del cual podemos rastrear grandes procesos de cambios sociales, históricos y culturales. Cuando pensamos en “políticas públicas” tendemos a pensar en “administración pública”, “gobierno” y política, que son las definiciones estándares del término que aparecen en los diccionarios. Sin embargo, la semántica de “políticas públicas” revela un número de significados escondidos o secundarios que vale la pena considerar. Del griego polis (la ciudad), y luego del latín politia, vienen dos significados asociados: el primero es “política” (que significa la organización civil, la forma de gobierno o la constitución del Estado), y el segundo, “políticas” (que quiere decir el arte, el método o las tácticas de gobierno; el método de regulación del orden interno [Partridge 1958: 509]). Con la formación en 1829 de “la nueva policía” de Robert Peel, esta última constelación de términos se dividió: la administración del orden interno se convirtió en el dominio de lo “policial”, separándose de las “políticas”. El sentido de la “política” como “arte de gobierno” también cambió. En un principio era un término peyorativo asociado a “estratagemas”, “artimañas”, “astucia”, “engaño”, “hipocresía”, y bajo su apariencia contemporánea se “hizo respetable” la “política” (Pick, 1988: 97) como “un curso de acción adoptado y buscado por un gobierno, partido, mandatario” u organización11. Hay dos puntos para destacar de esta breve reflexión semántica. Lo primero es notar que las asociaciones semánticas de la “política”, al menos en lengua inglesa, no sólo tienen que ver con gobierno y administración, sino también con patrullar (to police) y pulir (o lo que llamamos hoy “disciplinar”, el arte del spin, de la interpretación favorable). Lo segundo es que en muchas sociedades (incluidas Italia y Dinamarca) no hay una palabra como tal para policy (entendida como política pública) que la distinga del campo más amplio de la política (de la misma manera que, tal vez, “economía” no era antes separable de la “economía política”)12 . Por ello, debemos ser cautelosos de las aproximaciones que intentan aislar estos campos en cajas disciplinarias distintas, oscureciendo y escondiendo así la naturaleza inherentemente política de la formulación de políticas públicas. 11 Tomado de Oxford English Dictionary, 1961. 12 N. del T.: He traducido policy por “políticas” o “política pública”, para diferenciarlo de “la política” (búsqueda de estrategias o programas partidistas) y de “lo político” (esquema conceptual o espacio público político ampliamente compartido). Véase Carl Schmitt, 1999, El concepto de lo político. Madrid: Alianza.


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En este punto debería añadir que no hay una manera única ni axiomática de hacer una “antropología de la política pública”, así como no hay una única manera de hacer el análisis de la política pública. Algunos antropólogos prefieren enfocarse en detalles micro en una política pública en particular y dirigir hacia ella preguntas como: ¿De qué manera combatir la violencia de pandillas o el consumo de grandes cantidades de alcohol por parte de los adolescentes? ¿Por qué fracasan a menudo las políticas de desarrollo dirigidas a combatir la pobreza en Bangladés? ¿O por qué son a menudo poco efectivas las campañas de educación sobre “sexo seguro”? ¿Cómo podemos hacer que las personas sean padres más responsables? Como escribió Ronald Frankenberg (1995), se acude a los antropólogos siempre que un problema se tilda de “cultural”, es decir, la “cultura” de los heroinómanos, la “cultura” de los joyriders13 o la de los gays altamente promiscuos. Mi propia perspectiva es que una antropología de la política pública es particularmente útil para abordar algunas de las preguntas políticas de gran escala de nuestros días, como la transformación del Estado moderno, la emergencia de nuevos métodos de gobierno y la articulación de nuevas relaciones de poder. En 1997 Susan Wright y yo editamos un volumen llamado Anthropology of Policy: Critical Perspectives on Governance and Power. El objetivo del libro era enfocarnos en las políticas como maneras de explorar los sistemas de gobierno mutables; queríamos rastrear el ascenso del neoliberalismo y la manera en que está reformulando la relación entre individuos, Estados y sociedad. Sugerimos que las políticas pueden ser interpretadas en cuanto a sus efectos (lo que producen), las relaciones que crean y los sistemas de pensamiento más amplios en medio de los cuales están inmersas. Elaboramos cinco argumentos principales sobre las políticas, que exponían un esquema de investigación en las ciencias sociales. Éstos eran los argumentos: Las polít i c a s p ú b l i c a s r e f l e j a n c i e r t a s “racional i d a d e s d e g o b i e r n o ” o “gubern a m e n t a l i d a d e s ” Las políticas reflejan maneras de pensar sobre el mundo y cómo actuar en él. Contienen modelos implícitos —y algunas veces explícitos— de una sociedad y de visiones de cómo los individuos deben relacionarse con la sociedad y los unos con los otros. De tal manera que las políticas algunas veces crean nuevos conjuntos de relaciones entre individuos, grupos o naciones (piensen en la política norteamericana de “Contención” del comunismo, de 1948, que marcó

13 N. del T.: Ladrones de vehículos que sólo lo hacen para dar una vuelta, y pronto los dejan abandonados.

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el inicio de la Guerra Fría, o en las políticas económicas de los gobiernos británico y neozelandés durante los años ochenta que convirtieron a esos países en laboratorios del neoliberalismo). Sin embargo, como lo anoté antes, un aspecto clave de las políticas que debería ser de particular interés para los científicos sociales es la manera en que inciden en la construcción de nuevas categorías del individuo y de la subjetividad. Como lo ilustra mucha de la literatura sobre la “gubernamentalidad”, el gobierno moderno se apoya cada vez más en “técnicas del yo”; esto es, en tecnologías y métodos que implantan las normas y las prácticas por medio de las cuales los individuos se gobernarán y administrarán a sí mismos (Rose y Miller, 1992). El arte del gobierno moderno se ha convertido, en efecto, en el arte de gobernar desde la distancia, inculcando los hábitos de la autogestión y de la autorregulación. Las políticas asociadas con el neoliberalismo (que incluyen la teoría del New Public Management y la reforma de las instituciones públicas) proveen ejemplos excelentes de cómo funcionan estas formas de gubernamentalidad.

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Las políti c a s f u n c i o n a n d e m a n e r a s i m i l a r a l “ m i t o ” en socieda d e s n o l e t r a d a s Inspirados en las observaciones de Malinowski (1926) acerca del papel del mito en la sociedad trobriand, sugerimos que las políticas, al igual que los mitos, proveen un “plan de acción”. Como los mitos, las políticas públicas ofrecen narrativas retóricas que sirven para justificar —o condenar— el presente, y algo más usual, para legitimar a quienes están en posiciones de autoridad establecidas. Como los mitos, las políticas a su vez proveen de medios para unificar el pasado y el presente, de tal manera que otorguen coherencia, orden y certeza a las acciones a menudo incoherentes, desorganizadas e inciertas del gobierno. Finalmente, como los mitos, las políticas también proveen una zona de alianza, una manera de unir a la gente en pro de una meta o finalidad común y un mecanismo para definir y mantener las fronteras simbólicas que nos separan a “nosotros” de “ellos” (Shore y Wright, 1997). Las políti c a s s o n i n h e r e n t e m e n t e i n s t r u m e n t a l e s Las políticas son herramientas de intervención y acción social para administrar, regular y cambiar la sociedad. En este sentido, están interesadas en la imposición de orden y coherencia en el mundo. Parte de su función política consiste en otorgar legitimidad a las decisiones tomadas por aquellos en posiciones de autoridad. Por eso ellas expresan cierta “voluntad de poder”, como lo reconocen Goodin, Rein y Moran en su Oxford Handbook of Public Policy. Sin embargo, describir las políticas como instrumentales no quiere decir que estén de alguna manera vacías de simbolismo o de significado. El dualismo entre lo “instru-


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mental” y lo “expresivo”, punto central para algunas escuelas de pensamiento dentro de los Estudios de Políticas Públicas, se encuentra por lo general ausente en Antropología, la cual tiende a ver toda formulación de políticas —sin importar cuán legal-racional sea el intento— como un proceso simbólico y pleno de sentido para los distintos actores involucrados. La pregunta clave para los científicos sociales debería entonces ser: ¿A quién pertenece la voluntad política que estas políticas públicas expresan y cómo han de convertirse en autoritarias y dominantes? Para responder estas preguntas debemos enfocarnos en cuestiones de lenguaje, discurso y poder, y en el contexto cultural en el cual operan los procesos de las políticas. Un enfoqu e d e p o l í t i c a p ú b l i c a p r o v e e u n m é t o d o de invest i g a c i ó n ú t i l Si las políticas sirven generalmente como herramientas para ampliar el alcance de los gobiernos dentro de la sociedad civil (Ferguson, 2006), ellas también pueden ser vistas como instrumentos para analizar cómo funciona el gobierno (y la “gubernamentalidad”). Para decirlo de otra manera, las políticas públicas nos proveen de lentes para estudiar y explorar profundamente los mundos de los mismos formuladores de políticas, y no simplemente estudiar a las personas a quienes las políticas están dirigidas. Esto tiene importantes implicaciones metodológicas tanto para los Estudios de Políticas Públicas como para la Antropología. Una de las fortalezas de este último campo es el método ya bastante perfeccionado de observación participante, basada en un trabajo de campo etnográfico de largo aliento, en un lugar específico. Es con base en este trabajo de campo y en el “estar ahí” que somos capaces de observar lo que las personas, de hecho, hacen, a diferencia de lo que dicen que hacen (que es lo que los cuestionarios, las entrevistas y las reuniones de grupos focales logran). Esta aproximación empírica es ideal para generar conocimiento interno y una “descripción densa” de alta calidad que nos permite meternos “debajo de la piel” de las complejidades socioculturales que deseamos comprender. No obstante, si bien el microenfoque empírico es útil para generar ciertos tipos de conocimiento local, los antropólogos reconocen que tales aproximaciones tienen sus limitaciones, en particular en el contexto de nuestro mundo cada vez más móvil, transnacional y globalizado. Por consiguiente, muchos antropólogos han intentado seguir el llamado de George Marcus (1995) para llevar a cabo una “etnografía multilocal”; es decir, hacer investigación en múltiples lugares. Una perspectiva de política pública provee un marco de trabajo útil (y se podría argüir que superior) para lograr este cometido y para explorar la relación entre actores locales y globales dentro de una comunidad epistémica particular. Igualmente, puede servir para rastrear las conexiones entre actores,

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instituciones y lugares situados diferencialmente dentro de determinada comunidad objeto de la política pública.

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L as políti c a s p ú b l i c a s s o n f e n ó m e n o s p o l í t i c o s , pero su na t u r a l e z a p o l í t i c a e s t á a m e n u d o o c u l t a detrás de l l e n g u a j e o b j e t i v o y l e g a l - r a c i o n a l con el cua l s o n p r e s e n t a d a s De la misma manera que el poder tiende a enmascarar los mecanismos de su propia operación, este enmascaramiento de la política bajo el pretexto de la eficiencia o la neutralidad es un rasgo central del poder moderno; las políticas a menudo definen sus problemas y sus soluciones de modo que descartan las alternativas. Las políticas funcionan mejor cuando son percibidas como técnicas racionales y como soluciones “naturales” para los problemas que enfrentamos, es decir, cuando logran desplazar el discurso a un registro que posiciona el debate fuera de la política y, por lo tanto, en una esfera donde el desacuerdo es visto como inapropiado o imposible, por ejemplo, cuando se decretan políticas económicas y fiscales como asuntos científicos o “técnicos”, y, consecuentemente, “deben ser dejados en manos de los expertos” (como lo demuestro en el caso de la Unión Económica y Monetaria [UEM], más adelante). O también, cuando el Presidente de Estados Unidos invoca el “Homeland Security” (Departamento de Seguridad Nacional) y la defensa de la nación para poder tramitar apresuradamente legislación de estado de emergencia del tipo que fuimos testigos con la aprobación del U.S.A Patriot Act de 2001 (Wedel et al., 2005). Éstas son sólo unas cuantas maneras en que la idea de “formulación de la política pública” puede ser reexaminada desde una perspectiva antropológica. Permítanme ahora pasar a la tercera pregunta que se planteó al inicio, acerca de la importancia antropológica de las políticas. El signific a d o a n t r o p o l ó g i c o d e l a P o l í t i c a P ú b l i c a Un análisis antropológico de las políticas comienza con la premisa de que su formulación debe ser vista como una particular forma de acción social y simbólica. Las políticas mismas —tal como los planos y los anteproyectos— pueden ser útilmente consideradas como una categoría de un símbolo condensado (Turner, 1967; Ortner, 1973). De este modo, deberíamos reconocer que son ambiguas y polisémicas y que tienen múltiples significados que no pueden ser siempre especificados con precisión científica. Esto no significa dejar a un lado el problema al refugiarse en el argumento de que “las políticas quieren decir distintas cosas para diferentes personas”, sin importar lo válida que sea esa afirmación. Parte del objetivo de la antropología y del análisis interpretativo de las políticas públicas debería consistir en ir más allá de esto y cuestionar los factores


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que pueden explicar todos esos sentidos diferentes que pueden tener las políticas para grupos de actores particulares o para partes interesadas. Mi planteamiento, en cambio, es que no es realista esperar que en algún momento existirá un lenguaje compartido o una narrativa que una las diversas perspectivas de los académicos y de los formuladores de políticas. Parte de la justificación para el estudio académico de las políticas es el desplazamiento del nivel de análisis de lo empírico a lo analítico; de reconceptualizar lo que “ellos” (los formuladores de políticas) piensan acerca de los procesos mismos en términos que tengan sentido teórico y analítico para “nosotros” (los analistas y académicos). Si los formuladores de políticas, como sostiene Mirko Noordegraaf (2000), son “creadores de sentido profesionales” que intentan laborar en situaciones de ambigüedad administrativa, entonces los antropólogos sociales podrían ser descritos como profesionales que intentan comprender las maneras en que otras personas crean sentido (incluidos los mundos sociales y simbólicos que esos formuladores de políticas habitan, y las consecuencias sociales y las implicaciones de sus tomas de decisiones). En vez de aceptar las acusaciones de políticos y de formuladores de políticas acerca de cómo los académicos están “desconectados del mundo real” (un estereotipo engreído que incluso muchos académicos de estudios de políticas públicas parecen perpetuar)14, deberíamos reconocer, en cambio, que los relatos experienciales y las narrativas de los formuladores de políticas son siempre y tan sólo modelos de la realidad. Esto es lo que los antropólogos denominan el “modelo folclorista”, la “perspectiva émica”, o el “punto de vista del ‘nativo’”. Como lo observó Malinowski (1926) hace más de ochenta años, a menudo hay una disparidad sistémica entre lo que las personas piensan que hacen, lo que dicen que hacen y lo que en verdad hacen15. Esto es igual de cierto para las élites que formulan las políticas como para los aldeanos de las islas Trobriand. Las aproximaciones interpretativas16 reconocen que las realidades sociales descritas por nosotros sólo son interpretación en segundo o tercer grado; es decir, nuestras interpretaciones de sus interpretaciones. Para hacer eco de Geertz (1983), este tipo de análisis cultural es un poco como mirar por encima del hombro de alguien que está tratando de leer el periódico de otra persona. 14 Véase, por ejemplo, la introducción a la colección de ensayos editada por Peters y Pierre, 2006. 15 Si bien abogo con fuerza por una aproximación empírica y etnográfica, esto no debe ser confundido con empirismo. Aproximaciones en extremo teóricas y basadas en la construcción de modelos incorpóreos a menudo fallan en su intento de informar nuestra comprensión de lo que ocurre “en el terreno”. Sin embargo, debemos asimismo estar en guardia frente a la falacia empiricista que asume que la “verdad” de cualquier situación está de alguna manera escrita en la superficie de lo que observamos (véase Willis, 1997, para una útil elaboración de estos puntos). 16 O al menos las que se ubican en la tradición de Clifford Geertz (1973).

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Otro punto que vale la pena reiterar es que las políticas tienen efectos que sobrepasan los diseños e intenciones de sus autores (si en verdad un “autor de políticas” puede ser identificado)17. Una vez creadas, las políticas entran en una compleja red de relaciones con varios agentes, actores e instituciones, tinglado que puede a menudo generar consecuencias imprevistas e inesperadas (podemos pensar en los problemas de insider dealing18 y en la corrupción que surgió después de las políticas de privatización y desregulación de los mercados financieros durante los años noventa). Como sugiere Appadurai (1986), las políticas, al igual que los objetos materiales, tienen “vidas sociales” propias. Es por ello importante —al analizar la labor de formulación de políticas— reflexionar sobre las biografías y las dinámicas que rodean su traducción e interpretación. Corriendo el riesgo de simplificar, hay dos razones clave que explican por qué las políticas públicas se han convertido en un foco tan importante de interés antropológico. La primera es el rol dominante que tienen las políticas a la hora de regular y organizar las sociedades contemporáneas, a la hora de dar forma a las identidades de las personas y en cuanto a su sentido sobre sí mismas. Las políticas están profundamente implicadas en la manera como nos construimos como individuos y como sujetos. Para decirlo de otro modo, uno de los aspectos más importantes de la formulación de las políticas públicas es la forma en que las políticas construyen nuevas categorías de subjetividad y nuevos tipos de sujetos políticos, particularmente conceptos modernos del individuo. Las políticas han terminado por afectar todo lo que hacemos de tal manera, que se vuelve virtualmente imposible ignorar su influencia o escapar de ésta. A través de las políticas los individuos son objetivados y les son dadas categorías como “ciudadano”, “adulto legal”, “profesional”, “residente permanente”, “over stayers”19, “inmigrantes”, “criminales” o “pervertidos”. Desde la cuna hasta la tumba las personas son categorizadas, clasificadas y reguladas por procesos de política pública sobre los cuales tienen poco control o de los cuales son poco conscientes. Las políticas no simplemente asignan identidades particulares a individuos y grupos específicos; construyen activamente esas identidades. Para ilustrar esto con un ejemplo algo banal, hace poco llegué a Estados Unidos en tránsito hacia Europa y al entrar me entregaron un formulario verde del Departamento de Justicia de Estados Unidos. El llamado “Registro de Entrada y Salida y Exención de Visa para No Inmigrantes” dice “Bienvenido a Estados Unidos”, y luego pide a los viajeros responder “Sí” o “No” a las siguientes preguntas: 17 Véase, por ejemplo, la ilustración de Cruikshank (1999) discutida al final de este artículo. 18 N. del T.: Compra y venta ilegal de acciones con información privilegiada. 19 N. del T.: Titulares de visados caducados.


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¿Tiene usted una enfermedad transmisible, un desorden físico o mental, o abusa usted de drogas o es un drogadicto? ¿Ha sido alguna vez arrestado o condenado por un delito o un crimen que suponga bajeza moral o una violación con respecto a una sustancia controlada o droga ilegal? […] ¿Intenta usted entrar para cometer actividades criminales o inmorales? ¿Ha estado alguna vez involucrado, o lo está ahora mismo, en espionaje o saboteo; o en actividades terroristas; o en genocidio; o estuvo entre 1933 y 1945 involucrado de cualquier manera en las persecuciones asociadas a la Alemania nazi y a sus aliados? ¿Tiene planes de trabajar en EE. UU.? Después de responder a todas las preguntas (en mi caso “no” a todas las anteriores) y de dar información para la identificación (incluidos un escaneo de retina y un perfil dactilar), los viajeros deben entonces firmar una cláusula en el formulario declarando que “por la presente renuncio a cualquier derecho de revisión o apelación de cualquier determinación del funcionario de inmigración con respecto a mi admisibilidad”. No firmar lo que el formulario llama “Obligación de Entregar Debidamente esta Información” puede tener serias consecuencias (como arresto o deportación sin ningún derecho de apelación). Lo que es interesante sobre este formulario son las categorías de “Otro” que construye: los enfermos, los contagiosos, los discapacitados mentales y los drogadictos son puestos en el mismo saco que los terroristas, espías, antiguos nazis, migrantes ilegales y otras categorías de individuos inmorales y depravados. Lo que revelan estas taxonomías no es tanto una “indiferencia burocrática” (Herzfeld, 1992), sino los imperativos burocráticos y el activismo del Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos; es decir, la lógica clasificatoria de las políticas norteamericanas con respecto al control de las fronteras y a la Seguridad Nacional, y cómo sirve para construir varias categorías del “Otro” no bienvenido, del no deseado (y por definición, del no estadounidense), en contraste con el cual es imaginado el ciudadano norteamericano ideal20. Mi planteamiento aquí es simplemente que las políticas incorporan —y a su vez están incorporadas en— la lógica de los sistemas de clasificación que las crean21. Si la función de las políticas es intervenir en lo social y darle forma al mundo, entonces el estudio de las políticas se convierte en un instrumento 20 Es también significativo que el formulario de Exención de Visa ya no incluya la pregunta tradicional acerca de si los viajeros son o fueron alguna vez miembros de un Partido Comunista. 21 Por ejemplo, el US Homeland Security Act de 2002 puede ser interpretado como una respuesta e incorporación de la paranoia posterior al Once de Septiembre, y de la mentalidad de “una nación en peligro”. No obstante, de la misma manera puede ser interpretado como una maniobra calculada por la élite neoconservadora de aprovechar esos miedos, crear un estado de emergencia y conseguir apoyo para las peligrosas e ilegales iniciativas de política exterior del Presidente (Wedel et al., 2005).

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útil para comprender los motivos que fundamentan dichas intervenciones y las lógicas culturales que las impulsan. Aun así, las políticas también dan forma y organizan la manera en que nos comportamos como individuos, incluso en nuestros espacios más íntimos y privados. Estas políticas que definen nuestras responsabilidades como padres y regulan la manera como nos comportamos con nuestros hijos (por ejemplo, la reciente legislación del gobierno neozelandés en contra de golpear a los hijos22), que especifican la edad en la cual es legal conducir un auto, votar, aspirar a cargos oficiales o tener relaciones sexuales; el uso de nuestros carros, nuestros hogares y nuestros jardines —incluso qué especies de árboles nos son permitidas plantar o remover de nuestras propiedades—, y la lista continúa. El surgimiento de las políticas y su penetración en áreas cada vez más difusas de nuestra vida diaria son una de las características que definen nuestra época. Los científicos sociales de las tradiciones weberiana, foucaultiana o marxista probablemente conectarían estas tendencias con la “implacable marcha de la burocracia”, la aparición de la “sociedad del riesgo”, la expansión de la “gubernamentalidad” o la última involución del capitalismo en la emergente economía global del conocimiento. Ninguna de estas caracterizaciones sería incorrecta. Aun así, mientras muchos antropólogos y sociólogos han escrito extensamente sobre el impacto del capitalismo, de la burocracia, del colonialismo y del riesgo en la vida contemporánea, las políticas públicas permanecen curiosamente desatendidas y carentes de teorización en estas disciplinas. Al señalar la aparente ubicuidad de las políticas, sin embargo, deberíamos también ser conscientes de los peligros del etnocentrismo. El incremento de las políticas puede parecer como universal, visto por occidentales, ¿pero es esto en efecto cierto? ¿Acaso todas las sociedades tienen “políticas”? ¿Es éste un rasgo de la vida diaria en, digamos, los pueblos tribales de la Amazonia o los pueblos indígenas en las montañas de Papúa-Nueva Guinea? La respuesta parecería ser “no”: las políticas no son instituciones sociales características de estas sociedades. Sin embargo, sería erróneo concluir que sólo porque los aldeanos de Papúa no usan la palabra “políticas” o su equivalente traducido, ellos carecen de reglas coherentes, planes y estrategias para confrontar sus problemas sociales. Pero traducir lo que ellos hacen en términos de “políticas” es inapropiado, en cuanto sus reglas y convenciones son de un orden social y semántico muy distinto. De nuevo, parece apropiado explorar los paralelos entre la formulación de la política y el “mito” y los roles que éstos desempeñan como directrices tanto de acciones como de fuentes de legitimación. Elucidar este tipo de preguntas 22 El bastante controversial Proyecto de Enmienda de la Ley Criminal (Sustitución de la Sección 59) —su nombre completo— fue aprobado por el Parlamento neozelandés en mayo de 2007.


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interculturales y comparativas nos puede tal vez ayudar a comprender mejor el espacio social y semántico que las políticas ocupan en nuestra sociedad. Debemos dar un paso atrás, por lo tanto, para poder obtener cierta distancia crítica con respecto a la traducibilidad de nuestro concepto de “políticas” y lo que esto quiere decir para nosotros y para otros. La categoría “políticas” parece ser un producto de la sociedad industrial de Occidente (tal vez uno de los rasgos que definen la misma modernidad, en cuanto éstas incorporan todos los principios de lógica cartesiana e instrumentalismo legal-racional que han sido equiparados con el gobierno moderno). Se apela a las políticas cuando las reglas deben hacerse visibles o explícitas, cuando las relaciones deben ser formalizadas, o cuando las decisiones requieren del sello de una autoridad legítima. Por ello, el estudio de la política pública nos lleva directamente a los asuntos en el corazón mismo de las ciencias sociales contemporáneas, incluidos la relación entre el individuo y la sociedad; preguntas sobre legitimidad, gobierno y poder; reglas, normas e instituciones sociales; lenguaje, discurso y simbolismo; interpretación y sentido; las conexiones entre lo local y lo global, y los debates sobre “agencia” versus “estructura”. Ahora que he presentado algunos de los parámetros generales para conceptualizar las políticas como un fenómeno distintivamente sociocultural (y antropológico), permítanme ilustrar estos argumentos abstractos por medio de dos estudios de caso etnográficos. Caso 1: E l e u r o y l a a b o l i c i ó n de las mo n e d a s n a c i o n a l e s Un buen ejemplo de la manera como la naturaleza política de las políticas es a menudo encubierta, y que observé con detalle mientras hacía trabajo de campo antropológico en medio de funcionarios de la Unión Europea (UE) en Bruselas, fue la política de la Unión Económica y Monetaria (UEM), que incluía la creación de una moneda única europea (el euro) y la abolición de las monedas nacionales a partir de enero de 1999. Para resumirlo concretamente23, éste fue un ejemplo de una política cuyo éxito dependía de lograr el consenso de la gente. Como lo declaró la Comisión Europea (1996: 21) cuando develó su estrategia, “el éxito del cambio a una sola moneda dependerá de una única condición: el euro debe ganar la completa aceptación del público”. A medida que entrevistaba y observaba a los funcionarios encargados de concebir la estrategia para ganarse la aprobación del escéptico público europeo, se volvió evidente que “ganar la completa aceptación del público” o conseguir el compromiso de los ciudada-

23 Para un análisis más detallado, véase Shore, 2000, capítulo 4.

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nos europeos no era una prioridad. Lo que necesitaban era el “consentimiento pasivo” de la gente, el “consenso permisivo”, como lo llamaron muchos políticos y analistas de la UE. Abolir las monedas nacionales de Europa era una decisión de proporciones monumentales. Era también en extremo controversial, aunque el asunto, para aquel entonces, no se había politizado fuertemente. No había oposición más fuerte contra el cambio que en Alemania, donde las encuestas mostraban consistentemente que dos tercios de la población se oponía a una moneda única. La razón de ello era que el marco alemán era reconocido como el símbolo más perdurable del éxito y de la identidad alemana de la posguerra (un símbolo de nacionalismo alemán que no resonaba con la vergüenza). ¿Entonces cómo se lograrían los propósitos de la política de la UE? Esta pregunta se convirtió en el centro de mi trabajo de campo en 1995-1996, cuando empecé a entrevistar a muchos de los funcionarios y profesionales de relaciones públicas encargados de trazar una “campaña informativa” para convencer a la gente de los méritos de la UEM. Esta campaña consistió en una estrategia bastante ingeniosa, que utilizó muchas técnicas de marketing y de relaciones públicas para promover lo que se veía como las numerosas virtudes y beneficios de una sola moneda. Los expertos de marketing de la UE, se me informó, habían concebido treinta y nueve mensajes de campaña distintos, cada uno diseñado para las inquietudes específicas del público en los diferentes Estados miembros. El uso de propaganda estaba estrictamente prohibido, insistían, pues ésta era una campaña en absoluto partidista y financiada públicamente que sólo haría llegar información objetiva, neutral y factual. Lo que era impresionante de los mensajes de la campaña, sin embargo, era que nadie mencionaba ninguna de las implicaciones potencialmente negativas o peligrosas de la UEM. Cuando se insinuaban problemas o inquietudes políticas asociadas con la abolición de las monedas nacionales, sólo era para desestimarlos como miedos irracionales y sin ningún fundamento (Shore, 2000). ¿Cómo logró tener éxito la política? No fue por medio de la consolidación de un apoyo popular sino de una evasión total del debate público y del rechazo de cualquier posibilidad de disenso. La UEM fue presentada no como un asunto político o constitucional que requería un mandato democrático, sino como un asunto técnico y económico que requería la guía de expertos (economistas, banqueros centrales, especialistas fiscales, analistas de divisas y ministros de gobierno). Durante una entrevista con el jefe de la Comisión Estadística Europea (Eurostat) salió a relucir la cuestión de la participación pública. El funcionario, un alemán que había pasado gran parte de su carrera trabajando para la Comisión, arguyó que el debate público no era necesario porque, en sus palabras, las personas de Europa “ya se habían inscrito como miembros de una moneda única cuando sus gobiernos la acordaron en el Tratado de Maastricht de


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1992”. El debate de la Moneda Única era, por lo tanto, para “educar al público”, y ningún debate iba a ser capaz de cambiar nada. Sugerí que en su mayoría los europeos no estaban al tanto de esto y le pregunté cómo respondería la Comisión a los alegatos de la gente de que ellos no habían sido consultados en este asunto constitucional clave. Su respuesta fue un encogimiento de hombros, y dijo que “los perros pueden ladrar, pero la caravana sigue su camino”. C aso 2: La g o b e r n a n z a d e l a p o b r e z a en Estado s Un i d o s Mi segundo ejemplo lo tomo del libro The Will to Empower: Democratic Citizens and Other Subjects de Barbara Cruikshank. En su estudio de lo que podría llamarse “gobierno pos-Estado de bienestar” en Estados Unidos, Cruikshank ilustra cómo las maneras más efectivas de dominación a menudo son aquellas que pasan desapercibidas; en las que el poder permanece oculto y no presenta ningún blanco visible al cual oponerse o resistir (una lección que podríamos extraer también del ejemplo anterior). Su argumento es que los “modos democráticos de gobierno y las formas científicas de conocimiento (re)producen ciudadanos que son capaces de gobernarse a sí mismos, de actuar para su propio interés” (1999: 3). Lo que es útil de su análisis para nosotros es que nos permite ver cómo la antropología es capaz de dar respuestas al arte de gobierno y al auge de nuevas formas de gubernamentalidad (Burchell et al., 1991; Shore y Wright, 1997). Cruikshank observa que en Estados Unidos, “participación” y “autogobierno” son a menudo vistos como soluciones de algo que se dice que falta en la población. Esta idea es consistente con la meta de los inicios del movimiento filantrópico norteamericano de “ayudar a las personas para que se ayuden a sí mismas”. Como lo sintetiza Cruikshank, “ésta es una manera de gobernar que no se apoya en instituciones, en la violencia organizada o en el poder del Estado sino en asegurar la conformidad voluntaria de los ciudadanos” (4). Para lograrlo se movilizan varias “tecnologías de ciudadanía” que buscan la autonomía, los intereses y las voluntades de los ciudadanos. Estas tecnologías son simultáneamente “voluntarias y coercitivas […] las acciones de los ciudadanos son reguladas, pero sólo después de que sea instaurada la capacidad de actuar como cierto tipo de ciudadanos con ciertos objetivos”. Los ciudadanos democráticos son, por lo tanto, “efectos y a la vez instrumentos del gobierno liberal” (4). Para ilustrar su argumento Cruikshank nos ofrece una vívida viñeta etnográfica: alrededor de 1989 ella empieza a darse cuenta de que gran parte de las canecas de basura en un barrio de Minneapolis tienen candados nuevos. Una consecuencia clave de esto es que los recicladores y los sin techo que

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dependían del dumpster diving24 eran de repente mucho menos libres para vivir por su cuenta. En resumen, quienes luchaban por vivir fuera del alcance de la “industria de la pobreza” tendrían ahora que robar o someterse a la caridad de los servicios sociales. Poner candados en los contenedores significó la clausura de todo un medio de subsistencia. Como activista de derechos civiles, Cruikshank se empeñó entonces en averiguar qué autoridad, qué intereses, qué funcionarios o qué razones estaban detrás de la política de los candados en los contenedores, con el fin de protestar y echar atrás la decisión. Les preguntó a los cajeros en la tienda del barrio por qué habían puesto candado a los contenedores y ellos le dijeron que la tienda sería legalmente responsable si alguien se hería haciendo dumpster diving. Acto seguido le preguntó a un activista de la comunidad, que le explicó que los residentes se habían quejado por los borrachos ruidosos que se congregaban en torno a los contenedores; era un asunto de la seguridad de los niños. Luego descubrió que estudiantes universitarios de Minneapolis habían hecho mapas de los contenedores locales con lista de horarios que marcaban cuándo había un botín fresco que asaltar. En respuesta a esta moda, muchas tiendas de bagels y pizzerías habían dejado de tirar la basura por la noche. Los tenderos locales, al contrario, le explicaron que la gente estaba tirando sus trastos viejos (como lavadoras y muebles); por lo tanto, poner candado en los contenedores era una buena medida para ahorrar dinero. Igualmente, las personas involucradas en programas de caridad y en salud pública le dijeron que los candados eran una buena idea porque esto en verdad era una cuestión de salud pública y no una cuestión de restricción de la libertad individual. Confundida por tal diversidad de explicaciones y todavía sin estar cerca de una explicación, Cruikshank se dirigió a la compañía dueña de los contenedores y que se encargaba de vaciarlos, para preguntar quién había establecido la política de los candados, o bien si había alguna ley que ellos estaban cumpliendo, a lo cual nadie supo darle una respuesta. También llamó a las aseguradoras y a la administración de la ciudad, pero tampoco pudo dar con alguien que le diera una respuesta satisfactoria. Sin importar sus esfuerzos, Cruikshank no pudo rastrear el origen de esa política y fue incapaz de establecer de dónde venía o quiénes eran sus autores. Finalmente, les preguntó a algunas de las personas sin hogar en Minneapolis, quienes le dijeron que la política de poner candados en los contenedores de la ciudad fue la manera para que “ellos”, o en otras palabras el “sistema”, los sacaran de la calle para ponerlos bajo el control de las instituciones. 24 N. del T.: Hurgar en busca de comida en los grandes contenedores de basura junto a supermercados y centros comerciales.


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Cruikshank da un paso atrás en los detalles de la historia y saca ciertas conclusiones bastante interesantes que son relevantes para nuestra discusión. Una de ellas es que en vez de preocuparnos por la autoría y analizar las actividades y las actitudes de los formuladores de políticas, lo que es importante de éstas son sus efectos. Pero en este caso, la ausencia (o invisibilidad) de un autor de la política tiene grandes implicaciones para la democracia. Si uno no puede señalar una causa real, un individuo o una institución que sea responsable de la reforma política, ¿qué posibilidad hay de resistir? Como ella nos dice, “la labor de la teoría democrática, cuando se enfrenta con un poder sin rostro, puede ser entendida como el esfuerzo de darle al poder un rostro o un nombre, de hacerlo visible y responsable” (15). Lo que también ilustra este caso es la ambigüedad y el desorden de los procesos de las políticas, en particular cuando no hay ningún “autor” obvio de tales políticas. Esto nos reta a pensar acerca de dónde comienzan y dónde terminan las políticas y qué ocurre en situaciones en las que uno no es capaz de identificar un agente autoritario detrás de la iniciativa. Aunque el ejemplo de Cruikshank pueda parecer kafkiano, aun así ilustra los problemas muy reales con que nos enfrentamos al intentar localizar e identificar “los actores directos del diseño y ejecución de la política” en una era de liberalismo avanzado en la cual un gran número de las funciones del Estado han sido privatizadas, descentralizadas, internacionalizadas, subcontratadas, en lo que a menudo es llamado regímenes regulatorios o sistemas de gobierno de múltiples niveles (Rhodes, 1997). ¿Qué suge r e n c i a s l e s p u e d e n d a r l o s a n t r o p ó l o g o s a los cien t í f i c o s s o c i a l e s q u e e s t u d i a n l a “política p ú b l i c a ” ? Si la prescripción o el consejo dado a los formuladores de políticas no están basados en fundamentos como la comprensión, los inducirá al error o bien caerán en oídos sordos. A su vez, la comprensión depende no sólo de ver la formulación de políticas como una extraña forma de teatro —con el analista en primera fila— sino de tratar de percibir las intenciones de los autores del drama, las técnicas de los actores, y cómo funcionan los mecanismos del escenario. La empatía, en el sentido de percibir lo que impulsa a los actores de las políticas y de entrar en los mundos que asumen, es algo crucial (Klein y Marmor, 2006: 893). Esta cita viene del capítulo final del Oxford Handbook of Public Policy de Goodin, Rein y Moran, el cual colma las expectativas a la hora de cartografiar los contornos de lo que debe ser una aproximación antropológica e interpretativa al análisis de las políticas públicas. Según este argumento, las políticas son un tipo de performance, de dramas sociales, cuyos análisis requieren de simpatía y sensibilidad hacia los mundos de sentido de otras personas.

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Este tipo de acercamiento, con su énfasis en técnicas literarias y teatrales, recuerda el trabajo de Clifford Geertz (1973, 1983)25. Sin embargo, la antropología (y la política pública) es mucho más que eso. Si bien un enfoque en los significados culturales desde hace mucho ha sido una prioridad para los antropólogos y es indudablemente importante para los análisis de políticas, debemos ir más allá de este acercamiento a los significados si nuestra meta es explicar fenómenos particulares (como lo ilustra el ejemplo de los candados en los contenedores). Para poder analizar lo que las políticas significan debemos considerar los contextos socioeconómicos, políticos e históricos más amplios en los cuales están inmersas y el rol social que cumplen. El propósito de este artículo fue reflexionar sobre cómo puede contribuir la antropología en la investigación de las ciencias sociales en lo que respecta a la política pública. Como espero haber mostrado, la aproximación antropológica provee herramientas metodológicas y teóricas útiles para explorar lo que significan las políticas (tanto desde una perspectiva interior como exterior), y las implicaciones culturales de estas comprensiones. La antropología, al igual que el análisis interpretativo de las políticas, también nos da una visión holística; una visión que nos permite ver los aspectos performativos de la formulación de las políticas. Sin embargo, si bien la prescripción (o el “consejo a los formuladores de políticas”) continúa siendo la preocupación fundamental para muchos analistas de la política pública (un legado tal vez de la necesidad de convencer a los formuladores de política de la relevancia de la “ciencia política”), la antropología está menos preocupada por el peso de tener que complacer o justificar su relevancia a los formuladores de políticas o a los “científicos” de la política pública26. Creo que esto les permite a los científicos sociales tratar asuntos más amplios y ser críticos y analíticos —en la mejor tradición de Max Weber, Clifford Geertz y Michel Foucault— sin tener que ser prescriptivos. En vez de ser un fin en sí mismo, el estudio de las políticas proporciona una oportunidad para reflexionar en transformaciones más generales de la sociedad, en los patrones socioeconómicos cambiantes y en las nuevas y emergentes racionalidades de gobierno. En resumen, la antropología nos permite dar un paso atrás y mirar la idea de la política pública como un principio (e ideología) metaorganizacional, y las diferentes funciones que desempeña en las sociedades contemporáneas. 25 Aunque Geertz rechaza la idea de que la comprensión antropológica requiere de empatía (1973: 11). 26 Esto no se debe a que la antropología no tenga relevancia alguna para el diseño de políticas, o a que los antropólogos sean observadores objetivos con poco interés en cambiar los mundos que estudian (véase, por ejemplo, Ahmed y Shore, 1995). Creo que se debe, más que a la historia y a la economía política de la disciplina, al hecho de que la mayoría de los antropólogos trabajan en educación, y a la hipersensibilidad disciplinaria hacia el uso instrumental (y a menudo no ético) del conocimiento antropológico con fines gubernamentales y militares.


