En otro lugar. Migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporánea

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Luz Mary Giraldo

Luz Mary Giraldo

Edward W. Said afirma que “el exilio es la vida sacada del orden habitual”, pues quien lo vive o padece en sus diversas formas de transterración (desplazamiento, emigración, inmigración, éxodo, exclusión) lleva consigo una herida que no cicatriza jamás, una profunda sensación de pérdida, una “esencial tristeza”. Sin lugar a dudas, la ficción que esta problemática suscita elabora el duelo del autor o del lector frente a las víctimas. Inscrito en los debates actuales, En otro lugar incita, a partir de la lectura de novelas, cuentos y poemas que atraviesan la historia de Colombia en los últimos cien años, a analizar y reflexionar sobre cómo los creadores de diferentes momentos han dejado constancia y testimonio, o han logrado que la ficción sea lugar para sujetos migrantes. El escritor que profetiza entra en diálogo con el que con perplejidad vivencia o explora hechos truculentos acaecidos en el país o en otros lugares de Latinoamérica y el mundo. El pasado se entrecruza al presente y el aquí y el allá entran en escena. Estos análisis apelan a estudiosos de literatura, a culturalistas y profesionales de las ciencias humanas y sociales, pues ofrece diálogos complementarios para abordar este largo duelo que recae sobre nuestra historia.

En otro lugar

La Colección Estudios Literarios ha sido diseñada para publicar los resultados de investigación de los profesores del Departamento de Literatura de la Facultad de Ciencias Sociales. Las producciones intelectuales de esta selección han sido escogidas por su relevancia académica e importancia en el área de los estudios literarios.

Doctora en Filosofía y Letras, profesora titular de la Universidad Javeriana, asociada de la Universidad Nacional. Es autora de varios estudios sobre literatura colombiana, entre los que destacan: Más allá de Macondo (2006), Ciudades Escritas. Literatura y ciudad en la literatura (2001, 2004), Fantasía y verdad. R. H. Moreno-Durán (2005, compiladora), Narrativa colombiana. Búsqueda de un nuevo canon (2000), Fin de siglo. Narrativa colombiana (1995, coordinadora), La novela colombiana ante la crítica (1994, coordinadora). Entre sus antologías están: Cuentos y relatos de la literatura colombiana (2005, 2006), Cuentos caníbales. Nuevos narradores colombianos (2002, 2006), Ellas cuentan. Narradoras colombianas de la colonia a nuestros días (1998). Ha publicado varios libros de poesía, ha sido incluida en antologías del país y del exterior y poemas suyos han sido traducidos al inglés, francés e italiano.

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Facultad de Ciencias Sociales

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En otro lugar Migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporรกnea



En otro lugar Migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporรกnea

Luz Mary Giraldo


Facultad de Ciencias Sociales

Reservados todos los derechos © Pontificia Universidad Javeriana © Luz Mary Giraldo Primera edición: abril de 2008 Bogotá, D.C. isbn: 978-958-716-097-0 Número de ejemplares: 500 Impreso y hecho en Colombia Printed and made in Colombia Editorial Pontificia Universidad Javeriana Transversal 4 a Núm. 42-00, primer piso Edificio José Rafael Arboleda, S.J. Teléfono: 3208320 ext. 4752 www.javeriana.edu.co/editorial Bogotá, D. C.

Corrección de estilo César Mackenzie Diseño de cubierta Carmen Sánchez Caro Diagramación

Javegraf Montaje de cubierta

Óscar Arcos Imágen de cubierta

Serie Exilio “sin título”, de Santiago Aguirre CTP e impresión Javegraf

Giraldo Bermúdez, Luz Mary, 1950En otro lugar : migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporánea / Luz Mary Giraldo Bermúdez. -- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2008. 157 p. ; 24 cm. Incluye referencias bibliográficas (p. 153-157). ISBN : 978-958-716-097-0 1. LITERATURA COLOMBIANA - HISTORIA Y CRÍTICA. 2. LITERATURA LATINOAMERICANA - HISTORIA Y CRÍTICA. 3. VIOLENCIA EN LA LITERATURA. 4. EXILIADOS EN LA LITERATURA. 5. DESPLAZAMIENTO FORZADO EN LA LITERATURA.

CDD C860.9 ed. 21 Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca General ech.

Abril 02 / 2008

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.


Índice P rólogo .................................................................................... 9 D el

lugar al no lugar . .............................................................. 19

E scritur as

del despl a za miento .................................................... 31

El impacto de la violencia...................................................................... 32 La ficción del conflicto: representaciones literarias............................. 36 Migrar y desplazarse: la violencia varias veces contada.....................................39 La horrible noche.......................................................................................................... 43 Lugares ajenos................................................................................................................47

“Enmontados” y desplazados: de Arturo Alape a Laura Restrepo........ 49 Del desplazamiento a las comunas: Fernando Vallejo y Jorge Franco. ...................................................................................... 64

N arr aciones

del exilio : de aquí par a all á . ................................... 73

Del éxodo a la fundación de un mundo: Cien años de soledad............... 78 Los emigrantes....................................................................................... 85 Lo político y la ilusión en la gramática del exilio de Óscar Collazos................ 86 Emigración y nostalgia: Paraíso travel................................................................. 90 Emigrantes y retórica del vacío: Zanahorias voladoras y

El síndrome de Ulises...........................................................................................94

N arr aciones

del exilio : de all á par a acá .................................................... 103

Entre el refugio y la fascinación: las Weismann, Lengerke y el señor B. K............................................................................. 106 Del lugar de paso al lugar para el olvido: Bibliowicz, Schwartz, Vásquez............................................................................................. 115

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En otro lugar

La palabra y la cena milenaria. La caída de los puntos cardinales y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre.................... 128 Transterración, interioridad y exclusión............................................... 132 La Ceiba de la memoria y los horrores de la historia........................................134 La cantata del mal: entre la exclusión y el exilio............................................... 141

Par a

l a huida milenaria .

A

m aner a de conclusión .................................. 147

B ibliogr afía .............................................................................................................153

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Prólogo

Prólogo

R

ecientemente varios pensadores se han referido al exilio y a sus significados concomitantes –desplazamientos, migraciones, errancias, destierros, éxodos–, como tema y problema de nuestro tiempo. Para Edward Said, por ejemplo, “la cultura occidental moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados, refugiados” (2005, 179), cuya presencia, prohibida en muchos casos, o en otros sumergida en el olvido, “durante los últimos doscientos años ha presidido la experiencia humana bajo una enorme variedad de formas” (38). A su vez, para Iain Chambers “la figura metropolitana por excelencia es el migrante”, quien desplazado de los centros a las periferias o viceversa, formula “de manera activa la estética y la vida metropolitanas” (1994, 43), habitando de formas distintas los espacios adonde llega y reinventado los lenguajes. Incluso, Kertész señala que quien o quienes padecen formas extremas del exilio, terminan exiliados del verdadero hogar, la lengua, y se ven obligados a expresare en una “lengua huésped” (2007, 6) que fractura las identidades en una discontinuidad nunca resuelta. No por casualidad Steiner se refiere a un mega-género literario del siglo XX: la literatura “extraterritorial”, es decir, aquellas textualidades creadas por exiliados o sobre exiliados, características de lo que él denomina “era del refugiado” (Said, 2005, 104-105); y, por todo lo anterior, para un célebre exiliado como Teodoro Adorno, la escritura se constituye en un espacio para exorcizar la pena del exilio, pues “quien ya no tiene patria, halla en el escribir su lugar de residencia” (Said, 530). En América Latina, y particularmente en Colombia, los efectos de una realidad tan triste y dolorosa como el exilio, se constituyen en genotexto de variadas producciones narrativas que exigen del crítico literario y cultural, y en general del historiador de la literatura, posturas y miradas peculiares. En efecto, pensadores latinoamericanos demandan de aquél la necesidad de abordar y habitar el espacio entre los

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discursos sobre América Latina y las problemáticas producidas in situ, espacio desde el cual se generan o transfieren categorías críticas que permiten leernos desde territorialidades de tiempos y espacios específicos (Richard, 1898, 250-255; De la Campa, 2001, 26-29; Sarlo, 2001, 220-229; Moraña, 2004, 7-15). En este sentido, de la Campa señala la urgencia de cartografiar las complejas realidades de América Latina exigiéndole al crítico los ojos de un cartógrafo. Precisamente, el libro de Luz Mary Giraldo que hoy presentamos, En otro lugar. Migraciones y desplazamiento en la narrativa colombiana contemporánea, responde de cerca a dichas exigencias. Primero, la autora avizoró la conformación de un nuevo canon en la narrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX (2000); luego, escudriñó las relaciones entre escrituras y ciudades del país (2001); recientemente (2006) estableció un “lugar” de nuestra narrativa situado más allá de Macondo con el objeto de evidenciar rutas ocultas, mapas silenciados y propuestas estéticas diferentes al regionalismo, el criollismo o el realismo mágico. En este nuevo libro se desdobla en cartógrafa de las distintas alegorías espacio-temporales que desplazamientos y migraciones han generado en la narrativa de ficción colombiana de los dos últimos lustros, sin desconocer que el asunto también ha sido tematizado por modalidades de la literatura documental, el testimonio, las historias de vida o los relatos autobiográficos 1. Con el objeto de otorgarle perspectiva al estudio, Giraldo establece un arco temporal de cien años –desde la Guerra de los Mil Días a fines del siglo XIX y comienzo del XX hasta los conflictos armados de nuestro tiempo, pasando por la masacre de las bananeras, el 9 de abril del 48, la violencia partidista, el surgimiento y las mutaciones de la 1

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El libro de Giraldo dialoga de cerca con el de Blanca Inés Gómez de González, Viajes, migraciones y desplazamientos (Ensayos de crítica cultural) (2007). De hecho, las dos investigadoras emprendieron conjuntamente el proyecto “Desplazamiento y migración: representaciones, testimonio y textos documentales en la narrativa colombiana 19702004” en el Departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana. Precisamente, el libro de Blanca Inés Gómez, publicado póstumamente, es, al igual que el de Giraldo, producto de dicho proyecto; además de compartir algunos objetos de estudio con Giraldo, Gómez privilegia las voces testimoniales, los exilios intelectuales y de lengua, y articula la literatura de viaje con la estética de los desplazamientos, combinando textos colombianos con textos latinoamericanos.


Prólogo

guerrilla, los carteles de la droga, el sicariato y el paramilitarismo. Emblemáticamente, señala una continuidad entre la antología de relatos, El recluta (1901), centrada en los desplazamientos del campo a la ciudad, generados por la Guerra de los Mil Días, y dos antologías del 2001 en las que el dolor de múltiples desplazados tiene la palabra: Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento publicada por la Universidad Eafit, y La horrible noche. Relatos de violencia y guerra de Peter Schultze-Kraft. En verdad, durante estos cien años se han vivido en el país devastaciones sin tregua que han originado destierros, éxodos y migraciones internas y externas. Giraldo hace ver que la literatura, especialmente la narrativa, no sólo narra experiencias de errancia por presiones políticas, guerras, persecuciones, miserias, venganzas, sino que potencia el significado de la pérdida total o parcial del lugar entrañable y la urgencia de encontrar otro. Dentro del arco temporal señalado, Giraldo establece cuatro vertientes temáticas y morfológicas de la narrativa de ficción colombiana del último cuarto del siglo XX e inicios del siglo XXI, en cuyas aristas se sitúan textos como objetos centrales de estudio. La primera de ellas evidencia los desplazamientos iniciales del país moderno a raíz de las insatisfacciones sociales y políticas que se generan a causa de la Guerra de los Mil Días, prolongados luego en la violencia partidista, y potenciados perversamente en las violencias múltiples que ocasiona el conflicto armado del país durante los últimos decenios. El corpus seleccionado en este caso permite dibujar un primer mapa del desplazamiento en Colombia y sus efectos devastadores, encarnados literariamente en varios de los cuentos de Lugares ajenos y de La horrible noche, en los libros de relatos de Arturo Alape, Las muertes de Tirofijo (1972) y El cadáver de los hombres invisibles (1979), en las novelas La multitud errante (2001) de Laura Restrepo, La virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo, y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco. La segunda vertiente tematiza la compleja problemática sociopolítica que ocurre en los enfrentamientos entre paramilitares, Estado y guerrilla, la cual no sólo genera conflictos urbanos, inestabilidad laboral o desajustes existenciales, sino que origina migraciones al extranjero. Dichos desplazamientos se escenifican narrativamente a través de sujetos peregrinos o exiliados, cuya condición migrante les fractura, cuan-

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En otro lugar

do no les desintegra las identidades, mientras transitan por un mundo globalizado cada vez más hostil, ajeno e indiferente. El asunto adopta formas literarias en novelas como Paraíso Travel (2002) de Jorge Franco, El síndrome de Ulises (2004) de Santiago Gamboa, y Zanahorias voladoras (2004) de Antonio Ungar, sin olvidar otros matices que del exilo revela buena parte de la narrativa de Oscar Collazos, quien ficcionaliza movimientos migratorios de las periferias a los centros urbanos de Colombia. La tercera vertiente focaliza los inmigrantes que llegan al país por efectos de las guerras mundiales o de crisis políticas y económicas en sus lugares de origen, sujetos que al establecerse de nuevo se distancian absoluta o relativamente de aquéllos, reformulan sus identidades o establecen vínculos conflictivos entre el allá y el acá, todo lo cual problematiza esencialismos nacionalistas de geografía, etnia o lengua. La cartografía de esta vertiente tematológica se visibiliza en las novelas Los elegidos (1953) de Alfonso López Michelsen, y en La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, las cuales alegorizan actitudes de alemanes al entrar en contacto con realidades colombianas; asimismo, se recrean experiencias de judíos alemanes o polacos en El jardín de Weissman (1979) de Jorge Eliécer Pardo, El rumor del astracán (1991) de Azriel Bibliowicz, El salmo de Kaplan (2005) de Marco Swartz y Los informantes (2005) de Juan Gabriel Vásquez. Este mapa incluye modalidades de encuentros y desencuentros con la cultura libanesa/palestina, que sin duda enriquecen la heterogeneidad cultural del país: La caída de los puntos cardinales (2000) de Luis Fayad y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre (2005) de Fernando Iriarte. Finalmente, la cuarta vertiente, variante peculiar de la tercera, se refiere al “arrancamiento” o a la “transterración”, situaciones que a través de formas narrativas proyectan la memoria cultural e histórica hacia una cobertura temporal de largo alcance: el “borramiento” físico y ontológico sufrido por los esclavos arrancados de África y obligados a enfrentar un “no lugar” en la Cartagena colonial, o el horror de los campos de concentración nazi que, análogo al de determinados espacios colombianos, expulsa a los seres de la condición humana, como sucede en La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor; la variante también incluye

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Prólogo

el exilio elegido voluntariamente por sujetos cuya experiencia se metamorfosea en una desgraciada condición de marginamiento, como sucede en la novela La cantata del mal (2006) de Fernando Toledo. Las cuatro vertientes determinan una composición simétrica del libro, que anunciada en la introducción, se desarrolla en tres capítulos: Escrituras del desplazamiento; Narraciones del exilio: de aquí para allá, y Narraciones del exilio: de allá para acá, el cual integra la cuarta de las vertientes. En esta cartografía los bordes se tocan y los caminos se interceptan hasta conformar significaciones englobantes en que desarraigo, exilio, emigración-inmigración “constituyen, pues, una triple condición que contiene ese estado de huída que define a un sujeto migrante, y expresa (…) una manera de ser y de estar en el mundo, una dramática tensión, un hondo extrañamiento en el sentido cabal de la palabra”(28). Al leer de manera cruzada las vertientes dentro del mapa narrativo del desplazamiento y el exilio en Colombia, se articulan temas, actitudes políticas y formas literarias en un tejido complejo y revelador: mientras los “enmalezados” de Arturo Alape huyen espantados al ser expulsados de su entorno rural; los desplazados de Laura Restrepo, concebidos como una multitud errante, se mueven interminablemente del campo y la provincia a las ciudades contemporáneas. A su vez, Jorge Franco y Fernando Vallejo hurgan dolorosamente los efectos del desalojo; mientras el primero enfatiza una estética de la perplejidad y el desamparo, el segundo dinamita el corazón del problema a través de una estética de la rabia y de la impugnación. Por su parte, Paraíso Travel, El síndrome de Ulises y Zanahorias voladoras focalizan el exilio y el desplazamiento metamorfoseando el tópico del “sueño americano” en distintas ciudades del mundo que se convierten en “no lugares” para los personajes que llegan, quienes al tiempo que enfrentan la negación de posibilidades existenciales y laborales, revalúan su sentido original de pertenencia. Así mismo, las novelas de Collazos no sólo matizan las migraciones internas, frecuentes en la sociedad colombiana, sino que problematizan el exilio en relación con móviles políticos y con culpas colectivas. La cartografía propuesta en el libro también deja ver actitudes oscilantes entre atracción y desconocimiento por Colombia en el inmigrante novelado por Pedro Gómez Valderrama, y de desprecio en el recreado por López Michelsen, las cuales fracturan memorias en la

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En otro lugar

conformación de identidades políticas, sociales o regionales. A su vez, el mapa de inmigrantes permite percibir el rol de mujeres alemanas que, enfrentadas a violencias partidistas cuando arriban, optan por soñar la libertad y el amor (Pardo); la llegada de judíos polacos a una Bogotá en pleno proceso de modernización socioeconómica (Bibliowicz), y las experiencias de otras comunidades de judíos alemanes y polacos necesitados de olvidar los móviles dolorosos que los obligaron a exiliarse y forzados a iniciar nuevas zonas de contacto cultural y afectivo con el objeto de no perder del todo el sentido de pertenencia al origen. Otras modalidades de exilio evidencian los inmigrantes palestinos o libaneses de Fayad e Iriarte, quienes deciden vivir a plenitud las tensiones que supone la integración a la cultura receptora, proceso alegorizado a través del aprendizaje del español hispanoamericano y en el ritual de compartir la mesa árabe. Así pues, de acuerdo con el lente de Giraldo, la narrativa de ficción colombiana desde mediados del siglo XX y, sobre todo, la de la última década, no sólo rescata memorias olvidadas, denuncia con dolor, focaliza víctimas y victimarios o salva del olvido, sino que se constituye en una cantera de motivos pertenecientes a un imaginario de conflictividades irresueltas que, sin duda, determina modos de ser, de sentir y de actuar: soledad y permanente caída del yo personal y colectivo, perplejidad creciente frente al nuevo espacio que debe habitarse, dolorosos o gratificantes aprendizajes existenciales que exige el lugar o “no lugar” donde se llega, sentimientos de pérdida y orfandad y conflictos identitarios. En este sentido, los indicios y voces narrativas, los personajes, los espacios literarios y los cruces discursivos de las novelas abordadas, permiten “leer amplios e importantes segmentos de la realidad”, pues “la expresión del vacío que ha generado la pérdida se revela en la retórica de la migración y en el discurso bipolar del sujeto que entreteje conflictivamente el aquí y el allá, el antes y el ahora, lo que es y lo que se fue” (147). Es necesario destacar los secretos de elaboración de la cartografía de desplazamientos y éxodos propuesta por Giraldo. Para lograr su objetivo establece desde el comienzo la cobertura de su mirada: acceder a valoraciones sociales y culturales sin abandonar la densidad semántica y la polisemia inherentes a la producción literaria, por eso afirma con claridad su pretensión de “atender al hecho social y cultural sin abando-

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Prólogo

nar el contenido de la forma” (36). Este empeño por reconstruir sectores de una historia social de la narrativa colombiana reciente, no sólo exige perspectivas interdisciplinarias de lectura, sino una conciencia vigilante del carácter discursivo que atraviesa las textualidades literarias, redes que se interceptan continuamente en el proceso de construir significaciones; en consecuencia, la autora señala que la sola lectura inmanentista de los textos impide el establecimiento de relaciones cuya captación es precisamente lo que permite cartografiar procesos más que textos aislados (30). En efecto, para lograr historiar representaciones de desplazamientos y exilios en la narrativa colombiana, se vale de estrategias provenientes del comparativismo literario como forma de conocimiento (relaciona fragmentos, tópicos, estructuras, formas y visiones de mundo para valorar significados sociales, culturales y aún políticos de los textos). Precisamente, las percepciones intertextuales no sólo escenifican el conocimiento que la autora tiene de tradiciones literarias, sino que permiten establecer filiaciones tematológicas y morfológicas no visibles en una historia lineal de periodizaciones o marcos generacionales. No por casualidad son frecuentes los vínculos entre temas y formas de la narrativa colombiana y trayectos de las literaturas hispanoamericanas (76), e incluso relaciones con voces de la narrativa norteamericana de primera mitad del siglo XX (83-84). Así mismo, la contextualización y la inserción del tema de estudio en amplias redes discursivas, lleva a la autora a confrontar discursos políticos sobre desplazamientos en Colombia (Gonzalo Sánchez), sobre vivencias urbanas y nuevas mentalidades del migrante (Gerardo Ardila), sobre efectos y ritmos sociales de migraciones internas y externas en el país (Kalmanovitz y Romero) o sobre problemáticas insolubles del conflicto armado (Torres del Río). Además, se revisan críticamente intentos tipológicos sobre literatura y violencia en Colombia (Rodríguez), estadísticas, informes y versiones de los medios de comunicación. Por otra parte, un dosificado y pertinente aparato de notas no sólo complementa las significaciones en un intento por cubrir gran parte de la memoria histórica acerca de desplazamientos generados en la violencia partidista y de los ocurridos en nuestros días, sino que accede a corpus alternativos de novelas y relatos para potenciar significados.

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En otro lugar

Otro rasgo sobresaliente del libro es sin duda la transferencia crítica de constructos teórico-conceptuales a partir de la lectura cruzada de los objetos de estudio: se canibaliza a Zarone en relación con la persistencia del mito de Caín para explicar que la única patria del nómada es precisamente el exilio; se resignifica a Said en cuanto a la cicatriz incurable que caracteriza dicha condición que, en la narrativa colombiana, vincula dolorosamente memoria y desarraigo hasta el punto que la visión de futuro depende en gran parte de qué y cómo se recuerda; se sigue de cerca a Clifford en la necesidad de leer las prácticas de desplazamientos como constitutivas de nuevos significados culturales; se invoca a Bauman para fijar la extrañeza del exiliado y su imposibilidad de encajar en mapas morales, cognitivos o estéticos, y se adecúa la idea de Cornejo Polar para constatar el discurso descentrado y asimétrico de los sujetos migrantes. Finalmente, todo el proceso de elaboración del libro desemboca en una convicción: buena parte de la narrativa colombiana contemporánea se constituye en espacio, o mejor, en lugar que alberga el desplazamiento y el exilio, no sólo como realidad social e histórica, sino como posibilidad de objetivar una angustia, que al decir de Said, pocas veces experimenta la gente de primera mano (2005, 180). Así mismo, es claro que en varias de las novelas se libera una lucha constante por el sentido de nuestra historia. En este sentido, la perspectiva de Luz Mary Giraldo dialoga con las afirmaciones de Iain Chambers quien, al referirse sobre las migraciones europeas, señala que el sentido de desarraigo del migrante, “del vivir entre mundos, entre el pasado perdido y un presente no-integrado, es quizá la metáfora más pertinente de esta condición (pos)moderna” (1994, 50). El libro de Giraldo, al articular la situación colombiana de exilios y desplazamientos con sus formalizaciones narrativas, parece generar en nosotros la conciencia de que en tanto sujetos históricos y culturales estamos desarraigados, y, citando nuevamente a Chambers, “nos vemos obligados a responder a nuestra existencia en términos de movimiento y metamorfosis”(1994, 44). Cristo Rafael Figueroa Sánchez Bogotá, marzo de 2008

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Prólogo

Bibliografía Chambers, Iain. Migración, cultura, identidad. Buenos Aires: Amorrortu, 1994. Giraldo, Luz Mary. Más allá de Macondo. Tradición y rupturas literarias. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2006. ---. Ciudades escritas. Literatura y ciudad en la narrativa colombiana. Bogotá: Tercer Mundo/Convenio Andrés Bello, 2001. ---. Narrativa colombiana. Búsqueda de un nuevo canon. Bogotá: Centro Editorial Javeriano, 2000. Gómez de G., Blanca Inés. Viajes, migraciones y desplazamientos (Ensayos de crítica cultural). Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2007. De la Campa, Roman. “Latinoamérica y sus nuevos cartógrafos: discurso poscolonial, diásporas entre lectores y enunciación fronteriza”. Mapas culturales para América Latina. Culturas híbridas – no simultaneidad – modernidad periférica. Sarah de Mojica (Comp.). Bogota: Pensar – CEJA., 2001. Kertész, Imre. La lengua exiliada. Artículos y discursos. Bogotá: Taurus, 2007. Moraña, Mabel. Crítica impura. Estudios de literatura y cultura latinoamericanos. Madrid: Iberoamericana-Vervuert, 2004. Richard, Nelly. “Intersectando Latinoamérica con el latinoamericanismo: discurso académico y crítica cultural”. Teorías sin disciplina. Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate. Santiago Castro y Eduardo Mendieta (Coords.). México: Porrúa, 1998. Said, Edward. Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales. Barcelona: Debate, 2005. Sarlo, Beatriz. “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”. Mapas culturales para América Latina. Culturas híbridas – no simultaneidad – modernidad periférica. Sarah de Mojica (Comp.). Bogota: Pensar – CEJA, 2001.

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Escrituras del desplazamiento

Del lugar al no lugar

¡Ah, la vasta errancia!

A cuántos hizo hombres, a cuántos, recuerdo. Jorge García Usta

En Colombia casi todo campesino puede decir que su padre, o su tío, o su

abuelo fue asesinado por la fuerza pública, por los paramilitares o por las guerrillas (…) Es la diabólica inercia de la violencia.

Alfredo Molano

C lejos, el poeta colombiano Jorge García Usta (1960-2005) afirma

omo una forma de mitigar la ausencia del lugar que ha quedado

en los versos de El reino errante lo que significa estar entre dos orígenes: el que ha quedado atrás y el encontrado, en el que se elige por años la compañía dulce o distante pero de la misma sangre, aquella que sabe poner la mesa y “manejar la caída de la tarde”. Esa misma sangre que permite compartir una nueva patria mientras se experimenta “cómo comen los recuerdos”, cómo la memoria “quema fronteras” y cómo se aprenden nuevos lenguajes “para encontrar la última paz” de los “huesos vulnerados”. Errar a causa de circunstancias violentas (guerra, persecución, miseria, desempleo, mala calidad de vida) es la vivencia de quien debe abandonar su lugar para buscar cobijo y tranquilidad en otra parte. Dicha vivencia se revela en algunas obras de nuestra literatura de los últimos lustros, en las que se narran no sólo experiencias dolorosas de

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En otro lugar

vagabundeo, sino lo que significa la pérdida del lugar entrañable y la urgencia de otro para vivir. Una literatura de emergencia como la que se ocupa de este problema, transmite sensación de soledad y de caída, de perplejidad frente a lo que significa el mundo por conocer y los nuevos aprendizajes en aquel no lugar que incita a desear y evocar lo perdido. El sentimiento de pérdida, la sensación de fractura y el conflicto con la identidad define y revela una crisis frente a parámetros vitales, culturales, políticos o sociales. Cuando la presencia de la muerte arrebata algo profundo de la vida y, como en este caso, obliga al éxodo, al desplazamiento o al exilio, la expresión artística conserva o rescata lo perdido. El lenguaje, cualquiera que éste sea, consigna el dolor, y la literatura lo hace desde la palabra hecha ficción en el poema, el cuento, o la novela. Cada forma expresiva conduce a la evocación o a la toma de conciencia y salva del olvido. La ficción le habla al sujeto de sí mismo, del mundo, del pensamiento, de la creación y de la historia, con un lenguaje que es expresión del pensamiento que habla desde su tiempo y al hacerlo, a veces replegándose sobre sí misma, pone los hechos como consecuencia de un pasado o como condición del presente. En los últimos lustros, desplazamiento y emigración han generado una literatura tanto documental y testimonial como de ficción, en la que se manifiesta un estado de alarma y desasosiego. Esta literatura transmite sensación de caída y perplejidad frente a las posibilidades que se cierran o se abren a nuevos aprendizajes en un lugar desconocido que hace desear y evocar lo perdido o abandonado. En algunos casos, desde diferentes disciplinas, tanto emigración como desplazamiento son considerados sinónimos de éxodo, exilio y destierro. Exiliarse, desplazarse -afirma Edward W. Said- es experimentar “la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza” (2005, 179). Relación que asociamos al pasaje del éxodo de Moisés con su pueblo en búsqueda de “la tierra prometida”: buscar infatigablemente un lugar, vagar sin patria, sin arraigo, en una suerte de fatum que llevaría a estar errantes sobre la tierra. “El exilio es un estado discontinuo del ser”, asevera Said, reconociendo que los exiliados “sienten una imperiosa necesidad de restablecer sus vidas quebradas, escogiendo por

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Del lugar al no lugar

regla general verse a sí mismos como parte de una ideología triunfante o un pueblo restituido” (2005, 184); de ahí la necesidad de reconocer la nacionalidad que afirma el hogar creado por una comunidad de lengua, cultura y costumbres. Al reforzar la nacionalidad se elude el exilio como una forma de lucha para impedir sus estragos. Imre Kertész reconoce que no debe hablarse de emigración sino de exilio, pues quien lo padece se ha exiliado “del único verdadero hogar”, y afirma la existencia de un “Yo dominante que registra, domina y describe el mundo. Este Yo colectivo permanentemente activo es un sujeto con el que el gran público –nación, pueblo o cultura- puede identificarse por lo general, con mayor o menor éxito” (2007, 104). Sin embargo, dice, el exiliado debe expresarse en una “lengua huésped”, es decir, solicitar “asilo a lenguas extranjeras” (2007, 122) para poder comunicarse. Las ficciones que tienen como hilo conductor desplazamiento o exilio, o, en otras palabras, representan la experiencia de sujetos migrantes1 , expresan una forma de exorcismo y catarsis frente a lo producido por unos seres humanos sobre otros que han atentado contra su vida y su pertenencia a una nación, es decir a su habitus. Como dice Said (2007, 180), en ellas se “objetiva una angustia y unos apuros que la mayoría de la gente rara vez experimenta de primera mano”, pues se vive la perspectiva de un sujeto que en sus modos de representación y discursos produce unas categorías desde las cuales se pueden leer amplios e importantes segmentos de la realidad, un “modo de pensar subalterno” que, según Kertész (2007, 118-119), lleva “a pensar también de forma subalterna de nosotros mismos o, aún más, a no pensarnos a nosotros, sino a otro”. De los textos que se han publicado en Colombia en los últimos años (entre cuentos, novelas, poemas, crónicas, artículos y reportajes), unidos a exposiciones y cursos de historia o conferencias sobre violencia, migración y desplazamiento, sobresalen varias publicaciones que

Aunque hoy se considera a los sujetos migrantes expresión de un mundo globalizado, en el que se habla de nuevas identidades en las cuales redundan conflictos de identificación tanto por la persistencia de suturas de identificación como por el cruce de fronteras, esto también puede reconocerse mucho antes de la globalización. La diferencia sería, de pronto, más cultural y de época que emocional, como veremos adelante.

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En otro lugar

permiten afirmar cómo cien años después de la publicación de los relatos incluidos en El recluta (al cerrarse el siglo XIX), referentes al desplazamiento ocurrido con la Guerra de los Mil Días, éstos se reeditan y divulgan, coincidiendo con las antologías Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento (2001) de la Universidad Eafit, y La horrible noche (2001) de Peter Schultze-Kraft. En estas antologías se cubren varios hechos cruentos de la historia Nacional y la continuidad del fenómeno de la violencia y sus consecuencias. Es evidente que en el tránsito al nuevo siglo una diversidad de ficciones redunda en problemáticas semejantes, incluyendo también libros de poesía, relatos cinematográficos y de otros medios visuales y artísticos. Todo apunta a confirmar que durante los últimos cien años, por lo menos, las contiendas y devastaciones no dan tregua en nuestro país y que hemos estado sumergidos “en las ondas de un conflicto armado”, como se afirmó en una exposición en el Museo Nacional, que en el segundo semestre del 2003 acompañaba un curso de historia de Colombia del siglo XX cuyo tema fue Tiempos de Paz. Acuerdos en Colombia 1902-1994. Se destacaron hechos como la guerra de los Mil Días de fines del siglo XIX y comienzos del XX, la Masacre de las Bananeras en 1928, el 9 de abril de 1948, la violencia entre los partidos políticos tradicionales y el surgimiento de la guerrilla a mediados del mismo siglo, hasta llegar a los carteles de la droga, el sicariato, la guerrilla, el paramilitarismo y la delincuencia común. Cada uno de estos acontecimientos ha traído consigo desplazamiento forzado y migraciones, desde adentro o hacia fuera, consignadas también en otras ficciones. En estos textos, como en los que haremos referencia, se ratifica que la literatura no guarda silencio frente a la historia: al contar afirma y exorciza el dolor y el horror, hace señalamientos a conflictos internos y atiende a las crisis. Es posible considerar, a través de la narrativa colombiana, algunas vertientes que ilustrarían problemas políticos y sociales internos o externos de diferentes momentos del pasado: cercano, lejano o remoto, como también diferentes momentos del presente. Una de dichas vertientes revela el desplazamiento del campo a la ciudad suscitado por ese largo proceso de insatisfacción social y política que tendría su comienzo en la Guerra de los Mil Días, se prolongaría en la llamada Violencia Partidista de medio siglo, y tendría otras particularidades en el llamado Conflicto

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Del lugar al no lugar

Armado de los últimos lustros del siglo XX y la casi primera década del XXI. Otra, refleja la expulsión o la salida del país, propia también de la crisis de fin de siglo anterior y comienzos de éste. La otra muestra la situación de inmigrantes externos, aquellos que de Europa u Oriente han llegado a nuestro país por los efectos de las guerras mundiales o las crisis políticas, sociales y económicas de sus respectivos territorios. Y hay otra que remite a pasados anteriores que atraviesan la historia nacional, latinoamericana y mundial, referida a la transterración que conlleva pérdida de los orígenes, hermanada en determinados aspectos con el sentido de la exclusión que puede experimentar el exiliado o el desplazado. La primera mostraría los efectos de la violencia en las tensiones ejercidas con el desplazamiento entre el campo y la ciudad, evidentes en algunos de los cuentos incluidos en Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento (2001), La horrible noche. Relatos de violencia y guerra en Colombia (2001) de Peter Schultze-Kraft, en los libros de relatos de Arturo Alape: Las muertes de Tirofijo (1972) y El cadáver de los hombres invisibles (1979), en las novelas: La multitud errante (2001) de Laura Restrepo, La Virgen de los sicarios (1994), El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco. La siguiente atañe a ese cruce de fuerzas entre el Estado, los paramilitares, las guerrillas y otros que generan conflictos urbanos, se unen a circunstancias políticas o de desocupación laboral o cierto desasosiego y conllevan a emigración hacia el extranjero, obligando a experimentar diversas formas de exilio y peregrinaje por ciudades y culturas ajenas que dejan ver la desintegración del sujeto migrante en el mundo global, como se podría analizar en Paraíso travel (2002) de Jorge Franco, El síndrome de Ulises (2004) de Santiago Gamboa o Zanahorias voladoras (2004) de Antonio Ungar. La vertiente que responde a los inmigrantes externos es particular. Sin evadir la historia nacional sino más bien en una suerte de confrontación, algunos autores ofrecen ficciones narrativas y poéticas en las que se destacan migraciones de europeos polacos, de alemanes, de palestinos y de africanos. En algunos casos, hay un patrón de superioridad de parte de los europeos, particularmente de los alemanes, entroncado con la concepción del blanco entendido como superior, lo que ha sido favo-

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En otro lugar

recido muchas veces por los mismos colombianos, situación que muy seguramente puede vincularse a una impronta fundacional germinada en la mentalidad hidalga que de la Conquista pasa a la Colonia y se sostiene en la burguesía de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Lo anterior podría verse en los respectivos alemanes Geo von Lengerke, de la novela La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama y el señor K, de Los elegidos (1953) de Alfonso López Michelsen, quienes oscilan entre la arrogancia y la fascinación, contrastando y dialogando con los personajes de El jardín de las Weissman (1979) de Jorge Eliécer Pardo, El rumor del astracán (1991) de Azriel Bibliowicz, El salmo de Kaplan (2005) de Marco Swartz y Los informantes (2005) de Juan Gabriel Vásquez, que recrean experiencias de judíos alemanes o polacos. Esto, igualmente, entra en relación con los españoles frente a los esclavos en La Ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor, o el personaje español, Giacomo, de La cantata del mal (2005) de Fernando Toledo. Aquellas novelas que reflejan la cultura libanesa o palestina, cuya experiencia difiere en parte, como se percibe en La caída de los puntos cardinales (2000) de Luis Fayad y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre (2005) de Fernando Iriarte, las cuales muestran notables diferencias en este aspecto. En esa otra confrontación del exilio enfocado desde inmigración por “arrancamiento” o “transterración”, tal como se percibe en La Ceiba de la memoria, se revela la historia de occidente relacionada con la situación de los esclavos en la Colonia colombiana y al horror generado en los campos de concentración nazi y en campos similares en la Colombia reciente. A esto podríamos agregar el sentido del exilio asumido por elección y cuya experiencia se trastoca en exclusión y marginación, como se propone en La cantata del mal. Una lectura somera de estas vertientes revelaría situaciones históricas nacionales o extranjeras que se fundamentan y contrastan en nuestra sociedad, historia y cultura. Así, por ejemplo, del primer caso, o del desplazamiento, es posible percibir en las obras de Arturo Alape la época de la violencia rural y partidista en los “enmalezados” que, como seres expulsados de su tierra, huyen escondidos como sombras por territorio rural. En Laura Restrepo, la constante de esta violencia en su prolongación en el presente, expresada como un hecho incesante,

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Del lugar al no lugar

un vagabundeo incontenible iniciado en el campo y en provincia a mitad del siglo XX y extendido a las ciudades contemporáneas. En los dos autores se destacan pérdidas y búsquedas: por una parte, la relación con el origen; por otra, la búsqueda de alguien perdido o algo que la vida y la historia han arrebatado. Tanto Alape como Restrepo manifiestan sus convicciones políticas y la certeza del valor del escritor comprometido con una causa desde la que se denuncia y se da testimonio; de ahí la necesidad de narrar hurgando en el pasado para señalar la urgencia y emergencia, aprovechando formas híbridas (documento, periodismo). En el caso de Jorge Franco y Fernando Vallejo, tanto en Rosario Tijeras como en La Virgen de los sicarios, aunque directamente no se refieren al desplazamiento, expresan las consecuencias de este estado de violencia, desalojo y desprotección. Cada una desde el espíritu de su tiempo y la idiosincrasia de su autor refleja decadencia moral y social: la primera con una fuerte dosis de perplejidad y desamparo, y la segunda con rabia e impugnación. Paraíso travel, El síndrome de Ulises y Zanahorias voladoras revelan la época a que pertenecen: ni la historia, ni las tradiciones, ni el pasado, ni los ideales políticos y sociales signan estas ficciones. Sus autores pertenecen al presente: recrean personajes individualistas que se ven abocados al diario vivir en épocas de crisis, víctimas de los conflictos nacionales o mundiales, del relajamiento de la moral y las costumbres, de la dificultad en el ejercicio de la profesión o de la insatisfacción de la calidad de vida. En éstas exiliarse o desplazarse es una actitud de desprendimiento o alejamiento (equivalente al sueño americano de otro tiempo, derivado hoy al español o al europeo). Esas ficciones muestran una ampliación del desplazamiento que desde lo interno se dirige a lo externo, muchas veces a ciudades voluptuosas y arrogantes (Nueva York, París, Madrid, Roma), convertidas en no lugares, sitios inhóspitos de todos, para todos y ninguno, a los que generalmente se entra “por la puerta del servicio” y “se vive pobre como las ratas”, como dicen los narradores respectivos de “Clichy: días de vino y rosas” y El síndrome de Ulises de Santiago Gamboa, pues no hay posibilidades de nada para ningún inmigrante, cualquiera sea su nacionalidad, y mucho menos si es del tercer mundo. De manera análoga, el narrador de Zanahorias voladoras hace notar que ser inmigrante genera la

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En otro lugar

ardua tarea de vivir o morir en una ciudad que no es la propia, saberse un “desprotegido”, alguien de la periferia que reconoce como última misión la de “insertarse en la sociedad”. En Paraíso travel viajar es una forma de desprendimiento para buscar el “sueño americano”, de manera distinta a como se buscara en la década de los setenta para “ser alguien”, según se evidenciaba en la narrativa de entonces de Óscar Collazos. En la novela de Franco, el personaje es arrastrado por la fantasía de emigrantes latinoamericanos que esperan encontrar un mundo perfecto, a imagen y semejanza de sueños burgueses en los que estarían satisfechas todas las necesidades. La crisis de identidad en los inmigrantes que de Europa llegan a América es diferente. En efecto, la mayoría de los personajes son impelidos a salir de sus respectivos países por causas distintas: en La otra raya del tigre, Lengerke huye de un delito cometido en Alemania y se dispone a colonizar un territorio colombiano de Santander, al imponer el espíritu de los románticos del siglo XIX y el libre pensamiento, construir el castillo de Montebello que amuebla, decora e impone reglas de urbanidad a la manera europea, mientras asume una actitud de superioridad al no establecer vínculos que le permitan formar una familia. Todo en él manifiesta tensión y oscilación entre un estado de fascinación por las maravillas del trópico y la nostalgia por el país que lo vio nacer. En Los elegidos, el señor K., acusado de nazi, llega a Bogotá en plena Segunda Guerra Mundial y con soberbia se burla de la mediocridad y el provincialismo de los bogotanos, a quienes compara con la superioridad artística y social de la Alemania abandonada. En El jardín de las Weissman2 una familia compuesta por mujeres alemanas que han huido de la violencia de su país, buscan nuevas raíces en una región del Tolima agobiada por la violencia partidista; ensimismadas y alejadas de todos y de todo, construyen una genealogía en la que, para superar la muerte, se impone el deseo de libertad en el amor y la ternura. El rumor del astracán sugiere la llegada de judíos polacos a Bogotá y la construcción de un entorno con los de su propia cultura, y en El salmo de Kaplan y Los informantes se recrean experiencias de judíos 2

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La novela sirvió de base para un exitoso seriado llamado La estrella de la Baum. La primera edición en 1978 se tituló El jardín de las Hartmann.


