Héctor Francisco Latorre Carbajal
SUEÑOS DE LOCURA
- El diminuto ropaje de la sensatez apenas puede esconder la figura enorme del Yo convenido. - Una narración lógica sobre el distorsionado mundo de un demente.
Héctor Francisco Latorre Carbajal Oficial de la Marina de Guerra del Perú en situación de actividad. Graduado en la promoción 2000 de la Escuela Naval del Perú. Licenciado en Ciencias Administrativas Marítimas. Bachiller de Administración en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Casado con Bethania De La Cruz con quien tiene una hija llamada Eva Luna. Entrena a nivel competitivo en la disciplina de remo.
SUEÑOS DE LOCURA
Héctor Francisco Latorre Carbajal
SUEÑOS DE LOCURA Autor: Héctor Francisco Latorre Carbajal Email: hector_latorre_carbajal@hotmail.com Editor: Galo Flores Padilla Diseño y diagramación: Yuraq Comunicación Integral E.I.R.L.
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, la transmisión de cualquier forma o de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, registro u otros métodos, sin el permiso previo escrito de los titulares de Copyright. Primera edición en español - Impresión bajo demanda Editorial Livel Una marca registrada de Editorial Livel SAC. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2018-01876 Para encargar más copias de este libro o conocer otros libros de esta colección visite www.calidadynegocios.com
“SUEÑOS DE LOCURA”
SUEÑOS DE LOCURA Autor: Héctor Francisco Latorre Carbajal Editado por: Editorial Livel SAC Alameda Marquina 150-301 Limatambo San Borja Lima-Perú Teléfono: (511) 3759302 / 996596427 Email: gflores@calidadynegocios.com
Primera Edición, febrero 2018 Tiraje: 1000 ejemplares
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N°: 2018-01876 ISBN: 978-612-47362-2-3
Impreso en Imprenta Shallom YP Jr. Huaraz N° 1717 - 137A- Lima-Perú Teléfonos: 582-5097 / 954766511 Febrero 2018 Lima - Perú
ÍNDICE 8 10 14 24 28 32 36 44 50 56 60 66 80 86 94 104 112 120 128 136 142 148 154 160 164
INTRODUCCIÓN EL CONSULTORIO EN EL TALLER RESURGIMIENTO (SANTIAGO) SANTIAGO Y MADELEINE LA CENA BUENAS NOTICIAS EL VIAJE EN EL BAR EN CASA CARRERA ACCIDENTE DOMÉSTICO DESPERTAR GERTRUDIS ALGÚN RECUERDO RENATO EN LA CALLE LA HABITACIÓN OTRO DESPERTAR SIN DESPEDIDA NACIMIENTO DORMIDA MADELEINE EL RESCATE SUPERACIÓN LA SALA
Introducción El intenso frío de la oscura noche atravesaba su piel para flagelar cada uno de sus huesos. No sabía donde se encontraba pero consciente estaba que se hallaba solo… completamente solo… Lo comprobó cuando abrió esos ojos lechuceros, sin huellas del cansancio que lo agobiaba. Al contrario, tenían un color amarillento que aparentaban debilidad. A través de ellos, veía como se elevaba el vapor que disparaba su boca, en ese inclemente y gélido ambiente. Observó las paredes de concreto sin pintar, un portón de acero grande al frente. Parado, no entendía como pudo dormir de pie. No es imposible pero es complicado quedarse dormido de pie y despertar en un limbo. Extrañado, abría sus ojos bajo una enorme confusión. Más, estaba firme y digno. Respiró profundamente y notó con mucho pesar que sus pulmones no respondían. Poco aire ingresó en ellos a pesar de su fuerte inhalación; como cuando se infla un globo con hueco. No perdió la calma y siguió hasta regular su respiración. La oscuridad solo se reflejaba en él. Notó que estaba demasiado sucio para su estilo y, cubierto de harapos. Parado frente a un portón de metal macizo, sin saber nada más, lo único que quedaba era tomar la determinación de comprobar si se encontraba abierto. Al dar el primer paso un sonido estrepitoso provino del piso,
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como madera crujiente contra sólido concreto. Apenas una centésima de segundo perduró en los sensibles tímpanos de aquel solitario. No pudo dar un segundo paso, sus pies estaban suspendidos y hacían movimientos desesperados. La presión que rodeaba su cuello era cada vez más intensa, el aire rápidamente se agotaba. Con sus manos tomó la gruesa soga circundante que le estrujaba la garganta para meter los dedos entre ésta y la piel, pero nada logró. El color del rostro se encendía raudamente a medida que la angustia lo invadía. La sensación de asfixia aumentaba mientras sus ojos se hinchaban hasta ver un vapor desesperado. “Nunca quise suicidarme”. No supo como llegó ahí, mucho menos intuía porque desearía concluir con su vida. La confusión no lo salvaría de la situación. Sus movimientos, ante la inminente y presurosa muerte, fueron frenéticos. Luego comenzaron a descender. Un largo jadeo le manifestó que el fin había llegado ya. Su visión fue atrapada por las tinieblas. Todo había terminado... Pero aún no perdía el sentido del oído. Hubo voces… Albergó la pobre ilusión que eran voces que, según algunas teorías, se escuchaban en ese trance de la vida y la muerte hacia aquel desconocido camino al más allá. El frío se hizo nada.
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EL CONSULTORIO “Por supuesto que creo lo que me dices Renato”, le dijo el psiquiatra Santiago Rodríguez, pacientemente, a Renato Gonzales. “Tú sabes que yo entiendo tus problemas, no en vano somos amigos desde hace más de cinco años. Creo que no me equivoco al respecto pero necesito que me cuentes nuevamente tus recientes vivencias; desde que nos vimos por última vez en este consultorio. Me interesa mucho esta situación que acontece en tu vida, necesito trazar líneas al tema para ayudarte”. Aquel consultorio tenía mayólicas cuadradas, extremadamente blancas y grandes. Parecían, alcanzar un metro y medio de altura cada una de ellas. Un estilo muy moderno por tratarse de una clínica privada. A Renato le parecía que fue desinfectado con mucho detergente industrial, fielmente frotadas con paño de uso. Suavemente. “¿Quién haría este trabajo tan complicado?”, se preguntó Renato, pues no imaginaba al “amigo de hace cinco años” hacer tremenda labor. A su vez, pensaba en las molestias que aquella clínica se tomaba para contratar personal, exclusivamente, para darle un brillo de excelencia a esas mayólicas. A Renato le causó gracia ver una línea de mayólicas de metro y medio de altura, pues estaban pintadas con un esmalte lavable de color verde muy parecido al mar caribeño; por así decir “¿Por qué tanta sofisticación de limpieza en un consultorio psiquiátrico? Normalmente aquí no llega gente que va a los hospitales o pacientes con enfermedades infecto contagiosas. Los niños que todo lo ensucian, usualmente, asisten a otro tipo de consulta. No entiendo tanta seguridad higiénica. Aunque, no es a lo que vine aquí”. Además de tan “perfecta” decoración, seguía un piso de loza color blanco cebra. Para, seguidamente, darse cuenta que al costado del diván había un paño cerámico quebrado y colocado disimuladamente para evitar incomodidades a los ojos de los pacientes “¿Entonces, porqué tanta preocupación por la limpieza, si no solucionan este pedazo de paño cerámico que se hace pedacitos cada vez que lo miro?” En aquellos momentos, Renato no iba preocupado por el problema que lo llevó inicialmente a visitar a Santiago. Sino estaba absorto por la incongruencia decorativa de aquel consultorio. Culpó al “amigo” que lo atendía. “A mí me daría vergüenza recibir a algún amigo o cualquier hijo de vecino en mi casa con todo brillando y reluciente, pero con el baño sucio”. Ese tipo de comparaciones 10
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preocupantes lo llevaban distraído a Renato. Sentía que su psiquiatra, el doctor Santiago Rodríguez, de alguna manera, le estaba fallando. De pronto, Renato oyó que Santiago le hablaba de situaciones y sintomatologías que a su parecer no tenían ningún sentido. “Tal vez el loco sea él y no yo”. Mientras ese tipo de pensamientos extraños pasaban por la cabeza de Renato, éste podía ver los gruesoslabiosdeSantiagomoviéndosedetalmaneraquesusfonemasibandisparados hacia él; con palabras que ni siquiera podía parafrasear. Hablaba denso y pausado, palabra tras palabra, divisaba una lengua clara y campanilla pronunciada. Pese a que no entendía nada, absolutamente, nada por lo distraído que estaba. Seguía escuchando, aquellos gruesos labios que se agitaban como olas reventando, mientras que sus torcidos dientes inferiores se dejaban ver como espolones recatados. Bueno pues Santiago, reclamó Renato a su interlocutor, yo creo que no será necesario seguir con esta charla, voy medio apurado. Me parece necesario ya, comprar esas pastillas que me recetaste desde que comenzó esta “amistad”. Esa última palabra la pronunció con un sarcasmo ligero, pues su modo de hablar pertenecía al mundo de la bohemia forzada; factura actual de una vida con experiencias demasiado rígidas. Disimuló ese sarcasmo con una sonrisa amistosa, realmente tenía aprecio por su médico de cabecera pero en muchas circunstancias le ponía mal humor a tantas preguntas “¿Esto es un interrogatorio?” Santiago enganchó sus delgadas y cuidadas manos en las solapas de su saquillo blanco de médico. De aquellas finas manos brotaron venas mientras buscaba un Parker en el bolsillo izquierdo de su camisa. Era un bolsillo bordado con el escudo de una marca conocida y exclusiva que Renato no podía pronunciar por ser una mezcla de portugués con francés medieval. Oh lá lá. Santiago golpeó sus 18 quilates contra el escritorio mientras una severa mirada cuestionaba al pobre Renato. “Este muchacho viene a hacerme perder el tiempo”, pensó aturdido. Renato dibuja sonrisa y juguetea con un bolígrafo enchapado en oro, deslizado entre sus dedos, se podía leer ¨S. R.¨ grabadas debajo de Parker. “Lo dejaste sobre la mesa”, aclaró Renato con un tono de voz amistoso pero lleno de ronquidos fonéticos. “Siempre te pasa lo mismo Santiago, deberías ir a un médico a que te trate”. 11
Santiago no mencionó palabra, únicamente mostró una hipócrita sonrisa, tan farisea como esos dientes clavados en sus encías. Acercó su mano al lapicero, pero este se aleja por culpa del arrebatador que actuaba con burla y desprecio. Aquel desprecio que llevan los pacientes de esta especialidad a sus médicos. Pues Renato estaba convencido que Santiago era un potencial peligro contra su vida. Lo único que alimentaba aquella “amistad” era el suministro de las recetas médicas de esas píldoras que tan eficientemente trataban su atormentada salud. Santiago hizo un desesperado movimiento de brazo, estirándolo abruptamente hacia Renato, despegando ligeramente sus nalgas del asiento donde se encontraba sentado para alcanzarlo. Renato sin carcajadas pero con risueña burla lo alejó a escasos centímetros de su dueño. S.R. se desesperó. “¡Renato, dame eso!” Gruñó. Levantó la voz ligeramente sobre el promedio que solía utilizar con otros pacientes. Renato, continuó sujetando a S.R. con el pulgar e índice derecho. Lo colocó suavemente sobre la mesa en son de calma absoluta, la cual usó como victoria demente ante el médico impaciente. –Tampoco se moleste estimado doctor o mejor dicho “amigo” – Se entregó consciente sobre el respaldar de la incómoda silla en la que tomaban asiento todos los pacientes de aquel consultorio. Santiago tomó el bolígrafo, con aspecto de calma para demostrar que él controla la situación. Irguió el cuerpo mientras permanecía sentado, tomó el lapicero y lo presionó fuertemente sobre el extremo, el formato de receta aparece con los datos de las píldoras a tomar. Aquella mano izquierda se movía con rapidez y las letras zigzagueaban ante los ojos de Renato. “No sé como el tipo de la farmacia logra entender esos gráficos tan complicados. No entiendo… ni al farmaceútico que me atiende, ni a este lunático”. El largo y castaño cabello ondulado de Santiago caía sobre su rostro y tensaba los labios cerrados mientras continuaba colocando los datos en el papel. Finalizó con un garabato como firma y posando el sello con su nombre sobre ésta: Santiago Rodríguez, médico psiquiatra. “Ahora me tienes que contar todo y pausadamente, que no encuentro lógica en lo que me cuentas cada mes” dice Santiago. Los verdes ojos pícaros de Renato se convirtieron en duros faros halógenos hacia su médico. Sus prominentes cejas presionaron el ceño prolongado de la nariz y la frente, intentó disimular 12
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su ira al golpetear los dedos de la mano derecha sobre el pupitre, simulando los pasos de un caballo cabalgando por las antiguas callejas. “¿Cuantos años de amistad llevamos?” Preguntó en tono muy pausado, cambiando aquel ceño fruncido por una levantada de ceja acosadora. Pudo dar cuenta inmediatamente que el rostro de Santiago cambiaba a una muestra de satisfacción. Renato inmediatamente levantó la voz. –¿Entonces por qué no me dices, a que se debe tantos años con esta mierda y aún no encuentras una cura? Despidió violentamente hacia atrás la silla en la cual se sentaba, las patas rechinaron sobre el suelo. Intentó sujetarle las solapas del saquillo a Santiago quien pudo escapar de aquellas manos alteradas al ponerse también de pie y, mediante un ágil juego de manos tomó las muñecas de Renato, doblándoselas hasta apoyar sus torcidas manos contra el tablero. Una vez inmovilizado el paciente siquiátrico, Santiago acercó su rostro y, molesto como es de imaginar, dirigió a Renato palabras de aliento para que tomara asiento y comenzara con la narrativa de sus problemas. Ambas miradas permanecían fijas una sobre otra, a medida que Santiago aflojaba la llave practicada al paciente, ambos iban colocándose en sus asientos, hasta llegar a permanecer completamente sentados y serenos a la vez. Muy bien, aclaró Renato, como si nada hubiese sucedido. “Comenzaré a contártelo todo, nuevamente desde el principio”. Golpeó suavemente con un ruidillo ambas palmas de las manos sobre sus respectivos muslos, acción que repitió a cada palabra que seguía. “Pero te aseguro que esta sesión será muy larga¨. “Si, es por los otros pacientes que se encuentran en espera -aclaró Santiagomejor ni te preocupes, sus citas las reprogramé”. Medio recostándose en su asiento comenzó con una sonrisa. “Estoy en mi derecho jurídico de hacerlo ¿Cómo la vez?”... echó una sonrisa de complicidad, Renato se tomó la oreja derecha con los dedos, jugueteó con esta y suspiró. –¿Recuerdas aquel accidente doméstico que tuve? Bueno, mejor no pregunto lo que recuerdas, ya que parece que el que está loco eres tú y no yo… 13
EN EL TALLER Renato salió debajo de un automóvil que se encontraba reparando. Lógicamente que el sobretodo de trabajo de color negro por la parte inferior, mangas verde palta y pechera roja, se encontraba manchado de grasa y aceite en su totalidad. Se escurrió el sudor de la frente con el venoso antebrazo derecho mientras arqueaba las cejas y presionaba los dientes dando muestra que el calor en aquel taller de mecánica en el que trabajaba era insoportable. Se puso de pie y se dirigió a su oficina a beber agua y de paso a refrescarse con el aire acondicionado. Aquel taller de mecánica era de su padre, Renato lo administraba. Su progenitor estaba en la tercera edad y le era imposible hacerse cargo del negocio. La pasión de Renato por la mecánica automotriz fue reforzada por una carrera técnica en el área, lo que le permitió dirigir el taller en la parte administrativa y por supuesto en el área operativa, pues estar metido en una oficina a diario hacía de su vida una prisión. Para solucionar los temas administrativos se apoyaba en una señora contadora de unos 60 años de edad, quien cubría las expectativas del negocio. Aquella mujer hacía muy bien su trabajo al punto de desesperar en algunas ocasiones a Renato, ya que ella era muy insistente en los temas relacionados con el pago de impuestos y temas correspondientes para con el Estado y por consiguiente para el negocio, no escatimaba en interrumpirlo durante algún “trabajo mecánico interesante”. A sus 34 años de edad, Renato representaba la imagen de un hombre maduro, si bien era alto, su figura era demasiado ligera. Llevaba además una caminada algo extraña pues sus pies se abrían hacia los costados exteriores a cada paso y los hombros tirados hacia adelante los movía en intercambio uno con el otro. Si bien su rostro expresaba dulzura al mirar, existía en el fondo de aquella mirada de ojos verdes serranos un dolor profundo, aplastado por unas prominentes cejas y seguido de un cutis demacrado por distintas arrugas muy avanzadas para la edad. El moreno rostro de Renato, a causa de la constante exposición al sol, hacía que sus grandes ojos verdes resaltaran aún más, dándole un aspecto muy sensual. 14
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Su cabeza estaba cubierta por una ondulada y lisa cabellera castaña que le llegaba hasta los hombros. Estas características, sumadas al ligero gancho que le resaltaba la nariz, le daban un aspecto salvajemente interesante. Era como las doce del mediodía cuando iba por ese vaso con agua que lo esperaba en su oficina, ubicada en el mismo taller, a unos cincuenta metros del área de trabajo. Renato vio una grúa de plataforma ingresando al taller. Llevaba encima un automóvil moderno. Miró hacia la cabina de la grúa. Solo vio al chofer, lo que le llamó la atención, ya que comúnmente el auto remolcado ingresaba al taller con el conductor. Con aquella caminada medio salvaje, Renato se fue acercando a la grúa mientras su cabello desordenado lleno de tierra se movía armoniosamente con los pelos crespos disparados por todos lados. Se agarró de la base del gran espejo lateral de la grúa para tomar impulso y pararse sobre el escalón de apoyo y subir a la cabina de la misma, a la altura de la ventana del chofer. –¿Dónde está el dueño del auto o te lo han encargado con el problema? –La dueña acaba de bajar, está afuera hablando por teléfono -contestó el resinoso chofer-. Renato salió por el portón del taller a la vía pública, para hablar con la dueña del moderno automóvil. Tuvo que esperar unos minutos, ya que la señorita se encontraba hablando por teléfono. Al parecer de Renato ella iba discutiendo con alguien, sus gestos y expresiones así lo indicaban. La chica de estatura media tomaba el teléfono con la mano izquierda, mientras que con la mano derecha señalaba el suelo con un movimiento agresivo y los dedos bien estirados, podía darse cuenta de eso por la forma como las venas azules se le hinchaban. –Definitivamente esta chica está peleándose con alguien. Muy despacio fue acercándose hacia ella dándole frente. –¡No te soporto! Ya te he dicho que eres un imbécil… ¡Imbécil! 15
EN EL TALLER
Colgó el teléfono y caminó hacia el taller. Ignoró por completo la presencia de Renato. “Buenos días”, saludó Renato caminando detrás de las zancadas de la dueña del automóvil. “¿En que la puedo ayudar?” Como respuesta obtuvo silencio, nuevamente fue ignorado mientras la señorita molesta de grandes gafas oscuras siguió caminando dando zancadas y dirigiéndose al taller. Renato dibujó una sonrisa para no echar a perder su constante buen humor, y la siguió. Ella se alejaba dando zancadas con sus tacones, resonando por el piso interior del taller con un eco inconfundible de caminada femenin ¡Toc Toc! ¡Toc Toc! Llamó así la atención de los operarios mientras se dirigía a la oficina de atención al cliente, donde trabajaba Gertrudis, la sexagenaria contadora. –Buenos días. Saludó la señorita a Gertrudis. –Buenos días señorita -contestó Gertrudis- ¿En qué la podemos ayudar? –Estaba manejando cuando de pronto no avanzó el auto, lo puse en marcha y no avanzó, como si estuviese en todo momento la palanca de cambios en neutro. –El joven Renato le podrá dar un diagnóstico. –Sabrá Dios quien es el joven Renato -agregó sarcásticamente la señorita-. –Es el dueño del taller. Respondió Gertrudis. –Son los palieres -intervino Renato- lo que tendría que comprobar es… –¿Me dijo usted que el dueño me daría un diagnostico? -se dirigió nuevamente la señorita a Gertrudis, ignorando por completo a Renato-. –El joven es el dueño -aclaró Gertrudis-. Entonces la chica de mediana estatura y pelo lacio negro recortado hasta la nuca, volteó algo sorprendida. 16
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–Bueno, pero… –Gertrudis, que la atienda Perico. Interrumpió Renato, sin expresión de enojo ni nada, por el contrario dio una amable sonrisa de atención cordial a la joven y fue por aquel vaso con agua que había quedado pendiente por atender a aquella maleducada señorita de piel blanca y pecosa. Entró a su moderna oficina cuya mampara de vidrio tenía vista total hacia el taller. Cogió el vaso con agua y lo tomó de un solo sorbo. Nuevamente lo llenó de agua en un surtidor y se sentó en su cómodo asiento cubierto de plástico transparente para no ensuciar la ropa limpia que usase cuando se volviera a sentar. Manipuló la computadora encendida, en la que iba cargando cada cierto tiempo información relacionada al trabajo diario, mientras la maleducada señorita observaba sus movimientos con cierta curiosidad. Como a las tres y media de la tarde Renato se encontraba bañado y bien vestido, pues consideraba que ya se había ensuciado lo suficiente por aquel día y que merecía ir a casa temprano luego de ver algunos temas administrativos en la oficina. Camino a ésta se percató que el moderno automóvil de la mal educada señorita seguía en reparaciones, entonces se acercó a la oficina de Gertrudis, al ingresar la mal educada señorita aún estaba ahí con gesto de suerte lamentada. –Metida media tarde en un taller de mecánica… ¡Qué horror! –Gertrudis, este auto lleva demasiado tiempo aquí. –Sí, Renato. Lo que sucede es que el tema de los palieres se complicó. Perico le puede explicar bien ese tema. La joven maleducada se sorprendió al oír la voz de Renato ingresando a aquella oficina, pues se encontrada distraída y la potente voz de éste, además del fuerte perfume barato que llevaba le llamaron la atención. –Disculpa -anunció ella con tono sumiso- llevo mucho tiempo aquí… 17
EN EL TALLER
–No se preocupe, voy a ver cómo va y le indico si deberá esperar o si la mejor opción sería que se vaya a su casa y regrese mañana. –¿Sabes Renato quién le recomendó el taller a la señorita? -Preguntó entrometidamente Gertrudis- Daniel, el chico que estudió contigo y se pasó a la carrera de electrónica. –¿Daniel? Qué bueno, Dani también viene seguido por aquí ¿Lo conoce de algún lado? –Sí, somos amigos de hace mucho, pues su novia estudió conmigo… –Voy a ver el auto. Se apresuró decir Renato a Gertrudis y, comportándose casi de la misma manera que la señorita sin modales lo hizo cuándo lo confundió con un sucio operario. La señorita de pocos modales vio como Renato iba por el taller muy bien vestido y con el cabello medio largo húmedo peinado hacia atrás. Se acercó al vehículo que estaba levantado a casi dos metros del suelo sobre un grasiento elevador amarillo. Miró hacia arriba, elevó el brazo en sentido de indicación técnica. Perico le hizo un ademán para que al instante Renato regresara a la oficina de atención al cliente, la que estaba herméticamente cerrada para que no se escape el aire acondicionado, con vidrios por todos lados. La oficina tenía en el centro una mesa pequeña llena de revistas de mecánica y temas relacionados, asientos de cuero sintético negro muy bien cuidados, piso de cerámica de granito y paredes celestes bien pintadas. –Señorita… ¿Cuál es su nombre? –Cecilia. Respondió muy atenta y relativamente avergonzada por aquel comportamiento tan inmaduro y altanero, por lo que no se atrevió a mirarlo a los ojos, pero pudo percatarse de la gruesa barba que había sido recién rasurada y de la pequeña herida que había provocado en la parte derecha de la quijada. 18
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–Bueno Cecilia, su auto lo terminarán hoy. Ya el operario tiene la indicación que termine con el trabajo. Se nota que se metió a un hueco muy grande, los terminales se encuentran dañados, pero en fin, el trabajo se terminará muy tarde, le aseguro que mañana a las 8 a.m. que es la hora que abrimos el taller, podrá recoger su automóvil y coordinar con Gertrudis sobre la cancelación de los servicios. Cecilia hizo gesto del peor de las suertes. –¿Sucede algo? -preguntó Renato-. –Bueno sí -contestó Cecilia con voz de preocupación- necesitaba el vehículo, vivo lejos y es muy complicado salir de este sector de la ciudad y un taxi por teléfono me cobrará un ojo de la cara, eso sumado a lo que me va a costar la reparación, pues no sé… –Si pues, por aquí solo se puede salir en auto, Gertrudis ¿A qué hora sales? –Uffff!!!! Renatito, me falta un montón, saldré como a las 7, si desea la señorita me puede esperar y la llevo en mi auto por ahí, por el lugar más cercano a donde vaya… Pero que esté en el camino a mi casa. Cecilia respondió con un gesto, ladeando la cabeza, abriendo grandemente los ojos y cerrando la boca como si se estuviese mordiendo la lengua, Renato se dio cuenta del gesto y sonrió. –Yo manejo el auto del taller, le voy a decir a uno de los operarios que la lleve a su casa o a donde vaya, lógicamente que se lo cargaremos a la cuenta. Cecilia acentuó más aquel gesto. –Bueno, ya que importa. –Pero -intervino Renato nuevamente- no creo que pueda, pues necesito el auto en estos momentos, me acabo de acordar que tengo un asunto que resolver, ¿a qué sitio va señorita? 19
EN EL TALLER
–¿Conoces la casa de Daniel? Contestó resignada a cualquier cosa. –Claro que sí, ahí estoy yendo ¿Vives cerca a la casa de Daniel? –No -contestó Cecilia, tengo que buscar a Rebecca para ver un tema de la tesis-. –¿Rebecca?... Oh sí! Rebecca… ¿La nueva novia de Daniel? –No, es la hermana, la novia se llama Roxana. –Es cierto, Roxana, son parecidos los nombres. Cecilia por fin solucionaría uno de sus problemas del día, pues estar en ese taller lleno de operarios cochinos, comenzando por el dueño que ya se había bañado, afeitado y sobre dosificado de perfume, no era uno de sus objetivos del día. –Bueno señorita, podrá llegar a su destino sin problemas ni costo alguno. A Cecilia, pese el mal humor que llevaba, no le quedó otra que agradecer. –Gertrudis me voy, nos vemos mañana… –Hasta mañana Renatito, cuídate hijito lindo. Mientras salían de la oficina con dirección al vehículo, Renato volteó la cabeza para mirar a la contadora, le hizo un encantador guiño de ojo y una pícara sonrisa de costado, como dándole a entender que la chica de malos modales sería cortejada. –Me cuidaré Gertrudis, no te preocupes. –Sí, me preocupo. En silencio y señalando con la mirada a la chica que estaba de espaldas dirigiéndose a la puerta de la oficina, continuó con una risa de complicidad: “Pero por ella”. 20
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–Hasta mañana. –Hasta mañana -respondió girando su pecoso rostro Cecilia- gracias Gertrudis. Se embarcaron en el antiguo pero bien cuidado automóvil verde de la empresa, el cual llevaba un anuncio de propaganda pintado en ambas puertas delanteras. Renato subió sin abrirle la puerta a Cecilia, ella subió sin preocuparse por aquella “falta de cortesía”. Renato colocó la llave a la chapa de contacto, inclinándose ligeramente hacia esta, mientras Cecilia dejaba su pequeña cartera en el piso del auto y se colocaba el cinturón de seguridad. Durante el trayecto a la casa de la hermana de Daniel, la conversación fue más acerca de la música que tocaba el equipo estereofónico del vehículo del taller. En ese momento escuchaban un tipo de música vivencial, que si bien no era el género que más le agradaba a Renato, en algunas ocasiones le servía para relajarse, sobre todo en el auto pues así evitaba la confusión que traía el ruidoso tráfico vehicular. Ambos coincidían en el mismo tipo de música vivencial. Renato sabía que lo que le decía a Cecilia, si bien no era mentira, tampoco era la verdad total, pues no le interesaba darle mucha explicación a tan altanera muchacha. Al cabo de quince minutos, llegaron a casa de Daniel, quien al abrir la puerta de la casa, puso un rostro de sorprendido, pues definitivamente el mundo es muy chico. Renato aclaró a modo de saludo: –Te traigo a una clienta recomendada por ti mi estimado Daniel. Acompañado del comentario, vino un guiño hacia Daniel, en gesto de travesura, pues Renato tenía por costumbre conquistar a cuanta muchacha se le cruzase por el camino. Daniel les dio la bienvenida, Cecilia se despidió y fue a hacer lo suyo. –De cualquier manera la hubiese acompañado, decía en voz muy baja a Daniel. Si me hubiese dicho que iba a comprar a una tienda de lencería, le hubiese dicho que yo también necesitaba ir a comprarle un calzón a Gertrudis para su cumpleaños. 21
EN EL TALLER
–¡¡¡Jajajaja!!! -no te creo Renato, eres bravo, contestó Daniel-. –Voy a hacer hora, para esperar que baje, así que… invítame un traguito. –Jajaja, ¿Una cerveza está bien? –Lo que quieras hermano, a esta chica malcriada le tengo que dar unas lecciones de modales. –No me digas que el auto no está… –Bueno -respondió Renato sonriendo maliciosamente- la verdad es que más seguro está el auto en el taller que bajo las manos de esta chica, Ja Ja Ja. Tenía un problema que Perico lo solucionó en media hora. Pero tú sabes, esta chica se puso un poco altanera así que decidí que su auto durmiese en el taller. Daniel sacó un par de cervezas, las abrió para entregarle una a Renato y tomarse la otra. –¿No hay vasos en esta casa? -preguntó Renato-. –No jodas, los hombres tomamos de pico, ¿No será que quieres darle a Cecilia un aspecto de educado cuando en realidad eres un cavernícola? –¿Cavernícola? No… Solo algo salvaje –Bueno, si te bañas solo una vez a la semana… –Dos veces… –Cochino de mierda… –Dos veces al día. –¡Renato! -interrumpió Paola la conversación- veo que acabas de conocer a Cecilia 22
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–Hola Pao. Si pues, las cosas del destino… –Para ti no hay destino ¿Qué traes entre manos? –Una cerveza –No te hagas el cojudo… –Ella se apareció en el taller y solo fui caballero al tratarla. –Habla más despacio que está en la mesa del comedor -dijo Paola con voz baja de advertencia jovial- que vaya al taller es una cosa, otra que demores la reparación solo para llevarla a donde sea. –¿Por qué dices eso Pao? Cualquiera pensaría que soy un “Don Juan”. –Te recuerdo que te hiciste amigo de Dani para conocerme. –No seas mentirosa, primero te conocí a ti y luego a Dani. No voy a negar que me hice amigo de Dani para reconquistarte… –¿Reconquistarme? Hazme el favor. Renato en los inicios de sus estudios era compañero de aula de Daniel, pero no se frecuentaban. Una noche Renato se encontró en un restaurante con Daniel y su familia, pudo ver que estaba con Paola, con quien ya había comenzado una relación desde la noche en que le llamó la atención como su ondulado pelo largo lo llevaba suelto tirado sobre el hombro derecho. Renato siempre muy simpático se acercó a la mesa a saludar a Daniel, a sus padres y de paso a su bonita hermana de 23 años en aquel entonces. Luego de aquella noche se hizo muy amigo de Daniel y también aprovechó para hacerse más amigo de Paola, la chica de grandes ojos marrones oscuros, cabello largo semiondulado y boca grande. No era tan bonita como atractiva, asimismo era dueña de una personalidad colosal que no solo a Renato sino a cualquier muchacho lo traía embobado.
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RESURGIMIENTO (SANTIAGO) Santiago. Joven y renombrado médico, muy conocido en la ciudad por sus formas de tratar casos psiquiátricos utilizando los métodos más actualizados. La mayoría de sus pacientes y familiares vivían agradecidos por su labor tan brillante. El único paciente no satisfecho era Renato, a quien se le consideraba una persona extremadamente difícil en el tema médico hasta el punto de pensar que todo lo que contaba era una mentira absoluta y que este problemático paciente podría ser tratado como un caso perdido por tratarse de un fármaco-dependiente que vivía inventando versiones solo para ser medicado. Santiago había llevado una vida relativamente dura, ya que además de provenir de una condición socio económica desfavorable, sus padres no tuvieron mucho tiempo de ocuparse de él. Jamás le prestaron atención debida por las constantes separaciones y pleitos conyugales. Por eso, dejó su hogar apenas concluyó la escuela pública. Luego, obtuvo una beca en el extranjero para llevar a cabo sus estudios de medicina. A mitad de carrera, Santiago regresó por un corto tiempo a su país, para asistir al funeral de sus padres, quienes en uno de esos pleitos terminaron matándose. El padre, aparentemente demente de nacimiento, acosaba psicológicamente a la madre. La mujer, por el constante sufrimiento, vivía en estado de ebriedad constante. Ya cansada de las demenciales actitudes del marido y las agresivas discusiones, lo golpeó con una botella de licor barato en la cabeza. El esposo tras desmayarse rodó por las escaleras, lo que le causó fractura del cuello y súbita muerte. La madre no soportó ese cuadro, no se sabe si por dolor de haber perdido al desquiciado marido que formaba parte de su sórdida vida o darse cuenta que el resto de su vida la pasaría tras las rejas sin consumir alcohol. Tomó la billetera del occiso, sacó el poco dinero que poseía y las tarjetas que crédito que encontró. Marchó al supermercado más cercano para comprar una cantidad extrema de botellas de aquel licor maldito que acostumbraba beber. Esa tarde regresó a casa y llorando desconsoladamente bebió al costado del cadáver. Cinco días después, la policía la encontró al lado de los restos. Los vecinos habían dejado de padecer los dolorosos escándalos y sospecharon de alguna desgracia. Por eso llamaron a la policía. Aquel día la madre de Santiago, se puso en atención al oír que la policía tocaba fuertemente la puerta de su casa. No se puso de pie, solo abrió un poco más los ojos. Se aferró al descompuesto cuerpo de su difunto marido. Lloró desconsoladamente. Debilitada por la cantidad de alcohol, tomó del cuello una de las tantas botellas que yacían regadas en el suelo y con la poca fuerza que le quedaba la golpeó contra 24
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el suelo. Se quedó con un pico de vidrio en la mano. Con poca fuerza se la llevó a las venas principales de los antebrazos, arterias de las piernas y finalmente a la yugular. Mientras se desangraba y perdía conciencia, la señora borrosamente pudo ver las botas de los policías marchando hacia ella y pronunciando palabras con gestos de vómito que alcanzaron a decir: hay una víctima por rescatar. En la ambulancia debido a la intoxicación alcohólica, fallece la mujer. Hemorragias, falta de alimentación entre otras razones que no podría explicar muy bien se sumaron a las causas del deceso. Solo Santiago asistió al funeral, dos ataúdes en un velatorio de seguro social y un solo asistente, debido a que sus dos hermanas mayores no se comunicaban desde hacía mucho tiempo con sus padres ni con el resto de su diminuta familia, tampoco con él. Ellas huyeron de la casa por los constantes maltratos sicológicos del padre. Santiago en ningún momento lloró, pese a sentir alguna nostalgia. Al día siguiente fueron cremados los restos de sus padres. Como la cremación duraba más de cuatro horas, Santiago prefirió recoger las cenizas un día después. En una oficina lo atendió un empleado de la funeraria, quien lo saludó con un particular gesto de lástima o de “Sentido Pésame” forzado. A Santiago le disgustó el gesto del empleado quien lucía el cutis pálido de los muertos frescos. “Este miserable se maquilla la cara con la misma crema de los muertos”, pensó. De esta manera tomó las dos urnas, una en cada mano y procedió a retirarse sin dar las gracias. Salió de aquella oficina, colocó las urnas sobre una banca para ponerse los lentes oscuros casuales que llevaba en el bolsillo interior del saco. Las volvió a tomar una en cada brazo y caminó por un pasaje de bloques rodeado de plantas y flores elevadas de todos los colores, estos colores naturales se hacían más intensos por el sol ardiente que persistía en esa mañana. El ambiente parecía bastante relajado, de no tratarse de un cementerio podría sentarse en una de las banquetas de madera a beber una cerveza helada. Siguió caminando a lentos pasos como para seguir disfrutando de ese cálido “paraíso”, observó a los costados y miró hacia el sol, dibujando una sonrisa debido al pequeño buen momento que pasaba en este singular paseo. Cruzó las rejas de salida del cementerio y subió a un lujoso y moderno automóvil celeste alquilado. Colocó las respectivas urnas en el asiento del copiloto y enrumbó a una playa cercana. La carretera hacia la playa le trajo escasos recuerdos gratos de su familia, sobre 25
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la curva que bajaba se paraban constantemente las aves marinas que volaban al presenciar algún vehículo acercándose a ellas. Con sus hermanas solía ir de caminata y antes de pasar por aquella curva, muy silenciosamente se miraban cómplices y arrojaban una piedra, cada uno, hacia la bandada de gaviotas, las cuales se disparaban en vuelo para hacer corto circuito aéreo y luego regresar a la misma curva. Al estacionarse, Santiago permaneció un momento dentro del auto ventilado con aire acondicionado, sacó las llaves del contacto y bajó, dio la vuelta al automóvil para abrir la puerta del copiloto y sacó las urnas que contenían las cenizas. Además bajó del auto una bolsa de tela muy delgada y fina. Con mucho cuidado cerró el auto y caminó hacia el mar. En la orilla dispuso las urnas. Al abrir la primera, la brisa marina sopló de tal manera que se llevó una cantidad mínima de las cenizas, formando la diminuta figura de un tornado. Así, urna por urna, vertió las cenizas dentro de la bolsa de tela. Dejó caer las vacías urnas en la arena y estas fueron llevadas por las olas mar afuera y mar adentro sucesivamente. Santiago, con la bolsa de tela en la mano pensó: “Siquiera, por una vez estarán juntos… Y esta vez será para siempre”. Cerró la bolsa con la cuerda de seguridad, se acercó más a la orilla, cuidó de no mojar las suelas de sus finos zapatos y lanzo aquella bolsa de tela, mar adentro, lo más fuerte que pudo. Al hacerlo se acercó demasiado a la orilla, el agua alcanzó sus zapatos, dio tres pasos grandes hacia atrás y evitó que estos se mojen con el agua salada. Los casuales lentes de sol cubrían sus cejas y, no dejaban ver las grandes ojeras heredadas de su padre, mucho menos sus grandes ojos verdes. Su cabellera larga llegaba hasta el borde del cuello de la camisa, caía hacia la frente y era ligeramente ondulada, pero bien cuidada. La hizo hacia un lado para evitar que el viento lo despeinara. Miró al mar una vez más, se tomó las solapas del sobretodo negro que cubría el terno del mismo color, dio media vuelta y se dirigió al auto alquilado. La auténtica ‘percha’ que llevaba en ese entonces el estudiante del tercer año de medicina era envidiada por los jóvenes del país en el que en ese entonces residía. Llevaba un metro con noventa centímetros de estatura, dedicaba tres horas diarias al entrenamiento pre maratón, lucía una contextura delgada y atlética. En ese entonces tan solo tenía 22 años y sus gustos por lo fino y elegante eran ya un ícono tanto en él como para las chicas y muchachos de la universidad. No solo era la apariencia física la que hacían de Santiago Rodríguez un estudiante conocido en todas las facultades de la universidad, también había obtenido 26
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importantes medallas de atletismo para la universidad y sus calificaciones eran inalcanzables. Obtuvo el primer puesto con notas excelentes durante los primeros tres años, los otros dos años bajó al quinto puesto ya que dentro de tantas chicas bonitas y guapas de la universidad, conoció a Madeleine Boggio, de la Facultad de Derecho, hija de un poderoso empresario, heredera del estudio de abogados más prestigioso de la ciudad. Tenían la misma edad y llevaban el mismo tiempo en la universidad, por lo que se proyectaba que se graduarían juntos. Madeleine, también figuraba en los primeros cinco puestos de la facultad, pero a diferencia de Santiago, una vez que lo conoció subió hasta el primer lugar del tercio superior. Durante su viaje de retorno para continuar con sus estudios, Santiago trató de recordar buenos momentos con sus padres. Llegó a la conclusión que si los tuvo. Si bien su padre era un demente tampoco era un individuo ordinario. Fue también médico. Solo que se dedicó mucho a volar en sus pensamientos al concluir estudios de filosofía. Un ser culto pero a su vez extremadamente maniático. Pretendía que todo fuese preciso, exacto y perfecto. Sus logros profesionales nunca fueron suficientes para él, siempre buscó más sin interesarle el sacrificio que eso involucraba a su familia. La madre era profesora de historia en una escuela, también era una persona muy culta pero dejó de trabajar para jubilarse a temprana edad y dedicarse un poco más a Santiago. El problema surgió cuando en vez de dedicarse más a él se interesó más en el alcohol, debido a la crisis que comenzó a sufrir el matrimonio. Tras las borracheras de la madre y las locuras del padre fue que sus hermanas mayores decidieron irse de casa. Santiago solo tenía 7 u 8 años de edad. Santiago se dio cuenta que la pobreza y desorden en el que vivió durante su niñez y adolescencia se trató de una locura más de su padre. Al ser un hombre avaro no pensó más que en guardar todo lo que ganaba. Santiago, el único familiar cercano en hacer todos los documentos relacionados a su deceso obtuvo de manera casual los derechos a las cuentas financieras de sus padres. La madre no había ahorrado ni un solo centavo, tan solo contaba con la cuenta de la pensión pero con saldo cero. El padre poseía tres cuentas, no sabía Santiago por qué las había separado en tres pero se imaginaba que se trataba de alguna locura de perfeccionista. Cada cuenta tenía la cantidad suficiente como para pagarse sus estudios sin necesidad de ser becado, comprarse unas tres casas en zonas de clase media y dos automóviles deportivos de último modelo. Al nunca saber de sus hermanas mayores y solo recordar de ellas la imagen de la última vez que las vio, así como sus nombres, decidió no buscarlas y tomar posesión del dinero.