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La antropología también proporciona un antídoto útil contra algunos de los acercamientos más tradicionales, normativos y racionalistas que ven las políticas como modelos lineales y pulcros de toma y ejecución de decisiones. Los dos estudios de caso arriba mencionados realzan diferentes aspectos del análisis de políticas que son importantes para esta discusión. El estudio de Cruikshank muestra cuán desordenada, compleja y no lineal puede ser la política pública. También desacredita la suposición racionalista de que las políticas necesariamente tienen un autor o arquitecto coherente. Lo que muestra su estudio es que muchas veces la mejor manera de analizar las políticas es en cuanto a los efectos y no tanto respecto a los orígenes o causas, y que las políticas tienen agencia, independientemente de la voluntad de sus creadores. Como ha observado James Ferguson en el contexto de las políticas de desarrollo, los resultados de intervenciones sociales planeadas o no planeadas “pueden convertirse en poderosas constelaciones de control que nunca se tuvo la intención de crear o que en algunos casos ni siquiera fueron reconocidas, pero que son más efectivas por ‘no tener un autor específico’” (2006: 400-401). Esto también resuena con la observación de Edward Page acerca de cómo algunas políticas terminan siendo establecidas sin ser premeditadas: una categoría de políticas que surge de la “no decisión” y de la indecisión (2006: 220). El otro caso nos muestra cómo el estudio de las políticas puede elucidar la manera en que funcionan el poder y sus disfraces. Las políticas europeas de la Unión Monetaria y Económica (UME) y la forma como fue introducida una moneda única (sin ningún tipo de consulta con el público) revelan dimensiones importantes del arte de gobierno moderno, de las técnicas de persuasión que despliega y del nuevo sistema de gobernanza posnacional (y, podríamos decir, posdemocrático) al cual estas políticas están dando lugar. La política pública —tal como el poder— parece funcionar de manera más efectiva cuando sus mecanismos de operación son invisibles; cuando parece tan “natural” que pasa desapercibida y sin cuestionar, o cuando se proyecta en el inexpugnable lenguaje neutral de la “ciencia”. Conclusió n Aunque yo no recomendaría proponer conclusiones prematuras o generalizaciones excesivas basadas en ejemplos limitados, pienso que un acercamiento antropológico a la política pública podría también ser útil para alertarnos del hecho de que las políticas son siempre instrumentales, incluso si no son necesariamente racionales. Es decir, las políticas contienen una “voluntad de poder”; no sólo son un ejercicio de persuasión y legitimación (Majone, 1989), sino que también objetivan a quienes se dirigen y los someten a la anónima mirada de los expertos. Una de las mayores consecuencias de esta visibili-

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dad es que las políticas crean nuevas categorías de personas y nuevas formas de subjetividad. En el caso de la moneda única, como he argumentado antes (Shore, 2000), el objetivo de las políticas era político y no económico: expandir el proceso de integración y establecer los fundamentos de una identidad y una ciudadanía europeas más coherentes, con la esperanza de que esto pueda ayudar a solucionar el llamado “déficit democrático” de la Unión Europea y levantar su abatida legitimidad. ¿Entonces, cómo se debe relatar correctamente el trabajo de formulación de políticas? La respuesta es que no hay una única manera de describir o analizar la política pública. Al igual que nuestras preferencias en cuanto a los métodos, como científicos sociales, dependen de las preguntas que deseamos responder, de igual manera nuestras narrativas de cómo funciona la política pública deben ser adaptadas a los aspectos particulares de la misma que deseamos poner de relieve o analizar. Debemos reconocer que la entidad que llamamos “política pública” muy pocas veces es objeto de estudio fijo, constante y no problemático. Comprender lo que son las políticas en toda su complejidad y ambigüedad, a quiénes sirven, y cómo se relacionan con otros aspectos del sistema social, son tal vez los primeros pasos a dar hacia una aproximación crítica de las ciencias sociales sobre el análisis de las política pública. .


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L a bor ator ios de r econstrucción urbana: H a c i a u n a a n t r o p o l o gí a d e l a política urbana en Colombia F ederico P ére z F ernánde z *

perez2@fas.harvard.edu Harvard University, Estados Unidos

RESUMEN

Durante los últimos años Bogotá y Medellín han sido

escenarios de una serie de innovaciones gubernamentales en donde la reconfiguración de la ‘cultura’ y el ‘espacio’ ha ocupado un lugar central. Como laboratorios de reconstrucción urbana estas ciudades abren interrogantes importantes sobre los paradigmas emergentes de política y planeación urbana en América Latina. En este artículo doy los primeros pasos hacia una comprensión de estas transformaciones urbanas, subrayando la importancia de una crítica antropológica del conocimiento y las prácticas gubernamentales. PAL AB R A S C L AVE:

Conocimiento y prácticas gubernamentales, intervenciones urbanas, Bogotá, Medellín.

* Candidato a Doctor en Antropología Social, Universidad de Harvard. a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 51- 8 4 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n er o d e 2 010 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : a b r i l d e 2 010

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abstracT

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During the past years Bogotá

RESUMO

Durante os últimos anos

and Medellín have become the stage for a

Bogotá e Medellín têm sido cenários de

series of governmental innovations in which

uma serie de inovações governamentais

the reconfiguration of ‘culture’ and ‘space’

onde a reconfiguração da “cultura” e o

has had a preeminent role. As laboratories

“espaço” têm ocupado um local central.

of urban reconstruction these cities pose

Como laboratórios de reconstrução urbana

important questions about emergent

estas cidades abrem interrogantes sobre

paradigms of urban policy and planning

os paradigmas emergentes da política e

in Latin America. In this article I take the

planejamento urbano na América Latina.

first steps towards an understanding of

Neste artigo dou os primeiros passos

these urban transformations stressing the

em direção a uma compreensão dessas

importance of an anthropological critique

transformações urbanas, sublinhando a

of governmental knowledge and practices.

importância de uma crítica antropológica do conhecimento e as praticas governamentais.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Governmental knowledge and practices, urban

Conhecimento e práticas governamentais,

interventions, Bogotá, Medellín.

intervenções urbanas, Bogotá, Medellín.


L a bor ator ios de r econstrucción urbana: H a c i a u n a a n t r o p o l o gí a d e lapolítica urbana en ColombiA1 Federico Pérez Fernández

D

La dialéctica de la destrucción y la reconstrucción

urante las décadas de los ochenta y noventa Bogotá y Medellín fueron consideradas ciudades distópicas, plagadas irre-parablemente por la violencia, la criminalidad, la inequidad social, la insolvencia fiscal y la destrucción progresiva del espacio público (Jaramillo, 1998). Es difícil aislar las causas de la decadencia urbana, y en el caso de Colombia ésta probablemente se remonta a las injusticias de la Colonia, al impacto de la violencia política y a los fracasos del desarrollismo estatal y de la planeación modernista. La principal paradoja, sin embargo, es que hacia finales del siglo XX, los procesos de democratización en Colombia, así como en la mayor parte de América Latina, fueron acompañados de un aumento sin precedentes de violencia urbana, fragmentación espacial e injusticia social (Caldeira, 2000; Holston, 2008).

1 Este artículo está basado en mi experiencia como asesor de la Alcaldía Mayor de Bogotá entre 2001 y 2003; en entrevistas realizadas en el marco de la investigación Silva et al, 2009; y en trabajo de campo independiente llevado a cabo entre junio y agosto de 2008 y 2009 en Bogotá y Medellín. Un agradecimiento especial para Alicia Eugenia Silva y Rafael Obregón por haberme introducido al mundo del gobierno urbano. Quisiera agradecer también a mis colegas del Departamento de Antropología de la Universidad de Harvard con quienes discutí estos temas, y en especial a los profesores Kimberly Theidon y Michael Herzfeld, por guiarme en la formulación de este proyecto de investigación. Finalmente, agradezco a María Clemencia Ramírez por sus útiles comentarios sobre una versión anterior de este artículo. Todas las ideas presentadas a continuación son responsabilidad única y exclusiva del autor.

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La liberalización política fue acompasada por la desregulación de mercados y la privatización de servicios y bienes públicos2, haciendo de la democratización un proyecto profundamente ambivalente. En este sentido, aunque las instituciones y procedimientos formales facilitaron nuevas formas de acción política, éstos no necesariamente condujeron a mayor justicia e igualdad o mejores medios de subsistencia para los más pobres (Caldeira y Holston, 1999). Para el caso de Brasil, James Holston caracteriza estas tensiones democráticas como “un choque entre élites atrincheradas y ciudadanos insurgentes” (2009: 17; ver también 2008). De manera semejante a las “revoluciones científicas” (Kuhn, 1962), las transformaciones sociopolíticas surgen de “problemas inductores de crisis” que exigen nuevos arreglos institucionales. A diferencia de la renovación teórica en la ciencia, los cambios de paradigma en las estructuras y procesos urbanos son experiencias violentas y tumultuosas. Ida Susser y Jane Schneider (2003) han caracterizado esta ola de transformaciones urbanas de fin de siglo como procesos de “lesión y sanación urbana”, una metáfora que para ellas evoca “la acción colectiva, la construcción imaginativa frente a la destrucción [y] las iniciativas creativas frente al deterioro” (2003: 2). Al mismo tiempo, Susser y Schneider advierten que “la reconstrucción expone a una ciudad, inmediata y poderosamente, a las presiones capitalistas neoliberales” (2003: 4). Tanto las “heridas” como el “cuerpo político” que las sufre, sostiene David Harvey (2003a: 28), son términos disputados. La “destrucción creativa” es un proceso político que puede tomar diferentes rutas y servir diversos intereses (Harvey, 2003b: 1). El deterioro y la renovación urbana no son así ocurrencias naturales de las cuales las ciudades son víctimas pasivas; por el contrario, son el resultado de una política de la intervención (Harvey, 2003a: 35). Es de este proceso contradictorio de destrucción y construcción –visto a través de los cambios de paradigma en política y planeación urbana– que me ocuparé en mis comentarios sobre Bogotá y Medellín. En años recientes estas dos ciudades se han convertido en escenarios de innovaciones gubernamentales a través de programas como Cultura Ciudadana y Urbanismo Social, actualmente considerados modelos de desarrollo urbano en la región. En ambos casos la reconfiguración espacial y cultural se volvió un componente fundamental en la construcción de una esfera pública y democrática. Surgen así interrogantes acerca de la manera en que los discursos sobre el ‘espacio’ y la ‘cultura’ han sido (re)introducidos y (re)formados en el quehacer de la política pública en Bogotá y Medellín. Es en este contexto que resulta vital abrir el camino para una antropología de la política y planeación urbana que ponga de

2 Para una discusión sobre el giro “neoliberal” en la Constitución de 1991, ver el trabajo de Schneiderman (2000).


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manifiesto la producción y prácticas contemporáneas de conocimiento gubernamental, así como las nuevas lógicas de intervención y de acción política. La antropología del desarrollo es un importante punto de partida. Trabajos como los de James Ferguson (1990) y Arturo Escobar (1995) pusieron en evidencia la construcción discursiva del objeto de intervención gubernamental, así como la erradicación de espacios políticos a través del conocimiento experto (cf. Mitchell, 2002). Estas aproximaciones, sin embargo, tendían a desconocer continuidades históricas3 y a minimizar el alcance de apropiaciones y contestaciones locales. Es crucial reconocer, en este sentido, que la intervención gubernamental es un proceso dialéctico que surge y toma forma a través de las prácticas cotidianas de implementación. En su circulación a través de circuitos globales, más aún, el conocimiento y las prácticas gubernamentales están en un constante proceso de transformación mediado por las condiciones históricas, socioculturales y políticas del caso (Gupta, 1998; ver también Moore, 2000). Dichas inflexiones en el discurso y en la práctica de la política pública –por ejemplo, del desarrollismo tecnocrático a la gobernabilidad democrática– son generadas por sus propios fracasos, críticas y recontextualizaciones. Pero estos cambios no implican simplemente un “mejoramiento” en el modo de intervenir (Li, 2007), sino una reconfiguración del contexto y de los instrumentos de intervención. La mayoría de las veces, como sostiene Tania Li, los “nuevos programas […] retienen las limitaciones de los programas que reemplazan” (Li, 2007: 275). Tal es caso de los discursos contemporáneos de ‘empoderamiento’ y ‘participación’, en donde las relaciones de poder son frecuentemente reformuladas pero no transformadas, y en donde gobernantes y expertos retienen el privilegio de dictar los términos de la interacción democrática, eludiendo asuntos sustantivos de marginación económica y política (Li, 2007). Pero lo crucial es que por más que la “máquina anti-política” (Ferguson, 1990) y el “gobierno de los expertos” (Mitchell, 2002) intenten neutralizar las críticas y la oposición, la despolitización nunca es cabal (Li, 2007: 10). En este sentido, los esquemas de gobierno nunca son impermeables a los desafíos políticos y, por el contrario, funcionan incidentalmente como catalizadores de acción política. Poner bajo el lente etnográfico la formulación de programas y planes gubernamentales es entonces de gran utilidad para elucidar las tensiones entre tecnologías de gobierno y prácticas políticas. Más aún, una crítica antropológica de la política pública puede iluminar la manera en que el conocimiento es

3 Escobar (1995), por ejemplo, sostenía que el desarrollo había surgido como un discurso hegemónico en la posguerra. El desarrollo, desde esta perspectiva, aparecía como un discurso monolítico y desconectado de modos de gobierno presentes desde la Colonia. En su obra más reciente Escobar ha respondido a estas críticas y ha continuado reelaborando el concepto de desarrollo (2008).

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producido y reconstruido dentro de circuitos y redes regionales y transnacionales (Shore y Wright, 1997; Wedel et al., 2005; Ong y Collier, 2005). Es preciso reconocer que los proyectos de reconstrucción urbana de Bogotá y Medellín han surgido de este tipo tensiones y conexiones. Estas innovaciones políticas han sido tanto respuestas locales a las crisis de modelos previos de gobierno como articulaciones histórica y culturalmente situadas de los discursos globales de democracia, ciudadanía y espacio público. Podríamos llamarles ejercicios tecnodemócraticos4 , en donde conocimiento técnico y política democrática se conjugan de formas particulares. No se trata entonces de iniciativas transparentes o desproblematizadas para restaurar el orden social, sino de intervenciones profundamente ambivalentes y complejas. Penetrar estas ambigüedades y contradicciones es, en última instancia, lo que puede ofrecer una exploración etnográfica de la política pública y la planeación urbana. En la siguiente sección examino el surgimiento de la planeación modernista, su impacto en el contexto de América Latina y su posterior ‘implosión’ con el giro democrático. Después analizo los programas de Cultura Ciudadana y Urbanismo Social como parte de nuevas corrientes de política pública y planeación urbana. Exploro el papel predominante de ‘cultura’ y ‘espacio’ en dichas intervenciones, contemplando tanto su potencial como sus debilidades frente a asuntos de poder e inequidad. Después caracterizo estos experimentos urbanos como ensamblajes de diversas racionalidades de gobierno estrechamente relacionados con las “disyunciones democráticas” (Caldeira y Holston, 1999) de las décadas recientes. Finalmente, concluyo diciendo que como laboratorios de reconstrucción urbana, los casos de Bogotá y Medellín abren interrogantes importantes sobre los paradigmas emergentes de política urbana en América Latina. En particular, ponen en evidencia las tensiones entre los ideales democráticos y la lógica del neoliberalismo (cf. Caldeira y Holston, 2005), desestabilizando y cuestionando el significado mismo de estos conceptos. La planea c i ó n m o d e r n i s t a c o m o i n t e r v e n c i ó n tecnomor a l La planeación modernista viajó alrededor del mundo a través del CIAM (Congrès International d’Architecture Moderne) y del trabajo de reconocidas figuras como Le Corbusier y Josep Lluis Sert, quienes asesoraron planes urbanos para Bogotá y Medellín en los años cuarenta y cincuenta. La planeación modernista tuvo un impacto profundo en varias ciudades latinoamericanas al “proponerse resolver la crisis urbana del capitalismo adoptando los argumentos técnicos y 4 Este término lo introduzco como una variación sobre el concepto de “tecnopolitica” discutido por Timothy Mitchell (2002) en su estudio sobre desarrollo económico en Egipto.


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racionales de la legislación de salud pública en el contexto de una estrategia amplia de obras públicas y buen gobierno” (Holston, 1989: 50). Como sostiene James Holston en su estudio sobre Brasilia, dichas estrategias modernistas estaban fundadas en la desfamiliarización, la descontextualización y el determinismo ambiental (1989: 43). Sumidos en una indiferencia general sobre la diversidad de realidades históricas y etnográficas y convencidos de la “aplicabilidad universal” (Hardoy, 1992) de sus visiones, los planeadores modernistas se dedicaron por completo al manejo tecnomoral de la sociedad. En el contexto del modernismo francés, el rechazo de la ‘ciudad orgánica’ estuvo acompañado de una gran convicción en la articulación tecnocrática de la ordenación (aménagement) y el equipamiento (équipement) (Rabinow, 1989). La “experimentación con tecnologías espaciales/científicas/sociales” (1989: 15), dice Paul Rabinow, llevó a un tratamiento de la ciudad como esfera tecnosocial (1989: 343). Se trataba de un giro hacia la administración de la sociedad. En este contexto, la ciudad entera se convirtió en el ámbito de intervenciones estadocéntricas y totalizadoras encaminadas a la reinvención social. La aplicación de estos principios en América Latina fue un elemento definitivo en la historia de exclusiones y segregación que conocemos hoy. Las élites de Bogotá y Medellín estaban inmersas en las corrientes de racionalidad tecnomoral de los siglos XIX y XX. De hecho, estas ciudades fueron fundadas siguiendo los criterios estrictos de las Leyes de Indias y su cuadrícula urbana. Desde la Colonia, la producción de ‘orden’ de acuerdo con categorías sociales y raciales había sido la obsesión de las élites latinoamericanas (Rama, 1984). En las colonias americanas esto estaba contenido de la manera más clara en el concepto de ‘policía’, el cual originalmente representaba los más altos ideales españoles de moralidad, religiosidad, legalidad y orden (Kagan, 2000: 27). Autoridades coloniales y posteriormente republicanas respondieron agresivamente a la migración rural y a los procesos ‘desordenados’ de urbanización (arrochelados). A este respecto, “buscaban que las gentes vivieran ‘en policía’, es decir en sociedad, dentro de los controles sociales y morales que se establecían con la vida urbana” (Zambrano, 2000: 34). Es importante resaltar que estas nociones de orden y civilización fueron fuertemente espacializadas; cualquiera que no se ajustara a dichas categorías simbólicas y espaciales era considerado amenazante y barbárico o, para utilizar la famosa frase de Mary Douglas, “materia fuera de lugar” (Douglas, 1966). Los ideales modernistas de los años siguientes reforzarían estas nociones de orden pero dentro del contexto de la construcción de nación y bajo la presión de las migraciones rurales y la industrialización. De manera semejante a los reformistas europeos del siglo XX, las élites colombianas vislumbraban un manejo científico de la sociedad basado en el conocimiento experto sobre

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higiene y salud pública (Mejía, 2000: 220). A este respecto, una estrategia crucial de la intervención modernista en América Latina durante la primera mitad del siglo XX fue la remoción de mercados populares y chicherías de los centros de las ciudades (Goldstein, 2004). En Bogotá, por ejemplo, la venta de chicha había sido intensamente regulada y gravada desde la Colonia y fue legalmente prohibida en 1947 como un paso fundamental hacia la modernización (Calvo y Saade, 2002). En este sentido, la prohibición de la bebida fue introducida como una política de salud pública y moralización. Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y los eventos del “Bogotazo”, la medida fue reforzada para suprimir el desorden social, fortalecer el control estatal y disciplinar la población. Adicionalmente, la erradicación de la chicha abriría nuevos mercados que serían colonizados por las cervecerías. En una de sus visitas a Bogotá durante los años cincuenta, Le Corbusier caracterizó el desorden urbano de la ciudad en los siguientes términos: “el trazado urbanístico del viejo Bogotá es un buen trazado. La cuadra española, con sus ángulos rectos es una hermosa creación. El desorden de Bogotá está en sus nuevos barrios” (citado en Martin y Ceballos, 2004: 52). No obstante, lo que Le Corbusier vio como mero ‘desorden’ era en realidad parte de un proceso más amplio de “periferalización de la pobreza” (Holston, 2008) característico del crecimiento urbano en Bogotá y en la mayor parte de América Latina. Las intervenciones modernistas buscaron racionalizar e higienizar la ciudad como parte de un proyecto utópico y pseudohumanístico. En el proceso, sin embargo, todo lo que no se conformara a los ideales de las clases medias y altas era eliminado o expulsado a las periferias urbanas5. Éste fue un problema particularmente agudo en las ciudades colombianas durante los años cincuenta, en donde miles de personas desplazadas por La Violencia estaban migrando hacia los centros urbanos. La planeación modernista, en este sentido, proporcionaba los instrumentos para marginar y criminalizar a los pobres bajo el pretexto de estar mejorando la vida urbana. La historia de Medellín a comienzos del siglo XX es particularmente reveladora por su conservatismo político y religioso, la estabilidad e influencia de una élite industrial y tecnocrática y una fuerte ideología cívica y filantrópica (Botero, 1996; Roldán, 2002). Hasta la década de los cincuenta la política paternalista y el crecimiento industrial sostenido de Medellín hicieron posible un buen nivel de estabilidad y distribución económica. Pero con la ola de migraciones rurales durante La Violencia las condiciones de vida en la ciudad cambiaron radicalmente: el desempleo creciente, los conflictos sobre la tierra y la rápida expan5 Aunque los Planes de Le Corbusier, Sert y Wiener nunca fueron implementados y sus efectos reales han sido debatidos, es indudable que tuvieron un impacto considerable en las prácticas e ideales del urbanismo colombiano del siglo XX (Tarchópulos, 2006).


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sión urbana irrumpieron en la ‘tranquilidad cívica’ de Medellín. Las élites tecnocráticas respondieron con medidas brutalmente racionalistas y moralistas: la administración local, por ejemplo, declaró los barrios marginales “zonas rojas” intentando contener a las poblaciones ‘peligrosas’ e ‘indeseables’ y así evitar una corrupción moral y cívica (Riaño-Alcalá, 2006). Las contradicciones entre el ethos tecnomoral y las realidades socioeconómicas de la urbanización acelerada dejarían al final ‘heridas’ perdurables en la organización socioespacial de la ciudad. L a implos i ó n y e l r e s u r g i m i e n t o d e l ‘ o r d e n ’ Las nociones coloniales y poscoloniales de orden se desintegraron violentamente hacia finales del siglo XX. El declive industrial, las políticas de ajuste estructural y el ascenso del tráfico de drogas fueron algunos de los factores que intervinieron en la explosión de la violencia criminal en Colombia durante las décadas de los ochenta y noventa. Las ciudades se convirtieron así en escenario de la violencia de los carteles de la droga, grupos paramilitares y milicias urbanas. Lo más notable, como se mencionó al comienzo, es que en Bogotá y Medellín, así como en otras ciudades latinoamericanas, los procesos de democratización coincidieron con este inusitado incremento de violencia y temor (Caldeira, 2000; Comaroff y Comaroff, 2006). Más aún, el giro democrático parece haber contribuido a la implosión de sistemas de orden previos y a la dispersión de modos de extracción económica, control social y oposición violenta. Al mismo tiempo, sin embargo, dichas expansiones democráticas abrieron espacios de deliberación, disputa y posible transformación donde antes no existían. Teresa Caldeira y James Holston (1999) han caracterizado las tensiones de finales del siglo XX en América Latina como el resultado de procesos democráticos “disyuntivos”. Con esto se refieren a la expansión de derechos políticos sin un fortalecimiento equiparable de derechos sociales y civiles. Así, la democratización ha sido un proceso profundamente inestable y contradictorio, en donde las promesas de inclusión democrática han entrado en conflicto con las racionalidades neoliberales de desregulación y privatización. Caldeira (2000) explora instancias muy concretas de estas contradicciones en su etnografía del crimen y del espacio urbano en São Paulo. La desestabilización del ‘orden social’ tras el colapso de la dictadura militar brasilera llevó al abandono del espacio público, al surgimiento de “enclaves fortificados” y a la privatización de la seguridad (Caldeira, 2000: capítulo 8). Al mismo tiempo, la violencia policial creció dramáticamente, normalizando la violación de derechos y perpetuando los ciclos de violencia (Caldeira, 2000: 207). A la par con estos fenómenos, el lenguaje y la percepción tuvieron un papel central. Para Caldeira, “hablar sobre el crimen”, y el temor que esto genera, fueron piezas clave que contribuyeron a legitimar la coerción violenta y la segregación socioespacial (Caldeira, 2000: capítulo 1).

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En Bogotá y Medellín, el concepto de ciudadanía democrática ha atravesado procesos similares de expansión y erosión que también han quedado materializados en un paisaje urbano fragmentado y privatizado. La “descomposición urbana” y la “depreciación de la vida” fueron cabalmente “democratizadas” (Lomnitz, 2003: 61), y la violencia se instaló como ocurrencia cotidiana. En la década de los noventa, ambas ciudades llegaron a su pico de muertes violentas mientras la economía del narcotráfico penetraba el funcionamiento de las organizaciones criminales y del Estado, y la vida de las élites y clases populares por igual. En Medellín, en particular, los desempleados y excluidos encontraron en los carteles, las milicias urbanas y los grupos paramilitares oportunidades de movilidad social y un espacio para obtener “respeto” (Theidon, 2009). En palabras de Mary Roldán, “la vida de los pobres mejoró y su acceso a la posibilidad de acumular riqueza dejó de depender de su deferencia a una élite moralizante, condescendiente e indiferente” (2003: 140). Estas ‘mejorías’ llegaron al costo de un número sin precedentes de homicidios, mayoritariamente de hombres jóvenes pobres. El incremento de la violencia, a su vez, incitó reacciones de las clases medias y altas y de las autoridades estatales, que atribuyeron todos los males urbanos a los carteles y a las clases populares (Roldan, 2003: 142). El temor a la violencia, pero también la pérdida relativa de privilegios, llevaron a la represión estatal y paraestatal, alimentando otro ciclo de violencia y segregación urbana. La destrucción urbana en Bogotá y Medellín ha sido un proceso persistente de erosión y desplazamiento en el que la ciudad se convierte en un lugar precario e impredecible para vivir. Estas formas de destrucción y desorden, sin embargo, son inseparables de la construcción de órdenes y modos de control paralelos: legales e ilegales, públicos y privados. Pero éstos no son fenómenos exclusivamente latinoamericanos. Los vínculos entre el capitalismo tardío, el ‘desorden urbano’ y la ‘reconquista’ del espacio público tienen resonancias globales que van desde Estados Unidos hasta Sudáfrica (Smith y Low, 2006). Un ejemplo de lo anterior son las políticas de “cero tolerancia” y la elitización o gentrificación6 urbana intensiva en la Nueva York de los años noventa, procesos que Neil Smith describe como estrategias de “revanchismo posliberal” y “limpieza social” (Smith, 2001: 69). Otro caso es la consolidación de Los Ángeles como una “ciudad fortaleza”, en donde la obsesión por la seguridad ha llevado a la proliferación de mecanismos policivos y de vigilancia que destruyen la esfera pública y profundizan patrones de segregación (Davis, 1992). 6 El término en inglés gentrification (de ‘gentry’ o aristocracia) ha sido traducido al español como ‘aburguesamiento’, ‘elitización’ o ‘gentrificación’. En este artículo opto por el anglicismo ‘gentrificación’ porque pone en evidencia la dimensión transnacional del fenómeno y la influencia de modelos euroamericanos de desarrollo urbano sobre la periferia urbana global. Con esto no estoy sugiriendo que la ‘gentrificación’ al estilo americano esté ocurriendo en Colombia, sino más bien preguntando de qué manera estos modelos viajan y se transforman en diferentes contextos.


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En pocas palabras, los espacios de ciudadanía –físicos y sociales– y sus esquemas clasificatorios están siendo permanentemente impuestos, disputados y reafirmados por planeadores urbanos, élites, clases medias y pobres. El punto crucial es que dichos espacios están en un proceso tanto de expansión (participación política, legalización de barrios, acceso a servicios públicos) como de contracción (gentrificación urbana, privatización y vigilancia de espacios públicos, violencia policial, justicia privada) (Holston, 2008). C ultura Ci u d a d a n a 7 y Ur b a n i s m o So c i a l Fue dentro de este contexto que ‘transformación’, ‘renacimiento’, ‘reconstrucción’ y ‘renovación’ se convirtieron en los lemas de las administraciones locales de Bogotá y Medellín. Al mismo tiempo que el país vio una explosión de ‘desorden’ durante los años noventa, también fueron introducidos nuevos discursos sobre justicia democrática. La instancia más clara fue la Constitución de 1991, la cual, de cierta manera, incorporó las tensiones entre neoliberalismo y democracia. Al lado de las medidas para reducir el tamaño del Estado, desregular mercados y privatizar servicios públicos, se introdujeron ideales democráticos de participación cívica, justicia social y descentralización política. Bogotá fue posiblemente la primera ciudad colombiana en la que este nuevo régimen de gobierno se hizo visible. Desde 1995 hasta 2003 una serie de alcaldes fueron elegidos con campañas que prometían revertir la corrupción política y el clientelismo a través del conocimiento técnico y fuertes compromisos democráticos y éticos. Antanas Mockus8 (1995-1997; 2001-2003) encarnaba de diferentes maneras este rechazo a la ‘política tradicional’. Como ex rector de la Universidad Nacional y profesor de Matemáticas y Filosofía, Mockus tenía firmes convicciones sobre la importancia del conocimiento, la comunicación y la pedagogía en la administración pública (Alcaldía Mayor de Bogotá, 1998 y 2003). Además, tenía un estilo heterodoxo de hacer política a través de símbolos, arte e interacción directa con la ciudadanía. Enrique Peñalosa (1998-2000) sucedió a Mockus con una agenda política basada en eficiencia administrativa, conocimiento técnico y ciertos ideales democráticos (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2000). Aunque menos dado a la experimentación y más cercano a la política de partidos, Peñalosa fue elegido como candidato independiente, con una significativa trayectoria académica y profesional en temas de desarrollo urbano. 7 Utilizo Cultura Ciudadana en sentido amplio para incluir tanto lo que inició la administración Mockus en 1995 como el enfoque más urbanístico y orientado al espacio público de la administración Peñalosa. 8 Mockus se retiró un año antes de terminar su primer período. Paul Bromberg asumió el cargo durante el tiempo restante.

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Las nuevas orientaciones de las administraciones de Mockus y Peñalosa se hicieron evidentes con su rechazo a los nombramientos ‘políticos’ y su deseo de conformar un equipo de expertos y académicos. De esta manera, en los años siguientes la administración local se apartó de la maquinaria política y se movió hacia la independencia política y la innovación, el conocimiento experto y un ejercicio político basado en la opinión pública, las representaciones mediáticas y la participación ciudadana. En años más recientes, un giro similar ha ocurrido en Medellín con la elección de Sergio Fajardo (2004-2007), un candidato independiente, columnista y profesor universitario de matemáticas. El plan de gobierno de Fajardo adoptó algunas de las iniciativas implementadas en Bogotá e introdujo nuevas políticas enfocadas en educación y el entorno urbano. La implantación de esas políticas coincidió con el proceso de desmovilización de grupos paramilitares, los cuales tenían una fuerte presencia en los barrios pobres de Medellín. Fajardo fue sucedido por Alonso Salazar (2008-2011), su secretario de Gobierno, quien también llegó a la política con una larga experiencia como periodista e investigador. Las intervenciones de estas alcaldías marcaron el ascenso de la política pública como tecnología de gobierno urbano. De cierta manera, se estaba anunciando el triunfo de la racionalidad moderna sobre el mundo ‘turbio’ e ‘incivilizado’ de la política. La gestión pública aparecería entonces como una esfera de acción separada de –y no contaminada por– la política9. Surgieron así ciertos campos de conocimiento y de acción, objetos gestionables y objetivos técnicamente alcanzables. Tales fueron los casos de la cultura ciudadana, el espacio público y la participación democrática10. Intervenc i o n e s e n c u l t u r a , é t i c a y m o r a l i d a d En 1995 la administración Mockus lanzó el programa de Cultura Ciudadana. Esta iniciativa fue extremadamente popular y su lenguaje ha sido incorporado en las políticas públicas de varias ciudades colombianas11. Lo más interesante de este conjunto de acciones es que se pretendía convertir la ética y la moral en campos de conocimiento e intervención gubernamental. De acuerdo con Paul 9 En el mundo anglosajón esta escisión está reforzada por la existencia de dos términos claramente diferenciados: policy y politics (ver Shore, 2010). En nuestro caso, han proliferado términos como ‘programa’, ‘estrategia’, ‘acción’, y ‘meta’, además de ‘gestión pública’ y ‘política pública’, los conceptos más cercanos al inglés policy. 10 Sobre este punto, sería importante hacer un seguimiento a los programas de estudio y de investigación que fueron creados en universidades públicas y privadas para apoyar y evaluar las nuevas estrategias de gobierno urbano. Tal es el caso de la Especialización de Arquitectura y Ciudad de la Universidad de los Andes, la Especialización en Espacio Público de la Pontificia Universidad Javeriana y los programas de estudio e investigaciones del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional. 11 En los programas de gobierno de Fajardo y Salazar la incorporación de cultura ciudadana fue relativamente explícita. En el caso de Peñalosa, hubo un distanciamiento del lenguaje de cultura ciudadana, aunque se continuaron ciertas iniciativas, y se le dio un mayor énfasis a la dimensión urbanística de la transformación ciudadana.


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Bromberg, director del Instituto de Cultura y Turismo entre 1995 y 1997, y uno de los creadores del programa: “Cultura ciudadana” […] es el nombre de una política pública, o de un conjunto de políticas públicas. […] No se trata de las acciones de gobierno para cumplir la función burocrática a que está obligada la autoridad, sino de una propuesta de adelantar acciones sistemáticas desde el Estado con el objetivo de producir la transformación de hábitos. (2003: 2)

Para Bromberg, se trataba de una serie de instrumentos gubernamentales que serían “sistemáticamente” empleados para inducir cambios en “comportamientos colectivos” (2003: 4). Estos incluían dispositivos pedagógicos, intervenciones espaciales, acciones comunicativas, símbolos y nuevos arreglos institucionales. Cultura Ciudadana fue presentada entonces como la política central del Gobierno, que combinaría todas las herramientas de “gestión urbana” (Bromberg, 2003: 8) para transformar “hábitos”, “comportamientos”, “valores” y “creencias” (Mockus, 2001; Bromberg, 2003). En este contexto, la administración Mockus creó el Observatorio de Cultura Urbana para medir actitudes y percepciones ciudadanas. La entidad debía “promover el uso de la investigación sociocultural como herramienta para la toma de decisiones de toda la administración” (Bromberg, 2003: 24). Con este conocimiento se diagnosticaría la falta de ‘civilidad’ y ‘confianza’ en la ciudad y se diseñarían las intervenciones correspondientes; en pocas palabras, se lograría convertir la ‘cultura’ en objeto de política pública. En palabras de Bromberg, para lograr “una ingeniería de la acción colectiva exitosa” era fundamental “cambiar la percepción de que el otro no colaborará”, a través de “la medición y la comunicación”. Profundizando esta utilización del conocimiento experto, la administración también adoptó discursos de la salud pública a través de un enfoque epidemiológico de la violencia. Se trataba de una estrategia para controlar factores de riesgo asociados al crimen y a la violencia tales como: un patrón de violencia familiar, el uso prolongado de alcohol y drogas; acceso a armas de fuego; exposición constante a la violencia en los medios; ausencia de patrones culturales para regular el comportamiento urbano; organismos judiciales y policiales ineficientes y corruptos y la presencia de crimen organizado. (Guerrero, 2008: 6)12

12 El enfoque epidemiológico fue introducido por el alcalde Rodrigo Guerrero en Cali, en 1992. Guerrero fue tal vez el primer alcalde que asumió la nueva aproximación a la política pública que describo en este artículo.

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De este modo, surgió un ‘objeto de análisis y de intervención’ (Foucault, 1979, 1980) crucial: la seguridad y convivencia ciudadanas13. La administración estableció así el Sistema Unificado de Violencia y Delincuencia (SUIVD) como su principal instrumento de análisis, prevención e intervención (Martin y Ceballos, 2004)14. El sistema fue creado para optimizar la información sobre muertes violentas y llevar a cabo análisis criminológicos y estadísticos georreferenciados. La información producida fue crucial no sólo para el monitoreo y la evaluación de políticas públicas, sino también para el diseño de políticas y un control policivo más eficiente. Estas fuentes de información alimentarían un nuevo entramado institucional liderado desde la recién creada Subsecretaría de Asuntos para la Seguridad y Convivencia Ciudadana. En última instancia, la tecnología del SUIVD se convirtió en el aparato central a través del cual la ‘violencia urbana’ se constituyó en un fenómeno ‘cognoscible’ y ‘mapeable’. Para Hugo Acero, consejero (1995-1997) y subsecretario de Asuntos para la Seguridad y Convivencia Ciudadana (1998-2003), esto básicamente implicaba reconocer que “la política no se maneja por lo que diga o por lo que sienta la gente” sino a través de la disponibilidad de información y la implementación de planes. La producción de conocimiento técnico sobre la ‘cultura’ apoyaba una concepción de la política pública como “proceso lineal ordenado de ‘identificación de problemas’, ‘formulación de soluciones’, ‘implementación’ y ‘evaluación’” (Shore y Wright, 1997: 15). El discurso tecnocientífico, sin embargo, neutraliza, naturaliza y objetiva asuntos esencialmente contenciosos. Siguiendo a Bruno Latour y Steve Woolgar, en la actividad científica se da una “construcción social” de ‘hechos objetivos’ caracterizada por el “esfuerzo por producir orden” (Latour y Woolgar, 1986: 32). De una realidad caótica, agonística y en flujo, el científico lucha por producir una realidad estabilizada y reificada (Latour y Woolgar, 1986: 240). De manera semejante, la formulación de políticas públicas organiza la realidad social dejando de lado ciertos procesos materiales, sociohistóricos y políticos. En palabras de Cris Shore y Susan Wright, la política pública “funciona descartando el desacuerdo” (1997: 11). En el caso de Bogotá, los componentes racionales y científicos de la política de Cultura Ciudadana sustentaban un discurso explícitamente ético y moral. Esto se tradujo en acciones pedagógicas como la restricción al consumo de alcohol (“Ley Zanahoria”), el reconocimiento a actitudes ejemplares (“Caballeros de la Cebra”), las intervenciones cívicas por parte de mimos, el desarme voluntario 13 Ver Rivas (2007), para un estudio etnográfico sobre las políticas de seguridad y convivencia en Bogotá. 14 El sistema fue impulsado inicialmente por el sociólogo Álvaro Camacho, consejero de Seguridad y Convivencia de la primera alcaldía de Mockus, y continuado por el sociólogo Hugo Acero durante las administraciones de Peñalosa y Mockus (Silva et al., 2009).


