De hombres, mujeres y libros representativos. Y de Dios. Por Jaime RodRíguez z. / Es casi fin de año y, sí, tenemos una lista. El lector interesado puede encontrar diez breves artículos sobre otros tantos libros que, creemos, han contribuido de manera especial a configurar este 2010 literario. Esta vez no hablamos de mejores o peores, sino de revulsivos. ¿Creías que la lista de Granta era injusta, endogámica, sectaria, mezquina y arbitraria? Espera a ver esto. A partir de la página 12. También es Navidad, claro: época de reflexión, recogimiento y grandes esperanzas, y como no queríamos dejar pasar esta oportunidad de sumarnos a las festividades, hemos convocado a un grupo de autores de probada fe y esforzada pluma para que iluminen, mediante edificantes relatos, tu camino al cielo de los lectores. Como ha venido el Papa de roma nos hemos puesto así. Jon Bilbao, Juan Sebastián Cárdenas, celso castro, robert Juan-Cantavella, Luis rodríguez y roberto Valencia te dicen, pues, ven a mi casa esta Navidad. Eso sí, están un
poco majaras todos, así que calcula que en los cuentos a lo mejor no hay demasiados villancicos ni tintineantes lucecitas, pero aparecen Papá Noel, el árbol, y hasta un ángel de la anunciación deconstruido y riojano, todo ilustrado por la ilustrísima Carmen Burguess. ¿Se puede pedir más? Sí, sí que se puede, que para eso se inventó diciembre. ¡Nosotros le pedimos al escritor argentino Juan Terranova una nota sobre el escritor argentino ricardo Piglia y nos la dio! Le pedimos a la venezolana Karina Sainz Borgo que entrevistara al venezolano Juan Carlos Méndez Guédez ¡y lo hizo! Hasta nos atrevimos a pedirle a un ensayista colombiano que nos presentara a algunos de los nuevos poetas colombianos y aceptó encantado. En Quimera estamos de subidón desde que somos treintañeros. Y, como Manuel Vilas, nos celebramos y nos cantamos a nosotros mismos. Felices fiestas para todos nosotros. ■ Quimera 3
Revista de literatura
sumario
Ilustración de Carmen Burguess
DICIEMBRE 2010
Editor: Miguel Riera. Director: Jaime Rodríguez Z. Diseño: M. R. Cabot. Crítica Literaria: Roberto Valencia Fotografía: Lisbeth Salas Redacción: Maria Fresquet Publicidad: María José Dopacio. Edita: EDICIONES DE INTERVENCIÓN CULTURAL S.L., c/ Sant Antoni, 86, local 9 08301 Mataró (Bcn) Tel., Administración, Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832 / 937962631. www.revistaquimera.com Redacción: redaccion@revistaquimera.com Administración: pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com Publicidad: publicidad@revistaquimera.com Fotomecánica: Tumar Autoedición, S.L. Imprime: Trajecte, S. A.. Derechos reservados – Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas de sus colaboradores. ISSN 0211-3325 / D.L.: B - 28332/1980 Impreso en España – © De las reproducciones autorizadas VEGAP, 1995, Barcelona. Esta revista es miembro de ARCE. Asociación de Revistas Culturales de España. Esta revista ha recibido una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bi bliotecas para su difusión en bibliotecas, centros culturales y universidades de España, para la totalidad de los números editados en el año.
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un poEMa DE josé antonIo gaRCía sIMón
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El CóMIC
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EntREvIsta MínIMa: juan CaRlos MénDEz guéDEz poR KaRIna saInz BoRgo wIRElEss la CIEnCIa DE los pRoBlEMas IRREsoluBlEs poR gERMán sIERRa El InsoMnE: una anéCDota poR DaMIán taBaRovsKy
los 10 DE 2010
14 Contraluces y dignidad. sobre La luz es más antiuga que el amor, de Ricardo Menéndez salmón. poR vICEntE luIs MoRa
16 sobre la creación del mundo (sin las personas que lo afean y lo arruinan). poR jaime Rodríguez z.
18 Cayendo en paracaídas sobre Mario Cuenca sandoval. (una aproximación oblicua a El ladrón de morfina). poR luIs gáMEz
20 leed esto, pazguatos. pola oloixarac y Las teorías salvajes. poR
antonIo j. RoDRíguEz
22 algunas cuestiones sobre Los muertos. poR
ósCaR CaRREño
325 24 Cinéma vérité. (jon bilbao y Bajo el influjo
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del cometa) poR RoBERto valEnCIa
ven a mi casa esta navidad.
26 €®0$ ¿El fin del pensamiento español?
50
poR
cuentos de nochebuena
IntRoDuCCIón poR RoBERto valEnCIa
MIguEl EspìgaDo
52
28 Mejorando lo presente. poesía plural
BIg suR poR jon BIlBao
para una epistemolgía mutante. poR javIER alonso pRIEto
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HaCE sIEtE años quE ayER poR luIs RoDRíguEz
30 la poesía como debate vital. julieta valero y Autoría. poR ERnEsto CastRo
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antICRIsto poR juan sEBastIán CáRDEnas
32 la vergüenza y el orgullo.
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los Diarios de Dostoievski rescatados por páginas de Espuma. poR RICaRDo MaR´tInEz lloRCa
poR qué Esta noCHE poR RoBERto valEnCIa
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34 Cómic 2010: Duelo de caracoles. poR
poR
lauRa BoRRás
36 Performance literaria 2010: Suomenlinna. poR
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un CollaR DE tRuquEsas
poR CElso CastRo
BREIxo HaRguInDEy
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la Mano y la pRuEBa poR RoBERt juan-CantvElla
35 literatura digital 2010: La incubadora.
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DossIER
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MIguEl EspIgaDo
faBulIstas DE la IntIMIDaD los auténticos extraviados de la poesía colombiana. poR zEuxIs vaRgas álvaREz How DID I gEt HERE juan mal-herido sobre Vida y opiniones de Juan Mal-herido (Melusina, 2010).
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pIglIa: El últIMo lECtoR poR juan tERRanova EntREvIsta a josé sanCHIs sInIstERRa poR RutH vIlaR la voz DE MI aMo De la biografía (y autobiografía) animal poR julIEta yElIn El quIRófano Quimera 5
Un poemA de
José Antonio García Simón
Apagón en trova caen sus dientes
lame en desriz rompe
que rompe hasta lo lacio
al margen el cable que estrena el fin de las luces ni circuito ni corto Habana vieja
chancleteando la goma comida de chapapote –no hay ángeles– des-nudo de cortinas si por lo menos en humo
Habana por sus horrores Dios es sabio Mendigo del buche
vuelca el latón hacia el aire sus alas de vómito y zumban las moscas heridas de viento y hoy, ¿qué nos toca?
que por la esquina y a barlovento del rincón al recodo al hierro en puente mas vedado
¿hoy? al filo de la navaja corta más la jaula más úlcera
gris atraso pestilente gris el calzo por pestillo
en su recuerdo
no pase no pise el cés.
otro calor sacacanas entre el óxido del rayo cable dame cable sábanas blancas en los balcones tumor en el nódulo ahí mismitico jodido que contento
Admón monedas por aire Habana vieja Habana máscaracruz no es lo mismo, pero igual de cara a la cruz ala y cruz cruz en vías de reparación (no hay clavos)
¿es éste mi precio? el cáncer no la negrona desde el cielo
José Antonio García Simón (La Habana, 1976). Reside en Suiza desde 1990. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Ginebra, enseña Historia y Francés en secundaria. Ha colaborado en la revista literaria Malvario (Buenos Aires) y en el suplemento cultural del diario Le Courrier (Ginebra).
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El cómic Transdimensional Express, de Doris Freigofas y Daniel Dolz (Golden Cosmos). Ultraradio Ediciones. Diciembre, 2010.
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EntrEvista (mínima)
juan carlos méndEz guédEz Por Karina Sainz Borgo / —Si Una tarde con campanas narra la integración de los inmigrantes ¿Tal vez la lluvia narra el regreso como una imposibilidad? —Sí. Tal vez la lluvia refleja el regreso como un gesto inútil. Sólo los héroes como Ulises pueden retornar después de innumerables luchas y desvíos. Las personas comunes cuando abandonan un espacio terminan por perderlo. El personaje de mi novela tiene la fantasía de que Caracas se ha detenido en su ausencia, pero al ver la descomposición profunda y la destrucción masiva de lo que fueron sus afectos, sus lugares, sus pasiones, comprende que no ha regresado a su ciudad, sino a la sombra que ésta va dejando mientras se quema por dentro. Hay un libro de Kundera, me parece que es La Ignorancia, en el que se habla del mito creado alrededor del exilio, ese mito que supone que la culminación del viaje es el regreso. Mi personaje sufre esa confusión y quiere cerrar un círculo vital. Pero sucede que él y la ciudad ya no saben funcionar juntos. —¿No cree que hoy se podría hablar de una literatura del desplazamiento a secas, en lugar de rodear el asunto de la inmigración con tantos velos? —Se acaba de reeditar en España una de las mejores novelas escritas en nuestro idioma en el siglo XX, Percusión de José Balza, y esa novela comienza con una frase que aproximadamente dice: “El hombre más bello es el que regresa del lugar más lejano”. El desplazamiento nos transforma, nos construye, somos nuestros viajes, los realizados, los soñados. Ya en Homero la literatura se sostiene sobre el desplazamiento de personajes que viven un deseo que sólo puede satisfacerse en un lugar lejano. Así que me parece pertinente establecer ciertas distinciones. —¿Qué clase de distinciones? —No es igual el viaje de quien huye de un poder sanguinario, al de quien se mueve para saciar el hambre, o al de quien se desplaza buscando una realización que no le permite su lugar de nacimiento, o el de un turista… Mira, y me desvio un poco del tema, pero ahora mismo hay una narrativa española turística, conformada por personajes que dan un breve paseo por el dolor ajeno, por la vida de los inmigrantes o la existencia de países pobres y que hablan de un par de obreros, sueltan un par de consignas, unas tres lagrimitas, y al final todo el mundo queda 8 Quimera
contento, porque nadie puede quedar disgustado después de un paseo rasante y superficial sobre la desgracia ajena. Pero –y aquí retomo el tema– pienso ahora en el español venezolano José Solanes, que escribió un bello libro llamado Los nombres del exilio, donde explica que cada viaje tiene sus propias palabras: la emigración económica no tiene las mismas palabras ni las mismas historias que el exilio forzado o el exilio voluntario. Cada desplazamiento tiene su singularidad. —¿Y cómo es la inmigración para usted? —La inmigración para mí es un tema entrañable que me resulta muy cercano y al que he dedicado varias novelas. Pero algún día escribiré sobre el complejo de Edipo, los ácaros, la música de José Luís Perales, el big bang, los escritores no famosos, las torrijas, el siglo XIX español y el baile del Tamunangue. —En Tal vez la lluvia es capaz de mirar un país que se cae a pedazos desde su propia extrañeza. ¿Cómo logró separarse para contarlo sin incurrir en el catálogo del oprobio bolivariano? —Escribir narrativa nace de un raro equilibro: profundizar en lo que cuentas, pero manteniéndote siempre a distancia, pues el que tiene que estar muy dentro de la historia es el lector. No me interesaban los catálogos periodísticos sobre el oprobio. Me interesaba la profunda oscuridad de las almas que se van degradando, que se van encanallando frente a un poder absoluto. Las autocracias no sólo roban, saquean, matan, torturan, cierran medios; también se meten en el alma de las personas y las devoran. —Insisto, ¿cómo lo consiguió? —Precisamente, para registrar eso con nitidez me inventé ese personaje de Tal vez la lluvia que se ha desvinculado del país dieciséis años, de modo que su mirada tuviese cierta inocencia adánica, incluso cierta indiferencia y cierto aburrimiento al pasear entre escombros y basura. Tal vez esa fue la clave de a lo que te refieres. —La crítica literaria española aplaudió y aplaude lo poético y lo social de su narrativa. Árbol de luna o Una tarde con campanas, se consi-
Tal vez la lluvia (dvd 2009), la última novela de juan carlos méndez guédez, ganó el premio de novela corta “ciudad de Barbastro”, y fue aplaudida por la crítica. Este año la editorial parisina gallimard incluyó uno de sus relatos en una antología del nuevo cuento hispanoamericano, y la editorial albatros, de suiza, publicará La Ville de Sable, una selección de sus cuentos traducidos al francés.
deraron claves en una novelística hispanoamericana de la inmigración. Esta vez, en Tal vez la lluvia, destacaron el perfeccionamiento poético. ¿Hay una inflexión? —Jung decía que un escritor es quien hace visibles las heridas que un colectivo no desea contemplar en sí mismo. Hasta allí podría suscribir esa posible lectura de lo social en mis novelas. Pero no me interesa elaborar documentos con valor sociológico. Si lo tienen, pues estupendo, pero yo busco ante todo un efecto estético que creo entender que ha subrayado la crítica: descubrir la belleza oculta en ciertos mundos caracterizados por lo ramplón, lo manido, lo afectivo, pero desde una cierta singularidad. Se trata de un paisaje sentimental, pero realizado desde ese lado que no siempre deseamos mirar: ese odio, esa competencia entre los amigos más queridos; ese cinismo propio de ciertas relaciones amorosas; ese ridículo perenne que nos rodea cada vez que intentamos ser serios y trascendentales. —Pero existe una inflexión, al menos una búsqueda… —Una búsqueda de lo oscuro y lo incorrecto en lo que parece apacible, y de lo luminoso y lo entrañable en lo que parece feroz. Sobre lo que me dices, no sé si hay una inflexión. Pero en general intento que exista ese nivel poético. Porque lo que deseo es crear siempre un doble nivel: uno anecdótico, referencial, y otro subterráneo, lírico, con sutiles, casi invisibles, resonancias míticas o simbólicas. Como si fuese posible atisbar lo sagrado (o inventárselo) en la sencillez de un vaso de agua.
Lisbeth Salas
—A finales del año pasado, Babelia se propuso hablar sobre una narrativa española y tuvo que reorientarse hacia una narrativa hispanoamericana. Letras Libres hizo algo parecido (“España en 100 libros”). El debate de la literatura iberoamericana. ¿Qué opina? —Es imposible pensar la literatura en español como compartimentos aislados. Me gusta retomar lo que dijo Rufino Blanco Fombona en los años veinte: el lector potencial de un autor en español no debe ser tan sólo el de uno o de dos países, sino el del conjunto del idioma. Que tus libros lleguen o no lleguen a ese público será un tema de distribuidores y libreros, pero esa debe ser tu ambición a la hora de teclear en una computadora. ■ Quimera 9
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La ciencia de Los probLemas irresoLubLes Por Germán Sierra / En ciertas ocasiones, al menos por un tiempo, las artes parecen prestar más atención a ciertas hipótesis o teorías científicas que las mismas disciplinas donde se han originado. Existen propuestas extraídas del desarrollo formal de sistemas lógicos o de la más pura experiencia de laboratorio que, por su cualidad extraordinaria, innovadora o incluso insólita, despiertan la curiosidad de algunos artistas de su tiempo mientras, aunque conocidas y aceptadas por la comunidad científica, apenas influyen en la aplicación práctica del conocimiento. Esta asimetría a la hora de aplicar nuevos conceptos en la práctica se hace particularmente evidente en lo que podría denominarse “la ciencia de los problemas irresolubes”: aquellas hipótesis o teorías científicas que señalan o determinan los límites de un sistema de conocimiento; que demuestran que algunos problemas, debido a su naturaleza y a la naturaleza del sistema en que se producen, sencillamente no tienen solución. Los artistas y cierto tipo de filósofos se han sentido siempre atraídos por los grandes problemas irresolubles –el sentido de la existencia, el bien y el mal, la muerte, etc…– pero a menudo intentando enmarcarlos en formas perfectamente resueltas, ordenadas y completas. Hemos tardado mucho tiempo en darnos cuenta de que la existencia de problemas irresolubles es una condición imprescindible para que la resolución de otros problemas puedan ser abordada, pero una buena parte de la reflexión que la modernidad ha desarrollado acerca de sí misma –lo que llamamos posmodernidad– ha consistido precisamente en la detección de problemas irresolubles en la cultura. Un buen ejemplo de ello son los teoremas del matemático Kurt Gödel, de gran influencia en la mayoría de los posmodernistas, que explican como cualquier sistema matemático contiene aserciones completamente válidas que no pueden ser demostradas, que existen ecuaciones que carecen de solución, y, por extensión, que cualquier sistema lógico consistente y útil es necesariamente incompleto. recientemente, esta idea ha sido aplicada a la biología (http://www.thescientist.com/article/display/57702/), para intentar analizar el 10 Quimera
proceso de envejecimiento que caracteriza a los seres vivos: “si el envejecimiento”, escribe la bióloga Yves Barral en el número de octubre de The Scientist, “es una consecuencia de la aplicación del teorema de Gödel a la biología y de la incompletud de la célula, entonces el envejecimiento no es un problema sino un hecho inevitable” –un problema, por lo tanto, sin solución. Sin embargo, concluye Barral, “existe una ventaja en el hecho de que la célula sea lógicamente incompleta. ¿Podría tener algún sistema completo la capacidad de evolucionar?” Muy a menudo se recurre al argumento de que tal o cual obra literaria experimental ha envejecido muy rápido, que la propuesta estética sobre la que había sido construída estaba demasiado ligada a su circunstancia histórica y hoy apenas puede aportarnos nada. Es la otra cara de la moneda con la que, a menudo los mismos críticos, intentan comprar nuestro rechazo a la experimentación estética que se realiza hoy en día: al fin y al cabo, argumentan, es algo que ya otros habían intentado hacer en su momento. En mi opinión, la auténtica literatura experimental se parece mucho a la ciencia de los problemas irresolubles: nos muestra los límites de nuestras capacidades narrativas, explora las fronteras del conocimiento y a menudo nos hace conscientes de lo necesariamente incompletos que son nuestros sistemas de representar el mundo y reflexionar sobre él. La literatura experimental señala las condiciones imprescindibles para que pueda existir cualquier literatura. Y envejece, en efecto, porque resulta bastante más difícil aplicarle el bisturí de la banalización, no es reductible a un par de líneas de argumento asociados a algunos comentarios tópicos. Pero envejece bien. A quien lo dude, le recomiendo la lectura de la magnífica Historia Alternativa de la Novela de Steven Moore, donde podrá darse cuenta de que existe una ventaja en que la literatura de verdad envejezca porque esto precisamente le aporta la capacidad de evolucionar, de seguir siendo, en la excelente definición que Moore adjudica a la novela, un “sistema de administración de placer estético”. ■
el insomne
Damián Tabarovsky
Se me permitirá comenzar con una larga cita tomada de Derrida, la biografía sobre el filósofo francés escrita por Benoît Peeters, recientemente publicada en Francia por la editorial Flammarion. Es un testimonio de Avital Ronell (más que interesante ensayista norteamericana, de quien en castellano conocemos su libro Pulsión de prueba. La filosofía puesta a examen, publicado en Argentina por la vieja y querida editorial Interzona), que aparece casi al final, en la página 595: “En todas partes Derrida era el único maître de su seminario. Pero en la New York University, era de alguna manera mi invitado y aceptaba mi estilo (…) un año, él había elegido como título simplemente la palabra ‘Forgiveness’ (perdón); que no me gustaba demasiado, y lo transformé en ‘Violence and Forgiveness’. Cuando nos encontramos, poco antes del seminario, le expliqué que había cambiado el título, diciéndole que ‘Forgiveness’, así, solo, no funcionaba en inglés. No estuvo para nada contento: ‘Pero, Avital, ¿cómo pudo tomar esa decisión sin consultarme? ¡No puede ser!’ Pero al comienzo de la clase, dio vuelta la situación, explicando que la palabra ‘Violence’ era indispensable. Dijo que yo, Avital, había intentado suprimirla… ¡E inmediatamente se puso a demostrar qué equivocada estaba yo! ¡Que no se podía pensar el perdón sin la violencia! Y no había ninguna huella de ironía en su voz. Y no tuve más remedio que explicarle a la audiencia porqué yo había querido suprimir esa palabra….” Es una anécdota extraordinaria en más de un sentido. El primero, y más eviden-
Una anécdota
te, era la gran capacidad de improvisación de Derrida, situación curiosa en él, que habitualmente traía las clases escritas y solo atinaba a leer ese texto de un modo levemente monocorde (yo fui testigo de algunas de esas clases a principios de los años noventa). Pero dejando atrás a Derrida (frase de la que debemos extraer sus consecuencias: ¿qué significa dejar atrás un pensamiento como el de Derrida? ¿Cómo es posible pensar la literatura y la cultura sin la sospecha radical en las propias palabras que usamos? Quizás buena parte de la mediocridad de la literatura y la crítica actual resida allí: en la suposición de la existencia de un lenguaje pleno, ajeno a la tragedia del abismo del sentido), quiero decir, intentando ir un poco más lejos el caso puntual del dúo cómico –porque no es más que eso– Ronell y Derrida; hay en esa anécdota un potencial inexplorado para el pensamiento sobre la literatura y sobre la crítica literaria. Pensar es ante todo, doblegar un obstáculo, vencer una adversidad, superar un escollo. Pero ese escollo es, primero, una cuestión de método, o de estilo, o de funcionamiento de la frase (la sintaxis). El escollo no es ajeno, o exterior al texto. Al contrario, es parte constitutiva de él. El método, el procedimiento, el estilo, para mí, o mejor dicho, en mí, lleva un nombre: digresión. No es el único camino, claro. En Antonio José Ponte, se llama ruina. En Sergio Chejfec, morosidad. En Julián Rodríguez podría llamarse reescritura. Hay muchos otros en la literatura contemporánea. Son rumbos divergentes,
pero que comparten (compartimos) la estela de la anécdota neoyorquina. Quiero decir: pensar, es pensar sin red. Un salto al vacío. El obstáculo a vencer por el texto –en el texto– invita siempre a doblar la apuesta, nunca a recular. Nunca a pedir perdón –¿perdón por escribir?– sino, al contrario, a ejercer la violencia (aquí reaparece el par propuesto por Ronell) sobre la sintaxis, a descentrarla; a poner en cuestión la sintaxis cristalizada, la doxa cotidiana, el habla hegemónica de los medios de comunicación, de la política, del deporte, de la salud. Algo más: la anécdota expone al pensamiento en situación de discurso. Pero el discurso no comunica. La literatura no comunica. Al contrario, es el revés (revés como reverso y como derrota) de la comunicación. Es el ejemplo que no ejemplifica nada. Nada más oscuro –menos transparente– que la propia idea de renversement, el “dar vuelta la situación”, como declara Ronell. O dicho en otros términos: después de Duchamp, la literatura contemporánea opera con la modificación del contexto de apreciación (lo banal es una obra de arte, la obra de arte se vuelve banal). Por último, una frase escondida, pero central: “no había ninguna huella de ironía en su voz”. La ironía no debe confundirse con la risa, con el humor. Mucho menos con la parodia, que siempre termina dejando intacto el modelo parodiado. La ironía no tiene explicación, abomina de la argumentación. Se impone como acto. Sus consecuencias son imprevisibles. ■
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Los 10 de 2010
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El ladrón de morfina de Mario Cuenca Sandoval. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan de Patricio Pron. La luz es más antigua que el amor de Ricardo Menéndez Salmón.
Las Teorías Salvajes de Pola Oloixarac. Los muertos de Jorge Carrión. Bajo el influjo del cometa de Jon Bilbao. Eros de Eloy Fernández Porta. Mejorando lo presente de Martín Rodríguez Gaona. Autoría de Julieta Valero. Diario de un escritor de Fiódor Dostoievski, editado por Páginas de Espuma.
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---------------------¿Por qué hacer una lista de fin de año si cada vez descreemos más de las listas, los premios, las selecciones? Aunque sea una obviedad no está de más decirlo: una revista es las personas que la hacen. En ese sentido nuestra selección no pretende, ni mucho menos, ser objetiva, sino que es el reflejo de los conocimientos, los criterios de valoración y, sobre todo, los gustos personales que nos ha llevado a un grupo de personas a trabajar juntos. Los diez libros que mencionamos son parte de una propuesta estética –y, diríamos, artística– que asumimos como nuestra. Incluso aquellos cuyos autores no forman parte del proyecto. Creemos en lo que hacen y queremos que sigan haciéndolo.
¿por quÉ? Aunque cada uno de los libros que proponemos sería defendible en cualquier lista de fin de año, hemos querido guiarnos no solo por la calidad literaria de las obras sino también por su capacidad para generar crítica, admiración, antipatías: debate. Este año ha sido especialmente fértil en buenas obras literarias –algo de lo que todos los que estamos en la industria debemos alegrarnos–, por lo que no ha sido fácil seleccionar unas cuantas. A otros, sin embargo, les pasamos la pelota de elegir “los mejores libros del año”. No nos interesa. Preferimos ser consecuentes con nuestro proyecto y ofreceros, con la mayor honestidad posible, una lista que refrende el tipo de literatura en la que creemos.
...Y cómo Por las mismas razones decidimos no trabajar con cuotas y no limitar las propuestas para “Los 10 del 2010” a un número fijo de novelas, libros de cuentos, poemarios o ensayos. Una vez más: una revista es las personas que la hacen. Y cuando se trata de hacer una selección de libros una revista debería ser su sección de crítica. Por ello les pedimos a los miembros del equipo de reseñistas que nos entregaran una lista de diez libros que consideraran importantes según los criterios antes expuestos. Ninguno tuvo la ocurrencia de incluirse en su propia lista, pero tampoco se cortaron un pelo a la hora de votar al que firma al lado cada mes. Tanto Roberto Valencia, coordinador de Crítica Literaria, como Jaime Rodríguez Z., director de la revista, participaron en la votación y se encargaron de cruzar los datos para elegir los diez libros que más votos obtuvieron independientemente del género.
Además en lugar de hacer las menciones habituales, decidimos dedicarle a cada uno de los libros y autores que fueran seleccionados un texto que justifique las causas, muchas veces muy diversas, de su elección. En el caso de libros que ya han sido reseñados hemos entrevistado a sus autores. El resultado no dejó de arrojar alguna sorpresa. La lista final no siempre complació al director de la revista, que estuvo tentado de manipularla para incluir Corona de flores de Javier Calvo o Fabulosos Monos Marinos, de Óscar Gual. El coordinador de crítica literaria, por su parte, estuvo tentado de manipularla para incluir Los acasos, de Javier Pascual. Ambos resistieron y el resultado es lo que intentamos justificar en las siguientes veinte páginas.
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Cayendo en paraCaídas sobre Mario CuenCa sandoval (una aproxiMaCión obliCua a El ladrón dE morfina) por
Luis Gámez
Guerra, tiempo, reaLidad, ficción El ladrón de morfina, ha declarado su autor, no es una novela sobre la guerra; es una novela en la guerra. De hecho, es una novela sobre la guerra, en la guerra y por debajo de ella. Un tipo especial de relato bélico. La guerra se torna escenario simbólico, pretexto para el texto (piensen en Arco Iris de gravedad, Los pichiciegos o Soldados de Salamina). ¿por qué Corea? En nuestro país las referencias más cercanas a este conflicto serían MASH, la película de Altman basada en la novela de Hooker y la posterior teleserie, y The Manchurian Candidate, novela de Condon adaptada a la gran pantalla por Frankenheimer. Ambas aproximaciones a la guerra de Corea, como demuestran sus géneros respectivos, tampoco son, exactamente, relatos bélicos. En el caso de El ladrón de morfina, el aparente anacronismo que acompaña a la imprevisible elección de lugar, se corresponde con una necesaria estrategia de enajenación, reflexiva y que empuja al lector hacia la reflexión, no sólo sobre la guerra, que también, sino sobre otros muchos temas. Una versión reciente de The Manchurian Candidate resitúa la acción en oriente Medio. En relación con esto, Cuenca ha llegado a decir que en muchos aspectos no hubiera importado que la acción de su novela se situase en Afganistán o Vietnam. En algún otro lugar, el autor ha llegado a declarar que el realismo es el auténtico mal de la novelística española, pero a pesar de esto podemos considerar su obra como realista. Su lenguaje lo es. Las obsesiones e inquietudes que mueven sus historias lo son. De todos modos, esto no es relevante. MASH, la teleserie, llegó a durar más que el propio conflicto de Corea. Sin correspondencia con la realidad, supo crear su propio fluir temporal, verosímil a pesar de no adecuarse a la realidad en la que se inspiraba. En el caso de El ladrón de morfina, su verdadero autor se nos presenta como traductor, en la larga tradición del manuscrito encontrado, para permitir que el lector se enfrente al relato sin el prejuicio de la distancia. HieLo, Luz y oscuridad, arriba y abajo En su primer libro, el poemario Todos los miedos, Cuenca titula un texto “Miedo a volverse de hielo”. En su primera novela, 14 Quimera
Boxeo sobre hielo, ya en el título encontramos esa contraposición entre la fragilidad del hielo y la tensión de la lucha, y además la acción del relato comienza en la Noruega de los fiordos helados y la historia del explorador Amundsen, a la conquista del polo Sur, adquiere gran valor en la comprensión del argumento principal. En El ladrón de morfina uno de los personajes fotografía compulsivamente copos de nieve. En Guerra del Fin del Sueño podemos leer el poema “Hielo”: “En algún lugar existe / una ciudad idéntica a la tuya / aunque esculpida en hielo / donde tu corazón refleja todas las preguntas / Una vez fuiste allí / Ahora en la claridad / de la casa demasiado encendida / comprendes / que solo fuiste dueño de la sabiduría / cuando te limitabas a mirar”. Esa misma casa, luminosa, en la que Cuenca decidió fundar su escritura, aparece en otra parte del mismo libro. “Suicide Blonde”: “Ya no seré una estrella del deseo / por haber escogido de esta manera luminosa / vivir bajo esta luz / apolínea y fatal / de la casa encendida / de la casa demasiado encendida / Aunque / por otra parte / la levedad tal vez nos salve nunca”. En El ladrón de morfina hay un símbolo perfecto de esta luz apolínea que la realidad ha prestado a la fértil imaginación del autor: una bombilla que ha permanecido encendida más de cien años. En el libro ilumina la oscuridad de un túnel en medio de la nada que es la guerra. La estructura de la novela está relacionada con los movimientos de ascenso y caída. También esto es una constante en la obra de Cuenca. En Boxeo sobre hielo la cita inicial de Schopenhauer decía: “¿Quién puede ascender y callar?” y luego sería integrada en el relato para justificar la propia labor de escritura: “pero cómo estructurar en un arco de sentido, o al menos en varios escalones de sentido, lo que simplemente suma experiencia y desorden. ¿Hay acaso una historia detrás de las historias? Si la hay, debiera encabezarse con una cita de Heráclito: ‘El camino hacia arriba y hacia abajo son el mismo camino’. No obstante, he recordado un detalle que recoge Safranski, cuando da noticia de que a los pies del monte Schneekoppe, en el cuaderno de visitas de la cabaña en que se guarecían los montañeros, se encontró la firma del joven Arthur Schopenhauer debajo del siguiente interrogante, escrito de su puño y letra: ‘¿Quien puede ascender y callar?’”.
droGa, sueño, sexo, subconsciente La ética de la caída y la lucidez del narrador tienen su reflejo en la visión alucinada de los personajes. En Boxeo sobre hielo el narrador se descubrirá en los límites de la enfermedad mental y uno de los personajes, al que se conoce como el Loco Larretxi, asistirá al nacimiento del Manifiesto psiconauta. Alguien ha mencionado, en relación a El ladrón de morfina, la ascendencia de Burroughs en el tratamiento del cuerpo y sus goces, el sexo, la embriaguez, en medio del horror de la guerra. Sin embargo, el uso que Cuenca hace de la droga en su obra guarda mayor relación con las ideas de Leary o Huxley. Nunca es el fin, sino el camino que se recorre hasta un punto más allá de la realidad. Moldea esa realidad y otorga a los personajes raros momentos de extrema clarividencia, lucidez y calma. paz en medio de la guerra. Aquí el autor demuestra su preocupación por justificar su propia labor, su anhelo de ordenar el caos del mundo. Esto explica el empeño del fotógrafo por comprobar si no existen dos copos iguales, a pesar de la futilidad del gesto, o la creación de la identidad a través de las necesidades que el medio nos impone. Todas son imágenes de la escritura, que al fin y al cabo es una simbolización de la vida. Especialmente significativo es el comienzo de la novela, en el que el estrépito de la guerra es percibido como música. El colmo de la intervención en la naturaleza hostil a través del orden del arte. Cayendo sobre la guerra, al Flaco Bentley “le parecía que aquella constelación de ruidos tenía un sentido intencionado, le parecía pura música, una partitura”.
poe, conrad-coppoLa, maLick En El entierro prematuro el narrador relata su miedo a ser enterrado en vida debido a la catalepsia, enfermedad por la que sufre inesperados estados de inconsciencia. En su última obra, Cuenca ha conseguido dar un sentido nuevo a este miedo antiguo. revelándose como un lector especialmente atento, ha identificado el núcleo de este miedo atávico para reescribirlo. La guerra es un entierro prematuro. En la guerra uno no lucha por su vida, sino para morir. En la novela se habla de las fuerzas chinas como un ejército de zombis idénticos que se reemplazan a sí mismos continuamente. Doppelganger, dobles malignos, por millares. Como en El corazón de las tinieblas, de Conrad, el personaje prematuramente enterrado, literal y metafóricamente, incapaz de huir o elevarse, se enterrará aún más profundo en la oscuridad de su propio corazón. El personaje conradiano de Cuenca está en medio de la guerra, como el de Apocalipse Now, la adaptación de Coppola de El corazón de las tinieblas, y es aún más siniestro, determinante, si cabe. Sólo al leer la novela podrán entender hasta qué punto maneja los hilos de la trama. En Conrad el poder devastador de la naturaleza apenas era verbalizado y Coppola prácticamente lo anuló para concentrarse en el poder devastador de la voluntad humana. Malick, que comparte con Cuenca no sólo una sensibilidad privilegiada, sino también una profunda formación filosófica, devolvió la centralidad a este conflicto de la orgullosa Naturaleza y la voluntad implacable del hombre en una película bélica, La delgada línea roja, de la que podemos decir, como de El ladrón de morfina, que la guerra apenas es el pretexto necesario. ■ Quimera 15
sobre la CreaCión del Mundo (sin las personas que lo afean y lo arruinan)
por jaime
rodríGuez z.
—¿Podrías contarle a los lectores de Quimera cuál es el origen de El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan? Entiendo que publicaste varios de estos relatos en diversos medios ¿cuándo empezaste a ver el libro? —Escribí los relatos durante un largo período de tiempo, probablemente a partir de 2001 o de una fecha cercana a ésta; sin embargo, tuve relativamente pronto la impresión de que esos relatos constituían una especie de ciclo cuyo tema visible era la experiencia alemana y cuyo tema soterrado u oculto era el estado actual del relato breve en español y mi insatisfacción ante los que parecían ser los principales recursos y los dispositivos empleados más frecuentemente por sus autores; los relatos de El mundo […] surgían de la convicción personal de que se podía y se debía escribir de otro modo, y todos incluían sus propias instrucciones para ser escritos, todos parecían demandar ser escritos sólo para instruirme a mí sobre cómo escribirlos; cuando comprendí esto, tuve también la impresión de que conformaban de algún modo un ciclo y que debían ser parte de un libro. 16 Quimera
—¿Cuándo empezaste a montarlo y cómo fue tu método diario de trabajo? Nos interesan incluso los detalles más pueriles... —Tengo la impresión de que los libros de relatos breves se escriben por acumulación, incluso aquellos que son más programáticos; El mundo […] fue escrito en Göttingen y en otros sitios, pero principalmente en aquella ciudad alemana, y corregidos al comienzo de mi estancia en Madrid, hacia marzo o abril de 2008, poco antes de que El comienzo de la primavera obtuviese el premio Jaén y las cosas se enderezasen de algún modo. Van aquí algunos detalles pueriles: yo vivía en la calle rodríguez San pedro de Madrid en un piso horroroso con demasiados muebles y una mujer que no se afeitaba las piernas; yo escribía por las tardes, sobre una tabla de madera fijada a la pared porque no tenía mesa de trabajo; la tabla estaba junto a la cabecera de la cama y al levantarme solía golpearme en la frente con su borde, lo que siempre era un recordatorio de que tenía que hacer algo para salir de allí; bebía mucho té y solía mirar por la ventana cómo las personas buscaban algo de comer entre los desperdicios de un supermercado;
tenía la impresión de que estaba rodeado de zombis; un día me puse a ver las corridas de San Isidro en la televisión y lloré toda una tarde: no lloraba por el hecho de que hubieran matado al toro, sino sólo por la gratuidad de esa muerte, y ahora creo que también lloraba por mí y todos los que estaban atrapados como yo y sólo se tenían a sí mismos; después me enjugué la cara y seguí escribiendo. —El título original de tu libro era El libro alemán, más allá de lo que el título tenga, probablemente, de coyuntural, varios han señalado su singularidad dentro de la narrativa en español y lo emparentan con cierta tradición germánica. ¿Estás de acuerdo? —Estoy de acuerdo, sí, aunque yo hablaría más bien de una tradición anglosajona de títulos programáticos; con el tiempo, sin embargo, el libro ha acabado siendo para mí también El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan, que es el título que Mónica Carmona, mi editora en random House Mondadori, sugirió en su momento y que yo acepté, afortunadamente. —Relatos como "Las ideas" evocan, de manera explícita en el título, y simbólica en el relato, un aparente conflicto ideológico, casi diríamos político. ¿Lo concebiste con un sentido alegórico? —Supongo que “Las ideas” puede ser leído de varias maneras, algunas de las cuales son, naturalmente, alegóricas; pero, de alguna forma, la supuesta alegoría de un relato (y la pregunta sobre de qué es alegoría) es un cierto efecto de lectura, y yo no quisiera entorpecer esa lectura revelando de qué es alegoría para mí. Naturalmente, y como siempre que un escritor produce algo, hay decenas de cosas que pasan por su cabeza, y en este caso lo que recuerdo más vivamente de aquel período es que yo pensaba en los principales actores del movimiento punk en la así llamada república Democrática de Alemania. —Los relatos denominados "Historia del cazador y del oso" no solo son brillantes construcciones narrativas sino que tiene cierta impronta visual, como de cortometraje o montaje documental. ¿Hasta qué punto influyen otras disciplinas en tu trabajo como creador? ¿Tienes alguna influencia extra literaria? —No tengo un gran interés por el cine o por las artes audiovisuales en general, aunque (por supuesto) no soy ajeno a su influencia y a su, llamémosla así, pedagogía; sin embargo, tengo un gran interés en la música y un interés algo menor en la pintura y ambos permean mi trabajo. —Si tuvieras que inscribirte a ti mismo dentro de una corriente narrativa en español... ¿a quién tendrías antes y a quien después? —Bueno, no es fácil responder a ello, sobre todo si se considera que los escritores solemos padecer una cierta miopía resultado de la proximidad afectiva y física a nuestro
trabajo que nos convierte en pésimos críticos de lo que hacemos; alguna vez he leído que unos académicos estadounidenses hablaban de mi trabajo como resultado de una cierta nueva literatura política latinoamericana y me agradó la idea, pero yo mismo tiendo a verme simplemente como un escritor que pretende ser parte de la tradición de la literatura argentina, y en ella no hay antes y después sino sólo escritores, algunos de los cuales son los mejores que he leído nunca. —¿Podrías decirnos cuál es tu relación con redes sociales como Formspring.? ¿qué encuentras en esas preguntas? ¿cuál es la más extraña que te han hecho? —No me interesan demasiado las redes sociales, no tengo cuenta en Facebook ni en ninguna de las otras, pero estoy bastante y muy agradablemente sorprendido por el Formspring; Luna Miguel me había hablado en varias ocasiones de ello y un día simplemente me abrió una cuenta y me puso a responder preguntas; mi impresión, tras un cierto tiempo allí, es que los lectores de Formspring tienden a hacer preguntas con mayor libertad que la que le otorga el espacio de comentarios de un blog, donde necesariamente tienen que reaccionar a un tema, y que en general la comunicación es muy productiva. En cuanto a la pregunta más extraña que me han hecho, creo que tenía que ver con si prefería los orgasmos clitorianos o los vaginales, una pregunta curiosa ya que no tengo inconvenientes con ninguno de los dos. —¿En qué estas trabajando ahora mismo? —Un ensayo de cierta extensión acerca de las estrategias de aparición y de desaparición de los escritores en las obras literarias y una nueva novela: ambos textos son autónomos pero surgen de las mismas inquietudes y me gustaría mucho que fueran leídos juntos; además, El mundo […] será publicado en Argentina en abril y habrá nueva novela en España en mayo (El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia) y eso también me mantendrá ocupado durante un tiempo. —El libro ha sido casi unánimemente celebrado. ¿Tenías confianza en ese tipo de éxito? ¿Eres optimista con tus propios libros? —No particularmente; por otra parte, el único éxito que tiene cierta importancia para mí es el de disponer de tiempo para escribir y saber cómo hacerlo y tener algo para contar y que haya algunas personas en algún sitio que deseen leerlo; no hay listas ni premios (por hablar tan sólo de dos instituciones literarias a las que suele prestársele cierta atención) que puedan compararse con la satisfacción de estar haciendo lo que se tiene que hacer, y, en ese sentido, todo lo sucedido con El mundo […] es maravilloso, un signo y una bandera que abre la marcha de los tiempos y de los libros por venir. ■ Quimera 17
ContraluCes y dignidad sobre la luz Es más antigua quE El amor, de riCardo Menéndez salMón por
Vicente Luis mora
Creo que a poco que uno tenga un mínimo sentido de la justicia narrativa, debe reconocerle a ricardo Menéndez Salmón (rMS en adelante) su honda responsabilidad al encarar la creación literaria, escribiendo siempre con ambición y un encomiable afecto por la lengua que utiliza, datos que escasean. También su voluntad de no repetirse, llegando a romper en su “trilogía sobre el mal” (La ofensa, Derrumbe y Corrección) la unidad estilística que suelen presentar las formas triádicas para presentar obras muy diferentes entre sí, tanto estructural como temáticamente. Su última obra, La luz es más antigua que el amor (Seix Barral), es a su vez disímil de las anteriores, configurándose como un puzle o collage de géneros y actitudes ante la escritura. No pocos pensamos que este libro, difícilmente clasificable como novela, pero imposible de clasificar como ensayo, es uno de los más importantes del año y el más relevante del autor hasta la fecha. La luz… es un libro dividido en seis partes. Tres de ellas representan a tres pintores distintos, dos inventados (Adriano de robertis y Vsévolod Semiasin) y uno real, el extraordinario Mark rothko. Las otras tres son distintas entregas “biográficas” y metaliterarias de un novelista llamado Bocanegra, menos interesantes. Creo que debemos esclarecer ya los peros o reparos que pueden ponerse al libro, para dejarlos atrás e ir a lo esencial. Un reparo apuntado en las reseñas aparecidas, al que me sumo, es el desmedido final en Estocolmo, que coloca al autor recibiendo el Nobel. Digo al autor porque, pese a la distancia que rMS ha querido poner respecto a Bocanegra, parecen la misma persona, que se trata a sí misma con una censurable reverencia. El hecho de que el periplo biográfico no coincida del todo no implica que la autoficción tenga exigua ficción, siendo un libro sobre la experiencia artística. Y amén de la circunstancia de que ambos han escrito una trilogía sobre el mal, el dato identificador inapelable surge cuando Bocanegra, refieriéndose a su libro Debacle, cita la frase “admiró el discurrir de aquellos bólidos fríos, ajenos a la angustia humana, pulcros, insolentes, devastadoramente serenos”, que puede hallarse sin dificultad en Derrumbe (Seix Barral, 2008, p. 47), de rMS. por ello varias menciones de Bocanegra a su propia calidad inmarcesible como escritor, de seguro ahorrables, y a su gloria sueca, me han recordado lo que escribí premonitoria18 Quimera
mente en La luz nueva (2007), cuando señalé como una de las características de la nueva narrativa la “asunción del texto como propaganda publicitaria”. En cualquier caso, no son pocos los lectores que piensan que la cuestión no es si un escritor va sobrado o no de orgullo, sino si la obra escrita merece o no el enorgullecimiento. Aunque no es ése mi modo de pensar, debo darles la razón a estos lectores en el caso de La luz es más antigua que el amor, algunas de cuyas partes pueden contarse, a mi juicio, como de lo mejor no sólo de rMS, sino de la última narrativa española, entendiendo por última no la narrativa joven, sino la últimamente publicada. La capacidad de encarnación demostrada por rMS, entendiendo por tal sus dotes para crear un personaje y luego otorgarle una exquisita preocupación metafísica o estética (si bien la estética bien entendida podría ser ya una metafísica opuesta a la trascendencia no inmanente), su habilidad plástica para mostrar el horror de la intemperie existencial de forma que el lector pueda verla y olerla, su elegancia estilística y el manejo del idioma convierten a éste en un libro de cabecera, digno de estudio en talleres literarios. Las dos mejores partes corresponden a los pintores inventados; como bien dice el propio autor, “el arte de la biografía es siempre un arte de segundo orden” (p. 153) y su recreación de rothko, como la de cualquier talento recreado, vive siempre a expensas del genio original. De hecho, las páginas del libro dedicadas a Semiasin y robertis no sólo son más inventivas, sino que están literariamente más logradas. En el primer caso su reconstrucción del encuentro de Semiasin con el poder parece sacada de los estremecedores documentos soviéticos compilados por Vitali Shentalinsk; la autodestrucción de la obra pictórica del artista sería síntoma de la culpabilidad generada por su difícil situación ante una política únicamente interesada en el realismo. W. T. Wollmann hizo en Europa Central un relato soberbio narrando cómo Shostakóvich pasó por un horror parecido. En el caso de robertis, también es destacable la creación de una culpa histórica, muerte de un hijo mediante, que lleva al pintor a oponerse ante el poder establecido, la Iglesia medieval en este caso. Esto nos lleva a un aspecto fundamental para entender
este libro y su ambición: sus referencias, lo que es tanto como conformar la tradición literaria con la que rMS desea dialogar. Todos los libros de rMS tienen un antecedente o influencia próximo en el tiempo, uno intermedio y uno remoto. Cuando examinamos Derrumbe, vimos que el antecedente próximo era Cormac McCarthy, el intermedio Bernhard y Dostoievski el remoto; en La luz es más antigua que el amor diría que el próximo es pierre Michon, W. G. Sebald el intermedio y el remoto y más importante es, ni más ni menos, que el Hermann Broch de La muerte de Virgilio. Creo que Michon alumbra la precisa ambientación medieval de la parte dedicada a robertis; entiendo que Sebald puede estar detrás de la comparación diacrónica entre las épocas anteriores y la actual a la hora de configurar el horror de nuestro tiempo, y nuestra incapacidad política para aprender de los errores. El contumaz pesimismo antropológico de rMS, más hobbesiano que schopenhaueriano, vuelve a aflorar de nuevo en el libro mediante esta falta de síntesis histórica. Como buen materialista, rMS nos recuerda que la dialéctica humana sigue siendo incapaz de saltar a una convivencia decente. Son notables referencias, Michon y Sebald, pero creo que donde se puede apreciar la poco parangonable ambición literaria de rMS es precisamente en el diálogo que sustenta con La muerte de Virgilio, la inmortal obra de Broch. Los puentes entre los dos libros son numerosos. El más obvio es la tensión entre el artista (Virgilio) y el poder (Augusto), pero hay más: “la literatura es un movimiento aporético, un empeño
constantemente defraudado, la obsesión por expresar lo inexpresable, el anhelo por decirlo todo, aunque sea imposible” (rMS, p. 42); “la palabra se cernía sobre el universo, se cernía sobre la nada, flotaba más allá de lo expresable y lo inexpresable (…) cuanto más penetraba él en ese mar de sonido y era penetrado por él, tanto más inaccesible y grande, tanto más pesada e inaprensible se tornaba la palabra” (Broch, Alianza, 1998, p. 662). rMS recuerda que hay actos que cambian el mundo, lo que no puede hacer ninguna obra de arte (p. 158); Broch escribe que “nada puede el poeta, ningún mal puede evitar” (p. 31). Hay afinidad de vocación reflexiva, de estilo conspicuo, de vindicación de la dignidad del arte frente a la indecencia estrucutural del poder tiránico. También hay puntuales diferencias. Mientras Virgilio se preocupa por si su obra es lo suficientemente buena para perdurar en el tiempo, De robertis se pregunta si hay suficiente tiempo, suficiente trascendencia, para la obra propia (rMS, p. 30). En cualquier caso, la referencia a ciertos modelos nos da la medida de un autor (siempre que de verdad nos los recuerden, claro; no es lo mismo ser influenciado por Shakespeare, como Joyce, que citar a Shakespeare, lo que puede hacer cualquiera). No se menciona a Broch, creo, en ninguna parte, del libro de rMS, pero su ejemplo, el hilo común de la gran literatura que une a dos libros tan diversos, está presente. La luz es más antigua que el amor, escribe rMS; “la luz es más grande que el hombre” (p. 34), responde, desde las altas sombras del pasado, Hermann Broch. ■ Quimera 19
cinéma vérité (jon bilbao y bajo El influjo dEl comEta)
por
roberto VaLencia
—En los cuentos de Bajo el influjo del cometa detecto una reflexión sobre las distintas modalidades de vida en comunidad: padres e hijos, vecinos, parejas. Parece que el vector clave es la falta de entendimiento. ¿Querías tratar la desintegración de estos vínculos? —Más que sobre la falta de entendimiento entre unos y otros, estos relatos tratan sobre la falta de entendimiento que tenemos de nosotros mismos. Nos cuesta saber qué es lo que de verdad deseamos, a quién queremos, qué esperamos de los demás; y aunque seamos capaces de averiguarlo, puede sernos muy difícil comunicárselo a quienes nos rodean. Esta falta de entendimiento nos puede conducir a la soledad, bien porque nuestras dudas nos conviertan en insatisfechos crónicos, y nadie quiere tener cerca a alguien así, o bien porque creemos que la soledad nos ayudará a encontrar respuestas. Uno de los temas principales de Bajo el influjo del cometa es el daño producido a los vínculos afectivos por ese conocimiento imperfecto de nuestros deseos, y también por no saber o no poder aceptar qué es lo que más nos conviene. —Eso hace a tu libro más metafísico y menos sociológico. —Nunca me lo había planteado así, pero es cierto. Antes que explorar el funcionamiento de los grupos sociales, me interesa profundizar en la naturaleza de los personajes. 20 Quimera
—Dices que hay una gran dificultad para conocernos a nosotros mismos. ¿Escribes desde una posición fatalista o tus relatos pueden estimular el conocimiento? —prefiero, sin duda, la opción del conocimiento, aunque éste pueda llevarnos a descubrir cosas de nosotros mismos que no nos gusten. rechazo el fatalismo y la claudicación que conlleva. —En la reseña de Bajo el influjo del cometa escribí que este libro se inscribe en una tradición del cuento estadounidense. ¿Estás de acuerdo? —En mi lista de autores preferidos figuran unos cuantos nombres estadounidenses, no sólo de cuentistas sino de narradores en general, y supongo que eso se refleja en lo que hago. Me gustan su sobriedad narrativa y el modo como el autor se queda un paso atrás, sin que su voz se entrometa en lo que cuenta. Sin embargo, no me siento a escribir guiado por un afán de emulación, o eso es lo que me gusta pensar. Los modelos a seguir son útiles cuando das los primeros pasos, pero luego es mejor perderles el respeto lo más rápido posible. —¿Y crees que lo has conseguido? —Ésta es una pregunta bastante cruel. resulta muy difícil ver con perspectiva lo que se ha escrito, al menos hasta que
no ha pasado cierto tiempo. por otro lado, nunca conseguimos lo que nos habíamos propuesto inicialmente. Cualquier labor creativa, en el mejor de los casos, sólo puede saldarse con una victoria parcial. A pesar de todo, cuando echo un vistazo a mis relatos veo los temas que me interesan y que me llevaron a escribirlos (la lucha contra el aburrimiento en una sociedad acomodada, los intentos por conocernos mejor…); veo unos decorados, unos paisajes, que, aunque en el texto no se localicen explícitamente, son cercanos a mí; veo, en definitiva, los relatos que me apetecía escribir.
como si las influencias fueran manifestaciones de colonialismo cultural (aunque ambos casos suelen darse). Un japonés que viva hoy en día y que sólo lea a autores rusos del siglo XIX, no va a escribir como Tolstoi, aunque eso sea lo que le gustaría. No puede hacerlo porque la realidad que lo rodea es muy diferente y su subjetividad también es otra. Además, la principal aspiración de un escritor debería ser tener una voz propia. En un primer momento se puede apoyar en sus influencias pero luego tiene que dejar que su voz salga a la luz, debe conseguir que sus textos sólo pueda escribirlos él.