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SANTIAGO Y MADELEINE En una mañana de mal humor, Santiago se dirigió hacia la oficina de evaluación de la universidad. Esto ocurrió debido a que cuando se acercó a la vitrina donde publicaban las notas de la facultad, en cierta materia publicaron notas en las que él figuraba como desaprobado. Esa situación le parecía ilógica, no porque se sintiese infalible, sino porque en realidad se sacrificaba por obtener buenos resultados y en ese particular lo hizo también. Entonces, sin tomar atención a los alumnos que al igual que él también observaban sus notas, abrió el vidrio corredizo protector y bruscamente arrancó la hoja. Se dirigió a la oficina mientras le seguían gritos y exclamaciones de protesta por parte de otros los alumnos que no podían ver sus calificaciones. Ingresó a la oficina sin tocar la puerta. Realmente estaba de muy mal humor y solía perder el toque de elegancia en momentos como ese. Abrió la puerta violentamente ocasionando que esta golpease la pared, hizo un fuerte ruido que llamó la atención de todos los que estaban dentro de aquel ambiente, un trabajador de aquella oficina levantó ligeramente la voz. – ¿Usted no sabe leer? En la puerta hay un cartel que dice que está prohibido el ingreso…. – ¡No me interesa! Interrumpió Santiago con voz más airada –¡Pues antes de estar preocupándose por estupideces deberían hacer bien su trabajo y prohibir el ingreso a gente incompetente en estas oficinas! Enseñó la hoja de papel que llevaba apretada y lógicamente arrugada en la mano izquierda, en la que estaban las calificaciones que publicaron los trabajadores de la Oficina de Evaluación en la vitrina de la facultad. –¡Caballero! Guarde la compostura…. –No me diga lo que debo hacer. Interrumpió nuevamente Santiago y golpeando con el papel en la palma sobre el pupitre de su interlocutor aclaró enérgicamente. 28
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–¿Sabe lo que significa esto? Me soluciona el problema ahora mismo o haré que esto llegue a oídos del rector antes de lo que se imagina. El cabello de Santiago se veía desarreglado. Debido al mal momento su preocupación por estar bien arreglado era nula. El trabajador de la oficina con mucha cautela tomó el papel arrugado, y le indicó a Santiago que tomase asiento. –Espere un momento señor Rodríguez, voy a verificar en el sistema y comprobaré con los exámenes. –Ruegue que sea un error, porque de lo contrario el que tendrá problemas será usted -continuó Santiago con tono amenazador-. Santiago levantó ligeramente la mano y le hizo una seña soberbia de aprobación, respiró ampliamente tirando la espalda hacia el respaldar de la silla en la que se encontraba sentado, logró calmarse, esperó a que el trabajador le diera información al respecto. La oficina contaba con tres escritorios detrás de la barra de atención, uno era el que ocupaba el trabajador que se encontraba atendiendo a Santiago, los otros dos lo ocupaban otras dos señoras cuyas labores no vienen al caso. Santiago se inclinó hacia adelante como para estirarse y luego se recostó nuevamente sobre el respaldar de la silla en la que se sentó, puso ambas manos sobre los muslos, tomó aire profundamente y, lo expulsó para de esa manera tranquilizarse y, no perder la paciencia por la respuesta que le pudiera dar el trabajador que lo atendía. Al cabo de pocos minutos, sintió que alguien se le acercaba por el lado derecho, volteó ligeramente y vio a Madeleine, una chica de estatura alta, como de un metro setenta y cinco, delgada y muy atractiva, llevaba un cabello rubio ligeramente ondulado y amarrado, de tez blanca y unos grandes ojos azules incomparables. –Disculpa -entonó Madeleine con mucha cautela y delicadeza natural- no sé qué te traerá aquí, pero me parece que también vengo por lo mismo, solamente que llegué antes que tú y te están atendiendo a ti primero. Con delicada sonrisa continuó. 29
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–Creo que es una técnica muy buena para evitar largas esperas -aclaró Madeleine a Santiago de manera muy cuidadosa y con una sonrisa amistosa-. –¡Oh! Discúlpame -se ruborizó ante la belleza y el comentario de Madeleineno fue mi intención ser tan grosero, no me di cuenta, además… –Descuida, sé lo que es eso, a mí me pasa lo mismo, pues un muchacho de la facultad tiene el mismo apellido que el mío, solo que yo me esfuerzo mucho en sacar buenas calificaciones y se las ponen siempre a él. Aquí vengo siempre para resolver ese problema, es como de rutina, antes me molestaba así como tú, pero sin gritar tanto. Le regaló otra sonrisa pero esta vez más confianzuda. –Pero como que ya me acostumbré. –Espero no tener que regresar otra vez por aquí, que fea oficina -aclaró Santiago de manera bien humorada y con una sonrisa avergonzada por el papelón que hizo frente a tan guapa muchacha-. –¿De qué facultad eres…? –Señor Rodríguez -interrumpió el trabajador de la oficina- le pedimos disculpas, hubo un error en el sistema, publicaremos en breve las nuevas notas. Mientras tanto, debe devolver este reporte de notas a la vitrina de donde lo sacó. El jefe de Evaluación está yendo en estos momentos para verificar el problema y no sabe que este documento firmado por él está fuera de donde debería estar, menos en el estado en el que lo ha dejado, mire como lo ha arrugado… y como usted sabe, podría ser amonestado por eso… –Muy bien -contestó Santiago- entrégueme el reporte, esperaré en la vitrina, muchas gracias, hasta luego. Se paró para estrecharle la mano al trabajador y le dio una buena sacudida como para afianzar más su personalidad, luego miró a Madeleine. –Adiós, mucho gusto. –Señor Rodríguez -habló Madeleine antes que Santiago cruzara la puerta30
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Derecho -ella continuó, Santiago la miró con expresión de interrogación, levantando las cejas- Derecho, soy de la facultad de Derecho. –Muy bien, me alegro -contestó muy indiferente- suerte, adiós. Pasó por la vitrina, en donde dejó el reporte en su lugar y, como no le gustaba esperar se dirigió a la cafetería para beber un té helado sin azúcar, pues le agradaba mucho esa bebida tan refrescante. Se acercó a la cajera quien lo saludó cordialmente. Sacó un billete mientras hacia el pedido, la señorita de la caja digitó una serie de números y le entregó el ticket junto con el cambio. –Qué rápido -agradeció y buscó un asiento-. Encontró el más adecuado y se sentó a esperar, permaneció en la cafetería unos diez minutos pensando en el mal momento que acababa de pasar, pero se decía a si mismo que ya todo estaba arreglado y no había razón para seguir molesto. Miró el reloj y bebió el resto del té helado de un solo sorbo mientras se ponía de pie, se atoró y soportó una ligera tos por lo que se agachó hasta que le pasó. Se limpió la boca con una servilleta de papel y pasó el mal trago, entonces se dirigió hacia la vitrina para disfrutar sus verdaderas calificaciones. Al llegar vio unas ocho personas del mismo ciclo de la facultad amontonadas mirando las notas recién publicadas, se metió entre estas a empujones hasta tener la vitrina frente a él, donde pudo ver que obtuvo la más alta calificación en aquella materia. Situación que le alegró mucho pues le ocurría siempre. Se alegraba mucho cuando sobresalía. –Santiago Rodríguez…. Felicitaciones -volteó a su izquierda y estaba Madeleine mirando las calificaciones- ya veo porque tanto escándalo en la oficina -agregó Madeleine con una sonrisa de complicidad hacia Santiago- parece que eres bueno chiquillo. Santiago se sonrojó por aquellas palabras, algo muy raro en él, pues su costumbre por frecuentar chicas era muy normal y sin ningún tipo de tabúes o prejuicios, pero en este caso la situación era diferente, pues vio en Madeleine algo especial y sobre todo esa forma tan, digamos “Maternal”, de dirigirse hacia él, lo hacía ser diferente y sentirse como un chiquillo. –Soy un Chiquillo. 31
LA CENA Santiago observaba de manera muy disimulada el escote celeste que la hacía tan sensual, sin ser atrevida. Madeleine tenía sus delgados antebrazos apoyados sobre el borde de la mesa que indicaban que no estaba recostada sobre el respaldar de la silla. Conservaba su erguida y quebrada espalda, posición que la hacía verse más agradable ante la mirada exclusiva de Santiago. –Prueba este vino, Chico -apodo muy íntimo de Madeleine hacia Santiago- es de muy buena cepa, tiene más de cuatro años. Luego de llevarse la copa de aquel vino tinto español a los labios, dejó una pequeña mancha de lápiz labial en esta, simultáneamente la muchacha emitía con sus dientes manchados de vino tinto una ligera sonrisa. No sensual mucho menos picara. Más bien una enternecedora sonrisa de íntima amistad, que provocaba en Santiago una mezcla de sentimientos muy agradables. –Bueno Chica, está muy agradable, ya lo había probado. El entusiasmo de la sonrisa que emitía Santiago hacia Madeleine no se podía ocultar. Aunque sin haberla besado, aquel muchacho ya estaba profundamente enamorado. A pesar de su personalidad indiscutible y dotes de conquistador, se sentía de alguna manera disminuido ante ella. Ya era una diosa inalcanzable. –Desde aquí el mar se ve hermoso, la marea está baja y el mar muy tranquilo. Mira como las estrellas brillan y la luna baila en el mar. Este restaurante está muy bueno Chica. –Sí, es una maravilla. Tiene muchos años, papá me traía cuando era adolescente. –Si lo sé. –¿Qué? ¿Sabías que venía aquí cuando era muchachita? –No Chica, sabía que este restaurante tiene muchos años. Nunca había venido. –Jaja -sonrió discretamente- por un momento pensé que me espiabas-. –No sabes nada Chica. 32
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–Entonces, si me has estado espiando. –No. –¡Ay! Que intrigante eres -dijo sonriendo una vez más, pero esta vez la sonrisa era más fresca- ¿No? ¿Qué quieres decir con no? –Que no te estuve espiando. Cuando dije que no sabes nada me refería a que no sabes nada de como actúo -sonreía mientras hablaba mirando hacia su copa de vino- no necesito espiarte para saber de ti. –¿Ah? ¿Eres adivino? –No. –¿No? –No -dijo de manera necia Santiago mientras soltaba una pequeña carcajada-. –¿Entonces? ¿Cómo sabes de mí? –Mirándote a los ojos. –¿Sabes? -Madeleine cambio de tono en la conversación- cuando el mar se pone bravo se siente el fuerte golpe en las rocas del rompeolas, pasa por entre los pilotes, entonces se siente como corre por debajo y tiembla el restaurante. –¿Si? Debe ser más emocionante aún, no solo basta con ver el brillo de la luna en la marea baja, en mar brava… –¿Sabes, Chico? -interrumpió Madeleine- esa camisa te queda muy bien, hace juego con tu bronceado-. Era una camisa color melón que realmente le quedaba muy ceñida y hacia un contraste ligero con el bronceado de media estación que llevaba. Santiago podía decir algo más atrevido del vestido que llevaba puesto Madeleine, pues era un vestido suelto y muy ligero, tejido de hilo sin mangas y un escote 33
LA CENA
semi recatado, pero con la espalda libre exhibiendo sus sensuales pecas, jamás la había visto tan atractiva en esos dos meses que llevaban conociéndose. –A ti te queda muy bonito ese vestido. Contestó de manera muy escueta y respetuosa, pues no daba muestra de picardía ante ella, pero sus ojos observaban las venas que resaltaban de sus hombros los cuales también deseaba algún día besar. –¿Si? -respondió con desanimo e hizo un gesto relativo de tristeza-. –¿Sucede algo?, seguramente dije algo que te molestó. –No es nada, Chico, no es nada, es que no me siento tan bien…. –¿Te sientes mal, algo de la comida te cayó mal? –No fue la comida -aclaro Madeleine en voz muy baja y entre dientes-. –¿Quieres que nos vayamos a otro lado? –Llévame a mi casa por favor. –Sí, como quieras Largo tiempo le tomó a Santiago pagar la cuenta, se pusieron de pie y fueron hacia la salida del restaurante. La luna bailaba en el mar y brillaba en esa oscura noche; las luces de los veleros eran comparsas fondeadas en las inmediaciones. Antes de cruzar la puerta, Santiago muy caballeroso se hizo a un lado para que pase primero Madeleine; al cruzarlo, Chico puso suavemente y sin ninguna malicia su mano sobre la desnuda espalda de Madeleine. Ambos sintieron esa corriente indescriptible en sus cuerpos. –¿Sabes por qué me siento mal? -le preguntó Madeleine volteando hacia él- pues me puse el vestido que mejor me queda y simplemente te pareció bonito, quisiera haber escuchado de tus labios hermosos -tocándole los labios suavemente con sus delicados dedos- que esta noche me encontraba esplendida o no sé, algo parecido. 34
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Sorprendido Santiago no sabía que responder, pues si bien le parecía que ese vestido le quedaba espectacular, no se atrevía a decirle nada que sobrepasara las barreras de la amistad, pues temía perderla para siempre. –¿Mis hermosos labios? -preguntó distraído Santiago mientras se tocaba la boca-. Madeleine movió la cabeza hacia ambos lados en gesto de desacuerdo, terminando el movimiento mirando abajo con un gesto de desesperación ambigua. –¿Eres tonto? Estoy cansada que seas tan ingenuo y no te hayas dado cuenta. Santiago entendió perfectamente lo que trataba de decirle, pensó en cuestión de un segundo que si decía algo que sobrepasase los límites de la amistad acabaría con todo, pero si se quedaba callado lo lamentaría toda su vida. –¿Darme cuenta? ¿De qué hablas Madeleine? Ella le echo una mirada inconfundible e hizo un gesto con los labios que dieron una curva medio sonriente, entonces Santiago comprendió con certeza la fórmula –“Labios Hermosos + ¿No Te Das Cuenta? = AMOR” –Quizás me deba dar cuenta que estoy enamorado de ti -Santiago hablaba con voz ingenua y temblorosa- y que no sé porque no puedo decírtelo y tampoco sé por qué te lo estoy diciendo, no sé qué cosa… Los delicados y hermosos dedos de la mano derecha de Madeleine se posaron en los labios dudosos de Santiago y tapándolos dijo: –Shhh… Silencio, Chico, no me digas más de lo que ya sé. Lo tomó del rostro, lo acercó al suyo; por supuesto que Santiago no opuso resistencia. Se besaron frente a la puerta del restaurante, fue un beso muy prolongado, demasiado prolongado, que los llevó a recibir desnudos y bien abrazados el amanecer en la comodísima cama de Madeleine.
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BUENAS NOTICIAS –Madeleine, tienes seis semanas de embarazo- le dijo alegre el ginecólogo a la prestigiosa abogada del estudio “Boggio”, donde trabajó desde que obtuvo el título. –Pero Mario, me estuve cuidando, no es que me preocupe o me moleste, pero imaginé que el método sería seguro y es algo que Santiago y yo no teníamos programado aún. –Tienes razón, pero el tema es sencillo, estás encinta y en menos de ocho meses nacerá tú primogénito. El primer Rodríguez Boggio… –O la primera -aclaró Madeleine-. –No me explico como sucedió, pero esta es la realidad, vas a ser madre Madeleine. Si bien la noticia la desconcertó en un inicio, Madeleine se entusiasmó con el asunto. –Un bebé. ¡Qué emoción! Santiago se pondrá muy feliz. Ella comprendía que la vida de Santiago había sido muy dura, que a base de mucho sacrificio y esfuerzo pudo salir adelante y ser lo que en aquel entonces ya era. –Será un niño muy privilegiado. Madeleine estaba feliz, muy feliz. Parecía una quinceañera antes de la primera cita. Esos y muchos pensamientos más cruzaron por su cabeza, mientras vestía su semidesnudo cuerpo en el vestíbulo, del consultorio ginecológico, de la misma clínica en la que trabajaba Santiago. La emoción llenó su alma y comenzó a apurarse, pues lo único que deseaba en esos momentos era visitar a Santiago y contarle aquella maravillosa noticia. Se puso el pantalón ceñido al cuerpo pensando que en poco tiempo lo dejaría de lado por ropa de maternidad, pantalones sueltos y blusas holgadas, zapatos chatos o simplemente zapatillas deportivas. Al intentar colocarse los tacones, por lo mismo que estaba apurada, sufrió un insignificante tropezón que la llevo al suelo, lo que le provoco un ataque de risa. Estaba muy emocionada, pues a sus 28 años ya deseaba ser madre, solo que jamás se le había cruzado por la cabeza que aquel momento llegaría 36
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y menos de manera tan sorpresiva. El trabajo y la vida llena de aventuras que llevaba junto a Santiago le habían hecho olvidar que la procreación también formaba parte de su existencia. Luego de unas indicaciones que su ginecólogo Mario Duarte le dio a Madeleine, ella salió del consultorio con las respectivas gracias del caso. Caminó por el pasadizo de la clínica, sus tacos distinguidos sonaban por toda el área, llamando la atención de los que cruzaba, por su deslumbrante figura y el coqueto ruido de aquel calzado. Se detuvo frente al atestado ascensor que estaba a punto de cerrar sus compuertas. Ingresó rápidamente, arrimando un poco más hacia al fondo al último pasajero. Preguntó: “¿Sube?” Pues ocho pisos más arriba estaba el consultorio de Santiago y en ese estado de gestación ya no se atrevía a subirlos por las escaleras. –Si es que vas a mi consultorio, estás en el ascensor correcto. Madeleine reconoció aquella voz muy bien, era Santiago que se encontraba en el mismo ascensor, un poco agachado debido a que se apoyaba en la pared de este, así como escondido detrás del penúltimo hombre que fue empujado hacia el fondo del ascensor, ella volteó a mirarlo. –¡¡¡¡Ahhhhhh!!!! Gritó de emoción, llamando la atención de los pasajeros quienes miraron a todos los lados para saber a qué se debía tal escándalo. –¡¡¿Qué sucede?!! Gritó Santiago, pues el rostro de Madeleine denotaba alegría, euforia y emoción, pero no solo por encontrarse con su esposo en el ascensor de la clínica, en la cual él ostentaba el cargo de subdirector de la Sala de Psiquiatría. Madeleine arrimó a un par de pasajeros del ascensor para ir a los brazos de Santiago, a quien besó y abrazó alocadamente, mientras él respondía a estos afectos desconcertadamente. –Pero… ¿Qué pasa? Preguntó atolondrado y sonriente a la vista de la gente que sorprendida los miraba mientras que las puertas se abrían y cerraban en cada parada. 37
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–¡¡¡Vas a ser padre!!! Le dijo mirándolo a los ojos, mientras lo abrazaba y lo besaba varias veces en los labios. Santiago no lo podía creer, pero correspondía a aquellos besos y abrazos, la gente de aquel repleto ascensor sonreía y aplaudía la noticia así como la escena tan feliz de aquellos dos desconocidos. Una vez que llegaron al piso diez, donde se ubicaba la Sala de Psiquiatría, el ascensor abrió sus puertas de par en par. Aquel que pasase por fuera y viese abrir aquellas puertas se imaginaba que dentro había una fiesta debido a que los pasajeros comenzaron a aplaudir y cantar temas populares relacionados al asunto, además… aquella pareja que salió abrazada. Ella lo tenía apretándole la cintura con las piernas, mientras él la cargaba agarrándole la parte posterior de los muslos para sostenerla. Los brazos de Madeleine cruzaban el cuello de Santiago y ambas manos le revoloteaban la cabellera mientras se besaban de felicidad. Una vez fuera del ascensor, mientras se dirigían al consultorio ella se puso de pie y caminaron muy apurados. Una vez que entraron, Santiago le puso llave a la puerta y continuaron besándose. Él se sentó en el diván de pacientes, ella sentada sobre él dejo caer sus finos zapatos comenzó aflojarle la corbata mientras él le desabotonaba apresuradamente la ceñida blusa blanca que traslucía el negro sostén, mientras tanto besaba el cuello de su amada esposa quien lo ayudó a desabotonarse aquella prenda, mientras él la ayudaba a quitarse la corbata y el saquillo blanco. –¡Doctor Rodríguez! -sonó el intercomunicador- sala de internos. ¡Urgente, Urgente! –Por el tono de voz de la operadora debe tratarse de un paciente que se encuentra en estado crítico -dijo Santiago a Madeleine mirándola con ojos de sorpresa y travesura a la vez-. –¿Será posible? –No puede ser -reclamó Santiago cerrando fuertemente los ojos para no molestarse- no puede ser posible. –Amor, dejémoslo para la noche, te espero en casa, ya no iré al estudio. 38
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Mientras se colocaban las prendas regadas por todo el consultorio, Santiago y Madeleine se besaban y no dejaban de acariciarse sugestivamente, pues deseaban amarse lo más pronto posible. –¡Doctor Rodríguez! ¡Urgente! ¡Doctor Rodríguez Urgente! -Santiago y Madeleine se miraron sorprendidos-. ¡¡¡Agggghhhh!!! Desde el intercomunicador vino aquel fuerte ruido. Se trataba del grito de un hombre aparentemente desesperado. –Quédate aquí Made, por favor no te muevas del consultorio, ya regreso. Al abrir la puerta del consultorio, pudieron oír que los gritos venían del pasadizo y muy cerca de ellos, Santiago únicamente con la camisa puesta, ya que no tuvo tiempo de colocarse el saquillo y mucho menos la corbata, volteó a mirar a Madeleine. –No salgas mi vida y cierra la puerta -le dijo a su esposa, preocupado por lo que estuviese aconteciendo en su área de labores- no abras la puerta por nada, yo vendré a buscarte. Madeleine escuchó mucho ruido que provenía del pasadizo, prevalecían los gritos de un hombre quejándose, seguidos por los gritos alarmantes de mujeres y hombres (aparentemente enfermeras y terapistas) tratando de calmarlo. Empujones, golpes y chillidos de zapatos blancos de suela de goma en el suelo, aparatos metálicos golpeándose entre sí y contra las paredes, vidrios cayendo al piso, pero en ningún momento escuchó la voz de Santiago. Hasta que muy pronto llegó el momento, un repentino silencio envolvió ese escándalo. Fueron escasos segundos que parecieron una eternidad. Madeleine supuso que aquel silencio fue ocasionado por obra de Santiago, pues por largos veintiséis segundos no se escuchó nada. Madeleine preocupada se acercó a la puerta abriéndola ligeramente, una pequeña rendija permitió que pudiera observar lo que sucedía. Con el ojo derecho pudo ver a los robustos enfermeros de psiquiatría y enfermeras aún agitados pero tranquilos, alguno con las manos en la cintura en signo de cansancio, otros dando vueltas tomándose la frente por frustración. Había un enfermero tirado en el suelo con sangre que le venía de la nariz rota chorreando por el rostro con la espalda recostada en una de las paredes y apoyado en uno de sus brazos mirando a Santiago. Ella podía ver de espaldas a Santiago quien colocaba la mano izquierda bien abierta sobre 39
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la frente del paciente psiquiátrico, pronunciándole unas palabras solo para los oídos del paciente, un hombre de alta estatura con mirada desorbitada y aparente fuerza descomunal. Este enfermo suavemente cayó sobre sus rodillas al piso mientras miraba y admiraba a tan imponente médico. Los enfermeros se repusieron de la crisis, el herido que se encontraba sangrando también se puso de pie cautelosamente, entonces sin mucho esfuerzo tomaron del brazo al enfermo, rápidamente le administraron una hipodérmica sin que el paciente demostrara dolor. Pasó de una incontrolable situación crítica a un estado de absoluta tranquilidad. Sus respiraciones aceleradas disminuyeron mientras sus ojos se cerraban como dos portones. Quedó completamente sedado. Santiago volteó a su izquierda, donde estaba la enfermera de guardia, permaneció un momento dándole indicaciones, alcanzándolos a la conversación la doctora de guardia acompañada del asustado joven residente. Le alcanzaron una tablilla gris de acero llena de papeles, le dio una rápida mirada estampó su sello y finalmente colocó su firma. Madeleine sintió un gran orgullo al ver en su esposo un profesional de primera, muy sobrio y respetado, solucionar una condición crítica. Una razón más para darse cuenta porqué era considerado una eminencia en el área de psiquiatría. No pudo dejar de mirarlo, Santiago continuaba dándole indicaciones a la asustada doctora y a la veterana enfermera, como por instinto volteó hacia la puerta de su consultorio y vio el ojo derecho de Madeleine, ofreciéndole una sonrisa de autosuficiencia y dulzura a la vez. Sintió mucho orgullo al saber que su amada esposa lo había visto ejercer su profesión ¡Y de qué forma! Súper eficiente. Santiago, en el mismo pasadizo de crisis, dirigió algunas palabras a sus colegas. Esas palabras los reanimaron. También, hizo que lo abrazaran y saludaran con mucha alegría. Madeleine supuso que les había contado la buena nueva del “orgulloso papá”. Se despidió de las personas que tenía a su lado, levantó el índice derecho como gesto de última indicación, dio media vuelta y se acercó con grandes trancos hacia su consultorio; caminando muy ligeramente, como lo hacía cada vez que salía airoso de alguna situación, pues el estado crítico estaba controlado y, esperaba largas horas de amor con su amada. Celebrarían aquella maravillosa noticia en cama, seguramente con algo fresco de tomar y algo ligero de comer todo muy al estilo de Madeleine. Ya en cama, sonreían y celebraban con mucho júbilo la buena noticia. Santiago jamás se imaginó ser papá. 40
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–Chico, eres maravilloso, cómo puedes hacer todo eso. -Se refería a la forma como manejó la situación en la sala de psiquiatría-. –Es mi trabajo Madeleine, esa es la manera como se aplican los procedimientos… Con un largo beso, Madeleine hizo que dejara de hablar Santiago, quien no reclamó ser escuchado, pero si por lo deseoso y ser muy amado. –Voy a ser papá, vas a ser mamá. –Voy a ser mamá, vas a ser papá… dentro de poco me pondré gorda, me crecerá la barriga descomunalmente jajajaja… –Dentro de poco me pondré gordo y también me crecerá la barriga descomunalmente. Ambos, reían de sus aventuras, comenzaron a planear y fantasear respecto a su futuro hijo o hija, comenzaron a buscar nombres y compararlos con los nombres de familiares y amigos, así como la procedencia de estos nombres. –Ojala sea mujercita. Santiago miraba al techo recostado en la cama y con las sábanas envueltas entre las piernas. –¿Por qué? -dijo Madeleine en gesto de reclamo amical- ¿Y si es hombre? ¿Acaso estarás celoso porque quieres ser el único hombre de la casa? –No. Sonrió Santiago. –Solo que lo soñé alguna vez. Una niña corriendo por el jardín con un lindo vestido, no sé, se me vino a la mente esa imagen. Igual seremos felices con nuestro niño. –Ahora ya no quieres niña, eres majadero, Chico. Pero por ahora el único niño de casa eres tú. –Y tú eres la única reina de mi vida Made. 41
BUENAS NOTICIAS
Ambos se quedaron dormidos, Madeleine echada de costado sobre el lado derecho con la sábana cruzada entre las piernas hasta la cadera, Santiago sobre el mismo lado dormía abrazado a ella con su rostro perdido entre el rubio cabello ondulado de la madre de su primer hijo y también con las sábanas tapándole una de las piernas mientras la otra quedaba desnuda. Santiago soñaba con Madeleine, mirándola dulcemente, no la veía embarazada ni acompañada de ningún bebé, solamente podía en sus sueños ver sus grandes ojos azules mirándolo, con el cabello atado hacia atrás. Solo atinaba a mirarla, aquellos ojos lo hipnotizaban. –Vamos a ser padres -dijo Santiago y, solo obtenía la fija mirada de Madeleine como única respuesta-. –¿Pasa algo? –¿No te acuerdas lo que pasó? -respondió ella con voz trémula-. –¿Estás llorando? –¿No te acuerdas de nuestro hijo? –¿Ya nació? ¿Cuándo? No entiendo… ¿Dónde estuve? –Estuviste aquí, ya nació hace mucho tiempo pero… -¿Dónde está? Tráelo para verlo ¿Por qué no puedo moverme? Madeleine lloraba aún más, su rostro se encontraba compungido, llevaba los labios pegados por no saber cómo responder a tantas preguntas. –Nuestro hijo está muerto… –¿Cómo? No entiendo. Santiago lloraba desesperado queriendo abrazar a Madeleine sin poder lograrlo por estar inmóvil. –¿Tan chiquito? Por favor dime como fue… 42
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–Ya no era un niño. Lo asesinaron, eso hizo que perdieras la memoria, por eso no te acuerdas de nada. Santiago comenzó a llorar. Explotó en llanto y desesperación hasta que gritó tan fuerte como pudo… –¡¡¡Aaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhhhhh!!! ¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhh hhhh!!! Su cuerpo desnudo sudaba en la oscuridad, entre sus gritos sintió que por su pecho unos brazos lo trataban de agarrar, también escuchó una voz desesperada “Es la voz de Made” hasta que pudo abrir los ojos a la oscuridad, iluminada por una pequeña lamparita de noche. Por fin había despertado al lado de Madeleine. –¿Estás bien, Chico? –Creo que sí -respondió un sudoroso y agitado Santiago-. –¿Qué soñaste? Estás sudando chico… –¿El bebé? ¿Está bien? –Bueno, eso espero. Miró sonriendo pero con rostro de duda. –Desde la consulta de la mañana hasta ahora no creo que haya sucedido nada. ¿Qué soñaste? –Olvídalo, soñé que iba mal. Estoy nervioso nada más. –Tranquilo, Chico. Ya sé cómo lo llamaremos si nace hombre… –¿Cómo? Interrumpió desesperado Santiago. –Santiago, igual que tú… 43
EL VIAJE Durante los planes y preparativos solo emoción flotaba en el ambiente. Risas y conversaciones, gritos de alegría, abrazos y besos correspondidos. Reuniones y más reuniones para afinar detalles. Tragos y cenas, largas conversaciones. Mapas, guías de carreteras, lápices, lapiceros, relaciones de artículos para llevar, costos y presupuestos. Opciones de hoteles, planes y más planes. Aquel viaje tan esperado estaba por llegar. Una noche mientras cenaban, ambas parejas quedaron de acuerdo para ir el fin de semana a la casa de playa de Santiago, más lejos no, pues el bebé de tres años necesitaba de una atención especial. Sin chicos cualquier viaje sería más que fácil, pero un niño de aquella edad implicaba una mayor responsabilidad y una logística más complicada. En cambio un paseo a la playa no traía muchas complicaciones. En la casa de playa tenían todo, por lo que únicamente meterían en el auto pañales, leche y otros artículos de primera necesidad para el niño. El resto lo podrían adquirir en el camino o en el supermercado del balneario. El viaje consistía en ir fuera del territorio, en una cómoda camioneta de varios asientos, con un motor de 4,500 cc y el resto de beneficios que un vehículo moderno podía ofrecer. Era el vehículo de Madeleine, ya que Santiago optaba comúnmente ir a la clínica en un moderno y elegante auto sedán. El destino sería una preciosa playa, se alojarían en un hotel cinco estrellas, pero para llegar allí tardarían seis días, con paradas de noche. Cada parada de la ruta sería en los mejores hoteles de la localidad, para lo cual también estaba programada de manera precisa la hora de salida, velocidad, estado del tiempo, abastecimiento de combustible y más. Cierta noche se encontraban Madeleine y Santiago en un restaurante de luz baja y comida deliciosa. Aún no cenaban porque esperaban a una pareja de amigos. Estaban tomando una copa de vino como aperitivo. –Aún están en hora -dijo Santiago mientras miraba su reloj sin mostrar preocupación alguna. Madeleine siempre le daba la paz que necesitaba-. –Sí, Chico, sino podríamos esperar un rato más. No soy maniática con la puntualidad. –Jajaja ¿Te acuerdas cuando éramos enamorados? Llegaba a la puerta de tu casa antes de haber esperado unos tres minutos, tocaba el timbre a la hora exacta, cuando el segundero marcaba cero con cero jaja - reía mientras tomaba la copa media llena de vino tinto con la mano izquierda haciendo que la luz tenue diera un brillo especial a su aro de matrimonio-. 44
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–¿Y quién te abría la puerta? ¿Eh? -sonriendo lo iluminaba con sus hermosos ojos azules mientras también tomaba la copa con la mano derecha-. Ambos eran maniáticos de la puntualidad, aquellas citas les causaba gracia sobre todo al ser ella quien abría la puerta, se reían mirando el reloj para luego volver a mirarse a los ojos compartiendo sonrisas. –Hola hola -saludó amenamente Cecilia acompañada de Renato-. –Hola -respondieron ambos-. Tanto Cecilia como Renato estaban parados al costado de la mesa con el maître detrás de ellos, se saludaron con besos y abrazos para inmediatamente sentarse. El maître les dio la indicación que enseguida una persona los atendería y se retiró. Sin esperar un solo segundo comenzaron a conversar y conversar, eran dos parejas que se habían hecho muy buenos amigos, coincidían en muchas cosas a pesar de ser de personalidades distintas, sobre todo Santiago y Renato. Uno, un médico muy conservador y el otro un mecánico bohemio, Madeleine una abogada súper incisiva en su trabajo mientras que Cecilia era una modista de profesión cuya carrera estaba en ascenso. Luego de haber comido y bebido, la sobremesa continuó con una botella de vino adicional. –El fin de semana viajamos -dijo con entusiasmo Cecilia-. –¿A dónde? –preguntó sonriente Madeleine. –Cerca -intervino Renato- como a cuatro horas de la ciudad, hacia un campo. Ahí sale sol cuando aquí estamos en invierno. –¿Cuánto tiempo se quedarán por ahí? -volvió a preguntar muy interesada-. –Unos tres o cuatro días. Depende, los dos estamos de vacaciones, si nos gusta tal vez nos quedemos hasta cinco días -respondió sonriente Renato-. –Mira, Chico ¿Cuándo saldremos de viaje?
