FÉlix F. casanova por luna Miguel (auto) retrato del artista adolescente dossier cuando pase el teMblor novísiMa narrativa chilena apablaza / bisaMa / lillo / Mellado / Meneses / torche / zaMbra KapuscinsKi vicente luis Mora Maxine swann
mayo / 2010 / 84 págs
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De lo sagrado por Jorge Carrión
E
l catedrático de instituto, presidente de la Asociación Española de Críticos Literarios y premiado poeta Miguel García Posada publicó el mes pasado una de las reseñas más viles de nuestra democracia. Aprovechando la salida de Genet en el Raval, el último libro de Juan Goytisolo, se dedicaba en su texto a negar la importancia de una de las trayectorias literarias más sólidas de la segunda mitad del siglo XX, mediante la acumulación de opiniones (“las defecaciones de Juan Goytisolo, escritor de estilo torpe y prosa mostrenca”), sin argumentos, sin ideas, sin teoría, desde una peligrosa posición esencialista y reaccionaria (“elementos fundantes de nuestra cultura, incluidos los más altos y sagrados”). Esa reseña, pese a todo, revitaliza la obra del mediano de los Goytisolo, que ha sido concebida siempre a redropelo, en contra de ideologías como la que representa García Posada. Éste, como buena parte de los lectores españoles, sólo cita la obra goytisoliana más célebre: la de los años 60 y 70. El dossier, en cambio, que para Quimera ha coor-
dinado Marco Kunz se centra en los años 80 y 90, las décadas del Goytisolo más cercano (críticamente) a lo que se conoce como posmodernidad estricta. No hay más que pensar en La saga de los Marx, donde Karl Marx se relaciona con personajes de Fellini, de la serie Dallas y del programa televisivo “La clave”. Entre el resto de materiales que integran este número destacan el exhaustivo artículo del profesor Gonzalo Pontón sobre J.M. Coetzee y las entrevistas al escritor argentino Alan Pauls, que se acompaña con un cuento inédito, y al escritor colombiano William Ospina, que ha recibido el último premio Rómulo Gallegos por su reescritura de la conquista española de América. Podríamos tomar esos cuatro extremos (España, Sudáfrica, Argentina, Colombia) angulos del polígono conceptual en que trata de intervenir Quimera, porque los más altos elementos de nuestra cultura son la mezcla, la pluralidad, la multiplicidad, la apertura (al otro). La crítica sistemática de todo lo que se considere “sagrado”. n Quimera 3
EntrEvista (mínima)
MaxinE swann por Antonela de Alva —Después de retratar lo que significa el pasaje de la infancia a la adultez en Chicas Serias, ¿Por qué decidió retratar la cultura hippie de los `70? —Lo que me interesó fue mirar esa cultura con otro lente, el de una generación más joven. Por eso, el título en inglés de Niños Hippies, es Flower Children, que alude a la generación de los años ´60 y ´70. El título juega con esa expresión porque, en realidad, retrata a los hijos de la generación del ´60 y del ´70. Creo que hay, todavía mucho por explorar sobre cómo esa generación más joven, los hijos, experimentaron aquellos años. —¿Fue usted una “flower child”? ¿Cree en la contracultura? —Fui la hija de unos “flower children”. Desde luego, a lo largo de la historia han existido diferentes tipos de contracultura, pero si nos referimos a la contracultura de los ´60 o los ´70 en los Estados Unidos, sí, creo en muchos de los valores que plantearon, especialmente, los que tienen que ver con el reclamo de justicia social. —¿Cómo pasó Niños hippies de ser un cuento a una novela? —El cuento lo publiqué en 1998 y es el que aparece como primer capítulo de la novela. Como era una historia muy condensada, quise desplegar algunos de los temas y los personajes. El germen de los siguientes capítulos se encuentra en el primero. —En la novela hay varias voces… —Hay tres voces: la de todos los niños, la de una niña, que está en primera persona, y la de una niña en tercera persona. Elegí narrarlo de esta forma para poder acercarme a la historia desde distintos ángulos. Una sola voz me resultaba sofocante. —El paso del tiempo resulta sorprendente por la precisión con la que es contada la historia. Y, a su vez, marca el crecimiento de los niños. ¿Por qué se tomó tanto años para contar esta historia? —Escribí parte del libro cuando tenía 22 o 23 años. Pero me di cuenta que no lo podía terminar de una manera, para mí, 8 Quimera
satisfactoria. Por eso escribí mi otra novela, Chicas serias, en el medio y, después, volví a Niños hippies. La novela es, entonces, una suerte de colaboración entre dos personas: una en sus tempranos años 20, y otra doce años mayor. —Usted nació en Estados Unidos. ¿Por qué decidió vivir en Argentina aún después de separarse de su marido? —En la ciudad de Buenos Aires he sido feliz gracias a los amigos que fui haciendo poco a poco. Pero también por la propia relación que entable con la ciudad, una Buenos Aires que sigo descubriendo todavía. Viajar y, especialmente, vivir en distintos lugares, ayuda a que la multiplicidad de uno mismo pueda salir a la superficie. Y eso me interesa mucho. —¿Se siente una escritora nómade? —Sí, en cierto grado. De hecho, varios de los escritores con cuya obra me identifico fueron nómadas, o por lo menos tienen una cultura adoptiva, como James, Mansfield, Rhys, Sebald. Una parte de esa afinidad es que la opresión de la historia personal, se desvanece. Al estar lejos de casa hay más margen para que uno se transforme, o por lo menos, para que prevalezca otra parte de uno. Grombowicz, un escritor polaco que vivió mucho años en Argentina, dijo en sus diarios: “Dejemos que nuestra historia sea enemigo. Lo que quiero decir es que, tal vez, sea yo el resultado de mi historia, pero la verdad es que no estoy contento con ese resultado. Pienso que valgo para mejor y no tengo ninguna intención de rescindir mis derechos. Baso mi valor en la insatisfacción que siento conmigo mismo como producto histórico. En ese caso, mi historia sería la historia de mi deformidad; le doy la espalda, y con eso me libero de ella”. Creo que hay algo de verdad en eso para todos los que elegimos ser emigrados. Supongo que esas mismas leyes son las que se aplican a los casos de especies de plantas invasivas en los que un conjunto de factores tiene que estar en acción: la composición del suelo, el aire, el agua, la presencia o la falta de predadores, para que estas se adapten y sobrevivan. Mientras algunas especies que llegan a tierras nuevas pronto se debilitan y mueren, otras se arraigan y crecen con vigor, florecen de una manera que jamás hubieran hecho en su lugar de origen.
Maxine swann (Pensilvania, 1969) es norteamericana pero vive en Buenos aires. Dos de sus libros ya fueron publicados en español: Chicas serias (2003) y Niños hippies (2007). su próxima novela es Los extranjeros. todas en Emecé, argentina.
—¿Cuál es su relación con la literatura argentina? —La primera escritora argentina que leí y, que me encantó fue Alejandra Pizarnik. De los granes escritores hombres, tengo un particular afecto por la obra de Bioy Cásares. Recientemente, disfruté mucho de Borges, de su diario de conversaciones. Y, recién ahora estoy descubriendo –un poco tarde, lo sé– a Juan José Saer. En una nota más actual, la novela de Pola Olaxiarac, Las teorías salvajes, me impresionó mucho. Para mi próximo libro, una novela que transcurre en Buenos Aires a principios de este siglo, he leído libros de no-ficción muy interesantes, como Médicos, maleantes y maricas, de Jorge Salessi y Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, de Juan José Sebrelli. —¿Puede hablarnos de esa nueva novela? —The Foreigners (Los extranjeros) transcurre en Buenos Aires y tiene mucho que ver con la ciudad. El argumento está basado en las historias de tres extranjeros que llegan a Argentina por razones muy diferentes: de los EEUU, de Alemania y de Ucrania. Aunque pertenecen a mundos sociales muy distintos, sus caminos se cruzan. Todo sucede en la Buenos Aires actual, aunque hay una sección que vuelve sobre eventos históricos, específicamente, a la epidemia de tuberculosis del comienzo del siglo XX. Me interesó poder captar una Buenos Aires particular, así como también la condición de ser extranjero. —¿Le interesa la idea de escribir en español? —Una vez escribí y publiqué un texto breve en español. Al releerlo me pareció que lo escribió una niña. Pero me encantaría poder escribir un texto para adultos alguna vez.
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—¿Cómo es el proceso de escritura para usted? —Escribo por la mañana tres horas, en casa o en un café. Después, camino por una hora o dos en las que sigo escribiendo en mi cabeza. Mucho de lo que considero más importante en mi escritura, se hace mientras camino. Por supuesto, es la idea de la Grecia Antigua, la de la escuela peripatética, pensar mientras uno camina. Quimera 9
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OgOri Café Por Germán Sierra / En Kashiwa, Japón, existe un café que parece un cuento de Borges: aproxímese a a la barra, elija y pague su consumición, y su pedido quedará reservado para quien llegue a continuación mientras le sirven lo que hubiera encargado y abonado el cliente anterior 1. Acudir a este café supone aceptar un doble juego. Por una parte, ningún cliente sabe qué le van a servir, por lo que siempre va a resultar (hasta ciento punto, ya que, evidentemente, el menú consta de un número limitado de bebidas y platos), sorprendido. Hasta aquí el proceso no resulta muy diferente de una asignación por sorteo de las consumiciones, sin embargo, lo que sí constituye una experiencia nueva es la necesidad de posicionarse de un modo muy personal en el momento de de pedir. Un cliente puede, por ejemplo, decidirse por solicitar lo más barato e intentar conseguir algo de mayor precio que lo que ha pagado, o sentirse generoso y “legar” a su sucesor un espléndido almuerzo. Debe decidir si pensar en lo que ha sucedido o en lo que va a suceder. Puede mirar hacia delante o hacia atrás. Pero la consecuencia más interesante de este experimento en forma de café es que el orden lógico de la compra, deseo, desembolso y disfrute, permanece continuamente subvertido. Sea cual sea la elección del cliente, esos tres elementos se mantienen completamente disociados, de tal modo que la conclusión a la que llega cada cual no es producto de la lógica automática de consumo a la que estamos acostumbrados, sino de una decisión en cierto modo “abstracta” (mucho más que en el caso del dilema del prisionero, donde se supone que los participantes se conocen previamente y, por lo tanto, podrían disponer de una base racional que supusiera la mejor salida para ambos) y completamente independiente de cualquier idea previa acerca de la ecuanimidad. Una elección que podríamos catalogar como una ruptura radical de la narrativa, como puramente moral… o puramente estética. Algunos comentaristas de los blogs que han hecho célebre el café se preguntan si un negocio como este podría sobrevivir en occidente, y su conclusión suele ser que sería muy improbable. ¿Por que algo así puede funcionar en Japón sin más pretensiones y no funcionaría, por ejemplo, en Europa? (quizás aquí podría ser 10 Quimera
entendido como una instalación artística temporal, pero yo también veo difícil que fuera capaz de mantenerse como establecimiento hostelero). Podemos imaginar numerosas explicaciones culturales: reconocer que en las tradiciones asiáticas no existe un conflicto tan marcado entre deseo y sorpresa, o razonar que la exquisita educación japonesa evita que la mayoría de los clientes exageren en uno u otro sentido al realizar sus pedidos, de forma que al final casi todo el mundo obtiene, si no lo que quería, si algo de un valor similar a lo que ha pagado. En cualquier caso, creo que sería muy difícil que surgiera algo así en una cultura tan aferrada a la lógica narrativa como la nuestra. El motivo de traer a colación el café ogori es que su propuesta, precisamente por tratarse de un negocio y no de una instalación artística, me parece inteligentemente subversiva. Y me parece subversiva porque nada impide (al menos en Japón) que el café ogori gane tanto o más dinero que la competencia, lo que lo convierte al juego en una máquina autosuficiente capaz de aprovechar los recursos del mercado contemporáneo en lugar de fingir una falsa exterioridad a él (lo que no sucedería si se tratase de una instalación artística). Como el arte actual, el café ogori debe aceptar las leyes del mercado para sobrevivir, pero, como quizás debería hacer más a menudo el arte actual, se inscribe en la dinámica del mercado justamente mediante la quiebra de su lógica. Me interesan las novelas que son capaces de poner al lector en la misma tesitura en la que se encuentran los clientes de café ogori; que no sólo lo obligan, durante un tiempo, a disfrutar de lo que el autor les ha servido, sino también a adoptar una postura estética individual, a decidir qué le van a legar al momento siguiente de sus vidas. Algo que no depende de lo que se cuenta (como la experiencia del café no depende del menú) sino de cómo se cuenta. De cómo la experiencia de narrar subvierte la estructura narrativa. Me pregunto si estas novelas tienen más probabilidades de sobrevivir en nuestra cultura que el café ogori. Yo no debería recomendar ninguna en particular; quizás es el momento de correr a la librería y arriesgarse a comprar una novela de la que nunca han oído hablar. 1. http://www.psfk.com/2009/10/ogori-cafe-service-with-a-surprise.html
La red siniestra Sobre Alba Cromm de Vicente Luis Mora Por Javier Calvo / En unos tiempos dominados por una estética (y una ética) del minimalismo, del fragmento y del apunte, yo como lector le agradezco a Vicente Luis Mora que haya optado rotundamente por una estética de la proliferación. Con una quincena de libros publicados, además de los ya miles de páginas de su Diario de Lecturas, Mora da una lección de anteponer el trabajo de la escritura a la cada vez más vigente afirmación publicitaria del yo como escritor. Su obra se compone de libros extremadamente singulares, a veces casi libros-objeto, pertenecientes indistintamente a las categorías del ensayo, la poesía y la narrativa, aunque imbricados entre sí por una red de temas, conceptos y motivos que hacen que la única categoría pertinente donde ponerlos sea “libro de Vicente Luis Mora”. Sus libros se coleccionan, como episodios de una serie, inteligibles como piezas de un todo, que es como yo prefiero leerlos. Lo más seguro es que Mora prefiera el concepto de “flujo” al de “todo” para referirse a su obra, teniendo en cuenta su devoción por el lenguaje de la ciencia, en especial la tecnología y las ciencias del lenguaje, de manera que la dinámica de flujos puede proporcionar una buena metáfora extendida para leer y evaluar su obra. (Mora también hablaría de “teselas de un mosaico”, una expresión que usa mucho, o bien de “nudos de un tejido, ladrillos de una construcción, vértebras de un animal u órganos de un sistema”, por citar un pasaje de Subterráneos, o bien, deleuzianamente, de “crecimiento tumoral”). Es también, resulta inevitable mencionarlo, uno de los escritores españoles que más están influyendo “horizontalmente” sobre sus coetáneos, ya sea como teórico o como practicante de la literatura. Yo personalmente he visto cómo en los últimos años, aunque no se haya dicho, proliferaban libros claramente inspirados en la forma de Subterráneos o Circular. De todas las categorías antes mencionadas, Alba Cromm pertenece a los libros de “narrativa” de Vicente Luis Mora, aunque ya aviso que el libro no es lo que parece. En apariencia, también, se trata de un libro “distinto” a las anteriores obras narrativas del autor, Subterráneos y los dos volúmenes de la serie Circular, aunque comparte con ellos la cualidad esencial de ser un sistema autogenerado de normas narrativas, y en este sentido, más una per12 Quimera
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Foto: Angela Migela.
formance o un “juego”, autocontenido, que una obra perteneciente a un género determinado. Circular, por ejemplo, se postula a sí mismo en uno de su miríada de pasajes como un enorme ejercicio del Síndrome de Diógenes que contiene, entre otros, “párrafos de escritores experimentales, citas de ciencia y filosofía, apuntes tecnológicos, ideas robadas o sacadas de contexto a otros autores o artistas, doce bolsas de posturas vanguardistas y dos cajas de anticlasicismo, cinco bolsas de tradiciones europeas en avanzado estado de descomposición […], unos frascos que contenían una larga serie de maestros decimonónicos en formol y veinte tetrabriks de mala leche”. En Subterráneos, el juego consistía en sustituir las representaciones de los sujetos protagonistas de los relatos por la representación de las distintas cárceles concéntricas o “circulares” que los apresan, desvelando en el frontispicio del libro la tesis de que “hay una identidad del sujeto, presa dentro de cada alma humana, prisionera a su vez de un cuerpo encerrado en cárceles flotantes (habitaciones, coches, ataúdes), rehén de una reclusión intermedia, la de la ciudad, que sólo encubre el presidio mayor de la existencia”. Sin llegar a este extremo de ansiedad autoexplicativa, tampoco en Alba Cromm puede resistir un autor tan teóricamente consciente como Mora la tentación de ofrecer la clave interpretativa de su nuevo juguete, que esta vez viene envuelto en un packaging considerablemente distinto al que los lectores de Mora estamos acostumbrados. Atrás quedaron los relatos en forma de post-it y escritorios de ordenador. Atrás quedó la página como lienzo de libros como Circular, Construcción y Tiempo. La gran novedad de Alba Cromm, para el ojeador de estanterías, es que es una novela que parece una novela, la mire uno por donde la mire, sin más prerrogativa vanguardista que ser –tal como explica el único prólogo del libro que no ha escrito Vicente Luis Mora haciéndose pasar por otra persona– “una novela camuflada en el número monográfico de una revista”. Es cierto, en líneas generales, que Alba Cromm es una novela “sencilla”, que sigue una lógica narrativa exenta de discontinuidades y plantea una historia inteligible y bastante simple, con planteamiento, nudo y desenlace. Esto, unido al hecho de que son los temas tratados los que establecen la continuidad con su obra anterior (lo que se cuenta es básicamente una reformulación de los capítulos 4 y 5 de Pangea), puede generar con facilidad el dictum de que Alba Cromm es “una novela de Vicente Luis Mora con trama”. Lo cual nuevamente sería cierto, aunque no es precisamente lo que yo destacaría del libro. Tal vez lo más chocante sea la sencillez con que se reintegra la narración dentro de un arsenal literario donde hasta el momento parecía ser la única estrategia proscrita. “Tres piedras ordenadas, en cualquier orden que podamos pensar, forman un enigma”, dice con total frescura uno de los narradores del libro. “Cien piedras ordenadas, en cualquier disposición imaginable, son un camino 14 Quimera
que conduce a una historia”. Igual que en sus libros de narraciones anteriores, es fácil encontrar en Alba Cromm la cláusula explicativa de su mecanismo formal que Mora siempre coloca en un lugar bien visible de sus libros. El sistema recuerda vagamente la tradición de la música experimental de John Cage y sus discípulos, donde la partitura es gradualmente reemplazada por la lista de instrucciones y la fórmula algebraica. “Y entonces lo vi”, dice el párrafo de Alba Cromm que funciona como cláusula de instrucciones. “ordénala, pensé, como historia que es, como si se tratase de una novela. Me pregunté, haciendo de abogado del diablo, que por qué un trabajo de este tipo debía adoptar una estructura narrativa no periodística. Y me respondí: 1) Por qué no, si la disposición no es lo que importa. 2) Por qué no, si el hilo de los acontecimientos fue así, hasta cierto punto novelesco, casi ficcional; 3) por qué no, si el lector está acostumbrado a esa forma de construir una historia y suele agradecerla. Las conversaciones ulteriores mantenidas con el Consejo de redacción de Upman aventaron mis temores y coincidieron en que era una solución excepcional pero plausible”. Cuesta no sonreírse al leer esta licencia de reintegración excepcional de la narración, que parece ventilar de un plumazo todo lo que Mora había representado durante una década en el panorama de la narrativa española. La “excepcionalidad” de la licencia, la cautela extra de las cursivas y la mención al “abogado del diablo”, sin embargo, son obviamente la forma que tiene el autor de comunicarnos que esta mutación formal va entre paréntesis. Que es una prueba, algo que tenemos que tomarnos como un simple experimento. La primera novela literalmente experimental de Vicente Luis Mora. Alba Cromm narra la relación entre un periodista de investigación llamado Ezequiel Martínez y la heroína que da título al libro, subcomisaria de la Brigada Tecnológica de la Policía Nacional. Alba Cromm es una mujer doblemente traumatizada, en primer lugar por una infancia difícil con sus padres en Alemania, y en segundo lugar por su pasado militar, donde se le murió en brazos un compañero durante la campaña de Kosovo. En consecuencia, ha asumido una sexualidad mutada donde la virginidad física y emocional –casi de vestal– se conjuga con una cruzada freudianamente compleja contra los pedófilos por Internet. Para añadir leña a la hoguera freudiana, Alba no solamente mantiene un blog sobre cuestiones de género que se titula “Alba y un mundo sin hombres”, sino que su amiga y colaboradora en la brigada, la psicóloga Elena, descubre que la fascinación enfermiza que siente Alba por el deseo de los pedófilos obedece a su propio deseo reprimido. Ezequiel quiere seducir a Alba, entre otras razones para sacarle toda la información que pueda sobre “un topo” que distribuye material pedofílico incautado desde la misma Brigada Tecnológica. Para ello, a la vez que empieza a acostarse con Alba, inicia una
tanda de entrevistas con ella con la excusa de escribir un libro sobre el combate policial a la pederastia. Entretanto, Alba inicia el combate contra el más peligroso y temible de todos los pederastas con que se ha cruzado hasta entonces. Se trata de Nemo, un criminal que se hace pasar por niño, que elude asombrosamente a sus perseguidores y que capta a niñas y las somete a su voluntad. Para capturarlo, Alba también se hace pasar por niña, y se vale de los informes de su amiga Elena. Sin embargo, a medida que avanza la investigación, Alba descubre las verdaderas intenciones de Ezequiel y se distancia de él, mientras se acentúa su obsesión por Nemo y también la psicosis dentro de la brigada de que Nemo podría ser uno de sus miembros. Siguiendo la tradición de policiales como La verdad sobre el caso Savolta, la trama está construida a partir de una heterogeneidad de instancias narrativas y fuentes ficticias: blogs, diarios, entrevistas, conversaciones grabadas e informes técnicos. Todo ello compone, a modo de envoltorio externo, un supuesto número monográfico de la revista anti-feminista Upman que ha recopilado uno de los narradores de la novela, el periodista Luis ramírez. Mora le da múltiples usos al formato de revista ficticia: en muchos casos, lo usa para introducir artículos de columnistas y comentaristas ficticios que proporcionan pistas o ayudan a interpretar el texto principal de Alba Cromm (un ilustre articulista de Upman, por ejemplo, asegura que un requisito incuestionable de un libro perfecto “es que no puede estar escrito por un solo hombre [...] Prueba cierta de lo que digo es que nadie puede citarme un libro “bien editado” sin citas, intertextos, prólogos, epílogos, notas, comentarios, estudios introductorias, opiniones de otros autores, apéndices, localizaciones históricas, glosas, acercamientos biográficos en la solapa o reseñas en la contraportada”). En otros casos, el formato sirve para redirigir a secciones “ausentes” del libro, que el lector podrá encontrar en la red (como el blog ficticio http://reporteroramirez.wordpress.com/, donde encontramos una reseña firmada por Vicente Luis Mora de un libro “escrito por” uno de los personajes de Alba Cromm). En otros casos, simplemente le sirve para hacer bromas, como por ejemplo en el anuncio inserto de www.nosotrosnosencargamos.org/ (una agencia que vende tus hijos si te molestan) o de la novedad editorial En este libro no muere nadie, un volumen de conversaciones sobre la violencia en el imaginario infantil entre Slavoj Zizek y Georges Didi-Huberman, que además da una pista “secreta” sobre el final de la trama. La principal finalidad del envoltorio externo de Alba Cromm, sin embargo, es permitir la inclusión del ensayo dentro de Alba Cromm, principalmente en forma de informes técnicos y entrevistas informativas. Esa inclusión es en muchos sentidos la estrategia central de la novela. Ya he dicho que es en los lenguajes de la ciencia y la tecnología donde se encuentra el principal virus con que Mora ha ido contami-
La principal finalidad del envoltorio externo de Alba Cromm, sin embargo, es permitir la inclusión del ensayo dentro de Alba Cromm, principalmente en forma de informes técnicos y entrevistas informativas. Esa inclusión es en muchos sentidos la estrategia central de la novela.
