26 11-13
Dossier Raza y Nación (I) 16-27
Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia, 1849-1890 • James Sanders (Traducción de Claudia Leal y Sandra Caicedo); Utah State University, Utah, EE.UU.
28-45
Civilización y barbarie: el indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia • Carl Langebaek; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
46-57
Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal, 1870-1944 • David Díaz; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica
58-72
Raza, género y espacio: las mujeres negras y mulatas negocian su lugar en La Habana durante la década de 1830 • Luz Mena; University of California, Davis, EE.UU.
73-85
Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 • George Reid Andrews (Traducción de Sandra Caicedo); University of Pittsburgh, Pennsylvania, EE.UU.
86-104
abril 2007
“Raza”: variables históricas • Max Hering; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
de Estudios Sociales
Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
Revista
Presentación
Revista26 de Estudios Sociales Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social
http://res.uniandes.edu.co
abril 2007
ISSN 0123-885X
Presentación
105-115
La raza y la definición de la identidad del “Indio” en las fronteras de la América española Colonial • Robert Jackson; Department of Interior, EE.UU.
116-125
Raza, alteridad y exclusión en Alemania durante la década de 1920 • Alejandro Castillejo; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
126-137
La sociedad esclavista en el Nuevo Reino de Granada: una sociedad humillante • Ángela Uribe Botero; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
138-145
Dossier Max Hering James Sanders Carl Langebaek David Díaz Luz Mena George Reid Andrews Eugenia Ibarra Robert Jackson Alejandro Castillejo Ángela Uribe
ISSN 0123-885X
La complementariedad cultural en el surgimiento de los grupos zambos del cabo Gracias a Dios, en la Mosquitia, durante los siglos XVII y XVIII / Eugenia Ibarra; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica.
Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
Otras Voces Otras voces 148-157
Autonomía universitaria y derecho a la educación: Alcances y límites en los procesos disciplinarios de las instituciones de educación superior • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra.
158-165
Sergio de Zubiría Margarita Gómez Renata Amaya Ana María Otero
Bogotá - Colombia
Universidad, crisis y Nación en América Latina • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
Documentos Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París
Documentos Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Traducido por Julia Salazar)
Lecturas
168-174
Mauricio Nieto Gloria Patricia Lopera
Lecturas Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
176-179
¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
180-182
Raza y nación (I)
Pp. 1-196 Tarifa Postal Reducida No. 2007-134 Servicios Postales Nacionales S.A. Vence 31 Dic 07 $15.000 pesos (Colombia)
Presentación Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
11-13
Dossier Raza y Nación (I) “Raza”: variables históricas • Max Hering; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
16-27
Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia, 1849-1890 • James Sanders (Traducción de Claudia Leal y Sandra Caicedo); Utah State University, Utah, EE.UU.
28-45
Civilización y barbarie: el indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia • Carl Langebaek; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
46-57
Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal, 1870-1944 • David Díaz; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica
58-72
Raza, género y espacio: las mujeres negras y mulatas negocian su lugar en La Habana durante la década de 1830 • Luz Mena; University of California, Davis, EE.UU.
73-85
Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 • George Reid Andrews (Traducción de Sandra Caicedo); University of Pittsburgh, Pennsylvania, EE.UU.
86-104
La complementariedad cultural en el surgimiento de los grupos zambos del cabo Gracias a Dios, en la Mosquitia, durante los siglos XVII y XVIII • Eugenia Ibarra; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica.
105-115
La raza y la definición de la identidad del “Indio” en las fronteras de la América española Colonial • Robert Jackson; Department of Interior, EE.UU.
116-125
Raza, alteridad y exclusión en Alemania durante la década de 1920 • Alejandro Castillejo; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
126-137
La sociedad esclavista en el Nuevo Reino de Granada: una sociedad humillante • Ángela Uribe Botero; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
138-145
Otras Voces Universidad, crisis y Nación en América Latina • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
148-157
Autonomía universitaria y derecho a la educación: Alcances y límites en los procesos disciplinarios de las instituciones de educación superior • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra
158-165
Documento Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Traducción de Julia Salazar)
168-174
Lecturas Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
176-179
¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
180-182
Presentation 11-13
Claudia Leal and Carl Henrik Langebaek
Dossier Race and Nation (I) 16-27
“Race”: Historical Variables • Max Hering; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
28-45
Belonging to the Great Granadan Family: Partisan Struggle and the Construction of Indigenous Identity and Politics in Southwestern Colombia 1849 – 1890 • James Sanders (Translation by Claudia Leal and Sandra Caicedo); Utah State University, Utah, USA
46-57
Civilization and Barbarism: The Indian in Colombian and Venezuelan Creole Literature after Independence • Carl Langebaek; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
58-72
Between Caste War and Mestizaje: Images of Indigenous People in Liberal Central America, 1870-1944 • David Díaz; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica
73-85
Race, Gender and Space: Black and Mulattao Women in Havana of the 1830s • Luz Mena; University of California, Davis, USA
86-104
Remembering Africa, Inventing Uruguay: Sociedades De Negros in The Montevideo Carnival, 1865-1930 • George Reid Andrews (Translation by Sandra Caicedo); University of Pittsburgh, Pennsylvania, USA
105-115
Cultural Complementarities in the Arisal Of Zambo Groups at Cape Gracias a Dios in Mosquitia, during 17th and 18th Centuries • Eugenia Ibarra; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica.
116-125
Race and the Definition of “Indian” Identity on the Fringes of Colonial Spanish America • Robert Jackson; Department of Interior, USA
126-137
Race, Eugenics, and Exclusion in Germany during the 1920’s • Alejandro Castillejo; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
138-145
A Humiliating Society: Slavery in the Kingdom of New Granada • Ángela Uribe Botero; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
Other Voices 148-157
The University, Crisis, and Nation in Latin America / Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
158-165
University Autonomy and the Right to Education: the Scope and Limits of Disciplinary Procedures in Institutions of Higher Education • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra
Document 168-174
Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Translated by Julia Salazar)
Readings 176-179
Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
180-182
¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
Apresentação Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
11-13
Dossier Raça e Nação (I) “Raça”: variáveis históricas • Max Hering; Universidad Nacional, Bogotá, Colômbia
16-27
Pertencer à grande família granadina. Luta partidarista e construção da identidade indígena e política no Cauca, Colômbia, 1849-1890 • James Sanders (Tradução de Claudia Leal y Sandra Caicedo); Utah State University, Utah, EUA
28-45
Civilização e barbárie: o índio na literatura criolla na Colômbia e na Venezuela depois da independência • Carl Langebaek; Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia
46-57
Entre a guerra de castas e a ladinização, a imagem do indígena na América Central liberal, 1870-1944 • David Díaz; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica
58-72
Raça, gênero e espaço: as mulheres negras e mulatas negociam seu lugar na Havana durante a década de 1930 • Luz Mena; University of California, Davis, EUA
73-85
Recordando a África ao inventar o Uruguai: sociedades de negros no carnaval de Montevidéu, 1865-1930 • George Reid Andrews (Tradução de Sandra Caicedo); University of Pittsburgh, Pennsylvania, EUA
86-104
A complementaridade cultural dos grupos zambos do cabo Gracias a Dios, na Mosquitia nos séculos XVII e XVIII • Eugenia Ibarra; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica.
105-115
A raça e a definição da identidade do “indio” nas fronteiras da América Colonial espanhola • Robert Jackson; Department of Interior, EUA
116-125
Raça, eugenia e exclusão na Alemanha durante a década de 1920 • Alejandro Castillejo; Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia
126-137
A sociedade escravista no Novo Reino de Granada: uma sociedade humilhante • Ángela Uribe Botero; Universidad Nacional, Bogotá, Colômbia
138-145
Outras Vozes Universidade, crises e Nação na América Latina • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia
148-157
Autonomia universitária e direito à educação: Alcances e limites nos processos disciplinares das instituições de educação superior • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colômbia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra.
158-165
Documento Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Tradução de Julia Salazar)
168-174
Leituras Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
176-179
¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
180-182
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 11-13.
Presentación
Claudia Leal y Carl Langebaek
D
esde el siglo XIX las razas han sido categorías privilegiadas para diferenciar la población, discriminar a ciertos grupos y privilegiar a otros. Entre nosotros, categorías como blanco, negro, indio y mestizo han sido usadas para designar a personas y grupos que, se asume, comparten características biológicas o heredables. Así, por ejemplo, los atributos físicos de una persona, como el color de la piel o la forma del pelo, relacionados con el aspecto de sus antepasados, han servido para construir categorías raciales. Pero las características consideradas heredables que han sido asociadas con la raza no se refieren solamente a la apariencia. Expresiones tales como ‘baila como un negro’, demuestran que dentro de los aspectos que se han utilizado para definir a las razas se encuentran otros tales como el modo de mover el cuerpo o, para citar otros casos, la moral y la inteligencia. El ascenso de la raza como forma de clasificar a las personas fue paralelo al ascenso de los Estados nacionales como forma privilegiada de organización político administrativa en el mundo. De allí que el Dossier de esta edición busque examinar la creación de estas categorías y la historia de los grupos designados con ellas dentro del marco de la construcción de los Estados nacionales. Este dossier se centra en América Latina, cuyas sociedades han sido ampliamente examinadas bajo la lente de las clases sociales. La inequitativa distribución del ingreso y la influencia de marcos de interpretación estructuralistas, como lo es el marxismo, contribuyeron a la primacía de las categorías de clase en los análisis sociales. Sin embargo, en años recientes ha habido un creciente interés por otras categorías, entre ellas la de raza. Este cambio tiene diferentes orígenes. Por una parte está la influencia de la academia estadounidense. Dado que en los Estados Unidos existe una tendencia fuerte a pensar las diferencias en términos raciales y étnicos, no es de sorprenderse que algunos estudiosos entrenados allí hayan mirado a América Latina bajo esa óptica. Por otra parte, el giro cultural en los estudios sociales, con su énfasis en temas tales como la identidad, han gestado un clima propicio para el nuevo interés en la categoría de raza como herramienta para entender nuestra región. Este interés ha reforzado los trabajos sobre grupos que habían recibido poca atención y ha permitido examinar desde un nuevo ángulo otros ya bastante estudiados (como puede observarse en el cambio de categoría de campesinos a indígenas). Este es el primero de dos dossieres sobre el tema de Raza y Nación. Además de su énfasis en América Latina, este primer dossier tiene un fuerte componente histórico. Cinco de los 10 artículos presentados se preguntan por el lugar de los negros, mulatos e indígenas en diferentes países de América Latina durante el siglo XIX y principios del XX. Estos grupos entraron a la era republicana cargando con el peso de los prejuicios heredados de la Colonia, adicional al hecho de que muchos de sus miembros tenían un estatus legal especial. No es de extrañarse, entonces, que varios de los autores indaguen sobre la suerte de estos grupos y las ideas que sobre ellos se construyeron. Los cinco artículos restantes también se preocupan por el pasado, aunque tratan otros periodos. Entre los contribuyentes al Dossier hay autores colombianos, centroamericanos y estadounidenses, cuyos trabajos abarcan estudios sobre Cuba, Centroamérica, Colombia, Venezuela y Uruguay. Dos de los textos son traducciones de artículos publicados recientemente en inglés. Con estas traducciones hemos querido hacer accequible en español el excelente trabajo de James Sanders sobre los grupos subalternos del Cauca en la segunda mitad del siglo XIX en Colombia y dar una muestra de la prolífica producción de George Reid Andrews sobre diferentes grupos de afrolatinoamericanos. 11
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 11-13.
El artículo de Max Hering sobre variaciones históricas del término “raza” abre el Dossier. Por medio de varios ejemplos, Hering muestra cómo, aunque desde el siglo XIV el término “raza” ha tenido significados diferentes, siempre ha servido para marcar la diferencia por medio del determinismo biológico. De esta manera, Hering da contenido a la afirmación frecuente de que la raza es una construcción social y propone una historia del racismo con raíces profundas. Los siguientes tres artículos examinan desde ángulos variados el lugar asignado a los indígenas y buscado por ellos dentro de algunas naciones latinoamericanas en el siglo XIX (y en uno de los casos en parte del siglo XX). James Sanders muestra cómo los indígenas del Cauca, Colombia, propusieron y defendieron una noción propia de ciudadanía compatible con la identidad indígena, con lo cual se abrieron un lugar dentro de la nueva nación. Más aún, el estudio de Sanders muestra cómo estos indígenas manejaron hábilmente el escenario político de su región, marcado por el antagonismo entre liberales y conservadores, para lograr su objetivo de mantener sus tierras comunales, su autonomía local y la unidad de sus comunidades. Usando fuentes distintas y enfocándose en lugares diferentes, Carl Langebaek y David Díaz exploran los discursos construidos sobre los indígenas. Langebaek estudia los textos literarios decimonónicos de Colombia y Venezuela en busca del lugar asignado a los indígenas dentro de los procesos de construcción nacional. El carácter comparativo de su investigación le permite concluir que, aunque en ambos países se buscó crear una identidad colectiva, hubo diferencias importantes mediadas por el referente de un pasado indígena “civilizado” o “salvaje”. Díaz se ubica en el tardío periodo liberal centroamericano de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, y compara el lugar de los indígenas en el discurso de la elite política de cinco países del istmo. Con este estudio, que repasa y sintetiza la interesante literatura sobre el tema, concluye que en los cuatro países se borró o marginó a los grupos indígenas del imaginario nacional. Mientras que en Costa Rica se creó la idea de una nación sin indios, en El Salvador, Nicaragua y Honduras se incorporó y diluyó la participación indígena al crear la idea de naciones mestizas. En Guatemala no se logró crear una gran imagen que agrupara a todos y la nación quedó escindida al excluir a los indígenas. Los siguientes dos artículos se refieren a grupos negros y mulatos a lo largo del siglo XIX en dos países opuestos en cuanto a su herencia e imagen racial: Cuba, con su innegable presencia negra, y Uruguay, país cuya población es considerada blanca. En el primero Luz Mena se enfoca en las negras y mulatas, uno de los sectores más dinámicos de la población de la floreciente capital cubana de la década de 1830. Mena reconstruye la importante presencia de estas mujeres, que mediaron entre negros y blancos por medio de su trabajo como sirvientas, niñeras y maestras, pero también como empresarias, propietarias y usuarias del sistema legal. También analiza cómo los discursos de las elites, que buscaban modernizar y disciplinar la ciudad, trataron de imponer límites al papel de las negras y mulatas en la sociedad habanera. El segundo artículo, escrito por Andrews, se refiere a los carnavales de Montevideo, y en especial al ritmo del candombe, en términos de su inserción en la cultura nacional. El texto aporta un análisis valioso sobre la forma como tradiciones africanas se incorporan en la sociedad superando los límites étnicos y generando nuevas actitudes frente a lo africano. En ese sentido destaca el valor de entender la categoría de raza como un aspecto cultural y social más amplio. Los textos de Eugenia Ibarra y Robert Jackson se remontan al periodo colonial. Basados en juiciosos trabajos de archivo, estos autores se preguntan por grupos que habitaban las fronteras de algunos centros coloniales. Ibarra indaga sobre el origen de los zambos surgidos del contacto entre negros y amerindios en la costa de Mosquitos en el Caribe centroamericano. Jackson se pregunta por las categorías utilizadas para designar a las poblaciones de tres misiones en lo que es hoy el norte de México y Paraguay. El dossier termina con dos textos que brindan aportes desde otras perspectivas. El artículo de Alejandro Castillejo sobre Alemania nos recuerda que el tema de raza y nación va mucho más allá de América Latina. Este texto examina la ideología y política eugenésica alemana a través del Instituto Kaiser Wilhelm de Antropología, Herencia Humana y
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Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 11-13.
Eugenesia, creado en 1927. El texto de Angela Uribe cierra el Dossier haciendo referencia a la humillación como forma atroz del mal. En él se analiza la categoría de humillación desde una perspectiva que no puede ser ni exclusivamente piscológica ni filosófica, haciéndo énfasis en las profundas consecuencias de la humillación sobre aquellos que la sufren. En esta ocasión la sección Otras Voces está compuesta por dos textos que reflexionan acerca del tema de la educación. El primero de ellos, escrito por Sergio de Zubiría, recoge los problemas y las crisis que han enfrentado las instituciones universitarias latinoamericanas a lo largo de la historia, resaltando sus transformaciones y evaluando las opciones que tiene a futuro. El segundo, escrito por Margarita Gómez, Renata Amaya y Ana María Otero estudia el alcance del derecho a la educación y de la autonomía universitaria, con el fin de evaluar cómo estos derechos pueden llegar a limitarse mutuamente en los procesos disciplinarios adelantados por las instituciones de educación superior. En la sección Documentos reproducimos un artículo publicado en la Revista Médica de Bogotá en 1935, escrito por el colombiano Alberto S. de Santamaría con motivo de su elección como Presidente de la Sociedad de Antropología de París, sobre las investigaciones sobre el cerebro. Por último, hemos querido enriquecer el tema central de este número con las reseñas de los libros La constitución multicultural de Daniel Bonilla y La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816) de Santiago Castro-Gómez. El lector de este número encontrará la inclusión del portugués como tercera lengua de referencia. Esta novedad busca no solamente ampliar la cobertura dentro del círculo de lectores, sino también afianzar las relaciones entre comunidades académicas del continente. Esto hace parte de una serie de cambios que venimos implementando, con el fin de mejorar nuestra calidad editorial y científica. Esperamos que difruten este número.
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Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp.16-27.
“RAZA”: VARIABLES HISTÓRICAS
Fecha de recepción: 29 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 6 de febrero de 2007
Max S. Hering Torres* Resumen En el presente artículo se define la “raza” como una construcción y práctica social, así como un ideario que se ha desarrollado a través del poder del discurso. Dicha categoría, más que una realidad biológica, es una construcción intelectual y social que conlleva una variedad de contenidos significativos a lo largo de la historia. Sin embargo, el concepto de “raza” ha conservado su funcionalidad: diferenciar, segregar, tergiversar la otredad y, de esta manera, “racializar” (racialization) por medio del determinismo biológico las relaciones sociales. Con el fin de comprobar esta hipótesis, el texto a continuación presenta un análisis histórico que evidencia la dinámica y variabilidad del imaginario de “raza”. Un esbozo histórico que, si bien no pretende abarcar la totalidad de la historia del racismo, comprende la “Limpieza de Sangre” en España (siglos XIV-XVII), los discursos legitimadores de la nobleza francesa (siglos XVI-XVIII), las taxonomías seudocientíficas (siglos XVII y XVIII), la ambivalencia de la Ilustración y el racismo científico (siglo XIX) como preludio de la Shoah. Finalmente, se presentan un balance y unas reflexiones derivadas de la genética como prueba adicional de la ficción del concepto en cuestión.
Palabras clave: Raza, racismo, otredad, teología, ciencia, Europa, siglos XV-XX
“RACE”: HISTORICAL VARIABLES Abstract This article addresses “race” as a social practice, a construction, and as an idea that has been developed through the power of discourse. This category, rather than a biological reality, is an intellectual and social construction which has had a variety of meanings attributed to it through history. The concept of “race,” however, has preserved its functionality: to differentiate, segregate, and distort otherness. In this way, it has racialized social relations through biological determinism. To substantiate this hypothesis, the article undertakes a historical analysis to demonstrate the dynamics and variability of the racial imaginary. It sketches the outline of a history of race that includes the Spanish idea of the “Purity of Blood” (16-17th centuries), the legitimizing discourses of the French nobility (17-18th centuries), the ambivalence of the Enlightenment, as well as 19th century scientific racism as a prelude of the Holocaust or Shoah. The article concludes with some reflections derived from genetics as additional proof of the fictional nature of the concept of “race.”
Keywords: Race, racism, otherness, theology, science, Europe, 15th to 20th centuries
“RAÇA”: VARIÁVEIS HISTÓRICAS Resumo No presente artigo define-se a “raça” como uma construção e prática social, assim como um ideário que se tem desenvolvido através do poder do discurso. Dita categoria, mais que uma realidade biológica, é uma construção intelectual e social que acarreta uma variedade de conteúdos significativos ao longo da história. No entanto, o conceito de “raça” tem conservado sua funcionalidade: diferenciar, segregar, tergiversar a outredade e, desta maneira, “racializar” (racialization) por meio do determinismo biológico das relações sociais. Com o propósito de testar esta hipótese, o seguinte texto apresenta uma análise histórica que evidencia a dinâmica e variabilidade do imaginário “raça”. Um esboço histórico que embora, não pretenda abranger a totalidade da história do racismo, compreende a “Limpeza de Sangue” na Espanha (séculos XIV-XVII), os discursos legitimadores da nobreza francesa (séculos XVI-XVIII), as taxonomias pseudocientíficas (séculos XVII e XVIII), a ambivalência da Ilustração e o racismo científico (século XIX) como o prelúdio da Shoah. Finalmente, apresentam-se um balanço e umas reflexões derivadas da genética como prova adicional da ficção do conceito em questão.
Palavras-chave: Raça, racismo, outredade, teologia, ciência. Europa, séculos XV-XX
* Magister Artium (M.A.) en Historia y Antropología, Ludwig-Maximilians-Universität, Munich, Alemania (2000). Doctorado (Dr. phil.) en Historia, Universidad de Viena, Austria (2004). Actual Profesor Asistente del Departamento de Historia, Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Correo electrónico: msheringt@unal.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 16-27. “Raza”: variables históricas / “Race”: Historical Variables / “Raça”: variáveis históricas
L
a historiografía sobre la investigación del racismo evidencia, por lo general, dos modelos de periodización. Por un lado, historiadores como Mosse, Claussen o Shipmann, proponen hablar de “racismo” a partir de los siglos XVIII y XIX. Su argumento principal es que el concepto de “raza”, como categoría seudocientífica, solamente se comenzó a utilizar en esa época con el objeto de organizar la variedad humana en diferentes grupos (Mosse, 1978, p. 4; Claussen, 1994, pp. 27–111; Shipman, 1995, p. 12). Por otro lado, encontramos la tendencia preconizada por historiadores como Gossett o Novel, quienes argumentan implícitamente que cada forma de exclusión étnica —fuese ésta en la Antigüedad, en la Edad Media, en la Edad Moderna o Contemporánea— se puede denominar como fenómeno racista (Kovel, 1984, p. 47; Gossett, 1963, p. 23; Geiss, 1988, pp. 20–109). Así las cosas, se observa una laguna científica que gira en torno a la siguiente incógnita: ¿Representa el racismo sólo un fenómeno de la Edad Contemporánea; es decir, es sólo un fenómeno de los siglos XVIII y XIX o representa un fenómeno histórico-universal rastreable desde los albores de la historia hasta nuestros días? Las posturas presentadas son el reflejo de planteamientos, metodologías y definiciones disímiles: aquellos científicos que únicamente tuvieron en cuenta el principio de exclusión étnica, concluyeron que el racismo siempre fue un fenómeno histórico-universal, entendiéndolo como una constante antropológica. En estas investigaciones, el principio de la exclusión se trasladó a un primer plano de análisis y, como consecuencia, en muchos casos el contexto mental y cultural se omitió. Este grave error conllevó algunas valoraciones de carácter anacrónico. En contraste, otros investigadores se concentraron ante todo en el análisis histórico del concepto de “raza”, como categoría seudoantropológica, atendiendo de forma exclusiva al significado contemporáneo. Lamentablemente, estas últimas corrientes investigativas ignoraron los procesos de segregación en la Edad Moderna (XV-XVIII), puesto que tal concepto no se utilizaba como categoría antropológica; tan sólo como sinónimo de linaje. Como consecuencia, los resultados de tales investigaciones son todo un reflejo del determinismo metódico que generó una perspectiva binaria, de hecho maniquea, en la investigación del racismo como fenómeno histórico. Estas posturas son binarias en la medida que algunas afirman que antes de la Edad Contemporánea no existió el racismo; las otras, porque afirman que el racismo existió desde la época bíblica.
Pregunta En este artículo no se pretende examinar el concepto de “raza” desde los albores de la historia, para atender a la pregunta: ¿Fue el racismo una constante antropológica
de carácter histórico o fue un fenómeno característico de los siglos XVIII al XX? Por el contrario, si busca limitar esta pregunta a los últimos 500 años de historia: ¿Existieron formas de racismo en la Edad Moderna (siglos XVI-XVIII) y, en caso afirmativo, en qué medida son diferentes de las de la Edad Contemporánea? A través de este planteamiento se pretende impulsar una nueva forma de indagación metodológica sobre los procesos racistas en la historia. Con este fin, no solamente se analizará la funcionalidad del concepto de “raza”, sino que también se tendrá en cuenta de qué manera se fraguaron aquellas construcciones discursivas de significado como reflejo de un contexto histórico-mental; concretamente, como reflejo de epistemes imperantes. Por el término discurso se entiende una práctica de lenguaje y de reflexión, mediante la cual se construyen supuestas verdades, así como también principios, dogmas, credos y avances científicos. Y por el concepto de episteme se entiende un conjunto de conocimientos de una época determinada que condiciona la construcción discursiva de los saberes. Solamente un análisis que tenga en cuenta la función de la “raza”, así como su contenido significativo, puede, pues, captar la dinámica del ideario que sustenta tal concepto. Es por eso que en este trabajo se esboza una visión histórica sobre las variables del concepto de “raza” y, adicionalmente, se atiende a tres preguntas: 1) ¿Existe el racismo antes del siglo XIX? 2) ¿“Raza”, más que una realidad biológica es, sobre todo, una construcción intelectual y social que se ha venido impregnando de una variedad de contenidos significativos a lo largo de la historia y que, sin embargo, ha conservado su funcionalidad: diferenciar, segregar y tergiversar la otredad? 3) ¿De que manera ayudó el ideario de la “raza” a establecer fronteras socialmente imaginadas con el fin de construir, por un lado, parámetros de inclusión y exclusión y, por el otro, a “racializar” las relaciones sociales?
“Raza” en la historia Con el fin de responder estos interrogantes, se escogerán algunos espacios históricos en los cuales el concepto de “raza” operó como una de las tantas matrices sociales. Se profundizará en los siguientes tópicos: “Limpieza de Sangre” en España (siglos XIV-XVII), los discursos legitimadores de la nobleza francesa (siglos XVI-XVIII), las taxonomías de los siglos XVII y XVIII, las sombras de la filosofía de la Ilustración y el racismo científico (siglo XIX) como preludio de la Shoa. Finalmente, se presentará un balance y algunas reflexiones derivadas de la genética.
“Pureza de Sangre”: España de los siglos XIV - XVII
Tras la persecución y los motines en contra de los judíos en la Península Ibérica —en 1391— gran parte de la comunidad sefardí consideró como única posibilidad de supervivencia la conversión al cristianismo. Un siglo más tarde se repitieron las conversiones en masa, como consecuencia del Edicto de Expulsión de los Judíos promulgado por los Reyes Católicos
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en 1492. La nueva posición socioeconómica de los neófitos, derivada de las conversiones, estimuló reacciones de envidia y angustia generada por la competencia en sinnúmero de oficios y beneficios. Adicionalmente, algunos conversos de la primera generación continuaron practicando su cultura y su religión judía bajo el manto del cristianismo, incurriendo así en el delito de herejía; en concreto: en el criptojudaísmo. Como secuela, en las instituciones españolas se difundió rápidamente una tendencia excluyente. Con el fin de impedirles a los judeoconversos el acceso a instituciones del poder y del saber, se decretaron los “Estatutos de Limpieza de Sangre”. Su instauración se inició en el Concejo de Toledo en 1449, para difundirse progresivamente en numerosas instituciones y organismos a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII. Estos estatutos y las investigaciones genealógicas derivadas de ellos, prohibían el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios y a la propia Inquisición, a aquellos cristianos a los que se les pudiese comprobar sangre “judía, mora o hereje” en sus antepasados (Hering Torres, 2003a, pp. 105-121; 2003b, pp. 20-37). Para acceder a las instituciones regidas por dichos estatutos se hizo menester certificar la “pureza de sangre” mediante la presentación de un árbol genealógico. Este procedimiento de ingreso se denominaba “prueba de sangre”, en el que además los “informantes genealógicos” de las correspondientes instituciones examinaban los linajes en cuestión (Hering Torres, 2003b, pp. 20-37; Hering Torres, 2006b, pp. 81-131). Con base en interrogatorios se elaboraba un protocolo y se verificaba la genealogía, indagando sobre su supuesta condición “inmaculada”. Inquisidores y moralistas no titubearon en transferir la culpabilidad de judaizantes a todos los conversos para, así, darle un matiz de legitimidad a la introducción de los estatutos. De hecho, las cláusulas de “Limpieza de Sangre” reflejan primordialmente el miedo de la sociedad “cristiana vieja” ante una asimilación judeoconversa, la cual, a pesar de las serias dificultades iniciales de aculturización, se hacía cada vez más evidente. Para evitar dicha asimilación se hizo imprescindible elaborar una “definición legal” de los “cristianos nuevos”. Tal proceso debe entenderse como un impulso determinante que permitió la introducción de los “Estatutos de Limpieza de Sangre”. De esta manera, a través de la “limpieza de sangre” el antijudaísmo clásico fue objeto de una metamorfosis: de un “antijudaísmo religioso” se transformó en un “antijudaísmo religioso-racial”. El concepto de “limpieza” desplaza parcialmente la religión como criterio de diferenciación y, por primera vez en la historia europea, engloba dos criterios fundamentales con el fin de marginar: “raza” e “impureza” –dos términos conceptualmente entretejidos–. El término “raza”, fundamentado en la estructura de pensamiento de la “limpieza de sangre”, significaba tener un “defecto”, una “tacha”, una “mácula” en la ascendencia; en otras palabras, tener como cristiano una ascendencia judía o musulmana (Hering Torres, 2006b, pp. 219-247). En el debate llevado a cabo en el
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Cabildo Catedralicio de Toledo en 1547, en relación con la implementación de los “Estatutos de la Limpieza de Sangre”, el arzobispo Juan Martínez de Silíceo utilizó por primera vez el término “raza” en el contexto de la “limpieza de sangre”: “[...] se propuso un estatuto por nos Arzobispo de Toledo en esta Santa Iglesia en el cual se contenía desde aquel día en adelante todos los Benefiziados de aquella Santa Iglesia a Dignidades como Canonigos Razioneros Capellanes y clerizones fuesen xristianos Viejos sin raza de Judio ni de Moro ni hereges [...]” (Hering Torres, 2006b, pp. 220-221). El filólogo Sebastián de Cobarrubias lo definía en el “Tesoro de la lengua castellana o española” (1611) de la siguiente manera: “RAZA, […] Raza en los linages se toman en mala parte, como tener alguna raza de Moro, o Judio” (Hering Torres, 2006b, pp. 221-222). Con todo, el sistema de la “limpieza de sangre” representó el comienzo de un nuevo sistema de segregación, puesto que después de las conversiones los judeoconversos seguían siendo discriminados por su ascendencia, aunque los bautizos se hubieran efectuado cuatro o cinco generaciones antes. A raíz de la evidente contradicción que representaba esta normatividad con respecto a la doctrina cristiana y a la función del bautismo como rito de integración cristiano, se recurrió a construir un mundo de ideas que justificara tal normatividad. Fue entonces cuando se empezó a esgrimir en tratados y pasquines de la época que la “sangre judía” de los “cristianos nuevos” conservaba su carácter deshonesto, corrupto y degenerado, dado que las inclinaciones malignas y amorales de los judíos se heredaban de generación en generación, de padres a hijos, sin importar que hubiesen sido bautizados. No en vano el Fraile Torrejoncillo plasmó en su obra “Centinela contra los Judíos” (1674) la idea de que el ser judío se definía por la sangre, sin importar si la persona estaba bautizada o tenía “ sangre judía” en su árbol genealógico: “[Para] ser enemigos de Christianos [...] no es necessario ser padre, y madre Iudios, uno solo basta: no importa que no lo sea el padre, basta la madre, y esta aun no entera, basta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y la Inquisicion Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido judaiçar” (Torrejoncillo, 1674, pp. 55). El ejemplo de la “limpieza de sangre” nos demuestra que a través de un discurso teológico también se pudo fabricar un determinismo biológico en detrimento de personas que se calificaban como “impuras” y, en consecuencia, como “inferiores” por tener antepasados judíos o musulmanes.
Nobleza y “race”: Francia, siglos XVI y XVII
Otra variante significativa de “raza” aparece en Francia a principios del siglo XVI. Esta vez no se trata de “raza” como sinónimo de una ascendencia maculada. En particular, el ideario se entramaba en las discusiones que pretendían legitimar el estamento de la nobleza. En Europa, la contraposición entre nobleza y tercer estamento representaba la forma más evidente de inequidad social. Es por eso que legitimar la nobleza implicaba, a su vez,
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defender el orden estamental derivado de la Divina Voluntad. Si seguimos los resultados de Arlette Jouanna (1976, 1988), existían tres modelos argumentativos para justificar la nobleza: primero, la voluntad del rey, segundo el concepto de la “race” y, por último, la conquista. Veámoslos uno por uno. El primer punto hace referencia a la voluntad del Rey como creador de la nobleza. El miembro del Tribunal Superior de París, Andre Tiraqueau, nos ofrece una definición muy útil en su obra escrita en latín “Commentarii de Nobilitate” (1549) y traducida al francés bajo el título “Traité de la Noblesse” (1678): “la noblesse est une qualité concédée par le Prince à celui qu’il élève au dessus d’honnêtes roturiers.”1 Más que la naturaleza, era el Rey quien con su autoridad concedía el título a la nobleza de acuerdo con sus virtudes. A una gran mayoría de los miembros de la aristocracia se les dificultaba aceptar esta postura puesto que no sólo reflejaba la dependencia nobiliaria ante el monarca, sino que, además, se cuestionaba su estado natural. Segundo, la nobleza prefería acentuar su ascendencia natural como referente legitimador de su estado. A partir de la primera mitad del siglo XVI y en razón de la movilidad social, de hecho amenazante para la nobleza, se enfatizó con más ahínco que “race” era la premisa inamovible para pertenecer a la nobleza. “Race” significaba linaje y, a través de éste, se heredaba la superioridad de la nobleza ante el Tercer Estado. Este discurso de autolegitimación hacía hincapié en que la nobleza se derivaba de la naturaleza y, en consecuencia, se percibía como una realidad natural, de carácter universal, independiente de tiempo y espacio. Uno de los muchos ejemplos para comprobarlo proviene de las palabras de Louis Le Caron, General de la división en la Baillage y reconocido jurista: la excelencia de los reyes, de los príncipes y de los grandes estaba condicionada por una “causa natural” que les concedía la dignidad de gobernar y cuya cualidad era heredable. La herencia, como lo afirmó el General, determinaba dicha excelencia y era denominada “nobleza”. Esta superioridad se puede observar en una variedad de sectores, así como en las virtudes militares, la retórica, el intelecto, la cacería o la halconería. Tal discursividad nobiliaria pretendía explicar la inequidad social como una ley universal que regía no solamente al hombre, sino también al animal. En consecuencia, las capacidades loables y la moral pulcra de la nobleza radicaban intrínsicamente en la “sangre” y el “linaje” (Jouanna, 1988, pp. 165-179). Por último, la nobleza se legitimaba a través de la conquista, argumento que se entrelazó con el argumento de “race”. No obstante, el referente no es tanto la naturaleza, sino la historia y a través de ella, la construcción de un pasado común e imaginado (Foucault, 1991, pp. 149-195). La nobleza se percibía como una realidad histórica, cuya génesis se ubica en la conquista de Galia por parte de los 1
La nobleza es una cualidad concedida por el príncipe que asciende a los honestos plebeyos.
francos en el siglo V, los cuales, operando como una raíz etnogenética para la nobleza, se percibían como padres autóctonos, mientras que los vencidos galos representaban la “sangre fundacional” del Tercer Estado. Este imaginario histórico operó como un orden estratificador entre la nobleza y el tercer estamento. Una variedad de historiadores de los siglos XVI y XVII, tales como Robert Gaguin, Paul Emile o Charles Dumoulin, ayudaron a fraguar y difundir ese imaginario histórico. Ya en el siglo XVIII, el Conde Henri de Boulainvilliers (1658-1722) subrayó en su “Dissertation sur la Noblesse Française” (posthum 1732): “la razón da la sensación, que [la virtud] en las razas de excelencia está más difundida que en otras” (Drevyer, 1973, pp. 502-505). Con base en esta argumentación se legitima el honor asignado a la estirpe más antigua del reino de Francia, los Francos. Boulainvilliers los describe como amigos de la libertad, de la valentía y como el grupo que, a través de su conquista de Galia, fundó una jerarquía social basada en la “raza”. Boulainvilliers es, indudablemente, el padre ideológico de la nobleza francesa en el siglo XVIII, en razón de su pugna por la conservación de sus privilegios estamentales. La época comprendida entre 1560 y el final del gobierno de Luis XIV (1643-1715) se caracterizó por revueltas populares, guerras religiosas y particularismos regionales. La lucha del absolutismo contra la nobleza reducía parcialmente sus privilegios, así como la exención de impuestos, la jurisdicción estamental y el derecho a la defensa propia. En este contexto se desarrollaron las posturas citadas como un intento por crear todo un mundo de ideas con el fin de rescatar el estatus privilegiado de la nobleza. El “racismo estamental” no estaba relacionado con el “racismo antropológico”, tampoco con el nacionalismo del siglo XIX; de hecho, era la plena expresión de la aristocracia con tendencias antinacionales y antiburguesas. En ese entonces la meta era la reactivación de una minoría noble y de sus derechos como conquistadores. En pocas palabras: el objetivo apuntaba hacia un hermetismo social de un estamento con base en su sangre y en su linaje, con el objeto de salvaguardar sus privilegios y su estatus económico. Para terminar este capítulo, es necesario hacer énfasis en las diferencias existentes entre los idearios de “raza” tanto en España como en Francia. Sin embargo, es pertinente señalar, que a pesar de sus diferencias, en ambos casos los conceptos en alusión operaron como un ente diferenciador y segregacionista: si bien en España la “limpieza de sangre” operaba como herramienta para la exclusión de unas minorías (judeoconversas y moriscas), en Francia era el arma de una minoría noble para segregar a la mayoría del Tercer Estado. En otras palabras, en Francia el término “raza” operaba para profundizar o conservar la inequidad estamental; en España, por el contrario, cualquier persona, sin importar su estamento, podía estar manchada con una ascendencia judía o musulmana perdiendo así su prestigio social. De hecho, los campesinos en España se jactaban muchas veces de su “linaje puro” a pesar de no pertenecer a
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la nobleza; preferían entonces ser campesinos “puros” y no “nobles infectos” (“Yo soy un hombre/ aunque de villa casta/ limpio de sangre/ y jamás de hebrea o mora manchada.”; Lope de Vega, 1614, verso 3033). Otra variable en torno al concepto de “raza” se empezará a forjar desde finales del siglo XVII, representando nuevamente otro significado como reflejo de los discursos imperantes.
Tipología, taxonomía y clasificación
Las reflexiones científicas sobre la diversidad humana se incrementan notablemente a todo lo largo de los siglos XVII y XVIII como resultado del conocimiento y del contacto con las culturas transoceánicas, hasta entonces parcialmente desconocidas en Europa. Desde la perspectiva del europeo, tanto lo foráneo como su evidente alteridad, debía ser ordenado y sistematizado en categorías plausibles para el entendimiento de aquella diversidad. Los esquemas perceptivos ante la otredad se construían siempre desde el prisma cultural y simbólico de lo propio y, en aparente corolario, cada desviación se entendía y se tildaba como una anomalía. Esto generó la creación de referentes culturales de carácter negativo y, por ende, la imagen del “Otro” se determinó a través de la imagen de lo “Propio” con el fin de enaltecer el propio “Yo”: donde un “vos-otros” negativo, un “nos-otros” positivo. En este contexto se construye por primera vez el término “raza” con el significado contemporáneo: desde este momento operará como un criterio seudocientífico para clasificar a los seres humanos en diferentes grupos a través de características fenotípicas. François Bernier (1620-1688) acuña por primera vez el término con este significado en su artículo “Nouvelle Division de la Terre par les différentes éspèces ou races d‘homme qui l‘habitent” (1685, p. 148): Les Géographes n’ont divisé jusqu’ici la Terre que par les différens Pays ou Régions qui s’y trouvent. Ce que j’ai remarqué dans les hommes en tous mes longs et fréquens Voyages, m’a donné la pensée de la diviser autrement. Car quoique dans la forme extérieure du corps et principalement du visage, les hommes soient presque tous différens les uns de autres, selon les divers Cantons de Terre qu’ils habitent, de sorte que ceux qui ont beaucoup voyagé peuvent souvent sans tromper distinguer par là chaque nation en particulier: j’ai néanmois remarqué qu’il y a surtout quatre ou cinq Espèces ou Races d’hommes dont la différence est si notable qu’elle peut servir de juste fondement à une nouvelle division de la Terre2.
Si bien la novedad de este planteamiento no sólo yacía en la intención de categorizar la humanidad en cuatro o 2
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Hasta ahora, los geógrafos se han limitado a dividir la Tierra según los diferentes países y regiones que en ella se encuentran. Mis observaciones de los hombres en el curso de todos mis largos y frecuentes viajes me han inspirado la idea de dividirla de otra manera. No cabe duda que los hombres son casi todos diferentes los unos de los otros por la forma exterior del cuerpo y en particular del rostro, dependiendo de las diversas regiones que habitan en la Tierra; por
cinco “especies o razas”, por primera vez se intentaba ordenar y sistematizar la diversidad humana con base en el aspecto externo del cuerpo y del rostro. Bernier elaboró así la categoría científica, criterio que poco después habría de ser utilizado para formular las escalas jerárquicas de la humanidad. El médico sueco Carlous Linneo publicó en 1735 su obra “Systema naturae” en la que desarrolló el sistema de la taxonomía (del griego , taxis, “ordenamiento”, y , nomos, “norma” o “regla”). Análogamente a las categorías aristotélicas, Linneo ordenó los reinos (animal, vegetal y mineral) en cinco taxones: clase, orden, género, especie y variedad. El naturalista tenía “como función ser Adán: describir, distinguir y dar nombre a cada una de las especies y géneros, poniendo de manifiesto el orden del Creador, el “Sistema naturae”, tras el aparente desorden. Ahora bien, ese orden subyacente no es evidente y, por tanto, “descubrirlo exige construirlo” (Beltrán Marí, 1997, p. 27). Sin embargo, la primera edición de su trabajo (1735) contenía únicamente 14 folios. Ya en la décima edición (1758), superaba las 2.300 in cuarto (Beltrán Marí, 1997, p. 33) y el naturalista destacaba las características somáticas e introducía elementos espirituales y culturales. La variedad del homo sapiens se evidencia especialmente en el color de la piel, el cabello, los ojos, la forma de la nariz, la postura del cuerpo, el carácter, el temperamento, el espíritu, el vestir y las tradiciones (Conze/Sommer, 1984, p. 145). Aunque en la primera edición (1735) Linneo ya había clasificado la humanidad en cuatro “razas” —Europaeus albenses, Americanus rubescens, Asiaticus fuscus, Africanus Níger— solamente en 1758 valoró el carácter de cada grupo. El “europeo blanco” era de carácter sanguíneo, corpulento y estaba gobernado por las leyes (Europeus albus, sanguineus, torosus … Regitur ritibus); el “americano rojo” era colérico, erecto y estaba gobernado por las costumbres (Americanus rufus, cholericus, rectus … Regitur consuetudine); el “asiático amarillo” era melancólico, rígido y estaba gobernado por las opiniones (Asiaticus luridicus, melancholicus, rigidus … Regitur opinionibus) y el “africano negro” era flemático, laxo y gobernado por la arbitrariedad (Africanus Niger, phlegmaticus, laxus … Regitur arbitrio). El evidente nexo que Linneo construye entre la fisonomía y la patología humoral de Hipócrates y Galeno, relacionaba la interioridad del espíritu con la apariencia física. El vínculo entre la fisonomía y la moral tenía ya una profunda tradición en Occidente. En la antigüedad griega se había propiciado el principio de Kalokagáthía —según la cual no podía existir la belleza, si no se condicionaba con base en lo esta razón, aquellos que han viajado mucho pueden con frecuencia por este medio de forma inequívoca distinguir cada nación en particular. A pesar de ello, yo he observado que hay sobre todo cuatro o cinco especies o razas de hombres en las que la diferencia es tan notoria que puede brindar el fundamento adecuado para una nueva división de la Tierra. (Agradezco al profesor José Antonio Amaya por sus importantes aportes a esta traducción).
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saludable y, por tanto, tampoco existía un estado de salud o bondad si no existía la belleza (Hering Torres, 2006b)—. La innovación para la historia del racismo fue la de hilvanar “científicamente” un simbolismo de colores con posibles cualidades o defectos de los taxones raciales. Este proceso de adscripción de pigmentación (Farbgebungsprozess) era evidentemente un proceso discursivo, enmascarado por un empirismo epistemológico y un positivismo científico. Aun así, tuvo un impacto determinante en la historia: ordenó los saberes, prefiguró los esquemas perceptivos ante el prejuicio y la alteridad y, por último, le suministró legitimidad a través de la ciencia taxonómica. En suma: Linneo había desarrollado una estética y una valoración racista al ordenar y al disciplinar los saberes. Asimismo, deconstruir la quimérica lógica de la taxonomía, demuestra la arbitrariedad al atribuir colores de piel por medio del ordenamiento del saber. La supuesta pigmentación de la piel planteada por Linneo (blanco, rojo, amarillo y negro) no se puede comprobar a través de la epidermis: la piel oscura, con referencia a la menos oscura, no es negra; al igual que la piel clara, con referencia a la menos clara, tampoco es blanca; y hablar de piel amarilla o roja, ya es más ficción racista que tergiversación de la otredad. Los colores postulados por Linneo, aunque no se reflejan en la piel, se reflejarán desde el siglo XVIII en las estructuras, las normatividades, las relaciones sociales y las mentalidades. La ficción racista y la tergiversación de la otredad se convirtieron, de esta manera, en una supuesta realidad. El simbolismo medieval del color operaba como trasfondo cultural para relacionar valores, colores y seres humanos. En ese entonces, los colores no eran pigmentos observables objetivamente; ante todo, el color se asociaba con idearios y valores religioso-morales. Desde la antigüedad el color blanco se ha relacionado con lo bueno, lo bello y lo divino, el negro con la amoralidad, la perversión y lo diabólico. Esta fuerza simbólica repercutió evidentemente en la taxonomía de Linneo. Como resultado de las crónicas de conquistadores y viajeros, se nos esboza una imagen bastante diferente a la que impone el discurso propuesto por el científico sueco. Aunque no se conserva la versión original del diario de Cristóbal Colón, sino solamente a través de los escritos de Bartolomé de las Casas, sabemos que el genovés tuvo la siguiente impresión al arribar el 11 de octubre de 1492 a San Salvador: Ellos andaban todos desnudos como su madre los parió, […] de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, los cabellos gruessos cuasi como sedas de cola de cavallos y cortos. […] D’ellos se pintan de prieto y ellos son de la color de los canarios, ni negros ni blancos, y [algunos] d’ellos se pintan de blanco y [otros] d’ellos de colorado […] (Varela, 1986, pp. 62-63).
Américo Vespucio escribía el 18 de julio de 1500 una carta desde Sevilla a Lorenzo di Pierfrancesco de Medici: Digo que después que dirigimos nuestra navegación hacia el septentrión, la primera tierra que encontramos habitada fué una
isla, […] y la gente como nos vió saltar a tierra, y conoció que éramos gente diferente de su naturaleza, porque ellos no tienen barba alguna, ni visten ningún traje, así los hombres como las mujeres, que van como salieron del vientre de su madre, que no se cubren vergüenza ninguna, y así por la diferencia del color, porque ellos son de color pardo o leonado y nosotros blancos, de modo que teniendo miedo de nosotros todos se metieron en el bosque, y con gran trabajo por medio de signos les dimos seguridades y platicamos con ellos; y encontramos que eran de una raza [= original en italiano: generazione] que se dicen caníbales […]. (Vespucio, 1951, pp. 107-109)
Giovanni da Varrazzano llega a la costa oriental de Norte de América en 1524 y percibe a sus habitantes en un primer plano como “negros”; al viajar al norte, rebate su opinión y afirma que eran mucho más claros. Según su informe, en lo alto de las Rhode Islands, se encontraban personas de color de piel “cobre”, aunque algunos tendían a ser más “blancos” y otros, a tener un color “dorado-amarillento” (Hund, 1999, p. 17). Los europeos hicieron de los indígenas, a lo largo del proceso de construcción de “raza”, seres de piel roja, seguramente a raíz del ritual de colorearse la piel de rojo. Linneo describe a los africanos como negros, flemáticos, pero, en realidad, el supuesto color negro de los africanos es principalmente una amalgama conceptual entre dos idearios: su supuesta amoralidad y su piel oscura. En el libro del Génesis del Antiguo Testamento, en el episodio de Cam, uno de los hijos de Noé, Dios maldice a Cam por el “manifiesto pecado” de haber visto a su padre desnudo y en estado de embriaguez. Pero, Dios no solamente maldijo a Cam, sino también a su hijo Canán, condenando a todos sus descendientes a la servidumbre: “‘Maldito Canán, Siervo de los siervos de sus hermanos será’. Y añadió: ‘Bendito Yavé, Dios de Sem / Y sea Canán siervo suyo. / Dilate Dios a Jafet […]’” (Génesis, 9, 25-27). Aunque en el Génesis no se menciona el color de piel, en el siglo VIII el arzobispo Isidoro de Sevilla se refiere a Chus como hijo de Cam, el supuesto progenitor de los etíopes. De esta manera, Isidoro entrelazaba la esclavitud de los cananeos con su color de piel negra como somatización del pecado. La relación entre nos-otros y los-otros, entre ego y alter, demuestra que lo foráneo opera como un mecanismo interno de delimitación, para racionalizar valores y permitir la construcción de identidades (Hering Torres, 2006a, p. 1126). Lo foráneo se construye por medio de la diferencia, en este caso mediante el idioma, la creencia, la ascendencia, la apariencia, el comportamiento o la cultura. La dinámica entre lo propio y lo foráneo se determina por medio de aparentes descripciones objetivas en torno a diferencias y, sobre todo, a través de la amalgama de diferencias reales y ficticias, de miedo y atracción (Hering Torres, 2006a, p. 1126). El impacto de estos idearios repercute también sobre naturalistas como Georges Louis Leclerc, Comté de Buffon y la categorización racista de este último propuesta en su obra: “Histoire naturelle del
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l’homme” (1749) y, de una y otra manera, también en las ambivalencias de los clásicos filósofos de la Ilustración.
La ambivalencia de la Ilustración: inequidad en la igualdad
Es indudable que famosos pensadores de la Ilustración tales como Voltaire (1694-1778) o Immanuel Kant (1724-1804) propiciaron principios de igualdad, favorecieron los derechos humanos y lucharon por la tolerancia. De hecho, Kant en su obra “Was ist Aufklärung?” (¿Qué es la Ilustración?, 1784) hizo un llamado, para que los individuos se emanciparan de su estado de “minoría de edad” (Unmündigkeit) — concepto que también podría ser traducido como “estado de ignorancia” o “falta de voz y voto” (Kant, [1784] 2004, p. 83)—. Sin embargo, nos debemos preguntar si el proyecto del Siglo de las Luces demandaba incondicionalmente la igualdad para todos. ¿Encontramos en los tratados filosóficos del siglo XVIII también ideas que, implícita o explícitamente, delimiten el proyecto de la Ilustración en detrimento de aquellos seres que en Europa se percibían como anómalos? Con el fin de dar respuesta a esta pregunta, el fragmento a continuación se centrará en uno de los filósofos más representativos de la Ilustración: Kant. Según la ideología de la Ilustración, los seres humanos son sus propios creadores. En consecuencia, la historia se entendió como un proceso evolutivo, en el cual los esfuerzos de cada individuo repercutían en el bienestar y el progreso de cada persona. Este proceso debe ser apreciado como una secuencia de distintos niveles de crecimiento y desarrollo (Hund, 2003, p. 16). El filósofo alemán no solamente reproduce estas ideas; es más, enfatiza la utilidad de la categoría de “raza”. El “beneficio científico” de tal categoría, según Kant, radica en poder entrever las diferencias entre una misma especie (Art), dado que ésta ha desarrollado una variedad de características hereditarias (Abartungen). Las diferencias, en cuanto al color de la piel, no hacen referencia, entonces, a distintas clases (Arten) de hombre, pues todos pertenecen al mismo tronco (Stamm). En su ensayo “Von den Verschiedenen Rassen der Menschen” (Sobre las diferentes razas humanas, 1775) afirma: Creo que sólo es necesario presuponer cuatro razas para poder derivar de ellas todas las diferencias reconocibles que se perpetúan [en los pueblos]. 1) La raza blanca, 2) la raza negra, 3) la raza de los hunos (mongólica o kalmúnica), 4) la raza hindú o hinduística […] De estas cuatro razas creo que pueden derivarse todas las características hereditarias de los pueblos, sea como [formas] mestizas o puras (Kant, 1996, pp.14-15, Trad. Castro-Gómez, 2005, p. 40).
Diez años más tarde, Kant introduce los indios americanos, a los que anteriormente había considerado como una variante de la “raza mongólica”. De hecho, en 1785 en su escrito sobre “Bestimmung des Begriffs einer Menschenrasse” (Definición de la raza humana) las cuatro “razas” fundamentales serían la blanca, la amarilla, la negra y la roja. En sus lecciones sobre “Physische Geographie” (Geografía
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física, 1804) no titubeó en presentar esquemas jerárquicos de las “razas”: “La humanidad existe en su mayor perfección en la raza blanca. Los hindúes amarillos poseen una menor cantidad de talento. Los negros son inferiores y en el fondo se encuentran una parte de los pueblos americanos” (Kant, 1968, p. 316; Trad. Castro-Gómez, 2005, p. 41). A los indígenas, Kant les adscribía una piel “roja” y afirmaba que éstos no tenían la capacidad de adquirir cultura, que se caracterizaban por su profunda indiferencia y su amor por la paz era solamente un reflejo de su “independencia haragana”. En un escalafón más arriba situaba a los africanos; asumía que la “raza” de los negros se determinaba por su propia pasión, pero sin que este grupo pudiese controlarla. Por esta razón, estaban restringidos a desarrollar únicamente una cultura de esclavos y, como supuesto corolario, asumía su carácter pueril —hecho que demostraba su dependencia ante el liderazgo—. A los hindúes los situaba en una escala superior a las dos últimas: los consideraba como “amarillos” y les concedía la posibilidad de civilización. Sin embargo, los definía como representantes de una “cultura de habilidades” y no como partícipes de una “cultura de la ciencia”; de ahí que los hindúes siempre serían aprendices. Los “blancos” encarnaban todos los talentos necesarios para la “cultura de la civilización”; sólo ellos podían producir cambio y progreso, sólo ellos podían obedecer y liderar. En la “raza blanca” se condensaba la más alta perfección (Hentges, 1999, pp. 209-224; Hund, 2003, p. 16). Esta ambivalencia de la Ilustración está conformada, por una parte, por los ideales de igualdad, derechos humanos y libertad de expresión y, por otra, por ideologías como el racismo y el antisemitismo científico, así como por el concepto de propiedad, creando nuevos parámetros de diferenciación y exclusión. El triunfo definitivo del proyecto de sociedad europea decimonónica —burgués, industrial y parlamentario— representa, sin duda alguna, un legado central para las sociedades contemporáneas al construir identidades, naciones, fronteras, nuevas “verdades” y dogmatismos. La ambivalencia de la “desigualdad en la igualdad” de la Ilustración se manifiesta de la siguiente manera: a través del discurso racista desarrollado por Kant se introducen fronteras simbólicas, ideológicas y parcialmente imaginadas entre las diferentes “razas”, lo cual es típico en cualquier discurso racista. Pero la innovación era precisamente la de invalidar todas las ideas fraguadas en torno a la nueva equidad ante las “razas” supuestamente inferiores y monopolizarlas únicamente para el proyecto de emancipación del homo europeus. En este contexto, el racismo construye una vez más una especie de regresión temporal de carácter sincrónico, a fin de implementar y salvaguardar todo un sistema de códigos, símbolos y valores no equitativos e inicuos en contra de la otredad. El racismo perpetuó así la exclusión en una sociedad europea que reclamaba igualdad, derechos participativos, parlamentarismo y democracia. La filosofía de la Ilustración preconizaba la abolición de las formas de producción
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feudales, postulaba la igualdad de todos los seres humanos y, además, propiciaba el principio de la propiedad privada en un temprano proyecto capitalista, pero todo ello solamente para el “hombre blanco”. La razón de Kant representaba un raciocinio racista.
Racismo en siglo XIX
A lo largo del siglo XIX proliferaron los aportes derivados de la seudociencia para sustentar el “racismo científico”. El anatomista inglés Robert Knox (1791-1862) formuló su axioma: “Race […] is everything” y clasificó a los africanos y a los judíos como “razas inferiores” (Knox, 1850, p. 6). El “Essai sur l’inégalité des races humaines” (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, 1853-1855) del Conde Arthur de Gobineau constituye un diagnóstico de Europa con el ánimo de brindar respuestas para el futuro de la civilización europea. Además, hacía énfasis sobre todo en los siguientes principios: las “razas humanas” son desiguales, en consecuencia se debe crear una nueva sociedad basada en “estamentos raciales”. Gobineau era partidario del desarrollo cíclico de las civilizaciones, con sus correspondientes ascensos y descensos culturales. Aunque el autor no define puntualmente el concepto de “raza”, su andamiaje de ideas y presupuestos nos permiten reconstruirlo. “Raza”, según él, describe elementos físicos y psíquicos de un grupo determinado por la sangre, al menos “pura” en sus orígenes; todas éstas, condiciones heredables. El mestizaje, sin embargo, conllevaba desde la perspectiva del Conde, a la “degeneración de las razas” y de ésta manera la hibridación racial se materializaba a través de la decadencia o la muerte de la civilización (Gobineau, 1853, vol. 4, p. 45). El imaginario de la “raza pura”, incluso para este último, representaba solamente un “tipo ideal”, dado que el estado de las “razas” demostraba que desde los “albores de la historia” se habían mestizado: “le mélange du sang” como el autor lo denominaba (Gobineau, 1853, vol. 4, p. 45). Gobineau dividió la variedad humana en tres “razas”: la brutal, sensual y cobarde “raza de los negros”; la débil, mediocre y materialista “raza de los amarillos” y, por último, la “raza blanca”, inteligente, enérgica y llena de coraje. De hecho, la “raza blanca” tenía todo el monopolio de la belleza y era la única “raza” que conocía el honor. Por su inteligencia y fuerza, estaba destinada a conquistar a las “razas subordinadas” para acentuar su papel de “fundadora de la civilización” (Gobineau, vol. 4, pp. 214-230). Los celtas y los eslavos eran “razas blancas”, pero el ápice de la “raza blanca” estaba representado por los “arios”. Los idearios de Gobineau expresaban un anacrónico anhelo por reconstruir una sociedad estamental —disuelta desde la abolición del feudalismo en 1789— pero con el fin de que la aristocracia pudiese recuperar sus privilegios perdidos. La continuidad entre Boulainvilliers y Gobineau es clara. El siglo XIX también fue testigo de otros métodos y afirmaciones que se aplicaron y propiciaron en los discursos racistas: la antropometría y el poligenismo. El naturalista y geólogo suizo Louis Agassiz (1807-1873) se convirtió en
uno de los representantes más famosos del poligenismo, aunque predecesores como el médico John Atkins (16851757) y los filósofos David Hume (1711-1776) y Voltaire (1694-1778) ya habían desarrollado esta doctrina. El poligenismo, contrariamente al monogenismo, parte del postulado de que cada “raza” tiene su propio origen, esto es, diferentes “padres fundacionales”. Con este discurso se intentaba desarrollar una falsa premisa, de carácter inamovible e irrefutable, para aseverar con más ímpetu y pujanza la inequidad racial e intelectual de las supuestas “razas” inferiores. Agassiz publicó en 1850 un artículo bajo el título “The diversity of origin of the human races”, editado en la revista Christian Examiner. El naturalista desarrollaba toda una estrategia discursiva para no entrar en conflicto con las ideas cristianas al afirmar que el relato de Adán sólo se refería a la “raza caucásica”. Como fingido corolario, afirmaba: En la tierra existen diferentes razas de hombres, que habitan en diferentes partes de su superficie y tienen características físicas diferentes; y este hecho […] nos impone la obligación de determinar la jerarquía relativa entre dichas razas, el valor relativo del carácter propio de cada una de ellas, desde un punto de vista científico […] (Citado en Gould, 1999, p. 66).
La antropometría fue otro método del racismo antropológico que, aunque tampoco fue una invención del siglo XIX, fue muy representativa para dicha época. Los antropólogos alemanes de la Universidad de Göttingen, como Christoph Meiners (1747-1810) y Johann Friedrich Blumenbach (17521840), fueron los precursores más importantes de estos nuevos planteamientos al hacer hincapié en la craneometría. Sin embargo, el académico que impulsó este nuevo método a nivel internacional fue el anatomista norteamericano Samuel Morton, junto con Paul Broca. Morton no tenía como meta obtener una representación taxonómica completa; su interés epistemológico, como Gould lo demuestra, era probar que se podía establecer “objetivamente una jerarquía entre las “razas” basándose en las características físicas del cerebro, sobre todo en su tamaño” (Gould, 1997, p. 71). El método aplicado por Morton fue la medición de la cavidad craneal. Con esta pretensión rellenaba tal cavidad con semillas de mostaza blanca tamizada y, a continuación, vertía las semillas en un cilindro graduado para conocer el volumen craneal en centímetros cúbicos. A falta de hallazgos uniformes sustituyó las semillas por perdigones de plomo obteniendo así resultados más “fidedignos”. Morton publicó tres trabajos esenciales: “Crania Americana” (1839), “Crania Aegyptiaca” (1844), y un artículo en el cual resumía sus resultados bajo el título “Observations on the Size of the Brain in Various Races” (Observaciones sobre el tamaño del cerebro en las diferentes razas, 1849). En este último, Morton subdividía jerárquicamente la humanidad en seis grandes “razas”: “caucásica moderna”, “caucásica antigua”, “mongólica”, “malaya”, “americana” y, finalmente, “negra”. Cada una de estas “razas” se subdividía nuevamente
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entre uno y seis grupos. Al igual que en otros procesos de “racialización”, Morton estaba condicionado a causa de sus prejuicios (Gould, 1999, p. 74); en consecuencia, podemos caracterizar la antropometría como un intento de racionalizar el prejuicio y el miedo ante lo foráneo. Morton no titubeaba en expresarse de manera denigrante e insultante en contra de las “razas inferiores” y, adicionalmente, aplicó una metodología que le permitió llegar a un resultado preconcebido. Al respecto, se debe aclarar lo siguiente: el tamaño del cerebro siempre corresponde al tamaño del cuerpo, por ejemplo, una persona alta tiene un cerebro más grande que una persona de pequeña estatura. Además, en la mayoría de los casos, los hombres tienden a ser más altos que las mujeres, por lo cual, los hombres tienden a tener el cerebro más grande. Ciertamente, deducir del tamaño del cerebro la capacidad intelectual es totalmente desatinado. Al medir los cráneos caucásicos, Morton estudió en su mayoría cráneos de hombres (Gould, 1999, p. 81), y al evaluar cráneos indígenas, midió sobretodo cráneos de los incas —por lo general más pequeños que los demás— y omitió calcular los de los iroqueses que comparativamente son mucho más grandes que los de los incas. Éstos son solamente algunos ejemplos de la forma como Morton distorsionó la realidad biológica, proyectando sus anhelos y sus prejuicios socioculturales en sus investigaciones publicadas bajo la autoridad de la ciencia. En conclusión, podemos afirmar que el racismo antropológico fue un fenómeno secular que desplazó la fuerza autoritaria de la teología: el racismo científico se fundaba en el monopolio de la verdad del empirismo y en la observación; de hecho, en mediciones, tablas, cuantificaciones, exámenes y en planteamientos derivados de la teoría de la recapitulación. El termino “raza” se utilizó por los citados autores como un criterio científico para comprobar el orden jerárquico de las “razas humanas”. No obstante, el racismo conservaba su funcionalidad excluyente con el fin de mantener el poder en las relaciones sociales determinadas por la esclavitud, la industrialización y el imperialismo. Divulgar la supuesta condición inferior del indígena, del africano y del asiático permitía legitimar su conquista y su explotación, sin crear paradojas éticas con la moral de Occidente. Ahora bien, en esta lógica discursiva también encontramos el trazado teórico del filósofo y sociólogo Herbert Spencer (1820-1903), quien después del aporte de Jean Baptiste de Lamarck “Filosofía Zoológica” (1809) y de Charles Darwin “El origen de las especies” (1859), tergiversó y adaptó la teoría de la evolución a la sociedad. De esta manera, no solamente Spencer, sino otros darwinistas sociales, como Alfred Russel Wallace (1823-1913) y Ernst Häckel (18341919), se convirtieron en ideólogos racistas del capitalismo industrial. El científico británico Francis Galton (1822-1911) acuñó el concepto de la “eugenesia” en Inglaterra; el médico alemán Alfred Plötz (1860-1940) y Wilhelm Schallmayer (1857-1919) introdujeron la eugenesia en Alemania bajo el término de “Rassenhygiene” (higiene racial) y, en
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1905, se legalizó la esterilización de “razas” indeseadas en varios estados de América del Norte. En este contexto, “raza” se convierte en receptor de otro complemento significativo: el factor muerte. Las “razas inferiores” debían ser eliminadas. Solamente los nazis llevaron a cabo este protervo proyecto —el que produjo la masacre organizada, sistemática e industrializada en campos de trabajo y campos de exterminio por medio de cámaras de gases u hornos crematorios—. O, en palabras de Michel Foucault, el racismo “asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder, sobre el principio de que la muerte del otro equivale al reforzamiento biológico de sí mismo como miembro de una población, como elemento en una pluralidad coherente y viviente” (Foucault, 1992, p. 267).
Reflexiones finales El racismo postula que una “raza” es biológicamente superior a las demás y que esta condición es heredable. En pocas palabras: el racismo esgrime el determinismo biológico en detrimento de su víctima. De ahí que los racistas pretendan conservar la “pureza de su raza” para no vulnerar su supuesta superioridad. En el último tercio del siglo XX algunos genetistas, como el italiano Cavalli-Sforza, comprobaron la evidente carencia de los argumentos biomoleculares, mediante los cuales se pretendía establecer la categoría de “raza” como un criterio fiable para ordenar la diversidad humana. En este contexto se debe citar al célebre biólogo: Si estudiamos cualquier sistema genético, siempre encontramos un grado elevado de polimorfismo, es decir de variedad genética: significa que un gen presenta distintas formas. Esto ocurre tanto en una población muy pequeña como en el conjunto de la población europea, tanto en toda una nación como en una ciudad o en un simple pueblo. Por ejemplo, las proporciones de genes A B y 0 varían de unos pueblos a otros, de unas ciudades a otras, de unas naciones a otras, pero no demasiado: en cada microcosmos encontramos una composición genética comparable a la del conjunto, aunque algo distinta (... ) Podemos estudiar la clase rica o la pobre, a los blancos o a los negros: siempre hallaremos el mismo fenómeno [de polimorfismo]. La pureza genética es inexistente, simplemente no se encuentra en las poblaciones humanas (Cavalli-Sforza, 2000, p. 255).
Es contundente también el siguiente argumento: aun si entre los miembros de una familia se practicara la endogamia durante 20 ó 30 generaciones, no se lograría una colectividad totalmente “pura”, en la que hubiera desaparecido la variabilidad genética. No obstante, el intento de criar artificialmente “seres puros” acarrearía graves consecuencias para la fertilidad, la salud de los descendientes, y podría conducir a deformaciones e incluso a la muerte (Cavalli-Sforza, 2000, p. 255). Cualquier clasificación racial simplifica la diversidad humana de tal manera que se convierte, en la mayoría de los casos, en
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una finalidad en sí misma (Selbstzweck). No solamente por omitir la gran variedad genética a lo largo de cualquier categorización, sino también por ignorar todas las posibles zonas de transición genética, que por principio son negadas en las categorías estáticas. No es sorprendente que en los últimos 200 años la ciencia haya presentado modelos de clasificación, que varían entre 3 y 300 “razas”. Algunos ejemplos: Jean-Joseph afirmaba que existían 2 “razas”; Kant, 4; Blumenbach, 5; Buffon, 6; Agassiz, 8; Morton, 22; Crawford, 60, etc. La genética tiene una respuesta simple: existen 6 millares de “razas” —la misma cantidad de seres que habitan la tierra (Kattmann, 1999, pp. 65-81; Schüller, 1999, p. 15)—. Apologistas de la categoría de la “raza” argumentarían a su favor que no puede existir un sistema único de categorización racial en vista de que es difícil trazar límites categóricos en el campo de las especies. Pero esto solamente comprueba que cualquier clasificación de las “razas” se escapa a una verificación intersubjetiva y, por ende, no tiene un fundamento científico. Las diferencias visibles entre los seres tergiversan los esquemas perceptivos de las personas en torno a las diferencias genéticas. Unas pocas características se sobrevaloran, porque llaman la atención: el color de la piel, la forma de la nariz, los ojos, los labios y el cabello. Pero, detengámonos un momento en otros aspectos y nombremos tres características genéticas: los grupos sanguíneos, que como sabemos tienen tres variantes (A, B y 0); el RH, que tiene dos variantes (+ o -); y, por último, el grupo HLA (Antígenos Leucocitarios Humanos), que establece si toleramos o no un transplante de órganos y cuya composición es determinada por una combinación de seis genes, los cuales manifiestan de 19 a 61 variantes. Si tenemos en cuenta solamente estas tres características, obtendríamos la siguiente posibilidad de combinaciones genéticas: 1.291.178.228.421.950.000 (Schüller/Van der Let, 1999, p. 16). Es importante señalar que esta cantidad tan difícil de imaginar ni siquiera habita el globo terráqueo y solamente hemos tomado en cuenta tres características. No hace falta recordar que el ser humano posee más de tres características genéticas. Es por eso ilusorio tratar de tomar el color de piel o la forma de la cara para afirmar la existencia de “razas humanas”, concepto que pretende expresar una homogeneidad o similitud genética. Estas reflexiones derivadas de la genética y la visión histórica presentada en este artículo demuestran que “raza” más que una realidad biológica, es una construcción social. Como se pudo observar, la fabricación del imaginario de “raza” obedece a necesidades sociales, económicas y psicológicas. Por tanto, podemos aseverar que las “razas” no son el resultado, sino la condición de argumentaciones racistas (Hund, 1999, p. 10). En conclusión, se demuestra una vez más de qué manera las relaciones interhumanas se han estructurado por medio de la significación de características biológicas o seudobiológicas con el fin de construir colectividades diferenciadas (racialisation) (Miles, 1989, p. 75). El concepto de “raza” ha sido impregnado a
lo largo de la historia de diferentes conceptos de “verdad” y de “validez”, creando así imaginarios de desigualdad quiméricos. Esta dinámica histórica del concepto de “raza” es posible apreciarla en la siguiente metáfora: el camaleón tiene la capacidad de cambiar su color según el medio en que se encuentre. De igual manera se comporta la construcción del concepto de “raza”, el cual, dependiendo de la época y de la región en donde se origina, se adapta a las diferentes concepciones de verdad y moral, así como a las condiciones, realidades e intereses sociales imperantes y, a partir de esto, vuelve a crear nuevas realidades capciosas ligadas a las diferentes concepciones del poder, la teología y la ciencia. Dichas concepciones no constituyeron, únicamente, empresas del Saber y de la Validez, sino poderosas industrias de la desigualdad. Posturas y creencias racistas se producen y se reproducen por medio de los significados discursivos y, a través del discurso racista, las prácticas segregacionistas y discriminatorias se preparan, se promulgan y se legitiman. En los discursos de “raza” a lo largo de este proceso histórico, se aprecia una constante que incorpora infatigablemente una estrategia de marginación, cuya funcionalidad de exclusión termina siendo el cometido común y central. De esta manera se puede hablar de continuidad histórica funcional, pero en ningún momento de nexos causales. Dicho de manera concisa, los discursos de “raza” encarnan significados desiguales; es decir, representan diferentes formas de su propio ser (discontinuidad), pero siempre pretendiendo un mismo fin: la exclusión (continuidad). Recalcar este último aspecto es de suma importancia, puesto que de esta manera se esclarecen los contenidos conceptuales de la idea de “raza”, a fin de captar el cómo de las construcciones sociales e intelectuales de la desigualdad, que fueron determinadas por la visión de la verdad de sus contemporáneos, sin que su carácter quimérico repercutiera. Este impulso metodológico aporta tal vez en su cuestionamiento la comprensión de manera diferenciada de la dinámica histórica del concepto de “raza” y, porqué no, tal vez esclarece cómo y por qué imaginarios sociales e intelectuales determinaron ante todo la “realidad biológica” en su periodo histórico, pero nunca lo inverso. Específicamente, la realidad biológica en estos casos no se derivó de la biología sino de los imaginarios sociales que confluyeron en la “racialización” de las sociedades. El racismo se muestra no solamente como una construcción social, es también una práctica social, una ideología, y se manifiesta, así mismo, como un poderoso ente discursivo. Por último, el hecho de que el concepto de “raza” hoy en día no tenga validez en este contexto, no quiere decir que ya no exista el racismo. Como advierte el filósofo Pierre-André Taguieff, no debemos recaer en un “sueño dogmático” que nos dé esperanza (Taguieff, 1998, pp. 221-269). La biogenética, el utilitarismo, el etnocentrismo, la judeofobia y la islamofobia construyen cada día nuevos potenciales de segregación –que aunque ya no se basan en el concepto de “raza”, se basan en reflexiones en torno a “discapacidades
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genéticas”, la cultura y la criminalización–. Son éstos los nuevos espacios a los que nos debemos acercar en procura de de-construir los nuevos planteamientos del neo-racismo y del racismo cultural o diferencial.
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PERTENECER A LA GRAN FAMILIA GRANADINA. LUCHA PARTIDISTA Y CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD INDÍGENA Y POLÍTICA EN EL CAUCA, COLOMBIA, 1849-1890* Fecha de recepción: 10 de octubre de 2006 • Fecha de aceptación: 10 de noviembre de 2006
James Sanders** Resumen El artículo sostiene que las garantías constitucionales alcanzadas tras la Constitución de 1991 por las comunidades indígenas son el resultado de una larga tradición de negociación, en la que sobresale el papel de los indígenas del Cauca, con el Estado colombiano, en relación con sus tierras y el estatus de su identidad dentro de la República. Se explora la forma como los indígenas desafiaron las nociones elitistas y racistas de ciudadanía propuestas por la clase gobernante y se examinan las posiciones que asumieron frente a los conflictos derivados de la lucha partidista entre liberales y conservadores.
Palabras clave: Comunidades indígenas, Cauca, ciudadanía, lucha partidista, identidad.
BELONGING TO THE GREAT GRANADAN FAMILY: PARTISAN STRUGGLE AND THE CONSTRUCTION OF INDIGENOUS IDENTITY AND POLITICS IN SOUTHWESTERN COLOMBIA 1849 – 1890 Abstract This article argues that the constitutional guarantees achieved by indigenous communities in the wake of the 1991 Constitution were the result of a long history of negotiation between Indians from the Cauca and the Colombian State regarding land rights and their status within the Republic. It explores how Indians contested the elite and racist notions of citizenship of the governing class, and examines how they negotiated the partisan struggles between Liberals and Conservatives.
Keywords: Indigenous communities, Cauca, citizenship, partisan struggles, identity.
PERTENCER À GRANDE FAMÍLIA GRANADINA. LUTA PARTIDARISTA E CONSTRUÇÃO DA IDENTIDADE INDÍGENA E POLÍTICA NO CAUCA, COLÔMBIA, 1849-1890 Resumo O artigo sustenta que as garantias constitucionais atingidas pelas comunidades indígenas na Constituição de 1991 são o resultado de uma longa tradição de negociação com o Estado colombiano, na que sobressai o papel dos indígenas do Cauca, em relação com suas terras e o status de sua identidade dentro da República. Explora-se assim a forma como os indígenas desafiaram as noções elitistas e racistas da cidadania propostas pela classe governante e examinam-se as posições que assumiram frente aos conflitos derivados da luta partidarista entre liberais e conservadores.
Palavras-chave: Comunidades indígenas, Cauca, cidadania, luta partidarista, identidade.
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Traducido por Claudia Leal y Sandra E. Caicedo. Nota de los Editores: Por tratarse de una traducción que se nutre de diversas fuentes primarias, hemos decidido respetar las normas de citación utilizadas por el autor en la versión original. ** B.A., University of Florida, History major, Anthropology minor, Latin American Studies minor; M.A., University of Pittsburgh, History, with certificate in Latin American Studies; Ph.D., University of Pittsburgh, History. Actual Profesor Asistente de la Utah State University, Logan, Utah, EE.UU. Correo electrónico: jsanders@hass.usu.edu. Quiero agradecer a todos los colombianos empleados en los archivos citados en el presente ensayo por su invaluable ayuda. Michael Jiménez, George Reid Andrews, John Beverly, Aims McGuinness, Bret Troyan y Jennifer Duncan, me hicieron comentarios y me dieron consejos muy útiles, al igual que los editores del presente volumen y los lectores anónimos de University of North Carolina Press. Todos los errores son responsabilidad mía.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 28-45. Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia, 1849-1890 / Belonging to the Great Granadan Family: Partisan Struggle and the Construction of Indigenous Identity and Politics in Southwestern Colombia 1849-1890 / Pertencer à grande família granadina. Luta partidarista e construção da identidade indígena e política no Cauca, Colômbia, 1849-1890.
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n 1991, la Asamblea Nacional Constituyente de Colombia instauró una nueva constitución que otorga a las comunidades indígenas unos derechos culturales, económicos y políticos nunca antes vistos, incluyendo el reconocimiento de la propiedad comunal de sus territorios y de autonomía política y administrativa dentro de ellos.1 El nuevo régimen político también estableció la circunscripción especial para la elección de dos senadores indígenas. Estas victorias se alcanzaron tras dos intensas décadas de movilización indígena, en las que sobresalió el liderazgo de los indígenas del Cauca, región ubicada al suroccidente del país. Aunque los indígenas caucanos sólo se organizaron formalmente en 1971 con la creación del Comité Regional Indígena del Cauca (CRIC), llevaban siglos luchando, muchas veces con éxito, por la protección de sus tierras y de su modo de vida. El eco del discurso y las estrategias que desarrollaron en el siglo XIX para tratar con el Estado y para autodefinirse, aún resuena en los discursos contemporáneos. Las garantías constitucionales alcanzadas en 1991 son el resultado de una larga tradición de negociación de los indígenas colombianos con el Estado en relación con sus tierras y el estatus de la identidad indígena dentro de la República. La gente del común de lo que fue el gran imperio español – indios, campesinos mestizos, esclavos, y negros y mulatos libres – enfrentó el desafío de encontrar un lugar en los nuevos Estados nacionales surgidos tras la independencia. Muchos de los pueblos indígenas del suroccidente de Colombia habían apoyado con tenacidad a la Corona española, pues temían ver sucumbir a un poderoso aliado ante los ejércitos patriotas, comandados por los mismísimos terratenientes con quienes solían entrar en disputa. Sin embargo, después de la Independencia, los indígenas trataron de adaptar la política republicana creada por la elite a sus propias necesidades y visión social. En Colombia, al igual que en otras partes de América Latina, la esfera política en la que entraron los indígenas estaba dominada por los partidos Liberal y Conservador, que luchaban por controlar el Estado. Los lazos sociales y familiares contribuían a definir quién apoyaba a cuál partido, aunque las diferencias ideológicas sobre el papel de la Iglesia o sobre política económica también fueron determinantes. En Colombia, los liberales y los conservadores estaban en desacuerdo sobre quién podía disfrutar el derecho a ser parte de la Nación y bajo qué condiciones. El conflicto partidista era intenso; en el Cauca, los partidos normalmente se enfrentaban en las elecciones y si era necesario también en guerras civiles. Los indígenas caucanos afrontaron enormes desafíos en la era republicana. Hacia mediados de siglo, los 1
Lo que hoy en día conocemos como Colombia tuvo varios nombres a lo largo del siglo XIX, incluyendo: Nueva Granada, Confederación Granadina y Estados Unidos de Colombia.
conservadores, que a veces los empleaban en sus haciendas, los consideraban personas de raza inferior, potencialmente peligrosas, pero en general inofensivas. El recién fundado partido Liberal, al menos en el discurso, promovía la inclusión de grupos populares en la política nacional, pero consideraba que las tierras comunales indígenas eran relictos coloniales que debían ser eliminados para transformar a los indígenas en ciudadanos productivos. Los liberales estaban de acuerdo en que los indígenas varones fueran ciudadanos, pero sólo si abandonaban y negaban su identidad indígena. La respuesta indígena al dilema que tal posición planteaba consistió en reformular la ciudadanía de una manera compatible con su identidad étnica, abriéndose así un lugar en la nueva nación colombiana (o neogranadina).2 Este ensayo explora la manera en que los indígenas reformularon la ciudadanía y sus propias identidades étnicas. La primera parte muestra cómo los indígenas desafiaron las nociones elitistas y racistas de ciudadanía propuestas por la clase gobernante. Sin embargo, al buscar proteger su propia identidad, las comunidades indígenas contribuyeron a mantener el discurso racializado sobre otros grupos de clase social baja e incluso perpetuaron estereotipos sobre ellas mismas. La segunda parte examina las acciones indígenas dentro del nuevo sistema político republicano y su forma de explotar los conflictos entre liberales y conservadores en la segunda mitad del siglo. Los dos partidos necesitaban apoyo de grupos subalternos en las urnas y durante las frecuentes guerras civiles. Temerosos de los intentos liberales por liquidar sus tierras comunales, los indígenas comenzaron apoyando a los conservadores. Pero con el tiempo, forzaron a los liberales a moderar sus ataques. En sus relaciones con los partidos, cada comunidad indígena inicialmente actuó con bastante independencia de las demás, buscando alcanzar sus objetivos políticos; pero durante las décadas de 1860 y 1870 los indígenas empezaron a organizarse trascendiendo el nivel de la comunidad. Esta nueva forma de colaboración política alteró el significado de ser indígena, creó un discurso político poderoso y presagió la política indígena del siglo XX.
Un novedoso concepto de ciudadanía Las comunidades indígenas conformaban una parte pequeña, pero políticamente importante, de la sociedad caucana en el siglo XIX. (Un observador estimó que los 2
La noción de inclusión nacional yace en el corazón de la mayor parte de la literatura reciente acerca del papel popular en la formación de Nación y Estado, la cual se ha centrado mayormente en México y Perú. Mientras que la literatura ha crecido demasiado como para citar exhaustivamente, dos de los textos fundacionales son Florencia E. Mallon, Peasant and Nation: The Making of Postcolonial Mexico and Peru (Berkeley: University of California Press, 1995) y Gilbert M. Joseph y Daniel Nugent, eds., Everyday Forms of State Formation: Revolution and the Negotiation of Rule in Modern Mexico (Durham: Duke University Press, 1994).
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indígenas constituían cerca del nueve por ciento de la población de la región.)3 El corazón del Cauca se extiende a lo largo del río del mismo nombre, entre dos cordilleras paralelas, ubicadas hacia el oriente y el occidente del río. Entre 1849 y 1890, el enorme Estado del Cauca también incluía la costa pacífica, la selva amazónica y el macizo colombiano, zona montañosa ubicada al extremo sur del país donde nacen las tres cordilleras que atraviesan a Colombia y donde queda la ciudad de Pasto. Aunque algunas comunidades indígenas sobrevivieron en el valle del río Cauca, la mayoría vivía en la cordillera central y en el macizo colombiano. Las haciendas controlaban el valle del Cauca y algunos valles más pequeños de temperatura media situados en el macizo colombiano.4 A pesar del control ejercido por las haciendas, muchos indígenas todavía vivían en resguardos (tierras comunales que poseían desde la Colonia). Estos resguardos estaban ubicados en los intersticios de extensas haciendas y de otras pequeñas propiedades en los valles o en las laderas donde la tierra era menos valiosa.5 Los indígenas siempre estaban amenazados por las haciendas y las poblaciones vecinas, cuyos dueños y residentes continuamente intentaban extender sus dominios a expensas de los resguardos.6 En sus tierras comunales, los indígenas criaban ganado y sembraban papa, trigo, maíz, oca (un tubérculo), cebada y diversas verduras, y también 3
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Las cifras de Mosquera en 1852 son bastante aproximadas y deben ser usadas con moderación. T. C. de Mosquera, Memoria sobre la geografía, física y política de la Nueva Granada (New York: Imprenta de S. W. Benedit, 1852), 96. Para un vistazo de la situación indígena durante y después de la Colonia, ver Joanne Rappaport, The Politics of Memory: Native Historical Interpretation in the Colombian Andes (Cambridge: Cambridge University Press, 1990), 31-60 y Juan Friede, El indio en lucha por la tierra (Bogotá: Editorial Espiral, 1944). Para revisar el tema general de las historias de la región del Cauca, ver Germán Colmenares, Historia económica y social de Colombia, vol. 2, Popayán: Una sociedad esclavista, 1680-1800 (Bogotá: Tercer Mundo, 1997) y Alonso Valencia Llano, Estado soberano del Cauca: Federalismo y regeneración (Bogotá: Banco de La República, 1988). Comisión Corográfica, Jeografía física i política de la Nueva Granada (Bogotá: Banco de La República, 1959), 2:337; de José Francisco Vela a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, Junio 27 de 1866, Archivo General del Cauca, Popayán (en adelante AGC), Archivo Muerto (en adelante AM), Paquete 94, Legajo 40; Reporte del Jefe Municipal de Popayán, Popayán, Junio 15 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54; de suscritos miembros de los cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a la Asamblea Departamental, Pasto Julio 29 de 1873, AGC, AM, Paq.124, Leg, 60 (nótese que la mayoría de los documentos del Archivo Muerto no tienen numeración). Ver también Friede, El indio que lucha por la tierra, y Rappaport, The Politics of Memory, 87-116. Las comunidades, así como las naciones y las razas, también son construcciones históricas aunque las divisiones internas y las jerarquías no sean temas centrales del presente ensayo. Ver Les W. Field, “State, Anti-State, and Indigenous Entities: Reflections upon a Paéz Resguardo and the New Colombian Constitution,” Journal of Latin American Anthropology 1, no. 2 (1996): 106-7. Para teoría comunitaria ver Mallon, Peasant and Nation, 11-12, 63-88, y Gavin Smith, Livelihood
tejían para los mercados locales.7 Los indígenas gobernaban sus resguardos a través del cabildo pequeño, cuyos miembros eran escogidos o elegidos por los hombres de las comunidades. El gobernador indígena presidía el cabildo pequeño y solía encargarse de los asuntos del resguardo con el mundo exterior. Desde la Independencia, muchas facciones de la elite habían atacado a los resguardos y los cabildos pequeños por considerarlos instituciones coloniales impropias de una República. Vivir en esas comunidades corporativas fue determinante para definir quién era “indígena”, una categoría legal separada, heredada de las divisiones de casta de la Colonia. Aunque la mayoría de los indígenas que vivían en la parte central del Cauca (fuera de las selvas amazónicas y del Pacífico) hablaba español, quizá de manera exclusiva, y practicaba una cultura parecida a aquella de los mestizos pobres y los vecinos blancos, lo “indígena” también tenía una connotación cultural, especialmente para los mismos indígenas.8 Ellos defendían los resguardos y los cabildos no sólo por permitirles acceso a la tierra y una forma de gobierno local, sino por ser instituciones que les ayudaban a mantener “antiguas tradiciones morales i religiosas” y “nuestros hábitos y... costumbres.”9 El término “indígena” también tenía un significado racializado que iba más allá del modo de vida legal y cultural del resguardo, pues algunos “blancos” casados con indígenas también vivían en los resguardos (pero aún así aparecían como “blancos” en los informes oficiales) y algunos indígenas and Resistance: Peasants and the Politics of Land in Peru (Berkeley: University of California Press, 1989). Para el tema de la economía de la región, ver José Antonio Ocampo, Colombia y la economía mundial, 1830-1910 (Bogotá: Tercer Mundo, 1998), 255-300, y de José Gregorio Fernández a T. C. Mosquera, Panamá, Septiembre 28 de 1852, AGC, Sala Mosquera (en adelante SM), Documento 28, 406. 7 Del pequeño Cabildo de Túquerres al Distrito Mayor, Túquerres, Febrero 12 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54; Comisión Corográfica, Jeografía física i política, 161, 225; José María Samper, Ensayo aproximado sobre la jeografía i la estadística de los ocho estados ue compondrán el 15 de Septiembre de 1857 la Federación NeoGranadina (Bogotá: Imprenta del Neo-Granadino, 1857), 28; de Avelino Vela a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, Abril 28 de 165, AGC, AM, Paq. 92, Leg. 83; Felipe Pérez, Jeografía física i política de los Estados Unidos de Colombia, vol. 1, Comprende la jeografía del distrito federal i las de los estados de Panamá i el Cauca (Bogotá: Imprenta de la Nación, 1862), 370. 8 Joanne Rappaport, Cumbe Reborn: An Andean Ethnography of History (Chicago: University of Chicago Press, 1994), 26-28. 9 Primera cita del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando (además de firmantes provenientes de las parcialidades de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres) a la Secretaría Departamental, Ipiales, Marzo 4 de 1866, AGC, Am. Paq. 94, Leg. 54; segunda tomada de los alcaldes mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los pequeños cabidos de indígenas de las provincias al presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, Septiembre 17 de 1848, AGC, AM, Paq. 44, Leg. 39.
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habían perdido sus resguardos.10 El concepto de raza no estaba claramente definido en el siglo XIX en Colombia; era más bien una idea variable que involucraba nociones de fenotipo, cultura, clase, idioma, categorías legales, historia y geografía. A pesar de sus confusas connotaciones, la mayoría de la elite caucana también asumía la raza como algo que involucraba el ancestro europeo, africano o americano (o indígena), y describía a indígenas y africanos como pertenecientes, en mayor o menor grado, a “razas” inferiores.11 Muchos escritores colombianos, especialmente de filiación liberal, pensaban que cualquier problema racial podía ser resuelto mediante la “civilización”, la educación y el “blanqueamiento” de las clases bajas. Un intelectual señalaba que una “mezcla de las razas” produciría “una raza de republicanos.”12 A finales de la década de 1840, en su búsqueda de aliados populares, los liberales colombianos empezaron a proponer una noción de ciudadanía mucho más amplia que la que la mayoría de las elites había considerado hasta el momento. Desde la Independencia, la mayoría de los subalternos había sido legalmente excluida de la vida política oficial; la constitución de 1843, de manera similar a las constituciones anteriores, limitaba la ciudadanía a los hombres adultos con propiedades avaluadas en 300 pesos o con un ingreso 10 Del pequeño Cabildo de Túquerres al Distrito Mayor, Túquerres, Febrero 12 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54; Del pequeño Cabildo de Piedra Ancha al Distrito Mayor, Piedra Ancha, Febrero 21 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54. 11 El político caucano Tomás Mosquera dividió la sociedad en tres “razas” (“raza cáucasa blancos,” “americanos civilizados,” y “raza etiópica negros”) y en cuatro “castas” (“cuarterones”, “mestizos,” “mulatos,” y “zambos.”) Mosquera, Memoria sobre la geografía, 96; Sergio Arboleda, Rudimentos de geografía, cronología e historia: Lecciones dispuestas para la enseñanza elemental de dichos ramos en el seminario de Popayán (Bogotá: Imprenta de El tradicionalista, 1872), 18. Acerca de las razas inferiores ver Sergio Arboleda, El clero puede salvarnos i nadie puede salvarnos sino el clero (Popayán: Imprenta del Colejio Mayor, 1858), 16. Ver también Ariete (Cali), octubre 20 de 1849. Para el pensamiento colombiano acerca de la raza en el siglo XIX, ver Frank Safford, “Race, Integration, and Progress: Elite Attitudes and the Indian in Colombia, 1750-1870,” Hispanic American Historical Review 71, no. 1 (febrero de 1991): 1-33; Nancy P. Appelbaum, “Remembering Riosucio: Race, Religion and Community in Colombia, 1850-1950” (Tesis Doctoral, University of Wisconsin – Madison, 1997), 2-8; Peter Wade, Blackness and Race Mixture: the Dynamics of Racial Identity in Colombia (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1993), 29-37, 54-59; J. León Helguera, Indigenismo in Colombia: A Facet of the National Identity Search, 1821-1973 (Buffalo: Council on International Studies, 1974), 7-9. 12 José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas (Hispano-Americanas), con un apéndice sobre la orografía y la población de la Confederación Granadina (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1969), 26667, 292, 299, cita en la 300. Algunos liberales caucanos señalaron que la raza no existía. El Montañéz (Barbacoas), febrero 15 de 1876.
anual de 150 pesos (después de 1850, también se requirió ser letrado), eliminando de tajo a casi todos los indígenas.13 Muchos liberales, inspirados en las revoluciones europeas de 1848, empezaron a sugerir que la ciudadanía fuera universal. Pero su idea de universal no cobijaba a todas las personas, sino a todos los hombres sin distingo de clase, algo que alcanzaron con la Constitución de 1853, que otorgaba ciudadanía y derecho al voto a todos los hombres adultos. Además, es importante señalar que para estos liberales la ciudadanía reemplazaría a las demás identidades (de casta, legales, locales o religiosas) que mediaban entre individuo y el estado nacional. Así pues, los liberales criticaron a la aristocracia, la esclavitud y la Iglesia por considerarlas identidades corporativas que limitaban la libertad, y también atacaron a las comunidades indígenas. Los liberales creían que los resguardos condenaban a los indígenas al atraso y a la barbarie, evitando que entraran en la sociedad moderna como seres productivos y, así, los mantenían en la pobreza.14 Un periodista señalaba que la gente de los alrededores de Pasto estaba tan llena de “fanatismo” y tenía tan “poca civilización” que no podía conocer sus “derechos.”15 Los liberales advertían que a menos que los indígenas dejaran de ser gobernados por una legislación especial, jamás se volverían “ciudadanos libres y miembros activos de la República democrática.”16 Otro liberal sostenía que la situación especial indígena era “semejante a la de los menores, disipadores, dementes i sordomudos.”17 Los liberales proponían la división de los resguardos para que los indígenas pudieran deshacerse de los rezagos de su identidad colonial que los mantenía separados del resto de la sociedad. Por supuesto que los liberales también codiciaban las tierras comunales indígenas y confiaban en que dividirlas serviría para impulsar el desarrollo económico y un activo mercado de tierras. Una petición de la población de Silvia de 1852, en la que más de cuarenta y cinco habitantes solicitan la división de los resguardos cercanos, revela muy bien la mentalidad de los liberales. Los peticionarios reclamaban que el nuevo gobierno liberal había declarado la “igualdad de los derechos de todos los Neogranadinos.” La igualdad ante la ley requería que los indígenas se volvieran “ciudadanos y 13 William Marion Gibson, The Constitution of Colombia (Durham: Duke University Press, 1948), 160-62. 14 Joaquín Garcás, “Mensaje del Gobernador de la Provincia de Túquerres a la Cámara en 1850,” Túquerres, septiembre 15 de 1850, AGC, AM, Paq. 48, Leg. 25; Safford, “Race, Integration and Progress,” 1-11. 15 Las Máscaras (Pasto), septiembre 26 de 1850. Ver también Reporte de Juan Antonio Arturo, Gobernador de Pasto, a la Asamblea Provincial, Pasto, octubre 20 de 1853, AGC, AM, Paq. 54, Leg. 26. 16 De Anselmo Soto Arana y E. León a los Diputados, Popayán, Septiembre 9 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 2. 17 Eliseo Payán, “Mensaje que el Presidente del Estado Soberano del Cauca dirije a la Lejislatura en sus sesiones ordinarias de 1865,” Popayán, Julio 1 de 1865 AGC, AM, Paq. 90, Leg. 49.
