Quimera Revista de Literatura | Número 474 | Junio 2023

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ColaborAN en este número:

José Abad, Javier Ignacio Alarcón Bermejo, Pilar García Sedas, Anna Blasiak, Marta Camacho Núñez, Jesús Cárdenas, Bel Carrasco, Pepe Cervera, Bibiana Collado Cabrera, Fermín Domínguez Santana, El Mostrador Estudio Creativo, Carlos Fortea, Celia Fortea de Arpe, Sonia Fraga, José María García Linares, Jean Christophe García Vaquero Lavezzi, Alberto García-Teresa, Rafael Ángel Herra, José Antonio Llera, Lola López Mondéjar, Juan Marqués, Eduard Márquez, Jordi Márquez, Mario Martín Gijón, Olivia Martínez Giménez de León, Oriol Masferrer, Sara Mesa, Diego Morcillo, Daniel Mordzinski, Paco Pimentel, Roberta Previtera, Erasmo Rejón, José de María Romero Barea, Javier Sáez de Ibarra, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Joan de la Vega, Wences Ventura, Isabel Wagemann Fotografía de portada y Dossier:

Alexander Ant (Unsplash)

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – junio 2023

Aunque habitualmente ajenos a la controversia política, desde Quimera queremos romper una lanza a favor de nuestra revista hermana El Viejo Topo, recientemente excluida de la feria Literal, feria del libro político radical, por motivos ideológicos. Según los organizadores, algunos de los autores del catálogo de El Viejo Topo, como Diego Fusaro (filósofo que se declara marxista), coquetean con el fascismo. Más allá de lo peregrino de tales consideraciones, en Quimera somos conscientes de que la censura por motivos ideológicos, además de reprobable, es altamente peligrosa, porque una vez puesta en marcha es muy difícil detenerla y tiende a extenderse a todos los ámbitos del pensamiento, literatura incluida. Por eso hemos querido aprovechar este editorial para poner en guardia a nuestros lectores ante la nueva policía del pensamiento que se está gestando no solo en el campo de la derecha (donde ya es habitual) sino (y lo más lamentable) en algunos ámbitos de la izquierda. Contra ella solo se puede luchar con la libertad de pensamiento y el libre intercambio de ideas. Tomen nota. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Editor: Miguel Riera DirectorES: Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención

Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

El salón de los espejos

El holandés errante

Entrevista a Sara Mesa – 4

Álex Chico. La vida en el aire (Segundo descenso) – 49

Entrevista a Carlos Fortea – 8 Entrevista a Bibiana Collado Cabrera – 14

El ambigú

Entrevista a Lola López Mondéjar – 18

Erasmo Rejón:

Entrevista a Eduard Márquez – 22

Guerra, de Louis-Ferdinand Céline – 52

La vida breve

Eduardo Suárez Fernández-Miranda: Heaven, de Mieko Kawakami – 53

Diego Morcillo. El magnetismo

Javier Ignacio Alarcón Bermejo: Historia de lo

(para atravesar el insomnio y la derrota) – 26

fantástico en las narrativas latinoamericanas I

Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Rafael Ángel Herra – 28

El castillo de Barba Azul

(1830-1940), de David Roas (dir.) – 54 José de María Romero Barea: El método Borges, de Daniel Balderston – 55 Pilar García Sedas: Correspondencia reunida, de Felisberto Hernández – 56

Poemas inéditos

Alberto García-Teresa:

de Olivia Martínez Giménez de León – 29

Tanto es así, de Antonio Méndez Rubio – 57

Cuatro poemas de Anna Blasiak – 30

Jesús Cárdenas:

Poemas inéditos

Mientras pueda decir, de Luis Ramos de la Torre – 58

de Joan de la Vega – 32

Einstein on the Beach Wences Ventura.

José Abad: Poesía completa, de Mariluz Escribano Pueo – 59 Juan Marqués: Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui – 60

les no solicitados ni mantiene corresponden-

Bruno Montané: retrato del poeta panamericano – 38

Pepe Cervera: Euforia, de Carlos Marzal – 61

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Oriol Masferrer. El fondo del espejo: un viaje hacia el

José María García Linares: El empeño del manantial.

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

rock indie y la cultura de masas – 41

Antología poética, de Jorge Riechmann – 62

José de María Romero Barea.

José Antonio Llera: Putitos, de Ángel Borreguero – 63

Julián Ríos: enajenaciones del plurilingüismo – 43

Marta Camacho Núñez:

Roberta Previtera.

Réplica, de José de María Romero Barea – 64

«El candil ciñe sombras a la pared encalada»: Concha Méndez y el espectáculo cinematográfico – 46

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Sara Mesa Texto: Jean Christophe García Vaquero Lavezzi Fotografías: Sonia Fraga ©

Sara Mesa ha vuelto. Tras el éxito de crítica y público de Un amor (Isabel Coixet está filmando su versión cinematográfica), la autora vuelve a sorprendernos con La familia (Anagrama), un viaje hacia los recovecos y las miserias de la primera institución que todos gozamos y sufrimos nada más nacer. La familia es una novela corta y de estilo aparentemente sencillo pero que cala hondo y nos plantea infinidad de preguntas. En esta familia tenemos a Padre, Madre y unos hijos con nombre propio y diferentes personalidades. Y muchas mentiras, medias verdades y silencios.

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Al leer la novela, podemos sentir la violencia que sufren los componentes de la familia por lo que no se nombra o se oculta, y el lector puede empatizar con uno u otro miembro de la misma, según sus propias vivencias. Bajo la aparente extravagancia de esta familia, ¿has pretendido intencionalmente que nos veamos todos reflejados en ella? No, intencionalmente no. En general, no busco que los lectores se vean reflejados en los personajes. De hecho, desconfío de la noción de empatía como valor primero a la hora de juzgar un libro. Lo que sí quiero es generar interés. Mis pretensiones van más en la línea de construir historias con personajes complejos que se perciban como vivos. Si sus experiencias son un espejo o no de las nuestras da igual, lo importante es que susciten ese interés. Uno de los grandes logros de la novela, en mi opinión, es que podría considerarse una colección de cuentos breves con ritmo y aliento de novela corta. ¿Ha sido complejo conseguir el pulso narrativo de una novela a base de engarzar relatos fragmentarios? Me alegra que destaques esa estructura, porque pienso que es esencial. En realidad, lo complejo para mí —y creo que inoperante en este caso— hubiera sido contar la historia como una totalidad, como una novela clásica de tipo saga familiar. La estructura tiene más que ver con un álbum de fotos y es cierto que se asemeja mucho a una colección de cuentos. Se cuentan ciertas historias, pero podrían ser otras. Lo relevante es el conjunto, como en aquellos juegos en que se unían los puntos y se formaba una figura. Otro elemento brillante, a mi modo de ver, son las grandes elipsis temporales que hay en la novela. ¿Dichas elipsis son un reflejo de las carencias emocionales y vitales de los personajes?

Es una interpretación posible, yo más bien creo que es un elemento central de mi manera de escribir: siempre he manejado el recurso de la elipsis porque es más efectivo, no veo la necesidad de contarlo todo. Sé que muchos lectores echan en falta saber más de la vida de este o de aquel personaje, de su evolución o su pasado, pero aun así prefiero enfocar con nitidez solo algunas cosas y el resto emborronarlas. En realidad, es así como percibimos el mundo que nos rodea, no tenemos una mirada global, tenemos que apañarnos solo con los vistazos que podemos dar alrededor. A través de hechos cotidianos de los hijos, se plantean dilemas éticos con los que podemos conocer el conflicto latente que les ha provocado la educación recibida en casa por parte de los padres. ¿Está en los detalles la clave de lo que te interesa contar? Absolutamente. Se ha dicho muchas veces: en los detalles está todo. Yo no me siento cómoda con las grandes abstracciones e ideas en los textos literarios. Más bien creo que esas abstracciones e ideas, esos sistemas de valores incluso, se desprenden de los detalles que una escoge narrar. Si quiero explicar la historia de un niño que a los catorce años tiene su primera revelación sobre la naturaleza de su padre, elijo contarlo a través de la venta de papeletas para un sorteo benéfico, de los comentarios que hace el padre al respecto, de las reacciones que reciben de la gente, etc. Igual que he dicho antes, creo que es así como nos manejamos diariamente en el mundo. Madre parece víctima y a su vez cooperadora necesaria del abuso de poder de Padre; un abuso que se va filtrando poco a poco a través de prohibiciones etiquetadas con grandes principios y frases tajantes. ¿Has querido colocar a Madre en un lugar donde captemos su condición de víctima y verdugo?

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Sara Mesa

Sí. Creo que las diferencias tajantes no existen. Ella es en principio una víctima, pero una parte del daño recibido consiste justamente en no saber o no poder proteger a sus hijos. Las víctimas no tienen por qué ser perfectas; los mecanismos de supervivencia a veces son oscuros, por eso precisamente funcionan los regímenes de terror, se basan en una red colectiva de acciones. Si nos ponemos a pensar, incluso Padre puede tener sus razones para actuar como actúa, razones que probablemente tienen que ver con su propio origen y que le generaron inseguridad, miedo, resentimiento y, finalmente, esa necesidad de imponerse en el pequeño círculo en que puede: su mujer y sus hijos. Padre es, en realidad, un hombre muy débil. Esto es importante: la debilidad también puede crear monstruos. Cada uno de los cuatro hijos responde de una manera diferente cuando empiezan a captar las disonancias entre lo que hay fuera y dentro de casa, esa cárcel hecha de palabras que los padres van construyendo alrededor de los mismos. Tenemos la sumisión, el engaño, la huida o el cuestionamiento. ¿Es la familia la que condiciona nuestra actitud con el poder? Es la infancia y, consecuentemente, sí, es la familia. Se ha dicho muchas veces que la familia, al igual que la escuela en los primeros años, es el lugar donde se crean los patrones mentales básicos que luego pondremos en funcionamiento toda la vida. Estructuras autoritarias asumidas de niños nos pueden hacer más sumisos en el futuro, por eso en antiguas generaciones se insistía tanto en las conductas disciplinarias, incluso con castigos físicos. No es así en la actualidad y no es así en la historia que yo cuento, pero sí creo que tenemos que seguir alertas ante todo lo que pueda derivarse de mentalidades cerradas, como ocurre en el libro. En la novela, los padres tratan de mantener a sus hijos fuera del mundo (no les dejan salir con amigos, no tienen televisión, etc.), teóricamente por su bien, pero no deja de ser un planteamiento sectario e insano. Bajo las tramas discurren las últimas décadas en España, desde la juventud de los padres hasta la edad adulta de los hijos. ¿Has pretendido relatar una cierta crónica de nuestro país bajo esta familia?

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La verdad que no. Creo de hecho que la familia de mi libro tiene ciertas particularidades que apuntan a todos los tiempos, no es la típica familia de una España de los años ochenta y noventa, que ya había modernizado sus costumbres y entraba de lleno en la sociedad de consumo. De hecho, Padre es crítico con todo esto, es más bien un reaccionario en las costumbres, aunque progresista en otros asuntos, una mezcla algo rara. Las buenas ideas no siempre van acompañadas de buenas conductas, esto puede ocurrir en todos los tiempos. Es casi palpable la asfixia que transmites al relatar las vivencias de determinados miembros de la familia. En contrapartida, algunos personajes suponen válvulas de escape que demuestran las miserias de la misma desde otro prisma más humorístico. Insuflan algo de aire al lector gracias a su autenticidad ¿Has buscado de manera consciente esos contrapesos emocionales? Como te comentaba antes, de manera totalmente consciente nunca tomo este tipo de decisiones, más bien se pone en funcionamiento cierta intuición debido a las necesidades que va imponiendo el propio texto según lo escribo. Y sí, en este caso sentí que era necesario incluir el humor y también la ternura. No quería juzgar a mis personajes, quería entenderlos más allá de lo que hicieran. Cada vez estoy más convencida de que la vida es eso: una tragicomedia. Es terrible, sí, pero también puede producir la carcajada y el abrazo. Los traumas y miserias se esconden bajo grandes principios y máximas morales en un juego hipócrita. ¿Es una de las lecciones del libro resaltar el carácter ruin del ejercicio de la superioridad moral? La superioridad moral es algo terrible, produce comportamientos intolerantes y autoritarios con aquellos que están a nuestro cargo, como por ejemplo los hijos. Sí, es un tema que me preocupa, que he observado alrededor muchas veces y en el que, ojo, podemos caer todos. Siempre digo que admirar Gandhi, por ejemplo, como hace Padre en mi libro, no te hace tener la grandeza de Gandhi. Yo he visto a personas que defienden el pacifismo con violencia, por ejemplo.


No parece haber nada hermoso que rodee a los personajes, ni el piso ni el barrio donde viven. ¿Has pretendido que este entorno influencie el tono de la novela así como la psique de los personajes? Bueno, no lo describiría en términos de belleza, pero sí en términos de clase social. Esta familia vive en un barrio obrero, es de origen humilde y al mismo tiempo aspira a la ascensión social, a diferenciarse, a través de una muy particular concepción de los valores éticos y la cultura. El entorno social es relevante, claro, pero ahí me limito a describir lo que conozco, de manera completamente natural. Si a menudo en mis libros salen este tipo de barrios es porque yo crecí en uno de ellos. Padre va imponiendo prohibiciones e imposibilidades con el consentimiento de Madre. Pero no se capta en tus páginas especial animadversión hacia los progenitores. Ellos han recibido un legado en forma de neurosis y traumas y hacen lo que pueden con él, princi-

palmente transmitirlo a los hijos. ¿Somos todos supervivientes, más o menos conscientes, de nuestros orígenes? Exacto, eso es justo lo que trataba de explicar antes, que no pueden hacerse juicios tajantes, que todo tiene un origen, que es importante reflexionar sobre estos orígenes y ver dónde están las raíces de ciertas cosas. Decía Montserrat Roig que en el fondo era increíble cómo podían salir hijos sanos de estructuras familiares fundadas sobre pilares patriarcales, de dominación, posesión y falta de libertad, principios que en el fondo tampoco son los que escoge la mayoría de la gente a nivel particular. En la generación de mis padres, por ejemplo, en especial en las pequeñas ciudades y en los pueblos, las parejas de novios estaban encaminadas de manera indiscutible al matrimonio, la descendencia, la acumulación de patrimonio, la estrechez de horizontes en el caso de la mujer, etc. Todo esto generaba mucha frustración e infelicidad, cosa que se transmitía a su vez a los hijos. Decir esto no es atacar los vínculos familiares, sino la manera tan rígida en que se ha determinado que debían ser estos vínculos.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Carlos Fortea Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: Celia Fortea de Arpe ©

Carlos Fortea (Madrid, 1963) ha sido profesor de Traducción en la Universidad de Salamanca y lo es actualmente en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de las novelas juveniles Impresión bajo sospecha (2009, reedición en 2022), El diablo en Madrid (2012), El comendador de las sombras (2013) y A tumba abierta (2016), y de las novelas para público adulto Los jugadores (2015), finalista del Premio Espartaco de la Semana Negra de Gijón, y El mal y el tiempo (2017), y traductor de más de ciento cincuenta títulos de literatura alemana. Por su traducción de la biografía Kafka (2018), de Reiner Stach, obtuvo el Premio Ángel Crespo de traducción, y por la de la novela Todo en vano, de Walter Kempowski, el Premio Esther Benítez de traducción correspondiente a 2021. Su último libro publicado es el ensayo Un papel en el mundo. El lugar de los escritores (Trama, 2023).

«Se diga lo que se diga de la insuficiencia de la traducción, ésta es y sigue siendo una de las ocupaciones más importantes y más dignas del intercambio mundial.» Estas palabras de Goethe dignifican la profesión. ¿Cómo surgió su interés por la traducción? Surgió de manera equivocada… Me explico. Cuando yo era muy joven, mi único interés era ser escritor. Y yo pensaba entonces que eso no incluía la traducción. Me parecía, eso sí, una tarea adecuada para un escritor, un trabajo «diario» con que el que sostener económicamente una vocación literaria, es decir, un trabajo «paraliterario». Y por eso me quise dedicar a él. Estaba totalmente equivocado y no tardé en descubrirlo. Equivocado en todos los sentidos. En primer lugar, porque no era un trabajo paraliterario, sino literatura. Yo no sabía entonces, entre otras cosas porque no es algo que en aquellos tiempos se dijera en voz alta, que la traducción es un género literario. Más aún:

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un género literario de enorme intensidad, muy absorbente. Me puse a traducir sin ser consciente de que se convertiría en el centro de mi vida, no ya económica, sino de escritor. Pagué el alto precio de descubrir que, cuando uno se dedica a recrear el estilo de otro, le resulta muchísimo más difícil desarrollar un estilo propio. Tardé muchos, muchos años en publicar obra de creación ex novo. A cambio, descubrí que este género está lleno de compensaciones. Porque plantea exigencias a tus capacidades que no te plantearías por tu propia iniciativa. Porque te hace llegar más allá en tu relación con tu propia lengua. Decía Juan Antonio Masoliver Ródenas que «la experiencia creadora, la experiencia crítica, el conocimiento de varias lenguas y el hecho de haber traducido novela, cuento, poesía y libros de arte, me dan cierto derecho a considerarme un traductor». ¿Cree que existen dos tipos de traductores, el que lo es como profesión y el escritor-traductor? ¿Puede llegar a condicionar la traducción este hecho? Como ya adelantaba en la respuesta anterior, la propia pregunta se deriva de un concepto equivocado, el que yo tenía hace tantos años. No hay dos tipos de traductores porque traducir es escribir, y los traductores son escritores, escriban o no otro género literario distinto de la traducción misma. Por eso siempre que me preguntan me califico como «novelista y traductor», no como «escritor y traductor», que sería redundante. No, no existen dos clases de traductores. ¿Cree en una teoría de la traducción? Teniendo en cuenta las palabras del gran traductor de la lengua alemana Feliu Formosa: «No afirmaré, com Josep M. Valverde, que no crec en la teoria de la traducció, perquè no penso que


es pugui negar una disciplina que existeix com a necessitat de reflexionar sobre el fet de traduir». Tampoco yo negaré la existencia de la teoría, por las mismas razones que alega Feliu Formosa. Existe teoría de la traducción desde la primera vez que alguien empezó a dar vueltas a esto, y además en los últimos cien años ha alcanzado un desarrollo extraordinario. A veces se confunde que los traductores no nos sintamos cómodos con un número importante de teorías con la presunción de que desdeñemos la teoría. No la desdeñamos. Lo que pasa es que en muchas ocasiones la vivimos como demasiado lejana de la práctica. Como una reflexión enriquecedora pero carente de aplicación directa. Tender ese puente es, a mi entender, una tarea en la que todavía queda mucho trabajo por hacer. Un alto porcentaje de los libros publicados en España son traducciones. ¿Se valora suficientemente la labor del traductor como introductor de la cultura de otro país?

No, no se valora lo suficiente. Ni por los editores ni por la sociedad. Estamos hablando de una labor de alta capacitación, que exige muchos años de formación y actualización continua, y una serie de «extras» de difícil aprehensión, los que distinguen unas traducciones de otras como se distinguen unas novelas de otras. Y el público lector no es consciente de esto. El número de lectores que a la hora de comprar un libro se fijan en quién lo ha traducido, y no digamos aquellos para quien esa información es relevante, es muy pequeño. Para muchos editores, por desgracia, la traducción es sobre todo un gasto, y lo asumen como un mal necesario, cuando estamos hablando de un elemento fundamental para traer hasta nuestra lengua la creación que se hace en otras, a veces con enormes consecuencias. Es confesión propia de los autores del boom latinoamericano que su literatura no habría sido la misma sin haber leído a Faulkner, y muchos lo leyeron traducido. ¿Qué habría pasado en la literatura en español sin esa puerta abierta por nuestros colegas? Por fortuna, es preciso decir que esto está cambiando poco a poco. Cada vez encontramos más eco, pero queda muchísimo por hacer. Y no solo en el ámbito del reconocimiento, sino en el ámbito de la remuneración. En relación con este asunto, en ocasiones es el propio traductor quien propone la publicación de un libro en otro idioma. ¿Qué escritores, en lengua alemana, cree que merecerían formar parte de nuestras editoriales? Esa es una pregunta muy difícil… porque, por una parte, la literatura en lengua alemana no está mal representada en nuestro panorama y, por otra, sucede en ocasiones que los libros existen pero no han alcanzado repercusión. Un escritor extraordinario como Wolfgang Koeppen, al que tuve el honor de traducir a comienzos de este siglo, pasó bastante inadvertido cuando es un gigante de las letras. Autores de la extinta

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Entrevista a Carlos Fortea

República Democrática Alemana, como Stefan Heym, no han llegado hasta nosotros porque el país en el que escribieron se acabó, y se acabó en un clima de infamia que arrastró a sus escritores, muchas veces sin culpa por su parte. No menciono más nombres porque tampoco puedo presumir de un conocimiento universal, pero estoy muy contento con la tarea de recuperación, importantísima, de las mujeres del siglo XX, que no tuvieron tanta oportunidad de ser traducidas y de ser conocidas. Mascha Kaléko, Marlene Haushofer, que es extraordinaria y está traducida pero no se conoce, o Bettina von Arnim, si nos remontamos al siglo XIX. Fue presidente de ACE Traductores. ¿Puede hablarnos un poco de esta asociación? ACE Traductores se fundó hace justamente cuarenta años, cuando un grupo de colegas encabezados por Esther Benítez se integraron en ACE, la Asociación Colegial de Escritores de España, como sección autónoma de traductores de libros. Se habían dado cuenta de que sus problemas laborales se parecían más a los de los escritores que a los de los traductores de otros ámbitos, como el jurídico o el científico-técnico, y desarrollaron desde un primer momento una doble tarea de concienciación y reivindicación que aún persiste hoy. Cuarenta años después, la asociación a la que pertenezco es un orgullo para cualquiera de nosotros. Seguimos batallando por las tarifas, pero hemos conseguido el reconocimiento legal como autores, la generalización de los contratos y los derechos de autor, la extensión y mejora de la formación de los jóvenes colegas. En plena Gran Recesión, uno de los Libros Blancos que la asociación ha elaborado recogía en los resultados de su estudio sociológico que los traductores asociados estaban soportando mejor la crisis que los no asociados porque tenían más información. Para mí, eso es una prueba de que somos útiles. Hace veinte años, Siglo Veintiuno de España Editores publicó Kafka. Los años de las decisiones, uno de los volúmenes que componen la monumental biografía de Reiner Stach, que ahora forma parte del catálogo de Acantilado. ¿Cómo afrontó la traducción de una obra tan extensa? Esta sería una ocasión estupenda para decir que fue una tarea ciclópea, y esas cosas que quedan tan bien, pero la realidad es que fue una de las traducciones más placen-

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teras que he hecho nunca. Porque Reiner Stach es un gran escritor. Su biografía de Kafka tiene un espléndido pulso narrativo, y una cantidad de conocimiento y de historias colaterales tan apasionante que de su lectura se sale sabiendo muchísimas más cosas que la vida de Kafka. Por supuesto que fue agotador. Tan solo el aparato de notas representaba cientos de folios (eso sí fue pesado…), pero lo viví como una aventura, con momentos inefables en los que la emoción se apoderaba de mí. La parte que recoge la creación de su obra es lectura obligada para cualquier escritor vocacional, el relato de sus últimos años es casi imposible de leer sin que se te haga un nudo en la garganta.


