Quimera Revista de Literatura | Número 365 | Abril 2014

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico

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Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

Un viaje inmóvil

5-10 s espejos e lo El salón d

Entrevistas a a Carmen Peire y Miguel Á. Arcas (5) y a Paul Viejo (8)

Álex Chico: Geografía escrita. Una introducción (11) Álvaro Valverde: En torno a la noción de lugar (13) José Ángel Cilleruelo: Elogio del lugar (16) Toni Montesinos: Una ciencia ficción platónica (19) Mireia Valls: De la Utopía fortificada a la Utopía encriptada (22)

Colaboradores nº 365: Jesús Aguado, Antonio Alonso, Martha Asunción Alonso, Miguel Ángel Arcas, Paco Bezerra, Agustín Calvo Galán, Susana Camps, David Chacori, José Ángel Cilleruelo, Aitor Francos, Jorge Freire, Rebeca García Nieto, Santiago García Tirado, Ana Gorría, Luis Luna, Juan Carlos Márquez, Francisco José Martínez Morán, Ricardo Menéndez Salmón, Toni Montesinos, Andreu Navarra, Julia Otxoa, Carmen Peire, Gemma Pellicer, Alejandro Ratia, Ros Ribas, David Roas, Miguel Á. Rodríguez, Anna Rossell, Rolando Sánchez Mejías, Mireia Valls, Álvaro Valverde, Paul Viejo, José Antonio Vila

11-41 aso El cielo r Dossier. Geografía escrita

Luis Luna: Memoria de la impermanencia. Los no lugares en la literatura migrante (24) Rebeca García Nieto: Las ciudades invisibles, de Italo Calvino (28) Francisco José Martínez Morán: De El Greco a Diego Rivera: evoluciones en la narrativa del espacio (31) fernando clemot: Poe, Verne, Lovecraft: la atracción del helado sur (34) Martha Asunción Alonso: Archipiélaga: del regreso, J. Gracq, C. MacLeod y otras islas (37)

48-49 mana La voz hu ul z 46-47 A a b r a de B Entrevista a El castillo

44-45 de perlas scadores e p s Poemas inéditos de o L 40-43 e v re b a Jesús Aguado id Microrrelatos inédiLa v tos de Susana Camps Relato inédito de Perarnau David Roas

Paco Bezerra

Fotografía de portada: Antonio Alonso © Ilustraciones: Miquel Rof © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

50-51 the Beach on Einstein

Emmanuel Carrère: asedio a la realidad, de José Antonio Vila

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Gemma Pellicer: Por si se va la luz de Lara Moreno (52) David Chacori: Ajedrez para un detective novato de Juan Soto Ivars (53) Miguel Ángel Rodríguez: La hora violeta de Sergio del Molino (54) Santiago García Tirado: La benévola de Laird Hunt (55) Anna Rossell: Metrópolis de Thea von Harbou (56) Alejandro Ratia: Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral de A. Ruiz de Samaniego (57) Andreu Navarra Ordoño: Compañeros de viaje de Xavier Pericay (58)

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A. Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

52-62 ú El ambig

Antonio Alonso: Diccionario de cocina de Alejandro Dumas (59) Aitor Francos: La durmiente de Susana Benet (60) Agustín Calvo Galán: Carta blanca de Rafael Saravia (61) Jorge Freire: Libros proféticos. Tomo I de William Blake (62)

63-66 acto El tercer

Columnas de Juan Carlos Márquez, Julia Otxoa, Rolando Sánchez Mejías y Ricardo Menéndez Salmón Fe de erratas: En la entrevista a Carlos Castán aparecida en el número 364, la autora de las fotografías es Lydia Solans.


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El Foyer

Un viaje inmóvil

Cuando Robert Louis Stevenson convierte a su Dr. Jekyll en un personaje doble y lo trasforma en Mr. Hyde no sólo le hace variar su temperamento y su fisonomía. También le modifica, no lo olvidemos, su lugar de residencia. Hyde no puede vivir en la misma casa que su alter ego. Necesita encontrar y construir un hogar diferente. Este hecho, que puede pasar inadvertido, encierra un significado mayor: nuestra forma de ser y de estar en el mundo, nuestra actitud y nuestro carácter determinan el lugar que habitamos. Y viceversa. Ese es el punto de partida del dossier «Geografía escrita» y así lo abordan los autores que participan con sus ensayos en este último número de Quimera. Revista de Literatura. Las perspectivas que adoptan son múltiples: desde la noción de lugar, que está en el origen de una obra propia, a través de múltiples autores (Álvaro Valverde), hasta el viaje laberíntico por diferentes espacios, de la mano de Julien Gracq, entre otros (Martha Asunción Alonso). En medio, una pertinente vindicación del lugar, con una perspectiva diacrónica (José Ángel Cilleruelo); dos sugerentes acercamientos a un mismo territorio, Utopía (Toni Montesinos y Mireia Valls); un interesante estudio sobre la literatura migrante y los autores que han sufrido lo que podemos llamar «desplazamiento» (Luis Luna); un análisis de una geografía ya mítica, la creada por Italo Calvino en Las ciudades invisibles (Rebeca García Nieto); la extraña fisonomía de ciertos emplazamientos, escalonados e inexpugnables, y su correspondencia con algunos pintores y escritores (Francisco José Martínez Morán); una estimulante expedición hacia la Antártida, siguiendo a Poe, Verne o

Lovecraft (Fernando Clemot). Todos ellos abordan, a su manera, la relación que establece el escritor con el lugar. Como lo han abordado, desde otro ángulo, Miquel Rof y Antonio Alonso en las ilustraciones y en la portada, respectivamente. Más allá del dossier, este número de la revista, con el que alcanzamos la nada desdeñable cifra de 365, se inicia con dos entrevistas: a Carmen Peire y Miguel Ángel Arcas, con motivo de lo que está llamado a ser un auténtico acontecimiento literario: la publicación de Luis Buñuel, novela, de Max Aub (Cuadenos del Vigía); y una charla con Paul Viejo, que acaba de reunir para la editorial Páginas de Espuma los cuentos completos de un autor de obligada lectura, Antón P. Chéjov. En las páginas de creación literaria, reunimos a tres autores: David Roas (cuento), Susana Camps (microrrelato) y Jesús Aguado (poesía). Ana Gorría entrevista a una de las figuras ya esenciales de la dramaturgia contemporánea, Paco Bezerra. José Antonio Vila, por su parte, nos aproxima a la siempre estimulante narrativa de Emmanuel Carrère. Cierran el número, según costumbre, las habituales reseñas y las columnas de opinión, firmadas por Juan Carlos Márquez, Julia Otxoa, Rolando Sánchez Mejías y Ricardo Menéndez Salmón. Esperamos que este nuevo número contenga las suficientes sugerencias para que el lector emprenda eso que, con o sin acierto, llamamos viaje inmóvil. A saber: la posibilidad de desplazarnos hacia un lugar desconocido, próximo o remoto, mientras leemos.

Las perspectivas que adoptan son múltiples: desde la noción de lugar, que está en el origen de una obra propia, a través de múltiples autores (Álvaro Valverde), hasta el viaje laberíntico por diferentes espacios, de la mano de Julien Gracq, entre otros...

Álex Chico Consejo de redacción de Quimera. Revista de Literatura


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Luis Buñuel, novela, de Max Aub. Entrevista a Carmen Peire y Miguel Ángel Arcas

LUIS BUÑUEL, NOVELA, DE MAX AUB ENTREVISTA A CARMEN PEIRE Y MIGUEL ÁNGEL ARCAS Por Ginés S. Cutillas

¿Cuánto tiempo os ha llevado editar esta obra? C.P.: El trabajo de investigación ha sido de algo más de tres años, como ya digo en el prólogo. El trabajo posterior de fijar el texto, reducir, comparar y el trabajo ortotipográfico, han resultado un total de cuatro. ¿Qué criterio has seguido para cribar los folios que finalmente se incluyen? C.P.: En la introducción al libro explico que trabajé los archivos llamados «Entrevistas, prólogos y biografía» (donde había desde retazos de novelas de Pío Baroja o de Dalí, hasta artículos sobre la Residencia de Estudiantes de otros escritores). Todo eso lo desestimé, salvo lo que consideré imprescindible porque aclaraba algo importante. De las entrevistas que se realizaron para preparar el libro, opté por poner sólo las de Buñuel, porque eran las más interesantes y porque lo que había en las demás ya lo había puesto Max Aub en el texto. Prólogos había más, como buscando el tono que luego desarrollaría el libro. Hice un estudio de ellos y los incluí todos. Después lo consulté con Elena Aub y decidimos dejar los que parecían tener el tono literario más similar al resto de la redacción, o simplemente más importancia. Lo de las vanguardias fue más complicado. Primero porque había va-

rias redacciones del mismo tema. Segundo, porque hubiera dado para un libro aparte, por su extensión. Hablando con el editor y con Elena Aub, decidimos que tenía que ser un sólo volumen, y el criterio entonces consistió

en centrar el análisis de las vanguardias en relación con Buñuel y con las referencias que se iban haciendo de él, además de incluir la explicación general de cada una de ellas, por supuesto. Pero a don Max pongo por testigo que cada vez que decidí quitar algo, lloré, y sólo el ánimo de Elena Aub me volvía a subir la moral. Por eso digo que aquel

proceso fue un poco como de duelos y quebrantos por las noches, con alguna alegría de añadidura. Noches desveladas, removiéndome en la cama, como si cercenara un brazo a un ser querido. Luego lo hablaba con Elena Aub y ella me tranquilizaba, insisto. Lo más importante fue la confianza que tuvo: creyó en mí más que yo en mí misma. Además, tenía un gran conocimiento de lo que había escrito su padre. En los agradecimientos digo que debería haber firmado conmigo la edición del libro. ¿Crees que si hubiera sido otro el encargado de la edición hubiera salido un libro muy distinto? ¿Cuánto hay de tu cosecha? C.P.: Tengo la sensación de que el libro estaba elaborado, desordenado pero elaborado, aunque inconcluso, también, como se puede ver en la parte en la que se habla de las películas: no hay referencias a las últimas. Ahora bien, ese desorden ¿se debió al mismo autor, a los viajes, a cómo se recogió el material, a cómo se archivó después en la Fundación? Eso nadie lo puede decir. Pero llegué a estar tan obsesionada y me metí tanto en los papeles que vi clarísimo que lo tenía que hacer así. Ordené en función del esquema que me encontré y decidí la inclusión de un DVD con las conversaciones con Buñuel. Decidí hacer un índice ono-

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obedecen a un siglo muy convulso, a las dos guerras mundiales y a una serie de adelantos técnicos. En ese aspecto el libro existiría. Buñuel también hubiera seguido siendo cineasta, aunque quizá sin la etapa mexicana, para mí la mejor de su obra. Cuéntanos algo acerca de proceso de elaboración del audio. C.P.: En la Fundación se encontraban una serie de cintas de casete con grabaciones de las entrevistas que Aub fue realizando para la preparación del libro. Sólo aparecieron una parte de las conversaciones con Buñuel. Buscamos e indagamos, pero nada. Aun así me pareció un material importantísimo para incluir; son una hora y cuarenta minutos. Hubo que ir a un estudio de grabación, volcarlo todo, ordenarlo, digitalizarlo, limpiarlo y ecualizarlo porque había partes difíciles de escuchar, cuando el micro no estaba bien puesto. Incluso hubo partes grabadas sin que Buñuel se enterase. Y al respecto tengo que destacar el impecable trabajo del ingeniero de sonido Héctor Quemada. Puso todo el amor del mundo, por amistad y por devoción literaria y cinéfila, aunque acabara harto de mí por la cantidad de trabajo que le di. mástico porque me parecía imprescindible; y seguro que don Max también lo hubiera hecho. Eso fueron aportaciones personales, y obedeció a mi criterio particular ir intercalando las conversaciones en relación a los temas. Ahora bien, no he añadido ni una sola palabra mía. Lo que sí quiero creer es que Max Aub lo hubiera aprobado, como lo aprobó su hija y como lo ha aprobado la familia Buñuel. Eso ha sido para mí un alivio.

Si Aub y Buñuel no hubieran sido exiliados, ¿tendría sentido este libro, existiría? C.P.: Desde luego el exilio les marcó a los dos de una forma rotunda. Quizá, si no hubiera habido Guerra Civil ni exilio, Max Aub hubiera podido dar su discurso de ingreso a la Academia con León Felipe en ella, con García Lorca, Cernuda y otros. Hubiera sido un escritor reconocido y premiado, eso seguro, porque es uno de los grandes. En cuanto a las vanguardias artísticas,

¿Queda algo más inédito de Aub? ¿Algún proyecto futuro? C.P.: De esta envergadura, no, pero la Fundación Max Aub está abierta. Yo he cumplido mi compromiso personal con Elena Aub. Con eso me basta. ¿Qué papel ha jugado aquí la editorial Cuadernos del Vigía? M.Á.A.: La labor editorial ha consistido básicamente en llevar a buen tér-


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Luis Buñuel, novela, de Max Aub. Entrevista a Carmen Peire y Miguel Ángel Arcas

mino el rendimiento de todos los que han intervenido en la edición, integrando por un lado el ingente trabajo de Carmen Peire y por otro el extraordinario y meticuloso editing realizado por Jesús Ortega, con el que compartí un año de tarea; tarea centrada en la fijación de textos y en su corrección, tanto ortotipográfica como estilística, buscando la pulcritud y la fidelidad en relación a los antetextos que constituían el corpus general de la obra. Ha sido un trabajo largo y penoso en muchas ocasiones, pero igualmente gratificante y revelador. Háblanos de ese proceso de editing. M.Á.A.: En primer lugar, y tras el trabajo de Carmen, seleccionando textos, digitalizándolos, definiendo la estructura general del libro y construyendo el cuerpo básico de lo que iba a ser la versión definitiva, había que organizar dicho conjunto de archivos (hay que tener en cuenta que no había ningún texto previo editado al que atenerse, si exceptuamos el de Las conversaciones con Buñuel de Federico Álvarez), clasificarlos y disponerlos para un cotejo general y preciso. Un cotejo que pedía una lectura minuciosa y un ajuste textual de los antetextos, que corrigiera aquellos dislates, repeticiones, anacolutos o errores que los mecanoscritos presentaban en ocasiones (muchos textos estaban escritos por una secretaria al dictado de Aub). Finalmente, tras el índice onomástico, diseñamos la arquitectura visual y material del libro, un trabajo igualmente complejo y muy pensado para el que hemos contado con el magnífico concurso del diseñador Francis Requena, que nos ha permitido entregar a los lectores una obra

de la que creemos que podría sentirse orgulloso el propio Aub. ¿Qué importancia consideras que tiene un libro así para la editorial? ¿Has creído siempre a pies juntillas en su éxito? M.Á.A.: Luis Buñuel, novela nos ha dado posiblemente la visibilidad que necesitábamos para nuestra labor editorial, tanto para seguir reivindicando la obra de Aub como para la recepción por parte del público del resto de co-

lecciones y apuestas que estamos haciendo. Este libro ha marcado un antes y un después. Está claro. Creo que hemos dejado a los lectores una obra histórica, memorable, y eso es una verdadera alegría para este editor. Lo sabía, siempre he creído en este libro. Era un riesgo económico grande para una pequeña editorial como nosotros, pero también una apuesta irrenunciable. Salga como salga, saldrá bien. El libro lo merece.

