Eduardo Keudell
Nostalgia de la materia
Eduardo Keudell
Nostalgia de la materia
Universidad de León Área de Publicaciones LEÓN, 2019
Keudell, Eduardo, 1951Nostalgia de la materia / Eduardo Keudell. – León : Universidad de León, Área de Publicaciones, 2019 197 p. ; 22 x 12 cm. – (Creaciones literarias ; 3) ISBN 978-84-9773-962-7 I. Universidad de León. Área de Publicaciones. II.Título. III. Serie 821.134.2(82)-31”19” Prohibida la reproducción, por cualquier medio y/o método conocido, del contenido de esta publicación sin el permiso expreso de los titulares del copyright. De acuerdo con el protocolo aprobado por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de León, esta obra ha sido sometida al correspondiente informe por pares con resultado favorable.
© Universidad de León © Eduardo Keudell ISBN: 978-84-9773-962-7 Depósito legal: LE-580-2019 Diseño y maquetación digitales: Juan Luis Hernansanz Rubio Ilustración de portada: Esto que nos sucede, de Fernando García Curten (medidas del original 62x50 cm). Fotografía del autor: Héctor Keudell Imprime: gráficas CELARAYN, s.a. Impreso en España / Printed in Spain León, 2019.
A Jorge Benozzi y Horacio Morales, en el Atlántico sur, in memoriam.
Mi agradecimiento al Profesor Doctor José María Santamarta Luengos y a la Universidad de León
El Ser que puede ser comprendido es lenguaje H. G. Gadamer
A medida que el lenguaje se hace más funcional, se vuelve impropio para la palabra, y de hacérsenos demasiado particular pierde su función de lenguaje. J. Lacan
Lo que se demanda del otro es que acepte el sentido que uno está otorgando a las palabras O. Masotta
Ningún objeto coincide con el objeto que el sujeto busca. S. Freud
Nuestras mentes no están hechas de modo tal que al observar fenómenos del mundo producimos física teórica. N. Chomsky
El presente del pasado es la memoria. P. Ricoeur
I LOS CARÁMBANOS El frío del páramo, tan parecido al silencio, y el titular del diario: «Muere al precipitarse por la ventana al intentar quitar los carámbanos». El invierno no admitía errores, y así como helaba la vida silvestre en la intemperie, también helaba las almas en las casas del pueblo huero. El hombre, no tan añoso como aparentaba su cadáver, yacía sobre la nieve asido al serrucho, como si la tarea inconclusa y letal le hubiera legado un oficio en el más allá. La viuda, con un gesto fósil de piedad, le echó una manta encima para que no impresionara a los vivos en la espera por el juez. Caía la tarde cuando las vecinas, lavadas y de riguroso luto,
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se sentaron en los bancales alrededor del féretro que presidía la sala. Lo flanqueaban dos cirios de llamas gruesas, que amarilleaban el semblante cerúleo del muerto. La viuda servía anís, y en su trasiego veteaba el aire ya casi turbio por el humo del sahumerio, el olor monacal de la cera derretida y los efluvios medicinales del alcanfor. Como era su costumbre al alba, el hombre se había asomado a la ventana de la planta alta para calibrar el cariz del día. Observó que los carámbanos habían crecido esa noche. Los midió y, como cada vez, anotó los guarismos para calcular los ritmos circadianos de la flora y la fauna. La ocurrencia de serruchar desde dentro, sacando el torso hasta la cintura, fue debida a que, por el exterior, hubiera requerido la escalera de madera, otrora fiable pero ya vetusta. Él consideró prudente hacerlo como lo hizo. Con las primeras luces arrimó al alféizar la banqueta del tocador, y empuñando el serruchito se subió para rebanar los colgajos de hielo. María, su única hija, llegó de la capital a medianoche. Saludó a su madre en la cocina y leyó el acta de defunción. Se detuvo en la causa del óbito, denominada «accidente doméstico», que le pareció lacónica y evasiva, propia de un burócrata provinciano abrumado por la rutina, pensó, ajeno a los protocolos genuinos que ella tramitaba como directora del hospital metropolitano. Estuvo a punto de llorar en el hombro de su madre, pero la proximidad al seno materno habría sido, como tantas otras veces, un intento vano por obtener 10
afecto de esa mujer exenta de ternura. Le preguntó cómo había sido. La mujer respondió: «Se resbaló y cayó». «¿Y no pudiste sujetarlo?». «Ya sabes que tu padre no pedía nunca ayuda». «¿Y qué más?», la urgió. «Llegué a apoyar la mano en su espalda justo cuando trastabillaba». María se figuró la escena y se le agolparon las preguntas. La duda grave que la asaltó sugería dos verdades: la mano posada en la espalda podría haber precipitado la caída, tanto como haber sido un intento inútil de auxilio. No quiso indagar más para no parecer mendicante. La atormentó la incertidumbre. Disimuló el desconsuelo por dudar de su madre y no atinó más que a encarar el pasillo y entrar cabizbaja a la sala. Al verla, las lloronas de prestigio comenzaron a hipar, a suspirar y a balbucir plegarias, en un remedo de aflicción que sumió a María en la incredulidad. Presa de un súbito recelo, se inclinó sobre el difunto y le dio un beso en la frente. Notó en los labios el frío de la piel y el rigor mortis de la cara, al tiempo que, por mor de su oficio, palpó disimuladamente la carótida. No buscaba, sin embargo, una señal biológica, sino los motivos ignotos de la muerte, como si el cuerpo inanimado la instara a indagar en los rincones de la historia familiar.