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y obligatorio, la noche de las mujeres, entre otras15. Dichos principios, más aún, fueron encarnados y transmitidos a través de la carismática figura del propio alcalde Mockus. Años más tarde Bromberg evaluaría esta combinación de racionalidad instrumental y espíritu ético como la interacción entre “el liderazgo de un profeta” y la vocación de los “ingenieros de la cultura” (Bromberg, 2003). Estas nuevas racionalidades políticas fueron dirigidas a la transformación de prácticas individuales y colectivas. Los ‘diagnósticos’ y ‘verdades’ producidos por el aparato de Cultura Ciudadana convocaban a los individuos a un proceso de mejoramiento propio y mutuo. A diferencia de las críticas al neoliberalismo democrático que hablan de la difusión de poder a través del autogobierno del sujeto, éste era un proyecto enfocado en la transformación subjetiva e intersubjetiva, según ciertos ideales de civilidad e integración social. El discurso gubernamental era enfático a este respecto: los problemas de Bogotá eran un asunto de autorregulación, mutua-regulación y corresponsabilidad entre ciudadanos y Estado (Alcaldía de Bogotá, 1998, 2003). Asimismo, el ensamblaje “funcionalista, contractualista y conductista” (Salcedo y Zeiderman, 2008: 85) de Cultura Ciudadana estuvo desde el comienzo enmarcado en el giro hacia la democracia participativa. En contraste con el desarrollismo modernista, basado en la visión vertical y totalizadora de la ingeniería social, Cultura Ciudadana ponía a la ciudadanía directamente en el centro del campo de acción gubernamental. Para Mockus, la participación democrática, el intercambio de argumentos y la interacción pacífica eran elementos indispensables para “armonizar ley, moral y cultura” (Mockus, 1994, 2001) y, en última instancia, para impulsar un cambio sociocultural y político. Cultura Ciudadana, como política pública y teoría práctica, articuló diversas concepciones y racionalidades de gobierno, por lo cual cualquier caracterización simplista resulta dudosa. Por una parte, se trataba de una decidida respuesta a la crisis social y política que atravesaban Bogotá y el resto del país en la década de los noventa. Así, como resultado de una inflexión dialéctica, los formuladores de políticas públicas adoptaron el lenguaje de la participación, la ciudadanía, la cultura y la integralidad, distanciándose del paternalismo tecnocrático y apelando a una mayor legitimidad democrática. En este movimiento, sin embargo, no desapareció la autoridad del conocimiento experto. Al contrario, fue reinscrito a través de una nueva generación de “técnicos de ideas” (Rabinow, 1989) dedicados a reconfigurar prácticas y espacios ciudadanos. Lo paradójico entonces es que los ‘valores y prácticas democráticas’ fueron reafirmados pero a la vez convertidos en objetos de política pública y conocimiento 15 Para diferentes descripciones y análisis de estas acciones, ver Alcaldía Mayor de Bogotá (1998, 2003), Martin y Ceballos (2004), Rivas (2007) y Silva et al. (2009).

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experto. El riesgo de un ejercicio tecnodemocráctico como éste, no obstante, es que puede terminar limitando el horizonte mismo de la política democrática. En el caso de Cultura Ciudadana, por ejemplo, se asumían muy fuertemente ciertos ideales de civilidad, racionalidad comunicativa, integración social y bien común. En el proceso de reconstruir una esfera ‘pública’, ‘moderna’ y ‘cívica’ se privilegiaron en muchos casos modelos de ciudadanía elitistas. Tal fue el caso de las políticas de espacio público y de seguridad, en donde primó la idea del ‘desorden’ y la ‘indisciplina’ urbana, sobre las condiciones estructurales e históricas de los regímenes de ciudadanía locales. En este laboratorio urbano, ‘ciudadanía’ se convirtió en un instrumento central para la producción de ‘orden’ con políticas que actuaban “sobre y a través de la agencia y subjetividad de los individuos” (Shore y Wright, 1997: 6). La pregunta central que permanece la mayoría de las veces encubierta es ¿‘orden’ y ‘civilidad’ según quién y para quién? Por otro lado, las administraciones de Mockus, Peñalosa, Fajardo y Salazar indudablemente permitieron una mejoría sustancial en el acceso a derechos básicos y servicios públicos en Bogotá y Medellín, el más destacado de los cuales ha sido la reducción de muertes violentas16. Así como en algunos casos los ideales de ‘civilidad’ y ‘orden’ convergieron con valores neoliberales –por ejemplo, promoviendo estilos de vida de consumo y formas de exclusión en procesos incipientes de gentrificación–, también hubo un énfasis constante en justicia social y derechos ciudadanos. De este modo, en el programa de Cultura Ciudadana se hablaba del “reconocimiento de derechos y deberes ciudadanos”. Las inversiones públicas17 durante estos períodos fueron extraordinarias y permitieron avances significativos en seguridad, salud, educación, transporte, infraestructura y servicios domiciliarios. Desde este punto de vista, el llamado a la transformación individual y colectiva (y su relativo éxito) estuvo apoyado por políticas orientadas a una mejor distribución de bienes y servicios públicos. Resulta entonces inadecuado caracterizar estos nuevos ensamblajes gubernamentales simplemente como un ejemplo más de ‘gubernamentalidad neoliberal’ (Foucault, 1991; Rose, 1996), en donde prima la individuación (la producción de ‘sujetos autónomos’) y en donde se imponen la lógica del mercado y la retracción del Estado (cf. Gupta y Sharma, 2006). Difícilmente se podría decir que existía en Colombia un Estado de bienestar que se contrajo durante 16 La tasa de homicidios en Bogotá bajó de 81 casos por 100.000 habitantes en 1993 a una tasa de menos de 20 en 2006. Ha habido un largo debate sobre el impacto que tuvieron las medidas de Cultura Ciudadana en la caída de homicidios; no obstante, existe cierto consenso sobre la importancia de haber combinado múltiples estrategias para hacer frente a la violencia urbana (ver Rivas, 2007). 17 En Bogotá, la expedición del Estatuto Orgánico (Decreto Ley 1421 de 1993) marcó el inicio de la recomposición financiera del Distrito tras una profunda crisis fiscal. Las inversiones de los años siguientes fueron financiadas gracias a una base tributaria ampliada, a descapitalizaciones de empresas públicas y a alianzas público/privadas.


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los noventa. Lo que vemos, por el contrario, es que estas reconfiguraciones de la ciudadanía democrática son fundamentalmente inestables e implican “siempre una mezcla de elementos progresivos y regresivos, disparejos, desequilibrados y heterogéneos” (Caldeira y Holston, 1999: 692). En el caso de Cultura Ciudadana estas tensiones son evidentes en la presuposición de ideales de ‘orden’ y ‘civilidad’ (consecuentes con el ethos neoliberal) y la simultánea generación de mayor equidad social y calidad de vida a través de la provisión de derechos urbanos. Intervenc i o n e s e n e l e n t o r n o u r b a n o Rogelio Salmona, uno de los arquitectos más representativos de Colombia durante el siglo XX y una figura clave en las transformaciones urbanas recientes de Bogotá, caracterizó la ‘crisis espacial’ de los ochenta y noventa así: La ciudad en Colombia ha sido maltratada. Sus habitantes expulsados y abandonado su espacio público, la esencia de la ciudad se ha vuelto residual. […] Es una anticiudad que se ha desarrollado olvidando que la espacialidad de la ciudad es la ciudad misma. Por el contrario, el espacio se convirtió en un vacío, en un antilugar. (Revista Semana, 1996) 67

Desde sus inicios, las políticas de cultura ciudadana de la administración Mockus subrayaron la importancia de ‘recuperar’ los espacios públicos de la ciudad. La Alcaldía estableció como una de sus prioridades de gobierno “recuperar los ambientes en los que se es ciudadano: espacio público” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 1998). El plan de Mockus resaltaba la importancia de “ampliar, redistribuir y cuidar el espacio público”, particularmente porque su “mejoramiento […] favorece el buen comportamiento ciudadano” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 1998: 466). Esto condujo a las primeras intervenciones para reconstruir espacios urbanos o “adecuar entornos”. Para Mockus, las intervenciones materiales y simbólicas en el espacio urbano eran parte integral del plan para transformar prácticas e interacciones ciudadanas. En la campaña de 1994 este objetivo se planteó con la consigna “espacio público, espacio sagrado”. El llamado a sacralizar el espacio urbano trae a la mente la oposición –estudiada desde Durkheim– entre lo sagrado y lo profano y su relevancia simbólica como reflejo de un orden social y normativo. Lo sagrado, en este sentido, es parte de un sistema clasificatorio (Douglas, 1966) que define lo apropiado, lo bello y lo puro, así como lo poluto y lo peligroso. No es sorprendente entonces que estas nociones estén fuertemente implicadas en procesos de renovación urbana y que sean parte de diversas estrategias de diferenciación social y delimitación espacial en las geografías urbanas contemporáneas (Caldeira, 2000; Guano, 2004; Herzfeld, 2006; Suárez, 2009; Gandolfo, 2009). En el caso de Bogotá, la administración Mockus formuló y comenzó a


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implementar un modelo de ‘espacio público democrático’ en el que prácticas ciudadanas y rasgos físicos serían profundamente transformados. Se inició la planeación para un sistema de transporte, fueron ‘recuperados’ espacios ‘invadidos’ y se lanzó la primera etapa de un nuevo sistema de andenes, parques públicos y ciclorrutas. Se trataba de ‘readecuar contextos’ para cambiar su ‘uso’ promoviendo mayor respeto, confianza y cumplimiento de normas. Y es acá en donde se presenta el riesgo de que la reconstrucción de ‘tabús’ orientados a promover ‘civismo’ en la esfera pública facilite al mismo tiempo formas de exclusión social. El caso más visible es el de vendedores ambulantes, desplazados e indigentes, quienes en cuanto ‘anomalías taxonómicas’ se convirtieron en índices de ‘desorden urbano’. En los años siguientes la administración de Enrique Peñalosa profundizó la construcción del nuevo sistema de espacio público en una escala considerablemente mayor y con recursos significativos provenientes de la descapitalización (o privatización parcial) de la Empresa de Energía de Bogotá. La administración Peñalosa enfocó la mayoría de sus esfuerzos en lo que concibió como la espacialización de ciudadanía democrática. El sistema de bus rápido Transmilenio fue finalmente implementado; se construyó una gran cantidad de andenes, alamedas y ciclorrutas; fue inaugurado un sistema de bibliotecas públicas y parques; y se construyeron en algunos de los barrios más pobres de la ciudad colegios de altas especificaciones físicas y curriculares, centros de desarrollo comunitario y jardines sociales. Para Peñalosa, la construcción y la reconstrucción de espacio urbano –de una “ciudad para la gente”– eran el fundamento básico de la democracia y la igualdad social. En su plan de gobierno se planteaba así el objetivo de “recuperar el espacio público en donde se comparte socialmente la ciudad y devolver un elemento primario al hombre para que pueda iniciar un proceso de resocialización con el entorno y sus conciudadanos” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2000). Aunque en el discurso de la administración Peñalosa se escuchaban ecos de las utopías sociales de la planeación modernista18, su aproximación estaba más explícitamente influenciada por las críticas al modernismo de los años sesenta y setenta. Por figuras como Jane Jacobs, por ejemplo, quien lideró el movimiento en contra de las intervenciones modernistas de Robert Moses en Nueva York, oponiéndose a la construcción de autopistas sobre Greenwich Village. Para ella, y para una generación de urbanistas que le siguieron, el espacio público fomenta

18 En una entrevista (realizada en el marco de la investigación Silva et al., 2009) le preguntamos cómo creía él que lo había visto la gente durante su mandato, y Peñalosa respondió: “Una mezcla entre visionario y autoritario”. A la misma pregunta, Mockus respondió: “innovación, honradez, y ya por el lado más negativo, alguna gente pudo ver rigidez”. Ambas nociones, ‘visión’ y ‘autoridad’, resuenan con los valores modernistas.


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democracia y seguridad, en la medida en que promueve heterogeneidad social y “diversidad de usos” (Jacobs, 1961). La visión de Peñalosa se acercaba así a la de los herederos de Jacobs y el llamado “nuevo urbanismo”, a través del cual se ha intentado revitalizar suburbios y centros de ciudades norteamericanas con la creación de espacios que favorecen el intercambio y la diferencia. Pero como lo han señalado algunos críticos, el “nuevo urbanismo” termina compartiendo una de las principales presuposiciones del modernismo: un determinismo físico según el cual la reconfiguración espacial implica transformación social (Harvey, 1997; Fainstein, 2003). Es indispensable también reconocer los vínculos que existen entre las intervenciones espaciales recientes de Bogotá (y, en algún grado, de Medellín) y la teoría de las “ventanas rotas” (Kelling y James, 1982) implementada en Nueva York durante la alcaldía de Rudolph Giuliani. A finales de la década de los setenta y durante los ochenta, y tras el colapso fiscal de 1975, Nueva York registraba una de las tasas de criminalidad más altas de Estados Unidos. Giuliani llegó a la administración en los años noventa decidido a enfrentar esta crisis urbana con un discurso que apelaba a nociones de civilidad y orden. De este modo, se puso en práctica una política de ‘cero tolerancia’ que enfatizaba el respeto a normas básicas y el mantenimiento del espacio público. La tesis era muy simple: donde hay ‘ventanas rotas’ habrá mayor criminalidad. Lo que resultó fue la criminalización y erradicación de ciertos comportamientos e individuos identificados con la ‘indisciplina’ y el ‘desorden’. Bajo Giuliani se introdujo así un discurso de civilidad basado en el fortalecimiento y la difusión de la vigilancia, la coerción y el encarcelamiento. En Nueva York, el lenguaje de ciudadanía democrática y su inscripción en el espacio público se convirtieron en un catalizador de procesos de exclusión social (Smith, 2001; Barr 2001; Cattelino, 2004). Los ideales democráticos que supuestamente motivaban estas políticas se entremezclaron con valores estéticos e higiénicos y nociones de orden y seguridad, facilitando, en última instancia, formas de segregación física y simbólica. Las percepciones de inseguridad e incivilidad cayeron sobre las poblaciones más pobres y las políticas de ‘cero tolerancia’ se alinearon cómodamente con los intereses políticos y económicos de las clases más privilegiadas. La implementación de estas políticas de reconstrucción urbana generó formas de desplazamiento social19 y limpieza espacial y la consolidación de un modelo de “gentrificación generalizada” (Smith, 2006).

19 Algunos de los más afectados por las políticas de la administración Giuliani, entre otras poblaciones de bajos recursos, fueron los indigentes o personas sin domicilio fijo (Marcus, 2006). Éstos fueron básicamente erradicados de Manhattan durante los noventa.

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La doctrina de las “ventanas rotas” se ha convertido en un modelo global de política urbana desde Ciudad de México hasta Berlín. Firmas como Giuliani Partners y The Bratton Group L.L.C.20 han influenciado prácticas policivas y políticas de seguridad a través de la diseminación de las tecnologías de gobierno implementadas en Nueva York (Beckett y Godoy, 2009). “El peligro”, sostiene Smith a este respecto, “es que el modelo Nueva York se convierta […] en el patrón para un revanchismo global posliberal […] con diferentes intensidades y tomando diferentes formas” (2001: 73). En Ciudad de México, por ejemplo, la alcaldía de López Obrador y un grupo empresarial (al parecer liderado por Carlos Slim) contrataron a la firma de Giuliani en 2002 para rediseñar las políticas de seguridad de la ciudad (Davis, 2007). En este caso, se dio una peculiar alianza entre un alcalde de izquierda (Partido de la Revolución Democrática), grandes empresarios y promotores de bienes raíces. El resultado fue que bajo una política de seguridad se restringió el acceso al centro del Distrito Federal y se impulsó el desarrollo inmobiliario (Davis, 2007). Procesos como éste ilustran la manera en que ideas e intereses heterogéneos convergen en la política pública, según las particularidades del lugar. En contraste con México, las innovaciones en seguridad y espacio público de Bogotá comenzaron mucho antes de que Giuliani fuera un consultor global21. En este caso, hubo algunas coincidencias, ciertas influencias y diferencias esenciales. Para Mockus, la producción de orden no podía basarse únicamente en la acción policial. Según lo explicó con ocasión de la formulación de un nuevo Código de Policía: Hay varias ciudades en el mundo que han desarrollado a fondo la filosofía de cero tolerancia a las transgresiones. Esto significa no dejar pasar ni siquiera las faltas pequeñas. Se podría decir que en parte estamos adoptando esta teoría, pero no en su versión represiva. […] Se trata de interiorizar la norma. (Mockus, 2003)

No obstante, y como se señaló anteriormente, la idea de reordenar la cultura a través de la pedagogía y la comunicación también se apoyó en modos de vigilancia y control y en ideales cívicos potencialmente excluyentes. Las intervenciones ‘duras’ se volvieron más comunes durante la administración Peñalosa y la segunda administración Mockus. Esto fue particularmente visible con la expulsión de vendedores ambulantes de espacios urbanos y fue claramente ejemplificado con la demolición del temido barrio El Cartucho y la construcción del Parque Tercer Milenio en su lugar. En su estudio sobre vendedores ambu20 William Bratton fue el jefe de la Policía de Nueva York durante la administración de Giuliani. 21 Rudolph Giuliani se posesionó como alcalde de Nueva York en 1994 y fue reelegido en 1997.


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lantes en Bogotá, Michael Donovan sostiene que la “singularidad de la campaña [de recuperación de espacio público y reubicación de vendedores] no radica necesariamente en las estructuras creadas –nuevos parques, plazas y mercados– sino en los espacios ‘anárquicos’ eliminados en nombre de la seguridad y del desarrollo económico” (Donovan, 2008: 43). Estas acciones, ejecutadas en el marco del llamado Plan Centro, han redibujado algunas de las líneas divisorias del centro, aunque sus efectos en cuanto a la ‘reactivación’ económica y cambio de usos son bastante limitados (Jaramillo, 2006). La construcción misma del Parque Tercer Milenio fue financiada en su totalidad con recursos públicos, incluida la compra de predios a precios considerablemente elevados (Jaramillo, 2006). Para Samuel Jaramillo, más que una ‘inversión’, esto constituyó una ‘transferencia’ por parte del Estado en beneficio de los propietarios (2006: 37). Este ejemplo pone de manifiesto la importancia de realizar análisis más amplios de los efectos distributivos y socioeconómicos de intervenciones espaciales. La pregunta fundamental es: ¿A quiénes y de qué manera han beneficiado los procesos de reconstrucción urbana? La transformación del espacio urbano ha sido posiblemente una de las áreas con mayor continuidad en la política urbana de Bogotá: fue iniciada por Mockus, intensificada y expandida por Peñalosa, y continuada en la segunda administración de Mockus y en el gobierno de Luis Eduardo Garzón (20042007)22. Pero lo más distintivo de la mayoría de las intervenciones urbanísticas, a pesar de los riesgos señalados más arriba, ha sido su énfasis en inclusión e igualdad social. Al lado de los proyectos de renovación y construcción de espacio público en zonas céntricas, la administración adelantó intervenciones de ‘alto impacto’ en barrios periféricos: espacios públicos de alta calidad, bibliotecas y colegios públicos, infraestructura de transporte y servicios públicos. En contraste con Nueva York durante la era Giuliani, en donde el reordenamiento del espacio significó la reducción de inversión estatal y el avance de la gentrificación, en Bogotá la inversión pública aumentó extraordinariamente y la política urbana estuvo constantemente permeada por ideales de justicia social. La provisión de bienes públicos en las áreas más pobres de la ciudad respondía así al imperativo de derechos ciudadanos promulgado en la Constitución de 1991. Lo que aparece en el caso de Bogotá es entonces una serie de tensiones entre dinámicas socioeconómicas excluyentes y principios de justicia democrática. Estas contradicciones son cada vez más palpables con la implemen-

22 El tratamiento inicial que Garzón dio a los vendedores ambulantes y a la ocupación del espacio público fue ambivalente; hubo cierto ‘retroceso’ con respecto a las políticas anteriores, aunque, a grandes rasgos, fue continuada la aproximación al espacio urbano (como resultado también de la presión de los medios, la Cámara de Comercio de Bogotá y otros actores sociales).

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tación de un marco jurídico progresivo para el ordenamiento y el desarrollo urbanos (Ley 388 de 1997). Las leyes recientes de reforma urbana y los planes de ordenamiento territorial23 fortalecen sustancialmente la “acción urbanística de Estado” en relación con la producción de igualdad y el desarrollo sostenible (Jaramillo, 2006; Salazar, 2007). Lo que esto demuestra, una vez más, es que la política espacial de Bogotá en años recientes es un ensamblaje heterogéneo y una combinación inestable de ideas y técnicas de gobierno. Las intervenciones espaciales de las administraciones de Fajardo (20042007) y Salazar (2008-2011) en Medellín son esclarecedoras porque en ellas se concretaron muchos de los principios de las políticas de cultura ciudadana y espacio público bajo un solo programa: Urbanismo Social. Según las memorias de la administración Fajardo: “Urbanismo Social es oportunidades, inclusión social, construcción colectiva. Significa que estamos derrumbando las paredes que por tantos años nos separaron y que hoy podemos reencontrarnos y hacer una ciudad para todos” (Alcaldía de Medellín, 2008: 148). Además de implementar algunos programas de renovación urbana en el centro de Medellín (por ejemplo, Carabobo), la administración ha invertido la mayor parte de sus esfuerzos en mejorar la infraestructura y calidad de vida en las comunas más pobres de la ciudad. Estos lugares han sido asociados por años con los sicarios de los carteles de la droga, con el control territorial de las milicias urbanas y los grupos paramilitares y, más recientemente, con la violencia de grupos criminales fragmentados (‘combos’). Fue precisamente después de una incursión militar en la comuna 13 (Operación Orión) en 2002 y del inicio de un proceso de desmovilización de grupos paramilitares en 2003, cuando la administración lanzó su ambicioso plan de reconstrucción urbana. Un rasgo distintivo de la aproximación del Gobierno fue que la arquitectura, la integración social y la educación se concibieron como elementos complementarios. En palabras de Fajardo: En Medellín tenemos que construir los edificios más hermosos en los lugares en los que la presencia del Estado ha sido mínima. […] Si les damos a los barrios más humildes bibliotecas bellas, esas comunidades se sentirán orgullosas de sí mismas. Estamos diciendo que esa biblioteca o ese colegio, con arquitectura espectacular, es el edificio más importante del barrio y enviamos un mensaje muy claro de transformación social. Esa es nuestra revolución. (Alcaldía de Medellín, 2008: 149)

23 El Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá fue expedido en 2000.


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La administración construyó Parques Bibliotecas con ‘diseños de alta calidad’ que ahora se asoman sobre la ciudad desde las lomas que anteriormente eran el dominio exclusivo de grupos armados ilegales. Al igual que en Bogotá, los formuladores de políticas públicas y planeadores reintrodujeron el edificio público –en particular, bibliotecas y centros culturales– como instrumento y símbolo de desarrollo. El arquitecto y urbanista Alejandro Echeverri, director de Proyectos Urbanos durante el período de Fajardo, explica de la siguiente manera la función de estos hitos arquitectónicos: Sin duda aquí se presenta el ejemplo más potente del concepto de Urbanismo Social, en el que grandes obras se localizan en el corazón de las comunidades más necesitadas, y pensadas integralmente y ejecutadas de forma simultánea, son el medio para hacer cambios culturales y sociales profundos. (Alcaldía de Medellín, 2008: 154)

Echeverri destaca el poder del espacio y del diseño arquitectónico. Como Peñalosa, parece acercarse a una forma de determinismo físico que cree en el potencial transformador del entorno construido. En Medellín, como me lo explicaba Echeverri, el lenguaje arquitectónico se ha convertido en un instrumento simbólico crucial para enfrentar el ‘estigma de la violencia’ en las comunas y diseñar estrategias para ‘revisualizar’ y ‘reutilizar’ la ciudad. En este sentido, parte de la intervención se ha entendido como la construcción de nuevos ‘referentes’ e ‘imaginarios’ urbanos, es decir, como la construcción de lugar. Al mismo tiempo, para los planeadores de Medellín la ‘integralidad’ ha sido un elemento crucial e indispensable en la implementación de sus proyectos. De acuerdo con Echeverri, el aspecto clave de los Proyectos Urbanos Integrales de Medellín ha sido la Estrategia de Mejoramiento Integral “a través de la cual se aplican todos los instrumentos del desarrollo (tangibles y no-tangibles) en un territorio de ciudad, de forma planeada y con una estructura de gestión clara” (Echeverri, 2005: 111). En fuerte contraste con los principios de la planeación modernista, Echeverri y su equipo de trabajo subrayaban la importancia de la comunicación, la participación comunitaria, la estructura de gestión (‘coordinación transversal’) y la inversión social. Así, existe un reconocimiento pleno de que el componente físico es insuficiente. El urbanismo es más bien la ‘herramienta técnica’ para ganar acceso estatal a ciertas áreas y para orientar recursos a los lugares más necesitados (según indicadores de desarrollo humano y mediciones de violencia). Además de utilizar el poder social de la arquitectura, los planeadores de Medellín han enfocado sus esfuerzos en la construcción de un sistema de transporte que conecte la ciudad ‘formal’ con la ‘informal’. El Metrocable –un sistema de teleféricos que se desprenden del Metro– fue diseñado e implemen-

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tado como el eje de las intervenciones en los barrios periféricos: “Allí convergieron todas las líneas de inversión: educación, emprendimiento, presupuesto participativo, salud, vivienda, seguridad y convivencia, deporte y recreación, medio ambiente, cultura ciudadana, paz y convivencia” (Alcaldía de Medellín, 2008: 174). Como ocurrió con Transmilenio en Bogotá, el Metrocable se convirtió en el fundamento para un ejercicio de planeación y desarrollo urbano integral. En ambos casos, se trataba de un paso fundamental para materializar cierta noción de lo público, en contraposición a medios de transporte y espacios ‘informales’, ‘semiprivatizados’ y ‘fragmentados’. La masiva infraestructura del Metrocable apalancó y potenció intervenciones en múltiples escalas en sus áreas de influencia (Echeverri, 2005). Éste es otro aspecto distintivo de los Planes Urbanos Integrales: las intervenciones estuvieron basadas en la interacción continua con la población y en el estudio de la estructura, el funcionamiento y los usos de los espacios urbanos. Para los planeadores involucrados en el proyecto, el conocimiento local (sobre nacimientos de agua, espacios de recreación y socialización, divisiones territoriales, zonas de riesgo, etc.) fue crucial en su misión de recomponer y consolidar el tejido urbanístico y social de los barrios. A través de talleres de discusión con los habitantes, por ejemplo, se identificaron e intervinieron lavaderos comunales y se construyeron puentes peatonales en lo que habían sido previamente zonas de conflicto y de división territorial. Es indudable que la administración de Medellín ha hecho una contribución sin precedentes para que las áreas más pobres de la ciudad tengan mayor acceso a transporte, educación y espacio público. El cambio más significativo para los habitantes de las comunas fue el descenso dramático de la violencia urbana24. Como en Bogotá, por primera vez en muchos años el Gobierno dirigió considerables recursos hacia áreas históricamente marginadas de la ciudad ‘formal’. En el caso de Medellín, los dilemas de la reconstrucción e intervención son posiblemente más complejos y volátiles. Como se mencionó, muchos de los barrios en donde el Gobierno implementó sus principales proyectos habían sido hasta hacía pocos años campos de batalla de milicias urbanas y grupos paramilitares. Los índices de criminalidad comenzaron a caer entre 2002 y 2003, cuando el Ejército dio un duro golpe a las milicias urbanas (en una operación sumamente controversial) y el grupo paramilitar Bloque Cacique Nutibara tomó casi totalmente el control sobre los barrios (Riaño-

24 La tasa de homicidios de Medellín llegó en su punto más alto, durante el apogeo del cartel de Medellín, a la cifra exorbitante de 381 homicidios por cada 100.000 habitantes. Después de más de una década de disminución, en 2007 llegó a 30 por cada 100.000. En los últimos dos años ha habido un retroceso considerable, con una tasa de 72 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2009.


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Alcalá, 2006). Fue dentro de este opaco proceso de pacificación que la Alcaldía emprendió sus acciones de reconstrucción. El Gobierno nacional inició el proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia en 2003, comenzando por el Bloque Cacique Nutibara. Ante la ausencia de una política nacional clara para esta desmovilización urbana y sin un acuerdo previo con la administración local, recayó sobre el Gobierno municipal el diseño de una estrategia propia para reinsertar a más de 4.000 combatientes (Palou, 2009). A pesar del desarme público y de los esfuerzos para su reinserción socioeconómica, algunos grupos de ex paramilitares continuaron ejerciendo control local en su nuevo rol como “combatientes desmovilizados y líderes sociales” (Riaño-Alcalá, 2006: 181). Como Kimberly Theidon lo ha expresado en su trabajo sobre el proceso de desmovilización, los ex paramilitares “se están reconfigurando como una mafia urbana con un interés particular en ‘administrar la calma’ en Medellín” (2007: 84). Como resultado de esta compleja geografía de poderes, adversarios políticos han lanzado fuertes ataques contra Fajardo y Salazar, cuestionando sus vínculos con grupos paramilitares y hablando de una “gobernabilidad compartida” (Palou, 2009) en la Medellín de los últimos años. Más allá de las intrigas políticas infundadas, esto pone de manifiesto las complejidades de una política urbana que, como la de Fajardo y Salazar, ha intentado lograr una “erosión gradual y progresiva” de las estructuras del poder paramilitar (Palou, 2009: 2). Surgen interrogantes, una vez más, sobre los efectos políticos de las intervenciones urbanas: ¿A quiénes beneficia la reconstrucción? ¿Cómo se redistribuyen recursos y cómo se reconfigura el control en procesos de renovación urbana? En última instancia, este caso muestra que el imperativo de enfrentar el deterioro urbano no debe opacar análisis sobre los diferentes actores sociales (legales e ilegales) involucrados en dichos procesos, sus múltiples intereses y su capacidad de influenciar la ‘renovación’ de la ciudad. Conclusió n : p r o c e s o s a m b i v a l e n t e s y prácticas s i t u a d a s En contraste con las utopías descontextualizadas del modernismo, los formuladores de políticas públicas y planeadores de Bogotá y Medellín han combinado la autoridad del conocimiento técnico con una preocupación explícita por las realidades socioculturales que enfrentan. El rasgo común de las intervenciones descritas arriba es la idea de involucrar directamente a los ciudadanos en las transformaciones de la ciudad, esto es, el llamado a habitar y a reconstruir colectivamente el entorno urbano. A este respecto, las intervenciones para ‘democratizar’ y ‘civilizar’ las prácticas y los espacios ciudadanos han ocupado un lugar central en las políticas urbanas de los últimos años. Pero como he intentado argumentar, convertir estas prácticas y espacios en objetos de cono-

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cimiento experto, dentro de ciertos ideales de civilidad, puede generar nuevas formas de despolitización y exclusión. Por otra parte la reforma constitucional de 1991, la legislación urbana reciente y las innovaciones locales permitieron la creación de una serie de instrumentos de participación como los presupuestos participativos, los consejos regionales de planeación y otras instancias para fomentar la actividad política local. Acá también es preciso reconocer que la participación democrática bajo condiciones estructurales de inequidad y violencia puede generar mayores beneficios para aquellos con más poder: ésta es otra ironía de las intervenciones tecnodemocráticas. En Medellín, la administración subrayó en todo momento la necesidad de una aproximación ‘consensuada’ a través de la participación comunitaria y la utilización de conocimiento local. Esto es coherente con modelos emergentes de planeación urbana en donde “lo social no es imaginado como algo que el plan debe producir, sino que es algo que ya existe de forma organizada” (Caldeira y Holston, 2005: 407). Acciones de mejoramiento barrial, acupuntura urbana y planeación integral se han vuelto parte de los flujos contemporáneos de conocimiento y prácticas gubernamentales en América Latina (Beardsley y Werthmann, 2008). Estas aproximaciones tienen afinidades con el emprendimiento y la gestión empresarial y comparten un interés en los “procedimientos complejos del diseño comunitario y los compromisos de la acción política” (HGSD, 2008: 1). Aparece así la principal inversión de la planeación modernista: las realidades socioculturales que fueron rechazadas por el modernismo son ahora el punto de partida para la intervención urbana. Como se observaba en el catálogo de una exhibición reciente sobre el trabajo de arquitectos y planeadores en ciudades latinoamericanas, “se está convirtiendo en función de los diseñadores dar forma espacial a las ambiciones ambientales, sociales y económicas de estas comunidades, ayudando a organizar la inversión financiera y la voluntad política para comenzar su transformación” (HGSD, 2008: 2). La pregunta acá es: ¿Coincidirán estas ‘ambiciones’ con el orden neoliberal de la cosas o con ideales de justicia social? ¿Cuáles intereses favorecerá la reconstrucción y qué tanto se velará por la inclusión y la igualdad? En una crítica reciente a la “planeación colaborativa” y al “nuevo urbanismo” en Estados Unidos, Susan Fainstein (2003) sostiene que demasiado énfasis en comunicación y diseño puede llevar a los formuladores de políticas urbanas a descuidar condiciones estructurales y desigualdades socioeconómicas. El no reconocer la actividad política detrás de la intervención urbana puede generar proyectos que producen tan sólo un “simulacro” de diversidad y democracia (Fainstein, 2005). Lo singular de las iniciativas de Bogotá y Medellín, sin embargo, es que acentuaron la comunicación y el diseño urbano, pero también ideales muy fuertes de equidad y justicia social (establecidos en la Constitución


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y en la nueva legislación urbana)25. Estos ensamblajes gubernamentales aparecen entonces como mediadores entre las fuerzas del mercado y los objetivos estatales. Representan un intento por reconstruir relaciones socioespaciales de acuerdo con criterios de justicia democrática. Un intento, no obstante, que depende de –y abre espacios para– la inversión privada y las operaciones del mercado. La pregunta acá, de nuevo, es hasta qué punto esta mediación orientará exitosamente el desarrollo económico hacia una mayor justicia social. Las tensiones internas de las políticas urbanas recientes de Bogotá y Medellín son visibles en las reacciones radicalmente opuestas que han generado. Por un lado, ambas ciudades han sido celebradas como “milagros urbanos”. Medellín fue seleccionada recientemente para ser la sede de la asamblea general del Banco Interamericano de Desarrollo en su quincuagésimo aniversario, como reconocimiento por ser “uno de los más importantes modelos urbanos del mundo” (LBC, 2009). En 2006, Bogotá recibió el León de Oro en la Bienal de Arquitectura de Venecia con la exhibición “Bogotá: el renacer de una ciudad” (Gerard et al., 2007). De este modo, las tecnologías desarrolladas en ambas ciudades han entrado ya al circuito global de prácticas gubernamentales26. Por otro lado, estos procesos de reconstrucción también han sido criticados por haber supuestamente contribuido a la expansión y consolidación de estructuras de poder preexistentes. Desde esta perspectiva, la renovación urbana es vista como un eufemismo de una estrategia global de gentrificación (Smith, 2006). Algunos autores han sostenido que las políticas espaciales y culturales de Bogotá deberían ser caracterizadas como tecnologías de gubernamentalidad neoliberal (Hunt, 2009; ver también Donovan, 2008). En este caso, los críticos se han referido sobre todo al desplazamiento de vendedores ambulantes a través de las campañas de ‘recuperación’ del espacio público, argumentando que constituyen una “tecnología de gobierno no coercitiva que empodera y simultáneamente subyuga” (Hunt, 2009: 332). En cuanto a las políticas de Medellín, sus detractores han denunciado la persistencia de las estructuras de poder del paramilitarismo y la superficialidad de las intervenciones urbanas recientes, 25 Paradójicamente, la condición para la aplicación de criterios fuertes de igualdad fue, en muchos casos, una menor ‘interferencia’ democrática (en el sentido de procedimientos y negociación). Me refiero, por ejemplo, al mayor poder que obtuvo el Ejecutivo con el Estatuto Orgánico de Bogotá (Decreto Ley 1421 de 1993), el cual reforzó la separación de poderes, consolidó fuentes financieras y le dio al Alcalde mayor autonomía. Esto, por supuesto, tiene sus propios riesgos. 26 Peñalosa y Mockus son reconocidos mundialmente como consultores en temas de desarrollo urbano, espacio público y cultura ciudadana. Recientemente, por ejemplo, Mockus ha asesorado a Ciudad de México en políticas de seguridad ciudadana. Fajardo y miembros de su equipo también han exportado el modelo de Urbanismo Social a diferentes ciudades en Colombia y en la región. Recientemente, la administración de Río de Janeiro mostró interés por implementar Metrocable, con asesoría de Medellín, en una de las más grandes favelas de la ciudad (Complexo de Alemão).

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por haberse limitado simplemente a ‘mercadear’ una nueva imagen de ciudad. Un autor caracterizó estos cambios como algo más afín a un “cambio cosmético” (Hylton, 2007). En mi opinión, es necesario superar la dicotomía entre ‘renovación idealizada’ y ‘dominación perversa’ y reconocer la complejidad y el carácter heterogéneo de las intervenciones urbanas contemporáneas. Para entrar a estas zonas grises de hibridación se requieren exploraciones más detalladas del conocimiento y las prácticas de las políticas públicas en cuanto procesos situados en contextos culturales, sociales y políticos particulares. Esto implica comprender las limitaciones dentro de las que operan los formuladores de políticas urbanas y las oportunidades que tienen de promover ideales de justicia social, así como estudiar sus suposiciones no cuestionadas y los diferenciales de poder que frecuentemente refuerzan. Orientar el poder crítico de la antropología hacia los centros y circuitos de conocimiento y prácticas gubernamentales es vital en este contexto, justamente porque permite develar la complejidad de la política pública como un proceso social, cultural y, en última instancia, profundamente político. . 78


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Las políticas públicas como mecanismos de r eproducción de l e s ta d o : u na m i r a da de s de la política pública de ju ventud de Bogotá A na M aría R estrepo V el ásque z * nanarestre@yahoo.com Partido Verde

RESUMEN

Este artículo explorará, desde mi experiencia como

funcionaria pública, las narrativas, prácticas diarias y relaciones de poder enmarcadas en la Política Pública de Juventud de Bogotá. Se concluirá que esta Política permitió la construcción de una comunidad política, la cual facilitó la circulación del poder estatal a través de diversos mecanismos, actores y territorios y al mismo tiempo generó un marco de reconocimiento e identidad para los jóvenes en la ciudad. PAL AB R A S C L AVE:

Política pública, estado, participación, gober-mentalidad, jóvenes, comunidad política.

* Antropóloga y Politóloga de la Universidad de los Andes. Maestría en Política Social y Planeación del London School of Economics and Political Science. Trabajé por tres años en el Programa Jóvenes sin indiferencia de la Alcaldía Mayor de Bogotá como asesora en la coordinación de la Política Pública de Juventud para Bogotá.

a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 8 5 -10 6 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n er o d e 2 010 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : M AYO d e 2 010

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abstracT

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This paper aims to explore,

RESUMO

O presente artigo explorará,

from my experience as a public servant,

desde a minha experiência como

the narratives, daily practices and power

funcionaria pública, as narrativas, praticas

relationships derived from the Youth

diárias e relações de poder no marco

Public Policy in Bogotá. The article

da Política de Juventude de Bogotá. Vai

will conclude that the Policy led to the

se concluir que esta Política permitiu a

creation of a political community which

construção de uma comunidade política,

facilitated the reproduction of the state

a qual facilitou a circulação do poder

power through a diversity of mechanisms,

estatal através de diversos mecanismos,

actors and territories. Moreover, it

atores e territórios e ao mesmo tempo

became a recognition and identity

gerou um marco de reconhecimento e

framework for young people in this city.

identidade para os jovens na cidade.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Public policy, state, participaction,

Política pública, estado, participação, gover-

governmentality, young people, political

mentalidade, jovens, comunidade política.

community.