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Entrevista a Eloy Tizón

Entrevista a Paul Viejo Cuentos completos, de Antón P. Chéjov Por Ginés S. Cutillas

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La única vez que se había intentado recopilar toda la obra de Chéjov, sin éxito, fue hace cincuenta años, de la mano de Augusto Vidal. Sólo apareció el primer volumen, con el teatro del autor y sus narraciones iniciales. ¿Es esta la edición definitiva de los cuentos del autor? En realidad, aunque hubiera podido ser una buena muestra si los editores la hubieran apoyado, no pretendía ser completa. De hecho, ese único tomo que mencionas va haciendo una selección de sus primeros años, pero desde 1883. También aparecieron un par de tomitos en la colección «Joya» de Aguilar, bastante amplia en cuanto a número de cuentos, pero absolutamente desordenada y sin intención de aclarar Por nada.Elena La edición Gené que publicamos nosotros intenta solucionar eso, aunque Fotografías: siempre que Liliana se hable Colanzi de un clásico, el rótulo «definitivo» sea algo azaroso. Definitivo, ¿hasta cuándo? ¿De quién partió la idea de reunir todos los relatos de Chéjov? ¿Se lo propusiste a Páginas de Espuma o fue la editorial quien te encargó el trabajo como especialista en literatura eslava? El origen es algo casual. La recopilación de sus relatos, la localización de las traducciones previas, para saber qué conocíamos y qué no, es un trabajo que yo llevaba haciendo desde bastante atrás, por puro placer, Chéjov como hobby. Es la casualidad la que hace que la editora de Páginas de Espuma vea un día en mi ordenador bastante material, mis tablas clasificatorias, mis apuntes, y desde la editorial comiencen a rumiar la posibilidad de embarcarnos en algo así. Entonces, después, ya nos pusimos a ver cómo se haría, cuándo, con qué medios, es decir, qué supondría editorialmente un proyecto de esta envergadura, que ya estaba en marcha desde antes. ¿Están los seiscientos relatos ya recopilados o se irá trabajando en ello durante

Cuentos completos, de Antón P. Chéjov. Entrevista a Paul Viejo

los siguientes tres años? ¿Quién forma el equipo? Todo el proyecto está completamente planificado, qué relatos van en cada tomo, cuáles pasan al final, junto a ese apéndice que prometemos ya en el primero, qué se tratará en cada una de las introducciones, etc. Pero la producción editorial seguirá su ritmo hasta 2016, es decir, se va trabajando dentro de la programación habitual. Páginas de Espuma cuenta con un equipo pequeño, pero con una capacidad de trabajo increíble que queda clara con sus últimos proyectos o con libros como este. Ten en cuenta que el material que hay que traducir o incorporar a la edición requiere su tiempo y, por poner un ejemplo, mientras se ultima el segundo volumen, algunos de los traductores están con materiales que aparecerán en el tercero o incluso en el último. Y después vienen las correcciones, la promoción, etc. Un libro así sólo se hace con la ayuda de mucha gente. ¿Qué parámetros se han seguido para elegir a los diferentes traductores, o para volver a traducir los relatos? Cuando planteábamos la edición yo propuse algo que me apetecía mucho: dado que no tenía sentido encargar nuevas traducciones de ciertos textos, porque existen versiones excelentes, y ya que la nómina de traductores iba a ser variada, quisimos dar un paso más y que el resultado final fuera algo así como una historia de los traductores de Chéjov, y del ruso en general. Podremos encontrar, cuando se complete, desde los que se ocuparon de él con más ahínco inicialmente, como Luis Abollado Vargas o Augusto Vidal, hasta traductores de ediciones recientes como Víctor Gallego, Jesús G. Gabaldón, James y Marian Womack o Fernando Otero; pero también la ultimísima generación de jóvenes rusistas, como Marta Rebón, Jorge Ferrer,

Marta Sánchez-Fernández Nieves o Enrique Moya Carrión, por citar algunos nombres. Unos ya han aparecido en el primer volumen, otros lo harán en el segundo y otros se incorporarán más adelante, siempre que ellos quieran y que les apetezca el proyecto. ¿Cómo os habéis documentado para ordenar cronológicamente estos seiscientos relatos? ¿Había información de todos? Bueno, salvo excepciones recientes o la posibilidad de contrastar versiones de un mismo texto, ese trabajo está hecho –y bien hecho– desde hace mucho tiempo en Rusia. Allí sus clásicos son sagrados. No es sólo que durante la era soviética el Estado cuidase de estas ediciones, sino que a día de hoy si uno entra en una librería de Moscú puede encontrar todos los cuentos de Chéjov bien ordenados, para todos los públicos. ¿Te imaginas algo así en España? ¿Podemos hacer eso con Galdós o Baroja sin tener que ir a ediciones universitarias o especiales o perdidas? El mayor trabajo de documentación para la edición en español venía por otro lado: conocer todas las traducciones existentes, quiénes lo habían traducido, cuántas traducciones diferentes de un mismo cuento existían, en qué épocas, el nivel de su calidad, y saber, también, por tanto, cuántos cuentos quedaban por traducir. ¿Cuántos inéditos hay y cuántos atribuidos al autor sin estar seguros? La palabra «inédito» siempre es peligrosa y causa de confusiones. Y además creo que más buscada por el periodismo cultural que por los propios lectores. Porque, ¿de verdad harían falta inéditos, tanta gente se ha leído ya todos, todos los cuentos publicados de Chéjov? Respecto a esta edición, cuando se habla de inéditos se hace referencia, por supuesto, a inéditos publicados en nuestra lengua. En este primer tomo

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hay entre cuarenta y cincuenta con seguridad. Pero también tiemblo al decirlo, porque aunque el trabajo haya sido exhaustivo, temo que no todo se puede controlar. ¿Sabemos en cuántas revistas uruguayas de principios del siglo XX se publicaron algunos cuentos? En cualquier caso, lo gratificante debería ser que desde ahora estarán todos disponibles. Lo mismo con los relatos de dudosa autoría o con los inconclusos que aparecerán recogidos en el apéndice final. Lo importante no es, o no debería ser, el número, sino el hecho. Están, no se han leído y ahora se van a leer. Aunque sean textos menores, fragmentos en algunos casos, o incluso textos que difícilmente llamaríamos «cuentos». Pero si al lector de Chéjov le interesan, ahí los va a encontrar. No es ningún secreto que Chéjov tiene relatos de baja calidad que no tienen nada que ver con el resto de su producción. ¿Qué crees que aporta reunir todos los cuentos del maestro en una sola obra? Querrás decir que no tienen que ver con el tópico que tenemos de su obra, ese que dice que Chéjov es solo precisión, e introspección, y sutileza, y emoción contenida, y silencios… Pero es que Chéjov es mucho más. En primer lugar es un escritor que «avanza» conforme va escribiendo. Es decir, un autor joven con sus correspondientes

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le permita conocer mejor a Chéjov, saber cuándo y qué escribió, cuándo hacía grandes relatos y cuándo se publicaron sus fracasos, que sí, también tiene.

fracasos (como si los autores sénior no patinaran también después, por mucho premio Nobel que les hayan dado) y con sus búsquedas. Pero es que el Chéjov «grande» en calidad, también está al inicio y no necesariamente con sus textos «habituales». ¿Qué son «El gordo y el flaco» o «Se fue» sino grandes cuentos, no necesariamente arquetípicos, creados muy al principio? Lo que aporta reunirlos es la posibilidad que se le abre al lector: no sólo leerlos todos –si quiere–, sino tener una «ruta de lectura», la cronológica, que

Háblanos del estudio que prologa la edición y de las notas, tablas, índices, apéndices... Bueno, pues todo eso –no sólo mis prólogos, que en cada tomo tratarán diferentes facetas de Chéjov, sino la documentación que se da sobre su carrera de escritor, la localización de cada uno de los textos con toda la información que hemos podido encontrar, las tablas de fechas, las diferentes publicaciones de los cuentos en revistas, cómo eran sus libros publicados en vida, etc.– sirve para cumplir con otro de los propósitos de esta edición: no sólo que los lectores pudieran leer todo Chéjov –y eso es lo importante, insisto–, sino también que cuando se acabe el proyecto y se junten los cuatro volúmenes, esta edición sea la mayor fuente de información chejoviana que haya en Español. Por mucha Wikipedia o facilidad de acceso a materiales que exista, para un lector común encontrar todo eso sigue siendo complicado. Para el lector chejoviano acérrimo será, espero, un baúl lleno de cosas interesantes. Y, sobre todo, cada uno podrá escoger cuánto Chéjov quiere, hasta dónde llegar.

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dossier: Álex Chico. Geografía escrita. Una introducción

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Geografía escrita. Una introducción Álex Chico Ilustración de Miquel Rof

.Varias son las lecciones que podemos extraer del libro Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Hemos aprendido, por ejemplo, que las ciudades se pierden si alguien no las escribe, aunque el lenguaje lleve implícito el engaño. Territorios reconocibles o inexistentes, lugares de tránsito, ciudades de una noche o de una vida entera. Pueblos, comarcas o barrios. Lugares de la memoria, irreales. Plazas, edificios, calles del centro o del extrarradio. Todo ello forma un particular universo, una cartografía que, en ocasiones, sirve al escritor como fe de vida. Una constatación de su existencia. La geografía que habitamos y escribimos no es más que una proyección, un espacio que parte de uno mismo y vuelve, en último término, a quien lo observa. Un camino de ida y vuelta en el que se produce un diálogo, una comunicación viva, compleja. Un intercambio del que se nutren ambos, el territorio y quien se encuentra dentro de él. Pensemos por ejemplo en Oviedo, que se volvió más Vetusta tras la novela de Clarín. No sólo somos una confederación de almas, como apuntaba Fernando Pessoa. Somos también una confederación de lugares. La literatura no es ajena a esta relación. Es más: casi siempre lleva implícita esa reciprocidad. A veces de una manera clara y a veces de forma colateral o secundaria. Tiene razón José Ángel Cilleruelo cuando afirma, en uno de los artículos que integran este dossier, que el tema del espacio queda en un segundo plano en comparación con otros aparentemente más importantes para la crítica, como el tema del tiempo. Tal vez aún estemos faltos de una verdadera vindicación del lugar como un aspecto fundamental desde el que abordar la historia literaria. «Éste no es mi lugar, pero he llegado», escribía Antonio Gamoneda. El encuentro con el territorio y la forma de afrontarlo es una piedra angular de la cosmogonía literaria. A veces, la forma de dirigirnos a él es conflictiva, una tarea en la que el amor y el odio suelen ir de la mano. Un sentimiento encontrado que nos recuerda a aquella frase de Balzac en Ferragus cuando, al referirse a París, ha-

bla de ella como «el más delicioso de los monstruos». Nos recuerda a Kafka y su controvertida relación con Praga. Nos recuerda, en fin, al retrato que traza de una ciudad herida y mágica Anna Maria Ortese en su espléndido libro El mar no baña Nápoles. Puede que sean los escritores bonaerenses quienes mejor ejemplifiquen esa proximidad. Alguien dijo, y con razón, que escribir sobre Londres o Nueva York es fácil. Lo difícil es convertir en literatura unas cuantas calles de Buenos Aires. Remito para ello a un libro extraordinario: Al pie de la letra. Guía literaria de Buenos Aires, de Álvaro Abós. En ocasiones, no es el lugar, sino la ausencia del lugar. Si hacemos caso a W.G. Sebald, a partir de cierto tamaño los edificios dejan el germen de su propia destrucción. También las ciudades. O los pueblos. Me pregunto sobre qué Barcelona escribiría ahora Vázquez Montalbán si siguiera vivo. Una ciudad que se ha ido quedando sin sus referentes emocionales en beneficio de otras construcciones tal vez más esporádicas y funcionales. O la visión que ofrecería Galdós si volviera con diecinueve años a Madrid, la ciudad que tan bien le acogió desde el inicio. ¿Hablaría García Lorca sobre Granada de forma similar a cuando escribió la conferencia «Cómo canta una ciudad de noviembre a noviembre»? Quizás echen mano de aquellos versos de Jacobo Cortines: «No me explico por qué siento nostalgia / del sitio en que me hallo si allí estoy». Cuando el poeta salmantino Juan Antonio González Iglesias se preguntaba por qué sabía describir tan justamente ese país en el que nunca había estado, nos hablaba, entre otras cosas, de aquellos paisajes leídos, más que visitados. Un lector de Patrick Modiano o de Julien Green conocerá París antes de poner un pie en ella. Igual que un lector de Borges habrá estado en Buenos Aires sin haber viajado jamás a Argentina. Lo mismo ocurre con la Argelia de Camus, el Portugal de Torga o la Rusia que imaginamos a partir de su literatura decimonónica. Aquí reside una de las experiencias más valiosas que podemos extraer del arte

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dossier: Álex Chico. Geografía escrita. Una introducción

en general y de la literatura en particular: la posibilidad del viaje inmóvil. Por citar algunos ejemplos más, a modo de callejero: Combray, Normandía (Proust); la campiña inglesa, con su manors y sus sacristías (Agatha Christie); la isla de Corfú (Gerald Durrell); los mares y sus microcosmos (Conrad); el sur norteamericano, devastador y enigmático (Faulkner, Capote, etc.); la convulsa Sicilia (Sciascia, Camilleri); la kafkiana Albania y su capital, Tirana (Kadaré); las extrañas fronteras que separan Polonia del resto del mundo (Zagajewski); la siempre luminosa Costa Brava (Pla); una Guatemala violenta (Rey Rosa); la eterna Venecia (Brodsky); viajar hasta Samoa (Schwob); regresar a Tánger (Bowles). Lugares, en fin, que nos resultan extremadamente familiares, habitados sólo en las páginas de unos cuantos libros. Cada lector añadirá un buen puñado de itinerarios personales, porque en eso consiste, en palabras de Magris, el infinito viajar. Por no hablar de aquellos lugares imaginarios que los escritores hispanoamericanos del siglo XX, entre otros, han convertido en territorios míticos. En presencias ya reales, que es al fin y al cabo a lo que aspira convertirse toda ficción. El viaje inmóvil. La posibilidad de conectar una habitación cualquiera con el resto del universo. Eso mismo nos recordó Perec en su Especies de espacios. Pocos autores como él supieron extraer, a partir de interminables y sugerentes enumeraciones, todas las posibilidades de una escena urbana. Desde la plaza Saint-Sulpice, por ejemplo, en Tentativa de agotar un lugar parisino. Lo universal vuelve a ser, aquí,

lo particular sin fronteras, como nos enseñaron José Ángel Valente o Miguel Torga. Fue Perec quien apuntó, por cierto, que no tratáramos de encontrar demasiado deprisa una definición de ciudad, porque es un asunto demasiado vasto y podríamos equivocarnos fácilmente. Tal vez, una de las tareas más interesantes del escritor sea encontrar una compleja unidad a esa suma de fragmentos que llega a ser al fin y al cabo toda urbe. Sin perder de vista que los lugares son, antes que nada, estados de ánimo. Adjetivos, más que nombres. Geografías, territorios, lugares, espacios. Todos ellos forman, en palabras de Josep Pla, una discusión entrañable. Por lo cambiante y difuso, por su calma tensa o su nerviosismo sosegado. «La ciudad está llena de caminos. / Todos son buenos para escapar de ella», escribió Fonollosa. Aunque a uno le acompañe, vaya a donde vaya, esa misma ciudad de la que huye, como advirtió Cavafis. Algo así debieron pensar los expedicionarios de la Anábasis, de Jenofonte: al llegar al mar supieron que habían llegado a su patria, a pesar de que aún se encontraran a mucha distancia. En eso consiste también la literatura: en habitar una pequeña porción de terreno y estar, al mismo tiempo, en cualquier lugar del universo. La escritura, a veces, no es más que la construcción de una habitación propia desde la que observar el resto de habitaciones. Un lugar cuya motivación principal es conectarse con otras geografías, leídas o escritas. Estén donde estén y queden donde queden.