Del lugar al no lugar

alemanes o polacos que, al buscar reconstruir el territorio abandonado, tienen urgencia de olvidar las situaciones que los obligaron a buscar fortuna e identidad en otros lugares. En las novelas que recrean tradiciones palestinas o libanesas, la diferencia está no tanto en la experiencia social o política que ha obligado a abandonar lo propio, sino en cómo participar del mundo encontrado integrándose, sin olvidar sus propias raíces. Así se percibe en La caída de los puntos cardinales y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre, novelas en las que sus autores ponen como telón de fondo la historia reciente de Europa o de Medio Oriente y la trasladan al territorio colombiano en interesantes confrontaciones, poniendo como punto de encuentro aprender la lengua española y compartir la mesa árabe. En diálogo y contraste con las narrativas anteriores, se impone la noción del arrancado por la fuerza del territorio, de la familia, de la cultura y las tradiciones, para ser trasplantado a otras tierras, como en parte se percibe La Ceiba de la memoria: ¿qué sintió cada uno de aquellos personajes de la cultura negra cuando fue sacado por la fuerza de África, tal vez mejor sería decir cazado? ¿Qué vivió durante la travesía aglutinado en el fondo de las embarcaciones? ¿Qué significó para todos y cada uno de ellos ser esclavizado y forzado a servirle a un amo, integrarse a una cultura y modos ajenos? Como lo reconocen estudiosos del tema, de una u otra manera este tipo de personajes o sujetos muestran una condición de crisis, pues estar de paso no es sólo vagabundear o vivir en una suerte de peregrinación, sino experimentar un profundo sentimiento de pérdida del hogar y de la patria y vivir en constante conflicto frente a la identidad. Al analizar las propuestas de Giuseppe Zarone, se destacan las relaciones establecidas con el mito de Caín, referido al estado de nomadismo y vacío de ese personaje cuya única patria es la del exilio (Zarone, 11); las de Edward W. Said, relacionadas con una “experiencia histórica” que revela “una realidad prohibida u olvidada” de algo que “se ha dejado atrás” (38), y las de James Clifford, con el ir y venir de un sujeto cuya abigarrada mezcla de experiencias culturales refleja problemas de ubicación humana, constituidas tanto por el desplazamiento como por la inmovilidad (Clifford, 12). Said afirma que exilio y memoria van de la mano, pues “lo que uno recuerda del pasado y cómo lo recuerda determina cómo ve el futuro” (42).

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En otro lugar

Desarraigo, exilio, emigración-inmigración constituyen, pues, una triple condición que contiene ese estado de huída que define a un sujeto migrante y expresa sobresalto, una manera de ser y de estar en el mundo, una dramática tensión, un hondo extrañamiento en el sentido cabal de la palabra: sentirse extraño, ajeno, expulsado, desterrado, confinado. Según Zigmunt Bauman, “los humanos que transgreden los límites se convierten en extraños”, pues son personas “que no encajan en el mapa cognitivo, moral o estético del mundo: en uno de estos mapas, en dos o en ninguno de los tres” y “hacen de la experiencia de malestar la más dolorosa y la menos soportable” (Bauman, 27). Estas afirmaciones dialogan con las de Clifford, quien se refiere a “las prácticas de desplazamiento” como “constitutivas de significados culturales, en lugar de ser su simple extensión o transferencia” (13). Si en Latinoamérica se revisa la categoría de sujeto migrante, es necesario reconocer la heterogeneidad no dialéctica que Cornejo Polar identifica en los análisis del mestizaje, la cual destaca la condición cambiante de ese sujeto expuesto a la hibridación con las culturas con las que ha entrado en contacto. Escindido entre dos culturas, está en franca tensión tanto con su discurso como con su posibilidad de ubicación, lo que se percibe en su fronteriza enunciación narrativa. Al entretejer el aquí y el allá, el antes y el ahora, su mundo amalgama espacios y temporalidades que afectan su identidad, lo que genera un discurso descentrado y asimétrico. Cornejo Polar reconoce la consecuencia de estados de violencia y la expresión del vacío que ha generado la pérdida, lo que podría revelarse claramente en el discurso bipolar de ese sujeto migrante y en la retórica de la migración (Cornejo Polar, 1996). Así, pues, la retórica del sujeto migrante (desplazado, emigrante, inmigrante o transterrado) contiene la evocación nostálgica del pasado frente al presente de la enunciación narrativa: el presente es el de la frustración y el pasado el de la nostalgia por el paraíso perdido. “Futuro no hay, sólo nostalgia. /Pasado no hay, sólo este espejo”, dice Óscar Torres (2004). El lugar que ha debido dejarse adquiere valor sentimental: es lo existente, el territorio ideal e idealizado, es decir, el mundo feliz está en el pasado, en la tierra primordial. El exilio, “hundimiento irrefutable”, es la hondura y la orilla, el nunca, el “tiempo que nos cuenta” dice Giovanni Quessep a través de su poesía. Ahí radica el sentimiento de

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Del lugar al no lugar

pérdida del albergue o de la Arcadia íntima, en ese tránsito amargo del lugar al no lugar, donde “la lengua huésped”, la del exiliado, puede revelar la pérdida del lenguaje propio. Los versos del poema de Torres, como los de García Usta al comienzo de estas páginas, lo dicen de mejor manera: La historia comienza en el desierto,

Tú Eva, tú Adán, expulsados; la historia termina en

el desierto, no la suerte de reino para un rey caído que cantara Milton,

sino los desiertos de Bagdad, los de este país los de Colombia,

inhabitables,

o justamente habitables por quien entonces dice, habla, usa palabras para ser, para vivir,

para gritar a otros que él también es historia, desérti-

ca historia sin palabras, palabras foráneas que sueñan –aún sueñan-

habitar un país extraño,

por toda seña autollamado Estados Unidos de América.

En la carpeta de “Oda a John Wayne”

Desde el análisis de unas obras de autores colombianos puede llegarse a la conclusión de que exilio y desplazamiento encuentran su verdadero lugar en la literatura. Es necesario reconocer que las “verdades” históricas, el pensamiento moderno y sus conflictos, la filosofía, la psicología, la sociología y la antropología urbanas, además de las diversas maneras de concebir la creación literaria bajo formas discursivas que muestran modalidades de la escritura, se imbrican en una historia social de la literatura y exigen lecturas que se abran a perspectivas interdisciplinarias y/o culturales. Las nociones de cambio social, histórico y cultural se formalizan en la creación estética y dan cuenta de diversos modos expresivos, lo que podríamos percibir acercándonos al conoci-

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En otro lugar

miento de la materia que se aborda metodológica o analíticamente3. Al instaurarse la novela como género que refleja la historia en movimiento y un mundo cuya dinámica radica en la inestabilidad y la búsqueda, su desarrollo crea un diálogo entre las diferentes disciplinas humanas y sociales que permite ver lo que existe detrás o más allá de la letra escrita. ¿Cuál sería, en este caso, la función del historiador de literatura o del estudioso de la misma? Quedarse solamente en una primera lectura de los textos genera un vacío que impide relaciones. Se hace necesario, entonces, avanzar en lecturas de indicios, de relaciones contextuales que abran el diálogo con otras disciplinas, en la comprensión y análisis de procedimientos de escritura que definan estilos de época y de autor. Si la historia de la literatura es la de las formas, desde la lectura se reconoce lo inestable y lo estable, lo que hacen y significan las palabras, lo que dicen, el valor de la oralidad y sus licencias y el de la letra arraigada en el inconsciente4. El historiador y el estudioso de literatura deben permitir y propiciar el diálogo entre lo ficticio, lo “real” y los planteamientos políticos o sociales que subyacen y otorgan la visión del autor, identificando no sólo el objeto de estudio sino la forma de abordarlo, las líneas o tendencias del corpus seleccionado, la visión o la relación con el canon o su contrario, y los posibles vínculos entre lo histórico y lo literario. Las representaciones han sido diversas, a tenor de la visión del autor y del momento histórico que someta a revisión o cuestionamiento. De eso tratan los siguientes capítulos.

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Aquello que puede ser conocido y estudiado de diferentes modos, lo entenderíamos desde los planteamientos con que se aborda ese conocimiento, al reconocer el objeto de conocimiento y los modos de conocerlo, según sugiere Pierre Vilar en Iniciación al vocabulario histórico (Grijalbo, 1980).

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Comparto en este caso las propuestas de Noé Jitrik, expuestas en sus diversos ensayos y en el seminario para profesores del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia sobre Historias de la Literatura dictado en Bogotá en agosto del 2001.


Escrituras del desplazamiento Los recuerdos son como perros abandonados. Nos rodean, nos miran, aúllan alzando la mirada a la luna. Querrías ahuyentarlos, pero se

marchan. Te lamen la mano ávidamente, y cuando les das la espalda,

te muerden.

Imre K erstész: Yo, otro

L

a memoria se hace necesaria a través de la lectura y la escritura de unas situaciones. “Salvar del olvido”, según dicen los estudios de la corriente conocida como nueva novela histórica, corresponde a la necesidad de negarse a olvidar y salvarse de la peste del olvido, de la gravedad de la desmemoria. La literatura en la que se reconoce el tema que abordamos como generador de unas ficciones, le apunta a la memoria y al imaginario individual y colectivo para reconocer Identidad, Historia y Cultura Nacional. En efecto, sociólogos e historiadores han afirmado que los inmigrantes internos y externos “retoman, combinan y refuncionalizan los elementos que –dentro de las limitaciones- les permiten adelantar estrategias para vivir en el medio urbano” (Vásquez, 167); por lo tanto, desplazamiento e inmigración se identifican con formas de marginalidad. Sin embargo, los desplazados son, en la experiencia colombiana, resultado de críticas situaciones económicas, políticas y sociales unidas a la violencia rural ejercida de diferentes maneras o desde distintas fuerzas que ejercen el poder: son forzados a vivir fuera de su territorio. Los desplazados que construyen ciudad se establecen participando de los significados generados en ésta.

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En otro lugar

El impacto de la violencia Al reflexionar sobre el impacto de la violencia en nuestra sociedad y cultura, algunos especialistas identifican etapas y motivaciones distintas en el proceso, y reconocen que durante el siglo XX la guerra ha sido un correlato: por una parte, las guerras civiles que cierran el siglo XIX y abren el XX; por otra, la de mediados del siglo, o de la violencia rural y partidista de los cuarenta a sesenta y, además, la nueva, después de los setenta, que se ha agudizado de manera particular desde la década del noventa. En la primera, afirma Jaime Alejandro Rodríguez, se trataba “de guerras entre caballeros de un mismo linaje”5; en la segunda, de la tensión existente entre “la clase dominante, a través de los partidos políticos tradicionales” cuya “conducción en el plano militar la hace el pueblo mismo, especialmente el campesinado” y en la tercera, de la “confrontación entre

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Sobre el tema es sugestivo el trabajo de Jaime Alejandro Rodríguez, Pájaros, bandoleros y sicarios. Para una historia de la violencia en la narrativa colombiana (2000). Siguiendo de cerca los planteamientos de Gonzalo Sánchez, entre otros politólogos y especialistas, el autor avanza en el análisis del problema, explicándolo a través de particulares novelas actuales. Así mismo, recuerda César Torres que el Conflicto Armado que vive Colombia comporta características políticas, sociales, económicas y militares, no sólo por sus raíces, sino por su evolución: poca o nula intervención del Estado en las regiones apartadas, debilidad en los asuntos de justicia y seguridad y sus correlativos, tolerancia a la privatización de la seguridad y la ilegalidad (paramilitarismo y armamento de la población, entre otros), clientelismo de los distintos grupos que hablan en nombre de los partidos políticos tradicionales, corrupción en los sectores público y privado, tráfico de influencias, ausencia de democracia, vinculación de niños en la guerra, politización de los grupos empresariales, divorcio entre el pensamiento civil y el militar con respecto a los asuntos estratégico-militares —producto de los acuerdos que terminaron en el establecimiento del Frente Nacional—. La fuerza de las guerrillas (particularmente de las FARC) que se comportan como un ejército, así como la del narcotráfico, adelantan una guerra irregular (guerra de guerrillas -guerra de movimientos-guerra de posiciones-guerra de guerrillas) contra el Estado, que en los planes contrainsurgentes de las Fuerzas Armadas, hasta finales de los años noventa, no había sido asimilado e implementado cabalmente y no se contaba con una estructura orgánica adecuada al conflicto irregular. De acuerdo con la visión imperante en el sistema internacional, luego del 11 de septiembre, para Estados Unidos y el gobierno colombiano, el enemigo comporta una doble naturaleza: terrorista (antes insurgente) y narcotraficante lo que para algunos círculos norteamericanos ha sido denominado “guerra ambigua”, pues en un único sujeto social se combate al mismo tiempo a narcotraficantes y a alzados en armas bajo la modalidad de narcoguerrilla o, más recientemente, de narcoterrorismo. Véase su investigación Conflicto Armado y Estructura Orgánica de las Fuerzas Armadas Colombianas 1982-2002. Bogotá: Universidad Javeriana (2005).


Escrituras del desplazamiento

la guerrilla revolucionaria y el estado” (Rodríguez, 149), acentuada “en el confinamiento de poblaciones convertidas en verdaderos rehenes de los actores en conflicto, el crecimiento de las solicitudes de refugio en otros países que aumenta la diáspora de compatriotas hacia exterior, y el desplazamiento no reconocido que ocurre en medio de las fumigaciones de uso ilícito” (Rojas, 505)6. La guerra se ha complicado y multiplicado de tal manera que tanto el campo como la ciudad se ven amenazados y ya no sólo se reconocen los enfrentamientos anteriores sino entre diversos grupos: las fuerzas militares, los paramilitares o autodefensas y hasta el narcotráfico y la delincuencia común. Esto significa que en los móviles de la violencia han cambiado muchas cosas, dándose continuidades y discontinuidades, diferencia de conflictos y contradicciones7. En la mayoría de los casos, huir del campo o del país es una manera de proteger la vida, la familia y la integridad. Si antes se buscó protección en la ciudad, después se busca en el extranjero (como exiliados, refugiados, trabajadores, o lo que el azar permita), lo cual origina una experiencia diferente8. Al expresar su descontento o su compromiso social o político frente a la violencia, los narradores prefieren indagar en sus diversos aspectos, denunciando la crisis y fortaleciendo lo testimonial. En 1975 Orlando Fals Borda afirmaba que la violencia debe verse como “un desplome parcial de la estructura social tradicional” que aceleró cambios radicales, pues afectaba la tenencia de la tierra y destruía gamonalías, e impulsaba el desplazamiento a las ciudades, fomentaba el desempleo y el subempleo, apuntaba a la proletarización y, “más 6

No es de ignorar que esto forma parte de la distribución de la población del territorio nacional. Véase: Gerardo Ardila (editor). Colombia: Migraciones, transnacionalismo y desplazamiento. Bogotá. Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, 2006.

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Véanse los artículos de las memorias del Foro nacional de Cultura: Imágenes y reflexiones de la cultura en Colombia. Tomo 3. Bogotá: Colcultura, 1990.

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Según un informe del comité de E.U. para refugiados, Colombia es el tercer país del mundo con más desplazamiento interno en el mundo actual: “diariamente a lo largo del año pasado [2000], 1479 colombianos -uno por minuto- abandonaron sus hogares como consecuencia del conflicto armado entre el gobierno las guerrillas y los grupos paramilitares”. Sergio Gómez Maseri. El Tiempo. Bogotá, 20 de junio, 2001. Pp. 1-13.

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En otro lugar

que todo, hizo nuevamente visible y palpable la estructura de clase, su diferenciación interna y la naturaleza de la explotación en nuestra sociedad” (Fals Borda, 43). Entre la abundancia de ejemplos literarios, surgidos de dicho contexto, se reconocen las llamadas novelas de la violencia, que definieron gran parte de la ficción narrativa de los cincuenta y sesenta. Hay casos que consignan preocupación por el problema y maneras de abordarlo según la ideología del autor9, al identificar obras más partícipes de valores cercanos a las doctrinas de la izquierda, mientras en otras más recientes, al explorar las consecuencias o las resonancias de los hechos, se recontextualizan y resemantizan momentos, circunstancias o situaciones, últimas migraciones de campesinos a ciudades grandes o intermedias teniendo en cuenta las generaciones nacidas y ubicadas en cinturones de miseria, así como las que llevaron a la construcción de las Comunas Nororientales de Medellín o Ciudad Bolívar en Bogotá, por ejemplo (estudiadas o reconocidas como sitios marginales y peligrosos que expli-

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Véase, entre otras: Germán Vargas. La violencia diez veces contada. Ibagué, Ediciones Pijao, 1976. A manera de ilustración recuérdense: El día del odio (1952) y Camino en la sombra (1964) de José Antonio Osorio Lizarazo, que presentan el resultado del desplazamiento del campesino a la ciudad a causa de la Guerra de los Mil Días o de la violencia partidista. Otros autores abordan la influencia de la ciudad por los desplazados y la de éstos en aquella, mostrando las repercusiones de la situación crítica, como en el caso de Manuel Mejía Vallejo en La tierra éramos nosotros (1945), Tiempo de sequía (1957) y Aire de tango (1973); Gabriel García Márquez en La hojarasca (1955) y La mala hora (1961), Gustavo Álvarez Gardeazábal en Cóndores no entierran todos los días (1972), Darío Ruiz Gómez en Para que no se olvide tu nombre (1966) y La ternura que tengo para vos (1974), Óscar Collazos en Son de máquina (1967) y Memoria compartida (1978), Arturo Alape en Las muertes de tirofijo (1972) y El cadáver de los hombres invisibles (1979) y algunos relatos de Eutiquio Leal. No es de ignorar el caso de Luis Fayad quien muestra en sus cuentos y su novela Los parientes de Ester (1978) la mentalidad de las elites sobre las clases golpeadas por la violencia y la pugna entre la sociedad marginada y las clases normalizadas, destacando en el ambiente urbano el choque producido por las desigualdades económicas y sociales. Por su pare, La calle ajena (1991) de Flor Romero, alude a las consecuencias del desplazamiento del campo a la ciudad a causa de la violencia, reconociendo al gamín, los cinturones de miseria, el desempleo, el vagabundeo de niños que en grupo viven entre el desamparo y el rebusque, añadiendo otras consecuencias como el abandono y el abuso familiar. Cristo R. Figueroa establece tipologías de la relación violencia histórica y narrativa, al referirse a novelas en la violencia, novelas de la violencia y novelas de violencias múltiples (2004).


Escrituras del desplazamiento

citan la crisis de nuestras sociedades y revelan verdades y realidades muy hondas, tal como lo manifiestan Arturo Alape en su trabajo testimonial Ciudad Bolívar. La hoguera de las ilusiones (2003), o Fernando Vallejo y Jorge Franco en sus respectivas novelas: La Virgen de los sicarios (1992) y Rosario Tijeras 2001). Al desplazamiento se le ha entendido como una “radiografía del destierro”10 y a la emigración como una vivencia asumida desde la nostalgia; en sendos casos, la referencia obligada es la del mundo que aunque quede atrás no se abandona, es decir, se lleva la tierra a cuestas y se padece el mal de la transterración11. Indudablemente, el tema se ha representado de manera catártica y expurgativa. Lo anterior significa, y así lo confirman distintas disciplinas, que hay rasgos análogos entre desplazamiento y emigración que permiten considerarlos sinónimos de éxodo, exilio y destierro, entre otros. Las definiciones de diccionario afirman que cuando es de salida o de llegada se habla de migración (emigración o inmigración) y corresponde a destierro, trasplante, desarraigo o expatriación; cuando se refiere a aislamiento, alejamiento, extrañamiento, expulsión y destierro, se trata más de exilio; si está relacionado con peregrinación y “errabundez” se le llama éxodo, y se relaciona con desplazamiento si es alejamiento, “lanzamiento” o “apartamiento” de un lugar, eliminación y “desalojamiento”, “emplazamiento”, es decir sin plaza (Sainz de Robles, 1989). Cualquiera de ellos corresponde a pérdida, cambio de lugar y extrañeza, y coinciden en el dolor por el desprendimiento causado por ese estar fuera de lo propio, expulsado o arrancado.

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En un artículo de uno de los periódicos de mayor circulación en Colombia se sostiene que actualmente “a la ciudad llegan cuatro personas desplazadas cada 60 minutos. Las organizaciones no gubernamentales dicen que son seis. Que al mes llegan más de 4.500, afirma Codees, una organización especializada en el desplazamiento forzado ‘que son 1.000’, replica la Red de Solidaridad Social. Más allá de las cifras, el gobierno y organizaciones no gubernamentales coinciden en que el desplazamiento forzado es la peor tragedia humanitaria que ha vivido el país y que en los últimos meses se ha tomado las ciudades grandes e intermedias.” Yolanda Gómez. “Radiografía del destierro”. El Tiempo. Bogotá, lunes 14 de octubre de 2002. 1-5.

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El término ha sido utilizado en diversas ocasiones por el narrador Mempo Giardinelli, al referirse a la experiencia del exilio. Transterrarse sería un ir con su tierra a cuestas, en movimiento constante.

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En otro lugar

Si algo identifica esta situación es un sujeto peculiar, el migrante12, que corresponde a culturas de desplazamiento y transplante y se reconoce con otros por historias similares, a menudo violentas. Siguiendo a Alejandro Castillejo en La poética del otro (2000), Andrés Salcedo Hidalgo afirma que desde visiones hegemónicas y según transmisión de los medios sobre aquellas poblaciones que huyen de la violencia, éstas hacen que la guerra, por ejemplo, se viva “como si fuera algo lejano, en los confines del espacio social donde habitan esos ‘otros’, los extraños, multitudes, y agregados” (Salcedo, 373). La persona en situación de desplazamiento no sólo parece un “problema” ajeno, sino es alguien que ‘“desaparece como sujeto dentro de esa lógica de alteridad radical’ y se convierte en una masa de personas, ‘un problema de individuos’ que no tienen casa, que perdieron su identidad” (373). Como veremos adelante, todo esto repercute de diferentes maneras en la ficción literaria que representa el asunto tanto en poesía como en narrativa.

La ficción del conflicto: representaciones literarias La historia de la escritura es la historia de las formas, y éstas se realizan en escenarios no sólo geográficos sino culturales, dando paso a formulaciones más complejas. En el caso de una ilustración pertinente al tema que nos ocupa, algunas tendencias de la narrativa colombiana revelan no sólo la ruptura con la dicotomía entre lo rural y lo urbano, sino la confrontación de diversas realidades: la ciudad –sus imaginarios y representaciones-, la sociedad –sus conflictos políticos y culturales- y la escritura como consolidación expresiva de los anteriores. Enfocar uno y otro exige del estudioso atender al hecho social y cultural sin olvidar el contenido de la forma. La historia del desplazamiento que nutrió la narrativa de la violencia rural y partidista de medio siglo, cuyos antecedentes pueden también rastrearse en la Guerra de los Mil Días, cambia de escenario y de lenguaje a finales del siglo XX y comienzos del XXI: va a la ciudad y exige 12

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Sin embargo, deben reconocerse diferencias entre el migrante por desplazamiento, migración, éxodo o destierro, del migrante viajero. Éste es, dice Clifford, “alguien que tiene la seguridad y el privilegio de moverse con relativa libertad” (50), no se relaciona con la resistencia o emergencia “de culturas diaspóricas o migrantes” (51).


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nuevas formas de contar el desplazamiento o la migración (emigración e inmigración); es decir, le interesa destacar no sólo los hechos, sino cómo se perciben éstos desde los sujetos que se desplazan internamente por el país, los que salen de éste y los extranjeros que arriban. Cuando en el caso colombiano contemporáneo -partícipe en gran medida del latinoamericano- hablamos de lo que somos a través de la literatura, no podemos evitar la relación intrínseca entre historia, ciudad y escritura: conciencia de la historia como parte integral del desarrollo social y cultural; conciencia del significado que adquieren la ciudad y el ciudadano durante el siglo XX en sus procesos de formación y estructuración, y conciencia de las formas de escritura que corresponden a diversas épocas, realidades e historias vividas que, al ser revertidas a la ficción narrativa o a otras formas de escritura o relato, reclaman modos particulares. Tomando como corpus parte de la narrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX hasta comienzos del XXI, podemos aproximarnos a la historia del país y relacionar esa constante histórica de la violencia que ha sido decisiva tanto en la formación y de-formación de la ciudad como de sus representaciones. Esto permite entender de qué manera las formalizaciones literarias del problema expresan los conflictos y cómo las escrituras del desplazamiento convergen en la ciudad. El desplazamiento, vinculado a la violencia política del siglo XX, incluyendo más recientemente al Conflicto Armado y las nuevas fuerzas en tensión, ha mostrado, tanto en la realidad como en la ficción, el paso del campo a la ciudad, viéndose ésta afectada al cambiar ante un nuevo (des)orden que afecta al desplazado: experimenta la organización ciudadana, las señales de desempleo, las dificultades para la educación y la reubicación, además de inseguridad social, formas de agresión, repulsión y exclusión. Quien se ha visto obligado a evacuar busca amparo quedándose en territorio nacional o exiliándose en busca de refugio en otro país, lo que define sus comienzos: por una parte, rompe el proyecto de vida que hasta entonces ha llevado y, por otra, acusa una pérdida socio-cultural. La circunstancia no sólo es violenta desde el punto de vista político o social, sino emocional, puesto que esto le significa vivir una carencia trágica: al ser obligado a emprender la huida, es despojado de sus posibilidades físicas y simbólicas de existir dignamente y se convierte en un desarraigado

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al que “en el transcurso de su periplo migratorio, normalmente recorre(n) un camino de rechazos generados desde el interior de cada uno de los sitios, ciudades, pueblos o naciones a los cuales pretende(n) llegar, pues éstos no están preparados ni material, ni cultural, ni políticamente para recibirlo(s) y le(s) cierran las puertas, con lo cual el viaje lo(s) convierte(n) en paria(s)” (Viviescas, 48), y cuando logra ubicarse en algún lugar, por sólo el hecho de ser desplazado será discriminado, estigmatizado y desconocido por el Otro. Tanto histórica como literariamente, el siglo XX se abre y se cierra en Colombia con desplazamientos. En efecto, el que fuera desplazamiento del campo a la ciudad propiciado por la Guerra de los Mil Días que cierra el siglo XIX y da inicio al siguiente, se reencuentra en los años cincuenta con la emigración a las ciudades causada por la violencia rural y partidista, uniéndose además con la inmigración de extranjeros debida a la Primera o Segunda Guerra Mundial, las hambrunas en Europa u otros conflictos de Medio Oriente. Luego, finalizando el siglo XX y comenzando el XXI, la migración también se percibe de manera contraria: muchos nacionales viajan a países extranjeros en busca de nuevas oportunidades, algunos por conflictos políticos, otros por desempleo, reagrupación familiar, o en busca del sueño en otro lugar. Cuando tenemos que varios libros publicados en un breve período de tiempo, por ejemplo entre 2001 y 2004, entran en diálogo con aquellos alusivos a los primeros años del siglo XX, los treinta o los cincuen. ta, o con algunos de los setenta, resulta ineludible la relación de las obras narrativas con los hechos y con la evolución de su expresión literaria. Así, por ejemplo, la novela corta de Laura Restrepo, La multitud errante, la colección de cuentos de diferentes autores: Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento, y Desterrados, de Alfredo Molano, obras publicadas en el 2001, están dominadas por la misma imagen alegórica que conduce a la recurrente sensación de errancia, de estar sin lugar o arrancado de la tierra. Errar en masa, ir a donde no se pertenece, desprenderse o transterrarse, comporta la presencia del sujeto que se desplaza según diferentes órdenes: en unos, el desplazamiento interno se convierte en ese huir del territorio próximo a regiones desconocidas, y en otros, en un movimiento hacia lo externo, a ciudades o lugares lejanos, “ajenidades”, según un sugestivo término utilizado por Alfredo Molano.

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En otras obras, desplazarse es emigrar, viajar lejos, al extranjero, moverse hacia fuera en busca de fortuna y con la ilusión de encontrar otra forma de vida menos agobiante y tormentosa. Ese tránsito se articula con la búsqueda de sí mismo, como sucede en Paraíso travel o Zanahorias voladoras, de Jorge Franco y Antonio Ungar, respectivamente; travesía y experiencia que difiere en El síndrome de Ulises de Santiago Gamboa. Si en la primera se trata de buscar un nuevo lugar para vivir cobijado por el amor y la esperanza, en una realidad que conduce a la pérdida del paraíso; en la segunda, la analogía es la de buscarse enloquecidamente en una suerte de continuo ritual de iniciación; en la de Gamboa, en cambio, se trata de reconocerse en el mito del escritor que requiere intensas experiencias para alimentar su creación –saberse perdido, confundido, agobiado, transeúnte en cielo extraño, aislado- y como otros tercermundistas, vivir una suerte de iniciación que incluye la soledad, el resquebrajamiento y la degradación. Otras obras focalizan hechos semejantes en momentos diferentes, corroborando la inquietud histórica y social de inmigraciones e inmigrantes, quienes no sólo dejan un territorio extranjero, sino que buscan la manera de integrarse o de ser testigo de distintos hechos o episodios ocurridos en Colombia. Es necesario entonces revisar estas distintas formas de migrar y desplazarse, de emigrar o de inmigrar, sin dejar de reconocer en dichos sujetos el sentido de la expulsión, del desprendimiento o de la exclusión.

Migrar y desplazarse: la violencia varias veces contada Desplazarse es cambiar de lugar, casi plácidamente y por voluntad propia. Al destierro lo estudia la física o, como última

concesión, la demografía. El destierro es otra cosa. Es, como lo sabe y lo grita el que lo vive, un “ desentierre”, un brutal corte

de raíz que se hunde en el pasado y que dice quién se es, para

dónde se mira y hacia dónde se va. Alfredo Molano

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Sobre la violencia de mitad de siglo recuerda Alfredo Molano que “en Colombia casi todo campesino puede decir que su padre, o su tío, o su abuelo fue asesinado por la fuerza pública, por los paramilitares o por las guerrillas”, al reconocer que “es la diabólica inercia de la violencia, que desde antes de 1948, año del asesinato de Gaitán, ha dejado más de un millón de muertos” (2001, 13). Esta reflexión se hermana con aquella en la que afirma que “los desterrados son hijos de la guerra”, resultado del ‘desentierre’, “un corte brutal de la raíz que se hunde en el pasado” (Molano, 2002, 16-17). Desde una postura ética, en el testimonio literario el narrador hace de mediador y toma cierto partido por oprimidos y marginales, en este sentido denuncia y testimonia frente a un estado de emergencia. Molano articula exilio y desarraigo para expresar el dolor de la partida, el énfasis de la soledad y la impotencia, el sabor de saberse lejos de las raíces, la estrechez de “los círculos que el exiliado traza y recorre a diario”, el miedo a no regresar y, especialmente, a no acomodarse a esa “pequeña muerte”, “hecha de ajenidades”, que es el exilio y que “no comienza con las amenazas de los enemigos sino con el silencio de los amigos” (26). Reflexionar sobre desplazamiento y exilio implica reconocer lo que significa verse forzado a abandonar el hogar, lo entrañable, lo ancestral. Si “la casa habitada”, la inscrita en el ser humano, es “nuestro rincón del mundo”, como afirma Gastón Bachelard (34-46) al reiterar que “todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de casa”, ¿qué pasa cuando ésta debe abandonarse?, ¿qué sucede cuando ese primer sentido de la referencia se pierde de manera forzosa? Casa es familia, amigos, vínculos, tierra, patria. La imaginación creativa construye ese “primer universo” como albergue y muestra “que la casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños”. La representación artística recoge el sentido de albergue en la “unidad de la imagen y del recuerdo”, es decir, en la relación funcional de la imaginación y de la memoria13. 13

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A propósito de la violencia partidista, desde los años cincuenta proliferaron en Colombia novelas y cuentos que buscaban exorcizar literariamente la angustia y el miedo. Germán Vargas Cantillo hizo a comienzo de la década de 1970 una antología, La violencia diez veces contada, en la que incluyó cuentos de autores del Tolima menores


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Hemos afirmado que no es una coincidencia que el siglo XIX se cierre con la publicación de un libro de relatos sobre los desplazados y que el siglo XXI se inicie con una diversidad de libros, entre los que destacaríamos algunas antologías en las que los matices del horror se imponen: Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento y La horrible noche. No es extraño tampoco, que en el segundo semestre del 2003 y acompañados por un curso de Historia de Colombia del siglo XX, se exhiban en la Sala de Exposiciones Temporales del Museo Nacional de Colombia una serie de objetos reunidos bajo el tema Tiempos de Paz. Acuerdos en Colombia 1902-1994. Si en el recorrido por la exposición se rastrea la historia viendo la intensidad de distintos momentos, otro tanto se evidencia al hacerle un seguimiento a la literatura colombiana que ha dejado memoria de distintos procesos de violencia. El catálogo de la exposición afirma que “a cien años de haber concluido la más prolongada y devastadora de las contiendas del siglo XIX, el país está de nuevo sumergido en las ondas de un conflicto armado”. A estas publicaciones habría que añadir las crónicas de Alfredo Molano, Desterrados (2001), las de Marisol Gómez Giraldo, Desterrados. Las cicatrices de la guerra en Colombia (2001) y las de Óscar Collazos Desplazados del futuro (2003), por citar otros casos que también exploran el tema común del desplazamiento, la migración a la ciudad o la emigración del territorio. En la contra carátula de Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento se afirma que “el país vuelve a estar en guerra y los desplazados viven, quizás, el drama humano mayor de esta contienda”, y en la presentación a La horrible noche, Schultze-Kraft afirma que se pone el país ante el de cincuenta años, señalando que éstos no se dejaron atrapar solamente por el material histórico e informativo, pues supieron traspasar los límites de la realidad al llevarla a categoría artística. Por la misma época los cuentos de Gustavo Álvarez Gardeazábal, publicados primero bajo el título La boba y el buda y luego bajo el de Cuentos del Parque Boyacá, seguidos por su reconocidísima novela Cóndores no entierran todos los días, se adentraron en el tema de la violencia como una fuerza ciega, casi apocalíptica, siguiendo los avatares de la lucha entre los partidos tradicionales, hasta derivar en otras formas de violencia social, política y familiar, representadas en su obra posterior, como en Comandante paraíso y Mujeres en la guerra, ambas del 2003. Un cotejo de estos diversos textos muestra diferentes representaciones del problema y permite un balance de la historia nacional.