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propietarios; pero,… para vergüenza de la Nueva Granada, existen hoi, a los cuarenta y dos años de la Independencia, dentro de su propio territorio, rebaños de hombres con el nombre de comunidades de indígenas.” Mantener los resguardos y las comunidades indígenas significaba “mantener atados con el lazo de la comunidad de bienes, al poste de la barbarie a millares de granadinos.”18 Para los liberales, la ciudadanía y la civilización eran incompatibles con la existencia de las comunidades indígenas. Los indígenas caucanos afrontaban un difícil dilema. Aceptaban la ciudadanía liberal y abandonaban sus comunidades, sus tierras y su identidad indígena, o serían considerados lastres coloniales y excluidos de la vida política de la República. Las comunidades indígenas rechazaron la oferta maniquea de los liberales y reclamaron una ciudadanía (y un republicanismo) que no excluía su identidad indígena, sino que más bien buscaba protegerla dentro de la nueva Nación. En peticiones y cartas enviadas desde las comunidades a diferentes entidades regionales y nacionales, los líderes indígenas insistían en que eran granadinos (o colombianos) y que formaban parte de la nación, con todos los derechos que tal estatus implicaba. Las peticiones solían comenzar con una variación de la siguiente expresión: “usando del derecho de petición, que la Constitución concede a todos los Granadinos.”19 Los indígenas de Caldono, que estaban involucrados en una disputa territorial, escribieron al gobernador provincial para “implorar la protección” que ellos merecían por “el hecho de pertenecer a la gran familia granadina.” También aseguraron que sus derechos, garantizados por “nuestra Constitución,” habían sido violados.20 Los indígenas de Túquerres e Ipiales, que decían representar a todos los indígenas de su provincia, sostuvieron que mantener los resguardos no lesionaría “los intereses nacionales, ni provinciales” e hicieron mención a “nuestro legítimo gobierno” y a “nuestra patria.”21 Los indígenas no sólo decían pertenecer a la Nación, sino que también se amparaban bajo el manto de la ciudadanía. Los indígenas de Santiago, Sibundoy y Putumayo 18 De los ciudadanos y pobladores del Municipio de Silvia [más de cuarenta y cinco firmas] a los Senadores y Representantes, Silvia, marzo 19 de 1852, Archivo del Congreso-Bogotá (en adelante AC), 1852, Senado, Informes de la Comisión IV, 137. Paréntesis en el original. 19 Del Cabildo Pequeño de indígenas de Yascual al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, octubre 8 de 1852, AGC, AM, Paq. 48, Leg. 4. Otros se también se refirieron a “nuestra república;” ver Parcialidad de indígenas de Fúnes al Presidente, Pasto, Julio 27 de1882, Archivo General de la Nación-Bogotá (en adelante AGN), Sección República (en adelante SR), Fondo Ministerio de IndustriasCorrespondencia de Baldíos, Tomo 4, 136. 20 De Cabildo de indígenas del pueblo de Caldoso al Gobernador Provincial, Caldoso noviembre 19 de 1852, AGC, AM, Paq. 55, Leg. 85. 21 De Alcaldes Mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los cabildos pequeños de indígenas de las provincias al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, Septiembre 17 de 1848, AGC, AM, Paq. 44, Leg. 39.
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criticaban a los burócratas locales que los tachaban de “semi-salvajes... en vez de darnos las garantías que nos conceden las leyes y constituciones del Cauca á todos los ciudadanos.”22 En otra petición, los indígenas de Sibundoy reclamaban ser “ciudadanos libres, como cualquier otro caucano civilizado.”23 Bautista Pechene, gobernador de una parcialidad cercana a Silvia, atestiguó ante una corte en un caso de fraude electoral que los indígenas de su pueblo, a pesar de ser “ciudadanos, no pudieron depositar sus votos en la urna eleccionaria.”24 Los indígenas de Túquerres exigieron al Estado respetar “nuestras tradiciones [de vivir] en comunidad,” al tiempo que aseguraban ser “ciudadanos granadinos.”25 Los indígenas rechazaron los argumentos racializados de las elites, según los cuales los indios o las comunidades indígenas eran incompatibles con la ciudadanía republicana. Los indígenas de Jambaló afirmaron que tenían las mismas responsabilidades que “los demás ciudadanos no indígenas,” pero aseguraron que querían mantener sus tierras comunales.26 Los indígenas pidieron ser considerados como parte de la nación y que se les permitiera mantener sus resguardos y cabildos pequeños; de hecho, la nueva República les otorgó a los indígenas “la importante prerrogativa de representar i defender por sí mismos sus derechos.”27 Los derechos más importantes, por supuesto, eran la posesión de sus tierras comunales y la autonomía política local. Otros indígenas aseguraban que los “republicanos, que proclaman la igualdad,” tenían el deber de proteger los resguardos.28 Los indígenas tomaron la idea de ciudadanía de las elites e insistieron, no sólo en que ser indígena era compatible con la ciudadanía y la República, sino que la ciudadanía les había otorgado unos nuevos 22 De los tres cabildos pequeños de Santiago, Sibundoy y Putumayo a los Diputados, Santiago, Enero 20 de 1870, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 8. 23 Del Cabildo Pequeño de indígenas y adultos del pueblo al Gobernador del Departamento, Sibundoy, Noviembre 8 de 1874, AGC, AM, Paq. 129, Leg. 45. 24 Testimonio del Gobernador Bautista Pachene, Popayán, agosto 18 de 1856, AGC, AM, Paq. 62, Leg. 45. 25 Del Alcalde Mayor Indígena y los Cabildos pequeños de la provincia de Túquerres al Presidente de la Cámara de Representantes, Túquerres, diciembre 30 de 1848, AC, 1849. Cámara, Informes de Comisiones IX, 184. Ver también del Gobernador y Regidor del Pequeño Cabildo Indígena de Rioblanco al Jefe Municipal, Popayán, octubre 4 de 1878, AGC, AM, Paq. 140, Leg. 62. 26 Reporte del pequeño Cabildo de indígenas de Jambaló, Jambaló, marzo 6 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54 27 Del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando (con firmas de las parcialidades de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellmuez, Colima, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres) a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, marzo 4 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54. 28 De pobladores indígenas de Cajamarca al Gobernador, Cajamarca, julio 30 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 29; del Cabildo de Indígenas de Guachucal y Colimba a los Diputados de Guachucal, agosto 12 de 1873, AGC, AM, Paq. 124, Leg. 6.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 28-45. Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia, 1849-1890 / Belonging to the Great Granadan Family: Partisan Struggle and the Construction of Indigenous Identity and Politics in Southwestern Colombia 1849-1890 / Pertencer à grande família granadina. Luta partidarista e construção da identidade indígena e política no Cauca, Colômbia, 1849-1890.
derechos y una nueva posición frente al Estado con los cuales defender sus comunidades. Los indígenas crearon un discurso alternativo al republicanismo de elite, que no los marginaba, ni los obligaba a sacrificar sus comunidades y tierras a cambio de estatus político. Los indígenas expresaron su discurso republicano de ciudadanía en un lenguaje colonial que describía sus propias debilidades, y lo complementaron con ruegos de protección a las autoridades estatales: “Nosotros, como ciudadanos del Cauca confiamos en que vosotros oyereis los ruegos que con fervor os dirigimos.”29 Los indígenas de Túquerres, advirtiendo una vez más los desastrosos resultados de la división de los resguardos, anotaron “que nuestra clase desgraciada infeliz no ha tenido ni tiene otro apoyo que el que puede prestarle la verdadera filantropía del Gobierno.”30 Una comunidad cercana a Barbacoas imploraba al presidente del país “vuestra poderosa protección” contra la “corrupción de los empleados de este municipio.”31 Los indígenas de Colimba y Guachucal iniciaban su petición diciendo: “Imploramos á los Padres conscriptos de la Patria para que extiendan su mano bienechora á millares de ciudadanos de la clase indígena, que acá en el Sur son la víctima inerme de los abusos y atentados de los Blancos.”32 Las comunidades indígenas acudieron al Estado nacional para que hiciera cumplir las leyes y protegiera sus derechos contra los abusos de los funcionarios locales y los hacendados. Los indígenas afirmaron ser ciudadanos y esperaban que el Estado cumpliera sus responsabilidades y tomara en serio sus reclamos y solicitudes de protección. Para justificar la necesidad de esta protección y los derechos especiales de autonomía política local y tenencia de tierras comunales, los indígenas también emplearon un lenguaje auto-denigrante propio de la época colonial. La parcialidad de Pitayó se declaró “la clase más infeliz y desvalida de la sociedad, somos la mina que todos explotan.”33
29 Del Cabildo Pequeño de Indígenas de Santiago de Pongo a los Diputados, Santiago de Pongo, agosto 8 de 1869, AGC, AM, Paq. 103, Leg. 3. Para un análisis de las peticiones indígenas de la Colonia, ver Margarita Garrido, Reclamos y representaciones: Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1815 (Bogotá: Banco de La República, 1993), 229-66. 30 Cabildo de indígenas de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, julio 26 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 15. 31 De indígenas del río Felpí al Presidente, Barbacoas, junio 20 de 1866, Archivo del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria-Bogotá, Bienes Nacionales, Tomo 21, 482. Ver también, Pequeño Cabildo Indígena de Cumbal al Gobernador, Cumbal, julio 29 de 1871, AGN, SR, Fondo Ministerio del Interior y Relaciones Exteriores, Tomo 82, 986. 32 Del Cabildo de indígenas de Guachucal y Colimba a los Diputados, Guachucal, agosto 12 de 1873, AGC, AM, Paq. 124, Leg. 60. Ver también del Acalde Indígena de Paniquitá al Gobernador Provincial, Popayán, marzo 15 de 1850, AGC, AM, Paq. 48, Leg. 57. 33 De Gobernador y alcaldes de la parcialidad de Pitayó al Gobernador, Popayán, noviembre 24 de 1858, AGC, AM, Paq. 67, Leg. 19.
Los habitantes de Toribío, San Francisco y Tacueyó se describieron como “infelices indios” que “quedaron en la miseria.”34 En una petición de 1877, varias comunidades del Sur señalaron que “la clase indígena es infeliz y de muy pocos conocimientos.”35 El juicio hecho dos años atrás por una coalición similar de los cabildos del Sur fue aún más duro, esta afirmó que “civilización y cultura están muy atrasados entre todos los indígenas del Sur, sin excepción” y que “como todos los indios son imbéciles, infelices e ignorantes, hay mucha facilidad para que los astutos los engañen e vayan adquiriendo dominio sobre su propiedad indirectamente.”36 Con poquísimas excepciones, las peticiones indígenas hicieron uso de un lenguaje que hacía referencia a su humildad, ignorancia y miseria. Aunque se podría pensar que este lenguaje es tan sólo resultado de la intervención de los abogados y tinterillos que ayudaron a los indígenas a redactar sus peticiones, tal interpretación ignoraría el empleo estratégico de esta retórica para hacer reclamos al Estado. Los indígenas usaban este lenguaje para advertir que si los resguardos no gozaban de protecciones legales, ellos no podrían defenderse del poder y los recursos de los blancos. Los indígenas sabían que como individuos aislados fuera de los resguardos eran vulnerables a que los poderosos hacendados les quitaran sus tierras (mediante el cobro de deudas, amenazas, venta en tiempos de necesidad, engaños o simple robo), pero que unidos en los indivisibles resguardos tenían una posición mucho más fuerte.37 Sin embargo, al emplear tal lenguaje (o al permitir que sus abogados lo hicieran), los indígenas contribuyeron a perpetuar estereotipos. Al evadir con éxito la doble trampa puesta por los liberales – ser ciudadanos iguales a los demás pero sin derechos especiales, o ser indígenas pero no ciudadanos – se mostraron como seres débiles e ignorantes necesitados de protección. Los indígenas no pudieron escapar completamente de las contradicciones y la “lógica” racializada que el liberalismo estableció al definir la ciudadanía. Las comunidades indígenas se acogieron a la ciudadanía, pero mantuvieron el viejo discurso colonial que enfatizaba las raíces históricas y la comunidad, y utilizaba la súplica y los llamados a la autoridad para legitimar su identidad de ciudadanos 34 Indígenas de Toribío, San Francisco y Tacueyó al Gobernador, Toribío, mayo 25 de 1868, AGC, AM, Paq. 101, Leg. 60. 35 De Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Sapuyez, Guaitarila, Ospina, Yascual, Mallama e Imués a los Diputados de la Asamblea Departamental, Túquerres, agosto 14 de 1877, AGC, AM, Paq. 137, Leg. 18. 36 De Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Sapuyez, Imués, Ospina, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Yascual y Puerres a los Honorables Diputados de la Asamblea, Pasto, julio 19 de 1875, AGC, AM, Paq. 133, Leg. 75. 37 De Cabildos pequeños de indígenas de Guachucal y Muellamuez al Gobernador Provincial, Guachucal, octubre 4 de 1852, AGC, AM, Paq. 53, Leg. 56; del Alcalde Mayor Indígena, Gobernador y Regidores de Túquerres a los Diputados de la Asamblea, Túquerres, septiembre 20 de 1852, AGC, AM, Paq. 48, Leg. 4.
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indígenas.38 Los indígenas resaltaron su supuesta debilidad, reforzando los estereotipos creados por las elites, para justificar su estatus legal especial y mantener sus tierras comunales y su autonomía política local. Además de utilizar estereotipos sobre sí mismos, el discurso indígena de ciudadanía también reforzó las ideas racializadas sobre otros grupos del Cauca. Los indígenas de Pancitará, que estaban en conflicto con el poblado de La Vega, se quejaron de que “los vecinos blancos de La Vega” no los respetaban y para explicarse añadieron: “no nos miran como á ciudadanos, sino como á esclavos.”39 Haciendo eco a las peticiones de protección ya mencionadas, el gobernador de Quinchaya se quejó ante el gobernador provincial de que “no tenemos autoridad alguna ante quién reclamar o dirigir acción alguna,” porque los funcionarios locales “nos tratan como si fuéramos sus esclavos.”40 No quisiera exagerar el uso que los indígenas le daban a la esclavitud como metáfora opuesta, pues muchos otros caucanos contraponían esclavitud y libertad en sus discursos. Sin embargo, al contraponer su propia posición a la de los esclavos, los indígenas construyeron un argumento para su inclusión en la Nación en contraste con la exclusión de los esclavos negros, quienes también se hallaban en pie de lucha para redefinir tanto la ciudadanía como la Nación. Además de las alusiones a la esclavitud, el discurso indígena distinguía entre los peticionarios y los “indios.” Las solicitudes antes mencionadas provenían de indígenas que hablaban bastante (o únicamente) español, eran sedentarios, practicaban la fe católica y, en muchos otros aspectos, vivían de manera muy parecida a la de sus vecinos mestizos, mulatos, negros o campesinos blancos. No obstante, había otros indígenas en el territorio caucano, como los que vivían al oriente en la selva amazónica y en el Darién, muy al norte en la frontera con Panamá. Los indígenas del Cauca se autodenominaban “indíjenas” civilizados en contraste con los “indios” salvajes. Los indígenas de Túquerres e Ipiales que se referían a “nuestra patria” se autodenominaban “indíjenas” en su petición, 38 Ver especialmente del Pequeño Cabildo Indígena de Genoy al Presidente de la Asamblea, Pasto, agosto 15 de 1877, AGC, AM, Paq. 137, Leg. 18, y de indígenas y miembros del pequeño Cabildo de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, junio de 1869 [no se especifica el día], AGC, AM, Paq. 103, Leg. 3. 39 Este lenguaje es particularmente interesante porque, al menos técnicamente, los indígenas no eran ciudadanos bajo la ley de la época, dado que la mayoría no poseía suficientes propiedades para calificar en concordancia con la constitución de 1843. Del gobernador y el Pequeño Cabildo Indígena de Pancitará al Gobernador Provincial, Pancitará, agosto 24 de 1850, AGC, AM, Paq. 48, Leg. 57. 40 Del Gobernador de indígenas de Quinchaya al Gobernador Provincial, Popayán, abril 1 de 1853, AGC, AM, Paq. 55, Leg. 85. Ver también Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando (con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres) a la Secretaría de Gobierno, Ipiales, marzo 4 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54.
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pero anotaban que si perdían sus resguardos se convertirían en unos “miserables indios” y serían obligados a volver a los “aduares selváticos.”41 Contraponía la pertenencia a la Nación con la selva y el estatus de “indios” salvajes. Los gobernadores de Pitayó, Jambaló y Quinchaya se quejaban en una petición de que “como indios salvajes hemos sido i somos tratados” por los “blancos.” Pedían al gobierno del Cauca asumir el control directo sobre el área y destituir a los funcionarios locales, pues sólo “entonces seremos tratados como ciudadanos.”42 Los indígenas de Santiago solicitaron que su pueblo fuera parte del municipio de Caldas y no del territorio del Caquetá, señalando que ellos eran “ciudadanos” y no como los habitantes de la población vecina de Descancé que tenían “idioma i costumbres enteramente salvajes.”43 Los indígenas promovieron su inclusión en la Nación al compararse favorablemente con los “salvajes” que no merecían tal distinción. El Estado colombiano estaba de acuerdo con esas clasificaciones y puso mucho empeño en diseñar estrategias que permitieran a los burócratas y misioneros civilizar y controlar a los “indios” de la selva amazónica.44 Con frecuencia, la ciudadanía se define por contraste con un “otro” no ciudadano excluido. En el siglo XIX, ese “otro” por lo general incluía a las mujeres, los menores, la clase baja y los “incivilizados.”45 A pesar de las impresionantes demandas por ser incluidos en la política nacional en sus propios términos, los argumentos de los indígenas apoyaban la exclusión de otros: los llamados indígenas salvajes, los esclavos y, de una manera que discutiremos más adelante, 41 De Alcaldes Mayores de Túquerres e Ipiales Cantones, con todos los Cabildos pequeños de indígenas de las provincias, al Presidente de la Asamblea Provincial, Túquerres, septiembre 17 de 1848, AGC, AM, Paq. 44, Leg. 39. 42 Los firmantes se referían a sí mismos como “indíjenas.” De Gobernadores de Pitayó, Jambaló y Quinchaya al Gobernador del Departamento, Jambaló, agosto 1 de 1859, AGC, AM, Paq. 74, Leg. 51. 43 Caquetá era un territorio, luego la gente que vivía allá no tenía los mismos derechos de los que vivían en los departamentos. Del Pequeño Cabildo Indígena de Santiago de Pongo a los Diputados, Santiago de Pongo, agosto 8 de 1869, AGC, AM, Paq. 103, Leg. 3. 44 De los suscritos miembros del Segundo Consejo Provincial Eclesial (incluyendo al Obispo de Popayán) a los Senadores y Representantes, Bogotá, febrero 12 de 1874, AC, 1874, Senado, Proyectos de Ley IV, 184; El Seminario (Popayán), noviembre 24 de 1857; Rejistro Oficial (Órgano del Gobierno del Estado) (Popayán), marzo 31 de 1880; El Ferrocarril (Cali), marzo 16 de 1883. Las elites ecuatorianas hicieron distinciones similares entre los indígenas “civilizados” de Otavalo y otros pueblos indígenas. Derek Williams, “Indians on the Verge: The ‘Otavalo Indian’ and the Regional Dynamics of the Ecuadorian ‘Indian Problem,’ 1830-1940” (ponencia presentada en la Conferencia de Historia Latinoamericana, Boston, Enero 4-7 de 2001.) 45 Uday Singh Mehta, Liberalism and Empire: A Study in NineteenthCentury British Liberal Thought (Chicago: University of Chicago Press, 1999), 1-114; Elizabeth Dore, “One Step Forward, Two Steps Back: Gender and the State in Long Nineteenth Century,” en Hidden Histories of Gender and the State in Latin America, ed. Elizabeth Dore y Maxime Molyneux (Durham: Duke University Press, 2000), 14-21.
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las mujeres de sus propias comunidades. Aunque carecían del poder de los intelectuales y políticos para promover sus discursos racializados, los indígenas participaron en una construcción popular de las nociones de raza y ciudadanía. Las peticiones indígenas revelan hasta qué punto los grupos populares eran capaces de desafiar el discurso dominante de la elite política y adaptarlo a sus propias necesidades. Sin embargo, esas solicitudes también mostraban los límites del discurso republicano indígena, pues el discurso liberal hegemónico obligaba a los indígenas a perpetuar estereotipos sobre sí mismos. Los indígenas desafiaron la idea de que ellos eran incapaces de participar en política y de que debían abandonar su identidad racial o étnica para ser ciudadanos, pero al mismo tiempo utilizaron un discurso racializado para diferenciarse de los esclavos y de los “indios salvajes.” La experiencia de los indígenas caucanos refleja un tema central en los nuevos estudios sobre raza y Nación: la apropiación de estos conceptos por parte de los grupos subalternos puede, al mismo tiempo, minar y reforzar el racismo y la exclusión. Pero hay que preguntarse si este discurso representa la “verdadera” perspectiva política de los indígenas o se trata tan sólo de un invento de abogados y tinterillos. El gran número de peticiones, los diferentes tiempos y lugares en que fueron escritas, la ubicuidad de tal discurso y el hecho de que parece que muchos líderes indígenas redactaron personalmente las peticiones (podía haber más indígenas que sabían leer y escribir de lo que se cree), sugiere que los indígenas decidieron representarse públicamente de esta manera. Cualesquiera que fueran sus deseos secretos, en la década de 1850 el republicanismo era hegemónico en el Cauca y si las comunidades indígenas esperaban tener alguna influencia política, tenían que lograrlo dentro del sistema político republicano.46 Creyera o no en tal lenguaje, el republicanismo indígena se volvió la forma mediante la cual las comunidades hablaban sobre política y la practicaban. La anterior reflexión realza las significativas ganancias que los indígenas caucanos alcanzaron al reformular el discurso de la elite sobre las razas y la vida nacional. Los ataques liberales a los resguardos y a las comunidades indígenas forzaron a éstas últimas a defender su identidad indígena para justificar su tenencia de tierras comunales y su autonomía política local. Los indígenas lucharon fuertemente por mantener su identidad particular, comparándose con blancos, mestizos, esclavos e indios. Al 46 Los desplazados afro-colombianos y antioqueños no se representan de la misma forma en que lo hicieron los indígenas. Aunque el papel de escribanos y abogados rurales fue inicialmente importante para introducir las ideas republicanas en las comunidades, después, las mismas comunidades decidían de qué manera adaptar tal lenguaje para que sirviera a sus intereses. Para interpretaciones contrarias, ver Gayatri Chakravorty Spivak, “Can the Subaltern Speak?” en Marxism and the Interpretation of Culture, ed. Cary Nelson Lawrence Grossberg (Urbana: University of Illinois Press, 1988), 271-313; y James C. Scott, Domination and the Arts of Resistance: Hidden Transcripts (New haven: Yale University Press, 1990).
tiempo que defendieron su identidad indígena, se apropiaron de la ciudadanía como una forma de jugar un papel en la vida nacional y de proteger sus intereses en la nueva esfera política republicana surgida del colapso del sistema colonial. Los indígenas mezclaron el viejo discurso centrado en la comunidad y las peticiones a la autoridad con un nuevo discurso republicano de derechos y ciudadanía, que podríamos llamar republicanismo indígena.47 Al hacerlo, no sólo fortalecieron la hegemonía republicana, sino que también la alteraron siguiendo sus propias concepciones sociales. Las comunidades indígenas a lo largo del continente americano enfrentaron desafíos similares durante el siglo XIX, pero las del Cauca parecen haber sido particularmente exitosas. Charles Walker señala cómo la resistencia indígena alrededor de Cuzco “terminó por reforzar la división de la Nación entre los indígenas y los no indígenas.”48 Las comunidades indígenas de Cuzco defendieron su identidad (y sus tierras), pero fueron menos efectivas en la promoción de su estatus como ciudadanos. De manera similar, los trabajos de Mark Thurner sobre Perú y de Jeffrey Gould sobre Nicaragua muestran cómo otros indígenas fueron menos capaces que las comunidades indígenas del Cauca para manejar lo que Thurner llama las “contradicciones” de la construcción nacional republicana, pues allí las elites lograron definir la ciudadanía en contraposición a “lo indio”.49 Aldo Lauria-Santiago argumenta que las comunidades indígenas de El Salvador adelantaron fructíferas negociaciones con el Estado, pero estaban mucho menos comprometidas con la Nación y prefirieron favorecer identidades locales.50 En general, las comunidades indígenas del suroccidente de Colombia parecen haber sido mucho más exitosas en el manejo del republicanismo debido, 47 María Teresa Findji sostiene que las políticas republicanas buscaban eliminar a los indígenas de la vida nacional, aunque subestima las habilidades de los indígenas en la reformulación del lenguaje del republicanismo para defender a sus comunidades dentro de la nueva nación. Maria Teresa Findji, “From Resistance to Social Movements: The Indigenous Authorities Movement in Colombia,” en The Making of Social Movements in Latin America: Identity, Strategy and Democracy, ed. Arturo Escobar y Sonia E. Álvarez (Boulder, Colorado: Westview Press, 1992), 112-13. 48 Charles F. Walter, Smoldering Ashes: Cuzco and the Creation of Republican Peru, 1780-1840 (Durham: Duke University Press, 1999), 186. 49 Mark Thurner, From Two Republics to One Divided: Contradictions of Postcolonial Nationmaking in Andean Peru (Durham: Duke University Press, 1997), 146-52; Jeffrey L. Gould, To Die in this Way: Nicaraguan Indians and the Myth of Mestizaje, 1880-1965 (Durham: Duke University Press, 1998), 11-15, 285. Las elites indígenas de Quetzaltenango tuvieron cierto éxito en promover la ciudadanía indígena, pero más adelante, en algún momento de la historia y con menos apoyo popular. Ver Greg Grandin, The Blood of Guatemala: A History of Race and Nation (Durham: Duke University Press, 2000), 125-46. 50 Aldo A. Lauria-Santiago, An Agrarian Republic: Commercial Agricultural and the Politics of Peasant Communities in El Salvador, 1823-1914 (Pittsburg: University of Pittsburg Press, 1999), 112-31, 218-21.
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en parte, a su apropiación de las oportunidades políticas ofrecidas por la agitada política partidista colombiana. Los pueblos indígenas del suroccidente no sólo reformularon el discurso republicano, sino que ingresaron exitosamente a la esfera política para defender sus intereses materiales.
Los indígenas republicanos en la esfera pública Los indígenas desarrollaron y emplearon el discurso del republicanismo indígena para lograr un objetivo principal: la protección de sus resguardos. Los indígenas de Mocondino presagiaron las consecuencias de la división de su resguardo cuando dijeron que “de poco tiempo nuestros terrenos formarán la hacienda de un rico o un poblado de gente de raza blanca” y que ellos tendrían que volverse “miserables jornaleros.”51 Esperando evitar tal destino, las comunidades indígenas entraron en un escenario político dominado por los partidos Liberal y Conservador. Para evitar la disolución de sus comunidades necesitaban asegurar el apoyo de uno u otro partido. Por fortuna, en el Cauca los dos partidos buscaron el apoyo de los grupos populares en las numerosas elecciones y guerras civiles de la segunda mitad del siglo XIX. Como se señaló anteriormente, cuando los liberales llegaron al poder en 1849 (tanto a nivel nacional como en el Cauca), presionaron por dividir los resguardos entre los miembros de la comunidad como propiedad privada individual. En 1850 el gobierno nacional cedió la facultad de determinar el futuro de los resguardos a las provincias, esperando que los legisladores regionales se encargaran de dividirlos. Muchas regiones se apresuraron a hacerlo; como resultado muchos indígenas del centro y el oriente de Colombia perdieron sus tierras.52 Sin embargo, a finales de los años cincuenta, los liberales empezaron a darse cuenta de los costos políticos de su actitud hacia los indígenas. Como una reacción a los ataques liberales a la religión y a las tierras comunales, las comunidades indígenas del Cauca, con algunas excepciones, volcaron su apoyo hacia los conservadores en las guerras civiles de 1851 y 1854. Cuando los conservadores estuvieron en el poder, al menos hicieron esfuerzos superficiales para evitar la explotación de los indígenas a manos de sus vecinos.53 Los conservadores 51 Pequeño Cabildo Indígena de Mocondino al Presidente del Departamento Soberano del Cauca, Pasto, febrero 18 de 1866, ACC, AM, Paq. 94, Leg. 54. 52 El gobierno nacional había hecho esfuerzos tentativos para dividir los resguardos desde la Independencia pero habían fallado. Jorge Villegas y Antonio Restrepo, Resguardos Indígenas, 1820-1890 (Medellín: Universidad de Antioquia, 1977), 6-37; Glenn Thomas Curry, “The Disappearance of the Resguardos Indígenas of Cundinamarca, Colombia, 1800-1863” (Tesis Doctoral, Vanderbilt University, 1981). 53 Del Gobernador Vicente Cárdenas al jefe político del Almaguer Cantón [no se menciona lugar, ni fecha específica, salvo Popayán], junio de 1848, ACC, AM, Paq. 44, Leg. 16; de Francisco Lémos a la Corte del Tesoro, Popayán, marzo 13 de 1848, ACC, Sala República, Archivo de “El Carnero,” Firma 2708, sin paginación.
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aceptaban que los indígenas (pero no los afrocolombianos) constituían una parte importante de la sociedad colombiana, aunque no siempre en calidad de ciudadanos. Los liberales habían forjado una alianza poderosa con los afrocolombianos en el valle del Cauca (alrededor de Cali), apoyando la abolición de la esclavitud y los derechos políticos y sociales de la clase baja del valle, que era en su mayoría población negra y mulata.54 En una disputa sobre tierras en la zona minera de Barbacoas, los conservadores fustigaron a los liberales por su obsesiva complacencia hacia los afrocolombianos, diciéndoles que debían preocuparse más por el bienestar de los indígenas, que “son granadinos i merecen más que los Africanos.”55 Durante la guerra civil de 1851 los conservadores se beneficiaron de las actitudes de los liberales hacia los indígenas. Aunque la elite conservadora se sublevó por distintas razones en 1851 (para recuperar el poder, para mantener sus esclavos, para limitar la apertura política y para proteger a la Iglesia), en sus intentos por movilizar a los indígenas se enfocó principalmente en el ateísmo liberal y en sus ataques contra la propiedad.56 Este había sido un método tradicional para movilizar a los conservadores populares y no parecía haber razón alguna para suponer que en esta ocasión fuese a fallar. Liderados por Julio Arboleda, político ultra-conservador y dueño de esclavos, los conservadores recorrieron las montañas de comunidad en comunidad buscando reclutar adeptos para sus planes de rebelión. En los pueblos indígenas hablaban en contra de los liberales ateos que habían expulsado a los jesuitas, que destruirían la Iglesia y que planeaban profanar el sacramento del matrimonio.57 La creciente hostilidad del debate sobre la religión y el papel de la Iglesia alarmó a los indígenas del suroccidente. A lo largo de la Colonia, la Iglesia había sido un aliado, aunque no siempre fiable, contra los propósitos de los hacendados. El anticlericalismo 54 James E. Sanders, Contentious Republicans: Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-Century Colombia (Durham: Duke University Press, 2004). Ver también Aims McGuinness, “In the Path of Empire: Land, Labor, and Liberty in Panamá during the California Gold Rush, 18481860” (Tesis Doctoral, University of Michigan, 2001). 55 De los terratenientes de Barbacoas Cantón [más de treinta nombres] al Secretario de Relaciones Exteriores, Barbacoas, agosto 16 de 1852, AGN, SR, Fondo Gobernaciones Varias, Tomo 179, 147. 56 De Manuel Bueno a José Hilario López, Popayán, junio 25 de 1850, AGN, Sección Academia Colombiana de Historia (en adelante, SACH), Fondo José Hilario López (en adelante FJHL), Caja 3, Carpeta 8, 630; de R. Diago a José Hilario López, Popayán, diciembre 28 de 1853, AGN, SACH, FJHL, Caja 9, Carpeta 1, 64. 57 De Manuel Bueno al Gobernador Provincial, Popayán, enero 11 de 1851, AGC, AM, Paq. 51, Leg. 65; Julio Arboleda, “El Misóforo: Número noveno-Popayán, 27 de noviembre de 1850,” en Prosa de Julio Arboleda: Jurídica, política, heterodoxa y literaria, ed. Gerardo Andrade González, (Bogotá: Banco de La República, 1984), 336; de Manuel M. Alaix a José H. López, Popayán, octubre 18 de 1850, AGN, SACH, FJHL, Caja 4, Carpeta 15, 1337; Las Máscaras (Pasto), noviembre 21 de 1850.
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del presidente José Hilario López, especialmente su expulsión de los jesuitas en 1850, había impactado a los indígenas.58 Pero el deseo de algunos liberales de secularizar el matrimonio los preocupó aún más.59 Una justificación importante para la autonomía política local indígena era que ésta les permitía a los líderes indígenas ejercer un control patriarcal sobre sus comunidades y así mantener el orden y la moral. Una coalición de indígenas del sur explicó el vínculo entre patriarcado y resguardos con la siguiente metáfora: “Nuestras parcialidades, Señores Diputados, son como una familia que vive bajo un mismo padre,” y, como tal, siguen las reglas y costumbres que “hemos recibido de nuestros antepasados.”60 Nicolás Quilindo, gobernador de Polindará, anotaba que “estos cabildos cuidan del arreglo, moralidad y buen orden de las respectivas poblaciones de indígenas.”61 El matrimonio y la familia, santificados por la religión, apuntalaron la estructura patriarcal de las comunidades indígenas y, por esto, su cultura y la tenencia comunal de las tierras. Así como sucedía con tantas otras formas de republicanismo popular, la habilidad de controlar a las mujeres y a los niños legitimaba la ciudadanía masculina indígena.62 Mientras que la elite conservadora simplemente esperaba que los indígenas se sintieran enfurecidos por el irrespeto de los liberales hacia la Iglesia, los indígenas tenían motivos de preocupación más profundos; los liberales parecían amenazar no sólo a la Iglesia, sino también a todo el sistema ideológico y estructural sobre el que descansaban las comunidades indígenas. Los conservadores también advirtieron que sus oponentes eran comunistas y que su irrespeto por la propiedad los llevaría a quitarle el ganado a todos los propietarios, no sólo a los más ricos sino incluso a los más pequeños, para distribuirlo entre aquellos que no tenían nada.63 Los resguardos indígenas, que mantenían una situación legal precaria, parecían estar nuevamente en peligro. Como lo
58 Las Máscaras (Pasto), noviembre 7 de 1850. 59 El Clamor Nacional (Popayán), febrero 8 de 1851. 60 De los suscritos miembros de los cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a los Diputados de la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873, AGC, AM, Paq. 124, Leg. 60. 61 Las peticiones oficiales indígenas de poder y ciudadanía se apoyaban, en parte, en su habilidad de controlar a los miembros de sus comunidades, especialmente a las mujeres. Del Gobernador de los indígenas de Polindará al Señor Gobernador, Popayán, 1855 [fecha ilegible dado que la página está raída], AGC, AM, Paq. 60, Leg. 56. 62 Ver especialmente Cabildo Pequeño Indígena de Guachavéz a los Honorables Diputados, Pasto, octubre 6 de 1856, AGC, AM, paq. 61, Leg. 6; del Alcalde Mayor indígena y Cabildos Pequeños de la Provincia de Túquerres al Presidente de la Cámara de Representantes, Túquerres, diciembre 30 de 1848, AC, 1849, Cámara, Informes de Comisiones IX, 184; Sarah C. Chambers, From Subjects to Citizens: Honor, Gender and Politics in Arequipa, Perú, 1780-1854 (University Park: Pennsylvania State University Press, 1999), 189-215. 63 El Cernícalo (Popayán), septiembre 22 de 1850.
sintetizó un liberal, los clérigos habían motivado a las masas del sur “predicando la defensa de la Religión, de sus mujeres i propiedades.”64 Los conservadores, en general, apoyaban a los cuerpos corporativos dentro de la nación, bien fueran las comunidades indígenas o la Iglesia, y se oponían a la igualdad legal promovida por los liberales. Aunque elitista, el concepto conservador de ciudadanía no afectaba mucho sus relaciones con los subalternos, ya que los conservadores no privilegiaban la ciudadanía como la única puerta de entrada a la vida política y pública. Ellos aceptaban que casi todas las personas tenían un papel para desempeñar en la sociedad – no sólo los ciudadanos – y, por lo tanto, se preocupaban muy poco por la “racionalidad” de los subalternos, especialmente de los indígenas. En términos políticos los conservadores valoraban más las tradiciones y el peso de las relaciones locales que la nueva ciudadanía liberal “universal” que eclipsaba a todas las demás identidades. Para la elite conservadora, aunque los indígenas aún no fuesen ciudadanos, eran granadinos o colombianos con derechos y responsabilidades sociales. Cuando los conservadores se rebelaron en 1851 lograron cierto apoyo indígena, pero su arrogancia y su reticencia a tratar a los líderes indígenas como iguales desanimó a muchos. Los conservadores conformaban su ejército mediante el reclutamiento forzoso, aún cuando se trataba de los indígenas que simpatizaban con su causa y habrían podido participar voluntariamente. Sin embargo, algunos indígenas temían tanto las intenciones liberales respecto del matrimonio y los resguardos que se enlistaron en las filas conservadoras por voluntad propia.65 Tras las primeras derrotas de los conservadores frente a los liberales, llegaron más voluntarios a las filas conservadoras, pero para entonces ya era demasiado tarde.66 Algunos liberales que mantenían fuertes vínculos clientelistas con los indígenas, especialmente el carismático José María Obando, convencieron a muchos de ellos de deponer las armas.67 Los conservadores, impedidos por sus propias visiones elitistas y racistas, no pudieron aprovechar a cabalidad la disposición de los indígenas de luchar por sus comunidades. Los conservadores del Cauca tuvieron otra oportunidad en 1854, cuando una división del partido liberal llevó a una facción a amotinarse contra su propio gobierno. Los indígenas lucharon al lado de los conservadores en contra 64 De J.N. Montero a la Secretaría de Gobierno, Baracoas, junio 26 de 1851, AGN, SR, Fondo Gobernaciones varias, tomo 165, 706. 65 De dueños de tierras al Presidente de la Asamblea Provincial, Pasto, septiembre 20 de 1852, AGC, Am, Paq. 53, Leg. 70. Ver también Boletín Político i Militar (Pasto), julio 20 de 1851. 66 Anónimo, “Diario de la guerra de 1851,” AGC, Fondo Arboleda, Firma 988, sin paginación. 67 Obando había aceptado a muchos rebeldes indígenas y afrocolombianos en la guerra civil de 1839-42, llamada la Guerra de los Supremos. Anónimo, Contestación al folleto del General Franco titulado “A la nación i al gobierno” (Popayán: Imprenta de Hurtado, 1852).
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de los conspiradores liberales, marchando hacia el valle central para sofocar cualquier intento de rebelión.68 Unos pocos indígenas apoyaron la revuelta, debido a sus lazos clientelistas con Obando (el líder putativo de la rebelión), pero fueron muchos más los aliados de los conservadores.69 Después de que la constitución de 1853 concedió el voto a todos los hombres adultos, los indígenas también apoyaron a los conservadores en las urnas, garantizándoles la victoria en todo el sur del Cauca.70 Los conservadores victoriosos no olvidaron a sus aliados subalternos. En Túquerres, la Asamblea Municipal y el gobernador aprobaron una ley en 1853 que permitía la existencia indefinida de los resguardos, a menos que los mismos indígenas dispusieran algo diferente.71 Antonio Cháves, el nuevo gobernador, trabajó en el fortalecimiento de las relaciones de su partido con los indígenas. Con gran astucia demostró entender en dónde yacía el poder en las comunidades indígenas, apoyando a los gobernadores y a los cabildos. Cháves ordenó la devolución de las tierras de resguardo que habían sido vendidas sin la anuencia de los cabildos y trató de impedir que personas ajenas a las comunidades se presentaran como indígenas para usar las tierras de los resguardos; ambas medidas fortalecieron significativamente el control de los cabildos sobre los recursos de sus comunidades.72 La Asamblea Municipal conservadora de Pasto siguió este ejemplo y en 1855 emitió una ley que garantizaba que los resguardos no serían divididos.73 Los gobernadores liberales habían buscado eliminar la tenencia de tierras comunales; los conservadores, en cambio, buscaban mostrarse como protectores de los indígenas. Aunque buena parte de la literatura reciente sobre procesos de formación estatal se ha enfocado en los liberales populares, los subalternos también buscaron alianzas con los conservadores. La política del siglo XIX y los procesos de
68 De M. D. Quijano al Gobernador de Túquerres, [n.p.] agosto 24 de 1854, AGC, AM, Paq. 56, Leg. 1, 124; de Vicente Cárdenas al Gobernador de Popayán, Pasto, agosto 12 de 1854, ACC, AM, Paq. 58, Leg. 75; Enrique Diago, “Mensaje del Gobernador de Baracoas á la Lejislatura provincial en sus sesiones de 1854,” Baracoas, septiembre 15 de 1854, AGC, AM, Paq. 57, Leg. 39; de Ramón M. Orjuela a Tomás C. de Mosquera, Baracoas, mayo 30 de 1854, AGC, SM, Doc. 31796. 69 De Manuel [Luna] a Sergio Arboleda, Popayán, octubre 25 de 1854, AGC, Fondo Arboleda, firma 1518, sin paginación; de José Tomás Diago a Tomás C. de Mosquera, Popayán, noviembre 8 de 1854, AGC, SM, Doc. 29, 852. Para Obando, ver de J. M. Mosquera a la Secretaría de Gobierno, Popayán, octubre 28 de 1854, AGN, SR, Fondo Gobernaciones varias, tomo 201, 116. 70 Gustavo Arboleda, Historia contemporánea de Colombia, vol. 4, 18511853 (Bogotá: Banco Central Hipotecario, 1990), 269-70. 71 “Ordenanza 6ª sobre resguardos de indíjenas,” Túquerres, noviembre 16 de 1853, AGC, AM, Paq. 54, Leg, 36. 72 De Antonio J. Cháves al Presidente de la Asamblea, Túquerres, octubre 7 de 1854, AGC, AM, Paq. 59, Leg. 45. 73 “Ordenanza 7ª sobre resguardos de indíjenas,” Pasto, octubre 18 de 1855, AGC, AM, Paq. 59, Leg, 40.
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construcción nacional no se podrían entender cabalmente sin considerar las motivaciones e ideologías de las contrapartes de los liberales populares: los conservadores populares.74 No obstante, la visión racista y elitista que los conservadores caucanos tenían de la ciudadanía y la política, así como el interés por las tierras indígenas de muchos hacendados conservadores, evitaron que forjaran un vínculo político más fuerte con los indígenas. Los liberales sacaron provecho de esta situación en 1859, bajo el liderazgo de Tomás Cipriano de Mosquera, un antiguo conservador que se hizo liberal y que estaba planeando una revolución contra el gobierno nacional conservador. Mosquera necesitaba asegurar que las comunidades indígenas de la región no apoyarían militarmente a los conservadores como lo habían hecho en 1851 y 1854. Dando un giro de 180 grados, la Asamblea Departamental liberal aprobó la Ley 90, firmada por Mosquera, que puso fin a los ataques a los resguardos. Esta famosa ley reconoció expresamente la autoridad de los cabildos pequeños para gobernar la vida indígena, concediéndoles todos los poderes que tradicionalmente habían ostentado, excepto aquellos que violaban la ley estatal o los derechos ciudadanos, y asignando a los funcionarios del cabildo el deber de corregir cualquier trasgresión moral cometida por los miembros de las comunidades a su cargo. Más aún, la ley establecía que los indígenas mantendrían sus resguardos, sin establecer fechas límites para su división. También devolvía a la comunidad el control sobre aquellas partes de los resguardos vendidas o arrendadas ilegalmente. La ley permitía cierta intromisión de las autoridades locales y regionales en los asuntos indígenas, pero en general reconocía las prerrogativas indígenas con respecto a los resguardos y a la autonomía de las comunidades. De modo similar al discurso del republicanismo indígena, que la legislación emulaba en alto grado, la Ley 90 tuvo la infortunada consecuencia de reforzar la percepción de los indígenas como seres inferiores que necesitaban estar bajo tutela. Pero esto era una preocupación menor en relación con el éxito de haber logrado forzar a los liberales a abandonar, al menos temporalmente, sus ataques contra los
74 Por ejemplo, Peter Guardino detalla la ideología del federalismo popular en su maravilloso estudio sobre campesinos y la formación del Estado de México, aunque los populares centralistas y conservadores permanecieran ausentes por largo tiempo. Peter F. Guardino, Peasants, Politics, and the Formation of Mexico’s National State: Guerrero, 1800-1857 (Stanford: Stanford University Press, 1996). Florencia Mallon resalta la existencia de conservadores populares y el papel de la religión en su trabajo seminal acerca de los liberales populares. Mallon, Peasant nd Nation, 94-95. Charles Walter señala de qué manera los conservadores fracasaron durante largo tiempo en ganar cualquier apoyo voluntario indígena alrededor de Cuzco. Walker, Smoldering Ashes, 212-21. Ver también Lauria-Santiago, An Agrarian Republic; Grandin, The Blood of Guatemala, 5-6, 101-9; Jennie Purnell, Popular Movements and State Formation in Revolutionary Mexico: The Agraristas and Cristeros of Michoacán (Durham: Duke University Press, 1999).
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resguardos, un gran triunfo para los indígenas caucanos.75 La guerra civil de 1860-62 iniciada por la rebelión de Mosquera, puso a prueba el acercamiento de los liberales a las comunidades indígenas. Mosquera y sus aliados esperaban que las concesiones de la Ley 90 neutralizaran el apoyo de los indígenas a los conservadores, que ahora tendrían problemas para decir que los liberales querían destruir los resguardos. Y no se equivocaron. Contrario a lo sucedido en 1851 y 1854, muchas comunidades indígenas permanecieron neutrales, o al menos eso intentaron, resistiendo los esfuerzos de los ejércitos por reclutar a sus hombres.76 La Ley 90 y la brutalidad de los conservadores contra los reclutas indígenas durante la guerra alejaron a muchas comunidades del partido conservador, antes considerado un aliado político. Sin embargo, el partido liberal también probaría ser poco fiable. Entre 1862 y 1879 los liberales dominaron el Estado del Cauca. A pesar de la Ley 90, los legisladores liberales, de vez en cuando, trataron de socavar la legislación y renovaron su oposición a la vida corporativa indígena.77 Ninguno de los partidos políticos parecía ofrecer a los indígenas una alianza política satisfactoria. Como resultado de los continuos ataques a sus tierras, los indios se organizaron políticamente para defenderse, pero de una manera novedosa. Las reiteradas amenazas a las propiedades, las comunidades y el estilo de vida indígenas, ayudaron a que numerosas comunidades del Sur se unieran para crear un discurso indígena republicano mucho más poderoso y para redefinir el significado de “indígena” en la República. En 1866 el gobierno del Estado del Cauca preguntó a todos sus funcionarios y a los cabildos indígenas si consideraban que los resguardos y la constitución del 75 Gaceta del Cauca (Popayán), octubre 29 de 1859. Ver también M. M. Castro, Informe que el Secretario de Gobierno en el Estado del Cauca presenta al Gobernador (Popayán: Imprenta del Colejio Mayor, 1859), 47-48. Para una interpretación distinta de la ley, ver María Teresa Findji y José María Rojas, Territorio, economía y sociedad Paéz (Cali, Colombia: Universidad del Valle, 1968), 68-69. 76 Del Gobernador de los indígenas de Quinchaya al Comandante jefe de las milicias departamentales de Popayán, octubre 5 de 1860, AGC, AM, Paq. 78, Leg. 44; de jefes indígenas de la Aldea de Coconuco al Alcalde del Distrito de Popayán, Cocnuco, agosto 1 de 1860, AGC, AM, Paq. 129, Leg. 45; del Alcalde Distrital al Gobernador Provincia, Cajibío, octubre 5 de 1861, AGC, AM, Paq. 82, Leg. 26; de Marcelino Rodríguez al Gobernador Provincial, Silvia, octubre 1 de 1861, AGC, AM, Paq. 82, Leg. 26; Boletín Oficial (Bogotá), enero 20 de 1862, julio 24 de 1862. 77 Estos ataques fueron liderados por liberales que tenían intereses en el norte, cerca de Riosucio, en donde los pueblos indígenas eran pequeños y más vulnerables que aquellos del sur. Nancy Appelbaum, “Whitening the Region: Caucano Mediation and ‘Antioqueño Colonization’ in Nineteenth-Century Colombia,” Hispanican American Historical Review 79, no. 4 (noviembre, 1999): 652-63; Manuel de J. Quijano, Informe del Secretario de Gobierno del Estado Soberano del Cauca, a la Convención de 1872 (Popayán: Imprenta del Estado, 1872), 34.
Estado eran compatibles. Los indígenas contestaron a voz en cuello que ellos querían mantener sus resguardos.78 Los líderes expresaron que la propiedad individual permitiría a los “blancos” comprar tierras por precios irrisorios a “indios incapaces de discernir con perfección sus verdaderos intereses,” o hacerse a ellas corrompiendo indígenas con trago o mediante el cobro de viejas deudas.79 Este acoso o persecución por parte de “blancos” o “mestizos” estableció claras diferencias entre “blancos” e “indíjenas.”80 Estos últimos también tuvieron que enfrentar que los blancos los consideraran “medianamente civilizados” y que afirmaran que dada la “completa fusión de la raza indíjena con la blanca y mestiza” no había lugar a una legislación especial para indígenas.81 Tales acusaciones obligaron a los indígenas a defender su identidad y la unidad de sus comunidades. El cuestionamiento que hizo el gobierno estatal en la década de 1860 sobre el futuro de los resguardos, ayudó a generar mayor cohesión entre la población indígena del Sur. Antes de 1860 los indígenas habían establecido alianzas ocasionales entre comunidades, pero la mayor parte de las peticiones hechas a las autoridades del Cauca involucraban sólo a una comunidad específica o a unas pocas comunidades vecinas. Los indígenas no solían unirse para hacer peticiones ni demandas más allá de los límites de una comunidad o resguardo determinado. Sin embargo, debido a la continua presión de los liberales, en la década de 1860 numerosos grupos de indígenas del sur respondieron en conjunto. Una petición fue enviada a nombre de muchos de los cabildos del municipio de Obando –por lo menos quince cabildos diferentes fueron representados por un líder comunitario conocido como Alcalde Mayor–. Aunque el lenguaje usado guardaba mucha similitud con las humildes protestas de otras comunicaciones, la petición enfatizaba 78 Ver las numerosas peticiones y reportes encontrados en AGC, AM. Paq. 94, Leg. 54. 79 Cita del Alcalde Mayor del Municipio de Obando (con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Potosí y Puerres) a la Secretaría Departamental , Ipiales, marzo 4 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54. Ver también de los miembros de los Cabildos Indígenas de Cumbal, Muellamuez, Imués y Túquerres a la Asamblea, Túquerres, julio 31 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 14. 80 En el discurso indígena, “blanco” puede ser usado para referirse a cualquier no-indígena, sin distingo de raza. Del Pequeño Cabildo Indígena de Mocondino al Gobernador, Pasto, febrero 18 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54; de Javier Muñoz al Jefe Municipal, Timbío, noviembre 1 de 1864, AGC, AM, Paq. 84, Leg. 46; de indígenas y miembros del Cabildo Pequeño de Túquerres al Presidente de la Asamblea, Túquerres, junio de 1869 [no tiene fecha exacta], AGC, AM, Paq. 103, Leg. 3. 81 Primera cita de los firmantes de Concejo de Cumbal al Presidente de la Asamblea, Cumbal, julio 24 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 15; la segunda, de los pobladores del Distrito de Riosucio a los Diputados de la Asamblea, Riosucio, junio 27 de 1875, AGC, AM, Paq. 130, Leg. 17. Appelbaum, Whitening the Region,” 645-62; Rappaport, Cumbe Reborn, 30-36.
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la importancia de la autoridad local del Cabildo pequeño. Los líderes indígenas recalcaron que mantenían el orden en sus comunidades y las protegían de los odiosos ardides de los “blancos”. Elogiaron la Ley 90, especialmente porque les permitió a ellos mismos defender sus derechos y permanecer en sus comunidades sin tener que depender de otros.82 El año 1866 marcó el momento en que los cabildos abandonaron su viejo lenguaje deferente y proclamaron con vigor su independencia, actuando en alianzas supra-locales para fortalecer su posición política. El nuevo discurso indígena se consolidó en 1873, después de que la Asamblea del Cauca aprobara otra ley que revocaba la Ley 90 y ordenaba la división de los resguardos. Los indígenas de Cumbal, que llevaban décadas enfrascados en una lucha territorial, asumieron un tono más directo. Lejos ya de las referencias a su debilidad e incompetencia, acusaron a la clase gobernante local de corrupción y clientelismo.83 Aún más, los indígenas del Sur se reunieron en Pasto para escribirle a la Asamblea recriminándole por no haberles consultado acerca de la ley y por dejar a las comunidades, una vez más, expuestas a la posibilidad de perder sus tierras. Expresaron su decepción con la Asamblea y, haciendo referencia a la continua división política del Cauca en partidos políticos antagónicos, advirtieron que: “Si se llevara á efecto ó á la práctica la relacionada ley, nos viéramos en la necesidad [sic] con el primero que diera el grito de rebelión, con tal que nos asegurara la derogatoria de la precitada ley.”84 Después de amenazar con apoyar cualquier futura revuelta conservadora, los indígenas le propusieron a los liberales que no apoyarían al partido conservador, a diferencia de lo que habían hecho en las anteriores guerras civiles, si los liberales accedían a sus deseos: “Estamos convencidos que los presentes Legisladores jamás se harán sordos á la voz de más de veinte mil habitantes que reclaman la derogatoria de una ley.”85 La solicitud no significó el total rompimiento con el discurso anteriormente descrito, pues el documento aún contenía declaraciones de debilidad, llamados a que se hiciera justicia y a que las autoridades cumplieran con su trabajo, y afirmaciones acerca de la importancia de las 82 Del Alcalde Mayor Indígena del Municipio de Obando (con firmas de Potosí, Mayasquer, Yaramal, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Colimba, Carlosama, Caserío de Pastas, Pupiales, Anfelima, Girón, Iles, Ospina y Puerres) a la Secretaría Departamental, Ipiales, marzo 4 de 1866, AGC, AM, Paq. 94, Leg. 54. 83 Del Pequeño Cabildo de Cumbal a los Ciudadanos Diputados, Cumbal, julio 22 de 1873, AGC, AM, Paq. 124, Leg. 56. 84 La petición iba firmada por miembros de los Cabildos pequeños de Túquerres, Guaitarilla, Ospina, Mallama, Imués, Pasto y Yascual, así como por más de 525 indígenas, cuyos nombres se representaban con una cruz o algún símbolo. De los miembros firmantes de los Cabildos pequeños de Túquerres, Obando y Pasto a los Diputados de la Asamblea Departamental, Pasto, julio 29 de 1873, AGC, AM, PAq. 124, Leg. 60. 85 Ibid.
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familias y las comunidades indígenas. No obstante, este momento significó un cambio importante en la forma en que los indígenas del Cauca se relacionaban con las elites políticas de la región. Antes los indígenas habían reaccionado favorablemente a la retórica conservadora y al apoyo que este partido ofrecía a sus resguardos, religión y familias; sin embargo, ellos sólo podían responder a los conservadores, no negociar con ellos. Los conservadores aceptaban a los indígenas como aliados, pero solamente bajo sus términos elitistas y racistas. En la década de 1870, los indígenas buscaron insistentemente negociar con los poderosos, poniendo a los partidos a competir por su apoyo. Amenazaron con unirse a las revueltas conservadoras, pero también prometieron apoyar a los liberales si ellos les daban lo que querían. Los liberales respondieron, aunque de mala gana. El presidente del estado del Cauca, Julián Trujillo, prácticamente acabó con la nueva ley. Así, la Ley 90 recuperó su vigencia, pero se permitió que la mayoría de los indígenas de un resguardo solicitaran su división y que las autoridades locales tuvieran más injerencia en los asuntos indígenas.86 Sin embargo, la erosión de la tradicional alianza de los indígenas con los conservadores, surgida con la Ley 90 y la brutalidad de la guerra de 1860-62, se aceleró. La gente indígena del sur, actuando por medio de una alianza regional entre comunidades, había emitido una declaración de independencia.87 Ya no serían peones de los conservadores, sino que buscarían su propio camino independiente de los dos partidos. La mayoría de los indígenas permaneció neutral en las guerras civiles de 1876-77, 1879 y 1885. Los liberales reaccionaron a esta nueva estrategia indígena intentando, a finales de la década de 1870, reclutar indígenas como aliados más activos (como lo habían hecho con los afrocolombianos desde la década de 1850.) El famoso escritor y político liberal Jorge Isaacs, instó a los funcionarios locales liberales a proteger los intereses de los indígenas en contra de los abusos de los hacendados, para que los indígenas vieran de qué forma “el partido liberal, liberador en toda la Nación de los esclavos de raza africana, hace también libres, perfectamente libres, a las gentes de raza indígena.”88 Sin embargo, a los liberales les arrebataron el poder en 1879, antes de que el frente unificado indígena tuviera tiempo de reaccionar. 86 (Popayán), octubre 25 de 1873, noviembre 1 de 1873, diciembre 6 de 1873. 87 Los indígenas del Sur continuarían actuando mancomunadamente para cabildear ante la Gobernación. De los Cabildos pequeños de indígenas de Túquerres, Sapuyes, Imués, Ospina, Cumbal, Guachucal, Muellamuez, Yascual y Puerres a los Honorables Diputados de la Asamblea, Pasto, julio 19 de 1875, AGC, AM, Paq. 133, Leg. 75; de miembros de los Cabildos pequeños indígenas de Cumbal, Muellamuez, Imués y Túquerres a la Asamblea, Túquerres, julio 31 de 1871, AGC, AM, Paq. 112, Leg. 14. 88 Registro oficial (Organo del Gobierno del Cauca) (Popayán), diciembre 8 de 1877.
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Las acciones de esta alianza también redefinieron el significado de ser indígena. Joanne Rappaport sostiene que la identidad pública indígena estaba definida básicamente en términos legales.89 Nancy Appelbaum señala que en el norte del Cauca ser indígena estaba asociado con una identidad local profunda, arraigada en el pedazo de tierra específico que se ocupaba, lo que limitaba la capacidad de las comunidades de unirse en alianzas regionales o de reconocer una identidad étnica más allá de lo local.90 Sin embargo, en el suroccidente, cuando los indígenas se unieron para enfrentar los ataques liberales, transformaron la identidad indígena de algo local y legal en una identidad étnica mucho más amplia que reunió diversas comunidades como agentes políticos bajo una apelación común. Cuando los indígenas de diferentes partes del sur se unieron para actuar políticamente, no lo hicieron como “sureños,” como miembros de una comunidad particular o sólo como colombianos, sino como “indígenas.” Aunque es imposible determinar con exactitud lo que estas palabras significaban para estos subalternos, el acto de asociarse con gente de otras comunidades y escoger “indígena” como su designación compartida tuvo que haber desafiado otras formas locales de identidad imaginada. El uso de una identidad “indígena” contrasta enormemente con la experiencia de los subalternos de descendencia africana en el Cauca, que también se asociaron políticamente (en alianza con los liberales), pero que nunca se identificaron como afrodescendientes, “negros” o “mulatos.”91 Los indígenas, en cambio, forjaron una connotación más amplia y con mayor efectividad política del término “indígena” como respuesta al continuo acoso liberal y a la permanente necesidad de diferenciarse de los “blancos” y “mestizos” que codiciaban sus tierras. Los indígenas del Cauca tuvieron gran éxito en proteger sus resguardos durante el siglo XIX, mientras que la mayoría de las tierras comunales de los indígenas del centro de país fueron divididas antes de 1860.92 En la década de 1880 una alianza nacional entre liberales y conservadores independientes se tomó el poder y aprobó la Ley 89, que guardaba gran similitud
89 Rappaport también señala la manera en que los indígenas emulaban esta identidad política con una identidad cultural basada en ciertos rasgos (aunque hubieran podido compartir estas características con sus vecinos mestizos) y en la tradición oral. Rappaport, Cumbe Reborn, 25-37. 90 Appelbaum, “Remembering Riosucio,” 270-73. En el siglo XIX, los indígenas del suroccidente no se identificaban públicamente como miembros de alguna tribu o con afiliación nacional. Simplemente se identificaban como indígenas de un determinado pueblo. 91 Ver Sanders, Contentious Repubicans, y las peticiones que se encuentran en AC, AGC, AGN y Archivo Histórico Municipal de Cali (Cali). Algunos peticionarios se referían a sí mismos como esclavos o ex esclavos, pero nunca como “negros” o “mulatos.” 92 Villegas y Restrepo sostienen que la simbiosis económica de los resguardos y haciendas fue la clave para permitir la supervivencia de los resguardos, pero pienso que la acción política de los indígenas fue más importante. Villegas y Restrepo, Resguardos de indígenas, 37, 45-49.
con la Ley 90 del Estado del Cauca. La Ley 89 reafirmaba el derecho de los indígenas a los resguardos a nivel nacional, pero también clasificaba a los indígenas como menores dependientes del Estado.93 El permanente conflicto partidista del siglo abrió una oportunidad para que los indígenas explotaran la necesidad que tanto liberales como conservadores tenían de apoyo popular, una oportunidad que los pueblos indígenas manipularon con destreza.94
Conclusión Los intelectuales de la elite, los caudillos y los burócratas no fueron los únicos en dar forma al pensamiento racial y nacional del siglo XIX. Los grupos populares también jugaron un papel significativo. Durante la Colonia, los indígenas acudieron a la Corona y a la Iglesia, instituciones recelosas del poder de los terratenientes y los funcionarios provinciales, en busca de apoyo para solucionar sus conflictos locales. Tras la creación del Estado republicano, los indígenas mantuvieron esta estrategia y muchas veces tuvieron éxito. Desafiaron al Estado para que actuara, para que cumpliera con sus obligaciones, para que defendiera las leyes nacionales, y justificaron sus demandas reclamando sus derechos ciudadanos. Esta estrategia tuvo dos efectos principales, más allá de las metas inmediatas de mantener la tierra y destituir a políticos locales corruptos. En primer lugar, las constantes peticiones indígenas al Estado para que los protegiera de los abusos locales, extendieron la esfera de influencia del Estado a localidades a donde antes no llegaba. En segundo lugar, los indígenas hicieron de la Nación una entidad más poderosa – y más democrática y racialmente incluyente – que la comunidad imaginada por los intelectuales y burócratas de Bogotá.95 Los indígenas siempre se habían dirigido a las altas esferas del poder, pero como sujetos humildes; en el siglo XIX, haciendo uso de un discurso republicano, lo hicieron como ciudadanos con derechos, como verdaderos miembros de la comunidad nacional. Sin embargo, la reformulación indígena del republicanismo por sí misma habría importado poco si el
93 Joanne Rappaport sostiene que la ley también debilitó políticamente a las comunidades, al dividir grandes grupos culturales en resguardos individuales, que así tenían menos capacidad de resistencia frente al Estado y frente a los terratenientes. Rappaport, The Politics of Memory, 93,143. 94 Alejandro de La Fuente señala la importancia de la contienda partidista en el incremento de la influencia política de las minorías en Cuba. Alejandro de La Fuente, “Myths of Racial Democracy: Cuba, 19001912,” Latin American Review 34, no. 3 (1999): 53-68. De igual manera, buena parte de la literatura reciente acerca de la contribución popular a la construcción de nación sugiere la importancia del conflicto, campesino o internacional, en la apertura de espacio político a las minorías. Ver especialmente Mallon, Peasant and Nation, y Ada Ferrer, Insurgent Cuba: Race, Nation and Revolution, 1868-1898 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1999). 95 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, ed. rev. (London: Verso, 1991).
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conflicto partidista no hubiera obligado a las elites a negociar con los grupos subalternos para obtener su apoyo electoral y militar. La adopción del discurso republicano por parte de los indígenas del Cauca también afectó las ideas raciales establecidas. Los indígenas no admitían contradicción entre ser indígena y ser ciudadano, en abierta contradicción con la ideología racial que buscaba excluirlos de la vida nacional (buena parte del liberalismo) o admitirlos sólo de manera parcial (conservatismo). Sin embargo, al basar su idea de republicanismo en la noción de “autoridad justa” y al solicitar la protección del Estado, los indígenas también reprodujeron estereotipos sobre sí mismos para proteger la tenencia de sus tierras comunales. Al diferenciar su legítimo derecho a la ciudadanía del de los esclavos y los “indios salvajes,” los indígenas reforzaron, al menos en términos discursivos, el aislamiento de esos dos grupos frente a la vida nacional y a los ciudadanos. Durante el siglo XIX los pueblos indígenas también reformularon el sentido público de ser indígena. Bajo la presión de los liberales para que dividieran sus tierras, e insatisfechos con las oportunidades que tanto liberales como conservadores les ofrecían para alcanzar logros políticos, los indígenas empezaron a buscar alianzas más allá del nivel local. Durante las décadas de 1860 y 1870, los indígenas se unieron para hacer frente común ante el Estado y los dos partidos políticos. Además del éxito de tal estrategia con respecto a la protección de sus resguardos, el movimiento ayudó a redefinir la identidad indígena, que pasó de ser legal y local, a ser una identidad política más regional y mucho más amplia, presagiando los influyentes movimientos indígenas del siglo XX que culminaron con la constitución de 1991. Entre 1910 y 1918 algunas comunidades indígenas ubicadas al noroccidente de Popayán se unieron bajo el liderazgo de Manuel Quintín Lame para hacer frente a los ataques de poderosos hacendados sobre sus tierras. El movimiento se extendió más tarde hacia el Oriente (hacia el Huila y el Tolima), y hoy es visto como inspiración intelectual y cultural del movimiento indígena moderno de Colombia. Los principios más importantes de Lame incluían la defensa del resguardo, el fortalecimiento del cabildo como bastión político, el reclamo de las tierras robadas, el rechazo al pago de arriendos y la reafirmación de la cultura indígena.96 Estos objetivos influyeron en la década de 1970 sobre los principios fundacionales del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), organización que fue punta de lanza del movimiento nacional por los derechos indígenas.97 96 Rappaport, The Politics of Memory, 112-16; Gonzalo Castillo Cárdenas, Liberation Theology from Below: The Life and Thought of Manuel Quintín Lame (Maryknoll, N.Y.: Orbis Books, 1987); Manuel Quintín Lame, En defensa de mi raza, ed. Gonzalo Castillo Cárdenas (Bogotá: Comité de Defensa del Indio, 1971). 97 El CRIC ayudó a fundar la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) en 1982. Donna Lee Van Cott, The Friendly Liquidation of the Past: The Politics of Diversity in Latin America (Pittsburg: University of
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Mientras que la conexión de Lame con el movimiento indígena de finales del siglo XX es reconocida, rara vez se extiende el vínculo hasta el siglo XIX, periodo que suele verse como un “largo lapso” en la movilización indígena.98 No obstante, las metas de Lame reproducen casi exactamente el discurso republicano indígena del siglo XIX, en especial el de las comunidades del sur durante las décadas de 1860 y 1870 descrito arriba. Mediante las largas luchas del siglo XIX, los indígenas caucanos mantuvieron suficiente unidad comunitaria, lo cual, junto con su historia de relación con el Estado y la nación, sirvió como base para la movilización futura a través del CRIC y otras organizaciones, antes y después de la lucha constitucional. El discurso y la estrategia que Quintín Lame y los fundadores del movimiento indígena moderno de Colombia usaron en siglo XX tienen origen en las luchas políticas caucanas del siglo XIX.99 El activismo indígena del siglo XIX legó a las futuras generaciones indígenas una concepción de ciudadanía colombiana que no rechaza, sino que abarca la identidad indígena. Los indígenas no aceptaron que nunca podrían ser ciudadanos (o que sólo podrían ser ciudadanos de segunda clase) debido a las nociones elitistas según las cuales ellos eran individuos racial o culturalmente inferiores. Tampoco Pittsburg Press, 2000), 46; Nina S. de Friedemann, “Niveles contemporáneos de indigenismo en Colombia,” en Indigenismo y aniquilamiento de indígenas en Colombia, ed. Juan Friede, Nina S. de Friedemann y Darío Fajardo (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1975), 35-37; Findji, “From Resistance to Social Movement,” 112-33. 98 Cita de Myriam Jimeno Santoyo, “Pueblos indios, democracia y políticas estatales en Colombia,” en Democracia y estado multiétnico en América Latina, ed. Pablo González Casanova y Marcos Roitman Rosenmann (Ciudad de México: La Jornada ediciones, 1996), 226. Rappaport describiendo el movimiento Lamista: “Por primera vez, las comunidades presionaron las demandas indígenas en la arena nacional, usando lenguaje político colombiano.” Rappaport, The Politics of Memory, 114; ver también Findji, “From Resistance to Social Movement;” Field, “State, Anti-State, and Indigenous Entities,”105-10; Van Cott, The Friendly liquidation of the Past. 99 Dos de los Diputados Indígenas en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 provenían del Cauca y otro del Chocó (que fue parte del Cauca en el siglo XIX). Van Cott, The Friendly Liquidation of the Past, 67-68. Para movimientos sociales en el siglo XX ver Peter Wade, “Negros, indígenas e identidad nacional en Colombia,” en Imaginar la nación, ed. Fracoise-Xavier Guerra y Mónica Quijada (Munster: Lit, 1994), 25788; Findji, “From Resistance to Social Movement;” Myriam Jimeno y Adolfo Triana, “El Estado y la política indigenista,” en Estado y minorías étnicas en Colombia, ed. Myriam Jimeno y Adolfo Triana (Bogotá: Cuadernos Jaguar, 1985), 65-147; Jesús Avirama y Rayda Márquez, “The Indigenous Movement in Colombia,” en Indigenous Peoples and Democracy in Latin America, ed. Donna Lee Van Cott (New York: St. Martin’s Press, 1994), 83-105; Brett Troyan, “The Indigenous Rural Folk’s Discourses and Identities in the 30’s and 40’s of the Twentieth Century in Cauca, Colombia,” (ponencia presentada en la Conferencia de Historia Latinoamericana, Boston, Enero 4-7 de 2001.)
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aceptaron la idea liberal de que sólo podrían convertirse en ciudadanos si rechazaban a sus propias comunidades y sus formas de vida históricas, para hacer parte de una ciudadanía universal a expensas de su pasado, de sus tierras y de la unidad de sus comunidades. Por el contrario, los indígenas expresaron en sus peticiones y reafirmaron con sus acciones políticas que la ciudadanía no era incompatible con ser indígena. La creciente influencia del racismo científico a comienzos del siglo XX erosionó las victorias indígenas y generó nuevos ataques contra la existencia y los derechos de las comunidades indígenas.100 Sin embargo, la constitución de 1991 reconoció una noción de ciudadanía indígena sorprendentemente parecida a la que los indígenas habían propuesto un siglo atrás: otorgó a los indígenas derechos especiales, control sobre sus recursos locales y representación en el Estado nacional.101 Mientras que la constitución fue el resultado inmediato de los valientes esfuerzos del movimiento indígena moderno, las bases para estos logros se comenzaron a sentar en las agitadas luchas por darle sentido a la Nación, el Estado y la identidad indígena en el Cauca en el siglo XIX.
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CIVILIZACIÓN Y BARBARIE: EL INDIO EN LA LITERATURA CRIOLLA EN COLOMBIA Y VENEZUELA DESPUÉS DE LA INDEPENDENCIA Fecha de recepción: 19 de febrero de 2007 • Fecha de aceptación: 20 de marzo de 2007
Carl Henrik Langebaek* Resumen Este artículo tiene como objetivo hacer un seguimiento comparativo de las literaturas románticas decimonónicas colombiana y venezolana con tema indígena. Su objetivo es establecer un contraste entre el manejo de la imagen del indio en esa literatura y la que se produjo durante la guerra de Independencia. Se propone que la literatura Romántica reintrodujo el tema de la diferencia entre el indio civilizado y el salvaje, dejada intencionalmente en un segundo plano durante dicha guerra. Adicionalmente, se propone que el referente de indio “civilizado”, más común en Colombia que en Venezuela, implicó un acercamiento distinto a la noción de progreso, positivismo y evolución.
Palabras clave: Muiscas, Romanticismo, indios, Colombia, Venezuela, literatura.
CIVILIZATION AND BARBARISM: THE INDIAN IN COLOMBIAN AND VENEZUELAN CREOLE LITERATURE AFTER INDEPENDENCE Abstract This article compares how nineteenth-century Romantic literature in Colombia and Venezuela treated the figure of the Indian. Its principal aim is to contrast the image of the Indian in this literature to that created during the wars of Independence. The article argues that Romantic literature reintroduced the idea of the difference between civilized and wild Indians that had been intentionally de-emphasized during the wars. Moreover, the article suggests that the idea of the “civilized” Indian, more common in Colombia than Venezuela, implied different approaches to notions of progress, Positivism and evolution.
Keywords: Muiscas, Romanticism, Indians, Colombia, Venezuela, literature.
CIVILIZAÇÃO E BARBÁRIE: O ÍNDIO NA LITERATURA CRIOLLA NA COLÔMBIA E NA VENEZUELA DEPOIS DA INDEPENDÊNCIA Resumo O objetivo deste artigo é fazer um seguimento comparativo da literatura romântica colombiana e venezuelana do século XIX que contempla o tema indígena. O artigo faz um contraste da forma como foi gerida a imagem do índio nesta literatura, a qual se produziu durante a guerra da independência. A análise propõe que a literatura Romântica reintroduziu o tema da diferença entre o índio civilizado e o selvagem, quando intencionalmente tinha sido deixada no segundo plano durante a guerra. Adicionalmente, propõe-se que o referente de índio “civilizado”, mais comum na Colômbia que na Venezuela, implicou uma aproximação diferente da noção de progresso, positivismo e evolução.
Palavras-chave: Muiscas, Romantismo, índios, Colômbia, Venezuela, literatura
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Antropólogo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ph.D. en Antropología de la Universidad de Pittsburgh, EE.UU. Actual Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. También se desempeña como profesor del Departamento de Antropología de la misma Universidad. Correo electrónico: clangeba@uniandes.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 46-57. Civilización y barbarie: el indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia / Civilization and Barbarism: The Indian in Colombian and Venezuelan Creole Literature after Independence / Civilização e barbárie: o índio na literatura criolla na Colômbia e na Venezuela depois da Independência.
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l objetivo de este artículo es analizar la imagen del indígena en las literaturas colombianas y venezolanas del siglo XIX posteriores a la Independencia. Recientes trabajos (Pino, 1991; König, 1994; Earle, 2001; Garrido, 2004) han demostrado que la disputa ideológica entre criollos y españoles durante la guerra de Independencia en la Nueva Granada involucró al indio y al conquistador. Después de la derrota de España la imagen del nativo continuó jugando un papel importante en el propósito de construir una imagen de nación. En un clásico sobre el tema, Sommer (2002) propone que, aunque en apariencia heterogénea, la literatura latinoamericana trató de dar cuenta de un paisaje cultural y social diverso, con el fin de crear la ficción de unión; en otras palabras, procuró que los partidos, las razas, las clases y las regiones se sintieran “naturalmente” atraídas en un propósito común. Más recientemente, Unzueta (2003) ha propuesto que esa literatura seducía al lector hacia sentimientos de identidad colectiva. Este artículo busca complementar el argumento de Sommer y Unzueta, proponiendo que en el proceso de construcción de nueva identidad existieron divergencias regionales y que ellas, al menos en parte, estuvieron mediadas por el referente de un pasado indígena “civilizado” o “salvaje”. Aunque no se niega—por el contrario se reafirma—que el formato de la literatura posterior a la Independencia procuraba fomentar la ficción de la unidad nacional, se quiere proponer que el tratamiento dado al pasado indígena en la literatura romántica partía de nociones diversas frente al futuro unificado que se intentaba construir. Mientras el criollo de la época de la guerra de Independencia—contrario a lo que hizo a finales del siglo XVIII—se apropiaba del indígena, independiente de su carácter salvaje o civilizado, en un formato neoclásico, la literatura en las nuevas naciones no se pudo abstraer de esa diferencia. En este artículo se quiere enfatizar que la civilización indígena fue un referente más común en Colombia, mientras el tema del salvaje fue más común en Venezuela. Se pretende sugerir que, en la retórica nacionalista del siglo XIX, la apropiación del indígena con antecedentes civilizados se basaba en una lógica conservadora, incluso en la idea nostálgica del pasado perdido, que en últimas llevaba al mantenimiento de la estructura social tradicional; mientras el antecedente salvaje implicaba un desprendimiento más fácil del pasado, así como una aproximación más liberal, positivista y defensora del progreso. Esta idea apenas deseo esbozarla. Es claro que el evolucionismo, el liberalismo y el positivismo se desarrollaron sólo parcialmente tanto en Colombia (Jaramillo, 1963) como en Venezuela (Cappelletti, 1992), pero también enfrentaron mayor resistencia en la primera que en la segunda. Propongo que la aproximación literaria al pasado siguió la misma lógica.
Contexto Después de la guerra de Independencia el mundo de la unión entre razas prometido por la revolución no prosperó, ni las masas de indígenas, negros, mestizos y blancos pobres abrazaron la civilización ilustrada. Es más, con la reinstauración del tributo indígena se puso en entredicho la idea de ciudadanos libres y se regresó a las instituciones coloniales criticadas por la Ilustración. La libertad, en breve, no había traído ni igualdad ni prosperidad. El viajero francés Mollien (1944, Pp. 189-90), quien visitó Bogotá poco después de la Independencia, observó que la ciudad era tomada todos los sábados por hordas de pobres, las cuales asediaban todas las puertas, exhibían sus “llagas y las dolencias más repulsivas”, por grupos de ancianos guiados por niños que se hacían a las puertas de las casas, limosneros “encorvados bajo el peso de un zurrón” y por “hombres vestidos de negro que tocaban una campanilla, clamando de vez en cuando “una oración por las ánimas”. Tal era el deprimente paisaje urbano que impresionaba al viajero extranjero. Para muchos era evidente el fracaso del proyecto Ilustrado y, por qué no, del propio proyecto nacional. Pero además de esa situación interna, el referente externo de los criollos había dado un giro importante desde principios de siglo. En Europa se gestaba un cambio intelectual, descrito por algunos como el mayor movimiento destinado a transformar la vida y el pensamiento de la sociedad occidental, pero cuya definición precisa es bien difícil. Se trata del Romanticismo. Fontana (1999) y Berlin (2000), entre otros, ofrecen algunas de sus características en el Viejo Mundo. En términos filosóficos, dicho movimiento criticaba a la Ilustración por ignorar los sentimientos y las emociones, en beneficio de una razón que parecía, a juzgar por los resultados, bastante insensata. Abogaba por recuperar la idea del carácter nacional y por estrechar el contacto con la naturaleza; rechazaba la idea de progreso y defendía la reconstrucción de las tradiciones e instituciones locales; el rescate de la lengua y el carácter de los pueblos, munición bienvenida en el proceso de formación de Estados nacionales que requerían monumentos y símbolos de comunidad étnica e histórica. El Romanticismo coincidió también con el privilegio que se le dio a la introspección y a la sensación de alienación, y, al mismo tiempo, con una profunda atracción o bien por el pasado remoto, o bien por las sociedades exóticas de Oriente o de América. Un aspecto fundamental del Romanticismo era su conservadurismo en materia histórica: no volvía gratuitamente a la tradición y a lo autóctono; más bien su idea de regresar a la “historia propia” pretendía forjar un escudo que defendiera a la sociedad de los cambios que más miedo infundían: la liberalización de la sociedad, su modernización y democratización, por no mencionar el aterrador individualismo que parecía atentar contra la nacionalidad. En el fondo, se trataba de la reacción más natural contra los cambios radicales que amenazaban el 47
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orden de las cosas. Vale decir, los tiempos pretéritos se entendieron como lección moral y, por lo tanto, el retorno al pasado como repetición de estructuras, comunidades y hábitos, generación tras generación (Nisbet, 1986). En ese sentido, la sociedad del pasado remoto nunca caducaba y servía como referente sobre los valores que se deben preservar. En fin, como anota Lukács (1955), el sentido histórico del Romanticismo sólo lo es en apariencia. Por supuesto, el Romanticismo no eliminó todo rastro de la Ilustración. Por el contrario, inició un proceso en el cual lo uno y lo otro se acomodaron y coexistieron, generando situaciones nuevas e inesperadas. Además, como había sucedido también con la Ilustración, en Colombia y Venezuela la recepción del Romanticismo adquirió particularidades propias, aunque su idea fundamental—la inconmensurabilidad de las entidades nacionales—fuera en todo caso útil a los propósitos de fomentar la fundación de nuevas naciones. Por supuesto, también en Colombia y Venezuela es más fácil encontrar las huellas del Romanticismo en la literatura que en las ciencias, las cuales en mayor o menor medida conservaron la pretensión de objetividad ilustrada (Picon-Febres, 1947; Meléndez, 1961; Díaz, 1962; Curcio, 1975; Cristina, 1978; Mandíllo, 1987; Rivas, 1991; Lamus, 1992; Orjuela, 1992; Reyes, s.f.). Para comprender la naturaleza de la apropiación del indígena después de la Independencia, es indispensable hacer algunas observaciones sobre la importancia del tema en el debate entre españoles y criollos durante la guerra de Independencia. Poco antes de esta época el debate habría parecido desproporcionado: los criollos eran conscientes de que pertenecían a la nación española y, en general, reconocían el feliz aporte de la Conquista. No obstante, a medida que las diferencias entre las facciones se hicieron irreconciliables, para algunos su causa pasó a representar una continuación de la Conquista, entendida como el inicio del proceso civilizador del Nuevo Mundo. Con frecuencia el discurso realista osciló entre unir a los españoles de ambos hemisferios en una causa común, e “indianizar” al criollo, acusándolo incluso de traicionar al cristianismo. No sólo Murillo fue comparado con heroicos conquistadores como Pizarro o Cortés, sino que las tropas independentistas fueron intencionalmente asimiladas a los salvajes que vivían en la selva y querían destruir la obra civilizadora iniciada por Colón. Por supuesto, los líderes de la Independencia debieron enfrentar semejante reto de la mejor manera posible. Por un lado, se esforzaron por demostrar que era posible separarse del Rey sin renunciar a Dios (Garrido, 2004), y que la revolución representaba el triunfo de la razón y de los ideales liberales de libertad. Pero, además, no desaprovecharon la oportunidad que ofrecía el señalamiento como indígenas. Francisco Miranda y Simón Bolívar, entre otros, consideraron que la guerra contra el español era la revancha del indígena derrotado en el siglo XVI. Las proclamas de guerra se apropiaron de la condición de víctimas del ibérico que había llegado a América trescientos años antes. “Americanos”—
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que antes era un término más bien despectivo para dirigirse a los indígenas—pasó a ser sinónimo de unión étnica, no sólo entre blancos e indios, sino también entre todas las castas. De hecho, para los criollos la idealización del nativo se unía al amor por la patria. El indio era el símbolo ideal de las maldades del sistema colonial y a la vez podía ser presentado como humilde agradecido por la gesta de la Independencia. Incluso el levantamiento de los comuneros había servido de preludio. No en vano, el poema anónimo Romance de los comuneros (1781) terminaba declamando, ante el fracaso de la revuelta, que el gran perdedor había sido el nativo (en España, 1984, p. 20). Más tarde, con el éxito de la gesta libertadora, el indio regresó al escenario como deudor del criollo, especialmente del mesiánico Bolívar. Dos sextinas anónimas, puestas en boca de dos jóvenes paeces, patéticamente sumisos y agradecidos ante un encumbrado Libertador en 1822, le daban las gracias en nombre de las “víctimas del furor hispano” (en España, 1984, pp. 41-2). La disputa simbólica entre españoles y criollos pasaba por alto que Colombia y Venezuela tenían pasados indígenas muy diferentes. Desde la Conquista, el centro de la Nueva Granada, más específicamente Bogotá, tenía un poderoso referente de vida civilizada antes de la llegada del español; allí, los muiscas habían sido considerados el ejemplo de una sociedad que, si bien no alcanzaba el nivel de complejidad de los incas o aztecas, se diferenciaba claramente de los bárbaros que habitaban las tierras bajas (Langebaek, 2005). Autores del siglo XVII los presentaron como digno antecedente de la historia de la Nueva Granada y, poco antes de la Independencia, José Domingo Duquesne ya había escrito sendos textos en los cuales no dudaba que habían alcanzado un notable nivel de ilustración. Más importante aún, estas ideas habían tenido resonancia por fuera de los estrechos límites de la Sabana: por ejemplo, Alexander von Humboldt no tuvo la menor duda de que, al lado de los aztecas e incas, los muiscas formaban la sociedad más notable de la América prehispánica. En contraste, en Venezuela las sociedades indígenas se definieron a partir de nada halagadoras comparaciones con las sociedades de los Andes de la Nueva Granada. Por ejemplo, Gilij, en su famoso Ensayo de Historia Americana, escrito en la segunda mitad del siglo XVIII, anotaba que tan sólo en las tierras altas se habían formado grandes imperios indígenas, mientras que en las tierras bajas predominaba la barbarie (Gilij, 1955, pp. 175-6). Incluso Humboldt (1985, p. 156), a lo largo de su periplo por el Orinoco, consideró que las sociedades de la selva debían su atraso al exuberante medio y a su lejanía de los civilizados muiscas. Su idea sería, por cierto, compartida por el viajero francés Dauxion Lavaysse (1967, pp. 145-6), para quien, mientras en Venezuela los conquistadores habrían encontrado “tribus ignorantes”, en Colombia el prestigio de los muiscas competía con el de los incas del Perú. Durante la guerra de Independencia la diferencia no fue un obstáculo de importancia. Los indios bárbaros de las tierras bajas o los civilizados muiscas por igual servían para rendir
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 46-57. Civilización y barbarie: el indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia / Civilization and Barbarism: The Indian in Colombian and Venezuelan Creole Literature after Independence / Civilização e barbárie: o índio na literatura criolla na Colômbia e na Venezuela depois da Independência.
tributo a la grandeza del Libertador. A los españoles se les podía reprochar acabar con las grandes civilizaciones indígenas, así como haber destrozado a inocentes salvajes que vivían en paz con la naturaleza y con sus vecinos. Precisamente la retórica criolla de Santafé y de Caracas encontraba virtudes en toda clase de nativos. Como señala Unzueta (2003, p. 124), el formato predominante en la época era el neoclásico: la poesía, la oda y el himno eran más importantes que la prosa, la cual era más común en los ensayos de política y economía. En el Papel Periódico se publicaban poemas que exaltaban el carácter ilustrado del cacique de Sogamoso (24 de mayo de 1793) y apologías a la Ilustración bogotana anterior a la llegada de los españoles (20 de diciembre de 1793); asimismo, se pretendía con orgullo patrio que las reliquias de Bogotá estaban a las alturas de las de México y Perú (10 de junio de 1796). Por supuesto, la conclusión obvia es que los españoles habían destruido sociedades civilizadas, prueba de su crueldad. No obstante, al mismo tiempo se podía leer en el Seminario de Caracas que las costumbres de los indios eran “escandalosas, pueriles ó detestables” (11 de noviembre de 1810), pero también que la Conquista había destruido una sociedad que no conocía “los delitos, ni la ambición, ni la codicia”. De hecho, la Proclama a los Pueblos de Continente Colombiano de Francisco Miranda reconocía por igual el valor de la gran civilización y de la inocente barbarie. Por un lado, pedía al pueblo recordar que eran descendientes de los “ilustres indios” de México, Bogotá y el Cuzco, mientras que al mismo tiempo se las ingeniaba para pedirle que admirara a las “tribus valerosas” que se habían atrincherado en la selva antes de someterse al conquistador (Miranda, 1991, pp. 111 y 120).
El indio civilizado Después de la Independencia, la poesía continuó exaltando el papel mesiánico de Bolívar en la reivindicación del indio en el formato neoclásico (Unzueta, 2003, p. 125). En Bolívar en Pativilca de José María Quijano, por ejemplo, el libertador redimía al Perú del cruel y traidor Pizarro (Soffia, 1883); en el verso Apoteosis dramática del Libertador, escrito por Emilio Macías Escobar en 1853, se exclamaba que los incas y los muiscas “en paz dormirían” gracias a la gloria del caraqueño. Y también El cura de Pucará, esta vez de José Joaquín Ortiz (1814-1982), puso en boca de un cura del Cuzco un elogio a la tarea civilizadora de los incas, así como a la misión salvadora de Bolívar (Soffia, 1883, p. 278). A lo largo del siglo XIX, además, el teatro y la comedia— además de la poesía— alcanzaron cierta popularidad (Lamus, 1992; Cristina, 1978). Ambas ponían en escena pública historias que servían para sacar al pueblo del atraso en que lo habían mantenido las instituciones coloniales, buscando, además, generar un sentido de identidad nacional. Desde luego, el pasado indígena demostraría su utilidad para ese propósito mediante la puesta en escena de narraciones moralizantes y nacionalistas. En varias
ocasiones se trató de evocar el pasado en lugares especiales que simbólicamente tenían significado en el derrotado imperio muisca: por ejemplo, José Domínguez presentó su obra La Pola en Funza, la antigua capital del Zipa. Otro lugar cargado de importancia simbólica fue Sogamoso, que encarnaba no sólo el poder sacerdotal indígena, sino también la destrucción de su templo a manos de los canallas conquistadores; allí José Joaquín Borda montó Sulma, con la cual recreó la práctica muisca del sacrificio humano en el Templo del Sol incendiado por los españoles. Más allá del simbolismo de los lugares, la narrativa incluía contenidos en los cuales el indígena era fundamental para inculcar un nuevo orden político y social. Un ejemplo es la obra de Luís Vargas Tejada, secretario del Senado y secretario privado de Santander (1802-1829) quien, además de escribir incitando a la rebelión contra el régimen colonial, fue autor de obras de teatro como Nemequene y Saquencipá, Aquimín, hoy perdidas, y Sugamuxi (Restrepo, 2006). Esta última se basaba en el cacique de Sogamoso, quien había sido presentado como un personaje sabio e ilustrado en la literatura de la Independencia. Narrada en el contexto de la preparación para resistir la invasión española a través de la historia de cómo el cacique Tundama pedía al sacerdote Sugamuxi hacer sacrificios para favorecer la lucha contra el invasor, a lo cual éste se negó. Finalmente, abrumado por el peso de la victoria española, Sugamuxi terminaba sacrificando a su propio hijo ilegítimo, Atalmin, hecho que no impedía que los conquistadores consumaran su victoria y destruyeran el Templo de Sogamoso. La obra criticaba la conquista en el formato de la Independencia, pero presentaba una costumbre bárbara—ni más ni menos el sacrificio de humanos—como algo deplorable que el sacerdote de Sogamoso se negaba realizar, aunque paradójicamente con funestas consecuencias para su gente (Restrepo, 2006). Detrás de esa idea, por supuesto, se presentaba la diferencia cultural como un obstáculo insalvable: la aparentemente costumbre salvaje del sacrificio habría salvado al pueblo muisca. La duda ilustrada de Sugamuxi lo había condenado. Pero la cara romántica del pasado contrastaba con la del presente. Luis Vargas Tejada, además de firmar sus elogiosas obras sobre los muiscas, también, como Secretario del Senado, la estampó en el Decreto del 1 de mayo de 1826, que pedía medidas conducentes a civilizar a los indígenas de la Guajira, el Darién y la Mosquitia, acusados de llevar “una vida salvaje”. Un ejemplo en ese mismo sentido es el de José Fernández Madrid y su hijo Pedro. El primero, prócer cartagenero, había sido autor de Guatimoc (1827/1937), dedicada al último emperador azteca, y de Atala, cuya acción se desarrollaba en un bosque de la América del Norte. Además, en 1825 había consagrado su poema Canción al Padre de Colombia y Libertador del Perú a Bolívar. En todas sus obras la libertad criolla se presentó como venganza de la conquista española. No obstante, para su hijo Pedro (18171875), nacido en Cuba, el pasado glorioso y el presente decadente del indio apenas podían compararse. Cuando en
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1846 discutió la soberanía sobre la Mosquitia en el periódico El Día, sostuvo que, en contraste con otras naciones, Colombia tenía en mente el bienestar de los indígenas. Su patria pretendía “la gradual y progresiva civilización de los indios, a quienes procuramos reducir por vía de la persuasión, protegiéndolos en sus personas y propiedades, hasta el extremo de prohibir que las enajenen”. Pero la distancia entre esos indios y las grandes civilizaciones del pasado, como las que había descrito su padre, no podía ser más grande. Los indios mosquitos no se parecían en nada a los aztecas; sus “régulos” no tenían analogía alguna con Moctezuma (Fernández Madrid, 1932, pp. 255-6). Además del teatro y la comedia se abría paso la novela histórica, la cual no renunciaba al mensaje moralizante, sino que lo pretendía alcanzar mediante el romance propio del género. Por cierto, las obras de ficción, específicamente los romances, habían sido prohibidas en las colonias españolas como producto de una imaginación nada conveniente (Sommer, 2002, p. 78). Pero si algo necesitaba el proyecto de construcción nacional en las recién liberadas patrias americanas era nada menos que una poderosa inventiva, y las novelas de romance ofrecían la posibilidad de interpretar la historia y proyectar el futuro de manera eficiente: el amor permitía navegar en las difíciles aguas del mestizaje, de la paternidad y maternidad del criollo, de los papeles de género y de la agresión extranjera. También, como en el género romántico, la novela facilitaba incorporar las categorías de mendigo, presidiario, mujer y, en general, de todos los seres que tenían la connotación de desgraciados en una conciencia nacional unificada. Desde luego el indígena, además de su condición de desposeído, encajaba perfectamente en el género de la narrativa histórica y ofrecía al público una importante enseñanza moral. En el siglo XIX la novela era reprobada por algunos como banal e incluso inmoral, pero buena parte de la opinión estaba de acuerdo en que había alcanzado su perfección, superando ampliamente otros géneros. El propio Andrés Bello había reconocido que ante la ausencia de datos exactos, la historia de las naciones americanas se debía escribir desde el “método narrativo” que diera vida histórica a masas de hombres y personajes individuales (Sommer, 2002, p. 76). En ese espíritu, El Mosaico de Bogotá defendió en 1858 que la literatura debía rescatar los tesoros escondidos de la patria, entre ellos “los recuerdos originales de los primitivos habitantes de América” que se veían oscurecidos día por día. Esos habitantes antiguos tenían un gran aporte moral, porque habían tenido “una fisonomía social” y habían sido notables por “su religión, por sus costumbres, por sus adelantos” (El Mosaico, diciembre 24 de 1858). En esa misma tónica, la Biblioteca de Señoritas (febrero 7 de 1858) publicó una defensa del romance como vía para “consignar en él nuestros recuerdos, para inmortalizar nuestras glorias nacionales, para popularizar nuestros interesantes hechos históricos”. Además, la publicación defendía que la novela superaba a la poesía porque era la única capaz de dar “a conocer un siglo, un
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pueblo i una civilización extinguidos” y que además daba entrada a “valiosas apreciaciones filosóficas i humanitarias de trascendencia tan enorme, que no hai trabajo poético que pueda comparársele” (marzo 14 de 1858). Al escritor de la época se le pedía “historia, costumbres y hasta doctrina”, a más de “dar a conocer los incidentes notables de nuestra historia, ántes y después de la conquista”. No en vano, la novela histórica era aquella que ofrecía la posibilidad de “hacer conocer los pueblos, las familias, i los personajes de que se ocupa, sus trajes, usos, costumbres, idiomas, preocupaciones, estado de civilización, etc.” (marzo 20 de 1858). La referencia al indio no era gratuita: su figura era útil para que el criollo simbolizara su propia situación; El Tradicionalista (1872), por ejemplo, haciendo referencia al estado en que se encontraba Colombia a fines del siglo XIX se refería al viejo escudo de Cartagena en el que aparecía una indígena sentada con un caimán y anotaba jocosamente que “no nos ha quedado de él más que el caimán que devoró a la indiecilla”. Pero, así mismo, la novela permitía moralizar por el mejor medio posible: las mujeres. La Biblioteca insistía en que su mensaje iba destinado al “bello sexo granadino” (19 de marzo de 1859) porque éste era fundamental para la “moralización de la clase del pueblo” (enero 3 de 1858). De igual manera, El Mosaico declaraba orgulloso que entre sus lectoras se encontraran las mismas “lindas lectoras” que leían La Biblioteca. No es coincidencia, por cierto, que las dos publicaciones fueran dirigidas por autores de novelas históricas que involucraran a los indígenas: la primera por Felipe Pérez y la segunda por José Joaquín Borda. La anotación es importante, puesto que la idea de que el público femenino se instruyera a partir de las novelas ayudaba a neutralizar los elementos más contrarios al género de la novela y a trasmitir lo ejemplar del nativo civilizado. Incluso José Manuel Restrepo, crítico de las novelas por disipar el ánimo y excitar las pasiones entre las mujeres, consideró que el género histórico podía ser instructivo; encajaba bien en el esfuerzo de presentar grandes espectáculos en espera de que “la masa de individuos” aprendiera normas de urbanidad y buen gusto, desarrollara el lenguaje y moderara sus pasiones (El Museo, 1 de abril de 1849). Una de las primeras novelas históricas escritas en América, Yngermina o la hija de Calamar-Novela histórica o recuerdos de la conquista, es un formidable ejemplo del nuevo género (Pineda, 1997; Cabrera, 2004; Castillo, 2006). Fue escrita en 1844 por el mulato y liberal Juan José Nieto (18041866), nacido en Baranoa, de familia no muy acomodada, pero que logró llegar a ser Gobernador de Cartagena y Presidente. Tuvo como objetivo narrar la historia de amor entre Yngermina, una princesa indígena, y Alonso, hermano del conquistador Pedro de Heredia, aunque su introducción fue ambientada por un estudio etnográfico, Breve noticia de los usos, costumbres y religión del Pueblo de Calamar. Al igual que los textos inmediatamente anteriores a la guerra de Independencia, Nieto exaltó su deuda con la patria
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chica, insuperable tanto por lo que respecta a su paisaje como por los indígenas que la habían ocupado. De todas las comunidades de la región, la de los antiguos calamar era la más numerosa, fuerte y civilizada. El paisaje de Cartagena no podía ser más impresionante: … si en otras partes la risueña naturaleza tiene sus estaciones de gracia y belleza, en Cartagena es siempre portentosa, magnificante. Un cielo tan despejado y hermoso, como la misma luz, que convida a la alegría, donde desaparecen con rapidez los nublados del invierno, formando un horizonte pintoresco y maravilloso, cuyos variados y esplendentes colores vespertinos pueden tomarse por modelo para representar el firmamento (Nieto, 2001, p. 29).
