REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol
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Poesía y estadística
Entrevistas a Giorgio Vasta (5) y Patricia de Souza (10)
Alex Chico y Juan Vico: Instrucciones de uso (13) Miguel Casado: Lo que queda (Una lectura de Libro del frío) (14) Carlos Alcorta: La importancia de la exactitud (16) Luis García Jambrina: La vida como leyenda (18) Raúl Quinto: Ruptura y amnesia en Descripción de la mentira (20)
Colaboradores nº 359:
Mauricio D. Aguilera, Carlos Alcorta, David Aliaga, Olga Bernad, Anna Blanch, Cruz L. Bonilla, Zo Brinviyer, Marina P. de Cabo, Miguel Casado, Rubén Castillo Gallego, Ernesto Castro, José Ángel Cilleruelo, Laura Durando, Rafael Fombellida, Julio César Galán, Luís García Jambrina, Gonzalo Hidalgo Bayal, Dora Julián, Juan Manuel Macías, Rafael Mammos, Luís María Marina, Juan Carlos Márquez, Mario Martín Gijón, Erika Martínez, Eduardo Moga, Manuel Moyano, Julia Otxoa, Gemma Pellicer, Raúl Quinto, Esther Ramón, Antonio Rivero Taravillo, Rolando Sánchez Mejías, Argimiro Segura, Patricia de Souza, Fernando Valls, Álvaro Valverde, Giorgio Vasta, Diogo Vaz Pinto, José Antonio Vila, Antonio Villarruel.
12-33 aso El cielo r Dossier. Treinta y cinco años de poesía española
Juan Manuel Macías: Un apunte sobre No amanece el cantor (22) Julio César Galán: Crear lo que ya es ruina (24) Erika Martínez: Blanca Andreu y la alta escuela del abandono (25) Rafael Fombellida: Premonición y edad (26) Olga Bernad: El otro lado de las cosas (27) Esther Ramón: La sangre en el oído (28)
43-44 mana La voz hu zul 40-42 A a b r a B de Entrevista a El castillo 38-39 erlas p e d s re o d a sc e Zo Brinviyer p Poemas de Diogo Los 34-37 e v re Vaz Pinto La vida b Microrrelatos inéditos Resultados de las votaciones (29)
Relato inédito de Gonzalo Hidalgo Bayal
Foto portada: Anna Blanch Llovera © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com
Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A. Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
de Manuel Moyano
45-47 the Beach on Einstein
R. K. Narayan: reinventando la identidad nacional india, de Mauricio D. Aguilera Linde y Cruz L. Bonilla
48-60 ú El ambig J. A. Vila Sánchez: Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, de Álvaro Pombo (48) Antonio Villarruel: Historia del dinero, de Alan Pauls (49) Rubén Castillo Gallego: Las frutas de la luna, de Ángel Olgoso (50) David Aliaga: Todo irá bien, de Matías Candeira (51) Ernesto Castro: Motorman, de David Ohle (52) Marina P. de Cabo: Magma, de Lars Iyer (53) Álvaro Valverde: Autobiografía de papel, de Félix de Azúa (54) Fernando Valls: Obra completa (1935-1977), de Blas de Otero (55) Rafael Mammos: Hiela sangre, de Francisco Ferrer Lerín (57) Eduardo Moga: Meridional asombro, de Mateo Rello (58) J. Á. Cilleruelo: Voces comunes y otros poemas. Obra reunida 1977-2006, de Mario Merlino (59)
Gemma Pellicer: Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología (19802012), de José Ramón González (ed.) (60)
64-66 acto El tercer 63 dor El apunta Columnas de Juan Carlos 2 61-6 Márquez, Julia Otxoa y ta El aprendiz de mago, El pianis Rolando Sánchez Mejías de Antonio Dora Julián y Argimiro Segura, Rivero Taravillo de la librería Carrer Major de Santa Coloma de Gramenet FE DE ERRATAS En el sumario y en las páginas 10 y 11 del número anterior (358), el nombre del autor es Mariano González Campo y no Mariano González Crespo.
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El Foyer
Poesía y estadística nAños atrás, en un viejo número de Quimera. Revista de Literatura, se efectuó una encuesta entre expertos en poesía (autores, editores, críticos) cuyo objetivo fue determinar cuáles habían sido, en su opinión, los diez libros más importantes o influyentes que había dado el género en España a lo largo del siglo XX. De aquella iniciativa pretende ser heredera la votación colectiva que centra nuestro dossier temático de este mes. El propósito: establecer una posible panorámica de los últimos treinta y cinco años de poesía española a partir de la elección de otros diez títulos por parte de un nuevo grupo de autores, críticos y editores, y ofrecer la relectura actual de esos libros a través de una serie de artículos elaborados por poetas y especialistas de diferentes edades: Miguel Casado, Carlos Alcorta, Luís García Jambrina, Raúl Quinto, Juan Manuel Macías, Julio César Galán, Erika Martínez, Rafael Fombellida, Olga Bernad y Esther Ramón. El dossier de este mes también nos ha servido para convocar nuestro primer concurso de fotografía. Su ganadora, Anna Blanch Llovera, es la responsable tanto de la imagen de portada como de la que acompaña el artículo introductorio, ambas magníficas muestras de su trabajo. A ella y al resto de participantes en la convocatoria queremos dar desde aquí nuestro más sincero agradecimiento. Pero este número 359 con que hacemos frente a las melancolías otoñales incluye otros materiales que estamos seguros resultaran atractivos para muchos de nuestros lectores. Es el caso de las entrevistas de apertura, en las que pres-
tamos atención a dos autores de prometedoras trayectorias, muy diferentes ambos, y ambos muy interesantes. De Giogio Vasta pudimos leer el año pasado la traducción castellana de su ópera prima, El tiempo material, una novela de una fuerza estética e ideológica fuera de lo común, y uno de los debuts literarios más impresionantes de los últimos años, que nunca nos cansaremos de recomendar desde estas páginas. En el caso de Patricia de Souza, se trata de una autora peruana de gran proyección que cuenta ya con media docena de títulos publicados en España. Las secciones de creación incluyen un relato de Gonzalo Hidalgo Bayal, que muy oportunamente aborda el tema de la creación poética, microrrelatos de corte fantástico de Manuel Moyano, y poemas de un joven autor portugués inédito en nuestro idioma, Diogo Vaz Pinto, traducidos para la ocasión por Luis María Marina. En el apartado de teatro ofrecemos una entrevista a Zo Brinviyer, joven valor de la dramaturgia española, y en el de ensayo, un artículo sobre el narrador indio R. K. Narayan. Completamos el número con la sección de crítica literaria, en esta ocasión algo más extensa, la visión sobre el oficio de traductor que nos ofrece Antonio Rivero Taravillo, una charla con los responsables de la Librería Carrer Major y las habituales columnas de autor, en las que nos reencontramos con las voces y opiniones de Juan Carlos Márquez, Julia Otxoa y Rolando Sánchez Mejías.
El propósito: establecer una posible panorámica de los últimos treinta y cinco años de poesía española a partir de la elección de otros diez títulos por parte de un nuevo grupo de autores, críticos y editores...
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Juan Vico Redactor jefe de Quimera. Revista de Literatura
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El salón de los espejos
Entrevista a Giorgio Vasta
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«PARA MÍ NARRAR ES ALGO AGÓNICO» Entrevista a Giorgio Vasta por Laura Durando
Giorgio Vasta nació en Palermo en 1970. Editor y consultor editorial, enseña también escritura narrativa en la Scuola Holden y en el IED de Torino. Colabora en el programa Atlantis, de Rai Radio 2, y formó parte del equipo de redacción de Nazione Indiana. Es coautor de NIC. Narrazioni In Corso. Laboratorio a fumetti sul raccontare storie (Holden Maps/Rizzoli, 2005). Ha estado a cargo del volumen Deandreide. Storie e personaggi di Fabrizio De André in quattordici racconti di scrittori italiani (BUR, 2006), del libro fotográfico Niente resterà pulito (BUR, 2007) y de la antología Anteprima Nazionale (minimum fax, 2009). Ha publicado las novelas Il tempo materiale (minimum fax, 2008), traducida al castellano como El tiempo material (Mondadori, 2011), y Spaesamento (Laterza 2010). Su último libro es Presente (Einaudi 2012), escrito en colaboración con Paolo Nori, Andrea Bajani y Michela Murgia. ¿Cuándo comenzaste a apasionarte por la literatura? ¿Hubo alguna persona que te influyera en este sentido? Comencé a leer de niño, sin que el contexto en el que vivía fuese particularmente favorable. Probablemente he insistido por esta misma razón: porque la lectura podía ser una pequeña forma de antagonismo familiar.
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En tu debut literario, El tiempo material, tratas un periodo crucial para Italia, el fin de los años setenta y los primeros años ochenta, y lo haces a través de los ojos de un preadolescente. ¿Las percepciones del protagonista son similares a las que tú podías tener entonces? No, no son similares. Al contrario de Nimbo, para mí aquello que acababa permanecía al mismo tiempo desestructurado, era una amalgama de percepciones que no se concretaba nunca en una forma reconocible. El protagonista de la novela tiene en cambio la capacidad de envolver su frenética vida sensorial en lenguaje, y el lenguaje en sentido (por lo menos en sus alucinaciones).
presarse en un determinado lenguaje significa no comunicarse simplemente, sino separarse de los demás. Cada una de sus frases forma parte de un proceso de alejamiento de aquello que perciben como periferia (geográfica, censal) y de acercamiento a su idea del centro. En esencia, reaccionan provocadoramente al sentido débil generado por el código expresivo prevalente en el que viven inmersos; para ellos resulta indispensable acceder, mediante una lengua lo más afilada posible, a aquello que consideran un sentido fuerte, una forma de decir despiadada y llena de consecuencias. A una lengua que no describa las acciones, sino que sea esas mismas acciones.
Nimbo y compañía viven en Palermo, y se muestran distantes respecto a los acontecimientos que están sacudiendo Turín, Milán o Roma. El suyo es un deseo de centralidad, quieren sentirse culpables, inventar un lenguaje tan fuerte como el de las Brigadas Rojas, es un sueño apocalíptico hambriento de miedo, de mal, poseído por sus propias alucinaciones. El problema de encontrar una lengua propia capaz de descodificar la realidad parece central en la novela… En la medida en que una lengua es un código distintivo, un instrumento identitario, para Nimbo y sus amigos ex-
En el libro aparecen los transferibles, los cuadernos Ricerche de Edizioni Salvadeo, las latas, el terror del tétano, un brazo ofrecido en sacrificio a un mosquito para lograr que las gotas de dos grupos sanguíneos se unan en un zigoto sentimental, los caracoles alfabéticos portadores de mensajes y un chiquillo mitopoético e ideológico que no logra nunca comunicarse de la forma definitiva que querría. La ternura también está presente, pero no es obvia, no constituye el rasgo más evidente de la infancia. Perder la inocencia conscientemente supone tocar un tema terrible: ¿puede la pureza infantil ser también insana?
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Me resulta difícil concebir la existencia de la inocencia.
Me resulta difícil concebir la existencia de la inocencia, el menos de esa concepción de la inocencia que presupone una especie de incomprensión originaria y natural del mal, una inmunidad que se pierde con el transcurso del tiempo. Así que tengo poca o ninguna curiosidad por la ternura que debería proceder de esa idea de inocencia. Me interesa más pensar que el mal es transversal, un riesgo (si no una tentación) constante; a cada cual le atañe la decisión de declinar este riesgo convirtiendo las exploraciones del mal, si se quiere y si se puede, en experiencias de conocimiento. ¿Qué es para ti el tiempo material? ¿Los momentos que sirven, un recorrido, un cruce, una continuidad, la experiencia del devenir? Lo concibo a partir de esa expresión negativa: «no tener tiempo material para». En esta acepción, el tiempo material es aquello que falta, la solidificación de una incapacidad. Creo que es una obsesión mía: el miedo de no tener el tiempo material para decir o para hacer cualquier cosa que considero importante, un miedo tan intenso que podría transformarse en fetichismo. Ya que no se trata sólo del miedo de no hacer a tiempo, sino también (y esto es literariamente central) del deseo de no hacer a tiempo.
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Spaesamento es el relato de una viaje de tres días a Palermo durante los que no hay una total adhesión a la realidad, no en un sentido periodístico. Para el protagonista, volver al lugar al que pertenece significa «llevar consigo un sentimiento que es como una categoría afectiva, una rabia que se transforma en malhumor, y que después se liofiliza en melancolía». Lo defines como «rabia blanca». ¿Por qué? Quizás sería más exacto hablar de una rabia blanqueada, la versión exánime de algo que en teoría, si se usa de forma adulta, puede conducir al cambio. Tengo la sensación de que hay muchísimas rabias, individuales y colectivas, que a nuestro pesar permanecen blancas, improductivas, incapaces de evolucionar hacia acciones civiles eficaces. Al constituir en apariencia una forma de desahogarse, de descargarse, la rabia blanca se resuelve rápidamente en ulteriores frustraciones. Es una procrastinación del dolor. El primer día, la playa y la mujer cosmética; el segundo día, la solidificación del fantasma nacional en una palabra: Berlusconi; el tercero, el picudo rojo. Brutalmente reducidos a un esquema, estos son los elementos que fermentan vertiginosamente en Spaesamento. La euforia de los cuerpos, la corrosión del interior, la necesidad de una alimentación diferente, las cosas oscuras que se conectan, transitorias y de-
terminantes… ¿Cómo lo definirías de otro modo? Creo que la tuya es una síntesis muy correcta porque individualiza tres obsesiones de la voz narrativa del libro. El cuerpo –la batalla gloriosa y miserable que cada cuerpo libra con él mismo– es en sí algo fascinante. La estética no tiene mucho que ver, es en todo caso una cuestión de biología (mi deseo es convertir el lenguaje en un microfenómeno de la biología). La estructura, entonces, parece fundarse sobre su caducidad, sobre la existencia de algo que en el curso del tiempo corroe el endoesqueleto (aunque sería más justo decir que el endoesqueleto es la corrosión). Todo esto conduce al deseo de un alimento diferente. Algo que, creo, no se encuentra, no se descubre, sino que se decide, se inventa. Italia es la prosecución de Palermo, vive inmersa en la tormenta neurovegetativa de un tiempo indescifrable, es un organismo que cuenta con los recursos suficientes como para prolongar su agonía durante un tiempo indeterminado. Estamos condenados al olvido, provenimos de una sustancia cultural que continuamos alimentando cada día, insuficiente, sucia, es un presente bloqueado que en lugar de generar cambio se consume. Estar spaesati (desorientados) es precisamente eso. ¿Qué no ha funcionado y cómo se sale de este estancamiento?
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Entrevista a Giorgio Vasta
Uniendo inteligencia y acción, creo. Hay sin embargo algo profundamente fascinante en la cesura que divide la conciencia del mundo y las acciones que el mundo debería modificar. De Hamlet en adelante, dudar y procrastinar, permanecer a este lado de un umbral, se han convertido en herramientas identitarias, un lugar donde vivir. Hasta tal punto que el nexo inteligencia-acción es desde hace tiempo visto como un viejo modernismo social, como recuerdo o como pequeño mito. Incidir, cambiar, ser sujetos históricamente significativos, ha sido el lujo de otros.
En teoría, e incluso en la práctica, sí. Pero constatar la facilidad con que un buen libro corre hoy el riesgo de ahogarse sirve de poco. Ser conscientes del contexto no debe conducirnos a lamentaciones que, considerando las características de ese mismo contexto, tienden a ser parte integrante del problema. Mucho mejor, pienso, partir del riesgo de ahogamiento para decidir ser, como lectores, autores de nuestras propias elecciones. Intuir que la situación es muy compleja debería conducir al deseo de confrontarse activamente, autoralmente, con esta complejidad.
Los buenos libros permanecen sumergidos entre otros muchos de diferente calidad. Como dice Roberto Calasso en el reciente L’impronta dell’editore, ¿el hecho de estar sumergido hace más fácil el ahogamiento?
¿Cómo se comprende lo bello en el arte? ¿Tiene que ver con la educación? No creo saber responder a esto, teniendo en cuenta lo mucho que me atrae la fealdad, o más bien esa capacidad de
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fascinación que es posible hallar dentro de la fealdad. ¿Qué crees que es lo mejor que está ofreciendo la literatura italiana en estos últimos años? Creo que está proponiendo narraciones y narradores de alto nivel, libros y autores que tienen sin embargo un público reducido y condicionado. De Antonio Moresco a Nicola Lagiogia, de Giuseppe Genna a Michele Mari, de Walter Siti a Sandro Veronese, se continúa ejerciendo una escritura impregnada de su tiempo, pero cuyos esfuerzos no logran generar un discurso que vaya más allá del contexto literario. Aunque, como decía, las lamentaciones acaban siendo improductivas. Es preferible aspirar a un sistema de lectores al mismo tiempo exigente y
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Hay muchísimas rabias, individuales y colectivas, que a nuestro pesar permanecen blancas, improductivas…
atento, dispuesto a prestar atención a aquellas escrituras que no transiten por los primeros puestos de las listas de ventas.
La colaboración surgió por iniciativa del mismo Luigi, quien hace unos años me contactó preguntándome si desde mi punto de vista era posible realizar una adaptación al cómic de mi novela.
¿A qué literaturas les estás más agradecido? En primer lugar a la italiana, aunque me doy cuenta de que eso es una obviedad, porque es lógico que escribiendo en italiano me interese leer lo que otros autores han hecho con mi idioma. La literatura francesa, la rusa, la inglesa y la alemana fueron decisivas cuando tenía veinte años; sin haberlas dejado nunca de lado, la americana ha sido a lo largo de los años la literatura más presente y cercana. En el postfacio a la adaptación al cómic de El tiempo material (Tunué, 2012) dices: «Me he dado cuenta de que hay momentos en que la lectura gana tridimensionalidad, que escapa al silencio, deja de ser un fantasma y sucede. He comprendido que, al contrario de lo que imaginaba, leer lo que otro ha escrito se debe hacer con autoralidad». ¿Puedes explicarnos cómo surgió la colaboración con Luigi Ricca y qué ha supuesto para ti ver renacer tu historia en un código icónico y cobrar autonomía respecto al texto original a través del dibujo?
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Desde aquel momento Luigi ha trabajado hasta dar forma a un libro que me parece muy bello. Lo que más me gusta es el modo en que ciertos aspectos
que en la novela sólo son secundarios o directamente latentes aparecen allí transformados hasta adquirir centralidad. Eso demuestra que el trabajo de Ricca no ha sido sólo el de quien adapta sin intervenir. El pasaje de un código a otro implica la modificación de los propios términos de la narración. Por eso El tiempo material de Luigi Ricca es un libro completa (y felizmente) autónomo respecto a mi novela. En Max Perkins, el editor de los genios, Andrew Scott Berg escribe que un editor no es más que la criada del autor, y que lo mejor de un escritor procede por completo de él mismo. ¿Estás de acuerdo? ¿Cómo describirías tu trabajo de editor? El editor interroga, incluso mediante ese dispositivo que es la pedantería, el trabajo del autor. Aunque crea problemas, no se coloca en el lado de las soluciones. Sobre todo se muestra curioso por todo lo que podría suceder. El texto, de hecho, es una estructura móvil, inconstante: revela tanto la calidad como los pasajes más débiles. Solicita una atención ulterior, la disposición a hacerse cargo de él. Trabajar sobre la escritura de otro para mí es fundamentalmente convivir con un discurso, lo más consciente posible, sobre la vulnerabilidad del acto compositivo.
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Entrevista a Giorgio Vasta
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El impulso de cancelar, abolir, eliminar, es para mí el alimento constante de todo acto lingüístico
En una intervención tuya en el BilBOlbul, el Festival Internacional del Cómic de Bolonia, explicaste que el impulso de construcción de una historia está en tu caso ligado a una exigencia destructiva: «Es como si cada libro fuese, más que un lugar en el que se concentra un lenguaje que toma forma y que sirve para contar una historia, una especie de picota, de guillotina, de sala de torturas». En general cansa pensar que una acción fatigosa como la escritura pueda descender de regiones ideales. Quizás se trate de una limitación de mi carácter, de una tara de mi formación, pero para mí narrar es algo agónico, un comportamiento que hunde sus raíces en una sustancia agresiva. El impulso de cancelar, abolir, eliminar, es para mí el alimento constante de todo acto lingüístico. Una frase que finalmente logra su exacto equilibrio y alcanza a decir la cosa, a producir una forma, es un pedazo de lenguaje del que, pese a ello, siempre se puede prescindir. ¿Cómo es enseñar escritura narrativa a chicos de veintitantos años que tienen una formación diferente a la tuya? A lo largo del tiempo he tenido la ocasión, y la tengo todavía, de enseñar a personas de edades diferentes. Es siempre interesante reconocer, en la for-
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ma de reaccionar a los ejemplos propuestos (literarios, cinematográficos, televisivos), los diversos ángulos desde los que cada uno contempla los argumentos enfrentados. Pero al margen de
¿A qué te refieres cuando dices que estás más interesado en la reverberación, en el ensuciamiento, en el desplazamiento de la trayectoria de la palabra exacta hacia declinaciones más imperfectas? Tendiendo a la consciencia, tiendo también –a veces a mi pesar– al control. Para mí es importante tener una idea lo más lúcida posible de qué provocará una palabra dentro de una frase cuando sea leída. Esto es positivo en muchos sentidos, pero también una condición que me hace sentir el deseo (quizás se trate de una nostalgia) de algo completamente imprevisto e imponderable. En este sentido tengo siempre más curiosidad por esos momentos en los que la lengua choca contra algo, se rompe y se descompone. Lo que viene suscitado por esta desarticulación es a menudo muy bello, incluso liberador.
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Traducción del italiano: J. Vico
Laura Durando nació en Torino en 1978. Es doctora en Lengua y Literatura Extranjera. Actualmente ejerce de docente de
estas diferencias, el denominador común –es decir, la pasión por ese extraño fenómeno que es la narración de una historia– permanece siempre intacto.
lengua inglesa, y escribe artículos y reseñas para diversos medios nacionales e internacionales. Es también traductora e intérprete.
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«En mi caso, escribir es construir nuevos prototipos de mujer» Entrevista a Patricia de Souza Por Mario Martín Gijón Fotografía: Miguel Bellido
Patricia de Souza (Cora-Cora, Perú, 1964) es una escritora sin residencia fija, entre Francia, México, Perú y Venezuela. Autora de ocho novelas en las que la construcción de una identidad femenina se funde con la búsqueda de un nuevo lenguaje, su última obra, Vergüenza, editada recientemente en Venezuela, aparecerá en España a principios del año próximo, en la editorial Casa de Cartón. Durante una reciente escala en nuestro país tuvimos ocasión de hablar con ella sobre su trayectoria y sus proyectos. Hay un momento en que la narradora de Vergüenza habla del «abismo que representa el lenguaje, esa veta, ese hueco por el que se fuga toda identidad». En esta última novela tuya se advierte una voluntad de forzar las convenciones discursivas, ya desde la disposición de muchos párrafos que prescinden de la mayúscula inicial y que se construyen como secuencias encadenadas en un largo monólogo interior. ¿Camina tu narrativa hacia un rumbo más experimental? Digamos que desde el inicio hubo en mí muchas ganas de «desobedecer» a las reglas de la novela más tradicional. Luego leí muchas cosas que me hicieron ver que no era la única. En realidad se trata de que el lenguaje se adapte a
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tus necesidades, pero no puedes olvidar que hay una especie de pacto secreto con quien va a leer el texto. Cuando decimos «experimental», hay una relación con la experiencia y sí, hay un recorrido que se hace por las propias experiencias a la espera de que ese viaje llegue a tocar nervios más generales. Creo que poco a poco me he ido acercando a una especie de verdad interior que me pone en contacto con la realidad del mundo concreto. Hay un saber inconsciente en la lengua, algo que quienes escribimos siempre podemos percibir, de ahí que siempre hable de «reconstrucción», de espeleología, hay que reconocer marcas, recorrerlas, marcas en el idioma, síntomas, patologías… Hay, sobre todo, una violencia simbólica muy sutil, que hay que sublimar, cambiar y curar a través de la escritura. En esta novela, hay una narradora mujer, a caballo entre Francia y Perú, con orígenes en Cora-Cora, como la protagonista (y no sólo) de Ellos dos. ¿De qué modo se entrelazan ficción y autobiografía en tu obra? Alguien me dijo una vez que escribir es un trabajo obsesivo, en mi caso es construir nuevos «prototipos» de mujer. Construir una realidad que debe imponerse a otra, ir contra una estigmatización de esa misma realidad,
transformarla. Incluso es escribir contra una misma en el sentido que asumimos cosas que no nos gustan sobre nosotras y las demás personas. Virginia Woolf también dijo: «A lo mejor toda mi obra es una autobiografía». La escritura es contingente, como la vida, no es transparente ni precisa, creo que es un esfuerzo enorme por estar cerca de una especie de verdad siempre latente, como una estrella lejana a la que deseamos llegar. Una vez que hemos logrado acercarnos a través del idioma, pensamos que podemos descansar, pero no, no se puede. Duras decía: la escritura o la vida; muchas veces escribir te aparta del mundo, al mismo tiempo tienes que estar ahí, mirar con detenimiento, parar la oreja, y luego lanzarte al vacío. Nietzsche decía que no dejamos de ser creyentes, puesto que creemos que comunicamos con el lenguaje, y el lenguaje, en sí, es una utopía. La protagonista de El último cuerpo de Úrsula (Seix Barral, 2000) dice: «Quiero descubrir todos los misterios del cuerpo y del deseo». En Erótika. Escenas de la vida sexual (Jus, 2008; Barataria, 2009), las mujeres de ese caleidoscópico de historias eróticas están decididas a «seguir su deseo». ¿Hasta qué punto la vivencia del sexo femenino es central en tu obra?
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Entrevista a Patricia de Souza
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Hay que reconocer marcas, recorrerlas, marcas en el idioma, síntomas, patologías…
Desde que nacemos las mujeres somos estigmatizadas por nuestro cuerpo, por su belleza, por su valor de intercambio, por la maternidad. El deseo queda sometido a estos valores culturales que es tan difícil cambiar, hacen falta más escritoras… En El último cuerpo de Úrsula trato de mostrar esa división que se da también cuando aparece la división del trabajo: el hombre a la calle, y la mujer a la casa. Pero no ha sido consciente, es una rebelión espontánea. Inevitable. Es impresionante cómo las mujeres hemos integrado los discursos que legislan nuestro deseo, cómo lo sometemos a esas leyes tan arcaicas. En ese sentido escribir es también encontrarse con ese deseo, a través de cuerpos concretos, de mujeres concretas que buscan una salida a ese encierro. Úrsula termina por mutilarse, pero Elfriede Jelinek también trata ese mismo tema en su libro La pianista. Sobre todo creo que debía inscribir en una perspectiva histórica esa horrible angustia de ser mujer. Cuando apareció tu libro Erótika. Escenas de la vida sexual, inmediatamente se lo puso en relación con La vida sexual de Catherine M., y tú reconociste haber leído con interés ese trabajo, al igual que la tradición francesa de literatura erótica. ¿Se podría hablar de un influjo predominante
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de la literatura francesa en tu obra? ¿Qué escritores peruanos actuales te parecen más relevantes, por otro lado? El francés es un idioma que se ha inscrito con su memoria, con su peso cultural y afectivo, sobre mi castellano. Es un apoyo, o una traducción necesaria. Por ejemplo, hay experiencias que tengo que escribir en francés, incluso una novela. No sé cómo sucede, sale solo. El libro de Catherine Millet me pareció un hito importantísimo en la historia de las mujeres, como un espacio ganado para revelar cosas hasta entonces no dichas sobre el cuerpo, su valor de cambio, etc. No sé si Millet se reconoce en esa tradición de libertinos, ella siempre dice que no se considera escritora, en realidad es la mirada de los demás la que te coloca en ese lugar. He leído, sí, a muchos autores de esa época, Choderlos, Diderot, Rousseau, y Sade, creo que había una revancha cuando escribí mis Escenas de la vida sexual, ganas de asumir una posición histórica que tomara en cuenta el punto de vista de una mujer, una tensión, unas ganas de ganar un espacio más ocupado por hombres. Una vez George Steiner dijo: «¿Dónde hay una mujer que haya escrito como Casanova?». A mí me dolió mucho esa frase. En cuanto a Perú, hay una buena pléyade de escritoras, se me
vienen algunos nombres: Gabriela Wiener, Teresa Ruiz Rosas, Grecia Cáceres y Claudia Ulloa. Después de residir durante muchos años en Francia has vivido ahora varios meses en Venezuela y también regresado a Perú. ¿Eres optimista respecto al futuro de estos países? ¿Dónde te ves de aquí a, pongamos, cinco años? Sí, sí soy optimista, hay algo que está cambiando, no solo a nivel político, que la lucha contra la pobreza sea un imperativo político que no se someta a la economía, sino una forma de entender, un cambio epistemológico que significa leernos con nuevos instrumentos. No podemos reinventar el idioma, pero sí podemos cambiar el sentido de las cosas, cambiar los paradigmas, desmontar los prejuicios, atrevernos. En ese sentido la «vergüenza» es un sentimiento dominante, mayor; si cotizase en la bolsa, ¡las mujeres seríamos ricas! ¿Dónde estaré en cinco años? No lo sé. Como decía Simone Weil, hay que arrancar el árbol para que eche raíces en otros lugares...
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Mario Martín Gijón es escritor y crítico. Su último libro es Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos (KRK, 2012).
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TREINTA Y CINCO AÑOS DE POESÍA ESPAÑOLA
© Anna Blanch Llovera
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dossier: Álex Chico y Juan Vico. Instrucciones de uso.