—Me interesa que me cuentes algo de ese narrador invisible, que apenas interfiere en el desarrollo de los cuentos. Me parece un efecto muy difícil de conseguir. —Mi idea del narrador es una cámara de cine que se limita a seguir a los personajes, mostrar lo que hacen y reproducir sus palabras. En general no me interesan los narradores que imponen sus opiniones, condicionan la interpretación del texto o juzgan a los personajes (salvo que se trate de algún tipo de juego metaliterario). El método de la cámara no evita las intervenciones del narrador, o a las mías propias, pero sí las limita en gran medida. Al seleccionar lo que se cuenta y escoger el punto de vista también se interviene en el texto y se condiciona su interpretación.
—En los cuentos de tu libro hay animales. ¿Es intencionado? ¿Este libro es un bestiario disfrazado? —Claro que es intencionado y el libro no es un bestiario. Trata sobre personas, no sobre animales. Cada uno de los animales es una metáfora, en algunos casos bastante clara (como la ballena de “Una victoria parcial”, relato en el que una pareja que trata de dar nueva vida a su relación se encuentra con el cadáver de un cetáceo) y en otros más difusa (como los perros que rondan por varios de los relatos). pero en cualquier caso no son metáforas obstructivas. El lector que no desee detenerse a desentrañar su significado también disfrutará de los textos. Generalizando quizá demasiado, se puede decir que los animales son mensajeros. Los personajes de Bajo el influjo del cometa viven ensimismados en sus problemas, sin pensar en nada más pero al mismo tiempo siendo incapaces de tomar decisiones. Los animales acuden para recordarles que existen otras cosas más allá del mísero círculo en el que viven, y en algunos casos los empujan, los sacan de su bloqueo; aunque esto no significa que las decisiones que les ayudan a tomar sean las idóneas.
—¿Crees que este narrador es propio de nuestros tiempos? Recuerdo un artículo de bastante polémico de Vicente Verdú en el que recomendaba huir del narrador omnisciente. Lo asociaba a épocas en las que imperaba la creencia en dios, en una realidad única que se puede transmitir a través de este tipo de estrategias. —Los narradores (lo que saben, desde qué posición hablan, si son fiables o no…) son unos de los elementos que más juego dan a la hora de escribir. Es cierto que el narrador omnisciente (al estilo de Victor Hugo) puede asociarse al pasado, cuando se creía en la posibilidad de un conocimiento absoluto del mundo o, como dices, imperaba la creencia en Dios, y cuando, por tanto, la idea de la omnisapiencia resultaba quizá no posible, pero sí familiar; sin embargo no me atrevería a descartar por completo la idea de ese tipo de narrador, con las posibilidades que nos ofrece. —¿Crees que el modelo del cuento estadounidense ha dejado de ser un deje lingüístico y se ha convertido en un código? —por supuesto que no. Esos temas pueden, y deben, ser tratados también desde otras perspectivas. Si no se hiciera así, no les sacaríamos todo el partido que se puede obtener de ellos; estaríamos pasando por alto puntos de vista, matices, posibles conclusiones… De todas formas, creo que se concede excesiva importancia al papel que las influencias ejercen en la obra de un escritor; como si por el hecho de tener unas influencias evidentes estuvieras condenado a ser un mero epígono, o
—¿Crees que en España hay una tradición del cuento o hay que definirla a partir de los años 80? La tradición viene de antes (basta ver el ejemplo de Ignacio Aldecoa) pero ha sido en las últimas décadas cuando ha ganado más cuerpo. Es especialmente de agradecer la pérdida de complejos de los nuevos autores (los que han empezado a publicar en el siglo XXI y alguno de antes), quienes no tienen reparos en jugar con el cuento, tanto formal como temáticamente, en explorar y combinar géneros, en abrazar nuevas influencias. —¿Qué intervenciones actuales sobre el cuento te interesan? por poner unos pocos ejemplos recientes, he disfrutado mucho con la visceralidad de Submáquina, de Esther García Llovet, un libro a mitad de camino entre el relato y la novela, opción formal que cada vez me interesa más; con la sensibilidad y la lucidez de El mes más cruel, de pilar Adón, además de con su combinación de relatos y poemas; y con la precisión estilística y la ambición de Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra. ■ Quimera 21
leed esto, pazguatos pola oloixaraC y las tEorías salvajEs por
antonio j. rodríGuez
Identifique el elemento erróneo de la serie, en caso de haberlo: a) Archimboldi, b) Hollenbach, c) García roxler, d) Van Vliet, e) oloixarac. Cuando a Borges, un escritor de culto y letal para la historia del siglo pasado, se le ocurre prologar a Evaristo Carriego, un poeta decadentista y claramente menor, no sólo se inventa a éste, en un sentido casi literal, sino que además inaugura, de un modo u otro, la literatura de tendencias en todas sus variables: periodismo, crítica y edición. “¡Hey, pazguatos!, ¡teníais al mejor escritor de vuestro tiempo delante de vuestras narices!, ¡¡Y No Lo HABÍAIS VISTo!!”, es el mensaje que trae este mecanismo de intervención en las políticas literarias. roberto Bolaño, quien experimentó en sus propias carnes el paso de un escritor que concursa en certámenes de provincias a uno de los más influyentes para las generaciones venideras, hizo lo suyo, por ejemplo, con Nicanor parra. También en sus dos grandes novelas, Los detectives salvajes, armada sobre la búsqueda de la madre del infrarrealismo, y 2666, en donde cuatro siniestros críticos quieren dar caza al secreto aspirante al Nobel Benno Von Archimboldi, se aborda con amplitud el ego del crítico, la búsqueda del referente desconocido y el acto de desenterrar el tesoro. Como los griales y las cruzadas en los bestsellers históricos, los griales “intelectuales” se han convertido en motivo de éxito para la literatura, digamos, independiente. Tiene su lógica. El tema es especialmente suculento en nuestro tiempo, pues no sólo habla de las posibilidades que para la literatura ofrece encontrar autores revolucionarios, ya hablemos de las influencias de los maestros, ya de autores obviados y soslayados por la crítica; también apostilla las mitologías románticas del autor, y refiere la obsesión por las modas. Casos ilustrativos son el genial comienzo de la primavera, de patricio pron, en donde el Archimboldi de Bolaño es sustituido por un filósofo coétaneo a Heidegger, Hans Jürgen Hollenbach, y, cómo no, Las teorías salvajes, donde asistimos a personaes como Augusto García roxler. De él sabemos que “su existencia misma […] se encontraba separada del pasillo sangriento y majestuoso por donde corrían los grandes hechos de su tiempo. […] Augusto tenía treinta años, quizás un poco más, cuando terminó el primer borrador de lo que más tarde se convertiría en la teoría de las Transmisiones Yoicas.” Como Johan Van Vliet, cuya 22 Quimera
pista se pierde en algún paraje exótico. Lo simpático de semejantes tramas y personajes es que explican a la perfección –tal vez en sentido inverso– la recepción de la autora en España. Aunque con total seguridad era un gesto sin calcular y sólo producto de la casualidad, la autoconsciencia aquí no tiene que ver con el típico texto posmoderno que se reconoce como tal, y sí con la de un tipo de autor que se reconoce como tal a través del texto. o al menos también sonaron fanfarrias y campanas celestiales con el desembarco en nuestro país, y el posterior encuentro feliz con críticos y periodistas, de pola oloixarac, cuyo nombre, por cierto, resultaba tan extraño como el de los Archimboldi, Hollenbach, roxler o Van Vliet: “¡Hey, pazguatos, tenéis a la gran esperanza blanca de vuestra generación delante de vuestras narices!, ¡¡Y No LA HABÉIS LEÍDo!!”, oímos, y luego empezamos a leer. poLa oLoixarac, the new girl on the block para aparecer en los suplementos culturales de nuestro país hace falta presentarse con el uniforme de escritor de suplemento cultural. Bromas aparte, oloixarac, en el proyecto capitaneado desde hace poco más de un año por Ana S. pareja en los cuarteles de Alpha Decay, significaba con gran acierto las estrategias de posicionamiento de los escritores nacidos a partir de los setenta, desapegados del hermetismo (siniestro, como los personajes arriba mencionados) de la literatura, sin por ello desatender un interesante trabajo textual. pero 2010 fue un año productivo para los autores nacidos en esa década, todos ellos avalados por enérgicos textos. pola, en cambio, fue probablemente el nombre más sonado: la cuarta reimpresión de Las teorías salvajes así lo demuestra. La cuestión es, ¿por qué? ¿Será porque sintetizaba la comunión, el matrimonio new age bajo las estrellas y por tanto tiempo ansiado, entre el tema más codiciado de los críticos literarios (El Nuevo Autor), y el tema más codiciado de los suplementos de tendencias (El Nuevo personaje Que Mola)? Será, seguro. Y aquí siguen las paradojas, pues lejos de los mitos abordados por pola, Las teorías salvajes venía a constatar algo que todavía costaba asumir a algunas especies lectoras en peligro de extinción. o sea, la literatura ha dejado de ser una expresión creativa individual. por supuesto, nunca lo fue. Un libro, decíamos, es la suma del mismo, más el marco editorial
en que se inscribe, más las labores de prensa, más el hambre de los cazadores de tendencias, más el trabajo en sí del editor. piénsese cómo en las últimas semanas se vienen discutiendo, con gran disparidad de opiniones al respecto, el trabajo de Gordon Lish sobre los relatos de Carver tras la publicación de Principiantes –el libro que, tras el filtro del editor, acabaría convirtiéndose en ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?–; igual ocurre con las declaraciones de Kathryn Sutherland tras la lectura de 1100 páginas sin publicar firmadas por Jane Austen: “La refinada puntuación y la prosa breve, precisa y aguda que se ve en Emma y Persuasión, no aparece en los manuscritos», sugiriendo así que el Estilo Austen sería resultado del trabajo de su editor, William Gifford. Aunque el papel que Alpha Decay jugó en la recepción de oloixarac en nada tiene que ver con los casos comentados, semejante simbiosis benefició enormemente a ambas partes, y al tiempo sirvió para legitimar una tipología de autor más o menos desconocida en nuestro contexto, y una tipología de sello que trató de rebajar así los prejuicios contra la noción de moda en literatura. Bien hecho. “pues tu teoría queda incompLeta sin mí” Algunos temas que componen Las Teorías. Eso que Steiner llamó la relación de osmosis cuando el Maestro aprende del alumno al impartir sus lecciones (y que de algún modo explica las tesis de los dos puntos anteriores), materializada en la relación entre la narradora y roxler: la libido sciendi, el deseo de conocimiento, espoleando nuevas formas de deseo. Aquello que los periodistas culturales siempre resumimos en
la pregunta, a menudo planteada con voz oligofrénica, sobre cómo hace el autor para ir del Dasein al Cuore sin perderse en el camino, ¿¡eingg!? La nostalgia hacia aquellos valerosos estudiantes revolucionarios para los que el socialismo está bien, pero eh-tú-zorra, mi novio es mío, que expresa la tía de la pequeña Kamtchowsky. Cierta violación del precepto de Gide según la cual “con los bellos sentimientos se hace mala literatura”, pues, a pesar de la intención crítica contra casi todo (la universidad, el psicoanálisis, Argentina…), de la que oloixarac ha hablado en varias entrevistas, Las teorías provoca una efervescencia de emociones naíf y entrañables, algo que no suele ser habitual en el grueso de la literatura. La erótica de la academia y el sentimiento de pertenencia a una exclusiva comunidad de intelectuales, los pasillos húmedos en las facultades de humanidades y los despachos universitarios, de los que ya hablaron, por ejemplo, David Lodge, David Kepesch, David Lurie, Elizabeth Costello, Kingsley Amis y Todas las almas. La ternura con la que memoró el imaginario universitario, su ecosistema, y las parafílicas relaciones amorosas en dicha época. Etcétera. Con todo ello, la mala noticia que pola nos dio es que su preciso psicoanálisis a los gustos del lector indie (¿eing?) enseñaba los ingredientes para confeccionar el Bestseller Nerd Under-35. De forma paralela, que muchos lectores se sintieran identificados con los exclusivos pasillos de la universidad argentina hizo que esos mismos lectores dejáramos de sentirnos tan exclusivos. La buena noticia, en cambio, es que nunca nos creímos culpables por ello. Es más, el affaire pola, nos gustó. Mucho. ■ Quimera 23
algunas Cuestiones sobre los muErtos
por
óscar carreño
—Puedes explicarle a un desconocedor de las series (acaso la última que recuerdo haber seguido con contumaz regularidad fue V, no la nueva, sino la que emitió TVE en mi lejana infancia, la de Michael Ironside, vaya) ¿Cuales son los elementos teleseriales en los que más te has apoyado a la hora de construir Los muertos? —El remake de V es muy interesante, por la metamorfosis de los personajes. Como en Battlestar Galactica, los cambios de profesión o de género de un personaje de la teleserie original tiene una serie de repercusiones en el remake ciertamente desestabilizadores, que invitan al debate. El trabajo racial y genérico que llevo a cabo en Los muertos (Hillary Clinton, afroamericana, por ejemplo) procede de ese modelo. por supuesto, están narrados con un estilo a medio camino entre el guión y la novela, con grandes elipsis, utilizando el contrapunto, es decir, imitando los procedimientos de escritura del lenguaje teleserial. —Ya a inicios del siglo pasado se remarcó la influencia del lenguaje cinematográfico en la novela (Scott Fitzgerald, Dos Pasos…) como contrapunto se menciona la famosa estructura de diálogos cruzados de Madame Bovary y se cita a Flaubert como precursor estructural del lenguaje cinematográfico (plano/contraplano). ¿No será que detrás del tratamiento espacio-tiempo de la estructura narrativa y de la construc24 Quimera
ción de los guiones hay más influjo de la literatura que nunca? y valga, para atestiguarlo, esa máxima de que los mejores escritores norteamericanos son guionistas de teleseries. —No hay más que fijarse en teleseries completamente basadas en el magnetismo y la intimidad de los personajes, como Mad Men o The Good Wife para entender la fuerza dinámica del plano/contraplano. El beso final de Kate y Jack en Perdidos recurría al clásico travelling circular de Vértigo (cuyo giro posmoderno podría ser el de dos coches dando vueltas, mientras él y ella se miran, en Misión imposible II, de John Woo). Se pueden rastrear esas huellas fílmicas en todas las series y, sin duda, también las literarias. La influencia de la literatura está en todas partes. En los videojuegos borgeanos, en las teleseries que parecen icebergs de Hemingway, en los cómics kafkianos, en las estructuras narrativas universales que regresan una y otra vez. Algunas teleseries han llegado a tal nivel de excelencia que, en efecto, se convierten en modelos para la literatura. Si algo es constante en su historia es la mutación: la literatura fue oración religiosa, augurio, transmisión de noticias, épica, lírica, oralidad, teatro, descripción de cuadros y de vida de pintores, novela, guión cinematográfico y, ahora, guión teleserial y una forma de mirar las teleseries como obra de arte y el mundo que representan.
—Por eso la amplitud referencial de Los muertos: series, cine, literatura, cómic, historia ¿Cómo valoras esta amplificación del campo de batalla de la novela? —pese a su brevedad, es una novela abarcadora, que quiere hablar de la relación de la Literatura con el resto de formatos y expresiones contemporáneas, que la ponen en jaque pero que también la estimulan. Me parece que el ensayo ficción puede ser la mejor estrategia para hablar de esa relación radial y problemática. A mi entender, Fun Home o The Wire son narraciones superiores a las últimas novelas (las coetáneas) de Vargas Llosa o de orhan pamuk, por citar a dos premios Nobel de Literatura. En decir, no existen plataformas de legitimación y de prestigio en el cómic y la televisión comparables a los de la literatura, por eso todavía nos cuesta ver la superioridad de obras creadas en según qué lenguajes respecto a otras creadas en lenguajes más antiguos. La novela defiende que la literatura es la herramienta más adecuada para hablar de esas cuestiones. Una herramienta privilegiada. —Precisamente, hace unos meses Vargas Llosa, en esta misma revista (Quimera 323, octubre 2010), sentenciaba a los cómics o los videojuegos como expresiones culturales vacías, sin ideas, que se quedan en el entretenimiento. —No creo que haya leído Watchmen o Jimmy Corrigan. No creo que haya dejado que nadie le mostrara las imágenes, la música, la mitología o el argumento de Legend of Zelda. Antes de opinar hay que leer. para ser una persona culta en nuestra época hay que tener una voluntad de lectura y de interpretación de todos los textos que circulan a nuestro alrededor. —Qué opinas de la novela de Gabi Martínez Ático, apenas se cita al referirse al influjo de los nuevos lenguajes visuales sobre la novela (sí se hace constantemente con las obras de Fernández Mallo o Manuel Vilas) y a mí me parece cada vez más una novela pionera y hasta nodriza al respecto. —No la he leído, pero sí sé que se estudia en algunos programas de literatura de Estados Unidos precisamente por eso que comentas. —Un segundo elemento remarcable de Los muertos es la disolución del autor. Esta disolución se materializa tanto en el elemento metaficcional de una obra que crece dentro de la obra y que evoluciona al tiempo que el telespectador la ve (o sea que el lector la lee), como, y este segundo aspecto me parece mucho más interesante, en la inserción de un corpus teórico que reflexiona sobre las significaciones posibles de Los muertos, siendo todas buenas y no postulándose el autor por la veracidad de ninguna de ellas. ¿Cómo te planteas esta estructura? —La autoría, la literariedad, mi mirada están en la estructura, en la arquitectura del artilugio. Estoy en cada línea, pese a que el estilo y la sintaxis no sean los de mis obras anteriores.
—Ahí se hace indisoluble tu doble condición de creador y de crítico —Todos los autores son críticos que opinan constantemente sobre literatura. Yo sólo evidencio esa dualidad, en la propia estructura de la obra. —El movimiento. El viaje. El desplazamiento obligado, el desarraigo y la crítica persistente hacia las identidades monolíticas impermeables a la entrada de elementos externos, son elementos comunes en tu obra, muy presentes en La brújula y en Australia, y también en Los muertos ¿Cómo valoras la presencia constante de estos temas en tu obra? —Hasta que no terminé Los muertos no me di cuenta de que era una novela que hablaba, principalmente, sobre la migración. para un inmigrante, como mi padre, cuando llegó a Barcelona desde La Alpujarra, el nuevo mundo es tan distinto del viejo como lo es el Nueva York de Los muertos para cualquier nuevo. Mi otra obsesión, la memoria de la historia, también está muy presente en la novela, como en todos mis libros. pero ahora llegué a un nuevo ámbito: el del conflicto entre la ficción y la memoria. Mis libros de viajes eran de no ficción. Ahora, en el género de la novela, la luz tiene una diferente densidad. —Los muertos no puede englobarse bajo la etiqueta de literaturas nacionales, etiqueta que a menudo has atacado como una rémora romántica vigente aún entre la crítica literaria y el mundo académico y que paralelamente te ha llevado a identificarte con autores como Juan Goytisolo, Luis Cernuda o Américo Castro… —Los muertos es una novela sobre la guerra civil española ambientada en Nueva York y gestada entre el Mar rojo y el Mar Muerto. o tal vez no: que decida el lector. En cualquier caso, desde Cervantes hasta Juan Goytisolo, la mayor parte de las novelas españolas que más me interesan han defendido, directa o indirectamente, que el espacio mental de un escritor jamás se corresponde con un estado o una nación. —Los muertos es la primera parte de una trilogía. Vamos a realizar un ejercicio visionario: han pasado 20 años desde su aparición, Jorge Carrión ha escrito la trilogía, ha continuado buscando nuevas apuestas formales, nuevas formas de desarrollar ficciones… ¿qué papel crees que habrá interpretado en ese conjunto futuro de tu obra Los muertos? —Aunque en mi novela hay muchos adivinos, yo no lo soy. pero me gusta pensar en mis futuros libros de viajes desde la crisis de la ficción que estoy elaborando en la trilogía. Creo que mi visión de Barcelona, el posible escenario de un próximo libro de viajes, está mutando al tiempo que lo hacen las novelas en marcha. Me interesa ese vértigo: la escritura como aceleración de tu mirada hacia la ciudad que te rodea. ■ Quimera 25
€®0$ ¿el fin del pensaMiento español? por
miGueL espiGado
Eloy Fernández porta ha vuelto a convencer a los eminentes de que su libro merece ser salvado de las llamas del olvido y el rodillo de la novedad editorial. Un jurado de popes (Savater, Verdú, Herralde…) lo nombró premio Anagrama de Ensayo 2010, y ahora un jurado todavía más respetable, el de los súper-críticos de la revista Quimera, lo hemos ratificado como uno de los mejores libros del año. El tema del que se ocupa €®0$ es más viejo que el sol: el amor y los afectos. Sin embargo, porta siempre se las arregla para decir algo nuevo. Y sobre todo, para decirlo de forma diferente. En los últimos tiempos, el discurso sobre el amor había dejado de ser patrimonio de religiosos y poetas. Con el avance de las ciencias de la psique, fuimos adquiriendo un paquete léxico y conceptual que sustituyó esos viejos patrones basados en el “espíritu”, y nos convirtió en devotos expertos en psicología emocional, psicoanálisis, neurología emocional, y otras terapias livianas que mezclan algo de lírica y metafísica (Bucay, Jodorowsky). Al final, todas impulsan la misma comprensión psicologista del fenómeno amoroso, que ya es la que impera en la sociedad. Ante esto, Eloy Fernández porta propone una perspectiva diferente, no precisamente alentadora: comprender las emociones y los afectos, según la lógica, las relaciones y la mediación del capitalismo. A partir de ahí, se puede explicar €®0$ como un si fuera un índice bursátil, que en vez de empresas, detalla un largo número de emotividades y usos afectivo-amorosos, asignándoles un valor y describiendo su fluctuación a lo largo de la historia: en nuestros días, el amor pérfido sube unos cuantos enteros, el “cine humano” se devalúa, el existencialismo se desploma… Estas y otras pasiones se nos explican, no como una respuesta emocional, clínica, individual y subjetiva, sino como un fenómeno sociológico que afecta a una masa enraizada en las estructuras culturales, mediáticas, tecnológicas y corporativas. Esta generalización, sin embargo, no debe llevar a la idea engañosa de que Eloy Fernández porta se centra en un solo tema. Como en Homo Sampler o Afterpop, sus libros anteriores, los epígrafes que componen el texto son bastante independientes entre sí, y su organización es todo menos rígida y disciplinada. Las teorías de porta nunca constituyen un sistema totalizador, cerrado, coherente en sí mismo, sino que se disparan en múltiples direcciones, sin 26 Quimera
voluntad de cierre. Contra el ensayo diagrama, porta ofrece el ensayo jungla. Contra los filósofos de sistema cerrado, porta se chotea de Heidegger que no veas. Muchas partes en €®0$ (todo el capítulo titulado “€®0$”) indican que porta podría convertirse en un filósofo muy respetable. La mayoría, sin embargo, recalcan su vocación literaria. Sus intereses y fascinaciones personales, y su voluntad de divertirse (y divertir), acaban anteponiéndose al sentido del deber tradicional en filósofos, académicos y demás pensadores ortodoxos. precisamente, es la fascinación propia del escritor lo que otorga interés a manifestaciones culturales aparentemente estúpidas o periféricas, y descubre en ellas implicaciones profundas: “debo decir que la apropiación de Shakespeare realizada en paris Hilton´s BBF se me antoja más efectiva, intensa y, en algún sentido, actual, que la mayor parte de los montajes “actualizadores” de El Rey Lear que proponen “acercar a nuestros tiempos el tema shakespeareano” vistiendo a los actores de militares o de mods”. Así habla porta de este reality donde, en un momento dado, se remeda la obra de Shakespeare. €®0$ parece centrarse en productos más populares y reconocibles que obras anteriores del autor, dejando atrás actitudes de cool hunter o de enviado especial de la clase intelectual al mundo underground. Entran en el análisis los reality, una campaña promocional del Cash Converter, canciones de Los planetas y Kortatu, páginas de contactos en Internet, series de la Fox, las viñetas de Forges y un largo etcétera. El corpus de todo lo analizado configura el perfil del lector del libro (aquel que se reconozca en él); un target que justo corresponde con el perfil del grupo social que se está analizando. Quizás, en 30 años, €®0$ solo será legible mediante una buena edición crítica: las próximas generaciones no sabrán quien es paris Hilton, y Algo pasa con Mary les resultará tan arcaica como hoy La fiera de mi niña. pero en €®0$ encontrarán cifrada una etapa importante de la evolución sentimental de toda una generación del mundo desarrollado. €®0$ demuestra que esa educación sentimental ya no se halla tan determinada por la necesidad, por la tradición, por modelos parentales o los avatares políticos y militares, sino por la influencia de esas manifestaciones y prácticas culturales que se configuran fundamentalmente según los criterios del capitalismo. pero demos un respiro al condensador de fluzo, y volva-
mos al 2010. Hoy, los fan de Fernández porta tienen asegurado un melocotonazo de rabiosa contemporaneidad, que vuelve a señalar al autor como uno de los pensadores más conectados con el momento presente. Frente al rol del filósofo-explorador de lo contemporáneo, que avanza en busca de las verdades de nuestro tiempo con su cazamariposas y su rifle para elefantes, Eloy Fernández porta se revela un nativo contemporáneo, genéticamente dotado para el nuevo entorno. Sin embargo, no se limita al análisis sincrónico del amor y sus afectos, sino que trata de contextualizar cada práctica actual en la tradición que se remonta hasta los albores de la civilización occidental. Es notable el esfuerzo del autor por borrarle a nuestra época su aura de novedad absoluta, identificando muchas prácticas en boga como actualizaciones o recuperaciones de hábitos que ya se hacen presentes en la obra de ovidio o Chaucer. De hecho, su análisis diacrónico viene a demostrar que su lectura económica de los afectos no solo es aplicable a nuestra época, sino también a las anteriores. El ensayo, nos ilustra la Wikipedia, ya fue definido por Eugenio D´ors como la “poetización del saber”. En el caso de porta, casi se podría hablar de ficcionalización del saber, es decir, la utilización de la ficción como vehículo para la expresión de verdad. Hay capítulos de €®0$, como “el informe Markopolos sobre tu eficiencia amorosa”, que bien podrían definirse como sociología-ficción. En él, se introducen fragmentos de libros escritos en el futuro por escritores imaginarios, dibujando un cuadro que denuncia las tendencias actuales y sus consecuencias a
base de exagerar su efecto prospectivo. Todo es parte de una estrategia en la que se prescinde de la concreción propia del lenguaje del pensamiento, para que el lector tenga última palabra sobre el sentido. Él tendrá que decidir cómo interpretar una serie de verdades y digresiones cachondas que porta intercala, sin previo aviso, con párrafos muy serios. por esta vena chocarrera, €®0$ conecta bien con la reflexión social “a pie de calle”, que tiene mucho que ver con el humor. Con sus códigos callejeros y su colegueo, porta es un cómico inteligente: siempre se pone a la altura de su público. José Luis Abellán, un ilustre estudioso del pensamiento español, decía en una conferencia que los pensadores de nuestro país se habían caracterizado, hasta una etapa muy tardía, en practicar un humanismo basado en la pobreza: este humanismo es el que la ha mantenido alejada de otras tradiciones filosóficas caracterizadoras de la modernidad. Luego, explicaba, vino la normalización de los 70. También es innegable que la politización de las clases cultas españolas durante ese periodo singularizaría a los nuevos ensayistas con rasgos específicamente nacionales. Hoy, €®0$ se mueve en las antípodas de Unamuno, desde una posición integrada en la sociedad de consumo, donde el activismo progre(sista) se ha visto desplazado por la necesidad de comprender la influencia de los productos culturales y prácticas que afectan a todo el mundo desarrollado. Si €®0$ implica esa normalización definitiva de la que Abellán hablaba esperanzado, ¿deberíamos celebrar el fin del pensamiento español? ■ Quimera 27
la poesía CoMo debate vital julieta valero y autoría
por
ernesto castro
—Empecemos por el título: Autoría. ¿Cuál crees que es, a día de hoy, la relación entre el escritor de poesía y los discursos de legitimación autoral que concurren en la construcción de su figura pública? —Es un hecho. Desde el renacimiento ningún creador, de ningún género, se zafa de ellos. Más que un cuestionamiento genérico, el título del libro apela a un cuestionamiento identitario a nivel interno (no estrictamente mío, aunque lo personal se encuentre bajo cualquier movimiento creativo, siempre metabolizado). En dos sentidos de la “autoría”. El primero de ellos –ontológico– es una negativa a asumir identidades prestadas. Es preferible –creo– escribir con una identidad inconsistente, movible, flexible, consciente de que su matización es tan radical, tan atomizada, que a duras apenas se sostiene, antes que asumir identidades prestadas (poeta, feminista, nazi, de puerto Llano, las que sean); quiero decir prestadas por unidireccionales. No se trata de negar la particularidad, sino de asumir la multiplicidad del sujeto (la suma de cosas que somos). El otro sentido –literario– responde a un concepto de lo poético, hacia el cual yo me he dirigido, que se levanta sobre la negativa a creer que se puede representar la realidad, mimética, completamente; nada nuevo, por 28 Quimera
otra parte. De ahí el no elaborar poéticas que transmitan significados cerrados, redondos, tranquilizadores... Ello tiene un correlato directo en la forma de escribir: no traicionar el proceso según el cual se produce la percepción (el tópico del fragmento, tan actual, claro). Ahora bien, que pretenda referir la realidad, más que representarla, no significa que una no pueda comprometerse desde la identidad con el trabajo de la escritura. —¿Te hallarías, entonces, cerca de una defensa de la identidad múltiple? Recordemos aquella famosa definición de Cela, que consideraba la identidad de un sujeto, no como un plano, sino como un poliedro de múltiples caras; y también la defensa de la esquizofrenia por Deleuze & Guattari (Anti-Edipo). —Sí. Y respecto de la escritura, en una constatación de la propia perturbación y de la del lector (más allá de toda provocación impostadamente vanguardista). Si está bien hecho, todo texto que yo escriba debería existir como espacio o lo que es lo mismo: ser penetrable pero a la vez llevar a quien se introduzca en el libro por caminos distintos al original que yo hubiese trazado. De ahí también la asunción de lo múltiple y lo rizomático.
—Creo que un problema transversal a tu obra es el enfrentamiento a la enfermedad (especialmente en Los Heridos Graves), lo cual me parece un tema recurrente de la poesía actual: el replanteamiento del encuentro con el otro desde el punto de vista del posible contagio. —por supuesto, noto una enfermedad literal, como una suerte esponjosidad, en mi generación. Se trata de comprender que la superficie es tan honda como el sustrato. Los fenómenos se expresan con una transversalidad que va de fuera adentro y de dentro afuera. Debemos comprender que la superficie es tan honda como el sustrato y que esta dicotomía es, desde luego, tan falsa como otras (forma/contenido, por ejemplo). Lo enfermo no es sólo Werther matándose (supuestamente) por amor. La enfermedad está transversalmente atravesándolo todo, por todas partes. Y hay salud en la enfermedad. En la reflexión, incluso en la forma misma de irse de un moribundo puede haber una enorme, luminosa y vertical salud hacia las cosas; mientras que en el éxito social de un futbolista, de un empresario o de un literato puede haber un grado de autodestrucción brutal. Se trata de ser un poco transversal/ancho, inteligente. No ir al fenómeno por su denominación, sino por su halo, por sus efectos, por su olor. —Dices en un determinado momento de Autoría: “Tampoco el sufrimiento está autorizado a emitir documentos de identidad” (p. 64). ¿Podrías comentar más al respecto? —Me parece que conecta con todo lo que estamos hablando. El dolor puede convertirse en una piel muy cómoda. Dado que todos sufrimos antes o después, pero que también inevitablemente trascendemos esa capacidad reductora del dolor, el sufrimiento no tendría por qué convertirse en una identidad. Aunque tampoco quisiera ponerme à la Schopenhauer afirmando una ética de la Voluntad, diría que la pulsión de vida a la larga parece más fuerte que todo esto. —¿Crees que es posible reconstruir una poesía de la afirmación? ¿Se puede recuperar ese sustrato hímnico y elegíaco que se encuentra en el origen de la versificación, en contra de la cosmovisión que asocia este género con la expresión de un pathos de carácter melancólico? ¿Se puede actualizar la oda, el panegírico, el epitalamio? —Absolutamente. pero ya está recuperado. Lo que sucede es que el formato en que se expresa ese elemento asertivo de la poesía épica no es ya el del Poema del Mío Cid. Tampoco la poesía melancólica se reduce al Spleen baudelaireano. Hay a día de hoy una poesía muy contundente… en la afirmación de la fragmentariedad, si quieres. —¿En quién estás pensando? —Estoy pensando en Mariano peyrou, en María F. Salgado, en Sandra Santana, patricia Esteban, Jordi Doce,
Ada Salas, Marta Agudo, Carlos pardo, Andrés Navarro, Alberto Santamaría, muchos más. Hay bastante gente que, afirmando desde cierto temblor, posee una fuerza que ya quisieran muchos romances epigonales en su tiempo. por ejemplo, decía Wallace Stevens que “lo romántico en poesía debe ser algo constantemente nuevo, y por tanto exactamente lo contrario de lo que la gente entiende por romántico”. El formato en que hace setenta años la poesía perturbaba, producía movimiento y significado en el lector, es un formato más que trillado. Fórmulas anacrónicas, perfectamente codificadas. Ya está sucediendo la actualización que reclamas. Lo que se requiere es una mirada nueva para percibirlo. Hay, no cabe la menor duda, un momento muy rico en la poesía española. —¿Te atreverías a elaborar un diagnóstico acerca de la poesía actual? —No soy la Sibila de la Historia, ni quiero serlo, así que no me atrevo a afirmar el camino por el que debe avanzar la poesía actual. Sí pienso que nos hallamos en un momento más heterodoxo, interesante y rico que el anterior, con poéticas muy diversas. Un momento que, además, desde el punto de vista generacional no presenta la clásica pulsión percusionadamente parricida, aunque eso ponga las cosas más difíciles para las clasificaciones. Ahora bien, creo que esto tampoco implica un relativismo omnívoro ni una negación de las fisuras intergeneracionales, que las hay, por supuesto. personalmente, a pesar de que existan poéticas de las cuales yo me desmarco desde el primer verso que escribí en mi vida (¿cómo podría ser de otra forma? La diversidad es saludable) no entiendo que eso implique, en principio, un enfrentamiento personal; espero que la movilización de mis instintos y energía vital tenga causas más cabales (la desigualdad social, las perversiones del capitalismo, hay tantas…). Además, lo deseable es que cada generación establezca sus propias dialécticas, en vez de heredarlas. Y hablando de mi generación, creo que hay un interés común en asumir el matiz, lo interrelacionado que está todo, lo imposible de aprehender una realidad a la que tenemos, se supone, un acceso enciclopédico; lo difícil que es dar una respuesta mínimamente integradora e identitaria. No se puede hacer partiendo de un realismo en el sentido histórico. por esta razón la poesía se entiende en muchos casos como la oportunidad de, forzando, aventurándose desde el lenguaje, referir ese debate vital. En resumidas cuentas: hay muy buenos escritores… y muy buenas escritoras. por cierto, he estado a punto de no hacer esa distinción. Insisto en ella no porque sea relevante a nivel literario, sino porque todavía se dan antologías con una desproporción brutal entre hombres y mujeres. El día que no suceda eso podremos hablar de genuina igualdad; no es el caso por el momento… ■ Quimera 29
mEjorando lo PrEsEntE poesía plural para una episteMología Mutante por jaVier
aLonso prieto
El ensayo fluctúa en nuestra contemporaneidad entre la literatura de primer grado y la de segundo grado. por una parte tenemos aquellas obras que desde la reflexión crítica abordarán tan diversos temas como pueden ser la prostitución del yo en la blogosfera, la relación directa entre la miseria del ego y la desnudez mediática como marca de status, el engaño de la transacción/realidad jánica del capitalismo o los últimos días del poeta X. por otra nos encontramos con reflexiones en torno a la literatura como disciplina artística. Estos ensayos son los que componen el corpus de la literatura de segundo grado, donde la mirada del ensayista no perderá su libertad poiética por estar subordinada a los discursos que analiza sino que deberá sobrevivir gracias a su objeto. pero ¿qué pasa con la sociología de la literatura?, no es una disciplina que estudie a un la obra de un autor, un grupo generacional, un tópico… sino que afronta un reto mayor, examinar el conglomerado que conforman las relaciones que se establecen en torno a la producción, distribución y recepción de la literatura. Estaríamos pues ante una disciplina que se ha de mover entre dos posturas complementarias que le permitan abordar tanto los aspectos intraliterarios como los extraliterarios, para que su legitimización sea plena. A esta doble vertiente se adscribe el destacado ensayo Mejorando lo presente. Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes, que bajo el auspicio de Constantino Bértolo, siempre atento a los modos literarios del presente, firma el poeta Martín rodríguez-Gaona (Lima, 1969). Su objeto de estudio no es tan cerrado como lo parece su formulación “poesía española última” ya que el aluvión de títulos de poesía que cada año se nos ofrece, las casas editoriales que nacen y mueren, autoediciones, plaquettes, fanzines, ediciones digitales… llenan un cajón de sastre que es difícil asimilar. Y sin embargo tiene que haber detrás de todo ello una corriente que subyace, en la que unos se acomodan y en la que los más agotan su aliento poético. Ante tal fenómeno se impone la necesidad de una distancia crítica que bien se puede afrontar desde el prisma personal o desde el sociológico, ambas posturas tendrán una misma conclusión un elenco de poetas que han de servir de espejo para otros muchos y para los que faltan por venir. La primera vía para intentar homogeneizar tal fenómeno 30 Quimera
es la de la antología, tarea ardua donde las haya pues supone expurgar aquellos poetas que se consideran más representativos de una generación, de un movimiento, de un tópico, de una causa… Desde una perspectiva total o parcial la labor del antólogo es la de establecer un canon literario, en este caso poético, que prevalezca como referencia en el futuro y que sirva de guía a quien quiera acercarse a territorios ignotos. La otra opción de dar cuenta de la situación poética es la que elige Martín rodríguez-Gaona, quien al igual que en su anterior trabajo En torno a la posmodernidad y la muerte del posmodernismo (Amargord, 2007) sigue pensando la vigencia del paradigma postmoderno y sus mutaciones desde la revolución digital, así lo podemos emparejar a otros poetas y ensayistas como Vicente Luis Mora (Pangea, Fundación José Manuel Lara, 2006) o Agustín Fernández Mallo (Postpoesía, Anagrama 2009). Es un estudio de sociología literaria que taxonomiza las corrientes poéticas, estudia el mercado editorial, analiza la relevancia de la blogosfera en el campo de la creación, la crítica y de la recepción. pero tiene un parte de estudio intraliterario, ya que nos propone una serie de planteamientos literarios como excelsos representantes de las consecuencias de la situación actual de la cosa poética y su apuesta por el futuro. El segundo capítulo del ensayo tiene forma de crítica inmediata, con una nómina de veintidós poetas, a través de reseñas de poemarios y eventos poéticos. Una antiantología que prefiere la crítica al muestreo de poemas (máxime cuando la poesía escénica aparece dentro de su selección) y se sirve de ella como base primaria de su aparato teórico así como ejemplificación. La aproximación de rodríguez-Gaona no es inocente, pues la cuestión postmoderna tiene un amplio debate teórico (Lyotard, Baudrillard, Deleuze, Jameson…) que llega al lector en castellano antes incluso que la asimilación por parte de los literatos del paradigma, pero nos muestra un elenco que da cuenta de las diferentes corrientes que concreta en su primera parte: poetas neosociales, neoclasicismo posmoderno, de la indeterminación del lenguaje, neoesencialistas, del diálogo interdisciplinario y performativos. Sorprende la exhaustiva mirada del ensayista que presenta la historia reciente de la escena poética en castellano con sus endémicas disputas y sabe marcar el tránsito a una con-
figuración poliédrica en el que el cambio se ha impuesto bajo el marchamo de la posmodernidad como paradigma socioeconómico. La tercera y última parte del ensayo corresponde a una concreción mayor, aún dentro de la postmodernidad nos encontramos ante una presencia masiva de las nuevas tecnologías que han de cambiar la concepción de la poesía, ante esta nueva encrucijada histórica rodríguezGaona apuesta por un humanismo de nuevo cuño, inscrito en la era digital, pero que sirva de resistencia a la opresión social que cimentan los cambios tecnológicos. Aunque de la condena que supone el desarrollo de la sociedad posindustrial, en la distopía que plantea la dictadura de las nuevas tecnologías, sólo puedan salvarnos los postulados de T. Kaczinsky, no podemos obviar las mutaciones que los modos poéticos experimentan. Y hemos de recibir con agrado la revitalización de las vanguardias poéticas gracias a los nuevos modos de publicación directos y al auge de la poesía escénica. No se trata de una vuelta a formas periclitadas ya examinadas hasta su agotamiento en la poesía en castellano, sino que el desarrollo de esos modos poéticos de principios del siglo pasado aún está por hacer. En este sentido la configuración de otro mundo que plantea Martín rodríguez-Gaona en Mejorando lo presente se realizaría a través de la resistencia que supone la poesía, aún consumida a través de soportes telemáticos, como momento de sosiego reflexivo que el ensayista considera intrínseco al ser humano y que mediaría las cambiantes construcciones epistemológicas que un día se instaurarán como el marco gnoseológico del homo sampler (Fernández porta, 2008).