Las políticas públicas como mecanismos de r eproducción de l e s ta d o : u na m i r a da de s de l a política pública de ju ventud de Bogotá Ana María Restrepo Velásquez

H

a c e u n o s c i n c o a ñ o s atrás, como parte de la monograf ía para optar para el título de Antropóloga y Politóloga, decidí emprender la ambiciosa tarea de hacer una “etnograf ía de estado” que buscaba, tal como lo plantea Akhil Gupta (1995), entender su construcción discursiva y el significado de las prácticas diarias de las burocracias locales. Reconocía en este ejercicio la posibilidad de reconciliar dos de los grandes productos de cada una de estas disciplinas. Se trataba de implementar la etnograf ía, método de investigación privilegiado por la Antropología, al concepto de (E)stado, el cual ha orientado en gran parte el estudio de la Ciencia Política. Esta aproximación empírica requería, por un lado, establecer un marco conceptual que retara las visiones hegemónicas del concepto de Estado (con E mayúscula), pero también exigía definir una ruta de entrada a ese Leviatán impenetrable. En otras palabras, era necesario establecer los actores y los mecanismos mediante los cuales esa idea de estado era materializada y reproducida diariamente. Fue precisamente en esa búsqueda que la categoría de política pública empezó a vislumbrarse como un filtro para entender quién representa el estado, cómo éste ejerce su poder, sobre cuáles sujetos y en qué espacio. Después de una serie de consideraciones teóricas, prácticas y, en medio de estas dos, personales, la política pública de juventud para Bogotá (PPJ), se estableció como el marco que delimitaría las fronteras para el desarrollo de la etnografía de estado. Tal decisión me llevó a aproximarme a realidades que para ese

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momento percibía como lejanas a mi experiencia como joven bogotana. Por un lado, logré conocer lo que a lo largo del artículo se entenderá como el “adentro” del estado, es decir, cómo operan las burocracias locales. Pero también me acerqué y apropié de una serie de preocupaciones de algunos jóvenes que habitan un sector de la ciudad (la localidad de Rafael Uribe Uribe) y que hasta entonces reconocía como “los otros”. En ese sentido, lo que en su momento fue una decisión ligada a la monografía de grado marcaría profundamente la ruta laboral que seguiría en los años siguientes, y al mismo tiempo se convertiría en la fuente permanente de preguntas académicas y de compromisos políticos y sociales. Así, casi un año después de acabar la investigación de grado me “transformé” en representante del estado cuando empecé a trabajar en la Alcaldía Mayor de Bogotá como parte del equipo que coordinaría la PPJ, la misma que desde mi papel como estudiante había explorado etnográficamente. Durante los tres años de trabajo en el programa al que se le dio por nombre Jóvenes sin indiferencia (JSI), las reflexiones sobre cómo el estado se reproduce y mantiene su poder fueron paulatinamente reemplazadas precisamente por la ejecución (no tan reflexiva) de esos mecanismos. Todo esto ocurría en medio de permanentes reflexiones (que luego se tradujeron en el documento de política pública) sobre cómo reducir el embarazo adolescente, el desempleo en los jóvenes y la violencia juvenil, entre muchas otras preocupaciones, las cuales motivarían mi decisión de estudiar una Maestría en Política Social. Buscaba con ésta el conocimiento “experto” que me permitiera generar situaciones de bienestar para las diferentes poblaciones, mediante diversos “mecanismos” de intervención de la realidad, o en otras palabras, a través de lo que se conoce como políticas públicas. Esta reseña resume mi ruta de llegada a la antropología de las políticas públicas y al mismo tiempo establece la posición y el objetivo de este artículo: explorar desde mi experiencia como funcionaria pública, las prácticas diarias, narrativas, relaciones de poder y marcos de significado de la PPJ, con el fin de entender cómo ésta se convierte en un dispositivo de reproducción del poder estatal. Dado el lugar reflexivo desde el cual me enfrento a este artículo, la primera parte se concentrará en evidenciar las dificultades de moverse de un espacio a otro de análisis y qué efectos tiene esto para el desarrollo de una antropología de las políticas públicas. En el segundo apartado se explorarán las fuentes que internamente llevaron al estado a legitimar la necesidad de una política de juventud y las categorías desde las que cuales se definió el sujeto a la que iría dirigida. La tercera parte analizará los dilemas de la participación que se presentaron en la primera fase de discusión de la PPJ, lo que nos llevará a la siguiente sección, que explicará el proceso de construcción de una comunidad política (Shore et al., 2005: 34; Anderson, 1993) en cuanto a los mecanismos y las relaciones entre los actores.


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Finalmente, se examinará el contenido de lo que quedó consignado en el Decreto por el cual se adoptó la PPJ, especialmente desde su enfoque de derechos. El artículo concluirá que el proceso de formulación de la PPJ, como ejemplo de muchas otras, permitió generar una comunidad política que facilitó la circulación del poder estatal a través de diversos mecanismos y mediante una diversidad de actores y territorios, que, además, desde su enfoque de derechos, se convirtió en una poderosa narrativa de identidad para los jóvenes y de reconocimiento de estos últimos para el estado. Tal conclusión implica comprender el concepto de estado como clave en el análisis de la antropología de las políticas públicas. Éste será entendido como una categoría analítica, más que como un supuesto dado (Blomhansen y Stepputat, 2001). Es decir, como una idea que se reconstruye permanentemente a partir de las prácticas de sus actores, más que como un Ente monolítico y unificado que se impone sobre una población. La dicoto m í a “ a d e n t r o ” v s. “ a f u e r a ” d e l e s t a d o Tal como se expuso en la reseña que abrió este documento, mi relación con las políticas públicas ha variado en los pasados cinco años. Estos “saltos”, al mismo tiempo que me dieron las herramientas para escribir este artículo, me enfrentaron con una serie dificultades teóricas, políticas y hasta morales que podrían tener implicaciones para el análisis de las políticas públicas desde un marco antropológico. El primer cuestionamiento estaba relacionado con el lugar desde donde narraría mi experiencia como funcionaria pública. Es decir, si hablaría desde o al margen del estado. Autores como Timothy Mitchell (1991) han cuestionado las aproximaciones hegemónicas al (E)stado que entienden este último como un ente objetivo y conceptual, separado de la sociedad, la cual se concibe desde lo subjetivo y empírico (Mitchell, 1991: 82). Según el autor, esta incierta pero poderosa distinción entre estado y sociedad es materializada a través de mecanismos institucionales (Mitchell, 1991: 78) que deben ser examinados con el fin de entender los fluctuantes vínculos entre estas dos instancias. Así, además de reconocer los procesos políticos que generan esa frontera, sería conveniente establecer primero el lugar desde donde se produce ese conocimiento. En otras palabras, no sería suficiente con entender analíticamente que la división entre sociedad y estado es difusa si quien escribe sobre ellos se reconoce como parte (o, en su defecto, al margen) de alguna de estas dos instancias, o si considera que se encuentra desde lo que se denomina el “sector académico”. Con esto último se estaría reproduciendo otra dicotomía entre el estado y la academia, que también podría entenderse como difusa. En ese sentido, no sólo las aproximaciones estatistas, sino también las que intentan cuestionar ese enfoque podrían generar planteamientos antagónicos.

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Por ejemplo, entre el estado que implementa la política pública vs. el sujeto a la que va dirigida, o el académico que analiza vs. el funcionario que la diseña, entre otras. La dificultad para establecer el lugar desde el cual se hablaría de la PPJ fue la misma que experimenté cuando llegué a la Alcaldía Mayor de Bogotá después de haberla explorado etnográficamente. Mientras trabajé en el diseño de la misma me di cuenta de que ya no podía seguir dudando hiperbólicamente del estado como lo sugería Bourdieu (1997: 95), sino que, por el contrario, tenía que garantizar su reproducción desde el trabajo diario. A pesar de ello, nunca perdí la mirada antropológica, lo que me permite ahora estar relatando esta historia. También pasé de ser una de las jóvenes bogotanas entre 14 y 26 años a las que estaba dirigida la política, a hacer parte del estado que la formulaba, lo cual generó por momentos conflictos de identidad que se resolvían haciendo el ejercicio reflexivo de que estas dos condiciones simultáneas no eran necesariamente excluyentes. Esta evidencia empírica me lleva a dos conclusiones después de una exploración quizás algo extensa para el lector. La primera es que, así como la frontera estado-sociedad es difusa, lo es también la división estado-academia. El estado no es necesariamente opuesto a la población, en este caso los jóvenes, ni los análisis que se producen desde el “sector académico” tienen que estar al margen del estado. Es por esto que el artículo se escribirá desde unas fronteras cambiantes y tratará de evitar la formulación de planteamientos antagónicos. Considero además que la deconstrucción de estas representaciones sociales antagónicas debe traducirse también en el escenario práctico, dado que en muchas ocasiones estas distinciones generan conflictos entre los actores, los cuales están basados en percepciones imaginadas pero fuertemente naturalizadas que obstaculizan la interlocución y la toma de decisiones conjuntas en el desarrollo de las políticas públicas. Ligado a la pregunta del lugar de reflexión, se encuentra el interrogante de en representación de quién y en qué lenguaje hablaría sobre el trabajo que se realizó desde el Jóvenes sin indiferencia en torno a la PPJ. Cuando se está adentro del aparato estatal, especialmente en lugares institucionales cercanos a los gobernantes, existen unos códigos implícitos para referirse a la labor que se desarrolla. La mayoría de las veces se habla desde una idea de lo colectivo y en representación de un gobierno o una agenda política –en este caso, en la de “sin indiferencia”–, la cual está contenida en lo que en la administración pública se denomina Plan de Desarrollo. Lo anterior coincide con los planteamientos de algunos autores que reconocen que la ideología y las políticas públicas están críticamente ligadas (Okungwo y Mencher, 2000: 110), aunque no necesariamente de manera oculta.


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Diferente es el caso de los documentos legales, los cuales sí están revestidos de un lenguaje neutral, tal como lo sugieren Shore et al. (2005: 34), a pesar de tener un contenido político. Ejemplo de ello fue el Decreto “por el cual se adoptó la Política Pública de Juventud 2006-2016”, el cual no hacía ninguna referencia gubernamental, por tratarse, entre otras razones, de una pieza normativa que superaba el tiempo del gobierno que la sancionó. Esto último evidencia la distinción entre un lenguaje de estado y de gobierno ligado a las políticas públicas, lo cual puede afectar su interpretación y sus efectos de gobermentalización (Foucault, 1991). El contenido simbólico de los documentos legales (García, 1993) va a ser explorado en detalle en el último apartado. Estas consideraciones sobre el lenguaje propio del estado (o de gobierno), además de dar elementos para el análisis de la PPJ, aclaran el escenario para establecer en representación de quién hablaré durante el resto del artículo. De la misma manera que los análisis producidos desde el estado, las reflexiones académicas en ocasiones se mueven entre un lenguaje de neutralidad y uno de defensa de una agenda política. En ese sentido, más que revestir las reflexiones aquí planteadas de imparcialidad, hablaré como una persona que trabajó y defendió (desde un escenario no excluyente) un proyecto de gobierno en el que aún creo1. Esto no excluye, sin embargo, la posibilidad de reflexionar sobre las narrativas y relaciones de poder que se pueden derivar de éste o cualquier otro proyecto que se encuentre dentro de un aparato estatal. Lo anterior conlleva otros cuestionamientos sobre cómo explorar “los poderes ocultos” del estado que plantea Abrams (1988) y que, como se verá, son inherentes a las políticas públicas. Es decir, si se parte de la idea de que el estado oculta sus mecanismos de ejercicio de poder para legitimarse, al “revelarlos” desde mi papel como funcionaria pública ¿estaría yo violando códigos informales del oficio? O, más aún, ¿estaría yo quebrantando compromisos morales con el equipo con el que trabajé? Después de analizar cómo operan tales dispositivos me doy cuenta de que su carácter oculto no lo es sólo para la sociedad, sino también para los que están adentro del estado. Muchos de los mecanismos de poder que subyacen a la política pública no son voluntariamente impuestos por un “alguien” representante del estado sino que hacen parte de la reproducción del mismo, de su habitus. En ese sentido, considero que no se estaría atentando contra ningún código del oficio del funcionario, sino que, por el contrario, se estaría contribuyendo al reconocimiento de ciertas prácticas que inciden en su tarea de 1 No sobra resaltar que las opiniones contenidas en este artículo no comprometen ninguna postura oficial y son de exclusiva responsabilidad de su autora. Las reflexiones que aquí se exponen precisamente intentan desnaturalizar el concepto de “oficialidad”.

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diseñar e implementar políticas públicas. De ahí la importancia de los aportes de una antropología en este campo.

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L as razon e s y l o s s u j e t o s d e l a PPJ: l a m i r a d a desde “ade n t r o ” Esta reflexión, que ocupó varias páginas, además de desnaturalizar algunas de las representaciones que me envolvían, buscó contextualizar algunos de los argumentos que se explorarán más adelante, tales como la relación que existe entre las políticas públicas y la ideología, que por momentos contrasta con la necesidad de reflejar neutralidad, así como la imposición involuntaria de poderes ocultos en el estado. Se iniciará ahora el análisis sobre cuáles fueron las fuentes que legitimaron la formulación de la PPJ y cómo se definieron los sujetos a los cuales iría dirigida. Fueron varias las consideraciones que llevaron a la administración de Luis Eduardo Garzón a formular una política pública de juventud por 10 años en Bogotá (2006-2016). Se destacarán en este artículo tres categorías, que fueron las que se expusieron en el documento al que se le dio por título “Documento borrador para la discusión de la política pública de juventud” (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2004), y del que se hablará más adelante. Éstas son: “demográficas”, “económicas” y “políticas”. Este libro contenía además un extenso diagnóstico en su mayoría cuantitativo, construido a partir de fuentes de diverso tipo, como entidades públicas de Bogotá y organizaciones internacionales. Este diagnóstico pretendía primero reconocer a los sujetos a los que iría dirigida la política pública, pero también establecer cuáles debían ser las áreas de intervención, bajo la idea implícita generada desde los estudios de política pública de que una acertada identificación del problema aumentaría la eficacia y eficiencia (términos ampliamente usados en la administración pública) de la estrategia. Esto evidencia la necesidad del estado de objetivar y racionalizar a los sujetos gobernados. Las motivaciones demográficas hacían referencia a estadísticas que ilustraban la considerable proporción de jóvenes que habitaban la ciudad, así como al fenómeno de “transición demográfica”2, que justificaba la necesidad de una inmediata intervención. Las consideraciones de tipo económico aludían, entre otros, al aporte de los jóvenes en el desarrollo productivo del país. Por último, las razones políticas reconocían el trabajo del movimiento juvenil y establecían la posibilidad de empoderamiento e interlocución que otorgaría la política pública a los jóvenes de la ciudad.

2 Que quiere decir bajas tasas de fertilidad global, más bajas tasas de mortalidad (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2004: 6).


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Es difícil establecer qué hizo que éstas y no otras motivaciones fueran válidas (o no) tanto para el funcionario que las formuló (me incluyo) como para el sujeto que las interpretó. Se pueden identificar, sin embargo, al menos tres importantes fuentes de legitimación, o si se quiere, fuentes de poder, que no agotan en absoluto las posibilidades de exploración. La primera hace referencia al poder de las estadísticas, la segunda al poder “experto” de las organizaciones internacionales, y la tercera, al poder del reconocimiento de la población a la que va dirigida la política pública. Se empezará entonces por la primera fuente: los números. Jaqueline Ural (1993) argumenta cómo las estadísticas se han convertido en una forma propia de la modernidad, de reconocimiento y producción de identidad, y, al mismo tiempo, en un ritual oficial del estado que permite conocer y objetivar a la población (Ural, 1993: 818-819). Esto sugiere además un ejercicio de categorización e interpretación del comportamiento de los ciudadanos, lo que en muchos casos justifica la intervención del estado y que es clave en la formulación de las políticas públicas. Para el caso de la PPJ, el diagnóstico estadístico que permitió conocer la situación de los jóvenes, así como las áreas de intervención, estaba dividido bajo las siguientes categorías: Nivel socioeconómico; Salud; Cultura, recreación y deporte; Educación; Convivencia y diversidad; Productividad, generación de empleo e ingresos; y, finalmente, Participación y construcción de poder. Esta clasificación, originada desde el estado, podría haber generado un marco de significado para que los jóvenes se conocieran, representaran o diferenciaran. Sin embargo, como se verá más adelante, esas categorías planteadas por el estado no fueron validadas por los jóvenes como referentes de identidad, por lo que, luego del proceso de participación, fueron reemplazadas por nueve derechos humanos, los cuales se constituirían en una poderosa narrativa de reconocimiento. En ese sentido, el conocimiento estadístico para la PPJ se quedó en un ejercicio de objetivación de la población, más que de reconocimiento y apropiación. Además de las estadísticas como fuentes de verdad, el conocimiento “experto” de las organizaciones internacionales también se convirtió en un importante generador de legitimidad para la formulación de la PPJ. Para Deacon (2005), basado en Haas (1992), las organizaciones internacionales son “comunidades epistémicas” que definen las prioridades de intervención y moldean la agenda de las políticas de los estados. Tales agencias publican informes cargados de evidencia empírica y estadística generados en su mayoría por técnicos especialmente provenientes de disciplinas hegemónicas como la economía (Deacon, 2005: 20), que, producidos desde escenarios y redes de poder, se convierten en una importante fuente de legitimación basada en la idea de “lo experto”. Además, estas instancias pueden ser percibidas por algunos actores como neutrales –aunque no lo sean– y mediadoras de intereses, lo que reafirma

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el uso válido de las mismas en las políticas públicas. Para la PPJ, fueron tenidos en cuenta reportes de Naciones Unidas, del Banco Mundial y de la Organización Iberoamericana de la Juventud, entre otros. Por último, la fuente más importante, y quizás para muchos obvia, que valida la construcción de una política pública es la que proviene de una demanda. En este caso, del movimiento juvenil en Bogotá, que se ha ido consolidando por más de una década. Por eso, más que una necesidad técnica o situación problemática que haya identificado “un experto”, en el caso de la PPJ, lo que quizás más influyó en su construcción fue la exigencia de los jóvenes organizados. Sin embargo, para que ésta pudiera materializarse en política pública fue necesario, entre otras cosas, que se sincronizara con los intereses de un gobierno. Pero también, que lograra articularse en la estructura institucional del estado. Es decir, era necesario enmarcar tal “petición” en lo que Bourdieu (1997) denomina capital estatal –la suma de capitales como el económico, el cultural y el simbólico (Bourdieu, 1997: 94)–. Tal articulación se hizo principalmente mediante el programa al que se le dio por nombre Jóvenes sin indiferencia (JSI), que le imprimió los recursos humanos, económicos y simbólicos a la demanda. Fue así como una exigencia de actores “externos” al estado se transformó en un mecanismo de poder o de intervención –entiéndase, política pública– al volverse parte del capital estatal y, al mismo tiempo, una fuente de legitimación para la formulación e implementación de la misma. Una vez exploradas tres de las razones que llevaron a la construcción de la política pública de juventud, se examinarán las categorías que permitieron definir los sujetos a los cuales estaría dirigida. No es nada nuevo afirmar que existe un intenso debate en torno a las definiciones de juventud ligadas a las dimensiones culturales, sociológicas, biológicas y psicológicas; disputa que no será objeto de este artículo. Los diseñadores de políticas de juventud que no han sido ajenos a tales discusiones resolvieron tomar los números –en este caso, la edad– como la mejor forma de objetivar al sujeto de la política. El estado colombiano, a través del capital simbólico que le otorga la Ley 375 de 1997, “Por la cual se crea la ley de la juventud y se dictan otras disposiciones”, establece en su Artículo 3 que los jóvenes sujetos de política serán aquellas personas que se encuentran en el rango de edad entre 14 y 26 años. Tal clasificación puede entenderse como un “acto de autoridad”, retomando el concepto de Bourdieu (1991), quien sugiere que estas categorizaciones no hacen parte de una “realidad objetiva”, sino que responden en un alto grado a una imposición arbitraria (Bourdieu, 1991: 222). Esta definición etaria ha sido adoptada por el estado como una de las principales formas de reconocimiento de los jóvenes. Sin embargo, para “ellos” –desde ese referente ya no podría decir “nosotros”– la experiencia como joven, sin duda, desborda esa


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categoría. Esto último con frecuencia era motivo de discusión en diversos escenarios. Además de la edad, el Documento borrador estableció como su enfoque “el de derechos y capacidades”, el cual orientaría las estrategias y la forma como éstas serían evaluadas pero además permitiría el marco conceptual desde el cual se definiría al sujeto joven. Según se estableció en el documento, Este enfoque sitúa como centro del análisis y de la formulación de acciones a la persona, entendiendo ésta como sujeto de derechos, indivisibles y universales pero además con una serie de capacidades que es necesario potenciar para su desarrollo. (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2004: 40)

El debate sobre el enfoque fue quizás el más intenso y complejo, dado, en parte, por la carga ideológica que éste conlleva y que los estudiosos de las políticas sociales han analizado en detalle. No es el caso acá presentar los argumentos que diferencian un enfoque de derechos con otros de capacidades, pero sí es pertinente evidenciar sus efectos en la conceptualización de los sujetos. Se asume entonces que el enfoque inicialmente formulado fue revaluado durante el proceso de discusión, que se examinará en la próxima sección. L os dilem a s d e l a p a r t i c i p a c ió n : s e p r o m u e v e d e s d e el estado y s e d e m a n d a d e s d e l o s j ó v e n e s , p e r o b a j o qué condi c i o n e s El pasado apartado analizó algunas de las razones que legitimaron al estado para formular la PPJ, así como los conceptos que se emplearon para definir los sujetos a los que iría dirigida. Esta sección explorará entonces cómo fue la “apertura” del estado hacia los jóvenes, mediante un proceso de discusión que ilustra los dilemas de la participación. La primera parte explorará los mecanismos desde los cuales el estado promovió la participación y la segunda analizará cómo fue interpretado y reformulado por los jóvenes este ejercicio de promoción. Una vez el Documento borrador fue validado “internamente”, se inició la convocatoria a los jóvenes para que participaran en la discusión de la PPJ, que se realizó principalmente mediante los websites oficiales de las entidades distritales y de sus redes de correos electrónicos. Esta práctica de envío de información se ha convertido en un importante ritual del estado, el cual ha creado una nueva forma de relacionarse con la población que valdría la pena explorar más adelante. Sumado a esto, se hizo un llamado a los colegios que tiene a su cargo la Secretaría Distrital de Educación para que se vincularan al proceso. Además de los actores convocados virtualmente y de los estudiantes de los colegios públicos, los Consejos Locales de Juventud (CLJ), conformados

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por representantes de los jóvenes en las veinte localidades de Bogotá, cumplieron un papel determinante en la difusión de la información en los diferentes territorios de Bogotá. La forma y los actores que fueron llamados a participar en la PPJ dan cuenta de dos aspectos clave para entender los efectos de las políticas públicas en la manera como es estructurada la sociedad. El primero hace referencia a la tendencia del estado a relacionarse a través de rutas institucionales previamente establecidas, y el segundo, a su predisposición de dialogar prioritariamente con población organizada. Como se mencionó, en su mayoría los participantes de la PPJ fueron convocados mediante mecanismos institucionales como las comunicaciones oficiales y los correos electrónicos enviados a partir de bases de datos ya existentes de las entidades distritales, las cuales estaban conformadas principalmente por organizaciones juveniles o por jóvenes que ya tenían una historia de interlocución con el estado. Esto, en parte, llevó a que la mayoría de los participantes de la primera fase de discusión fueran organizaciones juveniles, así como miembros de otras instancias formalmente establecidas o que hacían parte de un orden establecido, como el sistema de educación de Bogotá. Estos mecanismos que el estado implementa para promocionar la participación sugieren una serie de reflexiones que tienen su base en el concepto de gober-mentalidad planteado por Foucault y el de capital estatal formulado por Bourdieu. El primero se refiere a las “formas específicas en que las prácticas humanas se convierten en objetos de regulación y disciplina” (Foucault, 1991: 102) y el segundo hace alusión al marco de percepción a partir del cual se moldean las estructuras cognitivas con las que se piensa la realidad (1994a: 99). Son inmensas y dispersas las formas en que son ejercidas estas técnicas de poder, y aunque suene paradójico, los procesos de participación también pueden ser escenarios donde son materializados estos mecanismos. La discusión de la PPJ requería de un conocimiento y un lenguaje que, se podría decir, son propios del estado. Se debía guiar al participante hacia un ejercicio de transformación de sus necesidades subjetivas en prioridades públicas, que a su vez conducía a su articulación con un marco desde el cual conceptualizara su realidad. Lo anterior explica de alguna forma la tendencia del estado a crear –así como a relacionarse con– actores organizados, dado que estas instancias pueden contar con un lenguaje que el estado reconoce como válido en cuanto a la formulación de demandas específicas. Pero que además tiene la capacidad de convertir necesidades individuales en planteamientos públicos, debido en parte a su naturaleza colectiva. Ambos aspectos son clave en los procesos participativos de formulación de políticas públicas.


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Los CLJ son un ejemplo interesante de cómo el estado constituye formalmente actores válidos con los cuales dialogar. Según el Acuerdo 33 de 2001, estas instancias, que son elegidas por voto popular de la población joven entre 14 y 26 años, cumplen la función “de interlocución y consulta ante la administración y las entidades públicas […] en temas concernientes a la Juventud” (art. 5). Así, además de tener la capacidad simbólica de representar a los jóvenes, otorgada por la elección popular, son reconocidos por el estado como actores privilegiados con los cuales relacionarse. Es mediante lo anterior que los CLJ, sin perder su autonomía, se articulan a la lógica estatal, lo que los convierte en actores clave en el proceso de formulación participativa de la PPJ. Este recorrido por los mecanismos y actores mediante los cuales se promovió el proceso discusión de la PPJ ilustra cómo el estado establece implícitamente una serie de categorías y reglas (como el lenguaje y la habilidad de pensar en términos públicos) que los sujetos deben acoger para validar su participación, lo que a su vez posibilita su articulación a la lógica estatal. Sin embargo, estas reflexiones sólo ilustran una de las caras de la participación. A continuación se explorará la otra faceta, que hace referencia a cómo los jóvenes interpretaron las técnicas usadas y cómo reorientaron las categorías propuestas por el estado. Habiendo analizado la mirada desde el estado a partir de un escenario más teórico, es preciso ahora explorar la visión de los jóvenes desde un nivel más etnográfico. Se narrará entonces brevemente cómo fue el proceso de discusión del “Documento borrador para la discusión de la política pública de juventud para Bogotá”. Una vez convocados los actores, era necesaria la planeación de encuentros de discusión que se diseñó desde el criterio del territorio. Dado que Bogotá está administrativamente dividida en 20 localidades, se decidió organizar encuentros interlocales. Esa decisión reafirma la tendencia del estado a seguir clasificaciones institucionales establecidas, como es el caso de las localidades, pero también la idea (no necesariamente errada) de que las necesidades o demandas de los sujetos tienen sus raíces en ese territorio. Ambos aspectos tienen efectos en la forma como se estructura la sociedad y se crean identidades, si se quiere, locales. Además de la organización “logística” de los encuentros, era necesario establecer una metodología para su desarrollo. Producto de un acuerdo entre funcionarios públicos y el Consejo Distrital de Juventud, se contrató a una universidad para que actuara como un “tercer neutral”, como se le denominó (aunque no lo fuera), en la dinamización de las discusiones y sistematización de los aportes de los participantes. Así, se garantizaría una transparencia del proceso, que demandaban tanto los jóvenes como el estado. Esto confirma la idea sugerida por Shore et al. (2005) de que las políticas públicas buscan por diferentes medios reafirmar su carácter neutral (así no lo sean), pero también evidencia

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la desconfianza que los jóvenes tenían frente al estado, lo cual, retomando los planteamientos de Mitchell (1991), puede ser entendido como un proceso político que profundiza la línea divisoria entre la sociedad y el estado. Todo parecía engranado hasta que empezó el proceso de participación. A pesar de que el “Documento borrador para la discusión de la política pública de juventud”, como su nombre lo indicaba, no era un instrumento acabado y era susceptible a cambios y debates, los jóvenes lo interpretaron como una imposición institucional. Estas críticas se reprodujeron en los diferentes escenarios de discusión, las cuales iban acompañadas de fuertes reacciones emocionales y verbales en contra del estado. La interpretación de esta fuerte reacción no puede reducirse a explicar que se presentó una mala implementación de lo que los estudiosos de las políticas públicas llaman técnica bottom-up, en contraposición a la del top-down, sino que da cuenta de las complejas relaciones entre los actores y de los dilemas de la participación (Shore et al., 2005: 40). Más que una debilidad en la gobernabilidad, considero que lo que ocurrió fue un reflejo de las dificultades de iniciar el proceso de construcción de lo que los autores mencionados denominan comunidades políticas. Es decir, las “constelaciones específicas de actores, actividades e influencias que moldean la política” (Shore et al., 2005: 34). El primer intento de discusión de la PPJ sobre la base de un documento borrador fue replanteado casi en su totalidad a partir de tres demandas de los jóvenes después de los encuentros de discusión: primero, la ampliación de los tiempos para el desarrollo del proceso. Segundo, la proliferación de canales de convocatoria y la participación de otras poblaciones no necesariamente organizadas. Y, finalmente, pedían enmarcar la discusión en territorios más específicos que la localidad. Esto llevó a lo que se conoció como “segunda fase de discusión”, momento en el cual se terminó de construir una comunidad política. En la siguiente sección se examinarán las redes sociales que se crearon en torno a estas demandas, tal como lo proponen Shore et al. (2005) en cuanto a los actores y sus formas de comunicación. L a consol i d a c i ó n d e l a “ c o m u n i d a d p o l í t i c a ” mediante l a m e t o d o l o g í a d e A g e n d a s A u t ó n o m a s Las demandas formuladas por los jóvenes, y presentadas al Alcalde Mayor de Bogotá, llevaron a una reformulación tanto de la metodología de discusión como de su enfoque y áreas de intervención. Con el fin de articular otras poblaciones, se inició una convocatoria masiva a través radio, prensa, televisión y paraderos de buses, bajo el eslogan “Tú tienes algo que decir”. No hay evidencia de cuántos participantes fueron convocados por estos medios, pero desde la interlocución informal se podría decir que la ruta de llegada quizás más efectiva siguió


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siendo a través de actores que tenían un carácter institucional o colectivo. Sin embargo, más allá del impacto de la campaña en cuanto al número de convocados, lo relevante de estas estrategias de comunicación masiva, desde el punto de vista antropológico, es el espacio que le dan al estado para “mostrarse” ante la población, lo que le permite reafirmar su intervención en diferentes áreas sociales y, de esta forma, reproducir su idea y poder. Además de estos esfuerzos, lo que realmente permitió la reformulación de las reglas y condiciones de la participación fue la creación conjunta de una metodología que se denominó “Agendas Autónomas”. Como su nombre lo indica, se buscaba que los jóvenes, de manera autónoma, propusieran unas agendas de discusión en cuanto a actores, tiempos y territorios. Éstas debían ser presentadas ante la Administración Distrital, que haría el acompañamiento metodológico y logístico. Es decir, brindaría recursos tales como refrigerios, materiales didácticos y espacios físicos; todos estos aspectos básicos en la materialización del estado. Además, prestaría su conocimiento “experto” demandado por los jóvenes, que permitiría orientar las discusiones y sistematizar la información, pues ya no se contaba con la intervención de la universidad. Igual de importante que la formulación de nueva metodología fue la redefinición de las categorías en torno a las cuales se discutiría. En ese sentido, las áreas de intervención planteadas en el Documento borrador (ver arriba) fueron reemplazadas por nueve derechos humanos, los cuales serían los nuevos referentes de discusión y de reconocimiento. Éstos fueron: el Derecho a la vida; Participación y organización; Equidad y no discriminación; Educación; Trabajo; Salud; Cultura; Recreación y deporte, y Ambiente. Casi en su totalidad, las agendas presentadas ante la administración distrital fueron formuladas por los CLJ, que a su vez lideraron el desarrollo de los encuentros de discusión con el acompañamiento del estado. Como quedó registrado en las memorias de JSI, en el marco de estas agendas autónomas, Se realizaron 188 encuentros de discusión en diversos espacios tales como colegios, parques, plazas de mercado y territorios rurales, entre otros; en ellos participaron activamente 10.600 jóvenes miembros de los diferentes sectores de la ciudad: consejeros de juventud, personeros estudiantiles, jóvenes trabajadores, estudiantes, organizaciones juveniles, jóvenes que están prestando el servicio militar en la policía y el ejército, madres gestantes, desmovilizados y reinsertados, artesanos, artistas, poblaciones étnicas y rurales, jóvenes en situación de discapacidad, desplazamiento o encarcelamiento, entre muchos otros. (Alcaldía Mayor de Bogotá, 2008: 34)

Estos resultados evidencian la magnitud de la comunidad política que se forjó en torno a la PPJ, lo cual genera una serie de reflexiones acerca de las

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relaciones que se establecieron entre los actores. Como se ha evidenciado en este artículo, en cada una de las fases de formulación de la PPJ, el estado buscó, mediante una variedad de mecanismos –algunos más “exitosos” que otros–, mostrarse como un actor neutral y minimizar la percepción de verticalidad, que autores como Ferguson y Gupta (2002) han cuestionado. Tal fue el caso de la metodología de Agendas Autónomas, que quizás contribuyó a fortalecer las relaciones de confianza entre el estado y los jóvenes. Esto permitió a su vez que la frontera entre estas dos instancias fuera más flexible, lo que generó una reformulación de los roles de los actores. Así, los jóvenes representados por los CLJ asumieron funciones que podrían ser consideradas propias del estado, tales como la vinculación de poblaciones, regulación de tiempos y definición de territorios, con lo cual lograron materializar la idea de estado en una gran diversidad de escenarios de la ciudad. En contraste, el estado, representado por funcionarios públicos, asumió el rol de acompañamiento que se podría considerar pasivo, dado que operaba en el marco de unas reglas que habían sido previamente establecidas por los jóvenes. Recuerdo que en varias ocasiones tuve que acudir a mi condición de joven –en ese entonces me encontraba entre los 14 y 26 años de edad– para legitimar un aporte, ya que por momentos el hecho de ser funcionaria del estado, más que facilitar, obstaculizaba la validez de mis opiniones. Esto me llevó a pensar de manera apresurada y no rigurosa que habíamos alcanzado un nivel de “neoliberalización de la participación”, ya que parecía que el estado había desaparecido. Sin embargo, ésta sería una afirmación incorrecta, dado que el poder estatal, más que desvanecerse en el marco de estos escenarios de participación, pudo ser reproducido desde varios mecanismos y a través de múltiples actores y territorios. El rol de acompañamiento metodológico y sistematización de aportes, que pretendía ser neutral y no impositivo, contribuyó a la reproducción del capital estatal, ya que este ejercicio también implicaba la articulación de las opiniones de los jóvenes en la estructura y el lenguaje de política pública; de estado. Además, la presencia de funcionarios públicos –reafirmada, entre muchos otros aspectos, por el uso de chaquetas con el logotipo de la Alcaldía Mayor de Bogotá– sugería una forma “oculta” de poder en los diferentes territorios. Por último, el capital económico necesario para la realización de las actividades fue también un poderoso mecanismo, que tuvo efectos en la construcción diaria del estado en el marco de la PPJ. Todo esto sugiere que el dispositivo de las Agendas Autónomas, al mismo tiempo que replanteó las relaciones entre los actores, permitió ampliar el espectro de la comunidad política ligada a la PPJ, que a su vez facilitó la articulación de más poblaciones y territorios a lo que Bourdieu (1997: 95) denominó capital estatal.


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El proceso de Agendas Autónomas terminó con la creación de una Comisión Redactora, conformada por treinta miembros que habían participado a lo largo del proceso de formulación de la PPJ. Esta Comisión redactaría los lineamientos de la política a partir de la revisión de los aportes de los jóvenes, y que los funcionarios públicos habían sistematizado. Para tal fin, se crearon diez mesas, por cada uno de los nueve derechos humanos y una más para el enfoque. Cada una de estas mesas contaba con un funcionario público que se podía considerar “experto” en las respectivas materias, en cuanto pertenecía a las entidades distritales que desarrollaban cada uno de esos temas. Así, en la mesa del derecho a la educación se encontraba un funcionario de la Secretaría de Educación; en la del derecho a la salud, alguien de la Secretaría de Salud; en la del derecho a la vida, un representante de la Secretaría de Gobierno, y así sucesivamente. Yo me encontraba en la mesa del derecho a la equidad y no discriminación, ya que éste se entendía como transversal a los demás derechos, y en el programa de Jóvenes sin indiferencia. Esta Comisión se creó también con la intención de minimizar la intervención del estado en el proceso de formulación de la política, reducir la percepción de verticalidad y propiciar escenarios para que los jóvenes se apropiaran de la que sería su política pública. Considero que, en parte, esto se cumplió, y al igual que las Agendas Autónomas, la Comisión permitió reformular y volver más fluidas las fronteras entre estado y sociedad; lo que sin duda era un aspecto deseable. Sin embargo, esto no quiere decir necesariamente que el poder estatal hubiera cesado de circular. Tres aspectos que nos remiten a debates ya examinados indican lo anterior. El primero alude a la reproducción del estado mediante la creación de actores “válidos” con los cuales relacionarse, en este caso, la Comisión Redactora. Ligado a lo anterior, se encuentra el poder que se deriva de la capacidad de ordenarlos a partir de unas clasificaciones y conocimientos institucionales, tales como la mirada sectorial de las entidades distritales, enmarcada además en el discurso de los derechos humanos. Lo anterior era reforzado por la presencia del funcionario “experto” en las mesas de discusión. Es preciso, sin embargo, explorar con más detenimiento el rol de los funcionarios públicos. En ese sentido, si era función de los jóvenes redactar los lineamientos de la política, ¿cuál eral el papel del estado? Es decir, ¿debía cumplir el rol de mediador entre los diferentes actores, o de orientador de las discusiones, o de tramitador de los intereses? Desde mi experiencia como representante del estado en una de las mesas de trabajo, puedo decir que tuve que asumir todos estos papeles. No obstante, tengo que admitir que los jóvenes, con los que me reuní varias veces, demandaban mi asesoría permanente, orientación “experta” y validación en la clasificación y redacción del documento.