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nando los lenguajes de la literatura (prueba de ello son sus poemarios, Mester de cibervía, Construcción y Tiempo); y es obvio que al incluir partes ensayísticas, Mora está tendiendo un puente con su obra ensayística anterior, hasta el punto de que, como he dicho, Alba Cromm se erige prácticamente en secuela de Pangea, el ensayo de 2006 de Mora sobre Internet y los blogs. Y mientras que en Pangea el género del ensayo periodístico era contaminado sin cesar por manifestaciones más propias de la vanguardia artística (el juego tipográfico, la alusión literaria, el neologismo, etc.), en Alba Cromm lo tradicionalmente literario se ve continuamente subvertido por lo periodístico, a muchos niveles. En primer lugar, obviamente, por la elección de un tema estereotipadamente periodístico: los “pederastas de Internet”, que junto con otros como la “violencia de género” o la “inseguridad ciudadana”, son fenómenos casi especulares que se replican a sí mismos infinitamente en el seno del universo mediático. La desnaturalización del discurso novelístico se da a un nivel básico de lenguaje, con la adopción generalizada, tanto en narración como en diálogos, de la dicción propia de los medios. “No utiliza adjetivos, ni interjecciones, ni construcciones sintácticas largas”, se dice de Nemo en un pasaje del libro, aunque la descripción es extensiva al resto de personajes. “Busca la mínima expresión lingüística. Cuando escribe un adjetivo busca el más normalizado, el más insustancial, una especie de lugar común calificativo que no trasluzca nada de quien lo usa. […] Cuando Nemo se encuentra ante la tesitura de explicar algo de manera extensa […]copia y pega unas instrucciones sacadas de un blog técnico. […] Escribe con la red, utiliza el material colgado en el ciberespacio, como aquellos asesinos del siglo pasado que escribían sus cartas con letras recortadas de los periódicos”. El diálogo novelístico es gradualmente reemplazado por la entrevista transcrita. El personaje literario por el sujeto concebido como compendio de opiniones y posturas respecto a temas de actualidad (es decir, dictados por la propia mediasfera). De la misma manera en que en las redes el nickname oculta al individuo, la sustitución en Alba Cromm de la escena literaria por el la entrevista de prensa (concebida casi como puesta al día del didacticismo del diálogo socrático), el blog, el diario, el chat y el reportaje genera en última instancia una narración sin elementos plásticos, carente de descripciones y de los matices de la dicción oral, profundamente desnaturalizada en el sentido de que no apela a la imaginación. Lo “insustancial” a lo que se aludía más arriba, en el mismo sentido en que lo es el contenido de un periódico o un informe científico. Un camino inconfundiblemente ballardiano, y que aquí remite a lo que he llamado antes una novela entre paréntesis. replicada desde la conciencia post-humana de los media. En ausencia de esos elementos que he descrito como los elementos plásticos propios de la novela, la descripción sen16 Quimera
sorial y el matiz de la voz, la imaginación en Alba Cromm es dirigida mediante la especulación tecnológica. Situada en un futuro próximo que recuerda poderosamente a los thrillers tecnológicos de olivier Assayas (Demonlover, Irma Vep) o al Michael Winterbottom de Code 46, la ciencia-ficción de Alba Cromm abunda en elementos idílicos. Internet se ha convertido en la Web 3.0, una avanzadísima versión cuántica de sí misma. La tecnología ha permitido el desarrollo de unos interfaces mentales que permiten desde cambiar los canales de la televisión a desarrollar una literatura completamente interactiva, donde el lector elige su propia aventura (ejemplificada por la novela Digéfalo, de la escritora Aina Fernández Mallo Lorente). Una ley de 2014 prohibió los libros en papel por motivos ecológicos, mientras que la tecnosfera está dominada por el genial Jehová Lesmer, inventor y desarrollador de la compañía Cyber Network Systems que ha creado a una entidad de inteligencia artificial llamada Nautilus que ha alcanzado efectivamente el estatus de persona (“Pienso como una persona, hablo como una persona, bromeo como una persona y puedo hacer construcciones inteligentes de habla. Incluso hace unos días soñé, durante una desconexión parcial producida por una revisión técnica, con el brillo irisado de los primeros píxels del siglo XXII. Siento nostalgia por la divinidad, como cualquier ser humano. ¿Por qué no habría de ser una persona? ¿Por no tener un cuerpo compuesto de órganos celulares? Eso no es un defecto, sino una ventaja”). Los escasos elementos distópicos tienen que ver con el revisionismo de los roles de género que representa la propia revista Upman o con el elemento recurrente en la trama que son las cápsulas de verdad en los aeropuertos (“A ciertos pasajeros, convenientemente seleccionados, se les hacía pasar a una pequeña cabina de cristal donde había tan sólo una silla y, colocada enfrente y a la altura de los ojos de una persona sentada, una cámara. Una vez introducida la persona en la cabina, ésta se cerraba automáticamente”). La visión idílica de las tecnologías de la comunicación, por supuesto, no es nueva en la obra de Vicente Luis Mora. Con su reescritura tecnológica de las Églogas de Garcilaso y las voces poéticas mesmerizadas y en ocasiones literalmente enamoradas de sus tres internautas, Mester de Cibervía (2000) constituye dentro de la obra de Mora su gran retrato idílico de la red, su momento de descubrimiento de las posibilidades poéticas de Internet como mundo fabuloso. Ahora bien: he mencionado el thriller tecnológico como uno de los géneros cinematográficos de mayor influencia en la concepción de Alba Cromm (aunque no el único: se podrían mencionar también el reportaje ficticio o mockumentary y el documental sensacionalista). Desde sus inicios, el thriller tecnológico ha estado comprometido como género con la representación (a menudo asociada a mundos distópicos) de las transformaciones negativas de la conciencia humana como resultado de las
mutaciones tecnológicas, y también con la pérdida gradual de control humano de la tecnología, en las antípodas del idilio decimonónico con la ciencia y el avance técnico. No cuesta nada identificar este tránsito de lo idilico a lo demónico en el decurso de la rama de Alba Cromm, con la emergencia del villano demoníaco Nemo, de naturaleza invisible e inasible, ni tampoco, de hecho, con la emergencia misma de una trama (entendida aquí casi en el sentido de “espesura”) y con la decisión misma que toma aquí Vicente Luis Mora de crear una historia con una trama. Dice la heroína epónima de Alba Cromm: “Cada vez más la sensación de red sin término, de sistema complejo (no caótico, ni ordenado del todo; ni abierto simplemente, ni cerrado) me abruma; aunque se detenga a una presunta red, la red general sigue, con independencia del comportamiento de sus nódulos particulares, ya que estos son solamente nodos de un rizoma pequeño, ejes coaxiales alternos, manifestaciones sistémicas de capilaridad, mientras la red de redes persiste; […] pero a diferencia de las mafias, las redes […] no giran en torno a un nombre propio, sólo se atornillan a ella multitud de nicks, de nicknames, de motes, nombres falsos, avatares, identidades celulares, como moscas pegajosas a un fanal hirviente […] siendo lo medular la existencia del sistema acéfalo, desmadejado, descoordinado como el Golem antes de añadirle la vida, pura materia: no es cerebral sino corporal, con órganos, miembros que actúan por su propia cuenta y que, como los rabos de lagartija, pueden moverse aún cortados, aún separados de su tronco extinto, y movidos por espasmodicos impulsos residuales”. Y, en otro pasaje del libro: “Las fronteras en la red son muy difusas, más aún de lo que lo son en el mundo off line, en el
mundo exterior. Fuera nadie aparenta ser quien parece, en Internet nadie es como parece, y mucho menos como aparece (…) Hay historias con aspecto de mentira y mentiras reales, historias que están, como se dice en las películas basadas en hechos reales. Es imposible distinguirlas”. Más allá de sus múltiples ambigüedades (como el hecho de que Alba experimenta capas profundas de fascinación por los mismos delitos horribles que persigue), encuadrables dentro del estudio que el propio Mora ya inició en Mester de Cibervía y Pangea de las transformaciones de la conciencia del sujeto internauta, la emergencia del villano inasible y numinoso después del primer tercio de Alba Cromm transforma el panorama idílico en mero telón de fondo de un relato demónico en plena regla. En la naturaleza no cuantificable del delito de la pederastia, en la condición extraordinaria del delincuente, o en la concepción de la propia red como bosque oscuro y peligroso, presente en los vídeos de aviso a los padres que filma la Brigada Tecnológica de Alba Cromm (“Intenten en lo posible que sus hijos naveguen en lugares de la casa visibles para ustedes […] Adviértanles de que cruzar ciertas páginas sin saber es tan peligroso como cruzar ciertas calles sin mirar”) se encuentra la clave última para interpretar la noción de trama que se maneja en Alba Cromm. La concepción de la red como realidad numinosa o siniestro freudiano, en las antípodas de la visión paradisíaca de la misma, transforma Alba Cromm en relato gótico, entendido aquí como esa representación del material reprimido y lo “siniestro” que se encuentra en la misma fundación del gótico literario. “Ellos son un tumor”, dice Alba Cromm de esos demonios que habitan la red. “Donde llegan lo anegan todo de oscuridad. Sus células impregnan los nodos y los metastatizan cancerando unos vínculos tras otros”. En última instancia, la adopción de las coordenadas genéricas del tecnothriller, o de una narración con trama “convencional”, responde a la voluntad de trazar lo que la cita de Deleuze que encabeza el libro define como una “sintomatología” de la evolución tecnológica contemporánea (el “diseño de un “cuadro médico”, estudio de los signos, por oposición a la etiología y la terapéutica”). Movida por esta voluntad sintomatológica, Alba Cromm surge como pieza tal vez inesperada (por lo menos para mí) dentro del canon de la obra de Vicente Luis Mora, por eso mismo que muchos ya presentarán como un giro formal. Pero también como libro eficaz, complejo, coherente con todo lo que su autor ha planteado durante la última década, y en última instancia, hábil en su propuesta de múltiples lecturas y rematado por un final que está a la altura de los mejores momentos del Mora poeta. Posiblemente Mora vaya a ser en la nueva década un autor un poco menos exclusivo de quienes lo seguíamos, pero yo personalmente lo exhorto a que no deje de bombardearnos con su ingente producción por lo menos al mismo ritmo en que lo ha hecho hasta ahora. Quimera 17
Luna Miguel (19)
(Auto)retrato del artista adolescente 20 Quimera
dípticos
Felix Francisco Casanova (19)
El poeta, novelista y músico Felix Francisco Casanova (1954-1973) murió con apenas 19 años. La editorial Demipage publicó hace poco El Don de Vorace, su novela póstuma, y prepara para esta primaver la edición de sus diarios, algunos de cuyos pasajes reproducimos en calidad de adelanto. La poeta y narradora Luna Miguel (1990) recoge estos materiales y nos ofrece un texto que es la vez confesión y homenaje, reflexión y poesía. Un viaje a través del espejo de los adoelscentes salvajes. Quimera 21
Die young stay pretty (Algunos de los momentos más emocionantes de la ouija con la que Félix Francisco Casanova invocó a Luna Miguel) Por luna miguel diario Leo L'etranger. Versión de bolsillo. Cuatro euros y cincuenta y cinco céntimos. Voy por la misma página que tú. Por la misma línea. Aquí y allí el autor dice: mar. Leo a Gil de Biedma porque sus amigos vivos hablan de él como un muerto. Aquí y allí el autor dice: espejo. Leo a Ullán, a Kafka, a García Márquez. Leo y te leo a ti. Desnudo frente a mi pantalla. Aquí y allí, filtro de color helado. Leo a Casanova porque los vivos hablan de él como un niño muerto. Aquí y a ti. Dices: esto ya no es un poema. manifiesto sub-realístico Me acerco a tu Manifiesto Hovno y recuerdo al Bohemio. Al Bohemio Enrique anudando sus dedos en una barba de angelito. Podrías haber sido tú. Podríamos haber estado juntos en ese momento. En el lugar de la playa. A los diecisiete años y una botella de tequila. El más barato. El de los poetas. Tú y el Bohemio erais la misma persona. Tú, y mi amigo esquelético, acariciándome la mejilla. Como tú él y yo decidimos planear un manifiesto. Salvaremos el mundo, pensamos. Salvaremos al cuerpo adolescente que nos habita. Sin bolígrafo mordisqueado sino a teclado limpio, enumeramos las órdenes de la sub-realisticidad, escribimos sobre el mirlo, sobre el gorrión desértico. Despreciamos a nuestros profesores. Despreciamos a nuestros poetas. Comprendimos que la destrucción era el lugar idóneo para la literatura. (Destruye, destruye, destruye, nos ordenó Monelle). Dijimos asco a la ignorancia. Hicimos fotografías a los gatos del paseo marítimo. Arrancamos vinagretas del asfalto. real visceralismo. Pink Floyd. Camisas de cuadros. Me acerco a tu mentón. recuerdo las sendas de nuestro aburrimiento. 1975-2010: mutación El mundo ha mutado: y no seré yo quien te recomiende volver. No resucites, mierda, quédate donde estabas. En esta vida nueva llorarías por tus poemas. En ellos dices que solías sentarte frente a las cabinas telefónicas. Que contemplabas las bocas imaginando sus lejanos destinos. En esta vida nueva no quedan apenas cabinas. En mi barrio han arrancado la última. La quitaron, de cuajo, y en el suelo quedó un cuadrado gris. Un agujero. Una puerta a otra dimensión habitada por las cucarachas carnívoras de la ciudad. Nada de cabinas. Nada de susurros sin monedas. Si estuvieras aquí, conmigo, en esta vida nueva tendrías un celular Nokia con cámara de infinitos megapíxeles y conexión a tu bandeja de entrada, y sudokus o tus tracks preferidos. Y entonces, cuando la noche te aprisionara como dices que te aprisiona. Cuando no supieras qué hacer y no encontraras cabinas de ena22 Quimera
morados con las que reconstruir el cable eléctrico de tus venas. Entonces. Sabrías que algo ha mutado. Que las cucarachas del agujero son cada vez más monstruosas. Que estas sólo. En esta vida nueva. Que no conoces a nadie. En esta vida nueva. Que ya te lo dije, repetiré. Que estabas mucho mejor ocupando el lugar de las estrellas. diario ii Veo Gritos y susurros de Bergman. Y también veo Matrix. Y Juno. Y sueño con el agente Smith dejando preñada a una niña de quince años. Veo Gritos y susurros mientras tú procuras describirme el silencio: que si a veces es el máximo dolor, que si en otras ocasiones la cima de la alegría. Será la lluvia, o que yo soy más moderna que tú, te digo, pero a mí me gusta más el ruido. El ruido de los raíles chirriantes. El del metro que entra a la estación y justo en ese instante break the silence con máxima violencia. ¿oyes eso?, pregunta el agente Smith: es el sonido de la muerte. ¿Y qué es la muerte?, me desafías. Es el silencio y el ruido al mismo tiempo, creo responder. Vale. Estamos en paz. girls don't cry Hoy soñé con todas ellas. Con Irene abandonada. Con Cari, La Voz, Dido, espada de plata. Con Luna: la que sólo te amó. La que sólo a ti te amó. La que te besaba. ¡AHH CoÑo! Loca por ti. Con sus rojos y carnosos labios. Hoy soñé con ella. Dijiste: llorará un par de semanas y se le pasará. Pero tú no sabes. Tú no sabes que las chicas no lloran. Que aquí la única lágrima es tu minúscula gota de semen sobre su rodilla. Hoy soñé. Que la luna gemía. ¿Y tú? ¿Llorarás tú? un poema inmortalidad de la nada/ las luces en tu frente mueren azules/ las luces en el alma,/ enfermedad,/ de tu torso desnudo nazco sin piel/ de tu torso de poeta/ muero aprendiz,/ enferma,/ inmortalidad, nada/ belleza/ nada/ juventud/ nada. luna Vorace Quería casarme con ellos. Tener hijos con ellos. Llevar todos sus apellidos de casada. Cocinar para ellos. Cortarles las uñas de los pies después de la ducha. Prepararles las camisas. regalarles los cuadernos. Apretarles los granitos de la espalda. Hacerles el amor
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Yo HuBieRa o HuBiese amado los diarios de Félix Francisco casanova (fragmentos) mes de enero - 74 (jijijí) Publico en La Tarde: “Partiquino” y “Música de ozono”. En El Día: dos viejos poemas de antes de El invernadero (“Fervor gaélico” y “Vuelo de las estatuas”). Un par de entrevistas en El Día y La Tarde, jijijí. otro viejo poema anterior al Invernadero (“Pie de lluvia”), en La Tarde. ¡Bendito sea Julio Tovar! Chicas me llaman por teléfono, me paran en la calle. ¡Qué coño les pasa! 3 - De todo haz un misterio, gota a gota mi sangre se hiela en la noche, el agua cae (...) Leo El extranjero, de Camus, Una sociología alternativa, de Ferrarotti; a Jaime Gil de Biedma, a Soto Vergés. releo a Azúa, a Carnero, Gimferrer, Papá, Ullán, Pere Quart, García Márquez, Bioy Casares, Kafka, Armas secretas, de Cortázar (el genial “perseguidor”, también atribuíble a Hendrix) ; Valery, Lagerkvist (Barrabás)... 4 - Estar entero, sentirse agua ya llovida, ventolina meciéndose en la avenida, sangran farolillos su oro al mar (...) mes de febrero - 74 recito El invernadero en el Club La Prensa de El Día; antes me pone por las nubes rodríguez Padrón. Aquello está lleno de amigos y de tíos que no he visto in my life. Parece ser que gusta como el carajo. Una chica se pone a llorar de emoción. realmente lo pasé bien. Consigo un amigo realmente fabuloso, Alfonso. El escribe poemitas sentimentales y es un buen dibujante. Me regala un póster sobre el poema mío “Casi pareces de hojas hecha...”. Hablamos mucho y nos entendemos bien. En Disco Expres dicen que se sienten orgullosos de mi premio, ya que ellos me iniciaron... ¡jua! Publico en El Día: “De todo haz un misterio...” y “Estar entero...” También cinco trozos de El invernadero. Mi padre oye a todas horas “England”, de Amazing Blondel. Hay un incendio enfrente de mi casa. Arde una farmacia. Estoy con Aureliano (en trance). Miramos por los prismáticos a los bomberos con serpientes de agua y a las chicas que se asoman a los balcones. Hablamos horas enteras sobre nosotros y ellos. Frecuentes sesiones de música y poesía en casa de Jesús. Lo voy conociendo poco a poco. En un lugar del Parque, Cari
y yo nos miramos fijamente a diez metros de distancia, durante veinte minutos. Luego se va. Leo a Pessoa, Whitman, J. r. Jiménez, A. Breton, Eluard, los surrealistas: L. Aragon, Hans Arp, Antonin Artaud, Benjamín Péret, Tristan Tzara, etc. A Joyce... Cada vez estoy más cerca del agua. 5 - Tórtolas drenan la lluvia de bucles de virgen de agua, sisea el viento en el anillo rojo del cardenal (...) 6 - El instinto es un eco de lluvia dando tumbos como pájaro herido (...) 7 - Huele a luz en la velería... se abren las melenas de cristal (...) mes de marzo - 74 Dejé a Inés. Estará un par de semanas llorando y se le pasará. Pasé tan cerca de Cari que no sé cómo no la besé. Besé a la Voz por teléfono el día 15 y nos queremos mucho. Envié los tres poemas del mes de febrero a la revista Alaluz de California, que dirige M. Fagundo. Hablo mucho con Alfonso y Aureliano. Por fin conozco perfectamente a Jesús y a su corneta y su voz. Hablo una tarde entera con el poeta peruano Antonio Claros, autor de Avisos y señales. Leo intensamente a Pessoa y lo veo todo claro. Guardo el odio de rimbaud, lo comprendo... y lo vuelvo a soltar. Absorbo a Cummings, o. Paz, J. A. Valente, Huidobro, Mallarmé y mi padre (siempre pa). Leo un solo poema de Basho y... más aún. oigo los tres programas al quinteto de Mingus, colosal. (Este poema es una ayuda a Jesús; él, agradecido, hizo luego un poema a mi forma de ser agua). EL PoEMA DEL TÚNEL, a Jesús Cabrera 8 - De más allá del mar vienes a contarme tu derrota y esperas que yo te arrulle y te preste un poco de viento (...) Veo Gritos y susurros, de Bergman, y descubro que a veces el silencio es el máximo dolor, pero otras es la cima de la alegría.
en el escritorio. Soportar que se marcharan con otras. Soportarles borrachos. Soportar sus manos sudorosas después de la pelea. Quería ser Luna Caulfield. Luna Chinaski. Luna García Madero. Luna Berg. Luna Incandenza. Luna Bandini. Mis pequeños maridos adolescentes. Les lavaría la boca con jabón – en tantas ocasiones-. Les prohibiría beber Cocacola más tarde de las diez. Les diría Eso no se hace. Dame la mano. No seas malo. Anagrama como agencia matrimonial. Amores de bolsillo. Quería casarme con todos ellos. Quería ser poeta, como todos ellos. Quería pene y pecas. Pelo sucio y moratones. Tirantes. Uñas negras. Los quería tanto. Tanto, te añoro, mi lindo Vorace. azul, lila, rojo Estoy soñando, literalmente. otra vez. Estoy leyéndote. En la última página del Don. De tu único don que es llamarme. Estoy mirando, realmente. Miro al espejo y te veo a ti mismo en una aureola roja. Sobre mi seno azul, morado, de mordiscos. Estamos tú y yo en uno. o eso leo. o eso veo. o eso sueño cuando tengo tu Don. Bajo las nubes que son hombres y son mujeres. Bajo las nubes como animales. Estoy mirándote. Miro. Literalmente. Tu dedo en mi herida, invocándome, cual sombra futura. Compartiendo un espacio y un tiempo que no nos pertenece. Mil novecientos noventa: tus poemas y mi parto. Dos mil diez: mispoemastuspoemas. Mi prosa, la tuya. Prostitutas, ambos, de la tinta. Somos pájaros muertos. Literalmente. Con el sexo entre las manos. Con las aves tatuadas en los brazos. Con el azul, el lila, el rojo. Colores que son nuestro Don. diario iii Me llamo Félix Francisco Casanova. Mi padre es cura y mi madre no tiene pestañas. Nací hace diecinueve años en Tierra Baldía, provincia de Interzona. A la edad de siete años me trasladé al norte. Mis padres me enviaron a un colegio de insectos para aprender francés. Fui feliz. Fui muy feliz durante toda mi infancia. Mi primer libro serio lo leí a los once años. Mi primer libro y único fue Memorias del subsuelo de Dostoyevski. Después de aquello no volví a leer. Para qué. Allí ya me lo contaban todo. Allí ya descubrí la pereza del mundo, la nieve del mundo, la enfermedad del mundo o universo. A los catorce años volví a Tierra Baldía. Por aquel entonces había terminado el primer tomo de mis obras completas “Sonic Youth” lo titulé, pero yo jamás tendría la oportunidad de escuchar a ese grupo de los ochenta. Mi madre despestañada me regaló a los quince un tocadiscos. Aprendí enseguida a tararear los éxitos de Love. Antes de cumplir los dieciséis ultimé el segundo tomo de mis obras completas. “El niño del pelo rizado”, y eso que David Foster Wallace, en aquel año, aún no había escrito ni un sólo relato. A los diecisiete follé. Sólo follé. A los dieciocho me echaron del supermercado por masturbarme en la sección de cosméticos. El olor de los pintalabios me volvía loco. Terminé mi obra
con “Lipstick moon”. Y eso que aún no te conocía. Y eso que aún no habían nacido tus dientes. Y eso que aún... A los diecinueve profeticé. Entendí. Decidí mi destino. Quise ser punk. Antes de cumplir los veinte me adelanté a Kurt Cobain. Y fui Eduardo Benavente. Y morí. Cual Ian Curtis. Y ahora estoy aquí. Contigo. Escribiendo sobre ti. ¿Acaso no me escuchas teclear? ¿En este subsuelo baldío? ¿Acaso no me ves? una canción Because we're young, because we're gone/ we'll take the tide's electric mind, oh yeah? oh yeah/ we're so young and so gone, let's chase the dragon, oh/ Because we're young, because we're gone We'll scare the skies with tiger's eyes, oh yeah? oh yeah/ cumplir veinte años Ya no hay nada que hacer. Nada salvo aprender a vivir resignada y sucia. Blanquecina y cobarde: que no sé suicidarme. Que no sé no cumplir veinte años. Que con el miedo: con el miedo a las cuchillas y el gas Con el miedo a las píldoras maravillosas que arden e infectan el estómago de muerte prematura. No hay nada: no amantes. No a la unión de versos y sangres. Ni la burla siquiera: rimbaud, joder, vete a cazar elefantes. Y nosotros, pieles pálidas Ya no hay nada que hacer. No nos quemará el sol viejo. Maldito mundo anciano que me obligas a heredar. Maldito mundo gira. Maldito mundo mierda. Maldito mundo nada donde apenas permanezco. el don de casanova Die young, stay pretty.: o el Don de la ebriedad, o el Don de las vocales azules, o el Don de la inmortalidad. Porque soy un buen momento para que no te mueras. Tu Don: el inmortal. Me engañaste con tu palabra. Me heriste y yo te amé. Me engañaste y eras poeta. Y no eras un Dios moreno y lánguido. Desapareciste en mis manos, te desvaneciste. ¿Inmortal? ¡ridículo! Quién eres tú para morirte, dime, quién eres para pactar con la literatura este entierro interminable? Die young stay pretty. Die young stay pretty. Die young, Stay pretty. *Nota: Die young stay pretty es una canción de Blondie Los versos en cursiva pertenecen al propio Félix Francisco Casanova y están contenidos en su diario. Inmortalidad de la nada hace referencia a un título de Ángel González. Luna Vorace es una variación de Poliandria, texto publicado en mi blog personal. Una canción es un fragmento del track So young, de Suede. Todos los fragmentos son un juego de voces, un diálogo caótico entre el poeta muerto (sus diarios, sus poemas, su novela) y esta aprendiz extrañamente viva. Quimera 25
El maravilloso don breve de Félix Francisco Casanova El don de Vorace Demipage. Madrid, 2010. 272 págs. Por David M. Copé Quizá ha llegado, por fin, el momento de Casanova. Porque Félix Francisco Casanova lo tenía todo para triunfar: una belleza de estrella del rock y un talento tan descarado y precoz que le valió el sobrenombre, quizá algo desmesurado, de “rimbaud canario”. En su remozada carrera hacia el mito, Félix cuenta además con la baza de su final súbito. Y ya sabemos de la necrofilia que se gastan los media y la industria cultural. El don de Vorace no es solamente una novela divertida en su retranca decadente y malditista –sabe tomarse a sí misma y a su personaje con la sorna necesaria (algo que también pasaba con À rebours, otra novela de humor, aunque poca gente lo sepa)– sino muy meritoria en todo lo que muestra y en todo a lo que apunta. Escrita bajo el signo de rimbaud, Lautréamont y de sus discípulos, los surrealistas, El Don de Vorace es una delicia vodevilesca llena de humor negro. Asesinatos, poetas fascistas enamorados del bigote de Hitler, visiones demoníacas, los carnavales de las islas… la novela tiene mucho de astracanada alucinógena y macabra. El don de Bernardo Vorace, que él vive como la más insufrible de las maldiciones, es el de la inmortalidad. Un obstáculo insalvable y desesperante para alguien con las inclinaciones tan obcecadamente suicidas de Vorace. Disparos en la cabeza, saltos del ángel buscando la prometedora dureza del pavimento… Vorace es un desencantado superviviente de sí mismo. Eso forzosamente debe afectar el carácter de cualquiera. Y es inevitable que Vorace acabe viendo a los mortales como unos miserables gusanos (a los que envidia). Casanova tardó 44 días en escribir la novela, texto que iba dictando a su padre. Podemos imaginarlo de pie, gesticulando teatralmente, ebrio de palabras, dominado por ese enthousiasmos –literalmente, “transido por la divinidad”– tan platónico. Uno no puede dejar de sorprenderse ante la pericia narrativa (y poética) de un autor que, no lo olvidemos, sólo tenía 17 años. Aquí y allá, continuos hallazgos, “rompimientos de gloria” verbales.
Una expresión, un giro insólito nos deslumbra a traición. Hay un juguetón borboteo de palabras, un hábil uso de neologismos (“sillones lombricientos”) que redunda en la plasticidad la obra. Como gran amante del rock (tuvo un grupo llamado Hovno, “mierda”, en checo) Casanova lo integra en su novela con total naturalidad. Cita indistintamente a Dylan y a Kafka, a los rolling y a John Donne, a Pessoa y a Hendrix. Sin complejos y sin imposturas. En 1974. Y pensar que aún hoy en día cuando algún literato inevitablemente cool viene de entregar la enésima novela costumbrista-generacional se sigue vendiendo como algo revolucionario, para quien quisiera creérselo, la referencia a la cultura popular… Mucha gente tiene el prejuicio de acercarse con condescendencia y ceja alzada a cualquier obra escrita por un joven autor. Imagínense si se trata de un adolescente. Es poco menos que imperdonable. Toda una afrenta. En un maravilloso oficio como el de la literatura, donde alguien que publica su única novela ya en la vejez, como el gran Macedonio Fernández, puede llegar a ser catalogado de “autor novel”, la edad debería importar poco y relativizarse. Aunque es difícil no preguntarse qué hubiera podido llegar a hacer Casanova de haber podido seguir escribiendo y lamentarse de un pérdida tan temprana. El don de Casanova abrirá muchas bocas y cerrará muchas otras.
A esta novela le seguirán sus maravillosos poemas y el diario Yo hubiera o hubiese amado, también en Demipage. Se están preparando, además, traducciones a otras lenguas.
dossier Claudia Apablaza, Alberto Bisama, Marcelo Lillo, Marcelo Mellado, J. P. Meneses, Pablo Torche, Alejandro Zambra. Coordinado por Antonio Jiménez Morato. Con ilustraciones de Alberto Montt.
Cuando Nueva pase Narrativa el temblor Chilena
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Cuaderno portátil Por AlvAro BisAmA / Buenos Aires 2009 Aburrido de Bolaño. o, mejor dicho, de las lecturas de Bolaño. De la cobertura de prensa que sigue a la mujer, la amante, el hijo, la madre, que bucea en los rincones de cada parte médicos de su enfermedad, los amigos, el médico. Aburrido de las tesis (leí una por ahí, de una chilena para una universidad española que se demoraba 500 páginas en decir que Bolaño escribía de modo distinto de los escritores chilenos de la década del 90 porque no había estado en Chile). De los escritores jóvenes que se lanzan a la carretera en su nombre o prenden una vela ante su estampita pegada en la muralla. Aburrido que se haya vuelto el Jack Kerouac chileno, el rimbaud chileno, la vanguardia chilena. Aburrido porque los que leen a Bolaño se vuelven sacerdotes de su culto involuntatrio y parece que no leen más que a Bolaño, como si con eso bastara, como si con eso se solucionara todo: el drama de estar aquí y ahora, de leer y escribir en Chile. Aburrido porque ahí está la sospecha de que nadie lo lee realmente. Aburrido de la necrofilia. La literatura chilena es necrófila. Aburrido de esa falacia biográfica que se vuelve una especie de trampa mortal: escudriñamos en sus obras para armar como un álbum de figuritas coleccionables, como una ecuación cuya solución parece que está al alcance de la mano. Pero esa ecuación no existe. o si existe ya no funciona. Me acordé de que la otra vez que estuve en Palermo, parece que vi pasar en auto a Fogwill y luego un taxista nos cantó a Carla y a mí una canción que había escrito sobre el fin del mundo. La puerta que Bolaño abrió se cerró. Quizás nunca estuvo abierta y lo que vimos fue una pintura sobre el muro, una pintura que simulaba una puerta. Y cómo siempre, nos quedamos fuera y tuvimos que arreglarnos con eso, con el frío y la intemperie. Algunos rasgaron la puerta y se rompen los dedos. otros, nos vamos al parque. Santa Cruz de la Sierra 2009 Compré una edición pirata de Las benévolas de Litell. Me costó 6 dólares. En Chile cuesta 60 y su tapa dura sirve para decorar las mesas de centro del living de las casas.