David González ya da cuenta del cambio que se ha producido al editar Maneras de recogerse el pelo. Generación blogger (Bartleby, 2010) una antología reducida al sexo femenino y sólo a poetas comenzaron a publicar en soporte electrónico y que gestionan soportes de publicación telemática. rodríguez-Gaona es consciente de la preponderancia de este fenómeno, pero gestionar un blog no es ni necesario ni suficiente para reflejar el paradigma postmoderno: el neotecnologicismo amplifica una horizonte ya abierto de por sí. El pluralismo poético los últimos quince años es celebrado por el autor quién ve en el mismo una válvula de escape no sólo para el anquilosamiento frentista en el que estaban inmersos los poetas y lectores de poesía, sino cómo un subterfugio para la sociedad, en cuanto que brecha con el continuum programático. rodríguez-Gaona se alinearía con el partido del caos frente al partido del orden en poesía, pero también reivindica una crítica en la realidad económicosocial muchas veces arrinconada en el maremágnum postmoderno. El desapego de las instituciones que propugna persigue un liberalismo poético que no financiero, y los poetas no deben desatender en beneficio de su ego la estructura que conforman y en la que se instalan. De ahí la necesidad e importancia de este estudio desde la sociología literaria, para olvidar argumentos esencialistas en el marco estético que no pueden dar cuenta de los cambios heurísticos, estructurales e interpersonales que el poeta está sufriendo y que mutan el marco gnoseológico en el momento de la creación y de la recepción poética. ■ Quimera 31
la vergüenza y el orgullo los diarios de dostoievski editados por pÁginas de espuMa por
ricardo martínez LLorca
No es preciso ser un gran historiador para tener conciencia de lo que supuso el siglo XIX en la historia de la humanidad, una época en la que los valores quedan sometidos a reajustes que afectan a su raíz, en el que la moral individual y el sentido de ética colectivo se transforman con la irrupción de la Ciencia y el progreso en la sociedad y en la vida del hombre, y con la presencia de nuevas formas de entender la organización y el gobierno del pueblo, como el Socialismo o el Anarquismo. Van apareciendo, así, nuevos credos, nuevas formas de fe. El hombre queda arrancado de sus lazos tradicionales, de lo instituido a lo largo de tantos siglos de cultura y educación, para quedar mecido en los brazos de la nada, para no terminar de descubrir nuevos anclajes a los que sujetarse. En esta atmósfera surge en Europa una inusitada floración de narradores y de poetas, que en países como rusia cobran un significado muy especial, dado el ambiente enrarecido, la represión social y política, y lo mezquino de sus instituciones. Entre todos ellos destaca, sin brillo pero con una potencia descomunal, Fiódor M. Dostoievsky, autor de alguna de las mejores novelas de la historia en las que vigila las vidas más insignificantes y estudia del alma de los desheredados de la Tierra, análisis que se transforma en una indagación en la psicología de los personajes o, para ser más exacto y atendiendo a las conclusiones que uno extrae de la lectura de sus Diarios, a la psicología de las personas. pues aquí, al igual en que Crimen y castigo, Dostoievsky permanece fiel a sí mismo, demuestra que su literatura es una literatura centrada en el “yo” como fuente de conocimiento, que la vida que nace en toda su obra surge de sus grandes dotes de observación, que le llevan a conocer a los seres atormentados que tan bien sabe retratar, individuos capaces de los actos más generosos y crueles, seres que se preguntan por su destino y por las posibilidades de escapar a sus propios impulsos y a la prisión que es la sociedad en la que viven, representada por una ciudad, San petersburgo, que es el epítome del planeta, el teatro del mundo en el que actúa el hombre de la calle. De ahí que su pensamiento, centrado en que no hay hechos, sino interpretaciones, como quiso imaginar Nietzche, indague constantemente en la distinción entre el bien y el mal, entre lo que da vergüenza y lo que es digno de orgullo. 32 Quimera
páginas de Espuma edita, en un esfuerzo titánico y en un solo volumen, una traducción de los diarios íntegros, que se corresponde a la edición rusa del año 2003, publicada en tres volúmenes, en la que aparecen muchas páginas hasta ahora inéditas en nuestro país, como algunas crónicas de la primera parte, rescatadas de las revistas en que comenzó a colaborar antes de emprender su periplo en Tiempo, o el extraordinario apéndice que son los fragmentos de notas del diario, acotaciones que le situarían entre los grandes dominadores del aforismo, del ingenio y del pensamiento veloz, algo que hasta ahora habíamos visto reflejado en algunos de los brillantes diálogos que mantienen los protagonistas de novelas como Los hermanos Karamazov. Tres son también los traductores que hicieron falta para completar esta empresa, y tres los años de trabajo de un equipo dirigido por el escritor y crítico paul Viejo. Se trata de un documento que aporta comprensión a la historia de rusia, entendiendo como historia la vida de los que la han sufrido, no la costumbre de quienes pretendieron edificarla, pero no es un diario al uso, no es un relato íntimo, guardado en los cajones del escritor para consolarse con su construcción, sino una serie de textos compartidos, que mientras brotan ya alguien los está leyendo. por lo tanto, en buena medida, están más próximos al periodismo que al dietario, pero no a un periodismo de intenciones informativas, ya que Dostoievsky jamás renuncia a su concepción de ser con y entre los otros, jamás reniega de su solidaridad con el sufrimiento ni de su anhelo de establecer la paz consigo mismo, y siempre mantiene su alegato a favor del hombre pequeño, del perdedor, dado que encuentra más dignidad en la derrota que en la victoria. Como él mismo señala, habla para sí mismo y por puro gusto de todo lo que se le ocurre y de lo que le hace pensar. Dicho de otro modo, esta es una obra que se le impone al autor, no un libro que el autor se propone escribir, y eso se percibe en su estructura libérrima, en todas las licencias que se permite, saltando de un tema a otro a medida que se le vienen a la conciencia, pues de la conciencia trata este libro, de esa construcción que es un noventa por ciento social y un diez por ciento sostenida sobre valores absolutos, como el respeto a la vida humana. De ahí que todo en él sea ideolo-
gía: las reflexiones acerca de la política rusa y europea, los comentarios de sucesos cotidianos y el ambiente de petersburgo, las críticas y elogios a la sociedad y el carácter ruso, las reseñas literarias, de pintura y teatro, las defensas ante ataques de contemporáneos e incluso algunos de los trabajos de creación que ocasionalmente se presentan. Todo es ideología y todo es fruto del planteamiento estético de un hombre que reniega del desgarro que va surgiendo entre lo que se considera cultura y el pueblo llano, un hombre sensible que renuncia a ser un esteta. Y así este es un libro que se va construyendo a sí mismo, escrito sin otro plan previo que el de reflejar quién es Dostoievsky: un hombre que pretende ser justo. De su sentido de justicia fluyen todos estos kilómetros de palabras buscando algo, pero sin dejar de preguntarse si realmente había algo que encontrar. Dostoievsky siente la necesidad de indagar, para lo cual acude raudo y directo al asunto que le reúne con las palabras, con las ideas, de modo que para él no existen recursos literarios como el extrañamiento, excepto en la exageración, ni los eufemismos, ni tampoco la pretensión de un lenguaje cuidado, no hay metáforas, ni sinécdoques, ni metonimias ni juegos de palabras, porque la única crítica válida a la vida y a la literatura, algo para él inseparable, es la que surge del interior, de unas tripas regidas por un sentido ético en el que impera el dictado de un solo deseo: que nos hagamos un poco mejores. A eso se reduce su filosofía, presente en cada línea de este volumen, a lo que de verdad importa, a que el hombre pequeño ejecute, en cada uno de sus actos, incluso en el más
pequeño, el mejor de sus movimientos, el que le acerca al bien y le separa del mal. por eso se aplica a la vida humilde, encontrando lo peculiar en la erudición de la vida rutinaria, y haciendo de ello un ejercicio de sabiduría. “¿Qué puede ser más fantástico e inesperado que la realidad?” Se pregunta en todo momento. Una realidad que, paradójicamente, resulta inverosímil, lo bastante inverosímil como para profundizar en ella con su estilo, una prosa en construcción, potente por su sintaxis y no por su selección de palabras, accesible a la gente con quien él se identifica, para quien reclama educación y espiritualidad, un estilo que permite al lector deducir de lo que en él se incluye, de forma que las descripciones, aparentemente objetivas, adolecen de significados simbólicos por el valor de lo retratado y no por el recurso poético; por esa razón, para facilitar la comunicación con el lector, se recurre al arquetipo, pero se renuncia al tópico, al estereotipo: hay ideas compartidas gracias a las cual nos entendemos, pero conviene alejarse de los lugares comunes característicos de quien carece de ideas propias. porque la poesía, en este extraordinario volumen, se halla en las obsesiones del autor, en la necesidad de que exista algo tan cambiante como es la verdad. A pesar del magisterio de hombres como él, ese concepto, la verdad, sigue teniendo el mismo vigor de siempre: lo importante no es que exista, sino que exista su búsqueda. Así es como empezó a escribir sus Diarios, y así como consigue rematarlos y los convierte, por tanto, en una obra maestra de la literatura o, lo que es lo mismo, de la vida. ■ Quimera 33
cómic 2010
DUELO DE cARAcOLES por breixo harguindey
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El caracol, ser informe y espiral, emblema de la lentitud con forma de caligrama preside este último ejercicio de poesía visual de pere Joan y Sonia pulido. Un grupo de amigos celebra un festín al sol en que la comida se transubstancia en palabra, reproduciendo el mismo movimiento lector de nuestra mano. Dos direcciones y funciones de nuestra garganta, comer y hablar. La ilustradora y autora de cómics, Sonia pulido, es un nombre al alza en el panorama gráfico español. premio de Ilustración Injuve 2002 y seleccionada, seis años después, para el Young Ilustrators Award en Zurich, colabora regularmente en Rockdelux y El País, donde se encarga de ilustrar los artículos semanales del escritor Enrique Vila Matas. Con Ediciones Sins Entido ha publicado dos no velas gráficas Puede que esta vez, en 2006, y este Duelo de Caracoles bajo guiones del maestro mallorquín pere Joan que, por su extraordinaria factura, debería arrasar el año que viene en los futuros premios del Salón del Cómic de Barcelona. Su formación en Bellas Artes, con especialidad en grabado y estampación, se deja notar en el trabajo de pulido. A su base de perfiles en lápiz, fuertemente influenciada por la fotografía publicitaria de los 40 y 50, aplica una gama cromática cálida y voluntariamente restrictiva, de manera prácticamente homogénea para cada figura y con el concurso habitual al collage para crear alguna textura plana. Un ensamblaje de grafito y recortables de aspecto guiñolesco, de teatro de marionetas, un tema recurrente en la obra de Sonia pulido. Esta aproximación canónicamente pop, casi de prospecto de seguridad en vuelo, es, en su indiferencia, un recurso ideal para ponernos en la piel de sus personajes sin caer en la autoafección patética que contamina las aproximaciones a lo cotidiano desde el género autobiográfico. pere Joan es, en cambio, un veterano de la línea clara catalana vinculado, por una parte, a las aventuras editoriales de Joan Navarro en la revista Cairo y en la editorial Complot donde 34 Quimera
publicaría su álbum Mi cabeza bajo el mar (1990) y, por otra, a Max a quien entregaría el guión del álbum Mujeres fatales y con quien iba a coeditar la revista de vanguardia Nosotros Somos Los Muertos. pere Joan comparte el gusto por la espontaneidad y la conexión cuasi ontológica con el paisaje mediterráneo de un Mariscal y el interés por las formas de Historieta allende la narrativa lineal propia de un gigante como Micharmut. Ambos rasgos se substancian en este Duelo de caracoles. Este cabriola experimental se organiza en un tronco central ramificado en tres capítulos, y estos a su vez en escenas, pero no es por ello arborescente sino rizomática de pleno, de múltiples conexiones rearticulables y, por tanto, musical. Un ejercicio en que pulido da cuerpo a la voz inconfundible de pere Joan emparentado, como bien acierta a identificar Félix romeo en la introducción, con nuestras greguerías y con hallazgos visuales tan meditados como el jeroglífico oculto alrededor del alioli que os invitamos a descubrir entre sus páginas. A los amantes del grave cocido mesetario quizás no les guste la dieta mediterránea propuesta por pere Joan y Sonia pulido. pero, en su aparente frivolidad pequeño burguesa, tras un diagrama de miradas libidinales se debaten en sobremesa las contradicciones políticas de género, cita de Lenin incluida. Y si bien, el duelo de apariencias parece concluir en un tarot de estereotipos no se puede pasar por alto su planteamiento de las formas afectivas como canibalismo o la secuencia sobre la escatología en que se muestran los órganos internos del cuerpo. Tras el almuerzo, un mantel impregnado de reliquias y vanidades que celebran desvergonzadamente el gusto por la buena vida. publicado por la tan necesaria editorial madrileña Sins entido, que cuenta con otros álbumes de poesía en Historieta como el inconmensurable relaciones de Silvestre; Duelo de caracoles es, por muchos motivos, el mejor cómic de 2010 pero quizás como dice pere Joan porque los caracoles son la única comida que deja el mismo volumen de restos al acabar de comer, ejemplo, ■ donde los haya, de la buena nutrición.
performance literaria 2010
suomenlinna
por miguel espigado
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El pasado viernes 12 de noviembre, en el Salón de Baile de El Círculo de Bellas Artes, en el marco del Festival Ñ celebrado en Madrid pudimos asistir a la representación de Suomenlinna, el performance literario con el que Javier Calvo da vida escénica a su último libro, publicado con el mismo nombre en la editorial Alpha Decay. A priori, el espacio de representación elegido generaba un interesante contraste con la naturaleza del espectáculo, que bebe del imaginario del black metal y pone en escena un repertorio de actitudes más próximas a las de un concierto de rock duro que a la típica acción artística habitual en esa clase de espacios. Las columnas de mármol, las mesas de bufet con rectos camareros y cierto aire cortesano entre los asistentes –casi todos sentados en mesas, con actitud reflexiva y distante– no contribuyeron a generar ese calor gamberro y algo adolescente que hubiera realzado una pieza basada, en gran medida, en emular la relación con el público del directo de una banda. Suomenlinna, el espectáculo, es, a groso modo, Javier Calvo narrando una historia elaborada a partir de la que cuenta Suomenlinna, el libro; mientras el músico Ignacio Bois interpreta la banda sonora, y una Carlota Gómez declama puntualmente algunos fragmentos. para ello, el escritor efectúa una dramatización con la que trata de enfatizar y dar intensidad al relato, basándose en los registros habitualmente desplegados en el género del black metal, y llegando a romper su voz al estilo de sus vocalistas, para enfatizar así los clímax y las partes más intensas. Calvo recurre a ese tono maléfico y abyecto con el que se suele marcar la presencia del mal en una narración. Y mientras, Ignacio Bois va creando atmósferas y melodías ambientales con un sinte y una guitarra enchufada a un multiefectos, con breves pero excelentes momentos de protagonismo musical, como el tapping que se marca percutiendo con los ocho dedos sobre el mástil, en clara alusión a la técnica emblemática de la guitarra heavy. por lo demás, la puesta en escena es muy sencilla; unos cirios rojos de plástico crean un semicír-
culo que acota el frontal del escenario, y un pequeño lienzo en el suelo muestra la ilustración que aparece en la edición de Suomenlinna de Alpha Decay. Los intérpretes no usan más vestuario que su ropa de calle. Creo que hay dos formas de recibir el spoken word de Suomenlinna. La primera es la de quien acude al espectáculo como quien acude al teatro, sin conocer el texto literario ni ser fan del autor, y la segunda es la de quien ha leído el libro y tiene un interés previo en la obra de Javier Calvo, y se lo toma como un acto complementario a la lectura. En mi opinión, la Suomenlinna que vimos en el Festival Ñ funcionó para el segundo caso, y no tanto para el primero, aunque esto en sí mismo puede proponerse como una pauta general para juzgar la mayoría de performance literarios. El Festival Ñ ha supuesto una demostración de que el spoken word es una tendencia creciente en nuestro país. Y quizás, una reflexión importante para su consolidación sea entender su componente relativo de novedad. resulta novedoso que los escritores se lancen a protagonizar espectáculos, y también que estos espectáculos se ofrezcan dentro del programa del evento literario. Lo que no puede ser tomado como novedoso es el propio hecho del espectáculo. Con todo, Suomenlinna apunta a ambiciones coherentes con las exigencias del medio, y supone una apuesta con unos presupuestos estéticos originales y atractivos. para muchos de los que vivimos el ambiente literario como un espacio un poco rancio, ver a Javier Calvo, Ignacio Bois y Gómez dando caña ante el marmóreo auditorio del Círculo de Bellas Artes estuvo muy bien. pero sobre todo, este spoken word me parece una oportunidad para los lectores de Javier Calvo de vivir una experiencia de directo con su escritor, y disfrutar de una versión performativa de Suomelinna. De sumar, en definitiva, una nueva dimensión a su experiencia de lectura. No hay que olvidar que Calvo ha sido uno de los poquísimos escritores que ha ofrecido ideas a favor de la distribución libre de la literatura a través de Internet, proponiendo, precisamente, esta clase de acciones como ■ alternativa de financiación. De ahí su importancia. Quimera 35
literatura digital 2010
la incubadora Por laura borrás / La literatura digital es ya una realidad que ha cobrado presencia a nivel de reflexión académica en numerosos congresos en España en el transcurso de este año. Jornadas, ciclos, seminarios, congresos han proliferado en Casa América (febrero), el Institut d’Estudis Ilerdencs (abril), las bibliotecas de Palafrugell (abril), Gijón (noviembre) o Bonnemaison (noviembre), las jornadas de edición digital independiente (mayo), Circulo de Bellas Artes (mayo), AELC-ACEC (junio), los cursos de verano de la Universidad de Valencia, Complutense de Madrid, El Escorial (julio), la Sociedad Española de Literatura General y Comparada (SELGYC, septiembre), Liber (octubre). CSIC (octubre), Escribit-Zaragoza (octubre), Universidad de Málaga (noviembre)… además de los congresos internacionales como los celebrados en Brown, Cornell o Bergen, por sólo citar tres citas indiscutibles. Una literatura desconocida, desconcertante, inestable, fortuita, randomizada, serendípica, accidental, aleatoria que huye, se escapa, se esconde, desaparece. Una literatura que a veces explota, llueve, se mueve y reclama de nosotros una lógica de lectura determinada, diferente, que la fije o bien que la aprehenda en su complejidad, simultaneidad, desmesura, si se quiere. 2010 habrá sido el año en que esta literatura vuelve a estar de enhorabuena porque ha aparecido el largamente esperado volumen II de la Electronic Literature Collection. Esta colección que hemos editado rita raley, Brian Kim Stefans, Talan Memmot y yo misma (dos creadores y dos scholars), a petición de la Electronic Literature Collection, recoge 60 obras que –siguiendo el modelo iniciado con la ELC, vol. I (2006) –permiten identificar la variedad de modalidades literarias existentes en el panorama de la literatura digital internacional. La aparición de una obra de estas características inmediatamente nos sitúa ante la problemática del canon, también en el entorno digital y, al mismo tiempo, representa, a mi modo de ver, un signo de su progresiva “normalización”. Lo cierto es que difícilmente puede escapar esta modalidad de creación literaria al establecimiento de un determinado orden canónico; una mirada que da cuentas de la prolífica diversidad de géneros, formas, estilos y, como novedad en esta ocasión, también lenguas en el panorama de la creación literaria digital contemporánea. La inclusión del español, el catalán y el portugués resulta una de las principales novedades de esta antología en las obras de autores como Isaías Herrero, Ton Ferret, rui Torres, 36 Quimera
Chico Marinho, Doménico Chiappe, Eugenio Tisselli y Jaime Alejandro rodríguez. De este modo, encontramos obras que incorporan las más modernas tecnologías de la augmented reality como la Andromeda de Caitlin Fischer, por ejemplo, al lado de muestras de la consolidada poesía digital, narrativa hipertextual, interactive fiction, ciberteatro, etc. También en esta edición hemos podido apreciar, por un lado, el extraordinario incremento de participación en el proceso de propuesta de obras y, por el otro, hasta qué punto la red se revela como un lugar de experimentación fundamental. Hemos encontrado una gran cantidad de obras que no pueden ser “capturadas” en un DVD que se utiliza para “preservar, archivar y difundir” al tiempo que permite un uso didáctico indudable porque su funcionamiento, su “running” depende de la interacción con el ser vidor y, por lo tanto, de su “existencia” en Internet o en las redes sociales, como sería el caso de The Fugue Book de Ton Ferret, una novela que funciona como una aplicación de Facebook y que requiere un perfil en esta red social para poder ser leída. Sin embargo, en el panorama español es destacable la criatura textual que Isaías Herrero ha desarrollado bajo el título de La Incubadora para el Máster en Literatura en la era digital de la UB. Ha creado un espacio de nombre homónimo donde poder desarrollar un ejercicio de hiperficción constructiva programado en Flash cuyo funcionamiento es bien sencillo. Es necesario alimentar y hacer crecer un virus, que permanece latente en la incubadora, realizando aportaciones textuales por parte de cada cual. Así, a medida que el virus se alimenta de texto, éste crece y crece. El objetivo radica en crear una narración colectiva por espacio de tres semanas con una total autogestión de sus textos en forma de secuencia textual canibalística que se alimenta de texto y se convierte en una entidad vírica que crece al ritmo de su ingesta. Las mutaciones a las que está sometido este organismo textual dependen de la cantidad de alimento que le es proporcionado. Aunque la experiencia de lectura resulta de un interés menor en comparación con la estrategia creativa –que es francamente estimulante–, lo cierto es que permite ubicar el experimento en el conjunto de prácticas antropofágicas, de decoración crítica de la alteridad. Un proceso de alimentación, digestión y mutación o crecimiento que resulta, a todas luces, una auténtica micropolíti■ ca cultural antropofágica.
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FABULISTAS DE LA INTIMIDAD
Los auténticos extraviados de la poesía colombiana reciente.
Por Zeuxis Vargas ÁlVareZ/ Aún considerando que al hacer crítica sobre una determinada generación poética lo único que en última medida se logra es proponer relaciones estilísticas, perspectivas hipotéticas de identificación, comentarios transitoriamente anunciadores de un pensamiento y, finalmente, tan sólo breves bosquejos de una posible identidad lírica; y teniendo en cuenta que esos ejercicios sirven para señalar caminos de búsquedas futuras y pautas iniciales para los análisis poéticos que más adelante configurarán la personalidad de una promoción; creemos necesario proponer una lectura de los jóvenes del siglo XXI que han dedicado su vida a este oficio cada vez menos gratificante en Colombia. Los jóvenes nacidos entre 1974 y 1985 en Colombia y representados por Andrea Cote, y Fadir Delgado, Catalina González restrepo, Saúl Gómez, Tatiana Mejía Escalante, Eva del Pilar Durán, Viviana restrepo, Carlos Andrés Almeida, Giovanny Gómez, Sheila Castellanos Barón, Lauren Mendinueta, Jandey Marcel Solviyerte, Pablo Estrada, Lucia Estrada, Angye Gaona, John Galán Casanova, John Jairo Junieles entre otros, son el núcleo básico de la generación que ha pasado con total naturalidad por el desordenado cambio del mundo informático, globalizado y postcolonial. Nacidos con los juegos de video que acompañaban sus canciones de cuna, con la World Wide Web murmurándoles la información para su examen de universidad, se dejaron, de pronto, seducir por el poder distorsionante de las palabras (y de los poetas) y comenzaron una larga travesía que a través de múltiples ensayos los llevó a configurar un intimismo reflexivo: el ejercicio esclarecedor de una crisis nostálgica. El juego de lo instantáneo y de lo desechable ha pasado a formar parte del discurso calificativo de la personalidad poética de estos jóvenes. Expuestos a un enorme flujo de información, padecen hipermnesia. Son cicloi-
dianos y extratensivos. Y viven en la adolescencia ontológica. Gracias al divertimento digital, al suministro virtual, el poeta postmoderno puede publicar en cualquier parte a expensas, obvio está, de que su obra se convierta en menos de una hora en archivo del olvido. Los chats, los espacios de comentarios poéticos o foros de crítica seudo-poética, los blogs, los grupos de las redes sociales a través de facebook o twitter y demás han fomentado un espíritu ilusorio de ilustrados que des-hablan y extrahablan de lo que es un poema o un verso. Sus proyectos se basan en la deslegitimación y en el sacrilegio, pero esta deslegitimización no persigue una performatividad supuestamente vanguardista: sus movimientos son aceleradores de la evolución poética, mas no pretenden institucionalizar el pathos lírico de una cultura determinada. Con la generación de los auténticos extraviados no asistimos a la parafernalia de los típicos manifiestos grupales o al enardecimiento de los fenómenos individuales sino que somos espectadores y lectores de la preconización de la quinta voz Colombiana. Con la poesía de estos jóvenes sentimos realmente la comunión, la confirmación de las variables socio-psicológicas que conforman el temperamento de toda una comunidad histórica. Y el sacrilegio no está en el libertinaje del conocimiento sino en la puesta en equilibrio de la moralidad con que se difunde ese conocimiento –la espada en las manos de un niño que señalaba Borges cuando exponía el peligro de la lectura de los libros– y son muy pocos los que logran manipular la caja de Pandora con delicadeza y prudencia. Los últimos poetas colombianos también entran en esta infortunada discusión. A la hora de realizar una pesquisa de las últimas evoluciones líricas de Colombia lo que se logra rescatar entre tan innumerable red de información y de publicaciones, periódicos, revistas, libros y demás es tan sólo un parco grupo. Quimera 39
No se puede hablar con palabras definitivas de una identidad trascendental de este conjunto, pero sí se puede hablar de ciertas exclusiones e inclusiones: el auge de diferentes formas de ”actualizar” el hecho poético –tales como los poemas para ordenador, los poemas performances, los poemas objetos, los poemas plásticos, la poesía holográfica, la poesía fónica, la poesía virtual, la polipoesía, la poesía fractal, la holopoesía, la videopoesía, entre otros– no solo ha hecho reflexionar a muchos teóricos sobre la posible desaparición de una poesía “pura”, sino que ha llevado a considerar el hecho de que sea necesario crear una plataforma particular de crítica para poder abordar el objeto-poema que, evolucionando como las especies, ha logrado adaptarse a estas formas cambiantes del imaginario humano. En otras palabras, se cree que la poesía ha evolucionado, que ha llegado a una nueva forma de comunicación, en definitiva, que configura el poema como un objeto que ya no representa la sublimación del lenguaje sino la performance de los distintos elementos que lo conforman. Pareciera entonces que la poesía estuviera condenada a este evolucionismo estético, a este prometedor arte que, por otro lado, tal vez convendría descifrar bajo un nuevo género ya no literario, ni plástico, ni dramático, sino más bien abarcador y proteico en suma. Hombres y mujeres marcados por constantes crisis maniaco-depresivas, hipersensibles a su entorno y con una capacidad asombrosa de recordación se vienen constituyendo hoy en día como los representantes de una generación. La poesía, dijo alguna vez Bruno Schulz, “es un cortocircuito entre el sentido y los vocablos, una repentina regeneración de los mitos primarios”, estos poetas lo evidenciaron así y en sus poemas podemos observar esa insistencia por recobrar cosas perdidas. La poesía se convierte, en este sentido, en una formidable herramienta para traer no el recuerdo sino el acontecimiento como tal. Los jóvenes poetas tratan desesperadamente y es mejor decirlo con palabras de Tadeus Kantor, “de reconstruir, con su memoria difuminada, aquello que fue su vida, su felicidad o su miseria”. Y lo hacen con un ahínco sobresaliente, con una insistencia en lo perturbado, en la congoja, su voz es una voz nostálgica que se pronuncia a orillas del abismo. A través del poema se dedicaron a inventar mundos propios. Sus poemas comenzaron a hablar de lugares y personajes que se ubican entre la leyenda y la reminiscencia. Así, el poema se consolida como eficaz recurso para insistir en la transformación de la historia y reconsiderar los mitos y las fuentes documentales del tiempo, arrojando nuevas versiones de hechos y acontecimientos. Se puede decir de ellos que son discípulos de una tra40 Quimera
dición que ya tiene su reconocimiento ante el mundo como parte de un arte exclusivamente colombiano, por eso, su trabajo se ha basado en una búsqueda de pureza. o que entendieron, como dijo Andrei Tarkovski, que “tender hacia la sencillez supone tender a la profundidad de la vida representada. Pero encontrar el camino más breve entre lo que se quiere decir y lo realmente representado en la imagen finita es una de las metas más arduas en un proceso de creación”. Poco se ha hecho para la difusión, estudio y crítica de esta poesía pero ya ha empezado a ganar espacios nacionales e internacionales y es observada, entre la maravilla y la cautela. Su poesía, en conclusión y citando las palabras fatales de Juan Manuel roca, “revela un impulso por no escamotear ni la tragedia, ni el olvido”. “No se entiende aún por qué hemos llegado, pero es claro/ que no estamos aquí para crucificar la palabra o para decidir lo que se debe/ hacer” dice Fadir Delgado. Y es cierto. La poesía seguirá creciendo, buscando con cada generación su voz propicia para identificar el dolor y la alegría, Alfonso Carvajal dijo que “cada época posee su porte, su mirada y su gesto”, estos poetas ya tienen esas cualidades. La crítica literaria, en consecuencia, sólo tiene la responsabilidad de darle el valor que merezcan.
Brevísima muestra de artefactos diversos FaDir DelgaDO. Nació en Barranquilla, en1982. Es autora del libro La Casa de Hierro (2002). RITUALES CITADINOS Ha cambiado el color de los cines Los árboles se adornan de puñales felices Ha cambiado la complicidad de los moteles Muchas veces en las esquinas se amontona la gente para arrojarle alguna risa al asfalto, algún sueño preñado de miedo. En estos lugares no decir la verdad es envenenar la lengua Las mentiras saben a óxido Se inauguran escombros citadinos y las ratas se disfrazan para la fiesta En la ciudad hay tardes que se han extendido como serpientes Hay casas que arrastran la indeferencia de las calles. Ocultan sobrevivientes de un domingo. En esta feria del desencuentro hay un mueble muerto con los brazos abiertos esperando que los amantes se liberen de la ropa y solo le llegan los gatos tristes de los árboles Es bueno arrinconarse en cualquier semáforo y detenerse en conversaciones simples Comentar sobre el nacimiento del perro para así no hablar nunca de la muerte Por suerte aquí en la plaza se desconocen los peinados agrios. El ropaje de la farsa Y mientras el cielo pestañea no hay lenguaje de dientes que espante Murciélagos en el teatro Periódicos del día ajustados con piedras como crucificados en los andenes Nadie sabe que este monumento del centro señala el rincón que no hemos encontrado ni siquiera los vendedores de sudor que inventan relojes para no discutir nada con el tiempo Las bienvenidas del mercado Libros coloreados de sol
Hoy no va ser posible sentarse en esta banca sabia de la plaza y clavarle una espalda a los abriles universales del adiós Esta ciudad volverá a extender otra tarde como serpiente A remendar el otro día que se nos viene.
CaTaliNa gONZÁleZ. Nació en Medellín, en 1976. Ha publicado Afán de fuga (2002) y Seis cancioncillas (de agua salada) y otros poemas (2005). LA ÚLTIMA BATALLA Llegas luminoso con el día, tú, que te creías derrotado, y prometes borrarlo todo y haces que soñemos con carrozas cuando nos debatimos con leones. Somos dueños de casa, huéspedes del asombro, nos vestimos de rojo y dormimos sobre manchas de fresa y leche. Nunca faltará el vino en nuestra mesa, siempre la azucarera estará llena.
aNDrea COTe. Nació en Barrancabermeja, en 1981. Ha publicado el libro Puerto Calcinado. PUERTO QUEBRADO Si supieras que afuera de la casa, atado a la orilla del puerto quebrado, hay un río quemante como las aceras. Que cuando toca la tierra es como un desierto al derrumbarse y trae hierba encendida Quimera 41
para que ascienda por las paredes, aunque te des a creer que el muro perturbado por las enredaderas es milagro de la humedad y no de la ceniza del agua. Si supieras que el río no es de agua y no trae barcos ni maderos, sólo pequeñas algas crecidas en el pecho de hombres dormidos. Si supieras que ese río corre y que es como nosotros o como todo lo que tarde o temprano tiene que hundirse en la tierra. Tú no sabes, pero yo alguna vez lo he visto hace parte de las cosas que cuando se están cayendo parece que se quedan.
JOHN galÁN CassaNOVa. Poeta y ensayista. Ha publicado Almac n Ac sta (1993; Premio Nacional de Poesía Joven), El coraz’n portátil (1999) y AY YA ( 2002). POEMA DE LA PRIMERA VEZ Hay algo irrecuperable en descubrir a un desconocido. Ofrecerse ante la vista y el tacto de quien hasta entonces sólo nos ha tratado vestidos entraña un acto de desprendimiento poco común. Si la ocasión permite hacerlo sin vehemencia, hay algo de paternal y fraterno en desatar los cordones, desajustar los broches y bajar las cremalleras. De este modo las prendas van quedando en el suelo como espigas segadas por el deseo. Suele sobrevenir entonces un instante en que la caja negra se abre 42 Quimera
y retiene para siempre un olor, un gesto, algún escorzo del cuerpo. Luego vendrá lo de costumbre en estos casos: las caricias, las precauciones, el delirio, el hastío, el amor, la obsesión, las despedidas. Cualquier cosa puede suceder y llegar a borrarse. Pero queda el tatuaje del instante en que nos fue dado robar el fuego del aliento del desconocido.
saul gÓMeZ MaNTilla. Nació en Cúcuta, en 1978. En 2001 ganó el Concurso Nacional de Poesía Juvenil convocado por el Festival Internacional de Poesía de Medellín. TODA NOCHE ES IMPOSIBLE Y si el amor de la tierra no alcanza si realmente el silencio es de todos y nadie es nadie para el otro. Cómo lanzarse a correr contra qué personas enfrentarse? Cómo mirar al ahogado sonriendo gastarse en papeles para acabar el día? Cómo sobornarse a sí mismo cómo aventurarse a nuestro encuentro con qué bandera izar un nombre bajo qué droga esconder un rostro? Serviría de algo evitar la noche y dormir temprano? Arrojarse entre lazos y pesos al no renunciar al mundo? Cómo evadir un día para dedicarlo a nada para abandonarlo a todo? Cómo romper la tarde iniciarse en un retrato volcarse entre facturas y olores y medallas y escándalos? Si todo recuerdo está perdido toda noche es imposible todo salto toda búsqueda todo poema un desperdicio.
TaTiaNa MeJÍa esCalaNTe. Nació en Medellín, en 1978. obtuvo el primer puesto en el Concurso Metropolitano de Poesía Joven de Medellín La Ciudad Vivída.
giOVaNNY gÓMeZ. Nació en Bogotá, en 1979. Fundador y director de la Revista de Poesía Luna de Locos, en Pereira. Con su primer libro Casa de Humo, ganó el Premio Nacional de Poesía María Mercedes Carranza.
VIENTRE Me deslizo preguntándome por las otras que habitan en mí inmersas en la hambruna que nace bajo los talones de esta mujer gitana que se agota en la risa de esta mujer judía que se advierte desnuda con dientes de oro machacado, curtidos sobre el vientre abultado a la hora cero que explota mientras la niña nace víveme muerte en tus brazos Átame un dedo a la frente y bésame Antes de que me escurra por completo, vaporosa Hacía la carcajada incestuosa dibujada en la espalda Allí donde termina algún sueño al caer la noche A los pies del tren que vigila el paso del tiempo Evidente ya en mis arrugados ojos.
TIEMPOS Hablo de los días y las noches del trepidar de calles del sol que perjura en sus navajas Hablo de una llaga en mi espalda donde el peso del mundo duele de lo único que no dejan ver los cristales del rencor y su transparencia en la sangre Hablo de un animal dormido y compases de vals con mariposas en mi alberca Hablo de no poder ignorar las auroras con sus muertos de mis manos sudorosas de las paredes donde se oculta el amor del dios que canta en esas orillas donde se rompen las olas
ViViaNa resTrePO. Nació en Medellín, en 1985. Desde 2005 es tallerista instructora en el programa Gulliver para niños de escuelas populares de Medellín. PRIMIA SANGRE Seguiré besando esta guerra de sangre hasta descubrir en el abismo del cuerpo todos los misterios de la voz. Esa que grita y calla esa que aturde el interior de la vigilia con su profecía ésa que me convierte en sal. En hierba amarga. Aun con un solo pie besaré una vez más esta guerra que me produce fiebre y deseo de parir.
laureN MeNDiNueTa. Nació en en Barranquilla, en 1977. Ha publicado los libros de poesía: Carta desde la aldea (1998); Inventario de ciudad (1999); Donde se escoge el pasado (2003) y Autobiografía ampliada (2006). AUTOBIOGRAFÍA AMPLIADA Después del nacimiento Fui llamada al final de la tierra Donde construí una prisión Abierta al denso cielo. Crecía Crecía y el signo era un gran cuerpo oscuro. Los barrotes gemían la corrupción del hierro. Las ranas como centellas ardientes Se fecundaban. Ahora estoy Todavía conmigo Sobre el lomo de un caballo Quimera 43
Que no existió Y sin embargo mañana fingirá reconocerme. Vuelvo al mundo Con la memoria ensangrentada. Expulsada de mí misma Entro al mundo Sin buscar explicaciones O pruebas. Mañana Frente al abismo Observo la caída de mi cuerpo.
luCÍa esTraDa. Ha publicado Fuegos nocturnos (1997), Noche líquida (2000), Maiastra (2004), Las hijas del espino (2006) y El ojo de Circe. Antología (2006). POEMA Cada poema abre otro silencio, recorre las estancias últimas de la palabra para volver al todo. Se precipita en el vacío después de circular de mano en mano, de labio en labio hasta que no queda ningún vestigio de la sangre que acuñó su moneda. Cada poema un desafío al ojo atento en el instante justo de la caída.
JOHN JairO JuNieles. Nació en Sucre, en 1970. Ha publicado Canciones de un barrio en la frontera, Temeré por mí al final de estas líneas, y Papeles para iniciar el fuego. UNA VIEJA HISTORIA En otro lugar me esperan. Paul Celan Esta es una vieja historia. 44 Quimera
Mi primer hermano no llegó a nacer y fue enterrado en el patio, que es hoy un lugar sagrado. Luego nací yo. Mis padres me llamaron como a él, condenado a saber que cada gesto y acto mío es inferior a él, quien hubiera sido capaz de volar, mientras yo ocupo el espacio suyo, el aire de sus palabras, todo eso que me queda grande. Ya no hay ruidos en el patio, las gallinas son frutos extraños en las ramas. La tarde abre sus venas en el horizonte, y me trae cosas de otro tiempo. Cuántas lunas para llegar a mí, si cuando miro atrás creo que no son mías las huellas que he dejado. Hay alguien morándome, yo sé, somos dos sombras bajo una estrella que no es la suya.
aNgie gaONa. Nació en Bucaramanga, en 1980. Prepara la edición de su primer libro de poemas, Nacimiento volátil. EVOLUCIÓN En esta lengua que hablo, ¿quién soy?, ¿quién es mi madre? La madre crece en mi útero, busca mi regazo; es la misma que alimenta mi sueño. Cuídame este sueño vientre eterno. Sueño una lengua viva que hable del cielo
en la que pueda decirte: madre.
El poeta, en el caballo de la tempestad, transitó el profundo y oscuro templo.
Te nombro ahora en mi lengua materna.
Los hombres verdaderos iluminan el camino. El campo, las rocas y la selva son del pueblo.
Escritura tuya soy, verbo de tu dolor. Te oigo, Palpitas.
El campesino pulsa los aposentos del verdugo, Porque el orbe, flor del verbo, poema impío, Con la oreja en las manos de Pedro no abrazó el orden.
Esa es tu lengua primera. Con mi silencio te lleno hasta ensancharte. Te haces transparente, gritas cuando dejas pasar luz.
Oh estrella, oh astros, arte puro! La luz del mundo mostrará a la pobreza la pelea de la fortaleza y de los hijos del trueno; remedio del oráculo y del viento piadoso.
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Te veo, resplandeciente y posesa. Dame, madre, esa palabra que no entienda.
JaNDeY MarCel sOlViYerTe. Nació en Bello, Antioquia, en 1974. Publicó el poemario Sangre en costales de risa (2001). OLA DEL TIEMPO ¡Oh estrella, esclava del cielo! Con la luz de los espejos devora al mundo de los hombres. En el pozo del ojo del poeta, hierbas lavan las heridas. En la alcoba del cielo, los dioses anunciaban las calamidades de la tierra. Escribió cármenes en el agua y en los abismos: Los enemigos de las almas de la tierra son los dioses.
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Foto: Luna Miguel 46 Quimera
How did I get here? Juan Mal-herido sobre Vida y opiniones de Juan Mal-Herido (Melusina, 2010). Acaba otra larga jornada en Lector Malherido Inc. Se van las putas; se van los camellos; se van los autores que vinieron a entregar su novela y rogar por un post; se va la luz; se ve una luz, sin embargo. Juan Mal-herido, en su despacho, sigue empeñado, firmemente empeñado, admirablemente, en esnifar una raya que abarque todo el largo de su mesa. Siempre se atraganta a la altura de la grapadora. Una pena. A lo mejor habría que mover la grapadora más allá, Juan. En el parking, Juan busca su coche. Lo encuentra enseguida. Rompe a llorar. Se da de cabezazos contra el capó. Se arrodilla y alza los brazos al cielo, desconsolado. ¿Qué clase de cocaína te hace encontrar tu coche a la primera? Para eso vuelvo a las Juanola. Conduce hacia su siquiatra. Su siquiatra es sin P. Tiene muchos títulos colgados de la pared, aparte de tres ex mujeres. La niña se la abortaron así que no la puede colgar de la pared, como era su freudiana intención. Seguimos. Juan lleva algo en la mano, un sobre. Se sienta en el diván de su siquiatra. Sin P. Y empieza la sesión. Juan: ¿Cómo he llegado hasta aquí? Siquiatra: Por esa puerta. Podías haberla cerrado, mira. Juan: Perdona. (Cierra la puerta.) Pero (dice volviéndose) ¿cómo (se sienta) he llegado hasta (pone el sobre sobre la mesa) aquí? Siquiatra: Después de un montón de acotaciones molestas, según leo. Qué te pasa, Juan. Juan: Pos... me pregunto... así... pa mí mismo... en este momento de confesión a tanto la hora... cómo he llegado hasta aquí... O sea, man: a hacer este blog tan cojonudo. Siquiatra: Has tenido suerte. ¿Qué hay en el sobre? Juan coge el sobre. Lo mira al trasluz. Hace tres elefantes, un perro, dos palmeras y un molinete con él. Luego se da cuenta de que sólo ha doblado un poco una esquinita. Juan: Nada, el final. Un final. Una conclusión. Siquiatra: Sí que estamos abatidos hoy, mon dieu. Suelta lo que sea, anda, que me gane el sueldo. Juan: Bueno, es sencillo. Los genios, a diferencia de las per-
sonas normales, necesitan entenderse. Una persona normal es fácil de entender, incluso por ella misma. Hacen esto, hacen lo otro, piensan un poco a fin de año y siguen con su vida. Yo, sin embargo, necesito darme un buen tute de vez en cuando, repasar mi trayectoria y contemplar mi superioridad. Me hago preguntas. Muchas. Para que esto tenga más vidilla, házmelas tú, anda, que te las paso por telepatía. Siquiatra: Okis. ¿Cómo empezó este blog? Juan: Sin más. Empezó sin más. No había intención, no había estrategia. Se vivía al día. Lo escribía para mí. Siquiatra: ¿Cómo se popularizó? Juan: ¿Google? No tenemos links. No linkamos a nadie. No sólo porque no sepamos poner links, sino porque no leemos otros blogs. Tampoco dejamos comentarios en otros blogs. Tampoco enviamos correos anunciando el blog a amigos y conocidos. No hemos hecho ningún esfuerzo por ser los mejores. Nos ha salido solo. Siquiatra: Sin marketing, entonces. Juan: Sí. La gente llega y se queda, lo recomienda. Suben las visitas. Llegan más. Se quedan. Llegan más. Y así todo. Desde hace meses consideramos Lector Malherido Inc. como un exhaustivo conteo de las personas inteligentes que hay en España. Unas 15.000. Siquiatra: ¿Y la prensa? Juan: Nos sacó una revista, otra revista, el ABC, una tele catalana... No sé por qué. En Cataluña gusta mucho este blog. Creo que es porque hacemos chistes fascistas. Allí eso tiene mucho tirón. También nos leen muchos vietnamitas, pero eso entraba dentro de lo posible, dado que Vietnam aún no sabe navegar por Internet y creen que un blog sobre libros en español es el primer paso. Siquiatra: ¿Y los padrinos? Juan: Rafael Reig es normal que nos linke porque ponemos muchas fotos cachondas. Sin embargo, nunca entenderé lo de Vila-Matas. ¿Tú te imaginas a Vila-Matas leyendo la frase "tengo un marrón que se me pocha el coño"? Yo no. Y va y nos linka. Ponemos a parir a Bolaño, y nos sigue enlazando. Adoramos a Umbral, y nos sigue enlazando. ¡Adoramos a Jorge Herralde y nos sigue enlazando! Siquiatra: A lo mejor es más inteligente que todo eso. A lo Quimera 47
mejor trata de demostrar(se) su magnanimidad mediante el (cutre) recurso de enlazar algo que seguramente no comparte. Juan: Lo pensé. Pero eso, tío, es demasiado fácil, demasiado estandarizadamente inteligente para Vila-Matas. Siquiatra: A lo mejor es que Vila-Matas escribe Lector Mal-herido. Juan: Lo he pensado, pero un vistazo rápido a mi cuenta corriente me advirtió de mi error. Siquiatra: ¿Y Neuman? Juan: Jajajaja. Lo de Andrés Neuman es ya ciencia ficción. Nos metemos con los argentinos (nacionalidad que él asume cuando le conviene), nos metemos con los cuentistas (género que él defiende histéricamente), nos metemos con los poetas (condición que le asiste en virtud de que sabe contar hasta once); nos metemos con sus amigos (dado que todos son amigos de Andrés Neuman)... (Juan toma aire) ¡Y va y nos linkea! Siquiatra: Sólo queda reconocer su inteligencia y su elegancia, man. Juan: ¡Cómo me jode! La P. del siquiatra tiene una pregunta. P del siquiatra: Hola, Juan. Tengo una p..., una p....; una p...regunta para usted. Juan: Joder. Si hay algo que aborrezco sobre la faz de la tierra son los tartamudos. Por su culpa los chistes ya no son tan buenos. P del siquiatra: No soy tartamuda, gilipollas. Pregunto: ¿no crees que muchos autores te escriben, linkean y todo lo demás para neutralizar tus andanadas? Tienes tu corazoncito, no lo niegues. Juan: Es verdad. Nunca iríamos muy lejos con un autor al que conocemos en persona, o que nos escribe amablemente. Sólo despotricamos sobre nebulosas nominales. El hombre, así en sí mismo, nos enternece. Por eso tratamos de conocer a la menor cantidad de escritores vivos posible; con los muertos sí tomamos copas, porque pudrirse da mucha tolerancia. Siquiatra: Entonces, ¿Lector Malherido tiene un código, como Dexter? Juan: No, como Dexter no. Esa serie es una puta mierda, por dios santo. Siquiatra: Cuál es el código. Moral. Ético. Perdona, ahora me voy a reír. Juan: Nunca hablamos de libros porque sí. Hablamos de libros que nos interesan: en realidad cualquier libro que sale aquí es un libro triunfal, ha conseguido provocarnos. Nunca nos metemos con alguien vivo al que le vaya a importar un cojón nuestra opinión, salvo egos inconmensurables que creen que todo el mundo les tiene que chupar la polla, incluso en un blog de mierda. Nos referimos a autores como Pérez Reverte, Marías, esa peña. Qué les puede 48 Quimera
importar un poco de ácido, en qué va a molestarles, en qué perjudicarles. Nunca sacamos una primera novela para descuartizarla; ni una novela que sabemos mala para descuartizarla. Sólo leemos libros malos cuando el estado crítico de la novela es fantasmal: todos hablan bien de ella, como en una conspiración mafiosa, cuando es evidente que se trata de un bluf. Ahí entramos nosotros, lo señalamos, nos quedamos a gusto, damos una réplica saludable. También apoyamos a editoriales pequeñas y autores poco conocidos. Nunca hablamos de la vida privada de los autores, ni de su físico. Sabemos quién folla con quién, pero no lo decimos. Aparte de todos esos que follan con nosotros, claro. Nunca sacamos a un amigo a no ser que su novela sea realmente la hostia. Nunca sacamos a un enemigo a no ser que su novela sea relativamente buena. Después de Salomón, estoy yo. Siquiatra: ¿Enemigos? Juan: Declarados, dos o tres. Secretos, unos mil. Pero nunca se sabe. La (ex) gente de 451 editores parecía odiarnos y al final nos ha preguntado cómo se llama nuestra madre: eso sólo se hace con gente de confianza. Entiendo que los Nocilla nos deben de aborrecer, y los poetas y cuentistas en general, ídem del bote. Algunos vuelven la cabeza cuando nos ven. Qué le vamos a hacer. Siquiatra: ¿Cómo llegaste hasta aquí, entonces? Juan: Bueno, hay una estrategia de contenidos muy inteligente. Sabemos cuándo hay que hablar de un tema; sabemos cuándo hay que ignorarlo. Sabemos cuándo debemos dar ese paso adelante y caer mal. Nos va el prestigio en ello. Sabemos no contestar algunos mails que intuimos tramposos. Sabemos cuándo una chica que nos escribe es Constantino Bértolo. Somos listos. Siquiatra: ¿Y el sobre? Juan: Es la portada del libro. Nos ha hecho un libro José Pons. Melusina era una puta mierda de editorial hasta ahora, pero parece que ya van enmendándose. Siquiatra: ¿Por qué Melusina? Juan: Creemos que es la editorial adecuada para nuestro talento. Además, si María Llopis puede, nosotros también. Conocimos la editorial gracias a Ana S. Pareja y a su infinito afán publicitario. Hay que reconocer que tuvo mucho ojo al darse cuenta de que sus libros no valen nada si no hablamos aquí de ellos. Ahora la estamos castigando por ser tan mala. Siquiatra: ¿La consideras una enemiga? Juan: No, pero nos encanta odiarla. Siquiatra: ¿Algo más que añadir? Juan: Bueno, nada. Aquí está el libro. Es genial. Supongo que venderemos 200 ejemplares. Si vendiéramos más empezaríamos a preocuparnos. No queremos integrarnos, queremos ser marginales. Queremos propagar el incendio. Queremos demostrar una actitud. Siquiatra: ¿Cuál? ■ Juan: No sé cuál.