Nieto llamó Patria a lo que antiguamente había sido hogar de los calamareños, pero simultáneamente no renunció a integrar al indígena dentro de los valores europeos. Desde el punto de vista étnico, Yngermina fue descrita como una mujer bella, de “tez casi blanca y sonrosada” desde su aspecto, y como “noble” y “elegante” desde su cultura (Nieto, 2001, p. 60). En ambos sentidos aparecía como una mujer casi europea, aunque esto no salvaba del todo la ambigüedad: por un lado, los gustos de los líderes indígenas se refinaban a medida que conocían a los conquistadores— y “las maneras casi salvajes de sus conciudadanos le parecían inferiores y aún chocantes” (Nieto, 2001, p. 69)—; de igual forma, la Conquista había servido para liberar a los nativos de un cacique “tirano disoluto y desenfrenado, que tenía oprimido a este buen pueblo” (Nieto, 2001, p. 119). Pero, por otro lado, Yngermina dejaba al descubierto la forma como se imponía la civilización; en boca del cacique Catarpa: “Si nacimos bárbaros, déjanos sin una civilización que provee tantos medios poderosos para subyugar al débil, abandona nuestra tierra, esta tierra que llamáis inculta” (Nieto, 2001, p. 94). En Bogotá la novela histórica se manifestó en obras como Anacoana (1865) de Temístocles Avella, El último Rei de los muiscas-novela histórica (1864) de Jesús Rozo, y Los Jigantes de Felipe Pérez (1875). La primera, originalmente publicada en El Conservador, tuvo como escenario las Antillas y se refería a la atracción que el conquistador Ojeda sentía por Anacoana. Al igual que en el caso de Nieto e Yngermina, Avella exageraba las bondades del medio natural y de la sociedad indígena. Con respecto al primero, afirmaba que en él se podía “ver el rostro de Dios” (Avella, 1865, p. 1); con respecto a la sociedad indígena, sostenía que sus costumbres eran semicivilizadas, como las de México y Perú: Anacoana vivía en un gran palacio de madera y las creencias resultaban similares a las de los vasallos de Moctezuma y los incas. La gente era dócil a su cacique, respetaba el derecho y vivía en “una armonía social inalterable”; de hecho, en opinión de Avello, “los conquistados eran más civilizados que los conquistadores” (Avella, 1865, p. 5). Jesús Rozo, abogado de Guatavita, también se concentró en la historia de amor entre Jafiterava, el último zipa, cobardemente asesinado por los españoles, y Bitelma.
Como en el caso de Nieto, ese romance servía de excusa para ofrecer una visión del pasado indígena, de la raza y del medio natural. Rozo pretendía, en efecto, ofrecer una narración que se remontara a la versión nativa de la creación del mundo “tal cual la comprendía este pueblo semi-salvaje i sencillo”, trazando su desarrollo desde las “familias primitivas” hasta los “déspotas que gobernaron el imperio” (Rozo, 1864, p. 5). En vez de describir a Bitelma como una mujer blanca, y por lo tanto bella, como lo había hecho Nieto con Yngermina, Rozo la representó como una mujer hermosa y, por esa misma razón, rara entre su gente: las “facciones de su rostro, todas finas, perfectas, animadas, desdecían el tipo característico de su raza” (Rozo, 1864, p. 47). No obstante, se exaltaba la condición civilizada de los indígenas. La obra elogiaba a Nemequene, presentaba a Jafiterava como un hombre comparable a Licurgo, a la vez que reafirmaba la convicción de que Bolívar había salvado a los indígenas (Rozo, 1864, pp. 7, 22-3). En efecto, se leía que los españoles habían hecho una matanza de muiscas, precisamente donde “se levantó un monumento a la memoria del hombre que espelió a los españoles de la heroica Colombia, i rescató los dominios usurpados” (Rozo, 1864, p. 101). Más importante, aunque consideraba primitivos a los indígenas, éstos podían ofrecer lecciones a los civilizados. El templo de Sogamoso era una “obra portentosa del arte”. Los muiscas—y no sólo ellos sino la generalidad de las tribus indígenas que habitaban el país—fueron comparados con los griegos; en efecto, A los aborígenes del Nuevo Reino se los ha llamado bárbaros y salvajes porque adoraban al sol como único ser al que debían su vida y su felicidad acá abajo, y la dicha de la inmortalidad allá arriba; y a los egipcios, griegos y romanos se los ha tenido por civilizados, porque inventaron sus dioses, los fabricaron con sus manos, les alzaron templos y les compusieron exageradas fábulas (Rozo, 1864, p. 74).
Al igual que Yngermina y Anacoana, El último Rei de los muiscas exaltaba la belleza del medio en el cual se desarrollaba la historia. La tierra muisca producía abundantes frutos, y “la naturaleza parecía toda formada para la dicha del hombre” (Rozo, 1864, p. 8). La Laguna de Guatavita, cercana al lugar de nacimiento del autor, era un “pintoresco lago decorado con todas las galas de la naturaleza” y de “estupenda maravilla, en donde el sol, con todo su brillo y toda su majestad, se dibuja en el líquido espejo desde que brota sus dorados rayos sobre la faz del mundo, hasta que los recoje y oculta”, irresistible belleza que explicaba el carácter sagrado que tenía entre los muiscas (Rozo, 1864, pp. 72-3). Finalmente, es bueno detenerse por unos instantes en Los Jigantes, de Felipe Pérez, en la medida en que presenta la más completa representación del indígena en la novela histórica decimonónica colombiana. Pérez era un liberal radical, abogado de origen humilde, que había servido como diplomático en Perú, Ecuador, Bolivia y Chile. Quizá tal experiencia explique su admiración por el Inca Garcilaso
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de la Vega y por la obra de William Prescott. Esto por no mencionar el referente indígena peruano en algunas de sus obras, como Atahualpa (1856) y Huayna Capac (1856). No obstante, su idea de patria evocaba el pasado del indígena colombiano y no en vano su patria era la “fresca, dulce, rica, hospitalaria tierra de los muiscas” (Revista Literaria, julio 10 de 1890). En Los Jigantes, los protagonistas de Pérez representaban el crisol de razas de la Nueva Granada: Don Juan, hijo de español realista e indígena, su hija Luz, blanca, de rasgos sajones y que no “parecía hija de los Andes ni que tuviera sangre mora i latina”, un príncipe indígena cuyo nombre—Sagipa—era igual al último zipa de la Sabana asesinado por los españoles; sus padres, Flor “en cuyo rostro el pavor de la tiranía española había impreso cierto tinte melancólico” y Chía “muisca anciano y atlético”, amén de líderes de la Independencia como Francisco Miranda, autoridades españolas, e indígenas salvajes de la selva y Llanos Orientales. Incluso estaban presentes los africanos (Anglina y Congo), de “musculatura vigorosa, ardentía en el alma, fiereza en las pasiones”, pero al fin y al cabo “hombres como todos los demás pues tienen la misma inteligencia, las mismas pasiones, el mismo corazón, los mismos sentidos, el mismo cuerpo” (Pérez, 1860). Toda la gama étnica confluía en Los Jigantes, en la gesta de la revolución criolla. Además el destino común de las castas estaba simbolizada por la amistad entre Juan y Sagipa, así como por el mestizaje del primero; al fin y al cabo “los americanos somos todos hijos de Colón, Atahualpa i Motezuma”. No obstante, en el curso de la novela es claro que cada estirpe americana tenía cosas distintas que aportar. Sagipa se describió como “mozo de color moreno, cabellos lasos, abundantes i negros, de ojos grandes llenos de melancolía”, pero en definitiva hermoso “con toda la belleza de las razas primitivas”, un auténtico “Adán indico”. Como nativo, era dueño de El Dorado escondido de los españoles en una cueva, y descrito como “un acervo de brazaletes, cintillos, placas, cascos, ídolos, sapos, ranas, pájaros, tunjos, ánforas, armas, utensilios”, todos de oro macizo, riquezas que el indio decidió aportar a la causa revolucionaria. Don Juan, verdadero caballero, era un entusiasta independentista que aporta el conocimiento ilustrado, el afán de la educación pública, y la necesidad de copiar la Revolución Francesa. El indio, en fin, aportaba su nobleza, mientras hombre blanco contribuía con su convicción política y uso de razón. Desde luego los indígenas, además de buenos y generosos, eran víctimas inocentes de los españoles, a su vez crueles e insaciables. La América anterior a la llegada de los europeos se presenta como salvaje pero tranquila, rica, digna y bella. Los padres de Sagipa, habitantes de un reducto de esa prístina América, el Valle Feliz, representaban el Nuevo Mundo rico, bello y noble, que había permanecido “en muchos puntos inalterable”; en fin, un mundo que no conocía enfermedades, y en el cual la gente moría de vieja. No obstante, Sagipa representa simultáneamente el mundo civilizado y cristiano. Cuando su periplo en apoyo de la causa independentista lo llevó a los Llanos Orientales y a las selvas,
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acompañado de Ruqui, un noble salvaje, Sagipa se enfrentó al indígena más primitivo. El nativo muisca, al fin y al cabo civilizado, encontró que los guahibos eran “libres y dueños de sus acciones”, pero también que vivían temerosos de sus vecinos antropófagos (Pérez, 1860). Sagipa se vio obligado a reconocer que el indígena de la selva era más feliz que quienes vivían en las ciudades; el clima hacía superfluos los vestidos, innecesario el trabajo, desconocida la riqueza, “i la vida se lleva dulce i sosegada como las corrientes en las llanuras”. Pero eso no obstaba para que demostrara su superioridad ante ellos. Sagita, en efecto, debió explicar que no adoraba ni al sol ni a la luna, sino al Dios cristiano, quien pese a haber sido impuesto por el enemigo era el único verdadero. Jigantes, en breve, desglosó dos clases de indígena: el primitivo, en estado de naturaleza, y el civilizado, que en el fondo no parecía representar mucho más que los valores conservadores del Viejo Mundo. Por supuesto, uno y otro implicaban cosas muy diferentes para el criollo. El primero, el indio tradicional, auténtico, aunque bárbaro. El segundo, el pasado perdido, el aborigen ilustrado muerto a manos de la crueldad española; es más: el gran aliado en el proyecto de unión nacional.
El indio bárbaro Aunque la literatura romántica colombiana tenía en el indígena un pasado remoto civilizado, también enfrentó el problema del bárbaro (como lo demuestra el inusitado viaje de Sagipa por los Llanos Orientales). Incluso el mismo Luis Vargas Tejada se refirió a éste en Doraminta, obra escrita en 1829, y en la cual el salvaje fue representado de forma completamente diferente a la del civilizado. No obstante ese salvaje merecía cierta empatía: la tragedia que vivía Tulcanir, su protagonista, príncipe injustamente desposeído por Tindamoro, el Rey de los omeguas del oriente colombiano, fue presentada como si fuese propia, es decir, como si se tratara de un compañero en su “desgraciado amor filial” y en su “larga residencia en una cueva solitaria” (Tejada, 1936, p. 66). De la misma manera que la vida civilizada de los indios muiscas confirmaba la universalidad de los valores de la razón humana, el ejemplo de Tulcanir ratificaba el valor general del lado oscuro de la vida social. Pocos elementos identificaban al salvaje en Doraminta como la apabullante presencia del “bosque sombrío”, en el cual se llevaba a cabo buena parte de la obra (Tejada, 1936, p. 69). El salvaje, por cierto, también está presente en la obra de José Joaquín Borda, Koralia: leyenda de los llanos del Orinoco, que narraba los amores de un conquistador español y una india sáliva (Curcio, 1975, p. 85). Una mayor conciencia de la vida del salvaje, como opuesta a la vida del civilizado, se encuentra en Un asilo en la Goajira, escrita en 1879 por Priscila Herrera, cuñada del presidente Núñez. El relato se refería a la vida en el exilio de una mujer blanca y de su hijo entre los indígenas guajiros, después de que tropas de Santa Marta acabaran con sus propiedades
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en Riohacha. A diferencia de Doraminta, Un asilo asumía el contraste racial y cultural. Desde luego, la presencia de la mujer blanca entre nativos era un tema clásico del Romanticismo europeo, tanto que cuando la mujer no era verdaderamente blanca se presentaba como si lo fuera. En todo caso, Un asilo exaltaba las cualidades de los nativos, no sólo en cuanto al “tipo perfecto de su altiva raza”, o su estampa de “hermosos, bien musculados, de mirada chispeante y maliciosa”, sino también por su temperamento “ingenuo y dulce”, aunque dado a la venganza (Herrera, 1935, p. 163). De hecho, el periplo de la protagonista había consistido en escapar de la civilización, en el cual había encontrado una crueldad similar a la que habían tenido los conquistadores en el siglo XVI pese a su prosperidad económica. Un asilo, era, asimismo, un canto a la provincia local, a una Riohacha pensada como el mejor lugar del mundo, muy diferente a las “aglomeraciones de lindos palacios y hermosos edificios” sin ningún interés, como las que se encontraban en el Viejo Mundo y en los Estados Unidos (Herrera, 1935, p. 183). Desde luego, el criollo venezolano se enfrentaba a una situación más similar a la de Un asilo en la Goajira que a la de muchas de las obras bogotanas que podían acudir al pasado civilizado de los muiscas. En contraste, debía asimilar la ausencia de una sociedad indígena que pudiera servir de referente de civilización. Por supuesto había hilos conductores idénticos: uno de los temas más comunes en Venezuela era también la exuberante naturaleza tropical. Al fin y al cabo, ésta había sido el tema central de las Las silvas americanas de Andrés Bello, obra que refrendaba la visión aristotélica de las franjas climáticas, sin admitir su visión negativa del trópico. Las tierras cercanas a los polos se describieron en Las silvas como “triste patria de infecundos helechos”, mientras Venezuela no cedía a tierra alguna (Bello, 2000, pp. 65-6). Pero el pasado indígena era otra cosa. De hecho, Bello también mencionó el pasado glorioso del indígena como prueba de la grandeza americana, aunque en su caso el referente no se encontraba en las sociedades bárbaras de su tierra, sino afuera, en el Perú, o incluso en Colombia. En efecto, en Las silvas Cundinamarca se representó como provincia dulce, de “nativa inocencia” y de “sustento fácil”, en la cual desde la antigüedad florecía la libertad bajo la tutela de “Huitaca bella, de las aguas diosa”, “Nenqueteba, hijo del sol” que, piadoso, había dado a los muiscas leyes y artes (Arciniegas, 1946, p. 47 y 51). Venezuela se representaba, por lo tanto, como un país en bruto, donde jamás había hollado el suelo la civilización, pero donde pronto lo haría bajo el liderazgo criollo. Inevitablemente el tema del salvaje serviría a su modo para ese propósito. Uno de los personajes que dieron inicio a la tradición romántica en ese país fue Fermín Toro (18071865), funcionario de Hacienda de la Gran Colombia y luego, una vez separada Venezuela, diputado y embajador en España. Impresionado por la pobreza que dejaba el acelerado proceso de industrialización en Gran Bretaña, Toro consideró que la América se escapaba de ese tipo de males
“sin monumentos, sin tradiciones, sin esos antiguos vicios orgánicos que no pueden corregirse sin volcar la sociedad” (Pino, 2003). En efecto, no todo era perfecto en la Europa civilizada y por esa razón los oscuros moradores de la selva americana podían exclamar sin pudor que a las orillas del “Támesis famoso hay más miseria y mayor degradación”. No en vano fue autor de una Oda a la Zona tórrida que, siguiendo la tradición de Bello presentaba su tierra como el “alma del Mundo y un verdadero edén” (Toro, 1979, p. 129), de un Ensayo que tenía como marco de referencia la obra de su compatriota Juan Vicente González (1810-1866), Historia antigua y de la Edad Media, así como de un poema, Hecatonfonía, dedicado al pasado indígena. El Ensayo de Fermín Toro aceptaba el velo de misterio que cubría el pasado, pero en contraste con sus contrapartes colombianas consideraba ese misterio como una base poco firme para la crítica, prefiriendo en cambio estudios más objetivos, menos místicos. En el Ensayo, el problema de origen de las diferentes razas—el “árbol genealógico de la humanidad”—se presentó como una de las cuestiones fundamentales para resolver (Toro, 1979, p. 96). Toro se preguntó si la “ley de las alteraciones físicas” podría dar cuenta de cómo de un mismo tronco pudieran surgir blancos, negros e indios, pequeños lapones y gigantes patagónicos. Se quejó de que las cuestiones antropológicas se resolvieran por la “fe en la revelación”, porque con el misterio que ello encerraba “no se ejercita la crítica, ni se ponen las bases de los conocimientos racionales” (Toro, 1979, 93). Por su parte, la Hecatonfonía se compuso como una obra que denunciaba la brutal conquista española, pero que, en contraste con el Ensayo, regresaba a un pasado indígena rodeado del misterio y la penumbra de los tiempos; un pasado que no era el propio, puesto que la obra se centraba en unas observaciones muy generales sobre América para luego referirse a las antiguas sociedades de México y del Perú. Comenzaba por aceptar que antes de la llegada de los ibéricos había “razas mil”, aunque todas igualmente arrasadas por la brutalidad. Lo que queda de las sociedades indígenas se comparaba con un naufragio: en las playas se encontraban “hacinados despojos/ en las olas flotantes fragmentos”. Sin embargo, precisamente el carácter trágico de la hecatombe servía de inspiración como testimonio de viejas glorias anteriores a la llegada de los españoles (Toro, 1979, p. 134). El contraste con el Ensayo no podía ser más claro: la Hecatonfonía anunciaba que la ciencia buscaba en vano la historia de las ruinas, así como “el enigma de las lenguas ya mudas”; en otras palabras “de tinieblas y errores y dudas/El abismo intentando sondar”, un naufragio olvidado (Toro, 1979, p. 135). El segundo canto de la Hecatonfonía se dedicaba a las Antigüedades americanas, aduciendo que los restos de los pueblo indígenas habían terminado en un vasto cementerio. Los sitios mayas fueron entonces el punto de referencia: Uxmal, cuyos portentos se veían arrumados; Copán, cuyas soledades daban “tremendas lecciones”; y muchos otros lugares que probaban que cada reino era un misterio y cada pueblo una
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ruina, “pensamiento de otra raza/ escrito en mudo vestigio”, prodigio del pasado y amenaza del futuro. Lo único que quedaba realmente era el testimonio artístico. No todo había perecido, puesto que “el arte no va al olvido” (Toro, 1979, p. 135). El formato utilizado por otro venezolano del siglo XIX, José Ramón Yépez, era diferente (1822-1881). Nacido en Maracaibo, sirvió como oficial naval de carrera en el Lago; más tarde fue senador, Secretario del Ministerio de Guerra y autor de dos novelas de tema indígena, Anaida-estudios americanos, escrita en 1860, e Iguaraya, en 1879, ambas dramas de amor, aunque en este caso no entre un europeo y una mujer nativa, sino entre indígenas. El ambiente de las novelas se recreaba en el mundo indígena del Lago Maracaibo. Pese a la frecuente utilización de léxico aborigen que le daba un barniz de autenticidad, los personajes actuaban como sacados de la literatura clásica; en realidad, los dos textos se movían más en el género de la tragedia griega, o en su posterior recreación shakesperiana: Anaida era una hermosa mujer indígena, del “continente airoso, sensible corazón y espíritu melancólico” (Yépez, 1958, p. 1), digna exponente de su raza caribe, la cual se enamoraba de Turupen que, como lo exigía el canon de la tragedia amorosa, terminaba muriendo en sus brazos a manos de otro indígena, Aruao. Aunque los protagonistas se comportaran como personajes clásicos, la obra de Yépez no refrendaba la civilización nativa. De hecho, el texto consignó un cuestionamiento de la barbarie: Triste es ver los canayes indianos en medio del desierto, a la claridad melancólica de la luna. El hombre primitivo en lucha abierta y desigual con la naturaleza poderosa que se despierta o sale a la vida llena de misterios incomprensibles, es en verdad un ser bien infeliz (Yépez, 1958, p. 36).
En la imaginación del autor, el indígena era comparable a la naturaleza en la que habitaba. Yépez afirmaba haber conocido las riveras del Orinoco, “al largo (sic) de los fangales y anegadizos que forman sus crecientes periódicas, la tribu de los Guaraunos, de piel amarilla… que nace, vive y muere, como las serpientes, sobre sus troncos gigantes”. En fin, ¿Quién no se espanta al contemplar tal existen cual, que sólo tiene de humano el dolor bajo sus faces, con todo el lúgubre séquito del hambre, la desnudez la intemperie y el desamparo? (Yépez, 1958, p. 17).
Y para no dejar dudas, Lo que se dice del estado inculto y agreste de una tribu cualquiera de la América meridional, se puede aplicar a todas, teniendo en cuenta la diferencia de localidad en que la tribu haya plantado sus caneyes… / Los indígenas del Lago Coquivacoa, al tiempo que se refieren nuestros estudios, estaban un tanto más adelantados que los del Orinoco; pero la misma incuria, la misma pereza: el error y la ignorancia tenía allí sus templos (Yépez, 1958, p. 35).
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Iguaraya, por su parte, se refería a los jiraharas, cuya mayor gloria eran sus “vírgenes de negros ojos, cuya belleza, de madres a hijas, se canta siempre en los areitos nocturnos” (Yépez, 1958: 63). Su protagonista, que le daba el nombre a la obra, había sido condenada por los mohanes a la soledad a menos que algún guerrero pretendiente lograra clavar una flecha en el cielo. Esta imagen del imposible que escapa a cualquier razonamiento lógico se erigía como una excusa para criticar la ignorancia, pero también el abuso de poder y la malicia de los indios. En efecto, el ardid de los mohanes era una fabricación que todo el mundo creyó, excepto el padre de Iguaraya, Paipa, “como todo el que hace intervenir la religión para someter a la multitud, como todos los hipócritas, como todos los tiranos” (Yépez, 1958: 64). Finalmente, Taica, un valiente guerrero, aceptó el desafío y su flecha se clavó en las arenas del lecho marino, donde se veía reflejada en el “espléndido cielo de los trópicos” como si estuviera clavada en él. Paipa, descubierta su impostura, se suicidó, pero eso no representó un final feliz para Iguaraya, quien perdió por siempre la razón (Yépez, 1958, p. 82).
Notas finales La literatura romántica de tema indígena en Colombia y Venezuela presenta formatos comunes. Todos los textos procuran despertar la simpatía del lector en relación con valores fundamentales: la armonía social por encima de las diferencias, el amor, y los lazos familiares. No obstante, existen diferencias importantes. En estas notas se resumen algunos temas, comunes es cierto, pero que sufrieron un tratamiento diferente y que rompen con la tradición neoclásica de la época de la Independencia, la cual había tratado de pasar por alto, con relativo éxito, la diferencia entre el referente indígena civilizado y el salvaje. Primero, el problema genealógico. La literatura romántica tiene, por lo general, un discurso en el cual los antecedentes de la nación se tratan de hundir en el pasado remoto. No obstante, las obras analizadas producen una ruptura gradual con la imagen de continuidad en la que se basaban las proclamas independentistas de las causas indígenas y criollas. La imagen de unión entre los unos y los otros hermanados no se desgarra del todo, como lo demuestra el caso de Juan y Sagipa en Los Jigantes, o incluso Yngermina, obras en las cuales el referente de patria corresponde imaginativamente a la provincia nativa. No obstante, aparecen elementos que comienzan a mostrar que la conquista española había implicado la quiebra definitiva del pasado indígena o, aún, como en el caso del Ensayo de Fermín Toro, se llega a sugerir que las sociedades indígenas habían naufragado antes de la llegada del español. En todo caso, la idea de que el pasado contribuía a la genealogía nacional es más fuerte en las obras en las cuales se destaca el carácter civilizado de los indígenas (es el caso de Los Jigantes y de Yngermina). Así, el sentido trágico de la novela colombiana se basa con frecuencia en la nostalgia por un pasado perdido. Semejante actitud ante el pasado salvaje
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es menos evidente: entonces se admitía su pérdida, pero se reafirmaba la condición de progreso. Segundo, e implícito en lo anterior, la literatura decimonónica insiste cada vez con mayor énfasis en diferenciar al indígena civilizado del bárbaro. Las proclamas independentistas habían intentado borrar las diferencias entre unos y otros, pero en Los Jigantes, Sagipa y Ruqui, la diferencia resurge. En algunos casos, incluso, el contraste entre indios civilizados y salvajes se traslada a la naturaleza. En efecto, pese a las genéricas exclamaciones de orgullo por la naturaleza tropical, en la literatura con referente indígena civilizado la naturaleza se presenta de modo más amable. Tanto en Yngermina como en El último Rei de los muiscas y Anacoana, la naturaleza no tiene par. En cambio, en Anaida, el ambiente es inculto y hostil, lo mismo que en Doraminta, la cual se desarrolla en un bosque sombrío. Se debe, sin embargo, hacer excepción de Un asilo, obra en la cual Riohacha se describe como el mejor lugar del mundo. Tercero, la literatura romántica instaura la crítica a la civilización y al progreso defendidos por la Ilustración. No obstante, la crítica a la civilización es en el fondo una objeción al progreso. En Sugamuxi, la actitud racional del líder espiritual al rechazar el sacrificio lo convierte en cómplice de la Conquista. Incluso en Los Jigantes, la vida selvática comienza a idealizarse como ejemplo de la vida sencilla y tranquila del indio. En la literatura referente a los muiscas se insiste en el éxito de sus instituciones sociales y políticas, aunque no faltan las críticas al despotismo de sus líderes, como se puede leer en El último Rei de los muiscas y en Yngermina. Sin embargo, en la literatura sobre el salvaje la crítica al despotismo es más directa, como sucede en Iguaraya. Vale la pena aclarar, por supuesto, que es necesario reconocer la existencia de cierta ambigüedad con respecto a la idea de civilización. Por lo general, la literatura en la cual el referente era el indio civilizado se enorgullecía de los monumentos antiguos, como es el caso de Sugamuxi o, incluso, de Anacoana. Por otra parte, la literatura que se basaba en el referente salvaje prefería desdeñar su importancia, como lo hacen Un asilo y El Ensayo, los que no obstante la crítica que hacen de la sociedad salvaje se enorgullecen de la ausencia de monumentos inútiles. Cuarto, se registra un quiebre entre el indio del pasado y el del presente. En efecto, las obras de Vargas Tejada, así como el contraste entre José y Pedro Fernández Madrid, muestran cómo comienza a fortalecerse el contraste entre las grandes civilizaciones que habían encontrado los españoles (cuando esa imagen era posible) y la situación de barbarie del indígena sobreviviente. Aquí la diferencia entre la civilización y la barbarie no da cabida a la idealización de la segunda, excepto como remembranza de lo perdido. El nativo civilizado (azteca, inca o muisca) es admirado con legítimo orgullo nacional, pero el indígena mosquito está condenado a ser absorbido por la civilización también como cuestión de orgullo patrio. Esa frontera es completamente borrosa en Venezuela, donde el pasado y el presente indígena se
consideran igualmente desposeídos de vida civilizada. Por último, comienzan a aparecer los primeros indicios de ideal racial, que habían desaparecido bajo la retórica de la Independencia, pero que a lo largo del siglo XIX adquirirían nueva relevancia. Prueba de ello se encuentra en el ideal de belleza femenina en Yngermina y en El último Rei de los muiscas. En la primera, la protagonista era bella, por blanca; en la segunda, hermosa en su fenotipo indígena y, por lo tanto, rara entre su propia gente. Tanto entre los indígenas civilizados como entre los salvajes se destaca la belleza. Pero entre los indígenas salvajes se introducía, además, la admiración por el fuerte físico del hombre de la selva o el desierto, particularmente en Anaida y Un asilo. Para resumir, sin duda las literaturas románticas de Colombia y Venezuela compartieron algunos ideales. Ambas respondieron a la necesidad de crear una imagen de nación por encima de las diferencias, al tiempo que pretendían proyectar valores morales que apuntaban, en últimas, a convertirse en la base moral nacional. No obstante, el tratamiento dado al pasado indígena permite resaltar algunas diferencias, que jugaron un papel importante en la imagen que Colombia y Venezuela construyeron sobre sí mismas y sobre su pasado. El referente indígena fue importante en ambos casos, pero la diferencia entre el indio civilizado y el salvaje determinó distancias importantes a la hora de interpretar los antecedentes de la historia nacional. En el futuro sería deseable profundizar en algunas posibles implicaciones de la diferencia entre el referente del indio civilizado y el del salvaje. Por lo pronto, ¿se podría proponer que esa diferencia se remonta, en últimas, a la distancia insalvable entre el indio civilizado y la evocación de pasado, y la del indio salvaje y la necesidad de progreso? Queda abierta la cuestión.
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Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 58-72.
ENTRE LA GUERRA DE CASTAS Y LA LADINIZACIÓN. LA IMAGEN DEL INDÍGENA EN LA CENTROAMÉRICA LIBERAL, 1870-1944* Fecha de recepción: 10 de junio de 2006 • Fecha de aceptación: 15 de enero de 2007
David Díaz Arias** Resumen Este estudio analiza las representaciones que los políticos, la prensa y los intelectuales formularon sobre los indígenas en Centroamérica durante la llamada “época liberal” (1870-1944), ya que las imágenes expuestas sobre los aborígenes tendieron a exponerlos como bárbaros, rebeldes y vulnerables a la manipulación y, por tanto, auspiciadores de lo que se llamó “guerra de castas”. Partiendo de esas representaciones, las elites liberales centroamericanas siguieron tres caminos, a saber: negar la herencia indígena y representar a sus comunidades políticas como esencialmente “blancas” (Costa Rica); integrar a esas comunidades a la fuerza dentro de los proyectos de Nación que se impulsaban a partir de su aculturación, el abandono de sus costumbres y la pérdida de sus identidades (El Salvador, Nicaragua y Honduras); o bien continuar con el modelo colonial de exclusión (Guatemala).
Palabras clave: Representaciones del indígena, Centroamérica, comunidades imaginadas, políticas culturales.
BETWEEN CASTE WAR AND MESTIZAJE: IMAGES OF INDIGENOUS PEOPLE IN LIBERAL CENTRAL AMERICA, 1870-1944 Abstract This article analyzes how politicians, newspapers, and intellectuals represented indigenous people of Central America during the so-called Liberal Era (1870-1944). They portrayed “Indians” as barbarous, rebellious, manipulable and, therefore, a driving force behind the caste wars of Central America. Based on these images, Central American liberal elites confronted the “Indian problem” in three different ways: hiding their indigenous heritage by labeling their imagined communities as “white” (Costa Rica); integrating Indian communities within the new nation-states but rejecting their cultures, traditions, and identities (El Salvador, Nicaragua, and Honduras); and finally by continuing with the colonial model of exclusion (Guatemala).
Keywords: Representations of indigenous people, Central America, imagined communities, cultural policies.
ENTRE A GUERRA DE CASTAS E A LADINIZAÇÃO, A IMAGEM DO INDÍGENA NA AMÉRICA CENTRAL LIBERAL, 1870-1944/ Resumo Este artigo analisa as representações que os políticos, a imprensa e os intelectuais formularam sobre os indígenas na América Central durante a chamada “época liberal” (1870-1944), já que as imagens expostas sobre os aborígines tenderam a expô-los como bárbaros, rebeldes e vulneráveis à manipulação e, por isso, promotores do que se chamou “guerra de castas”. Fundamentadas nestas representações, as elites liberais da América Central, seguiram três caminhos: negaram a herança indígena e representaram as suas comunidades políticas como essencialmente “brancas” (Costa Rica); integraram essas comunidades, pelo uso da força, dentro dos projetos de Nação que se impulsionavam a partir da sua aculturação, o abandono de seus costumes e a perda de suas identidades (El Salvador, Nicarágua e Honduras); ou continuaram com o modelo de exclusão colonial (Guatemala).
Palavras-chave: Representações do indígena, América Central, comunidades imaginadas, políticas culturais. *
Quiero agradecer a Jeffrey L. Gould y a Kathleen Myers de Indiana University, a Ronald Soto Quirós de la Université Michel de Montaigne, Bordeaux III (Francia), así como a los evaluadores anónimos de la Revista de Estudios Sociales por sus valiosos comentarios y críticas a este texto. Estoy también en deuda con Justin Wolfe (Tulane University) por facilitarme dos trabajos suyos que se encuentran en proceso de publicación y con Lina Mendoza Lanzetta (Universidad de los Andes) por su amabilidad y buenos deseos. Obviamente, los errores y omisiones son de responsabilidad exclusiva del autor de este texto. ** Magister Scientiae en Historia de la Universidad de Costa Rica (UCR); actual estudiante del Doctorado en Historia de Indiana University (Bloomington, Indiana, Estados Unidos). Profesor en las Escuelas de Historia y Estudios Generales e investigador del Centro de Investigaciones Históricas de América Central de la UCR. Su última publicación se titula: Historia del 11 de Abril. Juan Santamaría entre el pasado y el presente, 1915-2006. San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2006. Correo electrónico: ddiazari@indiana.edu.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196 . ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 58-72. Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal, 1870-1944 / Between Caste War and Mestizaje: Images of Indigenous People in Liberal Central America, 1870-1944 / Entre a guerra de castas e a ladinização, a imagem do indígena na América Central liberal, 1870-1944
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n este trabajo analizo las rutas de representación del indígena que fueron seguidas por las elites políticas e intelectuales centroamericanas durante el periodo 18701944, así como la forma en que dichas representaciones impactaron la visualización y las políticas de los estados centroamericanos nacientes a lo que posteriormente será llamado “el problema indígena”. El objetivo principal es determinar la forma en que las naciones centroamericanas fueron imaginadas en su construcción además de determinar el papel asignado a los indígenas de la región dentro de esas comunidades imaginadas. Entre 1870 y 1944, las naciones centroamericanas sentaron las bases de representación del indígena apoyándose tanto en las percepciones de este último heredadas del pasado colonial, como en las ideas de raza construidas por la Ilustración y el Romanticismo europeos en los siglos XVIII y XIX. Partiendo de eso, las representaciones del indígena fueron homogéneas dentro de las elites políticas e intelectuales de la región, al concebirlo como bárbaro, rebelde y vulnerable a la manipulación. La diferencia radicó en la forma como reaccionaron frente a lo que se debía hacer después de esta representación: ¿Era necesario integrar al indígena al proyecto nacional, obligándolo a dejar sus comunidades, sus lenguas, y sus costumbres? O ¿se debía perseguir y exterminar a esa comunidad para poblar sus tierras con etnias “blancas”? ¿Qué elegir?: ¿La guerra de castas o la ladinización? Mi idea es que los países centroamericanos tomaron ambos caminos a la vez y que sus resultados variaron dependiendo del éxito de la integración o ladinización de esas comunidades indígenas a sus discursos nacionales. Con el fin de exponer más claramente las diferencias en esos proyectos, el trabajo se encuentra dividido en tres partes. En cada una de ellas analizo las representaciones que tuvo el indígena en los países centroamericanos, durante un periodo de tiempo marcado por el ascenso de los llamados “políticos liberales” (alrededor de 1870) y por el cambio que se produjo de forma general en la estructura política de los países de la región durante la década de 1940. He seleccionado este periodo partiendo de la base de que fueron los políticos liberales centroamericanos los que, al final de cuentas, se manifestaron más claramente con respecto a las políticas estatales hacia las poblaciones indígenas, debido a las transformaciones que querían desarrollar en sus países con el fin de integrarlos a la economía mundial (Palmer, 1990). Así, primero analizo el caso costarricense y la forma en que, con la idea de una “raza homogénea”, se construyó una imagen del indígena como una cultura y una sociedad desaparecidas en la época colonial y sin ninguna conexión con la actual sociedad costarricense. En la segunda parte estudio los casos nicaragüense, hondureño y salvadoreño, al igual que
el intento en esos Estados de construir la imagen de una población mestiza (indohispana). Finalmente, investigo la forma en que el indígena guatemalteco fue marginado del proyecto nacional y la división étnica que tal exclusión supuso. Mi marco de interpretación teórica proviene, por un lado, de la ya conocida idea de comunidad imaginada (Anderson, 1991), en el sentido de entender estas representaciones del indígena en Centroamérica dentro de los proyectos amplios de invención de culturas nacionales, pero sin dejar de prestar atención a la complicación que dicha teoría tiene en el caso de los proyectos de Estado posteriores al dominio colonial español en Latinoamérica. Al respecto, las críticas y la discusión que en los últimos años ha suscitado entre los historiadores de América Latina el libro de Benedict Anderson, han llevado a mirar con reservas la forma en que se produce la invención nacional en esta región, a reconceptualizar el papel de sus clases populares y a proponer una visión más problemática que la de Anderson acerca de la construcción nacional en la región (Florescano, 1999; Lomnitz, 2001; Rowe y Schelling, 1995; y CastroKlarén y Chaspeen, 2003). Por otro lado, siguiendo las ideas de Mary Louise Pratt (1992), es posible advertir que en el juego de representación del indígena en la Centroamérica liberal, los políticos e intelectuales—incluso los más radicales— han pretendido llevar adelante una especie de “anticonquista” que en su discurso “liberaba” a los indígenas del pasado colonial, pero sólo para insertarlos dentro de un modelo de dominación distinto en su forma, pero similar en su contenido. Las concepciones de mestizaje y ladinización que se utilizarán en este texto también necesitan una aclaración inicial, debido a la multiplicidad de elementos a los que pueden aludir2. Algunos investigadores latinoamericanos y latinoamericanistas han considerado el uso del concepto mestizo como una construcción meramente teórica. Quienes así lo han hecho, han advertido que el mestizaje es básicamente una ideología construida a finales del siglo XIX con la intención de suprimir o silenciar las distintas voces étnicas que se presentaban en Latinoamérica al final de la época colonial (Miller, 2004 y Andrew, 1996). La versión más conocida de esa idea le pertenece a Ronald Stutzman, quien considera al mestizaje como “una ideología inclusiva de exclusión”, es decir, un sistema de ideas que parece incluir a todos como potenciales mestizos, pero que en realidad excluye a los indígenas y a los afrodescendientes (Stutzman, 1981). Hilando más fino, Florencia Mallon ha indicado que el mestizaje parece tener dos caras. Por un lado, como una fuerza liberadora que rompe con categorías coloniales 2
Un seguimiento historiográfico de los conceptos de mestizo y ladino en Centroamérica desde el periodo colonial hasta la época liberal se realiza en un trabajo de mi colega Ronald Soto (2006). En esta parte teórica reproduzco algunas de las ideas básicas planteadas por Soto en su texto, las cuales aparecerán ampliadas en un trabajo de Soto y Díaz de próxima publicación.
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y neocoloniales de etnicidad, el mestizaje cuestiona la autenticidad y rechaza la necesidad de pertenecer a ellas. Por otro, también emerge como un discurso oficial ligado a la formación de las naciones y a un llamado a la autenticidad, que niega las formas coloniales, la jerarquía racial y étnica y la opresión, a través de la creación de un sujeto intermediario llamado “ciudadano.” Dicho concepto, empero, es construido implícitamente en contra de un “otro”; generalmente el indígena periférico, marginado y deshumanizado que a menudo “desaparece” en el proceso de construcción del discurso del mestizaje (Mallon, 1996). La discusión sobre una conceptualización del mestizaje, que obviamente no acaba en lo propuesto por Mallon, se vuelve aún más problemática cuando se le adjunta la discusión del término “ladinización.” Es probable que dicho concepto haya entrado en el vocabulario de las ciencias sociales como consecuencia del trabajo que realizaron antropólogos estadounidenses en las décadas de 1930 y 1940 (Adams, 1994). En ese sentido el concepto no se limita a ser solamente una creación histórica, sino que también su conceptualización tiene su propia historicidad. Así, Ligia Bolaños, Yamileth González y María Pérez consideran que existe una heterogeneidad en la manera en que históricamente se puede definir a los ladinos. Según estas autoras, los “ladinos son, en momentos diferentes, los mestizos, los mulatos, los zambos, pero también los negros o indios ‘europeizados’ y los españoles pobres” (Bolaños, González, y Pérez, 1992). Además, agregan que el ladino “representa de una u otra forma un intermediario, un punto de convergencia, un cruce (de caminos, de etnias, de funciones, de culturas)” (Bolaños, González, y Pérez, 1992). Por eso, muchas veces los términos “mestizo” y “ladino” son vistos como sinónimos (Cadena, 2000). Por ejemplo, algunos investigadores costarricenses afirman que durante la época colonial se designó como “ladinos” a los indígenas que hablaban español, y que luego “el término se usó para designar a individuos de origen indio que perdían todo nexo con sus comunidades y, por lo tanto, no eran culturalmente hablando, indígenas. La ladinización favoreció el mestizaje” (Fonseca, Alvarenga y Solórzano, 2003, p. 417). Aunque generalmente se ha indicado que el término “ladino” hacía referencia al individuo que podía hablar con fluidez el castellano, y “bozal” a aquéllos sin conocimientos del español, según Loshe (2005, pp. 248-249) en Costa Rica ambas palabras aludían tanto a los indígenas como a los africanos. Darío Euraque (1998) indica además que durante la Colonia, “ladino” incluía una heterogénea gama de mestizos o gentes mezcladas pero que en principio la Corona utilizaba el concepto para denominar a los súbditos que manejaban los rudimentos de la lengua oficial. El término, en su uso original, no involucraba elementos raciales ni religiosos; empero, en América adquirió el significado de los grupos hispanohablantes que no eran ni blancos ni indígenas, incluyendo varias posibilidades como negro ladino, mulato ladino y otros mestizos. Jeffrey Gould (1998 y 1996) ha señalado que al final del período colonial en
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Centroamérica el término “ladino” tuvo varios significados: se utilizó para designar a los indígenas que habían adoptado la lengua, el vestido y las costumbres españolas. Según Gould, a mediados del siglo XVIII “ladino” no se refería exclusivamente a los indígenas “hispanizados” sino más bien era un término utilizado para referirse a todas las castas intermediarias entre el español y el nativo, incluidos los mestizos, mulatos e, incluso, indígenas. Finalmente, en las regiones de gran población indígena, como Matagalpa (Nicaragua), “ladino” era un término utilizado en certificados de bautismo como sinónimo de todos los no-indígenas. También vale la pena aclarar la concepción de los políticos liberales en Centroamérica durante el periodo 18701944, lapso de tiempo que enmarca el presente texto. Dicho periodo tiene asidero fundamental en los diferentes tipos de revolución que se llevaron a cabo durante la década de 1870 en todos los países centroamericanos, excepto Nicaragua, y que llevaron al poder a políticos, militares e intelectuales cuyas ideas de progreso estaban enmarcadas en la privatización de la tierra, en la redacción de una legislación agraria, en la construcción de vías de comunicación y en el abrazo de aquello que proviniera de la “cultura europea” (Taracena, 1994). Empero, estas políticas fueron implementadas de manera distinta en los países centroamericanos debido a una multiplicidad de factores, entre los que sobresalen las formas de tenencia de la tierra, las dimensiones de la explotación de la mano de obra, el papel del capital extranjero, y las formas de integración política (Mahoney, 2001). Sin embargo, el objetivo era el mismo: la pretensión de superar el periodo colonial y construir Estados-Nación. Las representaciones del indígena, como trataré de probar, estuvieron en el centro de estas políticas.
La raza homogénea En septiembre de 1871, en un artículo publicado en el diario costarricense La Gaceta con el fin de celebrar la fiesta de la Independencia, se afirmaba que la particularidad del desarrollo histórico de Costa Rica frente a América Latina radicaba en La homogeneidad de la raza que constituyó desde el principio la población costarricense. Esta homogeneidad entraña un elemento concorde, que tiene una alta importancia en la vocación de los pueblos a altos destinos... En casi todas las comarcas de HispanoAmérica hallareis los mismos hechos producidos por idéntica causa. Allí, además del promiscuo elemento latino, se han combinado el indígena i el africano, fomentando así el antagonismo de las clases sociales, i la confusión i la guerra en unas partes i el despotismo mas humillante sobre las razas débiles en otras... ... Otra de las causas de que en nuestro país el progreso haya sido relativamente mas rápido en los cortos años corridos desde su independencia es: que Costa Rica no heredó el cancro de la esclavitud de los africanos, pues que el pequeño número de esclavos que poseía al independizarse bien pronto los declaró libres, sin el
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peligro i sin las funestas consecuencias que esta justa i humanitaria declaratoria ha corrido en las naciones americanas que poseían un gran número de siervos, i que hicieron pesar mas tiempo sobre ellos su ominoso yugo. La esclavitud aquí no pudo ser pues ni un elemento de confusión ni un germen de la guerra de castas. Lo escaso i débil de las relaciones de Costa Rica con la madre patria durante el coloniaje, también fue origen del espíritu pacífico i fraternal de los costarricenses. En todas las colonias en que los españoles formaban una clase numerosa de la sociedad se establecieron dos esferas sociales muy separadas por el medianil de ese respeto supersticioso que los americanos tenían a los europeos i del desdeñoso i necio orgullo con que estos miraban i trataban a aquellos. Esta separación de clases por ese motivo ha sido en casi todos nuestros países el origen de las divisiones sociales en oligarcas i demócratas, en nobles i plebeyos, que han acabado donde quiera en sangrientas guerras de carácter político que por desgracia durarán algunos años. Preparados pues á la libertad porque casi no conocieron la esclavitud; creados en la igualdad como extraños á nobiliarias preocupaciones, i á la fraternidad por la homogeneidad de la raza i uniformidad de las costumbres poseían i practicaban aun antes de conocerlas, las tres verdades políticas de LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD, que constituyen al fundamento del derecho publico americano (La Gaceta, 16-9-1871, pp. 3-4).
El texto anterior puede ser considerado el resultado de la construcción de imágenes que sobre su comunidad política había venido realizando la elite político-económica costarricense desde la década de 1820 (Díaz, 2002). Dichas imágenes de autorepresentación maduraron en el seno de esa elite y en la prensa costarricense durante las décadas de 1840, 1850 y 1870, generando un consenso sobre cómo debía interpretarse el desarrollo político posterior a la Independencia (1821) y la particularidad de Costa Rica frente a los demás países de América Latina. Su autoimagen, generada en la comparación con los demás estados centroamericanos, les permitió a las elites en esos años formular etiquetas identitarias de su población que, alentadas en parte por cierta realidad (como la paz vivida en el país entre 1824 y 1835 en comparación con la guerra civil de los otros países del Istmo) y por la imaginación, se expresó en una visión de la Costa Rica colonial como una sociedad sin castas ni divisiones sociales, sin poblaciones indígenas, casi desprovista de esclavos y sin nobleza (ni pretensiones sociales de alcanzarla), igualitaria y con costumbres uniformes (Acuña, 2002 y Díaz, 2005). ¿A qué se debía que, dejando a un lado la realidad histórica3, las clases dirigentes costarricenses enarbolaran una imagen tal de su heterogénea comunidad política? El poder político, a un año de la llegada de un nuevo grupo 3
Las investigaciones sobre la época colonial costarricense han demostrado que tales imágenes de igualdad o de ausencia de divisiones sociales son sólo parte de un proyecto de invención de un pasado glorioso y no realidades históricas. Ver: Fonseca, 1983; Gudmunson, 1993; Molina, 1988 y Molina, 1991.
al poder (por efecto de un golpe de Estado), no lograba su estabilidad y por eso intentaba apelar a la unidad entre la población con este discurso de identidad. Así, en octubre de 1870, el recién instaurado presidente provisorio, Tomás Guardia, había clausurado la Asamblea Constituyente para un mes después enfrentarse a una rebelión engendrada en el gabinete. Asimismo, en mayo de 1871 liquidó un intento conspirativo en contra de su gobierno, el que desarticuló rápidamente alegando para ello “la tranquilidad pública” (Obregón, 1981, pp. 164-168). El 12 de agosto de ese mismo año convocó a elecciones con la intención de que se formara una nueva Asamblea Constituyente, que debía instaurarse el 15 de octubre. Es por eso que resulta enormemente significativo y comprensivo que, en 1871 un editorial (en principio dedicado a la celebración del día de la Independencia) se refiriera a ciertos “valores identitarios” de la sociedad costarricense, e intentara por medio de ellos conjurar una cierta estabilidad sociopolítica. Así, este nuevo grupo político de raigambre liberal (Salazar, 1998) se abocaba la legitimación de su proyecto político con un discurso cuya base conceptual le otorgaba una identidad a sus aspiraciones económicas y estatales y tendía a la vez una manta homogénea sobre la heterogénea etnicidad que se advertía en su población. Pero el asunto no acababa allí. Como se ve claramente, dicho editorial niega que los indígenas siquiera fuesen sujetos de ese territorio llamado Costa Rica; para este editorialista, los indígenas en Costa Rica simplemente no existían. Así, gracias también a la propaganda que en ese sentido hicieron varios viajeros europeos que pasaron por el país entre 1821 y 1850, a la par de la imagen de pacíficos por naturaleza y de una sociedad sin divisiones y llamada al progreso, creció la de la representación de la sociedad costarricense como “homogénea de raza” que, en las décadas de 1850 y 1860, se comenzó a transformar en la representación de los costarricenses como blancos (Acuña, 2002, pp. 211-217). A partir de 1870, y con las ideas racistas del darwinismo social de la segunda mitad del siglo XIX (Palmer, 1996; Putnam, 1999), los políticos e intelectuales costarricenses insistieron en identificar a su población como blanca y homogénea. Ya en 1866, por ejemplo, en el Compendio de Geografía, un texto hecho para la escuelas primarias del país, se aseguraba que en Costa Rica la población ascendía a “120,875 habitantes, de los cuales, exceptuando una parte insignificante de raza indígena ó mezclada, casi todos son blancos y forman una población homogénea, laboriosa y activa; siendo quizá la única república hispano-americana que goza de esta indisputable ventaja” (Soto, 1998, p. 37). No obstante no será sino hasta la década de 1880 cuando la noción de raza blanca se consolide claramente como discurso nacional y se exponga a través de textos escolares. Esto hizo que la población indígena del país fuera primero considerada mínima —como en la cita anterior—y luego fuera desaparecida por completo (Quesada, 1993, pp. 115-116). Joaquín Bernardo Calvo, uno de los primeros historiadores costarricenses y cercano al grupo dirigente,
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aseguró con entereza en sus Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos de la República de Costa Rica de 1887 que, En Costa Rica, si bien existe la raza primitiva, su número es exiguo y está completamente separada de la población civilizada. Esta es blanca, homogénea, sana y robusta, y une a estas buenas condiciones físicas las que son de un valor más estimable: su laboriosidad y afán por su cultura y prosperidad, su espíritu de orden y amor al trabajo y su denuedo y arrojo, cuando se trata de la defensa de la Nación. La moralidad del pueblo y su respeto a la autoridad es notoria... (Calvo, 1887, p. 34).
Desaparecer por completo la imagen del indígena en Costa Rica era difícil porque había indicios de su existencia en la época pre-colonial, colonial y republicana, así que la táctica de los intelectuales fue ubicarla temporalmente en el pasado; mientras que los indígenas vivos (alrededor de 3,000 en 1900; es decir un 0.97% de la población total) eran vistos como ajenos a la Nación, sin conexión con ella y en vías de extinción. Por otro lado, como se admira en la afirmación de Calvo, éstos son considerados como una “raza primitiva” que parece ser lo contrario a aquello que se construye como civilización. En ese juego, la oposición bueno vs. malo es notoria. Así, la población costarricense es descrita como no indígena y además como blanca, sana, robusta, laboriosa, con amor por el orden y el trabajo y como un pueblo respetuoso de la moralidad y de la autoridad (Díaz, 2003). Es interesante incluso que la representación del indígena, a pesar de encontrarse fuera de este círculo considerado como “lo nacional”, sí fue incluida en cierto momento dentro de él pero con la intención, nuevamente, de señalar la diferencia entre Costa Rica y Centroamérica. Tal cosa ocurrió en 1882 cuando, por efecto de las “expediciones” del Obispo de Costa Rica Bernardo Augusto Thiel a las comunidades indígenas Guatuso-Malecus del norte de Costa Rica (en la frontera entre este país y Nicaragua)—organizadas en parte con fines espirituales y etnográficos—éste escribió varias cartas que fueron publicadas en los periódicos de la capital costarricense relatando su viaje por esas comunidades. Lo más importante es que Thiel también detalló la explotación laboral y la masacre de esos indígenas realizada por parte de huleros nicaragüenses, en proporciones que alcanzaban el exterminio. Tales cartas permitieron al discurso oficial costarricense crear una imagen malvada de los nicaragüenses, que se oponía a la del costarricense como “bueno”. Esto era importante para la identidad que estaban construyendo los liberales costarricenses puesto que una de las bases de esa comunidad imaginada residía en oponer Costa Rica a Nicaragua (Sandoval, 1999, pp. 107-125). Por eso, esta situación favoreció la disposición de los grupos de poder del país (particularmente la Iglesia), a visualizar a estos indígenas como “proto-costarricenses”, “nuestros hermanos perdidos,” “hijos de Dios y además costarricenses” y “nuevos hijos dados a la Nación que
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contribuirán con sus manos a explotar las tierras que eran, en alguna forma, extranjeras a la misma Nación” (Edelman, 1998, p. 375). Empero, a pesar de este acercamiento entre el discurso nacional costarricense y las comunidades nativas, la representación del indígena continuó siendo ubicada en el pasado anterior a la Conquista, algo que quedó muy claro en las exposiciones que al final del siglo XIX desarrolló el Museo Nacional de Costa Rica en donde se presentaba un desarrollo histórico de Costa Rica que enfatizaba los objetos indígenas como precolombinos y como rastros de poblaciones que habían desaparecido durante la época colonial (Viales, 1995). Junto a este intento de negar la existencia del indígena, los políticos e intelectuales liberales costarricenses se encargaron de borrar a los afrodescendientes de la historia del país. Aunque existen pruebas claras de la importante presencia de población negra y mulata durante toda la época colonial (Loshe, 2005; Cáceres, 2000) y de que aún en la primera mitad del siglo XIX entre el 10 y el 20 por ciento de la población del Valle Central costarricense era afroamericana, descendiente de mulatos, pardos y negros esclavos, los liberales negaron completamente esa herencia al conceptuar a la población costarricense como estrictamente blanca (Gudmundson, 1986). En ese sentido, los negros, que en 1871 todavía eran recordados dentro del discurso que abre esta sección, ni siquiera tuvieron la posibilidad de ser reconocidos como parte del pasado de la Nación cuando después de 1880 los liberales costarricenses se empeñaron en blanquear su población. En ese sentido, sería el presidente liberal costarricense Cleto González Víquez quien llevaría a su máxima expresión el discurso sobre la “raza homogénea”, al señalar al Congreso de Costa Rica en 1908 que en lugar de fomentar la inmigración de extranjeros para colonizar áreas vacías, se debía propiciar la “auto-inmigración”, es decir, “llevar al máximo la producción y la reproducción nacional por medio de una baja en la tasa de mortalidad infantil y la implementación de medidas moral y biológicamente sanitarias en toda la República” (Palmer, 1995). Ya que se temía que la supuesta imagen de homogeneidad se alterara con la llegada de inmigrantes, lo mejor, según González Víquez, era robustecer la población nacional y hacerla crecer. En las décadas de 1910 y 1920 esta idea tendría un eco importante en los obreros y artesanos costarricenses quienes se opondrían a la inmigración que, desde su perspectiva, les producía competencia en sus puestos de trabajo (Acuña, 1994, p. 156). Una de las mejores expresiones de la idea costarricense sobre su comunidad política la expuso Dana Gardner Munro, un joven investigador norteamericano que escribió cerca de 1918 su tesis doctoral sobre del desarrollo político y económico de Centroamérica. Así, en el apartado que incluye sobre Costa Rica, Munro señala que El desarrollo político de esta comunidad compacta de campesinos blancos ha sido necesariamente muy diferente al de los países
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vecinos, donde una pequeña clase alta de ascendencia española gobernaba y explotaba a un número de indios y mestizos ignorantes muy superior al suyo. En Costa Rica, el hecho de que prácticamente todos los habitantes eran de la misma raza y habían heredado la misma civilización ha hecho que el país sea más democrático y ha obligado a la clase que controlaba el gobierno a tomar en cuenta, en cierta forma, los deseos e intereses de las masas. Por esta razón, el devenir de la República, a diferencia del de los vecinos, no ha obstaculizado sino más bien favorecido la realización de los ideales republicanos que enarbolaban quienes redactaron las primeras constituciones centroamericanas. Los pequeños propietarios siempre han ejercido una fuerte influencia a favor de la paz y de un gobierno estable, ya que rara vez han intentado hacer revoluciones y más bien se han inclinado por tomar el mismo bando de las autoridades electas cuando los políticos descontentos tratan de sumir el país en la guerra civil. Costa Rica no ha vivido ninguna de las luchas prolongadas y sangrientas que han empañado la historia de las otras naciones, ya que los cambios violentos de gobierno, que se han dado de vez en cuando, han sido producto de conspiraciones militares en la capital y no de campañas en el campo de batalla. (Munro, 2003, pp. 181-182)
De esta forma, la designación de la población costarricense como estrictamente blanca cuajó durante las primeras décadas del siglo XX. Dos ejemplos adicionales lo certifican: en 1927, el intelectual costarricense Ricardo Sotela aseguraba que, a diferencia de lo que ocurría en otras partes de América Latina donde persistía la presencia indígena, en Costa Rica había “un predominio caucásico... La herencia de la sangre española puede dividirse así: en la provincia de Cartago, castellanos; en San José, Heredia y Alajuela, gallegos y extremeños; en Puntarenas y Guanacaste, andaluces” (Soto y Diaz, en prensa). Finalmente, en 1936 el texto escolar Geografía de Costa Rica negaba que en este país siquiera existieran mestizos indicando: “Es raro encontrar en Costa Rica ese tipo tan corriente, en el resto de Centroamérica, y aun de toda la América Latina, resultante de la mezcla del europeo y del indio” (Ibíd.). Como lo ejemplifica el texto de Munro citado arriba, la retórica liberal costarricense se encargó de presentar esta imagen de una comunidad política “homogénea” y “blanca” como la causa de la estabilidad política del país.
Indohispanos Los liberales costarricenses consolidaron una imagen de Nación que, ocultando el mestizaje a partir de la representación de su comunidad como una “raza homogénea”, encubrió también la presencia indígena en la historia y el presente de ese país. Se puede asegurar que hacia la década de 1910 este discurso había sido asumido por la mayoría de la población gracias a la extensión de la escuela primaria (Molina, 2002; Molina y Palmer, 2004). En Nicaragua ocurrió algo parecido en la zona pacífica, pero los alcances en ese país van a ser más limitados.
Fundamentalmente, los gobiernos conservadores (18591893) intentaron construir también una representación nacional basada en la homogeneidad, pero en este caso aludiendo a la idea de que Nicaragua era una nación homogéneamente mestiza. Así, ya en 1881 el discurso oficial nicaragüense denominó a su país como una Nación étnicamente homogénea (Gould, 1995, p. 254). Como ha apuntado Jeffrey Gould, la revolución liberal de 1893, que impuso como presidente a José Santos Zelaya, no rompió con este discurso; al contrario, reproduciendo la visión de civilización y barbarie esgrimida en otras latitudes, las elites liberales nicaragüenses “proyectaron una imagen del indio representado como un primitivo, que obstaculizaba el progreso a través de la ignorancia y del mal uso de sus tierras comunales” (Gould, 1993, p. 428). El gobierno de Zelaya (1893-1909), cuya retórica nacionalista giró en torno a un patriotismo heroico y romántico, “desató una campaña para transformar a la población india en ladina y para absorber sus tierras” (Gould, 1995, p. 254). El problema se acentuó con la llamada “incorporación” de la Mosquitia a Nicaragua en 1894, una región del caribe nicaragüense que había sido posesión inglesa, cuyas estipulaciones de incorporación anunciaban una autonomía comunal para las poblaciones indígenas y la promesa de invertir las rentas producidas por ellas en su región. Empero, la unidad al Estado nicaragüense no supuso una mejora en la condición de los indígenas mismitos—el grupo aborigen más importante de la zona—sino más bien su progresivo ataque: fueron catalogados como “tribus infelices, esquimados por los creoles, en eterna servidumbre” e incapaces de poder organizar un gobierno local particular (Wünderich, 1996, p. 31). En los años siguientes a la incorporación, el Estado nicaragüense realizó numerosos intentos para construir su control sobre la Mosquitia y la Costa Caribe del país, ahora nombrada como Departamento Zelaya. Así, las autoridades estatales impusieron impuestos, usurparon tierras, establecieron estructuras locales de dominio político y, a su vez, aplicaron restricciones al uso de otros idiomas además del español (Hale, 1994, Pp. 45-46). De esa manera, las tensiones entre la Costa Caribe y el centro de Nicaragua en el Pacífico central continuaron e, incluso, supusieron la intervención de Gran Bretaña, país al que los grupos miskitos apelaron en 1905 con el fin de que se garantizara que el Estado nicaragüense respetara sus tierras según el convenio de la reincorporación. Por otro lado, los miskitos debieron soportar todavía la penetración en su territorio de misiones angloamericanas como la Iglesia moraviana, que se acrecentaron después del golpe de Estado de 1909 y la llegada de los marines a las costas nicaragüenses. La congregación moraviana miró a los indígenas como una población a la que había que evangelizar, estigmatizando sus prácticas como “paganas.” Por su parte, los indígenas miskitos resistieron esta evangelización, lo que valió para que los predicadores moravionos insistieran en recalcar la rebeldía y el paganismo de los aborígenes (Hale, 1994, p. 49).
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En ese sentido, los indígenas de la Costa Caribe de Nicaragua no corrían una suerte distinta de la de los de las tierras altas al norte de ese país.4 Desde su gran rebelión de 1881 en contra del gobierno local por varios abusos, especialmente por el trabajo mal pagado y obligatorio de construcción del telégrafo de Managua, los indígenas de Matagalpa habían sido reprimidos por los gobiernos nicaragüenses tanto conservadores como liberales, con base en la visión anotada arriba: intentando deshacer las comunidades indígenas y presentando a Nicaragua como una nación homogénea y mestiza. Este ideal alcanzó un tope en 1906 cuando el presidente Zelaya declaró la abolición de las comunidades indígenas, una medida que con fines políticos fue suprimida en 1914 por parte del gobierno conservador que tomó el poder después del golpe de Estado de 1909 (Gould, 1993). En todo caso, las rebeliones indígenas y el desconocimiento de las autoridades locales que se había producido entre 1909 y 1914, motivaban a los políticos para tratar de promover una cierta identidad entre el nuevo gobierno conservador y los indígenas con el fin de parar sus levantamientos. Sin embargo, curiosamente en las luchas sociales que se desencadenaron durante el periodo conservador (19101924), lejos de ser los obreros quienes llevaron adelante la protesta, fueron las comunidades indígenas las que se levantaron y, lo que es más curioso, con la utilización del discurso nacionalista obrero que apuntaba por una Nicaragua indohispana a costa de su identidad indígena y su estructura comunal (Gould, 1997, p. 124). Es posible que esto ocurriera porque los indígenas buscaban apropiarse de un discurso que, al incluirlos, les hacía valer unos ciertos derechos políticos. No obstante, varias de estas comunidades indígenas se integraron al Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Augusto César Sandino. Es justamente con Sandino que el discurso de una Nicaragua mestiza va a ser redimensionado, otorgándole un papel central al elemento indígena dentro de esa identidad mestiza. Así, en su Manifiesto Político de 1927 Sandino se declaró nicaragüense y orgulloso de que en sus venas circulara, en sus palabras, “más que cualquiera [otra], la sangre india americana que por atavismo encierra el misterio de ser patriota, leal y sincero...” (Acuña, 1994, p. 159; también ver Schroeder, 1993 y Wünderich, 1995). ¿Qué significado tenía este Manifiesto? Por un lado, Sandino interpela a un pensamiento indigenista al declararse portador de dicha sangre. En ese sentido parecería que existe un rompimiento con la visión liberal nicaragüense de que el indígena ha ido desapareciendo con el mestizaje, y que aquéllos que quedaban vivos en sus comunidades debían ser integrados a la Nación para que superaran su barbarismo. Pero, por otro lado, la crítica de Sandino representa también el intento por mezclar nicaragüense e indígena en una 4
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Según Gould (1997, pp. 22-23) hacia 1920 la población indígena de Nicaragua (la Costa Atlántica incluida) podía representar entre un 20% y 25% de la población total del país.
sola frase que al final está relacionada con ser patriota “leal y sincero”. Lo que sí es claro es que este movimiento sandinista estuvo integrado en su base social básicamente por indígenas y mestizos pobres que se sentían integrados por su discurso (Wünderich, 1988, p. 26). De todas maneras, luego del asesinato de Sandino el 21 de febrero de 1934 y la represión organizada por la Guardia Nacional, las luchas de las comunidades indígenas continuaron y consiguieron la aprobación de varias leyes importantes en la década de 1930. Estas leyes alcanzaron a frenar en varios momentos los continuos intentos de abolición de las comunidades indígenas y la expropiación de sus terrenos. Aun así, la resistencia no aseguró un futuro más tranquilo, ya que en las décadas de 1940 y 1950 las comunidades indígenas se vieron enfrentadas en varias ocasiones a diferentes tipos de violencia física y simbólica que contribuían a socavar su identidad étnica y que pretendían destruir su lenguaje, su vestido y sus formas de organización social (Gould, 1997, pp. 167-185). En este punto conviene advertir que el discurso de una Nicaragua mestiza también se había llevado adelante en contra de la población negra. Justin Wolfe ha mostrado que, en general, existía una significativa población de afrodescendientes y mulatos en el Pacífico nicaragüense, la cual llegó incluso a ubicarse en importantes posiciones políticas entre las décadas de 1830 y 1850 (Wolfe, manuscrito sin publicar a). Este grupo continuaba siendo importante hacia la década de 18805 y, según Wolfe, las actitudes racistas hacia ella se mantenían vivas, a pesar de los esfuerzos que después de la Independencia se realizaron para dividir la población nicaragüense en dos grupos, ladinos e indígenas, incluyendo a los afronicaragüenses y mulatos dentro de la primera categoría en un intento por homogenizar la población no indígena y acentuar el racismo en contra de los aborígenes. Empero, gracias a la estigmatización que se hizo de los indígenas de la Costa Caribe a finales del siglo XIX y comienzos del XX, la emergencia del mito de una Nicaragua mestiza sirvió, como hemos visto, para trasladar la discusión de raza hacia el Caribe haciendo que el término ladino se sustituyera por el de mestizo y borrara la herencia africana presente en la población nicaragüense (Wolfe, manuscrito sin publicar b). Así, la estigmatización del indígena sirvió para hacer invisibles a negros y mulatos. Los indígenas en El Salvador vivieron una situación un tanto parecida a la nicaragüense. Durante el final del siglo XIX, las comunidades indígenas experimentaron un enfrentamiento con el discurso liberal que las estigmatizaba como grupos bárbaros. En gran medida, dichas comunidades se encontraban la mayoría de las veces en los actos de violencia 5
De acuerdo con los datos de Wolfe, en 1778 la población de afrodescendientes llegaba a 72.1% en Rivas y a 34.7% en Granada, mientras que en 1883 era de 70.6 y 32.3 respectivamente el porcentaje de afronicaragüenses en esas dos importantes ciudades del pacífico de Nicaragua. (Wolfe, manuscrito sin publicar b)
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estatal más fuertes de esas décadas. (Alvarenga, 1996, pp. 97-142). Hacia 1921, después del último intento de las elites centroamericanas por reconstruir una república federal, que uniera a los cinco países de la región y de que se evidenciara una radicalización de los sectores populares en el interior de El Salvador, los líderes políticos comenzaron a promover con mayor fuerza un proyecto nacional que intentara resolver, de una vez por todas, la incorporación del indígena en la nación salvadoreña (López, 1998). La Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños comenzó una intensiva propaganda en tal contexto en contra de la explotación laboral, tanto en la zona urbana como en la rural, lo cual suscitó entre obreros y campesinos una fuerte identidad de clase frente a una identidad nacional endémica. Fue en ese momento cuando, con el impulso oficial y el apoyo de la prensa y de la intelectualidad, se produjo el mayor intento oficial salvadoreño por apropiarse del pasado prehispánico y representar al indígena entre los símbolos de la Nación en un claro intento por disminuir la identidad de clase y acentuar la visión de una nación salvadoreña unida a pesar de las divisiones sociales. Lo que se realizó entonces fue la recuperación de un héroe indígena cuzcatleco que, según la tradición popular, había resistido la Conquista española en el siglo XVI. Dicho héroe sería recordado como Atlacatl. Carlos Gregorio López (2002) ha confirmado que, al inicio de la década de 1920, una buena parte de los intelectuales salvadoreños intentaron construir la idea de un gran pasado indígena “salvadoreño”. Con ese objetivo, en 1919 Miguel Ángel Espino publicó una obra llamada Mitología de Cuzcatlán, libro que reunía cuentos infantiles en los que se narraban historias de la mitología indígena cuzcatleca. Pero quizás quien más ha contribuido a esta empresa, ha sido la folklorista María de Baratta quien, después de estudiar en Estados Unidos y Europa durante la década de 1920, presentó su obra Cuzcatlán Típico en un concurso literario en 1930, en el que recibió una medalla de honor y una recomendación para publicar su obra (Baratta, 1951). Según ella, el material con el que había construido su investigación venía “directamente de los intérpretes originales en su ambiente nativo”, y para redactar sus resultados había “tenido que tomar muy en cuenta al sector indígena, que es lo más puro y originalmente vernáculo, en música, costumbres, leyendas, etc.” (López, 2002). De esta forma estos intelectuales trataban de provocar un leve cambio en la forma despectiva con la que los liberales visualizaban a los indígenas. Su idea era valorar las “tradiciones” de estos grupos como lo más autóctono de su país, etiquetándolas como su “alma nacional”. La figura de Atlacatl se rescatará en ese contexto, como una representación material de esa “alma nacional”, construyéndosele un monumento en la ciudad de San Salvador en 1926, justo para la celebración del 115 aniversario del “primer grito de independencia” de El Salvador, rebuscando así relacionar la resistencia indígena a la Conquista española en el siglo XVI con la lucha por
la Independencia que comenzó en 1811. ¿Qué efecto tuvo esta imagen del indígena, más allá de los grupos intelectuales y de las zonas urbanas? Realmente su alcance fue muy limitado. A pesar del éxito oficial en la extensión de la figura de Atlacatl en la zona urbana, las poblaciones rurales, incluidas las comunidades indígenas, no sintieron seriamente el efecto de dicho proyecto en tanto que éste no se había preocupado por integrar el campo en su discurso. Por otro lado, tal proyecto no pasaba de ser una discusión relacionada con el rescate de lo indígena, ya que los nativos reales (alrededor del 20% de la población salvadoreña en 1930) sufrieron durante toda la década de 1920 una verdadera proletarización, además del desplazamiento de sus tierras y la necesidad de trabajar en otros lugares para poder sufragar sus necesidades (Gould y Lauria, 2004). No será sino hasta después de la matanza indígena de 1932 que el sector oficial comenzó a preocuparse por la integración de esta región y del nativo a su proyecto; pero, en todo caso, tal cosa se hizo en primera instancia con un radical discurso anticomunista y, por otro lado, con matices racistas (Anderson, 1992). Inicialmente, el blanco de los ataques discursivos fueron los indígenas, pero este discurso se fue matizando hasta desembocar en una visión de los mismos como personas engañadas por el comunismo. Así, posteriormente a la matanza de 1932, este concepto de mestizaje continuó ejerciendo presión sobre las comunidades rurales, ahora condimentado con la idea de un noble pasado indígena que se conjugaba con el anticomunismo. Como parte de eso, las elites implementaron la celebración del día del indígena, mientras que el indígena real seguía siendo marginalizado (Gould, 2001). El caso hondureño es muy próximo a la experiencia salvadoreña y comparte con el nicaragüense su relación con la Costa Caribeña que, en buena parte, está también habitada por miskitos. La Corona británica, empero, aceptó de forma más temprana los derechos hondureños sobre la región de La Mosquitia, porque ya para 1859 firmó con ese país un tratado —el Tratado Wyke-Cruz— con el cual los británicos reconocieron la soberanía hondureña sobre tal territorio (Barahona, 1998). Como parte de la toma de posesión, el Estado hondureño y las autoridades locales promovieron la investigación sobre dichas tierras, con el fin de poder afianzar su poder sobre ellas. El lenguaje empleado en los múltiples informes que se presentaron a partir de esos estudios, está lleno de adjetivos que describen a las tribus indígenas miskitas y garifunas del Caribe hondureño como “las gentes más perezosas que produce la naturaleza” e “indolentes”. Junto a esto, los informes afirman la necesidad de “civilizarlas” (Barahona, 1998, pp. 20-23). Incluso, en un informe redactado en 1882 por una comisión especial, se proclamaba como fundamental la necesidad de crear el mayor número de escuelas posibles en dicha región, así como la idea de fomentar la construcción de iglesias para moralizar a los indígenas y obligarlos a “andar vestidos”. Este informe llegaba a sostener que el indígena de la zona caribe en principio no merecía “los mismos derechos y
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consideraciones que la Constitución y las leyes dispensaban a los hombres civilizados, según el sistema republicano”. Finalmente, el texto terminaba afirmando que en los indígenas todo era “imperfecto” (Barahona, 1998, pp. 20-23). En suma, la incorporación de la Costa Caribe al Estado hondureño fomentó en la década de 1870 y 1880 la renovación de las representaciones coloniales del indígena como un ser carente de razón en el sentido ilustrado y positivista y, aunque educable, indigno de recibir los mismos derechos políticos de los otros habitantes del país. ¿Qué pasaba con las comunidades indígenas del interior del país? Aquí la estrategia liberal fue muy parecida a la que hemos visto en Nicaragua. Así, las elites políticas hondureñas se empeñaron en identificar a su población como homogénea, recurriendo al lenguaje para construir dicha representación. En ese sentido, tal homogeneidad se constituyó bajo el término “ladino”. Esto se hizo oficialmente efectivo en 1887 cuando, en las instrucciones dadas a los empadronadores que habían sido capacitados para llevar adelante el censo de población hondureño de ese año se les indicó incluir a todas las mezclas raciales sin distinción bajo la categoría de “ladino” (Euraque, 1996a, p. 78). Con este plumazo, el gobierno hondureño logró consolidar una categoría de clasificación étnica que diluía las posibles diferencias en el interior de su población—al menos oficialmente—y dejaba aislados a los indígenas de la representación de ese Estado. Así, “los mulatos, negros, blancos y todo tipo de otra mezcla racial se contrapuso a los indios” (Euraque, 1996a, Pp. 78-79). Gracias a este proceso de ladinización, los indígenas en Honduras que no estaban ubicados en La Mosquitia, fueron poco a poco borrados de la representación social de la nación hondureña. Su incorporación solamente se promoverá al final del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX, en el contexto de la restauración de las ruinas mayas de Copán. Darío Euraque ha mostrado la relación que existe entre este proceso de modelación de un mestizaje discursivo y lo que él llama la mayanización de Honduras en el periodo comprendido entre 1890-1940 (Euraque, 2002). De acuerdo con este autor, el discurso del mestizaje hondureño—es decir su ladinización—madurará y se adoptará plenamente en las esferas estatales en la década de 1920, hasta llegar a consolidarse en la de 1930. El esfuerzo por restaurar las ruinas de Copán y por conectar esas ruinas (más cercanas a Guatemala) y la totalidad de la cultura maya con la capital hondureña (Tegucigalpa) adquirirá fortaleza en este periodo, gracias al interés por construir un discurso de “hondureñidad” basado en el mestizaje, que a su vez rescataba la grandeza de una civilización indígena desaparecida en el tiempo histórico, pero—según sus auspiciadores—presente en la mezcla racial. En ese sentido, varios intelectuales hondureños de las décadas de 1950 y 1960 se afiliaron a la teoría mayanista que fue literalmente inventada por monseñor Federico Lunardi, quien fungiría como representante del Vaticano ante los sucesivos gobiernos del general Tiburcio Carías (1933-1949). En una carta escrita
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en 1945 Monseñor Lunardi sentenció que Honduras “era toda maya”, a pesar de conocer varios estudios que probaban lo contrario (Euraque, 2002, Pp. 86-92). El discurso oficial del mestizaje hondureño sirvió, además, como en el caso salvadoreño, para la recuperación y proclamación como héroe de la Nación de un líder indígena que había enfrentado a los conquistadores españoles en el siglo XVI: el cacique Lempira. Si bien la construcción discursiva de Lempira comenzó en el siglo XIX, no será sino hasta inicios del siglo XX cuando se afiance como proyecto. Ya para las primeras décadas de ese siglo, Lempira era recordado como el máximo defensor de la autonomía hondureña, a pesar de que, obviamente, ésta había sido una creación del siglo XIX y no podía haber existido en el siglo XVI (Euraque, 1996b). La modelación que se hará de la figura de Lempira en las primeras décadas del siglo XX giró en torno a la idea de que, efectivamente, Lempira era la representación de la heroicidad hondureña, pero que tal imagen no tenía vínculos con los indígenas lencos que todavía habitaban Honduras por esa época. En otras palabras, Lempira era considerado un héroe antiguo cuya sangre corría por las venas de los hondureños mestizos, pero que no tenía ninguna relación con los aborígenes contemporáneos a pesar de que estos sí eran descendientes directos del grupo étnico al que perteneció el cacique recordado. Asimismo, el recurso político a la imagen de Lempira sirvió en 1926 (año en que se le dio su nombre a la moneda nacional de Honduras en vez del nombre de Morazán—un héroe “blanco” hondureño del siglo XIX, propuesto primero), para restarle importancia a la presencia negra en la Costa Norte del país y homogenizar con ello “la configuración étnicoracial hondureña ante el peligro de la inmigración negra y la mezcla racial contaminada con ‘lo negro’” (Euraque, 1996b, p. 150). Lempira en esa ocasión fue utilizado para recordar la idea de un pasado grandioso hondureño relacionado con el mestizaje y enfrentado a la inmigración negra y al creciente poderío económico de las primera y segunda generaciones de inmigrantes del Medio Oriente como judíos y, especialmente, palestinos (Euraque, 1994). De tal forma, el rescate de la imagen de Lempira propició la unión del indígena del pasado y el contemporáneo en la idea de una Honduras “ladina”, al mismo tiempo que enfrentaba a las poblaciones negras que también habitaban la Costa Norte (Payne, 2001). Ese discurso se afianzará en las siguientes décadas de forma tal, que en 1935 se proclamará oficialmente el Día de Lempira y en 1943 el Departamento de Gracias a Dios. Básicamente, lo que era conocido como La Mosquitia hondureña en el siglo XIX se transformará en el Departamento de Lempira (Euraque, 2002, p. 82).
La Colonia en la República Las experiencias descritas anteriormente nos revelan al menos dos patrones en el trato de las imágenes del indígena en Centroamérica durante la época liberal. El
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primero, seguido en el caso costarricense, se concentró en la negación de cualquier relación entre la población del país y las sociedades indígenas, afirmando que la mayoría de las poblaciones originales habían desaparecido con la Conquista y que las que sobrevivieron quedaron al margen de la sociedad colonial y de la republicana, y estaban en proceso de extinción. La imagen inventada fue, entonces, la de una “raza homogénea”. En el caso nicaragüense, hondureño y salvadoreño, si bien el indígena no fue ocultado completamente, sí se afirmó una imagen que por un lado lo ubicaba (en los dos primeros casis) en la zona Atlántica o por el otro lo dejaba mimetizado dentro del proceso de mestizaje (ladinización). Un camino distinto fue seguido por Guatemala. Este caso, empero, es más complejo que los anteriores, debido en parte a que la población indígena era más densa. Por eso los políticos e intelectuales guatemaltecos debatieron durante todo el siglo XIX la cuestión del nativo sin llegar a un resultado o consenso claro sobre cuál debía ser la actitud del Estado hacia esas comunidades. Desde la coyuntura independentista, la discusión entre los moderados y los liberales guatemaltecos acerca de cuál debía ser el lugar del indígena en la comunidad política estuvo en el tapete. Los liberales independentistas apostaron en un primer momento por la inclusión de todas “las castas” dentro del proyecto nacional, oponiéndose a la segregación; sin embargo, los prejuicios que se construyeron después de varias revueltas ocurridas en 1848, en las que participaron indígenas, los hizo cambiar de visión (García, 2001). Pero la cosa no quedó ahí. Incluso Rafael Carrera, quien derrotó a las tropas liberales y tomó el poder en 1844 gracias a una revolución (Woodward, 2002), fue “blanqueado” en el discurso oficial guatemalteco al ser identificado, no como un representante indígena sino como parte de “las castas” (Taracena y otros, 2002, p. 70). Es más: va a ser durante el régimen de Carrera, en 1851, cuando se restablecerán, después de una importante disputa, las Leyes de Indias, como un remedio para la temida “lucha de castas” y una vuelta al orden colonial que, según los grupos conservadores, había sido corrompido por los liberales al declarar después de la Independencia una ciudadanía sin límites. De esta forma “los conservadores implantaron un sistema político republicano recurriendo a las Leyes de Indias y sus instituciones, al derecho consuetudinario, a la regulación de la Iglesia católica y al caudillismo de Rafael Carrera que daba vida al proyecto de nación criolla y que habría de durar tres décadas” (Taracena y otros, 2002, p 78). Este principio discursivo segregacionista conservador no se acabó con la triunfante revolución liberal guatemalteca de junio de 1871. Sin tener en cuenta los postulados universalistas de la ideología liberal, la segregación se hizo más profunda a raíz de un conjunto de políticas en materia de trabajo, tierra, educación, ciudadanía, población y nacionalidad, que tenían al indígena en el centro de las disputas, ya que todos estos elementos involucraban su explotación y la privatización de sus tierras (McCreery,
1994). Paralelo a esto se produjo el triunfo de lo que se ha llamado la emergencia ladina, es decir , la transformación del grupo ladino que se había enriquecido con la explotación cafetalera en la clase dominante guatemalteca. Lo anterior es importante porque dicha emergencia fue utilizada por el Estado liberal guatemalteco como representación de la asimilación de la población del país, esto en el sentido en que el ascenso social de los ladinos fue presentado como una muestra de cómo las elites guatemaltecas se habían diversificado y ya no eran solamente el remante de los grupos de poder coloniales (Taracena y otros, 2002, p. 410). Precisamente, aunque los liberales guatemaltecos cargados de un discurso eugenésico pensaban que la modernidad y el ansiado progreso solamente podrían ser alcanzados con la civilización del indígena, lo que implicaba su asimilación y ladinización, la estructura del trabajo rural en combinación con los mecanismos negociados por las comunidades indígenas a fin de retener tantos vestigios de autonomía local como fueran posibles, produjeron todo lo contrario (Palmer, 1996). El propósito fundamental de los liberales se convirtió en blanquear el universo no indígena, particularmente ladinos y criollos. Asimismo, la historiografía liberal guatemalteca que intentaba probar “científicamente” la “degeneración de la raza indígena”, legitimó los estereotipos coloniales y afianzó el discurso de subordinación de esa raza. Incluso, el Estado simplificó, al estilo hondureño, la división social que se observaba en la recolección de información censal, al señalar que sólo existían dos grupos sociales: los ladinos y los indígenas. En la práctica esta estrategia de establecer en la legislación censal la existencia de únicamente dos grupos étnicos (ladinos e indígenas) dividió al país entre una población homogenizada como ladina y otra identificada como indígena que excluida de los derechos de la Nación ladina guatemalteca (Taracena y otros, 2002, Pp. 411-412). Esto aún a pesar de que entre 1880 y 1940 la población aborigen representó el 65% y el 56% de la población total guatemalteca. Resulta muy ilustrativo el efecto del poder del discurso segregacionista liberal guatemalteco sobre la llamada Generación del 20, es decir de intelectuales y escritores como Miguel Ángel Asturias, Jorge García Granados, Jorge del Valle Matéu, Carlos Wyld Ospina, Carlos Samayoa Chinchilla, David Vela y Jorge Luis Arriola. Al respecto, Arturo Taracena ha señalado que estos autores tampoco lograron escapar del discurso liberal sobre el indígena ni transformar sus ideas en políticas claras hacia la integración de la población indígena y del respeto de sus culturas. Por eso, aunque buscaron darle un carácter espiritual—de ‘alma nacional’—a la redefinición moderna de la nación guatemalteca, comprometiéndose activamente en su construcción al denunciar el sopor causado por la herencia colonial, el atraso económico, la dominación extranjera y las injusticias cometidas con el indio, exigiendo su derecho al acceso a la ciudadanía, en su tarea redentora abonaron las ideas de degeneración y manipulación de la ‘raza indígena.’ Y, a la larga, presionados por la crisis económica
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y la omnipresencia del Estado liberal, de una u otra manera, la mayoría de ellos terminó por subirse al carro estatal del liberalismo en la década de 1930. Por ello, como proyecto, el indigenismo—y aún la influencia de la experiencia del vecino México—sólo cuajaría después de la Revolución de 1944 (Taracena y otros, 2002, p. 412; Casaus, 2001).
En efecto, los intelectuales guatemaltecos que exponían una crítica fuerte frente al modelo de exclusión liberal del indígena y a la explotación económica con que el capitalismo agrario había despedazado las tradiciones y las vidas de los indígenas, se mostraron limitados para poder superar la visión patriarcal acerca del indígena (algo que hemos visto también presente en el caso salvadoreño en esa década). No será sino hasta después de que la crisis económica de 1929 y sus efectos hayan hecho evidentes los límites de las políticas liberales, que el planteamiento de dar un golpe de Estado desnude las tensiones étnicas que el liberalismo había profundizado. La Revolución de 1944 propició que esas tensiones fueran expuestas públicamente presentando claramente el carácter de las imágenes que se habían cosechado en Guatemala acerca del indígena y del ladino (Adams, 1990). La nueva discusión que se originaba con la Revolución era una de justicia social que, sin embargo, sería detenida por el golpe de Estado de 1954, el mismo que institucionalizaría la visión del indígena como comunista y al que había que enfrentar sin contemplaciones.
Conclusiones En su obra América Central, publicada por primera vez en español en 1967, el profesor Mario Rodríguez señaló los obstáculos étnicos y culturales y el “sistema social” que desde su perspectiva podían entorpecer la formación de un mercado común centroamericano. Así, Rodríguez apuntaba: Históricamente, la diversidad racial y las diferencias culturales han tenido un efecto propicio a la división de América Central. En la actualidad, las tensiones motivadas por estas divergencias son menos agudas, gracias a la extensión del proceso de ‘ladinización’. Durante el periodo colonial, los amos españoles usaban el término ladino para referirse a los indios que adoptaban el sistema de vida de los hombres blancos y trabajaban como artesanos en las poblaciones españolas. Eran indios que habían sido ‘latinizados’, por decirlo así. Con el paso de los años, el término también llegó a ser aplicado a las sangres mezcladas, los mestizos, mulatos y zambos (híbridos de indio y negro), que se reunían en torno a los sitios colonizados por los blancos. En la actualidad, el significado oficial de ladino es cualquier persona, sin considerar su ascendencia racial, que no vive como un indio. Empleado en este sentido, el término tiene implicaciones positivas de un nacionalismo centroamericano, uniendo elementos raciales y culturales discordantes (Rodríguez, 1967, p. 26).
Es claro; Rodríguez tenía ante sus ojos el proceso de construcción del discurso de ladinización en los distintos
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países centroamericanos que—aunque él creyera que servía para fomentar una unidad de la región—se llevó a cabo fundamentalmente como una estrategia de nacionalización popular en el periodo 1870-1944, buscando modelar una homogeneidad en el interior de los distintos estados centroamericanos y evitar así la “guerra de castas”. Aunque nunca lo pidieron, en el centro de tal programa estuvieron ubicados los indígenas. Los políticos e intelectuales liberales centroamericanos que pretendieron poner en práctica las ideas europeas sobre la organización de la política moderna, decidieron enfrentar de distintas maneras lo que ellos llamaron “el problema indígena”. Por eso en Costa Rica se desarrolló la idea de que los indígenas habían existido solamente en un pasado precolombino muy lejano y que se habían extinguido con la Conquista, construyendo entonces una imagen de las comunidades que existían fuera de las fronteras del Estado como indígenas bárbaros en vías de extinción que, por tanto, no eran peligrosos para la Nación que se estaban imaginando. Esto significó, a su vez, que esas comunidades quedaran excluidas de cualquier tipo de derechos políticos, y que cuando el Estado costarricense negociara la explotación de las tierras en donde se encontraban, lo hiciera declarándolas áreas vacías, lo que equivalió a arrasar con buena parte de esas comunidades a punta de fuego y pólvora (Bourgois, 1989). En los casos salvadoreño, nicaragüense y hondureño, las comunidades indígenas también fueron representadas como poblaciones hostiles y vacías de moral, aunque quizás aptas para recibir la educación liberal que las libraría del estado salvaje en el que se encontraban y que las integraría a las naciones. Este discurso serviría para sacar adelante campañas en contra de las tradiciones indígenas y a favor de la desarticulación de sus comunidades y de la venta de sus tierras. Empero, gracias a la resistencia indígena, estos Estados intentaron dibujar la idea de que sus poblaciones eran el resultado del mestizaje colonial, razón por la cual los indígenas ya se habían “diluido” como efecto de ese proceso. Además, contagiados por la búsqueda de pasados indígenas grandiosos—siguiendo el ejemplo mexicano— esta ladinización se combinó con el rescate de indígenas que habían luchado en el siglo XVI contra la Conquista española y que simbolizaban la lucha por la soberanía nacional en el pasado, pero cuyas comunidades ya no existían en el presente. Incluso, en el momento en que un grupo de intelectuales se interesaron por estas poblaciones lo hicieron con una visión paternal, interesada a su vez en integrarlas para “liberarlas” de su condición indígena. En Guatemala, la visión de integración fracasó completamente. Tanto los políticos conservadores de la era de Carrera como sus sucesores liberales representaron a los nativos como indignos de las “luces” y de los derechos políticos modernos y, así, los excluyeron del proyecto estatal, incorporándolos únicamente como mano de obra y bajo un estilo de explotación colonial. Fue tal la fuerza de esta imagen, que incluso los intelectuales más
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radicales de la Generación de 1920, a pesar de su crítica al liberalismo y al capitalismo, no pudieron avanzar más allá de una idea patriarcal con respecto al indígena. Las consecuencias fueron nefastas: contrario al éxito de México en la integración del nativo —a pesar también de su explotación— el caso guatemalteco, que desde el siglo XIX volvía la mirada a ese país para precisar cómo actuar, no pudo alcanzar la integración nacional.
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RAZA, GÉNERO Y ESPACIO: LAS MUJERES NEGRAS Y MULATAS NEGOCIAN SU LUGAR EN LA HABANA DURANTE LA DÉCADA DE 1830 Fecha de recepción: 28 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 12 de febrero de 2007
Luz M. Mena* Resumen Las mujeres negras y mulatas de La Habana de las décadas de 1830 y 1840 “negociaron” su lugar en la sociedad Habanera. Ellas negociaron su inserción en todos los espacios de la ciudad, desde los públicos, como los espacios de la ley, hasta los más íntimos, como los espacios que forjaron con su propia sexualidad. En gran parte estas negociaciones estuvieron enmarcadas dentro de su papel decisivo como agentes mediadoras entre negros y blancos: como esposas, amantes, maestras, nodrizas, cuidanderas y sirvientas, pero también como dueñas de propiedad, empresarias y perseguidoras de sus propias causas legales. Ellas negociaron su participación social y económica en la ciudad a través de sus prácticas diarias, a menudo al margen de reglas urbanas y de tradiciones sociales. Estas prácticas estuvieron en tenso y continuo diálogo con los discursos de las elites modernizadoras tanto criollas como peninsulares. Tales reformadores, que consideraron la creciente participación de estas mujeres en la vida diaria como uno de los aspectos más desordenados de la ciudad, desarrollaron fuertes discursos de orden social y reformas urbanas con el propósito de disciplinar la ciudad en crecimiento. Muchos de estos discursos estuvieron orientados a establecer límites sociales y raciales más claramente delineados (y racionalizados) que trataran de contener, si no las actividades mismas de estas mujeres, por lo menos su influencia en la población capitalina. Fue en este diálogo, siempre desigual y muchas veces violento, que se fue dibujando la geografía moderna de La Habana.