Ha traducido, además, a Johann Wolfgang von Goethe, Robert Walser o Hans Magnus Enzensberger, escritores de distintas épocas y estilos. ¿Resulta complicado trasladar esa pátina del tiempo a nuestra lengua? Este es un buen ejemplo de aquello a lo que antes me refería cuando hablaba de los años de formación de los traductores. Saltar del estilo de un autor a otro y del sonido de una época al sonido de otra implica de manera necesaria una acumulación de lecturas propias que no pueden hacerse en el momento en que se recibe el encargo, sino que son tarea de toda una vida. Resultado de una curiosidad universal. A los traductores nos vale todo: lo que leemos en el periódico y lo que escuchamos al andar por la calle, lo que cuentan los guías de los castillos y de los palacios y lo que escuchamos en las conferencias. Pero sobre todo nos sirven las lecturas. Las que acumulamos por puro placer, por necesidad y también por oficio. Uno aprende a leer como si escribiera (traducir es leer mientras escribes), y las palabras se te enredan en la lengua y las paladeas. Y luego forman parte de esa saliva, de esa especie de seda de araña, que vas soltando al escribir y recubre las páginas de esa pátina que usted mencionaba. En el artículo titulado «La traducció i el contacte entre llengües. Algunes consideracions», Joan Fontcuberta señalaba que «l’operació de traduir és una situació en la qual el traductor es troba en relació molt especial amb: dues llengües, un text concret i un futur auditori o públic». ¿Cuál sería su definición de la labor del traductor? El traductor escribe. Escribe en su lengua y mientras lo hace es consciente de que la va a llevar hasta sus límites para poder decir lo que dice otra lengua diferente. La labor del traductor es tensar la lengua sin llegar a romperla. La traducción se puede llevar a cabo a través de otra lengua interpuesta. Por ejemplo, la obra del escritor japonés Junichiro Tanizaki, en ocasiones, ha aparecido traducida del inglés o del francés. ¿Qué opina de estas traducciones? Que niego la mayor… La traducción no se puede llevar a cabo a través de otra lengua interpuesta. Se ha hecho, se hace todavía cuando no se encuentra (tal vez por-

que no se ha buscado bastante, o porque no se le quiere pagar lo bastante) un traductor que conozca la lengua original, pero el resultado no puede ser nunca satisfactorio. Porque lo que traduce el traductor ya no es exactamente la obra del autor, sino la lectura que de ella ha hecho el primer traductor. Respeto a los colegas que lo han hecho, pero discrepo del planteamiento. Para la editorial Cátedra tradujo Los comebarato, del escritor Thomas Bernhard, un autor que estaba traduciendo en aquel tiempo Miguel Sáenz. ¿Cómo surgió este encargo? ¿Miguel Sáenz le dio algún consejo de cómo afrontar esta tarea? La historia de la publicación de Los comebarato es muy característica de lo que yo llamo la importancia del azar en la vida… Nunca he sabido cómo surgió el encargo, simplemente me hicieron la propuesta y la acepté, partiendo de la idea, que aún defiendo, de que los autores pueden tener un número de voces indefinido, y probablemente con una cierta audacia (que no lamento). Por aquel entonces yo aún no conocía personalmente a Miguel Sáenz, al que sin duda ya tenía entonces, y tengo ahora, como el maestro indiscutible. Leí todas sus traducciones de Bernhard y es posible que haya influido en mi texto más que el propio autor. Aquel texto me dio muchas alegrías, pero sin duda la más importante fue, precisamente, la oportunidad de conocer a Miguel. Coincidí con él por primera vez en un simposio sobre Thomas Bernhard, un par de años después de publicarse Los comebarato. Me acerqué a saludarle bastante intimidado y lo que me encontré fue al más generoso de los compañeros. Somos amigos desde entonces. Desde hace algo más de veinte años, la editorial Acantilado viene publicando la obra de dos autores fundamentales en lengua alemana: Joseph Roth y Stefan Zweig. Hubo una época en que quedaron en un relativo olvido. ¿A qué cree que se debió? Probablemente son casos muy distintos. En el caso de Zweig, durante muchos años estuvo envuelto en el marchamo que muchas veces acompaña a los autores que se venden muy bien, esa especie de culpa preventiva por ser capaz de llegar a todo el mundo. Cuando Acantilado empezó a publicar su obra, el público tenía la paradójica ventaja de juzgarlo de manera inocente,

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Entrevista a Carlos Fortea

precisamente porque estaba olvidado, y descubrió a un autor de una categoría enorme. Roth es diferente. Un autor de más talla todavía y de mucha mayor complejidad, es uno de esos casos que mencionaba antes, un autor traducido que no había alcanzado su desarrollo público. Personalmente me alegra mucho que por fin haya ocupado el lugar que le corresponde. Con Joan Fontcuberta coincidió en Acantilado. Ambos tradujeron a Stefan Zweig, usted algunas de sus biografías, y Joan Fontcuberta novelas y ensayos. ¿Se estableció entre ustedes algún tipo de colaboración a propósito de Zweig? ¿Cómo ha sido su experiencia con el escritor austriaco? Conocí a Joan Fontcuberta, tuvimos cierto trato personal, pero no, no hubo colaboración. Los traductores somos grandes solitarios… En cuanto a mi experiencia con Zweig, probablemente ha sido, sigue siendo, de las más agradables de mi carrera. Zweig escribía maravillosamente bien, y su «facilidad» se debía tan solo a su enorme dominio del alemán. Escribía como respiraba, y se nota al traducirlo. Con él me pasa algo que siempre digo en clase, y que yo sé que suena un poco raro, y es que escribe tan bien que no cuesta trabajo traducirlo. Uno simplemente se abandona, se deja llevar por unas frases largas que ondulan como música de vals, disfruta, y luego relee y pule aquí y allá. Igual que es el placer de leer, Zweig es el placer de traducir. ¿Hay algún otro escritor al que le gustaría traducir? Bueno… más que escritores me gustaría traducir libros. Me gustaría traducir las memorias de Stefan Heym, que es un libro bellísimo con el «defecto» de ser muy gordo; me gustaría volver a traducir a Jenny Erpenbeck, a la que solo he publicado en Argentina. Me gustaría volver a traducir a Döblin, hacer por puro vicio, aunque sea totalmente innecesaria, una nueva traducción de Amok, de Stefan Zweig… Ha habido grandes traductores hispanoamericanos; pienso en Juan José del Solar, José Bianco o el escritor Guillermo Cabrera Infante. ¿En la traducción al castellano, se debe perder

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todo acento que pueda venir de la otra parte del Atlántico? Desde luego que no. Sería una locura. La riqueza de la lengua es la riqueza de sus acentos: no hay un castellano, hay muchos. Yo me formé como lector teniendo a la cabeza de mis modelos (siguen ahí) a Gabriel García Márquez, Julio Cortázar e Ignacio Aldecoa, y no puedo decir que uno me haya dado más que otro. Lo que los tres me dieron fue la absoluta comodidad de leer en esas tres variantes (y luego en muchas más). Ahora bien, a la hora de traducir, es obvio que escribimos en la modalidad que nos es más propia. Intentar otra cosa sería correr el riesgo de la caricatura. Yo no corrijo en clase a las alumnas que en un momento dado emplean una variante latinoamericana, tan solo le hago notar al grupo que se trata de esa variante. Tenemos que asumir con normalidad que los traductores argentinos escriban en su modalidad, los mexicanos en la suya y los españoles en la nuestra, por citar tres variantes de las muchas que hay. Y, si me lo permite, deberíamos soñar con entremezclarlas, que no es lo mismo que esa cosa que llaman el español neutro y que no habla nadie. Tenemos que atrevernos a emplear las palabras


Este debe ser el único género en el que se confunden las malas novelas con supuestos rasgos de género.

de los otros para hacerlas nuestras. En un proceso largo si hace falta, pero que debe ser intencional. Como narrador, ha publicado las novelas juveniles Impresión bajo sospecha (Anaya, 2009), El diablo en Madrid (Anaya, 2012), El comendador de las sombras (Edebé, 2013) y A tumba abierta (Loqueleo Santillana, 2016). Con la novela para público adulto Los jugadores (Nocturna, 2015) fue finalista del Premio Espartaco de la Semana Negra de Gijón. ¿Resulta difícil escribir para jóvenes lectores? Seguramente sí… pero no por lo que suele pensarse. Yo escribo para jóvenes con los mismos parámetros con los que escribo para adultos, con la única excepción de que soy consciente de que cuando escribo para jóvenes tengo que aportar más información, no dar por sabidas cosas que sí daría por sabidas en una novela para adultos, y de que si incluyo personajes jóvenes tengo que intentar que no hablen como viejos. Y nada más. No estoy dispuesto ni a simplificar, ni a evitar las metáforas arriesgadas ni a buscar un léxico accesible, como en muchas ocasiones se tiende a creer que sucede con este género, al que estas suposiciones hacen mucho daño. Los escritores y las escritoras de novela juvenil son autores muy serios y de una calidad literaria muy alta, y estas suposiciones injustas son culpables de que no gocen de un mayor reconocimiento.

Como novelista y traductor, ¿qué le parece la iniciativa, de la editorial británica Puffin, de modificar los textos de Roald Dahl para hacerlos más inclusivos? Las editoriales españolas que publican a Dahl no van a efectuar esos cambios. Al menos, eso parece. Me parece intolerable, por una larga panoplia de razones. En primer lugar, la propiedad intelectual es sagrada. Nadie puede alterar lo que ha escrito un autor sin su consentimiento, eso se llama y se seguirá llamando censura, y estoy radicalmente en contra de toda clase de censura. Aceptar los motivos de la editorial equivaldría a pensar que hay censura buena y censura mala, y ya sabemos a dónde lleva eso. Pero es que, además, alterar el texto original es alterar la realidad, alterar la verdad. Y eso es aún más grave. Ya sabemos que el paso del tiempo modifica los conceptos de lo que es aceptable y lo que no, pero eso no permite retocar el pasado para que parezca que fue distinto. Las consecuencias de aceptar semejante cosa son inimaginables y van en la línea de eso que algunos llaman posverdad, y que tenemos que denominar mentira. Los documentos están ahí precisamente para que tengamos seguridad de lo que se dijo y de lo que pasó. Por si eso fuera poco, en el caso concreto de Roald Dahl hablamos de un autor que, ya en su época, se caracterizó por su incorrección política, por su decidida apuesta por la transgresión. Si a la editorial eso ya no le gusta, siempre puede dejar de publicarlo, pero, naturalmente, no quiere renunciar a los abundantísimos ingresos que le genera y por eso prefiere recurrir a la manipulación. Los lectores tienen que negarse a aceptarlo. ¿No crea eso inseguridad en el lector, que no va a poder estar seguro de si lo que está leyendo es, realmente, lo que escribió el autor? Crea más que inseguridad, crea desconfianza, esa desconfianza que está minando nuestras sociedades. Tenemos derecho al pasado, no importa lo feo que pueda ser. Tenemos derecho a una memoria veraz. Aceptar que se pueden cambiar uno o dos adjetivos es abrir la puerta a cambiar mañana dos o tres frases, y pasado mañana seis o siete páginas. Violentar el pasado es abrir las puertas del infierno.

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Entrevista a Bibiana Collado Cabrera Texto: Bel Carrasco Fotografías: El Mostrador Estudio Creativo ©

Tres mujeres jóvenes te apuntan con sendas pistolas, pero su expresión risueña y divertida no trasluce amenaza o ánimo destructivo, sino más bien una especie de burla. Es la fotografía de autor anónimo que eligió Bibiana Collado Cabrera para ilustrar la portada de su primera novela, Yeguas exhaustas (Pepitas de Calabaza). Una elección acertada, pues su contenido no deja de tener un tono acusador y beligerante. Un ajuste de cuentas con la sociedad que explota a los trabajadores más humildes, con instituciones que impiden competir en igualdad de condiciones, según a qué clase pertenezcas, con hombres cuya única forma de relacionarse con la mujer es mediante la dominación. Tras su consagración literaria con cuatro poemarios muy bien recibidos merecedores de otros tantos premios, la escritora valenciana irrumpe en la narrativa con una historia en la que denuncia con un lenguaje preciso y depurado la situación todavía volátil de la mujer, la injusticia social y el clasismo. La protagonista y narradora, Trix, hija de inmigrantes, se bañaba sola de niña en las piscinas de urbanizaciones turísticas, mientras su madre limpiaba los apartamentos, con manos dañadas por triar naranjas en almacenes de fruta. A base de becas estudia una carrera universitaria, pero su ambición de hacerse un hueco en un sistema elitista choca con la realidad discriminatoria, al tiempo que se ve envuelta en una relación de abusos por parte de un hombre mayor que ella. La historia de Trix podría ser la de cualquier mujer nacida en este país en el último cuarto del siglo XX en el seno de una familia trabajadora, educada en la cultura del esfuerzo, que, en vez del averiado ascensor social, debe subir

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una escalera de altos peldaños cargada con una mochila de libros e ilusiones frustradas. De ahí el cansancio que expresa el título. Fatiga y daño. Un libro intenso de diez capítulos titulados a la vieja usanza —«De por qué tengo miedo a mis alumnas», «De por qué empecé a escuchar Camela para que mi madre me quisiera»...—intercalados con cuatro incisos y un remate final en tercera persona en los que Triz habla con su pareja e incluso con la autora, que «sirven para introducir el plano de la metaficción», según ella. Al escribir a través de la propia experiencia, Collado Cabrera se plantea múltiples y ambiciosos objetivos: «Me exploro, investigo, reinterpreto pedazos de vida. Juego y cuestiono. Busco causas. Busco alivio. Busco cómplices». En Yeguas exhaustas describe situaciones vividas y sentidas como individuales que en realidad son colectivas. Tan bien contadas, tan reales, que por momentos olvidas que se trata de una novela. ¿Ficción, autoficción? No importa. Un testimonio crudo y hermoso del mundo tal y como lo hemos construido. Bibiana Collado Cabrera (Borriana, Castelló de la Plana, 1985), licenciada en Filología Hispánica y doctora en Literatura Hispanoamericana, es profesora de Lengua y Literatura. Sus premios y poemarios son: XXXIV Premio de poesía Arcipreste de Hita (2012) por Como si nunca antes (Pre-Textos); accésit del Premio Adonáis (2016) por El recelo del agua (Rialp); Premio Complutense de Literatura (2017) por Certeza del colapso (Ediciones Complutense); y el último, Violencia, que ha alcanzado tres ediciones hasta el momento (La Bella Varsovia, 2020).


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Entrevista a Bibiana Collado Cabrera

Después de cuatro poemarios muy bien recibidos saltas a la prosa con esta novela. ¿Por qué razón? Supongo que este libro no supone un adiós a la poesía. No, no es un adiós al género. La poesía constituye la médula dentro de mi concepción del fenómeno literario, así que sí habrá próximos libros de este género. Percibo la escritura como un continuum sobre el que la propia voz va transitando. No creo en las separaciones estrictas. Cada vez tienen menos sentido las etiquetas. En lo que sí creo es en la construcción de mundos literarios personales (y colectivos a la vez). Intento construir ese mundo, señalar los nudos que nos aprietan, a partir de diferentes entradas: poesía, narrativa, ensayo... Todas esas miradas son complementarias, no excluyentes. Dices que con Yeguas exhaustas buscas causas, alivio y cómplices. ¿Has conseguido estos objetivos? Sí. El proceso de recepción de este libro está siendo muy hermoso, como si montones de conversaciones íntimas se dieran a la vez, como si nos estuviéramos susurrando al oído «sé de lo que hablas». Tu proceso de creación cuando se trata de poesía es circular y muy reposado. ¿Ha sido igual con este texto en prosa? Sí. El proceso de escritura ha sido muy similar. Mucho tiempo para reposar, repensar, recrear... Me gusta trabajar el texto como una artesanía. La literatura es ficción, pero en este relato en primera persona la narradora se abre en canal, es tan sincera en su desnudez que hace pensar en algo testimonial. ¿Se podría decir que, a partir de tu experiencia personal, has querido plasmar la historia de las mujeres que en este país han vivido entre dos siglos y dos clases sociales? Este libro es un artefacto ficcional, como lo es toda la literatura. Aunque partamos de la materia de la vida, el hecho de seleccionar, enfocar unos elementos sobre otros, omitir o interpretar sucesos constituyen estrategias ficcionales. Lo que yo quería era hablar de esos daños que cuajan en nuestros cuerpos, de ese cansancio-herida invisibilizado en la mayoría de los productos culturales que consumimos, poner en el centro el dolor de nuestro tiempo (que es muy nuestro, aunque sea muy antiguo).

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El ascensor social es uno de los aspectos que Yeguas exhaustas pone en solfa, especialmente en el ámbito universitario, donde una brecha divide a los hijos de familias acomodadas y los «de abajo». En general, el mundo universitario no sale muy bien parado en la novela. ¿Tienes malos recuerdos de esa etapa de tu vida? Nuestro sistema educativo tiene numerosas fallas. En el ambiente universitario esas fisuras se agrandan y duelen. Están pasando muchas cosas en el mundo universitario que no decimos. Nos sigue dando miedo decir. «Cuando me baja la regla, no me retuerzo entre espasmos de dolor». Así arranca Trix su relato en el que aparecen numerosas menciones al cuerpo, tema recurrente en tu obra. ¿Por qué las escritoras eludieron hasta hace muy poco ciertas facetas de la biología femenina? Nos han enseñado a borrar nuestro cuerpo y sus especificidades. Su invisibilización ha sido la consecuencia lógica del circuito cultural que enmarcaba la producción literaria. La música como marcador social es otro de los temas que se analizan. ¿Qué música oyes habitualmente? ¿Te ayuda a escribir? Escucho todo tipo de música. Y detesto los prejuicios en este ámbito. Las canciones me acompañan todo el tiempo en mi vida cotidiana, excepto cuando escribo. Necesito el silencio para generar la música de la literatura. Una hija de andaluces dando clases de catalán en una universidad extranjera da pie a otro capítulo. ¿Cómo te posicionas en el espinoso tema de la lengua? Las lenguas son un regalo maravilloso. No obstante, también pueden ser utilizadas como instrumentos de distinción social y, por tanto, constituirse en herida. De eso se habla en el libro. A Trix le frustra no poder evitar que sus alumnas cometan los errores que ella cometió. ¿No crees que las chicas de ahora gozan de mucha más información y libertad para ser ellas mismas que las de generaciones anteriores? Creo que las mujeres, hoy en día, se siguen enfrentando constantemente a situaciones que las perjudican,


Muchísimo. De hecho, este libro es una gran elipsis, como se comprueba al final. Lo más importante es, precisamente, lo que no se llega a decir. ¿Qué tal la relación entre autora y narradora? Parece que Bibi y Trix no están muy de acuerdo en lo que hay que contar o no contar. En realidad, sí están de acuerdo. Pero una de ellas tiene miedo. Hoy en día se nos sigue castigando por decir. ¿Por qué intercalaste esos flashes dialogados en el relato? Los incisos en los que Triz habla con Sebas sirven para introducir el plano de la metaficción. Esa idea me parece muy interesante: crear un mecanismo que implique a la persona que lee en el proceso de escritura.

las horadan por dentro, las cuestionan. No veo que las chicas tengan más «libertad para ser ellas mismas»: los mecanismos de control se han ido modificando, pero existen. No se trata de estar informadas o no, se trata de que no tengan que pasar por determinadas situaciones. Hay mucho dolor entre la juventud, pero no nos atrevemos a abordarlo directamente. Una relación tóxica de maltrato psicológico campea en el trasfondo. ¿Por qué mujeres liberadas y laboralmente autónomas soportan conductas despóticas y abusivas por parte de sus parejas? Creo que el uso del verbo «soportar» no es adecuado en este caso. La pregunta es: ¿por qué siguen existiendo hombres que ejercen conductas despóticas y abusivas con sus parejas? «Escribir un libro es borrar», afirma la narradora. ¿Has podado mucho en este?

¿Cómo surgieron el título y la portada? «Crecer consistió en ir entendiendo los motivos por los que mi madre casi siempre estaba seria y triste. El principal de ellos era sencillo, sencillo y apabullante: estaba cansada. No cansada metafóricamente, no cansada del mundo y sus problemas, de la incomprensión o de las peleas. No. Estaba literalmente cansada, físicamente cansada. Reventada de tanto currar, como una yegua siempre exhausta al final de una carrera que no se acaba nunca.» Tomé el título de este fragmento. Me pareció que era una imagen potente y podía transmitir el espíritu del libro. Para la cubierta, la editorial me hizo diversas propuestas y, finalmente, yo escogí esta. Me gustan esas mujeres que están mirándote directamente a los ojos, interpelándote como lo hace el propio texto. Parece que te identificas siempre con los dos apellidos, algo poco habitual. ¿Homenaje a tu madre? Sí. Pido siempre que aparezcan los dos apellidos. Quiero que esté mi madre ahí. No obstante, en muchas ocasiones me llevo la desagradable sorpresa de que no me han hecho caso. En los últimos cinco años las firmas femeninas dominan las secciones de narrativa de las librerías. ¿Un fenómeno positivo o pura estrategia editorial? Un fenómeno lógico. La mayoría de personas que leen con frecuencia son mujeres, por tanto resulta natural que haya un enorme número de mujeres escribiendo.

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Entrevista a Lola López Mondéjar Texto: Javier Sáez de Ibarra Fotografías: Isabel Wagemann ©

Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958) es psicoanalista, psicóloga clínica y escritora. Ha publicado siete novelas —la última de las cuales, Cada noche, cada noche, revisa críticamente la conocida Lolita de Nabokov— y cuatro libros de cuentos. Sus artículos literarios y de pensamiento han aparecido en La Opinión de Murcia o El País. Ha ejercido la docencia de estudios psicoanalíticos y desde hace años dirige e imparte clases de un prestigioso taller de escritura. Además, es autora de tres ensayos sobre psicoanálisis, literatura y creatividad, y de Invulnerables e invertebrados. Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo, obra que ha tenido una gran recepción entre los lectores y la crítica especializada —se halla ya en su segunda edición— y acerca de la que conversamos en esta entrevista.

