Quimera Revista de Literatura | Número 356/57 | Julio-Agosto 2013

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

Colaboradores nº 356-357:

5-9 s espejos e lo El salón d

4 El foyer

Bendita agitación: un paseo por la literatura italiana

C. Alcorta, A. Alonso, M. Astur, J. Balló, S. Belbel, O. Bernad, G. Borgna, X. Borrell, M. J. Calvo Montoro, R. Castillo Gallego, J. Á. Cilleruelo, M. Coll, D. Cundari, J. Doce, L. Durando, R. Fombellida, J. Freire, M. García Iborra, R. García Nieto, J. A. García Román, J. Gracia Armendáriz, C. Gumpert, E. Hernández, A. Jeftanovic, M. López-Vega, R. Mammos, L. Marfè, E. Martínez Garrido, R. Martínez Llorca, F. J. Martínez Morán, I. Mercadé, J. M. Micó, J. Morales, G. Nettel, C. Obligado, B. Padró, G. Pellicer, L. Pizzani, G. Plasmati, A. J. Ratia, M. Roche, J. M. Rojo, C. F. Romero, Á. Valverde, P. Vidal, M. Vilas, C. Vitale.

Entrevista a Guadalupe Nettel

10-50 aso El cielo r Dossier: Piazza d’Italia La piel del perro. Manuel Astur (11) Cesare Pavese y América. Daniel Cundari (14) La gran modernidad de Menzogna e sortilegio. Elisa Martínez Garrido (17) Los relatos de Antonioni: historias sobre la verdad de las cosas. Mercedes Coll (20) Italo Calvino y la traducción. María Josefa Calvo Montoro (24) Entrevista a Gianni Borgna. Juan Vico (27) Enrico Baj en la Gidouille de la revuelta. José Manuel Rojo (30) Autorretrato con gallo. Giovanni Ramella Bagneri (33) Gianni Celati, Luigi Marfè (35) Un vagabundeo en torno a Tabucchi. Carlos Gumpert (38) La verdadera patria de Erri De Luca. Rebeca García Nieto (41) Bufalino cuenta. Álex Chico (43) Camilleri: regreso a la niñez. Pau Vidal (46) Sofía viste siempre de negro. Laura Durando (48)

66-68 mana La voz hu zul 60-65 A a b r a B de Entrevista a El castillo 57-59 erlas p e d s re o d a sc e Sergi Belbel p Poemas inéditos de Los 51-56 e v re Carlos Alcorta (60) y La vida b Microrrelatos inéditos Rafael Fombellida (63) de Juan Gracia Clara Obligado. Relato Armendáriz inédito y entrevista

Foto de portada y portada dossier: Gaetano Plasmati

69-74 the Beach on Einstein

La estética del chavismo, de Michelle Roche Rodríguez

75-89 ú El ambig Gemma Pellicer: En la orilla, de Rafael Chirbes (75) Rubén Castillo: El sueño del otro, de Juan Jacinto Muñoz Rengel (76) Isabel Mercadé: Entonces, de Isabel Núñez (77) Carlos F. Romero: 29 cadáveres, de Pepe Cervera (78)

Maquetación y cubierta: Jordi Gol

Olga Bernad: Los estratos, de Juan Cárdenas (79)

ISSN: 1211-3325/D. L:. B. 28332/1980

Javier Morales Ortiz: Mi vida querida, de Alice Munro (81)

Jorge Freire: Calle de los ladrones, de Mathias Énard (80) Álvaro Valverde: Miseria y compañía, de Andrés Trapiello (82)

Edita: Ediciones de Intervención Cultural SL C/ Juan de la Cierva, 6, 08339 - Vilassar de Dalt (BCN). Tel. Admon., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631. www.revistaquimera.com

Jordi Gol: Libros malditos, malditos libros, de Juan Carlos Díez Jayo (83) Ricardo Martínez Llorca: Siguiendo mi camino, de Mauricio Wiesenthal (84) A. J. Ratia: Contra el bienalismo, de Alejandro F. Castro Flórez (85) J. A. García Román: Apartamentos de alquiler. Obra poética reunida, de Carlos Piera (86) Francisco José Martínez Morán: (Rigor vitae), de Ángel Guinda (87) Rafael Mammos: Todas las lenguas de los hombres, de Jesús Fernández (88)

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Fotomecánica: Tumar Autoedición SL Imprime: Trajecte SA Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

José Ángel Cilleruelo: Instanto, de Arnaldo Antunes (89)

90-91 ta El pianis

Manuel García Iborra, de la librería Sintagma (El Ejido, Almería)

92-94 dor El apunta

Una práctica de la traducción y un canto del «Infierno», de José María Micó

95-98 acto El tercer

Columnas de Jordi Doce, Andrea Jeftanovic, Martín López-Vega y Manuel Vilas


El Foyer

Bendita agitación: un paseo por la literatura italiana En el número 353 de la revista Quimera figuraba una entrevista realizada a Pier Paolo Pasolini en el verano de 1975, pocos meses antes de su asesinato. Dentro de ella había una respuesta que me llamó la atención en la que definía la entrada de la sociedad de consumo en las regiones más tradicionales de Italia, decía Pasolini: «En ningún lugar ha sido esta invasión tan violenta como en Italia. En seis o siete años nuestro país ha recorrido un camino que otros tardaron cien o ciento cincuenta años...». Quizá algunos de los «tics» de esta sociedad vengan de ese tiempo que señala el genial cineasta y escritor, a saber. Puede que también estas palabras sean aplicables a nosotros. Me faltan elementos para decir si es cierto lo que señalaba Pasolini pero, desde lejos, siempre ha parecido que Italia tenía una relación muy curiosa con el nuevo mundo, el de la burguesía y el materialismo, forjado en los últimos dos siglos. Desde mi niñez siempre tuve la imagen de Italia (todos tenemos una imagen muy viva y propia de este país) como un lugar muy parecido al nuestro, con una cultura y una forma de ver la vida similares, pero con algunas claves que se nos escapaban y que lo caracterizaban. A Italia nunca acabas de conocerla, tiene mil caras y las metamorfosea continuamente. Nuestro reflejo en el espejo de Italia devolvía siempre una imagen en la que nos reconocíamos pero que parecía agitada. En mi juventud siempre me pareció un país montado en una montaña rusa, todo algo más denso que lo nuestro, como dotado de una sabiduría más antigua que le permitía sobrevivir a esa fuerza centrífuga que acabaría con cualquier otra sociedad. Esta naturaleza de superviviente, agitada y polifacética del país nos ha fascinado a muchos. También reconocimos Italia siempre como un lugar más próximo a todo lo que se movía en la literatura y en las corrientes artísticas contemporáneas, con unas raíces mucho más cercanas al «núcleo duro» del pensamiento

occidental (Francia, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos), no en vano es uno de los pocos países que aporta al siglo XX dos movimientos artísticos tan antagónicos como fueron el Futurismo y el Neorrealismo. No tratamos de reproducir aquí un lienzo de la literatura italiana del último siglo. Podríamos estar mes tras mes sacando monográficos sobre Italia y no llegaríamos a mostrarlo todo, apenas le daríamos un pellizquito. Hemos hecho una pequeña cata en este monográfico con artículos dedicados a autores como Malaparte, Pavese, Elsa Morante, Calvino, Antonioni, Celati, Cognetti, Tabucchi, Bufalino, Camilleri, Erri De Luca, Ramella Bagneri y una maravillosa entrevista a Gianni Borgna, uno de los colaboradores más cercanos de Pasolini, con cuya cita empezábamos esta presentación. Como los buenos enamorados, volveremos a abordar las mil caras de esta literatura que nos fascina. Dentro del área de creación tenemos en La vida breve un relato inédito de Clara Obligado y en las secciones de micro y poesía obras de Juan Gracia Armendáriz, Carlos Alcorta y Rafael Fombellida. También hay entrevistas con Guadalupe Nettel, Sergi Belbel, Manuel García de la librería Sintagma de El Ejido y un artículo sobre la literatura venezolana de Michelle Roche. José María Micó nos hablará de su forma de ver la traducción en El apuntador y en El tercer acto aparecen las primeras columnas de Martín López-Vega, Andrea Jeftanovic, Jordi Doce y Manuel Vilas. Rostros conocidos y nuevos, deslumbrantes todos. Muchos nombres y muchos trabajos de interés en un número especial de verano muy intenso. Volvemos en septiembre. Os dejamos con ellos: valdrá la pena escucharlos.

Hemos hecho una pequeña cata en este monográfico con artículos dedicados a autores como Malaparte, Pavese, Elsa Morante, Calvino, Antonioni, Celati, Cognetti, Tabucchi, Bufalino, Camilleri, Erri De Luca...

Fernando Clemot Director de Quimera. Revista de literatura


«El dios de los escritores es una hiena»

Entrevista a

Guadalupe Nettel Por Ginés S. Cutillas Fotografías: Antonio Alonso

¿Cómo nace la idea de escribir un libro como El matrimonio de los peces rojos? Desde pequeña siempre he tenido tendencia a ver parecidos entre los animales y las personas. Es como cuando ves a un hombre y dices: este hombre tiene cara de pájaro. Me divierte encontrar esas similitudes. Los seres humanos tendemos a repetir hábitos, compulsiones, obsesiones, hay gente que se escarba todo el día el pecho, tú ves a un simio y enseguida haces la relación. Siempre me gustó ver los documentales sobre la vida animal porque me hacen pensar en otro tipo de cosas, en su comportamiento. Ya tenía tres historias sobre animales y había comenzado a escribir la de las cucarachas, una de esas típicas historias que escribes durante un tiempo y luego tienes que dejar en el cajón, que no sabes cómo resolver o sientes que le falta algo. El

pretexto para acabarlo fue la convocatoria del premio Ribera del Duero, un premio económicamente atractivo y con prestigio, y me decidí a acabar el libro que tenía en mente hacía tiempo. Me senté un año antes. Ya tenía el de los peces y el del gato. A partir de ahí busqué otras dos, siempre con la idea de relacionar animales con personas como hilo conductor. Al principio no venían ideas nuevas, pero luego me llegaron de golpe, hasta tal punto que una vez enviado el libro corregido al concurso, seguían llegándome ideas de animales que me inspiraban cuentos que ya no escribí. ¿Cuál es la analogía entre la pareja de peces del primer relato y la relación del matrimonio? Para mí la idea es así: cuando conocemos a un matrimonio, aunque sean

amigos nuestros, aunque hayamos ido juntos al teatro, a cenar, aunque los hayamos invitado a nuestra casa, incluso que nos hayamos ido un fin de semana con ellos, te muestran una careta, y por debajo del agua no sabes exactamente lo que pasa. Intuyes que hay tensión, pero no sabes exactamente cuál es el juego de poder de la pareja. No sabes si uno quiere ser padre y la otra no quiere, o al revés. Para mí, estos peces eran como el fondo de ese matrimonio, lo que no se muestra al exterior está ahí, en esa pecera. Me documenté sobre esa especie de peces, descubrí que a la hembra le aparecía una raya en el cuerpo por el estrés. A las mujeres cuando están embarazadas les sale esa raya a lo largo de todo el vientre. Era fácil hacer la relación. Cuando aparece el tercer pez en el cuento, otro macho, es como

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Todo lo que cuento en El cuerpo en que nací es real, incluso los insectos que aparecen y me acosan, los veía de verdad. arreglar las cosas entre la pareja que ya no tienen arreglo, cuando se desintegra todo. El símbolo de la cucaracha del segundo relato también lo utilizas en la novela El cuerpo en que nací. Para mí las cucarachas son las supervivientes a todo, son los animales que más han durado sobre la Tierra y al mismo tiempo... Este cuento tiene muchas lecturas, no sé si el lector es capaz de percibirlas. Habla de la lucha de clases en México, que es muy pronunciada. Hay racismo, hay una lucha muy feroz entre las clases sociales, a ambos lados, entre oprimidos y ricos. En la familia que aparece en el relato están los rubios, más la sirvienta y este niño que está en medio de todo, perdido. De repente aparecen las cucarachas y han de aunar fuerzas, y cuando comienzan a comérselas es un secreto que aún los une más. Podrían interpretarse como los secretos o la basura de cada familia. ¿Qué diferencia hay para ti entra autobiografía y autoficción? Ninguna. Todo lo que cuento en El cuerpo en que nací es real, incluso los insectos que aparecen y me acosan, los veía de verdad. Yo era una niña muy angustiada, en ese estado puedes comenzar a tener alucinaciones. ¿Cómo influye la maternidad y haber ido al psicoanalista en tus textos? La maternidad marcó la escritura de

El matrimonio de los peces rojos porque ya tenía a mis dos hijos. Cuando escribí El cuerpo en que nací acababa de tener a mi primer hijo y me pidieron en una revista que escribiera un texto autobiográfico para un especial sobre autobiografías precoces, del cual, por cierto, salieron dos novelas más: La canción de tumba de Julián Herbert y Formas de volver a casa de Alejandro Zambra. Cuando me paré a pensar en mi infancia y en el niño que acababa de nacer, fue un detonador, dejé todo y me puse con la novela, esperando poder convertirlo más adelante en un producto legible para los demás, fue un ejercicio importante. Por eso existe el personaje de la psicoanalista inspirado en uno de Philip Roth, Spielvogel. La cual sólo escucha, y que utilizo como recurso. Los psicoanalistas lacanianos no hablan, escuchan, de hecho Lacan decía que un simio podría pasar por psicoanalista. El personaje sí existe: fue la psicoanalista de mi padre. Cuando la publiqué se me acercó y se me presentó diciendo que había leído la novela, fue como cuando a Fausto se le aparece Mefistófeles (risas). De pequeña, con siete años, me psicoanalizaron porque mis padres eran de esa generación que estaba experimentando, y pensaban que el psicoanálisis era maravilloso. ¿Tuviste problemas con la familia por la publicación de El cuerpo en que nací? Es una inmoralidad (risas). El dios de los escritores es una hiena, te alimen-

tas de las vidas de otros, de pedazos todavía palpitantes de vida, tuya y de los demás. Pero yo creo que, al mismo tiempo, si no pones parte de eso, eso que está palpitante, el texto pierde. Mi madre, al principio, no lo tomó bien, pero luego lo aceptó. ¿Cuanta más realidad incluye, mejor es el texto? No realidad respecto a los acontecimientos objetivos de la vida del autor ni de otras personas, pero sí emociones. Todo depende del conflicto interno que pueda tener el autor respecto a lo que esté contando. Creo que sí aporta mucho.

La belleza siempre tiene aristas. Cuando jugabas al fútbol elegías ser de un equipo de perdedores, el Curtidores, que incluso tuvieron que cambiar de nombre para salir adelante, igual que las cucarachas de tus libros, que se adaptan a los cambios para sobrevivir. Dices que te reconoces en los trilobites, los bichos más antiguos de la Tierra, incluso en Gregorio Samsa. ¿Te identificas con los perdedores o simplemente con los supervivientes? Salvo Curtidores, que has mencionado, todos los demás son supervivientes. Me identifico con los supervivientes, nunca con los ganadores. El cuerpo en que nací es un canto a la supervivencia y a la superación, igual que el segundo cuento


El salón de los espejos

de El matrimonio de los peces rojos, donde los personajes se parecen a los de la novela y donde también se presentan los trilobites. Mi vida fue siempre de marginada, jugando al fútbol en equipos de chicos, entre exiliados de todas partes, en México, y luego en Francia con los magrebíes y otros, viviendo en el extrarradio de Marsella, donde no había hispanos: era outsider entre los outsiders. ¿Escribiste esta novela para aceptarte como eres, quizá como una terapia? No la escribí con esa intención para nada. La escribí porque fue una necesidad, una urgencia. Comenzó por encargo y de repente ya no pude parar. Tenía la necesidad de contar eso y fue muy divertido. Todo esto lo había contado a mis amigos y lo había tratado un poco en psicoterapia, pero de ninguna forma constante ni prolongada. Durante tanto tiempo que me avergonzaba y me había hecho sufrir y vivir atormen-

Entrevista a Guadalupe Nettel

tada ocultándolo. Lo de que mi padre había estado en la cárcel, por ejemplo, no lo contaba nunca. Y mentía, y decía una mentira sobre otra, como suele ser. Que mi padre trabajaba en Estados Unidos era lo que me decían primero a mí. A raíz del terremoto de México del 85, descubrí que mi padre estaba en la cárcel, y aun así, seguía optando por la historia de que trabajaba en otro país, alentada por mi madre, que en la escuela me decía: «no pongas eso de tu padre». Escribir sobre eso me hizo confirmar lo que dice Woody Allen sobre que la comedia es igual a drama más tiempo. El tiempo te permite reírte de todo y eso es de lo más terapéutico. ¿La belleza reside en el desequilibrio, como en los retratos de Picasso o de Georges Braque? Creo que la belleza se compone de muchas cosas y precisamente no en las proporciones que nos vendieron los griegos, ni mucho menos la televisión, ni

las revistas de moda. La belleza siempre tiene aristas y cosas deslumbrantes y sorpresivas y depende del ángulo desde el que mires a una persona la puedes ver más o menos increíble. La belleza también se compone de todo lo que proyectamos, y eso está en la cabeza. Piensa en la portada de mi novela El huésped, que tiene esa foto tan conocida de Diane Arbus, con dos gemelas idénticas, con los mismos rasgos, el mismo vestido, el mismo peinado, pero una proyecta agobio y tristeza, mientras que la otra es toda alegría; todo eso también compone la belleza. No hay dos plantas que sean iguales por más que sean de la misma especie, son siempre distintas. Nunca nos preocupamos de si una planta debería ser más alta o no. Somos capaces de aceptar la planta como es y la disfrutamos como es. Los humanos siempre estamos intentando corregir, con una especie de photoshop interno los defectos que tenemos, y creo que eso es una per-

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Enrique Vila-Matas, con sus Su una cátedra de cómo se hace un que El matrimonio de los peces r es como un escalón para hacer novela y después no se acuerdan del cuento. Yo pienso seguir practicándolo. Es un gran reconocimiento. Es un concurso internacional y el jurado era un dream team. Y el hecho de que este jurado haya votado por mí y después me hayan comentado que les gustó mucho el libro, cada uno por separado, me dio mucha satisfacción… y la pasta ni te cuento… Te mueves con soltura entre géneros. No considero que los géneros supongan fronteras infranqueables. Cada vez más se han estado permeando los géneros. Dime si Bartleby y compañía es una novela, un relato largo, un ensayo… Se van permeando. Esta es la primera vez que escribo relatos tan largos, normalmente los míos son de entre cinco y doce páginas, estos tienen entre veinte y veinticinco. Para mi todos los géneros son igual de hermosos, sobre todo me considero narradora. versidad. Los japoneses, en cambio, y es una idea que suscribo, creen que para que una cerámica o un dibujo, incluso una caligrafía, sea bella tiene que tener un detalle de imperfección. Tiene que tener la duda en algún pequeño trazo y sentir la vida. Las torpezas involuntarias, la timidez o las manías de las gentes me encantan porque reflejan todo el cuadro, no solamente la máscara. ¿Qué significó para ti que en el Hay Festival Bogotá 39 te seleccionaran como una de las mejores escritoras jóvenes de América Latina? Me sorprendió. Sólo tenía publicado El huésped, y al mismo tiempo, para mí y para la mayoría de los que participamos, fue algo memorable y muy importante a nivel personal y profesional.

Tuvimos un contacto que no hubiéramos tenido de otra manera con los que participaron, los escritores de mi generación de América Latina. Trabé amistades que para mí son básicas, entre ellas con Alejandro Zambra, Pedro Mairal, João Paulo Cuenca, entre otros, y nos hemos encontrado en diferentes lugares, pero lo que ha sucedido es que hemos intercambiado muchas lecturas y nos damos a leer las cosas. Conseguir ahora en España el Premio Internacional de Narrativa Ribera del Duero, ¿qué puertas crees que puede abrirte? Soñaba con este premio. Para mí el cuento es muy importante. Me formé primero como cuentista que como otra cosa. Para muchos escritores el cuento

En tus influencias vemos claramente a Poe, Henry James, Cortázar… ¿Cuáles están más presentes en este último libro? De España me influyó para este libro Marcos Giralt Torrente, su Tiempo de vida. También J.R. Ackerley con Mi padre y yo, y en general, sí, Poe, Kafka, Guy de Maupassant, Théophile Gautier, Huysmans, Hoffman, un poco Augusto Monterroso, Juan Villoro fue uno de mis talleristas y aprendí muchísimo con él, y Enrique Vila-Matas con sus Suicidios ejemplares fue una cátedra de cómo se hace un libro de cuentos, y creo que este libro le debe mucho a él. Has nombrado en otras ocasiones La promesa del alba, de Romain Gary…


Entrevista a Guadalupe Nettel

El salón de los espejos

sus Suicidios ejemplares, fue hace un libro de cuentos, y creo peces rojos le debe mucho a él. Siempre me encantó Gary, sobre todo los libros que publicó con el sinónimo de Émile Ajar, y La promesa del alba es toda la relación con su madre. En su caso era la madre judía, ultraposesiva, que quería que se convirtiera por lo menos en Petrarca, que siempre le estuvo diciendo que iba a ser en un gran hombre y de alguna manera lo determinó. Mencionas también a la Generación Beat, de hecho comienzas con una cita de Allen Ginsberg, quien siempre defendió la libertad y la autenticidad: ¿es eso lo que querías reflejar? Totalmente, lo cuento más adelante en el libro, casi al final, ese poema lo escribió cuando estaba con su psicoanalista, confesándole que a pesar de que estaba casado con una mujer se había enamorado de Peter Orlovsky, que él no quería ser publicista sino poeta y quería irse a la mierda, y el psicólogo le dijo por qué no lo haces… Y lo hizo. Hay mucha gente que no se decide a dar ese salto. Yo lo he hecho. Estoy cayendo del edificio, sigo cayendo del edificio, no sé que voy a encontrar allá abajo. Pero tú vives de la literatura... Sí, cuando yo leí este poema y este momento en la biografía de Ginsberg fue como si la cabeza me estallara. Estaba haciendo el doctorado, algo que no quería hacer, me asfixiaba, sin escribir una línea de ficción, completamente agobiada por eso, ¿no? Tuve varios sueños en los que me acordaba del parche del ojo vago que llevé de niña y de la sensación de llevar ese maldito parche y sentía que lo tenía, y fue cuando dije «no voy a hacer el doctorado», re-

nuncié pública y estruendosamente al doctorado, hablé con mi asesor de tesis y le dije «me voy a Barcelona, chao», dejé el doctorado, no volví a renovar la beca y me vine para acá, y justo unos días antes un amigo me dejó su piso y ahí escribí un cuento que se llama Bonsai, que habla justamente de un tipo que toda su vida ha pretendido ser algo y que de repente decide que no, que él es otra cosa, se separa de la mujer, etc. Y sí, en ese momento di el salto. Decides escribir en castellano a raíz de una conferencia de Octavio Paz, ¿nunca te has planteado escribir en francés? El francés es para mí, sobre todo, una lengua oral y escolar. He leído muchísimo más en español que en francés,

aunque no tengo ningún problema para leerlo. El castellano es mi lengua materna, medular, me siento completamente identificada con esa lengua, la he trabajado muchísimo más, me viene naturalmente. Y además es muy diferente la estética literaria en francés que en español. En francés hay muchas cosas que se buscan, la aliteración, etc. A nosotros nos gusta que sea todo más llano. Me encanta los casos de los escritores que han cambiado de lengua: Cioran, Nabokov, Beckett… Nabokov cambió de lengua y escribió acerca de lo que significó cambiar de lengua. Conrad, Canetti… Me parecería muy bonito pasarme de repente al francés. Nunca se sabe lo que vas a hacer en la vida. El día que me ponga a escribir poesía, a lo mejor.

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Piazza d’Italia


dossier: La piel del perro. Manuel Astur

El cielo raso

La piel del perro Manuel Astur «En todas las bodas quería ser la novia, en todos los entierros, el difunto» Leo Longanesi, hablando de Malaparte

.Pertenece el italiano Curzio Malaparte a esa raza de escritores y artistas surgidos durante la primera mitad del S. XX, antes de la dictadura de lo «políticamente correcto», que resultan apasionantes tanto por sus aciertos como por sus errores; esos creadores que no supeditaban su libertad personal y talento a nada ni a nadie y que apostaron fuerte. Pienso en casos llamativos como el del escritor noruego Hamsun, desposeído de su fama, honores y bienes por haber apoyado al régimen nazi en contra de los anglosajones. Pienso en Céline, declarado en su país «desgracia nacional». Pienso en tantos escritores vanguardistas que se sintieron atraídos, como otros millones, por el, de aquella, moderno fascismo y que tuvieron la mala fortuna, al menos en términos históricos, de escoger el bando que estaba destinado a perder la guerra contra el tiempo. Incluso pienso en casos más sangrantes aún; escritores como los geniales Wenceslao Fernández Flórez, Jardiel Poncela o el mismísimo Ramón Gómez de la Serna, a los que no se les termina de perdonar que no tomaran parte por ninguno de los bandos y se limitaran a ser fieles a su arte, sin importar quién fuera el titiritero de turno. Autores castigados por esta historia que aún están escribiendo los vencedores y olvidados por los que necesitan mártires para alimentar

el fuego de esa revolución que tanto anhelan. Escritores apátridas, pues su país hace tiempo que ha desaparecido, y que, desde hace unos años, algunas editoriales valientes tratan de rescatar del olvido. Y entre ellos Malaparte –tan odiado por muchos, un personaje tan difícil de clasificar, ególatra, fanfarrón y mentiroso, político fracasado, escritor de tremendo éxito en su momento y luego olvidado, que fue republicano, anarquista, fascista y comunista para, al final, no ser nada de todo ello, quizás «malapartista», que apoyó a Mussolini para después renegar de él, que afirmaba identificarse más con los perros que con los hombres, un ser tan orgulloso, un prosista tan arrebatado e intenso, un pensador más intuitivo que exacto, ansioso de fama y éxito, precursor del marketing que después utilizaron muchos artistas–, el cual continúa siendo uno de los más difíciles de rescatar de este olvido, pues, si bien como escritor es, en mi opinión, uno de los mejores del siglo XX, no interesa a los poderosos ni se puede hacer una bandera con su vida ya que aún sigue planteando demasiadas preguntas incómodas cuya única respuesta sólo puede ser ésta: total y absoluta libertad, para bien y para mal, siempre. Curzio Malaparte nació en 1898 en Prato, como Kurt Erich Sukert. Hijo de un empresario textil alemán del que

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renegaría toda su vida, como renegó de su rama familiar alemana, ya desde los doce años se interesa por las que serían las tres pasiones de su vida: la literatura, la política y él mismo. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial, a los diecisiete años, se fuga de casa y se alista en el Ejército francés, donde obtiene varias condecoraciones al valor, una lesión pulmonar por las bombas de gas y una fuerte admiración por la voluntad de poder. Ya de vuelta en Italia se alista en el partido fascista de Mussolini. Comienza así su carrera política y literaria con numerosas publicaciones –destacando en 1921 La revuelta de los santos malditos y en 1931 Técnica del golpe de Estado–, y llega a ser uno de los chicos mimados del régimen fascista, al que defiende y promueve con incendiarios escritos en la prensa nacional y extranjera y que lo recompensa dándole, aparte de alguna función aún no clara en el cuerpo diplomático que le permite viajar por toda Europa, el puesto de editor del importante periódico La Stampa, profesión en la que se emplea con pasión y que le lleva incluso a fundar su propio periódico durante esta década. Desarrolla también por entonces uno de los rasgos más característicos de su personalidad: el no poder, ni querer, callarse la boca, como un perro que se niega a que su amo le ponga el bozal, hasta el punto de granjearse terribles enemigos –ministros, el mismo Hitler e incluso Trotsky– que pusieron fin a su aspiraciones políticas en

1933 cuando Mussolini, cansado de sus provocaciones, lo destierra a la isla de Lípari. Tras esto, continuarán sus ataques a su en otro momento amado líder y sus estancias en la cárcel hasta que Italia es liberada por los aliados. Aun así, esta animadversión no es tan terrible como él mismo se encargó de hacer creer, pues con el estallido de la Segunda Guerra Mundial es enviado a cubrir la guerra en Rusia como corresponsal para el Corriere della Sera y sus artículos desde el frente ucraniano son recopilados en 1943 y publicados bajo el título Il Volga nasce in Europa (El Volga nace en Europa). Tras la guerra emplea todas sus fuerzas en desligarse del partido fascista, del que efectivamente fue expulsado en el momento de su destierro a Lípari, y publica sus dos libros más famosos, Kaputt (1944) y La pelle (La piel, 1949), en los que narra sus experiencias en la guerra, que serían auténticos best-sellers mundiales y que le granjearían una fama como escritor tan merecida como polémica e incómoda para muchos. Son probablemente estos tres últimos libros los mejores que escribió, la cumbre de su carrera y también, por eso, los más atacados por sus detractores, pues están llenos de inexactitudes con respecto a su vida, la cual no tiene ningún problema en alterar. Cosa que jamás admitió, ya que hacerlo hubiera conllevado aceptar la posibilidad de que existe lo real más allá de la representación y la distorsión, cosa que él no creía. Y


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aquí precisamente –aparte de en una prosa hipnótica, tremendamente poética y profunda que oscila entre la crueldad, la mayor de las empatías y la ternura– radica lo mejor de su literatura, ya que, al contrario que otros buenos alumnos que vivieron la guerra, como Hemingway, Aragon, Cocteau o Morand –y que tomaron buena nota del momento desde la retaguardia (o desde el hotel Ritz), pero que se limitaron a presentar los hechos, la Historia, como algo inevitable a lo que sus personajes, insignificante héroes sobrepasados, se tenían que adaptar, como si fuera el Destino griego y no los hombres los responsables, de un modo que no ofendía a nadie, removiendo la superficie del estanque pero dejando tranquilo el fondo–, Malaparte, una vez más, se erigió orgulloso como una voz necesaria para agitar las conciencias, ampliar la visión que de este conflicto nos querían dar y advertir sobre los caminos que podría seguir de un modo casi visionario, como el paseante solitario que se alza sobre el ruido del presente y desde la cumbre puede ver el horizonte. Aventurero incansable del espíritu, en la última parte de su vida se interesó por el teatro y el cine, llegando a dirigir una película, El Cristo prohibido (1950), premiada en el Festival de Cine de Berlín, e incluso coqueteó con el comunismo y fue invitado por el mismísimo Mao a viajar a China, viaje del que tuvo que regresar inesperadamente

dossier: La piel del perro. Manuel Astur

al serle detectado un cáncer de pulmón provocado por los gases inhalados durante la primera de sus muchas batallas y del que moriría en 1957 a la edad de cincuenta y nueve años. Aun así, hasta el último día siguió desarrollando su personaje y su vida, convencido de que no se moriría –estaba planeando dar la vuelta a Estados Unidos en bicicleta patrocinado por nada más y nada menos que Coca-Cola–, seguro de que aún podría seguir siendo por mucho tiempo un perro libre dueño de su vida y, aunque parezca lo contrario, con una coherencia interna difícilmente igualada por otro artista. Una coherencia para consigo mismo, para con el arte, para con el individuo que somos todos, contra la masa en que nos quieren convertir. Dejemos que el propio Malaparte, siempre sin bozal, se lo explique a quien quiera atender: «Esa es la bandera de nuestra patria, de nuestra verdadera patria. Una bandera de piel humana».

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Manuel Astur (Grado, Asturias, 1980) es escritor, periodista, poeta y productor musical. Ha sido editor de la influyente revista cultural madrileña Arto! y es uno de los fundadores del Nuevo Drama. Actualmente reside en Barcelona, desde donde colabora con diversas revistas y medios nacionales. Ha publicado relatos en varias antologías y recientemente ha salido al mercado su primer libro, el poemario Y encima es mi cumpleaños (Esto no es Berlín Ediciones, 2013).

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Cesare Pavese y América Daniel Cundari .En Italia Cesare Pavese siempre ha sido un escritor controvertido. Entre los años cuarenta y cincuenta fue un auténtico autor de culto, aunque distinguidos teóricos del neorrealismo lo catalogaban ya como decadente. Su muerte violenta contribuyó además a generar un juicio ambiguo sobre su obra, siempre suspendida entre la confianza extrema en la vida y la traición de la misma. Eran los tiempos de «troppo mare» («demasiado mar») en el poema «Gente spaesata» (Gente desorientada). La relación de Pavese con la cultura estadounidense resulta en cambio mucho más luminosa. El primer fulgor se debe a Walt Whitman, materia de la tesis que el escritor piamontés presenta en Turín el veinte de junio de 1920. También éste, como otros en su corta vida, fue un amor lleno de contrastes, tal y como puede verse en sus glosas a Lavorare stanca (Trabajar cansa): Yo mismo me he quedado pensativo frente a cancioneros real o supuestamente construidos (Les Fleurs du mal o Leaves of Grass), voy a decir algo más, he llegado incluso a envidiarlos por su cacareada calidad; sin embargo, en ese intento por comprenderlos y justificarlos, tuve que reconocer que entre poema y poema no hay un vínculo maravilloso, ni siquiera conceptual [...] Tengamos el coraje y la fuerza suficiente como para concebir la obra del mayor tamaño con una sola respiración.

En 1930, el escritor de Santo Stefano Belbo comienza una intensa actividad como traductor del inglés. Toman forma y se fortalecen las llamadas «inclinaciones americanas», que representan un claro propósito de profundizar en el hombre, entendido como individuo casi mítico y primitivo, igual que esa América introspectiva y bárbara, alegre y violenta, disoluta, fértil, cargada de todo el pasado del mundo y al mismo tiempo joven e inocente.

Il nostro signor Wrenn de Sinclair Lewis resulta ser su primer trabajo para el editor Bemporad en Florencia. En 1932 traduce Moby Dick de Melville y Riso nero de Sherwood Anderson; en 1933, Dedalus de James Joyce; en 1935 Il 42° parallelo de Dos Passos; en 1937, Un mucchio di quattrini, también de Dos Passos, Uomini e topi de John Steinbeck y Autobiografia di Alice Toklas de Gertrude Stein; en 1938, Fortune e speranze della famosa Moll Flanders de Daniel Defoe; en 1939, David Copperfield de Charles Dickens, La formazione dell’unità europea dal secolo V al secolo XI de Christopher Dawson y La rivoluzione inglese del 1688-89 de George Macaulay Trevelyan; Il cavallo di Troia de Christopher Morley, Benito Cereno de Melville y Tre esistenze de Stein, entre el 1940 y el 1941; Il Borgo de Faulkner en 1942; Capitano Smith de Robert Henriques en 1947. Su trabajo como traductor a menudo va de la mano de sus reflexiones críticas, que están presentes en sus introducciones y ensayos breves. Este aspecto fue remarcado por Italo Calvino en 1952, cuando Pavese decidió poner fin a su vida. La preocupación por los autores estadounidenses siempre ha ocupado un lugar exclusivo en la escritura de Pavese, hasta el punto de que se convierte, en las proximidades de su despedida, casi en una bandera política e ideológica a favor del compromiso social. No hay duda de que toda la obra de Pavese ha estado influenciada por la «lezione americana», lo que ha dado lugar a un estilo particular e inquietante. Muchos de sus escritos indican por ejemplo que el conocimiento de la obra de Whitman le permitió explorar temas afines como el de las raíces y el del regreso. En cada gran autor americano traducido o examinado por él, Pavese presta especial atención a sus impresiones políticas, a su idea de libertad y hasta a sus límites sexuales. De sus traducciones bebe su peculiar realismo metafísico, encaminado a recuperar el elemento primitivo que reside en los seres humanos, cierto malestar vital que, palabra tras


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palabra, sirve para retratar a un individuo único y auténtico. Y es precisamente aquí donde Faulkner y Steinbeck in primis sugieren a Pavese los territorios que frecuentará en sus poemas y novelas: el mito de la tierra, la presencia de la muerte en todas las cosas, el amor rival, las raíces y la privación, el vínculo ancestral de la sangre, la partida del lugar de origen y la vuelta a él, la lejanía. Desde un punto de vista estilístico, su labor como traductor le permite abrir un nuevo capítulo en la novela italiana. Con la traducción de Sinclair Lewis, Pavese descubre la provincialización de los personajes, el uso de la jerga popular y la ruptura con la tradición académica. El lenguaje oral penetra en la lengua escrita: el alma fragmentada de los dialectos italianos alcanza el lenguaje cotidiano, vaciado y esterilizado por el fascismo. El sueño americano de Pavese supone principalmente un arma para enfrentarse al totalitarismo europeo. La ansiada libertad frente a la violencia intelectual y física. Él comprobó, después de muchos años de estudios e investigaciones, que Estados Unidos no era un país distinto, un nuevo comienzo de la historia, sino sólo el teatro gigantesco donde, quizás con mayor franqueza que en otros lugares, se recitaba el drama de todos. Los fundamentos de títulos como Paesi tuoi (De tu tierra) o La luna e i falò (La luna y las hogueras) son la sencillez de las acciones y los diálogos junto a la antiliterariedad de sus

dossier: Cesare Pavese y América. Daniel Cundari

elecciones lingüísticas, a través de la imitación de la sintaxis y el ritmo del dialecto. Su lenguaje seco, hecho de proposiciones escasas e incisivas, y marcado por la repetición, lo llevó a una épica provincial centrada en el mito de la construcción de un nuevo hogar, del idioma y de la percepción. En un momento dado, Pavese se encontró en la misma lucha que Giovanni Verga, quien vio enfrentadas la institución literaria y la realidad vital de la tradición bucólica y dialectal. Incluso en los artículos literarios y comentarios críticos, Pavese no abandona su estilo narrativo y existencial. Se aleja así de aquellos escritores que han perdido para siempre el significado de la verdad alucinada, la expresión instintiva, la sensación primitiva de la tierra y de la realidad, la sabiduría natural de la civilización campesina y pobre, la grandeza sin límites de la naturaleza que les invade. Sin embargo, es precisamente en sus comentarios donde Pavese muestra que comienza a separarse de aquel mito positivo que lo había animado desde el principio. El antiguo mito del Edén literario ahora perdido, hecho de carne, naturalidad y virtud, se refuerza con el olvido y, si se quiere, con su caída. Incluso para la «isla literaria» estadounidense llegó el momento de la recapitulación y la catalogación. Cualquier forma de arte parecía extinguida. El juicio negativo implicó también al cine, la más americana de todas las expresiones, admirada siempre por el escritor de Piamonte. La conclusión del mito ameri-

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dossier: Cesare Pavese y América. Daniel Cundari

cano está bien resumida en estas palabras de la reseña radiofónica a Ragazzo nero de Richard Wright en mayo de 1947: Pero ahora se acabó. Ahora Estados Unidos, la gran cultura americana, se ha descubierto y reconocido, y se puede presumir que durante algunas décadas ya no habrá algo similar a los nombres y las revelaciones que emocionaron

diante su demolición literaria no hace más que construir su valor épico: Pavese releva ese mundo a una dimensión moribunda precisamente para certificar la fuerza ancestral de la vida. Este propósito representa la parábola perfecta de su propio destino: el intento desesperado de poner orden en el caos inicial. Vivir como oficio, trabajar para soñar y, por encima de todo, existir.

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a nuestros jóvenes antes de la guerra. Lo saben ellos también, los estadounidenses, aunque no lo digan demasiado

Daniel Cundari (Cuti, 1983), poeta, narrador y traductor italiano. Escri-

y se den a un concienzudo trabajo de catalogación y estu-

be también en dialecto calabrés y en español. Ha publicado los poe-

dio de los veinte años transcurridos entre las dos guerras.

marios: Cacagliùsi/Balbuzienti (Roma, 2006); Il dolore dell’acqua

Los libros realmente importantes que hay ahora en el ex-

(Roma, 2007); Geografía feroz (Granada, 2011). Como narrador ha

tranjero ya no son de ficción o poesía, sino de historia,

publicado: Istruzioni per distruggere il vento (Rubbettino / Velvet,

interpretación, exégesis. Todos los nuevos escritores han

2013).

abandonado esa maravillosa inmediatez expresiva, aquel sentido natural de la tierra y de la realidad, aquella sabi-

Bibliografía:

duría cruda que nos hizo querer, en su tiempo, a Lee Másteres, Hemingway, Caldwell, y ahora caen en complicadas ingenuidades que nosotros conocemos bien, que tal vez darán frutos dentro de un tiempo, pero que por ahora no

Amoruso, Vito: «Cecchi, Vittorini e Pavese e la letteratura americana», in Studi americani, nº 6, 1960, págs. 22-46.

añaden nada a nuestra malicia de europeos experimentados. En cuanto al cine y a todo el resto, mejor no hablar de ello. De hecho, parece que hoy, después de la guerra y la ocupación, después de haber caminado y charlado entre nosotros durante mucho tiempo, los jóvenes estadounidenses hayan sufrido una europeización y perdido la mayor parte de aquella exótica y trágica franqueza que era su destino. Sin embargo, puede ser incluso que, en el juego de la historia, esto forme parte también de su destino.

En esta perspectiva final, Pavese derroca el mito positivo de una América que había representado la sinceridad que siempre persiguió, el vitalismo que siempre había practicado y el primitivismo que siempre había conservado. Me-

Lajolo, Davide: Il vizio assurdo. Storia di Cesare Pavese, Daniela Piazza Editore, 2008. Manacorda, Giuliano: «Pavese poeta, saggista e narratore», in Società, nº 2, 1952. Pavese, Cesare: «Ieri e Oggi», en L’Unità, 3 de agosto de 1947. Pavese, Cesare: Poesie, Oscar Mondadori, Giulio Einaudi Editore, 1961. Remigi, Gabriella: Cesare Pavese e la letteratura americana. Una splendida monotonia, Olschki, 2012.