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EL VIAJE
–Un día de estos. Pero el niño nos complica, salvo que se lo dejemos unos días a tus padres -respondió Santiago con sobriedad pero con un evidente estado de ligera embriaguez-. –¡No! -Madeleine respondió airadamente pero entre risas- me van a transformar al pobre bebé en un soldado. Tú sabes cómo son mis padres. –Vamos con él entonces -sugirió Cecilia- ¿No tienen una niñera? –Sí. Es una magnífica idea ¿Cómo no pensé en mi Nana? -Madeleine levantó la mano con la que sostenía la copa como dando a entender que la idea había sido comparada con Eureka-. –Pobre señora, te aguantó hasta que te fuiste de la casa de tus padres y ahora la quieres llevar de paseo -se burló entre risas Santiago ocasionando las carcajadas de los cuatro-. –No sería un paseo Santiago. La idea es hacer un largo viaje. Por carretera para hacerlo más divertido. Podemos ir en dos automóviles. Si es cuestión de una niñera, puedo hablar con Gertrudis, ella estará encantadísima de acompañarnos en el viaje. Recuerden que me cuidó como a un hijo. La contabilidad del taller puede ser encargada por este tiempo al asistente de la veterana. –¡Claro! - esta vez Madeleine se puso de pie como celebrando. Era obvio la borrachera que llevaba encima pero además estaba muy emocionada por la idea- vamos Chico, hace tiempo no tenemos este tipo de aventuras, además es momento que el niño salga a disfrutar de la vida… –¿Te animas Santiago? -preguntó Renato y levantó la copa esperando una respuesta positiva para de inmediato hacer el brindis respectivo-. –¡Vamos! -gritó Santiago poniéndose de pie y levantando la copa, llamando la atención del resto de comensales del restaurante-. A partir de esa noche, no dejaron de reunirse en las noches casi a diario para planificar aquel memorable viaje. A Santiago le parecía atractivo el simple hecho de viajar; a Madeleine le emocionaba salir de viaje con una familia de verdad. Según ella y sus padres: “Una familia sin hijos no es una familia”. A Cecilia 46
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le entusiasmaba un viaje entre amigos pero que no fueran los campamentos en la playa como cuando era muchachita. A Renato le gustaba viajar, tocar guitarra, conversar, beber y disfrutar de la vida. El viaje era una oportunidad más para ser feliz. Hubo una noche en que los cuatro estuvieron en la casa de Santiago y Madeleine, eran como las diez cuando en la sala se apareció caminando el niño que se había levantado porque aparentemente no podía dormir. Recién estaba aprendiendo a hablar y lo hacía de una forma que daba mucha gracia. –Que niño tan hermoso -dijo con mucha emoción Cecilia, de inmediato lo cargó con ambas manos para pegárselo al pecho y poder mirarlo cara a cara-. –¿Mamá, Mamá? -balbuceó el niño-. –Ella no es Mamá -le dijo con mucho cariño Madeleine- ella es Cecilia. –¿Cecilia? -dijo-. Cecilia le mostró su bella sonrisa de dientes blancos, bella sonrisa a pesar de tener un diente delantero ligeramente montado sobre otro. El niño le pasó una mano entre el lacio cabello negro que como siempre, lo llevaba corto hasta el cuello, la miró a los ojos y comenzó a reírse. –Ven con mamá -le dijo Madeleine mientras Cecilia le pasaba al bebé de brazos a brazos-. –¡Hey! - dijo Renato al bebé como si entendiese las expresiones de moda pero el niño volteó a verlo. –¿Ah? -exclamo Santiago- a Renato si le hace caso. –Ve donde Renato -le ordenó Madeleine colocándolo de pie en el suelo-. El niño caminó hacia Renato tomándole el pantalón jean y dándole jalones. Renato lo levantó a sus brazos y lo miró al rostro, el niño le devolvió una sonrisa mientras le pasaba la mano por la barba crecida. 47
EL VIAJE
–¡Hey! -repitió Renato- te gusta mi barba ¿Eh? Qué bonito collar tienes. Nos vamos de viaje ¿Te gusta viajar? Verás que sí campeón. Madeleine se encargó de llevar al niño a su habitación con su respectivo biberón lleno de leche mientras los planes y la tertulia continuaban puesto que en dos días enrumbarían a su destino paradisíaco. El día llegó, eran menos de las siete de la mañana y la enorme camioneta de Madeleine ya se encontraba con todas las maletas dentro, Cecilia y Renato habían dejado las suyas en la casa la noche anterior. Además de maletas también habían embarcado accesorios del bebé, así como conservadores de temperatura para llevar bebidas heladas para el largo camino. El vehículo se encontraba ya abastecido de combustible. Renato mismo se había encargado de que nada le fallase, a pesar que la camioneta estaba casi nueva. Madeleine y Santiago se encontraban desayunando, el bebé estaba durmiendo en su cochecito al costado de ella, cuando se escuchó el potente motor del auto clásico de Renato, quien había llegado con Cecilia y Gertrudis. La puerta de la casa se encontraba abierta, así que entraron sin tocar y se sentaron los tres a acompañar con el desayuno a la pareja anfitriona. –¿Desean algo para desayunar? -ofreció Santiago-. –Yo si -dijo de manera inmediata Gertrudis-. –Pero ya desayunaste en casa -le reclamó Renato-. –Hijo, eso que preparaste no era desayuno en ninguna parte del mundo -aclaró Gertrudis como llamándole la atención. Cecilia soltó una carcajada incontrolable seguida por el resto, incluyendo Renato-. –Ya son las siete y cuarto -anunció Santiago, precavido pero muy animado-. Desayunamos rápido para irnos de una vez. Recuerden que a partir de las ocho se complica el tráfico. –Espera un ratito más hijo -pidió Gertrudis con autoridad- este omelette está bueno y me voy a comer otro. 48
“SUEÑOS DE LOCURA”
La personalidad tan fresca de Gertrudis siempre les causó gracia, por lo que tendrían asegurado un viaje divertido. Entre tanta conversación el bebé se despertó pero sin llanto, ya que Madeleine había tomado la previsión de darle otro biberón con leche mientras dormía acompañándolos a desayunar. El bebé se inclinó en el cochecito dando a entender que quería salir de este, Madeleine lo sacó y se fue a caminar por la casa y el jardín mientras ellos seguían conversando. –Bueno. Nos vamos -anuncio Santiago-. –¿Nos estás votando? -preguntó Gertrudis. Nuevamente todos rieron-. –Vamos Gertrudis, en el camino vamos a parar para que sigas comiendo -trató de convencerla Renato-. –Bueno –dijo la mujer- ¡Nos Vamos! Cruzando el umbral de la puerta los cinco vieron al bebé hurgando en el jardín con cara de curiosidad. Madeleine se acercó y vio que las manos del bebé estaban sucias de tierra de jardín, cuando ella se agachó justo el bebé saco el cadáver de un animal, este parecía no tener mucho tiempo, por lo que expidió un olor muy parecido a una cloaca. Olor a podrido, olor a muerto. El bebé se asustó por aquel mal olor y se puso a llorar mientras que los dijes que colgaban de su collar sonaban ligeramente debido a los golpecitos que el movimiento ocasionaba. Se acercaron los otros cuatro y al llegar se hicieron para atrás tapándose la nariz por tan fétido e insoportable olor. Madeleine se llevó al niño al baño para asearlo cuidadosamente, Santiago inmediatamente tomó una pala para llevar ese animal muerto al tacho de basura que se encontraba fuera de la casa. Mientras tanto Renato guardaba su auto en la cochera de la casa. Al cabo de unos veinte minutos Madeleine se embarcó con el bebé en brazos, estaba adormilado en la parte posterior de la camioneta. Santiago y Renato se turnarían las rutas de manejo. Después de ese traspié iniciaron la aventura. Al cabo de seis días, con las paradas nocturnas ya planificadas, así como las señaladas para beber y comer algo en el camino, llegaron casi sin sentirlo al precioso hotel que ya habían reservado, para dar inicio a las vacaciones de diez días que habían planeado tan cuidadosamente. 49
EN EL BAR Con la mano izquierda sujetaba un vaso lleno de amarga cerveza, la espuma blanca aún se conservaba y la temperatura de la bebida dorada era muy baja. Tomó un sorbo y le provocó una pequeña tos, por lo fría y porque también la pasó muy rápido. Sonrió y le dijo a ella: –Perdón, está muy fría. –No creo que sea por eso -respondió ella- me parece que has bebido más de lo que debes. –Pienso lo mismo de ti -dijo sonriendo y tomándola por la cintura para luego besarle suavemente la oreja izquierda cubierta por su negro cabello. Ella permanecía apoyada de espaldas y con ambos codos sobre la barra-. Me emborracha tu aroma... –Borraaaacho… Ay jajaja… Ella con ambas manos tomó el rostro de él, siempre con la quijada cubierta de vello facial mal afeitado. Lo miró fijamente a los ojos y puso en contacto su nariz con la de él, mientras le regalaba una sonrisa provocadora. –Y túuuu me tienes loca. Lo besó con ternura en los labios, pero solo un segundo para no hacer aquel espectáculo que es muy común en los jóvenes. El bar en el que se encontraban era muy cómodo y bohemio, no era tan oscuro como una discoteca ni tan claro como una oficina. La música sonaba agradable y lo más importante era que se podía conversar sin necesidad de gritar al oído de nadie. Ambos se encontraban sentados en bancos de patas largas apoyadas en la barra, ésta tenía en exhibición muchos licores pero la cerveza era lo que más se vendía. Por ahí algunos cocteles modernos de colores y servidos en copas largas. Atendían un muchacho y una chica. Muy simpáticos y con ropa muy simple y a gusto de ellos. El muchacho de cara ancha y nariz gruesa llevaba un polo verde limón pegado a sus musculosos pechos y las mangas apretaban los prominentes bíceps, un pantalón jean azul ceñido y zapatillas deportivas de color negro. La chica de rostro delgado, cabello lacio negro y ojos cercanos hacia la nariz vestía un polo negro con un dibujo indescifrable con colores vivos, también era ceñido al cuerpo pero en este caso revelaba que su busto 50
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era demasiado pequeño y sus brazos súper delgados; su pantalón no era ni apretado ni suelto pero si mostraba que tenía nalgas bien formadas y no tan delgadas como sus brazos. Renato y Cecilia conversaban mientras la gente pasaba con botellas de cerveza en la mano o vasos y copas de cocteles y licor, la mayoría gente joven como ellos, unos más otros menos, parejas y grupos de amigos sentados en las mesas bebiendo y riendo. Carcajadas por unos rincones y besos alocados por otros. –Voy al baño -anunció el joven mecánico despidiéndose temporalmente con un áspero beso en la mejilla mientras caminaba hacia los servicios higiénicos, dio unos cuatro pasos y volteó para verla, ella no le devolvió la mirada puesto que revisaba su cartera, entonces siguió caminando-. Una vez en el baño vacío, se bajó la bragueta para orinar y mientras podía escuchar la conversación de dos muchachas que también habían entrado al baño de mujeres. Las voces viajaban por ese espacio libre que se encontraba en la parte superior de la pared que dividía ambos servicios. Podía oír la conversación de este par de chicas que estaba muy interesante –Es un estúpido -dijo una-. –Pero esta buenazo, y te puede parar la noche. –Noooo, no lo aguanto, creo que mejor me voy. –¿Me vas a dejar sola? Mejor te encargas del chico de la barra. A la perra que lo acompaña le das vuelta. La conversación le llamó la atención, pues él podía ser aquel chico de la barra pero su novia no era ninguna perra, así que tal vez se trataba de otro personaje de la barra. Tal vez las mujeres utilicen esos términos groseros como “perra” refiriéndose a cualquiera que se le interpusiera en el camino, tal vez el si fuese el chico de la barra, pero tampoco se sentía tan chico, ya era un hombre relativamente maduro aunque tal vez tuviese aspecto de chico. Se miró al espejo, sonrió y se enjuagó las manos, se las paso húmedas por la cara mientras se miraba otra vez en el espejo. No estaba borracho, o por lo menos no se sentía así, los ojos no estaban hinchados, tampoco veía que estuviese mal vestido. Llevaba puesta una camisa negra de mangas anchas y largas, los dos botones de arriba abiertos lucían su pecho velludo. 51
EN EL BAR
– Estoy bueno. De pronto vio que se abría la puerta de uno de los inodoros y salió un hombre quien lo miró desde que abrió la puerta. Se puso en alerta al observarlo detenidamente por el espejo, éste se acercó con tres pasos largos y decididos y cuando lo tuvo a menos de un metro de su espalda, Renato giro en dirección a la salida y se retiró rápidamente. Abrió de un solo tirón la puerta y esperó fuera de los servicios higiénicos al individuo, semi escondido para ver de quien se trataba, no perderlo de vista y seguirlo. No salió del baño el individuo, no lo volvió a ver. Le entró entonces la duda y regresó a los servicios y no encontró a nadie. Se agachó y miró por debajo de las puertas de los tres inodoros y no había nadie. Lo comprobó empujando cada una de las tres puertas que estaban sin cerradura. –Creo que si estoy borracho. Se enjuagó la cara, se la escurrió con las manos y volvió a verse en el espejo. –¿Estoy loco? Jajaja. Entonces se abrió la puerta del inodoro y salió el mismo hombre. Se le veía más decidido. Renato apoyó ambos puños con los nudillos apretados, casi hasta estallar sobre la mesa del lavatorio, las venas de los antebrazos las tenía hinchadas igual. Sin voltear lo miró fijamente desde el espejo. A menos de un metro el extraño hombre se detuvo, quedó como paralizado. Renato no le apartó la mirada. –¿Qué mierda me miras? Preguntó un enfurecido Renato con el ceño fruncido mientras el hombre siniestro solo atinaba a mirarlo sin reacción alguna. Renato se sintió extrañamente agresivo. –Te pregunté ¿Qué mierda me miras? Solo la respuesta de un hombre impávido con intención de hablar pero sin lograr que las palabras salgan de la cavidad bucal. Simplemente movía los labios. Aquel rostro decidido que mostró al salir de los inodoros cambió por un rostro asustado. –Eres… Eres tú… –¿Quién mierda soy? –Tú… tú… tú… Del otro lado del baño aún escuchaba a las chicas conversando banalidades. –Eres tú… 52
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La rabia invadió a Renato quien con la mano izquierda dio un fuerte puñetazo al espejo, que dicho sea el paso media unos tres metros de largo. El vidrio se partió en miles de pedazos alrededor de un semicírculo lleno de rayas provocadas por rajaduras. Volteó furioso mientras del otro lado de los servicios higiénicos se escuchaba a las chicas que aún hablaban cosas sin sentido. –Ahora yo pregunto ¿Quién mierda eres tú? ¿Qué mierda me miras? Pero se dio con la sorpresa que el extraño y asustadizo hombre ya no se encontraba en el baño. –¡Puta madre! Escapó. Se enjuagó la mano izquierda rápidamente con un chorro de agua, ya que tenía unos cuantos pedazos de vidrio clavados en los nudillos pero sin un sangrado considerable. Las secó con papel toalla y salió apurado del baño antes que el personal de seguridad del baño se diera cuenta del “accidente”. Al salir de los servicios higiénicos, cruzando el umbral de la puerta, se topó con dos chicas que salían del baño de mujeres, ambas maquilladas se miraron con complicidad tras verlo, una le puso una mano sobre el hombro y siguieron su camino; vio que el bar se había llenado aún más de gente, lo que le dificultó la búsqueda del individuo del baño. –¿Dónde te has escondido? Caminó por entre las mesas y no vio a nadie parecido a aquel muchacho asustadizo. Cecilia desde la barra, sentada en aquella banca alta, lo vio confundido dando vueltas. “¿En qué anda?”, se preguntó. –¿Qué buscabas? ¡Por Dios! ¿Qué te sucedió en la mano? –No es nada -respondió Renato- me resbalé y caí apoyado en la mano. –Pero está sangrando ¿Te has peleado con alguien? –No… pero, no sé… –¿No sabes si te has peleado con alguien? Vamos, te voy a curar esa herida. Renato no veía más que rasguños en la mano izquierda, tomó el vaso de cerveza, bebió un último trago antes de irse a que lo curen. Observó que la herida no 53
EN EL BAR
era tan grave como para alarmarse. Más, había un pequeño sangrado y quizá limpiarla sería lo mejor, la decisión de una mujer siempre es acertada. –Ya deja esa cerveza, vamos. Salieron del bar hacia el automóvil de ella, que estaba estacionado a pocos metros de la puerta de ingreso, aún había gente que entraba y salía. La hora no era avanzada, poco menos que media noche, habían podido tomar un vaso de cerveza cada uno. Ella abrió ambas puertas con el control de la alarma y subió para manejar, mientras él iba de copiloto. –Cuéntame lo que pasó -dijo mientras encendía el automóvil-. –No sé. Creo que debo hablar con Santiago. –No entiendo ¿Fue un arranque de violencia? –No sé Niña, no lo sé… –Pero -movió la cabeza hacia ambos lados en señal de negarse a resignarsecariño, cuéntame que me estás preocupando ¿No me has dicho algo adicional a tu tratamiento? –Esto no tiene nada que ver con mi tratamiento…ignoro que es… –¿Tomaste tus pastillas hoy? –No, porque íbamos a tomar unas cervezas. No puedo tomar mis medicamentos y mezclarlos con alcohol porque me afecta mucho… -Si claro, te da sueño y taquicardia. –¡Espera! Abrió violentamente la puerta del automóvil que aún se encontraba detenido –¡¿A dónde vas?! De pronto Renato bajo del auto y se echó a correr mientras, Cecilia atónita
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lo miraba bajando lentamente del carro. Renato corría como desquiciado mientras en el tumulto de gente que se encontraba en la puerta del bar podía ver al muchacho asustadizo que vio en el baño. –¡¿Quién eres?! Gritaba como desquiciado, la gente volteaba asustada para ver de quién provenía tal grito. El muchacho asustadizo de cabeza rapada, aretes negros y grandes en las orejas; al verlo se arrimó entre la gente para huir. Al zafarse de la última persona abarrotada fue sorprendido por Renato, quien de un salto lo derribó de un puntapié en el hombro izquierdo ocasionando que ambos cayeran al piso. El muchacho de piercings en las cejas pudo levantarse rápidamente para salir huyendo, Renato fue un poco más lento al ponerse de pie y, además se encontró confundido entre la gente que gritaba y miraba sorprendida… –¿Dónde está? ¿Dónde…? Una chica le señaló con el índice derecho hacia la esquina de la calle. Renato volteó y pudo ver al muchacho de tatuajes en los brazos y camiseta negra manga corta y cuello en V corriendo y trastabillando mientras volteaba a ver si era alcanzado, mientras Renato tomaba vuelo frunció el ceño emprendiendo un pique. En la esquina el muchacho dobló para seguir escapando. Renato llegó a la esquina pero no vio ni de cerca al escurridizo chico… –¿Dónde está? ¡Maldición! Renato dejó de correr para caminar pasos confundidos en medio de la pista oscura. Unas luces lo iluminaron desde atrás, era su automóvil conducido por Cecilia que se acercaba lentamente, con la ventana abierta suavemente le habló. –Renato… Mi amor. –¿Mi amor? -preguntó Renato con una sonrisa dentro de su rostro compungidome gusta que me digas eso. La miraba fijamente con expresión de dulzura pero sin desvanecerse la confusión de su rostro sudoroso. –Vamos sube… ¿Mi Amor? Sonrió finalmente mientras trataba de quitarse de encima la cara de preocupación resignándose a pasar la página aunque sea por esa noche. –Ese muchacho, ¿Lo vi antes? Su cara me es conocida… pero… donde. 55
EN CASA “Fue un martes, lo recuerdo bien porque venía de una actividad de voluntariado que solo se da ese día a la hora del almuerzo. Esas actividades que ayudan a engañarnos que así nos estamos limpiando del mal. A media tarde ya me encontraba en casa, vestía una camiseta de rayas horizontales naranjas y blancas, las cuales iban desde arriba hacia abajo en tamaño descendente, el cuello color naranja terminaba con una pequeña abertura de tres botones, los cuales no tenía ni uno solo abotonado, además llevaba unos jeans viejos color celeste, de corte clásico y muy cómodos. Iba descalzo por la casa que heredé de mi padre”. “Aquella casa de la que tantos recuerdos llevo, la tenía muy sucia. Nunca la limpiaba, pues no me daba el tiempo para hacerlo. En aquel momento no tenía que hacer, no tenía ganas de leer, no me gusta la contaminada televisión y tampoco tenía ganas de visitar a nadie, mucho menos que alguien visite mi muy descuidada morada”. “Entonces me senté en un antiguo pero cómodo sofá a pensar en cosas sin importancia. Uno de estos temas sin importancia era lo reconfortante que podía ser aquel sillón”. –Que huevada tan confortable… ¿Qué tal la pasaría con una de las chicas del voluntariado aquí, en este comodísimo sofá? “Finalmente encontré el elemento que acabaría con mi aburrimiento de turno, era una de mis guitarras recostada sobre la manchada pared blanca al frente de mi ubicación”. –¿Qué hace esta guitarra aquí? Seguramente está ahí desde la última borrachera que me pegue en casa con unos amigos. No me avergüenza recibir a estos amigos en mi sucia casa.
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“Con razón no la encontraba en mi habitación, la busqué por toda la casa menos en la sala, a decir verdad hasta hacía cinco minutos tenía la idea que uno de mis amigos se la había llevado sin mi permiso… Estos pendejos… Lo que me había llevado mucho tiempo molesto con todos ellos. Esos no son amigos, me repetía cada vez que recordaba aquel instrumento. Que mal los juzgué, todo por mi desorden personal. Debería cambiar este mal hábito. La emoción que me causó encontrar aquel instrumento de seis cuerdas cambió todo parecer y la tomé con ansias. Estaba llena de polvo, entonces la limpié con un trapo que cubría uno de los muebles de la sala. La admiraba como a una diosa mientras la limpiaba”. “Terminando con la limpieza, la llevé al comedor de la casa, que se encuentra a dos escasos metros de la sala. Tomé una silla y me senté frente al amplificador de sonido que tenía al costado del equipo musical. Lo conecté al tomacorriente, conecté la guitarra a éste y comencé a tocar notas de todo tipo, pero a mi gusto. El sonido era limpio. Que bien toco esta cosa. Llevaba en esto mucho rato, por lo menos unas dos horas, ya que comencé a media tarde. Me levanté a encender la luz porque había oscurecido ya”. “Podía ver mis dedos de la mano izquierda moviéndose rápidamente sobre el palo rosa del mástil de la guitarra, mientras con los de la mano derecha jalaba y golpeaba las cuerdas, mi inspiración aumentaba a cada momento que pasaba, pase a los arpegios que sonaban muy bien, pero que bien … realmente estaba inspirado aquella tarde convertida en noche”. “Merodeaba en aquel ambiente una decoración espantosa, al frente tenía un cuadro torcido, con un grueso marco dorado al estilo, digamos… ¿Rococó? No lo sé, era un cuadro muy antiguo con un paisaje de bosques y árboles, con unos animalitos posando para la foto, o algo así, no sé… Estoy imaginándomelo -sonrió suavemente- realmente una antigüedad huachafa, pero bueno, la blanca pared sucia hacia juego con tremenda obra de arte”.
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EN CASA
“A mi mano derecha estaba el pasadizo que llevaba a los dormitorios de la casa, como entrada a este hay un arco de concreto que lleva a su derecha una estantería con un montón de libros, de todo tipo de temas, desde mecánica hasta aventuras de Coco Bill, diccionarios de todo tipo y todos los idiomas en los que encontrabas palabras como pánico, pasión, dolor, miseria y otras más que no quisiera recordar”. Paró con el relato, dio una respiración como pausa y siguió. “A decir verdad nunca leí ni uno solo de esos libros, tan solo el lomo de alguno de estos, así que mejor no hagas caso de lo que te estoy diciendo”. Santiago dio una mirada de advertencia. “No Santiago, me refiero a que los libros no sé de que son, podría recordar algunos temas, pero no los leí ¿Interesa esta parte tan insignificante de todo lo que te voy a contar?” –No te preocupes Renato -recomendó Santiago mientras que su asiento móvil lo inclinaba con su espalda hacia atrás y lo giraba a la derecha-. “Bueno, gracias”. Siguió Renato, pero esta vez se le veía algo más retraído, al parecer esta tormentosa crisis mental perenne lo hacía cambiar de actitudes a cada momento, cosa que aparentemente no podía ser manejado por el psiquiatra. “A mi espalda no sé lo que tenía, puesto que no volteo mientras toco guitarra, pero si me acuerdo ya que es mi casa o mejor dicho la casa que me dejó papá. Había una ventana tapada con una cortina de tela gris. No sé que tipo de tela, pero el color original era blanco, tanto tiempo sin ser lavada, hacía que haya obtenido esta nueva tonalidad. Al costado de esta ventana, bueno al lado derecho, estaba la mesita del teléfono, el cual también estaba lleno de polvo, pero como es de color negro, no se notaba más que cuando lo tomaba
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para comunicarme y las manos me quedaban sucias y la oreja izquierda también. Al costado de este teléfono estaban amontonadas las guías de teléfono, Páginas Amarillas y esas tonterías acumuladas de varios años, al otro lado de la ventana hay una mesita con unas velas colocadas en un candelabro de plata, como es de esperarse sucio también. Está negro este candelabro… jajajaja… Al lado izquierdo tenía el sofá viejo pero cómodo -Santiago dio un disimulado bostezo- que está seguido de otro arco de cemento que lleva a la sala, detrás de mí. Pero antes que esa ventana cubierta con la sucia cortina, vale decir a escasos 34 centímetros de mi hombro izquierdo, estaba la mesa redonda del comedor, en el centro lleva un pequeño mantelito de unos treinta centímetros de diámetro, en el que está puesto un florero medio raro, con flores artificiales. A título personal me parece una mariconada, además de ese florero, sobre la mesa tenía una botella cuyo contenido era rico licor, el cual seguramente iba a desaparecer en unas pocas horas, ya que llevaba un 15 por ciento de consumido”. “A decir verdad, la casa que me dejó papá esta pésimamente decorada y muy cochina. No la redecoro porque siento que así era la forma como papá la quería o como la podía tener ya que de viejo como que no se daba cuenta de mucho”. “Pero bueno como te dije hace unos instantes, estaba impresionado por la forma como tocaba esta guitarra, tanta habilidad no podía ser mía, pero la felicidad no pudo llegar más allá, pues intenté hacer un difícil arpegio el cual tuvo consecuencias desastrosas, ya que fue el inicio de toda esta ‘saga’ de episodios complicados en mi vida”. Al pronunciar esta última palabra Renato hizo un ademán de auto burla y llevó las palmas de ambas manos a la sien. “En una de esas, mientras tocaba escuché desde el fondo de la casa que alguien me llamaba. Sonó un clarísimo ‘Renato’ entonces dejé de tocar”.
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CARRERA Santiago salió rápidamente de la clínica y se dirigió a casa. Se le hacía tarde para encontrarse con el grupo de corredores. Por sus habilidades profesionales tenía la opción de programar sus citas psiquiátricas de tal modo que no se quedaba hasta tarde en el consultorio. Además tenía tiempo para hacer deporte y no afectaba su tiempo con Madeleine, ya que ella trabajaba hasta un poco más tarde. Santiago podía aprovechar en correr y esperarla en casa, listo para cenar y conversar. Llegó a casa. Se quitó la corbata, desatándole el nudo por completo y la puso en un colgador de ropa de diario. Se quitó la camisa y la dejó en el cesto de ropa sucia al igual que el pantalón y las medias. Los zapatos los acomodó en la parte inferior del ropero, justo al lado del resto de calzados. Desnudo se miró al espejo de un lado, de otro y, sacó su ropa de deportes de un cajón; la tiró al suelo como era costumbre. Esta acción siempre era comentada por Madeleine como “Mala Costumbre”. De pie se colocó la prenda interior, que cubría y aseguraba sus partes íntimas. Luego el pantalón corto. Se sentó en el suelo para colocarse las medias y las zapatillas. Finalmente se puso de pie para colocarse una camiseta de color verde, del material que les gusta a los deportistas. Antes de salir de su habitación sintió un extraño olor, se acercó al baño y abrió la puerta. –Qué raro. Imaginó que Madeleine o él habrían olvidado de pasar el agua del tanque del inodoro, pues el olor se hacía cada vez más fétido. Al abrir la tapa del inodoro no vio nada dentro más que agua limpia, pero el olor persistía, lo siguió hasta que dio con que este venia de la ducha. –Tal vez se haya acumulado cabello en el desagüe, pero es muy fuerte, voy a llamar al gasfitero para que mañana repare esto. Era olor a desagüe, fetidez de cloaca. Cerró la puerta del baño y salió de la habitación. Para evitar molestias con el tránsito vehicular, fue caminando hasta el campo deportivo que se encontraba a cinco calles de su casa. Así calentaba cuerpo. Caminaba por las calles con un buen ánimo, algo lo hacía sentirse más contento que de costumbre a pesar del olor fétido de la ducha. Miraba a la gente pasar y sonreía, vio el reloj y se dio cuenta que estaba a tiempo para la reunión deportiva. Se acomodó el pelo que le caía por la cara para colocarse gafas oscuras, pues al atardecer el sol se mostraba radiante y le causaba incomodidad. Cerca al ocaso Santiago y un grupo de amigos iba trotando por las calles. Le gustaba mantenerse en buen estado físico. Eso lo hacía sentirse muy bien. Además consideraba que por su estatura le vendría mal tener una barriga prominente. Las calles por donde usualmente corría eran las mismas que mucha 60
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gente utilizaba para tal propósito, era un parque colosal lleno de vegetación. A Santiago le gustaba utilizar los auriculares con la música a volumen moderado ya que así no perdía la atención a lo que sucediera en las calles. Podía darse cuenta si cerca pasaba una motocicleta o un auto, sin perder la concentración en el ejercicio, o de cualquier indicación que le hiciera algún compañero. En pleno entrenamiento sus compañeros de carreras se fueron retirando. –Santiago ¿Te quedas? Nosotros ya nos vamos -le dijo uno de ellos-. –Ya está bien, nos vemos mañana. Coordinamos más tarde la hora de llegada. Adiós. La temperatura del día iba bajando, sin embargo estaba empapado de sudor, este salpicaba a goterones y sentía que se le metía por los ojos y hasta podía sentir su sabor salado. Las calles cada vez se notaban más desiertas, menos deportistas, ya no había personas de tercera edad caminando, los autos ya no circulaban por las pistas de los alrededores. La oscuridad estaba cada vez más cerca y de pronto se sintió absolutamente solo. Se detuvo y entró en estado de duda mientras las hojas de los árboles caían de manera inesperada, a lo lejos vio que un perro se alejaba corriendo por el pasto, si bien la oscuridad era inminente aún no había anochecido completamente, por lo que aún podía ver con claridad lo que sucedía, de todas maneras se sentía extraño, por lo agitado que tenía el corazón posó sus manos sobre sus rodillas semi flexionadas y continuó observando agitado con respiraciones rápidas. Las gotas de sudor mojaban de a pocos el pavimento donde se detuvo. Al igual que el cielo, las gotas de sudor tomaron un color más oscuro –Pero ¿Qué es esto? Se pasó la palma de la mano izquierda por el rostro y vio sangre en ella, volvió a sobarse la cara pero esta vez en la nariz para asegurarse de donde venía el sangrado, tampoco era un sangrado nasal. Entonces sintió en la boca un sabor extraño, algo espeso y salado, y escupió, lo que salió por entre los labios fue sangre en abundancia, pensó a simple vista que se trataba de un coagulo. –Qué extraño. Volteó a ver hacia los lados por si alguien se encontraba cerca pero no había ni un alma. Decidió acercarse a la pista para detener un taxi para que lo llevara a casa, tal vez allí se sentiría mejor, pero no pasó ni un solo automóvil. Todo se convirtió en un desierto de vegetación y asfalto. Caminó por la pista y regresó aquel sabor extraño provocándole náuseas, el vómito fue inevitable… –¡¡¡Auuugggggg!!! ¡¡¡Aaaaauuuggggrrrrrrr!!! Fue más grande de lo que imagino. –No puede ser posible. 61
CARRERA
Formó un charco de más de un metro de diámetro. Era un líquido carmesí de residuos estomacales, un rojo muy oscuro casi llegando al morado… Un vómito morado. Tal vez esa era la percepción por lo oscuro que todo ya se había vuelto, pero que se sentía muy mal no cabía la menor duda. Las respiraciones disminuyeron, el malestar continuó, con la diferencia que podía respirar más tranquilo y sin caer en la desesperación. Continuó mirando alrededor para obtener ayuda alguna pero el paisaje se prestaba cada vez más sombrío. Ni siquiera los postes de alumbrado público funcionaban. Los edificios de los alrededores no tenían ni una luz encendida. Pudo ver un semáforo a una distancia considerable con matices rojo, ámbar y verde apagados. Una mano agarró fuertemente su hombro derecho y lo jaló de ese mismo lado hacia atrás. –¿Tú? Pe… pe… ¿Pero, usted? Aquellos ojos del anciano lo miraban fijamente. En esos ojos vio odio y burla. La mirada profunda le daba la sensación de haber sido hipnotizado. Las arrugas que rodeaban las fauces eran extremadamente marcadas mientras sonreía mostrando sus oscuros dientes, expidiendo un terrible aliento, el mismo olor fétido que sintió en el baño de su dormitorio. Si, ese olor a desagüe tan intenso. Arrugas sobre arrugas sobre arrugas. Aquel cabello sucio, largo, escaso y canoso se movía con la pequeña brisa que corría en el campo, mientras su gran estatura no estaba disminuida por la avanzada edad que aparentaba. –Lo conozco pero ¿Quién es usted? ¿De dónde lo conozco? Aquel hombre cuya aparición fue repentina continuaba mirando fijamente hacia los ojos asustados de Santiago. Con ambas manos lo cogió de la camiseta mojada con sudor, sangre y vómito acercándolo hacia él, rostro a rostro, ambas bocas con mal aliento, una por el vómito que no cesaba y la otra por descuido del anciano, quien le pronunció palabras que Santiago no podía entender. –¿Qué dice? No lo entiendo ¿Qué quiere? El anciano de alta estatura y fuerza descomunal lo levantó más alto, bajó el cuerpo de Santiago nuevamente hacia la altura de su rostro y volvió a acercarlo. Esta vez no le pronunció palabra alguna. Solamente volvió a mirarlo fijamente a los ojos. Santiago volvió a vomitar, esta vez no fue un vómito explosivo, solo cayó un líquido amargo por la lengua, encías y labio inferior hacia los extremos de la boca, recorriendo luego la quijada, cuello hasta el pecho. El anciano continuó mirándolo fijamente y soltó otra silenciosa risa impulsándolo con un ligero empujón. Santiago cayó a la pista a unos dos metros del vómito. La caída le causó mucho dolor por lo que anduvo revolcándose en el suelo unos instantes. –¡¡¡Aaaahhh!!! … ¡¿Quién eres?! Al fijar su mirada de nuevo, aquel hombre había desaparecido. “Anciano fuerte, alto y rápido también”. Pudo ver un par de luces de automóvil acercándose 62
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a velocidad. Lo deslumbró. También, lo ensordeció un tremendo ruido de corneta. Rodando se movió hacia la acera, recostándose nuevamente por el dolor intenso que sentía no solo por la caída sino también por los vómitos, por la situación en sí, la misma que le trajo recuerdos de la muerte de sus padres, la locura que trae consigo el alcoholismo y como envenena a toda una familia. La miseria humana que muchas veces nos hace actuar equivocadamente. Vio caminando al anciano, sus espaldas anchas mostraban que a pesar de su aparente avanzada edad se mantenía fuerte. Aquel viejo y ajado saco gris que llevaba puesto evidenciaba su robusta pero delgada figura, lentamente iba desapareciendo de la vista de Santiago quien no dejaba de sentir dolor y angustia. De pronto, sintió otra vez una mano en la espalda, reaccionando con una violenta vuelta mientras se sacudía aquella mano de encima. –¿Santiago? -dijo un hombre- ¿Qué te paso? Estás hecho una mierda. –¿¡Renato!, cómo me has encontrado? Mírame estoy vomitado y lleno de sangre, no sabes lo que me pasó. –No te veo lleno de sangre ni vomitado, solo estás un poco sucio y… y bueno no es normal ver a mi psiquiatra tirado cerca de un campo deportivo y llorando como una vieja ¿Te han robado? Pareciera que te hubiesen dado una golpiza, no sé pero te ves muy mal, vamos te llevo a tu casa. –¿Cómo sabes dónde vivo? –Estás paranoico, no sé dónde vives pero imagino que debe ser por aquí nomás, si quieres me voy y te jodes solo. Santiago esbozó una sonrisa medio forzada por la situación tan extraña. –Está bien, llévame por favor a casa, es por aquí cerca, no sé si podré caminar -se levantó lentamente y percibió un mareo ligero pero pudo mantenerse en pie-. –Puta madre, qué dolor. Pudo ver que el paisaje que hasta hace poco estaba hecho un desierto ya se encontraba en condiciones normales, se dio cuenta también que no había vomitado ni mucho menos sangrado, era claro también que el hombre que apareció era tan solo producto de un sueño mientras anduvo desmayado, pero tampoco recordaba haber perdido el conocimiento. Lo que sentía era un malestar insoportable. –No lo puedo creer, me toca terapia de sanación. Solo deseaba llegar a casa para darse un baño de agua caliente y echarse a 63
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dormir, Madeleine haría preguntas que no sabría responder y tal vez eso le resulte pesado, y tal vez le produzca irritabilidad a ella, que ya se encontraba embarazada y cada día más susceptible. Renato lo ayudó a subir a su automóvil para llevarlo a su casa. –Que buen auto -dijo Santiago para romper el hielo de aquel instante nefastoun clásico… –No es mío -respondió rápidamente Renato- es de un cliente. Salí a probarlo… ¿Qué te paso? –No lo sé -respondió dubitativamente Santiago, sabía que si le contaba lo sucedido encontraría duda en la capacidad profesional de su psiquiatra- de pronto me sentí muy mal. –Si pues, realmente te ves muy mal. Indícame por donde voy… –Dos cuadras y a la derecha por favor… Ahhh, qué dolor. Se agarró las piernas con ambas manos acercando la cabeza en dirección a las rodillas. –¿No quieres que mejor te lleve a la clínica? No estamos lejos. –¡No! … no por favor, en casa tomaré algo. Tal vez me esté dando fiebre. –¿Quién es Esteban? -preguntó Renato-. –¿Esteban? No sé… Aaahhhhh ¿No entiendo la pregunta? –Cuando bajé a ayudarte estabas llamando a Esteban “¡Esteban, Esteban! ¿A dónde vas… Esteban?”. Gritabas como loco, por eso bajé a ayudarte jajaja. –Debes haberte confundido, no conozco a ningún Esteban… –Puedo estar loco pero esta vez sí escuche que llamabas a Esteban, cuando te toqué me miraste y me dijiste “¿Esteban?”. –Dobla a la izquierda por favor… 64
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–Realmente me preocupa, además estás apestando… –Debe ser por el vómito, disculpa estoy ensuciándote el auto… –No estás vomitado ni mucho menos, estás cochino pero no hueles a vómito, hueles como a cloaca… A Santiago le vino a la mente el olor a desagüe que sintió en el baño de su habitación antes de salir a trotar. Acercó la nariz hacia las mangas de la camiseta para comprobar si era el mismo olor, Renato lo miraba con una pequeña sonrisa de extrañeza. –No tenía este olor cuando salí de casa… –Me imagino, si no, no hubieses salido… –Es que este olor lo sentí en casa Esteban… –¿Te has escuchado? Me llamaste Esteban. –¿Sí? No sé, debo estar agobiado y no sé de donde salió ese nombre. –Llegamos -anunció Renato-. –¿Llegamos? ¿A dónde? –A tu casa, ¿Esta no es tu casa? –No… –No jodas. Esta es tu casa, salvo que te acabes de mudar. Te acompaño a la puerta que se nota que estás muy mal. Renato bajó del automóvil para ayudar a Santiago, quien salió con dificultad. Una vez que se puso de pie le hizo una señal a Renato indicando que se encontraba bien. Cerraron la puerta y caminaron juntos hacia la casa. –Madeleine se va a preocupar… y el bebé… –Tranquilo, le dices que te sentiste un poco mal y nada más. 65
ACCIDENTE DOMESTICO –Realmente soy bueno -dijo Renato al psiquiatra- mis dedos se movían por el traste de la guitarra como paseándose, los arpegios los dominaba muy bien, pero supongo que me descuidé o algo parecido, ya que la uña de mi dedo anular derecho se quedó enganchada en una de las cuerdas y fue arrancada, el dolor me alarmó .“Ay carajo!”, grité a las paredes, vi como la sangre goteaba del dedo este hacia la caja de la guitarra, entonces entré en pánico y comencé a sentir un pequeño mareo. Me puse de pie sintiendo que me iba hacia un lado, pudiendo sostenerme del respaldar de la silla, la guitarra que tenía colgada del hombro izquierdo hasta la espalda me la quité con mucho cuidado, la coloqué en el respaldar en el que me apoyaba, acerqué la mano lesionada para ver cómo iba la herida, pero esta seguía sangrando. Toda la mano estaba manchada de sangre “¿Una hemorragia?” me pregunte, pero descarté aquella posibilidad tan descabellada, debía ir al baño a lavarla. En el trayecto golpeé con el talón la silla en la que segundos antes había colocado la guitarra, lo que ocasionó que ésta se fuera al suelo y produjera un sonido aparatoso. Cuerdas y madera sobre el piso de parquet acompañado de un eco desafinado. No podía creer que tan mala suerte podía tener… –Rápidamente me di vuelta para lavar la herida, pero fui víctima una vez más de mi torpeza. Con el lado derecho de la frente, casi a la altura de la sien, di un fuerte golpe contra uno de los vértices del arco que conducía al pasadizo de la casa ¡Qué dolor! Utilicé la mano derecha instintivamente para sobarme aquel golpe, sentía que la zona afectada estaba caliente e hinchada, logré conservar algo de calma. Con mucho cuidado y consciente que no debía dejarme dominar por la desesperación, me dirigí al baño. Ya dentro me coloqué frente al espejo. Pude ver mi rostro manchado por la sangre que brotó de mi dedo mientras me sobaba el duro golpe que me di en la cabeza. Bajé la cara hacia el lavatorio y comencé a lavar la herida. Pude ver que la uña estaba completamente desprendida. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda la toqué, aquel acto ocasionó un dolor aún más profundo del que sentía, creo que el diablo se me metió dentro cuando removí hacia un lado y levante por completo aquella uña hasta arrancarla del dedo. Cuando digo que tenía el diablo dentro, es porque en condiciones normales no se me hubiese ocurrido hacer acto tan masoquista. –El dolor y la sangre no paraban, tenía una toalla de mano colgada al lado derecho del lavatorio, antes de tomarla busqué parar la hemorragia envolviendo la herida con un pedazo grande de papel de baño. Debía ir a un centro de atención. 66
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Levanté el rostro mirándome al espejo, aún no me había lavado la cara, y como ya dije, al sobarme el golpe con la mano sangrante me había manchado el lado derecho del rostro. “Que Pesadilla”. Quité el papel de baño de la mano y continúe con la higiene, pero esta vez a la cara. Volví a mirarme en el espejo para ver si ya había quitado la sangre de la cara, pero seguía manchada. “La sangre de la herida sigue manchándome la cara”. Se me venía una maniobra más complicada aún, ya que me debía lavar la cara solamente con la mano izquierda. Comencé con la limpieza, la mano derecha la tenía medio levantada y con la izquierda mojaba el rostro que estaba a pocos centímetros del lavatorio. –Levanté nuevamente la cabeza y miré la cara en el espejo, el agua lo cubría casi en su totalidad, así como parte del cabello mojado sobre mi frente. Mis ojos los tenía completamente abiertos al ver que el otro complemento del rostro aún estaba cubierto de sangre. Me acerqué más al espejo, ladeando el rostro hacia la izquierda, para analizar el golpe que me di contra el arco. Acerqué la mano derecha cubierta de papel de baño, toqué el golpe y corrí el cabello hacia un lado, tenía una abertura como de cinco centímetros de largo y tres milímetros de ancho. “¡Puta Madre!… ¡Puta Madre!… ¡Puta Madre!” –Nuevamente traté de no entrar en estado de desesperación y pánico. Tomé una toalla de mano color celeste. La coloqué en la herida craneal. Debía hacer algo, vale decir, ir a un hospital era un hecho, lo que no sabía era: ir manejando el vehículo del taller, o el mío, o simplemente ir en un taxi o, tal vez, llamar a una ambulancia. El sonido del teléfono de casa comenzó a formar parte de esta escena tan desagradable… ¡¡¡Riiinnnnngggg… Riiiinnnggggg!!! –A quién mierda se le ocurre llamar en estos momentos. Para mi buena suerte aquel sonido cesó, busqué mis documentos y algo de dinero para llevar. –Volvió a sonar el teléfono, el timbrazo aumentó la crisis, tropezándome con la guitarra que estaba en el suelo al intentar acercarme al teléfono que nuevamente dejó de sonar. El tropezón no me tiró al piso pero si me hizo perder un poco el equilibrio. Dejé la toalla celeste de lado y comencé a llorar. Fui interrumpido nuevamente por el sonido del teléfono, me acerqué corriendo, levanté el fono. 67
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–¡Ayúdame por favor! Grite a mi interlocutor tirando al suelo el fono. Realmente necesitaba mucha ayuda, aquella saga de mala suerte debería parar. –Tomé las llaves de la casa que se encontraban al costado de la botella de pisco que estaba sobre la mesa, cerré la puerta y la reja. No recuerdo si les eché llave o la dejé solamente cerradas, bajé con mucho cuidado los dieciséis escalones que llevaban a la vereda, levanté la mano derecha con el pulgar hacia arriba, dejé de tocarme la herida de la cabeza envuelta con la toalla. Un taxi se detuvo. No le pregunté precio, más bien solo le pedí que me llevara al centro de atención más cercano. Dentro del vehículo, el taxista me miró detenidamente. –¿Qué le sucedió?- Preguntó inoportunamente-. –Un accidente. -Respondí algo ido-. –Se te ve mal amigo ¿Cómo te sientes? -Inoportuno una vez más-. –Estoy mal, así que no puedo contestar tus preguntas. –Se nota, pero como fue, cuéntame. -Otra vez… inoportuno-. –Le estoy diciendo que no me hable. ¡No entiende! –Bueno amigo, tampoco es para que se moleste, solo quiero saber si puedo ayudarlo en algo. –Está bien -respondí resignado- me puedes ayudar manejando rápido y sin hablarme. –Muy bien amigo, debe ser bien feo estar en una situación como la suya, a mí una vez me sucedió algo… Sentí que la voz se distorsionaba y la cara del taxista también.