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Invulnerables e invertebrados lleva por subtítulo Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo. Abordas lo que consideras una transformación de gran calado —más allá de lo psicológico— en el hombre y la mujer occidentales, que afectaría a los modos de relacionarse consigo mismos y con los demás, de situarse ante su sexualidad y su género, y de guiar su comportamiento conforme a una cierta ética. ¿Cuáles consideras que son las causas últimas de esta gran mutación? ¿En qué momento crees que se ha desencadenado? La mutación comienza con la gran aceleración que siguió al desarrollo de la industria bélica tras la Segunda Guerra Mundial y trajo consigo la democratización del consumo, la publicidad y los medios de comunicación de masas; fueron los efectos de la televisión los que alertaron a Pasolini de los cambios que observó en sus conciudadanos, él exportó el concepto mutación de la biología a la sociología. En los últimos años, la rápida digitalización del mundo ha multiplicado de forma exponencial los efectos de una sociedad basada en la imagen que ya analizaran Baudrillard, Guy Debort, Sennett o Bauman. El uso de las tecnologías digitales nos ha transformado: buscamos un mundo sin resistencia, sin fricción, donde encontremos soluciones rápidas; una realidad que nos devuelva la imagen de omnipotencia que nos proporciona el uso de las redes. Encontramos pareja sexual a golpe de match, abandonamos con un simple ghosting, esperamos que el siguiente encuentro responda a nuestras expectativas como si se tratase de cambiar de móvil a otro de última generación, y el sesgo de confirmación nos muestra un mundo afín a nuestras preferencias. Todo esto afecta a la constitución de nuestra identidad. ¿Cuáles dirías que son los síntomas principales de los invulnerables que describes? Lo que más llamó mi atención fue algo que Walter Benjamin denominó «atrofia de la capacidad narrativa», que utilizo para nombrar la incapacidad de los pacien-

tes actuales para construir una identidad narrativa, un relato sobre sí mismos que dé cierta cuenta de su malestar y pretenda dotarlo de sentido. Los pacientes llegaban «mostrando» su angustia en el cuerpo, en el síntoma, describiendo la crónica de su aparición sin sospechar a qué podía deberse. Una opacidad que responde a la dificultad de incorporar el conflicto; negándolo, omiten también la reflexividad y la posibilidad de nombrarlo y analizarlo. Hablas de la «fantasía de invulnerabilidad» como una respuesta del individuo a un entorno cada vez más hostil, que relacionas con el mecanismo psicológico de la «disociación». ¿Podrías definir y ejemplificar ambos conceptos? Los invulnerables e invertebrados que describo son los sujetos más adaptados a los requerimientos del sistema y, para hacerlo, se identifican con sus aspectos más omnipotentes —Yo Ideal narcisista— y separan, hasta negar, sus necesidades de interdependencia y su vulnerabilidad. Se trata de una disociación funcional que les permite responder a los ideales de eficiencia-logro, de deslocalización (rompiendo fácilmente los vínculos), y de felicidad que rigen en nuestras sociedades. El consumo y la acción casi compulsiva se convierte en una prioridad y en una forma de evacuar el malestar. ¿Funciona esa fantasía? ¿No es inevitable en las circunstancias actuales? Y, del lado contrario, ¿cuándo se derrumba y por qué? ¿Qué sucede entonces? Para muchos funciona muy bien, responde a lo que también observamos a nivel colectivo: ausencia de conflicto moral, negacionismo; todos recurrimos de un modo u otro a esta fantasía de potencia, que puede derrumbarse cuando la vida nos confronta con circunstancias inesperadas. Entonces se cae en el desánimo depresivo, el pánico, la ansiedad, las autolesiones, incluso el suicidio y otros síntomas para los que no se tiene ningún tipo de representación ni historia.

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Entrevista a Lola López Mondéjar

Tu análisis de la gordura como enfermedad contraviene la declaración de quienes la exhiben para reivindicar su libertad. ¿En qué fundamentas tu crítica? ¿Puede aplicarse a otros casos? En mi libro no hablo de obesidad sino de obesidades, trato de mostrar el origen biográfico de muchos trastornos de la alimentación. La obesidad mórbida tiene causas metabólicas, sociales, pues existe un fácil acceso a la comida, sobre todo a la más calórica, que es la más barata; comporta una propensión a salir del malestar con la satisfacción de la pulsión oral, fácil y reconfortante. Pero también tiene causas biográficas: dificultad en la separación de los padres, vicisitudes en la sexualización, fijación en esa satisfacción rápida, dificultad para sostener la falta, el malestar que sufrimos todos los seres humanos, que se pretende llenar infructuosamente con comida. En los últimos años se acusa de gordofobia a quien apunta a analizar estas circunstancias, porque, en una consecuencia más de esa fantasía de invulnerabilidad que nos anima, la obesidad se racionaliza y se justifica como una elección. Es esto lo que me gustaría subrayar, la tendencia a convertir un ideal inalcanzable en una justificación. Decir «las uvas están verdes, ya no las deseo» indica esta negación del malestar que caracteriza nuestra época, y una defensa muy utilizada por quienes se sostienen en la fantasía de invulnerabilidad. El otro término clave es invertebrados. ¿Con qué sentido lo utilizas? Invertebrado es quien carece de eje moral. Se trata de una consecuencia de la invulnerabilidad; para mantenerla tenemos que suprimir la distancia entre nosotros y nuestros ideales, pues reconocer esa distancia nos haría más débiles. Suprimir las exigencias éticas mediante la disociación elimina la penosa tarea de reconocernos falibles y someternos a una regulación, a una ley. «Invulnerables» e «invertebrados» funcionan, por tanto, como un diagnóstico de la deriva social-cultural-antropológica en que nos encontramos. Tu libro se mueve entre el realismo, un franco pesimismo y alguna llamada a la esperanza. ¿Es tan oscuro el panorama?

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Sin duda en nuestro mundo conviven actitudes muy distintas. Algunas implican un compromiso ético y político que sirva de contrapeso a esa mutación. Tengo presentes a los jóvenes ecologistas o el aumento del voluntariado social. No describo a la totalidad de la población, sino a los hiperadaptados, a los individuos más útiles al sistema. Es obvio que un juicio crítico como el tuyo de esa mutación no puede hacerse sino desde un cierto «ideal normativo». ¿Podrías señalar alguno de sus rasgos, si no definirlo, desde tu posición? Y, en relación con ello, ¿consideras que puede determinarse algún suelo antropológico, es decir, ciertos «invariables constitutivos de lo humano» que resistirían a toda mutación cultural? Creo, siguiendo a Norbert Elias y a tantos otros, que somos seres profundamente interdependientes, por más que el triunfo del neoliberalismo se empeñe en convencernos de lo contrario. Creo que es el lazo humano el que nos humaniza, y que todo ataque a los vínculos nos deshumaniza y robotiza. Opino, también, que el único invariante es nuestra enorme plasticidad, por lo que temo que el triunfo de los discursos hegemónicos nos transformen en la dirección que apunto. Por suerte, asistimos tras la pandemia al resurgir de los discursos sobre la vulnerabilidad humana, a poner el acento sobre el malestar mental, sobre la necesidad de volver a la presencialidad y al contacto y reducir la vida virtual, y espero que esto nos ayude a unirnos frente a los graves cambios que nos amenazan, que requerirán más que nunca de la solidaridad y la empatía para hacerles frente. En tu ensayo analizas con detalle los cambios en las relaciones amorosas. Describes un modelo que denominas «Tinder», en el que los individuos buscan solo la relación sexual prescindiendo tanto del enamoramiento como del compromiso. Hablas, literalmente, de una relación de «usar y tirar». La mercantilización de las relaciones afectivo-sexuales ha sido analizada ampliamente por Eva Illouz y por otras ensayistas, a las que me uno. He observado el enfriamiento afectivo que trae de la mano la adicción a


Tinder —edificado, precisamente, para ser adictivo— y la dificultad para establecer relaciones profundas que comporta esa adicción. Planteas que esa relación «Tinder» encaja con cierta psicología masculina; pero, en cambio, provoca un mayor sufrimiento en las mujeres que se ven forzadas a repetir ese modelo que les resulta sumamente insatisfactorio. ¿Por qué ocurre? ¿Es un rasgo constitutivo de la mujer su necesidad de un vínculo afectivo de

pareja frente a la desvinculación masculina? ¿Podría, por el contrario, cambiar? No creo que exista una esencia de la masculinidad/ feminidad, sino que son resultado de formas de socialización distintas y, por lo tanto, pueden cambiar. De hecho, llamo «masculinización de las mujeres» a la necesidad que sienten de adaptarse al modelo para no quedar excluidas, adoptando comportamientos idénticos a los que eran característicos de los hombres: desapego afectivo, priorización del sexo sobre el afecto, ausencia de duelo. Mi posición es antiesencialista, por lo tanto creo que somos historia y estamos en constante transformación. Finalmente, reivindicas la recuperación de una «bisexualidad originaria» mutilada por la identidad sexual impuesta. ¿Es posible sobreponerse a esa sobredeterminación adquirida? ¿Qué opciones liberadoras se abren ahí? La desregulación de las relaciones sexoafectivas y la liberación de las costumbres, esto es, el levantamiento de la represión que conformó la subjetividad moderna, han traído de la mano una fluidez tanto en la identidad sexual como en la elección de objeto amoroso. Hoy se define como bisexual un porcentaje elevado de jóvenes, pero también de mujeres adultas que cambian de la heterosexualidad a la homosexualidad en la madurez. En el fondo, la heterosexualidad es una imposición cultural que nos hace abandonar la bisexualidad originaria de nuestra pulsión para adaptarnos al modelo imperante. Al eliminar esa imposición, las corrientes tiernas y sexuales pueden depositarse en el mismo sexo o en el contrario sin que, sobre todo en las mujeres, comporte un malestar identitario. Las viejas exploraciones de la adolescencia, antes censuradas por la cultura, son hoy una vía menos prohibida y, por tanto, más transitada. Mi reivindicación de la bisexualidad originaria tiene que ver también con la androginia de la que hablaba Virginia Woolf, con nuestra capacidad de albergar las identificaciones masculinas y femeninas sin caer en el binarismo de género castrante que caracterizan la masculinidad y la feminidad hegemónicas, con la construcción creativa de una subjetividad que se oponga a las identidades sólidas y limitantes que parecen fragmentar la sociedad contemporánea. A más identidad (monolítica, rígida) más patología, defiendo.

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Entrevista a Eduard Márquez Texto: Fermín Domínguez Santana Fotografías: Jordi Márquez ©

La trayectoria como escritor de Eduard Márquez (Barcelona, 1960) es incuestionable. Con todo, tras L’últim dia abans de demà (Empúries, 2011; Alianza Editorial, 2011), y con la excepción de Vint-i-nou contes menys (Empúries, 2014), hace una pausa que rompe con la publicación de la novela 1969 (L’Altra Editorial, 2022; Navona, 2022).

pliar el foco para englobar el año 1969 desde el máximo número de posicionamientos políticos, laborales, ciudadanos, etc. Sin embargo, y en cierta manera, esta pluralidad de puntos de vista y mi obsesión por el trabajo con las estructuras narrativas (que, por ejemplo, está en la base de los cuentos de La elocuencia del francotirador) alinean indiscutiblemente esta novela con mis obras anteriores.

¿Qué motivó este paréntesis? Después de la publicación de El último día antes de mañana, decidí iniciar un período de barbecho, porque consideré que, tras cuatro novelas, el camino iniciado, justamente, con los cuentos que ahora se publican en castellano ya no daba más de sí. Ni conceptualmente, ni narrativamente, ni estilísticamente. Para cerrar esa primera etapa, reeditamos los dos libros de cuentos, pero poniéndolos al día: eliminé veintinueve cuentos (de ahí el título original en catalán) y reordené y reescribí el resto de material. Tras cuatro años, el período de barbecho finalizó cuando, por fin, tras ver claro qué quería escribir y cómo quería hacerlo, empecé a trabajar en la que ha acabado siendo mi última novela, 1969, que me ha servido para replantearme todo lo que había hecho hasta entonces y encontrar nuevas formas de narrar.

Su estilo ha sido definido como austero, de palabra precisa; un estilo en el que, en sus palabras, «menys és més». ¿Sigue identificándose con este concepto? No, ya no. El «menos es más», que, en cierto modo, tenía su origen en mi dedicación inicial a la poesía y que intenté aprovechar en los primeros cuentos (sobre todo, en los de Zugzwang) y en las primeras novelas, ya no me servía. De hecho, la necesidad de superar las estrategias estilísticas que comporta la poética del «menos es más» me llevó, justamente, al silencio posterior a 2011 que he comentado antes. Para narrar la efervescencia de la Barcelona del año 1969, la contención formal era más una limitación que una ventaja.

¿Qué se continúa, en 1969, de sus intereses narrativos anteriores? Formal y estilísticamente, 1969 no tiene nada que ver con mis obras anteriores. De hecho, se sitúa en las antípodas. Es una novela larga. He pasado de las ciento cincuenta o ciento sesenta páginas a más de quinientas. Y esto, por sí solo, ya impone algunos cambios substanciales. Y, como la intención era narrar el principio del final de la dictadura en Barcelona, he tenido que am-

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Recientemente se ha editado, por primera vez en castellano, La elocuencia del francotirador (Firmamento, 2023), una reescritura de textos publicados en sus primeros libros de relatos breves (Zugzwang, Quaderns Crema, 1995 y L’eloqüència del franctirador, Quaderns Crema, 1998). ¿Cómo surge la idea de esta edición? Surge porque Javier Vela, el editor de Firmamento, leyó mis cuentos y consideró que podría ser oportuna su incorporación al catálogo de la editorial. Ni que decir tiene que, para mí, ha sido una suerte y un privilegio.


La traducción al castellano es de Cristian Crusat. ¿Ha colaborado usted en el proceso? Nueve años después de la revisión en catalán que supuso Vint-i-nou contes menys, he aprovechado la oportunidad que me ha deparado la traducción para proseguir la «obra en marcha» que empezó hace casi treinta años. He cambiado algún título, he reescrito algunos cuentos y he hecho retoques aquí y allá. Cuestionarse a uno mismo, reviviendo y reelaborando lo que se ha escrito en otro momento, es siempre interesante y productivo.

Con esta edición retoma el título de uno de sus libros de relatos. ¿Qué tiene la escritura de parapeto? ¿Qué tiene el escritor de francotirador? La acepción de francotirador que me gusta es la de la persona que actúa de forma aislada y con independencia y que no se somete a las normas o a la disciplina de ningún grupo. En este sentido, siempre he intentado mantenerme al margen de las corrientes, de las capillas, de los grupos... Además, no soporto la rutina creativa.

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Entrevista a Eduard Márquez

Escribir por escribir, con el piloto automático, no me ha interesado nunca. Creo que es fundamental buscar y arriesgarse. Para no repetirse y para salir de los caminos trillados. Lo resume una reflexión muy acertada de uno de mis músicos de cabecera, John Coltrane: «Empiezo en un punto y llego lo más lejos posible». Aunque el riesgo pueda comportar estrellarse, pero vale más la pena estrellarse intentándolo que convertir la creación en la copia sucesiva e intrascendente de uno mismo. El concepto pandemia da nombre a las tres partes del libro. ¿Cree que este término será entendido hoy en día, tras la covid, de una manera diferente? Todo empezó antes de 1995, cuando estaba escribiendo los cuentos de Zugzwang y me di cuenta de que algunas narraciones explicaban historias «epidémicas», es decir, que se basaban en la acumulación sin fin de situaciones, actos y reacciones. Pero la palabra epidemia me parecía pobre y limitada. Entonces, al buscar un sinónimo en el diccionario, me apareció la palabra pandemia, que, sin lugar a duda, le añadía amplitud, gravedad y dramatismo. Creo que la covid lo único que ha hecho es convertir en cotidiana una palabra que hasta entonces no estaba en boca de todo el mundo. Lo singular de este conjunto de relatos es su interrelación, los vasos comunicantes que conectan los textos a través de personajes y motivos. ¿Qué objetivo persigue? Fundamentalmente, las historias interrelacionadas tienen una finalidad cohesionadora, ya que evitan la dispersión habitual de muchos libros de relatos. Y no digo esto como una crítica, en absoluto. Pero, para mí, es muy importante la cohesión interna de los libros (sean de poesía o de cuentos, y también en las novelas) para que el lector tenga la sensación de entrar y de vivir durante unas horas en un universo compacto y coherente, en el cual todos los elementos narrativos, formales y estilísticos dialogan entre sí de una manera u otra. Esta sensación de unidad me gusta como lector e intento conseguirla como escritor. Sin duda, un motivo principal es el identitario. ¿Considera que sigue estando vigente esta búsqueda?

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Los límites de la identidad es una de mis obsesiones. Creo que se explica muy bien en uno de los cuentos: «De siempre, Julien Claes se había sentido recluido dentro de los límites de una identidad única. La primera angustia de la que guardaba memoria, más allá de la oscuridad o de la añoranza, estaba vinculada al reparto de los personajes de los juegos infantiles. A la hora de escoger, lo difícil no era tanto hacerse a la idea de las consecuencias de la elección, de acuerdo con la personalidad de cada cual (mandar o someterse, vestirse de una manera o de otra, ser protagonista o secundario), como asumir que cada papel comportaba la negación de todos los demás. Si hubiera podido elegir los efectos de una pócima mágica, Julien Claes habría pedido representarlos todos al mismo tiempo. Ser pirata y héroe, príncipe y bruja, duende y dragón. Con el paso de los años, a medida que se le exigía una dosis creciente de decisiones unívocas, Julien Claes se sentía cada vez más atrapado. Ser lo que se esperaba de él, sobre todo a costa de demasiadas posibilidades perdidas, suponía un sacrificio excesivo. Casi sin querer, la opción de multiplicarse, de llevar el máximo número de vidas paralelas, lo cautivó como una quimera redentora». La sensación de que «cada papel comporta la negación de todos los demás» me ha perseguido desde niño. Recuerdo perfectamente el dolor y la rabia de tener que escoger y, consecuentemente, de autolimitarse. Porque excluir limita. Y, en cierta manera, aún me ocurre. Si fuera posible, me gustaría vivir muchas vidas al mismo tiempo. No sucesivamente, ¿eh?, que, si se tiene el valor suficiente, puede ser más fácil, sino al mismo tiempo. Asimismo, hay una presencia continua de la muerte (asesinatos, suicidios…), pero también de la investigación (informes de detectives, reconstrucciones a partir de documentación). ¿Ve posible una relectura bajo la perspectiva del género criminal? La utilización de estos elementos, que puede parecer que acercan los cuentos a la novela negra tradicional, tiene su origen en mis lecturas de aquellos momentos, sobre todo de los autores posmodernos norteamericanos (Robert Coover, Thomas Pynchon, Richard Brautigan, Kurt Vonnegut, Donald Barthelme, John Barth, etc.; de hecho, hace poco he releído Un detective en Babilonia, de Richard Brautigan, y me ha impactado


tanto o más que la primera vez) y de las instalaciones y los libros de Sophie Calle (a quien descubrí en una exposición en el año 1997 y que, durante mucho tiempo, fue uno de mis principales referentes; en este sentido, por ejemplo, la Suite veneciana o El detective son fundamentales). En «Zugzwang» el narrador va al encuentro de su personaje (Grette Bürnsten) con el objetivo de disculparse; posible referencia al Augusto Pérez de Unamuno, pero a la inversa. ¿Cómo ha sido reencontrarse con estos personajes para esta edición? A pesar de que, de entrada, no entendí nada, aún recuerdo el impacto de la lectura adolescente de Niebla. El cuento, sin embargo, va un poco más allá, porque introduje de verdad a la protagonista en una enciclopedia y, desde entonces, su presencia en otros libros y en otras enciclopedias se ha ido multiplicando, de manera que he perdido el control sobre su existencia,

lo cual, creo, añade un plus dramático a la realidad de Augusto Pérez. Para finalizar, algunos textos que forman parte de La elocuencia… fueron pensados hace alrededor de veinticinco años y su reelaboración tiene casi una década. ¿Qué comparte el ser humano actual con el representado en estos relatos? ¿Cómo los recibirá el lector actual? Creo que, a grandes rasgos, los últimos años (fundamentalmente, a raíz de la demolición de todas las seguridades políticas, económicas, sociales, laborales y morales, agravada con la incorporación masiva, extenuante e incontrolable de las nuevas tecnologías) han añadido más capas de grosor al desconcierto, a la soledad y a la decepción. Por lo que respecta a la recepción de los cuentos, la verdad es que no tengo una idea muy clara de lo que pueda ocurrir, porque, precisamente, no sé si el tiempo transcurrido juega a su favor o en su contra. Tendremos que esperar para saberlo.

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La vida breve

El magnetismo (para atravesar el insomnio y la derrota) Diego Morcillo

Es tarde. Estoy sola en la barra del bar y se me acerca un hombre y me pregunta si necesito que alguien me lleve a casa. No parece borracho, pero suda un montón, el pelo se le pega a la frente. —Me lo tengo que pensar —le digo, y miro a la camarera y le pido la cuenta. —¿Te está molestando? —me pregunta ella después de afirmar que le debo veinte con diez. El tipo nos mira, a una y a otra, y dice: —Eh, que yo no quiero molestar a nadie. —No te preocupes —le digo. Y dejo veintiún euros sobre la barra y abandono el taburete. Voy al baño y meo sin sentarme en la taza. Al salir, el bar ya está vacío y la camarera y el tipo sudoroso se están enrollando junto a los grifos de cerveza. Mi dinero sigue en la barra. Lo cojo sin que se den cuenta y me marcho. Un gato marrón está en la puerta y comienza a caminar detrás de mí. Hace un poco de frío. Tengo hambre y no quiero volver a casa. Busco un McDonald’s y gasto parte de los veintiún euros en una hamburguesa doble con pepinillos y un refresco. En una mesa de la esquina hay una chica más o menos de mi edad. Me termino la hamburguesa y me acerco a ella con el refresco en la mano. —¿Necesitas que alguien te acompañe a casa? —le pregunto mientras doy un sorbo. La chica me mira por encima de sus gafas de sol con cristales en forma de estrella. —Pensaba que esas cosas solo las preguntan los tíos. Me encojo de hombros y doy otro trago a mi bebida. —¿Te molesto? Entonces ella se levanta y deja unas patatas a medio comer. —No te preocupes —dice, y va hacia la puerta. Allí está el mismo gato de antes, pero ahora lo acompaña un perro de color oscuro. La chica y yo caminamos juntas hasta el metro. Los animales nos siguen a poca distancia. Ella se llama Dulcinea. Le digo que pensaba que ese nombre ni siquiera existía en la vida real. Nos detenemos en la boca del metro. Al lado de las escaleras hay un perro pastor y varias palomas. ‹‹Cerrado por obras››, reza un cartel. —¿Tu casa está muy lejos? —le pregunto a Dulcinea. Me dice que más de media hora andando. Así que decido acompañarla. El pastor alemán y las palomas se suman a los otros dos animales y caminan detrás nuestra. —Oh, ¡cuántos animales! —dice Dulcinea. —¿Me prestas tus gafas? El mundo estrellado ante mí.