Palabras clave: Espacios negociados, practicas diarias, mujeres de color, discursos, modernización.
RACE, GENDER AND SPACE: BLACK AND MULATTO WOMEN IN HAVANA OF THE 1830’S Abstract Black and mulatto women “negotiated” their place in Havana’s society in the 1830s and 40s. They negotiated their insertion in every space of the city, from the most public ones, like the spaces of the law, to the most intimate ones, like those forged through their own sexuality. To a great extent, these negotiations were framed within their decisive role as mediating agents between blacks and whites: as wives, lovers, teachers, wet nurses, caretakers and servants, but also as property owners, entrepreneurs and pursuers of their own legal causes. They negotiated their social and economic inclusion by means of their daily activities, often at the margins of urban regulations and social traditions. These practices engaged in a continuous and tense “dialog” with the discourses of the Creole and Peninsular modernizing elites. These reformers, who considered these women’s growing participation in the daily life of the city one of the most worrisome and disorderly elements in the city, developed strong discourses of social order and urban reforms to discipline the growing city. Many of these discourses were oriented to establish clearer and more rationalized social and racial boundaries that would try to contain, if not the activities of these women, at least their influence on the population. It was within this dialog, never equal and often violent, that the modern geography of Havana was drawn.
Keywords: Negotiated spaces, daily practices, women of color, discourses, modernity.
RAÇA, GÊNERO E ESPAÇO: AS MULHERES NEGRAS E MULATAS NEGOCIAM SEU LUGAR NA HAVANA DURANTE A DÉCADA DE 1930. Resumo As mulheres negras e mulatas de Havana nas décadas de 1830 e 1840 “negociaram” seu lugar na sociedade Havaneira. Negociaram sua inserção em todos os espaços da cidade, desde os espaços públicos, como os referentes à lei, até os mais íntimos, como os que forjaram com sua própria sexualidade. Em grande parte as negociações estiveram estruturadas pelo papel decisivo das mulheres como agentes mediadores entre brancos e negros: como esposas, amantes, mestras, amas-de-leite, babás e serventes, mas também como donas da propriedade, empresárias e perseguidoras de suas próprias causas legais. Elas negociaram sua participação social e econômica na cidade através de suas práticas diárias, freqüentemente à margem das regras urbanas e das tradições sociais. Estas práticas estiveram em tenso e contínuo “diálogo” com os discursos das elites modernizadoras tanto criollas (Homens Bom) como Peninsulares. Tais reformadores, que consideraram a crescente participação destas mulheres na vida diária como uns dos aspectos mais desordenados da cidade, desenvolveram fortes discursos de ordem social e reformas urbanas com o propósito de disciplinar a cidade em crescimento. Muitos desses discursos estiveram orientados a estabelecer limites sociais e raciais claramente delineados (e racionalizados) que tentaram “conter”, não só as atividades mesmas destas mulheres, mas também sua influência na população da capital. Foi neste diálogo, sempre desigual e muitas vezes violento, que se foi desenhando a geografia moderna de Havana.
Palavras-chave: Espaços negociados, práticas diárias, mulheres de cor, discursos, modernização. * B.A. en Estudios Latinoamericanos; M.A. en Geografía; Ph.D. en Geografía. Actualmente trabaja el tema de los Estudios de Género y de la Mujer en la Universidad de California, USA. Correo electrónico: lmmena@ucdavis.edu.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 73-85.
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fortunadamente para los estudiosos de las historias de las ciudades, se han hecho en las últimas décadas dos propuestas conceptuales que han abierto nuevos caminos para este tipo de estudios. Una es que el espacio debe conceptualizarse dinámicamente, como algo que se construye socialmente en un proceso abierto y continuo, a menudo contestatario (Massey, 1994). La otra es que debemos tener en cuenta que la narrativa histórica, un proceso político de construcción, a veces desdibuja fracturas, allana irregularidades o “cierra un ojo” a detalles que puedan indicar choques de poder, por mantener una linealidad y cierta idea del mundo (Scott, 1987). Estas propuestas me han llevado a considerar el papel central, y bastante descuidado históricamente, que jugaron la raza y el género en las transformaciones de La Habana en sus procesos de modernización en la primera mitad del siglo XIX. Este artículo explora algunos de esos procesos a través de una lectura de los discursos modernizadores de la época y su articulación con problemáticas y dinámicas de género y raza.1 El enfoque principal será en las negociaciones entre estos discursos y la vigorosa participación social de las mujeres libres y mulatas en La Habana de las décadas de 1830 y 1840. Por proyectos de modernidad en La Habana de los años treinta del siglo XIX, me refiero a los esfuerzos concentrados de las elites criollas (cubanos blancos de descendencia española) y las peninsulares (españoles) por sistematizar nuevas formas de orden social. Estos esfuerzos vinieron impulsados por un pensamiento liberal económico y político inspirado en los recientes cambios políticos y económicos en Europa occidental y en los Estados Unidos. Los proyectos modernizadores incluyeron nuevas formas de concebir y clasificar las divisiones sociales, reformas institucionales (salud, educación, seguridad), de hacer más eficientes los procesos de producción y de comercio con nuevas tecnologías (uso de máquinas de vapor, iluminación de las calles con lámparas de gas, uso del ferrocarril, del telégrafo, etc.), y la implementación de nuevas formas de racionalización del espacio. En el caso de las elites intelectuales criollas, en cuyos discursos me enfocaré, se trató también del desarrollo de una autoconciencia política agudizada por la independencia de la mayoría de las colonias de España y ligada a una identidad cultural y a intereses económicos propios. Aunque éstos ya se venían perfilando desde finales del XVIII, es en la década de 1830 que observamos una intensa producción intelectual alrededor de temas sobre ciudadanía y de nuevas formas de orden social, que discutiré a lo largo de este artículo. 1
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Por discursos me refiero a todas las configuraciones dominantes sobre orden social: tanto las orales y escritas como las prácticas espaciales organizadas alrededor de ciertas prescripciones y expectativas sociales.
Una ciudad “peligrosa” Los viajeros que visitaban La Habana en la mencionada década señalaban dos características sobresalientes de la ciudad: su belleza y su carácter caótico. Celebraban la energía contagiosa del puerto y de las plazas, la elegancia de sus edificios y el lujo de las áreas comerciales. Luego pasaban a quejarse del tráfico de quitrines, las calles fangosas o de la corrupción del gobierno. Pero al parecer lo que más les inquietaba era el comportamiento indisciplinado de la población. “Las características morales de la mayor parte de la población no son nada encomiables”, escribía un viajero inglés en 1833, disgustado por la coquetería abierta, y el comportamiento agresivo de los hombres en lugares públicos (citado en Eguren, 1986, p. 230).2 El tema de la ciudad bella y caótica también era recurrente entre los intelectuales cubanos de la época. Por ejemplo, fue el punto de partida de Cecilia Valdés o la Loma del Ángel (1881) de Cirilo Villaverde, relato que se publicó primeramente como cuento corto en 1832, y que tras su versión completa en 1882, fue reconocida como la novela cubana más importante. Villaverde muestra claramente el doble movimiento de atracción-aprehensión de los intelectuales hacia la ciudad, lugar de contacto social y racial por excelencia, en su forma de describir las redes de contacto que se van tejiendo por el incesto y el deseo sexual entre razas, las cuales eventualmente llevan al crimen y a la muerte. En realidad se había presentado un incremento en el contacto y en la mezcla racial de La Habana decimonónica, pero éste era más un efecto que su causa. Había pocos mecanismos efectivos, legales o sociales, que pudieran conducir al establecimiento del orden en aquella ciudad que recién había emergido de una transformación dramática durante las primeras décadas del siglo XIX. De ser uno de varios puertos coloniales estratégicos para España, había pasado a ser, tras la revolución haitiana en 1792, la capital azucarera del mundo y la fuente principal de ingreso de la Monarquía española.
De puerto colonial a capital azucarera del mundo Hasta la segunda mitad del siglo XVIII la riqueza de La Habana había estado fundamentada en la defensa del Imperio español, en su economía portuaria y en la modesta producción de tabaco, ganado y azúcar (Bergad, 1990). El cambio hacia la lucrativa economía azucarera comenzó cuando Inglaterra forzó a España a relajar su control sobre el puerto de La Habana durante la ocupación británica en 1762. Lo más importante fue que el fin del monopolio de la corona española sobre la navegación facilitó en gran medida el importe de esclavos (Fraginals, 1980). Esta expansión cobró auge con la caída de los franceses en Haití en 1792, y con ella la eliminación del más grande productor de azúcar 2
Traducción de un extracto de los diarios de viaje de J.E. Alexander.
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en el mundo. Hacia principios del siglo XIX La Habana se convirtió en el núcleo de una economía de exportación que constituía más del 85% de las exportaciones cubanas y un tercio del azúcar en el mundo (Tomitch, 1991, p. 298). A la cabeza de esta enorme producción azucarera estuvo un pequeño grupo de productores que provenía de los hacendados criollos (españoles nacidos en Cuba). Siendo el puerto de mayor exportación mundial de azúcar, La Habana creció durante las primeras décadas del XIX a un ritmo extraordinario, más que el de cualquier otra ciudad de Latinoamérica. La población prácticamente se duplicó entre 1790 y 1810. Para 1830 la ciudad contaba con más de 120.000 habitantes, casi la mitad de la población de la isla, y con un cuarto de millón 30 años después. Sólo en América Latina, la Ciudad de México y Río de Janeiro la sobrepasaban en tamaño (De La Pezuela, 1863, p. 8; Socolow, 1986, p. 5).
Transformaciones demográficas y culturales Con estas transformaciones socioeconómicas vino un cambio dramático en la composición de la población habanera. La demanda de trabajo esclavo generada por el auge azucarero llevó al ingreso de gran número de esclavos a Cuba y con ello el rápido incremento de la población de color en la isla. Para 1817, la población negra había sobrepasado la blanca por primera vez. Asimismo, el incremento en la demanda de trabajo manual, ejecutado en gran parte por negros, había incrementado el porcentaje de la población negra y mulata en la ciudad. Los esclavos urbanos formaban más del 29% de la población.3 El trabajo manual además había estimulado la coartación o autocompra entre los esclavos urbanos; ésta coartación permitía que el esclavo o la esclava hicieran un pago inicial sobre su precio para evitar su propia apreciación económica y con ella su incrementada dificultad de auto-comprarse. Una vez libres, buscaban las ciudades, los únicos lugares en donde podían sobrevivir. Cerca del 23% de la población urbana estaba compuesta por negros libres entre los años treinta y cuarenta del siglo XIX. Dentro de esta población, poco más de la mitad eran mujeres, y aproximadamente la mitad trabajaban fuera de su casa.4
Un liderazgo social fragmentado Mientras la Corona española colaboraba con las elites cubanas productoras de azúcar para la extracción de ganancias, la coexistencia de dos (o más) poderes sociales fragmentaba la autoridad social de La Habana. Como se ha mencionado, los hacendados criollos productores de azúcar habían acumulado propiedades y habían consolidado su poder económico desde fines del siglo XVIII. Hacia principios del siglo XIX estas riquezas igualaban o, incluso, sobrepasaban la de cualquier miembro de la alta nobleza 3 4
ANC. Gobierno Superior Civil, legajo 949, Expediente 33547. Leopoldo O’Donnell. Cuadro estadístico de la siempre Fiel Isla de Cuba correspondiente al año 1846.
o aún del más rico de los mercaderes españoles. De cualquier forma, la jerarquía social de la ciudad no estaba determinada sólo por factores económicos. En la década de 1830 la sociedad habanera estaba siendo simultánea y contradictoriamente influenciada por el viejo poder colonial y por un sistema de clases moderno. O sea que, además de estar influenciada por el poder económico, la jerarquía social lo estaba por la división entre colonizadores y colonizados, y por la raza. Las elites españolas ocupaban las posiciones más altas del gobierno colonial, los más altos puestos clericales y militares, y monopolizaban, desde 1823, el crédito y el comercio internacional, incluyendo el comercio de esclavos. Las elites criollas constituían la mayoría de la clase hacendada y los estratos altos profesionales, incluyendo el de las elites intelectuales de la ciudad. Estas divisiones económicas, políticas y sociales nutrieron distintas actitudes reformistas modernizadoras paralelas, que fracturaron los proyectos de orden social en la ciudad. Las elites españolas promovieron un pensamiento liberal moderno al servicio del poder colonial. En sus reformas urbanas hicieron mucho uso de símbolos coloniales en lugares estratégicos de la ciudad para inspirar lealtad hacia la Corona y utilizaron nuevas formas de organizar los cuerpos de seguridad en la ciudad. De tal forma, el Capitán General de la Isla, Miguel de Tacón, menciona en 1837 la importancia de construir un hermoso paseo en la ciudad desde donde la población pueda observar simulacros militares, en un país cuya situación política exige que “el gobernante hable constantemente a la imaginación del que obedece.”5 Las elites criollas, por otro lado, persuadidas de su deber de responder a las exigencias que imponía el mundo industrial, que evolucionaba rápidamente e influía sobre la economía azucarera, articularon sus proyectos modernizadores enfatizando la necesidad de innovaciones tecnológicas y científicas. En la década de 1830, por ejemplo, los miembros criollos de la Junta de Fomento de Cuba, ávidos seguidores de las ideas sobre desarrollo económico provenientes de Europa y de Estados Unidos, formularon proyectos de construcción de caminos que unieran los distintos puntos de la isla a fin de ayudar a integrar la economía (Saco, 1830).6 A pesar de estas diferencias ideológicas y políticas, los dos grupos de elites tenían que velar por una relación de mutua dependencia socioeconómica. Recordemos que los mercaderes españoles eran quienes se encargaban del comercio del azúcar que producían los hacendados criollos y estos últimos, los que compraban los esclavos y los importes de los mercaderes. Es muy posible, entonces, que ya que su interés económico no permitía que su rivalidad se tradujera en actividades políticas significativas, las elites criollas 5
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Colección Manuscritos, Biblioteca Nacional José Martí, Correspondencia reservada del Capitán General Don Miguel Tacón. Carta al Ministro del Interior de fecha 31 de octubre de 1834. AHN, Ultramar 12, Expediente 2, Junta de Fomento, “Sobre la construcción de caminos y peajes,” 1834. Saco, J.A. Memoria sobre caminos de la Isla de Cuba. NY: G.F. Bunce, 1830.
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azucareras y las coloniales española hayan preferido llevar su rivalidad a un plano espacial visible, simbólico. Esto, por lo menos, parecen indicar la forma en que se llevaron a cabo las reformas urbanas de La Habana. De 1834 a 1838 la sacarocracia y las elites españolas compitieron por el espacio público de la ciudad a través de proyectos modernizadores. Con un trasfondo de competencia entre cubanos y españoles, estas elites impulsaron una serie de reformas urbanas, las más extensas de ese siglo (Venegas, 1990; Chateloin, 1989). Esta competencia llevó a la ciudad hacia una construcción acelerada de edificios y obras públicas (un ferrocarril, bulevares, mercados, teatros), y ornamentaciones urbanas (fuentes, paseos) y a la ejecución de reformas urbanas para facilitar el orden público (cuerpo de bomberos, leyes de vagancia). Sin embargo, estas reformas no afectaron las considerables brechas de infraestructura en la ciudad y fisuras sociales profundas en la sociedad esclavista habanera. Tales fisuras y brechas contribuyeron a debilitar el control social en la ciudad, dándole, como veremos, mayor oportunidad de participación a los sectores marginales de la población. Los discursos disciplinarios articulados por los modernizadores criollos, se fragmentaron debido a su rivalidad no sólo con las elites coloniales sino también entre las elites criollas mismas. A partir de la segunda década del siglo XIX se comienza a distinguir una segunda corriente modernizadora dentro de los discursos de las elites criollas, generada por los profesionales e intelectuales. Las ideas y proyectos de esta elite intelectual a veces convergían o complementaban los de los criollos hacendados. Estimuladas por los vertiginosos cambios culturales que transformaban las burguesías europeas, dichas elites intelectuales se plantearon la problemática social de Cuba, especialmente sobre La Habana. Reflexionaban sobre su identidad política y cultural, cuestiones de derechos, libertades y de autosuficiencia, reflexiones que resonaban con los debates de la época de revolución en Europa y en los Estados Unidos. Consideraban a Inglaterra, Francia y a los Estados Unidos como modelos de progreso e ilustración, mientras veían a España como un poder colonial retrógrado y decadente. En un aspecto, sin embargo, los proyectos modernizadores de los intelectuales divergieron drásticamente de los proyectos de los hacendados azucareros. El punto de contención fue la esclavitud como problema social. Es más, este desencuentro, ideológico y social, se presentó no sólo entre los intelectuales y la sacarocraria, sino también como una contradicción interna en los discursos intelectuales mismos. Estos ideales modernizadores chocaron a cada paso con los valores sociales del sistema esclavista que sostenían y constituían social y culturalmente a estos pensadores como estrato privilegiado de la sociedad habanera. El ideal moderno de auto-suficiencia de las elites criollas, por ejemplo, venía minado por su propia discriminación contra el trabajo manual, el cual venía asociado con el trabajo esclavo, lo que dificultaba el desarrollo de una mano de
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obra artesanal autónoma.7 Quizás el ejemplo más notable de este tipo de contradicción está en los esfuerzos de los criollos reformistas por abolir la esclavitud, por un lado, y en su dificultad a la hora de visualizar la población negra libre como parte de la sociedad cubana tras la abolición, tema que este estudio abordará en detalle más adelante. Tras el acuerdo internacional del cese de la trata de esclavos en 1817, promovido por Inglaterra, y el uso generalizado de la mano de obra libre en una economía mundial que se industrializaba rápidamente, las elites intelectuales criollas consideraron el uso del trabajo esclavo como un método primitivo. Hasta algunos hacendados llegaron a ver la esclavitud como una aberración de la Modernidad. El mismo hacendado criollo que logró que la Corona accediera desde de 1790 a una mayor libertad de comercio en la isla para traer esclavos, en 1834 pasó a preocuparse por la dependencia que la isla había desarrollado del trabajo esclavo, y se refería a la esclavitud como el “escollo de la filosofía y de la humanidad.”8 Sin embargo, agregaba que un cambio de sistema laborar no podía darse repentinamente. Lo cierto es que el cambio ni se dio por muchas décadas más ni se dio por iniciativa de la sacarocracia. Los hacendados temían que el cambio de sistema traería la ruina a la economía azucarera y estimularía una rebelión política de los negros contra los blancos (como en Haití). Trataron, entonces, de resolver gradualmente el problema de la escasez de mano de obra calificada y el de la falta de educación técnica en el país (Dau, 1837). El por qué estos esfuerzos no eliminaron la esclavitud en la primera mitad del siglo XIX sigue siendo un debate histórico y económico. Los criollos intelectuales, por su parte, mantuvieron una posición antiesclavista, operando en tensión con los intereses económicos de la sacarocracia criolla y los de los grandes mercaderes de esclavos españoles. Cabe agregar que del mismo modo estos intelectuales operaron en tensión con los intereses financieros de la Corona. Ésta hizo caso omiso a la ilegalidad de la trata, ya que se beneficiaba de las ganancias de la alta producción de azúcar en la isla. El acuerdo firmado entre España e Inglaterra para terminar la trata eslavista en 1817 sólo llevó a un cambio en la ruta de la trata. Lejos de terminarla, el comercio de esclavos creció notablemente en las décadas de los treinta y los cuarenta (Marrero, 1989, p. 99). Cabe, además, recordar que mantener el comercio de esclavos en aquel momento era en efecto el elemento central de un convenio tácito entre la sacarocracia criolla y las elites españolas. Como hemos señalado, dicha sacarocracia incrementaba la producción de azúcar en función de un mayor número de esclavos provenientes de los mercaderes españoles; además, a cambio de su lealtad política hacia la 7
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Este argumento lo desarrolla José A. Saco, uno de los ideólogos criollos principales de la isla, en su ensayo El juego y la vagancia en Cuba (1829). Carta de Francisco de Arango Y Parreño al Secretario de Estado en Madrid, en 1835. Archivo Histórico Nacional, Madrid, Ultramar, 3549.
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Corona española, las autoridades españolas se encargarían de contener cualquier rebelión de negros que pudiera amenazar su estabilidad (y, de paso, la propia estabilidad financiera del gobierno colonial). Esto neutralizó cualquier impulso hacia un movimiento de independencia, por lo menos hasta la mitad del siglo. Las elites intelectuales criollas veían la situación con alarma. Señalaban el hecho de que la economía esclavista azucarera no sólo nutría peligrosamente el crecimiento material de la ciudad, sino también contribuía a su composición racial e influenciaba negativamente el comportamiento de sus habitantes. Se preocuparon ante la dificultad de educar ciudadanos modernos apegados a viejos modelos de prestigio social, ordenar una ciudad racialmente mezclada y sostenida por la esclavitud. Comunicaron en sus escritos su frustración al ver que esta última y los intereses económicos que la sostenían minaban cualquier proyecto político hacia la soberanía y la autonomía política de los cubanos (Saco, 1960; Méndez, 1964).
Hacia una jerarquía moderna de raza y género La posición antiesclavista de la intelectualidad criolla, sin embargo, no se tradujo en una actitud de integración racial en relación a a la población negra. Los discursos de los intelectuales sobre el orden social de la ciudad fueron trazando una línea de liderazgo social marcadamente racializada. De esta forma, ciertos valores de esta sociedad esclavista pasaron a ser una parte constitutiva de la modernización de La Habana. Las elites modernizadoras buscaron un orden social basado en la racionalización del espacio organizado alrededor de viejas jerarquías de raza y género, ahora reformuladas a través de categorías modernas tales como las de ciudadanía, higiene, educación, y la idea de un cuerpo social saludable y disciplinado. Sabemos que el concepto de ciudadano ideal era, por definición, varón y blanco; que éste se nutría de la noción de individualidad de los discursos de autosuficiencia modernos europeos, y que éstos, a su vez, estaban fuertemente informados por los conceptos griegos de ciudadanía y de espacio público, ambos basados en la idea de un hombre libre. La política requería presentaciones en el espacio público. La mujer, los niños y los esclavos pertenecían a la esfera privada del hogar, donde contribuían a las necesidades físicas y emocionales de los hombres (Pettman, 2006). Con la emergencia de la burguesía europea como la nueva clase elite de la Revolución Industrial desde fines del siglo XVIII surgieron modelos y prescripciones del cuerpo ideal. Éstos estaban sobredeterminados por valores culturales europeos, por lo que los marcos de referencia racial, cultural y de clase eran la raza blanca y la clase burguesa, es decir, educada y saludable (Foucault, 1978). Sin embargo, es importante señalar que ya desde el siglo XVI estos conceptos estaban construidos en contraste con las nuevas clases trabajadoras y con los sujetos coloniales (de otras razas y con otras costumbres) y con los cuales los
colonizadores europeos empezaban a entrar en contacto (Stoler, 1995, pgs. 1-18).9 Las mujeres, de cualquier color, estaban al margen de esta visión. Eran consideradas como elementos débiles que vulneraban el orden social. Se decía que su volatilidad e irritabilidad, dictada por dominio de los ciclos reproductivos de su cuerpo en su temperamento, las hacía susceptibles a la irracionalidad, a la emoción excesiva, a la falta de objetividad y de entrega al deber. No sólo no eran aptas para servir en la esfera pública, sino que debían ser protegidas y supervisadas de cerca, ya que eran indispensables para la reproducción biológica y cultural de la sociedad (Martin, 1997, pp. 15-41). La raza negra caía también al margen de los ideales burgueses. En Cuba, como en otras colonias sostenidas por el trabajo esclavo negro, las reflexiones sobre raza y ciudadanía no había sido tan centrales como sí lo fueron en el siglo XIX, ya que la esclavitud había trazado hasta entonces una clara línea divisoria entre el esclavo y el ciudadano. Para la década de 1830, en La Habana la idea del futuro de una sociedad racialmente mezclada se asomaba ya como amenazante en las mentes de los intelectuales. Aunque pasaría medio siglo antes que se hiciera realidad en Cuba, la libertad de vientre era un hecho ya en la mayor parte de los países de Latinoamérica, que recientemente habían ganado su independencia. A la par la literatura antiesclavista, que ya habían comenzado a desarrollar las elites modernizadoras en la década mencionada, surgía la pregunta preocupante de cómo visualizar una Cuba independiente racialmente mezclada. El hecho de que hubiera un consenso sobre la incongruencia entre la esclavitud y la modernidad no llevaba a los criollos intelectuales a aceptar la integración de la población negra, o a aceptar la mezcla racial. Adicionalmente, el temor y el prejuicio de las elites blancas hacia la población de color se había incrementado desde finales del siglo XVIII con la rebelión haitiana de 1792 y el comienzo del uso masivo y particularmente explotador de la esclavitud durante el auge azucarero. La posibilidad de un levantamiento esclavo y la destrucción del complejo azucarero, como sucedió en Haiti, flotaba como una amenaza constante en La Habana. Por otro lado, ser negro se iba asociando más y más con la deshumanizada esclavitud masiva de las plantaciones e ingenios de principios del siglo. El argumento casi circular con el que las elites modernizadoras buscaban justificar el prejuicio contra los negros era que éstos habían sido deshumanizados por la esclavitud, por lo tanto había que disciplinarlos y mantenerlos a distancia. Por este tiempo se diseminaron varios estudios sobre la raza negra que buscaban encontrar causas biológicas que explicaran la supuesta inferioridad de los negros. Algunos estudios abordaban ampliamente 9
Stoler se refiere aquí a las dos grandes expediciones de científicos franceses a Sur América en el siglo XVIII, las cuales sirven de base cultural para un proyecto colonial más amplio. No obstante, ella misma menciona que el proyecto colonial español ya se encuentra en pleno desarrollo, razón por la cual se hace referencia al siglo XVI y no al XVIII.
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su tendencia a ciertas enfermedades y a la holgazanería, que a su vez llevaba a la falta de inteligencia, y al exceso sexual (O’Gavan, 1821). Un estudio establecía un vínculo entre raza y demencia, explicando que éste venía dado por la depresión que sufrían los negros al alejarse de su tierra (Pierquin, 1833). Si a los “problemas” de la raza se le agregaba el agravante de ser mujer, la amenaza al orden social femenino de color resultaba doble. Muchos de los discursos disciplinarios modernizadores que circulaban en La Habana, articularon este prejuicio racial con el de género. Estos discursos, que proliferaban en la década de 1830, después de varios siglos de una fuerte tradición de mezcla racial en la isla, venían impulsados por un intento de disciplinar o contener esta tradición de contacto a través del control de la mujer de color. En el centro de estos discursos estaba la mujer negra y mulata, esclava o la libre, que fue vista con aguda sospecha. Se podría decir que mucho del impulso modernizador de las elites fue formulado en contravía de la efectiva participación de la población de color en la esfera pública de la ciudad, especialmente la de las mujeres negras y mulatas. El plan reformista de las elites en lo referente a las mujeres negras esclavas que entraba en contacto cercano con los blancos, era de triple acción: prevenir a los blancos sobre la influencia negativa de las mujeres negras, controlarlas y disciplinar a estas mujeres, y aislarlas lo más posible. Estos discursos fueron articulados como estudios sobre la higiene y la salud del cuerpo físico y social. Con ellos se construyó a la mujer negra como agente de contagio de enfermedades físicas y morales en la sociedad cubana. Se distribuyeron, por ejemplo, varios ensayos sobre las nodrizas negras. Un estudio titulado “Memoria sobre la leche,” orienta a las madres blancas en la escogencia y la relevancia de disciplinar a las nodrizas negras. El estudio clasifica a estas últimas según su procedencia, explica los distintas tendencias a ciertas enfermedades (afecciones de la piel, enfermedades venéreas y tumores) de acuerdo a su origen. Se advierte el aspecto contagioso de estas enfermedades (Le Riverand, 1849, p. 15). Sin embargo, este tipo de discurso no diseminaba el prejuicio racial en una forma homogénea o uniforme. En este mismo estudio médico sobre las nodrizas en Cuba, se las construye como personificaciones de fertilidad, de fuerza natural y hasta las considera “mejores madres” por tener órganos reproductivos muy desarrollados.” Esto último se proponía en contraste con la mujer blanca, a la que se describe como frágil y debilitada por el excesivo entretenimiento. “Una en cien [mujeres blancas] goza de excelente salud: una que no se queja de dolores de cabeza, de espasmos, histeria, palpitaciones, anorexia, o mala digestión” (Le Riverand, 1849, p. 13). Aquí es importante notar la transición discursiva sobre los nuevos límites sociales por la que atravesaban los criollos intelectuales en La Habana en las primeras décadas del siglo XIX. El mismo paradigma de oposición, mente/cuerpo, dentro del que los criollos se construían a sí mismos como
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los representantes de la razón y de la mente dentro de la sociedad cubana, producía ahora en ellos una ambivalencia de sentimientos y ansiedad hacia las mujeres negras. Al mismo tiempo que se les construía como agentes de contaminación y contagio, se proponían como íconos de fertilidad y fuerza física. Los paradigmas de oposición establecidos desde la Ilustración entraban, así, en incómoda articulación con el discurso moderno del cuerpo social y la experiencia cultural cubana nutrida por la esclavitud. Además de que el contacto racial producía enfermedades físicas, se estableció que conllevaba el contagio moral y cultural. Esta idea estaba ya bastante establecida tanto en las colonias europeas (colonizadores) como en las latinoamericanas (colonizados). Y como en aquéllas, en el discurso habanero las mujeres de color eran el principal agente. Muchos intelectuales creían que los vicios de la población blanca comenzaban en la cuna, cuando entraban en contacto con las esclavas. Algunos pensaban que la presencia de las mujeres de color, fuertes y capaces, debilitaba aquel viejo sentido del patriarcado entre los niños criollos. Estos niños tendían, por lo tanto, a ser menos capaces como futuros ciudadanos (Le Riverand, 1849, p. 15). A las mujeres negras y a las mulatas libres se les representó como agentes de contacto racial y cultural particularmente peligroso, ya que no estaban sujetas a los mecanismos de control directos de un amo. Se movían constantemente por la ciudad, contribuyendo activamente a su economía y participando dinámicamente en su vida social. Ellas constituían la mayoría de las vendedoras, artesanas, parteras, sirvientas, cuidanderas y maestras de primeras letras. Algunas eran dueñas de negocios o prestamistas.10 No es difícil de entender, entonces, el que los criollos intelectuales se sintieran amenazados por la forma en que la sociedad habanera se sostenía en el trabajo de las negras libres, elementos sociales que ellos consideraban demasiado móviles y fluidos (espacial y culturalmente hablando), y difíciles de controlar. Se les necesitaba para el efectivo funcionamiento de los hogares y de la ciudad en general. Además, estas mujeres estaban fuertemente integradas a la cotidianidad de las elites blancas. También se comprende, así, el intento de algunos intelectuales criollos que siguieron la convención moderna establecida en las colonias europeas de tratar de controlar la población a través de discursos disciplinarios dirigidos a la población blanca sobre la sexualidad de la mujer de color. Como esposas, amantes y compañeras de hombres blancos, las negras y mulatas libres contribuían a la mezcla de las razas, al blanqueamiento de la raza negra, diluyendo así los parámetros seguros de la diferencia de razas basados en el color de la piel, que aseguraban, según ellos, el 10 Un excelente ejemplo de empresaria es el de Ursula Lambert, administradora de varios componentes del cafetal más grande de la isla en 1839 y quien luego pasó a ser prestamista en la ciudad hasta su muerte (Mena, 2001, pp. 201-105).
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lugar superior de la raza blanca. Circularon escritos que intentaron establecer la necesidad de fuertes límites que contuvieran la sexualidad de la mujer negra libre, sobre todo de la mulata. Cuando los criollos intelectuales abordaron el tema de la mezcla racial con particular intensidad en La Habana de la década de 1830, el discurso sobre las mulatas libres como elementos sospechosos adquirió más fuerza (sobre estos estereotipos de la mulata ver Crespo Y Borbón, 1847; Betancourt, 1979, pp. 240249; Rivas, p. 77). Si a la mujer negra se le consideró agente de contagio racial y cultural, a la mulata se le consideró tanto agente como producto de corrupción de la misma (Betancourt, 1979, pp. 240-249). A la mulata se la presentó como ícono de sensualidad peligrosa y desorden social por excelencia. Algunos escritores, como el ya mencionado Cirilo Villaverde, vincularon la falta de integridad con la raza y la peligrosa sensualidad de la mulata con los debilitados parámetros raciales de La Habana en Cecilia Valdés. Presenta la gravitación persistente y problemática de blancos alrededor de las mulatas, que produjo el blanqueamiento gradual de tres generaciones hasta llegar a Cecilia, una mulata prácticamente blanca. La trama está tejida alrededor de la relación amorosa, secreta y ultimadamente trágica de Leonardo, el hijo de un adinerado español, dueño de una plantación, y Cecilia, hija de una mulata amante de este último, de quien no saben que es su media hermana. El narrador sugiere, así, que una descendiente de esclava y el hijo de un dueño de esclavo pueden encontrarse por azar en la ciudad sin estar anuentes de sus lazos sanguíneos, y de esta forma desatar una mezcla confusa de vínculos sociales y raciales que diluyen cualquier límite social que los pudiera proteger (Villaverde, 1981, p. 32). El texto describe a Cecilia, su personaje principal, como una mujer bella, pero de dudosa reputación: “Era su tipo el de las vírgenes de los más célebres pintores [...] La boca la tenía chica y los labios llenos, indicando más voluptuosidad que firmeza de carácter [...] un conjunto bello, que para ser perfecto sólo faltaba que la expresión fuese menos maliciosa, si no maligna” (16, énfasis agregado; “Sólo faltaba” es la frase clave aquí). Su imperfección, revela pronto el texto, es su inmoralidad. La novela subraya el peligro de parecer virtuosa (“su tipo el de las vírgenes...”) y ser inmoral.
Una modernidad negociada Las mujeres negras y mulatas, libres y esclavas, por lo tanto, tuvieron que “negociar” dinámicamente con estos discursos de disciplina social cargados de discriminación de género y racial. Como hemos visto, parte de la ansiedad que estas mujeres generaban en las elites modernizadoras, tenía que ver con la zona de contacto desde donde trabajaban y con su movilidad, que era difícil de controlar. Desde otra perspectiva podríamos decir que estos factores fueron claves para las formas de negociar de estas mujeres. Fue
justamente desde esos espacios, generados en parte por las contradicciones sociales de la ciudad y por el prejuicio racial, que estas mujeres desarrollaron estrategias de supervivencia y mecanismos de autopromoción. En muchos casos negociaron como mediadoras, entre los blancos y los negros, y entre hombres y mujeres. Gracias a su alto grado de movilidad espacial (que es también social) se desplazaron entre lo público y lo privado, entre los afectos y la autoridad, dentro y fuera de la familias de las elites, dentro y fuera de la sociedad. Como ya hemos señalado ya que el tipo de trabajo que muchas de estas mujeres ejecutaban, relacionado con cuidados del cuerpo (parteras y nodrizas), la enseñanza de niños, y los servicios personales en general, las colocaba en esta zona especial de contacto tanto físico como cultural. A partir de sus oficios, como nodrizas, por ejemplo, establecieron lazos afectivos fuertes con los hijos de los criollos y españoles que conllevaban fuertes intercambios culturales. En el caso de algunas esclavas, estos lazos afectivos les facilitaron ciertos privilegios o alguna herencia significativa. Su influencia cultural, que fue intensa, les fue abriendo nuevas formas de inserción en la sociedad cubana, aunque ese proceso haya conllevado cierta hostilidad de parte de las elites. A las inflexiones con tonos africanos que los niños aprendían de sus cuidanderas, por ejemplo, se les consideró el comienzo de la temida desfiguración de la lengua castellana (Bachiller y Morales, 1977, pp. 105-111). Muchos de los oficios que realizaban, además, promovían o exigían un alto grado de movilidad. Por prejuicios raciales y por la división racial y social del trabajo en la ciudad, las negras y mulatas llegaron a convertir las calles de la ciudad prácticamente en su territorio, y la movilidad en una de sus estrategias de supervivencia claves. En La Habana, como en otras ciudades cubanas, las autoridades municipales y los planificadores urbanos no se ocuparon directamente de las necesidades de las mujeres negras y mulatas libres. Pero tampoco trataron de contener, reducir o fijar en determinadas áreas sus actividades económicas. No había medidas especiales que segregaran las áreas residenciales de la población libre de color. Dicha segregación hubiera sido prácticamente imposible, ya que el trabajo de las negras libres, sobre todo el trabajo manual y de servicio, era indispensable para el funcionamiento diario de la ciudad.11 11 Para reconstruir las vidas y estrategias de supervivencia y negociación de las mujeres libres de color en La Habana de la década de 1830 y 1840 he consultado cartas, testamentos, casos legales, aplicaciones y apelaciones para licencias de negocios y licencias de matrimonio, documentos de comercio, orden público, censos, reportes gubernamentales, correspondencia oficial, trazos y mapas de distintos barrios de La Habana, diarios de viaje, artículos de costumbre, periódicos de la época, poesía y ficción. Para esto consulté los fondos Ultramar y Fomento en el Archivo de Indias en Sevilla y los fondos Gobierno Superior Civil, Gobierno General, Instrucción Pública, Asuntos Políticos, Comisión Militar, Escribanías, Reales Cédulas y Órdenes, y Miscelánea de Expedientes en el Archivo Nacional de Cuba. Para mayor información ver Mena, 2001.
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La movilidad de las mujeres libres de color estaba también vinculada a su alto nivel de autonomía frente a los códigos sociales en lo referente a su comportamiento sexual. Los códigos de conducta y tradiciones sociales que regían tal comportamiento de las mujeres blancas de altos estratos, restringiendo su participación en la esfera pública, tuvieron mucha menos influencia sobre la mayoría de las mujeres negras libres. Si bien es cierto que muchas familias de mujeres de color jóvenes se preocuparon por el futuro de éstas, también es cierto que se enfocaba sobre todo hacia su seguridad y bienestar social más inmediatos.12 Sin duda muchas de ellas negociaron con la reputación implícita de conducta lúdica que la sociedad habanera blanca les asignaba—sobre todo a la mulata como lo indica el dicho de la época “No hay tamarindo dulce ni mulata señorita” (Martínez-Alier, 1972, p.47)—. Para poner estos estereotipos en un contexto histórico, cabe notar aquí que dentro de los ya bajos porcentajes de matrimonios en la Cuba del siglo XIX, las mujeres negras libres tenían los más bajos. De acuerdo al censo nacional de 1827, había un matrimonio por cada 319 personas negras libres, en comparación con una de cada 143 personas blancas y uno de cada 161 esclavos (de la Sagra, 1845. p.163). La proporción de matrimonios en La Habana debe haber sido bastante más alta que lo que indican las cifras nacionales para los tres grupos poblacionales, dado el mayor acceso a registros legales, a la Iglesia, y a recursos económicos. Pero la diferencia relativa de matrimonios entre esos grupos debe haber sido similar. A través de los testamentos de mujeres negras libres se puede ver que no era raro que tuvieran hijos de distintas uniones no matrimoniales. Esto no debe haber sido sólo una cuestión de preferencia personal. Entre varios factores, el que los negros libres hayan tenido relativamente menores recursos económicos que las mujeres negras, por ejemplo, debe haber desincentivado propuestas de matrimonio. Sabemos por sus testamentos que muchas mujeres negras libres llevaban más propiedad que sus parejas al casarse.13 Otro factor que debe haber contribuido a que los amancebamientos o concubinatos entre blancos y negras fueran convencionalmente preferidos por estas últimas a los matrimonios con hombres de color, pues llevaban al “blanqueamiento” de la familia. Tales uniones se 12 Para una discusión sobre los distintos estándares morales aplicados a las mujeres dependiendo de la raza y la clase, ver Martínez-Alier (actualmente Verena Stolcke), 1972, pp: .27-57 y 1989, pp: 57-64. Para casos similares en Puerto Rico colonial ver Suárez Finlday, 1999, pp: 2052. Para una discusión más amplia sobre códigos de honor y sexualidad femenina en las colonias españolas ver Seed, 1991 y Arrom, 1988. 13 Ver como ejemplos los testamentos de María de Regla de Cárdenas y de Francisca Borgier, Archivo Nacional de Cuba, Escribanía de Vergel, Legajo 250, Expediente 18, y Escribanía de Rodríguez Pérez, Legajo 6, Expediente No.3.
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realizaban sobre todo con inmigrantes españoles pobres. Los matrimonios interraciales eran mínimos (Martínez-Alier, 1989, pp. 62-63). Algunos historiadores contemporáneos, como también escritores de la época, han señalado que muchas mujeres negras libres tendían a unirse, y en menos casos casarse, con blancos como una forma de avance social (Martínez-Alier, 1972, p.29; de las Barras y Prado, 1925, pp.114-115). Pero sería un error ver como una manipulación lo que era más bien una forma de negociación: en muchos casos fueron los novios blancos los que justificaron la petición de una licencia para matrimonio interracial, haciendo referencia a la necesidad que tenían ellos de apoyo financiero o del trabajo de las futuras esposas, o a su gratitud por haber recibido sus cuidados personales durante alguna enfermedad (Martínez-Alier, 1989). De modo que la movilidad de una mujer de color, orientada o impulsada sobre todo por cuestiones de supervivencia y avance social, no fue muy limitada por códigos de conducta enfocados a dar una imagen de virtud. La gran mayoría de las negras libres gozaban de mucha libertad de movimiento. A esto se le agregaba el hecho de que las mujeres de las elites blancas no debían transitar en público sin estar acompañadas y trataban además de evitar las calles consideradas sucias y peligrosas. Las negras libres y esclavas trabajadoras fueron las que se encargaron de las tareas que implicaban transitar por ellas y de ser las mediadoras entre las esferas pública y privada para las mujeres criollas o las españolas. Llevaban y traían encargos o hacían compras para sus amas o patronas. Este tipo de mediación les facilitó a las esclavas una relación especial de confianza. Varias ocupaciones de las negras y mulatas libres tendían a acortar las brechas en la infraestructura de la ciudad, la cual estaba fragmentada, como hemos visto, entre un gran dinamismo económico y valores sociales arcaicos. Algunos de los trabajos de las mujeres libres compensaron la ineficacia de servicios, supliendo necesidades que la infraestructura urbana establecida no lograba llevar a cabo. De esta forma se fueron haciendo más presentes en partes de la esfera pública de la ciudad, por ejemplo, aprovechando las nuevas demandas de servicios tradicionalmente dominadas por la población blanca durante las primeras décadas del siglo XIX, las negras libres comenzaron a prestar más activamente servicios de cuidado personal remunerados. Esto incluía el cuidado de enfermos y ancianos. Las emigraciones de otras regiones de la isla, o de otros países hacia la pujante ciudad de La Habana, contribuyeron a la separación de núcleos familiares y a la demanda de este tipo de servicios. Las negras libre prestaron dinero, además, de manera informal tanto a negros como a blancos, lo que contribuía al dinamismo económico de una ciudad que no contaba con servicios financieros. Estas deficiencias, combinadas con la creciente capacidad adquisitiva de los estratos medios, produjeron estos nichos socioeconómicos en los que se insertaron las negras libres. Otro tipo de ocupación en la que se emplearon estas últimas y que también había
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 73-85. Raza, género y espacio: las mujeres negras y mulatas negocian su lugar en La Habana durante la década de 1830 / Race, Gender and Space: Black and Mulatto Women in Havana of the 1830’s / Raça, gênero e espaço: as mulheres negras e mulatas negociam seu lugar na Havana durante a década de 1930
venido a llenar necesidades urgentes en la ciudad, fue la de educadoras de primeras letras. Un buen número de mujeres negras libres se dedicaron al cuidado de niños, tanto blancos como negros y mulatos, fuera de casa, que incluía la enseñaza de habilidades básicas. Para entonces no existía una infraestructura educativa capaz de implementar un plan de amplio alcance. A pesar de que algunos criollos intelectuales presionaron para que se cerraran, las escuelitas creadas por estas mujeres continuaron abiertas por varios años, porque la institución municipal encargada de asuntos culturales no tenía los fondos para reemplazar tal servicio de enseñanza. Esta oportunidad de trabajo existió hasta que el gobierno formalizó la educación primaria años después (Mena, 2001, p. 190). A medida que las mujeres de color iban participando más activamente en la economía de la ciudad, fueron utilizando más activamente los recursos legales que garantizaban sus escasos derechos. Esto indica que hicieron uso para beneficio propio de la misma tradición legalista de la Colonia española que había producido leyes racistas. Por ejemplo, existían leyes coloniales que prohibían a las personas de color, libres o esclavos, hombres o mujeres, obtener una educación formal (Zamora, 1985, Leyes XII, XV y XXVIII; Bachiller y Morales, 1880, p. 11). Las mujeres negras y mulatas libres, y las esclavas no sólo buscaron formas alternativas para educarse (bajo la tutela de sus patrones, de otras esclavas o apelando a la caridad cristiana de las parroquias), sino también aprendieron a usar y a manipular la ley en beneficio propio. Así, hicieron amplio uso de la ley para ganar su libertad, para hacer reclamos, comprar o vender propiedades, exigir el pago de deudas o arreglar una herencia. Usaron su recurso a la coartación o autocompra para obtener su libertad o ayudar a familiares o amigos a comprarla. Supieron utilizar su derecho a un síndico procurador, una especie de árbitro legal nominado por la ciudad, que mediaba entre amos y esclavos, y lo que ayudaba a negociar y a tramitar el pago inicial y los pagos a plazos que le seguían para completar la autocompra.14 También usaron los servicios del síndico procurador para gestionar sus quejas de abusos de parte de sus amos, ya fueran físicos, económicos o psicológicos. Abundan documentos sobre casos en que se acusa a un amo o ama de distorsionar la contabilidad relacionada con una carta de libertad.15 Los historiadores que han trabajado sobre la esclavitud en Cuba también han documentado muchos casos de quejas de esclavas castigadas por no corresponder 14 Muchos de estos casos pueden encontrarse entre los manuscritos de Antonio Bachiller y Morales, síndico procurador de la ciudad (décadas de 1820-1880) 15 Ejemplos de casos en el ANC, Fondo Gobierno Superior Ciivil, están los siguientes: Carlota Paola, tratando de comprar la libertad de su futuro ahijado, Legajo 948, Expediente 33492. María Belén Medina se queja de que el dueño de su hijo le ha subido el precio después de coartado, Legajo 948, Expediente 33487. Benigna Rendón se queja del excesivo precio que se pide por su hijo. Legajo 954, Expediente 33693.
los avances sexuales de sus amos.16 En un notable caso, Florencia Rodríguez acusa a su amo de haberla seducido bajo promesas de libertad cuando tenía 14 años. Después de 3 años sin recibirla, se niega a seguir concediendo favores sexuales al amo. Como represalia la fuerza a vestirse de hombre y trabajar con los artesanos varones. Florencia lleva el caso al síndico después de huir de su amo tras un ataque violento cuando estaba borracho. Pide sea vendida a otro amo (tal ejemplo y otros aparecen en García, 1996, pp. 170-175). Este caso no sólo ilustra el grado de agencia de la esclava al hacer un uso efectivo de sus recursos legales, sino también de su autonomía de decisión a los 17 años, al negarse a continuar relaciones sexuales con el amo sin la recompensa prometida. El que esta autonomía de decisión haya sido interpretada como inapropiada a su condición más que de esclava, de mujer, es fuertemente sugerida por el castigo del amo, al hacerla vestir como varón y trabajar entre los hombres. Esta autonomía de decisión y sentido de la subjetividad propia se ve aún más claramente como una característica que abundaba entre las negras libres. Algunas aprendieron a manipular la ley astutamente, muchas se preocuparon por informarse sobre órdenes reales, cláusulas y excepciones. Existen casos documentados de negras y mulatas que ganaron apelaciones en las que retaban a las autoridades municipales. Estos casos están casi siempre ligados al reclamo de pagos, derechos de herencia, o disputas sobre cuestiones de propiedad. La saga de Felipa, una mujer negra libre analfabeta, madre de tres niños pequeños, para recibir los derechos de una casa que le había dejado en herencia una mujer blanca rica en compensación por sus servicios de cuidado, es uno de esos casos. Las negociaciones que Felipa comenzó informal y amigablemente en 1847, acabaron en un proceso de litigio formal en 1849 en el que la mujer recibe los derechos de propiedad. Lo interesante de este caso es que cuando el abogado de Felipa resolvió el caso, Felipa ya había negociado informalmente el traspaso de la casa en disputa; estaba usando la casa para el cuidado de un niño por una onza de oro al mes, y estaba alquilando uno de lo cuartos.17 Entre los propietarios de la población negra habanera, la mayoría eran mujeres.18 Las propietarias negras libres, por lo tanto, pusieron especial cuidado en el arreglo formal de herencias, ya que a través de éstas construían las bases económicas para el avance económico de sus familias y allegados. El hacer uso de su derecho a recibir o dejar una herencia, más que una cuestión de necesidad 16 Entre muchos ejemplos ver el caso de Juana Valenzuela en el ANC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 1056, Expediente 37631 y las declaraciones de las negras Maiia de la Cruz, Asunción, Rufina, y las mulatas Paula y Florentina en el ANC, Fondo Gobierno Superior Civil, Legajo 954, Expediente 33752. 17 ANC, Escribanía de Barreto, Legajo 229, Expediente 1, 1849. 18 ANC, Miscelánea de Libros. Legajos 7496, 7497. Índice de las calles de extramuros con las casas de alquiler.
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económica, fue clave para la construcción de un sentido de participación en la sociedad y, por lo tanto, para el desarrollo de una nueva identidad social. Quizás ese sentido de la subjetividad propia debe haber contribuido a un fuerte sentido de autosuficiencia en algunas negras libres. La idea de subordinar sus decisiones a otra persona les habrá parecido extraño a tres de ellas que decidieron tomar ciertas decisiones legales sin consultar a sus maridos. Los esposos de María Manuela y María Dolores Cárdenas cuestionaron la legitimidad del poder legal a dos representantes y la elección de los representantes que ellas habían elegido para que arreglaran la herencia de su madre, por no haber sido consultados. Los esposos argumentaron que como herederos de sus mujeres, ellos debían haber sido incluidos en estas transacciones legales. Además, se quejaron de no ser consultados o siquiera informados.19 El esposo de Francisca Borrego tomó una actitud más resignada, afirmó que aunque su esposa ni siquiera le había comentado que le iba a heredar cierta propiedad a su hija y su marido, él estaba de acuerdo post facto.20
Conclusiones La Habana se transformó social y espacialmente de una forma desigual y fragmentada durante las primeras décadas del siglo XIX. Se convirtió en una ciudad moderna al mismo tiempo que permaneció atada a viejos valores sociales y económicos. En aquel momento, en el que atravesaba por una coyuntura histórica clave, la ciudad se vio situada entre corrientes económicas e ideológicas foráneas y locales que la conducían en distintas direcciones. Su crecimiento se desarrolló dentro de una tensa coexistencia de un estilo de vida colonial español y un estilo cambiante sin lograr la trasformación completamente. Los efectos de estas fragmentaciones facilitaron el desarrollo de un carácter social acreditado por un intenso dinamismo, grandes contrastes, cambios constantes y un liderazgo social igualmente fragmentado. La fuerte rivalidad entre las elites coloniales y las nativas (criollas), y las divergencias dentro de las nativas (criollas intelectuales y la sacarocracia) en cuanto a la cuestión de la esclavitud resultaron en contradicciones sociales espaciales y discursivas. Estas contradicciones fueron convertidas por la creciente población de mujeres de color en oportunidades a fin de negociar su espacio en la ciudad. Las negras y mulatas libres y esclavas tuvieron que negociar este espacio ya que fueron consideradas por las elites intelectuales (modernizadoras) como elementos incongruentes de la ciudad moderna. La mayor participación social y económica de estas mujeres, combinada con el dinamismo de la ciudad durante las primeras décadas del
19 ANC, Escritura de Luis Blanco, Legajo 485, Expediente 7. 20 ANC, Escribanía de Antonio Daumy, Legajo 290, Signatura No.5
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siglo XIX, y con siglos de una fuerte tradición de mestizaje, había llevado a mayores posibilidades de contacto y mezcla racial en La Habana. Y dicha mezcla era considerada por las elites como una amenaza a la salud física, social y moral de la ciudad, y a estas mujeres, agentes principales de este contacto y mezcla. Ante este planteamiento, y en un esfuerzo por establecer un nuevo orden social que le diera una forma moderna a este dinamismo “caótico,” las elites criollas intelectuales desplegaron una serie de discursos disciplinarios sobre el control de la mezcla racial, enfocados en las mujeres negras y mulatas. Las mujeres de color, por su parte, negociaron con estos discursos a través de su continuada participaron social. En otras palabras, los discursos de orden moderno que se desarrollaron en La Habana de la década de 1830 se constituyeron mutuamente con la realidad diaria de la ciudad, con la cotidianidad de las negras y mulatas. Por un lado, la insistencia de los intelectuales en usar la presencia de la mujer de color como límite entre lo público y privado (la criandera como intrusa, por ejemplo), de lo puro y lo contaminado (la nodriza como contaminadora) y las consiguientes reformas de educación, salud pública, etc. estuvieron orientadas a contener la influencia de las negras y mulatas. Por otro, las prácticas de estas mujeres fueron influenciadas por los nuevos conceptos sobre los límites sociales y espaciales, las “seguras” separadas de las “peligrosas.” En muchos casos, las mujeres de color fueron las mediadoras entre estas esferas, entre lo público y lo privado, entre lo aceptable y lo escandaloso. Así jugaron un papel decisivo como esposas, amantes, maestras, nodrizas y sirvientas, pero también como dueñas de propiedades, empresarias e incansables perseguidoras de sus propias causas legales. A través de su participación, a menudo al margen de los modelos de orden social de las elites modernizadoras, las mujeres negras y mulatas, especialmente las libres, hicieron más complejas las nociones de la sociedad cubana que dictaban el papel apropiado de la mujer en la sociedad. De este modo la geografía moderna de La Habana estuvo forjada en parte por la negociación entre el mundo de las mujeres negras y mulatas, y el de los criollos modernizadores; dos mundos sociales que, lejos de existir separadamente, se transformaban entre sí constantemente. Esta transformación preparó el camino para la integración de la población de color en la sociedad cubana. Así, desde las fracturas causadas por los conflictos entre elites y entre elementos coloniales y de clase, emergió una Habana moderna, en la que las transformaciones más profundas, sociales y raciales, hacia una futura nación, comenzaban a ganar impulso.
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RECORDANDO ÁFRICA AL INVENTAR URUGUAY: SOCIEDADES DE NEGROS EN EL CARNAVAL DE MONTEVIDEO, 1865-1930* Fecha de recepción: 15 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 10 de diciembre de 2006
George Reid Andrews** Resumen El artículo estudia el proceso histórico mediante el cual la música y la danza provenientes de África y Europa se mezclaron en los llamados “ritmos nacionales”, configurando las identidades nacionales en América Latina. Este proceso implicó en cada país complejas negociaciones en asuntos de raza, etnicidad, género y clase social. A manera de ejemplo, el autor profundiza en el ritmo nacional conocido como el candombe uruguayo, pieza central del Carnaval anual de Montevideo desde mediados de 1800.
Palabras clave: Carnaval, África, candombe, Uruguay, identidad nacional, raza.
REMEMBERING AFRICA, INVENTING URUGUAY: SOCIEDADES DE NEGROS IN THE MONTEVIDEO CARNIVAL, 1865-1930 Abstract The article studies the historical process by which African and European music and dances merged into the so-called “national rhythms”, building national identities in Latin America. Such process implied complex negotiations for each country, in terms of race, ethnicity, gender and social classes. As an example, the author deals with the national rhythm best-known as candombe uruguayo, key piece in the Annual Montevideo Carnival since mid-1800’s.
Keywords: Carnival, Africa, candombe, Uruguay, nacional identity, race.
RECORDANDO A ÁFRICA AO INVENTAR O URUGUAI: SOCIEDADES DE NEGROS NO CARNAVAL DE MONTEVIDÉU, 1865-1930. Resumo Este artigo retoma o processo histórico mediante o qual a música e a dança provenientes da África e da Europa misturaram-se nos chamados “ritmos nacionais” configurando as identidades nacionais na América Latina. Este processo implicou em cada país complexas negociações em assuntos de raça, etnicidade, gênero e classe social. Para dar um exemplo, o autor aprofunda no ritmo nacional conhecido como o candombe uruguaio, peça central do Carnaval anual de Montevidéu desde meados de 1800.
Palavras-chave: Carnaval, África, candombe, Uruguai, identidade nacional, raça
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Traducido por Sandra E. Caicedo-Robayo. Nota de los Editores: Por tratarse de una traducción que se nutre de diversas fuentes primarias, hemos decidido respetar las normas de citación utilizadas por el autor en la versión original. ** B.A. in History, Dartmouth College; M. A. in History, University of Wisconsin-Madison; Ph. D. in History, University of Wisconsin-Madison. Actual profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Pittsburgh, EE.UU. Correo electrónico: reid1@pitt.edu. Texto publicado originalmente en el Hispanic American Historical Review, 2007. La investigación para el presente ensayo fue fruto del apoyo de la beca Rockefeller en Humanidades, otorgada por el Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos de la Universidad de La República (Montevideo), que también fue subvencionado por el Programa de Investigación en el Exterior del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad de Pittsburgh. Mi trabajo en Montevideo fue facilitado enormemente por tres asistentes maravillosas: Anne Garland Neel, Lindsey Ruprecht y Christine Waller. Mis agradecimientos a John Chasteen, Barbara Weinstein y dos lectores anónimos de la HAHR por sus constructivos comentarios en versiones iniciales del presente ensayo.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 86-104. Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 / Remembering Africa, Inventing Uruguay: Sociedades de negros in the Montevideo Carnival, 1865-1930 / Recordando a Africa ao inventar o Uruguai: sociedades de negros no Carnaval de Montevidéu, 1865-1930
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ecientemente historiadores y estudiosos de la cultura latinoamericana han dado creciente importancia a lo que John Chasteen ha llamado “ritmos nacionales”-formas de danza y música populares-, surgidos de las mezclas de tradiciones de danza y música africanas y europeas que incorporan elementos de las dos. Tales ritmos (tango argentino y uruguayo, samba brasileña, cumbia colombiana, rumba y son cubanos, merengue y bachata dominicanos y bomba, plena y salsa puertorriqueñas) son elocuentes representaciones de la idea y práctica de mezcla de razas y de los ideales latinoamericanos de democracia racial. En parte por ello y en parte por su atractivo musical intrínseco, cada uno ha sido asumido paulatinamente como símbolo y expresión de identidad nacional.1 Tal como lo evidencian dichos estudios, el proceso histórico mediante el cual música y danza africanas y europeas se mezclaron para crear los ritmos nacionales no fue ni automático, ni sencillo. En cada país implicó complejas negociaciones en asuntos de raza, etnicidad, género y clase social, los cuales representan “las inmensas desigualdades en materia de estatus, bienestar y poder” que han determinado los procesos de mezcla de razas y creación cultural en toda América Latina.2 El presente ensayo analiza ese proceso y las negociaciones en la creación de otro ritmo nacional, quizá menos conocido: el candombe uruguayo. Originalmente interpretado y danzado por africanos libres y esclavos en Montevideo, el candombe fue el predecesor y uno de los ingredientes del tango uruguayo y argentino; aunque a comienzos de los años 1900 ya había desaparecido de Argentina, en Uruguay persistió y ha sido esencial en buena parte de la cultura popular nacional. Desde mediados de 1800 hasta ahora, el candombe ha sido una de las piezas centrales del Carnaval anual de Montevideo. En la década de 1970, su ritmo en clave llevado con palmas por la multitud en campañas políticas y otros encuentros
públicos, se convirtió en un símbolo audible de oposición a la dictadura militar de entonces. En los años 90 del siglo pasado y comienzos del actual, el candombe ha sido retomado por miles de jóvenes percusionistas, estudiantes de música en “academias de percusión,” e interpretado en las calles de Montevideo y otras ciudades uruguayas.3 Como lo señaló el diario La República de Montevideo en el año 2002, al referirse al desfile de comparsas “africanas” en la celebración anual del Carnaval: “el ancestral ritual de la raza negra [...] hoy por hoy es el gran ritual de todo un pueblo sin distingos de colores de piel, religiones, de estamentos o diferencias culturales. Esta noche el tambor llama y a su reclamo todo un pueblo acudirá, danzará y renovará su compromiso con una tradición enraizada en los mismos cimientos de nuestra nacionalidad.”4 Originalmente traído a Montevideo por esclavos africanos, entre 1865 y 1930 el candombe fue retomado y remozado por los descendientes afro-uruguayos de esos esclavos, por las clases alta y media de euro-uruguayos, y por los obreros urbanos, muchos de ellos inmigrantes europeos en busca de su lugar en la sociedad uruguaya. ¿Por qué entonces los uruguayos, mayoritariamente blancos, decidieron hacer de un ritmo definitivamente “africano” una de las expresiones más importantes de su identidad nacional? Y más allá, ¿por qué se decidieron a hacer tal cosa, en un período de pensamiento social tan intensamente racista, en el que la idea de la supremacía blanca se extendía allende el Atlántico? Y ¿qué consecuencias traería ello a la imagen y presentación de África y de los africanos presentes en aquella música e incorporados a la cultura popular uruguaya?
Naciones africanas Hay pocas dudas acerca del origen africano del candombe. La palabra apareció por primera vez impresa en 1834, en un periódico de Montevideo, para referirse a las danzas de los esclavos africanos en la ciudad. Al año siguiente, nuevamente apareció en un poema que retrataba a los esclavos africanos celebrando la ley de libertad de vientres en 1825.5 “Lo Comundá, lo Casanche, lo Cabinda, lo 3
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John Charles Chasteen, Nacional Rhythms, African Roots: The Deep History of Latin American Popular Dance (Albuquerque, 2004); Robert Farris Thompson, Tango: The Art History of Love (New York, 2005); Deborah Pacini, Bachata: A Social History of a Dominican Popular Music (Philadelphia, 1995); Robin Moore, Nationalizing Blackness: Afrocubanismo and Artistic Revolution in Havana (Pittsburgh 1997); Paul Austerlitz, Merengue: Dominican Music and Dominican Identity (Philadelphia, 1997); Hermano Vianna, The Mystery of Samba: Popular Music and National Identity in Brazil, traducido y editado por John Charles Chasteen (Durham, 1999); Bryan McCann, Hello, Hello Brazil: Popular Music in the Making of Modern Brazil (Durham, 2004); Peter Wade, Music, Race and Nation: Música Tropical in Colombia (Chicago, 2000); Ruth Glasser, My Music Is My Flag: Puerto Rican Musicians and Their New York Communities, 1917–1940 (Berkeley, 1995); Juan Otero Garabís, Nación y ritmo: “Descargas” desde el Caribe, (San Juan, 2000). Chasteen, Nacional Rhythms, 2004.
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Sobre la trayectoria histórica del candombe y su reciente popularidad, ver Luis Ferreira, Los tambores del candombe (Montevideo, 1997); Alejandra Iervolino et al., “Tambores en reconquista y alzáibar,” en Verónica Filardo, ed., Tribus urbanas en Montevideo: Nuevas formas de sociabilidad juvenil (Montevideo, 2002), 83-96; George Reid Andrews, “Rhythm Nation: The Drums of Montevideo,” ReVista 2, 2 (2003): 6468; www.candombe.com “Noche de llamadas,” La República (Montevideo), Febrero 8 de 2002, 35. En las siguientes referencias, los periódicos y revistas mencionados deben asumirse como publicados en Montevideo. La ley de libertad de vientres ponía a salvo de la esclavitud a los niños de madres esclavas, en tanto ellos eran obligados a servir a sus amos hasta que alcanzaran la mayoría de edad. Poco se ha investigado o hecho acerca de esta norma y sus consecuencias. Para una primera aproximación al tema, ver Alex Borucki, “Abolicionismo y esclavitud en Montevideo tras la fundación republicana (1829-1853)” (trabajo no publicado, Montevideo, 2004), 13-19.
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Benguela, lo Manyolo, tulo canta, tulo grita [sic].”6 Estos eran sólo algunas de los grupos étnicos africanos que vivían en Montevideo.7 Al igual que en Buenos Aires, La Habana y otras ciudades porteñas de América Latina, estos grupos formaron organizaciones conocidas en Montevideo como las “naciones” africanas. Durante la primera mitad de 1800, la ciudad tuvo entre 15 y 20 organizaciones de aquellas que atendían las necesidades de africanos provenientes del Congo, Mina, Benguela, Calabarí, entre otros. Funcionaban como centros religiosos, sociedades de ayuda mutua y organizaciones cabilderas para negociar con los funcionarios públicos y las elites a nombre de sus miembros.8 Algunas de tales negociaciones tuvieron lugar el 6 de enero, último día de los doce de Navidad. Esta fecha, conocida en América Latina como Día de Reyes, celebra la llegada a Belén de los tres reyes magos, uno de los cuales, Baltasar, era africano. Para resaltar este hecho tan especial (para ellos) en el calendario católico, monarcas y cortes de las “naciones” se vestían con sus mejores galas para asistir a la misa en la catedral. Al terminar este servicio, desfilaban por el centro de la ciudad para dirigirse a saludar y presentar sus respetos al presidente de la República, al alcalde y al comandante de policía, entre otros altos funcionarios. En la tarde regresaban a las modestas edificaciones o lotes que albergaban las sedes de sus “naciones,” en donde tomaban su almuerzo y daban inicio a los candombes, sesiones de canto, danza y percusión africana, que se extendían desde la tarde hasta entrada la noche. Los candombes se realizaban no sólo el Día de Reyes sino también en la celebración de otras festividades religiosas importantes y en muchos domingos del año.9 Para los habitantes de la ciudad, tanto blancos como negros, aquellos 6
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Tomás Chirimini Oliverra y Juan Antonio Varese, Los candombes de Reyes: Las llamadas (Montevideo, 2000), 96, 230. Ortiz Oderigo y Thompson rastrean la palabra “candombe” hasta las lenguas Kimbundu y Ki-Kongo pertenecientes a regiones de Angola y Congo, respectivamente. Significa “perteneciente a los negros” (ka + ndombe). Néstor Ortiz Oderigo, Calunga: Croquis del candombe (Buenos Aires, 1974), 19; Thompson, Tango, 97. Para consultar una lista más extensa, ver Oscar Montaño, Umkhonto: Historia del aporte negro-africano en la formación del Uruguay (Montevideo, 1997), 61-100. Para el tema de las naciones, ver Gustavo Goldman, ¡Salve Baltasar! La fiesta de Reyes en el Barrio Sur de Montevideo (Montevideo, 2003), 37-64; Borucki, “Abolicionismo y esclavitud,” 109-23. Para el tema de sociedades africanas de ayuda mutua en Argentina, ver Oscar Chamosa, “To Honor the Ashes of Their Forebears: The Rise and Crisis of African Nations in the Post-Independence State of Buenos Aires, 1820-1860,” The Americas, 59, 3 (2003), 347-78; en Cuba, ver Philip Howard, Changing History: Afro-Cuban Cabildos in the Nineteenth Century (Baton Rouge, 1998); David H. Brown, Santería Enthroned: Art, Ritual, and Innovation in an Afro-Cuban Religion (Chicago, 2003), 25-61; y Chasteen, National Rhythms, 88-113. Para el tema de los candombes, ver Goldman, Salve Baltasar, 65-117; Vicente Rossi, Cosas de negros (Buenos Aires, 1957 [1928]), 60-70; Olivera Chirimini y Varese, Candombes de Reyes, 93-161. Para el tema
eran motivo de aliento, fascinación y gozo. En una ciudad que en 1860 no superaba los 60.000 habitantes, 5.000 a 6.000 espectadores eran una muchedumbre “no formada solamente por la clase pobre sino también por todo lo que de más selecto contaba la sociedad montevideana,” señalaba el periódico El Ferro-carril. “Era cosa de verse,” se rememoraba, trayendo a colación los primeros años del siglo. “No quedaba tendero viejo, ni jefe de familia, ni matrona, ni muchacha que no concurriese a él, a la par de los fidalgos, haciendo rumbo al popular candombe.”10 Varios relatos contemporáneos se refieren a muchedumbres en “romería” hacia los candombes.11 La palabra era perfectamente apropiada. Realizados en domingo o festividades religiosas, los candombes estaban fuertemente arraigados en las prácticas religiosas africanas y eran eventos poderosamente espirituales.12 En calidad de tales, constituían respuesta directa (y también señal de repudio) a los sufrimientos de la esclavitud. Tal como lo ha observado Rachel Harding con relación a Brasil, “el mismo cuerpo que se doblaba bajo el peso de latigazos, barriles de ron o de agua, o años de lavar ropa; el mismo cuerpo que trabajaba involuntariamente, sin paga y forzado, danzando, mostraba otro significado de sí.”13 Como alternativa a la opresión, al dolor y a los movimientos inhumanos producidos por el yugo de la jornada, los candombes ofrecían los movimientos profundamente placenteros y sanadores de la danza y, más aún, de danzar colectivamente, en comunión con amigos y paisanos compatriotas de la tierra natal. En él, ancianos y líderes espirituales, músicos prodigiosos y danzantes, todos, asumían las posiciones de autoridad y prestigio que les eran negadas en la vida cotidiana; en él las naciones marchaban ante la mirada pública, afirmando su presencia colectiva y su africanidad sin que la sociedad montevideana pudiera
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de la Fiesta de Reyes en Cuba, ver el ensayo clásico de Fernando Ortiz, “The Afro-Cuban Festival ‘Day of the Kings’,” traducido por Jean Stubbs, en Judith Bettelheim, ed., Cuban Festivals: A Century of Afro-Cuban Culture (Kingston y Princeton, 2001), 1-40; y Brown, Santería Enthroned, 35-51. Citas tomadas de “El Día de Reyes,” El Ferro-carril, Enero 6 de 1882, 1; Isidoro de María, “El recinto y los candombes,” en Carlos Cipriano, ed., A máscara limpia: El Carnaval en la escritura uruguaya de dos siglos (Montevideo, 1994), 153-59. Cifras de 5.000 y 6.000 de Goldman, Salve Baltasar, 86-87. De María, “El recinto”; Goldman, Salve Baltasar, 86-109, 11; ver también Rómulo Rossi, Recuerdos y crónicas de antaño, vol. 1 (Montevideo, 1922), 48. Para el tema de las naciones como instituciones religiosas, ver los relatos de los afro-uruguayos Lino Suárez Peña y Marcelino Bottaro, sustentados en sus conversaciones con viejos miembros de las naciones y sus descendientes. Jorge Emilio Gallardo, Un testimonio sobre la esclavitud en Montevideo (Buenos Aires, no fechado), 11-12; Marcelino Bottaro, “Rituals and Candombes,” en Nancy Cunard, ed., Negro: An Anthology (London, 1934), 519-22. Rachel Harding, A Refuge in Thunder: Candomblé and Alternative Spaces of Blackness (Bloomington, 2000), 153.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 86-104. Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 / Remembering Africa, Inventing Uruguay: Sociedades de negros in the Montevideo Carnival, 1865-1930 / Recordando a Africa ao inventar o Uruguai: sociedades de negros no Carnaval de Montevidéu, 1865-1930
negarlos.14 Los espectadores se sentían muy afectados por las fuertes corrientes del ritmo, de la emoción y del espíritu de tales eventos. Pero aunque esos montevideanos se sentían atraídos por los candombes, al mismo tiempo se las arreglaban para guardar distancia, y con ello superioridad, de los ritos africanos. Este distanciamiento frecuentemente ridiculizaba las “pretensiones” de los monarcas africanos. Casi toda descripción de época de los candombes, señalaba la solemnidad y dignidad con la que reyes y reinas presidían los eventos; sin embargo, muchos de esos espectadores insistían en burlarse de la disparidad entre la circunspección y dignidad asumidas y la pobreza y precariedad de los monarcas y sus séquitos. Los relatos de los periódicos informaban frecuentemente de las ocupaciones serviles de los monarcas y de sus cortes: sirvientas, lavanderas, recolectores de basura, porteros. El contraste entre tan humildes oficios y los aires reales de los monarcas constituía un blanco irresistible, usualmente expresado en descripciones burlonas de los ropajes usados por los monarcas y sus cortes. Los miembros de las naciones siempre procuraban vestir tan elegantes como fuera posible: las mujeres en sus mejores vestidos y los hombres de frac y cubilete o también en uniformes cubiertos de medallas. No obstante, frecuentemente estas ropas estaban raídas, remendadas, eran de segunda o prestadas o regaladas por sus patrones o dueños anteriores. Ello ocasionaba, en palabras de un observador, “notas cómicas que eran capaces de dar por tierra con toda la seriedad y circunspección del más serio y formal” del día, dando lugar a situaciones que eran “verdaderamente ridículas.”15
Comparsas negras El ridículo despectivo de los espectadores blancos sin duda tocó a sus víctimas. En una de las últimas danzas africanas realizadas en la ciudad, en 1900, una de las ancianas presentes señaló a un reportero: “Yo sé bailar nación [i. e. de manera africana], pero no bailo pa que se ría ese blanco...”16 Y si ese era el sentimiento entre los africanos de la ciudad, lo era aún más entre sus hijos y nietos. Estas nuevas generaciones de afro-uruguayos, nacidas y criadas en Uruguay tras la abolición de la esclavitud en 1842, aspiraban a la igualdad, a la ciudadanía
14 Consultar la anotación del naturalista francés Alcides d’Orbigny, tras observar un candombe en 1827, según el cual los bailes eran una forma mediante la cual los africanos recuperaban “por un momento su nacionalidad.” 15 Antonio Pereira, “Los reyes negros y el candombe,” en Cipriano, A máscara limpia, 161-63; “Las cámaras africanas,” El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884; y las muchas referencias burlonas a “Catorce menos Quince, Rey de la nación Congo por mucho tiempo”: Rossi, Cosas de negros, 62; Goldman, Salve Baltasar, 57-58; Olivera Chirimini y Varese, Candombes de Reyes, 139-40. 16 “Un candombe,” Rojo y Blanco, Noviembre 18 de 1900, 565.
y a la total incorporación en la vida nacional.17 Así, esta búsqueda los llevaba a rechazar la “barbarie” africana y a [abrazar, valorizar] los modelos de civilización, modernidad y progreso europeos, tan apreciados por las elites uruguayas.18 Algunos se mostraban deseosos de hacerlo. Uno de los primeros periódicos afro-uruguayos, La Conservación (1872), rebajaba la religión africana a la condición de “farsa” y anunciaba: “ya verán esos hombres incautos, que los hombres sin conciencia que hoy nos consideran unos antropófagos por tener nuestra faz oscura, que los hombres de color de hoy, no son los hombres de color de ayer.”19 Sin embargo, hasta los más apasionados abanderados de la integración y civilización no se mostraban dispuestos a olvidar completamente su pasado africano. La Conservación se refería con frecuencia al heroico servicio prestado por los soldados africanos en la Guerra Grande (1839-52) y en otros conflictos, y sostenía que tal registro de servicio le daba derecho a los afro-uruguayos a gozar de plenos derechos civiles y políticos, así como a la igualdad. No ejercer tales derechos sería una traición al sacrificio de sus padres y abuelos.20 Una década después, en la década de 1880, La Regeneración escribió con gran respeto y admiración acerca de los antepasados africanos de la comunidad y lamentaron su deceso.21 La tensión entre el pasado africano y el presente y futuro de los modelos uruguayos heredados de Europa es claramente visible en los primeros conjuntos carnavaleros afro-uruguayos, establecidos en la década de 1860. La lucha de los afro-uruguayos por ser aceptados en la sociedad uruguaya se expresaba con humor (como todo en el Carnaval) en el nombre de uno de los grupos más conocidos, Los Pobres Negros Orientales (creado en 1869). El nombre admitía la pobreza y el precario estatus social de los afro-uruguayos, en tanto insistía en su categoría de 17 Este era un tema recurrente en la prensa afro-uruguaya de la época. Ver por ejemplo “Ayer y hoy,” La Conservación, Agosto 25 de 1872; Marcos Padin, “Canto a mi raza,” El Periódico, Julio 14 de 1889; “Nuestro programa,” La Regeneración, Diciembre 14 de 1884, 1. 18 Para el tema de las elites que luchaban por seguir modelos de civilización europeos, ver José Pedro Barrán, Historia de la sensibilidad en el Uruguay, vol. 2, El disciplinamiento (1860-1920) (Montevideo, 1989); Milita Alfaro, Carnaval y modernización: Impulso y freno del disciplinamiento (1873-1904) (Montevideo, 1998). 19 Citas tomadas de Paulo Carvalho-Neto, El negro uruguayo hasta la abolición (Quito, 1965), 316; Goldman, Salve Baltasar, 103. También ver “El pasado y el presente,” La Conservación, Agosto 11 de 1872, 1; “Ayer y hoy,” La Conservación, Agosto 25 de 1872, 1. 20 “A votar,” La Conservación, Septiembre 22 de 1872, 1; “Mi tema,” La Conservación, Octubre 20 de 1872, 1; “¡Basta de ser sumisos!”, La Conservación, Noviembre 10 de 1872, 1. 21 En Uruguay el comercio de esclavos fue abolido en 1825 y efectivamente se acabó en la década de 1830. Para los años de 1880, “los pocos [africanos] que quedan están cargados con el peso de setenta y ochenta años...” “Pocos quedan,” La Regeneración, Enero 4 de 1885, 1-2; “Ultimo día,” La Regeneración, Febrero 15 de 1885, 4.
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uruguayos de arraigo por nacimiento. Como consta en su acta de fundación, el objetivo principal del grupo era la creación de una academia musical en la que los jóvenes afro-uruguayos podrían aprender a tocar piano, violín, flauta y guitarra: los instrumentos de la civilización europea. Pero simultáneamente la comparsa no rechazaba de tajo su pasado africano: “se entienden por instrumentos también las panderetas, castañuelas, tambor, platillos, triángulos y demás útiles a la africana para acompañamiento de la música.” Aunque no se ofrecía enseñanza en estos instrumentos, se asumía que los miembros sabrían utilizarlos y los incluirían en las presentaciones del grupo en el Carnaval.22 Este fue también el caso de otras dos comparsas negras de la época, una de las cuales (la Raza Africana, creada en 1867) incluía en su nombre a África, en tanto que otra (Los Negros Argentinos) optaba por América. Para estos tres grupos (y sin duda para otras comparsas negras cuya composición racial no se especificaba en sus nombres, ni en las crónicas periodísticas y que por ello todavía son desconocidas), los instrumentos africanos y la música que ellos hacían eran un recurso cultural demasiado rico como para abandonarlo. A medida que las comparsas afro-uruguayas combinaban los tambores y los ritmos del candombe con las melodías, cuerdas e instrumentos provenientes de Europa, se encontraron en la creación de una nueva forma de música y danza que llamaron “tango.” Desde comienzos de 1800, la palabra había sido utilizada en Buenos Aires y Montevideo para referirse a la música cifrada en los tambores, ejecutada por africanos, y a las danzas para las que esa música era interpretada. El “tango” como tal era intercambiable con el “candombe” y esta nueva forma de tango contenía “reminiscencias inconfundibles” de los candombes africanos, señalaba el periodista Vicente Rossi. Escribiendo en los años de 1920, Rossi describió los tangos de las décadas de 1860 y 1870 como una especie de “candombe, diremos ‘acriollado’,” una forma musical y de danza tremendamente atractiva que conservaba “la armonía africana en notas titubeantes o picadas, que culminaban en los redobles nerviosos y quebrallones del tambor.”23 Las letras de estos candombes/tangos se centraban en varios temas que eran recurrentes. Uno de ellos era la alegría de danzar, especialmente con “mi negra.”24 Aunque las comparsas negras incluían tanto a hombres como a mujeres 22 Olivera Chirimini y Varese, Candombes de reyes, 123-28. 23 Rossi, Cosas de negros, 98; para el tema de los tangos de esos años, también ver Gustavo Goldman, “Tango y habanera: Los repertorios de las comparsas de negros hacia 1870,” País Cultural, Marzo 29 de 2002. Para el tema de los primeros tangos en Buenos Aires, ver Ricardo Rodríguez Molas, “Los afroargentinos y el origen del tango,” Desmemoria, 7, 27 (2000), 87-132; Oscar Natale, Buenos Aires, negros y tango (Buenos Aires, 1984), 127-42. 24 Para el tema de las morenas afro-latinoamericanas en los ritmos nacionales de América Latina, ver Chasteen, National Rhythms, 201-04; y si se requiere un análisis más profundo del tema, ver Vera Kutzinski, Sugar’s Secrets: Race and Erotics of Cuban Nationalism (Charlotsville, 1993), 1-42, 163-68.
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en calidad de cantantes y bailarines, las canciones siempre estaban escritas desde el punto de vista masculino y con frecuencia celebraban la cualidad orgiástica de la danza africana. Que lindo baila-mi negra jesú que cosa-de cuerpo meniáte un poco—zambomba, ¡Así ... así! ¡así ... así! Mirá que pierna-que talle ya siente chucho-dejuro, vení conmigo-morena vení vení vení, vení.25
La Raza Africana era ligeramente más recatada en sus letras, pero el intento no era menos claro. ¡Ay mi negra que rico baile! ¡Ay que cosa que siento yo! ¡Me hormiguea toda la sangre, Y me causa sofocación.26
Los ritmos calientes y el baile no eran los únicos temas en la mente colectiva de los grupos negros. También se referían irónicamente a los eventos políticos del momento. En 1873 Los Pobre Negros Orientales hicieron una sátira de las elecciones presidenciales, representadas por la lucha entre las facciones en contienda “candomberos” (devotos del candombe) y los “cancaneros” (devotos del cancan).27 En 1877 La Raza Africana trató con humor los problemas que enfrentaba la dictadura recientemente instalada de Lorenzo Latorre. El año anterior, el grupo incluso se las había arreglado para hacer tema de un tango, a la política monetaria gubernamental. “Por lo de a diez peso, dejuro, no nos dan ni tres ... el papel ya nadie lo quiere ni para envolver.”28 25 Los Pobres Negros Orientales, “Tango,” en Julio Figueroa, El Carnaval: Colección de canciones de la mayor parte de las comparsas carnavalescas (Montevideo, 1876), 33-34. Ver también, “bailando la alegre danza, les dá como convulsión,” Los Pobres Negros Orientales, “Tango,” en Julio Figueroa, El Carnaval: Colección de canciones de la mayor parte de las comparsas carnavalescas (Montevideo, 1877), 35-36 26 La Raza Africana, “Tango,” en Julio Figueroa, El Carnaval: Colección de canciones de la mayor parte de las comparsas carnavalescas (Montevideo, 1878), 47-48; ver también Antonio Plácido, Carnaval: Evocación de Montevideo en la historia y la tradición (Montevideo, 1966), 99-100. 27 Estos eran los nombres populares para las facciones políticas en contienda; la oposición entre los candomberos (africanos) y los cancaneros (franceses) es bastante sugestiva. Alfaro, Carnaval, 180. 28 “Fiestas de Carnaval,” El Ferro-carril, Febrero 10 de 1877, 2; Figueroa, Carnaval (1876), 30-31.
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Entre los asuntos políticos tratados por las comparsas afrouruguayas, no se encuentra el de la raza. Lo más cercano al tema, por parte de los grupos negros, fue una canción de Los Pobres Negros Orientales en la que se celebraba a Momo, dios griego de la burla y la sátira, quien supervisa el Carnaval. “Solo él consigue que negros y blancos, sin ser en la tumba, mesclados estén.” En otras palabras, sólo durante el Carnaval (y en la muerte) negros y blancos pueden cruzar las barreras raciales que los separan.29
A juzgar por su nombre, Los Negros Lubolos eran otra de las comparsas afro-uruguayas y, de hecho, tenían mucho en común con esos grupos. Llevaban disfraces similares, tocaban los mismos instrumentos (mezcla de cuerdas y vientos europeos con tambores africanos) y cantaban y bailaban tangos originados a partir del candombe africano. No obstante, a diferencia de las comparsas afro-uruguayas, Los Negros Lubolos no admitían mujeres como miembros del grupo. Ni tampoco admitían negros. Cada integrante de Los Negros Lubolos era un joven blanco de clase media o alta. Su propósito, proclamado en sus primeras presentaciones hechas en 1876, era el de “hacer conocer entre el pueblo las costumbres de los antiguos negros,” i.e., de las naciones africanas. Para ello, se vestían con los ropajes que eran (supuestamente) reminiscencia de las naciones, se aprendían “los cantos y bailes... [que] los propios negros ejecuta[n] en sus sitios o candombes,” y usando corcho quemado y tizne se presentaban “perfectamente teñidos de negro.”31 Ellos no constituyeron el primer grupo tiznado del Carnaval; cruzando el Río de La Plata, en Buenos Aires, Los Negros, comparsa muy reconocida de las tiznadas, había desfilado en el Carnaval desde 1865 y se encuentran referencias a dos grupos de tales, Los Negros y Los Negros Esclavos, tomando parte en el Carnaval de Montevideo a comienzos de 1868.32 Los Negros Esclavos desaparecieron en 1870 pero fueron
revividos en 1876, el mismo año en que Los Negros Lubolos aparecieron en escena. Los dos grupos fueron descritos como “jóvenes de lo más selecto de nuestra sociedad” con recursos suficientes, que “no omiten sacrificio alguno, para comprar trajes de verdadera novedad.” Los Negros Lubolos por ejemplo, encargaron la confección de una bandera “de seda bordada con oro y felpa,” según señalaba El Ferrocarril. “Nos dicen que ha costado una buena suma no lo estrañamos, pues es una obra de mucho mérito.”33 La aparición de estos grupos tiznados en el Carnaval de 1876 no fue del todo fortuita. A mediados de la década de 1870 se presentó una transición en la celebración del Carnaval de la ciudad. En 1873, el gobierno municipal había dictado medidas para “civilizar” el carnaval y hacer de él una expresión del progreso y modernidad de Montevideo. Las nuevas normas prohibían específicamente el juego del agua, tradicional práctica carnavalesca en la que agua, huevos y otros elementos rellenos de líquidos eran disparados. Lejos de sumarse al festejo, los miembros de las elites de la ciudad sostenían que el juego del agua los espantaba del mismo y los obligaba, particularmente a las clases media y alta, a permanecer encerrados en sus casas. El Carnaval podría ser un verdadero evento público y participativo, sólo si se prohibía arrojar agua.34 Las nuevas medidas celosamente vigiladas por la policía de la ciudad produjeron los resultados deseados. Recordando los carnavales de 1873 y 1874, El Ferro-carril proclamó la “espléndida victoria de la civilización” y felicitó a la ciudad por el “cambio tan magnífico y radical” que había ocurrido de la noche a la mañana. Sin tener que preocuparse de ser emparamados por quienes arrojaban agua, “todas las clases” (incluyendo las clases media y alta) se habían volcado a participar en “la hermosa, risueña y popularísima fiesta.” El Siglo resaltaba que el “carácter civilizado” de los dos últimos carnavales contrastaba con las festividades emparamadas de años anteriores y publicaba un poema que concluía “¡cada barbaridad tiene su era! Descansa en paz mojado carnaval.”35 Los montevideanos, ahora libres de celebrar el Carnaval sin el temor de ser mojados, ponían sus disfraces y se tomaban las calles desfilando como gauchos, turcos, marineros, italianos, cocineros y cocineras, lavanderos y pieles rojas, sólo para citar algunos de los personajes más populares del Carnaval. No obstante, como veremos, el personaje del negro o más específicamente todavía, del negro lubolo (un blanco desfilando con la cara pintada) era el más buscado y, a lo largo del siglo XX, el más popular y duradero. ¿Por qué?
29 Los Pobres Negros Orientales, “Brindis,” Figueroa, Carnaval (1878), 44. 30 Los Negros Lubolos, “Brindis,” Figueroa, Carnaval (1877), 11. 31 Olivera Chirimini y Varese, Candombes de Reyes, 161; Rossi, Cosas de negros, 16. 32 Antonio Plácido describe a Los Negros como un grupo afro-uruguayo, Plácido, Carnaval, 71, 73-74, pero tanto Ortiz Oderigo como Goldman, lo describen como un grupo de blancos tiznados. Ortiz Oderigo, Calunga), 65; Goldman, “Tango y habanera,” nota 4.
33 Rossi, Cosas de negros, 106; “Más comparsas,” El Ferro-carril, Febrero 26 de 1876, 2; “Estandarte,” El Ferro-carril, Marzo 3 de 1878, 2. 34 Para este tema de los esfuerzos por civilizar el Carnaval, ver Alfaro, Carnaval; Barrán, Historia de la sensibilidad, vol. 2, 224-34. 35 “El Carnaval” y “Espléndida victoria de la civilización,” El Ferro-carril, Febrero 15-18 de 1874, 1; “El Carnaval de antaño,” El Siglo, Febrero 22 de 1874, 2; “El Carnaval mojado,” El Siglo, Febrero 24 de 1874, 2.
Comparsas blancas La cancioncilla a Momo, hecha por los Pobres Negros Orientales, hacía eco de otra muy similar que Los Negros Lubolos habían realizado el año anterior (1877) para celebrar el espíritu del Carnaval. Si los negros con los blancos Confundidos hoy están, Solo dura la locura Mientras dura el Carnaval.30
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En ausencia de recuerdos de los negros lubolos del siglo XIX acerca de la razón que los llevó a pintarse la cara de negro e imitar a los africanos, debemos recurrir a los estudios de imitación trans-racial de otro país americano de la misma época: el caso del minstrel* estadounidense del siglo XIX. El concienzudo estudio de Eric Lott sobre este tipo de diversión da cuenta de varios aspectos que podemos aprovechar en el análisis de las comparsas tiznadas de Montevideo. En primer lugar, el minstrel constituía “un sitio privilegiado de lucha para controlar la cultura negra... tenía como base un profundo compromiso blanco con la cultura negra” caracterizada por “la vacilación dialéctica de insulto racial y la envidia racial, los momentos de dominación y los momentos de liberación.” En segundo lugar, ese vacilar dialéctico conllevaba una poderosa dimensión sexual fundada en la “fascinación y atracción de los blancos por y hacia los negros y su cultura” y su temor hacia el hombre negro. Finalmente, a través del minstrel los blancos usaban los personajes negros como “muñecos de ventrílocuo” para darle voz a una serie de ansiedades y preocupaciones relacionadas con el lugar de la raza blanca, de la masculinidad y de la clase social en la vida norteamericana. Al hacerlo, las presentaciones de minstrel jugaban un papel protagónico en la definición de los límites de clase, raza y género en los Estados Unidos.36 ¿Acaso ocurrió algo similar en Uruguay? Como hemos visto en el caso de las naciones africanas, los uruguayos blancos mostraban un “profundo compromiso” con la cultura africana. Y tal compromiso revelaba la misma “vacilación dialéctica ente el insulto racial y la envidia racial” que Lott encuentra en Estados Unidos. Los montevideanos blancos encontraban que el candombe era, al mismo tiempo, ridículo e irresistible. Los temas sexuales no son muy notorios en la descripciones contemporáneas de los candombes del siglo XIX, aunque las referencias frecuentes a las bellas jóvenes que vienen a escucharlo son suficientemente sugestivas. Sin embargo, resultan inequívocos en las representaciones de las comparsas tiznadas (tanto como en las comparsas afrouruguayas, claro está). Buscando recrear “las costumbres de los antiguos negros,” las comparsas tiznadas se inventaron dos personajes que se volvieron característicos de las comparsas del Carnaval en el siglo XX. (Un tercer personaje, la Mama Vieja, no era de la época; más adelante trataremos el tema.) Uno de ellos era Nota de la traductora: Minstrel es el nombre dado en la década de 1830 en Estados Unidos, al espectáculo de variedades ejecutado por hombres blancos con la cara pintada de negro, para satirizar la raza negra. Tras la Guerra Civil, también fue interpretado por afro-americanos y perdió su popularidad con el surgimiento del vaudeville, para desaparecer alrededor de 1950 cuando se empezaron a obtener victorias contra el racismo. También se le considera la primera forma teatral real de Estados Unidos. 36 Eric Lott, Love and Theft: Blackface Minstrelsy and the American Working Class (New York, 1994), 18, 57, 95; Thomas C. Holt, “Marking: Race, Race-making, and the Writing of History,” American Historical Review 100, 1 (Febrero de 1995), 1-20.
un viejo negro, “centenario, que siempre iba rezagado detrás de la negrada, ofreciendo yuyos medicinales y amena charla bozal en puertas y ventanas.” El otro era “el ‘bastonero’, que llamaban ‘escobero’, por haber adaptado una escoba como bastón de mando... Tenía que ser un experto candombero y de resistencia a toda prueba.”37 Los lectores familiarizados con el actual Carnaval de Montevideo reconocerán estos personajes en el moderno Gramillero (el yerbatero), un anciano negro vestido de levita y sombrero de copa, con una maleta llena de hierbas, quien, bamboleándose en su bastón, casi no puede ni llevar sus años pero, de vez en cuando, llega a inspirarse en arrebatos de danza producidos por los poderosos ritmos del candombe. También reconocerán al Escobero, gracioso bailarín que ejecuta increíbles actos de malabarismo y equilibrio con su escoba. Cada personaje simboliza distintas formas de poder (negro). A pesar de (o tal vez a causa de los años que le tomó llegar a dominar este conocimiento) la edad y la flaqueza, el Gramillero comanda las fuerzas naturales y sobrenaturales que curan enfermedades, atan amores y rezan enemigos.38 Por su parte el Escobero reviste la fuerza y la gracia de la juventud. Es un hábil gimnasta, acróbata y bailarín, cuya escoba/bastón de mando se suspende en delicado balance para luego ser arrojado a lo alto, representando elocuentemente su poder sexual.39 El sexo también estaba presente en las canciones interpretadas por las comparsas tiznadas. Tales canciones no se fundamentaban directamente en la música de las naciones africanas, sino en el nuevo tango-candombe de las comparsas afro-uruguayas. El gran éxito de esta nueva forma de música y danza, así como el deseo de los blancos de participar en ello, sin duda era otra causa de la aparición de las comparsas tiznadas en la segunda mitad de los años 1870. En 1877, El Ferro-carril felicitaba a Los Negros Lubolos por su éxito en la composición e interpretación de “canciones que tienen el aire idiosincrático de los tangos africanos;” y es que resulta impresionante ver, en una de las canciones del grupo en ese año, lo que podría ser la primera aparición impresa de la fórmula onomatopéyica que representa el ritmo en clave del candombe moderno (siglo XX).40 Botocotó, borocotó, chás, chás, Vamos moreno que es tarde ya, Borocotó, borocotó, chás, chás, Y ya el amito cansao está.41
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37 Rossi, Cosas de negros, 106. 38 Para consultar acerca de canciones en las que se exaltan tales poderes, ver “No es broma, que es verdad,” y varias de las canciones de la Sociedad de Negros Gramillas, todas ellas en El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884, 1-2; Negros Mozambiques, “Danza,” en Goldman, “Tango y Habanera.” 39 Para estos dos personajes ver Paulo Carvalho-Neto, El Carnaval de Montevideo: Folklore, historia, sociología (Sevilla, 1967), 14-19. 40 Olivera Chirimini y Varese, Candombes de Reyes, 162-63. 41 “Fiestas de Carnaval” El Ferro-carril, Febrero 10 de 1877, 2.