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–¡Cállate imbécil! -le grité repetidas veces, parecía que el hombre no me escuchaba y seguía hablándome una serie de estupideces, abrí la puerta y me tire del vehículo que iba a una velocidad moderada, o sea, rápido como se lo pedí al chofer-. Rodé por la pista de concreto de una avenida poco transitada, me encontraba echado boca abajo, levanté la mirada mientras me apoyaba con el antebrazo izquierdo intentando levantarme, el taxi se encontraba detenido, bajó el chofer dirigiéndose hacia mí, oía como sus zapatos sonaban al arrastrarlos contra la pista, eran zapatos de suela de cuero y las piedrecillas incrustadas en esta hacían del ruido algo diferente, se detuvo a mi lado, estaba esperando que se agachara a levantarme, pero sucedió todo lo contrario, lo único que hizo fue darme un puntapié en la cara lo cual me causó inconciencia total. –Renato, todo esto es increíble. -Comentó Santiago a su paciente-. –No me crees, nunca me has creído nada de lo que te he dicho. –Claro que si te creo, lo que te digo es que me parece una aventura todo lo que te sucede. ¿Por qué el taxista te agredió? ¿Tendría algún motivo para hacerlo? –¡No lo sé! -exclamó Renato- no tenía ningún motivo, salvo que… No lo sé, todo esto es tan extraño. –La expresión de duda que me estás mostrando me dice algo ¿Qué te parece tan extraño? –Nada, nada me parece extraño. Por la ventana del consultorio, Renato veía unas cuerdas gruesas verticales, le parecía que eran aquellas que sostienen a los limpiadores de ventanas, estas se movían constantemente para ambos lados de manera muy sigilosa, le parecía que aquellos limpiadores de vidrios, quienes seguramente se encontraban unos pisos abajo, podían caerse en cualquier momento, pero alivió aquella mini angustia al imaginarse que aquellos operarios debían estar amarrados a una especie de maniobra entre las piernas y bien atada a sus espaldas así como fijada a la parte más alta y segura del edificio. 69
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–¿Limpian todos los días en esta clínica?-Preguntó Renato a Santiago, señalándole el vidrio. –Por supuesto, debemos ser consecuentes en ese sentido, salud va de la mano con limpieza por así decir algo muy sencillo, aquellas ventanas están muy limpias. A Renato le pareció todo lo contrario, pues solo veía los vidrios opacos y llenos de polvo. –Tal vez aún no pasan por este vidrio y el doctor habrá dado por hecho que ya están limpios, tiene sentido dentro de toda esta pesadilla. Las cuerdas seguían moviéndose y haciendo aquel ruido de un conjunto de hilos unidos en uno solo, Renato observó que iba subiendo la maniobra. Primero se asomó el casco del operario que había ya limpiado las ventanas de unos ocho pisos abajo, luego de cuerpo entero y sentado pudo ver al agotado trabajador efectuando aquel movimiento arqueado de derecha a izquierda y viceversa, mientras que la tierra pegada en aquel vidrio iba desapareciendo a cada pasada, el operario parecía estar algo agotado, pero no lograba quitar esa sonrisa de su rostro sudoroso y algo manchado. –Este hombre realmente vive feliz o tal vez sepa que este es el consultorio de psiquiatría y simplemente se está burlando de mí, un paciente que necesita ayuda psiquiátrica... ¿Un loquito? Maldito imbécil. El limpiador de vidrios tomó un paño que sacó del fondo de un recipiente de metal, el cual contenía agua con una dosificación de detergente o abrasivo limpia vidrio, el paño completamente empapado fue apoyado contra el vidrio, el cual además de haber sido despojado de su protectora capa de polvo pegada, esta vez sería empapado por agua jabonosa, listo a convertirse en una de las cosas extremadamente pulcras de esta clínica. –¿No te incomoda que mientras atiendes a tus pacientes, el limpiador de vidrios esté observándonos? –Los vidrios son herméticos, no escucharía nada de lo que hablamos, además del polarizado exterior que los reviste, tendría que acercarse demasiado y aún así no podría ver muy claro lo que hacemos aquí, sucede lo contrario con 70
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nosotros que si podemos hacerlo hacia afuera, es un tema psicológico, para que mientras trabajemos entre luz natural a los consultorios pero protegiéndonos a su vez de los rayos que producen insolación y todos esos temas. –Entiendo. ¿Los ginecólogos? También tienen los vidrios sin cortinas? –No hay problema, pero si la paciente se siente incómoda con eso, simplemente el médico cierra las cortinas y se terminó el problema… Mientras Santiago le explicaba las referencias de la posología de los medicamentos que le suministraría en aquella ocasión, Renato distraído se imaginaba todo el asunto relacionado a la seguridad del edificio, Renato no podía quitar los ojos del operario, quien llevaba un porcentaje muy avanzado en la limpieza de la ventana de tres metros de ancho por dos de largo, cálculo realizado por él mismo. –No parece tan seguro aquel sillín de cuero atado desde la cadera del operario hasta la cornisa del último piso -seguía obsesionado pensando en aquel asuntoespero no se vaya a caer el pobre hombre. –Espero Renato que para la próxima cita tomes en cuenta todo lo que hemos conversado hoy, veo que las pastillas están mejorando tu estado de ánimo. –Claro, eso, las pastillas -dijo Renato mientras pensaba que lo que habían conversado era el asunto relacionado a la limpieza y seguridad de los vidrios de la clínica-. Está peor que yo. –Te noto algo distraído Renato, si es por el limpiavidrios, pierde cuidado, no puede vernos ni mucho menos escuchar. Renato se puso de pie bruscamente, ante el asombro del especialista. –¿Que sucede? -preguntó algo alterado Santiago-. Renato vio como el operario con sus dedos de uñas largas, duras y cochinas soltaba los seguros de la silla de seguridad de cuero que llevaba puesta en la cadera. 71
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–¡No!… ¡Nooo!… ¡¡¡¡¡Noooo!!!!! –Santiago asombrado por aquel grito, volteó hacia las mamparas de vidrio. Ambos pudieron presenciar como el pobre operario dejaba caer su miserable cuerpo de espaldas hacia el vacío. Rápidamente salieron ambos del consultorio, Renato presionó el botón de llamado del ascensor mientras comentaba con Santiago acerca del último acontecimiento, sonó el timbre de llegada abriéndose ambas puertas. Una señora de aproximadamente cincuenta años estaba dentro de éste, ambos entraron y esperaron que cerraran las puertas, aquella señora tenia aspecto jovial, aparentemente era de aquellas que no les gusta que la vejez les llegue y vivían metidas gran parte del día dentro de un gimnasio en el que podría compartir sesiones de aeróbicos, pesas y baile en una sola mañana. Además de buena figura, estaba muy arreglada, la pedicure era muy sofisticada, a pesar de no tener pintadas la uñas, aquellos pies eran hermosos y muy bien calzados en unas sandalias de cuero negro sin tiras atadas a los tobillos, pero no era momento de disfrutar viendo la figura de aquella dama, si no de llorar por el suicidio del viejo operario. –Pobre hombre, el sí necesitaba ayuda profesional, pobre viejo. Lamentaba Renato por tal situación, mientras que su rostro adquiría gesto de dolor, lo podía sentir como si fuese en carne propia. –Tranquilízate un poco Renato, estás pálido y temblando, recuerda que no debes sentirte afectado por este tipo de cosas, ya deben estar atendiéndolo o esperando a la policía para la investigación. La voz frágil, madura y ligera, más no chillona de la señora de base cinco que se encontraba con Santiago y Renato en el ascensor; intervino inoportunamente en la conversación. –Señor, lo veo algo afligido y agitado ¿Me puede decir que sucedió? Disculpe por la intromisión, solo que me acabo de enterar que el psiquiatra al que buscaba constantemente en esta clínica desapareció hace mucho tiempo y es probable que el señor que acaba de arrojarse tampoco lo haya encontrado a tiempo, si es un trabajador de esta clínica debería tener un seguro aquí ¿Verdad? 72
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Renato miró a Santiago cerrando las cejas hacia el centro en expresión de duda. –Señora, el especialista de la clínica está en este mismo ascensor y me parece que lo que necesita usted es una guía turística para que la oriente mejor dentro de la clínica. Santiago sonrió al comentario sarcástico de Renato, lo cual apreció a pesar de la situación tan alarmante, aquella mujer no tuvo tiempo de contestar a tan grosero comentario ya que el timbre del ascensor sonó anunciando que ya se encontraban en el lobby. –¡Permiso!- Exclamó Renato mientras salía del ascensor seguido de Santiago. El lobby estaba lleno de gente alborotada, al parecer por el cuerpo que yacía en las afueras de la parte posterior de la clínica, se podía percibir ruidos de zapatos con suela de goma rechinando en el suelo, sirenas que venían del exterior, sirenas de ambulancias, patrulleros y bomberos, la mezcla del color blanco y celeste de las prendas de médicos y enfermeros primaban sobre cualquier otra tonalidad, así como sus voces y gritos alarmados por la situación. Aquella multitud sacaba ticket al morbo y la función yacía dos metros más hacia la vereda, ensangrentado y probablemente con huesos pulverizados del operario suicida. Renato no soportó la escena y derramó lágrimas sin llanto; miró a Santiago y éste hacía lo mismo. Unos metros más atrás se encontraba la señora del ascensor, mirando fijamente y, con rostro de disgusto a Renato. La policía ya había puesto cintas amarillas para que nadie se acercara al cuerpo del suicida. –¿Qué gente es esa que rodea el cuerpo? -Preguntó Renato a Santiago-. –Policías, médicos y paramédicos. También un fiscal supongo. Renato comenzó a observar a la gente como veía la escena al igual que él. –Qué enfermos!!! 73
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Pero igual alimentaba aquel morbo mirando lo que sucedía pero en su caso había visto lo que pasó, se había suicidado. No sabía si contarle a Santiago que había visto al hombre desabrocharse los seguros del sillín. Tal vez lo creería más loco de lo que creía que estaba. Observando a la gente, vio que la rubia mujer madura con la que había cruzado palabras en el ascensor lo seguía mirando fijamente. –¿Qué pasa con esta mujer? Pensó que fue muy grosero, decidió acercarse y disculparse. –Disculpa -con cortesía se expresó Renato- no debí ser grosero con usted en el… –Lo merecía -respondió la mujer-. –No, usted solo preguntó, pero yo… –La muerte era lo menos que merecía. Maldito… –Perdón, ¿Sucede algo? La hermosa mujer madura sonrió mostrando algo repugnante. Sus dientes eran grandes y llenos de suciedad negra. Por ahí Renato pudo observar rápidamente que le faltaban más de dos piezas. La risa era de burla y satisfacción a la vez. Renato no lo podía creer ¿Cómo puede la muerte alegrar a alguien? –¿Lo conocía? –Sí -respondió la mujer-. –¿Cómo así? –Fue mi hijo -respondió la mujer de ojos azules sonriendo mostrando sus podridos dientes-. Renato se alejó de aquella mujer. Le pareció desequilibrada, algo que no se notó mientras cruzó palabras con ella en el ascensor. 74
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–El anciano no puede ser hijo de esta mujer que no está tan vieja. Fue hacia Santiago, quien se encontraba a escasos metros, justo donde se habían quedado a observar la escena, a contarle la barbaridad que había dicho aquella mujer. –Santiago… –Es extraño, nadie sabe quién es el hombre, no tiene documentos ni registro en la clínica. –¿Cómo? No puede ser posible. –Aunque no lo creas… –Espera… la mujer … ella debe saber, fue su hijo… –¿Qué dices? ¿Qué mujer? –La del ascensor… ya vuelvo. Volteó Renato y vio que la mujer se retiraba a paso tranquilo. Rápidamente se acercó a ella para que por lo menos le diera alguna información del occiso. Le puso una mano en el hombro derecho para que volteara. La mujer volteó con mirada fija y sin sonrisa, una mirada tan perturbadora que a Renato lo intimidó mucho. –Esteban… –¿Cómo? –El nombre de ese maldito era Esteban. La mirada de la mujer se transformó a una mirada más pícara, aquellos ojos azules los había visto antes, le resultaban tan familiares. Sonrió para dar media vuelta e irse. 75
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–Espera -dijo Renato- ¿Cómo lo conocías? –Ese maldito me asesinó… –¿Asesinó? ¿A quién asesinó? Aquella mujer se acercó a Renato aprovechando que se encontraba a un escalón de diferencia y acercó su rostro hacia su oreja. –A mi estúpido, ese maldito me asesinó hace cincuenta y tres años. Lo tomó de los hombros dándole una pequeña sacudida y volviéndolo a mirar con aquellos grandes ojos azules. –¿No vas a recoger tus medicinas hijo? Renato quedó anonadado por la situación, bajó la mirada para ver las palmas de sus manos que se encontraban vacías. Levantó otra vez la cabeza no veía a la mujer dentro de toda la multitud de gente que subía y bajaba las escaleras así como a la que permanecía curioseando. “¿Qué tanto miran? El muerto no se va a poner de pie… o tal vez sí”. Miró nuevamente las palmas de sus manos, tenía unos callos muy grandes “¿Qué raro?” Se sintió algo mareado pero nada que no pudiera soportar. Volvió a mirarse las manos, sentía que ardían, las palmas eran extremadamente callosas, con arrugas que no había percibido jamás. Su vista nublada, buscó apoyo en el muro pequeño de una jardinera. Se sentó en este muro para estabilizarse volviendo a mirarse las manos “¿Qué pasa? No estoy viejo para tener las manos así”. Volteó las manos para ver cada dorso, tenía uñas largas y sucias. “Como de operario”. Los nudillos también tenían gruesos callos, la piel arrugada y con cicatrices. Una de las uñas no estaba larga sino rota, casi hasta el punto de descarnarse. La vista se le nubló más y de pronto sintió una oscuridad completa. “Pero si no es ni mediodía”. Se puso de pie para caminar. Sin dirección pero tenía la certeza de buscar alguna salida ante tan complicada situación. Al poco tiempo, se dio cuenta 76
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que estaba en el mismo sitio, pudo aclarar la vista ante tanta oscuridad, pero fue demasiado tarde. Resbaló de las escaleras. No rodó mucho, tan solo dos o tres escalones pero igual sufrió por la caída. Lentamente se puso de pie, ya no se sentía mareado ni con la vista nublada pero si confundido, sabía que estaba en una situación muy extraña, era imposible que toda la gente que estaba por ahí, segundos antes, se hubiese esfumado. También era imposible que intempestivamente todo se volviese completamente oscuro. Pero más inverosímil aún era que ambos sucesos ocurrieran al mismo instante. Trató de entrar a la clínica pero la puerta de vidrio estaba cerrada. “¿Qué raro? Pensé que las clínicas y hospitales estaban abiertas las 24 horas”. Dio vuelta mirando hacia las escaleras, caminó en ese sentido y bajó lentamente escalón por escalón. Sin norte, seguía un instinto. Terminó con el último escalón y se detuvo, miró alrededor. Observó tan solo los mismos edificios pero nada de luz, ni natural ni artificial. Sintió escalofríos, entonces metió las manos dentro de los bolsillos del pantalón jean que llevaba puesto, sintió que dentro había un papel, lo sacó, abrió y leyó. Era la receta médica que le había entregado Santiago. “Finalmente, sí me la había entregado. No me acordaba”. Permaneció parado un instante cuando rápidamente comenzó a iluminarse el lugar, no fue intempestivo como la ola de oscuridad que recibió pero si fue tan rápido que se sintió deslumbrado, mostró el codo izquierdo a la luz y cubrió sus ojos para que no lo afectara, comenzó a llegar el ruido mientras se protegía de la fuerte luz. Cuando pudo aclimatar la vista se dio cuenta que igual que hacía un momento, el área se encontraba llena de gente con rostros de preocupación, pena y morbo. Sintió que un policía hablaba muy cerca de él. –¿Qué me dices? No lo entiendo. El policía no hablaba con él sino con un hombre que llevaba terno con un chaleco encima, mientras escribía con guantes de látex sobre una tablilla con papel. –Disculpen… yo… Tomó conciencia de todo mientras trataba de olvidar aquella oscuridad repentina, ya con la vista aclarada, se dio cuenta que se encontraba dentro de un área rodeada de una cinta amarilla. 77
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“¿Qué hago aquí?” Nadie parecía hacerle caso, tampoco parecían darse cuenta de su presencia. –Yo vi cuando soltó los seguros… ¿Para qué me han traído si no me van a hacer caso? -gritó desesperado, de pronto en una de las tantas vueltas que dio alrededor, vio que un policía se acerca con esposas en la mano-. “Ese rostro lo conozco”, en cuestión de segundos su mente comenzó a trabajar. “¿De dónde, de dónde, de dónde?” Viajando rápidamente al bar al que siempre acudía. “Este es el del baño. Ahora viene a detenerme”. Aquel policía, quien en otra circunstancia parecería un asustadizo hombre, se veía decidido a detener a Renato. Se detuvo frente a él, acercándole el rostro casi hasta chocar nariz con nariz. Se miraron firmemente, esta vez Renato iba a la defensiva, pues la situación lo tenía algo ofuscado, pero igual lo miró y frunció el ceño. –¿Otra vez tú? ¿Me vas a detener? Parece que solo te puedes hacer valer debajo de un uniforme. –He venido a ayudarte. -Respondió una voz muy ronca y lúgubre-. –Entonces a ti declararé sobre este accidente. –Sé que no fue un accidente. –Bueno por lo menos tienes claro lo que sucedió. -Apartó la vista del hombre y pudo ver a Santiago tras las cintas amarillas, señalándolo le dijo al policíaestuve con él cuando lo vimos caer. –¿A quién vieron caer? -preguntó el mismo hombre de voz apagada y ronca, pero esta vez con una sonrisa burlona-. –A este hombre, que está… Se dio cuenta que no había ningún cadáver dentro de las cintas amarillas. El policía ya no estaba frente a él. Volteó otra vez para buscar a Santiago y lo vio en el mismo lugar parado al costado del policía quien lo miraba y se reía. 78
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–¿Qué te causa tanta gracia? -gritó Renato desesperado ante el caso omiso de la gente que lo rodeaba y la risa incesante del policía-. Cuando quiso calmarse, algo más lo alarmó, no veía el cadáver por ningún lado mientras nadie parecía notar su presencia. Volteó en busca de Santiago. –Por favor Santiago ayúdame… ayúdame -Santiago no le hizo caso, solo optó por mover la cabeza en señal de negación, volteó y subió las escaleras-. Renato bajó la vista y se dio cuenta que estaba parado sobre el cadáver. “¡Ah! -exclamó- ¿Cómo nadie me dice algo por pisar este cadáver?” Se movió pero sintió algo extraño en su cuerpo. Volvió a voltear hacia donde estuvo de pie Santiago, definitivamente se había ido pero vio al policía parado en el mismo sitio pero esta vez acompañado de la mujer de cincuenta años, ambos lo miraban y se reían. El policía mostraba dientes perfectamente blancos mientras que la mujer mostraba sus dientes marrones y rotos. Renato seguía parado sobre el cadáver. Se agachó y lo tomó de un lado para ver el rostro del operario, lo hizo a un lado y se vio a sí mismo. Lo soltó de inmediato. Se puso de pie, ya tenía al policía y a la mujer de ojos azules a su lado. “Estoy muerto”, pensó de inmediato, “pero que extraña manera de morir”. –Te dije que me asesinó -le susurró la mujer-. –¿Tú? ¿Quién eres? -preguntó el policía-. –Ustedes ¿Quiénes son? –Tú sabes quienes somos -respondió el policía-. –¿Estoy muerto? Vi mi rostro en el cadáver. –No, jajajaja, no estás muerto -respondió la mujer- pero te espera algo peor que eso… estúpido.
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DESPERTAR Los ojos de Renato permanecían abiertos. Estaban rojos, con los parpados hinchados. Transmitían su desesperación por no convencer a nadie sobre lo que sucedía -“Tal vez si Santiago me diera un gesto de credibilidad”-. Vivía enfurecido porque tenía la idea que Santiago solamente lo medicaba para hacerlo farmacodependiente y no comprendía o no quería ayudarlo a superar tan crónica crisis. Aquella mirada no tenía destino. Tal vez no se daba cuenta lo que veía, solo pensaba con furia, mucha furia “¿Por qué me sucede toda esta mierda? No lo podía creer, alguien tenía que responder por toda esta tragedia, él no se sentía culpable por ninguno de los hechos, pues la pérdida parcial de memoria podría considerarse como un atenuante ante aquella situación. –Renato -una voz suave sonó al oído- tienes que alimentarte. –Cecilia, mi amor, no puedo… no tengo ganas de comer, no tengo hambre -siguió mirando hacia la pared que tenía al frente, nuevamente aquellas mayólicas tan brillantes y lunas neciamente limpias, mientras aquel operario que limpiaba los vidrios desde afuera le sonreía, no lo soportaba- “¿A quién le haría gracia limpiar lunas? Maldito viejo ¿Por qué no se va a limpiar paredes a otra habitación?” –Joven, este es mi trabajo, de esta manera llevo alimento a mi familia -imaginaba al anciano refunfuñando al anciano desde afuera-. “Si tendrá familia”, pensaba incómodo al no tener privacidad debido a la manía del hospital con la limpieza de mayólicas y vidrios, aún sabiendo que desde el vidrio de afuera no se podía ver nada de lo que sucedía dentro. –Mi amor, dile a la enfermera que por favor retiren a este señor de aquí, me incomoda su presencia y el olor de aquel desinfectante. Sintió los brazos de Cecilia desde el lado derecho casi en la cabecera de la cama, se acercaban a los pechos y regresaban hacia los hombros, mientras le daba un beso largo en la mejilla. Renato sentía que el operario lo miraba y sonreía morbosamente.
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–¡Viejo maldito, lárguese! ¡¿Ni un momento íntimo puedo tener?! -vociferó desesperado, para lo que continuó con un escandaloso grito- ¡Enfermera… Enfermera! –No te preocupes mi amor -escuchó a Cecilia con voz muy tranquila mientras lo seguía acariciando- no pasará nada, recuerda que desde fuera no se puede ver nada. Renato cerró los ojos para disfrutar el cariño que Cecilia le hacía en el pecho, en los hombros y en la cara con la barba media crecida. Disfrutaba del perfume de Cecilia, se imaginaba su rostro tan blanco y pecoso en un campo verde lleno de flores –“Que hermosa eres”- El viento movía su corto cabello lacio negro recortado hasta un poco más arriba de los hombros. Su nariz aguileña le daba ese toque especial que a Renato lo transformaba de fiera a manso. Ella le sonreía con ese diente ligeramente montado sobre el otro “Vamos a caminar” le decía ella mientras el viento le seguía soplando el cabello y volteaba a mirar aquella sabana de césped “¿Vamos?” se dio vuelta para caminar hacia el campo pero volteó de inmediato “Renato, amor mío ¿Te pasa algo?” Renato la miraba y trataba de decirle que percibía que algo iba mal pero no podía hablar. “Esto no es un sueño -se decía- Cecilia y yo estamos aquí en la habitación de la clínica. Ella me está ayudando a superar esta crisis ¿Por qué no le puedo responder si me estoy imaginando todo esto mientras me acaricia?” De pronto sintió un olor desagradable “¿Qué paso? ¿A dónde se fue la fragancia de Cecilia? ¿Qué olor es ese? Huele como a… cloaca”. Tampoco sentía las manos calientes de Cecilia acariciándolo. Comenzó a desesperarse, trató de moverse y no lo logró, se quedó quieto por un momento. “Por alguna extraña razón estoy metido en un sueño, en una pesadilla. Trataré de calmarme para despertar”. Así lo hizo, abrió los ojos, miró hacia el techo e inmediatamente echo vista a su pecho y aún veía sobre este las manos blancas con venas marcadas y uñas no tan largas pintadas de rojo, acariciándolo. Por unos instantes le volvió la calma. Cerró los ojos e inmediatamente los volvió a abrir, pues había visto,
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en una ráfaga de duda, a alguien más. El viejo operario se encontraba al lado derecho de la cama, a la altura de los pies. Sonrió de tal forma que Renato olvidó aquellos dientes color marrón, se le fue de la mente las arrugas y aquel pelo canoso lleno de resina que le bailaban por fuera de la asquerosa gorra que llevaba puesta. “¿Quién eres?” Intentó decir pero solo lo pudo pensar. No podía hablar. Sintió que la lengua se le había trabado. Por lo menos podía respirar. Trató de calmarse. Mientras el viejo operario se acercaba a Renato, éste recobró el habla, pero antes de preguntarle quien era, los brazos acariciantes de Cecilia taparon fuertemente su boca, impidiéndole emitir sonido alguno. Renato sentía que sus enormes ojos verdes con las venas rojas hinchadas iban a estallar, y no comprendía además que era lo que lo mantenía inmovilizado “¿Me inyectaron algo que me paralice? ¿Por qué Cecilia me amordaza con sus manos?” El pánico lo envolvió. Se quitó la gorra y se dio cuenta que era calvo, solo tenía pelos canosos, largos y resinosos por los costados del cráneo. Era muy alto el operario de bigotes blancos. Este personaje, se acercaba cada vez más. “Pero ¿qué diablos? ¿Cómo entró este viejo a esta habitación?” Se sentó sobre la cama, al lado derecho de Renato, con un pie en el suelo y la otra pierna doblada y cruzada apoyada sobre el colchón. Era realmente alto, a Renato le parecía que el anciano debía medir más de dos metros. Le colocó la inmensa mano derecha, de gruesas uñas largas y sucias sobre el diafragma, asquerosamente sonriente lo miró a los ojos y emitió una sonrisa más. Esta vez, pudo ver los sucios dientes, las encías sangraban y aquella sangre se empantanaba con residuos del desayuno, almuerzo y cena. Acercó su rostro hacia Renato, mientras las manos de Cecilia lo seguían amordazando, pronunció unas palabras que no pudo entender y fue impactado por ese aliento nauseabundo. Con desorbitados ojos trató de decirle al anciano que no entendía nada. –En mis manos… Fue lo único que entendió, al repetir el operario sus palabras. La razón por la que pudo entenderlo fue porque el viejo miró su gran mano sobre el diafragma de Renato y esta comenzó a presionar fuertemente.
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“¡Ayúdenme! ¡Por favor que alguien me ayude!” Quería gritar, pero las manos de Cecilia le amordazaban la boca fuertemente. Sintió el pecho arder, como si el esternón se rompiese en pedacitos debido a la fuerte presión del anciano. Esperaba que solo fuera un sueño, una pesadilla… pero era tan real. Los sueños y pesadillas solo asustan, no duelen. En aquel momento sentía el dolor y ardor en el pecho y el mal olor del viejo. “Pero, ¿Qué haces maldito?” El operario miraba su mano arder sobre el pecho, esta vez no sonreía, tan solo observaba con atención como quemaba las entrañas de su víctima. Ese insoportable dolor trajo consigo nuevamente la pérdida de conciencia de Renato. Al despertar no vio a nadie, estaba solo en la habitación del hospital, echado en cama se sintió confundido, a sus pies, un balde, trapo y escoba regados en el suelo. “Este viejo maldito no debe tardar en regresar”. En la mesa de noche había una jarra de vidrio rota y mucha agua desparramada, los vidrios tenían manchas de sangre, cosa que extrañó más a Renato. –Pero, ¿Qué mierda es esto? ¡Enfermera! -Gritó mientras tocaba el timbre de llamado-. Sus manos agarraron el extremo de las sábanas y estas también tenían manchas de sangre, soltó las sabanas y saltó en pie. Su pecho tenía una gran mancha de sangre. –No, no, no. ¡Ayúdenme! ¡Por favor ayúdenme! Mientras gritaba sentía un mareo insoportable, como si el techo estuviese a la altura de su brazo derecho. Volvió a perder el conocimiento. Entre penumbras vio que entraba un joven operario de limpieza con cara de desesperación, acompañado de una enfermera y más gente del cuerpo médico. Renato nuevamente perdió el conocimiento. Al despertar, estaba parado a su lado izquierdo Santiago, a su lado derecho Cecilia sentada en el borde de la cama acariciándole el brazo y con el rostro algo demacrado. Tenía clavada una vía de suero en la mano izquierda que le molestaba demasiado.
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–¿Qué sucede? Esta no es mi habitación. Santiago en absoluto silencio descubrió un poco su pecho y señaló el gran parche que tenía pegado en el esternón. –Te estás autoflagelando, nosotros te vamos a ayudar. Definitivamente Renato se encontraba muy confundido, atinó únicamente a llorar desconsoladamente sin comprender lo que realmente estaba sucediendo. –Vas a ver que te pondrás bien amor mío -entre sollozos Cecilia le acariciaba con mucho amor la mano en la que tenía la vía de suero. –Yo no me hice esto Santiago, te lo contaré luego, pero te aseguro que yo no lo hice -miró con cierto recelo a Cecilia- ella me amordazó. Santiago tiene que creerme. –Lo que tienes que hacer ahora es calmarte Renato. Te hemos traído a esta habitación porque es más segura. Renato se dio cuenta que las muñecas y los pies los tenía atados a la cama con unas correas de cuero. –¿Más seguro? ¿Entonces por qué me atas a esta cama? –Por tu seguridad. Lo que hiciste esta mañana estuvo fuera de los parámetros. Rompiste muchas cosas, estuviste incontrolable. Casi matas a golpes a uno de los enfermeros de esta sala. El hombre subió hasta el pabellón donde te encontrabas, es el más fuerte de los muchachos de aquí, pero lo tuyo fue terrible. Vamos a tratarte por unos días y te irás a casa pero tienes que calmarte. Deja que te administremos los medicamentos que corresponden, en su mayoría ansiolíticos, y todo saldrá bien. –Por favor amor mío, hazle caso al médico… –Santiago -dijo Renato cortante- se llama Santiago. 84
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Renato vio como ambos se miraron, ella le hizo un gesto de desaprobación al médico. –¿Podrías dejarnos solos? No nos demoraremos mucho -dijo Santiago a Cecilia-. –Claro -le dio un beso en la mejilla media barbuda de Renato y se retiró-. –¿Qué está pasando? No recuerdo como ingresé a la clínica, solo recuerdo que me desperté en una cama con Cecilia a mi lado. –Tuviste una serie de sucesos que te trajeron aquí. Según me contaste estuviste tocando guitarra en tu casa… Bueno, en la casa de tu padre y te rompiste una uña o algo parecido… –Pero Santiago -titubeó mientras su voz se apagaba- eso fue hace como cinco años. ¿No recuerdas? A raíz de ese accidente fue que nos conocimos, eso cambió mi comportamiento y desde ahí comenzaste a tratarme… –Creo que estás confundiéndote Renato. Yo no soy Santiago, sé a quién te refieres pero no… –¿Me quieres volver loco? -levantó la voz tan debilitada- ¡Entonces dime! ¿Quién eres? El médico lo miró afligido. –Debes descansar.
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GERTRUDIS Gertrudis trabajó como asistente contable para el padre de Renato desde que ella era muy joven, en los inicios de las operaciones del taller de mecánica. La confianza que había adquirido en la empresa hizo que se convirtiera en un miembro más de la familia. Era solterona pero solo porque ella lo quiso así, Renato siempre escuchó decir a sus padres eso, que los pretendientes o novios que tuvo nunca pudieron llegar a más simplemente porque toda la vida fue una mujer muy independiente y en cierto modo presa de su libertad. Gertrudis quería a Renato como a un hijo, desde que su madre falleció ella se encargó de ayudar al padre en la crianza de este niño. Era normal verla en la casa un día domingo almorzando con ellos así como llegar a casa y encontrarla haciendo alguna tarea doméstica. Ella tenía llave de la casa, así que se sentía y la habían hecho sentir con el derecho de entrar a la casa cuantas veces quisiera sin control de nada. Cuando falleció el padre de Renato, él tuvo la percepción de que Gertrudis ya no iba a la casa. –Gertrudis -le dijo un día en la oficina- ya no vas a casa, me has abandonado. –Cojudo. ¿Quién crees que te mantiene limpia la casa mientras sales por ahí con esas chiquillas? –Pero la casa no está limpia. –¿Qué quieres? ¿Qué te la limpie todos los días? –No, pero… –Cuando abres la refrigeradora ¿Acaso no la encuentras llena de comida preparada? –Este sí, pero… –¿Cómo crees que se llena esa refrigeradora? Ay hijito, vives en otro planeta. 86
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–Tienes razón, como nunca te veo… –Nunca estás. Ahora que ya es tu casa no me verás, no me gustaría entrar y encontrarte con alguna chica acostado o en plena acción. Cuando me voy temprano de la oficina es porque me dirijo a tu casa, no porque me voy con un amigo por ahí. –Deberías intentarlo. –Ya no hijito. A esta edad solo me dedico a mi vida placentera sin hombres, también me dedico a atender a un muchacho mal agradecido. –Perdón Gertrudis, es que siempre vivo confundido. –Si me di cuenta. Confundido. Gertrudis media menos de un metro sesenta. Tenía más de sesenta años de edad. Desde que Renato tuvo uso de razón ella era vieja. Siempre tuvo amarrado hacia atrás aquel cabello negro y a pesar de la edad que tenía no llevaba ninguna cana encima. Tenía pequeños ojos marrones achinados, nariz recta y algo larga, mentón prominente y dientes derechos, a pesar de la edad poseía perfecta dentadura. Cierta tarde mientras Renato se encontraba internado en la clínica, Gertrudis fue a la casa para arreglarla un poco. “Este chico es muy desordenado”. Al entrar se dio con la sorpresa de encontrar la casa hecha un verdadero desastre, sin que suene a gracia, pero la casa no estaba como la había dejado la última vez que entró, más o menos dos semanas antes y no por el desorden sino por las condiciones en la que se encontraba. Las paredes estaban con una suciedad pegada, como si de un polvo pegajoso con humedad se tratara. Ya no eran blancas sino color gris oscuro y no parecía que fuese causado por la mano del hombre sino por las inclemencias del medio ambiente. Absolutamente todas las paredes se encontraban en esa situación. Gertrudis con gesto asquiento paso el dedo por una de ellas y el polvo no 87
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salió, sin embargo el dedo si se le manchó con una gruesa mancha negra muy parecida al barro seco. A pesar de ser media tarde y, esta una de aquellas, en la que el sol salió resplandeciente; la casa se tornó oscura como la entrada de una cueva. No fue lo único que llamó su atención. Además de eso, la casa apestaba a cloaca, no sabía de dónde provenía aquel olor pero supuso que sería del baño. Que tal vez a Renato se le olvido pasar el agua del inodoro. Chillaron las cortinas blancas al abrirlas, deseosos de algo de luz para aquella casa. Obviamente, ya no eran blancas sino plomas debido a que el extraño polvo también se había introducido entre los tejidos de la tela. Luego de abrir las cortinas abrió todas las ventanas para ventilar la casa maloliente. “Ahora, ¿por dónde empiezo?” Lo primero que hizo fue agacharse para recoger la guitarra acústica que yacía en el suelo del comedor; con la caja rota por los costados, la colocó sobre el sofá que tenía una sábana encima para protegerlo del polvo común. Esta sábana al igual que las paredes y cortinas también se encontraba impregnada de suciedad. El suelo estaba lleno de blíster de pastillas ansiolíticas ya consumidas, tapas de bebidas alcohólicas de todo tipo, colillas de cigarrillos pisadas y quemadas, unos pedacitos de vidrio a un lado del sofá de tres cuerpos, entre otros desechos. Gertrudis se encontraba extrañada y a la vez sentía pena por la situación que estaba pasando Renato. “Pobre chico ¿qué estará pasando por su cabeza?” Caminó hacia la mesa circular que se encontraba en el comedor, tenía encima una botella de licor también cubierta de aquel polvo con un vaso a medio llenar y una hielera con agua sucia al costado. Ella imaginó que el agua era hielo derretido que se había ensuciado por la misma razón que toda la casa. Se dirigió hacia el baño para pasar el agua del inodoro para que aquel fétido olor se extinguiera, pero cuando entró al baño se dio cuenta que la tapa del inodoro estaba abierta y limpia, mejor dicho sin heces. El agua al igual que la hielera era oscura pero por el incomprensible polvo que había invadido la casa. Fue al otro baño de la casa y se dio con la misma sorpresa, estaba libre de excremento. Esto generó intriga, ya que no supo de donde venía ese intenso fétido olor. Aprovechó que estaba en el baño para sacarse la mancha oscura que le había quedado en el dedo al pasarlo por una de las sucias paredes, abrió la llave del lavatorio, miró el dedo antes de enjuagarlo poder acercarlo a su rostro y mirar aquella mancha más de cerca, una vez que tuvo el dedo a 88
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menos de diez centímetros de sus ojos, pudo sentir el mismo olor fétido, pero provenía de su propio dedo índice derecho. Fue entonces cuando Gertrudis se dio cuenta que aquel olor a excremento fresco provenía de las paredes, cortinas y todo objeto que estuviese cubierto o impregnado por aquel extraño polvo. Sabía que ella no podía limpiar la casa, era una tarea muy difícil, por lo que optó por llamar a una empresa especializada en limpieza, esas que poseen personal y maquinarias especializadas para aquella tarea. “Por lo menos trataré de ordenar algo”. Se dirigió a la habitación que fue del padre de Renato y, ahora ocupada por él. Aquella habitación estaba con la cama desarreglada y las sábanas malolientes también cubiertas de aquel polvo. Cuando caminó por el piso alfombrado sintió ese sonido que hacen los zapatos al pisar un charco. Aquel tapiz estaba empapado. Bajó la mirada pero no vio elevado el nivel del agua sino que estaba al ras de la alfombra. No tenía ni la menor idea de como había llegado el agua hasta la habitación si esta no tenía baño incorporado. Pensó de inmediato que todo objeto de tela que había sido expuesto al inclemente polvo fétido debía ser desechado. Gertrudis cayó en la cuenta que algo iba muy mal con Renato. Tomó la decisión, en su condición de madre putativa, de revisar toda la casa. Entró en mente que tal vez el muchacho consumía drogas o tuviera alguna actividad extraña. Jamás pensó que se trataría de una actividad ilícita pero si podría ser algo relacionado a la vida extremadamente bohemia que pudiese estar llevando. Comenzó a buscar en los cajones del ropero y de la mesa de noche para ver si encontraba rastro de drogas. “Mejor voy a llamar a la empresa que limpiará esta casa”. Caminó hacia la sala para buscar el teléfono y hacer la llamada, pero este aparato también estaba cubierto del polvo aquel. Desistió de tomarlo, entonces abrió su cartera para sacar su teléfono móvil y hacer la llamada a la empresa que la conocía pues también hacia trabajos de la misma índole en el taller. Mientras buscaba en la cartera el teléfono móvil vio un papel sobre la mesa en donde se encontraba el teléfono de la casa, en aquel papelito estaba escrito un número que por alguna extraña razón causó curiosidad en la anciana, o tal vez el hecho que estuviese con manchas de sangre y arrugado fuera lo que llamó su atención. 89
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Sacó de la cartera el teléfono móvil así como también sus gafas, para ver bien el número telefónico escrito en el papelito. El número no era gran misterio, ni significaba un código extraño de cifras ni nada por el estilo pero si el nombre que llevaba escrito en el mismo papel. “Santiago Rodríguez”, leyó deletreando. Levantó la vista hacia el techo, como queriendo recordar aquel nombre. Gertrudis no sabía que era el psiquiatra de Renato, tampoco sabía que estuviese con tratamiento psiquiátrico, pues siempre le pareció un muchacho “alocado” pero no alguien que necesitara ayuda médica mental. Pero lo cierto es que en ese momento, si bien el nombre le resultaba extrañamente familiar no sabía de quién se trataba. Metió el papelito que llevaba escrito el número telefónico en su cartera al igual que su teléfono móvil, pues antes de llamar quiso inspeccionar la casa para ver si encontraba algo de lo que estaba buscando. Comenzó a indagar en otros lugares, como los cajones de los muebles de la cocina y de la sala. En la cocina, cada vez que abría los cajones a estos le sonaban los cubiertos, cuchillos o cucharones que tuvieran dentro. Abrió el horno, también la alacena pero no encontró nada más que los objetos que debían encontrarse en cada sitio. Gertrudis, a pesar de encontrarse más de una hora en casa de Renato aún no se adaptaba al pestilente olor del ambiente de esta, aún con las ventanas y cortinas abiertas la situación era deprimente. Ella tenía la certeza que debía encontrar algo en esa casa, la situación de Renato no era nada normal, por lo tanto debería hallar algo nada normal. Entró a la habitación que Renato ocupaba antes de la muerte de sus padres, rebuscó nuevamente en los cajones sin obtener resultado. Dentro del ropero encontró unas cajas de zapatos que solo contenían eso, zapatos; pero en la parte superior encontró unas cajas pesadas. Se paró sobre un banco y las jaló una por una, y de esta manera una por una cayeron al suelo. Fueron tres. En la primera había todo tipo de objetos de poco valor comercial pero aparentemente de mucho valor sentimental: adornos, medallas del trabajo, algunas fotos familiares, de negocios y paisajes, adornos de vehículos y más. La segunda caja estaba llena de fotografías únicamente, no le prestó atención. La tercera caja que estaba rota era la más pesada por lo que llevaba dentro 90
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herramientas, clavos, tornillos, cables y demás artículos para el mantenimiento del hogar. “Que extraño”, pensó, al no encontrar nada aparentemente negativo, además de las pastillas y tapas de bebidas. “Nunca llega borracho ni fumado al taller”. Ya de pie echó un vistazo a la segunda caja, la misma que no le había prestado atención. Se dio cuenta que las fotos aparentemente eran de una sola persona. Gertrudis se agachó colocándose finalmente en cuclillas, comenzó a revisar las fotos muy antiguas, una por una confirmando que efectivamente la colección de fotos correspondía a una misma persona, no era una caja de zapatos la que almacenaba estas fotos, era una caja de sesenta centímetros de largo por cuarenta centímetros de ancho por treinta centímetros de alto la que estaba repleta de fotografías de una misma persona, todas en pequeños álbumes colocados en orden cronológico y otras desordenadas sobre las pilas de los álbumes colocados uno encima de otro. Fue por esas fotografías no colocadas en las pequeñas porciones que se dio cuenta que se podría tratar de una misma persona. Fue revisando desde las más antiguas en blanco y negro hasta las más recientes a colores, pronto avanzó de la niñez a la adolescencia, hasta que llegó a las fotos de un hombre. Conocía de algún lado a ese hombre, pero no se acordaba de quién se trataba, seguramente la vejez le iba pasando factura a la memoria, esperando no lamentar lo mismo en la contabilidad del taller porque aquello la llevaría a una jubilación inminente. No recordaba haber visto jamás a ese hombre relacionado con la familia de Renato Gonzales, por lo que le causó mucha intriga ver tantas fotos de un solo hombre. Lo más insólito es que en todas las fotos aquel individuo salía solo, sin familia, sin compañía. ¿Quién tomaría tantas fotos a un solo hombre? ¿Quién tendría aquella actitud narcisista de tomarse tantas fotografías solo? Nunca había oído hablar de un pariente tan extraño en la familia, pues debía tratarse de un pariente como para que Renato tuviese tantos retratos de aquella persona. Revisó en varias fotografías si en la parte posterior tenían alguna inscripción como fecha o nombre de alguien, pero no encontró nada. Volvió a colocar los pequeños álbumes dentro de la caja rota tirada en el suelo de alguna forma parecida a como los encontró, preguntándose una y otra vez 91
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quien sería aquel hombre. “¿Quién es? ¿Quién es?” Una vez guardadas las fotografías en la caja de cartón, Gertrudis la arrimó hacia un lado, pues no pretendía volver a cargarla para regresarla al lugar donde la encontró. El pestilente olor persistía de tal modo que se hizo insoportable, Gertrudis salió de la casa y desde la puerta decidió llamar a la compañía que haría el lavado de las paredes y del resto de la casa. Pensó en mandar a desechar las sábanas, manteles, cortinas y demás artículos de tela o tejidos, ya que no valdría la pena lavarlos porque aquel irresistible olor difícilmente se fugaría. Sacó su teléfono móvil, lo encontró entre tantos disparates que guardaba en su cartera. Marcó el número telefónico para que el personal de limpieza fuese a lavar las paredes. A duras penas logró convencerlos que no demoraran mucho tiempo en ir, ya que debía esperar a que terminaran el trabajo y aquello demandaría demasiado tiempo. Cuando nuevamente fue a guardar el teléfono en el bolso se acordó que tenía un papel manchado de sangre con el número de teléfono de Santiago. Y, llegaron tres muchachos dispuestos a realizar el trabajo de limpieza dentro de la casa. Gertrudis los conocía porque eran los mismos que realizaban los trabajos en el taller. Siempre pedía que fueran los mismos chicos y, en este caso particular también los requirió. Se saludaron. “No saben cómo esta esto”. Les dijo antes de entrar. La cartera se fue al suelo, al igual que las llaves de la casa. –¿Qué pasó señora? -preguntó uno de ellos-. La casa se encontraba sucia, como una casa que no se limpiaba en una semana, pero las manchas oscuras que cubrían toda la pared ya no estaban. Las cortinas y manteles estaban algo sucias pero no como las que había visto momentos antes; el olor a cloaca había desaparecido. Todo el anormal desastre de hacía más de una hora se esfumó. Indicó a los muchachos que ya no necesitaba de sus servicios. Ellos con cara de duda se fueron mientras uno llamaba a la agencia donde trabajaban. Salió y cerró la casa, se detuvo un momento para buscar en la cartera el papel manchado de sangre con el número de teléfono. Lo sacó y mantuvo en la 92
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palma de la mano izquierda, sujetándolo con el pulgar para que no despegue al viento, con la otra mano comenzó a marcar el número hasta que la línea telefónica comenzó a sonar… –Buenas tardes -contestó una voz ronca y apagada-. –Hola, habla Gertrudis ¿Quién contesta? –¿No sabes quién soy, verdad? –Santiago Rodríguez, eso dice en esta anotación. –Si claro.. ¿El psiquiatra? –¿Psiquiatra? -preguntó la anciana- no sabía que Renato necesitara un psiquiatra. –No soy psiquiatra, pero Renato me llama y también me visita pensando que soy su psiquiatra –La mujer se quedó atormentada por saber que su engreído se encontraba tan sumido en la miseria que realmente necesitaría ayuda, ayuda profesional de verdad, no de un sádico que se encargara únicamente de burlarse de él. –¿Pero, eres Santiago Rodríguez? –Eso también piensa Renato. –¿Quién eres entonces? –Esteban, mi nombre es Esteban. Es lo único que… por el momento debes saber. Adiós. Estupefacta la anciana, guardó el aparato en la cartera y sintió nuevamente el olor fétido que había sufrido en casa de Renato. La gente que pasaba por su costado la miraba con cara de asco mientras se tapaban la nariz. Movió uno de los hombros hacia su cabeza mientras acercaba la nariz. Estaba impregnado de aquel mal olor. 93
ALGÚN RECUERDO Esos ojos oscuros y tremendamente grandes lo miraban con aquel brillo que lo volvía loco. No corría ni una pizca de viento, lo que hacía que su pelo negro semi ondulado cayera sobre sus hombros y espalda hasta la altura de la espalda. Inclinó la cabeza hacia atrás mientras lo miraba de reojo y sonreía con aquella boca amplia. Tomó su hermoso cabello con la mano izquierda para acomodarlo hacia adelante, cruzándolo sobre el hombro del mismo lado. Volvió a mirarlo de frente sonriendo. Ella sabía que lo traía encantado, pues él le había manifestado más de veinte veces lo hermoso que le parecía su cabello y su mirada tan penetrante, su sonrisa de dientes parejos que combinaba inocencia con astucia. Su carácter le daba cierta seguridad, sentía que se enamoraba de una fiera pero que ella a la vez se enternecía con un abrazo fuerte o algún beso en las orejas de lóbulos alargados y hélices dobladas. Mientras ella conversaba él escuchaba y a la vez se perdía entre ella y su mente. La observaba y sonreía. Lo mismo sucedía cuando se acostaban en hoteles baratos. Antes o después de cada beso él le regalaba una sonrisa de publicidad que a ella la ponía en duda. –¿De qué te ríes? -le preguntaba cada vez que él sonreía- siempre te burlas de mí, Chico. –No me estoy riendo de ti. Estoy sonriéndote. Trato de ser simpático contigo. El tiempo que pasaron juntos le trajo mucha nostalgia, pues ambos se sentían tan libres como atraídos, libres pero se respetaban mucho, libres como liebres para estar juntos, se decían. Creían vivir sin ataduras pero iban atados a las libertades de ambos. A él le gustaba andar en automóvil, sin embargo prefería que ella lo pasara a buscar en su pequeña motocicleta. A ella le gustaba que la busque en su casa pero también le encantaba recogerlo de donde estuviera en su motocicleta. Sentía que de esa manera llevaba el control. Definitivamente, se trataba de una chica diferente al promedio, su actitud desenfadada la hacía más atractiva. Era súper selectiva al escoger sus parejas así como no tenía tapujos ni tabúes que frenaran su personalidad.