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mundo, “permitiendo a la vez que Colombia se mire a sí misma”, al subrayar que los relatos incluidos “cubren los principales acontecimientos históricos del siglo XX relacionados con hechos cruentos”: la guerra de los Mil Días, pasando por la Masacre de las Bananeras en 1928, el 9 de abril de 1948 o Bogotazo, la violencia entre los partidos políticos tradicionales y el surgimiento de la guerrilla, “hasta llegar al ámbito contemporáneo de los carteles de la droga y del sicariato”, a lo que puede agregarse el desplazamiento forzado y las migraciones que interactúan interna o de adentro o de adentro hacia afuera. Entre los textos y hechos se ratifica que la literatura no guarda silencio frente a la historia, que ha tenido necesidad de contar, de afirmar y exorcizar el dolor y el horror. Hay quienes han reconocido que Colombia ha tenido momentos que la definen como “un país en trasteo”, como de alguna manera podría colegirse con la lectura de estas dos antologías y algunas novelas. La llamada Guerra Grande vivida en el tránsito de un siglo a otro, conocida como Guerra de los Mil Días, se hermana en diversas expresiones sociales y va de la mano de otros procesos históricos hasta encontrarse con la Guerra Chica, la de la violencia rural y partidista, convirtiéndose en un hito a mediados del siglo XX con el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán. Lo anterior no puede desconocer antecedentes en situaciones tan regionales como nacionales, en cuyos intersticios circula también la huelga y matanza de las bananeras en 1928. Los nuevos giros de violencia que sacuden el territorio se han visto afectados con las dificultades para negociar entre unos y otros miembros del conflicto que, desde el la guerrilla, el narcoterrorismo, el paramilitarismo y otras fuerzas en pugna generan dificultades diversas tanto en lo nacional como ante la comunidad internacional. El desplazamiento hacia las diversas ciudades o hacia el extranjero se recrudece, señalando la continuidad de la guerra y mostrando igualmente preocupación en la política interna y externa y en el compromiso social del intelectual y del escritor, cuyos móviles e inquietudes han cambiado también en las más recientes generaciones. Del compromiso que conducía a la denuncia en la primera mitad del siglo XX se ha llegado a un nuevo testimonio o a la perplejidad ante el desamparo y el escepticismo. Si el narrador de los 60 ó 70 mostraba su posición ideológica, su insatisfacción y su compromiso con una ne-

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cesidad de cambio y utopía, el nuevo escritor no siempre se manifiesta consciente de la frustración, la reiteración, la continuidad y el vacío, como puede confirmarse en un balance que pueda hacerse no sólo a las circunstancias políticas sino a las históricas recreadas en la narrativa. De ello dan cuenta las antologías, particularmente la de Peter Schultze-Kraft: la historia del país, las constantes sociales y políticas, las “muchas violencias simultáneas”, el cambio en la noción de compromiso del escritor y la evolución y desarrollo no sólo de temas, sino de formas de escritura, como lo veremos adelante. La horrible noche

El título emblemático de la antología de Peter Schultze-Kraft, tomado de una frase del Himno Nacional de Colombia, es altamente significativo. Como su orden lo indica, son cien años de historia de Colombia viviendo la violencia, expresada ésta en cuentos, relatos extraídos de algunas novelas, e historias de vida14. En la continuidad de los relatos no sólo está la realidad de nuestra historia desde un ángulo específico, sino una especie de novela que, como un palimpsesto, se mueve a través de diversas voces y tonos. La violencia política, reconocida como “guerra”, dice Schultze-Kraft, se despliega la de la naturaleza y se fusiona con la de “las estructuras sociales y el hambre y el crimen que resultan de ellas, la ineficiencia técnica, administrativa y judicial”; dichas violencias campean tanto en los textos como en el país, definiéndose o manifestándose en diferentes departamentos, ciudades y zonas: Valle, Tolima, Caldas, Risaralda,

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Véanse: “El puesto de policía” extractado de la novela Cerco de amor (2000) de Miguel Torres; “Un héroe de la guerra de los Mil Días” de Celia se pudre (1986) de Héctor Rojas Herazo; “El nuevo orden” es el tercer capítulo de Marea de Ratas (1960) de Arturo Echeverri Mejía; “Noticias” está tomado de la novela Biografía del desarraigo (1974) de Óscar Collazos; “Los soldados” es un capítulo de La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio; “Templanza Lasprilla” pertenece a la novela La boba y el Buda (1973) de Gustavo Álvarez Gardeazábal; “Los miedos del joven Virgilio” es de Una y muchas guerras (1985) de Alonso Aristizábal; “La procesión de los ardientes” es un estracto de No morirás (1992) de Germán Santamaría; y el texto de Alfredo Molano “Estuve muerto muchas veces” es un fragmento de la historia “La travesía”, de Siguiendo el corte. Relatos de guerras y de tierras (1989).

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Atlántico, Santander, Guajira, la zona bananera, Bogotá, Tulúa…, el campo, la provincia, la ciudad, desde los revolucionarios clandestinos, pasando por liberales, conservadores, militares, guerrilleros, chusmeros, chulavitas, cachiporros. Y, de manera alusiva y a la vez puntual, se revelan tendencias políticas, partidos del gobierno u opositores, sobre todo en los textos que se organizan hasta la década del setenta, reconociendo en ellos ataques en territorio campesino, campos de concentración, enmalezados, persecución, cacería de brujas, desalojo, huelgas y matanzas. En los relacionados con la década del ochenta, se imponen otras formas de zozobra: bombas intempestivas, los efectos de la nueva moral identificada en el narcotráfico, el sicariato, la narcoguerrilla, el terrorismo, y el consecuente desplazamiento o la migración. Guerra y violencia son una larga pesadilla en la memoria que trastoca los recuerdos. La antología se inicia con relatos que atañen a la Guerra de los Mil Días en distintas regiones (Harold Kremer en Buga, Héctor Rojas Herazo en la región costera), pasa por la matanza de las bananeras (Álvaro Cepeda Samudio), por los antecedentes y brotes de la violencia rural en Caldas (Alonso Aristizábal), por el absurdo de un color que marca el destino, que en el caso de uno de los cuentos de Nicolás Suescún ser “rojo” es una condena a muerte; por los abusos de poder cuando “el partido sabe premiar a sus hombres de mérito” (Arturo Echeverri), por los chulavitas “que algún día desaparecerán de la tierra” pues quien no esté con el poder es estigmatizado, según se colige del texto de Próspero Morales Pradilla, cuya trama se desarrolla en Santander. Los efectos devastadores de la violencia en el Tolima llevan a esa condición errabunda del desplazado forzoso así como a la formación de la guerrilla, asunto representado en los relatos de Alfredo Molano; los escenarios donde se registran gobiernos militares y tensiones cotidianas que dejan ver la hermandad insólita entre revolución y violencia, se narran en los cuentos de Hernando Téllez y Darío Ruiz Gómez; a su vez, la muerte que se impone en cualquier plaza precedida de una orden de disparar y/o de “machetear”, acompañada por nubes negras de gallinazos que caen sobre los cuerpos descompuestos –identificación con un interminable Apocalipsis- se representa en los respectivos cuentos de Policarpo Varón y Gustavo Álvarez Gardeazábal.

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Si en la mayoría de estos casos se referencian los partidos tradicionales cercanos o distantes del gobierno y las fuerzas militares ejerciendo la violencia, la expectativa también se cubre desde la parte revolucionaria: los guerrilleros y “chusmeros” se ocultan en caletas ante la naturaleza abrupta que amenaza tanto como el bando contrario, mientras se esconden las armas y se espera hasta que existan nuevas oportunidades (Arturo Alape, Plinio Apuleyo Mendoza), bien frente a una sombra que se impone con su ruido, ante un padre que subrepticiamente llega de visita y se le pide cuentas, o hasta que termine la vida de Camilo Torres, el cura guerrillero perseguido aún en su muerte por el ejército (Álvaro Medina, Óscar Collazos). Entre sus muchos rostros, a la violencia también hay que reconocerla en la percepción frente a alguien que “viaja por el mundo y sale en los periódicos”: siguiendo los datos reconocidos y fijados no sólo en la memoria colectiva, sino en la prensa de la época, como el sindicalista Mercado quien luego de ser juzgado en un proceso popular es ajusticiado por el movimiento guerrillero M-19, como sugestivamente lo recrea Roberto Burgos Cantor desde la paradójica convivencia del amor y la muerte, al mostrar el paralelismo entre la ejecución de un personaje y un encuentro amoroso de una pareja. Otro rostro de la violencia se reconoce en el horror que se vive en el bando contrario: desde una alegoría de la manzana de Guillermo Tell se hace relación a soldados sometidos, humillados y muertos al recibir disparos en sus cabezas (Juan Carlos Botero); en la reacción de los “hombres armados” que esperan la llegada de todos los que van al mercado del domingo para asaltarlos y cortar sus cabezas, mientras “los aviones del gobierno traza[ba]n curvas en el aire y se escucha[ba] el estruendo de las bombas” quedando sólo la procesión de cadáveres ardiendo en la memoria (Germán Santamaría). La violencia cambia de traje, de color, de forma y de sentido hasta la inversión total de los valores en las últimas décadas. Reaparece en los símbolos que pierden su carácter emblemático, el Himno Nacional, por ejemplo, es sólo un reflejo metafórico del tiempo: distintivo de una hora donde comienza o termina el día en un mundo de ciegos (Octavio Escobar Giraldo). La violencia reaparece en un lugar de locura donde la vida es como un circo en el cual “a veces ríen, y matan”, cada uno es una amenaza para el otro y todo puede ser peligroso, especialmente

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cuando la gente está alrededor (Andrés Caicedo, Antonio Ungar); está también en la cínica cacería de indigentes, más conocidos como “desechables” en la llamada “operación limpieza” (Miguel Torres, Mario Mendoza); en el padre y el hijo que se aprestan a realizar un trabajo conocido como “muerte a sueldo” o sicariato (Collazos); en lo indiscriminado de la acciones violentas cuando estalla en alguna ciudad una bomba o un arma es disparada desde cualquier motocicleta o automóvil conducido velozmente (Pablo Montoya, Ruiz Gómez); cuando los escrúpulos se pierden y no importan las relaciones filiales (Germán Espinosa); cuando ésta hiede como una masa de cadáveres que cae en una alcantarilla negra “que se traga el presente” (Morales Pradilla) hasta concluir en una suerte de Apocalipsis reflejado en la subversión de la misma vida doméstica, donde sólo existen ceguera, miedo y hostilidad (Suescún). Ahora bien, la muerte aliterada se impone de diversas maneras y en distintos estilos narrativos, mostrando sus reveses y horrores en cada época, cada obra y cada autor. Los últimos cuentos, tan intensos como todo el conjunto de 33, no sólo tienen una clara factura contemporánea que define la época en su espíritu y estilo, sino una muy cercana sensibilidad que linda con el surrealismo y el absurdo: desplazados y emigrantes buscan rumbo sin tregua. El desplazado que se ha visto obligado a migrar en busca de amparo se queda en el territorio nacional o espera refugio en otro país: el resultado revela ruptura con un proyecto de vida y anuncia una pérdida socio-cultural. En definitiva, esta antología se abre como un abanico para mostrar cuentos que “leen” una nación, revelando la perspectiva del antólogo a través del “ordenamiento”: el resultado es una lectura transversal de la historia de un siglo en el que se percibe que fatalidad y muerte borran la paz, a la vez que se declara la confusión de la memoria y se entiende que a veces “se lleva la muerte en la yema de los dedos”, como dice Cepeda en el sugestivo relato tomado de La casa grande, o que la violencia es ciega y se adueña de un territorio “que defiende hasta la muerte”, o que matar no es fácil, como se lee en los dos cuentos de Téllez. La muerte, leit motiv, desde luego, da órdenes hasta confundirse con los sueños.

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Lugares ajenos

Cuando al finalizar el siglo XX, la editorial de la Universidad Eafit de Medellín convoca a un grupo de narradores e investigadores a escribir ficciones sobre el tema, no sólo llama la atención sobre el hecho, sino recuerda que entre 1899 y 1902 sumido el país en la Guerra de los Mil días, la revista El Cascabel invitó a los escritores de la época a ficcionalizar el acontecimiento, lo que dio como resultado la aparición en Febrero de 1901 de “El recluta, testimonio sobre aquellos seres concretos, cotidianos, que fueron consagrados a formas de existencia iluminadas por la miseria”15. Un siglo después, se dice en una de las solapas de Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento, que “el país vuelve a estar en guerra y los desplazados viven, quizás, el drama humano mayor de esta contienda, pues su deambular parece convocar un destino ya conocido”. Los trece relatos de esta antología y el prólogo de Andrés Burgos confirman que la violencia siempre ha estado ahí y que desplazarse ha sido perderlo todo, ratificar el desarraigo, dejar el corazón en la querencia y arrastrar el peregrinaje por cada uno de los lugares transitados: saberse estigmatizado, temido, despreciado, indeseable, sujeto social que carece de lugar. En “Nadanostra”, por ejemplo, Roberto Burgos Cantor recrea ese carácter del desplazado, quien no encuentra lugar en ninguna parte y sabe que no hay regreso donde estaba todo: “Hasta nosotros. Nosotros creemos estar acá. Pero quedamos allá. Nos volvieron nada” (Burgos, 144), es decir se reconoce incompleto, urgido de ir “para donde sea”, a ninguna parte, buscando atención incluso del gobierno, a ver si oyen y atienden súplicas y desvelos. Doble exilio se percibe en el cuento de Óscar Castro García, situación que lo acerca al personaje errante de Paraíso travel de Jorge Franco. Huir del país y a la vez sentirse expulsado, “desterrado de la tierra del exilio”; reclamarle a la mala memoria de quienes condenan esta situa15

Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento, Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, Colección Antorcha y Daga, 2001. Incluye autores de distintas regiones y generaciones, lo que muestra diversas facturas y enfoques: Álvaro Pineda Botero, Fernando Cruz Kronfly, Jaime Alejandro Rodríguez, Ignacio Piedrahita, Mario Escobar Velásquez, Juan Carlos Orrego, Esther Fleisacher, Óscar Castro García, Juan Manuel Silva, Marco Antonio Mejía, Roberto Burgos Cantor, Arturo Alape, Rocío Vélez de Piedrahita.

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ción que llevó a considerar a los nacionales un pueblo maldito y peligroso, como dice la voz narrativa: Todos los suramericanos pudieron ser exilados y vivir como tales en Colombia y en otros países de América y de Europa, y los europeos, entre ellos los españoles y los

alemanes y los italianos, pudieron exilarse en América

y en Colombia, pero a nosotros se nos ha negado este de-

recho o este último recurso, como si fuéramos los parias del planeta. ¡Qué rápido han olvidado todos su origen y su miserable historia: una sucesión de derrotas, como dice el sabio Mutis! (Castro García, 100)

Recordar que no se puede vivir un solo minuto de sosiego lejos de las montañas de la patria donde iniciaron “el éxodo en un lento ritmo que se volvió escandaloso cuando ya partían por miles cada semana, cientos diarios de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, del campo al pueblo del pueblo a la ciudad de la ciudad a otra del país a otro país y a otro continente, en una especie de marea, de flujo, de locura (...)” (Castro García, 101-103). Indudablemente, la compilación reafirma ese carácter errante y errático de la historia política y social colombiana y la búsqueda de estilos pertinentes para contar a manera de ficción unos hechos y unas circunstancias que deben fijarse en la memoria y que a la vez requieren su exorcismo. La repetida violencia que de adentro sale para afuera y de afuera llega a través de la censura y el miedo, y también la violencia de los otros, las crisis ajenas que han generado otro tipo de éxodo y desplazamiento, esa común angustia de perder la identidad y olvidar el origen16. Así, pues, huir, regresar, quedarse, vivir la pérdida, asumir la necesidad de empezar de nuevo o sumergirse en la crisis de identidad, ver 16

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De alguna manera todas estas obras podemos relacionarlas con obras de otros momentos y otras circunstancias, como las desarrolladas según la experiencia histórica y literaria de escritores latinoamericanos de diversas latitudes: El jardín de al lado y La desesperanza de José Donoso, Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, La Flor de Lis de Elena Poniatowska, La República de los sueños de Nélida Piñón, Santo oficio de la memoria de Mempo Giardinelli, por citar unos cuantos ejemplos, son novelas en las que estos temas tienden su red en los vasos comunicantes de América Latina.


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la “ajenidad”, como diría Alfredo Molano, la extrañeza del “jardín de al lado”, no encontrar la forma de regresar al “paraíso perdido” después de tantos actos de expiación y purificación, sembrar, cosechar, echar nuevas raíces y fijar lugares de pertenencia y arraigo, son algunos de los motivos recurrentes que llevarían a indagar en otras disciplinas de las ciencias humanas y sociales para comprender mejor el papel y la función de la formalización de los temas y problemas que afectan y apelan a escritores y lectores . Frente a los desplazados “internos” o “externos” desde fines del siglo XIX a nuestros días, la literatura latinoamericana, y en particular la colombiana, da voz a quienes la han perdido detrás de sus fronteras y del marco de sus parcelas. Se sigue produciendo un mortecino desplazamiento de sobrevivientes, y se ve una larga hilera desordenada que parece en la penumbra “una sucesión de estacones que caminaran hacia la pequeñez”, decreciendo, graduales; “como pulgarcitos que se los traga el monte”, según se percibe en el cuento de Mario Escobar, “Con sabor a fierro” (82), mientras otros siguen, después de todo, perplejos ante una puerta que quedó sin muros y fue cerrada con candado cuando otros ajustaron con miedo las ventanas, como sugiere Rocío Vélez de Piedrahita en su relato “Desde la torre los veo pasar”. La misma imagen es captada por una periodista: “Todos los días los ve uno bajar, maltrechos y cansados, de los buses que los traen al Terminal de transporte. Por encima se les ven el despiste, la incertidumbre y la falta de plata. Son los inmigrantes sin suerte, los viajeros necesitados, los desarraigados que se hallan, de pronto, varados en Bogotá (...) Hay que oír lo que tienen que contar (...) Nunca se sabe cuántos casos van a llegar” (Yolanda Gómez 2002). Es claro que la imagen de alguien mirando el desfile de desplazados constituye una alegoría de los tristemente célebres desplazamientos en la realidad colombiana.

“Enmontados” y desplazados: de Arturo Alape a Laura Restrepo Como una nueva mirada a la narrativa de y sobre violencia, en la década del setenta Arturo Alape (1938-2006) publica Las muertes de Tirofijo (1972) y El cadáver de los hombres invisibles (1979), libros de cuentos en los que los estereotipos de la violencia que definió la narrativa de los 49


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sesenta son abandonados. Si bien se inspira en testimonios, el autor va más allá de lo documental y naturalista: aprovecha la memoria para reconstruir situaciones, condiciones sociales y políticas y mediante un lenguaje lírico construido sobre la base de la palabra oral mítica, potencia la sensibilidad y transmite un estado anímico que refleja un estar y actuar en el mundo. El resultado se inscribe tanto en el desplazamiento de sujetos campesinos nacionales que migran, como en una trayectoria más amplia y profunda, arraigada en la tradición legendaria latinoamericana, según la cual la naturaleza es en sí misma violenta. “Nos cambiaron la muerte natural por la muerte afusilada. Me volví maleza, me volvieron dañadísimo, los malos espíritus me acompañan siempre en este silencio que me persigue” (28), afirma el narrador del relato “Culebrín”, de Las muertes de Tirofijo, y en el cuento “El cadáver de los hombres invisibles” de la siguiente colección, una voz dice: “...yo quiero morir en el rancho, Heliodoro. Se lo digo con palabras claras. No soporto la vida metida en este monte, durmiendo en esta cueva que apenas alcanza para la respiración de usted, Heliodoro” (79). Condenados por la violencia a la persecución, a la miseria cotidiana, al miedo y a actuar en constante defensa y actitud vigilante, los personajes se desplazan “enmalezados”, “encalezados” y “enmontados” tanto entre un territorio y otro como entre un libro y otro. Así mismo, cuando recorremos el río Coreguaje en alguno de estos dos libros estamos ante la potencia de la naturaleza que se sale de su cauce imponiéndose como “río que piensa”, como río caminante, como río que también puede ser manso y merece respeto por su fuerza ancestral. Más de veinte mil ejemplares han circulado después de 1972 cuando apareció la primera edición de Las muertes de Tirofijo. Arturo Alape no sólo respondía al llamado de la literatura sobre la violencia que se había impuesto como necesidad histórica y testimonial de las dos décadas anteriores, sino a una expresión literaria que rompía con el documentalismo y atendía al nuevo testimonio y a las escrituras de lo oral. Voces anónimas dan cuenta de episodios que a su vez recrean héroes anónimos cuya condición esencial es la de ser despreciados por la cultura oficial y respetados o temidos por la revolucionaria y marginal. Su condición errante se caracteriza por seguir el incierto itinerario de la persecución y la huida entre el monte, evitando obs-

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táculos naturales y humanos, camuflándose, repitiendo actos de defensa, recordando el momento fundador de los odios y estableciendo cierta asimilación de la violencia de la naturaleza que se expresa con incontrolada vitalidad. Expulsados del terruño, abandonan el paraíso primordial, espacio de la infancia y de su pasado, y condenados a ser ciudadanos ausentes, desde los sujetos de este grupo de cuentos se recrea la época de “la pacificación” del Tolima, las leyes de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, los odios ancestrales, las formas de agresión entre unos y otros, el trashumar de “collarejos” y de “godos” por distintas regiones (Planadas, Marquetalia, Villarrica, Prado, etc.), la necesidad de esconder la identidad representada en la cédula y negar sus muertos, la condición de la “mujer de marido escondido” o de hombre que le teme “a la luz del pueblo”, narrados desde aquellas voces anónimas que se expresan oralmente y que, de manera espontánea y coloquial, cuentan su vivencia de perseguidos y escondidos. Cada texto es una voz que se desliza unitaria desde lo más hondo del personaje y penetra individuo y entorno. Así, por ejemplo, en “Yo le llamo valor”, narra una mujer transmitiendo la profundidad de su miseria y desolación: viuda de la violencia y ‘salvada de la soledad’ por un joven guerrillero, se afirma en la evocación de los fugaces momentos de comunicación y de placer erótico, en “los deseos del cuerpo” y las angustias del alma, en los temores infaltables y en la presencia de la muerte, con la convicción y el entendimiento de que la hombría está relacionada “con el hombre que no tiene la sangre liviana” a pesar de saber que con la duración de la violencia “uno se mantiene con la mano en el boquifrío y oloroso a puro monte y caleta”. Otra voz dice que “Coreguaje amaneció verraco”, y anuncia los textos introductorios de las tres partes que componen El cadáver de los hombres invisibles. La voz mira, husmea, describe, y al desplazarse por el transitar del río establece asociaciones que conducen a la deducción de que la potencia física y emocional de este río desbordado es análoga a la violencia ciega. Así, logra una síntesis entre río-guerrillamilitares, en la que la concepción de esa violencia ciega se proyecta con la imagen de una lucha devastadora. La movilidad del río es diversa de la concepción de Heráclito, aunque no pierde su ser existencial: transmite la idea de un río que “ayer fue río apacible”, “de vida normal” y hoy es “de lo más verraco”, pues arrastra

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y lleva en su corriente las vidas que quita a los otros de las manos. La escritura delirante de “Culebrín” está enmarcada por el miedo. Arranca del relato de una voz que viene de la infancia y de manera conmovedora concentra la violencia en los conservadores: el inicio con imágenes poéticas de una naturaleza creciente y silenciosa se vincula al silencio de la muerte y la devastación. La violencia también está contenida en un niño que a los doce años conoce el horror y se carga “de miedo, como si la vida hubiera crecido así con miedo y horror y con los ojos bien abiertos sin dormir una larga noche” (25). La muerte se hace viva en el recuerdo de los ojos y en la mueca de los agonizantes, en el olor a carne chamuscada, en las violaciones, en la dureza de la agresión y en las palabras que hablan con dolor. Así, pues, muerte y violencia se hacen voz que narra a un interlocutor silencioso, a ese destinatario que es lector y escucha, y como si viniera de un episodio testimonial, de algo visto con los propios ojos le muestra desgarradoras escenas de la violencia. He aquí una de ellas: A todos les cubrió el miedo en la vereda: nos cambiaron la tranquilidad de la vida por la indefensión de la persona de uno: ellos trajeron el miedo, llegaron gritando: ‘No hay que dejar semilla, a estos collarejos hijueputas hay que darles donde más les duela... ¿ Y entonces, cogieron a la Josefa preñadita y le abrieron el estómago en dos y le sacaron la criatura y se la cambiaron por un gallo que comenzó a cantar y el hijo se lo llevaron donde el padre, a este lo caparon y sus cojones se los embutieron por boca a la Josefa y el gallo amarrado seguía cantando. (27)

La palabra oral sostiene el tono coloquial, y el entrecruce de tercera y primera persona define a su personaje en el cuento “Ricaurte ojos de gato”, como alguien que forma parte del movimiento organizado después de haber sido “liberal limpio”, conocedor del terreno (de ahí el epíteto “ojos de gato”) y, como él mismo afirma, “viejo baquiano desde el año cincuenta, cuando comencé a trajinar con la guerrilla de noche” (39), por eso sujeto a la doble vida, pues debe ser legal cuando se viste “como el retrato de la cédula” (39) y cuando se viste de baquiano es guerrillero, toma su arma, coge las trochas que desde niño guarda en la memoria y camina siempre (39).

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Dado el respeto por el mundo y los personajes representados, se sugiere una suerte de sacralización que se cumple paulatinamente, y que el lector percibe al llegar a los tres últimos relatos. Intercambiar la verdad o el silencio en defensa de unos ideales y relacionar las verdades existentes entre la religión y la revolución es el tema de “La verdad”. En “Domingo de difunto” se retoma el tema cristiano de las negaciones de Pedro. En este caso negar los propios muertos para salvar la vida y vengarse así del agresor al fortalecer el silencio, podemos confirmarlo con las palabras de una madre ante el cadáver ultrajado de su hijo: “Que mi diosito me perdone, pues no le di gusto de decirles que era mi hijo” (64). Es Las muertes de Tirofijo donde la creencia aproxima al mito y la leyenda. La grandeza del personaje redentor y guerrero se abre camino al construir la leyenda en vida y consolidar la idea de mitificación del héroe en el hombre que no muere y se camufla en otros hombres y otros muertos. Así, se refuerzan las convicciones de sus seguidores, pues “don Manuel es hombre ligado con liga que hace cambiar el rumbo de la muerte” y “es hombre que sabe esquivar las balas, haciéndose invisible como se hace” (75). Encomendarlo a los santos, a la Virgen del Carmen, a Dios para que “guarde en paz el alma de don Manuel”, es parte de esa religiosidad popular que crece al rededor del personaje y lleva a sus seguidores a preguntarse si el alma de ese hombre que no debe morir, que “no tiene que morir”, estará “vestida de hombre de monte, buena metralleta de dotación, tocando como dicen que tocan las buenas almas al llegar al cielo” (79). La leyenda y mitificación del personaje vivo se asocian, también, a la misma leyenda y mito del río Coreguaje, siempre fuerte, recorriendo vida y monte con toda la potencia de su vitalidad. Los siete cuentos del libro hablan del trasegar por la violencia: el pasado es lo perdido y el presente la penuria. El sino es la muerte bajo el miedo que se impone en la desolación y la huida constante: hombres, mujeres y niños conocedores de la muerte, seres con “varios difuntos sobre su vida” (66), agarrados “del vivir como cualquiera se agarra de la mujer en la cama” (67). Una lectura de El cadáver de los hombres invisibles refleja la continuidad de la oralidad primaria, así como que retornan los temas del primer libro con la fuerza indómita del río Coreguaje, la presencia de hombres invisibles, de los “enmontados”, de la historia como un camino

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andante, de la sombra de la violencia y del lenguaje agreste. Todo es un deambular, esa condición de sujeto destinado a migrar, a ir de un lugar a otro sin destino ni punto de anclaje. La estructura de sus tres partes está reforzada en cada una de ellas, con un texto introductorio que, como un coro griego, anuncia el sentido y la energía del río Coreguaje. La fabulación de la selva, agrupa tres cuentos en una primera parte, en la que se perciben raíces de las leyendas y fábulas primitivas donde la naturaleza sirve de analogía a la realidad del hombre en el mundo. La selva se ofrece como espacio ancestral presidido por “Los brazos del Coreguaje”; la primera parte, “La fabulación de la conciencia”, después de pasar por Coreguaje, “río que piensa”, en tres cuentos avanza en relaciones analógicas que asocian mito y realidad a la vez que conducen a situaciones de la interioridad; y la tercera parte, “La marcha”, iniciada desde “Los pies del Coreguaje”, relaciona en cinco cuentos las acciones revolucionarias. El proceso se da, entonces, de la naturaleza-paisaje a los animales y de éstos a los hombres, siempre con la muerte agazapada. Voces que vienen de adentro recriminando y mirando en la oscuridad, voces-ojo frente al “estado de violentez” presentan al lector el mundo enmascarado en la fábula de potencia legendaria. Las tres analogías de la primera parte asocian la naturaleza humana a la animal entre la naturaleza y la persecución. La analogía de armadillo del cuento “Historia del armadillo cola pintado de rojo”, se nutre del lenguaje de conciencia legendaria que identifica los textos precolombinos. Incorporado a una roca, afirma el personaje: “Las tierras que observan mis ojos entre los dos filos son de mi pertenencia. Su mapa de ríos, deslices y encuevaderos de gusanos, el aire, el sol que se aposenta como sombra de los árboles son míos, porque en mi poder tengo la propiedad escrita en papel sellado con la firma de mis antepasados y por las leyes legalmente reconocidas” (15). La tierra usurpada, mancillada y violentada se une a la persecución y la metamorfosis del personaje que responde a la analogía de los perseguidos y enmontados: “Él no tiene otro recurso que encuevarse en su caparazón y como si fuera una piedra sin destino, comenzar a rodar hasta llegar a las orillas del Coreguaje y en la playa estirarse por físico cansancio” (21). La manera de soportar el ultraje sólo se logra con la “conversión”: ser un pez que se desliza en las aguas del río ancestral.

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Así mismo, en “La culebra olvidadiza”, al penetrar en la vida y el comportamiento de Doña Berrugosa se ingresa en la memoria o en el olvido de la condición humana. La culebra duerme impasible, pierde su bolsa de veneno y su memoria; sin ellas está condenada a muerte. Finalmente, devora a sus congéneres y al hacerlo se autodestruye. Narrado desde “los enmontados” y con una escritura vertiginosa, en “Sangre que fluye en la noche” se narra de manera asociativa la pesadilla de la vida como una confusión y peso de los sueños: la muerte asecha y la voz que narra imagina desangrándose, imposibilitado de pies y de manos, sintiendo fluir la sangre y quedándose en los puros huesos. La vida y la sangre fluyen como el río en medio de la persecución y la condena: “Estoy muerto, estirado y bien amortajado en sábana, respiro con dificultad y bajo un calor en bruto trato de dormir” (33); se rastrean posibles escondites, se huye de un lugar a otro, se camina con los ojos dispuestos a la oscuridad mientras esperan la llegada de los chulavitas. En Fabulación de la conciencia, de la segunda parte, las analogías establecen sus nexos con la toma de conciencia de la situación desde ‘el alma’ de las cosas. Así, por ejemplo, el árbol-vida recibe la muerte para transformarse. En “La Ceiba, abuela bonachona” el movimiento de la fábula y la recreación surrealista anima a la ceiba al dotarla de humanización y mostrada con una gran boca misteriosa que atrae, atrapa y devora, “abre sus puertas”, arquea sus raíces y desde su misma entraña salen “cinco árboles encorvados tomados de sus ramajes”. Su boca, como una gran herida, puede ser el hueco que dejan los disparos de los hombres. Aludiendo al carácter del espíritu popular y a la creencia legendaria, el relato narra que la ceiba devora a María y a su hijo, y que esta historia “corrió y regresó por la aguas del Coreguaje con nuevas historias que terminaban en lo mismo: “María pasó junto a nosotros y la ceiba-abuela la tragó frente a nuestras vistas. Pensamos que hay muertos que nunca abandonan lo que fue suyo. Que en la región y en esta época de verano en el espíritu de los hombres, teníamos espantos menos peligrosos que muchos vivos” (45). Los espantos más peligrosos suscitan terror, angustia y muerte. En “Hombres de influencia” una voz inquisidora pregunta y advierte sobre la pérdida de humanos, la revolución, los perseguidos por “la godarria”, las verdades, las palabras, las acciones, las montañas y el miedo; mientras en el cuento que da título a la colección, “El cadáver

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de los hombres invisibles”, hay dos voces alternas: la del viejo y la de los hijos, cuyo cambio de registro se da por los temas, la espera o la acción, narran la idea de “la vida que no se puede entregar así como la primera palabra” (75), pues ella “es lo que cuenta” (63). De manera alusiva retoman los textos anteriores: del Coreguaje, de la difunta María y su hijo, de la Berrugosa gigante, del armadillo, y recapitula sobre lo legendario e invita a hacer historia, a conocerla desde la acción misma. Sugiere, además, la pérdida del hogar, de los hijos hombres invisibles-, aquellos que “podrán ser un hombre pasado por miles de ojos sin que escudriñen su marca”. Huir de la “godarria” y la “pajaramenta” después de muerte de Gaitán, como condición social y vital, obliga a estar “entredurmiendo”, “entrenocreyendo”, “entrecomentando”, “entrepasando”, “entreprocurando” y frente al “menospensar”, dicho como un juego de palabras fusionadas cuyo movimiento genera actitud expectante. Atentos, silenciosos, con el miedo que activa, el padre, los hijos, Concepción, son narrados por voces angustiadas. La voz narra la interioridad desde lo anímico y poco a poco recrea el clima de violencia referente a la época. Los hijos sólo regresan en las voces del viento, en la lluvia y “el árbol del temor creciendo”. La pugna entre liberales y conservadores se manifiesta en los odios que llevaron a armarse por la revolución. La perspectiva contra los segundos se reitera de la siguiente manera: Los godos son hombres de odios acumulados y sentimientos de ataúdes. No son hombres de fácil olvido.

Ellos se desquitan ahora por la encerrona que les metimos el nueve de abril, luego de saber las noticias de la

capital y meternos en la llamada revolución. Yo hombre

pacífico me enfurié el día que los liberales fuimos autoridad en el pueblo. Desarmamos a la policía. A los

godos les dimos sus casas por cárcel. No les tocamos un pelo, los engordamos a buena comida. Y los liberales del

pueblo y de las veredas a la espera de las noticias de

la capital, a la espera de las noticias que caminaran la revolución... La espera se cubrió de cansancio. Fue revolución de un día. (76-77)

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Un personaje narra a otro, Ramón a Heliodoro, su sentir interno como consecuencia de esa guerra de odios. Desde el soliloquio las voces narran con profunda desolación, adentrándose en la muerte y la orfandad que se construye entre hijos, hermanos, padres y madres. En “La marcha”, tercera parte de la colección, reaparece la idea del árbol como depositario de los cuerpos. “El ataúd natural” contiene de nuevo la idea del árbol, convertido en ataúd para Josefa, como la Ceiba lo fue para María y su hijo. En la introducción a la primera edición de El cadáver de los hombres invisibles, Augusto Pinilla no escatima en reflexiones y asociaciones que compartimos, al vincular las historias narradas con las esencias míticas. Así afirma que “Alape narra una sabiduría de la naturaleza y un lenguaje de la vida como combate cara a cara con la muerte” (9), y al establecer relaciones con la universalidad de estos textos se atiene sobre todo a concepciones primordiales: el río anda, el árbol da nueva vida al recibir un cadáver, el movimiento continúa y la intuición poética proveniente de la visión mítica se sustenta. En uno de sus relatos, “Compañera, no me mire con esos ojos, compañera”, la muerte mira a los ojos cambiando el registro narrativo, pues se mueve de una voz a otra, o de una mirada a otra. Ella observa al agonizante que la mira a ella y al entorno. Él (el herido) y ella, entre un yo y un tú (la voz de él y la de ella, respectivamente) unido a un nosotros construyen el instante de la agonía con sus sensaciones y emociones, y transmiten la simultaneidad del momento que es fusión total: “Un solo dolor, y no te mueres, mi cuerpo hundiéndose más en las enredaderas del matojo, allí te enterramos, no te escapas, sumiéndose mi cuerpo en tierra húmeda (…), lo voy atrayendo maniobro la mano derecha, el ruido entrepiernado a pocos muertos, me buscan por el trillo de la sangre, saben que ando herido (…)” (107-108). El libro concluye con tres cuentos que sugieren síntesis: “Ese, el hombre de la canoa”, continúa la línea trazada en la tercera parte. Mediante el estilo coloquial prepara las situaciones que se desplazan de una voz testimonial entre la tercera persona del singular masculina o femenina que observa y narra fotográficamente lo acontecido. Él o ella en su condición de “enmontado” o de mujer sola ávida de encuentro con el otro, reiteran la cosmovisión proyectada que a su vez se une con el ince-

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sante pasar de la vida-palabra vertiginosa de “La bola de monte”, donde “el mundo es una bola de monte encerrado en cinco metros de tierra, y su paisaje se puede agarrar con las manos y con las nalgas aplanar la vegetación” (123). Y anudándose a “Largo aprendizaje de la luz en la montaña” regresa a Coreguaje que guía, oculta, conduce y sorprende al caminante, al compañero que abre trocha y vigila escondido en la noche. Podría afirmarse que el lector vivencia simultáneamente lo analógico y lo irónico, pues en los textos de Alape la poesía, al ser rasgada por lo doloroso de la violencia, por lo prosaico de una cotidianidad amarga y por el horror de la injusticia política y social, se desangra en ironía. Otra noción de las dinámicas del desplazamiento se ve ya no desde el “enmontado”, sino desde el sujeto migrante que desciende de desplazados forzosos de la época de la violencia en Sangre ajena (2000)17. En ésta, la víctima es un sujeto impelido desde la infancia a determinado tipo de acción. Todo allí transcurre en la ciudad: Bogotá, Medellín u otros tránsitos que revelan crisis y consecuencias de conflictos anteriores: “Sangre ajena que corría sin que uno sintiera escalofrío culpable en el cuerpo. Sangre desechable que debía perderse en las alcantarillas de Medellín. También corrió con mi dolor la sangre mía” (Alape 2000, 17), son palabras de Ramón Chatarra al evocar su historia, su origen familiar, su situación económica, su urgencia de salir del hogar y la inevitable muerte de su hermano Nelson. Con esto, Alape sitúa al lector ante la experiencia del sicariato, esa muerte a sueldo que condiciona al individuo a un terrible cambio moral. Si en sus primeros cuentos se proyecta esa dinámica migratoria desde el monte, en un desplazarse de un lugar a otro perseguido por la fuerza pública o la de los partidos tradicionales, en esta novela se huye del propio entorno urbano en busca de otra forma de vida más azarosa y con menos miseria económica. Las situaciones que animaran sus primeros libros se ven en Sangre ajena como parte de las consecuencias Existen rasgos comunes entre los personajes de esta novela de Arturo Alape y los de La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras de Jorge Franco: son descendientes de desplazados, habitantes de lugares marginales en grandes ciudades y seres condenados a cierta forma de sobrevivencia definida en varias ocasiones por Héctor Abad Faciolince como sicaresca.

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del pasado en el presente: los personajes son víctimas de aquello, lo que se evidencia en hogares disfuncionales, carencias afectivas, educativas, sociales y económicas. Son vidas sostenidas entre la violencia, la marginalidad y el oprobio, resultado de viejas heridas que, desde el medio siglo anterior y durante el presente, ha dejado hondas marcas. Sangre ajena18 es una dolorosa ficción de “aprendizaje” en la que son transgredidos los propósitos de las novelas de esta tendencia. Aprender a vivir es enfrentarse a la ley del más fuerte y sagaz, sobrevivir cada día, apostarle a la vida ante la amenaza constante de la muerte, estar sujeto a muchas formas de vagabundeo; es decir, ser un ser vigilante insomne y a la defensiva. Someterse a las leyes de la violencia urbana es también estar dispuesto a no construir vínculos, al desplazamiento constante, al miedo y la soledad, al horror de la muerte y de la sangre derramada de los unos y de los otros. La violencia que ha pasado del territorio rural al urbano confirma un constante vagar ante la persecución y el miedo. El espacio central, Ciudad Bolívar, donde ha de regresar Ramón Chatarra después de un periplo aprendiendo a sobrevivir con la muerte en sus manos y sus espaldas, ha sido creado por desplazados del pasado. Al hogar abandonado se regresa en busca de sosiego, y al hacerlo, la tensión del dolor por la muerte del hermano y muchas otras muertes se impone como un nudo de “sábanas ensangrentadas”, cuando la voz narrativa ve a Ramón Chatarra de regreso al hogar abandonado: “Asciende por una carretera, especie de caracol que crece con su respiración hasta coronar el filo del barrio, y entra despacio a su casa. Sigue por un largo pasadizo húmedo y maloliente; las paredes están agrietadas como si cientos de hombres la hubieran apuñalado” (Cursivas en el original, 178). Lo ve entrar a los lugares del pasado, tirarse a tientas sobre un colchón, ponerse boca abajo y envol18

La ficción está precedida de una larga investigación en Ciudad Bolívar, de la que resultó un interesante trabajo llamado Ciudad Bolívar. La hoguera de las ilusiones (1995), en la que el autor llama la atención sobre aquellos sitios populosos que constituyen una ciudad marginal y estigmatizada dentro de la ciudad normalizada. Gran parte de los relatos incluidos son testimonios de vida que narran historias del desplazamiento; allí “el pasado no está muerto” y la memoria habla de cómo nació Ciudad Bolívar, de sus calles y pobladores, de sus jóvenes y viejos, de Bogotá como representación del país, pues “la provincia se reproduce en la capital, se acentúa y se desdibuja en otras confluencias. En sus calles se escucha la continuidad rítmica de voces regionales que van perdiendo sus acentos por el uso en el intercambio del hablar y del escuchar. Pero lo originario regional prevalece como una constancia humana” (Alape 1995, 17).

