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P
artiremos de una premisa exploratoria: el racismo estructural vigente a escala global es la manifestación
cruda y real del fracaso y del desmoronamiento moral de la modernidad en cuanto paradigma de desarrollo
humano, una genealogía de deshumanización que, en realidad, se manifestó desde los comienzos de la evolución de la modernidad, que puede ubicarse inicialmente entre los siglos XIV y XV. La esclavitud como hecho actual, expresado en la existencia de las esclavitudes modernas de todo tipo, no hace más que ratificar la tesis de la raza no como el principio de la humanidad, sino como su final, su claudicación ontológica, de acuerdo con el argumento planteado, hace ya varias décadas, por Hannah Arendt de manera contundente: 12
Cuando los rusos se hayan convertido en eslavos, cuando los franceses hayan asumido el papel de dirigentes de una force noire, cuando los ingleses se hayan trocado en “hombres blancos”, como ya por desastroso maleficio se convirtieron en arios todos los alemanes, entonces esta transformación significará en sí misma el final del hombre occidental. En efecto, políticamente hablando, la raza es —digan lo que digan los eruditos de las facultades científicas e históricas— no el comienzo, sino el final de