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INSTRUCCIONES DE USO Por Álex Chico y Juan Vico
nNo es tarea fácil resumir treinta y cinco años de poesía escrita y publicada en nuestro país. Sabemos los inconvenientes que conlleva reducir el panorama poético a diez libros, publicados entre 1977, fecha de las primeras elecciones generales en España, y 2012. Las listas, qué duda cabe, se calibran no sólo por lo que en ellas aparece, sino también por las ausencias que contienen. Lo mismo ocurre con cualquier compilación o antología que pretenda abarcar un período determinado. Tampoco la selección que proponemos se librará de ser considerada un veredicto demasiado parcial, el cuestionable resultado de la opinión, siempre circunstancial y dudosa, de las casi sesenta personas que han participado en las votaciones, entre poetas, críticos y editores de poesía. Como toda encuesta, la nuestra no pretende ser más que un instrumento, un punto de partida desde el que desarrollar un discurso. Una excusa, si se quiere, para hablar de un puñado de libros que, nadie lo dudará, merecen ser revisados desde este tambaleante 2013. El criterio empleado para seleccionar los títulos de los que se ocupa el dossier ha consistido en la elección, por parte de cada uno de los expertos consultados, de diez libros publicados entre las fechas señaladas y ordenados de mayor a menor relevancia. Dependiendo del lugar que ocupara cada poemario en cada una de las listas, recibía una puntuación u otra: diez puntos el seleccionado en primer lugar, nueve el segundo, etc. Tanto la selección como la ordenación han obedecido a criterios personales, que podían incluir desde los propios gustos hasta la importancia que se le otorgara a determinados libros por su influencia o peso más o menos objetivo. Los libros tenían que ser obligatoriamente de autores españoles, y editados por primera vez durante estos últimos treinta y cinco años en España, por lo que quedaban excluidas las reediciones, aunque no los aparecidos póstumamente dentro de dicho periodo. Tampoco podían seleccionarse obras completas ni antologías. Por último, los poemarios debían estar escritos originalmente en castellano. Sabemos que estos criterios dejan fuera a un buen número de excelentes libros, tanto de autores latinoamericanos como de poetas en otras lenguas peninsulares, pero la única forma de hacer operativo el proceso era introduciendo restricciones. Como cualquier premisa, las nuestras pueden ser cuestionables. Toda selección, al estar siempre sujeta a la sub-
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jetividad de quien la lleva a cabo, es en última instancia puramente convencional. Nos pareció, y nos sigue pareciendo, que se trata de una forma como otra cualquiera de destacar diez libros que han sobresalido en este último período de la poesía española, sólo eso. Un modo perfectamente válido de acotarlo. Y una excusa, insistimos, para invitar a una serie de especialistas a escribir sobre títulos que, más allá de gustos y tendencias, han sido puntos de referencia para muchos de los autores que están desarrollando su carrera en nuestros días. Agradecemos, antes que nada, su tiempo y esfuerzo de síntesis a los poetas, críticos y editores que han participado en la encuesta. Todos ellos fueron informados de que las votaciones se harían públicas en las páginas del dossier, lo que no hace sino añadir valor a su aportación. Es muy posible que esta falta de anonimato disuadiera a otras personas a las que también se les propuso participar pero que, muy amablemente, declinaron la invitación. También, seguro, la desconfianza en las listas, aunque en todo momento lo intentamos plantear como un simple juego. El hecho de que esta vez las votaciones implicaran a contemporáneos sin duda retrajo a más de uno. En cualquier caso somos conscientes de las mil complicaciones que arrastra una selección de la naturaleza propuesta, tanto literarias como extraliterarias, públicas y privadas. No es una labor agradecida, ya dijimos, reducir las últimas tres décadas y media a una decena de libros. Eso mismo nos lo han hecho saber casi todos los colaboradores consultados. De ahí también que en muchas ocasiones la selección personal fuera variando durante el proceso. En realidad han sido pocos los casos en los que la lista inicial ha coincidido con la finalmente publicada. De la misma forma sospechamos que muchos de los que han intervenido cambiarían, si estuvieran a tiempo, algún título por otro. Todo se reduce al riesgo que asumieron, consciente o inconscientemente, de dejar fuera algún libro que haya formado parte de su educación literaria. Algo que nos demuestra, entre otras cosas, que el verdadero reto de un escritor consiste en seleccionar bien sus lecturas, más que en acertar o no en lo que escribe. Estamos convencidos precisamente por eso de que tras cada votación ha habido siempre un proceso de reflexión mucho mayor del que pueda parecer a simple vista.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 1. Libro del frío, de Antonio Gamoneda
Lo que queda (Una lectura de Libro del frío) Por Miguel Casado
.Durante los treinta años
en que he podido disfrutar de la poesía de Antonio Gamoneda, como lector y como crítico, he tendido a considerarla como un solo libro, movimiento de una lengua y un mundo con vida propia; sería cada uno de sus títulos un estado del conjunto, una trama provisional de los hilos que tejen su cuerpo completo y que también siguen un ritmo autónomo. Seguramente, en el seno de esta unidad viva, son Descripción de la mentira (1977) y Libro del frío (1992, ampliado en 2000) los libros más exentos, más abiertos a una lectura independiente, y ambos vendrían a representar dos polos posibles –el del espesor, el de la nitidez– de una sola voz. Nitidez, sí, extraordinaria la de Libro del frío, con sus poemas breves compuestos de sencillas enunciaciones, capaces de aunar libertad –verso, versículo, prosa, combinándose dúctilmente– y consistencia rítmicas, organizados en series que no responden a una lógica narrativa, sino a una atmósfera tonal pródiga en matices e inflexiones. Cada serie, cada capítulo tiene su luz –contraluz, iluminaciones contrastadas y violentas, en «Geórgicas»; deslumbrante y cruda blancura invernal, en «El vigilante de la nieve», por ejemplo–, pero el conjunto queda marcado de principio a fin por su voluntad de balance. Algo termina, y los poemas miran desde ahí, con esa conciencia: «He llegado, por fin; este no es mi lugar, pero he llegado», «esto era el destino»; el balance identifica destino
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y fracaso, dentro de una línea existencial conocida en Gamoneda, pero sobre todo se pregunta por ese espacio de final inminente –«ahora siento la pureza de los límites»– para explorarlo, suspendido en un aún que se prolonga de forma indefinida, aunque anuncie agudamente su próximo cese. Si el lugar así descrito podría resultar abstracto, amenazado de contaminación metafísica, Libro del frío se mantiene vinculado a un yo, primero en cuanto punto de vista que lo articula; luego, proyectándose en la entidad física de un sujeto –«cruzan palomas entre mi cuerpo y el crepúsculo»– que, al atribuirse los poemas, los refiere al curso de una vida concreta. Enunciaciones de realidad de quien trata insistentemente, con ellas, de saber, de examinarse, de definir sus condiciones de existencia. Las palabras presentan una peculiar doblez; así, «hay yerba negra en las laderas» parece una fórmula emblemática, cargada de simbolismo casi codificado; pero, en la literalidad del texto, son los contraluces del atardecer los que, para quien mira, determinan el color. El restablecimiento de la literalidad vacía los significados añadidos y recuerda que existir no es del orden del sentido. La intensidad con que el mundo se manifiesta no dice nada. No es, pues, un efecto de sentido, un acarreo simbólico, lo que hiende la literalidad del poema y la ahonda; es el tiempo interior: «Un bosque se abre en
la memoria y el olor a resina es útil al corazón»; son las sensaciones de otra época las que pueden impregnar de afecto y emoción la vida presente, las que han ido decantándose dentro, haciéndose cuerpo propio. Pero esta especificación temporal con frecuencia no consta, y resulta indecidible si cada sensación procede del pasado, estaba ya interiorizada, o viene de la vida actual a depositarse junto a los ecos que le dan densidad; el tiempo cronológico queda eliminado de los poemas, desplegados en la duración indistinta del tiempo interiorizado –«ayer y hoy son ya el mismo día en mi corazón»–; los adverbios acaban confluyendo en el continuo sin hitos del aún. «Y tu recuerdas otra edad: no había nada dentro de la luz; solo sentías la extrañeza de vivir»: en este ámbito solo se mueve la conciencia de habitar en él, el deseo de explorar su vacío. Cuando la música del afilador que se había escuchado antes vuelve a sonar ahora, se exclama, en el acoplamiento de los dos sonidos: «te embriaga la exactitud»; es la identidad propia que se reconoce y también la certeza de un tiempo congelado, de una duración perfecta. Es una pasión que «no existiría si supiese su nombre», la de sentir la vida allí donde apenas queda, en el mismo umbral del límite. La única serie del libro que no se focaliza en el yo, «El vigilante de la nieve», proporciona con su juego de espejos un ejemplo de este modo de sentir, aunque en el personaje se dé como acción, con-
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1. libro del frío Antonio Gamoneda ducta: «era incesante en la pasión vacía» –su intensidad casi frenética coexiste con el vacío y el dolor. Sería un caso extremo del escenario de conflicto que supone Libro del frío: mirando hacia dentro todo parece sumido en una parálisis, «la inmovilidad del corazón», donde ya nada nuevo viene a ocurrir, casi anestesia para lo que está fuera. Y, sin embargo, este espacio, el interior del vacío, también es sensible; en una labor admirable de escritura y de conocimiento, Gamoneda recuenta sensaciones, las detecta y asedia, las observa, trata de darles nombre, se pregunta siempre qué son, que supone esta especie de «vida-en-muerte», como diría Coleridge. La serie «Pavana impura», con su reflexión sobre sexo y vejez, propone al lector la extraña música de los límites, pavana, solemne y lento baile ceremonial de los cortesanos de la época clásica; y también una imagen, la flor maravillosa y a la vez imposible, «amapola amarilla», «flor del mar», carpe diem terminal allí donde la realidad ya está nega-
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dossier: Miguel Casado. Lo que queda (Una lectura de Libro del frío)
da: «Eres como la flor de los agonizantes / que es invisible mas su aroma entra / en la sombra nasal y es la delicia, / todo en la vida, durante algún tiempo». Tan desarraigado resulta ese sentir que las emociones –y ciertos actos que se les asemejan, como el llanto– cobran visionariamente independencia, son «animales» que actúan: ellas, ellos viven, mientras el sujeto se vacía, ajeno, alienado de lo que llega a sentir. Así, «el animal del llanto» lame la piel, o el poema que termina la serie «Sábado» es protagonizado por el «animal perfecto», el que porta las cualidades de la vida. En este poema, el sujeto está en un lugar de retiro, pasea por el claustro de un monasterio, y se abre por un instante al silencio que allí reina, a su alianza de solitaria decrepitud y belleza natural; este retorno del mundo parece arropar la solemnidad de una despedida, sábado de víspera, donde la nieve haría el papel reiterado de acompañar la muerte. Pero la ampliación de Libro del frío en 2000 quiebra la redondez de su estructura ofreciendo, tras el umbral del «Sábado», dos finales distintos que propone como sucesivos, aunque tal vez sean excluyentes. El primero era ya el final en la entrega de 1992, una breve sección sin título, sólo un poema de tres líneas: «Amé las desapariciones, y ahora el último rostro ha salido de mí. / He atravesado las cortinas blancas: / ya sólo hay luz dentro de mis ojos». Realmente, este ha sido el espacio del libro, su «pasión vacía», cierre hacia fuera y examen de las sensaciones interiores; hay, sin embargo, algo en el tono, algo en las palabras –«último», «ya»–, en los tiempos verbales perfectos, en la sugerencia de un tránsito, que implicaría una culminación, entonada por una voz que no es ajena al deseo de trascendencia. Antes de este final, en el último verso de «Sábado», el «animal perfecto» rom-
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pía de modo inesperado el solemne clima blanco: «Cesa en su llanto melodioso y, suavemente, orina». Rompe el hielo y la quietud, restablece un fluir cotidiano que escapa del laboratorio de inmovilidad del claustro. La serie añadida, «Frío de límites», será este fluir y se leería como un final alternativo, tras el cual el poema de cierre habrá descargado parte de su peso; fruto del retorno de la vida, diluido el vacío con la pura evidencia física de eso –aunque sea escaso– que queda, los nuevos poemas (buena parte de ellos, al menos) salen al mundo, se encuentran con formas de lo cotidiano, incluidas la enfermedad o la muerte, miran afuera; así, la luz del sol: «viene a tus manos como una lengua luminosa y se desliza en las grasientas células. Hierve como suavísimas hormigas y tus manos se inmovilizan en la felicidad». Y algo más: «Frío de límites» recoge los hilos que se habían ido dejando sueltos acerca de la pérdida de la palabra, de la amenaza del silencio. En el último poema del capítulo, que leo como necesario desenlace, la apertura del sujeto hacia la vida que quede –«aún sientes como un perfume la existencia»– se desdobla en la afirmación del «placer sin esperanza» que es la escritura, pese a seguir temiendo su abandono. Lejos toda deriva metafísica, la vida continúa viviéndose; también, la música de los poemas.
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Miguel Casado (Valladolid, 1954) es autor de una amplia obra poética, crítica y de traducción. Como poeta ha publicado Inventario (Premio Hiperión, 1987), Falso movimiento, La mujer automática y Tienda de fieltro. Su escritura crítica se recoge, entre otros volúmenes de ensayo, en La poesía como pensamiento, Los artículos de la polémica, El curso de la edad. Lecturas de Antonio Gamoneda, La experiencia de lo extranjero o La palabra sabe. Algunas de sus traducciones son La soñadora materia, de Francis Ponge, o la Obra poética, de Arthur Rimbaud.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 2. Cuaderno de Nueva York, de José Hierro
La importancia de la exactitud Por Carlos Alcorta
.El primer sorprendido con el éxito del que ha disfrutado Cuaderno de Nueva York desde su publicación en 1998 por la editorial Hiperión fue el propio autor, quien tachaba de incomprensible la sucesión de ediciones –ocho, y unos veinticinco mil ejemplares vendidos– que se iban distribuyendo. No son fáciles de explicar los motivos por los que un determinado título adquiere el beneplácito de los lectores y se convierte en un best seller. Si este efecto se produce con cuentagotas en el género de la narrativa, mucho más infrecuente, por no decir inaudito, es que ocurra con un libro de poemas. Es cierto también que José Hierro, que se mantuvo en un silencio editorial durante casi veinticinco años, vio reconocida por fin su trayectoria con los galardones de mayor prestigio en las letras españolas, y sin duda esta circunstancia benefició la proyección pública del poeta y estimuló las ventas del libro. Por una extraña conjunción, parece que el consenso del público lector coincide aquí con la valoración de críticos y de poetas, y esto, sin duda, merece una reflexión sobre ese carácter minoritario implícito en el género poético. En el artículo titulado «Poesía en voz baja», Hierro dejó escrito: «No entremos a debatir quién es, en este alejamiento de público y poeta, el que tiene la mayor parte de culpa: si el público, por relegar a segundo término el arte en beneficio del deporte, de la diversión superficial, o el poeta, acorazado en su mundo singular, hermético, incomunicable. Pero aceptada la situación de divorcio, es al poeta a
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quien corresponde dar el primer paso. El poeta es hijo de su tiempo. Sus raíces son las mismas que alimentan a sus contemporáneos». Pero, ¿qué ha empujado a Hierro a dedicar un libro a Nueva York, ciudad que cuenta en español al menos –conocemos algunos otros, como el caso de Ciudad del hombre: New York, de Fonollosa– con dos homenajes precedentes que están en la mente de todos, Diario de un poeta recién casado, de Juan Ramón, y Poeta en Nueva York de Lorca, y a asumir el riesgo de la comparación o del indeseado mimetismo? Él mismo lo explica en una entrevista: «Conozco esta ciudad desde los años sesenta. Fui porque quería ver dos cosas: el retrato de Felipe IV, de Velázquez y el Cardenal Núñez de Guevara, de El Greco. Recuerdo que era Semana Santa y no parábamos de hablar de nuestras procesiones, hasta que un día nos encontramos con una procesión en la calle 117. De todas formas, este no es un libro descriptivo. Sólo aparece un anticuario de la avenida Madison y la habitación de un hotel, en el que me inspiré para un poema de amor… A Nueva York lo pintaría en tonos grises y negros, el negro de los cristales de sus rascacielos. Lo retrataría desde el East River tal como se ve: una enorme vidriera siempre encendida, porque es una ciudad sin persianas». Como se deja entrever, más que el tema troncal del libro, la ciudad, tan reconocible incluso por quienes no la han visitado nunca, se presenta como una coartada geográfica que pueda otorgar veracidad a una realidad íntima. No
parece ser otra cosa que un escenario circunstancial, aunque tras la lectura del libro, al lector le queda meridianamente claro que Nueva York debía ser ese escenario, porque es aquí donde la emoción subterránea que alimenta los poemas tiene su origen y su destino. Como en Agenda, Cuaderno de Nueva York, comienza con un poema prólogo, el titulado «Preludio» y concluye, después de franqueadas las tres partes que dan sustancia al poemario, con un poema epílogo (lo que también se repite en Libro de las alucinaciones), titulado «Vida», un soneto que ha adquirido, si cabe, mayor notoriedad aún que el resto del libro. La primera de ellas, la titulada «Engaño es grande», que lleva como epígrafe unos versos de Lope de Vega, autor por el que Hierro profesa devoción, comienza con el largo poema “Rapsodia en blue”. La rapsodia es una pieza musical compuesta por diferentes partes temáticas unidas arbitrariamente, y esta forma es la que adopta el poema, porque la primera estrofa ya comienza con una dislocación temporal que provoca que Mozart sea lector de Unamuno o que Calisto ascienda por las escaleras de un edifico de Nueva York. El poema es producto de una intensa alucinación, y resulta aquí pertinente recordar lo que es una alucinación para José Hierro: «Una confusión de tiempos y espacios, un no saber si las cosas están realmente ocurriendo o soy yo quien está anticipando algo que va a ocurrir, una realidad visionaria. Poco a poco se va acentuando la ambigüedad en mi obra. Es una poesía
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dossier: Carlos Alcorta. La importancia de la exactitud
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2. Cuaderno de Nueva York José Hierro cada vez más caótica, nunca irracionalista: es una indagación de las razones lógicas que hay en el subconsciente cuando has dicho algo que no tiene sentido aparente y te produce una extraña sensación». En él las distintas escenas robadas a la realidad y al sueño se entremezclan y nos hipnotizan con un ritmo pegadizo y torrencial, como salmódico o visionario. Da la sensación de que el poeta escribe conducido por un rapto que le incita a internarse por los caminos más secretos de su memoria, en la que conviven acontecimientos de índole personal con hechos históricos y artísticos, lo que provoca esa simultaneidad de tiempos, esa mezcolanza de sucesos que parecen ocurrir todos a la misma hora y confluyen en el instante en que se da fe de ellos, en el espacio de la escritura. La música, con referencias de diversa índole, sigue presente en muchos de los poemas de esta primera parte: «El laúd», «Beethoven ante el televisor» o «Alma Mahler hotel»,
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como ya ocurría en Libro de las alucinaciones y Agenda. Los protagonistas de estos poemas, y podemos pensar también en el tríptico dedicado a Ezra Pound, emprenden un viaje a través del tiempo que carece de dimensiones. La solidaridad con el personaje de Pound sirve al poeta para disimular que habla en nombre propio. Recrea imaginariamente una situación para denunciar unas circunstancias reales. La presunta linealidad del tiempo queda aquí puesta en evidencia por la imaginación del poeta. La segunda parte del libro, titulada «Pecios de sombra», y encabezada por una cita de Antonio Machado, otro de los poetas tutelares de Hierro, es la más conmovedora del conjunto. Está compuesta en su mayor parte por breves poemas de arte menor, intitulados, reiterativos y algo acartonados, como si los hubiera escrito un adolescente enamoradizo al que mantienen en un estado de sonambulismo, de irrealidad, decenas de muchachas hermosas. Hay poemas, como «Apunte del paisaje», que rompen esa unidad temática y disuenan del conjunto, o «Espejo», otra alucinación sobre la identidad, pero creo que se trata de un ruptura intencionada, cuyo propósito es el de rebajar la intensidad emocional que el estado de enamoramiento estimula. Acaso sea ésta también la razón que ha llevado al poeta a diluir en varias mujeres el amor por una única mujer. La tercera y última parte, excluyendo el soneto que hace de «Epílogo», se titula «Por no acordarme», y lo encabeza de nuevo una cita de Lope de Vega. Vuelven los poemas de largo aliento y la presencia de la música como hilo conductor. «Lear King en los claustros» es un hermoso poema de amor no plenamente correspondido, un amor imposible en el que los gestos y los detalles adquieren una importancia capital para mantenerlo con vida, por eso el poeta escribe: «Di que me amas. Di “te amo”/ Dímelo por
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primera y última vez». «En son de despedida», es por su parte una despedida trágica del amor y de la vida. No se trata de un desdoblamiento patológico de la personalidad del poeta, pero sí que existe una relación conflictiva entre la percepción real del sujeto amado y la impresión que trasmite la memoria. El poeta siente cercano su final. Ha hecho un largo viaje para despedirse de un amor que se ha mantenido a flote pese a la distancia y ya no le queda más que la resignación como modo de supervivencia, por eso escribir ya carece de sentido. «Tengo unos borradores, poca cosa. Son poemas que deberían haber estado en Cuaderno de Nueva York y que no concluí a tiempo. Pero nada terminado. Es como si estuviera pintando un cuadro histórico: tengo una lanza allá arriba, un caballo aquí abajo... Nada. Y me gustaría, pero... entre el oxígeno y…», asegura Hierro en una de sus últimas entrevistas. La escritura –una escritura rica en imágenes que ponen al descubierto cómo, mediante asociaciones ilógicas, se construye el poema, una escritura densa pero no hermética, lingüísticamente efectiva y plena de significados, de carácter confesional, pero alejada del sentimentalismo– ha cumplido su misión, ha cauterizado las heridas que provocan las devastaciones vitales, tanto es así que no tiene ya sentido alguno escribir ni volver la vista atrás. Lo que queda es sólo un mundo en el que todo parece ser sueño, un futuro con fecha de caducidad, un adiós aproximándose.
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Carlos
Alcorta
(Torrelavega,
Cantabria,
1959). Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de poemas: Lusitania (Biblioteca del Vigía. 1988), Cuestiones Personales (Colección Árgoma. 1997), Trama (Algaida Poesía. 2003), Corriente Subterránea (DVD Ediciones. 2003), Sutura (Poesía Hiperión. 2007), Sol de Resurrección (Calambur, 2009) y Vistas y panoramas (Eclipsados, 2013).
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 3. Casi una leyenda, de Claudio Rodríguez
LA VIDA COMO LEYENDA Por Luis García Jambrina
.Claudio Rodríguez (Zamora, 1934–Madrid, 1999) publica Casi una leyenda en 1991, quince años después de El vuelo de la celebración (1976). Es su quinto y último libro de poemas publicado, si bien hay que recordar que dejó inconcluso un nuevo poemario, que pensaba titular Aventura y que de alguna manera continuaba la senda de este que comentamos. La dialéctica historia/leyenda es, sin duda, su principal motivo generador, como bien se deduce de estas palabras del propio poeta: «para mí la vida es algo legendario, no sólo historia, dato concreto. Todo me parece algo confuso, extraño, como si las experiencias no hubieran sucedido o hubieran sucedido de otra manera. La vida tiene ese aspecto de fábula, por eso no puedo reproducir mis experiencias anteriores». Se trata, por tanto, del «vivir como leyenda, no como historia»; y, en este sentido, hay que añadir que esa leyenda significa algo así como la memoria de lo no vivido que da sentido a lo objetivamente vivido. Todo esto implica, naturalmente, una nueva manera de concebir y desarrollar el fenómeno poético: «hay que tener en cuenta –explica el autor– que las vicisitudes –vacilaciones, misterios, claridades, zonas conscientes e irracionales– de este libro pueden coincidir con las de las andanzas. Quiero decir que vi la leyenda como una serie de encuentros a lo largo de unas andanzas, peregrinaciones, singladuras, etc., o como un friso, un tapiz, como una secuencia de concordancias y disonan-
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cias que intentan hacerse simultáneas, o bien como una sinfonía». De hecho, la estructura del libro es claramente musical: con su extenso poema-prólogo –«Calle sin nombre»–, a modo de obertura o preludio, y sus tres movimientos con cinco poemas cada uno, separados entre sí por dos interludios. A diferencia de lo que ocurre en los libros anteriores del autor, ahora cada apartado lleva un título o lema –procedente de la poesía tradicional o del Romancero– que orienta al lector hacia el núcleo en torno al cual giran los poemas, enfocado siempre desde una perspectiva ambigua y paradójica; así tenemos: «De noche y por la mañana», o la dialéctica noche/día –sombra y luz, misterio y claridad– como proceso simbólico del conocimiento, «De amor ha sido la falta», o el amor como renuncia al objeto amoroso, y «Nunca vi muerte tan muerta», o la muerte considerada como algo positivo, como renacimiento o resurrección. En cuanto a los interludios, el primero de ellos, compuesto por un extenso poema en tres partes titulado «El robo», es clave y nos ofrece, como veremos, la dimensión metapoética del libro, mientras que el segundo, compuesto por dos poemas íntimamente relacionados –«Un brindis por el seis de enero» y «Balada de un treinta de enero»–, significa la apertura de Casi una leyenda a la infancia, símbolo de resurrección para el poeta. Por lo demás, sigue presente en este libro la preocupación por la os-
cura naturaleza de la verdad y del conocimiento que había comenzado en Alianza y condena (1965) y continúa el diálogo del yo lírico con las cosas, así como el intento de fundirse con ellas en el «sacramento de la materia». En este sentido, la primera sección o movimiento del libro supone, en palabras de Claudio Rodríguez, «una especie de acceso al conocimiento de las cosas, es como un tejido en el que se combinan temas, tonos y secuencias, como en una polifonía». Ahora bien, lo más novedoso de esta obra lo constituye, sin duda, la última sección, donde nos encontramos con una muerte extraordinariamente paradójica, puesto que, entre otras cosas, aparece asociada al amor y a la salvación, a la claridad y a la pureza, al origen y a la fertilidad. Se trata, en definitiva, de la muerte considerada como renacimiento incesante, e incluso como madre de la vida; y, a este respecto, es especialmente significativo el poema «Solvet Seclum», en el que el autor nos ofrece una profunda meditación y un hondo canto sobre la destrucción de la materia –y, por lo tanto, también sobre la propia muerte–, su progresiva disolución o putrefacción en la naturaleza y su ulterior transformación en otras formas de vida. Por último, en el titulado «Secreta» el poeta da un paso más en la consideración positiva de la muerte. Así pues, Casi una leyenda representa un nuevo avance en cuanto a la aceptación, asunción y celebración – de forma cada vez más estoica, serena
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3. Casi una leyenda Claudio Rodríguez y elegíaca– de todas las facetas y circunstancias de la vida y de la condición humana, incluida la muerte, y un nuevo intento de síntesis armonizadora de contrarios. Pero este libro significa también la revisión del mundo y la escritura de Don de la ebriedad (1953). En este sentido, llaman enseguida la atención las evidentes relaciones intertextuales que existen entre ambos libros, hasta el punto de que en el último encontramos abundantes autocitas que remiten, sobre todo –aunque no sólo–, a su obra inicial. Sin embargo, este empleo de la autocita poco tiene que ver con el uso que habitualmente se hace de ella; aquí el aprovechamiento intertextual está directamente relacionado con esa voluntad –consciente o no– de ahondar en el sentido de su obra inaugural, ya que incluso el aspecto de la muerte paradójica está presente, de algún modo, en varios fragmentos de ese primer
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dossier: Luis García Jambrina. La vida como leyenda
libro. Parece, pues, como si el poeta quisiera volver sobre unos versos que siente ya como extraños, pero que siguen conservando una gran fuerza irradiatoria; de ahí que trate de reinterpretarlos y hacerlos más explícitos. En esta misma línea, hay que destacar también la reaparición de las exclamaciones, ausentes de los dos poemarios anteriores, para subrayar los escasos y fugaces momentos de revelación, considerados más como reminiscencias del pasado que como logros efectivos del presente. Con Casi una leyenda culmina, pues, una trayectoria de conocimiento cuyo hilo conductor es la progresiva pérdida o disminución de la ebriedad y claridad iniciales. Este proceso está ligado, a su vez, a la trayectoria intelectual y vital del propio poeta, marcada por un escepticismo y una desconfianza crecientes con respecto al poder de la palabra para conocer la verdad, lo cual implica un importante cambio no sólo en la actitud y en el desarrollo concreto de su obra, sino también en la poética e incluso en el proceso creador; de entrada, este cambio se traduce en la progresiva sustitución del tono irracional y exaltado y de la ebria y asombrada mirada inicial por un tono meditativo y elegíaco y por una mirada ética, cada vez más dubitativa y desengañada. Naturalmente, los dos polos de este proceso evolutivo están representados por el primer y último libros del autor, justamente las dos obras que muestran una más clara dimensión metapoética. Y, de forma simbólica, tal cambio podría resumirse en la conversión del poeta dionisíaco que compone y hasta protagoniza Don de la ebriedad (1953) en el poeta prometeico al que se alude en el poema central de Casi una leyenda, el ya citado «El robo», donde Claudio Rodríguez actualiza el mito del poeta
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como un ser prometeico a partir de una popular leyenda zamorana sobre un robo sacrílego, leyenda a la que de algún modo hace también referencia el título del libro. En el primer caso, estamos ante el conocimiento poético recibido como un don que viene de lo alto y arrebata al poeta; en el segundo, se trata de un conocimiento poético buscado, robado –con esfuerzo y sacrificio– por el propio poeta, que una y otra vez fracasa en el empeño de alcanzar la verdad. No obstante este fracaso, es evidente que el proceso poético hacia la verdad es ya una verdad, quizá la única posible, una verdad surgida de la entraña del poema, y no de lo que en éste pueda aparecer representado, ya que el auténtico poema –el poema esencial– nunca es representación, sino pura significación y sentido, no la expresión de una verdad ya conocida de antemano, sino el intento de que una incierta verdad brote en sus versos. ¿O acaso no escribe el poeta para ver aquello que no podría ver si no escribiera el poema?
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Luis García Jambrina (Zamora, 1960). Profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Salamanca. Doctor en Filología Hispánica y Máster en Guión de Ficción para Televisión y Cine. Ha publicado varios libros de ensayo sobre literatura y preparado antologías y ediciones de grandes poetas españoles como Claudio Rodríguez, José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer o La promoción poética de los 50 (Austral, 2000). Es crítico literario de poesía del suplemento ABC Cultural. Como creador, es autor de numerosos relatos y de las novelas El manuscrito de piedra (Alfaguara, 2008; Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza), El manuscrito de nieve (Alfaguara, 2010) y En tierra de lobos (Ediciones B, 2013), que acaba de aparecer.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 4. Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda
Ruptura y amnesia en Descripción de la mentira Por Raúl Quinto .Antonio Gamoneda nace en Oviedo el mismo año que la República y crece en un León con guerra y dictadura, cuenta que aprendió a leer con el único libro de poemas que publicó su padre muerto. Conoció la penuria como tantos entonces y como pocos de los poetas de su generación. Los otros tenían familia, pesetas y estudios, Gamoneda entró de chico de los recados en un banco y así durante veinte años de gris trabajo entre papeles y números. Una vida diferente a la de los más conocidos de la Generación del 50, también una poesía y una peripecia editorial distinta que lo alejan del canon y lo convierten durante mucho tiempo en una excéntrica mota de polvo en provincias. El chico que consiguió publicar Sublevación inmóvil, Adonáis mediante, y al que parece que se lo traga la tierra desde 1960. Así sobrevino un largo, y aparente, silencio que duró diecisiete años. Tiempo en el que seguirá escribiendo poemas y libros que no verán la luz hasta mucho más tarde. Silencio impuesto por el canon vigente, el aislamiento provinciano y la censura implacable de un régimen. Escribe Blues castellano, quizá la mejor aportación al realismo social de la poesía española y quizá porque es cruda y radical, y puede que por eso pusieran un cepo en la imprenta para dejarlo mordido y oculto hasta 1982. Son muchos años sin libro y en León. Cuando Gamoneda publica Descripción de la mentira Gamoneda no es nadie. Es 1977, Franco ha muerto y se está tejiendo el espejismo de la Transición. Aquella Generación del 50 hace tiempo
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que alcanzó la madurez y la moda que impera ahora entre los poetas tiene más que ver con la impostura Novísima: una poesía de espíritu culturalista y pretendidamente cosmopolita que quiere romper con la gris España de la Dictadura acercándose al lujo, al pop o al decadentismo, una poesía con ansías de modernidad y de beber y ser Europa y otros mundos posibles más allá del NO-DO o la poesía de la generación anterior. Y Gamoneda tampoco tiene mucho que ver con esto. Descripción de la mentira es un libro sembrado de flores enfermas que no intenta romper por evasión o ironía con el blanco y negro terrible del pasado, es más, es consciente de que ese pasado aún rezuma por debajo de las puertas cerradas y los telediarios. La poesía es una cuestión de mirada: qué mirar y de qué forma. Y en ambos aspectos Gamoneda rompe con su tiempo y consigo mismo. Descripción de la mentira es un libro germinal, de donde acabará brotando toda la obra posterior del poeta. Aquí rompe con el realismo descarnado y seco de Blues Castellano y mezcla con ritmo propio a Lorca con Trakl o Saint-John Perse. Escribe desde la alucinación serena y enuncia una música otra, casi atonal, con la forma de un versículo áspero y cortante que por momentos parece extraído de algún salmo enfermo. Poco que ver con jóvenes y viejos. Poco con el Gamoneda de los libros callados. Pero a partir de aquí sus libros beberán una y otra vez de la dicción y los símbolos que aquí inaugura. Variaciones de sí mismo, para una obra que a pesar de
los sucesivos, y ajenos, cánones, se ha terminado haciendo insoslayable. También con su dosis de premios e intrigas. Para pasar de Gamoneda el nadie a Gamoneda el premio Nacional o Cervantes, leído y protegido con fervor por unos y vilipendiado por los otros, tuvo que ocurrir sobre todo Descripción de la mentira. Y aún hoy, a la luz de la coyuntura histórica tan parecida a la que vio nacer al libro, despliega nuevas vigencias, tal y como pasa siempre con los libros llamados a ser y a durar. Ahora que se desmorona el mito y el sistema de la Transición. Aquel fue el tiempo de la amnesia inducida y Gamoneda explora y explota el tema del olvido precisamente para no dejar de recordar nunca. Se decidió durante la Transición que para cerrar las heridas lo mejor era no nombrarlas, pero la carne rota y las humillaciones de la Dictadura seguían estando allí. Describir la mentira de aquel régimen y la mentira de su superación, describir la mentira de la paz. Frente a la amnesia el eco de las delaciones y las torturas, los desaparecidos y la pobreza vigilada. Tras diecisiete años de silencio propio y casi cuarenta de silencio colectivo, Gamoneda decide romperlo no para gritar o cantar la supuesta libertad, el supuesto desplome de los muros, sino para mirar dentro de los escombros que atrapan aún tanto el pasado como el presente. Su propia experiencia: desde el paseíllo de los presos políticos frente a su casa leonesa cuando era niño hasta la purga de su obra o alguno de sus conocidos, hilvanado en el relato común de un país que tampoco ahora se permite contarse. Describir frente a frente una verdad arrebatada que en la confusión de la propaganda y el silencio acaba siempre convertida en nada. Esa mentira. «Atravesamos las creencias», dice una y otra vez. «Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en el vértigo. // Es lo que queda de mi patria». La memoria cifrada de las cunetas y los desaparecidos que todavía esperan cerrar su muerte.