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Ven a mi casa
esta Navidad
Cuentos de Nochebuena a cargo de Jon Bilbao, Juan Sebastián Cárdenas, Celso Castro, Robert Juan-Cantavella, Luis Rodríguez y Roberto Valencia. Coordinado por Roberto Valencia Ilustrado por Carmen Burguess
Deconstruir la Navidad A modo de introducción Por Roberto Valencia
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¿Recuerdan aquella historia que Harvey Keitel le contaba a William Hurt en la película Smoke? Era una narración excelente, y así se lo reconocía el propio Hurt –que interpretaba el papel de un escritor bloqueado– a su entrañable interlocutor, sentados ambos en la mesa de un bar. Lo que activaba la magia del relato era la convivencia de dos asuntos tradicionalmente antagónicos en los cuentos navideños: la concordia propia del período y la demostración de egoísmo gratuita del protagonista, que cerraba el cuento. Dicha mezcla desbarataba el mensaje monocorde de este tipo de narraciones, su linealidad, su hermetismo estético. No diré que este fenómeno conforma la primera grieta que aparece en el género –quién duda que el cuento de Navidad conforma un género en sí mismo– tradicionalmente constreñido y limitado. Porque para afirmar esto habría que inventariar los relatos navideños que las revistas inglesas y estadounidenses vienen publicando cuando se acerca la fecha, y además, hay otros precedentes –incluso en lengua castellana–, en la que los personajes no aparecen como meros pretextos que representan valores morales sino que son tipos complejos, con aristas, bien construidos y dotados de un comportamiento imprevisible. Pero sí que afirmo que El cuento de Auggie Wren –publicado después en papel por su autor, el guionista de Smoke, Paul Auster– se desembaraza de una manera bastante eficaz de varias de las convenciones de los cuentos de Navidad. Su mayor logro es, quizás, que introduce un perfil realista en la narración: ese gesto mezquino del protagonista, que le roba una cámara de fotos a la anciana que le ha invitado a cenar la noche de Navidad, suscita un sentimiento de inquietud, de perplejidad. Esto resulta paradójico en un género en el que la mayor trasgresión se producía cuando los pobres quedaban rescatados de su miserable condición por un solo día, cuando los ricos desplegaban –también provisionalmente– artificiosos gestos de generosidad, o cuando los soldados en el frente o los huérfanos fallecían bajo los copos de nieve mientras recordaban a sus seres queridos. Se trataban de redenciones temporales, de inofensivos gestos de dadivosidad y de muertes hasta cierto punto purgativas. De ahí lo extraño de que en el cuento de Paul Auster, las redenciones y las desgracias absolutas sean suplantadas por acciones ambiguas, inexplicables o ambivalentes. Como digo, resulta temerario señalar El cuento de Auggie Wren como un punto de giro de esta tradición. Pero su análisis permite tomar conciencia de algunos aspectos sobre los cuentos de Navidad. Quizás el principal es que, tratándose de literatura –buena literatura en ciertos casos: ahí están entre otros los textos de Dickens, Capote, Dostoievski, Wilde, Daudet, Chéjov e incluso Hans Christian Andersen–, los cuentos de Navidad se han construido a partir de convenciones tan férreas que aluden directamente a su contexto de producción. No es disparatado pensar en la confluencia de dos poderes sobre las intenciones de todo escritor de renombre deseoso de sumarse a la tradición: el de la revista literaria que le encargaría el cuento de buenas intenciones, y el de la religión imperante, que velaría a un nivel subliminal para que se respetaran las normas de buena conducta. No parece que haya existido forzamiento ni censura entre las dos partes. No en el sentido estricto del término. El acuerdo tácito, la convención ya establecida, la necesidad de no violentar el período vacacional o la pereza habrían bastado para que se estableciera un pacto tácito de no agresión entre revista y escritor. Digamos que ni el momento ni el lugar eran oportunos para estéticas revolucio-
narias –y, además, no todos los literatos las practican–, así que el cuento navideño se habría configurado en torno a unos pocos esquemas narrativos fijos, a una tonalidad amable y a la necesidad de obviar los mitos fundacionales del cristianismo. Las excepciones –que las hay: véanse los relatos de Stevenson o de Ambroce Bierce, por ejemplo– se habrían articulado a través de una estrategia ocultista: la sepultación de intenciones sediciosas bajo capas de villancicos. Eso sí, lo que prácticamente no ha existido son escritores que hayan abordado sin subterfugios la deconstrucción de los temas y texturas que definen la temática, navideña con una mentalidad crítica, explorativa o gamberra. Temas como la inflación capitalista, el oportunismo del mito, el mantenimiento de un festejo que bloquea el sentimiento agnóstico e impone sus ritos a poblaciones laicas, la propia incomodidad del escritor ateo empujado a escribir una ficción cuasirreligiosa, la Navidad en los países pobres, la Navidad como mascarada del poder, una reflexión sobre el pensamiento mágico manipulado por las élites, etc., han sido poco frecuentados. De hecho, y siendo más concreto, se echa de menos una mayor presencia del mito fundacional del cristianismo en el imaginario literario, siendo esto lo que, a fin de cuentas, se conmemora en diciembre. Jordi Balló y Xavier Pérez, en su libro La semilla inmortal, denominaron “El intruso benefactor” a la narración arquetípica en la que un elegido nace en condiciones desfavorables y en su edad madura rescata a la población de un perjuicio colectivo. Se trata de un relato épico. El psicólogo Otto Rank fraccionó las etapas de este arquetipo y lo encontró en mitos originarios, tales como los reyes babilonios Gilgamensh y Sargon, el héroe hindú Karna, el rey persa Cyrus, los reyes griegos Edipo, Hércules, Paris y Perseo, los fundadores romanos Rómulo y Remo, el héroe celta Tristán, los héroes germánicos Siegfred y Lohengrin, y también en Moisés, Buda y Jesús. Pues bien, siendo esta una narración tan rica en significados, en la que los deseos y las expectativas del ser humano se imbrican en un relato fantástico que resuelve determinados problemas colectivos, resulta frustrante que la estrecha férula de la ortodoxia cristiana y de la tradición la hayan constreñido y fijado de una manera tan cerrada. La narración del nacimiento de Jesús, que encaja casi totalmente en el esquema de Rank, debería haberse revisado, bajo una óptica narrativa no cristiana –aunque no necesariamente profana o combativa– de acuerdo con el paso del tiempo, con el cambio de los paradigmas de pensamiento vigentes en cada época. Probablemente esto haya ocurrido en los subterráneos de las sociedades occidentales, en sus literaturas orales, marginales, malditas o populares. Por fuerza el mito del nacimiento del salvador ha tenido que ser recontado, reformulado, reinterpretado y reilustrado tantas veces
como se haya invocado en un contexto de libertad religiosa e intelectual o, al menos, de clandestinidad. Sin embargo lo que se ha difundido ha sido la versión fijada por la teología católica y su codificación normativa. La pregunta: ¿se puede redefinir la tradición? Y la respuesta es sí. Ya sabemos que, en literatura, las convenciones sólo funcionan por un tiempo, y que lo que se estila pasado éste es su replanteamiento. Su desguace. El cuento de Navidad ha funcionado a pesar de su planteamiento intransigente, y seguirá latente en aquellos contextos donde la necesidad de un mensaje indiscutible desaconseje cualquier problematización de la forma (la publicidad, la doctrina religiosa, la llamada al consumo…). Sin embargo, de las cenizas de un modelo narrativo que explora pocos aspectos del actual ser humano, que sincroniza escasamente con sus preocupaciones, anhelos y referencias contemporáneas, puede emerger un nuevo cuento de Navidad. Aquel que –lo hemos apuntado: no necesariamente desde una posición combativa contra el dogma religioso– plantee, bien esas temáticas fosilizadas por las instancias citadas, bien otros asuntos que enraícen con cualquier fastidio que ese forzamiento del calendario produce en Occidente cada mes de diciembre. El relato de Paul Auster representa un escalón intermedio de una liberalización del género. Pero, visto en perspectiva, un lector medianamente sagaz podría anhelar que el derribo fuera completo. Y ya de paso reclamarnos a las revistas literarias cuentos de Navidad que no sólo alteren sus convenciones más decorativas sino que aborden frontalmente la tarea de deconstruirlos por entero. Cuentos como aquel de Grace Paley, que contaba el enfrentamiento entre religiones, o aquel otro de Marcelo Birmajer. escrito desde una perspectiva canalla. Que nosotros sepamos aún no ha existido un esfuerzo sistemático de redefinición del género, y por eso Quimera ha querido promoverlo. Asi que en este número celebramos la Navidad. Pero no la de los villancicos, la del mensaje del Rey en directo y la de los regalos obligatorios. Este diciembre celebramos una Navidad libre, en la que todos los argumentos y elementos tradicionales son cuestionados desde un ánimo intelectual, crítico y sin complejos. Una navidad, ahora sí, en minúscula, que estimula la creación libre de nuestros escritores y les alienta para que alimenten esas historias que redefinen una nueva perspectiva desde la que mirar este extraño acontecimiento social. Y así, les hemos pedido a seis autores cuya obra nos es afín que escriban su propio cuento de navidad, bajo las premisas que quieran, pero con una única condición: que su empeño literario lo inspire un sano propósito deconstructivista. Aquí está el resultado. Aquí su canto desafinado, que no les redimirá de las penas eternas, pero les animará a entrar en este período con el ánimo un poco menos cohibido. ■ Quimera 51
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Big Sur por Jon Bilbao
El paisaje es una sucesión de postales californianas. Laderas de hierba amarilla que resbalan hasta el agua. Olas que dan al océano una apariencia de piel de cebra. Pelícanos lanzándose en picado y zambulléndose entre los surfistas. Gente en las playas. Cada pocas millas encuentro un lugar donde quisiera detenerme para disfrutar con tranquilidad del panorama. Pero todavía me quedan varias horas de camino hasta Los Ángeles. Me temo que voy a llegar tarde, mucho después de que hayan terminado de cenar. Quizás habría sido mejor haber ido ayer, con L y los demás. Un viaje de sólo seis horas desde San Francisco por la interestatal. Pero lo último que me apetecía entonces era estar encerrado en un coche con otras personas. Creo que L piensa que por algo relacionado con ella. Esta mañana me ha parecido buena idea tomar la ruta de la costa, a pesar de ser un camino más largo. Hay gente tomando el sol en las playas. Y estamos en Navidad. No dejo de sonreír durante todo el camino. Junto al plano de Los Ángeles que llevo en la guantera, está la nota que L me ha dejado con las señas de la casa donde vamos a alojarnos. Es de unos amigos de ella. Yo no los conozco, ni a la mayoría de los que vamos a reunirnos allí para celebrar mañana el día de Navidad. Echando vistazos al mapa de carreteras, calculo cuánto falta hasta Los Ángeles y descubro que apenas he hecho la mitad del camino. Y además empiezo a estar cansado. Quizá sería mejor parar a dormir y volver a ponerme en marcha en cuanto amanezca. Así llegaría justo cuando estén abriendo los regalos. Aunque L se enfadaría. Y me he comprometido a llevar el vino para la cena de hoy. Es mi forma de compensar el no haber viajado con los demás. Acabo de dejar atrás Jade Cove. Enfilo una recta descendente paralela a la costa y en el otro extremo diviso algo que capta mi atención. Me acerco a la construcción sin apartar los ojos de ella. Aminoro la velocidad para verla mejor. Un coche me adelanta tocando el claxon con rabia. Me detengo en el arcén, desde
donde dispongo de una vista sin obstáculos de la casa. Se levanta entre el océano y la carretera, sobre una llanura herbosa, justo antes de la línea donde el terreno se desploma bruscamente hacia las olas. Es una construcción de tres plantas, toda ella de madera, con revestimiento de tablas solapadas y ventanas en mansarda en el tejado. En su momento debió de ofrecer una apariencia formidable. La fachada anterior mira al océano, toda ella recorrida por un amplio porche desde donde sus ocupantes disfrutarían antaño del atardecer. Ahora es, sin embargo, un monumento a la decrepitud. Las ventanas están cegadas con tablas y todo el conjunto presenta un color ceniciento. Pero lo que ha despertado mi interés es el enorme orificio que atraviesa el tejado, justo en el centro del mismo, abarcando sus dos vertientes. Es como si algo de grandes dimensiones, caído del cielo, se hubiera estrellado contra la casa. En el terreno circundante no hay escombros ni fragmentos de madera. Todo está limpio. Lo que haya ocurrido tuvo lugar tiempo atrás. Cerca de la casa, y mirando también al océano, hay un remolque-vivienda montado sobre bloques de hormigón. Un poco más adelante de donde estoy, un camino parte de la carretera y se acerca a la casa. Una ramificación del mismo, dos surcos abiertos en la hierba por las rodadas de un vehículo, conduce hasta el remolque. Dejo el coche al comienzo del camino, junto a un solitario buzón de correos, pintado de un vivo color rojo, en el que figura escrito un nombre: Dunbar. No veo a nadie por las inmediaciones y tampoco hay luz en el remolque. Supongo que a sus habitantes no les importará que eche un vistazo. Lamento de veras no haber traído una cámara de fotos. El cráter del tejado no parece fruto de un mero derrumbamiento. Los bordes están bien definidos; las vigas, seccionadas limpiamente. Aunque cabe la posibilidad de que la periferia haya sido saneada para evitar desplomes añadidos. Estimo seis metros como diámetro del agujero. Quizá siete. La parte de la buhardilla que queda al descubierto muestra un apretado frente de vigas y travesaños de madera. Quimera 53
Haciendo pantalla con las manos escudriño entre las tablas que cubren las ventanas. Atisbo algunos muebles viejos y mucho polvo. Los marcos de las ventanas conservan escamas de pintura azul. Una cadena tendida entre dos columnas corta el acceso al porche. De ella cuelga un cartel: “Prohibido el paso”. Doblo la fachada principal hacia un costado de la casa. Contra la pared crece un cúmulo de vegetación salvaje y grisácea, que parece brotar tanto de la tierra como del interior de un ventanuco situado a ras de suelo. Ante esta maleza se encuentran un niño y una niña, de seis o siete años. Están de espaldas a mí, enfrascados en la contemplación de algo que hay entre los arbustos. No quiero sobresaltarlos. Me acerco despacio y saludo. La niña da un brinco. Él, que parece el mayor, me dedica una mirada carente de emoción. Tiene la boca abierta y el labio inferior brillante de saliva. Los brazos le cuelgan a los costados. Ella lleva un vestido con un descolorido estampado de flores, bajo el que asoman unas rodillas manchadas de tierra. Él, una camiseta de los Estudios Universal, demasiado grande, y unos vaqueros, también sucios de tierra. Los dos tienen rasgos hispanos. Como no responden a mi saludo, lo repito, esta vez en español. No lo hemos hecho nosotros, dice el niño empleando un inglés turbio. ¿Qué no habéis hecho? Se aparta a un lado y deja a la vista lo que habían estado mirando. Un arbusto de espino que un alcaudón ha convertido en su despensa. De las espinas cuelgan las presas de la pequeña ave rapaz: restos resecos de lagartijas y pequeños roedores, vaciados y desmembrados. No hemos sido, insiste el niño. Ella me mira con los ojos como platos. Está temblando. ¿Vivís aquí? En lugar de responder la niña sale corriendo hacia el remolque. Él me contempla por un instante con la misma expresión vacía de antes y luego corre tras su hermana. A pesar de las ropas astrosas, los dos llevan llamativas zapatillas de deporte, de aspecto caro. Los sigo sin apresurarme, intentando parecer inofensivo. La niña alcanza el remolque, se detiene, ve que me acerco y llama a alguien a gritos. La precaria vivienda dispone de un porche prefabricado. Para acceder a él no hay escalones sino una rampa de madera. Alrededor del remolque se extiende un área plantada con macizos de flores, protegida por una valla pintada de blanco. La puerta se abre bruscamente y una anciana aparece en el porche. Lleva el pelo teñido de rubio, con un cardado elaborado. Viste una sudadera y pantalones vaqueros. Se está secando las manos con un paño de cocina. No tiene nada de hispana. Lo siento, digo. No quería asustarlos. Los dos niños y la anciana me observan a la espera de que me explique. 54 Quimera
Sólo he parado para estirar las piernas, pero ya me voy. Siento haberlos molestado. Hago un vago gesto de despedida y doy media vuelta con intención de volver al coche. Espera, oigo decir, y me detengo. La mujer baja por la rampa hasta donde están los niños y apoya una mano sobre la cabeza de cada uno. Son mis nietos. La anciana dice llamarse Rachel. Luego me presenta a los niños como Crisy y Tony. Yo también me presento. El niño me observa con su habitual expresión bovina. Empieza a hurgarse la nariz y su abuela le da un cachete en la mano. Disculpa, me dice ella. Luego me pregunta si puede ayudarme en algo. No, gracias. Sólo necesitaba descansar un poco. Tiene usted un buen sitio aquí, digo señalando el océano. Ella dice que sí en tono dubitativo, como si no comprendiera del todo a qué me refiero. Me estudia de arriba abajo. Pareces cansado. Me encojo de hombros. Lo normal, digo. ¿Adónde vas? Los Ángeles. Todavía te quedan cuatro o cinco horas. Lo sé. Del remolque surge de pronto una voz masculina y malhumorada que pregunta qué diablos ocurre. La interrogación concluye con un ataque de tos, como unos gruesos puntos suspensivos. ¡Calla, James!, grita la mujer por encima del hombro. Es mi marido, me explica. Del remolque sale un anciano en silla de ruedas. Lleva una camiseta de tirantes y una gorra de los San Francisco 49ers. Una manta le cubre las piernas. No parece contento de ver a un desconocido. ¿Qué está pasando aquí? No pasa nada viejo loco, asegura ella. Este chico ha hecho una parada en su viaje. Va a Los Ángeles. El anciano se agita presa de otro ataque de tos. Lleva la silla de ruedas hasta el borde del porche y escupe por encima de la barandilla. ¡James!, le reprende su mujer. El anciano alza el mentón, orgulloso. ¿Qué? Ya no sé qué hacer con ellos. Él es peor que los niños, me dice Rachel. Será mejor que me vaya. ¿No quieres tomar algo?, pregunta ella. No sé… Se produce un silencio. La pareja de ancianos y sus nietos
me contemplan a la espera de que diga algo más. Algo concluyente. No quisiera causar molestias. Tonterías, dice ella y lanza una carcajada. Íbamos a cenar ahora. Y tú necesitas reponer fuerzas. Eso está claro. No disponemos de muchas comodidades pero debemos ser generosos y compartir lo que tenemos. Eso es lo que siempre me enseñaron. Y añade: Y además estamos en Navidad. Mujer…, empieza a quejarse su marido. ¡Tú cállate! No sé, vuelvo a decir. Lo último que me conviene es retrasarme más, pienso. Si no llego hoy a Los Ángeles, L va a enfadarse mucho. Pero siento una gran curiosidad por la casa y el agujero del tejado. Seguro que esta gente pude contarme algo al respecto. No me vendría mal comer algo, termino diciendo. ¡Estupendo!, exclama Rachel y aplaude de satisfacción. Estoy harta de ver siempre las mismas caras. Te aseguro que no te entretendremos mucho. Enseguida podrás seguir tu camino. Me invita a subir al remolque. En el porche hay una mesa de camping y cuatro sillas plegables. Antes de darme cuenta estoy sentado junto a los niños y el anciano, que me mira sin ocultar su malhumor. Perfecto. Sólo falta un detalle, dice Rachel. Se agacha para coger un cable del suelo y lo conecta a un enchufe. Se enciende una guirnalda de bombillas de colores dispuesta a lo largo de la cubierta del porche. Las luces parpadean. Los niños las miran sonrientes y se revuelven en sus sillas. Ya está todo listo para la que va a ser mi cena de Nochebuena. Se me ocurre que debería agradecer de alguna forma la hospitalidad de esta gente. Podría regalarles alguna de las botellas de vino que llevo en el coche. Pero este viejo me cae mal y sin duda sería él quien se la bebiera. Rachel entra en el remolque, del que vuelve a salir con el primer plato de la cena. Coloca ante nosotros un bol con guacamole, otro con nachos y una botella grande de Sprite. En otro viaje trae vasos y una jarra de agua. A continuación bendice la mesa. Comed, dice al terminar. Luego hay más. Por turnos mojamos los nachos en la salsa. No hay servilletas. Me sirvo agua de la jarra. Los demás toman refresco. ¿Te gusta el agua?, quiere saber Rachel. Está filtrada. Tenemos un filtro de esos en el grifo. Muy buena. ¿De dónde eres? España. En Europa. Sé dónde está España, dice ella. Al oír mi respuesta el anciano se crispa aún más si cabe y farfulla algo entre dientes. Opto por ignorarlo. Ni él ni su actitud me importan, pero no quiero hablar de mí. No me apetece dar explicaciones sobré
quién soy, ni qué es lo que hago, ni por qué voy a Los Ángeles. Sólo quiero averiguar algo sobre la casa. Los niños están enfrascados en una conversación privada entre la que distingo alguna palabra en español. Aprovecho la oportunidad para cambiar de tema. Me dirijo a ellos en este idioma. Les pregunto cuánto hace que viven aquí. No llegan a responder. El anciano descarga un puñetazo sobre la mesa, haciéndola tambalearse. Todos damos un salto. La niña se pone a temblar. Ellos, me dice inclinándose hacia mí, sólo hablan americano. James, interviene su mujer. No empieces otra vez. Los niños agachan la cabeza. El anciano escarba en el bol de nachos, coge uno del fondo y lo baña en la salsa. Mastica ruidosamente. Rachel me explica que los niños son de su hija. Ésta trabaja en Santa Bárbara. Viene a verlos un fin de semana de cada dos. Es vendedora en una tienda de vinos. Una tienda de vinos, insiste Rachel. No una licorería. Tiene que llevar un traje para trabajar. Dice a continuación que su hija vendrá mañana para celebrar la Navidad. Traerá un pavo y una tarta y muchas cosas más. Se dirige a los niños, que asienten ante las palabras de su abuela. Mañana disfrutaremos de una auténtica comida de Navidad, añade Rachel dirigiéndose de nuevo a mí. No será como esto, dice señalando los nachos. Yo asiento y digo que esto está bien. Pienso que seguramente su hija también les traerá alguna botella de vino, así que ya no es necesario que yo les dé una de las mías. Me fijo en que Rachel no menciona al padre de los niños. Mientras terminamos el frugal primer plato observo de reojo al anciano. Menea la cabeza y arruga los labios. Habla consigo mismo sin dejar de comer. Dentro del remolque suena un timbre y Rachel se pone en pie. ¡Ya está! Un momento después vuelve trayendo una pizza con el borde quemado, un cuchillo y platos de cartón. Parte la pizza en seis pedazos y nos sirve uno a cada uno. El pedazo restante se queda en la fuente. Tengo las manos pegajosas por el guacamole, así que pregunto si puedo lavarme. Rachel tarda en responder. Dirige un vistazo a la puerta del remolque, dudando. Los niños y el anciano me observan sosteniendo sus trozos de pizza a medio camino de la boca. Claro…, responde ella por fin, y se pone en pie para guiarme. Coma, por favor, digo yo. No hace falta que… Pero ya está dentro haciéndome señas para que la siga. El remolque está atestado de cosas. En un extremo hay una cama que abarca toda la anchura de la vivienda. Por debajo asoman dos sacos de dormir y sendas colchonetas enrolladas. Todo está tan ordenado como las exiguas dimensiones del lugar lo permiten. Veo una cantidad sorprendente de objetos eléctricos: Quimera 55
dos televisores, un video, una consola de videojuegos, una minicadena, un horno microondas, un aparato de masaje para los pies… Aquí es. Me indica un habitáculo poco mayor que una cabina telefónica donde hay un inodoro y un lavabo. Agacha la mirada recatadamente y vuelve a salir. Recibo una descarga de estática al tocar la manilla. El espacio es tan reducido que apenas puedo desenvolverme. Me pregunto cómo se las arreglará el anciano con su silla de ruedas. Me pregunto también cómo pueden esconder en el remolque los regalos de Navidad de los niños. Puede que su madre los traiga mañana. Les dirán que Santa Claus ha dejado los regalos en Santa Bárbara. O puede que estén guardados en la casa, entre el polvo y los muebles viejos. Antes de volver a la mesa me detengo a contemplar el cuadro que cuelga en una pared del remolque. Es un óleo de grandes dimensiones, con un recargado marco dorado. Representa un incendio forestal. Las llamas trepan por los árboles. Una pareja de ciervos, un mapache y un oso corren a ponerse a salvo al otro lado de un arroyo situado en primer término. El conjunto resulta expresivo y vigoroso. La firma no es más que un borrón ininteligible. El solitario trozo de pizza que quedaba en la fuente ha desaparecido, devorado a toda prisa por alguno de ellos, supongo. Rachel está inclinada hacia su marido. Se yergue en cuanto me ve. Han estado cuchicheando durante mi ausencia. Es impresionante ese cuadro que tienen ahí. Sí, sí… El cuadro, asiente ella. ¿Antes estaba en la casa? Rachel mira al anciano. El cuadro era de la casa, afirma él, y continúa comiendo sin placer aparente. Está anocheciendo. Masticamos contemplando los colores del horizonte. Magnífica, la vista, digo. Desde aquí se ven ballenas, explica Rachel. Jorobadas. Y también grises. Pasan cada año, de camino a Méjico, y luego de regreso al norte. James recuerda haber visto ballenas azules. Pero de eso hace mucho tiempo. Ya hace años que no vemos ninguna. O puede que se escondan, añade, que pasen de noche. ¿No crees? Es posible. Supongo. Sí, interviene el anciano con su habitual tono malhumorado. Ahí fuera hay cosas muy grandes. En la mano sostiene el borde quemado de un trozo de pizza, señala con él hacia el océano. Luego se lo mete en la boca. Muy grandes, repite. Con la caída de la luz la gran casa de madera se torna una presencia borrosa. El espectáculo de la puesta de sol es deslumbrante, pero mi atención se desvía hacia la construcción y su 56 Quimera
intrigante boquete en el tejado. La he visto desde la carretera. La casa. Claro, responde el anciano con desdén. Se ve desde la carretera. De vez en cuando la gente se para, dice Rachel. Demasiada gente, se queja el anciano. ¿Es suya?, me aventuro a preguntarle. Sí. Podría decirse. Una gran casa. No lo dudes. Lo es. Hay una amenaza no disimulada en su voz. Dejo que transcurra un tiempo prudencial y pregunto: ¿Qué le pasó al tejado? Ahora el anciano encorva la espalda y sonríe a la luz menguante. ¿Tú qué crees? Me encojo de hombros. Se derrumbó. Supongo. Mi respuesta le provoca un ataque de carcajadas que terminan por convertirse en toses. Su mujer le da unas palmadas en la espalda pero él le dice de malos modos que se aparte. Se derrumbó. Claro. Se derrumbó. James…, suplica ella. ¿Estaba usted dentro cuando pasó?, insisto. No. Entonces era poco más que un niño, explica Rachel. ¡Estoy hablando yo! Sí. Era muy joven. Y ella, añade apuntando a su mujer, ni siquiera había nacido. Hace una pausa. Pero sí que había gente dentro, murmura contemplando la gran masa oscura que es la casa. Las tejas eran de madera de cedro, ¿sabes?, me informa Rachel. De las de verdad. Ahora están prohibidas, por los incendios. ¿Qué sabrás tú de tejas?, la increpa él. No hables de lo que no sabes. Te lo he dicho mil veces. ¿Qué pasó?, vuelvo a preguntar. El viejo me dirige una mirada desdeñosa. ¿Crees que tú lo entenderías? ¿Por qué no? No lo entenderías. Ya te gustaría. Podría explicártelo mil veces y no serviría de nada. Nunca te entraría en la cabeza. Porque tú… vosotros no sabéis nada. Por mucho que os esforcéis nunca sabéis nada. Ya os gustaría. Pero no podéis. Y es mejor así, que no sepáis nada. Porque a saber lo que haríais si supierais cosas. ¿Nosotros? ¿Qué quiere decir? Pero el viejo me ignora, limitándose a preguntar: ¿Hay postre? No, dice Rachel. Esta noche no. Al oír esto los niños se ponen inmediatamente en pie. ¿Quién os ha dado permiso para levantaros?, los regaña
su abuela. Sois unos maleducados. ¿De quién será la culpa?, dice el anciano. Han salido a ese imbécil. Se inclina otra vez hacia mí. Al padre de estos desgraciados, me explica señalando a los niños, lo despidieron por ir a cortarse el pelo en horas de trabajo. James…, dice su mujer. Su jefe pasó por delante de la barbería mientras le estaban cortando el pelo y lo vio allí. James… Y lo despidió. Claro. Lo despidió porque es un comemierda. Y porque antes de eso había hecho muchas estupideces más. ¡James! ¿Has oído algo más estúpido que eso?, me interroga. Que te despidan por ir a cortarte el pelo. No. No lo sé. Claro. No lo sabes. ¿Ves cómo yo tengo razón? ¿Qué vais a saber vosotros? No sabéis nada. Y es mucho mejor así. Rachel suspira y dedica un gesto desganado a los niños. Éstos se escabullen a hacia la oscuridad, de donde enseguida brotan sus voces como hilachas y luego una risa cantarina, chocante en este lugar, que atribuyo a la niña. Hay café. Prepararé un poco. Seguro que tú quieres, me dice Rachel y desaparece en el remolque arrastrando los pies. Murmuro un “Gracias” que no llega a oír. Vuelvo a mirar la casa. La brisa del océano mece la cadena con el cartel que prohíbe el paso. Me pregunto si las aves marinas se posarán sobre los restos del tejado o si por el contrario preferirán evitarlos. El viejo también contempla la casa, luego se vuelve hacia mí y aproxima aún más la silla de ruedas. De forma tan rápida que no alcanzo a apartarme, me aferra una muñeca. Su fuerza me sorprende. Le brillan los ojos. Lárgate de aquí, hijo de puta, me dice con voz sibilante. Lárgate de aquí ahora mismo y no vuelvas a acercarte nunca más a mi casa o vas a saber quién soy yo, James John Dunbar. Puedes decirles lo mismo a todos los tuyos. Lo contemplo asombrado. Un hilo de saliva se le escurre por un costado de la boca. Su mano me aprieta aún más. Las uñas se me clavan en la muñeca. Coge tu mierda de coche y no vuelvas. No quiero olerte otra vez. Me suelta por fin el brazo. Hace girar las ruedas de su silla. La mece atrás y adelante, retadoramente. Puedo darte una lección, añade. A ti y a todos los tuyos. A todos. Sin decir palabra me pongo en pie y me asomo al interior del remolque. Rachel está frente a la cocina. Hay una cafetera al fuego. A la anciana le tiemblan los hombros. Da un respingo cuando digo su nombre.
Creo que voy a irme ahora. Lo siento por ese café. Ella me mira y se seca los ojos. No pasa nada. Que tengas un buen viaje. Muchas gracias por la cena. Espero no haberles causado molestias. Ella asiente. Se queda donde está, sin seguirme a la calle. Desciendo la rampa del porche bajo los ojos vigilantes del viejo. No hay señal de los niños. Antes de subir al coche dedico un último vistazo a la casa y la gran dentellada en su tejado. Me arrepiento de no haber tomado ese café. La cena, en vez de ayudarme a reponer fuerzas, me ha dejado más cansado que antes. Conduzco durante hora y media y me doy por vencido. Tomo el desvío a San Luís Obispo, donde busco un motel. Me dejo caer en la cama y contemplo el techo, pensando en lo que ha ocurrido esta tarde. Después de darme una ducha llamo a L. Contesta al segundo timbrazo. Al fondo oigo música y el ruido de varias conversaciones. Están celebrando una fiesta. Noto que ha bebido bastante. Quizá por eso no se enfada tanto como yo esperaba cuando le digo que no llegaré esta noche. Le explico lo que ha pasado. Trato de describir la casa, el efecto perturbador que me ha producido. Pero mientras escucho mis palabras me doy cuenta de que estoy fracasando. L no entiende qué es eso que le cuento sobre una casa, ni qué importancia tiene. Prefiere cambiar de tema. Quiere saber a qué hora llegaré mañana. Le digo que estaré allí para abrir con ella los regalos de Navidad y responde con un lacónico: “Bueno, vale”. Luego añade, en un tono más animado, que alguien llamado MJ va a preparar comida hawaiana para el almuerzo. La tomaremos acompañada de cócteles exóticos. Habla de ese tal MJ con el entusiasmo esperanzado que dedica a cada nuevo conocido; un entusiasmo que sólo pervive unos días, a lo sumo unas pocas semanas. Nos deseamos buenas noches y colgamos. Se me ocurre que podría tomar un par de cafés y ponerme en marcha ahora mismo. Sorprender a L. Unirme a la fiesta. Eso estaría bien. Sin embargo no hago ningún movimiento. Me quedo tumbado en la cama. Vuelvo a pensar en la casa. Hago un esfuerzo por visualizarla. Los adornos tallados en la viguería del porche, en forma de volutas; la madera jaspeada de blanco por la erosión del viento y del salitre; y, en especial, el inquietante agujero del tejado. Pero todo ello comienza ya a borrarse de mi memoria. No he pasado allí el tiempo suficiente para grabar los detalles. La imagen que destaca sobre las demás es la de la última vez que he mirado la casa, cuando la oscuridad era casi completa: una silueta inmóvil y herida, que al permanecer en pie desafía a no se sabe qué. Aunque eso también terminará por desaparecer, y entonces sólo quedarán las palabras de James John Dunbar. ■ Quimera 57
Hace siete años que ayer por Luis Rodríguez Hace siete años que ayer, temprano, Carlos vio la pintada en el suelo de la carretera. Como cada mañana, había sacado el ganado de la cuadra y lo llevaba al abrevadero. Caminaba con la mirada perdida entre las patas de los aminales. No le sorprendió que al levantar las pezuñas dejaran al descubierto las letras blancas (los críos las hacen con tiza por todo el pueblo), tampoco que al alzar la vista sobre 58 Quimera
las cabezas de las vacas divisara que la línea seguía carretera arriba hasta perderse en la curva. Continuó hasta la fuente, sólo cuando a su regreso vio a Pencho mirando al asfalto reparó en que eran nombres y apellidos los que estaban escritos en el eje de la carretera, y que aquellos eran muchos nombres para ser obra de niños. Mi madre trajo la noticia a la cama debidamente resumida.
—Han aparecido los nombres de unos cuantos vecinos del pueblo escritos en el centro de la carretera. —¿Qué? —Que alguien ha escrito con pintura blanca los nombres de un montón de gente, todos seguidos. Estoy hasta yo, a la altura del Torraco, y tu hermano, de los primeros. El que no vi fue el tuyo. Anda, levanta y ve a verlo, menudo revuelo. —¿Y quién lo ha hecho? —No se sabe. En la carretera no había tanta gente como había dicho mi madre. Además, sí que estaba mi nombre, el mío y el de todo el pueblo. Un vecino comentó que la letra parecía de niño. Me miraron, no sé si buscando mi aprobación o como un reproche. Les dije que aquella letra no era de un niño de este pueblo. Volví a casa a buscar la cartera para ir a la escuela. Durante la clase de la mañana no se hicieron muchos comentarios al respecto. De regreso a casa, comiendo, el haragán de mi padre, que pasa media mañana de blancos en la taberna, puso a la familia al corriente en su ya notoria y asombrosa dimensión. —Están escritos los nombres y apellidos de los ciento sesena y cuatro habitantes de Vendul en los dos sentidos. De aquí a medio camino de Quintana, y de Quintana hacia aquí, y las dos listas terminan con la frase “todos estos y ninguno más viven hoy en Vendul”, con tal exactitud que hay una sola “l” final que sirve para las dos. Es increible, ¿cómo pueden empezar a escribir dos personas la misma lista a más de un quilómetro de distancia y coincidir con tal precisión en la última letra? —¿Se sabe que han sido dos personas? —Sí, son letras distintas. —¿Y no puede ser que, conforme se iban acercando uno al otro, estiraran o juntaran los nombres para hacerlos coincidir? —No lo parece. No obstante, piensa que son más de trescientos nombres y apellidos. Pero aún queda un interrogante mayor. Mi padre nos miró a todos, uno por uno. Nosotros permanecimos callados. Volvió a mirarnos. —¿Cuándo lo pintaron? —¿Cuándo? —El carnicero pasó poco después de las dos de la madrugada en coche y no vio nada; y a las siete, cuando Carlos sacó las vacas, ya estaba, y seco. No se sabe si pasó alguien en ese tiempo, pero desde luego no hay una sola mancha de neumáticos. Volvimos por la tarde a la escuela. No se hablaba de otra cosa. Nadie reconocía los caracteres ni dudaba que habían sido dos personas, y no se vio a ningún forastero en el pueblo la noche anterior ni por la mañana. Acabada la escuela, volvimos a la carretera. Había mucha gente del pueblo y de fuera, los guardias civiles y varios desconocidos tomando medidas con cinta métrica (no sabía que las hubiera tan largas), fotografías y notas, uno incluso rascó con una pequeña espátula un poco de pintura y la guardó en una bolsita transparente.
Aquello se convirtió en un guirigay de datos: las letras medían treinta centímetros y se extendían a lo largo de mil doscientos diecisiete metros. Efectivamente, estaban escritas por dos personas: una, según el retrato grafológico, de entre treinta y cuarenta años, varón, diestro, introvertido, sereno y meticuloso; la otra, redoble de sorpresa, ¡una niña de unos doce años! En lo que se refiere al hombre, todos los nombres estaban escritos con precisión, no faltaba una tilde. Comentaban algo que yo no había oído ni visto. Entre Adrián Rodríguez Badenas y Daniel Rodríguez Badenas estaba escrito “el Niño Dios nació hoy en Logroño”. No se había hablado de ello porque parecía una tontería, una simple broma. Un experto lo ridiculizó. —Tenemos un profeta inculto. —Eso es lo que más me inquieta – respondió el maestro. En esta comarca se utiliza el indefinido, cuando toca y cuando corresponde el pretérito perfecto, que no se usa jamás. —Lo dicho, inculto. —Y eso entronca con la tradición oral de los primeros profetas. Todos nos quedamos pensando en ello, aunque se hablara de otros detalles, que no había manchas, ni sacudir de brochas, ni el rodal del bote o la tapa, no había pisadas de pintura ni huellas de animal o vehículo, nada. ¿Cómo era posible? ¿Quién sabía todos nuestros nombres y apellidos si ni nosotros mismos los sabíamos? ¿Por qué en Santander y no en el mismo Logroño? Más y más preguntas sin respuesta. Como a todo suceso excepcional, a éste también le llegó su agonía y fin, la normalidad. Vendul volvió a sus quehaceres y cavilaciones. Ayudó el cercano desenlace de la enfermedad de un vecino, Raúl, de los más queridos. Generoso, hábil con las manos, no dudaba en ayudar a cualquiera poniendo un mango a un rastrillo, afilando un hacha o arreglando una portilla. Llevaba varias semanas postrado en cama con una dolorosa infección pulmonar que le consumía la vida. Medicado para aliviar su dolor, no se esperaba que sobreviviera más allá de una semana, pero se aceleró el proceso y, poco después de las ocho de la tarde, tras una repentina subida de temperatura, expiró. Recibimos la noticia con dolor, por la calidad del finado, y alivio, acababa el sufrimiento. Fue entonces cuando el suceso volvió a nosotros de modo sobrecogedor, como un tremendo zarpazo de rencor por el olvido, en boca de Pín. El nombre de Raúl, Raúl Cobo Gutiérrez, no estaba escrito en la carretera. Nadie había reparado en que el pobre no aparecía en ninguna de las dos listas, y éramos ciento sesenta y cinco, y no ciento sesenta y cuatro, los vecinos de Vendul. Todos estos y ninguno más… todos estos y ninguno más… viven hoy en Vendul. La frase, retumbando en nuestras cabezas, anunciaba… anunciaba… ¡EL NACIMIENTO DE JESUS! Parece que han pasado siete años y fue ayer, a esta misma hora. Yo, de repente, lo he comprendido todo. Me he levantado y vestido aprisa, he venido a la carretera para comprobar, conforme ■ avanzo carretera arriba, que todo está muy claro. Quimera 59
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Anticristo por Juan Sebastián Cárdenas
Recibí, metidas en una gran bolsa de plástico, las pocas pertenencias que me habían quitado al entrar, unas zapatillas de ballet, un espejo de mano con el cristal roto, una barra de labios mordida, un walkman. Luego fui conducido por un pasillo muy largo en el que me topé con cuatro puertas. Las dos primeras estaban hechas de un plástico transparente muy grueso y zumbaban antes de abrirse; las otras dos eran simples rejas con barrotes. Una de estas últimas estaba recién pintada y el guardia tuvo que meter la llave con mucho cuidado para no mancharse las manos. Las cosas parecían ocurrir dos veces. Después del largo desfile, se produjo sin alardes un parqueadero casi vacío. La tarde esponjada y gris, el aire ligeramente agrio, apenas tres carros, dos negros y otro turquesa. El turquesa desentonaba un poco en ese paisaje desvaído, aunque el carro debía de llevar tres cadenas perpetuas allí parqueado. Uno podía pensar que se había ganado su lugar a fuerza de quedarse inmóvil, acumulando óxido. Aparecieron dos personas entre los carros. Una de ellas le dio alcance a la otra y le tocó el hombro por la espalda. Cuando la otra persona, un poco alarmada, se dio la vuelta para ver quién le había tocado el hombro, la persona que se había acercado por detrás se disculpó levantando una mano a la altura de las dos cabezas, que adquirieron por un segundo el aspecto de dos enormes ombligos. El desencuentro tuvo lugar a pocos pasos de una hilera de árboles mecidos por un viento inexplicable que yo no sentía. El escaso follaje resplandecía como un montón de chatarra mojada que se hubiera puesto a flotar. El protocolo ordena que el guardia acompañe al ex reo hasta la salida y allí le estreche la mano efusivamente antes de desearle suerte y una feliz reinserción en la sociedad. Para cuando llegamos al final del trámite, las dos personas ya no estaban en el parqueadero. Se veía a las claras que su función era sacarle brillo a la desolación del espacio. Todo ocurría otra vez. Otra vez. Los tres carros, lo descubrí entonces, estaban cubiertos por una densa capa de humedad escarchada. Me acerqué al turquesa, froté una de las ventanillas y vi algo adentro. Un bulto del tamaño de un gato. Miré alrededor para cerciorarme de que nadie anduviera por allí vigilándome.
El edificio de la penitenciaría, siempre absorto en la autocompasión, se mostró indiferente a mis movimientos. Probé la manija y la puerta cedió sin necesidad de forzarla. Sobre el asiento trasero había una figura de cerámica que representaba al niño Jesús. La metí rápidamente en mi bolsa de plástico y me alejé del lugar sin mirar atrás. Al otro extremo del parqueadero había una carretera muy estrecha. Las dos puntas de la serpentina de asfalto desaparecían en dos horizontes bien distintos, uno llano y el otro de pronunciadas colinas. Me dirigí hacia las pronunciadas colinas. Anduve durante un par de horas por la carretera. Pasaron dos camiones pero ninguno quiso llevarme. Nadie recoge a un negro en la carretera, pensé. Entonces empezaron a caer los primeros copos de nieve. Dejé que algunos fueran a parar a la palma de mi mano. Los copos no duraban en la piel tibia. Me detuve para descansar un poco las piernas y me puse de cuclillas. Así pude ver mejor cómo desaparecían los diminutos cristales en el asfalto mojado. No había ni un alma. Solo un bosque de troncos pelados y oscuros entre la hojarasca, los restos dispersos de anteriores nevadas. Ese fue el único momento en que pensé en la posibilidad de regresar a la prisión. Si no me hubiera apresurado a salir, si hubiera esperado hasta la noche, me habrían llevado al pueblo en el camión de la policía. Eso me habían aconsejado los guardias y algunos reclusos, porque era lo más lógico. Todos dijeron que era lo más lógico. A mí no me pareció lógico quedarme un solo segundo más en la prisión. Regalarles un segundo de mi vida después de que me habían quitado años. Eso no es lógico. Y sin embargo, por un momento, dudé. Un hombre solo es medio hombre. Es alimento para los caranchos, como se dice. Estuve a punto de regresar. De hecho, ya me disponía a hacerlo, pero entonces vi que se acercaba una Toyota. Le hice señas sin mucha convicción y se detuvo. Adentro iba una pareja de jovencitos, un chico y una chica, ambos con gorros de lana del mismo color. Les dije que quería llegar al pueblo. Puedo llevarlo unos kilómetros más abajo, dijo el que conducía, hasta el desvío. Les di las gracias y me subí al platón de metal, entre dos rollos de alambre Quimera 61
de púa y unas palas con costras de tierra reseca. El paisaje se echó a correr por la orilla de la carretera: bosques de un verde casi negro, retazos de nieve sucia, postes, casuchas, letreros viejos que anunciaban cosas invisibles, cosas que hacía mucho ya no estaban allí, copos gruesos que caían sobre la ropa. Todo pasaba dos veces. Volvía a pasar. Copos, postes, copos. Cuando llegue a la ciudad iré al cine, hablé para los rollos de alambre de púa. En cuanto llegue a la ciudad iré a ver una película, cualquier película, dije en murmullos, las intenciones frías enrollándose y copiando las vueltas del alambre de púa. Pero todavía faltaba mucho. Ahí seguía el paisaje al lado de la carretera. Las nubes grises acumulando, acumulando. Un rebaño compacto de ovejas sin esquilmar olvidado en un potrero ya blanco. Sentí un peso en el lado izquierdo del rostro. Me asomé por la ventanilla y vi los ojos del muchacho revolviéndose en el retrovisor. Rápidamente desvié la mirada hacia el paisaje, pero igual permanecía el peso. El chico seguía mirándome. Seguramente estarían hablando de mí. Volví a echar un vistazo rápido por la ventanilla. Gesticulaban. El chico puso su mano sobre la pierna de la chica. Ella llevaba un abrigo muy grueso. Volví a mirar el retrovisor. Los ojos saltarines. Aparté la mirada hacia el paisaje que no dejaba de correr como un perro por la orilla de la carretera, un perro loco y abandonado que persigue por perseguir. Volví a mirar. La chica se desabrochó algunos botones del abrigo para que él pudiera tocarle las piernas. La mano ansiosa se arrastraba por la piel rosada. La nieve iba cuajando. Nuevas capas se formaban sobre el suelo, sobre los retazos de nieve más vieja, sobre las ramas de los pinos. La mano de la chica dominó entonces a la mano del chico y la arrastró hasta donde asomaban los calzoncitos blancos. Los dedos pulsaron sobre los dedos para que él a su vez pulsara como había que pulsar. Y la mano de ella se retiró y la vi arquear un poco la espalda. Los ojos como pelotas de sorteo brincando en el retrovisor. Aparté otra vez la mirada para ver cómo evolucionaba la nevada. Intenté concentrarme en eso para no volver a mirar al interior de la cabina. Apoyé la espalda contra el cristal y me abracé las piernas dobladas. Al rato sentí mucho frío en el rostro. Se me ocurrió que sería buena idea taparme las orejas con los audífonos del walkman, que al menos tenían un recubrimiento de espuma. Busqué en mi bolsa y vi que el cable estaba enredado entre las otras cosas. Con los dedos entumecidos intenté desenredarlo, pero me harté poco después. Volví a abrazarme las piernas, metiendo la cara entre las rodillas. Me sentí destemplado. El frío me había hechizado los huesos. De repente se detuvo la camioneta. El chico se bajó de un salto. Temí que quisiera dejarme allí, en medio del frío, pero él estaba preocupado por otra cosa. Pinchamos, 62 Quimera
dijo. Me bajé del platón y me paré, como él, junto a la llanta pinchada. La chica sacó la cabeza por la ventanilla. Qué hacemos, preguntó. Nos pusimos a trabajar en silencio. Él con el gato y yo aflojando los pernos. El esfuerzo me devolvió un poco de calor a los miembros, pero de todos modos algo ya se había estropeado. Entre las costillas y el riñón derecho sentía una filtración, un goteo constante, tuberías heladas, líquidos rancios. El sudor rodaba tibio sobre el rostro tieso. Noté que el chico me observaba. Le sonreí y bajé la cabeza mirando fijamente los pernos. Hace tiempo que no lo veíamos por aquí, me dijo, justo veníamos comentándolo con mi hermana. Dejé lo que estaba haciendo y lo miré, buscando por dónde quería maliciarme. Usted es el que trabajaba en el instituto de psiquiatría, insistió, el venezolano. Sí, dije, hace años. Pensé en corregirlo sobre mi nacionalidad, pero me di cuenta de que no importaba. Por razones distintas, a ambos nos daba igual. Le dije simplemente que había estado preso y que acababan de soltarme. El chico le dio vueltas a lo que acababa de decirle, pero no hizo preguntas. Volví a ponerme con los pernos. Como sea, continuó tratando de espantar el cuento del ex presidiario, como sea, veníamos pensando con mi hermana que quizás podríamos pedirle un favor. No podemos pagarle, ahora al menos no tenemos cómo. Pero le agradeceríamos mucho que pudiera venir a ver a mi abuela. Hace varios días que está mal y no ha querido que la llevemos al hospital. Se pone muy violenta cuando intentamos subirla a la camioneta. No contesté. Saqué la llanta pinchada, puse el repuesto y desmonté el gato. Mientras apretaba los pernos el chico me tocó la espalda. Quería toda mi atención. Como le digo, no podemos pagarle, pero si quiere algo a cambio, lo que sea. Favor por favor. La hermana, que se había quedado en la camioneta, nos miraba apoyando los codos en el borde de la ventanilla, con medio cuerpo afuera. Le pregunté al chico qué le ocurría a la abuela y él contestó haciendo girar el índice alrededor de una oreja. Recogimos la herramienta y el chico dejó que su propuesta cuajara sola. La nevada había arreciado. Necesitaba un sitio caliente. Le dije al chico que en el psiquiátrico yo no era médico sino un simple enfermero pero a él le dio lo mismo. Quería que fuera a ver su abuela. Me dejaron ir con ellos dentro de la cabina. Poco después nos desviamos por un camino de tierra que se estaba llenando de nieve y fango. Costaba avanzar porque la camioneta patinaba un poco. El chico me preguntó qué planes tenía ahora que había salido de la cárcel. Le dije que quería ir al cine. Nos reímos, pero sólo el chico y yo. La chica permaneció seria, mirando el camino. Acerqué la nariz lo más que pude a su cabeza y me llegó un olor raro que me hizo cerrar los ojos, olor a cera, a panal de
“Rápidamente desvié la mirada hacia el paisaje, pero igual permanecía el peso. El chico seguía mirándome. Seguramente estarían hablando de mí. Volví a echar un vistazo rápido por la ventanilla. Gesticulaban. El chico puso su mano sobre la pierna de la chica.”