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verse en sus brazos y sollozar “mientras retiene en los pensamientos la figura de su hermano que viene corriendo hacia él. Gritando con un entusiasmo inusitado: ‘Ramón Chatarra, caspita de mi hermano, maricón de mierda, escúcheme, estoy vivo, vivo…’. En el patio, en las cuerdas de la ropa, cuelgan cientos de sábanas ensangrentadas, como si estuvieran amarradas a un nudo interminable” (Cursivas en el original, 178). La ciudad como basura y sangre se recorre en Medellín o Bogotá, e impone los oficios del dolor y de la muerte: “sangre desechable que debía perderse en las alcantarillas”, como se reitera en la novela donde Chatarra evoca su historia, su origen familiar, su situación económica, su urgencia de huir, situando al lector frente a las consecuencias de la violencia y el desplazamiento. La voz de la memoria se impone para hacer que el personaje se sienta “como sombra escuchadora de recuerdos, en la transfiguración, contradicción y enfrentamiento con su interioridad” (145). El viaje de regreso, alimentado por la música, es de búsqueda de paz y purificación, tal como se entona en la letra de la melodía interpretada por la banda de Fruko y sus tesos en la voz de Joe Arroyo: “Voy a la ciudad / Voy a trabajar / Ahí está el placer / Lo voy a buscar / Voy dejando atrás aquel basural (…)” (147). Una alegoría diferente se percibe en La multitud errante de Laura Restrepo. La propuesta aborda la metáfora de la errancia que, como en Alape, refleja una posición política clara: desde posturas de izquierda los dos autores se preocupan por señalar y poner en crisis, para llevar al lector a que tome conciencia de los hechos históricos. Restrepo narra la agonía de los sobrevivientes de la violencia y su afección por el desplazamiento incesante. Precedida por un epígrafe de John Steinbeck alusivo al terror de la huída y a las cosas extrañas, oscilantes entre la crueldad y la esperanza que suceden mientras se huye, esta nouvelle se presenta como una historia de amor ligada a la angustia de una constante travesía. Una historia con principio y sin fin en medio de la violencia que, según se sugiere, puede evolucionar en otra de redención del personaje que, condenado a vagar buscando un ser perdido, encuentra en el periplo a una mujer. Ésta no es otra que la voz narradora. Una historia, en fin, que proviene de la realidad y que la escritura expresa en su oficio colectivo, dice la autora tendiendo un puente con las inquietudes del cronista Alfredo Molano.

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Siete por Tres, o Veintiuno, como se llama al personaje desamparado alrededor del cual se teje el discurso, busca infructuosamente a Matilde Lina, desaparecida en uno de tantos episodios de las guerras que han agobiado a Colombia. Enajenado por el abandono, el recuerdo y la pérdida, constata la situación del trashumar, del ser que errante vagabundea a la búsqueda de alguien, de algo, de sí mismo. Es construido como un ser extraordinario y corriente a la vez: su nombre, sus inciertos orígenes en la “Guerra Chica” cuando los conservadores pintaban “de azul todas las puertas del pueblo”, las vacas y los burros y la violencia entraba como un espectáculo de luces “invitada por el chisporroteo”, aparece a la salida de misa de gallo en los escalones de una iglesia en Santamaría Bailarina, remoto pueblo situado en los límites del Tolima y el Huila. Siete por Tres es un ser sorprendente que inquieta y genera situaciones como predestinadas, de mirada huraña y pocas palabras, de negro pelo indígena, capaz de vivir la más honda desolación y la más intensa solidaridad. Si Matilde Lina, la mujer amada y deseada con quien conoció las voces de los animales es el móvil de su búsqueda, Ojos de Agua, la voz narrativa que se desempeña como “enfermera de sombras” podría ser para el adulto Siete por Tres una de las formas del sosiego. La primera es la joven que lo acogió en la infancia al darle calor maternal y arraigo, y la segunda, la mujer que el hombre encuentra en un albergue para desamparados. El niño y el adulto se debaten entre la virgen-madre (Matilde Lina) y la mujer “reposo del guerrero” (personaje narrador), situación que no logra resolverse, pues Veintiuno parece no encontrar reposo ni verdadero asilo con persona alguna o lugar. ¿No es eso lo que ha pasado con todos, según se afirma?: “En este albergue he conocido a muchos marcados por ese estigma: los que van desapareciendo a medida que buscan a sus desaparecidos” (14). Así lo entiende la narradora cuando en silencio reconoce que no puede “segar las raíces del árbol que lo sustenta” (14) y que “nunca se debe subestimar la fidelidad que cada quien le guarda a sus viejos dolores” (134). Y aunque ella sabe que Matilde Luna es el nombre que el peregrino le ha dado a todo lo que busca (135), reconoce que ese fantasma es el único asidero del personaje: con él aprendió a errar y trazó su peregrinaje siguiendo sus huellas. La voz narrativa lo sabe desde el comienzo: “¿Cómo puedo yo decirle que nunca la va a encontrar, si ha gastado la vida buscándola?” (13).

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En la brevedad del texto realmente nada pasa, pues todo ha acontecido antes del relato, insistiéndose en lo que ha dejado la historia de la violencia que avanza ciega hacia ninguna parte con su río de cadáveres y desaparecidos, generando el infierno de la huída y el limbo de la ausencia, el vacío y la angustia. Lo que pasa está en la interioridad, en la intimidad captada y vuelta escritura. Como es frecuente en la narrativa de Restrepo, existe una íntima relación entre los hechos narrados y la realidad del país, dejando ver su compenetración con la trama y los personajes. Quizá ahí radica el tinte femenino que va más allá de una postura feminista, pues se vuelca sobre la situación apropiándosela, sintiéndola en carne y hueso, viviéndola con todas las gamas de la pasión, desdoblándose en narrador-personaje que se hunde en los recovecos y misterios de la conciencia. La voz inquiere y reflexiona, indaga y afirma, espera y se silencia, consulta y atiende. La mujer que narra ama, se compromete con la historia y el relato, con el desgarramiento de las situaciones, con la intensidad de las sensaciones y, como se afirma en el texto, es la misma que en sus épocas de estudiante universitaria aprendió con René Girard que “la violencia nunca es irracional”. Sin embargo, esa voz-personaje que sostiene tan profundos vínculos con los protagonistas, generalmente enamorada de seres marginales, resulta cuestionable para algunos lectores. El personaje intelectual que narra mira con dolor la historia de este “tejido ajeno” desde su protagonista enajenado, y asume que en sus manos estaría el control de aquella amargura. Aunque en el mundo real no resulte convincente, en la ficción sería posible este vínculo, esta pasión amorosa que es propia de lo maravilloso. La autora volcada en narradora ama la materia que sus personajes le entregan y se vuelca en ella, volviéndola morada emocional; así reclama su reconocimiento frente al fantasma que persigue Siete por Tres, por ejemplo. El personaje narrador, cronista y periodista, apela al juego de todas las personas narrativas ajustando la oralidad a la escritura, al entretejer voces y construir la subjetividad de las mismas: de esa forma articula la voz de Siete por Tres, la de Perpetua y la suya. A través del protagonista sabemos del sentimiento profundo de su búsqueda; gracias a Perpetua conoceremos el pasado del personaje y situaciones apremiantes, sabremos de Charro Lindo, el líder que por ir detrás de una mujer

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abandonó a la multitud al “sálvese quien pueda”; tendremos también otra versión de Matilde Lina, de los azares de la guerra, la violencia y el desplazamiento. Por la narradora se dará la posibilidad de entender no sólo los hechos en el contexto sino en el sentido de la condición del exilio como peregrinaje interno, una suerte de destino fatídico, una constante búsqueda. De alguna manera, esta nouvelle se hermana a las inquietudes que en los setenta precediera Arturo Alape al mostrar la historia de violencia y desplazamiento que hemos vivido. También desde la narradora comprenderemos la función de la lectura y la escritura como reflejo de sí mismo, una manera de vivir o de escapar. La novela de Laura Restrepo puede encerrarse en el concepto de peregrinación, entendiendo que errar es estar en el limbo, en un no lugar donde las personas se pierden unas a otras. Siete por Tres, un desplazado de la “Guerra Chica”, nacido en plena violencia partidista, busca a Matilde Lina, perdida en los avatares de ese desplazarse interminable. Buscándola busca el todo en la nada, en el vacío. La violencia obliga a enterrar a los seres queridos y a salir huyendo para salvarse del peligro y del miedo, generando víctimas que en una cadena interminable llegan a ser verdugos, porque la guerra “no cesa, cambia de cara no más” (Restrepo, 32-39). Siete por Tres ha salido de un lugar para ingresar en la pesadilla donde los retenes son patíbulos, los albergues confirman el errar de todos, la soledad es la expresión de todos, el desarraigo la única certeza. Como en el epígrafe tomado de Steinbeck, sale de casa para no regresar jamás, obligado a cumplir en el peregrinaje una condena que, como un río de gente, no se detiene jamás. La lírica testimonial que distingue esta nouvelle penetra de nuevo en el grado máximo de la peregrinación que se lee en los cuentos de El cadáver de los hombres invisibles, y de manera particular recuerda el estilo alusivo y sugestivo de la narrativa de Juan Rulfo. Restrepo busca exorcizar y resemantizar la violencia exacerbada del país asociándola a una condición más amplia: “Por qué será que Occidente carga negativamente esa expresión, como si implicara la desintegración o la locura, cuando estar fuera de sí es lo que permite estar en el otro, entrar en los demás, ser los demás” (Restrepo, 133), inquiere la mujer que narra, Ojos de Agua, sintetizando exilio, desarraigo y desplazamiento como un no poder ser con el otro, en el otro, desde el otro, y, en esta condición, estar condenado

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En otro lugar

a perder la identidad, el vínculo, las raíces. La metáfora de la errancia y su tragedia interior rige La multitud errante, al retomar el tema del desplazamiento interno abordado por Arturo Alape en los setenta y por otros narradores de la violencia. No obstante, en su recreación, la autora busca que el tema entre en diálogo con la condición universal del exilio, esa situación que hace sujetos apátridas y desarraigados, transterrados, “fuera de sí”, agobiados por el no lugar y, desde luego, la falta de sentido de las referencias que vayan más allá de su sentimiento de abandono y orfandad. Si en los cuentos de Alape el desplazamiento es en zona rural, en Restrepo se hace de un sitio a otro hasta llegar a la ciudad en busca de un albergue que recibe desterrados que van de paso, sobrevivientes de masacres, seres que logran escapar de la prepotencia de los atacantes, confirmando que no hay tierra prometida. Cada cual hace parte de esa multitud que arrastra “por entre encuentros y desencuentros al poderoso ritmo de su vaivén”, como se afirma en la nouvelle de Restrepo. Estas obras, así como los cuentos de Lugares ajenos. Relatos del desplazamiento y de La horrible noche, confirman que la violencia siempre ha estado ahí y que desplazarse ha sido perderlo todo, ratificar el desarraigo, dejar el corazón en la querencia, en la casa o albergue y arrastrar el peregrinaje por cada uno de los lugares transitados; saberse estigmatizado, temido, despreciado, indeseable sujeto social que carece de lugar.

Del desplazamiento a las comunas: Fernando Vallejo y Jorge Franco Partícipe de una tradición de autores irreverentes como Tomás Carrasquilla, y provocadores como Porfirio Barba Jacob, José María Vargas Vila, Fernando González y los nadaístas de los setenta, por mencionar a algunos colombianos, Fernando Vallejo pone el dedo en llaga, hundiéndolo en lo más hondo de la historia y de la madre patria. Allí están las instituciones presididas por alianzas entre la iglesia y el Estado, los políticos y los burócratas que “tendrán que pagar en carne propia lo que nos han hecho”, una sociedad narcotizada y un pueblo acostumbrado a la violencia y al dolor, alienado y complaciente.

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Sus novelas, muchas de ellas articuladas como El río del tiempo, escritas en un lenguaje oral y regional definido en la diatriba y la cantaleta, y con un personaje llamado Fernando que conduce el relato, afirman que Colombia, país de imposturas y doble moral, es y ha sido igual en los últimos cien años, y que sólo se han sofisticado las formas de la violencia y de la trasgresión que la han llevado al desbarrancadero. Al suscitar controversia ante la realidad histórica y la misma ficción, el personaje que narra como nuevo cronista, no deja títere con cabeza: unos y otros se entrelazan en un discurso donde la realidad reflejada se desborda. Rompe con el realismo mágico, lo idílico, le apunta al escándalo y contraviene también la idea de que “salvo mi corazón todo está bien”. Como un “malpensante” y como Cristo dando látigo a los infieles, el narrador se queja, cuestiona, recrimina y le devuelve a la lengua y al idioma la espontaneidad perdida a través de esa palabra y ese lenguaje irreverente, insultante y soberbio. Si lo relacionáramos con autores contemporáneos de otras latitudes, no cabe duda de su diálogo con Imre Kertész, cuando éste al referirse a Auschwitz reconoció que se hace necesario buscar un lenguaje en el que el expulsado sigue siendo siempre la piedra de escándalo; así mismo, con Thomas Bernhard, en esa actitud intransigente y sin complacencias frente a una realidad histórica dada; y con Sebald y Roberto Bolaño, en ese “esculcar” en la historia de la infamia. Como ellos, Vallejo obliga al idioma y a las formas narrativas a decir y nombrar la crisis de la historia, a señalar y cuestionar. Así se entiende cuando el narrador dice en La Virgen de los sicarios: “yo soy la memoria de Colombia y su conciencia”. En su afirmación como intelectual y su renuncia a la nacionalidad colombiana, está el moralista y el crítico que reconocen algunos autores. Al insistir en el sentido del desplazamiento y sus construcciones, tanto en La Virgen de los sicarios (1994) como en El desbarrancadero (2001), Fernando Vallejo asegura que las Comunas de Medellín son recientes, pues se originaron con el desplazamiento producido por la violencia partidista de mitad del siglo XX: “Las comunas cuando yo nací ni existían. Ni siquiera en mi juventud cuando me fui. Las encontré a mi regreso en plena matazón, florecidas, pesando sobre la ciudad como una desgracia” (1994: 32):

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Los fundadores, ya se sabe, eran campesinos: gentecita

humilde que traía del campo sus costumbres como rezar el rosario, beber aguardiente, robarle al vecino y matarse por chichiguas con el prójimo en peleas a mache-

te. ¿Qué podía nacer de semejante esplendor humano? Más. Y más y más y más. Y matándose por chichiguas

siguieron: después del machete a cuchillo y después del cuchillo a bala, y en bala están hoy cuando escribo. (33)

Con ironía atribuye su estigma de violencia y muerte a una condición social y cultural, suerte de fatum que impele al odio y la destrucción, provocado por los excesos de las instituciones, según se colige de afirmaciones categóricas de Fernando, el personaje narrador de sus distintas novelas, reiteradas públicamente por el autor. El personaje afirma que habla “de las comunas con la propiedad de quien las conoce” y las ha meditado desde “las terrazas de su apartamento”, al ver a la nororiental y la noroccidental “enfrentadas en opuestas montañas viéndose, calculándose, rebotándose sus odios” (34-35). Así caracteriza también a las sociedades que pierden cohesión e identidad, hasta quedar como “colchas deshilachadas de retazos” (34) donde no hay esperanza, pues la muerte acecha a niños que a los doce años ya son viejos, “les queda poquitico de vida”, cargan a su cuenta por lo menos un muerto y saber que en cualquier momento lo van a matar. Lo que reafirma años más tarde en El desbarrancadero, al decir y reconocer la acumulación de odio, destrucción y agresión: En las barriadas de Medellín, las comunas, unos barrios de invasión que levantados sobre las faldas de las montañas la miran y la asechan y con los que vamos a

la vanguardia de la humanidad, los niños no llegan a

muchachos porque se despachan antes unos con otros,

casi en pañales (…) Los viejos en las comunas de Medellín están tan debilitados por los rencores y los odios, tan exhaustos, que ni fuerzas tienen para matarse. Ve

un viejo a otro subiendo a pleno sol por esas faldas, sudando a chorros la gota amarga, y lo compadece: “¡Pobre

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hijueputa!, se dice para sus adentros. En las comunas

de Medellín si uno vive lo suficiente el odio se vuelve compasión. (2001, 88-89)

Referido a la “Colombia desmemoriada”, el narrador se erige en su conciencia y memoria: “Colombia desmemoriada e ingrata […] Municipio de Medellín, Departamento de Antioquia, República de Colombia, papel sellado, firmas, sellos y estampillas, burocracias, y bajando por los ríos de la patria los decapitados” (2001, 124). Así haría recordar que desde la evolución desventurada del nombre de Medellín que derivó a Medallo (idea de efigie) y luego a Metrallo (sonido de metralleta), según sostiene en La Virgen de los sicarios, en El desbarrancadero se refleja cómo “hemos progresado” en cosas de la violencia, desde la partidista a la nueva: “antes bajábamos la cabeza a machete, hoy nos despachamos con mini-Uzis” […] Machete conservador o liberal, compatriota, paisano, hermano que saltabas desde el rastrojo a manosalva a cortar los fríos rayos de la luna con tu hilo rojo de sangre” (124). Salvar del olvido es, en este caso, evitar que se ignoren hechos nefastos del pasado y del presente, lo que en palabras de Milán Kundera significa que cuando “la nación pierde conciencia de su pasado también va perdiendo conciencia de sí misma. Y así la situación política arroja una luz brutal sobre el problema metafísico del olvido, el que estamos enfrentando todo el tiempo, todos los días sin prestarle atención (Roth, 134). El narrador que en La Virgen de los sicarios se define con “rencor cansado”, mira desde arriba a los habitantes de las Comunas, reconoce en la incomunicación otro lenguaje, el de la jerga de sicarios que en la degradación de su lengua refleja la crisis y destrucción del país. La lengua deja de ser la casa, la patria amada, el albergue, lo entrañable, pues para el gramático que narra en esta novela, cuando la patria se derrumba no existe diccionario que contenga su idioma, no hay como ni con qué narrar su “desbarrancadero”, pues todo es destrucción y caos: “al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma” (65). En El desbarrancadero reitera que para nombrar el horror las palabras son torpes e imprecisas: “incapaces de apresar la cambiante realidad que se nos escapa como un río que pretendiéramos agarrar con la mano” (2001, 125). Y en eso queda el país atropellado por la violencia: sin palabras.

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Medellín y Bogotá han sido escenarios y espacios recreados por determinados autores que retoman diversas formas de la violencia, y la reflejan oscilando entre la realidad de la muerte “programada” o a “sueldo”, el vacío, la desilusión, la búsqueda afectiva y el padecimiento en ciudades violentas y agresivas donde se confunde “el dolor del amor con el de la muerte”, como se afirma al comienzo de Rosario Tijeras de Jorge Franco. En esta novela se impone la muerte como condición habitual y se sugiere que el amor ideal no existe, sino más bien responde a transgresiones o pérdidas que contribuyen a la infelicidad, como en La Virgen de los sicarios, La multitud errante y Sangre ajena. En la novela de Franco, Rosario, el personaje central del relato, encarna el “no importa cuánto se vive, sino cómo”, sus amigos comprenden que se juega “la vida a diario a cambio de unos pesos para el televisor, para la nevera de la cucha, para echarle el segundo piso a la casa” (Franco, 1999, 169), mientras anda “por ahí acabando con medio mundo” desde su extraña mezcla de niña-mujer. Desde la sociología urbana pueden verse ciertos cambios en las ciudades y determinadas tensiones que refleja la literatura. Por una parte, Édgar Vásquez, por ejemplo, afirma que con el proceso de transformación modernizadora y la dinámica migratoria se cambia el “contenido del término pueblo” y se genera la “mentalidad del inmigrante” que construye un nuevo sujeto en el que persisten “algunos valores tradicionales procedentes de su reciente pasado rural” (Vásquez, 165-166), como de alguna manera se percibe tanto en las Comunas de Medellín como en Ciudad Bolívar, esas dos ciudades contenidas en una ciudad mayor. Por otra parte, llama la atención el protagonismo del intelectual “enajenado” que mira la ciudad como un tejido ajeno, en contraste con los que la viven desde su condición marginal, quienes parecen tener conciencia de un papel sólo restringido en su territorio barrial. En La Virgen de los sicarios se impone la figura del gramático moralista que desde una condición de superioridad condena tanto el desgaste de la lengua como el derrumbe de la sociedad, al cuestionar al establecimiento y estigmatizar a los marginales habitantes de las Comunas de Medellín; y en Rosario Tijeras, dos jóvenes de una clase de estrato superior a la de los habitantes de las mismas comunas encuentran en la heroína de éstas un motivo de atracción más que de admiración, y si se acercan peligro-

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samente a ella lo hacen desde la convicción de superioridad de sus orígenes. El carácter altanero de Rosario frente a las normas establecidas y gastadas en la sociedad a que éstos pertenecen, representa la libertad del subalterno, pero son ellos, los pertenecientes a la clase señorial, quienes dominan los escenarios. Las dos novelas responden a la llamada “sicaresca colombiana” (concepto más trágico que cómico, si relacionamos el origen del término en la picaresca española), a la que han sucedido o antecedido otras. Desde una escritura en la que prima la velocidad narrativa, se reconoce una imagen del Medellín agobiado por la violencia que del campo migró a la ciudad. En la de Vallejo, el narrador presenta dos ciudades marcadas por el tiempo: una pertenece al pasado evocado y otra al presente deambulado. El mundo familiar es la nostalgia de la aldea feliz en el pasado: “había en las afueras de Medellín un pueblo silencioso y apacible que se llamaba Sabaneta” (Vallejo, 7), que contrasta con un presente cercano a la edad madura del yo narrativo, un gramático que deambula por las calles de las Comunas Nororientales de Medellín en una suerte de re-conocimiento de una ciudad en la que se agita el caos, la violencia, el maltrato de la gramática y del idioma, como resonancia del desastre del país. El pasado es el idealizado “había una vez” de la infancia, y el presente el “es hoy” un mundo infeliz, un matadero, un universo de desastres y agresivo. La mirada a las dos ciudades se concentra en Medellín y Medallo, que corresponden a anverso y reverso, arriba y abajo, evolucionando a un sonido onomatopéyico: Metrallo (de metralleta o ametralladora), para enfatizar la fuerza (de la balacera). El fin de la inocencia y la ruina del pasado se evidencian en un “Ángel exterminador”, “portentosa máquina de matar” (36) encarnada en un niño sicario de moral anárquica, mostrando así cómo “se desbarajustó Colombia”, ese país donde “la muerte viaja siempre más rápido que la información” (12) y “la vida humana no vale nada” (45). De otra manera se afirma en la novela: “bajo un solo nombre Medellín son dos ciudades: la de abajo, intemporal, en el valle; y la de arriba en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas (…) La ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan, a vagar, a robar, a atracar, a matar” (96). Imagen que contrasta con la que se muestra en Rosario Tijeras, siempre a tono con el sentimiento de perplejidad que inunda la novela:

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Medellín está encerrada por dos brazos de montaña. Un abrazo topográfico que nos encierra a todos en un mismo espacio. Siempre se sueña con lo que hay detrás

de las montañas aunque nos cueste desarraigarnos de este hueco; es una relación de amor y odio, con sentimiento más hacia una mujer que hacia una ciudad. Medellín es como esas matronas de antaño, llena de

hijos, rezandera, piadosa, posesiva, pero también es

madre seductora, puta, exuberante y fulgurosa. El que se va vuelve, el que reniega se retracta, el que insulta

se disculpa y el que la arremete las paga (…) a pesar de

haberla matado muchas veces, Medellín siempre termina ganando. (115)

Como es usual en Vallejo, la narración es de carácter oral, relatando un presente de emergencia que mira crítica y despectivamente la historia para anular toda melancolía: “¡Que venga lo que venga, lo que sea, aunque sea el matadero del presente. Todo menos volver atrás!”, dice el narrador ante el pasado que forcejea entre realidad y evocación, pues en lugar del paisaje idílico el narrador regresa a su tierra y la encuentra “en plena matazón”. Lucha para dar muerte a su pasado olvidando de una vez por todas su inocencia y coincidir con Alexis, su joven amante, en un presente sin futuro en el que sólo es posible un “sucederse de las horas y los días vacíos” “llenos de muertos”. Dirigida a un narratario silencioso (mejicano, tal vez, aunque según la jerga es un compañero de desgracia, un ‘parcero’), se aclaran ciertos datos que identifican a la ‘cultura antioqueña’ y al país del Corazón de Jesús, el del “pecho abierto” y “goticas de sangre rojo vivo, encendido”, haciendo una analogía con “la sangre que derramará Colombia, ahora y siempre por los siglos de los siglos”, como reitera metiendo el dedo en la llaga de un país en el que pone en crisis su historia patria, insistiendo en la trayectoria histórica y transversal de la misma: “¡Esto es la guerra de Bosnia-herzagovina o qué, ¿una masacre? (...) ¡Masacres las de ahora tiempos! Cuando los conservadores decapitaban de una cien liberales y viceversa. Cien cadáveres sin cabeza y descalzos porque el campesino de entonces no usaba zapatos. ¡Esas sí son masacres!” (59-60). 70


Escrituras del desplazamiento

La perspectiva de Jorge Franco es diferente: la nostalgia se impone en el mundo vacío, generando desasosiego y perplejidad, como se percibe en Rosario Tijeras. La separación de Medellín en esta novela no depende del tiempo sino del espacio y de las condiciones sociales: arriba están los de las comunas que miran a los de abajo como a un pesebre que se desea, mientras aquellos los desconocen, los ignoran, los desprecian, los marginan, les temen y algunos les admiran. La trasgresión de valores es notoria, pues existe una nueva moral en la que unos quieren parecerse a otros: uno de ellos, Emilio, tiene una familia que “pertenece a la monarquía criolla, llena de taras y abolengos. Son de los que en ningún lado hacen fila porque piensan que no se la merecen, tampoco le pagan a nadie porque creen que el apellido les da crédito (Franco, 58). Los que pertenecen a la sociedad normalizada, Emilio y el narrador, no sólo son burgueses sino forman un triángulo amoroso con Rosario, la marginal y periférica descendiente de desplazados, hija de la violencia y de la violación. A ella “se le nota que no tiene clase”, que “no sabe ni comer” (58-59). Ajenos a aquello pero ávidos de aventura, los jóvenes intrusos se acercan a ella como a una diosa, aunque ella sea la muerte: mata para vivir y al hacerlo se ahíta de comida para morir, de la misma manera que aunque despierte frenéticas pasiones su erotismo y pulsión vital son agónicos: “con ella la cosa era de coraje” (22). Las dos novelas muestran los resultados de un largo proceso: una sociedad en crisis donde la pobreza moral se asocia a la social, correspondiendo a una condena que rige el destino del marginal y cuya máxima representación estaría, como afirma el “último gramático” narrador de La Virgen de los sicarios, en ese diálogo entre la confusión de los valores y el desgaste del lenguaje y la gramática. Indudablemente, este tipo de literatura va más allá del instante inmediato, más allá del vértigo, de la velocidad, de la cultura de la imagen, del ruido y del vacío. Mira la densidad, hacia atrás y hacia delante desde el presente y ve multitudes, paraísos perdidos, la sangre propia y la de otros. Ve a los que se fueron y a los que llegaron, y entre unos y otros el mito de Caín errante, la vida sin raíces en los cuerpos, la familia deshecha, la lengua sin sonido, el deseo de regresar al paraíso. Una historia que se repite y se repite. Si el lenguaje conserva y el éxodo arrebata, como en algún lugar afirma el poeta William Ospina, queda la literatura, la palabra escrita para consignar tanto dolor antes del olvido. 71



Narraciones del exilio: de aquí para allá

Narraciones del exilio: de aquí para allá Hablar del exilio:

no hablar, escuchar.

(…)

Todo por decir (no haber dicho nada). Ignorar las palabras, la sintaxis.

El exilio es la utopía: estar fuera y libre de una lengua esclavista.

Usar la lengua. La otra lengua.

Óscar Torres

A

firma Edward W. Said que “el pathos del exilio reside en la pérdida de contacto con la firmeza y la satisfacción de la tierra: volver a casa es de todo punto imposible” (Said 2005, 186). Esta aseveración sitúa al sujeto en estado de discontinuidad, entre el antes y el ahora: apartado de sus raíces y de su pasado está expuesto a la distorsión, a la expectación, es decir, a la inseguridad. Perdido el hogar sólo queda la ficción creativa para encontrarlo y habitarlo. La historia de las migraciones ha sido caldo de cultivo en la narrativa latinoamericana, y como tema y problema ha adquirido en los últimos años notable importancia en el mundo, dado el carácter móvil de los sujetos afectados. Desde el descubrimiento de América a fines del siglo XV, las migraciones han determinado y signado nuestra historia: no sobra recordar que el Nuevo Mundo se crea con inmigrantes españoles y portugueses que van de paso ocupando, fundando y colonizando

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En otro lugar

territorios y en ocasiones buscando arraigo en lugares señalados. Así se reconocen la expansión de Europa y el ciclo de nuestras fundaciones, en los que se vivió una verdadera proyección del mundo europeo, desde el cual se borraban vestigios de las viejas culturas indígenas y se instauraba la servidumbre a una cultura y a unos principios, tal como lo afirma José Luís Romero: “a partir de la llegada de los europeos el mundo aborigen se tornó dominado en su conjunto y empezó América una nueva era, cuyo primer signo fue la formación de nuevas sociedades integradas por los invasores y los dominados” (Romero, 21). Fueron los nativos quienes vieron llegar a los extranjeros “con una fuerza que operaba con su propia ley” (21); desde entonces, los latinoamericanos, y en particular los colombianos, asumieron la llegada de los otros desde la lógica de la invasión transformadora. En los actos fundacionales se ratificaba el derecho de un conquistador sobre otro, “la toma de posesión del territorio y la sujeción de la población indígena” (61). En la Conquista y la Colonia la mentalidad de los hidalgos se impuso y, más tarde, entre los siglos XVIII y XIX, la de los burgueses: los unos cifraban su identidad en la cultura española y los otros en la inglesa o francesa. El principio era el mismo: el modelo a seguir venía de afuera. ¿No es esto, de alguna manera, lo que se percibe en pleno siglo XX en novelas como Los elegidos y La otra raya del tigre? El extranjero eclipsa a los nacionales imponiéndose como principio autoritario19. El inmigrante es concebido, en estos casos, como superior y por eso digno de emulación. En otras palabras, se manifiesta vivir ante “un centro ausente” que quiere alcanzarse por la vía de la imitación y el seguimiento del extranjero. La llegada de los otros, los extranjeros, implica cumplimiento de una travesía determinada no sólo por el éxodo o el exilio, sino también por la movilidad geográfica, el choque, el encuentro o distanciamiento de culturas, razas, lengua, condiciones sociales, valores, creencias, comportamientos, principios y costumbres. Movilidad que se relaciona

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Tal como en muchos casos se percibió en las ficciones de algunos modernistas, como por ejemplo en De Sobremesa de José Asunción Silva, en la que la cultura nacional no solo es salvaje sino periférica, vale decir inferior, de poca monta.


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también con transculturidad y aculturación, y está generalmente ligada a la búsqueda de un mundo. Aunque hay estudios que se ocupan de la problemática, en cuanto a sus representaciones en nuestra ficción no hay suficientes análisis que se detengan en sus implicaciones artísticas y culturales. Sus primeras manifestaciones pueden rastrearse en las crónicas de la Conquista y la Colonia, más tarde en la literatura de viajes que muestra el desarrollo de la sociedad burguesa entre los siglos XVIII y XIX, posteriormente en la narrativa que se preocupa por mostrar la complejidad de las sociedades masificadas y actualmente, dados los tránsitos y transformaciones, en las ficciones correspondientes a experiencias del mundo global y del sujeto en crisis. El estatuto del migrante es de emigrante o de inmigrante, según el caso, asumiendo que puede referirse a un sujeto en tránsito o en proceso de adaptación y establecimiento, acusando de todas maneras, un destino inexorable en el que tiempo y espacio se problematizan, pues, como afirma Diana Andrea Gómez siguiendo a De Sousa Santos y desde la noción de emigrantes colombianos a USA, se trata de: “vivir un nuevo tiempo, pero en un sin-espacio, sin raíces y, a la vez, vivir en un nuevo espacio, un nuevo país, una nueva geografía, pero sin conocer el tiempo que durará allí establecido, es decir, en un sintiempo. Una nueva vida en un tiempo sin espacio y en un espacio sin tiempo” (Gómez, 2002, 164). En América Latina este fenómeno está vinculado con el paso a grandes o medianas ciudades y mediatizado por el abandono de otros países, evidencia tensiones y a su vez conflictos de identidad frente a la necesidad de cambio o distanciamiento de un mundo originario. Al depender de una experiencia crítica y traumática se revela la determinación del éxodo y el exilio que implica abandonar un territorio, dejar atrás un pasado, es decir, la historia personal, las tradiciones y las raíces, para situarse frente a un presente y un futuro en un territorio que resultan expectantes. La literatura, la historia y la sociología latinoamericana reconocen y hablan de inmigrantes de la península ibérica en la época del Descubrimiento; de italianos, alemanes, polacos, suizos, holandeses, y otros que salieron de sus países a raíz de la Primera o Segunda Guerra Mundial; de inmigrantes españoles que huyen de la Guerra Civil, o de

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En otro lugar

palestinos que buscan otras posibilidades en el llamado Nuevo Mundo. Algunos latinoamericanos han migrado a distintos lugares del continente o del mundo para tomar distancia de las dictaduras o determinados regímenes políticos, así como muchos habitantes de pequeñas provincias o campesinos de diversas regiones han abandonado su lugar de origen para buscar paz, seguridad, fortuna o una nueva vida en la ciudad. Algunos se ubican en capitales o ciudades intermedias y otros conquistan un espacio para hacer ciudad o para ignorarla, al asumir conductas o búsquedas del territorio que han dejado atrás. La que llamaríamos migración externa (de Europa a América, por ejemplo) es muy distinta a la interna que reseñamos en el capítulo anterior, en la que a comienzos del siglo XX diversos conflictos políticos y sociales generaron inseguridades que dieron como resultado el desplazamiento del campo a la ciudad, resultado de problemas relacionados con tenencia de la tierra, explotación del campesinado e ingreso de la inseguridad que por manipulaciones ideológicas o políticas pasaron de la ciudad al campo y afectaron a la población aldeana y campesina. Si en México puede hablarse de la Revolución Mexicana, en Colombia de la Guerra de los Mil días de fines del siglo XIX y comienzos del XX, de la violencia rural y partidista de mediados del siglo anterior, y en los últimos lustros del estado de crisis identificado como Conflicto Armado. Estos hechos buscaron y encontraron expresiones (artísticas o no) a tono con el espíritu de su tiempo, pasando de lo documental a lo testimonial, lo estético y otras narrativas (crónicas, videos, etc.). En sus primeras versiones, la de “allá para acá” se dio como ruptura de unos valores tradicionales y en pugna frente a la servidumbre a un sistema o como necesidad de encontrar un lugar para reiniciar la vida o hacer historia. En las ficciones más recientes, la reactivación de ciertos temas vuelve sobre el principio de la huída, sobre la urgencia de buscar un nuevo lugar o sobre la necesidad de olvidar el pasado para empezar de nuevo. Entendiendo los problemas individuales y colectivos que entrañan estas dos formas de movilización, no debe desconocerse que el sujeto se construye con valores particulares “de lo nacional, lo regional, lo local, lo étnico-cultural y la religiosidad” (Vásquez, 167), y que los desplazados o los inmigrantes viven no sólo rupturas sino distancias e intercambios que afectan la identidad y generan altas dosis de carga

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emocional. Antes de vincularse a un lugar la condición de este sujeto es inestable, pues no sólo está dejando atrás un sitio, sino la historia personal y familiar, y se está exponiendo a un futuro incierto en un lugar con gente y costumbres desconocidas y con un lenguaje que, aunque pudiera pertenecer a su idioma, puede resultarle ajeno en actos, gestos, palabras o sentido. Está expuesto a vivir en lo fronterizo, entre lo que trae interiorizado (tradiciones, valores que no abandona) y lo que se le impone20, y puede darse el sentimiento de estar frente a una lengua madrastra, una “lengua huésped” en la que el exiliado muestra un modo de pensar subalterno que lo lleva a no pensarse a sí mismo sino a otro, al intentar ser como el otro que encuentra en el nuevo lugar –y contra el que se defiende- (Kertész, 118-119). También se da el caso de grupos de inmigrantes que al tomar contacto entre sí afianzan la solidaridad y los vínculos que los atan a sus orígenes culturales, lo que genera confianza en su ubicación, aceptación y conquista del nuevo territorio, o el de quienes prefieren aislarse y ubicarse en lugares lejanos a ciudades o metrópolis, encerrándose y alimentándose con sus tradiciones o buscando la forma de crear ghettos, territorios diferentes. En nuestra narrativa se ofrecen varias manifestaciones: por una parte, en un punto medio entre desplazamiento y exilio y desde una tensión apoyada en la conciencia bíblica del éxodo y en el tema histórico de la huída, como lo veremos en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Por otra, están los emigrantes colombianos que asumen la salida como búsqueda en otras sociedades, bien en aras de nueva vida o del amor, de sí mismo o de la escritura, como se percibe en las novelas Paraíso travel de Jorge Franco, Zanahorias voladoras de Antonio Ungar y El síndrome de Ulises de Santiago Gamboa. Pueden también reconocerse los casos presentados por Óscar Collazos, referidos a situaciones políticas que identifica en emigrantes de otros países latinoamericanos a tierras europeas, en los que se recrea el trauma del exilio y la incertidumbre de la desaparición, como en Las trampas del exilio (1993) y El exilio y la culpa (2002). 20

Clifford reconoce el término frontera en la relación de cruce de culturas que suponen un territorio unido por una línea geopolítica y unos lados separados y vigilados, en contraposición con el término diáspora, que implica movimiento de personas, dinero y mercancías.

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En otro lugar

De otro lado, están los inmigrantes que provienen de otras naciones y asumen la salida desde la búsqueda de otro lugar para seguir la vida, como en Los elegidos (1953) de Alfonso López Michelsen, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, El jardín de las Weissman (1979) de Jorge Eliécer Pardo, Los informantes (2004) de Juan Gabriel Vásquez, El salmo de Kapplan (2005) de Marco Schwarzt, La caída de los puntos cardinales (1996) de Luis Fayad, y La cantata del mal (2006) de Fernando Toledo. De otro, están aquellos que asumen el periplo buscando transitoriamente un lugar, como El rumor del astracán (1991) de Azriel Bibliowicz y la de los que no son forzados a abandonar su territorio sino arrancados de éste y condenados a una lengua y cultura esclavista que lleva a la sujeción, como se percibe en La Ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor21. Estas diferentes formas de diáspora muestran, como es notorio, una diversificación del problema en variantes que permiten ver fundaciones de mundo, nostalgia, vagabundeo, sentimiento de pérdida, urgencia de olvido, sensación de vacío, exclusión, condición de tránsfuga o necesidad de integración.