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dossier: Álvaro Valverde. En torno a la noción de lugar

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En torno a la noción de lugar Álvaro Valverde

.En el origen de mi interés por la poesía confluye, no sé bien por qué, una preocupación por lo que se ha dado en llamar noción de lugar. Tanto es así que la particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio. Un lugar, en fin, que, convertido en territorio, llegue a ser habitable y que, al cabo, en su alzado, refleje –como imaginara Borges– las líneas del rostro de la vida de quien pudo o supo trazarlo. Al paso de los años, esta preocupación, que podríamos llamar espacial, ha ido abundando en datos, en lecturas de textos poéticos o no, de creación o teóricos. Con todo, creo que es en mis poemas donde con más concisión y voluntad expresiva se encuentra cualquier atisbo de una modesta teoría al respecto. Mi temprano interés por la noción de lugar encontró pronto sentido en un breve pero enjundioso ensayo de José Angel Valente titulado «El lugar del canto», incluido en su libro Las palabras de la tribu. «Habría que buscar, para descongestión del lenguaje propio y ajeno, el punto histórico de sustitución de la idea o el sentimiento del lugar por el más abstracto de la patria». «El lugar no tiene representación porque su realidad y su representación no se diferencian. El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no». Cita a María Zambrano cuando, a propósito de La Habana de Lezama, habla de la dis-locación o pérdida de la noción de lugar en lo moderno. «La idea del retorno a lo nativo, tan importante para algunos románticos, está impregnada por un poderoso sentimiento de lugar o por una visión en que patria y lugar coinciden». Al final del texto trae Valente a colación una oportuna cita del Quijote donde Alonso Quijano se dirige a Sancho y le replica: «Vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar»; lo que, de paso, nos lleva a las conocidas primeras palabras del libro. Una inquietante alusión a un necesario «cambio de la noción de lugar», en frase pronunciada por el poeta francés Yves Bonnefoy en una entrevista publicada precisamente en la revista Quimera, vuelve a situarme, a principio de los ochenta, ante la misma, obsesiva idea.

Pero, ¿a qué me estoy refiriendo cuando hablo de noción de lugar? Intuyo, más que sé, que quiero decir búsqueda de un espacio único o ideal, que puede ser jardín o desierto, valle o ciudad, concreto o abstracto, real o imaginario, donde el poeta y, por ende, el hombre, pueda ser feliz. Trasunto del locus amoenus, espacio ideal donde se ha situado durante siglos la poesía occidental. Versión ironizada pero permanente del beatus ille horaciano. Un espacio habitable donde encontrarse a uno mismo; lo que, siguiendo a Rimbaud, supondrá encontrarse con el otro. Un regreso al origen, a lo que llama Heidegger –leyendo a Hölderlin– «el lugar de la cercanía». Por eso, de inmediato, una nueva noción se une a la de lugar: la de viaje. Errancia y extravío a la búsqueda del lugar anhelado. En el caso concreto del poeta, ese «lugar» anhelado se confunde con el «espacio de la revelación» donde éste, en soledad y silencio, encuentre su palabra. Más allá, será en el lugar del poema –espacio escrito– donde éste halle su último, verdadero, único lugar. La noción de lugar se pierde en el tiempo. El mundo y su creación –presente en todas las tradiciones– es en sí misma noción de lugar. En el principio, ese lugar adopta la forma del paraíso. La historia de la literatura es, así, un sucederse de lugares. Los poetas han unido a su preocupación temporal (tempus fugit) la puramente espacial; se han situado en el mundo y, como decía, han buscado su propio lugar, dondequiera que estuviera. Quizá sea en la Modernidad donde se vuelva con más fuerza sobre este viejo concepto. A estas alturas de la Historia sentimos la necesidad de pensar de nuevo el espacio. De ahí el interés por conocer los paisajes de la poesía, las descripciones hechas por los poetas con una carga simbólica o alegórica capaz de dotar de un sentido esencial a sus obras. Poetas del espacio más que del tiempo; abolición, mediante suma, de ese unívoco concepto que, a fuerza de repetirlo, se ha vuelto tópico: que la poesía es «palabra en el tiempo». No sólo, cabe añadir. Poesía también como «palabra en el espacio», en un lugar. El poeta que busca un mundo propio que le justifique como tal debería ir también hacia una particular e intransferible noción de lugar. Es más, me atrevería a decir que por lo mismo que la poesía más original y novedosa suele ser

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aquella que con más fuerza se apoya en la tradición (y porque la conoce, desde una lectura radical, la supera), la poesía centrada en un determinado lugar es más universal que aquella otra pretendida, o pretenciosamente, cosmopolita. Descubrir un lugar, trazar el mapa del territorio a explorar para, más tarde, una vez colonizado, habitarlo, se me antoja una definición posible de la poesía. Heidegger en su famosa conferencia de 1951, «Construir, habitar, pensar», viene a decir que un entendimiento del lugar que surge de estos tres parámetros va precedido de la necesidad del sujeto, aquél que lo dota de sentido habitándolo. «La referencia del hombre a lugares y a través de los lugares, la referencia del hombre a espacios descansa en el habitar. La relación de hombre y espacio no es otra cosa que un habitar pensado esencialmente». Antes ya había anotado el pensador alemán que «los espacios reciben su esencia de los lugares y no del espacio» y que «en la esencia de las cosas como lugares yace la relación de lugar y espacio, pero también la relación entre lugar y hombre, que en él se halla». «Habitar», escribió, por su parte, Eugenio Trías en Lógica del límite, «significa cultivar un territorio, algo más radical que la simple ocupación de un espacio abstracto. Significa convertir un espacio en tierra de cultivo y culto (colere), hasta constituirla en colonia. Como territorio cultivado comparece a modo de sede de un culto, de un modo de religión (religación, re-elección). El habitante de esa colonia se halla a ella obligado y religado, y celebra en el culto la re-elección (refundación, recreación) de esa sede en la que habita». He aludido hace un momento al viaje. La condición del poeta, dije, es la de pasajero. Su circunstancia, errante (aunque su viaje sea inmóvil y recorra el mundo sin salir de una ciudad, como lo hace desde París Baudelaire, desde Lisboa Pessoa o desde Trieste Saba). Eso aun a sabiendas de que, Claudio Magris dixit, «los poetas nómadas, les vrais voyageurs de Baudelaire, erran sin meta, prueban todas las ex-

periencias desperdiciando intencionadamente su específica identidad personal, se extravían y se disuelven en la nada». Coincide su viaje con la trayectoria de su misma vida. En la reflexión sobre el lugar tendrían, así, especial trascendencia los paisajes vividos, vistos, revisitados. El de la infancia («patria del poeta» según Rilke) sería seguramente el más importante. Muchas referencias espaciales de un poeta, el ámbito fundacional sobre el que levanta su edificio de sonido y sentido, proceden de ese lugar primero que se abrió a su mirada. Sobre la visión de sucesivos y alejados paisajes permanece fiel esa primera visión que le devuelve un tiempo que suele ser, además, una felicidad perdida sólo recuperable en la memoria. Ello sin ignorar que, por encima de esa búsqueda, al final, el poeta sabe que es en la poesía, o mejor, en la forma concreta del poema, donde ese lugar se encuentra. El poema, así, establece o crea su propio lugar. No en vano René Char ha escrito que «la poesía es el mundo en su mejor lugar». La obra como representación, enclave y verdadero espacio del escritor. Siguiendo a Heidegger, Jorge Riechmann ha escrito que «toda gran poesía respondería al hecho de que ésta intenta fundar una verdadera morada para el ser humano; pensar, intuir, adivinar o intentar una relación originaria del hombre con la tierra». Antonio García Berrio en su monumental Teoría de la literatura, y más concretamente en el capítulo «Poeticidad: Estructuración de la mitificación imaginaria del espacio», reflexiona largamente sobre el asunto que nos ocupa. «Las operaciones poéticas de espacialización me parece que resultan decisivas en la definición del efecto estético del arte [...] Tras la poética de cada creador se puede rastrear y deducir distribuciones privilegiadas del espacio íntimo y exterior, trayectorias preferenciales de la dinamicidad fantástica y formas peculiarísimas de la orientación imaginaria constitutivas de su personal cosmovisión. Hasta el punto de que creo que se puede hablar con propiedad


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del mito espacial propio y característico de cada artista brillante». Toma como ejemplo de ese imaginario espacial «la composición de la más sublime poesía»: «El infinito» de Leopardi. Ahí, «el simbolismo espacial», «la evidencia local», el yermo de Recanati elevado a categoría de universal poético y, más allá, de símbolo de «eterno infinito». No descubro nada nuevo afirmando que La poética del espacio, de Gaston Bachelard, es una obra de referencia ineludible sobre el tema que nos ocupa. El propósito de ese ensayo ya clásico iría encaminado a examinar las imágenes del «espacio feliz»: las topofilias. «Aspiran –dice– a determinar el valor humano de los espacios de posesión, de los espacios defendidos contra fuerzas adversas, de los espacios amados». Siempre he pensado –y vuelvo a hacerlo ahora al hilo de esta cita– que hay algo de reminiscencia o costumbre animal, de posesión o marca, en esa ambición tan humana de definir el territorio. Bachelard hace alusión a los «espacios ensalzados» y llega a afirmar que «nuestra alma es una morada». En el libro se entabla una tensión entre el adentro y el afuera, entre lo exterior y lo interior, que serían, en suma, los espacios que al hombre le caben. Es lógico que su análisis empiece por la casa. «La casa es nuestro rincón del mundo», escribe, «nuestro primer universo», «un cosmos». La mención a la infancia cobra de nuevo esencial protagonismo. La casa natal es «un cuerpo de sueño», «espacio de nuestras soledades», un reducto para la intimidad. A propósito de uno de los términos acuñados por él, concretamente el de «centralidad», quisiera apuntar cuánto de anhelo de un orden o de un sistema hay en la intención de quien construye, desde el lugar, un territorio. Ese deseo de «centrar» el espacio, de acotar coordenada, de situar un mundo dice mucho de la voluntad del creador. Y digo «creador» para indicar, una más, otra característica fundamental del que se preocupa y ocupa de la noción de lugar: la capacidad para hacer con lo indeterminado, indefinido e inconcluso o abierto un lugar específico, concreto y cerrado

dossier: Álvaro Valverde. En torno a la noción de lugar

para poder vivir. Porque, como dice Wallace Stevens: «Lo que hace del poeta la poderosa figura que es, o fue, o que debe ser, consiste en que él crea un mundo al que incesantemente nos dirigimos sin saberlo, y en que da vida a las ficciones supremas sin las cuales somos incapaces de concebirlo». La casa, volviendo a Bachelard, se convierte en el lugar central del hombre, y su situación en el mundo nos da de un modo concreto «una variación de la situación, con frecuencia tan metafísicamente resumida, del hombre en el mundo». Lo exterior, lo interior; el campo y la ciudad; espacios antitéticos pero también complementarios; distintas soledades, distintos refugios. La casa natal y la casa soñada construyen la casa. Y es que ella «es, aún más que el paisaje (y Bachelard ahora parece remedar a Unamuno), un estado del alma». «Es un refugio que nos asegura el primer valor del ser: la inmovilidad». En lúcida frase de Noël Arnand: «Je suis l’espace où je suis» (soy el espacio donde estoy) o en palabras de Claudio Magris: «para saber dónde se está y, por lo tanto, quién se es». Se impone a la postre una verdad evidente: «no se cambia de lugar, se cambia de naturaleza». O complementariamente, por decirlo con palabras de Pierre‑Jean Jouve: «porque estamos donde no estamos». Algo que uno siempre tiene presente al leer «La ciudad», el famoso poema de Cavafis.

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Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es autor, entre otros, de los libros de poesía Una oculta razón (Premio Loewe), A debida distancia, Ensayando círculos, Mecánica terrestre y Desde fuera (los tres últimos publicados en Tusquets Editores) y Plasencias. Sus poemas, traducidos a varios idiomas, han sido incluidos en antologías y estudios de poesía española contemporánea. Ha publicado dos novelas, Las murallas del mundo y Alguien que no existe; un libro de artículos, El lector invisible, y otro de viajes, Lejos de aquí. En 2012 apareció Un centro fugitivo, antología que reúne poemas escritos entre 1985 y 2010, en edición de Jordi Doce. Tiene un blog desde 2005: http://mayora.blogspot.com.es/

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Elogio del lugar José Ángel Cilleruelo