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4. Descripción de la mentira Antonio Gamoneda Todo eso es también este libro, el canto negro de los que perdieron la guerra, la paz y el final del régimen. Sobre todo eso va también Descripción de la mentira. Gamoneda pregunta a su interlocutor qué es el olvido, qué la destrucción y qué la mentira, y la respuesta es una pregunta llagada: el torpe consentimiento de la noche sólo para tener el sosiego del amanecer. La respuesta son los amigos muertos y la lucha por el pan. La mentira de un país al que despiertan de una pesadilla para sumirlo en un sueño narcótico, un país donde se escuchan llantos en los hospitales vacíos, donde sólo el cinismo puede evitar que comprendas que la mera convivencia con el horror y la vergüenza ya te hace cómplice, donde sobrevivir a los puros es condenarse a la traición. Hay algo de Celan y su eterno sentimiento de culpa en este libro, y extrañamente no hay nada parecido en la producción poética española de la época. La inercia de la amnesia y la complicidad. Por eso, entre otras cosas, estamos ante un libro determinante si quisiéra-
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dossier: Raúl Quinto. Ruptura y amnesia en Descripción de la mentira
mos explicarnos la Historia a través de los libros de poemas. Pero también la propia historia de Gamoneda y su poesía. Hay aquí un ajuste de cuentas con la propia vida, donde se cruzan el miedo y la desesperanza con los asideros que permiten salvarse a pesar de todo: la madre, por encima de todo; los refugios de la infancia, entre el horror y la pobreza un olor o un paisaje que nos rescata a la vida. «Sucio, sucio es el mundo; pero respira». Porque también se trata de la vida y sus torpezas, y de que a pesar de todo la vida es lo único y hay que seguir. El sacrificio, la lucha, el vivir con todo en contra y a pesar vivir, es la lección que el poeta recibe de su madre, y por eso convierte a la madre en símbolo universal en su poesía, tanto en este libro como en los posteriores. Igual que el color amarillo, que parece inundar cada página. Amarillo como la hiel, como el oro a punto de estallar, como la enfermedad o un mundo que se apaga y no lo sabe. Amarillo como el foco de los inspectores y la vigilancia moral. Amarillo Gamoneda, más allá de Trakl o de las vacas de Dámaso Alonso. Aquí y más tarde Gamoneda utilizará los colores como un pintor expresionista, como una seña rotunda y agresiva. Pero más allá de los colores y las madres, más allá del pasado y su sombra descarnada, o de los ojos vigilantes de los vecinos y la policía, destaca una presencia fundamental en Descripción de la mentira: el tú con el que se dialoga. Lo que sea que signifique este libro está inscrito en los adentros de ese tú. El lector pregunta desde su lado del espejo: ¿quién es tú? ¿soy yo tú? ¿quién? La historia y sus traiciones, el padre, la madre, los amigos que pujando por la coherencia o la pureza acabaron purgados por el suicidio, la tortura o la desaparición, tal vez lo que quiso ser y no pudo. El propio autor, porque el yo siempre es múltiple. Porque la Historia siempre es un relato enredado y confuso. «Mi memoria es maldita y amarilla», dice. «No te pondré otra venda que la que está raída alrededor de mi cuerpo».
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Y así procede. Descripción de la mentira describe la mentira del lenguaje y del poder, y también su vida pequeña. Tras quince años de silencio Antonio Gamoneda comienza a escribir este libro justo el año en que muere Francisco Franco y se empieza a adivinar que su legado le sobrevivirá. Aquí se habla del pasado y la vana ilusión del presente; la raíz histórica es ineludible para cualquier acercamiento a esta obra. De acuerdo. Pero también sabemos que la poesía es el arte de la multiplicación: el palacio o la chabola del millón de puertas y el millón de espejos. Al menos la que más me interesa a mí, como este libro. Descripción de la mentira está escrito de tal manera que pueden brotar tantos libros como lecturas. De eso se trata, creo, de que la poesía sea inagotable; y para ello muchas veces hay que asumir el riesgo de romperse. Gamoneda rompió con su poesía y con la poesía de su tiempo, pero encontró una voz. Los salmos rotos, la dicción amarilla. Cuando se salta al vacío cabe la posibilidad de acabar encaramado a una estrella, podríamos decir. Y también que el riesgo se agotó en este libro y que los posteriores no dejan de ser brillantes reelaboraciones. Aquí nos contó el envés de la amnesia de España, la luz amarilla de los interrogatorios y los portales de las casas obreras de provincia; nos dijo qué hay dentro de las palabras y de los silencios, y dejó abierta la puerta para que pudieran entrar mil ojos distintos. Y eso ya es suficiente para estar en este lugar. Qué más da si aprendió de verdad a leer con el libro de poemas de su padre muerto, qué más dan los unos ciegamente a favor y los otros cruelmente en contra. Qué más da la mentira, si ardemos en sus bordes.
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Raúl Quinto (Cartagena, 1978) es licenciado en Historia del Arte, profesor y crítico. Ha publicado los libros de poemas Grietas (2002), La piel del vigilante (2005), La flor de la tortura (2008) o Ruido blanco (2012), así como el ensayo híbrido Idioteca (2010).
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 5. No amanece el cantor, de J. A. Valente
UN APUNTE SOBRE NO AMANECE EL CANTOR Por Juan Manuel Macías
.Los
poemas que leemos quedan fatalmente contaminados de nosotros, de nuestro tránsito por ellos, de nuestro inagotable presente. Acaso dicho presente no sea más que una finísima línea de sueño entre pasado y futuro, esos inquietantes Scila y Caribdis; y el yo que lee, el acto puro de la voz que lee, un edificio condenado a caer y rehacerse sin parar a partir de sus escombros, igual que en una sucesión de fotogramas o eventos en hilera, como podría haber sospechado el genial Hume. Tal vez por ello, precisamente, nunca seremos los mismos lectores ni los poemas que leemos tendrán la misma luz ni dirán idénticas cosas a lo largo de esa escombrera que llamaremos «vida»; sin embargo, allí estará siempre nuestro precario hogar. Y allí, sin duda, encontraremos los libros de poesía que nos han tocado, no en el canon impersonal, que gira sobre sí mismo, inalterado como el universo de Newton y, por tanto, falaz. Ni en las recensiones de los filólogos, ni en la siempre artificial historia literaria, ni en la casi institucional urgencia de hacer cultura. Bien al contrario: los libros de poesía, como las ciudades o el amor, tienen su propio tiempo y también --¿por qué no?-- su tempo. Con tal premisa, siempre desde la perspectiva personal y con palabras tal vez más osadas que eruditas, me gustaría dejar aquí unas líneas, atendiendo a la amable invitación de la revista Quimera, del notable libro de poemas No amanece el cantor, de José Ángel Valente (1929-2000), cuya primera edición vio
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la luz allá por el 1992. Días aquellos que uno ve ahora, por cierto, entre el cariño, el asombro y el lógico distanciamiento. Por un lado, un servidor comenzaba a escribir poesía con cierta fruición, tal vez demasiada. Tiempos de universidad, de tanteo atolondrado y de leer todo poemario que pudiera caer en las manos, pero siempre felizmente lejos de círculos, escuelas, coros y danzas: prevención que, más o menos, he conseguido mantener intacta hasta el día de hoy. No olvidemos que por entonces, y tras el brillante naufragio de los llamados «Novísimos», se iniciaba en la poesía española un período casi de opereta, donde comenzábamos a asistir a la guerra ya declarada entre dos concepciones de la poesía, contienda que fue tan estéril y artificial como interesada. Primero, porque pocas cosas hay más tristes bajo el sol que ser dueño de una concepción de la poesía y, encima, alimentarla; segundo, porque en este país, y ya desde Góngora y Quevedo (ese curioso Jano Bifronte), las disensiones estéticas generalmente no son lo que parecen, y suelen ocultar un trasfondo mucho más mundano. Naturalmente, bastó el tiempo y el saber desprenderse de un gran lastre de prejuicios y miradas puritanas de toda índole para que pudiéramos volver a distinguir las voces de los ecos en cualquier parte, por más que a los ecos les encante, en paisajes tan maniqueos, buscar el refugio, el calor y la modorra bajo las faldas de las voces. Siempre ha sucedido así. En todo caso, el lector
encontrará ocioso recordar de nuevo hasta qué punto llegó a imponerse en este país no tanto un «tipo de poesía» (es evidente que un reduccionismo tal sería absurdo, y un mínimo sentido común nos muestra qué artificial y, por ello, qué injusta nos puede parecer, como toda etiqueta, la de «poesía de la experiencia») sino, más bien, una idea rectora, siempre gendarme, de cómo tiene que ser el poema, la cual propugnaba que el poeta siempre debería escribir poemas que su prójimo entendiera. Tal directriz nos resulta bastante ridícula y, a la postre, acaba siendo igualmente nociva para todo buen poema, «inteligible» o «no inteligible», si le seguimos el juego a esa jerga tan manoseada y tan poco pertinente en el mero placer de escuchar la poesía, venga de donde venga. Frente a esa postura monolítica y esa «línea clara» siempre a la defensiva desde sus plazas fuertes, ese «defiéndenos Tintín que nos atacan», que escribió Luis Alberto de Cuenca en un ingenioso y divertido poema (como suyo que era), leer un poemario como No amanece el cantor le llevaba a uno de cabeza, y sin querer, al bando opuesto, que no era otro que el de quienes persistían en su voluntarioso, aunque minoritario, asedio a los baluartes de la claridad informativa. No recuerdo cuándo fue la primera vez que leí ese libro, supongo que en algún momento y lugar de los noventa, pero lo cierto es que todo ese escenario de banderías me resultó saludablemente ajeno; y me lo siguió pareciendo cada vez que he
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dossier: Juan Manuel Macías. Un apunte sobre No amanece el cantor
5. No amanece el cantor J. A. Valente podido regresar a aquellas páginas. La luz, como ya dije, puede que sea distinta en cada ocasión de lectura. Pero siempre con el mismo brillo de primicia, y el asombro que me llevó a aprenderme de memoria, sin darme cuenta, no pocos de sus pasajes, con el mismo entusiasmo e idéntica admiración con que también llegué a aprenderme poemas, por poner un ejemplo antípoda, de Julio Martínez Mesanza. Nunca me planteé que esa poesía en prosa (me molesta especialmente el término «prosa poética») podría representar una concepción del poema, digamos, esencialista; el poema como un objeto de conocimiento y una suerte de clave encriptada para llegar al meollo del meollo de las cosas todas. Lo malo de las claves encriptadas es que siempre surge alguien que siente el raro e ineludible deber de desencriptarlas. Hasta el poeta, incluso, puede convertirse en repentino exégeta de
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su poesía, sin darse cuenta de lo mucho que puede llegar a estorbar en sus propios poemas. Si al divagar crítico o teórico unimos el mimetismo de los epígonos, podemos acabar, irremediablemente, en la más pesada ortodoxia. En un sahumerio dulzarrón de sacristía donde términos-fetiche como «palabra poética» o «silencio» se sacan todos los días en procesión, entre las exaltadas plegarias de los fieles. Pero en No amanece el cantor, por suerte, no veremos amanecer tales cosas, ni tampoco en casi toda la poesía de Valente, tanto del primer como del último Valente. Al menos yo no lo he encontrado, pero sí he visto la magia y el misterio intrínsecos a la poesía, en los que siempre es ocioso redundar, de tan palmarios que son. Poesía a la que no le hace falta sacristía alguna. Y la música, presente ya desde ese hermoso título que busca con insistencia al 27. Y la prosa siempre fronteriza con el verso (esos dos términos engañosos, artificiales, tipográficos). Y la agitada y lacerada retórica con que el poeta reelabora la dicción de la mejor mística castellana, pero todo encauzado hacia la elegía y el canto por el ausente (no olvidemos que el libro fue escrito a raíz de la muerte del hijo del poeta). Y la impropiedad, como siempre, del idioma, y las palabras que llevan todo el equipaje de su camino, su colectiva memoria («[...] las antiguas palabras, las ciudades perdidas, el despertar del sol como dádiva cierta en la mano del hombre»); las palabras que, por ser tan reales (nunca realis-
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tas), no pueden sustituir el cuerpo del ausente: «YO CREÍA QUE SABÍA un nombre tuyo para hacerte venir. No sé o no lo encuentro. Soy yo quien está muerto y ha olvidado, me digo, tu secreto». En ese cantor que no amanece, que nunca termina de amanecernos al fin, como si el título quisiera permanecer en su secreto, y una pregunta no se pudiera responder del todo, adivinamos acaso esa oscuridad que, como quería Salinas, es necesaria para la propia claridad del poema, para que amanezca el canto. Tal vez esa oscuridad es el no-lugar donde un hipotético Homero pone en marcha, desde el principio de nada, la maquinaria de la musa llamada Memoria. Igual es la misma oscuridad de nuestra garganta que nos reconstruye las palabras, y nos devuelve nuestra voz como ajena y nuestra a un tiempo, cuando leemos desde el sueño de nuestro presente: «[...] Su espejo es la memoria donde ardía. Venir a ti, cuerpo, mi cuerpo, donde mi cuerpo está dormido en todas tus salivas. En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece el cantor».
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Juan Manuel Macías (Cartagena, 1970). Tiene publicados la traducción y edición de las poesías de Safo (DVD Ediciones, 2007) y del poemario de María Polydouri Los trinos que se extinguen (Vaso Roto Ediciones, 2013); asimismo, es autor de los libros de poemas Azul de enero (2003), Tránsito (DVD Ediciones, 2011) y Cantigas y cárceles (Isla de Siltolá, 2011).
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 6. Fragmentos de un libro futuro, de J. A. Valente
CREAR LO QUE YA ES RUINA Por Julio César Galán nSalir del tiempo Hace trece años que se publicó una de las grandes elegías de la poesía española: Fragmentos de un libro futuro (Galaxia Gutenberg, 2000). Le antecedía No amanece el cantor (Tusquets, 1992), otra cumbre más escorada hacia la prosa poética aunque coincidente en la intensidad y la densidad de la expresión radical del silencio, la ausencia y el amor junto con la experiencia creadora. Ambas están marcadas por las tres cualidades que Santo Tomás pensaba para cualquier universo literario: la totalidad como unidad, la coherencia y la capacidad de iluminación de la palabra. Pocos, poquísimos, creadores del siglo pasado demuestran esas capacidades, por eso de esa centuria quedarán, como mucho, no más de diez poetas (lo sublime precisa de lo justo). Esta última obra, esos fragmentos, se engendraron durante el tiempo necesario, y fruto de esa temporalidad depurada resulta su concepción a modo de diario, desde enero de 1991 al veinticinco de mayo de 2000. Un diario en forma de indicio de pasos, de llevar el caos al orden, con un tratamiento de la palabra en sus límites de conocimiento y comunicación. Este registro cíclico de decir la verdad, su verdad que es la verdad de todos, supone una forma de regresar a lo profundo, en una «nostalgia de branquias». La del repaso memorístico siempre presente en su obra: Material memoria (1979) o Presentación y memorial para un monumento (1970). Como bien ha dicho Alfonso Alegre Heitzmann, Fragmentos de un libro futuro manifiesta por sí mismo un ciclo, el tercero; ¿cuál es la razón para considerar su última obra en un solo bloque? Siguiendo la estela de Heitzmann y de otros estu-
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diosos de su obra hay que señalar que esa división se lleva a cabo sobre la base de varias razones, que se pueden resumir en la culminación de desligarse en la palabra, de hacerla más limpia, casi transparente. Todo ese proceso de desmaterialización del lenguaje no viene por la abstracción y no va a ella (que se utilicen con frecuencia palabras abstractas no quiere decir que su poesía sea abstracta, la crítica española y su visión chata al fondo); surge de la necesidad de decir, de expresar el dolor con la templanza de no caer en el impresionismo o en el exhibicionismo. La piedra ha parido la noche Es significativo para la comprensión de Fragmentos de un libro futuro que en el poema «A Luis Cernuda, con unas siemprevivas», José Ángel Valente realizase un homenaje sobrio, de belleza áspera y claroscuro. No es extraño que estos dos poetas coincidieran en diversas cuestiones poéticas y vitales. Al poeta orensano se le puede aplicar perfectamente ese «carácter es destino» que Cernuda llevó hasta sus últimas consecuencias en el trato con los demás, en sus circunstancias, en sus idealismos. Bien conocida es su relación con los integrantes canónicos de la Generación del 27, contra esa hipocresía de amistades interesadas; mientras Valente creía que cuando acaba la generación, empezaba, observación que se hubiese ajustado bien al poeta sevillano. Los dos con sus peregrinajes y soledades, convirtiendo ética en estética y viceversa. Esa experiencia poética cristaliza en este último poemario en un «testamento lírico» y como consecuencia la clave de la desintegración de la identidad aparece como en Desolación de la quimera: seca, precisa, pero con la diferencia de que en esos fragmentos acaba en himno: «Cima del canto / el ruiseñor y tú / ya sois lo mismo».
6. Fragmentos de un libro futuro J. A. Valente Una de las grandezas de este libro proviene del tratamiento expresivo de ese «descenso de la memoria al vacío» sin caer en excesos lacrimosos, con la paradoja del ascenso por los extremos del lenguaje y en un punto de encuentro con la tradición romántica europea en su intensificación del simbolismo –la luz de la vigilia– hasta romperlo (en Cernuda también, sobre todo la inglesa) o con la española en cuanto a meditación (Unamuno, otra conexión con el autor de Las nubes) e inmanentismo (Juan Ramón en sus aguas de dios deseante y deseado). En fin, un poemario que renueva la tradición, que aporta caminos nuevos y se hace necesario para generaciones futuras.
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Julio César Galán (Cáceres, 1978) es autor de los poemarios El ocaso de la aurora (Sial, 2004), Tres veces luz (La Garúa, 2007) y Márgenes (Pre-textos, 2012, premio de poesía Villa de Cox). Además ha publicado como heterónimo Gajo de sol (Abezatario, 2009), de Luis Yarza y ¿Baile de cerezas o polen germinando? (Ediciones Idea, 2010), de Pablo Gaudet.
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dossier: 7. De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, de Blanca Andreu
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Blanca Andreu y la alta escuela del abandono Por Erika Martínez
7. De una niña de provincias... Blanca Andreu n«Te desconoces, te desconoces». Con esta letanía que anuncia una desposesión comienza Blanca Andreu su primer libro, revoltosamente titulado De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall. Publicado en 1981, este poemario inauguró una segunda hora de la poesía novísima, con la que Andreu mantenía grandes vínculos y, conviene recordarlo, algunas distancias. Su búsqueda de un flujo libre de la conciencia, su frenético imaginario culturalista o su ritmo entrecortado la acercaban a Pere Gimferrer, Antonio Martínez Sarrión o Leopoldo María Panero. Tal vez la diferenciaban cierto aliento místico y una peculiar combinación de las tradiciones neorromántica y surrealista. Ambas tradiciones venían siendo tan incómodas como constantes en la poesía española del siglo XX. Isabel Navas ha señalado, por ejemplo, cómo en los años treinta Pedro Salinas prefería llamar neorromántica a la poesía de Vicente Aleixandre, para evitar tildarla de surrealista, alegando su falta de automatismo, la permanencia de una impresión unitaria
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y una idea poética que se sobreponía en sus versos a la batalla contra la lógica. Muchos otros, menos refractarios a Breton, presentaron como una peculiaridad ibérica la falta de identificación entre poesía surrealista y escritura automática, olvidando que los propios surrealistas franceses, con Paul Éluard a la cabeza, estaban bastante lejos de identificarlas. Para Dámaso Alonso, romanticismo y surrealismo eran en Aleixandre dos vertientes compatibles. Lo son quizás también en la escritura temprana de Andreu. De una niña de provincias… parece perseguir cierta noción de inefabilidad rastreable de Novalis a Rilke: lo que el ser humano tiene de trascendente no consigue traducirse mediante un lenguaje racional. Tan solo la música sería capaz de expresar, desde esta lógica, el fondo del ser. El lenguaje poético también, añadiría Heidegger. El primer libro de Andreu está atravesado, sin embargo, por otra tragedia: la imposibilidad de transmitir un mensaje sin traicionarlo. Ese es su desgarro. Puede decirse que cada verso es una cuerda de la que tira, por un lado, la fe en la palabra poética como dadora de sentido y, por otro, la constatación del sentido como amago. Precisamente esa tensión mantiene en el aire a este magnífico libro de dicciones discontinuas e imaginarios de puzle. Los poemas constatan la ruptura entre ser y mundo, ansiando al mismo tiempo su fusión mística. A esta última aspiración responde un conjunto de visiones que traza un ascenso hacia la luz salvífica de la poesía y un descenso paralelo hacia la oscuridad tanática, entendidos ambos como vías de acceso a lo absoluto. Una
entrega a la alta escuela del abandono realizada con pulso lisérgico y amor por los diminutivos. En su viaje de iniciación, Andreu frecuenta el imaginario ponzoñoso y erótico de los poetas malditos, las ruinas románticas del panteísmo grecolatino y un animalario que debe tanto a Homero como a National Geographic. En este poemario la muerte perseguida tiene, siguiendo a Hölderlin, algo de asalto al infinito. Unas veces parece la consecuencia última de un desamor: el de la poesía misma. Otras, una solución: la unión entre realidad y sueño, historia y eternidad, yo y no-yo. Andreu se mueve aquí de nuevo entre dos extremos. Al primero responde su incesante puesta en crisis del lenguaje. Al segundo, cierta ascética psicodélica que va imponiéndose en su figuración, desdibujando el calendario veraniego, hasta alcanzar en los últimos versos un éxtasis, el extravío definitivo: «Ahora, / cuando me alzo con cuerdas capilares y bucles / hasta el desastre de mi cabeza, / hasta el desastre de mis veinte años, / hasta el desastre, luz quebrantahuesos». Una corte fúnebre precede al ascenso que culmina De una niña de provincias…, logrando concluir la batalla entre sujeto y objeto, disgregándolos. Transformando a la poeta en poema.
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Erika Martínez (1979) es doctora en Filología Hispánica y licenciada en Teoría de la Literatura. Ha publicado en Pre-Textos los libros El falso techo (2013), Lenguaraz (2011) y Color carne (2009), galardonado con el Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 8. El otoño de las rosas, de Francisco Brines
Premonición y edad Por Rafael Fombellida nEl universo poético de Francisco Brines
(Oliva, Valencia, 1932) quedó determinado con firmeza desde su entrega inicial, Las brasas (1960). Ese primer título venía ya signado por la inequívoca cosmovisión que, desde entonces, nutriría una obra jalonada por libros necesarios y editados con precisión y cuidado, sin prisa y sumamente influyentes. Palabras a la oscuridad (1966), Aún no (1971), Insistencias en Luzbel (1977) y las compilaciones Ensayo de una despedida (1974) y Selección propia (1984) fueron algunos de estos hitos. En ellos, sin recurrencias, con flexibilidad formal y tonal, se evidenciaba esa obsesión troncal de fondo y temas que rotaban en torno a una trinidad de fundamentos: amor, tiempo y olvido. Concebida su poética como una fatalidad, el tiempo en sus poemas sería siempre esa pendiente que borra y devora al ser, cuanto vivió y amó, hasta disipar en fracaso toda existencia. Ser, Vida, Tiempo, Eros, Olvido y Nada. La publicación de El otoño de las rosas (Renacimiento: Sevilla, 1986) sumaba a las constantes aludidas la certidumbre del madurar humano, la constatación del pasado como un tiempo disociado del hoy, y el presagio de la muerte como absoluta y negadora seguridad. Escrito a lo largo de casi una década, El otoño de las rosas era fruto del cruce de dos ejes principales: intuición y experiencia. O dicho de otro modo, premonición y edad. La editorial Renacimiento otorgó al libro una esmeradísima atención; formato en cuarto, dos ediciones regulares (en 1986 y 1987) y una tirada especial de bibliófilo de ciento diecinueve ejemplares impresos en papel verjurado que incluía una litogra-
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fía original del artista Fabio Rodríguez estampada en el tórculo milanés de Giorgio Upiglio. Su dilatado conjunto (sesenta y cinco poemas sin subdivisiones internas, más una advertencia previa) asume la conciencia, trágica y convencida, de una separación. Un adiós al vivir ensayado de antiguo, mas patentizado en paralelo a su ciclo de escritura. En El otoño de las rosas el tiempo se ha posesionado por completo del cantor. Lo desvanece. Es certeza cuanto fue intuición. Ello confiere a las composiciones su trazo simbólico y su tono de sabia gravedad, connivente y comprensivo. El cultivo de algunos grandes tópicos poéticos (Ubi sunt?, Collige, virgo, rosas…) potencia el carácter elegíaco del poemario. Cualquier felicidad pasada trae al presente la evidencia de su desintegración. La «caída en el tiempo», un concepto de fuerte arraigo barroco, acelera la percepción de finitud. El ser, que se creyó dueño de la inmortalidad y la inocencia (o de una «eternidad» de acento juanramoniano) es hoy reo de la constante privación que el decurso temporal le procura. Hay protesta al vivir por negar todo aquello que concede; hay lamento por esa edad desaparecida. Esa edad que es razón de una existencia que a sí misma se aniquila. Contra el tiempo levanta muros el deseo, diques de vibrante erotismo. Si la soledad de Elca es escenario de sensorial memoria, reflexión y presagio, aparece alternativa la ciudad con sus encuentros fugaces y su riesgo. Y también el viaje, la libertad mediterránea, la naturalidad magrebí. Rebeldía es arrancarle al gozo sus últimos provechos antes de que la noche absoluta los suprima y anule al deseante, pues el ansia de plenitud insiste a pesar de la declinación de la vida.
8. El otoño de las rosas Francisco Brines El otoño de las rosas, además de la posición central que ocupa en la obra de Francisco Brines, puso de manifiesto la notoria relevancia del magisterio del poeta sobre un nutrido grupo de voces españolas de los ochenta, entre ellas algunas en cuyas facultades nuestra poesía ha cimentado su fortaleza. Concepto metafísico del ser y del destino, hambre de sentido, íntima elucidación, comunicabilidad, amplitud metafórica, aliento intuitivo, sobriedad reflexiva, idioma rico y claro, hacen de este libro una cumbre. Recibió en 1987 el Premio Nacional de Literatura.
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Rafael Fombellida (Torrelavega, 1959). Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Deudas de juego (Pre-Textos, 2001), Norte magnético (DVD Ediciones, 2003), Canción oscura (Pre-Textos, 2007) y Violeta profundo (Renacimiento, 2012), así como el dietario Isla Decepción (Pre-Textos, 2010). Ha editado y dirigido colecciones poéticas, coordina ciclos de poesía y ejerce la crítica literaria y de arte en diversos medios.
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dossier: 9. La tumba de Keats, de Juan Carlos Mestre
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EL OTRO LADO DE LAS COSAS
9. La tumba de keats Juan carlos mestre nEs difícil conciliar lo que entiendes o supones que significó para los demás, para tu generación o para otras, la lectura de un libro y mezclarlo con la difusa impresión personal que unos poemas pueden dejar en el propio ánimo. Con La tumba de Keats yo recuerdo una delicada sacudida de grandeza, un sonido profético que arrastraba quizá algo terrible y hermoso, una sensación un poco sonámbula que terminaba desembocando en una consciencia distinta. Quizá el cementerio, con sus fotos en blanco y negro y su visión concreta de la muerte, el cementerio no católico y romano donde Keats se halla acompañado por Shelley, Gramsci y una legión de sin nombres («óyeme, desconocido, yo he regresado para verte»), sirva para recordarnos más o menos literariamente lo breve de los días, el siempre presente sic transit gloria mundi, pero desolado por la incertidumbre de la existencia de otro mundo, y también para volver a entonar el lamento de lo perdido que actúa como un espejo sobre la vida que aún nos pertenece, pues «no es hermoso
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morir si uno es joven y el amor terrible». La palabra parece entenderse como consuelo, tal vez porque, frente a la muerte, el poeta es la vida y «la vida es un monólogo» que atraviesa el horror de la nada futura a golpe de intuición y de intelecto. Desde esa tumba real, localizada en un cementerio que ha sido calificado de extrañamente acogedor y considerado por Óscar Wilde «el lugar más santo de Roma», Mestre penetra a golpe de versículo, como inmerso en una canción inagotable, en el otro lado de las cosas. La tumba de Keats, además, el objeto físico y real del que partimos, remite directamente al romanticismo inglés, y el libro ofrece la misma sensación que siempre me dejaron algunos de sus autores, esa especie de convencimiento, esa intuición de que nunca, en ninguno de ellos, la poesía se arrepintió de ser ella misma ni fingió o pretendió (para ser aceptada o protegerse o esconderse o confundirse o salvarse) ser otra cosa. Es una poesía gozosamente entregada a sí misma, y uno siente algo parecido al agradecimiento cuando encuentra autores que levantan su mundo y lo sostienen «más allá de la prudencia y un poco antes de la locura». Mestre nos encierra en ese mundo propio para hacernos mirar y tal vez entender mejor el de todos, nos mantiene ahí mientras duran los largos versos del largo monólogo hecho poema, tan alejado del chispazo o de la ocurrencia, de ese pretender golpear o sorprender en tres líneas que acaba estragándonos el paladar y volviéndonos vaga la pupila, pues aquí los golpes se encadenan como la exuberante vegetación se mezcla en una selva, se multiplican de letras y significados y avanzan en una profusión de imágenes e ideas que son como un gran enigma a resolver. Si la opulencia verbal desprecia la estructura de un volumen más al uso, con
Por Olga Bernad su división en poemas que nos permitieran descansar la percepción entre uno y otro, tampoco el concepto de «naturalidad» esclaviza estas palabras. Los versos nos revelan un tipo de experiencia, pero esa experiencia es muy distinta a la de la crónica, sobrevuela lo cotidiano como si no fuera su destino y lo supera, dejándolo quizá en el territorio de aquello sobre lo que no escribirá. Las imágenes aparecen y saltan, se concatenan con una fácil y misteriosa claridad, como un surtidor que llega desde un potente acuífero que no vemos. Tantas imágenes saltando hacia nuestros ojos como «el agitado ciervo que cruza la campiña de un sueño donde hay sangre», tantas que emborrachan y nos dejan en la mente una extraña e inexplicable lucidez, pues «la imaginación es una vivienda donde los herejes hacen ruido con el Apocalipsis» y una profecía necesita espacio para recorrer su sonámbulo acertijo de verdad y belleza. No importa cuál es tu concepción poética, si la tienes: mientras lees estos versos estás en la suya. Transitas por una sensibilidad singular. Eres el lector. Tal vez dices, sin darte cuenta, una especie de amén y pasas a formar parte activa de su carácter visionario: «venga el rayo y la boca del vaticinio del rayo con su estridente cascada de cuchillos». Tal vez decides que «ese día vas a dejar flores a la tumba de Keats». Y tal vez por eso este libro se quedó en nuestra memoria.