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Dado que el servilismo y la deferencia hacia los antiguos amos eran el tropo básico de la negritud decimonónica en Montevideo, los grupos tiznados sistemáticamente daban muestras de respeto a sus “amitos,” aunque estaban mucho más interesados en sus amitas. En las canciones de la primera comparsa tiznada en el Río de La Plata (el grupo bonaerense Los Negros) un motivo recurrente de sus letras era el ardiente amor no correspondido entre cantantes negros y blancas objetos de adoración. ¡Oh niñas blancas! Por compasión Oíd de los negros La triste voz. Que aunque Son de color Tienen de fuego El corazón.42
Los Negros Lubolos siguieron en la misma dirección: Estoy sintiendo nel pecho Asi como una [sic] caló; Y baila que baila dentro Ta niña, mi corazón. Pero como yo soy negro, No puedo hablale de amó Que parece una herejía Que tengamo corazón.43
Todos los grupos tiznados explotaron fuertemente esta veta. Sin duda lo hacían en buena parte por el efecto cómico, ya que después de todo, en sus presentaciones le cantaban a las mismas niñas blancas de quienes nadie esperaba que “una blanca le hará caso / A un negro como el carbón.”44 No obstante, estas canciones ilustran perfectamente el “ventrilocuismo racial” identificado por Lott: aquí ardientes jóvenes blancos empleaban estructuras raciales para hacer observaciones acerca de las convenciones de género que mantenían una prudente distancia entre hombres y mujeres de las clases media y alta, para evitar que las llamas del amor se salieran de control.45 La Nación Lubola utilizaba esta artimaña en una canción que expresaba su exasperación frente a la línea de color que separaba los negros de las 42 George Reid Andrews, The Afro-Argentines of Buenos Aires, 1800-1900 (Madison, 1980), 161. 43 Figueroa, Carnaval (1877), 9. 44 Pobres Negros Esclavos, “Tango,” El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884, 2. 45 “Ninguna época en la historia uruguaya fue tan puritana, tan separadora de los sexos, contempló con tal prevención, que a veces era horror, a la sexualidad, como esta [1860-1920].” Barrán, Historia de la sensibilidad, vol. 125; ver capítulos 3-5. También ver José Pedro Barrán, Amor y transgresión en Montevideo, 1919-1931 (Montevideo, 2002), en donde se contrasta la relativa apertura sexual a comienzos de los 1900 con la vigilancia y las convenciones sociales de finales de los 1800.
hermosas blancas. Si no existieran las barreras raciales, sugiere la canción, las blancas habrían respondido a los amores propuestos por los miembros de las comparsas. Pero sustituyendo en la canción por las convenciones de género, las barreras raciales impidieron tan natural atracción. El negro no puede Decirles ya nada A ménos que quede La pobre manchada. Nos miran con gracia Nos quieren hablar, Es mucha desgracia, ¡Ay! Dios ¿qué querrán?46
En su incesante repetición, estas canciones sembraron muy hondo el mensaje de que los negros eran compañeros incompatibles para el romance o el matrimonio y que eran parias y fuereños en la sociedad uruguaya. Para reforzar aún más tal mensaje, había canciones que ridiculizaban al “negro pretencioso”: el negro que aspiraba pertenecer a la alta sociedad (“high-life” era el término utilizado en inglés), a la sociedad de elite, aunque carecía de la educación, el dinero y las conexiones sociales necesarias para alcanzar tal estatus.47 Pero mientras registraban en sus canciones el mensaje de la “otredad” negra y su inferioridad social, y practicaban la segregación racial en sus propios rangos, las comparsas tiznadas ocasionalmente atacaban y criticaban la discriminación racial y la desigualdad. Algunas de estas canciones llaman la atención por su falta de la calidad ingenua y juguetona de la mayoría de composiciones carnavalescas. Por el contrario, son sombrías, apesadumbradas, cargadas de rabia y resentimiento. Algunas letras cantan los tormentos de la esclavitud y la lucha de los esclavos por la libertad.48 Son todavía más ásperas las canciones que reflejan lo ocurrido a los africanos y su descendencia desde la emancipación. A todo africano que ven en la calle Muy pronto le dicen: andáte al cuartel. Y si uno no quiere, le dicen que calle Sinó una paliza le dan á comer!v Mientras que uno sirve, le sacan la chicha, Y viva la patria con su libertad; Cuando no tiene ni para camisa 46 La Nación Lubola, “¡Ay! Dios ¿Qué querrán?”, El Carnaval, Febrero 24 de 1884, 1. 47 Por ejemplo, Esclavos de Guinea, “Danza,” y (sin autor conocido) “El negrito pretencioso,” El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884, 1-2; para consultar acerca de la figura análoga del “negro catedrático” en Cuba, ver Kutzinski, Sugar’s Secrets, 43-44. 48 Ver por ejemplo Los Esclavos, “Habanera,” en Figueroa, Carnaval (186), 17-19; Pobres Negros Esclavos, “Danza,” El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884, 2.
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Lo larga y le dicen: ánda á trabajar. Cuando eso le dicen, ya el negro no sirve, Pues ya cuatro lilebas [sic ¿libras?] no puede cargar! Y si una limosna, lo ven que la pide Con el al Asilo, porque es aragan!49
Esta canción tenía su contraparte en “El Cuchicheo,” interpretada por el grupo afro-uruguayo Los Negros Gramillas en 1883, en la que se denunciaba el desplazamiento de los vendedores ambulantes negros por los competidores italianos y en la que se pedía al gobierno su intervención en representación de los primeros.50 Sin embargo, la mayoría de las comparsas afro-uruguayas estaba más limitada y era más cautelosa en atacar el racismo o la desigualdad racial que los grupos tiznados. Sin duda los jóvenes de clases media y alta de las comparsas tiznadas se sentían en un terreno mucho más seguro al atacar al orden establecido (una de las venerables funciones del Carnaval), especialmente en lo referente a la raza. Y es muy posible que algunos de ellos se sintieran verdaderamente ofendidos a causa de la disparidad entre los principios republicanos de ciudadanía e igualdad, tan apreciados en el Uruguay de entonces y de ahora, y la realidad de la jerarquía social y la discriminación. Sea cual sea la causa, las comparsas afro-uruguayas eran más dadas a expresar indirectamente sus críticas a las relaciones raciales en Uruguay, mediante la invocación de un paraíso africano perdido. En “Recuerdos de la Patria”, interpretado por La Raza Africana, el (anónimo) compositor retomaba una feliz infancia a orillas del río Danda.51
49 “Negros Africanos,” El Entierro del Carnaval, Febrero 11 de 1883, 2. El reclutamiento obligado de los afro-uruguayos fue quizá la acción estatal más criticada por la prensa negra. Ver por ejemplo, “El pasado y el presente,” La Conservación, Agosto 11 de 1872, 1; “Decíamos ayer...”, El Periódico, Mayo 5 de 1889, 1; “Gacetilla,” El Periódico, Mayo 26 de 1889; “Soldados a la fuerza,” La Propaganda, Septiembre 3 de 1893, 1-2. En junio de 1889, el Presidente Máximo Tajes se reunió en Buenos Aires con los miembros del Centro Uruguayo, una organización cívica de afro-uruguayos que vivían en la capital argentina. Dirigiéndose a él como “orientales todos, [y] rama deshojada del poderoso árbol Africano,” ellos le solicitaron dar fin al reclutamiento obligatorio, argumentando que era la principal razón por la cual habían emigrado y que ahora no podían regresar a casa. Tajes prometió la abolición de tal práctica, ofreció amnistía a los desertores e incluso ofreció pagar los tiquetes en vapor de quienes quisieran regresar a Uruguay. “Sociedad ‘Centro Uruguayo,’” El Periódico, Junio 9 de 1889, 1. Un mes después El Periódico, reportó que el reclutamiento continuaba en plena vigencia. “Bonito modo tiene el gobierno de hacer querer regresar del extranjero á nuestros pobres compatriotas.” “¿Volvemos a las andadas?” El Periódico, Julio 7 de 1889, 1 50 El coro decía: “Ya lo neglo no tenemo en que diablo trabajá...” “El Cuchicheo,” El Entierro del Carnaval, Febrero 11 de 1883, 1-2. 51 Presumiblemente el Dande en Angola. Joseph C. Miller, Way of Death: Merchant Capitalism and the Angolan Slave Trade, 1730-1830, (Madison, 1888), 10, 16.
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Los bosques silvestres del África hermosa Prestáronme sombra y albergue tambien; Perfume me diéron sus vírgenes flores Y aliento en sus auras feliz aspiré.
La belleza y la gracia de esta vida africana era entonces destruida por “el vil mercader,” “el bárbaro blanco sediento de oro.” Riberas del Danda, adios para siempre, Deciertos, palmeras y bosques, adios! El hado ha querido por siempre alejarnos, Jamás veré en vida del África el sol.52
Esta canción claramente revierte los supuestos usuales acerca del pasado africano y la modernidad europea. Aquí el bárbaro era el blanco comerciante de esclavos, y los ríos y bosques africanos ofrecían las condiciones para una vida civilizada y verdaderamente humana. Y en tanto las invocaciones de “patria” normalmente se referirían a Uruguay, aquí el anhelo por la madre patria era por África, inversión realmente carnavalesca.
Comparsas proletarias Las canciones que invocaban las bellezas de África y el fuerte sentimiento de pérdida que implicaban los recuerdos de la tierra natal, quedaron de manifiesto en los carnavales de los años 1880, por los cuales las comparsas afrouruguayas y tiznadas se habían vuelto lo más importante de las festividades anuales.53 Entre las veinte comparsas más importantes del Carnaval de 1882, trece eran negras o tiznadas y en 1883 “las comparsas que han recorrido nuestras calles... eran todas formadas de negros (ó pintados de negro) por que ahora se ha dado en la manía de querer hijos de la ardiente África.”54 Más de un periódico de Montevideo expresó reservas sobre estas cifras. “Puede explicar algún estudiante de la naturaleza humana,” se preguntaba el Montevideo Times en 1893, “¿porqué es que la gente de estos países, cuando quiere disfrazarse, muestra tan extraordinaria preferencia por imitar lo bajo de la naturaleza humana como es el caso de los negros o los indios?”55 La Mosca (1892) expresaba el desaliento por la “manía de muchos blancos de embetunarse la cara a fin de imitar a la raza más atrasada de mundo”; 52 La Raza Africana, “Recuerdos de la Patria,” en Figueroa, Carnaval (1878), 46. 53 Por ejemplo ver Esclavos de Guinea, “Brindis,” El Carnaval de 1884, Febrero 23 de 1884, 1; Nación Bayombe, El Carnaval de 1884, Febrero 24 de 1884, 1. 54 Cita tomada de “Cabos sueltos,” El Entierro del Carnaval, Febrero 11 de 1883, 1. Cifras de “El Carnaval de 1882,” El Ferro-carril, Febrero 17 de 1882, 3; “Mas sobre el Carnaval,” El Ferro-carril, Febrero 23 de 1887, 1; Alfaro, Carnaval, 219. 55 “Sundries,” Montevideo Times, Febrero 16 de 1893, 1.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 86-104. Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 / Remembering Africa, Inventing Uruguay: Sociedades de negros in the Montevideo Carnival, 1865-1930 / Recordando a Africa ao inventar o Uruguai: sociedades de negros no Carnaval de Montevidéu, 1865-1930
el Montevideo Noticioso (1891) deploraba “el fastidioso espectáculo de la negrada polvorienta y sudorosa que arrastra por las calles los jirones del Carnaval, al son de una música (léase, ruido) tan monótona como destemplada.”56 “¡Basta de negros!”exclamaba El Siglo en 1905, protestando la formación constante de nuevas comparsas. “Todos están cansados” de ellos, asentía el Times, “y quieren ver algo más original.”57 No obstante, en ese mismo año, cuando las comparsas amenazaron con boicotear el Carnaval a menos que la ciudad estableciera un concurso especial para las “sociedades de negros,” las autoridades cedieron a las demandas de las comparsas.58 ¿Por qué, si todos estaban tan cansados de las comparsas, la ciudad se rendía ante ellas? Y, ¿por qué cuando las comparsas salían a desfilar, venía tanta gente a verlas que (en 1911) “era imposible caminar por los andenes y hasta las calles se hallaban atestadas” y (en 1916) las muchedumbres se apretujaban tanto que impedían el paso de las comparsas hacia escenario y el concurso tuvo que ser cancelado?59 Claramente lo que para las clases alta y media se había vuelto tonto y cansón, para la población en general era otra cosa. Y para comienzos de los años 1900 esa población y la clase obrera de la ciudad cada vez hacían más presencia en todos los aspectos de la vida urbana, incluyendo el Carnaval. La historiadora Milita Alfaro señala, en la década de 1890, “los primeros síntomas de un progresivo distanciamiento [del Carnaval] por parte de las clases altas que, en el siglo XX, desertarían definitivamente” de la fiesta. Anticipando de alguna manera esta tendencia, el Montevideo Times en 1894 reportó que el Carnaval ahora había sido “delegado casi en su totalidad a las clases más bajas, y el tema predominante es la vulgaridad ramplona y monótona que cabría esperar.” Y esa “vulgaridad” se expresaba en una clara preferencia por los grupos tiznados del candombe: “entre las ‘comparsas’ que salieron a las calles [este año] difícilmente se encontraba alguna a la que valiera la pena mirar dos veces, de hecho casi todas eran imitaciones del acostumbrado ‘negro’ tiznado o del ‘marinero’ en azul y blanco.”60 No hacía falta que las “clases bajas” organizaran tales grupos. Entre 1860 y 1908, la población de la ciudad aumentó de 58.000 a 309.000 personas, sobre todo debido 56 Citado en Alfaro, Carnaval, 153. 57 “El Carnaval,” El Siglo, Febrero 26 de 1905, 1; “The Carnival,” Montevideo Times, Marzo 9 de 1905, 1. Ver también Caras y Caretas, historieta de dos enmascarados del Carnaval, uno vestido de mendigo y el otro de tamborilero africano. “Viendo estas dos mascaritas / que de fijo los verán / pueden ustedes dar fé / de haber visto los demás.” “Nuestro Carnaval,” Caras y Caretas, Febrero 8 de 1891, 244. 58 “El Carnaval,” El Siglo, Febrero 26 de 1905, 1. Las comparsas habían pedido el concurso especial por primera vez en 1903. Ver varios artículos, todos bajo el título “Carnaval,” El Siglo, Febrero 18, 20 y 21 de 1903, 1. 59 “Carnival,” Montevideo Times, Marzo 3 de 1911, 1-2; “Competition Frustrated,” Montevideo Times, Marzo 10 de 1916, 5. 60 Alfaro, Carnaval, 112; “Carnaval,” Montevideo Times, Febrero 8 de 1894, 1.
a la llegada de inmigrantes europeos que venían a trabajar en la industria de procesamiento de carnes, la construcción, el transporte, el comercio y los oficios manuales. Hacia 1908, la población de la ciudad contaba con un 30% de extranjeros y la proporción de inmigrantes entre los trabajadores era aún mayor.61 Los obreros y sus familias se hacinaban en conventillos (edificios grandes, multifamiliares en los que cada familia podía pagar el alquiler de una habitación sencilla o parte de una) en barrios del centro de la ciudad como Barrio Sur, Palermo y el Cordón.62 Estos barrios fueron los mismos que habían albergado las sedes de las naciones africanas y donde vivía al final del siglo XIX la mayor parte de la población afro-uruguaya. De acuerdo con el censo municipal de 1884, esa población había descendido a menos de 2.000 negros y mulatos, lo que equivalía a menos de 1% de la población de 215.000 personas en la ciudad. Sin embargo, así como en el censo de Buenos Aires de 1887, que registraba que los afro-argentinos conformaban menos del 2% de la capital argentina, hay razones para sospechar que estas cifras en realidad expresaban una sub-estimación de la población negra de Montevideo.63 ¿Cómo, por ejemplo, podría una pobre comunidad obrera de menos de 2.000 personas, analfabeta en su mayoría, mantener la prensa negra que floreciera en esa época? Las columnas sociales de tales periódicos enumeraban cientos de nombres de la “sociedad de color,” la clase media y trabajadora “respetable” afro-uruguaya. Los negros y mulatos que quedaban por fuera de la “sociedad de color” (la mayoría, sin lugar a dudas) debían ser miles más.64 61 Jaime Klaczko, “El Uruguay de 1908: Obstáculos y estímulos en el mercado de trabajo,” Revista de Indias 41, 165-66 (1981), 675-722. 62 Juan Rial, “Situación de la vivienda de los sectores populares de Montevideo, 1889-193,” en CLACSO, Sectores populares y vida urbana (Buenos Aires, 1984), 137-60; Universindo Rodríguez Díaz, Los sectores populares en el Uruguay del Novecientos, vol. 1 (Montevideo, 1989), 32-38. 63 Anuario Estadístico de la República O. del Uruguay. Años 1902 y 1903 (Montevideo, 1905), 50. El tema del sub-estimación de los afro-argentinos en los censos de Buenos Aires, ver Andrews, Afro-Argentines, 64-92. 64 Los periódicos afro-uruguayos del siglo XIX, cuyas colecciones aún existen (en la Biblioteca Nacional),incluyen La Conservación (1872), La Regeneración (1884-85), El Periódico (1889) y La Propaganda (1893-95). Entre los títulos de los que no se encuentran ejemplares están La Crónica (1870), El Porvenir (1877), La Regeneración (1877), El Sol (década de 1870) y El Tribuno (década de 1870). Dentro de los periódicos posteriores a 1900, que todavía existen, se encuentran El Eco del Porvenir (1901), La Propaganda (1911-12), La Verdad (1911-14), Nuestra Raza (1917, 1934-48), La Vanguardia (1928-29), Ansina (1939-42), Revista Uruguay (1945-48) y otros. Excepto por Nuestra Raza, que apareció por primera vez en 1917 en San Carlos y luego se trasladó a la capital, todos fueron publicados en Montevideo. Otros periódicos publicados en otras ciudades uruguayas incluyen El Peligro (Rivera, 1934), Acción (Melo, 1934-35, 1944), Rumbos (Rocha, 1938-45), Democracia (Rocha, 1942-46) y Orientación (Melo, 1941-45). Acerca de la prensa negra en Buenos Aires, ver Andrews, Afro-Argentines, 178-200; Tomás A. Platero, Piedra libre para nuestro negros: La Broma y otros periódicos de la comunidad afroargentina (1873-1882) (Buenos Aires, 2004).
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Ciertamente los afro-uruguayos pobres eran una presencia visible en los conventillos de la ciudad en donde los inmigrantes recién llegados escuchaban y aprendían, mediante contacto directo, la música y las danzas de los afro-uruguayos.65 Los inmigrantes también aprendían que la música de raíces africanas no sólo pertenecía a los descendientes de los africanos. Los lubolos de clases media y alta (hay que recordar que el término genérico se aplica a todos los blancos tiznados que desfilaban simulando ser negros) habían adoptado como propia esa música, con la franca aceptación de los espectadores del Carnaval. Era tan fuerte la presencia de los tiznados y los afro-uruguayos que, para muchos, la celebración del Carnaval era ir a oír y a mirar a los grupos de tango/candombe de base africana. Bajo estas circunstancias, una de las formas de ser o convertirse en uruguayo era tomando parte, como espectador o comparsero, en esta forma de cultura popular de base africana. A finales de los años 1800 y entrados los 1900, muchos inmigrantes europeos y más aún sus hijos y nietos nacidos en Uruguay optaron por lo anterior. A medida que estos lubolos de clase obrera asumían el candombe, iban también apropiándose selectivamente de las prácticas de las comparsas afro-uruguayas y lubolas de las clases media y alta que los habían precedido. De los grupos tiznados, los lubolos proletarios tomaban, obviamente, el concepto de blancos tiznados que adoptaban las identidades africanas. Igualmente, acogieron la conformación masculina de los grupos tiznados y los personajes africanos de El Gramillero y El Escobero. De las comparsas tiznadas y afro-uruguayas, los lubolos proletarios adoptaron la forma musical del candombe/tango. Y de los grupos afro-uruguayos, sus principales temas líricos: la danza orgiástica, las morenas de sangre caliente y la nostalgia por África.66 Al adoptar algunas partes del repertorio cultural de las comparsas afro-uruguayas y tiznadas, las nuevas comparsas proletarias también crearon otras prácticas y formas nuevas, que mostraban claras divergencias con las prácticas anteriores. Consideraremos cuatro innovaciones específicas: la integración racial; la creación de la Mama Vieja, nuevo personaje “africano”; la adopción de una identidad del “guerrero” marcial; ésta última dirigida y sustentada por un incrementado énfasis en los tambores africanos. 65 Para el tema de la cercanía entre afro-uruguayos y conventillos, ver la enorme controversia que rodea la decisión del gobierno militar de demoler varios de esos edificios en la década de 1970 como parte del programa de renovación urbana y las concurridas protestas de las organizaciones negras contra el mismo. Lauren Benton, “Reshaping the Urban Core: The Politics of Housing in Authoritarian Uruguay,” Latin American Research Review 21, 2 (1986), 33-52; Alejandrina da Luz, Los conventillos de barrio Sur y Palermo (Montevideo, 2001); Jorge E. Cardoso, El desalojo de la calle de los negros (Montevideo, 1995). 66 Para canciones en las que se menciona el tema, ver las colecciones de tabloides del Carnaval disponibles en las salas Materiales Especiales y Uruguay de la Biblioteca Nacional de Montevideo.
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Cuando surgieron en las décadas de 1860 y 1870, las comparsas negras y tiznadas fueron racialmente segregadas,67 característica que probablemente se mantuvo en las décadas de 1880 y 1890, aunque en este momento no podamos asegurarlo con certeza. No hay fotografías de los grupos de esa época y, quizá porque los lectores ya sabían qué grupo era qué, los periódicos no se preocuparon por hacer referencia a su composición racial. Todas las comparsas, euro-uruguayas o afro-uruguayas, eran “sociedades (o comparsas) de negros.”68 Este silencio en torno a la composición racial de las comparsas dificulta, cuando no imposibilita, detectar una transición importantísima en dicha composición: hacia la primera década de 1900 (y quizá antes), los grupos ya no eran segregados. En su lugar, éstos ahora incluían afro- y euro-uruguayos e inmigrantes europeos todos juntos en las mismas organizaciones. Los niveles de integración variaban considerablemente entre las comparsas. La “sociedad de negros” más importante de aquellos años, Los Esclavos de Nyanza (creado en 1900), era casi totalmente blanca y conformada por inmigrantes españoles e italianos que vivían en el conventillo La Facala, ubicado en el barrio Palermo. Algunas evidencias sugieren que, yendo hasta Los Pobres Negros Esclavos a finales de los 1860, cualquier grupo que en su nombre incluyera la denominación “Esclavos” era enteramente blanco o, en el siglo XX, mayoritariamente blanco. Parece que los afrouruguayos no querían conmemorar ese aspecto en particular de su pasado. Así las cosas, los Nyanzas, junto con otros grupos “esclavos” a comienzos de 1900 (Esclavos del Congo, Esclavos de La Habana, Esclavos de Asia, y otros) eran en su mayoría blancos. Sin embargo, cada uno de estos grupos, incluía algunos miembros de raza negra. Uno de los fundadores de los Nyanzas fue Juan Delgado, un reconocido jugador de fútbol afro-uruguayo y director de tambores del grupo.69 El mismo lugar era ocupado en el grupo Libertadores de África, por José Leandro Andrade, estrella afro-uruguaya del fútbol que también dirigía los tambores.70 Los Pobres Negros Orientales, un grupo afro-uruguayo que había desaparecido en la década de 1880, resurgió en 1894 como un grupo de mayoría blanca. El periódico negro La Propaganda, cuestionó a quién había autorizado la “usurpación” del nombre de los Pobres Negros y lamentó 67 Como ocurría con los bailes y bailes de salón en los que los candombes se escuchaban y danzaban. Para el tema de las danzas de la “sociedad de color,” ver Olivera Chirimini y Varese, Candombes de Reyes, 170-91. 68 También en Estados Unidos, “los tiznados se volvieron ‘negros’ en los programas de teatro, los periódicos y en los cancioneros que registraban sus carreras.” Lott, Love and Theft, 97. 69 Para el tema de los Nyanzas, ver “El Carnaval,” Rojo y Blanco, Febrero 24 de 1901, 230; “Palermo ya no tiene carnavales,” Mundo Uruguayo, Marzo 6 de 1941, 4-5, 83; Artigas González Samudio, ed., “Lubolos,” Carnaval del Uruguay, vol. 10 (Montevideo, 1992), 3. 70 “Con el tamboril en la sangre,” suplemento especial de El País, Marzo 19 de 1976, 5.
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que su fundador original, José Lisandro Pérez, ya no viviera para protestar por ello. No obstante, hacia 1912 los Pobres Negros, aún blancos en su mayoría, habían incorporado algunos miembros negros. Quizá como resultado de lo anterior, fueron invitados a tocar en las danzas del Carnaval de ese año para la “sociedad de color” en el Teatro Cibilis.71 Los Congos Humildes, creado en 1907, y Los Guerreros del Sur, tenían una composición más mezclada, con casi igual número de blancos y negros.72 Hubo otros grupos racialmente mezclados, pero en ausencia de registros fotográficos no es posible determinar en qué proporción. Estos incluyen a los Pobres Negros Cubanos (creado en los 1890), Pobres Negros Hacheros (1896), Hijos de La Habana (1912) y Guerreros de las Selvas Africanas (1915), entre otros.73 Sin importar su composición racial, todas las comparsas proclamaban sus ritmos “candentes”. “Con solo oir el compás / nuestros cuerpos se estremecen / Como si le introdujesen / fuerza á la electricidad,” cantaban los Guerreros de las Selvas Africanas en 1916. O los Congos Humildes (1912): En el Congo Lo bailamos Y era aquello De admirar Como el cuerpo Se quebraba En el tango Al empezar. Dele el parche Compañero Aunque rompa El tamboril. Que este canto, Que este baile Hace el Congo Revivir. Nuestro pecho Ya fogoso
71 Ver la foto de Los Pobres Negros Orientales en La Semana, Marzo 2 de 1912; ver también, “Noticias,” La Propaganda, Enero 28 de 1894, 3; La Verdad, Febrero 25 de 1912. 72 Ver sus fotografías en “Preparativos del Carnaval,” Mundo Uruguayo, Febrero 26 de 1919; La Semana, Marzo 2 de 1912; “De cómo el pueblo preparó el Carnaval,” Mundo Uruguayo, Febrero 26 de 1925. 73 Las fotos de estos grupos no tienen la calidad mínima necesaria que permita distinguir entre los afro-uruguayos y los tiznados. Ver La Verdad, Febrero 25 de 1912; y en las siguientes ediciones de Mundo Uruguayo, “Carnaval,” Febrero 19 de 1920; “Carnaval,” Febrero 10 de 1921; “La conmemoración del Carnaval,” Marzo 2 de 1922; “Algunas de las comparsas y murgas...” Febrero 18 de 1926; “Ecos de Carnaval,” Marzo 17 de 1927.
Hoy se empapa De sudor, Al bailar este tanguito Que por cierto Da calor.74
¿Con quién era apropiado bailar los ritmos candentes? Los Pobres Negros Hacheros se proclamaban listos a bailar con cualquier mujer dispuesta, sin importar a qué raza perteneciera: “Vengan rubias y morenas / que el color no desentona / con tal de ser quebrachona / para el tango rajador.”75 Sin embargo la mayoría de las comparsas prefería “la morena hechicera” evocada por los Lanceros del Plata, Que requebró sus caderas Con donaire original Grabando en su pensamiento Los besos que se cruzaron Cuando en pareja bailaron Algún tango Nacional.76
Los lubolos de las clases media y alta de las décadas de 1860 y 1870, habían evitado a las morenas, concentrándose en las jóvenes blancas de su propia clase. Siguiendo la guía de las comparsas afro-uruguayas, las comparsas proletarias volvieron a la morena caliente y de tez oscura. Al mismo tiempo, luchaban por mantener bajo control la sexualidad de ella, transformándola en un nuevo personaje “africano” comparable al Gramillero o al Escobero. Se trataba de la Mama Vieja, vieja negra enfundada en una falda voluminosa por las enaguas, con blusa blanca de mangas anchas y un colorido pañuelo en la cabeza. Casi siempre llevando un abanico en sus manos, bailaba graciosamente, meneando sus caderas al ritmo del candombe con su compañero de marras, el Gramillero.77 Aunque hoy en día es un personaje esencial en las comparsas, la Mama Vieja sólo apareció en escena hasta los primeros años del siglo XX. Y, aunque actualmente el personaje es interpretado por mujeres, entre 1900 y 1930 era encarnado por hombres vestidos como ella.78 ¿Por qué la Mama Vieja apareció en el Carnaval de esa época? Sólo podemos especular, puesto que no se conocen explicaciones de ello por parte de los miembros de las comparsas. Así 74 “Tango,” Sociedad Congos Humildes (Montevideo, 1912). 75 “Tango,” Sociedad Pobres Negros Hacheros (Montevideo, 1928). Para el tema del “quiebro” (movimiento de caderas común en todos los ritmos nacionales de base africana) ver Chasteen, National Rhythms, 17-21. 76 “Tango,” Sociedad Lanceros del Plata (Montevideo, 1924). 77 Acerca de la Mama Vieja, ver Carvalho Neto, Carnaval, 16. 78 El musicólogo Gustavo Goldman data alrededor de 1900 la primera aparición de la Mama Vieja, argumentando que no ha encontrado evidencia de apariciones anteriores. Entrevista, Junio 29 de 2004. Para el tema de hombres representando el papel de la Mama Vieja, ver nombres masculinos (usualmente dos o tres) en las listas de las comparsas, registrados como “negras” en los tabloides.
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como el Escobero y el Gramillero, la Mama Vieja encarna específicamente una forma de poder “negro”; de hecho, varias formas de poder. Ella era la madre negra que cuidaba, alimentaba y criaba a blancos y negros por igual. Ella era la sirvienta leal y la administradora doméstica encargada de facilitar el manejo de los hogares montevideanos de clases media y alta. Y a veces (no sabemos con cuán frecuencia) era la amante o la iniciadora sexual de los miembros masculinos de las familias de elite.79 Hacia 1900, las mujeres africanas prácticamente habían desaparecido de Montevideo y, como hemos visto, las pocas que quedaban no estaban dispuestas a exponerse al ridículo público “bailando nación” para la diversión de los blancos. Al crear el personaje de la Mama Vieja, las comparsas se apropiaron de este símbolo de lo maternal, lo doméstico y lo sexual. Se trataba de un acto que simultáneamente constituía apropiación de clase (comparsas proletarias apropiándose de una figura muy ligada a la clase alta montevideana), apropiación de raza (nunca más una “mujer africana” se rehusaría a entretener a los blancos “bailando nación”) y apropiación sexual. Y si en muchos casos estas “mujeres africanas” eran en realidad hombres europeos, tanto mejor para las posibilidades cómicas que ello creaba.80 Los montevideanos se habían burlado desde tiempo atrás de la disparidad entre el humilde estatus social de los africanos y su solemne dignidad; ahora se podían reír incluso más estruendosamente ante la enorme brecha entre la feminidad añosa de la negra Mama Vieja y la masculinidad de su joven, muchas veces blanco, intérprete. Además de las morenas a quienes cantaban, tan jóvenes y ardientes como viejas y cómicas, las comparsas de clase obrera siguieron el paso marcado por las comparsas afrouruguayas en su nostálgica evocación de su África natal. Los Esclavos de Nyanza, la comparsa más importante de principios de los años 1900, constituyen el ejemplo más significativo de esta tendencia. Creada en 1900 y ganadora de doce concursos de Carnaval entre 1915 y 1931, el grupo estaba compuesto casi en su totalidad por inmigrantes italianos y españoles. Sus canciones expresan vívidamente la melancolía de la migración, de tener que dejar su tierra natal al otro lado del océano, quizá para siempre, y llegar a nuevas tierras. Sin embargo, esa melancolía se expresa en términos de añoranza, no por Europa, sino por la edénica y mítica tierra africana. 79 Para el tema de las tías africanas, ver Rossi, Recuerdos y crónicas, vol. 4, 26-27; Francisco Merino, El negro en la sociedad montevideana, (Montevideo, 1982), 86-87. A lo largo de la Colonia y el siglo XIX en América Latina, estas mujeres fueron “esenciales para manejar un hogar.” Susan Migden Socolow, The Women of Colonial Latin America (Cambridge y New York, 2000), 132. Para conocer acerca de una figura similar en Brasil, la Mãe Preta, ver George Reid Andrews, Blacks and Whites in São Paulo, Brazil, 1888-1988 (Madison, 1991), 215-16. 80 Las “negras” con apellidos italianos incluyeron a Lorenzo Rossi (Guerreros de las Selvas Africanas), Constante Fedulo (Pobres Negros Hacheros y Lanceros del Plata) y W. Carusso (Lanceros del Plata), entre otros.
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Lejos del patio lar Hoy vibra el corazón Del Nyanza, al evocar Su tierra de ilusión. La sabia creación formó Tu suelo virginal, tu edén; ¡Magno fulgor, que iluminó Su bella inspiración de argén. Tierra sublime y gentil! La de Africa Oriental Sólo a ti, bello pensil Rindo mi alma de zagal.81
Rememorar la África edénica era una respuesta al desplazamiento sufrido por los inmigrantes hacia nuevas tierras y al estatus de extranjeros en Montevideo. La otra fue la de asumir una actitud agresivamente masculina de orgullo guerrero, coraje y valor físico usualmente expresados respecto del (supuesto) pasado africano de los Nyanzas y su lucha histórica por salir de la esclavitud. En heróico resurgir Nyanzas el pecho mostrad Es de cobardes gemir Es de valientes luchar No se pide ¡hay que exigir! La soñada libertad! Noble raza que el yugo la oprime Aprestad vuestra heróica legión Ya en el África virgen que gime ¡Su melena sacude el león!82
Muchas de las comparsas expresaron esta cualidad marcial en sus nombres: Libertadores de África, Lanceros Africanos, Guerreros Africanos, para citar sólo algunos. Y ellos expresaban su espíritu marcial también en su comportamiento. Las comparsas eran terriblemente competitivas entre ellas y los concursos frecuentemente se tornaban en riñas callejeras y violencia. Los Nyanzas se vieron envueltos en numerosos incidentes como esos, incluyendo una legendaria batalla contra los Lanceros Africanos, en la que la policía se vio superada por ellos y tuvieron que acudir en su ayuda las tropas de la guarnición de Montevideo.83 81 “Vals,” Esclavos de Nyanza (Montevideo, 1923). 82 “Marcha,” Sociedad Esclavos del Nyanza (Montevideo, 1916). Ver también “Himno,” Sociedad de Esclavos de Nyanza (Montevideo, 1919); y la ofrenda de los Libertadores de África en 1923: “¡Africanos, de pie! / ¡No es posible ser eterno / del hombre el dolor, / nadie impulsa la lanza y la lira / si no es de su cuerpo el señor!” González Samudio, “Lubolos,” 4. 83 Julio César Puppo, “En Carnaval, es más Carnaval todavía” en Cipriano, A máscara limpia, 171.
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Estos enfrentamientos usualmente ocurrían cuando en medio del desfile se encontraban grupos rivales en las calles. Las comparsas se saludaban con estruendosos estallidos de tambores en formación y con danzas competitivas ejecutadas por los escoberos quienes, como modernos bailarines de break dance, se afanaban por lograr opacarse unos a otros dando muestras de gran habilidad y osadía. El Montevideo Times reportó numerosos incidentes, incluyendo uno en 1903 en el que “cuatro comparsas rivales de negros tiznados chocaron, al parecer previo acuerdo, y hubo una batalla campal en la que palos y piedras volaban a diestra y siniestra, e incluso algunas armas fueron disparadas.” Toda la policía del distrito fue llamada y fueron arrestados entre 80 y 90 individuos. 84 Los cuerpos de tambores crearon el escenario de estas batallas, tanto por dar inicio a la confrontación como por definir el ritmo que imponía la formación militar y la disciplina a la comparsa. Y aquí nuestra historia cierra el círculo, al alcanzar la innovación más importante (en la historia del Carnaval y del candombe) de las comparsas proletarias: el resurgimiento de tambores y demás instrumentos de percusión modelados a la usanza de las naciones africanas. Allí en donde los grupos afro-uruguayos y tiznados de las décadas de 1860, 1870 y 1880 pretendieron “civilizar” los ritmos africanos de las naciones mediante la instrumentación y melodías europeas, las comparsas del cambio de siglo reversaron la tendencia, restaurando los tambores al centro del escenario. Fue durante la década de 1890, observan los historiadores Tomás Oliveira Chirimini y Juan Antonio Varese, que “se empezó a imponer el tamboril como elemento básico de la comparsa de negros, transformándose en su instrumento fundamental” y el elemento definitivo, no sólo de las comparsas, sino de todo el Carnaval. “Estamos en pleno Carnaval,” anunciaba el semanario Caras y Caretas en 1892. “La noticia no tomará a Vds. de sorpresa... porque ya oirán Vds. el bo-ro-co-ton de las tradicionales comparsas negras,” refiriéndose a la fórmula onomatopéyica que marca el ritmo del candombe.85 Aquellos periódicos de Montevideo que representaban la oposición más vehemente a las comparsas, son los que suministran la más clara evidencia de la inmensa popularidad de los grupos negros y del papel de los tambores en tal popularidad. Mundo Uruguayo, ilustrado semanario fundado en 1919, habitualmente lamentaba la “monotonía y falta
84 “Carnaval,” Montevideo Times, Marzo 10 de 1903, 1. También en Montevideo Times, ver “News of the Day,” Febrero 12 de 1891, 1; “Burial of Carnival,” Febrero 21 de 1893, 1; “Carnival,” Febrero 8 de 1894, 1; “The Burial of Carnival,” Marzo 6 de 1900, 1; “Combative Comparsas,” Marzo 10 de 1908, 1. Para ver fotos de dos comparsas en una estación de policía, que habían sido arrestadas por peleas, consultar “El Carnaval,” Rojo y Blanco, Febrero 24 de 1901, 228-32. 85 Alfaro, Carnaval, 152; “Zig-Zag,” Caras y Caretas, Febrero 28 de 1892, 250; ver también Plácido, Carnaval, 133-36.
de originalidad” del Carnaval y se burlaba sin descanso de las sociedades de negros.86 Una de sus caricaturas seguía las aventuras de un tamborilero africano (no era claro si se trataba de un negro o de un tiznado) quien, “después de tres meses de continuos ensayos... sale a lucir por las calles” y durante tres días desfila sin parar. “El entusiasmo del pobre negro esclavo libre no decae... Como caballo de guerra, al oír el clarín, las músicas del corso lo arrastran otra vez a la farándula.”87 Otra pieza daba cuenta, con humor, de Los Pobres Negros Desnudos, comparsa de ficción. A medida que el grupo se prepara para el Carnaval, practicando de 9 a 1 todas las noches, los vecinos cercanos “no sienten otra cosa que el continuo redoblar de los tamboriles y unos cantos poéticos pero estruendosos.” Se pensaría que los vecinos se quejaban, pero no: “Los vecinos, contaminados por aquel magnífico entusiasmo [de la comparsa], abandonan sus lechos y corren hacia las azoteas, puertas y ventanas, a admirar sin reservas los contorneos y dislocaciones de los embetunados.”88 Las memorias de principios de 1900 confirman la impresionante alegría y respuesta que generaban las comparsas. Mientras que tambores y danzantes desfilaban por la calles de la ciudad, “la gente salía presurosa de todos los ámbitos para presenciar y admirar su paso. Estas sociedades de negros lubolos... provocaban en el público entusiasmo que llegaba hasta el arrebato, ocasionado por el sonoro y continuo redoble de los tamboriles, las estridentes mazacallas, los vivas y aplausos de la concurrencia apostada en las aceras y la algarabía de los cientos de muchachos” que pretendían imitar tambores y danzantes. “Una emoción, que usted no puede imaginar,” recordaba Pedro Ocampo, nacido en el barrio de Palermo en 1912.89 Escarbando en las descripciones de las comparsas a finales de siglo se hallan a la sombra marejadas de niños y adolescentes demasiado pobres y jóvenes como para tomar parte en los grupos, pero muy deseosos de hacerlo. El Montevideo Times se quejaba amargamente del “absoluto bribón, el niño de la calle, cuya idea del Carnaval consiste en sentarse en el canto de la acera bajo la ventana de uno a golpetear una lata o un tantán improvisado durante horas y horas, de día o de noche y cuya energía desmedida no se restringe a los días 86 Cita tomada de “Acción que se impone,” Mundo Uruguayo, Febrero 17 de 1921. En la misma publicación, también ver: “Ha terminado el Carnaval,” Marzo 5 de 1925; “Carnaval,” Febrero 18 de 1926; “Antes y ahora,” Febrero 28 de 1929. 87 “La triste historia de una mascarita entusiasmada,” Mundo Uruguayo, Marzo 7 de 1919. 88 “Se viene el Carnaval,” Mundo Uruguayo, Febrero 3 de 1921; este artículo fue reimpreso bajo el mismo título en la edición de Febrero 3 de 1927. Ver también una historieta hilarante en la que algunos miembros del Congreso son retratados como si fuesen una comparsa de tiznados, Los Parlamentarios. “En vísperas del Carnaval,” Mundo Uruguayo, Febrero 23 de 1922. 89 Andrés Alvarez Daguerre, Glorias del Barrio Palermo (Montevideo, 1949), 53; también ver 38. Entrevista, Pedro Ocampo, Septiembre 4 del 2001.
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de Carnaval sino que lo antecede o lo supera por mucho, de modo que no hay paz en la tierra.” “Cualquier grupo de niños harapientos de seis, ocho o diez años, en deslucidos atavíos o tan sólo con sus abrigos puestos al revés, con sus caras tiznadas o negras de hollín o barro, y armados con latas, se permiten llamarse ‘comparsa’ y tomar posesión de las principales calles de la ciudad de día y de noche.”90 En el barrio Palermo, varios cientos de tales jóvenes formaron un grupo notorio, El Embutido. Excluidos de los demás grupos dada su imposibilidad de pagar por sus atuendos, usaban la ropa de diario, “llevando solamente sus caras pintadas con negro humo y otros colorantes.” El dinero que pudieran tener iba directo a la compra de los “numerosos tamboriles que portaban y las masacallas, los cuales ensordecían el ambiente con sus continuos redobles.”91 El redoblar del candombe, que hasta los años de 1850 o de 1860 era patrimonio exclusivo de los africanos de la ciudad, ahora se había extendido a los barrios de clase obrera de la ciudad y era albergado por euro-uruguayos, afro-uruguayos e inmigrantes europeos, todos por igual. En esos barrios, los tambores seguían jugando el mismo rol que tenían en las naciones africanas, como poderosa herramienta para construir comunidad y cohesión social. En este punto son muy relevantes las memorias del historiador William McNeill de sus experiencias en instrucción y marcha en formación cerrada en el ejército de los Estados Unidos. “De alguna manera se sentía uno bien... recuerdo un sentimiento de bienestar, más específicamente, un extraño sentimiento de expansión personal, una suerte de turgencia, de ser más grande que la vida, gracias a la participación en un ritual colectivo... Movernos con rapidez y en tiempo era suficiente para sentirnos bien con nosotros mismos, satisfechos de estar moviéndonos al unísono y vagamente contentos con el mundo en general.”92 Según descubrí cuando aprendí con uno de los grupos del Carnaval con el que participé en Montevideo en el 2002, la experiencia de marchar y tocar el tambor es aún más placentera y mucho más intensa que las experiencias descritas por McNeill. Tambores formados en cuerpos de diez, veinte, cincuenta o más emiten un asombroso volumen de ritmo atronador. Y a medida que marchan y tocan se funden en una sola y poderosa unidad social y musical que, mediante la fuerza de aquél ritmo, domina y comanda absolutamente todo a su alrededor.93 Para miembros de una clase obrera urbana, compuesta de hombres que en su mayoría definitivamente no dominaban su entorno, ni sus vidas, ni sus destinos, la experiencia de pertenecer a tal grupo, y/o de escucharlo proyectar el 90 “Sundries,” Montevideo Times, Febrero 2 de 1902, 1; “Decadent Carnival,” Montevideo Times, Febrero 13 de 1902, 1. 91 Alvarez Daguerre, Glorias del Barrio Palermo, 45. 92 William H. McNeill, Keeping Together in Time: Dance and Drill in Human History (Cambridge, Mass., 1995), 2. 93 Para aproximarse a una descripción vívida de esta experiencia ver Ferreira, Tambores del candombe, 90-92.
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mensaje de poder de sus componentes, de su barrio y de su clase, debió haber sido profundamente placentero y gratificante (sin mencionar el gozo de la música por sí sola). Por todo lo anterior, los cuerpos de tambores y marcha creados por las comparsas proletarias de finales de siglo resultaron ser el molde de las “sociedades de negros” que desfilaron en el Carnaval de Montevideo durante todo el siglo XX y ahora en el siglo XXI.94
Conclusión En su reciente estudio comparativo del tango argentino, la samba brasileña y la danza cubana, John Chasteen señala algunas similitudes entre estas formas musicales, que se originaban en los encuentros entre las tradiciones musicales africanas y europeas. Sin embargo, a comienzos de 1900 cada uno de estos ritmos nacionales estaba “respondiendo... al contraste de contextos nacionales” y desarrollándose en direcciones distintas. “Las raíces africanas estaban siendo gradualmente privilegiadas en Brasil, al tiempo que eran gradualmente olvidadas en Argentina. En términos prácticos, los bailarines de samba del carnaval de Brasil añadían la percusión africana en los mismos años (la década de 1930) en que músicos y bailarines argentinos hacían más melancólico el tango. Entre tanto, los bailarines y músicos cubanos, ni acentuaban, ni privilegiaban, ni olvidaban las raíces africanas.”95 En Uruguay tenemos además otro contexto nacional y otro resultado. Al igual que la samba brasileña, el candombe fue intencionalmente “africanizado” a comienzos de los 1900, a medida que las comparsas se inventaban un nuevo personaje “africano”, evocaban sus terruños perdidos en África, y otorgaban a los tambores y demás instrumentos de percusión un papel preponderante en sus presentaciones. Pero en Uruguay ese proceso de africanización tuvo lugar en la última década del siglo XIX y las primeras del siglo XX, antes que en Brasil, donde la africanización se dio hacia los años de 1930. Esta diferencia es crucial ya que para esta última década, Brasil y otros países de América Latina habían comenzado un proceso de re-invención de sí mismos, como “democracias raciales,” como sociedades capaces de reconocer y festejar sus historias de mezcla racial y sus herencias culturales africanas. Treinta o cuarenta años atrás, ese proceso no había empezado; al contrario, la región todavía estaba firmemente asentada en el racismo científico y los sueños de “blanqueamiento”, que las ideologías nacionales respecto de la democracia racial buscaban trastocar.96 94 Acerca de la evolución de las comparsas en los años de 1900 ver González Samudio, “Lubolos”; “Con el tamboril en la sangre.” 95 Chasteen, National Rhythms, 14; énfasis original. 96 Charles Hale, “Political and Social Ideas,” en Leslie Bethell, ed., Latin America: Economy and Society, 1870-1930 (Cambridge y New York, 1989), 254-67; Richard Graham, ed., The Idea of Race in Latin America, 1870-1940 (Austin, 1990); George Reid Andrews, Afro-Latin America, 1800-2000 (New York, 2004), 117-24.
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Esos sueños estaban tan profundamente arraigados en Uruguay como en otros países de América Latina, y quizá mucho más a la luz del éxito del país en cuanto a atraer inmigrantes europeos. Una visita del académico norteamericano W. J. Holland a Uruguay en 1913 señalaba “la política de exclusión de los negros” (la inmigración negra estaba prohibida en 1890), y el “orgullo” expresado por sus “huéspedes” de que “el nuestro, es un país de blancos.” Al enumerar las razones que lo llevaron a estar “orgulloso de mi país,” Horacio Araújo Villagrán se regocijaba porque “ningún país de América puede ostentar una población como la nuestra, donde predomina de muy marcada manera la raza caucásica... El tipo nacional es activo, noble, franco, hospitalario, inteligente, fuerte y valiente y es de raza blanca casi en su totalidad, lo que implica la gran superioridad de nuestro país sobre otros de América en que la mayoría de la población está compuesta por indios, mestizos, negros y mulatos.”97 Sin embargo, en el mismo momento en que las elites uruguayas se pavoneaban del éxito de su proyecto de “blanqueamiento”, los obreros de la capital de la nación, blancos en su mayoría, se estaban uniendo para formar comparsas multi-raciales que trazaban sus orígenes hasta África. Se trataba de un desarrollo cargado de significados múltiples y, a veces, conflictivos. Sugeriría que uno de tales significados es el de las comparsas como contraparte cultural de los movimientos laborales interraciales que se estaban gestando en esa época en gran parte de América Latina. Durante esos mismos años (1880–1930) en los que Brasil, Cuba, Colombia, Venezuela y otros países corrían en pos de los sueños de blancura y europeización, sus obreros estaban creando movimientos laborales racialmente incluyentes, que para las décadas de 1930 y 1940 se convirtieron en la base de gobiernos y coaliciones políticas populistas.98 Construir tales movimientos no fue tarea fácil. Las identidades y diferencias raciales eran tan “reales” para los obreros de fin de ese siglo, como lo siguen siendo para muchos actualmente, e igualmente difíciles de superar. No obstante, la presencia de fuerzas laborales multi-raciales en cada país, así como la ausencia de legislación segregacionista y de la
división fáctica por grupos raciales, hacían posible que los obreros superaran las divisiones raciales para trabajar juntos, vivir juntos, luchar juntos e ir de fiesta y hacer música juntos. Los jóvenes montevideanos que luchaban por encontrar su lugar dentro de las jerarquías de clase, género y raza de una ciudad en proceso de crecimiento y modernización, lo lograban no sólo gracias a los movimientos sindicales sino también al formarse en regimientos del ritmo: unidades de ataque de primera línea que entraban en batalla, no con espadas y revólveres, sino con tambores y maracas, estrellas y lunas. Los tambores africanos suministraron el medio organizacional y la poderosa voz con la cual los miembros de la clase obrera citadina pudieron “hablar” al resto de la ciudad y hacerse escuchar. Sin embargo, además de los tambores también hablaron a través de las canciones y de ejecuciones llenas de las ideologías raciales de la época. Al igual que sus tiznados homólogos estadounidenses, otra de las sociedades del Nuevo Mundo que fue transformada en ese tiempo por la urbanización y la inmigración europea, parece que un segundo sentido de las comparsas proletarias fue el de servir como vehículo a los obreros para expresar sus ideas respecto a la raza, a África y a la negritud para dirigir “las ansiedades culturales tanto de inmigrantes europeos desarraigados de sus tierras natales que tenían que interactuar en una sociedad y en una economía extranjeras, como de los jóvenes campesinos nativos desplazados hacia la ciudad, muchos de quienes eran incorporados a la fuerza laboral y al sistema industrial por primera vez.” Así como en los personajes de antología del minstrel estadounidense, el Gramillero, la Mama Vieja y el Escobero “eran personajes ... en quienes se proyectaban, se parodiaban y con ello, de alguna manera, se lidiaba con las ansiedades de una clase obrera.”99 En ese proceso de proyección y extrapolación, los afrouruguayos pagaron un precio muy alto. En las canciones y presentaciones de las comparsas proletarias, las negras candentes, el ritmo ardiente y la sensualidad africana se juntaron para definir una visión de la negritud que ha sido totalmente absorbida en la cultura nacional y popular de Uruguay.100 Esta visión, a la fecha, sigue fijando la agenda
97 W. J. Holland, To the River Plate and Back (New York y London, 1913), 94; Horacio Araújo Villagrán, Estoy orgulloso de mi país, (Montevideo, 1929) 77-78, 80. 98 Para el tema de movimientos obreros interraciales y su importancia política, ver Andrews, Afro-Latin America, 142-65. Para leer un excelente análisis comparativo del papel de la raza en movilizaciones obreras y políticas durante este período, ver Rebecca J. Scout, Degrees of Freedom: Louisiana and Cuba After Slavery, (Cambridge, Mass., 2005). Para consultar acerca de movimientos obreros en Uruguay específicamente, ver German D’Elia y Armando Miraldi, Historia del movimiento obrero en el Uruguay (Montevideo, 1984); Carlos Zubillaga, Pan y trabajo: Organización sindical, estrategias de lucha y arbitraje estatal en Uruguay (1870-1905) (Montevideo, 1996); Robert J. Alexander, History of Organized Labor in Uruguay and Paraguay (Westport, Conn., 2005), 7-40.
99 Holt, “Marking,” 15. 100 Ver, por ejemplo, la película Candombe (1945), que mostraba eslavos africanos bailando el candombe “el tan-tan africano, motivo de lujuriosas orgías... Enloquecidos, frenéticos, se abandonaban a las más violentas y absurdas contorsiones, al ritmo sensual del batir de las lonjas.” “Interesante exponente de cinematografía nacional,” El País, Febrero 26 de 1945, 5. O un artículo de 1953 que trazaba el Carnaval al “ritmo cálido” que recorre la sangre de todos los negros, el cual ellos mismos trajeron de Africa. “Así como todo el otoño cabe en una sola hoja... todo el carnaval cabe en un solo negro, con tal que tenga las motas bien puestas y el tamboril bien colgado.” “¡Carnaval de los negros, bienvenido seas!” Mundo Uruguayo, Febrero 26 de 1953, 36-37. O los atributos para el baile de Marta Gularte, habilidad que decía haber heredado de su abuela “africana pura... A mí me corre esa sangre, empujándome a danzar de una manera bárbara y profunda,
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del repertorio de las comparsas y ha tenido una enorme influencia en la definición de temas y objetos de estudio de escritores y artistas afro-uruguayos.101 El “ardor” rítmico y sexual refleja cierto poder asociado a la negritud, pero no se trata de la clase de poder que pueda producir avance social y económico e igualdad racial genuina.102 ¿Qué se compró con el precio pagado por los afrouruguayos? Sin duda alguna, algo de inmenso valor. Cuando las comparsas llegan marchando por las calles, con sus banderas ondeando, sus bailarines danzando y sus tambores retumbando, se tendría que tener corazón de piedra y oídos de tapia para no emocionarse y regocijarse por el espectáculo y los siglos de historia que lo producen. Miguel García, percusionista y profesor de percusión afro-uruguayo, explica que cuando marcha con su comparsa (Sinfonía Ansina), el espíritu de “un negro-viejo” marcha junto a él, guiándolo y tocando con él.103 En una parte del mundo en la que país por país, África y la negritud han sido histórica y culturalmente asumidas como “invisibles,” los tambores de las comparsas y el candombe proyectan poderosos recuerdos sonoros de África y del pasado uruguayo en el moderno espacio urbano.104 Aunque complicados, problemáticos y además parcializados como pueden ser tales recuerdos, son mucho mejores que el silencio.
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que me extenúa, me deja aniquilada e deshecha. Al rumor del ‘bongó’, cuando me llegan los sones del tambor africano, me entra primero una languidez, y después un frenesí que no comprendo. Mi cintura parece de goma, ondulo mi vientre, mis caderas, y siento desarticulados todos mis miembros... Es como si me poseyera el santo ‘Changoo’ [sic].” “Marta Gularte, la Reina Negra, bailó ayer para Xavier Cugat,” La Tribuna Popular, Marzo 10 de 1950. Para consultar acerca de los temas de las canciones en carnavales recientes, ver Alejandro Frigerio, Cultura negra en el Cono Sur: Representaciones en conflicto, (Buenos Aires, 2000), 110-25; acerca de la literatura afro-uruguaya, ver Martin Lewis, Afro-Uruguayan Literature: Post-Colonial Perspectives (Lewisburg, Penn., 2003), esp. 13-26, 47-61; Alberto Britos Serrat, ed., Antología de poetas negros uruguayos, 2 vols. (Montevideo, 1989, 1995). Para este tema ver Peter Wade, Blackness and Race Mixture: The Dynamics of Racial Identity in Colombia (Baltimore, 1993), 245-52. Acerca de la desigualdad racial en el Uruguay actual ver Instituto Nacional de Estadística, Encuesta Continua de Hogares: Módulo de raza (Montevideo, 1998); Luis Ferreira, “Desigualdades raciais no mercado de trabalho e políticas sociais universais: Uma comparação entre Uruguai e Brasil,” Pós: Revista Brasiliense de Pós-graduação em Ciências Sociais 6 (2002), 57-92; Romero Jorge Rodríguez, Racismo y derechos humanos en Uruguay (Montevideo, 2003). Ferreira, Tambores del candombe, 187. El tema de la “invisibilidad” de la negritud en América Latina puede consultarse en Peter Wade, Race and Ethnicity in Latin America (London, 1997), 35-37; Minority Rights Group, ed., No Longer Invisible: AfroLatin Americans Today (London, 1995); Aline Helg, Liberty and Equality in Caribbean Colombia, 1770-1835 (Chapel Hill, 2004), 1-8; Ben Vinson III y Bobby Vaughan, Afroméxico. El pulso de la población negra en México: Una historia recordada, olvidada y vuelta a recordar (Ciudad de México, 2004), 15-16. Acerca de la invisibilidad negra en Uruguay ver Rodríguez, Racismo y derechos humanos.
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LA COMPLEMENTARIEDAD CULTURAL EN EL SURGIMIENTO DE LOS GRUPOS ZAMBOS DEL CABO GRACIAS A DIOS, EN LA MOSQUITIA, DURANTE LOS SIGLOS XVII Y XVIII Fecha de recepción: 10 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 15 de enero de 2007
Eugenia Ibarra* Resumen Cuando se investigan los momentos iniciales de contacto entre africanos y amerindios en el contexto de la esclavitud, las fuentes documentales permiten observar situaciones en las que conceptos tradicionales como aculturación y transculturación pueden resultar insuficientes para explicar los procesos que se generan en esos primeros encuentros. A la vez, los conceptos de recreación y de transmisión cultural requieren de la presencia de algunas condiciones que no son iguales en todos los casos de contactos. El objetivo de este artículo es llamar a la reflexión sobre esos aspectos, sugiriendo el concepto de complementariedad cultural como posibilidad de explicación en ciertos casos, como el que se presenta entre africanos y amerindios en el cabo Gracias a Dios en la Costa de Mosquitos en el transcurso de los siglos XVII y XVIII. Esta situación contrasta fuertemente con los procesos de recreación y transmisión cultural que tuvieron lugar en Jamaica, durante el mismo periodo histórico y en el contexto del conflicto anglohispano en la Costa de Mosquito y en Jamaica. Pretendemos contribuir al debate internacional acerca del surgimiento de los grupos zambos, al señalar otras posibilidades para explicar el desarrollo inicial de “contactos” culturales.
Palabras clave: Indios mosquitos, africanos esclavizados, zambos, esclavitud, contacto cultural, complementariedad cultural.
CULTURAL COMPLEMENTARITIES IN THE ARISAL OF ZAMBO GROUPS AT CAPE GRACIAS A DIOS IN MOSQUITA, DURING 17TH AND 18TH CENTURIES Abstract Historical sources that recount the encounters between enslaved Africans and Amerindians suggest that there are occasions when the traditional concepts of acculturation and transculturation are inadequate to explain the processes that develop when peoples from two different cultures come into contact. Similarly, the concepts of cultural recreation and cultural transmission require certain conditions that are not always the same in cases of cultural contact. The goal of this article is to reflect on the issue of cultural contact and to propose that the concept of cultural complementarity be used as way to explain certain cases, such as that between Africans and Amerindians on Cape “Gracias a Dios” on the Mosquito coast in the seventeenth and eighteenth centuries. This situation contrasts sharply with the processes of cultural recreation and transmission that occurred in Jamaica during this same period and in the context of the English-Spanish conflict on the Mosquito coast and in Jamaica. The article seeks to contribute to the international debate on the rise of sambo groups, suggesting other ways to explain the initial development of cultural “contacts.”
Keywords: Mosquito Indians, African slaves, sambos, slavery, culture contact, cultural complementarity.
A COMPLEMENTARIDADE CULTURAL DOS GRUPOS ZAMBOS DO CABO GRACIAS A DIOS, NA MOSQUITIA NOS SECULOS XVII E XVIII Resumo Quando se investigam os momentos iniciais do contato entre africanos e os ameríndios no contexto da escravidão, as fontes documentais permitem apreciar situações nas quais os conceitos tradicionais como aculturação e transculturação podem resultar insuficientes para explicar os processos que se geram nesses primeiros encontros. Ao mesmo tempo, os conceitos de recriação cultural e de transmissão cultural precisam da presença de algumas condições que não são iguais em todos os casos de contatos culturais. O objetivo deste artigo é gerar reflexão sobre esses temas, surgindo o conceito de complementaridade cultural como possibilidade de explicação em certos casos, como os que se registraram entre africanos e ameríndios no Cabo Gracias a Dios (Cabo Graças a Deus) na Costa de Mosquitos nos séculos XVII e XVIII. Esta situação contrasta fortemente com os processos de recriação e transmissão cultural que se deram na Jamaica durante o mesmo período histórico e no contexto do conflito anglo-hispano na Costa de Mosquitos e na Jamaica. Pretende-se contribuir ao debate internacional sobre o surgimento dos grupos zambos, assinalando outras possibilidades para explicar o desenvolvimento inicial dos “contatos” culturais.
Palavras-chave: Índios mosquitos, escravos africanos, zambos, escravidão, contato cultural, complementaridade cultural. * Antropóloga e historiadora costarricense. Entre sus obras se encuentran Las Sociedades Cacicales de Costa Rica (S. XVI); Fronteras étnicas en la conquista de Nicaragua y Nicoya, Entre la solidaridad y el conflicto y Las manchas del jaguar, Huellas indígenas en la historia de Costa Rica. Actualmente trabaja como profesora en la Escuela de Antropología y Sociología de la Universidad de Costa Rica. Investiga sobre la esclavitud indígena en la historia interconectada del Caribe en los siglos XVII y XVIII. Correo electrónico: euibarra@racsa.co.cr
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n antropología, los tradicionales conceptos de aculturación y transculturación han sido frecuentemente empleados para dar cuenta de distintos procesos que se generan cuando ocurren contactos culturales, como el que tuvo lugar entre los africanos esclavizados con amerindios. Sin embargo, novedosos enfoques teórico-metodológicos unidos a información documental específica de un caso demuestran que esos conceptos se vuelven insuficientes en ciertas ocasiones para explicar qué ocurre en los momentos iniciales de algunos de los encuentros. Ello implica tomar en consideración el acervo cultural de los africanos así como el de los indígenas con los que se llegarán a mezclar, incluyendo el ámbito religioso. Este artículo es un trabajo introductorio y reflexivo sobre el tema y, como tal, no pretende obtener respuestas sino, más bien, desea presentar algunas sugerencias que puedan contribuir a comprender esos procesos. Uno de los autores que recientemente se ha referido a aspectos teórico-metodológicos en relación con temas de etnicidad, cultura y religión en el contexto de la esclavitud, ha sido Paul E. Lovejoy (1997). Este autor señala la pertinencia de observar las particularidades que resultan de cuidadosas investigaciones históricas. En este artículo nos acogemos a esas sugerencias, sobre todo aplicadas a los contactos culturales iniciales. Además, compartimos con este autor la idea de que la etnicidad, la religión y la cultura son cambiantes en las sociedades nuevas, que se formaron como resultado del proceso esclavista. Lovejoy (1997) comenta que, como parte del procedimiento metodológico, es conveniente partir desde el pasado al presente para entender los cambios, aun cuando las fuentes documentales sean escasas, tal como es la situación en el Cabo Gracias a Dios. Se hace necesario asomarse, conocer y comprender, hasta donde sea posible, el pasado de las sociedades africanas a fin de escudriñar el establecimiento de nuevas relaciones con los amerindios. Las reflexiones de Paul E. Lovejoy en ese documento constituyen, sin duda, un importante punto de partida para un problema como el que nos ocupa. Pero, como parte de la historia de la esclavitud, y atendiendo el llamado de atención de ese autor, todavía no está clara la manera como se presentó el problema de cómo se dieron la transmisión o la re-creación cultural entre los africanos traídos de manera forzada a América. Entenderemos por re-creación cultural el proceso de resistencia en que una sociedad se niega a perder rasgos culturales propios ante las nuevas condiciones demandadas por la esclavitud, en tierras alejadas de sus lugares de nacimiento y enfrentados a condiciones infrahumanas de sobrevivencia. En esas situaciones, los portadores de culturas particulares se preocuparán por recordarla, rescatarla, practicarla en la medida de lo posible, y re-crearla dentro de las nuevas condiciones. Una vez rescatadas y re-creadas, algunas prácticas culturales se fortalecerían y pueden ser transmitidas 106
a otros, que bien pueden ser miembros de las generaciones siguientes. Se daría, así, una transmisión cultural. Tampoco es conocido cuál fue el papel de algunos rasgos socioculturales, particularmente africanos, en las uniones entre los indígenas y los negros en aquellas áreas en las que surgió población zamba. Los resultados de un reciente proyecto de investigación demuestran que el nacimiento de los grupos zambos fue diverso en las distintas áreas caribeñas y americanas en que ocurrió como procesos estrechamente relacionados con la compleja historia de la esclavitud (Ibarra, 2006). En los siglos XVII y XVIII, época de la expansión inglesa hacia el Caribe y costas americanas del Caribe, Jamaica y la Costa de Mosquito (s) o Mosquito Shore, en las costas caribeñas de Honduras y Nicaragua, son ejemplos de esas diferencias. Mientras en Jamaica prevalecieron grupos de africanos de distinta procedencia en condiciones de trabajo esclavo en grandes plantaciones, a la par de una escasa población indígena en 1655, que vivían desperdigados junto con negros, judíos, portugueses y españoles (Dunn 1972), en algunas áreas de la Costa de Mosquito se presentó la mezcla de negros con los indígenas mosquitos como se conocían en la literatura de la época; los que, a su turno, llegaron a desarrollar otro tipo de relaciones con los ingleses y a desempeñar un papel político fundamental en el área centroamericana. Ambos casos son importantes de considerar con el fin de abordar aspectos de desarrollo cultural entre recién llegados a tierras americanas y del Caribe insular dentro del contexto de la esclavitud. La respuesta a cómo se formaron los grupos zambos en la Costa de Mosquitos puede darse a partir de fuentes españolas e inglesas de los siglos XVII y XVIII. Su contenido se refiere fundamentalmente a lo visible: al fenotipo que resulta de la mezcla de africano con amerindio. Es más complicado, pero no imposible, encontrar en ellas la información pertinente para explicar cómo se realizó la integración de los africanos recién llegados a la sociedad mosquita, desde una perspectiva que tome en cuenta aspectos socioculturales. Una lectura distinta de las fuentes nos indica que, en las labores cotidianas de los zambos en la Costa de Mosquitos, algunos rasgos y dinámicas culturales africanas estaban presentes. En el caso del Cabo Gracias a Dios se dispone de poca información; las fuentes son escasas para el momento de los contactos iniciales. Sin embargo, una interpretación de las mismas desde un enfoque regional que va más allá del río Coco y su desembocadura, incluyendo la Mosquitia en general, permite aproximarse a la situación que aquí tratamos. Ésta sería otra aproximación metodológica en la que coincidimos con Paul E. Lovejoy, cuando comenta que al estudiar estas sociedades caribeñas es necesario remitirnos también al pasado africano (Lovejoy, 1997). En la Costa de Mosquitos, como denominamos al área que fue de interés británico en los siglos XVII y XVIII, los documentos en general son bastante silenciosos para describir aspectos de africanía entre sus pobladores. Los escritos de piratas y bucaneros son las más elocuentes aunque relativamente pocos. A primera vista, estas ausencias podrían interpretarse como la inexistencia de los rasgos socioculturales africanos,
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 105-115. La complementariedad cultural en el surgimiento de los grupos zambos del cabo Gracias a Dios, en la Mosquitia, durante los siglos XVII Y XVIII / Cultural Complementarities in the Arisal of Zambo Groups at Cape Gracias a Dios in Mosquitia, during 17th and 18th Centuries / A complementaridade cultural dos grupos zambos do cabo Gracias a Dios, na Mosquitia nos séculos XVII e XVIII
perdiéndose en la fusión de los negros con los indígenas, gente, esta última, más numerosa. Pero la historia de la Costa de Mosquito en el siglo XVIII demuestra que la unión de un sector mosquito con los africanos recién llegados fue exitosa, por lo menos en el aspecto de la producción, del parentesco y de la política. Esto llama a mirar con mayor detenimiento el proceso de formación de los grupos zambos en la Mosquitia en general, área comprendida desde la costa hasta los asentamientos españoles localizados hacia el oeste. El conjunto de estos pueblos, en la zona comprendida entre Trujillo y el Castillo del Río San Juan, formaron una frontera de norte a sur para mitigar los ataques de los ladrones de mar y
de los zambos mosquitos, y defender las posesiones españolas de la costa del pacífico de Nicaragua. Este borde poroso de la Mosquitia lo denominamos la frontera segoviana, constituida por asentamientos españoles de distinta naturaleza, como, por ejemplo, pueblos de montaña, y en los límites sur y norte, por puestos fortificados como el Castillo del Río San Juan y el puerto de Trujillo, respectivamente. Esta frontera se extendió desde el Castillo del Río San Juan, pasando por los pueblos de Acoyapa, Lóvago, Juigalpa, Camoapa, Boaco, Muy Muy, Matagalpa, Jinotega, Condega, Segovia, Palacagüina, Totecasinte, Danlí, Juticalpa, Catacamas y Sonaguera, hasta Trujillo en el Caribe hondureño (Ibarra R., 2006).
COSTA DE MOSQUITOS Y REGIONES ADYACENTES, SIGLOS XVII-XVIII FUENTES: BURDON 1931, FADEN 1787, HALL Y PEREZ 2003, INCER 1990, LEHMAN 1940, OFFEN 2002.
¿Qué elementos socioculturales pudieron contribuir a que las relaciones establecidas entre los indios mosquitos con los negros africanos entre c.1640 a 1699 tomaran matices favorables para ambos? Estas páginas analizan la formación de los grupos zambos en la Mosquitia en general y destacan el peso que tuvieron algunos rasgos socioculturales africanos en el proceso del surgimiento del zambaje, fundamentalmente entre las gentes alrededor del Cabo Gracias a Dios a finales del siglo XVII. Nos referimos particularmente al desempeño de algunas labores de subsistencia y a la práctica de ciertas costumbres de enterramiento, como rasgos socioculturales que fueron también compartidos por los indígenas. Sugerimos que las similitudes entre esas prácticas favorecieron la unión positiva de indígenas con africanos en el siglo XVII, la que hizo posible que se complementaran desde una perspectiva
sociocultural, construyendo bases firmes que condujeron posteriormente a los zambos al desempeño de cargos políticos destacados en el mismo siglo. El caso de Jamaica conforma en estas páginas un ejemplo de otras maneras del manejo de aspectos culturales por la misma población trasplantada, en el que la re-creación y la transmisión cultural desempeñaron papeles fundamentales desde un inicio (Rueda, 2001).1 1
El caso del zambaje que surgió en la provincia de Esmeraldas en Ecuador no nos parece pertinente para establecer una comparación, por los siguientes argumentos: al igual que en la situación del Cabo Gracias a Dios, el contexto en que se insertan es el de la esclavitud. Sin embargo, en ese caso se da una circunstancia que nos parece que genera una notable diferencia, la cual influyó en el desarrollo de las relaciones entre indígenas y africanos: estos últimos venían armados. Sin duda, lo anterior les causó una situación más ventajosa para los negros desde el
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La complementariedad cultural como concepto explicativo En el contexto del mestizaje, creemos que existe una diferencia entre los conceptos re-creación cultural y transmisión cultural. Por ejemplo, en Jamaica se pudo dar lo que sería una re-creación cultural y una transmisión cultural a las generaciones siguientes cerca de 1775, dada la procedencia extranjera de los africanos esclavizados. La transmisión cultural puede observarse en algunas sociedades indígenas del presente, como es el caso de las mujeres miskitas2 actuales cuando enseñan el idioma miskito a sus hijos. No tienen necesidad de re-crear, pues transmiten el idioma que ha sido tradicional y propio del lugar desde siglos anteriores. En Jamaica, numerosos africanos esclavizados fueron forzados a convivir en lugar ajeno a sus lugares de origen. Juntos recrean sus culturas, incluyendo los idiomas, y las transmiten a las siguientes generaciones. Pero en la Costa de Mosquito, en las cercanías del Cabo Gracias a Dios, en los primeros contactos entre africanos e indígenas en Sandy Bay, cuando se formaron los primeros grupos zambos de los que hablan los documentos, entre 1633 y 1690, la re-creación cultural no se identifica ni tampoco la transmisión. La información es poca y en el proceso de encuentro percibimos la presencia de otro fenómeno aparte, el de la complementariedad cultural. No se trata de aculturación ni de transculturación, más bien debe entenderse como el acoplamiento de rasgos y prácticas culturales similares, propias de los bagajes socioculturales de cada una de las culturas que se encuentran y que son el producto de su historia y de su vida en sociedad. El concepto de complementariedad cultural, puede brindar explicaciones al caso de los zambos en Sandy Bay. Se trata más bien de prácticas culturales, agrícolas, funerarias u otras como veremos más adelante- que se desarrollaron de maneras similares en África y en la Mosquitia y que al encontrarse, se complementaron sin causar cambios sensibles en los patrones de subsistencia de los indios mosquitos. En la práctica lo que parece observarse es que en el surgimiento de los grupos zambos no se introdujeron ni se transmitieron elementos culturales que pudieran denominarse como totalmente “nuevos”; más bien las similitudes de esas prácticas funcionan como puntos de contacto que se encontraron y se complementaron. Las similitudes socioculturales contribuirían a lograr relaciones más positivas y menos conflictivas entre los indígenas y los africanos, ayudándoles a enfrentar nuevas vidas de maneras menos dificultosas. La complementariedad cultural se convierte así en una herramienta conceptual que brinda intentos de explicación dentro de una particularidad
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primer momento del contacto con los amerindios, a diferencia de los que llegaron al Cabo Gracias a Dios. La situación se torna, entonces, distinta al caso de la Mosquitia que aquí tratamos, dificultando, obviamente, una comparación inicial. Los miskitos son los actuales descendientes de los “indios mosquitos” de los siglos XVII y XVIII, y su idioma se denomina miskito. En la actualidad se denominan a sí mismos como miskitos.
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histórica, la de las circunstancias alrededor del contacto entre africanos e indígenas mosquitos. Jack Goody (1971) y Mary W. Helms (1983) han demostrado que algunas de las costumbres y prácticas culturales africanas podrían asemejarse a las de grupos amerindios. Goody, señala la posibilidad de que patrones culturales africanos fueran introducidos en el siglo XVII por estos negros en lo que denomina “la matriz cultural de la Costa de Mosquito”. Se refiere a la adquisición de prestigio de los jefes de África Occidental a través del control sobre las mujeres, sobre cautivos de guerras, armas y caballos. O sea, que el prestigio se apoyaba fuertemente en el control sobre otras personas y en la posesión de armas superiores, lo que era similar en la Costa de Mosquito. Helms también señala otras similitudes entre africanos e indígenas mosquitos, refiriéndose a ejemplos de otros rasgos culturales de la Mosquitia en el siglo XVIII, cuando los prisioneros de guerra de los mosquitos eran intercambiados con los europeos por armas y pólvora, en una práctica igual a la que se realizó en África (Vega,1955) . A sabiendas de que existen esas y otras prácticas culturales similares entre africanos y amerindios, en esta oportunidad enfocamos algunas prácticas laborales y las costumbres funerarias en la formación de los grupos zambos en la Mosquitia, no como introducciones foráneas sino como prácticas similares que entran en contacto y se complementan.
El surgimiento de los grupos zambos en la Costa de Mosquito Los grupos denominados zambos se comenzaron a formar aproximadamente al mismo tiempo, durante el siglo XVII, en la costa del Caribe de Honduras y de Nicaragua como parte del proceso de colonización española en Centroamérica y el de la ampliación de redes comerciales de algunas partes de Europa con tierras americanas e islas caribeñas, donde incluimos la trata de esclavos. Este comercio fue el mayor responsable del arribo de negros a las costas de la Mosquitia en el siglo XVII. Pero otra parte corresponde a los esclavos negros ya existentes en otras áreas centroamericanas antes del siglo XVII. Los asentamientos españoles de la costa pacífica de Nicaragua contaban con africanos esclavizados, hombres y mujeres, según informes del siglo XVI. Lo mismo puede decirse de Guatemala. Y, en el puerto de Truxillo, en el Caribe hondureño, la población española tenía por esclavos a negros africanos también (Gámez, 1939). Por lo tanto, desde el siglo XVI los pobladores de la Mosquitia se fueron familiarizando con las personas esclavizadas procedentes de África, abriéndose así, desde un principio, posibilidades del establecimiento de relaciones menos conflictivas. En 1645 había negros cimarrones fugitivos en las montañas del Golfo Dulce (AGCA, 1645), cerca de territorio jicaque, con los que se unieron, según menciona el historiador nicaragüense José Dolores Gámez (1939). A la vez, unos años después negros fugitivos escapaban de navíos esclavistas holandeses que pasaban y paraban en Truxillo
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 105-115. La complementariedad cultural en el surgimiento de los grupos zambos del cabo Gracias a Dios, en la Mosquitia, durante los siglos XVII Y XVIII / Cultural Complementarities in the Arisal of Zambo Groups at Cape Gracias a Dios in Mosquitia, during 17th and 18th Centuries / A complementaridade cultural dos grupos zambos do cabo Gracias a Dios, na Mosquitia nos séculos XVII e XVIII
y en las islas de Roatán, Maza y Utila (AGCA, 1660), aumentando su flujo en las costas de Honduras. El arribo de los negros a las costas de Nicaragua se explica por medio de diversas versiones. M.W., autor de cuyo nombre solo conocemos sus siglas, menciona que en 1639 de un barco con esclavos procedentes de Guinea se escaparon algunos, que en 1699 se encontraban residiendo en los alrededores del Río Coco (M.W., 1732). Fray Benito Garret y Arloví narra que un negro llamado Juan Ramón le contó la siguiente historia: cerca de la desembocadura del río San Juan se perdió en 1641 un navío traficante de negros, de los cuales unos fueron recogidos, pero una tercera parte escapó y se refugió entre las montañas, y fueron rechazados por sus habitantes, a los que Garret y Arloví denomina `caribes´ (Peralta, 1898). Mantuvieron una guerra cruenta entre sí hasta que ganaron los negros a los indios, quienes huyeron hacia las tierras de Segovia y Chontales. Los negros se multiplicaron con las mujeres indígenas y dieron origen a un grupo zambo. Otra versión sostiene que un grupo de náufragos, fundadores del zambaje en la Costa de Mosquito, se refugió en 1652 en unos bajos localizados al oeste del Cabo Gracias a Dios y de allí se movieron a unas cordilleras en tierra firme. Con el tiempo, según el informe oficial del oidor Lic. Ambrosio Tomás Santaella Melgarejo, se comenzaron a reproducir con mujeres indígenas, lograron construir relaciones amistosas con los indios, y bajaron de la montaña a vivir con ellos (Peralta, 1898). Otra versión es la de Robert Hodgson a mediados del XVIII, que describe la llegada de africanos en dos barcos holandeses que naufragaron cerca del sur de Nicaragua; los menciona en calidad de fundadores del zambaje (Romero, 1995). Podemos inferir que la procedencia de estos grupos, por lo menos los que arribaron a las cercanías del Cabo Gracias a Dios, era del área de Guinea, según coinciden M.W. y Hodgson. Probablemente habrían salido más bien de los alrededores del Golfo de Guinea _en Africa occidental_, lo que incluiría a personas oriundas de las zonas de los actuales países de Ghana, Nigeria, Togo y Camerún, en África Occidental. La lingüista Arja Koskinen, al estudiar el creole nicaragüense, demuestra que sus raíces africanas se encuentran mayoritariamente en esa zona, y no en el Africa Central (Koskinen, 2006). No disponemos de cifras confiables que contribuyan a aclarar mejor el panorama de cuántos llegaron, aunque sí para obtener pinceladas de la población. Barbara Potthast hace referencia al hecho de que en 1637 y 1638 vivían 300 indígenas alrededor del Cabo Gracias a Dios en un radio de 30 leguas, mientras que en 1670 Exquemelin habla de 15001600 indígenas en la misma área. Si se suma la información que brinda M.W., el total alcanza los 1000 habitantes en 1699 (Potthast-Juttkeit, 1993). Pero en ninguno de los casos se aclara con precisión cuántos eran de origen africano. Al hacer un balance de la información anterior, podemos proponer que las distintas versiones apuntan a que no parece haberse tratado de un solo barco, sino de varios y
en distintos momentos. Por lo tanto, es posible concluir que la mezcla de los indios con negros en esta Costa se efectuó poco a poco, intensificándose cuando algún acontecimiento así lo favorecía, como era la llegada de varios africanos a la vez. Fue un proceso en el que no hubo homogeneidad. Por lo general, toda etnia que es invadida en su territorio por otros, inicia relaciones tensas y conflictivas con los recién llegados; en este caso, los mosquitos con los negros. Podemos considerar como invasora la llegada de los africanos puesto que representaron una amenaza para los pobladores “autóctonos”. Fueron un “otro” amenazante hacia ellos, sus mujeres y sus recursos. Pero también es preciso considerar que los africanos en cuestión llegaron al Cabo Gracias a Dios más por casualidad que por voluntad. Arribaron escapando de una situación de esclavitud, caso diferente de los negros que llegaron esclavizados a Jamaica, llevados allí adrede y en esa condición. En la Mosquitia la integración de los africanos a las sociedades indígenas se pudo efectuar de distintas maneras. Es difícil precisarlas por cuanto existe evidencia de que fueron varios los barcos que arribaron en tiempos distintos y a sitios diferentes. Pudieron darse situaciones hostiles y luego de amistad, como señala una de las versiones citadas. Pero también los indígenas pudieron haber hecho prisioneros a algunos de los recién llegados, puesto que existe evidencia de ello en la versión que narra Alexander O. Exquemelin (2000). La práctica de atacar a enemigos y capturar hombres, mujeres y niños era parte de la vida cotidiana de los indios mosquitos (Helms, 1983). Lo que es más seguro es que los africanos fueron menos numerosos que los indígenas. Esto parece confirmarse con los resultados de estudios genéticos recientes realizados entre los miskitos, en los que se ha comprobado la dominancia amerindia, donde el componente genético de los miskitos aún conserva características propias de los grupos amerindios (Azofeifa, Ruiz y Barrantes, 1998). En esa primera situación de supuestos cautivos, los recién llegados deberían cumplir con algunas labores de subsistencia tales como recolección, agricultura, cacería y pesca. Su incorporación a la sociedad mosquita debió de relacionarse primero con procesos de trabajo para la alimentación del grupo captor y la propia. Además, los africanos no hablaban el miskito ni conocían las costumbres de sus hablantes, tampoco estaban familiarizados con el territorio; todo lo que, en conjunto, los colocó en una situación de desventaja. Para asegurarse su supervivencia debieron alcanzar acuerdos con los mosquitos, aunque fuera acatando las imposiciones de éstos en su condición de cautivos y aprendiendo, entre otras cosas, a hablar el miskito, conocimiento que les sirvió de llave para penetrar en la sociedad mosquita, en sus ámbitos materiales y no-materiales.
Los acervos culturales africanos y las nuevas situaciones Aunque fueran minoría los recién llegados al Cabo, ¿qué pudo ocurrir con sus acervos culturales? En este momento de nuestra exposición debemos remitirnos a las ideas de Sydney
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Mintz y Richard Price (1976), quienes sostienen que no fue usual que grupos africanos de culturas específicas viajaran o se asentaran juntos en números sustantivos a la llegada a tierras americanas. De manera que de acuerdo con estos autores no se puede afirmar que los africanos traídos al Nuevo Mundo fueran portadores de una única cultura colectiva. Tal vez eso fue cierto en algunos casos y de haber sido así, sería útil para explicar que en la documentación revisada de la Mosquitia entre 1633 a 1786 no encontremos referencias explícitas sobre rasgos particulares culturales diacríticos africanos, fácilmente visibles a los ojos de observadores españoles o ingleses; como, por ejemplo, adornos, colores y tipos de vestuarios y peinados, ni entre los zambos ni en los mosquitos. En términos amplios, lo afirmado por las tesis de Mintz y Price puede haberse presentado en distintas áreas de la Mosquitia y en diferentes momentos, pero no se pueden generalizar para toda la zona dadas las variaciones señaladas. Habría que analizar caso por caso, donde volvemos a la consideración de particularidades históricas. En las cercanías del Cabo Gracias a Dios, la información es bastante escasa, casi nula, a fin de encontrar referencias sobre aspectos culturales como los que veremos descritos en el caso de Jamaica. Pero también, como hemos venido señalando, en la isla la realidad era otra. Veamos, no obstante, lo que nos dice Olaudah Equiano (o Gustavus Vassa) cuando arribó a Tuappy en 1775: Los principales artículos que podíamos obtener de los indios vecinos eran aceite de tortuga, conchas, silk.grass y algunas provisiones. Pero ellos no trabajaban en nada para nosotros, con excepción de la pesca. En algunas ocasiones colaboraron cortando árboles para construir viviendas, lo que hicieron exactamente como en África, por la labor conjunta de hombres, mujeres y niños (Equiano, 1999).
Equiano no describe costumbres visibles o rasgos diacríticos africanos, pero sí llama su atención una práctica cultural que le recordó África, realizada por amerindios, que no podía ser fácilmente perceptible a los ojos europeos, pero sí lo sería a los de un indio mosquito o a un africano como Vassa. Nos referimos a la mención de una misma manera de organizarse para ejecutar una labor. En esa tarea, así como en otras labores agrícolas y de subsistencia, participaban hombres, mujeres y niños. Luego de terminada la vivienda, o de recolectada alguna cosecha con la ayuda de todos, se hacía una fiesta o `chichada´, como también se hacía en África (Wagner, 1978). Una `chichada´ consiste en una festividad ofrecida por la persona que fue ayudada, ya fuera a recoger cosechas como a construir su vivienda. Los que contribuyeron se reúnen en su casa y beben chicha, bebida fermentada de maíz que se bebe en un recipiente, que se va pasando entre los asistentes. Son prácticas culturales similares, complementarias que conducen al fortalecimiento de las relaciones de parentesco y de solidaridad, a la vez que favorecen la creación de alianzas. En este caso de
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formación de grupos zambos, las ideas de Mintz y Price no se aplican porque no parece haber ocurrido un hecho disruptivo en el acervo cultural entre los recién llegados al Cabo Gracias a Dios. Aunque el viaje en los barcos fuera una horrenda experiencia y los debilitara temporalmente, no perdían su cultura (Thornton, 1978). Más bien, algunos de estos rasgos socioculturales permitieron que se diese una complementariedad cultural, proceso por medio del cual se mantendría una fuerte presencia africana, expresada muy sutilmente y casi de manera invisible ante los ojos de otros, en culturas amerindias mezcladas con africanas. La discusión internacional, no obstante, conlleva otras ideas que contrastan con las de Mintz y Price. Las discute, entre otros, John Thornton (1978, pp. 183-192) quien, en síntesis, demuestra que la extracción de los pobladores de África no sucedió de manera tan azarosa como se ha creído, sino que al partir de una base lingüística es posible distinguir tres zonas principales y siete subzonas, a las que denomina “subculturas”. Enfatiza el peso de esas tres zonas, a saber: la alta Guinea, la baja Guinea y la costa de Angola como los lugares principales en donde se apresaron los africanos. La variabilidad cultural que salió de África no fue tan grande entonces, pues las áreas principales se resumen en tres. Los siete subgrupos tuvieron cierta homogeneidad, lograda muchas veces gracias a las relaciones de intercambio entre los grupos africanos, en las que surgieron lenguas francas, como el yoruba en 1633. La situación que describe Thornton para esos sectores africanos se compara con algunas sociedades indígenas centroamericanas del siglo XVI, inclusive en la misma Costa Rica, donde el intercambio indígena homogenizaba un tanto las diversas culturas. En este país la lengua huetar se propone como lengua franca vigente a la llegada de los españoles y se empleaba, como el yoruba en África, en actividades comerciales y de intercambio (Ibarra, 1990, p. 2001). Thornton demuestra cómo alguna de la gente esclavizada provenía de una misma cultura o, al menos, era gente que había crecido junta o cercana. Sostiene que su mayor división ocurría a su llegada a América en el momento mismo de su venta y su traslado a las plantaciones donde tendrían que laborar. Una vez instalados los esclavos, algunos amos les permitían salir, a visitarse y asistir a funerales, entre otras actividades. Por lo tanto, cuando se encontraban en aquellas áreas en donde esas salidas les eran permitidas, los africanos de una misma procedencia o “nación” (o terre en francés), tendían a juntarse en un solo lugar para cambiar impresiones y conversar, abriéndose así un espacio en el que pudieron re-crear sus culturas. Las fuentes que consultó Thornton (Sloane, 1707) afirman que inclusive se reunían para realizar los funerales de algún deudo o amigo, siguiendo las costumbres de sus tierras africanas. Por lo tanto, dentro de esas condiciones sí era posible que la cultura africana se rescatara, se re-creara y transmitiera. Otro testimonio de este tipo de re-creación de prácticas culturales lo aporta también Olaudah Equiano en 1773, cuando describe en Jamaica la siguiente escena:
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Cuando vine a Kingston me sorprendí de ver el número de africanos que se reunían los domingos, particularmente en un sitio grande y cómodo llamado Spring Bath. Aquí cada diferente nación africana se encuentra y baila siguiendo las costumbres de su propia tierra. Aún retienen la mayoría de sus costumbres nativas: entierran a sus muertos y colocan vituallas, pipas y tabaco, así como otros objetos en la tumba, junto al difunto, de la misma manera que en África (Equiano, 1999, p.129).
Si damos fe a las descripciones de Equiano, queda claro que en la situación referida en Kingston se observan las propuestas de John Thornton. A saber, hay representantes de distintas naciones africanas que logran reunirse y re-crear sus culturas, transmitiéndolas, lo que difiere de la situación de la gente del Cabo Gracias a Dios, donde no son evidentes esos espacios pero sí la complementariedad de maneras de trabajar, propiciando colaboración y alianzas entre los participantes. En ambos casos se infiere que el peso del número no deja de tener importancia. ¿Cuántos africanos esclavizados llegaban a la Costa de Mosquito y cuántos a Jamaica? En primer lugar, en la Costa de Mosquito no hubo grandes plantaciones de azúcar como las de Jamaica (PRO CO, 1776). Por ejemplo, en 1780 se mencionan cerca de Black River cinco plantaciones importantes, que también poseían caballos y ganado (PRO CO, 1780). Eso puede aclarar que los africanos en Black River y alrededores no fueron tan numerosos como en esa isla. En 1740 se encuentran los siguientes datos (PRO CO 1740): en Black River se mencionan 14 hombres blancos sin contar ni mujeres ni niños, y 100 mulatos y negros, aproximadamente; en Cape River, localizado 6 millas al oeste de Black River, se nombran 12 hombres blancos sin contar ni mujeres ni niños, y 60 mulatos y negros, aproximadamente; y en Sandy Bay y el Cabo Gracias a Dios se habla de 5 hombres blancos y 500 mosquitos, mulatos y negros. En total, suman una población de 691 hombres, sin mujeres ni criaturas en esas tres zonas de la Costa de Mosquito. Pero esa suma contrasta notablemente con otra información de 1740 que informa sobre un total de 4.878 almas (souls) en Mosquito Shore, sin contar los indios de “tierradentro”. De ellas, se mencionan 1.463 esclavos negros (PRO CO 1740). En 1766 se habla de 10.000 indios mosquitos y 4.400 esclavos negros en la Costa de Mosquito (Gámez, 1889, p.111). Cuarenta años después, en 1780, refiriéndose únicamente a Black River, Robert Smith menciona 80 blancos y 600 negros (PRO CO, 1780). Obviamente, los datos no son suficientes y sus fluctuaciones deben contrastarse con alzas y bajas en la oferta y la demanda de esclavos, entre otras variables. Aun así, como tendencias generales, las cifras se pueden comparar con los datos que existen para Jamaica; como, por ejemplo, los 1.286.888 esclavos importados en 1773 (Williams, 2000, p. 463). Esta isla fue centro principal de importación y reexportación de esclavos, lo que ni Black River ni Sandy Bay ni Bluefields fueron en la misma escala. La Costa de Mosquito no fue un centro fundamental de compra y venta de esclavos y mercaderías como sí, Jamaica. Más bien, la Costa de Mosquito, particularmente Black River, obtenía de Jamaica productos
y esclavos y los redistribuía a otras áreas caribeñas. Jamaica reexportaba cueros, caoba, índigo, algodón, cacao, y otros bienes (Wu, 1995, p. 303). En Jamaica se habla de millones de personas esclavizadas, mientras que en la Costa de Mosquito se registran cientos y, en un momento dado, de algo más de mil, pero no de millones. Es claro que hubo más población de origen africano en Jamaica que en la Costa de Mosquito, lo que favorece el cumplimiento de las tesis de Thornton en la isla en los alrededores de 1772. La información comentada demuestra que en la Costa de Mosquito existieron diferencias económicas, por ejemplo, entre Black River y Sandy Bay, o en las poblaciones cercanas al Cabo Gracias a Dios. Las diferencias obedecían a diversas causas: a las actividades comerciales de cada lugar; a la producción de cada área (plantaciones de azúcar, fincas de plátanos o plantain walks, explotación de la tortuga de carey, ganadería, entre algunas); al tipo de población que lo ocupaba (blancos, indígenas, africanos, zambos, otros mestizos, sus proporciones, sus ocupaciones y su situación para realizar las tareas); a la distribución y la densidad de la población; y, por supuesto, a los intereses de los pobladores no indígenas y no africanos, en su mayoría, británicos. En Black River el problema del papel que siguió la dinámica de la cultura africana, puede haberse manifestado de diferente manera que en el Cabo Gracias a Dios, pues en el primero sí hubo mayor concentración de actividades comerciales internacionales, incluyendo el contrabando y la compra y venta de africanos esclavizados, además de las cinco plantaciones de azúcar vecinas, antes mencionadas. La existencia del número superior de población africana en Black River se evidencia cuando en 1776 el asentamiento estuvo bajo ley marcial debido a que un grupo de africanos esclavizados huyó de una plantación hacia las montañas (PRO CO 1776). Este caso contrasta, a todas luces, con la población del Cabo Gracias a Dios y el surgimiento de grupos zambos en otras circunstancias.