Caminé por el centro de Santa Cruz mirando los portales y los rayados contra Evo. recordé una conversación con Fabián Casas un par de días sobre un tipo al que una maleta llena de libros se le había desecho en un aeropuerto y sobre sus rutinas matinales al ir al dojo. Pensé en eso mientras caminaba entre los locales de películas piratas y juegos de video y los bocinazos de los taxis y la sensación cómoda de estar lejos de casa pero, por un rato, lleno de tiempo. Después volví acá, al hotel e intenté leer el libro de Litell y la letra era minúscula y me rendí. Los nazis psicópatas pueden esperar. Ahora copio un poema de Sergio Parra en la libreta. El poema es de la década del 80. Me acordé de él de improviso. Parra no publica hace años. Hay gente como yo que echa de menos sus libros. Parecían melancólicos y escombrados pero tenían los bordes filosos, como los de esos muros de poblaciones cubiertos de vidrios y pedazos de botellas rotas. El poema viene de otra época, de un pasado tan feroz como imposible. Es quizás uno de los mejores poemas chilenos que he leído nunca porque quizás contiene una novela (esa novela sobre la dictadura que jamás se ha escrito en Chile), una foto de época, una imagen que hilvana algo que acecha más allá y es que es tan luminoso como extraño: “Cuando el Frente Patriótico Manuel rodríguez/ atentó contra el Capitán General/;fornicaba con una chica new age;/en un cuarto de San Diego/ 1 condón vacío dejado por los colegiales/que nos topamos a la entrada/ 1/2 botella de vino/ pan/ queso (traído por nosotros) /Cuando el Frente Patriótico a las 18:40 / Ella tenía unos pechitos con un sabor una locura” Fabián Casas me dice que vivió un mes en la casa de Juan Luis Martínez en Villa Alemana. También me habla de Horcón, que creo que conozco bien: esa caleta hippie donde a veces me he arrancado con Carla a pasar un par de días. Santiago de Chile 2009 Anotado entre unas servilletas y a dos metros de María Kodama (que no sé que hace acá y sí, sí recuerda a Yoko ono cuando se la ve; sí aparece el candor perplejo de una villana mitológica que puede, por el azar de las corrientes de aire, convertirse en encanto) que se toma Quimera 29
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un café: cuando ya no le veo esperanza a la novela, cuando el último libro de Skármeta o Gonzalo Contreras me van a hacer saltar por la ventana, tirarme a las líneas del metro o llenarme el estómago de las mismas pastillas ansiolíticas que consumían sus personajes, la crónica me salva. Again: ¿por qué toda ese gente rodea a Carlos Fuentes? Lima 2009 No sé por qué mientras leo un libro de Marcelo Lillo en el aeropuerto de Lima, me acuerdo que compré y perdí un casette de Los Lobos que creo que nunca escuché, que me gustaban por esa película de robert rodríguez donde aparecían tocando rock and roll disfrazados de vampiros y con instrumentos hechos con pedazos de cuerpos humanos. En el fondo no existe la literatura chilena. Anoto esto en Lima, después de una conversación en público con Iván Thays. Llego a la conclusión horas más tarde, como el dolor de cabeza que trae la resaca. No existe porque en el fondo no crea herramientas para procesar la tradición, carece de una memoria heterogénea de sí misma e implosiona hacia su propio ego a la menor oportunidad. Sus mecanismos de preservación –la crítica pública, cierto sector de la academia más a la moda, el museo de cera de los salones y las revistas literarias– se tambalean cada vez que pueden a ratos en su voluntad autoritaria, por la fijación fetichista en las herramientas que deletrean el poder, por su capacidad de sospecha cada vez más nula. Así, el relato de la literatura chilena va rengueando, camina vacilante entre las modas que dependen del día y de la hora: el realismo social de la clase alta chilena, el underground que quiere (pero no confiesa ese deseo) ser publicado por las transnacionales, el sindicalismo mafioso de los homenajes gremiales, el fándom descerebrado, la voluntad canónica de las mayorías y las minorías. Ahora, mientras escribo esto en un café del centro de Lima, a metros de un millón de edificios que testimonian la maravilla y el horror del paso del tiempo me siento apenado. Nada dura demasiado en Chile. Las grietas se tapan. Las ratas vuelven al subsuelo. La novedad apremia. No podemos perdernos en los insterticios de las paredes rotas. Quizás lo más interesante está pasando y no nos damos cuenta. Quizás ya ocurrió en los últimos cinco años que a mí me parecen más interesantes que casi la década del 90 completa, salvo honrosas y horrorosas excepciones. El anarquismo bestial de las perfectas novelas histórica del Pato Jara. Las páginas en blanco de Cussen. La saudade de Zambra. El refrigerador parlante de la primera novela de Mike Wilson. La cabriola excéntrica de Gumucio que espera –como una Dorothy tartamuda que añora 30 Quimera
Kansas- volver al siglo XIX. Los tiempos muertos de Alejandra Costamagna. Los profesores jubilados al borde del espanto de Marcelo Lillo. La Venecia infernal de Torche. La conspiración de la provincia de Mellado. La orgía mítica de sexo y violencia y máquinas de Baradit. Aquí, nadie se parece a nadie y, mejor, nada parece literatura sacada de un taller o el ejercicio de estilo de quien quiere hacerse amigo de su maestro de salón. Ese tiempo ya terminó. José Donoso, quien inventó ese formato, despreciaba a sus discípulos. Creo que eso, por un rato, lo dice todo. El rock chileno es cobarde. No hay suicidas. Nunca nadie se ha tirado desde un séptimo piso. Nadie se ha volado la cabeza de un escopetazo. Los adictos se recuperan. Los alcohólicos consiguen hígados nuevos. Los adictos al pegamento se encuentran con Dios o los extraterrestres. Todos sanan, todos viven para contarla. Con suerte, creo que por ahí hay un grupo de shoegazing que tenía un miembro –¿un bajista depresivo?¿un tecladista enfermo de Asperger?¿un baterista que sufría de pirokinesis?– que se suicidó. Puede que esa información, la verdad, sea falsa. La novela chilena, en cambio, pasa cayéndose del balcón y haciéndose trizas en el suelo y nadie se da cuenta. La novela chilena: describir la coreografía de una fiesta que terminó hace rato. Pensar en esa descripción como el futuro. Armar otra fiesta. Santiago 2009 ¿A quién le importa lo que pueda escribir o decir Jorge Edwards? Volver a Enrique Lihn como recurso contra Edwards. Lihn dibujó un cómic mientras moría en 1988. Visto desde el presente Roma, al Loba, el cómic, parecía un texto de realismo mágico o un cabaret dadaísta, una fiesta miserable. Sexo y muerte. La sensación súbita de que todo es una farsa, de que la literatura y la cultura chilenas suponen una mascarada, una cara tapada de barro que se seca al sol. La escritura es el barro, el espacio blanco entre las viñetas, la plumilla que tiembla y se deshace en cada trazo de tinta a la hora de llenar la página. Nota para leer el cómic de Lihn: verlo como una acumulación de capas geológicas de signos o trazos o estilos del imaginario de nuestra literatura. Teoría del fantasma: tal vez lo que me aburre del grueso de los comentaristas de la obra de Lihn es la solemnidad con que leen esa obra: la necesidad desesperada de perderse en él suspendiendo la distancia de su obra. La lihneagrafía alcanza a veces, cierta condición de disciplina herética que no admite a profanos, que suspende el caos que dichos textos suponen. Por supuesto, todo esto está codificado en la obra de Lihn que requiere una clase
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de lector que justamente vacile y se pierda en aquellas trampas. Porque aquí hay una sugerencia: Lihn –o la obra de Lihn– supone que la crítica literaria en Chile es más lúcida de lo que realmente es. Lihn construye una ficción desde ahí, desde la posibilidad de sus lecturas: sus poemas avanzan en la autconciencia y el patetismo de la vacilación respecto a su propio sentido, como si configuraran una serie de anotaciones que se van entrando en crisis, borrándose a sí mismas. Por otro –y eso queda claro en la lectura de Batman en Chile, esa novelita porno pop de 1973 que nadie leyó pero que se reeditó hace un par de años y que, parece, nadie supo qué hace con ellaLihn puede ser leído como una especie de filtro o resumidero de las tensiones de la academia y la historia. De hecho, habría que reevaluar eso: Lihn como un profesor que pone (ejemplificando en sí mismo, como el ejemplo extremo de su generación, como un espectro) o en movimiento los choques y tensiones entre los saberes postestructuralistas y su aprendizaje local. Leyéndolo uno puede entender cómo funcionan y se aglutinan, cómo se ponen en crisis con su traducción, en qué momento se convierten en otra cosa: Lihn es el límite, la sospecha, la parodia de la crítica literaria en Chile. Volver a El empampado Riquelme. Pensar en ese paisaje de la crónica. La verdadera zona de riesgo de la literatura chilena está ahí, en esas obras que se desarman, que no tienen definición específica, que son cualquier cosa: esos diarios intercalados de Germán Marín en Historia de una absolución familiar, la piedad que es el centro de los libros de Francisco Mouat, la perplejidad de Hotel España de Juan Pablo Meneses, el verdadero retrato de la soledad a la chilena. Pasó el 2006. Construían una carretera ahí, en Puente Alto. En ese lugar encontraron los pedazos del cuerpo de un joven llamado Hans Pozo. Uno por uno. Todo en ese radio. En el borde de esa edificación. Más acá estaban las casas y las poblaciones. Más allá, el campo, lo rural. La autopista era el límite, el borde exacto, el lugar donde se amarraba el extremo de Santiago. Ahí fueron a dejar los pedazos. Un puzzle macabro. Un puzzle sin sentido. Descuartizaron a Pozo y luego dejaron sus fragmentos ahí, en la carretera que aún no estaba terminada. En cada lugar donde apareció una mano o un pie, los vecinos pusieron una animita. Pozo se volvió milagroso. Yo vi esas animitas hace años, a finales del 2006. Dos de ellas, por lo menos, quedaban en el camino. Una era pobrísima: una calamina sostenida con ladrillos, agua bendita en botellas de vainilla, imágenes antiguas de la Virgen María en el suelo, restos de vela. La otra era mejor, más cuidada. Quedaba en un paso bajo nivel, al lado de unos graffitis de hip hop. La animita había crecido, estaba creciendo mientras devoraba la pared, que estaba llena de
La novela chilena: describir la coreografía de una fiesta que terminó hace rato. Pensar en esa descripción como el futuro. Armar otra fiesta. peticiones. Hans Pozo se había vuelto milagroso. El chico muerto se estaba convirtiendo en un santo y había flores y velas y estampitas y recuerdos. Todo, al lado de la autopista, que era un modo de acercar la ciudad a sí misma. Todo, al lado del sonido de los camiones, al lado de ese camino inconcluso que aún no llevaba a ninguna parte. Todo, al lado de la huella de esos restos de aquel chico muerto que se estaba transformando en una especie de santo improvisado y urgente. recuerdo que viendo esas animitas pensé en cómo todo estaba conectado, en cómo Santiago no era Londres, pero que sí se trataba de una ciudad mágica que poseía para sí conjuros perversos pero también hechizos de sanación, algo que estaQuimera 31
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ba hecho de sangre: algo que las novelas de Carlos Droguett (1912-1996) nos recordaban siempre pero que por ahora parecíamos haber olvidado. Las animitas al lado de esa incipiente carretera eran uno: una manera en que la ciudadanía aprendía a revertir el horror, a comprenderlo, a modularlo. Que aquello hubiera sucedido ahí, al borde de esa vía inconclusa, no era menor. Tenía un sentido. Como si se tratase de una novela del viejo Droguett (que se murió de viejo en Suiza, exiliado y odiando Chile) latía tras de sí una lógica oscura, una peculiar manera de escribir la ciudad, de definir sus límites, de trazar sus mapas. Las animitas eran un modo de dar vuelta todo eso, un sistema de sangre en el cual los ciudadanos comprendían y aceptaban no sólo el crimen sino también la irrupción de ese camino ahí, en las cercanías, los autos fantasmas que vendrían a toda velocidad desde futuro, como avisos de que su todo iba a cambiar pronto y para siempre. Mirar las imágenes de roberto Ampuero apoyando a Sebastián Piñera como un chiste, como una broma, como la relación extraña de la literatura chilena con el poder chileno, sus sueños idiotas de dominación mundial como un sainete pobre, sus fantasías intelectuales como testigo de la historia occidental como una comedia picaresca y, por qué no, impresentable. Lihn es la trampa. Buenos Aires Witold Gombrowicz residió en la Argentina y nadie pareció darse cuenta de ello. Yo me pregunto qué hubiera pasado de haberse venido a Chile. Me lo imagino atravesando la cordillera o llegando a Valparaíso, con el Ferdyduke ya escrito entre las maletas. Imposible saber con quién lo hubiera traducido acá o si hubiera llegado a hacerlo. o cómo habría leído Gombrowicz la novela chilena y el periodismo chileno. Cómo habría aprendido el español de Chile, el acento cantadito y los diminutivos. A quién le habría dado clases. Se habría perdido en el Bosco, en la farra del parque Forestal, en la noche rusa de los intelectuales de aquella época. Imposible de saber, pero es inquietante esa pregunta. Una línea alternativa de la historia a explorar. Un what if, como dicen en los cómics de Marvel. Me hubiera gustado saber qué hubiera pasado porque sospecho que en el fondo la relación de Gombrowicz con la escena literaria argentina tiene que ver con su mapa de la ciudad, con los modos en que se desplaza entre los cafés y las redacciones de los periódicos, entre los salones de las señoritas y los bares de marineros. Gombrowicz, en ese sentido, avanza invisible por una ciudad que no puede verlo, pero donde es capaz de reconocer el santo y seña de los otros invisibles, de los otros que aprenden el español entre titubeos que con 32 Quimera
suerte son una antesala al silencio. Anotado en Ezeiza en una hoja suenta y con el recuerdo –¿perplejo?- de una parrilla kosher en calle Uriburu: escribir sin saber que se está escribiendo. Villa Alemana Visito la casa de mis padres luego del terremoto y escribo esto en la provincia. A veces pienso en Juan Luis Martínez (1942-1993). Martínez vivía acá en Villa Alemana, a unos cuantos paraderos de distancia, pero nunca lo vi. o no me acuerdo si lo vi. Siempre he fantaseado con escribir algo largo sobre él. Alguna vez intenté una versión suya en una novela. Quedó deforme: un hombre albino que escribía policiales y que luego se dedicaba a tarjar textos propios y ajenos. El albino residía en el campo y no iba a ir nunca más a la ciudad. Como a Nicanor Parra, había que ir a verlo. A diferencia de Parra, existía un complejo mapa para llegar a su casa. Por supuesto, nada de eso pasaba con Martínez, que publicó dos libros (La nueva novela, 1977 y La poesía chilena, 1978) y luego se quedó callado hasta su muerte en 1991. para mí esos libros son fundamentales. No tengo ninguno. Uno tiene entre sus páginas un anzuelo de pesca y el otro una bolsa de tierra. Entre ambos hay banderas chilenas, certificados de defunción, una casa que desaparece, chistes privados, citas a Mallarmé y el vértigo opaco de una de las obras mayores de aquellos años. A mí me parece a ratos, que tras tanta vuelta vanguardista, tanto artefacto dadá, en esos libros están ciertas imágenes sobre las relaciones entre la provincia y la literatura: sus sueños de fuga, la ironía sobre la ficción ambiciosa sobre su lugar en la tradición occidental, una escritura hecha de escombros. Esa palabra –escombros– me viene a la cabeza mientras escribo esto. Hace cinco días acá hubo un terremoto y el país se cortó por la mitad. El mundo se acabó. Por mi lado, había intentado transformar algunas entradas de este diario como las notas de viaje insomnes y azarosas que iba recogiendo en el camino. No llegué a ninguna parte creo. Lihn tenía razón. Uno nunca sale del pueblo. Martínez viajó a Francia y luego se murió. Todos los viajes que realizamos son imaginarios. De ahí que me conforme con una pequeña paradoja: escribo esto donde empecé a escribir; en la mesa del comedor de la casa de mis padres. Mientras, pienso en la portada del libro de Martínez: dos casas rotas, fotografiadas en blanco y negro, deshabitadas, rotas y apiladas unas contra otras. Se intuye la presencia de un desastre en el pasado inmediato. Se intuye la confirmación de ambas como el suspiro de un mundo a punto de venirse abajo, que el futuro no va a estar más allá de la página en blanco, que no va a ser más que un signo puesto en suspenso. Ese signo es la nueva novela.
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Colonialismo cultural y tradición literaria
Por Pablo Torche / Chile es una república independiente desde hace exactamente doscientos años, pero aún subsisten en el terreno cultural claros signos de colonialismo. El más concreto de estos, compartido por buena parte de los países latinoamericanos, es la ausencia de editoriales propias que cuenten con un alcance regional, o que derrapen siquiera allende la
Cordillera hacia los países vecinos. El hecho de que la definición de los autores –tanto nacionales como internacionales–, que se leen en el país, y aquéllos que se difunden al exterior, no sea realizada de manera completamente autónoma, sino que vengan censados por alguna forma de poder externo (principalmente de España), tiene sin duda causas relacionadas con el volumen del mercado, los índices de lectoría y otras variables propias del tráfico editorial, pero tamQuimera 33
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bién interviene, a mi juicio, una barrera de carácter puramente mental. Esto, que yo llamaría “mentalidad colonial” también se expresa en Chile en el terreno más propiamente literario, particularmente en el narrativo, que constituye el foco de este artículo. A lo largo de la historia del país, buena parte de los escritores chilenos se han preocupado de buscar un modelo literario externo, emanado del centro cultural de turno, para luego subordinarse por completo a él, limitándose simplemente a adaptarlo a alguna temática local. Este procedimiento fue muy nítido a lo largo del siglo XIX con los modelos franceses, bien que convenga decir, a favor de Chile, que una buena parte del mundo seguía el mismo patrón. El caso más emblemático es el de Alberto Blest Gana, cuyas novelas, vívidos y geniales frescos de la sociedad de la época, funcionaban enteramente en la moda de un Zolá o un Balzac (lamentablemente no alcanzó a caer bajo la égida más intimista de su contemporáneo Flaubert). Así, el aporte de quien es considerado casi unánimemente como el padre de la novela chilena no se relaciona tanto con la creación o búsqueda de un lenguaje original, sino más bien por el contrario, con la adopción de un modelo literario importado, y su aplicación rigurosa con el objetivo de ofrecer el retrato social de una época. Con las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX el impulso creativo predominante de las nuevas generaciones se mantuvo relativamente inmutado: viajar a París y olisquear en los salones y cafés las nuevas vertientes literarias, para importarlas luego a Chile, donde se recubrían rápidamente de un inevitable halo provinciano de imitación, a veces derechamente de remedo. En el terreno estrictamente narrativo (en poesía es otra historia), los resultados de este procedimiento fueron más bien magros, carentes de un auténtico ánimo de renovación, lo que tuvo por resultado una extensión casi enfermiza del realismo hasta ya entrada la segunda mitad del siglo. Habría que esperar hasta fines de la década de los ’50, en el marco del incipiente boom latinoamericano, para que se superara por fin este rezago. En cierta forma, la importancia del boom en el continente fue precisamente ésta, la de remecer a Latinoamérica de estas tenazas de subordinación y mimetismo estilístico, para lanzar a sus escritores en la construcción de voces literarias que, si bien se entroncaban con la tradición occidental (y quizás precisamente a causa de una enfrentamiento sin complejos de esta tradición), dejaban por fin atrás la mera instrumentalización de estilos literarios previos, y se atrevían a explorar caminos narrativos novedosos y propios. El representante más destacado de este movimiento en Chile fue José Donoso. Temprano en el continente, en 1957, Donoso publicó su primera y una de sus mejores novelas, 34 Quimera
Coronación. Dando muestras de una amplia gama de influencias, principalmente de la literatura inglesa, Donoso refinaba sin embargo un lenguaje completamente nuevo, empolvado y fantasmagórico, para poner en escena una sociedad en decadencia, todavía fracturada por las divisiones de clase de carácter casi colonial. La huida de cualquier tipo de criollismo, todavía en boga en Chile por ese entonces, la dejó rubricada Donoso con un final esperpéntico y onírico, que se transformaría pronto en el sello más característico de su obra. Como no es de extrañar, la primera reacción en Chile a la obra de Donoso alabó fundamentalmente la maestría del retrato social, su prolijidad descriptiva y todo lo que pareciera verosímil y fidedigno, pero criticó los elementos simbólicos o derechamente fantásticos que incorporaba la esperpéntica escena final. Es decir, precisamente aquellos elementos originales del estilo de Donoso, a través de los cuales va dejando atrás por fin los ya ajados marcos del realismo más rígido. Donoso mismo, acaso poco sorprendentemente, articuló una crítica de esta naturaleza, quejándose que el medio chileno favorecía sólo lo repetitivo y mimético, y reprimía la búsqueda de caminos literarios propios. Por más que controvertida y algo pretenciosa, esta opinión parece completamente ajustada a la realidad. Pues fue justamente a través de estos elementos, en primera instancia rechazados, que la obra de Donoso inauguró en Chile un proyecto narrativo completamente original y, a la postre, de alcance mundial. remecida por fin de la auto-impuesta limitación de hablar a través de voces pre-existentes, Donoso demostró que era posible construir una literatura propia, no sólo en términos temáticos sino por la propuesta literaria misma. La idea de que sólo a partir de Donoso, a lo largo de la década de los ’60, la literatura chilena adquirió por fin certificado de “adultez”, ha sido debatida –preciso es que lo consigne– por algunos académicos y estudiosos que le otorgan este lugar a algunos escritores precedentes, como Manuel rojas, Juan Emar o, caso que tal vez resulte más defendible, María Luisa Bombal. En lo personal, tengo que confesar que he tratado durante mucho tiempo de persuadirme de esta visión, pero sin éxito. Las obras de Manuel rojas, a pesar de su ambición descriptiva, exhiben un criollismo tan añejo y decimonónico, que resulta casi inverosímil que hayan sido escritas en la segunda mitad del siglo XX. Juan Emar, por su parte, sin duda un espíritu creativo, y hasta extravagante, generó un collage disperso y fracturado de papeles en el que, más allá de la férrea decisión de aplicar a su escritura los postulados del surrealismo, resulta difícil discernir una obra propia. Desde mi punto de vista, por lo tanto, no fue sino hasta la obra de Donoso que la literatura chilena se “pone al día” por fin del rezago casi dramático en que se encontraba en
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relación, no sólo con las tendencias de la literatura universal, sino con la sensibilidad de la época. Puede constituir un sustento relativo de esta opinión el hecho de que su figura haya dominado prácticamente sin contrapesos el panorama literario nacional por cerca de cuarenta años, hasta la irrupción de Bolaño, a fines del milenio. Su influencia, sin embargo, quizás precisamente debido al magisterio casi indisputado que ejerció, fue menos fructífera de lo que pudiera haberse esperado. los desafíos acTuales No me fue posible esquivar esta introducción algo tediosa para señalar el que me parece que sigue siendo hasta el día de hoy el desafío más importante de la literatura chilena: la necesidad atreverse a construir lenguajes narrativos propios, que deje de lado la mera adopción de estilos ya validados y sea capaz de desarrollar, a través de la búsqueda literaria, una sensibilidad verdaderamente original y propia. Mientras no aborde este desafío, la literatura chilena nunca construirá una tradición realmente sólida y valiosa. La ilusión, que se transforma pronto en mordaza, o grillete, de que el único aporte literario que se puede esperar de un país como Chile se reduce a la incorporación de ciertos tópicos locales o autóctonos, no es más que un remanente de esta historia de colonialismo cultural que todavía pervive en el terreno literario. Me parece que este riesgo sigue presente en la actualidad, constatándose ahora en relación con los nuevos centros de poder cultural y en particular con la literatura norteamericana. Se trata de una tradición sin duda vasta y riquísima, pero cuya influencia se ha dejado sentir en Chile predominantemente en la forma de un estilo llano y directo, subsidiaria del lenguaje oral y con frecuentes giros coloquiales, que aparentemente desconfía de una lenguaje artificioso o excesivamente “literario”. Bajo el influjo de autores como Carver, Cheever, Easton Ellis y muchos otros, que han florecido de manera algo excesiva en las librerías y los medios locales, una buena parte de los escritores nacionales se ha rendido de manera un poco superficial a este tono aparentemente “transparente”, si se quiere “a-literario”, como si fuera la única forma de capturar sin distorsiones la conciencia y el entorno contemporáneo. El ejercicio puede resultar de interés en ciertos casos particulares, pero su replicación extendida, a ratos hegemónica, resulta más bien sospechosa. Sólo a modo de ejemplo, quisiera terminar este artículo mencionando a dos autores que, desde mi punto de vista, escapan claramente de esta tendencia y han sido capaces, desde ángulos muy distintos, de crear un lenguaje literario completamente propio y original. El primero de ellos es Sergio Missana (Santiago, 1966) que en sus novelas se ha distanciado por completo del retrato social explícito, y ha preferido la construcción de entornos escasamente localizados,
pero de fuerte carga simbólica. A través de un lenguaje depurado y fuertemente alusivo, con preferencia por la descripción de paisajes desolados, casi apocalípticos, Missana ha construido una obra original y distinguible cuyos puntos más altos son para mí las novelas Movimiento Falso (2001) y sobre todo La Calma (2005). Si bien desde un punto de vista completamente distinto, también es la construcción de un lenguaje literario particular y casi bizarro, el que ha permitido a Marcelo Mellado (Concepción, 1955) construir una literatura única, y de alguna forma imprescindible en el entorno nacional. A partir de una impostación de jergas olvidadas, o denostadas, como la del funcionario burócrata, el izquierdista trasnochado, o bien derechamente la parla procaz del vulgo o del hampa, Mellado ha dibujado una visión crítica, cómica y feroz de la sociedad chilena, uno de cuyos momentos destacados lo constituye el conjunto de relatos Ciudadanos de baja intensidad (2007). Creo que no es casualidad que estos dos autores ocupen un lugar difícil, acaso marginal, en la literatura nacional. Sus obras sin duda escapan de los patrones clásicos, pero, sobre todo, de la tendencia provinciana o derechamente colonial de remitirse a adoptar un modelo externo y aplicarlo a algún pintoresquismo nacional. Es precisamente su intrepidez, su interés de levantar un lenguaje propio, independiente, lo que le resulta a Chile extraño, difícil de absorber. Se desprende de este último comentario una primera demanda en relación con el medio cultural chileno, y vaya pues formulada de modo concreto, a modo de cierre: Se requiere, para la promoción y fomento de una tradición literaria autónoma y madura, un entorno crítico preparado para valorar la originalidad cuando viene de dentro, y no sólo cuando llega censada y validada por poderes externos, que sea capaz de ir construyendo de manera autónoma el canon nacional. Una segunda demanda, más importante que la anterior y que de alguna forma se ha asomado a lo largo de todo el artículo, resulta más difícil de formular de manera concreta. Porque para la conformación de esta ansiada tradición literaria se requieren también, por cierto, proyectos de escritura o, más concretamente dicho, escritores, que se atrevan a perseguir un camino propio, genuino, no mimetizado en otras voces sino inspirado en una búsqueda personal. No se trata, como se ve, de una demanda que se puede exigir, ni siquiera formular como una intención a futuro. Es más bien una forma de compromiso personal de cada escritor, pero no uno que se pueda adquirir de una vez, o firmar al pie de una hoja, sino uno que juega día a día, paso a paso, en la lucha que se libra con el lenguaje sobre el papel o frente al computador, en la elección misma de cada frase y cada palabra, incluso la más mínima, el campo de batalla íntimo del trabajo literario, el momento de la escritura. Quimera 35
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Narradoras chilenas nacidas entre el 70 y el 85:
entre el Estado y el mercado
Por Claudia apablaza1 / Pensar en este artículo requiere el mismo trabajo de las primeras etapas de un trabajo antológico. Un ejercicio y otro comparten el juicio seleccionador, la mirada sesgada; además de la absoluta propensión al error, error que se asume mejor si uno no cree que, como dicen algunos optimistas esperanzados, el tiempo vaya a escribir las mejores antologías. Así, seleccionar y buscar los nombres de las narradoras chilenas nacidas entre el 70 y el 85 siempre será un ejercicio inconcluso a priori, por ahora una forma de sacar a luz los breves destellos que vislumbro, por lo que prefiero partir con observar el campo en el que se desenvuelve este ejercicio; con lo peligroso que se ha vuelto el campo de trabajo para estas narradoras: un lugar cargado de obsesión en mostrarse dolorosas ante las cuatro paredes que limitan el territorio chileno llamado Santiago; naciendo de una tierra llamada democracia, creciendo y multiplicándose bajo el alero y mandato de las grandes editoriales, respirando agónicas junto a la narración masculina que lo ningunea, lo redime, lo sepulta y finalmente lo esconde. En general (y me incluyo) se está escribiendo sobre este campo inhóspito, un campo en que prima el miedo y la agonía y que ha dificultado la lectura de estas narradoras chilenas contemporáneas más allá de la cordillera. Con esto no estoy defendiendo la publicación en el extranjero, estoy apuntando a que las escrituras, para alcanzar ser escuchadas, deben dialogar, trasladarse y mimetizarse más allá del control de quien las genera. Se vislumbra esta imposibilidad. El horror al diálogo abierto y directo con ese otro que sepulta. A ese Bolaño que se ríe de la gran madre, a ese gran y único editor chileno que rechaza sus originales. También está el miedo constante a una supuesta escritura “masculinizada”. Miedo a la experimentación
narrativa. Miedo al rechazo de las trasnacional en un grito del por favor, ¿qué hago ahora? Estatización del proyecto narrativo. Último grito y plata del mercado. Abuso de recursos ya usados por sus antecesoras que ya no son ruptura y choque. En fin: ¡Yo soy una narradora chilena! ¡Vivo del estado! ¡El estado me protege! ¡La Diamela me protege! ¡La Pía Barros me protege! ¡El Mercurio me protege! ¡Soy una de las 100 líderes chilenas! Después de la oscuridad de la dictadura se abrió la posibilidad de este campo. Un escenario de sobreprotección, un híbrido entre el estado de democracia amparado por un neoliberalismo exagerado. Esto se reduce en un llamado a gritos de “escribe de esta forma y el estado o el mercado te lo comprará”. o una avenida larga que se inicia en una callecita llamada Democracia hasta el final del paradero que se llama el Gran mercado. Ahora bien, ¿qué nos queda a las narradoras chilenas en este escenario? Como dije así vislumbro el campo por sobre el que las mujeres escribe narrativa hoy en Chile. Y en ese campo me siento parada hoy en día. Campo medianamente infértil, campo limitado por estas avenidas, pero que debemos mirar más de cerca, desmenuzarlo, ya que eso no siempre determina que sea necesariamente la escritura de cada una de las narradoras chilenas contemporáneas. Más bien, creo que solamente ha determinado que este lugar de la narrativa chilena sea un espacio liderado por “los” narradores y las mujeres se reduzcan a un espacio pequeño, temeroso de alzar la voz, a una narrativa de salón sureño, escondida en sus acomodados cuchitriles. —¿Cuáles son sus nombres, en qué año nacieron y qué han publicado? —Alejandra Costamagna nació en 1970, es principalmente cuentistas. Tal vez la única cuentista de este grupo. Ha publicado los libros de cuentos Malas noches (2000), Últimos Quimera 37
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fuegos (2005), y las novelas En voz baja (1996), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y Dile que no estoy (2008). Lina Meruane también nació en 1970, ha publicado el libro de cuentos Las infantas (1998); y las novelas Póstuma (2000), Cercada (2000) y Fruta podrida (2007). Andrea Jeftanovic nació en 1970, ha publicado las novelas Escenario de guerra (2000) y Geografía de la lengua (2007). Nona Fernández nació en 1971, ha publicado el libro de cuentos El cielo (2000) y las novelas Mapocho (2002) y Avda.10 de Julio Huamachuco (2007). María José Viera-Gallo nació en 1971, ha publicado la novela Verano robado (2006). Leo Marcazzolo en 1975 ha publicado la novela Papa y Mamá (2007). Patricia Poblete Alday en 1978 ha publicado la novela Marcha atrás (2006). Lyuba Yez en 1979 ha publicado las novelas Entre caníbales (2005) y El mapa de lo remoto (2008). Francisca Solar en 1983 ha publicado la novela La séptima M. Y finalmente Andrea ocampo en 1985 ha publicado el libro de ensayos Ciertos ruidos (2009). —¿Qué características tienen en común sus proyectos narrativos? ¿Se pueden hacer parejas o subgrupos? —Desde el género que trabajan, creo que tenemos sólo una cuentista: Alejandra Costamagna. Todas las demás trabajan principalmente la novela: Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Lyuba Yez, Patricia Poblete Alday, Nona Fernández, María José Viera-Gallo y Francisca Solar. Y dos de ellas, el ensayo y la crónica: ocampo y Marcazzolo. En cuanto a las temáticas Costamagna y Marcazzolo trabajan las relaciones familiares, los conflictos al interior del núcleo familiar, lo cotidiano, la enfermedad producida por constelaciones familiares. Jeftanovic y Meruane, la subjetividad y el cuerpo, la construcción de la identidad, los límites corporales, mujer y cuerpo, enfermedad del cuerpo. Lyuba Yez, la sociedad, vínculos sociales degradados, perversión en los vínculos laborales, el poder social. VieraGallo, Solar y ocampo: la adolescencia, la juventud, los suicidios, conflictos de construcción de identidad postdictadura, postdemocracia, identificación y grupos de adolescentes, rebeldía temprana. Nona Fernández la ciudad como margen, la urbe que determina, el espacio público, el reconocimiento del cuerpo civilizado. Poblete Alday: La muerte. También podemos fijarnos en el registro narrativo. Diría que Costamagna y Marcazzolo trabajan narrativamente las acciones. La experimentación con las acciones mínimas por sobre otro elemento de lo narrado. Meruane, 38 Quimera
Jeftanovic y ocampo trabajan sobre el lenguaje y la experimentación con él para construir el mundo. Poblete Alday y Viera-Gallo, el discurso macro, el discurso de lo pop, ese grueso que arrasa la realidad íntima y se vuelve el todo; algo así como: todos vamos a morir, todos somos jóvenes adolescentes que enfrentamos una realidad común y nos enfrentamos como héroes a esa realidad. Yez y Nona Fernández se centran en el realismo puro. Desde la fe en el discurso de la hiperrealidad. La ciudad se les vuelve tangible, real y ellas dicen que pueden enseñarla. Por último Francisca Solar trabaja desde la ciencia ficción. Desde el desencanto de un mundo subjetivo/objetivo y la posterior construcción de uno tercero con leyes que modela a su antojo. —¿Con qué autores crees que vinculan ellas su trabajo? —Leo a Alejandra Costamagna cercana a onetti y con Carver. Andrea Jeftanovic con Diamela Eltit y con Elfriede Jelinek. Lina Meruane con Diamela Eltit, Clarice Lispector, Beckett y Bellatin. Lyuba Yez con Santiago roncagliolo, Carla Guelfenbein y Pablo Azócar. Patricia Poblete Alday con Bolaño, Fuguet y ray Loriga. María José Viera-Gallo con Fuguet y ray Loriga. Francisca Solar con Harry Potter. Andrea ocampo con Diamela Eltit, Nestor Perlonguer y roland Barthes. —¿Qué relación tienen con escritoras consagradas como Diamela Eltit o Pía Barros? —En general creo que Diamela Eltit ha marcado estéticamente proyectos narrativos como el de Jeftanovic, ocampo y Meruane. En cambio Pía Barros marcó más el aprendizaje de la escritura de algunas, sobre todo de las cuentistas. Además hay grupo de escritoras en Chile que fueron formadas por Diamela Eltit y otro grupo que fue formado por Pía Barros. Supongo que en sus trabajos se nota. Diamela Eltit es más experimental y trabaja mucho el lenguaje del texto. Pía Barros trabaja más la trama y la acción del relato. Lina Meruane, Jeftanovic y ocampo se formaron con Eltit. Costamagna, Yez y Poblete Alday con Pía Barros. —¿Cuál de ellas te parece más interesante y por qué? —Me parece interesante el trabajo de Lina Meruane. Porque trabaja de la mano de escritores que admiro mucho. Esa mezcla de Bellatin, Lispector, Beckett y Eltit, da como resultado la escritura del cuerpo enfermo y degradado que toma consciencia de sí desde el delirio y lo fantástico. —¿Tienen lectores en toda Latinoamérica? —Algunas en Latinoamérica, como Alejandra Costa-
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rodríguez ya va a hacerlo. —¿Es difícil para una mujer publicar en Chile? —No, para nada. —¿Hay autoras que no has incluido por motivos edad en esta selección, pero que bordean estos límites? —Cynthia rimsky, Andrea Maturana y Eugenia Prado. —¿Cómo contactar con ellas? ¿Tienen blogs, facebook, myspace o revistas electrónicas? —Sólo ocampo tiene blog: www.mimetriky.blogspot.com, las demás se notan reacias a ello. Creo que Viera-Gallo tuvo uno cuando sacó su novela, pero no siguió con él. También Lyuba Yez tuvo, pero también lo he revisado y está inactivo. Myspace sólo ocampo. Las demás supongo que tienen Facebook.