abejas. Miré sus muslos rosados, apenas visibles entre los pliegues del abrigo mal abotonado. Ella lo notó y sin dejar de mirar hacia adelante apretó una rodilla contra la otra, incómoda. La abuela estaba sentada en la entrada. Parecía ansiosa. Cuando vio bajar a su nieto de la camioneta se levantó de la silla y dio dos pasos adelante. Luego, al verme a mí, puso cara de angustia y se dio la vuelta rápidamente antes de entrar a la casa. El chico me preguntó si había estado antes allí. Le dije que no, pero no dejé de admirar el edificio antiguo, una construcción de dos plantas hecha de piedra. Antes era una subestación eléctrica, dijo. Mi abuelo la compró por dos duros. Eso explicaba los restos de maquinaria oxidados en el solar frente a la casa y la vieja torre de alta tensión a un costado. La fachada estaba muy deteriorada por la humedad, incluso había crecido algo de musgo en los marcos de las ventanas y en las canaletas. Los ayudé a bajar las palas y el alambre de púa y lo llevamos todo a una habitación donde guardaban la herramienta. Adentro de la casa se escuchaba el sonido de la televisión retumbando entre tanto espacio vacío. Siéntese, me dijo el chico señalando un sillón delante de una de las muchas estufas de gas que había por toda la casa. Entonces le pidió a su hermana que preparara algo caliente para beber y se sentó frente a mí. Como el chico no se animó a empezar ninguna conversación yo me distraje mirando las cosas. Había varios sillones rotos y viejos, platos sucios abandonados en el suelo desde hacía mucho, tebeos de Don Miki, casetes y un montón de papeles pintarrajeados por todas partes. Agarré uno que estaba a mi alcance. Era un poema escrito con letra desprolija, casi ilegible. Alrededor de los versos había calaveras, esvásticas y una polla que en lugar de glande tenía el signo de la anarquía. Son de mi hermana, dijo, lea alguno. Pero ese no… ese no. Y se levantó para revolver entre los papeles que estaban en el suelo. Finalmente me alcanzó uno en el que las letras tenían forma de huesos. Esta vez lo que rodeaba los versos era un montón de tierra, como si el poema fuera una fosa común. Y más arriba, por encima de la tierra, aparecía un dibujo de un edificio que se parecía a la vieja subestación eléctrica. Léalo en voz alta, insistió el chico. Lo miré indeciso y como él seguía ahí esperando con los ojos brillantes, empecé a leer. Puta españa, puta españa, puta españa de los huevos, estás llena de maricones que merecen morir por españa, ya puedes chuparme mi peludo coño vasco, maricona sociedad, maricona mierda sociedad, merecéis morir todos y no despertar jamás, nunca jamás. Tuve que dejar de leer para reírme. El chico me miró desconcertado. Es muy bueno, me apresuré a decirle para que no me malinterpretara. Iba a elogiar las ideas y el dibujo, pero en esas apareció la hermana con unas tazas Quimera 63
humeantes de Cola Cao. Su sola presencia, no sé por qué, me intimidó y preferí no opinar. Ella se sentó junto a mí en el sillón. Estábamos hablando de tus poemas, me atreví a decirle. La chica apretó su taza contra el pecho y sonrió algo turbada. Ninguno supo qué decir durante un buen rato. El paisaje seguía juntando nieve en la ventana y como la casa estaba bien caldeada daba gusto estar allí, protegido del frío. Les pedí que me explicaran mejor lo que le ocurría a la abuela. El chico contó que andaba muy rara desde hacía varias semanas. Delira, dijo, habla cosas sin sentido, se esconde en el monte. A veces se sienta ahí en la entrada y se pone a repetir nombres. Nombres de personas. O a veces reza. Pero lo peor fue lo del otro día –miró a su hermana buscando respaldo para seguir contando. Casi se congela. Se nos perdió por la mañana, salimos a buscarla todo el día. Nos angustiamos mucho porque no la encontrábamos. La noche anterior había nevado. Hacía un frío de perros. Por la tarde la encontramos en el bosque. Había abierto un hueco profundo en la nieve, como hacen los perros que duermen a la intemperie. Dimos con ella de milagro porque estaba rezando y se escuchaban los murmullos que salían del suelo. Otro rato más y se hubiera congelado. Volvimos a quedarnos callados. Yo estaba disfrutando mucho del calor de las estufas y de las imágenes del frío exterior. Las ramas de los árboles totalmente blancas. Los trozos de maquinaria naufragando poco a poco en el blanco. La chica se levantó para reavivar el fuego de la chimenea, casi extinto. En pocos segundos hizo arder la leña y el recinto se llenó de olor a humo. Todo era tan intenso y vivo que dejé crecer en mí la impresión de que me había introducido en un recuerdo ajeno. Como si fuera posible vivir un recuerdo en lugar de recordarlo. Como si la impresión doble de las cosas se hubiera conjugado en una sola masa de tiempos. La leña estallaba, saltaban chispas, la chica en cuclillas se calentaba las manos delante de las llamas. De verdad parecía algo que estuviera siendo recordado por otra persona en ese mismo momento, otra persona lejana con una vida muy diferente a la mía. Los objetos perdían el nombre por un instante y luego lo recuperaban, pero el nombre reaparecía disuelto en el olor del humo. La televisión también hacía lo suyo, licuando frases sueltas y músicas que llegaban hasta mí después de haber rebotado muchas veces, como el eco liviano de un sueño. Mañana es Nochebuena, dijo la chica, lo había olvidado. Es cierto, dijo el chico. Les pregunté si pensaban celebrar de algún modo y me explicaron que al día siguiente irían al pueblo, a casa de un amigo que había organizado una fiesta. ¿Y tú?, me preguntó la chica. No lo sé, contesté, no me importa la 64 Quimera
Navidad. ¿Eres satánico?, dijo. Me reí y dije que no sabía lo que significaba ser satánico. Ella me explicó que había ciertas personas que le rendían culto a Satanás y que aprovechaban la Navidad para hacer ritos que propiciarían la llegada del Anticristo. En ese caso, dije, no creo que sea Satánico. He escuchado que usted mató a su esposa, dijo ella. Entendí que llevaba un buen rato encontrando la ocasión para dejarlo caer. El chico me miró sin ocultar el miedo, la posibilidad de que la impertinencia de su hermana desatara mi ira. Pero a mí ya no me importaba que me preguntaran por mi esposa. Sí, dije, maté a mi esposa, pero no soy satánico. ¿Crees en Jesucristo?, preguntó ella. Contesté que no, que no creía en Jesucristo. Vosotros los sudacas sois muy religiosos, dijo. Un sudaca ateo no es un sudaca. Para mí los sudacas sois todos satánicos, pero no os dais cuenta. Creísteis que os habían evangelizado bien, pero era mentira. Vuestros abuelos y los abuelos de vuestros abuelos fingieron que creían en Jesucristo, pero era mentira. Usaban a Jesucristo y a la virgen y a los santos para seguir adorando a vuestros diablos. Sois todos satánicos. El Anticristo tiene que ser sudaca. Hasta tenéis cara de diablos, que sois más feos que la madre que os parió. Me reí y le contesté que de todos modos yo no podía creer en Jesucristo, aunque tampoco era satánico. He visto lo que llevas en la bolsa, dijo. La miré extrañado. ¿La bolsa?, pregunté. Sí, la bolsa de plástico que traías. En ese momento me di cuenta de que no sabía dónde la había dejado al entrar. Mientras tú leías mis poemas sin mi permiso yo estaba esculcando en tu bolsa, dijo. ¿Para qué tienes todas esas cosas? ¿Son para hacer rituales satánicos? Quizás, dije. Quizás esté preparando algo para mañana. La cara de la chica brilló de satisfacción. Os conozco bien, dijo, os conozco como si os hubiera parido, joder, os conozco. Esta vez me reí a carcajadas. El chico desaprobaba la actitud de su hermana y se lo hizo saber dándonos la espalda y acercándose a la chimenea. Todos guardamos silencio. La chica y yo nos miramos a la cara. Sus rasgos se deshacían en la penumbra. Ya empezaba a oscurecer. Un rato después fui a ver a la abuela, que estaba en la habitación de la tele. Sus nietos habían entrado primero para allanarme el camino. Cuando aparecí en el umbral ellos me invitaron a pasar con una cortesía exagerada. Me senté en una butaca junto a la abuela. La saludé pero ella no me prestó atención. Parecía muy interesada en la televisión. Daban un programa en el que ponían vídeos de accidentes espectaculares. Unas fiestas de un pueblo valenciano. Un toro con los cuernos en llamas. Un montón de borrachos alrededor del animal. El toro enviste a un muchacho. Lo hace volar por los aires. Repiten la secuencia en cámara lenta. La calidad de las imágenes es
muy mala. Intentan hacer un zoom para que se vean mejor los cuernos en llamas donde se enreda el muchacho pero solo consiguen emborronarlo todo. Cuando se hizo de noche la chica calentó unas lentejas preparadas hacía varios días. Después de la cena, el chico llevó a su abuela a la cama y volvió al salón con una botella de pacharán. Nos sentamos a beber los tres delante de la chimenea, iluminados solo por el fuego. Yo estaba sentado en una poltrona. Los chicos frente a mí, en un sofá viejo de tres puestos. Ninguno tenía muchas ganas de hablar. Nos emborrachábamos en silencio. Recosté la cabeza en el espaldar y me quedé escuchando cómo crepitaba la leña, con la mirada perdida en el cielorraso. La sensación de estar viviendo un recuerdo ajeno había muerto, pero al morir quedaba algo dentro de mí que solo atino a describir como un esqueleto. El esqueleto de un animal haciendo presión desde adentro para reorganizarlo todo, la vida, los recuerdos. De pronto sentí el movimiento en el sofá que había frente a mí. Eran los chicos, que se estaban tocando otra vez. La chica tenía las piernas abiertas y el chico le metía la mano. Ella con los ojos cerrados. El chico estaba muy concentrado en lo que hacía, como si estuviera matando un bicho raro contra un rincón. La chica no parecía muy conforme con lo que él hacía, de modo que se metió ella misma los dedos y se los extendió a él para que chupara. Luego le abrió la bragueta, de donde salió una polla extraordinariamente grande. Ella la frotó con fuerza durante un buen rato. Entonces se inclinó para metérsela a la boca. En ese momento el chico me miró a través de los fogonazos de la chimenea. Sonrió y me hizo señas para que me acercara. Ella seguía comiéndole la polla sin parar, pero me miraba de reojo y también sonreía. Yo me levanté de mi poltrona y me acerqué a ella por detrás. Le levanté la falda. Todavía tenía los calzoncitos puestos, así que tuve que hacerlos a un lado para poder empezar a chupar. Chupa mi coño vasco, dijo. Chupa, negro, chupa coño vasco. Y chupé. Chupé. Alargué la lengua todo lo que pude. Olía a panal de abejas, a cera, a cosas a punto de pudrirse. Chupé. Dame tu polla de negro y métemela en mi peludo coño vasco. Méteme tu polla de diablo, negro, criollo de mil leches. Hice lo que me pedía. Me quité los pantalones para darle mi polla dura de criollo mil leches. Quiero que te folles a mi hermana, dijo el chico. Fóllatela. Para mí. Fóllatela para mí. Y se alejó de nosotros y se sentó en otra poltrona. Hice lo que me pedía. Me follé a su hermana. Fóllame, diablo, dijo ella. Fóllame, negro sucio. Puta, sos una puta vasca, peluda. Te voy a romper. Sé que te gusta que te la metan así, caliente y dura, te gusta mi polla de negro. Eso es lo que te gusta, puta. El chico se masturbaba en la poltrona. Cuando estaba a punto de correrse se acercó a nos-
otros y nos lo echó todo encima. Luego se puso a revolcarse en el suelo, llorando, berreando como un niño. La chica también quería acabar. Te vas a correr conmigo. Te vas a correr conmigo, diablo. Diablo inmundo. Córrete dentro. Dámelo. Hice lo que me pedía. Acabé. Pero me dejé venir despacio para esperarla. Se corrió dando alaridos. La boca bien abierta. De inmediato se tapó la cara y se puso a llorar igual que su hermano, que seguía revolcándose en el suelo como un poseso. Intenté que la chica se descubriera el rostro pero fue inútil. Me apartó pataleando. Me vestí en silencio, tratando de no molestarlos en medio del trance. Y como no dejaban de revolcarse me acurruqué al lado de la chimenea y esperé. Pasaron varios minutos hasta que se ya no lloraron más. Se habían dormido. Tomé al chico en brazos y lo deposité en el sofá junto a su hermana. Luego los tapé con unas mantas que encontré en un armario. Me eché muy cerca de las llamas y cerré los ojos. Estaba tan exhausto que me quedé dormido casi de inmediato. No recuerdo haber soñado nada. Quizás para entonces ya había dejado de recordar lo que soñaba. Al día siguiente, muy temprano, el chico me llevó a la terminal de buses del pueblo. Se despidió estrechándome la mano, sin mirarme a los ojos. A mediodía el bus bajó de los montes fríos por una carretera comarcal y se internó en la meseta, seca y parda. Allí casi no había nevado y el paisaje era tan monótono que me resultaba difícil mantenerme despierto. Por la tarde hicimos una parada para comer. Yo pedí un bocadillo de tortilla y una cerveza. Mientras comía me puse a examinar distraídamente el contenido de mi bolsa de plástico. Eran regalos que me habían dado algunos pacientes del hospital hacía muchos años. Los había conservado por cariño a esas personas y porque de algún modo me devolvían una buena imagen de mí mismo como alguien servicial y bondadoso. Una especie de beato que daba su vida por los locos. Entendí que esos regalos ya no tenían nada que ver conmigo y pertenecían por tanto a la esfera de los objetos ordinarios, sin ningún valor especial. Los saqué de la bolsa y los puse sobre la mesa, ordenados en fila. Entre ellos estaba la figura del niño Jesús que había robado en el parqueadero de la penitenciaría, sólo que ahora tenía dibujos hechos con marcador indeleble. Le habían pintado unos cuernitos entre los rizos rubios y unos colmillos pequeños y negros asomándole por el borde de la boca. En el pubis llevaba una polla desproporcionada con el signo de la anarquía en lugar del glande. Me reí. Me reí. Me reí. Puta España, pensé. Puta España. Dejé todas las cosas en la mesa y regresé al bus, liberado de tanto peso inútil. Con las manos vacías. ■ Quimera 65
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Por qué esta noche por Roberto Valencia
Cierto: a principios de diciembre Rosalyn se tragó un hueso de ciruela. Pero no fue hasta la noche de Navidad que empezó a sentir vómitos y dolor, y después de que su hija Lucía telefoneara al servicio de urgencias, fue trasladada en ambulancia al hospital. Cierto, también: por alguna razón el hueso fue recubierto por sucesivas capas de tejido granular procedente de las paredes del estómago, formando un bolo residual, un marciano. Un híbrido entre Rosalyn y el esqueleto de una fruta, a pequeña escala y sin consecuencias funcionales. El cirujano vio en la pantalla cómo la sonda gastroscópica –un submarino de un solo ojo, un gusano– buceaba en el interior de Rosalyn, y en cuanto pudo dejarle libre la tráquea le solicitó la firma de tres protocolos médicos que le eximían de unas pocas complicaciones quirúrgicas. Rosalyn dudó, pero el cirujano dijo “cuerpo extraño” y “riesgo real”. Y dijo “vamos a entrar al quirófano sólo si usted nos deja”. Así que después de abrirle el abdomen y de cortar, de examinar, de drenar, de empapar gasas y de no tener que transferirle sangre, dejó en relativo orden su aparato digestivo. Cuando al día siguiente habló con sus hijas, no le concedió importancia al hecho de que una ciruela muerta fuera el causante del problema. Huesos de pollo, tumores benignos, empastes dentales de plomo... el cirujano no encontraba demasiada diferencia entre ser invadido por un material o por otro (y de su análisis ya se ocuparían en el laboratorio). Mencionó la ciruela, por rigor y porque le llamó la atención que una de las enfermeras la hubiera identificado al ver la masilla granulosa extirpada sobre una bandeja metálica. A la pregunta de Lucía de si era posible que un árbol pudiera enraizar en las
entrañas de su madre, el cirujano negó con la cabeza. Rotundamente no. Imposible que germinen bosques dentro de las personas. Después explicó unos pocos detalles de la recuperación, antes de estrechar su mano y la de su hermana y de continuar su ronda. Éstas regresaron a la cama donde dormitaba Rosalyn. Sin ponerse de acuerdo, sin casi mirar la una a los ojos de la otra, imaginaron su estómago colonizado por una cepa de ramas violetas. Carmen, la mayor, pensó en las raíces del ciruelo como una ganzúa viviente que ascendía por el tubo digestivo, y Lucía, en un pulpo vegetal escarbando en el vientre con sus tentáculos. Ambas se sobrecogieron –repugnancia, pero también fascinación– y se cruzaron de brazos. Mientras Rosalyn despertaba en el postoperatorio, Irene telefoneó a su hermana para contarle lo que les había oído a las últimas enfermeras del equipo de urgencias. Ahí mismo, sentada en una camilla, le dijo: “lo he visto y lo he escuchado yo misma”, o decía: “me lo ha explicado el propio cirujano”, pero se trataba de una mentira o de una fabulación, tan propias de Irene, porque a ella y a las demás limpiadoras sólo las avisan cuando las enfermeras han terminado de coser y las últimas auxiliares están arrojando la porquería al contenedor del quirófano. Le dijo que no había visto el estómago de la tal Rosalyn –“ya sólo falta que tengamos que restregar la mugre dentro de los cuerpos”– pero explicó que el cirujano le aseguraba que el hueso de ciruela había empezado a enraizar en el estómago de esta mujer, y después resaltó el hecho indiscutible de que en plena noche de Navidad se hubiera refugiado en urgencias una mujer con un árbol vivo en su interior. Su Quimera 67
hermana no supo qué decir, porque estaba tratando de asumir –dos y cuarto de la madrugada, el salón invadido por los hermanos medio borrachos de su marido– la llamada de Irene. Sin pensarlo demasiado, opinó que se trataba de una señal, porque en todas las culturas se acepta como verdad que los árboles desprenden magia e inmortalidad, un árbol es ese bastón que se funde con los muertos en el suelo de los cementerios. A Irene le cayó bien esta opinión, o, más bien, recibió con buena disposición este pensamiento ecológico o poético o fantástico. De hecho, que el cirujano hubiera asesinado a un bebé de árbol reforzaba la dimensión trágica de la posible señal. Su hermana, entonces, se animó y añadió que si urgía dar con un significado, éste tenía que abarcar la historia completa de Rosalyn, no sólo la parte del quirófano. La cual, remarcó Irene, habría empezado días antes en el comedor de Rosalyn, con la mujer dejando prosperar el hueso por el esófago. Y terminaría esa misma noche de Navidad cuando parte de sus entrañas le habían sido arrancadas en la mesa de operaciones, para trasladarlas en un frasco de formol al departamento de anatomía patológica. Aunque sólo sea para agradar a su interlocutora, a la hermana de Irene le hubiera gustado aportar una interpretación que se expandiera un poco más, pero carecía de fe. Y la propia Irene deseaba que este posible árbol de Navidad estuviera relacionado con las cosas que le habían inculcado, mitos occidentales que permanecen en nuestra conciencia y que importan, porque marcan el calendario invernal y determinan la textura de los sentimientos (y también porque inventan niños miserables que en solo una vida se convierten en reyes y en prófugos y en víctimas). Pensó que si los médicos no le hubieran metido el bisturí a Rosalyn, el brote del ciruelo habría desarrollado completamente sus raíces, las cuales podrían, digámoslo así, haberse enredado en su organismo, abrazándose el vegetal y la mujer en una misma criatura. Llevando la fantasía al límite de lo temerario, también quiso que un atributo biológico de la planta le permitiera pensar que un árbol en un estómago no constituía un problema sino un regalo. Su hermana le preguntó si era ella la única fascinada con la historia. Pero Irene no supo qué contestar, no porque las coincidencias de la historia la hubieran paralizado sino porque en ese momento creyó –o, más bien, calculó– que lo más sensato por su parte era dejar de mostrarse tan explícita respecto a sus intenciones. “Tengo turno hasta las diez de la mañana”, dijo. E inmediatamente retomó la limpieza del quirófano. Cuando terminó se integró en el grupo que fumaba en el pasillo, e intercambió palabras con dos compañeras y 68 Quimera
con un celador, fórmulas hechas que lamentaban el trabajo en la noche de navidad, quejas sobre los turnos de doce horas. En realidad lo que Irene pretendía era ganar tiempo y pasar desapercibida frente a sus compañeras, lo que se trataba de un impulso un poco estúpido y paradójico a la vez, puesto que de ningún modo podía hacerse completamente invisible –sus compañeras la conocían–, y tampoco el universo iba a echar de menos a una simple limpiadora que decidiera desaparecer por unas horas. Pero eso hizo: se quedó vaciando el cenicero, o avisó de que había olvidado algo, y entró de nuevo en el quirófano cuando sus compañeras arrastraban ya los cubos hacia pasillo. Encendió las luces, le quitó la tapa al contenedor principal e introdujo las manos en su interior. Al principio fue apartando los desechos con un poco de prisa: guantes sucios, algodones, el plástico de los precintos... Pero conforme dejaba de agarrarlos con dos dedos y metía los antebrazos en el contendedor, la misma basura regresaba a la superficie, así que prefirió ralentizar la búsqueda y sacó al suelo lo que molestaba. Es decir, material quirúrgico inservible; es decir, coágulos duros como un cartílago; es decir, plastas de consistencia humana que se habían extirpado y convertido en materia industrial impregnada de sangre o de pus o de otras cosas. Y todo ello dispuesto en perfecto orden, formando círculos concéntricos en torno de su cuerpo. Si cualquiera de sus compañeras la hubiera visto en el centro exacto de los desechos, como una reina rodeada de sus atributos, como una medium iniciando la invocación, habría huido. O la habría abrazado con una de esas mantas recias que cobijan a los desahuciados, y le habría recalcado que sumergirse en un contenedor de basura quirúrgica no constituye precisamente una sensatez. Pero Irene se encontraba sola, y aunque desde el principio había intuido sus escasas probabilidades de éxito, sintió una decepción que no era demasiado relevante, a pesar de todo, porque ella misma conocía mejor que nadie cómo se clasifican o se procede con los residuos del hospital, y también porque una piedra en el camino constituye un peaje literario obligatorio: hasta el mejor cuento de hadas que le hubieran narrado en su infancia dispone que los acontecimientos mágicos tardan un poco de tiempo en desplegarse. En la sala de reanimación Rosalyn se sacudió la anestesia dos horas después de la operación. La subieron a la habitación y allí fue abrazada por sus hijas. Casi no podía hablar, porque estaba aturdida y cansada, y sentía nauseas. Su anterior vigor, la fortaleza con que había se había enfrentado al médico momentos antes de la intervención se había disipado. No se fijó que las persianas estaban subidas y que sus hijas la rodeaban con
lágrimas en los ojos. Tampoco reparó que por debajo de la sábana una cicatriz reunía las dos partes de su abdomen. Por fin, a las seis de la mañana, cuando empezaba a clarear y ya nadie tenía nada más que decirle, se durmió. Soñó que se encontraba en una casa inundada. Y que cuando franqueaba la puerta de salida, se abría ante ella una ciudad laberíntica. Le dolía el abdomen y la cabeza, y la sonda no le dejaba respirar con fluidez, pero en el sueño esto no lo sentía directamente Rosalyn, porque en ese estado tan extraño de la conciencia no había dolor físico sino una obstinación por parte de la ciudad que le impedía el avance. Rosalyn flexionaba las rodillas, apoyaba los talones sobre el suelo pero seguía quieta, como paralizada, y sufriendo los empujones de la gente que se chocaba contra su cuerpo. Gente y contenedores vacíos y paredes ásperas y carritos de la compra y vallas publicitarias en las que constantemente se veía obligada a apoyarse para no perder el equilibrio. El dolor en el sueño no era más que el asfalto, unas paredes de cemento y unas estatuas de granito que se arrojaban contra ella a cada momento. Ahora sí, despreocupada de lo que pensaran sus compañeras cuando percibieran su ausencia, Irene se dirigió al departamento de anatomía patológica. Al llegar, se quedó mirando el rótulo de la puerta, porque sintió que estaba a punto de pasarle algo importante, pero también porque se dio cuenta de que si en el contenedor del quirófano hubiera encontrado algo inesperado, habría tenido que telefonear de nuevo a su hermana, mentirle un poco –sólo un poco– y esperar de ella una interpretación que la reconfortara. Un relato. Lo pensó porque, aunque no había tenido la más mínima duda a la hora de vaciar el contenedor, tampoco era algo que hubiera hecho sin una buena razón. Recordó que alguien le contó que otro alguien encontró un corazón en uno de los armarios de toallas del hospital, y que irrumpió en el primer despacho para entregárselo a un médico. Ella había sido la única persona en creer la historia, ella y otra limpiadora muerta el pasado uno de noviembre a causa de un cáncer de estómago. Recordó también que cuando a ella la contrataron treinta años atrás, lo primero que le llamó la atención en el hospital fue la guerra entre los médicos y los cirujanos del departamento de cardiología. Era el tiempo en que empezaban los transplantes de corazón, y las defunciones suponían un alto porcentaje de las intervenciones. Casi el 100%, pensó, o el 95%. No era difícil escuchar a través de las puertas, o en el rato que se tardaba en fregar un pasillo, las acusaciones que se dirigían entre sí el personal. Disputas sobre la profesionalidad, sobre el instrumental, sobre los sindicatos… Lo que ocurría, recordó, era
que los pacientes se morían en la mesa de operaciones de un modo sistemático. En fila india, uno tras otro, porque aún no se había perfeccionado el método o la tecnología del transplante, o porque aún no existían especialistas que supieran empalmar corazones como dios manda. Y no era sólo que la ineficacia de los profesionales desvirtuaba la nobleza de su oficio, recordó Irene, sino, sobre todo, que los pacientes permanecían medio vivos o medio muertos, una vez que se les había extirpado el viejo corazón ineficiente y se había comprobado que el nuevo no funcionaba. Ahí se quedaban los tipos, abandonados a su suerte, a la espera de que la última enfermera del equipo cumpliera la orden de apagar una máquina, y volviera a coserles el pecho para que cuando tocara rezar una oración por sus almas el ejemplar estuviera completo. Recordó que varias enfermeras abandonaron la profesión, porque no soportaban que la única opción estribaba en que al paciente, vaciado de sus dos corazones, se le mantuviera con vida por medio de una bomba artificial, mientras los cirujanos explotaban de rabia o de ira o de frustración, e improvisaban soluciones inútiles. Tampoco que, después, inevitablemente se murieran, pero mucho menos aún soportaban que, siendo ellas quienes acompañaban a los pacientes en la camilla al quirófano, pusieran su mejor sonrisa falsa una y otra vez, una y otra vez, y les mintieran cuando éstos preguntaban por los riesgos de la intervención o se interesaban por los detalles de una recuperación imposible. Detenida frente a la puerta del departamento de anatomía patológica pensó que si hoy, noche de navidad en el mundo occidental, noche en que los árboles santos crecen en el estómago de los elegidos, hubiera encontrado un corazón en el contenedor, le hubiera tenido que contar toda la historia a su hermana, y, lo peor de todo, hubiera tenido que encender una vela por aquel montón de corazones que se desechaban cuando el paciente, varado en una última agonía artificial, terminaba por fallecer. Pero no se detuvo más con ello. Un hospital es un aeropuerto cuyos aviones no despegan para volar sino para estrellarse. Así que abrió la puerta y entró. Y la prisa o la indecisión le impidió darse cuenta de que, una vez encendidas las luces de aquel espacio atravesado por mesas de estudio, la oscuridad adquiría la curiosa propiedad de agigantar los contornos. Había luces de alarma en los dinteles, y había persianas semiabiertas dejando paso a los destellos del patio interior. Pero lo más importante era que si Irene se hubiera detenido a examinar la perspectiva creada por las sombras, habría concluido que la negrura ensancha las dimensiones de las habitaciones. Algo similar a lo que hacen los dioses Quimera 69
en el génesis: crear espacio. Volvió a apagar las luces, más por superstición que por cautela, y con una linterna enfocó las etiquetas de los armarios. “El árbol”, pensaba. “El árbol”. Mientras buscaba una etiqueta con la fecha de ese día, se alivió pensando que no estaba invadiendo ningún espacio prohibido, ni tampoco deteriorando nada, y, además, trabajaba en el hospital desde hacía mucho tiempo. Y, al fin y al cabo, todo lo más que haría esa noche sería inutilizar el candado de un armario. Golpearlo con la base de un microscopio. Nadie lo consideraría un delito: estaba segura de ello. Rosalyn despertó al día siguiente a media mañana. Cierto: antes había abierto los ojos varias veces, llegando incluso a murmurar algo sobre la sed. Pero se dejó caer en el sueño, hasta que un par de horas después su hija pequeña le acarició la mano. Y, cierto: con un hilo de voz, sabiendo que la pregunta podía significar la primera palabra de su extinción, quiso saber si padecía cáncer de estómago. “No te lo vas a creer”, le respondió Lucía. “Te ha estado a punto de crecer un árbol por dentro”. La mujer lo recibió como una broma, incluso como una metáfora, pero Lucía le habló de las ramificaciones del hueso, de una mucosa o recubrimiento dañado por las raíces del ciruelo (lo cual era inventado). Y exageró la destreza del cirujano para reconocer de un golpe de vista los órganos que había que manipular para sacar adelante su vida. Rosalyn pidió que le reacomodaran la almohada. Y en abstracto, sin palabras, abriéndose paso entre emociones y nubes, pensó en la posibilidad de convertirse en un híbrido entre lo vegetal y lo animal. Le dolía el estómago y la cicatriz y los pinchazos del antebrazo y la sonda que irrumpía en su boca y llegaba hasta abajo, pero aún así dejó claro que en cuanto le permitieran comer con normalidad, se saltaría el postre. Siempre. Carmen, la hermana mayor no incidió en el tema de las raíces. Por lo extraño que le parecía, y porque le alejaba de esa imagen referencial de su madre, reforzada durante la noche que había pasado rezando por ella en la sala de espera de urgencias. Era como si el incidente hubiera transformado a Rosalyn, sangre de su sangre, en una criatura que mantenía vínculos directos con las cavernas del planeta, con sus selvas y sus glaciaciones, con el liquen. Irene eligió nueve frascos de formol, los alineó en una mesa y se olvidó de los armarios descerrajados: todo lo que hacía un momento le cerraba el camino, ya no constituía una prioridad, un problema. Si la desmemoria no le hubiera atacado en ese momento y si alguien hubiera encendido las luces, habrían quedado a la vista los cajones desordenados, las etiquetas arrancadas, los archivadores esparcidos por las repisas y las puertas 70 Quimera
“Pensó que si los médicos no le hubieran metido el bisturí a Rosalyn, el brote del ciruelo habría desarrollado completamente sus raíces, las cuales podrían, digámoslo así, haberse enredado en su organismo, abrazándose el vegetal y la mujer en una misma criatura.”
abiertas de las neveras. Una especie de ciudad asaltada, con el viento agitando los batientes de las puertas. Y, claro, no hubieran llamado la atención los frascos, que Irene, acuclillada, enfocaba con la linterna. Su idea era examinarlos un rato largo, incluso dejarse hipnotizar por su contenido, para descartarlos uno a uno. El problema era que después de mirarlos Irene no sentía nada. Si ella hubiera sido un poco más mística, menos ingenua pero algo más esotérica, a lo mejor habría encontrado en la alianza de su respiración con la temperatura ambiente la sintonía precisa para el trance. Pero no. Del mismo modo, o de modo parecido, si hubiera conocido el aspecto que en la vida real adquiere la palabra nódulo o la palabra tumor o la palabra vesícula, quizás habría sabido, con un simple golpe de vista, qué frascos podía arrojar al suelo y desentenderse de su estallido. Pero Irene era Irene, una simple trabajadora de cuya respiración el planeta se mantiene ajeno, y, además, lo que tenía delante de sus pupilas sólo eran trozos de organismos que lo mismo podían haber sido arrancados a mordiscos que extraídos por la pericia de un bisturí. Trozos humanos que un día habían ejercido su función en el engranaje general del organismo y ya no respiraban. Vio un estómago que había sido cortado transversalmente y desplegado como un pergamino, y no supo identificarlo. Aquello parecía un lienzo en blanco pero por mucho que Irene lo miró, por mucho que en otras circunstancias quizás se le hubiera ocurrido buscar inscripciones o salmos cristianos, no se le ocurrió nada. El siguiente contenía un trozo esponjoso de tubo, y tampoco emitía vibraciones, así que pensó en el frasco como una pecera inútil, un despojo sin branquias. El tercero contenía un nódulo cerebral, que es lo mismo que decir un punto de cruce en el flujo del pensamiento, una intersección –ya muerta– donde un día se habían asociado ideas diferentes entre sí, por ejemplo, paraguas y angustia; por ejemplo, doscientos euros y la caída de un caballo al mar. Por ejemplo, morirse y un caramelo de café y que tu mejor amigo te robe las llaves de casa. Irene pensó en levantar a su hermana de la cama, ahora sí, dormida y ajena a las migas de turrón en los sillones y a las copas vacías de coñac. Llamarla por teléfono y preguntarle por el aspecto que debería adquirir un hueso de ciruela que ha caído del cielo y lo ha asesinado un cirujano profano o ateo o insensible a la espiritualidad del mundo. Estuvo a punto de hacerlo porque sentía la necesidad de confesarle a alguien que ella sí confiaba en ese credo que salva a los hombres por medio de la magia y de los excelentes sentimientos y de esas historias redondas donde las fuerzas vivas del universo confluyen en armonía. Pero eso no le habría ayudado, porque en ese momento lo único que podía con-
tribuir a su redención era averiguar el color y la forma exactas de un hueso de ciruela. Sólo eso le haría olvidar los armarios expoliados y las cerraduras forzadas y el despido del hospital y hasta la condena judicial que –lo estaba empezando a temer– tendría que afrontar si no encontraba el árbol muerto de navidad antes de que un guardia de seguridad la encontrara a ella. Pero de los nueve frascos, sólo había descartado el estómago abierto, por extraño. Y ya se lo estaba imaginando: un policía la empujarían ante el juez después de muchos días de incertidumbre, y éste le preguntaría –las cejas levantadas y un tono de indignación en la mirada– si verdaderamente la noche del veinticuatro de diciembre había pretendido robar un resto humano extirpado para plantarlo en una maceta. Y –las manos esposadas, el sudor frío corriéndole por los muslos– tendría que soportar las preguntas sobre el significado de su delito, porque el fiscal la interpelaría una y otra vez con lo mismo: “¿se da cuenta usted de que estaba dispuesta a cultivar un fragmento humano?” Ella, claro, respondería que no, que su único propósito había sido devolverle la vida a un árbol de navidad que había sido exterminado casi antes de nacer, pero el fiscal volvería a la carga y plantearía a gritos, delante de los otros abogados y de sus familiares, el supuesto de que Irene realmente hubiera conseguido su propósito de plantar el hueso y regarlo y sacarlo al balcón cada mediodía de su vida, y sonorizarlo con Mozart o con cualquier estación de Vivaldi. Y entonces el fiscal, que en estos casos siempre adopta el rostro de un cirujano frustrado, la señalaría con el dedo y le preguntaría una vez más en qué se habría trasformado su delirio, si hubiera conseguido culminar su plan. ¿En un árbol humano de Navidad o en un monstruo que palpitaría en las tardes de otoño? “¿Por qué esta noche?”, le preguntó Rosalyn a Lucía, la menor de sus hijas, cuando despertó, sumida en la desorientación. “¿Por qué precisamente esta noche ha ocurrido todo esto?” Lucía respondió que hoy no se diferenciaba en nada de ayer, de cualquier día del verano o de la primavera. Entonces miró la sonda nasogástrica que entraba por la boca, y también la otra, que salía de su antebrazo y le inyectaba un calmante, y pensó que ciertamente tenía motivos para compadecerse de su madre. Pero Rosalyn insistió. Antes de quedarse dormida sobre la butaca de la habitación, Carmen, la mayor, pensó que si su madre hubiera muerto en plena navidad, no habría tenido más remedio que renunciar a su fe en un dios que, por lo visto, modifica el mundo desde su lejana posición de vigía. “Lo que interviene en nuestras vidas es la nada”, se habría obligado a creer. “La nada: nada más que la nada”. ■ Quimera 71
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un collar de turquesas por celso castro lo cierto es que yo no soportaba a mi padre, por nada en concreto, pero… no lo soportaba. era demasiado hosco, demasiado serio, y su lenguaje se había ido empobreciendo progresivamente, y si me permites la expresión, desplazándose hacia el gruñido. sobre todo desde que me sorprendió con iria –su sobrina– su ojito derecho, en una de las habitaciones, que nos estábamos peleando y riéndonos encima de la cama, y… nos sorprendió, que debía de llevar un buen rato allí de pie, y ya no volvió a dirigirme la palabra. fíjate que cuando me fui, que yo quería estudiar filosofía o filología o algo que me sirviese de base, que mi intención era convertirme en un gran escritor, y mi padre me dijo que no, que él no estaba dispuesto a mantener mis –bobadas de postín– que me ganase la vida como se la ganaba todo el mundo, trabajando, y que en mi tiempo libre –allá tú, si te apetece emborronar papel, pues…– así que entré en la escuela de hostelería, y gracias a iria, que intercedió, que si no… y… al marcharme, con el taxi en la puerta, le dije –papá, me voy, que…– y él me respondió sin mirarme –vale…– y me fui. iria lloró, y yo la vi llorar y también lloré, que las lágrimas son contagiosas. y además, era la única persona que se interesaba por mí, que me telefoneaba todas las semanas, el sábado, para preguntarme si estaba bien, y si la echaba de menos, nuestras peleas y eso, y que ella sí que me echaba de menos –muchísimo…– que yo no podía entenderlo porque era un crío –y los críos no entendéis de sentimientos…– y que si no fuese por mi padre, porque tenía que cuidarlo, se vendría conmigo a la ciudad. que la convivencia con mi padre cada vez era más difícil, que últimamente no paraba de quejarse, y que no tenía hijo, que nunca lo llamaba por su cumpleaños ni por su santo ni por navidad, como si no existiese, y… por qué no iba a pasar las fiestas con ellos –por favor… ¿vienes?... di que sí, anda, que el año pasado no viniste y... —no sé… pero si voy, te llevo un regalo… —no, no quiero regalos… mi regalo es que vengas…
—ya lo tengo… —¿el qué? —el regalo, ya te lo compré… —estás loco… ¿y qué es? —ah, es una sorpresa y era el collar de turquesas que le había comprado a mabel. y como soy escritor, me inventé una historia, que mi madre en su lecho de muerte, me había mandado llamar y me había dicho que abriese el cajón de su tocador –el de la derecha…– y que cogiese un estuche de terciopelo negro que guardaba para mí –hijo mío, ese collar de turquesas es para ti, para que cuando seas mayor se lo regales a tu mujer, a tu esposa ¿eh?– y es lo que iba a contarle a mabel. porque a iria no podía contarle eso, que sabía más de mi familia que yo, que una vez mi padre se enfadó conmigo, no recuerdo por qué, y empezó a gritarme que mi madre se había suicidado por mi culpa, que había caído en una depresión profunda nada más verme, y que no le extrañaba –¡que le diste un postparto de cojones!– y me tiraba cosas, la jarra del vino y los platos y tenedores y… y yo me escapé de casa y corrí a refugiarme en una cabaña que habíamos construido iria y yo cerca del río, en una desviación del camino de sirga, que había un pequeño claro, y… era nuestro refugio, allí hacíamos el amor, o lo que hagan los niños, lo hicimos muchas veces, hasta que se fue a un campamento de verano con las monjas, que son unas meticonas, siempre indagando, y… regresó y no me dejaba tocarla, y que no y que no –que una mujer debe hacerse valer y respetar y…– lo que resultaba bastante ridículo, porque ella no tenía más de once años, y yo aún no había cumplido los diez, y… era ridículo… y estaba en la cabaña, llorando, y al anochecer vino iria a buscarme y me dijo que ya podía volver a casa, que a mi padre se le había pasado el enfado, y que no llorase, que yo no era culpable de… lo que había sucedido, que mi madre era una depresiva, Quimera 73
una enferma, y no era culpa de nadie, y… hablábamos de mabel, que la conocí en la escuela de hostelería, y enseguida congeniamos y alquilamos una habitación y nos fuimos a vivir juntos. y ella quería montar un establecimiento donde se sirvieran cócteles ¿no sabes? un sitio fino y moderno. y yo le dije que la ayudaría, que haría todos los cócteles que quisiera, mañana, tarde y noche, pero que a las doce en punto, con las campanadas, me transformaba en escritor y me encerraba en casa a escribir, y ella –¡trato hecho!– y estábamos tan ilusionados con el proyecto que me inventé esa historia de mi madre y le compré el collar para regalárselo en su cumpleaños. y lo escondí en el escritorio, bueno, en la mesa donde escribía, debajo de mis cuadernos, que ahí no andaba. que en el tiempo que vivimos juntos, te juro que nunca le vi manifestar ninguna curiosidad por el acto creativo en sí, ni por el lenguaje escrito ni… al menos por el mío. que una vez le dije que había comenzado la redacción de una novela, y ella –¿sí? ¡qué bien! ¿y de qué va?– y le estoy contando el argumento, y ella en la luna, de verdad, como si se lo estuviese contando a la pared, y de repente me interrumpe muy animada –¡ah! ¿sabes a quién me encontré por la calle real?– que es lo único que le importaba, en serio, que sólo le importaban los cócteles y los vestidos y la gente de categoría y presumir y esa mierda, y… resumiendo, que faltaban un par de semanas para su cumpleaños y se le infecta un dedo ¿no? el dedo gordo del pie, que siempre se arrancaba los pellejitos, tenía esa manía, y se le infectaban, y… se le puso el dedo hinchadísimo, ENORME, que no podía ni caminar. y vamos al podólogo y las curas y… casi todas las tardes, se arreglaba mucho y se iba a hacer las curas ¡con zapatos de tacón! y yo sin enterarme de nada, que no sé si alguna vez has escrito una novela, que estás como obnubilado, inmerso en tu mundo, y no te enteras de lo que ocurre a tu alrededor. y un día viene y me dice –tenemos que hablar…– y… en definitiva, que ya está curada, pero… que el podólogo y ella… –sin pretenderlo ¿eh?– se han enamorado y quieren casarse cuanto antes, en cuanto le presente a su familia –es de una familia muy… ya verás, te va a encantar, es muy agradable, y lee mucho… y además, tú… ya sé que no lo quieres reconocer, pero estás enamorado de tu prima o… lo que sea, porque… —oye, no me jodas ¿eh? si quieres irte, te vas, que nadie te retiene ¿vale? y ahórrame las disculpas y las explicaciones… —es la verdad, siempre estás hablando de ella… —¡joder, quieres irte de una puta vez! y como era propenso a las depresiones, igual que mi madre, y tenía esa inclinación natural, esa proclividad que aunque tú no la notes, está ahí, latente, y cualquier contrariedad, pues… y salía a emborracharme por las noches, 74 Quimera
que todos mis amigos y conocidos trabajaban en hostelería y solían invitarme o me cobraban menos, y me daban consejos y… yo les contaba lo de mabel, que el podólogo le había quitado un pellejito y a mí me había despellejado. y al principio sonreían, que les hacía gracia, pero después se cansaron y dejaron de sonreír, y yo dejé de contarlo, y me sentaba a beber en silencio, y acababa llorando, y claro, era muy molesto, y un fastidio para el resto de la clientela. y una noche se me acerca adolfo, uno que había estado trabajando en inglaterra, en el museo británico, que le llamaban –bobina– en parte porque llevaba la alopecia cruzada de una oreja a otra, y pegada al cráneo, y en parte porque era un poco simplón y amanerado, y a lo mejor por más cosas, no sé, y… se me acerca y –¡eh, venga, hombre! ¡ánimo, hay que reaccionar!– y que no valía la pena sufrir por nadie, y que a él le había pasado lo mismo, que había tenido un desengaño amoroso –¿y sabes qué hice?... me puse a trabajar como si nada, y para vaciar la cabeza de… la rabia que sentía, de la impotencia…– se había metido en un gimnasio y ya era tercer dan de jiu jitsu. no, esto me lo estoy inventando, estoy exagerando para hacerlo más llamativo, en realidad, me dijo que era cinturón verde o azul –y además, en nuestro trabajo siempre te tropiezas con algún pesado, y…– podías aplicarle una llave y reducirlo, sin alterarte y sin violencia –¿por qué no pruebas, eh?... venga, hombre, qué pierdes, te dejo un kimono y pruebas unos días, y si no te gusta…– y cuando me vi en el espejo con el kimono de jiu jitsu, me eché a llorar, de verdad, que… me parecía que había tocado fondo, que no se podía caer más bajo, que nadie en esta ciudad, ni fuera de esta ciudad, llevaba una vida más absurda y estúpida que la mía, y que era una vergüenza ver al –gran escritor– en qué se había convertido, y pensé que si iria me viese así, con el kimono, me soltaba una hostia que… seguro… y sin embargo, fui a clase de jiu jitsu durante dos o tres semanas, una quincena, hasta que entré a trabajar en un pequeño restaurante de la marina, que me dijo adolfo que estaban buscando camarero, que se les había ido el que tenían, y me presenté y y nada más entrar a trabajar en el restaurante, me enamoré de una dependienta, la encargada de una tienda de ropa, una especie de boutique, que venía a comer los viernes y algún sábado, y a veces por la semana, y siempre comía lo mismo, una ensalada completa, que se la preparaba yo, y té rojo, que me dijo que era su preferido y lo compré para ella, porque nadie pedía té rojo, sólo ella, y… era muy guapa, pelirroja, con los ojos oscuros, y la piel blanquísima, y los labios… y llevaba un traje chaqueta negro con un distintivo y su nombre –INGRID– que para mí que no era su verdadero nombre, que a lo mejor se llamaba… por ejemplo, elvira, y se lo cambió. en fin, que llegaba al restauran-
te y se sentaba en la mesa del rincón, que se la reservaba, y se ponía a hablar por el móvil con una tal belén, supongo que una amiga, y… se veía que tenía problemas con su marido o su pareja o lo que fuese, por las cosas que decía, y porque algunos días le costaba sonreírme, y aun así me sonreía. y yo buscaba esa sonrisa y me paseaba a su alrededor con el paño, colocando sillas y servilleteros, y echándole miraditas significativas, y que estaba dispuesto a contarle la historia de mi madre y a regalarle el collar de turquesas y a ayudarla y a apoyarla en lo que necesitase. que todos los idiotas, y es norma general, una vez que hemos estropeado nuestra vida, nos volcamos despiadadamente en la de los demás. y sin embargo, he de admitir que no le interesaba demasiado, ni siquiera se fijaba en mí, no sé si porque yo era camarero y ella encargada, o porque tenía casi treinta años o más y ni se fijaba en mí, o… bueno, y ya te dije que me había telefoneado iria para que fuese a casa, a celebrar con ellos las fiestas navideñas, o sea, con iria, que mi padre era capaz de pasar sin comer por no abrir la boca, y… me lo estaba pensando. y es que en esos días me torcí el pie, que había empezado a correr por lo del jiu jitsu, para ponerme en forma, y… cuando lo dejé, seguí corriendo, que me gustaba ir por el portiño, respirando el aire del mar y contemplando el paisaje, las gaviotas, los barquitos y esas cosas, y… nada, que me torcí el pie, que había muchas piedras y pisé mal, y como se puso a llover, continué con mi carrera para no mojarme, y volví a torcérmelo y me hice un esguince que no podía trabajar ni estar de pie. y cogí unas muletas y me fui a llevar la baja al restaurante. y recuerdo que andaba todo el mundo muy alegre por ahí, por la navidad y porque acababan de dar las vacaciones y… y llego al restaurante y a punto estuve de caerme por culpa de alvarito, un niño de seis o siete años que era insoportable, de verdad, un repelente, uno de esos niños consentidos ¿no sabes? que ya me había tirado la bandeja en más de una ocasión, y… eso, que estaba jugando con un globo y se me metió entre las muletas y no me caí de milagro, y gracias a que pude verlo, que lo traían señalizado del colegio con un gorrito de papá noel, y… en resumen, que entrego la baja, y estoy hablando con el dueño, que se portó muy bien conmigo, claro que yo también me portaba bien con él, que muchas veces si había apuro, me quedaba a echarle una mano, y… en fin, que estoy hablando con el dueño, y que me cuide y repose el pie, y… ya me estaba despidiendo, y veo que entra ingrid y que se va a su mesa del rincón. y yo –casi me tomaba un café, es que no desayuné nada, con las prisas…– y que estaba agotado de andar con muletas de aquí para allá, que me dolían los brazos. así que fui a sentarme muy aparatosamente en la mesa de al lado, haciendo mucho ruido con las muletas, a ver si me preguntaba qué me había pasado, aunque sólo fuese por educación, por amabilidad. pero… llegué tarde y
ya estaba con el móvil -hola, soy yo otra vez… nada, que me acaba de llamar… sí… pues… eso, que se quedaba con ella, que estaba sola aquí y… ya… peor… más que cabrón, que sabe cómo está mi madre, joder… con lo de mi padre, y… por un día, qué le costaba… yo qué sé… ahora prefiero no decirles nada, que se tuvo que ir de viaje, que… sí, algo urgente, y… cuando pase toda esta mierda de fiestas, ya… en enero se lo digo… joder, se van a llevar un disgusto… sí… a ver cómo se lo digo… no… no, te lo prometo… no pienso llorar por ese cabrón nunca más… no se lo merece… es que me da un coraje… te juro que si lo tengo aquí delante y de repente se oyó un estallido que nos sobresaltó a todos, que… y al momento alvarito se puso a gritar como un condenado y a soltar lagrimones y a enseñarle a su madre aquellos restos de goma que colgaban de su mano, y la madre –no llores, mi vida, que mamá te compra otro ¿sí?– y los clientes de las otras mesas sonreían compasivos y hermanados en ese espíritu –pobrecito, se asustó…– yo no, que le estaba bien, aunque la culpa era de sus padres, que… entonces me volví para mirar a ingrid y hacer algún comentario gracioso, y vi que estaba llorando, que… como te dije antes, no hay nada más contagioso que las lágrimas, y… lo hice sin pensarlo, me levanté y le dije –tranquila, yo te tapo…– y me planté allí con las muletas, delante de ella, para que no la viesen llorar. y ella lloraba y lloraba y me cogía la mano, me la apretaba agradecida, y a mí también me entraban ganas de llorar, y de hecho, salí del restaurante sin despedirme de nadie, que iba llorando por la marina, pensando en iria y en que por lo menos nosotros no estábamos tan expuestos, que teníamos nuestro refugio escondido muy adentro, y ahí siempre podíamos cobijarnos, y… que ya estaba decidido, que volvería a casa, nervioso y tartamudeando y sin saber qué decir, qué actitud… seguro que me quedaba como un idiota, mirándola, o cabizbajo, sin atreverme a mirarla. lo mejor sería coger el collar y dárselo, decirle –toma, esto es para ti… ¿te gusta?... son turquesas…– y ella me empujaría y se reiría, y yo la empujaría y… después nos iríamos a nuestra cabaña a pelearnos con cuidado, por el esguince, y yo le contaría cosas de la ciudad, y ella abriría mucho los ojos, que era su forma de animarme a disparatar, que no le importaba que me inventase las historias, se reía igual, y… aunque no le mencionaría a mabel, ni a ingrid, ni la soledad. esa soledad lenta que enmohece y apaga las miradas, y te deja… no sé, pobre ingrid, me arrepentí de haberme marchado así. me hubiese gustado consolarla de alguna manera, y abrazarla. pero lo primero que te enseñan en la escuela de hostelería es que nunca –en ningún caso o circunstancia– debes abrazar a un cliente. jamás, ni siquiera en navidad ■ Quimera 75
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La mano y La Prueba por Robert Juan-Cantavella Estos ataques recrudecieron en vísperas de la Navidad Claude Lévi-Strauss San Expedito, tú que lleno de valor abriste tu corazón a la gracia de Dios, y no te dejaste llevar por la tentación de postergar tu entrega, ayúdame a no dejar para mañana lo que debo hacer hoy por amor a Cristo. Ayúdame desde el cielo a renunciar a todo vicio y tentación con el poder que Jesús me da. (De la Oración a San Expedito para vencer las pruebas.) Esta noche se cumple el aniversario número 1951 de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo. No es una noche cualquiera. Hace varios días que un vientecillo atroz se ha enseñoreado de la ciudad. Hace varios años que la ciudad espera con ansia y cautela el regreso de los festejos. Hace varias horas que los festejos se han convertido en algo extraño, con todos esos rumores sobre una mano incorrupta y desaparecida. La gente aguarda en sus casas, bebe vino, aviva el fuego. Nico Saturna Expósito no ha pasado la noche en el viejo hospital. Espera aterido en una de las callejuelas que suben hacia la catedral, bajo un montón de desperdicios que dejó tras de sí el mercado de esta mañana. Tiene una teoría. Aunque no, más que una teoría tiene una misión, eso es. Las teorías no siempre funcionan. Lunes 24 de diciembre. También tiene hambre. Las calles están desiertas. Nico no puede esperar más. Sale de allí dispuesto a llegar a la catedral confundido entre las sombras. La espalda contra la pared. Cada vez que se acerca al resplandor de una ventana se echa al suelo y avanza gateando. Dentro escucha el rumor de la abundancia, siente la dulce fragancia de la carne asada, nota un profundo pinchazo en el estómago, y vuelve a incorporarse. Así hasta tres veces, cuando por fin llega a la plaza y la atraviesa como una liebre. Sigue con cuidado el contorno de la nave lateral, pegado a sus muros, y en unos minutos ha llegado a la parte de atrás. Allí se oculta tras una columna adosada y echa un vistazo. Parece que nadie ha advertido su presencia. Pero sólo lo parece. En algún lugar, muy cerca de allí, se oculta Felícito Milrus, agazapado como un cazador, escondido tras una capucha y con los dientes apretados. Hace
varios años que se la tiene jurada. Hace varias horas que no se mueve de su escondrijo. Hace varios días que lo sabe. Algo así tenía que suceder. Nico no se ha dado cuenta, de modo que continúa con su plan, dispuesto a probar su teoría, o más bien a jugárselo todo a una carta. Aquí está, en el mismo lugar, no tiene demasiado miedo. Sí, piensa, en el mismo lugar. Nico recuerda perfectamente dónde hizo el hoyo. Podría llegar a él con los ojos cerrados. Ya sólo faltan unos metros. Pero no cierra los ojos. Ni mucho menos. Al fuego no le tiene ningún miedo, eso es cierto, pero al acero sí, al acero y a la venganza. Nico teme a los hombres y cree en Papá Noel. Aunque no es ningún miedica. Su pulso es firme. Sus pasos también son firmes. Felícito Milrus es un alto funcionario, responsable de las dos instituciones de la Beneficencia con que cuenta la ciudad. Milrus lleva un cuchillo escondido. Ahora busca a tientas su empuñadura. Nico no lo sabe, pero cada nuevo paso lo acerca un poco más a ese hombre despiadado y subrepticio. Ya sólo son unos metros. Se detiene, vuelve a echar la vista atrás, nadie a su espalda, nadie en la boca de las dos callejuelas que alcanza a ver, nada tampoco arriba, en los estrechos ventanales de piedra. Es cuando se arrodilla y empieza a cavar. Nico temía que con el trasiego de los festejos cualquier despistado hubiese descubierto su secreto, acaso un perro, quizá otro niño. Pero no. Allí está. No es la mano de un hombre, es la mano de un dios. Nico se la guarda muy cerca del corazón, da un par de patadas y esparce la tierra sin mucho cuidado. Lo ha conseguido, le queda esconderse, con las primeras luces del día abandonará la ciudad, parece que nadie se ha dado cuenta… pero de nuevo, sólo lo parece. Felícito Milrus, claro, sí se ha dado cuenta. Mañana a Nico lo encontrarán degollado a los pies de la catedral de San Benigno, en medio de un charco de barro rojizo. Los ojos abiertos. De la mano incorrupta, de su preciado tesoro, no quedará el más mínimo rastro. Quimera 77
Dos días antes, el sábado 22 de diciembre del 1951, no hay ráfagas de agua golpeando con violencia las contraventanas del viejo hospital. No llueve y de momento ni siquiera hay luna. La luna no corona el firmamento con su luz lasciva y pobre. Es cierto que esta noche todo resultaría más fácil de entender si la oscuridad abrazase con su frío aliento el viejo hospital de las afueras. Pero ni siquiera el hospital es ya un hospital, de eso hace muchos años, y aunque el día empieza a cansarse, a retirar su osadía, sigue arrancándole una débil sombra a los escasos pinos que rodean el viejo caserón. Como una imagen en sepia a lo lejos, grande y robusto, rodeado de nada o casi nada. Dentro, sin embargo, estos matices no se aprecian. El vestíbulo en silencio. El papel de las paredes tratando de escapar de su cárcel de simetría y belleza. Un lugar donde dejar el bastón y el abrigo, el paraguas o el sombrero, un mueble labrado en roble. La luz tan débil que cuando oscurece no se nota. Dentro cuesta saber si es de noche o no lo es. En el vestíbulo apenas sucede nada. Ni hoy ni nunca. Por allí se sale a la calle, y de estos sitios de la Beneficencia salen sólo unos pocos, casi ninguno. Los niños no saben lo que les conviene. Están donde les corresponde estar. Hasta que irrumpe el movimiento y la furia en forma de ruido y desorden. El pequeño Nico Saturna hubiese puesto la mano en el fuego por ella, por su teoría, pero acaba de comprobar que su teoría no tenía el menor fundamento. Irrumpe al galope, tropieza con la mesa, tira al suelo una de esas sillas enormes con el perfil de un caballero antiguo labrado en el centro del respaldo. Se incorpora y mira atrás. Lleva un pedazo de pan en las manos. En términos generales, la teoría de Nico consistía en lo siguiente. A esas horas, el cocinero Lubin siempre se echa en uno de los enormes bancos de la cocina a dormir. Eso es todo. Pero era una teoría falsa, como tantas otras teorías falsas. Lo sabemos porque tras Nico Saturna, de la entrañas de la cocina, ha salido el cocinero Lubin gritando y agitando su inmenso barrigón de cocinero apenas contenido por un sucio delantal, sus tetas gigantes de cocinero barrigudo, su colosal papada de cocinero. Nico no sabe dónde esconderse. No tiene tiempo para elaborar una nueva teoría, ni confianza alguna en que llegue a funcionar, así que decide meterse bajo la mesa y rezar. Ayúdame a superar estas horas difíciles, protégeme de todos los que puedan perjudicarme. El cocinero Lubin se lleva la mano a la espalda, a la altura del cinturón, mirando a todas partes y guardando silencio, a la espera del menor crujido… pero enseguida rectifica porque ese que acaba de entrar es el director Expedito. El director Expedito es un señor alto y bien vestido, no del todo aseado, no huele demasiado bien, pero sí con esa firmeza en el rostro que parece excusar los lamparones que adornan su pechera. El director Expedito no sabe que la teoría de Nico acaba de mostrar su punto más débil, nadie le ha contado que el cocinero Lubin lo persigue con las peores intenciones, ni ha oído hablar jamás del pedazo de pan que aquel pequeño rufián oculta bajo sus hara78 Quimera
pos, pero no pierde el tiempo y enseguida lo descubre y lo atrapa. Nico lo sabe, no tiene escapatoria. El cocinero Lubin se lamenta entre dientes, sabe que ha perdido su oportunidad. El director Expedito cierra su mano como una zarpa alrededor de una de la orejas de Nico y lo levanta como un peso muerto mientras advierte el gesto de fastidio del cocinero. Así que sin soltar al pillastre le hace una señal, una señal importante con los ojos al cocinero Lubin, moviendo las pupilas y haciendo algo extraño con la nariz, levantándola de un lado sin levantarla del otro, alzando sólo una de las aletas de su excepcional narizón de cocinero sin que la otra llegue siquiera a oscilar. El cocinero Lubin entiende y se va maldiciendo. Ya solos, el director Expedito ve como un leve asomo de remordimiento sobrevuela el desértico paraje de su alma grisácea para desaparecer de inmediato por las colinas del deber. Es sólo un instante. Se sobrepone y registra a fondo a Nico. Nico se defiende como un gato panza arriba. Sólo uno de sus pies alcanza a rozar el suelo y trata de distribuir el peso y el equilibrio para conservar su oreja. No es su primera vez. Nico acaba en el suelo, las manos al pómulo herido, a la oreja recobrada, gimiendo de dolor. Y el director Expedito que encuentra el pan robado. ¿Dónde ibas con este pan?, así nunca llegarás a ser uno de nosotros, ya sabes, hay que esforzarse. Nico se hace un ovillo porque sabe que tras el sermón llega siempre la paliza. Uno de nosotros. La teoría de Nico no ha funcionado, es cierto, pero la suerte no lo ha abandonado del todo, pues acaba de sonar la aldaba de la puerta principal. El director Expedito va a abrir. Ha llegado el señor Milrus y nada más entrar masculla algo sobre una reliquia. Lo cierto es que el señor Milrus llega con un rollo de papel bajo el brazo. Justo entonces, se produce una horripilante y afortunada transformación, y el director Expedito, que empieza a olvidarse de Nico Saturna, se convierte por arte de embrujo en la más servil de las cucarachas y atiende al visitante con todos los honores. Nico, claro, aprovecha para escabullirse. Primero el instinto le sugiere que salga por la puerta pequeña que ha atravesado hace unos minutos, pero enseguida rectifica y le dice que no: si cruzas esa puerta estás perdido, Nico, gatea mejor por entre las piernas torcidas de esos dos demonios, y sal al patio, Nico, allí ya se te ocurrirá algo, cualquier cosa antes de echarte en brazos del carnicero Lubin, Nico. A Felícito Milrus, estas maniobras no se le escapan, pero allí lo han traído otros menesteres. “Otra vez esa rata”, piensa no obstante en voz alta. Y el director Expedito sonríe nervioso. De nuevo ese leve asomo de remordimiento sobrevuela el desértico paraje de su alma grisácea, hasta que recompone el gesto y otra vez se siente a salvo, como quien cambia de calzones. Como quien enciende un candil y hace la luz. El señor Milrus mira al director Expedito por encima de sus gruesas lentes. No está dispuesto a perder el tiempo, así que le cuenta lo que lleva escrito en el rollo de papel. Mañana día 23 has de llevar hasta al último de tus mocosos a la catedral. Una vez
allí, esperad en el atrio. No será una mera atracción sino un acto ejemplarizante y definitivo. Felícito Milrus sale de escena. El director Expedito se queda en silencio. Fuera sigue sin llover. Dentro, otra vez no sucede nada. Cuando advierte que Nico ha desaparecido llevándose consigo el pedazo de pan, el director Expedito no mueve ni un músculo. “Maldito bastardo”, piensa para sus adentros, mientras contempla el desértico paraje de su alma estancada. Quieto como un muerto. Como una cucaracha alerta.