Del éxodo a la fundación del mundo: Cien años de soledad Si con Alfredo Molano aceptamos que nuestra historia “es la de un desplazamiento incesante”, las ficciones de distintas épocas sobre el tema nos ofrecen el porqué, el para qué y el cómo de cada momento y de cada autor. Algunos inician con la pérdida de una Arcadia, entendida ésta como mundo feliz, mientras hay quienes sugieren el desconocimiento de la misma y su búsqueda permanente. De una u otra manera se experimenta la sensación de estar de paso en cada lugar, lo que puede reconocerse desde lo que señala Said al seguir a Adorno: “para una persona desplazada ‘los hogares son siempre provisionales’” (Said, 26). Desde una lectura de Cien años de soledad pueden verse situaciones de éxodo y desplazamiento que no sólo señalan la manera de construir o 21

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Sobre las respectivas novelas de Roberto Burgos Cantor y Fernando Toledo nos detendremos en el capítulo siguiente.


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fundar nación (Macondo), sino que revelan el cambio de la fisonomía y del rumbo de la ciudad tradicional al abrir la perspectiva de fundación, construcción o integración de un lugar. Por una parte se destruye, por otra se funda. Por ejemplo, en los dos primeros capítulos de la novela se narra la experiencia de exilio de Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía huyendo, acompañados por un grupo de seguidores, de la culpa por la muerte de Prudencio Aguilar y la consumación del amor. Cuando después de muerto Prudencio, Úrsula lo ve, afirma no poder con el peso de la conciencia, de la misma manera que José Arcadio reconoce que lo atormenta “la inmensa desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda nostalgia con que añoraba a los vivos”, lo que lo obliga prometerle abandonar el pueblo para no regresar jamás (García Márquez, 27). En los dos capítulos se comenta la travesía durante más de dos años por distintas zonas del territorio, antes de encontrar un lugar para ubicarse y fundar no solamente un lugar sino un territorio, una historia, una tradición y una cultura. Un sueño les permite instalarse derribando árboles “para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea” (28), donde José Arcadio sería “un patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad” (15). Hasta ahí el lector percibe el éxodo, la búsqueda de un lugar y la construcción de un sitio para iniciar una historia común. Si bien desde el comienzo se cuenta la llegada transitoria de gitanos y forasteros, al llegar al capítulo doce se narran cambios sociales, y sobre todo los trastornos sufridos en Macondo con la ola de inmigrantes norteamericanos que provocan el caos con la instalación de la Compañía Bananera United Fruit Company. Aquí son otros los móviles de los migrantes, pues cada uno de ellos tenía un motivo distinto para llegar al lugar: un día llegaron agrónomos, ingenieros, topógrafos, agrimensores e hidrólogos a explorar el lugar, otro día arribaron los abogados que rodeaban a Mr. Brown, después las mujeres de “los gringos”, en fin, para que entre todos generaran un cambio sustancial y aterrador que no solamente da lugar al clímax de la civilización en Macondo, sino que trae decadencia y destrucción final al establecer distancias, separaciones y diferencias: dividieron el pueblo en dos, marcando sustanciales distancias,

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pues por un lado “hicieron un pueblo al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de rejillas metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgados en el cielorraso” (197); por otro, alteraron el orden de las cosas, “mientras los naturales se sorprendían ante la construcción de un mundo tan ajeno al suyo que debían levantarse temprano a conocer su propio pueblo” (198). Esta avalancha de forasteros, como los llamaban, trajo perplejidad y desasosiego: “Los suspicaces habitantes de Macondo apenas empezaban a preguntarse qué cuernos era lo que estaba pasando, cuando ya el pueblo se había transformado en un campamento de casas de madera con techos de zinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren, no sólo en los asientos y plataformas sino hasta en el techo de los vagones” (197). Ya en La hojarasca (1955) se hablaba de “los advenedizos” que llegaban con la compañía bananera, señalándolos como “desperdicios humanos y materiales de los otros pueblos; rastrojos de una guerra civil que cada vez parecía más remota e inverosímil” (7), e identificándolos como un grupo humano que corrompe a los habitantes del pueblo. Imágenes de circunstancias cada vez más habituales se narran en el capítulo doce, como si en éste coexistieran el pasado y el presente en distintas capitales de nuestro país: “Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva, que en los primeros tiempos fue imposible caminar por la calle con el estorbo de los muebles y los baúles, y el trajín de carpintería de quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado sin permiso de nadie, y el escándalo de las parejas que colgaban sus hamacas entre los almendros y hacían el amor bajo los toldos, a pleno día y a la vista de todo el mundo” (197-198). En Cien años de soledad los cambios se evidencian no sólo en el aspecto físico de la ciudad, sino también en los hábitos y la vida social, pues muchos llegaron “porque todo el mundo viene”, los forasteros sin amor “convirtieron la calle de las cariñosas matronas de Francia en un pueblo más extenso que el otro” (197) y se acompañaron de las “hembras babilónicas adiestradas en recursos inmemoriales” (197) que llegaron en el tren. La Calle de los Turcos aumentó su caudal de comerciantes, así como la dinámica diurna y nocturna, y el pueblo se convirtió de la noche a la mañana “en un lugar de peligro”.

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Una visión distinta de la ciudad creada con aquellos transeúntes que asumen su carácter migratorio en la construcción y el cambio, es asumida en la novela desde la relación con el mito y las tradiciones culturales. Ligada al éxodo, la forma a que nos referiremos enseguida sugiere otro modo de desplazamiento: se trata de asumir la huida del territorio originario de José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, viviendo la secuela del mito de Caín que reconoce Zarone. Dijimos que en los dos primeros capítulos de la novela se cuenta que acosados por “el peso de la conciencia” a causa de la muerte de Prudencio Aguilar, José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán tuvieron que abandonar su territorio y que después de un largo peregrinaje, la pareja y el grupo de emigrantes supieron, gracias a un sueño de José Arcadio, que habían encontrado el lugar que daría fin a su exilio. En aquel sueño, un nombre de “resonancia sobrenatural” anunciaba el comienzo de Macondo, lugar que durante largo tiempo fue una aldea feliz, reposo y albergue, sitio de espejos y de espejismos. El territorio se hizo propio al conquistarlo y colonizarlo, y sobre todo cuando estableció un nexo indisoluble entre los vivos y los muertos, obligando a permanecer en él, ya que la sentencia: “uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra”, le dio mayor sentido de pertenencia a sus habitantes. Con el transcurso del tiempo Úrsula, figura arquetípica y personaje fundador sobre el que pesa la conciencia de la historia y de la palabra que anuncia y reconoce los hechos, abre vías de comunicación con Macondo. Es con ella que se inician cambios que permiten la transformación del lugar ancestral en un mundo mucho más complejo y dinámico: inventos, formas culturales y costumbres sociales, razones políticas, otros modos de pensamiento y de vida que llevaron a un cambio total, hasta culminar en la huelga de los obreros y la matanza propiciados por la Compañía Bananera y sus consecuencias en la confusión de la que fuera una aldea feliz. El huracán bíblico arrasa en sus formas destructivas de la cultura mítica agobiada por la historia que profana, impidiendo así “una segunda oportunidad sobre la tierra”. La ciudad nacida de un sueño primordial sería invadida por la de la historia que traería consigo tanto apogeo como destrucción. Mito y modernidad se entrelazan poniendo de presente que en los tiempos modernos lo sagrado de las culturas primigenias forcejearía entre la preser-

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vación de las tradiciones y la necesidad del cambio, a tenor del desarrollo y los adelantos técnicos y científicos. Lo mítico es invadido y desplazado por lo histórico, no sin antes vivir el ingreso paulatino de lo que la modernidad impone en una comunidad perpleja y asombrada. La magistral novela muestra reiteradamente cómo la ruptura con un pasado traumático da origen a un territorio, a una historia y a unos seres que desde el extrañamiento enfrentan nuevas maneras de vivir. En franca controversia, mito e historia se imponen y frente al triunfo de la segunda, la voz narrativa que ha puesto en la escena poética hechos sociales e históricos muestra realidades y contingencias de una sociedad y una cultura. La historia del desplazamiento que genera incertidumbres y ciudades críticas se liga a la de la violencia, y expresa la visión de una época desde el estilo hiperbólico de un autor que conoce la realidad nacional y su función como escritor con un alto dominio de la escritura de lo oral. En las relaciones intrínsecas de los dos primeros capítulos encontramos nexos con el sentido de la búsqueda desde el exilio o el desprendimiento. Ese carácter errante del ser humano que lo lleva a buscar, a desprenderse y a desafiar afirma la condena al no lugar, viviendo en el nostòs, con el dolor de lo ausente que define la incertidumbre de un tiempo que determina y afecta: entre el presente, el pasado y el futuro. Richard Sennett afirma que tanto en el Antiguo Testamento como en la tragedia griega “se muestra una experiencia angustiada e infeliz de nuestros cuerpos [que] nos hace más conscientes del mundo en que vivimos” (Sennett, 28). Cuando Adán y Eva transgreden y son expulsados con la vergüenza de su desnudez del Jardín del Edén, relatan la historia de lo que aconteció a los primeros seres humanos, así como lo que perdieron: “En el Jardín del Edén eran inocentes, ingenuos y obedientes. En el mundo exterior se hicieron conscientes. Supieron que eran criaturas caídas, y por lo tanto buscaron, intentaron comprender lo que era extraño y distinto. Ya no eran los hijos de Dios a los que todo había sido dado. El Edipo rey de Sófocles nos cuenta una historia similar. Edipo vaga errante, después de arrancarse los ojos, tras adquirir una nueva conciencia de un mundo que ya no puede ver. Humillado, se encuentra más cerca de los dioses” (Sennett, 28).

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Sobre el mismo tema, y desde la expulsión, Giuseppe Zarone se apoya en tradición judeo-cristiana al aprovechar el episodio del Génesis que narra el mito de Caín errante y fugitivo sobre la tierra, debido a la necesidad de huir y, como Sennett, Zarone destaca la necesaria ruptura con el pasado después de una experiencia traumática: un hecho violento que obliga a huir y a perder el territorio. En Cien años de soledad el carácter errante se reitera en varias ocasiones y a través de varios personajes, como consecuencia de la violencia ancestral, condena primordial y respuesta histórica. Sincretismo y metáfora muestran en la novela que un pasado traumático da origen a un territorio, a una historia y a unos seres que desde el extrañamiento enfrentan nuevas maneras de vivir y de comportarse. Perseguidos por la culpa del exilio causado por la muerte del hermano (Prudencio) y la consumación del incesto (Úrsula y José Arcadio), los cien años de historia determinan a los Buendía a un estado de expectación. La historia que se iniciara con el vagabundeo y se estabilizara en la espera de la maldición, pone su punto final en la pareja que inocente del carácter incestuoso de su amor llevará al máximo la fuerza amatoria, para llegar a ser los únicos amantes felices que, sin saberlo, llevan a Macondo a la destrucción bíblica y cierran de una vez por todas la maldición a la estirpe. Un claro diálogo se reconoce entre Cien años de soledad y los análisis de Giusepe Zarone (en los que afirma que fue Paul Wheatley quien en sus estudios sobre el simbolismo del espacio urbano buscó el origen mitológico de esa idea recordando el episodio del Génesis en que Caín, como castigo por asesinar a su hermano, está condenado a la errancia mientras construye una ciudad para buscar amparo y protección de la ira de Dios22). La búsqueda del amor, como diría Imre Kertész, permitiría mantenerse en la tierra con vida (108), pero en las paradojas de la novela ésta se trunca al no existir esa “segunda oportunidad sobre la tierra”. En la narrativa norteamericana, autores como Thomas Wolfe y John Steinbek recrearon el tema. En su novela Del tiempo y el río (1935) 22

En La leyenda de los siglos, Víctor Hugo reconoce también la creación de la ciudad, su nacimiento, bajo el signo de la maldición de Caín, exiliado de su tierra y condenado a andar errante.

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Wolfe asocia errar a desarraigarse, al viajero sujeto a la incertidumbre, a un estado vital que puede ser individual o colectivo. Al reconocer que los viajeros abandonan “una oscuridad para sumirse en otra”, se plantea la siguiente pregunta: “¿Dónde hallarán la paz los seres fatigados? ¿En qué puerto encontrará por fin refugio el viajero vagabundo? ¿Cuándo cesarán las marchas a tientas, ambiciones estériles que se vuelven despreciables tan pronto son alcanzadas?” (Wolfe, 711). Y en Las uvas de la ira (1939), Steinbeck apunta a la crisis económica y social de 1929, al ficcionalizar la tortuosa experiencia de los trabajadores del campo, inquilinos de tierras ajenas impulsados a abandonar su lugar de nacimiento, sus muertos y su arraigo, a causa del desarrollo capitalista: “Refugiados del polvo y de la tierra agotada, del trueno de los tractores y de la propiedad perdida, de la lenta invasión del desierto” (Steinbeck, 138), reconociéndose como familias enteras que fueron expulsadas de su raigambre, y huyendo del terror y la infamia miran hacia delante sin saber adónde van ni qué harán. Se entrelazan interrogantes que denotan perplejidad y expectativa: ¿de dónde les viene el coraje y la fe para hacerlo?, es pregunta implícita del narrador frente a doscientas cincuenta mil personas, “despojos en la carretera, abandonados”, gente que huye “del terror que quedaba atrás”, sucediéndoles “cosas extrañas, algunas amargamente crueles y otras tan hermosas que hacían renacer su fe con brillo imperecedero” (Steinbeck, 139). “¿Qué va a ser de nosotros?” Se preguntan ellos. “Nunca llegaremos a nada concreto. Siempre andaremos vagando. Siempre yendo y yendo a alguna parte (...) La gente se mueve. No sabemos porqué ni cómo. Se mueven porque tienen que hacerlo (...) Porque quieren algo mejor que lo que tienen. Y ésta es la única manera de que puedan lograrlo algún día. Deseándolo tendrán que ir en su busca” (Steinbeck, 145). La carretera “pasa a ser su hogar y el movimiento su medio de expresión”. “¿Quién siembra la tierra desnuda?”, inquieren en la novela de Wolfe, afirmando que se siembra y fecunda la inmensidad con sangre: “Trescientos de nuestra carne y hueso están confundidos en la tierra natal; nosotros le brindamos el lenguaje y la soledad, un pulso al desierto” (Wolfe, 334). La imagen del desplazado, de aquel que padece el extrañamiento frente al sitio que deja y al que llega, se asocia al errar, vagabundear, buscar, alejarse del pasado, olvidar el

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paraíso, afrontar el exilio, asumir la rudeza y refugiarse en el silencio y la desolación. Tanto en estas ficciones como en la de García Márquez, la retórica de desplazamiento y migración sintetizada en la evocación nostálgica del pasado en el presente de la enunciación narrativa, señala la frustración del paraíso perdido. Ahí se ancla el sentimiento de pérdida del albergue o de la Arcadia íntima, y a partir de distorsiones y discontinuidades este sentimiento reconstruye o revisa la identidad. La lectura final de los manuscritos muestra el encuentro con la nostalgia, el reconocimiento del “hubo una vez”, sostenido por los patriarcas de la familia Buendía, la fundadora, la que construyó, seguramente, un mundo a imagen y semejanza al abandonado, un mundo que fuera invadido por mercachifles de diversiones y luego, de manera nefasta, por traficantes de ilusiones y comerciantes de los productos y los seres de la tierra, dando paso al caos y la destrucción.

Los emigrantes Revisando algunas publicaciones de autores colombianos que han abandonado el país en los últimos lustros, recuerda Blanca Inés Gómez que “la migración supone una sedimentación”, pues el emigrante “se asienta en distritos que van conformando verdaderas comunidades con una lengua común, el español, y con una manera particular de enfrentar la problemática cotidiana” (Gómez 2007, 18). Al reconocer una comunidad hispánica “que ha fijado su residencia en el exterior, con una vivencia cercana al exilio, en la cual está siempre la posibilidad del retorno aún cuando éste se postergue para un futuro remoto” (20), la autora coteja el porcentaje de emigrantes hispanoamericanos a Estados Unidos, para afirmar el carácter diaspórico de la comunidad hispana que, en términos de Néstor García Canclini, remite a una síntesis entre lo local y lo global, conocida como glocal. Esto puede verse tanto en las antologías Narradores colombianos en USA (1993), de Eduardo Márceles Daconte y Se habla español. Voces latinas en USA (2000), de Alberto Fuguet y Edmundo Paz. En la primera se señala a los autores que desde mitad del siglo XIX hasta la década de

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los noventa han estado radicados en Estados Unidos23; y en la segunda, aparecida siete años más tarde, se incluyen autores posteriores al boom, entre ellos a dos colombianos. Gómez reconoce que su concepción de escritura difiere, así como sus temas, escenarios y preocupaciones, acusando un proceso de contraconquista a partir de la expansión cultural de la frontera. Como complemento a lo anterior, es conveniente relacionar los aportes de obras como Crónica de tiempo muerto (1974), Las trampas del exilio (1993) y El exilio y la culpa (2002) de Óscar Collazos, Desterrados. Crónicas del desarraigo (2004) de Alfredo Molano, Paraíso travel (2001) de Jorge Franco, Zanahorias voladoras (2004) de Antonio Ungar y El síndrome de Ulises (2004) de Santiago Gamboa. Es de reconocer que en las novelas de Collazos, como en las crónicas de Molano, el tránsito se afirma desde el compromiso político, mientras que en las de Franco desde la nostalgia y en las de Ungar y Gamboa desde el vacío.

Lo político y la ilusión en la gramática del exilio de Óscar Collazos Como necesidad de no pasar por alto circunstancias sociales en las que está implícita la condición del desplazado, en las primeras obras de Óscar Collazos se recrean personajes de determinadas clases y territorios que abandonan su lugar de origen, y a partir de un estado de frustración buscan un futuro mejor en lugares que han sido alimentados por la fantasía y las construcciones del imaginario colectivo. Al seguir su propia travesía vital y literaria, representa en un interesante nomadismo temático, formal y espacial la relación de su obra con su biografía. Collazos afirma que toda obra es autobiográfica “directa o sublimada en lo que a mí concierne” (1995, 137), lo que se percibe en esa trayectoria narrativa en la que desde el comienzo hasta el presente refleja un

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Márceles Daconte los divide en nostálgicos (escriben en español añorando su tierra), asimilados (escriben en inglés sobre temas universales), localistas (se interesan en las comunidades de emigrantes) e híbridos (escriben en español, inglés o spanglish y son biculturales).


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itinerario que comienza en Bahía Solano (lugar de origen e iniciación) y Buenaventura (lugar de formación), pasa por Bogotá (donde llega a los veinte años) y luego por diferentes lugares de Europa (España, Francia, Alemania), hasta cumplir un periplo que lo conduce de nuevo a Colombia para radicarse primero en Bogotá y más recientemente en Cartagena, directamente contextualizados temporal y espacialmente en sus obras. Una breve travesía por algunas de sus obras puede revelarlo. Crónica de tiempo muerto, por ejemplo, ofrece una interesante perspectiva del inmigrante interno (no desplazado forzado) que ha decidido abandonar su territorio en una ciudad de provincia en busca de un futuro mejor en la capital del país. Llegar, pasar, quedarse, ha significado una dolorosa experiencia frente a lo dejado: “mar playas resaca arena mariscos casas de madera negros acongojados negros en cumbiambas blancos codiciosos blancos arruinados mendigos embarcaciones desafiadas por la tempestad niños alborotados en la puerta de la casa” (101), sin dejar de referirse al hogar donde se busca “un destino menos amargo”, lo que simultáneamente alterna con la imagen exótica, miserable y enferma que el extranjero puede tener del suramericano, a quienes ve “como en una tarjeta postal, negros bailando, indios acongojados, enfermos miserables en un inmenso hospital de cancerosos” (98). Desde una perspectiva cercana a la de Los elegidos, en lo tocante a esa actitud avergonzada del mestizaje de ciertos ejecutivos o “envanecida por una ciudad que crecía sin darles tiempo para cambiar los hábitos amanerados de una provincia” (29), y en la que todo parecen “parodias de formalismo y buenas costumbres” (29), el narrador presenta, inquiere y cuestiona: “Siempre creíste que Bogotá, en estos sitios, paralizaba la nostalgia de una ciudad en la que, durante décadas, se había levantado el mito de una Cultura que continuaba gesticulando como un inglés, ya desaparecido, y que había aprendido su español en los diccionarios y balbuceaba frases en francés, extraídas de viejos textos científicos” (29). La ironía pone de presente la expectativa de quien ha llegado de la provincia y reconoce la identidad diluida, la movilidad social y espacial de los pobladores y la notoria influencia de las culturas extranjeras reflejada a lo largo del tiempo, tanto en lo arquitectónico como en lo cultural. De manera sugestiva el narrador señala las consecuencias a nivel social y de masificación de los desplazamientos internos, al afirmar que

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Bogotá ha dejado de ser ciudad de bogotanos y se ha convertido en “albergue de gentes de todas las provincias”, que no sólo se pierden “en medio de la forzosa migración”, sino que muchos se instalan en lugares inhóspitos y miserables: son rostros morenos, indios, mestizos que se sumergen en la ciudad y dejan constancia no sólo de su desplazamiento sino el de la ciudad misma, “cuya cara maquillada y mimética se desplaza hacia el norte: allá las urbanizaciones se suceden y el desarrollo del gusto sigue la trayectoria de las colonizaciones: el siglo XIX todavía vive y se refugia en la nostalgia de una España de patios andaluces, fachadas con balcones de madera, la fría austeridad de los conventos. Iniciado el siglo XX Inglaterra llega y se instala en la conciencia de esos hombres que nacían al siglo imitando mansiones de espacios caprichosos, con jardines hacia el exterior y formas abundantes y pesadas […]” (34). El narrador sigue el desarrollo y desplazamiento urbanístico, y muestra su continuidad hasta la perversión y la degradación, alude a los contrastes con la miseria y la ruina de zonas periféricas que se deslizan por muchos de esos escenarios, hasta detenerse en el cuestionamiento por aquella identidad lograda con seres amorfos y espacios anexos: “¿Cómo hacerse a una imagen aproximada de esta ciudad?” (37). Esa ciudad, Bogotá, percibida por el provinciano, contrasta con los modos de vida y formas culturales parisinas vividas por el mismo personaje, donde se lograrán otros aprendizajes cercanos al compromiso ideológico con la revolución, mientras en Colombia la acción habrá de concentrarse en los sesenta, época del Che Guevara, Camilo Torres y su muerte, los movimientos estudiantiles, las militancias. “Ser alguien” puede ser la premisa de los primeros inmigrantes de la provincia al centro y de éste al extranjero para conquistar nuevos horizontes, hablar otras lenguas y conocer otras culturas. Vivir en la ciudad es abrirse a todos, aunque en ella se de tanto “una arquitectura del despojo” como una “antropología del hambre” y se convierta en el lugar donde “se maldice el día entero”. En algunas de sus novelas posteriores, el exilio es parte del dolor y la culpa que acompañan el extrañamiento, condiciones que veremos reflejadas en esas posibilidades que entrelazan Las trampas del exilio y El exilio y la culpa que, como en Paraíso travel, Zanahorias voladoras y El síndrome de Ulises (2005), muestra el exilio relacionado con experiencias de latinoamericanos en Europa por motivos diferentes:

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en el caso de Collazos hay motivos políticos claramente relacionados a la historia revolucionaria; en el de Franco son afectivos y económicos, pues se busca futuro en Estados Unidos enfrentándose a condiciones de marginalidad, y en los de Ungar y Gamboa por razones existenciales, de búsqueda de sí mismo y de encuentro con la propia creación. Es decir, la distancia es clara: en Collazos hay conciencia histórica y lucha colectiva definida por la utopía, y en los otros las razones son más individualistas como consecuencia de la incertidumbre y el escepticismo. La cara propuesta por Collazos responde tanto a su generación como a su concepción de escritor. Tanto en Las trampas del exilio como en El exilio y la culpa, existe una angustiosa perspectiva de emigración de América a España: Salomón Weissmann, psiquiatra suramericano hijo de inmigrantes judíos y radicado en Barcelona desde 1978, busca a Susana Jara, una militante desaparecida, hija de Betina Roig, “una fugitiva que no volvería a ser nombrada en la familia y de la que al parecer se borraron todas las huellas de su existencia, fotografías, objetos personales, el nombre mismo”(1993: 51-52). Al aludir a un país que ha padecido un golpe militar, y que el lector reconoce en él a Argentina, la novela habla de “viajes de fuga”, de agresión, persecución, detenciones arbitrarias, tortura y huída, reproducciones del miedo. En la novela, el exilio corresponde al político, asociado en este caso al de intelectuales latinoamericanos que durante la década de los setenta, debido a su militancia y a convicciones ideológicas, padecieron persecución y fueron obligados a salir de sus países y a incorporarse y establecerse social y económicamente en otras culturas. Lo inestable y angustioso de su experiencia se define con frases como éstas: “el terror acaba de salir de sus fronteras y viaja por el mundo” (109); “se empieza a hablar de agentes infiltrados o informantes en algunas ciudades de Europa, sobre todo aquellas con un gran números de exiliados” (109). El trauma del exilio y la espantosa incertidumbre vivida por familiares y amigos de los desaparecidos da paso a la aventura policíaca, desarrollada por el narrador que muestra que unos “viven con la inocencia de las víctimas” y otros “con la culpa de los verdugos”, y “que los círculos concéntricos se ensanchan entre la inocencia y la culpa” (109). Retomar el tema en la otra novela consigna, como lo ha dicho el autor, que el concepto del exilio ha sido dominante en la cultura política de nuestro

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tiempo y que no necesitamos mirar muy lejos para verlo, lo que define también su escritura autobiográfica y su conciencia histórica, política y social expuesta en su larga trayectoria.

Emigración y nostalgia: Paraíso travel En Paraíso travel el título alude a viaje, a búsqueda de paraíso. Sin embargo, este desplazamiento o emigración conduce a experimentar la condición de extranjero y de paria, pues los resultados muestran la inversión del paraíso en una experiencia de pesadilla y horror. Los hechos se gestan en un Medellín que comparte roles con Nueva York, y son narrados por un colombiano que hila el discurso al contar su vida de paria en “la gran manzana”, su condición de extraviado en tierra ajena, perdido de todo y de todos, especialmente de su compañera de travesía, centro y fin, sentido de sí mismo. Al recrear la realidad del inmigrante, Marlon y Rosa salen de un mundo que resulta hostil y llegan a otro que no lo es menos; el personaje se debate entre la sumisión y la huida: “Acá o allá tienen las mismas carencias”, dice con énfasis el autor24 , lo que se reitera de diversas formas en la novela con afirmaciones como ésta: “Colombia lo va dejando a uno sin argumentos” (38), lo que obliga a vivir el disparate de buscar el futuro siguiendo el “sueño americano”, el sueño en un no lugar, al haber vivido en la fantasía de un mundo mejor que permite creer lo que ofrecen las películas: “un apartamento blanco con vista al río y a la Estatua de la Libertad, en un piso alto con una terracita que tiene un jardín chiquito y dos sillas para sentarse a mirar el atardecer en Nueva York”(32). La realidad hace su recibimiento de manera violenta, al encontrarse en un sitio donde todo está prohibido, el colombiano estigmatizado y el extranjero fácilmente llega a la indigencia. Con desilusión el narrador afirma sobre su experiencia en Nueva York que ella es una gran ciudad de inmigrantes, de todos y de ninguno, que atrae y repele, aliena y absorbe, que en ella Dios y la muerte “son la misma suerte”, que llegar es

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“Las mujeres persiguen a Jorge Franco” (Entrevista). El Tiempo, Cultura. Pág. 2, martes 20 de noviembre, 2001.


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como entrar en las tripas de una bestia que ruge y hay que domarla con cautela más que con fuerza, para que “no se lo trague a uno”. El estigma lanzado por el grupo más poderoso sobre otro de poder inferior, siguiendo los términos de Norbert Elías (79-138), se cumple en Marlon Reina y todos los personajes colombianos unidos por el mismo infortunio de exiliados en búsqueda de oportunidades en un país que creen distinto al suyo, aquel que han abandonado y los ha abandonado al sentir que ya no da oportunidades. Como inmigrante, Marlon se encuentra con otros que siéndolo se han integrado a la nueva cultura recreando en ella la propia. “Tierra Colombiana”, será el lugar donde comienza su proceso de iniciación y aprendizaje como antihéroe contemporáneo. Huir de la persecución, enloquecer de horror ante la extrañeza frente a la lengua, la cultura y el mundo ajenos, incorporarse lentamente en oficios degradantes, lavando baños, sirviéndole a otros, ganando lo mínimo, en fin, pero en un ambiente cercano a su medio y cultura, con aquellos que inicialmente y de manera prevenida lo han estigmatizado25, le permite sobrellevar el dolor y la miseria, hasta que aprende “que se necesita mucho afecto” para entender esa ciudad. Llegar a Nueva York es encontrarse en el caos y luego con grupos establecidos y asentados: por una parte, los que pertenecen al lugar; y por otra, los marginados establecidos. Lo que pudiera ser una crónica de sinsabores, al formalizarse literariamente no sólo se inscribe en unas de las tendencias de la narrativa colombiana de comienzos del siglo XXI y en una de las consecuencias de la violencia, sino en la formalización de una realidad desde la que se transmite un estado de ánimo con su consiguiente visión de mundo escéptico y desesperanzado, propio de los narradores de las más recientes generaciones y promociones26 . 25

Frente al tema, Norbert Elías afirma que para entender mejor los mecanismos de estigmatización, es preciso aclarar qué papel desempeña la imagen que tiene una persona del rango de su propio grupo en relación con otros, y la que tiene de su propio rango como miembro de su grupo. Existen grupos con un poder superior que se atribuyen un carisma de grupo distintivo. Véase: Norbert Elías. La civilización de los padres y otros ensayos. “Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados”. Bogotá: Norma/ Universidad Nacional, 1998. p.79-138.

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Véase el prólogo de Luz Mary Giraldo a Cuentos caníbales. En él se establecen algunas diferencias de expresión y sensibilidad en los intereses, escrituras y temas narrativos de los autores de los últimos treinta años.

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La lectura de Paraíso travel conduce a otra concepción y principio literario: no se trata de una actitud sociológica o políticamente comprometida con la historia, como en los casos de Collazos y Molano; tampoco de asentarse en un lugar, sino de transmitir una búsqueda problematizada: es situación de movilidad y condición de extranjero perdido. Los resultados de esta ficción muestran la inversión del paraíso en una experiencia de pesadilla y horror que contrasta con la ilusión de emprender el viaje hacia el lugar donde se encuentra la estatua de la Libertad; de ahí el título: Paraiso travel, es decir, viaje al paraíso, lo que paradójicamente se convierte en viaje al infierno y, al mismo tiempo, al fondo de sí mismo, lo que entraña una especie de ritual en el dolor. Marlon y Rosa salen con dos propósitos: ella, para encontrar el sueño americano, él para seguirla como principio de amor. El personaje masculino vive una impactante tensión entre la sumisión y la huida, confirmada en la idea de vivir en cualquier parte “las mismas carencias” y quedarse sin “argumentos”. Buscar futuro o seguir en el presente vertiginoso es continuar en la fantasía de un mundo mejor que permite creer lo ofrecido por ciertas películas y el imaginario colectivo, tal como fantasea Rosa cuando se imagina mirando el atardecer en Nueva York, en un amoroso apartamento blanco con vista al río y a la Estatua de la Libertad. Hay un tópico interesante y común en las novelas de esta especie en nuestra narrativa. Con frecuencia los personajes experimentan una suerte de proceso de iniciación, de viaje mítico: salida, pruebas, encuentro, liberación y regreso, como veremos en ésta y las respectivas novelas de Ungar y Gamboa. En este caso, Marlon es incitado por su novia Rosa a cruzar la frontera entre Colombia y USA. Según el relato, el personaje evoca su pasado que concentra en un año, once meses y cinco días después de llegar a New York, desde un presente en el que viaja en bus entre Nueva York y Miami, mientras comparte silla con un niño, una negra y un guatemalteco (seres como él marginales en ese territorio). Evocar es recuperar el pasado en la ciudad de infancia, los orígenes de su relación con Rosa, los antecedentes del viaje con sus temores y expectativas, sus experiencias dolorosas y los olvidos que vivió durante ese tiempo traumático en el nuevo país donde primero fue un indigente en Queens y luego mesero en el restaurante “Tierra Colombiana”, después

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de pasar por una situación de persecución, miedo y pérdida de su propia conciencia en Manhatan. Es decir, cumplió las pruebas necesarias para continuar el proceso. Perder la memoria y a la vez perderse en un lugar desconocido es alegoría de la pérdida de sí mismo y de la identidad: está en otra tierra y frente a una “lengua madrastra”. Marlon se encuentra como inmigrante con otros que no han logrado integrarse a la nueva sociedad y cultura, y en una urgencia de redención y sumisión reproducen el mundo abandonado para defenderse de la distancia, la soledad y la incomunicación. Paradójicamente, “Tierra Colombiana” será el lugar donde avanza en su proceso de iniciación y aprendizaje de una nueva vida lejos de su patria; es este un trozo de país en otro país, un simulacro de tierra propia. Marlon no deja de sentirse extraño frente a las reglas de los otros; de horrorizarse ante la extrañeza de la lengua y de la cultura ajena, para que luego de huir de la persecución y recuperada la conciencia, se incorpore lentamente a través de oficios degradantes en los que le sirve a otros ganando lo mínimo, en un ambiente cercano y con aquellos que en un primer momento lo repudiaron advirtiendo recelo ante su presencia. Al entender los mecanismos de estigmatización, paulatinamente a Marlon se le aclara el papel que cumple, la imagen que proyecta en los de su propio grupo. En efecto, al encontrarse en Nueva York con grupos establecidos y asentados y con marginados arraigados, el personaje toma conciencia de la situación de cada uno y de los diferentes lugares. El tiempo narrado corresponde a 1985 y revela esa alegoría del reconocido “sueño americano” ofrecido desde la cultura popular, que en el caso de la situación de Marlon Reina resulta una terrible paradoja, pues los antecedentes que se tienen son fotografías o comunicaciones de quienes afirman haber alcanzado su realización en tierra extraña: unos intentando mimetizarse o fingirse de ese lugar, aprovechan los ojos claros y se tinturan el pelo para quedar rubios del todo (12), otros desde la apariencia simulan pertenencia, según revelan fotos enviadas en las que ataviados con pesados abrigos y botas se sonríe en paisajes invernales “extraños, ajenos, como unos micos en el polo norte” (12). Muchas veces se intenta negar la procedencia para empezar de cero “con los pies bien puestos sobre la tierra” (21), o buscan la patria en el “lugar donde está el afecto” (242), o se afirman con otro

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nombre y de otro lugar, como cuando se dice: “Soy Charlotte, soy de Virginia, y voy hasta Augusta, en Georgia” (20). Esta ficción de sinsabores no sólo se inscribe en una tendencia de la actual narrativa colombiana, sino se acerca a las inquietudes de las narrativas testimoniales que formalizan una realidad, un estado anímico y una visión escéptica del mundo. La novela de Franco, mediante una escritura ágil que concentra vértigo, levedad, multiplicidad, velocidad y visibilidad, ajusta cuentas con las consecuencias de la violencia de los últimos años. Además, reafirma, de otra manera, lo propuesto en las ficciones de Collazos o en los testimonios de Alfredo Molano, en las que entre la ficción testimonial y el testimonio y crónica del exiliado o del desplazado se cuestiona una situación generalizada (Collazos) o se muestra la intimidad de la transterración (Molano). El choque de culturas que lleva a la urgencia de construirse o pensarse otro o desde el otro lado y en el otro lado, estaría en la línea de lo que Cornejo Polar ha estudiado desde la descentración del sujeto, en este caso el migrante que, descentrado y asimétrico, articula de manera simultánea dos ejes culturales: allá y acá, desde un discurso bipolar. Los novelistas lo hacen desde la ficción y el cronista desde el testimonio, entrelazándose los unos en los otros, a través de ciertos recursos: Collazos y Franco desde ciertos datos que parecieran provenir de lo testimonial y se unieran a la retórica de la migración, y Molano desde los testimonios narrados, aprovechando, cada uno a su manera, un estilo cinematográfico en el que el flash back se hace necesario.

Emigrantes y retórica del vacío: Zanahorias voladoras y El síndrome de Ulises Al revisar las respectivas novelas de Antonio Ungar y Santiago Gamboa, se encuentra otra visión de exilio y emigración, en las que lugares son espacios de migraciones particulares. Inscritas en una de nuestras más rancias tradiciones, la de viajar al antiguo continente como parte de un ideario estético de románticos y modernistas. En estos casos se trata de un exilio intelectual en el que el aspirante a escritor se exilia de lo que conoce y sabe habitual, considerando su lugar como algo provisorio

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y ajeno a sí mismo27. Se trata de una forma de independencia que, en las novelas contemporáneas, deja ver cierto escepticismo y frustración, lo que se expresa en el permanente cuestionamiento de sí mismos y de las sociedades en las que los personajes se encuentran y desencuentran. París era el lugar mitificado por el intelectual de fines del siglo XIX (hasta avanzado el XX), reservado no sólo a burgueses sino a aquellos que pudieran alejarse de la estrecha sociedad de la época para abrirse a la modernidad en lo metropolitano y cosmopolita. El imaginario poco ha cambiado; en el mundo artístico e intelectual se sigue buscando en Europa ese “centro ausente” que formó parte de “la cotidiana imitación” que alimentara las fantasías del pasado y que diera paso en Latinoamérica, entre otras, a las llamadas novelas de artista. En el caso de la novela de Ungar, Zanahorias voladoras, el yo narrativo se autodefine como alguien que cree transformarse “en un escritor de éxito” y escribe “tres novelitas cortas pero magistrales. Por encargo de lectores imaginarios”, mientras se deja “sodomizar por las palabras que alguien quiere oír”, y usa todo el placer y toda la rabia “para ser tres escritores distintos” (106). Con ironía se refiere al escritor de cada una de las novelas, afirmando que uno es un neocaribeño que se cree “fresco y anglosajón” y deja “que las palabras salgan como gritos, como lanzas, como vómito”, para escribir con violencia, sexo, alcohol y drogas novelas de incomprendido (107). Otro es “un malogrado escritor del país vecino de Ese país, de una capital colonial transformada en infierno tercermundista” (108), creyéndose “dios de los desprotegidos. La Voz De Los Que No Tienen Voz. El ordenador del mundo”, un sabio escritor latinoamericano que con su pluma decide y concibe todo, aún lo más nefasto de la historia del siglo XX, como causas “nobles, altas, elevadas. Casi mágicas” (108). Y el de la tercera, luego de “sentir algo de resentimiento, del estúpido resentimiento europeo”, es “un escritor francés hastiado del dolor, de la periferia y del dolor de las llagas”, que en célebres frases denigra de “los árabes, de los blancos, de los cuerdos, de los locos, de los practicantes de yoga,

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Recuérdese que Edward Said afirma respecto del intelectual, que éste debe exiliarse de lo que conoce, de lo que es habitual, para lograr cierta forma de independencia en su creación.