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–Estoy loca ¿lo sabes no? -él la miraba sonriente- te sigues riendo de mí, Chico. –Te voy a extrañar ¿Sabes? -le decía mirándola a sus grandes ojos mientras yacían en la cama apoyados del costado de sus respectivos cuerpos desnudos-. –Sí, lo sé Chico, yo también te voy a extrañar pero no nos queda otra. –Me quiero casar… –¿Tan joven? Bueno, te felicito Chico. Espero que te vaya bien en tu matrimonio… –Estás loca, Re Loca. –¿Por qué, Chico? Bueno, ya te lo he dicho… Soy Loca. –Me quiero casar contigo Pao. –¿Conmigo? Estás loco. Ya te he dicho que lo nuestro tiene fecha de vencimiento -mientras se tapaba medio dorso lateral con la sabana- y sabemos que está muy próximo. Deberíamos vivir estos pocos días que nos quedan y más nada. -Chico sonrió nuevamente-. –Tienes razón… –Entonces ven. Ella se acomodó sobre él con los codos apoyados a ambos lados de su cabeza. Lo miró a los ojos para besarlo. Fue un beso prolongado, ambas lenguas se juntaban y paseaban por sus labios mientras estos labios hacían lo mismo. Él seguía pensando: “Tienes Razón… estás Loca”. Paola y Renato vivieron un corto romance debido a que ella tenía que estudiar en el extranjero. A eso se sumó también que ella le huía al compromiso más que el mismo Renato. Definitivamente era una muchacha “Loca”.
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Renato disimuló que recién la conocía el día que se encontró con Daniel, el hermano de Paola, en un restaurante junto con sus padres y su hermana. Renato conocía a Dani porque estudiaban juntos, no eran tan buenos amigos pero se conocían, entonces muy simpático, se acercó a la familia que estaba sentada en una mesa, y una vez que se sentó y acomodó bien en la mesa preguntó sin vergüenza si el sitio estaba ocupado. Tanto a los padres como a Daniel y a Paola misma les causó mucha gracia la frescura con que actuó el muchacho. Paola no sabía dónde meterse cuando Renato se acercó a la mesa con tremenda cara dura. Trató de no hablar en la cena, pero el tipo era tan agradable que Pao no aguantó y tuvo que entrar en el círculo de conversación y no le quedó otra que soltarse y hablar. –Hola hola -saludó Renato al acercarse a la mesa, Paola no supo que hacer ya que no sabía que Dani y Renato eran compañeros de aula- “¿Qué hace? Se volvió loco”. Ni los padres de Pao ni Dani sabían algo del pequeño romance vivido. Lo que hizo que Paola se quedara callada y observara a ver que sucedía antes de meter la pata. –Hola -saludó Paola desconcertada-. –¡Renato! -saludó Daniel efusivo- ¿Qué haces por aquí? –Vine a cenar con una chica y me dejó plantado -le dirigió aquella mirada pícara a Paola-. –Qué mala suerte. Oh perdón, te presento a mis padres… –Señora, señor buenas noches -saludó con cortesía exagerada que le agrada a los mayores- pero que Paola sabía que lo hacía por el simple hecho de molestar.
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–Mi hermana, la más nerd de la familia -Dani la mencionó en sentido de burla fraternal-. –Buenas noches señorita -saludó Renato- Nerd no es su nombre ¿Verdad? –¡Jajajaja! Se llama Paola, es mi hermanita. –Hola -volvió a saludar Paola, menos desconcertada que al principio-. –¿Perdón, está ocupado el sitio? -preguntó Renato una vez que se sentó y acomodó bien en la mesa. La familia aún no había ordenado nada así que el momento fue preciso. Se ubicó entre el padre de Paola y Daniel, al lado izquierdo del padre se encontraba la madre y Paola ubicada entre Daniel y su madre. Luego de tan accidentado preámbulo, la conversación se hizo larga. Se quedaron a la sobremesa hasta que cerraron el restaurante. Las cháchara, risas y botellas de vino fueron y vinieron sin que el tiempo pasara, hasta que se dieron cuenta que la brisa enfriaba. La semi penumbra característica de restaurantes de lujo hacía que todo fuera más atractivo. “Si Pao hubiese aceptado mi invitación la hubiésemos pasado igual de agradable”. Si bien hicieron como si recién se conocieran, Renato y Paola también cruzaron muchas palabras sobre asuntos que solo ellos en particular conocían, pero con lo divertida que fue la noche nadie se pudo dar cuenta de aquello. Al terminar la noche, se pusieron todos de pie. El padre de Dani pagó la cuenta, incluyendo lo consumido por Renato y sus recomendaciones de vinos. Caminaron hasta el estacionamiento con brisa fuerte, pese a aquello todos estaban bien abrigados y siguieron conversando. Se despidió uno por uno de todos, al momento de despedirse de Paola con un beso en la mejilla ella discretamente le dijo al oído: “¿Quién te dejó plantado?” –Adiós -dijo Renato cuando la familia se embarcó en el automóvil-.
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–Nos vemos el lunes Renato -Dijo Daniel-. –Nos vemos… Me dejaste plantado. -Nadie entendió la expresión, ni siquiera le prestaron atención a excepción de Paola, quien se dio cuenta que era ella quien lo había dejado plantado en el restaurante-. Siendo casi la una de la madrugada, Renato llegó somnoliento a causa del vino a la casa de su padre, quien aún vivía. Mientras abría la puerta escuchó una voz que lo despertó. –Chico -era Paola en su motoneta-. –Pao ¡Hola! –No te dejé plantado, solo me confundí. No sé, era el mismo restaurante donde mis padres me habían invitado. Además, solo somos amigos así que no me reclames nada. –Me imagino que el hecho de estar loca también te confunde -dijo mientras se acercaba sugestivamente. Posó su palma izquierda sobre el cuello de Paola mientras con el dedo pulgar le acariciaba la oreja derecha-. –Solo somos amigos -insistió Paola antes de besarlo-. Los besos lo aturdieron de tal manera que al separar los labios; Renato abrió la boca para darle una sonrisa más, dándose con la sorpresa que era a Cecilia a quien besaba. Rápidamente la tomó de los hombros para separarla. –¿Qué sucede? -preguntó alarmada Cecilia con sus ojos color café claro abiertos como faroles por la impresión que le causó aquel rechazo. –¡Perdón! -aclaró Renato- se me cruzaron los chicotes.
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–¿Tiene algo que ver con lo ocurrido hoy? –¿Hoy? ¿Qué ocurrió hoy? -preguntó un despistado Renato mientras se miraba el puño para comprobar si tenía alguna herida-. –Mírate. Estás hecho una desgracia, acabamos de recogerte. –¿Recogerme? ¿Me besas otra vez? -La voz de Renato sonó desesperada-. –Amor. Tienes que descansar. Renato se dio cuenta que no estaba en una cama acostado con Cecilia, sino que estaba en una cama clínica otra vez con una aguja pegada con esparadrapo en el brazo derecho conectada a una vía de un líquido que no le interesaba saber qué era. –¿Qué me sucedió? –Mi amor, descansa por favor y no preguntes. Tienes que descansar. Renato vio que su piel estaba muy arrugada. “Carajo ¿Qué me está pasando?”. Se sentó sobre la cama para mirar hacia la ventana izquierda sin cortinas, por ser de noche reflejaba su rostro. “Este no soy yo”, volteó para ver a Cecilia. –¿Dónde está Paola? –¿Qué dices? –Paola, quiero ver a Paola. Cecilia llorando lo besó y lo siguió besando hasta que Renato cayó en un sueño profundo. De esa manera, Paola volvió a él.
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Una noche Renato y unos amigos fueron a una discoteca, habían tomado la cantidad suficiente como para estar un poco más que alegres. Aquella noche, conocieron a un grupo de chicas que no le cayeron bien a Renato, pero si a sus amigos con quienes comenzaron a bailar. Renato se sintió algo aburrido a pesar que había bebido y se encontraba alegre, aquella noche de verano, no se sintió cómodo. Buscaba pasarla mejor que con aquellas chicas que recién habían conocido, ya que por alguna extraña razón no enganchó con ninguna de ellas. El objetivo primordial de la noche era pasarla bien y ver la forma de encamarse con alguna de ellas. Aquello no sucedió. Fue paseando por la discoteca a ver si encontraba alguna chica que le agradase y no daba en el clavo. Se encontraba en el segundo piso del local y vio que al costado del grupo de sus amigos había una chica que desde lejos podía divisar. Tenía las uñas de los pies pintadas de color verde, muy guapa pero vestida de manera diferente, más como para ir a una piscina que para una discoteca. “Debe estar loca”, se dijo desde un principio. Lamentablemente, ella iba acompañada de un tipo de barba, relativamente de baja estatura, vestía pantalón corto y zapatos. Parecía un ‘boy scout’. Renato buscaba la forma de sacarle una mirada a la chica que aparentemente estaba borracha y que además no paraba de bailar con el muchacho de barba corta. Se sentaron nuevamente en la barra, al costado del grupo de amigos de Renato, entonces se acercó nuevamente a ellos para poder acceder a la chica. En una de esas, ella se puso de pie para dirigirse a los servicios higiénicos, él la siguió y la espero en la puerta para darle un encuentro “casual”. Ella bailando era toda sonrisa pero cuando se sentaba ponía cara seria y abría bien los ojos, como si no le hiciera caso a nadie ni a nada. Entonces, al momento que salió del baño Renato se puso al frente y ella ni siquiera se dio cuenta de su presencia ya que salió a toda prisa. Como la estrategia no funcionó, optó por acercarse en algún momento que estuviera sola, aquella estrategia la pensó cuando el ‘boy scout’ de barba se dirigió al baño. Entonces no perdió la oportunidad y se acercó.
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–Llevas aquí poco más de una hora y vas fumándote siete cigarros. –Bueno… -respondió ella sin mucho sentido- aquí tengo más, sacó de una carterita vieja otra cajetilla de cigarros nacionales-. –Que loco -dijo Renato en señal de asombro-. –Me estoy divirtiendo mucho aquí… En ese momento llegó el muchacho de la barba corta con una mochila en la espalda como todo buen ‘scout’ pero con cara de pocos amigos. Renato lo saludó y se fue hacia el grupo de sus amigos con los que se quedó tomando unas cervezas. Al cabo de unos veinte minutos volvió a ver a la chica nuevamente sola, sentada en un banco con las piernas cruzadas, con el pelo negro semi ondulado tirado hacia el hombro derecho y con la mirada fija hacia algún punto que Renato desconocía. –¿Otra vez sola? –Sí, se fue. –¿Pero te dejo sola así nomás? –Sí. Entonces comenzaron a conversar sobre trivialidades. Ella estaba más borracha que él, tenía a su lado un vaso de cerveza, un vaso de “mojito” y otro con un coctel medio extraño. Vestía un pantalón corto color negro dejando ver sus piernas delgadas y una camiseta extremadamente suelta que no dejaba ver nada más que se trataba de una chica súper delgada. Al conversar se le notaba muy eufórica, comenzó a insultarlo y él solo atinaba a reírse, lo que ocasionaba que ella también se riera de sus propias actitudes. –Me llamo Renato…
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–¿Por qué tienes ese nombre de mierda? –Bueno, mis padres veían muchas novelas venezolanas. ¿Cuál es tu nombre? –¡¿A ti que te importa?! -respondió airadamente mientras Renato se arrastraba de risa- mentira… me llamo Paola García. –Siempre vengo a esta discoteca y nunca te había visto por aquí. –No vivo aquí, estudio fuera de la ciudad. –¿En qué ciudad? –¡¿A ti que te importa?! -seguía riéndose- me encanta venir acá. Amo esta ciudad, pero he tomado mucho. –Se nota jajaja. Conversaron mucho hasta que dieron como las 4 y 30 de la madrugada. –Ya quiero irme a dormir. ¿Me acompañas a mi hotel? –¿Pero no viven tus padres aquí? –Estoy peleada con ellos. –Vamos, te acompaño. Mientras la llevaba al hotel no pasó por su mente acostarse con ella, estaba muy borracha y sentía que no sería atractivo hacerlo. Durante el camino, Paola le iba agradeciendo el gesto de llevarla al hotel ya que la ciudad era muy peligrosa. Una vez que llegaron al hotel ella bajó del auto y le agradeció eternamente el gesto de caballerosidad. Despidiéndose con un gesto de gratitud juntando las dos palmas de las manos e inclinando la cabeza. 102
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Renato nuevamente despertó, había sido un sueño placentero, pero esta vez tenía entre los brazos a Cecilia. Nuevamente Cecilia, pero esta vez ya no se encontraba en una cama clínica sino en la cama de ella misma. Aquel cabello negro lacio y corto se posaba sobre el pecho de Renato quien con su brazo rodeaba el cuello de ella. –Estás despierto mi amor -le dijo ella con voz somnolienta-. –Sí -dijo Renato con voz firme-. –¿Pasa algo? –Sabes, ya no quiero estar contigo. –¿Otra vez? –¿Cómo que otra vez? No trates de confundirme. Estoy enamorado de Paola. –Mírame bien Chico. Yo soy Paola.
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RENATO EN LA CALLE Renato caminaba confundido por una avenida comercial que se localizaba a unas tres calles de la casa que le dejó como herencia su padre. Esta avenida era muy concurrida, abundaban las cafeterías, restaurantes y tiendas de ropa exclusiva. Entre las cinco y seis, de una tarde fría y húmeda, no afectaba mucho a Renato pues estaba acostumbrado al inclemente clima de la zona. Iba solo, pues prefería no interrumpir a Cecilia en sus horarios de oficina, sabía que eso a ella le incomodaba. Esperaba que ella lo llamara cuando estuviese con un poco de tiempo disponible. No estaba trabajando porque le habían dado diez días de descanso médico por el accidente doméstico que lo había llevado a que lo internasen en la clínica. Era el quinto día de descanso y no podía estar en su casa, se aburría rápido. El primer día no lo sintió mucho porque durmió casi 24 horas. El segundo día pretendió ir a trabajar, pero una vez que entró en el taller, Gertrudis se encargó de botarlo con una escoba en la mano ante la burla sana de todo el personal del taller. “El Jefe tenía quien le hiciera el alto”. –Se me va a su casa jovencito -gritó Gertrudis dándole suaves escobazos en las piernas y nalgas-. –¡Gertrudis! -respondía con voz airada y sonriente Renato- si no hubieses sido la engreída de Papá te correría yo mismo de este trabajo. –¿Correrme? ¿Tú a mí? Para que veas muchachito insolente, aquí la única que corre a la gente soy yo… ¡Así que te vas! –¿Cómo? ¿Me estás despidiendo? –No regreses hasta que termine tu descanso. Ya Cecilia me llamó, aún te quedan nueve días. No te quiero ver por aquí. De regreso a casa ya había recibido la llamada de Cecilia, a quien le había dado las quejas Gertrudis de la osadía que había tenido Renato al pretender ir a trabajar. 104
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–Mi amor, tienes que descansar. –Me aburro niña, no sé qué hacer. –Estoy camino a tu casa, pedí permiso para salir temprano, así que voy a recogerte para que vayamos a mi casa. El segundo día ya había terminado en la cama de Cecilia, quien el tercer día muy temprano lo devolvió a su casa. El resto de días solo los esperaba para recibir la noche y pasarla con Cecilia. Los almuerzos se le hacían entretenidos porque Gertrudis le llevaba comida ya preparada, ella le decía que la había cocinado muy temprano pero él tenía la certeza que esos almuerzos ella los compraba en restaurantes especialistas en menús: “Vieja astuta”. Para el quinto día ya había sido suficiente, todo el día tirado en cama viendo televisión o leyendo y nada más se le hacía eterno. No podía tocar guitarra porque aún tenía el dedo de la uña rota parchado y con la herida no cicatrizada. Por eso decidió ir a caminar, fumarse unos cigarrillos, tomarse un café, porque con los medicamentos que le habían recetado no podía ingerir bebidas alcohólicas. Leer un libro en la mesa de alguna cafetería era muy diferente que hacerlo dentro de su desordenada casa. A la costumbre de caminar con pasos largos y rápidos, esta vez Renato iba con pasos no muy largos pero si lentos, aparentaba ser un hombre con más problemas que el problema mental que le aquejaba en aquellos días. Vestía un abrigo gris de paño que iba un poco más debajo de la cintura, debajo de ese abrigo podía lucirse una camiseta negra con cuello circular, los pantalones que llevaba puestos eran jean color celeste oscuro, su modelo y color preferido, botas de cuero tejanas color marrón. Sus pasos iban como misteriosos mientras los tacos golpeaban las veredas, sus manos las llevaba escondidas en los bolsillos laterales del sobretodo con solo los dos botones centrales abrochados. La cabeza media gacha con la misma barba insipiente y los cabellos ondulados sin peinar que en algunas ocasiones le cubrían parte del rostro demacrado. Al andar Renato tenía la sensación que la gente lo miraba, lo más probable era que sí pero no porque su aspecto fuera negativo sino por el tamaño y la forma de vestir tan poco 105
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convencional que lucía. Solo sacaba las manos de los bolsillos del sobretodo para encender algún cigarrillo, luego guardaba la mano derecha mientras con la izquierda se llevaba el cigarro a la boca, que en algunos momentos lo dejaba en la boca haciendo el acto de aspirar y exhalar humo sin la necesidad de utilizar las manos porque prefería tenerlas abrigadas. Terminó de fumarse el cigarrillo de tabaco fuerte y botó con la mano izquierda la colilla en una jardinera, para sentarse en una de las mesas exteriores de la cafetería que tenía al lado. Vio una mesa de cerámica negra y manchas rojas y verdes que no tenía ocupantes, entonces jaló una silla y se sentó en ella. Alejó un poco la silla de la mesa para cruzar las piernas, acercándose en ese momento una señorita mesera de gesto amable y con un delantal negro con el logotipo de la cafetería. Renato no le prestó atención Renato, ni a las características físicas de la chica ni al detalle del logo del delantal, solo de la voz agradable de la señorita que lo estaba atendiendo. –Buenas tardes señor, mi nombre es… –Un expreso por favor -dijo Renato distraído, si bien fue cortante no fue descortés sino al contrario, le brindo un sonrisa muy atenta a la chica quien salió en busca del pedido-. Mientras el pedido estaba en camino, Renato cogió un periódico que vio en la mesa del costado que se encontraba sin comensales pero aún conservaba los restos del pedido; un par de tazas sobre sus pequeños platos y sus respectivas cucharillas, así como unas migas en la mesa y un par de platos medianos con servilletas de papel encima. “Por lo menos aquí no son tan maniáticos de la limpieza como en la clínica”. Se puso a leer noticias de la portada, dándose cuenta que en su vida no iba tan bien informado, no le interesaba leer noticias ni verlas por televisión porque le incomodaba que todo fuera malo. Al informarse un poco del acontecer nacional e internacional, se dio cuenta que tampoco entendía mucho porque le faltaba información previa. “A estas alturas no me voy a poner a investigar, en el camino me enteraré de más”. –Señor, su café expreso. 106
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–Gracias. ¿Puedes traerme un sándwich? -nuevamente Renato se dirigió de manera amable a la señorita-. –Claro señor. Tenemos una variedad de sánguches, tenemos el… –Un mixto por favor -nuevamente amable pero cortante hizo que la señorita se retirase rápidamente con un escueto OK- un sándwich mixto. Mientras tomaba su café, luego de haberse comido el sándwich mixto, Renato encendió otro cigarrillo mientras miraba a la gente que caminaba en ambos sentidos. Trató de oír las conversaciones de pasada y no lograba hilar ninguna de ellas, pues la gente solo pasaba dos o tres pasos cerca de él, en los que podía escuchar algo muy pasajero como varios “¿En serio? no te creo…”, “en realidad no lo sé …”. También, “¿Nos sentamos aquí?”. Y en ese sentido, pasó buen rato mientras reía de su extraño proceder. Un hombre, unos veinte años mayor que él, le habló con tono autoritario: –¿No sabe que no se puede fumar en lugares públicos? –Si lo sé -respondió Renato con convicción-. –Por favor, apague su cigarrillo -increpó sorprendido el hombre por la respuesta tan desenfadada de Renato-. –No lo haré. Estamos al aire libre -sin ni siquiera devolverle la mirada continuó con lo suyo-. Llamó entonces otra vez a la joven mesera. –Sí, señor ¿Desea algo? –La cuenta… Por favor ¡Ah! Un cenicero también ¿En este restaurante está prohibido fumar al aire libre? -dijo mirando de manera burlona al señor que le había llamado la atención por encender su cigarrillo-.
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–No sé señor. Dentro del restaurante está prohibido, pero aquí afuera estamos al aire libre, no lo sé señor… –No sabes. Bueno, estoy al aire libre. Seguiré fumando. Al acercarse la señorita con la cuenta y con cara más molesta que asustada pero tratando de ser amable con el cliente, Renato se dio cuenta que era muy niña, no le echaba más de 19 años. –Disculpa si fui muy tosco. –No se preocupe señor. Pagó la cuenta con un billete. –Puedes quedarte con el cambio -le dijo Renato esta vez muy atento y tratando de no ser cortante-. –Muchas gracias -respondió la chica, pero el rostro se le transformó cuando se dio cuenta que el cambio era más de la mitad del valor del billete con el que pagó Renato. Se puso de pie y prosiguió con su andar. Aún no oscurecía pero de por sí ya el nublado día era suficiente como para esperar la noche. Parte de su lento caminar se debían a las pastillas recetadas, no solamente los analgésicos sino también los ansiolíticos que harían que se relajara y olvidara determinados episodios lamentables. A un par de cuadras más allá de la cafetería donde tomó un expreso, comió un sándwich mixto y fumado con toda autoridad un cigarrillo. Renato se detuvo en la esquina para prever que no pasara ni un vehículo para cruzar la pista a paso cansino. En ese momento de precaución, sintió que una mano se posaba suavemente sobre su hombro derecho. “Un momento”, al reflejo, volteó para ver de quién se trataba, aunque la voz era la misma del hombre que le pidió apagar el cigarrillo en la cafetería. Los medicamentos lo tenían aturdido, lento y con débil reacción. “Debí apagar el cigarro”, fue lo primero que pasó por su mente al pensar que una gresca era inminente. 108
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Al voltear, vio a una persona diferente al hombre de la cafetería. Se trataba de un hombre casi de su misma edad, tal vez un poco mayor pero si se notaba que había tenido una vida muy agitada. A primera impresión le pareció que se trataba de un hombre de mala vida que trataría de asaltarlo “¿En una calle tan concurrida y segura?” –Tranquilo, es una calle muy concurrida y segura. No te voy a asaltar ¿Eso piensas verdad? –¿Qué quieres? –Preguntó Renato algo sorprendido. “Debe ser un gitano. Tal vez quiera estafarme”. Se cerró disimuladamente el sobretodo para que no le viera la cadena de oro que le colgaba del cuello con la mano dominante, metiéndose la mano derecha al bolsillo para que no viera su reloj. –Soy un amigo, aunque no lo crea, soy más amigo de los muchos que crees tener. No soy ningún gitano así que descuida no te robaré tu cadena de oro ni ese feo reloj. Acompáñame. –¿A dónde? -Renato trataba de tomar todas sus precauciones aunque la curiosidad era más fuerte-. –La curiosidad te está matando Renato… –¿Cómo sabes mi nombre? –Te dije que soy más amigo que muchos, también te conozco desde hace tiempo. Vamos acompáñame… es por aquí… estamos cerca… muy cerca… unos metros y llegamos. Renato lo acompañó y efectivamente, solo a unos metros, el individuo abrió una reja vieja y angosta, en la que veía un callejón que oscurecía más rápido que la calle que habían caminado. –Sígueme -indicó el individuo-. Caminaron unos veinte metros hacia el fondo del oscuro pasadizo y el hombre se detuvo. 109
RENATO EN LA CALLE
–Llegamos. Abrió una puerta de madera vieja, no muy alta. La manija era de perilla y de bronce opaco, la oscuridad no permitía ver muy bien. Cuando abrió completamente la puerta, una luz amarilla salió del interior iluminando a poco el pasillo, Renato hizo el ademán de dar un paso para ingresar. –No entres -dijo el hombre- hasta aquí llegamos. El extraño hombre entró unos escasos segundos y volvió a salir. Durante esos escasos segundos, Renato pudo escuchar la voz de este hombre conversando con una persona de voz apagada, también era una voz masculina pero trémula. Cuando salió el hombre, este traía como una luz encima, Renato pudo fijarse en más detalles. “Este rostro lo he visto antes”. Tenía la nariz grande, cejas prominentes y ojos pardos grandes. Las pestañas de este hombre eran extremadamente largas y parecían rizadas, las ojeras delataban un insomnio a largo plazo, la quijada era larga y cuadrada con un hoyo al extremo de ésta. Tenía además los dientes perfectamente dibujados y la barba crecida. El hombre era un poco más bajo que Renato, no vestía más que una vieja camiseta manga corta color azul marino, un pantalón azul no tan viejo y unas zapatillas deportivas blancas pero de tanto usar habían tomado un color muy parecido al gris. –Toma esto -el hombre extendió su brazo hacia Renato, sus venas eran marcadas y se alargaban por todo el antebrazo. Tenía el puño cerrado el mismo que contenía lo que quería entregar-. –¿Qué es? -preguntó deslumbrado y desconfiado-. –Esto -abrió el puño mostrando unas callosas manos con uñas largas y sucias. Las manos callosas no le daban ninguna mala impresión, pero las uñas largas y encima sucias le causaban mucha repulsión a Renato-. La palma de la mano tenía unas pequeñas conchas de mar blancas y secas. Renato quedó sorprendido por tremenda estupidez “¿Me trajo hasta aquí para esta mierda?” 110
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–No es ninguna mierda. Esto es lo único que te dará evidencia que lo que te ocurre no lo estás inventando. –Espera ¿Tú me crees? Pero si no me conoces… –Estoy más cerca de ti de lo que crees. –¿Conoces a Esteban? –Tanto o más que tú… –Yo no lo conozco, pero sé de su existencia. El individuo lo miró con aquellas pupilas directas y dilatadas, con la cabeza ligeramente levantada para ver los ojos de Renato. Su boca se arqueó hacia abajo, parecía molesto. Cerró los puños marcándosele los nudillos. Renato por un momento pensó que el individuo iría a meter un puñetazo “¿Dije algo malo?” –No, no has dicho nada malo. Solo que quizá deberías saber algo más de tu vida y de la vida de los que te rodean. Estas conchas debes llevarlas colgadas en el cuello. Si quieres las cuelgas junto con esa cadena ridícula, o las llevas solas, pero debes llevarlas colgadas. –¿Y qué hay si no las llevo? –Ya te dije, además de ser la única evidencia de lo que te sucede, también te protegerán en el momento que tú mismo sabrás cuando llegará. Vamos, te acompañaré hasta la esquina. Renato tomó con la mano izquierda las conchas y las guardó en el bolsillo del sobretodo. Salieron del oscuro pasadizo. Ya el sol había caído y la calle estaba iluminada por la luz de los postes. Caminaron juntos hasta la esquina en donde se había llevado a cabo el encuentro. Una vez que llegaron Renato volteó para decirle algo al hombre y simplemente este ya no estaba. Ya no quiso regresar hasta el callejón solo para despedirse. Le pareció innecesario.
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LA HABITACIÓN Habían pasado por lo menos dos horas desde que el anciano operario de limpieza optó por suicidarse. Los agentes de la policía le hicieron preguntas luego que indicara que el suicida limpiaba vidrios, a la altura de su consultorio, al momento de soltarse los seguros del andamio colgante. Debido a la conmoción que causó esta tragedia, la clínica tuvo dificultades en sus atenciones durante el resto del día. Los profesionales de la salud así como el personal administrativo estuvieron muy afectados. A pesar de no conocer al individuo, el hecho de haber sido protagonistas de un acontecimiento de esa naturaleza afectó a todos. Santiago no estuvo exento de tal condición. Luego de la complicada situación que trajo consigo el suicidio del operario de limpieza, Santiago tomó la decisión de cancelar las citas que le quedaban aquel día. Renato fue el último paciente. Las atenciones a los internos en la clínica los delegó al médico que seguía en rango. Llevaba corbata bien puesta pero se quitó el saquillo de médico para tirarlo en el cesto de ropa sucia que tenía dentro del baño del consultorio. Se desajustó un poco la corbata para lavarse la cara, se secó con una toalla tirándola hacia abajo mientras se miraba en el espejo. “Tengo las ojeras más grandes”. Se bañó el rostro con un poco de agua de colonia, luego se peinó la abundante cabellera ligeramente alargada para volver a ajustarse la corbata. Una vez más se miró en el espejo y apagó la luz del baño. Antes de salir de su consultorio, desconectó la computadora portátil pero no la llevó. Le desagradaba llevar trabajo a casa. Fue una promesa que hizo con Madeleine. Era preferible quedarse un tiempo más en el centro de labores que llegar a casa y seguir trabajando. Caminó tranquilo por el pasadizo de la sala de psiquiatría que llevaba desde su consultorio hasta el ascensor. Presionó el botón y se abrieron las puertas. Sonó la señal de llegada al sótano, caminó hasta su automóvil. Una vez que se detuvo al costado del vehículo, presionó el sensor que desactivó la alarma. Se
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quedó parado y pensativo. “Mejor me voy caminando”, suspiró y dio la vuelta para caminar hacia las escaleras. Subió los veinte escalones hasta el área de recepción de la clínica. “Adiós Doctor Rodríguez”, escuchó por ahí la voz de una mujer, respondiendo con un gentil “Adiós”. Las puertas automáticas de la clínica se abrieron. Lo recibió un ventarrón fresco que alborotó su cabellera pero nada le quitaba el momento de tranquilidad que era tomar un poco de aire fresco, después de trabajar. Era media tarde y había salido el sol, caminar por la calle no había sido mala idea, tal vez en el trayecto comería algo en algún restaurante que encontrase en el camino. No había almorzado, pero no lo había notado. El ajetreo y la circunstancia hicieron que la hora pasara rápido. Sintió la tentación de llamar a Madeleine pero ya era tarde para almorzar, además no sentía ganas de conversar mucho. En la noche le contaría más detalles a lo adelantado telefónicamente. La caminata prosiguió sin tomar en cuenta el tiempo, Santiago no había tenido en consideración que el rumbo que seguía a pasos largos no era el que lo llevaría a casa pero se sentía relajado por ello. Vestía la corbata desajustada, iban desabrochados los dos botones superiores de la camisa blanca de rayas celestes y sus cómodos zapatos negros hacían sentir ligera la caminata. La tarde fue avanzando. El cómodo y relajante paseo se fue haciendo tedioso. En un momento comenzó a sentir mareos. “Debí haber comido algo, me muero de hambre”. Se detuvo para reconocer por dónde iba y así ubicarse. Miró a los alrededores entrecerrando los ojos, se pasó los dedos de las manos por entre la cabellera. “¿A dónde voy? Mejor camino a casa”. Entró en angustia. De pronto escuchó la voz de Renato. –Muy bien, yo lo sigo -le dijo Renato con voz asustadiza-.
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LA HABITACIÓN
Santiago entró en duda al no saber donde estaba. Otra vez Renato lo salvaría de una de sus crisis. –¿Me sigues? ¿A dónde? No entiendo. –Tú dirás Doc. Te espero. Santiago tenía la sensación que algo iba mal. Estaba en un lugar desconocido junto con su paciente psiquiátrico. Ambos tenían rostro de duda y confusión. –¿Dónde estamos?- Preguntó Renato –No sé. “¿Tú no sabes?” El lugar era oscuro y silencioso. Ambos tenían al frente una puerta. Santiago miró fijamente la puerta, desconcertado por desconocer el motivo que lo había llevado hasta ese misterioso lugar. Volteó para ver a Renato. Se dio cuenta que éste parecía más tenso y preocupado aún, sudaba demasiado pero con los ojos bien abiertos. –¿Sabes dónde estamos? -preguntó Santiago-. –Bueno, este lugar específicamente no lo conocía, pero sí… sí sé donde estamos. Santiago quiso mostrar serenidad ante su paciente, entonces le devolvió una risa cómplice y miró otra vez la oscura puerta. Sabía que no debía entrar a ese lugar, sin embargo tomó la decisión. Cogió con la mano derecha la perilla de opaco bronce de la puerta y giró. Esta no dio vuelta, estaba trancada como si la hubiesen asegurado por dentro. Insistió más de dos veces en abrirla. Los intentos provocaron ese incómodo y corto ruido de una cerradura trabada. Como la chapa no abrió, le dio una mirada percatándose, entre lo oscuro, que su mano lucía diferente, simplemente no era su mano la que trataba de abrir
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frenéticamente la puerta, pero si era él… Santiago. Los nudillos eran tan grandes y pronunciados, las venas hinchadas y extremadamente marcadas. Esas uñas tan sucias, crecidas y gruesas no podían ser de él. La piel tostada y tan maltratada al extremo no le era familiar. “Algo me pasa y otra vez con Renato cerca. Este demente está volviéndome loco”. Insistió en abrir la puerta, pero esta vez como si le hubiesen echado lubricante al mecanismo la cerradura cedió hacia el lado derecho. Una vez más Santiago volteó a darle otra mirada a Renato quien segundo a segundo se angustiaba más y más. –¿Seguro que aquí es? –Sí, sí, sí -tartamudeó Renato con voz casi queda-. –Espérame… Al empujar la puerta Santiago la sintió muy pesada, obviamente las bisagras chillaron por lo viejas y descuidadas que estaban. Dio un fuerte empujón y entró. No había nada más que la construcción interna sin una sola capa de pintura, oscuridad a medias sumada a un fuerte viento que removía el polvo acumulado de mucho tiempo. Aquello hizo que Santiago con el cabello revoloteado entrecerrase los ojos para no perder de vista lo poco que podía presenciar. Con fuerza jaló de la perilla para cerrar la puerta; cuando lo hizo volteó a oír lo que le pudiera decir Renato. –Todo está oscuro, aquí no hay nada ¿Qué estamos buscando? ¿Cómo llegue aquí? –¿Cómo? Pero vi una luz desde adentro y escuché la voz de una mujer, parecía una vieja. –Entonces entra conmigo… –No, tú me trajiste aquí. Entra y dame lo que me dijiste que me ibas a dar.