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dossier: La gran modernidad de Menzogna e sortilegio. Elisa Martínez Garrido

La gran modernidad de Menzogna e sortilegio Elisa Martínez Garrido .Elsa Morante es una gran escritora, quizá la mayor auctoritas del segundo Novecento italiano en ámbito narrativo. Elsa fue también una mujer libre, valiente, audaz y decidida; una mujer auténtica y apasionada que buscó en la conjunción de la poesía y de la filosofía, de la ética y de la estética, una salida existencial e histórica a la desilusión y al mal del vivir. Su obra es rica y compleja. Ahora queremos centrarnos, sin embargo, en su primera novela, Menzogna e sortilegio (1948), editada por primera vez en español en 2012 por la editorial Lumen (Mentira y sortilegio, traducción de Ana Ciurans Ferrándiz), en ocasión del centenario del nacimiento de la genial autora. La primera obra de Elsa Morante es una novela rompedora, a caballo entre el género fantástico y la crónica memorial y de familia. Menzogna e sortilegio puede ser vista como la fantástica confesión de la propia novela familiar de Elsa. Estamos ante una novela río, ante una novela psicológica y fabulosa, diferente, exquisita, bella y elegante; una narración de más de setecientas páginas que rompe con todos los moldes del neorrealismo italiano, vigente en la época. En relación a su estructura, vuelve los ojos a la gran narrativa decimonónica, a Dostoievski, a Katherine Mansfield, a Emily Brontë, a Balzac y a Dickens. Sin embargo la verdad que subyace en su fondo es claramente cercana a los lectores contemporáneos, a las problemáticas interiores de unos personajes escindidos, agónicos, duplicados, deshechos entre sus sueños y los fenómenos dramáticos de la experiencia que les toca vivir. La historia de la saga familiar de Elisa-Elsa esconde pues entre sus intersticios textuales la culpa de una chiquilla y de toda su familia. Estamos ante la saga de una familia enferma de desamor, de deseo de dinero y de fama, así como ante la sanación emocional e interior de su principal

protagonista y también narradora: Elisa. Esta, a través de la fuerza vivificante de la fantasía y de la escritura, logra recomponer las piezas de un laberinto psíquico desbaratado y perverso. El proceso de creación, la evocación memorial de la protagonista, al entrelazar lo público y lo privado, lo personal y lo político, lo histórico y lo intrahistórico, nos conduce hasta una crónica social y familiar en la que reina el poder de la imaginación y de la fantasía, concebida como enfermedad, pero también como puerta abierta a una mínima y tenue felicidad. De esta manera la historia privada de unos personajes enfermos, enajenados, arruinados, económica o emocionalmente, conducen a Elsa Morante hasta Menzogna e sortilegio, la historia de su propia novela de familia, que es además una novela histórica, ya que la obra analiza las condiciones sociales, económicas y humanas de la aristocracia arruinada y de la pequeña burguesía en la Sicilia palermitana y rural a caballo entre el XIX y el XX. El radical cambio histórico y socioeconómico al que se ve abocada la sociedad meridional italiana a partir de la Unidad y sobre todo durante las últimas décadas del siglo XIX será la causa última de la verdadera desolación interior, de la locura y de la muerte de la mayor parte de los personajes de la primera novela de Elsa Morante. La sensibilidad psicológica de la escritora, influida en su indagar en el estrecho y débil límite existente entre la locura y la fantasía por la lección de Ariosto y de Cervantes, nos lleva hasta la disección del morbo personal y socialmente enajenante del «complejo de clase». Por esta razón, la mentira de quien finge ser lo que no es y el sortilegio del que con su fama y su prestigio embruja al que considera inferior se convierten en el verdadero centro temático de la novela morantiana del 48. Aparentar, intentar parecer lo que no se es, manifestarse otros, el deseo de dominación psicológica de los per-

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sonajes más enfermamente sádicos, frente a los más claramente masoquistas, constituyen el eje de la primera novela de Elsa Morante, que indaga en las marañas oscuras de la consciencia. Estos laberintos interiores enfermos o «endemoniados» hacen de Menzogna e sortilegio una novela histórica y psicológica a la vez, una obra claramente balzaquiana y dostoievskiana, reelaborada a la luz de las problemáticas psicológicas de corte freudiano, tan en boga en la Italia de la segunda mitad del siglo XX. Es decir, nos encontramos ante una narración que logra entrelazar perfectamente la historia oficial de Italia y el fin de una época con los conflictos humanos de una familia deshecha, de unos seres rotos, ya en decadencia. Contra la mentira y contra el sortilegio, contra la enfermedad de la dominación y la del victimismo, contra el desamor y la maldad, contra la timidez y la melancolía se alza en el relato el viaje interior y creador de Elisa, quien desde su soledad más total encuentra en la memoria y en la escritura una salida existencial válida. Como ya hemos dicho, la protagonista de Menzogna e sortilegio, como la propia Elsa, logra salvarse de la tortura familiar gracias a la palabra, para ambas una verdadera revelación ontológica. La protagonista-narradora de esta primera novela de Elsa Morante nos confiesa así su mal, su dolor y su victoriosa curación. Elisa-Elsa, hablándonos pues por interpuesta persona acerca del proceso de su propia escritura, nos conduce no del todo conscientemente hasta una evidente problemática de género, escondida entre los silencios del texto: a la narración de la formación y del nacimiento artístico de una mujer escritora. Elisa, en soledad, desde una


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dossier: La gran modernidad de Menzogna e sortilegio. Elisa Martínez Garrido

habitación propia, con una renta y una herencia propia, por decirlo con los términos de Virginia Woolf, se enfrenta a los fantasmas de su propio pasado, a las voces de sus propios ancestros y de su propia familia y, con la ayuda mágica de su gato Alvaro, atraviesa la muerte y la locura hasta encontrar su propia salvación en el mestiere di scrivere. Es decir, Elsa transformada en Elisa se abisma con su obra en el recuerdo de los infiernos de una familia pequeño burguesa, venida a menos y desclasada, con pretensiones de grandeza; una familia que vive en el laberinto maléfico de unas relaciones simbióticas de dominación y de victimismo, en el odio y en el desamor, en la mentira, en el engaño y en sus consecuencias devastadoras. El ahondamiento en la memoria de los antepasados de Elisa tiene por objetivo vencerlos, expelerlos, frenarlos, objetivarlos y dominarlos, mediante el acto creativo de la revisitación de su propio pasado. La voz narrativa de Elisa, por tanto, mediante su diálogo con la fuerza veraz que parte de su propia realidad fantasmática, es capaz de traspasarla, de redefinirla, de recrearla y dominarla, haciéndola verdaderamente suya hasta llegar a la pura recreación poética de la otredad irreal. De esta forma lo onírico, lo bello, lo siniestro, la evocación sensorial de la música y de la visualidad plástica de una época en extinción se erigen en centro temático de una novela que indirectamente rinde también homenaje a Proust y a su temps retrouvé. Elsa Morante en su evocación memorial intenta plasmar para siempre un mundo que ha sucumbido prácticamente en su totalidad. Por este mismo motivo, la belleza de la prosa literaria de Menzogna e sortilegio, áulica, cristalina, arcaizante

y aristocrática, unida a la elaboración fantástica de unos personajes sufrientes y enfermos, nos abre la puerta hacia la primera fase de la creación literaria de Elsa Morante, en la que el arte se concibe ya como el primer eslabón utópico hacia la diferencia salvadora. La autora inicia así el camino hacia su propia leyenda personal, hacia la leyenda de la escritora Elsa Morante. Se construye a sí misma, en parte, ya desde el exordio de su misma escritura, como una mujer bizarra, extraña, diferente, mágica y fantástica. En resumen, a partir de 1948, la misma autora y su público se encargan de construir la imagen de una nueva escritora, quien, con la irrupción de su primera novela, desafía, desde la fuerza creadora de unos cánones estéticos propios, al diktat neorrealista, imperante en la cultura italiana de la segunda posguerra. Expeliendo sus propios fantasmas de familia, Elsa Morante inicia su fresca y vital primera fase literaria, cuyo acmé, L’isola di Arturo, de 1957, la consagrará como un nuevo genio emergente en el panorama de las letras italianas de la segunda mitad del siglo XX, casi a la misma altura de otro gran clásico: Italo Calvino.

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Elisa Martínez Garrido. Profesora titular de literatura italiana en el Departamento de Filología Italiana de la UCM. Ha escrito ensayos y monografías sobre las escritoras italianas a caballo entre el XIX y el XX, sobre Luigi Pirandello, Italo Svevo, Dino Buzzati y Cesare Pavese. Elsa Morante es una de las voces literarias italianas que la ha acompañado, en su búsqueda existencial y en su trayectoria de investigación, durante más tiempo.

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Los relatos de Antonioni: historias sobre la verdad de las cosas Mercedes Coll .En una entrevista con Jean-Luc Godard,

publicada en 1964 en Cahiers du Cinéma, Antonioni habla de la necesidad de «contar historias diferentes con medios diferentes». Considera que el cine ha agotado sus recursos y necesita buscar nuevos medios de expresión que le permitan salir del estancamiento creativo en el que se encuentra. No se trata de construir unas nuevas formas estilísticas, sino de desprenderse de todos aquellos elementos que impiden captar la naturaleza cambiante de las cosas y que distorsionan los vínculos que podemos establecer con el mundo. El problema, según Antonioni, consiste en transformar las formas de aproximación a la realidad que hasta el momento el cine había ofrecido, porque dichas formas impiden pensar el presente y limitan las capacidades creativas del cine. La crítica de Antonioni tiene un referente claro en el cine narrativo de Hollywood, pero también apunta a la necesidad de renovar los presupuestos del neorrealismo, entre otras razones, por los cambios que se han producido en la sociedad italiana a partir de la década de 1950, momento en que el director inicia su trayectoria profesional. Ya no se trata de revisar lo ocurrido, sino de tratar de determinar lo que

está ocurriendo. En sus escritos y declaraciones Antonioni constantemente hace referencia a su compromiso ético con el presente como búsqueda de la verdad, una verdad que no puede desvincularse de las formas expresivas con las que dar cuenta de ella. Forma y contenido construyen una unidad indiscernible cuya expresión es la obra misma. Tal y como señala Antonioni: Una frase, dicha contra un muro o dicha contra un fondo de una calle, puede cambiar de significado. Así como una frase pronunciada por un personaje de frente o de tres cuartos cambia de valor; al igual que puede cambiar el valor de una frase si la cámara está alta o baja1.

No podemos contar las mismas historias porque la realidad ha cambiado y, en consecuencia, no podemos explicar nuevas historias sin transformar las formas de contarlas. Antonioni, citando a Lucrecio, afirma la inestabilidad de las cosas y los sentimientos como marca ineludible del presente. Dice Lucrecio: «Nada se parece a sí mismo en este mundo donde nada es estable. Lo único estable es una violencia secre-

ta que subvierte todas las cosas…». Lucrecio decía estas cosas en su época, y son todavía de una actualidad desconcertante, porque me parece que esta incertidumbre forma parte ahora de todo nuestro tiempo. Ante esta situación ya no es posible conectar causalmente lo que sucede, ni formular una explicación que dé sentido a lo que hay. No es posible, en definitiva, ceñir la realidad a los nexos lógicos que impone la narración clásica, ni visualizar el mundo a partir de la reglamentación figurativa que impone el cine dominante. Comprometerse con el presente, entrar en sintonía con él, consiste en descubrir estas tensiones entre las cosas, esa violencia secreta que nos une a ellas y a nosotros mismos. En un artículo publicado en La Stampa2, el seis de junio de 1963, Antonioni destaca que el problema para un director, a diferencia de un pintor, es «captar una realidad que madura y se consuma, y proponer este movimiento, este llegar y proseguir, como nueva percepción». Esta incorporación del 2. Posteriormente publicado en Cinema Nuovo, nº 164, julio de 1963, y traducido al castellano en la recopilación de textos de Antonioni publicada bajo el título Para mí, hacer una película es vivir,

1. Cahiers du Cinéma, noviembre de 1964, pág. 65.

Paidós: Barcelona, 2002, págs. 89-91.


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dossier: Los relatos de Antonioni: historias sobre la verdad de las cosas. Mercedes Coll

Mercedes Coll. Catedrática de Filosofía de Secundaria, profesora de Literatura y Cine de la Universidad de Barcelona. Ha formado parte del colectivo Drac Màgic (1988-2009), y ha sido directora de la Mostra Internacional de Films de Dones (2004-2009). Ha participado en másteres de la Universitat Autònoma de Barcelona y en cursos de formación del profesorado. Ha impartido cursos en el Institut d’Humanitats del CCCB.

tiempo de las cosas es la que permite al cine conquistar una nueva fisionomía, ya no meramente figurativa sino también narrativa, estableciendo con ello nuevos vínculos entre lo que sucede, los personajes y las emociones. La línea de separación entre lo interior y lo exterior ha perdido consistencia del mismo modo que no hay separación entre lo dicho y el decir mismo, o entre el ver y lo visto: Las personas a las que nos acercamos, los lugares que visitamos, los sucesos a los que asistimos: son las relaciones espaciales y temporales de todas estas cosas entre sí las que hoy tienen sentido para nosotros, es la tensión que se forma entre ellas. Este es, creo, un modo particular de estar en contacto con la realidad. Y es también una realidad particular. Perder este contacto, en el sentido de perder este modo, puede significar la esterilidad. He aquí, precisamente por esta compleja materia que tiene entre manos, por qué es más importante para el cineasta que para

cuentra su plena expresión en el llamado cine moderno que según sus propias palabras surge de este reconocimiento de «la cadencia de la vida, una cadencia que ahora se precipita, ahora es lenta, ahora se estanca y ahora, por el contrario, es vertiginosa»3. El cine moderno se presenta como aquel que es capaz no sólo de constatar lo que sucede, sino también todo lo que nos mueve a actuar de un determinado modo más que de otro. Nuestros gestos, nuestras palabras o nuestros actos se convierten en expresiones de nuestra posición personal en relación con las cosas del mundo, y desde esta posición se reclama el compromiso moral con lo que hacemos. Este proceso de interiorización de la realidad no significa que la realidad pierda consistencia por sí misma, para transformarse en un simple producto de la subjetividad que entra en contacto con ella. Lo que realmente se apunta es una nueva vía de acceso a la realidad que se formula como problema. En consecuencia se niega la consis-

tencia de la realidad, del mundo, como entidad y se presenta como resultado de un proceso donde inevitablemente interviene la experiencia que de ella tiene el sujeto. Constatar dicha experiencia es la verdad que Antonioni propone como imperativo moral. Los relatos de Antonioni, publicados en 1983 con el título Quel Bowling sul Tevere4, se presentan como una crónica personal de sucesos que han sido observados, pensados o imaginados por él en su atención constante sobre el devenir del presente. Sus relatos no pueden desvincularse de esta tarea que se impone como observador y creador de imágenes, atento a los cambios que se producen en la realidad y en su propio interior al entrar en contacto con ella. En todos sus relatos está presente la voz del narrador, el propio Antonioni, pero lo que nos dice esta voz es la experiencia visual del acontecimiento que se dispone a narrar. Lo que realmente nos cuentan estos relatos son determinadas impresiones provocadas por lo

3. «La enfermedad de los sentimientos», título

4. Einaudi publicó estos relatos en 1983 bajo el

del coloquio realizado en el Centro Sperimen-

título de uno de ellos. En la edición en castellano

tale di Cinematografia el 16 de marzo de 1961,

se ha utilizado el título del film realizado conjun-

publicado en castellano en Para mí, hacer una pe-

tamente con Win Wenders, Más allá de las nubes,

lícula es vivir: Paidós: Barcelona, 2002, pág. 62.

Mondadori: Barcelona, 2000.

los demás artistas estar comprometido éticamente de alguna forma.

La importancia del compromiso moral, que Antonioni destaca como motor de creación del cineasta, en-

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que sucede o ha sucedido, según le han contado o ha imaginado. En cierto modo esta forma de narrar presenta una clara analogía con su forma de filmar una escena, que, en definitiva, es también una forma de contar lo que adviene a los personajes a través de la observación que hace de sus gestos y movimientos a través de la cámara. La plasticidad que adquieren las situaciones y personajes descritos en sus relatos responden a esa especial forma de ver el mundo que Antonioni ha ido configurando a través de la cámara. Realmente es un director que escribe, no un escritor, tal y como afirma en uno de sus relatos, «El desierto del dinero». Sus palabras conforman tiempos y espacios de forma similar a como visualiza esta realidad cambiante a través de la cámara. En ambos dominios, el del texto escrito y el de las imágenes fílmicas, se expresa esa vibración de las cosas que entran en contacto entre sí, en este movimiento incesante de la realidad. Esta tensión entre los lugares, los personajes y los acontecimientos ya no puede ser relatada siguiendo las pautas de la narración tradicional. Los nexos narrativos ya no sirven para expresar estas impresiones fugaces que

producen los cuerpos, ni el movimiento constante de los sentimientos que se expresan a través de ellos mediante gestos o miradas, muchas veces imperceptibles, si no se presta la atención suficiente. En sus relatos se detecta la misma vigilancia ante lo que sucede que anteriormente habíamos apuntado al hablar de su compromiso moral con el presente. Esta observación detallada queda expresada en sus relatos por un sutil juego de distancia y proximidad respecto a la realidad narrada y a su propio relato. El equivalente en sus relatos fílmicos lo encontraríamos en esta ruptura del mecanismo del campo/contracampo con la que usualmente se define uno de los rasgos más característicos del estilo de Antonioni. Este enlace de complementariedad que se establece entre lo que vemos en una imagen y aquello que queda más allá del encuadre es uno de los mecanismos más eficaces de que dispone el cine clásico para conseguir homonegeneizar en un todo coherente los fragmentos de que se componen la películas. Este mecanismo permite dar un sentido pleno al relato y permitir que el espectador y la espectadora pueden situarse en el universo ficcional. En Antonioni este

mecanismo se abandona en favor del intersticio entre dos imágenes. Ya no se trata de unir sino de separar y de este modo se rompen los vínculos espaciotemporales del relato y del universo mismo representado, mostrando con ello esta opacidad del mundo que anteriormente señalábamos y la insuficiencia del propio lenguaje para dar un pleno sentido a lo que sucede. En sus relatos este proceso de fragmentación y de ruptura constante se produce por las diversas interrupciones del fluir narrativo, provocadas por la pregnancia que adquieren determinadas descripciones o por los comentarios que el narrador-observador realiza sobre los posibles sentidos que pueden tener los hechos que está contando, así como sobre la probable verdad a la que puede llegar mediante la narración. Los momentos de verdad en los relatos surgen como destellos instantáneos que nos permiten entrever lo que hay detrás de la situación descrita. Este camino hacia la verdad del suceso sigue un trayecto similar al que realiza el fotógrafo de Blow Up (1966) con la ampliación de las fotografías. Si nos acercamos excesivamente a la imagen, tratando de discernir qué se oculta en ella, se pierden los contornos de las


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dossier: Los relatos de Antonioni: historias sobre la verdad de las cosas. Mercedes Coll

Blow Up (1966)

cosas que acaban diluyéndose en manchas de luz y de sombras.

La verdad de lo que vemos reside en encontrar la distancia oportuna que nos permita determinar un sentido, sabiendo que tal vez detrás de una imagen se oculta otra y en este proceso llegamos a encontrar una imagen que nunca veremos. En el relato «Un horizonte de sucesos», Antonioni apunta a este más allá de lo que ha sucedido o puede llegar a suceder. Esta interrogación acerca de lo real y lo posible determina nuestra posición ante los hechos y como el personaje del relato nos vemos proyectados a ese más allá de las nubes hasta apuntar al orden cósmico de los acontecimientos, donde tal vez encontremos ese horizonte de todos

En sus relatos volvemos a encontrar «la vida» como referente, una vida hecha de disonancias, de movimientos y choques que se aceleran o se detienen,

marcando ritmos distintos que no pueden ser expresados a través de un orden predeterminado. El relato sigue este ritmo inconstante de la vida, dando significado a lo insignificante o diluyendo el sentido con el que tratamos de inmovilizar su constante devenir. Ningún comentarista ha sabido captar como Roland Barthes la importancia de Antonioni. En la carta7 que le dirige como homenaje, con motivo de la entrega del premio Archiginnedio d’Oro, el veintiocho de enero de 1980 en Bolonia, Barthes señala tres virtudes que constituyen al artista y que se encuentran en la obra del cineasta. La que mejor se ajusta a lo expuesto en este escrito es la virtud de la sabiduría, entendiendo con ello el saber moral que le permite no confundir el sentido con la verdad. La confusión entre ambos ha originado dos reacciones extremas: la del dogmatismo y la de la insignificancia. Antonioni ha sabido sortear ambas posiciones al sutilizar el sentido. Su arte, en palabras de Barthes, «consiste en dejar siempre abierta y un poco indecisa, por escrúpulo, la vía del sentido».

5. «Prefacio a Sei film», en Para mí, hacer una pe-

6. «Prefacio a Sei film», en Para mí hacer una pe-

7. «Querido Antonioni...», en La torre Eiffel, Pai-

lícula es vivir, Paidós: Barcelona 2002, pág. 103.

lícula es vivir, Paidós: Barcelona, 2002, pág. 101.

dós: Barcelona, 2001, págs. 177-182.

Sabemos que bajo una imagen revelada hay otra más fiel a la realidad, y bajo ésta aún hay otra, y de nuevo otra bajo esta última. Hasta llegar a la verdadera imagen de aquella realidad absoluta, misteriosa, que nadie verá nunca. O quizás hasta la descomposición de

los horizontes, ese horizonte último, más allá del cual ya no hay sucesos, ya no hay nada. Poco importa la verdad a la que remiten las vivencias más allá del contacto mismo con las cosas y de la interrogación que formulamos sobre dicha verdad, abriéndonos a los posibles. Los momentos de verdad surgen de ese contacto que se relata desde una cierta proximidad y lejanía:

toda imagen, de toda realidad5. Que una vivencia se saque de una novela, de un periódico, de un episodio verdadero o de uno inventado, no cambia nada. Una lectura es un suceso. Un suceso, cuando piensas en él, es una lectura. Autenticidad o invención, o mentira. La invención que precede a la crónica de sucesos. La crónica que provoca la invención. Una y otra, conjuntas en una misma autenticidad. La mentira como reflejo de una autenticidad a descubrir6.

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Italo Calvino y la traducción María Josefa Calvo Montoro .«Mientras espero a que el mundo no escrito

se aclare ante mis ojos, hay siempre una página escrita al alcance de la mano en la que puedo volver a zambullirme; me apresuro a hacerlo, con la más grande satisfacción: ahí, al menos, aunque logre comprender tan sólo una pequeña parte del total, puedo cultivar la ilusión de tenerlo todo bajo control», afirma Italo Calvino refiriéndose a la función que cobra la literatura, la suya y la de los otros, frente al caos de la existencia. Es bien conocida su actividad como escritor y como crítico, pero quizá lo sea menos la de editor, labor que desempeñó durante años en la editorial Einaudi. Queda constancia en Los libros de los otros, donde se recogen más de trescientas cartas que Calvino escribió rechazando o aceptando y comentando las propuestas que los autores enviaban. En ellas se ve el respeto que muestra hacia los autores rechazados y la calidad de sus críticas, así como su excelente olfato a la hora de descubrir a los nuevos. En este sentido, por ejemplo, fue de los primeros en reconocer el valor de importantes autores que se consagrarían en la literatura contemporánea italiana como Elsa Morante o Primo Levi. Se podría establecer una cronología de la labor de Calvino en la editorial turinesa desde que pasó a tener responsabilidades como redactor en 1947 y dos años más tarde, como jefe del gabinete de prensa, hasta que, a partir de 1954, se encargara de la redacción del boletín informativo, el Notiziario Einaudi, donde se reseñaban las publicaciones de la editorial, muy frecuentemente a su cargo. Un año más tarde pasó a formar parte del equipo de dirección, hasta que en 1961 dejó su dedicación plena en la oficina para ser colaborador externo en calidad de asesor. Calvino era un elemento clave en la editorial, su opinión en las reuniones del comité editorial siempre se respetaba, desde sus primeras intervenciones siendo muy

joven cuando su mentor era Cesare Pavese, hasta que fue teniendo más peso en las decisiones sobre los autores italianos y sobre las traducciones, lo que lo convertiría con el tiempo en uno de los más prestigiosos «lectores fuertes» del panorama literario italiano, donde su influencia se hizo cada vez más determinante. En relación con su labor editorial se encuadra el interés de Calvino por la traducción y su propia labor como traductor. Ya desde los años sesenta se preocupó por la calidad de las traducciones que se publicaban en Einaudi y algunas de sus críticas tocan aspectos sustanciales de la traducción literaria. Un buen ejemplo es su defensa de la versión al italiano de Pasaje a la India de E. M. Forster, obra de Adriana Motti. Se trata de una interesante reflexión desde el punto de vista del editor que insiste en la importancia que tendría, en vistas a una mayor calidad, la atención de la crítica especializada y, en general de los lectores, a las traducciones. Sin embargo, si existe un texto que analiza el problema de forma más compleja, es sin duda el que lleva como título «La mejor forma de leer un texto es traducirlo», la ponencia que Calvino presentó en un congreso de traductores celebrado en Roma en 1982, donde reflexiona sobre el problema no sólo como experto editorial, sino como autor traducido a muchos idiomas. Además aporta su propia experiencia como traductor, de la que ofrece algunas claves esenciales: «comprender las peculiaridades estilísticas del autor del original» y «saber proponer equivalentes italianos en una prosa que se lea como si se hubiera pensado y escrito directamente en italiano», es decir, «las dotes en las que se funda el singular genio del traductor» que, asimismo, debe contar con imprescindibles cualidades «morales», aquellas que le conducen a «concentrarse para excavar durante meses y meses dentro de ese túnel» devorado por un ansia de perfección, «que debe convertirse en una suerte de metódica locura, y


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de la locura tiene las inefables dulzuras y la extenuante desesperación». De hecho, como todo teórico de la traducción tenía que valerse de metáforas para poner de manifiesto lo ingrato de la traducción, sus dificultades y sus pocas satisfacciones: «Traducir nunca es fácil. [...] Traducir es un arte: el paso de un texto literario, cualquiera que sea su valor, a otra lengua cada vez requiere algún tipo de milagro. Sabemos todos que la poesía en verso es intraducible por definición; pero la verdadera literatura, aunque sea en prosa, trabaja justo en el margen intraducible de cada lengua. El traductor literario es quien se pone en juego a sí mismo para traducir lo intraducible». Traducir es la mejor forma de leer, la verdadera manera de llegar al fondo de un texto, explica Calvino a su público de Roma, al que comenta las sensaciones que tuvo con la lectura de algunas de sus traducciones en otros idiomas. A veces, el traductor era muy fiel al contenido, pero no «traducía» la ironía que el texto escondía, otras veces, una frase en el texto original era inapreciable, y en la traducción se convertía en una larga subordinada con una importancia injustificada, otras, un verbo del original que pasaba inadvertido en su texto se convertía en una afirmación contundente, es decir, el texto transmitía algo que él no había escrito. Por esa razón, «para un autor, reflexionar sobre la traducción de su texto, discutir con el traductor, es el verdadero modo de leerse a sí mismo, de entender bien qué ha escrito y por qué». Una operación que Calvino pone en práctica como traductor desde que emprendiera la ardua, por no decir imposible, labor de traducir Las flores azules de Raymond Queneau, que publicó en 1967 y que Einaudi volvió a publicar en 1984 en una colección de «escritores traducidos por escritores» donde Primo Levi traduce a Kafka o Pasolini a Esquilo. En una nota que acompaña a esta segunda edición,

dossier: Italo Calvino y la traducción. María Josefa Calvo Montoro

Calvino explica que su primer propósito fue el de conseguir «un efecto de espontaneidad» que estuviera en consonancia con el estilo de Queneau en cuya escritura las cosas más calculadas parecen resultados del azar, además, quería sacar a la luz las estrategias del escritor francés sin demostrar ningún tipo de esfuerzo ni crear obstáculos para su comprensión. Asimismo, confirma que fue un traductor afortunado porque pudo consultar algunas dudas con el autor, al que hizo partícipe de muchos de los problemas, con quien pudo compartir la difícil tarea de tomar decisiones, pero al que le habría gustado plantear más preguntas. En este sentido, Calvino destaca también otro aspecto muy importante del problema de traducir, es decir, las diferencias culturales que encierran los textos y que prevén interpretaciones asumidas en la cultura de origen pero que necesariamente no coinciden con los de la otra. Así por ejemplo, las referencias a la filosofía de Hegel que hace Queneau están influidas por la interpretación del filósofo como «salida de la Historia a través de la conquista de la Sabiduría», pero tal interpretación dista mucho de la imagen de Hegel como «filósofo de la Historia» tal y como lo interpreta la cultura italiana. Dificultad que hace muy complicado el tratamiento de algunos personajes de Las flores azules a través de los que se refleja la visión sarcástica de Queneau contra el tiempo y sus valores, una visión influida por su conocimiento de la filosofía de Hegel y que nada tendría que ver con la que del filósofo tendría un lector italiano. Traducir es complicado, pero en el caso de los textos que tradujo Calvino, a las dificultades propias de toda traducción literaria se añadían las que conlleva la escritura de autores como Queneau que juegan con el lenguaje, cambian los registros, ocultan citas, intercalan versos, crean neologismos, rompen las coordenadas espacio-temporales, mezclan idiomas, culturas, personajes..., quizá por esa ra-

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dossier: Italo Calvino y la traducción. María Josefa Calvo Montoro

zón Calvino se propuso traducir lo intraducible, porque para él fue un nuevo desafío. Un desafío como el que cumplió poco antes de su fallecimiento cuando aceptó el encargo de traducir Le chant du Styrène también de Raymond Queneau, que la empresa Montedison quería regalar en una lujosa edición ilustrada con un aguafuerte de Fausto Melotti. Esta publicación apareció en 1985, un mes después de la muerte de Calvino editada por Libri Scheiwiller de Milán. El texto se encuentra en el tercer volumen de la obra completa de Calvino editada por Mondadori. En relación con el proceso de elaboración de este proyecto, Mario Barenghi, encargado de dicha edición, explica que el encargo le llegó a Calvino en la primavera del 85, y que llevó a cabo la traducción del treinta de julio al cuatro de agosto, aunque la revisó durante todo el verano, en la casa de Castiglione della Pescaia, de donde salió hacia el hospital en que murió la noche del dieciocho al diecinueve de septiembre. Lo más interesante de este proceso es que Calvino pidió ayuda a Primo Levi para que, como químico, le orientara sobre los términos específicos en la fabricación del poliestireno y otros problemas de tipo técnico que le habían surgido en la interpretación del texto de Queneau. En consecuencia, Calvino realizó una traducción «muy divertida, [...] un tour-de-force que hasta el último momento no sabía si podría conseguir» escribe al editor, y le dice que probablemente tendría que cambiar muchos versos porque Levi no le había podido resolver todas las dudas y en la casa del mar no disponía del material necesario por lo que le solicitaba que le facilitara algún manual sobre terminología técnica italiana que le ayudara a llevar a cabo su traducción con el mayor rigor. Sin embargo, el resultado de la traducción es de una perfección en el tratamiento de la materia lingüística y en la visión irónica del contenido, que parece una poesía escrita por Queneau en italiano o un ejercicio de estilo de Calvino a la manera de Queneau. La difícil traducción de la poesía de Queneau se convierte así en una de las últimas obras de Calvino, pero, ante

ese triste privilegio, queda, no obstante, el consuelo del resultado divertido. Asimismo, con este texto Calvino demuestra de forma definitiva su talante de escritor conradiano, el modelo de escritor que adoptó en sus primeros pasos y que no le abandonaría, un escritor que maneja la materia verbal y que asume los retos más difíciles, un escritor que, al igual que Conrad, «navega en los abismos y no se hunde» porque –como explica ante su público de traductores– sabe afrontar el mal de nuestro tiempo «defendiéndose con ironía, con la transfiguración grotesca del espectáculo del mundo», como hace Queneau, ya que «si el mundo es cada vez más insensato, la única cosa que podemos intentar hacer es darle un estilo».

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María Josefa Calvo Montoro. Profesora de Filología Italiana en la Universidad de Castilla-La Mancha, ha publicado Italo Calvino (Síntesis: Madrid, 2003), Italo Calvino, nuevas visiones (UCLM: Cuenca, 1995), El problema del lector en la narrativa de Italo Calvino (UCLM: Cuenca, 1995), artículos en prensa y revistas especializadas, y se ha encargado de varias ediciones del autor para la Editorial Siruela.

Nota bibliográfica Los artículos de Italo Calvino sobre su labor editorial se encuentran en Los libros de los otros (Tusquets: Barcelona, 1994). Los textos sobre traducción literaria están recogidos en Mundo escrito y mundo no escrito (Siruela: Madrid, 2006) y en Saggi II, 1945-1985 (2 tomos; Mondadori: Milán, 1995). Las traducciones de Calvino citadas son: Raymond Queneau, I fiori blu, traducción de I. Calvino, Einaudi: Turín, 1984 (Las flores azules, traducción al castellano de Manuel Serrat Crespo, Seix Barral: Barcelona, 2007); y, del mismo autor, Le chant du Styrène, ahora en I. Calvino, Romanzi e racconti, III (Mondadori: Milán, 1994).


dossier: Entrevista a Gianni Borgna

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ENTREVISTA A GIANNI BORGNA por Juan Vico

Gianni Borgna (Roma, 1947) es profesor universitario de Historia y Sociología de la Música. Amigo personal de Pasolini, ha dedicado dos de sus ensayos a la obra y la figura de uno de los personajes fundamentales de la cultura italiana del siglo XX: Così morì Pasolini (con Carlo Lucarelli) y Una lunga incomprensione. Pasolini tra destra e sinistra (con Adalberto Baldoni). Junto a Jordi Balló y Alain Bergala ha comisariado la Exposición Pasolini Roma, inaugurada el pasado veintidós de mayo en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. ¿Cómo conoció usted a Pasolini? Conocí a Pasolini en un debate sobre el secuestro del film La ricotta. Fue en la primavera de 1963. Aunque decir que lo conocí es inexacto… Tenía por entonces catorce años y admiraba a Pasolini, pero no teníamos trato. Lo conocí realmente cuando, durante los últimos años de su vida, establecí con él una relación intelectual muy importante. Yo era en aquella época el secretario de los jóvenes comunistas romanos y, a diferencia del PCI, nosotros lo veíamos como un punto de referencia indispensable.

¿Qué es lo que mejor o con más intensidad recuerda de su figura, tanto en su dimensión pública como en su relación personal? Del Pasolini «público» recuerdo en particular el vigor intelectual, la capacidad para la prefiguración, el absoluto inconformismo. Del Pasolini «privado» recuerdo en cambio la dulzura, la amabilidad, la inagotable disposición al encuentro. En ocasiones se ha hablado de que Pasolini vivió convencido de que le había tocado en suerte un tiempo que no era el suyo, prisionero entre la añoranza de un supuesto pasado arcádico (el de la humanidad, el de su propia infancia en el medio rural) y el anhelo de un futuro más propicio… No, no creo en absoluto que Pasolini creyera vivir en un tiempo que no era el suyo. Pasolini no era un nostálgico (como cierta izquierda italiana particularmente obtusa y dogmática siempre sostuvo), ni un utópico. Pasolini, por el contrario, vivía espasmódicamente el presente, muy consciente de que sólo en el presente es posible vivir, trabajar, amar. En una ocasión dijo: «Amo la vida tan ferozmente, tan desesperadamente, que no me puede hacer bien: me refiero a los componentes físicos de la vida, el sol, la hierba, la juventud […] y yo devoro, devoro, devoro… Como acabará todo esto, no lo sé». Un confesión y, al mismo tiempo, una premonición.

¿Fue la palabra, la literatura, una especie de exilio espiritual para Pasolini? ¿Cree que buscó algún tipo de redención por medio de la escritura? Ningún refugio: para Pasolini la literatura era un gran ejercicio intelectual válido por sí mismo. Esto se ve muy claramente en su novela póstuma Petrolio (Petróleo). Lo dice abiertamente: «No tengo la intención de escribir una novela histórica, sino sólo la de hacer una forma». Ya en aquella extensa confesión poética titulada Who is me o Poete delle ceneri (Poeta de las cenizas), de 1966 a 67, había dicho que, al mismo tiempo que profería una gran «lamento por aquella poesía que era acción en sí misma», pensaba que «no hay otra poesía que la acción real». Háblenos de los componentes autobiográficos de la obra pasoliniana, tan presentes, sobre todo, en su poesía. No se debería hablar de «componentes autobiográficos» porque toda la poesía de Pasolini es una «autobiografía en verso». Sólo en las novelas y en las películas Pasolini muestra, por decirlo así, una (relativa) distancia crítica; en los poemas, en cambio, se puede decir que él es siempre el sujeto y el objeto de sus versos.

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En Le ceneri di Gramsci (Las Cenizas de Gramsci), Pasolini escribió: «e se mi accade // di amore il mondo non è che per violento / e ingenuo amore sensuale…» (y si acontece // mi amor por el mundo, no es más que violento / e ingenuo amor sensual…»). ¿Cree que el tópico de la «celebración del cuerpo» ha afectado de forma negativa a la recepción de su obra? Me refiero a si el público ha tendido a prestar demasiada atención a su supuesta búsqueda del escándalo por medio del erotismo… En los años en que apareció Le ceneri di Gramsci, es decir, la segunda mitad de los años cincuenta, Italia estaba viviendo un periodo de conformismo y de oscurantismo sin parangón en toda su historia, al menos en la reciente. Y, en efecto, la sensualidad y el erotismo de la poética pasoliniana creaban indudablemente escándalo. Pero para algunos era aún más escandaloso que Pasolini justificase su marxismo y su amor por el pueblo en términos sobre todo sensuales. Los que no lo aceptaban, en este caso, eran los comunistas, la otra gran Iglesia del tiempo, para los que el acercamiento al pueblo debía ser puramente ideológico, nunca físico y todavía menos sentimental. ¿Qué peso considera que tiene la narrativa en el conjunto de su obra? Objetivamente, la narrativa no es, con la excepción de Petrolio, la parte más significativa de la obra de Pasolini. Él mismo, que debía sus primeros éxitos

a novelas como Ragazzi di vita (Chavales del arroyo) y Una vita violenta (Una vida violenta), se decantó bastante pronto por el cine, aparte de proseguir con su labor como poeta. Hay que decir que, al margen de las novelas que acabo de citar, todas las otras tuvieron una historia editorial bastante particular. Amado mio, una de las mejores, no apareció hasta 1985, siete años después de su muerte. Petrolio, póstuma e incompleta, se publicó todavía más tarde, en 1992. Su misma primera novela, Il sogno di una cosa (El sueño de una cosa), que originalmente se titulaba I giorni del lodo De Gasperi, y estaba ambientada en el Friuli de las luchas campesinas de postguerra, no apareció hasta 1962, cuando la fama de Pasolini ya era grande y estaba ligada sobre todo a su poesía y su cine. Incluso Teorema, que es una novela importante y que debería ser revisada, no suscitó mucha atención porque fue publicada a raíz del estreno de la película homónima, bien conocida y apreciada. Durante sus últimos años, de hecho, Pasolini volcó gran parte de su creatividad no sólo en el cine, sino también en el teatro, en detrimento de su labor estrictamente literaria. En ese poema incompleto de 1966, Poeta delle ceneri, ya había escrito: «Ora io non sono più un letterato» («Ya no soy un literato»). En Poeta delle ceneri Pasolini en realidad demuestra mantener con la poesía, y quizás con la literatura en general, una

relación no resuelta y atormentada. Conviene releer sobre todo las tres últimas páginas: en ellas Pasolini habla de la poesía como de algo privado de utilidad y al mismo tiempo tan vital como el aire. De una cosa inútil y al mismo tiempo utilísima. ¿Qué es más importante, la vida o la literatura, si ambas, quizás, son inútiles? Pasolini, en lugar de ofrecer una respuesta definitiva, introduce una ruptura, una desviación, y acaba diciendo que quiere ser un escritor de música, «l’unica azione espressiva / forse, alta, e indefinibile come le azioni della realtà» («la única acción expresiva / quizás, alta e indefinible como las acciones de la realidad»). Como ocurre con algunos de sus coetáneos (pienso en Godard, por ejemplo), los pasajes más explícitamente políticos de los textos y las películas de Pasolini pueden resultar hoy demasiado coyunturales, cuando no ingenuos o reduccionistas, productos de un tiempo y unas circunstancias históricas muy distintas a las actuales. Aun así, ¿qué parte de su legado político, de su visión como ciudadano comprometido, guarda vigencia en nuestros días? Como todos los grandes, Pasolini era y es actual e inactual al mismo tiempo. Nos corresponde a nosotros descubrir de vez en cuando algún aspecto nuevo e inédito que nos ayude a comprenderlo y, por decirlo así, a comprender y vivir nuestro tiempo. De todos modos, diría que su gran enseñanza es la


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dossier: Entrevista a Gianni Borgna

búsqueda a toda costa de la verdad, la parresía, por utilizar una antigua expresión griega: decir siempre la verdad, sean cuales sean las consecuencias. ¿Y de su legado moral? Su legado moral es precisamente este: la ética de la verdad. Y el valor, incluso físico, que le corresponde. Porque, basta pensar en el mismo Pasolini, decir siempre y sólo la verdad comporta riesgos enormes. Cuéntenos su experiencia como comisario de la exposición Pasolini Roma. ¿De qué modo han tratado de acercar la figura de Pasolini al público de nuestros días? Hemos hablado deliberadamente de Pasolini en tiempo real. Desde el presente. Lo hemos seguido desde su llegada a Roma en enero de 1950, huyendo con su madre del Friuli a causa de su homosexualidad, hasta su muerte en el Idroscalo de Ostia. El estilo que hemos escogido, diré muy pasolinianamente, es el «subjetivo libre indirecto». La exposición está como contada por el propio Pasolini, en tiempo real, insisto, a través de lo que ve, descubre, siente. Creo que es el modo más apropiado de presentar a los espectadores no un hombre del pasado, sino un hombre vivo y vital. Un hombre del presente. Pasolini en una asamblea con jóvenes comunistas italianos, 1974 (con Gianni Borgna y Antonio Semerari en segundo término) © Istituto Luce Historical Archive

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(Traducción del italiano: J. Vico)

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Enrico Baj en la Gidouille de la revuelta José Manuel Rojo .Para ser un movimiento que ensalzó lo nuevo sobre todas las cosas y el cambio espasmódico contra el «pasatismo», el Futurismo logró petrificarse sin ningún rubor en la cultura italiana, monopolizando el espacio vital de la vanguardia con la inestimable ayuda de la censura fascista a la manera totalitaria de su idolatrado Mussolini. Así lo demuestra el escaso impacto de la revolución surrealista, si descontamos inspiradores y compañeros de viaje de la talla de De Chirico, su hermano Alberto Savinio y algún eco hermetista, mientras que la revuelta dadá que le desbrozó el camino apenas contagió a Aldo Fiozzi y Gino Cantarelli, responsables de la revista Blue y el manifiesto Dada soulève tout que terminaron recuperados en el Congreso Futurista de 1924. Después sus ondas aún reverberarían en el Espacialismo de Lucio Fontana o la «neoavanguardia» del Gruppo ‘63, pero estaba demodé y era políticamente impresentable aunque se salvara lo mejor de su arsenal: el «artevida», ese deseo de cambiar la vida por medio de la poesía hecha por todos, fuera y en contra del Arte y la Literatura. En pos de semejante grial prometeico había andado y andaba el surrealismo, renovado y rejuvenecido tras la guerra y por fin con presencia transalpina gracias a Arturo Schwarz, junto a CoBrA, la Internacional Situacionista fundada precisamente en Italia, y una nueva camada de desperados dispuestos a realizar la utopía de Rimbaud y Lautreámont. Entre ellos está el milanés Enrico Baj (1924-2003),

agitador vanguardista, creador polimorfo y omnívoro y pensador «anárquicopatafísico» casi inédito en España, como es lógico en un ambiente cultural al que por naturaleza le resulta incomprensible la peregrina idea de una poesía sin poemas capaz de transformar el mundo. Por fortuna, Pepitas de Calabaza y Casimiro Libros han empezado a saldar la deuda, aún más onerosa en una hora sombría que tanto necesita un asesino de lugares comunes de su calaña1. Baj aprovechó su infancia enfermiza para iniciarse en la pintura quemando las etapas que llevan de Matisse a la abstracción, mientras se las apañaba para librarse de la peste fascista que saboteó en un desfile emulando a Oskar Matzerath, aunque no conste si utilizó algún instrumento musical. Terminada la escabechina se reencontró con un Milán destrozado y hambriento pero trepidante, donde la vida renacía en torno a la Academia de Brera y los locales de jazz, humo y conspiración como el mítico Bar Jamaica. Allí se hizo amigo de Sergio Dangelo con quien fundó en 1951 el Movimiento Nuclear, cuyo programa excedía el informalismo automatista de la época al reivindicar la renovación antropológica y social que ofrecía el caos atómico, hipótesis descabellada pero

que respondía a una genuina angustia existencial2. Por otro lado, la actividad Nuclear se prolongó hasta 1957, permitiendo firmar alianzas con otros colectivos de ideas similares. Uno de los que más ruido había hecho era el ya disuelto grupo CoBrA, y en 1954 Baj se dirigió a su principal animador, el danés Asger Jorn, veterano de mil batallas relacionadas con el surrealismo y sus disidencias, naciendo una profunda amistad que sumergió a Baj en el torbellino intelectual, artístico y revolucionario de los años cincuenta y sesenta. Ambos defendían la imaginación y la espontaneidad contra la nueva Bauhaus racionalista y tecnocrática que el arquitecto Max Bill quería poner al servicio de la economía, organizando el Movimiento Internacional para una Bauhaus Imaginista y los «Encuentros Internacionales de Cerámica» en la ciudad italiana de Albisola. Esta actividad les asoció a Giuseppe Pinot-Gallizio y Piero Simondo, participantes del Laboratorio experimental de Alba creado por Jorn, y la Internacional Letrista de Guy Debord y Michelle Berstein, pasos previos a la fundación de la I. S. de la que Baj fue testigo asistiendo al «Congreso de Alba» de 1956 aunque decidiera mantenerse al margen, no tanto porque le repeliera el «lenguaje de viejo

1. Véase la cuidada edición de ¿Qué es la

2. Prueba de ello es su impacto sobre la

´patafísica? (Pepitas de Calabaza, 2007) y

obra primeriza de Piero Manzoni o del que

Discurso sobre el horror en el arte, escrito en

será fiel amigo y cómplice, Edoardo Sangui-

colaboración con Paul Virilio (Casimiro Li-

neti, cuyo célebre poemario Laborintus esta-

bros, 2010).

ba marcado por las tesis nucleares.