Esa mezcla de Bellatin, Lispector, Beckett y Eltit, da como resultado la escritura del cuerpo enfermo y degradado que toma consciencia de sí desde el delirio y lo fantástico. magna y Andrea Jeftanovic; creo que la única que ha publicado fuera de Chile es esta última, que publicó en Perú. De todas formas creo que ellas mismas se cierran a los lectores fuera de Chile al publicar en trasnacionales. Todos sabemos que, por políticas económicas, los libros locales publicados en los grandes grupos llegan hasta donde acaba el país. —¿Hay inéditas de esa edad? —Sí que las hay. Por ejemplo Mónica A. ríos, Ximena Jara, Carolina Melys y María Paz rodríguez. —¿Por qué crees que están inéditas? —Supongo que ya publicarán. Por lo menos María Paz
—¿Cómo leer sus libros desde cualquier punto del mapa? —Por ahora no se puede. Pero supongo que ya se podrá en formato e-books. Por ahora, se pueden buscar en la web. Todas tienen cuentos publicados online. —¿Hay alguna antología que las reúna? —No la hay. —¿Se han traducido? —Alejandra Costamagna está traducida al italiano. —¿Podemos encontrar a alguna de ellas publicada en México o en Latinoamérica? ¿O alguna de ellas publicada en España? —No, por lo que levanto el estado de alerta. Y ahora creo que podemos retomar lo del principio: creo que es natural que desconozcamos completamente el trabajo de las narradoras chilenas nacidas entre el 70 y el 85 si se mueven sobre el campo que dificulta esas relaciones, es decir en esos paraderos chilenos llamados Estado y Mercado (con la variante Democracia y Mercado); paraderos que no son benignos, sino que pujan al localismo narrativo, al miedo, a sepultar narrativas en metros cuadrados de cemento, y no conforme con eso, prometen el cielo a las que se mantengan fiel a sus límites.
Nota: 1. Narradora (Chile, 1978). Ha publicado el libro de relatos AUTOFORMATO (Lom, 2006) y la novela Diario de las especies (Lanzallamas, Chile; México, DF, Ediciones Jus, 2008; Barataria, España, 2010). Quimera 39
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Noventa días
(FRAGMENTOS)
Por AlejAndro ZAmbrA / díA 13 Ayer dejé de fumar, gracias al medicamento. Los primeros días pasé, casi sin darme cuenta, de sesenta a cuarenta cigarros, y luego de cuarenta a veinte, y así hasta la víspera, en que fumé sólo dos y con pocas ganas, más bien para aprovechar el último poco autorizado. Al descubrir que la cuota bajaba significativamente, fumaba varios cigarros seguidos, como si pretendiera ponerme en forma o recuperar una cierta categoría. Pronto me resigné y a estas alturas es evidente que he pasado a la reserva. Entiendo que sólo podré considerarme sanado cuando abandone el remedio, es decir, hacia el día 90 de la nueva era. Es alarmante, en todo caso, la rapidez de la intervención. Y la docilidad de mi organismo. Me creía, a pesar de las jaquecas, un hombre fuerte, pero las pastillas modificaron algo esencial. Es absurdo pensar que el remedio únicamente me alejó del hábito. De seguro me ha distanciado también de otras cosas que aún no descubro. Me refiero a que las ha puesto tan lejos que ya no puedo verlas. Hasta aquí no ha habido dramatismo en mi proceso, pero he comenzado a buscar un doble fondo, un lugar diferente donde poner los ojos. díA 17 Durante al menos quince años el acto de levantarse obedecía a la felicidad de descubrir, en el primer parpadeo de lucidez, que podría fumar de inmediato. Sólo después de la primera piteada despertaba realmente. Meses antes de empezar el tratamiento, el otoño pasado, intenté controlar el impulso, demorar el mayor tiempo posible el primer cigarro del día. El resultado fue desastroso: me quedaba en la cama hasta las once y media de la mañana, muy desanimado, y a las once y treinta y uno cumplía con la primera bocanada.
díA 25 Además de una náusea leve que desaparece pronto, no he experimentado molestias mayores, y las migrañas ya casi no vienen. La lista de efectos secundarios es larga y por supuesto al leerla experimento fugazmente cada uno de los síntomas mencionados. Más grave es el problema de las manos, en todo caso. No sé qué destino darle a las manos. Me aferro a los bolsillos, a las barandas, a las mejillas, a los vasos. Sobre todo a los vasos, ahora me emborracho rápido, lo que por lo pronto no es problema, pues cuento con la comprensión de los demás. Me molesta esa aprobación unánime a lo que algunos llaman –cigarro en mano– mi valiente decisión. “Te admiro”, me dijo hoy una mujer horrible, y agregó, con un estudiado gesto sombrío: “Yo no podría”. díA 27 Esta tarde unas personas me preguntaron cuál era, para mí, el gran problema de la literatura chilena. Ya es bastante absurdo que en una conversación de pasillo pueda darse una pregunta como esa. Las conversaciones de pasillo, por lo demás, siempre fracasan, o al menos así se me presentan la mayoría de las veces: como simples promesas de dispersión. Pero respondí, con seguridad, estrenando un impensado personaje, que el problema de la literatura chilena era la costumbre de escribir cigarrillo en lugar de cigarro. En Chile nadie dice cigarrillo, decimos cigarro, argumenté, como golpeando una mesa imaginaria, pero los escritores chilenos piensan que si escriben cigarro no van a publicarlos en España, y al final agregué esta frase absolutamente demagógica: Yo soy de los que escriben cigarro. En esencia pienso eso, pero no comparto el énfasis, y tal vez el verdadero problema de la literatura chilena sea justamente ese énfasis marcial en la prosa de algunos. Ese tremendismo. La frase tuvo un efecto inmediato. Parecieron aprobarla, pero la conversación súbitamente decayó. Quimera 41
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Nunca terminan bien las conversaciones entre más de cuatro personas, sobre todo si tienen lugar en un pasillo. Debo aceptar, eso sí, que estoy deprimido y un poco irritable. Me desagrada, en general, mi comportamiento. díA 35 Caminando por Agustinas esta mañana, vi a un hombre aproximadamente de mi edad y de mi altura y también de mi color que venía fumando. Por una milésima de segundo me pareció muy extraño que llevara en la boca eso. La bocanada fue muy larga, como en cámara lenta. De pronto quise absorber o devorar su rostro, y la impresión primero fue de extrañeza y enseguida de rechazo. De alguna forma ese hombre me era repulsivo. Más tarde –pronto, de inmediato, pero más tarde– comprendí que la repulsión se debía a la enorme semejanza que nos hermanaba. Encuentro solamente semejanzas además de cuatro diferencias bastante obvias: el color del pantalón (yo nunca llevaría prendas de ese tono llamado barquillo), un aro en forma de garfio que colgaba de su oreja izquierda, mi barba incipiente versus su cara despejada y, sobre todo, la importante presencia en su boca de ese cigarro que antes yo también tenía. díA 47 Me acuerdo de esos versos que le gustaban al Andrés, de un poema de Ernst Jandl, creo: “El doctor me ha dicho/ que no puedo besar”. Pues a mí el doctor me ha dicho que no puedo fumar. díA 49 Primera recaída, anoche, en Buenos Aires, asociada a lo que debería llamar mi nueva cordialidad. Mi nueva cordialidad consiste en acercarme demasiado a las personas, al estilo de esos seres que te abrazan a la menor oportunidad. Inesperadamente imito a gente a la que siempre he despreciado. Ahora sofoco la ansiedad expresando sentimientos prematuros, pero no me abalanzo sobre cualquiera. Me acerco a gente abrazable, a gente que, proyectando las impresiones actuales, merecería ese contacto. Tampoco mi gesto es, en propiedad, un abrazo, sino un ademán leve acompañado por indignas risas nerviosas. Estábamos con Maizal, Matón, Libertilla, Capella, Valeria y varios recién conocidos que a poco andar ya consideraba nuevos y duraderos amigos. Además de la cerveza –puedo tomarla de nuevo, después de achacarle injustamente, durante años, las migrañas– había un fac42 Quimera
Maizal lo apoyó, Matón lo secundó y también Libertilla y pronto todos gritaron dale, dale, chileno, volvé a fumar, hacelo por Chile.
tor importante para mi euforia: la alegría del turista, la bendición de estar solamente de paso. Desde ese cómodo margen seguí las discusiones terribles de la interna literaria. Se enfrentaban, encarecían principios difusos y sin embargo legítimos, aunque milagrosamente primaba una cierta armonía o camaradería. Yo agradecí la hospitalidad obedeciendo: anoté los títulos de todos los libros que me recomendaron en una servilleta (que al final, en un descuido lamentable, me llevé a la boca), comí unas grasas atroces, y asumí cada sorbo de cerveza con puntual urgencia. No es que bebiera obligado, pero la venturosa coincidencia de lo obligatorio con lo placentero aumentaba una velocidad ya de por sí alta desde que empecé el tratamiento.
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De pronto sobrevino un interés respecto a mi proceso, y me vi explicando, en mi torpe dialecto chileno, que dejaba de fumar no por opción sino por prescripción médica, debido a las migrañas. Extrañamente nadie en la mesa manifestó padecer o haber padecido migrañas, que es el desvío natural de la conversación. Noté que se fijaban demasiado en mi forma de hablar, pero por fortuna el crítico rosarino –un tipo hosco y a la vez agradable que hasta entonces había participado de forma discontinua en la conversación: a veces parecía interesado, pero el resto del tiempo nos observaba con un rictus de desprecio– me miró con sus brillantes ojos de loco y me dijo haceme el favor de volver a fumar, chileno. Maizal lo apoyó, Matón lo secundó y también Libertilla y pronto todos gritaron dale, dale, chileno, volvé a fumar, hacelo por Chile. obedecí. Me bastó una pequeña viñeta para agarrar, encender y probar un marlboro rojo. Sabía horrible pero ya el segundo me pareció mejor. Mi concesión restituyó la normalidad y el rosarino comenzó un relato sobre su experiencia como participante en sesiones de sexo grupal. En algún momento pensé que su objetivo verdadero era llevarnos –a todos– a la cama, pero sólo deseaba orear un rato su intimidad, y muy pronto, como concretando un guión caprichoso, volvió a su naturaleza de conversador inconstante. El último cigarro de anoche fue para acompañar un par de whiskys que me convidó Maizal en el bar del hotel. Desperté a mediodía, apenas con tiempo para hacer la maleta y partir a Ezeiza. La temida resaca era doble; por primera vez distinguí las capas, la borrachera del alcohol ha sido llevadera, pero la caña de los ocho o nueve cigarros fumados aún persiste. Acaso el medicamento prolonga, con espíritu aleccionador, ese sabor sin sabor que tengo encima. En adelante procuraré mantener a raya mi nueva cordialidad. díA 62 Ayer intenté un poema, pero sólo conseguí estos pocos versos, apenas pasables: Cigarros apagados en la borra Del café lentamente repasados La mano se adivina en ese pozo Inmundo como el barro duradero La suerte se termina con la noche La noche pasada de largo, como se dice. Noches sin dormir, leyendo o escribiendo, y el tedio ante el cenicero repleto. Casi de madrugada las colillas iban a la borra del café: siempre el último hasta enterar y secar el pozo. Una
especie de horrendo alfilerero que recuerdo, ahora, con nostalgia. díA 68 Segunda recaída, peligrosamente cercana al día 90 de la nueva era. Los detalles no importan: estaba, simplemente, desesperado, y fumar no solucionó el problema (el problema no tiene solución). De nuevo sentí asco y el asco funcionó, al menos, como distracción. díA 73 Tercera recaída, prolongación de la segunda, en realidad. Larga migraña que no pude apagar con los remedios antiguos. Pero también me duele la garganta y el estómago y todo el cuerpo. díA 74 Lo que para un fumador es verosímil, para un no fumador es literatura. Ese cuento de ribeyro, por ejemplo: el fumador arrojándose por la ventana para rescatar un paquete, o años después, enfermísimo, bajando diariamente a la playa sólo para desenterrar los cigarros escondidos en la arena. Los no fumadores no entienden esas historias. Las observan con displicencia. Un fumador, en cambio, las atesora. (Aún no domino la perspectiva que ahora me toca, la del ex fumador). díA 84 “oscuridad fumada con empeño”, dice un poema de r. Merino. La imagen es exacta: la última lumbre, levantando la cabeza para evitar derramar ese fuego escaso, o el desastre mayor de manotear la frazada como un ciego, sin saber nunca si hemos apagado la brasa solitaria. díA 90 No he vuelto a fumar después de las recaídas. Mañana dejo la vareniclina. Será el verdadero primer día sin fumar. Me veo llamado a un esfuerzo de voluntad que no quiero hacer. Esto ha sido nada más que un preámbulo. Conclusiones: La vida sin cigarro no es mejor. Tal vez es peor. Las migrañas regresarán tarde o temprano, fume o no fume, pienso. Miento, pues en realidad se fueron con el humo, y sólo volvieron cuando fumé, hace unos días, como loco. No disfruté esos cigarros. Ha sido absurdo este tratamiento. He ganado una satisfacción muy falsa. Debo aprender, de nuevo, a fumar. Quimera 43
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Ratas
Marcelo Mellado En el bar La Playa solía haber ratas. Ruth vio varias de distinto pelaje y condición mientras ejercía en esa zona, pero no sólo en ese maloliente antro circulaban esos malditos roedores; los había en otras áreas de la podredumbre urbana, no solamente en el perímetro de la pestilencia poética, ahí donde se ubican esos dispositivos escénicos para noctámbulos, que en ese entonces llamaban bohemia porteña, que no era otra cosa que sucuchos lumpenescos, arribistas y culturosos, a los que muchas nos vimos obligadas a entrar por error analítico. Podríamos decir, con todo el temor a equivocarnos, que en casi todo el espacio público o privado, comercial o administrativo, en donde todavía quedaban restos de tortuosa humanidad –que era el hábitat ideal para que esos bichos generaran las condiciones de su reproductibilidad–, pululaban rastreramente estos inseparables de la condición apocalíptica, criminalizando el ambiente y dotándolo de una alta toxicidad. ¿Ratones, ratas, lauchas, pericotes, guarenes…? La gran cantidad de quebradas infectas, atestadas de basura –que combinaban proporcionalmente residuos artificiales y orgánicos– y que delimitaban con su fuerte carga odorífera la infinidad de cerros que constituyen la demoníaca ciudad, proveen al plan de una población abultadísima de ratas, genéricamente hablando. Éstas, en esa época, según Ruth, transitaban por la barra de La Playa, zigzagueando entre vasos y botellas, sobre el mesón de roble americano o pino oregón –que todavía tiene los ceniceros clavados para que no se los roben– y departiendo con los parroquianos habituales. Y si bien, como ya dijimos, no eran exclusivas de ese establecimiento, tendían a concentrarse en dicho tugurio. Bien lo sabía ella como animadora del deseo (cultural). Ruth comenta vagamente que ese bar fue premiado en esos concursos dudosos que se hicieron para el Bicentenario; nostálgica evocación, por cierto. Quizás los espejos biselados, las maderas nobles de su mobiliario o el aroma arcaico y en apariencia venerable, o simplemente la especulación político-patrimonial, determinó una premiación que fue motivo de celebración de los parroquianos más antiguos, aunque hubo muchísimos bares y cocinerías a los que se les entregó un diploma que los acreditaba como lugar con valor patrimonial; es probable incluso que no haya habido ninguno que no lo recibiera. Pero todo ese espíritu celebratorio ya era parte de un pasado que tenía una sólida sepultura.
En la actualidad, el nivel de contaminación de la bahía y de todo el entorno impedía cualquier trabajo del tipo marítimo portuario o de servicios, lo que implicó que los habitantes desocuparan el borde costero definitivamente y se internaran en las zonas más altas o abandonaran la región. Tras la catástrofe múltiple del que habría sido el primer puerto territorial, producto de los incendios endémicos que se producían casi por generación espontánea y por el colapso de la vida doméstica y política, que era más o menos lo mismo, y después de que ya no podían atracar embarcaciones porque las fecas domiciliarias y otras espesuras producidas por la industria cultural –altamente contaminante– y la misma faena portuaria produjeron una costra barrosa (o lodo tóxico solidificado hecho de múltiples sedimentaciones) que hizo intransitable el borde marítimo que llamamos la costa, sólo persistió un aroma a patrimonio, comenta Ruth. Palabra equívoca que le complicaba su trabajo. En concreto, en ese contexto los únicos que persistieron fueron las ratas y los poetas, por la inmunidad con que los beneficiaba la conciencia de podredumbre, aunque tan confundidos en las quebradas, recovecos y cuchitriles de mala muerte, que no había cómo diferenciarlos, insistía ella. Hubo otras persistencias urbanas, aunque poco significativas, como la de recolectores de mierda (los mismos poetas junto a ex marinos solían hacer esa labor para sostenerse), los grupos armados que provenían de la política y de la academia, y que asolaban las calles –también había poetas en esos piquetes–, y cuyo objetivo era manejar el incipiente negocio del tránsito peatonal cobrando tributos, y, por último, la de funcionarios administrativos del aparato que había quedado a cargo de la ciudad, luego de la devastación, que era una ONG cultural –convertida en empresa– y cuya misión suprema era buscar vestigios documentales de gestión para enfrentar la catástrofe, que no era necesariamente apocalíptica, según uno de los estudios que habría evacuado dicha empresa, tenía, más bien, un carácter terminal permanente (obviamente había poetas en el aparato). El sistema académico también habría dejado una pátina residual en el actual estado de las cosas; muchos pensaban que junto a los poetas y a los políticos eran los responsables de la catástrofe. La academia se habría camuflado en ciertas estrategias editoriales a las que los sobrevivientes se aferraban. Este intento sobrevivencial, extrañamente, excluía en Quimera 45
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principio a la poesía, porque tenía un estatus dudoso (mucho pobretón y una buena cantidad de mediocres y fracasados hacían uso y abuso de su potencial figurativo), pero en el registro interno la asumían por picantería endémica. La más arribista y culturosa se habría especializado en el género fantástico, pero como la realidad tendía a superar a la ficción, terminó haciendo folclore criollo bajo el modo arcaizante y retrofuturista de la ciencia ficción, dada la crisis de destino que advino posteriormente. La editorial se llamaba Puerto Clausurado o Puerta Clausurada, no estaba muy claro. Los incendios que se verificarían en varios focos simultáneos habrían hecho el resto. Finalmente, ella resume, quedaban confundidos poetas recitadores y ratas, los primeros eran una especie que pudo sobrevivir por una mutación surgida de la cruza o mixtura cultural entre muerde almohadas y muele mojones, tradiciones poético-portuarias que tenían cierto nivel de inserción simbólica antes de la debacle medioambiental. Ojo, la poesía sólo sobrevivía en su nivel oral-anal, la escritura había desaparecido inexorablemente, concluye Ruth con un dejo de tristeza. Valparaíso era como la historieta El cazador de Brooklyn, de
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Rotundo Barreiro. Sólo se aventuraban a internarse en el fangoso mar una que otra lancha torpedera espectacularmente equipada para cazar (no pescar) alguna mutación que se orientaba por el lado de los pejesapos, pero de una magnitud y volumen inversamente proporcional a lo que ocurrió con los reptiles, cuando un meteorito cayó a la Tierra y enfrió el planeta. En esa situación político-cultural levemente enrarecida, la Guardiana del orto se acomodaba sus tetas en una blusa que no las podía contener. La Guardiana era una poetisa prostibularia que regurgitaba (porque no recitaba exactamente) poemas necrófilos, en un estilo que combinaba eructos y gases estomacales, producidos, probablemente, por una acidez crónica. Le decían así porque daba cuenta de una fobia a la penetración rectal que se habría hecho célebre por el contraste que producía el cuidado de ese orificio, en relación con la enormidad de su culo. Además, en ese y otros tugurios ella realizaba un espectáculo de alta convocatoria que consistía en introducirse un guarén amaestrado por la vagina. En la escena ella padecía una especie de orgasmo –funcional al espectáculo– y el roedor salía de ese hueco indómito casi ahogado y en éxtasis. La Guardiana, si bien ocupaba el campo de los poetas roedores, no comulgaba con la impostura que los articulaba como tribu mamona. Ellas, Ruth y la Guardiana, habrían compartido esquinas clásicas de la noche porteña y trabajado en varios locales considerados míticos, los que no serán mencionados por respeto a los lugares sagrados. Ambas serían testigos privilegiados de los hechos que luego se precipitarían, la primera tomando distancia, fiel a su estilo tímido y retraído, pero certera al momento de ser exigida por un juicio; la otra, en cambio, más extrovertida derivó en la performance y se transformó en protagonista escénica de los acontecimientos. Nunca dejaron de ser entrañables amigas. Las lluvias persistentes que cayeron durante un larguísimo invierno que duró un lustro provocaron un proceso erosivo que tendió a deshacer los tradicionales cerros; en términos más concretos, la ciudad tendió a aplanarse. Por otra parte, los bardos roedores, fieles a su tradición de ocultar su brutal voluntad de poder y de disfrazarla de amalditamiento posromántico, pleno de magias y sortilegios, habían armado –cuenta Ruth con lágrimas en los ojos– un tinglado matonesco que administraban en el área central de la ciudad, en el que quedaban algunos locales noctámbulos semidestruidos pero ocupables. La economía y la política habían fracasado en la gestión de lo que podríamos denominar la crisis terminal del orden administrativo; sin embargo, paradojalmente, el delirio poetizante patrimonialistoide, manejado por esta alianza mimética entre ratas y poetas, cuya estrategia madre no fue otra que permanecer en el barrio en el período más crítico (y no por resistencialidad heroica, sino por fidelidad a su natura-
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leza carroñera), limitándose a reocupar los sitios por donde siempre transitaron, era capaz de producir una escena patética del tipo recitativo-declamatoria, que Ruth deploraba por su carácter autista y primario. Los secundaban algunos profesores universitarios sobrevivientes (antes mencionados), los que evidentemente conservaban el título, pero que no podían ejercer en ese contexto, más que nada administraban situaciones o espacios de oralidad succional, levemente discursiva, o intentaban la continuación de su letargo mediante la estrategia editorial, como ya está dicho, o persistían en sus intentos críticos de contrarrestar la corriente fluvial que determinaba la escritura poética de entonces y que los desfavorecía. Dicho punto de vista, que en parte era asumido por la Guardiana (porque ella provenía de los valles transversales, en donde incluso habría firmado un manifiesto antiporteño), intentaba recuperar la (i)rregularidad territorial como eje del acto poético, de ahí que dividía o clasificaba los flujos líricos de este largor republicano patrio según los quiebres que producían en el paisaje los ríos nutricios que bajaban de las altas cumbres. La poesía –la otra, no la de acá–, en consecuencia, venía siendo aquel dispositivo topológico o puente que posibilitaba la continuidad del paisaje y la coherencia territorial. La regionalización, poéticamente determinada, suponía, por lo tanto, nominaciones fluviales, como la del Maule, del Maipo, del Aconcagua, del Mapocho, etcétera. Tal perspectiva implicaba, también, la ribera y la desembocadura y el emplazamiento urbano beneficiario de su onda expansiva. El territorio poético que descollaba era la Región del Maule –con una táctica abarcativa en que casi todos los vates legitimados les pertenecían, cambiando permanentemente los criterios de clasificación–, seguida muy de cerca por los de la cuenca del Maipo que habían desarrollado el dispositivo turístico del litoral de los poetas. Valparaíso, entonces, como no tiene ni tenía una fluvialidad que lo contenga y determine, no estaría en condiciones de exhibir un capital poético del que pueda enorgullecerse; en vez de río tiene quebradas inmundas que conducen la podredumbre que viene de los cerros y que en el plan hiede a corazón de estiércol, para decirlo más o menos poéticamente. Y el poco capital que la estrategia editorial alcanza a soportar es brutalmente miserable e insostenible para la memoria cultural. Por eso el Estado, en ese entonces, decidió compensar a la ciudad con un proyecto patrimonial. Algunos poetisos, cuentan las crónicas, intentaron rentar de la potencialidad fluvial que el estero Marga-Marga recibe del Aconcagua, produciéndose algunos efectos de menor cuantía. La Guardiana del orto mercadeó con algunas tesis que provenían de ese voluntarismo, de ahí que tuvieran la pretensión de recuperar a Juan Luis Martínez como porteño y hasta el mismo Neruda es arrastrado hacía esa corriente por lo de la casucha ordaca que llaman La Sebastiana, y que
el poeta usaba de tiradero cuando iba a esa ciudad-puerto, y que visitaba tarde, mal y nunca. Y ni siquiera era toda la casa la que ocupaba, era una pieza maloliente en que se encatraba con algunas poetisas güenas pa’l verso libre y los encabalgamientos. También estaban los otros, esos que se subían subrepticiamente a los escenarios de recitación y se leían un poemita, para luego salir corriendo patéticamente entre los peatones, sorprendidos de tanta osadía, o los que hacían llamados por radio para la escucha poetizante, sin ningún pudor, insistía la Guardiana, lamentando el curso que habían tomado los hechos. A ella la habían formado para la construcción de una poética potente, afincada en el territorio y fundada en los signos más descollantes de la modernidad, y la consecuencia era la barbarie que debían soportar los habitantes que tenían alguna conciencia crítica, le explicaba con tristeza lacrimosa a su interlocutor, mientras Ruth la consolaba. Al final eso fue lo único que permaneció, la recitaíta al estilo peñero, que omitía definitivamente la opción subversiva que alguna vez pudo tener esa artesanía menor; ahora sólo se contaba con la escena narcisista histericoide y harto amaracada. Al menos así se lo habría comentado la Guardiana, mientras acariciaba a su guarén domesticado en la barra del bar La Playa, a un funcionario de la empresa a cargo de lo que quedaba de ciudad, haciendo lobby para una intervención poética en el borde costero para sacar del letargo a esos poetas a crochet. La Guardiana era crítica de sus compañeros de ruta y quería demostrarlo. Su plan preliminar, en el marco de un vasto operativo, consistía en regurgitar sus poemas terminales, así los llamó, arriba de una embarcación preparada para tal efecto en el lodazal de mierda que era la bahía, pero para eso tenía que sortear unas cuantas trabas administrativas no menores. Y también pretendía incorporar otras disciplinas, como algo de música y la perspectiva audiovisual, dicen que dijo, porque las artes integradas podían ser una buena estrategia para enfrentar la catástrofe. “¿Hay algo más ordinario que la poesía?”, se preguntaba. “La poesía porteña”, se respondía ella misma, y acariciaba a su roedora mascota. Cuentan que cuando se escucharon los primeros acordes de una especie de concierto y las luces de unos potentes reflectores inundaron la bahía maloliente y putrefacta, las ratas, guarenes y pericotes salieron en tropel de los tugurios y bares pestilentes, siempre confundidos con los poetas (en una especie de remake del flautista de Hamelín), y se lanzaron al enmierdado lodazal, embobados por tanta parafernalia, mientras la Guardiana del orto observaba el espectáculo desde una embarcación fuertemente artillada. Había llegado la hora de recuperar el territorio para la utopía fluvial, dicen que dijo, y se habría internado al centro de una bahía en que el mar se hacía espeso, para luego tomar dirección hacia el litoral buscando alguna desembocadura posible. Quimera 47
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MOTEL
Marcelo Lillo Atardecía cuando papá se desvió de la carretera, siguió por un camino de grava y se detuvo en el estacionamiento donde había un cartel que decía ESTACIONAMIENTO, descascarado, pintado de blanco y con letras negras. —Llegamos —dijo apagando el motor y apoyando las manos en el manubrio, un gesto que podía ser de cansancio. Le vi un hilo de transpiración que le bajaba por la cara, del ancho de un gusano. A pesar de la hora aún hacía calor, no como a las tres de la tarde, pero el aire estaba tibio y no se divisaba ninguna nube en el cielo. Abrí la puerta, pero papá me detuvo. —¿Sabes bien lo que vas a hacer? —me preguntó sin moverse. —Tengo dieciocho años —le respondí—. Soy mayor de edad, por si no te has dado cuenta, el otro año iré a la universidad y seré ingeniero. —Serás ingeniero y yo estaré muy orgulloso de ti. —Sostuvo mi mirada por unos segundos—. Discúlpame, pero a veces creo que sigues siendo un niño. Bajé y miré las cabañas alineadas, todas iguales, excepto una donde en un cartón puesto en la ventana decía RECEPCIÓN, escrito a mano. Miré hacia el fondo hasta chocar con unos cerros azulados y vi las ondas de calor que desfiguraban el paisaje. Giré y observé el letrero a la entrada del camino de grava, donde se leía MOTEL. A pesar de mi edad era la primera vez que estaba en un motel, que sentía el olor que asoma en esos lugares, a tubos de escape, a perfume barato…, esos aromas que a la larga resultan efímeros. —¿Cómo te sientes? —me dijo papá, mirándome por encima del techo de la camioneta. Era un hombre alto, peinado hacia atrás y con las mejillas rosadas. Representaba más edad de la que tenía y eso a veces me daba lástima. —Te preocupas mucho por mí. —Si no me preocupara por ti dirías lo contrario. Cada uno sonrió a su manera. Luego él estiró el brazo y señaló la tercera cabaña. —Es esa —dijo—, la 104. Ahí tienes que golpear. —¿Tú no vienes conmigo? —Te he acompañado a muchas partes, pero esta vez tienes que ir solo. Una corriente helada me bajó por la espina dorsal a pesar del calor. Mi padre me había hablado claro, tanto que me pareció que estaba a punto de hacer una de esas pruebas para saltar de la adolescencia a la adultez, para dejar atrás y para siempre al muchacho que todavía se agitaba dentro de mí a pesar que yo me encargaba de negarlo cada vez que podía. Sentí miedo, esa fue la verdad, aunque en la cabaña 104 no me esperaba ningún monstruo. O eso creía yo.