.El espacio y el tiempo ubican, ordenan, relacionan y guardan memoria de las experiencias, y como consecuencia también ahondan en las condiciones de la existencia. Ambos virtuosos conocimientos caracterizaron al primer personaje literario, el protagonista del Poema de Gilgamesh (XII a.C.): «el sabio en todo, / el que vio lo más hondo, / los cimientos del país /… / sabio perfecto /… / nos trajo noticias / de antes del Diluvio». Gilgamesh, como héroe épico, posee la «totalidad de la sabiduría», la que domina la extensión del espacio y la antigüedad del tiempo. Los poemas tradicionales chinos de la dinastía Zhou, entre los siglos XI y VII a.C., convierten en materia de un lirismo estremecedor tanto el espacio circundante, que encarna la exaltación temática: «Las trepadoras del campo / cubiertas están de rocío. / ¡Qué hermosa su figura, / qué bellas sus cejas! / El encuentro fue casual / y a mis deseos se avino»; como el tiempo, que se pliega o extiende a requerimiento del tema: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / es como tres años». No es difícil establecer la simetría de espacio y tiempo en las obras literarias de la antigüedad. Ya sea como entendimiento denotativo –la doble condición del «sabio», conocer el «país», el territorio, y las «noticias», la historia–; ya sea como entendimiento connotativo, al constituirse en elementos intensificadores del tema –la capacidad de sugerencia de la naturaleza o la ductilidad subjetiva, casi bergsoniana, de lo temporal–. En el presente, sin embargo, poco queda de aquella antigua e inicial simetría. En las lecturas contemporáneas el espacio y el tiempo pertenecen a magnitudes literarias diferentes. Y disímiles. La mención temporal en cualquier texto se asume de inmediato como la expresión de un tema. Y, de hecho, los temas que contienen el tiempo como esencia se encuentran entre los que son valorados por su mayor hondura de pensamiento. La mención espacial, por el contrario, se concibe sólo como el uso de un recurso literario, la descripción, que como tal queda sometida a los designios de un tema. Incluso

cuando la descripción ocupa el cuerpo del poema, con frecuencia en su comentario se evoca el tiempo. Es más, la dimensión temática del espacio se establece a través del tiempo. Así, la evocación de unas ruinas se adscribe, por ejemplo, al tema del paso del tiempo y de la caducidad de la existencia. En algún momento, en el curso de las ideas y de las concepciones, espacio y tiempo empezaron a desarrollarse como valores asimétricos. Es posible que ese punto de inflexión lo haya marcado Cicerón (106 - 43 a.C.) en una de sus obras juveniles, pero de larga vida didáctica, De inuentione rhetorica, en la que conceptualiza de manera desequilibrada uno y otro concepto, mientras el espacio se concibe como «la oportunidad» que ofrece para la realización de un hecho, el tiempo «constituye una parte de la eternidad». La oportunidad es siempre un recurso; la eternidad, un tema. Esta asimetría, ya asentada, deja huérfanas de comprensión sobre todo a las obras contemporáneas que sitúan el lugar –sea geográfico, vivencial, abstracto o simbólico– en el centro de sus poéticas; por cierto, cada vez más numerosas y de mayor ambición. Cualquier meditación temporal se inscribe en una tradición exegética en la que es enteramente interpretada; el protagonismo del espacio, sin embargo, carece de un paradigma en el que la crítica pueda señalar variaciones y valores. Por citar sólo el más reciente de los ejemplos, el poeta Julián Cañizares Mata (1972), que ha publicado en 2013 su último libro, Lugar y esquema (La Isla de Siltolá), escribe versos que erigen en el epicentro temático de su poesía el espacio: «Tengo ese lugar en casa, / cuando quiero decir las palabras que siento». Cuando se concibe el «lugar» como generador de escritura, ¿puede analizarse como una mera descripción o como un recurso? El papel generador de sí mismo del espacio para convertir un simple acontecimiento en un tema literario procede también de la literatura más antigua. Un célebre pasaje de la Ilíada (VIII a.C.), el abrazo de Zeus y Hera, muestra cómo el protagonismo del acto erótico se ve envuelto por la acción maravillosa de la naturaleza, que no sólo proporciona la


dossier: José Ángel Cilleruelo. Elogio del lugar

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José Ángel Cilleruelo (Barcelona, 1960) es escritor, traductor y crítico literario. Su obra poética ha sido reunida en los volúmenes El don impuro (Málaga, 1989) y Maleza (Barcelona, 2010). Cuenta también con dos colecciones de poemas en prosa, Galería de charcos (Madrid, 2009) y Vitrina de charcos (Zaragoza, 2011). Su proyecto poético más reciente, titulado «N,S», se publica paulatinamente en Internet. Su obra narrativa consta de cuatro recopilaciones de relatos y seis novelas, entre ellas El visir de Abisinia (Valencia, 2001) y Al oeste de Varsovia (IV Premio Málaga de Novela, 2009). Ha editado obras de Rafael Pérez Estrada y de José María Fonollosa. Mantiene la bitácora de creación El visir de Abisinia y otros blogs de crítica literaria.

intimidad a la pareja para la que Zeus la convoca, sino que les ofrece una auténtica encarnación de su intensidad creadora: «Dijo así, y el Cronión estrechó a su mujer en sus brazos / y, bajo ellos, la tierra divina creció verde yerba, / loto fresco, azafrán y jacinto muy tierno y espeso / cuyo grueso debía a los dos proteger sobre el suelo. / Acostáronse allí y se cubrieron con una áurea nube / desde donde un brillante rocío perlaba sus gotas» («Canto XIV»). Esta capacidad del espacio para generar intensidad de amor, es decir, tema, cuajó en Roma en un género literario, la poesía bucólica, que estableció la idealidad del paisaje, es más, que delimitó la única visión poética del paisaje durante mil quinientos años. El locus amoenus entrelazó para el pensamiento poético la intensidad de la naturaleza (locus) con la intensidad del amor (amo-enus). De la capacidad creativa de este tópico, que pese a su dilata vida no conoció anquilosamiento, la literatura española tiene un magnífico ejemplo en Garcilaso de la Vega (15011536), que escribe en el extremo de la vida del tópico con una vitalidad estilística y temática que asombra: «Corrientes aguas puras, cristalinas, / árboles que os estáis mirando en ellas, / verde prado de fresca sombra lleno, / aves que aquí sembráis vuestras querellas…» («Égloga I»). Vitalidad y fortuna tuvo también una ramificación del locus amoenus en el que la naturaleza se alza como fuente inagotable de símbolos místicos. La primera de las visiones de Hildegarda de Bringen (1098-1179), recogida en su libro Scivias (1151), recurre al espacio para comprender el significado de sus sueños: «Miré y entonces vi algo como una gran montaña de color gris acerado. Sobre ella sentado en un trono una regia figura llena de luz…». Esta suerte de locus misticus, que

cede todo el protagonismo imaginativo al espacio, tuvo su cenit, sin duda, en las dos estrofas unitivas del Cántico espiritual, donde San Juan de la Cruz (1542-1591) evoca el encuentro con la divinidad: «Mi amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos…». Y en la declaración el poeta anota el mayor elogio al concepto de lugar que se haya escrito nunca: «Y es de notar, que en estas dos Canciones se contiene lo más que Dios suele comunicar a este tiempo a un alma». Es decir, la revelación más alta: las montañas, los valles, los ríos… También en la filosofía antigua el espacio era objeto de reflexiones sobre el conocimiento en las que prendía una dimensión temática. Hay un fragmento de Heráclito (V a.C.), que se lee como central en su pensamiento, que tal vez admita también una lectura literaria: «Muerte es todo lo que vemos, cuando estamos despiertos; mas lo que vemos estando dormidos, es sueño». La interpretación de «muerte» como imposibilidad del conocimiento no impide que, en sí mismo, el término ofrezca una connotación temática: los lugares nos hablan de su fugacidad –no temporal, sino espacial, puesto que también las cosas «mueren» en quien trata de conocerlas–. Es, pues, la observación del lugar la que convoca la idea de la muerte. Reflexión poética que el Barroco enunció casi con literalidad. Recuérdese, por ejemplo, el celebérrimo soneto de Francisco de Quevedo (1580-1645) que estos dos sobrecogedores endecasílabos cierran: «Y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte» («Salmo XVII»). Suelen interpretarse estos dos versos, por cierto, siguiendo literalmente sus fuentes en Séneca y Ovidio, como un reflejo biográfico de la vejez. Si se tiene en cuenta

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dossier: José Ángel Cilleruelo. Elogio del lugar

que existe una versión del soneto escrita cuando Quevedo tenía treinta y tres años, tal vez el valor de «muerte» no sea exactamente el equivalente a vejez, y esté más próximo al enunciado de Heráclito: la caducidad del espacio. Aquello que afirmó con tanta clarividencia Baudelaire: «Le vieux Paris n’est plus (la forme d’une ville / change plus vite, hélas! Que le cœur d’un mortel)» [«Nada queda del viejo París, una ciudad / cambia, ay, más veloz que un corazón mortal»] («Le Cygne»). Pero nunca se ha reconocido la capacidad del espacio para conceptualizar un tema esencial como es la desaparición –o la pervivencia– de los lugares donde el ser humano se ha sentido ser. El propio Ernest Robert Curtius (1886-1956) afirma que tampoco lo ha logrado, pese a su persistencia durante milenio y medio, y también pese a su insistencia, el lugar del amor: «Al locus amoenus no se le ha reconocido hasta ahora categoría de tema retórico-poético independiente; sin embargo, constituye, desde los tiempos del Imperio romano hasta el siglo XVI, el motivo central de todas las descripciones de la naturaleza» (Literatura europea y Edad Media Latina). El «hasta ahora» de Curtius se refería a 1948, fecha de la primera edición alemana del libro, pero sin dificultad se puede leer literalmente: hasta 2014. No se le ha reconocido al espacio un paradigma temático análogo al desarrollado para el tiempo. La antigua simetría de conocimientos y de valores connotativos ha quedado, con el paso de los siglos, desvirtuada. El tiempo es un tema esencial del ser humano. El espacio, un mero recurso que lo acompaña, una circunstancia. Y es, sobre todo, la incapacidad para ser comprendido de otra manera, en otra dimensión más compleja. Porque «al locus… no se le ha reconocido hasta ahora categoría de tema… independiente». En ausencia de este paradigma temático del espacio a la crítica se le hace difícil percibir el calado de ciertas propuestas poéticas contemporáneas, e imposible establecer una referencia que las convoque y relacione. La intuición de un lector de poesía actual sugiere que los autores han ido mucho más allá de lo que los exégetas han sido capaces de entender. La

concepción de lo temporal supuso, por ejemplo, un eje en torno al cual vertebrar tanto la ascendencia como la creatividad de las poéticas de posguerra. En los últimos treinta años, sin embargo, la crítica carece de un concepto inmanente alrededor del cual comprender las aspiraciones poéticas. Se suele suplir esta ausencia con apelaciones, más o menos disfrazadas, a lo externo, a lo enunciado como idea de la poesía, incluso a lo polémico. Cuando es posible –mera intuición de lector, repito– que el elemento vertebrador de las obras más significativas del presente sea la construcción poética a partir de una particular idea del lugar –desde sociológica hasta simbólica, desde fenomenológica hasta mítica, desde geográfica hasta metafísica, pues con todos estos matices del conocimiento poético ha trabajado, y se han diferenciado entre sí sus integrantes, la actual generación–. El desconocido nexo común de la poesía del presente posiblemente se descubra en el protagonismo del espacio en la comprensión poética del sujeto y de la realidad, en la conceptualización del espacio no como recurso literario, sino como tema central del ser contemporáneo, que tal vez haya empezado a dejar de sentirse tiempo para comprenderse como lugar. Como encarnaciones de un lugar. O, como escribe en un verso Julián Cañizares, la poesía «Era la casa del lugar. Mis lugares vivían en ella».

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dossier: Toni Montesinos. Una ciencia ficción platónica

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Una ciencia ficción platónica Toni Montesinos Ilustración de Miquel Rof

.Las llaves de Utopía aún las tiene Platón. Él fue su primer visitante, el que colocó los límites del territorio para que los demás pudieran hacerlo evolucionar, el que abrió las puertas a esa forma de existencia urbana. Así, proyectando en su imaginación un ámbito nuevo, a mitad de camino entre la ideología política y la filosofía, diseña la polis (o ciudad-estado) que hubiera pretendido similar a su querida Atenas; no exactamente una suerte de ciudad ideal pura y perfecta, es decir, imposible, sino una alternativa científica y pragmática a la realidad del momento, o sea, a la débil salud de un lugar sacudido por un largo conflicto bélico: la guerra del Peloponeso, que se había extendido desde el año 431 al 404 a.C. y que enfrentó a Esparta, muy poderosa gracias a su ejército terrestre, y Atenas, la gran potencia naval del mundo conocido. Para tal fin, se entrega a la escritura de La República entre los años 389 y 369 a.C., cuestionando el sistema de gobierno de su ciudad, que no es otro que la democracia. Es precisamente el hecho de ver la situación de varias ciudades, que sufren una completa desorganización por culpa de la larga batalla que acaba con la derrota de Atenas, lo que conduce a Platón a concebir una sociedad en la que rija la justicia desde todos los puntos de vista; algo que, en su opinión, no proporciona el pensamiento democrático, que ha ido degenerando hasta convertirse en una caricatura de sí mismo. Por eso, en La República hay ideas al respecto de cómo en democracia no es el pueblo quien manda, de cómo se van sucediendo los que abanderan los cambios hasta que la igualdad no pasa de ser una farsa. De resultas de lo que va a manifestar Platón en La República y en otras obras como Las leyes y Critias, se extrae que la democracia esconde una intención fundamentalmente demagógica. De esta manera, la distancia en el tiempo entre el periodo vital del filósofo y la época actual se difumina y entrecruza: el político será el que, por mediación del arte de la oratoria, intente convencer al pueblo de su voluntad por

mejorar las cosas; sin embargo, lo único que le importará será conservar el poder. Por lo tanto, no habrá de extrañar que la política, tal como la entendemos ahora, brille por su ausencia en el organigrama de las diferentes regiones de Utopía. A su vez, el ciudadano en La República deberá asumir el poder propio de los gobernantes; éstos, al quedar desprestigiados por sus intenciones sospechosas, y alejados de lo que debería ser su punto de partida –hacer mejor a cada una de las personas que viven bajo su dirección–, han de ceder el protagonismo a una sociedad de individuos que constituirán la ciudad desde sus orígenes y la mantendrán plena de civismo y armonía. El Estado, de esta manera, desaparece frente al buen hacer colectivo de las personas, portadoras del bien filosófico, tal como había soñado Sócrates. Así las cosas, la doctrina de Platón en La República aboga por la repartición de tareas entre los ciudadanos, al tiempo que estimula la ayuda y el apoyo mutuos. De haber complicaciones, aparecerá una clase de ciudadanos muy específica, la de los guardianes o militares que deberán asegurar que todo esté en orden, de custodiar la ciudad, de que no aparece ninguna oveja descarriada dentro de la población, dividida en función de la utilidad y las necesidades que imponga una ciudad gobernada por la buena fe general. La familia no existe como tal, todo se comparte y cada individuo realiza unas tareas muy específicas en beneficio de todos, dado que «no hay dos personas exactamente iguales por naturaleza, sino que en todas hay diferencias innatas que hacen apta a cada una para una ocupación». En este sentido, los que se verán obligados a un mayor sacrificio son los denominados «auxiliares» o «asalariados», cuya escasa inteligencia pero buenas aptitudes físicas les llevan a «realizar trabajos penosos», a ser una especie de complemento para la ciudad. Por su parte, los guardianes tendrán que realizar aquellas tareas más ventajosas para la República, olvidándose de la propia felicidad, pese a que la idea de Platón es hacer que toda la ciudad sea feliz y que no disfruten sólo unos cuantos