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cuño marxista, hecho de asociacionismo y de exclusiones» de Debord, sino porque desconfiaba del énfasis situacionista en la técnica a la hora de construir la sociedad revolucionaria del futuro3. Sin duda Baj había evolucionado desde el tufillo futurista de sus inicios a la impugnación feroz de la Arcadia industrial que fue su seña de identidad, para lo que influyeron nuevas amistades como Edóuard Jaguer, animador del movimiento Phases, donde convergían todas las fértiles ramificaciones del tronco surrealista. Por su mediación y la de Schwarz conoció a Duchamp, que le confió el veneno dadá, y a Breton, Mesens y el resto del grupo surrealista propiamente dicho, participando en la Exposición Internacional «Eros» de 1959 y en otras actividades hasta el final de su vida, pese a que nunca fue miembro oficial de un movimiento que ponderó como «el mayor del siglo» por encima de la I.S. En esta preferencia a contracorriente de la moda y el canon debió pesar la (entonces) insólita denuncia de la tecnociencia por los surrealistas, al igual que su vinculación con los medios anarquistas durante los años cincuenta sintonizaba con la sincera militancia de Baj, demostrada por su reacción al asesinato policial del ferroviario Giuseppe

dossier: Enrico Baj en la Gidouille de la revuelta. José Manuel Rojo

Pinelli, o el apoyo a la biblioteca de la CIRA de Lausanne. A partir de esos datos, podemos dar la razón a Benjamin Péret afirmando que si Baj era poeta, poeta en su sentido más amplio y no meramente pintor, lo era en tanto que revolucionario, y viceversa. De ahí una creación abierta e insumisa «contra el estilo» (así se llamó uno de sus manifiestos) y los géneros que le llevará a jugar con el automatismo, el collage, los espejos modificados, los mecanos o los muebles de dos dimensiones. Asimismo, Baj pobló sus cuadros con una horda de peleles grotescos construidos con los desechos del consumo y forrados de medallas y baratijas, esos Ultracuerpos, Damas y Generales tan repelentes como festivos cuya virtud principal fue sulfurar a los bienpensantes al satirizar la vacua estupidez congénita del poder ubuesco que los había excretado. Pero «el grito y la fuerza» subversivas que Breton detectó en Baj no se agotaban en este imaginario insurgente, atreviéndose tambien con una pintura «representativa» en lugar del «arte de invención» que verdaderamente le seducía, una pintura de historia contra los dueños de la misma que llamará a su puerta cuando la ocasión lo requiera: ahí están esos cuadrosbomba como el Gran Cuadro Antifascista Colectivo, Los funerales del anarquista Pinelli o Berluskaiser, cuya onda expansiva se mide por la represión que generaron4.

Por otro lado, la pasión de Baj por la poesía y la literatura le llevó a ilustrar las obras de amigos y autores tan dispares como Lucrecio, Proust, Péret o Penelope Rosemont, así como a una serie de fastuosos libros-objeto entre los que destacan el desconcertante The Biggest Art-book in the World creado con Sanguineti5, o el precioso y perturbador «libroespejo» Ça de Joyce Mansour. Esta experimentación se reflejó igualmente en los catálogos de sus exposiciones, concebidos como libros-manifiesto contra el terrorismo de Estado, la robotización o el apocalipsis ecológico, en correspondencia con la fuerza deflagradora de las imágenes. Aunque algunos cuentan con ensayos de amigos la mayoría se deben al propio artista, cuya trayectoria literaria no es menos inclasificable que la plástica. Así, en Automitobiografía, Scritti sull’arte, Kiss Me, I’m Italian, Ecologia dell´arte o los ensayos al alimón con Virilio, Eco o Baudrillard, Baj entremezcla la pulsión poética con la reflexión crítica y la introspección autobiográfica, saltando de la bancarrota del arte contemporáneo, reducido a truco publicitario y mercancía predilecta del horror econóItalia de los setenta, agravada por masacres de advertencia como la de Piazza Fontana, dolorosas pero necesarias, pues según dice sabiamente María Dolores de Cospedal, «si

4. Es habitual que ciertos museos y comisa-

algún día tenemos algo grave que lamentar

rios censuren sus obras, aunque el caso más

habrá que mirar a los responsables de pro-

delicado fue la cancelación del homenaje a

vocar la violencia que se está provocando».

Pinelli: como explica Baj, «el mismo día de

5. El libro contenía un poema de Sangui-

la vernissage, el diecisiete de mayo de 1972

neti y una obra de Baj dividida en cubos de

3. Para mayor información sobre el papel

(he aquí una coincidencia magnética que

puzzle para que fuera recombinada a la ma-

crucial de Baj en la vanguardia internac-

hubiese interesado a André Breton), el co-

nera de un Raymond Queneau cualquiera,

ional de la segunda mitad del siglo XX,

misario Luigi Calabresi, sospechoso de ha-

o del niño que llevamos dentro aunque la

me remito a mi epílogo «Los robots no

ber defenestrado a Pinelli, fue asesinado en

pantalla (antes el púlpito, la máquina y el

pasarán» de ¿Qué es la ´patafísica?

la calle». Hay que recordar la tensión de la

pupitre) le tenga anulado.

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dossier: Enrico Baj en la Gidouille de la revuelta. José Manuel Rojo

mico, al desastre general que radiografía con su sarcasmo acostumbrado. Pero es posiblemente en la falsa entrevista ¿Qué es la ´patafísica? donde Baj ofreció una versión más personal y ácida de estas ideas, quizás porque todas las inquietudes, luchas y experiencias de su vida confluían en un mismo punto central: la Gidouille. Si bien Baj ya estaba al corriente de la noble ciencia de lo particular, fue en 1959 cuando Queneau le inició en el Collége de ´Pataphysique creado once años antes para preservar la Palabra de Jarry, siendo coronado el 25 merdre 89 E.P como Sátrapa Trascendente responsable de la cátedra de Hylosophie, o enseñanza de la «sabiduría de la materia». Tan ágil como el legendario Bosse-de-Nage nuestro amigo ascendió veloz por el escalafón, y el Barón Mollet le confió la fundación del Institutum ´Patafisicum Mediolamense para difundir la buena nueva en su ciudad natal, lo que haría a conciencia a pesar de negarlo con perezosa modestia. Tal vez este pudor se explique por su alergia a la retórica hinchada, pero lo cierto es que la ´patafísica de Baj no es la de pompa y circunstancia, distanciándose con elegancia de los cánones, títulos y ediciones conmemorativas. Para Baj, la ´patafísica tiene que ser anarquista, escandalosa, surreal, irracional y sobre todo luddita; en definitiva, «un momento de resistencia del individuo contra toda forma de abuso de poder, de arrogancia», que «defiende el principio de la libertad existencial, y recomienda precisamente la imaginación fantástica como la mejor arma de defensa para preservar por lo menos la autonomía de nuestro pensamiento». ¡Nada menos!, y nada de echarse unas ri-

sas en las climatizadas aguas del cinismo chanante, sino ejercicio riguroso y a la vez placentero del Absurdo como método para detectar la Normalidad absurda que aceptamos como verdad revelada, donde los pensionistas viciosos meten la mano en los bolsillos de los banqueros decentes para llenarlos con sus ahorros, la chusma caprichosa berrea que se cierren hospitales y colegios, y las manifestantes violentas pegan el ojo o el riñón al fusil de balas de goma del policía pacifista. A un mundo así, ´patafísico sólo para quien le convenga o aún se lo quiera creer, Baj contrapone la fantasía, el humor y la espontaneidad de la verdadera ´patafísica, hoy tan rara como una absenta no adulterada. Por otro lado, y muy lejos ya de Marinetti al que dedicó el fenomenal Manifiesto del Futurismo Estático, Baj reivindicó la anti-ciencia del Dr. Faustroll como parodia implacable del método científico, y ácido disolvente que podría gripar la Máquina de Descerebramiento. Por ello en ¿Qué es la ´patafísica? se suceden burlas tan hirientes como hilarantes del hombre motorizado, el edén digital, la lepra turística o la religión del progreso que aborrega al ciudadano embrujado por las maravillas de la tecnología, pues la ´patafísica «tiende a desacralizar todo lo que parece intocable, como la verdad científica que, en los albores del siglo, estaba sustituyendo directamente a Dios». Aunque Baj temía que la Megamáquina acabara cegando las fuentes de la poesía pues «hoy el hombre no tiene ninguna relación con su imaginario, que a menudo se ha identificado con las fantasías tecnocientíficas», nunca quiso tirar la toalla, confiando en un último acto de rebelión ante el colapso. «Yo juego con una vitalidad que es una suerte de esperanza, juego con lo fantástico; pien-

so que una de las esperanzas más fuertes reside en el poder de la imaginación», le contestó a Baudrillard cuando este le quiso atraer a su nihilismo complaciente. ¿Qué diría hoy de lo que está pasando? Él, que denunció la farsa de la Cumbre de Río, que detectó en la burbuja del arte el mecanismo de otras que ya han explotado, que en 1994 vio en Berlusconi, cuando no había teles de plasma, uno de esos «prototipos de figuras televisivas que no son ni siquiera verdad o realidad en carne y hueso, sino imágenes a los que probablemente el pueblo pedirá el control de sus propios cerebros», ¿qué diría hoy de la enésima resurrección del bunga-bunga, qué diría de Merkelkaiser y de los galautiers que impone en los países que ha arruinado, de la Troika que nos lixa mientras nuestros Quislings le ponen la cama, y de la infinita soberbia de los millonarios que celebran la guerra de clases porque la están ganando? Se hubiera enfurecido saliendo a la calle con los antisistema de Tahir, Sol, Syntagma o Taksim. No. Se habría reído a carcajadas llamando a las armas de las soluciones imaginarias. No. Las dos cosas, caras de la misma moneda ´patafísica de la poesía: la única que deberíamos aceptar como de curso legal.

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Jose Manuel Rojo (Madrid, 1964). Forma parte del Grupo Surrealista de Madrid desde 1987, colaborando en la revista Salamandra y el periódico El Rapto. Ha emprendido investigaciones experimentales de la psicogeografía negra, el materialismo poético y el mal uso de la electricidad mientras contribuye como puede a que el miedo cambie de bando y a la caída del Régimen.


El cielo raso

dossier: Autorretrato con gallo. Giovanni Ramella Bagneri

Autorretrato con gallo Giovanni Ramella Bagneri Traducción de Carlos Vitale

Después de la alegre estación del grillo, de la cigarra, el frío vuelve a levantar astuto la cola, se insinúa en el agujero, ferozmente clava los colmillos: y yo, prevista la pérfida luna de noviembre, por ruinosas regiones fustigadas por esvásticas vago; un gallo rojo entre los brazos, canto, voz de gallo con voz de búho; castigado por dientes de rata, lámpara bajo el sombrero, recorro lugares de locos, me enfurezco y grito penitencia penitencia hasta que se haya revuelto todo el negro del cielo, Ezequiel venido de lejos, extenuado, pelado lobo vestido de cordero de dos sueldos.

Dopo l’allegra stagione del grillo, della cicala, il freddo risale astuto la coda, s’insinua nel pertugio, ferocemente azzanna: ed io, prevista la perfida luna di novembre, per rovinose plaghe flagellate da svastiche mi aggiro; un gallo rosso tra le braccia, canto, voce di gallo con voce di gufo; punito da denti di topo, lampada sotto il cappello, percorro luoghi di folli, m’infurio e grido penitenza penitenza finché non sia travolto tutto il nero del cielo, Ezechiele venuto da lontano, sparuto, spelacchiato lupo vestito di agnello da due soldi.

El tiempo miserable degollado por rugientes fantasmas está partido en dos, por dentro es horrendo, pútrido; el amolador otoño afila cuchillos, aguza cuatro garfios para mí que lamo el fondo de la cacerola después de que me hayan arrancado las plumas y jirones de piel. Ya no hay nada que salvar ni aquí ni en otra parte; ha terminado, ha terminado la guerra con el alma, la paz es no existir, estar muertos, el lugar del juicio es donde te abates y sueñas dolorosos duendes que te hagan compañía por esta última vez, te estríen la cara, te chafen, te desuellen como ya todo muestra su aullante revés de miedos.

Il tempo miserabile scannato da ruggenti fantasmi è scisso in due, dentro è orrendo, putrido; l’arrotino autunno affila coltellacci, aguzza quattro uncini per me che lecco il fondo della pentola dopo essermi strappate le penne e brandelli di pelle. Ormai non c’è più nulla da salvare né qui né altrove: è finita, è finita la guerra con l’anima, la pace è non esistere, esser morti, il luogo del giudizio è dove ti abbatti e sogni dolorosi folletti che ti tengano compagnia per questa ultima volta, ti striino la faccia, ti sbertuccino, ti scuoino come già tutto mostra il suo urlante rovescio di paure.

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dossier: Autorretrato con gallo. Giovanni Ramella Bagneri

En el aire que me sacude rítmico a los cuatro puntos yo vaciado persigo el día de la sospecha, de la ira fría, me río de quien aún posee el miembro del escándalo.

Nell’aria che mi sbatte ritmico ai quattro punti io svuotato inseguo il giorno del sospetto, dell’ira fredda, rido di chi possiede ancora il membro dello scandalo.

Las obedientes, estúpidas palabras ensartadas en las espinas de las acacias, la humillación, la pena, la renuncia: todo dura, se acostumbra a sufrir, se hace cada vez más bello, más maduro para un premio de cartón piedra, hojalata; mordido por perseverantes piojos desde la cruz gamada, el orgullo ya no se rasca, la mente se agudiza, huye del gran frío a la corrupción, es eterna; la cabeza separada del cuerpo enuncia leyes de números, de planetas; el orden de las cosas justifica la horca, la guillotina, el horno crematorio, el gallo canta tres veces en el silencio, el mundo es perfecto, es el mejor de los posibles, y quien no esté contento puede elegir el modo de irse. Noche y niebla donde tiendo la escudilla a los paseantes.

Le obbedienti, stupide parole infilzate alle spine delle acacie, l’umiliazione, la pena, la rinuncia: tutto dura, si abitua a soffrire, si fa sempre più bello, più maturo per un premio di cartapesta, latta; morsicato da assidui pidocchi dalla croce uncinata, l’orgoglio più non si gratta, la mente si fa acuta, sfugge dal gran freddo alla corruzione, è eterna; la testa separata dal corpo enuncia leggi di numeri, di pianetti; l’ordine delle cose giustifica la forca, la mannaia, il forno crematorio; il gallo canta tre volte nel silenzio, il mondo è perfetto, è il migliore dei possibili, e chi non è contento può scegliere il modo di andarsene. Notte e nebbia dove tendo la ciotola ai passanti.

Carlos Vitale nació en 1953 en Buenos Aires. Es licenciado en Filología Hispánica y Filología Italiana. Entre otros libros, ha publicado: Unidad de lugar (Candaya:

Giovanni Ramella Bagneri (1929-2008) es

Barcelona, 2004) y Descortesía del suicida (Candaya:

uno de los más importantes poetas italianos

Barcelona, 2008). Asimismo ha traducido numerosos

de la segunda mitad del siglo XX. Entre otros

libros de poetas italianos y catalanes: Dino Campana,

libros, ha publicado: Armageddon e dintorni,

Eugenio Montale, Giuseppe Ungaretti, Gerardo Vacana,

Muro della notte y Autoritratto con gallo (Arnol-

Sergio Corazzini, Umberto Saba, Sandro Penna, Joan

do Mondadori: Milán, 1981), al que pertenece

Brossa, etc. Reside en Barcelona desde 1981.

este poema.


dossier: Gianni Celati. Luigi Marfè

El cielo raso

GIANNI CELATI Luigi Marfè

.«No sé cuándo has tenido tiempo Para ver todo eso que me describes», dice Kublai Kan a Marco Polo en Las ciudades invisibles (1972), de Italo Calvino. Se cuenta que, mientras escribía los diálogos entre el emperador de los tártaros y el viajero veneciano, Calvino tenía en mente las conversaciones que mantenía en aquellos años con un joven escritor de quien se había hecho amigo, Gianni Celati. Calvino vivía en París desde hacía ocho años, había conocido a Queneau y a Barthes, y había sido admitido con rapidez en el OuLiPo. Celati era poco más que un chaval. Pero Calvino, a la caza constante de nuevas ideas para demostrar con cada libro que era un escritor diferente, lo tenía en mucha estima porque solía apañárselas para llevarle siempre noticias de nuevos reinos imaginarios, un poco como hacía Polo con Kublai, de forma tal vez burlona y atrevida, pero con confianza benjaminiana en un saber asistémico, hecho de fragmentos, de voces e historias que se perseguían, se contradecían, se entrelazaban. Un año antes, precisamente gracias a Calvino, Celati había debutado en Einaudi con Comiche (1971), descubriéndose como una de las voces más interesantes de su generación. Retomar hoy ese libro significa leer una novela fuertemente experimental, en la que todo se mueve al ritmo furioso e irresistible del cine mudo, como en las películas de Buster Keaton. En ese lenguaje de bagarre, Celati buscaba una forma de relatar el desorden glorioso e irredento de la prosa del mundo. Era el lenguaje de Céline, que Celati andaba traduciendo por aquellos años. Porque hablamos de un autor que

comenzó a escribir traduciendo libros de otros, nutriendo su estilo por medio de lejanas raíces, en otras lenguas y tradiciones. Si pensamos en la literatura italiana contemporánea, muchos de sus autores más originales han seguido el mismo camino: Angelo Maria Ripellino y las lenguas eslavas, Claudio Magris y el alemán, Fosco Maraini y el japonés, o Antonio Tabucchi y el portugués. Al exitoso Comiche le siguieron Le avventure di Guizzardi (1972), La banda dei sospiri (1976) y el Lunario del Paradiso (1978): libros con una lengua y un ritmo tan enloquecidos que nos confunden y nos deleitan al mismo tiempo, libros en los que coinciden tantas voces que casi ocultan la del autor, como si el que hablara en ellos no fuera un sujeto individual, sino el lenguaje mismo. Eran los años de la nouvelle critique y Celati, que por entonces había comenzado a enseñar literatura inglesa en Bolonia, estaba fascinado por ella. Entre sus ensayos, recogidos en Finzioni occidentali (1975), tienen un particular relieve las reflexiones sobre la historia de la comicidad en la cultura occidental. Celati fue uno de los primeros en difundir la obra de Bajtín: de él toma una concepción colectiva, material, rabelesiana de la comicidad, como instrumento de reconocimiento identitario y palingenesia social. En Italia, 1977 fue el año del último gran movimiento estudiantil. Ese contexto, en particular en Bolonia, constituyó un espacio idóneo para albergar experiencias creativas que marcarían la producción literaria de los siguiente años: profesores como Umberto Eco, Piero Camporesi, Giuliano

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Scabia o el mismo Celati entraron en contacto, fuera de cualquier rigidez académica, con estudiantes geniales como Pier Vittorio Tondelli, Enrico Palandri y Andrea Pazienza. En los siguientes años, Celati comenzó a pensar que a sus textos les faltaba algo, que por algún motivo no estaba llegando al corazón de las cosas. Lunario del Paradiso se cerraba invitando al lector a salir de casa «en busca de sus propias historias». Poco después él mismo tendría que tomarse realmente en serio esta frase, gracias a un encuentro decisivo con el fotógrafo Luigi Ghirri. Ghirri es considerado en la actualidad uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX. En la base de su búsqueda artística está la idea de que la fotografía debe evitar imponerse a la realidad para tratar de ser más bien una especie de caricia aplicada a los aspectos más frágiles e indefensos del mundo: la suya era «una mirada que no espera un botín», como escribió más tarde Celati, «sino que descubre que todo puede tener interés simplemente porque existe». A comienzos de los años ochenta, ambos deambularon por ciertas zonas de Italia, junto a otros fotógrafos y escritores, para describir las transformaciones de un paisaje postindustrial abandonado, desfigurado y, sobre todo, jamás narrado. Fue en estos lugares olvidados donde Celati encontró aquello que denominaría la «reserva» narrativa de nuestro tiempo, un universo de historias que se depositan en la dimensión más cotidiana y, como diría Perec, «infra-ordinaria» de la existencia, pero que, a pesar de su grisura y banalidad, constituyen la marca de agua de nuestra vida diaria. «Quizás al final los lugares, los objetos, las cosas o las caras encontradas por casualidad» escribió Ghirri pensando en aquellas excursiones, «esperan simplemente que alguien los mire, los reconozca y no los desprecie, en los estantes del inmenso supermercado del exterior».

Del mismo modo, Celati comenzó a descubrir la «reserva» de relatos oculta en el flujo de la palabra, de los gestos, de las miradas que cada día se acumulan sin pretensiones ante nosotros, convencido de que en ellos era posible encontrar nuevas formas de encantamiento. «Constituimos mundos de historias en cada punto del espacio, apariencias que cambian con cada apertura de ojos, extravíos infinitos que exigen siempre nuevos relatos», se lee en uno de sus libros de aquellos años, Verso la foce (1989), que «requiere sobre todo un pensar-imaginar que no quede paralizado por el desprecio hacia lo que tenemos alrededor». En observaciones así está implícita una «ecología de la mirada» cuyo objetivo es liberar nuestra forma de observar la realidad de los automatismos con los que la sociedad de consumo nos impide verla realmente. Le viene a uno a la cabeza el escritor inglés John Berger y su búsqueda de aquellos momentos en los que las cosas dejan de ser objetos de uso para «aparecer» finalmente como de verdad son. Este intento de «referirse al mundo tal y como es, como se ofrece a los sentidos, como sintoniza con las visiones íntimas en las que nace y crece nuestra familiaridad con las cosas» está en la base de los libros que Celati escribió durante los años ochenta, como Narratori delle pianure (1985), Quattro novelle sulle apparenze (1987) o el mismo Verso la foce (1989), y también de documentales como Strada provinciale delle anime (1991). Resulta difícil exagerar la importancia de estas obras en el panorama literario italiano de los años siguientes, ya que, al introducir en el ámbito narrativo un lenguaje de los objetos hasta el momento descuidado, modificaron de una forma radical las convenciones del realismo. Durante los años noventa, se desarrollaron alrededor de estas ideas dos proyectos colectivos: el volumen Narratori delle riserve (1992)


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dossier: Gianni Celati. Luigi Marfè

y la revista Il Semplice (1995-1997), que reunieron de formas diversas a algunos de los mejores escritores de aquellos años, como Franco Arminio, Ermanno Cavazzoni, Daniele Benati, Marco Belpoliti o Valerio Magrelli. A esta fenomenología de lo cotidiano están también dedicadas las siguientes entregas de Celati, como Cinema naturale (2001), que toma su título del deseo de convertir el lenguaje en el espejo ideal donde el mundo pueda observar al mundo. Recientemente, la escritura de Celati ha adquirido matices más directamente civiles, concentrándose en la degradación de la vida pública italiana de los últimos veinte años. Sucede así en recopilaciones como Vita di pascolanti (2006) y Costumi degli italiani (2008), y sobre todo en los poemas satíricos de Sonetti del Badalucco nell’Italia odierna (2010), donde se hace referencia a un personaje político de nuestro tiempo conocido por ser más astuto que alto. *** Conocí a Gianni Celati hace unos cuantos años, durante una convención académica. El tema era lo cómico en la literatura. Por lo general estos encuentros suelen ser soporíferos. Aquella, en cambio, fue una ocasión realmente divertida. Le he oído decir que las palabras que intercambiamos con los otros son tesoros que de vez en cuando vuelven a visitarnos. Es lo que me sucede cada vez que reabro uno de sus libros.

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Traducción del italiano: J. Vico Luigi Marfè (Nápoles, 1982) es investigador en literatura comparada en la Universidad de Torino. Se ocupa en especial de literatura de viajes y de teoría literaria. Es autor de Oltre la fine dei viaggi (2009). Escribe para L’Indice, PulpLibri y Nazione Indiana. Traduce poesía del inglés y del francés.

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Un vagabundeo en torno a Tabucchi Carlos Gumpert .«Vagabundeo» es un término radicalmente afín a la obra de Antonio Tabucchi (19432012), pues no sólo da nombre a uno de sus cuentos, sino que es una de las constantes del mundo literario del escritor toscano, fallecido hace algo más de un año. Más que el «viaje», en efecto, el «vagabundeo» es tanto una explícita metáfora de la búsqueda existencial que permea su obra y de su visión polimórfica y caleidoscópica del mundo como la cifra perfecta de su visión de la literatura: al igual que sus personajes, Tabucchi afrontó siempre la escritura como un auténtico viajero, «un ser vagabundo e ilógico, disponible para el ocio y el error» («Los trenes que van a Madras», Pequeños equívocos sin importancia, 19851), abierto al azar y a lo imprevisto, permanentemente receloso hacia la propensión de la escritura a embalsamar toda la variedad y movilidad de la vida, lo que explica su permanente inquietud literaria y que ninguno de sus libros transcurriera jamás siguiendo las sendas trilladas por los anteriores, para sorpresa de sus lectores (y hasta perplejidad de algunos, que buscaban acaso un refrendo de lecturas previas). De manera que quizá no quepa me1. Las obras de Tabucchi se citan siempre por su título en castellano (excepto las que carecen de versión en castellano), si bien con el año de su publicación original. En España han sido editadas en su mayoría por Anagrama y en algún caso por Huerga & Fierro, traducidas por Carmen Artal, Joaquín Jordá, Pedro Luis Ladrón de Guevara, Xavier González Rovira y Carlos Gumpert.

jor forma de aproximación global a su mundo que dejarse llevar entre sus libros y sus temas, destacando aquí y allá cuentos, motivos, personajes, lo que creemos más relevante y significativo de su obra, como pálido homenaje, como forma de nostalgia, en el fondo, a libros como Nocturno hindú (1984) o Réquiem (1991), extraordinarias muestras de explotación literaria del vagabundeo azaroso y de la estructura itinerante abierta. Sin embargo, como resulta inevitable al hablar de Tabucchi, se impone de inmediato señalar una contradicción, pues si ha sido sin duda uno de los escritores italianos más internacionales, su obra (recordemos que Réquiem es una novela escrita originalmente en portugués, idioma que profesó no solo como docente universitario) al igual que su propia vida, estuvo a caballo entre París, Lisboa y su Toscana natal. Sus dos primeras novelas, Piazza d’Italia (1975) e Il piccolo naviglio (1978), que contenían ya buena parte de sus temas predilectos, son sendas sagas familiares ambientadas en su país natal con evidente influjo de la literatura hispanoamericana, a través de cuyos protagonistas, rebeldes marcados por atroces destinos, se revisaba la historia italiana del siglo XX (de ahí el título de la primera), con el telón de fondo de la metáfora del individuo como capitán del «barquito chiquitito» que da título a la segunda y simboliza el destino individual en el infinito mar de la Historia. En la década de los ochenta del siglo pasado, perfiló el escritor toscano su peculiar visión del mundo, orientándose

decididamente hacia parámetros posmodernos (autorreflexión, dominante ontológica, metanarratividad, subversión de las convenciones literarias) y consagrándose como autor de culto de ámbito europeo. Primero fue El juego del revés (1981; 19882), que plantea el concepto, seminal en su poética y aprendido de su maestro Fernando Pessoa, del revés de las cosas, símbolo de nuestra incapacidad para conocer la realidad. La existencia, en efecto, es para Tabucchi un laberinto, o dicho con sus propias palabras, un acertijo, un enigma, y la literatura apenas un intento, condenado de antemano al fracaso, de resolver su misterio, por lo que, más que reflejar la realidad, pretende pluralizarla, desvelando la complejidad que oculta, explotando y explorando por ejemplo el azar y el viaje como búsqueda en Nocturno hindú (1984). Para entonces estaba claro que uno de los temas cardinales de su obra era la identidad, inevitablemente ambigua, plural e inasible. No es que no sepamos quiénes son los demás (¿Cuál era el auténtico rostro de Mª do Carmo en «El juego del revés»? ¿Cuánto de verdad hay en los retratos femeninos esbozados por los remitentes de las cartas que componen Se está haciendo cada vez más tarde?), es que tampoco sabemos a ciencia cierta quiénes somos nosotros mismos, enredados en un pirandelliano juego de representación, arrastrados en nuestras vidas por una inextricable concatenación de azares, equívocos y errores propios, agazapados tras nuestras máscaras, que a veces nos sirven paradójicamente para


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desvelarnos, como en «Carta desde Casablanca», uno de los más inolvidables relatos de Tabucchi. Por ahí se aclara el afán de tantos personajes por conocer a los demás, y señaladamente a un doble que les refleja: están sencillamente buscando una clave para adentrarse en sí mismos. El resto de libros de los años ochenta no dejan de ahondar en estas paradojas entre responsabilidad personal y extravío vital (Pequeños equívocos sin importancia, 1985) o entre maldad e infelicidad (El ángel negro, 1991), a la vez que ese caleidoscópico vértigo existencial se desdobla en una subversión de las convenciones genéricas: si sus libros de cuentos estaban fuertemente cohesionados por ideas centrales, sus breves novelas de estructura episódica se presentaban casi como variopintos cajones de sastre, y así no vacilará en transgredir la trama policiaca de La línea del horizonte (1986) o en derivar hacia auténticas misceláneas, como Dama de Porto Pim (1983) o Los volátiles del Beato Angélico (1987). Uno de los más memorables textos de este último libro, «Mensaje desde la penumbra», nos lleva a otra de las constelaciones de temas fundamentales de Tabucchi (sus obsesiones nunca se presentan de manera diáfana sino siempre en clave de embrollo), estrechamente relacionados a la vez con el de la identidad: el sueño, como recipiente en el que se depositan la memoria y el remordimiento. Aparte del delicioso Sueños de sueños (1992), breves y hondos perfiles de artistas y escritores a través de sus sueños, el cañamazo onírico arma, en efecto, otro libro fundamental, Réquiem

dossier: Un vagabundeo en torno a Tabucchi. Carlos Gumpert

(1991), novela fantástica subvertida en clave posmoderna y periplo lisboeta que mucho tiene de sueño o de alucinación, como reza su subtítulo, pero sobre todo de ajuste de cuentas con los fantasmas interiores (familiares, personales y literarios) de un protagonista significativamente llamado Yo, sin más. La indagación en la memoria, entrelazada con la nostalgia, es, en efecto, uno de los cimientos fundamentales de la poética tabucchiana manifestado narrativamente como preocupación casi general de sus personajes, aquejados, desde el Volturno de Piazza d’Italia a Tristano, del «mal del tiempo», cuyos síntomas son la angustia de la inexorabilidad existencial y la obsesión por el pasado. De ahí que muchos de ellos relaten a otros los avatares que les han conducido a su situación actual, en otra de las constantes de los libros de Tabucchi. Pero si el haz del tema de la memoria es el deseo de conocimiento o de rememoración, su envés resulta menos luminoso, y el recuerdo puede resultar falsario, ofuscado por la insatisfacción con la propia vida o por los remordimientos, que, agazapados como el herpes zoster, nos asaltan cuando menos nos lo esperamos. Y es que al final acecha la muerte, y nadie lo sabe mejor que los personajes ancianos, que revisan su pasado de manera más acuciante, añorando la juventud o el tiempo perdido, dando rienda suelta a su amargura, a la venganza o tal vez a la infelicidad acumuladas a lo largo del tiempo, pero que también saben aprovechar la que tal vez sea su

última ocasión para cambiar sus vidas, con más o menos sentido. Y resulta inevitable citar aquí a dos de estos personajes, el periodista Pereira y el abogado Loton, protagonistas de las dos novelas de los años noventa que catapultaron a Tabucchi hacia un enorme reconocimiento lector, Sostiene Pereira (1994) sobre todo y, en menor medida, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (1997). Ellos, como otros muchos ancianos que deambulan por los relatos del escritor italiano, como en realidad cualquiera de sus personajes, le están pidiendo a la vida, como Loton, «cartas del pasado que nos expliquen un tiempo de nuestras vidas que nunca entendimos, que nos den una explicación cualquiera que nos haga aprehender el significado de tantos años transcurridos, de aquello que entonces se nos escapó». Y a cartas así dedicará Tabucchi nada menos que todo un libro, Se está haciendo cada vez más tarde (2001), gavilla de misivas inevitablemente sin respuesta, nueva revisitación genérica, de la literatura epistolar en este caso, y a la vez canto elegíaco al amor, constatación del naufragio existencial y, acaso, metáfora de la escritura. Y con este libro entramos en la última etapa de la trayectoria de Tabucchi, ya en la primera década del siglo presente, muy marcada por un tono más sombrío, feroz en ocasiones, quizá debido tanto al desgaste personal que le supuso su intenso activismo intelectual en contra de Berlusconi, como al propio paso del tiempo que acrecentaba el apremio del lado oscuro de la existencia, siempre presente en su obra.

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En paralelo, sus libros de estos años se caracterizan por su compleja construcción literaria radicalmente polifónica, alejada de la mayor linealidad de las novelas de la década anterior. Tal vez por ello, y señaladamente en nuestro país (no así en Francia, por ejemplo, ni desde luego en Italia), la acogida de sus lectores ha sido más tibia y, lo que es más sorprendente, la recepción crítica no ha sabido dar cuenta de la altura alcanzada por Tristano muere (2004), una de las cimas de la literatura de los últimos años y auténtico compendio de temas y obsesiones tabucchianos a través del delirante monólogo de un anciano que en su agonía se esfuerza en vano por dotar de sentido a la memoria de su vida, dictándosela a un escritor que le escucha en silencio. Se trata de una dolorosa celebración del misterio de la muerte y del aún más hermético de la vida, un claustrofóbico descenso a las tinieblas del corazón humano y una reflexión sobre los implacables meandros de la opresión totalitaria en el siglo XX. En tal sentido, enlaza perfectamente con su último volumen de cuentos, El tiempo envejece deprisa (2009), que amén de estar centrado en uno de los temas cardinales del autor, como su título indica, es una nueva vuelta de tuerca en la indagación de la fragilidad de la existencia que no puede ni quiere evitar la reflexión acerca de la Historia, prolongando ese diálogo constante entre tiempo individual y colectivo que es marca de la casa.

Aunque sea indudablemente magro consuelo ante su inopinada muerte, no deja de aliviar a sus lectores el saber que en los últimos años había emprendido Tabucchi una labor de revisión y recuperación de su obra dispersa, que ya ha dado lugar a volúmenes como Viajes y otros viajes (2010), su último libro traducido al español, que reúne sus sugestivas crónicas y textos de viajes; el delicioso Racconti con figure [Relatos con figuras] (2011), que agrupa cuentos y textos escritos en diálogo con la pintura (otro de sus grandes leitmotiv), y el reciente Di tutto resta un poco [De todo queda un poco] (2013), recopilación de escritos sobre literatura y cine, que viene a sumarse a Un baúl lleno de gente (1990), que reunía sus ensayos sobre el gran poeta portugués, y a Autobiografías ajenas (2003), una original reflexión sobre algunos de sus libros. De modo que uno de los más apasionantes viajes que la literatura de nuestros días nos ha deparado no ha concluido aún. Así, el próximo libro que se anuncia, Per Isabel, viene a incidir en otra de las características del universo tabucchiano que por brevedad no hemos tocado: la insólita independencia que sus obras parecen siempre manifestar respecto a su creador (y de nuevo Pirandello se asoma en filigrana), no solo por los constantes casos de reenvíos intertextuales sino también por los personajes que saltan de libro en libro, como precisamente Isabel, quizá uno de sus per-

sonajes más entrañables, cuya historia, siempre en sordina, desgrana con pudor Tabucchi a lo largo de varios relatos de diferentes volúmenes, y a la que prometió dedicar un libro propio hace muchos años, que, por fin, va a aparecer. No sería, de cualquier modo, el primer caso de novela que se impone al autor, pues ya hubo otra de la que quiso deshacerse arrojándola al océano («Historia de una historia que no existe», Los volátiles del Beato Angélico), y que acabó imponiéndosele en forma de cuento («Nochevieja», El ángel negro). Y es que como el mismo Tabucchi afirmó: «Yo creo que los personajes poseen una existencia propia y que se niegan a morir cuando acabamos un libro, exigiéndonos que les hagamos hueco en otro porque todavía tienen bastantes cosas que decir. La obra literaria es una especie de ser viviente, un alien de rasgos extraños, distintos a los nuestros, con una morfología propia, que vaga por la vida y el tiempo»2.