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Olga Bernad es licenciada en Filología Hispánica. Ha publicado los poemarios El mar del otro lado (2012), Nostalgia armada (2011), Caricias perplejas (2009) y las novelas El buen amor (2013) y Andábata (2010). Colabora en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española: 10. Y todos estábamos vivos, de Olvido García Valdés
La sangre en el oído Por Esther Ramón nEn el texto «Después de Y todos estábamos vivos», recogido en el volumen Esa polilla que delante de mí revolotea. Poesía reunida (1982-2008) (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2008), Olvido García Valdés señala la dualidad de vida y muerte que planea sobre el libro, de la que no está exenta su título. Ese «estar todos vivos», tejido con la misma materia frágil y efímera de las mariposas que pueblan sus páginas y que, formulado en pasado, «estábamos», refuerza el carácter efímero y frágil de una vida que transita por lo temporal como por un raíl inevitable. Pero lo hace sin enfrentar dicha dualidad que nos habita, tan sólo consignándola, ya que habla de «dos lugares anímicos: la dicha del aire […] y lo irreal, y la negrura de la cueva, la densidad de una pesadumbre sin raíz». Lo irreal queda entonces también del lado de la vida («lo irreal se refiere a la vida») y ahí la escritura y la poesía, que «trabaja con los materiales de la vida», y que sin embargo no pierde de vista el inframundo, del que extrae materiales imposibles, arenisca y piedras nunca vistas, olores de matices inversos, de siluetas recortadas desde el negativo. «En el poema habla quien se acercó a la muerte». Este libro habla sin ambages ni sentimentalismo, netamente, con todos los espacios en blanco que dona la concreción, con todos los fundidos en negro del poro exacto de lo poético, desde esa cercanía. Y no se nos ahorran detalles: lo corporal y sus humores tomados por la garganta que se cierra, por las palabras con cal de la enfermedad, los «huesos planos», transformados por la «espesa plataforma de la fiebre», la penumbra de la cuevamadre adonde se acude a nacer o a morir. Una conciencia exacerbada del propio
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cuerpo, del cuerpo de los otros, que se abre en ocasiones con «un aroma dulzón, cierto olor / corporal, de los pliegues más húmedos / ya secos, del cuerpo». Exacerbada también la observación. Desde la parada obligatoria se observa el afuera, los movimientos que prosiguen como metáforas inevitables: «el trajín de los grajos que se van y vuelven / como si hubieran errado». La naturaleza, en sus pictóricos matices, conteniendo en sus ciclos las huellas de la desaparición, transcurriendo, simplemente, sin sonidos de cadenas que se arrastran ni sábanas blancas cubriendo los árboles: «lo sobrenatural es la cebada / que no hay y que deja / en el campo el color». Se observa una sandalia hecha para el verano, para la levedad, unos pies también gráciles; se contemplan desde el interior del peso, de la pena, desde su más absoluta conciencia. Se observa a los otros: sus gestos, sus conversaciones, su transcurrir mientras respiran. También se convoca de otra manera a los ausentes, de tú a tú, por proximidad de ausencia, con la mirada fija en una línea muy fina en la porcelana, horneada a demasiada temperatura o sacada del calor antes de tiempo, aquella que delimita y marca el lugar del desgarro, el linde abierto. De un lado a otro de ese linde, lo incluido y lo excluido, lo interior y lo exterior, lo singular y lo universal, el tiempo y su detención, dualidades todas incapaces de separarse, pero conducidas por fuerzas o debilidades opuestas, que tiran, en direcciones contrarias, de la misma materia, para desvelar su precariedad. De todo ello da cuenta el poema en su enfriado, en el afuera, desde una lava muy íntima, transmutada, librada del tiempo que la expulsó. Concreta y fija. El libro se abre de la mano de una Perséfone que transita por los dos mundos, y junto a ella, en lo que de nosotros se su-
10. Y todos estábamos vivos Olvido garcía valdés merge, presentimos lo subterráneo junto al «topo que trabaja galerías» y el «gorrión / que corre ramas / desnudas del tubo del ciprés», sin saber aún –más que por pequeños sonidos, intuiciones, diminutas piedras que chocan contra la ventana opacada de lo vivo– cómo es lo que habita el otro lado, cuando se deshabita por completo éste. Pero Perséfone no está todavía en el Hades, aún «oye batir la sangre en el oído» y es ese sonido, ese «reloj de los rincones interiores» el que marca el decurso de una breve permanencia, fijada en la fotografía –en el poema–, en la que todos estábamos –estamos– todavía.
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Esther Ramón (Madrid, 1970), doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Madrid, poeta, profesora de escritura creativa y crítica literaria. Es autora de los poemarios Tundra (Igitur, 2002), Reses (Trea, 2008, Premio Ojo crítico), grisú (Trea, 2009), Sales (Amargord, 2011) y Caza con hurones (de inminente publicación en Icaria). Ha ejercido la crítica en Cuadernos Hispanoamericanos, Ínsula, Nayagua, Revista de Libros, Archipiélago o El Crítico. En la actualidad coordina la redacción de Minerva, del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española. Resultado de las votaciones
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TREINTA Y CINCO AÑOS DE POESÍA ESPAÑOLA Resultados de las votaciones
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Daniel Casado 1. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente 2. Cuaderno de Nueva York. José Hierro 3. Ciudad del hombre: New York. José María Fonollosa 4. Habitaciones separadas. Luis García Montero 5. La poesía ha caído en desgracia. Juan Carlos Mestre 6. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez 7. Los países nocturnos. Carlos Marzal 8. La miel salvaje. Miguel Ángel Velasco 9. El día que dejé de leer EL PAÍS. Jorge Riechmann 10. La marcha de 1.500.000. Enrique Falcón
Sofía Castañón Marta Agudo
Olga Bernad
1. Blues castellano. Antonio Gamoneda
1. No amanece el cantor. José Ángel Valente
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
2. La semana fantástica. Fernando Beltrán
2. Libro del frío. Antonio Gamoneda
2. Poemas del manicomio de Mondragón. Leopoldo M. Panero
3. Nada. Aurelio González Ovies
3. La bicicleta del panadero. Juan Carlos Mestre
3. Metales pesados. Carlos Marzal
4. Algo que declarar. David González
4. La sed. Ada Salas
4. Métodos de la noche. Andrés Neuman
5. Usted. Almudena Guzmán
5. La roca. Andrés Sánchez Robayna
5. Europa. Julio Martínez Mesanza
6. Adiós a la época de los grandes caracteres. Abraham
6. Aben Razin. Sergio Gaspar
6. La caja de plata. Luis Alberto de Cuenca
Gragera
7. Razón de nadie. José Miguel Ullán
7. Vida ávida. Ángel Guinda
7. Las afueras. Pablo García Casado
8. Las horas y los labios. Eduardo Moga
8. Semáforos, semáforos. Jaime Siles
8. Los idiomas comunes. Laura Casielles
9. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
9. La Tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
9. Extracción de la piedra de la cordura. Martín López-
10. La voz en espiral. Ángel Campos Pámpano
10. Praga. Manuel Vázquez Montalbán
Vega
Carlos Alcorta
Juan Antonio Bernier
1. El otoño de las rosas. Francisco Brines
1. Los nadadores. Justo Navarro
Ángel Cerviño
2. Diario de Argónida. José Manuel Caballero Bonald
2. Diario cómplice. Luis García Montero
1. Razón de nadie. José Miguel Ullán
3. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
3. Del ojo al hueso. Olvido García Valdés
2. Y por qué. Francisco Pino
4. Antes que llegue la noche. Juan Luis Panero
4. Manzanas amarillas. Luis Muñoz
3. Febrero. Julia Castillo
5. Las rubáyátas de Horacio Martín. Félix Grande
5. Esto es mi cuerpo. Juan Antonio González Iglesias
4. Cónsul. Francisco Ferrer Lerín
6. Tres lecciones de tinieblas. José Ángel Valente
6. Para lo que no existe. Álvaro García
5. Coplas del amo. Ildefonso Rodríguez
7. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
7. Lo que dices de mí. Jesús Aguado
6. Verbos. Jesús Aguado
8. Primer y último oficio. Carlos Sahagún
8. Adiós a la época de los grandes caracteres. Abraham
7. Imaginarias. Aliocha Coll
9. Maneras de estar solo. Eloy Sánchez Rosillo
Gragera
8. Merma. Benito del Pliego
10. El botín del mundo. José María Álvarez
9. Echado a perder. Carlos Pardo
9. Caoscopia. Yaiza Martínez
10. El fósforo astillado. Juan Andrés García Román
10. Es el verbo tan frágil. Sandra Santana
1. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
Agustín Calvo Galán
Ben Clark
Chagall. Blanca Andreu
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
1. Alzado de la ruina. Aníbal Núñez
2. Paseo de los tristes. Javier Egea
2. No amanece el cantor. José Ángel Valente
2. Noche más allá de la noche. Antonio Colinas.
3. Resurrección. Manuel Vilas
3. Historia de Gloria. Gloria Fuertes
3. Al fin has conseguido que odie el blues. Javier Cánaves
4. Mientras tanto dame la mano. Kirmen Uribe
4. El barro en la mirada. Eduardo Moga
4. Ciudad del hombre: Barcelona. José María Fonollosa
5. Habitaciones separadas. Luis García Montero
5. Libro de homenajes. Jesús Aguado
5. Leticia va del laberinto al treinta. Felipe Núñez
6. La siesta de Epicuro. Aurora Luque
6. Formas débiles. José Ángel Cilleruelo
6. La caja de plata. Luis Alberto de Cuenca
7. Vidas improbables. Felipe Benítez Reyes
7. Hilos. Chantal Maillard
7. Teoría solar. Vicente Valero
8. De mí haré una estatua ecuestre. Luisa Castro
8. Taxus baccata. Julia Otxoa
8. El hombre que salió de la tarta. Alberto Santamaría
9. El corazón azul del alumbrado. Benjamin Prado
9. Umbilical. Luis Luna
9. Eros es más. Juan Antonio González Iglesias
10. La familia nórdica. José Luis Rey
10. Pan comido. Isabel Bono
10. Un ángulo me basta. Juan Antonio González Iglesias
10. Danza caníbal. Miguel Ángel Argüez
Martha Asunción Alonso
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Isla Correyero
Jordi Doce
Concha García
1. Variaciones fonovisuales. Juan Eduardo Cirlot
1. Lápidas. Antonio Gamoneda
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
2. Melos melancolía. Carlos Edmundo De Ory
2. No amanece el cantor. José Ángel Valente
2. Narcisia. Juana Castro
3. Lápidas. Antonio Gamoneda
3. Palmas sobre la losa fría. Andrés Sánchez Robayna
3. La prisa. Juan Carlos Suñén
4. Esto es mi cuerpo. Juan Antonio González Iglesias
4. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
4. Diario abierto. Dionisia García
5. Compás binario. María Victoria Atencia
5. La bicicleta del panadero. Juan Carlos Mestre
5. La voz del cuidado. Miguel Suárez
6. Los Campos Elíseos. Pablo García Baena
6. El sueño del origen y de la muerte. Jenaro Talens
6. Picados suaves sobre el agua. Antonio Luis Ginés
7. La bicicleta del panadero. Juan Carlos Mestre
7. A debida distancia. Álvaro Valverde
7. Matar a Platón. Chantal Maillard
8. Devocionario. Ana Rossetti
8. Vigilia en Cabo Sur. Vicente Valero
8. Topología de una página en blanco. Alejandro
9. Las afueras. Pablo García Casado
9. La perseverancia del desaparecido. Miguel Suárez
Céspedes
10. Diseños experimentales. María Eloy-García
10. Bajo la piel, los días. Eduardo Moga
9. El fósforo astillado. Juan Andrés García Román 10. Ayer y calles. Concha García.
Efi Cubero
Fruela Fernández
1. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
1. Mandorla. José Ángel Valente
Ariadna G. García
2. El otoño de las rosas. Francisco Brines
2. Ardicia. José Miguel Ullán
1. El común de los mortales. Jorge Riechmann
3. El rey mendigo. José Agustín Goytisolo
3. Definición de savia. Aníbal Núñez
2. Lápidas. Antonio Gamoneda
4. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
4. La carta entera. Luis Rosales
3. Espejo negro. Miriam Reyes
5. Los silencios del fuego. Antonio Colinas
5. Poemas órficos. Gabriel Celaya
4. Elegía en Portbou. Antonio Crespo
6. Extravío. César Simón
6. Cónsul. Francisco Ferrer Lerín
5. Insistencias en Luzbel. Francisco Brines
7. Al dios del lugar. José Ángel Valente
7. Hojas de Madrid con La galerna. Blas de Otero
6. Esto es mi cuerpo. José Antonio González Iglesias
8. Una oculta razón. Álvaro Valverde
8. Espíritu a saltos. Jorge Gimeno
7. Otra escena. Profanacion(es). Jenaro Talens
9. Los países nocturnos. Carlos Marzal
9. Desvelo sin paisaje. Carlos Pardo
8. Busca y captura. Marisa Mora Alameda
10. Kampa. Clara Janés
10. Un fragor indeterminado. Luis Muñiz
9. La marcha de 150.000.000. Enrique Falcón
Óscar Curieses
Rafael Fombellida
1. Antisalmos. Francisco Pino
1. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
Ramón García Mateos
2. Los heridos graves. Julieta Valero
2. El otoño de las rosas. Francisco Brines
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
3. Reses. Esther Ramón
3. La caja de plata. Luis Alberto de Cuenca
2. Las rubáiyátas de Horacio Martín. Félix Grande
4. La poesía si es que existe. Kepa Murua
4. Precisión de una sombra. César Simón
3. La poesía ha caído en desgracia. Juan Carlos Mestre
5. Tres lecciones de tinieblas. José Ángel Valente
5. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
4. El rey mendigo. José Agustín Goytisolo
6. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
6. Descrédito del héroe. José Manuel Caballero Bonald.
5. Testimonio de invierno. Antonio Carvajal
7. Husos. Chantal Maillard
7. Iniciación a la sombra. Ángel Crespo
6. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
8. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
8. El fulgor. José Ángel Valente.
7. Hojas de Madrid con La galerna. Blas de Otero
Chagall. Blanca Andreu
9. Huir del invierno. Luis Antonio de Villena
8. El barro en la mirada. Eduardo Moga
9. Praga. Manuel Vázquez Montalbán
10. Libro del frío. Antonio Gamoneda
9. Los muertos no van al cine. Juan López-Carrillo
10. Calendario. Almudena Guzmán
10. Ciudad del hombre: New York. José María Fonollosa
10. Matriz de la ceniza. Máximo Hernández Julia César Galán
José Manuel Díez
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
Juan Andrés García Román
1. Diario de Argónida. José Manuel Caballero Bonald
2. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez.
1. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
2. La noche le es propicia. José Agustín Goytisolo
3. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
2. Amo de llaves. José-Miguel Ullán
3. Templo sin dioses. César Simón
4. Más que el mar. Luis Feria
3. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
4. Sombras particulares. Felipe Benítez Reyes
5. Hacia otra realidad. Manuel Padorno.
4. Libro de los venenos. Antonio Gamoneda
5. Santa deriva. Vicente Gallego
6. Alzado de la ruina. Anibal Núñez.
5. Fámulo. Francisco Ferrer Lerín
6. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
7. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez.
6. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
7. Metales pesados. Carlos Marzal
8. Ciudad del Hombre: Barcelona. José María
7. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
8. Comentario de texto. Ángel García López
Fonollosa.
8. Estancia. Sergio Gaspar
9. Museo de cera. José María Álvarez
9. La semilla en la nieve. Ángel Campos Pámpano
9. La lenta construcción de la palabra. Lorenzo Plana
10. Estancias. José Ángel Valente
10. Metales pesados. Carlos Marzal
10. El tiempo menos solo. Abraham Gragera
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española. Resultado de las votaciones
José Luis Gómez Toré
Sandra Latorre
Rafael Mammos
1. Mandorla. José Ángel Valente
1. Ciudad del hombre: Barcelona. José María Fonollosa
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
2. Libro del frío. Antonio Gamoneda.
2. Verano inglés. Guillermo Carnero
2. Tránsito. José Ángel Valente
3. No amanece el cantor. José Ángel Valente
3. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
3. Ciudad del hombre: New York. José María Fonollosa
4. El otoño de las rosas. Francisco Brines.
4. Para guardar el sueño. Basilio Sánchez
4. El jardín extranjero. Luis García Montero
5. El ave en su aire. Ángel Crespo
5. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
5. Metales pesados. Carlos Marzal
6. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
6. Last river together. Leopoldo María Panero
6. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
7. Lugar de la derrota. Ada Salas
7. Gran angular. Jordi Doce
Chagall. Blanca Andreu
8. La roca. Andrés Sánchez Robayna
8. El fulgor. José Ángel Valente
7. Devocionario. Ana Rosetti
9. Araña. Ana Gorría
9. A debida distancia. Álvaro Valverde
8. La puerta tapiada. Francisco José Martínez Morán
10. Itinerario para naúfragos. Diego Jesús Jiménez
10. Cecilia. Antonio Gamoneda
9. Mi primer bikini. Elena Medel
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10. Dentro. Óscar Curieses Alba González Sanz
Pablo López Carballo
1. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
1. Razón de nadie. José Miguel Ullán
2. Matar a Platón. Chantal Maillard
2. Cuarzo. Aníbal Núñez
3. Blues castellano. Antonio Gamoneda
3. Antisalmos. Francisco Pino
4. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
4. Del ojo al hueso. Olvido García Valdés
5. Espejo negro. Miriam Reyes
5. Antología para un papagayo. Carlos Piera
6. La semana fantástica. Fernando Beltrán
6. El hombre que llega al exterior. Manuel Padorno
7. Miedo de ser escarcha. David Eloy Rodríguez
7. La poesía ha caído en desgracia. Juan Carlos Mestre
8. Nada. Aurelio González Ovies
8. Por más señas. Antonio Méndez Rubio
9. Las afueras. Pablo García Casado
9. Catálogo de incesantes. Marcos Canteli
10. Los idiomas comunes. Laura Casielles
10. Notas de verano sobre ficciones de invierno. A. Santamaría
Ana Gorría
Martín López-Vega
1. Testículo del Anticristo. José Miguel Ullán
1. Hojas de Madrid con La Galerna. Blas de Otero
2. No amanece el cantor. José Ángel Valente
2. Deixis en fantasma. Ángel González
3. Taller del hechicero. Aníbal Núñez
3. Huir del invierno. Luis Antonio de Villena
4. La flauta prohibida. Carlos Edmundo de Ory
4. Historia antigua. Víctor Botas
5. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
5. Principios y finales. José Luis García Martín
Chagall. Blanca Andreu
6. El apetito. Luis Muñoz
6. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
7. Las flores del frío. Luis García Montero
7. Eros es más. Juan Antonio González Iglesias
8. Mundo dentro del claro. Vicente Gallego
8. Conversaciones con Mary Shelley. Julia Piera
9. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
9. Hilos. Chantal Maillard
10. Adiós a la época de los grandes caracteres. Abraham Gragera
10. Reses. Esther Ramón
Erika Martínez 1. De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall. Blanca Andreu 2. Un aviador prevé su muerte. Justo Navarro 3. El equipaje abierto. Felipe Benítez Reyes 4. Los países nocturnos. Carlos Marzal 5. Caza nocturna. Olvido García Valdés 6. El mapa de América. Pablo García Casado 7. Correspondencias. Luis Muñoz 8. Matar a Platón. Chantal Maillard 9. Calor. Manuel Vilas 10. El fósforo astillado. Juan Andrés García Román
Yaiza Martínez 1. El sueño oscuro. Blanca Andreu 2. Manchas nombradas. José Miguel Ullán 3. Ella, los pájaros. Olvido García Valdés 4. Índice. Benito del Pliego 5. Reses. Esther Ramón 6. La marcha de 150.000.000. Enrique Falcón 7. Autoría. Julieta Valero 8. Libro del frío. Antonio Gamoneda 9. Ya nada es rito. Concha García 10. Los cuerpos oscuros. Juana Castro
Juan Manuel Macías Miguel Ángel Lama
1. Hojas de Madrid con La galerna. Blas de Otero
Francisco José Martínez Morán
1. Agenda. José Hierro
2. Material memoria. José Ángel Valente
1. Las moras agraces. Carmen Jodra
2. El otoño de las rosas. Francisco Brines
3. Europa. Julio Martínez Mesanza
2. Europa. Julio Martínez Mesanza
3. Libro del frío. Antonio Gamoneda
4. Por fuertes y fronteras. Luis Alberto de Cuenca
3. La caja de plata. Luis Alberto de Cuenca
4. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
5. Libro del frío. Antonio Gamoneda
4. Las afueras. Pablo García Casado
5. Mandorla. José Ángel Valente
6. Las horas y los labios. Eduardo Moga
5. Esto es mi cuerpo. Juan Antonio González Iglesias
6. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
7. Caricias perplejas. Olga Bernad
6. Santa deriva. Vicente Gallego
7. Caza nocturna. Olvido García Valdés
8. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
7. Hilos. Chantal Maillard
8. Una oculta razón. Álvaro Valverde
Chagall. Blanca Andreu
8. Así procede el pájaro. Juan Antonio Bernier
9. En familia. Tomás Sánchez Santiago
9. Estancia. Sergio Gaspar
9. Maneras de estar solo. Eloy Sánchez Rosillo
10. Habitaciones separadas. Luis García Montero
10. El fósforo astillado. Juan Andrés García Román
10. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
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Carlos Marzal
Carlos Morales del Coso
Benito del Pliego
1. El otoño de las rosas. Francisco Brines
1. El don de la ignorancia. José Corredor-Matheos.
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
2. El botín del mundo. José María Álvarez
2. El aire es de los dioses. Ángel Crespo
2. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
3. El equipaje abierto. Felipe Benítez Reyes
3. El libro de las premoniciones. Gabino Alejandro Carriedo
Chagall. Blanca Andreu
4. Cantar de ciego. Vicente Gallego
4. Melos melancolía. Carlos Edmundo de Ory
3. Manchas nombradas. José-Miguel Ullán
5. La miel salvaje. Miguel Ángel Velasco
5. Arcángel de sombra. Clara Janés
4. Animales, amores, parajes y blasfemias. José Viñals
6. Con el aire. Antonio Cabrera
6. El jardín extranjero. Luis García Montero
5. Caza nocturna. Olvido García Valdés
7. Habitaciones separadas. Luis García Montero
7. La casa roja. Juan Carlos Mestre
6. Ars de Job. Eduardo Scala
8. La vida. Eloy Sánchez Rosillo
8. Diario de una enfermera. Isla Correyero
7. La casa roja. Juan Carlos Mestre.
9. La caja de plata. Luis Alberto de Cuenca
9. El libro del retorno. Carmen Borja
8. El fin del mundo. Antonio Méndez Rubio
10. Europa. Julio Martínez Mesanza
10. El niño que bebió agua de brújula. Julio Mas Alcaraz
9. Su sombrío. Marcos Canteli 10. Ready. María Salgado
Julio Mas Alcaraz
Elías Moro
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
1. La semilla en la nieve. Ángel Campos Pámpano
Raúl Quinto
2. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
2. Animales, amores, parajes y blasfemias. José Viñals
1. Mandorla. José Ángel Valente
3. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
3. La casa roja. Juan Carlos Mestre
2. Libro del frío. Antonio Gamoneda
4. Matar a Platón. Chantal Maillard
4. Los hombres intermitentes. Francisco Javier Irazoki
3. La marcha de 150.000.000. Enrique Falcón
5. Manchas nombradas. José-Miguel Ullán
5. Lápidas. Antonio Gamoneda
4. Troppo Mare. Javier Egea
6. Caza nocturna. Olvido García Valdés
6. Desde fuera. Álvaro Valverde
5. Last river together. Leopoldo María Panero
7. Cosmología esencial. Rafael Pérez Estrada
7. Al dios del lugar. José Ángel Valente
6. Caza nocturna. Olvido García Valdés
8. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
8. Idilios. Juan Ramón Jiménez
7. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
9. Aquelarre en Madrid. Fernando Beltrán
9. Estampas de ultramar. Aníbal Núñez
8. Matar a Platón. Chantal Maillard
10. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
10. Fámulo. Francisco Ferrer Lerín
9. El fósforo astillado. Juan Andrés García Román
Chagall. Blanca Andreu
10. Cuchillo casi flor. Luis Feria Ana Muñoz
Luna Miguel
1. Tres lecciones de tinieblas. José Ángel Valente
Sofía Rhei
1. Mandorla. José Ángel Valente
2. Prosemas o menos. Ángel González
1. Cuarzo. Aníbal Núñez
2. Poemas del manicomio de Mondragón. Leopoldo M. Panero
3. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
2. El ojo de Newton. Menchu Gutiérrez
3. El día que dejé de leer EL PAÍS. Jorge Riechmann
4. Cristal de Lorena. Aníbal Núñez
3. Pequeños círculos. Alberto Santamaría
4. La hermosura del héroe. Juan Antonio González Iglesias
5. Razón de nadie. José Miguel Ullán
4. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
5. Arde Babilonia. Roger Wolfe
6. Hilos. Chantal Maillard
5. El rescate invisible. Patricia Esteban
6. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
7. Tara. Elena Medel
6. Iniciación a la sombra. Ángel Crespo
7. Las moras agraces. Carmen Jodra
8. Metales pesados. Carlos Marzal
7. Cuánto dura cuánto. María Eloy García
8. Espejo negro. Miriam Reyes
9. Fundido en negro. Jesús Jiménez Domínguez
8. Los secretos del bosque. Clara Janés
9. Matar a Platón. Chantal Maillard
10. Resurrección. Manuel Vilas
9. Poemas concretos. Felipe Boso
10. Autoría. Julieta Valero
10. El malentendido. Elena Pallarés Javier Pérez Walias
Eduardo Moga
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
Javier Rodríguez Marcos
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
2. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
1. Esto es mi cuerpo. Juan Antonio González Iglesias
2. Material memoria. José Ángel Valente
3. Manchas nombradas. José Miguel Ullán
2. Tabula rasa. Jenaro Talens
4. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
3. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
5. La poesía ha caído en desgracia. Juan Carlos Mestre
4. Insistencias en Luzbel. Francisco Brines
6. Conspiraciones y conjuros. Rafael Pérez Estrada
5. Habitaciones separadas. Luis García Montero
7. Alzado de la ruina. Aníbal Núñez
6. Libro del frío. Antonio Gamoneda
8. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
7. Descrédito del héroe. José Manuel Caballero Bonald
9. KRAK. José María Millares Sall
8. Tara. Elena Medel
10. Libro de los trazados. Vicente Valero
9. Monstruos perfectos. José Luis Piquero
3. Escrito en el sur. Manuel Álvarez Ortega 4. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez 5. Cabeza de árbol. El visitante melancólico. Las fuerzas iniciales. Antonio Fernández Molina 6. Aben Razin. Sergio Gaspar 7. Perros en la playa. Jordi Doce 8. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre 9. La marcha de 150.000.000. Enrique Falcón 10. Yo siempre regreso a tus pezones y al punto 7 del
10. Bella durmiente. Miriam Reyes
Tractatus. Agustín Fernández Mallo
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dossier: Treinta y cinco años de poesía española. Resultado de las votaciones
El cielo raso
Tomás Rodríguez Reyes
Antonio Sánchez Zamarreño
Emilio Torné
1. Desiertos de la luz. Antonio Colinas
1. Antes que el tiempo acabe. Pablo García Baena
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
2. Trasmundo. Ángel García López
2. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
2. Hojas de Madrid con La galerna. Blas de Otero
3. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez.
3. No amanece el cantor. José Ángel Valente
3. No amanece el cantor. José Ángel Valente
4. Antes que el tiempo acabe. Pablo García Baena
4. Descrédito del héroe. José Manuel Caballero Bonald
4. La bicicleta del panadero. Juan Carlos Mestre
5. Consolaciones. Jacobo Cortines
5. Noche más allá de la noche. Antonio Colinas
5. Laberinto de fortuna. J. Manuel Caballero Bonald
6. Agenda. José Hierro
6. El otoño de las rosas. Francisco Brines
6. Aerolitos. Carlos Edmundo de Ory
7. Oscuridad adentro. José Antonio Muñoz Rojas
7. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
7. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
8. Otoño y otras luces. Ángel González
8. Rapsodia. Pere Gimferrer
8. A palo seco. Antonio Hernández
9. La noche no tiene paredes. José Manuel Caballero
9. Habitaciones separadas. Luis García Montero
9. Razón de nadie. José-Miguel Ullán
Bonald
10. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
10. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
10. Música de agua. Jaime Siles
Chagall. Blanca Andreu
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Diego Vaya Ada Salas
Alberto Santamaría
1. De una niña de provincias que se vino a vivir en un
1. Material memoria. José Ángel Valente
1. Antes que el tiempo acabe. Pablo García Baena
Chagall. Blanca Andreu.
2. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
2. Fieles guirnaldas fugitivas. Pablo García Baena
2. Noche más allá de la noche. Antonio Colinas
3. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
3. Agenda. José Hierro
3. En ningún paraíso. Diego Doncel
4. Alzado de la ruina. Aníbal Núñez
4. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
4. Santa deriva. Vicente Gallego
5. Soldadesca. José Miguel Ullán
5. Habitaciones separadas. Luis García Montero
5. Resurrección. Manuel Vilas
6. Insistencias en Luzbel. Francisco Brines
6. Las afueras. Pablo García Casado
6. Las visiones. José Luis Rey
7. Ella, los pájaros. Olvido García Valdés
7. Resurrección. Manuel Vilas
7. Porno ficción. Diego Doncel
8. Hilos. Chantal Maillard
8. Estudio de lo visible. Mariano Peyrou
8. Joan Fontaine Odisea (mi deconstrucción). Agustín
9. Antología para un papagayo. Carlos Piera
9. Adiós a la época de los grandes caracteres. Abraham Gragera
Fernández Mallo
10. Siempre y cuando. Antonio Méndez Rubio
10. El fugitivo. Jesús Aguado
9. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
Basilio Sánchez
Ana Santos y Pedro J. Miguel (El Gaviero Ediciones)
1. Libro del frío. Antonio Gamoneda
1. Al dios del lugar. José Ángel Valente
Joan de la Vega
2. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
2. Completamente viernes. Luis García Montero
1. No amanece el cantor. José Ángel Valente
3. La última costa. Francisco Brines
3. El libro de Cartago. Juan Eduardo Cirlot
2. Libro del frío. Antonio Gamoneda
4. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
4. El hidroavión de K. Pedro Casariego Córdoba
3. Jardín de arena. José Corredor-Matheos
5. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
5. Esto es mi cuerpo. Juan Antonio González Iglesias
4. La poesía ha caído en desgracia. Juan Carlos Mestre
6. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
6. La tumba de Keats. Juan Carlos Mestre
5. Y todos estábamos vivos. Olvido García Valdés
7. Alzado de la ruina. Aníbal Núñez
7. Mi primer bikini. Elena Medel
6. Cuaderno de Nueva York. José Hierro
8. Libro de la mansedumbre. Antonio Colinas
8. Metafísica del trapo. María Eloy-García
7. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
9. La semilla en la nieve. Ángel Campos Pámpano
9. Europa. Julio Martínez Mesanza
8. Ciudad del hombre: Barcelona. José María Fonollosa
10. Extravío. César Simón
10. Usted. Almudena Guzmán
9. Elegías a Julia Gay. José Agustín Goytisolo
Javier Sánchez Menéndez
Rafael Saravia
1. Oigo el silencio universal del miedo. Luis Rosales
1. Descripción de la mentira. Antonio Gamoneda
Enrique Villagrasa
2. Tiempo y abismo. Antonio Colinas
2. Fragmentos de un libro futuro. José Ángel Valente
1. Música de agua. Jaime Siles
3. El fin de semana perdido. José Luis Piquero
3. El levitador y su vértigo. Rafael Pérez Estrada
2. Mausoleo. Jesús Hilario Tundidor
4. Nada grave. Ángel González
4. La casa roja. Juan Carlos Mestre
3. Arte de cetrería. Juana Castro
5. Agenda. José Hierro
5. El túnel de las metáforas. José Viñals
4. Los cormoranes. Carlos Aurtenetxe
6. Fieles guirnaldas fugitivas. Pablo García Baena
6. Itinerario para náufragos. Diego Jesús Jiménez
5. Ludia. Amparo Amorós
7. Casi una leyenda. Claudio Rodríguez
7. Tan sólo infierno sobre la hierba. José Luis Rodríguez
6. Tres lecciones de tinieblas. José Ángel Valente
8. Las contemplaciones. María Victoria Atencia
8. Del ojo al hueso. Olvido García Valdés
7. Dresde. Fanny Rubio
9. Historia Antigua. Víctor Botas
9. Razón de nadie. José Miguel Ullán
8. Cuanto sé de mí. José Hierro
10. Ciudad. Manuel Vázquez Montalbán
10. Cáncer de invierno. Luis Miguel Rabanal
9. Orphica. Antonio Enrique
10. Coma. José Daniel García
10. Matar a Platón. Chantal Maillard
10. El ausente. Luis Izquierdo
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ADAMES Relato inédito de Gonzalo Hidalgo Bayal .Como todo aquel que ha entretenido alguna vez su ocio componiendo sonetos o sacando de los alrededores discretas invenciones narrativas, yo también he declarado fervores juveniles que nunca con el tiempo han decaído: la poesía de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo, o Mientras agonizo, de William Faulkner. No escribiría lo que escribo, pienso, sin aquellos deslumbramientos, aunque, sin duda, puesto que los caminos de la providencia son tortuosos, otros hubieran sido los maestros y otras, por tanto, las maneras. Sean cuales sean los hitos del trayecto, todos los caminos conducen siempre a un mismo fin. Hay, sin embargo, otras circunstancias, de apariencia menor tal vez, pero que no sé si no habrán sido acaso, en el fondo, mucho más significativas y habrán procurado verdadero alimento al fuego secreto de cada cual y a su lenta combustión. En mi caso, una de esas circunstancias me ha acompañado desde antiguo. Habrá otras muchas, porque los hilos de cada trama son traviesos e incontables sus ramificaciones, pero de la circunstancia a la que ahora me refiero he tenido siempre nítida conciencia. Y en realidad puedo resumirla en una sola palabra: Adames. En mis años escolares, a quien yo admiraba con absoluta entrega, más incluso que a Juan Ramón Jiménez (Mientras agonizo llegó más tarde a mi pupitre), más que a todo el parnaso de las antologías académicas y de las lecturas escogidas, era a Adames, un alumno hervaciano, tres cursos mayor que yo, que, por encima de todo, era poeta. Más aún: era el poeta. E incluso podría decirse (yo lo pensaba entonces) que era poeta, el poeta, a pesar de todos los pesares y de todos los impedimentos, que no me parecían a mí entonces menores, si bien con el tiempo he invertido el diagnóstico. Padecía un leve trastorno de comunicación que a nosotros (a mí, al menos), poco dados a actitudes intermedias, nos llevaba de la piedad a la anticipación y de la ansiedad a la condescendencia. A saber: tartamudeaba. Suplía con estrategias tonales las dificultades, pero no por ello dejaban
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de advertirse la intensidad de su incertidumbre y el arduo decoro de su desconcierto. Tal vez por eso, por quedarme cohibido y en suspenso ante la superficie de su esfuerzo, nunca se me ocurrió pensar (y no sé lo que habrá de disparatado o de sobrevenido en esta idea) que fuera de ahí precisamente de donde provenía su condición poética, bien porque los dioses hubieran decidido compensar las deficiencias orales con los dones de la inspiración (los siempre esquivos favores de las musas), o bien porque del empeño y la determinación con que combatía el atolladero, del grado de reflexión lingüística constante a que le conducían sus trabas y trabazones, surgieran como de una fuente natural la habilidad retórica, el equilibrio léxico y, quién sabe, la hondura de su pensamiento. No lo sé y tampoco tiene ya importancia: no cuenta el diagnóstico, sino la evidencia: era el poeta. Y como al poeta que era (no es una figura insólita según he podido comprobar en los distintos grupos sociales en que el azar o la administración me han incluido: hasta en los cuarteles hay siempre alguien señalado con tan sublime título) le llevé yo una tarde mis indecisas tentativas lleno de aprensiones y temores, para que me aconsejara, porque admiraba su aureola, pero buscando sobre todo su aprobación, su visto bueno e incluso sus elogios. Es uno de los síntomas de la mediocridad: nos satisface más el elogio que el consejo, el aplauso que la sugerencia. Y, como a su condición de poeta añadía una modestia y una sencillez inusuales, me sorprendió que, en alguna de nuestras charlas de atardecer (que solían tener lugar los jueves, el día intermedio con horas libres y de asueto), con la más absoluta naturalidad, como si estuviera ante un igual en aficiones y aflicciones, me dejara también disfrutar de las primicias de sus escritos. Fue así como, una vez que se estableció entre nosotros la rutina literaria, tuve acceso frecuente a sus papeles, como si mi condición de aprendiz conllevara el privilegio de seguir puntualmente sus inspiraciones, un privilegio,
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La vida breve
por lo demás, dada su discreción, exclusivo. Como creo que Adames se sabía poeta, pero que no se creía el poeta, que no se consideraba en posesión de la autoridad literaria que todos (yo el primero) le atribuíamos, ni, menos aún, investido de magisterio alguno, cuando me dejaba las cuartillas de su mecanografía, buscaba también la aprobación, el visto bueno y el elogio, al fin y al cabo, si yo era adolescente, él era joven. Naturalmente, todas esas tres cosas obtenía, la aprobación, el elogio y el visto bueno, y en grado sumo además, pues mi admiración era incondicional y mi entusiasmo nublaba todo juicio crítico, si es que algún juicio crítico cabía en sus escritos y en mi entendimiento. Las causas de la admiración resultarían hoy evidentes. Adames había superado pronto, y con creces, los planteamientos adolescentes que a unos nos llevaban a las arias tristes de Juan Ramón Jiménez, a otros a las soledades castellanas de Machado, a otros a la imaginería gitana de Lorca, sin duda los tres modelos más adhesivos de la literatura escolar de aquellos años oscuros y aún no postreros, y a todos, en fin, a las desolaciones otoñales y a las patologías del crepúsculo. Frente a tanto remedo y tanta torpe mímesis, Adames había encontrado ya la expresión propia. Tal vez lecturas distintas, más amplias y originales que las nuestras, o cierta heterodoxia autodidacta, le habían llevado por otros derroteros y, en consecuencia, era tal vez la novedad formal del tono y la armonía del sentimiento lo que me cautivaba. No lo sé. Sí sé que todo lo que escribía me llenaba de asombro y que, mientras yo me empeñaba en romances vegetales y en superfluas lamentaciones de soledad y desamparo, con una exuberante euforia métrica, eso sí, él había sobrepasado los regocijos lastimeros y la noche oscura y se situaba con austero sosiego al otro lado del verso, del río y del horizonte. Si la adolescencia es una torpeza romántica y la madurez es serenidad clásica, Adames había incorporado los atributos clásicos y serenos de la madurez a la juventud. Y en la medida en que estamos
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Gonzalo Hidalgo Bayal: Adames, relato inédito
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condenados a lo imposible y a admirar lo que no podemos conseguir, yo admiraba sus poemas con la certeza de que nunca lograría escribir nada con aquella perfección. Aunque, por otra parte, si me detengo a recordar el contenido de sus escritos, no consigo recuperar nada más allá de la memoria visual: cuartillas mecanografiadas (no usábamos entonces folios ni holandesas e ignorábamos que hubiera otros formatos), versos largos e irregulares, variantes en tinta roja (aquellas cintas bicolores de las máquinas mecánicas) y alguna caligrafía marginal azul. Nada más. Ninguna otra cosa sabría decir sobre sus escritos. Recuerdo, pues, la sensación que me provocaban, recuerdo la serena placidez que flotaba en las cuartillas, pero sería incapaz de añadir adjetivos a una sustancia esquiva, que no era horizontal ni vertical, ni mística ni subversiva. Hay, sin duda, tanta ceguera en la admiración como gratitud en el estímulo. Mucho tiempo después, pensando, por una parte, que me atraía más de sus escritos el significado que el significante, dada la definición de sema en el diccionario de uso como cada uno de los rasgos de que se compone el significado de una unidad léxica, y en consonancia con mi inveterada adhesión a los caprichos fónicos, ideé un palíndromo al respecto: Sema da Adames. Es una broma, pero no sé si no responde cabalmente a la verdad: Adames como complemento directo de la acción del significado y de su eficacia transitiva. Con el tiempo y con la edad abandonamos el régimen hervaciano, supongo que Adames antes que yo, por pura cronología, pero no lo recuerdo. Si no concurren anomalías o turbulencias, los finales escolares (como la mayoría de los finales) se diluyen en un olvido plácido, se desvanecen sin dolor o, como mucho, perduran de manera difusa, nebulosa, sin contornos ni perfiles. No recuerdo, pues, en qué momento desapareció Adames ni cuándo cesaron nuestras conversaciones, cuándo desocupó su habitación, cuándo, en fin, dejé de oír su palabra entrecortada y de
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leer la mecanografía irregular de sus cuartillas. De hecho, apenas guardo recuerdo alguno del fin de mis propios años escolares, que llegó sin énfasis, por la inercia de la edad, y que no hace al caso ahora, pues nada tiene que ver con Adames. Los cursos se suceden con la regularidad de las estaciones y a ello hay que sumar la rutina académica, la inercia de las horas, la ansiedad del fin, la lejanía de junio, los desajustes del mañana, etcétera. Por lo demás, no puedo decir que me olvidara de Adames por completo, pero tampoco que lo recordara a menudo: supongo que su imagen, su figura, su voz y sus escritos se fueron desvaneciendo en la memoria o fueron poco a poco desalojados de modo imperceptible por otras novedades, otros fervores, otras aflicciones. Tampoco sé en qué momento al cabo de los años recuperé de nuevo el nombre de Adames y cómo me vi de pronto recuperando con nostalgia las viejas tardes de charla y de poesía y de manuscritos. Tal vez cuando empecé a alimentar algunas certidumbres invernales, pero no puedo asegurarlo. Sí recuerdo, en cambio, que la añoranza de la edad llevó a la evocación, que en la evocación se amontonaron ecos de atardeceres, memoria de la lluvia, titubeos de la voz, su imagen impasible junto a la ventana, de espaldas al patio, y que de la evocación surgió un interrogante: ¿qué habrá sido de Adames? Y se fueron añadiendo enseguida más y más interrogantes, de entre los que destacó sobre todos uno: ¿habría publicado algún libro? Sería lo normal. Lo extraño sería lo contrario. Y también sería normal que yo no tuviera noticia de ello. Al fin y al cabo, la poesía es tan discreta que apenas nadie advierte su
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existencia, menos aún su presencia. Así pues, en el caso de que Adames hubiera publicado algún libro habría corrido la misma suerte que otros tantos y tantos poetas: buenos, malos, regulares y excelsos. Tampoco cambiaría mucho la cosa si se hubiera entregado a otros géneros y a otras escrituras. No sé si escribir en España sigue siendo llorar, pero sí es desde luego una de las formas del anonimato. Tuve la primera ocasión de resolver el interrogante editorial una tarde de junio, en El Retiro, cuando se me ocurrió consultar el catálogo de libros españoles en venta (sección: autores) del año en curso, tres o cuatro mil páginas de nombres, nombres, nombres. En la creencia de que encontraría varios Adames, inicié la consulta con algún reparo, porque de la mayor o menor amplitud de la nómina de Adames surgirían también más o menos dificultades de identificación. Entre los hervacianos sólo éramos apellidos y, de entre los apellidos, éramos sólo el más sonoro, el más raro, el menos común. Colocados por orden de lista, de los compañeros de curso conocíamos nombre y apellidos (yo todavía puedo recitar la letanía completa de mi curso), pero de quienes habitaban cursos superiores o inferiores, esto es, de quienes no eran estrictamente condiscípulos, apenas teníamos más información onomástica que el apellido (digamos) apelativo. Siendo, pues, Adames sólo Adames, el primer apellido de Adames (de esto sí estaba seguro), sin más aditamentos, confiaba la elección a la visión del nombre completo, como si la mera contemplación pudiera despertar como un fogonazo en la memoria el reconocimiento del todo. Pero toda prevención fue en vano. No había libro alguno en venta de nadie que se
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La vida breve
Gonzalo Hidalgo Bayal: Adames, relato inédito
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Gonzalo Hidalgo Bayal nació en Higuera de Albalat (Cáceres) en 1950. Es licenciado en Filología Románica y en Ciencias de la Imagen. Autor de varios ensayos literarios, Hidalgo Bayal se ha ido imponiendo como narrador singular con varias novelas, como El cerco oblicuo, Campo de amapolas blancas, Paradoja del interventor o El espíritu áspero, entre otras. Recientemente ha publicado un libro de relatos, Conversación.
llamara Adames. Repetí la búsqueda con frecuencia más o menos anual, por ver si en algún momento se incorporaba el poeta Adames a la lista de autores con libro en venta. Inútilmente. Años después, con la invasión bibliográfica de las nuevas tecnologías y la información digital, por innúmera infinita, caí de vez en cuando, de manera periódica, pero sin esperanza ya, sobre la base de datos de libros publicados en España (hasta la fecha sólo he encontrado un Adames traductor que no es Adames), sobre el catálogo en línea de la biblioteca del congreso norteamericano o sobre los inagotables inventarios de asociaciones internacionales de librerías de viejo, nuevo, saldo y ocasión, que acogen incluso libros ajenos al número estándar internacional y a los depósitos legales, y donde sí topé con varios Adames extranjeros, un Juan, un Jonas, un Nick, ninguno de ellos el Adames original. Hasta que decidí interrumpir definitivamente las pesquisas. Cierto es que todavía tecleo de vez en cuando la palabra Adames en los formularios de búsqueda avanzada, pero no es la búsqueda lo que ahora prevalece, sino la nostalgia de la búsqueda, que es nostalgia, al fin, de una antigua esperanza y certificado de la resignación final. Hace ya tiempo que di por hecho que el Adames al que yo admiraba no persistió en la literatura, que abandonó la poesía, que a saber por qué otras aflicciones optó, por qué otras fatigas. No puedo saberlo. Sólo sé que el Adames que durante años he querido imaginar no existe, que no perseveró en el ser que estaba destinado a ser, que fue apenas un fulgor retórico al que, sin embargo, le debo un porcentaje de las cosas que me han ocurrido, que me han entretenido, que
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han acaparado mi tiempo y mi recreo y mi perseverancia. No obstante, si eligió el silencio, merece el mayor de los honores y el mejor de los elogios. Sobre todo si fue, me digo, una decisión voluntaria, un desaire a los designios de los dioses: para qué insistir en escrituras, si nada nos librará de la desdicha. Supongo que cuando abandonó a los hervacianos, del mismo modo que desapareció de mi memoria, desapareció también de la poesía y se diluyó, como tantos y tantos otros, como yo mismo al fin y al cabo, en uno de los escasos modos en que se presenta el porvenir, pues bien sé que a cada hombre, en las encrucijadas del oráculo, apenas le aguardan dos o tres posibilidades: un destino feliz, un destino trivial o un destino desdichado. No hay más opciones y aun de estas habría que suprimir la primera en general y la segunda en particular, puesto que, al margen de las trivialidades de la felicidad, la condición poética es siempre innegablemente desdichada. Esto me otorga, sin embargo, un raro privilegio: ser el único y remoto destinatario de sus versos, el único que guardará memoria de aquellos escritos, una memoria baldía, eso sí, y estéril, apenas una figuración semántica, porque no recuerdo los versos, sólo puedo recordar que se escribieron, pero memoria única al fin y al cabo, como si Adames hubiera escrito sólo para mí, como si hubiera sido el poeta de cámara de mi adolescencia. Echo de menos, sin embargo, lo que, con perseverancia, aquel Adames hubiera escrito, lo que hubiera seguido escribiendo, lo que pudiera estar escribiendo ahora, en estos tiempos de aflicción e incertidumbre, en los que no queda ya lugar alguno ni para la esperanza ni tan siquiera para el porvenir.
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Manuel Moyano Microrrelatos inéditos
Infernus Ya morimos una vez. ¿Usted tampoco se acuerda? Fue en otro mundo. Allí nosotros éramos precisamente los réprobos, los malvados. Seguro que en esa vida anterior usted cometió algún crimen, o fue mezquino, o demasiado codicioso, o traicionó a algún amigo. La maldad adopta muchas formas. Los que fueron virtuosos en aquel mundo ya tienen su lugar en el Cielo, claro; pero nosotros no: a nosotros se nos condenó a purgar nuestros pecados. Por eso después de morir fuimos enviados aquí, a la Tierra.
Auditorio El prestigioso conferenciante, que ha sufrido un imperceptible ataque de hemiplejía nada más iniciar su discurso, lleva cerca de una hora farfullando incoherencias desde el estrado, sin que ninguno de los trescientos oyentes que abarrotan la sala se haya atrevido a interrumpirle para preguntarle de qué diablos está hablando.
Ello La forma que adopto ahora es la de Emil Kraemer, un honrado carnicero de la Ohmstrasse de Munich. Necesitaba un período de tranquilidad. Paso los días en mi establecimiento, cortando carne con un cuchillo afiladísimo y atendiendo amablemente a las señoras que vienen a hacer la compra. Al principio me gustaba bromear con ellas, no lo niego, pero ya empiezan a aburrirme su mojigatería ante mis insinuaciones sexuales y su obstinación en decir que parezco muy cambiado. Pronto abandonaré el obeso cuerpo de Emil Kraemer en cualquier callejón y buscaré otro envoltorio. No sé. Esta vez me apetece ser una puta.
El que soy Vi nubes de polvo galáctico condensándose, y estrellas colisionando entre sí, y galaxias que se agrupaban primero en racimos para luego fundirse unas con otras. Cuando finalmente todo aquello se coló por un agujero negro hasta desaparecer de mi vista, suspiré de alivio y decidí no volver a repetir jamás el experimento.
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Los pescadores de perlas
Manuel Moyano: Microrrelatos inéditos
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Manuel Moyano (Córdoba, 1963). Con su primer libro de relatos, El amigo de Kafka (Pre-Textos, 2001), obtuvo el Premio Tigre Juan, y con su única novela publicada hasta la fecha, La coartada del diablo (Menoscuarto, 2006), el Premio Tristana de Novela Fantástica. Autor del libro de microrrelatos Teatro de ceniza (Menoscuarto, 2011). Otras de sus colecciones de relatos son El oro celeste (Xordica, 2003) y El experimento Wolberg (Menoscuarto, 2008; Premio de la Crítica Región de Murcia).
Piloto Sobrevuelo las calles de Nueva York con el corazón en un puño y pienso en Betty y en las niñas. Por todas partes veo columnas de humo surgiendo entre los escombros, personas corriendo en desbandada. Cooper me comunica por radio que ya lo ha divisado. Allí está, en lo alto del edificio. No creí que pudiera ser tan grande. Mis ráfagas de ametralladora ni siquiera le han hecho mella. Se mueve demasiado rápido. No podré esquivar su enorme mano peluda.
Corbata Al abrir mi armario encontré dentro un señor ahorcado. Para suicidarse había empleado una de mis corbatas, la azul celeste con rayas negras. «Justo la que me iba a poner esta noche para salir con Rita», pensé contrariado.
Jürgen el Mago Cuando emprendí mi huida a través del bosque, los celos todavía me devoraban por dentro. Era noche cerrada y no vi a tiempo aquella zanja que se abría a mis pies: el golpe fue tal que perdí el conocimiento. Al despertar estaba de nuevo en casa de Jürgen el Mago, en la linde del bosque, y él volvía a confesarme que se había acostado con mi esposa; no una sola vez –se regodeó–, sino muchas. Saqué la escopeta de cañones recortados que llevaba escondida en la gabardina y le disparé a bocajarro en el pecho. Cuando emprendí mi huida a través del bosque, los celos todavía me devoraban por dentro. Era noche cerrada y no vi a tiempo aquella zanja que se abría a mis pies: el golpe fue tal que perdí el conocimiento. Al despertar estaba de nuevo en casa de Jürgen el Mago, en la linde del bosque, y él volvía a confesarme que se había acostado con mi esposa; no una sola vez –se regodeó–, sino muchas. Saqué
Ucronía El hombre que, ahíto tras ingerir un plato de cocido a orillas del Támesis, contempla distraídamente por televisión una corrida celebrada en el coso de Westminster, se pregunta qué hubiera sido de su bienamada Inglaterra de no haber sido conquistada tres siglos atrás por la Armada Invencible.
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Diogo Vaz Pinto
Diogo Vaz Pinto. Nació en Lisboa en 1985. Dirige, con David Teles Pereira, la revis-
Poemas
ta Criatura. Obra poética: Nervo (2011), Bastardo (2012) y Lobos (con David Teles
Traducción de Luis María Marina
Pereira y Golgona Anghel, 2013).
sabíamos que al alba siguiente no habría de quedarnos nada, ni la mujer bebiéndose a nuestro lado el sueño ni la memoria de que alguna vez fuimos hombres Yorgos Seferis
¿Quieres que te cuente sobre este ardor amoratado, la luz breve de los jacarandás, mientras se desprende la mañana al ritmo extraño de esas canciones amputadas, melodía ácida en que reposa la voz, sin una frase cierta con que martillear? Caricias así, un afecto entre sombras. Olvidada la carne, olvidado su perfume y los cinco meses anteriores. En el estío de las primeras horas solo el pus de las imágenes. La rotación pobre que sufre el silencio, madrugadas con su encaje oscuro, sus sílabas de hollín y moho, conchas, pedacitos de huesos y otros fósiles líricos. Nuestras alusiones & concentrados, eslóganes de una desesperación que ya ni siquiera es nuestra, pero donde sumergimos las manos cansadas y sucias de hojear fantasías de revista, este mundillo de vacíos vocingleros, postrado sobre nuestras rodillas. Suena disperso un eco gélido, el balido de una campana, animal que sangra desde hace siglos. Vagueo por ahí y siento el peso de mil voces sobre la mía. Cómo miran a lo lejos, cómo extienden un gesto
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sacado de las leyendas, los rostros al fondo. Sollozos llevados por las brisas a ese umbral donde lo real se apea de los tranvías que pasan entre sueños. La cabeza apoyada en la ventana, adormecida a la orilla de los ensueños. Juntos, devanan lentamente los hilos de sol, luz que palpó todos los frutos, un sabor a abismo entre aquellas manos intensas. Persigo la pequeña araña de plata que llevabas prendida en la fuerza oscura de los cabellos, la raíz espesa de una mancha de carmín que me engulle, el vestido corto, lleno de brillos –ceniza de estrellas, decías, mordiéndote la sonrisa. Te has bebido el agua de mis flores, y tu boca aún se mueve aunque nada se escuche. Ya no serías tú. Restos de ti que llevé a ese mito de agua salada, mujer, cántico sin fin. ¿Adónde me llevan ahora esos atajos que aprendí contigo? Algunas de mis noches se quedaron en tu casa, lecturas que dejé a medias, aun la posición dulce de ese cuerpo, esculpido mientras dormías y yo no. Todo esto, y ahora un poema sembrado de señales que pronto nos olvidarán. No me digas que no es triste. (de Nervo)
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Diogo Vaz Pinto: Poemas
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Lobos son mi nombre y mi sombra. Paul Éluard
Un reino donde canta el caos, viejos dioses seniles enloqueciendo niños en sus brazos, como juguetes, babeando inocencias en este caos. Yo y los días somos muchos, pero no basta. El espacio trastornado con el rumor de la luz en los nombres, pequeña voz dispersa y los objetos mudando sombras. Pulso que circula, corazón que baila somnoliento por la casa en la embriaguez de un dulce cansancio. He abierto un pozo, me he tirado, soy un eco deleitoso. En el cuarto, desde hace meses, remuevo vestigios de antiguas civilizaciones. Alto, en la pared, ese reloj malogra la melodía del tiempo me cuenta que todo ni fue ni será, lo que yo iba a ser, imágenes de lugares adonde no fui y de alguien a quien no llevé, eso que llora y atrapo junto a los pájaros del acaso que distraen a los gatos. Un libro abierto lee sin pedirme nada. Desatento, giro la cabeza y veo el sol, pudriéndose, rodando hasta el final de la mesa. En los balcones se alinean macetas de silencio, fragancia de las tardes sin sentido y cosas que se beben tropezando en reflejos, trampas de luz. Una brisa descalza mece la maraña de olores conocidos. Pliegues, zonas de sombra fabulosas entre cadencias líquidas y susurros. Todos los escondrijos y, tantos años después, este anhelante jardín que se volvió un antro de señales.
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La luz tartamudea, la sombra repite y colma las grietas. Sin darme cuenta la piel de la oscuridad ha caído justo frente a mí extendiéndose por las calles. Voy a decir por ahí que ya no sé nada de la vida, voy a lanzar a esos espejos de carne una mirada que lívida se detiene, boca negra que sonríe con cigarro, olvidada flor. Noches de sublime instinto, el sueño a unos pasos, yo y aquellos a quienes llamo amigos, verdaderos bárbaros en torno a una mesa, eliminando sombras en el mapa de las ciudades de ayer. Cuerpos que van a escribir, tendidos hacia la luz de la luna –la gran decapitada–, rodando de cuarto en cuarto, alzándonos sobre los hombros. Lee en voz alta estos despojos, una mirada desde el infierno y la tenue flor del miedo sofocada en la mano izquierda, la pluma en la otra. Mi cuerpo, mi rostro, los huesos y el zumbido de la sangre donde mi nombre es más frágil. Leyenda efímera, un soplo que os apaga la luz. Los tiempos están errados. El país buscaba las palabras. Sin saberlo buscaba un verso, sollozando unos números se perdía, perdía la voz. Y llegó entonces el tiempo de los poetas. (de Bastardo)
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Diogo Vaz Pinto: Poemas
El castillo de Barba Azul
Lobos Nietzsche se equivocó: somos más fuertes cuanto más débiles los mitos. Joan Margarit
Unos pasos hasta la ventana delineada por la claridad lejana que el gallo ya ha comenzado a declamar. Las distancias surgen tensas, el cielo herido como ese olor civil que las flores exhalan mientras el tedio militar del viento las destroza. Durante la madrugada se armó de valor y lanzó el tendal al suelo. Las sombras menores ahora se pierden en la ropa mientras las otras saltan a la comba. No viene de lejos el herrumbroso murmullo de los columpios que señala el lugar en que la infancia ha sido enterrada.
entre estos cuerpos de penumbra y voces sin cuenta, ecos envejecidos. Vidas medio inconscientes, pero de pie, en la barra. Como una infantería cansada de trincheras y palas, se dejan apuntar a pecho descubierto. Y cuando no pueden más, son fantasmas tambaleándose por las calles hasta caer en algún agujero o al lado de una mujer. Fue siempre así tu idea de lo que es un hombre entre hombres, dispuesto a sufrir con ellos, enloquecer con ellos. Un pueblo que abdicó de crear héroes, y de esa renuncia se nutre toda su fuerza.
Una tempestad canta en el terror de los campos descoloridos, si llueve más, el cuerpo languidece frente a embarcaciones engullidas por los siglos, que atracan aquí brevemente. Inclinas el oído, te pierdes en el susurro medieval de estas aguas – vasto espejo en que se animan las frentes quebradas de los antepasados.
Aquí se muere de una muerte incierta y senil, muerte que falla y se olvida. Sin fuerzas, los deja deambular a ciertas horas. Allí va uno, manos cruzadas a la espalda, repitiendo los últimos pasos antes de convencerse y reabrir la herida y violar de nuevo la tierra. O esa otra figura devorada cantando en su propia luz, los acordes de un dolor que nos educa y encanta, frágiles mitos, las estatuas anónimas intercambiando miradas conmovidas en estas plazas negras dedicadas a la memoria de imposibles derrotas. Una quietud, la sensación de una eternidad maligna que nos devuelve a los lugares en que la vida no supo distinguirnos a unos de otros.
Amplios bandos de aves atraviesan la región, como procesiones piadosas. Todo es remoto, un luto antiquísimo rige el menor gesto en el espacio mínimo de la mesa de piedra donde traduces el paisaje en lentas sílabas de sombra. La noche nos tiende su mano de vidrio donde bebemos el vino cintilante de nuestros reflejos. Luz asombrada que verso a verso va instalándonse
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(de Lobos)
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Entrevista a Zo Brinviyer
La voz humana
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ENTREVISTA A ZO BRINVIYER Por Iván Humanes Zo Brinviyer (Madrid, 1982) escribe y dirige teatro. Ahora vive, desaparece y explora en Dinamarca. Licenciada en Dramaturgia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, ha estudiado Teoría de la Literatura en la Universidad Complutense y se ha formado en boxeo, danza contemporánea, butoh y flamenco con diversos profesores internacionales. Fue Premio Nacional Calderón de la Barca por el texto teatral El deseo de ser infierno. Trayendo a Maurice Maeterlinck y su Elogio del boxeo, ¿el estudio del boxeo da lecciones de humildad y arroja luz sobre algunos de nuestros instintos más preciosos? Más que humildad, yo lo llamaría aceptación. A través del entrenamiento diario en el gimnasio del Rayo Vallecano, descubrí lo débil que soy. Yo aprendí a ser valiente, a seguir adelante, a saber que puedo seguir adelante pese al cansancio. Sí, ese es uno de los instintos más preciosos: el de la superación y la supervivencia. Tuve que despojarme del disfraz para ponerme los guantes, aceptar mis limitaciones, enfrentarme a mis temores. Mi entrenador Manolo del Río, un hombre mayor, silencioso, muy sabio, insiste mucho en la importancia del tiempo, de aguantar hasta que suena la alarma. Y así, sumando minutos, muy poco a poco, fui notando cambios sutiles en el cuerpo. Más fuerza, gracia, velocidad, lucidez. Y esos cambios físicos se trasladan a otros niveles. Te vas construyendo y moldeando. Trabajas contigo todo el rato, eres tu propio material. Es un proceso muy íntimo, a través de la
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disciplina, hacia la libertad. Con Manolo del Río aprendí a comprometerme, y a confiar. También con los otros que sudan a tu alrededor. En el mundo del boxeo he vivido la camaradería y el auténtico compañerismo que no he visto jamás en el teatro. Pocas veces se experimenta en un ensayo lo que sucede cada día en un entrenamiento. El estudio del boxeo no es bruto y primitivo, al contrario. Lo llaman la «dulce ciencia» y «el noble arte» porque se basa en reglas, requiere destreza, precisión, paciencia, determinación, inteligencia, entrega, honestidad y verdad. Hablando de duelos y western, con El deseo de ser infierno ganaste el Premio Calderón de la Barca de autores noveles, ¿cómo explicarías esa pieza? Siempre quise escribir un western. Crecí viendo estas películas a medias, sin saber los títulos, ni quiénes actuaban, los domingos a la hora de la siesta. Me transportaban a otra realidad que no tenía nada que ver con la mía. Pero es muy difícil ceñirse al género. Ni siquiera estoy segura de que tenga sentido. Así que no me dio miedo verter y mezclar otras influencias y preocupaciones en el texto. Trasladé mi fascinación por el Oeste a los protagonistas de la obra, jóvenes delincuentes encerrados en una colonia penal (Mettray, en el siglo XIX), que sueñan con Billy el Niño, el bandido adolescente. Y es ese sueño el que les impulsa a sobrevivir. ¿Cuánto de Jean Genet hay en El deseo de ser infierno?