II LA PALMADITA María se recostó de madrugada en la pieza contigua. No tardó en dormirse oyendo el rumor de 11
las mujeres que daban amparo de cofrades a la viuda. Durmió apenas una hora, y en la duermevela se hizo nítida la voz de su madre que hablaba a las otras en confidencia. Entreabrió la puerta y, por la rendija, oyó cómo la docena de viudas asentía e inclusive animaba a la confesa a que abundara en detalles. Josefa era la última en sumarse al estado civil de viuda que signaba al pueblo como una cualidad femenina. El difunto, a su vez, había sido el último varón en sucumbir a los avatares del páramo y a medio siglo de coyunda. No había lugar a dudas, las mujeres mentaban la muerte como un favor divino: «Vino dios a visitarte», oyó María que la más explícita le decía a su madre. María recordó que, desde niña, había escuchado esa frase de condolencia, sin embargo, ahora notaba un significado nuevo, de liberación y no de pena. «Es la misericordia de dios», asintió otra, con la aprobación al unísono de las demás. De modo que, pensó María, dios venía a visitarlas para ejecutar el acto misericordioso de llevarse al marido. Por lo que escuchaba, deducía que, en realidad, allí acaecía un hecho genuino de liberación ajeno al pesar. El goce no era que el difunto pasase a «mejor vida», como oyó también decir, sino que se cumplía la maldición bíblica que reza: «hasta que la muerte os separe», una frase promisoria de la liturgia nupcial, pensó. «Hasta que la muerte os separe», escuchó repetir, y añadir: «Pues ya estás separada, Josefa, eres libre, y todo gracias al empujoncito, como hicimos todas, cada una a su manera, abriendo así las puertas a la visita del Señor». María creyó oir risas sofocadas a medida que las comadres inven12
tariaban los respectivos actos letales. Quizá, juzgó María, la tímida palmada había sido el más sutil de los gestos en comparación con los otros, que incluían el raticida, el monóxido de carbono, la asfixia, la inanición y hasta el hechizo. En el entierro, como si fuese un desenlace ordinario y anhelado, no hubo nada que destacar. El cura, alto, enjuto, ligeramente inclinado, recitó deprisa las plegarias como si temiera algún requerimiento carnal, y con la misma urgencia bendijo el nicho y abandonó el cementerio. María, presa de una súbita desazón equidistante entre el amor y el odio, consintió en almorzar frugalmente con su madre y las vecinas, en silencio, sin sostenerles la mirada, y sin esperar al postre subió al auto y dio gas camino de la capital.