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Carlos Gumpert es filólogo y trabaja como editor. Ha realizado más de ochenta traducciones de literatura italiana contemporánea y publica regularmente reseñas y artículos sobre cultura italiana. Es autor de algunas antologías de literatura española y de Conversaciones con Antonio Tabucchi (Anagrama, 1995). 2. Carlos Gumpert, Conversaciones con Antonio Tabucchi, Anagrama: Barcelona, 1995, pág. 190.


dossier: La verdadera patria de Erri De Luca. Rebeca García Nieto

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La verdadera patria de Erri De Luca Rebeca García Nieto .Decir que Erri De Luca es uno de los escritores italianos más reconocidos en la actualidad es cierto… Sin embargo, también es falso. No es que De Luca no sea popular (que lo es, y muy merecidamente, además), sino que, en rigor, no es italiano: es napolitano o, mejor dicho, napolide, una mezcla de napolitano y apolide (apátrida, en italiano). Este matiz geográfico, aparentemente intrascendente, es vital de cara a entender su obra, tan ligada a Nápoles como Gomorra, de Roberto Saviano. Incluir a De Luca en un monográfico sobre escritores italianos contemporáneos tiene también sus matices desde el punto de vista literario. Pese a que algunos críticos han señalado la influencia de Italo Calvino en algunas de sus obras, como Montedidio, el napolitano ha asegurado que no le fascina ni Calvino ni la literatura italiana del siglo XX. Es más, en una entrevista afirmó que «la literatura italiana tras la guerra era tan mala como la de ahora. Era una literatura menor, apenas significativa en comparación con lo que se publicaba en el mundo». Sería, por tanto, más ajustado decir que, más que un escritor italiano, es un escritor en italiano, como suele señalar él. Aunque nació y creció en napolitano, un dialecto más relacionado con el siciliano que con el italiano estándar, De Luca se mudó pronto al italiano, lengua donde reside desde entonces: «No soy un patriota de la bandera o el himno nacional. Soy un patriota de la lengua. La habito». Paradójicamente, para hacer del italiano su casa, ha tenido que recurrir a otros idiomas, como el hebreo o el yiddish. Al traducir, «fuerzas tu propia lengua para que sea precisa, tan fiel como sea posible. Este ejercicio de precisión te permite echar raíces en tu propio vocabulario, en el vocabulario de tu propio idioma; ser el propietario del lenguaje, no un cliente». Para De Luca, el oído es el maestro de los sentidos. En alguna ocasión ha dicho que, antes de ser escritor, fue «escuchador»: se pasó la infancia escuchando a los vecinos, ya que las paredes de las casas de Nápoles silenciaban poco. Curiosamente, confiesa que, de algún modo, sigue haciendo lo mismo. Cuenta que para escribir tiene que escuchar lo que le dicen las personas, que no personajes, que habitan en sus novelas: «Yo soy sólo el receptor de un tono de voz, luego el uso

de las frases viene por sí mismo, así como su longitud, ya que mis frases no son más largas que el aliento que hace falta para pronunciarlas». Del mismo modo, para leer a De Luca hay que escucharlo. Dicho de otra forma, a De Luca es necesario leerlo también con los oídos, no sólo con los ojos, ya que sus palabras contienen algo más que letras: encierran ecos, gritos y susurros… Un ejemplo de ello lo encontramos en el relato «Oído: un grito», incluido en El contrario de uno, en el que el autor condensa el sufrimiento que produce la emigración forzosa en un nombre roto, «Sal-va-to-re-e»: el desgarro de una madre que se despide de su hijo en el puerto de Nápoles cuando éste embarca para emigrar a América. Este «Sal-va-to-re-e» contiene, además, las señas de identidad de la literatura de De Luca: intensidad y precisión. Las frases que dan forma a sus novelas son cortas y eficaces, como los proverbios o los haikus. Desde el punto de vista del contenido, las historias del napolitano tienen la engañosa simplicidad de las parábolas bíblicas. Así, en la novela Tú, mío, un pescador le revela al niño protagonista una incómoda verdad: la connivencia de su país con el nazismo. De hecho, una de las facetas menos conocidas del escritor, junto a la de experimentado escalador, es la de traductor de textos bíblicos. Cuenta De Luca que cuando era obrero de la construcción, se despertaba en hebreo, ya que solía levantarse a las cinco de la mañana para leer la Biblia. Lo más curioso de esta afición es que no lo hacía movido por sus creencias religiosas (el escritor se considera no creyente), sino que se lanzó a traducir las Escrituras por un interés meramente lingüístico: únicamente buscaba una traducción más fiel al original. Esta imagen de De Luca estudiando la Biblia tiene su correlato en la ficción en la novela El crimen del soldado, donde un italiano ha de traducir del yiddish los textos de un escritor judío por encargo de una editorial. El reverso de esta imagen la protagoniza el viejo soldado al que alude el título de la novela. Todavía afín al nazismo, el soldado lee asiduamente la Cábala hebrea para tratar de encontrar un sentido a la Historia. Parece que, al igual que el autor, sus personajes se refugian en textos antiguos para entender la realidad que los rodea. Como si todo estuviese ya escrito en las Escrituras.

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Pese a este gusto por lo bíblico, la obra de De Luca es completamente terrenal. De hecho, en En el nombre de la madre, el escritor baja a la Virgen María de las alturas y la coloca a ras del suelo. Miriam, que es el nombre que se le da a María en esta novela, es simplemente una chica de Israel que concibió un hijo fuera del matrimonio en una época en que eso se castigaba con la lapidación. Se podría decir que las historias de Erri De Luca son parábolas para no creyentes; es decir, para aquellos que hablan de Dios «en tercera persona», no como hacen los creyentes, que hablan «de tú a tú» con él, ya sea para implorar o para blasfemar. En cierto modo, En el nombre de la madre camina en dirección contraria al resto de su novelas, de alto contenido autobiográfico: si De Luca se interna en las Escrituras para alejarse, se podría decir que ha escrito la mayor parte de sus libros para volver. En sus novelas, De Luca regresa al Nápoles de su infancia, ciudad a donde, por más veces que vaya, ya no es posible regresar. De hecho, la ciudad donde creció ha cambiado tanto desde que se fue que se podría decir que ese lugar ya sólo existe en novelas como Aquí no, ahora no; Los peces no cierran los ojos o Montedidio. Gracias a la ficción, los escritores suelen llevar una doble vida, pero no todos los escritores tienen la capacidad de «vivir doble» del napolitano. En sus libros, logra que «la vida acaezca una segunda vez», vuelve a un pasado que a veces parece contener ya el futuro. Así, en el cuerpo, «sumario», del niño que protagoniza Los peces no cierran los ojos, «estaba la conmoción y la cólera de los años revolucionarios, en el latín estaba el adiestramiento para las lenguas sucesivas, en el cráter del volcán estaban las montañas que subiría a cuatro patas. En los escombros reposados de la

guerra estaba la de Bosnia que yo atravesaría y las bombas italianas sobre Belgrado del último año del 1900, que yo recibiría asomado a la ventana de un hotel con vistas al Danubio y al Sava». Este fragmento, que se corresponde bastante fielmente con su biografía, pone de manifiesto que en este escritor vida y obra son inseparables. A De Luca inventar le parece «un abuso de confianza», por eso se podría decir que es más partidario de revivir mediante la escritura. La literatura de Erri De Luca está determinada por su «destierro». En una ocasión dijo que fue extraído de Nápoles «como un diente: lo sacas de una encía y ves la raíz, pero no lo puedes volver a implantar en ningún sitio». Del mismo modo que quiso proporcionar un suelo a la Virgen María en En el nombre de la madre o que el jardinero de Tres caballos se afana para que los árboles echen raíces en otra tierra aunque ya estén crecidos, De Luca coloca un suelo bajo sus pies al escribir. En este sentido, su tierra, su verdadera patria, es la literatura: «La literatura no es un decorado, sino el suelo donde nos apoyamos: ponemos los pies encima de la cabeza de los cuentos de nuestros padres». Cuando le preguntaron al protagonista de Tres caballos si creía en Dios, contestó que daba más crédito a los relatos que a los escritores. De Luca no cree en Dios, y yo no creo que le haga ninguna falta. Para alguien que carece de tierra y de cielo, la literatura lo es Todo.

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Rebeca García Nieto es psicóloga clínica y escritora. Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada recientemente por Eutelequia. Con ella quedó finalista del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid (2011). Con su segunda novela, Eric, una vida en ausencia, quedó finalista del Premio Azorín de Novela 2012.


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Bufalino cuenta Álex Chico Hacia 1980, nos explica Enrique Vila-Matas, cae en manos de Leonardo Sciascia un catálogo de viejas fotografías de Sicilia. El prefacio, un breve texto firmado por un tal Gesualdo Bufalino, le deja boquiabierto. Sospecha que detrás de ese nombre hay un escritor de enorme inteligencia literaria. Sciascia se interesa por ese autor desconocido, pregunta por él, le localiza. Encuentra a un profesor de unos sesenta años, discreto, que niega ser escritor. A lo más, admite haber traducido Contrerimes, de Toulet. Sciascia insiste y Bufalino acaba confesando que también tiene escrita una novela desde hace diez años. Le puede hacer llegar el manuscrito, pero no aconseja su publicación. Quizás por no hacer saltar a la esfera pública una experiencia personal: el ingreso, tiempo atrás, en un sanatorio para tuberculosos. Además, añade, se siente más cómodo en el anonimato de su Comiso natal. El resto de la historia ya lo conocemos. El manuscrito se titula Perorata del apestado y acabará siendo publicado un año después, gracias al empeño de Elvira Sellerio y de Leonardo Sciascia. La estupenda acogida de la novela le convirtió de inmediato en todo un referente de la literatura italiana. Le ha bastado un solo libro, único, complejo, de una intensidad superlativa. Sin darse cuenta apenas, Bufalino ha dejado de ser un desconocido y se ha trasformado en un autor fundamental, de obligada lectura. Que esa recepción influyera en su estado de ánimo no le privó de seguir publicando nuevas obras. Afortunadamente, supo sobreponerse y dar a imprenta otras novelas exquisitas. Sabemos lo que puede significar para un escritor oculto una trasformación como la que vivió Bufalino. El éxito inesperado suele volverse en contra de quien lo obtiene, porque a la larga hace de la visibilidad una carga demasiado pesada, un beneficio que poco a poco deja de disfrutarse y acaba convirtiéndose en un incómodo lastre. No obstante, insistimos, Bufalino sigue existiendo más allá de aquella primera novela, siendo capaz de construir un universo sustentado principalmente en dos cualidades sobresalientes: el estilo y la creación de personajes. Su ex-

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la vida entera es un misterio de habitación cerrada al que se adecua la literatura entera Qui pro quo, Gesualdo Bufalino

celente manejo de la lengua literaria y su capacidad para trazar un mundo repleto de seres inolvidables hacen de él un escritor igualmente excepcional e inolvidable. El primero de esos dos pilares es el estilo. El autor siciliano presta una atención exhaustiva a la forma, al lenguaje. El lector español sabrá darse cuenta gracias a las traducciones que Joaquín Jordá realizó para Anagrama, la editorial que nos ha hecho llegar casi toda su obra. Son frecuentes los momentos en los que Bufalino despliega una prosa poética de un aplastante lirismo. El mismo autor, en el apéndice final a Perorata del apestado, juzga su novela como un «poemita narrativo», en el que lo lírico «predominara sobre el real y auténtico engranaje de los acontecimientos». Como nos explica el protagonista de Tommaso y el fotógrafo ciego, trata de «vencer la angustia con las euforias del estilo». Sólo se fía, nos dice, del universo verbal. De ahí que las páginas de sus libros estén plagadas de metáforas, símiles, elipsis, ironías, metonimias, juegos conceptuales, con un estilo cercano al barroquismo poético. Un universo lleno de referencias culturales, de intertextualidades. Cada una de esas comparaciones con la mitología o con la historia literaria alarga las posibilidades del personaje, lo amplían, extienden su sombra más allá del mínimo espacio que ocupa. No es, por eso, un alarde culturalista. Todo lo contrario. Es un refuerzo, la constatación de que todo, incluso la vida de seres anodinos, no se agota en unos parámetros limitados. En el fondo, cualquiera de esas alusiones les proporciona un poco más de vida. El segundo aspecto que destaca en la obra de Bufalino es su capacidad para crear personajes y situarlos en un escenario a medio camino entre la realidad y la ficción, próxima al guignol o a la representación teatral. Genera una confusión entre lo leído y lo vivido, en donde el sueño se presenta como un lugar de encuentro entre la experiencia propia y la resonancia de antiguas lecturas. Pensemos, sin ir más lejos, en Museo de sombras, un libro en el que retrata su infancia en Comiso a través de varios emplazamientos, oficios y proverbios. En sus palabras iniciales, explica

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al lector que reconstruyó ese universo con la intención de que lo narrado se percibiera como el relato de una fábula o de un sueño. Al final prevalece la idea de que todo, también lo aparentemente verdadero, es fruto de una interpretación, de una ficción escénica («es posible que también nosotros, los de este lado, fuéramos actores […] y los auténticos espectadores permanecieran ocultos», Perorata del apestado; «Mi reino está hecho de embustes y sueños. La realidad me sirve como mero pretexto», Tommaso y el fotógrafo ciego; «Vaya teatro de títeres que había sido su vida, un ”barracón de pantomimas”», «Dos noches de Ferdinando I», en El hombre invadido). La vida, nos dice un personaje de Qui pro quo, es una obra dividida en tres actos: el malestar, la batalla y la satisfacción. En ella somos, al mismo tiempo, actores, autores y empresarios. Una extraña novela policíaca y una mezcla, en definitiva, entre comedia y tragedia, entre autenticidad y falsificación. Sus personajes se disfrazan, mienten, inventan, para formar parte de una trama o una fábula sin moraleja. En cualquier existencia, incluso en la más secreta, se esconde un germen de ficción y alegoría. Todos, lectores y personajes, surgimos de invenciones y parecemos extraídos de un libro, cuyo autor desconocemos («es probable que todas las cartas anónimas desparramadas por el mundo sean los vocablos sueltos de una única y gigantesca carta anónima y que los escriba una única mano, un solo Cuervo oculto, para encerrar en ellos un significado absoluto», Argos el ciego). Esa es la condición de esos personajes: ser luz o ser, simplemente, sombra. Seres partidos, divididos, que no consiguen abandonar su primitiva dualidad: espían, persiguen y son también espiados y perseguidos. No entienden, al final de sus vidas, si han sido directores o, por el contrario, alguien les ha dirigido. Se debaten entre una muerte sublime o una salvación mediocre, entre una tranquila infelicidad o una felicidad amenazada. Personajes que viven en soledad y, sin embargo, no son solitarios. Residen dentro y fuera a la vez, por eso en ocasio-

nes no logran situarse en parte alguna. La escritura es, para ellos, enfermedad y curación. Escriben, como en Argos el ciego, aunque no les gusta hacerlo. Resultan significativas, en ese sentido, las palabras de Medardo Aquila, en Qui pro quo: «Está mal estar solo. Yo, para no estar solo, me he visto obligado a desdoblarme y a soportar entre mis dos mitades una eterna guerra civil…». Como nos explica el personaje del fraile, en Las mentiras de la noche, son creyentes paganos de una Santísima Duidad o de un Sagrado Ambos. Parecen sedentarios y, no obstante, está condenados a la movilidad, a marchar hacia adelante, aunque tengan que caminar de espaldas, en un intento por aunar pasado y presente, y deban atravesar «una pasarela de medio metro de anchura entre dos abismos de nada» (Tommaso y el fotógrafo ciego). Personajes que no se agotan en la primera capa, sino que van formando parte de sucesivas historias, en las que un pensamiento tira de otro para poner en marcha una doble puesta en escena. Jugadores que desconocen las reglas del juego y, sin embargo, participan en él, aun sabiendo previamente que perderán la partida. Casi siempre aparecen cargando el peso de una memoria propia y ajena, reconstruida a veces a partir de recuerdos inventados. Una memoria que les sirva como constatación de su paso por el mundo. Así lo resume Sebastiano, en Perorata del apestado: «Me gustaría tener un hijo. ¿Un hijo? Una memoria cualquiera que me sobreviviera». A menudo retroceden hacia ese momento crucial en sus vidas, aquel instante con el que poder justificar su propia biografía («Oh, sí, fueron días infelices, los más felices de mi vida», Perorata del apestado), en busca de ese tiempo que, de alguna forma, señale un punto culminante y les sirva como defensa en el compendio final de su existencia («Fui joven y feliz un verano, en el cincuenta y uno. Ni antes ni después: aquel verano», Argos el ciego; «Aquel domingo 18 de agosto es, entre los días de mi vida, uno de los tres o cuatro que me recito de cabo a rabo, cuando intento bus-


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car el éxtasis de revivirme», Perorata del apestado). Uno de los mejores ejemplos es su magnífica novela Las mentiras de la noche: cuatro condenados a muerte cuentan su historia más memorable, aquella que pueda darles sentido y les sirva como digno epílogo. Un momento, real o inventado, que retengan justo antes de que sean ejecutados. Para ello, también aquí necesitan al otro, requieren su diálogo y su discusión, prolongada incluso más allá de la muerte. Explican a los demás con la esperanza de explicarse a sí mismos. Rebosan palabras y necesitan a quien decírselas. Ese contacto con el semejante hace que las historias de Bufalino se entrecrucen, como disparos que corren en todas las direcciones. Son conscientes de estar conversando con un receptor indeterminado, oculto tras la página, y al que probablemente nunca llegarán a conocer. Un mensaje en una botella que arrojan al mar, esperando a que alguien la recoja y prolongue con su lectura la vida de seres anónimos y fugaces. Más que historias, lo que nos proporciona Bufalino son constataciones o testimonios, de los que el narrador, a veces, no es más que un notario. La escritura de sus vidas, la forma de otorgarles un lenguaje, se convierte en un intento por salvarles. El objetivo de la literatura no es más que el desarrollo de un indulto, de una absolución meditada.

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Su universo requiere de esa palabra que les sirva como paliativo. Al fin y al cabo, siempre aparecen como seres sitiados, habitantes de una prisión de límites indefinidos: La Rocca, las Villas, una fortaleza borbónica, una habitación cerrada, un arca, Sicilia. Espacios delimitados que les delimitan. Una «casa-autorretrato», como la llaman en Qui pro quo. Una isla rodeada que parece tener vida propia. Si algo, en fin, puede resumir la actitud de los personajes de Bufalino, es su deseo de aferrarse a la vida. A pesar de la grisura, del pesimismo, de la escasa confianza en el porvenir, de juzgarse a sí mismos como unos «disgregados sin raíces», lo cierto es que casi todos luchan por prolongar su existencia, por retrasar su muerte lo máximo que les sea posible. Esencialmente porque confían en la vida y son capaces de abandonarse a su misterio. No quieren renunciar a ella. Saben, en el fondo, lo que significa estar vivos. Son una ficción, es cierto. Pero quieren ser una ficción real. “No sólo es hermoso vivir la vida. Es casi tan hermoso fingir y mentirse como vivirla», nos explica el narrador de Argos el ciego. O, como escribe en uno de los cuentos de El hombre invadido, «no hay verdad que no se asemeje a una fábula ni fábula que no sea verdad». Igual que Sherezade, cuentan para no morir.

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Camilleri: regreso a la niñez Pau Vidal .Se dice que a medida que te haces mayor te vuelves a hacer pequeño y recuperas al niño que fuiste. El inconmensurable Sisa explicó una vez que hacerse mayor consiste en recuperar la inocencia, y uno de los síntomas de este regreso a la edad feliz es que resucitan las palabras antiguas. Ma mare, ejemplo paradigmático de hija de la inmigración convertida precozmente a la catalanidad, ahora que ha entrado en la senectud, salpica cada vez más su catalán impecable de expresiones andaluzas, heredadas por vía directa de su padre y escondidas durante decenios en algún rincón de la memoria. A Andrea Camilleri le pasa lo mismo. Cuanto mayor se hace el comisario Montalbano más sicilianean sus aventuras, no en el sentido digamos ambiental sino estrictamente lingüístico. Personajes que en los primeros episodios usaban un italiano teñido esporádicamente de palabras sicilianas ahora (y lo podéis comprobar en El joc de pistes, la última aparición de Edicions 62, y todavía más en El somriure de l’Angelica, que saldrá pasado el verano) incorporan abiertamente el siciliano, morfología incluida, que es una de las características, más aún que el léxico, que distinguen a los idiomas hijos de la misma madre. Incluso el narrador, que al principio era casi un impecable italianófilo, se ha soltado gozosamente y cada día, por suerte, parece menos un locutor de la RAI, ese artificioso canto monótono y continuado que es una de las cosas más antipáticas de esta Italia que nos deslumbra tanto. Si la re-sicilianización de los montalbanos es tan fácilmente apreciable se debe en buena parte a un error de cálculo: el mismo Camilleri no supo prever su longevidad y el increíble número de títulos que publicaría en pocos años. Ya desde L’excursió a Tíndari o L’olor de la nit, obras aparecidas antes del año 2000, el comisario acusaba síntomas de vejez, quizás porque el autor tenía previsto jubilarlo pronto; pero los años se le han colado, las estratosféricas cifras de ventas no han menguado y Camilleri ha continuado produciendo

en cantidades industriales, de forma que ya hace demasiados años que el pobre policía lucha contra su propia edad y la impaciencia de su eterna prometida, Lívia, que probablemente pasará a los anales de la literatura como la mujer más paciente de la historia. Psicoanálisis puro. A este paso, la famosa novela-testamento que el autor terminó en el 2008 y que según leyenda espera en la caja fuerte de la editorial Sellerio, Riccardino, quedará desfasada antes de salir. Que nadie piense ahora que estoy reclamando el fin de la serie. Todo lo contrario. Cuanto más años dure mejor. Y no lo digo por interés puramente laboral (un autor como este te garantiza el trabajo de medio año, prácticamente) sino sobre todo como lector. Porque cada título nuevo es una fiesta. Una fiesta verbal. Tienen razón quienes lo acusan de cierta precipitación, de no elaborar bastante el relato, incluso de un cierto descuido en el estilo; nadie lo puede saber mejor que yo, que cada cuatrimestre me torturo con el debate interno: ¿qué hago, sigo al pie de la letra las repeticiones, a menudo cacofónicas, a riesgo de cansar el lector, o trato de hacerlo un poco más legible? Porque es evidente, y esto no es nada ajeno a la formación dramatúrgica del autor, que donde él realmente disfruta es en el momento de construir los diálogos, y que en cambio con las descripciones o las acotaciones se aburre. Pero da igual, porque al final si este autor nos atrapa tanto (y las cifras no engañan: cada título suyo tiene unas ventas mínimas aseguradas de de 3.500 a 4.000 ejemplares) es gracias a su personaje secreto: el lenguaje. Camilleri es a los seriales de televisión lo que Calvino a los documentales científicos. Ningún otro escritor ha sabido dotar de tanta dignidad literaria al juego lingüístico popular, porque ningún otro lo ha integrado con tanto desparpajo como elemento estructural de la novela. Los recursos que pone en marcha son infinitos: desde los más o menos sofisticados (como por ejemplo acrósticos con las iniciales de determinados personajes para formar un


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mensaje revelador) hasta chistes coloquialísimos que se ven venir o deturpaciones infantiles de los nombres y apellidos. Contra lo que todos habríamos pensado, la explotación del recurso aparentemente más banal, la afasia y las dificultades de pronunciación del agente Catarella, se ha acabado convirtiendo en el más aceptado por los lectores, que ya no toleran ninguna intervención del impresentable telefonista sin la correspondiente pifia. Y Camilleri nos da tanto cebo que en los últimos episodios el propio comisario Montalbano adopta, en su monólogo interior, soluciones catarellianas (como las archiconocidas «personalmente en persona» o el «señor en comandante»). Delirio verbívoro aparte, no se puede ser seguidor camilleriano sin hacerse unas cuantas preguntas, cada día más inquietantes. Por ejemplo, ¿por qué es tan cruel con Mimí, en teoría amigo íntimo del comisario y que a veces se pasa novelas enteras sin aparecer? O también: ¿cuándo duerme Fazio, que está disponible las veinticuatro horas del día, y a menudo se tiene que levantar, por obligaciones del servicio, antes de haberse ido a la cama? Y por supuesto: ¿cómo es que Lívia todavía se aviene a una relación tan poco satisfactoria que incluso, en no pocos episodios, el narrador ni siquiera se preocupa de obligarlos hacer las paces cuando a media novela han tenido un encontronazo de los suyos? No sé si ningún estudiante de literatura ha hecho o tiene previsto hacer un estudio más o menos psicológico del autor, pero que sepa que aquí tendrá un lector. A menudo, cuando por enésima vez me encuentro leyendo que el protagonista no soporta hablar mientras come o se enfada con Gallo porque conduce demasiado deprisa, tengo la sensación de estar ante un Woody Allen mediterráneo: ¿y si en realidad Andrea Camilleri, contrariamente a lo que parece, escribiera como terapia, sólo para sacar a pasear sus fantasmas y poder aguantar la propia angustia? Un bucle,

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igual que las películas de los años ochenta y noventa del autor de Hannah y sus hermanas… Podría ser, porque cuando Camilleri se saca el disfraz de padre del comisario es cuando le salen las mejores obras. En la serie histórica, empezando por la narración de sus aventuras infantiles durante la guerra (La pensió Eva) y siguiendo por la peripecia de un falso descendente borbónico (Il re di Girgenti, nunca traducida) o el episodio real de la quema del teatro del pueblo (L’òpera de Vigata), el gusto de todos los ingredientes camillerescos se acentúa, la trama se libera de la obligación de crear el suspenso y el mal llamado dialecto siciliano adquiere definitivamente categoría de lengua narrativa. Son como aquellos partidos, y perdón por el símil futbolero, en que el crack decide que en lugar del gol que hace cada domingo aquel día clavará cuatro, todos de antología, y así el partido se convierte en carne de videoteca. A despecho de lo que aseguran quienes sólo conocen la serie policiaca, hay un repertorio camilleresco que se puede erigir con todo el mérito en continuador de Sciascia y de Pirandello, para constituir de este modo las tres puntas de la Trinacria que sólo los sicilianos que han sido víctimas del rechazo de su gente pueden encarnar. Lo cual no lo puede decir ni siquiera el grande Tomasi di Lampedusa, que si forma una categoría aparte es porque decidió ser él quien rechazara a sus congéneres, decisión que, vistas las condiciones actuales de la isla, no se puede decir que no fuera acertada.

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Traducción del catalán: Iván Humanes Pau Vidal, escritor, traductor y crucigramista. Autor de las novelas Aigua bruta y Fronts oberts. Responsable de la sección diaria Mots enreixats de la edición catalana del diario El País. Traductor al catalán de narrativa italiana contemporanea (Tomasi di Lampedusa, Tabucchi, Erri De Luca, Carofiglio) y especialmente de Andrea Camilleri (veinticuatro títulos).

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.Sofia si veste sempre di nero, de Paolo Cognetti, es una novela de relatos publicada por la editorial romana minimun fax en el verano de 2012, en su colección Niquel, dedicada íntegramente a escritores italianos. Los diez cuentos que dan forma a los capítulos de la historia de Sofía están concebidos a partir de una estructura de mosaico, en la que cada uno de ellos puede ser considerado autónomamente y leído sin seguir un orden particular, gracias a un diseño que conserva las características formales del relato, esto es, la inmediatez, la economía del material narrativo y la libertad de la experimentación, y al mismo tiempo persigue la complejidad de la novela, centrada en la figura de la protagonista. ¿Pero quién es Sofía? Resumiendo: una chica nacida en Milán en 1977, hija de la burguesía, adolescente y después mujer problemática, víctima de desórdenes alimentarios, que viste siempre de negro, tentada por el suicidio hasta acabar hospitalizada, que mantiene relaciones complicadas, que decide estudiar para ser actriz de teatro y se marcha a Roma, aunque las últimas noticias que tendremos de ella llegarán de Nueva York. Sin embargo, los relatos se imbrican entre sí y conforman un relato más complejo. El personaje no hace nunca guiños, no se convierte en cómplice del lector, quien debe seguirla a través de los momentos de luz que sus vivencias le reportan: instantáneas en aguas turbulentas, los fracasos, las necesarias y sintomáticas fugas. Cognetti trata de representar el tiempo por medio de la memoria, de forma no lineal, como una química constelada de conexiones, alterado por los movimientos y las dinámicas asociativas que responden a los espasmos de los recuerdos de los personajes. Se intuye lo que permanece sumergido, porque como buen narrador sabe fijar los límites para no revelar demasiado.

Sofía como una planta en el balcón, como un gas que se expande y ocupa todo el espacio, ¿qué tipo de Jonás es o será? ¿Aquel que duerme tranquilo en el barco, seguro de estar en el sitio correcto a pesar del caos exterior, o el Jonás que es escupido a la playa desde el interior del pez y que quizás decidirá simplemente obedecer, dado que ser libre en un mundo gobernado no es posible? En el fondo, ser una de esas niñas horizontales significa también esto, angustiarse al pensar en la familia, en la propia o en cualquiera, fumarse un cigarrillo metafísico, o quizás mediofísico, y fingir estar casi curada. Por otra parte, si tu madre te ha hecho nacer prematuramente porque ingirió pastillas para la úlcera prohibidas durante el embarazo, seguro que tendrás algunos motivos para tomarte las cosas con cierta suspicacia. El auténtico problema está en que los padres de Sofía, en lugar de separarse, deciden trasladarse de Milán a Lagobello, una villa residencial caracterizada por su perfección conformista, llevándose a la pequeña a esa especie de oasis de la reconciliación donde en realidad no hacen otra cosa que encerrar sus miserias en una casa-contenedor que incluye una habitación de niña con una cuna para el hermanito que no llegará jamás. Hablando en el parque con los amigos, ya adolescente, durante las largas tardes de aburrimiento, Sofía transformará aquel lugar en Lagonero, Lagomerda, Lagobucodiculo, para demostrar que la búsqueda de una nueva pureza no ha funcionado y que por contra constituye el detonante que ha hecho estallar todo: las oraciones nocturnas se han acabado, su madre ya no es su par, la mesa y la comida se han convertido en los campos de batalla predilectos, y una tarde en que los suyos han salido, decide combinar los dos productos más consumidos en su casa, el Valium y el Montenegro, para expresar que aquel es un


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reino en declive y que ella prefiere la espuma del sueño. No ha tenido en cuenta a Mozzo, sin embargo, su adorado perro de una sola oreja, que al respirar en el aire un viento oscuro se aterroriza y ladra tanto que consigue que la vecina descubra la situación. El suyo es verdaderamente un barco concebido para la guerra; corsarios, bucaneros, filibusteros, empresas sanguinarias, como en los juegos infantiles. Hay tesoros que no se olvidan nunca, pequeñas obsesiones y capitanes de los que enamorarse, porque un abordaje vale más que cualquier reproche. La vida no resulta fácil: hay que sacar a pasear la propia identidad, pero mientras una quiere correr hacia delante, la otra le pone la zancadilla Cognetti ha estudiado y analizado las obras de los que considera sus maestros, Hemingway y Salinger, Anne Tyler, Melissa Bank, Peter Orner y, sobre todo, Carver y Alice Munro, pero mientras escribía Sofia si veste sempre di nero, aparecieron en Italia tres títulos que fueron fundamentales en la concepción de su forma definitiva: Olive Kitteridge, de Elizabeth Strout, en 2008; Questo bacio vada al mondo intero, de Colum McCann, en 2009, e Il tempo è un bastardo, de Jennifer Egan, en 2010. Todos ellos le sirvieron de inspiración para decidir cambiar de estilo entre un relato y otro, evitar seguir un solo camino, recurrir al uso de flasbacks y flashforwards, a los cortes abruptos, y dejar que permaneciera como un rumor sólo aquello que era significativo, sin dispersarse, teniendo en cuenta el conjunto. Un buen ejemplo de esto es la historia de Roberto, el padre de Sofía, completamente separada del resto de la narración en el fragmento donde se da cuenta de su trayectoria profesional. Se trata de un ingeniero ambicioso que trabaja en una fábrica de Alfa Romeo, donde tiene toda

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dossier: Sofía viste siempre de negro. Laura Durando

la intención de prosperar. Eran los años en que los trabajadores saboteaban la producción, en los que aparecía la estrella de cinco puntas en los pasquines donde se hacían reclamaciones explícitas a la dirección, como la suspensión inmediata de los recortes de personal o la abolición de las horas extra. Roberto se daba cuenta de que no se debían subestimar esas amenazas y buscaba mantenerse alejado de cualquier implicación, pero la ansiedad lo devoraba. Son también los años en que comienza a sentirse mal, a vomitar la comida y a volver a casa destrozado. No sabemos si compadecerlo o justificarlo, por su silencio, por ese modo suyo de callarse las cosas; es irritante verlo soportar a una mujer cuyo comportamiento ha superado el umbral del mal carácter, es pasivo incluso con su amante –no ha tenido ni siquiera el valor de buscarla fuera de su ambiente cotidiano, es una compañera de trabajo– y acaba por tratarla devotamente, como a una segunda esposa. Se convierte en el blanco de las definiciones de la familia: su hermana Marta, combatiente durante la lucha armada, lo llama democristiano qualunquista, mientras que Sofía opta por el más universal fascista. Se sostiene sólo en el plano profesional: afronta la crisis de los años ochenta, en la que el Estado italiano liquida participaciones industriales y tras meses de negociaciones Alfa Romeo es adquirida a precio de favor por los concurrentes de FIAT, y se convierte en directivo. Cuando quiere volver a formar parte del mundo de Sofía, parece ya demasiado tarde: es un hombre simple que quizás ha comprendido más cosas de las que nunca ha expresado, pero lo único que le queda ahora es un triste rastro de síntesis filosófica. Las obsesiones de Sofía, la viajera del tiempo que quiere ser piloto de su vida, se liberan durante los años del nacimiento oficial del punk, se agravan durante los ochenta con el desplome de la ideología y el dolor que habla a través de su cuerpo de anoréxica, y vuelven a ser más leves con el abandono de Milán: «Y sólo cuando te vas te das cuenta de que la amas, a esta pinza en el estómago que

es tu ciudad de invierno». Siente una angustia nostálgica mientras ve desde el tren los edificios que se alejan: ha aprendido que Milán no es la del centro, sino la que está afuera, tras los huertos ilegales, las cocheras de los tranvías, las granjas y las fábricas abandonadas. Nuevos episodios en Roma y otros en Nueva York. Una historia que acaba sin acabar, porque Sofía es una nómada afectiva y geográfica y se desplaza como si estuviese doblando la esquina de una calle y simplemente decidiera que ese es el momento justo, capaz de sentir desde lejos el fin de las cosas. Es malhumorada, y conviene dejarla en paz cuando se sumerge en la bañera por la tarde, porque esa es su máquina del tiempo. No debemos observarla durante demasiado rato, porque los ángulos asimétricos no gustan a nadie. Ninguna moraleja, algunas cosas puestas al sol se secan y pueden salvarse, otras no.

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Traducción del italiano: J. Vico Paolo Cognetti nació en Milán en 1978. Con minimum fax ha publicado también Manuale per ragazze di successo (2004) y Una cosa piccola che sta per esplodere (2007). Ha editado, y traducido junto a Livia Brambilla, el volumen Fedeltà (2011), donde se recogen los poemas de los últimos años de la excritora y poeta americana Grace Paley. Ha rodado los documentales de la serie Scrivere/New York y escrito el libro de viajes New York è una finestra senza tende (Laterza, 2010). En Terre di Mezzo ha publicado, en mayo de 2013, Il ragazzo selvatico. Sofia si veste sempre di nero es actualmente finalista en la LXVII edición del Premio Strega. Laura Durando nació en Torino en 1978. Es doctora en Lengua y Literatura Extanjera. Actualmente ejerce de docente de lengua inglesa, y escribe artículos y reseñas para diversos medios nacionales e internacionales. Es también traductora e intérprete.


Clara Obligado: El verdadero amor nunca se olvida, relato inédito

La vida breve

El verdadero amor nunca se olvida Relato inédito de Clara Obligado

.Papá está mayor para aventuras, así que ni bien llegamos de París lo aparqué en un hotel del centro, que es el único espacio de la ciudad que le resulta familiar. Le digo que descanse un rato, pero no me hace caso, saca su libro de poemas y clava la nariz entre sus páginas. Entonces le doy un beso y salgo a caminar. Vivimos fuera desde hace años, en Buenos Aires casi no tenemos familia, sólo me quedan recuerdos del colegio y del barrio de Belgrano. Y me queda mamá. Quiero llamarla y concertar el encuentro, con la edad que ambos tienen no sería raro que fuera la última vez. También quiero hablar con Nico, lleva meses escribiéndome, aunque no está tan claro qué quiero con él. Estoy casada, y mi marido me gusta. Estoy muy casada desde hace un montón de años, tengo tres hijas. Nico también, y tiene cuatro varones. Mi madre es de Kiev. No sé cómo terminó en Buenos Aires, ni he tenido demasiadas ocasiones para preguntárselo, dice que no le gusta hablar de temas deprimentes. Entre los temas deprimentes estoy yo, pero lo he superado. De todas formas, miente tanto que termina creyéndose sus propias historias. Por ejemplo, que se casó por amor, y no por dinero, o que todo se lo debe a sí misma, cuando siempre se ha hecho mantener. Tiene otros temas que le divierten más: los hombres jóvenes, por ejemplo. Le gusta muchísimo hablar de hombres o de sí misma y, con su parloteo, vuelve loca a Raija, su vecina lapona, que se gana la vida tirando las cartas y organizando sesiones de espiritismo. Entiendo que mi ma-

dre no me quiera, para una mujer como ella un niño tiene que haber sido un incordio. Mi marido dice que uno de mis problemas es que comprendo a todo el mundo y lo espanta la relación que mantengo con mi madre. A mí me da igual, hasta le agradezco el pelo rubio rizado y los ojos azules: son bonitos. Raija dice que es una reina, y se ríe con su risita de conejo. Me hacen gracia las mujeres despóticas, aunque como madres son un desastre. Hubiera preferido que me adoptara Raija, pero no me tocó en la rifa: sabe preparar mermeladas y, cuando vas a salir, te pregunta si te abrigaste bien. Raija cuida a su canario con más esmero que mi madre a mí. Con ella se puede hablar de cualquier cosa. Una vez le conté que Nico y yo habíamos sido todo lo que una mujer y un hombre pueden ser, menos un matrimonio, y se pasó media hora imaginando las posibilidades. A veces, cuando vengo a Buenos Aires, vivo con ella. Mamá se hace la ofendida pero, en el fondo, sé que se alegra. No me aguanta, ni yo a ella. La culpa la tiene su carácter, pero también papá quien, en lugar de contarme las cosas como eran, me convenció de que mamá había muerto. Pienso en los dos tan viejos, y en el encuentro de mañana, es muy romántico que papá haya cruzado el océano sólo para venir a despedirse. Me pregunto cuánto se quisieron. Toda la familia se opuso a ese casamiento, en particular su hermano mayor, que casi dejó de hablarle cuando le dijo que pensaba casarse con una rusa, pero a mi padre le dio lo mismo. Aunque parezca de carácter dulce, papá es terco como una mula.

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Clara Obligado nació en Buenos Aires y desde 1976 vive en Madrid. Lleva más de treinta años dictando talleres de escritura y es editora de autores noveles. Como antóloga ha publicado Por favor, sea breve, 1 y 2 (Páginas de Espuma), obras señeras en la implantación de la microficción en España. Ha recibido el premio Lumen de novela y tiene una docena de libros publicados, entre los que están Las otras vidas y El libro de los viajes equivocados, ambos en Páginas de Espuma. El último ha recibido el Premio Setenil 2012 al mejor libro de cuentos del año.