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LA HABITACIÓN
–¿Aquí, dentro de esta pocilga? -reclamó Santiago mientras Renato respondía con una levantada de cejas y la cabeza inclinada -. Santiago nuevamente tomó la perilla de bronce observando que su mano si era la suya y no la imagen presenciada segundos antes. Con un fuerte empujón abrió la pesada y chillona puerta, desde que esta se movió salió una luz amarilla del interior. Otra vez Santiago entrecerró los ojos pero esta vez por lo intensa que le pareció la luz. Entró a aquella habitación, le parecía más una pequeña casita de barrio que una habitación ya que al ingresar vio que estaba decorada como la sala de una casa antigua solo que los muebles eran algo diminutos. La casa tenía un olor particular, una mezcla de olores entre guardado y podrido, con un polvo acumulado que le causó molestia en las fosas nasales. –¿Buenas noches? -saludó con duda mientras Renato esperaba impaciente afuera-. Con la puerta a sus espaldas, Santiago dio dos pasos, volteó para ver la puerta cerrada. “Yo no cerré esa puerta”. Al frente podía ver una cortina amarillenta grande, grande en proporción a la pequeña sala, un sofá de dos cuerpos con el tapiz rojo desteñido apoyado en la pared derecha, una mesita de centro circular de madera con un adornito sobre un blanco y percudido tapete tejido. Al fondo, arrinconada en la esquina izquierda, había una mesita cuadrada con un juego de cubiertos colocado sobre ésta, así como un vaso puesto de cabeza. Un poco más arriba del sofá había un espejo con marco de bronce sucio. Santiago dio un paso más, revelando por el sonido de la pisada que el suelo era de tablones de madera “¿Qué demonios hago aquí?” El ambiente era sórdido además del polvo y los malos olores, se sentía un aura completamente pesada. Comenzó a transpirar, las gotas chorreaban desde el cuero cabelludo y corrían por los maxilares. Entonces, se metió la mano al bolsillo posterior derecho del finísimo pantalón para sacar un pañuelo y secarse el sudor que le estaba
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incomodando. “Pero sí no hace calor… tengo frío”. No encontró su pañuelo. Secó el sudor con la mano, la mano que ya estaba sucia le provocó una mancha en el rostro por la combinación sudor del rostro y suciedad de las manos, pero esta vez Santiago no se dio cuenta de aquello. Una voz trémula llamo su atención, no supo a ciencia cierta qué fue lo que dijo aquella voz pero sí supo que era de una anciana solo porque recordó lo que le había dicho hacia unos instantes Renato. “… escuché la voz de una mujer, parecía una vieja”. Santiago volteó hacia dónde provenía la voz, lo que hizo que tropezara consigo mismo cayendo al piso, justo al costado de la mesita de centro que no se movió para nada. Rápida y torpemente se puso de pie, había una anciana parada casi detrás de la puerta, no era alta ni baja pero tenía algo que le resultaba conocido “¿Deja Vu?” La mujer que vestía un largo vestido de seda verde olivo desteñido tenía el escaso pelo completamente blanco y largo. Los ojos celestes. No sabía Santiago si por lo vieja o porque era el color natural de sus ojos, tal vez fueron azules y con los años tornaron a celestes. Las arrugas dibujaban todo el rostro de aquella mujer. No causaba temor alguno su presencia, pero si le intrigaba el hecho de encontrarse en tal situación. –¿Quién eres? -preguntó completamente intrigado Santiago-. –La casa es mía -respondió la anciana mientras con pasos cortos se acercabayo soy la que debería preguntarte quien eres tú. –Entré porque… –Sí, si lo sé. Tal vez ni siquiera sepas quién eres… –Soy Santiago Rodríguez, médico… –¿Sí?
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LA HABITACIÓN
Respondió con una mirada burlona la vieja y enseñando los pocos dientes que le quedaban, metió su mano dentro de su largo vestido de seda cuyas mangas eran también largas y anchas y la volvió a sacar mostrándole a Santiago su puño cerrado. Santiago la miró, no podía apartar sus ojos de los celestes y grandes ojos de la anciana. “¿Dónde te he visto antes?” Al ver el puño de la mujer atinó a voltear a la izquierda viendo el viejo sofá de dos cuerpos, levantó un poco la mirada hacia el espejo. Esta vez se asustó y volvió a mirar sus manos, aparecieron nuevamente las manos con uñas largas, gruesas y sucias, viejas, nudosas, cobrizas y cargadas de gruesas venas. El hombre del espejo no era él. “Algo pasa. Este no soy yo”. –No sabes quién eres, me lo imaginaba. Abre la mano. Santiago anonadado obedeció. Estiró el brazo derecho para abrir la mano de palmas llenas da callos y ampollas. La mujer abrió ese puño y dejó caer algunas cosas pequeñas encima. –No mires lo que hay, solo cierra el puño. –¿Qué hago con esto? –Entrégaselo al que te espera afuera. Tampoco tiene ni idea de quién es él. Santiago sin preguntar más se acercó a la puerta con pasos largos y apurados, la jaló sin sentirla tan pesada y salió. Afuera lo esperaba Renato con la expresión sobresaltada. –Guarda esto -le dijo Santiago, entregándole lo que la anciana le había dado. Se puso a caminar para salir de aquel desagradable lugar- ¿La conocías? –¿A quién? –A la vieja, me dijiste que había una vieja dentro. 118
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–Te dije que había escuchado la voz de una vieja, venía desde adentro. Tú me trajiste aquí. Santiago lo miró sin prestarle atención a lo que neciamente decía Renato. No sabía como había llegado a ese lugar ni mucho menos porqué. Solo quiso salir e irse a su casa. Cuando quiso despedirse de Renato, Santiago ya se encontraba solo frente a su casa. La camisa la tenía completamente sucia y mal puesta, el rostro manchado y completamente despeinado. Le dolían las piernas y la espalda, caminó con paso alicaído hacia la puerta de su casa. Ya era de noche pero no tarde. Más o menos había pasado como una hora desde que se ocultó el sol. Abrió la puerta y se miró en el espejo que se encontraba al costado de ésta. “No quiero que Made me vea así”. De pronto sonó el teléfono móvil, vio que era Renato el que llamaba. “¿Qué querrá este?” –Aló Renato… –Doc, ya sé quién es la mujer. –¿Mujer? ¿Qué mujer? –La anciana de la casa. –Pero si no la viste, no entiendo. –Es la mujer del ascensor. El día que se suicidó el operario ¿Te acuerdas? –Eso fue hoy Renato. El anciano se suicidó hoy mientras te atendía en mi consultorio. Dicho sea de paso te fuiste sin recoger tus medicinas. También me acuerdo de la mujer del ascensor, claro pero esa mujer era relativamente joven, no una anciana como esta… –Santiago… Doc, el operario se suicidó hace más de cinco años. La última vez que supe algo de ti fue cuando me dieron de alta… hace tres días.
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OTRO DESPERTAR Mientras ella movía la cabeza hacia un lado, aquel cabello negro semi ondulado lanzaba un aroma exquisito que a Renato lo embobaba al igual que aquellos ojos grandes y oscuros que lo contemplaban con cierto cariño. Su amplia y delicada boca le sonreía de costado. Las palabras le sonaban como música, como suspiros del corazón. –Me gustas mucho Chico. –Lo sé, Pao. –¿Lo sabes? Preguntó exaltada pero no molesta, sino más bien sorprendida. Tenía el codo izquierdo apoyado sobre su cama y dejaba ver su escaso busto de piel capulí. –¿Dije algo malo? Respondió también sorprendido con aquella pregunta, girando el rostro hacia ella con aquellos sagaces ojos verdes. –Pensé que me dirías que a ti también te gustaba ¿Cómo sabes que me gustas? -lo fisgó rendidamente mientras con la mano derecha le acariciaba el rostro sin afeitar, aquel rostro que siempre estaba sin rasurar a pesar de no usar barba-. –Me gustas, Pao. Me gustas mucho y… mejor no sigo. Volteó la cara hacia el lado contrario de ella. –Pero dime… –No… nada. Siguió sin regresar la mirada hacia ella. –Habla -dijo ella en tono drástico, agarrándole la quijada- ¿qué me ibas a decir? 120
“SUEÑOS DE LOCURA”
–Estoy enamorado de ti -regresó la mirada hacia ella- pero me cuesta decírtelo porque está claro que… como siempre dices, lo nuestro tiene fecha de expiración. Ella permaneció observándolo mientras le acariciaba la quijada. Él cayó profundamente rendido en los brazos de Morfeo. Al cabo de un lapso de tiempo Renato se despertó. Se estiró cómodamente con un bostezo contagioso. Nuevamente la vio a ella recostada hacia el lado opuesto. Con la mano izquierda le acarició el hombro y el antebrazo. Se acercó para darle un beso en la oreja. Sintió un aroma exquisito pero no era precisamente el de Paola. Entonces advirtió que estaba con Cecilia. Se recostó nuevamente boca arriba para pensar que tan real había sido aquel sueño. Estaba completamente enamorado de Cecilia pero no salía de su mente Paola García. Siguió acariciándola no para consolar su ansiedad sino porque realmente estaba tan embobado por Cecilia que como lo estuvo de Paola. –Dormiste mucho -le dijo Cecilia mientras daba la vuelta también apoyándose lentamente sobre su codo izquierdo dejando ver su desnudo busto mediano y el pecho lleno de pecas-. –No lo sé -respondió mirándola con una ceja levantada- ¿Qué hora es? –Eso no interesa. El tiempo siempre juega a nuestro favor -le acarició la quijada tal como también lo había hecho Paola- acabo de hacerme una prueba de embarazo. –Seremos padres -confirmó Renato sin preguntar ni extrañarse por nada-. La noticia no lo alteró pero si le levantó las pulsaciones por una extraña emoción para la cual aún no se sentía preparado. –Sí, tengo algo de catorce semanas de embarazo. No te veo muy entusiasmado, si no deseas tenerlo pues… –Si haces algo con ese bebé no me volverás a ver nunca más… 121
OTRO DESPERTAR
–Me refería a que si no lo deseas yo me encargaría de criarlo sola. Conversaron un tiempo prolongado sobre el tema, sobre posibles nombres, sobre criar al bebé juntos por lo que deberían conciliar un lugar para vivir, si a la casa vieja que Renato recibió por herencia de sus padres o al departamento de Cecilia o simplemente rentar uno. También hablaron sobre tipo de ropa, sobre el futuro de la criatura y más. Entre tema y tema referido al primogénito hicieron el amor una y otra vez hasta quedar exhaustos y nuevamente durmieron. Aquel sueño fue más prolongado de lo imaginado, Renato se vio nuevamente en un campo de césped verde, crecido pero parejo frente al sol naciente. Se veía a Cecilia de espaldas con su lacio cabello negro alborotándose por el viento. Caminaba detrás de un niño que corría a cortos pasos. Ella vestía una camiseta de tela delgada color blanco, la que hacia contraste con su cabello suelto, asimismo un pantalón azul marino y unas zapatillas de estructura muy finas, iba caminando sobre las puntas de sus pies. El niño de dos años de edad corría sobre el césped con un sobretodo de tela celeste con tirantes en los menudos hombros, debajo de este una camiseta de rayas azul y blanco, al mismo estilo que las camisetas de los deportes náuticos, zapatillas de bebé blancas; el cabello lacio negro igual que el de Cecilia también se alborotaba con el viento y con los pasos que daba. Renato iba caminando detrás de Cecilia, ella volteó para darle una mirada de felicidad, regalándole una pequeña y fresca sonrisa. Él levantó el brazo en señal de saludo al mismo tiempo que le devolvió la sonrisa con un guiño de sus pícaros ojos. Se pasó la palma de una mano por la quijada, algo peculiar sintió al percatarse que estaba completamente afeitado. “Prometí jamás afeitarme”. Siguió caminando observando a su amada y su niño. “Es hombre”, se dijo sorprendido frente a aquella premonición. Dentro de tanta naturaleza rodeada de árboles con frutos de colores, el sol resplandeciente, la temperatura ni caliente ni fría, debido al fresco viento, el cielo celeste con pocas nubes fugaces… fue un momento sublime. Dejó de ver al niño y Cecilia volteó hacia él con el rostro compungido, los ojos húmedos mientras se pasaba las manos blancas con uñas pintadas de rojo por
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“SUEÑOS DE LOCURA”
la cara. Estaba llorando y por lo visto algo sucedía con el niño. “¿Qué sucede?... El niño… ¿Qué pasa con el niño?”, preguntó agobiado. Ella no respondió nada, entonces repentinamente lo miró a los ojos advirtiendo que algo sucedía detrás de Renato. Lentamente volteó a ver lo que acontecía. Sintió un impacto en la cabeza. El sueño se esfumó. Renato despertó sintiéndose algo extraño, no abrió los ojos porque le dolía mucho la cabeza y todo el resto del cuerpo, sobre todo la espalda. “Que extraño, no me siento borracho, que yo recuerde ayer no tomé”. Sintió que el frío provocaba que el dolor se incrementara. “Cecilia”, se repetía a sí mismo, ayúdame que me duele todo. Repentinamente escuchó el ruido de la calle demasiado cerca, por lo que con mucho esfuerzo abrió rápidamente los ojos. Una vez tuvo los parpados levantados, las pupilas se contrajeron, lo primero que pudo ver fue un papel de periódico doblado hacia arriba por haber sido llevado hacia allá por el viento, el mismo viento ligero que se lo llevó. Al ras del piso observó unos cuantos pares de zapatos arrastrándose mientras hacían su paso “¿Qué hago aquí? ¿Estoy tirado en el piso?” Yacía en el suelo sobre el lado derecho del dorso con las piernas semi flexionadas, entonces trató de ponerse de pie por lo que apoyó su mano izquierda en el sucio pavimento. Las uñas las tenía asquerosas, los nudillos llenos de costras y heridas abiertas. Al tratar de presionar su peso sobre la palma de su mano le temblaron frenéticamente las articulaciones, tanto de los dedos como la muñeca, el codo y el hombro. Detuvo el fallido intento. Volvió a empeñarse pero esta vez ni siquiera pudo mover el brazo, se quedó inmóvil. Meneó la vista hacia los pies y el resto del cuerpo pero fue lo único que pudo mover “¿Qué sucede? Repetía agobiadamente. Oía las voces de la gente que pasaba sin interesarle si hablaban de él o de asuntos particulares. Cerró los ojos con la esperanza que se tratase de una pesadilla. Nuevamente llegó a sus oídos el sonido de suela de cuero de un par de zapatos, pero esta vez se detuvo frente a él, abrió los ojos y la pesadilla continuó. Frente a él tuvo ese par de zapatos, zapatos de corte masculino, trató de llevar la vista hacia el rostro del individuo con el propósito de reconocerlo, no obstante por el ángulo de la
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OTRO DESPERTAR
posición visual en la que se encontraba su faz, no lo logró. Trató de preguntarle a aquel hombre quién era, entonces se dio cuenta que tampoco podía modular palabra alguna. –Aquí está, dijo el hombre que tenía al frente- ¿es él verdad? –Sí, es él -dijo una quejumbrosa voz femenina-. En su desesperación solo atinaba resignado a ver aquellos hermosos ojos azules, esos grandes ojos azules cuyas escleróticas se encontraban jaspeadas de venas rojas por tanto llorar, aquellos ojos continuaban llorando y lo miraban con mucha pena mientras en cuclillas posaba una mano en su hombro izquierdo –“¿Tanta lastima doy?”- pensaba mientras continuaba recostado sobre el lado derecho del dorso e inmóvil en el suelo de la calle –“Pero ¿Quién es esta mujer? ¿Por qué no puedo moverme?”. Se dio cuenta en ese instante que tampoco podía modular voz alguna. –¿Qué te sucede amor mío? ¿Cómo has podido caer en esta desgracia? -preguntaba aquella desconocida mientras él no sabía que había ocurrido aún y tampoco sabía que responder debido a aquella extraña fuerza que le impedía hablar-. –“No me siento borracho, mucho menos drogado y esto no es una alucinación” -apartó la vista de aquella mujer y se dio cuenta que tenía la ropa completamente sucia tras días de haber sido usada, los pantalones arrugados, sin prenda superior. Tampoco traía zapatos y los pies estaban sucios. Se encontraba en completo estado de abandono. “No recuerdo haber sido mendigo. Soy Renato Gonzales” -aquella mujer tomó con ambas manos la sucia mano izquierda de Renato. El hombre que acompañaba a la rubia mujer también se puso en cuclillas, lo pudo ver y reconocer. “Pero… pensé que este tipo estaba muerto”. La mujer apartó su mano izquierda de las manos de Renato para comenzar a pasarle los dedos entre los cabellos mientras no paraba de mirarlo y de llorar.
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–No sé qué es lo que habrá pasado con su esposo, pero está muy mal -dijo el hombre conocido a la mujer-. Entretanto Renato se preguntó, “¿esposo? Este tipo está más confundido que yo”. –Chico, por favor responde. ¿Por qué no se mueve? Mírame por favor. “Estoy mirándote. Por favor dime quién eres”, pensó Renato mientras inútilmente trataba de comunicarse. –Parece que está en estado de shock. La ambulancia no debe tardar en llegar -le agarró la muñeca mientras echaba un vistazo a su reloj para tomarle el pulso- está aparentemente estable, lo extraño es que no se mueve. –Es médico -le respondió ella-. “¿Médico? Aquí está pasando algo. Creo que ya sé quién es ella. La esposa del Doc, es la esposa de Santiago”. Por la mente de Renato pasaron miles de ideas, no comprendía como había llegado a aquel lugar, así como tampoco entendía porque se encontraba inmóvil, se sentía impotente por aquello. Dio por hecho que esta especie de parálisis podría ser temporal. “Si estuviese invalido no sentiría este dolor”. Pretendió moverse, dando inicio a algún reflejo cercano al único órgano que podía mover, volvió la vista a los llorosos ojos azules de Madeleine que no dejaban de mirarlo. Trató de mover las cejas, no podía verlas así que no tenía la certeza si el esfuerzo muscular estaba surtiendo efecto. Quiso hacer lo mismo con la cabeza pero no lo consiguió. La incapacidad de no tener idea de lo que le acontecía, la inmovilidad, la confusión de parte de las dos personas que lo observaban y tomaban por alguien que no era, la manera como llegó hasta ese desconocido lugar todo hizo que se pusiera a llorar. Los sollozos eran únicamente para él porque su cuerpo seguía inmovilizado, lo único que tuvo movimiento fueron las lágrimas que cayeron desde el conducto lagrimal corriendo por las sucias mejillas formándose un ligero barro en su demacrado rostro.
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OTRO DESPERTAR
–¿Me escuchas? -le preguntaba Madeleine aún llorando-. –Llegó la ambulancia -le advirtió aquel hombre que la acompañaba-. El sonido y luces de la sirena lo atormentó aún más. Vio como los paramédicos y otra gente con vestimenta blanca y cruces rojas en el pecho iba pululando por donde él yacía. Ella permaneció a su lado pero el hombre que la acompañaba se puso de pie para hablar con la gente que recién había llegado. –¿Sabe el nombre de la persona? -Preguntó el médico que llegó en la ambulancia-. –Sí, también lo conozco -respondió el hombre con rostro inexpresivo-. –¿La mujer? -Ella se puso de pie-. –Dígame el nombre de… Hablaron durante un minuto. El médico se acercó con otros hombres que llevaban una camilla y otros accesorios de emergencia como vías respiratorias, un porta vías intravenoso y otros aparatos que no pudo reconocer. Lo subieron a la camilla asegurándole el cuerpo con unas correas de cuero. Rápidamente colocaron aparatos en boca y nariz, le pincharon el brazo y conectaron la vía colgada en un soporte para finalmente subirlo a la ambulancia. –Usted va con nosotros señora -le dijo el médico a Madeleine, ella asintió-. Una vez dentro de la ambulancia, antes que cerraran las compuertas posteriores, vio la calle que seguía rodeada de la gente que había ido a asistirlo pero que aparentemente ya se preparaba a retirarse. Vio de pie al hombre que acompañó a Madeleine, éste lo miró con una irónica sonrisa “¿Quién es? ¿Quién es?” Luego, enseñó unos sucios dientes con una sonrisa que se convertía en carcajada. El único que escuchaba esa carcajada era Renato, el resto de gente seguía con lo suyo sin darse cuenta de nada. Se le vino a la mente el rostro de aquel hombre, aquellas ojeras lo confundían pero los ojos verdes los percibía como
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sus propios ojos, pero parecían de otra temporada, de otro momento. Las compuertas se cerraron. –Siéntese por favor señora. La madre ¿verdad? -preguntó el médico-. –Sí, dijo ella. Renato la miro y no era Madeleine, era otra mujer, más acabada pero con aquellos ojos azules preciosos que ni la vejez se los había quitado “¿Pero qué mierda está pasando?” Se preguntó furioso. Ella lo miraba con rostro de pena. “Es la mujer del ascensor, no recuerdo bien, pero estuvo el día del suicidio del operario, en la clínica”. –Vamos a hacer algunas pruebas -le dijo el médico a la mujer mientras le enseñaba una tablilla de metal color gris- ¿Es ese su nombre? -ella asintió-. –Muy bien comencemos ¿Estás bien? Nosotros te ayudaremos -de pronto el sonido que indicaba el pulso cardíaco dejó de sonar con picos parejos para convertirse en una sola línea¡Carajo! -expresó con voz baja el médico- ¿¡Me escuchas!? ¿¡Estás ahí!?… Responde… responde. El pulso cardíaco regresó a los picos parejos, devolviéndole el color del semblante natural al médico. –Ahora sí, escúchame, vamos a ayudarte vamos a ayudarte, te pondrás bien. ¿Me escuchas? Esteban ¿Me escuchas?
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SIN DESPEDIDA Ella trataba de calmarlo, entre llantos e intentos fallidos por abrazarlo. Renato tenía en ese momento una fuerza descomunal propia del hombre que entra en un estado de locura absoluto. A sus veintidós años de edad ya parecía un hombre de más de treinta, los músculos los tenía más fuertes y definidos a pesar de ser delgado, en aquel momento se le veía un hombre más robusto de lo que realmente era. –¡Por favor amor! -prácticamente llorando le rogaba que se calmara-. Un viernes en la mañana, Paola lo fue a buscar. La visita fue de rutina, cuando ella llegó encontró la puerta abierta lo que llamó severamente su atención, ya que es inusual que hoy en día alguien deje la puerta de su casa abierta, lista para que cualquier extraño ingrese. Estacionó su pequeña motocicleta a la altura de la puerta de la casa y bajó. Una vez que pisó el umbral de la entrada, ella observó vidrios en el piso. A primera impresión supuso que Renato había bebido demasiado, cosa que a ella le molestaba mucho, y que tal vez algún vaso o botella se le habría caído. Supuso que por eso la puerta estaba abierta. Ingresó y comprobó de inmediato que no, la situación era peor de lo que esperaba; Renato se encontraba en una silla del comedor sentado mirando en dirección a la ventana que se encontraba al costado de la entrada con aquellos ojos verdes que en aquel momento habían perdido toda su picardía, por el contrario estos no mostraban ningún tipo de sentido y pintaban tonalidad rojiza, con la cabeza gacha, el cabello completamente alborotado, la barba crecida al igual que siempre con una mancha de sangre debido a alguna herida ocasionada en aquel episodio. El pecho parecía disminuido debido a la postura de la sentada pronunciadamente recostada sobre el respaldar, con las piernas completamente estiradas y los inertes pies descalzos echados hacia ambos lados. Vestía una camiseta no tan vieja pero si desteñida con cuello V de color gris, con algunas mancha de sangre, un pantalón jean celeste también con gotas de sangre y una pulsera de cuero. Los nudillos de la mano izquierda presentaban severos cortes y magulladuras. –¿Renato? -dijo con tono de saludo-. Él no respondió. A pesar que lo tocó por el hombro con un delicado movimiento.
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La casa estaba completamente destrozada, los pedazos de vidrio que adornaban el piso eran de las ventanas, copas, vasos, vitrinas y todo lo que estuvo a su alcance. Las sillas tenían las patas rotas y se encontraban desparramadas, las paredes estaban sucias con las botellas de vino que arrojó sobre estas, los pocos adornos de porcelana y cristal que su madre habría coleccionado yacían esparcidos hasta en lo más recóndito de la sala y comedor, al igual que los discos y cuadros. Paola caminó por la casa mientras Renato permaneció observando hacia el mismo lugar donde ella lo encontró al entrar. La cocina tenía todos los muebles empotrados rotos, las puertas superiores de la alacena estaban abiertas a excepción de las que ya estaban en el suelo por algún extraño golpe. Los cajones también arrojados en el suelo al igual que cubiertos, cucharas, cuchillos y cucharones, así como otros cajones abiertos, los artefactos electrodomésticos también se hallaban rociados y quebrados en el suelo. Paola solo atinó a ponerse una mano en la frente mientras cerraba los ojos demostrándose a sí misma la difícil situación que le tocaría enfrentar. Caminó hacia el baño de visitas. Como era de esperarse también estaba despedazado, el lavatorio estaba quebrado en fragmentos por el piso, el inodoro si bien estaba en su sitio, la tapa de este se confundía a pedazos entre todo el resto de accesorios que también había sido echados a perder. Se dirigió hacia las habitaciones. Halló las tres en la misma condición desastrosa: colchones cortados, sábanas tiradas, pomos de perfumes y jarabes arrojados, ventanas rotas, mesas de noche disparadas, puertas con huecos de algunos puñetazos y patadas. Lo que más le sorprendió fue la cantidad de fotografías viejas repartidas por toda la casa, eran las fotografías de un mismo hombre, no le pareció para nada conocido, no hizo caso al asunto. Se acercó nuevamente a Renato, se puso en cuclillas frente a él para buscarle la mirada, sabía que no estaba ni ebrio ni drogado. Tenía conocimiento que siempre tuvo tratamiento psiquiátrico pero siempre lo relacionó a la personalidad extrovertida del joven más que a un estado de agresión como el que había acontecido. Tomó su rostro por las quijadas de barba incipiente con mucha ternura.
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SIN DESPEDIDA
–Renato… mi amor. ¿Me escuchas? -le preguntó, mientras las lágrimas de manera incontenible chorreaban por sus mejillas. Él permaneció con la mirada perdida-. En alguna ocasión Renato le había pedido que tuviera grabado dentro de sus contactos telefónicos el número de Gertrudis, pues era un hecho que lo trataba al igual que a un hijo. Paola cogió su teléfono móvil, llamó sin obtener resultado. Permaneció en la misma posición en la que se encontraba frente al joven mecánico. Se puso de pie en busca de alguna toalla limpia, no demoró mucho en encontrar alguna del suelo y recogerla para asegurarse que no tuviera vidrios o residuos de algún objeto fragmentado. La sacudió fuertemente para luego remojarla con agua y exprimirla. Se acercó para nuevamente colocarse en cuclillas frente a él y lavarle el rostro con la toalla fresca y húmeda. Quería cerciorarse que pudiera despertar de aquel trance. Pudo sacarle parte de la sangre seca que tenía en la quijada prominente rozándole la herida no muy pequeña lo cual generó un reflejo instantáneo. Renato aflojo aquella mirada fija comenzando a parpadear por reflejo, mirando intermitentemente a Paola con cara de sorprendido como si despertase de un sueño. –Pao ¿Qué haces aquí? –Mi amor, vamos a llevarte a la clínica. Estás mal… –Ya veo -la interrumpió él mirando a su alrededor sin mover la cabeza-. –Renato, ponte de pie. Un momento, voy a traerte un par de zapatos -se puso de pie para ver si entre tanto desastre encontraba algún calzado cuyo par estuviese disponible. Por suerte no le demoró más de un minuto hallar un mismo par-. Al igual que la toalla húmeda, Paola se aseguró que dentro de las zapatillas no hubiese residuos de vidrios o algo que pudiese ocasionarle algún corte en los descalzos pies, luego se las colocó y le amarro bien los cordones. –Estamos listos mi amor -le dijo aún en cuclillas con las manos sobre los muslos cuyas piernas ya había flexionado en su despertar-.
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–Si Pao -respondió aún confundido-. Paola se puso de pie, se acomodó su larga cabellera negra hacia el hombro izquierdo y tomó ambas manos de Renato para ayudarlo a impulsar su tremenda humanidad con su pequeño, menudo y delgado cuerpo de un metro sesenta y cinco. Cuando ambos se encontraron de pie, ella le soltó las manos para delicadamente tomarlo por la cintura y llevarlo con mucho cuidado fuera de aquella casa que se había convertido en una escena de campo de batalla de película de guerra. Cuando ella cerró la puerta se detuvieron para mirarse, ella seguía con las inevitables lágrimas en los ojos mirando a los ojos ya no tan perdidos de Renato quien encontró en ella tristeza incomprensible para su estado de locura. –No llores Pao -le dijo con insuficiente consuelo-. –Estoy bien mi amor, no te preocupes, es solo que estoy con una irritación -mintió descaradamente para que él no se sintiera mal-. –No Pao, estás llorando por mí y no quiero que llores por mí porque no es bueno llorar por mí… no Pao no por mí -pronunciaba su atolondrada voz agarrándole sus delicadas manos con las uñas pintadas con esmalte verde aturquesado-. –Vamos, te llevaré a la clínica. –¿Vamos en tu moto? –preguntó dubitativamente. –No amor, tomaremos un taxi. –¿Llamaste a…? –No me responde Gertrudis, me contesta la grabadora… –No… Gertrudis no… ¿Llamaste a Santiago? –¿A quién? ¿Santiago, quién es Santiago? 131
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–Mi psiquiatra Pao, Santiago… –Santiago, estás confundido Renato… Santiago no es… –¡¿Por qué me quieres engañar?! -le gritó incomprensiblemente-. –Mi amor, es que Santiago… –¡¿Me estás engañando?! -gritó más fuerte en tono de advertencia mientras Paola sollozaba a punto de estallar. En ese preciso momento llegó Gertrudis. –Paola, hija, ya me imagino lo que sucedió. Renato ¡Cálmate! –No me voy a calmar Gertrudis, llama a Santiago. Ella me quiere hacer daño -le dio las quejas airadamente a Gertrudis-. –Renato. ¡Cálmate Hijo! -le dijo con autoridad mientras que Paola no dejaba de llorar y Renato se alteraba cada vez más al mismo tiempo que sus ojos se teñían de rojo. –¿Por qué Gertrudis? ¿Dónde está Santiago? Llévame donde Santiago -lloraba como un niño y gritaba como un demente al mismo tiempo-. –Vamos hijo, te llevaremos a la clínica, vamos. Paola, será mejor que te quedes. El taxi llegó. –Quiero ir con ustedes -le respondió-. –¡NO! –Gritó Renato mirándola con un odio repentino. -Tú me quieres matar, me quieres hacer daño-. –Por favor mi amor, yo te amo -continuaba llorando mientras le ponía su mano derecha sobre el corazón-.
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Gertrudis lo tomó del brazo con aquella fuerza que solo una anciana decidida puede ejercer, ayudándolo a entrar al asiento trasero del taxi al igual que ella. Paola fue a entrar al asiento delantero recibiendo únicamente gritos por parte de Renato, por lo que Gertrudis le recomendó que mejor no subiera. Paola obedeció entre lágrimas y cerró la puerta. Cuando se dirigía a su motocicleta escuchó más gritos de Renato provenientes del taxi, no volteó para evitar incrementar su dolor. De pronto dejó de oír la retumbante voz de Renato para escuchar la voz de Gertrudis llamándolo. –¡Renato! ¡¿A dónde vas?! ¡Ven para acá! Paola volteó para ver lo que sucedía cuando tuvo al frente a Renato, quien le propinó un puñetazo en el lado derecho de la cara, ocasionando que cayera sentada en el suelo. Mientras se agarraba el rostro con el llanto incontenible lleno de confusión y dolor, tanto del dolor del corazón como del golpe propiamente dicho, Paola vio como el taxista y un hombre que pasaba por la calle agarraban al desquiciado muchacho y lo metían dentro del automóvil para que este arrancara a toda velocidad. Paola se levantó con mucho cuidado agarrándose el rostro con la mano derecha. Continuó con los sollozos bajo el consuelo de un par de jóvenes mujeres que pudieron ver la escena en plena calle. Caminó hacia su motocicleta en la que se montó y echó camino a casa de sus padres. Tal al estilo alocado de ella misma, salió a más velocidad que la que debía a pesar que la moto era pequeña. Mientras manejaba, nuevamente le regresó el incontrolable llanto. La pista negra corría bajo los neumáticos de la pequeña motocicleta acelerada por la desesperación de esta joven desilusionada. Ella para manejar moto nunca usaba casco pero sí lentes, los que guardaba debajo del asiento rebatible, pero esta vez olvidó de colocárselos. El llanto no cesaba y a medida que pasaba el tiempo este se incrementaba, la gente que la veía desde otros vehículos que pasaban por su costado la miraban con gestos de extrañeza pero ella no se daba cuenta de aquello, lo único que percibía era su dolor. No se daba cuenta que el golpe recibido iba coagulando sangre internamente ocasionándole un 133
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tremendo moretón. Trato de secarse las lágrimas con la manga derecha de la camisa ligera que llevaba, dejando al volante la mano que menos dominaba, lo cual no hubiese generado ningún inconveniente salvo el profundo hueco en el pavimento que no pudo ver porque tenía los ojos obstruidos por tratar de deshumedecerlos con aquella manga. La rueda delantera se introdujo en el agujero y detuvo al vehículo inesperadamente. El cuerpo de Paola salió disparado hacia unos tres metros. Cayó y rodó un par de metros más justo al paso de un vehículo que no tuvo tiempo de evitar arrollarla. Al despertar, Renato sintió que había pasado mucho tiempo. Los brazos los tenía amarrados con correas de cuero. “Otra vez internado”. No sentía dolor, por el contrario, se sentía con mucha energía. Volteó hacia un lado y pudo percatarse de la presencia de Gertrudis. –Renato, hijo mío. –Gertrudis. ¿Desde cuándo estoy aquí? Siento que ha pasado mucho tiempo. –No hijo, estás desde ayer en la mañana. Yo te traje. –Wow -soltó el gesto al aire mientras esbozaba una sonrisa-. –¿Te acuerdas de lo que sucedió ayer? –No. ¿Paola? ¿Dónde está Paola? -preguntó ansioso-. –Ayer la golpeaste cuando ella quiso ayudarte -le contaba mientras los ojos se le llenaba de lágrimas a la anciana-. –No puede ser -aclaró mientras también se le llenaban los ojos de lágrimas¿Ella está bien? No creo, debe estar sintiéndose muy mal, que idiota soy. Quiero verla, quiero pedirle perdón. Yo la amo y lo sabes. –Lo sé hijo -lloraba Gertrudis-. 134
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–Pero ¿Por qué lloras? Verás que ella me perdonara… –Sí, te perdonó hijo, de eso estoy segura. Renato sorprendido por como lloraba la mujer se dio cuenta que tenía una blusa blanca de manga larga con recatados puntos color negro y una falda tipo sastre negra, medias nylon y zapatos también de color negro. –¿Paso algo Gertrudis? –Renato, hijo… tienes que saber algo. Gertrudis logró que le dieran de alta de la clínica al joven mecánico de cejas prominentes y ojos verdes pícaros para que pudiera asistir al velorio de Paola. Al llegar al velatorio encontró a toda la familia con un lógico dolor inconsolable, nadie supo lo que había ocurrido el día anterior en casa de Renato ni mucho menos a la salida de esta y el impase para embarcarlo en el taxi. Nada. Se acercó a los padres de Paola, luego donde Daniel, el hermano de Paola y buen amigo de Renato a quien abrazo entre llantos y sollozos. Cuando Renato se acercó, Daniel estaba frente al ataúd rezando. Luego Renato tomó la decisión de acercarse a ver el cuerpo de Paola, le vio el rostro embalsamado, causándole un par de arcadas que terminaron no en vómito sino en un viaje a la inconciencia. Un viento fresco pasó por su rostro y unas delicadas manos acariciaron su típica barba mal afeitada, él respondió con aquella sonrisa recostada sobre su mejilla izquierda. “Paola, esto fue una pesadilla”. Abrió los ojos y vio frente a frente a Cecilia con aquellos ojos color caramelo encendidos por amor.