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de ella. A cambio, al buen guardián cuyo comportamiento desde niño haya sido ejemplar se le concederá en vida grandes dignidades y, una vez muerto, se le honrará mediante monumentos y con solemnes funerales. Junto a estos sacrificios, también se contará el hecho de no tener derecho a la posesión de una casa: los víveres le serán proporcionados al guardián por iniciativa del resto de ciudadanos como retribución a sus servicios. Todos, en definitiva, se verán en la necesidad de evitar los dos extremos más peligrosos para la armonía de la convivencia: la riqueza y la indigencia, «ya que la una trae la molicie, la ociosidad y el prurito de novedades, y la otra, este mismo prurito y, a más, la vileza y el mal obrar». Tanto unos como otros, eso sí, estarán gobernados por los «salvadores y protectores» filósofos, es decir, aquellos sujetos que reflejan el bien y que son imposibles de corromper, además de ser los únicos en tener los conocimientos de las Ideas adecuadas para que el pueblo viva en armonía. La población, bien alimentada de forma vegetariana (aceitunas, queso, cebollas, verduras, higos, guisantes, habas y bellotas son los alimentos principales), disfrutando de buena salud, tendrá una esperanza de vida altísima, cualidades que heredarán las siguientes generaciones. Asimismo, el elegido que imparta justicia habrá de ser necesariamente anciano, pues se necesita mucho tiempo para, a partir del estudio detallado y no de la experiencia personal, alcanzar el conocimiento de la injusticia. La gimnasia y la música (la cual incluye las letras) son la base de la educación para los habitantes de la República. Sobre los dioses, no caben supersticiones ni tacharles de malvados por enviar desgracias a los humanos; éstos son los únicos responsables de las cosas malas. Acerca de ello, el que pisa la República platónica tal vez se sorprenda de los ataques dirigidos a Homero, que es criticado por describir a los dioses de forma errónea y de escribir de modo poco pedagógico de cara a los niños. Este asunto resulta muy importante, pues el hecho de contar fábulas constituye una de las primeras actividades destinadas a la educación de los más pequeños, y en ellas, «en modo alguno se les debe contar o pintar las giganto-

maquias o las otras innumerables querellas de toda índole desarrolladas entre los dioses o héroes y los de su casta y familia [...]. Porque el niño no es capaz de discernir dónde hay alegoría y dónde no y las impresiones recibidas a esa edad difícilmente se borran o desarraigan. Razón por la cual hay que poner, en mi opinión, el máximo empeño en que las primeras fábulas que escuche sean las más hábilmente dispuestas para exhortar al oyente a la virtud». La educación, en suma, ha de plantearse para hacer de los niños hombres discretos que comprendan que lo mejor para la comunidad es compartirlo todo, incluyendo mujer e hijos. En la ciudad ideal, uno se ha de adaptar a tales condiciones: «Esas mujeres serán todas comunes para todos esos hombres y ninguna cohabitará privadamente con ninguno de ellos; y los hijos serán asimismo comunes y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre». Sin embargo, no merece la pena crear ordenanzas que regulen estas cosas, pues los individuos, honrados, sanos y felices, serán capaces de ejercitar tales hábitos sin leyes de por medio. El decoro, dentro de esta sociedad felizmente avenida, servirá para eludir la promiscuidad, y aunque existirá la posibilidad del matrimonio, éste estará controlado por el Estado, que elegirá cuántos pueden celebrarse a partir de las consecuencias de las epidemias y guerras que sucedan; con ello, el número de ciudadanos se irá equilibrando para que no aumente ni descienda de manera preocupante. En otra obra platónica, Las leyes, se trata de discutir sobre la mejor legislación para una nueva colonia, que estaría formada por diversos barrios (exactamente, 5 040 parcelas), los cuales a su vez se mantendrían, sin crecer ni en espacio ni en número de habitantes, a una considerable distancia del mar, pues el temor de que gente foránea pudiera llegar a la ciudad desde el puerto con malas intenciones es muy grande. En estas páginas, Platón cambia tanto sus iniciales planteamientos que parece contradecirse: en la ciudad concebida en Las leyes, existen las propiedades personales, una moneda de curso legal sólo entre los propios ciudadanos, la obligación de casarse antes de los treinta y cinco años, una serie de gobernantes para las distintas


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necesidades sociales e incluso un senado, que se empeñará en controlar de forma drástica la educación de los niños. Todo está más atado y hay menos libertades, hasta el punto de que se censuran las opiniones personales si no son acordes con la perspectiva oficial. Como en el mismo régimen tiránico que el propio Platón condenaba en La República, Las leyes proponen la vigilancia al ciudadano, destruyendo la realización personal para que el engranaje de la polis no sufra ningún desperfecto. Será, por fin, cuando entremos en otros diálogos socráticos, Timeo y Critias, el momento de ver cómo funciona la ciudad ideal, de comprobar si en efecto las legislaciones diseñadas resultan prácticas. Para tal objetivo, Platón nos enseña cómo fue la Atenas nueve mil años antes del tiempo del filósofo, y de qué forma está compuesta esa extraña tierra llamada Atlántida. Así, encontraremos una Atenas perfectamente organizada entre sacerdotes, artesanos, pastores, monteros, labradores y guerreros, aislados los unos de los otros, concentrados en sus quehaceres. Asimismo, no lejos

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dossier: Toni Montesinos. Una ciencia ficción platónica

de ella aparecerá una isla cuyo dueño anhela conquistar Grecia, pero un mal día un gran terremoto hunde la Atlántida en el mar, desapareciendo con ella sus templos dedicados a los dioses, su marcada organización militar, su división en diez provincias regidas por tantos reyes, los cuales no tardarían en corromperse al verse contagiados, desde su espíritu divino, de los errores humanos más vulgares. Nace de esta manera la Utopía insular, y su trasfondo político, pues siempre en la construcción de tales ciudades se transparenta una realidad próxima: Platón contrastó el equilibrio ateniense con la barbarie y desmesura de la Atlántida, pensando en las guerras de Grecia contra Persia del siglo V a.C. Las ciudades utópicas, ateniéndonos a La República, se edificarán «con palabras [...] desde sus cimientos. La construirán, por lo visto, nuestras necesidades». Esta Utopía platónica constituye la entrada a la sociedad moderna que aparecerá en la literatura como un modo de presagio, deseo o temor. (¿No dijo Lamartine que «las utopías no son en muchos casos sino verdades prematuras»?). No en vano, los escritores utopistas serán los primeros en plantear la igualdad de sexos, la asistencia social, la creación de instituciones organizadas, o una ciencia sin restricciones. Ese compromiso intelectual con el entorno nació en la Grecia de hace veinticinco siglos y se ha desarrollado, como género literario, a lo largo de toda la historia. Sobra decir que la culminación a todo ese progreso común, partiendo del viaje imaginario tradicional, iba a llamarse, para nosotros, ciencia ficción.

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Nota: citas sacadas de Platón: La República, edición de M. Fernández-Galiano y J. M. Pabón (Alianza: Madrid, 2003). Toni Montesinos (Barcelona, 1972) es crítico literario, novelista, poeta, ensayista. Sus últimos libros son: Que todo en la vida es cine. Escritos autobiográficos sobre películas (2013), La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana (2013), que recibió el XI Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso, Diario del poeta isleño (2013) y La resistencia del ideal. Ensayos literarios 1993-2013 (2014). Desde el año 2009 mantiene el blog de «escrituras y vivencias literarias» Alma en las Palabras.


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De la Utopía fortificada a la Utopía encriptada Mireia Valls

.No hay topos sin u-topos. La Utopía preexiste al espacio concreto en el que ella puede llegar a proyectarse, o no, en cuyo caso las coordenadas en las que se ubica el ser humano devienen vacías de significado, un lugar yermo al que le falta la savia nutricia y su razón de ser. «No se puede vivir sin una Utopía. Esa es su necesidad y su utilidad. Por eso creer es tan sencillo como sagrado y también por ello se dice que la fe mueve montañas»1, son las palabras de quien ha conocido esta realidad y la plantea como imprescindible en cualquier acto creativo, tal el de la escritura que aquí nos ocupa. Pues siempre se ha visto al escritor como un intermediario entre el mundo de las ideas emanadas de los Principios Universales y su expresión en el plano de las Formaciones Sutiles y de la Concreción Material. Al menos, esa ha sido la función unánime del escriba en toda sociedad o cultura inmersa en una concepción sagrada –lo que es lo mismo que decir auténtica, significativa y simbólica–, donde le ha tocado ser emisario de un mundo otro, invisible pero real, que debe actualizar en su conciencia y darlo a conocer, o sea realizar el generoso gesto de devolver lo recibido. Y agregaremos que no se puede hablar de lo que no se conoce, por eso la gestación y alumbramiento de una creación, sea la que fuere, implica partir de un origen que es el símbolo del Origen de todo lo manifestado, y haber contemplado el orden interno del Mundo antes de su desarrollo, el cual inexorablemente cumplirá un Destino coincidente con el Principio. Es en el alma donde está grabada esta escritura divina que el hombre podrá luego reproducir, ejerciendo así la acción mágico-teúrgica que le compete. Platón expresó estos conceptos en su Fedón al preguntarse: «¿Qué decís, pues, de aquel razonamiento según el cual afirmábamos que el aprender era recordar, y que, siendo eso así, era necesario que nuestra alma hubiera existido ya en algún lugar antes de quedarse encadenada a este cuerpo?». Esto significa que conocemos la Utopía desde siempre –aunque no seamos conscientes de ello–, que la traemos incorporada en el equipaje con el que 1. Palabras de Federico González Frías.

nacemos y que sólo hace falta evocarla y recrearla, dándole nuevas formas siempre acordes con los arquetipos y ajustadas a las circunstancias espacio-temporales. Al inicio de este ciclo cósmico, la Utopía fue visualizada como un Paraíso Terrenal, un jardín en el que reinaban la Concordia y la Belleza y donde el hombre vivía en perfecta armonía con el Principio y los seres de la creación entera; aunque en otras cosmogonías se la presentaba bajo la modalidad de una isla primigenia ordenada y ordenadora que emergía en medio de las caóticas aguas primordiales, denominada Isla de los Bienaventurados o de los Inmortales y también Isla Blanca o Perdida, cuya simbólica será recreada en el Renacimiento por Tomás Moro en su obra Utopía, inaugurando un género literario explorado por muchos escritores esotéricos. A medida que avanza el ciclo de la presente humanidad, y en consonancia con la solidificación y materialización creciente, la imagen de ese u-topos se va transformando y adopta la de una construcción o una ciudad ideal erigida por los hombres conforme a las leyes que rigen el Universo, tal como la presentada por Platón en su República, o La Ciudad del Sol de Campanella, Cristianópolis de Andrae e igualmente La ciudad de las damas de Cristina de Pizán, por poner sólo algunos ejemplos. Aunque esa edificación puede ser también musical, o bien pictórica, geométrica, teatral, o el relato de un sueño, tal el descrito por Francesco Colonna en su Hypnerotomachia Poliphili, o La vida es sueño de Calderón de la Barca, los libretos de Shakespeare, y ya llegando a nuestro siglo, la inmensa e imprescindible obra simbólico-utópica y metafísica de Federico González Frías. En estos momentos estamos a la «espera» del descenso de la Ciudadela Celeste con la que se cerrará la presente Edad de Hierro, a sabiendas de que la Utopía está, ha estado y estará siempre a salvo de cualquier fin, sobreviviendo a edades y eones, pues «vive» por siempre en otro plano de la conciencia inafectado por las coordenadas espacio-temporales, de ahí el enorme interés del ser humano, o mejor dicho necesidad, de atraerla y habitarla. «La más grande de las Utopías es la nuestra»1. Y esto no es un cuento, ni una alegoría, ni una válvula de escape ante el


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dossier: Mireia Valls. De la Utopía fortificada a la Utopía encriptada

panorama intelectual-espiritual tan desolador de hoy en día, ni tampoco una afirmación pretenciosa, sino que damos fe y testimonio de la posibilidad del encuentro real y directo con la Utopía de fin de ciclo, que sintetizará en sí todos los modelos que la han revelado hasta ahora, lo cual significa, para el que pueda recibirlo con amplitud de miras, o mejor dicho con una mirada sagrada, el más extraordinario de los presentes jamás imaginado. Es muy difícil que se produzca esta reminiscencia, este verdadero despertar del pensamiento analógico que habrá de conducirnos hasta las puertas de dicha Utopía, guiados por la diosa Inteligencia y de la mano de Sabiduría, dado el apego del ser humano contemporáneo a lo sensible, material y tangible, y a su negación cada vez más acérrima de los mundos invisibles iluminados sólo por el intelecto. Difícil pero no imposible. Experimentando con el símbolo y su operatividad en el alma, el habitante «potencial» de la Utopía irá traspasando todos los velos de la ignorancia, de los sentidos y de la razón y llegará frente al umbral de ese estado escondido u olvidado que se le aparecerá de pronto como una fortaleza, casi infranqueable. Sencillamente –y de ahí la enorme dificultad–, sólo puede traspasar el umbral de la fortaleza utópica el ser humano regenerado, el que ha muerto a la irrealidad de su vida mortal y ha nacido por segunda vez, como el dios Dioniso, empezando a crecer bajo el amparo de la enseñanza simbólica, esto es, de la cosmogonía revelada por Hermes, auténtica nodriza y promotora de la alquimia del alma, de su transmutación o proceso interno plagado de pruebas en las que a base de disoluciones y coagulaciones se desprenden los apegos y falsas identidades y va aflorando el tenue brillo de la esencia inmortal, idéntica a la de todos los seres. O sea una coincidencia del hombre deificado con el dios encarnado, unidos en el Misterio de su Identidad. El utópico asume la máxima délfica: «Conócete a ti mismo», y la lleva a cabo hasta sus últimas consecuencias; se deja fecundar y conducir por el intelecto y está dispuesto a conocer y cruzar los límites de lo humano, de lo suprahumano o universal, e incluso los del Cosmos, para lo cual sabe que es imprescindible explorarlo y encarnarlo en plenitud. Las fuerzas y luces del utópico de fin de ciclo están muy menguadas, pero su fe es firme –para nada ciega e inconsciente–, y apunta a un punto inmóvil, imperturbable, a cubierto de cualquier ataque, inviolable por su propia naturaleza. Aspira a la Libertad y haciendo uso de su libre albedrío emprende la tarea de autogenerarse en el seno de Sí mismo. Confía en las Artes del número y de la palabra para leer en su microcosmos las

leyes que análogamente rigen el macrocosmos, el lenguaje revelado y arcano que a la par que va descifrando en su alma lo reescribe con sus palabras, contribuyendo así a recrear el mundo por el poder inextinguible del Verbo, lo que lo convierte en centinela y a la vez transmisor de la Utopía. Un poeta, matemático-geómetra, músico, astrónomo, alquimista y soldado que maneja la varita mágica con la que religa el tapiz cósmico y también la espada que corta y dice no al engaño, la mentira, el simulacro, la manipulación o cualquier otra injerencia que intente impedir o suplantar la vivencia de ese estado purificado del alma, en cuyo centro reside el Espíritu. Únicamente así, solo, haciéndose responsable de su Destino, es recibido el utópico en la cripta de su corazón. Sin guardianes, ni testigos, ni jueces, ni reyes, ni sacerdotes. Patrón y al mismo tiempo remero de la fortaleza convertida ahora en nave, asido al timón que maneja y a la vez lo sostiene y a merced de las aguas y los vientos, vela para no perder ni un instante la orientación hacia el Centro, el Origen que es el Alfa y Omega del gran Libro de la Vida. La brújula imantada por la gravedad y la Polar en el cielo, lo guían. Y va guardando cuidadosamente en la diminuta nave fortificada las claves simbólicas de una Memoria siempre actual y presente en la conciencia; Memoria compartida con todos los camaradas utópicos que la invocan en silenciosas oraciones. Hace acopio de un lenguaje simbólico y universal de cifras numénicas y letras demiúrgicas que nombran todo lo nombrable. La nave-matriz acoge los gérmenes inmortales con los que se generará un nuevo ciclo, y es imprescindible sellar cualquier abertura, encriptar la Ciencia Sagrada para que ninguna intromisión contamine el misterio del deceso de mundo obsoleto y la simultánea eclosión de una creación virginal. Nada puede perturbar este secreto, en sí imposible de revelar, del origen reactualizado del Ser en el regazo vacío del No-Ser.