Esa mujer, y en esas épocas: la imagino. Vamos, que puedo entenderlo bastante bien. Lo que me cuesta más aceptar es cómo terminó la cosa. Tu madre ha muerto, me soltó un día. Y dejamos la casa de Belgrano, que era preciosa, para irnos a vivir a París, donde le habían ofrecido algo en un organismo internacional. «Tengo una casa en París» era una frase dorada, un mito familiar. Así que, sin pensárselo ni un minuto, cambió todos sus bienes en Buenos Aires por la bendita casa y me arrastró como si fuera una maleta. Malvendió todo a su hermano, que era riquísimo, y yo creo que él se aprovechó, es típico de los varones mayores considerar que todo les pertenece. Al llegar a París vimos que la famosa casa era apenas un departamento en Le Marais, y entonces el barrio ni siquiera estaba de moda. París es preciosa, nada que ver con Buenos Aires, todo funciona bien, aunque en los bares casi no hay lugar para moverse y a mí, lo que más me gusta en el mundo, es ir a leer a un bar. Claro que el París al que me llevó mi padre no era como el de ahora, estaba cerca la guerra y todavía no se había construido el Pompidou. Existían los bistrots y fue en un bistrot, donde mi padre me presentó a su nueva mujer. Esta es tu nueva madre, dijo, y ella me miró, torciendo la nariz. Me caía bien, fuimos amigas durante años, pero traía a sus propios hijos, así que tampoco le preocupaba si yo salía abrigada o no. A Nico, en cambio, lo conozco de toda la vida, desde que nos escapábamos a robarle manzanas al vecino de la quinta de al lado, en ese mundo que ya no existe. No existe el mundo de los grandes jardines con frutales, ni la fuente de los nenúfares donde

metíamos los pies, ni los eucaliptus cuya corteza fumábamos, ni las casas con muchas criadas. No existe, tampoco, la quinta de «Las lilas», el caserón que miraba al río, la galería con baldosas en damero, las palmeras despeinadas y el eterno olor a jazmín. Entonces mis padres estaban juntos. Recuerdo cómo él se volvía loco cuando ella se bañaba en la pileta y cruzaba el agua, de una punta a la otra, con sus poderosas brazadas de mujer del norte. Plash, plash, los giros perfectos del crol, la boca abierta devorando el aire, ese cuerpo tan robusto y brillante que parecía lacado. Luego, tendida al sol, o bajo el toldo amarillo, la cabellera leonada, las piernas de oro. En «Las lilas» Nico me dio ese primer beso de lengua que me pareció asqueroso, su beso de animal marino, de foca embravecida que patina entre las rocas de los dientes, una lengua ancha con nervaduras azuladas. No me gustan las lenguas, tampoco me gusta el mar. No es que no soporte las cosas húmedas, algunas me encantan. Sólo le cuento estas obsesiones a Nico, porque a él le puedo contar cualquier cosa. Raymond me miraría por encima de sus gafas de diseño, lo cataloga todo con el terror de los intelectuales a que se les derrumbe el mundo. Cada idea en su casillero, cada sentimiento en una cajita. Si le cuento a mi marido lo de las humedades, él me colgaría el letrerito de frígida, aunque bien sabe que no. Claro que un psiquiatra francés es un psiquiatra francés, él tiene sus propias teorías sobre todo, incluida yo, que soy su objeto de estudio más privado. Raymond dice que hay una parte de mí que está desprotegida. Yo no creo que sea así, pero ni loca discuto con Raymond. A los hombres les da pánico que les


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cuentes historias personales, no saben qué decir, y más si están en desorden. Es mejor pedirles que te arreglen el coche o que te compren algo, eso los calma. Por otra parte, si se tiene un amante, es justamente para no tener que decirle toda la verdad a un marido. Del mar me gustan las palabras crustáceo, marejada y, en particular, fosas abisales. Fosas abisales me encanta, da vértigo. No me gusta el mar por culpa de mi padre. Él vino ese día, se sentó a mi lado, y me soltó: «Tu madre se ahogó en el mar». No hubo cuerpo, ni entierro, ni nada. Y, unas semanas más tarde, estábamos en París. A mí no me gustaba el colegio de Buenos Aires, pero el colegio francés me resultaba mucho más duro. Era rígido y se burlaban de mi nombre. Mira que llamarte Adriana Lejárrega, decía la maestra, en un batiburrillo de erres francesas, y parecía que estaba haciendo gárgaras. Negociamos en «Adrianá Lejarregá», pero no mejoró mucho la cosa. Pensándolo mejor, no me gustan el mar, ni las lenguas, ni los chistes con mi nombre. Tengo que llamar a Nico. Suerte que es noviembre y han florecido los jacarandá, la plaza se ha puesto azul. En esta plaza aprendí a andar en bicicleta; fue en otro milenio, en otra vida. Le compro a papá una colonia, con lo coqueto que es, le va a encantar. También una corbata muy alegre, con banderitas amarillas. Tengo suerte: me gusta Buenos Aires, y me gusta Nico. Me gusta París, y me gusta Raymond. Compro otra corbata para Raymond. Para Nico, calcetines, no usa corbatas. Cuando pienso en él, sonrío. O me excito. O ambas cosas a la vez. Podría verlo mañana. Busco un teléfono, todos están rotos. Mientras paseo imagino a Nico como es ahora: casi gordo, casi vencido, con ese desborde de masculinidad que siempre me ha gustado. Sonrío, me excito, y siento un arrebato de ternura. Nico y yo, jóvenes. La escena podría ser así: los dos estamos desnudos. ¿Dónde? En cualquier parte, en un hotel, o alguien nos ha prestado un departamento. Yo he vuelto de París para unas vacaciones. Es invierno. Siempre es invierno en la historia de mi vida. Hay apuntes de la facultad en el suelo. Nico camina, como si llevara las manos en los bolsillos, pero no tiene bolsillos, ni pantalones, sólo músculos de hierro y vello encrespado, genitales pesados como un racimo de uvas. Fuma, yo

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también. Estoy tendida en una cama (¿qué cama?) y lo estudio: está despeinado y tiene un pene grande, que siempre parece amenazar con una erección, una vena azul cruza esa piel extremadamente suave. A veces se sienta en la cama con las piernas abiertas y se lo estudia, como si lo sorprendiera. Por fin encuentro un teléfono. Me atiende la secretaria de Nico y dice que no tardará en llegar. No le dejo mi nombre. A papá sí que lo encuentro. Estoy descansando, murmura, y añade: ¿has hablado con tu madre? Estoy nervioso, dice también, y yo lo tranquilizo: no, papá, todavía no la llamé, es temprano. Necesito que me ayudes a vestirme, protesta. Papá, la cita es mañana, descansa. Hace una pausa larga y se pone a recitar algo en francés. Imposible cortarle sin que se ofenda, seguimos así hasta que se me acaban las monedas. Papá más joven. Papá en París. Y yo que, no sé por qué, un buen día dejé de creer en la versión de la ahogada y escribí a la vieja casa de Belgrano. Una semana más tarde recibía la respuesta. «Me gustaría verte», terminaba la carta. Y luego, con una letra femenina y desordenada, la firma: «Liza». Liza, no mamá. En «Las lilas» digerí con disgusto el beso de lengua y seguí ensayado con Nico: lo toqué y me dejé tocar. Mamá flotaba distraída, nunca estaba a la hora de la cena. Se acabaron las risas en la pileta, las piernas al sol. Todo se hundió en el verano aquél en el que lo único seguro era que Nico y yo nunca nos íbamos a separar. Cuando, por fin, dijo que me quería, mamá se había ido y papá vendió «Las lilas». En el hotel encuentro a papá con unas décimas de fiebre. Le pregunto si quiere que llame al médico, dice que no, son los nervios, repite, y parece alegrarse con la corbata. Ha puesto una foto de mamá sobre la mesilla de noche y cada tanto la mira, repite su nombre: Liza. Me armo de paciencia, está un poco confuso. Mientras habla, imagino cómo habrá sido su segundo matrimonio, con todos esos fantasmas mal disueltos, con todos esos recuerdos grumosos. He llamado a Raija para que prepare a mamá. Tampoco ella es joven, entre los dos suman casi ciento ochenta años. Los dejaremos solos y nosotras conversaremos en casa, dice Raija con su voz alegre, me muero de ganas de verte, te echo las cartas, o preparamos unos pas-

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telitos, o convoco a algún espíritu. ¡Tendrán tanto para contarse! ¡Qué romántico, Diego y Liza otra vez! Me río de ella, pero no me hace caso: está chapoteando en su propio culebrón. La nueva mujer de papá tuvo que aceptar la resurrección de mi madre, aunque posiblemente ya la conociera y la única engañada fuera yo. Así que comenzó a hablar de ella en público, y no con demasiado cariño, repitiendo «es una sanguijuela». Abro la ventana del hotel. El cielo se ha puesto azul turquesa y empiezan a encenderse las luces. Cada luz es una ventana, y cada ventana, una vida. Me quedo un rato divagando pero el cambio de horario y de estación me pesan y, vestida, me hundo en un sueño sin recuerdos. Cuando suben el desayuno, papá está despierto y camina en círculos alrededor de la alfombra. Está despeinado, parece perdido, le sucede por las mañanas. Se sienta frente a la taza y la estudia como si no supiera qué hacer con ella. Cuando el café está totalmente frío, se queja y pide otro. Raija me llama por teléfono, cuenta que mi madre no ha podido dormir, no deja de alborotar y de probarse todo el armario, está histérica, Adriana, Liza se ha gastado el dinero del mes en ropa, chismorrea escandalizada, ¡a su edad! ¿Y en qué se lo va a gastar, la pobre? ¿Cómo está tu padre? ¿Cuánto hace que no se ven? ¡Décadas! ¡Qué romántico! Tomamos un taxi hasta Belgrano. Ya no está el palacio de la calle Juramento, y en toda la manzana se levantan hileras de edificios anodinos. Mamá se quedó con la casa, pero nunca ha invertido nada en arreglos, las reinas no se ocupan en estos menesteres. Con lo que han subido las propiedades, no quiero ni imaginarme cuánto vale ahora, mi padre nunca le reclamó nada, por más que su mujer insistiera. Por la noche me veré con Nico. Beso a mamá con picotazos en el aire, ella me evita para que no le estropee el maquillaje. Bonita, me dice, ¿cómo estás?, ¿qué tal tus hijas? Y, sin demostrar ningún interés por mi respuesta, mira a través de mí como si fuera un fantasma. Por fin, descubre a papá. Diego, murmura. Diego. Nada más. Lo toma del brazo, veo cómo desaparecen en la enorme sala. La habitación está en penumbras. Sube, desde el jardín vecino, el canto de un zorzal.

Raija me tira las cartas y yo las interrogo sobre el amor. No sé qué pasará con tu vida, sentencia ella, pero ya sabes que el verdadero amor nunca se acaba. Luego me pregunta por Nico. Hace años que no lo veo, le digo, y siento que me crece la nariz. ¿Y Raymond? Está muy bien, Raija, no te preocupes, somos felices. Recoge las cartas y se queda mirándome, cubre con su mano pequeña y morena la mía, que parece un pez muerto sobre el tapete de ganchillo. Siento ganas de llorar. Desde la casa de al lado flotan las risas. Vamos a espiar, ordena Ratja, por la ventana del invernadero. Le digo que no, me parece horrible la idea de espiar a mis padres, pero cedo ante su insistencia. Nos subimos a un banco y los vemos. Él está sentado en una actitud tranquila, como si nunca se hubiera ido de allí, mi madre, con sus andares enérgicos, camina de un lado a otro de la sala. Con su melena de leona parece casi joven, las piernas todavía firmes. Mi padre, como siempre, despliega sus gestos calmos. Palabras entrecortadas, copas que chocan, suspiros. Liza siempre ha vuelto locos a los hombres, secretea Raija, un poco envidiosa, si yo te contara. Tu padre le está acercando una mano a la mejilla, se ve que todavía la quiere. Y ella no ha hecho más que atormentarlo. Me mantengo en silencio mientras, en el crepúsculo envolvente, veo cómo se besan. Por primera vez en todo el día, sonrío. Todo está en calma, el amor poderoso de mis padres, ese amor sin tiempo, flota por encima de todo y me consuela. No me deben nada, todo lo que han podido enseñarme está en esa sala. Dejo pasar media hora y busco a papá, lo ayudo a ponerse la chaqueta, le recompongo el pelo y, con él del brazo, le repito a Liza que pronto volveré. Ella se queda en la puerta, agitando una mano, y veo su figura difuminarse en la noche. Papá protesta porque no quiere subir al taxi, prefiere caminar. Todavía quedan jardines y la noche está atrapada en la oscuridad de las plantas. Parece conmovido, sonríe, pero se cansa pronto. Me prometo mantenerme en silencio pero, mientras lo pienso, oigo el sonido de mi incontinente voz: –¿Y, cómo te fue? Aprieta mi brazo, acerca los labios a mi oído, tengo que poner mucha atención para entender lo que está diciendo. –Qué mujer, susurra, qué mujer. Dime, hija, ¿quién era?

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Entrevista a Clara Obligado, por Iván Humanes

La vida breve

Entrevista a Clara Obligado por Iván Humanes ¿El exilio ha marcado su escritura? Sí, siempre he pensado que, de no haber vivido el exilio, nunca hubiera sido escritora, escribo para tender un puente, para acortar la distancia. Tras su llegada a Madrid en 1976 impartió talleres de escritura –fue pionera en ello-, ¿qué España (literaria) se encontró entonces? ¿Cree que (literariamente) hemos evolucionado? La España posfranquista era un páramo, en particular Madrid. En Barcelona había un movimiento más interesante, pero Madrid era penoso. Casi todo lo que era interesante había sucedido en el exilio. Era pobre tanto en cuanto al mundo de la edición como con respecto a la vida literaria en general. Una dictadura no ayuda a que crezca algo que necesita de la libertad de expresión como es la literatura. Vi publicar las poesías completas de Miguel Hernández, o algunas obras de Lorca. Se pensaba que el cuento era un género para niños. Claro que hemos evolucionado. Muchísimo. Aunque para muchas cosas, el daño está hecho, un paréntesis de cuarenta años es difícil de remediar. ¿La condición social de la mujer influye en la escritura? Suele verse la literatura escrita por mujeres como algo peculiar, pero es tan peculiar como la literatura escrita por hombres. ¿Por qué no le preguntan nunca a un autor si su condición de hombre influye en la escritura? ¿Por qué no le preguntan por sus personajes masculi-

nos, o por la forma en la que aparecen las mujeres en su obra? Las escritoras perdemos mucho tiempo contestando a esta pregunta, explicándonos y defendiéndonos. Los autores, mientras tanto, hablan de literatura y hacen negocios. Es decir, las condiciones de escritura de un hombre y de una mujer son diferentes, nosotras tenemos que contestar a este tipo de preguntas, y además, todavía la vida cotidiana no es igual para ellos y para nosotras. A esto podríamos sumar que las escritoras, a partir de los cincuenta años, casi desaparecen, dejan de ser vistas. De esas condiciones de producción habla mi cuento «La escritura». Pero me gusta el matiz de tu pregunta, creo que no se refiere solamente a la escritura, sino también a la situación social de la mujer. Evidentemente la literatura sigue siendo un reducto del machismo, aunque muy elegantemente disimulado, basta con mirar el catálogo de cualquier editorial de prestigio, como por ejemplo Tusquets o Anagrama, para ver qué pocas mujeres aparecen allí. ¿Cómo explicaríamos, por ejemplo, que el Premio de la Crítica no se haya dado a una mujer en cincuenta años? Clara Usón, que lo recibió este año, señalaba esta peculiaridad, que no es otra cosa que una actitud misógina con respecto a la escritura de las mujeres. ¿Los cuentos le sirven para experimentar o prefiere situarse en una tradición cuentística más clásica? Si no hay experimentación con la forma, la escritura me interesa poco,

necesito algún tipo de desafío interno para que sienta que una historia merece ser contada, o sea, que vale la pena dedicarle las horas y horas que hay que invertir en un cuento. Lo que me preocupa no es qué contar, sino cómo hacerlo, por mi trabajo en los talleres suelo estar muy atenta a la estructura de un relato. Y si la estructura no tiene algo de reto, me resulta difícil mantener el entusiasmo. Ha seleccionado los relatos hiperbreves de las antologías Por favor sea breve 1 y 2 (Páginas de Espuma). ¿No cree que el boom del género en estos últimos años deja ya poco margen para la innovación? Le tengo mucho cariño a esas antologías que mencionas, que en su momento fueron muy novedosas, no son las primeras que se publicaron en España, pero casi. Pero siempre pienso que el criterio de innovación o de novedad no es demasiado interesante en literatura, hay muy pocas cosas verdaderamente innovadoras o, más bien, el tiempo que tarda en gestarse algo nuevo puede ser muy largo. ¿Son una novedad los microrrelatos? Posiblemente sí en España, donde hace una década no había casi libros del género, sólo piezas sueltas en algunos autores. No lo son en América Latina, o no del todo. De todas formas lo que está de moda, pasa de moda, como dice el refrán, y no creo que el micro pase, me parece que ha llegado para quedarse. En Oriente los micros son centenarios… Moda, novedad, en fin, son palabras más idóneas

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Entrevista a Clara Obligado, por Iván Humanes

para hablar de coches o de ropa que de literatura. Creo que la literatura es buena o mala, al margen del sexo del escritor o escritora, de la edad que tenga o del país en el que haya sido escrita. En 2012 ganó el prestigioso Premio Setenil con su volumen de cuentos El libro de los viajes equivocados (Páginas de Espuma). ¿Cómo construyó esta obra? Fue una sorpresa muy agradable ganar el Setenil, un premio al que te presenta tu editorial, y vino cuando ya había decidido no presentarme a ningún premio porque me di cuenta de que no tengo el perfil necesario para ganar nada. Al jurado le llamó la atención ese pequeño plus que tiene el libro, la construcción geométrica aparentemente muy compleja. Buscaba experimentar con los préstamos que puede haber entre novela y cuento, e incluso micros. Quería escribir un libro de cuentos donde una novela, encapsulada, se abriera como si fueran hipervínculos en la mente del lector, que la novela fuera lo micro, y el cuento, lo macro, que el lector tuviera que participar en la construcción de la historia porque sólo hay muchos indicios que tiene que resolver, de alguna manera. Dicho así parece muy complicado, pero la idea es bien simple. Por otro lado, siempre me resultó difícil leer una colección de cuentos completa, es decir, nos cuesta leer un libro de cuentos sin saltarnos alguno. Sin embargo, no se lee así una novela. En El libro de los viajes equivocados buscaba una estructura que permitiera

la experimentación diversa del cuento y a la vez empujara a un ritmo de lectura continuo, como el que produce la novela. Fue muy divertido construir el libro, y creo que funcionó, porque el resultado es llamativo, aunque es más sencillo de montar de lo que parece. ¿Prefiere que una línea temática una todos los cuentos al escribir un libro? Es muy interesante tu pregunta porque creo esto es algo que ahora preocupa mucho a los escritores de cuentos. Yo creo que cada libro tiene su propia historia, y que distintas organizaciones pueden ser válidas. En general, me da la impresión de que casi todos los libros de cuentos tienen una especie de hilo de oro que los atraviesa, que hace que sean esos cuentos, y no otros, los que integran el volumen. Pero puede ser también de otra manera. Por suerte, es un género muy abierto a la experimentación y «todo está bien, si termina bien», como dicen los franceses. Si le pidiera que diseccionara el proceso de escritura del cuento inédito que precede a esta entrevista, como tallerista que es, ¿usted qué diría? Que hay tantos procesos como escritores, es imposible responder a esta pregunta, veo todos los días propuestas diferentes, algunas muy atrevidas. No creo que haya una línea, sino muchas, es un momento particularmente bueno para el género en España. Posiblemente tenga que ver con que no hay tanto mercado para el cuento como para contaminarlo con propuestas comerciales que finalmente rebajan la escritura. En líneas generales, claro.

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¿Cree que hay una fórmula para llegar a la intuición literaria? ¿Para olfatear de lejos el camino cierto o no de la escritura del cuento? Alguien, creo que Italo Calvino, decía que la espontaneidad es el fruto de un largo trabajo; es decir, hay mucho trabajo y muchas horas de preparación en algo que parece natural. Creo lo mismo sobre la intuición literaria, aunque también es cierto que, a pesar de que hay mucho que se puede aprender, y por tanto, enseñar, hay un imponderable misterioso que algunos autores tienen y otros no. Es algo bastante misterioso y lo he visto muchísimas veces en el taller. De todas formas, creo que el oficio lo es casi todo. Casi. ¿En qué está trabajando ahora? Estoy muy metida en un proyecto de libro de cuentos que será una especie de novela policíaca deconstruida. La novela policíaca me parece uno de los géneros más lineales de la literatura, y me pregunto si se puede desordenar y ampliar desde un acercamiento al cuento. En El libro de los viajes equivocados descubrí que un libro de cuentos puede contar lo mismo que una novela, y mucho más, y además, haciendo convivir diferentes técnicas: es apasionante. Me pregunto ahora si una novela de enigmas puede romperse o diseminarse o disgregarse en un libro de cuentos, si puede multiplicar su búsqueda formal y funcionar, a la vez, con esa tensión maravillosa que produce el enigma de la novela policial.

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Los pescadores de perlas

Juan Gracia Armendáriz: Microrrelatos inéditos

Juan Gracia Armendáriz Microrrelatos inéditos

Nuevo mundo Cuando papá enloquecía se encerraba en el salón, encendía el tocadiscos y hasta nuestro cuarto llegaban los compases de La sinfonía del Nuevo Mundo. Era tan alto el volumen del aparato de música que a decir de los vecinos la Orquesta Sinfónica de Berlín tocaba alguna noches, toda ella, en nuestro salón. Asocio la composición de Dvorak con la tormentosa frontera que entonces atravesaba papá: un hombre de cuarenta años que buscaba en esa composición un nuevo horizonte, una tierra de promisión, algo que lo ayudara a huir y dejar atrás la tormenta de deudas que amenazaban su negocio y la estabilidad familiar. Aquella música me estremecía porque se me antojaba que presagiaba una costa americana, rocosa, entre la bruma helada del amanecer, vista desde la borda de un precario esquife donde nos agolpábamos toda la familia, como los náufragos en La balsa de la Medusa. Esas imágenes llenaban el salón donde mi padre, a solas, con un whisky en una mano y un cigarro Winston en la otra, dirigía su invisible orquesta de fantasmas. A fin de apaciguarlo mi madre nos hacía pasar al salón, donde él ya descansaba en el sofá con terrible gesto de Von Karajan. Le dábamos las buenas noches con un trémulo beso en la mejilla y luego nos acostábamos sin hacer ruido. Por aquel entonces yo leía El bandido adolescente de Ramón J. Sender e imaginaba que ante mí se extendía una tierra fronteriza y polvorienta, por la cual merodeaban jóvenes asesinos de pelo rojo. Cuando todo parecía en calma y la casa quedaba anegada en un silencio aún poblado de notas y compases, yo apagaba la luz de la mesilla y soñaba que mi padre dirigía una caravana. Lo hacía con un látigo en una mano y un rifle Winchester en la otra, la cara enrojecida por el alcohol, bajo el sol inclemente de Arizona, y que toda la familia, incluido nuestro perro, que correteaba atado al carromato, nos adentrábamos en una gran extensión de tierras salvajes.

Última estación Me pregunto si el viaje habrá sido en vano. Yo creí que habría alguien, pero ahora descubro que nadie ha venido a recibirme. Ningún rostro conocido, ni un gesto de bienvenida. «¿Hay alguien ahí?» –pregunto, pero sólo oigo mi voz que retumba en la bóveda de la estación. Confiaba en que algún familiar me recibiera con un abrazo y me indicara qué debo hacer ahora. Nunca había estado aquí, creo. Parece evidente que todo era una farsa urdida por charlatanes. Cruzo el espacio en dirección a la puerta de salida y mis pasos resuenan en la estancia con eco metafísico. Ni un cartel, ni un conserje mal encarado. Nada. Siempre me ha crispado la mala educación. Estas no son formas de recibir a un alma perdida.

Solos Antes los oíamos todos los días, al atardecer, y sus voces nos consolaban. No era difícil identificar al dueño de cada una de ellas: estaba la voz atiplada de mamá, en el centro de la habitación, y la voz ronca de papá, que parecía algo distante, y estaba también el coro de voces de las viejas, que era un bisbiseo un poco angustioso. Luego las voces se fueron apagando. Primero enmudecieron las viejas, a las que dieron la bienvenida con flores de papel; luego la de papá, hastiado, acaso, de que el whisky no templara su corazón. Ahora sólo se escucha la voz de mamá, muy tenue, como salida de las tripas de un transistor, y en ocasiones nos parece que gime o simplemente maldice. Al parecer todo el mundo lo ignora, pero lo cierto es que aquí cada día nos sentimos más solos.

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Necroficción Al leer la noticia de su muerte fui víctima de la inspiración. Juan José Arreola

Yutang Pong nació el 11 de mayo de 1927 en Anhui, República Popular China. Hijo de una familia de minifundistas acomodados, el joven Pong logró cursar estudios universitarios en la ciudad de Hefei, especializándose en acupuntura y medicina tradicional. En sus primeros años universitarios dio a la imprenta un libro de poemas: El palacio de la luna reposada, en que canta la sencillez de la vida campesina y los goces de la Naturaleza. Tras la llegada al poder de Mao Zen Dong fue represaliado y los ejemplares de su libro quemados en la plaza pública de la ciudad universitaria. Yutang Pong fue enviado a un campo de trabajo. Sembró arroz durante cinco años. Escribía poemas mínimos con un punzón. Una vez finalizado su periodo de reeducación fue enviado como ayudante a la Universidad de Educación Física de Pekín; allí investigó los efectos terapéuticos del Chi Kung en el deporte de alta competición. A escondidas de las autoridades escribió poemas a la manera de Li Po: ensalzamiento de la amistad, los placeres del vino y la fugacidad de la vida, son los temas principales de su poemario más famoso: La luna sonríe; salta la rana. Descubierto por el comisario político del distrito universitario, fue expulsado de la Universidad. Su obra se torna más agria y pesimista con títulos inéditos que esconde en el colchón de su jergón: Cáliz de la hormiga negra, y sobre todo Tristísimos cedros, obra que por su hondura amarga lo emparenta con la literatura existencialista que durante aquellos años se cultivaba en Europa. Tras varios intentos frustrados, en

1968 consigue huir de China en un carguero de bandera malaya. Recala en el puerto de Marsella. Trabaja en un restaurante asiático de París y más tarde, gracias al apoyo de una asociación macrobiótica, abre una consulta de acupuntura. Por ella pasan algunas de las personalidades de la intelectualidad francesa del momento: Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir o Louis Althusser fueron sus pacientes. El lacónico Yutang manifestaría años más tarde su extrañeza ante las dolencias de tan ilustres enfermos: «Mi ciencia –dijo– no puede curar lo irremediable». Sin embargo, su éxito como médico acupuntor coincide con el crepúsculo de su obra poética. Sus obras, traducidas al francés por una editorial de tercera fila no consiguen ningún eco entre la prensa especializada. Los lectores europeos miran a Hispanoamérica. Una noche de borrachera Yutang Pong cayó al Sena desde el Pont Neuf. La fatal caída sobre una barcaza le postró en una silla de ruedas. Abandonó la práctica médica y fue olvidado por sus antiguos pacientes existencialistas. El año pasado su obra fue objeto de numerosos estudios y congresos y ha sido reeditada, con gran éxito de público, por la prestigiosa editorial Gallimard. La crítica se ha rendido a la obra de Yutang Pong. «Una obra rara en su descoyuntada sencillez. Un poeta imprescindible» –ha dicho Francois Toisson, director de la Academia de las Letras Francesas. El poeta y médico acupuntor falleció ayer a la edad de 102 años en una residencia próxima al bosque de Fontainebleau, tras haber recibido los santos sacramentos.


Los pescadores de perlas

Regreso a casa El escopetazo sonó contra el cielo de noviembre, y aunque la luz no cambió de intensidad se diría que el sol comenzó a bailar en aquella bóveda que parecía hecha de seda gastada. A pesar de todo, no había perdido el gorro de guata. Sintió que una rara correspondencia unía el dolor en el brazo con el escándalo de la sangre sobre los terrones escarchados. ¿Qué rayos tendrían que ver las salpicaduras de sangre con ese aire que ahora llenaba sus pulmones de prismas de hielo? Nada seguramente, pero había caído al pie de la palomera y sintió que su brazo se doblaba bajo el peso de su cuerpo en la perpendicular de las raíces. Gritó de dolor y miedo. El estampido se había apagado absorbido por la maleza. Muy pálido, el autor del disparo se aproximó hacia él. Desde el suelo, el hombre gimió bajo el gorro de guata al ver el hermoso ejemplar que guiaba a la bandada, rumbo al sur, porque él no había llegado desde Ucrania para caer ahora. Había visto las palomeras y el brillo pavonado de las escopetas entre las encinas. El guía tomó altura y todos le siguieron, pero el viento no acompañó a la maniobra defensiva. Soplaba fuerte desde el norte, así que el guía decidió cruzar en vuelo bajo, por encima de la primera línea de escopetas. La descarga no sonó unánime, pero vio caer al guía, paralizado en el aire por el cono de perdigones, y luego a todos los que flanqueaban la bandada; algunos eran abatidos dejando tras de sí una estela de plumas; otros caían como trapos atraídos hacia la tierra. Cerró los ojos cuando supo que llegaba. Atisbó la figura de un hombre que se afanaba en apuntarle. Una vez superada la línea de fuego sonó un disparo que creyó dirigido a él y alcanzó a ver al hombre que desaparecía hacia el suelo con un gesto de dolor, y el gorro de guata calado hasta las cejas. Advirtió que el viento norte había cesado de golpe, así que extendió las puntas de las alas y tomó altura. Todos le seguían ahora. Volvían a casa.

Juan Gracia Armendáriz: Microrrelatos inéditos

Bildungsroman El joven poeta de corazón limpio descendió al cavernoso sótano de la editorial, y como un Dante primerizo ascendió a la superficie trastornado por el rimero de páginas mal editadas por cuyas junturas se desprendía una hemorragia de erratas: las bes, las uves, las haches, las tildes fuera de lugar caían sobre la acera. Ajeno al desprendimiento tipográfico y a la metástasis gramatical, el joven poeta de corazón limpio caminó con su primer libro bajo el brazo en la falsa creencia de que aquel objeto editado con precariedad de posguerra le mantendría a salvo de los ímpetus del tiempo, que las mujeres se rendirían a sus pies, que el mundo se detendría cuando sus versos fueran declamados en emisoras de radio, en programas televisivos, en multitudinarios recitales que colmarían estadios de fútbol, y el presidente de la nación le concedería el Toisón de Oro, y él bailaría el vals en Estocolmo, viajaría en clase preferente, escribiría versos herméticos en las bandejas de los aviones, en las salas de espera de los aeropuertos más distantes… Y así bullían los futuros logros del joven poeta de corazón limpio mientras pisaba la penumbra del portal de su casa, y una traicionera mierda de perro lamió la suela de su zapato de la que se desprendió el inconfundible perfume de la inmortalidad literaria. Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es autor, entre otras obras, de dos libros de microrrelatos, Noticias de la frontera (1994) y Cuentos del jíbaro (2008); la colección de relatos Queridos desconocidos (Premio Príncipe de Viana 1998); y las novelas La línea Plimsoll (Castalia, Premio Tiflos 2008), Diario del hombre pálido y Piel roja, ambas publicadas por Demipage. Es columnista de Diario de Navarra desde el año 2000.

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Carlos Alcorta

Problemas de visión

poemas inéditos

Son representativas. Un cambio repentino del cielo o la prolongación de un túnel intensifican su pudor. Las luces de posición resultan ineficaces para ver, para hacerse ver. Conduzco ahora por el pavimento mojado de una carretera aislada, encajonada entre una lujuriante masa de árboles que dejan pasar rayos de luz oblicuos de forma natural, forzándome a bajar el quitasol del parabrisas, y la productiva orilla del arroyo. Llego a una encrucijada.

Deturpación En un poema malogrado que José Hierro recitó en el programa radiofónico que capitaneaba en los años ochenta, comparé las airosas estatuas de una escalinata renacentista con falsas cariátides que sostenían apesadumbradas quásares y otros pájaros, la exacta desnudez del cielo mudo. Aún enriquecía mi instintiva capacidad de observación el entusiasmo ante las cosas. Me incitó a ello, pienso ahora, ese concepto presocrático de la proporción y la armonía que estudiaba por entonces en las asignaturas optativas del bachillerato, pero aquellas ideas que sedujeron a ese yo adolescente se han contaminado de ambigüedades místicas, a pesar de mi repulsa a las revelaciones celestiales, porque más que de mármol, de manejable arcilla están hechos los hombres que esculpieron esas morosas formas de la inmortalidad.

El prominente escote de su camisa blanca dejaba al aire la incitante curva de sus senos, turgentes por el frío invernal que invadía el aula habilitada para el estudio, cuando suspendía su cuerpo de la silla para enmendar un fallo en los deberes escolares de su hija. Yo nadaba como un lucio en las aguas del frágil paraíso que mi mente iba construyendo mientras aceleraba. Hasta el maldito instante del atropello, nuestra única conexión personal era una afición velada por la práctica de un deporte que compartía circunstancialmente con el ciclista malherido. Dolor intercostal, fracturas, sangre. Mordí cínicamente la manzana del pecado y el Edén se disipó al notar el impacto, como si hubiera sido tan sólo un espejismo concebido por la insaciable furia del demonio que fertiliza con su odio todos mis actos.


Carlos Alcorta: poemas inéditos

El castillo de Barba Azul

Cambio climático No es frecuente, en esta época del año, disfrutar de una tarde así en la playa. No parece de enero esta luz, esta calma, este color del cielo que sustenta nuestro ánimo. Si es en la claridad donde se afirma la naturaleza verdadera de seres y elementos, cada semilla de este sol amancebado cae sobre la arena como maná de una oración legítima, pero ¿no es cierto que de la abundancia de luz nace también la oscuridad? Se mantenía ocioso el rango universal, como si fuera ya de noche, o septiembre. Mientras vagaba sobre dunas y oscuros reinos que Yavhé conservaba casi intactos, atento a las generalizaciones que el paisaje ofrecía como un mérito privado, contemplé durante una fracción de segundo, durante un segundo infinito, la claridad abierta, el callado fulgor del sexo promisorio, decepcionadamente amodorrado y pulcro, igual que el de una puta, sin defensas, exhibiéndose de manera inútil, con esa afectación que empuja a quien claudica a recaer en la indisciplina moral, pero el momento carecía, para mis desmañadas tentativas, de probabilidades veraces de victoria. Allí, en ese cuerpo, se cifraba el origen invisible de todo lo que transforma al mundo, esa arbitrariedad de los sentidos que contradice a la conciencia, hostigada por la provocación blasfema que repudia su falsa indiferencia.

Conversación (Matisse)

Ha amanecido hace horas. La claridad que tiñe de azul la habitación desnuda se desplaza igual que un gasterópodo por el hueco de la ventana, con sumisión, sin jerarquía. Al otro lado de la pared hojas de abedul cortan los holgados lienzos de un cielo rutinario, inofensivo. Al calor del hogar las confidencias se hacen más íntimas, se afirman nuevas en sí mismas; parece que flotaran dentro de una burbuja ingrávida los sentimientos más contradictorios. A la verdad se puede llegar por diferentes caminos. Muchos hablan del sendero que prescribe la indeterminación como el de máxima complejidad por sus innumerables laberintos. Tú lo has atravesado con fervor no exento de fracaso, pero hallaste en la muda humildad del silencio una buena razón para apartarlo de tus predilecciones. La mente se detiene. Reflexiona. Es carbón apagado, como decía Shelley. Porque nadie es más sordo que quien no quiere oír. Privarse de un sentido es otra forma de ver el mundo, de reconocerse en lo imperfecto.

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Carlos Alcorta: poemas inéditos

Estudio de las nubes

El instante propicio

Me aseguraron que llevaba varias horas en semejante posición, sin apenas balancear el peso de su cuerpo de una pierna a otra, lo que me inclinó a suponer que era capaz de llenar su tiempo con las acrobacias que practicaban, sobre impermeabilizadas tablas, cualificados estrategas a quienes observaba con paciencia y despreocupación, semidesnuda como una sufrida vigilante de playa o un espantapájaros al que desposeyeron de su atuendo decenas de gaviotas codiciosas.

A buen ritmo camino por el borde del agua en las pausas entre una zambullida y otra para que el cuerpo entre en calor, acelerando la circulación sanguínea. Se ralentizan los movimientos de las manos temporalmente, como si estuvieran desvinculadas de los antebrazos, sumergidas en un tazón de aceite.

Tal vez aprecia, en esa geometría accidental del agua y de las nubes, una vinculación inesperada entre naturaleza y religión, algo que hasta ese instante no la intranquilizó, y sin embargo ahora parecía entristecerla, como si hubiera puesto fin a un secreto idilio. O, cabía otra posibilidad en mis divagaciones, a pesar de que evoco con suma nitidez sus rasgos y los necios comentarios sobre su discutible hipocresía que suscitaba entre la concurrencia, jamás había estado aquí del todo, porque sus aturdidos ojos evidenciaban mirar sin ver las cosas, igual que si su mente se entretuviera en simplificaciones ontológicas que justificaran su controvertido ensimismamiento.

La brisa matinal hace más luminosa la luz, más frío el eco de la mar. Ignoro cómo usar mi libertad. No me procura calma suficiente para manipular con los sentidos la angustiosa impresión de vacío que siente el nadador incompetente que aún soy cuando pierdo pie. Asigno a sus dobleces responsabilidad en el turbio conflicto que mantengo con mis debilidades. Me impulsa a aventurarme en lo desconocido y al mismo tiempo a no dejarme guiar por intuiciones. Tengo que hacer un gran esfuerzo para permanecer equidistante. No encuentro pertinente inclinarme hacia algo que no consigo verificar con silogismos ni con plegarias.

Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959). Ha publicado, entre otros, los libros de poemas: Trama (Algaida, 2003), Corriente Subterránea (DVD Ediciones, 2003), Sutura (Hiperión, 2007), Sol de Resurrección (Calambur, 2009) y Vistas y panoramas (Eclipsados, 2013). Actualmente es codirector de la colección de poesía de Quálea Editorial. Ha sido corresponsable de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los últimos cursos universitarios. Ejerce la crítica literaria y artística en diversos medios nacionales.


El castillo de Barba Azul

Rafael Fombellida: poemas inéditos

Rafael Fombellida poemas inéditos

Mozo con pértiga Alegría, garzón, cada cosa en su sitio y tú sobre las cosas. Alegría. Te has viciado en el aire y enroscado una lengua de fibra y blanco nervio alrededor del mástil. Así se salta en tu país, se brinca así, dinámico y colmado sobre las extremadas durezas de la vida. Cada vez que el palanco remueve el cantizal, alguna piedra entorna su cabeza y deja a la culebra dar al sol una cinta de légamo. Cada vez que te aúpas en los hombros seguros del planeta, tu júbilo es el mío, pues te cela salada la fortuna. Elévate arrogante como el airón volado de un caudillo y pósate de pie sonriendo espacioso, equilibrado. Eres nómada y saltas. Te coronan los cirros de la aurora. Te sabes inviolable. La urgencia de tus ojos es ventura para tu corazón. No hay roce doloroso de rodilla reventada en la tierra. No hay cálculo fallido, no hay guijarro con trampa ni falso apoyo que a ti te haga rodar avergonzado entre la bosta seca de la grey. Estás fino, garzón, tu músculo se envisca, el escorzo es gallardo. Tu brinco y tu parábola son un cantar bizarro al enardecimiento. Un cantar, un cantar. Sigue así, finta diestro, respinga y piruetea sobre el torrente, el árbol de ligustro, el cudón afilado de las cercas cautivas. Lúcete en el caudal, sobre la sima misma, sobre el despeñadero. Si el tiempo te persigue, dale cuerda a tu esfuerzo y patronéalo. Si la muerte te acosa, descíñela de ti sin miramiento. «Todos los mozos del Valle del Pas / tienen un palo para saltar…». Alegría, garzón, porque tu raza de estirpe malabar ha podido con todo y te exhibes crecido sobrepasando al miedo con tu curva de ánimo. Exáltate en el riesgo, el instinto muy alto, sí, alegría. Desdeña la tormenta que te oculta del sol, la bronca de la usura. Alegría. Repítelo confiado como un trozo de lumbre sobre el cieno del mundo. Alegría. Conténtate a ti mismo mientras la roja escama de las tres de la tarde pone luz sobre ti y luz en cada cosa. Alegría, garzón. Ahincado en la insolencia de un redoble de fe juégate tu fulgor y gana soberano esta jornada.

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Dem Deutschen Volke Los tres hermanos Schussnitz habían revuelto juntos, con el padre y la madre, los pilones de estiércol pomeranos. «¿Qué buscáis?». «Sólo pan para las ocas y lombrices de pesca». Los tres niños albinos se estaban alineando ante el fotógrafo. Carl, el más alto, sonreía seguro al objetivo tomando por los hombros a los otros. Los tres hermanos Schussnitz recogían plumas de pato y ganso para que su mamá llenara los colchones. Cuando papá volvía del horno de hacer cal, solían alejarse dejándolos a solas. Luego Michael, o Paul, porque Carl estudiaba y no quería saber lo que ocurría fuera de su mente, pasaban una esponja de colores pastel por los arcos ciliares y las órbitas malva de la madre. En la escuela fisgaban el breviario de frases alemanas. Si su tipografía era solemne, las cosas que decía no lo eran mucho menos. Alles Leben ist Leiden…; Der Mensch leidet so tief…; Ein Volk, ein Reich, ein Führer… Se cogían la mano al regresar a casa y escudriñaban cautos el perfil de sus padres. «El espíritu está en el culo del mundo. ¿Sabrías extraer su destilado?». Carl, en la catequesis, temía siempre a Dios, pero era el párroco quien castigaba a oscuras dentro del sobresótano. Carl lloraba sin mañas, su llanto era caudal. Si se abría la puerta, sabía que tendría que beber gotas de un destilado del espíritu. «¿Sabes sacar el alma?». Carl sorbía gimiendo al dictado del párroco. El hombre, algo agitado, repetía mientras limpiaba grumos de su alma de la boca del niño: «Acibarado es el gusto del espíritu, porque es sabor de sumisión a Dios». Hacia el cuarenta y uno, los ya mocitos Schussnitz reían entregándose a las bromas. «¿Has visto tú a una rata correr sobre dos pies?». «Sí, claro, al anticuario de Seebrücke. Un perro le mordía los cojones». Los tres hermanos Schussnitz llegaron a Tourcoing en un vagón de carga militar. Viejos y adolescentes, fanáticos y audaces, obedientes y crédulos. Cenaron carne en lata sobre la nieve y, luego, anillaron en ondas la blanca nochebuena con el humo de los dos cigarrillos que les correspondieron. «Primera navidad lejos de casa…». Añoraban su aldea mirando a las estrellas. Bajo una placa de hormigón, los tres hermanos Schussnitz yacen. Bajo mis botas. Como Carl es más alto, está en el centro. ¿El sabor de la tierra será sabor de Dios? ¿Estará ahí el espíritu, en el culo del mundo?


El castillo de Barba Azul

Rafael Fombellida: poemas inéditos

La furia del monzón «Por aquí ha de pasar la furia del monzón», habías dicho separando el cabello en dos segmentos rubios. «Por aquí pasará, por esta divisoria de piel viva y abierta entre los hemisferios del ayer y el mañana, entre las cavidades sonoras de este cráneo». Luego te vi tomar las tizas de la escuela, agacharte en el piso y trazar una línea temblorosa y muy blanca que prolongaba el rastro que habías delineado en tu propia cabeza, la recta medianera entre claro y sombrío, entre borrasca y luna. «Siéntate frente a mí y callemos juntos», y yo me senté solo a un lado de la mesa mientras tú completabas la señal del presagio. Con los ojos muy fijos palpaste ese sendero que fraccionaba el pelo en dos porciones rubias. Iban tomando tono distinto esos dos lóbulos según les diera el sol de ochenta vatios. Nebuloso y fulgente, cristalino o nocturno, perfeccionaba el óvalo su carácter de astro, la aridez de su cara más oculta, su evidencia desnuda donde daba la luz. Tomaste tizas de colores fríos que tu mano arrastró por la nariz, el arco abovedado de la frente o los labios oscuros. Sobre el grana satén de su resalte dejaste caer dos gotas de yeso azul de Prusia. «No es más que un tonto juego, no te asustes», y tu risa vertió su añil sobre el tablero. La pinza de tus dedos alzó la tiza roja más brillante y la mostró al trasluz bajo la cúpula cromada de la lámpara. Sólo dijiste «lipstick», sólo dijiste «mírame», y la llevaste a un cuello hendido en dos también por un rasgo escarlata. Cuando desabrochaste tu camisa esperaba ya ver la cicatriz carmesí sobre el pecho, el renglón incidido entre tus masas de pálido revuelo. El corazón latiendo separado partido en su mitad como una fruta. «Por aquí ha de pasar la furia del monzón, entre los hemisferios del antes y el después, de la vida y la muerte, la derecha y la izquierda. La linde que perfilo tiene el nombre de ahora». ―Hablabas, y te oía, con desamparo y lejos. «Entre las cavidades sonoras de este cráneo, por esta división de piel viva y abierta…, por aquí ha de partirme el hacha de la Historia». Es terrible vivir en este tiempo. Mientras viene, callémonos amando.