Costumbres funerarias Otro aspecto que menciona Equiano es que en Jamaica los africanos y sus descendientes aún resguardaban sus costumbres funerarias a finales del siglo XVIII. La práctica de acompañar a los difuntos con objetos fue también amerindia. Precisamente con relación al caso que aquí nos interesa, los indígenas sumu o mayangna, en las cercanías del Cabo Gracias a Dios, seguían tal costumbre, como lo evidencia fray Pedro de la Concepción cuando la describe. Dice que si era hombre se le enterraba con su lanza y arco y si mujer, con su piedra de moler (AGI Guatemala 1699). Eduard Conzemius afirma que antiguamente todas las propiedades personales del difunto, como sus implementos, ornamentos, perros, etc., eran colocados en la tumba para que le sirvieran en el otro mundo. Agrega que la división del trabajo continuaba en la otra vida y que al difunto se le adjuntaba una antorcha de pino para que le sirviera de guía en su largo viaje al más allá (M.W. 1732,
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p.295; Conzemius, 1984, pp.304-305). Se trata de religiones centradas en la idea de que todos los seres y algunas cosas tuvieron una existencia espiritual. No tenemos evidencias ni referencias ni descripciones de un enterramiento indígena, africano o zambo en el Cabo en el siglo XVII, pero sí del XIX. Cerca de la laguna de Awastara, comunidad miskita que aún persiste como tal, se encontró un enterramiento que fue saqueado y en el que se hallaron varias ofrendas (Bard, 1965, pp. 216-217). En este ámbito de la muerte y los rituales funerarios, entre los africanos que llegaron supuestamente de Guinea y los indios mosquitos del río Coco se acoplarían sus ideas de que hay otra vida, otro mundo más allá de la muerte, donde vivían otros seres no visibles para los vivos. Ambos casos se describen como animistas. Tanto indígenas como africanos otorgaban una especial importancia a la muerte y a las creencias relacionadas con ella y el más allá. Sin duda que al compartir ideas similares con respecto a algo medular en las vidas de dos grupos sociales distintos, una complementación cultural se vería favorecida. Y, al igual que las motivaciones intrínsecas en las maneras de trabajar, no sería un rasgo visible para observadores foráneos o externos. Serían prácticas funerarias similares que se complementan en una situación de encuentro cultural, puntos de contacto.
Relaciones de producción y relaciones de parentesco Muy cercano al momento del encuentro, probablemente los africanos voluntariamente o como prisioneros de los indios mosquitos contribuyeron con labores productivas. Éstas, al practicarse y entenderse de la misma manera o de forma muy similar que en África, dieron como resultado una pronta acogida por parte de uno de los sectores mosquitos para llegar a alcanzar, con el tiempo, un status casi familiar, de parientes. A la vez, esta acogida ayuda a entender cómo hombres zambos llegaron a formar parte del grupo dirigente de la Costa de Mosquitos. M.W , narra que un prisionero indígena (indian slave) que había sido tomado por un Capitán Wright en Segovia, fue entregado a un hermano del entonces rey mosquito, que habitaba en la cuenca superior del río Coco. Este cautivo le comentó a M.W. cómo había ganado gran prestigio entre los mosquitos al hacerse pasar por sukia en el afán de mejorar su condición (M.W. 1732, f.291 v). Pareciera, entonces, que entre la sociedad mosquita era posible obtener beneficios aun en condición de inferioridad jerárquica como sería la de prisionero o “esclavo”, mientras la persona demostrara cualidades admirables a sus ojos. En 1699 M.W. señala claramente la integración de estos africanos a los indios mosquitos del Cabo Gracias a Dios, indicando cómo la vigilancia del mar constituía parte de sus responsabilidades y los que ya en ese año se encontraban asentados en ambas márgenes de la desembocadura del río Coco. Los africanos y los indígenas habían tejido entre ellos relaciones de parentesco, las que, en ese momento, funcionaban a la vez como relaciones sociales de
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producción. O sea, que en términos teóricos tales relaciones definían la apropiación de las condiciones materiales e intelectuales (conocimientos y el “saber hacer”) de la vida social; organizaban y controlaban el desenvolvimiento de ciertos procesos de trabajo y las diversas formas sociales de circulación y redistribución de los productos del trabajo individual y/o colectivo entre los individuos y los grupos que forman una sociedad (Godelier, 2000, p. 274). Es esencial recordar que los africanos traídos como esclavos fueron personas arrancadas de una vida en sociedad, con culturas particulares logradas como resultado de la oposición hombre-naturaleza (Godelier, 2000, p.113). Eran testigos y partícipes de formas de convivir en sociedad a partir de sus propias experiencias en África. Su integración en los procesos productivos de las sociedades mosquitas y su incorporación familiar sugiere que en este caso del Cabo Gracias a Dios las relaciones de producción funcionaron a la vez como relaciones de parentesco. En Talamanca, Marcos Guevara (2006, comunicación personal) ha encontrado que entre los bribris del Caribe de Costa Rica prevalece la idea de que “quienes me trabajan, deben ser de mi familia”, pues en la visión de estos indígenas todas las personas conocidas deben caer en alguna categoría de parentesco. Esto podría ayudar a comprender cómo el trabajo sería un medio de integración social para los negros que llegaron a la Mosquitia. Mary W. Helms (1977, p.169) afirma que en tiempos más recientes, para efectos matrimoniales, los miskitos no enfatizan si los contrayentes tienen o no una ascendencia negra. El aspecto físico a veces se menciona, pero ni es un factor determinante que influya en la escogencia de cónyuges ni es significativo para establecer o romper relaciones específicas. Aunque la ascendencia es importante para resolver situaciones sociales complejas, no lo es para determinar quién es miskito y quién no. En este aspecto tienen mayor peso los criterios socioculturales. Para los miskitos, el conocimiento y uso de la lengua miskita como lengua materna, aunada a la práctica de sus costumbres, particularmente al reconocimiento de los lazos de parentesco y la observancia de los comportamientos familiares, constituyen los puntos cruciales, junto con un orgullo general por las tradiciones miskitas. Este orgullo también se manifiesta cuando se relacionan con gente no-miskita. El aprendizaje del miskito y de sus costumbres pueden haber acercado a los negros africanos a los mosquitos del pasado, contribuyendo a integrarlos a su sociedad al punto de permitir uniones matrimoniales con miembros de familias indígenas que bien pudieron ostentar rangos principales, de las que nació una progenie zamba, la que permitió, dada la jerarquía de sus progenitores mosquitos, a algunos de sus miembros llegar a ocupar importantes cargos políticos. En el transcurso de la vida cotidiana, ciertos negros pudieron desarrollar una identidad fuertemente relacionada con la cultura mosquita, (aprendieron sus costumbres, la lengua y sus conocimientos), lo que les favoreció la unión con mujeres mosquitas y la convivencia entre sus parientes.
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Zambos y mosquitos en el cabo Gracias a Dios en 1699 Procedemos a analizar dos fuentes complementarias sobre los zambos e indígenas mosquitos del río Coco y el Cabo Gracias a Dios, la de M.W. y la de fray Pedro de la Concepción (Leyva, 1991, pp. 211-218). La importancia de estos documentos se acentúa cuando notamos su procedencia: una es inglesa, mientras la otra es española; ambas se refieren a una misma gente y situación, sólo que desde dos perspectivas diferentes. En este caso, ambas fuentes dialogan, permitiendo asomarnos a un mismo tiempo a la gente y al lugar. La información que brinda M.W.3 sobre las poblaciones del Cabo Gracias a Dios, como ejemplo de las relaciones establecidas entre negros e indígenas en el proceso de zambaje. Las referencias que aporta acerca de los asentamientos zambos-moscos en 1699 indican que ya en ese año los negros llevaban 60 o más años viviendo con y entre los indígenas (M.W. 1732). Sugerimos que esos negros pueden ser parte de los náufragos procedentes de Guinea que alcanzó el Cabo Gracias a Dios en 1639 y quienes en 1699 formaban parte de la sociedad del Cabo y del río Coco. Estos negros se mezclaron con indios de linaje importante, cuyos familiares se encontraban distribuidos en puntos estratégicos del río Coco en 1699, y a los que M.W. denomina “mulatos”. En la parte norte de la boca donde el Coco deposita sus aguas en el Mar Caribe, vivía un zambo llamado capitán Kit, quien
junto con otros indios vigilaban la entrada a esa importante vía de navegación. En la margen sur de la boca vivía un negro de Guinea llamado Garret, de los que arribó hacía 70 años, acompañado de otros zambos y algunos representantes de otras mezclas que no se especifican, todos supeditados políticamente al capitán Kit. Desde ahí, 20 leguas río arriba se llegaba al asentamiento del zambo Patrick, hermano de Kit, situado a dos leguas de la sabana mosquita. En este punto se encontraban siete viviendas ocupadas por parientes de Patrick, “siendo todos sus deudos y bajo su dirección” (M.W. 1732, p. 290). Había cincuenta y dos hombres, algunos eran indios y otros zambos. Su jefe era el padre de Patrick, llamado Glover, un hermano suyo llamado Peter que se describe como sukia, además de Febril, Rowland y Greenvill, nombres que les fueron dados por un grupo de corsarios algún tiempo atrás. Durante la época seca esta gente visitaba a Patrick. A unas 20 leguas río arriba, estaba la residencia del hermano del llamado rey, no especifica su nombre, pero sí el de un hijo suyo llamado Ben. M.W. comenta que el hermano del rey “no tiene nombre”, porque nunca ha salido a ver a ningún extranjero, y vive muy adentro, río arriba. Siempre siguiendo el cauce hacia el oeste, describe otro grupo similar de gente, pero, agrega, también sin nombre. Y finaliza diciendo que esa es la población indígena del río Coco hasta donde él vio. M.W. no los designa como población negra en ningún momento, sino como zambos o indios.
ALGUNOS ASENTAMIENTOS ZAMBOS Y MOSQUITOS EN EL RIO WANKS (COCO) Y ALREDEDORES SEGUN M.W. EN 1699 (UBICACION APROXIMADA) FUENTE: M.W. ‘The Mosquito Indian and his Golden River“. A Collection of Voyages and Travels. Vol. 6, London: Churchills, 1732, pp. 286 v-290v. 3
El mapa que se presenta a continuación se basa en M.W. Fue elaborado por la autora de estas páginas (Ibarra, 2006, p. 77).
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Disponemos de otra fuente complementaria, también de 1699, la de fray Pedro de la Concepción, quien realizó una entrada por las cercanías del río Alalí, en la que intentaba salir al río Coco o Segovia, en los alrededores de Totecacinte. Comparando ambas fuentes, podemos concluir que la información legada por M.W. es de primera mano, pues él estuvo allí mientras que a fray Pedro la información le fue dada por un indio mosquito. Además, el contraste de documentos hace ver la confiabilidad de los datos que brinda M.W. Comenta fray Pedro que un indio “guarán” (sic) le informó que los guaianes vivían en las bocas del Segovia o Coco y del Guayape; además, le describió la existencia de 18 poblaciones en las márgenes y cercanías del río (Leyva, 1991, p. 214). Entre ellas suponemos que se encuentran algunos de los asentamientos que describe M.W. Además, el fraile menciona a cuatro capitanes: Quin, Quid, Dazmi y Yambar. De ellos, podemos deducir que la palabra Quin puede identificarse con el king o el rey, y Quid se debe referir al capitán Kit que menciona M.W. En síntesis, el diálogo entre las fuentes sugiere que los guaianes son los indios mosquitos; que su distribución poblacional estaba en las márgenes, alrededores y desembocadura del río Coco. Entre sus jefes principales estaba el que llamaban rey (sin nombre), y el capitán Kit. Como rasgo principal, podemos percibir dos aspectos importantes para los mosquitos: una clara jerarquización sociopolítica con base familiar que podía datar de cierta antigüedad, pues no parece ser inventada por la unión de los negros con los indios, sino complementada entre los dos. Siguiendo una de las propuestas principales de estas páginas, los negros se acoplaron a estructuras ya existentes, pues procedían de sociedades donde la jerarquización era también bastante clara. El otro aspecto evidente es una distribución espacial organizada, no sólo alrededor de estrechas relaciones de parentesco que enlazan a indios, negros y a zambos, sino también en las cercanías de los diferentes ambientes naturales de la Mosquitia, en este caso, de la costa a la sabana y un poco más hacia la cuenca media del Coco, aspectos que no profundizaremos aquí.
por iguales procesos en su incorporación a sociedades amerindias, ni siquiera en la Costa de Mosquitos. Esa diversidad cultural que aún hoy observamos, es riqueza y sobre ella queda aún pendiente mucho trabajo de investigación. En términos teóricos, la diversidad comentada y la particularidad de cada caso y situación sugieren que los científicos sociales reflexionemos acerca de la construcción de herramientas conceptuales más adecuadas para explicar los procesos de contacto cultural, que se distinguen conforme avanza la investigación histórica. Queda claro que en el caso de la esclavitud los grupos zambos conforman matices que se deben explicar, puesto que siguiendo a Maurice Godelier, “la historia no explica nada, hay que explicarla”. En términos metodológicos, tampoco se puede perder de vista la particularidad histórica de lugares y gentes que, aunque fueron casi vecinas, como el caso de Black River y el Cabo Gracias a Dios, fueron bastante distintas. Contrastados con los jamaiquinos, los procesos culturales fueron diferentes, lo que se piensa podría extenderse a las otras islas del Caribe tocadas por la esclavitud; fenómeno que, a su vez, debe explorarse. Los ejemplos comentados demuestran que la re-creación cultural, la transmisión cultural y la complementariedad cultural pueden obedecer a situaciones históricas particulares o a momentos específicos en el desarrollo de esas historias. La re-creación cultural y la transmisión cultural pueden ocurrir entre los distintos grupos a ritmos distintos, mientras que la complementariedad cultural no necesariamente tiene que producirse. El acoplamiento de rasgos socioculturales africanos con amerindios conduce a contemplar el surgimiento de los grupos zambos del Cabo Gracias a Dios como un fenómeno que se logró consolidar, en gran medida, por la práctica de algunas costumbres culturales similares, para las que sus ejecutores puede decirse que “hablaban un mismo idioma”. Se trata de una situación de complementariedad cultural, por lo menos en aspectos fundamentales de la vida en sociedad como son el trabajo y la muerte.
Conclusiones
Referencias
El surgimiento de grupos zambos americanos debe tomarse en cuenta como fenómeno que se desprende de la historia de la esclavitud. Sin embargo, es necesario darle espacio a las particularidades históricas y sus huellas. La experiencia investigativa en la Costa de Mosquito va señalando la gran diversidad cultural que intervino en los procesos de mezcla, por lo que no es posible generalizar o explicarlos a todos de igual manera. Baste recordar que cerca de la Mosquitia los indígenas jicaques, muy distintos a los indios mosquitos, se unieron también con africanos, en la misma época que los mosquitos. Desde una perspectiva interpretativa centroamericana, las culturas indígenas diversas que sirvieron “de base” para la mezcla africana constituyen uno de los primeros aspectos que hay que tomar en cuenta en estos estudios. No se puede afirmar que todos los zambos pasaron
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LA RAZA Y LA DEFINICIÓN DE LA IDENTIDAD DEL “INDIO” EN LAS FRONTERAS DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA COLONIAL Fecha de recepción: 29 de agosto de 2006 • Fecha de aceptación: 30 de enero de 2007
Robert H. Jackson* Resumen El estudio a continuación examina el proceso de creación de la identidad del “indio” y su estatus (al menos el que quedaba registrado en el papel), como características que definieron el papel que jugaron los nativos en la sociedad colonial, en tres misiones distintas ubicadas en las fronteras de la América española. Dentro de este contexto, la misión era una institución de frontera diseñada para despojar a los nativos de su cultura buscando transformarlos en agricultores sedentarios, e incorporarlos dentro de un nuevo orden colonial. El primer caso es el de la misión jesuita de Chiquitos, ubicada en la frontera noreste de Perú (la actual Bolivia), la cual estaba poblada de agricultores sedentarios de diversas etnias. La segunda comprende la misión jesuita de la frontera con Paraguay, compuesta por una población Guaraní mucho más homogénea. La tercera y última es la misión franciscana del norte de Coahuila, la cual se encontraba poblada por pequeños grupos de cazadores-recolectores nómadas.
Palabras clave: Creación de identidad, misiones, Chiquitos, Paraguay, Coahuila.
RACE AND THE DEFINITION OF “INDIAN” IDENTITY ON THE FRINGES OF COLONIAL SPANISH AMERICA Abstract The following study examines the process of the creation of indio identity and status, at least on paper, that defined the role of the natives in colonial society, on three distinct mission frontiers on the fringes of Spanish America. The mission was a frontier institution designed to acculturate and ostensibly transform native populations into sedentary agriculturalists, and incorporate natives into the new colonial order. The first is the Jesuit Chiquitos mission frontier of eastern Upper Peru (modern Bolivia), populated by ethnically diverse sedentary agriculturalists. The second is the Jesuit mission frontier of Paraguay with more a homogeneous Guaraní population. The final case study comes from the Franciscan missions of northern Coahuila (Mexico) populated by small bands of nomadic hunter-gatherers.
Keywords: Identity creation, missions, Chiquitos, Paraguay, Coahuila.
A RAÇA E A DEFINIÇÃO DA IDENTIDADE DO “INDIO” NAS FRONTEIRAS DA AMERICA COLONIAL ESPANHOLA Resumo O presente artigo examina o processo de criação da identidade e do status do “índio”, pelo menos o que foi registrado por escrito, que definiu o papel que tiveram os nativos na sociedade colonial, em três missões diferentes nas fronteiras da América espanhola. A missão era uma instituição de fronteira desenhada para aculturar os nativos, procurando transformá-los em agricultores sedentários e assim incorporá-los dentro da nova ordem colonial. O primeiro caso é a missão Jesuíta de Chiquitos, localizada na fronteira nordeste do Peru (Bolívia contemporânea), a qual estava povoada de agricultores sedentários de diversas etnias. A segunda missão da fronteira em análise é a Jesuíta do Paraguai, composta por uma povoação Guarani muito mais homogênea. O terceiro e último caso em estudo é a missão Franciscana do norte de Coahuila, a qual se encontrava povoada por pequenos grupos de caçadores - coletores nômades.
Palavras-chave: Criação de identidade, missões, Chiquitos, Paraguai, Coahuila.
* B.A. de la Universidad de California; M.A. de la Universidad de Arizona; Ph.D. de la University of California, Berkeley, EE.UU. Actualmente trabaja para la Office of Federal Acknowledgment, Department of Interior, Washington, D.C, EE.UU. Correo electrónico: robert1005@comcast.net.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 116-125. La raza y la definición de la identidad del “indio” en las fronteras de la América española colonial / Race and the Definition of “Indian” Identity on the Fringes of Colonial Spanish America / A raça e a definição da identidade do “indio” nas fronteiras da America colonial espanhola
I
n a 1999 book, I discussed the creation of an “Indian” identity in different types of societies in colonial Spanish America. These included an important agricultural region in Upper Peru (modern Bolivia), which would be considered a core area, and mission areas on the northern frontier of Mexico (Jackson, 1999). Not surprisingly, the social-political structure of the native societies, the trajectory of the evolution of a colonial society, and Spanish policy objectives defined the extent to which Spanish officials, priests, and census takers relied on caste terms to differentiate between different groups as defined within a corporate social structure. In some frontier regions, such as California, there was little need to create distinctions other than between local native groups and the colonizers, who were collapsed into the single generic category of gente de razón (“people of reason”). In other areas, such as the Cochabamba region of Upper Peru, on the other hand, a more diversified society emerged, and Spanish officials used a wide range of caste terms to categorize the population between Spaniards, indios, and peoples of mixed ancestry. At the same time, as a general proposition, the Spanish collapsed native ethnic groups into a single indio category defined by the obligation to pay tribute and in some instances provide labor services. The discussion of the creation and use of racial identities in this essay builds upon the works of other scholars who have examined ethnicity and identity in frontier missions from different perspectives, particularly missions in South America (Block, 1994; Saeger, 2000; Tomicha Charupa, 2002; Radding, 1997; Radding, 2005). Spanish policy attempted to create stable native communities that were to play an integral role in the new colonial society as labor reserves and contributors to economic development and the treasury. Missionaries often formed communities constituted from populations of different ethnic origins, and sought to meld these populations into new identities oriented to the geographic location of the mission rather than the identity of a native leader or cacique. (The term cacique itself originated in Hispaniola in the Caribbean, and became generalized as a term to identify indigenous leaders throughout Spanish America, furthermore the name of indigenous leaders was often used to identify different ethnic groups.) At the same time, the missionaries frequently preserved and perpetuated the authority of native leaders as a means of assuring social and political stability within the missions, and did so under different power arrangements such as cacicazgos or parcialidades modified by grafting an Iberian model of municipal government onto native clan or tribal forms of power. A cacicazgo was not synonymous with an ethnic identity, and particularly as the Spanish used the concept in frontier missions. The Spanish created a colonial political system based upon indirect rule. Indigenous political leaders
governed as representatives of the colonial state, and were held responsible for maintaining order in native communities and delivering tribute payments and labor. It was not uncommon for frontier missions to consist of composite populations drawn from different bands, communities, or socially, culturally, or linguistically distinct ethnic groups. Incorporation of diverse populations into a single mission community subject to one or multiple caciques did not necessarily lead to an amalgamation into a new socially, culturally, and linguistically distinct ethnicity. The creation of cacicazgos within missions was an artifact of colonial rule to implement indirect governance. At the same time, an argument can be made regarding the creation of a new sense of identity, in the Jesuit missions of Paraguay, as residents of a given mission distinct from other mission and non-mission populations. The native response to the 1750 Treaty of Madrid, the agreement to establish fixed boundaries between Spanish and Portuguese territory in South America, provides hints of the forging of an identity linked to individual missions. Under the terms of the treaty, Spain transferred the sites and territory of seven missions located east of the Uruguay River to Portugal, in exchange for Colonia do Sacramento, an outpost located in modern Uruguay. The caciques and cabildos (town councils) of the affected missions protested the cession of their communities, and framed their response in terms of an identity constructed within the communities (Ganson, 2003). Evidence regarding marriage patterns at Corpus Christi mission, discussed in more detail below, provides clues to social processes that fortified identification with the mission communities. Men primarily married women from the same mission, but most likely from different cacicazgos. Intermarriage between the cacicazgos re-enforced Guaraní self-identification with their mission community of residence. The model for social and political change in missions on the frontiers of Spanish America drew upon previous experience in the more densely populated core areas such as central Mexico and the Andean region. In the sixteenth century royal officials modified existing political systems based upon the ayllu or altepetl, but also engaged in what can be called social engineering by reconstituting new communities from the fragments of existing settlements disrupted by demographic collapse and migration. The policy of congregación or reducción combined ethnically diverse indigenous populations into new communities, and divided power between clan or moiety leaders.1 The Crown 1
In the late sixteenth century, for example, royal officials created three new communities in the Valle Bajo of Cochabamba in Alto Peru from 65 different ayllus divided into the dual moieties of Urinsaya and Anansaya. The creation of new communities and the erection of political authority also lead to disputes and at times litigation. Royal officials gave authority over Tiquipaya, one of the new communities, to native leaders from one ethnic group, and the leaders of the other groups took the issue through the colonial courts. See Jackson, 1994, 2003; Cahill and Tovias, 2003.
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DOSSIER • Robert Jackson
sponsored missions on the frontiers to develop similarly structured communities. In one sense, discussion of the creation and use of racial identities in different records, such as censuses and parish registers of births, marriages and marriage investigations, and deaths, is akin to the construction of an official history of what the colonizers hoped to be the configuration of the colonial society they attempted to shape the missions, but that did not necessarily reflect the real society and the nature of social relations that evolved on the ground. At the same time, some historians and social scientists who try to make sense of the workings of colonial Spanish American society have often found documents that can be used to neatly quantify, analyze, and categorize groups of people seductive. Nonetheless, a discussion of the construction of race in colonial Spanish America does provide insights to understanding colonial policy in both the abstract and concrete. There were significant differences in the construction of race on the frontiers of Spanish America when compared to regions inhabited by more socially and politically advanced,and hierarchically organized sedentary native societies. This was the case even among those frontier native societies based on forms of sedentary agriculture (Jackson, 2005). Moreover, and this certainly was the case in the records relating to the frontier missions in northern Mexico and in different regions of South America, the ethnic diversity of the populations brought under Spanish control also modified the ways in which Spanish officials and missionaries from different orders recorded the status of native peoples. As is also discussed below, demographic collapse and change framed the processes of identification, ethnic classification, and ethnic transformation and survival. This essay outlines distinct patterns of identification of native peoples living on missions on three frontiers of Spanish America in the eighteenth century with different types of indigenous populations. The first example comes from the Chiquitos missions, in what today is eastern Bolivia, which were ethnically mixed communities of agriculturalists who practiced swidden farming and also continued to be active congregaciones prior to the expulsion of the Jesuits in 1767-1768. In other words, the Jesuit missionaries continued to resettle non-Christians to the missions from different ethnic groups. The Jesuit records for the Chiquitos missions, however, show that the missionaries de-emphasized ethnic distinctions in the populations of the missions, and identified the majority of residents as generic indios or by their religious status as Christians or nonChristians undergoing religious conversion. Records for the Paraguay missions, also managed by the Jesuits and an example of missions with presumably more homogeneous populations of agriculturalists, show a deemphasis of distinct ethnicity, and identifications based on status as indios subject to the Crown, residents of one or another of the missions, and subjects of one of the cacicazgos (clan-based) social-political jurisdictions in the
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missions2. Surviving records from the early mission period, such as reports, do not distinguish between ethnicities, which may reflect the creation of a new “Guaraní” ethnic identifier to describe the populations brought to live on the missions.3 However, the elimination of ethnic identifiers in mission records made it easier to make the transition to registering the mission residents as indios. The discussion here focuses on records related to Corpus Christi Mission. The final case study examined in this essay is from two Franciscan missions located in northern Coahuila on the Rio Grande River, in northern Mexico. This case study provides an example of missions populated by nomadic huntergatherers from small bands of extended families. Records from these missions recorded a multiplicity of identities, and the process, at least on paper, of collapsing these identities into a single indio category. The Franciscans, unlike the Jesuits in the Chiquitos missions, did not attempt to perpetuate the authority of traditional indigenous leaders in cacicazgos or a similar arrangement as part of a scheme for a system of indirect rule. As such there was no need to record information regarding the natives with the same degree of detail as was the case in the Chiquitos missions.
Ethnic Diversity and Religious Identity on the Chiquitos Missions Frontier, 1691-1768 The Chiquitos missions were located on a relatively isolated frontier. Unlike the contemporary Jesuit missions of Paraguay that were integrated into regional trade networks, the Chiquitos missions did not maintain close connections to other Spanish settlements, such as Santa Cruz de la Sierra. The Jesuits established the first mission named San Francisco Xavier in the Chiquitos region in 1691, and eventually founded a total of ten missions. In the 1690s, the Black Robes founded four missions: San Francisco Xavier (1691); San Rafael (1695); San José (1697); and San Juan Bautista (1699). However, there was some instability in the mission program resulting from shortages of missionaries during the War of Spanish Succession (1701-1713). The Jesuits temporarily abandoned San Juan Bautista in 1709, but then reestablished the mission with a resident priest seven years later in 1716. It is more likely to have existed as a visita, a community visited periodically as a priest until an increase in the number of Jesuits allowed for the stationing of a resident priest in 1716. At the same time the Jesuits founded 2
3
The populations collectively known as “Guaraní” spoke a language or languages within the larger Tupi-Guaraní linguistic family. Ethnic distinctions may have existed in the populations brought to live at the missions by the Jesuits, in the same sense that the Chiriguano of eastern Bolivia, who also spoke a Tupi-Guaraní language, was a distinct group that spoke a language related to that of the residents of the Paraguay missions. Registers of baptisms, burials, and marriages do not survive for the Paraguay missions, particularly for the early period in the seventeenth century. These types of records often recorded ethnic identifiers.
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Concepción in 1709 (Tomicha Charupa, 2002, p. 517). There was a second expansion in the number of missions in the 1720s. In 1721, the Black Robes established San Miguel, and San Ignacio de Zamucos three years later. The latter mission operated until 1744, when the Jesuit leadership decided to abandon it. However, four years later, in 1748, they established a new San Ignacio mission at a different location, closer to the other Chiquitos missions (Tomicha Charupa, 2002, pp. 536-537, 547, 549). The final expansion came between 1754 and 1760, with the addition of three new missions to the Chiquitos chain. The first was Santiago, established in 1754 with natives transferred to the new community from San José and San Juan Bautista missions. In the following year the Black Robes founded Santa Ana, and in 1760 Santo Corazón de Jesús. The Jesuits relocated neophytes from San Miguel and San Juan Bautista to form the last named community (Tomicha Charupa, 2002, pp. 557-559). Some reports prepared by the Jesuit missionaries show that the Chiquitos missions had multi-ethnic populations, and the designation given to the missions represented geographic rather than ethnic identification. In 1745, for example, the population of the Chiquitos missions totaled 14,706. The majority, some 9,625 natives or 65.5 percent of the total, spoke Chiquita, but there were neophytes living on the missions that spoke other languages. There were 1,617 Arawak speakers (11 percent), 649 Chapacura speakers (4.4 percent), 1,341 Otuqui speakers (9.1 percent), 1,160 Zamuca speakers (7.9 percent), and 314 Guaraní speakers (2.1 percent) (Tomicha Charupa, 2002, p. 278). The populations of each individual mission consisted of clans drawn from different native communities, and with the periodic resettlement of new converts the populations became even more ethnically diverse. At the same time, most records the Jesuits kept tended, at least on paper, to reduce the ethnically diverse population in the Chiquitos missions into one of several categories that defined the natives as Christian indios, which was an identification consistent with the general trajectory of Spanish policy towards native peoples who shared unique obligations to the Crown that included the payment of tributo and the formal or informal provision of labor. This was most evident in general censuses that recorded the total mission populations and other categories of information. As noted above, during most of the Jesuit tenure the Chiquitos missions were active congregaciones, with non-Christian recruits resettled on some of the missions periodically as a result of expeditions sent out by the Jesuits to locate new converts. Table 1 summarizes information on the numbers of non-Christians resettled on the missions following selected excursiones, as Jesuit missionaries called the expeditions sent to locate new converts. Most of the expeditions consisted of neophytes from the missions, and perhaps a Jesuit priest. The 1735 report for San Miguel mission described one such expedition. On July 1, 1735, a
group of 112 natives left the mission to visit a group called the Guarapes. They returned on December 12 of the same year with 282 people to be settled on the mission.4 Mission censuses also distinguished between residents already considered to be Christians, and recently congregated peoples undergoing religious instruction. In 1713, for example, Joseph Ignacio de la Mata, S.J. enumerated a population of 1,677 Christians and 119 neophytes receiving instruction at San Francisco Xavier.5 In the same year, San Jose mission had a population of 1,392 Christians and 428 undergoing instruction.6 In 1734, the Jesuits reported the baptism of sixteen adults, all new converts.7 These reports, however, did not identify the ethnicity of the non-Christians living at the missions, and recorded them by their religious status as individuals undergoing religious instruction in preparation for baptism. The missionaries followed a similar practice in the registration of baptisms of new converts, particularly adults. A 1738 baptismal entry recorded by Martin Espinosa, S.J., at San Francisco Xavier Mission, recorded a native name or surname, but identified the group as infieles and not as members of one or another ethnic group or clan (see Table 2).8 By the 1760s, towards the end of their tenure, the Jesuit missionaries no longer maintained the pretext of using any ethnic identifiers in the records they kept describing the different groups living at the Chiquitos missions. The missionaries identified mission residents either as Christians or non-Christians, or by the generic indio category that denoted membership in the república de indios with the unique obligations to the Crown that membership in the corporate group imposed. The 1765 census of the Chiquitos missions, for example, recoded population totals also broken down into different broad gender and age categories, and vital statistics. However, the census did not incorporate any ethnic identification, but instead lumped the diverse populations living at the missions into one single generic category. This method of registering the populations of the missions was, more than anything else, an artifact of Spanish colonialism. It was a reaffirmation of how Spanish officials viewed the structure of colonial society in the Americas, or at least the structure of what it should be, but the use of one or another term to categorize people 4
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No Author, No Date, “Annua del Pueblo de San Miguel. Año de 1735,” Biblioteca Nacional, Archivo General de la Nación, Buenos Aires (hereinafter cited as BN, AGN), 6468/12. Joseph Ignacio de la Mata, San Francisco Xavier, December 10, 1713, “Estado del Pueblo de S[a]n Fran[cis]co Xavier de las Misiones de Chiquitos,” BN, AGN 6127/8. Juan Bautista Cea, S.J., San Jose, October 20, 1713, “Estado del Pueblo de S[a]n Jose de Indios Chiquitos,” BN, AGN 6127/10. No Author, No Date, “Annua de la Doctrina de San Juan Bautista en las Misiones de los Chiquitos. Año de 1734,” BN, AGN 6468/14. The San Francisco Xavier Mission register is the only surviving Jesuit era baptismal record for the Chiquitos missions.
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in census, parish registers, or other documents did not, in and of itself, define the nature of social relations on the ground. The registration of identifications in mission records represented the mind set of the individual recording the information, and not much more. In other frontier mission regions, records reflected a more homogeneous population, and likewise the collapse of ethnically diverse populations into the generic indio category or an artificial ethnic identifier that represented the way the Spanish either understood or idealized the composition and structure of native society. The Jesuit missions of Paraguay (actually parts of Paraguay and neighboring areas in Argentina and Brazil) were an example of this pattern, and the records kept by the missionaries identified the native residents of the mission communities by a generic category or as “Guaraní.” Additionally, the Jesuits registered in different documents the structure of a modified form of the pre-Hispanic clan social and political organization in the missions, that preserved a modified form of the pre-Hispanic social-political clan structure common throughout the larger region later dominated by the missions. The records of Corpus Christi Mission, located in Misiones, Argentina, typified this form of record keeping and identification.
Corpus Christi and the Jesuit Missions of Paraguay The Jesuits created an internal administrative jurisdiction known as the province of Paraguay in 1607 and in 1610 established a mission known as San Ignacio Guazu in what today is southeastern Paraguay. The Black Robes focused their missionary activities on Guaraní communities not under the control of holders of encomienda grants in Paraguay, and between 1610 and the early 1630s rapidly expanded the number of missions to the south and east of Asunción. The Guaraní were sedentary agriculturalists living in clan-based villages under the authority of a clan chief, and the Jesuits incorporated the existing clan system as the cacicazgos already mentioned above, and evidence shows that the clan system continued to function in the mission communities following the expulsion of the Jesuits in 1767-1768 and as late as the 1840s if not later (Ganson, 2003; Jackson, 2005) The caciques in turn shared power within the communities through the cabildo, and the Jesuits re-enforced social-political clan organization within the missions by assigning each cacique a block of residences to be used by the Guaraní who were subject to their authority. As suggested above, the Guaraní residents of the Jesuit missions forged a self-identity with their communities of residence, a process not seen on many other mission frontiers, that resulted from several hundred years of relative internal social and political stability. Corpus Christi was one of what eventually numbered thirty mission communities, also known as reducciones, established by the Jesuits among a population of sedentary agriculturalists collectively known as “Guaraní.” The Jesuits
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established the mission in 1622 on the Paraná River, and relocated the mission to a new site in 1629 on the opposite bank of the river. According to a contemporary report, the Black Robes made the move in 1629 to a site with “mejor tierra,” or better lands.9 The report also noted that the original mission site was not healthy (“malsana”), and specifically reported an outbreak of dysentery that may have been caused by contaminated water at the first mission site. Seventy years later the mission was moved to its final and current site on the east bank of the Paraná River. The report for that year noted that the decision had already been made to relocate the mission, and that a residence for the missionaries and houses for the Guaraní, all with tile roofs, had been built at the new location.10 During the course of the seventeenth century the population of Corpus Christi stagnated. In 1643, it was 1,650, 1,331 in 1657, and 1,350 in 1682. Following the relocation of the mission to a new site in 1699, the number of Guaraní living on the mission increased, the growth resulting from robust birth rates. In 1702, for example, the crude birth rate was 72.6 per thousand population, and it was 62.3 in 1724. The crude death rate in the same years was 42.9 and 37.7 respectively. In 1691, the population totaled 1,655, reached 2,763 in 1714, 3,138 in 1724, and 4,400 in 1731. Contagion exacted a heavy toll on the population of Corpus Christi during the 1730s. In five years the numbers dropped to 2,190 in 1736, a decline in population of more than 2,000. The Corpus Christi mission community appears to have missed the horrific mortality that occurred at other missions during the 1738-1740 smallpox outbreak, and the population recovered and grew over the next several decades. It reached a low of 1,975 in 1738, but then increased to 2,922 in 1741, 3,488 in 1746 and 4,944 a decade later in 1757 (see Table 3). Smallpox struck Corpus Christi again in 1764, and a total of 643 people died at the mission in 1764. The numbers dropped from 4,771 recorded in 1763, to 4,280 in 1764, or a net decline of more than 400. In the wake of the epidemic, the population of Corpus Christi began to grow again, and totaled 4,587 in 1767. Following the Jesuit expulsion and their replacement by Mercedarians, the population of Corpus Christi gradually declined as a result of out-migration and epidemics. In 1772, the population totaled 4,887, showing continued recovery following the 1764 smallpox epidemic. Another census prepared five years later in 1777 recorded additional details on the structure of the population that totaled 4,134.11 The population declined in the 1780s and 1790s. In 1785, 2,575 Guaraní reportedly were still on the mission, and it further dropped to 1,946 in 1793. Another detailed census prepared in 1799 further documented the level 9
Carta Annua de Corpus Christi, 1629, Angelis Collection, Rio de Janeiro, Brazil (hereinafter cited as AC), 28, # 876. 10 Carta Annua, 1699, AC 925. 11 Jaun Bautista Flores, Corpus Christi, September 30, 1777, “Empadronamiento del Pueblo del Corpus,” AGN, Sala 9-6-9-7.
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of out-migration from Corpus Christi.12 According to the census 2,287 Guaraní still lived on the mission, but another 1,671 were absent. The majority of those absent were men and boys, or 65.8 percent of the total, and men constituted 31.7 percent of those absent. Two hundred and sixty eight married couples were also gone. Men and women left with their families, but it was easier for men to leave than for women. Although widows generally outnumbered widowers on the missions, the census showed that more widowers were absent, 147 as against 29. Among those still at the mission were 103 widows and only 13 widowers. The number of orphans provides another indication of the predominance of men among those absent: 115 girls and 327 boys. Despite efforts by royal officials, the fugitives did not return to Corpus Christi. In 1801, the population was 2,443, indicating continued growth through natural reproduction. Out-migration resulted from several factors. In the years following the Jesuit expulsion, individuals or families chafed under the control and authority of the Jesuits and later the civil administrators appointed to manage the missions following the expulsion, and chose instead to leave the mission communities. Work opportunities existed in the Spanish colonial world outside of the missions, particularly as the economy of the Río de la Plata region grew in the last decades of the eighteenth century. One scholar emphasized the importance of natives from the missions in the formation of the society of Uruguay, particularly from the participation of natives from the ex-missions in the labor market in the Río de la Plata (Gonzalez Rissotto, 1989). The groups within the mission populations most likely to be absent were economically mobile young adult males, and many Guaraní routinely left the mission communities to go to the Spanish towns in the region to sell goods on their own behalf or for the Jesuits and later the civil administrators. This acquainted the Guaraní with the larger colonial world, and provided opportunities to obtain work. A 1759 tribute census provides a detailed look at the population of Corpus Christi at one point in time, and typified the way in which the Jesuits recorded the identity of the native populations in the Paraguay missions. The population totaled 4,530, plus another 112 identified as Guañanas. The census noted that the Guañanas were a small group only recently congregated on the mission in 1724, 1730, and 1754, and was the only group living at Corpus Christi identified by an ethnic term. The Jesuits categorized the rest of the mission population by name, family grouping, and cacicazgo, or the clan they belonged to. Data from the census shows that Corpus Christi was a relatively closed community as regards the selection of marriage partners. With the exception of a handful of women 12 Juan Valcarcel, Corpus Christi, April 27, 1799, “Estado que manifiesta el número total de Almas presentes y que se compone este Pueblo del Corpus del Paraguay, y de las que se hallan prófugas”, AGN, Sala 9-182-2.
originally from the Chaco region and from neighboring missions, the vast majority of men at Corpus Christi married women from other cacicazgos in the mission. Corpus Christi men married eight Guañana women from among the groups congregated in 1724, 1730, and 1754, and one Abipone woman, a native group from the Chaco region. A few men selected wives from neighboring missions: San Francisco de Borja, one; Loreto, two; Santa Rosa, one; San Carlos, one; Ytapua, two; and San Ignacio, one. The census identified these women as natives of one of the other missions, and also did not record an ethnic identity. The social-political structure of the missions was based on the persistence of a modified form of the Guaraní clan system, and the Jesuits shared power with the caciques (clan chiefs) through the Iberian-style municipal government implemented in the mission communities as part of a system of indirect rule. Caciques retained authority and influence within the mission communities, and the Jesuits and royal officials reinforced their status and authority in several ways, such as exemptions from tribute payments and labor obligations. Jesuit record keeping reflected the status and authority of the caciques, and the use of the cacicazgos as one element of the identification in mission records of Christians living on the missions. The Jesuits and the priests that replaced them following the expulsion of the Black Robes identified the cacique and cacicazgo of commoners when they recorded baptisms and other sacraments,13 as well as in the detailed tribute counts such as the 1759 Corpus Christi census. Intermarriage between the subjects of the cacicazgos and the high rate of endogamy within the mission community reinforced and solidified the internal social and political structure, and was a social policy the Jesuits fostered. The cacicazgos varied in the size of population, as documented in the 1759 tribute census (see Table 4). In 1759, the cacicazgos ranged in population between 16 people living in Ara and 25 in Aracay, to a high of 346 in Pindobi. General censuses of the Jesuit missions recorded the populations in a generic fashion (see Figure 6). The Jesuits registered the mission populations without including ethnic identifiers of any kind, and as a generic indio population. These population counts were similar in structure to the contemporary censuses of the Chiquitos missions, and divided the mission residents into rough age categories and civil status. Moreover, the censuses reported vital statistics, the number of baptisms (generally births), marriages, and burials. These general censuses and the tribute censuses were prepared for royal officials, and as such provided information in conformity to the objectives of royal policy. The two previous examples of the registration and creation 13 Only several fragments of baptismal registers survive from the Paraguay missions, including for Santa Rosa and San Francisco de Borja. See Santa Rosa baptismal register, Santa Rosa Parish Archive, Santa Rosa, Paraguay; San Francisco de Borja Baptismal and Burials Registers, Diocese of Uruguaiana, Uruguiaina, Brazil. Priests recorded the caciques of the Guaraní commoners as late as the early 1840s.
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of identity examined sedentary populations. Missionaries who attempted to convert non-sedentary peoples faced different challenges, particularly when native peoples were organized socially and politically into small bands generally of related family members. The north Coahuila frontier in the late seventeenth and eighteenth centuries typified the ways in which missionaries and Spanish officials registered the ethnicity or identity of band members, and the process on paper of collapsing multiple ethnic identities to a single generic category. Records from San Juan Bautista and San Bernardo missions, both located in close proximity to each other on the Rio Grande River, illustrate conditions on the Coahuila frontier.
Creation of Identity on the Northern Coahuila Frontier The Franciscans opened the Coahuila mission frontier in the mid-1670s, in response to requests for the establishment of mission communities by natives employed on Spanish haciendas in the San Bartolomé Valley in Nueva Vizcaya. The natives sought missions as an alternative to exploitation on Spanish estates that supplied mining camps in the region (Wade, 2003; Deeds, 2003). The Coahuila missions occupied several sites during their history, and experienced instability as congregated natives came and went and as the Franciscans congregated different ethnic groups to repopulate the missions. In 1746, nine missions had a total population of 1,636 (Wade, 2003, pp. 177-178). San Juan Bautista and San Bernardo, the two communities located in the vicinity of San Juan Bautista presidio, counted the largest number of neophytes (Wade, 2003, pp. 177-178). Between 1699 and 1703, the Franciscans established three missions near San Juan Bautista presidio, located a short distance from the Rio Grande River: San Juan Bautista, San Bernardo, and San Francisco Solano. The missionaries relocated the missions several times, and in 1718 transferred San Francisco Solano to the San Antonio River and renamed the establishment San Antonio de Valero. The populations of the remaining missions San Juan Bautista and San Bernardo fluctuated with the pace of congregation of new recruits. In 1727, for example, the population of San Juan Bautista counted 30 non-Christians, and San Bernardo 35. A decade later, in 1738, non-Christians numbered 60 and 347 respectfully at San Juan Bautista and San Bernardo (Almaraz, 1979, pp. 51-53). Similarly, the populations of the two missions declined in the second half of the eighteenth century, and only 125 remained in 1797. The instability and demographic decline of the mission populations can be shown in another way. In 1777, Agustin Morfi, O.F.M. reported that the missionaries had baptized 1,618 and buried 1,073 since the founding of the mission in 1702, with a net difference of 545. However, the population of the mission was only eighty at the time of Morfi’s inspection and report, indicating that many neophytes had chosen to not remain on the missions. The missionaries at San Juan Bautista baptized 1,434 natives between 1699 and
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1761, but again the population of the mission was small compared to the total number of natives baptized (Weddle, 1968; Jackson, 2004). Censuses and a set of sacramental registers for San Francisco Solano-San Antonio de Valero recorded the names of different bands congregated on the missions, groups that are now biologically and culturally extinct (Campbell, 1979). Ethnohistorian T. N. Campbell identified 53 names of different bands in the registers of San Francisco Solano, including names also noted in reports of early expeditions into northern Coahuila and Texas in the last decades of the seventeenth century (Campbell, 1979, pp. 55-59; Wade, 2003). The most numerous groups included the Xarame with 98 observations in the sacramental registers, the Terocodame with 73, and the Babor with 30. Censuses noted the presence of varying numbers of band members. In 1702, for example, the most numerous group at San Bernardo was 85 Pacuache. Nearly forty years earlier, in 1734, a census reported on five Pacuache at the same mission (Campbell, 1979). Censuses prepared in 1727 noted that the most numerous bands at San Juan Bautista were the Mexcales, Filijayes, and Pastalocos, and on San Bernardo the Paquaches, Pastancoyas, Pachales, and Pamaques. In 1738, the population of San Juan Bautista included 92 Mexacales, 71 Pastalocos, 37 Filijayas, 9 Pamponas, 27 Pitas, and 2 Bozales (Almaraz, 1979, pp. 51-53). Bands of hunters and gatherers proved to be fragile demographically. Overall populations were small, and deaths of adults and particularly women of child bearing age from disease and other causes significantly reduced the ability of the populations to recover and grow. The 1727 censuses for San Juan Bautista and San Bernardo recorded the number of burials from the foundation of each mission to the preparation of the census. A total of 207 adults and 157 children had died at the first named establishment, and 156 and 117 at the second (Almaraz, 1979, pp. 51-52). The loss of children reduced the size of the next generation, and deaths of adult women of child bearing age limited the ability of the population to reproduce. Finally, evidence from a census of San Juan Bautista prepared in 1706 suggests a gender imbalance, with more males than females. In that year the population of San Juan Bautista totaled 153, but of this only 43 percent were girls and women (Almaraz, 1979, p. 48). Later population counts do not record figures that allow for a reconstruction of the gender structure, but with small populations and few women of child bearing age, prospects for growth through natural reproduction were low at best. Although the Franciscan missionaries recorded the names of the bands, or of the individuals they identified as band leaders who brought there kin to live at the missions, they also reduced diverse populations to a single generic indio category in the records they maintained for the missions. This was, as I also discussed above, not a mere convenient short-hand for registering information about native peoples, but rather a conscious effort on the part of priests to
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categorize native peoples within the corporate group that corresponded to native peoples, the república de indios.
Conclusions The Spanish erected a medieval corporate society in the New World that defined identity based on membership in one or another social group that each had distinct rights and obligations, based upon birth. The native peoples brought under Spanish domination belonged to the república de indios, one such corporate group that membership in counted certain obligations such as the payment of tribute and the provision of labor through drafts such as the repartimiento or mita. Within the logic of the corporate social structure in Spanish America ethnic identifications were redundant, and the only identifiers necessary were indio and tributary. As the discussion of records from frontier missions has shown, the process of identity creation entailed different categories of information. Because the missionaries congregated natives from different bands or ethnic groups to the new mission communities, there was a tendency to record more information on ethnic identification. Records from the Chiquitos and Coahuila mission frontiers, both areas of ethnically diverse native populations, did record ethnic differences, whereas the presumably homogeneous Guaraní population of the Paraguay missions obviated the need to record ethnic differences, and instead the missionaries modified and re-enforced the existing clan system by recognizing the authority and influence of the caciques and classifying the mission residents as subjects of one or another native leader. The missionaries also employed a second category to identify the native residents of the missions, their status as either Christian converts or recently settled individuals or family groups still undergoing religious indoctrination and conversion. The missionaries, as did priests and censuses takers in other regions of Spanish America, also collapsed, at least on paper, diverse native populations into the single corporate indio category. This registration practice reflected the goals of Spanish policy makers in the Americas that attempted to redefine the status and role of natives in a new colonial society and economic system. The registration practices, however, existed on paper, and most likely failed to reflect social-cultural realities on the ground such as language, how natives defined themselves, and how natives socialized with each other. The categories of identity recorded in sacramental registers, censuses, and other similar documents were more than anything else artifacts of colonialism that reflected a world the Spaniards would like to have created, and not necessarily the world that did evolve.
Table 1: Numbers of Non-Christians Settled on Selected Chiquitos Missions, in Selected Years Year 1711 1717 1718 1730 1731 1732 1733 1735 1738 1739 1743 1758 1759 1760 1761 1762 1763
San Javier
Concepción
San Rafael
142 189
16 691 9 92
24
142
San Miguel
Santiago
92 50
176 282 24 45
200 230 31 19
100 53 322 45
Source: Tomicha Charupa, R. (2002). La primera evangelizacion en las reducciones de Chiquitos, Bolivia (1691-1767). Cochabamba: Editorial Verbo Divino. Pp: 544-547, 550-551, 553-555.
Table 2: Vital Statistics of the Population of San Francisco Xavier Mission, in Selected Years Baptisms Year (Kids) 1735 1738 1739 1740 1741 1742 1743 1744 1745 1746 1747 1748 1749 1750 1751 1752 1753 1754 1755 1756 1757 1758 1759 1760 1761 1762 1763 1764 1765 1766 1767 1768
Families Pop Adults Burials 605 2345 560 564
2364 2481
558 546 556 552 582 612 620 622 633
2378 2416 2403 2293 2314 2435 2497 2480 2550 2323
606 615 631 642
2578 2639 2728 2799
656 666
2978 3065
703 728
3256 3302 3201
Párvulos CBR*@ 109 114 112 120 130 134 131 127 115 125 115 153 115 156 72 72 216 156 158 165 156 154 170 171 191 158 194 176 198 164 173 147
CDR** AFS# 94 49 191 2 65 3
46.8*
40.3*
3.9
45.4* 50.8
78.2* 27.5
4.2 4.4
100 138 140 138 71 144 91 130 86
57.2* 55.1 52.6 47.9 54.5 49.7 62.8 46.1 62.9 28.2
42.7* 58.0 58.0 57.4 31.0 62.2 37.4 52.1 34.7
4.3 4.4 4.3 4.2 4.0 4.0 4.0 4.0 4.0
92 104 57 83
62.9* 64.0 59.1 56.5
36.6* 40.3 21.6 30.4
4.3 4.3 4.3 4.4
101 104
58.8* 64.1 51.6
34.7* 34.9
4.5 4.6
113 142
55.1* 60.8 49.7
35.4* 43.6
4.6 4.5
2 45.9
*Estimated. *@crude birth rate; ** crude death rate; # average family size. Sources: “Catálogo de la Numeración Annual de las Misiones de los Chiquitos”, various years, Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 6127/14 and 6467/101. San Javier Parish Archive, San Javier, Bolivia.
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References
Table 3: Vital Rates of the Population of Corpus Christi Mission, in Selected Years Year 1702 1724 1733 1736 1739 1740 1741 1744 1745 1746 1747 1753 1756 1759 1762 1763 1764 1765 1767 1798
Population 2184 3584 4008 2190 2667 2808 2922 3241 3364 3488 3619 4588 4773 4753 5149 4771 4280 4342 4587 2344
Families 520 799 824 436 630 696 725 830 837 847 860 881 974 1043 1136 1185 1035 1069 1205 537
Baptisms 154 218 189 78 183 185 273 246 253 274 264 305 298 251 213 294 250 318 330 112
Burials 91 132 585 256 72 67 156 118 110 168 115 177 152 249 215 261 643 203 212 169
CBR*@ 72.6* 62.3* 42.9* 43.4 73.6 69.4 97.2 79.0* 78.1 81.5 75.7 68.4* 64.4* 52.8* 43.8 57.1 52.4 74.3 73.8* 46.7*
CDR** 42.9* 37.7* 132.8* 142.4 28.9 25.1 55.6 37.9* 33.9 49.9 33.0 39.7* 32.9* 52.4* 44.2 50.7 134.8 47.4 47.4* 70.4*
AFS# 4.2 4.5 4.9 5.0 4.2 4.0 4.0 3.9 4.0 4.1 4.2 5.2 4.9 4.6 4.5 4.0 4.1 4.1 3.8 4.
Primary sources No Author, No Date, “Anua del Pueblo de San Miguel. Año de 1735”, Biblioteca Nacional, Archivo General de la Nacion, Buenos Aires, 6468/12. No Author, No Date, “Annua de la Doctrina de San Juan Bautista en las Misiones de los Chiquitos. Año de 1734,” BN, AGN 6468/14. Carta Anua, 1699, Angelis Collection, Rio de Janeiro, Brazil, 925. Carta Anua de Corpus Christi, 1629, Angelis Collection, Rio de Janeiro, Brazil, 28, # 876. Juan Bautista Cea, S.J., San Jose, October 20, 1713, “Estado del Pueblo de S[a]n Jose de Indios Chiquitos,” BN, AGN 6127/10. Juan Bautista Flores, Corpus Christi, September 30, 1777, “Empadronamiento del Pueblo del Corpus”, AGN, Sala 9-69-7.
* Estimated. *@crude birth rate; ** crude death rate; # average family size. Source: Jackson 2007..
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Table 4: Population of Corpus Christi by Cacicazgo in 1759 Cacicazgo Aburo Caribo Cayobi Araira Ybape Depicho Cayubi Yacare Pindobi Guiraya Ocariti Aretu Amoaragara Ayuruyu Guarapipo Peruyu Micaela Oquendo Santiago Apuaiy Rafael Albaite Papa Miranda Aracay
Population 225 107 64 60 105 105 143 218 346 72 68 108 139 47 64 64 67 72 74 241 137 25
Cacicazgo Pice Caitu Putupi Tamopa Chate Guvici Natimu Piyu Guaraci Guavaray Abairuyu Chopay Ara Guatape Vic Tayeo Moacati Yaguarendi Cotingua* Pinchana# Don Dias@
Population 46 104 128 224 101 31 91 93 44 134 65 105 16 186 176 113 68 114 37 58 21
* Identified as Guananes-1728; # Identified as Guananes-1730; @ Identified as Guananes-1758. Source: Matricula deste Pueblo del Corpus Christi, Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Sala 9-17-3-6.t
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RAZA, ALTERIDAD Y EXCLUSIÓN EN ALEMANIA DURANTE LA DÉCADA DE 1920* Fecha de recepción: 28 de noviembre de 2006 • Fecha de aceptación: 8 de febrero de 2007
Alejandro Castillejo Cuéllar** Resumen En 1927, bajo la protección del Kaiser Wilhelm Gesellschaft, centro organizador de las políticas de investigación en Alemania, se funda el Kaiser Wilhelm Institut für Anthropologie, Menschliche, Erblehre und Eugenic (Instituto Kaiser Wilhelm de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia). Su establecimiento representó el pináculo del movimiento eugenésico alemán desarrollado durante las décadas previas, al igual que el nacimiento de uno de los centros intelectuales en donde eventualmente se afianzó el proyecto de ingeniería social del Tercer Reich. En este trabajo se exponen algunos de los elementos históricos que conectaron la ideología racial—cimiento de la política nazi de exterminación—y las ciencias sociales durante el periodo Weimar.
Palabras clave: Republica de Weimar, políticas raciales, eugenesia, nazismo, Instituto Kaiser Wilhelm.
RACE, EUGENICS, AND EXCLUSION IN GERMANY DURING THE 1920’S Abstract In 1927, under the umbrella of the Kaiser Wilhelm Gesellschaft, the institution responsible for directing Germany’s research policies, the Kaiser Wilhelm Institut für Anthropologie, Menschliche, Erblehre und Eugenic (Kaiser Wilhelm Institute for Anthropology, Human Heredity and Eugenics) was founded. The institution represented the apex of the German eugenics movement that had developed in the previous decades, and the birth of one of the intellectual centers where the Reich’s ideology of social engineering was founded. This article discusses some of the historic elements that linked racial ideology, the bedrock of Nazi policy of extermination, and the social sciences during the Weimar period.
Keywords: Weimar Republic, racial policies, eugenics, Nazism, Kaiser Wilhelm Institute
RAÇA, EUGENIA E EXCLUSÃO NA ALEMANHA DURANTE A DÉCADA DE 1920. Resumo Em 1927, sob a proteção do Kaiser Wilhelm Gesellschaft, instituição responsável de promulgar as políticas de pesquisa na Alemanha, fundouse o Kaiser Wilhelm Institut für Anthropologie, Menschliche, Erblehre und Eugenic (Instituto Kaiser Wilhelm de Antropologia, Herança Humana e Eugenia.) Seu estabelecimento representou o apogeu do movimento eugênico alemão desenvolvido durante as décadas prévias, assim como o nascimento de uns dos centros intelectuais onde se consolidou o projeto de engenharia social proposto na ideologia do Terceiro Reich. Este trabalho apresenta alguns dos elementos históricos que relacionaram a ideologia racial, as bases da política de exterminação Nazista, e as Ciências Sociais na Republica de Weimar.
Palavras-chave: República de Weimar, políticas raciais, eugenia, nazismo, Instituto Kaiser Wilhelm.
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Este trabajo hace parte de una serie más amplia de meditaciones sobre la manera como la violencia, en tanto una forma de negación de lo otro, se inserta y normaliza en la sociedad. En esta línea de trabajo, las relaciones entre el cuerpo, el espacio y el lenguaje constituyen la matriz interpretativa sobre la que se han desarrollado estas meditaciones. En este ámbito, los lenguajes de la ciencia, bien pueden hacer parte de la configuración de los espacios del terror y la radicalización de ese otro (Castillejo, 1997; 2000; 2007a, 2007b) Todas las traducciones libres son del autor. ** Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia; Magíster en Antropología de la New School for Social Research, NY, EE.UU.; Magíster en Estudios sobre Paz y Conflicto del European University Center For Peace Studies, Stadtschlaining, Austria; Ph.D. en Antropología de la New School for Social Research, NY, EE.UU. Fue investigador de Columbia University, y la University of Pennsylvania, al igual que profesor invitado de la University of Londres, School of Oriental and African Studies. Actualmente trabaja como Profesor Asociado en la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: acastill@uniandes.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 126-137. Raza, alteridad y exclusión en Alemania durante la década de 1920 / Race, Eugenics, and Exclusion in Germany during the 1920’s / Raça, eugenia e exclusão na Alemanha durante a década de 1920
“La antropología hoy busca nuevos y promisorios objetivos: se debe hacer especial énfasis en la investigación acerca del rassenmischlinge [mezcla racial] en casa y en el extranjero”. Eugen Fisher, Die Rohoboter Bastards und das Bastardisierungsproblem beim Menschen, 1913
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a investigación social no se realiza en el vacío político,1 Por el contrario, es forjada por las condiciones sociales que dominan no sólo los intereses intelectuales, sino también los enfoques teóricos con los cuales se enfrentan determinados problemas sociales. En este sentido, la fundación de una institución académica en particular nos muestra la compleja relación entre la constitución de lo que históricamente se consideran como temas fundamentales del “conocimiento científico” y el contexto sociopolítico en el cual éstos se legitiman. En 1927, bajo la protección del Kaiser Wilhelm Gesellschaft (Sociedad Kaiser Wilhelm), centro organizador de las políticas de investigación en Alemania, se funda el Kaiser Wilhelm Institut für Anthropologie, Menschliche, Erblehre und Eugenic (Instituto Kaiser Wilhelm de Antropología, Herencia Humana y Eugenesia). Su establecimiento representó el pináculo del movimiento eugenésico alemán desarrollado durante las décadas previas, al igual que el nacimiento de uno de los centros intelectuales en donde eventualmente se afianzó el proyecto de ingeniería social del Tercer Reich.2 1
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Desde que la obra original de Michel Foucault planteó y visibilizó las múltiples relaciones entre “saber” y “poder”, las reflexiones sobre la actividad científica han enfatizado el carácter intrínsecamente “político” de ésta. Aunque la relación entre la producción de saber, sus modalidades de circulación y el problema del poder no parezca ser tan evidente, especialmente si se inscribe dentro de la teleología del avance técnico, en ciertos contextos históricos, la producción de un saber puede estar íntimamente ligada con los “cálculos del poder”, como lo referiría en su momento Giorgio Agamben, mediante los cuales se modela una sociedad (Agamben, 1995). Este texto revisa, basado sobre todo en fuentes secundarias, uno de estos momentos en donde la antropología, situada en un lugar, como ha pasado en muchas otras ocasiones, se convirtió en un instrumento que legitimaría la exclusión y la aniquilación (Schaumberg, 2006). Durante las últimas dos décadas, la investigación sobre las dimensiones sociales y las políticas de la ciencia y la tecnología se han centrado en
Sin olvidar el debate entre los historiadores de la eugenesia alemana en cuanto al grado de complicidad del Instituto y su papel concreto en la sustentación biológica del Nazismo, generalmente se ha admitido que el Instituto Kaiser Wilhelm concentró y estimuló áreas de investigación que si bien durante los años 20 hacían parte de la investigación de vanguardia en áreas como la herencia y la antropología, fueron eventualmente apropiadas3 por el nacionalsocialismo como parte de su proyecto de cartografía social (Shelia Faith Weiss, 1987; Weindling, 1989; Browing, 1995; Traverso, 2003, Macrakis, 1994). La pregunta sobre la naturaleza de lo otro, en última instancia el dilema conceptual que alimentó el proyecto eugenésico en tanto proyecto político científico, sufrió una serie de transformaciones que pusieron la practica “científica” hacia la década de 1930 al servicio, en el sentido más literal, de una ideología de aniquilación directa e institucionalizada de otros indeseables, de aquéllos cuya “vida no merecía ser vivida”, lebensunwertes leben (Burleigh, 2002, p. 1997). No hay duda en cuanto al papel de la antropología y de la biología en la definición de la idea de nación alemana durante el periodo de Weimar. Biólogos y antropólogos, asociados a instituciones encargadas de determinar políticas públicas, particularmente en salud, hicieron un gran esfuerzo por elaborar teorías, u operacionalizar las que ya circulaban, que permitieran investir con una serie de significados la idea de nación. En este sentido,
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la forma en que la actividad científica interactúa con otros dominios de la sociedad, al igual que con los contextos históricos donde dicha actividad se presenta. Emerge de este tipo de reflexión el hecho de que, por un lado, la ciencia no es un ámbito independiente de la sociedad, más allá de las contingencias políticas, y por otro, el hecho de que ésta es inherentemente una actividad política. En este sentido, ha existido un interés por el estudio de una variedad de temas: las prácticas de producción de saber en momentos históricos específicos, los procesos que los legitiman y permiten su circulación, hasta las indagaciones que buscan acercarse, a la manera que los antropólogos lo hacen con “otras” sociedades, a las diferentes “culturas” institucionales. Los trabajos pioneros alrededor de la sociología de la ciencia y la sociología del conocimiento científico, de los estudios críticos y culturales sobre ciencia y tecnología (Harding, 1991, Hess,1997), la teoría de redes (Latour, 1987; 1993) los estudios sobre laboratorios distribuidos en une serie de escuelas y programas (Knorr, 1983; Latour y Woolgar, 1986, Pickering, 1995), al igual que una serie de volúmenes editados, son evidencia de la intensidad de estas discusiones (Hess, David, 1997; Hess, David y Linda Layne, 1991; Knorr-Cetina, Karin y Michael Mulkay, 1983; Pickering, Andrew, 1995; Shelia Jasanoff, Gerald Markle, James Paterson, and Trevor Pinch, 1994; Lindembaum, and Margaret Lock, 1993; Wiebe Bijker, Thomas Hughes y Trevor Pinch, 1987). Aquí por supuesto la relación entre estas instituciones y el proyecto de cartografiado del Nacionalsocialismo es mas compleja que simple y llana “apropiación”, ya que la cristalización y llegada al poder del Nazismo en 1933 es consubstancial con la paulatina hegemonía del discurso eugenésico (particularmente el eugenismo negativo) durante las primeras décadas del siglo XX, plagada de instabilidad política y el surgimiento de diversos nacionalismos.
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el concepto de germanidad fue reforzado con discursos académicos que, eventualmente, asegurarían la legitimidad de una narrativa excluyente. La configuración de la idea de identidad nacional fue vista como el proceso mediante el cual se develaban las condiciones físicas, mentales y culturales, que permitían la trascendencia de una unidad nacional en el tiempo y en el espacio: la forma como el Völk llegó a ser concebido durante la República de Weimar, y posteriormente durante el periodo nazi, muestra el carácter necesariamente político y contextual de la noción de “pertenencia”. En cierta medida, quienes hacían parte de la nación eran definidos con criterios biológicos, tomados incluso del acervo colectivo de imaginarios que circulaban en la época. Las prácticas de investigación formales, tales como la craneometría y el método genealógico, definieron las condiciones “objetivas” para la inclusión dentro del proyecto general de unidad social. Al final, la ciencia, aquélla prevista por los nazis, ayudó a re-imaginar una comunidad mítica perdida y olvidada por largo tiempo.
El espectro de la guerra El fin de la Primera Guerra Mundial tuvo como consecuencia generar una serie de problemas sociales que tomaron por sorpresa a la que en aquel entonces se veía a sí misma como una nación derrotada y humillada4. Este evento particular en la historia del siglo XX impulsó de diferentes maneras el desarrollo de la eugenesia5; el país se había 4
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Aunque la idea de “Nación Alemana” podría tener una genealogía particular, tal vez de acuerdo con los momentos históricos en los cuales fue usada, mantendré la terminología que fue implementada por los científicos durante el Periodo de Weimar. Aún en las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial, el debate Alemán sobre los denominados bastardos Reheboter muestra cómo la idea de inclusión “ha sido centrada en el Völk”. La ley de ciudadanía alemana de 1913 -todavía en vigencia hoy- ha sido constituida por una “etnocultura” o una unidad “etnonacional” de Estado, con base en una “comunidad de descendencia” (Wildenthal, 1997, p. 263). El desarrollo de la eugenesia en el contexto de una noción jus sanguinus estableció el camino para una interpretación de la idea de pertenencia centrada en la biología, y eventualmente “racializada”. El término se refiere a la “ciencia del mejoramiento de la raza humana por medio de una mejor reproducción” (Citado en Friedlander, 1995, p. 14; Tucker, 1990, p. 36). Vale la pena indicar que el establecimiento de la Eugenesia como una forma legítima y “racional” de resolver los problemas sociales, fue formada por la convergencia de tres factores diferentes pero complementarios: de una parte, el rápido proceso de la industrialización alemana a finales del siglo XIX, que produjo un patrón desordenado de urbanización y consecuentemente el repentino aumento de problemas sociales directamente relacionados con el surgimiento de un proletariado industrial (Fritz Ringer, 1969). Es la imagen de un Otro peligroso que establece el desorden dentro de la percepción física y simbólica del espacio social. Diferentes formas de “criminalidad” (como la prostitución, el alcoholismo y la locura) fueron consideradas subproductos de las nuevas clases trabajadoras (McHale y Johnson, 1976). En segundo lugar, una solución biomédica a esas circunstancias
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entregado a la guerra con la confianza de una nación apoyada por una larga historia de logros en la ciencia y las humanidades, de un Völk constituido por músicos, poetas y filósofos, que se representaban a sí mismos como el pináculo de la civilización y de la cultura. En realidad, casi nadie tenía dudas en la nación sobre su victoria final. “La pregunta que aparecía en la mente del público en 1915”, dice el historiador William Carr, “no era si Alemania ganaría la guerra, sino el propósito que dicha victoria tendría” (Carr, 1986, p. 123). Pero Alemania perdió la guerra, y la entusiasta visión de una sociedad robusta y saludable, expresada en la integración relativa de su comunidad, “colapsó” (Fisher, 1998, p. 41). Como consecuencia del Tratado de Versalles, el país perdió parte de su dominio territorial sobre Prusia Occidental y Posen. Así mismo, Alsacia-Lorena fue devuelta a Francia, y Silesia, uno de sus centros industriales, fue asignada a Polonia. Los términos del Tratado obligaron al Reichstag a desmantelar el ejército y a ceder todas las posesiones coloniales al mandato de la Liga de Naciones. Las grandes pérdidas financieras, el desmembramiento del territorio y la desarticulación de la población tuvieron enormes implicaciones (Crousset, 1967, p. 76). La Nación, vista ya desde entonces como un organismo, se desintegró rápidamente. La población disminuyó dramáticamente, generando así una nueva y devastadora imagen de sociedad contaminada y lisiada. Este momento histórico ofreció las condiciones necesarias para promover un discurso político basado en la búsqueda de unidad nacional, en la “reconstitución”, especialmente después de los años de la masacre “contrarevolucionaria” que llevó a la instauración de una democracia parlamentaria, y al frustrado golpe de estado del ala derecha en la primavera de 1920. Durante este convulsionado periodo, Hugo Preuss, Secretario de Estado durante los años iniciales del Período de Weimar, presentó ante la Asamblea General el carácter esencial de este principio unitario propio del período de Reconstrucción: “La tradición de siglos, todo el anhelo del pueblo alemán está unido con el nombre de Reich (...)” (Car, 1986, p. 293). Desde entonces, dos temas se hicieron fue posible debido al estado especial de la medicina en la tradición científica alemana. El hecho de que la mayoría de los defensores de la eugenesia fueran médicos entrenados, estimuló la imagen de guardianes de la salud colectiva. La medicina social desarrolló un sentido de protección intelectualmente anclado en los presupuestos básicos de la naturaleza hereditaria de las enfermedades, tanto mentales como físicas. La “criminalidad” y la “debilidad,” con todas sus posibles connotaciones sociales, eran enclaves potenciales para intervención médica. Finalmente, la abrumadora influencia de los darwinistas alemanes del siglo XIX tales como Ernst Haeckel (1834-1919) y el genetista August Weisman (1834-1914), quienes reforzaron el principio de evolución (aunque, no necesariamente una evolución teleológica). Tomando en cuenta estos tres vértices, el paisaje intelectual mostraba un movimiento eugenésico basado en la presunción de intervención médica y racionalizada para superar problemas sociales, que en el momento se veían cómo heredados de manera inevitable (Weindling, 1989).
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sustanciales para el discurso de Reconstrucción: por un lado, el concepto indivisible y, por tanto, excluyente de pueblo y, consecuentemente, la conexión entre esta unidad y una metáfora organicista. Producto de la guerra, y en el marco de las discusiones políticas de la época, el Völk ya no se concebía como la cuna de héroes victoriosos, sino más bien el anfitrión de “elementos desadaptados” y de sangre contaminada. Los hospitales llenos de enfermos, las hambrunas, el desempleo rampante, y los diferentes reclamos políticos eran muestra de la decadencia social. La guerra reforzó la imagen de un otro interno que perjudicaba la integridad de la comunidad, dicho sea de paso, una comunidad basada en una fuerte estructura meritocrática. Durante este período inicial de Reconstrucción, la raza como tal no hacía todavía parte de las conversaciones colectivas sobre la impureza social, puesto que el discurso sobre lo otro se centraba más en la naturaleza defectuosa de una porción de su misma población. El concepto de raza, si bien latente en el establecimiento académico6, no adquirió la centralidad interpretativa que tuvo en otros momentos históricos. Durante los años veinte, la “amenaza eslava” –con la que los nazis evocarían el peligro de la frontera oriental- era todavía una noción vaga y nebulosa (Burlegh, 2002). La fobia a la degradación social tenía, por el contrario, un contenido más “político” que expresamente racista. En consecuencia, el aumento de la tasa de mortalidad de niños y adultos, los efectos desastrosos de epidemias generalizadas tales como la tuberculosis y las venéreas, al igual que la “aparición” de enfermedades mentales, un subproducto de los traumas de la guerra, terminaron por pulverizar lo que quedaba de una imagen 6
Habría que tomar al menos una década más para colocar explícitamente el término raza, en el sentido de un objetivo concreto de exclusión, en el centro de esta red interpretativa. En efecto, el movimiento eugenésico entre 1918 y 1933 tenía entre sus miembros prestigiosos doctores socialistas y judíos. Sin embargo, el periodo también vio el surgimiento de defensores raciales radicales encarnados en lo que se denominaba las ideologías Völkish, que promovía una nación pangermana unificada y purificada de la “amenaza Eslava y Bolchevique”. Muchos de ellos, tales como el anterior director del Deutsche Gesellschaft fur Rassenhygiene (Sociedad Alemana para Higiene Racial) Ernst Lehman, entre otros racistas virulentos, se reunió alrededor de la Liga Panalemana en 1919, no solamente para discutir las consecuencias reales de la Primera Guerra en la sangre de la Nación, sino también para oponerse de manera “patriótica” al “bloqueo internacional contra el pueblo alemán”, como fue interpretado en el Tratado de Versalles. Además, algunos de ellos se unieron a los Freikorps, asociaciones semi-paramilitares organizadas para destruir “brotes” comunistas que surgieron durante el periodo “revolucionario” en 1919 (Carr, 1986: 272). Hasta cierto punto, el advenimiento institucional del concepto de raza (y sus asociaciones morales) como núcleo interpretativo para entender las diferencias sociales, fue paralelo con el refuerzo de los extremistas políticos de derecha que confrontaron cualquier clase de sociedad democrática. En este contexto, durante el periodo de Weimar, el movimiento eugenésico estuvo entre los defensores racistas radicales situados en Munich y los científicos menos extremistas establecidos en Berlín.
unificada de Alemania. Eran los alemanes defectuosos los que estaban en el banquillo (Brustein, 1996). Sin duda, un sentido generalizado de crisis invadió el escenario intelectual y social. El derrumbamiento de antiguas instituciones políticas y la relativa inestabilidad de las nuevas, otorgó a la ciencia un papel importante durante el periodo de Reconstrucción. Una necesidad radical de “luchar por la supervivencia”, y en contra de la amenaza de la “degeneración”, sentaron las bases para promulgar de forma más clara y hegemónica, una solución eugenésica a los problemas sociales. Desde esta perspectiva, fue el cuerpo colectivo el que sufrió por la multiplicación de organismos “indeseables”7. Así, una interpretación biológica de la diferencia reconfiguró una nueva cartografía de lo social, en donde las diferencias se entendieron como características fijas heredadas de generación en generación. La “debilidad”, el “alcoholismo”, o la “locura”, además de muchas otras enfermedades físicas, se explicaron en términos de una causalidad de índole genética. El proceso de reconstrucción se basó en el entendimiento de las razones por las cuales las características negativas, como el alcoholismo, o positivas, como la capacidad intelectual de una población en particular, pasaban de una generación a la siguiente. Por lo tanto, el dilema fundamental que presentó dicho orden social fue el de la administración de la “degeneración”, la identificación, el aislamiento, y la manipulación de la amenaza. Como era lógico, el proyecto de unificación dependía de la segregación y de la eventual expulsión de otros. En un intento por enfrentar el problema, hacia 1922 las ciencias médicas orientadas hacia la eugenesia, sufren un profundo cambio en cuanto a su estructura educativa. Un fuerte proceso de institucionalización y acreditación académica, al igual que una marcada amplificación de los canales de popularización a lo largo de toda la República, convierten a la eugenesia en el pivote de toda intervención. No sólo magazines populares, revistas especializadas, exposiciones públicas de salud, sino también diferentes clases de centros de investigación, asociados con el desarrollo de cursos universitarios obligatorios sobre Eugenesia, aparecieron a la luz de las circunstancias (Kleinschmidt, 1935; Aly, 1994; Burleigh, 1997)8. La 7
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La “mezcla racial”, la “hibridación”, la “bastardización” fueron algunas de las expresiones del proceso “degenerativo”. Su presencia numérica presentó el problema de la unidad de la Nación. ¿Cómo podría su base genética ser restaurada si todavía se reproducían “individuos desadaptados?”. En ese contexto histórico, cuando la fortaleza física y el conocimiento tenían que ser incorporados al programa de reconstrucción, el término derogatorio “individuo desadaptado” denotaba una persona “improductiva” y “sin educación”. Controlar a los “desadaptados” se convirtió, entonces, en un asunto de salud pública. Se puede tomar en cuenta la fundación del Instituto para la investigación Cerebral de Oscar Vogt, el Instituto para la Terapia Experimental de Hans Reiter, el Instituto de Biología, el Instituto de Psiquiatría, y finalmente, una de las claves del edificio eugenésico, el Instituto para Antropología, Herencia Humana y Eugenesia.
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eugenesia se convirtió en el credo de la salvación nacional. “Administradores en Weimar, -escribe el historiador de la medicina Paul Weinling,- esperaban que la Eugenesia pudiera resolver los problemas sociales de difícil cura con su promisoria combinación de experiencia genética, médica y demográfica” (Weindling, 1985, p. 304). Los años de la República de Weimar fueron testigos de un interés creciente en la higiene racial. La cátedra ocupada por Fritz Lenz en la Universidad de Munich en 1923 era sólo el comienzo. Para 1932, más de 40 cursos sobre higiene racial ya eran ofrecidos en universidades alemanas y, durante el periodo nazi, departamentos fueron establecidos en casi todas las universidades” (Friedlander, 1995, p. 13).
En relación con el uso de la eugenesia como directriz de la salud, entre aquéllos a cargo de resolver la crisis se consolidan dos posiciones durante el periodo de Weimar. El primer enfoque, principalmente influido por la sección berlinesa de la Sociedad Kaiser Wilhelm, propuso la implementación de las llamadas “medidas eugenésicas positivas” haciendo uso del Sistema de Bienestar Social. El segundo, cercano a las ideologías racistas de la oficina en Munich de la misma sociedad, reforzó la ejecución de medidas “eugenésicas negativas”. Estas dos perspectivas se vieron influenciadas por el continuo debate en lo referente a la naturaleza del proceso de herencia. Por ejemplo, inspirado en una perspectiva lamarquiana, las medidas “positivas” buscaban evaluar las fuerzas ambientales que interactuaban con un organismo en concreto para producir formaciones genéticas particulares. En esencia, esta perspectiva supone una compleja relación entre las criaturas vivientes y el mundo que las rodea, moldeando así el proceso de herencia. Por otro lado, el enfoque “negativo” defendió la herencia de caracteres fijos de una generación a la siguiente, sin tomar en consideración los contextos concretos biofísicos y ambientales. Desde el punto de vista de los eugenistas negativos, el otro era “esencializado”, puesto que era portador indefectible de las fuentes de su propia “degeneración” (su propia constitución genética y sus efectos visibles), ya fueran éstas la locura, el alcoholismo o la raza. Para ellos, la raza era, en última instancia, la lupa a través de la cual todas las diferencias eran interpretadas. La raza “esencializada” era la base de todas las estructuras de clase y la causa primera de todas las diferencias sociales. En tanto entidad inmutable se encontraba en el centro de lo que posteriormente sería la nueva Weltanschauung del Nacionalsocialismo (Browning, 1995, p. 145). Hasta ahora, el Sistema de Bienestar Social, una de las ramificaciones de la política estatal encargada del monitoreo de la población, había tenido, quizás no tan extremista pero si profundamente exclusionista, un enfoque más tolerante hacia las llamadas “poblaciones defectuosas” y “antisociales”. Tomando en cuenta que las condiciones ambientales influyen en la herencia, el Sistema de Bienestar, encarnado en sus ministerios y burocracias, consideró
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necesario intervenir directamente en la interacción entre el ambiente y el organismo. La red del sistema de Bienestar, que fue definitivamente destruida después de la depresión económica de 1929, tomó un grupo de medidas, cuyo objetivo era mejorar las condiciones de existencia de ciertas comunidades (por ejemplo, mejorando la alimentación de las madres en el periodo de lactancia). Además, vale la pena aclarar que la mayoría de quienes apoyaban una eugenesia positiva se basaban en la presunción según la cual el mejoramiento genético de una población era proporcionalmente directo al aumento numérico de individuos con características eugenésicas positivas tales como la inteligencia y la productividad. Este aumento numérico de los “individuos apropiados” (que implicaba un descenso, estadística y proporcionalmente hablando, de las características negativas que una población general podría tener) se podría lograr, por un lado, aumentando su cantidad real en un territorio dado o, por el otro, disminuyendo su presencia física. La primera propuesta buscaba mejorar la población ya existente. La última llevaba la semilla de la Solución Final (Endlösung)9. Tras el concepto de Socialpolitik, existía el enfoque cuantitativo del nuevo orden: la sociedad deseada - la que fue construida por aquellos Otros que de no ser excluidos hubieran sido eliminados - se lograría de una manera “racionalizada”, manipulando los números de tal manera que la proporción entre individuos con características eugenésicas positivas superara a aquéllos con características negativas. En este momento, como era de esperarse, los estadistas y demógrafos se convirtieron en los pilares de toda una reformulación sobre la naturaleza de lo social (Light, 1986). Como un ejemplo de intervención, se estimuló la natalidad y el embarazo entre familias que no poseían “parientes defectuosos”10. A través de la reconstrucción de árboles familiares y genealógicos, el Ministerio de Salud, por medio de las llamadas Cortes de Salud, estableció los “certificados de matrimonio” que permitirían un control más estricto sobre el tipo de parejas que contrajeran matrimonio. De igual forma, ciertas medidas fueron desarrolladas directamente con aquéllos cuyos hijos se convertirían en el 9
Antes de la llegada de Nazismo al poder en 1933, la discusión sobre la manera en que las ciencias asociadas a la eugenesia debían afrontar el reto de la reconstrucción social, primero adoptando medidas que incidían en el medio social, estimulando el desarrollo de cualidades positivas, y luego, literalmente, segregando y aniquilando a las personas que “manifiestan un valor negativo”, la discusión sobre política social tuvo como consecuencia una distribución social de privilegios, al igual que el establecimiento de formas sociales para la administración del otro, a través de leyes, edictos, instituciones, y la instalación de una burocracia y la legitimación de una elite intelectual (Binding and Hoche, citado en Hafner, 1974, pp. 1-6). 10 También existió un complicado e intrincado debate entre las políticas de salud pública y la Iglesia Católica. La iglesia se opuso vigorosamente al “aborto” y a cualquier clase de control de natalidad intervenido por humanos tal como la esterilización. En 1930 se publicó “Casti Conubii”, una encíclica Papal condenando la práctica de la esterilización.
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núcleo de la nueva Nación: por un lado, concentrarse más en el mejoramiento de la atención a los niños, estimulando a las madres a tener un período prolongado de lactancia; por otro, aumentar los salarios de las mujeres y favorecer el acceso al mercado laboral, así como impulsar el desarrollo de un programa de educación nacional. Todas estas políticas pretendían mejorar las condiciones del ambiente familiar en general. Tal vez lo más importante de tales procedimientos es el hecho de que no fueron impuestos por el Estado, sino que más bien fueron concebidos como voluntarios. Los ciudadanos se habían convertido en agentes de su propia transformación. De esta manera, el Sistema de Bienestar Social se basó en el compromiso individual y personal de cada alemán durante los años de la reconstrucción. Para 1930, cuando el costoso sistema entró en crisis, luego de la caída de la bolsa y la recesión global, existía ya una organización legislativa bien desarrollada que apoyaba el programa eugenésico positivo. La contraparte racista, por otro lado, molesta por la tolerancia que según ellos regía el sistema de salud pública, siempre se opuso a cualquier atención institucional. Escriben Binding y Hoche en su panfleto Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens (Autorización para la destrucción de la vida que no merece vida, 1920): “Si uno piensa en un campo de batalla cubierto con miles de cuerpos jóvenes y contrasta esto con nuestras instituciones para los idiotas [Idioteninstitute], con su preocupación por sus pacientes vivos, entonces uno estaría profundamente perturbado por la evidente disyunción entre el sacrificio de la posesión más valiosa de la humanidad, de un lado, y, de otro, por el gran cuidado de seres que no solamente son despreciables y sin valor sino que también manifiestan un valor negativo” (Binding and Hoche, Citado en Hafner, 1974, pp. 1-6, traducción libre). De hecho, sus miembros propusieron - para acabar con las llamadas poblaciones desadaptadasel aborto selectivo, la esterilización obligatoria, no solamente de los individuos que ellos categorizaban como “antisociales” (“asozialen”), sino también de aquellos grupos o “razas” discriminadas por ser consideradas forasteras (“artfremde”) y degeneradas (“entartet”). Desde su punto de vista, el Sistema de Bienestar fue percibido como una carga financiera (en momentos de crisis económica) y una desviación de la ley fundamental de la naturaleza. Además, insistían en que la intervención de los hombres sobre el destino de aquellos “defectuosos” era, stricto sensu, una intervención en el proceso natural de selección. En este sentido, Herman Muckerman, quien fuera director del Departamento de Eugenesia del Instituto Kaiser Wilhelm, escribió en Eugenik, una revista de vanguardia, sobre el tema: La civilización ha eliminado la selección natural. El bienestar público y la asistencia social contribuyen, como un efecto colateral no deseado de una obligación necesaria, a la preservación y posterior reproducción de individuos enfermos. Una carga creciente de individuos inútiles que no merecen vivir y se mantienen y se
cuidan en instituciones a costo de aquellos saludables - de quienes cien mil están hoy sin su propio lugar para vivir y millones de los cuales están hambrientos por la falta de trabajo. El compromiso de hoy nos pide una “economía planeada” en la política de salud” (Weiss, 1987, p. 224)11.
En consecuencia, los “defectos” inherentes de un grupo no se consideraban el resultado de un juego complejo entre el ambiente y el organismo. Por el contrario, la “desviación” se concebía como las características esencializadas de un grupo en particular. Era el grupo objetivo, tal como Zygmund Bauman lo menciona en Modernity and Holocaust, que inexorablemente llevaba su propia “diferencia” escrita en términos biológicos. La restauración del “orden natural de las cosas”, para usar el término de Foucault, radicaba en la puesta en marcha de una serie de medidas radicales. Todas ellas se consideraban parte del proceso profiláctico de asegurar “la patria” contra la sangre corrupta que podría poner en riesgo el “cuerpo” social y los órganos que lo conforman. Pero la posición extremista no se adaptó al momento histórico. Solamente fue hasta después de la depresión de 1929, que empeoró la situación económica general, y cuestionado desde un análisis tipo costo-beneficio, cuando el Sistema de Bienestar no pudo restaurar el “orden” y finalmente murió. Sin embargo, Alemania tendría que esperar hasta 1933 para ver el resurgimiento del movimiento de eugenesia negativo y el final y complicado matrimonio entre la ciencia y la ideología12. Hasta 1927, la “ciencia de la eugenesia” había pasado por un proceso gradual de legitimación. Su papel relevante residía en la posibilidad que tenía de responder a los nuevos problemas sociales, en especial a aquéllos creados a raíz de la Primera Guerra Mundial. Los problemas políticos, los recuerdos de la muerte, las inestabilidades económicas y la diversidad de referentes ideológicos en un momento de convulsiones políticas produjeron una multiplicidad de argumentos complementarios con la configuración 11 Mientras que se leen estos parágrafos, uno podría tener en cuenta los ecos de las palabras de Hanna Arendt en el Los Orígenes del Totalitarismo (1973). Desde su punto de vista, el totalitarismo “no opera sin guía de la ley, ni es arbitrario”. “Este asevera”, continúa Arendt, “obedecer de manera estricta e inequívoca aquellas leyes de la naturaleza de las cuales se supone que surgen todas las leyes positivas“ (Arendt, 1973, p. 461). Por eso, la naturaleza -supuestamente expresada en términos de la evolución - sería la fuente de todas las formas de autoridad y legitimidad. A la luz de esta idea, el papel de los científicos es hacer que los seres humanos cumplan con las “leyes de la naturaleza”, es decir, la selección natural y la supervivencia del más fuerte. 12 Vale la pena indicar que la eugenesia como movimiento intelectual, lejos de ser una criatura propiamente alemana, fue uno de los nódulos de una red transnacional. Para una visión de su influencia en Latinoamérica ver Stepan (1991); Moritz (1993). Sobre el desarrollo de la eugenesia en Africa se puede consultar Dubow (1995) y el interesante libro de Butchart (1998). Sobre los casos de Inglaterra y los Estados Unidos ver Kelves (1985). Para el caso del Weiner Gesellschaft für Rassenpflege en Austria, ver Neugebauer (1998).
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de la narrativa de una Nueva Alemania. La historia de esta dinámica es la historia de una ciencia que contenía en su núcleo fundamentalmente prejuicios sociales ya naturalizados a través de muchas generaciones. En este contexto, era necesario que alguna institución popularizara de forma más evidente dicha relación entre política y ciencia.
Instituciones académicas: la diseminación del nuevo evangelio En 1927, bajo la influencia directa de la sección Berlinesa del Kaiser Wilhelm Gesellschaft, se funda el Kaiser Wilhelm Institut für Anthropologie, Menschliche, Erblehre und Eugenic (Instituto Kaiser Wilhelm para Antropología, Herencia Humana y Eugenesia). El Instituto fue el resultado de muchas preocupaciones expresadas en 1922, cuando Alfred Ploetz, quien creó el término Rassenhygiene (Higiene Racial) en 1895, pierde su influyente posición en la Sociedad de Higiene Racial. Dicha institución, fundada por Ploetz en 1905, fue de hecho “la primera institución profesional de carácter privado en el ámbito mundial dedicada al estudio de la relación entre selección y eliminación en individuos, así como la herencia y variabilidad de sus características físicas y mentales” (Citado en Weiss, 1987, p. 207). Una vez que Ploetz pierde su influencia, la Sociedad cambia las directrices de su trabajo al igual que sus objetivos fundamentales: si bien es cierto que en un comienzo la Sociedad pretendía explícitamente instaurar una comunidad pangermánica utópica enmarcada en una narrativa de reconstitución mítica, también es verdad que, en especial durante la década de los años veinte, dicha pretensión y producto de los acontecimientos históricos, se recodifica a través de un lenguaje científico para, así, proponer una respuesta médica a las necesidades de la Nación. A pesar de la dimisión de Ploetz, la Sociedad no solamente mantuvo su influencia en el Consejo Estatal de Salud y en el Ministerio de Bienestar Público, sino que también, al llegar a ser dominada por genetistas, biólogos evolucionistas y especialmente por funcionarios de la salud pública, reforzó sus lazos con el estado. Desde ese momento, la Sociedad, en cuanto a los fondos de investigación disponibles para su desarrollo, se benefició de esta relación extendiendo su influencia no sólo al mundo propiamente académico, sino también al Estado ya que se convirtió en el asesor, sobre cuyas investigaciones se constituye la base para las políticas de salud pública (Weindling, 1989, p. 399)13. Sin embargo, se escuchaba un clamor generalizado por el establecimiento de un centro investigativo estatal encargado de la investigación de los temas relativos a la eugenesia. A pesar de lo fundamental y lo urgente de la propuesta, el periodo entre 1922 y 1927 se caracterizó por las pugnas de orden político en lo relacionado con la localización concreta 13 Vale la pena recordar que durante el periodo, la eugenesia, la biología evolucionista y la medicina social se convirtieron en un campo casi indiferenciado.
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y final de dicho centro. Al fin de cuentas era una pugna sobre la manera como debía configurarse una sociedad ideal. Ambos, tanto el capítulo berlines del Kaiser Wihelm Gesellschatf, como su sección en Munich, notablemente más conservadora y völkisch, reclamaron tener la legitimidad científica necesaria para abrazar dicho proyecto. Pero la inclinación racial de algunos de los miembros en Munich finalmente llevó a que la Sociedad fundara el Instituto en Berlín. Sin embargo, las diferencias en cuanto al control del Instituto no terminaron en el punto de su inauguración. A través de su estructura organizativa y el personal científico se logra percibir la variedad de panoramas políticos entre sus miembros, al igual que la concepción de eugenesia que ellos impulsaban. El Instituto, como era de esperarse, era un hervidero de contradicciones (Fritz, 1955, Macrakis, 1994). No obstante estas divergencias de fondo, el Instituto logra desarrollar tres departamentos principales. El primero, el Departamento de Antropología, estaba dirigido por el antropólogo Eugen Fisher (1874-1967), quien fue nombrado luego como su director hasta 1941, católico graduado de Freiburg y conocido por su trabajo Los Bastardos de Rehoboth y el Problema de la Bastardización en el Hombre publicado en 1913 y llevado a cabo entre los llamados Bastardos Rehoboth en Namibia, Sudoeste de Africa14. En este estudio, Fisher presenta lo que vio como el problema de la “mezcla [mischlinge] de diferentes razas” y las consecuencias del “matrimonio interracial”, buscando los elementos que determinan a ciertas características “raciales” como dominantes (Laquear, 2001, p. 420). Durante los años veinte, Fisher había emprendido la defensa del Conde de Gobineau en cuanto a su teoría de la pureza racial y apoyó su popularización por medio de los escritos de otros antropólogos nacionalistas tales como Hans Guenther15. Basándose en la genética de poblaciones y en la reconstrucción de árboles genealógicos, Fisher “rastreó” las variaciones fenotípicas conforme a grupos sanguíneos o raciales. Tomado de su trabajo, Fisher afirma: Sin excepción, cada persona europea que ha asimilado la sangre de razas inferiores ha pagado por esta absorción de elementos
14 “Bastardos Rehoboth” fue el término despectivo usado para clasificar a los hijos de padres alemanes blancos y madres de “color” en las colonias alemanas en África. La misma zona que viera en 1904 la casi aniquilación del pueblo Herero en las manos del ejército colonial alemán (Dedering, 1999). Nuevamente, el desarrollo de la antropología física en Alemania a principios del siglo XX está íntimamente ligada con el proceso de dominación colonial, en el que los “bastardos” planteaban una serie de interrogantes alrededor de la “cuestión nativa”. 15 Hubo otros antropólogos, tales como Otto Roche (1879-1966), quienes también trabajaron en esta dirección. Roche fue nombrado profesor de antropología en la Universidad de Leipzig entre 1927 y 1945, durante el auge del programa de experimentación médica nazi. En 1920, junto con el jurista Kart Binding, publica el libro Die Freigabe der Vernichtung Lebensunweten Lebens (Autorización para la destrucción de la vida que no merece vida).
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inferiores con degeneración intelectual, espiritual y cultural. Al antropólogo patriota solamente le importa una cosa: no es si nacen Mischlinge [Mezclados], sino si debiesen permanecer nativos a todo costa.