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NACIMIENTO Madeleine acompañada de Santiago, se encontraba en la sala de partos. Había sido un embarazo muy bueno y sin complicaciones, solo las náuseas habituales, los malestares no más allá de lo normal, ninguna situación parecida a amenaza de aborto. Parte de ello también era porque Santiago por ser médico, tenía loca a la ginecóloga de la clínica donde laboraba y atendían a Madeleine. Por los exámenes de rigor que exige un correcto embarazo, ellos ya sabían que el bebé iba a nacer hombre, tal como lo había soñado Santiago. La casa estaba completamente equipada de cunas, bañeras, pañales, leche, juguetes, corrales entre otros accesorios. Madeleine descubrió durante su embarazo que iba a tener dos niños, el bebé y Santiago, ya que la emoción lo hizo adquirir actitudes de niño con juguete nuevo. Leía un montón de libros sobre crianza de hijos, psicología de niños, introducción de deportes para los niños, crisis de padres primerizos y más. Cierto domingo en la mañana, Madeleine se encontraba semi recostada en un sofá de la sala de su casa leyendo unos documentos del trabajo, estaba con unas sandalias sin taco de cuero tejido color crema, un pantalón de maternidad suelto de color celeste y una blusa de maternidad color lúcuma también suelta de tal manera que la barriga anduviera más fresca. Santiago se encontraba en el jardín clavando unas estacas de madera sobre la tierra, vestía un pantalón jean que tenía para esa clase de trabajos del hogar, un par de zapatillas que ya no usaba para correr porque la suela ya no soportaba el trote y una camiseta blanca que al momento ya se encontraba de color marrón por la suciedad que el mismo trabajo genera. –Chico -lo llamó con un grito delicado-. –Made. ¿Me llamabas? ¿Necesitas algo? –Sí, en el cuarto dejé una revista jurídica ¿Me la puedes traer por favor? -esbozando una sonrisa a medida que lo miraba a los ojos-. –He visto varias revistas jurídicas en el cuarto Made. –La más reciente, creo que es de este mes sino del mes pasado -le respondió con otra fina sonrisa-. –Muy bien -le guiñó el ojo y subió a cumplir con la atención-. 136
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Subió a la habitación. Mientras buscaba la revista sintió aquél desagradable olor nauseabundo, ese hedor que aparecía y desaparecía, aquella fetidez parecida a la de una cloaca que hizo que tuvieran que cambiar las tuberías de desagüe de toda la casa, lo cual fue inútil porque Santiago no dejaba de percibirlo. Sin embargo Madeleine nunca lo sintió. Aprobó el cambio de tuberías de desagüe de la casa únicamente para que el no anduviera ansioso con el asunto. Era muy posible que el embarazo lo mantuviera preocupado a él y que por el estrés tuviera preocupaciones extrañas. –Chico, te juro que no siento aquel olor -le decía siempre tranquila, siempre dulce-. –Si huele Made, es el mismo olor que sentí cuando Renato me ayudó en la carrera, ese mismo olor venía del baño. –Pero el olor de la carrera fue en la calle, a más de quinientos metros de la casa. –Sí, pero tal vez sea alguna conexión del desagüe principal de la vía principal con la casa. –Bueno Chico, haz lo que quieras, nos costará mucho dinero hacer ese trabajo y tendremos que ir a vivir a otro lado mientras dure esto, no quiero que mis primeros meses de embarazo se vean afectados por tanto ruido y polvo. –Alquilaremos un departamento por ese corto tiempo, máximo será un mes. Santiago se preguntaba de donde vendría aquella hediondez pero de algún modo ya estaba resignado a vivir con eso. Además, ya no podía volver a decirle a Madeleine que el olor que ella jamás sintió persistía y que tendría que volver a hacer trabajos en la casa. Encontró la revista después de haberla buscado por un rato y bajó para entregársela a Madeleine. Una vez entregada la revista a su esposa, Santiago se dirigió al jardín para recoger las herramientas que había dejado ahí, caminó por el césped con pasos cortos y la cabeza gacha hasta el lugar donde había estado trabajando. Se puso en cuclillas, levantó las herramientas y las limpió antes de colocarlas dentro de una caja plástica con seguros, cerrándola y tomándola con una mano mientras el pico y la pala, las llevó en la otra mano. En ello, sintió una presencia extraña, 137
NACIMIENTO
volteó a la derecha y vio a quien menos pensó volver a ver y mucho menos en su casa, aquellos ojos azules que jamás olvidaría y ese cabello rubio que no lo dejaba con aliento alguno. “Es la misma mujer del ascensor, aquella que nos habló tanto a Renato como a mí el día que el operario se suicidó”. –¿Qué haces en mi casa? -preguntó más sorprendido que asustado- ¿Tú eres la misma mujer de la habitación? ¿La de la casa antigua? –¿Tan difícil es reconocerme? -respondió muy relajada la mujer, quien con mirada profunda no dejaba que se apartaran aquellos ojos azules de la vista de Santiago-. –Si sé quién eres, lo que no sé es que haces en mi casa ¿Quieres que mi esposa se muera de susto? –¿Sabes quién soy? Es probable. Lo que no sabes es que hago aquí. Tampoco sabes porque estoy aquí, ni mucho menos desde cuando estoy aquí. –No me interesa, lo único que sé es que estás siendo inoportuna. Sería bueno que te vayas. –No me voy. Estoy aquí desde siempre, esta es mi casa. Santiago asomó la cabeza hacia Madeleine y volvió a la anciana de largo cabello blanco y ojos celestes. Frunció el ceño, presionó sus labios gruesos que cubrían sus dientes imperfectos y con la mano izquierda que llevaba el anillo de matrimonio la señaló a la anciana con gesto de amenaza. –Apártate de mi familia vieja maldita. Llamaré a la policía para que se encargue de enviarte a un sanatorio. –Cometes un error -con mucha calma la anciana le hablaba a un alterado psiquiatra- esta también es mi casa. Santiago volvió a mirar a la sala a ver si Madeleine aún continuaba leyendo sus papeles en el sofá, la vio muy tranquila, por lo que con decisión fue a tomar a la anciana del brazo para sacarla por la puerta de servicio de la casa rogando que esta mujer no emitiese grito alguno. La anciana continuó de pie en el mismo lugar con aquel vestido viejo color verde, si bien tenía el rostro completamente 138
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lleno de arrugas, el semblante se demostraba desafiante ante el joven hombre que había ido a visitar tan intrigantemente. Al momento que Santiago fue a tomarla del brazo para sacarla de la casa, sucedió lo que el no quiso que sucediera; la anciana dio un grito cuyos decibeles generaron un zumbido insoportable en sus oídos. Reaccionó tapándose los oídos con ambas manos y cerrando los ojos de dolor. El grito se hizo prolongado obligando a Santiago a que se agachara mientras continuaba con las manos cubriéndose los oídos. Cuando sintió que ya el ruido se había ido, abrió lentamente los ojos mientras apartaba las manos de las orejas. Se puso de pie y se dio con la sorpresa que ya la anciana no se encontraba en el área de servicios de la casa. “¿Cómo pudo haberse ido?” Inmediatamente se dirigió a la sala para ver cómo estaban Madeleine y el niño que llevaba dentro. Madeleine estaba de pie, él supuso que el ruido la hizo pararse para verificar de dónde provenía, se fue acercando mientras la observaba por la mampara grande de vidrio que dividía el jardín de la sala. Con pasos cautelosos Santiago se fue acercando más y más a la mampara mientras Madeleine daba vueltas por el mismo sitio haciendo gestos extraños. Encontrándose a unos tres metros de la división de la sala y el jardín, antes de pisar la loza de mármol exterior en donde había una mesa con una sombrilla y cuatro sillas se detuvo estupefacto con ambos pies sobre el recortado césped; de un lado del sofá en el que estuvo recostada Madeleine salió caminando un niño muy travieso de unos dos años a quien su madre se dirigió con una dulce exclamación. –¡Mira! Es Papá que viene de trabajar en el jardín -mientras él miraba la escena con el rostro desencajado y las ojeras más pronunciadas aún- salúdalo… “Hola Papá”. –Hola -levantó la mano izquierda con el anillo de matrimonio de dieciocho quilates en el anular-. –¿Te sucede algo, Chico? –No Made, estoy bien solo que olvidé una herramienta… ahí donde estuve trabajando… aquí… en el jardín. 139
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–Apúrate Chico para que te bañes, recuerda que vamos a salir a almorzar al restaurante de pastas que te comenté en el desayuno. Antes de dar media vuelta e irse a meditar un rato simulando que buscaba una herramienta, Santiago miró hacia sus pies; observó sus no tan viejas zapatillas de carrera pudiéndose dar cuenta que entra ambas había algo que le llamaba la atención. Se agachó para ver que había entre las pequeñas hojas verdes del césped, metió los dedos hurgando entre las raíces, ramas y tierra, pudiendo sentir con el tacto lo que tanto le había llamado la atención. Sacó la mano con la palma y uñas completamente llenas de húmeda tierra de jardín con unas pocas extrañas piezas entremezcladas, cernió la tierra quedando tres piezas en su palma cubiertas de tierra pegada en estas. Se dirigió a uno de los caños que servía para conectar las mangueras de regadío, abrió la llave y enjuagó la mano cerrada con estas piezas dentro. Al ir cayendo desde la palma, el agua libre de suciedad abrió la mano mientras con la otra cerraba la llave del caño, permaneció atónito al encontrar tres conchas blancas de mar que por el sentido amplio del tacto eran las misma piezas que aquella vieja le había entregado en la pequeña casa antigua y que de manera casi inmediata Santiago se las había proporcionado a Renato. Se puso de pie y caminó nuevamente hacia la sala donde veía a Madeleine recostada en el sofá, al entrar ella inclinó la cabeza hacia abajo para que las gafas quedaran en el centro del tabique y poder observarlo sin la ayuda de estos. –Chico, traes una cara. –El niño, ¿Dónde está el niño? -mientras hablaba cerraba el puño izquierdo donde tenía las piezas extrañas recién encontradas-. –Aquí está, ¿Dónde más? -le respondió agarrándose la barriga hinchada-. –Pero… tú estabas jugando con él… –Claro Chico, juego con el todo el tiempo. Mira ven, toca aquí y siente como se mueve. Él respondió con una sonrisa distraída para luego sentarse al lado de ella y poner su mano derecha sobre la barriga y, sentir las pataditas del bebé, mientras que la mano izquierda la tenía ocupada con las piezas marinas. 140
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Fue sintiendo como se movía el bebé y todo el silencio se convirtió en gritos de Madeleine y de gente extraña. “Vamos Made… ¡Puja Puja!” -dijo una enfermera mientras el gineco-obstetra daba otras indicaciones que Santiago por ser médico las entendía pero como iba distraído no les prestaba mucha atención, se ubicó en el nuevo panorama en el que se encontraba y dejó atrás el episodio extraño por el que acababa de pasar en su hogar. Comenzó a darle ánimos a Medeleine mientras ella se quejaba. –Ay Chico, esto duele -se quejó con lágrimas en los ojos y el rostro así como el resto del cuerpo empapados de sudor-. –Vamos Made, falta poco -respondió aún confundido y con voz poco convincente-. –Lo sé, lo sé ¡ufff ufff! –En esta sale -se escuchó una voz-. –¡¡¡Aaaaaahhhhh!!! -gritó Madeleine hasta que el llanto de un niño llegó a la sala de partos-. Al llanto siguieron los procedimientos de rutina, luego le pusieron el bebé en el pecho de Madeleine que estaba siendo acariciada y consolada por Santiago. Ella lloraba de emoción y él, en medio de tanta confusión, lloró de emoción por el primogénito. –¿Ahora me vas a decir como lo llamaremos? -preguntó Santiago a Madeleine con una sonrisa cautivante mientras sus mejillas estaban húmedas de lágrimas y el rostro de ella húmedo de la mezcla de sudor y lágrimas también. –Sí, Chico. Le colgaré este pequeño collar de bebé -una de las enfermeras le alcanzó una bolsita de cuero fino y sacó el mencionado collar del que colgaban tres pequeñas conchas marinas de color blanco. Santiago no podía creerlo, jamás Madeleine le había enseñado aquella alhaja con esas intrigantes piedras colgando. –El primogénito de la familia de mi padre siempre lo usó. Lo llamaremos como mi bisabuelo: Esteban. 141
DORMIDA Renato se encontraba echado en cama con Cecilia, siempre presente, siempre amorosa. El miraba pensativo hacia el techo mientras ella dormía de costado dándole frente opuesto. Él se acomodó para acariciarla suavemente con las yemas de sus dedos sobre la delicada y blanca piel pecosa de los hombros de Cecilia hacia la nuca donde nacía su hermosa y negra cabellera lacia. Mientras la acariciaba no se le iba de la mente el recuerdo de Paola. “Yo la maté”. Cecilia sabía la verdad de toda la historia relacionada a Renato con Paola, inclusive el golpe que él le dio en aquel arranque de locura. Mientras acariciaba a Cecilia, en Renato se iba desvaneciendo el recuerdo de Paola y se compenetraba más en pensar en su amada, la que lo acompañaría hasta el último de sus días. Aquellos ojos azules lo miraban fijamente, no sabía de quien se trataba pero no tardó en descubrirlo. “La esposa del Doc. Madeleine” –lo que no sabía era porque siempre iba encontrándose con ella. Supuso que el aburrido de Santiago ya no la hacía feliz, la veía tan guapa y distinguida que no se le ocurría otra idea relacionada a tremendas casualidades. Casi siempre Madeleine trataba de hablar con Renato, pero él usualmente se iba por la tangente. Molesto se acercó a Madeleine que se encontraba sola sentada en la mesa de un restaurante de moda, no se molestó en sentarse sino que se dirigió a ella de pie. –Hola. ¿Madeleine, verdad? -la embaucó tajantemente-. –¿Me tienes que hablar así? -le respondió con cierta angustia pero siempre regalando un dulce sonrisa-. –Escúchame bien. Tu presencia me incomoda, no sé qué pretendes pero tengo una novia y tú estás casada con mi psiquiatra. Lo sabes. –Claro que lo sé, pero tienes que escucharme -le habló con desesperada dulzura-. –¿Sabe Santiago que estás aquí? –Tu sabes que sí. –¿Qué? ¿Sabe que me persigues? A cada lugar donde voy te tengo que ver. 142
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–Ahora no lo entiendes. Ven conmigo por favor. –Estás loca. Deberías tratarte con Santiago, es bueno. Te lo garantizo. Sin hacer caso a palabra alguna Renato se retiró de la presencia cercana de Madeleine. Caminó hacia donde había estado un rato atrás con Cecilia, en la barra del restaurante donde tomaban una botella de vino y comían unos bocaditos modernos. –¿Es la mujer de la que me hablaste? -le preguntó Cecilia con los ojos color caramelo bien abiertos-. –Sí, la esposa del Doc -respondió tomando un sorbo de una copa de vino-. –Es bonita, pero un poco avejentada -dijo mientras de reojo observó a Madeleine que sollozaba ligeramente- debe estar loca. Está como llorando ¿Seguro que nunca tuvieron nada? -preguntó con una sonrisa de complicidad y celos a la vez que le daba un pellizco en el abdomen-. –Te dije que no -contestó inclinándose hacia un lado tratando de aguantar la risa-. Madeleine dejó la servilleta en la mesa, echó una mirada osca para finalmente ponerse de pie e irse del restaurante con pasos alargados. Por la ventana del restaurante, Renato pudo ver que a Madeleine la esperaba un joven policía uniformado, quien la acompañó hasta el automóvil que ella conducía; le abrió la puerta para que ella subiera, luego él subió al asiento del copiloto, el uniforme con la gorra puesta no le permitió a Renato reconocer al policía, pero por algún ángulo el hombre le pareció conocido. “Este mundo es un pañuelo”. El auto de Madeleine se fue de la vista de Renato. Continuó la noche, Renato y Cecilia no lo notaron, casi iban terminando la segunda botella de vino y una cantidad innumerable de bocaditos modernos. Ambos se encontraban borrachos y alegres entre risas, besos y arrumacos. El 143
DORMIDA
restaurante estaba cerrado y ellos eran los únicos que permanecían. A cada momento, luego de un coro de carcajadas, ambos se hacían la misma pregunta. “¿A qué hora nos botan?” Y, volvían a reír. La suerte de ambos era que por políticas de atención al cliente, el restaurante no cerraba hasta que el último comensal no se retirase de este, y ellos eran los últimos. Renato pagó la cuenta indicándole a Cecilia que la próxima él dejaría que ella pagase la salida. Ambos se pusieron de pie tambaleándose por el exceso de vino pero rápidamente recuperaron la compostura. Salieron abrazándose del restaurante entre más risas y abrazos, caminaron zigzagueando por el parqueo al aire libre, en eso Renato sintió que una mano lo trataba de detener agarrándole el hombro izquierdo por lo que rápidamente volteó para tratar de propinarle un puñetazo a quien quisiera atacarlo. El puñetazo bailó por el aire al tiempo que escuchó a Cecilia que daba un grito al caer en el suelo. Percibió que rápidamente se había puesto en guardia para enfrentar a su oponente, pero no fue así, estaba demasiado borracho como para sostenerse en una pelea. –Tranquilo, no he venido a hacerte daño -le dijo el oponente estirando su brazo derecho con la mano enseñando la palma en señal de paz-. –¿Quién mierda eres? –¿Otra vez por lo mismo? -respondió el oponente-. –Te he visto en algún lado. ¿Eres policía? Lo sé por el uniforme, pero te he visto antes. –Tal vez, pero… –Tienes que escucharme -intervino Madeleine delicadamente-. –Cecilia ¿La ves? Esta mujer está atormentándome, saca tu teléfono móvil y fílmala.
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–Cecilia ya no está -aclaró Madeleine- se fue. Renato volteó y efectivamente Cecilia había huido de la escena. –¿Por qué se fue? -preguntó sabiendo que no iba a encontrar respuesta alguna ni de Madeleine ni del policía joven-. –Eso no viene al caso. Tienes que acompañarnos -aclaró Madeleine-. –No queremos ser violentos, pero si no nos das opción tendré que usar la fuerza. –¿Los envió Santiago? Ese Doc está loco ¿Qué quieren de mí? -gritaba llorando desconsoladamente-. –Nadie te quiere hacer daño -respondió llorando Madeleine- lo único que queremos es ayudarte. –¿Qué han hecho con Cecilia? Ella no huyó, no pudo haber huido. Ustedes le han hecho algo. –Te aseguro que nadie le ha hecho daño a nadie. Nadie salió ni saldrá lastimado, solo tienes que cooperar contigo mismo. –Por favor -le rogó Madeleine llorando- acompáñanos, ven conmigo y estarás bien. –¿Estás loca? -respondió entre gritos y llantos- ¡No! ¡Noooo! -arrodillándose en el suelo Renato se sintió desamparado-. –No entiendes nada muchacho -le dijo Madeleine agachándose para consolarlo mientras el joven policía los observaba con cautela- yo te ayudaré. –¿Muchacho? Somos contemporáneos ¿Cómo te atreves a tratar de consolarme si me estás atormentando? -volteó para dirigirle la mirada llena de ira y vio a aquella mujer que vio en el ascensor el día que se suicidó el operario- ¿Quién eres? ¿Por qué me quieren volver loco? 145
DORMIDA
–Soy Madeleine ¿Me recuerdas? –¡Cecilia! ¿Dónde está Cecilia? –Ya te lo hemos dicho, Cecilia no está. Ella llegó a tu vida cuando Paola se fue. Pero ya no está. –No entiendo -continuó llorando mientras trataba de ordenar sus ideas- ella me fue a buscar al taller, ahí fue donde la conocí. Gertrudis puede dar fe de eso. -Gertrudis. ¿Dices que ella te crió desde pequeño? También se fue… –Estás confundiéndote de persona Madeleine. Ya te lo he dicho, estás loca. –Dime: ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? –Renato. Soy Renato Gonzales -aclaró con convicción-. –Renato fue un amigo de tu padre que murió de muy joven. –No entiendo. –Lo único que debes entender es que nos debes acompañar. Yo no te puedo explicar más hasta que estemos con un especialista. Estás enfermo. Renato lloró por largo rato tirado en el suelo. Madeleine lo consoló en silencio y el policía joven los seguía observando. De pronto, suavemente Renato recuperó la compostura y se puso de pie. –Está bien. Los acompañaré. Por favor necesito sacar un documento de la maletera de mi auto ¿me acompañan? Es que no me siento nada bien. Creo que lo pueden entender ¿Verdad? –Sí hijo -respondió ella con una caricia en el rostro sin afeitar- vamos, te acompañamos. 146
“SUEÑOS DE LOCURA”
Caminaron hacia el auto de Renato, ella en la diagonal izquierda de él y el joven policía detrás de ambos, como resguardando la situación. Sonó la alarma del auto de Renato, procediendo a abrir la maletera de este, buscó entre un desorden de cosas, entonces de manera veloz tomó un bate de béisbol sacándolo con toda fuerza de la maletera hacia lo primero que encontrase. Lamentablemente, lo primero que encontró fue el rostro de Madeleine a quien con tremendo golpe proveniente de una fuerza descomunal de manera inmediata la envió al piso, el joven policía trato de reaccionar pero Renato fue más rápido propinándole también un duro golpe en el rostro dejándolo inmediatamente inconsciente. Regresó caminando a pasos alargados hacia la maletera del auto para guardar su arma maciza. Cuando se disponía a tirarla dentro de la maletera vio el cuerpo de Madeleine en el suelo en un charco de sangre. Escuchó la voz delicada de ella, por lo que esperó antes de subir a su vehículo y largarse. –Por favor, no te vayas -entonces él se acercó-. –Tú lo buscaste ¿Por qué me querías secuestrar? –Esteban, te amo -él se agachó y acercó su rostro para oír mejor-. –¿Cómo dijiste? –Solo quise ayudarte. Te amo. Madeleine le tomó el rostro de barba crecida que la miraba con las cejas prominentes fruncidas y los ojos verdes pícaros que en esta ocasión se encontraban tristes. –¿Quién eres? -preguntó con duda Renato mientras ella se quedó dormida con sus manos acariciándole el rostro-.
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MADELEINE Desayunaba en el comedor del hotel que estaba al aire libre, disfrutaba el último día de sus placenteras vacaciones, con el bebé al lado. Nadie más los acompañaba, puesto que la noche anterior habían bebido demasiado y aún no se levantaban. Incluyendo a Gertrudis con quien se habían divertido demasiado debido a sus ocurrencias. La intención era llevar a Gertrudis para que los ayudara con el niño de tres años, lo hizo pero de una manera peculiar ya que no dejaba de cuidarlo y tampoco de divertirse. Pero esa mañana fue la excepción, al igual que Renato, Cecilia y Santiago, Gertrudis todavía no se levantaba. “Aún es temprano”, pensó Madeleine sin preocupación mientras leía un libro y le daba de desayunar al niño. Al cabo de unos treinta minutos, aparecieron los cuatro conversando y riéndose a carcajadas, usando lentes de sol y el cabello mojado por haberse bañado hacia muy poco tiempo y para refrescarse un poco de la resaca. Gertrudis tenía el pelo amarrado hacia atrás pero húmedo, mientras que Cecilia si lo traía suelto y pegado al cuello, Santiago y Renato no se habían molestado en peinarse. –Que preciosura de bebé. Ya estás despierto desde temprano -agachándose hacia el niño- Gertrudis hizo todos los gestos de cariño. –Ni tanto -respondió Madeleine muy sonriente, pues no estaba molesta ni en lo más mínimo con la situación- nos levantamos hace una hora. –¿A las siete de la madrugada?, Santiago preguntó con mucho sarcasmo y riéndose, ocasionando otra vez las carcajadas de todos, incluso el bebé también sonreía. –¿No te duele la cabeza Made? -preguntó Cecilia, echándose el cabello hacia atrás-. –Casi nada, tomé mucha agua para que fluyera el licor. Mientras desayunaban seguían conversando y acordándose de las conversaciones de la noche anterior lo que hacía que se rieran aún más. Madeleine les recordó que habían planeado ir a comprar suvenires en 148
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la tarde, por lo que no debían de tomar bebidas alcohólicas y así evitar accidentes en la carretera. –Les recomiendo que desayunen y vuelvan a dormir, por lo menos tu deberías hacer eso Chico. Si es que vas a manejar. –Creo que sí -respondió Santiago- voy a la playa un rato y me echo a dormir, hasta la hora del almuerzo. –Que buena despedida -agregó Renato- hoy tenemos que estar tranquilos. –Espero que cumplas tu palabra hijo -reclamo Gertrudis sarcásticamente-. Madeleine pasó de manera tranquila el resto de la mañana. Luego, como a la una de la tarde, después de haber dormido toda la mañana, se volvieron a reunir en el comedor para almorzar y posteriormente hacer una siesta, ya que a las cinco de la tarde irían de compras. Almorzaron alimentos ligeros e inmediatamente regresaron a sus habitaciones. Madeleine hizo dormir al bebé y rápidamente ella se quedó dormida en la cama abrazada por Santiago. Soñó el día de la boda, aquella emoción la seguía sintiendo como si el tiempo se hubiese detenido. Al estar tomados de la mano frente al cura, Madeleine sentía como un torrente de sangre de Santiago se mezclaba con el suyo, se imaginaba que se convertían en el mismo ser. Tanto amor no era difícil de comprender, estaban hechos “Uno para el otro”. Tenían tanto en común, se pasaban horas conversando y sin bostezar, no necesitaban de más gente para divertirse aunque tenían muchos amigos, tenían una carisma especial, sus noches de pasión eran largas, se dieron cuenta que el pasar del tiempo iba alimentando la relación en vez de desgastarla y hacerla aburrida, siempre buscaban nuevas emociones como este viaje. El bebé había sido el fruto de constantes horas de amor, no lo buscaron desesperadamente sino que simplemente no tomaron ninguna precaución porque no lo consideraban necesario.
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MADELEINE
Madeleine en sus dulces sueños recordaba como ella le dio el primer beso en aquel restaurante ubicado en la playa, aquel beso que él no se atrevía a dar, ella sabía que no era un chico tímido, por el contrario sabía que Santiago había tenido determinados romances con chicas de la misma universidad, por lo tanto el problema era que él no se animaba a besarla. Se dio cuenta que aquella noche Santiago se distraía rápido al mirarle el escote y los hombros sobre los cuales caía su ondulada cabellera rubia, tenía la certeza que el moría por ella pero que por alguna extraña razón no daba el primer paso, por lo que ella tuvo que tomar la iniciativa. “¿Por qué esperaste que yo te besara Chico?”, le preguntó en alguna ocasión. “Para mi eras inalcanzable”, respondió con mucha sinceridad. Mientras estudiaron en la universidad, salían todos los fines de semana, salvo época de exámenes. Aquellos fines de semana de diversión para ellos eran sinónimo de ir a cenar, compartieron pocas fiestas pues más se divertían conversando y haciendo el amor. Soñaba con Santiago y el bebé tan hermoso que tenían, la forma en que se divertían a donde iban y como aquello reforzó más su matrimonio. Escuchó la voz del niño como le susurraba en la oreja lo que hizo que abriera los ojos de inmediato. Despertó confundida entre los sueños y la realidad, subió al niño a la cama colocándolo echado entre ella y Santiago, quien con el movimiento también despertó. –Ya es hora de levantarnos -sugirió ella-. –Si -respondió él con voz ronca mientras se levantaba- voy a bañarme para quitarme esta pereza. –También haré lo mismo. Mientras te bañas voy a despertar a los chicos y Gertrudis. Salió de la habitación con el niño en brazos para dirigirse a las habitaciones contiguas. Despertó a sus compañeros de viaje quedando en encontrarse en el lobby en veinte minutos aproximadamente. Transcurrido el tiempo, los cinco más el bebé estaban en el lobby, conversaron un poco mientras 150
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caminaban a la camioneta de Madeleine, en el camino el bebé no aguantó el esfínter y defecó en los pañales. –¡Uy! -exclamó suavemente Madeleine- voy a llevarlo a cambiar de pañal. –No te demores. Te esperamos -comprensivamente respondió Santiago-. –Vayan dando la vuelta para no esperar más tiempo por favor. No me demoro más de cinco minutos -indicó Madeleine mientras rápidamente subía a la habitación a cambiar al bebé-. Efectivamente, no demoró más de cinco minutos, salió del lobby hacia el estacionamiento exterior que quedaba frente a la puerta principal del hotel; a unos veinte metros vio que Santiago maniobraba la camioneta en la carretera poco transitada que cruzaba frente al edificio. Caminaba de la mano con el bebé que daba pasos más largos que los acostumbrados a su pequeña estatura y edad. Madeleine volteó agachando la cabeza para mirar el esfuerzo que hacia el bebé para caminar. Decidió cargarlo. Lo tomó en sus brazos cuando escuchó un sonido extremadamente fuerte. Fue el ruido ocasionado por el impacto de dos tremendas masas de metal. Los decibeles retumbaron en sus oídos como si se tratase de una onda expansiva, el ruido vino acompañado de gritos histéricos de los veraneantes que merodeaba por ahí. Durante segundos Madeleine se convirtió en una caja receptora de ruidos, para luego en silencio acercarse corriendo con el bebé en los brazos al lugar de los hechos. Le ganaron la carrera los paramédicos del hotel y personal de seguridad, ella continuó corriendo y el tiempo no transcurría. Ella seguía corriendo y no llegaba al lugar donde impactaron ambos vehículos. Un camión color rojo de gran envergadura transitaba a alta velocidad por aquella carretera antigua en la que estaba prohibido el paso de vehículos pesados. Además, los límites de velocidad eran restringidos a no más de veinte kilómetros por hora debido a que la zona era concurrida por peatones que veraneaban en los diferentes hoteles. Madeleine llegó al 151
MADELEINE
lugar de los hechos aún sin poder creer lo que veía, aún sin llorar porque todo el cuerpo le temblaba de miedo, tenía la esperanza que dentro de ese vehículo completamente destruido no estuviese Santiago, pues no le dio tiempo de pensar en el resto. El camión impactó contra el lado izquierdo de la camioneta, ocasionando que aquel lado se destruyera por completo al momento del choque volteándola hacia el lado derecho haciendo que diera más de dos vueltas de costado. Las ambulancias, bomberos y policía no demoraron más de tres minutos en llegar. Madeleine no podía pronunciar palabra alguna mientras el bebé lloraba desconsoladamente. Una de las señoritas que trabajaba en la recepción le indicó a uno de los policías que ella estuvo acompañada de los pasajeros de la camioneta. Los bomberos se acercaron a la camioneta siniestrada con cizallas, hachas y otras herramientas de rescate. Madeleine miraba asustada. “Pobre Chico debe estar sufriendo”. Los hombres de rojo y amarillo comenzaron a cortar metales, sacar vidrios rotos, golpear y hacer más ruidos para llevar a cabo el rescate. El bebé no paraba de llorar. –Papá se pondrá bien mi amor -le decía con la voz quebrada-. –¿Papá? ¿Papá? -decía el bebé mientras lloraba-. Cuando por fin descubrieron el automóvil de toda la chatarra abollada, se acercaron dos efectivos del cuerpo de bomberos a revisar los daños humanos. Los dos voltearon a ver a su jefe e hicieron un gesto que no agradó a nadie, mucho menos a Madeleine. –Todos están muertos. Madeleine rompió en llanto al igual que su pequeño niño. La policía y paramédicos se encargaron de inútilmente de tomarla en brazos para que se calmara. Ella perdió el conocimiento.
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A su memoria regresó la escena del entierro de los cuatro cadáveres mientras que el cura daba sus palabras. Madeleine vestía una falda larga negra y una camisa simple del mismo color al igual que sus zapatos de taco chato. Estaba parada frente al cajón de Santiago y sus padres la acompañaban tratando de calmar el llanto, mientras que los empleados del cementerio iban arrojando la tierra sobre el cajón. El bebé se metió entre el padre de Madeleine y ella misma para tomarla de la mano. –¿Viaje? ¿Papá? ¿Papá? -balbuceó el niño, a quien le había gustado mucho el viaje a excepción del último día-. –Si hijito -respondió Madeleine cargándolo y con los ojos azules reventados de tanto llorar-Papá se fue de viaje. –¿Lenato? ¿Chechilia? -preguntó el niño que recién aprendía a hablar-. –También se fueron de viaje con Papá -respondió llorando mientras su madre le tomaba la mano-. –¿Nana? -se refería a Gertrudis-. –Nana también está de viaje hijito. Mientras la tierra ya había cubierto por completo el cajón, Madeleine llorando otra vez se dirigió al niño. –Vamos Esteban, despídete de papá, dile adiós que ya se fue de viaje.
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EL RESCATE Le faltaba la respiración pero Renato aún conservaba la vista, al agachar ligeramente la cabeza hacia el lado derecho vio como sus dos manos le presionaban el pecho con la finalidad de contener la sangre que manaba de este. La mano derecha estaba sobre la izquierda, ambas empapadas de sangre ayudaban a detener la hemorragia, pudo observar que sus nudillos eran más gruesos y las manos no eran precisamente las suyas “¿Qué hago de rodillas en este lugar?” -el sitio parecía desolado, hacía mucho frio y él no estaba abrigado, solo llevaba puesta una camiseta ploma fuera del pantalón jean desteñido y sin calzado-. La noche era tan negra como el asfalto, estaba de rodillas, no había luna ni estrellas que ayudaran a obtener mejor visibilidad que la que existía. Se encontraba en un lugar desolado, pero cerca de las calles de la ciudad cuya luz artificial tenía llegada suficiente para ver lo que pasaba cerca. “¿Quién me hizo esto?”, se preguntaba al no ver a nadie más que él mismo. Levantó la mirada y se dio cuenta que a unos diez metros yacía sobre el pavimento el cuerpo de un hombre sin reconocer quién era “¿Por qué no recuerdo que pasó?” Volvió la vista a la herida sangrante, entonces escuchó que el cuerpo que se encontraba tirado en el suelo dio una especie de quejido. “¡Aaaah!”, trató de levantarse sobre su codo izquierdo. Para ese entonces ya había aclarado mejor la visión. Todo era como si fuese de día a pesar que la noche continuaba oscura. El hombre que podía ver se recomponía cada vez más. “Lo que tiene al costado es un arma”. Efectivamente, a menos de un metro del tipo había un arma tirada. “Ahora entiendo, este hombre me disparó. Por eso, tengo esta herida que empieza a quemarme”. “Si esta tirado en el suelo debe ser porque lo ataqué, por eso me disparó. Tal vez, me haya disparado y después lo ataqué, no es lo más lógico pero podría ser ¡Ah! Como quema esto, miró a su costado y no encontró nada parecido a un arma de fuego “¿Le disparé? ¿Con que arma? En cualquier momento se pone de pie y me vuelve a disparar. Está claro, él me disparó primero y yo después,
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sino ya me hubiese liquidado… ¡Aaaahhh! … ¿Qué? No escucho, creo que está tratando de decirme algo. ¡Maldición! Ya recogió el arma”. El hombre se sentó sobre su pierna derecha mientras que la izquierda la tenía semi flexionada hacia adelante, el arma agarrada con ambas manos y apuntando. –No te muevas, quédate donde estás que la ayuda está por llegar. Te juro que si te mueves o intentas atacarme no dudaré en matarte. –¿Por qué me disparaste? -preguntó adolorido-. –Mira mi rostro. Tú me atacaste con ese bate de béisbol -el rostro del joven policía estaba cubierto de sangre seca, el cabello también estaba empapado de sangre pero no se podía ver debido a la oscuridad-. –¿Eres policía? Yo no tengo problemas con la justicia ¿Por qué te habría de atacar? -preguntó cada vez más adolorido-. –Atacaste a Madeleine. No hables más para que no te siga sangrando la herida. ¡Maldición! ¿Por qué se demoran en llegar? Renato volteó hacia un lado y hacia otro con la herida aún tapada con sus manos ensangrentadas. No vio nada. Al hacerse cada vez más intenso el dolor ya no pudo sostenerse de rodillas dejando caer su cuerpo contra el suelo hacia el lado derecho. Una vez tendido en el suelo tiró la cabeza hacia atrás donde vio aquel bate de béisbol del que le habló el joven policía. “Era cierto”, continuó mirando hacia todo lugar, encontró a la vista el cuerpo de una mujer cuyo cabello rubio estaba teñido de sangre que él si podía ver. “¿Quién es esta mujer?” No recordaba muy bien lo que había sucedido pero comenzó a ordenar sus ideas de acuerdo a lo que le dijo el policía y lo que podía ver. “Muy bien. Ella es Madeleine ¿Qué le habrá sucedido? ¿Qué hacía aquí? Claro, me estaba persiguiendo. Este policía seguramente la atacó también ¿Por haber estado
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EL RESCATE
conmigo?” Mientras divagaba, se escuchó el ruido de sirenas que no tardaron en llegar, no sin antes ver como el hombre policía se acercaba caminando con pasos torpes. Cuando llegó a su lado enfundó su pistola dándole una patada al bate de béisbol para que estuviese lejos del alcance de Renato. Se agachó hacia el cuerpo de Madeleine para cuidar de ella hasta la llegada de la ambulancia, que no tardó más de un minuto. Renato al atacar a Madeleine con un veloz y descomunal golpe en la cabeza, la dejó privada de manera inmediata. El joven policía, quien la resguardaba, no tuvo opción a reaccionar pues al querer desenfundar su arma por ser testigo del ataque a Madeleine recibió un certero golpe en la cabeza. Al caer al suelo logró sacar el arma mientras que Renato caminaba hacia su automóvil para largarse, al rastrillarla este volteó y recibió el disparo en el lado derecho del pecho, perforándole de esta manera el pulmón. Una vez disparada el arma, el joven pudo dar la alerta para que llegase la ayuda médica y policía. En la ambulancia pudieron estabilizar a Renato quien no tardó en recuperar la conciencia. Rápidamente llegaron al hospital más cercano en donde lo atendieron e inmediatamente ingresó a la sala de cuidados intensivos. Se dio cuenta que estaba atado con unas esposas de metal en cada mano hacia los fierros laterales de la cama “¿Otra vez? Quisiera saber que le habrán hecho al policía este que me disparo”. La puerta se abrió e ingresó un médico a la habitación que estaba llena de aparatos indicadores de signos vitales y demás implementos de resurrección humana. Este profesional de la salud no traía la cara amable que traen todos los médicos cuando el paciente está al borde de la muerte, por el contrario tenia cara de molesto. Seguido de este entró el joven policía con la cabeza cubierta de vendas, tenía rastros de sangre y suciedad en la camisa azul ceñida al cuerpo con una insignia al lado izquierdo y una placa con su apellido en el derecho, que hacia juego con el pantalón del mismo color y la correa de cuero negra.
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Al verlo, Renato trató de sobreponerse sobre la cama pero fue imposible ya que las esposas que llevaba ajustadas a las muñecas le impidieron hacerlo. Solo atinó a agarrase de los tubos de las barandas. –Puede empezar oficial -le dijo el médico al policía-. –¿Cuál es tu nombre? –Renato Gonzales -respondió con convicción y tono airado-. –¿Cuál es el nombre de su padre? -preguntó el policía con el ceño fruncido-. –¿Mi padre? -contestó Renato con duda- ¿Mi padre? –¿Nombre de su madre? –¿Mi madre? Gertrudis… No… Gertrudis me crio cuando mi madre murió. –¿Sabes quién es Madeleine Boggio? –La esposa de Santiago… mi psiquiatra… Santiago Rodríguez. –¿Cuándo fue la última vez que viste a Santiago Rodríguez? –No lo recuerdo, el andaba como medio loco. No recuerdo… la esposa me estaba acosando a mí y a mi novia Cecilia. Me daba el encuentro por donde iba. –¿Te llamaba? ¿Madeleine te llamaba? -las preguntas del oficial eran cada vez más incisivas-. –No… no me acuerdo…
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EL RESCATE
–¿Te acuerdas lo que sucedió hace unas horas? ¿Te acuerdas como fue que llegaste aquí? –Usted me atacó, no sé por qué razón me disparó y no sé por qué razón yo estoy atado y usted está haciéndome preguntas. ¿Es una trampa? –Madeleine Boggio está muerta. ¿Sabes por qué? –Porque tú la mataste maldito -el oficial sacó una foto de Renato y se la enseñó-. –¿Reconoces a esta persona? -tomaba la foto con el pulgar e índice desde la parte superior de ésta-. –Jajaja -sonrió con ironía- soy yo. –¿Sabes quién es Esteban Rodríguez Boggio? ¿Lo conoces? –Supongo que debe ser el hijo de Santiago y Madeleine, creo que está chiquito aún -el joven policía tomó un espejo de treinta por veinte centímetros y lo agarró de ambos lados con el reflejo a la altura de la cara de Renato-. –¿A quién ves en el espejo? Renato vio en su reflejo a un hombre de una edad aparentemente contemporánea con la suya, pero definitivamente no era él. Sus ojos verdes pícaros se convirtieron en grandes ojos glaucos, una larga nariz de orificios pequeños reemplazó a la aguileña de siempre, la barba medio crecida esta vez estaba completamente larga y su cabello ondulado y liso era ahora lacio largo y escaso, y una cadena de oro le colgaba por el cuello con tres conchas marinas colgadas de esta como si fuesen dijes. –A nadie -respondió la pregunta sin altanería, por el contrario su voz se apagó y comenzaron a caer lágrimas por sus mejillas- ¿Qué me han hecho?
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–Nadie te hizo nada hijo -aclaró el médico, ya no con cara de molesto pero si denotando confusión-. –La mujer hizo todo lo posible por ayudarlo -le comentó el policía-. –¿Mujer? ¿Qué mujer? Madeleine murió y eso fue porque tú la mataste. –Madeleine murió esta noche -intervino el policía- Madeleine Boggio. Ella murió porque tú la mataste, luego pudiste matarme pero tuve mejor suerte. –¿Madeleine? No entiendo… -comento Renato impávido-. –Está usted detenido por el crimen, el asesinato cometido contra Madeleine Boggio. Renato trató de recordar lo que había sucedido aquella noche antes de estar echado en esa cama con una herida de bala en el pecho. Estaba convencido que algo extraño pasaba pero que se debía a una trampa de aquel oficial y que de alguna manera trataría de hacerlo responsable a él, pues sería lo más fácil culparlo solo por tratarse de un paciente psiquiátrico.
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SUPERACIÓN Iba con la mirada perdida mientras rápidamente las calles le pasaban frente a los ojos. Podía ver pero no procesaba lo que ante su vista distraída acontecía. El automóvil en el que viajaba se movía a poca velocidad pero no lo sentía, ni rápido ni despacio, solo el transcurrir de lo que atrás dejaba. Era como estar soñando con los ojos abiertos, mirar sin ver era absolutamente relajante, era como ser espectador de una carrera de cien metros planos, la disfrutas pero no la sientes. Lo único que necesitaba era no pensar, la mente en blanco era la mejor opción, dejar transcurrir el tiempo sería el remedio más eficaz. El placentero viaje se hizo más relajante aun cuando sintió un cariño en la oreja, unos dedos suaves lo acariciaban entre la oreja y el cuello, justo por donde comienzan a crecer los pelos de la nuca, una cosquilla ligera que le hizo perder la concentración. Volteó y unos ojitos inocentes se encontraron con los suyos, pese a ser aquella mirada lo que ahora más amaba le trajo mucha nostalgia. La crisis podía comenzar en cualquier momento, lo sabía pero se controló. –Esteban ¿Te gusta hacerle cariño a mami? -le dijo la madre de Madeleine al bebé desde el asiento del copiloto volteando para mirar hacia ambos-. –Está tranquilo mamá -respondió casi silenciosa Madeleine mientras le pasaba la mano por el rostro de piel suave del niño, regalándole así una dulce sonrisa que este correspondió con un abrazo-. –Ya vamos a llegar Made -la madre la miraba mientras Madeleine seguía observando por el parabrisas-. Al cabo de unos diez minutos llegaron a casa de Madeleine. Bajó rápidamente el padre con terno negro, camisa blanca y corbata negra, le abrió la puerta posterior a Madeleine quien también vestida de luto bajó con el bebé en brazos, una vez que se encontró de pie puso con cuidado al niño en el suelo sin dejar de agarrarle la mano. El padre la abrazo con ternura y ella nuevamente comenzó a sollozar en los hombros de él. La madre bajó para unirse al apoyo moral que tanto necesitaba su hija mientras que el niño Esteban no sabía bien lo que sucedía. –Hija -le dijo la madre- es mejor que te acompañe un tiempo. No te quedes sola en estos momentos. Por favor. –No sé mamá -respondió dubitativamente- no quiero incomodar. Será mejor que me levante sola. 160
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–Hazle caso a tu madre -intervino cariñosamente el padre- será lo mejor para ti y el niño. –Gracias papá -se dirigió mirándolo a los ojos con sus preciosos ojos azules llenos de lágrimas- te amo papá. –Vamos a entrar -recomendó la madre- acompáñanos y en la noche regresas a la casa gordo. Caminaron juntos hasta la entrada de la casa. Una vez dentro, el padre colgó el saco en el perchero de la entrada, Madeleine soltó al bebé para que pasee por toda la casa y la madre se dirigió a la cocina a preparar café y algo ligero para comer. –Me voy a dormir -anunció Madeleine-. –No subas hija -recomendó nuevamente la madre- quédate aquí, si quieres recuéstate en el sofá. –Tengo sueño… -accedió a la oferta de la madre y se recostó en el sofá quitándose los zapatos que ya le incomodaban-. Pocos segundos pasaron para que Madeleine se quedase dormida en aquel cómodo sofá. Su padre dejó la taza de café que le había preparado la madre sobre la mesa de centro de una de las salas de la casa de Madeleine y Santiago, tomó una manta que encontró por ahí para tapar a su afligida hija. Le pasó la palma de la mano por el rostro de piel tersa pero maltratada por tanto llorar, luego le dio un beso en la frente susurrándole dulces palabras. Las manecillas del reloj avanzaron inexorablemente mientras Madeleine dormía, sus sueños extinguían la pena que la invadía y, ese sentimiento fue asimilándose más y más, hasta parecerse costumbre. Madeleine se acostumbró a vivir sin Santiago. Enviudar tan joven le creó predisposición para enfrentar las adversidades. Si bien obtuvo la ayuda de sus padres para soportar la soledad, ella no tuvo reparo en recomponerse para reinsertarse en la vida profesional ni mucho menos dedicarse a la crianza de Esteban, su pequeño y adorado niño, quien desde temprana edad pasó a convertirse en “El Hombrecito de la Casa”. A pesar de superar rápidamente el dolor por la partida de amado, siempre 161
SUPERACIÓN
tenía recuerdos de él y le generaba mucha nostalgia; lo que valientemente enfrentaba secándose las lágrimas y, sumiéndose en su hijo y el trabajo. Su capacidad profesional se incrementó exponencialmente. De ser una joven e inteligente abogada, rápidamente se convirtió en una máquina de trabajo, lo que adicionado a su belleza e inteligencia la hizo posicionarse en un puesto muy importante en el directorio del bufete de abogados de su padre. Nunca le faltó tiempo para criar a su hijo, supo hábilmente manejar su trabajo de tal modo que desayunaba y cenaba todos los días con el niño. Madeleine se dedicó además al deporte, madrugaba todos los días para salir a correr, el deporte favorito de Santiago. Despertaba a Esteban al término de su entrenamiento para bañarlo, cambiarlo y llevarlo a la escuela luego de desayunar juntos. Una vez que el niño entraba en la escuela, ella se dirigía a la oficina donde cambiaba su personalidad cariñosa y hogareña por la de una fiera laboral dedicada a las leyes. Esteban creció sin conocer algún novio o pretendiente a su madre. Ni de visita entró algún hombre a esa casa, salvo su abuelo o algún pariente cercano. Ni siquiera compañeros de trabajo de su madre, pues ella se las ingeniaba para nunca llevar trabajo, pues le parecía que aquella actitud envenenaría el ambiente del hogar. Esa fue una decisión que había tomado con Santiago desde el primer día de convivencia. Madeleine siempre le contó a Esteban como fue su padre, con mucha añoranza le relataba como fue la vida que llevaron juntos; también, hablaba mucho de la gran amistad que tenía con Renato y Cecilia. El niño iba creciendo y haciéndose joven. Se fue enterando de a pocos respecto a los detalles de la muerte de su padre y de sus amigos. Su madre solo le contó que la muerte había llegado en un accidente de tránsito, pero jamás entró en detalles. Esteban creció sin un padre al lado, pero la fortaleza de Madeleine lo hizo crecer como un verdadero hombre, no tuvo carencias afectivas denotando que no necesariamente un hombre debe ser criado por el padre y una mujer por la madre, sino que la educación tiene que ser cultivada con actitud. Con los años fue madurando hasta convertirse en un simpático y guapo joven universitario, era un muchacho de más de un metro ochenta y cinco de estatura, delgado como su padre y deportista, tenía una habilidad incomparable para los deportes, 162
“SUEÑOS DE LOCURA”
practicaba natación, atletismo, tenis, básquet y cualquier disciplina que llamara su atención. Sus grandes ojos eran glaucos, tenía ojeras pronunciadas como las de su padre, cejas perfiladas, cabello ondulado como el de su madre pero de color oscuro como el de Santiago. En los estudios, por razones obvias siempre destacó, encontrándose en la lucha constante del primer puesto. Cuando cumplió diecinueve años ya cursaba estudios de ingeniería en la universidad y su madre era una mujer madura de cuarenta y cuatro años, pero cuya figura se conservaba casi intacta. Seguía siendo la mujer bonita y guapa de siempre, algunas canas ya habían saltado a la luz y unas arrugas ya no podían ocultarse, pero la sonrisa con aquellos ojos azules jamás perdieron el ángel que siempre la caracterizó. Una noche, después de los exámenes finales de ciclo académico universitario, Esteban llegó a la casa después de beber unos tragos de más. Madeleine lo recibió, no con alegría pero si le causaba gracia que, de cuando en cuando, tuviera reuniones con sus amigos y se tomaran unas cervezas. Al acompañarlo a su habitación, escuchó que el muchacho hablaba cosas sin sentido, no estaba tan borracho como para divagar producto del exceso de consumo de bebidas, tampoco parecía que estuviese bajo los efectos de las drogas. –Hijo ¿Estás bien? -preguntó sin preocupación-. –Es la primera vez que mi psiquiatra me cita en su casa. ¿Dónde está? -respondió con convicción-. –Es mejor que duermas. –No he venido a que me traten como a un imbécil ¿Dónde está tu marido? Levantó la voz el muchacho. Madeleine se impresionó pero igual lo acompañó a su habitación en donde lo echó con cuidado encima de la cama para que durmiese con la ropa puesta, pero sin zapatos.