Rafael

Fombellida

(Torrelavega,

1959). Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Deudas de juego (Pre-Textos, 2001), Norte magnético (DVD Ediciones, 2003), Canción oscura (Pre-Textos, 2007) y Violeta profundo (Renacimiento, 2012), así como el diario Isla Decepción (Pre-Textos, 2010).

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Entrevista a Sergi Belbel por Xavier Borrell

.Sergi Belbel (Terrassa, 1963), director artístico del TNC (Teatre Nacional de Catalunya) desde el año 2005, Premio Marqués de Bradomín en 1985 por Caleidoscopis i fars d’avui, Premio Nacional de Literatura Dramática en 1996 por su obra Morir, Premi Nacional de Teatre en el año 2000 y galardonado con diversos premios Max de las Artes Escénicas, repasa en esta entrevista para Quimera-revista de literatura su actividad teatral, su forma de ver y escribir teatro y su dirección en el TNC. De todas las obras que ha dirigido a lo largo de su trayectoria, ¿cuál o cuáles son las que le han quedado más marcadas en la memoria? Son muchas. Cada una tiene su propia historia y me trae unos recuerdos determinados. De las de otros autores, tengo muy buen recuerdo de Desig, de Benet i Jornet (Teatre Romea, 1991); de La dona incompleta, de David Plana (Sala Beckett, 2001); de Dissabte, diumenge, dilluns, de De Filippo (TNC, 2003); de El mètode Grönholm, de Jordi Galceran (TNC, 2003); de Agost, de Tracy Letts (TNC 2010)... De entre las mías, tal vez Després de la pluja (Teatre Auditori de Sant Cugat, 1994) y El temps de Planck (Teatre Romea, 2000). Pero me dejo muchas... A estas alturas, ¿qué busca en un texto teatral para decidirse a llevar adelante su dirección? En un texto teatral no sé exactamente lo que busco. O sí, pero es difícil de explicar. Tal vez busque en él una sensación de proximidad o, mejor dicho, un efecto de empatía. De repente, algo en la escritura o en el tratamiento dramático del tema en cuestión me llama la atención, me cautiva hasta tal punto que me entran unas ganas terribles de montarlo en escena. Se produce una especie de conexión inmediata, generalmente ya en una primera lectura. Eso me sucede, aproximadamente, en un texto de cada cuarenta o cincuenta leídos. A medida que voy

leyendo ese texto, de repente lo veo montado encima de un escenario. Cuesta de explicar. ¿Cómo crea sus personajes cuando aborda la escritura de una nueva obra? ¿Cómo los construye? Los construyo generalmente a partir de frases o gestos muy concretos. Siempre a partir de cosas particulares. Un trozo de diálogo que he oído en algún sitio. O un gesto o un movimiento observado por la calle, o en el metro o en alguna persona conocida. Casi nunca construyo los personajes a partir de ideas o de abstracciones. Aunque cuando era más joven creo que sí que a veces los construía así. Llega un momento en que le nombran director del TNC, ¿en qué se parece dirigir una obra en concreto a todo un teatro? Nada que ver. Siempre digo lo mismo: dirigir una obra de teatro es dirigir a personas en la ficción. Dirigir un teatro es dirigir a personas en la realidad. Es muy distinto. Personalmente, prefiero mandar en la ficción. Se me da mucho mejor. ¿Qué cara se le queda cuando ve noticias como que el lobby de la cultura en Francia ha conseguido que no se iguale el IVA cultural con el otro, mientras que aquí no hemos conseguido nada? Estoy muy cansado de la política española. Prefiero no opinar. Mi modelo de país es Dinamarca. Si no fuera por el clima... ¿Está el teatro catalán en un buen momento? Está, según mi modesta opinión, en el mejor momento de toda su historia. Nunca antes se había exportado tanto talento fuera de nuestras fronteras. Anteriormente, compañías consolidadas como Comediants, Joglars, La Fura dels Baus, Tricicle, etc. se pasearon por medio mundo con gran éxito. Desde hace unos años, son muchísimos los autores catalanes que pasean sus textos por teatros de media Europa e incluso más allá. Fenómenos como Jordi Galceran y Esteve Soler, pero también Benet i Jornet, Rodolf Sirera, Pau Miró, Lluïsa Cunillé,


La voz humana

entrevista a Sergi Belbel. Xavier Borrell

© David Ruano (TNC)

Carles Batlle, Albert Espinosa, Guillem Clua y tantos y tantos otros estrenan sus textos traducidos a otras lenguas, en teatros públicos y privados. Sólo hay que consultar la web wwww. catalandrama.cat para darse cuenta del fenómeno. Además, ha nacido una nueva generación de dramaturgos jóvenes que han renovado el público. Jordi Casanovas, Cristina Clemente, Marta Buchaca, Josep Maria Miró, etc., no paran de escribir y de estrenar en toda clase de teatros sus creaciones, a veces con muchísimo éxito. El problema ahora es la crisis. Con la escasez de recursos (y en particular en Catalunya, donde sin duda la situación es muy crítica por depender en gran medida de una administración –la Generalitat de Catalunya– severamente mermada) y el drástico descenso de los ingresos motivado en parte por el aumento del IVA al 21% que el Ministerio de Economía impuso desde septiembre (hay que recordar que es el único país en que sucede algo así, equiparando la cultura a un artículo de lujo, como unos pendientes de diamantes, por poner un ejemplo), la situación podría invertirse en los próximos años. Toda la riqueza autoral, teatral, etc., que se ha conseguido en estos últimos años podría convertirse en nada.

De todos los actores de la historia, ¿a quién le hubiera gustado dirigir y no lo ha podido hacer? No sé. Si pudiera trabajar con Meryl Streep... Con el tiempo se ha convertido, creo, en mi actriz favorita (después de todas las grandes con las que he trabajado aquí, claro, ¡ja ja ja!; no se me vayan a enfadar las Conejero, Vilarasau, Iscla, etc., etc.). Y de los que ha dirigido, ¿con quién o quiénes se queda? Con muchísimos. Hay actores con los que repito casi sistemáticamente: la malograda y espléndida Anna Lizarán, Laura Conejero, Emma Vilarasau, Míriam Iscla, Francesca Piñón, Jordi Boixaderas, Lluís Soler, Jordi Banacolocha, Manuel Veiga, Jordi Bosch... Pero no son los únicos. También me encanta trabajar con jóvenes valores y descubrir nuevos talentos. ¿Qué supuso para usted la reciente pérdida de la gran actriz Anna Lizarán? Aún no me lo creo. Es demasiado reciente. Un dolor increíble. Teníamos proyectos de futuro que han quedado en la cuneta. Es muy, muy triste. Me causa todavía mucho

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entrevista a Sergi Belbel. Xavier Borrell

La voz humana

dolor pensar en ella, en lo que los espectadores de teatro van a perderse en el futuro. Estaba en su plena madurez después del exitazo de Agost, que levantaba de sus asientos a casi novecientas personas cada día al salir ella a saludar. Espero que las nuevas generaciones de actores y actrices la tomen como referente indiscutible de nuestro teatro. ¿Volverá algún día el proyecto T6 de fomento de nuevos creadores del TNC? No lo sé. Creo que ha sido un proyecto importantísimo en el panorama de la dramaturgia catalana. Casi treinta espectáculos en diez años de autores jóvenes (y no tan jóvenes) de formato mediano, programados todos ellos con absoluta convicción, sin constreñimientos económicos ni de mercado (por decirlo de un modo inteligible, o con terminología empresarial). Con éxitos, fracasos y medias tintas, pero siempre escenificados con rigor y profesionalidad, y en el marco del principal teatro público de Catalunya, el TNC. ¿Qué proyectos de futuro prepara? Proyectos muy concretos de dirección escénica y alguno también de escritura de guión televisivo y cinematográfico. Debo recuperar la escritura, tras ocho años de dedicación constante a la dirección artística del TNC.

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Xavier Borrell es escritor y crítico cultural, especializado en literatura y teatro. Ha publicado dos novelas: Amores inciertos y El canto de la ira. Actualmente dirige la web y programa cultural de Ràdio Cornellà Propera parada cultura. Es asesor literario del programa de Radio 3 (RNE): Todos somos sospechosos y de La tarda de Cope Catalunya i Andorra. En 2013 se estrenó como actor protagonista en el mediometraje El universitario.

© David Ruano (TNC)


Einstein on the Beach

Michelle Roche Rodríguez: La estética del chavismo

La estética del chavismo: Nostalgia y expresionismo literario como metáforas de la abyección

Enraizada en las técnicas literarias de la vanguardia venezolana, la literatura desarrollada como compromiso con los lectores de la Era Chávez tiene entre sus temas principales la nostalgia, la enfermedad, el desastre natural y la crónica del fracaso, desarrollados en ambientes poblados de imágenes del deterioro y la violencia.

por Michelle Roche Rodríguez .La crisis política con la que Venezuela entró al siglo XXI es el tema de innumerables publicaciones internacionales y la muerte de Hugo Chávez, ocurrida el pasado cinco de marzo, sólo ha multiplicado el interés por esta nación dirigida por los promotores de la Revolución Bolivariana. Aunque la literatura venezolana actual ha tenido poca difusión fuera de sus fronteras, un análisis de su desarrollo puede ser un punto de partida idóneo para entender cómo los habitantes de ese país transitamos la década y media de chavismo, pues toca a los intelectuales desentrañar los significados tras los conflictos. Los párrafos que siguen pretenden mostrar algunos de los narradores cuya obra reciente se encuentra comprometida con la representación de la realidad venezolana contemporánea, marcada por el violento enfrentamiento entre ciudadanos de la misma nación como consecuencia del discurso político soez y las desigualdades sociales generadas por la decepción ante el paradigma de la modernidad, entendida como la afirmación del progreso económico y social a través del capitalismo y la democracia. A continuación, se analizarán dos generaciones de autores examinando sus temas comunes y cierta estética de lo abyecto que, aunque se erige como metáfora de estos tiempos, los vincula con la vanguardia venezolana de los años sesenta cumpliendo, por fin, el viejo sueño de un cuerpo literario, una tradición aglutinadora de la literatura venezolana. Aunque ya quisieran muchos escritores interesados en promoverla editorialmente, la polarización política no se ha traducido en corrientes literarias, digamos una «oficialista» y otra «de oposición», sino más bien en la postura de los autores que se identifican con cada bando. Me refiero a la actitud complaciente con el gobierno de quienes se han declarado afectos al chavismo por considerarlo una renovación de la patria y la posición crítica de quienes les son adversos, alegando que las medidas tomadas por la Revolución

suponen la implementación de un autoritarismo cuya figura central era Chávez. La radical confrontación de pareceres ha dado un protagonismo inédito a los intelectuales en la última década y media, fenómeno que representa un cambio con respecto al siglo XX, cuando a los escritores se les acusaba de no involucrarse ni con la realidad nacional ni con los lectores. El cinco de noviembre de 1995, en su columna de opinión que sobrevive aún en El Nacional, Antonio López Ortega se quejaba de la clase intelectual venezolana que «vivía puertas adentro, aletargada, asistiendo al devenir del país como cualquier espectador circunstancial» («La sociedad no tiene quien la piense», pág. 3). Al mismo asunto se refiere Ana Teresa Torres en su ensayo «Cuando la literatura venezolana entró al siglo XXI» y señala que antes ésta era un archipiélago de autores-islas debido a la «implícita reticencia de los escritores venezolanos a sentirse parte de un cuerpo común» (2012: pág. 251). Unificados por su desconfianza de la retórica mesiánica del chavismo y por su posición frente a las medidas de la Revolución Bolivariana, un grupo de autores han tomado como preocupación subyacente en su literatura el fracaso de los proyectos de modernización en el país que se mantiene sujeto a la fluctuación de la renta petrolera. Así que, si bien no hay corrientes literarias contrapuestas que representen específicamente a cada lado del conflicto político, puede hablarse de una narrativa identificada con el protagonismo de Chávez en la vida venezolana que se caracteriza por relatos neoexpresionistas que describen imágenes del deterioro, el envilecimiento y la violencia social, según asegura Miguel Gomes en su ensayo Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana (2010). En Venezuela, la tendencia a narrar desde la intensidad emotiva de la expresión data de la vanguardia de los años sesenta y halla su figura central en el barquisimetano Salvador

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Garmendia (1928-2001), miembro de los grupos Sardio y El Techo de la Ballena, ambos preocupados por la renovación radical de la literatura y por la proyección de la ciudad como centro de la nueva estética. El uso del expresionismo significó en su obra el retrato de la metrópolis desde la angustia, al establecerla como escenario de las desigualdades sociales y como el teatro de sus seres esperpénticos. Y es justamente en el retrato social a través de la emotividad donde se equiparan el expresionismo de la vanguardia venezolana con el ciclo del chavismo, puesto que si en las primeras se intuía la multiplicación de los problemas a partir de la masiva migración del campo a la ciudad producida por el impacto de la revolución petrolera, en la estética más actual, esto es ahora la certeza del fracaso del proyecto moderno. Así, las obras de producción reciente que se tratarán a continuación pueden aglutinarse en «estructuras del afecto», que según explica Gomes (2010) –tomando la definición de Raymond Williams– se tratan de conjuntos de experiencias y valores de carácter subjetivo compartidos por una comunidad que se componen de ideas tal y como se perciben afectivamente. El académico ubica el comienzo de esta fase literaria, no con la primera presidencia de Chávez, en 1999, sino siete años antes, en 1992, fecha de su aparición pública como líder del primer intento de golpe de Estado contra el entonces presidente de la República, Carlos Andrés Pérez. Para esta época ya estaba claro que se había extinto la euforia desarrollista de los setenta privilegiada por el rentismo petrolero. La imagen más clara de esto fue una violenta revuelta social que duró dos días conocida como el Caracazo y acaecida en febrero de 1989. La delimitación cronológica propuesta permite englobar en esta clasificación a escritores que comenzaron a publicar en la década de los años noventa, entre los que se encuentran Ana Teresa Torres (1945), Antonio López Ortega (1957), Alberto Barrera Tyszka (1960) y Gisela Kozak Rovero (1963) y a quienes comenzaron a hacerlo después del intento de Golpe de Estado contra Chávez, en 2002. Los autores del primer grupo son los que han hecho una oposición más frontal al gobierno en estos años, no sólo en sus apariciones públicas, sino

en las columnas que mantienen en diversos diarios del país. Al segundo grupo pertenecen autores más jóvenes como Rodrigo Blanco Calderón (1981) y Gabriel Payares (1982), entre otros a los que, por falta de espacio, no haré alusión. Nótese que los dos últimos escritores no llegaban a los diez años de edad cuando ocurrió el Caracazo y que cuando Chávez asumió el poder aún no habían entrado a la universidad, lo cual demuestra que su literatura ha venido desarrollándose mientras Chávez estuvo en el poder y su vida ha transcurrido en el desengaño, mientras su país vive el brutal despecho de los años de opulencia. La mirada melancólica y la sensibilidad del artificio La nostalgia es el motivo más importante de la Era Chávez, más como sentimiento que impregna la narrativa que por la frecuencia con que se usa como argumento en las obras. Incluso se puede decir que éste es el gran tema de la cultura venezolana en la actualidad. No sólo es común en la literatura, sino que ocurre en casi todas las artes. En la música es más evidente: el pop nacional de la década de los años ochenta nunca ha estado tan de moda en este país como en pleno siglo XXI. Aunque podría pensarse que es una marca de los tiempos posmodernos el eterno remake de glorias pasadas, en Venezuela se le identifica con los tiempos anteriores al chavismo, o incluso anteriores a la debacle financiera de los años noventa, lo cual lo impregna de melancolía. Numerosos artistas de esa época, que ya cuando Chávez ganó su primera presidencia tenían años sin pegarla en los top ten, son ahora aclamados por el público en conciertos a salas llenas. Lo mismo pasa con actores que fueron famosos en la época que se producían más de diez telenovelas al año y que ahora «triunfan» en shows unipersonales o en el stand up comedy. A esta forma de nostalgia podría relacionársele con la categoría estética –o, más bien, antiestética– conocida como kitsch, palabra alemana que describe productos culturales de baja categoría, generalmente sensacionalistas, creados para agradar el sentimentalismo de las masas. En un texto publicado en 1969, Susan Sontag enumeraba las caracterís-


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Michelle Roche Rodríguez: La estética del chavismo

Gabriel Payares | © Efrén Hernández (http://efrenhernandezarias.com/r.swf)

ticas de un concepto relacionado al kitsch: el camp. Éste, más que una idea, es una forma de sensibilidad en la cual prima el uso del artificio y la exageración como herramienta para comprender al mundo. Se trata de una manera irónica de ver el mundo, no desde la tragedia o la comedia, sino desde el contrario de ambos: una especie de ironía desprovista de seriedad (Sontag: 1969). Es en esta visión camp de la nostalgia que puede integrarse el cuento «Payaso» contenido en Las rayas (2011) de Blanco Calderón. Allí, el periodista de farándula Alex Bell debe hacerle una entrevista a un payaso que, tras un largo retiro, vuelve al escenario. «El show de Fonsy había mantenido un imbatible rating desde mediados de los años setenta hasta el final de los ochenta. Fue en el año 1989, cuando la economía venezolana se vino a pique y tuvo lugar el Caracazo, cuando el programa salió del aire. Durante las dos décadas siguientes la leyenda de Fonsy había persistido con un curso desigual. Era un episodio vergonzoso de la memoria colectiva cuyo recuerdo provocaba un extraño deleite. Para los que fueron niños en aquella época, era un emblema kitsch de la infancia. Fonsy era esa sensación de ridículo que golpea a una persona cuando se observa a sí misma en el pasado con absoluta sinceridad», escribe el autor. ¿Qué duda cabe de que esta sensación de ridículo golpea al venezolano de la Era Chávez cuando recuerda el nuevorriquismo y el despilfarro de los años de la Venezuela «Saudita» ahora que ha terminado la embriaguez desarrollista? Hasta el nombre del payaso resuena a «nostalgia ochentera» –así se le dice en este país–, pues Fonsy alude a Popy, protagonista de programas infantiles cuando el autor era niño. En la narración, el reportero, incapaz de sobreponerse a sus

recuerdos, termina volviéndose un doble de la otrora estrella del show business cerrando el círculo perfecto de fracaso y vergüenza que unen al pasado y al presente en esta nación. Esta visión del doble puede vincularse con un slogan del Partido Socialista Unido de Venezuela, «Todos somos Chávez», que usan coloquialmente los ciudadanos contrarios al chavismo para designar ciertos atributos de la venezolaneidad exagerados en el perfil del presidente fallecido: la informalidad, la verborrea y el uso frecuente de la intimidación. Muy diferente a la estética kitsch, otra alegoría de la nostalgia que se ha vuelto común en la narrativa venezolana es la experiencia personal del fracaso como microcosmos del desengaño social que relata Kozak Rovero en la novela Latidos de Caracas (2007). Allí, donde una errada relación amorosa es la imagen de un ideario nacional caduco, Gomes (2010) percibe tres dualidades que sirven de mapa de la melancolía. La primera se refiere a la relación entre psique y ciudad, que homologa el cuerpo de la protagonista con la capital del país; la segunda compara la tristeza por el amor perdido con la nostalgia por la Venezuela «Saudita» y la tercera compara la retórica del sentimentalismo en la relación íntima con la del discurso político actual. Así, la melancolía que Blanco Calderón convierte en un irónico discurso kitsch, lo reconstruye Kozak Rovero en términos hiperreales. «Gracias por este regalo que me recuerda a la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Mi madre siempre dice de esa época: “Ay mijita, éramos felices y no lo sabíamos”», dice la protagonista de la novela al referirse a unas botellas que le han obsequiado de güisqui Etiqueta Negra –en Venezuela esa marca identifica el despilfarro de la década de los noventa, y Etiqueta Azul al asociado con los políticos chavistas–.

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Alberto Barrera Tyszka | © Efrén Hernández (http://efrenhernandezarias.com/r.swf)

Las narrativas del deterioro en el caso de Blanco Calderón son menos evidentes que en Kozak Rovero y se articulan como parte de su proyecto narrativo personal, en el que destacan sus obsesiones con personajes fracasados y con la relación entre el lenguaje, la literatura y la realidad. «¿No es el lenguaje un puente peligroso por donde transitan en ambas direcciones la literatura y la vida? El mismo verbo rayar, palabra capicúa, ¿no sería el símbolo secreto de estas relaciones? […] (Quizá) el insomnio de Ramos Sucre era la consecuencia de esta búsqueda de un lenguaje privado […] Algún sentido tiene que haber en el hecho de que insomnio y sinónimo tengan las mismas letras», escribe en «Las rayas». Según Gomes (2011), Blanco Calderón reformula las metáforas sórdidas de su país al establecer vínculos entre lo venezolano y lo mundial; la imaginación literaria y la de los mass media, así como entre lo íntimo y «la torturada razón pública» de su entorno. Esto es evidente también en el cuento «Los flamingos», en el cual la brutalidad de la urbe caraqueña subraya el fracaso y la impotencia de una generación frente a la violencia del país. La imagen del cuarentón soltero, a quien la venida de su madre le muestra su propia irresponsabilidad, es una metáfora de la inmadurez de los venezolanos obsesionados con los discursos mesiánicos y la necesidad de un Estado paternalista. Una patria ajena, como un cuerpo enfermo En el último lustro ha comenzado a imponerse un nuevo tema en el ciclo del chavismo, que se relaciona con la estructura de sentimiento porque describe también la violencia social y el deterioro. Me refiero al motivo del desastre natural, que consigue un referente en el Deslave de Vargas , una ca-

tástrofe sin precedentes en la historia de Venezuela acaecida en la ciudad costera, balneario de los caraqueños, cuando en diciembre del año 1999 se triplicó el promedio anual de las precipitaciones en la estación lluviosa, generando una serie de derrubios que causaron unos 3500 millones de dólares de pérdidas materiales, la destrucción de más de 15 000 viviendas, 75 000 damnificados, así como unos 15 000 muertos (Genatios: 2009). Dos narradores analizan la tragedia en sus relatos. Uno es Antonio López Ortega en una colección de cuentos que lleva el nombre de un árbol que crece en el estado Vargas, Indio desnudo (2009). Allí la tragedia toma la imagen de un burócrata de un organismo estatal que ante las dimensiones de la furia de la naturaleza convierte el dolor en extrema eficiencia: «Lo que Raydán hace es pensar (pensar hasta el agotamiento). Lee, descifra, enumera, ordena recortes. La respuesta a la tragedia ha sido el encierro, pero el encierro productivo […] ese es su ejercicio final: contener la tragedia en unas cuantas páginas, volverla superficie escrita. Que las letras representen muertos, que las vocales sean alaridos, que las consonantes imiten sonidos secos que degüellan». En la colección de relatos titulada Cuaando bajaron las aguas (2009) que hizo a Gabriel Payares merecedor del Premio para Autores Inéditos de la editorial estadal Monte Ávila Editores, las alusiones a la lluvia son diversas, pero no parecen relacionarse más que simbólicamente a la tragedia de 1999, aunque qué duda cabe que esto es lo que está en la mente de un venezolano cuando lee las primeras líneas del cuento que titula el libro: «Cuando bajaron las aguas, fui el primero en descender las escaleras. La madera podrida del pasamanos babeaba un líquido marrón, que acompañaba cada paso con


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un crujido y un burbujeo, lloriqueando bajo mis pies». La entrada establece a grandes brochazos el ambiente del cuento y es un ejemplo de la imagen recurrente en los del libro: la del hogar destruido como fuente de sufrimientos. De las debacles de la naturaleza pasemos a las debacles íntimas. Como metáfora de la descomposición y de la muerte, así como del más abstracto concepto del mal, la enfermedad se ha articulado también últimamente como tema de la narrativa venezolana. «La enfermedad es una suerte de pantalla en blanco sobre la que proyectamos miedos, terrores, paranoias, fobias y ansiedades», escriben los investigadores venezolanos Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo en la antología Excesos del cuerpo: Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina (2011). Si se trata de aludir a las maneras como los cuerpos enfermos son, más que el mal físico, el espiritual en la corrompida sociedad venezolana actual, hay que recurrir al título que dio fama internacional a Alberto Barrera Tyszka, La enfermedad. En la ganadora del Premio Herralde 2006, el fracaso no es un estado de ánimo sino un estado físico: «Nunca antes había sentido tan nítidamente ese desdoblamiento que produce la enfermedad. Ahora puede sentir con dramática propiedad la separación entre él y su propio cuerpo […] Jesucristo conoció la muerte, piensa de pronto el viejo Miranda, pero jamás conoció la enfermedad. Los dioses mueren, no se enferman. Ésa es su ventaja». La sensación de habitar un cuerpo que no responde se parece a la de vivir en un lugar que no se reconoce, tema que Ana Teresa Torres trata en Nocturama, obra en la cual el protagonista se levanta en un país que no recuerda sin saber cuál es su nombre, por lo cual acepta el de Ulises Zero, y vaga en busca de Díaz Grey, quien podría desvelar la clave de su origen. A medida que avanza la novela, las alusiones que hace Torres de la República Bolivariana son más numerosas, pues no sólo describe la conducta teatral de los gobernantes de Nocturama, poseídos por un delirio heroico, y el mesianismo obsesivo de su pueblo, que calza directamente con la sobreexposición mediática que tuvo el presidente Chávez, sino que, a la par de describir la agitación urbana de la nación, muestra su miseria y deterioro social.

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Antonio López Ortega | © Lucia Pizzani

«El pueblo entero estaba desmejorado, flaco, sin fuerza y ánimo para la lucha por la supervivencia […] Nadie quería acostarse a dormir sin esperar al héroe y escuchar su discurso, el cual, la mayor parte de las veces, era incomprensible, pero aun así los llenaba de esperanza y les infundía el placer de vivir […] Moriremos de hambre pero nuestra historia será ejemplo de los pueblos. Esta opinión no era totalmente compartida por los nocturanos. Grupos facciosos comenzaron a distribuir propaganda clandestina aprovechando las noches cuando todos estaban en las plazas. […] “Mi héroe por una coliflor”», anota Torres en la publicación de 2006. También son motivos de esta novela el predominio militar, las invasiones de edificios en nombre de un concepto abstracto de «pueblo» y la violencia como producto del deterioro social e institucional del país. Por eso, Gomes (2010) señala a esta obra como una de las más cercanas a la sensación de vivir en un país que no se entiende o que no les pertenece con la cual se identifican muchos venezolanos: «El pathos y la intensidad que Nocturama comparte con la mayoría de las obras del ciclo del chavismo intenta, ni más ni menos, darle al sentimiento trágico de muchos venezolanos de hoy un alentador giro de tuerca». Para el crítico Gustavo Guerrero (2011) la relación entre la crisis política y el contenido simbólico de la poética del deterioro que se ha impuesto en la última década y media genera su público propio y ha contribuido al desarrollo de una masa de lectores internos inédita en la historia literaria y editorial del país, como lo confirman las reediciones que se hacen de autores nacionales y el surgimiento de tres editoriales privadas nuevas en los últimos cinco años. Claro que a este hecho contribuyó la disminución de la influencia de las editoriales trasnacio-

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nales en el país, como Random House Mondadori, Alfaguara y el Grupo Planeta, que frente a las dificultades para conseguir dólares no sólo han disminuido su importación de títulos sino que han perdido interés en publicar autores nacionales. Cada vez más cercanos a sus lectores, los autores venezolanos de las dos últimas generaciones imbuidos en el ciclo del chavismo tratan temas como la nostalgia, el fracaso y la enfermedad (física o espiritual) en ambientes marcados por la procacidad y el derrumbe institucional donde los personajes son seres incompletos en constante pugna con su entorno que ora vagan como extranjeros sobre un suelo que les resulta familiar pero que no reconocen, como en Nocturama de Ana Teresa Torres, ora se enfrentan brutalmente con su entorno para siempre perder, como ocurre en los cuentos de Rodrigo Blanco Calderón. Pero por más que sus fantasías nos parezcan perspectivas novedosas, lo cierto es que la poética del deterioro expuesta en el ciclo del chavismo se inserta en la tradición literaria del expresionismo narrativo de la vanguardia para interpretar la crisis contemporánea. De esta manera, la literatura de Venezuela comienza a homogeneizarse en un corpus propio que se lee como un largo lamento no sólo ante la ineptitud de sus gobernantes para convertir el ingreso petrolero en desarrollo sino ante el desengaño de los venezolanos que, convencidos de que viven en una tierra rica en recursos, no entienden por qué la cotidianidad se les presenta como una cadena de desgracias marcadas por las brutales dificultades para convivir con sus compatriotas.

Trabajos citados:

Michelle Roche Rodríguez (Caracas, 1979), periodista y crítica lite-

Sontag, S. (1969). «Notes on Camp». Against Interpretation. New York: Farrar, Straus and Girou.

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raria. Es autora del libro de entrevistas Álbum de familia: Conversaciones sobre nuestra identidad cultural (Alfa, 2013). También está encargada de la fuente de literatura en la sección de cultura

Barrera Tyszka, A. (2006). La enfermedad. Caracas: Anagrama. Bellatin, M.; Chejfec, S.; de Stefano, V.; Echevarren, R.; Eltit, D.; Glantz, M., et al. (2011). Excesos del cuerpo: Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina. Buenos Aires: Eterna Cadencia. Blanco, C. R. (2011). Las Rayas. Caracas: Puntocero. Genatios, C. (15 de diciembre de 2009). «Deslave de Vargas, 1999»: http://www.costadevenezuela.org/Deslave%20en%20Vargas%201999.html (consultado el 9 de marzo de 2013). Gomes, M. (20 de septiembre de 2011). «Las rayas de Rodrigo Blanco Calderón». Papel Literario. Caracas: El Nacional, págs. 1-2. Gomes, M. (2010). «Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana». Revista iberoamericana , LXXVI (232-233), págs. 821-836. Guerrero, G. (14 de mayo de 2011). «Narrativa venezolana contemporánea: Problemas, tendencias y transformaciones del campo literario». Papel Literario. Caracas: El Nacional, págs. 1-2. Kozak Rovero, G. (2007). Latidos de Caracas. Caracas: Alfaguara. López Ortega, A. (2008). Indio desnudo. Caracas: Random House Mondadori. López Ortega, A. (1995, noviembre 5). «La sociedad no tiene quien la piense». Papel literario. Caracas: El Nacional, pág. 3. Payares, G. (2009). Cuando bajaron las aguas. Caracas: Monte Ávila Editores. Roche Rodríguez, M. (26 de septiembre de 2012). «Gabriel Payares: “Nos hace falta más tragedia y menos épica”». El Nacional: http://www.el-nacional.com/escenas/Gabriel-Payares-falta-tragedia-epica_0_51595049.html (consultado el 9 de marzo de 2013).

Suniaga, F. (2005). La Otra Isla (Quinta ed.). Caracas: Oscar Todtmann Editores.

del diario venezolano El Nacional, y escribe regularmente en el su-

Torres, A. T. (2012). El oficio por dentro. Caracas: Editorial Alfa.

plemento cultural de este periódico, Papel Literario. Su blog es:

Torres, A. T. (2006). Nocturama. Caracas: Editorial Alfa.

www.michellerocherodriguez.blogspot.com


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En la orilla de Rafael Chirbes: reseña de Gemma Pellicer

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Encenagados Gemma Pellicer En la orilla Rafael Chirbes Anagrama: Barcelona, 2013 440 págs.

nEsta nueva novela de Rafael Chirbes trata sobre la podredumbre cenagosa de la España actual, con el pantano y su atmósfera tóxica en el papel de personaje principal de la historia, en su doble vertiente de espacio físico y simbólico. No en balde, la pequeña población de Olba a orillas del embalse funciona como representación de la actual sociedad española, mientras el pantano putrefacto se erige en correlato moral de sus gentes. Por ese entorno desfilará una galería de personajes de distintos estamentos y condición, cuyas vidas nos ofrecen un fresco del presente a la manera de la comedia humana, y que cabría entender como la otra cara de los sucesos relatados en Crematorio, su anterior novela. Galardonada con el Premio de la Crítica en el 2007, en ella mostraba Chirbes un país enriquecido por el ladrillo y la falta de escrúpulos de esa misma sociedad triunfante; esta vez empobrecida sin remisión. En el arranque de la trama, Esteban, hombre sin atributos, cuida de su anciano padre en la casa paterna, situada sobre la carpintería que ha perdido a sus setenta años, tras entablar negocios fraudulentos con el especulador Pedrós, un tiburón que, en cuanto ve la oportunidad, se da a la fuga con el botín. Así, mientras espera a que lo desposean de la casa y del negocio, apenas le queda un mes, Esteban, narrador protagonista de este fresco coral, se dispone a repasar su vida. Lo hace a partir de una serie de monólogos interiores descarnados que se alternan con el diálogo mantenido con los amigos del bar y con los relatos en primera persona de otros seres, entre los que destaca Liliana, la cuidadora colombiana a la que Esteban ha tenido que despedir, junto al resto de sus empleados. No en vano, estos monólogos encadenados persiguen rememorar por última vez, antes de quitarse la vida y segar las del padre y el perro, su infancia y querencias. En especial la del tío Ramón, quien sin las brusquedades del padre le enseñó a pescar y el oficio de carpintero. Pero también nos da cuenta de las privaciones y sacrificios de su progenitor tras la guerra, una vez perdidos los ideales heroicos en pos de construir una

sociedad mejor. De hecho, mudará para siempre de carácter y se amargará, sustituyendo los anhelos de futuro por el imperativo de tener que alimentar a mujer e hijos, a quienes apenas querrá a lo largo de su existencia de carpintero encanallado, hasta el punto de llegar a aborrecerlos. La novela se estructura en tres partes de distinta extensión. En la primera («El hallazgo») un narrador omnisciente nos anticipa el desenlace de los hechos, cuando un moro que merodea por el pantano descubre los cadáveres semienterrados de Esteban y su padre. La segunda («Localización de exteriores») se centra en esa pequeña población que habita alrededor del pantano de Olba y cuya acción discurre entre la casa de Esteban, la carpintería y el bar básicamente, a partir del relato caleidoscópico de distintas voces –Liliana, los escritos escondidos del padre, Justino y Francisco, los amigotes de Esteban–, sin olvidar la del propio narrador. Así, éste va orquestando la entrada en escena de los diferentes personajes con la pulcritud de un maestro de ceremonias. Su estructura me ha recordado a La colmena de Cela, tal vez debido a esa atmósfera asfixiante que lo envuelve todo. La última parte («Éxodo») está formada por el monólogo de Pedrós, en sus orígenes un peón de obra de escaso talento y mucha ambición, que será quien arruine a Esteban y a los que buscaron enriquecerse. Novela coral, En la orilla está escrita en una prosa afilada, poco complaciente con el lector; de un realismo de tintes expresionistas y simbólicos, de estilo resonante y lapidario. Con infinidad de pensamientos memorables a lo largo de sus páginas. Vean algunos ejemplos: «La esperanza de viudedad ha sido el gran lenitivo de la mujer» (pág. 406); «Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes» (pág. 79); «Ningún rico medianamente inteligente practica el asesinato. Ellos no son psicópatas. No tienen por qué serlo. Para eso, para matar y sufrir psicopatías, tienen a sus empleados» (pág. 82); «Soy aquello de lo que carezco, soy mis carencias, lo que no soy» (pág. 379). Gran, gran Chirbes.

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El sueño del otro de Juan Jacinto Muñoz Rengel: reseña de Rubén Castillo Gallego

Sueños son Rubén Castillo Gallego El sueño del otro Juan Jacinto Muñoz Rengel Plaza & Janés: Barcelona, 2013 304 págs.

nCada día se repite el proceso: adviertes que la fatiga te invade, que el sueño se aproxima y, poco a poco, te vas rindiendo al sopor. Una vez que la desconexión se ha cumplido, tu mente se involucra (y te involucra) en un juego distinto, con reglas anómalas o invisibles. A esa operación la llamamos sueño, y constituye uno de los grandes enigmas del ser humano: nos convertimos en guionistas, directores o actores de una película cuyo origen, desarrollo y final ignoramos. Por sorprendente que parezca, así es. A veces, esa película nos depara tórridas escenas de sexo con personas próximas o desconocidas; a veces, aterradoras secuencias de niebla o persecución; a veces, melancólicos instantes con seres queridos que ya no están. En el mundo de la literatura, la fértil vinculación entre los sueños y la realidad ha producido todo tipo de maravillas, desde la profecía (Crónica de una muerte anunciada) hasta el preámbulo (La metamorfosis), pasando por la reflexión filosófica (La vida es sueño). Ahora, agitando en la coctelera varios licores asombrosos (donde no faltan ni siquiera unas gotitas de Matrix), Juan Jacinto Muñoz Rengel nos presenta en su último libro una propuesta tan arriesgada como convincente. De un lado tenemos en ella a Xavier Arteaga, un profesor de Historia de vida muy discreta; del otro tenemos a André Bodoc, un periodista televisivo de fama. No viven en la misma ciudad. No frecuentan los mismos círculos. De hecho, sería difícil detectar nexos que los vinculen, ni afectiva, ni intelectual, ni siquiera profesionalmente. Pero un laberinto onírico de incontestable y creciente vigor los acerca: cada uno sueña de noche con el otro. O por decirlo de forma más exacta: cada uno es, en sueños, el otro; y al despertar recuerdan lo que han vivido en el lado opuesto con una nitidez angustiosa. Como es natural, Xavier y André se irán obsesionando paulatinamente con esta situación, que irá ramificándose sin tregua. Un

día, ambos advierten que el carácter estanco de sus vidas resulta engañoso y que pudieran estar generándose fisuras que las hace convergir y fundirse («Era como si de repente la membrana entre los dos mundos se hubiera vuelto permeable», pág. 255). Se entra así en la zona más complicada de la novela, que Muñoz Rengel resuelve con brillantez y dejando en el ánimo de los lectores no pocos interrogantes. ¿Cuál de los dos protagonistas es una ensoñación del otro? ¿Lo son ambos? ¿No lo es ninguno? Sabiendo que juega en un terreno peligroso (adentrarse en el cenagoso espacio de los sueños y de las fronteras entre estos y la realidad supone aceptar una apuesta que bastantes narradores han perdido de forma estrepitosa), el creador malagueño utiliza su preparación filosófica para construir un relato donde la complejidad no procede del léxico empleado, ni de la arquitectura misma del texto, sino de los vaivenes especulares o concéntricos que la obra sugiere y comporta. Como la mano que se dibuja a sí misma dibujando (Escher), los capítulos de El sueño del otro nos sumergen en un maremoto irremediable, en un carrusel vertiginoso del que se puede salir mareado, porque nos llegan a proponer reflexiones de gran fuerza sugestiva, que terminan por obligarte a pensar («Piensa en esto, ¿cómo sabemos que no existe un número limitado de mentes? Pongamos cien mil. Y que ese número limitado de mentes se encuentra distribuido entre los siete mil millones de personas de la población mundial. ¿Cómo podemos saber que no es así?», pág. 231). Juan Jacinto Muñoz Rengel, ingenioso, denso, paradójico, provocador, nos lanza su reto narrativo y emerge triunfante del atolladero. Una vez más, el novelista andaluz se sale con la suya.

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Entonces de Isabel Núñez: reseña de Isabel Mercadé

Figuraciones de lo real Isabel Mercadé Entonces Isabel Núñez Alfabia: Barcelona, 2013 317 págs.

nEn febrero de este año aparecía Entonces, la obra póstuma de Isabel Núñez (Figueres, 1957 - Barcelona, 2012). La autora abría la novela con tres citas (de Antonio Muñoz Molina, Marguerite Duras y Luis Cernuda) que la resumen y actúan como pequeñas guías o claves que quisieran anticipar al lector lo que iba a encontrar. «Una gota de ficción, tiñe todo de ficción». Isabel Núñez calificaba su escritura de autoficción, neologismo que, creado por Doubrovsky –«¿Autobiografía? No, es un nombre reservado a los importantes […]. Ficción de sucesos y de hechos estrictamente reales; si queremos, autoficción, haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje»–, ha adquirido ya categoría de género al que se han dedicado numerosos estudios académicos. En cualquier caso, volviendo a la definición de su creador –aunque a algunos cronistas parece haberles interesado más la discusión sobre si los hechos narrados por la autora eran o no reales que la textura literaria de la novela– lo relevante aquí sería su segunda parte: «haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura del lenguaje», porque estamos hablando de escritura, de un artefacto creado, de una obra que deja de ser esa realidad para convertirse en otra cosa. «Esto no es una pipa», nos advirtió Magritte sobre la representación. Y más tarde, Borges, sobre el lenguaje y la memoria: «Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría / por el olvido que anula o modifica el pasado», paradigmas ambos de un siglo, el pasado, que se ocupó, en una discusión que no se ha resuelto, de especular sobre la capacidad del lenguaje para representar la realidad, en el caso de que eso que llamamos realidad existiera, de que fuéramos capaces de rescatarla del inconsciente y de que pudiera ser represen-

tada. Y el lenguaje que Isabel Núñez maneja para crear su artefacto literario avanza sin tropiezos, nítida y brillantemente, desde la deslumbrante imagen de una niña en la playa del primer capítulo, a la de una mujer madura bajo la lluvia en el último. «Cette enfance me tracasse, pourtant, et suit ma vie comme une ombre», es otra de las citas elegidas por Núñez para abrir su novela que, a partir de esa imagen deslumbrante de su protagonista, se ensombrece con la repetida descripción del dolor y del maltrato. Porque Olivia es una niña maltratada, pero ese maltrato no dista mucho del recibido por tantos de los niños nacidos en aquella España gris, triste y cerrada. ¿Quiénes no padecieron castigos crueles de la familia, humillaciones de maestros, burlas o torturas de hermanos y compañeros de escuela? Y así, con el aprendizaje del dolor en la infancia, pero también de una pasión, la literatura, con el refugio de la lucha clandestina en los setenta, con la locura, la droga y el olvido en los ochenta, con los encuentros sexuales, con la búsqueda de un lugar en el mundo, con la topología del deseo, erótico, sí, pero sobre todo de la palabra, la autora nos ofrece una crónica universal de una generación y un género, una niña nacida en la España de los cincuenta. «Igual todo prosigue / como entonces, tan mágico / que parece imposible», alude no sólo al título, Entonces, sino también a aquello que, a pesar del dolor, a pesar del difícil aprendizaje, a pesar del futuro oscuro –en esa constante interrelación de la autora entre lo individual y lo social–, hace que la protagonista siga, como Borges, dando gracias por los dones, por la vida que siempre parece querer imponerse, «por poder andar bajo esa lluvia que parecía oler levemente a tierra bajo el cemento».