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Esto, más que ocultar su voz desde el poder que me otorgaba estar “adentro” del estado, me llevó a la que podría ser la básica conclusión de que la formulación de las políticas públicas, así sean el fruto de un profundo proceso de participación, como fue el caso de la PPJ, necesita de un conocimiento experto demandado por los actores. En ese sentido, sería preciso trabajar en el desarrollo de un modelo de política pública que les permitiera a las poblaciones incidir no sólo en su contenido, sino también en su lógica y estructura. Además, se tendría que definir cuáles son las fuentes que validan ese conocimiento “experto” y si es tarea de las ciencias sociales, por ejemplo, replantear las categorías desde el cual éste es definido, en cuanto éstas son importantes fuentes de legitimación de este discurso. Además, habría que replantearse si la política pública como mecanismo de intervención de la realidad por parte del estado es válida o puede ser reemplazada por otras formas que generen cambios sociales que orienten a las sociedades a lo que ellas consideren como situaciones de bienestar. Por ahora, sin embargo, nos limitaremos a explorar cómo se materializó en un decreto todo lo discutido en el proceso y cuáles son los efectos del enfoque de derechos que quedó consignado en la política. Hacia la m a t e r i a l i z a c i ó n d e l o s d e r e c h o s Una vez redactada la política pública por parte de la Comisión, fue entregada al Alcalde Mayor de Bogotá en un evento público al que asistieron jóvenes, miembros del gabinete distrital, así como medios de comunicación. Este acto le otorgó el capital simbólico que le permitiría al “documento” convertirse en un decreto, con lo cual se materializaba la demanda de los jóvenes, que pedían que sus esfuerzos no se quedaran “en letra muerta”. Frente a esto existía un consenso de que la formalización de la PPJ era un paso importante hacia esa meta. Esta idea está enmarcada en lo que Garcia (1993) denomina la “eficiencia simbólica del derecho”. Según el autor, La fuerza del derecho también se encuentra […] en su capacidad para crear representaciones de las cuales se derive un respaldo político […] con independencia de la evaluación de veracidad y efectividad que pueda hacerse de la correspondencia de dicha idea o imagen con la realidad. (García, 1993: 87)

En ese sentido, la firma del Decreto 482 de 2006, “Por el cual se adopta la Política Pública de Juventud para Bogotá D.C. 2006-2016”, fue interpretada por algunos jóvenes como la real materialización de la misma. Además de las implicaciones que se derivan de la “forma” de la PPJ, es preciso examinar su contenido en cuanto a los efectos de su enfoque de derechos, que, como se analizó, establece el marco conceptual para definir el


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sujeto al cual se orienta la Política. El enfoque consignado en el Decreto 482 de 2006 reconoce al joven “como sujeto de derechos indivisibles, universales, inalienables e imprescriptibles” (art. 4). Esto implica que el estado debe generar acciones orientadas a garantizar y promover los derechos de los jóvenes, lo que también supone otorgarles las herramientas legales y políticas para demandar la materialización de los mismos. Más que explicar las implicaciones teóricopolíticas de tal enfoque, es preciso reconocer que éste tiene una fuerte carga ideológica, tal como los sugieren Okungwo y Mencher (2000: 110), la cual debe ser descifrada para entender cómo circula el poder del estado a través de la población joven. Los planteamientos de Bourdieu (1997) y Foucault (1991) pueden dar nuevamente algunos elementos de análisis. Por un lado, se podría afirmar que el enfoque de la PPJ puede ser entendido como un marco de significado (o capital estatal) que permite moldear las estructuras cognitivas con las que los jóvenes piensan su realidad (1994a: 99). Los nueve derechos contenidos en la política (ver arriba) se transforman así en referentes de reconocimiento de los jóvenes por parte del estado pero también en generadores de identidad para la población juvenil que percibe como válida la PPJ. De igual forma, el enfoque otorga sentido, coherencia y unidad a los muchos lineamientos formulados en la PPJ, y que son, en últimas, los mecanismos mediante los cuales moldea el comportamiento de los jóvenes o se interviene su realidad. Son los lineamientos articulados y legitimados por el enfoque de derechos los que facilitan la gober-mentalización de los jóvenes. Es decir, los que permiten convertir las prácticas humanas en objetos de regulación y disciplina (Foucault, 1991: 102). Se podría concluir entonces que la PPJ, al mismo tiempo que moldea las estructuras cognitivas de los jóvenes al proponerles marcos de percepción desde los cuales pensar su realidad, plantea las condiciones para guiar su conducta a través diversas técnicas de gobernar. Conclusió n Este artículo comenzó con una reseña sobre mi ruta de llegada a las políticas públicas, la cual se caracterizó por los “saltos” que di en términos del lugar de análisis. Además de explorar las dificultades teóricas que implica el estudio de las fronteras estado vs. sociedad y estado vs. academia, aspecto clave para el desarrollo del artículo, se buscó evidenciar algunos de los retos que podría enfrentar el campo de la antropología de las políticas públicas. En ese sentido, se propuso el ejercicio de “desnaturalización” de estas representaciones sociales, con el fin de evitar los antagonismos en la producción del conocimiento y, de esta forma, contribuir en la práctica a una mejor interlocución entre los actores.

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Posteriormente, se analizaron las fuentes que legitimaron “desde adentro” la formulación de una política pública. El poder de las estadísticas, las organizaciones internacionales, pero sobre todo, el poder de la demanda juvenil, generaron las bases para la construcción del Documento borrador, que luego sería reformulado a través de lo que se llamó Agendas Autónomas. Dicha metodología buscó generar un ambiente de neutralidad y de horizontalidad, teniendo en cuenta la imaginada pero poderosa línea divisoria entre los jóvenes y el estado. Sin embargo, más que minimizar el papel de este último, el proceso de formulación de la PPJ se convirtió en un potente dispositivo de reproducción del estado, mediante la construcción de una comunidad política en torno a la PPJ, conformada por diversos actores y materializada en una variedad de territorios. Refuerzan esa idea mecanismos como la permanente necesidad de crear actores “válidos” con los cuales relacionarse, así como la capacidad de ordenar y clasificar a partir de categorías y rutas institucionalmente establecidas. Es por eso que se concluye que los espacios de participación pueden ser considerados potentes escenarios de implementación de las dispersas técnicas de poder del estado. Además del proceso, el contenido de la PPJ fue y será determinante en la permanente construcción del estado. Su enfoque de derechos se convierte en un marco de significado que permite moldear las estructuras cognitivas desde las cuales los jóvenes pueden percibir su realidad y definir su identidad. Al mismo tiempo, los lineamientos de la Política pueden ser entendidos como mecanismos de gober-mentalidad o de regulación y objetivación de la conducta mediante los cuales también es reproducido el estado. .


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Referencias

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Documentos

Alcalde Mayor de Bogotá (2006, 27 de noviembre). Por el cual se adopta la Política Pública de Juventud para Bogotá D.C. 2006-2016. [en línea]. Disponible en: http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=22240 [2010, 8 de enero]. Concejo de Bogotá (2001, 1 de agosto). Por medio del cual se establece el Consejo Distrital de Juventud, los Consejos Locales de Juventud y se dictan otras disposiciones. Congreso Nacional de Colombia (1997, 4 de julio). Por la cual se crea la ley de la juventud y se dictan otras disposiciones. [en línea]. Disponible en: http://www.mineducacion.gov.co/1621/articles-85935_archivo_pdf.pdf [2010, 8 de enero].

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El juego político de las r e pr e s e n tac ion e s . A ná l i si s a n t ro p o l ó g ic o de l a i de n t i da d ca f et e r a nac iona l e n contextos de crisis J airo Toc ancipá -Fall a *

jtocancipa@unicauca.edu.co Universidad del Cauca, Colombia

RESUMEN

En 1989, el pacto cafetero mundial establecido entre

países productores y consumidores se desestabilizó generando una ruptura conocida como la “crisis cafetera mundial“, la cual fue restablecida en 2004. Nuevas estrategias para impulsar la producción y el consumo fueron diseñadas por la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia (FNCC), entre ellas, la renovación de la imagen de los productores, a través de Juan Valdez como símbolo del productor cafetero. En este artículo se describen y analizan, desde una perspectiva antropológica, el juego político de las representaciones que se dio en el contexto de esta crisis, y las implicaciones que tiene para la situación actual de la industria cafetera regional. PAL AB R A S C L AVE:

Café de Colombia, Juan Valdez, identidad(es) nacionales, crisis, oportunidades, antropología de la crisis.

* Profesor Titular, miembro del Grupo de Estudios Sociales Comparativos, GESC, Universidad del Cauca. El autor agradece a los organizadores del simposio “Aproximaciones antropológicas al campesinado y la ruralidad contemporánea”, Juana Camacho y Nadia Rodríguez, a Santiago Gómez y Juana Marcela Guerrero, por sus valiosos comentarios, y a la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Cauca, por el apoyo brindado para poder participar en el simposio referido. Igualmente, se agradece al evaluador anónimo por sus comentarios críticosconstructivos sobre la versión inicial.

a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 111-13 6 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n er o d e 2 010 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : M AYO d e 2 010

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abstracT

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In 1989, the world coffee

RESUMO

Em 1989, o pacto cafeicultor

agreement between coffee producers and

mundial estabelecido entre paises produtores

consumers countries was broken producing

e consumidores desestabilizou-se gerando

a period known as the “world coffee

um rompimento conhecido como a “crise

crisis“, which was overcame in 2004. New

cafeteira mundial”, a qual foi restabelecida

strategies to promote the coffee production

em 2004. Novas estratégias para impulsionar

and consumption were designed by the

a produção e o consumo foram desenhadas

National Coffee Federation of Colombia,

pela Federação Nacional de Cafeicultores de

amongst them renewing the image of

Colômbia (FNCC), entre elas, a renovação

Colombian coffee producers, as symbol of

da imagem dos produtores, através de

coffee producers. In this paper, we describe

Juan Valdez como símbolo do produtor de

and analyze, from an anthropological

café. Em este artigo se descreve e analisa,

perspective, the political game of

desde uma perspectiva antropológica,

representing socially the coffee growers in

o jogo político das representações que

this crisis period, and the implications for

se deu no contexto de esta crise, e as

the current situation at the national level.

implicações que têm para a situação atual da indústria cafeicultora regional.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Colombian coffee, Juan Valdez, national

Café da Colômbia, Juan Valdez, identidade(s)

identities, crisis, opportunities, anthropology

nacionais, crise, oportunidades, antropologia

of crisis.

da crise.


El juego político de las r e pr e s e n tac ion e s . A ná l i si s a n t ro p o l ó g ic o de l a i de n t i da d ca f et e r a nac iona l e n c o n t e x t o s d e c r i s i s1 Ja i r o To c a n c i pá- Fa l l a

E

A manera de introducción: el problema de la crisis cafetera y la(s) identidad(es)

analizábamos el impacto de la llamada crisis cafetera sobre la esfera del consumo y su relación con la renovación de espacios sociales como los cafés (Tocancipá-Falla, 2006). Este análisis dejaba entrever de qué manera la misma crisis cafetera afectaba la esfera de la producción en un país como Colombia, conocido internacionalmente como “país productor” por excelencia. En este artículo queremos adelantar la discusión en el caso de la producción cafetera, en particular el productor, pero centrada en el sistema de representaciones que la institucionalidad, entendida como una estructura organizativa (i.e., la Federación Nacional de Cafeteros y sus comités regionales) que históricamente ha configurado la industria cafetera, ha desarrollado en los últimos sesenta años hacia el exterior. En esta trayectoria, la idea de “crisis” aparece como un concepto clave para relacionar con el sistema de las representaciones institucionales. Esta idea, a su vez, se encuentra asociada con una visión histórica (colectiva), con la que, frente a la llamada “crisis individual”, comparte aspectos comunes. Al respecto, el filósofo Ferrater Mora (1994: 728) señala que “ambas designan una situación en la cual la n un trabajo preliminar

1 Este artículo corresponde en parte a la ponencia presentada en el 13 Congreso Nacional de Antropología, simposio “Aproximaciones antropológicas al campesinado y la ruralidad contemporánea”, el cual se enmarca en el proyecto “¿Quiénes son los campesinos hoy?”, financiado por Colciencias. La mayor parte de la información ha sido revisada y ajustada del trabajo de Tesis Doctoral (2005) “Identidades, crisis cafetera y cambio social: hacia una etnografía e historia regional del ciclo del café en Colombia”, el cual se encuentra en la fase de revisión para publicación.

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realidad humana emerge de una etapa ‘normal’ –o pretendidamente ‘normal’– para ingresar en una fase acelerada de su existencia, fase llena de peligros, pero también de posibilidades de renovación”. “La crisis cafetera” se define en este caso como un estado depresivo de precios, que ocurre por el desbalance entre la producción y el consumo, y que tiende a superarse en la medida que estos dos estados se acercan a un punto de equilibrio. En el caso de la última crisis (1989-2004), que empezó con la ruptura del pacto cafetero que regulaba los precios, ha sido considerada hasta ahora la más aguda en toda la historia del grano (Ramírez et al., 2002). Pero en la trayectoria de la crisis, y no necesariamente al final, pueden aparecer oportunidades de renovación que, como señala Ferrater Mora, logran generar nuevas posibilidades. Es aquí, y en particular en el caso de la institucionalidad cafetera, donde las imágenes, las representaciones y las identidades aparecen con mayor nitidez. Siguiendo este argumento, el foco de atención es Juan Valdez, creado a finales de los cincuenta del siglo pasado como el prototipo del cafetero colombiano, y cuya figura empezó a ser reavivada durante distintas fases de la crisis cafetera, en contraste con la emergencia de otras formas de representación e identidades de cafés especiales en el ámbito regional. El problema que planteamos es que la(s) identidad(es) no es un asunto meramente adscrito a los académicos y los políticos, lo es también para las instituciones, los Estados y las corporaciones que están inmersos en la búsqueda de prototipos que puedan configurar no sólo representaciones, en el modo de estereotipos, sino también proyecciones y sentidos que sirvan para la acción que validen la colectividad en la cual se comparten valores, sentimientos, lenguaje y cultura; como ocurre con la idea de identidad nacional (Anderson, 1996; Jenkins, 1996; Poole 1999). Si bien se reconoce entonces que la identidad individual y la identidad social son dos variaciones de un mismo concepto que las agrupa, suponemos entonces que estas variaciones incluyen no sólo formas dominantes de representación y proyección, sino también otras modalidades asociativas, como la establecida a partir de una mercancía, los alimentos (Douglas y Isherwood, [1979] 1990; Goody, 1982; Mintz, 1985, 1993 y 1996; Mintz y Bois, 2002), o de un producto como el café. Existe entonces una “política de la designación, rotulación, o de las marcas”, que en muchos ámbitos se ha ido asociando con el tema del desarrollo rural, entre otros dominios de la política, y que no sólo involucra aspectos lingüísticos sino también los relacionados con la imagen (cfr. Reina et al., 2007, en el caso del café; Wood, 1985, para un punto de vista más teórico). Nuestro argumento es que la crisis cafetera avivó estas representaciones y que, en el caso de la institucionalidad cafetera, permitió una forma de confrontación que terminó siendo superada por el poder del mismo gre-


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mio arraigado en dicha institucionalidad. Esta preocupación se ha hecho más notable recientemente con el proceso que la Federación ha iniciado en el “patentamiento” regional de aquellas expresiones que aluden a los cafés regionales y que buscan ser incorporadas en la expresión “Café de Colombia”; expresión última ya patentada internacionalmente. Por su poder institucional, en este juego político de las representaciones, la Federación está ganando el control sobre toda manifestación regional diferencial que implique una nueva forma de representación cafetera, aunque existen algunas expresiones de resistencia a dicha institucionalidad. La identidad nacional cafetera, entonces, termina imponiéndose cooptando la diferencia. Este dominio, sin embargo, no es nuevo y tiene su historia. Mientras que la importancia de visualizar un nuevo tipo de cafetero en Colombia estuvo basada en la necesidad de la organización colectiva, la invención de una figura individual representativa de los cafeteros fue producto, en parte, de la estrategia de expandir el consumo del café en el mundo. Dicha necesidad, no obstante, también estuvo asociada con el imaginario colectivo de las comunidades cafeteras que se fueron formando regional, nacional e internacionalmente. Hace poco, en un trabajo apologético de Juan Valdez se ha puesto de manifiesto que la creación institucional de la marca, y su legitimidad internacional y su papel para sostener más de medio millón de productores del grano en el país, ha sido uno de los mayores logros empresariales en el país. Su análisis está fundado en una investigación juiciosa sobre la historia del grano, su asociación con el surgimiento de la marca a finales de los cincuenta, el contexto que dio origen a la misma, su fama y popularidad, que derivaron de la estrategia identificada hace casi cincuenta años, y la prospectiva sobre el futuro de aquella frente al complejo mercado cafetero internacional (Reina et al., 2007). El marco interpretativo se fundamenta en disciplinas como la economía, el derecho y la economía política internacional. Desafortunadamente, los autores no proveen una revisión crítica sobre la imagen de Juan Valdez como figura dominante que deviene de la “cultura paisa” y que oscurece otras formas de representación regional. Para estos autores que promulgan la institucionalidad cafetera, se dieron tres fases en la consolidación de la industria cafetera y su identificación con el país. En primer lugar, refieren a una fase inicial caracterizada por la “afirmación de la caficultura colombiana”, que va de 1927 a 1959, período durante el cual se buscó inicialmente “elevar y homogeneizar la calidad del café colombiano” tratando de posicionar el grano internacionalmente. En segundo lugar, existe otra fase, que va desde 1959 hasta comienzos de siglo, que se caracterizó por el surgimiento de Juan Valdez como una estrategia de “diferenciación” que permitió posicionar la marca internacionalmente frente

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a los competidores2 . Y, finalmente, está el período desde 2002 hasta el presente, y que los autores sugieren que se tipifica por la búsqueda de una mayor “valorización” del café colombiano. Aquí tampoco se da un énfasis a la creación de las tiendas de Juan Valdez, que, aunque lo mencionan más adelante, históricamente empiezan a marcar una nueva ruta del consumo del café y el desarrollo de otras mercaderías asociadas al logotipo, como una estrategia para involucrar a los jóvenes en este ciclo del consumo. Dentro de estas dos últimas estrategias, esta individualidad del cafetero modelo implicó el reconocimiento de las variaciones regionales de otras formas de representaciones del ser cafetero pero que, en últimas, terminaron subsumidas en el estereotipo del “paisa”. Así, en años recientes se reportó que Juan Valdez tenía “familia”, entendida ésta a partir de otros productores que con su trajes típicos representaban regiones como la Costa Atlántica y los Andes (Pachón, 2003b). En el contexto de la crisis cafetera (1989-2004), se empieza a reconocer entonces que los productores del grano no están exclusivamente vestidos de carriel, poncho y sombrero; representación clásica del “paisa cafetero”; sino que otros también corresponden a otras representaciones donde el vestido y otros objetos constituyen valores sociales regionales que se destacan frente al dominio de la representación del paisa cafetero. Este sentido de la unidad u homogeneidad del personaje que representa a los cafeteros igualmente se conserva en momentos en los que las identidades requieren ser transferidas a otras personas, como ocurrió recientemente en la designación del “nuevo” Juan Valdez. En este ejercicio se ilustrará cómo en el mercado mundial de las mercancías el rostro de una figura inicialmente poco conocida, a través de años de publicidad, se convierte en alguien que de forma exitosa es convincente de representar al país de productores, logrando transmitir “el carácter” o “espíritu” de un producto y de toda una nación. De esta manera, el caso de Juan Valdez es un buen ejemplo para los antropólogos y otros practicantes de las disciplinas sociales para ilustrar la importancia de las representaciones en el mundo comercial, el espíritu empresarial y los efectos que se asocian con aquello que algunos llaman la “institucionalidad cafetera”. Estos efectos, sin embargo, no son completos y entran en confrontación en cierto juego político que es importante identificar. El argumento sobre el juego político que se quiere ilustrar se desarrolla en tres secciones. En primer lugar, presentamos los antecedentes de la figura de Juan Valdez como la representación individual-colectiva del cafetero en el

2 Aunque se detalla el surgimiento del logotipo en 1981, el cual fue introducido en 1982, no se da un análisis correspondiente con la crisis del momento y, más bien, se plantea como una estrategia de ampliar el mercado hacia segmentos más elitistas, con lo cual, efectivamente, se empieza a conceder un valor agregado al producto y su marca.


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ámbito nacional, como una estrategia corporativa, entre otras, que contribuye a la consolidación de este imaginario, en términos de Anderson. Aquí, el estereotipo del “paisa” aparece como el esquema representativo dominante. En segundo lugar, abordamos el posicionamiento de esta figura en el ámbito internacional y su percepción en la contraparte en el ámbito nacional. Ambas escalas se retroalimentan y en períodos de crisis dichas representaciones se hacen más necesarias. Esta articulación, sugerimos, en períodos de crisis se percibe como un “efecto de bisagra” o de vínculo necesario entre uno y otro. En tercer lugar, se presentan algunas conclusiones sobre el dominio institucional de la imagen cafetera sobre las variaciones regionales y las implicaciones que tiene este dominio en los procesos regionales sobre la representación del campesino, productor cafetero. 1. Juan Va l d e z : a n t e c e d e n t e s d e l i n d i v i d u o - c o l e c t i v o represent a n t e d e l p a í s c a f e t e r o Generalmente, los antropólogos y sociólogos aluden a formas de identidad colectiva e individual cuyos casos ejemplares se encuentran en sociedades rurales, como grupos étnicos/o urbanos. Muy pocas veces se examina cómo otros individuos como profesionales crean campañas publicitarias generando la formación de modelos de identidad colectiva e individual que terminan siendo transmitidos a países enteros como prototipos de productores cafeteros. El caso del café, y particularmente la imagen de Juan Valdez, el arquetipo del productor cafetero colombiano, constituye un ejemplo de este género (Reina et al., 2007). Esta figura nació como parte de una campaña internacional establecida por la FNCC hacia finales de la década de los cincuenta, justo en el vórtice de una crisis cafetera, tipificada precisamente por el desbalance entre producción y consumo: “La cosecha mundial en 1958 alcanzaba los 52 millones de sacos, mientras que el consumo se estimaba en sólo 38 millones. Era necesario, por consiguiente, acordar un sistema capaz de prevenir el colapso de las cotizaciones” (Santos, 1989: 266-267). Las condiciones adversas de la crisis ya se venían anticipando, al mismo tiempo que se establecían medidas alternativas. En 1957, por ejemplo, los mayores países productores de café, como Brasil y Colombia, se reunieron en México con el fin de crear la Organización Internacional del Café (ICO, por su sigla en inglés), en un esfuerzo por controlar el mercado cafetero. Más tarde, en septiembre de 1959, 17 países de África y América Latina, que representaban más del 85% de la producción mundial, alcanzaron un acuerdo sobre tres puntos básicos. Primero, se logró establecer que las exportaciones de café para cada país se hicieran por un sistema de cuotas. Segundo, la oferta de café debería ser programada trimestralmente; y tercero, debería existir un compromiso para crear publicidad orientada a

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incrementar el consumo de café. Un acuerdo final fue la creación del Primer Pacto Internacional cafetero, el cual se firmó en la ciudad de Nueva York, en 1962, por 32 países exportadores y 22 países consumidores, representando así el 95% del mercado mundial de café (cfr. Santos, 1989). Este acuerdo fue precedido por otros encuentros gremiales establecidos para discutir el futuro de la industria cafetera, siendo el primero la conferencia internacional sobre el café, sostenida en Nueva York en 1901, y la Conferencia Panamericana sobre el café, organizada en Bogotá en 1936 (Ocampo, 1989: 252-254). Fue en el contexto de la crisis cafetera de finales de la década de los cincuenta y de la necesidad de ampliar la base del consumo que la imagen de Juan Valdez como el cafetero típico par excellence emergió, forjando la idea de que el café colombiano es “el más suave del mundo”; en el lenguaje internacional de los negocios, “the richest coffee in the world”. Tal como lo manifiesta Pachón (2003a; ver también Juan Valdez en su página de internet, disponible en www.juanvaldez.com; Reina et al., 2007), la historia comenzó a finales de los cincuenta (1959), cuando la FNCC le concedió un contrato a una compañía estadounidense, Doyle Dane Bernback (DDB) –conocida más recientemente como Needham–, establecida en Nueva York, y a la cual se le encargó la misión de promocionar el café colombiano. La primera tarea fue encontrar el prototipo del cafetero colombiano, en carne y hueso, que “simbolizara y personificara” a más de 500 mil cafeteros cuyas vidas dependían del café. De esta manera, nació el primer Juan Valdez, siendo personificado curiosamente no por un colombiano sino por un cubano de origen español llamado José Duval. Sus primeras presentaciones ocurrieron en las calles de Nueva York (ver foto, por ejemplo, en Santos, 1989) en el traje típico de cafetero: alpargatas de fique, un poncho y un sombrero; acompañado de su ya conocida y fiel compañera de viaje, “Conchita”, una mula que casi siempre aparece escoltándolo con dos sacos del grano y que en su forma icónica del café colombiano se condensan con las montañas de los Andes de fondo. Desde su aparición, la imagen de Juan Valdez, ya anunciada por la misma Federación como mítica, se ha fortalecido nacional e internacionalmente. Es en este último ámbito donde el prototipo del cafetero colombiano ha adquirido más resonancia. 2. Juan V a l d e z c o m o e s t e r e o t i p o d e i d e n t i d a d cafetera e n e l c o n t e x t o c a f e t e r o i n t e r n a c i o n a l Si se quisiera hacer una interpretación de la figura del cafetero típico a través de Juan Valdez, la mejor referencia serían los arrieros colonizadores antioqueños. Esta imagen evoca claramente estos personajes, quienes son ya popularmente conocidos en las tradiciones orales de muchos pueblos y que hicieron parte de los procesos colonizadores desde el siglo XIX. Las interpretaciones se pueden


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ver en los mismos productores, empleados que conocen bien el gremio y los académicos. En cuanto a los productores, es claro que se trata de una imagen proyectada más hacia el exterior que hacia el interior de una nación, aunque en este nivel el primero representa al segundo. En variados contextos en el Cauca, por ejemplo, se verificó la versión de que a Juan Valdez sólo se le conocía “por la mula, que ayuda a vender el café por allá afuera del país” (cafetero del municipio de Sucre, noviembre de 2002). Es decir, esta imagen es más comprendida en el exterior que en el interior del país. Hay que reconocer, sin embargo, que en los últimos años, con la expansión de los cafés especiales, los medios de comunicación, los programas que agencia la Federación, dicha imagen ha tendido a socializarse mucho más entre los productores en el ámbito nacional; esto aun sin contar las variaciones regionales, donde algunos productores se han familiarizado aún más con el logotipo y la figura. En un ámbito más especializado y más abierto, Luis Martínez, por ejemplo, un ex funcionario que laboró muchos años con el Comité Departamental de Cafeteros del Cauca, lo explica así: Los arrieros son del Viejo Caldas y ellos fueron los que impulsaron el café. Este personaje salió de los arrieros porque en esa época el café lo llevaban en lomo de mula y lo sacaban del Viejo Caldas y de aquí del Cauca también [...] los arrieros tenían sus trajes típicos, su poncho, que era tradición de ellos, el sombrero, su carriel, sus alpargatas. ¿Para qué ese carriel? El carriel lo utilizaban para guardar su pañuelo, su peineta, su tabaco, pues todo arriero tenía que fumar porque un viaje en ese entonces duraba quince días, con una recua de mulas desde el Viejo Caldas hasta Buenaventura. Estos elementos eran algo necesario [...] y su sombrero lo tenían para protegerse. Ya la Federación se dio cuenta que el arriero era un personaje típico, tal vez el personaje más típico en esa época, y sacaron el animal más berraco para eso que era la mula [...] la mula entre más grande fuera mucho mejor, como esa que tiene Juan Valdez. Esa es la única mula que se pasea por el mundo. (Entrevista realizada el 8 de julio de 2002)

En pocos años, Juan Valdez se constituyó en el “retrato típico” del cafetero en Colombia y hacia el mundo exterior. Esta equivalencia entre el “arriero” y Juan Valdez también fue claramente planteada por el historiador Bushnell (2002: 237): [en las áreas de colonización antioqueña] el patrón predominante fue el representado por el estereotípico Juan Valdez de la campaña publicitaria del café colombiano: el campesino robusto e independiente que atiende sus cafetos con cariño y dedicación, con la ayuda de la familia, por cuya razón se espera fundamentalmente que los consumidores van a pagar un precio ligeramente más alto, para asegurarse de que compran café 100% colombiano.

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Desde su aparición, la figura de este personaje también se ha visto sometida al vaivén de las condiciones del mercado externo, y en particular de las llamadas crisis cafeteras, que en el dominio del mercado mundial de las mercancías se definen a partir de la baja de los precios del grano. son estas crisis las que históricamente han presionado al gremio para buscar alternativas o salidas de este problema, siendo una las estrategias la ampliación de la base del consumo nacional e internacional. En este orden, los programas publicitarios vuelven a plantearse y a renovarse. Así, después de la creación de Juan Valdez, casi treinta años después, la Federación lanzó una nueva campaña en los ochenta para difundir aún más la representación internacional de los cafeteros e incrementar el consumo. En esta ocasión surgió el logotipo que lleva su nombre (ver la figura 1). Esta síntesis del cafetero muestra el prototipo del productor, con su mula a un lado y con las montañas a sus espaldas, en una representación del medio donde típicamente se produce el café: los Andes. Para la institución, este logotipo representa el cafetero colombiano y apunta a “identificar y servir como sello de garantía de la marca del café 100% colombiano tal como es aprobado por la Federación Nacional de Cafeteros” (www.juanvaldez.com, 18 de enero de 2002).

Figura 1. Logotipo de Juan Valdez - Fuente: www.juanvaldez.com.co - Edición: Jorge Pinzón Cadena.

Inicialmente, existieron dos versiones del logotipo de Juan: la versión estadounidense, con el rótulo “100% café colombiano”, y otra internacional, con el rótulo en castellano “Café de Colombia”. Sin embargo, “en 1995, en un esfuerzo por globalizar la marca, la Federación decidió marginar la versión en inglés del logotipo”. Programas de publicidad recientes, incluidos los auspiciadores multinacionales para deportes y otras campañas de alcance internacional, han probado que la unificación de un logotipo común a través de las fronteras generaría una conciencia mayor, minimizando así la confusión entre los consumidores. Esta medida de unificación, sin embargo, hasta hace unos años todavía no había sido completada, como lo demuestra una casa comercial norteamericana que todavía emplea el logotipo en inglés –“100% Colombian coffee”–, sin cambiarlo por la versión en español (http://www.juanvaldez.com/menu/logo.html, 2003).


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De acuerdo con la página oficial de Juan Valdez, el logotipo tiene su propia historia. Al igual que en los cincuenta y comienzos de los sesenta, el nuevo logotipo surgió justo en los ochenta, cuando la industria estaba enfrentando una sobreproducción del grano y, en consecuencia, un déficit en el consumo, lo cual motivó una racionalización de la producción cafetera y la ampliación de la base de los consumidores. Tal como lo explica Santos (1989: 286): “a principios de los ochenta, la economía cafetera mundial retornó a su estado natural de sobreproducción y las autoridades cafeteras colombianas decidieron reorientar nuevamente la producción para hacerla compatible con las posibilidades de exportación y de consumo interno”. Sin embargo, el incremento en el nivel de consumo interno no era suficiente para enfrentar la sobreproducción y la crisis cafetera. Nuevas estrategias y campañas de marketing eran necesarias para conquistar el mercado. En esa búsqueda, la creación de formas simbólicas y de íconos resultaba apropiada para este propósito, tal como se ilustra en la página web de Juan Valdez en su versión en inglés: El logotipo de Juan Valdez fue desarrollado por Doyle Bernback en marzo de 1981 y fue primero introducido en el mercado en septiembre de ese mismo año. En 1982 fue incorporado en la publicidad dirigida a consumidores; sin embargo, dado el número limitado de marcas en el mercado referidas a “100% café colombiano” –nueve marcas de pequeños supermercados– en el momento de su lanzamiento, su presentación se limitó a la publicidad de prensa. En 1983, el logotipo se adicionó a la publicidad de consumo en televisión promocionando la marca 100% café colombiano y posteriormente fue introducido en los mercados regionales. Hacia 1987, hubo cerca de 30 marcas de supermercados y, en este contexto, el logotipo fue incluido nacionalmente en todo material creativo. (http://www.juanvaldez.com/menu/logo.html, 2003, traducción personal)

El uso del logotipo es controlado por la FNCC, y diferentes compañías tostadoras interesadas en el café colombiano podrán usarlo siempre y cuando sigan ciertas medidas, requerimientos y exigencias que garanticen la calidad del producto ofrecido. La licencia es suministrada para el mercadeo de “todo tipo de grano, tostado, entero, cafeinado o descafeinado, sin sabores artificiales”. En adición a estas medidas de control, la FNCC también verifica la propia aplicación del logotipo en el empaque y el uso apropiado del diseño y las artes que éste posee. En conjunto, con todas estas circunstancias, las campañas de los ochenta fueron tan exitosas que el vínculo entre la identidad de un producto, el café, y una nación, Colombia, pronto llegó a ser mundialmente conocido. Esta síntesis se manifestó en un estudio adelantado en Estados Unidos en 1995, donde el logotipo de Juan Valdez demostró un amplio reconocimiento entre los consumidores: “el 83% de las personas encuestadas asoció el logotipo

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con café cuando lo veían sin palabras descriptivas debajo del mismo. La identificación actual del logotipo en Estados Unidos es del 53%, lo cual significa que el 53% de aquellas personas encuestadas eran capaces de identificar propiamente el logotipo como café colombiano” (http://www.juanvaldez.com/menu/logo.html, junio de 2003, traducción personal). Este nivel de conciencia fue el resultado de una intensiva campaña llevada a cabo a lo largo de los ochenta y los noventa, durante la cual el logotipo y la imagen de Juan Valdez fueron promocionados a través de publicidad presentada internacionalmente en prensa y televisión.

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Figura 2. Un ejemplo de las campañas promocionales en prensa del logotipo de Juan Valdez, durante los noventa. Fuente: http://www.juanvaldez.com/menu/advertising/ads/spider.html, consultado en junio de 2003.


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El logotipo a menudo aparecía en la prensa, embebido en un ambiente naturalizado: sobre una vaca, en un huevo, sobre la luna, con aves en formación formando el logotipo o incorporado en una telaraña (ver la figura 2). Éste también aparecía con objetos o muchas veces asociado a ciertas actividades humanas: enmarcado en una raqueta de tenis, en una hoja de computador en el periódico, en un crucigrama, o en una pirámide egipcia famosa anunciando “el albor de la civilización (sic)”. Pero las representaciones no se limitaban exclusivamente a fijar una imagen o expresión asociada a un país. Ellas también se orientan a generar disposiciones del hacer, o habitus, como lo diría Bourdieu: “[Los habitus] son principios generadores de prácticas distintas y distintivas […]; pero también son esquemas clasificatorios, principios de clasificación, principios de visión y de división, aficiones, diferentes” ([1985], 1997: 20). En este momento, como lo reconoce la Federación para el caso del logotipo, en los ochenta la apuesta fue acceder a un ámbito social de élite o de grupos de poder, donde se les hacía notar que el consumo de un grano como el café se correspondía con el esfuerzo de un productor –“echao pa'lante”, en el decir del estereotipo paisa–, que era cuidadosamente cultivado y tratado3. En este contexto, el logotipo como imagen también articuló formas distintivas del hacer, que, para el caso que analizamos, se vieron asociadas tanto a grupos sociales de poder como al tiempo que psicológicamente era indicado para consumir la bebida (ver la figura 3): “algunas personas no pueden esperar el próximo coffee break [hora del café]” (traducción personal). La hora del café o el coffee break que se ha instalado en muchos eventos y actividades sociales nacionales e internacionales también ejemplifica muy bien la idea de acompañar la socialización o la interacción con una buena taza de café, tal como ocurre con su contraparte la “hora del té”, en la tradición anglosajona. En un sentido, tal como lo señalan Douglas e Isherwood. “El consumo utiliza las mercancías para hacer firme y visible una serie particular de juicios en los cambiantes procesos de clasificación de las personas y los acontecimientos” (Douglas e Isherwood, [1979 ]1990: 83). Recientemente (2008), el registro de marca de “100% Café de Colombia” todavía mantiene el objetivo de “facilitar la comercialización y promoción de marcas de café cuyo origen sea 100% Café de Colombia, para poder acceder a nuevos canales de venta y a mayores precios por la materia prima vendida” (ver la tabla 1). En este sentido, la patente que ha hecho la FNCC sobre la marca de “100% Café de Colombia”, se funda en la idea de ofrecer un grano de alta calidad, concepto que es definido por expertos y transmitido a los consumidores, en un con3 El café excelso que se exporta para el consumo internacional contrasta con el café de baja calidad que se consume en el país, aunque algunos productores también prefieren la “nata” (Tocancipá-Falla 2005b: 118-136; tendencia que en los últimos años ha tendido a cambiar con las tiendas Juan Valdez.

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Figura 3. Fuente: http://www.juanvaldez.com/menu/advertising/ads/clock.html, consultado en junio de 2003.

texto de ampliación de la base de éstos. “La mayoría de las marcas de supermercado consisten en mezclas de cafés de diversos orígenes, con diferentes niveles de calidad. Una marca de 100% café de Colombia contiene solamente ‘el mejor café del mundo’, sin cafés de otros orígenes mezclados en la misma [y en este sentido] el símbolo de Juan Valdez y/o el descriptivo café 100% colombiano o café puro colombiano debe estar en la etiqueta” (http://www.cafedecolombia.com/comercializacion/programa100/Preguntas.html, consultado el 10 de marzo de 2006). Este esquema de promoción comercial para un producto como el café, a través de logotipos en prensa, televisión, cine y en las bolsas que contienen el


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Países/región

Número de marcas existentes

1

EE. UU. y Canadá

181

2

Unión Europea

41

3

Colombia

33

4

Europa Oriental y Rusia

13

5

Corea, Japón y Taiwán

8

6

Centroamérica

3

7

Suramérica (no incluye Colombia)

3

8

México

2

9

Suiza, Noruega y Turquía

2

10

Australia y Nueva Zelanda

2

11

Caribe

1

12

Norte de África

1

Tabla 1. Marcas 100% Café de Colombia cedidas a tostadoras “por acuerdo de conducta“ con la Federación, a marzo 10 de 2006. Fuente: Federación Nacional de Cafeteros, www.cafedecolombia.com, consultado el 10 de marzo de 2006.

grano en distinto formato y peso, es muy sui géneris y no tiene paralelo en otro país del mundo en cuanto a cafés suaves se refiere. Es decir, desde un punto de vista sociohistórico no existe paralelo (e.g., Brasil) de una campaña comercial similar que haya tenido un proceso expansivo global como el que ha logrado la figura de Juan Valdez. Si se quiere, se trata de un caso exitoso de identidad o imagen corporativa que vincula a una nación y a unos productores en particular con el contexto del mercado internacional. Como se destaca en la tabla 1, el logotipo de Juan Valdez y el rótulo “100% Café Colombiano” son registros de marcas que se han desbordado mundialmente, especialmente hacia países consumidores (Tocancipá-Falla, 2005a), aunque en nuestro país este proceso de registro de calidad ya se ha venido desarrollando internamente pero en función del mercado externo. Este registro se manifestó en los llamados cafés especiales, definidos así por las preferencias que establecen los consumidores con base en aspectos de lugar, origen, respeto por el medio y el precio razonable que debe recibir el productor. Al respecto, se refiere a los cafés de origen (valorados por las características del lugar donde se producen), cafés gourmet (por la calidad intrínseca del grano), los cafés orgánicos, ecológicos, de sombra y amigables con las aves, entre otros, y los cafés de mercado justo o cafés sociales (definidos por precio justo que recibe el productor) (Reina et al., 2007: 233). Ejemplos de los anteriores son aquellos cafés que asocian las condiciones de los lugares de producción, el grupo étnico o las características que evocan el entorno (e.g., Kachalú, San Matías, Popayán, Macizo, Precolombino, Quimbaya, Volcán, etcétera).