“Justo entonces, se produce una horripilante y afortunada transformación, y el director Expedito, que empieza a olvidarse de Nico Saturna, se convierte por arte de embrujo en la más servil de las cucarachas y atiende al visitante con todos los honores.”
Hoy, 23 de diciembre de 1951, en el gran cuarto de dormir del viejo hospital, es un día como los otros y es también un día muy distinto. Los mandan levantarse a la misma hora, poco después canta el gallo. Todos los niños a la vez. Hacen un atadillo cada uno con lo que ha utilizado para taparse y van a esconderlo y entra en el cuarto el director Expedito y tras él aparece el cocinero Lubin. Normalmente al director Expedito, que ya no tiene forma de cucaracha sino de maestro riguroso, le basta y le sobra para devolver a la vida a ese atajo de haraganes. Lleva consigo un bastón. Los niños despistados, los zánganos a los que se les pega el saco o el paño o el trozo de manta, reciben un golpe en la planta de los pies, justo en medio de la planta de los pies. Nico Saturna ya se ha levantado, sabe que algo anda mal. A esas horas el cocinero Lubin debería estar a sus fogones. Nico no dispone de ninguna teoría al respecto, pero su intuición es afilada como el hielo. Nico sabe que se lo van a robar, pero también que no dispone de mucho tiempo, así que mete el saco que le sirve de frazada bajo la cama. Algo no anda bien. Tiene hambre. Como todas las mañanas. Para cualquiera de aquellos pilluelos, el simple hecho de haber comido un pedazo de pan duro la noche anterior es como predicar en el desierto. Es como no haber comido ni un pedazo de pan ni ninguna otra cosa. Ese hambre que los mantiene anclados a todos en el mundo de los fantasmas. El director Expedito da de una vez las instrucciones de siempre, les habla de Dios y de los hombres, y luego les cuenta con media sonrisa que hoy no es un día como los otros días. —Hoy haremos todos juntos algo muy especial. Saldremos de aquí sin armar escándalo ni tratar de huir e iremos a la catedral, todos juntos, van a quemar a alguien y es menester que lo veáis con vuestros propios ojos. Habrá una hoguera, y fuego, habrá gritos y un montón de brasas. Hoy os lavaréis todos. La comida también será especial. El cocinero Lubin mira fijamente a Nico. Nico mira fijamente al cocinero Lubin. El cocinero Lubin come cuanto quiere. Aquel maldito pedazo de pan seguramente ni siquiera lo hubiese probado. El director Expedito sale del gran cuarto de dormir seguido de una fila de a dos, con todos los niños detrás. Nico no. Para el cocinero Lubin aquel pedazo de pan en realidad no tiene la menor importancia. Pero al parecer su orgullo no es de la misma opinión. Nico le había vuelto a Quimera 79
ganar la mano. Nico no está asustado, pero se asoma a la ventana como si tuviera una nueva teoría y estuviese dispuesto ponerla a prueba. El director Expedito ya ha desaparecido, igual que desaparecen las cucarachas cuando el cocinero Lubin las persigue con su escoba por toda la cocina. El gran cuarto de dormir casi está vacío. El cocinero Lubin acaba de sacarse un cuchillo. Lo llevaba atrás escondido, entre el cinturón y su formidable espalda de cocinero. Nico comprueba algo que ya sabía, de tan alto no puede saltar. Se aleja de la ventana, va a echar a correr. Del director Expedito ya ni los gritos se escuchan. El cocinero Lubin se lanza a por él. Alrededor de la empuñadura de ese gran cuchillo, los dedos del cocinero Lubin parece que van a estallar. Sale al encuentro del pequeño. Nico Saturna vuelve tras sus pasos, rectifica. Otra vez se asoma a la ventana. Ahora también el cocinero Lubin está junto a la ventana. Fuera no llueve. El sol ha completado una parte importante de su recorrido alrededor del viejo hospital. Esto es lo esencial de la conversación que tiene lugar en la cocina, poco antes de tan importante excursión, entre el director Expedito y el cocinero Lubin. —La cena la tengo hecha de hace días, sólo le pido que me permita acompañarles, puedo serles de gran ayuda, hay algo de lo que debo ocuparme. —Ha venido el mismísimo señor Milrus, Lubin, nunca antes se había dignado. No creo que ni uno solo de esos pillastres logre escapar si me acompaña tan ilustre escolta, Lubin, ¿acaso usted sí? El cocinero Lubin se queda allí parado, con lo hombros caídos. Sabe que el director Expedito tiene una sola palabra. Que seguir insistiendo no le serviría de nada. —¿Acaso temes que mi hijo…? Pero el director Expedito no termina la frase, porque una tremebunda borrasca asola de pronto el desértico paraje de su alma de cucaracha. Hace mucho que el cocinero Lubin no se sentía tan decepcionado, lo cual se debe fundamentalmente a que hace mucho que no se sentía tan ilusionado. Sabe que por las venas de Nico Saturna corre bastarda la sangre del director Expedito, pero sigue sin decir nada y da media vuelta. —No te preocupes, de verdad Lubin, que no te quite el sueño, está todo previsto... Nico conoce muy bien el propósito de aquel suplicio. Por primera vez desde hace una década, las danzas y vítores, las fiestas y los pasacalles vuelven a estar permitidos. Y a la iglesia, el cariz colorista y desprovisto que empieza a tomar la Navidad, no le hace la menor gracia. De ahí que algunos de sus prelados, con el obispo Fuete a la cabeza, hayan escogido el mismísimo atrio de la catedral para sacrificar la vida de Papá Noel en público acto de fe. Como el resto de los internos, Nico también estará allí. Nico Saturna cree en Papá Noel. Ya lo creo que estaré allí, piensa Nico, esperaré a su señal, luego el resto vendrá rodado o acudirá algún dios en mi 80 Quimera
ayuda. Nico lo sabe, hay santos que no terminan de morirse nunca, sabe que algún trocito de muchos santos siempre queda para el final. A Nico le duele pero se ve obligado a admitirlo, a Papá Noel no va a poder salvarle la vida. Felícito Milrus va delante. La comitiva sigue un lento orden marcial. El cocinero Lubin se queda maldiciendo a los cielos en el umbral de la puerta del viejo hospital, el cuchillo en la mano, la mirada fija en una fila de niños sucios que desaparece tras los árboles. Llegan a las primeras casas, suben por una callejuela empinada. La gente se detiene a contemplar aquella procesión sin santo y sin sacerdote. Guardan silencio, sienten un respeto que no lograrían traducir a palabras. Sienten lástima y orgullo. Están todos vivos. Cerca de la catedral, el director Expedito ordena que se detengan. Su aspecto es el de un inflexible tutor, nadie en su sano juicio buscaría en su cabeza las alargadas antenas de una cucaracha. Se acerca un griterío, en saltos y jolgorio, alrededor de un carromato lleno de trofeos de renos paseados entre danzas. Cabezas de renos. Pezuñas de renos. Sangre de renos. Papa Noel es un dios. La fiesta de los muertos por mano violenta, de los abandonados sin sepultura, la fiesta de las niñas muertas de forma precoz. Ahora acaban de llegar todos los niños ante la catedral. Nico Saturna no tiene miedo, no teme al fuego. Esto es lo que el periódico France Soir dirá el día siguiente: Papá Noel fue ahorcado ayer por la tarde en las rejas de la catedral de Dijon y quemado públicamente en el atrio. Esta ejecución espectacular se desarrolló en presencia de varios centenares de niños de la Beneficencia. Fue decidida con el apoyo del clero que había condenado a Papá Noel por usurpador y herético. Ayer domingo, el desdichado hombre de barba blanca pagó, como muchos inocentes, una falta de la que eran culpables los que iban a aplaudir su ejecución. El fuego abrasó su barba, y se fue desvaneciendo en el humo. Dos horas más tarde, por fin en el atrio de la catedral retrocede el fuego. El director Expedito, en cuyo rostro cualquiera empezaría a reconocer de nuevo los rasgos de una cucaracha, trata de rehacer la fila y contar sus reclusos. Nico ya no está allí, se ha desvanecido. El señor Milrus desiste, no aguanta más a esos críos, sus ojos ansiosos buscan algo. Va junto a la hoguera. Papá Noel convertido en cenizas. Ahora mira entre la gente, los empuja, se abre camino a toda velocidad, vuelve a detenerse y grita: —¡Se equivocan las reliquias! Grita: —¡No hay cuerpo incorruptible! Grita: —¡Otra vez esa rata! Grita: —¡Veremos mañana, aquí, en el mismo lugar! Que sea yo diligente, valiente y disciplinado al servicio del Señor, y no me acobarde ante las pruebas. Tú que eres el santo de las causas urgentes, te presento mi necesidad. (De la Oración a San Expedito para vencer las pruebas.) ■
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piglia: el último lector Un apunte personal de Juan Terranova a propósito de la publicación de Blanco Nocturno (Anagrama, 2010) 1. Me acuerdo como si fuera ayer. Yo estaba sentado en las últimas filas de una clase de gramática y un amigo de esa época –todavía nos vemos, acaba de tener un hijo, trabaja como programador– me pasó un volumen breve editado de forma rudimentaria por la Librería Fausto. “Está muy bien” me dijo, con parquedad. No hizo falta más. El libro era una de las primeras ediciones, quizás la primera, de Crítica y ficción. Nunca se lo devolví, pero yo, a mi vez, también lo presté sin poder recuperarlo. ¿Qué encontrábamos durante los primos años de la década del 90 en Ricardo Piglia? Muchas cosas y sobre todo una idea de síntesis que no estaba en ninguna otra parte. Había un tipo que leía y que le daba a la lectura un valor unívoco. A diferencia de otros autores locales, relativistas y declamadores, no estaba obsesionado histéricamente con el conocimiento, sino que le interesaba una operación desglosada pero puntual. Qué leer era importante, sí, pero también cómo, desde dónde, para qué. Ahí se paraba Piglia. Y sin los sospechosos barroquismos de los filósofos franceses posmodernos, sin el hermetismo de cierta teoría literaria que nos sonaba demasiado farragosa y lejana, Crítica y ficción nos entregaba una mirada sobre la historia de las letras argentinas que era compatible con nuestros deambulares por las librerías de saldo de la calle Corrientes. Encontrábamos que, en sus complejas hipótesis, expuestas con la simplicidad de una conversación, había verdad. Crítica y ficción, entonces, era útil. Y le daba sentido a nuestra deficitaria vida de estudiantes tratando de autoeducarse en el pantano fin de siècle del neoliberalismo vernáculo. Luego, o al mismo tiempo, leímos La Argentina en pedazos, editado por la legendaria editorial La Urraca, de la que también coleccionábamos viejos números de la revista El Péndulo. El ejercicio de síntesis lúcida seguía funcionando pero se le agregaba la historieta, un género del que los profesores de filosofía sabían poco y nada. Respiración Artificial fue otra cosa. Venía marcada como la obra de una época que nos resultaba cotidiana desde los saturados discursos de los Derechos Humanos pero también completamente ajena desde la experiencia. La leíamos, entonces, 82 Quimera
con respeto, y la disfrutábamos. Pero creo que terminamos de entenderla cuando alguien –un tío militante del último peronismo, en mi caso– nos avisó que había que contrastarla con Flores robadas en los jardines de Quilmes, su evil twin, su hermana kitsch, melodramática y festiva, caída en desgracia junto a la figura controversial de Jorge Asís, su autor. Dejándose acompañar por Flores Robadas, Respiración artificial ganaba mucho. Juntas eran la teoría y la picaresca, la denuncia y la risa. Ellas nos confirmaron, como dos señoras ya no tan jóvenes, que la vida bajo la dictadura no era solamente lo que contaban los truculentos libros de investigación periodística y la denuncia épica del Nunca más. 2. Mientras me volvía, casi sin notarlo, un lector esmerado de Piglia, me enteré que enseñaba en la carrera que yo cursaba. El momento era spengleriano, y proponía el fin de las ideologías mientras propiciaba la lavada de manos política, pero él seguía insistiendo –como podía y como le salía– con la importancia de la relación entre ficción, escritura, lectura y política. Hice dos de sus cursos. Uno fue sobre Borges y el policial, donde nos hizo leer El enigma de la calle Arcos, la primera novela argentina de ese género, firmada por Sauli Lostal. En esas clases se escuchaba el bajo continuo de una especulación: Borges podía llegar a ser el autor escondido en el evidente seudónimo. Pese a esas torsiones, el otro curso me impresionó más. Dictado en el segundo cuatrimestre de 1996, organizaba la lectura de tres novelistas contemporáneos, que eran cada uno, una manera diferente de entender el género: Rodolfo Walsh, Manuel Puig y Juan José Saer. En ese momento no comprendí por qué no lo incluía a César Aira y terminaba de cerrar el círculo. (Una posible respuesta a esta pregunta está en Las vueltas de César Aira, la tesis doctoral de Sandra Contreras. El primer capítulo es excelente, el resto del libro –como dice Damián Tabarovsky–parece escrito por el mismo Aira.) Recuerdo con mucha precisión que todos los seminarios curriculares de la carrera tenían una carga horaria de cuatro horas. Piglia elegía enseñar solamente dos. Pero esas
dos horas valían para toda la semana. Como docente y conferencista era, y lo sigue siendo, excelente. Su preocupación crítica por la relación entre la forma de hablar y la forma de escribir está siempre presente en sus textos. ¿Cómo habla Piglia? Es un orador aplomado, solvente, que no se deja apurar, que maneja sus tiempos, que impone su ritmo. (Fíjense que Martín Kohan lo copia. Pero el resultado es diferente. Kohan es un enciclopedista hijo del alfonsinismo, Piglia tiene un trazado político más elaborado. La forma de hablar es el primer lugar donde se expresa la ideología.) Otro rasgo claro de sus clases era el freno intransigente a la deriva burocrática o conceptual. Entre la numerosa concurrencia de sus clases se rumoreaba que alimentaba un armario lleno de monografías que nunca había leído, pero también se decía que siempre calificaba los trabajos que se le entregaban con ocho. Un día le llevé un breve ensayo sobre la relación entre la prensa gráfica y los lectores de novelas. Me dijo, sobrio, “dejémoslo para cuando termine el cuatrimestre”. (A Dios gracias no me animé a mostrarle mis apuntes donde la famosa pregunta formulada en Respiración Artificial, “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”, se respondía retroactivamente con Mi Lucha. Por otra parte, todo el tiempo jugábamos
a medirnos con sus ideas. Por ejemplo, cuando dice que Borges es el último escritor del siglo XIX porque nació en 1899 y Arlt el primero del siglo XX por ser categoría 1900, nosotros decíamos –siempre en un bar, desde luego– ¿y Hemingway que nació en 1899? Piglia era y es uno de los pocos argentinos que hablan de Hemingway. En la década del 90, el único.) Cuando empecé a ir a sus clases, hacía poco se había estrenado la ópera que Gerardo Gandini había hecho con La ciudad ausente. Sin el lustre mítico de Respiración artificial, más compleja y distante, en mi círculo se declaraba que esa era la novela mala. Yo no coincidía. No sé si ahora podría sostener mi hipótesis, pero en mis primeras lecturas –un poco alucinadas– encontraba en la historia de amor de La ciudad ausente una evidente y sofisticada respuesta al menemismo. Lo que faltaba, la ausencia, era la actividad política. Y la mujer como artefacto técnico, como objeto de deseo, ocupaba ese lugar. Envalentonado por este tipo de asociaciones libres, le pedí a Piglia una entrevista para una revista universitaria. Se negó. La idea, me dio a entender, lo fastidiaba. Así que me derivó con otro novelista que era su amigo y estaba de visita en Buenos Aires para ser jurado en el Festival de Cine de Mar del Quimera 83
plata. Así terminé entrevistando a Juan José Saer en el living de la casa del cineasta Nicolás Sarquís y la desgrabación de ese encuentro –todavía la conservo– nunca se publicó. Sobre el affaire del Premio Planeta no tengo nada para decir salvo que Plata quemada es una buena novela. Y si Piglia no se supo defender como hubiera debido fue porque no logró descender hasta la mezquindad de los que lo atacaron. Él mismo había señalado que los escritores contemporáneos difícilmente podían evitar el oprobio y el gran malentendido de los premios. Para la época del escándalo, me lo crucé a Julio Schvartzman en un pasillo de la universidad. Schvartzman, que fue dentro de mi educación superior el otro lector, me dijo: “Hizo cuentas y se va”. La universidad de Buenos Aires, conocida en el mundo por su excelencia, una vez más expulsaba lo bueno para continuar administrando lo mediocre. 3. Un par de años más tarde, cuando se repatrió, le volví a pedir a Piglia una entrevista esta vez para el suplemento cultural del semanario en el que trabajaba en ese momento. Me la dio. Hablamos de su agenda de lecturas. Me contó que a veces se llevaba un sándwich escondido cuando iba a leer a la biblioteca de la universidad norteamericana donde había estado enseñando. Los de esa época son quizás sus más discretos y precisos libros, Formas breves, Teoría del complot, la versión definitiva de Crítica y ficción y El último lector. En el año 2000, dirigió también, junto a Osvaldo Tcherkaski, la “Biblioteca Argentina-Serie Clásicos de Clarín”, una importante colección que dejaba entrever, de forma solapada pero firme, la disposición de sus anaqueles mentales. (Como Borges, Piglia también es los libros que editó. A saber, una antología sobre el realismo, cuentos norteamericanos, novelas policiales, y la citada biblioteca de clásicos que termina con El Eternauta, la historieta nacional y popular argentina por antonomasia.) Cuando la entrevista terminó, le dejé dos de mis libros. Una novela de tesis que intentaba actualizar Respiración Artificial, mientras se dejaba influenciar hasta el ridículo por su relato largo “Nombre Falso”, y un experimento con la cultura digital, “no del todo logrado” se dijo con razón en una reseña. Ambos relatos tenían noctámbulos caminando por la ciudad de Buenos Aires. Piglia me mandó un mail escueto: “Muy originales”. Viniendo de él, Dj de las letras argentinas, el tipo de las mezclas, la frase me sonó condescendiente. Un año después, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, durante un concurrido ágape intelectual, saludó con afecto al editor y librero Francisco Garamona y a mí, que estaba al lado, ni me registró. Como la situación me evitaba el incordio de volver a presentarme, no llamé su atención. Montgomery Burns nunca recuerda el nombre de Homer Simpson. Pero el error, pensé en ese momento, es de Homer que vuelve una y otra vez a intentar ser recordado. Ahora tenemos Blanco nocturno. Un novela muy esperada, quizás demasiado. La relación de los narradores con el tiempo siempre es 84 Quimera
tensa. En Respiración Artificial se dice que las buenas novelas se escriben después de los cuarenta años. Más allá del chiste interno –Piglia nació en 1940 y Respiración artificial se publicó en 1980– y si seguimos con estas cuentas, e introducimos la atendible variable de W. G. Sebald donde un escritor dispone de apenas veinte años de vida productiva original, Blanco Nocturno sería ya no una obra de madurez, sino de vejez. (Esto dicho sin ningún tipo de tinte despectivo. Philp Roth viene escribiendo el diario de su ocaso desde hace por lo menos cinco libros.) Imposible desligar Blanco nocturno, entonces, de cierta melancolía. Por otra parte, la novela opera directamente sobre los problemas del siglo XX en la Argentina. El campo, el caudillismo, la autoridad criminal, las trapisondas financieras, la vuelta de Perón. El capítulo 15, una especie de recorrido por la conciencia industrial argentina fallada, vale la novela entera. Pero más allá de los juegos de la humillación, la locura lúcida y las notas al pie –usadas con brutalidad arlteana–, por su escenario retropampeano Blanco nocturno es el libro de Piglia que mayor comercio tiene con el ideario y el estilo de Ezequiel Martínez Estrada. A priori, Martínez Estrada, un ensayista hiperbólico enganchado en la droga obsesiva del Ser Nacional, estaría lejos de Piglia. Pero Blanco nocturno es una invitación a pensar otra vez la geografía argentina y sus ideologemas más básicos y primitivos. Muchas frases de la novela parecen sacadas de Radiografía de la Pampa: “La culpa de todo es del campo, del tedio infinito del campo, todos dan vueltas como muertosvivos por las calles vacías. La naturaleza sólo produce destrucción y caos, aísla a la gente, cada gaucho es un Robinson que cabalga por el campo como una sombra”. Heinrich von Kleist, en su ensayo Sobre la elaboración progresiva de las ideas en el discurso, aconseja hablar con alguien para terminar de definir una idea que se resiste a salir: “Cuando quieras saber algo y no lo consigas por medio de la reflexión interior, te aconsejo, querido amigo, que hables del asunto con quien tengas cerca”. En Blanco nocturno, Piglia pone el método en relación con el género y su principal personaje. El detective debe tener alguien que lo escuche, un partenaire, un Watson, para no enloquecer y poder razonar. Pero luego el mismo Piglia fuerza su propia hipótesis. El amanuense que escucha también traiciona, y el comisario Croce queda en una clara y verosímil desventaja frente al entramado argentino del poder. Es tentador leer en las reflexiones ensimismadas de este comisario de provincias, que es una cruda mezcla de militante y psicótico, las ideas resignadas de Piglia sobre sí mismo. “Soy un dinosaurio, un sobreviviente, pensaba (…) se juntaban en La Plata y se ponían a recordar viejos tiempos. ¿Pero existían los viejos tiempos?”. Nunca es tan fácil, sin embargo, esa relación. En un guiño, Piglia le adjudica detalles de su propia biografía al primer Belladona, al mismo tiempo bastardo y patriarca de la familia sobre la
cual gira la historia central de la novela. El novelista dice con estos datos que en todos los personajes, incluso los más lejanos, hay algo de su autor. Si valiera hacerle alguna crítica a Blanco nocturno, sería posible decir que tarda en arrancar y que se nota el excesivo paso del tiempo entre su escritura, su corrección y su publicación. El mismo Piglia lo señala, cada vez que puede, como si se tratara de una virtud. ¿Realmente es posible registrar en una construcción textual el añejamiento como si se tratara de un vino? ¿La escritura privada que no se hace pública tiene una fecha de caducidad, se transforma, se aja, se enaltece? Creo que la sintaxis y el vocabulario también se resienten, se cargan de dudas, cuando no se comparten. Hay poca frescura en la prosa de Blanco nocturno lo cual, por otra parte, va en dirección de la trama, oscura y amarga. Novela analógica, freudiana, entonces. Novela de incestos velados, endogamia, máquinas y sueños. Una obra de vejez que garantiza recursos clásicos, bien administrados, y en ningún caso ingenuos. De hecho novela y novelista llegan a ironizarse a sí mismos. La escena resulta bucólica. En la distancia, un poco más acá de la línea de la llanura, se ve a una mujer que, aislada de todos, lee. Cuando Renzi, periodista y personaje central de la narrativa de Piglia, pregunta qué lee, la respuesta es contundente. Lee novelas. Obras completas. Por autor. “Todo Aldus Huxley, todo Alberto Moravia, todo Thomas Mann, todo Galdós”. Y nunca lee novelistas argentinos, se aclara, “porque dice que esas historias ya las conoce”. 4. En uno de sus ensayos menos conocidos, pero quizás más retórico y pregnante, César Aira teoriza sobre la figura del último escritor. Todos los escritores son para sí mismos, dice, el último escritor. Sin embargo, Aira, creo, es el más último de todos, al menos de los argentinos, por su incondicional anclaje en las vanguardias del siglo XX. Piglia, en el mismo sentido, es el último lector. Aira y Piglia, entonces, más parecidos de lo que la crítica acepta, más juntos de lo que ellos mismos piensan, funcionando como componentes residuales del complejo y abrasivo aparato de lecto-escritura del siglo pasado. (Francis Fukuyama, otro milenarista, escribió un libro tan pedestre y banal como influyente que llevaba por título El fin de la historia pero cuyo subtítulo, El último hombre, es difícil pasar por alto.) Tampoco se me escapa que hay una cosa ampulosa, muy retro, casi tanguera, en el sello de Piglia. La obsesión con la tradición, ¿no es acaso una forma de conjurar la deforme autoestima porteña, una de las tantas versiones argentinas de la nostalgia? Quizás eso sea lo que genere cierta distancia con los escritores jóvenes. Piglia no bucea en el presente. Lee y alaba lo que le llevan. Defiende y se interesa. Pero a diferencia de Fogwill, que bajaba y se enredaba, Piglia practica una delicada política de sustracción cuyo nombre descriptivo podría ser “Que
jodan lo menos posible”. ¿Esa actitud de auto-preservación le hace perder fuerza? Su círculo de lecturas comentadas a veces parece demasiado angosto. Como lector, Piglia siempre es preciso y nítido, pero queda muy atado, insisto, al siglo XX y al cultivo inclaudicable de su soledad. Pese a todo, como ya está comprobado, la ausencia crea mito y el poco roce pule mucho. No estar, como táctica, es excelente. A principios del 2009 hice una residencia en la Universidad de Alcalá y todo el mundo me hablaba de Juan Gelman, que había recibido el premio Cervantes en el 2008. Para mí, Gelman es un poeta malísimo, sino directamente paupérrimo, y el símbolo de una izquierda argentina que se niega a hacer ningún tipo de autocrítica. Por eso, intentando contrarrestar ese entusiasmo –tan europeo– cada vez que podía mencionaba a Piglia. Por respuesta recibía un asentimiento, como si me dijeran: “Espera, majo, que ese ya está llegando”. Sería, entiendo, un premio merecido y bien dado. Todos los escritores de lengua castellana, si le deben algo a Borges y practican la novela, le deben algo también a Piglia, independientemente de que lo hayan leído o no. Desde la evidente relación con el Isac Rosa de El vano ayer hasta Patricio Pron, pasando por Edmundo Paz Soldán y llegando hasta el Rodrigo Fresán de El fondo del cielo, Piglia se para, desde su tan mentado interés por la tradición, en tensión con todos los narradores que versionan, mezclan o desarman algunos de los engranajes de la novela de tesis. (¿Y quién puede negar que Las teorías salvajes de Pola Oloixarac es una puesta a punto, un up-grade del género como lo fue alguna vez Respiración Artificial?) En el siempre apelmazado y firme ámbito académico su influencia es todavía más decisiva. Y si puedo agregar algo más déjenme decir que sus detractores, pocos y poco inteligentes pero los tiene, simplemente no lo entienden. No entienden su gesto serio, su retiro, su “modernidad”, todo eso que lo une directamente con el Flaubert de La educación sentimental pero que le permite también comprender el sistema irónico y erudito de Bouvard y Pécuchet. En su prólogo a El último lector, Piglia describe una moneda griega hundiéndose en el barro del fondo de un rio: “La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es solo un objeto extraviado que brilla al atardecer en la transparencia del agua”. Aparte de economía y civilización, la moneda es sinécdoque del arte, y en este caso, arte de narrar y de leer. Como el lector que es inútil frente la avalancha de lo real, existiendo sin dejar marcas, la moneda griega de Piglia parece desaparecer. Pero finalmente no se hunde. Y no desparece. Por el contrario, es recuperada y muchos de los que aprendimos a leer con sus libros la usamos –la estamos usando– para pagar nuestro turno en los locales de alquiler de computadoras del centro de Buenos Aires. ■ Quimera 85
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José sanchis sinisterra
“La pubLicación afirma La identidad Literaria de La obra teatraL” El dramaturgo, investigador y pedagogo habla sobre los maltrechos vínculos entre la práctica escénica y la literatura Por Ruth VilaR
—¿Qué lugar cree que ocupa el teatro dentro de la literatura? —Se ve en los suplementos literarios de los periódicos, en las ferias del libro, en los congresos de literatura y en Quimera: la gente se olvida del teatro, como si no fuera un género literario. En parte, la culpa la tiene la gente de teatro, no sólo porque a menudo muestra una incultura inconmensurable, sino porque desde los sesenta y setenta adoptó la consigna de que el teatro no es literatura sino puesta en escena y de que la literatura es una especie de vestigio del hecho teatral que no tiene la más mínima prioridad. Se hizo una lectura parcial y errónea de El teatro y su doble de Artaud, libro que fue considerado la Biblia en los años sesenta y que se descubrió como el nuevo teatro (Peter Brook y otros directores tuvieron una época de influencia artaudiana). Es cierto que hay varios párrafos en que Artaud menosprecia la literatura como sustancia de lo teatral y reivindica la fisicalidad, el lenguaje del cuerpo y de la voz, etcétera. Pero páginas más adelante hace una apología de la palabra poética; ahí se ve que muchos directores no llegaron. Y esto, en parte, contribuyó a forjar el prejuicio (que todavía existe hoy en día) de que el texto literario es completamente secundario, un pre-texto. No hace mucho tuve un conflicto según el cual las didascalias, que para mí forman parte del texto teatral en sí (a veces en la misma medida que la palabra de los personajes), no serían competencia del autor sino del director, de modo que éste tendría derecho a tomar las palabras de los personajes y a hacer con ellas lo que le diese la gana. Esto prueba hasta qué punto en el propio teatro hay una desvalorización de su dimensión literaria. Llevo treinta años peleándome con eso, y de alguna manera el Teatro Fronterizo nació justamente como un ariete en esta reivindicación del texto literario, que eviden-
temente tenía que ser revisado, repensado, reelaborado, estudiado. Ése ha sido mi trabajo teórico y práctico de los últimos treinta años: qué tipo de texto dramático, entendido como partitura escénica, hay que elaborar para hacerlo acorde no sólo con el teatro del director o el teatro que prioriza la puesta en escena, sino también con las nuevas sensibilidades del público y de la sociedad. Estamos en una situación de minusvalía desde el punto vista del sistema teatral. Yo creo que eso tiene que ver con lo que llamo el maldito pensamiento dicotómico: la contraposición literatura-espectáculo, dramaturgia-puesta en escena, autor-director; todo esto se percibe como dicotomía y, por lo tanto, incompatibilidad. El pensamiento dicotómico es una trampa saducea: las cosas están llenas de gradaciones y mixturas. A veces pongo el famoso ejemplo de la luz, que se comporta como onda o como partícula. Para la lógica del sentido común esto parece incompatible, pero la realidad experimental demuestra que la luz es onda y partícula. Por lo tanto, no es impensable admitir que el teatro es literatura, sustancia literaria que debe tener todos los atributos y requisitos de su literariedad, y también espectáculo, partitura escénica. — Cabe enriquecer el teatro a través de la literatura. — Estamos en manos de la tecnología escénica, de los efectos de luz, el cuerpo del actor no da más de sí… Me parece un desperdicio y un despilfarro renunciar a todo el poder de la palabra. — ¿Por qué y cuándo escogió encauzar su vocación como escritor a través del teatro? — Vamos a retroceder mucho en la máquina del tiempo. Quimera 87
Empecé a escribir, y que nadie se me ofenda, a los diez años. Decidí que iba a ser escritor y empecé a escribir novelas de aventuras, de vaqueros, de piratas, de ovnis. A los catorce, publiqué en la revista del colegio donde estudiaba, un colegio laico muy curioso en la Valencia del año 1954, al que le debo mucho. Allí había un grupo de teatro. Como yo me apuntaba a todo lo ajeno al estudio, me apunté y actué en una obra de Pedro Muñoz Seca. Y al año siguiente me dije: “Esto está muy bien, pero yo quiero dirigir”. Así que, a los quince, en el mismo colegio y con toda la cara, me puse a dirigir. Y, de una manera natural, pasé de escribir novelas y artículos a escribir literatura dramática. Las primeras obras debieron ser un poco más tardías, pero yo ya estaba envenenado de teatro. Había descubierto ese enorme poder de convertir la palabra en acción, en relación, en comunicación y me encontré escribiendo teatro. Cuando llegué a la universidad me atreví a montar alguna de mis obritas cortas. Fue un proceso orgánico, hasta tal punto que poco a poco fue desplazando mi precoz vocación narrativa y me concentré exclusivamente en la escritura teatral. Con el agravante de que en un viaje a París descubrí la teoría teatral (los libros teóricos de Jean Louis Barrault, del propio Antonin Artaud, Jean Vilar, Jacques Coupeau) y, como había entrado en la facultad de letras para estudiar filosofía y tenía vocación, me di cuenta de que se podía articular la reflexión teórica con la práctica (que había sido hasta entonces exclusivamente eso) de la puesta en escena y la de la escritura. Ahí quedé preso de un cepo del que ya era imposible escapar: la reflexión teórica, la escritura y la puesta en escena. Y también, inmediatamente, la pedagogía: con los libros que me traje de París ese año, en 1960, a los pocos meses fundé el Aula de Teatro en la facultad, y lo que estudiaba por la mañana, lo enseñaba por la tarde. Mi trabajo ha tenido esas cuatro dimensiones. Aun así, el camino real ha sido siempre la literatura, la fuente fundamental de todo mi trabajo teatral y filosófico (el que bebe del ensayo literario-filosófico). — Una parte importante de su labor teatral, que se nutre directamente de literatura, es la de adaptación de textos narrativos, terreno fértil y ambicioso dentro de su obra. — Quizá demasiado. Efectivamente, en esta obsesión mía por devolverle al teatro la dimensión literaria, pensé que las fuentes directas de la tradición literaria podrían ser un buen sustrato, tratadas de un modo en que apareciera una teatralidad diferente, diversa. Este trabajo de dramaturgia de textos narrativos forma parte de mi permanente revisión de la noción de texto dramático: qué podemos hacer para salir de la pièce bien faite, de la obra teatral que cuenta una historia bien estructurada, y cómo crear objetos dramatúrgicos monstruosos, que cuestionen la teatralidad desde el texto. La innovación viene también del texto: ahí están para demostrarlo Beckett, Handke, Strauss, Bernhard, Pinter, autores que desde el texto han planteado una necesaria revisión del trabajo del actor, del 88 Quimera
espacio, de la puesta en escena. Por una parte, tenía la voluntad de restituir la literatura al centro del progreso de la representación teatral y, por otra, la de utilizar herramientas de la crítica literaria (otra de mis fuentes permanentes: narratología, estética de la recepción, lingüística pragmática, estructuralismo) para cuestionarme la noción de forma, de palabra y de acción dramáticas. Digo a veces que la dramatología, la ciencia del drama, está muy retrasada con respecto a la narratología; ésta no ha cesado de revisar su instrumental. En cambio la dramatología sigue demasiado pendiente de lo aristotélico, de lo brechtiano… En cuanto aparece un núcleo teórico fuerte, como sería Peter Szondi, nos pasamos veinte años dándole vueltas. Y faltan escuelas teóricas que se enfrenten, ¿por qué no?, para que eso fertilice y problematice la práctica. También aquí tenemos otra dicotomía: teoría-práctica. — Dicotomía que no es tal en otros ámbitos. — Los narradores y los poetas tienen una cultura de crítica literaria muy grande que sin ningún prejuicio les hace cuestionarse su propio manierismo, su modo más o menos funcional del idioma. En cambio, en el teatro práctico parece desdeñarse esa dimensión. Eso es un déficit. — De ahí que otra de las manifestaciones de su investigación consista en extraer de grandes obras “funciones” o “enunciados”, abstracciones del mecanismo que se pone en marcha en ciertas escenas, para aplicarlas como punto de partida en el ámbito creativo o pedagógico. ¿Cómo surge y se desarrolla esta idea? — De un modo muy caótico. En un afán de rebuscar temas… Trato de aprender, de estudiar y de entender la vida, la política, la prensa, lo que está ocurriendo… pero toda esa experiencia corre el riesgo de convertirse en un torbellino caótico. Entonces, yo me imagino que como prótesis, tengo ahí ese otro camino (también caótico, pero más estable) de la reflexión teórica. La investigación, la sistematización, mi obsesión por las clasificaciones, la taxonomía (doce clases de monólogo, veinticuatro clases de diálogo, etcétera) tienen la función de servir de compensación al carácter (que yo nunca negaré) aleatorio, caótico, intuitivo, “mágico” de la creación. Es incontrolable, irracional, imprevisible; por tanto, no sienta mal establecer en el proceso creativo controles desde el punto de vista de la reflexión, de la teoría, de la técnica. — Y el orden que instaura a través de las taxonomías le permite aumentar la complejidad del texto. — Permite hacerlo sin caer en el “cualquiercosismo”, una epidemia que muchas veces contamina a los autores en el afán de ser nuevos, modernos. Yo creo que los caminos establecidos hay que estar revisándolos continuamente. Así te encuentras con sorpresas de modernidad absoluta en autores que parecía que habían quedado obsoletos. Hay que mirarlos desde otro punto de vista.
— Además se nutre de textos de disciplinas diversas que poco tienen que ver con la literatura: ciencia, psicología… — Me imagino que esa inclinación hacia lo que serían las “ciencias de la literatura” tiene que ver con un componente científico heredado de mi padre que con el tiempo se fue desarrollando. Hacia 1980 de pronto empezó a interesarme la física cuántica, la teoría general de sistemas; así que busqué libros de divulgación científica, y desde entonces eso está permanentemente nutriendo o desecando mi escritura. A veces digo que ese pensamiento científico contemporáneo, que no podemos ignorar, tiene mucho que ver con el pensamiento poético porque atenta contra el sentido común, contra la percepción empírica de las cosas, contra la lógica de cada día. Eso es oro de ley para el creador: que le rompan a uno los esquemas preceptivos, aunque sólo entienda un 5% de lo que lee. — Proviene de la ciencia el concepto de “grafo” (imagen esquemática que analiza, proyecta o desarrolla aspectos textuales, forma de pensamiento visual), que acompaña su escritura y que incluso le sugiere ideas para la posterior puesta en escena. — Sí, es una formalización, en grados de abstracción muy variados, porque el “grafo” puede ser muy abstracto o más concreto, como por ejemplo el de mi última dramaturgia: he estado trabajando con dos textos de Cortázar, “Torito” y “Graffiti”, para un espectáculo que estrenamos en el Teatro Galileo de Madrid, en octubre. Son dos textos muy diferentes (de época, de estilo, de temática), lo único que tienen en común es una palabra personalizada. En “Torito” se trata de un viejo boxeador que narra a un supuesto compadre que ha ido a visitarle al hospital; en “Graffiti”, de una chica que está narrando a un tú (que no sabemos quién es) toda una historia relativa a una situación de dictadura. No sabía cómo unirlos y se me ocurrió una figura: un muro con una ventana, dos camas, que podrían ser de hospital, y un testigo. Cuando la luz da en una de las camas, rozando al testigo, el viejo boxeador habla; cinco minutos después, la luz cambia de cama, etcétera. Esta forma espacial, llámalo “grafo”, es también la matriz dramatúrgica. A veces me apoyo en este tipo de figuras. — ¿Qué importancia tienen, respecto al texto final, el proceso de escritura y de ensayo? — Para mí son importantes y esclarecedores el proceso de escritura y la confrontación de esa escritura con un colectivo; a la hora de dirigir, trato de colocarme ante el texto como si fuera de otro autor (uno al que conozco bien) y es muy interesante para mí como director esa especie de distancia crítica cordial con el autor y decirme “bueno, esto es lo que el autor sabía cuando escribió, vamos a ver qué es lo que no sabía”. Este proceso lo he vivido en mi último montaje en la Sala Beckett, Vagas noticias de Klamm; es un texto del que estaba muy inseguro, de una comicidad un poco desmesurada, hasta que me di cuenta de que estaba hablando del paro. Entonces
empezó a aflorar, por todos los medios de comunicación y todas las grietas de la realidad, la tragedia del paro, y creo que lo pude templar. Al final uno se tiene que tragar la risa. Y esto fue en parte el proceso de descubrimiento de la puesta en escena. Incluso se me ocurrió un elemento que no está en el texto: un dromplin. Se lo pedí al escenógrafo y él me dijo: “¿Y eso qué es?”. “No lo sé, tiene que ser algo que haya allí, un aparato que tenga vida, que interactúe, que emita sonidos y luces, y ya veremos qué pasa.” Fabricó un aparato maravilloso que parecía una máquina de último modelo de no se sabe qué y ese personaje fue creciendo en los ensayos y al final se convirtió en un elemento decisorio. De manera que en la próxima edición voy a tener que incluirlo, porque ha aparecido como fundamental. En la última escena, el dromplin, ese aparatito tan simpático, funciona como trituradora de papel y vemos que va devorando los curricula de todos los personajes. Destruye vidas humanas.
“Estamos en manos de la tecnología escénica, de los efectos de luz, el cuerpo del actor no da más de sí… Me parece un desperdicio y un despilfarro renunciar a todo el poder de la palabra.”