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Caminamos hablando de gatos y perros y de por qué es mucho mejor que los recipientes sean de cristal y no de plástico. Luego también hablamos de ir a un after, pero aún es tarde, así que continuamos hacia su casa. Decidimos callejear y todos los animales callejean con nosotras. Poco a poco se van uniendo a ellos más perros y más gatos, la mayoría con correa y bozal. —¿Ves? —dice Dulcinea—. Esos son san bernardo, pueden volar aunque no lo parezca, y esos son pitbull, y aquellas unas ratas comunes y corrientes. Al parecer, Dulcinea sabe mucho de animales. Un montón de ellos forman grupos a nuestras espaldas. —Malditas ratas —digo—, odio las ratas. —Tienen su encanto —responde Dulcinea—, yo tengo una de mascota. Llegamos a una calle muy estrecha. Acaba en una avenida que se está empezando a llenar de taxis. Los animales tienen ciertos aprietos para pasar todos a la vez, ya deben seguirnos casi una veintena, más las palomas y las ratas. Algunas de ellas se quedan curioseando en los cubos de la basura. —Gracias por acompañarme —dice Dulcinea, y se detiene frente a un portal. Luego se dirige a los animales, que nos imitan—. Y a vosotras también —dice, y me mira—. Todas son hembras, ¿sabes? Nos despedimos. Pero cuando va a entrar en el portal le pregunto cómo se llama su mascota y si puede enseñármela. —Se llama Camila. Ahora mismo la bajo para que la veas. Me quedo sola en la calle. Rodeada de roedoras y gatas y perras y palomas. Incluso algunas de las ratitas llevan correa y collar. Todas las animales están estáticas, mirándome, ocupando la acera y también el asfalto. Dulcinea no tarda en volver. Lleva a Camila en brazos, ella no tiene collar. —Puedes tocarla, no muerde ni se queja. Entonces estiro mis dedos para acariciarle los bigotes y, en ese instante, la rata se escabulle de las manos de su dueña. Corre hasta llegar al grupo de su especie que nos ha estado siguiendo. —¡Camila! —grita Dulcinea, y la persigue. Perras y gatas observan inmóviles. La ratita se ha mimetizado con el resto. A mis ojos todas son iguales. Ambas analizamos a las roedoras. Dulcinea tampoco sabe cuál de ellas es la suya. —¿Pero tú no sabías mucho de animales? —le digo. Me mira en silencio. —¡Andrea! —dice de pronto— ¡Ven! ¡He perdido a Camila! Se dirige a una chica que está saliendo del portal. Detrás suya va un hombre. Cuando están cerca de nosotras me doy cuenta de que Andrea es la camarera y el hombre el tipo sudoroso. —¿Tú cuál dirías que es Camila? —le pregunta Dulcinea a la chica. —Anda, ese es el perro de mi vecino —dice el hombre señalando a una de las perras. Andrea no sirve de ayuda para el reconocimiento. Empiezan a discutir sobre esa y sobre otras cosas y dejan de lado al grupo de ratas. Se enzarzan en una pelea y el hombre también da su opinión. Yo decido marcharme. No les digo nada, tiro las gafas de estrella en los cubos de la basura y comienzo a caminar hacia la avenida repleta de taxis. Todas las roedoras y gatas y perras y palomas me acompañan. A lo mejor algún after ya está disponible, o un karaoke, o el aeropuerto.

Diego Morcillo Sánchez (Madrid, 1999). Estudió Cine. Alumno de Escuela de Escritores durante algunos años en cursos de Escritura Creativa, Relato, Novela y Poesía. Ganador y finalista de varios concursos de relato y poesía. Parte del cuarto número de la revista MULE y participante en la antología Cuentos Voraces y en el libro Sueños de Hierro, obra homenaje a José Hierro.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Rafael Ángel Herra Fósforos En la caja hay muchos fósforos. No cabe uno más. Ni siquiera pueden moverse. Dos de ellos se irritan, están muy juntos, pegados entre sí. Uno de ellos dice: no te soporto, quiero irme ya. Estoy harto de tu cuerpo tieso, me estorba tu cabeza idiota. Sí, responde el otro, pero mejor no nos calentemos.

El hombre que busca un nudo Cada lazo responde a un principio de seguridad: el nudo cuadrado, el as de guía, el nudo de la abuela, el nudo constrictor que recuerda a las serpientes. Muchos de ellos existen desde la edad en que los humanos aprendieron a usar piedras para matar, pues ya entonces eran necesarios y tuvieron que inventarlos. Los emplearon los persas, los griegos, los pescadores japoneses, los piratas. He conversado con marineros mientras ataban las velas; he visitado a los alpinistas y los vi practicar los nudos que podían salvarlos. He ido a interrogar a los cazadores y los vi atrapar liebres con cuerdas. Los nudos de sangre se trenzan en la punta del látigo para azotar a los prisioneros y a otros desdichados. Estos nudos me inquietan, aunque su utilidad es muy clara y en cierto modo hacen honor a quien los bautizó. También los monjes franciscanos los llevan en los cordones. He visto lazos de lino, de papiro, de cáñamo, conocí a quienes los practican, admiré su destreza y aprendí a enrollar el nudo corredizo. Este me sirve. Les ruego perdonar mi sinceridad hoy mismo, pues mañana no podré excusarme.

Rafael Ángel Herra es autor de novelas, cuentos, microrrelatos, ensayos y poesía, y miembro de la Academia Costarricense de la Lengua. En España ha publicado la novela El ingenio maligno (Eolas) y los microrrelatos Verde bestiario (Esdrújula), así como contribuciones en antologías. Obtuvo el Premio Internazionale di Poesía Alfonso Gatto 2019 (Salerno). Es también doctor en Filosofía (Maguncia) y excatedrático de dicha materia. Ocupó los cargos de embajador en Alemania y en la Unesco. Su obra ha sido traducida al italiano, francés, alemán, rumano y checo.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Olivia Martínez Giménez de León El pájaro en sazón y el miedo en voladura.

No me quedan esquirlas de la noche en la boca pero si doy por ciertos los presagios que albergo —la montura, el sudor frío de las plegarias, la falange del duelo— el sueño sucedió como un gato que escapa. y el miedo en voladura.

Hay que poner cuidado en lo pequeño, —migaja de pan vivo, bajamar en perfume, mimosa apenas hecha— y enlutar lo que opaque la alegría discreta —el ensamble de días grises como tristezas, la cortina del tedio, la soledad de bestias que relamen los platos—. Hay un sol en sazón que nos convoca, una grieta de vida que resiste, un vilo en el que estarse para estar.

Olivia Martínez Giménez de León (Alicante, 1980) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Alicante y profesora de Lengua Castellana y Literatura. Ha colaborado en revistas y fanzines. Ha publicado El animal y la urbe (Torremozas, 2016), la plaquette de poesía Cloro (Ad mínimum, 2017) y Los años del hambre (Candaya, 2022).

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El castillo de barba azul

Cuatro poemas

Anna Blasiak Traducción de Mario Martín Gijón

(B/D)años El agua del baño densa de la presencia masculina de mi primo. Me hundí, no me ahogué, pero golpeé fuerte; un cuchillo frío para endulzar el dolor. Jugando a los médicos, quemando ardiente el tacto. Siempre me ponía rígida en los abrazos de mis tíos. Segura y sin heridas solo con chicas y mujeres. Maestras, mujeres ancianas, amigas.

Probando con los hombres Porque quizás lo sea o porque quizás no Porque es más fácil Porque podría ser más difícil Porque los hombres están ahí Y las mujeres no Porque a la gente le parece raro Porque podrían hablar Quién sabe lo que podría pasar Porque mejor no.

¿Qué diría mi abuela? Me gusta imaginarme a mi abuela sonriendo amablemente, abriendo sus brazos, sin decir nada. Me gusta imaginarla cocinando para mi novia; sus mejores platos: drożdżówka y pierogi. Me gusta imaginarme a mi abuela preguntándome por teléfono por nuestras vacaciones, pidiéndome que le envíe fotos. Me gusta imaginarme a mi abuela viniendo a vernos a casa.

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Buenos consejos Estarías mejor si no hablaras de ello. Si quieres seguir en este trabajo, no lo menciones. ¿Acaso necesita realmente la gente saberlo? ¿No podéis fingir que sois solo dos amigas? No caminéis por la calle de la mano. No sois familia, no podemos dejaros pasar. ¿Ah, tu pareja? ¿Cómo se llama él? Reservó una habitación doble por error, déjeme que lo cambie por dos. No queremos a gente como usted aquí. Esto es un establecimiento respetable. ¿Por qué lesbiana? Si no eres tan fea. Oh, yo te haría cambiar de opinión. Vamos a hacer un trío.

Anna Blasiak es poeta y traductora. Ha publicado dos poemarios bilingües, en inglés y polaco, ilustrados por la artista Lisa Kalloo: Kawiarnia przy St James’s Wrena w porze lunchu / Café by Wren’s St-James-in-theFields, Lunchtime (2020) y Rozpętanie / Deliverance (2023), del cual proceden los poemas aquí traducidos. Ha traducido más de cuarenta libros del inglés al polaco. Es una de las editoras de Babiniec Literacki y una de las coordinadoras de la European Literature Network, que edita la revista The Riveter, centrada en la difusión de la literatura europea en Gran Bretaña.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Joan de la Vega 13. / Senju, provincia de Mushahi / Oh la belleza, esa casa de todos a medio hacer. A mitad de camino entre el fin y el asombro. Ya sea yugo o señuelo, estancia de efímeros anhelos pisad bien sus cimientos, no frenéis el alud.

19. / La gran ola de Kanagawa / Tras la gran ola, esa que nos emplaza siempre a diario, ¿qué será de nosotros, pescadores de luz? Quizás la calma sea fracción del círculo de la amenaza, todo tenga un porqué y no sea hoy paz.

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20. / La ruta marítima de Kazusa / Aparejados, dos veleros de carga guía la costa. Van tan despacio como estrellas de mar. Y es la brisa quien empuja sus ubres hacia las nubes. ¿Quién decidió el rumbo, si no fue el azar?

21. / La bahía de Noboto / Cruza el dintel, hunde tu mano en aguas luminiscentes. Acoge esos espíritus que junto a ti se bañan. Toma el camino más largo. O el más corto, poco importa. Aunque te halles lejos la tierra es tu hogar.

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El castillo de barba azul

Joan de la Vega. Poemas inéditos

22. / Ushibori, provincia de Hitachi / Sin tripulantes, el vacío vadea la embarcación. Las esteras risueñas rezan a pleno sol. Huyen dos garzas por el cañaveral. También nosotros seguiremos al viento, desde el no lugar.

37. / El Fuji visto en la llanura, provincia de Owari / Un gran tonel donde albergar el mar o incluso el sol. Donde amarrar la noche y sus constelaciones. Una gran tina como un catalejo, donde escanciar cada matiz, su olor. Todo el dolor del mundo.

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Kamikaze 仲間 Por el horizonte brama una montaña celeste. Su melodía eléctrica, a este lado del temporal, confunde a los hitos. Las huellas se afanan a pisar la senda, buscando refugio bajo los barros. Los ibones se guarecen indefensos, izados sobre sus propias varices. El aguacero es inminente, colapsan las madrigueras. Ruge la montaña madre y huyen sus huestes, por las corrientes bravías, hacia la hospitalidad del mar.

36. / Yoshida, ruta del Tokaido / El horizonte —llegados a este punto— nos da un respiro. Muy cerca del final, echar la vista atrás merece un sorbo de té y compañía. La soledad del camino es dura y dura una vida.

41. / Reflejo en el agua en Misaka, provincia de Kai / ¿Y si el mundo fuera un inmenso grabado, calco de nada? Sumergida la cima respira dos quietudes. No es suficiente separar la mirada. Cruce de aguas. Acaso se refleje la montaña en el alma.

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El castillo de barba azul

Joan de la Vega. Poemas inéditos

Aiaigasa 相合傘 Bajo el paraguas, compartimos la misma nube. El cielo cae a pedazos, las gotas de lluvia hacen enmudecer la tierra. Solo el relámpago atisba un eco de luz. Estrechamos juntos el terror, sin mediar palabra. La ventisca amenaza barrernos, arrollar nuestro aliento, pero de nuestros silencios nacerán los futuros brotes. Bajo el temporal, compartimos la misma agua. Chapotea la humedad sobre las huellas de dos siluetas trémulas. A espaldas del mundo, nos besamos. Como una ola inundada se alzan los fríos labios sin respuesta, para pronunciarse.

43. / Kajikazawa, provincia de Kai / Es muy temprano, la luz ciega el sedal. No picarán, la palabra azul es la que predomina. Sobre la orilla, padre e hijo descifran el oleaje. ¿Qué mano premiará la corriente herida?

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Ikiru 生き甲斐 Rompes el cascarón y la primera luz es la que te acompañará hasta el final del sendero. No flaquees durante el primer tramo. Déjate guiar de vuelta a casa pero no hables con extraños. Estira del hilo de la curiosidad hasta rellenar cada ovillo. Respeta el error de tus padres. Ama solo a quien se preste a ser amado y no a quien desee serlo por encima de tus dones. Embriágate de azules y de verdes, de ayunos y de atardeceres. Huye hacia atrás y no hables a solas con los huéspedes. Admira a los clásicos, duda de los vivos. Tómate en serio en caso de unción, dignifica la voz de aquellos que ya no están presentes. Cuida de tus huesos, mima al silencio, despierta en sueños. Rompe el caparazón del negro y tira del hilo de las primeras nubes que se pronuncien. Ascenderás desde la memoria del subsuelo. Y vuelve a empezar, infinitas veces, aunque sea la nada quien te emplace a hacerlo.

Joan de la Vega es aficionado a las carreras de maratón de montaña y al excursionismo. Nació en Santa Coloma de Gramenet, lugar donde reside desde 1975. Ha editado una decena de títulos, entre ellos cabe destacar Medio mundo en luz (2018), El tot solitari (2019) y En torno a Issa y otros difuntos (2021). Obtuvo el X Premio César Simón de la Universidad de Valencia por Y tú, Pirene (2012). Entre 2004 y 2022 dirigió la colección La Garúa.

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E i n s t e i n o n t h e b e a ch

Bruno Montané: retrato del poeta panamericano Por Wences Ventura Bruno Montané cuando habla de Efímera (Contrabando, 2022) lo llama «la novelita», con cierta retranca no sé si chilena, pero sí del que se observa con ironía desde la distancia y así establece un vínculo muy verdadero, casi paternofilial, con lo creado por él mismo. Así la llama también Félix, el protagonista, Félix Rubén, antes de Darío, cuando se refiere a la obra que está tratando de escribir con su amigo Lalo Preiro (Eduardo Poirier en la realidad). Quiero pensar que el diminutivo sea debido a la delgadez del texto, pues este no llega a las cien páginas, lo que los franceses denominan con acierto récit, es decir, historia, narración. Aunque también pienso que el diminutivo alude a la modestia, aquella que siente el que se desprende de posesiones y bienes. Es indudable que hay una alegre misantropía en el texto de Montané, y si este oxímoron les extraña, pasen y lean, no mi artículo, sino la novela. Los libros delgados ofrecen algo que los libros gruesos no: la promesa de levedad, y es en esta donde el texto del autor chileno desarrolla su intensa capacidad emocional, destila su miel; un trabajo paciente en las lindes de lo poético, pero en cuyo vaivén el autor nos ofrece su poesía que se derrama por los entresijos de las marcas de espacio y tiempo, en las descripciones de lo real; donde el lector, ese que huye de lo fácil y anodino, el que al leer elige el viaje más largo —y aquí la cortedad del texto pierde su valor, obviamente—, vuelve a las señales que ha ido dejando en el texto, a las frases que incluso apuntará en un cuaderno y que crean una constelación de oraciones que esconden o destapan el conocimiento de este ilustrado de nuestros días.

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Hay en el puro comienzo de Efímera una energía algo premonitoria: la del artista todavía muy joven ante la sorpresa del arribo, y un tono que me recuerda a Rulfo, y también a Borges, tonalidades mayores, en el heterogéneo nido que componen las influencias de un escritor y, tal vez, por esa rapidez en la percepción de lo que es la vida, al primer golpe, esa observación veraz, que marca un destino; si bien, en Efímera, notamos ese influjo esencialmente modernista, del apunte breve, alegre, esa viveza de la escritura del propio protagonista, que Montané hace suya como hacemos nuestro, de forma natural, lo que amamos en otros escritores. Esencialista pues se despoja de lo accesorio para circunscribirse a lo esencial. Quiero traer aquí esta frase: «Llegué aquí siguiendo los raros y sin embargo acertados designios de lo otro y lo diferente. Soy poeta, un poeta de temperamento fragoroso pero inclinado a lo más sutil…». Es decir, a los pasos de un poeta en el vasto y desconocido continente, donde se describen los sentimientos, la complejidad de lo que siente un poeta, un hombre; ante el panorama de un puerto, a la llegada a un nuevo país. De esa vibración que recogen sus ojos, sus oídos, esa expresión renovada y audaz, transida de conocimiento, que trae un lenguaje innovador, pleno, está hecha la gracia literaria de este texto. Bruno Montané es ante todo un poeta, con una obra definida, alguien que elabora lenguaje estético, piezas de pensamiento, donde nos da cuenta, sobre todo, de la catástrofe colectiva, de un mundo cautivo del yugo de la economía y de la voracidad técnica, de un vivir entre sombras con algún potente rayo de sol tapado de inmediato por una nube, con una decepción demasiado cierta y humana; como quien recoge ramos, hojarasca, para encender un fuego ante el cual nosotros, sus lecto-


res, nos quedaremos vigilantes, absortos, en una noche de invierno. Y volveremos ante esa pantalla. Y no es que no exista ese espejeo que refleja la belleza y que sublima el mundo, sino que la razón de ser de esta poesía, de esta deriva, es la creación de un medio natural, de un ecosistema; pensemos en los fondos cenagosos de un lago, como quien se embadurnara el cuerpo con grasa para no sentir frío. Y resistir, desgastar el tiempo, por medio de pinceladas, breves, alegóricas. Duras. En realidad, la poesía de Montané progresa en su encierro, se va adormeciendo en su propia espesura y, a veces, se hace dulce en la hibernación sensorial que produce. Y es que el poeta es un herrero, un fabbro —il miglior fabbro—, recordando la dedicatoria de T. S. Eliot a Ezra Pound. Parece que Montané esté trabajando siempre sobre el mismo pedazo de hierro traído de Atacama, en su lejano Chile natal, hasta conseguir esa evaporación en que las palabras se desatornillan de su relación intrínseca con las cosas, con el mundo y vuelan en busca de ellas mismas. Dije antes duras referido a pinceladas, a su estilo, siempre limítrofe, más allá de cualquier conciencia respecto al género literario, a veces brochazos de negro sobre lienzo blanco como en los cuadros de Tàpies, como en los grabados de Víctor Ramírez: espesuras, y, a veces, como en el poeta expresionista alemán Georg Trakl, ese vacío del atardecer, de campanas que tañen, largas campanadas, que atraen a su verdad, como ciertos versos de Bruno Montané que nos llevan por un oscuro laberinto, una madriguera, hasta encontrar salida y hacer la maraña inteligible y, tal vez, es aquí donde vemos que el chileno es un poeta mayor, pues aun en la tosquedad que implica nadar en la ciénaga, que a veces lo succiona, saca la cabeza, se abre a nuevos horizon-

tes, aunque nada lo completa, todo parece negarse en su retraimiento. Pero volvemos a su lectura, pues sus fragmentos encierran la poderosa verdad que solo en poesía aflora: la verdad de la sinceridad efectiva de lo que el poeta intelectualmente siente. Y que solo existe en él, en su toma de conciencia ante la vida y en su relación sensual y misteriosa con las palabras. Así estos poemas de aliento entrecortado, de respiración a veces pausada, otras agitada, con su huella indeleble de dolor, como resultado del saber, estoico, distante, de demasiado cuerdo. Recogida bajo el poderoso nombre de El futuro (Candaya, 2018), que se hable aquí de ella obedece a los lazos que la unen a su única novela publicada hasta el momento, y no solo por lo obvio que resulta pensar que todas las obras de un autor vienen a conformar un mismo relato, es decir, que el manantial es el mismo, sino por el hecho que el lector constatará, si este artículo lo persuade para que lea ambos libros, de que Efímera supone una intensificación de sensaciones, un incremento de la llama, con respecto a la poesía contenida en el volumen citado. Al final es como si el autor hubiera necesitado de esta experiencia, como si su yo profundo hubiera sentido la imperiosa necesidad de dejarse ir en la libertad de la prosa para sentir literariamente la vida. Efímera nos regala un hermoso viaje que es doble travesía: en primer lugar, la de la historia que se cuenta, la llegada a Chile del nicaragüense Félix Rubén Darío, fiel a la historia real tal y como sucedió y, por otro lado, casi subterráneamente, el trayecto interior del narrador, omnisciente, reencarnado en el poeta modernista: «lo importante —me decía— es que escribamos… mientras escribes algo sucede». Y es en esta espera de lo que puede ocurrir, en esta concepción de la literatura como acontecimiento, pues se juntan

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Wences Ventura. Bruno Montané: retrato del poeta panamericano

escritura, teoría crítica y la propia vida, donde fraguan su unión personaje y narrador. No dejo de pensar en esta frase de la página treinta: «… acerca de las extrañas relaciones que se establecían entre la oscuridad y el fresco aroma vegetal que invadía el jardín». Esta percepción, no exenta de realismo mágico, representa el núcleo mismo de la novela. Me pregunto si Montané, en su bella alquimia literaria, ha creado un ser intermedio entre él y el poeta modernista, desde la zona poética que alumbra a quien sabe transmutarse en otro y aun en la distancia de su desapego aristocrático, se torna repentinamente cercano y cálido, y nos muestra una extrañeza casi infantil. Félix viene de los cafetales húmedos recorridos por campesinos de túnicas blancas, de selvas donde se anega el ojo, llega a Valparaíso, ve niños rubios de ojos azules, después va a Santiago de Chile. Conoce la tristeza del amor no correspondido. Atisba las humanas contradicciones entre las palabras y los hechos. Sufre el caudaloso desastre de la incomprensión. Aprende los oscuros mecanismos de la venganza cuando Lucía, teatral, le cuenta el asesinato perpetrado por su prima y cómo le embarga que ella diga su nombre. Decodifica, así, el embrollo psíquico del personaje: la mujer amada que no le corresponde pronuncia su nombre; él, con la torpe generosidad del mutilado, le ofrece un poema, radicalmente moderno, eso sí, el relato de un asesinato. Esto nos lo cuenta el poeta de rostro azulado, tiene ya cuarenta y nueve años y la muerte acecha. Pero en el Epílogo acaba de cumplir veintidós años o se ve cumpliéndolos desde sus casi cincuenta y siendo consciente del enorme poder de la vida. Juan Varela, en el prólogo de Azul, editado en Valparaíso en 1888, dice que no hay autor más francés que Darío, que no ha salido de Nicaragua sino para ir a Chile, donde reside desde hace dos años, y se pregunta: «¿Cómo sin el influjo del medio ambiente ha podido Ud. asimilarse todos los elementos del espíritu francés…?». La liberación del yugo de la metrópoli, tal y como había dicho Blanco White, y Francia como idea, como faro de modernidad, París en realidad, visto desde un continente que ve desvanecerse, por sus grandes diferencias y pese a la lengua común, el sueño federalista.