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de los fornicadores, de las mujeres, de los hombres, de los ricos” (109). El sujeto es, pues, multiplicado en las conjeturas de la autoconciencia, y la metaficción se revela en las fronteras y los límites de la escritura como un individuo en confrontación y hecho trizas, lo que se complementa con la totalidad del relato. La relación de estilo autobiográfico pone de manifiesto un sujeto descentrado, cuyas señales están dadas desde el comienzo en una infancia traumática. El crítico sueco Ulf Eriksson reconoce en la novela “una biografía de bordes oscuros: la imagen inicial de una pequeña hermana, que permanece de pie cubierta de miel y de abejas, esperando la visita del padre que abandonó el hogar, es un mito doloroso, sumergido en lo profundo, que una y otra vez ejerce su influencia a lo largo de toda la obra” (125), a la que debe agregarse el suicidio de ese padre que no llega, el dolor de la madre inerme y la perplejidad del hijo, voz narrativa que no logra entender lo sucedido. El relato habla de una travesía que llega a ser un viaje al fondo de sí mismo desde el abismo de la interioridad, sostenida en una errancia sin destino e identificada en un estar delirante en Barcelona en una serie de experiencias que entre el yoga, el vagabundeo, el alcohol y las drogas, y la vivencia en otros lugares de Europa, México y Latinoamérica, descubre al final el camino de regreso. Es éste un periplo que, como el hilo de Ariadna, atraviesa un laberinto y conduce a casa. Hay al final una tensión misteriosa, sagrada, esotérica y exótica, vivida entre las pirámides aztecas y un viaje a la selva, travesía que resulta reveladora: el sujeto vive una ritual de purificación que lo lleva a una suerte de renacimiento. El ritual se ha iniciado en las angustias infantiles, en las que marcado por el suicidio del padre cuya presencia fantasmal se impone sobre los miedos cotidianos, relacionándose con la idea de la vida como mujer asociada a la existencia de una madre impotente “convertida en una virgen de porcelana” (21), una hermana menor y desafiante nombrada “ojos de gato”, y una serie de encuentros con otras mujeres que, madres sumisas o iniciadoras, lo acompañan en su periplo vital e interior. Narrada a la manera de diario sin fechas y en el que los lugares no se relacionan con el tiempo, la estructura narrativa se sostiene en el viaje de iniciación: caída, guía, rituales, nacimiento del héroe y salida a la

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libertad. El viaje del emigrante es tortuoso: tiene una primera estación en Barcelona, en la que pasa por las amargas travesías en una ciudad donde sólo experimenta la sensación de enfermedad y privación de la conciencia. El personaje ha huido de “Ese país”, harto “de las masacres y las filas de muertos sin rostro y los incendios y los mutilados y los desplazados y los miserables y los hambrientos y los torturados. Que no son uno mismo pero siempre están cerca” (49). Amado y odiado, rehuido y añorado al mismo tiempo, “ese país es como “un imán con dos polos que giran vertiginosamente en el interior de ese hombre” (Eriksson, 125), lo que afirma una profunda dicotomía en las razones de su exilio: huye de la violencia de su país y de sí mismo, creyendo que en otro lugar puede curarse “de esa ansiedad perpetua, de esa búsqueda desesperada de otras cosas detrás de las cosas, de la incapacidad de estar en un lugar y en un tiempo sin exigir nada más” (49). Eriksson destaca en la novela la forma del pánico, “de la palabra griega pánikos, relacionada con el dios Pan, a quien los griegos atribuían el mismo tipo de arranques emotivos que sufre el personaje de Ungar” (127). Las personas con quienes se encuentra también han buscado un destino distinto: Sara, una mujer de ojos grises, ha emigrado de su tierra para encontrarse a sí misma a través de las prácticas del yoga, convirtiéndose en transitoria compañía y en guía del encuentro con “El Supremo Maestro” en un ritual de purificación a través del fuego. Como Sísifo, el personaje asciende y desciende, se levanta y cae. Madrid, París, Berlín y Roma son lugares de retorno a la dispersión con Carmen, con quien regresa al delirio y a la separación del otro y su integridad. El azar y el misterio lo conducen a México, donde tendrá el encuentro con la diosa, según la aventura mítica del héroe; entre las pirámides y una voz misteriosa percibe el pasado mítico y sagrado en contraste con un desgarrador tiempo contemporáneo. Gestada la urgencia de regreso, se dispone al viaje “al otro lado del Atlántico” donde en “ese país” Bogotá lo espera (116), hasta reinar otra travesía en un viaje a la selva, donde estaría “la última esperanza de encontrar la cordura” (139), hasta comprender que todo no es más que reconstrucción de sí mismo a través de la escritura que traduce derrota y desolación. El viaje como emigrante se convierte en un desgarrado periplo por diversos escenarios del extranjero, consumado en la búsqueda errática

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de sí mismo. La travesía permite la construcción provisional entre los otros de su especie, en este sentido, desde lo latinoamericano, aunque su marginalidad y aventura se concentran en esa condición del personaje que no encuentra lugar ni sitio para su existencia. Podríamos concluir con las palabras de Ericsson, cuando afirma que el carácter de la novela a través del personaje: “(…) ¿Qué es, acaso, el espíritu humano sino un Orfeo sin canto, un Pan sin flauta, en fuga rabiosa a través de sus propias fantasías inalcanzables?” (127). En El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa, la propuesta se concentra en el viaje para la escritura y escritura como topos, desde situaciones semejantes a las de la novela de Ungar. La trama se desarrolla en un escenario parisino en el que los inmigrantes tercermundistas viven experiencias de marginalidad: bogotanos, peruanos, porteños, chilenos, nicaragüenses, coreanos, marroquíes, árabes, polacos, rusos, todos desempeñando oficios menores, sujetos a la pregunta “¿y de dónde es usted?” (19) y a los problemas generados por la barrera del idioma, pues no saberlo conduce a estar aislado y ser ciudadano de quinta categoría (28). Sin embargo, en esta novela el exilio político se impone en algunos personajes o en la condición de refugiados políticos, mientras en otros está ligado a la búsqueda de sí mismo. En cada caso se encuentra el drama de estar fuera de lugar y sintiéndose en tierra ajena. La estructura narrativa muestra una alternancia entre el yo de un personaje escritor y el testimonio de los inmigrantes con los que se relaciona, mostrando así el tejido de una realidad que no sólo habla de la experiencia individual en el exilio, sino de diversas culturas e identidades. De ahí que en muchos casos se proyecten encuentros y choques con el otro. Esta diversidad deja ver, en el caso de los personajes colombianos, por ejemplo, señales particulares referidas a la historia social y política: hay refugiados, exguerrilleros de las FARC o del ELN, estudiantes universitarios aspirando doctorarse en la Sorbona, una joven burguesa y adinerada que aprovecha el viaje para romper las normas y liberarse social y sexualmente, y el escritor en formación. Unos y otros entran en diálogo con las situaciones de otros exiliados latinoamericanos y contrastan con las de los africanos u orientales. Allí, “la comunidad colombiana de París funciona como un ghetto en el que todo se sabe, me refiero a los exiliados económicos o políticos, los que llegaron con dos cajas de cartón y un ma-

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letín de tela, cruzando la frontera francesa desde España en el baúl de un carro o en la carga de un camión, ateridos de frío y con un fajo de billetes entre los calzoncillos” (Gamboa, 25). Ahora bien, estos emigrantes conforman un submundo en lo más abisal de ese París gris e inhóspito, en el que, según el título de la novela “síndrome de Ulises”, se propone una alegoría del viaje, no sólo es de pruebas sino de sinsabores y sin proyección heroica, representado especialmente, en la contundente historia de Jung, un coreano desamparado conducido al suicido. Las tres partes que componen la novela exponen un proceso: “Historias de fantasmas”, presenta los personajes y la temática; “Inmigrantes & Co.” desarrolla la acción novelesca de los inmigrantes en París, relacionados con la experimentación frenética de la sexualidad y la fiesta dura, en una suerte de desinhibición total, además de buscar reconstruir el “caso Néstor”, relacionado con la desaparición de un exguerrillero colombiano, en la que el narrador protagonista (quien hila las tres partes, su historia y la de otros), como un investigador policial establece cuestionamientos sobre dónde está y qué se hizo. La tercera parte, “El síndrome de Ulises”, concentra el relato en Jung28, quien padece el síndrome colectivo del inmigrante: pobre, indefenso, abandonado a su suerte, solitario, miserable, incomunicado, explotado, lleno de miedo, expuesto al odio de otros, víctima de depresión profunda ante la pérdida de su autoestima. Para cada uno exiliarse ha tenido un sentido común y suscita reflexiones diferentes: “El exilio del atropello, como Jung en Corea del Norte o Elkin en Colombia o Khadim en Irak, todos perseguidos…” (262), es vivido como el síndrome del inmigrante y se caracteriza por “la autoestima por el suelo, la indefensión y el miedo” (350), hasta llevar al delirio dolores físicos, estrés crónico y depresión (350). Para Mohamed Kaïr-Eddime, nacido en Marruecos, el exilio es lejanía. Así pregunta y responde: “¿Cuáles son las palabras del exiliado? Triturar la propia cultura y devorarla. Desenterrar sus muertos y comerlos, chupar sus huesos mientras se respira el aire de una metrópoli alocada. ¿Porqué no hacer-

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Podría pensarse que el nombre alude al inconciente colectivo, que tan ampliamente desarrolla Karl Jung en sus trabajos.

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lo? (…) El francés es mi lengua muerta, pero yo la revivo en la mentira y el grito” (73-74). Para un árabe el exilio empieza con la colonización, como afirma Kadhim, lo que refleja crisis y se percibe en aquellos que escriben para satisfacer a los colonizadores con “la imagen que los europeos tienen del mundo árabe y sustituyendo la realidad por el cliché” (253). La escritura se convierte en el lugar, el topos de ese desplazado o desarraigado que busca no sólo un sitio para vivir sino el encuentro consigo mismo. “Hay que alejarse para escribir, irse al otro extremo del mundo, observar de lejos, así las palabras y las experiencias se cargan de sentido, todo adquiere resplandor con la distancia”, dice uno de los personajes aludiendo a Naipaul (175). Conteniendo el sentido del exilio, esa disyunción entre el hoy y el ayer que reconocen entre otros Said, Bashevis Singer, Cliffort y, desde el ángulo latinoamericano, Polar, influye en la creación, como se afirma en la novela desde la voz de Kadhim: “La poesía y el exilio son viejas compañeras; el exilio conlleva la tristeza de lo que se ha perdido, que ya es en sí un sentimiento lírico; el exilio forzado acude a la lírica para ser denunciado; el exilio saca la lírica de los consabidos lugares, el amor o la gesta patria, y le da una nueva temperatura, lo acerca a la realidad del mundo (…) La lírica del exilio está ligada a una idea del mundo, a una visión política de la historia y de las relaciones entre los seres humanos” (299). Las ficciones de estos escritores confirman que la patria y la soledad se llevan dentro, que no es posible hacer borrón y cuenta nueva, que transterrarse no es sólo separación sino una forma de muerte. Para el desplazado la Arcadia ha quedado atrás y existe una retórica del desarraigo que centra el sentido de la vida en el continuo vagabundear. La representación del sujeto migrante hacia fuera del país ofrece una nueva dualidad: entre el viaje como migración con su propia retórica, lo que implica cruce de la frontera, y la del sujeto migrante o diaspórico que se sabe parte de una experiencia discrepante: ser latino en Estados Unidos o sudaca en España, París o cualquier otro lugar (“fuera de lugar”) de Europa. La representación de este nuevo sujeto migrante retoma en algunos un viejo tópico de la literatura presente en De Sobremesa de José Asunción Silva, en El buen Salvaje (premio Nadal en 1965) de Eduardo Caballero Calderón y en Una lección de abismo (1991) de Ricardo Cano

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Gaviria: el del rastacuero que como escritor busca en un mundo ajeno temas y problemas para su propia creación. El narrador de Zanahorias voladoras, en un grado máximo de delirio, hace notar que ser inmigrante es saberse desprotegido en una ciudad que no es la propia, alguien de la periferia que reconoce como “última misión” la de “insertarse en la sociedad” (111); el personaje vagabundea por calles, ciudades o países, se evade, se abisma, se dispersa, se repliega antes del regreso mientras vive un proceso de iniciación que parece purificarlo. En El síndrome de Ulises los inmigrantes son de diversas nacionalidades, se subordinan a la sociedad a que arriban aceptando trabajos menores. Se reconocen aislados, sin idioma ni lazos afectivos, impulsados al erotismo y al desenfreno viven cercanos a la muerte y la desaparición, al estrés crónico y a la depresión, con “la autoestima por el suelo, la indefensión y el miedo” (350).

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Narraciones del exilio: de allá para acá En riberas y montes levantaron la casa como antes la tienda en los verdes oasis el abuelo remoto, y las viejas palabras

fueron trocando entonces por las palabras nuevas

para llamar las cosas (…). Meira Delmar. “Inmigrantes”

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osé Luis Romero reconoce que en Latinoamérica la explosión urbana de comienzos del siglo XX se vio favorecida por la migración a las ciudades, desde el desplazamiento de inmigrantes internos o externos que llegaron a coexistir en la sociedad tradicional. Éstos fueron, en sus primeras generaciones, grupos marginales. Por una parte, los provenientes del éxodo rural que arribaron a pequeñas, medianas o grandes ciudades entendidas como progresistas y con posibilidades laborales que permitieron a algunos enrolarse en trabajos propios de la vida doméstica o empresarial. Por otra, los provenientes de otros países, entre quienes los de “visión para los negocios” se ubicaron en la industria, el comercio y las importaciones, adquiriendo, muchos de ellos, reconocida posición social y económica en la sociedad capitalista. Salomón Kalmanovitz sostiene que en Colombia después de 1933 se dio una burguesía inmigrante considerable, abrumadora en Barranquilla y descollante en Bogotá, conformada “por grupos de inmigrantes libaneses, judíos –primero sefarditas y después de Europa central-,

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alemanes, italianos y españoles”, que primero se instalaron como mercaderes ambulantes y después como pequeños comerciantes y dueños de negocios de índole artesanal, “algunos de los cuales dieron el salto hacia la industria y fundaron fábricas de textiles y confecciones, grasa, industrias metalmecánicas, alimentos, etc.” (Kalmanovitz, 323). Éstos, que inicialmente llegaron sin recursos, acumularon suficiente capital para establecer diversos negocios y al consolidarse en la década de los cuarenta con el auge de la posguerra, surgieron como “dueños de empresas manufactureras y fabriles” (325). Las condiciones de inestabilidad, la movilidad propia de los emigrantes, las razones culturales y religiosas “que jerarquizan férreamente las ocupaciones y las personas”, se unen a la despersonalización de las relaciones humanas, mientras el espíritu de ahorro los hacen “especialmente sensibles al medio y a las oportunidades de acumulación que arraiga en el individuo el capitalismo” (Kalmanovitz, 325), lo que permite captar una particular relación entre la experiencia de los inmigrantes externos frente a la de los internos. Como vimos en el capítulo anterior, los conflictos políticos y sociales que entre el comienzo, la mitad y el fin del siglo XX generaron amenazas e inseguridades en el espacio rural, dieron como resultado el desplazamiento del campo a la ciudad con su consecuente inestabilidad y desequilibrio social y cultural. Esta clase de migraciones muestra el resultado de los conflictos existentes y las crisis específicas en cada uno de nuestros países, así como el reflejo de crisis ajenas que afectan nuestra realidad. Hemos afirmado que antes del sujeto vincularse a un lugar, su condición es inestable, pues está mediatizado por el abandono de sus regiones, provincias o países. No sólo está dejando atrás un sitio y una historia, sino se está exponiendo a un futuro incierto en un lugar con gente y costumbres desconocidas. De ahí que pueda hablarse de catástrofe y emergencia. Hemos afirmado que cuando diferentes grupos de ciertos inmigrantes toman contacto entre sí, se afianzan los vínculos que los unen con el lugar abandonado, al adquirir un principio de solidaridad que otorga confianza y les permite ubicarse o conquistar con cierta solvencia las estructuras del lugar a que arriban. Así mismo, se da también el caso de quienes prefieren aislarse encerrándose y alimentándose con

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sus tradiciones o buscando la forma de crear o producir nuevas ideas o concepciones de vida diferentes a las encontradas. Bajo la acepción del inmigrante que define y construye nuevos sujetos, la experiencia latinoamericana ha sido pródiga en ejemplos de migración en esa doble vía interna o externa 29. La que llamaríamos de “allá para acá” (externa, de Europa a América, por ejemplo), es muy distinta a la que se da en el mismo territorio. En sus primeras versiones, la europea se dio como una ruptura de unos valores tradicionales y en lucha contra un sistema; más adelante, como urgencia y necesidad de encontrar un lugar para reiniciar la vida y la historia, como es el caso que ilustran en la narrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX hasta el presente obras referidas a migraciones de polacos o alemanes a causa de las Guerras Mundiales. En estas ficciones los autores muestran a sus personajes llevando el peso de la separación, que se compensa con la evocación de lo dejado atrás o con la construcción de mundos análogos a los perdidos. Una aproximación a cierto corpus de la narrativa colombiana de la segunda mitad del siglo XX hasta el presente, permite reconocer el tema de los inmigrantes y sus distintas manifestaciones en relación con 29

El desplazamiento constante a América Latina se afirma en diversas formas de migración. El Nuevo Continente se crea con inmigrantes de distintos lugares de la Península Ibérica: unos fundaron, conquistaron o colonizaron territorios hasta regresar a su lugar de partida y se arraigaron en determinadas geografías dando lugar al mestizaje cultural. La Primera y la Segunda Guerra Mundial, la Revolución Rusa y la Guerra Civil Española generaron otro tipo de migraciones contribuyendo a la transculturalidad. Las constantes y profundas crisis internas de nuestros países se manifestaron también en otras formas de éxodo, desplazamiento o salida del territorio propio. Esto ha sido motivo de creación literaria, pasando de la denuncia al testimonio y al compromiso político o emocional del autor. En todas opera la memoria para “salvar del olvido”. Es de recordar el auge de la llamada novela política de los años 40-50, la nueva novela histórica desarrollada desde la segunda mitad del siglo XX con énfasis en la década del 90, y la novelística testimonial y política tan inquietante a finales del siglo anterior y, en el caso colombiano, la narrativa sobre la violencia rural y las nuevas orientaciones sobre hechos que no sólo no han concluido sino han derivado en otras formas de violencia y desplazamiento. Tanto José Luis Romero como Salomón Kalmanovitz explican los conceptos de inmigración interna y externa en América Latina, reconociendo las características particulares de cada uno y explicando sus implicaciones históricas, sociales, políticas y culturales. Es el caso de los inmigrantes europeos o asiáticos de diversas nacionalidades, con la Primera o Segunda Guerra Mundial, o inmigrantes del sector rural en el de América Latina.

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la ciudad, la historia, el exilio, la identidad y la transculturidad. Así, por ejemplo, en Los elegidos, El jardín de las Weismann, El rumor del astracán, Los informantes, El salmo de Kaplan y La cantata del mal, por citar unas ficciones publicadas entre la década del cuarenta y comienzos del siglo XXI, el inmigrante es europeo y en determinados casos judío, víctima de la Segunda Guerra Mundial y de la persecución nazi. Los autores lo muestran abriéndose camino en sociedades desconocidas, reconociendo y conquistando territorio, en unos casos confrontando las angustias de la guerra europea con la violencia partidista y rural colombiana; en otros, frente las imposturas de clase y poder, oscilando entre la vivencia del refugio y la fascinación, la transitoriedad y el olvido. Desde otras culturas, si bien Gabriel García Márquez incluye a los “turcos” en los matices de la identidad caribeña, con Luis Fayad y Fernando Iriarte, en sus respectivas novelas La caída de los puntos cardinales y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre, se acusa la presencia asentada de sirios y libaneses en una sociedad capitalista y manufacturera, o en el tránsito hacia otras fronteras de una Colombia provinciana, ya en la capital o ya en regiones de la costa norte.

Entre el refugio y la fascinación: las Weismann, Lengerke y el señor B. K. En 1978 Jorge Eliécer Pardo publicó El jardín de las Hartmann, que en su segunda edición en 1982 cambió su título por El jardín de las Weismann, y tuvo una adaptación a la televisión como La estrella de las Baum, seguramente para destacar la relación con la tradición judía. El relato pulsa hilos que se ubican entre las décadas del cuarenta y el cincuenta; en una suerte de contrapunto dramático se entrelaza el aquí con el allá, al narrar la experiencia de unas mujeres alemanas que han inmigrado a Colombia, pasando por algún puerto que puede ser Barranquilla, Cartagena o Santa Marta y luego por una “ciudad fría”, antes de llegar a un pueblo propicio para el cultivo de las flores, que pudiera estar en el Tolima. En el aquí se respiran los años de la violencia rural y partidista, y en el allá se reconocen los efectos de las Guerras Mundiales y la persecución a judíos. Una imagen alegórica sostiene y aúna situaciones y experiencias de terror: “el chasquido de las botas de Peñaranda”, un militar que se 106


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convierte en expectativa e ilusión, así como en representación de un pasado de huidas y persecuciones que se presenta en ruidos asfixiantes en la soledad y la oscuridad. El punto de partida de la novela se refiere a la llegada de las Weismann, cuya historia entretejida por un narrador omnisciente, las muestra desde la admiración que suscitan por ser bellas y extranjeras, sin dejar de lado sus orígenes y antecedentes en Alemania. Una imagen de fascinación concentra su llegada como un gran acontecimiento: Las Weismann, con las cabelleras entre pañolones bordados, las edades separadas en el color de los vestidos y el corazón palpitante al mismo instante como si respiraran el mismo aire y vivieran el mismo momento, atravesaron el parque sin saludar a nadie. En el mejor hotel, señalado por alguien a su llegada, descargaron el equipaje, las cajas de madera marcadas con letras grandes y negras en donde transportaban un automóvil desarmado y se bañaron de dos en dos haciendo turnos para vigilar los alrededores. (29)

Huérfanas de padre y madre, desde el inicio de la travesía se revela su desamparo. Abandonan su país pasando por otras ciudades de Europa, mientras se les confunde la lengua original aún antes de llegar al lugar donde tendrían asilo. Pasan por París y por España, y entre puerto y puerto dejan su continente para llegar al sitio lejano. Estar en cada lugar las dispone a estar siempre en guardia, asumiendo “el mismo método enseñado por su padre en la resistencia” (51), quien “fue fusilado en Berlín sin previo aviso y sin que pudiera regresar a su casa donde las cuatro hijas y su mujer esperaban para pedir asilo fuera de Alemania” (51). La muerte de la madre es sugerida en una dramática imagen de gran fuerza poética: “La señora Weismann sacó la bomba que había preparado en el sótano, llenó la cartera con ella, albergó a sus cuatro hijas en casa de un amigo de la resistencia y se voló con trece soldados alemanes al servicio del Führer. La nieve quedó como pedazos de nubes sobre el cuerpo de la mujer” (51). Si bien algunos críticos han analizado la novela desde los tópicos de la violencia y han señalado sus relaciones con el estilo de García Már-

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quez, en cuanto a lo insólito de ciertos sucesos y la repetición genealógica de nombres, conviene reconocerla en la formalización lírica y la temática de las migraciones, aunque ésta no se desarrolle de manera más amplia, sino al establecer un puente entre culturas y sociedades en las que la violencia es el punto de encuentro: la partidista en Colombia y la Segunda Guerra Mundial en Europa. En efecto, el universo narrado se concentra en la interioridad y desde las consecuencias del dolor de la guerra que conduce a la muerte, al desplazamiento o a la emigración. Sostenida en esa continuidad de mujeres que desde la soledad y el dolor trastocan el horror en amor y la ternura –única posibilidad de redención- metamorfoseándolos en el jardín o la casa de las Weismann. La perspectiva que se revela en La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama, en la que otro tipo de inmigrante, en este caso encarnado en el personaje histórico Geo von Lengerke, asume en la ficción la huída de Alemania para refugiarse, sin romper con su identidad alemana y alternando con la americana. Los treinta y dos años que vive el personaje en Santander, hasta su muerte, en las variaciones del contar legendario entre la primera y segunda persona del singular o del plural, lo definen como “ciudadano en el exilio, exmilitar, exalemán, exrevolucionario, que “consumaba su huída y entraba a las tierras prometidas y malditas” (12), en un lugar en el que le atraía y fascinaba “el trazo audaz, las piedras enormes en escalera, las curvas que se adosan a la topografía violenta, la naturaleza sin domar” (26). La llegada a América, desde sugerentes asociaciones metafóricas, no deja de ser la del héroe mítico que recorre un umbral: Dijo que cuando dejó el barco en Santa Marta, se sintió físicamente perdido en la selva, ahogado por la explosión verde; pero que al segundo día, comenzó a buscar, y encontró que la sola forma de dominar el paisaje era abrirle caminos por un lado, por otro, para extraerle toda la leche a sus frutas. Dijo también que en desajuste de su huída de Europa, con las manos manchadas de sangre del hombre muerto en duelo, encontraba un paliativo en este paisaje, que después del primer temor empezaba a sentir parecido al de su propio espíritu, con el cual había venido a enfrentarse, y dentro del cual iba

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a cumplir un proceso semejante al que realizaría en la tierra que le tocase. (11)

El personaje transplanta el pensamiento liberal y el desarrollo comercial a tierras santandereanas en la reconocida neocolonización alemana y favorece la leyenda de su identidad, en un ambiente donde prevalece la visión mítica del mundo: “Su lejano país era aquí, entre las mentes cultas, una vaga entidad llamada en los escritos ‘La Alemania’; pensaba que con el ejercicio sabio de sus doctrinas que el espíritu liberal había rechazado, podía construir, como parte del estado nuevo, como un mundo por encima de él, su propio dominio feudal, sin otra cortapisa que la extensión de su propia fuerza, de su poder económico, de su deseo de imperar. Era la tentación del poder” (46). Al apuntar a la identidad, el inmigrante confronta el acá con el allá y la asimilación, incorporación o reserva de nuevos o distintos valores y formas de cultura o de vida, como se reconoce en Geo von Lengerke y el señor B.K., el personaje de Los elegidos. Ambos oscilan entre la arrogancia y la fascinación, contrastan y dialogan con los personajes de las novelas de Pardo, Bibliowicz, Schwartz y Vásquez, que muestran experiencias de alemanes o polacos judíos en distintos momentos de encuentro o desencuentro con las ciudades o lugares de los países a los que han emigrado. Entre La otra raya del tigre y Los elegidos la perspectiva oscila en un movimiento dirigido a Santander o a Bogotá, respectivamente, desde un foco narrativo concentrado en dos alemanes que en épocas distintas huyen de Alemania por diferentes razones. En la novela de Gómez Valderrama, Geo von Lengerke huye de un delito cometido en su país y busca en Santander la forma de realizarse a tono con su pensamiento liberal. El inmigrante vive el exilio como un hecho sin regreso, atrapado en un país al otro lado del Atlántico, adquiere particulares vínculos con el nuevo territorio, coincidiendo con la historia del personaje de Los elegidos, un alemán perseguido y exiliado después de la Segunda Guerra Mundial, que elige Bogotá y el medio de la burguesía capitalista para vivir. Desde el comienzo del relato se anticipa que B. K. tuvo que “morir solo y arruinado en la remota América del Sur”, viviendo “la tierra del exilio, el ostracismo por la persecución de los gobiernos, que no existían

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para ellos sino a través de los relatos bíblicos, como un rezago de tiempos bárbaros, inconcebibles para un súbdito del Kaiser” (13). Este alemán cuestiona a la sociedad bogotana al presentarla emuladora de la cultura europea, y señala su carencia de verdadera sensibilidad artística burlándose de sus actitudes de apariencia y despilfarro, de su educación inglesa y afrancesada, de los valores laxos de las clases privilegiadas y, sobre todo, del choque entre los llamados “elegidos”, herederos de la mentalidad colonial y partícipes de la llamada cultura letrada y de salón, quienes vergonzantes de su identidad y de su lengua manifiestan desdeño por las clases subalternas compuestas por los asalariados y los de cultura popular. La ironía se impone en la burla, especialmente al considerar a estos últimos como los que realmente viven la verdadera realidad del país. Como inmigrante, B. K. recorre una sociedad, una cultura y una época, hace un balance de la sociedad y la relaciona con la cultura que ha dejado atrás, sin dejar de afirmar, al recordar la década del treinta, en una frase altamente significativa: “El recuerdo del suramericano de aquellos años de prosperidad que precedieron a la gran crisis, volvió a mi mente en aquel momento. ¡Cómo los detestábamos!” (40). El inmigrante propuesto por Pedro Gómez Valderrama tiene todas las condiciones del colonizador: sale de su tierra huyendo de un crimen y busca en Santander la manera de llevar cabo su experiencia vital de acuerdo con sus modelos de individualidad y libre pensamiento. Mira desde arriba a los naturales, en general bellas mujeres y mestizos que lo emulan y con el apoyo de los poderosos y estimulado por el paisaje de la región funda un territorio a imagen y semejanza de sus principios y de su cultura, reuniendo formas y modos del espíritu alemán que integra al exotismo americano y a la aceptación del santandereano que, como afirma el personaje: “…esta gente nos mira como nuevos conquistadores, como reyes extranjeros, y no espera nada de nosotros: nos acostamos con sus mujeres, tomamos brandy, hacemos una vida menos dura, porque sabemos lo que ellos ignoran (…)”. Y como una confesión terrible, reconoce: “Estamos del lado de los ricos” (203), lo que se asocia también al destino de su viaje estimulado por una lejana conversación con el barón de Humboldt, en la que se reconoce la importancia de “corregir caminos” y “descubrir riqueza” (26). Una parte suya será europea, alemana como sus raíces, y otra

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participa de las costumbres de la tierra americana, sin propiciar fusiones o lazos de familia. Tanto el relato como la visión del mundo muestran una dicotomía que se realiza literariamente: por un lado, la vivencia en los tiempos de la epopeya, como corresponde al conquistador y colonizador de un lugar; y por otro, la de los tiempos históricos, desde los cuales se reflejan el pensamiento y las ideologías liberales. Epopeya y novela se unen para representar a la sociedad santandereana en el siglo XIX, y a la vez imponer la mirada crítica a la sociedad de época representada en Bogotá, a raíz de una visita que realiza Lengerke, cuya presencia real y ficticia es insoslayable. Él representa el pensamiento moderno en medio de la “barbarie” americana de Santander y Colombia: un territorio primitivo, ávido aún de mitos y leyendas. La interacción de esas polaridades, la revisión de la historia, el estilo y la construcción narrativa, dan paso en esta ficción a una novela histórica en la que el ephos sostenido en la oralidad se radicaliza en la necesidad de “contar el mito de Lengerke”, ese personaje que “haciendo caminos” construyó su territorio guardando la memoria de la tierra de la infancia. El mismo en quien la avidez de viajar y construir obedecen a una forma peculiar de asumir la vida en el exilio, de hacer y unir caminos, de tender puentes entre una cultura y otra: “el feudo, el castillo con las casas apiñadas en torno” (142). Es importante recordar que la reconstrucción de los lugares exóticos en la novela no deja de pertenecer a los imaginarios eurocentristas, desde los cuales lo indígena y lo mestizo corresponden a la mirada “congraciada” de quienes detentan el poder, en este caso el extranjero, reconocido superior en raza, clase, economía y cultura, en este caso, letrada. No muy lejos están el personaje y los escenarios de la novela de López Michelsen, quien al proponer a comienzos de la década del cuarenta la historia de un alemán acusado por el régimen nazi de ser judío y, por lo mismo, obligado a refugiarse en otro lugar, lo crea afirmando la necesidad de seguir “la corriente de intereses humanos para penetrar en el corazón de la floresta, el mundo del trabajo intelectual, de donde, sin duda alguna, debían surgir relaciones de amistad y vinculaciones de todo orden que me aprisionarían en sus redes con el fácil olvido de mi vida anterior” (López, 113).

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La motivación en los protagonistas de las dos novelas es semejante: huir de su lugar de origen y buscar asiento en un lugar de América. Dadas sus condiciones económicas y de clase, B. K. elige para vivir la Bogotá de la burguesía letrada, no sin sostener ciertos vínculos con personajes subalternos, lo que le permite cierto grado de comparación. Pasado un tiempo, una nueva acusación pesa sobre sí mismo al ser tildado de cómplice de Hitler y los nazis, lo que lo lleva a ser deshonrado moral y económicamente, confiscándole los bienes y conduciéndolo a un campo de reclusión de súbditos del eje totalitario, ubicado en una hacienda de Fusagasugá. No es igual la actitud de los dos personajes frente a viajar y exiliarse: para Lengerke viajar es olvido y misterio, tierra y agua que se mueven, que en su caso se vive como un “anhelo pánico” que atenaza “al viajero, al hombre para quien la vida solamente se comprende como una sucesión de países, de mundos, de gentes, para el errabundo que no tiene almohada” (60), y vivir en el exilio es “sentirse en un mundo extraño y ajeno” (26), en un paisaje nunca visto por sus ojos de europeo desterrado. Para B. K. viajar es conocer la lengua, no sólo desde la gramática española estudiada y aprendida a su llegada, sino en la puesta en práctica con la conversación con dos mujeres de la clase media, “espontáneas y alegres, que no aspiraban, como las de ‘La Cabrera”, a demostrarme su desprecio por el castellano” (López, 82). Es contrastar la sociedad que paulatinamente se le revela con la del pasado personal, a la expectativa de los encuentros: “¿Qué tesoros o qué riesgos me tendrían reservados estos mares?” (64), se pregunta el personaje. Es, en su caso, entender que “la guerra en Europa no tenía trazas de terminar nunca” y que en su ánimo se abría camino “la convicción de que era necesario radicarse en este país de forma definitiva” (32), dejando sus compañeros de exilio por la compañía de los amigos del nuevo territorio: “Yo podía hacer de esta parte de mi existencia años muertos de espera, especie de breve interregno, como el que precede a toda lucha. Conquistador intrépido de un continente ignoto, los eternos ríos de la vida, ríos del deseo, del amor, de la codicia, me llevarían por entre la espesura de la selva hasta encontrar plácidos parajes donde sentar mis reales, antes de volver a vivir de nuevo mi vida de Europa, cuando terminara la guerra” (32-33).

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Vivir en ese país de los Andes es para el personaje experimentar la ausencia del ciclo de las estaciones y que Bogotá no es, como escribió su compatriota Alejandro de Humboldt “hace más de un siglo, que este clima es el de una perpetua primavera” sino “el de un perpetuo otoño” (163), ausencia que “hubiera podido llegar a hacer infinitamente monótona mi vida, como para tantos otros europeos, que privados de medios de locomoción se veían obligados a permanecer todo el tiempo en la misma ciudad” (164). B. K. escribe en una suerte de diario su experiencia, la que sería la novela misma, describiendo el ambiente en el que inicialmente se instala, y que compara con el propio, para afirmar la inferioridad del nuevo lugar, el choque de clases en el que capta que “los elegidos” son herederos de mentalidades fundadoras, pues se mueven entre los privilegios de la apariencia y el despilfarro, la asistencia a clubes cerrados, la residencia en zonas exclusiva, la educación selecta, el gusto por los viajes a Europa, los valores laxos ante las transgresiones de los de su clase, la vergüenza de sus orígenes y lengua, es decir, lo propio de las imposturas de esa burguesía tenida por aristócrata que menosprecia la aldea y al aldeano. Esta clase amparada en los modelos extranjeros y exiliada en su propio territorio, emula y vive con nostalgia el mundo ajeno, el centro ausente, como corresponde al rastacuero. B. K. y Lengerke son inmigrantes que en su exilio adquirieron aceptación y reconocimiento en las sociedades respectivas: en el caso del personaje de la novela de López, inicialmente recibe beneficios de los bancos y de las clases privilegiadas, y del gobierno “carta de naturaleza, haciendo dejación para siempre de su condición de súbdito alemán”; lo que logra que su vanidad se sienta “halagada de verse contado entre aquella minoría cuya presencia era juzgada indispensable por todos los que aspiraban a ascender” (190). Después de su muerte, Lengerke, recibe honores por decreto, recomendando “a la gratitud de los pueblos su memoria, por haber sido entre los hijos del viejo mundo, venidos a este país, el primero entre ellos que consagró su capital y poderoso espíritu progresista al más alto desarrollo del comercio, de la agricultura y de varias mejoras materiales” (Gómez Valderrama, 269, cursiva en el original). Mientras éste es “santanderano por mandato de la primera constitución del Estado Soberano de Santander” (276), la situación de B. K. no se sostiene, pues al ser acusado, deshonrado y abandonado por aquellos que alguna vez

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le dieron la bienvenida, sólo contará con el apoyo de una mujer perteneciente a un estrato social inferior, con lo que se demuestra que los móviles de los poderosos sólo abogaban por sus intereses personales. Los dos personajes coinciden en los nexos con la historia de los acontecimientos y del país en unas determinadas ciudades y sociedades, destacando y promoviendo la modernización desde la mentalidad capitalista; B. K. a mediados del siglo XX en la capital del país, es decir en el ambiente urbano, y Geo von Lengerke a fines del siglo XIX en provincias de construcciones blancas de regiones de Santander. Entre una y otra novela hay diferencias de tono, escritura y estilo; difieren según la época en que contextualizan los hechos narrados y la atención a la memoria: si la de Gómez Valderrama se apoya en el siglo XIX y es escrita a fines de la década del setenta en un estilo épico-lírico, en ocasiones de crónica realista y a la manera de la novela histórica, la de López está ambientada y escrita a mediados del siglo XX en un estilo tradicional que oscila entre la memoria proustiana de un yo narrativo, y corresponde a un manuscrito encontrado entre los papeles del personaje narrador: se trata, dice la introducción, de un relato hallado por alguien “entre los papeles privados del ciudadano alemán B. K.” (11); allí se prepara al lector al contarle que el protagonista “perteneció a la más afortunada de las generaciones” del siglo XX, “la que apenas contaba veinte años, en 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial” y era hijo de una familia rica y “destinado a prolongar en el espacio y en el tiempo, las tradiciones de la burguesía europea en un período histórico en que la paz universal estaba asegurada y una era de progreso político y material se abría paso en todo el mundo” (13). El yo narrativo de la novela contenida en los manuscritos cuenta, desde el yo confesional próximo a la escritura autobiográfica, su testimonio de lo visto, experimentado y confrontado, logrando una radiografía de la sociedad y de los personajes con los que comparte vivencias. Por su parte, el narrador de La otra raya del tigre es un abuelo que extrae de la cultura popular la leyenda de Lengerke para revelársela a su nieto, como destinatario de futuras generaciones, en una voz narrativa omnisciente que integra la ficción de viajes y de aventuras, con crónicas, episodios de literatura de la selva y reflexiones ensayísticas sobre moder-

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nidad y progreso. En la figura del burgués liberal se concentra el signo del exilio con el del conquistador. Otras posibilidades acerca de los inmigrantes europeos, en este caso pertenecientes a la cultura judía, están en las novelas de Azriel Bibliowicz, Marco Schwartz y Juan Gabriel Vásquez. La perspectiva es diversa: unos vienen en búsqueda de refugio, otros para resolver problemas económicos, y otros para olvidar.