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— ¿Y qué supone la publicación? —La publicación afirma la identidad literaria de la obra, cosa que es importante e incluso diría que a veces necesaria, porque a menudo los montajes traicionan ostentosamente el texto. Entonces para mí se convierte en vital que el texto se publique, aunque lo lean cuatro, para que quede fijado lo que salió de mi cabeza o de mi mano, y no aquello que se vio. También sirve para que el texto se traduzca o llegue a otros lugares. En América Latina se me representa más que en España, pero la distribución de libros de teatro es, también allí, fatal. Por ejemplo, Cátedra se distribuye muy bien; voy a México, a Buenos Aires, etcétera, y encuentro que se distribuye toda su colección; pero de teatro, más allá de García Lorca, no envían nada. Mis textos y los de otros autores vivos, no los encuentras. Esto tiene que ver con lo que comentábamos al principio: para las propias editoriales, el teatro acaba yendo en el furgón de cola. Es verdad que se lee poco, pero si no se distribuye todavía se leerá menos. — ¿Qué función literaria y escénica tienen las acotaciones en sus textos? — El autor, en la medida en que es el responsable del texto, puede decidir inscribir en la palabra de los personajes, en los silencios, en la lógica de las escenas, una matriz didascálica implícita y arriesgarse a que luego el director y los actores se tomen libertades. Tengo varios textos así: El lector por horas, por ejemplo, es un texto en que yo decidí poner sólo como acotaciones “Lee”, “ríe”, “Pausa”, “Silencio”. Hay evidentemente un margen de libertad enorme que yo no tengo más remedio que aceptar. Por otra parte, hay textos en los que el sentido no está sólo en lo que dicen los personajes, sino en el contexto situacional, en el espacio, en lo que hacen mientras lo dicen, incluso a veces en cómo lo dicen. Hay una gradación muy amplia en el terreno de las acotaciones o didascalias. Si tú consideras que el sentido de la frase o de la situación está ahí, lo pones. El autor tiene derecho a inscribir en el texto los territorios del sentido. Y a veces, cuando el director prescinde de eso, la obra se va al garete. Muchos directores afirman que las acotaciones no son cosa del autor, que son “intrusismo laboral”. Y yo les digo: “Demostráis una ignorancia lingüística”, porque la lingüística argumenta que el sentido está en el enunciado y en la enunciación, y que un mismo enunciado, según las circunstancias de enunciación, produce un sentido u otro. ¿Desde cuándo el sentido está sólo en el enunciado? — ¿Qué distingue el teatro de los otros géneros literarios? —Por una parte, la palabra dramática es una palabra activa, una palabra que transporta y contiene acción. recomiendo al autor que evite la tentación de hacer que el personaje se exprese maravillosamente, narre, argumente, y lo animo a que se pregunte continuamente qué está haciendo el personaje cuando dice eso. Todo ese componente pragmático es algo que, al menos en el tipo de literatura dramática que a mí me interesa, 90 Quimera
es primordial. Qué hace el personaje cuando está hablando. La segunda cuestión es la paradoja de que, a pesar de que yo creo que el dramaturgo debe cuidar la expresión (los diálogos, los monólogos…) con la misma precisión que el novelista y el poeta, su instrumento debería ser capaz de permitir que los personajes se expresen impropiamente, de renunciar a la magnificencia para que la situación de los personajes, su estatus, su emocionalidad, alteren su palabra y esa palabra sea a menudo inadecuada, excesiva, insuficiente, imprecisa, incluso sin miedo al solecismo o al error sintáctico, gramatical. Es paradójico porque tampoco se trata de que la palabra de los personajes sea bazofia. Se trata de explorar una cierta insuficiencia del lenguaje y el habla del personaje en función de su estatus, cultura, etcétera. En El lector por horas los personajes tienen un registro verbal muy superior al de Vagas noticias de Klamm y al de Perdida en los Apalaches o Los figurantes. En ésta yo quería precisamente bajar el registro verbal, porque son personajes que en su vida no han dicho más que “¡Viva el rey!”, así que los castigué con un lenguaje residual. En tercer lugar, la escritura dramática debe dejar huecos, no sólo para que el receptor los complete rellenando y resolviendo las incertidumbres, sino también para el trabajo del actor sobre el texto, y para el trabajo del director sobre la acción física. Aunque yo ponga muchas acotaciones en un texto, quedan infinidad de huecos. Uno debe prever también esa condición nuevamente paradójica del texto, que por una parte sería autosuficiente como objeto literario, pero que por otra tiene que ser insuficiente como objeto teatral, permitiendo que los otros lenguajes del teatro lo completen, lo enriquezcan, lo potencien, lo dimensionen. El texto dramático explora el límite de la suficiencia y la insuficiencia, la propiedad y la impropiedad, la literalidad y la pragmaticidad. Es fronterizo por definición. ¡Quién me lo iba a decir a mí, cuando se me ocurrió esta imagen para llamar al grupo! — En la actualidad, está trabajando para abrir un nuevo espacio en Madrid. — Estoy reuniéndome con un grupo de gente para crear un espacio en donde de alguna manera se sumen la mayor parte de las experiencias que he tenido en mi trayectoria teatral. Que tenga algo que ver con lo que fue y es la Sala Beckett, un centro de apoyo a las nuevas dramaturgias. Que devuelva al teatro su conexión con lo social. Luego, con una vocación clarísimamente internacional. La cuarta pata sería la relación del teatro con otras disciplinas: ciencia, filosofía, historia, política, antropología; o sea, que el teatro no pierda nunca su componente intelectual y su conexión con otros ámbitos. Empecé a madurar este proyecto hace tres años. Creo que en Madrid falta un espacio así, que será también un espacio de exhibición. El proyecto se llama Nuevo Teatro Fronterizo, y estamos elaborando también un “Fronterizo” virtual, para que el proyecto tenga una existencia a través de la red. ■
La voz de su amo De la biografía (y la autobiografía) animal
Por Julieta Yelin / Al final de Una excursión a los indios ranqueles, Lucio Mansilla abandona a Brasil, un perro de color amarillo oro, gordo y macizo, que lo había acompañado en su larga travesía por el desierto argentino. Mientras se aleja del rancho donde lo ha dejado como ofrenda a un cacique, se hace una pregunta que, palabras más, palabras menos, ya se había hecho Michel de Montaigne en su Apología de Raymond Sebond: “¿Por qué, me preguntaba, pensando en la suerte de Brasil, no ha de tener alma como yo un ser sensible, que siente el hambre, la sed, el calor y el frío; en dos palabras: el dolor y el placer sensible como yo? Y pensando en esto procuraba explicarme la razón filosófica de por qué se dice: ese hombre es muy perro, y nunca cuando un perro es bravo o malo: ese perro es muy hombre”. La inquietud de Mansilla alienta las reflexiones del humanismo desde su nacimiento hasta nuestros días, y sigue siendo el núcleo de numerosos debates filosóficos e invenciones literarias que exploran las posibilidades del imaginario teriomorfo, particularmente aquellas en las que los animales se relacionan con un relato de vida –animal o humana–, y a las que llamaremos biografía y autobiografía animal. Ciertamente, la primera parece más fácil de imaginar: alguien nos cuenta la vida de un perro, de un lobo, de
un gato. Así, por ejemplo, en La llamada de la selva y en Colmillo Blanco de Jack London, en Flush de Virginia Woolf o en La gata de Colette. En ellas se construye un punto de vista animal, pero no se parte de la voluntad de imaginar una perspectiva diferenciada sino de la construcción de una hipotética conciencia animal humanizada y, en consecuencia, tranquilizadora. Es un rasgo curioso, sobre todo si se tienen en cuenta dos factores contextuales. El primero: que aquellas novelas con protagonista animal fueron escritas en tiempos en que, por ejemplo, el barón Jacob von Uexküll, padre de la zoología contemporánea, intentaba construir las bases de un pensamiento riguroso sobre los animales que promovía el abandono de cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida. Es decir que el animal empezaba a ser pensado como un otro, escapando a la simplificación de considerarlo igual al hombre o igual a una cosa. El segundo: que en esas mismas décadas se escribieron las primeras novelas que pusieron en crisis, a través de diversos procedimientos, pero fundamentalmente mediante la fragQuimera 91
mentación de la perspectiva de la narración, el modelo de la novela clásica realista –piénsese en Proust, Joyce, Faulkner y, por supuesto, en la propia Woolf. No parece descabellado suponer, entonces, que estas novelas protagonizadas por animales no tuvieran como objeto explorar la conciencia animal sino procurar un modo de supervivencia de lo que la crítica literaria ha llamado el héroe ingenuo. Si las psicologías de los personajes de la novela sentimental y de aventuras comenzaban a resultar ya por entonces algo obsoletas, la inclusión de un animal permitía sostener la verosimilitud, en tanto éste podía ser portador de una unidad racional y emotiva no problemáticas. El resultado del procedimiento es paradójico: narraciones nacidas de una idea en principio experimental –dar forma, imaginar lo desconocido– acaban reafirmando el discurso humanista que niega la animalidad bajo la pretendida generosidad de humanizarla, al tiempo que adhieren a formas de la narración convencionales y en cierto modo ya superadas. Lo mismo sucede en novelas más recientes, como King de John Berger, Tombuctú de Paul Auster, o Firmin de Sam Savage, que tienen la particularidad de utilizar un narrador animal –un animal autobiográfico– haciendo más evidente el procedimiento de transposición de una conciencia humana. (Una excepción insoslayable a esta regla la constituyen, sin duda, los relatos de animales de Kafka, en especial “Informe para una academia” e “Investigaciones de un perro”, en los que la frontera entre humanidad y animalidad es difusa y la fantasía sobre la interioridad animal cualquier cosa menos tranquilizadora. Esa zoopoética merecería, como apunta Jacques Derrida, “una atención infinita y originaria” que excede en mucho las posibilidades de estas líneas). Pero existe también una vertiente de la biografía animal en la que éstos son el medio para el relato de la vida de su amo –otro modo que tienen las bestias de volverse autobiográficas. Nos referiremos aquí a dos novelas publicadas en los últimos tiempos, Todos los perros de mi vida (1936) de Elizabeth von Arnim (Lumen, Barcelona, 2008) y Mi perra Tulip (1956) de John Ackerley (Beatriz Viterbo, rosario, 2010). Ambas pueden ser inscritas en la tradición del bestiario sentimental proveniente de Flush y La gata, pero si en aquéllas los animales participaban, como terceros en discordia, de un vínculo amoroso que los trascendía –el romance entre los poetas Elizabeth Barret y robert Browning en el caso de Flush y la tormentosa relación entre Alain y Camille en La gata–, en los relatos autobiográficos de estos dos escritores anglosajones el animal es el verdadero protagonista del nudo amoroso. Un amor en clave que sirve para leer la vida, porque el perro es, entre otras muchas cosas, una coartada de lo íntimo y un subterfugio del amor narcisista. 92 Quimera
el perro íntimo Contemplando una foto –reproducida en el libro– en la que una fox terrier blanca y castaña, asoma la cabeza con el hocico abierto en una suerte de sonrisa por la ventanilla de un coche, Von Arnim comenta: “Los perros siempre me hablan de mí. Qué duda cabe de que también yo debí de tener el aspecto de Knobbie en esta fotografía cuando, antes de casarme con ellos, me reía con las historias ocurrentes de los que se convirtieron en mis maridos”. En ese discurrir de los perros, en el hablarle de sí, los amantes, pretendientes y maridos suelen ser las principales víctimas: no hay hombre capaz de competir con la compañía perruna, esa mirada impersonal que tiene, entre tantas otras, la virtud de atestiguar la intimidad, haciéndola más tangible, sin franquear jamás sus límites. Como la narradora de la autobiografía de Von Arnim, el personaje de Elizabeth Barret creado por Woolf se mira en el rostro de Flush, que a su vez se ve a sí mismo en la dueña. Dice el narrador de la biografía: “Existía un cierto parecido entre ambos. Al mirarse, pensaba cada uno lo siguiente: Ahí estoy… y luego cada uno pensaba: Pero ¡qué diferencia! La de ella era la cara pálida y cansada de una inválida, privada de aire, luz y libertad. La de él era la cara ardiente y basta de un animal joven: instinto, salud y energía. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse desdoblado después”. Esa imagen del desdoblamiento reaparece una y otra vez en los relatos bajo diferentes formas. Mi perra Tulip lo desliza a la figura del animal. En el primer capítulo, “Las dos Tulip”, Ackerley relata el hallazgo de una veterinaria capaz de controlar la desesperación que se apodera de la perra cada vez que debe ser examinada. Miss Canvey le revela la existencia de dos Tulip: la que aparece en presencia del dueño, ansiosa y pendiente del más mínimo movimiento exterior que pudiera afectarlo, y la que nace en su ausencia, tranquila y despreocupada. Claudio Zeiger observa con agudeza que esa angustiada dependencia de Tulip es la misma que marcó la relación del escritor con su padre, arruinada, según se cuenta en Mi padre y yo, una novela posterior, por los ataques de ansiedad depresiva del hijo. “Para completar las correspondencias –agrega Zeiger– cuando empiecen los períodos de celo de Tulip, y Ackerley intente conseguirle una buena pareja alsaciana de pedigrí, ella preferirá a los mestizos callejeros”, recordando la debilidad del escritor por los jóvenes proletarios. Todas las peripecias de la novela nacen del intento de descifrar las voluntades y necesidades de Tulip, y buscar el modo adecuado de satisfacerlas. La distancia insalvable entre perra y amo, la fatal incomprensión, es el motor de la narración, que avanza enca-
denando pequeños fracasos. Al final, la experiencia muestra que no es posible hacer completamente feliz a Tulip, pero que sí se puede estar unido a ella por el deseo de conocerla. Y ese aprendizaje puede deparar también el descubrimiento de algo desconocido de sí. Una verdad no lingüística que solo podría habitar el misterioso silencio de las bestias, pero que por momentos –maravilla– se deja oír, quién sabe cómo, en la escritura. amar al amo El segundo sentido de la coartada perruna es el del amor narcisista: un sentimiento completo e invariable que no está sujeto a los vaivenes del otro, y que realiza en el perro el ideal del idilio consigo mismo –recordemos un memorable antecedente de estas novelas, Señor y perro de Thomas Mann, cuyo subtítulo es precisamente “Un idilio”, y que lleva hasta el límite la fusión entre el afecto hacia el perro y el amor propio, al punto de cerrarse con un patético arrebato de celos del señor hacia su animal.
No parece descabellado suponer, entonces, que estas novelas protagonizadas por animales no tuvieran como objeto explorar la conciencia animal sino procurar un modo de supervivencia de lo que la crítica literaria ha llamado el héroe ingenuo.
Todos los perros de mi vida comienza con una declaración de principios que bien puede leerse como definición del amor narcisista: “Para empezar, les diré que aun apreciando mucho a mis padres, mis maridos, mis hijos, mis amantes y mis amigos, ninguno de ellos es capaz de ofrecer el amor con que te obsequia un perro. Como yo también he sido madre, hija, esposa, amante y amiga, sé muy bien cuán tornadizos son los amores humanos. Los perros en cambio, están libres de esos vaivenes del sentimiento. Cuando un perro te ama, eso es para siempre, hasta su último ladrido. Así es como me gusta ser amada, y por eso hablaré de perros.” No muy diversa es la descripción que hace Ackerley del amor de Tulip, precisamente cuando la veterinaria le explica que el carácter indomable de la perra tiene como única causa el amor desmedido por su dueño. “Tulip era incorruptible. Era constante. Sin importar quién la alimentara, la mimara o fuese amigable con ella, ni por cuánto tiempo, su lealtad nunca flaqueó; ella me había entregado su corazón desde el comienzo, y seguiría siendo mío, solamente mío, para siempre.” No debe ser casual que la autobiografía con coartada animal elija por lo general a un perro como coprotagonista. otros animales son más propicios al tratamiento metafórico o alegórico: las aves, las bestias feroces, los insectos, los felinos. En el loro de Un corazón simple, en la ballena blanca de Moby Dick, en los piojos de Los cantos de Maldoror o en los gatos de los poemas de rilke, Eliot y Baudelaire se percibe un cierto espesor simbólico que acentúa la distancia entre lo animal y lo humano. Los perros autobiográficos, en cambio, parecen potenciar el deslizamiento metonímico; funcionan como una suerte de satélite de la subjetividad en el que se proyectan deseos, y claro, no es extraño que en un trabajo de autofiguración aparezcan aquellos que se vinculan con la propia imagen. ¿Quién nos verá más hermosos, más inteligentes y poderosos que nuestro perro? Y sobre todo, ¿quién nos necesitará más? La teoría literaria ha mostrado que en la autobiografía el yo no es un punto de partida sino el efecto de un conjunto de figuras del lenguaje que, sin embargo, nunca logra coincidir por completo con aquello que se ha dado en llamar el territorio de lo íntimo. En ese marco, los perros autobiográficos parecen estar llamados a mediar en el desfasaje entre el autobiógrafo y su intimidad, haciendo posible la plenitud de un encuentro imaginario, algo así como la vivencia de una soledad completa, “la sublime noción de una omnipresencia sin par.” Así, citando a Wordsworth, describe Elizabeth von Arnim la felicidad de encontrarse sola, en una casita colgada de los Alpes suizos y en pleno invierno, con su perro Coco. ■ Quimera 93
EL QUIRÓFANO ® Madrid personaje Mi gran novela sobre la vaguada Fernando san basilio Caballo de Troya. Madrid, 2010. 160 págs. Las futuras tesis en estudios culturales que estudien la presencia de Madrid en la narrativa española del XXI harán bien en leer las dos novelas que Fernando San Basilio (Madrid, 1970) ha publicado hasta ahora. En la primera, Curso de Librería (Caballo de Troya, 2006), ya nos ofrece un mapa muy personal de Madrid, pero es en Mi gran novela sobre La Vaguada donde San Basilio fabrica una especie de Libro de los pasajes guasón sobre el Madrid de hoy. Ya desde su título –un guiño al volumen de cuentos de Sergi Pàmies La gran novela sobre Barcelona–, que pone al mismo nivel la deseada ciudad mediterránea y ese centro comercial ochentero del Barrio del Pilar madrileño, encontramos ese tono de menosprecio juguetón tan bien llevado que nos acompañará a lo largo de las once escenas de la vida del protagonista que componen el texto. Como ocurre cuando el tono de una narración resulta particularmente afinado, llega un punto en el que no importa en exceso si el protagonista, un treintañero de vida laboral precaria, logrará terminar su novela sobre La Vaguada, que a veces blande como arma para seducir o para sentirse bien consigo mismo y combatir de este modo la sensación de ser un tipo gris, tan frecuente en quien no logra despuntar en ninguno de los campos que sirven actualmente como medidores del éxito vital. Precisamente, uno de los mayores aciertos del texto es la manera tan flotante de estar en el mundo de su protagonista, que remeda la actitud del personaje de la serie de libros ¿Dónde está 94 Quimera
Wally?, a quien el lector ha de buscar entre hordas de gente en lugares a cual más disparatado. En Mi gran novela sobre La Vaguada podemos encontrar a nuestro Wally castizo empaquetando gominolas en una empresa de extrarradio, corrigiendo manuales de instrucciones para Xerox o fotografiando franquicias de Movistar por la región de Murcia. Esa actitud de recién llegado que carece del manual de instrucciones para habitar en este planeta pero que, al mismo tiempo, participa de lleno en actividades tan cotidianas como cenas de amigos (“tristes, inacabables, donde la comida era siempre la misma –humus, guacamole, salmorejo– y las conversaciones tenían forma de bucle” ), convierte el relato de la existencia del protagonista en una crónica tan valiosa como la que ofreció sobre la vida en el Madrid de los cincuenta el narrador de Tiempo de silencio. Al igual que el citadísimo Marc Augé definió los no-lugares como espacios de transitoriedad que no tienen la suficiente importancia para ser considerados como "lugares" de pro, podemos afirmar que el narrador de esta novela vive permanentes no-situaciones, momentos que no llegan a cuajar ni a convertirse siquiera en cigotos de una situación afectiva o laboral. Su día a día es la repetición crónica de esos tiempos de espera más o menos dulces en los que todavía hay posibilidades de ser llamado para esa entrevista de trabajo o de que a tu novia le den la beca que pidió y os marchéis juntos a Riyadh. Otro gran acierto sutil de San Basilio en ésta su gran novela es el modo peculiar en que dosifica detalles y explicaciones sobre los espacios y elementos de la cotidianidad de clase media de su narrador: en ocasiones acerca tanto el zoom que nos permite saber que la jarra de cerveza del Museo del Jamón de Antón Martín cues-
ta un euro treinta. En otras nos insta a aprender por nuestra cuenta que quien habla de “aranzadis” o “requeijos” es porque cursó derecho o económicas en la Complutense. Y es que nuestro protagonista es consciente de que manejar el léxico específico de un colectivo marca la diferencia entre los que están dentro y los que se quedan fuera de él, pero a la vez esto parece no importarle demasiado, puesto que sabe, a la manera de Jorge Manrique, que nuestras vidas finalmente van a dar en la mar y que en el fondo es indiferente escribir novelas, trabajar en la tienda de nuestros padres o ser gestores culturales en instituciones de prestigio. Pero aun manejando todo ese saber, no pretende adoctrinarnos; como mucho, nos cuenta que la jarra de cerveza en el Museo del Jamón cuesta uno treinta, dato innegablemente útil.
Mercedes cebrián
El escritor los avispones peter Handke Trad. de Anna Montané. Nórdica Libros. Madrid, 2010. 256 págs. El lector aferrado a los relatos de representación realista se sentirá repelido o que le están tomando el pelo ante Los avispones, primera novela del austriaco Peter Handke, reeditada ahora en magnífica versión castellana de Anna Montané. A través de la voz narrativa, en este primer libro Handke revela aquel estado de “reposada atención” apuntado por su maestro Goethe como una de las tareas fundamentales de la vida. Tras un ejercicio literario de tal exigencia como la revelada en estas páginas, no hay vuelta atrás para su autor. Sus libros sucesivos no adoptan los esquemas convencionales de desarrollo de la novela; evidencian, por el contrario, un deseo constante de dar cuenta de regímenes temporales apartados de los tiempos sociales. Este es el primer problema que se le plantea al lector, pero surgen más, porque en Los avispones no se narra una historia, sino la forma de narrar una historia. Los avispones, cuya tenue línea argumental gira literalmente alrededor de una desgracia familiar en la que el narrador, buscando a su hermano desaparecido, se queda ciego, se desvía de los tiempos sociales mediante el concepto de “duración” acuñado por Bergson: “La forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores, es decir, cuando se percibe lo que siempre se ha llamado tiempo como algo indivisible”. Esa nueva temporalidad se
asienta en el yo íntimo a través de una intuición en la que el pasado sobrevive en el presente. En Lento regreso, una de las primeras novelas de Handke difundidas en España, su protagonista presentía la posibilidad de un esquema completamente distinto a la hora de representar los acontecimientos temporales: “Sentía complacencia en el mero habitar; alegría de aprehender, redescubierta; placer de tener un cuerpo: de sus necesidades, incluso de sus actividades”. En novelas posteriores como La tarde de un escritor, El momento de la sensación verdadera, El año que pasé en la bahía de nadie o La pérdida de la imagen, ensaya la posibilidad de una narrativa sin intriga en la que no establece una línea de sentido predeterminada, liberando cada vez más la voz narradora a través de un léxico de imágenes y no de conceptos. Handke ha definido en alguna ocasión la literatura como el acto de descubrir los lugares no ocupados todavía por el sentido. Ya desde Los avispones, su escritura rebosa de descripciones espaciales en las que se intuyen resonancias de pintores como Cézanne, Hopper o Rothko; también de la concepción espacial de Heidegger en lo que éste había llamado precisamente “el camino de Cézanne”, es decir, el espacio como tema de reflexión, el dibujo de un hueco que se abre en el pensamiento, lo que está por pensar y, por tanto, no ocupado todavía por el sentido. La sucesión de fragmentos descriptivos ad nauseam presentes en Los avispones hace nacer el tiempo interno de la novela, conforma una secuenciación sibilina que recorre, como sin tocarlo, al personaje (que, por otro lado, reflexiona sin cesar acerca de sí mismo, pero que lo hace mirando hacia fuera, creando sorprendentes
imbricaciones entre lo exterior y lo interior). Por ello, la cuestión del tiempo será una constante que variará a lo largo del libro hasta manifestarse como un estar alerta a la presencia de un “segundo tiempo” tangente al círculo cronológico, un tiempo que como melodía, y también como ritmo, acompaña al tiempo normal y le sirve de fondo. “Sin argumento, sin intriga, sin dramatismo, y no obstante, narrativa: no se me ocurre nada más sublime”, escribe Handke en Historia del lápiz. No es historia lo que se dirime en sus libros, es narración, pura y dura, por lo que resulta preciso una nueva forma de leer, un cuidadoso ir siguiendo lo que se lee, un cuidadoso deletrear y descifrar que termina por significar, al final, una ganancia de tiempo.
JaiMe priede Quimera 95
EL QUIRÓFANO ® Epitafio de la contracultura dog soldiers robert stone Trad. M. Antolín Rato e I. Pellisa. Libros del Silencio. Barcelona, 2010. 432 págs. Es una tarea penosa la de reseñar este clásico de la literatura norteamericana, aparecido en 1974 y vertido por vez primera a nuestra lengua; penosa tras leer el espléndido prólogo de Rodrigo Fresán. El prologuista lo ha dicho todo, y lo ha dicho con una puntería insuperable; Dog Soldiers es un novela-accidente-automovilístico: “no queremos ver lo que allí se nos muestra pero tampoco podemos apartar la mirada o cerrar los ojos de ese montón de hierros retorcidos y de ese hombre cubierto de sangre” (p. 16). Por eso no es casual la imprecación que uno de los personajes dirige a los periodistas, y a nosotros, lectores, en el arranque de la novela: “Por qué no vais a ver morir a otro sitio” (p. 67). El accidente automovilístico al que alude Fresán es la descomposición de todo un universo: el sueño de la contracultura de los años sesenta, del que América despertó con el golpe mortal de Vietnam y que la no ficción retrató a través del “Nuevo Periodismo” de Norman Mailer, de Hunter S. Thompson, de Tom Wolfe, de Michael Herr. También el cine de la generación del “Nuevo Holywood” –Scorsese, Coppola...– compuso su peculiar retablo de la era post-Vietnam, un mundo violento, anómico y desengañado al que Estados Unidos trataría de sobreponerse, a la vuelta de la siguiente década, abrazando los ideales patrioteros de Reagan –America is back– y el hedonismo de la sociedad del espectáculo. En Dog Soldiers, Robert Stone (Nueva York, 1937) se propuso “estudiar el modo en que Estados Unidos encajaba ese golpe”, levantando acta del accidente y, con él, del 96 Quimera
agotamiento de un sueño; se trata, como escribió Paul Gray en su crítica para Time, del “epitafio de una era que no ha terminado todavía”. Stone, que había ejercido como corresponsal en Saigón para medios independientes, conoció de primera mano el escenario en que arrancan las andanzas de su protagonista, John Converse, un periodista que escribe para publicaciones de poca entidad y que proyecta escapar de una existencia mediocre transportando tres kilos de heroína y colocándolos en el mercado a su regreso en los Estados Unidos. El problema, no obstante, reside en si es posible regresar de Vietnam. Dog Soldiers trata, a decir de Fresán, de “ese extraño e inasible sentimiento, de la posibilidad de estar y no estar y de seguir allí tanto tiempo después” (p. 11), o, en palabras de Jonathan Lethem, de la vietnamización de la patria; la guerra que Converse cree dejar en Asia lo persigue hasta California. Los individuos que le pisan los talones, a él, a su socio Hicks y a su esposa Marge, parecen hechos de la misma materia con que se fabrica la abyección en Vietnam. El mundo que Converse encuentra en su país es tan violento y putrefacto como el que dejó en Saigón; la atmósfera, igual de ominosa; incluso las armas que guarda Hicks parecen más propias de una operación paramilitar que de una trama detectivesca. Cierto que el tema no nos resulta desconocido; el cine americano nos ha regalado grandes crónicas del retorno, como El cazador (Michael Cimino, 1978) o El regreso (Hal Ashby, 1978). Cierto que hunde sus raíces en los orígenes de la literatura clásica greco-latina: se trata del género de los nostoi, los relatos del retorno de los héroes –paradigmático Ulises. Solo que, ahora, el hogar ha devenido un páramo moral, una prolongación de la guerra, los héroes no son héroes y el regreso no es, en modo
alguno, completo. Podría decirse que Vietnam es la Troya de los norteamericanos, con la salvedad, nada desdeñable, de que los americanos jamás lograron asaltar su muralla. Para narrar este nostos, Robert Stone echa mano de un realismo en el que penetran, con gran sutileza, atmósferas y vapores que proceden de la cultura psicodélica, que el novelista había abrazado de la mano de Ken Kesey y su círculo beatnik. Formado en el realismo de Fitzgerald o de Hemingway, el encuentro con la generación beat explica el halo alucinatorio de su poética, la habilidad para generar atmósferas alucinadas que conecta Dog Soldiers, de manera innegable, con la espléndida (y muy posterior) Árbol de humo, de Denis Johnson. Sin embargo, en Dog Soldiers, los hippies, la experimentación con las “drogas de conocimiento”, el naturalismo de cuño thoureauniano, aparecen reflejados como anacronismos patéticos. La novela es, también, un carrusel de ex hippies y de hippies venidos a menos, cines porno, tabloi-
EL QUIRÓFANO ®
des, traficantes de medio pelo, agentes corruptos; el periodo helenístico, la decadencia, de la contracultura norteamericana en la era post-Vietnam. Marge, la particular Penélope del relato, simboliza esa metamorfosis del sueño beat en pesadilla de consumo: cansada de esperar a Conver se, asustada y acosada por sus perseguidores, termina por caer en brazos del Dilaudid, de la heroína y de Ray Hicks, el socio de Converse en el asunto del alijo, un auténtico psicópata de la Marina, aficio nado a la filosofía oriental, lector de Nietzsche, al que Stone describe como “un hombre como es debido (...), un samurái” (p. 231). Los recursos narrativos de Stone son casi invisibles, hilos sutiles que parecen inofensivos y para los que se precisa una milagrosa precisión narrativa. No se nos describe una gran explosión en Vietnam, sino a la gente que camina, lenta y aturdida, tras la explosión: “Si uno se quedaba el tiempo suficiente en el país veía a muchas personas moviéndose de aquella manera” (p. 70). Entre los capítulos 11 y 12 se produce una sorprendente elipsis, que deja que el lector complete en su imaginación la violencia que el autor sustrae en parte a su mirada. Los diálogos consisten en lacónicos intercambios de vacuidades, y es en esta propiedad donde, justamente, reside su fuerza expresiva: la laxitud de un mundo anómico, y se podría decir que incluso –valga la cacofonía– anémico, en que se asiste al crepúsculo del deber, en el que sexo y dinero constituyen los únicos fines racionales y los reparos morales se convierten en una especie de ruido de fondo al que los protagonistas deciden no prestar oídos. La última vez que Converse siente algún reparo moral, la última vez que escucha la voz de algo que pudiera denominarse conciencia, tiene lugar en el capítulo 2, cuando mani-
fiesta su horror por una matanza de elefantes por el ejército del sur. Desde ese punto en adelante, no hay moral en Dog Soldiers, sino miedo. La única prueba –more cartesiano– de la existencia de algo así como una conciencia en los protagonistas está relacionada con el miedo: “Ten go miedo –razonó Converse–, luego existo” (p. 77). Buena parte de la atmósfera ominosa de la narración puede entenderse a partir del temperamento mórbido de Stone, sus tendencias psicóticas, que las drogas debieron sin duda amplificar, y del que hay múltiples testimonios. De él escribió Ken Kesey: “Stone es un paranoico profesional. Detecta fuerzas siniestras detrás de cada galleta Oreo”. No en balde, el mundo que sucede a Vietnam es también el mundo del Watergate, de Charles Manson, plagado de conspiraciones, ambición y crímenes truculentos; pero es que la infección que lo pudre todo, mencionada en la novela como un hongo verde que va colonizando el paisaje, nace igualmente en el cabizbajo regreso de los anti-héroes de Vietnam. De ahí que la novela de Stone comience en este país y termine, como si trazara el meridiano del horror –Conrad sobrevuela todo el relato– en el desierto de California, cerca de la frontera con México. Los personajes salen de Vietnam, pero no de la violencia, la encuentran por todas partes, se va multiplicando. “Hay que joderse –protestó ella– con el puñetero viento (...). Es cúchalo –dijo Marge–. Es pura crueldad” (p. 230). Es esa misma lógica que invade algunas pesadillas, una progresión geométrica en la que la podredumbre va invadiendo todos los rincones, colonizando el estado mental de los protagonistas del sueño. Mario cuenca sandoval
abluciones patrick deWitt Libros del silencio. Barcelona, 2010. 211 págs. Tiene su gracia que el mismo mes en que Easton Ellis publica en nuestro país Suites Imperiales –su regreso a la megalomanía (¿reaganista?) y los excesos de Menos que cero, con algún que otro juego metaficcional y gadgets tecnológicos de por medio, casi como si nada hubiera sucedido en un cuarto de siglo–; coincida con la aparición de otro explorador de la cara B de Hollywood, aunque éste lo haga a través de unos personajes nada glamurosos y un registro imposible de no asociar al maestro Bukowski. Hablamos de Patrick deWitt, autor de Abluciones, nacido una generación después a la de Ellis. Muchos han sido los que han querido ver en deWitt poco más que una secuela del autor de La senda del perdedor, si bien deWitt logra, gracias a recursos muy sutiles como las políticas sexuales (olvídense del componente machomen en Chinaski), reanimar de manera natural cierta crítica al Sueño Americano que todos daban por perdida. Que las cosas se replieguen a un estado anterior, a veces dice más que cualquier otra evolución progresista. antonio J. rodríguez
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EL QUIRÓFANO ® Ludwig Hohl, la coherencia de una vida caMino nocturno ludwig Hohl Trad. de Rosa Pilar Blanco. Minúscula. Barcelona, 2010. 124 págs. “La obra –como quiera que la definamos– no puede entenderse si no se entiende como un todo unitario. No es una colección de aforismos.” Esta afirmación de Ludwig Hohl resume su modo de concebir no sólo la literatura, sino cualquier producción artística, y tanto su vertiente creativa como hermenéutica. Conviene así leer estas palabras del escritor suizo también como una recomendación al lector. Acercarse a Ludwig Hohl (Netstal –cantón suizo de Glarus–, 1904; Ginebra, 1980), gran desconocido aún de la literatura suiza, a pesar de ser considerado por algunos junto a Robert Walser y Friedrich Dürrenmatt como uno de los grandes, supone conocer su mundo, su vida, su método de trabajo, su filosofía. Fiel al principio neorromántico de que el verdadero conocimiento y el utilitarismo se excluyen, seguro de que la fama es inversamente proporcional a la calidad del artista, concibió toda su existencia en función de esta convicción. Autoexiliado, primero en Francia, luego en Austria y Holanda, regresó a su país en 1937 y se instaló en un sótano de la periferia de Ginebra, donde desarrolló su filosofía De los márgenes infiltrados, como reza uno de sus títulos –el “brillo irrumpe y aflora del detalle, no del conjunto”, afirma en sus Apuntes. Allí vivió hasta su muerte y llevó una vida ascética y marginal. Hohl, para quien “todo es obra” –vida, trabajo y creación son sinónimos–, niega que una obra esté concluida. Su método, laboriosamente calvinista, es un larguísimo proceso de depuración –de ahí su 98 Quimera
hábito de destacar algunas palabras con cursiva. Así va elaborando a lo largo de cincuenta años su obra axial, Los apuntes o De la reconciliación irreflexiva (1943). Hohl entiende la creación como una negación de la muerte, se desvive en su celoso afán por encontrar la palabra exacta, y con el mismo celo reordena constantemente sus notas, escritas en toda suerte de papeles, que cuelga con pinzas de la ropa en el taller donde escribe y filosofa, su sótanohabitáculo. Hohl es un escritor de lo marginal, del detalle, del que extrae todo su poder simbólico –titula una de sus obras Matices y detalles (1939). Concibe su quehacer como una pugna por objetivar lo subjetivo. Sus textos, que se resisten a la clasificación genérica –también esta antología de nueve cuentos, Camino nocturno (1943)– incitan a la reflexión filosófica, y su lectura no puede ser convencional. Las historias que nos ofrece son a veces parábolas de la talla de las de Kafka (La hoja, El erizo, El buscador, Boceto de un boceto del mundo); otras, carentes de hilo narrativo, semejan meras observaciones aparentemente inconexas acerca del brumoso y monótono paisaje holandés, que compara con la nitidez de los escarpados perfiles de los Alpes (Paisajes); o bien son minuciosas descripciones de un atento observador de su entorno que fija su mirada en personajes, actuaciones u objetos, a primera vista intrascendentes (Tres viejas de un pueblo de montaña); otros textos parecen inconclusos (La borracha), de acuerdo con el concepto productivo del autor, cercano a la estética romántica del fragmento. La importancia narrativa reside tanto en la historia en su conjunto como en las frases que la componen, susceptibles a menudo de ser ordenadas de otro modo sin perder sentido, significativas por sí mismas por lo escueto, sentencioso y contundente de la verdad que encierran: “[…] porque la
niebla misma es sólo una figura dentro del día, no impide el día”, “[…] la llegada de la desgracia no dependía de él”, “Para encontrar son necesarias dos cosas: primero, perder; segundo haber encontrado”, o bien “Yo no puedo reconciliarme con usted, pues así lo negaría a usted”. Hohl, que mereció la atención de escritores como Jürg Federspiel, Adolf Muschg, Johannes Beringer –su más profundo conocedor–, Christoph Geiser, Kurt Marti y Friedrich Dürrenmatt, de artistas como Rolf Looser o Hans Aeschbacher y filósofos como Hans F. Rütter o Hans Saner, encarnó la otra Suiza y se perfila como icono de la literatura suiza de rango internacional. Del autor se han publicado, además, en España Escalada y Matices y detalles (Mi núscula y DVD, 2008, respectivamente). anna rossell
EL QUIRÓFANO ® La subjetividad y el yo autobiograFía sin vida Félix de azúa Mondadori. Barcelona, 2010. 168 págs. Este un libro más allá de todo género, así que es normal que durante las primeras páginas, el lector se sienta algo perdido ante el avance de lo que parece ser una historia de las imágenes desde las cuevas hasta nuestros días. Pero "historia" es una palabra muy cargada porque implica un método, una epistemología, una objetividad y también unas convenciones literarias, cuando en realidad, de la historia, Azúa solo toma un puñado de hechos y manifestaciones, que relaciona a través de un hilo de causalidad que es cualquier cosa menos histórico, al menos, según los planteamientos actuales. La interpretación de la obra también dependerá de en qué medida el lector se tome en serio su título, uno de esos que, por el alto contraste entre las expectativas que abren y el posterior contenido, dialogará con cada página, justificándose o contradiciéndose, iluminando u oscureciendo su sentido. Olvidar el título le restará algo de cohesión al volumen, con dos capítulos finales dedicados a la novela y la poesía que quedarán un tanto desligados de la coherencia interna de los diez primeros, en los que se traza una evolución de las artes plásticas en referencia a las sucesivas edades de la civilización europea, según van cambiando los motivos y formas de representación. Por el contrario, si asumimos plenamente el título, si nos entregamos al reto de leer todo el libro como una autobiografía, si realmente cumplimos con ese deber, nos hallaremos ante una pieza muy singular de literatura del yo.
Ahora bien; si el "nosotros" aparece en el primer capítulo, en el que se da un repaso a los signos cristianos y su sentido para la generación de Azúa, el "yo" no aparecerá hasta el penúltimo. Entre medias, lo que impera es la interpretación de la evolución del mundo según los motivos del arte, entendidos como signos de las ideologías y el espíritu de cada época y lugar. Por tanto, la realidad sobre la que opera no será la vida íntima, sino el relato elaborado y canónico de los hitos de nuestro pasado y sus manifestaciones artísticas. ¿Qué tiene que ver eso con una autobiografía? La autobiografía está en el estilo. En la forma. En las elecciones y las omisiones. En la causalidad, en el hilo conductor. Otros ensayos tienden a desbordarse en una multiplicidad de factores, hasta el punto negar la posibilidad de verdad y ofrecerse como una interpretación llena de excepciones a pie de página. Por otro lado, está el paso firme de quien avanza sin rendir cuentas más que a su propio juicio. Ese el tono de Autobiografía sin vida; una arqueología de la cultura fundacional de un individuo, y su descomposición en estratos históricos. Autobiografía porque se toma a sí mismo como parcela y cava hacia abajo, nunca hacia los lados. Y sobre todo, por la subjetividad. Porque el molde con el que le ha dado forma, forma un vaciado perfecto de sus íntimos orígenes, prejuicios y valores culturales. Una autobiografía, por lógica, no debería tener final. Y sin embargo, a veces la vida se considera una pieza acabada antes de su agotamiento orgánico. En los cuatro últimos capítulos de Autobiografía sin vida, la finitud cobra un gran protagonismo: se explica el fin del arte, el fin de la poesía, el fin de la novela, haciéndolo coincidir con la imagen
recurrente, crepuscular, del escritor observando el ocaso en una campiña junto a su perro. Una imagen clásica, que cobra fuerza, pues es la única imagen autorreferencial en un libro plagado de écfrasis. No es poco habitual que los escritores, en sus memorias, quieran hacer coincidir su propio final con el del orden y los valores en los que mejor dicen sentirse representados, quizás hallando consoladora esa actitud despectiva hacia el presente. Nadie deseará que Azúa, nacido en 1944, caiga en ese discurso de forma tan prematura, tal y como le ha pasado a otros de su generación (pienso en Javier Marías y sus artículos de El País Semanal), aunque al final sí hay cierto tono de liquidación en esta singular autobiografía, por lo demás, exquisita. Miguel espigado Quimera 99
EL QUIRÓFANO ® Galitzia, Ohio cuentos de galitzia andrzej stasiuk Trad. de Alfonso Cazenave. El Acantilado. Barcelona, 2010. 126 págs. Andrzej Stasiuk (Cracovia, 1960) no inventa nada cuando explica, en el primer relato de este libro, la torpeza con que muere el último tractorista de las granjas colectivas de Polonia. Y no lo hace porque, posea la literatura realista mucha o poca capacidad metafórica, el destino de esos proletarios que trabajaban encerrados en los koljós socialistas fue su aplastamiento por la Historia. Cuentos de Galitzia arranca así: refrescándonos la memoria con un buen puñetazo. Diciendo, a través de esta breve ficción, que la utopía socialista fracasó en buena parte por el colapso económico y por la necesidad de libertad, sí, pero también porque el hombre antiguo, ese que tala árboles y toma de la naturaleza –o del vecino– lo que necesita, no entiende de filosofías racionales que reprimen el natural egoísmo a cambio de una providencia organizada. Como se ve, no estamos ante una lógica estadística. Sino, más bien, ante una verdad poética, una tesis literaria que se inserta mejor que cualquier indicativo macroeconómico en un relato que describe la idiosincrasia de una comunidad, su feroz miseria y su estancamiento espiritual. Después, Stasiuk decide que hay que avanzar. Pasa la página y nos cuenta la implantación del capitalismo en este patchwork miserable que es la Galitzia ultrajada por los totalitarismos del siglo XX. Otras poquitas páginas, otro personaje paradigmático –el ágil Wladek–, y ya estamos al día en todo. Porque ya nos hemos enterado que el capitalismo constituye la liturgia de los espabilados, un 100 Quimera
manual de instrucciones para los listos de la clase. Y sus productos no tienen que buscarlos los patriarcas familiares en los almacenes de trigo, no señor, sino en el etiquetado azul-rosa de una línea de desodorantes que te deja la piel más suave. Magistral ejercicio de síntesis, en dos rounds Stasiuk ha ajustado cuentas con el presente. Lo que suscita en el lector un fatal presentimiento. ¿Y ahora qué? Parece que el resto del libro no podrá conducirse sino hacia el ahondamiento estético de las dos tesis antes expuestas. Es decir, hacia el resplandor de una prosa lírica que cobrará todo su sentido cuando siga desgranando las desgracias colectivas, las asincronías entre una población analfabeta y la marcha triunfal de los empresarios sobre la tierra humillada, o el embrutecimiento legado a sus militantes por la antigua burocracia. Pues no. Apenas tres relatos más en los que estamos obligados a calibrar la influencia que aún ejerce Winesburg, Ohio –la genial recopilación de relatos escrita por el estadounidense Sherwood Anderson en 1919–, y el libro muta su piel. Abandona su pretensión sociopolítica y cobra la forma de una apasionante novela de fantasmas, con lamentaciones y equívocos, con apariciones nocturnas y con esa ruptura de la incredulidad que tanto excita a los lectores de literatura fantástica. Magia. Como se ve, se ha planteado un desafío a la ortodoxia. Una conspiración contra el realismo literario. Y aquí es donde aparecen las dudas, pero por poco tiempo. Porque el pulso del libro se mantiene gracias a que la prosa de Stasiuk es hermosa y contenida. No abruma, como ocurre con ese tipo de autor grandilocuente y torrencial, tocado por la inspiración del ritmo y de la efervescencia, sino que se mantiene en su justo punto. Es decir, se convierte en un instrumento, no en un
fin. E instrumento, ¿de qué?, nos preguntamos. Pues de una verdad terrible. La que afirma que, por muchos modelos económicos que se testen sobre suelo habitado, por mucha filosofía racional y sofisticada y bienintencionada que se pergeñe en los comités del pueblo, resulta que los ectoplasmas de los condenados siguen vagando por las aldeas. Y vigilan el comportamiento de sus hermanos mortales. Y reparten justicia. Y son respetados Y, lo peor de todo, alimentan ese repliegue autista que los asentamientos pobres realizan sobre su propia piel cuando se aíslan hasta consumirse en su propia fiebre. Maldición de las maldiciones que ni el materialismo de aquella burocracia ni el falso esplendor de esta orgía de banqueros será un día capaz de desbaratar. Curioso libro; hermosa literatura.