III EL ODIOAMORAMIENTO La abrumaba la muerte del padre. Sin embargo, no juzgaba mal a su madre, y ex profeso dudaba de su índole homicida. El páramo, pensaba, podía gestar hombres y mujeres afines al paisaje, fenotipos rudos, carentes de empatía, enjutos y sarmentosos ellos, robustas y fuertes ellas, capaces de sobrevivir a las adversidades del erial. Una semana más tarde, acuciada por las ideas recurrentes del uxoricidio, pidió turno para un psicoanalista porque ya no conciliaba el sueño, y las tareas de dirección del hospital la agobiaban como nunca. Solicitó 13
la baja «por motivos de salud». Fue lo primero que dijo: «Me enferma suponer que mi madre mató a mi padre». Se sentía cómoda estirada en el diván, como en la tregua de una batalla repentina que la había pillado inerme. «Me siento vulnerable, desprotegida, desarmada», añadió, con un tono bélico que el analista asoció al novedoso desamparo de la orfandad. Debería ser fuerte, pensaba ella, pero se sentía frágil ante el suceso luctuoso que jamás había imaginado. «¿Tengo una madre asesina?» «¿Y me lo pregunta a mí?», replicó el analista exagerando el tono. Era un hombre que María juzgó equidistante entre la vida y el más allá, de edad imprecisa, quizá propenso a la narcolepsia por los largos silencios, la respiración acompasada y la voz cavernosa. María explicó que la justicia humana nunca intervendría en un caso como éste, de tamaño calado subjetivo, casi místico y enigmático, cuyo móvil ignoto intentaría desentrañar para volver a «vivir con normalidad», concluyó. «¿Qué es la normalidad para usted?», indagó Arturo. Con el transcurso de las sesiones, María fue desbrozando el camino hacia el alma materna, «si es que la tiene», afirmó. De cierto modo, este empático afán de comprensión la hacía fugazmente cómplice de su madre, como en un pacto tácito que databa de las urdimbres primigenias. «¿Qué recuerda?». «Las quejas de mi madre. Me culpaba a mí de su esterilidad. El parto se complicó, y en el hospital comarcal no atinaron más que a vaciarla para salvarme. ¿Sabe qué me dijo años después? Por tu culpa no pude tener un varón, eso me dijo. Ahora sí, por fin, lo revelo como si me sa14
cara un peso de encima». «El peso de la culpa», dijo él. «La culpa que mi madre me hizo pagar durante tantos años. Ahora debería denunciarla por matar a mi padre». «¿Usted busca justicia? Tenga en cuenta, para ello, que la relación madre e hija siempre es estragante». «¿Pero qué rencor guió a mi madre contra mí y contra mi padre? ¿Cómo se llama a eso?». «Odioamoramiento. Es una palabra que acuñó Lacan». Una palabra explícita, perfecta, pensó María, la conjunción del amor y el odio, inseparables, inherentes, inclusive sofocantes: «Odioamoramiento, suena muy bien, y se entiende, y no resulta asfixiante, como dicho por separado». «¿Entonces el odio o el amor materno le resultaban asfixiantes?». «Mire, el odio hasta me parece ahora liberador, mientras que el amor es como estar sujeta…». «Sujeta, fijada, atrapada, envuelta por los tegumentos». «Sí, me gusta la palabra odioamoramiento», dijo entusiasmada, como si el término poseyera un atributo supremo.
IV TANTAS VECES ME MATARON Ya no guardo un silencio acogedor durante las sesiones, ni escucho a los pacientes, sino que en realidad duermo. María me preguntó si dormía y no la escuché. Cuando me tocó la frente, como si me tomara la fiebre, me di cuenta de que ella me veía a mí como a un paciente y no al revés. No escuché su pregunta, tampoco la oí levantarse del 15
diván ni dar pasos sobre el parqué chirriante. «¿Se siente bien?», insistió en cuanto abrí los ojos. Me disculpé con soltura: «Apenas un mareo. He pasado la noche sin dormir», y di por concluida la sesión. No le cobré. Me sentí consternado, la acompañé hasta la puerta y me disculpé de nuevo antes de cerrar. «¿A usted qué le parece, doctor?», preguntó Arturo a su analista, y añadió: «Es claro que me vence el sueño, que tengo síntomas de agotamiento y que no sé tomarme unas vacaciones». El viejo, como casi siempre, se mantuvo en silencio. Ya está, pensó Arturo, me mira desde su reino del semblante como si yo fuera el discípulo lelo al que hay que presionar para que piense. Sus prosélitos coincidimos en el juicio que nos merece: «altivo». Aquella vez que se lo espeté, porque me hartó su vanidad, me respondió con la bonhomía propia de un sobreviviente de la guerra: «Usted me llama altivo porque ha tenido la suerte de no enfrentarse a un monstruo. El mío fue Lacan, de quién fui discípulo en París, un hombre presuntuoso, arrogante, altanero, pedante e histriónico. ¿Logro así encender una luz de comprensión en usted? ¿A qué dios destina sus sufrimientos? ¿Sabe con qué trabajamos los psicoanalistas? Con el dolor de existir». Y de nuevo el sueño, como un anestésico para no escuchar lo obvio, lo que no requiere palabras, lo apodíctico de esta hetería soteriológica. Así se llama desde el materialismo al mundo psicoanalítico, una especie de logia o cofradía, dotada inclusive de una jerga para que los profanos no entiendan. Tardé dos sesiones más en confesar, y él me contestó: «Claro, es un problema de amores». Y me 16