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Mireia Valls nació y reside en Barcelona. Es directora del Centro de Estudios de Simbología de Barcelona e integrante del grupo teatral La Colegiata. Coautora de Hermes y Barcelona (Mediterrània, 2004) y autora de Mujeres Herméticas. Voces de la sabiduría en Occidente (mtmeditores, 2007), Viaje en pos de un destino (Symbolos, 2009), Islas simbólicas: Montjuïc, Mallorca, Buda (Libros del Innombrable, 2009) y La Barcelona subterránea (Mediterrània, 2012). Con Federico González: Presencia viva de la Cábala (Libros del Innombrable, 2006) y Presencia viva de la Cábala II. La Cábala Cristiana (Libros del Innombrable, 2014). Dirige la web telemática La Caracola. La mujer y el simbolismo femenino (http://la-caracola.es) y colabora en la revista Symbolos.

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Memoria de la impermanencia Los no lugares en la literatura migrante Luis Luna Ilustración de Miquel Rof

.En un mundo marcado por la globalización, al menos la económica, hay una historia de la literatura que apenas cuenta con estudios de referencia. Se trata de la literatura migrante, siempre postergada o ninguneada por los diversos cánones nacionales. Todo ello contando con que la migración ha marcado la historia de la humanidad de las últimas centurias, especialmente desde el descubrimiento del continente americano. Los desplazamientos individuales y masivos posteriores, la llamada Great Migration de finales del siglo XIX y principios del XX, las migraciones intraeuropeas impulsadas por la economía fordista tras la Segunda Guerra Mundial, nos muestran una población mundial en constante tránsito. Para hablar de tan amplio fenómeno hay que referirse en primer lugar a la propia definición del término, todavía hoy en construcción. ¿De qué hablamos cuando nos referimos a literatura migrante? Podríamos hablar de ella como un fenómeno adscrito al sujeto que migra y que además crea literariamente, y esto sería sólo una parte del fenómeno. Los diversos sujetos migrantes se enfrentan a realidades comunes y, por tanto, puede haber un intento de sistematización de sus peculiaridades o rasgos de estilo. Es en ese supuesto en donde el estudio de este tipo de creación adquiere un sentido independiente de las diversas tradiciones nacionales y se constituye en paradigma de un nuevo escenario vital. Así se realiza en EEUU, donde la Ethnic Literature se encarga de documentar los primeros escritos autobiográficos de escandinavos, judíos, italianos y otros colectivos de finales del siglo XIX, llegando hasta la literatura chicana y de distintos grupos inmigrantes asiáticos en la actualidad. El interés que suscita tal literatura es, a día de hoy, extraordinario, tal y como dice el estudioso Benito del Pliego en su introducción a la antología Extracomunitarios: «la presencia de una terminología que, como en estos casos, busca en lo exílico referentes confirma el interés que la situación de los desplazados tiene para la literatura y fortalece la convicción de que, lejos de ser un asunto de importancia limitada, su consideración es necesaria para entender la postmodernidad poética». El

objeto de este artículo es, precisamente, indagar en esas características similares, entendiendo, al mismo tiempo, que cualquier reduccionismo es absurdo en este tipo de contextos, tan amplios como específicos. Dentro del esbozo de unas coordenadas comunes, casi todos los estudiosos (Xavier Frías Conde, Ana Acuña, Iris Zavala, etc.) coinciden en establecer las siguientes: a. El canon de la lengua B (de acogida) rechaza con fuerza la inclusión de los escritores de la lengua A (de origen o materna). b. Los distintos cánones de los países de origen ejercen grandes reticencias para la inclusión de los escritores migrantes, estableciendo fuertes marginaciones y dejando a los autores en claras situaciones de indefensión. El planteamiento más claro a este respecto lo encontramos en Xavier Frías, quien se pregunta (tomando como ejemplo el caso de los escritores gallegos residentes en Madrid) si la canonización pasa entonces por residir en los distintos países de origen. c. Los escritores migrantes aprovechan distintos «nichos» editoriales del país de acogida para publicar sus obras. Para la publicación en sus países de origen emplean lazos de amistad entre poetas y editoriales ajenas al canon, minoritarias y resistentes. d. La estudiosa Ana Acuña habla de la configuración de «espacios de resistencia» como tertulias, recitales, fanzines, revistas, etc. A ellos hemos de añadir los ámbitos universitarios, pues muchos poetas migrantes son, además, profesores. Este aserto se hace más intenso y explícito en el caso de que la emigración se haya producido por motivos políticos (exilio). e. Se produce una fuerte presencia de interferencias de las lenguas de acogida en las lenguas de origen, estableciendo en algunos casos dialectos privativos o interseccionales. f. La diáspora y el alejamiento de los cenáculos interiores otorga varias «virtudes» potestativas y no privativas


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(recordemos la noción del exilio interior, o insilio que afecta a muchos creadores) al poeta migrante: –mayor libertad formal y temática –reflexión demorada sobre su propia creación y la creación de sus compatriotas contemporáneos –despresurización con respecto a la publicación, consecución de galardones, reflejo en los mass media, etc. –universalización de la obra, siendo conocida mejor fuera que dentro, lo que pude otorgar un reconocimiento posterior en los países de origen –una cierta predominancia del viaje, del tránsito como tema axial de su obra, estableciendo determinados no lugares como escenarios y puntos de perspectiva Va a ser precisamente esta última característica la que justifique nuestro estudio. El tránsito se configura como un tema de especial relevancia. En cierto sentido, el tránsito es el propio habitáculo del migrante en cuanto que tal y es lógico que adquiera un rango predominante en su propia manera de codificar aquello que acarrea materiales para la poesía. Ese tránsito se hace escenario en cuanto que no lugar, si entendemos este concepto, partiendo de la teoría del sociólogo Marc Augé, como circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de individuos. En dichos espacios es difícil interiorizar sus componentes y se somete al individuo a un fuerte extrañamiento, siendo su identidad un concepto débil, apenas marcado por una tarjeta de embarque o un documento expedido por un Estado con el que ya no se mantiene vinculación. Ese fuerte extrañamiento se configura, para el poeta, como un extraordinario lugar de observación y análisis. Así se observa, por ejemplo, en dos poetas hispanoamericanas residentes en España, Isel Rivero y Silvia Castro. La primera nos dice en su poema «Fez, diciembre de 2008»: «Así se juntan los viajes y las caras escondidas en los entresijos de días y horas transcurridos rostros sonrisas miradas y luego tarjetas pedacitos de papel doblados esparcidos sobre el escritorio como un Tarot descubriendo pasado y

futuro». Como vemos, el sujeto lírico va anotando, en los sucesivos viajes, poemas que le sirvan en la empresa de interpretar el Tarot de sus días. Silvia Castro hace de ese tránsito un espacio que podría ser cualquiera, tal y como se nota en poemas como el que sigue: «Lenguas en clave por las aceras. / Mundos de mármol trasplantados. / Ráfagas amarillas sobre el cemento. // Saturno despliega su hambre hasta los bordes. / Desde el balcón escucho / un jadeo incesante». Desde ese puesto, privilegiado y doloroso a un tiempo, el creador configura espacios de resistencia para la memoria, marcada por un presente atemporal que revela un sujeto fuertemente marcado por el concepto de impermanencia. En esa impermanencia se adquiere, por así decirlo, un vínculo de unión con el resto de migrantes. Desde ella se puede, sin estar atado a un canon de manera estricta, desarrollar una literatura fuertemente personal. Se trata entonces de considerar los no lugares como espacios de la desubicación en el sujeto, lo cual influye notablemente en su estilo y en su manera de concebir los vínculos entre deslocalización y literatura. De acuerdo con ese supuesto, se puede iniciar una taxonomía que intente estructurar el tratamiento de estos no lugares en los poetas migrantes. Para hacerlo, tenemos que prestar atención a los distintos espacios a los que nos estamos refiriendo. Son muy usuales aquellos relacionados con el propio viaje, es decir, medios de locomoción. Los autobuses, los aviones, los barcos, son lugares donde el movimiento se hace evidente y desde donde se observa una realidad siempre cambiante. Esa observación del movimiento como sistema vital se hace verso en el poemario Sintaxis asfalto del chileno residente en España Julio Espinosa. El poemario tiene su línea temática axial en el viaje en autobús desde Zaragoza a Madrid. A través de este itinerario repetido, se analiza el sujeto poético, el entorno y el resto de sujetos desde una perspectiva fuertemente extrañada. También son representativos los textos que Andrés Fisher dedica a Castilla desde su coche o los numerosos poemas de tranvías del poeta en lengua gallega

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Xavier Frías. Además de ellos, encontramos los lugares de tránsito asociados, como aeropuertos o estaciones. En estos lugares el sujeto poético puede ensayar un multiperspectivismo que se cifra, normalmente, en la construcción a través de la alteridad. Además, al tratarse de no lugares «puros», el migrante atiende a su débil identidad, apenas esbozada en un documento. Esa identidad débil, correspondida por muchos otros en la misma situación, refuerza el sentido de impermanencia y permite un anclamiento de la propia naturaleza. El creador echa raíces en un territorio intermedio, pasando a ser su lugar de origen y su lugar de acogida espacios ficcionales, fosilizados en la memoria y, en gran medida, inexistentes. A este respecto conviene citar el conocido poema de Cernuda «Díptico español»: «Soy español sin ganas / Que vive como puede bien lejos de su tierra / Sin pesar ni nostalgia. He aprendido / El oficio de hombre duramente, / Por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero / No volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía, / Cuyas maneras rara vez me fueron propias, / Cuyo recuerdo tan hostil se me ha vuelto / Y de la cual ausencia y tiempo me extrañaron». Y también el que le dedica a Gran Bretaña, tierra de acogida durante un tiempo, cuando se marcha de ella: «Nada suyo guardaba aquella tierra /donde existiera. Por el aire, /como error, diez años de la vida / vio en un punto borrarse. […] (Adiós al fin, tierra como tu gente fría, / donde un error me trajo y otro error me lleva. / Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte)». Junto a los espacios vinculados al tránsito hay que considerar algunos otros donde la identidad sigue siendo débil, como hoteles, bares u otros lugares de ocio y diversión. En ellos es posible el anonimato, la mezcla, el devenir incesante de individuos que recuerda la propia diáspora del poeta reforzada por el extrañamiento de las costumbres foráneas. Esta temática es casi omnipresente en todo poeta migrante. Podemos encontrar numerosos ejemplos que podrían establecer casi un itinerario mundial de alojamientos circunstanciales, así como un nutrido grupo de lugares de ocio. A este respecto, resultan muy curiosos los textos de Vicente Araguas, poeta gallego residente en Madrid, quien dedica varios poemas a distintas discotecas europeas. En ellos se observa cómo el exiliado analiza desde su particular óptica la parroquia que acude a ellas, estableciendo diferencias

con su lugar de origen. Respecto a los hoteles muchos son los poetas que se han detenido en la observación demorada desde este espacio de tránsito. Conviene citar, acaso como ejemplo contemporáneo señero, el poema «Historia Seria» de Isel Rivero, en donde se repasa la historia de Europa desde la perspectiva irónica y amarga del migrante hispanoamericano: «En el Hotel Wellington de Madrid / los toreros duermen/ antes y después del sacrificio / […] Borbones, Habsburgos, Tudores, Romanovs, / Plantagenets, Saboyas, Valois, Hohenzollern, / la lista del registro puede ser extensa / si incluimos a los arribistas post coloniales /cuyas familias reclamarían su pedigrí / adjudicados en campos de muerte, conquistas y saqueos». Resumiendo podríamos, pues, subdividir en tres los no lugares observados en los poetas migrantes: 1. El viaje como espacio de la deslocalización. 2. Los espacios de tránsito. Distintos medios de locomoción. 3. Los lugares de paso. Hoteles, bares y otros centros de ocio. Como vemos, la clasificación intenta establecer unas líneas de trabajo provisionales, pendientes de un estudio mayor que pueda reunir todas las líneas temáticas asociadas a ella. Sin embargo, hemos podido observar la importancia que el espacio tiene en los poetas migrantes, siendo su estudio fundamental para un mundo verdaderamente globalizado, aquel que entiende al sujeto como parte sine qua non del mismo y tal vez, junto con el entorno, su verdadero protagonista, más allá del sujeto-producto al que se ha atendido dentro de las teorías económicas globales sobre migración.

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Luis Luna (Madrid, 1975). Doctor en Filología Románica y Licenciado en Filología Hispánica. Co-docente en el máster «Literaturas hispánicas (catalana, gallega y vasca) en el contexto europeo» de la UNED. Docente en Escuela de Escritores. Dirige la colección de poesía «Fragmentaria» de Amargord Ediciones. Ha publicado los poemarios Cuaderno del Guardabosque, Al Rihla (El viaje), Territorio en penumbra, Almendra, libro-disco en colaboración con Lourdes de Abajo y con grabados de Juan Carlos Mestre, y Umbilical. Su obra reunida ha sido publicada en EEUU bajo el título Language rooms.

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Las ciudades invisibles, de Italo Calvino Rebeca García Nieto

.Algunos libros no se leen, sino que se transitan, se habitan, se viven. En ellos cabe hablar de itinerarios en vez de tramas. Y quien se adentra en ellos debe hacerlo con la mentalidad abierta del viajero que hace autostop para visitar lugares donde nunca ha estado. Esta concepción, por así decirlo, geográfica de la literatura es la que propone Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Para el italiano, un libro «es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir». Las ciudades invisibles se compone de una serie de relatos de viaje que Marco Polo narra a Kublai Kan, emperador de los tártaros. Hay que señalar que el Marco Polo que hace de cicerone en el libro de Calvino no se corresponde exactamente con el famoso mercader veneciano. Más bien, se trata de un mercader muy particular, que «contrabandea» con «estados de ánimo, estados de gracia, elegías» y trafica con palabras, recuerdos y sueños. Su misión consiste en describir al Gran Kan las ciudades que dan forma a su vasto imperio, ya que los territorios que éste ha conquistado son tantos y tan amplios que no los conoce con exactitud. Para deambular por Las ciudades invisibles, el lector debe tener presente que, al igual que ocurre en una de las ciudades descritas por Calvino, la distancia más corta entre dos puntos no es una línea recta, sino un zigzag. En otras palabras, para seguir la ruta que propone Marco Polo, hay que olvidarse de toda noción espacio-temporal al uso: nos vamos a encontrar con ciudades bidimensionales, como Moriana; ciudades que crecen en círculos concéntricos, como Olinda; o ciudades cuyas calles remedan la órbita de algún planeta, como Andria. De poco sirven en este viaje las brújulas o los sistemas de posicionamiento global, ya que nuestro cicerone avanza con la cabeza «siempre vuelta hacia atrás», «lo que ve está siempre a sus espaldas», es decir, que su viaje se produce en la memoria: «…cuanto más se perdía en barrios desconocidos de ciudades lejanas, más entendía las otras ciudades que había atravesado para llegar hasta allí, y recorría las etapas de sus viajes, y aprendía a conocer el puerto del cual había zarpado, y los sitios familiares de su juventud, y

los alrededores de su casa, y una placita de Venecia donde corría de pequeño». Pero sería simplificar demasiado decir que Polo viaja al pasado, puesto que viaja también a los futuros que nunca serán suyos. Cuando ve a un hombre en una plaza piensa que esa vida podría haber sido la suya: «debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas». De este modo, los caminos del libro se bifurcan sin cesar haciendo que las posibles rutas del viaje sean infinitas. No parece casualidad que todas las ciudades del libro lleven nombre de mujer. Dice Calvino que las ciudades son lugares de trueque, no sólo de mercancías, sino también de palabras, deseos y recuerdos. Lo mismo sucede con el amor. Las relaciones son un trueque de sexo y de sentimientos. En este sentido, las conquistas territoriales del Kan bien podrían haber sido amorosas. A través de los relatos de Marco Polo, el Kan quiere poner orden a sus conquistas, conocer el imperio que ha levantado a lo largo de su vida: es decir, conocerse a sí mismo. En cierto modo, el Kan y Polo son las dos caras de una misma persona: la razón y la imaginación. Las ciudades invisibles que describe Polo están hechas del mismo material del que están hechos los sueños (y las pesadillas). Este deseo de conocerse a uno mismo nos remite al epílogo de «El hacedor», de ese otro gran cartógrafo que fue Jorge Luis Borges: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». La cita a Borges en este artículo es obligada. No en vano, el argentino trazó mapas de lugares que aún hoy muchos lectores visitamos con regularidad. Como Uqbar, un país que Borges y Bioy Casares tratan en vano de encontrar. O el mapa que se describe en «Del rigor de la ciencia». En este relato, la cartografía ha logrado ser tan precisa que los cartógrafos han trazado un mapa a escala 1:1, como ya avanzó Lewis Carroll