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Ahora bien, vale la pena anotar que las campañas de divulgación del grano no estuvieron limitadas a la prensa, la televisión o los comerciales de cine. Algunos de los mejores avisos publicitarios del logotipo de Juan Valdez se dieron en asociación con eventos deportivos internacionales. Al respecto, se encuentra todavía la memoria viva de muchos colombianos y europeos, de las competencias conocidas ampliamente como el Tour de France, donde el logotipo fue empleado oficialmente en la competencia. El café colombiano empezó así a ser promocionado como patrocinador de los ganadores en las etapas de la alta montaña, escaladas que empezaron a ser conocidas por los “escarabajos colombianos”, i.e, ciclistas colombianos que demostraron capacidades suficientes para subir empinadas cuestas como el Alpe D´huez, en Francia. En este caso, la asociación entre café, montaña –Andes– y colombianos los convirtió en sinónimos. Además del ciclismo, Juan Valdez pronto llegó a ser un visitante en otros eventos importantes y deportes de talla internacional:

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Juan fue una figura prominente en el Abierto de Tenis de Estados Unidos en 1995, donde llegó a ser un verdadero tennis connoisseur observando algunos de los encuentros más destacados. En marzo de 1996 se encajó un par de esquíes en la final de la copa mundial de esquí alpino Café de Colombia, en Lillehammer, Noruega; en agosto de 1996 se encaminó hacia Montreal y Toronto, en el campeonato de tenis de hombres y mujeres, donde suministró gratis a los espectadores café colombiano 100% a lo largo del campeonato. (http://www. juanvaldez.com/menu/logo.html, 2003, mi traducción)

Aunque el logotipo y la imagen fueron presentados de manera diferente, el efecto esperado fue el mismo: incrementar el consumo de café, popularizar y fortalecer el vínculo entre café y lugar de origen donde se produce la mercancía o el producto4. A través de los años, Juan Valdez llegó a convertirse en parte de la expansión de una “identidad cafetera” orientada no solamente hacia el buen “negocio” sino también a promover un sentido social de pertenencia a una nación, un aspecto que evoca las definiciones de nacionalismo e identidad nacional asociadas con cultura, lenguaje, comunidad y territorio (Anderson, 1996; Hutchinson y Smith, 1994; Poole, 1999). Esta correspondencia entre el producto café, los productores y el país es observada por los directivos de la FNCC, que la subrayan en relación con la vida social de los colombianos. Esta idea se resume cuando se afirma que para Colombia el café no sólo “representa un producto de exportación sino 4 Es interesante notar aquí que el carácter elitista de consumir el café en el país sea asociado con otros productos como camisetas, manillas, etc., lo cual termina popularizándose a través de mercados alternos cuyos productos no sólo son redefinidos, al decir de Douglas e Isherwood ([1979] 1990), sino también apropiados, alcanzando así el estatus inicial de jerarquía en el cual surgieron. Agradezco a Juana Marcela Guerrero por esta observación.


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también un símbolo que identifica el país y engrandece su imagen. Detrás de una taza de café, uno encuentra cultura y un pedazo de la historia del país en la última centuria, una forma de vida, una tradición, un bienestar, el alma y esperanza de un pueblo” (http://www.cafedecolombia.com/elcafe.html 2002, traducción personal). Este problema de la identidad a través de las mercancías no es nuevo. La representación simbólica del café puede también entenderse en comparación con otras formas identitarias asignadas a otras mercancías en diversos contextos y condiciones diferentes. Aquí es apropiada la noción de identidad fundada en un sentido de similaridad-diferencia y de individualidad-colectividad (cfr. Brown, 1996; Byron, 1998; Jenkins, 1996). Siguiendo esta idea, al comparar productos como la coca y el café, las semejanzas en cuanto a identidad y las diferencias en cuanto a la naturaleza de cómo se insertan estos productos en mercados internacionales, y las políticas y morales que derivan de éstas, resultan interesantes de contrastar (Tocancipá-Falla, 2005a). Así, paralelo a ser reconocidos como productores del “café más suave del mundo”, desde la década de los ochenta los colombianos también empezaron a ser conocidos internacionalmente como los mejores traficantes y productores mundiales de “cocaína”. Estos dos casos son un buen ejemplo de los llamados estereotipos, asociándose con el concepto de identidad social colectiva. Conviene aquí discutir brevemente el término estereotipo. Esta expresión viene del griego stereøq, que quiere decir algo sólido, y t¥poq, imagen o impresión; es decir, impresiones fijas o sólidas. Dos investigadores, Edgar E. Jones y Andrew M. Colman (1996: 843-844, mi traducción), los definen como “simplificaciones cognitivas que son útiles para el manejo económico de una realidad que, de otro modo, nos sobrecogería en su complejidad”. De esta manera, aseveraciones generalizadoras como los estereotipos nos hacen facilistas en cuanto a las interpretaciones y explicaciones sociales. Nuestro lenguaje está poblado de ellos y muchos son discriminatorios, como “los negros son perezosos”, o más regionalistas, como “los huilenses son flojos”, o más positivos, como los “paisas son los duros para negociar”. Siguiendo nuestro ejemplo comparativo café-coca, el dicho “los colombianos son narcotraficantes” genera uno de los estereotipos y modos de identidad social más sonados en el exterior. En más de una ocasión, por ejemplo, tuve conocimiento de colombianos que sentían vergüenza de ser identificados por su nacionalidad, y que muchas veces preferían omitir o esconder su pasaporte, ocultando así su procedencia, con el ánimo de evitar ser asociados o vinculados con el problema del narcotráfico. Igualmente, supe también de muchos colombianos que luchan contra este estereotipo ofreciendo otras

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alternativas: “en Colombia se produce el café más suave del mundo”. O también, para estar más en la nota de actualidad: “¿Sí sabías que Shakira, Juanes y Montoya también son colombianos?”5. La formación de estereotipos asociados con el narcotráfico no se produce exclusivamente por el reporte televisivo de colombianos capturados por traficar con coca sino también por los reportes periodísticos nacionales e internacionales que han contribuido a la configuración de esta imagen moralmente negativa del ser colombiano, como el artículo presentado en la revista reconocida de la National Geographic, bajo el título: “El país de la cocaína. Los poblados colombianos donde la coca es rey” (Villalón, 2004). Esta imagen que identifica a los colombianos como traficantes de drogas aparece no sólo en ámbitos públicos sino también en ambientes más refinados. En mi experiencia personal como estudiante universitario, por ejemplo, el hecho de identificarme como colombiano llevó a un funcionario de una universidad en Inglaterra a sugerir de manera informal que “hasta mi matrícula sería pagada por un cartel de las drogas”. Aunque la coca y el café representan moralidades distintas en cuanto a la producción y al consumo, como mercancías están ligados a su lugar de origen y a las identidades-representaciones que se derivan de ellos. Para muchos colombianos, el café representa la mejor forma (mercancía) de construir una identidad alternativa al estereotipo nocivo de que los “colombianos son narcotraficantes”. Al respecto, hace algunos años alguien, también en Londres, me comentó desalentado cómo la gente en Inglaterra ignoraba que también producíamos el “café más suave del mundo”. Para concluir, debemos anotar que las imágenes, antes que figuras estáticas, son productos históricos que, tal como lo señalan algunos exaltadores de la institucionalidad cafetera, se moldean y adecúan de acuerdo con la dinámica del mercado internacional del grano. Así, a comienzos del nuevo milenio, el logotipo de Juan Valdez desapareció por cerca de dos años en la prensa y en los anuncios publicitarios de las revistas y periódicos destacados, debido fundamentalmente a la carencia de recursos en la FNCC, producto de la misma crisis cafetera que afectó el sostenimiento de las campañas promocionales (Pachón, 2003b: 17). En un estudio a comienzos del milenio, comisionado por el Gobierno y la FNCC, una de las principales recomendaciones fue el reavivamiento del logotipo de Juan Valdez. De esta manera, la nueva administración inició un nuevo conjunto de cam5 De manera similar, en este juego político de las representaciones aparecen contradicciones manifiestas en otros contextos, como la campaña que se organizó recientemente hace unas semanas en Estados Unidos, llamada “Descubra Colombia a través de su corazón”, donde, a través de esculturas, pendones y afiches, se trataba de dar cuenta de la “otra realidad” del país, pero que a su paso encontró resistencia en grupos colombianos de activistas en Washington, cuando se referían a “los corazones rotos que ha dejado la violencia en Colombia” (El Espectador, 2009, consultado el 11 de septiembre de 2009.


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pañas, con un costo aproximado de 14 millones de dólares, para cumplir con este propósito. La promoción empezó con la película estadounidense Bruce Almighty (Shadyac, 2003), en la cual un reportero de televisión, Bruce Nolan (representado por el actor Jim Carrey), “se encuentra inconforme con casi todo en su vida […] y al final del día más difícil de su vida, Bruce se enfurece y embate contra Dios y Él le responde. Dios aparece personificado en un ser humano (representado por Morgan Freeman), y le concede poderes divinos a Bruce, desafiándolo a tomar el gran trabajo de ser superior y ver si puede hacerlo mejor" (http://www.imdb. com/title/tt0315327/plotsummary, 2004). Al iniciar sus deberes, Bruce tiene que responder a una base de datos con solicitudes de millones de personas pidiéndole ayuda. Antes de iniciar esta tarea titánica, y disponiendo de sus poderes superiores, ordena el mejor café del mundo, y de repente Juan Valdez aparece en escena para complacerlo. Con esta breve escena se reinicia el lanzamiento promocional del café “más suave en el mundo”. Otra característica interesante de la representación del café colombiano en el mercado es la reciente diversificación y multiplicación de la imagen de los productores cafeteros colombianos incorporados al lado de la figura de Juan Valdez. Así, por primera vez en la historia del café en Colombia, se reconoce que este personaje no está solo en su quehacer de representación e identidad cafeteras. La imagen del productor cafetero se ha dividido en múltiples imágenes personificando distintas regiones de Colombia. Como bien se indicó anteriormente, esta iniciativa, que fue concurrente con la emergencia del mercado de cafés especiales, se basó en la originalidad regional de la producción en cuanto al sabor y propiedades específicas del grano que lo hacen único como producto. Al respecto, la FNCC organizó en 2002 el primer concurso de calidad de café exprés, que apuntaba a ese reconocimiento por la diversidad y especialidad del grano colombiano, de acuerdo con su origen o lugar de producción (ver Cafetera, 2002). En el contexto de la crisis, el “locus” de la producción asociada a la identidad o las representaciones de los productores que guardan ciertas especificidades aparece de manera notoria6. En 2003 se lanzó en Estados Unidos la campaña llamada “Juan Valdez y su familia”, en la cual aparece acompañado de otros productores vestidos en trajes típicos regionales. 6 Una de las manifestaciones más recientes de esta relación entre “locus” y cultura cafetera ha sido la propuesta que varias autoridades nacionales y regionales del Eje Cafetero y del Valle, como el Ministerio de Cultura, la Federación Nacional de Cafeteros, las corporaciones regionales, alcaldes, gobernadores, secretarías de Cultura, universidades regionales y representantes del gremio cafetero de 47 municipios, dirigieron a la Unesco, con el fin de considerar el ‘Paisaje cultural cafetero’ como patrimonio de la humanidad. En su justificación se encuentran fundamentos centrados en la cultura del café, la geografía, las plantaciones, las construcciones y las técnicas que se emplean en el cultivo y su procesamiento. Llama la atención de qué manera el conocimiento producido en la región a través de centros universitarios contribuyó en ese proceso de postulación (cfr. El Tiempo, 24 de febrero de 2010; Guhl, 2006; Osorio y Acevedo, 2008; Rodríguez y Duque, 2009).

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La lógica de esta campaña, como lo explicó el gerente de la FNCC, es impulsar la apariencia del valor simbólico (Juan Valdez) en las marcas de cafés especiales, en las cuales se representaba a Juan acompañado de productores cafeteros del Cauca, la Sierra Nevada de Santa Marta, Nariño, Quindío, Caquetá, Antioquia, Boyacá y el norte del departamento del Valle (Pachón, 2003b: 19). Esta importancia suscitada por las representaciones de cafeteros regionales en el ámbito internacional pone en evidencia un hecho significativo sobre la política de las representaciones: mientras que el logotipo de Juan Valdez tiene un significado bien establecido en el mundo del café globalizado, las conexiones entre la imagen de Juan Valdez y los productores locales y regionales aparecen débilmente. En años y meses recientes durante mis visitas en campo a muchas poblaciones del sur del Cauca me encontré con el hecho de que Juan Valdez era casi desconocido para la mayoría de caficultores, en especial en el caso de una de las áreas más productoras de café en el sur del Cauca, el municipio de Sucre y el corregimiento del Paraíso. Efectivamente, cuando interrogaba a muchos colaboradores y productores cafeteros sobre la existencia de este personaje, encontraba muchas veces una expresión de duda y de desconocimiento. Ocasionalmente, alguien lo identificaba en asociación con su mulita, llamada Conchita, pero en general era un personaje desconocido. El gerente del Comité Departamental de Cafeteros del Cauca (CDCC) (2002) ofrece una razón de este desconocimiento: “Juan Valdez es Cauca y cada departamento cafetero en todo el país. Lo que se vende es el logotipo […] pero no es café del Cauca, ni del Valle o Quindío. Es un café nacional. El cafetero en el Cauca no conoce la imagen de Juan Valdez, él conoce la FNCC” (entrevista con José María Astaiza, julio 29 de 2002). Los procesos de identidad a partir de logotipos como el de Juan Valdez, sin embargo, no son necesariamente únicos7. Aunque las personas sienten una comunión o sentido colectivo que las vincula con el café, se tienen vivencias de distinto orden que no se circunscriben al sentimiento representado por Juan Valdez en el exterior. Esto no significa una ausencia completa de conexión entre lo local y el mundo del mercado externo, como ocurre con el café orgánico (ver Tocancipá-Falla, 2005a y 2005b). De hecho, la diversificación de imágenes y representaciones a partir de los productores regionales ha desencadenado un

7 Existen otras formas de identidad regional y local en las que el café mismo puede ser fuente de inspiración, como lo ilustra el siguiente caso. Del 14 al 17 de agosto de 2002, algunos residentes de diferentes municipios del Cauca organizaron el I encuentro de colonias residentes en la ciudad de Popayán. En una de las primeras reuniones preparatorias organizada por personas del municipio de Sucre residentes en la ciudad capital, varias de ellas discutían en la vivienda de un miembro de la colonia sobre la clase de productos que podrían representarlos mejor regionalmente. Alguien dijo: “No tenemos identidad religiosa. Podríamos tener una identidad con lo que sembramos y cultivamos: café, plátano, caña, por ejemplo. Eso es lo que nosotros tenemos”. Como un complemento de esto, otro anotó: “también tenemos coca [risas]”.


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buen número de nombres locales, que, frente a la imagen de Juan Valdez, se han constituido en alternativas frente a las exigencias del mercado y las presiones de la crisis misma. De aquí surge el juego político de las representaciones. Como indicamos, estas alternativas tienen que ver con el surgimiento de nuevos tipos de café o los llamados cafés especiales, que también asociaron nuevos nombres de lugares y eventos promocionales en los que se reconocía la importancia de las características locales donde se producía el grano. Por primera vez, se registra que el cafetero colombiano está lejos de ser una simple figura que homogeneiza la cultura cafetera. La diversificación de la imagen de Juan Valdez fue un reconocimiento de esta realidad oculta que se reveló con la crisis, aunque la tensión entre las individualidades y lo colectivo unitario todavía se mantiene: “encontramos cafeteros de la región andina, costeños, llaneros e indígenas que continúan preservando sus tradiciones y formas de vida. Y es que el café en Colombia es mucho más que un simple cultivo o una forma de sustento, el café es el orgullo de todos los colombianos y es el motor del desarrollo económico y social de las zonas rurales” (Federación Nacional de Cafeteros, www.cafedecolombia.com, consultado el 10 de marzo de 2006). Aquí, la crisis fue una oportunidad para percibir las nociones cambiantes de la(s) identidad(es), tal como ocurrió con el surgimiento de la imagen de Juan Valdez en la crisis de finales de los cincuenta8. 3. C onclu s i ó n : J u a n V a l d e z y l a r e n o v a c i ó n d e l a comunida d c a f e t e r a Junto a las formas organizativas, sean éstas institucionales o de tendencia campesinista, hemos visto que desde una perspectiva global la formación de identidades corporativas, afines a estereotipos, es una tarea ya común en el sistema de mercado como estrategia en la ampliación del consumo. Éste es el caso analizado aquí con el prototipo individual del productor cafetero, el cual ilustra claramente cómo se contribuye a formar y consolidar el sentido de comunidad cafetera. Este individuo-colectivo cafetero encarnado en un personaje como Juan Valdez permite reflexionar sobre los procesos que acompañan la formación de este tipo de identidades en el mundo contemporáneo y que sirven de base para compararlo con otros procesos similares que se dan en otros ámbitos sociales y culturales. Más allá de una idea ingeniosa de publicistas expertos en marketing, queremos subrayar que esta iniciativa ha trascendido este ámbito para vincular un sentido de identidad nacional con una mercancía que tiene su propia historia y 8 Pero, igualmente, a través de otro tipo de eventos no asociados con la crisis, como la postulación del Eje Cafetero y el norte del Valle como el prototipo del “paisaje cultural cafetero”, se deja entrever por igual el papel dominante e histórico que una región específica establece en este juego de las representaciones.

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cuya relación se va regenerando y renovando de forma continua a través de nuevas estrategias como la establecida con el logotipo en la década de los ochenta y las tiendas de café Juan Valdez, a comienzos de esta década. Juan Valdez ha sido y es ahora uno de los personajes vivos más longevos en la promoción comercial mundial de producto alguno (www.juanvaldez.com, 18 de enero de 2002). Así lo indica la trayectoria de renovación que éste ha tenido en las últimas décadas: En 1969, el neoyorkino José Duval fue reemplazado por Carlos Sánchez de Fredonia (Antioquia), Colombia, y más recientemente el señor Sánchez se “jubiló” después de 37 años de labor publicitaria alrededor del mundo para ser sustituido por el señor Carlos Castañeda, de Andes (Antioquia, departamento de arrieros), quien fue elegido en una reñida competencia iniciada en 2004, la cual contó con la asistencia de un grupo de expertos en psicología y marketing. El señor Castañeda fue seleccionado como el mejor entre los 406 preseleccionados de 14 departamentos, 87 municipios cafeteros y 380.000 cafeteros vinculados al proceso y preseleccionados bajo ciertos criterios: edad y educación, su trayectoria, su actividad y, obviamente, por unas características físicas, personales y humanas que correspondieran al arquetipo del cafetero colombiano. (Cafetera, 2006a; Cafetera, 2006b; Cafetera, 2006c) 132

Este nuevo proceso de renovación ha sido importante para validar nuestro argumento de visibilización de las identidades en contextos de crisis; y su efecto dilatador de las diferencias regionales. En esta ocasión, reafirma la importancia de la representación del ícono cafetero y su vínculo con la nación, ya en un contexto más dinámico y exigente: El nuevo intérprete de Juan Valdez –dijo Gabriel Silva, gerente de la FNCC [2006]– nos permitirá proyectar un personaje con valores más contemporáneos como la sostenibilidad ambiental y social, la trazabilidad, la calidad, la diversidad y los nuevos formatos de consumo […] hemos escogido a un caficultor auténtico, sencillo, consagrado y orgulloso de su actividad, que reúne todas las características para ser el mejor intérprete de las 566.000 familias cafeteras colombianas ante el mundo. (Cafetera, 2006b)

Finalmente, pero no menos importante, en este momento de renovación de la imagen, este personaje se vuelve a animar con el espíritu colectivo de comunidad cafetera bajo el único lema de “Todos somos Juan Valdez”, tal como aconteció en 2005, cuando un grupo de “45 caficultores de los 16 departamentos productores de café vinieron a Bogotá para recibir a Juan Valdez, después de haber sido elegido en La Semana de la Publicidad en Nueva York como el ícono publicitario más reconocido y admirado en los Estados Unidos” (Cafetera,


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2005). Este sentimiento de pertenencia que se enaltece en el exterior, también tiene su eco en el contexto urbano nacional, en particular, en el caso del Cauca. A pesar del dominio histórico institucional del gremio, en manos de dirigentes vinculados con el llamado “Cinturón Cafetero”, con los cafés especiales apenas se vislumbran otras posibilidades económicas que igualmente dejan perfilar la gran diversidad social y cultural que alberga nuestro país. Es posible que a futuro estas posibilidades no dependan exclusivamente de períodos críticos en el ciclo productivo del café y que su consolidación parta más bien de un reconocimiento de los valores locales y regionales que muchas familias ignoradas siguen aportando a la llamada “cultura cafetera”. .

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El "gallinazo" en la escuela. Violencia doméstica y construcción social de la m a s c u l i n i da d a l p i e d e l pá r a m o d e S u m a pa z S antiago Á lvare z *

alvaresantiago@hotmail.com IDES-IDAES- Universidad Nacional de San Martín, Argentina RESUMEN Este texto analiza la relación entre la violencia doméstica y las ideas

y prácticas que construyen socialmente a un hombre en un pueblo campesino enclavado al pie del páramo del Sumapaz, en los Andes colombianos. Observando el comportamiento masculino, se describe cómo la violencia, la agresión, el arduo trabajo agrícola, el alcohol, el control del hogar y las aventuras extramaritales expresan la fuerza y el poder que se transforma en respeto. Pues así como el campesino rico y maduro en años es visto como un hombre poderoso y respetado como tal, el campesino joven y pobre, en cambio, es agresivo porque se ve obligado a mostrar su fuerza para poder ser considerado socialmente. En tanto, en una comunidad donde las relaciones de poder son inestables y fluidas, la violencia es utilizada para construir una persona. En definitiva, la agresión, la competencia, el reconocimiento social y el respeto por ser una persona poderosa son elementos centrales de la construcción social de la masculinidad. Sin embargo, las acciones a las que niños y mujeres se ven sometidos no son percibidas como violencia, sino como problemas internos de cada pareja o familia. De hecho, aun cuando las mujeres se quejan y protestan de los golpes recibidos, ellas se resignan y no denuncian a sus maridos en el juzgado. Y es en este sentido que el autor señala una dificultad: la denominación de un comportamiento al que los actores no conceptualizan de igual forma que el investigador. Un comportamiento que no es negativizado por los actores, quienes encuentran otras estrategias para enfrentar las acciones violentas. PAL AB R A S C L AVE:

Masculinidad, construcción social de la persona, violencia doméstica, campesino. * Profesor del programa de Postgrado en Antropología Social, IDES-IDAES- Universidad Nacional de San Martín, Argentina.

a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 141-155 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n er o d e 2 010 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : M AYO d e 2 010

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abstracT This

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text analyses the relations

RESUMO O

presente texto analisa a relação

between domestic violence and ideas and

entre a violência doméstica e as idéias e

practices that produce the social construction

práticas que constroem socialmente a um

of what a peasant man has to be in a town

homem num vilarejo campesino situado

at the foot of the Páramo of Sumapaz in

ao pé do páramo de Sumapaz, nos Andes

the Colombian Andes. Observing the male

Colombianos. Observando o comportamento

behaviour, the author describes how violence,

masculino, descreve-se como a violência,

aggression, the hard work of the land,

a agressão, o árduo trabalho agrícola, o

alcohol, the control of home and extramarital

álcool, o controle da casa e as aventuras

adventures expressed force and power that is

extraconjugais expressam a força e o poder

transforms in respect. In this fashion, the rich

que vira respeito. Assim como o camponês

and mature peasant is considered a powerful

rico e maduro em anos é considerado um

man and respected as such. In contrast, the

homem poderoso e respeitado, o camponês

young poor peasant, you have to be excessively

jovem e pobre, em troca, é agressivo porque é

aggressive because he is obliged to show his

obrigado a mostrar a sua força para poder ser

might in order to be considered and respected

socialmente considerado. Em tanto, em uma

socially. In a community where the power

comunidade onde as relações de poder são

relations are unstable and fluid, violence

instáveis e fluidas, a violência é usada para

is used to construct a self. Aggression and

construir uma pessoa. Finalmente, a agressão,

competition are central elements in the social

a competência, o reconhecimento social e o

construction of masculinity. In spite of this,

respeito por ser uma pessoa poderosa são

the aggressive actions against women and

elementos centrais da construção social da

children are not perceived as violence but as

masculinidade. Sem embargo, as ações em

internal problems of any couple or family. In

que as crianças e mulheres são submetidas

fact, when women protest for the beatings they

não são percebidas como violência, mas

do it internally and do not put these matters in

como problemas internos de cada casal

the legal system. In this way, the author show

ou cada família. De fato, ainda quando as

as to difficulty: the perception of to behaviour

mulheres reclamam e protestam dos golpes

is seen in a different way by the observed

recebidos, elas resignam-se e não denunciam

and by the researcher. These behaviours are

seus maridos ante o tribunal. É neste sentido

not stigmatised by actors, find that the other

que o autor realça uma dificuldade: a

strategies to deal with violent actions.

denominação de um comportamento ao que os atores não conceitualizam de igual forma que o pesquisador. Um comportamento que não é considerado negativo pelos atores, quem encontram outras estratégias para enfrentar as ações violentas.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Masculinity, social construction of a self,

Masculinidade, construção social da pessoa,

domestic violence, peasant.

violência domestica, camponês.


El "gallinazo" en la escuela. Violencia doméstica y construcción social de la m a s c u l i n i da d a l p i e d e l pá r a m o d e S u m a pa z Santiago Álvare z

“H

a c e r s e h o m b r e ”, como diría David D. Gilmore, es un proceso sorprendentemente común en infinidad de sociedades. Él se pregunta por qué en tantos lugares se les pide a los varones que “actúen como hombres” que “sean hombres” (Gilmore, 1994: 21). Si bien, en general, podríamos decir que estas construcciones sociales promueven la agresión masculina y esterilizan la femenina, algunas culturas acentúan esto más que otras. En este artículo, me propongo discutir las relaciones existentes entre la violencia doméstica y las ideas y prácticas que construyen socialmente a un hombre en un pueblo campesino colombiano de los Andes surorientales. Esta comunidad –que he denominado “Nómeque” para no expresar su nombre real–1 se encuentra enclavada en el altiplano cundiboyacense, al pie del páramo de Sumapaz, a menos de cien kilómetros al sudeste de Bogotá. En el momento de mi investigación, estaba habitada por unas tres mil personas. Mi trabajo de campo fue realizado entre fines de 1994 y principios de 1996 y supuso una larga estadía de quince meses en la localidad. Posteriormente, en 2004, volví a visitar el lugar por un breve lapso (ver Álvarez, 1999, 2004, 2008). ¿Cómo se construye socialmente un hombre? Henrietta Moore afirma que “los discursos sobre sexualidad y género construyen a las mujeres y a los

1 Los nombres de las localidades y de sus habitantes han sido cambiados a fin de preservar el anonimato de las personas con que me relacioné en el campo.

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hombres como diferentes tipos de personas […] El hecho interesante acerca de estas construcciones es que sólo tienen una muy tangencial relación con las conductas, cualidades, atributos e imágenes de sí mismos de mujeres y hombres individuales” (Moore, 1994: 138). La masculinidad es un proceso complejo de construcción personal en relación con otros que significa al mismo tiempo confrontar representaciones culturales, no siempre homogéneas, de lo que un hombre debe ser (ver Wade, 1994: 115). En Nómeque, violencia y agresión son centrales en este complejo proceso de construcción de la masculinidad. Las diferencias en el trato entre hombres y mujeres comienzan desde el nacimiento. Los bebés, de acuerdo con una tradición común a muchas culturas, son vestidos en distintos colores en relación con su sexo (rosa para las mujeres, celeste para los varones). Esto ayuda a identificar claramente el sexo de los bebés y a darles un trato particular. Cuando un niño puede caminar y hablar, las diferencias entre hombres y mujeres en el proceso de socialización se incrementan. Marcos, un chico de cuatro años que vivía cerca de mi casa, era visto por algunos vecinos como un niño de conducta descontrolada. Constantemente desaparecía de la mirada de su madre y entraba en diferentes tiendas pidiendo dulces de regalo o incluso, a veces, tomándolos sin permiso y escapando a la carrera. Marcos arrojaba piedras a los pájaros y a los perros. Durante la Nochebuena jugaba arriesgadamente con fuego. Desde mi posición “etic” de observador externo sentía una cierta angustia al notar que Marcos no era reprendido por sus mayores. Antes bien, los adultos que eran víctimas de sus travesuras sonreían y comentaban divertidamente sus actitudes predatorias. Para ellos se trataba de un joven macho en crecimiento, que expresaba libremente toda su vitalidad y energía. En contraste, la hermana de Marcos era una chica muy tranquila y sumisa que ayudaba, a pesar de tener apenas cinco años, a su madre en sus labores domésticas. La conducta de Marcos no sólo no era objeto de condena sino que era alentada y promovida por sus parientes masculinos. Al mismo tiempo, nadie consideraría esa conducta como adecuada para su hermana. Uno de mis informantes se sentía muy orgulloso de contarme que cuando su hijo tenía solamente 13 años y estaba en el primer año de la escuela secundaria, dos chicas se pelearon por él en la escuela. El director lo llamó y le dijo: “Arquímides, qué vamos a hacer cuando usted llegue al quinto año, ya es el ‘gallinazo’ de la escuela”. Arquímides respondió: “Bueno, si me buscan, me toca quererlas”. El director se rio de esa frase y no lo castigó por su conducta; en todo caso, de acuerdo con mi informante, éste era un problema de las mujeres que se peleaban por él. Arquímedes era el orgullo paterno, incluso teniendo en cuenta que mi informante era evangélico y tenía una conducta de vida disciplinada, dado que ni bebía alcohol ni se peleaba físicamente.


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Desde temprano, a los hombres se les enseña a hacer trabajo duro afuera del hogar, en los campos. Los hijos varones de los campesinos frecuentemente abandonan la escuela a los 9 o 10 años, que es cuando su trabajo rural es considerado valioso para la economía del hogar. Las niñas, en cambio, ayudan en la casa pero siguen frecuentando la escuela. En este sentido, es paradójico que una ideología que privilegia el vigor y la capacidad masculina de realizar tareas duras ocasione que las mujeres tengan una mayor escolarización que los hombres en las áreas rurales. Las niñas trabajan en el ámbito doméstico cocinando y limpiando. Un hombre nunca cocinará si hay una mujer que lo haga por él. Es más, una mujer no dejará que un hombre ponga tan sólo un pie en la cocina. Los hombres sólo preparan ocasionalmente asados afuera en una fiesta de comensalidad entre amigos. Sobre hom b r e s b e b i e n d o , s o l id a r i d a d , competici ó n y a g r e s i ó n Peter Wade, en “Man the Hunter” (el hombre cazador), describe las identidades y relaciones de género existentes en las áreas costeras colombianas del Atlántico y del Pacífico (Wade, 1994: 115-137). Encuentra en esas regiones dos discursos contrastantes de masculinidad. Por un lado, el “hombre parrandero”, que está constantemente divirtiéndose y bailando con varias mujeres y bebiendo con sus amigos; por el otro lado, el padre y marido responsable. En opinión de Wade, un hombre exitoso debe tener un equilibrio balanceándose entre estas dos ideas contrastantes, asegurándose la sumisión de su mujer a sus intereses (ver Moore, 1994: 152). Obviamente que esta sumisión no existe sin conflicto. En Nómeque, los hombres trabajan en los campos y salen a beber con sus amigos. Tomar alcohol con los amigos es la principal actividad social de éstos en el pueblo. Durante los fines de semana es muy común ver a una mujer con sus hijos tratando de ayudar a su hombre completamente borracho a regresar a casa. Los campesinos beben juntos grandes cantidades de cerveza y aguardiente de caña. El hombre gasta en bebidas el dinero que gana en los campos. Sale con amigos y se sientan en grupo. Si un miembro del círculo ofrece una ronda de aguardiente o cerveza, los otros se sienten en el deber de brindar también más rondas. A cada rato aparece un amigo más, a quien le será ofrecida una ronda y quien ofrecerá otra. Durante mi trabajo de campo, apenas podía volver a casa después de estas sesiones de bebida y me era casi imposible escribir un par de líneas coherentes sobre ellas hasta la mañana siguiente, cuando gran parte de la información se me había olvidado y un intenso dolor de cabeza me taladraba sin piedad. El hermano de Claudia García es “un trabajador duro cuando no está borracho”. Puede beber durante varios días seguidos si ha trabajado lo sufi-

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ciente para conseguir el dinero para hacerlo. Cuando esto es así, llama a sus amigos y beben juntos. Claudia está siempre asustada cuando su hermano está fuera de la casa y alguien llama a la puerta, porque casi siempre significa que trae malas noticias sobre su hermano, y cree que un día le dirán que ha muerto. Una vez quedó herido gravemente en el cuello por un machetazo de un marido celoso que lo encontró con su mujer. En otra ocasión fue arrojado de un bus en movimiento porque estaba borracho, se había puesto pesado y la gente quería deshacerse de él. Había insultado a todo el mundo. Al caer, golpeó con su cabeza el pavimento y casi se muere. Claudia dice que su hermano es pacífico porque no usa pistolas, “Sólo lleva cuchillo”. Trabaja en el mercado cargando bultos de papas. Cuando no está borracho es extremadamente tímido. Claudia está segura de que su hermano no se casará. “¿Quién va a querer casarse con un borracho?”. Piensa que hizo mucho por él pero que todo fue en vano. Una vez ella le sugirió unirse a alcohólicos anónimos pero luego del primer encuentro entró en una tienda y comenzó a beber. En otra ocasión su hermano le dijo que se había convertido a una iglesia evangélica y que no iba a beber de nuevo, pero una semana más tarde ya estaba borracho de nuevo. Nelly es una madre joven de 21 años. Trabaja en una pequeña tienda, donde gana muy poco dinero. Tiene una hija de seis años con Roberto, quien estuvo trabajando en la municipalidad. Nelly se quejaba porque el alcalde y sus colaboradores eran todos grandes bebedores y todos los días terminaban borrachos después o incluso durante las horas de trabajo. Luego de las elecciones, que tuvieron lugar seis meses después de mi llegada, el alcalde perdió su puesto. Roberto fue echado y comenzó a trabajar como chofer de los autos que van hasta la cuidad. Probablemente a consecuencia de sus problemas laborales, incrementó su consumo de alcohol. Una vez bebió tres días seguidos. En otra ocasión, Nelly estaba muy enojada y necesitaba desesperadamente dinero para comprarle a su hija la ropa para ir a la escuela. Los maridos no necesitan discutir con sus mujeres el uso que le dan a su dinero. Lo mismo sucede con el dinero que ganan las mujeres, pero estas tienen generalmente menos dinero en sus bolsillos (ver Reichel-Dolmatoff, 1961: 191). Finalmente, Nelly resolvió el problema obteniendo un adelanto en la tienda en donde trabajaba2. Otra fuente de conflicto entre Nelly y Roberto eran las continuas aventuras extramaritales de éste. Nelly sabía que una chica de la Alcaldía era su amante. Ella tenía una mejor posición pero no estaba interesada en tener una relación estable con él. Nelly se refería a ella como esa desvergonzada. Roberto y su amante generalmente dejaban la municipalidad juntos y él regre2 “A wife often borrows money or food, or buys dresses, without the knowledge of her husband, and frequently a woman will also sell dresses or household utensils behind the husband’s back” (Reichel- Dolmatoff, 1961: 191).


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saba tarde a casa. En esas ocasiones Roberto golpeaba a Nelly con particular saña si ella expresaba rabia contra él. Don Demóstenes Riquelme, una figura patriarcal en sus sesenta años, me contó que cuando era muy joven: Le daba mucho al trago. Desde aquí hasta la montaña acostumbraba ir con un primo parando en cada tienda por un trago. Una vez estábamos tan bebidos que decidimos ir a pescar a la medianoche. Me caí en el río y casi me hielo del frío pero volvimos al río y seguimos dándole al trago hasta la mañana. Por esa razón no puedo caminar bien con mi pierna derecha. Otra vez alguien me dio brandy que yo no conocía, y eso me hizo muy agresivo y quería tirar las paredes. Pero en esa ocasión no era mi culpa, era ese brandy que me dieron.

Olivia Harris describe una situación comparable en el norte de Potosí, Bolivia: “estaba borracho, no sé lo que tenía dentro de mí” (Harris, 1994: 52). Don Demóstenes Riquelme contó esa historia mirando a su mujer, que asentía con un gesto triste. Resultaba obvio para mí que en esa ocasión ella había sufrido las consecuencias de esa borrachera. Un hombre completamente borracho pasa con facilidad a la violencia física. La violencia doméstica, como se ha afirmado en varias etnografías andinas, es a menudo inducida por el consumo de alcohol (Harvey, 1994: 67; Babb, 1989: 138). De hecho, el alcohol está también presente en gran parte de la violencia cometida fuera de la casa. Como Olivia Harris apunta, “Toda la violencia se libera en el estado liminal de la embriaguez, cuando la vida de todos los días se suspende y las inhibiciones normales bajan” (Harris, 1994: 49). U n hombr e p o d e r o s o Habíamos visto que para Wade un hombre debe equilibrar su lado parrandero con su lado familiar; para lograrlo, debe contar con los recursos necesarios (Wade, 1994: 115-137). En Nómeque, un campesino maduro rico es visto como “poderoso” y respetado como tal. Un hombre joven pobre es usualmente extremadamente agresivo porque se ve obligado a mostrar su fuerza para poder ser considerado en la comunidad. Wilson es el hijo más joven de una familia en conflicto, en donde el padre y marido ausente continúa teniendo peleas con su esposa. Wilson ha sido protegido por su madre de las constantes palizas que recibía de sus ocho hermanos mayores. Su familia es muy pobre y viven en arriendo en una pequeña cabaña de madera en las afueras del pueblo, en donde viven juntos y hacinados en dos habitaciones. Wilson tiene una personalidad compleja, ya que puede ser extremadamente violento, aun con sus amigos, especialmente cuando se siente provocado y necesita expresar que no va a permitir provocación alguna. Aparte de ello, es una persona calmada y agradable la mayor parte del tiempo.

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En una comunidad en donde las relaciones de poder son inestables y fluidas, la violencia es utilizada para construir una persona. Siendo agresivo, un hombre joven es temido y, más adelante, puede tal vez obtener respeto. Por otro lado, las mujeres prefieren a los hombres maduros y poderosos, en vez de a los inmaduros y débiles. Un hombre poderoso es aquel que no es controlado por ninguno y ejerce un efectivo control sobre su mujer y sus hijos.

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La constr u c c i ó n s o c i a l d e l a m u j e r La agresión no aparece como un aspecto relevante en la construcción cultural de la feminidad en Nómeque. Cuando las mujeres me comentaron sobre sus vidas percibí en sus ideas de feminidad dos aspectos contrastantes: el cuidado de los hijos y el mantenimiento del hogar, por un lado, y el acento en la belleza y en la seducción para atraer sexualmente, por el otro. El primero puede ser obviamente relacionado con racionalidad y seguridad, el otro, con peligro e irracionalidad. Las mujeres jóvenes están interesadas en la organización y administración de sus hogares. Están abiertamente preocupadas acerca de cómo una pareja hipotética o real trabajará, cuánto dinero hará, cuánto de ese dinero entrará al hogar, cuánta seguridad obtendrá para ella y para sus hijos. Una mujer madura está a cargo de la economía de la casa y es también responsable de la crianza de los hijos. Ella, de hecho, administra los escasos recursos en circunstancias a menudo difíciles. Prácticamente cada casa posee un jardín en el fondo, en donde se crían algunas gallinas y pavos; a veces poseen también cerdos o incluso una vaca lechera, a la que se hace pastar en los caminos cercanos. Algunos árboles frutales, especialmente morales y brevales, dan frutos varias veces en el año. Las mujeres están a cargo de estos recursos, del dinero que obtienen de su propio trabajo y del que su pareja les provee. Una mujer que es buena administradora de su hogar no es sólo muy apreciada socialmente sino que además es una persona muy independiente. Como ya hemos visto, las niñas tienen en general más educación formal que los niños; las familias campesinas invierten más dinero en la educación de las mujeres que en la de los hombres. Ayudar a que sus hijas se transformen en maestras de escuela, enviándolas a la Escuela Normal, es un objetivo de muchas familias campesinas que ven en esa profesión una excelente forma de reforzar la economía familiar y la consideran muy respetable para las mujeres. Esta diferencia en la educación formal tiene tristes consecuencias para muchos campesinos: las mujeres jóvenes a menudo se refieren a hombres más educados y desdeñan vivir en las montañas, donde no hay ni luz eléctrica ni confort alguno. Tratarán de encontrar una pareja que pueda mantener una casa en el pueblo. La escasez de mujeres para casarse en la comunidad refuerza los sentimientos de resentimiento y agresión de los campesinos pobres.