Y concluye: Así que, de acuerdo con esto, bastaría poner en marcha las medidas de protección que requieran como raza inferior que es para continuar su existencia: nada más, y sólo mientras sean útiles para nosotros. De otra manera, la supervivencia del mejor adaptado es, a mi modo de pensar, en este caso, extinción. Este punto de vista suena brutalmente egoísta, pero quien reflexiona en el concepto de raza, no puede llegar a una conclusión diferente (Citado en Ehmann, 1998, p. 119).
El trabajo de Fisher fue usado eventualmente por los legisladores del Tercer Reich como base para la promulgación de las Leyes de Nuremberg, las primeras emulaciones nazis de una visión del mundo “descontaminada”, “limpia” y “profiláctica”. Él “pronosticó” los peligros del rassenmischlinge, la mezcla racial, y evaluó el papel de la antropología como el centro beligerante de la “cruzada” völkish contra la “degeneración”. A pesar de su historia biográfica, Fisher fue tal vez uno de los investigadores más racistas que conformaron el Instituto. Como director del Instituto hasta 1941, implantó su carácter personal a los objetivos de una institución que modeló la narrativa del Nuevo Orden16. El Departamento de Eugenesia fue dirigido, como lo mencioné antes en este ensayo, por Herman Muckerman, un defensor de la esterilización y un propagandista importante de la eugenesia. Durante el período de su nombramiento (entre 1927 y 1937 cuando fue forzado al retiro por los nazis) él fue uno de los principales críticos del Sistema de Bienestar. En contraste, como investigador Muckerman centró sus intereses en seleccionar lo que él llamaba “familias normales” o grupos con características eugenésicas positivas: por ejemplo, grupos de campesinos con tasas bajas de mortalidad infantil. De igual forma, analizó el grado de fertilidad entre profesores universitarios, funcionarios del ejército y la policía prusiana (todos por definición harían parte de la nueva sociedad). En un sentido, él era ante todo un eugenista interesado en incorporar su disciplina a la política para mantener la estructura meritocrática de la sociedad. Su investigación intentaba determinar cuáles eran los elementos por medio de los cuales “las familias normales” llegaban a tener y a reforzar las buenas cualidades eugenésicas (Weinling, 1985, p. 315). Finalmente, Otmar Freiherr von Verschuer (1896-1966) 16 El trabajo de Fisher fue muy influyente en el eugenismo sudafricano, a través del genetista afrikaner Gerrie Eloff, quien adaptó el pensamiento de Fisher al pensamiento cristiano-nacionalista que dio origen al concepto “separate development” (desarrollo separado), un de los pilares de la noción de apartheid, tal y como sería implementada a partir de 1947 (Dubow, 1995)
fue inicialmente nombrado jefe del Departamento de Herencia Humana en 1927 y, posteriormente, dado su fuerte antisemitismo, se convirtió en el Director General del Instituto en 1941. Su investigación pretendía buscar la herencia de las cualidades intelectuales. Para hacerlo usó una muestra de 700 pares de gemelos, de los cuales encontró un cierto porcentaje de criminales (los números reales no son muy importantes puesto que cualquier porcentaje hubiera sido considerado como prueba de su hipótesis). Su objetivo era “revelar” la supuesta relación entre “enfermedades” particulares, tales como la “criminalidad” y el cáncer, y el proceso natural de la herencia.17 Verschuer fue uno de aquellos investigadores que defendían la esterilización obligatoria, como eventualmente fue llevada a cabo después de 1933, de los “subnormales morales y mentales”, (Weinling, 1985, 1989; Weis, 1987). En esta línea de pensamiento, enfatizó de manera concluyente las bases biológicas de la sociedad, en la cual su estructura jerárquica era un reflejo del proceso de evolución y selección natural. En este sentido, y por razones obvias, Verschuer atacó la democracia como sistema político puesto que estaba basada en una concepción de la sociedad que permitía una población con características eugenésicas negativas, en vez de estar constituida por una minoría fuerte genéticamente. Su experiencia temprana como un miembro entusiasta de los letales Freikorps lo llevó a convertirse en una de las figuras que se beneficiaron del establecimiento de una de las fuentes de información y experimentación - los campos de concentración -. Por eso, el trabajo de Verschuer es un ejemplo emblemático de la yuxtaposición de la ciencia y la ideología de exterminación. Hasta entonces, el Instituto fabricaba las respuestas potenciales a los dilemas de la sociedad, en la cual estaba involucrado históricamente. La legitimidad de la eugenesia, unida de manera indeleble a la biología y a la medicina evolucionista, corría paralela a las manifestaciones de problemas políticos del periodo de Reconstrucción. Por lo tanto, la fundación del Instituto Kaiser Wilhelm para Antropología tenía que ser interpretada de manera simultánea como un nuevo momento de confianza en la “ciencia de la eugenesia” - después de años de influencia relativa -. Paradójicamente, el Instituto impulsó la eugenesia positiva, mientras que simultáneamente estimulaba la implementación de medidas negativas como el proyecto 17 Bajo la tutoría de von Verschuer, en 1938 Josef Mengele, médico asignado por la SS para trabajar en el campo de concentración Auschwitz-Birkenau en 1943-1944 y recordado por sus infames experimentos con seres humanos, obtiene el título de doctor en medicina en Frankfurt. En 1935, ya había adquirido un primer doctorado en antropología física, bajo la tutoría de Theodor Mollison, en Munich. Mengele fue un íntimo colaborador de Verschuer en el Instituto de Biología Hereditaria e Higiene Racial en Frankfurt (Friedlander, 1995: 135) Su trabajo en Auschwitz es una extensión de su investigación con gemelos realizado con Verschuer.
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de ley de 1932, o la primera Ley de Esterilización. Al mismo tiempo, el Instituto jugó un papel fundamental en la configuración de las condiciones de inclusión y exclusión de determinados miembros de la sociedad, es decir, las condiciones bajo las cuales se demarcó la unidad y la diferencia.
Comentarios finales: bajo la sombra de la política Dentro de la compleja y a menudo yuxtapuesta organización simbólica de la narrativa de la Nueva Alemania, el Instituto jugó un papel importante en la definición del contexto en el que se reprodujo dicha narrativa. Las teorías y las prácticas que buscaban entender la variación humana, dieron a la imagen socialmente construida del extranjero una base “científica” necesaria y un contenido político que perpetuaba una ideología en particular: una ideología de negación, en donde la metáfora: el otro es una infección se convirtió en el centro de la dialéctica nazi (Glass, 1997). El otro representado esencialmente en el discurso eugenésico estaba inmerso en las redes contradictorias de significados y acciones elaboradas a partir de las metáforas cuerpo/ sociedad y otro/infección. Siguiendo al argumento de Freud en Das Unheimlich (Lo Siniestro), se sugiere aquí que si la estética es el campo de investigación dedicado a estudiar las “cualidades de la belleza”, y consecuentemente de la extrañeza, falta de familiaridad y alteridad radical, parece que la narrativa de la Nueva Alemania es el discurso a partir del cual se forma, reclama, establece y finalmente se impone una concepción descontaminada de la sociedad, en la cual la línea entre lo mismo y lo otro se traza biológicamente. En relación con esto, la institución como como tal, uno de los núcleos “dispersos” de formaciones discursivas y de reproducción de poder, se concibió como la portadora de una nueva sociedad, armoniosa y sin conflictos. Sin duda el discurso eugenésico pretendía establecer una estética de lo social en la medida en que articulaba una serie de relaciones entre lo mismo y lo otro, entre lo familiar y lo extraño. Después de 1933, la comunidad académica fue asaltada por un activismo político extremo. La visión Pangermánica nazi tocó las universidades (ya enclaves conservadoresarios) sometiendo la ciencia y el conocimiento a su programa de interpretación. Son un hecho histórico las leyes dirigidas hacia la “limpieza efectiva de la patria”. La Ley de Esterilización en 1933, la Ley contra Criminales Habituales Peligrosos en 1933, la Ley de Matrimonio Saludable posteriormente en 1935 y, finalmente, la Ley para la Restauración del Servicio Civil Profesional, todas ellas reproducían el mismo imaginario völkish según el cual el otro es el transportador de enfermedades infecciosas. Sin embargo, es fundamental no olvidar que entre 1933 y 1939 la política nazi llevó a cabo las ideas extremas que los eugenésicos negativos habían propuesto una década antes: Cientos de miles de personas fueron muertas y esterilizadas en el sistema de salud industrializado (Friedlander, 1995).
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Sin embargo, lo que cambió dramáticamente fue el significado del término “individuo no adaptado”. Si empezó por incluir cualquier forma de alteridad interna, es decir “criminales”, “discapacitados”, “débiles” y “esquizofrénicos”, también está claro que el término denotaba más categorías que aquéllas incluídas inicialmente. Por razones “pragmáticas” y “programáticas”, por decirlo así, el término se extendió para que incluyera judíos, gitanos, comunistas, bolcheviques, homosexuales y negros (Grau, 1998 y Kesting, 1998). En este estado de cosas, la metáfora organicista se usó como la herramienta más radical y extremista de interpretación. De hecho, la amenaza del otro no residía en su potencialidad para llevar e infectar un cuerpo saludable, una nación ideal, o una “comunidad imaginada” (Anderson, 1985). Por el contrario, era el otro, los judíos o los gitanos, la enfermedad en sí misma. Ellos eran tumores dentro del cuerpo. Solamente a través de una organización burocrática racional orientada hacia la minucia tecnocrática (los médicos, los hospitales y, finalmente, los campos de concentración) y por medio de un proceso ritualizado de desinfección y separación, podía este tumor/impureza ser expulsado. La guetización, deshumanización y abyección se convirtieron, entonces, en el locus de la Medicina Social18. Así, James Glass condensa esta visión del otro como impureza: Yo no veo mis acciones hacia los otros como violentas, como un asalto al cuerpo humano, porque el otro no posee propiedad humana. Estoy atacando la materia, la materia peligrosa. Así que vuelvo mi agresión hacia él y hago un hecho histórico y científico de mi fobia a la infección (Glass, 1997, p. 147).
Más aún, la guerra en sí podía ser interpretada como un medio para llevar a cabo, hasta las consecuencias más extremas, el programa eugenésico negativo. Tal como Debórah Dwork y Robert Jan Van Pelt (1996) lo han indicado, la guerra contra el frente oriental, especialmente Polonia, se concebía simultáneamente como la reconquista de territorios perdidos durante la Edad Media por la mítica orden de los Caballeros Teutónicos, y también como una cruzada contra los polacos, “desadaptados” y “bárbaros” (Debórah Dwork y Robert Jan Van Pelt, 1996). Vista de manera retrospectiva, la regeneración del este, como fue llamada por los administradores del Nazismo, era parte de una política de población amplia orientada eugenésicamente: radicaba en el mejoramiento genético de las poblaciones por expulsión o aniquilamiento de los individuos, para así poder repoblar el espacio dejado por ellos con alemanes altamente calificados. En efecto, la noción de Lebensraum (espacio vital) se fundamentaba 18 Para una discusión detallada sobre la separación, deshumanización, y abyección continuas, ver el ensayo de Glass (1997), especialmente los capítulos 6 y 7; el capítulo 3 de Bauman (1989) en relación con la metáfora médica y el poderoso texto de Kristeva (1982) sobre la noción de abyección.
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en un espacio “despoblado” de sangre corrupta y enfermedades (las personas reales), de manera que pudiera ser rehabitado de nuevo. El Lebensraum y el Heimat (hogar) se definen por expropiación y expulsión, dos consecuencias de un concepto “medicalizado” del otro. En relación con esto, puedo sugerir que la guerra del frente oriental, como una forma de control y administración de la población, fue la reterritorialización de una estética de lo social informada por antiguas fronteras míticas de lugar, orden, origen, y reinterpretada en el contexto de los discursos médicos de los años treinta. El Instituto Kaiser Wilhelm articuló temores antiguos con nuevos discursos, y suministró las metáforas básicas, el lenguaje eufemístico y las razones para dicha operación, tanto en el sentido militar como en el sentido médico del término.
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LA SOCIEDAD ESCLAVISTA EN EL NUEVO REINO DE GRANADA: UNA SOCIEDAD HUMILLANTE
Fecha de recepción: 13 de septiembre de 2006 • Fecha de aceptación: 15 de diciembre de 2006
Angela Uribe* Resumen ¿Es la humillación un concepto psicológico o filosófico? El texto a continuación muestra en qué medida los intentos de privilegiar una de las alternativas de responder a esta pregunta conducen a dificultades que 1) o bien limitan las posibilidades de reconocer la humillación como un daño, o 2) descuidan el lugar de una tercera persona en los juicios sobre el mal. Dado que en ocasiones esta tercera persona está representada en la historia, la autora se vale de una serie de hechos para describir y para juzgar a la sociedad esclavista del Nuevo Reino de Granada como una sociedad humillante.
Palabras clave: Avishai Margalit, Daniel Statman, Nuevo Reino de Granada, esclavitud, humillación.
A HUMILIATING SOCIETY: SLAVERY IN THE KINGDOM OF NEW GRANADA Abstract Is humiliation a psychological or a philosophical concept? This article illustrates how trying to privilege either possible way to answer this question leads to difficulties that 1) either limit the possibilities of recognizing humiliation as harmful, or 2) neglect the place for a third person in moral judgments about evil. Given that sometimes the place of this third person is represented in History, the article considers a series of facts to describe and judge the slave society of the New Kingdom of Granada as a humiliating society.
Keywords: Avishai Margalit, Daniel Statman, New Kingdom of Granada, slavery, humiliation.
A SOCIEDADE ESCRAVISTA NO NOVO REINO DE GRANADA: UMA SOCIEDADE HUMILHANTE Resumo ¿A humilhação é um conceito psicológico ou filosófico? O presente texto mostra como em certa medida a tentativa de privilegiar alguma das alternativas ao responder esta pergunta pode gerar dificuldades que 1) ou limitam as possibilidades de reconhecer a humilhação como dano, ou 2) descuidam o lugar de uma terceira pessoa nos juízos sobre o mal. Visto que em algumas ocasiões a terceira pessoa está representada na história, a autora vale-se de uma serie de fatos para descrever e para julgar a sociedade escravista do Novo Reino de Granada como uma sociedade humilhante.
Palavras-chave: Avishai Margalit, Daniel Statman, Novo Reino de Granada, escravidão, humilhação.
* Filósofa de la Universidad de los Andes, con Maestría en Filosofía de la Universidad Nacional y Doctorado en Filosofía de la Universidad de Antioquia. Actualmente es profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: auribeb@unal.edu.co.
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a legislación de la Corona española que, a mediados del siglo XVI pretendía proteger a los indígenas contra lo que Bartolomé de Las Casas llamó las “egregias crueldades” cometidas por los primeros colonizadores españoles, no vino sola. Como en los demás reinos, en el Nuevo Reino de Granada, ella fue prácticamente la consecuencia directa de la disminución vertiginosa de la población indígena. Atribuida, entre otros por Las Casas, al maltrato y a la falta de control por parte de la Corona sobre la conducta de los colonizadores, la ostensible falta de mano de obra indígena hubo de ser reemplazada por otra. De allí que la legislación protectora a favor de los indígenas no haya venido sola. Tanto la Corona como los pobladores españoles de la Colombia de entonces encontraron en la presencia del “elemento negro” la primera de las condiciones sin la cual la débil economía del Virreinato no habría tenido algún lugar en el sistema colonial. Durante los años del comercio de negros (hacia mediados del siglo XVI y finales del siglo XVIII) llegaban al puerto de Cartagena, anualmente, entre 500 y 1.500 esclavos, que eran pesados y contados por unidades, equivalentes a “lotes”, “toneladas”, “piezas” o “cabezas”. De esta manera, aquél que hacía de los esclavos parte de su propiedad privada, contaba con un referente preciso acerca de su propia fortuna. Esta “mercancía” proveniente del África y conducida después hacia las distintas provincias del Nuevo Reino de Granada fue forzada a desarrollar actividades de las cuales dependía la economía neogranadina: la minería (sobre todo), la agricultura, la ganadería, la manufactura y el trabajo doméstico. Sin embargo, aun en el mismo siglo XVI parece evidente el temor por parte de la Corona española a que los negros fuesen algo más que cosas. Esta evidencia se sustenta en las medidas coercitivas y en el conjunto de disposiciones relativas a los negros y, sobre todo, a las sublevaciones y rebeliones de las que eran capaces. Entre el primero de febrero de 1571 y el 4 de agosto de 1574, el rey Felipe II profirió el siguiente conjunto de leyes contra “daños” cometidos por los negros esclavos. Mandamos, que al Negro, ó Negra ausente del servicio de su amo quatro días, le sean dados en el rollo cincuenta azotes, y que esté allí atado desde la ejecución hasta que se ponga el sol; y si estuviere más de ocho días fuera de la ciudad una legua, le sean dados cien azotes, puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo pese doce libras, y descubiertamente la trayga por tiempo de dos meses, y no se la quite, pena de doscientos azotes por la primera vez: y por la de segunda otros doscientos azotes y no se quite la calza en cuatro meses, y si su amo se la quitare, incurra en pena de cincuenta pesos repartido por tercias partes iguales, que aplicamos al Juez, Denunciador y obras públicas de la ciudad, y el Negro tenga la calza hasta cumplir el tiempo. A cualquier Negro ó Negra, huido, y ausente del servicio de su
amo, que no hubiera andado con cimarrones, y estuviere ausente menos de quatro meses le sean dados doscientos azotes por la primera vez; y por la segunda sea desterrado del Reyno: y si hubiera andado con cimarrones le sean dados cien azotes más. Si anduvieren ausentes del servicio de sus amos más de seis meses con los Negros alzados ó cometido otros delitos graves, sean ahorcados hasta que mueran naturalmente [sic].
En su libro La sociedad decente, Avishai Margalit califica el castigo como “la prueba reina” para saber si una sociedad es humillante. Esto significa que la manera como una sociedad dispone las políticas de castigo constituye el punto de inflexión para saber en qué medida es la humillación y no la falta de civilidad lo que la caracteriza. Una sociedad bien puede ser decente, aunque incivilizada, si sus miembros son quienes se humillan unos a otros. Una sociedad es, por su parte, indecente, es decir humillante, si son las instituciones (que dan forma a la estructura social) las que humillan a las personas. Dado que las políticas penales devienen de las instituciones que regulan el comportamiento entre miembros de una sociedad, la manera como ellas definen los castigos contra los infractores de la ley suele ser uno de los criterios con los que se traza la frontera entre una sociedad humillante y una sociedad decente. Teniendo en cuenta las características de una sociedad humillante, así entendidas, quiero en este texto destacar los contenidos empírico (psicológico) y normativo del concepto de humillación. Intento, con ello, señalar las dificultades que conlleva un análisis parcial (descriptivo o normativo) del concepto. Para ello, establezco un contraste entre el concepto de humillación, tal como lo entiende Margalit, y el esfuerzo de Daniel Statman por reorientar su sentido hasta recuperar su dimensión psicológica. Teniendo en cuenta el concepto de “mal moral”, propuesto por Claudia Card, en lo que sigue destaco la necesidad de fortalecer la dimensión normativa del concepto de humillación. Esto último servirá para señalar que en la relación entre los lectores de la historia y los hechos pasados hay lugar para los juicios morales.
La perspectiva normativa Desde el punto de vista de Margalit la humillación caracteriza, ante todo, la conducta o la condición de quien humilla; éste, dice él, actúa de manera que aquél sobre quien recae su conducta o la condición que se atribuye tiene una buena razón para considerar que se le ha faltado al respeto. En tal sentido, las políticas penales que atravesaron la historia de la sociedad neogranadina y que fueron dispuestas contra los esclavos fugitivos eran humillantes, porque resultaron esenciales para promover la condición de amos que una parte de la sociedad se atribuía con el fin de poner en la condición correspondiente a otra parte de la sociedad: los esclavos. La reflexión de Margalit continúa para mostrar en qué medida a la humillación
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subyace una postura, una conducta artificial: quien humilla actúa contra el humillado como si éste no fuera como el primero en un sentido decisivo. Esto es, actúa como si el humillado no fuera una persona, sino justamente aquello que él quiere hacerle creer a su víctima que ella es: una hipoteca o el título de una propiedad, una herramienta de trabajo, etc. Dado que el “como si” de la conducta humillante expresa una postura artificial, quien humilla, dice Margalit, no necesariamente cree que aquel a quien humilla sea lo que él querría transmitirle que es. En este sentido, mientras golpea al esclavo, el funcionario público no está viendo en su víctima a la cosa a la que, a fuerza de maltrato y exclusión, él y la sociedad quisieran que quedara degradada. El azote, la tortura y el destierro no son infringidos, pues, contra una hipoteca, contra un título de propiedad o contra una herramienta de trabajo. Por lo que dice Margalit, tenemos, entonces, buenas razones para pensar que en la sociedad humillante del Nuevo Reino de Granada esto lo sabían bien los funcionarios de la Corona. De los elementos que ofrece la definición de Margalit es esencial, por el momento, entender el carácter relativo del concepto de humillación. En este sentido, allí donde hay un victimario, hay una víctima; allí donde alguien se atribuye la condición de amo, habrá alguien a quien atribuirle la condición de esclavo. Sin embargo, la reflexión del autor en torno al concepto de humillación no se ocupa por averiguar cómo, en rigor, se vive la humillación desde el punto de vista de la víctima. Aun cuando la definición de este concepto propuesta por Margalit describe, ante todo, una relación, en su análisis el autor no se extiende hasta hacerle saber a sus lectores qué ocurre del otro lado de la humillación. Y donde falta información sobre el padecimiento del humillado falta también información sobre aquello que parece decisivo en la definición del propio Margalit, a saber, una buena razón en la víctima para sentir que se le ha faltado al respeto. ¿Qué buena razón podrían tener los negros de la época para considerar que se les faltaba al respeto? Se entenderá que para responder a esta pregunta no basta con decir: “el humillado tiene buenas razones para sentirse humillado porque ha sido objeto de una conducta humillante, de una conducta con la que se le falta al respeto” o, si se quiere, “los negros sujetos a la legislación de Don Felipe se sentían humillados porque eran objeto de la falta de respeto que encarnaban las leyes proferidas por él”. La aparente circularidad en la definición de Margalit se resuelve atendiendo a la manera como él amplía su definición del concepto de humillación: ante el hecho de haber sido objeto de una conducta humillante, el humillado tendría que incluir entre las razones para sentirse humillado también el hecho de que la conducta humillante lo convierte a él en un objeto de dolor. ¿Qué tipo de dolor es éste? El autor no intenta responder directamente a esta pregunta. Antes de hacerlo, Margalit le da un giro a la pregunta sobre las buenas razones para saber en qué medida alguien sabe que se le ha faltado al respeto y acude, con ello, a lo que llama “una justificación negativa del respeto”.
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La justificación negativa del [respeto humano] no aspira a ofrecer una justificación para respetar a las personas, sino sólo para no humillarlas. Una justificación negativa se basa en el hecho de que los seres humanos son criaturas capaces de sentir dolor y de sufrir no sólo como resultado de actos físicamente dolorosos, sino también de actos con significado simbólico.
A quien quiera que insista en que se responda sin rodeos a la pregunta acerca de qué es aquello que se padece en la humillación y busque, por lo tanto, situar el concepto de humillación también del lado de la perspectiva de la víctima, no le bastará con la justificación negativa. Es decir, para saber porqué, en últimas, es malo humillar a las personas habría que saber, además, qué particularmente es aquello que duele en la humillación. ¿Cuál es el sentido de esa forma de dolor simbólico que define la situación del humillado? En La sociedad decente, por lo que se lee, no hay una caracterización de esa forma de dolor simbólico. De haberla, diría Margalit, la perspectiva desde la cual se quiere dar cuenta del concepto de humillación dejaría de ser normativa para pasar a ser descriptiva, sicológica. Allí donde se privilegia la perspectiva psicológica para dar cuenta del concepto de humillación no hay lugar a diferenciar entre “una buena razón para sentirse humillado” y “sentirse humillado”. ¿Qué ocurre, dice Margalit, si el sentimiento subjetivo de la humillación no se vive? ¿El hecho de que el tío Tom no sienta que es víctima de la humillación que le infringe su amo hace la conducta de éste menos humillante? ¿Cómo, por otra parte, calificar la situación de aquél que se siente humillado sin que aquéllos a quienes él les atribuya el acto de humillarlo hayan tenido la intensión de hacerlo? ¿Tiene la víctima de un dolor físico producido involuntariamente buenas razones para sentirse humillado? Al parecer las buenas razones para sentirse humillado no recaen, en primera instancia, en la aceptación o en la negación psicológica por parte de la víctima de su propia condición. Aun cuando esta aclaración es suficiente para entender por qué debe el concepto de humillación ser definido desde una perspectiva normativa, no parece quedar muy claro aún por qué la aclaración del concepto deba dejar por fuera la perspectiva de la víctima. De no incluirse esta perspectiva, de insistirse en que la humillación sea reducida a la ausencia de respeto, el estatus propio del concepto de humillación (es decir, el estatus no derivado del concepto de respeto) se diluye. Y si el estatus propio del concepto de humillación se diluye, se diluye también la posibilidad de entender aquello que está en juego en la conducta humillante. De no quedar claro cuál es el daño que produce la conducta humillante tampoco se sabrá, a cabalidad y con fundamento, en qué buena razón debería calificarse como humillante esa conducta. La dificultad de atender al concepto de humillación desde la perspectiva normativa es la misma que identifica Margalit en la definición psicológica. No parece posible, en esta medida, determinar con rigor aquello que constituye el núcleo de la dificultad señalada por
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Margalit contra la perspectiva psicológica (una buena razón) si la humillación tiene sólo un contenido normativo. Si la perspectiva psicológica no diferencia entre una buena razón para sentirse humillado y sentirse humillado, la perspectiva normativa a la que se acoge Margalit no le da tampoco al humillado esas buenas razones a partir de las cuales podría serle atribuida la condición de víctima.
Humillación y autorrespeto El acento puesto por Margalit en la dimensión normativa del concepto de humillación es, según Daniel Statman, problemático. La justificación negativa del respeto falla en el siguiente sentido: allí donde para saber qué es la humillación es preciso invocar el concepto de respeto y, por lo tanto, allí donde el énfasis de su sentido recae en una obligación, no podría determinarse, en rigor, qué es aquello que en el humillado se ve afectado cuando es víctima de falta de respeto. Lo anterior conduce a una paradoja. Para entender en qué medida conduce la propuesta de Margalit a una paradoja que Statman quiere señalar, anticipo la repuesta que, por lo que se lee en La sociedad decente, daría Margalit a la pregunta acerca de qué es lo que en el humillado se ve afectado con la conducta humillante. Margalit presupone que el vínculo entre la humillación y el respeto sea un vínculo conceptual. El carácter conceptual de dicho vínculo implica que aquello que se ve afectado en el humillado cuando es víctima de falta de respeto es un aspecto del respeto: el autorrespeto. La aclaración de este concepto lleva a Margalit a concluir que el autorrespeto (v.gr. el respeto) remite a una cualidad no atada a logros ni a condiciones físicas (como el éxito, la cuna o el color de la piel). En este sentido, el tío Tom, o cualquier esclavo neogranadino, merecería respeto, aún cuando no tuviese cómo promover formas de éxito valoradas en la sociedad en la que vive; merecería, asimismo, respeto independientemente de si se parece (o no) físicamente a la mayoría de las personas que habitan el lugar en el que vive y, como vimos, merecería respeto, independientemente de si él mismo percibe o no el acto del que es víctima como un acto humillante. De allí que la cualidad con la cual se identifica el respeto tenga que remitir a un rasgo compartido por todos los seres humanos: la pertenencia a la especie. Del hecho de que dicho rasgo sea común deriva una instancia normativa. Según ésta, cualquiera que manifieste tener la cualidad de pertenecer a la especie de los seres humanos, ha de ser respetado. La humillación, en ese sentido, se define de la siguiente manera: “Es un daño al propio respeto, esto es, al respeto que el ser humano merece por el mero hecho de ser humano”. Sin embargo, ¿qué puede querer decir “merecer algo por el sólo hecho de ser humanos”? Margalit no parece ofrecer una respuesta a esta pregunta. La paradoja es, entonces, evidente. ¿En qué medida puede alguien merecer algo que se confiere sólo bajo la condición de que otro esté ahí para sentirse obligado a conferirlo? Si quien humilla a su víctima provoca en él un daño al autorrespeto que ella se merece
(sólo por el hecho de ser un ser humano) y si ese mérito es conferido sólo a través de la conducta respetuosa ¿de dónde, entonces, le vienen a la víctima las buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto? Vimos que la sociedad esclavista del Nuevo Reino de Granda era humillante porque sus instituciones despojaban a sus miembros negros del respeto. La humillación, desde la perspectiva normativa, se entiende como la condición sine qua non alguien “tiene buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto”. ¿Cómo, si esto es así, podría un negro sentir que se la ha faltado a algo que no tiene (aunque lo merece), porque lo tiene sólo en la medida en que le es conferido y, sin embargo, no le es conferido? La pregunta del psicólogo remite, en últimas, a la forma como desde la perspectiva del humillado se vive la condición de serlo. Esto es, a la forma como el humillado vive el hecho de que las instituciones lo despojan del rasgo común que lo hace parte de la comunidad que constituye el género humano. En esta medida, no basta con que las instituciones tengan la intensión de sacar a alguien de la comunidad humana para que él sepa que ha sido víctima de una falta de respeto. El examen del concepto de autorrespeto llevado a cabo por Margalit continúa con lo que parecería ser una solución a la inquietud del psicólogo. En su investigación, el autor avanza para intentar precisar qué es aquello que se daña en los seres humanos cuando son víctimas de la humillación. Sin embargo, con su aclaración no parece ir muy lejos; parece dar sólo un pequeño paso con el que no se compromete el carácter conceptual del vínculo entre humillación y respeto. Veamos: en términos de Margalit, el autorrespeto (v.gr. la falta de autorrespeto) es traducible al control (v. gr a la falta de control) sobre uno mismo. Desde este punto de vista el autorrespeto constituye “un componente esencial del sentimiento de orgullo de sí mismo”. Aquél que, por lo tanto, tiene buenas razones para considerar que se le ha faltado al respeto sabrá acerca de sí mismo, también, que ha perdido el control sobre sí mismo, que hay algo esencial en él que el victimario le está negando. Sin embargo, ¿en qué radica este saber?, ¿qué significa el “control sobre sí mismo”? Para explicar en qué consiste este saber, volvamos al ejemplo. Nuestra sociedad humillante, al negarle el respeto a las personas negras a través de la condición que sus instituciones y sus miembros creaban con la distancia que se imponía entre amos y esclavos, les daba a entender a los negros algo como lo siguiente: “el control sobre sí mismos no lo tienen ustedes, lo tiene la sociedad. Ustedes y todo aquello que ustedes necesitan para sentirse orgullosos de sí mismos está en nuestras manos. De allí que, si ustedes se atribuyesen ese control durante cuatro días, recibirán cincuenta azotes y, además, estarán atados desde la ejecución hasta que se ponga el sol. Si se lo atribuyesen durante más de ocho días recibirán cien azotes y tendrán puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que llevarán por dos meses. De insistir en atribuírselo, a pesar del castigo, serán desterrados del Reino. De insistir en ello, por más de seis meses, serán ustedes ahorcados hasta que mueran
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naturalmente”. ¿Es esto todo lo que los humillados saben sobre sí mismos para tener buenas razones para sentirse humillados? Es decir, ¿su saber se reduce solamente a constatar, una y otra vez, que el control sobre sí mismos está en manos de otro? ¿Aquello que sabían los negros del Nuevo Reino de Granada sobre sí mismos (para tener buenas razones para sentirse humillados) se reduce a la información que a través de las disposiciones legales y del maltrato les transmitían a ellos el Rey, sus colonos y las instituciones? Al parecer, para resolver la paradoja que resulta de la comprensión normativa de la humillación y con ello, para saber qué es en últimas lo que se daña en la víctima cuando ella es objeto de humillación, hace falta encontrar una instancia para el respeto que no sea solamente evaluativa. Es decir, es preciso encontrar una instancia subjetiva, sicológica, con la cual sea posible responder a la pregunta acerca de en qué podría una persona humillada soportar sus buenas razones para sentir que se le ha faltado al respeto. La respuesta de Statman remite, como en Margalit, también al concepto de autorrespeto y, con él, al estatus de pertenencia. Sin embargo, el contenido emotivo del concepto de autorrespeto, es en Statman más evidente. El rasgo de la pertenencia, por su parte, es para este autor un rasgo atado a condiciones naturales más que a condiciones culturales. Desde la perspectiva del psicólogo, entonces, a la humillación, al hecho de sentir que alguien nos falta al respeto subyace una creencia sobre nosotros mismos, no transmitida por los otros, con base en la cual, y sólo con base en ella, tenemos buenas razones para sentir que estamos siendo humillados. Esta creencia, soportada, a su vez, sobre emociones, hace que podamos decir acerca de nosotros mismos que hacemos parte de un determinado grupo: del grupo familiar, del grupo de amigos, o si se quiere, el grupo de la familia humana. El hecho de que a dicha creencia subyazcan sentimientos, ya sean positivos o negativos acerca de nuestra pertenencia o no pertenencia a determinado grupo, es decisivo en la dimensión psicológica del autorrespeto; tanto como para que en el propósito de entender en qué medida dependemos emocionalmente de un estatus inclusivo, algunos autores prefieran hablar de “autoestima”, en vez de “autorrespeto”. Según Constant Roland y Richard Foxx, por ejemplo, sentimientos como el orgullo, la confianza, la culpa y la vergüenza son los que motivan o desincentivan, el proceso a través del cual nos consideramos respetables. La creencia en nuestro estatus inclusivo no está, entonces, sujeta a las obligaciones que los otros contraen con nosotros. El saber acerca de nuestra necesidad de afirmar un estatus inclusivo no depende de la forma como los otros se relacionan con nosotros. Dicho saber está ahí antes de ser expuesto al carácter logrado o fracasado de las relaciones intersubjetivas; su presencia es más emotiva que “acordada”. Lo que parece sujeto a la calidad de las relaciones que tengamos con los otros y, con ello, a la obligación que ellos contraen con nosotros es el hecho de que el saber acerca de nuestro estatus de
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pertenencia sea o bien satisfactorio o bien doloroso. En esa medida, el amo no saca, sin más, al esclavo de la familia humana por el hecho de no respetarlo, lo que hace más bien, es proyectar sobre él una imagen negativa que hiere dicho saber y, por lo tanto, algo en sus emociones: el control sobre sí mimo. Dado que Margalit no se extiende en examinar de qué forma vive la víctima esta falta de control, el cuadro que presenta acerca de la pérdida que ella vive es parcial. En esta medida su propuesta se expone a la siguiente objeción: el control sobre uno mismo no se pierde como consecuencia de que el humillado identifica una falta de respeto contra él; a esta identificación subyace una emoción elemental: el dolor de no tener ese control. Para entender mejor esta forma de dolor el psicólogo amplía su definición de autorrespeto y busca responder a la pregunta que el filósofo deja sin resolver: ¿Qué significa no tener control sobre sí mismo? Vimos que la respuesta de Margalit remite a algo como lo siguiente: “perder el control sobre sí mismo significa que otros tienen ese control”. Desde el punto de vista del psicólogo, quien pierde el control sobre sí mismo no sólo sabe esto; sabe también que pierde el control sobre sus capacidades. Esto es, sobre el conjunto de cosas que las personas sentimos que necesitamos para llevar a cabo una vida satisfactoria, una vida que nos haga sentirnos, “como los otros”, atada a los otros. Un esclavo del siglo XVII bien podía saber que contaba con las capacidades para decidir por sí mismo, para proveerse las condiciones necesarias para su bienestar y el de su familia, para expresarse; en fin, para sentir que él también era un ser humano, como los otros. Lo doloroso de su situación era justamente que alguien que no era él mismo se abrogaba el poder de controlar esas capacidades y con ello, se abrogaba el poder de saber mejor que él, quién era él y cuál era su estatus de pertenencia. Aquello que el negro del siglo XVII sabía sobre sí mismo era tratado por la sociedad humillante como el contenido de un saber privilegiado, atribuible, no a ellos (y justamente no a ellos) sino a quienes, dadas las condiciones, se sentían dignos del estatus de pertenencia. Las condiciones excluyentes en las que vivían los portadores de dicho saber, entonces, autorizaban al castigo. Así, quien creyera saber más sobre sí mismo de lo que debería saber era merecedor de un castigo ejemplar. Lo anterior puede servir para explicar por qué el propio Margalit sostiene que al acto de humillar no subyace una creencia acerca de que la víctima no hace parte de la familia humana. Como vimos, quien humilla no está, en verdad, creyendo que su víctima sea una cosa, una prenda de hipoteca, un título de propiedad o un animal. Quien humilla asume una pose: se comporta hacia su víctima como si ella fuera distinta a él, en el sentido de su pertenencia a la familia humana. En esa medida, quien humilla no puede dejar de ver (aunque actúe como si dejara de hacerlo) en las expresiones dolorosas de su víctima la manifestación de rasgos propiamente humanos, como su semblante pensativo, preocupado o triste. Esas expresiones
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dolorosas bien podrían ser entendidas como el conjunto de indicadores con los que cuanta la víctima para “hacerle saber” a su victimario que tiene buenas razones para sentirse humillado. El sólo hecho de que la víctima pueda proyectar dicho saber (a través de esas expresiones) hace imposible que el victimario (si no es un enfermo mental) crea verdaderamente que a quien está humillando sea nada más que el título de una obligación jurídica o la parte de una herencia. La imposibilidad de esa creencia se funda, entonces, en la creencia arraigada, también en la víctima, acerca de que él es un ser humano. Desde el punto de vista del psicólogo, por lo visto, dicha creencia no tiene una base cognitiva: la confirmación acerca de que se es un ser humano no es el resultado de un consenso, es la respuesta emotiva a la necesidad natural de contar con un estatus vinculante. Aún cuando en el análisis de Margalit el concepto de autorrespeto es importante para entender las implicaciones de la humillación, sin embargo, como se vio, la condición que él le atribuye a la humillación es derivada: la noción psicológica de humillación, según él, está contenida en la noción normativa de respeto. La propuesta de Statman supone invertir esta relación de manera que sea la comprensión psicológica de la humillación la que contiene y da sentido a la comprensión normativa: “This understanding of humiliation presuposes a subjective psycological notinon of self-frespect, rather than an objective, moral one”. El concepto de humillación, para ser inteligible, insiste Statman, debe ser independiente de cualquier justificación moral acerca del comportamiento humillante. Desde la perspectiva del psicólogo, los seres humanos somos, ante todo, criaturas emotivas. Dado esto, si hemos de entender qué es la humillación, será poco lo que podamos averiguar cuando los referentes para entenderlo son puestos en la instancia desde la cual nos vemos, más que como somos, como deberíamos ser. En términos generales, la objeción del psicólogo contra el filósofo podría plantearse de la siguiente manera: ¿por qué reducir la humillación a la falta de respeto cuando lo decisivo en la conducta humillante es la relación que con ella se establece entre quien humilla y la forma de dolor que padece la víctima? Allí donde las consecuencias negativas de la conducta humillante sobre la víctima no sean visibles no será claro tampoco qué es la humillación. Allí donde el vínculo entre la humillación y el autorrespeto sea sólo conceptual, no habrá tampoco lugar a imputar a quien humilla el daño producido por la conducta humillante. Esto nos devuelve a una de las objeciones formuladas arriba acerca de la definición del concepto de humillación propuesta por Margalit: si el vínculo entre la humillación y el autorrespeto es sólo conceptual, no acabará por saberse cuáles son las buenas razones que tiene una víctima para sentir que se le ha faltado al respeto. La perspectiva sicológica desde la cual se da cuenta del concepto de humillación ofrece importantes herramientas para entender el carácter relativo de este concepto. No parece posible concebir una conducta humillante sin
información relevante acerca de cuáles son sus efectos sobre las personas que son objeto de ella. El acento puesto por los psicólogos en la dimensión emocional de la humillación destaca el hecho de que allí donde hay una conducta humillante hay, también, una forma de dolor. Desde le perspectiva normativa este último hecho no podría ser negado. También para Margalit es claro que quien se siente humillado padece una forma de dolor. Sin embargo, aun cuando tanto el filósofo como el psicólogo estén de acuerdo sobre esto, sólo la perspectiva del psicólogo deja claro que la forma de dolor producida por la humillación remite a una necesidad no creada por ningún estatus valorativo, es decir, a una necesidad natural. Ella no responde a condiciones culturales; no responde a la afirmación constante por parte de los otros acerca de que se pertenece, por ejemplo, a una especie que tiene determinadas características. En otras palabras, no parece que para sentirnos miembros de la especie humana haga falta la afirmación por parte de los otros de que, en efecto, pertenecemos a ella. No parece que para sentirnos humillados sólo haga falta creer que hacemos parte de la especie humana. Es verdad que el sentimiento de humillación presupone dicha creencia y, sin embargo, a ella, como vimos, no subyace una instancia cognitiva, subyace la instancia emotiva que adquiere sentido a través de nuestra necesidad de afirmar un estatus vinculante. Por otra parte, el rechazo o el desprecio no trasforman nuestra necesidad de afirmar ese estatus en una necesidad de otro tipo. El rechazo o el desprecio constituyen las razones por las cuales podemos decir que nuestra necesidad de tener un estatus vinculante no es satisfecha. El hecho de que esta necesidad no sea satisfecha no cambia en nada el contenido de la creencia acerca de quiénes somos; la hiere. En este sentido, quien se siente humillado, aquél a quien insistentemente se lo trata como a una prenda de hipoteca o como a una máquina no deja de saber acerca de sí mismo que es un ser humano por el hecho de que otro insista en degradarlo. Quien se siente humillado siente, más bien, que pierde el control sobre el conjunto de capacidades que sabe que tiene. Hay, por lo que sabemos, muchas formas de perder el control sobre nosotros mismos. Una enfermedad grave o un desastre natural constituyen causas frecuentes y suficientes para que alguien sienta que pierde el control sobre sí mismo. El paciente de una enfermedad grave o quien sufra las consecuencias de una catástrofe natural puede tener buenas razones para sentir que después de lo ocurrido él no controla sus capacidades; no es, en una medida importante, “como los otros”. Quien siente esto, con frecuencia siente que no tiene aquello que necesita para llevar una vida lograda, una vida “atada a los otros”. ¿Tendría él, también, buenas razones para sentirse humillado? El acento puesto por el psicólogo en quienes sufren la humillación no resuelve este problema. Él no nos ha dicho todavía nada sobre qué es aquello que constituye una buena razón para que el humillado pueda identificar su dolor con un acto de humillación. Si esta razón no proviene de una instancia normativa, ¿de dónde, entonces, proviene?
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Desde una perspectiva filosófica la humillación puede ser entendida como una manifestación del mal moral. Según Claudia Card, del mal moral son constitutivos dos componentes básicos: la culpabilidad y el daño. Alguien que tenga una buena razón para sentirse humillado es, en primer lugar, víctima de un daño. Ciertas formas de daño, como la esclavitud, resultan intolerables. Tan pronto como alguien siente que pierde todo aquello que requiere para tener el control sobre sí mismo, no solamente es víctima de una injusticia, no solamente sufre una decepción, no solamente ha sido privado de sus deseos; ese alguien tiene buenas razones para sentir que ha perdido todo lo necesario para hacer posible o para hacer decente su vida. El segundo componente básico del mal moral, la culpabilidad, es decisivo para entender el concepto de humillación como una forma de maldad. Aquél que es culpable del daño producido contra otro, independientemente de los motivos que haya tenido para inflingirlo, lo es, en la medida en que, ya sea su víctima o un tercero, reconocen que habría podido actuar de otra manera; que habría podido no orientar su acción hacia el fin de producir el daño; que habría podido elegir una acción alternativa para evitarlo; que habría podido, por último, atender a los riegos que conllevaba, por ejemplo, su negligencia. El mal, según esta perspectiva, no se define solamente desde el punto de vista de la víctima y tampoco se define desde el punto de vista de quien lo produce. Tanto la dimensión psicológica como la dimensión normativa del mal constituyen elementos básicos sin los cuales, para Card, es posible dar cuenta del mal como mal moral. Mientras la humillación pueda ser entendida como una forma de mal moral, para dar cuenta de su sentido es preciso reconocer tanto su dimensión normativa como su dimensión empírica, psicológica. Contra Staman y con Margalit, el sufrimiento por sí solo no constituye una buena razón para sentirse humillado. Con Statman y contra Margalit, las buenas razones para sentirse humillado no se agotan en nuestro juicio sobre el hecho de que el victimario habría podido actuar de otra manera y no lo hizo; dicho juicio tiene que remitir a la forma de daño que tuvo como causa la alternativa por la que optó el victimario. Algunas de las formas del mal que Margalit emplea para describir las sociedades humillantes pueden constituir ejemplos de lo que Claudia Card llama “atrocidades”. En casos en los que el daño producido a una víctima de la humillación sea intolerable, en casos en los que ese daño dé lugar a pensar que nadie, sea quien sea, debería haberlo sufrido, el daño resulta con frecuencia estremecedor (shocking). Es preciso tener en cuenta que lo que resulta estremecedor de una forma de daño no es solamente la dimensión del daño evidente en la condición a la que queda sometida la víctima. Junto con ella, lo atroz es estremecedor porque asumimos que así como ocurrió pudo no haber ocurrido; asumimos que quien (o quienes) son causa de él tenían otra alternativa y, sin embargo, prefirieron producir un daño (v.gr., no evitarlo). Es por esto que ante lo atroz sea frecuente la pregunta: “¿cómo pudo ser posible”?
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Dado que en esta pregunta está contenida la presunción de culpabilidad, ella podría ser reformulada en los términos de una exigencia de tipo moral, de una invocación a las razones “¿Cómo pudo ser posible?”, equivaldría, en esa medida, a algo como: “¿qué podría justificar algo así?” Lo atroz, sin embargo, suele ser de tal manera que parece desplazarse del ámbito de las razones. Ante lo atroz hay estremecimiento, también, porque antes de que formulemos la pregunta por las razones, casi anticipamos, impotentes, la imposibilidad de encontrar esas razones. Lo anterior no quiere decir, por otra parte, que para los hechos atroces no haya explicaciones; es decir, descripciones de circunstancias que vinculan en una cadena causal un evento anterior con el evento sobre el que preguntamos. No resulta difícil, por ejemplo, saber de dónde provienen las “leyes contra los daños cometidos por los negros esclavos”. La historia cuenta cómo, hacia finales del siglo XVI, una serie de hechos coinciden en Europa y en el Nuevo Mundo para dar lugar a esas leyes: el comercio de Esclavos por parte de Holanda e Inglaterra, la disminución de la población indígena en América, las Nuevas Leyes de 1542, el incremento de la actividad minera en algunas provincias del Nuevo Mundo, la necesidad inminente del trabajo esclavo, los intentos de emancipación por parte de los esclavos, la convicción de que el castigo es ejemplarizante, etc. Sin embargo, donde hay explicaciones no necesariamente hay razones. Cuando, por ejemplo, pensando en las “leyes contra los daños cometidos por los esclavos” y pensando también en que fueron rigurosamente aplicadas, preguntamos: “¿cómo pudo ser posible?”, lo que quisiéramos saber no es cómo, dadas las circunstancias, se llegó a ellas. Lo que queremos saber, y sobre lo que de antemano anticipamos que difícilmente podremos conocer, es cómo las instituciones no encontraron, dadas las circunstancias, otra alternativa que reducir a una parte de la población a la condición de objeto. Cuando, implícita o explícitamente, alguien, leyendo la historia se pregunta “¿cómo pudo ser posible?” está, entonces, queriendo decir dos cosas: en primer lugar, que no le bastan las explicaciones. La pregunta no es, en ese sentido, una pregunta para la historia; ella está dirigida a los agentes de los hechos que se cuentan en la historia. El sentido de la pregunta es, por lo tanto, una suerte de emplazamiento. Quien pregunta “¿cómo pudo ser posible?” está invocando, impotente, la posibilidad de que el victimario comparezca. Quien así pregunta, de nuevo, no deja de creer que el victimario pudo no haber actuado como lo hizo; en nuestro caso, que la sociedad en la que se vivió por siglos el dolor del tormento humillante, pudo no ser una sociedad humillante. Quien pregunta: “¿Cómo pudo ser posible?”, por otra parte, alude, también a la magnitud del daño. Hay, en esa medida, ciertos males para los cuales, en el propósito de ser examinados, no basta la alusión a los contextos ni a las condiciones culturales. Aún cuando sepamos reconocer las circunstancias en las que tuvieron lugar, hay males cuyas magnitudes nos dejan
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 138-145. La sociedad esclavista en el Nuevo Reino de Granada: una sociedad humillante / A Humiliating Society: Slavery in the Kingdom of New Granada / A sociedade escravista no Novo Reino de Granada: uma sociedade humilhante
perplejos. Los tormentos a los cuales eran sometidos los esclavos neogranadinos son la expresión de una forma atroz del mal que bien pueden llevar al lector de la historia de las explicaciones a la pregunta con contenido normativo acerca de cómo pudo ser posible.
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Universidad, crisis y Nación en América Latina • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
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Autonomía universitaria y derecho a la educación: Alcances y límites en los procesos disciplinarios de las instituciones de educación superior • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra
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Otras Voces
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UNIVERSIDAD, CRISIS Y NACIÓN EN AMÉRICA LATINA Fecha de recepción: 10 de marzo de 2006 • Fecha de aceptación: 18 de diciembre de 2006
Sergio De Zubiría Samper* Resumen El presente escrito elabora un panorama de los problemas y dilemas que agobian a la universidad en Occidente. Dicho panorama comienza con un enfoque histórico de larga duración, para luego insistir en los momentos críticos que han devenido en grandes transformaciones en la institución universitaria, y finalmente explorar su situación actual; una actualidad que subraya el contexto latinoamericano y se ubica dentro de las reflexiones de dos investigadores bastante influyentes en nuestro contexto: José Joaquín Brunner y Boaventura De Sousa Santos. La intención final del escrito es acercar a los lectores a esos grandes hitos pasados y presentes de la historia de la universidad occidental: así mismo, contribuir a ese debate público, aún aplazado, sobre el sentido y finalidad futura de nuestras universidades latinoamericanas.
Palabras clave: Universidad, Occidente, América Latina, educación, crisis.
THE UNIVERSITY, CRISIS, AND NATION IN LATIN AMERICA Abstract This article provides an overview of both the problems and dilemmas that weigh heavy on the Western university. It begins with a broad historical overview and then focuses on critical moments that have caused important transformations within the institution of higher education. Finally, the article explores the Western university in the contemporary period, emphasizing the situation in Latin America. The work is located within the theoretical framework of two important scholars: José Joaquín Brunner and Boaventura de Sousa Santos. The main goal of the article is to introduce readers to past and present milestones in the history of the Western university. It also seeks to contribute to public debate—still unaddressed—on what the character and role of Latin American universities should be.
Keywords: The university, the West, Latin America, education, crisis.
UNIVERSIDADE, CRISES E NAÇÃO NA AMÉRICA LATINA. Resumo O presente escrito tenta elaborar um cenário dos problemas e dilemas que afligem à universidade no ocidente desde um enfoque histórico de longa duração, e insistir nos momentos críticos que se tem tornado em grandes transformações na instituição universitária, para pesquisar posteriormente sua situação atual. Uma atualidade que ressalta o contexto latino-americano em três reflexões de pesquisadores bastante influentes em nosso contexto para repensar a universidade como são: José Joaquín Brunner e Boaventura de Sousa Santos. A intenção do texto é aproximar os leitores não familiarizados nesta temática com os grandes acontecimentos passados e presentes da história da universidade ocidental. O artigo procura contribuir ao debate público, ainda adiado, sobre o sentido e a finalidade futura de nossas universidades latino-americanas. O constante emprego da noção de “crises” como categoria de análise, obriga-nos a esclarecer que é usada num sentido próximo ao empregado por Habermas, quando num sistema social, institucional ou teórico admitem-se menos possibilidades de resolver problemas que as requeridas para sua conservação; neste sentido, as crises são perturbações que atacam a integração sistêmica.
Palavras-chave: Universidade, Ocidente, América Latina, educação, crises
* Filósofo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Magister en Gestión Políticas Culturales y Desarrollo de la Universidad de Girona, España; Magister en Filosofía de la Universidad Nacional, Bogotá, Colombia; Doctorado en Filosofía Política, de la Universidad Nacional de Estudios a Distancia, España. Actualmente se desempeña como profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: sde@uniandes.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196 pgs. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 148-157. Universidad, crisis y Nación en América Latina / The University, Crisis, and Nation in Latin America / Universidade, crises e Nação na América Latina
atención sobre las aporías y posibilidades del papel de la universidad en la región, en los proyectos de construcción de nación en un contexto global y regional tan adverso. “En estos países, la universidad pública -y el sistema educativo en su conjunto- estuvo ligado a la construcción del proyecto de nación, un proyecto nacional casi siempre elitista que la universidad debía formar. Eso fue tan evidente en las universidades de América latina en el siglo XIX (...) Se trataba de concebir proyectos Nacionales de desarrollo o de modernización protagonizados por el Estado que buscaban crear o profundizar la coherencia y la cohesión del país como espacio económico, social y cultural, un territorio geopolíticamente bien definido- para el que fue frecuentemente necesario emprender guerras de delimitación de fronteras- dotado de un sistema político considerado adecuado para promover la lealtad de los ciudadanos con el Estado y la solidaridad entre ciudadanos como nacionales de la misma nación, un país donde se busca vivir en paz, pero también en nombre del cual se puede morir”. Boaventura De Sousa Santos.
E
l presente escrito intenta elaborar un panorama de los problemas y dilemas que agobian a la universidad en Occidente, desde un enfoque histórico de larga duración e insistir en los momentos críticos que han devenido en grandes transformaciones en la institución universitaria, para explorar posteriormente su situación actual. Una actualidad que subraya el contexto latinoamericano y se ubica en dos reflexiones de investigadores bastante influyentes en nuestro contexto para repensar la universidad, como son José Joaquín Brunner y Boaventura De Sousa Santos. Su intención es acercar a lectores no familiarizados con esta temática a esos grandes hitos pasados y presentes de la historia de la universidad occidental, contribuir a ese debate público, aún aplazado, sobre el sentido y finalidad futura de nuestras universidades latinoamericanas. La utilización reiterada de la noción de “crisis” como categoría de análisis, nos obliga a aclarar que la empleamos en un sentido próximo al de Habermas (1975), cuando en un sistema social, institucional o teórico se admiten menos posibilidades de resolver problemas que las requeridas para su conservación; en este sentido, las crisis son perturbaciones que atacan la integración sistémica. Para aproximarnos a nuestros problemas y propósitos hemos dividido el presente documento en tres partes. En la primera, de manera sintética, destacar lo que podemos denominar los “momentos cruciales” de la reconstrucción de esa historia. En la segunda, destacamos las importantes contribuciones de J. J. Brunner y De Sousa, para interpretar la universidad latinoamericana desde una perspectiva de crisis estructural prolongada. En la última, llamamos la
Momentos cruciales y reconstrucciones De la ya larga historia de la universidad, desde su fundación en el siglo XII, tal vez tres han sido sus “momentos cruciales”. El primero, conformado por la configuración de la idea moderna de universidad con la crisis de la universidad medieval en el siglo XVIII. El segundo, las profundas dificultades de la primera posguerra y el avance del fascismo en el siglo XX, entre los años veinte y cuarenta de ese siglo. El tercero, la crisis prolongada de la universidad iniciada a mediados de la década de los setenta del siglo XX y que aún no tiene caminos de salida definitivos. Desde el Imperio austriaco de José II y María Teresa, hasta el reino de Prusia y la Francia revolucionaria, la universidad se somete a una radical transformación en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Esta época constituye la génesis de la concepción moderna de universidad en Occidente. Sus reformadores serán eruditos y filósofos de la talla de Fichte, Hegel, Schleiermaher, Humboldt, Heine, Madame de Staël, Nietzsche, etc., a quienes en general conocemos como los fundadores de la idea moderna de universidad. A partir de este momento fundacional se configuran tres fuentes (Bonvecchio, 1991), que toman profunda distancia de una institución teológica y de saberes restrictivos, como la medieval: la tradición ilustrada (la universidad es concebida como el lugar y escenario de la racionalidad; espacio pleno de saber y libertad; independiente del Estado, la política y las religiones; el saber científico como principio supremo de unificación; autocrítica de sí misma y cuidadosa de su conversión en “mito”); la fuente romántica (la universidad se autocomprende como la más perfecta comunidad de hombres sabios; la sociedad perfecta de profesores y estudiantes; escasa incidencia de la universidad en la vida pública; primado de la teoría sobre la práctica; cierta tendencia a su mitificación); la visión napoleónica (la universidad debe priorizar sus finalidades laicas e igualitarias; expresión de la unidad de la nación; con alta responsabilidad social y pública; símbolo y medida de las conquistas sociales; función política y responsabilidad social; la espiritualidad laica y el ejercicio racional convierten a la filosofía en eje central de la formación). La historia concreta de la universidad de este período ratifica la tesis sostenida por H. G. Gadamer (1997) del diverso origen del pensamiento moderno, elaborada por este filósofo en 1954 y que postula el “doble origen” de la modernidad: por su rasgo esencial es Ilustración, y en su vivencia persiste la inocultable importancia del Romanticismo. Esta doble cuna posibilitará, como en la experiencia de la universidad moderna, dos polos extremos tensionados como Ilustración radical y crítica romántica de 149
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OTRAS VOCES • Sergio de Zubiría
la Ilustración. La ilustrada radical dando un lugar central a la ciencia y a la técnica; la crítica romántica desconfiando de la función unilateral de la esfera tecnocientífica. La primera perspectiva plasmada con nitidez en los conocidos criterios de W. von Humboldt: la ciencia, la libertad y la soledad. Y la segunda expresada con hermosura en el aforismo de Madame De Staël: “Nada es menos aplicable a la vida que un razonamiento matemático”. Uno de los más interesantes debates de esta etapa entre Ilustración y Romanticismo es la posibilidad de que la universidad perpetúe su autocrítica. Polémica que convierte en paradigmático el ciclo de conferencias ofrecidas por Nietzsche en 1872, y que fue publicado como Sobre el porvenir de nuestras escuelas. En ellas advierte sobre la necesidad de mantener un permanente espíritu crítico, que constate que las famosas “libertades académicas” esconden un total extrañamiento e incomunicación entre profesores y estudiantes; recordar cómo la cultura que se reproduce en la universidad se convierte en un hecho burocrático, formal e instrumental. “En nuestro caso, la filosofía debe partir, no ya de la maravilla, sino del horror. A quien no esté en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedagógicas” (1980, p. 69). El legado de este primer momento persevera en temáticas de la idea de universidad, tales como: cuál es el saber que garantiza la unidad y universalidad (Universitas) en el ámbito universitario; el papel de la razón y de las emociones en la formación; las relaciones entre mito y razón; la función de la teoría y el saber; las relaciones entre saber y poder; la misión de la universidad y los fines del Estado. El segundo momento lo situamos entre los años veinte y los cuarenta del siglo XX. Esta crisis de la primera posguerra fue tematizada con gran profundidad por M. Weber, K. Jaspers y J. Ortega y Gasset. El acontecimiento histórico que patentiza este trance de la vida universitaria es el año 1937 cuando la Universidad de Bonn despoja a Thomas Mann del título de Doctor que le ha conferido, postulando como motivo para esta afrenta académica “razones de Estado”. Los pensadores mencionados formulan profundas críticas a la vida real de la universidad, pero surgen también en sus reflexiones importantes sugerencias para la transformación de la misma. Para Weber “la primera contradicción en la universidad de nuestros días, es que por la presión de las circunstancias, ya no es más una universitas, sino una suma de escuelas especializadas...una escuela especializada mala, no con buena conciencia”. “Nuestra vida universitaria, tal como nuestra vida en general, está norteamericanizándose en puntos importantísimos”. Se imponen modelos de empresa y de mercado; ha perdido su complejidad, se burocratiza y se enclaustra. El espíritu que empieza a dominar es totalmente diferente al de la antigua e histórica atmósfera de las universidades alemanas. A nadie se le puede demostrar científicamente cuál debe ser su deber como profesor universitario, pero de esto no podemos desprender que no exista un sentido ético de la cátedra, el cual es la
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honradez intelectual. Todo profesor se expone a la crítica más aguda ante el tribunal de su conciencia (Weber, 1959). En la Misión de la Universidad, de Ortega y Gasset, uno de los referentes sobre el tema más citado en nuestro medio, se ratifica la necesidad de combatir su exacerbado especialismo, su urgente compromiso cultural y su necesario contacto con la existencia pública y realidad histórica contemporánea.”La escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay ecuación entre la presión de uno y otro aire la escuela es buena”; “el profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados, han roto en pedazos al hombre europeo”; “no sólo la universitaria sino toda la vida nueva tiene que estar hecha con una materia cuyo nombre es autenticidad” (1960). En La idea de Universidad (1946) de K. Jaspers, uno de los escritos más rigurosos sobre el concepto filosófico de universidad y que sintetiza lo que podríamos denominar su visión clásica, encontramos tesis centrales para comprender este “momento crucial” de su autorreflexión: el futuro reside en la renovación de su espíritu originario; la universidad es el ámbito en el que la sociedad y el Estado permiten el florecimiento de la más clara conciencia de una época; es necesario crear las condiciones para el ejercicio de las profesiones públicas, como son la capacidad científica y la formación espiritual; la universidad se fundamenta en tres pilares: la docencia, la investigación y la formación. “La universidad, de acuerdo con su nombre, es universitas: el conocer e investigar subsisten, sin embargo, sólo como un todo, aunque se desarrollen sólo dentro del trabajo especializado. La universidad decae cuando se convierte en un agregado de escuelas profesionales, junto a las cuales admite, como adornos sin valor, diletantismos y la llamada cultura general, charla insustancial sobre vulgaridades. La vida científica subsiste en relación con el todo”; “la universidad quiere tres cosas: enseñanza para las profesiones especiales, formación (educación) e investigación. La universidad es escuela profesional, mundo de formación, establecimiento de investigación”; “formación es un estado adquirido. Se llama formado a un hombre que lleva impresos los rasgos correspondientes a un determinado ideal histórico” (Weber, 1959). En este segundo momento surge lo que denominamos la idea clásica de universidad y emerge la conciencia de continuos problemas de la universidad occidental. En cuanto a la idea clásica, es necesario destacar cinco aspectos: el primero, el otorgamiento de una triple función que en términos genéricos abarca docencia, investigación y formación; el segundo, su relación ineludible y necesaria con los procesos culturales, al existir una gran polémica sobre su histórico y presente papel en este ámbito; el tercero, la insistencia en la autonomía del poder del saber sobre poderes hipostasiados, ya sea éste el Estado o la religión o la política; cuarto, como conciencia más clara de una época su compromiso exclusivo es con el saber y la
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verdad; quinto, la función y naturaleza de lo que desde esta época empieza a denominarse “cultura humanista”. Al lado de este ideal de universidad coexisten múltiples tergiversaciones, tensiones y problemas. La insistencia en este segundo momento crucial de la historia de la universidad son: las graves seducciones del “especialismo” y la tecnocracia que abandonan el espíritu originario del universitas; las tentaciones de la burocratización y la copia pasiva de modelos enajenantes; la universidad reducida sólo a profesiones; las profundas dificultades en la compresión del sentido de la formación y del nexo apropiado con la cultura. El tercer momento crítico es en el que nos encontramos, aunque existan muchas divergencias sobre la fecha de su inicio, sus causas y sus posibles alternativas de solución. Algunos investigadores remontan el inicio a la década del sesenta del siglo XX y otros lo sitúan sólo a partir de mediados de la del setenta. En lo que existe un consenso más o menos generalizado es que la universidad enfrenta una crisis estructural, sostenida y prolongada. En un análisis apenas fenoménico algunas expresiones epidérmicas son bastante notorias: a. La debilidad de sus comunidades académicas y la gran fortaleza comparativa de otros sectores y actores. b. Preocupantes síntomas de su “ethos académico” como endogamia, burocratización y actitudes “profesionalizantes”. c. Profundas tensiones entre modelos universitarios provenientes de otras latitudes y las características histórico-culturales de los países y regiones. d. Las dudas sobre equidad, calidad y pertinencia de los sistemas de educación superior. e. La expansión de la educación superior privada sin “una adecuada regulación pública”. f. Los cuestionamientos sobre el papel, significado y criterios investigativos de la educación superior. g. Los agudos problemas de financiamiento del sistema de educación superior público. Una enumeración necesariamente insuficiente por la inagotabilidad de problemas que enfrenta la universidad desde hace unas décadas, pero que constituyen asuntos reiterados por la bibliografía y las investigaciones educativas de este período. Por momentos se percibe cierta unilateralidad y dificultades para asumir enfoques comprensivos más multidimensionales.
Aproximaciones a la universidad contemporánea Pretendiendo superar una visión sólo atenta a manifestaciones epidérmicas y acogiendo la tesis bastante expandida en América Latina de la “tenaz persistencia” y “continua profundización” (Silva, Michelena y Sonntag, 1976) del problema universitario en la región, nos interesan tres propuestas de interpretación que se ubican en la
perspectiva de la crisis estructural prolongada, enfoques multidimensionales y que están planteadas por los autores que antes mencionamos: José Joaquín Brunner y Boaventura de Sousa Santos.
Brunner o un nuevo modelo de coordinación del sistema educativo, sociedad y Estado Para el equipo de investigación sobre educación superior en América Latina, coordinado por José Joaquín Brunner (1995), se pueden detectar cinco ámbitos que evidencian la crisis de la educación superior en el continente: desajustes estructurales; parálisis institucional; mal funcionamiento de los sistemas; problemas de financiamiento; y agotamiento del modelo de coordinación. Los antecedentes de estas investigaciones se remontan a 1993, contaron con el apoyo de FLACSO y se enmarcan dentro de la urgencia continental de realizar estudios sobre las políticas comparadas de la educación superior en Latinoamérica (Courard, 1993). Los desajustes estructurales se evidencian en los niveles, sectores y diversificación, conllevando una creciente confusión de los límites y tipos institucionales. La división binaria entre instituciones universitarias y nouniversitarias no corresponde en la realidad a una línea precisa de demarcación; se confunde tanto la duración de los estudios como los programas y títulos que ofrecen. Las líneas que separan y vinculan a los sectores oficial y privado son bastante sinuosas, generando que ambos sectores se sobrepongan, subsuman o separen. Tampoco resulta claro que la diferenciación de la base institucional de los sistemas haya producido una efectiva diversificación de la educación superior en función a criterios del mercado de trabajo, el crecimiento económico o los variados intereses de la población estudiantil. “Estos rasgos, propios de la dinámica de desarrollo de las instituciones privadas, explican que mientras las universidades del sector tienden sólo a replicar más concentradamente el modelo de oferta de servicios docentes de la universidad pública, sin constituir una verdadera fuente de diversificación e innovación en los sistemas, en cambio las instituciones privadas nouniversitarias, al mantenerse más cerca de las demandas de los jóvenes que aspiran a incorporarse rápidamente al mercado de trabajo, tienden a ofrecer una mayor variedad de formaciones y pueden ser sensibles a los cambios en los mercados de trabajo” (Brunner, 1995, p. 28). Se presentan profundos síntomas de parálisis institucional principalmente en dos ámbitos: restricciones presupuestales y formas de gobierno, pudiendo adoptar distintas expresiones en los países y sectores universitarios. En muchas universidades oficiales un período largo de restricciones presupuestales hizo caer las inversiones en infraestructura, bibliotecas y equipamiento, remuneraciones a los docentes y rigidez en las plantas docentes. También existen grietas en los modelos de co-gobierno burocratizado y grados cuestionables de democracia interna e ineficiencia. En el sector de las instituciones privadas complejas y
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OTRAS VOCES • Sergio de Zubiría
selectivas se ha logrado mejoramiento en la gestión financiera y académica, sin embargo operan como “enclaves elitarios” dentro del todo social. “Atienden a una población pequeña y reclutada casi exclusivamente de entre los sectores de mayores ingresos en la sociedad. Además, a diferencia de las instituciones oficiales, que son de carácter pluralista, estas otras instituciones poseen frecuentemente una marcada identidad –confesional o ideológica– lo que las coloca en una situación especial, pudiendo restarle proyección cultural a su función educativa dentro de la sociedad” (Brunner, 1995, p. 30). En el sector de instituciones privadas que operan como simple dispositivo de absorción de demandas estudiantiles y de urgencias de certificación educativa, que son la mayoría dentro de este sector, en general, terminan convirtiéndose en simples “fábricas de certificación” de muy escasa calidad académica y formativa. Se ha insistido en que la crisis de los sistemas de educación superior se sintetiza en claros síntomas de mal-funcionamiento en tres dimensiones: escasa calidad de los procesos y productos, baja equidad de los sistemas y abundantes problemas de eficiencia interna. La “escasa calidad”, aunque es una temática reciente en Latinoamérica, ha sido destacada por los distintos actores vinculados al campo de la educación superior (las profesiones tradicionales; los estudiantes y sus familias; académicos y científicos; agentes externos; gobiernos). En equidad en cuanto a financiamiento público automático, investigaciones recientes empiezan a mostrar que los alumnos ricos se benefician diez veces más del subsidio que los alumnos pobres; “alrededor de un 40% de dicho subsidio proviene del cobro de impuestos no progresivos a la compraventa de mercancías, que afecta desproporcionadamente a los sectores de menores ingresos y con escasa representación en la enseñanza superior” (Brunner, 1995, p. 33). Según los trabajos de Sam Carlson en los inicios de los años noventa del siglo XX, se estima que en Colombia un 66% del alumnado de educación superior proviene de familias ubicadas en los tres deciles superiores del ingreso, mientras que sólo un 12% proviene de hogares pertenecientes a los tres deciles inferiores. Existen innumerables señales que llevan a inferir que la eficacia interna de una gama amplia de instituciones es problemática o baja (deserción, tiempo de obtención del título, gasto público e inversión, costos de los graduandos, selectividad de los sistemas de ingreso, etc.). La disminución o estancamiento del gasto público en la mayoría de países luego de la década de los ochenta del siglo XX en educación superior y en educación en general contribuyó a agravar los factores de la crisis. A fines de esa década, en nuestra región, se llegó a gastar un monto fiscal promedio por alumno matriculado en la enseñanza superior menor que todas las demás regiones del mundo. “Los países del África Sub-sahariana gastaban en promedio tres veces más por alumno, los países asiáticos cuatro veces más. Los Estados Unidos y Canadá gastaban catorce veces más por alumno terciario. Los países asiáticos con un nivel de ingresos similar al de América Latina gastaban un 50% más
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en promedio por alumno” (Brunner, 1995, p. 44). La combinación de los cuatro fenómenos anteriores lleva a Brunner a concluir que se ha producido un verdadero “agotamiento del modelo de coordinación” vigente desde los años setenta en las relaciones entre instituciones educativas, sociedad, mercados y Estado. Dicho modelo ha girado en torno a un Estado-Nación relativamente ausente, reducido a la asignación de recursos fiscales al sector de instituciones oficiales y a un mercado relativamente desregulado en el caso de las instituciones privadas, el cual ha mostrado agudos síntomas de crisis o agotamiento. Tiende a imprimir al vínculo entre el Estado y las instituciones un carácter de relación de fuerza, negociación y presión corporativas; en las instituciones oficiales un uso de los recursos con un alto grado de rigidez. “En cuanto al sector institucional privado se observa que, a partir del sólo ingreso generado por el cobro de aranceles, estas instituciones apenas logran establecerse como entidades docentes, de absorción de demandas en el mercado y de certificación profesional de dudosa calidad. Escapan a tal descripción dos tipos de instituciones privadas: algunas universidades católicas y las instituciones de élite...”(Brunner, 1995, p. 43). Los cinco aspectos destacados como constituyentes de la crisis (desajustes estructurales; parálisis institucional; mal funcionamiento de los sistemas; problemas de financiamiento; y agotamiento del modelo de coordinación) y su agudización en los últimos años, lleva a este grupo de análisis, coordinado por J. J. Brunner, a plantear la urgencia de un cambio en el “modelo de coordinación” vigente desde hace más de tres décadas entre sistema educativo, sociedad, mercado y Estado. Una especie de “nuevo modelo o contrato social” educativo. Algunos de los ejes ineludibles de discusión en el campo de la vida universitaria deben ser: la concepción de la autonomía, los procesos y métodos de evaluación de la calidad, eficiencia y equidad; y unas creativas políticas de financiamiento de la educación superior.
De Sousa Santos: la triple crisis de la universidad actual En dos trabajos distanciados por una década, el profesor portugués De Sousa Santos elabora una interesante aproximación a la crisis de la universidad contemporánea, acentuando sus manifestaciones en la universidad latinoamericana. La universidad se enfrenta por todos lados a una situación bastante compleja e incierta: la sociedad en su conjunto le hace exigencias cada vez mayores, al mismo tiempo que se restringen las políticas de financiamiento por parte del Estado. Doblemente desafiadas por la sociedad y el Estado, las universidades no parecen estar preparadas para afrontar tantos retos. Posiblemente tampoco es su tarea la resolución de exigencias contradictorias. Sitúa el inicio de esta situación en los años sesenta, cuando aquella unidad de fines abstractos postulada por la idea filosófica clásica de universidad de Jaspers (Docencia-InvestigaciónFormación) explota en una multiplicidad de exigencias y funciones, muchas de ellas contradictorias entre sí. “En
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1987, el informe de la OCDE sobre las universidades atribuía a éstas diez funciones principales: educación general postsecundaria; investigación; suministro de mano de obra calificada; educación y entrenamiento altamente especializados; fortalecimiento de la competitividad de la economía; mecanismos de selección para empleos de alto nivel; movilidad social para los hijos e hijas de las familias proletarias; prestación de servicios a la región y la comunidad local; paradigmas de aplicación de políticas nacionales; preparación para los papeles de liderazgo social” (De Sousa, 1998, p. 227). En tres órdenes son manifiestas las contradicciones de estas exigencias: a) La contradicción entre producción de “alta cultura” y conocimientos ejemplares necesarios para la formación de élites versus la consolidación de modelos culturales “medios o de masas” y conocimientos útiles para la formación de fuerza de trabajo calificada para el desarrollo industrial; b) la contradicción entre la jerarquización de los saberes especializados con restricciones de acceso versus las exigencias sociopolíticas de democratización y de igualdad de oportunidades; c) La contradicción entre la reivindicación de la autonomía en la definición de los valores y objetivos institucionales versus la sumisión creciente a criterios de eficacia y productividad empresarial. Tensiones que reciben también otros nombres: alta cultura o cultura de masas; mundo ilustrado o mundo del trabajo; vida teórica o vida práctica; Estado evaluador o autonomía; intereses científicos o utilitarios; responsabilidad social como vínculos con la industria o paternalismo asistencialista; autonomía en el saber o productividad inmediata; etc. Recuperando la gran tradición occidental de la teoría de la crisis, De Sousa, incorpora la existencia de una triple crisis en la vida universitaria: crisis de hegemonía (Gramsci); crisis de legitimidad (Weber); y crisis institucional (Habermas). La “crisis de hegemonía” se presenta cuando una condición deja de ser considerada como central, única o exclusiva; la centralidad de la universidad está puesta en tela de juicio y su carácter de institución imprescindible de la dirección social manifiesta claros síntomas de desplazamiento. La “crisis de legitimidad” se manifiesta cuando una determinada condición social e institucional deja de ser aceptada consensualmente como válida y legítima; actualmente se hace socialmente visible la carencia de objetivos consensuales en los fines de la universidad y se cuestiona su carácter democrático. La “crisis institucional” se constata cuando una determinada condición estable y automantenida de tipo institucional deja de garantizar su propia reproducción; las formas organizativas institucionales e históricas de la universidad son puestas en tela de juicio y se intenta imponerle modelos organizativos que provienen de ámbitos ‘economicistas y productivistas’. En su investigación sobre La Universidad en el Siglo XXI (2004), nuestro autor constata que, lejos de resolver su triple crisis, la universidad se ha puesto en el papel de evitar que ésta se profundice descontroladamente en los años venideros. Plantea que el cumplimiento de su pronóstico
hecho una década atrás, de otorgar mayor atención a la crisis institucional, supone una “falsa resolución” o aplazamiento de la resolución de las otras dos crisis, posición que ha predominado en las políticas públicas en la visión estatal del asunto, en América Latina. En el caso de la universidad pública latinoamericana, atender sólo a la crisis institucional es priorizar el eslabón más débil, debido a que su autonomía científica y pedagógica se asienta en la dependencia financiera del Estado. Al Estado reducir progresivamente su compromiso con las universidades y con la educación en general, a partir de la década de los noventa, convierte a ésta (la educación) en un bien que, siendo público, no tiene que estar asegurado desde el punto de vista estatal. Esto necesariamente agrava la crisis institucional, de legitimidad y de hegemonía, especialmente en el ámbito de la universidad pública. Los elementos claves de este proyecto político educativo, que se agudiza con la imposición del modelo neoliberal, son dos pilares y tres factores constituyentes. Los pilares son la descapitalización de la universidad pública y la transnacionalización del mercado universitario. Y los tres factores constituyentes: el progresivo abandono del conocimiento universitario hacia otras exigencias al conocimiento; el impacto contradictorio de las nuevas tecnologías de la comunicación e información (“de la palabra a la pantalla”); y la tendencia a la desconexión de la universidad con el proyecto de construcción de Nación. En los últimos veinte años, la globalización neoliberal lanzó un ataque devastador a la idea de proyecto nacional, concebido por ella como el gran obstáculo a la expansión del capitalismo global. Para el capitalismo neoliberal, el proyecto nacional legitima lógicas de producción y de reproducción nacional que tienen como referencia espacios nacionales, no solamente heterogéneos entre sí, sino celosos de esa misma heterogeneidad (...) el ataque neoliberal tuvo por objetivo primordial al Estado nacional y específicamente a las políticas económicas y sociales en las que la educación venía ganando peso. En el caso de la universidad pública, los efectos de este ataque no se limitaron a la crisis financiera; porque también repercutieron directa o indirectamente en la definición de prioridades de investigación y de formación, no solamente en las ciencias sociales y humanísticas sino también en las ciencias naturales, especialmente en las más vinculadas con proyectos de desarrollo tecnológico. La incapacidad política del Estado y del Proyecto Nacional repercutió en una incapacidad epistemológica de la universidad, en la generación de desorientación en relación con sus funciones sociales. Las políticas de autonomía y de descentralización universitarias adoptadas entre tanto, tuvieron como efecto la desubicación de la universidad con los designios nacionales en relación con los problemas locales y regionales. La crisis de identidad se instaló en el propio pensamiento crítico y en el espacio público universitario... Puesta en la inminencia de olvidarse de sí misma, para no tener que optar por un lado, por el nacionalismo aislante del que siempre se había distanciado y que se había convertido además en anacrónico, y del otro lado, una globalización que
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por efecto de escala, miniaturiza el pensamiento crítico nacional, reduciéndolo a la condición de idiosincrasia local indefensa ante este imparable torrente global (De Sousa, 2004).
En este panorama de conciencia de la crisis y la amenaza de su profundización, De Sousa tiene que plantearse los caminos o hitos de solución y a esto dedica sus esfuerzos reflexivos recientes a los que decide llamar “ideas-fuerza”. En forma algo telegráfica éstos son: enfrentar “lo nuevo con lo nuevo”; luchar por la definición de la crisis; luchar por la definición de universidad; reconquistar la legitimidad; crear una nueva institucionalidad; regular al sector universitario privado; solución nacional con articulación en una globalización contra-hegemónica alternativa. Reconociendo que las transformaciones de la última década además de profundas han sido dominadas por una visión mercantilista de la educación, no pueden reducirse exclusivamente a esto. Incluyen interesantes transformaciones en los procesos de creación de conocimientos y en su recontextualización social. La tarea de “enfrentar lo nuevo con lo nuevo” debe realizarse en dos vías: primera, involucrar nuevas alternativas de investigación, formación, organización y servicio a la comunidad, que apunten hacia la democratización del bien público universitario; segunda, contribuir específicamente la universidad a la definición y solución colectiva de los problemas sociales, nacionales y globales. Para salir la universidad de su actual posición defensiva o nostálgica con etapas anteriores, es necesario volver a tener en cuenta las crisis de hegemonía y legitimidad. Actualmente es difícil definir la crisis en términos que no sean neoliberales (crisis financiera, eficiencia, flexibilidad, etc.) y reconocer las dificultades para redefinir su crisis en términos autónomos y contra-hegemónicos. Las posibles reformas deben partir de la constatación de la pérdida de hegemonía y concentrar sus mayores esfuerzos en ir ganando en legitimidad. La actual y simplista tendencia de considerar por universidad lo que ella no es, sitúa al interrogante permanente por la definición de la universidad una finalidad contra-hegemónica. Partiendo de una distinción básica de la idea filosófica de universidad: educación superior no es lo mismo que universidad. Sin formación de pregrado y postgrado, sin investigación autónoma y sin un vínculo indispensable entre universidad y sociedad, podrá existir educación superior, pero no universidad. En un ambiente de tanta afectación de la hegemonía, la tarea alternativa de la reconquista de la legitimidad implica reformas creativas en siete áreas: a) una democratización en el acceso a la universidad que no se confunda con “masificación” y asuma con rigor una evaluación crítica de los actuales procedimientos de dicho acceso; b) retornar a una nueva centralidad de las actividades de bienestar y servicio a la comunidad; c) construcción de modelos alternativos de investigación-acción-participación, que reformulen los nexos entre intereses científicos e intereses
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sociales, y que reorienten las actuales relaciones entre universidad-sociedad; d) el fomento de una rigurosa ecología de los saberes, que posibilite diálogos horizontales entre los saberes académicos y otros saberes tales como los populares, tradicionales, urbanos, campesinos, indígenas, no-occidentales, etc., que circulan y construyen sociedad; e) revinculación de la universidad con la educación básica, especialmente en un tema estratégico como es el saber pedagógico (producción y difusión del saber pedagógico; investigación educativa; formación de docentes para todos los niveles educativos); f) asegurar que la comunidad científica no pierda el control de la agenda general de investigación científica, aun en áreas que han pretendido escindirse de ésta, como las relaciones entre industria, producción y universidad; g) asumir formas más “densas” de responsabilidad social como típica expresión de su autonomía y libertad académica, que no se confundan con el funcionalismo o instrumentalización de la universidad; así como tampoco la “des-responzabilización” social de la universidad a nombre de una supuesta autonomía y libertad académica. Todo lo anterior sería incompleto si no se acompaña de dos medidas institucionales complementarias: creación de una nueva institucionalidad universitaria pública y el tipo de regulación del sector universitario privado. La institucionalidad pública debe replantear su institucionalidad en ámbitos como su verdadero funcionamiento en tanto red, mayor polivalencia y descentralización, evaluación participativa, y democracia interna y externa. Para De Souza, es determinante la concepción de la regulación estatal y social del sector privado para el destino colectivo del proyecto universidad. Siempre está presente el interrogante relativo a saber en qué condiciones un bien público puede ser producido por una entidad privada. Por ello la concibe como regulación y fiscalización de carácter directo e indirecto. La regulación indirecta ocurre frente a la expansión y cualificación de la universidad pública, que evita que la educación universitaria se convierta en un simple negocio rentable. La regulación directa en la garantía para los ciudadanos de su calidad, con respeto a su finalidad constitucional, evaluación y aportes a la sociedad.
Contexto global, universidad y Estado-Nación Heredera del proyecto de la modernidad, la universidad occidental en su historia ha entablando una necesaria relación con la forma nacional del Estado. Esta relación ha sido compleja y problemática especialmente desde su fuente romántica e ilustrada. Sus diversas comprensiones se plasman en las divergentes lecturas de la idea de Estado y autonomía universitaria. Pero en esas fases históricas anteriores nunca se cuestionaron la identificación entre lo nacional y lo estatal, como tampoco debatieron la existencia y necesidad del Estado. La situación actual es diferente. Las consecuencias de la globalización actual en la naturaleza y funciones del Estado constituyen uno de los temas más
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controvertidos en la discusión actual. Encontramos desde perspectivas “fascinadas” por su supuesta extinción hasta nostalgias del Estado del consenso keynesiano. Posturas apasionadas en la defensa estatal hasta cierto entusiasmo neoliberal por el nuevo papel protagónico del mercado. Son recomendables para abordar el debate contemporáneo dos sugerencias hechas por M. Castells. La primera, la necesidad de situarlo en el fenómeno político y cultural del retorno del interrogante sobre las identidades. La segunda, el lograr un equilibrio reflexivo que no escape a las importantes transformaciones que está experimentando el Estado-Nación, sin caer en la tentación de un discurso sobre su extinción definitiva. “¿Por qué se desarrollan las identidades como principios constitutivos de la acción social en la era de la información? Mi hipótesis, apoyada en la observación de movimientos sociales y expresiones identitarias en todo el mundo, es que este desarrollo es consecuencia de la globalización y de la crisis de las instituciones del Estado-Nación y de la sociedad civil constituida en torno al Estado. Explico. La globalización desborda la capacidad de gestión de los Estados-Nación. No los invalida totalmente, pero los obliga a orientar su política en torno a la adaptación de los sistemas instrumentales de sus países hacia la navegación en los flujos globales” (Castells, 2003, p. 23). Por motivos políticos y culturales empiezan a buscarse otras fuentes posibles de sentido de la acción más allá de la identidad estatal y nacional. Los grupos sociales golpeados por los ajustes que impone la globalización económica buscan principios alternativos de integración y legitimidad. En nuestra época las identidades étnicas, religiosas, territoriales y de género adquieren un renovado poder y sentido en las dinámicas sociales. En interacciones complejas estas identidades comunitarias coexisten con algunas identidades individuales y familiares. También pueden presentarse situaciones en las que la nación se separa del Estado o naciones sin Estado. En muchos de los movimientos identitarios a nivel mundial puede percibirse tanto un rechazo al tipo de globalización impuesta como a los Estados que se han sometido a los flujos globalizantes. Hasta la forma misma de ciudadanía de esa fase del Estado nacional es cuestionada en la búsqueda de otras alternativas. A estas experiencias ha decidido denominarlas Castells el “poder de la identidades”. Este “declive histórico” de la forma Estado-Nación está llevando a figuras institucionales de organización inéditas. Es el caso de Estados co-nacionales, comunidades de estados soberanos, instituciones económicas supra-nacionales, regímenes federativos, Estados con comunidades autónomas, entre otros posibles. Son todos esfuerzos por enfrentar el poder de las identidades culturales “fuertes” y formas políticas de relegitimación. En la mayoría de los casos, relegitimación a través de participación local ciudadana y nuevos mecanismos de descentralización. En una especie de doble movimiento: por un lado, la cooperación interestatal y supra-nacional; por el otro, la devolución de cierto poder a
los ámbitos sub-nacionales. En el contexto de América Latina el principio identitario dominante a lo largo del siglo XX ha sido la identidad nacional; una especie de identidad siempre en proyecto de construcción muy ligada a los avatares del Estado-Nación latinoamericano. Para algunos investigadores sobre bases “populistas” o “clientelares”; para otros siempre en alianzas sociales demasiado restrictivas o cerradas. Pero en el final del siglo se han manifestado con fuerza las identidades étnicas (especialmente Chiapas, Guatemala, Ecuador y Bolivia) y las identidades regionales (en algunas zonas del norte de México, Bolivia y Colombia). Se puede afirmar que en la región coexisten, con relaciones por momentos tensas, las identidades nacional, étnica y regional. Las tensiones se agudizan en los años noventa del siglo XX cuando el Estado se convierte en agente de la globalización dominante y se desliga de sus bases sociales tradicionales, llevando a síntomas de una crisis de identidad nacional como principio central de integración social. Aparecen entonces dos fuentes de legitimación de la identidad que relevan a la identidad nacional: por un lado, el individuo y el “familismo” individualista que reivindica el papel del mercado y el consumo; por otro, la alternativa de buscar identidades comunitarias fuertes, ya sea de carácter étnico o regional. Lo religioso no ha sido tan determinante como en otras latitudes. El carácter del Estado va a ser clave en la “crisis” o “reconstrucción” de las identidades en Latinoamérica. Por esto es necesario comprender cuál ha sido su papel histórico y cuáles deberían ser sus funciones contemporáneas. La hipótesis histórica de M. Castells es que fue un Estado “débil” desde los años treinta, porque construyó su permanencia con base en una alianza exclusiva con los sectores medios urbanos y los trabajadores organizados. Sobre esta alianza excluyente se construyeron Estados populistas o democracias precarias, pero siempre sobre una visión clientelista. “Siempre dependiente de su capacidad para captar la riqueza del país, pagar su cuota a los socios extranjeros y distribuir los recursos al sector urbano organizado mediante la administración pública, mediante las empresas públicas y mediante un Estado de bienestar hecho a la medida de las clientelas políticas. Al margen quedaban los campesinos y los sectores populares no organizados…”. En los noventa el Estado intentó asumir un nuevo papel “modernizador” en el marco de la globalización, interpretando la modernización como traspasar al mercado lo que era del Estado, rompiendo privilegios de los sectores de la alianza tradicional para exponerlos a la “competitividad” y recomponiendo la dirección política en torno a liderazgos bastante personalizados. Las consecuencias de esta ola modernizante son visibles: el Estado-Nación dejó de ser nacional; ha perdido su capacidad integradora; la ideología del mercado tiende a sustituir la ideología de la Nación; se rompió la alianza tradicional con los sectores medios urbanos y de trabajadores organizados; síntomas de descomposición de las clases políticas tradicionales; penetración del Estado y del sistema político
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por redes criminales organizadas; entre muchas otras. Frente a este incierto panorama en el continente vemos tres manifestaciones contradictorias. Primera, el contraste entre un “estatismo corporativo” defensor de la Nación frente a un “populismo mediático” agente de la globalización. Segunda, algunas búsquedas de recomposición del sistema de representación y liderazgo frente a la emergencia de una política dependiente de personalidades con una relación mediática con las masas populares. Tercera, la disipación de la relación Estado y Nación frente a la búsqueda de nuevas formas de representatividad y legitimidad. Para Sonia Fleury la hipótesis histórica sobre la especificidad del Estado latinoamericano es la siguiente: (…) la no correspondencia entre economía y política es constitutiva del desarrollo del Estado capitalista de la región, ocasionando la politización de los conflictos y la constitución de sujetos sociales por referencia al Estado, exacerbando por un lado la presencia estatal en la articulación de los intereses sociales, y por otro lado, particularizando sus acciones, lo que impide su constitución como generalidad. Este Estado en permanente crisis de legitimidad, encontró en la combinación de políticas de cooptación con medidas de represión las bases del ejercicio del poder que caracterizaron el pacto corporativo, cuyos referentes –Nación, pueblo, ciudadanía- fueron construcciones simbólicas que expresaron identidades, aunque en contradicción a la realidad social existente (Fleury, 2003, p. 135).
El supuesto teórico de esta hipótesis, es la constatación de que en el contexto latinoamericano la constitución del capitalismo tuvo como desencadenante y origen la política y no el mercado. Como también que la construcción del Estado y la consolidación de la nacionalidad ocurrieron en América Latina prescindiendo de la dimensión republicana de la democracia. Y, así mismo, la necesaria consecuencia de una relación entre Estado/sociedad marcada por los elementos del patrimonialismo (inexistencia de una distinción entre lo público y lo privado), el autoritarismo (prevalencia de estructuras jerarquizadas y predominio de una red relacional de poder elitista) y la exclusión (construcción de una normatividad que separa a los individuos dentro de la Nación). En la fase actual, para esta investigadora, los problemas centrales del Estado en la región pasan por un profundo debate sobre la desigualdad en todos los ámbitos, la democracia y la gestión de redes de políticas públicas. Algunas investigaciones expresas sobre las relaciones entre educación y proyecto de Nación en Colombia, como los trabajos de Martha C. Herrera y Carlos J. Díaz, arrojan conclusiones inquietantes sobre sus profundas consecuencias en nuestra cultura política. Podemos destacar algunas de ellas: la fuerte presencia de la Iglesia en la construcción del Estado nacional; el predominio de un proyecto de Nación completamente homogenizante y temeroso frente a las diversidades; las permanentes pugnas bipartidistas (liberal/conservadoras) por el control del
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Estado han creado una especie de subculturas políticas de la exclusión y a la generación de adhesiones dogmáticas no en torno al Estado-Nación, sino a uno de esos partidos; las representaciones que las élites cultivan sobre el pueblo y lo popular están cargadas de pesimismo sobre su papel modernizador y de rasgos clasistas; la conformación de la Nación se configuró sobre la subvaloración de lo indígena, lo negro y lo mestizo; las disputas partidistas sobre el campo de la educación opacaron los grandes debates sobre las finalidades últimas de la educación y dieron paso a discursos de exclusiva racionalidad técnica; las intenciones de la normatividad jurídica son negadas por unas prácticas cotidianas cargadas de autoritarismo, descalificación del otro y aniquilación física del oponente; éstas entre algunas de las secuelas de las relaciones entre educación y Nación en Colombia. Panorama tan complejo, que lleva a estos investigadores educativos a plantear que el Estado-nación es un proyecto que está aún por construirse en Colombia y que para esa tarea se (…) requiere propender por la generación de adhesiones identitarias a un proyecto de nación que rebase la idea del bipartidismo y de la Iglesia católica como los únicos elementos de su constitución. Tendrá que pasar por la resignificación y recuperación de la diversidad proveniente de las culturas étnicas y regionales del país, teniendo en cuenta los elementos provenientes de las culturas urbanas, las lógicas surgidas de las expectativas y vivencias generacionales, así como considerar los diferentes grados de apropiación que los diversos grupos sociales han hecho de simbologías y representaciones que permitan gestar formas de identidad colectiva y adhesiones a un proyecto de carácter nacional en el que se sientan representados (Herrera y Díaz, 2002, p. 150).