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dossier: Rebeca García Nieto. Las ciudades invisibles, de Italo Calvino

en Silvia y Bruno. De este modo, cabe imaginar que a los habitantes del imperio les resultará difícil distinguir si habitan en el mapa o en el territorio. Calvino va un paso más allá en el arte de la cartografía y logra describir ciudades que se borran ante los ojos de quien las contempla. Un ejemplo de ciudad que se hace invisible ante nuestras narices es Fílides. Al principio del relato, Calvino nos presenta la ciudad vista por primera vez: «En cada uno de sus puntos la ciudad ofrece sorpresas a la vista». Pero sólo un párrafo después nos encontramos ante una ciudad desgastada por la mirada de alguien que lleva tiempo viviendo allí: «Te ocurre a veces que te detienes en Fílides y pasas allí el resto de tus días. Pronto la ciudad se decolora ante tus ojos, se borran los rosetones, las estatuas sobre las ménsulas, las cúpulas […] Tus pasos persiguen no lo que se encuentra fuera de los ojos sino adentro, sepulto y borrado: si entre dos soportales uno sigue pareciéndote más alegre es porque por él pasaba hace treinta años una muchacha de anchas mangas bordadas, o bien sólo porque recibe la luz a cierta hora, como aquel soportal que ya no recuerdas dónde estaba». Así, la ciudad que tenemos en la cabeza, la construida por la memoria, se superpone a la ciudad que existe fuera de nuestra mente, la ciudad «real», de forma que ésta se desvanece ante nosotros. Aunque se podrían poner muchos más ejemplos, este párrafo muestra los rasgos característicos del libro: la belleza con la que está escrito, su sutileza, los distintos niveles de lectura que ofrece. Se podría decir que esta preocupación de Calvino por la imposibilidad de describir la realidad de forma objetiva es postmoderna. También lo es la cuestión del narrador. Marco Polo describe con frecuencia las ciudades que ha visitado en tercera persona. En otras ocasiones lo hace en segunda, y a veces permite que el yo se entrometa en el discurso («Inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la Ciudad

de Zaira de los altos bastiones»). Se podría decir que el narrador es una figura tan laberíntica como las ciudades que describe el veneciano. Mención aparte merece la estructura. Pese a la numeración tradicional de los capítulos (en números romanos), el libro permite otras formas de lectura, otros itinerarios, más allá de la lectura lineal. No hay que olvidar que Calvino formaba parte del grupo OuLiPo, fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais. Como dijeron Marcel Bénabou y Jacques Roubaud, un autor oulipiano «es una rata que construye ella misma el laberinto del cual se propone salir. ¿Un laberinto de qué? De palabras, sonidos, frases, párrafos, capítulos, bibliotecas, prosa, poesía y todo eso». En cierto modo, al igual que ocurre en otra novela oulipiana, La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, Las ciudades invisibles está estructurada como un puzle. Si en la novela de Perec la estructura sigue el recorrido del «problema del caballo», un problema matemático que sigue los movimientos del caballo en el ajedrez, en Las ciudades invisibles (escrita unos años antes) es el Gran Kan el que plantea la metáfora del ajedrez: «En adelante Kublai Kan no tenía necesidad de enviar a Marco Polo a expediciones lejanas: lo retenía jugando interminables partidas de ajedrez. El conocimiento del imperio estaba escondido en el diseño trazado por los saltos espigados del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren a las incursiones del alfil, por el paso arrastrado y cauto del rey y del humilde peón, por las alternativas inexorables de cada partida. El Gran Kan trataba de ensimismarse en el juego: pero ahora era el porqué del juego lo que se le escapaba. El fin de cada partida es una victoria o una pérdida: ¿pero de qué? ¿Cuál era la verdadera apuesta? En el jaque mate, bajo el pie del rey destituido por la mano del vencedor, queda un cuadrado negro o blanco. A fuerza de descarnar sus conquistas para reducirlas

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a la esencia, Kublai había llegado a la operación extrema: la conquista definitiva, de la cual los multiformes tesoros del imperio no eran sino apariencias ilusorias, se reducía a una tesela de madera cepillada: la nada...». El centro del imperio es, por tanto, un vacío, similar al hueco que buscaba Sergio Prim en La escala de los mapas, de Belén Gopegui. En esta magistral novela, el protagonista, que tiene problemas para entender la escala de los demás y no sabe cómo acercarse a ellos, trata de «escribir un tratado del hueco», ya que «aún no hay mapas y los escasos testimonios de gentes que dicen haberlo frecuentado son harto imprecisos». La novela de Calvino, en cambio, está motivada por el empuje opuesto. A diferencia de Prim, el Kan parece tener horror vacui, por eso necesita escuchar constantemente las historias de Polo, aun a sabiendas de que no son más que apariencias ilusorias inventadas para ocultar esa nada. En torno a la ausencia parecen también estar construidas Las ciudades invisibles. Cuando Polo describe al Kan un puente piedra por piedra, da la impresión de que se nos habla del proceso de construcción, el making of, del propio libro:

–El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla –responde Marco–, sino por la línea del arco que ellas forman.

Al margen de todas estas cuestiones características del postmodernismo, y a diferencia de otras novelas de los integrantes de OuLiPo, Las ciudades invisibles se ha convertido en un clásico. Como dice el propio Calvino, algunos libros llegan a ser continentes imaginarios, o «continentes del allende», donde encuentran acomodo otros libros. Así, escribe Calvino, El mensaje del emperador, de Kafka, o El desierto de los tártaros, de Buzzati, parten de algún modo de El millón, el libro de viajes del Marco Polo real. No sé cuántos libros se escribirán asentándose en las ciudades diseñadas por Calvino, pero es indudable que somos muchos los habitantes que figuramos en sus censos imaginarios, y muchos más los turistas que visitan las ciudades de forma ocasional.

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Rebeca García Nieto (1977) es escritora y especialista en Psicología Clínica. Ha trabajado varios años en la New York University (NYU) y colaborado en el Programa de Literatura Comparada de la City University of New York (CUNY). Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada en 2012 por Eutelequia. Con ella quedó finalista

–¿Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? –pregunta

del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid (2011). Con su segunda

Kublai Kan.

novela, quedó finalista en el Premio Herralde de Novela 2013.


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dossier: Francisco José Martínez Morán. De El Greco a Diego Rivera: evoluciones en la narrativa del espacio

De El Greco a Diego Rivera: evoluciones en la narrativa del espacio Francisco José Martínez Morán

.Durante este año, con motivo del cuarto centenario de la muerte de El Greco, tendremos la oportunidad de volver a observar, en más de una ocasión, sus magníficas vistas de Toledo, que con probabilidad se cuentan por su minuciosidad e inimitable vigor expresivo entre los paisajes más perturbadores de la historia de la pintura. En términos puramente literarios, que son los que aquí nos ocupan, siempre me ha parecido interesantísimo el contraste que la «Vista de Toledo» de Diego Rivera (1912) plantea con ellas: al subjetivismo del color de Doménikos Theotokópoulos, Rivera añade una perspectiva en ascenso y llena de afán y esfuerzo, tan trabada y poco complaciente como la que, por su parte y también con Toledo como protagonista, pinta Sorolla en noviembre de ese mismo año. Los tonos han pasado en el mexicano de la oscuridad tormentosa, preludio o paralelo de un conocimiento que bordea lo místico, a una gama cálida de elástica movilidad: el estatismo miniaturizado de los edificios, que contrastaba en las propuestas del XVII con la turbamulta del cielo, da paso a un vibrante conjunto de fachadas en escorzo. Y así, igual que el Delft encuadrado por Vermeer de manera no canónica («Callejuela», «Vista de Delft») constituye un primer giro en la subjetividad que desembocará en nuestros contemporáneos, el cuadro de Rivera supone la culminación total del camino. La mirada del autor, sin limitarse a la descripción, crea el espacio; y con ello la narración misma se vuelve descubrimiento, herramienta epistemológica, estudio y dedicación, desenvoltura en marcha de lo que ha de contarse. Como consecuencia, los receptores, sean lectores o espectadores, deben involucrarse de forma distinta en la experiencia: su colaboración no es menos que necesaria, parte activa y cómplice del abanico de inagotables significaciones de la obra. Creo que es un punto de llegada (y de arranque, por supuesto) análogo al que plantea Kafka, hacia 1922, con la

perspectiva del castillo nunca alcanzado por el Agrimensor: no olvidemos la subida constante, el difuminado y la dispersión de los edificios que componen el conjunto: En conjunto, el castillo, tal como se mostraba a lo lejos, correspondía a las expectativas de K. No era un viejo castillo feudal ni una fastuosa construcción moderna, sino una extensa estructura compuesta de algunos edificios de dos pisos y de muchos edificios bajos muy juntos [...]. Sin embargo, al acercarse, el castillo lo decepcionó: no era más que una pequeña ciudad francamente miserable, compuesta de casas de pueblo y apenas notable [...]. La calle, aquella calle principal del pueblo, no llevaba al cerro del castillo; sólo se acercaba, pero luego, como deliberadamente, se apartaba y, aunque no se alejaba del castillo, tampoco se acercaba más a él. [...] Resultaba un trabajo pesado levantar los pies que se hundían, rompió a sudar y de pronto se detuvo sin poder seguir.

De idéntica manera funcionan los espacios en El desaparecido y en El proceso (son particularmente reseñables en esta última las escaleras que K. encuentra plagadas de niños antes de la primera comparecencia) y, por descontado, los de una enorme cantidad de sus narraciones más breves: esfuerzo, apariencia, implicación de los lectores. Recuérdese «Los árboles», memorable miniatura de Contemplación: Pues somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia yacen apoyados sobre la superficie, y con un leve empujón deberían poder apartarse. No, no se puede, pues están unidos firmemente al suelo. Aunque cuidado, también esto es solo aparente.

Es evidente que de aquí deriva, de esa visión conflictiva y disgregada, carente de todo centro real, la relación que establece el escritor de nuestros dos siglos con su entorno,

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del último Valle-Inclán a Jean Rolin, pasando por Onetti y Paul Auster. Contra toda mitología y en oposición a los escenarios narrativos tradicionales, ya apenas sirven los lugares fijos, estables, tópicos en el más estricto sentido etimológico, que aguardan al héroe; ni resultan suficientes los enigmas que terminan en sí mismos como meros jalones argumentales de una sucesión de pruebas. El motivo del homo viator sigue siendo válido, pero sólo con la superposición de estas perspectivas ampliadas y participativas; por ende, los tres o cuatro motores básicos de toda narración (el engaño y la verdad desvelada, la cotidianeidad de aspecto tedioso, el asedio y el propio viaje) se enriquecen, precisamente al ser puestos en tela de juicio y, en no pocas ocasiones, reducidos al absurdo; la inestabilidad del espacio conlleva una enorme dosis de duda y estupor: en los textos que nos ocupan, los narradores, vayan en primera o en tercera, al sintonizar su voz con la de los lectores, no las escatiman. Y, al tiempo, sin posibilidad de retorno, la mirada dota de ficción a los objetos que describe. Herederos, continuadores directísimos de este planteamiento son Borges y Auster: para ambos la narración y sus espacios se plantean como un laberinto en permanente desarrollo y desafío. En el caso del argentino, resulta especial-

mente sugerente el poema «Benarés», contenido en Fervor de Buenos Aires (1923), que comienza tal que: «Falsa y tupida / como un jardín calcado en un espejo, / la imaginada urbe / que no han visto nunca mis ojos / entreteje distancias / y repite sus casas inalcanzables». Ya desde el título, que en palimpsesto habla de la ciudad natal del autor para referirse a la lejanía de la India, se observan los propósitos que hemos ido describiendo hasta aquí. Téngase en cuenta, a este hilo, lo mucho que le impresionaba a Borges el proteico Baldanders, que no sólo es multiforme y cambiante en lo que a su aspecto físico se refiere, sino que también ocupa los espacios de modo diferente a cualquier otro ser. Mientras, Auster (intermediado de forma decisiva por Beckett) propone juegos similares con Nueva York y con la geografía estadounidense: cada novela conlleva la creación de mapas personales en los que los protagonistas recorren su realidad íntima a través de los lugares que recorren. La noche del oráculo y La trilogía de Nueva York se basan, sin duda, en tales miradas, también presentes (valgan como ejemplo un puñado de casos de los muchísimos que podrían citarse) en los giros de El libro de las ilusiones, Leviatán y El Palacio de la Luna, en las maquetas hiperrealistas de La música del azar, en la picaresca de Mr. Vértigo, e incluso en la muy cervantina Tombuctú, gracias a las visiones ensoñadas de Míster Bones. En no pocas tramas, Auster, profundamente implicado en estos presupuestos, llega a convertir la búsqueda de los cuadernos de trabajo apropiados para cada historia en una inquisición sobre el hombre y su lugar en el mundo. No en vano, en el cincuentenario de la muerte de Kafka, Auster escribía esto sobre el maestro checo («Apuntes sobre Kafka»): Deambula por un camino que no es camino, en un planeta que no es su planeta, exiliado de su propio cuerpo. Rechaza todo lo que se le ofrece y vuelve la espalda a todo lo que aguarda ante él. Desecha lo mejor para aspirar a aquello que se ha negado a sí mismo, porque entrar en la tierra prometida es renunciar a acercarse a ella.