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¿Cómo se entiende que las mujeres pasen más tiempo en el sistema educativo que los hombres? Este fenómeno tiene muchas explicaciones. Los niños parecen ser más útiles en el trabajo desde temprana edad. Por ejemplo, los chicos campesinos empiezan a trabajar en los campos cuando tienen 9 o 10 años. Son especialmente requeridos para cuidar el ganado. Como los niños están culturalmente preparados para hacer trabajos duros, muchas veces no están bien dispuestos para las tareas escolares (ver Krohn-Hansen, 1990: 90-91). Por otro lado, las mujeres fueron enseñadas a obedecer y a usar sus manos para realizar manualidades. Por eso pueden aceptar la disciplina escolar más fácilmente. Como don Maximino Morillo me decía: “Con la gente que no está hecha para el estudio, que no quiere estudiar, es mejor no pagar por sus estudios. Déjeles terminar el quinto año [de la escuela primaria] y mándelos al campo a trabajar”. Ya vimos que muchos campesinos poco educados formalmente tienen enormes dificultades para encontrar esposa. La mejor educación de las mujeres produce tensiones entre los géneros. M asculin i d a d e s a l t e r n a t i v a s Esta práctica agresiva de masculinidad no es la única conducta perceptible en la comunidad. Sin embargo, esto no significa que masculinidades marginales sean iguales en valoración a la masculinidad hegemónica percibida. Como Henrietta Moore dice: Sería un error, sin embargo, representar el proceso de tomar una posición subjetiva como una mera elección. Por algún motivo, la contextualización histórica de los discursos significa que no todas las posiciones subjetivas son iguales: algunas posiciones llevan una mayor recompensa social que otras y algunas son sancionadas negativamente. (Moore, 1994: 150)

Las conductas homosexuales masculinas tienen en la comunidad una percepción menos negativa de la que uno esperaría de una sociedad estigmatizada habitualmente como machista. En algunos casos, la conducta homosexual puede ser también una estrategia exitosa para salir del círculo de la violencia y de la competición masculinas. Me sorprendí al encontrar, en dos casos y en dos familias diferentes, hermanos mayores famosos por su violencia con hermanos menores homosexuales. El hermano menor de Danilo Hurtado, un famoso asesino, era homosexual. El hermano menor de Mariano Rodríguez, otro asesino reconocido, era también homosexual. ¿Es la homosexualidad la otra cara de la moneda de estas conductas violentas masculinas? La comunidad asocia a los homosexuales con las mujeres, y se espera de ellos un comportamiento no agresivo. Los hombres en competencia no buscan atacar a

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los homosexuales y, salvo por algunas bromas en las que expresan su superioridad y desdén, no aparentan preocuparse por el comportamiento homosexual. Siendo hermanos de asesinos famosos, estaban bien protegidos, y muchos hombres preferían probablemente evitar problemas con ellos. De hecho, otros hombres no consideran a los homosexuales como hombres “reales” y hacen constantes bromas acerca de esto; sin embargo, nadie expresa un odio explícito hacia ellos. En este contexto, la homosexualidad podría aparecer también como una estrategia de construcción de una identidad masculina no agresiva. El sacristán, en un modo más sutil, era también homosexual, y también lo era un hombre más joven que colaboraba con él en la parroquia. En estos casos es posible pensar que la iglesia representa también un campo no violento y neutral. Ser homosexual es también estar fuera de la competición agresiva por el poder. Como Henrietta Moore anota:

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Mientras los discursos no dominantes ciertamente proveen posiciones subjetivas y modos de subjetividad que pueden ser individualmente satisfactorios y desafiar o resistir los modos dominantes, esos individuos que desafían y resisten los discursos dominantes sobre género e identidad de género frecuentemente encuentran que lo hacen a expensas de poder social, aprobación social e incluso beneficios materiales. (Moore, 1994: 150)

Sin embargo, como hermano de un asesino, practicar ese ideal agresivo extremo de masculinidad es también hacerlo asumiendo un riesgo, ya que muchos de ellos mueren asesinados. Los hermanos de los asesinos ya tenían en sus respectivas familias a alguien que luchaba violentamente para alcanzar el ideal hegemónico de masculinidad. Ser tan agresivos como sus hermanos era también difícil y riesgoso, ya que podían ser objeto de venganzas. Siendo homosexuales, quedaban fuera de la pelea por el poder social pero también de los riesgos que ésta implicaba. La lucha p o r e l c o n t r o l d e l h o g a r Los maridos se ven envueltos en una agresiva disputa por el poder contra sus esposas, contra sus suegras e, incluso, contra sus propios hijos. La familia de Karina está centrada en la madre (matrifocal), en conflicto con padres ausentes. Karina era una chica de 14 años, la mayor de tres hijos. Su padre dejó la casa luego de una discusión en la que le pegó duramente a su mujer. Karina me comentó: “Mi padre solía pegarle a mi madre. Una vez traté de separarlos y mi padre me tiró por las escaleras. Desde entonces tengo un pie lastimado y no camino bien”. El hermano más grande defendió a su madre y peleó físicamente con su padre. Los hijos mayores a menudo se oponen a sus padres apoyando a sus madres y compitiendo por el rol masculino en el


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hogar. Nola Reinhardt describe estas relaciones conflictivas entre el hijo mayor y su padre o padrastro. Para ella, este conflicto también explica parcialmente la migración hacia las ciudades: Una de las motivaciones de la migración de hombres jóvenes a las ciudades durante el siglo XIX fue el empuje hacia afuera de las relaciones patriarcales en el hogar de origen. Estas presiones pueden ser más fuertes en el caso de los hijos mayores, y, no casualmente, en ambos hogares los hijos mayores se transformaron en vagabundos (así como en bebedores a temprana edad). (Reinhardt, 1988: 121)

Volviendo al ejemplo de Karina, luego de este incidente, los chicos cuidaron de su madre, impidiéndole al padre retornar a la casa. La madre, que no se quería separar de él, finalmente se decidió a hacerlo. El padre de Karina se mudó a otro pueblo, donde comenzó una nueva relación con una mujer más joven, de la que tuvo un hijo. Más adelante también abandonó a esta mujer para establecer una nueva relación: “Sé que ahora tiene otra china”. El padre de Karina no considera su deber proveer a su familia con dinero. Argumenta que se vio obligado a irse y que entonces la culpa es de su mujer. Volvió una vez y dijo que pagaría si lo aceptan de nuevo en la casa. La madre de Karina sólo tiene trabajos esporádicos. Sus chicos trabajan por muy pocos pesos durante las vacaciones de verano. Karina trabaja en una tienda, ocho horas por día, ganando el equivalente de treinta dólares por mes. Sin embargo, si se tienen en cuenta las ganancias de la tienda, se ve que difícilmente los dueños podrían pagarle más. Aparentemente, la conducta de Karina tendería a reproducir el mismo tipo de estructura familiar. Aconsejada por su mejor amiga, Karina sale con un hombre cercano a los cuarenta años. La mayoría de sus amigos son conductores de autos entre el pueblo y la ciudad, hombres en sus cuarenta que en la mayoría de los casos ya tienen mujer e hijos. Otro caso similar es el de la familia de Claudia García. Su familia es sumamente pobre, según Claudia, porque su padre era borracho y los dejó en la miseria. Murió hace ya cuatro años. En opinión de Claudia, él nunca hizo nada para mejorar la posición de la familia. “Tuvo algunas oportunidades”, me dijo, “varias veces, pero simplemente no lo quería hacer”.

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V iolencia d o m é s t i c a Dijiste que no te quiero porque no te he dado nada, acordate la paliza que te di esta madrugada. Canción popular

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Las tensiones en la esfera doméstica a menudo terminan en agresión. Las mujeres y los niños son constante objeto de la violencia doméstica. Sin embargo, estas acciones no necesariamente son percibidas como violentas por la comunidad. Son problemas internos de cada pareja o familia. He percibido con frecuencia las consecuencias de algunas de estas peleas en los rostros de las mujeres de Nómeque. Doña Romualda, una mujer muy pobre que trabaja vendiendo “lechona” (cerdo frito), era constantemente golpeada por su marido, y pude ver sus moretones en numerosas oportunidades. Estos conflictos y, especialmente, la forma agresiva de resolverlos no son exclusividad de las clases sociales más bajas. Un miembro de la municipalidad, Gladys Fernández, estaba casada con un comerciante de buena posición llamado Morales. Durante el tiempo de mi trabajo de campo su marido tenía una relación con otra mujer. Una noche, cuando volvió muy tarde y muy borracho a su casa, tuvieron una pelea terrible. Como llegó borracho, ella no lo dejó entrar. Él montó en cólera y la amenazó de muerte e incluso también dijo que iba a matar a su hija y a suicidarse si no se le permitía entrar en la casa. Luego de ingresar por la fuerza, ella decide escapar con su hija y le piden refugio al cura en la casa parroquial. A las dos de la mañana el sacerdote las lleva en auto a la casa de su madre, en Sutagao, la ciudad más cercana. En numerosos casos, hombres borrachos que vuelven a sus casas, a veces después de dos o tres días de borrachera continua, generan conflictos que a menudo terminan con violencia ejercida contra sus mujeres o hijos (Wartenberg, 1992: 415; Harvey, 1994: 83-85). Las mujeres, si bien protestan contra estas conductas, luchan por recobrar a sus queridos de los brazos de otras mujeres y procuran olvidar las golpizas. En muchos casos, las mujeres se quejan de ser golpeadas por sus maridos cuando éstos están viendo a otras mujeres (Bohman, 1984: 232-233; Wade, 1994: 132; Wartenberg, 1992: 415). He encontrado aceptación y resignación en las mujeres en relación con las golpizas producidas por sus maridos (ver Olivia Harris, 1994: 60). Para Wade, la violencia ejercida contra la mujer por parte de los maridos es inducida por su falta de control sobre su amante, que se transforma en odio y agresión contra la pareja que está bajo su control (Wade, 1994: 132). Norma, una mujer al final de sus treinta años, descubrió por casualidad quién era la amante de su marido. Ese mismo día golpeó a la puerta de


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la amante, la insultó y la amenazó de muerte. Las dos mujeres lucharon físicamente y debieron ser separadas por los vecinos. Al enterarse, su marido la castigó duramente por esta acción (ver Bohman, 1984: 233). La persona a cargo del juzgado de Nómeque (la jueza lo abandonó luego de ser objeto de amenazas por parte de la guerrilla), que tiene jurisdicción sobre agresiones y delitos menores, me dijo que muchas mujeres han ido a su oficina para hablar acerca de los golpes que han recibido. Pero que prácticamente ninguna denuncia a sus maridos. Los hijos e hijas son también objeto de la violencia de sus padres. En una ocasión, en la visita a una casa muy pobre en compañía del veterinario que había ido a curar a un cerdo, me mostró una chica con un brazo quemado. “Seguramente la castigaron”, me comentó en voz baja. Don Fermín Chaves era un comerciante que, muchos años atrás, había sido miembro de la guerrilla y amigo de Juan de la Cruz Varela, el legendario líder campesino del Sumapaz. Un día lo encontramos muy triste, y Presentación, una de mis informantes clave, le preguntó sobre cuál era su problema. Respondió que se sentía culpable porque había golpeado a una de sus hijas duramente con su cinturón. Presentación me comentó luego que Don Chaves acostumbraba golpear severamente a sus hijos cuando cometían faltas, pero que los amaba mucho. “Se siente muy orgulloso de caminar por el pueblo con sus hijas al lado”. C onclusio n e s Hacerse hombre en Nómeque supone asumir y practicar una construcción social agresiva de la masculinidad. Esta construcción, que divide de modo contrapuesto a hombres y mujeres y que se inicia desde el nacimiento, promueve una actitud masculina predatoria. Los hombres viven fuera de la casa, bebiendo y divirtiéndose fuera de ésta. Al mismo tiempo, la necesidad de control del hogar por parte del hombre ausente produce tensiones y agresiones. Los hijos tienen violentas disputas con sus padres en defensa de sus madres. Los conflictos entre maridos y esposas a menudo incluyen agresión física. Las mujeres y sus hijos son objeto de violencia doméstica, si bien ésta no es percibida como tal por la comunidad. Las mujeres de origen campesino que tienen mayor educación formal que los hombres, particularmente las que se gradúan de maestras, desdeñan a los campesinos menos educados como parejas y desean contraer matrimonio con hombres de sectores urbanos. La agresión y la competencia son elementos centrales en la construcción social de la masculinidad en Nómeque. Hacerse hombre es lograr ser recono-

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cido como potencialmente violento y respetado como una persona poderosa. Sólo una homosexualidad abierta ofrece un camino hacia fuera de la competencia violenta por el poder. Es a partir de su feminización que los homosexuales quedan por fuera de estas disputas competitivas. Los hombres respetados, ricos y poderosos logran dominar su hogar y ejercer una violencia controlada. Ausentes temporalmente del hogar, embarcados en círculos de amistades masculinas con gran consumo de alcohol, la mayoría de los hombres de Nómeque deben, por el contrario, demostrar día a día su hombría y tratar de dominar a su mujer y a sus hijos ejerciendo sobre ellos una violencia constante y descontrolada. .

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Referencias

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L a i m porta nci a de h erv i r l a s o pa . M u j e r e s y t é c n i c a s culinarias en los Andes F r ancisco Pa z z arelli *

fpazzarelli@hotmail.com Museo de Antropología, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

RESUMEN

El objetivo de este trabajo es analizar el lugar que las

mujeres y sus técnicas culinarias tienen en los estudios antropológicos sobre los Andes. Consideramos que, mientras que el ofrecimiento y consumo de alimentos y bebidas ha sido el foco de muchos trabajos, la producción de comidas cotidianas (sopas) ha sido analizada de forma ocasional. Esbozamos, entonces, una propuesta que permita reinterpretar la producción cotidiana de comidas como instancias críticas en la definición de los espacios de poder femeninos.

PAL AB R A S C L AVE:

Mujeres, técnicas culinarias, cocina, comida, poder.

* Licenciado en Historia, Becario Doctoral de CONICET, realiza el Doctorado en Antropología en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), y desarrolla sus tareas en el Museo de Antropología de la misma casa de estudios. Su investigación se concentra en el análisis de prácticas de alimentación prehispánicas en el valle de Ambato (provincia de Catamarca, noroeste argentino), considerándolas como instancias de estructuración de modos de vida y relaciones sociales particulares, en un contexto de cambio y diferenciación social. Es dirigida por el Dr. Andrés Laguens.

a n t í p o d a n º 10 E N E R O - j u n i o d e 2 010 pá g i n a s 15 7-181 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : DICI E M B R E d e 2 0 0 9 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : AB R IL d e 2 010

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abstracT

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The aim of this paper is to

RESUMO

O objetivo deste trabalho

analize the position that women and their

é analisar a posição que as mulheres

culinary techniques have in anthropological

e as suas técnicas culinárias tem nos

studies in the Andean region. We consider

estudos antropológicos sobre os Andes.

that, while the offering and consuming of

Consideramos que, enquanto o oferecimento

food and beverages have been in focus in

e consumo de alimentos e bebidas

several works, the production of everyday

tem sido o foco de muitos trabalhos, a

food (soups) have been analyzed in very few

produção de comidas cotidianas (sopas)

occasions. We outline a proposal which will

tem sido analisada de forma ocasional.

permit the reinterpretation of the everyday

Apresentamos então, uma proposta que

food production, like critical instances in

permita reinterpretar a produção cotidiana

the definition of feminine power spaces.

de comidas como instancias criticas na definição dos espaços de poder femininos.

Key words:

PAL AV R A S - C HAVE:

Women, culinary techniques, kitchen, food,

Mulheres, técnicas culinárias, cozinha, comida,

power.

poder.


L a i m porta nci a de h erv i r l a s o pa . M u j e r e s y t é c n i c a s c u l i n a r i a s e n l o s A n d e s1 Fr ancisco Pa z z arelli

G

Introducción

de las mujeres campesinas-indígenas en los Andes se desarrolla en las cocinas. Se cocina para alimentar la familia, para cumplir con los trabajadores y para auspiciar festejos. Encienden el fuego, transportan leña, acarrean agua, pelan, pican, cortan, muelen, hierven, sirven. Desde niñas deben aprender a hacerse cargo de estas tareas. Aunque luego deban transformarse en asalariadas, nunca dejan de cocinar para sus familias. La literatura antropológica afirma que la mujer “despliega” su poder al ofrecer los platos en el almuerzo o la cena, pudiendo servir más o menos cantidad e incluso negando la comida. Pero este “despliegue” se vincula, r a n pa r t e d e l a v i d a

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1 Este trabajo se enmarca en una investigación de doctorado, actualmente en curso, que se concentra en el análisis de la cultura material asociada a prácticas de alimentación prehispánicas en el valle de Ambato (provincia de Catamarca, Noroeste Argentino, entre los siglos VI-XI de nuestra era). Es dirigida por el Dr. Andrés Laguens. Este texto también tiene su origen en una estancia de lecturas e invstigación realizada en el Instituto de Lengua y Cultura Aymara (La Paz, Bolivia), que fuera guiada por la Dra. Denise Arnold. 2 Este trabajo recorre variadas etnografías de la región de los Andes centrales realizadas en comunidades de campesinos-indígenas. Cada caso presenta particularidades (vinculadas a su devenir histórico, a sus relaciones con el mundo urbano y a sus formas de identificación étnica) y entendemos que la apelación a una categoría como campesinos-indígenas requiere de estas precisiones regionales e históricas. No obstante, en lo que respecta al estudio de la cocina y la alimentación, no todos los autores han reflexionado acerca de lo que suponen estas categorías de identificación étnica (aunque existen excepciones que aquí serán comentadas, como el trabajo de Weismantel [1994] en relación con los alimentos “blancos” e “indios”). Por lo tanto, aquí utilizaremos estos términos de manera indistinta, a sabiendas de que un trabajo de campo pormenorizado podría enriquecer notablemente nuestras apreciaciones.

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usualmente, al momento en que los hombres vuelven de los campos para alimentarse; se trata de un recorrido del que probablemente participó el antropólogo/a, que entonces observa cómo la comitiva espera ansiosa su plato, de manos de alguna de las mujeres de la casa. En estas relaciones se manifestarían las negociaciones que definen, en parte, las posiciones de poder y autoridad de las mujeres. El itinerario de este antropólogo/a imaginario nos ilumina sobre las múltiples dimensiones de los ofrecimientos de comida, pero es aquello que queda en los márgenes de esas descripciones lo que da origen a las preguntas iniciales de este trabajo: ¿Cómo fue hecha esa comida que la mujer reparte? ¿Cuáles fueron las técnicas particulares que desplegó en la cocina mientras los hombres -y antropólogos/as desplegaban otras, propias del trabajo en el campo? ¿Es que este “poder femenino” se produce y revela sólo mediante el ofrecimiento de los platos? Inspirado en estos interrogantes, este trabajo3 trata sobre las técnicas culinarias que ejecutan las mujeres en sociedades campesinas-indígenas andinas, intentando comprender cómo su descripción y análisis han formado parte (o no) de la manera en que la literatura antropológica ha interpretado la realidad bajo estudio. En general, los ofrecimientos de comida, junto con su consumo, han obtenido la atención de los analistas, mientras que los procesos de producción de platos cotidianos (tarea exclusivamente femenina) no siempre han sido problematizados. Si bien las técnicas culinarias son mencionadas en los textos, no se ofrece la densidad de descripción y análisis etnográfico que poseen, por ejemplo, los ámbitos de la producción agrícola o algunos eventos de comensalidad particulares. Nuestra propuesta, en consonancia con algunos autores, es la apuesta a un cambio en el eje de la discusión: cuestionar los análisis usuales que, entre la producción y el consumo, ubican las técnicas culinarias como medios que tienden a la consecución de platos y bebidas, para abordarlas como instancias críticas de producción de los espacios de poder de las mujeres. Para ello, presentamos un breve recorrido por la literatura antropológica de la región, junto con el análisis de algunos esquemas interpretativos que provienen de la antropología en la Amazonia. Los trabajos reseñados aquí revisten un carácter etnográfico/antropológico y se concentran en sociedades campesinas agrícolas de la denominada región andina clásica (Spedding y Colque, 2001: vii): regiones del altiplano central (Perú y Bolivia) de habla aimara y quechua, aunque también hemos incorporado ejemplos y referencias de otras regiones, como los Andes ecuatorianos o las tierras bajas bolivianas. 3 El origen de este texto es una estancia de lecturas e investigación realizada en el Instituto de Lengua y Cultura Aymara (La Paz), guiada por la Dra. Denise Arnold.


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Una revisión de este tipo requiere de algunas precisiones. Por un lado, en relación con aquello denominado sociedades campesinas-indígenas andinas. Si existe o no algo que pueda denominarse andino, como un conjunto de prácticas y valores comunes de reproducción continua en el tiempo, es algo que ya ha sido puesto en discusión (Spedding y Colque, 2001; Arnold, 2009). Pero la recurrencia de estudios que incorporan este supuesto, y utilizan ejemplos de comunidades distantes (en tiempo y espacio) para el análisis de situaciones consideradas homólogas, denota que, al menos en los textos, sí existiría un universo de prácticas semejantes; de alguna manera, esto propicia la construcción de este mundo andino (literario) compartido. En el caso de la producción de comidas, esto ha supuesto la apelación a esquemas de oposición, tales como seco/húmedo o cálido/fresco, como estructurantes en la definición de la cocina de los Andes en general. Hablar de mujeres requiere de advertencias similares. No somos ajenos a las discusiones sobre la producción del género, de las diferencias sexuales o sobre la validez de una categoría como campesinas-indígenas andinas; pero esto no siempre ha sido discutido en relación con las prácticas de alimentación. Las mujeres a las que aquí nos referiremos son, frecuentemente, aquellas madres, esposas, nueras, hijas o abuelas de los protagonistas (implícitos) varones de la mayoría de las etnografías. En ocasiones, incluso, su lugar en la cocina es referido como aquel al que las mujeres andinas se encuentran naturalmente destinadas, en función de los esquemas de complementariedad sexual hombre/mujer, supuestamente generalizados y compartidos. Existen, no obstante, algunas obras que trascienden estos enfoques, vinculando de manera sugerente a las mujeres con la producción o transformación de alimentos y la fertilidad (Arnold, 1996; Arnold y Yapita, 1998; Sikkink, 1994; Weismantel, 1994); estas ideas nos serán de suma utilidad aquí. 2. L a comi d a e n “ l o s An d e s ” La afirmación de que en los Andes “nada se come crudo” se encuentra en distintos análisis sobre la cocina y comida andinas (Archetti, 1992: 62-63; Vokral, 1991: 285; Weismantel, 1994: 194-96). Esto, que puede ser cierto para cualquier grupo humano (pues es raro que algo se ingiera sin tener algún tipo de procesamiento, como pelar, cortar o lavar) (Archetti, 1992: 62-63), en los Andes se relaciona con transformaciones muy recurrentes y repetitivas (pelar, picar, cortar, moler) y con un proceso de cocción en particular: el hervido. En algunas regiones, “cocinar” significa “hervir” (Weismantel, 1994:

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194; Spedding, 1994 4), y, generalmente, los alimentos se hierven cuando antes fueron procesados de maneras particulares: picados, cortados, molidos. Los alimentos hervidos permiten obtener el plato básico de la comida campesina diaria en todas las regiones referidas: la sopa (un plato “húmedo”, que suele servirse dos veces al día). Las sopas o “húmedos”, junto con los “secos” (que en los almuerzos y cenas se denominan y sirven en “segundo” lugar), conforman un esquema básico de la alimentación campesina. Por “sopa” aquí nos referimos a toda una gama de preparaciones que se consumen diariamente en los Andes y que se diferencian por sus texturas, sabores e ingredientes. Entendemos que cada uno de estos platos (fácilmente identificables en un recorrido por cualquier mercado de la región) puede vincularse a identidades regionales y hasta incorporar pequeñas variaciones en su elaboración, pero aquí elegimos no profundizar en estas distinciones, por dos razones: todos ellos comparten una estructura básica de elaboración (picado, molido, hervido) y son referidos por los distintos autores dentro de la categoría general “sopa” (a veces sin realizar demasiadas distinciones que nos permitan efectuar aquí un análisis comparativo pormenorizado). Por otro lado, los “secos” serán referidos sólo de manera complementaria, debido a que poseen relativa frecuencia en comparación con las sopas y no son indispensables en las estructuras de los almuerzos o cenas. Mientras que las mujeres siempre hacen sopas (todos los días, al menos una vez), los secos están reservados para momentos de disponibilidad de alimentos (y dinero) o para eventos especiales de la vida social. Incluso, cuando no hay secos o segundos la sopa se sirve dos veces. De todas maneras, es frecuente que los segundos se constituyan de alimentos que han sido hervidos. Otros secos los constituyen las harinas que se consumen solas o junto con infusiones, así como los alimentos tostados que se transportan a los campos o durante los viajes. Sopas y secos como platos finales (es decir, como comidas ya procesadas y cocidas) forman parte de distintos tipos de análisis. Por un lado, la ingesta de determinadas comidas, asociada a contextos familiares, rituales y festivos, ha sido considerada una instancia clave en la constitución de distintas subjetividades, reciprocidades o procesos de resistencia (Abercrombie, 1993; Allen, 1978; Canessa, 2006; Johnsson, 1986; Ossio, 1988; Weismantel, 1994). En estos trabajos ha sido frecuentemente constatada la importancia de ciertos platos y comidas en diferentes situaciones de la vida social. De la misma forma, existen abundantes análisis de las relaciones

4 En relación con un análisis de la comida paceña, Spedding (1993: 56) afirma que “‘Cocinar’, en general, es phayaña [en aimara], y parece tener como ideal central cocinar hirviendo los alimentos en una olla; incluye también las actividades de preparación (lavar, pelar y picar)”. Para el caso de Cotacachi [Ecuador], Camacho (2006) también señala que “cocinar” se refiere a la cocción y a los procesos previos de transformación de los alimentos.


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de comensalidad entre seres humanos y no humanos, a través de ofrecimientos rituales de alimentos (Allen, 1978; Contreras Hernández, 1985; Fernández Juárez, 1995; Isbell, 2005; Van den Berg, 1989). En algunos casos, se ha prestado especial importancia a las técnicas de los especialistas en la preparación de mesas rituales, así como a la vinculación de estas técnicas con la producción de comidas cotidianas (Fernández Juárez, 1995). Este foco en los platos finales y en las comensalidades hizo que el interés y el análisis de las relaciones de poder y de las prácticas políticas quedaran fuertemente vinculados a las instancias de consumo y ofrecimiento de alimentos. En cambio, sólo algunos trabajos proporcionan análisis etnográficos de relevancia sobre las instancias de producción de comidas cotidianas, entendiéndolas como locus de estructuración de modos de vida específicos y de negociación de relaciones sociales particulares (por ejemplo, Vokral, 1991, sobre una comunidad del altiplano boliviano-peruano y, especialmente, Weismantel, 1994, sobre una comunidad de la sierra ecuatoriana). Esta situación nos obliga a volver a interrogarnos sobre la afirmación que enunciamos anteriormente: si en los Andes nada se come crudo y es esencial que los recursos sean transformados de formas particulares, ¿cuál es el lugar que estas técnicas de transformación –las técnicas culinarias– tienen en los análisis antropológicos? 3. L as téc n i c a s d e t r a n s f o r m a c i ó n En una primera instancia, las técnicas de transformación podrían ser definidas como aquellas operaciones que permiten lograr cambios de estados en los recursos para hacerlos ingeribles. Por supuesto que las características de las operaciones, de las transformaciones deseadas y de lo ingerible difieren entre grupos, tiempos y contextos; en ello reside la especificidad de las técnicas (Mauss, 1971). No obstante, si nos concentramos en los textos y en las trasformaciones allí descritas, rápidamente observaremos que parecen tener objetivos diferentes a la sola producción de sustancias ingeribles. Los grandes ámbitos de la transformación de alimentos recurrentemente descritos en las etnografías andinas tienen dos fuentes principales: los productos de conserva y la chicha. La primera de ellas supone la deshidratación de tubérculos (y de carnes –charqui–, aunque es menos referida) mediante su exposición al sol y a las heladas en la región del Altiplano. La transformación reduce el tamaño y el peso de los tubérculos, elimina o suaviza su sabor amargo y los vuelve incorruptibles al paso del tiempo, convirtiéndolos en un producto estimado para los tiempos de escasez y para el intercambio (algunas descripciones de este proceso, en Allen, 1978: 206; Mamaní, 1978; Sikkink, 1994: 63; Van den Berg, 1989: 29; Vokral, 1991: 113). Este proceso de transformación, junto con sus resultados, ha sido relacionado con los ciclos vitales de circulación de energía y con el culto

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a los ancestros (Allen, 1978: 205-09; Gose, 2001: 168; Isbell, 1997: 291-92; Sillar, 1996), debido a la particular condición deshidratada que adquieren los tubérculos (secos, como los ancianos y las momias); pero también ha sido vinculado al cuerpo de los vivos, como un componente esencial de la dieta campesina para lograr cuerpos “resistentes” (Fernández Juárez, 1995: 120). Las técnicas de producción de chicha en los valles son otro ejemplo de importancia; y aunque muchos análisis se refieren a su consumo, otros se ocupan con bastante detalle de su proceso productivo (Camino, 1987; Cutler y Cárdenas, 1985; Muelle, 1978; Randall, 1993). En el caso de la chicha de maíz, las operaciones incluyen una selección cuidadosa de los granos, la producción de harina y distintas instancias de hervido, colado, decantado, mezcla y fermentación. La transformación supone el cambio del contenido de azúcar del maíz y el aumento de su concentración alcohólica. Al igual que en el caso anterior, las técnicas de producción de chicha han sido relacionadas con la circulación de flujos vitales y en vinculación con entes no humanos (Abercrombie, 1993; Gose, 2001; Randall, 1993). El trabajo de Randall (1993: 73), por ejemplo, se detiene en cada una de las etapas de producción para señalar cómo la ejecución de este proceso supone una recreación del cosmos andino. Por su parte, Gose (2001: 145) explica cómo esta transformación permite que las mujeres aporten a la constitución de los ciclos de circulación de la energía y de la fertilidad, del cual hacen parte el maíz, el agua, los cuerpos de las personas que beben y sus residuos (transformación que tiene como eje a la fermentación5). Por una razón u otra, sea por su relación con el almacenamiento a largo plazo o por su relación con el mundo de lo simbólico, las técnicas anteriores suelen ser de referencia constante en diferentes análisis. Sin duda, el objetivo en estas transformaciones excede la producción de sustancias ingeribles, por lo que nuestra primera definición de técnicas culinarias podría verse ampliada a aspectos tales como la organización de la economía doméstica, junto con la producción de determinados sentidos y significados. Son estas transformaciones (y no sólo las características intrínsecas de papas o maíces) las que permiten que los alimentos adquieran formas y estados particulares, a partir de los cuales pueden luego ser clasificados de manera homóloga a los muertos y antepasados o como parte de los flujos vitales. En otras palabras, la deshidratación y la fer-

5 “Las plantas cultivadas forman una mediación importante entre los vivos y los muertos [...] Así, agua y maíz parecen ser los dos componentes básicos de la vida, vitalidad pura e incorporación pura [...] Una vez que el agua ha sido absorbido y transformado por las plantas, sin embargo, ya no es una amenaza y hasta puede ser consumido, siempre que haya sido cocinado primero. Las sutilezas de esta transformación no son más aparentes en ningún lugar que en la producción de chicha [...] Una vez fermentada, la chicha todavía contiene los poderes vitalizantes del agua de riego y hasta puede ser atribuido con el poder de causar la germinación instantánea de semillas de maíz” (Gose, 2001: 145).


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mentación son presentadas como instancias que condensan y al mismo tiempo revelan múltiples aspectos de la economía doméstica y del mundo ritual campesino; esta característica permite inscribirlas dentro de los problemas clásicos de la antropología (asociados al mundo de lo simbólico y lo “sobrenatural”) y otorgarles por ello un tratamiento etnográfico denso. No obstante, en ninguno de estos procesos reposa la responsabilidad de la comida diaria: los tubérculos disecados se producen en invierno, luego de la cosecha y cuando las heladas son más fuertes, mientras que la producción de chicha se vincula, generalmente, con ocasiones especiales del calendario festivo6. ¿Cuáles son, entonces, aquellas transformaciones que suceden cotidianamente en las cocinas? ¿Acaso se trata de instancias que no condensan ni revelan aspectos de la vida campesina-indígena? 4. La prod u c c i ó n c o t i d i a n a d e c o m i d a s Una casa campesina muchas veces se reduce a una cocina: en esta habitación se desarrolla toda la vida diaria y es el locus de la producción de comidas diarias y festivas, que tienen como lugar central al fogón donde se cuecen los alimentos. Un supuesto generalizado es que la cocina es el centro de una casa, el fogón es el centro de la cocina y la mujer es quien da sentido a todo ello (algunas referencias a esto, en Weismantel 1994: 258, para Zumbagua, Ecuador; en Spedding 1994: 174. para los Yunkas de La Paz, y en Fernández Juárez 1995: 119, para la región alrededor del Titicaca del lado boliviano). El fogón y el fuego se encuentran íntimamente vinculados con las mujeres; de hecho, son ellas quienes los construyen en algunas regiones del altiplano (Vokral 1991: 139) y de las tierras bajas bolivianas (Spedding y Llanos, 1999: 133)7. En la imagen de una cocina con el fogón encendido, la mujer a su lado y la olla sobre el fuego se develan relaciones tan sólidas que todas las etnografías dedican al menos unas líneas para describir estas situaciones cotidianas, con las cuales los antropólogos/as terminan por familiarizarse en su convivencia 6 En algunas comunidades se consume diariamente y se produce para la venta; de todas formas, esto no supone que todas las unidades domésticas la produzcan con la misma frecuencia. 7 En las yungas de Bolivia, “la mujer siempre hace su propio fogón de barro (qhiri), elemento simbólico y a la vez práctico que la representa a ella en su rol doméstico y encarna su espíritu femenino, la qhiri awicha que es contraparte del espíritu guardián de la casa, el “kuntur mamani” (Spedding y Llanos, 1999: 133). Cuando se quiere expresar el odio por una mujer se destroza su fogón a patadas (Spedding y Llanos, 1999). Este vínculo también se expresa en un ejemplo que proporciona Allen (2002: 53-54), cuando un reciente viudo en Sonqo (departamento Cuzco) se lamenta por la pérdida de su esposa, ya que nadie más podrá encender el fogón ni hacer la comida en su casa. Otro análisis que remite a esta relación es el que presentan Arnold y Yapita (1998: 413) para la región de Qaqachaka (linde entre Oruro y Potosí), cuando describen las canciones al ‘fogón’ y al ‘techado’ que entonan las mujeres para que las llamas traigan paja para el techo y leña para el fogón, desde los lugares distantes de los cerros (donde habitan las fieras) hacia las casas, dominio de las mujeres.

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en el lugar8: el calor del fuego, el humo que lo inunda todo y el burbujeo de las ollas definen el espectro de sentidos que se mantiene toda la jornada, mientras las mujeres despliegan las técnicas aprendidas para procesar y transformar los alimentos en platos, generalmente calientes, que son el sustento, la “fuerza”9 de su familia (sensu Sikkink, 1994: 73). Las técnicas culinarias conforman un amplio abanico de opciones que se pone en práctica considerando necesidades, tiempos y gustos, aunque la apelación a determinadas formas de cortar o someter al fuego depende de modos y recetas aprendidas que se ejecutan repetidamente. No obstante, estas operaciones (junto con los gestos, objetos, alimentos y posiciones corporales que suponen) son descritas sólo de manera ocasional, y, dentro de ellas, las referencias a los procedimientos previos a la cocción son aún más escasas: sólo se detallan en caso de recursos amargos o tóxicos (como quinua o yuca) o de alimentos muy “sucios” (entrañas de animales). Estos procesos10 previos a la cocción refieren a acciones como lavar, limpiar, remojar (hidratar), secar, pelar, cortar, picar, moler, rellenar, cernir y batir. Algunos destacan por ser realizados de forma recurrente: todo lo que se cocina debe ser antes lavado, pelado, cortado, picado o molido (mientras que no todo se remoja, rellena o seca, por ejemplo). Los vegetales son sometidos siempre a estos procesos, mientras que las carnes se cortan en trozos mayores (aunque el charqui puede molerse)11. Son pocas las ocasiones en donde los alimentos se cocinan enteros; tal es el caso de los tubérculos asados (en hornos de barro) o el pescado en la sopa (como el karachi, en la sopa conocida como “wallaque” en la región alrededor del Titicaca). La reducción del tamaño (mediante picado, cortado o molido) parece ser una condición de casi cualquier plato. No existen trabajos que se interroguen por el sentido de estas operaciones, más allá de sus evidentes objetivos funcionales; sólo contamos con el sugerente análisis de Arnold (1996) acerca de pelado de las papas en el linde Oruro/Potosí.

8 Estas descripciones, que introducen a los lectores a un plano sensorial (el humo, el burbujeo, los sabores), parecieran tener el doble objetivo de describir los escenarios cotidianos de las mujeres campesinas, al tiempo que demostrar el estar allí del antropólogo, compartiendo los eventos más íntimos de sus informantes (Geertz, 1998). 9 Sikkink (1994: 73) expresa que en la comunidad de Condo, del departamento de Oruro, en Bolivia, “ cocinar es una extensión de las tareas de procesamiento de granos de las mujeres y de su rol de guardiana de las reservas (la base de la UD [Unidad Doméstica]). Procesar alimentos para las comidas y cocinarlas constituye una extensión inexorable de las tareas que las mujeres realizan en la lucha por sostener a sus familias. Pelar papas para la sopa y otros platos es la fuente de fuerza, la fuerza que permite a la gente trabajar” (Traducción del autor). 10 En otro trabajo (Pazzarelli, 2009) describimos en detalle cada una de las técnicas de cocción y precocción, precisando algunas diferencias regionales, objetos y recursos alimenticios involucrados. 11 “Esta forma de picar es general, aunque se practica particularmente en la sopa, las legumbres y otras preparaciones húmedas […] La carne, en cambio, rara vez es picada, y se sirve en grandes trozos” (Spedding, 1993: 54, para el departamento de La Paz, Bolivia).


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En este lugar, las cáscaras se vinculan al abono que colocan las mujeres al sembrar, a la placenta de la tierra que las recibe y a la sangre de los antepasados maternos; comerlas significaría comer esta sangre (una forma de canibalismo sólo permitido en determinados momentos del año), por lo que en la cocina diaria las papas deben pelarse de forma completa12 (Arnold, 1996: 219-222). Los procesos de cocción, en cambio, son mejor referidos que los consignados anteriormente. De las distintas formas reconocidas (tostar, asar, freír, al vapor), la que define a la cocina campesina es el hervido (y ya dijimos que en ocasiones el verbo “cocinar” se refiere a esta técnica). Hervir supone la cocción en un medio líquido, contenido en una olla, que se lleva al punto de ebullición (Hocquenghem y Monzón, 1995: 84). Hervir es hacer sopa, y para ello los alimentos deben estar molidos, cortados, picados y/o pelados. Se introducen de a uno, esperando que el anterior hierva (Vokral, 1991: 157). Esta incorporación individual define tiempos para cada producto (que hierven con distinta rapidez) y permite controlar el proceso de “espesado” característico de las sopas. A diferencia de otras formas de cocción (que se vinculan con productos particulares), todos los alimentos son plausibles de ser hervidos, cualquiera sea su estado: en las ollas pueden incorporarse productos ya cocidos (tostados o freídos), al tiempo que los alimentos hervidos son materia prima para otras formas de cocción (como las papas que luego se asan o se fríen). De esta manera, las ollas con agua hirviendo definen la identidad de la cocina campesina diaria, no sólo en relación con el plato final más usual (la sopa) sino como un eje sobre el que giran otras técnicas de cocción y procesamiento. El hervido, además, supone un fuego regular que puede lograrse mediante un buen manejo del combustible, en especial si es guano, lo que refuerza la relación mujer-fogóncomida, si consideramos las técnicas de mantenimiento de las brasas. La recurrencia de estas técnicas ha sido analizada de distintas maneras. Algunos autores afirman que, en ocasiones, la presencia de determinados alimentos no determina la estructura final de los platos ni su calidad; es la ejecución de determinadas técnicas lo que permite lograr, en última instancia, los platos deseados (Vokral, 1991: 302). Spedding (1993: 52) señala algo similar con respecto a las cocinas campesina y urbana en Bolivia: la variación entre ambas se manifiesta en los ingredientes y no en el cuisine, que se mantiene casi inalterado y es lo que asegura un esquema de platos similar (en este sentido, ver Vera Zegarra [2009], para un análisis de la comida y la cocina de la élite paceña). 12 Un relato de Arnold (1996: 195) nos permite imaginar a las mujeres de esta región mientras los agentes de las entidades de desarrollo intentaban enseñarles a comer las papas sin pelarlas… para aprovechar el valor nutritivo de las cáscaras.