Mucho. Estuve muy inmersa en el mundo subterráneo de Genet, pero hay un libro que me resultó profundamente provocador: El niño criminal. Un auténtico puñetazo. Cuando recibes un golpe así sólo puedes hacer dos cosas: salir corriendo y olvidar, o intentar devolver más fuerte. Es imposible ignorar algo cuando te atraviesa así y en El deseo de ser infierno quise «hacer escuchar la voz del criminal, y no su queja, sino su canto glorioso», como Genet, y «ayudar a los niños, no a volver a vuestras casas, vuestras fábricas, vuestros colegios, vuestras leyes y vuestros sacramentos, sino a violarlos». Genet me ayudó a cumplir mi propósito: no juzgar ni comprender al criminal, no salvar, no compadecer, no perdonar, sólo admirar y transitar. Creo que hay libros y autores que vienen a mí para insuflarme el impulso de contar lo que necesito contar, me sostienen, me sacuden, me obligan a escribir. Todavía soy un poco adolescente: no puedo escribir sin leer, sin contar con la bendición de otros. Genet, Foucault, Ramón J. Sender, Flannery O’Connor, o Cormac McCarthy estuvieron apoyándome mientras soñaba El deseo de ser infierno. Actualmente vives en Dinamarca enseñando español y teatro en la Universidad de Copenhague, háblanos del movimiento artístico en Dinamarca y de las diferencias que has visto. Llegué a Copenhague con una sola maleta hace año y medio. El esfuerzo por buscar techo y trabajo, aprender un idioma nuevo y dificilísimo, aclimatarme y sobrevivir, me dejó muy poco tiempo y ganas
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Entrevista a Zo Brinviyer
para explorar cualquier tipo de movimiento artístico. Por otro lado, venía muy cansada del «artisteo» de Madrid, de las quejas, las envidias, los cotilleos, los enchufes, los depredadores, la decepción, la crueldad, la banalidad, la mezquindad. Y en realidad lo que quería era desaparecer, y empezar algo nuevo, desconocido y sólo mío. Quería volver a acercarme al mundo con curiosidad, abrir bien los ojos y absorberlo todo con sed. No es necesario rodearse de artistas para apreciar la belleza. No creo que la comunidad teatral sea para mí, soy tímida y demasiado crítica. No soporto a los actores, las bailarinas, los performers. Cuanto más me alejo del arte, más cerca me siento de la esencia de las cosas. De alguna manera, entre el arte y la vida, me quedo con la vida, si es creativa, política, intensa, compartida y transformada, claro. ¿Zo Brinviyer desea ser Calamity Jane? Sí, me identifico con ella, aunque no sea capaz de vivir al margen. Esa contradicción me ha martirizado durante mucho tiempo. Me sentía como una impostora, capaz de escupir e insultar sobre el papel, pero aceptando el pacto social en vez de estar robando y viviendo debajo del puente. Me entristece tener que distinguir entre realidad y ficción, renunciar a la vida que admiro, con el corazón en la frontera. He acabado aceptando la escisión, convivo con ese pequeño dolor. Finjo que pertenezco a este mundo, pido becas, tengo cuenta en Facebook, doy clases, tomo café, y pago el alquiler. Por eso sigo volviendo al teatro, porque es el único lugar donde cabe la verdad. Soy más yo cuando escribo que cuando hablo. El teatro no admite mentiras. Además de la «coreografía» boxística, te has formado en danza contemporánea, butoh y flamenco. ¿Entiendes el texto teatral
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La voz humana
como un compendio de diversas artes, de diferentes lenguajes? Me enfurece que la práctica teatral esté tan desligada de lo que ocurre en otros campos y sobre todo, de lo que ocurre en el mundo. No lo entiendo. El mundo teatral no se interesa por la narrativa, la pintura, la fotografía, la música. El autor teatral, en general, es un dictador. Suele anteponer sus antojos racionales a las necesidades intrínsecas de la obra por nacer. Luego el texto se lleva a escena y no hay más que actores que hablan y hablan, sin que nada ocurra en sus cuerpos, aderezos de vídeos y momentos decorativos donde los actores bailotean un rato para descansar la garganta. Eso no es teatro, es pastiche. No creo que una obra sea más rica por incorporar diferentes lenguajes. Sé que es el punto de partida de muchos, pero no el mío. A mí no me interesa el «meter más», ser más original, más moderna. Creo que eso indica egocentrismo, ingenuidad y mucha torpeza. Cada obra exige un lenguaje único. A través de las disciplinas que nombras, me he ido haciendo con una caja de herramientas que uso para escribir aquello que necesito contar. Pero esas herramientas ya son parte de mí, de mi aprendizaje y experiencia, son el lenguaje de mi día a día, de mis diarios, de mi forma de entender la creación. Es verdad que no es lo común, formarse en áreas tan diferentes y haber hecho cosas tan dispares. He llegado a avergonzarme por ello porque yo admiro muchísimo a la gente que hace una sola cosa en su vida y la domina, como Manolo del Río. Tiene más de ochenta años y ha estado toda su vida metido en el boxeo, y sigue estándolo, abriendo el gimnasio a las ocho de la mañana y cerrándolo a las diez de la noche. Esa entrega absoluta me conmociona. El creador debe entregarse de esa forma a la obra, con humildad, sudor y mucha fe.
¿Qué importancia le das al diálogo en tus textos teatrales? ¿Y a lo que no se dice? Me interesan demasiado las emociones, los sentimientos, los límites. Me resulta casi imposible escribir una escena sólo porque sea útil para la siguiente. De ahí la brusquedad y los vacíos. Es imposible terminar de escribir un texto teatral. Se termina en el escenario. Para mí es muy importante que haya espacio suficiente para que los actores, el director y el resto del equipo, busquen su propia forma de terminarlo, la que sea mejor. Incluso aunque la que termine montando el texto sea yo misma. Tengo una tendencia al monólogo con la que me he peleado mucho, pero es que antes del diálogo, del teatro, está la plegaria. Me interesa la palabra del que duda, pide, clama, exige e insulta. Es la palabra del personaje desesperado que es vulnerable, pero capaz de desobedecer y dirigirse a Dios en medio de las tinieblas. Me interesa esa palabra frágil, desafiante, soberbia, decisiva, que sólo se da en situaciones de vida o muerte. No comprendo la palabra blanda, ligera, neutra, tibia y cotidiana en teatro, es una pérdida de tiempo. Respeto el teatro para el entretenimiento, me he ido haciendo muy respetuosa en los últimos años. Pero no es lo mío. Para escuchar mentiras prefiero salir a la calle, es más refrescante. Si yo digo «muñecas violadas»… Se me encoge el alma. Si pudiera les daría cobijo a todas. Es como una deuda que tengo. Me fascinan las cosas que ya nadie quiere. Una plaga de pulgas me hizo replantearme qué recoger de la calle. Ahora me tengo que conformar con hacer una foto para honrar la muerte de un objeto. La basura es un lugar lleno de historias, un reflejo de lo que somos.
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Mauricio D. Aguilera Linde y Cruz L. Bonilla. R. K. Narayan: reinventando la identidad nacional india
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reinventando la identidad nacional india Mauricio D. Aguilera Linde y Cruz L. Bonilla .Convertida tras siglos de colonización europea en el símbolo del Otro (exótico, desmedido, sensual, pero también salvaje, cruel e indomable), India continúa siendo, aún en pleno siglo XXI, el gran país desconocido, en parte debido a su vasta extensión geográfica, pero en mayor medida por razones culturales. Con más de veintidós lenguas oficiales y una lista larguísima de lenguas tribales y dialectos no reconocidos, «la mayor democracia del mundo» es una nación donde conviven, no siempre de modo pacífico, tradiciones milenarias, monumentos arquitectónicos de antiguas civilizaciones y las nuevas costumbres importadas de Occidente. Los vestigios del pasado se citan con la más avanzada posmodernidad y el urbanismo descontrolado: casas cochambrosas y cibercafés rivalizan con templos y carteles publicitarios, desluciendo las imágenes omnipresentes de los dioses. Esta mezcla heteróclita de elementos confiere al país un carácter surrealista. Charan Das (1924-2004), uno de los mejores cuentistas contemporáneos, define la cuestionable esencia india como un ejercicio teatral del absurdo: una personalidad escindida en polaridades irreconciliables que, pese a todo, se empeña en unir las piezas sueltas. La tradición más ortodoxa y el bagaje cultural occidental se unen a través de la lingua franca: el inglés. El rompecabezas resultante ensambla a Aristóteles y al Mahabhárata, poetas románticos ingleses, T. S. Eliot y el culto a la diosa Kali. Es el síndrome del «absurdo sublime». Una mujer y su sari de seda se deslizan por un basurero. Al aroma del sándalo y de la mogra, una especie de jazmín perfumado, se suma el olor a pescado podrido y a orines de los callejones. La belleza del templo de Lingaraj de Bhubaneswar contrasta, minutos más tarde, con el cadáver de un búfalo devorado por perros escuálidos. Ya lo avisaba el escritor Manoj Das en la década de los sesenta. El progreso industrial ha propiciado la desaparición o
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degradación de la aldea, uno de los pilares de la cultura tradicional. «La auténtica India vive en sus 630 000 pueblecitos», afirmaba Gandhi, defensor de costumbres y usos de la India rural. Pueblos enteros han desaparecido bajo el desarrollo urbanístico e industrial en lugares donde antes sólo había bosques, campos o ríos. El resultado es una parodia de dudoso progreso: la ciudad india media está asediada por un conjunto de arrabales en busca de una ciudad, en ella se hacinan viviendas sin sanitarios, mercados y anuncios publicitarios. También se disfrutan todo tipo de lujos en los grandes centros urbanos. Bhárata está rendida a la encantadora cultura de la abundancia posmoderna occidental. India ha experimentado cambios, revoluciones y cataclismos culturales. Para Hegel, Asia era el comienzo de la civilización, la semilla de la historia según sus postulados organicistas. Europa era el final, porque la civilización, como el sol, se movía de este a oeste. El ideal vegetativo convertía al subcontinente en un lugar estancado, basado en castas hereditarias, indolente, abocado a un ethos sensual y contemplativo, no era muy distinto al estilo de vida holgazana que Ortega y Gasset años más tarde aplicaría a Andalucía. En contra de la tesis de Hegel, el subcontinente asiático se ha transformado de modo peculiar y borrado señas de identidad que parecían inalterables. La historia india se caracteriza por absorber elementos ajenos y hacerlos suyos, lo exótico deviene en familiar y propio. Este proceso de ósmosis produce el espejismo de un todo engañosamente homogéneo donde las influencias ajenas adquieren una apariencia tradicional. Cada nuevo colonizador ha dejado su impronta. Los mogoles transformaron el país cultural y lingüísticamente como más tarde hicieron los ingleses. La palabra «hindú» es de origen persa. También lo son las palabras tandur (horno), pijama o zamindar (terrateniente). Pese a todo, los indios distinguen entre los elementos tradi-
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cionales marga (pertenecientes a la ciudad o metrópolis) y los elementos desi (regionales y subculturales). Unos y otros filtran los patrones occidentales ajenos a su cultura. Marx desmiente muchas de las ideas de Hegel pero se equivoca al describir la India como una sociedad inmóvil hasta la llegada de los británicos. Los ingleses transformaron la agricultura india en fuente de materias primas para la Revolución Industrial, lo que produjo el abandono del cultivo para consumo doméstico y la extinción de los pueblos artesanales. Las llanuras indias son blancas por el color de los huesos de los indios que han muerto de hambre a causa de la ocupación británica, afirmaba Marx, consciente de que los ingleses también habían traído el progreso occidental: India tiene la red ferroviaria más grande del mundo con más de 63 372 kilómetros de vías y 9000 servicios de trenes con alrededor de veintitrés millones de viajeros diarios. En 1853, los primeros treinta y cuatro kilómetros construidos entre Bori Bunder, Bombay y Thane tenían el objetivo de transportar mercancías. El tren o las estaciones son escenarios de muchos relatos y novelas indias. La obra de R. K. Narayan (1906-2001) ilustra algunas de las contradicciones insalvables de la cultura india contemporánea. Es parte del canon literario indio y lo indio identifica su obra, si bien está escrita, irónicamente, en la lengua del invasor. Su primera novela, Swami and Friends (Swami y sus amigos: Kairós, 2002) aparece en 1935. Su último título The Grandmother’s Tale (El cuento de la abuela: El Aleph, 1996) se publica en 1993. Su mayor logro es la creación de un microcosmos indio en un imaginario Malgudi donde tipos corrientes de todas las castas deambulan por lugares típicamente indios: el templo de Ishwara, el restaurante sin cartel («Boardless»), el cine Palacio, la pequeña estación de tren o la imprenta. Pasada la calle del Mercado se esconde la gacetilla local y se alza la estatua ecuestre del gobernador británico, Sir Frederick Lawley, cuyo nombre distingue el nuevo complejo urbanístico de las nuevas clases adineradas. Maguldi limita al norte con el río Sarayu. Cerca se encuentran el crematorio y el barrio de los intocables. En las colinas Mempi, cubiertas de una densa jungla, pululan tigres y otros animales salvajes, completando el entorno natural de esta India fabulada en miniatura. Son veintidós los libros (catorce novelas y ocho colecciones de relatos) en los que Malgudi es la gran protagonista. En sus calles recién inauguradas los negocios fracasan y prosperan, Gandhi y el circo itinerante la visitan. Emerge la industria
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del cine indio, las discusiones en el restaurante y los dramas domésticos mientras que el lugar se transforma lentamente dibujando la historia fragmentada de la India y una identidad nacional imaginaria. El conjunto surge como una polifonía social, velada ironía y cierta comicidad llena de relativismo, por lo que a menudo Narayan ha sido tildado de insuficientemente intelectual o complejo respecto a los lances políticos de la India poscolonial. No obstante, bajo una narrativa aparentemente simple y costumbrista subyacen las fallas del sistema indio: la lucha por la supervivencia, el secularismo y la modernidad frente a la religiosidad y el tradicionalismo, los Upanishads y la literatura védica, el rol de la mujer y los conflictos interétnicos de una India globalizada. Malgudi es un laboratorio sociocultural, el espacio donde se clasifican las cuatro etapas o moradas espirituales (áshramas) que rigen la vida, deberes y obligaciones del individuo. En la primera fase, la del estudiante célibe (brahmachari), los personajes tienen la astuta inocencia y la resistencia a ser domados típicas del mundo infantil. Ellos son Swami, el niño que repudia los libros y aborrece el cálculo, las sumas y restas de mangos a los que le obliga diariamente su padre; Dodu, el gran negociante en busca de dinero, que imita los cambalaches de los adultos para comprarse avellanas y dulces; o
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Mauricio D. Aguilera Linde y Cruz L. Bonilla. R. K. Narayan: reinventando la identidad nacional india
Kutti, la niña bailarina que no quiere ser estrella, y huye de los rodajes de cine, en el volumen An Astrologer’s Day, de 1947. Narayan deposita en ellos un cierto aroma a paraíso perdido. Sus preguntas, inoportunas y aparentemente ilógicas, revelan el absurdo, casi cómico, de las obligaciones y anhelos a los que se someten los adultos. La segunda etapa de crecimiento (grihastha) está marcada por el aprendizaje de un oficio o la educación superior, la búsqueda de un trabajo y la conquista de un espacio autónomo: el joven toma esposa y forma una familia. Es el tránsito de una etapa a otra. Universitario de clase media, Chandrán, el protagonista de The Bachelor of Arts (1937; traducida como El licenciado: Kairós, 2003), atraviesa una crisis de identidad familiar e imagina una supuesta madurez como sanyasi, un mendicante. Confundido con un hombre sabio por unos aldeanos muy pobres, es incapaz de engañarlos viviendo a su costa, descubriendo así su verdadera condición. La confusión, indolencia y falta de asertividad de Iswaran (1947), tan típicas de la edad adolescente, conducen al muchacho a su autodestrucción. También la tradición impuesta a las mujeres y la supremacía de lo masculino destruyen los sueños y la vida de una estudiante que se arroja a un lago bajo la mirada atenta del vigilante en The Watchman (1947). «Second Opinion», en Malgudi Days (1982), relata la negativa de Sambu a contraer nupcias para continuar el linaje familiar, vive anclado en un mundo literario y ocioso de heredero rentista sin responsabilidades conyugales o filiales. Muchos de ellos fracasan en esta etapa. Trabajos ruinosos, desempleo (Margayya, el héroe de The Financial Expert [1958] crea un sistema de fraude piramidal concediendo créditos con las devoluciones de otros deudores), en definitiva, el fracaso económico que impide la maduración propia del padre de familia. La austeridad y contemplación de la tercera etapa (vanaprastha) únicamente la alcanzan unos pocos que, solos o acompañados, se retiran a los bosques. En The Vendor of Sweets (1967) (El vendedor de dulces: Bambú, 2012), Jagan, previsor extremo, se lleva al bosque la cartilla de ahorros del banco. La última fase, saniasa, la del maestro o gurú, es el ideal de sabiduría. El perfeccionamiento espiritual que lleva a la ruptura del yugo de las reencarnaciones, rindiendo el fruto del conocimiento a través de la experiencia, alcanzando así la paz interior plena una vez desterradas todas las pasiones. Curiosamente, es un tigre y no un hombre quien consigue en A Tiger for Malgudi (1983) la comprensión superior propia de esta etapa.
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Narayan esboza la destrucción de la riqueza ecológica de la India, su belleza y diversidad por presiones políticas, demográficas y desarrollistas. El individuo es un ser insatisfecho con su rol y las obligaciones impuestas. Los últimos textos revelan un humor ácido que pone de manifiesto la fragilidad de las señas de identidad que vertebran el nacionalismo indio. Si toda nación es, según Benedict Anderson, «una comunidad imaginada», Narayan, consciente del fracaso del proyecto nacional, creado para una élite brahmánica hinduista, falible en su representación del resto de las castas y comunidades religiosas, nos dibuja una India donde las tradiciones se han vaciado de contenido pese al rigor extremo con que se cumplen. En un ensayo titulado El amor y los amantes, Narayan contesta la pregunta insidiosa del académico: «¿Has intentado alguna vez hacerte eco de nuestras aspiraciones nacionales?». Su respuesta es certera: «No, porque estoy interesado sólo en el individuo y la frase “aspiración nacional” me suena falsa y pretenciosa. Cada persona tiene un universo privado y vive muchas vidas». Esta incredulidad ante los valores y las normas impuestos y el desajuste entre la vida real y el sinfín de vidas imaginadas por sus personajes es lo que hace de la lectura de la obra de Narayan una experiencia siempre nueva, atemporal, pues descubrimos, en palabras de V. S. Naipaul, un escritor esencialmente «inimitable».
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Mauricio D. Aguilera Linde. Profesor de literatura en lengua inglesa de la Universidad de Granada, ha coeditado y cotraducido un volumen de cuentos contemporáneos de la India (Miraguano: Madrid, 2009) y traducido al español la novela Seis acres y un tercio de Fakir Mohan Senapati (Eneida: Madrid, 20012). En India, ha editado dos colecciones de cuentos de Gopinath Mohanty: Dark Loneliness y Ubiquitous Ants and Voracious Goats (Grassroots: Bhubaneswar, Orissa, 2011 y 2012), y una antología de los cuentos de J. P. Das (Har-Ananad: Delhi 2013). Cruz L. Bonilla es alumna oficial del programa de doctorado Lenguas, Textos y Contextos de la Escuela Internacional de Posgrado de la Universidad de Granada con la tesis Postcolonial Reading of Traditions, Myths and Subverstions in R. K. Narayan’s Short Stories: A Western-Modern Perspective. Licenciada en Filología Inglesa por la UNED, tiene un Máster Universitario en Literatura y Lingüística Inglesa por la Universidad de Granada.
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Quédate con nosotros, Señor, porque atardece de Álvaro Pombo: reseña de José Antonio Vila Sánchez
Fe y sustancia José Antonio Vila Sánchez
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece Álvaro Pombo Destino: Barcelona, 2013 256 págs.
nHablar
de Álvaro Pombo es hacerlo de una narrativa con un explícito y fortísimo componente reflexivo que no ha sido usual en la literatura española contemporánea. Quizá sólo los casos de Juan Benet y Javier Marías le sean comparables entre sus coetáneos. Pero la obra de Pombo, más que la de esos autores, hunde sus raíces en la tradición de la novela psicológico-filosófica. Nadie más alejado, sin embargo, del envaramiento solemne. Sus lectores saben bien que Pombo, merced a su personalísimo estilo, es capaz de combinar elementos aparentemente tan lejanos como la gravedad de lo trascendental y el humor de lo esperpéntico. Si su anterior novela, El temblor del héroe (2012), era interesante en su planteamiento pero tal vez algo apresurada en la ejecución, esta nueva Quédate con nosotros, Señor, porque atardece (frase tomada del evangelio de Lucas que funciona como motivo recurrente en la historia) vuelve a situarse en la línea del mejor Pombo, el de El metro de platino iridiado (1990) o Relatos sobre la falta de sustancia (1977). La trama es sencilla: en el convento de La Gorgoracha, la vida de la pequeña comunidad de monjes trapenses que lo habitan se ve brutalmente sacudida por el suicidio del hermano Abel, a quien se tenía por modelo de rectitud espiritual. Este hecho inesperado y en apariencia incomprensible («el incomprensible acto de quitarse la vida de un hombre bueno») amenaza con desestabilizar a los religiosos en lo más hondo de sus conciencias y vocaciones, tanto más cuanto que Josefo, el prior, decide ocultar la verdad y declarar oficialmente que el suicidio de Abel ha sido una muerte accidental, mientras Matías Belarte, un inquisitivo periodista, se toma como una cruzada personal sacar a la luz lo que él entiende que son los trapos sucios de La Gorgoracha, empeñándose en que se publique el diario íntimo del suicida Abel. La anécdota argumental sirve de catalizador para que Pombo ensaye y desarrolle los dos temas motores de toda su
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obra: la angustia ante la insustancialidad de la existencia y la ética de la responsabilidad. Tal es la maestría del narrador pombiano que éste nos cuenta la intimidad más profunda de sus personajes y a la vez nos los muestra desde fuera, ora compasiva ora burlonamente, sin que el lector experimente brusquedad alguna en las transiciones. Como también es constante en la novela el ir y venir entre los ámbitos de lo profano y lo sagrado, del lenguaje filosófico al teológico, dos esferas que se revelan como los dos rostros de una misma inquietud existencial en la que unos monjes, intelectuales y estetas, se debaten. En el mismo sentido, la orientación dialéctica del relato se hace extensible a la manera en que las vocaciones literarias y religiosas se contraponen en esos personajes, como dos caminos de vida cuyo recorrido promete la salvación personal, es decir la plenitud de la sustancialidad, la justificación de la existencia. El Pombo narrador y filósofo se perfila en el campo de la incertidumbre, en lo equívoco de conceptos y creencias (azar o designios de un Dios inescrutable), en lo ambiguo de la subjetividad (visión de Dios o representación de la propia conciencia), en lo escurridizo de la figura de Abel, visto alternativamente como Cristo o Judas, mártir de la fe o traidor a la comunidad; mientras que el Pombo creyente y moralista lo hace en los intertextos evangélicos de Lucas, así el episodio de Marta y María que tiene su correlato en el hacendoso Abel y el contemplativo hermano Ignacio, o en la parábola del hijo pródigo que se traduce aquí en el anticlerical Belarte asistiendo a las oraciones de los monjes al final de la novela, y por último en cómo la rectitud es entendida como fortaleza, tan preciosa y rara como la gracia divina, quién sabe si a fin de cuentas indistinguible de ella. Se agradece que un autor mayor no tema ir a contrapelo de las tendencias del mercado o las modas literarias (nada hay light o pop aquí). Sin duda ésta es una novela que deja huella en el lector y sobre la que apetece volver.
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Historia del dinero de Alan Pauls: reseña de Antonio Villarruel
El ambigú
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Nombrar el dinero Antonio Villarruel Historia del dinero Alan Pauls Anagrama: Barcelona, 2013 216 págs.
nHistoria del dinero cierra una trilogía precedida por Historia del pelo e Historia del llanto y, de entrada, uno siente ganas de llorar al recordar el feliz hábito de Cabrera Infante de ponerles títulos mejores a las buenas novelas y títulos inolvidables a las memorables. Afortunadamente las tres son más que sus nombres y tienen momentos felices, como cuando, en la primera publicada, el narrador gasta páginas en defenestrar esa pulida imagen del cantautor argentino que, casi católico, canta: «Hay que sacarlo todo afuera / como la primavera». O cuando el obseso de su pelo pasa tiempo observando a sus amigos sumergirse en emprendimientos demenciales; o regresar, el aire de sabiduría y la nostalgia en mano, de exilios virtuosos pero honestamente miserables. Jabs al mentón de los que crecimos amando el romanticismo revolucionario aunque luego, escarbando, encontrásemos trovadores mesiánicos, vanidosos inconfesos, capitalistas subversivos. Al margen del tema de la historia menor, del debate sobre los usos del testimonio o sobre el abuso de la memoria, Historia del dinero pide indagar, otra vez y sobre todo, si Pauls ha escrito algo más que una novela adormecida hasta la referencialidad inmediata de su geografía o su empaque editorial. Un narrador cuenta la historia de un tipo que crece en la Argentina setentera. El tipo, que años antes vivió la separación de sus padres porque el marido se dedicaba al juego frenético, es en esa década un adolescente que piensa cuánto detesta al amigo de su padrastro al que velan después de hallarlo muerto en el delta del Tigre, cuando el helicóptero en que era transportado cae misteriosamente al agua. El cadáver no es un fiambre cualquiera: llevaba dinero para pactar de una buena vez con la cúpula sindical y disolver la toma de la fábrica. El dinero no asoma, el muerto ya no puede decir nada, y capaz hubo que silenciarlo porque supo demasiado o se retiró cuando no debía de la tarea encomendada. El niño, el adolescente que tuvo una novia bolchevique, el tipo que
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crece y de adulto aún detesta al muerto antiguo y vive de la plata de su novia poco agraciada, observa: la plata. En la ansiedad por las apuestas y el juego de su padre, en la administración financiera demencial de su madre y en la casa que ella no para de construir, en la póliza que recibe en tierna edad como beneficiario de cerros de dólares si ella y su padrastro fallecen en un viaje que hacen por placer, el tipo observa: la moneda local, que cambia de nombre, pero que igual cada día vale menos en relación al dólar. Y avalúa continuamente la ecuación «política=dinero». Y desmenuza en ella una suerte de ubicuidad del capitalismo, recubierto de déspotas dictatoriales, servicios, placeres; en otras conciencias o memorias; y en muchas arengas revolucionarias. O en las más inocuas vivencias. «No hay manera de nombrar el dinero sin equivocarse», anota el narrador. Es muy de laboratorio neovanguardista intentar estetizar la política o la historia hasta volverla un cristal que refleja una imagen no pactada del pasado. En algunos instantes Historia del dinero lo consigue: volver a lo mínimo e íntimo, hasta que la seriedad de lo testimonial se deshace víctima de su propia corrección y soberbia. Entonces la experiencia tangencial escribe la novela y pide espacio para una idea más amplia de la política. El inconveniente es que no se escribe solamente desde una postura reactiva. Huir de lo testimonial porque sí es caer en una obliteración de las capacidades de ese discurso que existen en Walsh y Saer, por ejemplo. Así la prosa de Pauls se parece a la de Sada, pero ahogada en benzodiacepinas. Requeriría el mismo arrojo que ya tiene, más una certeza de que esa otra literatura que rechaza fue también asimilada, a la manera del trabajo con el pasado de Ingo Schulze o Uwe Johnson. Porque si no, los emprendimientos y las manías de sus personajes son resultado del aprendizaje de una literatura que no encuentra un asidero que no sea su propia arenga, tibia, o la conclusión de una operación vistosa que se resuelve en una autocomplacencia de cientos de páginas.
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Las frutas de la luna de Ángel Olgoso: reseña de Rubén Castillo Gallego
Las palabras del orfebre Rubén Castillo Gallego Las frutas de la luna Ángel Olgoso Menoscuarto: Palencia, 2013 212 págs.
nHay quienes, odiando la monotonía, frecuentan siempre a escritores nuevos que les permitan hallar, libro a libro, propuestas distintas, refrescantes, llenas de asombro y de sorpresas; hay quienes, por el contrario, prefieren visitar de modo fiel a los mismos escritores de siempre, por haberse habituado a su dicción y sus temas, y encontrarse cómodos en el territorio que les dibujan en sus páginas. Para ambas categorías, aparentemente disyuntivas, puede servir la lectura del último volumen de relatos de Ángel Olgoso. Y es que el granadino, a pesar de haber dado ya a la imprenta un número amplio de obras, consigue en cada una de ellas parecerse a ese ave Fénix de la mitología que, cada quinientos años, se adentraba en el fuego y, tras consumirse, emergía intacto y distinto. Lo único que en el caso de Ángel Olgoso se mantiene inamovible es la calidad literaria, circunstancia que nos mueve a sus lectores a seguir su trayectoria con inquebrantable devoción. El escritor se aplica como un orfebre (y es una de sus características principales) para que sus relatos ostenten una inmaculada riqueza de lenguaje, frente a la austeridad menesterosa o rácana que otros fabuladores se empeñan en adoptar. De hecho, buena parte de las historias que contiene este libro son, más que otra cosa, cuadros de lenguaje, estampas enjoyadas de vocabulario, en las que poco hay de argumento y mucho de preocupación formal y léxica. Puede servir como ejemplo «Águila de sangre», una de las primeras narraciones del volumen, o la prosa lírica, estática, giratoria, de «Aramundos». Pero también hay otros relatos donde Ángel Olgoso apuesta con más intensidad por el argumento, adoptando esquemas narrativos de asombrosa factura. En «Contraviaje» nos describe un mundo desmontable, que los silentes y eficaces Tibor y Ferenc desguazan metafóricamente; en «Suero» (una de mis narraciones favoritas) observamos una cotidiana cadena de mujeres que se relacionan por un singu-
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lar cordón unitivo familiar: los goteros y los sueros que las mantienen alimentadas durante diferentes episodios sanitarios de sus vidas; en «Materia oscura» nos pone ante los ojos una alegoría de sonriente modernidad preocupante: el chantaje al que una compañía eléctrica somete a la humanidad, gracias a que surte energía a todo el planeta y cuenta con la bovina resignación de sus clientes («La mansedumbre de los clavos nunca dejará de sorprender al martillo», pág. 113), quienes por fin son exhortados a cumplir un sacrificio de insospechadas proporciones; y en «Dybbuk», por no mencionar sino unos pocos relatos del volumen, se decanta por el relato-epístola, donde un escritor llamado Ángel, granadino y autor de obras que llevan títulos como Los demonios del lugar o Cuentos de otro mundo, advierte con estupor que alguien lo ha suplantado, con elegancia y aplomo, en una lectura de cuentos a la que por timidez no se atrevió a acudir. El único relato en el que, a mi juicio, el narrador no ha andado tan fino (y no se trata desde luego de un reproche, sino de una apreciación tan subjetiva como discutible) es «El síndrome de Lugrís», donde el abuso de cursivas galleguistas y el amontonamiento de calles, tradiciones o lugares, más que dar color a la historia que nos traslada produce un efecto de atosigamiento sobre los lectores, a quienes no era necesario demostrar, me parece, que alguien del sur puede ambientar sus relatos con eficacia en el mundo galaico. El bombardeo de pinceladas se torna, por adición, brochazo. Y fatiga y aburre. Pero decía (y lo reitero) que el magnífico narrador que es Ángel Olgoso consigue en este libro, una vez más, el difícil propósito de retar a los lectores, asaetearlos con propuestas muy variadas, intrigarlos y finalmente seducirlos. Es una tarea que siempre ha bordado y que vuelve a bordar.