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LA SALA Renato abrió los ojos en medio de la oscuridad, la noche era más oscura que de costumbre, se encontraba en una fría habitación en la que no veía por donde encontraría algún rayo de luz. Aunque sea luz de luna y estrellas “¿Estoy despierto?” Estaba echado en una angosta e incómoda cama que solo podía compararse con el duro y helado suelo, sin recordar nuevamente como llegó a aquel episodio. Con mucho pesar se apoyó sobre el codo para que con la mano contraria pudiera sentarse, acto que logró con mucho dolor. Las articulaciones y los músculos de la espalda como las caderas le aquejaban demasiado. Las nalgas posaban sobre el delgado colchón, de menos de dos centímetros de grosor, al igual que los pies descalzos con las rodillas flexionadas y el espinazo apoyado en la pared. La cabeza miraba hacia abajo, se sentía cansado a pesar de haber dormido demasiado, no sabía a ciencia cierta cuanto tiempo había transcurrido pero sí tenía la impresión que ya no podía dormir más. Comenzó a tocarse ansiosamente el cuerpo, los brazos y las piernas. Cuando llegó a la cara sintió que la barba la tenía demasiado crecida y jalándosela pensaba: “Esto es real. En los sueños no se siente dolor”. Apoyó fuertemente la cabeza contra la pared mientras trataba de recordar donde estaba y cómo había llegado hasta aquel lugar. Vestía únicamente un pantalón de material muy delgado con una camiseta blanca de manga corta, muy sucia y raída. “Qué ropa tan extraña, no me acuerdo haber vestido alguna vez así. Este lugar no es mi casa ¿Dónde estoy?” Aún no caía en razón para ubicarse en el lugar y tiempo, había perdido la noción de todo. Sigilosamente separó la espalda de la pared y corrió su cuerpo hacia el extremo de la cama angosta para pisar suelo firme; con lo que sintió más frío que aquel piso helado. Lentamente, se puso en pie mirando hacia los costados, arriba y abajo. La habitación oscura y las pupilas ya adaptadas a la penumbra, buscaban algún rayo de luz invadiendo el ambiente. Rápidamente se dio cuenta que el lugar no tenía ventanas. “Así fuera de día igual no podría ver la luz. Tal vez sea de día”. Al frente tenía una puerta de metal con una pequeña ventana, pero estaba cerrada, las paredes eran gris claro y por ellas no había pasado ni una sola mano de pintura. Se agachó para ver algo por el espacio inferior de la puerta por donde no filtraba luz alguna. “Sí, es de noche”. Se puso nuevamente de pie y fue caminando ansiosamente hacia el otro extremo de la pequeña habitación de tres por dos metros: regresó agarrándose la cabeza con los dedos entre los sucios cabellos. “Tengo el pelo muy 164
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largo y sucio. ¿Por qué me pasa esto? ¿Dónde estoy?” Continuó dando vueltas por el diminuto espacio, se sentó unos escasos minutos y volvió a ponerse de pie. Se dirigió hacia la puerta para comenzar a darle duros golpes. –¡¡¡Aaaaaaaahhhh!!! -gritó mientras continuaba golpeando la dura puerta de metal con la parte lateral del puño. No hubo respuesta-. Trató de tranquilizarse sentándose en la incómoda cama con los pies aún apoyados en el piso y las palmas de las manos sobre los muslos. “Estoy encerrado, no cabe la menor duda. No soy un criminal, tampoco estoy loco. Debe haber un error”. Decidió esperar pero el tiempo transcurrió lentamente y aquello lo desesperaba más y más. Trató de pensar en Paola o en Cecilia, pero más pensó en Gertrudis “¿Por qué no ha venido por mí?” Volvió la mirada hacia sus manos posadas en sus delgados muslos. “Qué sucias y largas están mis uñas. No creo que lleve aquí mucho tiempo, uno o dos días como máximo ¿Cómo llegue aquí? Estaba en un hospital, ya recordé”. Trato de verificar más detalles pero fue en vano. Se echó un momento para tratar de conciliar algo de sueño pero fue imposible, nuevamente se sentó para pensar, se puso de pie y caminó más vueltas por la habitación pero el tiempo parecía haberse detenido. Al cabo de aproximadamente dos horas comenzó a traslucirse una pequeña luz debajo de la puerta, levantó la cabeza hacia el techo y con algo de claridad pudo ver que tenía una altura de casi tres metros y medio, en cuyo extremo había una pequeña ventana asegurada con barrotes de acero. “Por lo menos veré la luz”. Solo le quedó esperar, había amanecido y no tardaría alguien en llegar. Tenía mucha hambre, no podía morir de hambre. Se puso de pie y con la inminente luz del día pudo observarse a sí mismo. Se quitó la camiseta con ambas manos hacia arriba arranchándola rápidamente por la cabeza. La dejó sobre la incómoda cama, pero antes había sentido que algo se había enganchado y había caído al suelo. Se agachó y vio en el piso tres piedras marinas. “Son las conchas que me dio Santiago. Las que le entregó la anciana”. Recogió las piezas que eran unidas por una cadena de oro no tan gruesa y se la volvió a colocar en el cuello. Observó que su pellejo se metía por los espacios entre costilla y costilla, nunca se había visto tan delgado, los brazos también estaban en condiciones lamentables, se pudo comparar con un indigente de no ser porque estaba encerrado y no vagando por las carreteras. El momento llegó, la pequeña ventana cerrada que estaba en la puerta de acero se abrió tras el sonido moderado de dos metales frotándose uno con otro 165
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-Clik Clack Clack- Renato aún sentado en la misma posición volteó sin hacer gesto alguno que denotara su ansiedad. “Tengo que tranquilizarme. Respira Renato respira”. Mientras respiraba profundamente continuó mirando hacia la puerta con los ojos caídos y ojerosos por el cansancio. Se asomó una cabeza por la ventana, era un hombre de rostro grueso y de rasgos toscos que miró hacia dentro de la habitación –¿Cuál es tu nombre? -se dirigió con voz clara y fuerte-. –Renato Gonzales -respondió con convicción y una sonrisa no tan pícara como la acostumbrada-. –Ponte de pie -le ordenó el hombre que había volteado hacia un lado para hacerle una pregunta a una persona que aparentemente se encontraba a su costado-. Renato obedeció y también se colocó la camiseta sin apartar la mirada hacia la puerta que se abrió luego de otros ruidos de metal contra metal -Clap Clap Pluuuum Clap Clap- dos hombres corpulentos y vestidos de blanco entraron con cautela. –Tranquilo -dijo el hombre que antes se había dirigido a él-. –Estoy tranquilo -aclaró Renato con mucha calma sin dejar de mirarlos de costado- tengo hambre. Se paró de frente a ambos e instintivamente levantó las manos. Los hombres entraron con un poco más de confianza indicándole que bajara las manos. –Vamos a llevarte a que te bañen. Te pondremos ropa limpia y calzado y luego te llevaremos a desayunar. –¿Para qué me bañen? Puedo hacerlo solo -dijo Renato muy tranquilo y con una pausa no característica de él-. –Lo sabemos, pero son las reglas de aquí. –¿Estoy en la cárcel? No recuerdo como llegue aquí. –No estás en la cárcel Renato -le aclaró el único hombre que hablaba, el otro permanecía siempre en silencio-. 166
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–Estoy bajo llave en una pequeña habitación con una cama muy incómoda dicho sea de paso. –Después de desayunar iremos a una reunión. Tal vez luego de esa reunión te llevemos a tu casa -las palabras sonaron con mucha esperanza por parte del hombre robusto-. Lo llevaron a un baño de mayólicas blancas y limpias, era una ducha grande en la que entraban unas diez llaves y sus respectivos rociadores. Se puso debajo de una de ellas para comenzar a asearse cuando se acercó otro hombre de blanco con una manguera gruesa, Renato lo vio con gesto relajado, sabía lo que eso significaba, pero uno de los hombres que lo acompañó hasta ahí, aquel que siempre permaneció en silencio le hizo una seña y el hombre de la manguera se retiró. Le alcanzaron jabón, un chorro de champú y una esponja; Renato tomó con la mano izquierda el chorro de champú y se lo puso en la cabeza mientras que el jabón lo colocaba en un recipiente de la misma ducha. Abrió las dos llaves y reguló para que saliera agua tibia, la noche había sido demasiado helada como para soportar un baño con agua de baja temperatura. Se lavó la cabeza rascándosela con las manos y la suciedad iba desvaneciéndose en el agua. Luego, tomó el jabón para remojarlo en la esponja y procedió a darse un baño corporal. El vapor flotaba en el ambiente mientras Renato seguía jabonándose, lo hizo una y otra vez hasta que al cabo de diez minutos cerró las llaves de la ducha y volteó a mirar a los dos hombres que lo acompañaban, quienes asintieron entre si y le alcanzaron una toalla. El cabello mojado le caía sobre el rostro llegándole hasta más abajo de la boca y por atrás hasta la altura de los hombros. “Jamás tuve el pelo tan largo”. Seguía confundido pero de cierto modo tranquilo porque aquella noche fría había sido horrible. Se secó el cuerpo para finalmente amarrarse la toalla envuelta en la cadera. Los miró trasmitiéndoles que era obvio que únicamente con esa toalla no saldría del baño. –¿Tendrán desodorante? -les preguntó muy tranquilo. Los dos hombres se miraron con rostro dubitativo. Hicieron una señal y se acercó un tercero con un frasco de desodorante en spray y una muda de ropa. –Aquí tienes -le entregó a la mano el frasco-. 167
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–Gracias -se roció las axilas con aquel desodorante-¿Talco? -volvieron a mirarse ambos hombres y otro que se encontraba por detrás de aquellos dos salió corriendo del baño, al cabo de dos minutos regresó con un pomo de talco para el cuerpo-. –Toma -nuevamente se acercó el hombre para entregarle el artículo de tocador. Renato tomó el pomo con la mano izquierda y echó una porción generosa en la palma de la otra y de esta manera se lo esparció por el pecho, cuello y genitales. Luego miró nuevamente a los dos hombres. –¿Puedo afeitarme? –No es recomendable. Luego de tu reunión determinarán si lo harás. Vístete. Renato tomó un calzoncillo y de pie se lo colocó rápidamente, continuó con un pantalón celeste de tela delgada y una camiseta de manga corta blanca y limpia. Nuevamente los miró y le alcanzaron unas sandalias. Miró sus pies con las uñas no tan sucias pero si muy largas. –¿Me puedo cortar las uñas? Miren como están. Me da vergüenza andar así. Se acercó otro hombre con un cortaúñas. Otro con una silla. Le hicieron la indicación que se sentara y ese mismo hombre procedió con el corte de uñas tanto de manos como de pies. Una vez terminado, Renato se puso de pie. –¿Vamos a desayunar? –Claro -le indicó el único hombre que hablaba- te acompañamos. Llegaron a un comedor habilitado como para unas doscientas personas pero vacío, solo contaba con las mesas, sillas y los equipos necesarios para su funcionamiento. Las mesas eran rectangulares largas y color crema, diseñadas para que se sentaran ocho hombres por lado, asimismo las sillas eran muy cómodas, plásticas y del mismo color. Se sentaron, Renato con dos hombres a cada lado y el único hombre que hablaba al frente. Se acercó otro hombre también vestido de blanco empujando un carrito que transportaba cuatro azafates con el desayuno, colocándolos al frente de cada uno. 168
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Cada azafate contenía una caja personal de leche chocolatada, dos emparedados ya preparados de jamón, queso y mantequilla, una caja de jugo de fruta y dos panqueques. No había ni un solo cubierto, ni de plástico ni mucho menos de metal. Renato miró cortésmente al hombre que tenía al frente y este le hizo una señal que indicaba que podían empezar a comer. Así lo hicieron los cuatro, solo que Renato no tardó ni dos minutos en acabar de comer todos los alimentos. Comenzó en orden natural, colocándole el sorbete a la caja del jugo de frutas y consumirlo de una sola aspirada, luego siguió con la caja de leche efectuando la misma operación. De ahí tomó los sánguches y los devoró para finalmente hacer lo mismo con los panqueques. Tomó una servilleta de papel y se limpió la boca. Los tres hombres lo miraban y luego se miraban, el que tenía a la izquierda agarró uno de sus emparedados y le hizo una señal de ofrecimiento, Renato lo cogió y en un santiamén lo consumió. Luego de cinco minutos más ya todos habían terminado con el desayuno. –¿Nos vamos? -ordenó el hombre que hablaba y todos se pusieron de pie-. –Me gustaría lavarme los dientes -solicitó Renato-. –No hay tiempo para eso -respondió el hombre- nos están esperando. Renato no puso oposición y siguió caminando acompañado de los tres hombres, dos a su costado y uno en la retaguardia. Pese a que se sentía recuperado, aún le dolía las articulaciones y la espalda, pero el baño definitivamente había sido recuperador. Se sentía perfumado y limpio, las uñas sobre todo que era algo que le producía manía el haberlas tenido tan largas. Mientras caminaban por unos pasadizos Renato se dio cuenta que algo no iba bien. “No estoy preso, sino me llevarían amarrado o con esposas en las muñecas. Si estuviese en un manicomio tal vez me llevarían con una camisa de fuerza o agarrado o también amarrado como si fuese un presidiario. Pero estos pasadizos, tan limpios e impecables como la clínica donde trabaja Santiago… ¿Dónde estoy? Todo está limpio menos el cuarto donde dormí esta noche, ese lugar si es desastroso”. Caminaron hasta que llegaron a una puerta doble de madera muy bien pulida y retocada en la que se notaban las hebras. Se detuvieron al frente de ésta, que no tenía ni un cartel pegado o algo que indicara a donde entrarían. 169
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Permanecieron de pie por unos treinta segundos y sin tocar la puerta esta se abrió. Había una sala grande muy iluminada con una brillante mesa negra larga, semi ovalada con sillas de cuero negro que tenían apoya brazos y parecían muy anchas y cómodas, colocadas seis por lado y una en cada extremo de la mesa. La sala estaba recubierta por ventanas pero éstas estaban tapadas por unas persianas modernas, parecía que en aquel lugar más se apreciaba la luz artificial que la luz natural. La mesa estaba ocupada por tres hombres en el lado izquierdo, dos al otro lado con un asiento separado entre ambos y un hombre en la cabecera. Todos miraban a Renato, ninguno parecía asombrado pero si lo miraron con rostro amical, como si lo conocieran de algún lado, Renato no conocía a ninguno de ellos pero terminó de convencerse que se encontraba en un hospital o algo muy parecido ya que todos llevaban sobre sus respectivas camisas y corbatas un saquillo blanco como los que usan normalmente los médicos. El hombre que se encontraba en la cabecera se puso de pie, se acercó y le estrechó la mano, Renato no tan confundido correspondió al saludo. Este hombre era un poco más bajo que Renato, de figura no tan delgada pero sin llegar al sobre peso. Pelo negro peinado con gomina hacia atrás, piel no tan blanca, cejas poco pobladas, ojos marrones y pestañas largas, nariz recta y labios delgados. La quijada era proporcional a su cabeza ovalada y no tenía ni el más mínimo rastro de barba. –Te veo mejor ¿Cómo estás? -preguntó el hombre con una sonrisa muy limpia y sincera-. –Bien, con un poco de dolor de espalda. La cama está un poco dura y la habitación fría -respondió Renato sin tono de reclamo sino como una respuesta coloquial-. –Ya veo -volteó hacia uno de los hombres que acompañó a Renato hasta aquella sala-verifica que le cambien el colchón y revisen la calefacción de la habitación. –Gracias -respondió Renato- “¿Colchón? Eso parece una colchoneta y no había nada parecido a una calefacción en ese cuchitril”. Más, prefirió permanecer en silencio.
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El hombre lo invitó a tomar asiento en la silla libre que había entre los dos hombres sentados hacia el lado derecho de la mesa. De los tres hombres que lo acompañaron uno se retiró de la sala sin hacer venia alguna, la puerta se cerró automáticamente, los otros dos hombres se sentaron cada uno en una silla no tan cómoda como las que ocupaban quienes se sentaban en la mesa, a espaldas del asiento de Renato. Renato se sentó muy relajado a pesar que no sabía dónde estaba, que hacía en ese lugar y que había sucedido. Se recostó sobre el respaldar de la cómoda silla, volteó a ambos lados para saludar con una venia, más un escueto y trémulo “Buenos Días” a los hombres que tenía al costado, así como a los que estaban al frente. Todos hicieron un movimiento de cabeza para responderle el saludo y se miraron entre ellos como si la duda también los acompañara. El hombre que se acercó a saludarlo amablemente se sentó en la cabecera y apoyo los antebrazos en la mesa para comenzar. –¿Sabes por qué estás aquí en esta sala? -preguntó el anfitrión que vestía una camisa con corbata de color azul marino con un ligero brillo y un saquillo de médico-. –Supongo que debo estar enfermo. Todos parecen médicos y por como visten, me refiero a la camisa y corbata, supongo que debe ser una clínica. Pero al juzgar por donde dormí esta noche, me parece que es un manicomio. –Bueno, es una clínica que tiene este sanatorio anexo, mejor dicho una casa de reposo. –Es el término suave para hacer creer a un loco que no está loco ¿verdad? -todos dieron una sonrisa pero el hombre de la cabecera sonrió aún más-. –Eres muy perspicaz -continuó riendo- bueno, te haremos unas preguntas de rutina. Aquí estamos con unos médicos que vienen de hacer determinados estudios y tu caso lo estamos investigando. –¿Soy un fenómeno? ¿Qué caso están investigando? -preguntó denotando preocupación-.
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–No eres ningún fenómeno -sonrió nuevamente el médico- cuando hablo de “caso” me refiero a algún acontecimiento o suceso, que es lo que te viene sucediendo ¿Estás consiente de eso? –Sí, claro -respondió Renato convencido-. Todos los médicos abrieron una carpeta que tenían al frente de cada uno y tomaron indistintamente un lapicero. Renato los observó con una sonrisa autosuficiente, aquella sonrisa que siempre tuvo y que sintió que regresaba. Seguía recostado sobre el respaldar del cómodo asiento y comenzó a girar suavemente de un lado a otro. –Dinos tu nombre -anunció sin perder la sonrisa el médico principal-. –Renato Gonzales -respondió dejando de girar la silla-. –¿Tu edad? -preguntó sin sonreír-. –Treinta y cuatro… –Dinos el nombre de tu padre. –¿Mi padre? –recordó que antes alguien le había formulado esa pregunta y que no supo responderla-. –Sí, el nombre de tu padre y el nombre de tu madre. La sonrisa de Renato se desvaneció pero trató de guardar la compostura aparentando una serenidad que en poco tiempo explotaría. “Respira, respira”. Se tomó ambas manos y comenzó a frotarlas creyendo que nadie se daría cuenta de aquello. No respondió la pregunta y elevó la mirada hacia el techo. Tragó un poco de saliva y se recompuso nuevamente en el asiento. Los médicos se miraban entre si y luego lo miraban al de la cabecera en señal de conformidad. No es un caso especial. –¿Sabes desde cuándo estás internado aquí? -nuevamente le volvió la sonrisa al médico pero no tan marcada sino por el contrario muy discreta-. 172
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–Claro, bueno no sé. Me parece que hace un par de días, no más. Los médicos tomaron nota en sus respectivas carpetas. Uno de los que tenía al frente lo comenzó a mirar fijamente “¿Me quiere analizar? Como no los mando a la mierda a ver si analizan eso también”. Renato con el rostro relajado y los ojos caídos no le bajó la mirada hasta que el médico continuó tomando nota. –Muy bien, ¿conoces a Santiago Rodríguez? –Sí, claro. La verdad me gustaría que estuviese aquí. Fue mi psiquiatra por unos… no sé… creo que unos cinco años o más -se pasó los dedos entre la barba tan crecida-. –¿Conociste a su esposa…? –Madeleine, ya me acordé… Es por esa loca que estoy aquí. Me acosaba, por donde iba me la encontraba. Fue por eso que dejé de ver a Santiago, no quería sentirme comprometido por la actitud de esta mujer -los médicos continuaron tomando nota mientras el principal lo observaba-. –He leído en tu expediente que en alguna ocasión nos hablaste de Cecilia. –Cecilia, espero verla pronto. Es la mujer que amo, ella fue un pilar en mi recuperación tras la pérdida de Paola. –¿Paola García? –Sí, García, ¿También está en mi expediente? ¿Me están investigando por algo ilícito? ¿Cómo se han metido en mi vida personal? Esto del sanatorio es una fachada, se han confundido yo no estoy perseguido por la justicia. –No es ninguna fachada, pero tranquilízate. Necesitamos que nos respondas para evaluar tu salida de este lugar. ¿Recuerdas el apellido de Cecilia? –Cecilia… Cecilia -comenzó a murmurar algo que nadie entendía pero tampoco le preguntaron que trataba de decir-.
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–¿Qué fue de Paola? –Murió, hace unos años. –¿Sabes de que murió? –Un accidente de moto. –¿Sabes lo que sucedió antes del accidente? ¿Tuvieron algún encuentro? –Sí, no recuerdo que pasó pero nos despedimos con un largo beso antes que ella subiera a la moto. Nos vimos las caras al ir cada uno por su lado y nos sonreímos. Era tan hermosa… Una lágrima le cayó por la mejilla y se perdió en la frondosa barba, no pudo contenerse pero tragó saliva y se recompuso nuevamente. Separó la espalda del respaldar y se sentó erguido apoyando los antebrazos en la mesa. –Entiendo. ¿Gertrudis? ¿La has visto últimamente? –Gertrudis fue una amiga de la familia, trabajó con mi padre y fue como una madre más para mí. Cuando mamá murió ella prácticamente me crió. –Recuerdas a Gertrudis pero no el nombre de tu padre. ¿Cómo se apellida Gertrudis? –No recuerdo -se quedó pensativo-. “Les he fallado a los que más me han querido, no puedo ser tan ingrato de olvidarme quienes son”. Ella debe estar con Cecilia. Seguramente vendrán a verme ¿Las van a dejar visitarme? –Sí, claro -respondió el médico mirando a sus colegas que no dejaban de tomar nota de todo-. El médico principal abrió otra carpeta y sacó cinco fotos de veinte por diez centímetros, se las alcanzó por medio de uno de los hombres que acompañaron a Renato a la sala. –¿Reconoces a alguno de estos hombres? -Renato tomó las fotos y rápidamente sacó una-. 174
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–¿Puedes enseñarnos la foto y decirnos quién es? –Soy yo. Les enseñó la foto levantándola a la altura de su cara, sonriendo, como dando a entender que la foto y él eran la misma persona. El médico le hizo una indicación al hombre que instantes atrás le había alcanzado las fotos, éste tomó el resto de las fotografías y se las devolvió. Entonces sacó una de las cuatro restantes y se la enseñó. –¿Reconoces a este hombre? –No -respondió Renato sin duda, cuando le alcanzaron la foto- está un poco viejo para ser mi amigo. No sé quién es. –Guarda esa foto. El médico le indicó a Renato, quien se sentía triunfalista. Olvidar algunos datos podría interpretarse como pérdida de memoria, como sucede con muchas personas. Esto más le daba la impresión de que era una confusión. Tenía dos fotos. De otra carpeta el médico sacó una foto más, era la foto de Santiago. –¿Reconoces a esta persona? –Claro, es Santiago. Pero la foto es un poco antigua. Me refiero a que no solo el material sino la imagen, se ve como si hubiese sido tomada hace muchos años. –¿Cuándo fue la última vez que viste a Santiago? –Hace poco, como unos no sé, veinte días tal vez. Nos encontramos en la calle y me dio estas piedras marinas que tengo en el cuello -señaló la cadena que le colgaba del cuello-. –Entonces esa cadena con las conchas marinas te la regaló Santiago ¿verdad? –No precisamente, un hombre flaco me llevó a una casa pequeña, no recuerdo muy bien pero algo tiene que ver Santiago con eso. Espera, el hombre que me llevó a esa casa se parecía mucho a este viejo de la foto, solo que cuando era joven. Se lo puedo asegurar -el médico sacó otra foto y se la alcanzó-. 175
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–Este es… -descubrió Renato- son la misma persona pero en diferentes edades ¿Cierto? –Cierto -confirmó el médico-. Los otros colegas no paraban de escribir aunque sabían que la sesión estaba siendo filmada. –Entonces reconoces a estos dos hombres, a uno lo conociste hace unos veinte días cuando te regaló esa cadena y sus respectivos dijes y el otro es el mismo hombre pero de viejo ¿Cómo en veinte días puede envejecer tanto una persona? –Porque no es la misma persona, debe ser su padre. A mí siempre me dijeron que era idéntico a mi padre. –Tienes razón. A mí también me dicen lo mismo -sonrió y el resto de médicos asintieron con una sonrisa- entonces no sabes quién te regaló la cadena ¿Santiago o este hombre? –Ninguno. Uno de ellos me la entregó pero la que me la envió fue una anciana que estaba dentro de una casa. –¿Sabes cómo se llama este hombre? Cualquiera de los dos -se refería a los hombres de las fotos que no reconocía Renato pero que se podía considerar que eran padre e hijo-. –No. Me gustaría saber para que me dijeran por qué me dieron esta cadena con sus dijes. –Esteban Rodríguez. –El nombre me suena, ¿Quién se llama así? ¿El viejo o el joven? -preguntó entusiasmado Renato-. Sintió que toda su confusión se iba despejando. “Estos me están ayudando de verdad” –Los dos –respondió el médico. 176
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–Saliendo de aquí los buscaré -dijo convencido-. Los médicos se quedaron observándolo. Luego miraron al médico principal y le hicieron una seña indicando que prosiguiera. Renato se dio cuenta de eso pero no le prestó la mínima atención, estaba convencido que esa reunión le estaba sirviendo de mucha ayuda. Comenzó a recordar a Paola y aquella mirada penetrante que siempre lo volvió loco, aquel largo cabello negro que se lo acomodaba sobre uno de los hombros y su sonrisa amplia tan cautivadora. Se fue pero el destino se encargó de poner a Cecilia en su camino. El médico principal sacó unas cinco fotos más y se las alcanzó a Renato. –¿Ves esas fotos? En todas hay un bebé que se va haciendo niño y luego adolescente ¿Qué ves de especial? –Que es la misma persona. –Muy bien. ¿Cómo llegas a tal determinación? –Por la cara y por los padres… -permaneció pensativo pocos segundos –los padres son Santiago y Madeleine. No sabía que su bebé había crecido tanto. Pero sí… este es otro niño, no es el bebito que nació hace poco ¿Cómo se llama el bebé? Esteban ¿Ese es el nombre del bebé de Santiago y Madeleine, verdad? Pero Santiago solo aparece en las primeras fotos, luego solo Madeleine… están confundiéndome otra vez. –Mira bien al niño, tienes razón se llama Esteban, míralo bien. ¿Ves que lleva una cadena? –Verdad. Es una cadena con… -se agarró el cuello- no puede ser. –Una cadena como la que llevas puesta. Qué casualidad -los médicos lo observaron cómo esperando alguna reacción. Los hombres de blanco que se sentaban detrás de Renato se pusieron de pie-. –Me la entregó Santiago, entonces no fue el otro hombre ¿Por qué se desharía de una joya de su hijo? –¿A qué otro hombre te refieres? 177
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–Al de la foto. Estoy seguro que él me llevo hasta esa casita vieja, donde la anciana tenía esta cadena. Pero viendo las fotos está claro que fue Santiago. En ese entonces estaba muy mal, acababa de salir de la clínica. –El hombre del que hablas se llama Esteban Rodríguez, ya te lo dijimos. Es el mismo de la foto. –Sí, es verdad. Entonces me imagino que hablamos de homónimos ¿Por qué no llaman a Santiago? Quizá pueda ayudarnos. El resto de médicos se tomaban el rostro o la frente o gestos parecidos a que desaprobaban algo que no era común. “No saben qué hacer. Respira… respira”. El médico principal se acercó a Renato y se puso a su lado derecho, haciendo que el otro médico se arrimase un poco, procediendo a sentarse en una de las sillas que usaban los hombres que llevaron a Renato a la sala. Separó la foto de Renato y la de los dos hombres que se llamaban Esteban pero en versión joven y versión viejo y las puso nuevamente sobre la mesa frente a él. –Mira bien las tres fotos. Estás convencido que estos dos hombres son la misma persona pero en diferentes tiempos… –No son la misma persona. Deben ser padre e hijo -interrumpió Renato-. –Muy bien -dijo el médico apartando la foto del joven y se quedó únicamente con la foto de Renato y la del viejo- observa bien estas dos fotos. ¿En cuál de las dos fotos te ves? –En esta -Renato señaló su foto sin la menor duda. El médico volteó hacia uno de los hombres de pie para que le alcanzara un espejo-. –Mírate en el espejo -le ordenó firmemente- ¡Mírate! Definitivamente no era Renato el del espejo, era el hombre de la foto llamado Esteban Rodríguez. Se sorprendió pero no se alteró como si ya se lo esperara. “Respira… respira… respira ¿No soy Renato? ¿Por qué me veo tan viejo?” La barba la tenía casi hasta la altura de la manzana de la garganta. Sus ojos no eran verdes sino glaucos y el pelo a pesar de ser largo era escaso y lacio. El médico retiró el espejo pero el individuo se lo pidió una vez más para poder analizar su rostro, accedió pero por seguridad no permitió que este lo tomara con sus manos. 178
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–¿Sabes desde cuando estás aquí? -volvió a preguntarle el médico-. –Ya me preguntaste eso y ya te respondí que hace no más de dos días -respondió Renato con la cabeza gacha-. –Te equivocas Esteban, estás aquí hace veinte años y unos meses. –Pero si hace dos días ese policía me disparó en el pulmón… –Levántate la camiseta y dime si tienes alguna herida abierta. Si te hubiesen disparado hace un mes aún estarías con una cicatriz nueva. Efectivamente, tienes una cicatriz de bala en el pecho pero que ya cerró hace muchos años. No respondió nada solo miraba hacia abajo y hacia el techo. Los médicos lo observaban pero este no daba más señales de angustia. –No entiendo. Santiago y Madeleine… –Son tus padres. Pensamos que vienes recuperándote y que podrías entender y asumir la realidad de las cosas. –Sigo sin entender. –Ingresaste aquí cuando de un fuerte golpe mataste a Madeleine, tu madre. Lo miraba al médico sorprendido pero a la vez ido. –Pensabas que ella y el policía te querían hacer daño. No recordabas que Madeleine era tu madre y pensabas que te acosaba junto con el policía que la resguardaba. Llegaste a pensar que se habían confabulado para hacerte daño. –Pero Cecilia vio como me perseguía y acosaba. Cecilia lo vio todo. –Cecilia murió cuando tú eras muy niño. Ella jamás fue tu novia ni mucho menos. Siempre te la imaginaste. Perdiste a todos tus amigos cuando empezaste a imaginarte cosas. Fuiste diagnosticado con esquizofrenia desde muy joven. 179
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Tu madre se dio cuenta y te trataron desde temprana edad, cuando aún estabas en la universidad. –No entiendo, Gertrudis conoció a Cecilia -intervino llorando- sentía mucha pena por haber perdido a Cecilia. –Santiago, Renato, Cecilia y Gertrudis murieron en un accidente cuando tú eras muy niño. Tu madre en su pena siempre te habló de ellos, creciste en un ambiente marcado por el recuerdo nostálgico de tu madre. Esteban no paraba de llorar con las yemas de los dedos de ambas manos pegadas una con otra. Se empezó a mover de adelante hacia atrás y a morderse los dientes. –Esta cadena me la entregó aquella anciana -se agarró la cadena con los tres dijes que llevaba en el cuello-. –¿La anciana de ojos azules? –Sí. Esa misma ¿Lo ves? –Es tu madre. Te la has imaginado como hubiese sido ella de anciana. Tu madre te puso esa cadena en el cuello desde que naciste y le fue agregando los eslabones a medida que crecías. Era una tradición familiar. Poco a poco se fue convenciendo de la trágica noticia de haber vivido una vida que no era la suya. Él ya no era él sino era otro de quien no recordaba nada. Estuvo convencido que se había convertido en Renato, en Cecilia, en Gertrudis, en Madeleine y en sabrá Dios cuantas personas más. –Yo estuve con Santiago cuando aquel operario se suicidó. Todo el mundo lo vio. –Fuiste tú. Te quisiste suicidar aquí en tu propio cuarto, que dicho de paso no es lo incómodo que tú dices. Le enseñó una foto del video de aquella noche en la que se le veía sentado en una cómoda cama, las paredes completamente blancas y con la luz encendida, pues no le gustaba dormir con la luz apagada. 180
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–Hubo un descuido y encontraste una soga que te la ingeniaste para amarrar en uno de los barrotes de la ventana superior, felizmente te vieron por la cámara. Aquella vez soñaste con una mujer que se burlaba de ti, eso ya lo conversamos, era tu madre que también la confundías entre su figura maternal y la mujer que te acosaba. Esteban, sabemos todo de ti porque llevamos veinte años estudiándote. No estás en la cárcel por haber asesinado a tu madre porque ella ya había dejado por escrito con sus abogados que sufrías de esquizofrenia y que antes de condenarte te evaluaran psicológicamente. Queremos ver si estás en condiciones de vivir libre. En ese caso sería bajo condiciones judiciales y con un guía como los que te trajeron aquí. Quería gritar y explotar pero algo le impedía hacerlo, solo lloraba y lloraba. “Respira… respira… respira”. Los médicos lo observaban sin hacer gesto alguno. Los hombres que lo acompañaron a la sala seguían de pie. El médico principal seguía a su costado como consolándolo. –Veo que decidiste cortarte las uñas y asearte por cuenta propia. Eso es un avance muy importante Esteban. –Paola. Pao… ¿Tampoco existió? -comenzó a llorar desconsoladamente- fue tan real que hubiese sido una vida sin sentido la que hubiese tenido. –Paola García sí existió. Fue tu enamorada por algunos meses. Pero un día tuviste una de tus crisis y ella llamó a tu madre para que te recogiera de la casa que alquilaste para vivir solo. Aquel día la golpeaste, algo inexplicable, y ella se fue manejando mientras lloraba de pena. Parece que eso la distrajo y no vio cuando un vehículo la embistió y la atropelló. Murió al instante. –Pero si la amo. ¿Cómo alguien podría haber hecho algo tan terrible? –Porque estás enfermo Esteban. Pero te estás recuperando, solo tienes que estar convencido que lo que te decimos es la única verdad. No hay otra. Puedes hacernos las preguntas que quieras y obtendrás las mismas repuestas y lo que tu pensabas que era cierto… no lo era. Todo fue producto de tu imaginación. Adoptaste la personalidad de muchas personas, eso te confundió aún más e incrementó el mal que te aqueja.
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LA SALA
Esteban, quien se convenció que no era más Renato, continuó llorando hasta que poco a poco el llanto cesó convirtiéndose en ligeros sollozos luego llegó a la calma. “Respira… respira… respira”. Los médicos se miraron entre ellos y uno de ellos le hizo una seña al médico principal. –Vamos a evaluar nuevamente tu caso Esteban pero desde ya, te adelanto que es la primera vez que asumes tu verdadera identidad, después de más de veinte años. Eso sí es un avance muy importante en tu recuperación. Los señores que te trajeron hasta esta sala te acompañarán a tu habitación, pero si deseas pasear por el jardín no habrá ningún inconveniente. Eres otro hombre. –Bien… -respondió muy escuetamente-. El médico principal y él se pusieron de pie. –Adiós Esteban. Nos vemos uno de estos días -le estrechó la mano con una sonrisa de satisfacción-. –Adiós -respondió suavemente Esteban accediendo a la mano del médico y le regaló una sonrisa muy resignada-. Los dos hombres lo acompañaron hacia el gran jardín de la casa de reposo. Los tres se sentaron en unas sillas que tenían una mesa al costado. Bebieron agua de un vaso que uno de ellos llevó. Esteban no recordaba desde cuando no veía un día tan hermoso y lleno de energía. Miró hacia el sol entrecerrando los ojos. En ese momento, recordó que los sueños de Renato con Paola y Cecilia, así como los sueños de Santiago con Madeleine y el bebito eran solamente eso, parte de su imaginación luego de haber pasado una tarde en aquel jardín del sanatorio. Era el mismo césped y la misma caída de sol. Miró hacia el cielo y sonrió. Sonrió con mucha ternura y añoranza. Amó mucho a Paola, amó mucho a su madre pero lamentablemente se confundió en el camino de la vida. –Este sanatorio parece muy costoso -intervino Esteban ante cualquiera de los dos hombres robustos- ¿Quién lo paga? –El seguro de salud que dejó tu madre -respondió el único hombre que hablabapara que de por vida estuvieses bien atendido. Tengo entendido que alguien muy cercano a ella administra tu herencia. 182
“SUEÑOS DE LOCURA”
–No recuerdo haber tenido algún pariente. –El policía que te disparó, era muy amigo de tus padres. Un hombre muy inteligente. Es una excelente persona. Viene a visitarte constantemente. Administra la herencia de tu madre con un auditor que él mismo solicitó al bufete de abogados de la familia de tu madre, para evitar suspicacias. Luego de una hora y media de haber disfrutado el sol y el campo, los dos hombres acompañaron a Esteban hacia su habitación. Caminaron por los fríos pero muy impecables pasadizos hasta que llegaron. Esta no era tan pequeña como en la noche le pareció. Era igual que la foto que los médicos le enseñaron en la sala. La cama era de plaza y media con un colchón confortable, no era de tres por dos metros sino de cinco por dos metros, el techo si era igual de alto, las paredes eran blancas y pintadas con un esmalte que parecía plástico, además tenía un pequeño baño con todos los accesorios de acero quirúrgico, pero lo que sí era real fue la puerta de metal con los seguros. Entró y escuchó los ruidos de los seguros que cerraban la puerta. Se sentó en su cama con la certeza que lo estaban observando por una cámara. “Ahora soy Esteban. Me están observando. Esto es una confabulación de alguien que me quiere hacer daño. Soy Renato Gonzales y tendré que adoptar la identidad de Esteban para escapar de estos dementes. Luego me conocerán y sabrán quién soy. Los mataré a todos”.
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Loco no es el que ha perdido la razรณn, sino el que lo ha perdido todo, todo, menos la razรณn. Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) Escritor britรกnico.
“SUEÑOS DE LOCURA”
Héctor Francisco Latorre Carbajal
SUEÑOS DE LOCURA