—No la he visto nunca —dije tratando de disculparme o pensando en voz alta. —Es tu madre y te está esperando. —¡Esa no es mi madre! —repliqué con violencia. —¿Entonces para qué vinimos? —Papá abrió los brazos, un gesto que significaba mucho—. Todavía estamos a tiempo de volver. Podríamos pasar a comer unos sándwiches, tomarnos unas cervezas en el restorán que… —Sería muy cobarde de mi parte si no hago lo que tengo que hacer. —Conocer a tu madre no constituye un acto de heroísmo. Metí las manos en el bolsillo del jeans, demorándome a propósito. —Tú siempre conociste a tu mamá, desde que abriste los ojos tu instinto te dijo que esa teta que está ahí te pertenecía, que era tuya y podías chuparla todo lo que quisieras. —Dejé un silencio, le miré las canas encima de las orejas y agregué—: ¿Entiendes? Papá no dijo nada. Noté que mis axilas habían empezado a transpirar, pero igual me encaminé hacia la cabaña 104. Sentí el calor en los hombros atravesándome la polera. Golpeé dos veces, me ordené el pelo y miré mis zapatillas gastadas con cordones de distinto color. Me entretuve tanto ahí que no me di cuenta cuando la puerta se abrió, hasta que alguien dijo: —¿Eres tú…? —Había un tono de súplica en esa voz. Estaba en enaguas y yo pensaba que las enaguas ya no se usaban, eso fue lo primero que me llamó la atención de ella. Lo segundo fue que no llevaba puesto el sostén y los pezones se le notaban nítidos, incluso la forma caída de sus senos. Era mi madre la que estaba ahí, mirándome con sus ojos aguados y haciéndose a un lado para dejarme pasar, y yo de pronto no quise atravesar esa puerta que decía 104. Pero entré y me encontré con la penumbra en que estaba sumida la habitación principal, donde había unos sillones que parecían tener cientos de años y se distinguían unos cuadros en las paredes. Vi también tres puertas, dos cerradas y una abierta. Y sentí un fuerte olor a alcohol, como cuando se está en un hospital. —Siéntate —me dijo ella, apresurándose para abrir las cortinas. Le vi las pantorrillas gruesas, el calzón que se le marcaba atrás—. ¿Quieres tomar algo…? ¡No, no, no!, ahora me acuerdo que no tengo nada. —Se dejó caer en un sillón—. Pero puedo ir a la recepción a ver si… —Se levantó y se dio cuenta que estaba en enaguas—. ¡Ay, hijo, no sé qué me pasa hoy! —Soltó una risa grosera, luego se tapó la boca y volvió a sentarse. Me quedó mirando—. Puedo llamarte hijo, ¿verdad…? ¡No sabes lo que me alegro que hayas venido! —Juntó las rodillas y puso los brazos encima. Sus pies estaban posados en la alfombra desteñida, Quimera 49
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las uñas pintadas de negro—. ¿Estás contento de verme? —Pensaba que no te iba a conocer nunca. —¿Creías que había pasado de largo por tu vida? ¿Eso pensabas…? —Es difícil explicar lo que pensaba. Tengo dieciocho años. —¿Y eso qué significa? Entonces le miré los labios resecos, estuve en sus ojos claros un instante, recorrí sus patas de gallo, le descubrí la arruga que se le marcaba en la frente y al final aterricé en su pelo corto y mal teñido de rojo, con algunas raíces blancas a la vista. Estaba casi desnuda, su cuerpo era ancho y vulgar, las pecas salpicaban el principio de sus senos y yo no sabía si nos parecíamos. —He tenido mucho tiempo para pensar —contesté cuando ella se había levantado otra vez para ganarse junto a la ventana por donde entraba la opaca claridad del atardecer. Se mordía los nudillos de la mano derecha con cierta desesperación. —¿Y qué has pensado? ¿Se puede saber? —Se puede saber, pero no sé si quieres oírlo —respondí, desafiante—. Nos abandonaste, nunca supimos nada de ti hasta ayer, decidiste hacer tu vida sin que nosotros te importáramos. Cerró los ojos un momento y luego se llevó la mano a la frente como si le doliera la cabeza. —Es tu padre el que está detrás de todo eso —murmuró. —Papá no tiene la culpa de haberte conocido. —¿Ah…? —Es culpa del amor —le expliqué de una forma ingenua—. Se enamoró de ti y… —¡Nunca había oído algo más ridículo! —Miró hacia la puerta que estaba abierta, donde asomaba una cama y el pedazo de un espejo—. Discúlpame, no estoy acostumbrada a tratar con… adolescentes. Es eso lo que eres, ¿cierto? —El próximo año voy a ir a la universidad y estudiaré para ser ingeniero —le conté con alguna ilusión. Fue hasta una de las puertas que estaban cerradas, la empujó, vi un lavaplatos y supe que era la cocina. Escuché abrirse y cerrarse unos cajones y luego ella regresó con un cigarro encendido entre los dedos. Volvió a sentarse frente a mí. —¿Fumas…? —dijo—. ¡Qué imbécil amanecí hoy!, olvidé traer la cajetilla. —No fumo. Gracias de todas maneras. —Eres un chico educado, me gustan los chicos educados, sí. —¿Te gustan? —Me gusta la gente que dice gracias —apretó el cigarro con sus labios mientras se arreglaba la chasquilla y me llegaba el olor ácido de su cuerpo que brillaba por la transpiración—, los que demuestran su cultura. A mí me hubiese gustado ser así, pero… ¡Cosas de la vida, mi niño! —Botó la ceniza sobre la alfombra y al estirar el brazo le vi las marcas de las agujas, muchas para contarlas de un solo vistazo—. Así que vas a ser ingeniero. ¡Qué bueno!, aunque no sé muy bien lo que significa eso. No sé mucho de los estudios ni de la universidad. —No importa. 50 Quimera
—A mí si me importa, eres mi hijo y… —Se tapó la cara con las manos, un movimiento imprevisto—. ¡Dios mío, qué estoy haciendo! —No estás haciendo nada de malo. —¡¿Por qué de una vez por todas no me dices mamá?! — gritó—. Nunca me han dicho mamá… ¡Uf!, qué calor hace hoy día, qué lata vivir en un motel. —¿Vives aquí? ¿Esta es tu casa? —Aquí, allá. —Volvió a levantarse, abrió la ventana y tiró el cigarro para afuera—. He vivido en tantas partes que ya no me acuerdo, siempre en moteles. —¿No tienes casa? —Estás en el living de mi casa, bienvenido. ¿Quieres un refresco…? ¡Tsss!, eso ya te lo pregunté. —Nos miramos y tuve la impresión que alguna vez había sido hermosa, y ella así lo entendió—. ¿Tú papá tiene alguna foto mía? —No. —¿Te imaginas como era tu madre antes de llegar a esto? — Se apretó el cordón de grasa del abdomen con ambas manos— . ¿Puedes imaginártelo? —Estoy tratando. —No es fácil, te lo advierto. Se alejó de la ventana donde la claridad había bajado un grado, y en ese momento sonó la descarga del agua en el baño. Alguien había estado allí todo ese rato, tal vez escuchándonos. No tuve que esperar mucho para saber quién era porque la puerta se abrió de un tirón y apareció un hombre macizo, de unos cincuenta años, con una jeringa en la boca y un algodón y un frasco de alcohol en la mano. Me miró, luego miró a mamá e hizo un gesto como preguntándole por qué estaba en enaguas delante de un extraño. —Es mi hijo —replicó ella—. Lo llamé ayer y hoy vino a conocerme. El hombre, que tenía puesta una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos, me dirigió una mirada y alzó las cejas a modo de saludo. O eso pensé. Antes que desapareciera en el dormitorio me fijé que llevaba puestas unas viejas zapatillas de casa, aunque no estaba en su casa sino en un motel. Mamá vino de nuevo a sentarse frente a mí y en un gesto imprevisto me tomó las manos con las suyas. —Espérame un poquito, ¿ya? —me dijo con una voz que temblaba—. No me demoro mucho, no te vas a aburrir… Luego fue hasta el dormitorio y cerró la puerta. Cuando ella reapareció era otra persona, sin movimientos nerviosos ni exclamaciones en su voz, enhebrando sus ideas, fumando sin angustia, aunque con esa ausencia pasajera característica de los viciosos. Pero eso sucedió cuando yo ya había arrancado de ahí, cuando con papá dejábamos atrás el camino de grava. Vi que el cielo estaba pintado de rojo en los extremos y encima de nosotros se prendía y apagaba el luminoso que decía MOTEL, mientras una mujer en enaguas, parada en la cabaña 104, miraba para todos lados.
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Nada es lo que debe ser Desde el terremoto, una crónica de Juan Pablo Meneses
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No debería estar escribiendo esto. Ni debería estar aquí, en la ciudad de Talca, a 250 kilómetros al sur de Santiago, con tantas casas en el suelo y los habitantes paseando su angustia como zombies. Ellos también deberían estar en otra cosa: trabajando en la cosecha, en el almacén o en la oficina donde tienen amigos de oficina y fiestas de oficina. El cura Pacheco no debería estar haciendo misa en un parque, ni el pastor evangélico clamando a Dios entre los escombros de la Plaza de Armas. Tampoco debería estar escuchando al ministro secretario general de la Presidencia explicando, a un grupo de periodistas en Regimiento de Infantería N°16 de Talca, que ahora sí está mejorando el envío de ayuda. Los camiones militares que ahora patrullan las ciudades del sur de Chile tampoco deberían estar ahí, sino en sus cuarteles, ensayando ejercicios militares por si se declara alguna guerra con los países vecinos. La Ruta 5 Sur, esa carretera larga que une a Santiago con el sur del país, tampoco debería estar como ahora: con puentes caídos, caminos cortados, desvíos urgentes y atochamientos que avanzan a paso de hombre lento y cubren varios kilómetros. Ninguna agenda periodística tenía registrada las visitas sucesivas a Santiago del presidente Lula da Silva, de Brasil, y del presidente Alan García, de Perú. Ambos, en sendos aviones cargados de ayuda humanitaria. Tampoco debería haber aterrizado en Santiago Hillary Clinton, junto a un cargamento de teléfonos satelitales. Hasta hace menos de una semana nadie pensaba en saqueos a multitiendas ni en robos colectivos en supermercados. Ahora todos hablan de que la sociedad chilena vive un “terremoto moral”, un egoísmo colectivo reflejado en el vandalismo entre vecinos y el pillaje desenfrenado a mitad de la tragedia. Tantos cambios en tan poco tiempo, con gente clamando por un plato de comida y pueblos de pescadores que dejaron de serlo. Tampoco estaba en los planes que un grupo de escritores mexicanos quedara varado en Santiago. Se suponía que por estos días se estaría desarrollando el V Congreso Internacional de la Lengua Española, en la ciudad de Valparaíso, y que en la inauguración estaría el rey Juan Carlos de España. Pero el monarca no llegó nunca, y el congreso fue suspendido. También fue suspendida la noche de clausura del Festival de la Canción de Viña del Mar. Y los festejos por el cambio de mando del próximo 11 de marzo, entre la presidenta saliente Michelle Bachelet y el presidente electo Sebastián Piñera. Y un recital de Ricardo Arjona en la comuna de La Florida, en Santiago. Y un concierto de Los Fabulosos Cadillacs. Y el campeonato chileno de futbol. Y el inicio de clases en los colegios. Y todos los vuelos del Aeropuerto Internacional de Santiago. Bastaron 120 segundos para que todo cambiara bruscamente. Aquellos asuntos que tantos desvelos nos provoca orga52 Quimera
nizar (las agendas, los programas, las actividades, los preparativos), fueron pateados en apenas dos minutos. Un pequeño instante de agite para dar por terminados millones de planes individuales. —Me tardé toda una vida en pagar esta casa y se me cayó en pocos segundos— dice Arturo Flores, en la calle 4 Oriente de Talca, y no lo debería estar escuchando. Ni él me debería estar diciendo eso. Todo indicaba que, esta tarde, él estaría atendiendo su pequeño almacén de barrio y yo caminando por las calles del barrio del Abasto en Buenos Aires. Cambia, todo cambia, cantaba Mercedes Sosa. La presidenta de Chile, que tardó cuatro años de gobierno en llegar a una aprobación sobre 80 por ciento, no entiende cómo ahora, en una nadería de tiempo, parece venirse abajo en las encuestas. El gobierno tampoco sospechaba que saldría a decir que está siendo víctima de una “caza de brujas”. Y el presidente electo, el primero de la derecha elegido en 50 años y que en la campaña prometió un millón de empleos y el fin de la delincuencia, ahora dice que todo el programa prometido ya no sirve. Que en este momento hay otras prioridades. Que las cosas han cambiado. **** Chile, orgulloso de liderar la mayoría de los rankings económicos de América Latina y el primer país sudamericano en ingresar a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), de pronto está en el suelo. La pobreza apareciendo por todos los rincones, cuando todo indicaba que habíamos comenzado a dejarla atrás. Todo a causa de un terremoto de 8.8 grados, 120 segundos de sacudida que llegaron sin previo aviso. En menos de la mitad del tiempo que dura Quinto piso, la canción de Ricardo Arjona, nuestra historia había cambiado. El día del terremoto comenzó de manera romántica para buena parte de los chilenos. Cuando eran las 00:00 del 27 de febrero más de 50 por ciento de los televisores del país estaban sintonizados en la actuación de Arjona en el Festival de Viña del Mar. Los dos principales canales transmitían, en conjunto, la gran fiesta veraniega del país. La semana que dura el Festival de Viña no se habla de otra. Ya habría tiempo para pensar en marzo, que en Chile es como hablar del lunes. En el inicio de clases, en el juramento de los nuevos ministros, en el discurso de asunción de Piñera, en el fin de 20 años de gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia, en la llegada al poder de la derecha post Pinochet. Hace 10 años que no vivo en Chile. Aprovechando una semana libre entre compromisos en Lima y Buenos Aires, pasé por Santiago. Cuando comenzó el 27 de febrero estaba en mi propio quinto piso, la habitación 514 del hotel
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Eurotel de Providencia. Apagué el televisor antes de que terminara el festival y me fui durmiendo de a poco. — ¡Está temblando! La 514 comenzó a sacudirse lentamente. Cuando tu cama se mueve en mitad de la noche, te despiertas sobresaltado. Te asustas, mientras la intensidad del temblor aumenta cada vez. Miras cómo se mueve el farol de la calle y bailan los cables. — ¡Mierda, qué fuerte! Primero se caen las lámparas de la mesa de luz, luego los vasos con jugo de naranja, y en seguida comienzan a sonar las alarmas de los autos estacionados en la calle. Ahora, cada vez que escucho una alarma de auto, pienso en terremoto. Pasan los segundos y el movimiento no cesa, crece. Crece, y con ello la sonajera, vidrios y derrumbes y los primeros gritos. — ¿Por qué no para? Y no sólo no para, sigue creciendo. Crece, y la estructura del edifico cruje como una escalera de madera. Crece, y te sientas a los pies de la cama sin saber si arrancar por la salida de emergencia o esperar que todo pase. Crece, y ahora se corta la luz y esto es grave. — Que esto pare, por favor. — Ya va a parar. Pero sigue sin parar. Todo se mueve de un lado a otro. El ruido de latas se hace agudo. La pantalla de plasma parece borracha. Algo cae en el pasillo. Algo cae en el baño. Piensas que en cualquier momento se desploma el techo, piensas que si esto se derrumba costará que te encuentren. Piensas en tantas imágenes de Haití, el último gran terremoto, y esos perros buscando cuerpos en edificios derribados. Y no para. No ha pasado ni la mitad de la canción Quinto piso pero ya te parece que escuchas toda la discografía de Arjona. No puedes escapar porque estás sin ropa. No puedes vestirte, porque no hay nada de luz. No puedes prender el encendedor, porque puede haber un escape de gas. Te quedas quieto, viviendo tu terremoto privado. **** En términos sismográficos, el terremoto chileno, de 8.8 en la escala de Richter, fue 700 veces más violento que el de Haití, que alcanzó los 7 grados. Esto porque, según los expertos, un punto decimal más en la escala de Richter significa que se liberó 10 veces más energía. Y no solamente eso, rápidamente se ubicó como el quinto terremoto más fuerte de la historia, en un ranking que lidera otro terremoto en Chile: el de la ciudad de Valdivia, en 1960. Desde el terremoto de la ciudad de Valparaíso en 1906, de 8.3 grados en la escala de Richter y que derribó media ciudad y causó más de 3 mil 500 muertes, Chile ha sufrido cerca de 70 sismos importantes. Entre ellos el récord mun-
dial del 22 de mayo de 1960, en Valdivia, con 9.5 grados Richter, 2 millones de personas sin casa y 5 mil muertes. El país tiene más de 50 mil muertos por terremotos en toda su historia. Por esa tradición es que crecí, como muchos aquí, escuchando expresiones como placas tectónicas, corteza terrestre, falla geológica. Sin embargo, la más importante siempre fue el epicentro: ahí donde todo lo que habías sentido se había vivido mucho peor. El último terremoto grande que viví fue el de Santiago en 1985. Pero el del ahora, el de la habitación 514, fue el más violento de todos. Cuando por fin paró, cuando el baile forzado se detuvo, sabía que no se trataba de una simple sacudida. Pude vestirme gracias a la luz de un teléfono celular. En el lobby del hotel, a oscuras y con pedazos de techo en el suelo, el ambiente era de nerviosismo. La mayoría de los pasajeros, extranjeros de países sin cultura telúrica, no volvieron a subir a sus habitaciones y acamparon en los sillones del salón principal. En la recepción, una vieja radio a pilas, en un escenario sin líneas telefónicas y la oscuridad nerviosa del post sismo, era el único cable con el exterior. Desde esa radio, en un comunicado noticioso urgente, escuché por primera vez: el epicentro está en la región del Biobío y la región del Maule. Si el epicentro estaba a 500 kilómetros al sur y aquí se había movido de esta manera, medio país estaba en el suelo. **** A las cinco de la mañana regresé a la 514. A los pocos minutos volvió la luz y en la televisión los canales ya estaban transmitiendo en directo todos los detalles del temblor. Desde entonces no han parado de mostrar imágenes y entrevistar a especialistas y pedir declaraciones a gente que quedó en la calle. Siempre la misma estructura, dividida en espacios de 15 minutos, repetidos 15 horas al día. El país había cambiado y todavía no nos dábamos cuenta. La tarde del 27, cuando debía tomar el avión rumbo a Argentina, el aeropuerto ya estaba cerrado y nada era como tenía que ser. Sabía que el escritor mexicano Juan Villoro estaba en Santiago. No debía estar escribiéndole un correo electrónico preguntándole cómo había pasado el terremoto. Villoro, que formaba parte de una delegación de más de 30 intelectuales mexicanos que participaron en el Congreso Iberoamericano de la Lengua y Literatura Infantil en Chile, tendría que haber estado a punto de dejar Chile. “Debieron regresar a México entre el 27 y 28 de febrero”, dijo un cable de Notimex. Pero desde el sismo nada es lo que debe ser. — La verdad es que nunca había sentido un terremoto tan fuerte como éste. Las consecuencias no fueron tan graQuimera 53
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ves como las del terremoto de México en el 85, pero fue un terremoto más potente— me respondió Villoro desde el hotel San Francisco, en el centro de Santiago. Pasaron las primeras horas. Comenzaban a aparecer las primeras imágenes de la zona del epicentro. Buena parte del país, en esos 500 kilómetros que van desde Santiago y Concepción, tiene daños. Como si no bastara el sismo, después del terremoto el mar se entró profundo, volviendo a salir en olas gigantes que se comieron varios pueblos costeros de la región del Maule. Al día siguiente, después del terremoto y el maremoto, comenzaron los saqueos. Los militares salieron a las calles en distintas ciudades. Llegó el toque de queda y, como todos los toques de queda, uno sabe cuándo llega pero nunca cuándo se va. Los supermercados aparecen como el gran botín. Los militares patrullan las casas comerciales. Palabras como “saqueo”, “pillaje” y “delincuentes” se mezclan con “damnificados”, “abandonados” y “pobres”. El terremoto no para, parece que seguirá por muchos días. Si una sacudida de esta magnitud solamente fuera ese par de minutos en los que piensas lo peor, en los que llegas a creer que terminarás tus días atrapado en un hotel derrumbado, no sería tan dura. Pero ya han pasado varias noches y las noticias son cada vez peores. La televisión siempre tiene nuevas imágenes de violencia, la radio no deja de dar nombres de desaparecidos y en Internet transmiten la desgracia y las miserias humanas con gráficos interactivos. El aeropuerto sigue cerrado, y con ello mi regreso a Argentina. Alguna vez deberé agradecer que la tragedia la pasé aquí, cerca de mi familia y amigos, escuchando cómo mis sobrinos relatan el primer gran temblor de sus vidas y a mi padre contando de los tres grandes que le ha tocado vivir. Agradecer que pude presenciar, en directo, cómo un terremoto se transforma en una gran zarandeada que nos despierta. Aunque ahora que despertamos, muchos están asustados: a nadie le está gustando ver lo que esconde una sociedad adormecida. **** Ahora mismo debería estar en Argentina, hablando de la habitación 54 del hotel España de Buenos Aires. Pero en vez de estar presentando mi último libro, voy rumbo al sur de Chile, al epicentro, y no dejo de recordar el baile de la 514. Según un psiquiatra invitado a diferentes programas de televisión, después de un terremoto es normal dormir mal, tener sobresaltos y recordar una y otra y otra vez el sitio donde pasaste el terremoto. La salida de Santiago parece fluida. Pero eso engaña. En la capital de Chile todos han comenzado a hablar del “terremoto mentiroso”, porque la fachada de muchos edificios no demuestra daño alguno, aunque por dentro estén 54 Quimera
inhabitables. Viajo en un auto modelo 2001, color verde, que maneja Cristián E. En los primeros kilómetros de carretera ya hemos visto signos de que el epicentro está hacia donde vamos: en las estaciones de gasolina hay camiones cargados con ayuda y en varias partes de la ruta se nos cruzan buses militares. Antes de completar los primeros 100 kilómetros ya entramos en una caravana Una hilera de autos que parece interminable. La policía nos desvía por pueblos con casas en el suelo, y los vecinos han pintado las paredes con frases como “¡Fuerza Chile!” y “¡Vamos, chilenos!”. En la radio anuncian que el toque de queda se alargará algunas horas, la presencia militar se hace cada vez más evidente. Según los rumores de palacio, la presidenta Michelle Bachelet se resistió hasta el final, por un asunto de imagen, a sacar al ejército a las calles. Sin embargo, la situación de saqueos y robos se habría hecho insostenible. Y, según sus asesores, eso le estaba dañando mucho más la imagen. El caso más duro fue la multitienda La Polar, en Concepción, donde los saqueadores prendieron fuego al local mientras lo desvalijaban. Al día siguiente, entre los escombros calcinados, aparecieron dos cuerpos humanos, probablemente de saqueadores. Otros cuatro están internados con quemaduras graves. Se cree que los guardias de seguridad cerraron las puertas con candado cuando comenzó el incendio. A la altura de la ciudad de Curicó, 200 kilómetros al sur de Santiago, la imagen es de un estado de emergencia. Ya estamos en la zona del Maule, parte del epicentro, y cada letrero caminero uno lo puede asociar a diferentes noticias escuchadas la última hora. Desvío al pueblo costero de Iloca: quedó bajo el mar, por la ola del tsunami. Constitución a 46 kilómetros: media ciudad quedó en el suelo, por el terremoto, y la otra mitad bajo el agua por el maremoto. Talca a 56 kilómetros: una de las más dañadas con el terremoto, donde se coordina toda la ayuda para la región del Maule. Desde el gran sismo, cada día llega con un nuevo puñado de réplicas de hasta 5 grados. Nuevos movimientos que hacen recordar, que desempolvan el horror, que reviven el instante de aquella madrugada en que todo cambió y las agendas y actividades y eventos organizados volaron en 3 mil pedazos. Pero también cada día asoma con una nueva réplica política. El debate sobre si la Armada debió avisar del tsunami de mejor manera; la controversia sobre si Michelle Bachelet tardó en recorrer el país a causa de que el piloto del helicóptero estaba inubicable; y el escándalo de la baja en la cifra de muertes, que oficialmente bordeaban las 800 y ahora no llegan a 300, han ido a la par de las replicas geológicas. El pánico es tal, que los falsos avisos de un nuevo tsuna-
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mi se repiten como una mala broma y ya causaron la muerte de un anciano de Valparaíso que salió corriendo y nunca más volvió a casa. Los saqueos ya casi no son noticia: el verdadero número de tiendas y mercados y casas desvalijadas ya no interesa ni para las estadísticas. Antes de llegar a Talca, un nuevo corte de tránsito de varias horas. Por ser un país largo y angosto, Chile depende peligrosamente de su carretera norte-sur. La Ruta 5 tiene, en la parte de las regiones del Maule y Biobío, demasiados cortes como para ser la única vía de conexión nacional. Si la metáfora es decir que Chile, tras el terremoto, se ha transformado en una sociedad fracturada moralmente, la realidad no está lejos de aquello. Con los puentes en el suelo y los caminos cortados, se ha convertido en un país fracturado literalmente. Han pasado varios días del terremoto, el aeropuerto sigue cerrado. Juan Villoro y la delegación de intelectuales mexicanos no debería estar en Chile, pero siguen en Santiago. Firman una declaración pública, pidiendo que la Secretaría de Relaciones Exteriores de México acelere las gestiones, pero no consiguen respuesta fácil. Admiro y aprecio a Villoro. Le escribo para que nos veamos: — Todavía sigo aquí. ¿Nos vemos hoy miércoles para almorzar? Sé que es un poco precipitado, pero nos vamos organizando hora con hora— responde al día siguiente. Lo imagino en mitad del ajetreo por salir rápido del país. Mi caso es distinto. Todo indicaba que si había un terremoto en Chile, yo no debía estar aquí. Llevo años viviendo afuera y pocas veces vengo de visita. Pero el azar, como dice Robert de Niro en Casino, no siempre se controla. En los pocos días de terremoto ya me he acostumbrado a esta nueva realidad que no era la que debía. Y me empieza a gustar. El país está destrozado, en el camino se cruzan caras de desesperación y me ha tocado estar aquí para mirarlo. No pude almorzar con Villoro el miércoles, porque a esa hora estaba entrando a Talca. Cuando uno ingresa al centro es como aparecer en una ciudad recién bombardeada. La mayoría de las calles están cortadas, la gente camina sin entender lo que ha pasado, y en todos reina esa sensación frágil del post terremoto: deberíamos estar en otras cosas. El problema de este bombardeo es que no ha ocurrido mitad de una guerra: ni nos sobrevuelan aviones de combates, ni se está luchando por una causa colectiva. Talca, como la mayoría de las ciudades entre Santiago y Concepción, ha sido víctima del ataque de una fuerza invisible. De un enemigo que nos tomó a todos por sorpresa, sin aviso previo. Un adversario que muchos identifican, simplemente, como la naturaleza. Caminando por la avenida Salvador Allende de Talca la nube de tierra te raspa la garganta. Algunos talquinos esperan el bus, como si se inventaran una normalidad,
como si se hubieran acostumbrado a las ruinas y que al lado de ellos hay un gimnasio derrumbado y un restaurante que perdió la fachada. ¿Cuánto puedes tardar en acostumbrarte a que tu ciudad esté destrozada? ¿Cuánto tardarías en entender que, de pronto, en menos de lo que dura la canción Quinto piso, todo tu barrio quedó en el suelo y sin aviso previo? ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que, otra vez, puedas confiar en la naturaleza y no vivas con pánico a una nueva réplica? ¿Cuánto tiempo deberá pasar para que un país, que se vendió (y se creyó) como ejemplo de progreso en Latinoamérica, pueda superar el destape de miserias humanas post terremoto? ¿Cuántas noches de hotel se sucederán hasta que pueda entender que ahora estoy escribiendo esto, cuando en realidad no debería estar aquí? La iglesia Corazón de Jesús queda en el casco antiguo de Talca. Es una construcción gótica, con más de cien años, cuya infraestructura está tan trizada que en cualquier momento se desmorona. —Yo estaba en la iglesia para el terremoto, y de pronto comenzaron a caer piedras del techo. Fue terrible. Era una lluvia de trozos de la iglesia. En medio del movimiento sentí cómo se trizaba el templo— dice el cura Oscar Pacheco, de unos 40 años y pocas canas, mientras prepara una misa al aire libre. Dice que los mejores matrimonios de Talca se hacían en su iglesia. Que había cuatro misas diarias. Que ahora habrá que demoler el templo. Que la gente está aterrada. Que los saqueos vienen de la desesperación, pero también de la delincuencia. Dice todo eso mientras tres mujeres, mayores de 60 años, lo acompañan de cerca asintiendo con la cabeza. El cura Pacheco ha decidido enfrentar el miedo con esperanza. Todos los días, a las 19 horas, hará una misa al aire libre hasta que el tiempo lo permita. No es una misa larga. A las 20 horas la ciudad empieza a oscurecer, los militares salen a las calles, comienza el toque de queda y a partir de ahí nada es lo que parece durante el día. Cada noche, cuando tu casa quedó sin paredes y la policía no se da abasto, es un nuevo terremoto. — Me tardé toda una vida en pagar esta casa y se me cayó en pocos segundos — dice Arturo Flores, en la calle 4 Oriente de Talca, y aún no entiende lo que pasó. Recorrer Talca es caminar por un lugar que huele a tierra y cada vez gana terreno el olor a podrido. —¡Estamos vivos! ¡Estamos vivos! —grita un pastor evangélico a mitad de la Plaza de Armas. Sus seguidores gritan aleluyas. Se cree que en muchas de estas casas derrumbadas todavía hay cuerpos enterrados. Se cree que cuando comenzó el 27 de febrero, casi 60 por ciento de los talquinos estaba viendo a Ricardo Arjona en el Festival de Viña. Quimera 55
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**** El Regimiento de Infantería N°16 de Talca queda en el cruce de las calles 11 Norte y 3 Oriente. Ahí se está coordinando toda la ayuda para la región del Maule, la más golpeada por el tsunami. Ahí, también, tienen su base los periodistas que han venido a cubrir el evento. De afuera, el grupo de periodistas se ve cansado. Algunos toman café, varios fuman, la mayoría se cuenta anécdotas post terremoto. Da la sensación de que debe pasar algo muy importante, algo realmente sorprendente, para que puedan volver a entusiasmarse. Tal vez otro terremoto. Tal vez otro país. Entre ellos, distendido, camina José Antonio VieraGallo, ministro secretario general de la Presidencia. Estamos en mitad de un regimiento militar, con custodia en la entrada, mesas donde se distribuye la ayuda y soldados con fusil al hombro que van de un lado a otro. El ministro, los periodistas, los militares y la ayuda, de este lado de la reja. De la puerta hacia afuera, Talca. —Estamos mejorando el envío de ayuda— declara el ministro, y su frase será destacada en los diarios de mañana. Al día siguiente volverán nuevas réplicas, nuevos temo-
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res. La televisión seguirá transmitiendo noticias de forma continua, como un gran espectáculo, y ya se prepara el escenario para un teletón de ayuda solidaria. El show, transmitido en simultáneo por todos los canales de televisión abierta, será conducido por Don Francisco, el chileno que triunfó en Miami hace 20 años y que supo del terremoto estando en Estados Unidos. El lugar donde tenía que estar. Al día siguiente también se declaran dos nuevas alertas falsas de tsunami, roban el último supermercado de la ciudad de Talcahuano, hay dos réplicas sobre los 5 grados y Juan Villoro escribe contando que ya llegó a México. Se va a cumplir una semana de que no debería estar aquí, en medio de cortes de camino, recorriendo el sur en ruinas, presenciando en vivo la que se anuncia como la peor tragedia de la historia del país. Chile no es el mismo, y todo en menos de una semana. Desde aquella noche en el quinto piso, cuando estaba sacudiéndose la 514 y las lámparas se caían. Esa madrugada del 27 de febrero en que nadie pensó que estaba comenzado el gran terremoto de Chile. Del que no debería estar escribiendo.