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El ambigú
Todo irá bien de Matías Candeira: reseña de David Aliaga
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Después de las jirafas David Aliaga Todo irá bien Matías Candeira Salto de Página: Madrid, 2013 140 págs.
nLa voz efervescente y fresca que hace unos años narró «Noche de bodas» o «Manhattan Pulp» no se parece demasiado a la que ha alumbrado los cuentos que componen Todo irá bien. Matías Candeira sigue pareciéndome un buen narrador. La soledad de los ventrílocuos y Antes de las jirafas lo atestiguan, publicar con Salto de Página lo exige y su nuevo libro no indica lo contrario, pero me ha gustado menos. En su tránsito del humor ácido al humor gore se le ha espesado la prosa. El ritmo de la mayoría de los textos acaba encallándose a menudo en metáforas y evocaciones no siempre necesarias. Por momentos parece haber olvidado el buen manejo de las secuencias y la construcción de párrafos que exhibió en sus trabajos anteriores. Las escenas de Todo irá bien están construidas con detalle y orientadas a sostener la atmósfera de inquietud que anega el volumen; se dibujan claras en la mente del lector, pero arrojan cuentos largos y lentos, a excepción de un par de relatos de tres páginas –aunque sólo sea por respetar las leyes de la física diré que son únicamente lentos– y «En la antesala», una pieza menos sustancial que «No se lo cuentes a nadie» pero mejor resuelta en lo que a fluidez se refiere. Con todo, lo que se halla en el tuétano de la obra es interesante y justifica demorarse en el número de páginas excesivo o en la imagen sobrera. Candeira señala con saña lo que pocos se atreven a observar. Despoja al peor ser humano de su máscara, de sus silencios cómplices, y lo expone en un universo de ganchos afilados, bisturís y cajones cerrados con llave que acentúan el contorno de sus crímenes. Y más y con más gracia y verosimilitud lo perfilarían si no se amontonasen elementos de eso que ha querido llamarse literatura extraña y que tantísimas veces acaba en una originalidad forzada. Enfilados uno detrás de otro, los conejos despellejados, los objetos cortantes y el resto de atrezo que
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ha rescatado de platós abandonados en los que se rodaron películas de terror de serie B pierden capacidad de impacto. Posee el libro una segunda veta de terror, más discreta, que me ha generado mayor desasosiego. Y es que a pesar del ruido estético, el rumor de fondo de Todo irá bien consigue generar desazón. El bouquet – por emplear léxico de sumiller, que satisfaría al personaje amante del cabernet sauvignon de «En la antesala»– es lo mejor de la obra. El último nivel aromático. Lo que sugiere por encima de lo que es. Con imágenes menos estridentes que las escogidas, las realidades que refiere están sucediendo en alguna parte y eso le concede contundencia aunque se utilice a tipos estrafalarios para contarnos algo tan turbio y descorazonador que ni siquiera el realismo de Salinger o Calcedo podrían retratar sin que perdiese aspereza. La pareja que habita un hogar en silencio y tienta al lector a imaginar lo que los separa, aquí viene a ser un señor que berrea: «¡Que estoy muy loco! ¡Dibujo a mi hijo siendo atropellado!». Esa plástica me ha resultado engorrosa aunque esté menos trillada que el realismo al uso. Admito que, en parte, se trata de una cuestión de paladar. De que sigo prefiriendo a Carver y sus alcohólicos anestesiados, aunque para los modernos –o neo-neo-neovanguardistas, o extraños, o…– sean un modelo a olvidar. Mas Candeira ha declarado que la herencia del autor de Catedral le aburre y eso debe moverlo a proponer cuentos que hablan de realidades crueles –aunque se disfracen de grotesquerie y moderneces, siguen siendo realidades– desde carnicerías abandonadas y subiendo al escenario a personajes estrambóticos. Sin embargo, pese al afán de ruptura de Todo irá bien, más postural que de concepto, el poso que me queda es el mismo que si el autor se hubiese empleado a imitación de, yo que sé, Émile Zola: el fondo. El desenmascaramiento del monstruo, el abismo al desnudo.
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Motorman de David Ohle: reseña de Ernesto Castro
Los elogios perdidos Ernesto Castro
nEn la introducción a su antología sobre el new journalism, Tom Wolfe explica que reporteros de guerra como Michael Herr, periodistas de tendencias como Gay Talese y hasta colgados por oficio como Hunter S. Thompson se hicieron un hueco en el panorama literario yanqui a falta de escritores de ficción que retrataran la realidad del momento con la fidelidad dickensiana pertinente. Mientras en Estados Unidos se estaban produciendo los mayores cambios culturales desde el periodo victoriano, muchos novelistas profesionales andaban redactando la enésima novela sobre la alienación personal, escrita sin excesivas filigranas estilísticas, situada sobre un algún decorado impersonal, habitada por personajes de cartón piedra, según los cánones de la distopía británica y del existencialismo afrancesado. Bajo unos parámetros narrativos similares podemos colocar Motorman (1972), la novela de culto de David Ohle (1941), recién editada en castellano por Periférica, con una solvente traducción de Juan Sebastián Cárdenas, en una edición cuyas solapas nos informan de que, gracias a la intermediación de Gordon Lish, las primeras páginas del libro aparecieron en la revista Esquire, campamento fortificado del nuevo periodismo wolfeano. Pero las sorpresas y las coincidencias no terminan aquí: «En el mismo número se incluyó otro relato», se explica, «firmado por un escritor colombiano también desconocido para los lectores norteamericanos. Se llamaba Gabriel García Márquez». Malas noticias si lo mejor que pueden decir unos editores de un libro suyo es la mera contigüidad espacio-temporal con otros textos que sí hicieron historia en las páginas de una célebre revista. Toca por tanto defender a Ohle contra quienes le elogian y le publican sin decir nada bueno suyo. Con independencia de la recepción histórica, que en Estados Unidos fue muy favorable y no poco masiva, Motorman conjuga muy bien todos los factores del género distópico: unos escasos personajes atrapados por la insignificancia de su vida cotidiana; un escenario degradado en términos ecológicos y humanos; una narración sincopada por el estilo fragmentario. Los protagonistas de la novela (Moldenke, Bunce, Burnheart) forman un triángulo de arquetipos. El primero cumple la función de cobaya humana con fines experimentales. Los otros dos se diputan el puesto de científico maligno y de torturador
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Motorman David Ohle (Traductor: Juan Sebastián Cárdenas) Periférica: Cáceres, 2013 160 págs.
psicológico. Hacia la mitad aparece un amor furtivo en las marismas, Roberta, cuyos pezones compara Moldenke con sendas gomas de borrar. A su alrededor vagan autómatas de plástico llamados gelatestas («Sin maquillaje, la cabeza era un globo gris relleno de algo espeso que chapoteaba en el interior») y la gente mastica chinas que interponen «una capa de algodón» entre la realidad y el sujeto alucinado. Entremedias estalla la Guerra de Pega, un trasunto de Vietnam desde cuyo Falso Frente nos informa el General Molenke, alistado en el ejército de los tullidos voluntarios, quienes contribuyen con sus heridas a la noble causa de la patria; el periodo de entrenamiento merece la pena ser reproducido aquí: El soldado de pega delante de Moldenke se dio la vuelta y dijo: «Estoy orgulloso de lo que he dado por mi patria». Se abrió la bragueta y le enseñó a Moldenke una palanca sin cabeza.
En ningún momento de la trama llega a revelarse cuáles fueron las causas que concurrieron en la producción de este escenario distópico. No obstante, entre las eventualidades que agravaron más si cabe la situación quisiera destacar una brillante anécdota sobre la privatización de las funciones estatales. La historia comienza, cual fábula de Esopo, con una plaga de roedores que está causando estragos en el correo: el papeleo burocrático aparece con mordiscos por todas partes. El Estado decide contratar a unos gatos, «una solución de tipo cadena alimenticia», apunta David Ohle. Sin embargo, «para detener la oleada de enriquecimiento, esclavitud y tráfico de veneno que había surgido entre los gatos», el gobierno interpone unos Estatutos de Bolsa Privada, conforme a los cuales las ratas se dividen por sectores y se asigna una circunscripción de roedores a cada felino. Ante esta división del trabajo, los gatos más débiles reclaman «que todas las bolsas sean vigiladas por igual y que todas las recaudaciones sean divididas en consonancia.» He aquí un resumen figurado, en trescientas palabras, de algunos problemas nuestros. Cuando la ciencia ficción deviene en actualidad molesta y persistente.
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Magma de Lars Iyer: reseña de Marina P. de Cabo
El ambigú
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Waiting for Apocalypse Marina P. de Cabo Magma Lars Iyer (Traductor: José Luis Amores) Pálido Fuego: Málaga, 2013 165 págs.
nEs Magma una novela que parte de la tradición del tête à tête masculino, representado a lo largo de los siglos por Bouvard y Pécuchet, Vladimir y Estragon, Laurel y Hardy, Don Quijote y Sancho Panza o Holmes y Watson, con la finalidad de introducir el tema de la búsqueda del conocimiento en la época contemporánea. W. y Lars, sus protagonistas, aguardan la llegada de la inspiración, de la idea, del milagro creador, de la misma manera que los personajes de Beckett esperan a Godot. Por supuesto, Godot jamás aparece. Conforme a las aseveraciones que contiene su manifiesto literario Desnudo en la bañera, asomado al abismo, un tanto reduccionista y unilateral, Lars Iyer desarrolla la narración en una época –la actual– en la que el sueño de la literatura ha sucumbido a la glotonería y a la omnipresencia. Incisivamente irónico, el libro consigue parodiar con lucidez el intelectualismo y la ambigua relación que se crea entre los escritores: una amalgama de dependencia, competitividad y fingida camaradería. Los castillos en el aire y los delirios de grandeza contaminan el acto creativo. El autor y el genio son devorados por el egotismo –ese enemigo implacable–, por el anhelo de una obra que jamás llega a producirse, por el fantasma de la página en blanco, del agotamiento de la inspiración. El miedo al fracaso ocupa la mente del pensador, se convierte en una obsesión, aniquila cualquier otro proceso. En su eterna prórroga, los protagonistas de Magma se definen por contraposición al otro. W. se reafirma mediante la crítica destructiva a Lars, el narrador. Recorren Europa en tren, bebiendo ginebra y esperando la iluminación del intelecto. El peso del viejo continente les aplasta. Sus admirados Kafka, Rosenzweig, Tarkovsky, Cohen y Blanchot resultan inasequibles. Las ideas absolutas con las que pretenden interpretar el mundo han acabado
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por apartarles de él. Su método es deductivo hasta el hartazgo, hasta la pesadilla, hasta la omisión de la realidad. Ellos mismos lo confiesan al tratar de analizar la producción cinematográfica de Béla Tarr: «La abstracción no es lo suyo, dice W. Él está completamente entregado a lo concreto, dice W. A lo que tiene enfrente. No es como nosotros, dice W. No flota como una nebulosa entre las más generales y confusas de las ideas, en nuestras nubes de ignorancia» (pág. 57). Así, la novela es una absurda disertación sobre la literatura, el pensamiento, el mundo. La vía que, a un tiempo, lo posibilita e imposibilita es la polución mutua, el perjuicio recíproco. El pensamiento se torna miseria; la literatura, agente contaminante. El autor logra definir con precisión el registro y el tono de la obra: una suerte de pedantería pesimista y consciente. La actitud analítica y pasiva, la ausencia de arrebato, la incapacidad para la acción, la percepción del fracaso y el catastrofismo se perfilan en W., cuyos pareceres se patentizan a través de la voz de Lars. El primero se comporta ante la vida como el apuntador en una mala función de teatro. El segundo, en cambio, es una tabla rasa, una especie de deidad asustada y reducida por el hombre. Lector y creador expulsan una carcajada repleta de rabia e impotencia al saberse desenmascarados. Pero la verdad, lejos de desvanecerse, ha residido allá afuera en todo momento. Se revela con tamañas claridad, sencillez y evidencia que la tiranía de la mente impide al individuo su aprehensión. Su presencia se adivina en la imagen terrible y bella de la humedad avanzando como un ejército, engullendo las paredes, el hogar, la salud de Lars. La verdad-humedad –llamémosla Dios– lo carcome todo, lo transforma todo. Magma, debut de Iyer en el género, se encuadra a la perfección en el catálogo de la editorial independiente Pálido Fuego. El libro inaugura una trilogía que atiende al maridaje entre la filosofía y el humor, vínculo necesario para que el sueño de la razón continúe produciendo monstruos.
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Autobiografía de papel de Félix de Azúa: reseña de Álvaro Valverde
El caso Azúa Álvaro Valverde nAutobiografía de papel se publica después de Autobiografía sin vida, dos libros complementarios donde Félix de Azúa demuestra que se puede escribir sobre la propia vida sin que ésta apenas intervenga, dando prioridad a las ideas. Allí el protagonismo fue para las artes; aquí, para las letras. Se aclara, además, que se trata de dar testimonio de una experiencia común a una generación. Estamos, en consecuencia, ante un «caso» («mi caso»). «No es el discurso de un yo, sino el de un caso». Con límite de fechas: entre 1960 y 1980. Por medio, un cambio. El del concepto de cultura. Entre un «mundo literario tan desaparecido como la Atlántida», que él conoció (tal los nacidos antes de los setenta) y la aparición de lo que denomina «democracia total», el igualitario «todo vale» posmoderno. El fin del canon y la jerarquía que fijaban, por decantación, las élites y las oligarquías, en vigor durante siglos, a favor de que cualquiera es escritor o artista y cuanto haga, bueno. De ahí a lo mercantil, a la obra de arte considerada como producto de la industria cultural, hay un paso. O ni eso. En orden de intervención, el libro aborda la poesía, la novela, el ensayo y el periodismo, los géneros que ha venido practicando Azúa, los mismos que ha ido, sucesivamente, abandonando. A cada uno le dedica dos capítulos (a la poesía, tres). En el primero reflexiona (ensaya) sobre lo general y en el segundo aterriza en lo particular. A la poesía dedica páginas lúcidas y melancólicas. Tras reconocer su tradicional «estatuto superior», su «origen sagrado», la consideración romántica de «arte supremo», explica el derrumbe de la «gran fortaleza de la literatura» apoyándose en la obra de un grupo de poetas y pensadores que le sirve para ejemplificar esa metamorfosis con trazas de caída. En lo personal, cuenta cómo «un puñado de ilustrados en un país salvaje», esto es, los Novísimos, efectuaron el cambio interior (habitado por el «cainismo»: o católico o judío) hacia un tipo de poesía no castiza, de «religión lingüística», con «protagonismo del significante», «lenguaje de lo incomunicable», rupturista hasta cierto punto, pues él y sus amigos pertenecen a la última generación que tuvo maestros, «que enlazó respetuosamente con el pasado». Los del «descubrimiento inconsciente de la posmodernidad» y la cultura de masas. Cuando comprendió que sus poemas no estaban a la altura de la alta misión de la poesía,
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Autobiografía de papel Félix de Azúa Mondadori: Barcelona, 2013 184 pags.
convertida en mercancía o letras de canciones, abandonó su práctica («fracasé como poeta») y se pasó a la novela. Un novelista es «un poeta que quiere ser leído por las masas o por lo menos por un gran número de ciudadanos». Cuestión de estadísticas. Quien publica novelas «acepta de buen grado la mercantilización». Después de analizar la historia y situación de ésta en la época contemporánea, llega a conclusiones como que su triunfo es reciente y su valoración académica baja. Aterriza en el contexto español y vuelve sobre garbanceros («línea castiza») y cosmopolitas (él y los suyos: Marías, Vila-Matas, etc.), con parada y fonda en Benet (maestro indiscutible), Ferlosio y Mendoza, amén de constatar, entre otras cosas, que la «liberación del cainismo» fue posible gracias a los hispanoamericanos. En ese camino de la «decepción», el paso siguiente fue el del ensayo. «Muerta la religión, queda el ensayo», escribe. «Somos los primitivos de nuestra era» y «aún estamos ensayando cómo se sobrevive en una sociedad sin dios y sin ayuda externa». El arte –su historia, su crítica– ha sido en sus «tentativas» lo más relevante y sobre ello vuelve, más perspicaz que nunca, a fin de desenmascarar esa impostura. Justifica Azúa su paso por el periodismo (el género que más ha ampliado su espacio fáctico) en función de su importancia para la divulgación de ideas y para hacer literatura. Más desde que llegó esta veloz revolución tecnológica globalizada en la que nos movemos, donde «todos somos periodistas». La televisión, Internet, los blogs… Al fondo, la omnívora «democracia total», ese monstruo que condiciona y dirige nuestras vidas y que en el futuro tal vez llegue a ser «un estado totalitario feliz». Cierra el volumen –«breve reportaje», dice– un ameno capítulo sobre el fin de los sombreros, prendas que evitaban que se escapara «la vieja costumbre occidental de pensar, de perder la mirada por encima del gentío». Y una promesa: «explicarme a mí mismo cuál fue mi principio. Mi Génesis». Esperamos.
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Obra completa (1935-1977) de Blas de Otero: reseña de Fernando Valls
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Literatura «en plata» Fernando Valls Obra completa (1935-1977) Blas de Otero Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores: Barcelona, 2013 Edición de Sabina de la Cruz y Mario Hernández 1274 págs.
.Algo no funciona como es debido en el sistema literario español cuando hemos tenido que esperar treinta y cuatro años, los que han transcurrido desde la muerte de Blas de Otero (1916-1979), para que podamos disponer de su obra completa. El caso es que varios de los libros que escribió no consiguieron una difusión normal, primero por problemas con la censura franquista y después, cuando desapareció, por una cierta desidia. Las mayores aportaciones de este volumen, al cuidado de Sabina de la Cruz y Mario Hernández, quienes han llevado a cabo una encomiable labor, son los tres libros inéditos que incorpora: Poesía e Historia, con poemas sobre China, Rusia y Cuba, Nuevas historias fingidas y verdaderas e Historia (casi) de mi vida, una muy sucinta autobiografía; junto a la inclusión no sólo de Ángel fieramente humano y Pido la paz y la palabra tal y como aparecieron en la primera edición, sino también de la nueva versión de ambos libros que supone Ancia (en la conversación que sostuvo el poeta con Antonio Núñez afirma, en cambio, que Ancia «no es más que una reedición de libros anteriores», pág. 1128); el conjunto de poemas «inéditos y dispersos», que datan de 1935-1963; las versiones de poetas de otras lenguas (vascos, rusos, búlgaros, suecos y turcos); los denominados materiales complementarios, como las entrevistas, no siempre asequibles, o la historia textual de los libros; y, por último, y muy importante, la concepción global del conjunto de su literatura como obra completa. En cambio, perdemos las sucesivas e importantes antologías que fue componiendo el propio autor a lo largo de los años con el propósito de dar a conocer mejor su obra (Expresión y reunión, 1969; Mientras, 1970; Verso y prosa, 1974; y Poesía con nombres, 1977), imposible de recoger en una edición de este tipo sin repetir una y otra vez gran parte de los poemas.
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El prólogo de Mario Hernández resulta una puesta al día de estudios anteriores; mientras que Sabina de la Cruz recoge y ordena en la biografía del poeta lo que –en esencia– ya sabíamos de manera dispersa, aunque desaprovecha la oportunidad de incluir las valiosas aportaciones de la tesis de Elena Perulero sobre sus estancias en China, Rusia y Cuba a partir de 1960, quizá la etapa más oscura de su existencia, países en los que vivió unos cinco años. Blas de Otero fue un poeta muy respetado e influyente entre los escritores de su generación, y también entre los poetas del mediosiglo, por autores tan significativos y distintos como Gil de Biedma, Valente, Ángel González y José Agustín Goytisolo. Después, aunque su poesía haya seguido siendo apreciada hasta convertirse en un autor fundamental de la segunda mitad del siglo XX, me parece que no ha sido demasiado considerado por los escritores de las últimas décadas a partir de los novísimos, quizá con la excepción de Vázquez Montalbán y los poetas de la denominada Nueva sentimentalidad, con Luis García Montero a la cabeza. Pero, leyéndola con la perspectiva que ya nos proporciona el paso del tiempo, sin la obra de Blas de Otero no puede concebirse la historia de la lírica española durante los 50, 60 y 70, ni tampoco el papel que desempeñó la literatura en su resistencia contra el régimen franquista. En cambio, hoy cuesta trabajo entender que se mostrara tan benévolo con las dictaduras china, rusa y cubana, e incluso tan dependiente de los dictados del PC español, sobre todo tras el estallido del caso Padilla, entre 1968 y 1971, poeta del que fue amigo y en cuya cabeza probablemente escarmentó. Quizá su mayor aportación sea la conciencia y asunción de una tradición literaria, de una poética, clásica y moderna,
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Obra completa (1935-1977) de Blas de Otero: reseña de Fernando Valls
española, hispanoamericana y universal, que arranca con la lírica de tipo tradicional, el romancero, fray Luis de León, Góngora, Quevedo, José Martí, Rubén Darío, Antonio Machado, César Vallejo, Neruda, Alberti y Miguel Hernández, sin olvidar a poetas de otras lenguas como Walt Whitman o el turco Nâzim Hikmet. Sorprende, en cambio, el aprecio que mostró por la obra de Gabriel y Galán. Su poética, clásica más que romántica, evoluciona del yo dolorido, de su primera poesía existencial, desarraigada, al nosotros solidario que arranca con Pido la paz y la palabra, en su empeño por llegar a la inmensa mayoría, de componer una obra «de acuerdo con el mundo», una lírica social que él entiende como «exigencia de su tiempo y de su espíritu» (pág. 1128) y que prefería llamar «poesía histórica». De ahí la integración del lenguaje oral («Poética»: «Escribo / hablando»), así como el tono crítico, satírico, a menudo acompañado del humor, en una poesía culta como la suya, de sencillez aparente, hasta hacerse con una voz propia y diferente de las demás. Mario Hernández habla en el prólogo, no sin razón, de «la invención de una oralidad escrita» (pág. 43). En suma, como escribió Valente en Las palabras de la tribu: «entre todos los poetas de su generación, es Otero el que alcanza un perfil más inconfundible».
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Vasco, castellano, español, ciudadano del mundo, en estos tiempos nuestros de tribulación la obra de Blas de Otero tiene todavía mucho que decirnos. El que Sabina de la Cruz dedique el volumen al poeta y editor Nicanor Vélez, quien hasta su muerte trabajó en esta edición, es otro motivo más de alegría y emoción. En suma, Blas de Otero apostó por una poesía estéticamente compleja que se ocupara de temas profundamente humanos, por una lírica cuya vigencia no puede dejar de ser perenne. Y en más de una ocasión insistió en que prefería hablar de poemas, más que de poesía. Su obra sigue pareciéndome relevante, además, porque con ella supo mostrar sus sentimientos sobre el presente a través de la ficción, con la conciencia y el deseo de que los interlocutores fueran múltiples; por el dominio de las herramientas del oficio: el metro, el ritmo, el «tono de voz» y las formas estróficas, con el soneto a la cabeza; además de su concepción del libro como tal y de la antología, que nunca resultan una mera acumulación de poemas. En suma, la obra de Blas de Otero sigue emocionándome pues nos conecta con una España que él intentó entender y dilucidar como pocos, y cuya vigencia perdura, para bien y para mal.
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Hiela sangre de Francisco Ferrer Lerín: reseña de Rafael Mammos
El ambigú
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Estética del experimento Hiela sangre
Rafael Mammos
Francisco Ferrer Lerín Tusquets: Barcelona, 2013 98 págs.
nHay lectores de poesía que a priori no tienen una estética y acostumbran a aceptar la que un libro les ofrece. Otros, digamos, privativos, saben antes de leer qué quieren encontrar: tienen una idea acotada de cómo debe ser la poesía. Estos suelen ser (me atrevo a aventurar) aquellos que opinan que un poema debe entenderse sin mediaciones, y que el esfuerzo del lector no puede ser superior al del escritor. Lo hermético suele ser tachado de modernillo, aunque, como estilo, éste tiene ya sus siglos. En ese sentido, Hiela sangre es un libro muy moderno, porque tras las primeras lecturas uno puede sentir, legítimamente, que no ha entendido nada. Es decir: que nada ha sucedido. Sin embargo, los poemas de este libro actúan en un plano menos visible y menos inmediato al habitual, y merecen su tiempo. Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) tiene ya una larga trayectoria en la literatura que, a pesar de las interrupciones, es coherente. Tanto Fámulo, su anterior libro de poemas, como el presente siguen un principio casi siempre olvidado en arte: entretienen. Gabriel Ferrater lo resumió así: «Todo poema debería ser claro, sensato, lúcido y apasionado, es decir, en una palabra, divertido». No me extrañaría que esto pudiera parecer una blasfemia aún hoy para muchos, pero desde luego los poemas de Hiela sangre son apasionados y divierten, aunque sea sólo por las dudas que dejan y la continua sorpresa que supone releerlos. El poema «Lepus» empieza con estos versos: «¿Qué quedará de la liebre de Durero? ¿Nociones / de partida y de llegada? ¿Un punto / de atadura de sus sueños? ¿Un recuerdo / de ciertas partes de su cuerpo?». Y el poema «Leonor», con estos: «He visto ese huevo / una especie de huevo, olvidado por los griegos, / pero de gran fama en las Galias. / (En verano / innumerables serpientes, / por la baba y la espuma de sus cuerpos, / se enlazan y pegan / unas a otras)». La referencia del primer poema es fácilmente localizable, mientras que la segunda es
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más oscura y quizás ficticia. Esa ambivalencia es frecuente en Hiela sangre: los referentes son a veces claros, otras veces están sugeridos y otras están velados. La cuestión es que no importa. Puede que no sepamos de qué está hablando el autor, pero sin duda sabemos que habla de algo: los poemas no giran en torno a un vacío de lenguaje sino que están llenos de un objeto, definido o no. Cuando las referencias parecen ser personales, Ferrer elude el exceso de intimismo, aunque a veces el lector pueda tener la impresión de entrar en una conversación a medias («Rinola», por ejemplo). Hiela sangre es un libro experimental, o mejor: original. Lo recorren hechos, listas, términos técnicos, personajes históricos y muchos animales. Da por bueno el lema de que un poeta debería ser capaz de convertir cualquier cosa en poema. Quizás por eso produzca una sensación de experimentación constante. Sólo el último apartado del libro, titulado «Experimenta», declara abiertamente este carácter tentativo, pero sin duda todo el conjunto pone a prueba las expectativas del lector. Estos poemas, cabe subrayar, no son artificiales en el sentido negativo, fluyen naturalmente. Sin la rigidez del que sabe demasiado bien lo que hace, Ferrer domina el arte de escribir, pero no lo hace de memoria. Más bien parece que comparta sus descubrimientos con el lector. Lo hace de dos maneras: con poemas de forma convencional (es decir, versificados) y con otras estructuras convertidas en poemas, sean prosas poéticas, sinopsis de películas inventadas o listas de vocablos medievales. Quizás valga la pena destacar dos poemas que ilustran bien este estilo. Uno es «Lorra», un breve poema seguido de una conversación entre el propio autor y otra persona sobre el tema del poema, seguida a su vez de una explicación etimológica y una relación de municipios españoles cuyo nombre tiene que ver con la lorra o zorra en cuestión. El otro poema, quizás el más hermoso, es «Libro de cetrería del rey Dancos». Se trata simplemente del índice, en castellano del siglo XIV, de un tratado del mismo nombre, pero los epígrafes, distribuidos para ser leídos como versos, nos hacen creer que realmente todo puede ser poesía.
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Meridional asombro de Mateo Rello: reseña de Eduardo Moga
Shackleton y Rello Eduardo Moga n«Se buscan hombres para viaje peligroso, sueldo bajo, frío extremo, largos meses de completa oscuridad, peligro constante, no se asegura el regreso con vida, honor y reconocimiento en caso de éxito». Así anunció Ernest Shackleton en 1914, en el Times de Londres, la expedición con la que pretendía atravesar los dos mil novecientos kilómetros de la Antártida, pasando por el Polo Sur. Como para abalanzarse a la entrevista. Pues bien, respondieron más de cinco mil personas: eran otros tiempos. Con veintiocho de las seleccionadas –a bordo del pertinentemente bautizado Endurance: «Resistencia»–, Shackleton zarpó hacia la Antártida el cinco de diciembre de 1914, y muy pronto se encontró atrapado en una banquisa de hielo, a la deriva. Así permanecieron, presos del hielo, hasta noviembre de 1915, en que el casco del Resistencia ya no resistió más y se hundió en las gélidas aguas del mar de Weddell. La embarcación de Shackleton y sus hombres pasó a ser entonces el propio témpano en el que habían acampado, sujeto igual, pero aún más peligrosamente, a las corrientes marinas. Tras muchos meses de errancia y navegación azarosa, los expedicionarios arribaron por fin a la isla Elefante, a quinientos cincuenta km de donde había naufragado el Endurance. Pero el inhóspito islote no garantizaba la supervivencia: alejado de toda ruta marítima, solo albergaba glaciares y algún pingüino barbijo. Así que Shackleton decidió emprender un viaje de mil trescientos kilómetros en un bote de apenas siete metros de eslora, con cinco de sus hombres, con la esperanza de alcanzar las estaciones balleneras de las Georgias del Sur. Tras desafiar vientos huracanados y olas gigantescas, llegó, en efecto, a las costas meridionales de aquellas islas, pero aún tuvo que recorrer cincuenta y un kilómetros de altas montañas, por una ruta nunca transitada, ni siquiera por los feroces balleneros noruegos, para llegar a Stromness el dieciséis de mayo de 1916. Por fin, con una escampavía de la armada chilena, Shackleton pudo rescatar al resto de la tripulación aislada en la isla Elefante, el treinta de agosto de 1916. Por increíble que parezca, todos los miembros de la expedición sobrevivieron a la aventura. De manera también harto sorprendente, Mateo Rello (Badalona, 1968) ha poetizado esta singular gesta en Meridional asombro, alumbrando uno de los escasísimos ejemplos de poesía de aventuras que ha dado nuestra literatura actual, como recuerda el prologuista del volumen, Jordi Gol. Sólo esta iniciativa –cultivar una modalidad poética anulada, como casi todas, por el encumbramiento de la lírica del yo promovido por el romanticismo–
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Meridional asombro Mateo Rello Igitur: Montblanc (Tarragona), 2013 90 págs. merece reconocimiento: no es fácil acometer un género tan escaso de referentes, salvo en las literaturas anglosajonas, de cuyos mejores practicantes –Poe, Stevenson, Conrad, Kipling– Rello se confiesa admirador. El poeta define su libro como un cuaderno de bitácora convertido en poesía por el propio Shackleton, y señala, en una de las notas a pie de página que constituyen el contrapunto informativo de los versos –y que los abrazan sutilmente, incrustando la melodía templada de la prosa en el flujo lírico, sincopado y acezante–, «que ha permanecido desaparecido u oculto hasta que un reciente azar lo ha puesto en nuestras manos». Por desgracia, Rello deja pasar la oportunidad de desarrollar este apunte y revelar las circunstancias del hallazgo. Pero los poemas que siguen se justifican por sí solos, y ofrecen la crónica de un viaje que es histórico, pero también existencial, como todas los buenos relatos itinerantes: en este caso, el desamor subyace al tránsito –y hasta lo motiva– y se proyecta en su correlato físico, la muerte, siempre presente, siempre amenazante, en los meandros de la narración: «Llevados por corrientes poderosas, / cada vez más al norte / de un continente hostil, tendido / como un largo desamor sobre sus costas, / vamos en esta jaula, broma helada, asombro / meridional de mis cuarenta años– […} una bala nomás / y en la recámara–…». De hecho, Meridional asombro es la narración de una larga convivencia con la muerte, teñida de un humor negro y británico, que se manifiesta, por ejemplo, cuando McNish, uno de los personajes a los que se da voz en el poemario, insulta al «cabrón de Crean» por haber matado a los perros, pero a continuación reconoce que no sabían mal. Rello describe con viveza las escenas más notables del viaje de Shackleton, y para ello emplea un metaforismo ceñido e intenso, como en «El relato de McIlroy» o en este pasaje que supone un flash-back en la biografía de Shackleton: «Los trenes / arrastraban la curva del mundo, / […] mercancías / largos como el invierno / que abrían con su faro y su proa de hierro / la uva densa de tinieblas / y derramaban la madrugada». La epopeya y la inquisición personal, la evocación y el desafío, lo cósmico y lo íntimo, aparecen trabados en este libro insólito y audaz, resuelto con diligencia.