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Estos enfoques, al admitir la importancia de la ejecución de ciertas técnicas en virtud de esquemas de regulación de las comidas (tales como secos/ húmedos o blanco/indígena), han interpretado a la cocina andina como parte de un código semiótico y como una manera de clasificar, evaluar y establecer jerarquías en el mundo (Archetti, 1992; Spedding, 1993; Weismantel, 1994, de diferentes maneras cada uno de ellos), en consonancia con las propuestas de autores clásicos en el tema (Lévi-Strauss, 1965, 1968; Goody, 1995; Barthes, 1970). En ocasiones, estos códigos culinarios también fueron vinculados más explícitamente a un “pensamiento andino”, supuestamente generalizado, acerca de conceptos como enfermedad o salud y en torno a oposiciones como la de alimentos cálidos/frescos (Vokral, 1991). Weismantel (1994) presenta un estudio interesante sobre la parroquia de Zumbagua (Ecuador), a través de un análisis de “paralelos” (ingredientes que se implican y pueden sustituirse en determinadas circunstancias) y “validators” (ingredientes esenciales). En Zumbagua, en su mayoría los platos no necesitan de validators: “La validez ocurre no a través de la presencia de un elemento particular, sino por el uso de un modelo familiar en la elaboración de una comida” (Weismantel, 1994: 194). Este modelo está basado en húmedos (sopas) y secos y en la importancia dada a los primeros y a su modo de cocción: el hervido. Al respecto, nos brinda un ejemplo: “Las papas están presentes tanto en el caldo como en la colada, pero no son lo esencial en ninguno de los dos. Una colada se convalida por su almidón de espesamiento, un caldo por su ‘ligereza’” (197). Esto no supone desatender los significados de algunos productos (menos en Zumbagua, donde existen determinados alimentos cuyo consumo permite clasificar a los sujetos como “blancos” e “indios”), sino reconsiderar los procesos de transformación como instancias que producen significados particulares, aun en aquellos casos en donde los ingredientes, por separado, parecieran no revestir ningún tipo de significado trascendental. Por otro lado, los trabajos de Archetti (1992) y Spedding (1994) apelan a las categorías del “triángulo culinario” (Lévi-Strauss, 1968) para analizar la preparación de cuyes en Ecuador y la cocina paceña, respectivamente, vinculando el hervido con la cocción de vegetales y el asado con la cocción de carnes. Archetti (1992) reflexiona acerca del gusto construido en torno al cuy asado (consumido en ocasiones especiales, en clara oposición al cuy hervido) y de sus posibles implicancias en cuanto técnica aristocrática y restringida a determinados eventos colectivos dominados por los varones. Por su lado, Spedding (1994) propone que el hervido de vegetales y las comidas (húmedas) resultantes son formas más “culturales” que el asado de carnes, siendo lo primero de dominio femenino y familiar, mientras que lo segundo forma parte de eventos colecti-


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vos, que ocurren fuera de las casas y bajo control masculino13. Estos trabajos constituyen uno de los intentos más interesantes por comprender el sentido de las técnicas cotidianas de cocción en los Andes, pero quizá se encuentran demasiado atados a oposiciones como cultural/salvaje o cotidiano/excepcional. Aunque se proponen interpretaciones acerca de los significados atribuidos a la comida hervida o asada, no siempre se profundizan las reflexiones acerca de lo que supone hervir o asar en cuanto técnica de transformación en los Andes. La atención a estos procesos sigue realizándose, en general, a través del cristal de los platos finales y su consumo. Hasta aquí hemos visto que en la incorporación cotidiana de los alimentos al cuerpo, se evitan los estados en los que éstos fueron ingresados (en muchas ocasiones, por los hombres) a las despensas: las mujeres les otorgan una nueva forma, desmenuzada y mezclada, colectiva y no individual. La sopa se presenta como demarcando las formas sociales de la ingesta de alimentos, y es la ejecución de técnicas culinarias concretas lo que permite lograr estas transformaciones (con una relativa independencia de los productos disponibles). La mujer que muele, corta, hierve y sirve se convierte en un agente indispensable que posibilita que una sopa sea tal, propiciando y controlando los cambios de estado necesarios para que los recursos sean ingeribles (si bien los hombres saben cocinar, sólo lo realizan en situaciones de necesidad, ya que las mujeres son las únicas socialmente habilitadas para hacerlo14). En este sentido, la posición social de las mujeres debe ser indagada para avanzar en nuestra comprensión de las técnicas culinarias en las cocinas: ¿qué supone este monopolio femenino de la producción de comidas? 5. Las age n t e s d e l a s t é c n i c a s La posición de las mujeres como depositarias del saber culinario comienza a construirse desde que son pequeñas, cuando empiezan a participar en las tareas de la unidad doméstica. Ingresan a la cocina como ayudantes y luego como responsables de la producción de comidas para la familia, sobre todo cuando la madre debe ausentarse. Durante todo el ciclo vital, la hijas-nueras-esposas-madres definen sus distintas posiciones sociales a través de su participación en distintos ciclos y niveles productivos. Muchas referencias vinculan los ciclos productivos y sociales de las mujeres con la producción de comidas y bebidas. Por ejemplo, en el Bajo Piura (Perú) 13 Al respecto, Spedding (1993: 59) concluye que “se puede destacar inicialmente el predominio de los alimentos vegetales. Sus modos de preparación, los términos que los designan una vez cocidos, su asociación con la sopa y el plato central, todo sugiere que son más ‘culturales’ que la carne. [...] Los vegetales y lo húmedo son más ‘culturales’, mientras la carne y lo seco son más ‘salvajes’”. 14 Allen (2002: 56) describe que en la comunidad de Sonqo (departamento de Cuzco, Perú) los hombres pueden ayudar, ocasionalmente, a pelar papas o ch’uño, o moler ch’uño o cebada para la sopa.

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inician su vida adulta cuando pueden producir chicha sin ayuda de sus madres y cuando eligen pareja (Camino, 1987: 57). Entre los Urus de Irohito, una mujer que se casa con un hombre uru debe aprender a cocinar la ch’uqa (ave lacustre), como un requisito de convivencia al mudarse a la comunidad de su esposo (Terrazas Sosa, 2007: 166), y en muchas regiones las nueras ayudan a sus suegras en la producción de comidas durante los primeros años de la pareja. Entre los Yunkas de La Paz, se considera que una mujer debe poder cocinar una serie de platos básicos, como caldo, puti y sajta de pollo (Spedding, 1994: 172). E incluso algunos alimentos particulares (como los cuyes) no pueden ser imaginados sin la presencia de esposas o hijas que estén ahí para cuidarlos y cocinarlos luego (Archetti, 1992: 22-23, 145, para la sierra ecuatoriana). Este vínculo inquebrantable entre mujer y producción de comidas ha sido interpretado de muchas maneras. Por un lado, como una forma solapada de subordinación a los hombres; solapada, pues brindaría, al mismo tiempo, la posibilidad de expresar, silenciosamente, sus desacuerdos políticos a través del manejo de los ofrecimientos de comida (Weismantel, 1994). Por otro lado, ha sido visto como el lugar natural que le corresponde a la mujer dentro de los esquemas duales andinos, que apelan a la figura de la complementariedad hombre/mujer15 como esquema básico de organización social (Vokral, 1991). Sin embargo, otros ejemplos nos revelan cómo las mujeres, a través de la ejecución de técnicas culinarias, definen, en última instancia, la posibilidad de reproducción de una unidad doméstica y de buena parte de las actividades de una comunidad. Al respecto, una apreciación de Gose en relación con la producción de chicha nos ilumina bastante: [...] un día, cuando yo estaba trabajando en la chacra, un hombre me llevó a un lado y me dijo con solemnidad que, aunque pueda parecer que las mujeres no trabajan tanto como los hombres, ni con tanto esfuerzo ni con tanta frecuencia, no habría grupo alguno de trabajo si las mujeres no hicieran la chicha para todos primero. Así me comunicó el ‘secreto’ de la invisibilidad relativa de las mujeres en los contextos aquí descritos [de producción agrícola, principalmente], que es su control absoluto del consumo y otros procesos que afirman la vida y crecimiento del cuerpo. En Huaquirca, como en otros lugares, las mujeres controlan y manejan el abastecimiento doméstico de la comida, con un derecho cercano a la propiedad absoluta. Junto con este derecho viene el deber de preparar la comida y la

15 En torno a la participación de mujeres bolivianas en movimientos sociales contemporáneos y en relación con el modelo andino de complementariedad hombre/mujer (o chachawarmi), Arnold y Spedding (2005: 157-161) demuestran cómo la visión nostálgica de los intelectuales en torno a esta categoría termina oscureciendo las demandas políticas de las mujeres tras un velo de igualdad entre los géneros. Podríamos extender esta reflexión a los ejemplos que aquí reseñamos.


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bebida, pero esto es en sí una forma de poder. En Huaquirca, es impensable que un hombre haga chicha, y como consecuencia es imposible para un hombre solo dirigir una unidad doméstica [...] él no puede patrocinar un grupo de trabajo en beneficio suyo sin chicha [...] Mientras tanto, mujeres solas pueden patrocinar grupos de trabajo simplemente proporcionando chicha para los hombres que trabajan en ellos [...] (Gose, 2001: 150-51)

Aunque el ejemplo anterior se refiera a la chicha, bien podemos extender este supuesto a otros tipos de preparaciones. Una confesión de un campesino de Sonqo se realiza en un sentido similar: “La mujer nos está ayudando”, afirma, mientras él trabaja en el campo y las mujeres están en la casa cocinando para ellos (Allen, 2002: 56). Esto no sólo sustenta la idea de que el poder de la mujer se encuentra en la cocina, lejos de las arenas públicas dominadas por la oralidad y la masculinidad, sino que es este control que se gesta en las casas lo que permite que la vida del exterior pueda desarrollarse, incluso en aquellos espacios identificados por los antropólogos como claramente “masculinos”. En este sentido, aunque la fuerza de trabajo de los hombres es necesaria para las tareas agrícolas, las únicas que tienen el poder de apropiarse de ella son las mujeres, a través de los ofrecimientos de comida y bebida. Por eso, quizá, mientras los hombres viudos están “obligados” a casarse nuevamente, las mujeres pueden seguir solas si así lo prefieren, ya que pueden cumplir con los ofrecimientos de alimentos que son requisitos para la consecución de los trabajos comunitarios (Gose, 2001; ver también Spedding y Llanos, 1999: 136-37). Si los hombres están más “ocupados” en la esfera pública, es porque las mujeres están proyectando sus influencias desde las casas y a través de la comida, pues sólo ellas tienen el conocimiento para lograr los platos deseados, saludables y balanceados (Sikkink, 1994: 163). Estos breves ejemplos, aunque replantean los espacios de poder ocupados por las mujeres en estrecho vínculo con su capacidad para producir comidas, parecen seguir concentrados en las instancias del consumo y del ofrecimiento. Las técnicas culinarias se ubican nuevamente como los medios necesarios para que las mujeres puedan producir las comidas requeridas por la comunidad, pero no constituyen, en sí mismas, instancias significativas de análisis. La indagación se centra en cómo los platos son significados, pero no en los procesos que los hicieron posibles. Así, el supuesto de que las mujeres son las únicas depositarias y responsables del saber culinario y las beneficiarias de la posición social que ello supone termina convirtiéndose en una afirmación fácilmente comprobable pero difícil de comprender, en cuanto sigamos sin conocer qué es lo que sucede en las cocinas cuando las mujeres cocinan. En este sentido es que volvemos a preguntarnos: ¿Es posible proponer que el poder de las mujeres no sólo se produce a través de los ofrecimientos de comida, sino también

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en la ejecución de las técnicas culinarias que detentan? ¿Estos conocimientos técnicos acumulados (junto con los objetos y gestos necesarios para ponerlos en práctica) son sólo significativos en relación con los platos finales que permiten obtener? ¿O pueden ser analizados en sí mismos, en cuanto técnicas de transformación? Para avanzar en algunas posibles interpretaciones al respecto, abriremos la discusión a otro tipo de análisis.

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6. Abrir la d i s c u s i ó n Es sugerente que no existan trabajos en los Andes que se refieran a las técnicas culinarias de la manera en que, desde hace años, se lleva a cabo en otras regiones de Suramérica, como la Amazonia. En esos contextos, la cocina y sus técnicas se revelan a los analistas como significativas, sea en relación con el canibalismo o la producción de parentesco (Fausto, 2002; Vacas Mora, 2008; Vilaça, 1998) o en torno a mitos de origen y tabúes alimentarios dentro del denominado multinaturalismo amerindio (Viveiros de Castro, 1996, 2004). Esta perspectiva supone el reconocimiento como agentes sociales de otros seres del mundo (distintos a los “humanos”, desde una perspectiva occidental), así como una consustancialidad entre ellos (Viveiros de Castro, 1996, 2004). Muchas de estas visiones se fundan, en parte, en lo que Viveiros de Castro (2004: 477) denomina “transformación”: un modo de producir subjetividades a través del intercambio de sustancias entre distintos seres. Parte de estas reflexiones amazónicas es retomada por algunos analistas para interpretar el mundo andino. Es el caso de Cavalcanti-Schiel (2007) cuando propone un “multinaturalismo andino”, una perspectiva según la cual todos los seres del cosmos se encuentran unidos entre sí mediante relaciones de intercambio de energía y esfuerzo, en una concepción similar a la de transformación16. Desde este tipo de análisis, no existiría una producción de la vida desde la nada, pues toda actividad productiva supone siempre un intercambio, un flujo, una incorporación de lo extraño a lo propio mediante la ejecución de técnicas específicas: una “depredación ontológica” (Viveiros de Castro, 2004: 480), entendida como la creación de un nuevo ser con base en una destrucción previa. En este contexto, las técnicas culinarias pueden ser consideradas como

16 “Una ‘teoría general de la agencia’ para la cosmología andina no podría detenerse en la especificación y enumeración de sujetos inmanentes (hombres, espíritus, deidades, etc.), como si debiera constituir un panteón exhaustivo de héroes culturales y personajes-sociales-tipo, sino que debe partir de un antecedente lógico: el esfuerzo (o dispendio de energía) como significante de la relación. Es a partir de él que se especifican los agentes, y no al revés. Los cerros, por ejemplo, no son elegidos deidades tutelares (apus) por fuerza de una fenomenología tan autoevidente cuanto insondable, sino porque están estratégicamente dispuestos dentro de una relación necesaria que ancla el sentido de presencia (es decir, sentido de lugar en la existencia cosmológica antes que meramente territorial) y [...] de perpetuidad” (Cavalcanti-Schiel, 2007: 7).


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herramientas imprescindibles para la dessubjetivación de los alimentos antes de ser consumidos, debido a que muchos de ellos son consustanciales con los humanos17. En relación con el canibalismo, Vacas Mora (2008) sintetiza estas ideas de una manera interesante para nosotros: [...] cocinar entre las sociedades amazónicas es un procedimiento imperioso, más allá de lo meramente culinario, un mecanismo que separa eficazmente las cualidades sustantivas del cuerpo permitiendo la transmutación de un sujeto en alimento comestible. La cocción es el umbral que separa objetos y sujetos, comida de materia con capacidad de agencia. (Vacas Moras, 2008: 286-87)

La transmutación de un sujeto en objeto (y en alimento) no sólo involucra a los cadáveres humanos sino también a todos aquellos seres del mundo que, en cuanto consustanciales con los humanos, deben ser transformados antes de ser consumidos. Es decir, la incorporación del otro (alimento) al grupo sólo es posible luego de una dessubjetivación previa, lograda en la ejecución de técnicas culinarias; la transformación supone la “destrucción” (dessubjetivación) del otro y se define en los términos de una depredación ontológica. Arnold y colaboradores (2008) incorporan la noción de depredación ontológica para argumentar en torno de los orígenes violentos del arte y de la escritura textil. En lo que denominan una “teoría textual andina” (Arnold et al., 2008: 51-52, 133), esta incorporación del otro se visibiliza en las técnicas textiles de las mujeres: a través de la desarticulación de los cuerpos de enemigos (de ayllus contrincantes) y de la incorporación de sus cabezas en los tejidos, las mujeres aseguran la victoria de su grupo y la continuidad del dominio territorial. Lo interesante de este análisis, en relación con nuestro planteo, es que no se concentra sólo en el tejido como producto final; más bien se interroga acerca de cómo las técnicas textiles se constituyen en herramientas para la “depredación”. Por un lado, demuestra que estas técnicas se fundan en contextos prácticos y materiales específicos y no en el plano de un simbolismo inmanente o inconsciente (que en ocasiones es reificado en los textos a través del lenguaje de “lo” simbólico, “lo” ritual o de pares de oposiciones tales como natural/sobrenatural); por otro lado, que son técnicas fundadas en una ontología particular, más allá de los sentidos metafóricos que pueda otorgarles un observador externo.

17 “La humanidad pasada de los animales es incorporada a su espiritualidad presente, y ambas se encuentran ocultas de su forma visible. El resultado es un extendido conjunto de restricciones alimentarias o precauciones que declaran no comestibles a animales que eran, en los mitos, consustanciales con los humanos, por lo que algunos animales deben ser dessubjetivados por medios chamánicos y luego consumidos” (Viveiros de Castro, 2004: 476; traducción del autor).

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Aunque, desde otra perspectiva, esta incorporación de lo ajeno a lo propio ha sido analizada por Platt (1988), cuando caracteriza la acción de “moler” a partir de conceptos aimaras que vinculan lo bélico con procesos de transformación de materias primas en objetos culturales. “Moler” expresaría la acción de “ablandar lo duro” (maíz o fibras, por ejemplo), implicando la transformación de una materia prima en un objeto cultural (harinas o tejidos), previa destrucción de su estado original. En relación con el “espíritu” humano, este concepto remite a la posibilidad de ablandar o “moler” los espíritus de los enemigos en las batallas para que, ya amansados, puedan ser incorporados al grupo vencedor. La necesidad de “ablandar” también es referida por Fernández Juárez (1995), en su análisis de las mesas rituales de la región alrededor del Titicaca, al describir el tipo de texturas (blandas, suaves) que deben poseer los alimentos en algunas mesas rituales o pagansias. Este “ablandado” que realizan los especialistas se logra a través de un amasado paciente de los productos elegidos y grasa de llama, que permite formar pequeñas bolitas; es una forma de “cocinar”, homóloga a aquella que realizan las mujeres en sus casas cuando “ablandan” los alimentos mediante la cocción (Fernández Juárez, 1995: 137, 204, 354-358). Sillar (1996: 517-18) también explora algunas de estas ideas al comparar el proceso de extracción y molienda de la arcilla con la producción de chuño, homologando técnicas artesanales y culinarias. En ambos casos, los recursos están secos (y, por tanto, asociados con el mundo de la muerte) y deben ser triturados para hacerlos productivos: la arcilla se extrae, se muele y se hidrata, mientras que el chuño pasa por un proceso similar al ser molido e hidratado en las cocinas. Los recursos están potencialmente vivos hasta que se los muela y se reconstituyan sus flujos vitales mediante la hidratación. Esta relación podría vincularse a muchos otros productos alimenticios: los granos también son puestos a secar, luego molidos e hidratados al ser incorporados en una olla con agua, por ejemplo. En todos los casos anteriores, las relaciones entre distintos entes podrían vincularse con las interpretaciones de Cavalcanti-Schiel (2007) acerca del intercambio de esfuerzos y dispendios de energía: una transformación basada en la desintegración de lo externo (enemigos, arcilla, alimentos), que permite así incorporarlo a lo propio (la comunidad, la casa, los cuerpos), previo dispendio e intercambio de energías. En este punto, nos parece sugerente insistir en una homologación entre técnicas culinarias y otros procesos trascendentales de transformación, reseñados en distintos lugares, que nos alertan acerca de la necesaria destrucción física de aquello que se quiere incorporar o convertir en productivo. Las acciones de moler, partir y desmenuzar se practican sobre todos los recursos que


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llegan a manos de las mujeres, formando parte de un universo de técnicas culinarias ejecutadas frecuentemente y descritas para todas las regiones. De hecho, definen la identidad de las sopas (que se constituyen a partir de la incorporación de recursos en estos estados), así como de gran parte de las comidas secas, usualmente conformadas por harinas. En el mismo sentido, el hervido constituye otra transformación central que propicia nuevas rupturas y desagregados de los productos que se incorporan a las ollas, logrando así ese estado de indefinición, entre lo sólido y lo líquido –lo “húmedo”–, que define a las sopas. ¿Podríamos pensar que esta indefinición se vincula con esas texturas blandas y suaves que referimos anteriormente? ¿El hervido como un nuevo “ablandado” de aquello que ya lo ha sido mediante la molienda? En este caso, una categoría como la de “blando” permitiría repensar los sentidos otorgados a la cocción, al tiempo que cuestionar la dicotomía crudo-cocido al incorporar nuevas variables (lo “blando”) que trascienden el universo de lo culinario y condensan múltiples vinculaciones con otras prácticas (artesanales, por ejemplo), otros productos y otras técnicas. La vinculación entre ollas y mujeres también ha sido referida de manera constante, pues al igual que una mujer envuelve a su guagua en la matriz para traer a la comunidad un nuevo integrante, así mismo parece que la olla envuelve los alimentos hechos sopa antes de ser ingeridos. Este envolver se nos revela como una categoría que supone más vinculaciones con lo productivo y lo femenino en otros ámbitos: en el pastoreo, pues son las mujeres quienes “envuelven” los animales en grasa, carne y canciones (Arnold y Yapita, 1998); también envuelven firmemente a sus niños en sus espaldas, mientras trabajan y cocinan (Weismantel 1998); los textiles, en sus múltiples usos, envuelven y resguardan las reservas durante los viajes de intercambio, a la manera de una “placenta tejida” (Arnold et al., 200818); el calor y el humo de las cocinas envuelven los cuyes para que desarrollen una carne tierna (Archetti, 1992); y hasta las cáscaras envuelven las papas para asegurar su crecimiento (Arnold, 1996). Pero, además, la misma coreografía cotidiana de las mujeres parecería estar envolviendo los alimentos con su circulación constante dentro de la cocina, junto al humo que lo inunda todo: durante todo el día se parten alimentos para luego envolverlos en las ollas. Partir (o moler) y envolver emergen de los textos como categorías a través de las cuales podríamos comenzar a explorar los sentidos implicados en las técnicas que las mujeres ejecutan en las cocinas. Partir y envolver como princi18 En relación con esta identificación, Arnold y colaboradores (2008: 56) expresan: “esta característica fertilizante es la que le da al textil el poder de hacer brotar, en su debido momento, varias ‘wawas’ (criaturas) del ayllu, sean éstas los productos agrícolas, las crías del animal o las propias guaguas humanas”.

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pios generativos que propician los cambios de estado necesarios para liberar e intercambiar energías. Dentro de las perspectivas citadas, en los Andes las mujeres no sólo cocinan, son grandes transformadoras: tejen, controlan la fermentación, muelen los alimentos, hierven las sopas. En todo momento, la incorporación de los alimentos a las ollas y luego al cuerpo necesita de estas transformaciones, del dispendio de estas energías, y es entonces cuando las técnicas culinarias se revelan como un conjunto de operaciones indispensables para la continuidad de la vida (y no sólo para la reproducción biológica del grupo o para la producción de una sopa en particular). El monopolio que de ellas tienen las mujeres, entonces, supondría muchas más cosas que una vida de reclusión en la cocina. En este sentido, antes de que las sopas sean tales, en la cocina estarían teniendo lugar procesos de transformación trascendentales que, en sí mismos y en manos de las mujeres (poderosas depositarias), constituyen motores para la (re)producción de la vida y del mundo campesino. Desde esta perspectiva, con cada golpe del batán y con cada hervor de las ollas las mujeres se encontrarían produciendo sopas, pero también liberando e incorporando las energías necesarias para la continuidad de la vida, en todos sus sentidos. 7. R eflexi o n e s f i n a l e s En este trabajo hemos problematizado el espacio que han otorgado las investigaciones antropológicas en los Andes a las técnicas culinarias de las mujeres campesinas-indígenas. Sin duda, existen transformaciones que son frecuentemente descritas, pero aquellas que suponen la producción diaria de sopas no siempre han sido analizadas. Desde nuestra perspectiva, creemos que es necesaria una reconsideración de lo que suponen estas técnicas en sí mismas. Hemos propuesto que categorías como las de partir y envolver quizá nos permitan repensar el papel de estas transformaciones en la producción de las relaciones de poder de las mujeres; ya no sólo en vista de los platos finales y del consumo, sino en relación con las instancias mismas de producción y transformación dentro de las cocinas. Estas apreciaciones e hipótesis tienen como fuente distintos trabajos sobre la alimentación en los Andes. Por lo tanto, el “trabajo de campo” que presenta este artículo reconoce como informantes a estos textos, aunque sus ideas hayan sido aquí reelaboradas y criticadas. En este sentido, el ejercicio analítico que realizamos al aislar los elementos mínimos de la cocina andina, tal y como se la presentaba en la literatura, se vinculaba a dos ejes. En primer lugar, intentamos compilar y comparar aquellas referencias a las técnicas culinarias que brindan distintos analistas, aunque en su mayoría son descritas al margen de los temas centrales de sus etnografías. Los vacíos son grandes,


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ya que en general no son reseñados los objetos utilizados, los gestos técnicos, las posiciones corporales, los tiempos o espacios dedicados a la producción de sopas (o secos). De todas maneras, existen algunas constantes y recurrencias que pueden ser constatadas: moler y hervir son elementos clave en cualquier cocina. En segundo lugar, nos concentramos en aquellos análisis que homologan distintas técnicas productivas, en un intento por comprender los modos de reproducción de la vida y del cosmos “andino”. En este caso, la apelación a los esquemas de interpretación construidos para la región de la Amazonia nos permitió reflexionar acerca de la molienda y el hervido como técnicas de transformación cuyos sentidos, aunque inseparables de las acciones concretas de moler y hervir, no se vinculan solamente con la producción de platos particulares. Este ejercicio comparativo no supone olvidar los contextos específicos en los que cada cocina se define. Tampoco, desestimar las historias particulares de las mujeres que cocinan y de las comunidades en las que habitan. Proponer que a través de la molienda y el hervido se recrea el cosmos andino no supone considerar estas técnicas en un sentido metafórico, atemporal o aislado (tal como nos demuestra Arnold en su ensayo sobre los textiles). Por el contrario, estamos convencidos de que un análisis de la cocina y la comida en los Andes debe fundarse en la especificidad que sólo un registro etnográfico detallado puede proporcionar, pero hasta el momento dichos registros escasean. En otras palabras, este artículo reconoce que la problematización de las técnicas culinarias como objeto de indagación antropológica no se logra mediante la inscripción de éstas en el plano de lo trascendental o lo simbólico (en el que durante mucho tiempo se encontraron ubicados los problemas clásicos de la antropología), sino reconociéndolas en el plano de lo cotidiano, lo material, lo transitorio y lo corporal (Curtin, 1992); esto nos obligará a abordarlas desde una perspectiva etnográfica que esté a la altura de los temas usuales de las etnografías sobre comunidades campesinas. En este sentido, el interés por la “profundidad” de los aspectos simbólicos (de los consumos y repartos de comida) no debería oscurecer la necesidad del análisis de la “superficie” de la dimensión social en donde son producidas las comidas (Goody, 1995: 41); en el caso de los Andes, esto nos permitiría apreciar los cambios culinarios ocurridos en comunidades específicas, la introducción de nuevos alimentos y la resistencia a las modificaciones en las formas de alimentación, entre otras cosas. De otra manera, la posibilidad de reflexión y acción en relación con los problemas alimentarios termina canalizándose en esquemas prefabricados, que evalúan negativamente las prácticas campesinas de cocción y alimentación. Este tipo de aproximaciones será ocasión para cuestionar la existencia de una percepción culinaria andina, tal como, en cierto modo, se argumenta para su par amazónica. También permitirá pensar las transformaciones culinarias en otros contextos, donde primen otras técnicas y donde la sopa no sea el plato

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final: pues, ¿molienda y hervido son constantes de todos los contextos productivos? ¿Cuáles son las variaciones regionales de estas transformaciones? En última instancia, nuestra apuesta es por una reconsideración de las prácticas campesinas de cocción y alimentación apelando a los propios términos ontológicos en los que ellas se definen. En consonancia con otros autores, intentar entender el lugar de la mujer en las ontologías nativas quizá nos conduzca al plano de la fertilidad, considerado inmaterial y de tipo representacional desde una perspectiva occidental, pero que se encuentra anclado en técnicas y materialidades particulares que deberemos ser capaces de observar y comprender. Seguramente, allí se nos revelará la importancia de que las mujeres hiervan la sopa, todos los días.

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Agradecim i e n t o s A Andrés Laguens y Bernarda Marconetto, por sus interesantes comentarios sobre este trabajo. A Denise Arnold, por recibirme en La Paz y por intercambiar sus valiosas reflexiones acerca de la vida campesina en ‘los Andes’. Dos evaluadores contribuyeron a esclarecer algunos puntos de la discusión y a mejorar la exposición de este trabajo. El contenido de este texto, no obstante, es de mi responsabilidad. .


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Referencias

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s t e l i b r o g i r a a l r e d e d o r del concepto de desarrollo, de su apropiación, resignificación, refutación y replanteamiento por parte de tres comunidades indígenas Nasa reasentadas después del terremoto que se presentó en Tierradentro (Cauca) en 1994, así como por parte de los Nasa del norte del Cauca. Es central en el planteamiento del autor el llamar la atención sobre cómo el desastre natural les ofrece a estas comunidades la oportunidad de rehacerse a sí mismas y a su cultura de maneras innovadoras, recreando el pasado histórico específico a cada una de ellas en nuevos contextos. La cultura se torna así en elemento clave no sólo para entender la percepción de los miembros de las comunidades Nasa del mundo donde viven sino también sus ideas e imaginarios morales sobre lo que constituyen el desarrollo y la modernidad. Señala además el autor que la resistencia indígena ha sido forjada por la violencia, lo cual en vez de limitarlos los ha hecho esforzarse por mejorar la situación “como una forma de responsabilidad moral con el mundo en el que viven y así, aunque la amenaza y la presencia de la violencia son algo dado, no son vistas como inmutables” (pp. 15-16). Como resultado, esta resistencia a la violencia crea nuevos espacios y nuevas oportunidades, al igual que el desastre natural, resaltando una vez más la capacidad creativa de los grupos indígenas del Cauca.

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El autor cuestiona el argumento de Spivak (1988) sobre que el conocimiento local simplemente refleja los intereses del poder local y que sus subalternos no pueden planificar porque pierden su perspectiva subalterna al hacerlo, al demostrar cómo “las personas de la localidad que hablan y planifican están seria y genuinamente interesadas en ser oídas en ‘nuestros’ términos, aun cuando totalmente conscientes de que las prioridades que defienden son sólo parte de su modelo de la modernidad” (p. 175), y debate con este planteamiento la visión de dominación absoluta que niega la agencia de los sujetos, y sobre todo pone en el centro del análisis el que los Nasa se encuentren situados entre dos mundos. Esta tensión entre responder a los lineamientos establecidos por el Gobierno para elaborar los planes de desarrollo y presentar sus propias propuestas, muchas veces en contravía de los requerimientos gubernamentales, se evidencia en el análisis de los textos de los planes de desarrollo, por cuanto, aunque éstos tienden a responder a los requerimientos del Estado, existe al mismo tiempo otro proceso de planificación para la comunidad, donde priman sus prioridades. Según el autor, este último proceso de planificación ofrece la oportunidad de subvertir el statu quo, al privilegiarse el conocimiento local, tal como se evidencia en el proceso de planificación para la educación y en la concepción de la economía solidaria Nasa, la cual sólo puede entenderse entonces como resultado de esta situacionalidad entre lo tradicional y lo moderno. Es siguiendo este presupuesto que “En el Cauca el movimiento indígena y sus seguidores sostienen que para que Colombia sea considerada una nación moderna, el Estado debe no solamente acoger la diferencia sino también ser más inclusivo y tratar a toda su gente como ciudadanos con los mismos derechos y deberes” (p. 12), lo cual reitera la condición de los Nasa de encontrarse situados entre dos culturas, de manera que para ellos no basta solamente su reconocimiento étnico sino que demandan al Estado su reconocimiento como ciudadanos con derechos, pero sobre todo exigen reconocimiento y justicia social. Estas demandas de los Nasa trascienden las necesidades económicas, lo cual explica la importancia inusitada que toma la educación bilingüe en las tres comunidades estudiadas como forma de fortalecimiento y recreación de su identidad étnica. Esta importancia conferida a la educación lleva al autor a argumentar que se trata de una forma de contradesarrollo, concepto central del libro que discute en detalle en el capítulo 4 y que en términos generales se refiere a la creación en la localidad de modernidades alternas a la hegemónica. Por otra parte, la educación es definitiva en el establecimiento de las diferencias de las comunidades estudiadas, en cuanto a su proyección como comunidades indígenas en el contexto de la nación colombiana. Para la comunidad de Tóez Caloto, a una hora en carro por carretera desde Cali, su visión de futuro se enfoca en preparar a los niños para manejar el


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siglo XXI y, por lo tanto, no enfatiza la preservación de la cultura Nasa sino su reinvención “como un medio para tratar en sus propios términos con la modernidad, ni indígena ni desindigenizada, sino como Nasa modernos” (p. 132). La comunidad de Juan Tama, ubicada en medio de colonos mestizos, se encuentra lejos de los centros urbanos, en la frontera entre los departamentos del Cauca y del Huila, y usa la educación indígena como la base de lo que en esencia es un proyecto cultural y político, puesto que en su escuela primaria se recrean aspectos y componentes importantes de la cultura Nasa que mantienen unida a la comunidad. Por su parte, la comunidad de Cxayu'ce, a menos de una hora de Popayán, ha mantenido estrechos vínculos con su comunidad de origen y se identifica como Nasa, sin que medie una posición ideológica al respecto, es decir, no hacen manifiesto un proyecto de reconstrucción indígena como Tóez Caloto, y aunque tiene su propio colegio de primaria, la educación en Cxayu’ce no es una obsesión, como sí lo es en las otras dos comunidades, de manera que los maestros son tanto Nasa como mestizos, y el colegio acepta a todos los niños del lugar que quieran estudiar allí. En el capítulo 6 el autor amplía su análisis al abordar desde una perspectiva histórica la resistencia indígena en el Cauca, desde el movimiento de la Quintinada de principios del siglo XX dirigido por Quintín Lame, pasando por el Movimiento Armado Quintín Lame de principios de la década de los ochenta, que se desmoviliza en 1991, hasta el establecimiento en 1999 de La María: Territorio de Convivencia, Diálogo y Negociación, ubicado estratégicamente en un alto que mira hacia la Carretera Panamericana. Este último es considerado por el autor como un espacio político alternativo, y sobre todo, como sitio contrapúblico subalterno, en el sentido que le da Nancy Fraser a este término, el cual se legitima al ser presentado por los Nasa como continuación de su larga e histórica lucha por la paz, la justicia y la inclusión, y aun cuando tiene su origen en el movimiento social indígena del Cauca, “busca representar un sector mucho más amplio de la población, conformado por los marginados, los desposeídos y los sin voz, lo cual se constituye en fundamento de lo que puede llegar a ser una forma más justa de desarrollo” (p. 204), evidenciando así la existencia de una “imaginación moral” que permite a los Nasa establecer empatía con las dificultades de otros sectores de la población colombiana. En este orden de ideas, sostiene el autor que La María ha continuado sirviendo como el lugar donde se desarrollan y se ponen en práctica posiciones sobre principios y reformas más amplios que afectan el país como un todo, ejemplo de lo cual es el Plan Alterno del Cauca para el período 2001-2003, correspondiente a la gobernación del indígena guambiano Floro Tunubalá, donde se presentó una propuesta sobre cómo podría reformarse el Cauca como departamento, que fue presentada y discutida

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en La María. El autor logra con este recorrido en el tiempo y el espacio no sólo presentarle al lector la complejidad de la agenda política, social y cultural del pueblo Nasa sino su importancia como vocero de los sectores marginados del país y como promotor de una política radical de ciudadanía inclusiva. Por último, quisiera detenerme en el primer capítulo del libro, titulado “Más que unas notas de campo comprometidas: colaboración, diálogo y diferencia”, donde el autor presenta una detallada y amplia reflexión metodológica sobre las implicaciones del trabajo de campo antropológico, por considerar que este capítulo se torna en sí mismo en un documento muy válido para ser utilizado en cursos de metodología de campo, pues desmistifica el trabajo “objetivo y neutral” del investigador y lo trae al plano de la experiencia personal, que muchos de nosotros evitamos tratar a fondo. De una manera muy sincera el autor nos transmite sus sentimientos, contratiempos, dudas y ambigüedades frente a la toma de posiciones, críticas a su trabajo por parte de miembros de la comunidad, peligros al transitar zonas con presencia de actores armados, y otras situaciones que se le presentaron en el desarrollo de su trabajo de campo y con las cuales muchos antropólogos se identificarán. No sólo se refiere al trabajo de campo realizado para este libro sino que nos cuenta experiencias anteriores vividas cuando realizaba su observación participante en una comunidad indígena en Perú y sus dificultades para lograr la confianza de la población, y los malentendidos que se presentaron. En este recorrido personal, el autor retoma reflexiones metodológicas que otros reconocidos antropólogos han hecho sobre el trabajo de campo, y entra a detallar discusiones sobre las notas de campo, el compromiso o no del antropólogo con las comunidades, la antropología aplicada, los talleres comunitarios como lugares para realizar trabajo de campo, la autoridad que se le confiere al investigador o la que éste considera que tiene, así como las decisiones que se deben tomar al escribir la etnografía. En la última parte del capítulo el autor plantea que va a llevar a cabo un trabajo colaborativo tanto con los miembros de las comunidades objeto de estudio como con antropólogos nacionales, como “una forma de investigación moral, comprometida e involucrada pero crítica” (p. 58), la cual también es objeto de discusión al señalar las limitaciones y ganancias que se pueden presentar con el uso de esta metodología, así como a quién beneficia, y la pone a consideración del lector presentando la transcripción de discusiones que tuvo con los dos investigadores indígenas del grupo de investigación en el que participó entre 1999 y 2001, lo cual enriquece aún más este capítulo de reflexión metodológica. En general, el libro se convierte en una oportunidad para el autor, no sólo de reflexionar sobre su trabajo de investigación como antropólogo sino también


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como planificador y asesor del desarrollo, por cuanto pudo desempeñarse como consultor del Banco Mundial y de la FAO, entre otros organismos internacionales, lo cual le permite estar bien informado sobre las implicaciones de la implementación de programas de desarrollo, manejar la bibliografía académica al respecto y no sólo ser crítico sino aportar a las discusiones que se han adelantado y se siguen planteando en el tema de la antropología del desarrollo. Vale la pena terminar informando que una traducción del libro al español será publicada en agosto de 2010 por la editorial de la Universidad del Rosario de Bogotá. . Referencia

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