soltó la filípica acerca de que, precisamente eso, que el analista se enamore del analizante, es el fracaso del psicoanálisis. «¿Es recíproco?», indagó. María, aparte de la vez que me quedé dormido, no había explicitado más interés por mí. Se fue y no volvió. Su mano en mi frente, la tibieza amorosa que transmitió, provocaron el desenlace de un nudo afectivo que ya se había establecido en la primera sesión: mi amor a primera vista. Ahora, en mi análisis de control con el viejo patriarca, me queda claro que mi vida ha dado un vuelco. Empecé a atender a media mañana y a desgana. Al mediodía almuerzo alguna fruslería en la cocinita del consultorio, duermo la siesta y a las cuatro reanudo las sesiones hasta las diez, que es cuando ceno y me acuesto arrebujado bajo la frazada gruesa, como preso de un sopor milenario que he adjudicado a la función del seno de la madre arcaica. La madre, siempre, acunando a la humanidad. Durante una semana no fui a casa. Llamé cada día para poner excusas, y cuando volví mi mujer me ofreció el divorcio. No alzó la voz ni se ofuscó, sino que, sin llegar al desprecio, argumentó el mayor desinterés por nuestra relación. Me he quedado sin la madre de mis hijos y sin María.
V QUERIDA MAMÁ No volví al consultorio de Arturo porque un tipo que se duerme en plena consulta es un peligro. Yo 17
jamás me dormí en mi consulta, ni siquiera en las guardias. Si hay algo reñido con el sueño es gobernar este nefasto hospital público. Aquí, a los errores los tapa la tierra. Como es habitual, abundan los diagnósticos fallidos, y va mermando la deontología profesional de la que apenas quedan miajas. Esta mañana me desayuné con la noticia de un nuevo fallecimiento por peritonitis. La médica de guardia diagnosticó una gastroenteritis, mandó a la paciente a su casa, y cuando la ambulancia la trajo de nuevo ya la septicemia había hecho su trabajo. Otra muerte para sumar a la gran chapuza nacional. Me da pena casi todo, tanto la pobre fallecida, que ipso facto ha pasado a formar parte de las estadísticas, como poner fin a mi terapia por una causa tan burda como la narcolepsia. Es lamentable, porque me da la impresión de que le tenía afecto a Arturo, quizá cierto cariño, no sé, una admiración que se disipó cuando su ronquido me sonó agónico. Al expirar, los moribundos suelen soltar un estertor parecido, y la verdad es que me asusté, me sobrecogió la fantasía del deceso de Arturo, allí sedente, con el mentón apoyado en el pecho y un aspecto de inanidad angelical. ¡Qué ironía! Reaccionó en cuanto le posé la mano en la frente, en cambio, cuando mamá posó la suya en la espalda de papá, le produjo la muerte. «Una palmadita», me dijo ella, «apenas lo toqué», como reivindicando una inocencia hija de la ignorancia. ¿Tamaña maldad la de mi madre? Arturo llegó a explicarme qué es lo que habita las mentes de esas mujeres exentas de ternura, y fue rotundo: «Jamás perdonarán al primer hombre que les hizo notar 18
la diferencia en acto», claro, el primero y el último, supongo, porque esas mujeres, pobrecitas, no tuvieron opción, no conocieron más hombres que a sus maridos. «Si usted me permite, María, se lo digo más fácilmente: pasan la vida jodiéndosela al marido porque en el fondo lo odian, ¿entiende usted?». Arturo tenía eso, que usaba el lenguaje vulgar para hacerse entender mejor. Yo las había escuchado contar en corro sus primeros noviazgos como si hubieran sido violaciones. Por más preámbulos que hubiera habido, el desfloramiento era considerado un estupro, y la psicogénesis de la venganza, me había dicho Arturo, se urde en la maldición bíblica que reza: «hasta que la muerte los separe». Claro, la muerte de mi padre ha sido la consumación del sueño alucinatorio de mi madre, de su antiguo rencor, de su venganza, de su odioamoramiento, de su frigidez histérica. Me gustaría preguntarle a mamá: «¿Me ves parecida a ti?» Quiero ahorrarme el horror de que me diga que sí.