Tanto J. J. Brunner como B. De Sousa Santos son conscientes de los profundos cambios en la experiencia del EstadoNación y resaltan la urgencia de investigar las nuevas relaciones que exigen estas transformaciones a la idea contemporánea de universidad. La combinación de heterogéneos fenómenos lleva a Brunner a concluir que se ha producido un verdadero “agotamiento del modelo de coordinación” vigente desde la década de los setenta del siglo XX en Latinoamérica en la relaciones entre instituciones educativas, sociedad, mercados y Estado. Dicho modelo ha girado en torno a un Estado-Nación relativamente ausente, reducido a la asignación de recursos fiscales al sector de instituciones oficiales y a un mercado relativamente desregulado en el caso de las instituciones privadas, el cual ha mostrado agudos síntomas de crisis o agotamiento. Tiende a imprimir al vínculo entre el Estado y las instituciones un carácter de relación de fuerza, negociación y presión corporativas; en las instituciones oficiales un uso por parte de las instituciones de los recursos con un alto grado de rigidez. El modelo de relación universidad- Estado operó durante algunas décadas del siglo XX. Especialmente en la región
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entre los años treinta y sesenta de ese siglo. Puede contener aspectos de no inclusión de algunos sectores sociales, pero aporta en el proceso de integración social, legitimidad institucional, construcción de sistemas culturales y la industrialización regional. Dicho modelo se ha erosionado en aspectos centrales: el Estado reducido a coordinador de recursos financieros; pérdida de la función estatal de proyección estratégica común; inexistencia de un proyecto concertado de Nación entre el sistema educativo y el sistema estatal; estableciendo de relaciones “corporativistas” que tienden a abandonar o suplantar el bien común; imposición de lógicas burocráticas y tecnocráticas en las formas organizativas tanto universitarias como estatales. Para De Sousa Santos, en un contexto como el actual donde se contraponen una globalización neoliberal y globalizaciones alternativas, es ineludible avanzar hacia un proyecto de Nación que deber ser resultado de un amplio contrato político y social especificado en varios contratos sectoriales, uno de los cuales es el contrato educativo y dentro de éste el contrato de la universidad como un bien público. Existen espacios para las articulaciones nacionales y globales sustentadas en la reciprocidad, el beneficio común y la solidaridad. La globalización neoliberal pretende la destrucción sistemática de los proyectos nacionales por vías múltiples, que van desde tinturar ideológicamente todo proyecto nacional de connotaciones de simple “idiosincrasia provinciana” hasta la destrucción práctica de la identidades culturales territoriales y étnicas. La configuración de este proyecto de Nación, desde la indisciplina crítica de la universidad, reconoce que cualquier reforma universitaria tiene por objetivo central poner fin a una exacerbada historia de exclusiones de múltiples grupos sociales y culturales en la historia de las naciones latinoamericanas, a cualquier restauración velada de un Estado-Nación no-incluyente. La democratización radical de la universidad pasa por aquella disposición permanente a combatir todo tipo de proyecto nacional que perpetúe la desigualdad, la inequidad y la exclusión. Un proyecto nacional que reconozca que lo anterior no es posible sin una ineludible articulación global. “La globalización contra-hegemónica de la universidad como bien público, que aquí propongo, mantiene la idea de proyecto nacional, sólo que la concibe de un modo no nacionalista ni autárquico. En el siglo XXI sólo habrá naciones en la medida en que haya proyectos nacionales de cualificación de la inserción en la sociedad global” (De Souza, 2004, p, 16).
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AUTONOMÍA UNIVERSITARIA Y DERECHO A LA EDUCACIÓN: ALCANCES Y LÍMITES EN LOS PROCESOS DISCIPLINARIOS DE LAS INSTITUCIONES DE EDUCACIÓN SUPERIOR Fecha de recepción: 21 de julio de 2006 • Fecha de aceptación: 2 de noviembre de 2006
Renata Amaya* Margarita Gómez** Ana María Otero*** Resumen El presente artículo estudia el alcance tanto del derecho a la educación como de la autonomía universitaria, para posteriormente evaluar cómo estos derechos pueden limitarse mutuamente en los procesos disciplinarios adelantados por las instituciones de educación superior. Además, analiza las tensiones que pueden presentarse entre el derecho a la educación, la autonomía universitaria y el debido proceso en el ámbito disciplinario, y pesquisa qué herramientas ha otorgado la reciente jurisprudencia constitucional para resolver dicho conflicto. Este artículo ofrece, finalmente, elementos para reflexionar sobre el fin formativo que deben perseguir los procesos disciplinarios de tal forma que sean capaces de dar respuesta a la función social que les ha sido asignada constitucionalmente a las instituciones de educación superior.
Palabras clave: Derecho a la educación, autonomía universitaria, procesos disciplinarios, debido proceso.
UNIVERSITY AUTONOMY AND THE RIGHT TO EDUCATION: THE SCOPE AND LIMITS OF DISCIPLINARY PROCEDURES IN INSTITUTIONS OF HIGHER EDUCATION Abstract This article explores the scope of both the right to education and university autonomy in order to asses how these rights may limit each other in the disciplinary procedures of institutions of higher education. Additionally, it analyzes the tensions that can arise between the right to education, university autonomy and due process within disciplinary environments, as well as examines what tools recent constitutional jurisprudence offers to resolve such conflicts. Lastly, the article reflects on what the goals of disciplinary processes should be in order for institutions of higher education to be able to fulfill their constitutionally-mandated social function.
Keywords: Right to education, university autonomy, disciplinary procedures, due process.
AUTONOMIA UNIVERSITÁRIA E DIREITO À EDUCAÇÃO: ALCANCES E LIMITES NOS PROCESSOS DISCIPLINARES DAS INSTITUIÇÕES DE EDUCAÇÃO SUPERIOR Resumo O presente artigo busca estudar o alcance do direito à educação assim como da autonomia universitária, para depois avaliar como estes direitos podem se limitar mutuamente nos processos disciplinares adiantados pelas instituições de educação superior. Além disso, o artigo pretende analisar as tensões que podem apresentar-se entre o direito à educação, a autonomia universitária e o devido processo no âmbito disciplinar, e indagar que elementos foram outorgados pela recente jurisprudência constitucional para resolver tal conflito. Este artigo também oferece elementos para refletir sobre o fim formativo que os processos disciplinares devem seguir de tal forma que sejam capazes de responder à função social que foi constitucionalmente atribuída às instituições de educação superior.
Palavras-chave: Direito à educação, autonomia universitária, processos disciplinares, devido processo. * Abogada y Antropóloga de la Universidad de los Andes; M.A. en Estudios Liberales del New School for Social Research, New York, EE.UU. Actualmente se desempeña como Coordinadora del Departamento de Investigaciones Dirigidas e investigadora de la línea en Educación Legal en el Centro de Estudios Jurídicos (CIJUS), ambos de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: ramaya@uniandes.edu.co. ** Abogada de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, especialista en Derecho Comercial. Actualmente se desempeña como Profesora Asociada del área Laboral de la Facultad de Derecho de la misma Universidad, y como consultora externa en el área de Derecho Laboral. Correo electrónico: marggome@uniandes.edu.co ***Historiadora y Abogada de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Especialista en Periodismo de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; M. A. en historia Moderna de la Universidad de York, Inglaterra. Actualmente realiza sus estudios de Doctorado en historia en la Universidad de Oxford, Inglaterra. Correo electrónico: ana_otero@hotmail.com.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 158-165. Autonomía universitaria y derecho a la educación: alcances y límites en los procesos disciplinarios de las instituciones de educación superior / University Autonomy and the Right to Education: the Scope and Limits of Disciplinary Procedures in Institutions of Higher Education / Autonomia universitária e direito à educação: alcances e limites nos processos disciplinares das instituições de educação superior
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Debe un estudiante, con un buen promedio académico, que ha infringido los valores y deberes reglamentarios de la universidad por cometer una falta disciplinaria, permanecer en ella en virtud de su derecho fundamental a la educación? ¿Está facultada una institución de educación superior para afectar la permanencia del estudiante que ha vulnerado los deberes reglamentarios? ¿Podría un estudiante apelar a su minoría de edad para argumentar que se presentó una falla en el debido proceso a lo largo de la actuación disciplinaria? ¿Debería una institución educativa aplicar las garantías propias del proceso penal al proceso disciplinario de sus estudiantes? Estas son algunas de las preguntas que pretendemos abordar para analizar el posible conflicto que podría surgir entre el derecho fundamental a la educación y la autonomía universitaria, en el momento de dar aplicación al régimen disciplinario. Así mismo, buscamos evaluar cómo pueden ponderarse estos derechos constitucionales de tal manera que no se lesionen sus núcleos esenciales.
Alcance del derecho a la educación y de la autonomía universitaria La educación, como parte del desarrollo integral del ser humano, es entendida en Colombia como un fin esencial del Estado Social de Derecho (CN, artículo 1: 1991). En este sentido el derecho a la educación,1 ha sido concebido como el pilar que permite ejercer otros derechos constitucionales, desde la dignidad, la igualdad y el libre desarrollo de la personalidad, hasta el derecho al trabajo y la libre escogencia de profesión y oficio. La educación posibilita, además, la realización de la democracia a través de la participación ciudadana en todos los ámbitos de la vida pública (CConst., Sentencia T- 974, 1999 y Sentencia T- 925, 2002 en CConst., Sentencia T- 264, 2006). En razón de su calidad de derecho fundamental, la educación se materializa en la posibilidad de acceder “(…) al sistema educativo o a uno que permita una “adecuada formación”, así como de permanecer en el mismo” (CConst., Sentencia T- 534, 1997; Sentencia T-329, 1997, entre otras, en CConst., Sentencia T- 264, 2006). Además, en virtud de su función social (CN, artículo 67: 1991) este adquiere una doble dimensión; es decir, que se constituye
como un derecho-deber en cabeza de su titular, el estudiante. Por ello, el derecho que este tiene de enseñanza y aprendizaje y de optar por un modelo educativo particular,2 se suma a la obligación de responder académica y disciplinariamente a las exigencias establecidas por cada institución. Lo anterior implica que el comportamiento del estudiante debe guardar cierta coherencia con los valores y principios que guían a las instituciones educativas, sin que ello afecte su derecho al libre desarrollo de la personalidad (CN, artículo 16: 1991). Es necesario tener en cuenta que en una sociedad democrática y participativa como la nuestra, la educación no debe concebirse exclusivamente como la adquisición de conocimientos académicos en una disciplina en particular, sino como un proceso que comprende una formación crítica y ética capaz de promover el respeto por el otro y la responsabilidad social, sin que lo anterior conlleve a anular su capacidad de autodeterminarse y a desconocer su esfera privada.3 Esta concepción tiene cabida a la luz de lo establecido en la Constitución, en la medida en que aquella aspira a que los individuos sean autónomos (CN, artículo 16: 1991), solidarios (CN, numeral 2, artículo 95: 1991), y capaces de respetar la integridad y la dignidad humana (CN, artículo 1: 1991). Por su parte, la Constitución consagra a la autonomía universitaria como un derecho y una libertad, en cabeza de las instituciones de educación superior, para fijar las reglas generales de su accionar, dentro de los límites establecidos en la Constitución y la ley (CConst., Sentencia T- 492, 1992). Lo anterior se traduce en la capacidad de autorregulación y autodeterminación que poseen las universidades (CConst., Sentencia T-310, 1999 en CConst., Sentencia T- 264, 2006). En consecuencia, cada institución de educación superior está facultada para contar con sus propias reglas académicas, administrativas y disciplinarias, entre otras, y regirse conforme a ellas.4 La autonomía universitaria posibilita, por lo tanto, que cada institución establezca el modelo educativo y de estudiante que aspira a formar, de 2
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Vale la pena destacar que el carácter fundamental del derecho a la educación se limita a los menores de edad (CN, artículo 44: 1991). No obstante, existen desarrollos jurisprudenciales y normatividad internacional, que reconocen excepcionalmente el carácter de fundamental para sujetos mayores de edad (CConst., Sentencia T264, 2006).
Es claro para las autoras que la oportunidad de acceder y particularmente optar por un modelo educativo se ve limitada por las condiciones socio-económicas de cada uno de los individuos. En efecto, en el momento de referirse a la formación de los adolescentes, la Constitución específicamente hace alusión a la formación integral. En su artículo 45, la Constitución consagra: “El adolescente tiene derecho a la protección y a la formación integral. El Estado y la sociedad garantizan la participación activa de los jóvenes en los organismos públicos y privados que tengan a cargo la protección, educación y progreso de la juventud.” (Cursivas fuera de texto). Debe destacarse que la educación es un servicio público que pueden prestar tanto instituciones públicas, como privadas. Ambas tienen el derecho a autodeterminarse, aunque en la práctica es posible que la autonomía universitaria sea más amplia para el caso de las instituciones privadas, por cuanto no están sujetas a regímenes presupuestales determinados por el Estado o a exigencias particulares para el nombramiento de sus directivos, entre otros.
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conformidad con los valores y principios constitucionales y en ejercicio de su función social. Sin embargo, la autonomía no es un derecho absoluto. Esto, en la medida en que está fundamentada en el respeto a los valores, principios y derechos que integran el ordenamiento jurídico (CConst., Sentencia T- 215, 1997 en CConst., Sentencia T- 263, 2006). En este sentido, la Corte Constitucional ha considerado que la autonomía es un derecho limitado y complejo: Limitado por la normatividad constitucional (CConst., Sentencia T- 156, 2005) y complejo, porque es un escenario en el que se ven involucrados otros derechos, tales como la educación, el libre desarrollo de la personalidad, la libertad de cátedra, la participación, entre otros (CConst., Sentencia T-574, 1993), situación que genera una necesidad de ponderación entre la autonomía y esos derechos.
La tensión entre la autonomía universitaria y el derecho a la educación Como se mencionó anteriormente, el derecho a la educación tiene el carácter de derecho-deber. No obstante, resulta pertinente identificar dicha calidad en el ámbito de la autonomía universitaria. En efecto, ésta es considerada como un derecho de autorregulación de las universidades para prestar el servicio público de la educación. La autonomía también puede ser considerada como un deber; deber de materializar el derecho a la educación y de posibilitar las libertades de enseñanza, aprendizaje, investigación y cátedra (CN, artículo 27: 1991). Lo anterior nos llevaría a concluir que el derecho a la educación y la autonomía universitaria no sólo pueden coexistir, sino que el uno es presupuesto del otro. Sin educación no hay autonomía. Y sin autonomía, no hay educación. Doble dimensión que se justifica en el modelo de Estado Social de Derecho adoptado por Colombia, el cual defiende un sistema democrático, participativo y pluralista, fundado en el respeto por la dignidad humana y la diversidad étnica y cultural. Esta concepción posibilita la existencia de diferentes esquemas educativos que permiten que cada individuo opte autónomamente por el modelo formativo que se ajuste a su proyecto de vida. Sin embargo, en la práctica es posible que la autonomía y la educación entren en conflicto, como sucede cuando se da aplicación a los regímenes sancionatorios que rigen a los estudiantes. La tensión se presenta no sólo porque una sanción puede llegar a limitar el derecho a la educación como tal, sino porque puede tener consecuencias sobre derechos constitucionales de carácter fundamental. Un caso en el que se evidencian este tipo de tensiones se puede presentar cuando se expulsa a un estudiante por incurrir en fraude; sanción que afecta su permanencia en la universidad y, al parecer, su derecho a la educación. En ejercicio de la autonomía universitaria, la institución puede justificar dicha decisión en el incumplimiento, por parte del estudiante, de el deber de desarrollar su trabajo académico
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con honestidad y responsabilidad, y de contribuir con su actitud no sólo a su formación, sino a la de sus compañeros; deberes que se comprometió a respetar desde que ingresó a la institución. Esta problemática evidencia el conflicto genérico entre el derecho a la educación y la autonomía universitaria. También pueden presentarse otro tipo de tensiones, como sucede en el caso del conflicto entre la autonomía universitaria, el derecho a la educación y el debido proceso. Un ejemplo sería el de un estudiante menor de edad, a quien se le sigue un proceso disciplinario por incurrir en fraude académico, el cual alega que no se le informaron los hechos constitutivos de la falta y que no recibió un acompañamiento de sus padres o acudientes a lo largo del proceso, motivos por los cuales considera que no se le está garantizando plenamente su derecho al debido proceso. Por su parte, la institución puede alegar que, en función de su autonomía, estableció en su reglamento las etapas y requisitos procesales; etapas que no comprenden la obligación de que los menores adultos sean asistidos por sus padres o acudientes a lo largo del proceso disciplinario. Además, puede argumentar que ha sido diligente al darle a conocer el reglamento a sus estudiantes. Ambos casos5 demuestran no sólo cómo estos derechos de rango constitucional pueden entrar en conflicto, sino cómo la protección “excesiva” de uno de ellos puede dar lugar a la anulación o restricción excesiva del otro. En el primer caso, por ejemplo, la desmesurada protección de la autonomía universitaria podría llegar a vulnerar los derechos a la educación, al debido proceso y al libre desarrollo de la personalidad del estudiante. Por su parte, la desmedida protección del derecho a la educación podría llegar a desconocer la decisión de la universidad de expulsar a un estudiante, en virtud de su autonomía universitaria y, en consecuencia, los valores sobre los que se sustenta su proyecto educativo. ¿Cómo resolver adecuadamente estas tensiones? La Corte Constitucional, en reciente jurisprudencia – CConst., Sentencia T- 263 y Sentencia 264, 2006 - nos ha dado luces para responder este interrogante; pronunciamientos que procederemos a estudiar a continuación, haciendo énfasis en cada caso en particular.
¿Cómo pueden conciliarse el derecho a la educación y la autonomía universitaria? En el primer caso enunciado, en el que se evidencia la tensión entre el derecho a la educación y la autonomía, observamos cómo la sanción disciplinaria -impuesta bajo el amparo de la autonomía universitaria- que implica la
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Los dos casos ejemplificados en el presente artículo están fundamentados en experiencias reales que han ocurrido en los procesos disciplinarios de estudiantes de la Universidad de los Andes.
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suspensión definitiva del estudiante de la universidad6, puede llegar a considerarse como violatoria del derecho a la educación, por impedir el acceso del estudiante a la institución. Sin embargo, la jurisprudencia constitucional ha señalado que dicha sanción es legítima, siempre y cuando cumpla con ciertas condiciones. La primera y más evidente, es que en virtud del principio de legalidad las sanciones disciplinarias se encuentren previamente establecidas en el reglamento universitario y que, al momento de imponerlas, se cumpla a cabalidad con las etapas que comprenden el debido proceso, como se estudiará con posterioridad (Ver 4). No obstante, adicionalmente a los requisitos de carácter procesal, la Corte Constitucional ha indicado que es necesario que la sanción impuesta a un estudiante universitario responda al principio que inspira el régimen disciplinario de la universidad. Desde nuestro punto de vista, el principio en el que se deben fundamentar los regímenes disciplinarios es el formativo, que debe cubrir tanto el procedimiento y las sanciones que se impongan, como la valoración que la universidad realice para imponerlas. En efecto, la correspondencia entre las sanciones y la función formativa adquiere amplia relevancia en el ámbito educativo. Sobre todo si se tiene en cuenta que la función formativa no sólo busca desarrollar las capacidades académicas del estudiante y su autonomía, sino también las calidades y cualidades que cada institución considera importantes que éste posea para interactuar en la sociedad. Las universidades, al ser escenarios de aprendizaje, deben proponer, a través de sus futuros profesionales, modelos de convivencia democrática para que los repliquen en la vida pública. En este sentido, entendemos que no se puede hablar de función formativa, sin que exista libertad tanto para el individuo, de escoger, como para las instituciones, de constituir un modelo educativo integral, acorde con los principios establecidos por la Constitución. Teniendo en consideración que la sanción impuesta a un estudiante universitario debe responder a los principios y valores de la institución educativa, es claro que las conductas que los contradicen pueden ser evaluadas y sancionadas por la misma disciplinariamente, en ejercicio del derecho a la autonomía y del deber de responsabilidad que esta libertad trae consigo (derecho-deber). Especialmente porque, como se anotó con anterioridad, el derecho a la educación -en cuanto derecho-deber- “(…) no solamente otorga prerrogativas a favor del individuo, sino que comporta exigencias de cuyo cumplimiento depende en buena parte la subsistencia del derecho” (CConst., Sentencia T-225, 1997). En consecuencia, el incumplimiento de dichas exigencias -como los reglamentos institucionales6
La suspensión temporal también puede generar la misma tensión, es decir, que el estudiante considere que se le está vulnerando su derecho a la educación, aún si no es de manera definitiva. Sin embargo, dado que el caso habla sobre la expulsión, se estudiará únicamente esta sanción.
tendrá como resultado “(…) la imposición de las sanciones previstas dentro del reglamento interno de la institución, la más grave de las cuales (…) consiste en su expulsión del establecimiento educativo” (CConst., Sentencia T225, 1997) (Cursivas fuera del texto). Reforzando lo dicho respecto a la posibilidad de imponer sanciones, para proteger los valores institucionales que las universidades eligen en virtud del responsable ejercicio de su autonomía y de su función social frente a la comunidad, la Corte Constitucional, al estudiar un caso de expulsión por fraude académico en donde se presentó la tensión entre el derecho a la educación y la autonomía universitaria, estableció: En este sentido, la institución educativa demandada destacó expresamente, en su decisión, que su régimen disciplinario interno tiene como fundamento su función formativa y por tanto las sanciones y sus medidas correlativas tienen ese carácter, pensando en el comportamiento inmediato y futuro de sus estudiantes dentro de su contexto social. (….) Por otra parte, la imposición de la sanción de expulsión impuesta a los cinco estudiantes involucrados en el fraude académico investigado, permite a su vez reafirmar la gravedad de la falta cometida por los estudiantes, y lo importante que resulta para la institución universitaria demandada sancionar a aquellos alumnos que no responden a los postulados, valores y finalidades del proceso educativo que ella ofrece. Así, la expulsión como sanción impuesta al hijo de la accionante, puede considerarse proporcional a la conducta adelantada por aquel y los demás disciplinados (CConst., Sentencia T-264, 2006) (Cursivas fuera de texto).
Particularmente importante, para el caso de la expulsión, es comprender en qué medida esta cumple con una función formativa. Sobre todo, si se entiende que esta sanción impide que el estudiante ingrese nuevamente a la institución educativa de la que fue expulsado. La sanción de expulsión y el proceso que la acompaña, debe provocar la reflexión del estudiante para que, en un futuro, cuando se encuentre ante un dilema igual o similar al que motivó su comportamiento, opte por actuar conforme con los valores del contexto particular en el que se encuentra. Por ejemplo, cuando el estudiante expulsado que ingrese a otra universidad o en su ejercicio profesional, en lugar de mandar a hacer su trabajo a un tercero, decida realizarlo por sus propios medios. Adicionalmente, es necesario tener en consideración que la expulsión es fruto de una vulneración grave de un deber estudiantil -que evidencia que el estudiante no se ajusta al modelo educativo de la institución- y/o el resultado de la afectación de bienes protegidos por nuestro ordenamiento jurídico. Por lo tanto, la expulsión surge en este contexto, independientemente de si el estudiante cuenta con un excelente promedio académico, en la medida en que el proyecto educativo no sólo busca su formación académica, sino personal. La gravedad de la expulsión obliga al estudiante a asumir las consecuencias de su comportamiento –buscando otra institución, interrumpiendo
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su proceso de aprendizaje, entre otros– y a tomar acciones para cumplir con su proyecto de vida. Consideramos que, además de la función formativa que debe cumplir la sanción, es esencial que la valoración de la conducta del estudiante, como lo ha dicho la Corte, conduzca a que la sanción sea proporcional a la gravedad de la falta, proporcionalidad que deben determinar las instituciones de educación superior. A nuestro parecer, ello demanda a las universidades la obligación de desarrollar y divulgar criterios de decisión y de graduación de las sanciones, fruto de una reflexión colectiva de la comunidad universitaria –estudiantes, docentes y directivos– orientada por el modelo formativo elegido por la institución. Así mismo, dichos criterios de valoración de la conducta y de la sanción disciplinaria permitirán garantizar el derecho a la igualdad, en la medida en que los estudiantes que se encuentren en las mismas condiciones de hecho, recibirán igual tratamiento y, en consecuencia, la sanción que de este se derive. Sobre este punto en particular, es necesario aclarar que si es la institución educativa a quien le corresponde determinar la proporcionalidad de la sanción -en ejercicio de su autonomía universitaria- entonces el juez de tutela no es competente para hacerlo. Únicamente podrá intervenir en las actuaciones arbitrarias que lleven a cabo las universidades y que vulneran los derechos fundamentales de sus miembros (CConst., Sentencia T301, 1996). En consecuencia, “le está vedado incidir en el núcleo de libertad decisoria necesario para hacer efectivos los intereses de la universidad en cada caso particular” (CConst., Sentencia T- 301, 1996). Su intervención, por lo tanto, debe “limitarse a la protección de los derechos contra actuaciones ilegítimas” (CConst., Sentencia T-180, 1996) y se justificará únicamente si la restricción a un derecho fundamental de uno de sus miembros (1) no se encuentra amparada por una justificación objetiva y razonable, (2) no persigue una finalidad constitucionalmente reconocida o (3) sacrifica en forma excesiva o innecesaria los derechos tutelados por el ordenamiento constitucional (CConst., Sentencia T-180, 1996 y Sentencia T-1317, 2001, entre otras). Sobre este aspecto la Corte ha sido enfática en establecer que “en ningún caso el control judicial de las actuaciones de las instituciones universitarias puede llegar hasta el punto de sustituir a las autoridades de esos centros educativos en la evaluación de la oportunidad o conveniencia de una determinada decisión” (CConst., Sentencia T-092, 1994). Con lo anterior se ilustra cómo la doble calidad de derecho-deber de la autonomía ayuda a garantizar el adecuado ejercicio de la misma y a proteger el derecho a la educación de los estudiantes. En esta medida, la expulsión del estudiante que comete un fraude académico con el que afecta gravemente los principios y valores en que se sustenta la institución y su régimen disciplinario, es constitucional. No anula el derecho a la educación, porque con su conducta el estudiante afectó el deber correlativo al mismo.
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La tensión entre la autonomía universitaria, el derecho a la educación y el debido proceso Otra situación en la que se pueden presentar tensiones es cuando se enfrentan la autonomía universitaria, el derecho a la educación y el debido proceso. La anterior se ilustra en el segundo caso propuesto que plantea el proceso disciplinario seguido a un menor de edad, quien alega que se le ha vulnerado su debido proceso, por cuanto no se le indicaron los hechos constitutivos de la falta disciplinaria y no recibió, durante la actuación, acompañamiento de sus padres o acudientes. Con respecto a la minoría de edad, actualmente no existe ninguna norma que exija que los menores deban contar con la presencia de sus padres o acudientes durante un proceso disciplinario que tenga lugar en una institución de educación superior. Esto se debe al carácter particular de este tipo de proceso que, aunque adopta los principios del derecho sancionatorio, es más flexible que el proceso penal. La Corte ha sido clara al establecer que “la potestad sancionatoria de los centros educativos no requiere estar sujeta al mismo rigor de los procesos judiciales” (CConst., Sentencia T- 492, 1992 en CConst., Sentencia T- 264, 2006. Adicionalmente, ver CConst., Sentencia T-519, 1992; Sentencia T- 118, 1993; Sentencia T- 538, 1993; Sentencia T- 386, 1994; Sentencia T- 237, 1995 en CConst., Sentencia T- 301, 1996). Esta flexibilidad se evidencia, por ejemplo, en el “margen de apreciación discrecional al momento de determinar la falta disciplinaria concreta y su respectiva sanción” (CConst., Sentencia T-301,1996) con la que cuentan las universidades, flexibilidad que consideramos se justifica en que la falta se comete en un ámbito universitario –y, por lo tanto, formativoque debe reflejarse tanto en el procedimiento, como en la sanción que se impone. Adicionalmente, la flexibilidad del proceso disciplinario de las instituciones de educación superior permite concluir que los estudiantes, en tanto menores adultos,7 están en capacidad de asumir con autonomía y responsabilidad las actuaciones, tanto académicas como disciplinarias, inherentes a su proceso de aprendizaje.8 No 7
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La Corte Constitucional se ha manifestado en distintas ocasiones sobre las facultades que tienen los menores adultos. Si bien les reconoce una capacidad relativa, la misma no obsta para que actúen con responsabilidad en un marco de libertad. Al respecto ha indicado: “(…) ese reconocimiento de la capacidad de autodeterminación de los individuos, que como se ha dicho es gradual, en el Estado Social de Derecho está relacionado de manera estrecha con el concepto de libertad que subyace en dicho tipo de organización política, la cual se traduce en actuar dentro de “la esfera de lo permitido”, que es, en definitiva, “...aquélla en la que cada cual actúa sin constricción exterior, lo que es tanto como decir que actuar en esta esfera es actuar sin estar determinado más que por uno mismo” (CConst., Sentencia T-474, 1996). Conforme a la Corte Constitucional, la mayor libertad de autodeterminación del estudiante que brinda el ámbito universitario, conlleva a una mayor responsabilidad de asumir su proceso educativo (CConst., Sentencia T-474, 1996).
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requieren representación de sus padres o acudientes por cuanto no se trata de un proceso penal, en donde los menores adultos adquieren la categoría de menores infractores. En este sentido, la Corte Constitucional ha sentado su jurisprudencia al indicar: En el caso de los establecimientos educativos escolares, por regla general, se dispone en sus manuales de convivencia que los menores de edad deberán ser asistidos por sus padres o acudientes. Así, respecto de las instituciones educativas de este nivel, ha de entenderse que este acompañamiento por parte de los padres debe hacerse en tanto, puede corresponder a procesos disciplinarios que involucren a menores impúberes o adolescentes, quienes en razón al entorno en que se desenvuelven no cuenta (sic), en principio, con las suficientes capacidades y madurez para asumir con pleno conocimiento y responsabilidad la consecuencia de sus actos. Sin embargo, esta situación no puede predicarse en igual sentido de los estudiantes universitarios quienes, aún tratándose de menores de edad, deben actuar de conformidad con las responsabilidades propias del entorno universitario en que se encuentra (sic), con el conocimiento íntegro de las obligaciones que este ambiente académico implica, y teniendo en cuenta para ello, que el ejercicio del derecho a la educación se entiende en su doble dimensión de derecho – deber, suponiendo un mayor grado de madurez sicológica y, por ende, de responsabilidad personal del alumno. Por ello, no es necesario que deban ser asistidos por sus padres en los procesos disciplinarios que se les sigan (…) (CConst., Sentencia T-474, 1996) (Cursivas fuera del texto).
De lo anterior se puede concluir que un estudiante universitario debe asumir responsable y autónomamente las consecuencias de su conducta y por su parte, la universidad debe respetar dicha autonomía y llevar a cabo los procesos disciplinarios cumpliendo con los principios constitucionales, pero con la flexibilidad que se desprende de estar evaluando el comportamiento de un sujeto que se encuentra en proceso de formación. Ahora bien, en el caso planteado también se discute que al estudiante no se le indicaron los hechos constitutivos de la falta, actitud con la cual se considera que se vulneró su derecho al debido proceso y, a su vez, su derecho a la educación en razón de que la sanción impuesta afecta su permanencia en la institución. Sobre este aspecto resulta pertinente evaluar los requisitos que la Corte Constitucional considera que debe reunir la sanción para que esté acorde con la Constitución y no sea violatoria del debido proceso. Primero, “que la institución tenga un reglamento, aplicable a toda la comunidad educativa y que éste sea respetuoso de la Constitución, y en especial, que garantice los derechos fundamentales.” Adicionalmente (…) que en dicho reglamento se describa el hecho o la conducta sancionable; (…) que las sanciones no se apliquen de manera retroactiva; (…) que la persona cuente con garantías procesales
adecuadas para su defensa con anterioridad a la imposición de la sanción; (…) que la sanción corresponda a la naturaleza de la falta cometida, de tal manera que no se sancione disciplinariamente lo que no ha sido previsto como falta disciplinaria (principio de legalidad) y (…) que la sanción sea proporcional a la gravedad de la falta (CConst., Sentencia T- 264, 2006).
Por su parte, según la Corte, para que se concrete el debido proceso en las actuaciones disciplinarias de las instituciones de educación superior, es necesario (…) que se cumplan plenamente las siguientes actuaciones: i) Comunicación formal de la apertura del proceso disciplinario a la persona a quien se imputan las conductas susceptibles de sanción; ii) Formulación verbal o escrita de los cargos imputados, en los que consten de manera clara y precisa las conductas, las faltas disciplinarias a que esas conductas dan lugar (con la indicación de las normas reglamentarias que consagran las faltas) y la calificación provisional de las conductas como faltas disciplinarias; iii) Traslado al imputado de todas y cada una de las pruebas que fundamentan los cargos formulados; iv) Indicación del término con que cuenta el acusado para formular sus descargos (de manera oral o escrita), controvertir las pruebas allegadas en su contra y aportar las que considere pertinentes; v) Pronunciamiento definitivo de las autoridades competentes mediante un acto motivado y congruente; vi) Imposición de una sanción proporcional a los hechos que la motivaron, y vii) Posibilidad de que el acusado pueda controvertir, mediante los recursos pertinentes, todas y cada una de las decisiones de las autoridades competentes (CConst., Sentencia T-361, 2003). Todo lo anterior, con el ánimo de garantizar los principios que conforman el núcleo del debido proceso, a saber: Legalidad, derecho de defensa (presunción de inocencia y publicidad), igualdad ante la ley, respeto a la dignidad humana y resolución de la duda a favor de la persona investigada (CConst., Sentencia T-301, 1996 y Sentencia T- 263, 2006). Dentro de los requisitos enunciados por la Corte se destacan la necesidad de motivar de manera congruente las decisiones que tienen como resultado limitar el derecho a la educación, así como la necesidad de analizar la proporcionalidad de la sanción frente a la gravedad de la falta, como se indicó con anterioridad. Respecto a la motivación, consideramos que es un deber de las instituciones educativas sentar una línea de precedentes jurisprudenciales clara sobre los criterios para la imposición de las sanciones, de tal forma que las mismas no sólo garanticen el debido proceso, sino el derecho de igualdad. Esto último, encaminado a asegurar que los estudiantes reciban un tratamiento equitativo a lo largo del tiempo. Con respecto a los criterios, estimamos que deben responder
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a los valores que cada institución desea privilegiar en la formación de sus alumnos. Entre ellos, la institución puede consagrar criterios de atenuación de la sanción, como es el caso de la confesión. Así mismo, criterios de agravación, como la reincidencia o cuando la naturaleza de la falta desborda el ámbito institucional y académico. En consecuencia, en el caso objeto de estudio podemos concluir que la representación legal del menor de edad no se constituye como un requisito indispensable para garantizar el debido proceso del estudiante. No obstante, el no haberle indicado los hechos constitutivos de la falta disciplinaria es violatorio del debido proceso, por cuanto dicha omisión impide claramente el ejercicio del derecho de defensa. La flexibilidad que reconoce la jurisprudencia constitucional a las instituciones educativas al momento de imponer sanciones, no puede llegar a desconocer injustificadamente derechos fundamentales de los estudiantes como el de defensa, ni principios constitucionales como la presunción de inocencia.
Conclusión La ponderación entre los derechos a la educación y a la autonomía universitaria, en el marco del Estado Social de Derecho, debe llevarnos a posibilitar su coexistencia y a que los mismos garanticen simultáneamente la dignidad de sus titulares: De los estudiantes, al permitirles actuar autónomamente y respetando su integridad; y de las instituciones educativas, al permitirles determinar su modelo educativo y los valores sobre los cuales se sustenta su misión, y obrar conforme a ellos. A partir de lo anterior, consideramos que la autonomía universitaria, entendida como la facultad de autorregulación de las universidades, se constituye en el escenario que posibilita el ejercicio del derecho a la educación. Ello, en la medida en que permite el acceso al conocimiento desde diferentes perspectivas y garantiza la libertad de expresión y pensamiento. A su turno, el derecho a la educación, que comprende tanto la formación académica, como aquella de carácter democrático y pluralista, se constituye como el contexto para el ejercicio responsable de la autonomía del individuo. Por otro lado, creemos que las instituciones educativas deben fundamentar sus regímenes sancionatorios en la formación de sus estudiantes, por cuanto todo lo que tiene lugar en el ámbito universitario debe estar encaminado a garantizar su desarrollo integral, entendiendo por este último no sólo la adquisición de conocimientos científico, técnico y humanístico, sino las habilidades y destrezas para desempeñarse responsablemente en el ámbito social. En consecuencia, el procedimiento para la imposición de sanciones debe construirse sobre los principios constitucionales de legalidad, proporcionalidad e igualdad. Adicionalmente, los principios de transparencia y publicidad deben guiar las actuaciones disciplinarias de las universidades. Estos últimos cumplen un doble propósito; el de dar a conocer las reglas y las decisiones a los
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estudiantes, y el de permitirles ejercer un control sobre las actuaciones institucionales, las cuales deben corresponder al ejercicio responsable de la autonomía. Finalmente, afirmamos que las actuaciones contrarias a los deberes a los que el estudiante se compromete a cumplir al ingresar a una institución educativa, afectan tanto su formación como la de los demás miembros de la comunidad. Ello, porque el aprendizaje no ocurre en soledad; es un proceso que depende del esfuerzo individual pero que se posibilita colectivamente. En consecuencia, este proceso colectivo de aprendizaje no sólo tendrá un impacto en la comunidad académica, sino en el ámbito público, respondiendo con ello a la función social de las instituciones educativas, de comprometerse con el fortalecimiento de la convivencia pacífica y la solución de los problemas del entorno al que pertenece.
Referencias
Normas Constitución Nacional, CN (2006). Constitución Política de Colombia. Código de Bolsillo Temis “Jorge Ortega Torres”. Bogotá: Editorial Temis S.A.
Jurisprudencia Corte Constitucional, Sentencia T-264 de 2006, M.P. Jaime Araújo Rentería. Corte Constitucional, Sentencia T-263 de 2006, M.P. Jaime Araújo Rentería. Corte Constitucional, Sentencia T-156 de 2005, M.P. Rodrigo Escobar Gil. Corte Constitucional, Sentencia T-361 de 2003, M.P. Manuel José Cepeda Espinosa. Corte Constitucional, Sentencia T-1317 de 2001, M.P. Rodrigo Uprimny Yepes. Corte Constitucional, Sentencia C-653 de 2001, M.P. Manuel José Cepeda Espinosa. Corte Constitucional, Sentencia T-225 de 1997, M.P. Antonio Barrera Carbonell. Corte Constitucional, Sentencia T-474 de 1996, M.P. Fabio Morón Díaz. Corte Constitucional, Sentencia T-301 de 1996, M. P. Eduardo Cifuentes Muñoz. Corte Constitucional, Sentencia T-180 de 1996, M.P. Eduardo Cifuentes Muñoz.
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Corte Constitucional, Sentencia T-237 de 1995, M.P. Alejandro Martínez Caballero.
Corte Constitucional, Sentencia T-538 de 1993, M.P. Hernando Herrera Vergara.
Corte Constitucional, Sentencia T-386 de 1994, M.P. Antonio Barrera Carbonell.
Corte Constitucional, Sentencia T-118 de 1993, M.P. Carlos Gaviria Díaz.
Corte Constitucional, Sentencia T-092 de 1994, M. P. Alejandro Martínez Caballero.
Corte Constitucional, Sentencia T-519 de 1992, M.P. José Gregorio Hernández Galindo.
Corte Constitucional, Sentencia T-574 de 1993, M.P. Eduardo Cifuentes Muñóz.
Corte Constitucional, Sentencia T-492 de 1992, M.P. José Gregorio Hernández Galindo.
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Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Traducción de Julia Salazar)
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Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 168-174.
INVESTIGACIONES SOBRE EL CEREBRO EN LA SOCIEDAD DE ANTROPOLOGÍA DE PARÍS Revista Médica de Bogotá* Doctores José A. MONTOYA – Julio MANRIQUE – Gonzalo ESGUERRA GÓMEZ – Agustín ARANGO – Darío CADENA
Vol. XLV • Bogotá-Colombia S.A. • Julio-Agosto. 1935 • N. 527-8
Por el doctor Alberto S. de Santamaría, Presidente de la Sociedad
(Con el mayor placer insertamos a continuación el interesante estudio de nuestro estimado compatriota y colega doctor Alberto S. de Santamaría, hecho con motivo de su elección como Presidente de la Sociedad de Antropología de París)
* Traducido por Julia Salazar.
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196 pgs. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 168-174. Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París
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or su indulgente benevolencia he sido invitado a presidir sus sesiones e interpreto este honor como un reconocimiento a mis investigaciones sobre la morfología cerebral, por las cuales ya me habían otorgado la insigne distinción del Premio Fauvelle. Ustedes han resaltado de esta forma su tradición. En efecto, el interés por los estudios sobre el cerebro es tradicional en la Sociedad de Antropología de París desde Broca, su ilustre fundador, quien presentó allí todas sus investigaciones. Esta Sociedad ha sido desde su nacimiento un centro famoso por sus trabajos, y su contribución al auge de la neurología comparada marca un hito en la ciencia. Creo que la mejor forma de expresarles mi gratitud es intentar rememorar ante ustedes el magnífico papel que ha desempeñado la Sociedad de Antropología de París, en el transcurso de muchos años, en el progreso de esta ciencia. Al mismo tiempo, es la ocasión de rendirles a nuestros antecesores el homenaje de nuestra admiración y de nuestro respetuoso recuerdo. Cuando se fundó la Sociedad de Antropología de París, a mediados del siglo pasado, los estudios sobre la evolución cerebral estaban a la orden del día. En ese momento, las polémicas sobre la descendencia y la raza, suscitadas por los trabajos de Darwin y Gobineau, dieron un nuevo impulso a las doctrinas de Lamarck. Es preciso trasladarse en espíritu a aquel período para entender el interés especulativo que despertaban aquellos temas. Resultó de dicho interés una rica cosecha de monografías científicas sobre el encéfalo publicada en sus boletines. El número de escritos, artículos y comunicados se eleva a más de 200, hecho que demuestra el interés de su Sociedad por el desarrollo de esta ciencia. En algunos casos, las conclusiones de los trabajos se modificaron con el tiempo. No obstante, sirvieron como fundamento de investigaciones posteriores y a ellas debemos los conocimientos actuales en el campo de la neurología comparada. Se trata casi siempre de trabajos de análisis, puesto que los conocimientos sobre el encéfalo estaban en ese entonces poco avanzados para realizar ensayos de síntesis. Sería imposible para mí citar a todos aquellos autores y sus trabajos, aún en forma superficial; bastará con indicar la tendencia y el sentido de los mismos. Dos temas en particular dominan el conjunto de las investigaciones mencionadas, ambos de una importancia capital en el ámbito de la neurología comparada y los cuales fueron tratados y profundizados con éxito en su Sociedad. La ciencia le debe a su Sociedad lo que posee actualmente en términos de conocimientos sobre esos temas. En primer lugar, el problema de la morfología de los hemisferios cerebrales; en segundo lugar, el de los pesajes encefálicos. En la última mitad del siglo pasado, sólo se encuentra un número insignificante de descripciones sobre la morfología de
los hemisferios cerebrales de los no primates, la cual despierta poca curiosidad. En ese momento no se vislumbraba a dónde podría llevar el conocimiento de sus dos hemisferios tan esencialmente diferentes, a primera vista, con respecto a los de los primates. Arrastrados por el entusiasmo algo tendencioso que despertó, como decía antes, la escuela de Darwin, los investigadores se dedicaron, entonces, únicamente a la morfología cerebral de los monos inferiores y de los antropoides, con el objeto de compararla e identificarla con la del hombre, a exclusión de los demás mamíferos. Por eso sus boletines abundan en descripciones de monos inferiores, que se habían dejado de lado desde Leuret y Gratiolet, de antropoides prácticamente desconocidos hasta entonces desde el punto de vista cerebral, de hombres de las razas más variadas así como de hombres célebres, sabios, retrasados, microcéfalos, enanos, asesinos. De todos aquellos trabajos se desprende poco a poco la similitud que se ignoraba, por así decirlo, de los surcos y lóbulos cerebrales de los monos con los del cerebro humano; así se establecieron y divulgaron definitivamente los lineamientos de la topografía cortical, comunes a los monos y al hombre. Es inútil, aunque fuera posible, recordar aquí el gran número de monografías sobre la morfología cerebral publicadas en su Revista. Acabo de indicarles las directrices que las animan, y ese es el punto esencial. Sin embargo, un nombre se impone a nuestro respetuoso recuerdo, el de Broca, ilustre fundador de la Sociedad de Antropología de París a mediados del siglo pasado. Broca fue el infatigable animador, el vigoroso inspirador de las investigaciones que han representado la gloria de la antropología francesa y, por consiguiente, de esta Sociedad. Impulsada por él, la Sociedad de Antropología de París se apasionó por los estudios sobre la evolución cerebral; las mentes más distinguidas aportaron todo su talento y, precisamente en esta sala donde nos encontramos, resonaron sus ardientes controversias. Broca emprendió el estudio del lóbulo frontal de los monos y del hombre. En ese entonces poco se conocía sobre esa región del cerebro humano: de hecho, el lazo morfogénico del lóbulo frontal con la ínsula vecina parecía aún indescifrable hasta hace pocos años. El lóbulo frontal, muy pequeño en los monos inferiores, crece progresivamente en los primates, para ocupar en el hombre cerca de un tercio de la superficie de los hemisferios. Broca supo relacionar estos aspectos de la región frontoorbitaria de los primates y crear un cuadro de conjunto, cuyo punto culminante fue el cerebro humano. Su descripción de la tercera circunvolución frontal es ya clásica; sus puntos de vista fueron adoptados en todos los países, y su nombre se asocia aún hoy en día a dicha circunvolución. Fue un haz de luz sobre esta región cerebral característica del hombre; el saliente triangular de la tercera frontal, tan importante para la historia morfológica y fisiológica del lóbulo frontal, es denominado en todos los países “el área de Broca”. 169
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No obstante, la homología de ciertos surcos del lóbulo frontal de los monos era aún objeto de indecisión y debate; un alumno de Broca, Hervé, quien fuera Presidente de esta Sociedad, agregó en 1888 a aquellos conocimientos la homologación del surco frontal medio del hombre. El Profesor Papillault, colega de ustedes, presentó más adelante otro trabajo que complementó útilmente al anterior. Luego vinieron otras monografías, cuyo objeto principal era resolver ciertas dificultades que surgen al comparar el lóbulo frontal de los diferentes monos entre sí, así como su lóbulo frontal con el del hombre. Al relacionar definitivamente el lóbulo frontal del hombre con el de los primates, Broca amplió y precisó considerablemente el significado del lóbulo frontal humano. Quisiera referirme ahora al célebre trabajo de Broca, publicado en esta Revista, sobre el rinencéfalo. Broca fue el primero en descifrar la morfogenia del aparato olfatorio, el rinecéfalo, prácticamente desconocido en su tiempo. Supo encontrar en los monos y el hombre el trayecto del aparato olfatorio, pese a su atrofia extrema en comparación a su enorme volumen en algunos no primates. Esta concepción exacta llevó, sin embargo, a Broca a incluir en el rinecéfalo algunos territorios del cerebro humano que en realidad no le pertenecen. Sin embargo fue el único que logró reconocer, de un sorprendente vistazo, la formación en raqueta del aparato olfatorio en los mamíferos primates, así como en los primates. Recordemos que Broca expuso en esta misma sala, en 1863, sus primeras y resonantes ideas sobre la localización del lenguaje, cuyo centro ubicó en lo que desde entonces se ha denominado ‘el área de Broca’. Sus puntos de vista sobre el tema se han ampliado desde entonces en el sentido de que el área de Broca sólo sería el centro de la articulación del lenguaje y que la tercera circunvolución frontal no sería ella misma el centro único del lenguaje. No obstante, este gran descubrimiento es exacto en su principio y el área de Broca sigue siendo uno de los centros del lenguaje; fue éste un tema de asombro para sus contemporáneos, pues abrió una nueva vía: la era de las localizaciones cerebrales, gran capítulo de la fisiología cerebral que está lejos de agotarse. Cabe mencionar aquí las descripciones morfológicas de los moldes endocraneanos de dos Neandertales, realizadas por los Profesores Boule y Anthony, osamentas excepcionalmente raras provenientes de la Capilla de los Santos y de la Quina (este último hallado por uno de vuestros distinguidos colegas, el Sr. Henri Martin, en 1912). La importancia de este hallazgo es que nos dio a conocer, desde el punto de vista de la morfología cerebral, individuos fósiles, homínidos, cuyos cerebros presentan netamente los caracteres morfológicos de transición de los antropoides al hombre actual, en particular en lo que se refiere a la operculización progresiva de la ínsula por el área de Broca, que se considera, como ustedes saben, como el centro de la articulación verbal.
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Las investigaciones de orden sintético sólo pudieron emprenderse en una época más reciente. Los trabajos de este tipo sólo son posibles si se han hecho previamente numerosos y minuciosos análisis morfológicos. Ahora bien, a éstos no se les dio la atención que merecían en lo que se refiere a los hemisferios cerebrales de los no primates, y el interés se centró únicamente en el cerebro de los primates. Este esfuerzo unilateral, en contradicción con el principio según el cual hay que partir de las formas más simples para entender las formas más complejas, acentuó en lugar de atenuar la brecha aparente entre la corteza cerebral de estos dos órdenes. Habría que esperar la época contemporánea para que se emprendieran en Francia investigaciones sobre las relaciones morfogénicas que existen entre los hemisferios cerebrales de los primates y los de los no primates. En una serie de memorias escritas entre 1911 y 1913, el profesor Anthony y yo pudimos aclarar esa laguna al buscar determinar a qué regiones corticales de los no primates corresponden en los monos inferiores, los antropoides y el hombre, las regiones de la ínsula y los territorios vecinos (territorios frontoparietotemporales). Posteriormente investigamos en los primates el significado de los surcos y las circunvoluciones de las regiones mencionadas con respecto a aquéllos que pertenecen a las regiones corticales de los no primates. El estudio del proceso morfogénico de la operculización progresiva de la región insular en los monos, los antropoides y el hombre nos permitió, así mismo, individualizar cada uno de estos opérculos; pudimos así precisar el orden cronológico en el cual apareció sucesivamente cada uno de ellos en la serie de primates y finalmente en el hombre. Entre estos opérculos, el último que se encontró fue el constituido por el área de Broca. Este opérculo representa la última etapa de la transición morfológica de la corteza animal a la corteza humana. Está figurada en el cerebro del hombre por la operculización total del Gyrus reuniens de los no primates por el lóbulo frontal. Al identificar el territorio operculizado por el lóbulo frontal con el del Gyrus reuniens de los no primates, pudimos presentar, entre otras, una nueva prueba que fundamentaba nuestra tesis, es decir, la continuidad arquitectónica de la corteza de los no primates con la de los primates. Para entender el plano arquitectónico de los hemisferios del hombre hay que partir del problema morfogénico de la región ínsuloparietal. Esta convicción se impuso ante nosotros en el curso de nuestras investigaciones. En resumen, la transición morfológica de la corteza de los no primates a la de los primates se caracteriza por la extensión de la corteza en la superficie, de lo sencillo a lo doble; esta extensión considerable se realiza gracias a un ingenioso subterfugio que le permite ganar área a la corteza manteniendo al mismo tiempo un mínimo de aumento de su volumen. Una comparación algo trivial puede ilustrar este proceso: supongamos una esfera extensible con un núcleo central cuyos lados se adhieren fuertemente a una parte
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del recubrimiento de la esfera. ¿Qué ocurre si la esfera se dilata? La parte extensible de la esfera se desbordará con respecto a la que no es extensible, teniendo en cuenta que está ligada al núcleo; poco a poco la cubrirá completamente; la parte del recubrimiento que se adhiere al núcleo desparecerá en la profundidad. Esta última corresponde, en el cerebro humano, a la ínsula de la anatomía descriptiva y, en los mamíferos superiores no primates, al Gyrus reuniens y a las primeras y segundas circunvoluciones de Leuret. Así funciona el proceso de extensión de la corteza cerebral a partir de los mamíferos superiores no primates hasta el hombre, y que hemos querido exponer en estos trabajos. Los conceptos que se exponen allí son actualmente adoptados por diferentes autores en el exterior, tales como Landeau en Suiza, Gemma en Italia, Petroniewicz en Yugoslavia. Me referiré ahora a la nomenclatura de los hemisferios cerebrales. Debemos a Leuret la nomenclatura de la corteza de los mamíferos no primates que se utiliza aún hoy en día. Esta última se adapta esquemáticamente al cerebro de los no primates y sólo puede ser convencional; puesto que la corteza no alcanza su auge sino con los mamíferos inferiores, no podían adoptarse designaciones que recordaran la configuración de la corteza de los vertebrados que los anteceden. Broca en Francia y Ecker en el exterior emprendieron la nomenclatura de la corteza de los primates. Sus divisiones y apelaciones, hoy en día universalmente adoptadas, son comunes al cerebro humano y al de los monos, a excepción de los no primates. Esta nomenclatura fue la culminación de los estudios adelantados durante todo este período sobre el cerebro de los primates. Las dos nomenclaturas de Leuret y de Broca presentan una indiscutible claridad. Pero la nomenclatura del cerebro humano de Broca, publicada por primera vez en esta Revista, tiene el defecto paradójico de no asociar de ninguna forma la corteza de los monos y el hombre con la de los no primates. Desconoce totalmente los lazos ancestrales que unen al conjunto de los mamíferos, como si únicamente los hemisferios cerebrales escaparan al principio de continuidad que predomina en el curso de la evolución de todos los órganos. Esta doble nomenclatura que no asocia nada, establece una para los no primates y otra para los primates, tiene la apariencia de querer consagrar para la corteza un hiato entre estos dos grandes órdenes. Este es un punto de vista tan inadmisible que no merece refutarse. A pesar de esta fisura, que desconoce la evolución morfológica de los primates por fuera de la de los no primates, no es de sorprenderse que el plano de Broca haya sido adoptado con satisfacción en todas partes; desde hace 50 años es de gran utilidad en la práctica. Este plano se adaptaba a los conocimientos que se poseían sobre el tema y que se poseen aún hoy en día; presenta la ventaja de responder provisionalmente a las necesidades inmediatas y había que contentarse con él.
Por otra parte, en ese momento, puesto que las investigaciones del encéfalo del hombre con respecto a los demás primates habían encontrado una solución anatómica, las controversias de orden filosófico con respecto al tema se calmaron y retomaron un curso menos doctrinario. La atención se centró, entonces, en la clínica de las enfermedades nerviosas y, en consecuencia, exclusivamente en la anatomía descriptiva del cerebro humano que, con Charcot, H. y la señora Déjeurine, Luys y muchos otros, entre los cuales sobresalen en la parte microscópica el señor y la señora Vogt, Brodmann, Ramón y Cajal, logró indiscutibles progresos; por consiguiente, las investigaciones en morfología comparada quedaron a un lado en Francia durante aquella época. En el exterior, por el contrario, surgió a partir de ese momento una vasta literatura sobre el sistema nervioso de los vertebrados en general, a raíz del impulso de Holl en Austria y en Inglaterra de Turner y del eminente profesor Elliot Smith, a quien esta Sociedad otorgó el Premio Fauvelle en homenaje a sus trabajos universalmente conocidos. Se necesitaron todos esos pacientes y numerosos trabajos en las últimas décadas del siglo XIX y a comienzos del siglo XX hasta aproximadamente 1910, para establecer algunos puntos de referencia morfológicos en los no primates que pudieran permitir asociar ciertas disposiciones de su corteza a la de los primates. Así se encontraba planteado el tema cuando el profesor Anthony y yo mismo intentamos confrontar aquellos conocimientos entre sí y con respecto a nuestras propias investigaciones publicadas en una serie de memorias. Su conclusión nos permitió, en junio de 1912, presentar en la “Revue Scientifique” un resumen titulado: “Essai d’un nouveau plan du cervau de l’Homme et des Singes, basé sur l’évolution du Pallium dans la série des Mamifères”. (Ensayo de un nuevo plano del cerebro del hombre y de los monos basado en la evolución del palio en la serie de los mamíferos). En este plano, dividimos la corteza cerebral, justificando esta división por las relaciones de la corteza con la masa gris central, en dos grandes territorios: territorio central y territorio periférico, que encontramos tanto en los primates como en los no primates. Luego, intentamos aplicar en el hombre las designaciones de los surcos y las circunvoluciones de cada uno de los dos territorios conforme a sus homologías en los no primates. Una nomenclatura entendida de esta forma se distinguiría por la ausencia de caracteres artificiales y permite captar el significado morfológico del cerebro humano. Si el estudio de las homologías de la corteza adulta prueba que dicha nomenclatura está debidamente fundamentada, el estudio de las condiciones mecánicas de su desarrollo en el embrión lo impone igualmente. En efecto, ciertas condiciones mecánicas a las cuales están sometidos los hemisferios cerebrales en el curso de su desarrollo embrionario se encuentran en forma idéntica en todos los mamíferos.
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Estas condiciones de orden mecánico y carácter constante, ejercen sobre las paredes frágiles de los hemisferios durante el crecimiento embrionario consecuencias idénticas; crean obligatoriamente en los mismos lugares de estas paredes pliegues fundamentales más o menos acentuados según cada caso particular. A los efectos constantes e idénticos corresponden causas constantes e idénticas. En resumen, las líneas fundamentales de los hemisferios cerebrales serían, por consiguiente, la consecuencia obligada de ciertas condiciones mecánicas comunes a todos los mamíferos en el curso de su desarrollo embrionario. Por ende, podemos decir que la nomenclatura propuesta se fundamenta en la unidad y la similitud de las causas mecánicas que presiden el desarrollo de la corteza embrionaria de los mamíferos, incluido el hombre. El encéfalo del hombre es incomprensible si se considera como una unidad aislada de sus relaciones ancestrales, incluso las más alejadas; es el resultado de múltiples transformaciones en un plano arquitectónico único común, no sólo a los mamíferos sino a todos los vertebrados. El resumen de estas memorias se encuentra en el Traité d’Anatomie comparée du Cerveau (Tratado de Anatomía Comparada del Cerebro), publicado en 1926 por el profesor Anthony, quien sucedió como Secretario General de vuestra Sociedad al recordado profesor Manouvier. A pesar de la complejidad del tema, esta obra es un cuadro sorprendentemente claro y simple sobre los conocimientos actuales acerca de la evolución cerebral, fácilmente accesible incluso a aquéllos que no conocen sino los grandes lineamientos de la anatomía descriptiva del cuerpo humano. Como acabamos de ver, las investigaciones de ontogenia cerebral son de gran utilidad para dilucidar ciertos problemas de morfología cerebral. El desarrollo ontogénico de la corteza en los embriones de los monos puede con frecuencia, mejor que la corteza adulta, suministrar indicios sobre la continuidad del desarrollo cortical de los primates con el de los no primates. Pone de relieve las causas mecánicas que son el eje de la morfogénesis y dan origen a la convergencia morfológica. Puede, así mismo, suministrar información cronológica valiosa sobre la aparición de los surcos; la precocidad de una hendidura en el feto puede confirmar su carácter fundamental, indicar la filiación ancestral de ciertos surcos que son visibles en el feto y se desvanecen en el adulto, indicar la forma primitiva del encéfalo, etc. Y, sin embargo, se encuentran pocos trabajos sobre el desarrollo embrionario del cerebro en los primates en su revista y boletines; la causa se debe no solamente a que estas piezas anatómicas son muy raras, sino también a que la idea de continuidad de la corteza de los primates con la de los no primates parecía ser indemostrable. No obstante, es preciso resaltar los estudios de Deniker, publicados en 1885 en su revista, sobre los cerebros de los fetos de los primates y de los recién nacidos. Fue el primero en dar información sobre el desarrollo del cerebro
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en los embriones de los monos; describía, entre otros, el cerebro de un feto de gorila, el más joven conocido. Más de 30 años después, entre 1916 y 1925, se publicaron diversas descripciones instructivas de hemisferios cerebrales de embriones de recién nacidos, firmados por el profesor Anthony (feto de gorila, macaco, chimpancé, cinocéfalo, cercopiteco) y la señorita Coupin, distinguida Secretaria Adjunta de su Sociedad, con frecuencia olvidada de la ciencia (trabajó sobre el oso recién nacido). Ojalá se siga esta vía; será fértil en enseñanzas. Desde el punto de vista de las formas cerebrales primitivas, no pasaré por alto la tesis de la señorita Coupin sobre los plexos coroides de los peces, en los cuales se tiene la ventaja de poder observar netamente dichas formaciones en su aspecto más simple. Este trabajo contribuye a entender el desarrollo de las telas coroideas de los vertebrados en general y, repito, para entender el encéfalo humano, no hay que estudiar únicamente los mamíferos. Con relación a la topografía de las localizaciones cerebrales, puedo citar aquí el trabajo del profesor Rouvière quien fuera Presidente de esta Sociedad. En 1917, el señor Rouvière publicó en su Revista un ensayo sobre las localizaciones del psiquismo en la corteza cerebral del hombre. Localizó la psiquis superior en las capas superficiales de la base piramidal que se desarrollaría tardíamente en el embrión humano; la psiquis inferior tendría su centro en las capas profundas de la corteza y su desarrollo sería mucho más precoz. El hecho de que el centro de la psiquis inferior aparezca cronológicamente en el embrión humano antes de la psiquis superior no tiene por qué sorprendernos; confirma la historia del desarrollo mental según el cual la psiquis del animal y del hombre son de naturaleza idéntica, aunque de grados diferentes. Mientras que el centro de la psiquis de los animales se habría desarrollado en las capas inferiores de la corteza, el centro de la psiquis superior se desarrollaría posteriormente en las capas más superficiales, primero en algunos homínidos, para finalmente desarrollarse en el hombre. De otra parte, el autor sitúa en la capa molecular de la corteza el centro donde se encontrarían las prolongaciones de las células piramidales que provienen de la región motora voluntaria con las que provienen de las neuronas sensitivas. El encuentro de las fibras motoras y sensitivas en un cruce cortical alejado de sus centros de origen explica por qué dichos centros de especificidades funcionales distintas pueden ejercer una influencia recíproca sin estar en contacto inmediato. Abordo, ahora, el segundo tema de nuestra charla, el de los pesajes encefálicos. Las Memorias sucesivas publicadas en esta Revista sobre este tema constituyen un conjunto sobresaliente y dieron momentáneamente todo lo que la ciencia posee hoy en día en términos de nociones sobre este importante tema. Antes de Broca se estimaba el peso absoluto del encéfalo por medio de la balanza; bajo diferentes perspectivas éste es un procedimiento defectuoso. O bien, según Cuvier, se dividía el peso del cuerpo por el peso absoluto del encéfalo, obtenido por pesaje directo: es el peso relativo.
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Con Broca, el campo del pesaje encefálico se vuelve por así decirlo ilimitado. Fue el primero en calcular indirectamente el peso del encéfalo midiendo simplemente la capacidad del cráneo. Desde ese momento fue posible obtener el peso de cualquier encéfalo siempre y cuando se poseyera el cráneo. Fue un gran resultado; el procedimiento evitaba al mismo tiempo el error bastante sensible debido a la atrofia del encéfalo, ya sea por la edad, ya sea por ciertas enfermedades, error que el procedimiento de la pesa no puede obviamente eliminar. Más tarde, en 1879, el profesor Manouvier, por mucho tiempo Secretario de su Sociedad, que él ilustró por medio de sus trabajos, mejoró el método de Broca mediante el cual se obtiene el volumen del cerebro en centímetros cúbicos únicamente. Mediante el cálculo de un coeficiente promedio multiplicado por la capacidad del cráneo, Manouvrier obtiene en gramos el peso del encéfalo. Como antes, se comparaba luego el peso encefálico a partir de la masa del cuerpo. En 1885, Manouvrier modificó profundamente la idea que se tenía acerca de la designación del peso encefálico y, de la misma forma, se modificaron las conclusiones que podían deducirse. Así, tuvo el gran mérito de reconocer lo que hay de inexacto en la relación de la totalidad del peso cerebral con la totalidad del peso corporal. Según él, hay que considerar en el peso encefálico dos cantidades distintas: la primera corresponde al peso de la materia cerebral destinada a la inervación del cuerpo; la segunda cantidad representa el peso de la materia cerebral que corresponde a las funciones intelectuales, funciones más o menos independientes de la masa del cuerpo. En consecuencia, sustituyó al peso total del cuerpo el fémur seco como esencialmente regido por el sistema nervioso con miras a la locomoción. Infundió entonces un contenido práctico a su teoría bajo la forma de una ecuación algebráica en la cual el peso del cuerpo y del encéfalo se conocían, y la cantidad de materia cerebral destinada a las funciones intelectuales se desconocía y debía buscarse. De la ecuación así establecida resulta que a un gramo de fémur en los individuos de un mismo grupo corresponde tal peso de encéfalo para las funciones motrices y tal peso para las funciones del intelecto. Se sobreentiende que esta última cifra no debe tomarse por una medida estricta de las capacidades intelectuales, pero sería considerada, según Manouvrier, como un “compromiso de investigación”. Por su constitución misma o entre el fémur, la fórmula de Manouvrier se utiliza sobre todo para individuos de un mismo grupo. Doce años más tarde, en 1897, Eugene Dubois, quien ya había publicado en su boletín su sensacional artículo sobre el Pitecantropus erectus, publicó sus investigaciones sobre el peso encefálico. Sin conocer los trabajos de Manouvrier, relaciona como aquél el peso del encéfalo, no solamente con la masa del cuerpo, sino también con el funcionamiento de la inteligencia. Su fórmula, constituida de forma diferente a la de Manouvrier, es matemáticamente más correcta. Sin sustituir el fémur a la masa del cuerpo, su fórmula es utilizable tanto para los individuos de un mismo grupo como
para los de grupos diferentes. En efecto, es irracional elegir un elemento de significado motor como es el fémur para comparar el conjunto de mamíferos entre sí. Por medio de esos dos procedimientos, se pudieron establecer con respecto a los mamíferos series de pesaje y fijar su valor intelectual, ya sea en un mismo grupo con la fórmula de Manouvrier, ya sea de un grupo a otro grupo con la fórmula de Dubois. Los resultados de las clasificaciones corresponden más o menos a lo que podemos suponer en primera instancia sobre el valor intelectual de los diferentes mamíferos. Sin embargo, sorprendieron e incomodaron ciertos resultados poco admisibles que parecían informar la exactitud de dichos métodos de pesaje: los grandes rumiantes y los équidos presentan en tales pesajes un coeficiente de intelectualidad sensiblemente más elevado que los cánidos, al igual que el conejo con respecto a la rata. Lapicque explicó estos resultados insólitos en un trabajo sobre La grandeur de l’oeil et l’appréciation du poids encéphalique (El tamaño del ojo y la apreciación del peso encefálico): “Se trataría en los casos antes citados no de una superioridad intelectual sino únicamente de una superioridad visual.” También con la fórmula de Dubois el mismo autor pudo demostrar algebraicamente la igualdad del valor intelectual entre el hombre y la mujer, contrariamente a los resultados obtenidos por Cuvier con su fórmula del peso relativo. Para este cálculo, Lapicque no empleó la fórmula de Manouvrier para individuos del mismo grupo, sino la de Dubois para individuos de grupos diferentes, pues según él, el hombre y la mujer deben ser considerados como especies diferentes. Esta interpretación es defendida en un artículo publicado en su Boletín de 1907. En resumen, las series de pesajes encefálicos en los mamíferos no primates sólo arrojaron, como era de esperarse, cierta diferencia entre las cifras de su valor intelectual en un mismo grupo o de un grupo a otro. Pero la diferencia entre estas cifras se acentúa en la serie de primates. En fin, en el hombre la diferencia de peso encefálico de un individuo a otro varía del simple al doble, mientras que las variaciones de peso de sus cuerpos no son significativas. Estas grandes diferencias de peso cerebral de un hombre a otro con igualdad de peso somático parecen corresponder a la expresión numérica de la desigualdad del valor intelectual. Por último, en 1925 y 1926 el Profesor Anthony, en colaboración con la señorita Coupin, presenta una aplicación útil e interesante del método de Dubois: el cálculo del índice del valor cerebral. Este procedimiento confronta las variaciones del peso cerebral de un individuo en las diferentes épocas de su desarrollo. Se puede calcular, por ejemplo, la proporción en la cual el peso cerebral de un gorila de dos años es relativamente superior a la de ese mismo gorila en estado adulto; o bien, en qué proporción el hombre a la edad de tres o cuatro años es relativamente adelantado, en lo que se refiere al peso cerebral, con respecto al hombre adulto. Los resultados de estos cálculos concuerdan con el hecho de que la niñez representa el
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período de desarrollo cerebral durante el cual el cerebro hace la mayor cantidad de esfuerzos para adquirir los datos que utilizará el resto de su existencia. El interés del índice del valor cerebral es considerable, ya que las aceleraciones del peso del cerebro durante el crecimiento, sus detenciones, sus retrasos, su disminución en el curso de la existencia individual son variaciones comunes en los mamíferos y son diferentes en cada especie. Esa fue a grandes rasgos la contribución de los miembros de su Sociedad en las investigaciones sobre el peso encefálico. En lo que se refiere a la teoría, la práctica y la interpretación, representa lo que la ciencia posee hoy en día en términos de conocimiento sobre este capítulo difícil de la neurología comparada. Es una bella página de su historia. He intentado recordar la influencia considerable que ha ejercido su Sociedad en el avance de los conocimientos de la evolución cerebral.
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El gran número de monografías sobre el cerebro publicadas en su Revista y la naturaleza misma del tema hacían mi tarea difícil; una bibliografía tan vasta sólo puede esbozarse en una exposición que debe limitarse a un panorama de conjunto. Por consiguiente, he tenido que dejar de lado excelentes trabajos, pero me detuve cada vez que un trabajo parecía dar un impulso nuevo a los conocimientos ya adquiridos. Llegado al término de mi exposición, espero que se unan a mí para rendir homenaje al esfuerzo de esta pléyade de investigadores, nuestros antecesores en esta Sociedad, a cuya labor he tenido el honor de referirme. Y es que esa labor merece destacarse; ha sido sellada con un sello noble: el interés más desinteresado por la ciencia. Son dos rasgos esencialmente característicos de la Sociedad de Antropología de París, que la han honrado desde su fundación y gracias a los cuales ha mantenido, en lo que a ella se refiere, el renombre de la Antropología en Francia.
Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
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¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
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{Lecturas
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 176-179.
Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Mauricio Nieto Olarte*
* Egresado del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Magíster en Historia y Filosofía de la Ciencia y Doctor en Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Londres, Gran Bretaña. Actualmente trabaja como Profesor Asociado del Departamento de Historia de la Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: mnieto@uniandes.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 176-179. Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana
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a Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816) es un trabajo ejemplar por varias razones. Es un ejemplo de los evidentes beneficios que puede tener para la investigación histórica una sólida formación filosófica, y es una muestra de la importancia que tiene para el análisis político los problemas epistemológicos, tradicionalmente relegados al campo de la filosofía de la ciencia y muchas veces extraños a las reflexiones sobre el poder. Un primer rasgo del libro de Santiago Castro que vale la pena destacar, es que toma distancia de los frecuentes trabajos sobre la Ilustración americana concebidos desde una perspectiva difusionista. Muchas de las reflexiones sobre la Ilustración suponen que ésta nace y madura en centros culturales europeos y que posteriormente es difundida al resto del mundo sin mayores modificaciones. Así, quienes estudian la Ilustración fuera de los confines europeos se han preocupado por indagar hasta qué punto las ideas europeas contaron o no con fieles y legítimos voceros en otros continentes. ¿Leyeron y comprendieron los americanos a Isaac Newton o al Conde de Buffon? ¿Llegaron copias de la Enciclopedia Francesa? ¿Cuáles fueron los autores europeos más conocidos, qué obras europeas circularon y cuáles no? El libro de Castro, por el contrario, argumenta que la Ilustración europea y la misma Modernidad son en parte el resultado de la expansión europea, y en lugar de pretender evaluar qué tan ilustrados fueron los americanos, quiere estudiar los rasgos particulares que conformaron el pensamiento, en este caso, de la elite criolla del Nuevo Reino de Granada. Si bien las preocupaciones del autor están dirigidas a entender las características particulares del pensamiento ilustrado de los criollos de la Nueva Granada, la obra ofrece novedosas contribuciones para reconocer el carácter político del proyecto ilustrado europeo. En este punto el autor se enfrenta con una aparente paradoja: La idea de ciencia moderna supone un conocimiento que niega su localidad, su “lugar de enunciación”, para así proclamar su neutralidad y universalidad. Éste sería un conocimiento que se construye por fuera de los intereses particulares y que, por lo tanto, debe ser inmune a la política. Y, sin embargo, es precisamente dicha pretensión de autoridad absoluta la que constituye la más radical de todas las posiciones políticas. La aspiración de un conocimiento universal no solamente niega otras posibles formas de conocer y actuar, sino que hace de quien posee la razón y la verdad el legítimo portavoz de todos. Esto es lo que Castro llama la Hybris, la arrogancia del punto cero, de quien no tiene lugar, deshace lo local, niega la subjetividad para hablar en nombre de todos. Esta idea del punto cero, de la tabula rasa, está en el centro del pensamiento moderno y de la hegemonía de Occidente.
Tanto el empirismo de Francis Bacon como el racionalismo de René Descartes buscaron por caminos distintos un método filosófico infalible, que permitiera de una vez y para siempre diferenciar entre la mera opinión y la creencia del conocimiento absoluto. De este proyecto son herederos los pensadores de la Ilustración europea y todos aquéllos que quisieron proclamar dominio universal, control absoluto del mundo natural y de otros seres humanos, que parecen estar al margen del mundo de la razón, de la verdad y de la civilización. De manera tal que, como lo muestra Castro en su libro, ese otro que es objeto de conocimiento y del orden resulta definitivo en la constitución del sujeto que se proclama como legítimo agente del orden y del dominio. Las ideas de “blanco”, o de la “pureza racial”, no serían posibles sin sus opuestos de negro, mestizo o indio; así es precisamente como las nociones de civilización y progreso adquieren sentido únicamente frente a sus negaciones, a la barbarie y al atraso. Las críticas a la Ilustración y las reflexiones sobre conocimiento y poder tienen ya una larga y sólida trayectoria que no es oportuno reseñar aquí; desde la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, de manera destacada en la obra de Michel Foucault y desde luego en los trabajos de historia y sociología de las ciencias de las últimas décadas, el eje central de las investigaciones sobre el conocimiento occidental ha dejado de lado el tono apologético, y se han visto obligadas a hacerle frente a preguntas sobre el carácter político del conocimiento. El trabajo de Castro se enmarca dentro de una tradición crítica ya madura, sin embargo, se inscribe de manera más directa dentro de la corriente de estudios poscoloniales. En forma más específica el autor se reconoce como parte de un grupo de escritores latinoamericanos, entre quienes podemos mencionar a Enrique Dussel, Walter Mignolo y Anibal Quijano, entre otros, y quienes han sumado esfuerzos para repensar la teoría poscolonial desde América Latina. Así la influencia de Edward Said, en particular de su paradigmático libro Orientalismo, es visible y reconocida de manera explícita por Castro. Said es convincente, nos recuerda el autor, en mostrar que la dominación occidental, en este caso de sus colonias orientales, es en parte el resultado de formas específicas de representación del Otro que al mismo tiempo consolida una imagen de lo propio, la cual facilitó y presentó como naturales relaciones de dominio y control. Dentro de marcos de reflexión similares, Castro se suma al esfuerzo de estos pensadores latinoamericanos para construir nuevas categorías a fin de pensar el pasado y el presente latinoamericano y hacer evidente el carácter eurocéntrico de las tradicionales miradas sobre la realidad americana. De manera similar a Said en su trabajo sobre Oriente, autores como Dussel, Mignolo o Quijano han querido mostrar la indisoluble relación entre modernidad y colonialidad, relación en la que la Europa moderna no podría ser comprendida sin entender sus relaciones políticas y culturales con el 177
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LECTURAS • Mauricio Nieto
resto del mundo y, en especial, con Hispanoamérica. Es en estos términos que Santiago Castro busca reconstruir los vínculos entre el proyecto colonial y las prácticas científicas de la Ilustración, tanto en manos de viajeros y exploradores europeos como de los hombres de letras de la elite criolla; en este caso, la del Nuevo Reino de Garanada. Las reflexiones del autor giran alrededor de los discursos ilustrados sobre la población y la naturaleza americana, para mostrarnos cómo las prácticas científicas de las elites criollas constituyeron poderosas formas de legitimación de un orden natural y una jerarquía social. Así, Castro hace evidentes las relaciones entre la autoridad epistemológica y la diferenciación racial y social. Estas reflexiones sobre poder y conocimiento son oportunas, tanto para una mejor comprensión de la historia política americana como de la historia de las ciencias en la América española de finales del siglo XVIII e inicios del XIX, en el periodo de la Independencia. Sus señalamientos sobre el carácter político de los discursos ilustrados nos permiten pensar de manera renovada el papel que jugaron las elites blancas y los criollos en la construcción de las nuevas naciones americanas. Tradicionalmente se ha visto a la ciencia y a la Ilustración como formas de liberación e, incluso, ha sido muy frecuente ver en la Ilustración el germen de un pensamiento revolucionario y una causa de la independencia política. El trabajo de Castro nos invita a revisar estos supuestos. El proyecto absolutista de los Borbones de crear un gobierno imperial más eficaz, encontrará en las elites americanas no sólo cierta resistencia, sino también poderosos aliados que se vieron a sí mismos como los legítimos voceros de un proyecto político de dominación blanca. El discurso europeo de la pureza de sangre y aun las tesis europeas sobre la influencia del clima sobre los seres vivos fueron apropiados por la elite criolla y útiles en su empeño de diferenciación sobre el resto de la población americana. Uno de los campos científicos en el que se hace más evidente la relación entre saber y poder es en el de la salud, ya que es en términos de prácticas médicas y políticas de higiene y salubridad que se reconoce la autoridad europea ya no únicamente sobre las almas, sino también sobre los cuerpos. Así, la noción foucaultiana de la biopolítica es utilizada por el autor para darle mayor fuerza a su tesis central, a saber, hacer evidente la identidad entre los discursos científicos y coloniales. Otro de los ejemplos tratados en el libro es el de la historia natural, el problema de nombrar y clasificar plantas y animales. El uso de una nomenclatura de un sistema como lo fue el del sueco Carlos Linneo, es una poderosa forma de apropiación europea del resto del planeta, y la adopción de éste por parte de los viajeros españoles y posteriormente de naturalistas criollos contribuye a la integración de América y todas sus criaturas dentro de un orden occidental, que de manera radical y violenta excluye cualquier otro lenguaje y cualquier otra manera de leer el orden de la naturaleza. Además de las clasificaciones y descripciones de la
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población, de las ciencias de la salud o de la historia natural, tal vez el campo científico con una relación más directa y explícita con la política es el de la geografía. Sin duda, aquí también, como lo explica Castro, la búsqueda de un marco de referencia absoluto, el punto cero, fue un cometido de la Modernidad europea. La cartografía con todo el rigor que implica el uso de instrumentos calibrados y de mediciones astronómicas, hace posible la representación del territorio dentro de un orden racional, en el cual el observador parece desaparecer. Los criollos de la Nueva Granada muestran un particular interés por la geografía; un caso notable es el de Francisco José de Caldas, quien describe “los conocimientos geográficos como el termómetro con el que se mide la Ilustración…” y la “geografía económica” como “la base fundamental de toda especulación política” (p. 248). De hecho, el Semanario del Nuevo Reino de Granada, editado por Caldas entre 1808 y 1810, dedica la mayor parte de sus páginas al problema de la geografía del Virreinato. La geografía económica, tal y como la entiende Caldas, es inseparable del estudio del clima, de los recursos naturales y de la población, tres aspectos claves para el gobierno y la planeación. El contenido político de la geografía es ilustrado por el autor en referencia al tema de la población y su clasificación jerárquica en relación con el clima, de tal manera que en los discursos geográficos se hace visible una vez más el esfuerzo criollo de distinción y diferenciación frente al resto de la población. Las tesis de reputados naturalistas europeos como las de Buffon o De Paw suponían que el clima define las características físicas y morales de los seres vivos. El trópico y sus excesos de calor y humedad producen animales y hombres débiles y degenerados, de tal modo que para ellos el “Nuevo Mundo” es visto como un continente inmaduro y un lugar poco apto para la civilización. Los criollos de la Nueva Granada, Caldas, Lozano Ulloa por ejemplo, reconocieron la influencia del clima; sin embargo, al mismo tiempo señalan con insistencia lo que los autores europeos no podían reconocer, a saber, la diversidad climática del continente americano y las diferencias de temperatura en el trópico que varían con la altura y no con la latitud. Así, en los Andes son las tierras altas y menos calurosas las que permiten el florecimiento de la civilización. De manera que gracias a las montañas, a su altura y a la diversidad de climas en el Nuevo Reino de Granada, las mismas tesis de autores como Buffón serán fundamentales en tanto mecanismos de diferenciación racial y social. Una consecuencia de enorme importancia en la construcción de un punto de vista neutral, en el cual unos pocos pueden proclamar la vocería de todos, es la consecuente negación de otras posibles formas de conocimiento, de clasificación y de nomenclatura del mundo natural y del orden social. Es más: así como el imaginario blanco de pureza de sangre se construye frente al otro, frente al mestizo, negro o indio, la idea de un saber puro, racional y verdadero, sólo es posible en la medida en que se contrapone a la diversidad
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 176-179. Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana
de opiniones “irracionales” que caracterizan al resto de la población. La esencia de la identidad de la elite blanca reside en la superioridad de sus conocimientos, en la razón. Aquí se abre otro conjunto de preguntas que indaga sobre la relación, poco enfrentada por los historiadores, entre pensamiento ilustrado y los saberes locales. Sería muy difícil imaginar que el conocimiento europeo de la naturaleza americana, de las plantas, sus usos medicinales, las serpientes y sus venenos, o sobre geografía pueda haberse construido en un espacio social vacío y sin relación con las prácticas y saberes propios de las culturas nativas, de los afroamericanos o de los campesinos. Si bien el autor no nos ofrece estudios detallados sobre el papel que jugaron las tradiciones locales en la conformación de la ciencia europea, deja planteado el problema con claridad. La Hybris del Punto cero, está muy lejos de ser una simple recopilación de fuentes, de hecho este no es su gran mérito; pero sí es una obra que está en diálogo con los actuales debates historiográficos, que asume una posición que en
el panorama de la historiografía nacional resulta polémica, seguramente no del gusto de muchos, pero que, sin duda, se trata de un proyecto valeroso y poco frecuente que toma distancia de algunos de los supuestos más sagrados de la historia nacional y sobre el papel de las elites en la construcción de una nación independiente. Castro no lo hace de manera explícita, pero creo que es un texto de interés para pensar el país hoy. En él podemos aprender sobre una nación que sin duda debe mucho de su historia a las elites letradas que protagonizaron su creación a comienzos del siglo XIX, pero una nación construida sobre poderosos mecanismos de diferenciación y exclusión. Así, resulta refrescante conocer un lado menos apologético y esplendoroso de la Ilustración y de sus representantes neogranadinos. Por último, vale la pena destacar que la riqueza teórica de la obra no es un obstáculo para la claridad; es un libro escrito con cuidado y respeto por el lector, con una trama que hace de su lectura un ejercicio a la vez reflexivo y entretenido.
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¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes. Gloria Patricia Lopera*
* Abogada de la Universidad de Antioquia, Doctorada en Derecho en la Universidad de Castilla, La Mancha, España. Profesora del del área de Teorías del Derecho e Investigadora del Grupo de Estudios Penales de la Universidad EAFIT, Medellín, Colombia, en el tema de Diversidad Cultural y Derechos Fundamentales,. Correo electrónico: glopera@eafit.edu.co
Revista de Estudios Sociales no. 26, abril de 2007: Pp. 1-196. ISSN 0123-885X: Bogotá, Colombia; Pp. 180-182. ¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del Liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes.
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l libro del profesor Daniel Bonilla, La constitución multicultural (2006), representa una importante contribución al debate acerca de la respuesta que la sociedad civil y las instituciones públicas deben ofrecer al desafío que representa la existencia de comunidades culturalmente diversas; en particular, cuando se trata de acomodar la diferencia radical, esto es, la que se manifiesta en prácticas culturales que desconocen los derechos fundamentales y la cosmovisión liberal que los sustenta. Una cuestión interesante en términos teóricos, porque encara el reto que para la filosofía política actual representa la tensión que se plantea entre la exigencia de universalidad de los derechos fundamentales y la demanda de respeto por las diferencias culturales impulsada por la llamada “política del reconocimiento”; pero además y, sobre todo, porque tiene gran pertinencia en un país como Colombia, donde habita un gran número de comunidades indígenas y afrodescendientes, que han librado una larga lucha por sobrevivir y mantener sus modos de vida tradicionales, al igual que para ser reconocidos y aceptados como miembros de pleno derecho de nuestra sociedad. Es un trabajo valioso no sólo por la propuesta que formula sobre el tratamiento de las diferencias culturales, sino también porque el itinerario que traza para llegar a ella constituye una muy bien lograda exposición y revisión crítica de las respuestas dadas a esta cuestión por la filosofía política, el Constituyente de 1991 y la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Así, en el capítulo primero, Bonilla examina las tesis de Charles Taylor, Will Kymlicka y James Tully, autores que, en su opinión, ofrecen las respuestas más sólidas y completas al multiculturalismo en el panorama de la filosofía política contemporánea. Tras ponderar sus aciertos y debilidades, el juicio global acerca de tales propuestas es que resultan insatisfactorias, por cuanto al permanecer dentro de las fronteras conceptuales y valorativas del liberalismo, se limitan a reconocer y a acomodar a comunidades liberales culturalmente diversas, pero fracasan en su intento de incluir la diferencia radical. En estos casos, todas las propuestas examinadas resuelven, por diversas vías, el conflicto entre universalidad de los derechos y respeto a la diferencia, inclinando la balanza a favor de los primeros y de los valores liberales que los sustentan. Solución que no comparte Bonilla argumentando, desde cierto relativismo moral, que si bien en lo personal está comprometido con dichos valores, también lo está con la idea de que “éstos son nuestros valores, y de que deberíamos sospechar profundamente de todo intento de presentarlos como los ideales que deben ser adoptados por todo ser humano y por toda cultural para ser justos” (p. 102). En el segundo capítulo, el autor examina en detalle cómo la tensión antes señalada estuvo presente en los debates que dieron lugar a la Constitución de 1991 y finalmente quedó plasmada en su articulado, dando así lugar a dos conflictos
de valores: por un lado, la tensión entre la vigencia de los derechos fundamentales y el respeto por las tradiciones de las minorías culturales; por otro, la colisión que se plantea entre el principio de unidad política y los derechos de autogobierno reconocidos a los grupos indígenas. Bonilla califica de “infortunado” este panorama constitucional por limitarse a reproducir, en lugar de resolver, tales conflictos. Pero, a mi modo de ver, y ante la falta de respuestas unívocas a ambas cuestiones, que ocupan buena parte del debate actual sobre el multiculturalismo, la respuesta del Constituyente del 91 quizás represente la mejor de las soluciones posibles. Si la definición del ámbito de lo constitucionalmente prohibido y de lo constitucionalmente obligatorio debe ser el reflejo de los consensos básicos alcanzados en el interior de una sociedad, en aquellos temas donde no se logra tal consenso quizás lo mejor sea dejar abierto un marco de soluciones para que sea en el terreno de la política donde se dirima la lucha por la fijación del sentido de los preceptos constitucionales. Así las cosas, no creo que la Constitución de 1991 hubiera podido dar una solución concluyente al problema que nos ocupa, pues sin duda ello se habría logrado al precio de anular uno de los términos del conflicto, dando así lugar a escenarios constitucionales menos deseables del que actualmente tenemos para intentar un ajuste adecuado entre derechos fundamentales y diversidad cultural. En el capítulo tercero, el autor se ocupa de identificar y evaluar las respuestas dadas por la Corte Constitucional al conflicto entre universalidad de los derechos fundamentales y la diferencia cultural. Destaca cómo la jurisprudencia de la Corte ha oscilado entre tres posturas: el “liberalismo puro” que preside la decisión del caso El Tambo (T-254/94), el “interculturalismo radical” afirmado en la sentencia del caso Embera Chamí (T-349/96) y el “liberalismo cultural” que se expresa en el caso Arhuaco (SU-510/98), sin que hasta la fecha haya logrado consolidar una línea jurisprudencial sobre el tema. En el capítulo cuarto hace lo propio con el conflicto entre unidad política y autogobierno de las minorías culturales, identificando tres posiciones: el “individualismo ciego” que se expresa en la sentencia del caso Cristianía (T-428/92), el “centralismo militante” que se manifiesta en la decisión al caso Base militar (T-405/93) y la “autonomía colectiva radical” que, con diversos matices, se afirma en las sentencias de los casos Vaupés (T-257/93), Embera (T-380/1993), U’wa (SU-039/97) y Urrá (T-652/98). Bonilla concluye su trabajo postulando cinco criterios que deben orientar el diseño de las políticas multiculturales e informar la interpretación constitucional con miras a un adecuado reconocimiento y acomodo de la diversidad cultural: 1) El Estado debe ser imparcial (no neutral) frente a las comunidades culturales. 2) Se debe maximizar el derecho de autogobierno de los grupos indígenas para regirse de acuerdo a sus usos y costumbres ancestrales. 3) Mínima intervención del Estado en la autonomía de las comunidades aborígenes, limitada a salvaguardar los “valores interculturalmente aceptados”, que el autor identifica con 181
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LECTURAS • Gloria Patricia Lopera
la prohibición de la tortura, el asesinato y de la esclavitud. Máxima intervención de la sociedad civil, a la que asiste la posibilidad e incluso el deber moral de expresar de manera pacífica y respetuosa su desacuerdo con las tradiciones de estas comunidades. 4) Debe propiciarse una estrategia de salida de los miembros disidentes de una comunidad. 5) La transformación de los criterios que gobiernan la coexistencia de las diferentes culturas debe realizarse a través de diálogos interculturales. Aunque tales propuestas merecerían un análisis más profundo del que me permite este espacio, quisiera detenerme en dos de los elementos que la sustentan: la posibilidad de establecer “valores interculturalmente aceptados” y el “diálogo intercultural” como procedimiento para fundamentarlos. Esta es la vía que encuentra Bonilla para superar el relativismo moral que en ocasiones trasluce su argumentación y desde el cual resultaría ciertamente contradictorio formular una propuesta normativa, a fin de orientar las relaciones entre grupos culturalmente diversos. Se trata de una vía promisoria, por cuanto alienta a trascender las diferencias para intentar establecer una moralidad mínima compartida por todas las culturas, a la vez que supone un llamado a adaptar el diseño de las instituciones públicas conforme a las exigencias del diálogo intercultural. Con todo, en lugar de romper el cerco, la propuesta de Bonilla más bien contribuye a expandir las fronteras del liberalismo. En primer lugar, no renuncia a la búsqueda de criterios normativos universalmente compartidos, lo cual, más allá de ser una característica afirmada por el liberalismo, constituye una condición de posibilidad del discurso moral. En segundo lugar, del mismo modo que muchas de las teorías éticas surgidas dentro de la tradición liberal han optado por definir procedimientos legítimos en lugar de apelar a criterios sustantivos que operen como parámetro último de corrección, la propuesta de establecer los criterios normativos que rijan las relaciones entre culturas diversas a través de “diálogos interculturales” supone trasegar la vía abierta por las éticas procedimentales y trasladar el paradigma normativo sobre el que se asienta
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la democracia – en tanto mecanismo de decisión colectiva orientado a propiciar la igual participación de todos los individuos en la toma de decisiones – al ámbito de las relaciones interculturales. Sólo hay un elemento en las tesis de Bonilla que efectivamente le sitúa más allá de las fronteras del liberalismo y, a la vez, constituye el punto más discutible de toda su propuesta. Se refiere a la afirmación según la cual allí donde el diálogo no produzca resultados o alguna de las comunidades no quiera acercarse a la mesa de negociación, debe apelarse a una “tolerancia intergrupal radical”, admitiendo, entonces, que las comunidades puedan “flexibilizar los lazos que las unen, minimizar su contacto y vivir de acuerdo con sus tradiciones” (p. 283). Por una parte, no queda claro si dicha tolerancia supone renunciar a hacer valer en el interior de las comunidades refractarias al diálogo aquellos “valores interculturalmente aceptados”. Por otra, tal solución no resulta moralmente justificable ni políticamente viable en un contexto como el colombiano. Su viabilidad resulta dudosa, pues tanto el diseño institucional como la efectiva tendencia a la interacción entre las diversas comunidades culturales que habitan nuestro país, motivada por diversas razones (desplazamiento interno, interdependencia económica, entre otras), se oponen a una política que minimice el contacto entre los diversos grupos culturales, a fin de evitar los conflictos derivados de dicha interacción. Pero su justificación moral es más que discutible, por cuanto ignora que las personas pertenecientes a dichas comunidades son igualmente ciudadanos titulares de derechos fundamentales. Por eso, allí donde una de ellas demande del Estado protección frente al abuso que puedan cometer sus autoridades tradicionales en nombre de la salvaguarda de la integridad cultural de su comunidad, se ha de tomar partido por el individuo; no debe olvidarse que la cultura ostenta un valor puramente instrumental y que el sentido último del constitucionalismo de los derechos es defender a hombres y mujeres contra el sacrificio irrestricto y ciego a las costumbres y a los fines de su grupo.
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Dossier Raza y Nación (I) 16-27
Pertenecer a la gran familia granadina. Lucha partidista y construcción de la identidad indígena y política en el Cauca, Colombia, 1849-1890 • James Sanders (Traducción de Claudia Leal y Sandra Caicedo); Utah State University, Utah, EE.UU.
28-45
Civilización y barbarie: el indio en la literatura criolla en Colombia y Venezuela después de la Independencia • Carl Langebaek; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
46-57
Entre la guerra de castas y la ladinización. La imagen del indígena en la Centroamérica liberal, 1870-1944 • David Díaz; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica
58-72
Raza, género y espacio: las mujeres negras y mulatas negocian su lugar en La Habana durante la década de 1830 • Luz Mena; University of California, Davis, EE.UU.
73-85
Recordando África al inventar Uruguay: sociedades de negros en el Carnaval de Montevideo, 1865-1930 • George Reid Andrews (Traducción de Sandra Caicedo); University of Pittsburgh, Pennsylvania, EE.UU.
86-104
abril 2007
“Raza”: variables históricas • Max Hering; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
de Estudios Sociales
Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
Revista
Presentación
Revista26 de Estudios Sociales Bogotá - Colombia Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes / Fundación Social
http://res.uniandes.edu.co
abril 2007
ISSN 0123-885X
Presentación
105-115
La raza y la definición de la identidad del “Indio” en las fronteras de la América española Colonial • Robert Jackson; Department of Interior, EE.UU.
116-125
Raza, alteridad y exclusión en Alemania durante la década de 1920 • Alejandro Castillejo; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
126-137
La sociedad esclavista en el Nuevo Reino de Granada: una sociedad humillante • Ángela Uribe Botero; Universidad Nacional, Bogotá, Colombia
138-145
Dossier Max Hering James Sanders Carl Langebaek David Díaz Luz Mena George Reid Andrews Eugenia Ibarra Robert Jackson Alejandro Castillejo Ángela Uribe
ISSN 0123-885X
La complementariedad cultural en el surgimiento de los grupos zambos del cabo Gracias a Dios, en la Mosquitia, durante los siglos XVII y XVIII / Eugenia Ibarra; Universidad de Costa Rica, San José de Costa Rica, Costa Rica.
Claudia Leal y Carl Henrik Langebaek
Otras Voces Otras voces 148-157
Autonomía universitaria y derecho a la educación: Alcances y límites en los procesos disciplinarios de las instituciones de educación superior • Margarita Gómez, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Renata Amaya, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ana María Otero, University of Oxford, Inglaterra.
158-165
Sergio de Zubiría Margarita Gómez Renata Amaya Ana María Otero
Bogotá - Colombia
Universidad, crisis y Nación en América Latina • Sergio de Zubiría; Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
Documentos Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París
Documentos Investigaciones sobre el cerebro en la Sociedad de Antropología de París (Traducido por Julia Salazar)
Lecturas
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Mauricio Nieto Gloria Patricia Lopera
Lecturas Castro-Gómez, Santiago (2005). La Hybris del Punto Cero: ciencia, raza e Ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana • Mauricio Nieto, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
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¿Rompiendo el cerco o ensanchando las fronteras del liberalismo? Comentario al libro de Daniel Bonilla Maldonado, La constitución multicultural. (2006). Bogotá: Siglo del Hombre – Universidad de los Andes • Gloria Patricia Lopera, Universidad EAFIT, Medellín, Colombia
180-182
Raza y nación (I)
Pp. 1-196 Tarifa Postal Reducida No. 2007-134 Servicios Postales Nacionales S.A. Vence 31 Dic 07 $15.000 pesos (Colombia)