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Ruido de máquinas de impresión. Un cuarto de supervivencia como puede serlo el camarote de un navío. El barco fondeado en el puerto filtra el sol transparente de los sueños. De él acaba de descender un poeta mayor, afrancesado. ¿Qué ha ido a buscar a ese lejano y tan estrecho país? Le hizo caso a Juan J. Cañas: ¡Vea Chile! ¡Chile es la gloria! Bruno Montané (Valparaíso, 1957), poeta, chileno, compañero de Roberto Bolaño en la aventura infrarrealista mexicana y luego en Barcelona —donde vive desde hace cuarenta años— también ha experimentado en carne propia lo que, en esencia, nos cuenta en Efímera, libro encubierto de su memoria personal: esa voz elevada una vez por la utopía y rasgada luego por el desencanto, una voz que imprime su sello personal a la novela.


El fondo del espejo: un viaje hacia el rock indie y la cultura de masas Por Oriol Masferrer Francisco Baena, al hablar, hila ideas en una persecución tranquila, hace que quien le escucha se sienta en una casa de paz. Es escritor y director de museo de día — más específicamente del Centro José Guerrero, de Granada—, pero algunas noches modula su intensidad para subirse a un escenario y convertirse en un cantante de rock indie con Punk Buró. «Hay una transformación, hasta quienes me conocen llegan a sorprenderse», ha asegurado Baena y añade que «es renunciar a mi identidad, dejarme llevar por el sonido y es esta experiencia la que quería transmitir en mi novela». Con esta metamorfosis con la que Baena transita desde el templo del silencio contemporáneo que es el museo hacia el dejarse llevar con la música para rendir culto al ruido y lo melódico nos transporta en su nueva novela, El fondo del espejo (2023), al mundo de la cultura popular. Para Baena, la cultura popular y la sociedad de masas siempre han sido uno de sus «grandes intereses en el ámbito cultural», aunque ha insistido en que considera la dicotomía de baja y alta cultura «superada y obsoleta», por lo que su aproximación tiene la intención de que «la alta literatura se sumerja verdaderamente en la escena pop. Creo que la narrativa americana ha dado este paso, que en la hispanoparlante queda por hacer». Algunos de estos referentes para este género, que cita a lo largo de la novela, son Don DeLillo, Breat Easton Ellis, Chuck Palahniuk y Jennifer Egan. Hay un doble registro entre la cultura popular y la alta cultura. Sus personajes son la farándula del mundo de la música indie, pero hablan constantemente de

temas de gran complejidad relacionados con el cine, el arte o la literatura. Baena explica que la novela se mueve por «un plano de realidad» que es «la novela de género», pues buscaba «dar un homenaje a la cultura popular». «Aunque también quise romper con estos personajes que siempre están sujetos al cliché del sexo, drogas y rock and roll y hacer que tuvieran tertulias culturales interesantes, lo que es en cierto modo un homenaje a Tarantino», añade. La escena musical y el universo de la cultura popular en la música se ven representados en sus distintos eslabones con los diferentes personajes. Está Livia, joven promesa del rock indie; Oso, un líder carismático en decaída de la escena musical; dos viejas glorias que ahora son músicos de estudio, Flai y Jaco; un cineasta de culto, Pedro, y el propietario del insólito estudio Hawkline Records, Doc. Todos ellos confluyen arrastrados por sus propios problemas, necesidades y el empuje de un productor, Álex, que, como el perfecto dios omnipotente de la sociedad del espectáculo, pese a no presenciarse nunca, los convoca para filmar un spot publicitario. Es su figura la que plantea esta influencia del poder económico sobre el mundo de la cultura, pues su existencia articula y termina condicionando el desarrollo de la narración de principio a fin. Sus personajes encarnan este mundo tumultuoso, convulso y glamuroso de la cultura popular musical, que en su proceso creativo implica una gran complejidad y belleza experiencial, pero que exige una entrega absoluta del artista para la monetización de su producción creativa. Hay un punto en que el artista debe

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Francisco Baena firmando su libro. Fotografía: Paco Pimentel ©.

tomar la decisión entre mantener su autenticidad o aceptar convertirse en un producto del mercado cultural, lo que le requiere plantearse qué es legítimo. «Todo es muy relativo, no hay absolutos aquí», ha puntualizado Baena; «hay que vigilar cuando el producto de tu trabajo interfiere con los intereses del mercado, ver hasta qué punto estás dispuesto a transigir o si estás en posición de poder escoger». Ninguno de sus personajes parece estar en el punto de poder negarse a los intereses del mercado. Todos ellos se deben al mercado por distintas razones: necesitan relanzar su carrera, como Oso y Livia; llevan tanto tiempo fuera de la escena que no les queda otra opción, como Jaco o Flai, o porque quieren convencer al mercado de su propio proyecto, como Pedro. Aunque, ¿acaso hay algún fenómeno cultural que la sociedad del espectáculo no termine fagocitando? Para Baena, lo que sobrevive es «la transmisión intergeneracional», con la que «se recibe un saber» y que «genera una deuda con los que vienen atrás», pues ha permitido «que el resultado del proceso creativo de la generación actual sea técnicamente mejor». En su novela El fondo del espejo pervive este diálogo entre la generación más antigua, que representan Jaco y Flai, la que está descendiendo de su punto más álgido y que aún representa el statu quo, con Oso, y el talento joven, con Lidia, que se abre consciente de que es gracias a esta transmisión intergeneracional. Así, el tejido cultural prevalece, avanza y sobrevive al show business, pero lo hace con tensiones entre las distintas generaciones que encarnan los personajes. Desde esta perspectiva, la cultura, la literatura y la música llegan a ser una serie

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de correspondencias entre distintas épocas o generaciones: «La última escena de El fondo del espejo nos remite a José Val del Omar, a un tiempo simbólico y místico, que conecta el presente y la actualidad con lo atemporal», ha apuntado Baena. «La cultura y los escenarios del arte ponen en conexión esas dos temporalidades: la actualidad y lo inmemorial, llegando a sobreponerlas al contexto histórico y estableciendo un diálogo». Toda esta interconectividad, que es la que entreteje la cultura, mediante todas las distintas disciplinas, para cobrar un sentido unitario, articula la trayectoria de Baena e impregna toda la novela de El fondo del espejo. También, la multidisciplinariedad y la transversalidad han marcado la trayectoria de Francisco Baena, que ha sido escritor, músico y cantante de una banda de rock indie, fotógrafo, cineasta, gestor cultural, doctor en Filosofía y actual director del Centro de Arte Contemporáneo de Granada. Ya en sus inicios, un Francisco Baena de trece o catorce años empezó a escribir cartas a sus amigos, que eran sus corresponsales, con los que fue adoptando el gusto por la escritura que más tarde lo llevó a redactar ficción. Junto a dos amigos, inventaban personajes en sus cartas; lo hacían con la conciencia de las posibilidades literarias que tenían estas relaciones epistolares: «Había una voluntad de estilo, que fuimos desarrollando, pero la lectura vino mucho antes», ha confesado Baena. A sus cincuenta y seis años aún sigue escribiendo correspondencias, con las que hila ideas en una persecución tranquila; gracias al legado de los que vinieron antes, ha aprendido a pensar para que quienes le escuchan se sientan en una casa de paz.


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Julián Ríos: enajenaciones del plurilingüismo Por José de María Romero Barea Se desliza el interlocutor a través de los objetos sólidos de sus alucinaciones, «se abre camino en la espesura de máscaras enserpentinadas del salón de los espejos»; discurre acerca de las complejidades de su demencia consciente de ser, él mismo, mera especulación del autor, pues «todo se va en humo, en humor?». Persevera, sin embargo, en sus intenciones de representar, de manera inverosímil, sin moralidad, desprejuiciado, al animal humano en su caos na(rra)tivo, ese ser cómicamente amoral, gravemente antisocial, inmerso en «ese pandemónium —gritos pelados y baalbuceos babelicosos […] retazos de diálogos de sordos». Resuenan ecos de otras novelas en la diatriba novelada Larva. Babel de una noche de San Juan (1983). La lees y «enciendes trozos, los últimos», alumbras pasajes con la inquietante voz de los múltiples avatares, propensos «a restar, antes de que multipliquen sus sustraiciones. Para contrarrestar sus maleficciones?». Te abandonas a la realidad larvada. Es posible que no siempre sigamos el hilo de lo que nos cuenta Julián Ríos (Vigo, 1941), porque «aquí ponen lo mejor de sus partes los partiquinos de este party de una noche de San Juan». Su invitación a vivir en el plano de la risa, a avanzar a través de la cuerda floja de la ficción, otorga este libro, cuarenta años después de haber sido editado, una intimidad que se/nos alimenta de «duelos y quebrantos, sin duelo», una fraternidad que conmina «a papar y empaparse». Una forma de celebración basada en los juegos de palabras se empeña en explorar todos los cánones, li-

terarios o no; precisa su lectura de una atención invariablemente ingeniosa, «con su oreja pegada a su transitoria transitoria, bisbiseando», orientada a seguir el impulso contrario al que nos impele hacia la literatura comercial.

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Julián Ríos. Fotografía: Daniel Mordzinski ©.

Imita el discípulo de Thomas Pynchon, John Barth o Severo Sarduy todos los estilos, «enjambres de hambrientos y sedientos, disputándose los restos. Despojos, escurriduras, a la rebatiña»; evoca intensidades desbordadas, «el ruido y las furias» de unos sombríos lirismos conducentes a tan negros como irreverentes humores. Incandescentes se suceden los equívocos, abiertos al peligro de avanzar sometidos a las enajenaciones del plurilingüismo. Divinas eyaculaciones de la basura verborreica Se entremezclan transtextualidades en informes ficticios sobre la condición humana, un «viaje lejos, sin retorno […] hasta infusionarse toditos al unísono»; las páginas establecen contrapuntos reveladores a la musicalidad del cuerpo principal plagado de neologismos y secuencias rítmicas, repetitivas, propias del habla, adecuadamente infantil, del «tragaldabas almibarándose el gaznate con su cháchara». Milalias y Babelle, periféricos narradores, chocan hasta encadenar tramas, «excita que excita, en esta casa de citas, con sus sugerencias dobles»; pronto queda claro que el entramado, como en una escena medieval, es secundario frente al tejido trémulo de una locuacidad a base de incidentes y carnalidades, que entrelaza «este

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tahúr prestidigitador [que] esconde siempre un as de oros en las asentaderas». Borrosa la escena de esta ensoñación narrada en un pasado medio olvidado, virando audaz a través de la sucesión de ocurrencias verbales, «con la resolución del que busca la solución esperando ponerle al fin la pregunta pospuesta a la respuesta respuesta»; en escenarios que todo lo cuestionan, histéricos entornos hurtan la centralidad del discurso en beneficio del interior pasaje atemporal de «un almanaque que registra todos y cada uno de mis amores perdidos». Hay locura y locuacidad, multiexperimentación y omnicomprensividad, a cargo del «corruptor de palabrerías». Cuadros psicopatológicos en estados de trance traducen neurológicos dislates, «escristos de tus crucifricciones», intoxicaciones orales, impulsos y anhelos típicos de una verbosidad subterránea de mitos e inconsciencias, divinas eyaculaciones de la basura verborreica «mordiendo rabiosa la boca embozada». Pasajes oníricos recargan pignoraciones de una experiencia «con sus chocarrerías en lo oscuro»; no se aspira a despertarnos; se persevera en revelar las verdades trascendentes del sexo con psique; se duplican los retruécanos, las lingüísticas habilidades propias del irredento adorador del escritor irlandés James


José de María Romero Barea. Julián Ríos: enajenaciones del plurilingüismo

Joyce, a través de un «laberinto que fue construido hace siglos quizá solo para que nos encontráramos, aquí y ahora, tú y yo». Prevalece el placer sostenido de la lectura de la propensión políglota que enarbola el autor de Poundemonium (1985), dada a revelar pensamientos en progreso, dispuestos a arriesgar su significado en aras de su embriaguez, sabiendo que «diversas lenguas, palarvas horripilantes […] lo ahogarán remolineando vigorosamente apretadas»). Sobrenatural o directamente paranormal, esta habilidad de vocalizar en fraseologías existentes, pero desconocidas, esta capacidad de deletrear «pasando apresuradamente las hojas oscuras» que se solazan en deshacer tecnicismos con sus calambures endiabladamente entretejidos, palabras que llaman la atención sobre sus propios términos gramaticales en los significados opuestos de «un clamor en diversas lenguas, Luz!». Sentimientos entrelazan vesanias del instinto con apetitos de una práctica pueril, alegremente indigna, donde la moralidad opera desvergonzada en «cascada de carcajadas […] soltando el chorro en el agua que ríe». En el cuadragésimo aniversario de Larva, su grotesca y procaz labia («el Ficcionario de la Lengua! La Novela de las palabras! Tesoro de palabras contantes y sonantes!») sigue mostrándonos lo novedoso no como es, sino como ha sido desde entonces. Escasos son los significantes del universo tal y como lo conocemos en esta deriva universal que codifica sus propias perversidades, sus morbosas fascinaciones carnales a través de una moralidad revocada por delicias punitivas o extrañas sensualidades: «Empieza a hacerse de noche y ya apenas veo las letras de esta nota que estoy garabateando». Su verbigeración, al escanear sistemas, testimonia políglotas clarividencias. Cuatro décadas después, sigue siendo relevante el compromiso del creador de Sombreros para Alicia (1993) con las historias de oral procacidad que agrega con aleatorias maldades, intersecciones formateadas, argumentos previamente descodificados. Apenas se distinguen las personalidades que evoca Ríos salvo como encarnaciones de un impulso deseado o un involuntario atributo. Larva, recién reeditada por

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el sello zaragozano Jekyll & Jill, se convierte en terreno de prueba para una logorreica individualidad que es parte de la voluntad de tomarse la grafomanía en broma. En tiempos de egoísmo, antiguos libertinajes regresan, nuevas antideterminaciones de leer de manera radical, contra lo razonable. Arrebatos de glosolalia Pasada la pandemia, hemos accedido a encerrarnos entre muros construidos a partir de los libros que desarmamos; somos «la larva —máscara y fantasma— de Don Juan en su fiesta, en el enredo de una noche oscura de San Juan», según reza la «nota supernumeraria […] para adorno de solapas del ubicuo Comentador larvícola». El confinamiento nos ha enseñado a examinar las formas en que nuestra certidumbre se ve afectada por las abstracciones ajenas, permitiéndonos imaginar heterogeneidades que adquieren vida propia. Experimenta Julián Ríos con la dicha comunitaria de leer. El poliamor de su don de lenguas pasa de la primera a la última persona, y de ahí a una escritura alucinada que se aferra a los jirones de una conciencia que se deshace paulatinamente en «una juerga de jergas y lenguajes que se confunden promiscuamente con el castollano» (se reafirma el Comentador). En Larva, el balbuceo de un idioma que no existe se cumple en la habilidad para hablar en una jerga no aprendida. Acepta, e incluso se deleita, en el extenuante absurdo de sus esfuerzos por indexar la relación entre lo virtual y lo material, por ubicar la fuente de la novedad en la novelería, con «una algarabía aljamiada en españolé» (se apostilla en la solapa). A fuerza de convivir con los héroes ficticios de la actualidad nos hemos vuelto irreales. De ahí que estas abyectas, perversas, excrementarias proyecciones («un corro de brujas babelicosas que hablan de corrido el castrellano») consigan devolver una necesaria bocanada de desviación y nihilismo a esta corriente impecablemente limpia que nos arrastra, consolando a algunos, alienando a los más. Aunque fue escrita ayer, antes de los horrores en línea que nos asolan, la saga replica nuestro incansable furor digital. En 2023, sus arrebatos de glosolalia siguen enfrentándose al medicado, desolado, anestesiado hoy.

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«El candil ciñe sombras a la pared encalada»: Concha Méndez y el espectáculo cinematográfico Por Roberta Previtera En una entrevista de 1930, Concha Méndez declara a la prensa argentina: «No es la poesía lo que más me interesa, sino el teatro y el cinema, hacia donde oriento mis pasos». En efecto, pese a ser conocida esencialmente como poeta y dramaturga, Concha Méndez mantuvo a lo largo de su trayectoria artística una fecunda relación con el cine, al que se acercó desde ángulos y perspectivas distintos según los diferentes momentos de su vida. Como muchos escritores y escritoras de su generación, Concha fue una cinéfila empedernida, gran admiradora de las películas de Charlie Chaplin y de Buster Keaton, así como de los primeros dibujos animados de Walt Disney, cuya potencia onírica alabó en sus escritos periodísticos y se propuso recrear en sus obras. Participó en los apasionados debates de su época sobre las potencialidades expresivas del nuevo arte y sobre los caminos que este debía tomar respecto a otros discursos expresivos, escribiendo artículos y notas periodísticas donde apuntaba los límites de la industria cinematográfica nacional; la necesidad de argumentos cinematográficos originales y el abuso del recurso de la adaptación cinematográfica de obras literarias. También señaló los usos políticos y propagandísticos de la imagen fílmica y el interés para la industria cinematográfica española de seguir el ejemplo de otros países como Alemania, Rusia o los Estados Unidos. Unos años más tarde, ya en México, Concha fue proyeccionista. En sus memorias, recogidas por su

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nieta Paloma Ulacia Altolaguirre, cuenta como acompañaba a su exmarido, Manuel Altolaguirre, de pueblo en pueblo, para llevar el cine a «aquella gente que no tenía acceso a ningún tipo de espectáculo», proyectando, por pocos duros y muchas veces hasta gratis, los clásicos del cine mexicano de la Época de Oro en una sábana blanca. Pero la faceta más interesante de su relación con el cine es sin lugar a duda la de creadora. En 1927 escribió su primer argumento cinematográfico, Historia de un taxi, que fue llevado al cine por el director y productor Carlos Emilio Nazarí. La película se proyectó el 25 de mayo de 1927 en los laboratorios Madrid Film para una «prueba oficial», pero nunca hubo estreno en locales comerciales y la cinta pasó a engrosar la larga lista de películas del cine mudo hoy día desaparecidas. El argumento, prácticamente inencontrable durante muchos años, fue sacado a la luz hace poco por la editorial granadina Cuadernos del Vigía en un hermoso libro-objeto donde, además del argumento original, se encuentran el guion elaborado por Nazarí, unas fotografías del rodaje y un storyboard inédito, obra de Jesús Zurita, cuyas imágenes dialogan desde el universo expresivo del cómic con el texto de Méndez. En sus memorias, Concha cuenta que en ocasión de la publicación de Canciones de mar y tierra fue invitada a un banquete organizado por las marinas argentina y uruguaya y que uno de los capitanes se le acercó comentando que, en su libro, aunque el mar estaba muy presente, nunca aparecía ese «mar embravecido» con


Concha Méndez. Fotografía: Mediateca INAH ©.

el que tantas veces tenían que lidiar los hombres. Al escuchar este comentario, Concha aceptó la observación y, viendo la posibilidad de un nuevo reto, le propuso acompañarlo a navegar en un día de tormenta. «Pero no admitimos mujeres», le contestó el capitán. «Me vestiré con un impermeable de hule negro, botas de agua y gorro marinero, y entonces todos creerán que soy un chico», le contestó la animosa Concha, quien, al igual que Carmen, la protagonista de Historia de un taxi, estaba dispuesta a todo para llevar a cabo sus proyectos, incluso a hacerse pasar por hombre. A la hora de estudiar Historia de un taxi, algunos críticos como María José Bruña Bragado y Edgar Sanz Arias han reparado en el atrevimiento temático de la obra, apuntando el motivo del travestismo y la presencia de tintes lesbianos en la relación que Carmen tiene con Elena Terán y su amiga cuando ambas se enamoran de ella creyéndola un hombre. Por mi parte, considero que lo novedoso del argumento de Méndez no se halla en el hecho de que Carmen se vista de hombre, sino en las razones que la llevan al travestismo y en la manera en la que la autora construye el encuentro entre ella y Fernando, el galán que la despecha siendo mujer y en cambio se fija en ella después de su transformación. Si toda la literatura española del Siglo de Oro, desde

Valor, agravio y mujer de Ana Caro de Mallén hasta las Novelas amorosas y ejemplares de María de Zayas, pasando por las Bizarrías de Belisa de Lope de Vega y Don Gil de las calzas verdes de Tirso de Molina, está poblada de personajes femeninos que se disfrazan de hombres, en la mayoría de estos casos el cambio momentáneo de identidad tiene como objetivo o bien vengar una afrenta, normalmente la pérdida del honor, o bien tener acceso a un estatuto y a unas libertades que en la sociedad de la época estaban vetadas a las mujeres. El caso de Carmen es bastante distinto, pues estamos ante un personaje que cambia su identidad de género, se vuelve Jaime X, con el objetivo de seducir a otro hombre. De hecho, aunque en principio el travestismo, de acuerdo con el complicado plan urdido por la maestra, fiel consejera de Carmen, tiene como fin último que Jaime, tras ganarse la confianza de Fernando, le presente a una supuesta prima suya que sería la misma Carmen, esta vez vestida de mujer, la seducción entre los dos empieza mientras esta última está vestida de hombre: «Pocos días lleva Carmen, es decir Jaime, en el hotel, cuando la casualidad la reúne con Fernando, al tropezarse los dos e inclinarse para recoger del suelo una carta que se le cayó a aquel». Este primer encuentro por un lado reúne todos los ingredientes del «amor a primera vista»,