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El ambigú
Voces comunes y otros poemas. Obra reunida 1977-2006 de Mario Merlino: reseña de José Ángel Cilleruelo
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Cosmogonía del deseo Voces comunes y otros poemas. Obra reunida 1977-2006
José Ángel Cilleruelo
Mario Merlino Fondo de Cultura Económica: Madrid, 2012 300 págs.
nBenito del Pliego (1970) realiza una interesante introducción a la poesía de Mario Merlino (1948-2009) que parte de una tesis inicial: quien fue prestigioso traductor en vida y poeta desconocido merece que la posteridad invierta estos valores y le sitúe en la memoria literaria como un gran poeta. Voces comunes y otros poemas, que reúne dos libros impresos en vida y cuatro inéditos, es el primer argumento; pero acaso no el único, pues se anuncia que la obra inédita puede presentar una dimensión mayor. Acierta también Benito del Pliego al apuntar los dos primeros círculos que deberían reconocer a Merlino en su ámbito: la poesía argentina de la diáspora y la literatura de carácter homosexual. Ambos capítulos críticos, por cierto, aún por escribir. Se esfuerza también el prologuista en comprender el escaso eco de su poesía, incoherente con su calidad, al principio por la «inseguridad» del autor, y después por el «forcejeo» en el que se convirtió su diálogo con la época. Descripción igualmente lúcida. Está por realizar la historia de la poesía argentina del siglo XX en la diáspora, donde Merino desarrollaría un papel protagonista. Pero un simple vistazo a la obra de sus compatriotas –José Viñals, Arnaldo Calveyra, Ana Becciu…– sugiere ciertas afinidades formales, acaso por las herencias poéticas compartidas, pero una diversidad temática y una disparidad de universos literarios con los que la obra de Merlino difícilmente puede dialogar. Acaso sólo forcejear. Una obvia relación temática emparenta los libros centrales de Merlino con la poesía homosexual del siglo XX, a la que sin embargo se opone en los recursos formales utilizados y en la visión ideológica que siempre transmite un particular uso del lenguaje. Relación, pues, también de forcejeo. Pugna que igualmente mantuvo consigo mismo: desde una
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escritura rítmica con raíces irracionales camina hacia un equilibrio entre formas métricas convencionales y cierta dicción figurativa, que una vez conseguido deviene de nuevo magma rítmico lleno de rupturas: «gusta de endecasílabos feroces / no aprende a convivir con frases hechas». Una cita de Gracián con la que titula un poema se alza en lema de la obra: «el mundo se concierta de desconciertos». Pessoanamente se podría afirmar que su forma de ordenar la memoria, el gran tema de la poesía de Merlino, es desordenarla con igual empeño que el presente. Las coordenadas temáticas que encauzan los libros de Merlino son esencialmente tres: los orígenes (familiares, biográficos, geográficos…), la iniciación erótica y las vivencias amorosas entre «residuos». El «concierto» de estas líneas temáticas se «desconcierta» inmediatamente mediante la fusión de los tiempos que corresponden a unas y a otra. Pasado y presente se entreveran en un tiempo mítico que los poemas fundan a la manera clásica, desde el origen de lo existente, casi como una cosmogonía privada. Este tiempo recreado neutraliza los significados convencionales que arrastra la memoria, para actualizarla en un presente mítico cuya dimensión trasciende la mera descripción fenomenológica. Convierte su biografía mítica en un canto al erotismo de la vida, él mismo nace de sí mismo («y nace así de mí macabro ser hermoso») y el viaje concluye con la metáfora erótico literaria del vampirismo. Esta transformación del tiempo le permite escribir el que tal vez sea el gran poema paidófilo del siglo, «missa pedestris», en el que el poeta encarna el yo del menor aventurándose sin pudor por las galerías subterráneas del deseo. Cabe preguntarse por el futuro de esta poesía. Mientras los lectores reclamen una escritura descriptiva de las experiencias y no necesiten una visión de continuidad filosófica entre el ser y la condición, continuará siendo un poeta desconocido. La posteridad no ha de cambiar su valía, que este libro ya invierte, sino las expectativas de los lectores.
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Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología (1980-2012) de José Ramón González (ed.): reseña de Gemma Pellicer
La riqueza del aforismo Gemma Pellicer
nVarias son las razones por las que esta compilación de aforismos me parece un volumen imprescindible para todos aquellos interesados no sólo en el género, sino en general en la literatura. Acaso la más importante sea que se trata de la primera en España compuesta con criterios rigurosos, pues su editor ha logrado reunir una amplia selección de aforismos de diversa índole pertenecientes a cincuenta autores de distintas generaciones que contaban con al menos un libro publicado, a excepción de Fernando Aramburu y José Luis Argüelles, quienes sin embargo habían visto recogidas sus piezas en alguna revista. José Ramón González cifra el despegue y afianzamiento del género en España a partir de los años ochenta del pasado siglo, coincidiendo con la aparición de varios libros, fenómeno que irá progresivamente en aumento hasta llegar al siglo XXI, en cuya primera década se produce una eclosión de ediciones inusitada, lo que da cuenta de la buena salud de que goza en la actualidad. Desde entonces, editoriales como PreTextos, Renacimiento o Cuadernos del Vigía le han dedicado una atención creciente, y en este contexto cabe entender que la editorial Trea haya decidido publicarlo en su colección de poesía, un género que no le es ajeno. En un prólogo erudito y utilísimo para todo tipo de lectores, y en especial para los no avezados en la materia, el autor no sólo nos brinda un acercamiento a su historia y genealogía, de donde concluye que el aforismo actual es primo hermano de la máxima y de la sentencia, sus antecedentes más ilustres, sino que señala su condición ecléctica al orbitar en torno de los polos fundamentales de la filosofía y la poesía. Asimismo, propone los siguientes rasgos distintivos: «a) máxima condensación verbal (sintáctica y léxica), b) máxima apertura semántica y c) máxima capacidad expansiva y proyectiva (lo que apunta a la experiencia de lectura)»; todos ellos extensibles a otras formas breves como el microrrelato, al margen de que el aforismo no suela poseer componentes narrativos. Otras características propias de su cultivo moderno son el carácter subjetivo, epifánico y fragmentario del género, al ofrecer un pensamiento exento y a la vez inabarcable cuyo significado se completa necesariamente con la participación
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Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. Antología (1980-2012) José Ramón González (ed.) Trea: Gijón, 2013 341 págs.
del lector; o bien su condición paradójica y a menudo irónica, además de su empeño por connotar de forma abierta, sustentado en cierta imprecisión o ambigüedad polisémica, a partir del empleo de tropos tales como la metáfora, la metonimia o la sinécdoque. El editor reconoce también que ha apostado por un tipo de aforismo de determinada extensión, sin que cupiera confundirlo con otras prácticas cercanas; así, por ejemplo, anotaciones, reflexiones, opiniones y comentarios. Pensar por lo breve recoge, en fin, una muestra generosa y representativa de aforismos elocuentes y brillantes a un tiempo. Escritores apreciados, la mayoría fallecidos, como Carlos Edmundo de Ory, Ángel Crespo, Antonio Fernández Molina, Cristóbal Serra, Carlos Pujol, Rafael Pérez Estrada, Rafael Sánchez Ferlosio o la certera Dionisia García conviven con Rafael Argullol, Andrés Trapiello, Manuel Neila, Ramón Eder, Miguel Ángel Arcas, Fernando Aramburu, Carlos Marzal o Mario Pérez Antolín, y éstos, a su vez, con los aún más jóvenes Juan Varo, Andrés Neuman o Erika Martínez, entre otros posibles. Alguno de ellos ha querido singularizar sus piezas, proporcionándoles una nueva denominación: aerolitos (Ory), nótulas (Serra), aflorismos (Castilla del Pino), aforemas (Arcas) o electrones (Marzal). Pero lo importante es que ninguno de los autores antologados desmerece ni desentona en el conjunto. Todos dialogan consigo y con los demás en esta antología ordenada cronológicamente, aunque podamos leerla a nuestro antojo. El género nos lo permite. «Amemos el silencio, y algo se oirá», aconseja Dionisia García. Tal vez sea el mejor modo de acercarnos al secreto de esta polifonía de voces.
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Dora Julián y Argimiro Segura, de la librería Carrer Major
El pianista
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DORA Julián y argimiro Segura Librería
Carrer Major Santa coloma de gramenet (Barcelona) Entrevista de Jordi Gol
¿Cómo se ve el mundo del libro desde detrás del mostrador? Llevamos abiertos veintinueve años y hemos notado una transformación en la forma de leer de la gente, en la forma de vender los libros e incluso en el contenido de los libros que vendemos. Los inicios fueron duros –aunque contábamos con la ventaja de que el local era propio– y durante tres años levantar la persiana significaba poner dinero. Además, cuando abrimos todavía había en Santa Coloma bastante gente ajena a la lectura. Sin embargo, la gente de la ciudad se ha ido aficionando cada vez más –nuestra consolidación es una prueba de ello–, el número de lectores ha ido creciendo e, incluso con la crisis, aunque la gente compre menos libros, los lectores que se han ido generando en estos años siguen leyendo por medio de las bibliotecas, las ediciones de bolsillo, etc. ¿Y cómo ha evolucionado ese lector? Depende de cada librería, de dónde esté y del público que acuda: fijo, como en las librerías de barrio, o de paso, como en algunas librerías del centro de Barcelona
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o en las grandes superficies. Nosotros tenemos un público fiel y podemos llegar a saber lo que le gusta, adelantarnos a su demanda. Personalmente, nos motiva la idea de intentar mejorar el nivel de lectura de nuestros clientes a través de nuestras recomendaciones. Y muchas veces lo conseguimos. Nuestro cliente tipo es una mujer de cuarenta años, con lo que en principio vendemos mucha novela de género, pero finalmente también novelas con más calidad literaria. Los best sellers proporcionan las ventas más fáciles, por la publicidad que generan. Sin embargo, hay mucha gente que te pide que les recomiendes un libro –normalmente parecido a otro que ya les hayas recomendado y que les haya gustado–, y ahí es donde ejercemos nuestra responsabilidad de libreros. ¿Y los otros géneros? Yo creo que la poesía –y eso no sólo sucede en Santa Coloma, claro– no ha encontrado su lugar. Tal vez es porque no se trabaja bien desde los colegios, no sé; pero no acaba de conectar con el público. Aquí no se ha vendido nunca mucho ensayo, pero
lo que sí se ha notado es la caída de ventas (y la existencia de menos publicaciones) de literatura universitaria, que ha sido absorbida por internet. Si algo se mueve son los autores locales, aunque sobre todo en las presentaciones de los libros, ya que el goteo no acaba de funcionar. Ninguno se convierte en best seller, a pesar de contar con la publicidad institucional y con la que nosotros les hacemos. ¿Cómo se pueden captar clientes en estos momentos de crisis? Intentamos dar un servicio de calidad, es decir, traer los libros que te piden lo antes posible, avisar al cliente en cuanto los tenemos, etc. También hacernos visibles estando presentes en todas las redes sociales, enviando boletines, etc. Tenemos igualmente nuestra tarjeta de cliente, que da puntos para obtener descuento en los libros y que nos ofrece información sobre lo que compra el cliente, para poder aconsejarle y fidelizarle. Para ello, contamos con tres personas que no son dependientes, sino libreros, grandes lectores que están al tanto de lo que se publica y que pueden hacer recomendaciones persona-
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El pianista
Dora Julián y Argimiro Segura, de la librería Carrer Major
lizadas. Y acertar, porque normalmente la gente compra el libro recomendado. También realizamos actividades, aglutinadas en torno a «La primavera literaria», que es un invento de hace tres años que da unidad y visibilidad a los eventos literarios y culturales que hacemos en la librería. Esta trayectoria nos permite afinar y programar actividades que cada vez tienen más éxito. Por ejemplo, las infantiles (presentaciones y talleres); pero también presentaciones de libros en general, de autores nacionales y de autores locales; las actividades lúdico-culturales, que nos permiten buscar la complicidad con otros establecimientos de la ciudad, como «Embriagats de lletra» (Embriagados de letra): un maridaje de cava y poesía, con la participación de Paco Cordero y las Bodegas Gramona; o el taller de literatura erótica con la sexóloga Eva Moreno (la inventora del Tuppersex), que empezó con un grupo de lectoras de Cincuenta sombras de Grey… La gente va proponiendo cosas y nosotros las vamos encajando. ¿Sobreviviremos? Aquí las hemos pasado de todos los co-
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lores durante casi treinta años, pero va a ser muy duro. Las librerías independientes nos vemos abocadas a la necesidad de vender otros productos que no son exclusivamente literarios. Vivimos mucho de la venta del libro escolar, porque, aparte de los ingresos, atrae gente a la librería. Las editoriales están vendiendo directamente a escuelas y eso nos resta un volumen de negocio muy importante. Para las grandes librerías o las cadenas, que tienen el apoyo de editoriales o de grandes empresas, no es un problema no vender libro escolar, porque ya tienen otros productos que lo compensan. Pero la librería de barrio lo está sufriendo mucho. Además, las grandes superficies también hacen una competencia muy grande, porque con la oferta unificada de todo tipo de productos atraen al comprador. De todas formas, debemos ser conscientes de cuál es nuestra oferta, de que vivimos de lo que no es el best seller; así que, a pesar de la crisis, nuestra prioridad es mantener a nuestros libreros, cuya experiencia con los clientes y las editoriales, que tarda muchos años en adquirirse, va a ser fundamental para seguir adelante.
¿Y el e-book? En principio no sería una competencia importante, sino fuera por lo que se piratea, es decir, que no da dinero, no sólo a la librería, sino tampoco a la editorial o al autor. Según el Gremio de Libreros, España es el segundo país del mundo en piratería. Aparte de esto, el e-book es una carrera de fondo, se trata de ver si las librerías somos capaces de adaptarnos a él y cómo. Desde el Gremio hemos creado Liberdrac, una plataforma de descargas de libros, pero no sabemos si este será el modelo definitivo. ¿Algún libro que os haya sorprendido? Hace muchos años, de ¿Dónde está Wally? llegaron cinco ejemplares y le dijimos al comercial que si estaba loco, que cómo íbamos a vender tantos libros de aquello. Se vendieron cientos y todavía se venden. También es curioso que antes, cuando en televisión aparecía un libro, lo vendías de inmediato. Como solo había dos canales (más TV3), podías controlar todo lo que aparecía y adelantarte a la demanda. Ahora es imposible controlar qué sale en los medios y qué no.
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El apuntador
Antonio Rivero Taravillo. El aprendiz de mago
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El aprendiz de mago Antonio Rivero Taravillo nAunque no fue el primer libro que traduje, mi primera traducción publicada fue una Antología de Ezra Pound. Curiosamente Pound fue él mismo autor de versiones de poesía provenzal, china, anglosajona, latina, del teatro Nô japonés, etc. De algún modo, lo que él estableció como mandato para el poeta en general, «Make it new», es aplicable al traductor: hazlo nuevo. En el caso de la poesía: construye un poema nuevo que sea, ya otro, un calco del original. Pound fue durante un tiempo secretario de W. B. Yeats, otro de los primeros poetas que traduje. A lo largo de dos décadas fui vertiendo sus versos hasta coronar su Poesía reunida, y el título de este artículo procede del primer tomo de su biografía escrita por Roy Foster. Siempre interesado por las ciencias ocultas y sobre todo a partir de su casamiento con una médium, el poeta cultivó el contacto con voces de espíritus, del trasmundo. Algo de eso hay también en la traducción. La frecuentación de círculos literarios me abrió puertas para publicar proyectos que yo había emprendido por iniciativa propia y también encargos que me llegaron de diferentes lugares. Así, haber traducido a autores gaélicos irlandeses como Flann O’Brien, o el florilegio medieval que di en Gredos, hizo que un día me llamara Chantal Maillard para anunciarme que se buscaba traductor para una novela de Jamie O’Neill llena de intríngulis hibérnicos. Haber traducido los Sonetos de Shakespeare y haberlos publicado en Renacimiento posibilitó que Alianza se interesara por
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ellos, y me sirvió de tarjeta de presentación para ofrecer luego la traducción de su Poesía completa a la BLU y para que, huésped de los siglos XVI y XVII ingleses, una editorial me encomendara a Marlowe, y otra a Donne, y esta misma, algo después, a Milton. Yo soy, eminentemente, traductor de poesía. Además de los volúmenes publicados, guardo diferentes versiones que han ido quedando fuera en una colección que he venido a titular El friso de un común anonimato, verso de Seamus Heaney que expresa el espíritu de ese futuro libro: un friso en el que se representan diferentes poetas a los que una voz acerca y confunde. Toda gran poesía tiene su autor y es a la vez anónima, pues la hacemos nuestra. Cuando muy al comienzo de mi escribir empecé a ver que el don de la poesía era algo que siempre se me antojaba a punto de abandonarme, entonces, ya, como conjuro o alegación en mi defensa, puse mis manos a la versión de poemas ajenos que admiraba. Se me ocurría que la traducción de poesía era –es– uno de los más fértiles caminos de conocimiento de un oficio que ya sabía mío más que ninguna otra cosa. A esa labor le debo el haber perseverado en la escritura cuando ya veía que me faltaban las fuerzas, el aliento poético. Lo afirma Eliot y también la experiencia: no hay forma mejor de comprender un poema que traducirlo. Y yo así me he metido en los entresijos de algunos de los poemas y poetas que más me han interesado.
Es este proceso una de las formas más completas de diálogo. Otorga el privilegio de establecer comunicación –de nuevo el poeta como médium no necesariamente esotérico– con espléndidas voces. Es un juego de afinidades con sensibilidades en las que nos vemos reflejados, de analogía, que es piedra angular de lo poético siempre. Es, sobre todo, no una forma de sobrevivir o hacer sobrevivir lo amado en la obra propia –meta de Shakespeare–, sino de vivir en la ajena. Y es ejercicio de proel que con segura mano debe sortear escollos y eludir sirenas que querrían verlo varar de continuo. Es, en fin, una travesía para la que no basta la carta marina, el mapa que es el original; también hay que fiar del viento, escrutar el cielo, seguir la brújula que el corazón señala. Toda traducción es una metamorfosis: las buenas mudan el objeto de su transformación en figuras agraciadas; las malas, en brutos o bultos inanes. Con el comienzo de las Metamorfosis ovidianas, pasadas por un imitativo hexámetro castellano, abro ese Friso: «Quiero exponer mutaciones de cuerpos en formas distintas».
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Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963). Premio Comillas por su biografía de Cernuda y Premio Rafael Cansinos Assens por sus versiones de Keats. Ha traducido del inglés, del gaélico irlandés y del escocés más de una veintena de títulos de autores como Shakespeare, Yeats, Milton o Flann O’Brien. Su más reciente obra es el libro de poemas La lluvia, que este mes publica Renacimiento.
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Hijo, ve a la cama que viene la cultura. Juan Carlos Márquez
EL AÑO EN QUE LE VIMOS LAS TETAS A JENNIFER ANISTON nSe vende poco. Quizá esta sea la frase más repetida los últimos otro por cuestiones preconcebidas, ajenas a su calidad. Pormeses en las conversaciones entre escritores y editores. Se que pertenece a un subgénero literario determinado, por vende poco. Y cuando no se vende la promoción cobra su ejemplo, un subgénero que su editor y/o su autor se han verdadera razón de ser. Se vuelve agresiva. Incluso faltona. inventado –¡olé por ellos!– y cuyo anzuelo han mordido los En el panorama literario español se publica una media de medios, siempre alerta ante aquello que huela a novedoso. cinco o seis libros imprescindibles cada mes, lo que arro- A hoy. A ya. Literatura del duelo y literatura de la crisis son ja unos sesenta o setenta libros imprescindibles al año. Nos los últimos en incorporarse. La primera es una rama de la hemos acostumbrado a convivir con una palabra que se ha autobiografía de toda la vida; la segunda, realismo-costumvuelto hueca y a la que ya nadie otorga ninguna credibilidad. brismo de actualidad. Llevan con nosotros varios milenios. Iré más allá. Yo diría que «imprescindible» No seré yo quien dude del poder expresivo es una palabra muy gastada, que apenas se de la literatura autobiográfica. En manos ve, como le ocurre a sus parientes «excede un buen escritor es un material, el del lente» y «magnífico». Estamos agotando el Yo, que ha ofrecido y seguirá ofreciendo vocabulario de halagos en esta carrera seobras maestras. Es más, creo que un buen mántica de la histeria. Mediado el primer escritor afrontando su dolor, su rabia o su trimestre de 2013 una editorial anunciaba pasión en estado de gracia en un texto autoque había publicado el mejor libro del año, biográfico difícilmente puede ser igualado con lo que esto supone de hipérbole y de por otro inmerso en la pura ficción. Pero la menosprecio para el resto de editoriales y afirmación anterior considera dos premisas de libros por salir, incluso para los de esta que no siempre se cumplen y una que no propia editorial. En los últimos tiempos lo hace nunca: que se trate de un buen esllevan faja hasta los libros anoréxicos, facritor, que siendo un buen escritor esté en jas en las que ostentan a menudo premios estado de gracia y que la ficción pura exisdesconocidos o inéditos, medallitas que se te. Nadie puede permanecer separado de consiguen en los blogs de los amigos, a las lo que escribe. Estamos en cada renglón. que se añaden citas tan elogiosas que rozan Nuestra fabulación es Yo, variaciones con lo paródico. Esta carrera de la histeria ha repetición del Yo. El contenido biográfico Juan Carlos Márquez encontrado su epígono en ese Mordor de de El diario de Ana Frank, verbigracia, no imliteratura amateur que es Amazon, donde plica a priori una verdad mayor ni un peso los autores escriben sus propias reseñas (cuatro frases mal personal superior a los que puso Ray Bradbury en Fahrenheit hiladas que parecen haber sido escritas en una era prever- 451. Por otra parte, existe un componente no desdeñable bal), y adquiere tintes surrealistas en Facebook. Yo he visto de ficción, de recreación de lo vivido, en la autobiografía. a un escritor proclamar que su libro ocupa un lugar de pri- En cuanto a la literatura de la crisis es valiosa como testimovilegio en la lista de «los más vendidos gratis». No es raro nio de un tiempo, pero bajo su palio, como ocurre bajo la de tampoco leer en las redes sociales a ufanos autores que sus cualquier otro, se están refugiando libros que se acogen o obras ocupan las primeras posiciones en el ranking Amazon son acogidos por el fenómeno un poco por los pelos. Yo solo de libros sobre la lucha eterna entre vampiros y dependien- desconfío del apriorismo, de esa atmósfera forzada que eletas de Zara o de novelas románticas protagonizadas por ca- va promocionalmente unos libros sobre otros por el mero mioneros peinados con raya a un lado. Con todo, aun en su hecho de ser autobiográficos o estar plegados a la actualiridiculez, estas promociones son inofensivas si se las compa- dad socioeconómica. Eso, de una manera u otra, siempre ha ra con otras. Afirman y autoafirman, pero no ofenden, salvo ocurrido, dirán ustedes. Siempre ocurrirá. Persigue usted a la inteligencia. Particularmente, me resulta más molesto una quimera. Pues sí, la persigo, pero no pueden negarme que un libro sea puesto de salida en un escalón superior a que esta revista es la más indicada.
HIJO, Ve A LA CAMA QUE VIENE LA CULTURA
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Circo de pulgas. Julia Otxoa
El tercer acto
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Tiempo muerto n«Este iba a ser un libro de finales, me impresionó saber que el poeta Fernando Villalón pidió que le enterraran con el reloj en marcha». Así comienza la pequeña introducción del libro Tiempo muerto, de José Fernández de la Sota (Bilbao, 1960), publicado este año por el Gallo de Oro Ediciones, y en la que el autor explica el porqué de esos cuarenta y seis breves y surrealistas retratos de escritores fuera de la norma. A modo de instantáneas fotográficas de buena literatura, casi siempre minoritaria, furtiva, como no podría ser de otra manera. ¿Y qué mejor que una pincelada irónica para dibujar a cada autor? ¿Acaso no es la realidad la mayor de las ficciones? Todo el libro constituye un ejercicio lúdico en el que se disuelve la solemnidad de las definiciones cerradas, optando por ese algo inaprensible y enigmático de la vida y la creación entrelazadas. Tiempo muerto para un paisaje de escritores excéntricos, en el sentido más saludable y profundo que el término tiene de lugar alejado del centro, de la costumbre, autores que a menudo vivieron en el filo de la navaja, como Bruno Schulz, Jacques Rigaut, Ezra Pound, Walter Benjamin, Alejandra Pizarnik, etc. Decía Jacques Rigaut, poeta dadaísta amigo de Juan Larrea y André Bretón, director en Paris de la Agencia General del Suicidio: «Mi libro de cabecera es un revólver, y JULIA quizás algún día al acostarme, distraído, en vez de apretar el interruptor de la luz, me equivoque y apriete el gatillo». Durante la noche dormía junto a su pistola, por la mañana, a través de su Agencia General, ofrecía servicios para finales rápidos y tarifas para todos los gustos, incluso especiales para aquellos que, carentes de recursos, apenas podían costearse una humilde soga para ahorcarse. Era a su modo un benefactor para todos aquellos que querían apearse de la vida. En sus ratos libres escribía poemas y coleccionaba botones que arrancaba por sorpresa a la gente. Él mismo se arrancó de la vida, pegándose un tiro el seis de noviembre de 1929. Se desconoce si contrató para ello los servicios de la Agencia y, en ese caso, con qué tipo de tarifa. Del que se sabe con certeza que no contrató esos servicios fue Walter Benjamín. Se ha sostenido que se suicidó
en Portbou en 1940 huyendo de los nazis, pero su final sigue siendo oscuro... El doctor Vila, quien le atendió, anota que la suya fue una muerte natural; aunque tampoco sabemos que entendía el doctor por muerte natural. Detenido y custodiado en ese mismo hotel por tres policías españoles, tal vez visitado también por la Gestapo, Walter Benjamín espera su muerte junto a un maleta donde descansa el manuscrito de la segunda parte del Libro de los pasajes junto a quince tabletas de morfina que le había dado su amigo Arthur Koestler para utilizarlas si le cogían. Pero todo desaparece tras su muerte, la maleta y la morfina. El expediente de frontera 297 no habla de suicidio, tampoco se menciona que el fallecido intentara huir de Hitler y de Pétain para alcanzar Portugal y embarcar luego hacia Nueva York. Sus huellas se pierden para siempre como su maleta y sus escritos en un pequeño hotel de la frontera. No hay pruebas del suicidio o de si lo suicidaron, lo único cierto es su cuerpo enterrado en el pequeño cementerio de Portbou, cerca del mar. También comparece en este libro el irlandés Flann O’Brien, del que Nórdica Libros acaba de publicar en España su En Nadar-dos-pájaros. De esta novela extraordinaria dijo en 1939 Graham Green, por OTXOA aquel entonces lector de Longman, la primera editorial de O’Brien, que su estilo estaba «en la linea del Tristram Shandy de Sterne y del Ulises de Joyce». El libro es una excepcional muestra de narrativa experimental, en la que el autor, mediante la parodia, satiriza la puritana sociedad irlandesa, su reaccionario nacionalismo. Irlanda dice, es su infierno particular. No pudo evitar que ese infierno finalmente le quemara las entrañas, aunque, tal vez por eso, para tratar ineficientemente de apagar sus llamas, bebiera cada vez más. Poco antes de morir describiría su forma como «circular, interminable, repetitiva, muy próxima a lo insoportable». De todo esto y mucho más trata Tiempo muerto. Les sugiero que lo lean como poderoso antídoto literario contra el aburrimiento y la estancada costumbre a la que nos someten los normativos dioses de lo cotidiano.
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Palabra perdidiza. Rolando Sánchez Mejías
El tercer acto
ENTRE LAS BAMBALINAS DE LA FICCIÓN de las paredes, no atisba por el ojo de las cerraduras, ni siquiera razona a la manera de Razumijin, otro tipo de Razón, el amigo de Raskolnikov, ni necesita de la perversión de un Svidrigailov. Es posiblemente, en la novela de Dostoievski, nQuien piense que el lenguaje carece de sustancia quizás está pensan- el único personaje cómodamente emocionado por su papel do en una rebelión de las cosas por adjudicarse un poder en la historia. La emoción de Raskolnikov es temblorosa. Cree llevar un definitivo, cosa que ni siquiera sucede completamente en las cazuelas, cacerolas y marmitas en la alegre rebeldía de peso insoportable sobre sus hombros. Cree en la salvación del cuerpo y del alma activando una violencia que el azar se los cuentos fantásticos. Cuando Dostoievski en su novela Crimen encarga de poner al descubierto, de ahí su y castigo toma la decisión de matar a la vieja lamento por la segunda vieja asesinada, que le hace retroceder de espanto ante la auusurera, ya Raskolnikov había tomado esa decisión. Y Porfiri, el policía que preserva sencia de exactitud en el orden del mundo. La emoción de Raskolnikov no se carpara Raskolnikov la cuota de eternidad que ga de verdadero entusiasmo griego, tal vez le pertenece, conoce que el crimen se remonta al origen, por eso apenas repara en porque Raskolnikov está trágicamente dividido, no por el cisma (raskolniki: cismáticos) la escena del crimen. Lo que sabe, lo sabe desde siempre. que quiere partir en dos o más pedazos la realidad, sino por la incapacidad de admitir Raskolnikov, que pretende ser iluminaque es un valor de uso más en la historia del do por la potencia del crimen, no soporta la luz del día. Su nihilismo no es la nada abser. Es un diletante, lo mismo en política, en metafísica como en la poesía del crimen. soluta. Por eso cae en la trampa de erigirse Hay quien ve la chapucería criminal de dueño del más profundo humanismo, ya zaRaskolnikov como la incoherencia misma fado de la lógica moral. No creyó –no es un personaje de Gogol, no es un trashumante de la prosa de Dostoievski, que no quiere del espíritu– en la rebelión de las cosas. Por el nihilismo asiático ni occidental de Rusia Rolando Sánchez Mejías para la Rusia que lo tiene en vilo epiléptico eso su hacha no se acopla a su cuerpo, la lleva trabajosamente, pues su servidumbre (esa Rusia que le rompe el corazón) mientras escribe. Por eso Porfiri –que lee las respuestas del crino es tajante, no tiene fe en su portador. Porfiri conoce la instrumentación perfecta del Mal por- men en la prosa de los periódicos– es la encarnación del que el nihilismo de Porfiri posee la fuerza de adelantarse a conocimiento. Es cuestión de tiempo –repara Porfiri– que Raskollos acontecimientos: su nihilismo no es malicioso, tendencioso, como el nihilismo de los jóvenes terroristas rusos. Por- nikov caiga en sus brazos. «Vendrá porque siempre estuvo firi conoce el peso exacto de las cosas. Sabe que su tarea es ahí», parece haber murmurado la mente de Porfiri entre volver a dominarlas, traerlas nuevamente a la luz, pero su las bambalinas de la ficción, como un susurro escapado no conocimiento es tan mágico que no duda que las cazuelas, del cazador ante su presa, sino del amante que cerrando cacerolas, marmitas y otros seres y enseres resolverán por sí sus brazos sobre el otro quiere completar –de ahí que su susurro no sea un mero beso de la muerte– la unidad permismos su posición ontológica en el mundo. Porfiri no necesita desplazarse por San Petersburgo con dida. la ansiedad del que ha sido sacado de quicio, como le sucede a Raskolnikov. No se ensucia de fango los zapatos, no tirita de frío o fiebre, no se echa aturdido en un camastro, no penetra de golpe en las habitaciones, no escucha detrás
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