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29 cadáveres de Pepe Cervera: reseña de Carlos F. Romero

Ficción vs. realidad Carlos F. Romero 29 cadáveres Pepe Cervera Menoscuarto: Palencia, 2013 144 págs.

nEl asesino es el protagonista de este libro. Ocho historias, ocho asesinos. Cada uno de ellos con sus motivaciones y su modus operandi. Desde una madre que ahoga a sus cinco hijos en la bañera hasta el primer condenado a morir en la silla eléctrica, pasando por un asesino en serie o los dos muchachos que secuestraron, torturaron y mataron a un niño de dos años tras llevárselo de un centro comercial en Liverpool y que conmocionaron a la sociedad en los años noventa. Pepe Cervera toma como punto de partida casos reales para desplegar su habitual contención y narrar los hechos de manera casi cinematográfica, sin entrar en valoraciones ni juzgar a sus protagonistas. Con una prosa aséptica, se introduce en estas truculentas historias para diseminarlas objetivamente y después retirarse. Es el lector el que se queda más tiempo asimilando, digiriendo y buscando las (im)posibles causas que llevan a sus protagonistas a actuar como lo hacen. Un ejemplo claro de esto que estoy comentando sería el de la página 97; en el cuento titulado «Un decorado perfecto para el verdadero Norman Bates» el narrador va avanzando morosamente hacia la casa del asesino, describiéndonos lo que ve a su alrededor en el itinerario. En un momento determinado nos dice: «Durante un momento se gira y mira fijamente, como si hubiera advertido nuestra presencia. Pero enseguida vuelve a empuñar con su mano derecha un cuchillo de carnicero». El narrador no va a entrar en este relato, ni en ninguno de los otros que componen la colección, en cuestiones morales o éticas, simplemente se va a limitar a contar lo sucedido, eso sí, con una prosa tan limpia y tan carente de florituras que te golpea dejándote sin respiración en no pocas ocasiones.

A pesar de que los personajes son asesinos, los relatos no siempre recogen los crímenes pergeñados por estos, sino que en ocasiones vemos su día a día, como la pareja que disfruta de una barbacoa familiar y discute acerca de la posibilidad de tener o no un hijo. Una escena típica norteamericana, casi anodina si no fuera porque en el maletero se esconde el cadáver de una joven. El asesinato se narra en un par de líneas y lo que posteriormente le va a suceder al cuerpo sólo lo llegamos a intuir puesto que el cuento acaba cuando se enciende la sierra eléctrica. Sin embargo, si hay que narrar el asesinato, se narra. Sin recreaciones, sin falsa corrección política, sin mojigatería. Así ocurre en todo el cuento titulado «Los últimos cinco minutos del último día en la vida de Rosalyn Marshall», donde asistimos justamente a eso, a los últimos estertores de una victima que está siendo torturada. En cuanto a la técnica narrativa, el escritor se vale de diferentes planteamientos y perspectivas para lograr su objetivo. Si en la sobrecogedora «Historia de un vampiro» el texto parece un informe policial, en el cuento que da título al libro, «29 cadáveres», Pepe Cervera utiliza el flashback para narrarnos los diferentes asesinatos cometidos en un determinado periodo de tiempo; o los añadidos, a modo de collage, de extractos del Código de Procedimiento Penal de Nueva York en el cuento que cierra el libro, «¡Al fin un mundo mejor!». En definitiva, diferentes recursos y una misma temática para demostrar aquello de que la realidad muchas veces supera a la ficción.

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El ambigú

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Los estratos de Juan Cárdenas: reseña de Olga Bernad

El todo y las partes Olga Bernad Los estratos Juan Cárdenas Periférica: Cáceres, 2013 204 págs.

nEl elemento desencadenante de la acción es apenas una anécdota, un recuerdo que irrumpe en una escena del presente perfecto del protagonista. La piscina de la urbanización en la que vive le lleva a otras aguas más aceitosas y tóxicas, el caldo de la bahía, desde donde un recuerdo incompleto de su infancia tira tan suavemente de él que le resulta imposible ignorarlo. La necesidad de completar ese recuerdo arrastra al personaje central a iniciar un viaje que nos llevará por los distintos estratos de la sociedad colombiana. De los paisajes humanizados de la clase alta (urbanizaciones, hoteles de lujo, psiquiatra personal) a los de clase media (la casa de su tía es la primera parada, pero también visitaremos centros comerciales, parques y aparcamientos); de ahí a los suburbios donde busca a su vieja nana, la compañera del recuerdo borroso que no acaba de atrapar; hoteles por hora, barriadas, vertederos, lugares de misterio: antiguos camposantos, un asilo para ancianos demenciados… y, como último límite, la selva, o al menos su intuición extrema e invasora. Un recorrido fluvial que quizá desemboca en ese centro donde arde incomprensiblemente algo que olvidó. Pero los estratos tienen contornos difusos. Es fácil ir cayendo de uno a otro y lo fronterizo es también un espacio con personalidad propia en la novela. Los personajes secundarios habitan esos estratos y los informan o abren puertas de un territorio a otro. Son, en cualquier caso, partes básicas del puzle. El protagonista no sabe qué pieza busca, una que falta en sí mismo, en ese perfecto círculo de clase media-alta que está a punto de desmoronarse o explotar. Su empresa, su matrimonio, su cordura o su forma de vivir: todo se nos antoja más frágil e incompleto que el recuerdo que le saca de ahí. Igual que el perímetro vital está hecho de capas, así también la manera de sentir del protagonista, la acción de la novela y el lenguaje que emplea el autor para narrarla son el resultado de

un paisaje formado por sedimentación. La aparente sencillez y la limpieza del principio prometen una manera de contar que revisa los párrafos enjundiosos y arrebatados del realismo mágico y huye claramente del sofoco telúrico. Sin embargo, en esa ciudad sin nombre llena de los mismos artilugios modernos que las demás ciudades de cualquier parte del mundo, un lector ajeno huele la exuberancia en la profusión vegetal que irá impregnando la novela, en los campesinos, en el detective indio, sus métodos y sus sustancias alucinógenas, en la risa de su amable tío contando un crimen «normal». En la violencia pegajosa, tan atroz y dulzona como un charco de sangre cociéndose bajo la temperatura y la humedad caribeña, extraña como el nombre de sus ingredientes culinarios. Sus parámetros estéticos son el resultado de varias coordenadas que se ajustan. Nos da la sensación de ser una novela profundamente moderna, si el oxímoron es posible, donde las teorías, de haberlas, no se explican forzando el discurso ni abusando del ensayo, sino mostrando al personaje en los varios espacios y tiempos. Y, sin embargo, esos tiempos y esos espacios nos dejan en el cielo de la boca un sabor exótico que entendemos como «tradicional». Poco a poco se introduce en la historia, además, un aire fantasioso que la hace especialmente atractiva. Hay algo en Los estratos de la composición secreta de un perfume. Hay riesgo. Por poner un ejemplo gráfico: asistimos a un momento en el que el niño recuerda las pinturas en el techo del autobús al que subió el día de su recuerdo. Vemos la imagen de unos astronautas clavando la bandera en la superficie lunar junto a un paisaje en el que la cabeza del Che Guevara ocupa el lugar del sol. Vemos una ciudad de ciencia ficción con naves que vuelan entre sus rascacielos. Adán y Eva comiéndose una papaya pueden resultar sublimes o grotescos. O incluso deben resultar sublimes y grotescos. Podemos aislar los distintos olores, la inspiración o la base intelectual, podemos analizar el mito o la historia, separar la civilización de la barbarie, pero la fórmula magistral que concierta las dosis es lo que puede producir un desastre o acabar seduciendo. Los estratos seducen. Y lo hacen con tal naturalidad que me pregunto si es fruto del azar o esconden en su fondo una enorme ambición puesta en pie sin altisonancia: dar la vuelta (a la vez) a la visión canónica de la novela hispanoamericana y a la ortodoxia posmoderna.

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Calle de los ladrones de Mathias Énard: reseña de Jorge Freire

Al trantrán del beduino rijoso Jorge Freire

Calle de los ladrones Mathias Énard Mondadori: Barcelona, 2013 272 págs.

nLa cosa empezó así. Entre rebufes y soplidos, engarabitada la garrocha y en ademán estuprador, el joven Ladjar es cazado en pleno inter femores con su prima. De tal modo, la aparición del sofronista paterno cuando la parejita va presta a sofronizarse, así como la lluvia de sopapos y el consiguiente oprobio moral, abisman al muchacho a su personal aventura. La Caída, como es sabido, antecede la Historia. Calle de los ladrones, la última novela de Mathias Énard, narra las cuitas de un joven tangerino desde su expulsión de casa hasta su llegada a Barcelona, trabajando como fogonero naval y en una siniestra funeraria centrada en ilegales rechazados por el mar. El lector se figura en ocasiones un Viaje al fin de la noche sin la amargura de Céline, pues para Ladjar el hombre no es un lobo para el hombre, sino un perro. Y el perro muerde cuando tiene miedo, pero también busca caricias. Zaherido y aporreado, Ladjar pisaverdea por el alfoz tangerino bajo «la incurable melancolía de los cojones» (pág. 56), a la husma de cualquier moza que disculpe el pelargón religioso de su amigo Basam. Y si la cosa no cuaja, tanto da: saca del zurrón su novela policíaca y pasa las horas sosteniendo la hipnótica mirada de Circe. Los libros le ofrecen la compañía que el mundo le niega, y la relación oculta y privada que mantiene con estos (al modo de Lee Harvey Oswald en Libra de Delillo) supone una celebración de la lectura que, en un país como el nuestro donde se lee tan poco, bien podría entenderse como un discreto guiño entre iniciados. Comprendiendo que más vale camino que posada, el libresco tangerino pasa de Sansón Carrasco a Quijote. Como los grandes héroes literarios de quien redacta estas cédulas (el Buscón, Felix Krull, Augie March), Ladjar es esencialmente andariego. El viaje, más allá de la peregrinación, es un elemento central de la cultura árabe (ya decía Abdel Magid Turki que el florecimiento de la literatura de viajes se debía a agentes polinizadores andalusíes y magrebíes) epitomizado en figuras como la del sincretista libretino Ibn Masarra, el sufí y psicoterapeuta

avant la lettre Ibn Arabi, el hermético cordobés Benalcásim o el apasionante Domingo Badía (rescatado como Alí Bey por Goytisolo) en su expedición al monte Arafat, donde, en una «noche del espíritu» (Henry Corbin dixit) rasga el velo y destapa los siete sellos. En su lugar, Calle de los ladrones nos presenta a un homo viator que juega también a homo ridens, y en lugar de un trashumante mudéjar o un derviche cabalgante, hatillo al hombro, topamos con el nomadismo de un beatnik. La figura del mítico viajero Ibn Battuta, semidesconocida para el lector occidental pese a dejar en pañales a Marco Polo, está presente de manera irónica y referencial durante toda la novela. Poco importa si estamos ante una novela sobre la primavera árabe, la crisis económica, el movimiento indignado y demás «nubes de palabras usadas» («¿qué lluvia van a dar?», se preguntaba Canetti). Considero que Énard se limita a arrojar ciertas imágenes al respecto que el lector seguirá rumiando por su cuenta: la ambigüedad del jeque Nuredine (un sutil cui bono sobre los alzamientos populares), la metafórica quema de la librería, la indignación como asunto de viejas (Gandhi sentado en la acera como protesta a la ocupación británica, pág. 52) o la impresión de Ladjar, varado en Algeciras frente al machadiano rabo de Europa por desollar, de encontrarse frente a «un espejismo comprado a crédito que corría el riesgo de volver a manos de los inversores» (pág. 218). Ladjar trenza sus pasos a la manera de Karim, el hijo del buda de los suburbios imaginado por Kureishi, sorteando trapatiestas pero sin comprometerse con nada, hasta que la urdimbre tejida por Énard converge en una emboscadura existencial. Los sueños adolescentes de escapada batallan con la asunción de responsabilidad y la (mala) fortuna troca en fatum, desembocando en un final que difícilmente deja frío. La novela ofrece grandes momentos y supone una lectura inteligente y muy disfrutable.

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Mi vida querida de Alice Munro: reseña de Javier Morales Ortiz

El ambigú

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¿FINALE? Javier Morales Ortiz Mi vida querida Alice Munro Lumen: Barcelona, 2013 333 págs.

nComo a cualquier admirador de la obra de Alice Munro, también a mí me ha causado desazón su anuncio de que ya no escribirá más ficción. «Creo que esta vez es de verdad. Tengo ochenta y un años y se me olvidan las palabras», dijo en noviembre del año pasado en The New Yorker, la revista que ha publicado una buena parte de sus relatos. Después de una dilatada trayectoria, en la que pasó de ser un ama de casa que también escribe a una escritora de culto y a ganarse el favor de un público más amplio en las últimas décadas, Munro nos deja como despedida Mi vida querida (Dear life), una colección de catorce relatos, diez de ficción estricta y otras cuatro piezas autobiográficas englobadas bajo el título «Finale». «Un lugar en el que se ha vivido alguna vez es como una llama que nunca se apaga», escribió Eudora Welty, una de las grandes influencias reconocidas de Alice Munro. Y en este nuevo y al parecer último libro, la autora canadiense regresa a su Ontario natal. Allí se instaló a principios de los años setenta después de divorciarse de su primer marido, James Munro, para emprender el «largo viaje desde la casa del matrimonio». Un lugar donde todo «se podía tocar y era misterioso» y en el que ha escrito la mayor parte de su obra. ¿Qué podemos encontrar en este último libro de Munro, cuyo título remite a una nota en el diario o a una carta de recapitulación? La mayoría de las historias están ambientadas en el mundo rural y en un tiempo que coincide con la Segunda Guerra Mundial. Era un mundo duro, de grandes carencias materiales, imbuido de una rígida moral protestante y dominado por los hombres, donde las mujeres debían supeditarse a las convenciones y aquellas que intentaban hacer realidad sus propios deseos eran consideradas extravagantes. La aventura en un tren de una mujer casada, la decepción de una joven que se enamora de un médico egoísta, amores fugitivos, la pérdida de la inocencia de una niña tras la

muerte de su hermana, el salto de un hombre en un tren en marcha, la angustia de una anciana que pierde la memoria, la omnipresente figura de la madre en los relatos finales. Las mujeres, inmersas en encrucijadas vitales, son las protagonistas de estas historias, exentas de cualquier moraleja. «Nunca me he considerado una escritora feminista, pero quién sabe. No veo las cosas de esa forma. Es muy duro ser un hombre. Qué hubiera tenido que hacer para sacar a una familia adelante en esos años de fracasos», ha dicho Munro. El giro inesperado de las tramas que revelan toda una vida y la iluminan. La búsqueda de la libertad de mujeres atrapadas en algún momento de su vida. El regreso a la infancia. La comprensión y compasión por sus personajes, hombres y mujeres. En Mi vida querida encontraremos todas las virtudes narrativas que han convertido a Alice Munro en una referencia del relato corto y candidata al Premio Nobel, con el permiso de la también canadiense Mavis Gallant o el irlandés William Trevor. Pero hay algo más. En Mi vida querida Munro ha exprimido el lenguaje, siempre sencillo, libre de aderezos superfluos, capaz de iluminar la nuez de una historia. Prescinde de las metáforas, si es que alguna vez existieron en sus cuentos. Las tramas se han adelgazado, como si la edad le hubiese dado una lección final, una lección magistral sobre lo que de verdad importa y sobre cómo contarlo. «Y entonces pensé: vivir lo suficiente acaba con los problemas. Pasas a formar parte de un club selecto. No importa cuáles hayan sido tus desventajas, porque el mero hecho de llegar hasta aquí en buena medida acaba con ellas. Todos los rostros habrán sufrido. No sólo el tuyo», cuenta el narrador de «Orgullo», uno de los mejores relatos del libro. Es por esta capacidad de comprensión, de empatía, por lo que Munro es ya un clásico vivo, en su caso, sí, comparable a Chéjov, una escritora que a pesar de sus miedos y de que la edad no perdona, seguro que tiene aún mucho que contar. No es la primera vez que anuncia su retirada, pero como la propia Munro ha reconocido, por alguna razón al final las historias acaban llegando.

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Miseria y compañía de Andrés Trapiello: reseña de Álvaro Valverde

Un tono Álvaro Valverde Miseria y compañía nHace ahora veintitrés años que Andrés Trapiello inició su magno proyecto Salón de Pasos Perdidos. Una novela en marcha. Dieciocho volúmenes después, bien puede ser calificado como uno de los hitos fundamentales de la literatura española y, acaso, la obra cardinal de su autor. Miseria y compañía toma su título de un sainete valenciano del siglo XIX de origen incierto. Se adapta bien a la imagen de la cubierta donde vemos “las radiografías del tobillo, tibia y peroné de AT., rotos en un revés (miseria), y los ocho clavos, agujas y alambres que los sujetaron (compañía)», una peripecia central del libro. En una reciente entrada de su blog, T. aclaraba por enésima vez a un lector: «está usted leyendo una obra que se presenta como “una novela en marcha”, por tanto una obra que se acoge al estatuto de la ficción». Como dijo Miriam Moreno (la famosa M.) en Vidario (una obra esclarecedora que publicó también PreTextos, la fiel editorial del Spp): «el libro se gesta como diario, pero sale a la luz como novela». Vuelve T., una y otra vez, sobre ese resbaladizo asunto, que resuelve distinguiendo entre veracidad (propia del periodismo) y verosimilitud (cosa de novelas). Estas páginas, escritas primero a mano en un cuaderno y fijadas, al cabo de unos años, en forma de libro («hoy es ayer»), corresponden al año 2004, que empezó, como todos, en Las Viñas, el rincón extremeño, y con una anécdota tan sabrosa como las que suelen inaugurar cada tomo, esta vez con una liebre de protagonista. Y una frase: «No te encojas». ¿Qué pasó además? Pues lo de siempre. El poeta que firmó El mismo libro no puede ser ajeno a esa paradoja de estar siempre escribiendo aparentemente lo mismo –o de lo mismo– pero a costa de sorprender al viejo o nuevo lector con lo que parece –y es– rigurosamente inédito. Ya indicó M. que los temas de estos diarios son unos pocos, aunque se den cita «toda clase de historias». Y de «vidas ajenas». El Rastro, por ejemplo, esas visitas madrugadoras y dominicales en compañía de amigos inseparables como J. M. Bonet en busca de piezas perdidas. O el de los viajes, otro asunto capital. Estable por naturaleza, T. no deja de moverse. En esta ocasión le acompañamos, entre otras, a Bruselas, Brujas, Utrecht, Ámsterdam, Múnich, Menorca, Milán, Trujillo (que nunca falta),

Andrés Trapiello Pre-Textos: Valencia, 2013 404 págs.

Barcelona, Valencia, La Coruña, Murcia y a un tour italiano donde recorre, con M., R., y G., algunas ciudades (Vicenza, Verona, Treviso, Venecia) y las maravillosas villas de Palladio. Son viajes donde, sobre todo si va solo, aparecen sus habituales hipocondrías y melancolías («donde quiera que va uno, lleva consigo su tristeza»), acentuadas tal vez por la edad, que irrumpe en la cincuentena. Momentos ideales para abordar, desde el humor y la ironía, reflexiones sobre el arte o la literatura (libros, jurados, polémicas), sobre tal pintor o tal escritor (amado u odiado). Gaya (al que dedica, en su luminosa decrepitud, páginas emocionantes), Tàpies (y los artistas «bilingües»), Gimferrer, Chacel, Ferlosio (Cervantes de ese año), Muñoz Rojas, Haro Tecglen («literatura del puaj»)… Hay otros momentos clave. Así, la tragedia del 11-M, la guerra de Irak y la boda de Felipe y Leticia (en la que ejerce de cronista para La Vanguardia). Además de su mujer y de sus hijos, ya mayores, de «madre» (en León), nos visita Manuel, el sensato lagarero, y otros personajes no menos reales: amigos, conocidos, saludados y, para completar a Pla, incluso «evitables». Y algunas mujeres, como la hermosa gitanilla de Verona o las casuales de Barquillo. Ese año T. emprendió y culminó la quijotesca aventura de continuar El Quijote, comenzó a publicar en su periódico barcelonés la entrega diaria de lo que acabó siendo El arca de las palabras o fue comisario de una exposición de Solana. Y siguió recorriendo librerías de viejo. Con todo, lo más importante de Miseria y compañía sigue siendo el lenguaje, en línea con esa «poética de la naturalidad», como la calificó Jordi Gracia, que deja fascinado al lector. Por la riqueza y variedad de su vocabulario (que lo mismo toma un delicioso arcaísmo que inventa un atinado neologismo), por su plasticidad y precisión, por lo lejos que ha ido, en fin, en ese camino juanramoniano de quien escribe como habla. Unas pocas palabras de T. resumen el sentido de esta obra inmensa: «estos libros son, principalmente, un tono». Un tono, sí, que es, a su vez, un mundo.

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Libros malditos, malditos libros de Juan Carlos Díez Jayo: reseña de Jordi Gol

Extraños libros Jordi Gol

Libros malditos, malditos libros Juan Carlos Díez Jayo Piel de Zapa: Barcelona, 2013 264 págs.

nHay muchos libros que hablan de libros: ensayos, recopilaciones de reseñas, narraciones metaliterarias construidas a partir de textos de obras ajenas, e incluso historias de la lectura. Pero hay muy pocos libros que hablen de los libros como objetos, como continentes y no como contenido. De entre ellos, la mayoría son manuales de edición, de impresión o de encuadernación, también algún ensayo histórico sobre los diferentes formatos a lo largo de la historia, pero sólo un pequeño grupo habla de los libros, así, en general, disparando anécdotas dispersas sobre curiosidades y extrañezas del mundo bibliográfico. Éste es uno de ellos. Libros malditos, malditos libros propone al lector, con un estilo desenfadado y ameno, un divertido paseo por la parada de los monstruos de la bibliografía, desde gigantes del tamaño de un ser humano, como el Codex Gigas o Los pájaros de América, o atlas de casi dos metros, como el de Carlos II o el del Gran Lector de Brandenburgo; hasta liliputienses de menos de un milímetro de lado, como el Camaleón de Chéjov, del siberiano Anatoly Konenko, creados a partir de tipografías casi invisibles, que apenas aguantan una sola impresión. También extravagantes encuadernaciones con piel humana (muy populares en el siglo XVIII), o volúmenes privilegiados, como el sagrado libro viviente de los Sij, que cada día se sienta en su trono y se acuesta entre sábanas de seda. El lector tendrá noticia de por qué se escamoteó De confesione, de Pedro de Osma, libro protestante avant la lettre, y De tribus impostoribus, la primera biblia atea; o de los avatares que han hecho real un libro imaginario, como el Necronomicón del árabe loco Al Azif. Se podrá sumergir en las arcanas lenguas del Codex Seraphinianus, del Codex Rohonczi, o del Libro de Beale, best-seller de principio de siglo que esconde en sus palabras la clave de un fabuloso tesoro. También descubre J. C. Díez Jayo las circunstancias que originaron libros que han dirigido multitudes, como el Corán, el

Libro del Mormón o La Biblia Satánica de Szandor LaVey. Junto a los libros, fabulosas bibliotecas inconcebibles (pero concebidas) pululan por sus páginas, ya sean móviles, como la de Ibn Abbad, que viajaba (ordenadísima) en una caravana de camellos; humanas, como la de Magliabecchi, que la contenía en su cabeza; absolutamente razonables, como la de Pepys, con los volúmenes justos para que un ser humano pueda leerlos en una sola vida; o descabelladas, como la Brautigan, que contiene tan sólo libros (cualesquiera) inéditos. Y como los libros siempre los escribe y los lee alguien, deambulan por el libro una galería de personajes insólitos. Lectores voraces como Kim Peek, con más de setenta mil libros en su haber, o escritores prolíficos como Kim Il Sung, dictador de Corea del Norte, que escribió dieciocho mil libros (su hijo Kim Jong Il, «sólo» llegó a escribir mil seiscientos). J. C. Díez Jayo nos ofrece también un completo anecdotario sobre escritores célebres, como Pascal, Borges, Maupassant, Swinburne, Sabato, Conan Doyle, Bataille, Dante Gabriel Rosetti, etc., alternados con otros si bien no tan famosos, sí igual de extraordinarios. Así conoceremos a W. H. Ireland, falsificador de Shakespeare (llegó a escribir una obra del autor inglés que se representó en Londres) o a R. Shields, que emprendió la tarea de escribir un diario tan prolijo como la propia vida. No faltan tampoco referencias a los compradores, algunos tan compulsivos como J. G. Thirius, que asesinó a decenas de personas para poder comprar sus más de sesenta mil volúmenes; a personajes literarios (el capítulo final, dedicado al Enoch Soames, de Beerthon, es absolutamente delicioso); o a lugares sorprendentes, como el truculento teatrillo del Gran Gignol de París, que encandiló a la más alta aristocracia con su profusión de sexo y sangre, o la isla de Santa María de Redonda, acreedora de una monarquía literaria que han ostentado escritores como John Gawsworth, Jon Wynne-Tyson o, su actual rey, Javier Marías. En definitiva, sesenta historias reales que nos introducen, de una forma divertida y atractiva, en el fascinante · bestiario de la literatura.

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Siguiendo mi camino de Mauricio Wiesenthal: reseña de Ricardo Martínez Llorca

La meta es el rumbo Ricardo Martínez Llorca Siguiendo mi camino Mauricio Wiesenthal Acantilado: Barcelona, 2013 476 págs.

nMauricio

Wiesenthal (Barcelona, 1943) es un escritor que desde hace un tiempo ha proyectado convertir la melancolía en su estilo. O su estilo en melancolía. De tal manera que su propósito como escritor se mueve en el peligroso filo de la pretensión: resulta complicado conseguir la tristeza intentando ser triste, la decadencia tratando de ser decadente o hacer de un texto una memoria cuajada de saudade buscando transmitir la saudade en cada frase que exprime un recuerdo. En esta entrega autobiográfica, Wiesenthal toma como referencia las canciones de su vida. Al igual que otros autores componen textos a partir de las imágenes, bailan alrededor de fotografías libremente, él prepara una selección de las formas musicales que significaron algo en su vida: boleros, tangos, baladas, nanas… se trata, la mayoría de las veces, de música de temperamento triste. Partiendo, además, del hecho de que de todas las artes, la música es la que conserva siempre un trasfondo de tristeza, dado que es la que atiende más directamente a la emoción y, por tanto, a los sentimientos que nos construyeron, es decir, al pasado. Escrito a modo de correspondencia, los diversos capítulos son una confesión sin pudor de quien Wiesenthal ha querido ser. Y la conclusión fundamental es que nos encontramos frente a un adorador del arte, que ve en el arte la salvación. Frente a alguien que hubiera deseado nacer en otra época y que esa época permaneciera congelada hasta su muerte. Un individuo que pretende ser un romántico, que es la forma más franca de perder cualquier viso de romanticismo. Para ello recurre a una prosa en que reluce el exceso de conciencia de ser maestro, maestro de la vida, maestro de la estética. Un lenguaje que pretende vestir la erudición de sabiduría a base de delicadeza. Así Wiesenthal construye una obra homocéntrica en la que predomina la hipersensibilidad, con los riesgos que supone el

exceso de sensibilidad en la literatura del yo: caer en el narcisismo y que este narcisismo esté tamizado por un punto de soberbia, el que dicta que considerarse diferente es tenerse por alguien que no comete los mismos errores que el resto de la humanidad. Para deslumbrar en este planeta lleno de palabras inútiles, Wiesenthal, que tiene como referentes de la literatura de la memoria a Proust o a Chateaubriand, defiende la idea de que las cosas estaban fundamentalmente mejor en el pasado. Un principio que, como él sabe, va a dictarnos la idea de que algo de reaccionario se cristaliza en unos textos de hombre mayor, en su forma de saldar cuentas. Contra el posible resentimiento, no cesa de traer a colación la belleza. De modo que Siguiendo mi camino es, en buena medida, una enumeración de las cosas, situaciones y personas de las que el autor ha disfrutado y, aunque más elípticas, también de las que ha aborrecido. Es una obra que Wiesenthal se ha propuesto escribir, aunque luche por adjetivarla como uno de esos libros que a uno se le imponen y, en consecuencia, destacan por una sinceridad que está más allá del espacio de la mente. Excéntrico, anacrónico, autosuficiente, presumido, resistente, culto. Wiesenthal reúne en su obra lo que más podemos adorar y lo que podemos dar por superado, un resumen de nuestras relaciones con nuestros propios complejos desnudando los suyos. De ahí que la impresión que dan estas memorias de su camino es que caminó para contarlas. Hasta el punto de representar una forma de melancolía arrogante: se llama a sí mismo «viejo lobo de las ruinas» o afirma que «los humanistas debemos recuperar la figura del Ángel», por poner dos ejemplos de sus principios. Pues de principios estamos hablando, dado que no ha existido canción en su vida que haya sido capaz de modificar la secuencia de ideas que componen una melancolía atípica, ya que en esa melancolía no muestra debilidades.

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Contra el bienalismo de F. Castro Flórez: reseña de A. J. Ratia

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CURATORISMO Y ARTE EN PAÑALES Contra el bienalismo. Crónicas fragmentarias del extraño mapa artístico actual

Alejandro J. Ratia

Fernando Castro Flórez Akal: Madrid, 2012 239 págs.

nFernando Castro Flórez es el conferenciante más divertido que conozco y, aunque no me he colado en sus clases (es Titular de Estética y Teoría de las Artes en la Autónoma madrileña), intuyo que sus alumnos no se aburren. Con su nuevo libro, Contra el bienalismo. Crónicas fragmentarias del extraño mapa artístico actual, hay diversión garantizada. No sólo se trata del sentido del humor –aquí, una estrategia de síntesis–, ni del reparto de leña entre comisarios de relumbrón y artistas como Murakami. Lo mejor es que nos sube a un carrusel de ideas. En buena parte, lo de Fernando Castro es la defensa numantina de la Teoría, y de un arte crítico, vigilante de dos frentes, el de la défaite de la pensée y el del embozo ideológico. Valga también embozo en el sentido aragonés de atasco en los desagües. «La rebeldía –nos dice– está colapsada tanto por la impotencia colectiva y personal cuanto por la tendencia al hermetismo, ese camuflaje que da cuenta, antes que nada, del miedo». Este libro, por costumbre o vicio de su autor, está plagado de citas. Nadie puede acusarle de ocultar sus cartas. Su texto es una sabrosa dialéctica acomodada entre referencias, y éstas son cualquier cosa menos apoyos académicos: son una sucesión de piedras para vadear el río. Lo fundamental de este empedrado es el discurso psicoanalítico, Lacan, y sus lectores, Žižek y Agamben, también Foucault, Baudrillard, Hal Foster e invitados menos previsibles como Jean Clair y Certeau. Lo más chocante es que en el mismo capítulo se cite a Adorno y a Rodolfo Chikilicuatre, que se hable de artistas como Chris Burden y de Gran Hermano. Del mal de archivo y del Freakismo hegemónico. La Muerte del Arte puede parecerse a la desembocadura en un mar social, por no hablar de una reconversión en cloaca. El análisis de los realities resulta imprescindible. «Todo viene del readymade duchampiano –confirma–, por más que nos cueste aceptarlo; aquellos que entregan su psicodrama por

televisión son los herederos del Porte-bouteilles». Tanto artistas como famosillos juegan la baza de la obscenidad y del infantilismo. Fernando Castro habla de Mike Kelly, Paul McCarthy y compañía, renombrado clan de artistas gamberros norteamericanos, cuyo eslogan es «Pant-Shitter & Proud of It», o sea, “Nos ensuciamos los calzoncillos y qué pasa”. Termina recomendando el uso de pañal. Y sigo citando del libro: «La estética del estercolero no es, insisto, marginal, al contrario, la carroña y lo inmundo están perfectamente catalogados y son fondos vertebrales de las instituciones que velan por mantener la (neo)ortodoxia del arte». Paradojas lúcidas para explicar un mundo loco. Recordando La naranja mecánica, surge el diagnóstico de la adicción al tratamiento Ludovico: efecto narcótico de la catástrofe. «Lo épico es lo que corta o rasga el velo, eso que desactiva la mistificación, pero aquello que prolifera en el presente –constata– son las cantinelas que abren el cortejo de lo insignificante». Sin embargo, existe una escondida esperanza de hallar un arte que funcione. Un capítulo revelador es el titulado «El postsituacionismo y la urgencia de estar juntos». El discurso arranca con Vattimo. La relación entre arte y vida pasaría, según éste, del modelo utópico al heterópico. Se vive el final de la fiesta con sus patologías propias. Debord profetiza en su «sociedad del espectáculo». La confluencia de tiempos en el museo conduce a una «pérdida general de las condiciones de comunicación». La resultante puede ser un arte celebratorio, casi discotequero, como el de Pipilotti Rist. No obstante, al final del capítulo se abre un claro. «Entre lo ya dicho y lo inaudito surgen lugares, intersticios, que nos reclaman, un rumor que dice “ven”, sea a edificar algo o a deconstruir lo que nos limita. En definitiva un estar juntos: tan sencillo e infrecuente». Una conclusión razonable y curiosamente optimista, que se aferra a una cita de Derrida.

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Apartamentos de alquiler. Obra poética reunida de Carlos Piera: reseña de Juan Andrés García Román

Técnicamente, la desesperación Juan Andrés García Román

Apartamentos de alquiler. Obra poética reunida Carlos Piera Abada: Madrid, 2013 256 págs.

nLa de Carlos Piera es una de esas voces casi secretas,

tenida por heterogénea y rara, si bien ello puede deberse más a su limitada difusión que a los poemas en sí mismos. Es la suya una poesía culta sin culturalismos, devota de la belleza sin interjecciones ni asombros; a menudo celebra personajes, obras literarias, ocasiones y lo hace tras un cristal ciertamente traslúcido, pero no hermético. Aunque obsesionada con la muerte, la voz de Carlos Piera no cae jamás en la expresión patética, su tragedia se halla amortiguada por elementos amables: patios comunales, canarios, afiladores de cuchillos, interiores domésticos, plantas de interior, animales… Y todo ello contribuye a una atmósfera de claridad donde domina la inteligencia: «No se puede escribir la tormenta / sin encender la luz» (pág. 52). Un pintoresquismo de clase media que se antoja semejante al universo poético democrático de un Joan Brossa, aunque quizás más desesperado. El destino y las palabras grandilocuentes que son la trampa de tantos poetas se hallan aquí vestidas de corto, consisten en penurias más domésticas, sin que, sin embargo, la cotidianidad llegue a ser nunca anodina o vulgar. Los vocablos de la técnica, la zoología o el mercado laboral, por decir algunos, se muestran ineficientes a la hora de expresar el paso del tiempo o, tal vez, lo acaban expresando pero como un accidente cultural, un género literario cuya actualización no excluye la sutil humorada: «Del color en que te vistió, / vivo color del aire, / del aire, casi episcopal y silencioso / (salvo canarios, coches, locutor deportivo) / hace un día casi como una noche, sin / tiempo, que morirá contigo / y era la muerte en ti, casi perfecta, / luz del aire como el alivio de que / te ha atrapado por fin la policía» (pág. 50). Ése es al menos el tono general que marcan Antología para un papagayo (1985) o

De lo que viene como si se fuera (1990), el de una poesía que rehúye lo cordial o el tomar o tomarse demasiado en serio: «El corazón déjaselo a los lémures, / marsupiales, medusas. Lo que dejes / déjalo a algo retráctil, no parásito, a un hijo / tuyo y del sobresalto y un tanto en extinción» (pág. 59). Acaso son distintos los poemas de Religio; su fervor desde luego es más rotundo y su afán de belleza y amor acerca las palabras a un temblor esencial, si bien siempre está ahí, como en el resto de los casos, el término concreto que rompe la expectativa y torna al poema en un objeto acerado y rebelde, como de tiralíneas. La cosa se rebela contra la metafísica y la tentación de un habla pseudoreligiosa queda mitigada por la sentencia brillante: «No hay dios compasivo / hasta el punto de la inseguridad» (pág. 20). Como es de esperar, no desatiende la forma un poeta que se declara humildemente amateur y filólogo. De hecho, su yo universitario y erudito es el que toma la palabra e hilvana un discurso que, al modo de un Borges poeta, venera la écfrasis y la historia, la belleza como historia de la belleza. Domina en todo momento la sensación de una poesía deliciosamente impura, ya que la gran voz de la lírica parece refugiarse en todo caso en los manuales, ante el destierro o la suplencia de vates y profetas: «No lo sé, me propongo / saberlo alguna vez. Cuando lo sepa / no lo escribiré en verso» (pág. 188). También la preocupación por métrica y retórica contribuyen a ese tono casi deportivo, de juego e hipérbaton; gusta mucho Piera de la aposición aclarativa al modo de ablativo absoluto, una aposición que demora y entretiene el verso y su resolución. Y esa estrategia da una imagen de toda la obra de este poeta madrileño que aspira con todo derecho a perdurar con unos argumentos pequeños, exactos como un rubí.

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(Rigor vitae) de Ángel Guinda: reseña de Francisco José Martínez Morán

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Demoler la ruina Francisco José Martínez Morán (Rigor vitae) Ángel Guinda Olifante: Tarazona (Zaragoza), 2013 95 págs.

nEl lenguaje constituye el primer obstáculo para la lucidez: la palabra embauca, arrulla, complace (y se complace), acomoda, busca el hueco halagador, levanta palacios deshonestos, embota y emborracha la mirada. De ahí que Ángel Guinda abra (Rigor vitae) con una breve y magistral poética en prosa: «Turbonada existencial del agonizante. Aterrados de estar vivos, escribir como se muere. [...] Rumio los hechos, traduzco los desechos, me hablo a dentelladas». Desde este punto, el poemario gravita en torno a la cita de Cioran que anuda los extremos del pórtico: «¿Por qué no me mato?». Con un soneto de profunda raigambre barroca («La vida profunda», segunda puerta de acceso al resto del conjunto) inicia Guinda el grito de «Cantos del luto», primera y más extensa sección de las tres que estructuran el poemario. El abismo tiende su vacío, todo es incendio de la razón, certeza del caos que sobrepasa el artificial orden del vocabulario y sus convenciones. La duda sangra en la celda del poeta, que escucha en torturante sucesión las pisadas de los corceles desbocados («Los caballos») y palpa la extensión sin límite de la sombra («Uno pasa la vida»); la confusión sella las escapatorias («Uno tiene sus frentes», «El coartado») e inunda de mármol mudo las tumbas («Tullido de tribulaciones», «Toda profecía»). La escritura no basta, es insuficiente incluso cuando se busca desde la franqueza absoluta; así, en «No sé qué es un poema», Guinda subraya que «Uno escribe el poema sin saber que lo escribe, / sin saber lo que escribe». No hay resquicio, el descenso es de ruina a ruina, de escombro a escombro. Eliot aparece admirablemente reformulado en «¡El hombre hueco asola!», mientras «Concatenaciones», que remite con claridad meridiana al presente, a nuestro ecosistema de alcantarilla y brillo («Cloacas al aire libre, manos sucias [...], cataratas de dinero negro sobre camas de hotel»), cierra, con una conclusión que es un portazo demoledor, los temas hasta aquí expuestos: «¡Era la hora de la

deshonestidad desatada! [...] La hora de la soledad enojada. ¡La soledad de la amarga inocencia!». Sólo siete poemas contiene la segunda parte del libro, «Las islas siempre esperan». Ángel Guinda continúa ofreciendo en ellos su amplio despliegue de técnicas (prosas de puro nervio y carne; versículos contundentes, directísimos, exentos de recovecos sinuosos; vacíos tipográficos; paréntesis que funcionan al mismo tiempo como digresión y núcleo; versos breves y electrificados), para introducir un tú diferente, moldeado por entero de ausencia y lejanía: «Me preguntas: “¿qué es esto?”, respondo “el lavabo”; “¿y esto?”: “la bañera”. Balbuceas: “qué pequeñito es todo”. “Como nosotros”, pienso». La primera del plural se revela imposible, enterrada como está casi de antemano: «¡Mi cuerpo es tu sepulcro! ¡Tú eres la cruz! / ¿Qué pensarán las sombras? ¿Qué pensarán las sombras de las sombras?». Por último, «El mal de las flores» retoma y glosa las enlutadas prendas precedentes: las voces que anteceden a Guinda afloran para recolocar (una vez más, en su descampado) el ensordecedor tumulto de la muerte. Rulfo dicta la lógica, Cereijo (de quien se recuerdan, en alusión textual, los fijos ojos de los muertos: «Adónde miran los ojos de los muertos tan fijamente») muestra la huera dirección de la mirada última. La oscuridad desbarata la visión («Turbonada»), el tiempo nos deshabita (como declara el fabuloso verso con el que arranca «El tiempo»: «El tiempo hiedra telarañas de sangre en la mirada»). Y vuelta, para finalizar, al soneto («Cerca de la lejanía») y al concepto inabarcable: «Fuera de mí, a solas con lo inmenso: / en el descanso de lo más profundo, / en el olvido que es haber vivido». Despojado de ornamento, construido sobre el estupor y la impotencia, (Rigor vitae) plantea una arrolladora mística inversa, un recorrido imprescindible por la vasta y desolada frontera humana.