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Roberta Previtera. «El candil ciñe sombras a la pared encalada»

ingredientes que serán ampliamente utilizados por la cinematografía hollywoodiense, en la cual abundan este tipo de situaciones; por otro, reescribe, al dejar caer Fernando una carta al suelo, podemos suponer voluntariamente, una etapa clásica dentro del ritual del cortejo amoroso, pues, como recuerda Florencio Jazmín en El lenguaje del pañuelo (1882), dejar caer algo al suelo, normalmente un pañuelo, «era una manera de llamar la atención de un hombre y decirle veladamente que se deseaba iniciar el cortejo amoroso». Al insertar este detalle en su relato, Concha está retomando un tópico de la seducción heterosexual en el marco de un encuentro entre dos hombres, lo que confiere cierto carácter homoerótico a la escena que debió ser percibido por Nazarí, quien decidió suprimir este episodio en su guion. También suprimió Nazarí los relatos segundarios que, en la versión de Méndez, preparaban la narración del taxi de «una peseta y veinticinco céntimos», quien cuenta la historia de amor entre Carmen y Fernando. Tanto en el episodio contado por el primer taxi, donde un viajero muy alto, al pasar el auto por un bache, se encuentra con la cabeza por fuera de la capota, que parece transcribir el conocido gag de One week (1920) de Buster Keaton, donde un hombre traspasa con la cabeza el tejado de una casa; como el relato contado por el segundo taxi, obligado a llevar «sobre las costillas de sus caballos a toda la ralea, compuesta del cabeza de familia; su mujer, una señora muy obesa, la nodriza de un niño, tan gruesa como la dama anterior, y siete u ocho chiquillos», se puede rastrear la influencia de ese humor slapstick tan propio de las comedias mudas de aquellos años, estas mismas comedias que Concha aplaudía en las largas sesiones cinematográficas que marcaron su infancia —cuando asistía a las proyecciones del Retiro, en Madrid— y más tarde su juventud, al lado de su novio de ese entonces, Luis Buñuel. Tras Historia de un taxi llegaron otros textos cinematográficos. En 1931 se publica El personaje presentido, una pieza que nace como experimento de escritura teatral, pero que tanto por la ingente cantidad de personajes y los continuos cambios de escenario como por la manera en la que se construye el espacio en las didascalias —a partir de planos que se yuxtaponen según la lógica cinematográfica del campo-contracampo—, por

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los efectos de luz y el uso del sonido fuera de campo, se asemeja más a un guion cinematográfico que a una obra de teatro. Unos años más tarde, en la década de los cuarenta, estando Concha ya en Cuba, publica otra obra teatral que se caracteriza por sus influencias cinematográficas: La caña y el tabaco. Como ella misma cuenta en «Historia de un teatro», un texto de 1942, se trata de una «pantomima cubana» que se propone buscar «la raíz más popular de esta isla de Cuba» a partir de un «nuevo movimiento», es decir «la influencia del cine en el arte teatral». Los últimos tres argumentos cinematográficos remontan a la época mexicana: Fiesta a bordo (1943), El porfiado (1944) y «Telas estampadas» (1949), un cuento que, tras ser publicado en la sección «Folletón del Jueves» de la revista Jueves de Excelsior, fue adaptado al cine por Eduardo Ugarte y Egon Eis y se estrenó en 1952 con el título Esclava del recuerdo. Como es de esperar, estas experiencias de creación sobrepasaron las fronteras de la mera escritura cinematográfica nutriendo y labrando a la vez la escritura poética de la autora, cuyos versos se caracterizan por la presencia de una marcada visualidad cinematográfica que se concreta a través de una serie de imágenes poéticas que remiten al espectáculo cinematográfico —los poemas «Bailaora» y «Cinelandesco» son una buena muestra de ello—, pero también y sobre todo a través de un uso particular de la sintaxis, que, como he señalado en trabajos anteriores, busca recrear por escrito la alternancia de planos propia del montaje cinematográfico, como ocurre por ejemplo en «Estanque» o en el ya citado «Bailaora». A lo largo de su vida Concha Méndez transitó por todas las experiencias que el mundo cinematográfico podía ofrecerle a una intelectual de su tiempo. De esta trayectoria, marcada por la pantalla, nos quedan sus argumentos cinematográficos, sus observaciones sobre el séptimo arte, las huellas que este ha dejado en su poesía, pero sobre todo unos personajes que, desde su condición híbrida, a medio camino entre el papel y el celuloide, desafían las convenciones sociales de su tiempo, revindicando un mayor espacio de acción para la mujer y cuestionando los roles de género tradicionalmente prescritos por el sistema de valores patriarcal en el que la autora tuvo que vivir.


La vida en el aire (Segundo descenso)

Texto y fotografía: Álex Chico Encontrarse en la orilla del lago más alto del mundo conlleva un extraño misticismo. Extraño para quien, como es mi caso, no ha alimentado en exceso su veta espiritual. No obstante, conozco ese tipo de lugares que nos impulsan a conectarnos con otras voces lejanas, en viajes que enlazan nuestro interior con fuerzas, telúricas o celestiales, que tiran de nosotros, que nos hablan. El pequeño puerto al que llegué me generó esa perplejidad, como si por un momento me encontrara en un lugar fuera del mundo. A mucha distancia de lo que había conocido antes. Todo era límite desde aquel punto, como una frontera en la que se fundieran, en una sola masa compacta, agua, tierra y aire. En esa última esquina del universo, cerca de Huatajata, no me fue difícil convocar algunos textos previos que había leído. Entendí, por ejemplo, por qué al final de la novela Los años invisibles Rodrigo Hasbún llevó hasta allí a su personaje. Era el lugar idóneo no solo para poner tierra de por medio, sino para dejar atrás su pasado, una adolescencia que, por mucho que lo intentemos, no termina de pasar nunca. Entendí también, o imaginé, que ese era el territorio alucinado en el que se movían los seres dobles de Cuando Sara Chura despierte, de Juan Pablo Piñeiro, una novela que va camino de convertirse en un clásico contemporáneo de la literatura boliviana. El puerto, las pequeñas poblaciones que salpican las orillas del lago, las chabolas improvisadas y los comerciantes llamándote «caserito» eran el escenario perfecto para que personajes como Falsoafán dieran pie a sus delirios cósmicos y sus extravagancias. Así logré comprender uno de sus fragmentos: «Miraba a las personas y se sentía un camaleón. Imaginaba los

infinitos caminos que se cruzaban en ellas y trazaba líneas invisibles que las unían. La calle era un escenario, siempre distinto, en el que César imaginaba ser todos los personajes a la vez». No estuve solo en mi visita al Titicaca. Me acompañó Tirso Priscilo, un poeta sevillano, y Juan Sánchez, el director del Centro Cultural de España en La Paz, que nos hizo de cicerone durante todo el viaje. Los tres nos embarcamos en una travesía de poco más de una hora,

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El holandés errante

Álex Chico. La vida en el aire (Segundo descenso)

navegando en un barco aimara, construido con juncos, sobre el que presidía la bandera de las treinta y seis naciones indígenas del país y cuya popa emulaba la cabeza de un animal, como si solo pudiéramos navegar por el lago a bordo de un personaje mitológico. ¿Dónde estaba exactamente el horizonte? ¿Existe horizonte en los lugares que están fuera de plano? ¿En qué punto exacto lograba identificar una línea que separara el cielo de la tierra? Salvo por unas pequeñas colinas a lo lejos, me era casi imposible señalar el lugar exacto que los dividía. El lago era inmenso. El agua fluía de tal manera que no formaba parte de tierra firme. La travesía en el barco aimara avanzaba como un trayecto suspendido en el aire. Así recuerdo aquella breve navegación por el Titicaca: como un desplazamiento entre paréntesis, como un viaje flotante. La vuelta a la tierra vino después, en una población cercana, sentados en la terraza de un restaurante en la que nos sirvieron varios tipos de trucha, especialidad gastronómica local. Ahora que lo recuerdo, ahora que traigo de vuelta aquella terraza frente al Titicaca, sé que allí guardo uno de los momentos más apacibles que he vivido. En su simplicidad, en su extraño misticismo, en su forma de perdurar pasado el tiempo. A la vuelta del Titicaca comencé mi segunda rutina paceña: acudir cada día a una cafetería cercana, una casa antigua, elegante y remota, ubicada en la calle 6 de agosto. En el Typica Café-Tostaduría pasé muchas horas, antes de iniciar el día o a media tarde, sentado en una de las mesas de la terraza interior. En ocasiones, ciertos restaurantes o cafeterías parecen reunir todo lo que uno necesita: tranquilidad y buena música. De esa forma habitamos el interior de una ciudad: en uno de sus espacios ocultos que hacen de la humildad su signo de distinción. Acudí al Typica a preparar las charlas en el Centro Cultural de España, a responder mensajes, a leer con calma, a tomar notas. De fondo, la mayoría de las veces, Lou Reed y Chet Baker. Sentado en el Typica conocí la literatura de uno de los autores que más me impresionó durante mi estancia paceña, Gabriel Mamani. Uno de sus libros, El rehén, me mantuvo retenido también, sin poder levantarme hasta que no llegué a la última página. Una historia que hice mía, sobre familias en quiebra, falsos secuestros de hijos, secuestros reales de gatas, violen-

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cias, chantajes, fútbol, cumbias y adolescencias mal cerradas. Una novela que funcionaba como los microbuses de la ciudad y el tráfico caótico en el que se desplazaban. Porque no estoy convencido de que alguien que no sea paceño pueda conducir en La Paz. Cuando están a punto de colisionar dos coches, siempre hay un viraje en el último momento que evita la tragedia. Algo así como la literatura de Mamani y otros autores bolivianos que tanto me interesan y que redescubrí en aquel café de la 6 de agosto. Pienso en los personajes atómicos, cegadores, que invaden los cuentos de Liliana Colanzi en Ustedes brillan en lo oscuro; los relatos de Desencuentros, de Edmundo Paz Soldán, que siempre me dejan perplejo, como si me encontrara conduciendo en un coche que nunca llegara a su destino, durante un interminable trayecto entre Cochabamba y La Paz; pienso también en los poemas descarnados, penetrantes, como golpes en el aire de Iris Kiya; en el abismo interior, profundo e insondable, de los seres incompletos que pueblan Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero; y pienso de nuevo en Rodrigo Hasbún, en su escritura estimulante, en los caminos que se bifurcan hablen de lo que hablen, como las líneas que se multiplican en dos libros que me encantaron, Las palabras y El lugar del cuerpo. Conocí a algunos de estos autores en la FIL de La Paz. Coincidí con ellos en los estands de los dos pabellones que se habían instalado en el sur de la ciudad. Uno de los que más frecuenté fue el de la editorial Nuevo Milenio, dirigida por Marcelo Paz Soldán, un anfitrión estupendo que me guió por la feria. Con su soltura de hombre amable y cariñoso, me fue presentando a autores, a lectores. Un lapso de tiempo bastó para darme cuenta de que la literatura boliviana pasaba también por él, por su charla distendida, que mantenía sin parar con todos los que se acercaban a su estand. Una feria, por cierto, en la que la literatura española era la invitada de honor, por llamarlo de algún modo, y que motivó una ponencia que había preparado sobre periodismo cultural y un conversatorio con Fernando Barrientos, director de la divina El cuervo, con quien estuve charlando sobre la poca comunicación que existe entre las literaturas a uno y otro lado del Atlántico. Editoriales como la suya, o Nuevo Milenio, Dum Dum y otras muchas, hacen una labor que no nos llega a Es-


paña, salvo a alguna librería especializada en literatura hispanoamericana. A la inversa también sucede. Y así, con esa dificultad para conocer propuestas, se genera la incomunicación entre universos literarios. Quizás sea esa una de las cuentas pendientes, porque cada día estoy más convencido de que no nos conocemos. O no nos conocemos lo suficiente. La literatura española contemporánea que llega, por ejemplo, a Bolivia, es insuficiente. Y viceversa. De esa tara inexplicable estuvimos charlando Fernando y yo en el estand que ocupaba el Centro de Cultura de España. Hablando, sobre todo, de ese error común en el que caemos a ambos lados: el de estereotipar en exceso por culpa del desconocimiento. Esa es la deficiencia que ocupó, en líneas generales, la hora de conversación. Se habló de algunos puentes, de proyectos por emprender, de actividades conjuntas. Por eso salí esperanzado, aunque, meses después, todo siga igual que antes. La primera noche que me acerqué a la feria acabamos en un palacio. Así es como llama Juan Pablo Pi-

ñeiro a su casa, muy cerca de donde se instaló la FIL. Tengo un recuerdo muy grato de aquella noche, con Marcelo Paz Soldán y su hermano Edmundo, con Liliana Colanzi y con Juan Pablo. Un tiempo distendido, flotante de nuevo, en el que aprendí, gracias a Juan Pablo, el nombre de algunos insectos y otras fuerzas telúricas que había que reverenciar como si se tratara de nuestro propio aliento. Una ciudad es muchas ciudades. Por muy uniformes que parezcan, siempre hay ángulos que las distinguen. Sin embargo, existen lugares cuyas diferencias son aún más notables. En las urbes latinoamericanas, con el peso de tanta estratificación encima, esa disparidad es evidente. En La Paz no solo sucede por una cuestión de clase social, sino principalmente por la orografía. No es igual vivir en el sur de la capital que en El Alto, el barrio que es casi una ciudad autónoma. Los metros de altitud que los separan marcan el carácter de uno y otro extremo, igual que las líneas del horizonte. Lo que ven no es lo mismo. Su idea de finitud es diferente. Lo explica Gabriel Mamani en Seúl, São Paulo: «Le gusta El Alto, su geografía. Dice que aquí no tiene derecho al horizonte […] No es como La Paz —eso lo pienso yo—, donde las montañas, cientos de ellas, te hacen sentir rodeado y te hacen pensar que escapar es imposible». En La Paz, añado ahora, uno se siente constreñido, bajo la vigilancia constante del volcán Illimani, igual que le sucede a un quiteño con el Pichincha o a un bogotano con el cerro de Monserrate. Esa sensación de encierro configura el carácter, lo moldea, como lo hacen las digestiones lentas por culpa de la altura. Lo mismo que encontrarse en El Alto y saberse en mitad del Altiplano. La vida sucede de otro modo, porque una misma ciudad contribuye a crear personalidades distintas dependiendo de dónde la habitemos. No hace falta cambiar de país, ni de continente: una ciudad basta para generar dos modos de vida diferentes. En el caso paceño, el estado de ánimo se ve afectado por la altitud variable de los barrios, la temperatura y las estaciones dispares. Una misma ciudad, pero diferentes mundos, parafraseando, por enésima vez, a Sir Arthur Conan Doyle. Un tercer descenso me conducirá a dar un último salto. En el otro extremo de la ciudad, sobre la colina, me esperaba El Alto.

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Guerra

Louis-Ferdinand Céline (Traducción de Emilio Manzano) Anagrama: Barcelona, 2023 160 págs.

Escritura de la descomposición Por Erasmo Rejón Rebelarse/escapar frente a la HERIDA es inútil. El antisemita Céline escribe/describe el horror de la Guerra y cómo esta es interiorizada por el Individuo, determinando negativamente y atrofiando su carácter, su conducta y su voluntad, al convertir el ruido en el lenguaje/hápax propio de cada cual: «atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza», nos dice desde la primera página. Con el lenguaje como seña de identidad, entre lo trágico y lo cómico, entre lo erótico y lo tanatológico, el autor trata a duras penas de aliviar/soliviantar la crudeza/crueldad descarnada y destructiva de ese horror como idea compensativa, entroncando con la tradición decadentista, si(g)no de época, en la que podemos inscribir tanto a los escritores franceses simbolistas del siglo XIX como a otros tan actuales como Michel Houellebecq. Céline, como en un Viaje al final de la noche, tratará de recuperar la compostura tras el golpe histórico/ existencial para orientarse escatológicamente a través del lucerito de esperanza que queda en la vida interior/ Literatura. Pura valentía y afán/azar de superación arraigados en un nihilismo militante una vez sacudida la conciencia, en lo dificultoso de AVANZAR sobrellevando la batalla interna del propio cuerpo —un cuerpo hecho papilla, putrefacto, vomitivo, fracturado, descompuesto, angustiado, derretido, desmembrado, asqueroso y depravado, cuyo dolor atroz altera, erosiona y deforma hasta el delirio el mismo paisaje en imágenes perfectamente picassianas— y abriéndose camino torturadora y tortuosamente entre las ruinas nocturnales de un conato comatoso llamado Modernidad, en el medio de un absurdo hueco, disarmónico, agónico y pesadillesco en el que solo puede encontrar poesía ribeteada de fantasía en las erecciones/elecciones que

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le provocan relaciones filoprostibularias. Céline solo parece poder recoger ecos de humanidad, como en un cuadro corrupto de Gutiérrez Solana. No es solo exageración novelesca, es una grotesca epopeya que denominamos «La gran guerra», pero también la pura negatividad/suciedad de la trama y del drama de la vida cotidiana. La violencia, para Céline, parece, en efecto, arraigar no exactamente en los regimientos de caballería, sino en el corazón, en la misma raíz metafísica y existencial de la Persona, aunque a veces no parezca estar muerta por dentro, sino solo de parranda. Descreimiento/desconfianza de un Otro demoníaco, fantoche y netamente objetual, donde en algún momento de la progresión narrativa pareció encontrar consuelo; voluntad de desprenderse de ese infierno que representa icónicamente como Enemigo indecente e hipócrita, y que merece todo tipo de subterfugios para huir de él, pues solo le importan las medallas al mérito: «…duermas o no, tú tambaléate, folla, cojea, vomita, babea, pustula, febrila, aplasta, traiciona, no te cortes mucho […] nunca llegarás a ser tan atroz y tan imbécil como los demás. Avanza» (págs. 86-87). Escritura primitiva en forma y contenido, fragmentaria, acorde con el sin-sentido y la deshumanización que rodean y avasallan al protagonista («el auténtico uno mismo», pág. 76), un precio de dudosa fortuna que el editor ha querido pagar, quizá porque —nos enseña esta obra— todos llevamos dentro de nosotros una parte irremediablemente monstruosa que nos lleva a vivir estos tiempos de guerra soterrada, y alguna lección podemos extraer de un autor tan denostado; merece la pena tratar de comprenderlo. Puede que Céline fuera un fascista, pero ¡joder, qué bien escribía! Júzguenlo ustedes mismos en esta disparatada obra lúdico-lúbrica. «Que viva la mierda y el buen vino. ¡Y todo para nada!» (pág. 117).


Heaven

Mieko Kawakami (Traducción de Lourdes Porta) Seix Barral: Barcelona, 2023 288 págs.

La amistad y el miedo Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda Mieko Kawakami (Osaka, 1976) se dio a conocer en nuestro país gracias a SD Edicions. La editorial barcelonesa publicó en 2013 su novela breve Chichi to Ran, traducida por Fernando Cordobés como Senos y huevos. Años después la escritora japonesa decidió retomar los personajes y publicó, con el título de Natsu monogatari —Cuentos de verano—, la que sería una de las novelas más exitosas de ese año. Seix Barral la editó con el título de Pechos y huevos en la traducción de Lourdes Porta Fuentes. A nivel internacional, esta obra supuso la irrupción de una escritora que llevaba varios años publicando en Japón, compaginando su carrera como cantante. Un libro de poemas fue su inicial aportación a la literatura. Su editorial la animó a escribir una novela y fruto de su trabajo surgió en 2007 My Ego, My Teeth, and the World. La escritura de Mieko Kawakami refleja las inquietudes de la sociedad japonesa moderna. Lejos de las ideas preconcebidas que podamos tener sobre la cultura del país del Sol Naciente, Kawakami vuelve su mirada hacia temas como el cuerpo femenino, la maternidad, la precariedad laboral o el acoso escolar. Precisamente este es el tema que trata en la última novela publicada en nuestro país: Heaven. Heaven nos cuenta la historia de la amistad de dos estudiantes de instituto, el narrador, del que no sabemos su nombre, y Kojima, su compañera de clase. Ambos alumnos sufren el acoso escolar por parte de sus compañeros, él por un defecto físico y ella por su aparente pobreza. Las burlas, los malos tratos, las discriminaciones que sufren en el colegio serán el detonante de su relación. Podemos preguntarnos cuál es la naturaleza de esa amistad sustentada por el miedo, pero para Kojima y el narrador es la tabla de salvación del infierno que suportan sus jóvenes vidas.

El lugar donde los jóvenes estudiantes deberían sentirse protegidos es, precisamente, donde sufren el acoso. En la novela los profesores tienen una presencia difusa, lo que le sirve a la escritora japonesa para poner en evidencia su falta de compromiso. La novela fue publicada en Japón en 2009, y en ese tiempo «no ha cambiado nada. Es más, parece que ha ido a peor, pues antes el acoso se quedaba entre las cuatro paredes de la escuela, y ahora está presente veinticuatro horas por culpa de los teléfonos móviles y las redes sociales». Heaven es una novela dura por momentos, donde nos habla de la violencia que sufre el protagonista: «Entonces, inmediatamente después de la señal de Ninomiya, sentí cómo un impacto brutal se iba expandiendo sobre mi cabeza como si fuera una explosión y, detrás de mis párpados, unos destellos plateados empezaron a brillar como llamas ardientes. No sabía qué había pasado. Me di cuenta de que mis pies flotaban en el aire. Di con todo mi peso de bruces en el suelo, se me cortó la respiración». Pero al mismo tiempo, refleja una gran sensibilidad. Kojima intenta comprender lo que les está pasando: «Tenemos que demostrar que todo este dolor y este sufrimiento tendrán una recompensa definitiva. Ya te lo dije, ¿recuerdas? Que esto ya no es solo un problema tuyo y mío. Que por eso tú tienes estos ojos y yo tengo mi signo. Que justamente por esto tú y yo hemos podido encontrarnos. Todos los sucesos tienen un sentido. Porque superar el sufrimiento y la tristeza tiene un sentido». Y después de leer la novela resuenan estas palabras: «¿Por qué lo hacéis? ¿Por qué hacéis una cosa así? Algo que no tiene ningún sentido. ¿Para qué? ¿Qué ganáis vosotros?... Nadie tiene derecho de usar la violencia contra los demás. […] Yo no os he hecho nada para que me maltratéis de esa forma».

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Historia de lo fantástico en las narrativas latinoamericanas I (1830-1940)

David Roas (dir.) Iberoamericana/Vervuert: Madrid/Frankfurt, 2023 419 págs.