Álvaro lozano
Autor de El Holocausto y la cultura de masas (Melusina, 2010)
“El holocausto no debe ser representado sino repensado” Por RobeRto Valencia / No es sólo la industria cinematográfica la que se ha saltado muchas cautelas éticas a la hora de encargar ficciones que tomen como tema o como escenario la Shoah. También el sector literario viene cediendo desde hace tiempo a la tentación de utilizar ese punto negro de la Historia para la explotación económica más descarnada. Ahora bien, no todo es lo mismo. Hay gradaciones, hay matices. Por mucho que a veces parezca que la sobreabundancia de testimonios de supervivientes del Holocausto carece de una meditación sobre su sentido de la oportunidad así como de un posicionamiento más allá de la simple puesta en circulación de esos libros en las mesas de novedades, este exceso de títulos no se puede analizar con los mismos criterios que se utilizan para aborrecer la comercialización, henchida de marketing, de esas ficciones que utilizan el Holocausto como excusa para el sentimentalismo más ramplón. Se trata de un controvertido y complejo asunto, que bien merece una reflexión minuciosa. —¿En qué errores inaceptables ha incurrido la industria audiovisual a la hora de representar el Holocausto? —En la actualidad, existen dos demandas muy concretas del público respecto a las representaciones del pasado y, muy en particular, del Holocausto. La primera es una exigencia de historias “humanas” que incluyan el triunfo final de la voluntad. La segunda es la búsqueda de una supuesta autenticidad, la de encontrar una historia que “realmente” sucediera, aunque narrada de acuerdo con los cánones 58 Quimera
Un prisionero judío le contesta a un soldado aelemán en un campo de concentración.
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ortodoxos del cine de masas estadounidense que, por supuesto, conllevan un final feliz. En realidad, existe una flagrante contradicción entre estas dos exigencias, pues las vivencias auténticas casi nunca sucedieron de acuerdo con los cánones de representación convencionales y rara vez se saldaron con el triunfo del bien sobre el mal. El Holocausto fue una tragedia sin paliativos. Sin duda, una de las aproximaciones más criticables es el énfasis en la supervivencia, la redención y el rescate. La idea de la supervivencia a través de la habilidad personal no tiene cabida en una representación cabal del Holocausto. resulta obsceno sugerir que, con un poco de fuerza de voluntad, uno puede superarlo todo, incluso el Holocausto o un ataque nuclear. Hay acontecimientos que desbordan la voluntad humana. Cuando ocurren, el resultado final es obra del azar. —¿El Holocausto es un acontecimiento “irrepresentable” por medio de la ficción? —En realidad, mi opinión es que el Holocausto no debe ser representado sino repensado desde la perspectiva histórica. No es material para una serie estadounidense. Las historias de aquellos que sobrevivieron distorsionan el pasado, no porque no sean auténticas (dejando de lado el tema de la fragilidad de la memoria personal), sino debido al hecho de que excluyen las historias de los fallecidos, que fueron la inmensa mayoría, no porque no desearan ser salvados, sino por una combinación de circunstancias en las que las habilidades personales y la voluntad apenas jugaron un papel destacado, y en las que el azar fue un factor decisivo. Por otro lado, ninguna representación del Holocausto puede obviar la cuestión de la familiaridad de la audiencia con la violencia gráfica de las películas de Hollywood, con la subsiguiente disminución del impacto de estas películas. En esas condiciones, a lo mejor sería más deseable abandonar todos los intentos de representar la brutalidad del Holocausto, y visualizar, tal vez, los aspectos burocráticos, tal y como recoge la película La Solución Final sobre Wannsee, o investigar medios para representar el auténtico elemento singular del Holocausto: el asesinato masivo y sistemático de seres humanos en las cámaras de gas. El hecho de que aquellos que desean relativizar o negar el Holocausto ataquen precisamente ese aspecto de banalización a través de la ficción, es la prueba innegable de su necesaria centralidad en cualquier representación del acontecimiento. —En tu libro mencionas El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, como ejemplo de novela que rechaza explicar lo inefable del horror humano. ¿Podrías explicar esto? —Si el Holocausto representó una "ruptura en el tejido mismo del ser", como se ha denominado, ésta es una lección que ha sido, en gran parte, ignorada durante gran parte del tiempo que media, desde que sucedió, hasta la actualidad. 60 Quimera
Por mucho que consideremos el Holocausto como una tragedia rupturista, la naturaleza conservadora de las culturas no les permite ser fácilmente destruidas y reconfiguradas. Es mucho más habitual que las culturas se resistan a admitir el Holocausto, precisamente por su cualidad de cesura, y cuando éste es finalmente admitido ingresa (de forma gradual) no en sus propios términos y creando nuevos conceptos, sino bajo los parámetros ya establecidos en la dinámica de las culturas establecidas. —¿Por qué te parece relevante la estrategia de Conrad de no tratar de entender a un personaje que ha perdido todo atisbo de humanidad? —En realidad, lo que el Marlow de Conrad no puede explicar a la prometida de Kurtz es el final inhumano del personaje en una locura tropical, ya que no existe un interlocutor que desee escuchar esa historia tan "oscura". La prometida desea, como cualquier ser humano, conocer su destino "humano" y piensa, por ejemplo, en la soledad que debió sentir Kurtz al morir, sin nadie como ella, que "le comprendía". Algo semejante sucede con las representaciones actuales del Holocausto. De ahí que dedique un capítulo a la película La Lista de Schindler como caso representativo de ese deseo de no escuchar, como la prometida de Kurtz, el lado más "oscuro" del acontecimiento y, por ende, del alma humana. Limitándose a una historia singular, cuyo poder radica en su supuesta “autenticidad” y considerando la ignorancia de muchos de los espectadores sobre el contexto histórico en el que tuvo lugar, la película de Steven Spielberg distorsiona la “realidad” del Holocausto, o al menos, deja fuera muchas otras “realidades”, en particular, la más común de todas: el asesinato masivo a escala industrial. El mal que muestra la película de Spielberg es un mal con el que es posible convivir a través de la perseverancia, fuerza de voluntad y determinación. Esto resulta perturbador porque los millones de personas que fallecieron tenían la misma voluntad y la misma perseverancia, y no eran en modo alguno inferiores y, sin embargo, murieron de la manera más abyecta. En este sentido, la película conecta con esa tradición cultural que queda reflejada en El Corazón de las Tinieblas. —¿Conoces la obra de Tadeusz Borowski? Él estuvo en Auschwitz y antes de suicidarse escribió unos cuentos que son coherentes con las convenciones de la narración literaria, y parecen fieles al horror de los campos de concentración. —La obra de Borowski es genial y controvertida. Sin duda, los cuentos de Borowski transmiten el inenarrable horror y desesperanza de los campos mejor que muchas otras obras, incluso testimonios directos de Auschwitz. La utilización de la voz narrativa que, en apariencia, parece aislada e indiferente ante el funcionamiento diario de la maquinaria de muerte nazi, es una forma realmente impactante de aproxi-
marse al Holocausto. Sin duda, ese distanciamiento del autor es lo más terrorífico y genial de la obra de Borowski. El tono único de la narración de Borowski transmite de manera única la responsabilidad del superviviente de dar testimonio hablando por los miles que no sobrevivieron a los campos. Sus obras contienen algunos de los testimonios más crueles de lo que pueden llegar a hacer los hombres a otros hombres. —¿Qué opinión te merece la publicación de los testimonios de los supervivientes? —El testimonio de los supervivientes engarza con un debate clásico en la historiografía: ¿cómo debemos juzgar los acontecimientos pasados? ¿Desde el punto de vista de los protagonistas o desde la distancia del historiador? Evidentemente, el historiador dispone de información que los protagonistas desconocían. Por ejemplo, el historiador sabe adónde se dirigían los trenes que los nazis utilizaban para transportar a los judíos. También suscita una segunda pregunta íntimamente relacionada: ¿hasta qué punto los testimonios no se ven “contaminados” por la “información” a posteriori que recaban los protagonistas? Estos dilemas no significan que debamos obviar los testimonios, pero hemos de ser muy cuidadosos a la hora de incorporarlos en investigación histórica de cualquier acontecimiento. Jorge Semprún ha defendido siempre la idea de que los testimonios sobre la experiencia de los campos tienen que pasar por el artificio literario si se desea que algo sea transmitido a todos aquellos que han sido ajenos a dicha experiencia. Ha rechazado la representación sin más del horror, a la exposición de los detalles desnudos, de los datos e imágenes sin mediación alguna. Esta política de la memoria pareciera oponerse al rigor reglado de la historia, que presenta los hechos en una secuencia sistemática. En relación a los testimonios orales, tal vez, lo mejor sería una mezcla de construcción histórica clásica, “positivista” (datos, documentos, estadísticas) y la narración de los testimonios, que aportan la necesaria dimensión humana. Si se opta por la primera opción sin más, ésta puede derivar en un academicismo frío y distante; y limitarse a la segunda opción, puede dar lugar a un relato emocional sin rigor conceptual alguno. —Los testimonios sobre el Holocausto fascinan por la espantosa realidad que documentan. Personalmente los leo siempre que puedo, pero me pregunto si esta fascinación no será un modo de vivir una intensa experiencia personal del lectura, y no una radical toma de conocimiento sobre la naturaleza humana y la Historia. ¿Es un error leer estos libros para “vivir emociones”? —Siempre se corre el peligro de que determinadas situaciones sean apropiadas como una “experiencia vicaria”, una suerte de “turismo de sofá”, y ello provoca un gran recelo por parte de las autoridades. Sólo hay que recordar que las películas en color de la Segunda Guerra Mundial no afloraron hasta muchas décadas después. Incluso hoy en día el arte nazi (incluida la faceta artística de Adolf Hitler) es poco conocido. En estos casos, el límite entre la pedagogía y el voyeurismo se desdibuja y las decisiones
“Mediante el proceso de trivialización la realidad de la guerra fue camuflada y controlada”
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no son sencillas. En todo caso, está meridianamente claro que un ensayo histórico no es lo mismo que una serie de televisión. La segunda es más susceptible de ser utilizada para fines no deseados. De ahí el énfasis en mi libro sobre la labor del historiador frente a las producciones audiovisuales de masas. El historiador tamiza el pasado; Hollywood nos propone puro entretenimiento con fines comerciales. —Casi no hay mes en que no aparezca en las librerías nuevos testimonios sobre el Holocausto. Cuando salió el Diario de Hélène Berr, la primera frase de la faja promocional era: “Uno de esos libros que persiguen al lector hasta su último suspiro”. ¿Está incurriendo el sector literario más serio en el error de concebir y promocionar la literatura concentracionaria como un género sentimental? —El sector editorial siempre busca el caballo ganador. En este sentido, estamos un poco retrasados respecto a otros públicos, en particular, el anglosajón y el germano. Ahora bien, dicho esto en Francia también se ha tardado en hacer frente a ese período aunque por otras razones. Acaso la diferencia estriba en que España vivió una situación totalmente ajena en la década de los cuarenta del siglo XX con el fin de la Guerra Civil y la represión que le siguió. Es cierto que hubo españoles implicados en la contienda (e incluso diplomáticos que ejercieron una labor digna de encomio) pero no es lo mismo. Estados Unidos, Francia, Alemania, rusia todos padecieron la gran contienda y es allí donde se generan los relatos sobre la guerra. En este sentido, y en la medida en que existe una “distancia histórica” en el caso español, sí existe el peligro de caer en un cierto voyeurismo. De nuevo volvemos a la aporía que suscita intentar comprender situaciones límite para el ser humano. —En tu opinión, ¿es un problema la actual proliferación de testimonios sobre el Holocausto o, por el contrario, cuantos más libros documenten el tema, mejor? —Esta es una pregunta muy compleja que no admite una respuesta sencilla. Por un lado, resulta innegable que esta proliferación de obras introduce a las nuevas generaciones en los sucesos del Holocausto. Sin embargo, el interés del público sobre el tema hace que surjan, a su amparo y de forma inevitable, personas que se aprovechan de esta situación para producir un determinado tipo de obras que llevan al proceso de banalización del que hablo en mi obra. Se podría afirmar que el Holocausto ha experimentado un proceso de trivialización, en particular, en las últimas décadas. Es un proceso similar al que sucedió en Europa tras la primera guerra mundial. Los europeos reaccionaron de dos maneras ante el trauma bélico: bien “santificando” la experiencia, o bien trivializándola. Esa trivialización de la experiencia bélica fue la respuesta de aquellos que habían permanecido en sus hogares y que distorsionaron y manipularon la realidad de la guerra ante el horror de los veteranos. 62 Quimera
Así, la división de la guerra entre el frente interno y el frente bélico, continuó tras el conflicto de acuerdo con esas líneas de división entre los intentos de “santificación” y de trivialización. Mediante el proceso de trivialización la realidad de la guerra fue camuflada y controlada. La trivialización fue la forma de confrontar el pasado bélico, no exaltándolo y glorificándolo, sino convirtiéndolo en algo familiar y manejable. Esta es una división que se aplica también al Holocausto. Por supuesto, sería demasiado simple afirmar que la respuesta de los supervivientes del Holocausto ha sido siempre la de su “santificación”, mientras que el no superviviente ha optado por la trivialización. Existen numerosas excepciones a esta regla. Sin embargo, tal distinción es útil para abordar la representación del Holocausto, entre, por ejemplo, Elie Wiesel, que ha sido durante años el representante de la versión “purista” de la generación superviviente, y las siguientes generaciones entre los cuales cabría citar al director Steven Spielberg y el éxito de obras como, por ejemplo, El niño del pijama de rayas de John Boyne. —Imagino cómo va a ser tu respuesta, pero dime algo sobre El niño del pijama de rayas. —De las muchas maneras posibles de relatar las atrocidades del Holocausto, El niño del pijamas de rayas opta por una ciertamente polémica. Sus protagonistas son dos niños, de la misma edad, tan sólo ocho años. Uno es hijo de un comandante nazi, y el otro –el del pijamas de rayas el del título– se encuentra en un campo de concentración. Aunque el Holocausto es ya todo un subgénero cinematográfico y literario, la trascendencia pública de libros y películas como El niño con el pijama de rayas o El lector ha vuelto a despertar la polémica en torno a los límites del espectáculo a la hora de representar un acontecimiento como el Holocausto. La obra de Boyne no ofrece una nueva perspectiva literaria sobre el Holocausto, ni reflexiones relevantes al respecto, sino que lo trivializa al reducirlo a un simple pretexto para desarrollar una intriga vulgar, para la que podría haber empleado cualquier otro motivo. El Holocausto queda reducido a simples perspectivas maniqueas, vaciado por completo de toda su violencia y complejidad, convertido en un simple motivo para un relato banal. La misma presencia de un niño de ocho años en el campo es una invención inaceptable pues, como casi todo el mundo sabe, no había niños de ocho años en campos como Auschwitz, los nazis gaseaban de forma inmediata a aquellos que no estaban en condiciones de trabajar. Descontextualizada y enfocando la historia a través de graves alteraciones de lo que sucedió en los campos, la historia, en mi opinión, resulta peligrosa para las nuevas generaciones que se acercan por vez primera al Holocausto. —A mí también me parece deleznable asociar entretenimiento con Auschwitz. Pero no me resigno a que no se pueda escribir una novela
que, aunque no observe estrictamente todos los detalles de la verdad histórica, encuentre un mecanismo literario eficaz para acercarnos a este espanto desde una perspectiva ética y profunda. Al fin y al cabo la literatura posee un enorme potencial filosófico. —Es cierto que la ficción posee un potencial filosófico e, incluso, podríamos afirmar que la ficción es otra vía de conocimiento independiente del saber científico o analítico. Sin embargo, aquí entra en juego la pregunta de Adorno sobre si es posible la poesía después de Auschwitz. Depende de cómo se conteste la pregunta, se abre o se cierra la posibilidad de ficcionalizar el horror. Thomas Pynchon recibió elogios y críticas durísimas por La gravedad del arco iris y otro tanto le ocurrió a Billy Wilder por la película Uno, dos, tres, una sátira sobre la tragedia del muro de Berlín. Pero esta es una cuestión antiquísima: basta recordar que una de las joyas de la literatura universal, me refiero a La Ilíada, relata una guerra extremadamente cruenta y, sin embargo, el poema de Homero consigue trascender las coordenadas de su tiempo y el horror que describe para convertirse en un "artefacto" eterno que nos habla de la naturaleza humana.
que el Estado no defiende ni presta sus instrumentos (políticos, jurídicos, económicos, policiales, humanos) para asesinar en Ciudad Juárez. Más bien se muestra impotente ante la barbarie que supone el asesinato y mutilación de mujeres. Creo que la diferencia es esencial. La documentación sobre el exterminio nazi –me refiero a la documentación del propio Estado nacionalsocialista hallada por los Aliados– causa vértigo y pavor por su frialdad burocrática. No estamos hablando de un listado, sino de toneladas de informes de toda índole: órdenes, comunicaciones, evaluaciones, presupuestos, ruegos, quejas, sugerencias, planos, mapas, fotografías, estadísticas, etc. El horror debía quedar consignado como un trofeo del Tercer reich. ■
—¿Has leído 2666? En esta novela, Roberto Bolaño estableció una continuidad literaria entre Auschwitz y los crímenes de Ciudad Juárez. No es Historia, no es ensayo, es literatura. ¿Qué opinas de esto? —La obra de Bolaño me parece excelente pero me remito a lo dicho: cuando ficcionalizas te expones a la ira de un sector de la sociedad que no deja de tener parte de razón. En el caso del Holocausto, de nuevo entramos en una dicotomía. Si uno defiende que el Holocausto es un hecho singular e irrepetible en la historia de la humanidad (caso de Adorno o Elie Wiesel, por ejemplo), Bolaño yerra en su enfoque. Si, por el contrario, uno sostiene que forma parte de un continuo, un vector inherente a la raza humana, de violencia gratuita, que sería la tesis que arranca con Hobbes, entonces Bolaño está en lo cierto. —Bolaño, en “La parte de los crímenes”, ofrece un enorme listado, redactado en tono forense, de más de 400 asesinatos de mujeres, insertado en una ficción al uso. A mí me parece un modo excelente, sin concesiones, de representar el horror. —En mi opinión, la diferencia entre los crímenes de Ciudad Juárez y el Holocausto no es cuantitativa, sino cualitativa. En el caso del Holocausto hablamos de crímenes perpetrados por un Estado a escala industrial; se trata de una industria "legal" (como cualquier otra, la del acero, alimentaria, eléctrica, financiera, etc.) de exterminio de personas. Hubo incluso quien sugirió que la energía que liberaban los cadáveres en los hornos podía ser utilizada para alimentar la maquinaria, de suerte que los campos se hubieran convertido en un perpetuum mobile dantesco. En el caso de México, aunque pudiese existir cierta corrupción en algunos funcionarios mexicanos en ese caso (extremo que ignoro) está claro Quimera 63
EL QUIRÓFANO ® Écfrasis LENTO VALS Robert Haasnoot Lengua de Trapo. Madrid, 2009. 232 págs. Lengua de Trapo lo dio a conocer en nuestro panorama editorial con Mar de delirio (2008), y allí el autor ya apuntalaba los rasgos de la narrativa que vendría a continuación, a saber: abundancia de pasajes místicos, escenarios marítimos o portuarios, localizaciones temporales no actuales, siempre mediadas por un telón de fondo salpicado por acontecimientos de orden político (la I Guerra Mundial entonces); y, lo más importante de todo, su absoluto hincapié en la recreación de un imaginario romántico, tenebroso y cohesionado, en donde percibíamos la búsqueda obsesiva de objetos y situaciones fetiche por parte de su autor. Es en el ejercicio del écfrasis, pues, donde hemos de encontrar el rasgo más interesante de la narrativa de Robert Haasnoot (EE UU, 1961). Lento vals confirma de este modo que nuestro autor sigue basando el lirismo de su prosa en la inclinación hacia el atrezo y la experiencia de corte sensualista. Dan cuenta de ello la recreación de la siniestra y claustrofóbica taberna de Louis (véanse la humillación del borracho o de la niña), el desafío aceptado –y felizmente salvado– por el autor a la hora de pergeñar escenas eróticas (pp. 56, 187), o el interés por el ínfimo detalle histórico (v.br., “las Pastillas Purgantes de Parson”). Añádase a la presente cualidad de escenógrafo el hecho de que la última entrega de Haasnoot viene a confirmarlo como un contador de historias puro: ante la pregunta de si es posible seguir indagando en la exposición de los hechos típicamente decimonónica
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–Haasnoot recurre aquí a un narrador omnisciente más bien gélido, a ratos forense–, la obra del neerlandés dice sí con vehemencia. Ubicada entre Países Bajos y Estados Unidos en el siglo XIX, la acción de Lento vals se inicia repartiéndose entre los personajes del judío Lodewijk, caracterizado por sus habilidades para la negociación y la retórica, y Emma, la prostituta enamorada de Harm –uno de los constructores del buque encargado por los opositores a la opresión inglesa en Irlanda. La desaparición de Harm y el enigma del submarino serán los temas que rijan una parte importante de Lento vals. Y en este sentido, Haasnoot no duda en hacer avanzar sus tramas mediante la abundante diseminación de historietas, cuya finalidad puede ser el adorno y la consecuente verosimilitud del relato (como el detenimiento sobre el carro de patatas que vuelca en la p. 36), la glosa psicológica de los personajes, la explicación de los barrocos árboles genealógicos o la peripecia atribuida a una pléyade de secundarios –más o menos confusos, sobre todo a tenor de la miscelánea de nombres neerlandeses, judíos, franceses y anglosajones– que van del depresivo cuñado de Lodewijk a Deirdre (representante brutal del antisemitismo), pasando por los cabecillas de los fenianos o comerciantes como Leopold Samson. Lento Vals presenta como principal hándicap para el lector español el hecho de que la historia narrada –cuyo génesis debemos encontrarlo en la biografía de Lodewijk Pincoffs, personalidad especialmente relevante para el desarrollo de la ciudad de Róterdam–, permanezca al margen del horizonte de intereses que se le presupone. Es decir, lo interesante de este tipo de
narración reside en la dificultad que plantea para ser concebida como un disfrute estrictamente intelectual. Digamos, si en nuestro tiempo podemos apuntar como posible alta cultura –o mejor: como conglomerado referencial, o como cultura distinguida o distanciada (John Fiske)– todas aquellas producciones fecundas a la hora de interactuar con el acto de lectura, a fin de desencadenar una tormenta de posibles metáforas y simbologías, entonces es inevitable la pregunta en torno a Haasnoot: ¿qué hacer con un escritor cuyo talento máximo reside en el lirismo de su construcción espacial?, ¿qué papel juega el lector predispuesto con una amplia voluntad participativa ante una novela que en sí misma es un parque temático, recreativo? La respuesta, cómo no, solo puede estar en la recepción. ANTONiO J. ROdRíguEz
EL QUIRÓFANO ® El relevo dudoso HAbLAR dE mí VV. AA. (selección y prólogo de Juan Terranova) Lengua de trapo, Madrid, 2009. 252 págs. Una antología de la nueva narrativa argentina siempre despierta expectativas difíciles de satisfacer, pues de un país que nos dio cuentistas de la categoría de Arlt, Borges, Cortázar, Bioy Casares o Silvina Ocampo, se esperan maravillas literarias que sólo raramente se hacen realidad. La vena neofantástica se agotó hace décadas ya, y tras un cuarto de siglo el tema de la última dictadura militar está perdiendo su atractivo para los que, como los diecisiete autores nacidos entre 1971 y 1981 que Juan Terranova (Buenos Aires, 1975) ha incluido en Hablar de mí, no asocian con la época de la represión nada más que unos cuantos recuerdos infantiles. Como si estuvieran hartos de los grandes problemas históricos y existenciales, todos los antologados se han retirado a lo privado: cultivan la literatura del yo, la escritura autobiográfica, la autoficción, y narran, en un lenguaje a menudo coloquial, los pequeños relatos de la vida cotidiana de adolescentes y jóvenes adultos en la Argentina de hoy, con sus conflictivas relaciones familiares, sus amores y trabajos insatisfactorios y el escapismo del alcohol y las drogas. Coherencia generacional y estética no le falta a esta antología, pero sí se echa de menos la cohesión interna en la mayoría de los textos que incluye. Más que cuentos, muchos de estos relatos parecen fragmentos sacados de un contexto más amplio, historias que se diluyen en una serie de reminiscen-
cias casi inconexas, recuerdos de una época sin principio ni final, narraciones con un aire de casualidad, trivialidad e improvisación. Como la vida real, se podría argüir a su favor, pero eso no basta para que convenzan como cuentos. A lo mejor no quieran ser cuentos, quizás no aspiren a ser más que secuencias cortadas al azar del flujo de sucesos anodinos. Desgraciadamente, no encontramos ninguna información sobre la procedencia o la intención de los textos: ¿son relatos escritos para esta antología, inéditos o publicados ya en otro lugar, capítulos de novelas o libros de memorias? En vez de justificar y comentar su elección en el prólogo, Juan Terranova ha preferido brindar al lector desconcertado un prefacio compuesto de treinta párrafos donde reflexiona sobre un mundo en que todo se conecta y se digitaliza, y habla, entre muchas otras cosas, de internet y wikipedia, mails y blogs, teléfonos celulares y piratería digital, la logística de las relaciones sociales y una máscara comprada en el Rastro, pero lo único que aprendemos acerca de sus criterios de selección es que ésta "se guió por mi gusto personal, los límites de mi talento y las posibilidades materiales de la antología". Hablar de mí tiene el mérito de presentar al público europeo algunos autores relativamente noveles que, en su mayoría, todavía no se conocen de este lado del Atlántico. Sin embargo, están todavía muy lejos de poder aspirar a relevar a las generaciones anteriores de narradores argentinos como Piglia, Aira, Shua, etc. Ahora bien, no es que los textos carezcan de interés y calidad literaria, incluso son posibles los hallazgos dichosos, como el cuento de Pablo Ali que abre la antología con este incipit sorprendente: "Mi papá,
desde que murió, vive junto a una mujer veinte años menor que él, en un lugar alejado para no tener que recibir visitas o para no interferir el luto de mamá". Se pueden apreciar la ironía y la sátira en la manera cómo Aquiles Cristiani narra las vicisitudes de la existencia resignada de un profesor de música en un colegio de mujeres, o cómo Mariana Enríquez cuenta una odisea por los consultorios médicos, o la originalidad de la propuesta de Hernán Vanoli de periodizar la biografía de sus personajes según la marca de cerveza que beben en las sucesivas etapas de su vida. Pero algo les falta a todos estos textos, sin excepción: el perfecto equilibrio entre la concisión expresiva, el interés del argumento, la clausura estructural y la apertura semántica que caracteriza al cuento plenamente logrado. mARcO KuNz Quimera 65
EL QUIRÓFANO ® Las estaciones del horror EL TERcER REicH y LOS JudíOS. LOS AñOS dE pERSEcucióN (1933-1939).
Saul Friedländer Trad. Ana Herrera. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2009. 609 págs. EL TERcER REicH y LOS JudíOS. LOS AñOS dE ExTERmiNiO (1939-1945).