VI EL ARCANO A falta de hombres, las viudas se organizaron para soportar el crudo invierno. Se alojaron el la casa más grande de la aldea y atendieron solidariamente los menesteres, unidas por una fraternidad digna de una logia. El cura aparecía los domingos y pronunciaba un breve sermón de admoniciones referidas a la lujuria, la gula y la codicia. No creía 19
en dios. Conservaba el oficio porque ya era viejo para apostatar y quedarse en la calle. El sacerdocio le había procurado casa y comida desde el seminario, allá cuando la posguerra había desatado el monstruo del hambre y la ruindad, que arraigó en el páramo como una hiedra. Le resultaba gozoso interpelar a las beatas por los pecados veniales que exageraba para dar empaque a la parada viril, alto, enjuto, ligeramente inclinado, que era correspondida con la farsa femenina del arrobamiento. Así, la mascarada velaba un arcano que permanecía como un desafío a resguardo del paso del tiempo. En pago por la sucinta liturgia, el cura recibía gustoso el trozo de bizcocho y el botellín de aguardiente que atesoraba en las alforjas de su mula zaina. Sin embargo, más por el hastío que por acción u omisión divina, si no fuera porque se defendió salpicando agua bendita con el hisopo, como un exorcista, un lego habría dicho que el cura había muerto en santidad, en la cama y tras una breve agonía consolado por arcángeles. El comisario se refirió a ese semblante de serena beatitud, y dio por buena la versión de las beatas que dijeron haber contemplado cómo el alma se le desprendía del cuerpo. «Expiró como un santo, sin gemidos ni quejas, como si se quedara dormidito». «Pero el color violáceo de los labios indica una hipoxia», terció el forense. «¿Una qué?», preguntaron incrédulas, casi a coro. «Una hipoxia, una falta de oxígeno, como una asfixia». «Mire, doctor, el padrecito quiso recostarse y ya no despertó, quedó así de quietecito». «Pero tiene las manos crispadas, como si se hubiera defendido…» «¡Se habrá defen20
dido del diablo!».
VII EL ASCENSO A LO CONCRETO Tengo un deseo irreductible de comunicarme con María. Ella es divorciada, como yo ahora, y tal vez podríamos volver a vernos y empatizar. Yo tengo mi corazoncito, y no puedo rehuir el recuerdo de algunos pasajes de su terapia, sólo algunos, los que me interesan para la consecución de mi deseo. Deseo desear, y para eso hay que navegar por el maremagnum desiderativo de esta sociedad mórbida. A veces me dan ganas de mandar todo a la mierda y viajar, quitarme los tegumentos de este oficio y decirme: «Ya está, basta, lo demás es redundancia, pura tautología, pleonasmo producto de una penuria lingüística que no cesa». Sí, muy bonito el discurso, suena bien, pero me sigue sujetando la pertenencia, como un extraño cansancio o, mejor dicho, como una nostalgia de la matria. Sí, seguramente, se trata de algo de eso, quizá como orillar una melancolía anticipada por lo que se puede perder, tal vez, digo, a cambio de lo concreto, de un principio de realidad necesario, como un bastón, me lo figuro. La llave del consultorio, como en «La casa tomada» de Cortázar, la tiraré en el desagüe de la calle.
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VIII LAS BENDICIONES El cura fue sustituido en el cargo por el diácono que en el cementerio oró y declamó un responso florido hacia el sacerdote muerto. Menguaban las vocaciones, y los seminarios, otrora llenos, alojaban ahora a unos pocos advenedizos que codiciaban los oropeles de la curia. Tras un breve enclaustramiento para memorizar la liturgia, los postulantes ya podían ejercer la clerecía sin más votos que observar la decencia y repudiar la rapiña de los óbolos. Con malas artes, las viudas también terminaron por ahuyentar al diácono. Adujeron padecer enfermedades contagiosas, disponer de bulas obispales para la exención del sacramento y escasos recursos para la limosna. La amenaza de solicitar ayuda económica a la diócesis fue definitiva. El muchacho no volvió a la aldea más que para la extremaunción de las moribundas, siempre temeroso de alguna estratagema, y mendicante de misericordia. Con ese ambiente plácido se encontró María cuando acudió al llamado de su madre, pero alterado sin embargo por la incertidumbre acerca de las llagas que a las viudas les habían aflorado en la piel. En las noches de sahumerios y licores, ellas habían fraguado el bulo de que los estigmas nacían allí donde las gotas de agua bendita se habían posado. En su desesperada e inútil defensa, el cura viejo había usado el hisopo a modo de arma, y así como en la madera las salpicaduras habían dejado aureolas negras, en la piel de las mujeres eran 22