Ampliar los márgenes Por Javier Ignacio Alarcón Bermejo La crítica literaria puede funcionar como acción subversiva. En esta línea, Historia de lo fantástico en las narrativas latinoamericanas I (1830-1940), volumen dirigido por David Roas, busca visibilizar una parte de la literatura que suele ser opacada por los cánones tradicionales. Los géneros no-realistas suelen ser ignorados o reducidos. Esto es cierto, al menos, en las literaturas hispanoamericanas. Un libro como este quiere deconstruir el canon, proponer una visión amplia que sirva para mostrar la importancia de las narrativas que exploran lo imposible. Según se afirma en la introducción de Roas, se quiere reivindicar «lo fantástico como una tradición también compartida, pero heterogénea» (7). Existen diversos desafíos en esta tarea. Un estudio centrado en Latinoamérica (incluido Brasil y rebasando, por tanto, lo hispano) corre el riesgo de generalizar. Puede caer en el error de pensar (y hacer pensar a los lectores) que la tradición es igual en la totalidad del continente. La estructura del libro plantea la solución: cada parte está dedicada a un país, y ha sido redactado por un autor diferente, experto en la cuestión que le corresponde. Incluso en el único caso que engloba un territorio («La literatura fantástica de América Central (1888-1940)», redactado por Lucía Leandro Hernández), las subdivisiones del capítulo dan atención a cada país que se encuentra en este. Sin embargo, la voluntad que une a los autores y autoras «es construir una historia de lo fantástico […] con el fin de ofrecer una visión de conjunto». Esto se logra atendiendo al desarrollo del género en su totalidad y a los diálogos establecidos entre las tradiciones literarias que se estudian. Sobre este último punto, surge otra dificultad: ¿qué es el género fantástico? Esta cuestión posee diversas respuestas, no siempre armoniosas. En este caso, se parte de la teoría propuesta por Roas, que, según se expli-

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ca en la introducción, define el género a través de la irrupción de lo imposible en un mundo análogo al real. Pero el discurso no es sesgado, muestra cómo este género dialoga con otros colindantes y abre espacio para el diálogo entre los diferentes teóricos que participan. Esto ayuda a enfatizar no solo lo común que une a los distintos países, sino las individualidades que definen sus identidades particulares. El resultado es un trabajo amplio y cuidadoso que visibiliza una parte de la literatura que, hasta ahora (como se explica en los capítulos) no ha recibido la atención necesaria. Se muestra esa «tradición compartida» y la necesidad de seguir estudiándola. Esto es un principio estructural de Historia de lo fantástico en las narrativas latinoamericanas I (1830-1940), que es el primero de dos volúmenes. Esa es, quizá, la gran virtud del libro: antes que un trabajo cerrado, es una posibilidad abierta para futuras investigaciones.


El método Borges

Daniel Balderston (Traducción de Ernesto Montequin) Ampersand Ediciones: Buenos Aires-Madrid, 2022 350 págs.

Poéticas de lo posible Por José de María Romero Barea Se despliega una personalidad definida, sostenida por su amor a las palabras de otros: «[Borges] tomaba nota de sus lecturas y verificaba las referencias; las pruebas de ese tránsito entre sus cuadernos de trabajo y su biblioteca personal confirman las relaciones íntimas que unen sus lecturas y su escritura». Nos referimos al autor en cuestión, como al exégeta de este, capaz de mezclar psicología, cristianismo y budismo, fantasía histórica y ciencia ficción para transmitir tanto narrativa pasión como inteligencia sintética. El Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) que emerge de las páginas del exigente retrato de Daniel Balderston se muestra adelantado a su tiempo (y de paso al nuestro). La metodología del crítico, traductor, ensayista y director del Borges Center, nacido en 1952, es ir y venir entre anotaciones y tachaduras, entre la historia pública del creador argentino y sus momentos personales: «Sus propios libros están en estado de mutación desde el momento mismo en que empieza a reunir los textos que formarán parte de ellos». Contundentes disquisiciones reconfiguran un trabajo en proceso donde se logra hacer legible una privada peripecia. El Andrew W. Mellon Professor of Modern Languages de la Universidad de Pittsburgh, en la que también dirige la revista Variaciones Borges, logra superar un reto: hacer inteligibles las experiencias contenidas en la obra del escritor, poeta, ensayista y traductor porteño: «El proyecto de Borges consiste en una reescritura obsesiva que transforma los textos individuales en fragmentos o ruinas de un todo inconcluso». La hazaña resultante supone un empeño detectivesco que une vida y arte, equiparando sus visiones a las del visionario latinoamericano, «mediante una delicada dialéctica de la certeza y de la incertidumbre».

Prueba de que las personas que Borges fue y las lecturas que lo moldearon todavía nos fortalecen, se edita esta literaria mezcla de espíritus «en un proceso de bifurcación y simultaneidad [que] iluminara posibilidades que no han sido desarrolladas». Audaz, colorida e independiente resurge la obra del autor de Ficciones o El Aleph, publicadas en los años cuarenta del siglo pasado. No es solo su conocimiento, sino su emoción, lo que trasciende al juntar culturas, lenguas y religiones en esta amalgama «obsesiva, personal, intensa». Eleva este tratado del miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras un llamado espiritual, cargado de significados, con «la inminencia de una revelación que no se produce, una revelación que está siempre en proceso», y que seguimos luchando por desentrañar en pleno siglo XXI. Siguen atrayéndonos sus accesos a pasados secretos, ​​ a futuros luminosos e imperfectos: «El estudio de los propios procesos [de Borges] o prácticas compositivas puede contribuir enormemente a la comprensión de sus ideas», sostiene Balderston en el prólogo, mientras se desplaza cronológicamente a través del paulatino reconocimiento del que fuera director de la Biblioteca Nacional Argentina. Este vademécum no es solo una historia de la literatura borgeana, sino una muestra de que su obra sigue siendo actual, pertinente, nueva. Para reconocer la imagen vívida de una prolongada herencia libresca, el ensayista latinoamericano nos muestra qué nos sucede dentro cuando tomamos un volumen de Borges, «un proyecto de texto abierto y los modos en que sus manuscritos nos permiten verlo», y nos embarcamos en «una poética de la incertidumbre, de lo incompleto, de lo posible», un periplo imaginativo e intelectual que nos cambia para siempre.

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Correspondencia reunida

Felisberto Hernández Ediciones Sin Fin: Barcelona, 2022 664 págs.

Autonarración epistolar Por Pilar García Sedas Felisberto Hernández (Montevideo, 1902 - 1964), compositor, músico y escritor, es uno de los máximos exponentes de la narrativa uruguaya con destacados títulos: Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943), Nadie encendía las lámparas (1947), Las hortensias (1949), La casa inundada (1960) o Tierras de la memoria, gestado en 1944 (en edición póstuma, 1965). De la mano de Ediciones Sin Fin nos llega esta Correspondencia reunida, en edición de Ignacio Bajter, un laborioso y riguroso trabajo de investigación que incluye la reproducción de algunas cartas originales, fotografías, postales, notas bibliográficas, índices onomástico y geográfico. No puede pasarse por alto el impecable diseño tipográfico de la portada, obra de Tito Inchaurralde, y de las dos páginas que preceden la portadilla, en que la fusión grafía e imagen de Felipe Troya constituyen verdaderos poemas visuales próximos a la escritura caligramática de Apollinaire; círculos o esferas concéntricas que condensan el «mundo Felisberto». El libro reúne en total doscientas noventa y dos cartas, cuatro fechadas en 1917, 1922 y 1926, dirigidas a los padres del escritor, y el resto, 288, abrazan el periodo comprendido entre 1935 y 1958. Bajter opta por la ordenación diacrónica con la intención de que el lector alcance a comprender el tránsito del Felisberto músico itinerante al Felisberto escritor de ficción. Conjunto de cartas escritas mayoritariamente desde el silencio y la soledad nocturna, en espacios interiores (habitaciones de las pensiones en que recala), y que, como su autor, viajan por la periferia uruguaya; otras hacia Buenos Ai-

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res, espacio nuclear en su trayectoria literaria, o desde el continente europeo (París, Burdeos…). Felisberto Hernández se nos revela como un corresponsal fantástico, vehemente e intenso como lo es en su narrativa. La simbiosis música, escritura, amor (añado erotismo), vida íntima y familiar perfilan la imagen del escritor, lo sitúan en su contexto y ayudan a comprender cómo se ve a sí mismo. El epicentro de sus interlocutores es femenino; misivas enviadas a las mujeres que lo acompañaron a lo largo de los años: Amalia Nieto —más de cien cartas de gran calado íntimo—, Paulina Medeiros y Reina Reyes, tres prestigiosas intelectuales uruguayas, abanderadas por su labor en el campo de las artes visuales, la literatura, la pedagogía y los derechos sociales. La lectura de esta correspondencia unidireccional puede abordarse como la de un epistolario amoroso, pero sería un error restringirla a esta clasificación. A diferencia de otros libros pertenecientes a la literatura del yo, las cartas de Felisberto son un personaje en sí mismo como lo es la palabra para Hernández. «Yo tengo como un proceso de amistad con las palabras: primero me hago amigo directo de ellas; y después me quedo muy contento cuando se me aparecen juntas, dos que nunca habían estado juntas, que habían simpatizado o se habían atraído en algún lugar de mi alma no vigilado por mí», escribirá a Paulina Medeiros (carta 146, pág. 261). A las cartas amorosas debemos sumar otros interlocutores que conforman su red intelectual: Jules Supervielle, Juan Carlos Onetti, Joaquín Torres-García, Jorge L. Borges, Eduardo Mallea, Marcos Fingerit, Ramon Gómez de la Serna o César Tiempo, escritor que tendrá una gran incidencia para Tierras de la memoria. A propósito de los epistolarios, Pedro Salinas señalaba: «He aquí, pues, dos virtudes preciosas de la epistolografía […]: estar solos, recogidos en la reflexión, y adelantar espiritualmente por caminos que la pluma va abriendo, hacia una meta perfectamente clara: la persona que aguarda nuestra atención, o nuestro amor, por escrito, allá, a la orilla de la carta».


Tanto es así

Antonio Méndez Rubio Vaso Roto: Madrid, 2022 118 págs.

Invitación a la incertidumbre Por Alberto García-Teresa La poesía de Antonio Méndez Rubio (Fuente de Arco, Badajoz, 1967) debe entenderse como una constante invitación al cuestionamiento, al replanteamiento de inercias, a la mirada indagadora que aspira a traspasar la evidencia. Toda evidencia: la del lenguaje, la de la sociedad, la de la representación del mundo, la de la propia identidad y la de la misma estructura del pensamiento. Por eso, su obra camina incómodamente por un posicionamiento crítico radical que ha llevado a que sus versos provoquen, a la vez, choque cognitivo, extrañamiento y resonancia, siempre desde una explícita intención de no señalar sino de estimular y disparar evocación y reflexión. Algunos de los títulos que coronan el libro o varias de sus partes nos remiten a un paradigma reflexivo, a términos más propios de un discurrir ensayístico: «tanto es así», «desde ahora». Ese axioma descoloca la mirada y el horizonte de expectativas del lector: precisamente, una de las pretensiones de Méndez Rubio. Abismarse a la intuición y al pensamiento sin prejuicios, sin posiciones (ni de partida ni de llegada) fijas. Sus poemas espolean y azuzan una observación penetrante del lenguaje, de lo representado y del discurso. De hecho, este poemario, en concreto, ofrece mayor diversidad formal que la habitual en su autor. En estos textos, colisionan la ambivalencia de presencia y ausencia al mismo tiempo, la tensión entre lo posible y lo imposible, las preguntas retóricas y la repetición constante de la palabra «nada». Las paradojas y las contradicciones que se acumulan en sus versos construyen un sensación de aturdimiento que, finalmente, se nos abre ante la posibilidad de lo múltiple, de lo diverso. Recogen la complejidad del mundo y tratan de empujarnos a romper límites para pensar más allá. Todo ello nos arrastra a un permanente estado de incertidumbre,

de miedo, incluso; a la inseguridad que, para el autor, es requisito imprescindible para avanzar (intelectual, política y personalmente). De ahí su insistencia en la necesidad de la oscuridad como metáfora de la confusión para que pueda acontecer el conocimiento, en presentar la luz como aspecto negativo en cuanto que deslumbra y nos aturde. Su trabajo en desmitificar la luz, de hecho, se revela como una tarea de desmontaje de la hegemonía a nivel filosófico. Así, Méndez Rubio incide en que lo acomodaticio es lo que permite que este sistema continúe operando con su lógica de exclusión y egoísmo. Sus composiciones nos remiten a escenas estáticas o a pequeños movimientos. Exponen pensamientos y los dejan resonando en un marco abstracto en el cual apenas aparecen figuras humanas. Sí plantas y árboles, que remiten a una misma quietud que esconde el bullicio de la vida. Los versos recogen la duda ante acciones que se van a ejecutar o no o que se ven interrumpidas. Sin embargo, paradójicamente, la plasticidad de los pocos elementos con los que monta los poemas (la luz, de nuevo, y otros aspectos sensitivos) los dotan de un carácter pictórico en muchas ocasiones. A la vez, aflora la revalorización del contacto, de la caricia. No en vano, varias de las piezas de este libro son poemas de amor, aunque están escritos desde un enfoque novedoso. Calmado, sin sentimentalismo ni exaltación, con la concisión y la contención de toda su escritura, Méndez Rubio subraya cómo el amor reconfigura el mundo: «procuro / hacer con la ira / lo que tú con mi abrazo». Finalmente, varios textos están dedicados a personas recientemente fallecidas, y sobrecoge cómo reinterpreta la elegía Méndez Rubio para apaciguar el dolor sin restar su impresión. Estimulante como pocas, desbaratando la fluidez de la rutina, la poesía de Antonio Méndez Rubio prosigue siendo uno de los proyectos literarios (en continua progresión, con todos sus recovecos y encrucijadas) más relevantes de las últimas décadas.

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Mientras pueda decir

Luis Ramos de la Torre Baile del Sol: Tenerife, 2022 90 págs.

Celebrar el canto Por Jesús Cárdenas Hablar del soneto es implícitamente referirse al amor. Aunque desde su implantación de esta composición italiana en España se ha ocupado de expresar el sentimiento amoroso, la mayoría de las veces como lamento por la no correspondencia o ausencia de la amada. Ya a lo largo del Barroco su temática se fue ampliando, dando cabida al fluir inexorable del tiempo y a la moral, además de emplearse para la burla y la sátira. Luis Ramos de la Torre (Zamora, 1956) sigue la huella de su anterior Urgencia de lo minucioso (Lastura, 2021), donde se intuía una poesía de la conciencia, un sentido del canto apegado a la claridad. Y en ese proceso donde el poema genera pensamiento y canto en busca de lo verdadero se sitúan sus estudios sobre Claudio Rodríguez, el último (Hacia lo verdadero…, Chamán, 2022). Mientras pueda decir corresponde a su novena entrega lírica. Está formada por una setentena casi de sonetos. En lo esencial el volumen constituye un canto al amor (y a la claridad) como un ritual de celebración, como se lee en el titulado «Pasión»: «La pasión es un péndulo difuso / que de lo blanco al negro va inseguro / logrando el amor lo más confuso». Se muestra lopesco en el soneto que comienza «Hablar de amor podrá solo quien sabe». Fiel a las convenciones del género, la propuesta es que la expresión amorosa, a pesar de la pérdida, sea eterna, como dirá al término de «Salida»: «sea el presente el faro y no el pasado». Yendo al título que encontramos en el interior del poema «Una sola verdad», tal vez el primero que tendríamos que leer según la propuesta del prolo-

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guista, nos hallamos con otro de los grandes temas tratados: el sentido temporal que busca aprehender con su escritura. Así, «Mientras pueda decir sin confundirme / una sola verdad y que esta sea», para más tarde enunciar el sintagma clave en su obra: «claridad y sentido en lo que escribo». Aunque, como es sabido, posee la daga del amor, su oscura finitud, como se lee en «Hoguera»: «Trame y azogue el tiempo a su manera / donde el sueño de amar nunca zozobre / abriéndose a la luna de su noche». Como es sabido, el soneto se abrió a la corriente moral. Poesía de la conciencia en este caso. Así en varias composiciones («No saber», «Argumentos», «El instante adecuado», «Interrogativas» o «Certeza») se constata la apuesta de Luis Ramos por defender lo personal verdadero, liberarse de egocentrismo, vivir libre, sentir el instante, huir de falsas pretensiones y banalidades, pensar, dudar y mostrar prudencia y serenidad, ideales todos divulgados a lo largo de la segunda parte de la centuria del Renacimiento. En cuanto a la forma y tono empleados, nueve composiciones rebasan los catorce versos, esto es, a nueve sonetos se les añade un pareado (también titulado «Estrambote» el dedicado a esta forma). El cantor zamorano efectúa el encadenamiento entre los sonetos en una decena de casos; por el contrario, menos común resulta encadenar cuartetos, solo en «Aurora». Con todo, el gusto por el endecasílabo común es absoluto. Otra señal más de la habilidad técnica mostrada por el autor. Asimismo, resultan llamativas en su estilo las figuras que persiguen el ritmo (mediante hipérbatos, anáforas, paralelismos, bimembraciones o enumeraciones) y las reflexiones dirigidas al lector (a través de preguntas retóricas y metáforas). En consecuencia, estira su propio discurso en «Tensión»: «tensión y voz que su razón exige. // Cuestión de riesgo y fe cribar poemas / entre azares de versos y medida». Por todo ello, Mientras pueda decir nos seduce por la sonoridad de sus versos y por la propuesta de Luis Ramos de celebrar lo que la vida no puede nombrar.


Poesía completa

Mariluz Escribano Pueo Cátedra: Madrid, 2022 328 págs.

Mujer, verso libre Por José Abad En condiciones normales, Mariluz Escribano Pueo debería haber sido incluida en la promoción de poetas de la década de 1960, pero en la España de entonces, eso que acabo de llamar «condiciones normales» eran una débil hierbecilla que nada podía contra las botas tachonadas de la dictadura. Escribano Pueo había nacido en diciembre de1935, en Granada, una ciudad que abrió de par en par sus puertas a las tropas golpistas que dieron al traste con la II República, algo que como granadino me ha provocado siempre un fortísimo sentimiento de vergüenza. El padre, Agustín Escribano, fue fusilado contra las tapias del cementerio de San José en septiembre de 1936, y ella y la madre pasaron a engrosar la gran familia de desafectos al régimen durante la larga noche franquista. Creció con todo en contra por ser hija de represaliados y por ser como fue, ella misma, y sentirse orgullosa de ello: «Seguramente soy una poeta atípica, lo mismo que soy una mujer atípica, pero eso, a estas alturas, ya no lo puedo cambiar. Ni tampoco quiero», declaraba en 2017, dos años antes de su deceso. Remedios Sánchez, responsable de la edición de su Poesía completa, presenta a Mariluz Escribano Pueo como una «poeta isla», veremos por qué. Debutó tardíamente. Su primer poemario, Sonetos del alba (1991), lo publicó cumplida ya la cincuentena, otro rasgo de excepcionalidad que ha de sumarse a los anteriores. A esto habría que añadir sus pocas ganas de hacerse notar. La poesía no era para ella un trampolín para saltar a ninguna parte, sino un rincón «junto a un agua de juncos y de olvidos, / […] un lugar de sol y de caminos / abierto al aire del vivir sereno» (de «Canción primera»). Si este primer libro quizás naciera para demostrarse a sí misma que sabía defenderse en la esgrima del verso con la composición poética más feliz de las lenguas romances, en su segundo poemario, Can-

ciones en la tarde (1995), se decanta por el verso libre. En este libro «hay mucho de biografía desleída detrás de cada verso, de cada composición —apunta la editora—, alejada ya de ese encorsetamiento que, al cabo, supone escribir siguiendo la estructura métrica que implican los sonetos». El verso libre le da libertad: «soy esa persona / multiplicada en lluvia, / que pasa entre la gente / sin conocer a nadie» (de «Límites»). Después volvió a salirse por la tangente y, tras un parón de dieciocho años, publicó un poemario inédito gracias al empeño de Remedios Sánchez, Umbrales de otoño (2013), al que siguieron El corazón de la gacela (2015) y Geografía de la memoria (2018), títulos todos ellos que consignan importantes claves de lectura. Las referencias biográficas son obligatorias a la hora de hablar de su poesía. La propia memoria la nutre y golpea en el yunque los episodios más dolorosos: el asesinato del padre y el sentimiento de orfandad inspiran versos muy emotivos: «No comí pan de padre, / pero sus manos siempre, / en un libro entrelazadas, / me enseñaron despacio / a descifrar las nubes» (de «No comí pan de padre»). Incluso cuando escribe sobre Federico García Lorca, muerto por muerte afín, la poeta está hablando del padre: «Que su muerte fue a las cinco, / que se derrumbó a las seis, / que sangró por siete heridas / de la cabeza a los pies» (de «Dios te salve, Federico»). En esta tesitura, lo admirable de este legado poético es su profunda humanidad: no hay rencor en sus versos, sino un firme propósito de que lo pasado y el pasado no caigan en el olvido: «Pido el perdón del mundo para los asesinos, / aquellos que mancharon sus manos con la sangre / de muchos de los nuestros dejándonos sin padres, / dejándonos sin hijos y sin pan para el hambre» (de «Pido la paz»). Una rotunda lección ética.

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El ambigú

Cosas asombrosas ocurrirán hoy Carmen Berasategui Olifante: Zaragoza, 2022 112 págs.