Del lugar de paso al lugar para el olvido: Bibliowicz, Schwartz, Vásquez El rumor del astracán de Bibliowicz da testimonio de una travesía y una fugaz instalación en una ciudad de América, en la primera mitad del siglo XX. El estilo fragmentado se estructura en secuencias, como un guión cinematográfico, para narrar el proceso de emigración de judíos polacos desde Szcuszin a Bogotá, pasando por Nueva York, Cuba y Barranquilla. Desde el primer momento, se explica la aventura de viaje en búsqueda de fortuna, pues no se trata de llegar a “la tierra prometida” ni a “la tierra santa”. Se emigra a sabiendas de que ésta será una experiencia pasajera, pues no hay intención de instalarse conquistando o fundando territorio, asimilando o adoptando comportamientos y costumbres ajenos, sino se trata de buscar oportunidades en un lugar donde existe la posibilidad de relacionarse con los de su misma cultura, alrededor de motivos comunes como valores, principios y creencias. En el caso de esta novela, como diría Said, los personajes son exiliados que saben “que en un mundo secular y contingente los hogares son siempre provisionales” (Said, 192), y para ello se refugian en un exacerbado sentimiento de “solidaridad de grupo” (187). Al llevar consigo sus raíces, alimentan de manera comunitaria la evocación de la tierra de los antepasados, y aunque disfruten el lugar que los alberga, afrontan “la nueva cultura con sus atractivos y tentaciones”, sin perder la lealtad “a la cultura traída del Viejo Mundo” (Eidelberg, 140). La novela orienta el relato en varias direcciones: una, desde las peripecias de viaje del europeo a Colombia, el arribo al puerto de Barranquilla, las dificultades en las oficinas de la aduana y la llegada y ubicación en Bogotá. Otra línea del relato se detiene en las características 115


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de la cultura y del pueblo judío, muestra sus convicciones religiosas, sus tradiciones y creencias, sus costumbres y hábitos festivos y alimenticios, destacándolos en la figura del personaje Jacob, quien sobresale por el respeto y la fidelidad a su fe y a sus convicciones. Al hacer un reconocimiento de la Bogotá en la década del cuarenta, destaca situaciones y lugares que identifican su desarrollo urbanístico, arquitectónico, cultural y comercial, así como destaca las condiciones del inmigrante, su proceso de adaptación a la nueva sociedad, el cruce y choque de dos mentalidades, las peripecias para adecuarse a un nuevo territorio, el aprendizaje de una nueva lengua, la violencia, la discriminación, el racismo y las razones de una sociedad que impone principios capitalistas en los que prima la ley de la sagacidad. El hilo conductor se logra a través de Ruth, quien viaja de Szcuszcyn a contraer matrimonio con Jacob, precedida por el viaje de éste. El relato del viaje de Jacob y Saúl se origina en una apuesta motivada por las historias de éxito de Abraham Silver, quien ha amasado fortuna y posición en Bogotá; inicialmente se relacionará como una travesía de aventuras de un rabino andante, y se diferencia, en el caso de personas semejantes a David, en que para éstas Nueva York es “la tierra prometida”, Jerusalén la “tierra santa” y otras ciudades serán lugares de paso, lo que afirma, así, la condición del tipo de inmigrante propuesto Bibliowicz. Iniciándose con la muerte de Jacob, la novela genera intriga sobre la causa de ésta en un accidente, situación que se retoma en los capítulos finales, en los que se reconoce la defensa del honor y una ofensa a la integridad y la honestidad que deja implicado a David, al mostrarlo trasgresor de las normas judías, contrabandista de pieles de astracán, patrón y seductor de Ruth. La inmigración de judíos a América Latina se presenta tanto desde el tema de la aventura como del de la búsqueda de fortuna, al seguir los pasos de compatriotas que han alcanzado éxito y progreso social y económico. La vida de estos inmigrantes está sujeta al abandono de su territorio y a la nostalgia por el mundo dejado en el lado de allá; depende de la conquista o la asimilación del nuevo lugar, el de acá, sin abandonar sus costumbres, valores, estructuras y lengua. Es así como también logra producir un contrapunto entre el carácter del inmigrante que lejos de sus raíces las conserva en la memoria de

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las tradiciones y de sus valores, y el de quien se enfrenta a otros oficios y a otra lengua. En el primer caso, necesita contribuir a que sus hijos le canten a la tierra de sus antepasados, aunque afirme el amor del mundo judío por la tierra que le alberga, al buscar en ella una identidad, una pertenencia, pues “siempre desea integrarse al país, pero conservando su judaísmo” (130). Reconoce, también, que la vida de los inmigrantes “está cargada de fuerzas emocionales, que son más poderosas, cuanto menos se las puede expresar en palabras”, y que la identidad es una de esas fuerzas emocionales. Y en el segundo caso, afirma la necesidad de comunicación al tener que aprender otra lengua en el exilio y relacionarla con la vivencia del amor y el desamor, el honor y la estigmatización; aprender un idioma significa, además, entrar en contacto con lo esencial del lenguaje y del universo del cual éste se desprende y al cual hace referencia, lo que es sugestivamente destacado en la novela. Como en las novelas anteriores, la travesía se inicia con la separación del país propio (que en este caso se anticipa transitoria), se liga al viaje y sus itinerarios: la llegada a Puerto Colombia y la perplejidad ante los trámites aduaneros, el recorrido por el río Magdalena hasta tomar el tren que finalmente conduce a Bogotá, para llegar a una estación con “aire vienés”, que el lector reconoce como la Estación de la Sabana, cuyos trenes sirvieron de comunicación con distintos lugares del país. La ciudad recibe con raponeros que roban el equipaje, lo que le muestra al inmigrante la realidad de estar expuesto a la inseguridad, a la asunción de normas inesperadas (cortarse las barbas, por ejemplo) y a experiencias nuevas, entre otras oír a los voceadores de periódicos y a los vendedores de lotería. Los primeros encuentros con el territorio colombiano se revelan agresivos y peligrosos, lo que implica un reconocimiento negativo de parte del inmigrante, aunque, recordemos, menos traumático que el vivido por Marlon en Nueva York, en Paraíso travel. En el caso de Jacob, vivir en el nuevo país exige aprender el idioma para el “teatro de las ventas” con que se inicia en el comercio informal, “profesión” que primero asume vendiendo, por gestos y señas, imágenes de la Virgen en las iglesias, y que luego afina con sagacidad de vendedor ambulante que recorre calles y consigue clientes de telas diversas como paños, popelina, lanilla y otros objetos, con el peculiar sistema de venta

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a crédito y al regateo, que también caracterizó esa economía “informal” de los sirios y libaneses. El país y Bogotá corresponden a la década del cuarenta, cuyos rasgos están definidos por la imagen arquitectónica y cultural: el desarrollo del comercio y la sociedad capitalista, los sistemas de propaganda y divulgación, los avances en radio y comunicaciones, la vida cotidiana en el ambiente urbano y el interior de las habitaciones de los inmigrantes extranjeros, los oficios de éstos y de sus análogos colombianos, los sitios de encuentro y de tránsito, la vida semanal y la festiva en el espacio público, revelan, también, “la génesis de la burguesía industrial” relacionada con la historia de las ciudades y las migraciones a Latinoamérica. Aunque sería apropiado considerarla como novela en la historia, más que histórica, según propone Seymour Menton cuando afirma que El rumor del astracán está en la línea de las novelas históricas que narran “experiencias de los inmigrantes judíos de Europa oriental a fines del siglo XIX y en el primer tercio del XX” (Menton, 245), en la tercera secuencia se la relaciona con la novela de viaje, desde la travesía que hará Jacob a “Sud América” que, según las Crónicas del Rabino Benjamín, son unas tierras inicialmente conocidas por éste (Bibliowicz, 18). La confluencia del allá y el acá se logra no sólo al relacionar la cultura judía y polaca con la colombiana sino, además, con las de otros sujetos inscritos en otra ficción entretejida en una radionovela de gran acogida en la época. Se trata de la serie de Chang Li Po, en la que un detective oriental esclarecía casos delictivos. Bibliowicz aprovecha esta textualidad para ubicar su propia novela tanto en el tiempo histórico como en la aventura policial, dada la carga inquietante que ofrece: por una parte se indaga sobre la muerte de Jacob, y por otra sobre el tráfico de pieles de astracán que realiza David, lo que estratégicamente también entreteje el valor del idioma y las marcas de estilo del extranjero, de un lado el acento español en Ruth y los polacos y, de otro, el del chino Li Po. Recordemos que Salomón Kalmanovitz reconoce el proceso de migración del extranjero debido a las dos guerras mundiales, y que éste favorece la conformación de una burguesía empresarial, comercial y cambiaria que apoya la industria, el comercio, la banca y la economía, aunque carece de fuerza política. El autor destaca la presencia, especialmente desde los años 20 y 30, de empresas pioneras “establecidas por

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extranjeros que se nacionalizaron progresivamente” (Kalmanovitz, 323), a las que se sumaron grupos de inmigrantes provenientes de Alemania, Polonia, Italia y España, y de judíos y libaneses que contribuyeron a la industrialización liberal. A lo que se añade “la política de agresiva expansión en el mercado norteamericano” defendida por Mariano Ospina Pérez y “con la que debería solidarizarse Colombia, según López Pumarejo” (334). La inestabilidad, la movilidad propia de los inmigrantes, sus razones culturales y religiosas que contribuyen a jerarquizar principios y ocupaciones, se unen a las relaciones despersonalizadas que fomenta la mentalidad burguesa capitalista, en la que prima la ley del más fuerte en sentido económico y social. Azriel Bibliowicz se refiere al ingreso de judíos polacos a América, sus búsquedas y condiciones en una ciudad colombiana que en los años cuarenta del siglo XX apenas inicia su modernización, y destaca, como hemos dicho, un viaje de paso que confirma la vida del inmigrante cargada de fuerzas emocionales. La atmósfera del allá y el acá geográficos expresa una poética de la travesía, muestra los rasgos particulares de una cultura, y la tensión entre el lugar lejano y aquel en el que sólo puede reencontrarse la identidad con individuos de su lengua, religión, tradiciones y modos. La elección de América, particularmente de Bogotá para vivir, es un proyecto concebido a manera de transición, pues se trata de buscar medios para regresar al lugar de origen o pasar a Estados Unidos, donde existe una comunidad mayor de judíos. El periplo no se logra, pues al morir Jacob y su esposa ser degradada y señalada por faltar a los valores de la cultura y la religión, ni el regreso ni la llegada a “la tierra prometida” se llevan a cabo. Como en El salmo de Kaplan, la tierra deseada es Nueva York y la alcanzada un lugar que exige producir porque todo está por hacer. Lo que más importa en ellas es la defensa de la identidad y fortalecerse como comunidad. Tanto en la novela de Schwartz como en la de Juan Gabriel Vásquez, Los informantes, la retórica del olvido se impone. En El salmo de Kaplan, ganadora el Premio Norma de Novela 2005, la vida parece haber transcurrido durante largo tiempo sin mayores tropiezos. Jacobo Kaplan, casado durante sesenta años con Rebeca y perteneciente a una comunidad judía que toma asiento en algún lugar del Caribe, ha logra-

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do construir una reconocida familia en la que hijos y nietos le revelan variación en las costumbres y los principios. Desde un narrador que entra y sale del personaje, Marco Schwartz destaca los fantasmas de éste, inmigrante polaco que al final de su vida, afectado por fantasías, siente la urgencia de hacer justicia a los antisemitas al creer que ha encontrado la oportunidad de delatar a un jerarca nazi causante de muchos de los horrores cometidos contra los judíos. El relato entreteje la tensión, inicialmente en la presentación del personaje perplejo ante la decadencia de costumbres en su comunidad y familia ya en tercera generación, y luego se fortalece con la posible existencia del individuo al que querría desenmascarar. La insistencia en el patriarca de costumbres y tradiciones arraigadas, permite entender su perplejidad frente al cambio de valores en su descendencia y en los amigos de comunidad, lo que percibe como profunda descomposición: “los valores del respeto y la gratitud son cosa del pasado” (29), dice, afirmando que “la comunidad había caído bajo el dominio de una generación de ricachones sin cultura ni sensibilidad, cuya máxima aspiración consistía en emular a la aristocracia criolla del Santa María Beach Club” (30). A esa perplejidad se agrega la sospecha que lo angustia: la existencia de ese jerarca nazi que sería líder de una organización secreta de nombre Aurora, descubierta en Suramérica, interesada en la reorganización del nazismo. Bajo estas inquietudes, Jacobo emprende una aventura quijotesca de carácter policial, acompañado de una suerte de Sancho Panza, el cabo Contreras, con el fin de sorprender a quien desestabiliza su presente, lo que le permite no sólo la búsqueda del antisemita y la elaboración toda una estratagema para lograrlo, sino reconocer contrastes culturales y de clase frente a Contreras, su familia y su medio. Quijote y Sancho parecen reencontrarse en ese afán de defender unos valores, los de la cultura judía y sus principios y, además, hacer señalamientos por los horrores del holocausto, tema recurrente en muchas ficciones contemporáneas30.

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Piénsese, por ejemplo, en La Ceiba de la memoria, de Roberto Burgos Cantor, que analizaremos adelante.


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Anclado a su tierra y a sus convicciones, el personaje es construido desde la vivencia de la crisis: así como oye voces interiores que lo ponen en estado de alerta, escucha permanentemente en onda corta La Voz de Israel, un programa en yidish referido al destino de los jerarcas nazis de la Segunda Guerra, lo que contribuye a la atención a los recuerdos por largo tiempo clausurados. Se imponen especialmente aquellos de la infancia traumática por separaciones, rupturas y pérdidas, elementos y circunstancias que, sin duda alguna, contribuyen a generar en el anciano sus expectativas frente al misterioso personaje que lo regresa de aquel tiempo dejado atrás y lo impele a convertirse en un “cazador de nazis”. En una confrontación entre realidades históricas del pasado y del presente (la persecución nazi a mediados del siglo XX y el cerco ejercido contra antisemitas en años recientes) cuando en aras de la expurgación y la catarsis la historia pide cuentas a los causantes de tanto horror y dolor por los crímenes cometidos contra la humanidad, en la novela se aprovechan la inquietud y los tormentos del personaje para convertirlo en foco narrativo. Así, por ejemplo, se le hace conocedor de noticias sobre antisemitas que pertenecieron al gobierno nazi y que después de la Segunda Guerra Mundial se radicaron en Argentina, quienes en el presente del relato están expuestos a ser descubiertos por “cazadores” y a ser juzgados por importantes tribunales. “Dueño de una mente fantasiosa, Kaplan llegó a creer en su niñez que el hecho de llamarse como el patriarca Jacob le reservaba un destino excepcional” (237), lo que en el presente narrativo, y talvez a causa de demencia senil, se relaciona con la espera de alguna revelación divina para resolver la búsqueda y encuentro de quien ha atentado contra los suyos: “mientras el viejo contemplaba extasiado el firmamento, anhelando en el fondo que su Dios lo sorprendiese con una revelación, su mente, desprovista de defensas, fue asaltada por una idea extraordinaria. Una idea que sólo podía caber en la cabeza de un visionario o de una persona que ha perdido irremediablemente el juicio” (34). Acompañado de textos del Antiguo Testamento y oraciones, mientras atiende las noticias que se convierten en “escudo contra las voces internas” y amuleto “contra las turbulencias del alma” (40), se prepara para ver realizado el destino de defender su fe y su cultura, convencido de haber sido elegido

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para “tan grande empresa”, “a pesar de ser un hombre simple y entrado en años que sólo entiende de telas” (38). Los rituales y festejos vividos comunitariamente, incluyendo la lectura de la Cabalá, las celebraciones en la sinagoga, las comidas familiares, objetos como el candelabro de siete brazos, el uso de yidish, las fiestas en el club, la urgencia de trabajar para producir, la convicción de que la descendencia masculina asegura la preservación de la tradición, que “judío es hijo de madre judía” (183) y que para ser un buen judío se necesitan “principios, valores, educación” (182), se aprovechan en esta novela, al identificar y definir la cultura judía y rasgos de la historia. Dichos rasgos se reconocen en las condiciones del exiliado en su búsqueda de oportunidades, como, por ejemplo, cuando se compara la llegada de la comunidad y sus primeros momentos, cuando “no era más que una gavilla de inmigrantes desorientados” (15), o cuando los ricos, “que eran pocos y de fortunas verosímiles, se comportaban con modestia y estaban siempre prestos a auxiliar al correligionario en apuros sin hacerlo sentir un menesteroso” (29), al contrastar con un presente en el que no interesa más que acumular fortuna, “pues el dinero había avasallado las viejas virtudes; las había convertido en polvo y ceniza, como quedó Jerusalén tras el asalto de Nabucodonosor” (31). La novela no vacila en aprovechar a su personaje para relatar el proceso de ubicación en América, que por determinados datos se reconoce en Barranquilla. Al evocar su decisión de buscar suerte en otro lugar lejano al de sus orígenes, alguien lo disuade de elegir Nueva York por considerar que allí no cabría nadie más, y le recomienda elegir Santa María, donde todo estaba por hacer. Allí encontraría “el muelle más largo que había visto en su vida, los latigazos inclementes del sol, la humedad sofocante que adhería como pegamento la ropa a la piel, la vocinglería ensordecedora del puerto, los estibadores negros y mulatos acarreando por el Terminal pesadas cajas y maletas” (28). Allí mismo, “sin hablar ni pizca de español” (28) se hizo vendedor de ropa puerta a puerta. Desde una memoria rescatada del fondo de su ser recuerda los motivos del exilio en la orfandad y la guerra, entre la defensa de la cultura y las tradiciones judías y la peripecia policial para encontrar al nazi, revisa el presente familiar y comunitario. En un regreso a la infancia, Jacobo niño reclama a su madre que a causa de su muerte quedó en el abandono

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y la pone al tanto de la nueva familia de su padre, de una guerra terrible en toda Europa, le informa que cuando ésta terminó se fue a vivir a Palestina y años más tarde a América: “Ya no estaban los turcos. Ahora estaban los ingleses” (238). Así mismo, desde su evocación y urgencia de comunicación, le informa que al salir de su país se salvó “de lo que vino después. Hubo otra guerra, mucho peor que la primera. Fue horrible, mamá, más de seis millones de yidn murieron. Los encerraban como a ganado en campos de concentración, los asfixiaban con cámaras de gas, los quemaban en hornos. Creo que papá y su nueva familia murieron en esa guerra. Nunca más supe de ellos. (…) Yo vivo lejos, en una ciudad que se llama Santa María, en América” (238, cursivas en original). Evidentemente, la experiencia de Kaplan ha sido dolorosa y es la causante de su presente: está marcado desde el comienzo por sentimientos de soledad, violencia y abandono, provenientes primero de su condición de huérfano y luego de la huida y el exilio. No le queda más remedio que la locura o la muerte. La demencia le permite la construcción de una conjetura cuyo enigma se resuelve de manera adversa, como en Don Quijote, cuando se interpreta que lo suyo sólo ha sido pérdida de lucidez. Habría que advertir, sin embargo, que se trata de la conciencia de la historia vivida y de sus consecuencias, pues al imponerse el pasado con la carga de violencia, exilio, rupturas y abandonos, se abre nuevamente la herida que no cicatrizó nunca y que en la conciencia del tiempo vuelve a sangrar. Su experiencia es la de “la grieta imposible de cicatrizar […] entre el yo verdadero y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza” (Said, 179). No muy lejos está la historia de Sara Guterman y los personajes de Los informantes: el olvido regresa a la memoria y da la estocada final. Queda la palabra para exorcizar tanto dolor. Las reflexiones sobre la letra escrita, la lectura y la palabra son significativas en la novela de Schwartz. Sentenciosamente se afirma, como en El rumor del astracán, que las palabras se requieren aunque pueden ser engañosas y dolorosas. Si no se respeta su uso, su deseo o contención de comunicación pueden verse afectados: “son como pájaros errantes. Cuando una palabra sale de su jaula ya no hay quien la controle” (Schwartz, 171). De la misma manera, la palabra leída y escrita puede enaltecer al individuo: “La letra escrita es la mayor gracia que nos ha dado Dios des-

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pués de nuestra propia existencia, porque es la escalera que nos permite elevarnos sobre los demás seres vivientes” (196). Como el ajedrez y la música, las palabras alimentan el corazón y desarrollan la inteligencia. Es en la escritura y en la expresión artística donde se encuentra morada o la manera de residir e ir en vuelo: “es como un pájaro que cuando escapa de su jaula no hay quien lo detenga” (171). La novela de Juan Gabriel Vásquez ofrece puntos de encuentro y distanciamientos. También se trata de alguien que llegó a Colombia después de la Segunda Guerra Mundial huyendo de lo vivido. En este caso, el escritor Gabriel Santoro es causante del despertar de la memoria de Sara Guterman y de los que prefirieron olvidar. Entre la verdad, el enmascaramiento y la traición se debate esta novela, en la que se exploran no sólo hechos políticos de la década del cuarenta en Colombia y el mundo, sino vidas íntimas y situaciones privadas de familias y núcleos sociales. Desde otros ángulos se recrean experiencias de inmigrantes judíos, en este caso alemanes que necesitan dejar atrás el pasado para arraigarse en un país ajeno a su historia y nacer de nuevo. Como en el anciano Kaplan, recordar es volver a vivir el dolor de la separación, pero en Los informantes es el horror y las consecuencias de la persecución las que se ahondan, al mostrar esa urgencia de tener que perder la identidad, dejar de ser quien se era y cambiar no sólo de lugar sino de nombre. El pasado queda en la oscuridad (orígenes, familia, apellidos), mientras a la travesía del presente no regrese algo que amenace y desestabilice la frágil armonía construida. Exclusión y miedo a recordar, a ser señalado, constituyen en esta novela formas de explorar la realidad y el dolor por el desprendimiento y el desarraigo. Se trata del olvido frente a la memoria, de evitar que se hagan públicas las cosas que muchos quieren olvidar (86): “todas las palabras que mucha gente tachó de sus diccionarios […] cosas que la inmensa mayoría prefiere ver dormidas” (86). La imagen y la perspectiva de las personas o los lugares del pasado es otra al reencontrarlos en el presente. Refiriéndose a Deresser o Enrique Piedrahita, quien tiene que vivir enmascarado bajo otro nombre para salvarse, la voz narrativa pregunta: “¿Acaso los había engañado a todos, acaso había fingido irse de Bogotá y de Colombia cuando en realidad se había escondido y había permanecido en su escondite todos

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estos años?” (250). Desde esa retórica del ocultamiento continúa: “antes de regresar de incógnito y comenzar a vivir como la criatura sin espalda, sin nacionalidad fija y de sangre mezclada a veces” (250), viviendo como un camaleón en muchas partes, ¿qué le hubiera gustado ser? (250). Y refiriéndose a ese difícil sentido de pertenencia a un territorio, el anterior o el actual, la sensación de fractura es clara: “no en el sentido, por lo menos, en que un país pertenece a gente normal” […]. “Porque entonces, ¿qué eres? No eres de aquí, pero no eres tampoco de allá. Si te pasa algo malo, si alguien te hace algo, nadie te va a ayudar. No hay un Estado que te defienda” (224). En efecto, esto explica la urgencia de olvido ante una situación de emergencia que en el presente del relato dejaría identidades en conflicto o nuevas afirmaciones, lo que permite entender que los descendientes, los nietos, no conozcan la lengua de los antepasados, ni sigan sus conceptos básicos y sean gente que a pesar de sus apellidos no tenga “relación alguna con el otro país” (314), pues “nunca lo habían visitado ni pensaban hacerlo, y en algunos casos ni siquiera habían escuchado la lengua fuera de las interjecciones o los insultos de un abuelo rabioso” (314). La novela ofrece una conciencia de identidad fracturada no sólo entre el olvido y el presente, sino entre quien es y quien era, fisura que se percibe desde el nombre perdido frente al adoptado para no ser reconocido. En esa nostalgia capaz de construir imaginarios del lugar abandonado y, ante un posible regreso, se confirma que el mundo anterior no es lo que dicen la imaginación y los recuerdos. Podría decirse con Said que “ningún retorno al pasado carece de ironía ni de la sensación de que es imposible un retorno o repatriación absolutos” (Said, 42). Cuando Sara cuenta que fue invitada por la comuna Emmerich, su pueblo natal, con su padre e hijo mayor, “para atender a esas ceremonias de expiación pública con que ciertas zonas de la política alemana intentaban en esa época lo que en vano intentamos todos y en todas las épocas: corregir equivocaciones, paliar el daño infligido” (220), afirma que “era raro estar allá” (220), oyendo “cómo se les llenaba la boca con la palabra exiliado y todos sus sinónimos, que en eso la lengua alemana es generosa, no nos faltan formas de llamar a los que se van. […] No sé, a veces pienso que no sé bien para qué sirvió todo aquello, cuál era el afán de llamar a los de afuera y recordarles de donde

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eran. Como si los reclamaran, ¿no? Como una reivindicación absurda” (220-221). Ese regreso le da al personaje la oportunidad de entender que jamás volvería, que ya no es de allí, que echó raíces aunque el recuerdo la conduzca a sus orígenes. La estructura en historias paralelas muestra anverso y reverso de la misma realidad. La historia de Sara Guterman, vinculada a la del padre del narrador (en la que existen secretos que busca descubrir Gabriel Santoro y que se van develando paulatinamente), a medida de la relaciónindagación revela pormenores de Colombia en la década del cuarenta y en Alemania en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Desde un recurso de escritura autobiográfica y en la historia, la novela conduce a un libro de reportaje titulado Una vida en el exilio, escrito por el personaje narrador y negativamente comentado por su padre, en el que se aprovechan datos o se alude a personajes históricos. Allí se narra la llegada de Peter Guterman a Colombia, los vínculos con Eduardo Santos a quien Sara le sirve de intérprete y quien diligencia permisos para que los extranjeros puedan ejercer31. Peter, radicado en Duitama en una casa que inicialmente sirvió de vivienda y oficina, abre el “HotelPensión Nueva Europa” a cuya inauguración asistió el presidente de la República (42), en el que se alojaron políticos (Jorge Eliécer Gaitán y Miguel López Pumarejo, por ejemplo) y candidatos, extranjeros y otros visitantes (entre los que se recuerda a Lucas Caballero). Acogido por sus clientes y de moda en la época, se constituye en sitio privilegiado para que la mayoría de “criollos pretenciosos” que se hospedaban sintieran “la única oportunidad de ver el mundo” (47). En esa Colombia “que no había sido nunca un país de inmigrantes, en ese momento y en aquel lugar parecía serlo” (47): el hotel se convierte en lugar que acogía extranjeros de todas partes. Como si recogiera las diversas experiencias de alemanes o judíos de algunas de las ficciones anteriormente comentadas, reportaje y ficción

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“Lo primero que hizo Peter Guterman al llegar a Duitama fue pintar la casa y construir un segundo piso. Primera frase. Los extranjeros no podían ejercer, sin previa autorización, oficios distintos a los que habían declarado al entrar al país. Una frase más. En el hotel pasaron cosas que destruyeron familias, que trastocaron vidas, que arruinaron destinos” (263, cursivas en original).


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hablan de distintos inmigrantes albergados en la Pensión Hotel y acogidos por el señor Guterman y su hija Sara: Los que llegaron a principios del siglo XX para buscar

dinero, porque habían oído que en estos países suramericanos todo estaba por hacer; los que escaparon de la

Gran Guerra, la mayoría alemanes que se habían des-

perdigado por el mundo tratando de ganarse la vida, porque en su país eso había dejado de ser posible; esta-

ban los judíos. De manera que éste resultó ser un país de escapados. Y todo ese país perseguido había acabado

por meterse en el Hotel Pensión Nueva Europa, como si se tratara de una verdadera Cámara de Representantes del mundo desplazado, un Museo Universal der. Auswanderer, y a veces se sentía así en realidad,

porque los huéspedes se reunían todas las tardes en el salón de abajo para oír, por la radio, las noticias de la guerra. (48)

Cuarenta y cinco años después de la guerra, Sara evoca el lugar querido por la gente y en el que, sin embargo, ocurrieron cosas horribles que arruinaron destinos y familias. Cosas de las que había “palabras hipotecadas” (50) que generan expectativa en el escritor e investigador Santoro y que sostienen esos secretos que empiezan a salir y “no hay quien los pare” (263). Sara es la memoria de la exiliada que por más que “se hubiera esforzado, jamás habría podido explicar ese tránsito entre su propia infancia alemana y la que vivían sus nietos” (95), pero es sobre todo “una memoria que tiene prohibido decir que se acuerda” (138). Santoro padre es quien sabe de los primeros casos de delación y llega a ser conocido como tal en el momento en que su “vida quedó embargada” (81), “víctima de acusaciones injustas” (83), como muchos de los incluidos en esas listas negras de control y mandato “del Departamento de estado de los Estados Unidos” que tuvieron “como objetivo bloquear los fondos del Eje en Latinoamérica” (229), y conducir a campos de concentración luego del “fideicomiso de los bienes” a los miles que “quedaron en la

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ruina más absoluta” (159), como también vimos en Los elegidos de López Michelsen. Si en Los informantes se husmea en la historia para descifrar silencios o zonas oscuras, también se apunta al conflicto de la identidad de los inmigrantes, más allá de los individuos y sus interioridades. Se afirma que por línea materna la tradición se conserva y forma (presente también en El salmo de Kaplan), lo que en este caso corresponde a la lengua y la identidad alemana, a cada Auslandsdeutsche. En un diálogo entre dos personajes se dice: “Uno no puede quedarse cruzado de brazos viendo la extinción de su pueblo. Todo el mundo sabe cómo funciona el ser humano. La madre es la que se encarga siempre de la educación del hijo, en gran medida de las costumbres, y es el idioma de la madre el que adopta el niño con más naturalidad […] Nos roban nuestra propia sangre, señor, nos roban nuestra identidad. Cada alemán casado con colombiana es una línea perdida para el pueblo alemán. Sí, señor. Perdida para la alemanidad ” (181). Lo que en Sara es menos afirmativo, pues no pertenece totalmente a un pueblo ni a otro, es una especie de sobreviviente que ha aceptado las convenciones lingüísticas que se ofrecieron, como diría sobre el tema Imre Kertész. Es una extranjera asimilada que conoce el problema de emigración y vive el exilio como su verdadero lugar.

La palabra y la cena milenaria: La caída de los puntos cardinales y Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre Con los sirios y libaneses se muestra otra forma de escisión y olvido. En La caída de los puntos cardinales de Luis Fayad y en Nazim. Muerto, vendido y desaparecido para siempre de Fernando Iriarte, la poética de la travesía es reveladora de la transición a otro(s) lugar(es) de quienes llegan a Colombia como expulsados del paraíso y paulatinamente participan de los intercambios sociales y culturales del nuevo país. En la novela de Fayad, como en las anteriores, aprender otra lengua y costumbres está ligado a la necesidad de comunicarse más allá de las de su propio lenguaje y de buscar, como en el caso de los personajes

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de El rumor del astracán, una manera de desarrollar una economía informal desde el comercio puerta a puerta o pueblo a pueblo. En el encuentro con los otros se comparten la mesa y la palabra. Si el alimento une, la palabra comunica: se trata de comer y hablar con los otros, con la cultura que recibe. Si bien lo propio tiene su presencia y contribuye a la dinámica de la vida cotidiana, lo adquirido contribuye a esa necesidad de estar en relación, aunque existan momentos en los que hablar la propia lengua y reunirse con los de la misma cultura constituya una forma de regreso al origen cada vez más lejano. En La caída de los puntos cardinales los inmigrantes son libaneses: los hermanos Khalil que llegan a Bogotá y Ahmar, Yanira, Muhamed a la costa atlántica colombiana, cuando las ciudades eran casi comarcas, el país debatía la separación de Panamá y los sueños eran similares a los de la aristocracia europea. Recuerda Juan David Correa, refiriéndose a la novela, que en ella hay “una parábola de lo que somos todos los seres humanos: una suma de pérdidas y ausencias. Una suma de viajes que terminan un día en cualquier calle” (Correa, 2001). El tiempo narrativo comienza antes del cambio de siglo, en ese tránsito del siglo XIX al XX. Correa reconoce que Fayad aprovechó “lo que conocía de las familias libanesas radicadas en Colombia y en otros países latinoamericanos”, coincidiendo con lo que los lectores encuentran en las ficciones anteriormente relacionadas: “el intento de eludir las inseguridades de su propio país, creadas por las luchas internas, por una economía en descenso y por una relación con los países poderosos que no siempre trae buenos resultados”. Ante estas circunstancias, “para cruzar partes enormes de tierra o mar no hay impedimento, no hay temor”, continúa Correa. La novela resulta una crónica que recorre cerca de medio siglo y muestra su evolución desde los sucesos y los medios de transporte en mula o navegando por el río Magdalena, además de viajes trasatlánticos como el de Charles Lindbergh de Nueva York a París. Se reconocen, además, la Guerra de los Mil Días, la pérdida del Canal de Panamá, la masacre de las bananeras, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la revuelta del “Bogotazo”, y la caída de Gustavo Rojas Pinilla. Todo relacionado a las

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vidas de Jalil y Muhamed, Hassana y Hichan, Yanira y Dalmar, desde las cuales se recrea el paso del Líbano a América del Sur, las expectativas del viaje, la llegada y la ubicación en determinados territorios en los que buscaron un destino mejor, unos en Bogotá, otros en Barranquilla y otros a Chile. Como en las novelas de Bibliowicz y Schwartz, en esta existe alguien que ya ha viajado a buscar fortuna, e incita a otros a cumplir un periplo semejante, en un país donde todo individuo de Polonia, Siria o Líbano, es llamado turco, muchas veces de manera despectiva, es decir excluyente, lo que explicado desde Zigmunt Bauman, significaría que “el extraño es detestable y temido del mismo modo que lo viscoso”, y que “la constitución de ‘viscosidad’, regula la constitución de indignantes extraños como personas ante las que hay que sentir indignación” (Bauman, 39). Los problemas de la identidad se manifiestan, por una parte, en la evocación que realizan los personajes que representan la primera generación, al detenerse en el pasado y las costumbres y, por otra, en la forma de establecerse preservando lo propio, como la palabra que se comparte con los de su lengua, pero especialmente la comida que se comparte no sólo entre amigos sino con los del nuevo territorio. En el caso de los que llegan a Colombia, se trata de saber que la historia es muy distinta a la de sus países, pero que los escenarios son similares por ser pueblos del mar. Llegar es asimilarse y disponerse a aprender del mundo nuevo, sin olvidar sus tradiciones, entre las que se destaca el deseo de enaltecer su identidad cultural a partir de la culinaria. En la tercera parte de la novela se muestra la asimilación del español como lengua; ya en la segunda generación nacida en los países latinoamericanos, el comportamiento fluido en la vida social y cultural de la ciudad donde viven indica una suerte de “borrón y cuenta nueva”, culminación de lo iniciado por las primeras generaciones que se instalaron lejos de su lugar ancestral. Es particular la ausencia de nostalgia que se acusa en los inmigrantes; como si el pasado estuviera donde se construyó la historia de sobrevivencia (es claro que estos inmigrantes no traen un empuje modernizador ni progresista, pues son provincianos detenidos en lo tradicional). En el caso de la novela de Iriarte, la trama se desarrolla con estrategias de la novela policial, pues aprovecha varias circunstancias que pueden serle cercanas a un lector enterado de ciertos asuntos que ha informado

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la prensa nacional: la desaparición de alguien en una ciudad del norte de Colombia, su búsqueda en el lugar y luego en la capital desde autoridades y organismos nacionales e internacionales, el descubrimiento de algunos hechos escabrosos sucedidos en una universidad del mismo lugar, referidos a asesinatos y trata de cadáveres, sospechas y personajes implicados en la desaparición, hasta la resolución final. A lo anterior se agregan estaciones en la historia personal de Nazim, personaje que jalona el relato, la salida de su país, la llegada al nuevo lugar, su ubicación y construcción de un mundo social y familiar. Su recuerdo no pasará, por tanto, a la leyenda como en el caso de Lengerke, sino a la memoria del hogar. El relato es como sigue: Nazim, próspero comerciante de Cartagena oriundo de Egipto, ha desaparecido. Pasados unos días y ante lo sorpresivo del hecho, su esposa Alida se comunica con El Cairo en búsqueda de la familia de Nazim para informar sobre lo ocurrido, mientras solicita ayuda a comités internacionales expertos en situaciones de desaparecidos políticos; denuncia ante las autoridades, informa a periodistas investigativos e intenta aclarar la situación. Pasan los meses y el misterio crece. ¿Qué pasó con el turco?, es la pregunta que se impone entre los personajes, el mundo construido y el lector. Con una trama, una prosa y un tono que atrapan al lector desde el comienzo, Iriarte conduce dosificadamente al lector a la resolución de un enigma, llevándolo por distintas situaciones que oscilan entre la miseria y la violencia en medio de situaciones cotidianas en El Cairo, Cartagena, Barranquilla o Bogotá. Temas como la inmigración, el secuestro, la extorsión, el asesinato, el mercadeo de cadáveres, la investigación arqueológica, el periodismo judicial y los despachos de fiscales, se entrelazan en esta novela de inmigrantes y desaparecidos, en la que entra en juego el diario vivir en una sociedad de comerciantes. La miseria aquí no es sólo económica sino moral y recrea desde diversos ángulos la crisis del país y del mundo contemporáneo. Emigrar de Egipto hacia Colombia en búsqueda de un futuro, adaptarse a una sociedad, establecer vínculos familiares y comerciales, construir ciudad, son hechos que se unen a la trama policial. “Somos imaginados que imaginan, consistimos en sueños que sueñan. Todo lo crean nuestros ojos turbios que tampoco son realidad,

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porque hacen parte de sombras. El comienzo y el fin es lo mismo, tal como el camino intermedio” (148), dice la voz que conduce el relato al adentrarse en interrogantes y reflexiones sobre el sentido y las formas de la existencia. Iriarte presenta en esta novela una trama semejante a una telaraña conducente a un centro, un alucinante recorrido por una realidad compleja donde de la mano de lo inmediato y de lo inesperado se debate el horror en una sociedad sin salida. La recreación del tránsito de El Cairo hacia Colombia no deja de ser sugestiva, pues está construida desde la nostalgia y la ensoñación: evocar es anhelar el paraíso perdido, aquel que en la memoria es arcadia, mundo feliz. Ahora bien, arribar a Colombia, construir lazos afectivos y de negocios es buscar establecerse para recomenzar. La gran ironía estaría en la pérdida y muerte del personaje central en manos de una sociedad violenta y devastadora. La novela deriva de la emigración a la denuncia, mientras pone a flote formas de la identidad social y contrastes y similitudes en la identidad cultural.