Saul Friedländer Trad. Ana Herrera. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2009. 1136 págs. Lejos de proponerse lo imposible: encontrar explicación racional a la fobia obsesiva de los nazis hacia los judíos, que condujo a su progresivo acorralamiento hasta la asfixia y culminó en los campos de exterminio, Saul Friedländer (Praga, 1932) plantea su estudio con la intención lúcida y realista de acercarse a la mecánica de su funcionamiento y a las razones –ahora sí– que determinaron las decisiones políticas en cada momento. El reconocido historiador y ensayista de ascendencia judía, especialista en la historia del nacionalsocialismo y del Holocausto, aborda en estos dos volúmenes la que es probablemente su obra magna y, a pesar de su extensión, el compendio de su legado: una visión panorámica de los acontecimientos de 1933 a 1945. Con exhaustiva prolijidad de notas –las del primer volumen abarcan de la página 453 a la 609; las del segundo, de la 861 a la 1136–, que sin embargo no entorpecen la lectura y remiten a la ingente documentación y bibliografía manejadas, Friedländer desgrana en el primer volumen, Los años de persecución (1933-1939), las etapas del acoso a los judíos desde los inicios de su 66 Quimera
gestación como eje primordial del ideario nacionalsocialista, mucho antes de la ascensión de los nazis al poder. Atento a la objetividad que exige la buena investigación histórica y con la intención de subrayar la materia humana de que está hecha, el autor combina la descripción general y distante de los hechos con la más concreta y cercana de episodios biográficos individuales, que sirven de ilustración a sus conclusiones, con nombres y apellidos. En su recorrido Friedländer coloca el énfasis en las relaciones entre nazis y conservadores, en la toma de decisiones de Hitler, la política de emigración forzosa, las expropiaciones, las leyes de Núremberg de 1935, la oleada de agresiones de la Noche de los cristales rotos, la eutanasia por ley de los enfermos con malformaciones o impedimentos hereditarios, el comportamiento del pueblo alemán ante la violencia ejercida, la participación de los intelectuales y el papel de las Iglesias católica y evangélica. El historiador ilumina especialmente los momentos en que, por razones de estrategia política interior o exterior y para evitar represalias económicas, Hitler dosificaba escrupulosamente las medidas contra los judíos. Este rasgo sumado al planteamiento de su paranoia como cruzada contra la amenaza universal judeo-bolchevique, su implicación directa en las decisiones –cuyo peso el autor considera mayor del que en ocasiones se le ha otorgado–, el cariz pseudoreligioso que adoptó su fobia a los judíos –cuya necesaria desaparición planteó como una alternativa radical de supervivencia para la nación germana y la raza aria, que califica de “antisemitismo redentor”, así como su muy temprana alusión a la utilización de términos como “eliminación” o “exterminio”–, dibujan un personaje que combinaba su obcecado odio con la lucidez del cálculo estrictamente planificado.
El autor se detiene especialmente en la responsabilidad de las Iglesias cristianas, de las Universidades y del pueblo llano. Después de recorrer casos aislados de valentía, Friedländer se detiene en la resistencia ofrecida por la Liga de Emergencia de Pastores que derivó en la Iglesia de la Confesión, subrayando sin embargo la ambivalencia de su posición, que hacía hincapié en la defensa exclusiva de los judíos conversos, posición que adoptó también la Iglesia católica, fiel a su antijudaísmo tradicional. Insiste Friedländer en distinguir entre las salvajes agresiones de las SS y el comportamiento de la gente común, de quien afirma que, aunque pasiva en su mayoría, no manifestaba especial rechazo hacia los judíos, aportando numerosos ejemplos de quejas de amplios grupos de comerciantes contra la prohibición de negociar con ellos. Peor paradas salen las Universidades, que sorprendentemente cerraron filas casi sin fisuras para secundar la política nacionalsocialista hasta con iniciativas propias. Un lugar destacado ocupa la política de emigración forzosa, su negociación con las potencias occidentales, así como la conformidad de los sionistas y ortodoxos judíos con la política de pureza racial, que ellos mismos defendían para sí. Muy acertado y esclarecedor resulta el extenso capítulo que el autor dedica a estudiar la
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situación de los judíos y el antijudaísmo en la misma época en los países europeos vecinos de gobiernos democráticos, así como en los años de la República de Weimar en la propia Alemania, lo cual pone de manifiesto el caldo de cultivo común más allá de las fronteras alemanas. Esta tesis de un antisemitismo cultural arraigado en Europa mucho antes del nacionalsocialismo va tomando cuerpo frente a la de la razón económica, que Friedländer apenas considera, y se confirma en el segundo volumen, Los años de exterminio (1939-1945), en el que el autor estudia, país por país, la fácil implantación de las políticas nazis en los territorios ocupados gracias al colaboracionismo local, a veces más obcecadamente antijudío aún. Subrayando los momentos de inflexión del Holocausto el libro se divide en tres partes: desde principios de la guerra en otoño de 1939 hasta el ataque a la Unión Soviética en verano de 1941, los asesinatos sistemáticos masivos a partir del verano de 1941, sobre todo en los países del este, y la shoah a partir del verano de 1942 hasta la primavera de 1945. Sin olvidar los casos individuales o de grupos minoritarios de oposición a las medidas nazis contra los judíos, Friedländer muestra la diversidad de fuerzas que acabaron haciendo posible el horror como una obra coral que, si bien dirigida por los nazis alemanes, no se explica por su única actuación. Como hiciera ya en el primer volumen, también en el segundo el autor hace hincapié en la culpable actitud de los mandatarios de las Iglesias cristianas como líderes de la actuación de sus fieles, incluido Pío XII. Fiel en todo momento a la objetividad, Friedländer no excluye de su estudio la reacción de los propios judíos, que, sobre todo en Francia reivindicaron sus derechos como autóctonos ante los recién llegados, el papel en ocasiones ambiguo de los consejos judíos y el des-
arrollo de una economía y de relaciones cómplices en los guetos. No queda exenta de culpa la gente común, que según muestra el autor sabía de los hechos más de lo que a menudo se ha pretendido. Friedländer sitúa la toma de decisión de la Solución Final en el último trimestre de 1941 coincidiendo con la marcha negativa de la guerra y la entrada de los EEUU en ella, momento en que los judíos habrían perdido la función de rehenes para evitar la intervención norteamericana. A partir de aquí dos acontecimientos pudieron haber contribuido a acelerarla: el atentado contra la exposición antisoviética el 18 de mayo de 1942 por parte del grupo procomunista “Herbert Baum” –en el imaginario de Hitler la eliminación de los judíos aseguraría que no se repitiesen las actividades revolucionarias de 1917-1918– y el atentado contra Heydrich con resultado de muerte por parte de comandos checos, que derivó en la destrucción de la población de Lidice junto a Praga al sospechar que ocultaba a sus autores. También aquí Friedländer conjuga la abstracción de los fríos datos históricos con el acercamiento a las vivencias personales de individuos concretos, otorgando así el lugar de preferencia a los verdaderos protagonistas. A través de las citas que adecuadamente va intercalando de diarios y cartas de una amplia gama de víctimas de diferente edad y condición, el autor consigue una obra que, siendo altamente especializada, mantiene constantemente viva la conciencia del verdadero horror. Del mismo autor se han publicado en España: ¿Por qué el Holocausto? Historia de una psicosis colectiva, Barcelona, Gedisa, 2004 y Pío XII y el Tercer Reich, Barcelona, Península, 2007.
La lógica disparatada, la deformación de la realidad, el onirismo, la crítica a los valores de la sociedad parisién, la personalización de los objetos y la descripción de reacciones físicas inéditas son rasgos propios de la escritura de Boris Vian (Ville d’Avray, 1920- París, 1959) que aparecen ya en A tiro limpio, su primera novela. El autor, desarrollando una lírica del absurdo que caracterizará posteriormente a La espuma de los días y El otoño en Pekín, sus obras más representativas, embarca a cuatro estrambóticos personajes en una intrépida aventura que tiene por objeto recuperar el “barbarón bífido” extraviado. Lujosos vehículos y zapatos amarillos, trampas mortales y compartimentos secretos, manuscritos revelados y exóticas criaturas, tienen cabida en esta extraña búsqueda. Tusquets publica A tiro limpio con motivo del cincuentenario de la muerte de Vian quien, padeciendo una dolencia cardíaca que anunciaba una muerte temprana, aceleró su ritmo vital y desempeñó labores de escritor, compositor, trompetista, ingeniero, poeta, locutor y escenógrafo.
ANNA ROSSELL
mARiNA p. dE cAbO
A TiRO LimpiO boris Vian Trad. Juan Manuel Salmerón. Tusquets, Barcelona, 2009. 120 págs.
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EL QUIRÓFANO ® El mito Nadie TORmENTA dE uNO mark Strand Edición de Dámaso López García Visor. Madrid, 2009. 122 págs. Si la narrativa echa mano de todo tipo de formatos visuales para explorar nuevas posibilidades de secuenciación, la poesía se apoya en la inmovilidad latente de cierta pintura contemporánea para decir ese preciso fantasma que habita dentro de toda experiencia y que desea ser percibido y reconocido como una especie de sentido. Mark Strand (Canadá, 1934) es un buen ejemplo de ello. En los poemas de Strand pasan cosas, pero no sabemos muy bien qué cosas. Es el suyo un mundo extrañamente deshabitado, identificado con la atmósfera de los cuadros de De Chirico, de Magritte, de Hopper. Panoramas de soledad, una falsa transparencia, una callada tragedia. La pintura fue su primera afición y ha escrito ensayos sobre la obra de los pintores mencionados. Además, Strand es un excelente traductor de Lorca y Alberti, autores que le inculcaron ese sentimiento de desahucio personal presente en la obra surrealista de ambos. “Dondequiera que esté / soy aquello que falta”, escribiría Strand en un libro anterior al que ahora me ocupa. La obra poética de Mark Strand no es desconocida para el lector español interesado. Aliento (4 Estaciones, 2004), en edición de Julián Jiménez Heffernan, y Sólo una canción (DVD, 2004), en edición de Eduardo Chirinos, dan buena cuenta de una propuesta poética que fue aplaudida por crítica y lectores (no importa el número) con el mismo entusiasmo dedicado a sus compañeros de viaje Charles Simic y Charles Wright, tres autores fundamentales, junto con 68 Quimera
John Ashbery, para vislumbrar que a la poesía aún le restan balas para no quedarse fuera del siglo XXI. Jiménez Heffernan incluía entonces la poesía de Strand en el domestic gothic: “la presión de un inframundo demoníaco sobre las membranas protectoras del hogar”. Poe, Faulkner, McCullers o Kafka eran referentes de lujo a la hora de enmarcar una propuesta cuyo modus operandi era la descomposición poética, la pérdida de densidad corporal, la cualidad fantasmal adquirida por los personajes que la habitaban. Esa capacidad para recrearse en su disolución sigue estando muy presente en Tormenta de uno, pero atenuada la grávida intemperie de amenazas morales por el buen humor. La indeterminación sigue siendo extrema, pero trasvasada en ironía, a veces casi convertida en un divertimento que, no obstante, deja un inquietante sabor de boca. Como se infiere del propio título, Tormenta de uno defiende la esfera de lo privado en una atmósfera de potencial amenaza. Ya viene siendo usual en anteriores libros de Strand la eliminación de cualquier rastro de identidad personal o geográfica, dando lugar a un alto grado de abstracción. Son experiencias anónimas, intercambiables en un mundo insólito que aparece descrito con un lenguaje totalmente familiar y conocido colmado de elipsis, parábolas y oraciones declarativas que prescinden de conjunciones. De ese modo, se produce una falta de continuidad entre lo narrado y la contextualización, ofreciendo la máxima definición narrativa al describir con precisión la secuencia que da lugar al poema y borrando el resto para generar una máxima indefinición, una evaporación de motivos, causas e identidades. Como ha apuntado Mario Jurado en otra ocasión, la ten-
dencia narrativa de los poemas de Strand consiste “en un latido que bombea narratividad a los extremos del poema, pero que no petrifica en narración”. Y como sugiere el propio Strand en el poema “Una suite de apariciones” incluido en Tormenta de uno: “Tener toda la puesta de sol de nuevo, / Un momento tras otro, // Como ocurría, en un relato correcto y detallado, sólo oscurece / Nuestra idea de lo que ocurrió. Hay un límite de lo que / podemos imaginar // Y de cuán buena consideramos una cosa buena. Mejor tener la / esperanza // Del mero recordatorio, un espectral mira ahí pero no ahí, / Algo, no del todo una escena, preparada sólo para ser disuelta, / Así, cuando va como debe, a su paso no surge un sentimiento de pérdida.” JAimE pRiEdE
EL QUIRÓFANO ® Antipoesía psicoanalítica EL AVE FÉNix SOLO cAgA cANELA y OTROS pOEmAS Ángel cerviño DVD. Barcelona, 2009. 127 págs. En el panorama literario tardo postmoderno, las rutas recorridas no son más que una muestra de las vías que se pueden abrir en tan poliédrica cumbre. La narrativa que lleva una carga pesada traza caminos que (como puede ser el esquema trasvasado de las teleseries que tan buen resultado logra Jorge Carrión en Los muertos) pronto serán el centro del tránsito. En la lírica no se siente el peso genérico, lo que proporciona un ímpetu libre que permite divergentes opciones como puede ser la “poesía-imagen” que viene practicando Pilar Rubio Montaner o la Postpoesía que sistematiza Fernández Mallo. De todas las prácticas no sabemos cuáles permanecerán, pero sin embargo sí hay un rasgo común en todos los intentos: la permeabilidad que padece la poesía. Ésta puede beber de cualquier campo del conocimiento, ya sea del arte, de la filosofía o de la ciencia. Para poder inaugurar nuevos modelos, hay que mostrar el conocimiento de lo existente y la voluntad de enfrentarse a esa tradición. Este es el caso de El ave fénix solo caga canela (y otros poemas) con el que Ángel Cerviño (Lugo, 1956) debuta en la poesía imbuido por las corrientes psicoanalíticas del siglo pasado y produce una “crítica de la sospecha” hacia la lírica que tiene como resultado este poemario. Este novel poeta es artista visual y este segundo libro es una vuelta de tuerca de su cuaderno de reflexiones Kamasutra para Hansel y Gretel (Ediciones Eventuales, 2007), como se puede comprobar en la presentación estructural, ya que ambas publicacio-
nes tienen sesenta y nueve capítulos. Uno se adentra en el poemario con la extraña sensación de que no son sus ojos los que le guían, sino sus pies quienes le conducen a través de instalaciones en un museo. Tal destino podrían haber tenidos ciertos poemas que retumban en la cabeza como si los hubiera escuchado en Dolby Surround dentro de una estancia vacía. De este modo el libro tendría tres salas distintas, una primera contiene treinta y ocho poemas en los que observamos la destreza con la que Ángel Cerviño maneja un estilo diferente en cada creación, mostrando una actualización del surrealismo y el situacionismo con un evidente predominio de la anáfora como vehículo rítmico. Tendrán su lugar los juegos metaliterarios (“Agitpropp. ¡Canta oh, Musa!”), la cultura popular (“Chi non lavora non fa l’amore”), las nuevas mitologías (“El francotirador”) y el psicoanálisis (“El sueño de Irma”). Pero destacarán aquellos que muestran una declaración de su poética, a la que calificaremos de post-antipoesía o post-antirretórica, proponiéndonos un lenguaje directo, desnudo de artificios que no sean los que provee la terminología psicoanalítica. La segunda parte la ocupa un único poema que es el que da título al poemario y que consiste en un índice analítico de términos relacionados con la práctica y teoría psicoanalítica y que gracias a la aliteración propia del diccionario nos mantiene atentos durante once páginas. Para concluir, el autor escoge veintinueve epígrafes de prosa (versificada con barras ortográficas), que bien podrían constituir un volumen de microrrelatos. Predominará el narrador en primera persona, el lenguaje directo y la presencia de diálogos. El yo poéti-
co, que se descubría abandonado en el paisaje apocalíptico de la primera parte del poemario, es presentado en interacción, para ello no nos bastará los relatos en los que es protagonista o los diálogos que leemos, sino que también necesitamos esos détournements, aunque sólo sean formales, en los que alterna un tono frío más propio de enciclopedias, anuncios y artículos periodísticos (“Pros y contras”) con relatos míticos a la manera de Borges (“Toque de queda en Shangri-la”). Ángel Cerviño no es un poeta al uso y eso le permite que su propuesta carezca de prejuicios. No quiere entrar en un club selecto, más bien pretende dinamitarlo, y la suya sería una propuesta de supervivencia poética post-apocalíptica. Los lectores han de ser conscientes de que vivimos un mundo en ruinas y la poesía se construye con escombros. JAViER ALONSO pRiETO Quimera 69
EL QUIRÓFANO ® Vanidad de vanidades LA VidA FÁciL Richard price Trad. Carlos Milla Soler. Mondadori, Barcelona, 2010. 522 págs. La trama, aseguraba Nabokov, es una debilidad burguesa. De ser cierta esta aseveración que Vila-Matas atribuye al autor de Lolita, la novela negra vendría a ser el género burgués por excelencia y La vida fácil de Richard Price (Nueva York, 1949) se afiliaría a lo que es más una constelación que un género; ideal para ese hipotético lector burgués sin mejor ocupación que distraerse con historias que jamás sucedieron. Los requisitos del género se cumplen en La vida fácil: el protagonismo de una antitética pareja policíal, un inspector de rasgos irlandeses (Matty Clark) y otra de origen latino (Yolonda Bello, con errata incluida que recuerda a la Esmarelda Villalobos de Tarantino), el retablo sociológico, la vertebración del relato en torno a un crimen, el asesinato del joven Ike Marcus a manos de dos pandilleros del Lower East Side, que parece en ocasiones un simple pretexto para los diálogos, en cuya construcción exhibe Price sus talentos de guionista (ganador de un Premio Edgar por los guiones de The Wire). Vivir es dialogar, intercambiar perplejidades. Que la narración se abra con un coche patrulla girando en el cruce de tal calle con tal otra no es una casualidad. La vida fácil es justamente eso, una suerte de coche patrulla recorriendo varias decenas de vidas, la diversidad étnica de un Nueva York que funciona como lanzadera hacia sueños y frustraciones. Los policías que viajan en tal coche patrulla precisan de un fino olfato para sacar oro de una imagen, de un solo segundo en
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la retina, y justo ese es el segundo de los talentos que atesora Richard Price: su habilidad para poner en pie a un personaje en un solo párrafo. A golpe de secuencias y caracterizaciones veloces que recuerdan a las acotaciones de un guión cinematográfico, exhibe Price su habilidad de que toda una existencia pase delante de nuestros ojos en un instante. La cámara de Price, y digo bien, nos ofrece también el duelo de los familiares, el espectáculo circense de los homenajes públicos, más parecidos a una gala de los Óscars que a un acto sentido; la voracidad de la prensa, que convierte en titular las últimas palabras de la víctima, Ike Marcus: “esta noche no, amigo2; la frivolidad de un público que las transforma en un apócrifo testimonio de coraje personal. Todo ello en un revuelo de periodistas y curiosos que recuerda en ocasiones al Tom Wolfe de La hoguera de las vanidades. La adscripción de Price al realismo no es completa. Sabe que una buena metáfora vale más que toda la cháchara naturalista u objetivista. Y las hay excelentes en La vida fácil: la comparación de un rostro que se contrae de desasosiego con una manzana (p. 29), la imagen del café Berkmann como un “palacio en el aire” (p. 31). Pero también las hay que chirrían: “los dedos perdidos en la tumefacción inferior como perritos calientes en hojaldre” (p. 469). Poesía de guionista. La sociología que alimenta el texto es de un consciente atomismo social: Nueva York es sólo un catálogo de comportamientos. Cada personaje, y hay decenas de ellos, constituye una pequeña isla, náufragos, nadadores que flotan o su hunden: “¿Qué hace falta para sobrevivir aquí?”, se pregunta el padre de la víctima, “¿Sobrevive uno por lo que hay dentro de él? ¿O por lo que no
hay?” (p. 472). Los delincuentes son presentados como pobres diablos que no están a la altura de su crimen, a la altura de los asesinos bíblicos, preocupados sólo por la promoción personal en el barrio. Tampoco los inocentes están a salvo de esa pulsión de “querer ser alguien”; es el caso de Eric Cash, testigo del asesinato, no por azar escritor en ciernes, un prototipo que la literatura reciente ha aupado a la constelación de los perdedores. De la ciudad se destaca, sobre todas las cosas, “su inmediatez en el espacio y el tiempo, cuyo mensaje iba directo al verdadero motor de la existencia de Eric, el afán de llegar a ser algo” (p. 24), aleph de todas las vanidades, ávidas de gloria personal en un tiempo en que la gloria se confunde con la fama. mARiO cuENcA SANdOVAL
EL QUIRÓFANO ® ¡En el infierno no habrá mantequilla! LA HiJA dE RObERT pOSTE Stella gibbons Trad. José C. Vales. Impedimenta. Madrid. 2010. 357 págs. Esa es la amenaza que lanza a su aterrorizado auditorio Amos Starkadder. En el infierno no habrá mantequilla para aliviar la quemazón de los pecados. El infierno es el lugar que nos espera a todos. Flora, la hija de Robert Poste, al escuchar a su flamígero pariente, planea un futuro para él en algún lejano lugar; también traza planes para sus primos Seth, Elphine, Judith, así como para su tía Ada Doom quien una vez vio “algo sucio en la leñera...” Como un elefante en una cacharrería o una Mary Poppins, ajena a las inhibiciones sexuales del personaje de Pamela Travers, una Flora feérica irrumpe en la granja Cold Confort y pone orden en el caos de un universo rural que parece que va a deglutirla –haciéndole olvidar la depilación y el buen gusto– y que, sin embargo, se va desasilvestrando bajo su varita mágica, es decir, al dictado del libro que constituye su norma de conducta: el sentido común de índole superior. Cold Confort pierde su mugre y los rudos campesinos, el pelo de la dehesa. Las cortinas resplandecen después de un siglo de lenta suciedad. Pese al almíbar de un desenlace lleno de matrimonios y de aviones que aterrizan en pleno campo para trasladar a los personajes hacia un destino feliz, tampoco hay mantequilla que cure la hilaridad y la quemazón que producen las llamaradas de Stella Gibbons, un dragón literario que tal vez no por casualidad escribió, en 1956, Here be dragons. Stella Gibbons (Londres, 1902 - 1989) parodia la vida rural británica y la con-
trasta con la frivolidad civilizadora de los londinenses; reivindica una sexualidad libre en la que la contracepción es la garantía para el goce de una mujer que, aunque se sienta vulnerable ante la llamada de la naturaleza, puede satisfacerse sin parir tantos retoños como para formar una jazz band –eso le sucede a Meriam, una criada–; la Gibbons arremete contra el fanatismo religioso, la pedantería y el machismo intelectual encarnado en un Mr. Mybug (Mr. Pesadilla) empeñado en demostrar que Cumbres borrascosas no es fruto de la imaginación de Emily Brönte, sino de su hermano Brandwell... Stella Gibbons embiste contra una manera de entender la literatura donde la cursilería y el formalismo hueco recorren impúdicamente las páginas: el estilo de Thomas Hardy o el retórico calambre sexual que alimenta las narraciones de D. H. Lawrence (he visto algo sucio en la leñera...) parecen ponerle los pelos de punta igual que los primeros planos de nenúfares del cine japonés o esas gabachadas (sic) que aburren al espectador hasta ahogarlo en las profundidades del sueño. La capacidad de experimentación lingüística, los neologismos, así como la variedad de los registros utilizados son deslumbrantes tanto en los fragmentos en los que se burla de la elevación de un supuesto estilo literario, como en aquellas escenas en las que busca la mímesis cómica con el habla rural. En la novela late la tensión entre cultura comercial y de elite, tal vez como expresión del resentimiento de una escritora que se inicia en el mundo del periodismo y que destaca en el mismo espacio que Evelyn Waugh, Richard Hull o Nancy Mitford. La comedia en La hija de Robert Poste es el resultado de un punto de vista que coloca a la
autora por encima de sus criaturas. Sin embargo, la inteligencia de Stella Gibbons destella cuando consigue hacernos olvidar que los escritores cómicos escriben desde una atalaya, con la nariz en alto y una sonrisa un poco cruel en las comisuras: su narrador en tercera persona se solapa con el foco narrativo de la civilizada Flora Poste, quien se acaba casi identificando con la autora; ambas pertenecen a una clase que tampoco se libra de la abrasión del infierno: su exceso de racionalidad deviene en convencionalismo y su vocación de metomentodos –derecho de injerencia– revela su clasismo y la convicción en su propia superioridad. De la mirada fulminante de la Gibbons sólo se libran las vacas, Desnortada, Desgarbada, Casquivana y Ociosa de quienes se recogen amables reflexiones y el dulce tintinear de sus cencerros. mARTA SANz Quimera 71
EL QUIRÓFANO ® Una (dulce) decepción LA cRipTA dE iNViERNO Anne michaels Alfaguara, Madrid, 2010. 328 págs. Confieso que aguardaba con impaciencia por la nueva entrega narrativa de la autora de Piezas en fuga, en mi opinión una de las novelas más conmovedoras de la última década del siglo pasado. ¿Se ha visto satisfecha esa espera tras la lectura de La cripta de invierno? La respuesta, y lo lamento, es negativa. Todo lo que en Piezas en fuga fluía como agua, en La cripta de invierno recuerda al aceite, que con tener muchas y magníficas propiedades –es energético, es purificador, incluso es bello– puede también resultar empalagoso. ¿Quiere esto decir que La cripta de invierno es un libro menor, destinado al olvido? Ni mucho menos. La escritura de Michaels mantiene su estatura, su profundidad y –me atreveré a escribirlo– su verdad, esa convicción mallarmeana de que el mundo ha nacido para contenerse en un libro hermoso. El problema con La cripta de invierno radica en el encaje de sus partes, que en Piezas en fuga componían un mecanismo admirable donde poesía, ensayo y ficción se organizaban sin que el conjunto se resintiese. El triple movimiento de La cripta de invierno (Amor-Desgracia-Amor) integra en su dialéctica la misma confianza en los mecanismos del afecto que hacían de Piezas en fuga una novela feliz. Pues podemos proclamarlo sin temor a equivocarnos: Anne Michaels (Toronto, 1958) es una optimista incorregible. Sus libros –sus novelas, en este caso– nos reconcilian, a través de las palabras y los gestos, nos confortan y salvan, si aceptamos esta última palabra despojada de toda tentación religiosa, aunque el peaje a pagar sea siempre la experiencia
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del dolor. Lo que sucede es que los instantes que articulan este triple movimiento se le antojan al lector demasiado forzados, quedando la sensación de que la autora, llevada por la resonancia (y también, acaso, por cierto exotismo) de una de las historias, ha buscado el modo de hallarle acomodo en un conjunto que sólo ha podido aceptarla como a un cuerpo extraño. La cripta de invierno narra la peripecia de un joven matrimonio, Avery y Jean, en Egipto, a mediados de los años 60 del siglo veinte, cuando las autoridades deciden construir la gigantesca presa de Asuán y, para ello, deben remover, piedra a piedra, el templo de Abu Simbel. Este hecho, enormemente simbólico, permite a Michaels reflexionar sobre algunos de sus temas predilectos (los nombres, los lugares, las relaciones humanas con el paisaje), pero el acontecimiento que pone punto y aparte a la aventura egipcia y la convierte en íntima e innegociable (el nacimiento de una niña muerta), no acaba de compadecerse del conjunto de la narración. De hecho, el “momento egipcio” queda, en buena medida, desgajado del resto de la novela, que transcurre en Canadá, país donde los protagonistas intentan, por varios medios, colmar no sólo el vacío de la hija perdida, sino ausencias previas que sus progenitores han dejado en sus vidas (la relación entre padres e hijos, sean biológicos o putativos, es la clave de bóveda que soporta la narrativa michaelsiana). Mientras Avery se refugia en los estudios y en la entrega incondicional de su madre, Jean frecuentará el amor de un hombre imposible de consolar (antiguo niño polaco del gueto judío, hoy convertido en artista callejero, que parece resucitar al Jakob Beer de Piezas en
fuga), y de esa experiencia con un alma en ruinas extraerá motivos para reiniciar la vida junto a su esposo. Esta prometedora mezcla de historia y drama, de lo universal y lo particular, se ve lastrada por un segundo elemento que sobrevolaba Piezas en fuga, pero que era allí sorteado con pericia. Me refiero al tono epigramático de muchos de los diálogos, que dejan en el lector una rara sensación anacrónica, como si, de pronto, hubiera penetrado de cabeza en Las olas, de Virginia Woolf, o en el universo de Oscar Wilde, en el que la voluntad de “decirlo todo” y expresar ideas constantemente, acaba alejando sin remedio a la literatura de la vida que la nutre, inspira y presta sentido. En resumidas cuentas, una (dulce) decepción. RicARdO mENÉNdEz SALmóN
EL QUIRÓFANO ® La renovación tranquila biLbAO-NuEVA yORKbiLbAO Kirmen uribe Trad. Ana Arregi. Seix Barral. Barcelona, 2009. 205 págs. El Premio Nacional de Narrativa 2009 se compone de pequeños relatos y anécdotas alrededor de la familia, allegados y conocidos del autor, con sus espacios y oficios, propios del entorno rural y marinero del País Vasco del siglo XX. También habla de la historia de dos artistas vascos, un arquitecto y un pintor de los años veinte. Y de cómo un Kirmen Uribe de carne y hueso va construyendo la propia novela, a partir de testimonios, documentos y hechos reales recogidos a lo largo de los años. De cómo este material va entrelazándose con los viajes del escritor por Europa y Nueva York. De sus relaciones con otros escritores. De un paisaje predominante; el de las regiones norteñas, climáticamente adversas, inaccesibles, pobladas por pequeñas comunidades que acaban hermanadas por su condición de hablantes de lenguas minoritarias. De un contraste; un viaje en avión de Bilbao a Nueva York, donde se superpone el presente y el pasado. De un pueblo. De una identidad. En este telar, hay un hilo que parece entretejerlo todo. Se trata de la figura del padre del autor, un patrón de pesca de origen humilde, que abre a la novela las puertas del mundo de mar y los pescadores. Es de aquí de donde Kirmen Uribe (1970, Vizcaya) saca los momentos literarios más apasionantes, en contraste con los testimonios de guerra civil, ruralismo católico y exilio, que no ofrecerán nada nuevo –ni por lo que se cuenta ni por cómo se cuenta– al lector de novela española. El padre, además, también se revela
como el destinatario de la obra, su lector ideal. Es explícito el esfuerzo de Uribe por hacer una literatura sencilla, más del gusto de la gente normal, frente a los registros elitistas en los que habitualmente se maneja los novelistas. También está en sintonía con el gusto popular su propensión por la evocación en tonos sepia, o por algunas parábolas simplonas que, sin embargo, no desmerecen el conjunto, por el mérito de haber hecho más accesible un libro de gran calidad literaria. Hay novelas que se escriben para cabrear a los padres, y hay otras que se escriben para homenajearlos. Bilbao-Nueva YorkBilbao se encuentra claramente en el segundo grupo. En realidad, el tributo es extensivo a todo un pueblo, y especialmente aquellos que le prestaron su testimonio como material literario. Prima el respeto reverencial a esa memoria prestada, el cariño familiar a la hora de tratar el pasado, exento de cualquier sarcasmo, crítica o distanciamiento. Con nuevas herramientas, Uribe cumple con el viejo oficio de novelista al fijar por escrito la memoria de un pueblo; y a través de ese relato, contribuir a dibujar su identidad. En ese retrato ha conseguido dejar de lado la política. El esfuerzo debería ser recompensado con lectores españoles capaces de leer, sin prejuicios, una novela que celebra el patrimonio vasco. Con este planteamiento, a nadie debería sorprenderle que haya recibido tantos premios, tanto fuera como dentro de Euskadi. Las instituciones son especialmente ávidas a la hora de apropiarse de manifestaciones culturales políticamente correctas, sobre todo, si además sirven para revalorizar un patrimonio de raíz con el que dar sentido a conceptos vacíos como el de “nación”. Podría abrirse todo un debate –absolutamente soporífero– sobre si Bilbao-Nueva York-Bilbao debe ser tomada como parte de la literatura espa-
ñola, ya que está escrita en euskera y su autor habla de El País Vasco como “mi país”. Imaginando que sea así (es decir, que sí que sea una novela española), plantea una “renovación tranquila” en el contexto de nuestras letras, en armonía con la “revolución tranquila” que supuso su primer poemario para la literatura vasca, según la cita del crítico Jon Kortázar que recoge la wikipedia. La tranquilidad viene sobre todo por su manera de presentar y comprender el mundo, abiertamente tradicional. La innovación, por su forma novelesca: fragmentarismo, ciberespacio (mail, Facebook, Google), espacios hipermodernos (el avión), citas a David Foster Vallace… todo planteado desde la mesura, distanciado de programas rupturistas, y logrando alto un grado de perfección formal. miguEL ESpigAdO
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EL QUIRÓFANO ® Los márgenes de la Historia HiSTORiA dEL pELO Alan pauls Anagrama, Barcelona, 2010. 200 págs. cuENTAS pENdiENTES martín Kohan Anagrama. Barcelona, 2010. 184 págs. ObRAS (TOmO i) EL uRuguAyO, LA VidA ES uN TANgO, LA iNTERNAciONAL ARgENTiNA, RíO dE LA pLATA
copi Anagrama, Barcelona, 2010. 368 págs. En su lúcido ensayo sobre la obra de Copi, César Aira cita a Lautréamont: “La poesía debe ser hecha por todos, no por uno”. Sorprende, porque la idea común es que la poesía sale de la mano de alguien singular, mientras que es la historia lo que parece nacer de la pluralidad. Al mismo tiempo, la historia se construye sobre hechos, lo que la convierte en la narración más pura, mientras que la ficción, sobre todo la novela, interpone, desde el inicio, la mirada subjetiva, pensativa y, sobre todo, interpretativa, del narrador. En buena medida, la vertiente política, más o menos explícita, de la obra de los tres autores que sirven como excusa al texto es un ejemplo de lo certero de la frase citada. Por un lado está la singular obra que está construyendo Alan Pauls (Buenos Aires, 1959). Después del reconocido prestigio como analista de la narración autobiográfica y el renombre internacional obtenido con su novela El pasado, Pauls se dedicó a refundir la historia de los años setenta argentinos a través de tres miradas marginales que desde la anécdota y la subjetividad, terminan por convertirse en verdaderos paradigmas de la época analizada.
