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Novela histórica en México
Alejandro García sirenarte@yahoo.com
Horse Frightened by Lightning, Ferdinand Victor Eugène Delacroix, 1829.
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Pegaso, símbolo de la libertad
Milenios después de su extinción en el continente americano �en el cual se originaron� los caballos regresaron en tropel con las expediciones militares españolas del siglo XVI. Ya no eran iguales, su antecesor más temprano, el Eohippus no era más grande que un perro, sus patas no tenían casco sino cuatro dedos en las patas delanteras, pero ahora retumban robustos, de gran alzada, imprescindibles para el transporte o la guerra, ya que en Europa formaron parte de crónicas y relatos. Adquirieron fama y honor (quién no recuerda al mítico y alado Pegaso, al virginal Unicornio, al Caballo de Troya que dio triunfo a los aqueos, al guerrero “Bucéfalo” de Alejandro Magno, a “Babieca” del Cid que murió de viejo, o a “Rocinante” la macilenta y sufrida montura del Quijote).
En el siglo XVI, la importancia de los caballos era significativa (llegaban a valer su peso en oro). Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España describía meticulosamente a los dieciséis caballos y yeguas que formaron parte de la conquista militar de Hernán Cortés. Destacaban el caballo castaño del mismo Cortés; una yegua alazana (color canela), a la cual Alvarado “compró o se la tomó por fuerza”; la rucia (parda clara) de buena carrera llamaba “La rabona”; el caballo oscuro que le decían “El arriero” de Bartolomé García y la yegua castaña Juan Sedeño, vecino de La Habana, que parió en la travesía oceánica.
Los indígenas pensaron que los jinetes españoles y sus caballos eran un ser divino, cruel, metálico e inmortal (representado, siglos después, magistralmente, por los muralistas David Alfaro Siqueiros en el Tecpan de Tlatelolco de la ciudad de México y por José Clemente Orozco en la techumbre del Hospicio Cabañas en Guadalajara). Cortés aprovechó la situación y prohibió que los soldados españoles se bajaran de sus cabalgaduras cuando hubiera nativos para fomentar la idea de que eran dioses. Los tlaxcaltecas derrumbaron esta creencia cuando en una batalla contra los españoles degollaron de una cuchillada a la yegua de Juan Sedeño, tal como lo pintó Desiderio Hernández Xochitiotzin en sus coloridos murales del Palacio de Gobierno de Tlaxcala. Demostraron así que los
extranjeros eran hombres, simplemente hombres, no dioses. El mismo Bernal Díaz comentaba que: “se llevaron la yegua, la cual hicieron pedazos para mostrar en todos los pueblos de Tlaxcala. Y después supimos que habían ofrecido a sus ídolos las herraduras” (centurias después, el muralista David Alfaro Siqueiros representó el fin de este mito en dos de sus murales, uno en el Palacio de Bellas Artes titulado Tormento y apoteosis de Cuauhtémoc, donde una especie de centauro cae muerto, envuelto en llamas, atravesado por las armas indígenas y el otro titulado Cuauhtémoc contra el mito situado en el antiguo Tecpan de Tlatelolco en el norte de la Ciudad de México).
El caballo sería parte de nuestra cultura: cabalgó, crin atravesada por el viento, por planicies y llanuras, hacia las tierras indomables del norte para ser testigos de las guerras chichimecas donde los indígenas mostraron ser excelsos jinetes. Siglos después, alazanes y bayos, fueron monturas de los chinacos quienes, en la centuria decimonónica, con chaparreras y espuelas, sillas de excelsa talabartería, fueron remoto origen de la charrería (actual deporte nacional).
Pero quiero acudir a un caballo alado como símbolo de libertad en la época virreinal.
Acudo al fallecido historiador de arte, Guillermo Tovar de Teresa quien asume en la figura mítica del Pegaso, la explicación de ciertos baluartes del nacionalismo criollo, ya que su representación en el arte virreinal puede desentrañar el sentir de la sociedad criolla de Nueva España.
El historiador refiere que el criollo reflejó en el caballo alado, en Pegaso, un deseo de renovación, de libertad frente a los estancos, del dominio de la Corona española, la preponderancia y privilegios de los gachupines. Y a principios de la época virreinal se establece un monumento de un Pegaso “colocado en la fuente del Palacio Nacional en los años del llamado Siglo de Oro español [...] esa época utilizó signos cargados de sentido para una sociedad habituada a la lectura de emblemas, enigmas y jeroglíficos”.
Estos signos era para la sociedad novohispana, no una simple fuente de un caballo con alas. Ese caballo refleja un temprano nacionalismo, al elevarse hacia las alturas, dejar las ataduras de la sociedad, de ser colonia y buscar aires de libertad en medio de nubes de una independencia en un celaje nacionalista novohispano.
Actualmente se puede observar al Pegaso de bronce en una fuente, al centro del patio principal de Palacio Nacional rodeado de bulliciosos turistas. El caballo sería parte de nuestra cultura: cabalgó, crin atravesada por el viento, por planicies y llanuras, hacia las tierras indomables del norte para ser testigos de las guerras chichimecas donde los indígenas mostraron ser excelsos jinetes.
Medea furiosa, Eugène Delacroix, 1838.