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Todas las lenguas de los hombres de Jesús Fernández: reseña de Rafael Mammos

Biografías poéticas Rafael Mammos Todas las lenguas de los hombres Jesús Fernández La Bella Varsovia: Córdoba, 2013 79 págs.

nLa ficción dentro de la ficción es prácticamente un subgénero literario. En lengua española, el escritor más aficionado a ello ha sido Borges, con «las citas no siempre apócrifas» y las referencias precisas a libros o poemas que no existían fuera de sus relatos, como en «Examen de la obra de Herbert Quain». Otro ejemplo insigne es Vacío perfecto, una extensa colección de reseñas de libros inexistentes, del escritor ruso Stanislaw Lem. Estos ejercicios o experimentos literarios tienen un doble atractivo: permiten al autor real desatar la imaginación e inventar por puro placer, con la descarga (aunque sea convencional) de que ha sido otro quien ha escrito el texto; y entretienen a los lectores con un juego literario que requiere su complicidad, puesto que deben aceptar que lo inventado existe y no existe a la vez. Conseguirlo requiere cierta maestría, pues ¿quién querría participar en un juego aburrido? ¿Qué lector aceptaría unas reglas que no garantizan el entretenimiento, sino que lo frustran? Todas las lenguas de los hombres, de Jesús Fernández, parece basarse en los principios metaliterarios que he mencionado. El libro se abre con un prólogo del autor titulado «Fria H. Bear, T. D. Lawrence y los poemas de La Troupe». La Troupe sería un grupo de «poetas conceptuales» estadounidenses, populares en los años sesenta. El prólogo cita los nombres más conocidos (Bear y Lawrence entre ellos), y refiere que al grupo lo unía la fascinación por cierto poema de un cierto Alfred Whalbergstone. En un supuesto homenaje, el grupo habría escrito poemas que requerían «el entrechocar de dos piedras que acompañaban [...] el ritmo de versos carentes de significado». Lawrence se habría suicidado en 1968 lanzándose a un río con los bolsillos llenos de piedras. Todas las lenguas de los hombres sería el libro que Fria H. Bear habría escrito en memoria de su amigo, y ocupa la primera sección del libro de Jesús Fernández; la segunda sección estaría formada por poemas del propio Lawrence; y la tercera, por poemas escritos por el conjunto de La Troupe.

La expectación que genera todo este aparato argumental, preciso y vano, no es pareja al contenido. Hasta llegar al primer poema, uno debe convertirse en un experto en Lawrence y compañía, con la sensación de que mucha información es innecesaria. Por ejemplo, las prolijas biografías al inicio de cada sección, que nos indican qué vamos a leer y cómo debemos leerlo. Uno siente que la imaginación no es requerida. Incesantemente, el libro nos hace dar vueltas para llegar a poemas que quizás no merecían el camino. Y ese es su gran inconveniente: ha inventado algo que ya existía. Lo decadente («En un rojizo crepúsculo / la Esperanza navega contra un mar tumultuoso»), lo absurdo (véase el poema «Música de piedras»), lo afectado («El mar está hecho de las lágrimas / de quienes no supieron reírse a tiempo») y lo trillado («Encontré al famoso poeta / junto a la barra de un bar») son categorías recurrentes en Todas las lenguas de los hombres. Versos sobre el suicidio de Lawrence como «Nerviohueso / Rabiairafuria / SaltoMuerte» revelan que los poemas no son independientes del marco argumental, es decir: no se mantienen firmes sin el contexto que los explica y, supuestamente, los justifica. También se intuyen ideas que podrían haber dado un libro mejor, como en el poema «Kaaba»: «La próxima vez que vayas / a darle una patada / a un guijarro en el camino, / piensa que alguna gente / cruza el mundo / para ver / una piedra». En ocasiones, la ficción de que estamos leyendo una traducción del inglés está lograda, no sé si felizmente: «Si tuviera un par de billetes, nena, / oh, ni siquiera entonces podría ir a verte». El mundo literario que Jesús Fernández pinta es modesto; las miserias y pretensiones que inventa para sus personajes son de sobra conocidas. No es imposible que el autor se haya dejado distraer por el envoltorio de su creación y se haya olvidado de aquello que la justifica: los poemas. La dependencia debería apuntar en ese sentido y no al revés.

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Instanto de Arnaldo Antunes: reseña de José Ángel Cilleruelo

El ambigú

Adelgazar también engorda José Ángel Cilleruelo Instanto Arnaldo Antunes Kriller71: Barcelona, 2013 142 págs. + CD

nAcercarse a los límites de la poesía es, con frecuencia, un camino para abandonarla. Unas veces hacia la prosa, otras hacia el espectáculo, las más hacia la propia desaparición del género consumido en sí mismo, convertido en parodia, crítica política o juego de palabras. La desintegración de un contenido complejo en favor de la forma suele ser una manera no de alejar la poesía de sí misma, sino de alejarse de ella. Es importante señalar estos riesgos a la hora de presentar la obra del poeta brasileño Arnaldo Antunes (1960). Aunque una parte de su trabajo artístico se haya situado ya al otro lado del género, en el espectáculo musical, como escritor sus libros protagonizan una lúcida aproximación a los límites de la poesía, desde la poesía misma. La antología Instanto y el CD que acompaña el volumen son un ejemplo de estas experiencias en el límite. Junto a este título, el mismo editor publica una antología de otro poeta brasileño de una generación anterior, Paulo Leminski (1944-1989), Yo iba a ser homero (Kriller71: Barcelona, 2013), con quien la poesía de Antunes establece un doble parentesco: con él acompasa el final del verso tradicional («Hacer poesía, yo siento, no es distinto / a dar órdenes a un ejército / para conquistar un imperio extinto») y al mismo tiempo ambos tratan de construir con la poesía un significado. Formalmente, Antunes recurre al conjunto retórico ya consolidado por la poesía experimental: enumeraciones, anáforas, rimas obsesivas, conversión de significado en tipografía o en imagen, repeticiones, letanías… también el poema en prosa, brillante protagonista del libro As coisas (1992). Conviene no descartar en bloque este sistema formal, pues al fin y al cabo el endecasílabo no tuvo un carácter menos rupturista en el siglo XVI. De hecho, la única diferencia entre renacentistas y poetas ex-

perimentales de hoy suele ser que aquellos asociaron a las formas un contenido también rupturista, algo que se echa de menos en tantos poetas actuales, cuyos contenidos no cambian la manera de comprender la experiencia, generalmente consolidan una de las perspectivas existentes. Vuelve a ser interesante esta apreciación para afirmar después que eso no ocurre en la obra de Antunes, quien sí utiliza el sistema retórico experimental asociado a una idea también renovadora. Se podría decir que la tradición experimental a la que apela la poesía de Antunes se inició, entre nosotros, con una lira de San Juan de la Cruz, aquella celebérrima que empieza: «Mi amado, las montañas…». San Juan incorpora a los sustantivos que yuxtapone su propio ser. No dice «es las montañas»; el verbo queda implícito en el nombre. Así operaban también las palabras de las lenguas primitivas, aquellas cuyo haz de sentidos no se había reducido, como en las nuestras, a un único significado. Consciente de este empobrecimiento de la esencia misma del lenguaje, condenado a convertirse en un código de signos, Antunes convoca los recursos experimentales para provocar un ensanchamiento del verbo, una multiplicación de los sentidos. Su utopía consiste en recuperar para la lengua palabras que en lugar de rechazar significados por imprecisos o intuitivos, los acepten, integren e incorporen. Esta exploración aúna tres frentes: el sonido –que trata de remontarse a estadios primitivos del lenguaje–, la caligrafía –casi expresionista– y, sobre todo, el tema. El tiempo, la erosión de la vida, el nominalismo del idioma y el orden marmóreo en el que convertimos la conciencia del mundo son temas capitales de la poesía de todos los tiempos que Arnaldo Antunes sitúa también en el centro de su poética experimental.

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Manuel García Iborra Librería

Sintagma

(El Ejido, Almería) Entrevista de Fernando Clemot

.¿Cómo empezó la aventura de Sintagma? ¿Qué expectativas existían al empezar con la librería? Terminando la universidad, mi mujer y yo creímos que era buena idea de negocio una librería en El Ejido, y la familia fue muy generosa respaldándonos completamente. Tuvimos que trabajar mucho para no depender de una gran inversión y fuimos peones albañiles, dirigidos por mi padre, para poder hacer la obra en sábados y domingos. La gran expectativa era ganarnos la vida con algo que amáramos, como son los libros. Trabajar así es un gran placer. El librero suele ser, a veces, un gestor cultural. La creatividad de esta función nos gustaba muchísimo, incluso antes de comenzar con Sintagma, y ya teníamos varias iniciativas similares en nuestro currículo. Así que sabíamos que iríamos incorporando actividades complementarias a la simple venta de libros. También nos han importado siempre lo que son las expectativas explícitamente personales. Ser libreros nos permite organizar un programa como lectores que nos enriquezca como profesionales. Disfrutamos ordenando para nosotros un listado de lecturas que alterne las no-

vedades que van surgiendo con libros clásicos que pueden terminar siendo fondo en nuestra librería. Desde el principio Sintagma se ha mostrado como una librería plena de inquietudes, ¿nos podrías resumir todas estas iniciativas paralelas que han surgido a partir de la librería? Comenzamos llamando la atención atrayendo a los escritores más conocidos de nuestra lengua: han llegado a venir a El Ejido casi un centenar de ellos. Quisimos complementarlo con un proyecto que destacara nuestra inquietud como lectores, señalando cada final de año nuestras lecturas preferidas. Lo denominamos los «Premios Sintagma». A través de estas dos iniciativas, y del proyecto general como librería cultural en El Ejido, nos premiaron como «Mejor Librería Cultural de España», recibimos una mención especial al mejor pequeño comercio de España, otro premio al fomento de la lectura en Andalucía, así como varios premios más, provinciales y municipales. También hemos tenido una relación muy especial con los medios de comunicación de Almería con colaboraciones que valoramos como

importantes. En este momento dirijo un programa en RadioEjido que incluye una entrevista de quince minutos con algún escritor o editor apreciado por nosotros. Se puede escuchar por Internet, lo que amplía su proyección. Gracias a este trabajo con la prensa podemos ir ordenando y comunicando nuestras lecturas y otras recomendaciones que interesan a nuestro público. Invitados por nuestros compañeros libreros también trabajamos para el bien del asociacionismo librero en Andalucía y España. Nuestra mejor contribución ha sido diseñar, dirigir y gestionar el portal de internet «Los Libreros Recomiendan» en su inicio. Nos encontramos con grandes librerías, librerías de grandes grupos, librerías más focalizadas y muchas maniatadas por el mercado y sus requerimientos. En términos generales ¿cuál consideras que debería ser la función del librero? La figura del librero convive con requerimientos de su entorno bastante peculiares. Se le suele conferir una importancia social y dentro del sector del libro que después no es ayudada para que realmente esta labor pueda desarrollarse. Al


El pianista

final, queda regulada por la fuerza y el compromiso personal. En nuestro caso, como en cualquier otro negocio, la primera parte de esta función consiste en servir lo mejor posible al cliente en sus necesidades. Señalarles, como no puede ser de otra manera, qué libros creemos que más les van a gustar a ellos (y no a nosotros), por lo que es muy importante el diálogo para intentar conocer sus preferencias como lectores. Después, y tras haber sido capaces de desarrollar la capacidad de evaluar qué libros pueden tener mayor importancia cultural, apoyarlos, aunque esos libros no sean tan visibles y no correspondan al primer deseo de compra de los lectores. Por último, y lo más difícil de todo, promover a través de nuestro trabajo el placer de la lectura, mediante el refuerzo entre los que ya lo disfrutan y fomentándolo entre los que no lo hacen. Hemos visitado y visitaremos librerías en Barcelona, Madrid, Valencia o Bilbao, pero también en ciudades más pequeñas, como Plasencia. En el caso de Sintagma, ¿qué peculiaridades le confiere estar en una ciudad como El Ejido? Comenzamos en el año 2002 y fue muy

Manuel García Iborra, de la librería Sintagma

positivo. Seguramente eran años de bonanza en el consumo y existían menos puntos de venta de libros en El Ejido. En los últimos años se ha multiplicado de manera considerable la oferta de venta de libros en centros comerciales y supermercados, lo que seguro que ayuda bien poco. Por otra parte, El Ejido es un lugar en crecimiento. La primera generación universitaria tiene en este momento unos treinta y cinco años, lo que conlleva que la relación con la lectura sea más modesta que en poblaciones con más historia. Creemos que por estos mismos motivos proyectos como Sintagma son vividos con más ilusión y compromiso. La crisis, los grandes grupos editoriales, etc. ¿Cómo ves el futuro del mundo del libro? ¿Tenemos motivos para ser optimistas? Sinceramente, ya no lo sé. Creo que me dejo llevar por el optimismo y la ingenuidad personal y, pese a los descensos, veo que todavía se venden, en general, muchos libros. Si esto sigue así, confío en ser capaz de encontrar nuestro hueco y seducir al comprador de libros de mi zona para que sus compras las hagan en Sintagma y no en otro punto de

venta. Lo que no podemos pensar es que el sector no va a cambiar. Lo natural es que estemos en plena evolución y que lleguemos a una situación muy diferente a la actual. Cada vez pregunto más a quienes lo disfrutan por la experiencia de tener un e-reader en casa y el gran atractivo de las descargas ilegales es imbatible. Pero no sirvo para ser buen agorero. Tampoco me estimulan demasiado, de manera personal, los estudios y reflexiones sobre ese posible futuro. ¡Ojalá que los compañeros de las asociaciones que trabajan estos temas sepan ir acertando! Después, siempre he sentido que no dependemos de nosotros mismos. Si un día el gobierno se deshiciera del precio fijo o si los grandes grupos asumieran una política agresiva hacia las librerías independientes, no estoy seguro de que quedara margen para la supervivencia. Y realmente no veo que exista un gran respeto hacia las librerías. Aun así, mientras los libros de papel sigan teniendo unas ventas considerables, y aunque haya que complementarlos con otros productos, intentaremos mantener una librería con compromiso cultural. ¡Deseadnos suerte!

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Una práctica de la traducción y un canto del «infierno» José María Micó .Las de Pero Grullo suelen ser verdades como puños, y la tarea de la traducción se puede definir con una formulación elemental: traducir literatura es traducir literatura. Esta reducción al absurdo esconde, en realidad, el germen de una operación ambiciosa y trascendental que muchos escritores y traductores antes que yo han glosado y defendido convenientemente: traducir literatura es crear literatura. Pero se trata de un ideal que también esconde la trampa de la desilusión, porque a veces no pasa de ser una actividad vocacional con difícil acomodo en las leyes y en los caprichos del mercado. Así ha sido en mi caso y así seguirá siendo. Mis primeras experiencias de traductor fueron ocasionales y casi secretas: un soneto de Shakespeare, por devoción; un poema de Housman, por desafío; dos sonetos de Auden, por encargo; seis motetes de Montale, por capricho, y una novela de Josep Piera, por amistad. La admiración por Ariosto me llevó a traducir las siete extraordinarias Sátiras que el autor italiano compuso entre 1517 y 1525, pero cuando me zambullí en la traducción del Orlando furioso, labor que no se improvisa y que me llevó más de tres años de una dedicación imprudentemente intensa, un profesor de literatura me preguntó por qué lo hacía, y después añadió, con más petulancia que gusto literario, que Ariosto no le interesaba a nadie. Afortunadamente no todos los profesores de literatura ignoran a los clásicos y menosprecian la traducción, y una de las pocas certezas a las que he llegado después de muchos años de vérmelas con versos propios y ajenos es que la traducción es la filología máxima. Traducir poesía, y preferentemente antigua, puede parecer hoy una suma de despropósitos, pero nunca me cansaré de repetir –y aprovecho esta nueva ocasión para hacerlo– que toda traducción poética

comparte el designio más noble de la filología, que es el de entender y dar a entender los textos, y la ambición más alta de la creación, con la peculiaridad o la ventaja de ser una ambición secreta y servil, consagrada a la reconstrucción, es decir, a la recreación de una virtualidad literaria ajena. Si queremos entender de verdad un texto literario (incluso los escritos en nuestra propia lengua, que los filólogos solemos explicar mediante formas traslaticias de traducción como la paráfrasis o el comentario) debemos traducirlo. Y si, como escribió Octavio Paz, «aprender a hablar es aprender a traducir», los textos literarios sólo pueden cobrar su sentido pleno cuando son reiterada e incansablemente traducidos a través de las generaciones. Por ejemplo: nadie necesita una nueva traducción de la Comedia de Dante. Sin contar con las traducciones de los siglos XV y XVI, completas o parciales, en los últimos ciento cincuenta años se habrá traducido una veintena de veces, con resultados muy dispares, y en las librerías es fácil encontrar ediciones y reediciones de las versiones más recientes: la muy famosa de Ángel Crespo (1973-1977, en tercetos), y las menos conocidas de Luis Martínez de Merlo (1988, en endecasílabos blancos) y Abilio Echeverría (1992, en tercetos). Por si fuera poco, la primera cántica en traducción de Crespo se acaba de reimprimir suelta y de urgencia para ver si algún lector del Inferno de Dan Brown cae por curiosidad, o por casualidad, en el de Dante. Así las cosas, he decidido emprender una nueva traducción de la Comedia. ¿Por qué? Porque es el libro más impresionante que he leído y el que más me ha gustado, y porque mi relación con él sólo podrá completarse cuando lo haya traducido. Lo hago, pues, para mí, con el convencimiento


El apuntador

Una práctica de la traducción y un canto del «Infierno», de José María Micó

CANTO IX

de que, como suele pasar con las cosas innecesarias, solo interesará a unos pocos lectores verdaderos. Lo que aquí presento es solo una muestra, todavía provisional, del canto IX del «infierno». Dante y Virgilio llegan ante las murallas de Dite; las fuerzas diabólicas (las Furias o Erinas) dificultan el camino, pero llega «un enviado del cielo» que les franqueará las puertas de la ciudad infernal. Como se verá, traduzco en endecasílabos que presentan asonancias no sistemáticas y prescindo de la rima consonante encadenada (aba, bcb, cdc…) de los tercetos originales, porque una cosa es la rima generatrice en manos del autor, y otra cosa muy distinta es la obligación del traductor de respetar, además del sentido original, la legibilidad del relato y sus matices estilísticos, sin añadir elementos ajenos, extemporáneos o forzados por la necesidad de rimar. Esta versión no sustituye a las anteriores, sino que se complementa con ellas, porque un clásico es, entre otras cosas, la suma de sus traducciones.

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José María Micó nació en Barcelona en 1961 y es catedrático de literatura española en la Universitat Pompeu Fabra. Su obra poética incluye los libros La espera (1992, Premio Hiperión), Letras para cantar (1997), Camino de ronda (1998), Verdades y milongas (2002), La sangre de los fósiles (2005) y Caleidoscopio (2013). Autor también de ediciones filológicas y de estudios literarios (el más reciente, Las razones del poeta, Gredos, 2008), ha traducido a grandes poetas europeos como Ausiás March, Jordi de Sant Jordi y Ludovico Ariosto (las Sátiras en 1999 y el Orlando furioso en 2005, por el que ha obtenido en España el Premio Nacional a la Mejor Traducción y, en Italia, el Premio Internacional Diego Valeri y el Premio Nazionale per la Traduzione).

La palidez que el miedo dio a mi rostro cuando a mi guía vi volver, le hizo 3 disimular su turbación conmigo. A escuchar se dispuso, atento y quieto, porque la vista apenas penetraba 6 el aire negro ni la espesa niebla. «Aun así venceremos la batalla», dijo, «si no… Quien nos ayuda es fuerte. 9 ¡Ay cuánto tarda el que llegar debiera!» Noté que iba primero a decir algo que cubrió luego con palabras nuevas, 12 muy diferentes de las anteriores; pero con ello no menguó mi miedo y atribuí a la frase no acabada 15 un sentido peor del que tenía. «¿A esta parte más honda del abismo bajan almas del círculo primero, 18 cuyo castigo es la desesperanza?». Esta fue mi pregunta, y su respuesta: «Muy raramente alguno de nosotros 21 puede hacer el camino que yo hago. Lo cierto es que ya estuve aquí una vez, por la conjura de Eritón, la maga 24 que hacía volver las almas a sus cuerpos. Ella logró que yo, después de muerto, entrase en la ciudad y que a un espíritu 27 del círculo de Judas socorriese. Es el lugar más bajo y más oscuro, el más lejano del sublime cielo. 30 Ya conozco el camino: tranquilízate. Este pantano fétido rodea completamente la ciudad doliente, 33 y para entrar habrá que usar la fuerza». Dijo otras cosas, pero no me acuerdo, pues toda mi atención estaba puesta 36 en la alta cima de la ardiente torre, donde improvisamente aparecieron tres furias infernales, con aspecto 39 y miembros de mujer, llenas de sangre, con verdes hidras en el cinto y otras víboras y cerastas en el pelo 42 que coronaban sus feroces testas.

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Reconoció mi guía a las esclavas de la reina del llanto eterno y dijo: 45 «Mira, esas son las pérfidas Erinas. Esa es Megera, la del lado izquierdo; Aleto es la que llora a la derecha, 48 y Tisífone la que ves en medio». Se clavaban las uñas en el pecho, se daban golpes, y gritaban tanto, 51 que, amedrentado, me abracé al poeta. Mirándome decían: «Que Medusa en piedra lo convierta, pues debimos 54 vengarnos del asalto de Teseo». «Date la vuelta y cierra bien los ojos: si asomase Gorgona y tú la vieses, 57 jamás podrías regresar arriba». Así dijo el maestro, y luego él mismo me dio la vuelta y con sus propias manos 60 sobre las mías me cubrió los ojos. Vosotros que tenéis la mente sana, observad la doctrina que se esconde 63 bajo el velo de versos misteriosos. Sobre las turbias ondas fue creciendo un pavoroso estruendo que agitaba 66 las dos orillas del nefando lago; sonaba como el viento impetuoso que se levanta por contrarias fuerzas 69 y sin estorbo embiste contra el bosque, rompe, derriba y hace volar árboles, va avanzando inflexible y turbulento 72 y ahuyenta a los pastores y a las fieras. Mi guía apartó las manos de mis ojos: «Ahora fíjate», dijo, «en esas ondas 75 donde el humo es más ácido y espeso». Como las ranas huyen de la charca cuando aparece la enemiga víbora 78 y se ovillan y apiñan en la orilla, así vi que mil almas condenadas huían de uno que cruzaba andando, 81 sin mojarse los pies, sobre la Estigia. Se apartaba del rostro el aire graso (la única cosa que lo molestaba) 84 moviendo sin parar la mano izquierda. Me di cuenta de que era un enviado del cielo y mi maestro me hizo señas 87 para que yo, en silencio, me postrase.

El apuntador

¡Qué lleno de desdén me parecía! Usando una varita abrió la puerta, 90 que no ofreció ninguna resistencia. Ante el horrible umbral, así les dijo: «Oh expulsados del cielo, oh despreciadas 93 gentes, ¿por qué abrigáis tanta insolencia? ¿Por qué sois tan reacios al designio cuyo efecto jamás será impedido? 96 ¿No veis que así vuestro tormento aumenta? ¿De qué os sirve luchar contra el destino? Si os acordáis, vuestro Cerbero aún tiene 99 repelados el cuello y la quijada». Después volvió sobre el fangoso paso y no nos dijo nada, aunque mostraba 102 el semblante de alguien que tenía otras preocupaciones muy distintas. Después a la ciudad nos dirigimos, 105 por las palabras santas confortados. Entramos sin que nadie lo impidiera. Yo, por el ansia que de ver tenía 108 el interior de aquella fortaleza, en cuanto entré, extendí mi vista en torno: se divisaba una llanura inmensa, 111 rebosante de penas y tormentos. Como en Arles, donde el Ródano se estanca; como en Pola, en el golfo del Carnaro, 114 que cierra Italia y baña sus confines, también aquí abundaban los sepulcros salpicando el paisaje, si bien era 117 la sensación que daban más terrible: los sepulcros estaban rodeados de llamas y en un gran incendio ardían 120 más rojos que en la más candente forja. Estaban con las losas levantadas, y los lamentos que salían de ellos 123 eran de gente triste y miserable. «Maestro, ¿quiénes son esos espíritus», pregunté, «sepultados en las tumbas, 126 que entonan tan patéticos quejidos?» Me respondió: «Esos son los heresiarcas con todos sus secuaces, y las tumbas 129 están más llenas de lo que te piensas. Cada uno yace con su semejante, y el ardor de sus tumbas es variable». Se volvió a su derecha y avanzamos 133 entre las tumbas y los baluartes.


Arenas movedizas. Jordi Doce

El tercer acto

Beria en la corte de Enrique VIII nLeo Bring Up the Bodies (Traed los cuerpos), la última novela de Hilary Mantel. Es un error; debería estar leyendo Wolf Hall, su «precuela», pero no logro dar con ella y no quiero esperar. No importa. Sé que ambos libros pueden leerse por separado y disfruto con la idea de comenzar por la bisagra, a la espera de ese volumen que complete la trilogía y que, por lo pronto, se anuncia con un título más blando y previsible que sus predecesores: The Mirror and the Light. Mantel, por supuesto, se ha hecho célebre por ser la primera mujer en recibir dos veces el Booker Prize y por ser el primer escritor, hombre o mujer, en ganarlo por dos libros consecutivos. Hemos aprendido a no dar demasiada importancia a estos galones, pero basta leer el arranque de la novela para intuir que aquí se dirime algo serio: «Sus hijas se descuelgan del cielo. Él observa desde su montura…; caen, las alas doradas, la mirada llena de sangre. Grace Cromwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, silenciosa cuando se desliza en su puño». Es septiembre de 1535 y Thomas Cromwell, secretario de Enrique VIII, ha salido a cazar con el rey; erguido sobre su Jordi caballo, sigue el vuelo de los halcones, a los que ha bautizado con el nombre de la esposa y las dos hijas que perdió hace ocho años, y percibe el final del verano en su piel, en los huesos, en la sangre que fluye dentro y fuera de él cada vez que un halcón abate a su presa. La elegancia mortífera de los halcones es una inversión del orden angélico y simboliza el desorden que rige el bien común («todo el verano ha sido así, un motín de desmembramientos, piel y plumas que vuelan»): desde que Ana Bolena es reina el mundo está fuera de sus casillas y el viejo orden ha sido suplantado por la duda, la incerteza, el miedo a lo desconocido. Todo el arranque parece una glosa de un poema de Ted Hughes: elipsis, frases cortas y ásperas, el sordo rugido de las consonantes y las aliteraciones como un trasunto de la violencia animal. Mantel deja que los ecos del viejo anglosajón campen a sus anchas desde el título mismo: bring, bodies. Cromwell

cree ver en los halcones al alma de sus hijas; pronto se unirá a ellas como un cazador más. La novela se abre con un tapiz de fuerte carga simbólica pero pronto se despliega con la precisión de un mecanismo de ruedas dentadas. Cromwell es el protagonista perfecto, el outsider que está dentro, el plebeyo que ha logrado un puesto junto al rey y hace olvidar la humildad de su origen bajo las ropas de una inteligencia paciente. Los tiempos son propicios y él lo sabe: el orden feudal se desmorona y los grandes nobles se disputan un pastel cada vez menor. Ha llegado la hora de los gerentes, de los administradores. El arte de Cromwell es influir sin ser notado en la voluntad real, haciendo que Enrique asuma como propias sus decisiones. Es un arte que exige percibir los cambios de viento, mirar a largo plazo, y ese cambio, en la novela, es el miedo que la ambición de Ana Bolena planta en el corazón del rey. Cromwell extiende su red y pronto las víctimas se debaten como insectos en la melaza del chantaje y las medias mentiras. Beria en la corte de Enrique VIII. No importa si los crímenes de los que se acusa a la reina y sus amigos son ciertos o Doce no; en realidad son indemostrables, como el propio Cromwell admite para sus adentros. Su único delito es interponerse en el camino de los nuevos deseos del rey; mueren porque convivieron con él y saben demasiado. Las huellas de su paso por la corte serán borradas; a los halcones que simbolizan la casa de Bolena les sucederá la silueta del fénix. La traducción española de Bring Up the Bodies se titula Una reina en el estrado. Supongo que alguien en la editorial lo habrá visto oportuno, pero el sintagma, además de anodino, traiciona la potente fisicidad del original, la noción de que el poder se ejerce sobre un cuerpo social y entraña castigo, reos, sangre; también el reparto de los despojos bajo una luna que, como en el poema de Sylvia Plath que Mantel cita a conciencia, «mira todo… desde su capucha de hueso». Quizá por eso la novelista quiera, para cerrar su historia, un poco de luz, un espejo.

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La tercera orilla. Andrea Jeftanovic

ambigüedad

lo que hay en casa no basta, y esto en un amplio sentido, y salimos al mundo a recorrer otras orillas. Tuve la suerte de vivir al lado de una biblioteca municipal. Cuando terminaba mis deberes cruzaba una pequeña frontera, iba desde la sala de consulta a la sección de libros de préstamo. Este último nHay un cuento inquietante y genial del brasileño João Guimarães era un recinto más amplio con varios estantes abiertos, orgaRosa, titulado «El tercer margen del río (o la tercera orilla del nizados en cuatro pasillos, yo miraba con detalle libro a libro río)». Es la historia un padre que, sin razón aparente, deja a en cada sección. Tomaba los ejemplares que me atraían por su familia y comienza a habitar una canoa en la imprecisa ri- su sugerente título, el diseño de su portada, la textura de su bera del río cerca de casa. No se ha marchado del pueblo, no lomo, o porque el nombre del autor o autora me sonaba o ha muerto, lo ven moverse en su improvisada embarcación, se porque me los recomendaban. Y si bien era un espacio conalimenta con la comida que le dejan. Como dice el narrador: vencional, en mi memoria afectiva y espacial era una biblio«Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. teca como las de los dibujos de Escher: plagada de escaleras y Solo cumplía el deseo de habitar en aquellos espacios del río, pasadizos secretos, porque así se urdían en mi mente las nuede medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir vas lecturas. Y quizás esa sensación es la que me interesa de la de ella, nunca más». Es ambiguo, está y no está, lo necesitan literatura: la posibilidad de moverse en un terreno ambiguo, y recuerdan a diario, lo ven a lo lejos pero infinito, con más preguntas que respuestas. no pueden contar con él ni comprender la ¿Qué puede ser o representar el tercer lógica de su decisión. Pasan los años, resiste margen del río que ese padre decide habilas heladas, las lluvias, la intromisión de los tar?: la muerte, la soledad, el egoísmo, la extraños, pero también la hija contrae matrilocura, el fin del mundo, la resignación, el monio. Cuando nace el primer nieto, van al ostracismo, el nihilismo, la vejez, la perpetuidad, la prueba del amor filial, el padre desrío y tienen la esperanza de que esa nueva vida le provoque una emoción, un eminente aparecido, la orfandad. Y tanto más. regreso, pero nada, se quedan con la criatura Leer y escribir nos enfrenta a esas dimenagitando las manos en el aire. La hija con su siones misteriosas que componen la existennueva familia se muda a otra ciudad, la macia. Y al mismo tiempo, los libros nos señalan dre los sigue, queda solo el hijo mayor. En límites que felizmente no necesitamos cruzar un pacto de filiación o de culpa, el primogéen la vida real: las fronteras del crimen, del nito le dice algo como «padre, ya estás viejo, dolor, de la muerte, de la pérdida, del absuryo te relevo, ven, es mi turno». Es la primera do, del horror colectivo, de la desolación, del vez que el hombre da señas de que escucha desamor. La literatura con sus zonas oscuras Andrea Jeftanovic y claras es una rebelión a la simplificación de y rema lento hacia él pero en ese instante el miedo lo invade y escapa. la existencia en la que insisten los medios de Yo siento como lectora y autora que cada vez que acepto el comunicación y el sentido común. Los personajes parecen llepacto de un libro, al leerlo o escribirlo, de algún modo con- varnos a esa tercera orilla, nos seducen a que habitemos sus siento habitar un tercer espacio, una dimensión desconocida lugares, y cuando estamos a punto de cruzar el límite y releque supera los binarismos arriba-abajo, izquierda-derecha y varlos, como el hijo, y padecer lo que ellos padecen, pasamos tantos más. La ficción no es la realidad cotidiana ni algo me- la página o cerramos el libro y retornamos a lo nuestro. En ese ramente fantasioso: las historias y los personajes de los libros instante pareciera que la ficción salva o nos permite hacer un tienen espesura, son figuras que movilizan nuestras fuerzas corte e inaugurar otra historia. Siempre lo digo, no hay que psíquicas, se hacen concretos en el tiempo específico de la leer la literatura literalmente sino literariamente, como prolectura y si nos tocan pasan a ser parte de nuestro imaginario. ductora de sentidos, como entramado de imaginarios, como Si me remonto en el tiempo creo que la primera vez que indagación existencial, una ciudadanía en un margen abierto sentí que habitaba ese tercer espacio, fue en las bibliotecas en el río, balanceando el peso que nuestras decisiones vitales públicas. De niña, cuando mis posibilidades de desplazamien- tienen sobre quienes nos rodean. Y leer y escribir desde «la tos eran escasas, y las tareas escolares, una rutina, me vi en la tercera orilla del río» se convierte en una de forma de resistir necesidad de salir a buscar las respuestas que las enciclope- la necesidad de certezas y aceptar de buena gana vivir en la dias y los libros hogareños no daban. Más pronto que tarde ambigüedad.

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Secretos a veces. Martín López-Vega

El tercer acto

Las dos vidas de Drummond la mano; y cuando, ya muerto Drummond, el médico le preguntó si era de la familia, se marchó. Sólo después contaría Lygia, bibliotecaria de profesión, los detalles de la relación que habían mantenido sólo en nVivimos intentando dar un sentido al sinsentido que nos rodea, que so- medio secreto, pues no les importaba pasear por Rio de la mos nosotros mismos, y en ese intento buscamos unas pocas mano, entrar en los cafés. Lo molesto de hacerlo no era que certidumbres, algunas seguridades. A menudo creemos saber- les vieran juntos, sino que a Drummond le incomodaba su lo todo de quienes nos rodean, de aquellos propia fama, el ser reconocido y molestado en busca de autógrafos y fotografías. a quienes más queremos, con quienes pasaUn libro publicado por el periodista Gemos casi todo el tiempo, y de pronto un día neton Moraes Neto, titulado de forma casi descubrimos que no sabíamos nada. Cuando tan amarillista como su contenido O dossiê el poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade vivía sus últimas horas en la unidad de Drummond, recoge no sólo una larga entrevista con Lygia sino la transcripción de alguterapia intensiva del Hospital Pró-Cardíaco nas cintas que habían grabado juntos, horas de Rio de Janeiro, recibió una visita que nadie (probablemente ni siquiera él) esperaba: de conversación más bien inane de las que uno no consigue leer más que unas líneas, la de Lygia Fernandes, de la que algunos sabían que había sido compañera de trabajo avergonzado de estar espiando una intimidad que no le pertenece. de Drummond, pero de la que sólo los más Detalles aparte, quedan todas las precercanos sospechaban la verdad: había vivido una intensa historia de amor con el poeta guntas que deja cualquier vida, llena de secretos, más secretos cuanto más cercaque había durado treinta y seis años. Treinta y seis años durante los que Drummond llevó nos. ¿Qué sabía de ese amor Dolores, la Martín López-Vega la doble vida del bígamo: siguió viviendo con esposa del poeta? ¿Y qué pensaba de él y por qué no hizo nada por evitarlo? ¿Pensu esposa pero visitaba a diario el apartamento de Lygia en Ipanema. Lygia pensó hasta el último momen- saba acaso que esa relación paralela de algún modo –ella to en llevarse el secreto a la tumba (al menos, a la tumba de conocería bien el carácter de Drummond– garantizaba la Drummond), pero la insistencia de una amiga hizo que, en estabilidad de la suya? ¿O simplemente prefirió ignorarla? un último impulso, visitase el lecho del moribundo. Le tomó ¿De qué modo pensaba Drummond en el hecho de estar la mano, le dijo que engañando a su esposa? Ningún papel parece deseable en se iba a poner bien, una historia así que, sin embargo, duró casi cuarenta años creyó, como creemos y en apariencia para bien de todas las partes interesadas... todos los que vemos Queremos siempre saberlo todo de aquellos a quienes morir a alguien a amamos, pero es imposible saberlo todo y, mucho menos, quien queremos, que tenerlo todo. Comenzamos amando un secreto que nos llarespondía, aunque ma y el amor dura lo que dura el secreto, real o inventado sedado, a sus pala- por nuestra mirada. Es lo que ocurre con los secretos: rara bras, moviendo un vez ganan cuando se desvelan. párpado, haciendo una ligera fuerza con

Secretos a veces

Vivimos intentando dar un sentido al sinsentido que nos rodea, que somos nosotros mismos...

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Sade Returns. Manuel Vilas

El tercer acto

André Gide

velesca esa rememoración de los encuentros y desencuentros de Gide con Wilde y Proust. Las cartas que se intercambian Gide y Proust, reproducidas en el libro, son un monumento a la elegancia literaria, a la exuberancia emocional, a la largura de la inteligencia a la hora del trato humano. Son cartas fascinEl escritor francés André Gide nació y murió en París. Nació en 1869 y nantes. Villena convoca a otros escritores con los que Gide tuvo murió en 1951. Fue Premio Nobel de Literatura en 1947. Vivió amistad: Klaus Mann, Maurice Sachs, Lucien Combelle o Pierre ochenta y un años, fue un hombre longevo para su época. Y, Herbart; todos ellos escritores de vidas peculiares, de destinos fundamentalmente, fue un escritor que vivió entre dos siglos. inesperados, remotos, duros, tal vez salvajes. Porque Gide vivió Luis Antonio de Villena1 ha escrito un ensayo brillante sobre el tiempo de la guerra y la miseria. la figura intelectual y humana del autor de Los alimentos terreVillena indaga en la vida de André Gide. Conoce su obra a nales. Al leer el libro de Villena, he tenido la nostálgica sensa- la perfección. Conoce e interpreta su vida sexual, los amores ción de que una personalidad como la de André Gide sería ya de Gide, sus encuentros con jovencitos, su enamoramiento de imposible en nuestro tiempo. Tiene este ensayo de Villena un Marc Allégret. Villena suele interpretar la obra literaria de Gide sabor de belleza antigua que lo hace más codiciable. Y tiene el a la luz de un aspecto importantísimo de su personalidad: el sabor de Francia, de ese tipo de grandes creaciones intelectua- culto a la libertad individual, en donde la homosexualidad tieles que ha producido históricamente Francia. En alguna me- ne una centralidad manifiesta, e incluso la pederastia. Respecto dida, leyendo estas páginas ensayísticas de Villena uno tiene a la pederastia, Villena se detiene en el famoso libro de Gide titulado Corydon, tan polémico en su época, la sensación de estar asistiendo a un proceso pero del que Villena dice textualmente «sería de liberación, o de exploración en la libertad individual, eso fue Gide, y esa es la parte de bastante difícil afirmar que se trata de la mejor obra de Gide». Gide que más interesa a Villena: el reconociTambién es este un ensayo que, partiendo miento de la libertad individual como un bien de Gide, explora la paulatina caída de los muirrenunciable, y eso es también Francia. Y el ros que constreñían al erotismo a lo largo del mundo le ha dejado a Francia comportarse así, no de otra forma puede explicarse que un siglo XX. El erotismo es libertad individual, y es plenitud y dicha, y no puede ser moralizahomosexual confeso y con pasado comunista (aunque cristiano o en todo caso admirador do. No ha sido fácil, viene a decirnos Villena, la aceptación de la homosexualidad, ni la de de la figura de Cristo) recibiera el Nobel en un año tan complejo como 1947. Gide es mucualquier otra forma de erotismo que atentachas cosas, es política (fue un comunista que ra contra la represión pequeñoburguesa. supo denunciar a tiempo y con rotundidad La emancipación del erotismo ha tenido el estalinismo y por supuesto el fascismo), es © 2012 Columna Villarroya muchos héroes en el siglo XIX y en el XX; aunque pocos en España; leyendo este libro pensamiento, es libertinaje, es sexo y es exploración en la conciencia. Y de todo eso da de Villena uno no puede olvidar que vive en Manuel Vilas buena cuenta este ensayo, cuya virtud mayor España, un país que ha repudiado históries que está escrito con claridad, con buena prosa ensayística, camente el erotismo y lo sigue cuestionando, al menos en su sin pedantería, con complicidad, mucha complicidad, y con un expresión literaria. Wilde y Proust fueron importantes en esa emancipación del erotismo, pero André Gide quizá mucho conocimiento riguroso de la obra y la vida de Gide. Toda la primera parte de este ensayo está dedicada a los más. No es cuestión menor. Es una cuestión de gran trascenescritores con quienes el autor de El inmoralista tuvo contac- dencia. Tiene contenido político, pero también literario. Hay to. Gide trató a personalidades de la talla de Oscar Wilde y de mucha literatura que necesita del erotismo sin límite ni freno Marcel Proust. Las páginas dedicadas a analizar estas amistades para poder ser dicha. Gide, en buena media, fue el perfecto son especialmente brillantes y allí Villena aplica una lupa muy maridaje de Eros y Logos. Quien lea este ensayo sobre André certera. Tiene toques de novela, toques de reconstrucción no- Gide no solo acabará conociendo la obra de un gran escritor, sino también la vida de alguien que quiso ser libre, que recla1. Luis Antonio de Villena, André Gide. (Un intelectual del siglo XX mó la libertad individual y la libertad política, no sin dolor y para el futuro), Cabaret Voltaire: Barcelona, 2013. rechazo.

Sade Returns

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