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Una época extraordinariamente violenta, muy convulsa, cuyo análisis concluirá con Historia del dinero, que en estos momentos escribe. Pauls, en todo caso, huye de una mirada sociológica –modo intelectualizado de hablar del costumbrismo– y de hacer una revisión de la historia. No, Pauls se ha sumergido en la recreación, y quizás en el intento de interpretar el espíritu de aquella época –zeitgeist, para los que necesitan de términos cultos a la hora de leer crítica–, y eso conlleva usar todos los anclajes a su disposición para sostener el discurso. En la primera de las narraciones, Historia del llanto, denominada en el subtítulo “Un testimonio”, se lanzó a investigar la historia desde la perspectiva del que no ha vivido nada, no estuvo allí, del que todo lo ha conocido “de oídas”. Un acercamiento que se repite en el caso de Historia del pelo. Pero, si en el caso de la primera, la política era algo omnipresente, porque el propio protagonista era un militante que devoraba toda la literatura sobre el tema, en la segunda es una presencia latente pero definitiva para entender el desenlace y verdadera intención de la novela. El protagonista de Historia del pelo no sabe que está, quiera o no, en medio de la política. O, quizás, prefiere vivir ignorando ese hecho. Pero, finalmente, la política, en su faceta más violenta, le obliga a actuar. Resulta tentador trasladar la obsesión por el pelo, que está siempre ahí, incordiando, y que no se puede controlar, que debe ser domado, como metáfora de la presencia del yo político que se quiere ignorar. Y resulta tentador porque, finalmente, lo que está haciendo Pauls es desplazar la literatura testimonial de sus cauces más gastados a terrenos donde se opera de modo menos transitados. Finalmente, en ambas novelas se nos habla de sucesos más o menos determinantes que dejan sus huellas en las vidas de los protagonistas, que testimonian el modo en que esas cica-
trices modifican su existencia. Esa línea de trabajo es la que en casi toda su novelística venía desplegando Martín Kohan (Buenos Aires, 1967). La presencia de la Historia en general, y de la dictadura en particular. Porque su novela histórica siempre usa los testimonios individuales para cuestionar los mitos de los que se ha servido la historiografía. Las novelas de Kohan nos hablan de individualidades condicionadas por las circunstancias históricas. Y, siempre, la omnipresente política que se analiza como un elemento fundante del discurso narrativo. En Museo de la Revolución esto se hacía más patente, pero el conscripto que debe decidir si corrige o no la frase de su superior ignorando su significado de Dos veces junio viene a servir como ejemplo paralelo. Finalmente, la narración surge de la tensión entre la experiencia individual y el discurso político plural, y se trama en torno a ambos polos. Por eso sorprende la innovación de Cuentas pendientes. Frente a sus novelas anteriores, la historia en este caso no surge de la política, sino de la misma subjetividad de la mirada del narrador. El lector cree estar asistiendo a la narración de una vida cuando, en realidad, presencia la construcción de un discurso. O, más exactamente, la perforación del mismo. Porque, finalmente, la mirada carente de compasión hacia el narrado que se despliega en la “primera parte” de la novela, se vuelve sobre sí misma cuando llega el encuentro entre el narrador y el narrado para, en la “tercera parte” entregar un reflejo tan carente de piedad hacia el mismo narrador como el del inicio, con la diferencia que esta vez el caricaturizado es el mismo narrador. El hecho de que dicho narrador sea novelista, que tenga una obra publicada sospechosamente parecida a la del propio Kohan, podría hacer pensar en un rasgo
autobiográfico en la novela. Puede ser, eso quizás tan sólo el propio autor pueda desvelarlo, pero, sea verdaderamente autobiográfico o se trata de un recurso narrativo para construir una voz y un tono, lo relevante es que supone una innovación en la trayectoria de Kohan. La historia no sirve como escenario donde se mueven los personajes, sino que es un recurso de caracterización más. Tan históricas son las novelas que ha escrito el narrador como el pasado del protagonista narrado, cuya hija parece ser una hija de desaparecidos. Pero toda esa presencia esquiva de la política sirve, sobre todo, para que los personajes acentúen sus rasgos caricaturescos, para jugar con todo el campo connotativo. En el caso del protagonista, el mal que se encarna en la dictadura y el aprovecharse de los hijos de desaparecidos; en el del narrador el desconocimiento de la vida del que vive creando ficciones. Tan ridículo es el aferrarse a lo material, el dinero, del narrado como la valoración de lo abstrac-
to, el prestigio, del narrador. Finalmente, todo depende del discurso, del modo en que este torna más o menos interesantes, reales, atractivas, las cosas. Todo, la historia y la ficción, pertenece al mismo registro y se cuenta con las mismas palabras. O, sencillamente, tan sólo existe en tanto que palabras. En El uruguayo, Copi (Buenos Aires, 1939 - París, 1987) deshace la memoria, su texto es un eterno presente, donde las relaciones se trazan de modo lateral y no sucesivo. Copi convierte el tiempo en espacio, no hay divisiones que indiquen el transcurrir temporal, sino tan sólo texto, un mismo discurso que, además, debe ser tachado –olvidado– a medida que se lee si se siguen las indicaciones del narrador. En La Internacional Argentina la velocidad de los hechos termina por deshacer la idea de causalidad, ya bastante dinamitada por la filiación surrealista del texto, y todo parece suceder en un no-tiempo. Y en La vida es un tango presenta tres momentos his-
tóricos, pero desjerarquizándolos, al no presentar relaciones causales entre ellos. Dicho procedimiento, que se extiende a lo largo de toda su obra, no hace sino negar la historia, el tiempo, y convertirlo en una realidad espacial, donde ocurren cosas: el discurso. Y ahí es donde radica ese tenue hilo que parece enhebrar más que tan sólo estos tres libros estas tres novelísticas. Aira define, en el libro ya citado, la relación que se da en Copi entre el cuento –lo histórico, los hechos narrados–, y la novela –el presente, la narración. Lo hace mediante un hallazgo único: “¿Qué es la novela? Un cuento al que ha llegado un escritor.” Quizás esa ecuación designe de modo ideal la relación entre la Historia y la ficción. Entre la política y el testimonio. Una tensión siempre fecunda y que, dentro de la narrativa argentina, aparece todavía más refulgente. ANTONiO JimÉNEz mORATO
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EL QUIRÓFANO ® Cómplices inconscientes de la barbarie LA VidA ANTES dE mARzO manuel gutiérrez Aragón Anagrama. Barcelona, 2009. 288 págs. Veterano creador de historias fílmicas, Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) decidió cambiar el celuloide por la pluma. La pluma no le es ajena, pues siempre ha firmado los guiones de sus películas, ya sea en solitario, ya sea con Senel Paz, Rafael Azcona, la flamante ministra de cultura, Luis Megino o José Luís García Sánchez entre otros. Lejos de emular las hazañas casi bíblicas de ese Matusalén de los planos cortos que es Manuel de Oliveira, Gutiérrez Aragón decidió abandonar el hábito de la cámara y ponerse la toga del novelista. Y puestos a elegir, razonaba el mismo Manuel: “si yo en mi vida privada leo siempre los libros de Anagrama es en esa editorial donde querría ver editada mi novela” (El País, 2/11/2009); y así se hizo, y no como una novela cualquiera, sino como ganadora de la última edición del Premio Herralde, en una de esas felices coincidencias que nos brinda el mundo de los premios literarios. Esbozado el introito de La vida antes de marzo, vamos al texto. Gutiérrez Aragón propone una estructura narrativa de corte clásico: un marco narrativo que despega desde el encuentro fortuito en un tren y la conversación posterior de los dos personajes principales (influjo acaso de la lectura del autor, como ha quedado dicho buen conocedor del catálogo de Anagrama, de las novelas de Highsmith Extraños en un tren o de Diálogo en re menor de Javier Tomeo). Estamos en el año 2024 y un enorme tren se desplaza entre Lisboa y
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Bagdad; los personajes Martín y Ángel van a ir desenredando aspectos de su vida para explicarse su actual errancia y concluir por aceptar que antes de ese encuentro no eran del todo desconocidos el uno para el otro. Interesante es el tratamiento que el autor hace del tiempo narrativo, apostando por una diégesis principal de la narración: el encuentro de los personajes en el año 2024, en un clímax de estaciones que pasan y trenes que avanzan que aun a 22 años de distancia mucho debe al Wong Kar-Wai de 2046, desde la cual arrancan las analepsis que nos remiten al mundo urbano de Madrid y Fuenlabrada y al mundo rural de Asturias en el tiempo de los atentados. En la disección que Gutiérrez Aragón hace de esa Asturias aún sujeta a ritos ancestrales, a pesar de la presencia del IPod, se percibe cierta reminiscencia de aquel realismo con el que Ignacio Aldecoa, Jiménez Lozano o aun Miguel Delibes gustaban de construir los avatares de los pobladores de lo rural, defensores de la tradición y que habitaban en un mundo de formol, al amparo de la modernidad, y en continuo conflicto con ésta. Parajes verdes, ondulados, donde pacen vacas y subsisten rencores centenarios y que el mismo Gutiérrez Aragón ya retratara en películas como La vida que te espera (2004), Feroz (1984) o Visionarios (2001) y El corazón del bosque (1978) donde el autor, como en La vida antes de marzo, pone en contacto la presencia telúrica y mítica, aparentemente alejada de los flujos históricos, del mundo rural con la Historia y su cruenta influencia sobre sus pobladores. Acaso lo más interesante de la novela sea cómo el autor entreteje la presencia de personajes reales (Serhane –El tunecino– o Yugam) que escribieron con
sangre la página más triste de nuestra historia reciente, con otros ficticios, que el novelista sitúa como cómplices inconscientes de la barbarie del 11-M. Desde el celuloide o la pluma, Gutiérrez Aragón sigue explicando historias, porque como el Martín de su primera novela sabe que los relatos no concluyen “porque ninguna historia termina nunca” (p. 154). Primera novela cuyo único defecto acaso sea el haber querido meter en ella todas las obsesiones y temas que han caracterizado sus 35 años de cine, forzando en ocasiones la trabazón de los personajes y la disposición temporal del relato. Pese a ello, La vida antes de marzo, se postula como una interesante novela escrita por alguien que conoce con holgura el oficio de los explicadores de historias. óScAR cARREñO
EL QUIRÓFANO ® La libertad de escapar ViAJE AL SiLENciO Sara maitland Trad. Catalina Martínez Muñoz. Alba, Barcelona, 2010. 383 págs. La escritora Sara Maitland no tuvo una infancia precisamente silenciosa. Nacida en 1950, segunda en una familia de seis hermanos que vivían con sus padres en una mansión victoriana en Londres, recibió instrucciones desde pequeña para que expresara de la manera más natural cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Rodeada de amigos y familiares, siempre fue consciente de que podía comunicarse sin reparos, a gritos si era necesario, e incluso rematando con un portazo cualquier exaltado intercambio de opiniones. Años después, sin embargo, y tras llevar una vida igualmente ruidosa como estudiante en Oxford, como activista feminista y socialista, como esposa de un vicario y madre de dos hijos, semejante actitud, tan visceral y apasionada, se convertiría en una búsqueda igualmente entusiasta e intensa, pero ahora, paradójicamente, del silencio. Un silencio voluntario que la autora recibe no como una ausencia sino como “un algo” real. Positivo. Para Maitland el silencio no consiste en la omisión de palabras o de ruido, sino, por el contrario, en una fuente de riqueza que conduce a la plenitud. No se trata de una negación ni de una carencia, y la autora se opone, por tanto, a definirlo por lo que no es y a vivirlo en función de ese “no ser”. Hace así especial hincapié en que su comportamiento no debe entenderse como el de una persona que huye para aislarse del mundo sino como el de alguien que explora sus límites para ir al encuentro
de una creencia y de una libertad profundamente gozosas. Y en dicha empresa no se encuentra sola. En este libro lúcido, estimulante y conmovedor, Maitland nos descubre con valiente generosidad su propio periplo vital, al tiempo que nos conduce a través de las experiencias de otros muchos buscadores que, como ella, se han enfrentado a las glorias y los riesgos de un silencio experimentado conscientemente en soledad. Navegantes en barcos a la deriva, ascetas y eremitas, jóvenes como Christopher McCandless que lo dejaron todo para vivir en la naturaleza, y el siempre socorrido Thoreau en su retiro a orillas del lago Walden: “Me fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente…” Todos ellos acompañan a Maitland en muy similares pruebas de introspección y reflexión que desafían cualquier convencionalismo social y que implican, en consecuencia, un pacífico ejercicio de rebeldía. Dosificando a partes iguales pensamiento y experiencia, Maitland nos habla de su conversión al catolicismo, de los procesos de la creatividad humana, del miedo, del paso del tiempo, de la enorme influencia que la filosofía del Romanticismo ha ejercido sobre la noción y los fines del silencio, y de los efectos físicos, perceptibles en su propio cuerpo, de ese mismo silencio. Y lo hace de una manera limpia, sin caer en lo que podría haber sido una peligrosa inclinación hacia la elucubración fácil y tendenciosa. Sin afán moralizante, nos confiesa lo que quiere hacer (“escribir algunos cuentos, construir un jardín, leer algunos libros y subir la colina que está detrás de mi casa para contemplar el mar en los días claros”) y lo que no quiere hacer (“no quiero tejer mi propia ropa o escribir con una péñola y
elaborar mi propia tinta casera”). Resulta difícil no identificarse en ciertos pasajes con su autora y no admirar su coraje a la hora de llevar a la práctica la forma de vida por la que ha optado, contando o no con la comprensión de los demás. Este inspirador libro se abre con una fotografía de la casa actual de Sara Maitland en los páramos de Galloway, al suroeste de Escocia, donde vive sola, y en una de las partes más vívidas y magníficas del texto nos narra cómo tomó la decisión de trasladarse por primera vez a una vivienda aislada, en la Isla de Skye, donde pasó seis semanas en completo silencio frente a la costa oeste de Escocia, al abrigo de las Cuillin, las montañas que están en el centro de la isla. Allí experimentó “oleadas de placer, de gratitud y de paz”, y “una poderosa sensación de esperanza”. Algo muy parecido a la felicidad. piLAR AdóN
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EL QUIRÓFANO ® Un regalo para la chica borracha LA VidA duRA Flann O’brien Trad. Iury Lech Nórdica, Madrid, 2009. 202 págs. EN NAdAR-dOS-pÁJAROS Flann O’brien Trad. José Manuel Álvarez Nórdica, Madrid, 2010. 316 págs. De todas las citas con las que se publicitan las novelas de Flann O’Brien (19111966), publicadas por Nórdica a lo largo de los últimos años, sin duda la que se lleva la palma es el piropo que dedicó Dylan Thomas al libro más ambicioso del escritor irlandés, En Nadar-dos-pájaros: “Este es justo el libro que uno puede regalar a su hermana si es una chica borracha, sucia y malhablada”. Así expresado, uno puede creer que al abrir estos volúmenes se va a encontrar con una especie de predecesor de Bukowski, una novela repleta de costras de alcohol y calzoncillos sucios por el suelo del apartamento. Sin embargo, cuando uno empieza a leer a O’Brien, comenzando por las novelas publicadas con anterioridad –El tercer policía, La boca pobre y Crónica de Dalkey–, el lector se da cuenta de que se encuentra, en primer lugar, frente a un fino estilista, alguien que utiliza el lenguaje con la precisión de un bisturí, y en segundo lugar que su sentido del humor se asemeja más al de los absurdos imaginados por Boris Vian que al grotesco del alcohólico americano. Al igual que hizo el escritor francés en obras como La hierba roja, El Arranca-corazones e incluso en La espuma de los días, O’Brien nada en un delirio similar al de los sueños en todo, excepto en la organización de un plan previo. En El tercer policía, por ejemplo, se pretende llegar al mundo de la pesadilla a través de un humor del absurdo –en ocasiones tan gamberro como el de los hermanos Marx–, y a esa demoledora impresión de
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asfixia se llega por acumulación de desatinos; partiendo de lo cómico, de la burla, se alcanzará lo macabro. De esa índole es la coherencia de esta obra, esta metáfora de una vida que nos desborda. En Crónica de Dalkey, la experimentación narrativa y la piromanía están al servicio de la parodia de un país, Irlanda, católico, puritano y con una tradición céltica y mágica, algo que se reproducirá, también, en En Nadar-dos-pájaros. Si escribió La boca pobre en gaélico, fue para profundizar en la sátira de la autocompasión que en ocasiones puede desprenderse, a juicio de O’Brien, del carácter irlandés; de ahí, por otra parte, la influencia de la narrativa picaresca en este relato, en el que se suceden las desgracias fruto del azar, que es la verdadera expresión del destino. De nuevo recurrirá O’Brien a un arranque propio de la novela picaresca para afrontar la narración de La vida dura, acaso la menos pretenciosa de su obra: dos hermanos son abandonados por su madre y adoptados por un familiar cuya inocente locura contiene rasgos religiosos y puritanos, un fanatismo rígido que igualmente le impulsa hacia la bonhomía. Conocemos la historia a través de la voz del pequeño de los dos hermanos, que actuará de testigo de los hechos que protagonizará el primogénito, unos actos descabellados, sin otra malicia que la de salir para adelante en la vida a base de ingenio. El mayor de los hermanos, verdadero protagonista de la novela, se irá convirtiendo en un estafador, en un embaucador repleto de ocurrencias tan disparatadas como impartir cursos de funambulismo por correspondencia, lo cual dará pie a que O’Brien haga un descomunal despliegue de imaginación al reflejar cómo vende humo su criatura. Y es que el delirio será, nuevamente, una fuga de la vida real. Al igual que lo serán esas conversaciones pedantes, llenas de un patetismo de corte religioso o eclesiástico muy barato, esa teología de andar por casa en la que se enfrascan el
párroco y el tío de los protagonistas, carente de atributos intelectuales o sentimentales. El sentido cronológico del relato, en el que se respeta el orden biográfico, lo transforma en una novela de iniciación, dato que comparte con la picaresca, pero también es parte fundamental de la morfología del cuento clásico: salir al mundo y descubrirlo. Y vuelve a estar presente esa impresión de denuncia, esa sátira hacia una Irlanda desplazada por su vecino imperial, que se ve a si misma como el patio de atrás del Reino Unido, de los irlandeses que se sienten desplazados, domados, grises, que pasan la mayor parte de sus horas bebiendo. La mayor pega que tiene esta divertida novela es el exceso de confianza que muestra su autor en que sus propias ocurrencias basten para sostener las doscientas páginas del relato. De ahí ese carácter de obra menor con el que se ha calificado a La vida dura dentro
de la obra de O’Brien, pues se echa de menos la atmósfera sin oxígeno de alguna de sus otras novelas, o las complejas trampas cruzadas presentes en En Nadar-dos-pájaros. Esta última, En Nadar-dos-pájaros, es, posiblemente, su novela más ambiciosa y su esfuerzo literario más pegado a la literatura. Tal vez demasiado pegado a la literatura: una narración en la que no sucede nada (“la conversación adquiere carácter de ensueño; y la acción de sonambulismo”, dice Eamon Butterfield en su prólogo), en el que el discurso delirante parece estar siguiendo los planes de la casualidad, un laberinto con tres comienzos y tres finales para desplegar toda una erudición en función de la parodia de un país, Irlanda, del que no se salva ni siquiera un texto tradicional del siglo XVII como El frenesí de Sweeny, un gigante que vive en el bosque y que puede dar saltos que son auténticos vuelos, una metonimia de la tradicional narrativa mágica céltica. Pero no es una crítica a su país lo que O’Brien plantea; más bien se limita a abrir un debate, a cuestionar los respetados pilares sobre los que se cree haber construido una identidad cuya solidez se tambalea ante la falta de respeto que muestra por las ideas heredadas como bienes absolutos. Hay tanto amor como sorna en cada una de sus descripciones, en cada una de sus enumeraciones. En realidad, y partiendo de esta tradición o de la idea de que un tipo escriba un libro sobre otro escritor que vive en un hostal rodeado por los personajes que él mismo ha ido creando, se trata de una novela metaliteraria, de una experimentación en la que se diseccionan todos los meandros que la metaliteratura ha podido recorrer, lo cual explica los elogios que le dedicaron autores como James Joyce o Borges, pues no se renuncia a las reflexiones sobre la función de la novela, ni al intertexto o al debate sobre el plagio o al homenaje poético, ni a
la presencia del autor dentro de la obra compartiendo vida con los personajes, ni a la interpretación de los hechos que protagonizan en digresiones o divagaciones de apariencia gratuita, ni a los saltos en la voz narrativa. Sería demasiado recurrente referirse aquí a las matrioskas como al andamio de la novela expuesto al público, pero es inevitable hacerlo. Los fragmentos que componen esta novela son de muy diversa índole, y su ilación es idéntica a las costuras de los sueños. Pero de nuevo O’Brien vuelve a caer en el efecto de la obra anteriormente reseñada: esa ironía como forma de saber, ese exceso de conciencia intelectual trasladada a la comedia, se prolonga demasiado; la novela no decae ni pierde el interés para quien aprecie este tipo de literatura, pero para el resto de los lectores trescientas páginas de un texto frío terminan por ser una experiencia que requiere un trabajo innecesario. Sea como sea, llegue a donde llegue el lector, el esfuerzo habrá merecido al pena. Aunque resulte una conclusión sorprendente, hay cierto existencialismo latente en la lectura de estas cinco novelas. No se trata de reflejar el absurdo de la vida, de indagar en si esta merece la pena ser vivida o no. Leídas una detrás de otra, uno no deja de cuestionarse si esa pregunta no se la hacía el propio O’Brien todas las madrugadas, en el momento de apagar el despertador. De ahí que huyera al delirio al igual que el hombre inmerso en una depresión huye de la realidad durmiendo, refugiándose en el sueño y en el espejismo cómico. Es en este sentido en el que O’Brien se muestra muy superior a Boris Vian, el escritor con quien le comparábamos al inicio de esta reseña, siempre más pegado a sus personajes, a sus historias de amor, y con una visión menos periférica del resto del mundo cuando afrontaba sus ficciones. RicARdO mARTíNEz LLORcA
LOS gRANdiSSimE george Washington cable Trad. Carme Manuel Cuenca. Pre-Textos, Valencia, 2009. 674 págs. Es en George Wa s h i n g t o n Cable y Los Grandissime (1880) donde d e b e m o s encontrar la primera novela moderna sureña: un tratado sobre la explotación económica, la violación de los derechos humanos, la violencia de las relaciones sociales, la injusticia de los prejuicios raciales o el complejo de culpabilidad del hombre blanco al tomar conciencia de sus abusos sobre el afroamericano. Los Grandissime precisa ser entendida como punto de partida para autores como William Faulkner, Thomas Wolfe o William Styron, tal como afirma la profesora Carme Manuel Cuenca, responsable de una traducción y edición anotada espléndidas. Ambientado en una Nueva Orleans a comienzos del siglo XIX en la que conviven criollos, esclavos, negros libres y angloamericanos, y amparado en cierta interpretación determinista sobre el devenir de sus personajes, Cable persigue el retrato de esta geografía en un ejercicio de realismo social imprescindible para todos los interesados en la novela angloamericana. ANTONiO J. ROdRíguEz
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EL QUIRÓFANO ®
AmOR, pObREzA y guERRA chistopher Hitchens Debate. Barcelona, 2010. 640 págs.
LibRO dE LAS cAídAS Andrés barba y pablo Angulo Sexto Piso. México, 2010.
STiTcHES david Small Reservoir Books. Barcelona, 2010. 336 págs.
Cierto: su diatriba contra la religión puede resultar demasiado visceral. Y cierto, también, sus primeros artículos sobre el 11-S decepcionaron un poco. Pero sus alegatos contra la pena de muerte, su crítica al fundamentalismo cristiano de Mel Gibson (recuérdese la orgía de ketchup de La Pasión de Cristo), y su ataque a Michael Moore dan en la diana. Chistopher Hitchens es un pensador liberal al viejo estilo. A pesar de sus vastos conocimientos en política, historia y literatura, no parece un especialista en nada en concreto. Es uno de esos opinadores que hace cincuenta años sentaban cátedra sobre los asuntos que más preocupaban a la masa social. Su lugar, hoy, lo han usurpado periodistas de tertulia radiofónica y técnicos en sociología. Pero la ávida inteligencia de Hitchens, su perspicacia y ese elegancia tan inglés de pensar en voz alta convierten su pluma en un eficaz mecanismo de análisis intelectual. Este libro reúne sus mejores artículos de prensa de los últimos quince años. Su lectura cabrea por momentos, ilumina en ocasiones, pero siempre estimula el pensamiento.
Extremadamente cuidada es la edición de este Libro de las caídas, una obra que mezcla textos de Andrés barba y dibujos de Pablo Angulo y que, aunque editada hace un par de años, llega ahora a los lectores españoles. Estamos ante una rara avis en el panorama editorial, a medio camino entre la literatura y la apuesta bibliófila. Los dibujos de Angulo consisten en variantes de saltos desde un trampolín. En ellos se muestra una fenomenología de personajes diversos que insisten en la tensión del cuerpo arrojado al vacío. La gestualidad de dichos personajes llena a quien los contempla de desasosiego. Se intuye de algún modo que lo que espera al saltador no es el agua remansada de una piscina. Inquietud que transmiten solidariamente los textos de Andrés Barba. En ellos el salto tiene algo que ver con la muerte (no confundir necesariamente con el suicidio), con el tránsito, con la discontinuidad a la que en ocasiones nos aboca la vida y el pensamiento. El salto es aquí una metamorfosis cuyo último fin resulta fascinante y desconocido.
La represión sexual es muy mala. El rostro ceñudo, el portazo en la alacena, la histeria corrosiva, que acompañan permanentemente a Betty –“la madre” en este sombría novela (autobio)gráfica de David Small– son la constante de una historia cuyo protagonista es privado, literalmente, de su voz. El trazo expresionista de Small –ilustrador editorial para publicaciones como The New Yorker o Esquire– produce además seres oscuros e hirientes, atrapados en la crispación emocional. Stitches puede inscribirse dentro de una especie de nueva corriente gráfica que explora el concepto de familia recuperándolo como espacio confrontacional y definidor: allí están Ombligo sin fondo (Apa Apa Cómics), de Dash Shaw, o la estupenda Fun Home (Rerservoir Books), de Alison Bechdel, como don de los ejemplos mas exitosos de esta vertiente. La anulación emocional a la que se ve sometido el pequeño David solo logra romperse gracias a la catarsis que produce cuando se encuentran la indagación personal y la fantasía: la creación como vía de escape de la pesadilla filial.
RObERTO VALENciA
JAViER mORENO
JAimE ROdRíguEz z.
80 Quimera