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Amor de Zeus
Brenda Tovar brenda.clasicas@gmail.com
Sobre las murallas
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El despertar de Adonis, John William Waterhouse, 1899.
Sin consideración, sin lástima, sin pena me encerraron en altas y sólidas murallas.
Ahora estoy sentado aquí sin esperanza. No pienso en nada más. No hay esperanza. No pienso en nada más; a mi alma la devoró la suerte.
Eran tantas las cosas que pude hacer afuera. ¿Por qué no me di cuenta cuando levantaron las murallas?
Nunca escuché a los albañiles, nunca un ruido...
Imperceptiblemente me encerraron fuera del mundo.
“Murallas”, de Constantino Cavafis Al norte del Ática, en Grecia, existe una pequeña ciudad en ruinas que ostenta ser el lugar de nacimiento de un hijo de Zeus. Si se conoce el mito del regente del Olimpo es fácil suponer que en cada ciudad de la Hélade nacieron hijos suyos, no sería raro que en esta ciudad en particular naciera uno más. Sin embargo, lo que la diferencia del resto es que ahí dio sus primeros pasos, no cualquier hijo de Zeus, sino el que otorgó a la humanidad la bebida que hizo soportables las conversaciones con Sócrates. La ciudad de Eleuteras es la orgullosa tierra de Dioniso, empero, deshonra de manera descarada tanto a su nombre como a la divinidad que vio nacer. En griego su nombre proviene de la palabra ἐλευθερία que significa simplemente libertad. ¿Por qué traiciona entonces su nombre? Aunque su fama en un principio provino del nacimiento de Baco, es más conocida actualmente por sus perfectas murallas conservadas. El inclemente paso del tiempo se llevó el esplendor de la ciudad, pero no sus murallas ni sus fortalezas.
Es paradójico que la ciudad llamada Libertad se amurallara y esos muros de piedra resultaran lo único conservado de la tierra del dios que libera los cuerpos con su vid fermentada. Y es que, si bien la función de esas tapias era proteger del peligroso mundo exterior, también con los días se convierten en prisiones que contienen a los ciudadanos que habitan las fortificadas ciudades.
Esas murallas que al principio nos dan la seguridad de resguardarnos de las criaturas que viven en los márgenes y en su altura nos prometen protegernos de los otros, van transformándose en barreras enormes que inundan con una lúgubre sombra la ciudad. Los muros cubren la luz del sol y ahogan la tierra en oscuridad. La historia y el mito ya nos han advertido del terrible peligro que supone esta protección de piedra. Basta recordar la siempre desgraciada Troya, que orgullosa de sus magníficas murallas pereció dentro de ellas. Debió Príamo maldecir aquella obra de albañilería de Apolo y Poseidón tras quedarse encerrado en ella poco más de una semana. Es cierto que en estas majestuosas construcciones había puertas, pero, siempre están cerradas y vigiladas por el portero, nada entra o sale sin que sus aguzados ojos lo
noten. Tanto las entradas como las salidas están controladas. Si acaso algún valiente ciudadano, harto del encierro, desea cruzar las murallas, es suficiente decir “afuera hay griegos” para que desista de salir ¿Quién en su sano juicio saldría de los cómodos muros para enfrentarse a una muerte segura a manos de aqueos despechados? Ya sean de piedra o palabras las murallas siguen impidiendo que salgamos y expongamos nuestras frágiles vidas ante el temible Aquiles. Empero, muchas veces conducidos por la angustia y un valor necio, nos aventuramos a salir como Héctor. Preferimos el peligroso exterior que la asfixiante seguridad del interior.
Con gran facilidad aquella sensación de seguridad se torna en ansiedad por encierro y esas fortalezas defensoras de la vida cambian a prisiones impenetrables de las que es imposible escapar. Un ejemplo del cambiante carácter de estos altos muros protectores es Atenas, la ciudad del esplendor griego. No obstante, poco o nada duró el brillo de la querida tierra de Atenea, pues cegados por el miedo que suponía su guerrera hermana del Peloponeso amurallaron sus territorios luego de vencer al enemigo persa. Habían aprendido la lección en las guerras médicas: el peligro está afuera, hay que quedarse adentro. Sin embargo, aquellas fortificaciones se convirtieron en la terrible maldición de los descendientes de Erictonio. Mientras Esparta se hacía con los territorios del Ática, los atenienses perecían adentro de sus murallas entre la peste y el hambre. Es verdad que nadie podía burlar aquellos muros para entrar, pero tampoco podían salir. No aprendieron nada de los troyanos sobre no basar todo su plan de guerra en inanimadas rocas apiladas.
En la actualidad seguimos construyendo murallas, eso nos dice que no repasamos suficiente nuestra historia. Creemos ingenuamente como los troyanos y los atenienses que son necesarios esos muros, parece incluso que nos mueve a ellos un amor tóxico. Los construimos de piedra, madera o metal, y en casos extremos, de sentimientos y palabras. Pretendemos proteger nuestros cuerpos de lo que hay afuera, pensamos que nos acecha siempre el peligro del otro. Es cierto, el otro puede ser peligroso, pero, también amigable, aunque nos cueste creerlo. Vivimos pensando en que vendrá una guerra y hay que estar preparados. Llegamos hasta lo absurdo para seguir construyendo murallas, nos decimos que es para proteger nuestra libertad y nos encerramos en espacios perfectamente delimitados que nos impiden movernos. Somos esa ciudad del Ática, que se llama Libertad y levanta muros. No debe sorprendernos entonces que al final lo único que quede de nosotros sean rocas perfectamente conservadas. Mejor honrar a Dioniso y seguir su tiaso hacia el bosque para danzar toda la noche junto a las Bacantes.