Transterración, interioridad y exclusión Siguiendo los planteamientos característicos de sus obras, Alfredo Molano muestra en Desterrados. Crónicas del desarraigo (2004) la crónica íntima de la transterración. Si en sus testimonios anteriores mira las consecuencias de las distintas violencias en el territorio rural, en ésta reconoce la condición de los “exiliados en su propio país”, el drama de su propio exilio y la tragedia “que viven a diario millones de desterrados” (Molano, 13). Utilizar como recurso para sus relatos la entrevista y la conversación se convierte en un método que cobra vigencia: el del testimonio literario. En éste, el narrador hace de mediador, toma partido por los oprimidos y marginales, denuncia y testimonia para producir impacto en el lector y hacer que tome conciencia. Como hemos afirmado, este tipo de testimonio escrito literariamente pero no desde la ficción, conlleva la ética de la concientización a través de lo comunicacional de un estado de emergencia. En una relación muy personal articula exilio y desarraigo para expresar el dolor de la partida, el énfasis de la soledad y la impotencia, el

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sabor de saberse lejos de las raíces, la estrechez de “los círculos que el exiliado traza y recorre a diario”, el miedo a no regresar y, especialmente, a no acomodarse a esa “pequeña muerte” que es el exilio, “hecha de ajenidades”, que “no comienza con las amenazas de los enemigos sino con el silencio de los amigos” (38). El autor, en ese sugestivo género que cultiva, fronterizo entre la crónica y el testimonio, relaciona esas “ajenidades” como vivencias en el extranjero o en el propio país. Así recuerda el testimonio de una mujer que ha pasado la vida huyendo de la violencia: “a comienzos de los ochentas me encontré con una anciana que me contó su vida, que había sido una continua huída” (14), o la de “Nubia, la catira”, que vive “como una gallina clueca y sin nido, de aquí para allá y de allá para acá” (183), que en sendos casos equivale a decir: vive el desarraigo. Relacionar cada testimonio con su propia experiencia de exiliado conlleva su reflexión sobre el exilio como un estado interior que implica, “mirarle la cara a la soledad” (22), y vivir simultáneamente en el propio país y en el ajeno. Esto se percibe en el primer texto, Desde el exilio, en el que el término “transterrado” se diferencia del utilizado por Burgos Cantor, pues en el caso de Molano el sujeto es obligado a irse; es decir, es impulsado a abandonar el territorio por persecución política, mientras en el del cartagenero el personaje es arrancado sin previo aviso de su lugar. Desde otra perspectiva narrativa, transterración y exclusión se construyen a partir del yo que se despliega de manera diversa en el fluir de la interioridad de los personajes de La Ceiba de la memoria (2007) y La cantata del mal (2006). Entre la Colonia y fines del siglo XIX y comienzos del XX, respectivamente, se genera una atmósfera que define la mentalidad de la época y la desmesura de unas situaciones posibles en cualquier tiempo y lugar. El dolor por la exclusión las une: en la de Burgos Cantor, comienza en el incomprensible instante en el que quienes serán esclavos en las colonias americanas son arrancados de su territorio para no volver jamás, condenados a esconder o disfrazar lo propio y a asumir y asimilar formas ajenas de pensamiento y expresión. Y en la de Toledo, en la conciencia del señalamiento por la pobreza, la bastardía y una enfermedad, la lepra, que desde tiempos remotos era consideraba producto de la lujuria y la

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inmoralidad y cuya condena no sólo estaba en la desintegración progresiva del cuerpo sino en la urgencia del aislamiento de los otros. En sendas novelas el discurso narrativo y la memoria imponen el fluir de yo, tú, él o nosotros, según el caso, construyendo enunciados que implican una relación de inter-sujetos. Así, en La cantata del mal éstos enunciados pertenecen al discurso de un mismo individuo, mientras en La Ceiba de la memoria se vuelcan sobre diversos personajes en una situación que espejea acontecimientos análogos en diversos tiempos históricos. Si una muestra horrores históricos, otra muestra horrores sociales y morales.

La Ceiba de la memoria y los horrores de la historia Situaciones analógicas y simultáneas le entregan al lector un amplio fresco del horror: por una parte, en la lejana Cartagena colonial hay seres ignorados, se oyen gritos que llaman a dioses de otras tierras, se escuchan profundas y rítmicas melodías, se ven danzar desgarrados y sensuales cuerpos. Se elevan preguntas sin respuesta. Por otra, cercano en el tiempo sobresalen en un sitio europeo las ruinas de unos muros cubiertos de fotografías y valijas que nadie reclama, afirmando la ausencia de quienes desaparecieron en cámaras terribles y campos de dolor, como otros que desde una imagen próxima en el tiempo y en el espacio, cercados por alambre de púas, reflejan en los ojos marchitos y el cuerpo enjuto su encierro. La experiencia final es la del desasosiego que en silencio convoca un desvalido ubi sunt. “Grande es el poder de la memoria” y más grande aún “el silencio de los dioses”, se afirma, mientras poéticamente se mezclan realidad y fantasía, pues más que contar se sugiere, se alude y se entona lo vivido y padecido en una suerte de plegaria que sostiene su propio ritmo, a veces con el oleaje marino en oscuras noches cartageneras, otras con la humedad sofocante y Caribe que fascina, y otras con el frío invernal de horas centroeuropeas, haciendo entender que “la muerte es un designio” y la vida es “como un tren de itinerario imprevisto llena de vagones” (282). Más que novela histórica, los contextos superpuertos la hacen novela en la historia. Si bien el lector comprende que se está explorando en los escombros e interrogando datos y situaciones que redundan en 134


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unos hechos, los materiales encontrados ofrecen suficientes elementos para poner en marcha la forma de enjuiciar los abusos y descalabros del poder, teniendo en cuenta individuos conocidos, órdenes religiosas y estructuras sociales, políticas, culturales y raciales, en gran parte referidas a una época particular: el siglo XVII. Rescatando el pasado se entiende que éste no ha dejado de ser, que sigue siendo. Lo que se evidencia en el proceso narrativo que expone y vivencia hechos de la Colonia, del Holocausto y del “hongo de Hiroshima” en la plenitud del siglo XX, de nuestro inmediato presente, “esos tiempos muertos que requieren para recuperarlos una exploración arqueológica de la memoria. Una puesta en presente de recuerdos que vela la desaparición de la vida incompleta que es el olvido” (130). Así, en un amplio coro de voces, el autor implica al lector para que se una a ese clamor que desde el presente le pide cuentas al pasado y a su propia época. En ese pasado subordinado al presente no alcanza la voz, no hay suficientes palabras para contarlo todo, no hay cómo contar. Ahondando en la exclusión, en el encierro, en la pérdida de patria y de lengua, en la negación de la existencia y en la condena al silencio, La Ceiba de la memoria se despliega en un ir y venir desde voces que regresan hilvanadas por la palabra de un escritor que más que conocer intenta comprender. Se trata de exorcizar al espanto y exhibir el horror, como si al hacerlo “se castigara al criminal” y al que guardó silencio. Entre reales e imaginarios los personajes hablan en cada una de sus cuatro partes, haciendo que memoria y dolor se consignen en la escritura a veces oral como la palabra que espontánea fluye y, otras, desde una conciencia de escribir situaciones, pensamientos o emociones mientras se narra la historia ambientándola y poetizándola en esa Cartagena colonial en la que la solidaridad del Caribe “funda territorios de identidad y reorganiza geografías con la música” y se cuida de “aferrarse a los dogmas de una razón provisoria” (284), como afirmaría una de sus voces. Siete voces se narran a sí mismas y reconocen a aquellos con quienes han tenido tratos: Pedro Claver, Alonso de Sandoval y Dominica de Orellana, entre los blancos que viven una de las formas del exilio. Benkos Biohó y Analia Tu-Bari, entre los esclavos africanos traídos sin permiso, transterrados para ser objeto de uso en la compraventa y en la mano de obra. Thomas Bledsoe, quien escribe la novela escarbando

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en los archivos, en las hojas desleídas, en las bibliotecas de Roma, en las calles calurosas y estrechas donde ocurrieron las cosas, y reflexiona sobre cómo –cuando la realidad desborda a la ficción– aprovechar los materiales para escribir de manera que no se pierda “en el soliloquio sin dimensiones de los delirios de la soledad” (190). Y, por último, padre e hijo contemporáneos, que de manera autobiográfica hilvana Burgos Cantor al recorrer desde el presente instancias del pasado europeo y la actualidad mundial y nacional, deteniéndose en Varsovia, en Cracovia o en Colombia, para reconocer con sobrecogimiento que lo que sienten no requiere “de la historia ni de las identidades extraviadas, ni de la catástrofe particular sin testimonio, ni de los números anónimos de las estadísticas” (172), pues horror y dolor siguen vivos. Expurgación y catarsis se logran a través de ese coro en el que cada una de las voces narra su propia experiencia: los blancos leen o escriben y son reflexivos e inquisitivos, mientras los negros son introvertidos y hablan desde una intimidad atormentada: la plegaria, el canto, la danza y el grito los redime. Si Pedro Claver acompaña a los esclavos, limpia sus llagas, cambia sus nombres a cristiano, los evangeliza con imágenes de terror y consignas de amor y perdón mientras se flagela, Alonso de Sandoval agoniza en medio de la peste con su cuerpo putrefacto, con la fiebre devorándolo, con las dudas carcomiéndolo, con las lecturas para alimentarlo y conmoverlo mientras confirma sentencioso la realidad que enloquece. Dominica de Orellana, aunque es una mujer triste que no echó raíces y “olvidó la ilusión que la trajo a estas tierras nuevas” (299), aprende a vivir en ese lugar, a conocer otras culturas, a compartir con otros, a transgredir, a preguntarse por qué las divisiones entre amos y esclavos y razas y formas de pensamiento, o las condenas proferidas por el Santo Oficio, sus cárceles y prisioneros, mientras lee o escribe el diario de su vida en la torre de un mirador. Reconocen los historiadores que en la primera mitad del siglo XVII la labor de los jesuitas “que se dedicaron a atender las armazones de Cartagena De Indias” fue muy importante, y que Alonso de Sandoval “elaboró –sobre la base de sus experiencias en Lima- una especie de código misional para la cristianización de los esclavos, tratado que siguió su discípulo, el padre Claver” (Palacios, 334), basado en la Política de Aristóteles, cuyo principio afirma la condición natural de los intereses comunes

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y la amistad recíproca entre amo y esclavo, lo que conduciría a los negros a una “aceptación resignada de su ‘condición natural’” (Palacios, 335). Sin duda alguna, muchos favorecieron el tratado bajo la premisa de que cumplir trabajos en América correspondía a una suerte de predestinación. Frente a esto Benkos Biohó y Analia Tu-Bari se rebelan y gritan hacia fuera o hacia adentro. Él reconoce la condena al ser “cazado sin batalla” (45), arrancado de lo que significa su territorio; sabe que esa es una forma de enfermedad, prisión y muerte y grita de rabia. Se reconoce sin casa, sin aldea, sin nada, en el vacío. Grita frente al mar convocando a los dioses remotos y silenciosos, a los pájaros que anidan en los baobabs: “Grita para no hablar solo”, para encontrar caminos de regreso y estar en el lugar de los suyos antes de que mueran. Grita recordando la terrible travesía en las entrañas de embarcaciones donde hacinados y encadenados soportaron inexplicables vejaciones y enfermedades. Grita para no olvidar su nombre, para recuperar sus raíces y buscar la unión en los palenqueros y en la fecundidad de su palabra. Grita por la imposición de un imperio que no es el suyo y por las cicatrices que no caben en los cuerpos de los negros. Grita preguntándose quién castigará a los blancos que hicieron tanto daño. Desdoblándose dice: “preguntan y yo pregunto por qué los trajeron. Por qué los venden. Por qué los compran. Por qué los marcan con fuego. Por qué los tiran al abandono y sin nada cuando envejecen” (300). Analia Tu-Bari grita hacia adentro, contándose a sí misma que ha sido arrancada, amarrada con cadenas, robada y vendida. Es un despojo, una vida interrumpida, humillada, vaciada, incompleta, malograda, “una desmemoria impuesta” (37) cuyo cuerpo ha sido disfrutado por ella y por blancos, una mujer que perdió la noción del tiempo y que desconoce el camino de regreso donde era hija de príncipe y su nombre significaba descendiente “de reyes, princesa de la aldea, la que sabe oír y hablar con el viento entre los árboles y anunciar el secreto de un sueño, la que guarda la memoria de los ancianos” (252), y en esas nuevas tierras donde todo lo ha perdido, no será más que esclava y mujer de compañía y al final una ciega que camina recostada a las paredes escuchando quejidos en silencio. En los esclavos y en su mundo la memoria es dolor, recuerdo borroso, pesadilla y comienzo de desarraigo, violación, exclusión y estigma. De ahí la necesidad de crear su mundo en el Nuevo Mundo, lo que se evidencia con la creación de los palenques. La reconstrucción

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de su mundo es para el exiliado, como afirma Said, una forma de nacionalismo, pues se “afirma el hogar creado por una comunidad de lengua, cultura y costumbres; y, al hacerlo, se elude exilio” (182), como una forma de impedir sus estragos. La frontera entre los de un lugar y otro en la novela es evidente: los europeos y los africanos. Esa frontera se da entre “nosotros” los negros esclavos y “los otros” los colonizadores y evangelizadores; unos y otros están “en el territorio peligroso de la pertenencia” (183) que, en el caso de los blancos colonizadores se resuelve más fácilmente con la lógica de la repetición de los modelos españoles: raciales, sociales, religiosos, morales, económicos, arquitectónicos, mientras en el de los negros esclavos su resolución sería lenta, clandestina y perseguida. Said se refiere a éstos como quienes “gozan de una ambigua condición. Técnicamente, un emigrado es cualquiera que emigra a un nuevo país. En esa cuestión la elección es una posibilidad: los funcionarios coloniales, los misioneros, los técnicos especializados, los mercenarios y asesores militares cedidos pueden en cierto sentido vivir en el exilio, pero no han sido desterrados” (188). La explicación puede ser que los negros son transterrados y los blancos emigrados. Said reconoce a estos últimos como quienes “gozan de una ambigua condición”. Eso mismo explica la tensión dramática y la tragedia en la novela de Burgos: si Pedro los alienta, también los violenta al imponerles nombres y creencias. Si Dominica los respeta no los defiende ni devuelve a sus orígenes. Si Sandoval recrimina no hace nada por su libertad. En cambio, los negros sucumben: Benkos ahorcado y Analia ciega y loca. Lo anterior implica una retórica de culturas en choque: la de la especificidad cultural civilizadora y la de la especificidad cultural subyugada: se trata de consideraciones desde el poder entre colonizadores y esclavos. Los tiempos se entrecruzan de una parte a otra como las palabras de cada personaje, alternándose y ampliándose hasta lograr un juego de espejos donde todo es lo mismo y diferente: un laberinto de imágenes en su concierto de voces que crecen suscitando esperpentos y sensualidades. Un laberinto ciego en el que cada personaje se narra así mismo y es narrado por otro o por la voz que al buscar en los escombros investiga adentrándose en su sentir y en su memoria, hasta fusionar la vida con la muerte y lograr que las voces resuenen en plural.

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Los títulos revelan el crescendo del relato y su interiorización desde palabras que son “esencia de lo que nombran, existencia de lo nombrado” (15). La primera parte, Enfermos de mar, concentra el sentido de la terrible travesía donde en condiciones infrahumanas los negros iniciaron el trayecto de la muerte física o moral a la de su propia identidad, sus creencias, convicciones y lengua en la desesperanza y la frustración. Es el encuentro con el Nuevo Mundo donde a tenor de Conquista y Colonia se imponen otras reglas y se aprende a vivir sin cambio de estaciones. La segunda, Transterrados, amplía voces, relaciones, referencias, cerrándose de esta manera: “Desterrados y enterrados, transterrados, ahora germinan con la sola sangre, la voz disfrazada de otra voz, la memoria que está tallando los recuerdos de la orilla distante del mar para salvarse de la nada en vida que es una humillación, una herida insanable” (185). En paralelo con la primera, las voces se alternan, caminan por las calles de Cartagena, amplían y completan las referencias anteriores: Thomas busca seguirle el pulso a los hechos y a Claver para vitalizar la historia en la ficción, mientras en el pasado colonial Dominica hace derivas por la ciudad para reconocerse lejos de la España a la que no habrá de volver. Benkos y Analia, cada uno a su manera, viven la erupción del rencor y confirman el silencio de sus dioses: él comprado por los sacerdotes de la Compañía de Jesús, ella por el escribano esposo de Dominica. Alonso reflexiona sobre la angustia del vacío que sucede a la experiencia de la carne, lee sus autores preferidos y afirma el batallar en los temas del mundo, característico de su orden religiosa, mientras Pedro, sacrificando su cuerpo, intenta calmar el dolor y entender la necesidad de sublevación de los negros. Ese pasado subordinado al presente en el relato de padre e hijo “ante las construcciones de Auschwitz, en el orden macabro de los objetos abandonados y arrojados en las vitrinas esquineras en un orden ficticio y arrebatados de su lugar” (168), regresa a esa nada anónima que está en todas partes: a la destrucción del hombre por el hombre. A la huella que prolonga el dolor y revela las consecuencias del Holocausto, “el trauma de la civilización europea” (Kertész, 107). La imagen conlleva la fusión de tiempos y espacios al evocar el pasado de aquella Cartagena de In-

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dias al otro lado del Atlántico donde subyacen “el dolor acumulado, las voces enterradas, las vidas desaparecidas entre la argamasa y las rocas y los revestimientos de piedra sillar” (169) y reafirmar que cada desastre histórico es de todos. De ahí la pregunta: “¿En qué momento este desastre es nuestro desastre?” (170). La tercera, Marcas de hierro, abre más el abanico y las reiteraciones al remover escombros en busca de una creación novelística que haga más verdadera la realidad. Si con Bledsoe se quieren precisar lugares de la antigua geografía, con Analia se redunda en los cuerpos atormentados y los enfermos de la memoria sometida, para detenerse en una deslumbrante escena erótica donde la “mujer rota”, dócil y asustada, con sumisión y placer admite el encuentro con un guardia. Dominica, quien se embarcara hacia el Nuevo Mundo el día de la muerte de Giordano Bruno, reconoce la diversidad de esas tierras, no comprende el mensaje de tambores pero sí la fuerza de las palabras que reviven y modifican lo vivido. Pedro asume su enfermedad como una prueba, mientras Alonso se prepara para morir solo. El tema de la resistencia atraviesa el capítulo entretejiéndose a los anteriores, y aunque sostiene el fin de las negrerías, afirma que otras catástrofes siguieron, como aquellas concentradas en dos terribles imágenes alusivas a Colombia y sus propios campos de concentración y el Holocausto judío. La parte final, Las pinturas de Dios, conduce al proyecto de una novela que exalte a Pedro de las Indias y acaba destacando “el valor inmenso de lo inútil”, la ineficacia de su sacrificio. Al afirmar la conciencia de escritura de la historia, Thomas Bledsoe pregunta cómo asumir el tiempo muerto para novelarlo, cómo entender sus resonancias, y reconoce que se debe escribir lo gastado no para rectificarlo sino para revivirlo, aunque quien lo haga sea “un testigo a destiempo a quien nadie ha llamado a dar su versión” (330). Ese entretejer tiempos distintos haciéndolos converger, coincide con los postulados de Sebald sobre “la historia natural de la destrucción”, cuando afirma que antes de acabar de imaginar un futuro tranquilo el transcurso de la historia se encamina a una siguiente catástrofe, lo que en palabras de uno de los personajes de 2666 de Roberto Bolaño equivale a decir: “la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino (que) es una proliferación de instantes, de brevedades

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que compiten entre sí en monstruosidad” (Bolaño, 993). Según el tono y sus resonancias, la novela se inscribe en esa vertiente en la que al recrear la infelicidad se incluye en sí la posibilidad de su superación. Al reconocer la catástrofe, la creación estética se constituye en una forma de conciencia que aprovecha, como diría Imre Kertész a propósito de Auschwitz, “un lenguaje que es de los otros, un lenguaje que es del mundo de la conciencia que continúa funcionando con indiferencia, un lenguaje en el que el expulsado sigue siendo siempre un caso especial, la piedra de escándalo, un extraño” (Kertész, 93). Es posible que ese lenguaje y ese mundo hayan apelado a Roberto Burgos Cantor, quien acuciado por los recuerdos de su infancia, desde la evocación de su historia personal entendió que debía escarbar, contar, meditar, gritar y reconstruir el pasado de otros dormido en el suyo propio.

La cantata del mal: entre la exclusión y el exilio “El yo ha ido consolidándose literariamente como el sitio privilegiado de experiencias y territorio ideal de exploración” y se presenta cada vez más para narrar sucesos o estados interiores (Garroni, 23). En la novela de Toledo el yo narra desde sí mismo desdoblándose en una segunda o tercera persona para contar la historia de Yago Iriarte, “español de nacimiento y cantante de profesión, apodado Giacomo, según reza en el oportuno asiento” (264), quien por razones artísticas decide acudir al disfraz y la máscara al llamarse Giacomo, presentándose con más seguridad como cantante de ópera, primero en escenarios españoles y luego latinoamericanos. Desde lo más hondo de su intimidad ese mismo yo ahonda en el contar situaciones de exclusión por origen (padre desconocido), pobreza y enfermedad, mientras reflexiona sobre la existencia y la temporalidad. Así dice la voz narrativa desde el tu: “desde que saliste del capullo, tuviste un cariz diverso. Eres un ser absorto en ti” (109). Contar su historia es narrarse a sí mismo a dos voces, recordándose o interpelándose, y ofreciendo como en una ópera la historia de su mal, “la cantata del mal”, la del excluido e interdicto. La lepra es aquí una de las formas de exclusión, no sólo como enfermedad vergonzante que viene del Antiguo Continente y desde tiempos remotos, sino como metá-

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fora de la marginalidad que se desprende de la bastardía, la mediocridad y la pobreza. Reconstruir el pasado “con aplomo”, afirma el yo narrativo, para entender que la temporalidad es lo repetido, un determinismo en el que mientras transcurren las cosas hay interés, cuando se detienen es insoportable y mirar hacia atrás es palpar la disipación: “si te empeñas en volver al pasado, reconstrúyelo con un mínimo de aplomo” (105). Es decir, objetivando la subjetividad para transmitir la historia desde el análisis de sí mismo y el reconocimiento de lo banal. Ahí radica la experiencia transmitida. Contando la historia de la lepra y sus efectos en diversas épocas, sociedades y culturas, se prepara lo que en sus catorce fragmentos constituye el desarrollo del personaje, en quien la enfermedad es la máxima forma de condena, pues implica censura moral y social, reclusión, abandono y muerte, no sin antes deshacerse por partes. Recordar que en la antigüedad y en diversas culturas y creencias el leproso era estigmatizado, encerrado y olvidado por libidinoso en su presente o en sus vidas anteriores, es asumir la idea del mal que encarna lo abyecto en una forma de descomposición que refleja lo interior y obliga a una muerte en vida. El capítulo segundo, concentrado en los orígenes de la lepra y a la vez en la significación de Contrata, es altamente significativo en la reflexión de las alegorías de la exclusión y del mal que la desencadena. Un narrador omnisciente afirma que el tiempo parece detenido en ese lugar en el que “da la impresión de que cada minuto habría de ser igual al antepuesto, y a los siguientes”, que allí “los segundos y las horas se desmenuzaban como las cuentas de un rosario desgajadas por unas coyunturas con el quebranto de la decrepitud” (26). Siguiendo los orígenes del trato al enfermo de lepra, se afirma que según el Levítico quien contrajera el mal sería condenado, le incinerarían las vestimentas y sería “forzado a ir y venir por los caminos, o a esconderse en las cuevas del Golán” (30), y obligado a anunciarse a gritos o con sonajero “para avisar su paso a los desapercibidos” y a nombrarse “impuro”, “como le correspondía a uno que se había hecho, merced a sus pecados, acreedor a un castigo de tal señalamiento” (31), considerando, dos mil años después, que la causa del padecimiento estaba relacionada con abusos de la libido. El Imperio Persa argumentaba que quien contrajera el mal daba prueba de “faltas cometidas contra el dios Sol” (31),

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mientras “en la India de los vedas, donde casi todos intuyen la presencia de una espiritualidad sin cuenta, madre a su turno de una sabiduría a toda prueba, el tema se veía como un efecto de los presuntos atropellos cometidos por el infectado en vidas precedentes” (32), lo que hasta en varios aspectos coincidiría con lo que se creía en China. Lo que pensaran griegos, egipcios, romanos, europeos del medioevo, africanos, españoles, en fin, se pone sobre el tapete acudiendo a autores o creaciones, para justificar encierro, expatriación, olvido, abandono y condena, además de desplazamiento o difusión del mal. En la mayoría de los casos el confinamiento se hacía indispensable, así como la expatriación y la proscripción, pues se trataba de sanear a la sociedad. El capítulo se cierra afirmando la ausencia del mal en el Nuevo Continente, al sugerir, con fina ironía, “que a los míseros indígenas, según las investigaciones que se han hecho, no los había tocado el suplicio con anterioridad al descubrimiento” (45). Así, pues, enfermedad y exclusión se anuncian en este segundo capítulo como uno de los legados de España. Yago-Giacomo en su dualidad canta y se fragmenta. Para sobreaguar, Yago se esconde bajo el nombre de Giacomo, y como artista se ufana sintiéndose triunfal tanto en un mundo donde sobresalen los mediocres, como en el que sobreviven los enfermos y donde fue recluido “el día de su llegada en el hospital de hombres, donde los respiros de los vecinos de dormitorio le llegaban entreverados con un surtido de ruidos que expresaban sobresaltos” (264-265). El carácter reflexivo se impone para retar al personaje a reconocer su condición que de excluyente pasará a excluido. El artista dotado de cierta gracia para la música se cree superior, aún en el lugar que comparte con otros enfermos: “Al principio, el estigma no le mudó los aires” (625). Esa condición se complementa con la recriminación de una voz alterna que puede ser su alter ego y que en capítulos anteriores le dice evocando a Carla, una compañera de ópera: La gente como tú pretende ser distinta del resto: de los

que pasean sin la urgencia de convencer a nadie por las calles; de los que se sientan a ver pasar el día en las bancas de los parques; de los que gimen en silencio en

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sus boquetes de penurias; de los demás mortales, que se

permiten no simular los deseos. [...]. Los artistas, como tú los definías, permanecen, en cambio, ensimismados

mientras los ciegan las candilejas. Ahora te pareces a todos. Obsérvate: no hay gran diferencia entre un virtuoso de apariencia, venido a menos, por mucha fama

que hubiera tenido, que tampoco fue tu caso, y un desgraciado” (120).

Cegado por las candilejas, Giacomo no es más que un oportunista en un país de ciegos, alguien que se tropieza con el mal que habrá de condenarlo a la exclusión definitiva. El relato alterna sucesos entre España y Contrata, espacio que concentra la acción interior y contiene lo excluido, “único feudo” del personaje. Allí “no hay épocas. Cualquier instante es idéntico al que sigue o al anterior (…). El desconsuelo, espeso y de un vigor insoldable, amasa un pan que es semejante jornada tras jornada” (11). Quien llega sabe que va a vivir en “un abismo sin lapsos” y acepta que hay un cerco que lo aparta del resto del mundo. El tránsito a Contrata se lleva a cabo en una América donde, como extranjero, simula la superioridad que no logra en España, pues allí ni existe ni tiene a nadie. En el nuevo territorio, donde no lo conocen pero se da a conocer, vive a sus anchas y con superioridad. Como los esclavos de la novela de Burgos, es un transterrado, en este caso por decisión, pues viaja deslumbrado al suponer que como protagonista de ópera “toda Sudamérica caerá rendida a tus pies como si fueras un héroe” (107). Aunque aplaudido y elogiado, desde el momento en que es rechazado al contraer la lepra será deportado de la sociedad que lo recibió, será alejado de los otros, los sanos, para ser confinado y vivir como excluido: En ese momento deja de ser Giacomo para recuperar su nombre de pila: Yago, o más completamente, Yago el Chapetón, “como aseguran que lo motearon cuando llegó a Contrata” (262), donde entendió al fin que: “Los deportados no podemos compararnos con el resto de los seres humanos. Se concluye que ni siquiera pertenecemos a la especie”, subrayando que éstos han “sido favorecidos por las señales de la diferencia” que “un hado siniestro ha tenido a mal ungirnos, sin darnos siquiera el derecho a una reparación diferente a la muerte” (49, cursivas en el original).

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También en esta novela se tejen y entretejen historias que dejan ver las condiciones en el lugar de origen y la experiencia en América. En la de Burgos los esclavos son traídos para que otros “hagan la América”, mientras en la de Toledo la forma de hacerla se logra al triunfar con “labriegos vestidos de levita y enjoyados hasta el cogote” (84-85), “solazándose con las criollitas y aprovechándose del servilismo” (197), recibiendo aplausos y reconocimientos de unos y de otros lugareños, o, mejor textualmente: “aldeanos”. Giacomo es un expatriado, un emigrado que por razones personales vive voluntariamente en país extraño. Si en la de Burgos se amplía el pasado exhibiéndolo, en la de Toledo con ironía se caricaturiza la mascarada del artista mediocre y la acogida de los americanos a extranjeros por el sólo hecho de serlo. Excluidos de todo los esclavos quedan atados a América viviendo la nostalgia del remoto territorio de sus orígenes, mientras Giacomo, recluido por la enfermedad, sabe que ni en su patria tiene lugar. Exilio, transterración, interacción, anulación, crítica e ironía establecen diálogos entre las dos novelas. El dolor también las une. Algunas frases lo confirman, como por ejemplo, en La Ceiba de la memoria se pregunta: “¿A quién pertenece este dolor? (…). Más que dolor, que sin duda impregna este silencio lastimero, cala el cuerpo y el ánimo una tristeza cuyo origen no se muestra: está en todas partes” (Burgos Cantor, 170), para compenetrarse con la siguiente afirmación de La cantata del mal: “cuantos iban llegando sabían desde el principio que no tenían salida” (Toledo, 70). Dolor y encierro, sin salida, en el tiempo muerto de la historia, frente a los hechos y los individuos que los viven, en estas dos novelas castizas cada estilo narrativo afronta la escritura del delirio interior (Toledo) y de los delirios de la historia (Burgos), para decir lo que somos y hemos sido desde las fundaciones propiciadas con el Descubrimiento de América.

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Para la huida milenaria A manera de conclusión A veces, cuando suena el laúd

memorioso

y la primera estrella

brilla sobre la tarde,

rememoran el día

en que bled fue borrándose

detrás del horizonte. Meira Delmar

L

as ficciones que tienen como hilo conductor la problemática del exilio y el desplazamiento se mueven en distintas direcciones. En ellas opera una forma de exorcismo y catarsis frente a lo producido por unos seres humanos sobre otros que han atentado contra su vida y su pertenencia a una nación. Desde ellas se “objetiva una angustia y unos apuros que la mayoría de la gente rara vez experimenta de primera mano” (Said, 180), pues se vive la perspectiva de un sujeto, en este caso los personajes o las voces narrativas que en sus discursos y modos de representación producen unas categorías desde las cuales se pueden leer amplios e importantes segmentos de la realidad. La consecuencia de estados de violencia y la expresión del vacío que ha generado la pérdida se revela en la retórica de la migración producida y en el discurso bipolar del sujeto que entreteje conflictivamente el aquí y el allá, el antes y el ahora, lo que es y lo que fue.

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Al reflexionar sobre los móviles que determinan desplazamiento y exilio, son válidas las palabras de Isaac Bashevis Singer, cuando recuerda la soledad y depresión sentidas al comienzo de su exilio en Estados Unidos, adonde emigró desde Polonia en la Segunda Guerra Mundial. Al aludir a la violencia que generan las migraciones, el autor reflexiona sobre el cataclismo y el deseo de igualdad en un mañana mejor y afirma: “estaba claro que después de la Primera Guerra Mundial llegaría una segunda, una tercera, una décima. Los rostros de la gente, en su inmensa mayoría, expresaban dureza, absoluto egocentrismo, indiferencia hacia todo lo desconocido y, bastante a menudo, estupidez. Si por un lado rezaban, por el otro mataban” (48). “Sólo la palabra acerca a los hombres /a una mesa milenaria”, dice Jorge García Usta en uno de sus poemas de El reino errante. Poemas de la migración y el mundo árabe, lo que asociamos no sólo a la mesa como lugar para compartir el pan que alimenta, y a la conquista del lenguaje para comunicarse, sino a la noción de la casa del exilio y del desplazamiento que se hace posible en las representaciones artísticas, en nuestro caso en la ficción narrativa o poética. Meira Delmar, como lo leemos en el anterior epígrafe tomado de su poema Inmigrantes, se refiere a la música de la memoria, ese laúd que trae de regreso las querencias, la estrella que alumbra a lo lejos, antes de que se borre el horizonte. Gran parte de la narrativa colombiana de la última centuria se alimenta de la más inmediata y a la vez constante realidad que ha determinado la historia: conflictos sociales, económicos, culturales, políticos y otros factores que contribuyen a la desestabilización, reconocidos como “actores” de violencia y de guerra, partícipes de la llamada cultura de la muerte. Su registro testimonial se concreta en hechos y sociedades específicas32, así como en textos de diversa factura. La lectura del corpus señala violencias generadoras de múltiples formas de desarraigo, percibidas en desplazados, exiliados, emigrados o 32

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Aunque la realidad sobre la que quiere darse testimonio surge en el diario, el hecho literario aprovecha los hechos sociales que contribuyen a las categorías colectivas que generan imaginarios o, en otras palabras, operaciones culturales determinantes, aquellos que generan prefiguraciones del inconsciente colectivo, como lúcidamente recuerda Carmen Bustillo en Una geometría disonante. Imaginarios y ficciones, Venezuela/España, eXcultura, 2000.


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inmigrantes, en quienes en el sobresalto de la vida cotidiana se destacan “una tierra prometida siempre por venir y en cuya promesa se encontrará simultáneamente el germen de su infortunio” (Cohen, 11), el miedo a olvidar o el deseo de hacerlo, y la expectativa frente a una lengua o una cultura y gentes ajenas. Lo que en términos de Alfredo Molano se acentúa desde el desterrado que vive, según afirma, un brutal “desentierre”, un corte de las raíces que conduce a una constante indagación. En cada caso se vive la herida de la migración, esa fisura que no cicatriza del todo, pues supone la vida suspendida en un estado intermedio entre el antes y el ahora, el silencio y el grito, la alegría y la congoja, el lugar verdadero y el otro lugar. Cuando con Zigmunt Bauman afirmamos que los seres humanos que transgreden los límites geográficos y culturales se convierten en extraños al no encajar en mapas construidos por otros, pensamos en la condición del desarraigado, exiliado y desplazado que al perder su propio mapa emocional y su geografía viven una tensión dramática que les hace experimentar esa profunda y dolorosa sensación de extrañamiento y “ajenidad”. En efecto, según nuestras ficciones, en nuestra realidad lo rural y lo urbano han cruzado los límites de la vida cotidiana, así como diversos sujetos migrantes cruzan fronteras desde o hacia otros lados (lo que se encuentra con realidades o ficciones que ponen sobre el tapete situaciones de otros países): extrañeza, perplejidad, temor y vacío los identifican. Algunos de los que cruzan el océano con la intención de olvidar, y después de pasar algún tiempo vivencian el regreso del pasado, por ejemplo, experimentan la parábola del destino incierto y la aventura o la tortura de viaje que, en ciertos casos, puede identificarse con personajes transterrados o excluidos en los que la marginación confirma la negación de la existencia y del lugar. La literatura, este tipo de literatura, es de emergencia y catástrofe: mira la densidad hacia atrás y hacia delante, ve multitudes, paraísos perdidos, derramada la sangre propia y la de otros. Ve a los que se fueron y no volvieron, a los que llegaron y no se hallaron, y entre unos y otros el mito de Caín errante, la familia deshecha, la pérdida de raíces, la lengua sin sonido, el deseo de regresar al paraíso. Quizá, desde la creación estética y ante duras situaciones, los sobrevivientes puedan desenterrar los huesos de sus muertos para llevarlos consigo y estar seguros de no

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regresar nunca más, como afirma el narrador de García Márquez en La hojarasca. Novelas más recientes, como Museo de lo inútil (2007) de Rodrigo Parra Sandoval, aprovechan la temática de las migraciones para referirse a ella desde orillas diversas, entre las que reconoce la formación de la identidad racial y cultural latinoamericana, pero al ir hacia el presente tiene en cuenta, además, la pulverización de sociedades y sujetos y apunta, más allá de lo político y lo social pero sin desconocerlos, a migraciones culturales, científicas, de conocimientos, interlibros, interplanetarias e intergalácticas, en fin, migraciones de tantas gamas como la hibridación del mundo global, moderno y posmoderno lo permitan. Otro caso interesante es el de Pasajera en tránsito (2006) de Yolanda Reyes, en el que se trata la vivencia del migrante viajero tal como lo concibe Clifford: aquel que se mueve con libertad, no experimenta ninguna situación de emergencia o resistencia y se ajusta a una forma de conocimiento y aprendizaje. La novela aborda la condición de una estudiante colombiana en España que se aloja en una residencia para argentinos, lo que la hace inicialmente vivir una doble sensación de extranjera. Si bien se ofrece una historia de amor que se nutre de viajes, literatura y situaciones expectantes, la experiencia es la de vivir en una burbuja, en una suerte de “amor de verano” que permite el encuentro consigo mismo y con los otros, ante la perplejidad de un mundo que se abre como “un mapa desdoblado sobre las rodillas”. Cada lugar visitado, cada relación establecida, deja la enseñanza de ser un sobreviviente de algo, de “sentir que quedan los lugares pero que el mundo nuestro ya se fue de ahí” (254). Salir del país es encontrarse en libertad y autonomía, y regresar es reubicarse, entender que la vida está en el lugar de asiento, en el mundo conocido, y que cada cual está en sí mismo en un continuo trance hacia algo, tal como lo sugiere la letra de la canción de Charly García que sirve de epígrafe: “Pasajera en trance/ pasajera en tránsito perpetuo/ pasajera en trance/ transitando los lugares ciertos”. El corpus que hemos propuesto se desliza de diversas formas de la violencia; en éste es posible entender que sin sustraerse del dolor y la angustia, el sujeto del exilio y del desplazamiento encuentra su verdadero lugar y ser, su topos y situs, en la literatura.

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La creación señala y fija. La lengua, la palabra, las formas culturales que se traen de aquí para allá y viceversa, y las que transitan mezclándose, intercambiándose o conservándose, son restituidas desde la creación literaria, cinematográfica, fotográfica o pictórica. Para no olvidar también está la reflexión: quizás en todas estas formas se conserven la identidad, los derechos, el origen y el destino de la vida, para que no se termine en la pregunta, como el personaje del cuento de Óscar Castro García: “¿a mí qué me pasó, dónde estoy?”. En resonancia con la perpleja y asustada voz de muchos de los diferentes personajes que hemos destacado, la ficción expurga, se estremece, afirma, cuestiona, reclama, recuerda y niega, se impone y obliga a tomar conciencia de estar de pie sobre la tierra, aunque en ella peregrinen los muertos y los vencidos. La creación se encargará de salvar del olvido y poner las historias en su lugar. La casa del errante está en ella, el autor fecunda su resistencia y busca, al menos desde la ficción, redimir a los individuos que han nacido o han estado expuestos a estas vivencias. Ahora bien, la sensación de caída y perplejidad no se supera ante una realidad que cierra toda posibilidad de regreso a lo que fue y que en la nostalgia es paraíso perdido; en otras palabras, la nostalgia no se corresponde con lo que era el pasado. Pareciera que los escritores de estas obras, herederos o testigos, dejaran su testimonio, como el del exilio o el referido a éste, cuando organiza ese universo “en su texto como lo hace en su propia casa”, como dice Adorno y complementa: “Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia” (Adorno, 85).

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Bibliografía

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Este libro se terminĂł de imprimir en JAVEGRAF durante el mes de abril del aĂąo 2008


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