Vivir siempre Por Juan Marqués Ni los niños jugando, ni el amor, ni una playa inmensa…: no hay mejor metáfora de la felicidad que un gran desayuno, y en este libro, donde también aparece todo lo demás (y, en algunos casos, sus reversos: niños que protestan, «una vida rota», un pájaro muerto entre las olas…), se desayuna bastante. Tengo muy comprobado que a la gente a la que le gusta desayunar es gente enamorada de la vida, y en este precioso libro, decía, no solo se desayuna en varios poemas sino que en general se cocina y se come en muchos versos. A mí me hacen desconfiar los libros monográficos, los libros sobre algo, y por eso me cae bien que Cosas asombrosas ocurrirán hoy, el nuevo libro de Carmen Berasategui (Vitoria, 1978), sea tan diverso, con un último poema estremecedor en su potencia (lamento chafar el efecto final, pero hay que citarlo: «Quería bastarte»), y que contenga páginas de enfoques y formas tan diferentes, que dan cuenta de lo vivido y sentido y gozado y padecido durante algunos años, y en los que, haciendo balance, quiere adivinarse «una vida sin deudas». De este libro me ha gustado todo, desde lo importante hasta lo menudo, desde su espíritu hasta que Berasategui lo firme con su nombre, desde su mirada (lo que más cuenta en literatura) o, mejor, sus miradas, hasta la forma en la que se deja observar en algunos poemas… Me gustan sus poemas deliberadamente narrativos y los más líricos, los muy extensos y los brevísimos, las elegías y los himnos; me gustan los títulos parciales;

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me gusta imaginarla bajo «un cielo aragonés desconocido» y, voyeurismos inofensivos aparte, también entrando en el mar, aunque sea para recoger el cadáver de un pequeño pájaro. Me gustan los poemas basados en enumeraciones y me encanta ese poema final ya citado; me gusta, en ella, lo experimental y lo prosaico; me gusta su alegría y, si se me quiere entender, me gusta su tristeza y me gusta sobre todo cómo las escribe y cómo, en el fondo, las celebra, cómo entiende que la vida es una, y la vida es todo, y que la vida manda, totalitaria, sin que podamos hacer distinciones y apartados, sin poder renunciar ella a nada, sin querer ya rebelarse demasiado ante lo que en el fondo toca, lo que hay, y, por tanto, acertando a agradecerlo con una retorcida felicidad, una felicidad que, como perfectamente sabe, a veces duele mucho. Me gusta suponerla o saberla contenta ante esto que ha escrito, un libro con el que da de nuevo a luz, con el que engendra un poco más de calor. En Cosas asombrosas ocurrirán hoy hay arranques casi epigramáticos y sapienciales («Afanarse / en ser amado / es un despropósito. // Tú ama. / ¡Ama! // Ése es el motor») y largos poemas de estirpe más social en los que sufre con las noticias (como en «Poesía o denuncia», sobre la violencia contra las mujeres) o en los que, más que dar consejos, hace algún recordatorio necesario a las madres, que han de cuidarse no para poder cuidar aún más sino porque sí, por ellas. Hay poemas de viajes o, mejor, de estancias en islas de postal, pero hay cotidianidad por todas partes. Hay poemas lacónicos y poemas desbordantes, poemas contenidos y poemas excesivos, poemas de amor conyugal o de amor a los hijos y poemas lastimados en lo más profundo, heridos hasta lo indecible, aunque ella consiga decirlo. No hay muchas poetas dentro de Carmen Berasategui, más bien es que ella tiene muchos registros, muchas voces o, mejor, es que ella no calcula, escribe desde la necesidad, desde la euforia, desde el dolor, pero todo sincero, todo es aquí verdad porque lo era, de una forma extrema, en el momento de la escritura. Y Cosas asombrosas ocurrirán hoy es, en verdad, un gran libro, una lección involuntaria, un ejemplo de cómo la poesía es esa compañía con la que se puede contar y vivir siempre.


Euforia

Carlos Marzal Tusquets: Barcelona, 2023 264 págs.

Poeta convertido en verso Por Pepe Cervera Cada vez que intento definir lo que es poesía —cuánta ingenuidad, como si eso fuera posible—, cada vez que intento descifrar la enigmática emoción que me produce la lectura de un buen poema, me limito a echar mano de lo que dejó escrito Emily Dickinson: «Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía». Podría citar los títulos de algunos poemas de este Euforia y decir que son los que prefiero. Podría llamar la atención sobre «Romero», por ejemplo —esa hierba que, cortada con podadera de druida, a primera hora, cuando el rocío todavía no levanta un palmo, será nuestro mejor aliado para lavar cualquier ansiedad—, podría destacar «De todo corazón» o «Llegar con hambre»; la nostalgia de lo cotidiano en «Tendiendo la ropa»; el optimismo de «Parte meteorológico» o esa declaración de amor paterno que es «Patres et filios». ¿Y «El rojo vivo»? ¿Y «Blindaje»? ¿Qué me dices de «Un perfume violento»? —qué poema, por dios, qué poema—. «A dúo con el pájaro, un homenaje a la amistad que tampoco se queda atrás, igual «Los amigos muertos», y «La rompida», y «Una brida de plástico». «Las flores de tu tumba», hermoso y estremecedor y hermoso, así, por este orden. Podría, podría, y tanto que podría, pero no voy a hacerlo. El libro contiene ciento dieciséis poemas: todos ellos me han levantado la tapa de los sesos. También podría transcribir aquí unos cuantos versos: «No podía parar de oler mis dedos / que aún contaban de ti toda la noche, / que aún decían de ti todo tu espasmo»; o estos: «¿Cómo sabe / tu boca si la nombra un dialecto / distinto al que yo hablo con tu boca»; o estos otros: «Soy casi irreductible, porque vivo / de rescatar al niño aquel que fui. / La infancia es el sustento de mi fe». Pero me niego, por idénticos motivos a los ya expuestos. ¿Dispensarle a este verso de

aquí un trato distinto que al de más allá? ¿a qué santo? Si me alcanzaran los metros cuadrados de piel me los tatuaría todos, del primero al último, los dos mil cuatrocientos noventa y uno. Lo mismo que la Nagiko de Peter Greenaway, me haría escribir el libro entero en mi propio cuerpo. En una entrevista antigua, Carlos Marzal afirma: «Soy lo que he viajado, la gente que he conocido, lo que he comido, pero, especialmente, como escritor, lo que he leído». Podría darlo por bueno, sí, debería, porque cómo voy yo a tener los redaños de objetar las palabras con que otro se define. Cada cual es libre y soberano para fijar sus raíces y sus rumbos. Faltaría más. Sin embargo, no me resisto a puntualizar que un escritor será, además, la realidad que él crea y en la que se representa o no será; será su juicio y su imprudencia. Pese a las muchas dudas que me asaltan como hombre y como lector, leo Euforia y tengo la certeza de que el poeta, su esencia y su materia, todo él, de pies a cabeza, se ha impregnado sin remedio de las propias palabras, de la cadencia de sus estrofas y el aleteo con que palpitan sus versos. Las moléculas con que Carlos Marzal ha construido su poesía en este libro enorme se han mezclado con las moléculas de su carne y su esqueleto para formar un solo individuo, y ya no es posible saber qué es qué ni quién es quién. Marzal el escritor podrá ser lo que ha leído, eso dice, no voy a discutirlo, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que Marzal el poeta se ha convertido en los versos que ahora nos entrega. Es lo que se llama el misterio de la transubstanciación. Ante nuestra mirada, rendida y dichosa, el poeta se ha convertido en un hombre alborozo, un hombre felicidad, un hombre afecto, un hombre euforia que canta como los ángeles —él preferiría hacerlo como Nino Bravo, pero en este caso deberá conformarse con esta alusión a lo divino—, que canta a la belleza, a la amistad, al puro amor, a todo lo que se le ponga por delante. «Camarada, esto no es un libro, / el que lo toca, toca a un hombre». Tocad estas páginas que no son páginas de este libro que no es un libro; acariciad estas palabras que no son palabras, sino poesía hecha hombre. Si no a mí, que soy poco de fiar, haced caso al eterno Walt Whitman. Tocad a Carlos Marzal.

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El ambigú

El empeño del manantial. Antología poética Jorge Riechmann Lastura: Madrid, 2022 304 págs.

Los versos del manantial Por José María García Linares Conviene recordar que toda literatura, y, en concreto, toda poesía, es política. Cada vez que nos preguntamos sobre las relaciones entre la literatura y la política en las condiciones actuales de existencia estamos planteando si el discurso literario, como la propia política, puede hacer algo diferente a acatar o reflejar el sistema hegemónico. La respuesta es, evidentemente, que sí. Como sostiene Alberto García-Teresa en esta antología titulada El empeño del manantial, que recoge poemas publicados entre 1987 y 2022, aunque el arte y la poesía no van a cambiar por sí solos el mundo, sí tienen la capacidad de transformar a las personas, que son quienes tienen la capacidad, la fuerza y la potencia para lograrlo. Pero, además, toda poesía es política, ya que incluye una serie de asunciones sobre la organización y las prioridades de la vida, incorporando toda una red de vidas que la atraviesan, del mismo modo que la poesía atraviesa la vida. Ya en su Poesía practicable, Jorge Riechmann defendía con claridad uno de los puntos cardinales de su trabajo: «... todo poema toma posición (voluntaria o involuntariamente, por acción o por omisión) dentro de las luchas, los horrores y las esperanzas de su tiempo. Sólo en una sociedad sin explotación ni opresión podremos —quizás— comenzar a escribir poesía no política. Lo repetiré: el poeta no es un sacerdote, es un productor. Parafraseando a Godard: no se trata de escribir poesía política, sino de escribir políticamente poesía». No descubrimos nada si, a estas alturas, defendemos aquí que la poesía de Riechmann comparte esta lógica desde lo más profundo. Es la suya una poesía disidente, es decir, una poesía que contesta, que actúa como parte del mundo y no solamente como espejo del mismo. Para el poeta un poema no interesa en cuanto representación discursiva de la subjetividad del autor,

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sino como conjetura del mundo, por eso el poeta tiene que hablar desde la vida, no de su vida: «No será / con nuestras cubiertas de plantas verdes / ni nuestros hoteles para insectos / como prevaleceremos sobre el capital // pero eso no significa / que construir casitas para pájaros / y promover los huertos urbanos / no tenga sentido // Darnos la mano en la oscuridad / no derrota al monstruo // pero nos salva del miedo». Para el poeta es preciso investigar la verdad del tiempo que le ha tocado vivir, la incertidumbre de su época y, sobre todo, las mentiras de la misma. Solo así puede uno investigar sus propias verdades, sus incertidumbres y sus propias mentiras. Lo que busca, por tanto, un poema es decir la verdad, con la dificultad peculiar de que la verdad no preexiste a la búsqueda del poema. De ahí que escriba: «No tengo hijos y / mi salario no depende de negar la realidad // así que me puedo permitir no mentirme / y no engañarnos». Ser siempre consciente de que, como dice la poeta María Ángeles Maeso, un poema es responsable tanto de lo que dice como de lo que calla: «Decir / las verdades que el poder no dice». La edición que ha preparado García-Teresa insiste en aquellos textos en los que la enunciación del conflicto político, económico, social y ecológico por parte de un sujeto inmerso y afectado por ellos son la clave. No se trata, además, de recoger las manifestaciones ni los efectos de estos conflictos, sino de acercarse a sus motivaciones, a lo que los origina y mantiene, puesto que la construcción social del capitalismo y las estructuras de dominación son productos humanos, no realidades naturales. Por eso la lectura de los poemas ofrece márgenes de intervención, formas de acción colectiva e individual que pueden posibilitar otras formas de vivir y de relacionarnos: «La ética que necesitamos: imposible / La política que necesitamos: imposible / La economía que necesitamos: imposible // De manera que ¡manos a la obra!».


Putitos

Ángel Borreguero El Sastre de Apollinaire: Madrid, 2023 88 págs.

Postales after-pop Por José Antonio Llera Valoro en un primer libro que el autor sepa romper el horizonte de expectativas y eso es lo que hace Ángel Borreguero (Badajoz, 1996) con Putitos, que es una colección de estampas o retratos en prosa lírica donde aflora el mundo urbano del deseo. Olores, miasmas, visajes, morbideces que saltan a la cara del lector ya en el texto inicial: «Es el chapero de los ojos deshechos y el pelo pelirrojo o pelirrubio como una confitura de manzana. Un cortecito en el pubis, los muchos granos, las erupciones rojas y malvas. La barriga como inmenso acuario». Estas instantáneas tienen algo de estudio sociológico-literario, de investigación casi ornitológica. Los muchachos de la mala vida que se reúnen en estos frisos tienen trazos fauvistas y expresionistas («manchas de orina», «vómito rosa», «una especie de maniquí de trapo»), y también pinceladas cubistas, ya que a veces la realidad se ofrece desde distintos ángulos o perspectivas, a modo de caleidoscopio, de jarrón roto en pedazos. El color amarillo es el más recurrente y sirve para crear una atmósfera casi hepática; todo lo inunda una luz que es solar y también fosforescencia de la putrefacción. Igual que Cesare Lombroso, tasa los cráneos, el tamaño de las orejas, el rictus de las bocas, las mínimas erupciones. El amor es en estos cuadros un sentimiento más bien naíf, sin contenido trascendente: pegatina o calcomanía (sus «gordinos» son parte de esta escenografía de los afectos). Nada en las aguas de la posmodernidad. Cuando Borreguero parodia uno de los títulos de Quevedo, El mundo por de dentro, es para que nos demos de bruces no con la oposición barroca entre apariencia y realidad, sino para poner el acento en lo liviano de la piel, en las texturas de gominola y en los bibelots de la lujuria. Leyéndole me acuerdo de Kids, de Larry Clark, o de Dennis Cooper, pero salvando las distancias:

la violencia, las drogas y el vacío nihilista de estos se transforma aquí en un regocijo por el instante sobre el que flota una angustia más difusa. A Borreguero, insolente como un centauro, le preocupa más el cuidado del léxico y el ritmo de la sintaxis —su tocador, digamos— que transmitir desesperación existencial. Prefiere regodearse en la belleza de lo abyecto, en las escurriduras estridentes de lo sublime, lejos de los perfiles atléticos de Mapplethorpe y seguro en un tiempo puntillista. La narratividad se astilla y se interrumpe, se llena de elipsis y espejos curvos; por eso no son microrrelatos los suyos, sino pliegos de cordel donde brilla su voluntad de estilo y su gracia. ¿Monotonía? Solo quizás en lo temático. Igual que el pintor de jardines o perros pequineses, el arte de Borreguero es fetichista y siempre asombra con el detalle inesperado y la argucia. Se divierte con el olor a plástico y a batido de frutas, pero de repente introduce una cita culta (Canetti, Handke, Shakespeare, D’Annunzio) o uno de sus referentes retro-bohemios como Vidal y Planas. Pulp y alta cultura se dan la mano. Y al final, huyendo también del yo confesional, nos regala un autorretrato en tercera persona: «Mira con la mirada desvalida de calvo prematuro, de niño calvo casi, la cabeza gorda, limpiamente precalva, y a la vez turbia de turbiedades sexuales». La ironía, el desdoblamiento y el estilete del deseo que jamás se apacigua. Todo eso está en Putitos.

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El ambigú

Réplica

José de María Romero Barea Dilema: Madrid, 2023 136 págs.

Dibujar el fragmento Por Marta Camacho Núñez Réplica. Acción de replicar. Copia exacta de algo. Repetición de un terremoto, normalmente más atenuado. La poesía como catarsis y reflejo del universo interno de su autor no deja de ser sino una serie de réplicas. La contestación, la protesta. La recurrencia, el leitmotiv, la representación insistente de lo que nos mueve, nos nutre y nos atormenta. A través de Réplica, José de María Romero Barea nos ofrece una poesía fractal que se reitera escaladamente, ahondando en las profundidades del pensamiento. Mediante un fascinante y complejo fluir de la conciencia, somos testigos y a la vez partícipes de una visión de la realidad que se construye a partir de retazos y fragmentos, a modo de collage. Destaca, ante todo, la cualidad pictórica de unos poemas en donde el trazo del lápiz imita al del pincel y las palabras bosquejan escenas sobre el papel de forma magistral. La presencia constante de luces y sombras, de colores y formas, perfila el boceto de cada pieza: «Precisión lineal, casi dibujo. El sombreado evoca una serie de texturas que exudan suavidad, calidez, ausencia de tensión». Se trata, sin duda, de una poesía deliciosamente sensorial donde el sonido es protagonista y juega un papel fundamental en algunos de los poemas más fascinantes de esta obra: «No el tono: el sonido. La fortaleza entre cuerdas conjuradas, coros fantasmales, zumbidos que alzan el muro de significantes». El ruido, «no lo que oyes sino oír», la música y el silencio componen parte de esta maravillosa melodía poética. Otro de los grandes pilares de Réplica es su aguda y profunda reflexión sobre el lenguaje y el proceso de es-

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critura. «La palabra sustituye a la vida» y «la escritura se escribe sola no en pantallas sino en palabras al aire». Réplica nos ofrece en muchos de sus poemas una magnífica muestra de poesía metalingüística llevada a cabo con un talento abismal para plasmar las complejidades y contradicciones del lenguaje. Sin duda el flujo de conciencia, sin correcciones ni reescritura posibles, es una técnica con la que el autor brilla particularmente. La fragmentación constante, el encabalgamiento de los versos y la ausencia de puntuación en su prosa nos permiten penetrar en la mente de la voz poética con una precisión asombrosa y un intimismo abrumador. Réplica se mueve a caballo entre la poesía y la prosa poética y está estructurada en tres partes. «Mística» destaca por su honda reflexión sobre la existencia («Podemos irnos, pero de alguna forma siempre volvemos. El regreso es la muerte; el dolor, la única manera de volver»), por la profusión de escenas hábilmente tejidas y por el revelador juego de contrastes norte-sur. Una vez más, nos encontramos poemas que moldean la realidad mediante un lenguaje tremendamente sensorial. «Séquito sordo» presenta una poesía donde el desbocado fluir de la conciencia se hace más notorio y nos sumerge en las profundidades del proceso creativo («tachar / emborronar lo / anotado empezamos / otra vez pero / desde el / principio partimos / de cero sin / tener en / cuenta los / precedentes sin / texto provisional / que no haya texto previo sino / borrar lo que / estaba escrito antes»). Empezamos a ver con claridad esas «réplicas» insistentes, con actos que se repiten y se interpretan cada vez de forma distinta. «Físicamente» finaliza la obra de forma soberbia con reflexiones sobre la memoria, el tiempo y el pasado, la contradicción y el contraste, los «bucles que difuminan la distinción entre lo privado y lo público». De nuevo nos encontramos con unos poemas escénicos que juegan con el espacio y el tiempo. Réplica es, en definitiva, una obra fascinante y compleja que recompensa la lectura atenta, la relectura desde diferentes perspectivas y la declamación de sus poemas. Como bien expresa su autor, «no hay que leer con los ojos del lingüista sino con los del educador, o mejor, con los del niño, más allá de lo muy correctas que las explicaciones puedan ser».


Recomendaciones de Quimera El rumor y los insectos Ignacio Ferrando Tusquets, 2023

El futuro, la inteligencia artificial, los límites entre el hombre y las máquinas. Estamos en tiempos de zozobra y algunas novelas se acercan a estos temas que han cobrado en los últimos años una vigencia relacionada con la más estricta actualidad. De lo leído últimamente una de las aproximaciones más certeras e inteligentes es la que hace Ignacio Ferrando en El rumor y los insectos, donde la trama (una serie de asesinatos en una aldea alemana habitada principalmente por androides indistinguibles de los humanos) se mezcla con reflexiones de intensidad y calado. Una novela amplia y meditada que nos sirve para ampliar y profundizar en uno de los debates más importantes de nuestro tiempo.

Fuera de cálculo

Gabriela Colombo Editorial Milenio, 2023

El realismo mágico latinoamericano se actualiza de la mano de Gabriela Colombo para reflexionar sobre el absurdo de la naturaleza humana. La autora combina lo mejor de las dos orillas en español, lo costumbrista y lo fantástico, y lo eleva a un nuevo nivel no alcanzado antes. Un estilo limpio, preciso, punzante, que nos cuenta en forma de relatos unas historias aparentemente cotidianas impregnadas de una originalidad extrema. Imprescindible.

Barrancos

Pablo Matilla Témenos Ediciones, 2023

El asturiano Pablo Matilla (Mieres, 1986) ya se reveló con su anterior libro de relatos La sabiduría de quebrar huesos, en 2017, finalista del Setenil de relato, como una de las voces que más interés nos suscitó. Matilla vuelve, esta vez con una novela, que cumple y supera todas las expectativas que teníamos sobre ella. En Barrancos, el nombre del protagonista, se narra una durísima historia familiar, cruda y al límite, que muestra dónde nos pueden llevar los secretos del pasado en una atmósfera familiar hierática, asfixiante. Una novela excelente y una gran voz que conviene tener muy en cuenta en los próximos años.

Quietud

Andrea Mejía La Navaja Suiza, 2022

La quietud no está exenta de movimiento, como demuestran estos relatos de la autora colombiana Andrea Mejía. Se trata de una forma de desplazarse que no se percibe en apariencia, porque todo sucede en escenarios humildes y silenciosos que trasmiten sencillas verdades. Por eso estos cuentos nos conmueven, por su sobriedad estilística y temática. Logran que los lectores habitemos su mundo como si fuera ya el nuestro. Aunque Quietud no forma parte ya de la mesa de novedades, desde Quimera no queríamos dejar pasar un reconocimiento a su autora y a la tremenda labor de la editorial que la acoge.

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Recomendaciones

Ruido naranja

Vicente Fernández Almazán Bululú, 2023

Primer libro de microrrelatos del llamado a ser uno de los representantes del género en los próximos años. Mezclados con las pequeñas perlas independientes se encuentran tres series de textos, una suerte de bestiario de madres, un catálogo de Ikea y los relacionados con los signos del zodiaco. Una voz nueva, distinta y brillante que hará las delicias de los exclusivos lectores de un género que merecían un libro como este.

El Fulgor del Bronce. Literatura antigua y progreso moral Francisco Giménez Gracia Reino de Cordelia, 2023

La amabilidad, fraternidad y generosidad de Patroclo, la humildad de Príamo al besar las manos del homicida de su hijo para poder rescatar su cadáver, los sabios del Talmud, samuráis, San Alejo, los vikingos… Relatos y caracteres que estimulan nuestra fantasía y que han creado nuestro imaginario moral. Francisco Giménez Gracia analiza con rigor y elegancia algunos de los textos premodernos en los que se atisba el germen del espíritu de la modernidad. En las actitudes de sus personajes se entrelazan los ideales y las virtudes que inspirarán los valores que constituyen la esencia de la civilización occidental.

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Gozo

Azahara Alonso Siruela, 2023

Gozo es un libro sumamente interesante por su fondo y forma. Su abanico de temas y preocupaciones, desde las reflexiones sobre el viaje y el turismo hasta sus anotaciones sobre el trabajo, la precariedad o el ocio, da cuenta de un texto poliédrico que se ajusta a una forma de narrar del todo estimulante, con fragmentos que se conectan y se disparan hacia múltiples lados. Por eso Gozo no es solo un libro sobre una isla. Es, sobre todo, la obra de una filósofa que no pierde ritmo poético y nos regala multitud de epifanías. Una novela para ser releída y habitada.

El universo como una obra de arte William K. Mahony Atalanta, 2022

El profesor Mahony nos descubre en este volumen las relaciones entre lo divino y el mundo humano y natural que se dan en las tradiciones clásicas védicas de la India y, en particular, la correspondencia entre su cosmología y la poesía. Mahony nos muestra de forma amena y rigurosa cómo la imaginación (que no la fantasía) dota de existencia y protege el principio de armonía trascendente que da sentido pleno al universo y que es revelado a través de la literatura y los rituales, y cómo la relación entre lenguaje, imaginación y naturaleza ofrece una visión del cosmos como una compleja e interrelacionada obra de arte.




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