roberto valencia
EL QUIRÓFANO ® La conclusión antes del viaje contra el caMbio Martín caparrós Anagrama. Barcelona, 2010. 275 págs. viaJe a la palestina ocupada eric Hazan Trad. de Sara Álvarez Pérez. Errata Naturae. Madrid, 2010. 125 págs. Lo más admirable en la obra de un escritor de viajes como Paul Theroux es la distancia que establece entre el ineludible autor y las presencias que le salen al paso. Frente a los lugares y las personas, siempre se presenta sin prejuicios, dispuesto a aprender, pero como aprende el hombre inteligente, con un punto preciso de cinismo y de confianza, pero sin ser un cretino ni caer en la autocomplacencia. En ese sentido su último libro, Tren fantasma a la estrella de Oriente, es una obra maestra. Frente a un autor de viajes como Theroux, otros se plantean, de inicio, crear una obra comprometida, partir a la defensa de unas ideas preconcebidas que en mayor o menor medida merecen ser consideradas. Ese es el caso tanto de Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) como de Eric Hazan (París, 1936), dos escritores a quienes los viajes aquí reflejados no consiguen transformar en alguien nuevo, tal vez por un exceso de implicación emocional desde antes de la partida. El primero de ellos, el periodista argentino, Caparrós, parte en un viaje múltiple que le lleva a lugares tan dispares como Nigeria, Australia o las islas Marshall, para entrar en el debate sobre el cambio climático o, para ser más precisos, sobre la conveniencia de exprimir el fenómeno socioecológico del cambio climático en la medi-
da en que se está haciendo. Escéptico desde el inicio, se preocupa en disparar contra todo lo que le sale al camino: el ecologismo –sin distinguir entre conservacionistas y medioambientalistas–, la globalización cultural a la baja, los agentes contaminantes, los apóstoles del cambio climático y la desnaturalización del planeta. Para ello se refugia en un estilo que da la impresión de sugerir un pensamiento caótico, en la fragmentación y la digresión, confiando en que la impresión de improvisado resulte natural, preocupándose más por conseguir una frase impactante que por la originalidad de su pensamiento. Y así no termina de elaborar en condiciones los asuntos que reúnen estos textos, los que impulsan al viaje y a todo lo que eso debería de suponer: la denuncia bien transformada en narración. Da prioridad a un humor en ocasiones demasiado tópico, a una intención de mostrar ingenio basada en la primera reflexión que le sugiere la información que recibe, con demasiada frecuencia, a través de segundas fuentes. De ahí que en sus conclusiones no se dé prioridad a la puesta en marcha de soluciones contra el cambio climático, sino que se limite a enunciar los beneficios que éste está reportando a la casta de los que saben ver las oportunidades en cualquier desgracia. Para Caparrós, hay demasiado de farsa en todo el revuelo que se está levantando a cuenta del cambio climático. En el segundo libro, Viaje a la Palestina ocupada, Eric Hazan reincide en la herida de un país y un pueblo abandonado a su suerte y al afán de los opresores. No termina de mostrar ninguna idea que antes no expresara, por ejemplo, Edward Said, en este texto construido con párrafos cortos, transcripciones directas de una libreta de apuntes o del contenido de una grabadora. Pero aunque el mal resulte evidente a estas alturas, conviene detenerse en el
individuo. Hazan es un hombre sensible, más próximo al arte que al periodismo, que trata de poner rostro a la ocupación transcribiendo sus encuentros, a través de entrevistas o minúsculas crónicas que representan la biografía del desahuciado. En unas pocas páginas, se preocupa por fabricar un mosaico representativo, una suma que sustituye a la obra coral por un texto de voces sucesivas que no terminan de aceptar la derrota pero no acaban de reconocer dónde está la lucha en la actualidad, como si se hubieran agotado los cartuchos de la resistencia. De ahí la intención de este libro, que es despertar conciencias, soplar sobre los rescoldos para avivar la llama. Mantener el debate vivo, como hace Caparrós, o las espadas en alto, como en el caso de Hazan, son razones suficientes para justificar una obra. Pero no siempre son argumentos sobre los que construir un relato. Con todo, merece la pena echar un vistazo a ambos libros. ricardo Martínez llorca Quimera 101
EL QUIRÓFANO ® Un lento aprendizaje Mire al paJarito Kurt vonnegut Sexto Piso. Madrid, 2010. 274 págs. “Los malos poetas suelen sufrir como animales de laboratorio, sobre todo a lo largo de su dilatada juventud”, comentaba el sabio Bolaño en algún cuento de Llamadas telefónicas, y más o menos éste parece ser el ánimo con que Kurt Vonnegut (EE UU, 1922 – 2007) afrontaba su futuro mientras escribía los relatos que ahora recoge el póstumo Mire al pajarito. Quiero decir. Habiendo sido prisionero en la II Guerra Mundial, y luego de estudiar antropología y emplearse en actividades que para él debían ser cualquier cosa menos gratificantes, corría el año 1951 cuando el autor de Matadero cinco confesaba a un tal Miller su ansiedad por publicar en las principales cabeceras de ficción: “algo que contente a Atlantic, Harper’s o al New Yorker; para conseguirlo, tendría que ser algo al estilo de tal o cual, y tal vez podría hacerlo”. Esta carta, que anticipa la edición de Sexto Piso a Mire al pajarito, servirá para entender algunos de los propósitos del autor en estos inéditos. Vonnegut tenía lo que cualquier autor joven ha de tener, es decir, ambición y neurosis a partes iguales, y energía suficiente para sacrificar algunas cosas por la literatura y el peso de su futura firma. Y así habría de terminar la misiva: “puesto que he dejado G.E. [General Electric], si no soy un escritor, entonces no soy nada.” Tal vez por lo anterior no es casual que Mire al pajarito empiece en “Confido”, dando pie a una interesante serie de relatos en la que Vonnegut hará desvelar el tema o acontecimiento central 102 Quimera
de sus ficciones en un enunciado epigramático y luminoso; en el caso de “Confido”, se discute lo siguiente: “Al no estar atormentado por la ambición, Henry ha sido un hombre más feliz; y los maridos felices hacen esposas y niños felices”. A ello responderá otro personaje: “no hay mujer que no piense a veces que el amor de su marido se puede medir por su ambición.” “Confido” es un ejemplo de cómo en estos textos de iniciación, Vonnegut cuenta con los recursos mínimos (¿o máximos?) que el lector puede exigir a un cuento, a saber, por un lado la autocrítica, la exploración del yo y de los secretos de la naturaleza humana (en este caso, la sempiterna imposibilidad de satisfacer al superyó y a la intimidad), y por otro, la inteligencia narrativa, la artesanía de la escaleta y la diseminación efectiva de los puntos de giro en la trama. “Fubar” es otra variable en la misma disyuntiva: “Es posible que su infelicidad le guste tanto que no quiere hacer nada para cambiarla”, dice una recién contratada a un aburrido y gris oficinista. Igual ocurre en “Gotitas de agua”: “Aunque los solteros son gente solitaria, estoy convencido de que los casados son gente solitaria con cargas familiares”. Aunque Vonnegut podía llegar a fulminar algún que otro cuento con finales tramposos y desastrosos (véase “Salón de espejos”, razonablemente inédito), queda claro que era un chico listo. Sabía que abundar en los temas perennes de la naturaleza humana es la vía más sencilla para ganarse la empatía del lector –o de los editores del New Yorker–, pero ya hay demasiado escrito sobre ello. De ahí el brillo que desprenden textos como “Una canción para Sel ma”, humillación a la psicología cuantitativa y a la obsesión enferma de la
época por los test de inteligencia. Gracias al rumor equivocado difundido por una alumna enamorada, ésta consigue que el alumno supuestamente más inteligente deje de rendir como antes, mientras que aquél en quien nadie confiaba empieza a creer en sus posibilidades. Hermosa conclusión: no hay nada que no hagamos por amor. Otros ejemplos a destacar son el kafkiano “Las personitas simpáticas”, y los cuentos con claro trasfondo de Guerra Fría, como “Mire al pajarito” –donde un malvado psicólogo pasa a convertirse en sembrador de paranoias–, o “Las hormigas petrificadas”, en el que unos expertos en mirmecología hallan colonias de hormigas que reproducen los modelos de sociedades capitalista y comunista. So it goes…
antonio J. rodríguez
EL QUIRÓFANO ® Una doña Rosita british a toda vela c.H.b. Kitchin Trad. de Laura Salas Rodríguez. Periférica. Cáceres, 2010. 187 págs. La inanidad y el convencionalismo, la hipocresía y la doble moral –la falta de aire en los pulmones– han sido expresados literariamente a través de relatos sobre la deriva cotidiana de mujeres con mayor o menor conciencia de la necesidad de salir corriendo. Mujeres bien o mal casadas, solteras irredentas, viudas o señoras de vida sentimental turbia que, moviéndose en círculos parecidos, no comparten necesariamente clase social. De ahí la importancia de la ambición, de las maquinaciones y del dinero como temas. También la idea del significado y la posibilidad de la independencia femenina, de la habitación propia, de la conquista de un lugar en la comunidad que no venga dado por el vínculo que se establece con el varón. Dentro de este género, cuyo referente mítico sería Aphra Behn –a quien, según Virginia Woolf todas las mujeres deberíamos llevarle flores–, tendríamos a Jane Austen como madre fundadora y como apóstoles –a ratos– a Henry James, a Edith Wharton o a la misma Virginia. La variable de clase nunca desciende al nivel del proletariado: eso daría lugar al cuento de la Cenicienta o a un tipo de narración cercana a Dickens, Galdós o Gorki. C.H.B. Kitchin (Inglaterra, 1895 1967) pertenece a esta cofradía, pero suena diferente por el mecanismo narrativo que pone en marcha para construir el interior y el exterior de su protagonista, la señorita Lydia Clame. Como narrador, Kitchin sabe bien en qué momentos debe acercar su catalejo
hasta lo más profundo de la conciencia de Lydia y cuándo debe alejarse: cuándo enseñarla desde esa distancia que la empequeñece o desde esa cercanía que, en principio, la achica más, pero que acaba engrandeciéndola. O al revés. Parece que Kitchin adoraba a las Lydias, que las compadecía y le irritaban, que le hubiera gustado abrirles los ojos. Kitchin, como apunta Virginia Woolf, su editora, habla de mujeres que viven en el siglo XX como si aún no pertenecieran a él y que se ciñen a unas normas que les llevan a desarrollar férreos sistemas de razonamiento propios de ciertas psicopatologías. La coherencia de la locura no deja resquicios. La titánica coherencia de Lydia Clame delata una insania que refleja, a escala reducida, las reglas de una sociedad que se jacta de ser civilizada y racional. Lydia expresa la paradoja de un sistema que nos condena a la eterna contractura emocional y a la alienación porque, si asumir las reglas ahoga, aún ahogan más los mundos de fantasía que se venden en forma de sueños o de evasiones. Lydia no es ni muy lista ni muy tonta y, desde luego, no es ni la mitad de especial de lo que ella se cree: Kitchin coloca por encima del personaje a unos lectores que, en las distintas posiciones de su catalejo, lo ven como esperpento triste o como ser humano digno de cariño y piedad. El lector ríe, pero también siente tristeza frente a la vanidad o el amor extemporáneo de Lydia Clame, una doña Rosita british, que crece como personaje al mostrar la verdad –quizá la estupidez– de sus sentimientos. Tal vez es que la realidad es demasiado pequeña para Lydia o puede que lo que consideramos grande sólo sea estúpido. “Tengo una manera tan poco natural de hacer lo que quiero hacer”: en la impos-
tura, en esa imposición que apuntala la fantasía de una libertad de la que no se goza, reside la grandeza de un personaje que vive en las mentiras, es una mentira, pero que se da cuenta de que sólo tiene ojos para lo superficial. Quizá creer en las mentiras es el único modo de soportar algunas certezas básicas: “Nada es más burgués que no atreverse a hablar de dinero”, “Ochocientas eran unos ingresos ridículos. También lo eran quinientas. Uno debería tener cinco mil (o nada en absoluto)”. Lydia Clame no se chupa el dedo. Aun así no se salva del romanticismo: funestos presagios, naturaleza, huida... las cosas en las que ella quiere creer y que, anticlimáticamente, se vuelven en su contra en forma de una enfermedad no demasiado romántica. Al final las habas siempre están contadas y en el cuento de la lechera se acaban rompiendo los cántaros. Marta sanz Quimera 103
EL QUIRÓFANO ® Translúcida visión de los oscuros misterios de la memoria pequeño libro de una gran MeMoria: la Mente de un MneMonista a.r. luria Trad. L. Kúper Fridman. KRK. Oviedo, 2009. 242 págs. Mundo perdido y recuperado. Historia de una lesión a.r. luria Trad. J. Fernández-Valdés. KRK. Oviedo 2010. 300 págs. En Memento (2000), la magnífica película de Christopher Nolan, nos encontramos con una escena inolvidable: una mujer vive angustiada por saber la verdad sobre la pérdida de memoria a corto plazo que ha sufrido su marido, impresionante Stephen Tobolowsky, como consecuencia de un choque postraumático. No sabe verificar si detrás de su comportamiento errático –trastornada su memoria, es incapaz de relacionarse con su entorno y no puede recordar nada de lo hecho cinco minutos antes–, se esconde una auténtica patología o bien un intento voluntario de escabullirse de la realidad. Para aclarar las dudas que la atormentan decide ponerlo a prueba. “Sammy puedes inyectarme la insulina”, le pide, y Sammy reverencial, solícito, prepara la jeringuilla y pincha a su mujer, para, acto seguido, volver a sentarse placenteramente en el sillón. “Sammy”, repite al poco, “no te has acordado de la insulina”. Y Sammy, de nuevo solícito, ilusionado ante la posibilidad de ayudar a su mujer, vuelve a preparar la jeringuilla, como si no lo hubiera hecho unos minutos antes, y con la misma predisposición, que un 104 Quimera
momento apenas pasado que no recuerda, vuelve a pinchar a su mujer; el acto se repite hasta que la mujer se desvanece. El capítulo narrado por Leonard (Guy Pearce), el protagonista del filme, concluye con la certificación de la muerte de la mujer; en una hipérbole maravillosa de lo caro que nos puede resultar la búsqueda de la verdad. Ireneo Funes, estudiante porteño, tenía la capacidad de recordarlo todo. Su problema no era tanto recordar perfectamente y de manera individual cada una de las hojas de un árbol y cada uno de los árboles de un parque, como el hecho de recordar también el momento en que había visto cada una de las hojas y cada uno de los árboles… Borges erigió uno de los cuentos más memorables (y recordables) de la historia explicándonos la terrible virtud de Funes. Funes y el Sammy de Memento ejemplifican dos casos de las situaciones límites a las que puede conducir la memoria, ya sea por exceso o por defecto. Y eso es justo lo que pretendió recoger el psicólogo, neurofisiólogo y médico ruso A.R. Luria (Kazán, 1902 - Moscú, 1977) en estos dos libros que ha publicado, con escasos meses de diferencia, la exquisita editorial ovetense KRK. Luria fue el fundador de la neurociencia cognitiva, interesándose a lo largo de su carrera por la influencia del entorno cultural en las etapas primeras del desarrollo psicológico. A pesar del constreñimiento que sus estudios y sus obras sufrieron por parte del poder soviético (poder que negaba buena parte de las patologías mentales, especialmente las psicopatías, y que utilizaba los psiquiátricos para recluir a los disidentes políticos), Luria acabó por convertirse en un importante referente
en occidente. Esas continuas cortapisas que el poder soviético le ponía al trabajo de los científicos se sintetizan perfectamente en el personaje de Víktor Pávloich Shtrum de Vida y destino, la novela de Vasili Grossman, y en el proceso, magníficamente detallado, que convierte al científico capaz de mostrarse contrario a la línea oficial del partido en un muerto civil. Esas presiones del poder influyeron en la obra de Luria. Al respecto valga la sentencia de Guillermo Rendueles, en la introducción de Pequeño libro de una gran memoria: La mente de un mnemonista: “Sintetizar la vida de Salomón en tan sólo una docena de páginas revela la renuncia a una tarea que Luria sabe imposible por su incompatibilidad con el ritual seudocientífico del materialismo dialéctico al que deba acomodarse para publicar esta obra en su academia […] Salomón presenta un desarrollo de personalidad claramente histérica que Luria soslaya o niega con formulaciones equívocas” (p. 14). En ese Pequeño gran libro de la memoria se
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recogen sus experiencias médicas con Salomon Shereshevski, un paciente dotado de una extraordinaria memoria que compaginó los más diversos trabajos y acabó ejerciendo de mnemonista profesional. La descripción que Luria realiza del caso es apasionante, pues lejos de concentrarse en la vertiente médica del tema, construye, como el mejor de los novelistas, un retrato humano magnífico, que alberga las emociones, frustraciones y esperanzas de una persona que convive con una capacidad sobresaliente que, lejos de ayudarlo en su paso por la vida, no hace más que plantearle dificultades. Es pecialmente interesantes son las reflexiones de Luria sobre las sinestesias y su capacidad para establecer analogías entre el desarrollo anormal de las mismas y la sensibilidad que rige los procesos creativos y artísticos (cómo olvidar al respecto el famoso Soneto de las Vocales de Rimbaud). Y también su investigación y reconstrucción de los procesos visuales con los que el paciente operaba para memorizar en pocos minutos largas series numéricas o alfabéticas, y su capacidad de recordarlas sin mediar aviso previo aun 15 o 20 años después de la primera memorización. Luria desgrana el comportamiento de Shereshevski valiéndose de la transcripción de sus experimentos, de sus conversaciones y de sus reflexiones médicas. 30 años, desde mediada la década de 1920 hasta finales de la de 1950, de observación y fascinación médica y humana por las singulares virtudes de una mente extraordinaria. En Mundo perdido y recuperado el protagonista es Lev Zasetski, un joven estudiante universitario que sufre una grave lesión combatiendo en la II Guerra Mundial. La lesión daña una parte de
su cerebro, afectando de manera importante su memoria y borrando además de sus recuerdos personales, todo lo aprendido hasta entonces. Luria siguió el proceso mediante el cual Zasetski recuperó parte del mundo arrebatado. Con voluntad de taquígrafo, apuntó sus avances y sus retrocesos, sus esperanzas y sus desánimos, la voluntad férrea de un hombre volcada en recuperar su propia identidad en el largo y doloroso proceso de (re)conocerse. El libro se articula en tres partes: los apuntes que Luria realiza sobre Zasetski en los 20 años de seguimiento del paciente; tres digresiones sobre características del cerebro humano (en este punto ofrece ejemplos sorprendentes, como la capacidad del cerebro para evocar imágenes pretéritas cuando se estimula la corteza visual secundaria con pequeñas descargas eléctricas), sobre su funcionamiento y sobre el déficit que un daño como el sufrido por el paciente tiene en la capacidad cognitiva, creativa y psicomotora; y finalmente, una tercera parte donde se insertan los apuntes y notas que el mismo Zasetski realizó a lo largo de todos esos años de recuperación. Esta última parte resulta especialmente valiosa, pues Luria la utiliza como elemento calidoscópico. La narración de la experiencia desde el punto de vista del terapeuta, encuentra su complemento, y a la vez su contrapunto, en las opiniones que Zasetski vierte sobre el papel. Luria consigue trascender el ensayo científico para ofrecer dos obras que van a interesar por igual al especialista y al profano. Su gran logro consiste en no proceder únicamente a identificar y aislar un caso patológico singular y ex traordinario para estudiarlo con detalle, sino en explicar esa anomalía especial y
al mismo tiempo insertarla en el conjunto de emociones vitales de aquellos que la sufren. Así, el relato de las experiencias atrae no tanto por su condición de extraordinarias como por la forma en que Luria la alteración que esos elementos singulares provocan en la secuencia de acontecimientos ordinarios que jalonan la vida de una persona corriente y aun anodina. A su notable capacidad divulgativa se añade una gran habilidad narrativa; un gran dominio del ritmo que se materializa en el sabio equilibrio entre la digresión científica y la anécdota. No es de extrañar que Oliver Sacks lo reconozca como su maestro y en los libros del norteamericano subyazca la huella imperecedera de A.R. Luria. En definitiva, una gran oportunidad para descubrir de manera traslucida los oscuros misterios del cerebro humano.
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EL QUIRÓFANO ® Nuevos tiempos argentinos el año del desierto pedro Mairal Salto de Página. Madrid, 2010. 308 págs. salvatierra pedro Mairal Barcelona. El Aleph, 2010. 136 págs. Hay libros nuevos que no lo son tanto, como las dos novelas del argentino Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) que Salto de Página y El Aleph brindan a los lectores españoles. Ambas se publicaron en Argentina hace varios años y tuvieron a la sazón un notable éxito de crítica, por cierto bien merecido, ya que El año del desierto (2005) y Salvatierra (2008) dan prueba de la originalidad de un narrador que tiene el potencial de figurar entre los escritores más interesantes de la literatura hispanoamericana contemporánea. Con una prosa sobria y precisa, sin adornos retóricos ni digresiones superfluas, Mairal se concentra en contar historias que fascinan por el papel que el tiempo desempeña en ellas. En El año del desierto, una crisis ecológica y económica provoca una rápida evolución regresiva de la civilización, de modo que desaparecen, uno tras otro, todos los logros tecnológicos y sociales de la modernidad, mientras que en Salvatierra un pintor mudo, homónimo de la novela, deja al morir una especie de diario pictórico en forma de un lienzo enrollado de cuatro kilómetros de longitud. El tiempo sigue fluyendo hacia el futuro, pero Mairal narra en El año del desierto la inversión de la historia y en Salvatierra, un intento, por parte del pintor, de fijarla con medios artísticos, así como los esfuerzos de sus hijos por comprender el pasado a través de la interpretación de 106 Quimera
la pintura heredada. El año del desierto es una excelente novela distópica que ofrece una visión pesadillesca de un porvenir catastrófico, una especulación fabulada sobre lo que podría ocurrir si los vates apocalípticos tuvieran razón con sus profecías aciagas y, en el nombre del conservadurismo más retrógrado, se anulara todo progreso bajo el pretexto de contrarrestar la crisis. El desierto es la pampa argentina que, por causas no explicadas, se extiende con una rapidez asombrosa e invade las ciudades: los muros se desmoronan, las casas caen en ruinas, la vegetación crece a un ritmo vertiginoso y los comestibles se pudren en poquísimo tiempo. Los habitantes de las provincias huyen a la capital, pero las autoridades de Buenos Aires les cierran la entrada porque ya no cabe más gente en los edificios atestados de refugiados. En las calles se enfrentan manifestantes y policías en violentas escaramuzas, y los suburbios han sido ocupados por los guerrilleros. Así comienza una hecatombe nacional, causada por la intemperie, en la que coinciden el cambio climático y el derrumbe del sistema económico, con el resultado de que el país sufre un retroceso civilizatorio que lo regresa de comienzos del siglo XXI a la época precolombina. Mairal no cuenta el tiempo al revés, como lo hizo, p. e., Alejo Carpentier en su Viaje a la semilla, sino que se imagina un proceso de regresión cultural de la humanidad en un tiempo irreversiblemente progresivo. Primero la escasez de electricidad obliga a renunciar al uso de ordenadores y a restringir las horas diarias de tele, hasta que las pantallas quedan totalmente vacías; después se restringen los derechos civiles, los espacios urbanos se reducen cada vez más, los coches y trenes son sustituidos por caballos y carrozas, los billetes de banco son devaluados y reem-
plazados por monedas, antes de que el dinero quede definitivamente abolido por el comercio de trueque, el cristianismo más fundamentalista acabe con la libertad de pensamiento, la mayoría de los ciudadanos abandone la capital devastada y se organicen en grupos tribales que hablan un español indigenizado, y finalmente los últimos supervivientes porteños se suban a un barco para cruzar el mar rumbo a Europa, repitiendo, en dirección inversa, el viaje que hicieron los conquistadores españoles en el siglo XVI. Exiliada en el Viejo Mundo, la yonarradora, María Valdés Neylán, recupera el habla que había perdido en la odisea que empezó con un puesto de secretaria en la (ficticia) torre Garay, uno de los rascacielos más lujosos de la capital (no por casualidad tiene el nombre del segundo fundador de Buenos Aires), y la llevó a la deshumanización extrema al sufrir la esclavitud entre salvajes, pasando por los albergues del puerto, donde limpiaba las habitaciones de los emigrantes (ya no los que llegaban como hace un siglo, sino los
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que partían para Europa), y por un burdel en que se veía obligada a prostituirse, mientras se callaban los tangueros por falta de público y el último bandoneón, caído en desuso, fue devuelto a Alemania donde había sido inventado. En El año del desierto se vuelven a producir, en sucesos análogos condensados en doce meses, las principales etapas no sólo de la historia política de Argentina –las dictaduras militares, el peronismo, las guerras del siglo XIX, etc.– sino también de su literatura: encontramos reminiscencias de Borges, Arlt, Cortázar, recuerdos de El matadero y La cautiva de Echeverría, episodios calcados sobre la literatura gauchesca, y toda la novela gira en torno al gran tema del Facundo de Sarmiento, el antagonismo de civilización y barbarie, que en la versión de Mairal termina con el triunfo de esta última. También hay un homenaje a James Joyce en este denso tejido intertextual: cuando un marinero irlandés le ofrece a María llevarla consigo a su país y ésta renuncia a acompañarlo en el momento del embarque, reconocemos el desenlace del cuento "Evelyne" de Dublineses. Tampoco falta en esta ficción del tiempo la referencia a Orlando de Virginia Woolf, que fue una de las autoras preferidas de María en la época en que todavía existían libros. El año del desierto destaca por la lógica inquietante con que se encadenan los acontecimientos de la regresión evolutiva: cada paso atrás se justifica como consecuencia de la catástrofe climática, la crisis económica y energética, la escasez de materias primas, los disturbios políticos, etc. Además hay en esta novela cautivadora una buena dosis de humor negro, p, e., en el caso de los televidentes obsesivos, que caen en un "coma catódico" cuando se ven privados de sus programas favoritos y a los que los médicos aplican un
curioso método de eutanasia que consiste en apagarlos apretando el botón de "off" en su control remoto. A pesar de haber llegado a Europa con cinco años de retraso –tantos como dura el silencio de María antes de empezar a contar su historia– El año del desierto es uno de los descubrimientos más convincentes que ha deparado la narrativa hispanoamericana en los últimos años. Más corta y modesta, Salvatierra no desmerece. En una historia sobre el poder del arte que prescinde totalmente de teorías y de reflexiones abstractas, Mairal logra hacernos ver los paisajes de ambas orillas del río Uruguay y las escenas de amor y violencia que Juan Salvatierra pintó en los largos rollos de tela que Miguel, su hijo menor, examina en busca de las claves del pasado, sobre todo de un año misterioso que debe estar representado en el único rollo que ha desaparecido y que Miguel espera encontrar en Barrancales, el pueblo de su infancia. No sólo aprende muchas cosas sorprendentes sobre su padre, sino que también descubre que el cuadro, que documenta sesenta años de una vida silenciosa dedicada a la pintura, no es infinito, sino circular, pues para Salvatierra el tiempo no era una interminable línea recta, sino que se cerró en un bucle ante la inminencia de su muerte: "los peces y círculos del agua pintados en lo que habíamos creído el borde final del último rollo del cuadro se ensamblaban perfectos con los círculos del agua y los peces de lo que había sido el primer borde pintado de Salvatierra cuando tenía apenas veinte años". El tiempo, dimensión en que se mueve toda narración, revela ser el protagonista de estas dos novelas de Pedro Mairal que demuestran el talento de un escritor descomunal. Marco Kunz
Jernigan david gates Libros del Silencio. Barcelona, 2010. 362 págs. Construir personajes encantadores, como casi todo lo que procede de la dimensión psicológica y sociológica de la ficción, suele ser un rasgo secundario a la hora de subrayar la literatura de primer orden. Y ello a pesar de lo difícil que es desprenderse del impacto producido por algunos personajes clave en la ficción norteamericana del XX: piénsese en Holden Caufield o en su tocayo de iniciales Henri Chinaski. He aquí la razón, entonces, por la que David Gates hizo bien en otorgarle a esta novela el nombre del protagonista, Peter Jernigan, pues es gracias a semejante personaje –la clase de individuo a la que le divierten los partidos de los Yankees y la lectura de Wodehouse en una caravana, y suelta a su hijo discursos preventivos sobre la marihuana– lo que hace de esta ficción un libro poderoso. Un rasgo, el de la “literatura de personajes” en la tradición norteamericana, en el que Libros del Asteroide empieza a ser una gran especialista, por cierto: Joyce Johnson, Ann Beattie, Phillip Lopate, Sloan Wilson, y ahora Jer nigan. Quiero decir, David Gates. antonio J. rodríguez
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EL QUIRÓFANO ® Lecciones de un maestro el Horror sobrenatural en la literatura y otros escritos teóricos y autobiográFicos H. p. lovecraft Trad. Juan Antonio Molina Foix. Valdemar. Madrid, 2010. 456 pp. El ensayo que encabeza el presente volumen ya era conocido en nuestro país gracias a dos ediciones. La primera de ellas, con traducción de Francisco Torres Oliver, fue publicada por Alianza Editorial en 1984, recogiendo en apenas un centenar de páginas el estudio más extenso, conocido y celebrado de Lovecraft. En 2002, y gracias a una nueva traducción de José A. Álvaro Garrido, se añadían a este texto otros artículos autobiográficos y críticos. Sólo ocho años después de esta última edición, aún en el catálogo de Edaf, el mercado editorial, proverbialmente saturado y con una demanda siempre menguante, saluda de nuevo la aparición de este estudio imprescindible, con nueva traducción y también, como en la ocasión anterior, con el valor añadido que supone la inclusión de una serie de apéndices que van desde la nómina de autores y obras citados a varios textos autobiográficos y de crítica literaria. Cabe preguntarse ahora, por la proximidad entre las dos últimas ediciones y la similitud de sus ambiciones, cuán necesaria era esta nueva traducción que presenta Valdemar en su impecable colección “Gótica” y qué la diferencia de la edición anterior. En esta ocasión, el peso de la traducción y las labores de edición recaen sobre Juan Antonio Molina Foix, al que podemos considerar el mayor especialista de 108 Quimera
nuestro país en la tradición literaria del terror, como acreditan su exhaustiva edición de la narrativa completa de H. P. Lovecraft, sus traducciones de relatos de Arthur Machen (ambas en Valdemar) o la edición para Cátedra de El monje, de M. G. Lewis, por citar sólo algunos ejemplos notables. La exhaustividad que ya he referido se extiende a esta nueva edición de El horror sobrenatural en la literatura como afirman la limpieza de la traducción y la edición, así como la profusión de notas acumuladas en la parte final. La pertinencia de estas notas permite leer los textos asociando las ideas aparecidas en los distintos ensayos y relacionándolas con los episodios que el propio autor consideraba los más significativos de su vida. La notación también da cuenta de la evolución intelectual que siguió Lovecraft en la configuración de su estudio sobre el horror literario al permitirnos saber el momento exacto en que el autor tomó conocimiento de las obras que comenta. En este aparato de notas, también es digno de mención el uso generoso que el traductor ha hecho de la documentación, desde artículos especializados a ediciones ya canónicas pasando por la innumerable correspondencia que H. P. Lovecraft mantuvo a lo largo de su breve carrera, y que lamentablemente aún permanece inédita en castellano. Si la aparición de una edición crítica, por no decir definitiva, no es ya un seguro aliciente, el presente volumen además incluye el "Cuaderno de notas", hasta hoy inédito en nuestro país a no ser fragmentariamente, que recoge, en palabras del mismo H. P. Lovecraft, las "ideas, imágenes y citas anotadas apresuradamente para su posible uso en relatos fantásticos". En definitiva, una delicia ineludible. En cuanto al contenido del ensayo que
encabeza el volumen, cabría también cuestionar su aportación a la historiografía literaria. Es cierto que hoy en día el lector interesado en la materia tiene a su alcance trabajos más completos y exhaustivos alrededor de la literatura de horror sobrenatural (véase la enciclopedia en tres volúmenes Supernatural Literature of the World, editada en 2005 por S. R. Dziemianowicz y S. T. Joshi), aunque también es cierto que el ensayo que nos ocupa se trata del primer estudio de envergadura sobre un género que sólo muy recientemente ha captado la atención de los especialistas académicos. Se trata, en fin, de la aportación honesta y dinámica (adecuada a su propia trayectoria) de uno de los autores más destacados del género. A pesar de que, con exquisito pudor, el escritor no se incluya en la cronología trazada en su estudio, es fácil deducir que lo que se pretende con tal trabajo de identificación y ordenación es acotar la propia figura en los límites de la tradición que se define. El estudio revela al lector, además, el valor que otorga H. P. Lovecraft a los distintos autores tratados, así como el grado de familiaridad
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que guardaba con sus obras y, por tanto, el calado en su propia obra de las diversas propuestas que entre tan amplios márgenes aquí se agrupan. Coincido con Juan Antonio Molina Foix cuando afirma, para cerrar su prólogo, que “Lovecraft no concebía una obra separada de la propia vida”, y me arriesgo a añadir que uno de los mayores logros de este breve estudio es, precisamente, la forma en que ayuda a entender la estética personal de H. P. Lovecraft así como a iluminar las obsesiones que lo singularizan como creador excepcional. Partiendo de una introducción donde define la concepción del horror sobrenatural que vertebra el estudio, H. P. Lovecraft realiza un recorrido por la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento hasta los escritores que identifica con justicia como los maestros modernos (Arthur Machen, Algernon Blackwood o Lord Dunsany), pasando por los inicios de la novela gótica, su época de esplendor y posterior declive (de mediados del siglo XVIII a comienzos del siglo XIX). También incluye un capítulo exclusivamente dedicado a la obra de Edgar Allan Poe, que, además de resultar una lectura estimulante de algunos pasajes del escritor, supone una valoración de su figura en una época en que la opinión académica sobre Poe no era tan favorable como lo es hoy (en buena parte, gracias a las opiniones e influencia de lectores como H. P. Lovecraft o, como es bien sabido, Charles Baudelaire). Completan el estudio tres episodios que cubrirían la literatura fantástica de la Europa continental (Alemania y Francia, con más exactitud), América del Norte y el Reino Unido. A pesar de ciertas lecturas superficiales, a pesar de ciertas ideas equivocadas, así la asunción de Las mil y una noches, en tra-
ducción francesa en el XVIII, como la entrada de la tradición oriental en Occidente (correspondiendo ese papel a Calila e Dimna o Sendebar, que ya tradujeron el Oriente hindú y árabe, respectivamente, al castellano del siglo XIII), sigue siendo una guía imprescindible para el género. En España, sin duda, ha servido para establecer el canon clásico de la literatura fantástica de terror, como demuestran los catálogos de las distintas colecciones dedicadas al género. Además, este ensayo sitúa a H. P. Lovecraft como bisagra de esa tradición que delimita las nuevas propuestas del horror que a partir de él se han desarrollado hasta la actualidad. Toda su narrativa y gran parte de sus ensayos fueron publicados en revistas pulp o de grupos de aficionados y sólo con su muerte y tras la fundación de Arkham House por August Derleth comenzará una lenta travesía hacia la canonización, auspiciada por amigos, escritores en su órbita o aficionados al género de terror en general (de obligada mención el Círculo de Lovecraft, conformado por escritores que mantuvieron correspondencia con el que consideraron siempre como su mentor). Autores como el propio August Derleth, Ramsey Campbell, Robert Bloch, John Windham, Richard Matheson, Stephen King o Clive Barker le deben no sólo buena parte de su impulso inicial, sino la vertebración en el cuerpo literario de una tradición milenaria. Por no mencionar que cuentos como El Horla, de Guy de Maupassant, El corazón delator, de Poe, El gran Dios Pan, de Arthur Machen o Las ratas en las paredes, del propio H. P. Lovecraft siguen siendo lecturas estremecedoras de autores cuya trayectoria merece la pena conocer. luis gáMez
Marcos Montes david Monteagudo Acantilado. Barcelona, 2010. 117 págs. Aún fijas en las retinas las imágenes de los mineros chilenos saliendo de las entrañas de la tierra en un extraño artilugio –propio de las novelas de Verne–, el lector va a encontrarse en Marcos Montes, segunda y esperada novela de David Monteagudo (Viveiro, 1962), con idéntica situación: los avatares de un grupo de personas encerradas en el fondo de una mina después de un accidente. De los personajes el tal Marcos Montes será el centro sobre el que bascule el relato. La novela arranca con trazo firme y con una propuesta excelente: un fundido en negro en el que los personajes no cuentan más que con sus palabras para sobrevivir. El reto narrativo de tal propuesta choca con escollos que acaban por convertir Marcos Montes en una obra irregular. El relato se tambalea en alguna evocación juvenil de un amor adolescente y parece naufragar definitivamente en el tono de insufrible moralina de su tercera parte (titulada “El diálogo”); Monteagudo lo rescata de las profundidades mediante algunos giros efectistas que no logran salvar el resultado discreto de un planteamiento inicial tan sugerente. óscar carreño Quimera 109
EL QUIRÓFANO ® God is in the house laMentaciones de un prepucio shalom auslander Trad. de Damià Alou. Blackie Books. Barcelona, 2010. 298 págs. El reciente premio Man Booker a la novela de Howard Jacobson, The Finkler question, viene a demostrar el interés que siguen suscitando las obras que tematizan los problemas y angustias identitarios judíos, un tipo de narrativa (literaria, cinematográfica…) que constituye en sí misma una muy nutrida tradición. Lamentaciones de un prepucio se inserta en la línea más autoirónica y libidinosa de la familia, la de Philip Roth (sobre todo, y de manera evidente, el Roth de El lamento de Portnoy y no tanto, por ejemplo, el más sombrío de El teatro de Sabbath o El animal moribundo), Woody Allen, claro, o autores menos conocidos, como Alessandro Piperno (lean la notable e hiperbólica Con las peores intenciones). Y lo hace con conciencia del parentesco que le une a sus predecesores (hay varias referencias a Allen y Roth, inevitables, como decimos) pero sabiendo encontrar su lugar en estas sucesivas reactualizaciones del cuestionamiento humorísitco –que no frívolo– de lo judío y de la aproximación (desde el patetismo y lo risible, también desde la desesperación) a las no menos importantes tensiones entre dogma y deseo. Ya conocen el cóctel: esa adictiva mezcla de onanismo compulsivo, psicoanálisis, culpa y blasfemia. El paraíso de lo no kosher, las apetecibles y rubias shiksas (nada como la sodomía de una noble inglesa para tender puentes entre culturas y romper 110 Quimera
las barreras políticas, de clase o credo, como bien enseñaba nuestro querido Zuckerman rothiano) como enseñas de un mundo más amplio, que parece abrirse, tentador, más allá de la trasgresión, más allá de las vigiladas cercas de la comunidad. El protagonista de la novela (que comparte, muy significativamente, el nombre con el autor: no en vano en el título original se leía “A memoir”) podría afirmar sin ningún problema (y utilizando para sus intereses el célebre dictum sobre el diablo): “La mejor jugada de Dios es convencerte de que no existe”. Shalom Auslander (EE UU, 1970) ya había pasado cuentas con su asfixiante educación religiosa en Beware of God (2004), aún inédito en España. Pero no ha tenido suficiente. Como ocurre con el célebre lamento rothiano, Lamentaciones de un prepucio es a la vez una novela de iniciación (al sexo, al conflicto intergeneracional y la traición de las costumbres de los ancestros… al diván) y extraviamiento. Esta es básicamente una historia à deux, un asunto personal entre el protagonista y Dios, un Dios que sabrá estar a la altura de la retorcida paranoia de su díscolo siervo (ese renegado en continua huida que no deja de mirar hacia atrás, esperando hallar el rostro iracundo del Señor). Un Dios que sabrá permanecer en la inexistencia hasta que llegue el momento perfecto de destrozarle la vida a su confiada víctima con alguno de sus inolvidables castigos veterotestamentarios. El eje de esta novela es sin duda ese rapport delirante (y, hasta el momento, sospechosamente unidireccional) entre Shalom y el Todopoderoso, la interminable partida de póker que llevan manteniendo hace años, todos esos
años de theological harassment en el seno de una familia de judíos levitas ortodoxos, cuyo día a día vida viene milimétricamente condicionado por ritos, leyes y excepciones que deben ser escrupulosamente observados so pena de decepcionar a Yahvé. Porque estamos hablando del Dios de los judíos, nada que ver con el flower power del Hijo (así acabó, el pobre). Un Dios sangriento y caprichoso cuyos premios y castigos son imponderables y, a menudo, indistinguibles los unos de los otros. Un Dios con el que no se bromea, vaya. Pero Shalom está dispuesto a tocarle las pelotas: se entrega al consumo de pornografía, drogas o comida basura como acto adolescente de rebeldía y autoafirmación. Aunque ahora que tiene mujer y que su hijo va a nacer, el miedo está de vuelta: ¿hay que circuncidar al bebé para contentar a Yahvé? ¿Hay que entregar ese prepucio al Señor? david M. copé
EL QUIRÓFANO ® Mitteleuropa bajo las sombras del Capitalismo alFabetos claudio Magris Trad. de P. González Rodríguez. Anagrama. Madrid, 2010. 412 págs. A lo largo de los artículos del Corriere della Sera recopilados en Alfabetos, Claudio Magris (Italia, 1939) va configurando su propio autorretrato intelectual, como hiciera aquel personaje de Borges que va descubriendo su rostro a medida que dibuja un mapa. Este es el mapa de la cosmovisión mitteleuropea: un espacio geopolítico descentrado, un continente literario apoyado sobre sus márgenes (República Checa, Hungría y los Balcanes, fundamentalmente). Un autorretrato, en definitiva, residual, a la manera benjaminiana, “a través de las cosas y las figuras del mundo, que el curso de la historia, individual y colectiva –el progreso– hace pedazos”. Al igual que para Benjamin, se puede decir que para Magris el mundo se resume en una ciudad: Viena. “Viena como “estación meteorológica del fin del mundo”, dirá Karl Kraus”. Capital de una literatura anticapitalista que, a la inexorable circulación de los productos de consumo encarnados en vaquero-más-rápido-delOeste, contrapondrá la figura del decadentismo austriaco: el burócrata que cortocircuita la fluidez del intercambio. En este sentido, los escritores austriacos (Kafka, Timmel, Musil, etc.), tanto a lo largo de su vida como a través de sus escritos, constituyen el paradigma del individuo desclasado que reivindica su propia reificación como estatuto revolucionario (cfr. Bartleby), personajes cuyas identidades pétreas aducen de una falta total de valor, tanto de uso como de cambio. Productos puros, sin atributos, sin mercado. Sujetos transvalorados.
Según Magris, esta asociación entre novela y capitalismo es consustancial a un género que establece una distancia de los valores respecto de la realidad objetiva narrada; de este modo el italiano complementa la tesis benjaminiana acerca del origen del género novelesco, que según él se hallaría en la alienación de la experiencia cotidiana a partir de la degradación del relato de aventuras compartido, como modelo de transmisión de los metarrelatos que configuran la herencia moral de un colectivo dado. Praga es otra ciudad crucial, cuyo artificial imaginario gótico es denunciado por Magris. Nos hallamos ante un mito que es su propia doblez ficcional, paradigma de la poesía sentimental (según Schiller). Esto es, un mito consciente de la inexistencia de aquel origen que invoca melancólicamente. La Praga literaria es “nostalgia de la nostalgia, lamento en papel por la imagen de papel, ahora desmembrada por la historia, de la propia realidad nunca poseída”. Es cierto que Magris es capaz de exponer su faz más conservadora y reduccionista en el momento en que, ante la expectativa de la transformación biotecnológica del hombre en ciborg, se resiste a abandonar aquello que, a su juicio, es en esencia la vida, a saber: “nacer, casarse y morir”. Lo cual no le resta valor a un análisis literario de hondas resonancias ético-políticas, que discurren por dos hilos conductores de pensamiento. El primero es la herencia bíblica, centrada –gracias al estudio de Turgueniev y Novalis, entre otros– en la fragmentación de la unidad familiar burguesa (“Vine a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la novia de su suegra, y enemigos del hombre los de su casa” Mateo. 10: 34.37). En segundo lugar, la herencia del mar-
xismo estructuralista se deja ver en las mejores páginas del autor, quien analiza la figura de Robinson Crusoe como ejemplo de la expansión colonial de Occidente, modelo del empresario/aventurero de sí mismo que “vive la isla al principio como un exilio de la civilización y después la goza casi como una colonia”. Nos hallamos, por tanto, ante una forma de crítica que concibe el compromiso literario más allá del género panfletario, ahondando, como insiste el autor en el artículo que cierra esta compilación, en el carácter democrático de la identificación con el otro a la que la literatura te convoca, a ti, como lector. Se trata de una llamada al análisis interdisciplinar, al pensamiento fronterizo, en una era que declara el “fracaso de la sociedad multicultural” (Angela Merkel dixit). ernesto castro córdoba Quimera 111
EL QUIRÓFANO ® Mecánica de la digresión velocidad Moderna blutch La Cúpula. Barcelona, 2010. 112 págs. Si nos definimos la función del título como la palabra o frase que regala pistas acerca de la obra que representa, el caso de Velocidad Moderna de Blutch podría ser paradigmático. Al entender velocidad como la magnitud física que expresa el espacio recorrido en una unidad de tiempo, y moderna como la pertenencia del sujeto –o la obra– a su presente, daríamos con una noción del tiempo que apela a la fracción y al desconcierto. Conceptos que sirven de mimbres para Velocidad Moderna, una obra resuelta con un tempo caprichoso como base, y que se permite resolver su trama saltándose la suma entre el tiempo de la narración y su espacio de figuración, para convertirse en un relato que evoca más de lo que explica. Blutch, pseudónimo del artista nacido Christian Hincker (Estrasburgo, 1967), logra así construir un relato que opta por obviar el encorsetamiento formal que propugna el realismo en su quehacer genérico para narrar desde la persuasión. Velocidad Moderna se puede definir, entonces, y gracias a la persuasión, como una obra que se sostiene, sobre todo, en la sensualidad. El volumen retrata un momento preciso de la vida de Lola, bailarina en proceso de formación académica, que ha de protagonizar un relato futuro que será escrito por Renné, una escritora que decide pasar a la alta literatura a partir de la vida de Lola, nuestra protagonista. Es Renée quien, en esto de ir registrando los avatares vitales de la bailarina, presencia una serie de hechos de intenso 112 Quimera
carácter onírico, donde monjas enanas, arañas, sectas de encapuchados y padres en calzoncillos vagando por fiestas multitudinarias, terminan de construir el extrañamiento que impide fijar los límites entre lo real –que es a lo que apela la contraportada– y lo que construyen las viñetas. Blutch revienta los clásicos giros de guión que contiene toda obra persuasiva que se precie, porque los formula y libera desde el retrato casi perfecto de lo cotidiano, que es el lugar donde la línea temática del volumen comienza a dibujarse. Este registro, que exuda libertad tanto en su trazo como en su planificación y en sus colores –que corren de la mano de Ruby–, nos permite afincarnos a un grado de plasticidad que convierte a los personajes en motores narrativos validos por sí mismos que, al tensar aún más la tensa maraña de relaciones entre lo narrado y lo ilustrado, permiten renovar la anécdota con la que se inicia el volumen, y que empuja la acción, para resolverla con ojos nuevos, aunque sin dejar de formar una digresión donde la aventura es el único horizonte válido. El talante lírico presente en las obras de Blutch, y que en La Voluptuosidad (Ponent Mon, 2007) encuentra su mayor expresión, es su principal sello de autoría. Se trata de una característica fundamental, que lo separa del resto de los autores de su generación –que no por nada es la más importante luego de la de Crumb y el Comix americano– y, porqué no decirlo, del intento manifiesto de construir una estética del cómic que sea plausible de nominar como género. Mientras la validez del término “novela gráfica” se discute con frui-
ción en mesas redondas y medios escritos, Blutch se desentiende de la norma, de los pliegues narrativos habituales, y nos ubica en un terreno donde lo netamente figurativo es accesorio, y donde toda terminología es desechable. Nos adentra en un terreno prácticamente desconocido para el cómic, donde, en lugar de valerse del largo aliento como principal sello de autoría, nos obliga a plantearnos la potencia de las sensaciones que se disponen entre la trama y el dibujo excelso como un ámbito donde los alientos propios del lirismo permiten resoluciones que potencian las características de un medio que, desde siempre, ha sido permeable a la sistematización de sus características a fin de cohartarlo como medio pleno de libertades. La posibilidad de erigir una obra desde la persuasión es lo que hace de Velocidad moderna una verdadera pista de aterrizaje para nuevos temblores formales. Una maravilla. carlos acevedo
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MuJeres lo bastante ricas Honoré de balzac Trad. de W. Carlos Lozano. Periférica. Cáceres, 2010. 125 págs.
el arte de agarrarse cristina Moramo La bella Varsovia. Córdoba, 2010. 68 págs.
los exiliados roMánticos e.H.carr Trad. Buenaventura Vallespinosa. Anagrama. Barcelona, 2010. 442 págs.
Las dos novelas cortas de la Comedie Hu maine que componen, a modo de cuadro de costumbres, Mujeres lo bastante ricas constituyen un perfecto artefacto de in geniería sociológica. Especial mente en la segunda novela de este díptico, Balzac describe a modo de diálogo platónico (pensemos en el Banquete) las diferentes modulaciones de la identidad femenina francesa de mediados del siglo XIX. Asistimos, por tanto, a la desaparición de la aristocracia y a la decadencia de los saloons de debate y cotilleo, asociado a la aparición de los medios de comunicación de masas. Al modelo paternofilial de la burguesía se le contrapone la grandilocuencia del dandi y la débil fragilidad de la señora como Dios manda, cuyos paseos firmes y decisivos por el empedrado de París (p. 83) compensan su esclavitud intelectual y física de puertas adentro (p. 95), anticipando de este modo a la femme fatale de quien Baudelaire, al verla pasar de largo, aseguro: “¡Tú, a quien yo hubiese amado!” (Á une passante).
Tras La insolencia (Premio de poesía José Hierro, 2000), r e g r e s a C r i s t i n a Morano con fuerza con este nuevo poemario. Desde el mismo título la autora da a entender que la poesía puede y debe ser un asidero para un sujeto que busca lugares y circunstancias a las que aferrarse, y que la vida es un ejercicio de escalada, una deriva hermosa, siempre que existan objetos y personas en los que apoyarse (Alargo/las manos y las crestas de la oscuridad/me cortan al asirme). En este libro hay belleza y hay desgarro (Vengo a la herida,/la describo), hay una voz radicalmente femenina que no se engolfa en el malditismo impostado de su condición –tan en boga– sino que da testimonio de lo que sucede a su alrededor. En la poesía de Cristina Moramo la política se hace intimidad; no panfleto, sino cuidado por el mundo, ternura por los seres que la rodean: gatos, el esposo amado que resuena con ecos de Anne Carson… En este libro la poeta ha logrado cristalizar la verdad de la vida, esa mezcla siempre impura de lo dulce y lo amargo.
Los estudiantes de historia difícilmente olvidan la edición de Ariel, cubierta amarilla, de Qué es la historia de E.H. Carr (1892-1982). Algunos valientes buscaban su ciclópea Historia de la Revolución rusa de 14 volúmenes, y otros se topaban con Los exiliados románticos, en su edición de Anagrama (1969) o de Sarpe (1985). Carr fue un liberal que acabó como socialdemócrata moderado, divergente con los jóvenes historiadores marxistas que desde la revista Past & Present (E. Hobsbawn, Ch. Hill E.P. Thompson) hicieron aportaciones cruciales a la historiografía del s. XX. Los exiliados románticos es una obra imprescindible. En ella se describe, como en ningún otro libro, la irracionalidad lógica del amor Romántico. Se sintetiza en tres de sus figuras claves (Herzen –sobre el que pivota todo el libro–, Bakunin y Nechaev) las líneas principales de los ideales revolucionarios rusos del s.XIX: el defensor de la democracia, el de la ley natural y el de la violencia, respectivamente. Maestro en el tratamiento de la documentación epistolar, el texto posee una potencia narrativa que lo convierte en una maravillosa novela.
ernesto castro córdoba
Javier Moreno
óscar carreño Quimera 113
colaboran en este número
carlos acevedo (Santiago de Chile, 1984). Estudia Filología Hispánica en la UB, es redactor jefe de www.elbutanopopular.com, fundador y coordinador del colectivo agit-prop Lló lo beo a si y colaborador regular en www.librodenotas.com. salva artesero (Sant Feliu de Codines, 1975). Actor, miembro de la compañía Cos de Lletra. Imparte talleres de animación a la lectura y escritura creativa. (www.cosdelletra.blogspot.com) Javier alonso Prieto (Ávila, 1981). Profesor de francés en Secundaria. Prepara su doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Valladolid. Jon bilbao (Ribadesella, 1972). Escritor. Su úlitmo libro es la colección de cuentos Bajo el influjo del cometa (Salto de Página, 2010). laura borrás. Directora del Máster de Literatura en la Era Digital de la UB. Juan sebastían cárdenas (Popayán, Colombia, 1978). Escritor y traductor. Su última obra es Zumbido (451 Editores, 2010). Óscar carreño (Badalona, 1973). Es programador cultural en Biblioteques de Barcelona. Coeditor y confundador de la revista de poesia Caravansari. celso castro (La Coruña) Poeta y escritor. En 2010 ha publicado El afinador de habitaciones, primera parte de los Relatos del yo. La segunda parte –Astillas– se publicará la primavera próxima. ernesto castro córdoba (Madrid, 1990). Estudiante de Filosofía en la UAM. Crítico de cine, arte y literatura. Coautor del libro BIzarro (Delirio, 2010). Escribe poesía. mercedes cebrián (Madrid, 1971). Periodista y traductora. En enero 2011 aparecerá su libro La
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nueva taxidermia (dos nouvelles) en Mondadori. mario cuenca sandoval (Sabadell, 1975). Poeta, narrador y profesor de filosofía. Su última novela es El ladrón de morfina (451 Editores, 2010). miguel espigado (Salamanca, 1981). Es profesor universitario y crítico del blog Afterpost. Dana escobar. Estudiante de comunicaciones en la cuidad del Cusco. Perú. (dannascobar.blogspot.com) luis Gámez (Córdoba, 1981). Es escritor. antonio Jiménez morato (Madrid, 1976). Es escritor y crítico. robert Joan-cantavella (Almassora, 1976). Trabaja como traductor y periodista. Su úlitma obra es la novela El Dorado (Mondadori, 2009). antonio J. rodríguez (Oviedo, 1987). Es estudiante de literatura y periodismo en la UCM. Esta año publicó la nouvelle Exhumación, junto a la poeta Luna Miguel. marco Kunz (Basilea, 1964). Es catedrático de literatura española en la Universidad de Lausana (Suiza). ricardo martínez llorca (Salamanca, 1966). Es escritor. En 2008 publicó El carillón de los vientos (Alcalá). ricardo menéndez salmón (Gijón, 1971). Es escritor y director literario de KRK Ediciones. Su última obra publicada es La luz es más antigua que el amor (Seix Barral, 2010).
recientemente elegido uno de los 22 mejores narradores jóvenes en español por la revista Granta. Jaime Priede (Langreo, Asturias, 1965). Es escritor y traductor. anna rossell (Mataró, Barcelona, 1951). Es profesora de literatura alemana y comparada del Departamento de Filología Inglesa y Germanística de la UAB. Sus poemarios La veu per companya y La ferida en la paraula se encuentran en vías de publicación. Juan terranova (Buenos Aires, 1975). Escritor. Su última obra es El caníbal (Ediciones Deldragón, 2010). Karina sainz borgo (Caracas, 1982). Periodista y escritora. En 2008 publicó el libro Tráfico y Guaire y Caracas Hip-Hop, en 2007. ( www.cronicasbarbituricas.blogspot.com) lisabeth salas (Caracas, 1971). Fotógrafa. Trabaja como retratista para diversas editoriales. Ha publicado el portafolio El ojo en la letra. marta sanz (Madrid, 1967). Es escritora. Su última novela es Black, black, black (Anagrama, 2010). roberto Valencia (Pamplona, 1972). Crítico literario y profesor de escritura creativa. Coordina la sección de crítica de libros de Quimera. Ha publicado el libro de relatos Sonría a la cámara (Lengua de Trapo, 2010).
ruth Vilar (Zaragoza, 1978). Escritora y actriz. En 2010 ha estrenado Mañana, mañana, una dramaturgia del Teatro inconcluso de Federico García Lorca.
Javier moreno (Murcia, 1972). Es escritor. En 2009 publicó el libro de relatos Atractores extraños (InÉditor).
Julieta Yelin (Rosario, 1976). Dra. en Humanidades. Desarrolla una investigación sobre la
alberto olmos (Segovia 1975). Es escritor,
recepción de la obra de Kafka en el ámbito hispanoamericano.