En Cortázar, París y Buenos Aires entran en diálogo gracias, entre otras cosas, a esta perspectiva (nótese «Cartas de mamá», sin ir más lejos); en Onetti, sólo desde esta puerta de entrada se entienden las trabajosas morosidades de las instalaciones, oficinas y aledaños del astillero; en Umbral, la desolación de Mortal y rosa viene dada, en buena medida, por el desgarro del individuo con su entorno (pensiones asfixiantes, calles sin salida abierta, insondables profundidades del suburbano, clínicas sin esperanza); en Martín-Santos, las vivencias de los bajos fondos y la tormentosa profundización


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psicológica se fundan en un idéntico desgajamiento espacial. La vida instrucciones de uso de Perec (así como la notable La plaza, modo de empleo, revisión y homenaje de M. Marcos Monfort y J. M.. Desuárez, publicada en 2011) no podría existir sin esta rotación de la mirada, como incomprensibles serían el Boston de La broma infinita de Foster Wallace, los Estados Unidos y la Lituania de Las correcciones de Franzen o la España que Lerner bosqueja en Saliendo de la estación de Atocha. En un ejercicio particularmente complejo y estimulante, La cerca de Jean Rolin (publicada en Francia en 2002) aúna Waterloo y el más sucio urbanismo parisino en el bulevar de Ney: el personaje histórico, Michel Ney, mariscal napoleónico, se mezcla con la más rabiosa contemporaneidad en un proceso desmitificador propiciado por la coincidencia, en extremo subjetiva, de palabra y mirada. No me resisto, por último, a realizar un brevísimo apunte sobre ciertos elementos narrativos de la poesía última española. En una línea no demasiado distinta a la de Rolin, Roger Wolfe (Días perdidos en los transportes públicos, por ejemplo), Pablo García Casado (sobre todo, en Las afueras), Paz Cornejo (con su espléndido primer poemario, Desaires metropolitanos) y, ya con claridad en otra posición estética y generacional, María M. Bautista (Primera noche en las ciudades nuevas): en todos ellos es profunda la desmitificación del historicismo, en todos se hace agobiante la opresión de lo periférico, así como perentoria la búsqueda infructuosa e involuntaria de la centralidad. Una radiografía social de este carácter sólo puede plantearse dentro de los parámetros que abre Kafka. No pretendo, porque ni debo ni puedo, ser exhaustivo en el catálogo. Los ejemplos, en suma, tanto en escritores consagrados como en autores menos conocidos son innumerables, lo cual demuestra que es una perspectiva completamente asentada y, podría afirmarse, que ya canónica. A estas alturas parece más un tópico que una explicación, pero no por repetida deja de ser una verdad digna de ser explorada: el inicio del giro comienza con Cervantes, coetáneo casi exacto de Doménikos Theotokópoulos. Y no sólo en el Quijote (al fin y al cabo, la maestría de don Miguel mantiene con pulso férreo el conflicto entre realidad y deseo de Alonso Quijano y, sobre todo, hace que en el Sancho gobernador coincidan, en superposición y avant la lettre, la figura de Klamm y del Agrimensor, pues Barataria no deja de ser el castillo y la conjetura, siempre entorpecida por la alta esfera de los Duques, de alcanzar el propio castillo), sino también en el planteamiento de narraciones como «El licenciado Vidriera», «El coloquio de los perros» o incluso en el del a menudo soslayado Persiles: los personajes, y de su

mano los lectores, evolucionan a medida que crean el espacio que habitan y atraviesan. Se trata, en definitiva, de la misma mirada contemporánea que ya dota a las vistas de Toledo de El Greco de una hondura particular y que, andando los siglos, en paralelo al resto de las artes, termina de redondearse en la reformulación de Diego Rivera. Nota sobre las citas: para Kafka he seguido las traducciones de las Obras completas dirigidas por Llovet y publicadas en Galaxia Gutenberg desde 1999; para Borges, el volumen de Obra poética que forma parte de las Obras completas de 1989 de Emecé; la cita de Auster proviene del recopilatorio de poesía y ensayo Pista de despegue, publicado en España por Anagrama en 1998. Francisco José Martínez Morán (Madrid, 1981). Doctor en Literatura Comparada, poeta (entre otros títulos, destacan Tras la puerta tapiada, XXIV Premio Hiperión de Poesía en 2009, y Obligación, aparecido en 2013 en la colección Los Conjurados-Polibea), narrador (Peligro de vida, El Gaviero, 2010), crítico (colaborador de numerosas publicaciones, como Quimera y Paraíso) y ensayista (Crónica digital de Carlos Grande, Intravagantes-Evohé, 2013).

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POE, VERNE, LOVECRAFT: LA ATRACCIÓN DEL HELADO SUR Fernando Clemot .La Antártida empieza a ser un referente literario en la primera mitad del siglo XIX. Bajo esta nueva mirada Poe publica en 1838 su Narración de Arthur Gordon Pym donde creará un ámbito y un personaje de tal profundidad que se verá continuado por autores de la relevancia de Jules Verne (La esfinge de los hielos, 1897) y H.P. Lovecraft (En las montañas de la locura, 1930). Estas novelas crean una de las trilogías más fascinantes de la literatura fantástica de todos los tiempos. La perfecta blancura de la nieve And the hue of the skin of the figure was of the perfect whiteness of the snow. Final de La narración de Arthur Gordon Pym, de E.A. Poe Es La narración de Arthur Gordon Pym (1838) la única novela de Edgar Allan Poe y posiblemente uno de los libros más desconcertantes de toda la narrativa universal. No resulta esta novela una rara avis dentro de la producción de Poe únicamente porque aborda algunos temas que no volvió a retomar (la violencia extrema y el canibalismo son los más destacados) sino porque también acoge algunos defectos de narrador novel (el ritmo decaído e inconexo, cierto abatimiento de la narración a partir de la mitad del texto, problemas de estructura, etc.). No hay que olvidar que Poe era un autor novel en lo que a la novela se refiere y parece moverse con muchas más dificultades aquí que en el relato breve. Pese a estas peculiaridades señaladas la temática, sus elementos innovadores, los muy buenos capítulos iniciales y

ese final fracturado, desconcertante, harían que la novela perviviese como uno de los grandes clásicos de la narrativa fantástica, dando pie a múltiples réplicas, guiños y continuaciones, algunas tan importantes como las de Verne y Lovecraft a las que acudiremos. Pero para encontrar las raíces de las motivaciones de Poe tendríamos que acudir a su infancia, al año 1816, del que biográficamente conocemos poca cosa del autor. Lo que parece cierto es que la familia Poe cruzó en ese año dos veces el Atlántico para establecerse en Londres donde el padre de Edgar, John Allan, buscaba aposentar su fortuna. Aquella mudanza no funcionó. Pese a no tener un recuento biográfico de aquel año parece que se alojaron en el barrio de Chelsea y el joven Poe guardaría un recuerdo agrio del que se llamaría «el año sin verano». Porque las temperaturas en aquel 1816 se desplomaron, las cenizas de la erupción del volcán indonesio Tambora cerraron los cielos y durante meses se sucedieron las heladas y granizadas, intensas hasta en los meses de junio y julio, destrozando cosechas. Parece que aquellos viajes por un Atlántico casi helado impresionaron sobremanera al futuro escritor y guardó siempre ese hálito narrativo en su memoria. En ese año terrible estaba ya la semilla del Arthur Gordon Pym que el escritor norteamericano emprendería veinte años más tarde1. 1. También influyeron aquellas temperaturas bajísimas en el encierro que hicieron en junio de 1816 Percy B. Shelley, Mary Shelley, Polidori y Lord Byron en Villa Diodati y a partir del cual surgirían las primitivas versiones de Drácula (El vampiro de Polidori) y Frankenstein.


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dossier: Fernando Clemot. Poe, Verne, Lovecraft: la atracción del helado sur

Pero no sólo el recuerdo de aquellas travesías terribles sirvió a Poe para la redacción de su novela sino que otros episodios como la famosa balsa de la Medusa2 y las exploraciones antárticas en la segunda y tercera década del siglo XIX en que se suceden los hallazgos y expediciones cuajaron un escenario. Así en 1820 una expedición rusa a cargo de Von Bellingshausen y otra británica al mando de Bransfield desembarcaban por primera vez en el nuevo continente y a partir de ese momento se suceden expediciones como las de Ross y Dumont d’Urville que darán una primera cartografía de aquellas nuevas tierras. Serían sin embargo las expediciones de dos exploradores norteamericanos (Charles Wilkes y Jeremiah N. Reynolds) las que parece que más ilustraron a Poe para definir a su personaje. Nace así la novela en mitad de esa fiebre por las tierras más australes, un tema que se desvanecería hacia 1845 y que no se reemprendería hasta cincuenta años después al volver el interés por aquellas regiones. El regreso a Tsalal de Verne Coincidiendo con nuevas expediciones polares después de cinco décadas de olvido (al Ártico de la mano de Nansen y Andrée), en el año 1897 se publica La esfinge de los hielos (Le Sphinx des glaces) en forma de fascículos dentro de la revista Magasin d’Éducation et de Récréation. En el momento de la publicación Verne tenía sesenta y nueve años y abordaba la última etapa de su carrera literaria, alejado ya de la euforia mecanicista y de progreso de sus primeras novelas. El autor adoptaba ahora en sus escritos un tono mucho más sombrío del que son testimonio novelas como Los quinientos millones de la Begún, El eterno Adán o El secreto de Wilhelm Storitz. Así La esfinge de los hielos será una de las llamadas «novelas frías» de Verne, pesimista y lejana al vitalismo de los primeros tiempos con Hetzel en el Magasin. Pese a estos tiempos oscuros en la vida y en la obra de Verne abordar la continuación del Arthur Gordon Pym era

una meta fijada por el autor desde mucho tiempo antes. Verne había leído a Poe en las primeras traducciones que hizo Baudelaire3 al francés de sus Narraciones extraordinarias (de 1856) y del Arthur Gordon Pym (en 1858). Verne era seguidor de Poe y fruto de ello es que uno de sus primeros trabajos críticos, de 1864, tendrá el título de Edgar Poe y su obra y en él ya plantea la idea de dar una continuación al Arthur Gordon Pym, cuyo final considera abierto («¿Quién será tan osado como para continuarla?»). Se da la paradoja que sería él mismo quien le diera continuidad treinta y tantos años después de esta afirmación. Porque La esfinge de los hielos no muestra ningún velado homenaje o una influencia (como pudo tener alguna novela de Robert Louis Stevenson, especialmente Secuestrado, de 1886) sino que se plantea como una continuación directa de la trama de la novela del norteamericano. La dedicatoria («A la memoria de Edgar Poe. A mis amigos de América») es una declaración de intenciones y así encontraremos el nombre de Arthur Gordon Pym nombrado en ciento veinte ocasiones a lo largo del texto de Verne. En muchas ocasiones, especialmente en los primeros capítulos, la novela de Poe y la mención directa del autor, dirige y lastra la trama de La esfinge de los hielos que sólo parece avanzar al compás de su predecesora:

2. Conocido naufragio de una fragata francesa (de nombre Me-

3.Baudelaire tradujo a Poe durante toda su vida literaria (1848-

dusa) acaecido en junio de 1816. La fragata naufragó en la costa

1864). Tradujo gran parte de sus cuentos, el ensayo Eureka y la no-

africana y los supervivientes tuvieron que aparejar una pequeña

vela The narrative of Arthur Gordon Pym. Los cuentos se publicaron

balsa en la que permanecieron durante semanas sucediéndo-

en periódicos entre 1856 y 1857 con el nombre de Histoires extraor-

se en ella episodios de violencia y canibalismo. Este dramático

dinaires y Nouvelles histoires extraordinaires, ambas con un prólogo

suceso fue comentado con vehemencia por la prensa del mo-

de Baudelaire. La narración de Arthur Gordon Pym se publicaría en

mento.

francés el trece de mayo de 1858, sin prólogo.

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dossier: Fernando Clemot. Poe, Verne, Lovecraft: la atracción del helado sur

¿Cómo? ¿El creía en la existencia de un manuscrito de Arthur Pym? ¿Acaso la novela de Edgar Poe es otra cosa que una ficción, una obra imaginativa del más prodigioso de nuestros escritores de América? ¿Había un hombre de buen sentido que admitía tal fábula como realidad? […] Así, pues –continuó el capitán Guy– ausente Edgar Poe y muerto Arthur Pym, no me quedaba más que un recurso: encontrar al hombre que había sido el compañero de viaje de Arthur Pym, ese Dirk Peters, que le había seguido hasta el último punto de las altas latitudes, de donde ambos habían vuelto. ¿Cómo? Se ignora. Arthur Pym y Dirk Peters, ¿habían regresado juntos?

Hacia el final de la novela aparecen (o se revelan) supervivientes del naufragio de Gordon Pym, como el mestizo Dick Peters (que al principio de la navegación se enmascara con el nombre de Hunt). La expedición que busca a Gordon Pym encuentra también restos de un naufragio en la isla de Tsalal y finalmente Verne le da un giro sorprendente con la aparición del famoso canal en mitad del hielo y de la enorme montaña magnética (un trasunto del mito de la Rupes Nigra4) que dará un sentido y final cerrado a la novela y a esta continuación del relato de Gordon Pym. En las montañas de la locura Por entonces todos sus desvaríos no pasaban de repetir una palabra única e insensata, de origen más que evidente: «Tekeli-li, Tekeli-li». En las montañas de la locura, de H.P. Lovecraft Lovecraft creía que Poe era su maestro, un predecesor, su alma gemela y la continuación de algunas tramas y las menciones que se hacen del Arthur Gordon Pym (y hasta de la figura de Poe5), tienen un sentido dentro de este

regreso al desierto helado. Pero el conocimiento que se tiene de la Antártida en la fecha de publicación de En las montañas de la locura (publicada desde abril de 1930 en la revista Astounding) no es el mismo que tenía Verne, ni desde luego Poe. En 1930 ya se había conquistado el corazón del nuevo continente (Amundsen y Scott habían llegado allí en 1911 y 1912) de la misma manera que también se había llegado al Polo Norte (Peary, en 1909) e incluso se habían sobrevolado los polos (Richard Byrd en 1926 el Polo Norte y la Antártida en 1929 así como las expediciones con dirigibles, catastróficas, de Nobile y el propio Amundsen de 1928). En 1930 los extremos helados del planeta volvían a estar en el punto de mira, eran un tema de interés, pero el conocimiento de estos territorios era infinitamente más amplio del que podía tener Poe un siglo antes en que apenas se conocía una parte de la península Antártica. Pese a esta condición seguía sin conocerse en su totalidad toda la geografía del continente e incluso no había una total certidumbre de que no existiera alguna cordillera más alta que el Himalaya. Y será de este supuesto, apoyado por la imagen de la aventura de Byrd sobrevolando los hielos, desde donde aproveche Lovecraft para crear un escenario perfecto para la representación de sus mitologías. La narración avanza al principio con cautela, es aquí donde se menciona más veces a Poe y a su Arthur Gordon Pym, como si Lovecraft no quisiera avanzar sin el beneplácito del maestro. Sólo será a partir de la mitad de la novela cuando el autor se libre del peso del maestro y avance con seguridad en sus civilizaciones perdidas, en sus mundos de primordiales y shogots, que también al final de la novela, en mitad de las descripciones algo farragosas de Lovecraft, parecen rendir un último y sentido homenaje a Poe:

4. La Rupes Nigra se suponía que era una isla imantada ubicada en el Polo Norte. El mito parte del siglo XIV, se refleja en mapas

Era algo horrendo e indescriptible, mayor que un vagón de

portulanos y tiene continuación hasta el siglo XVI y XVII. Se creía

metro; una congestión informe de burbujas protoplasmáti-

que la existencia de esa isla y el poder de su magnetismo era el

cas, vagamente luminiscentes, y con millares de ojos tempo-

motivo por el cual todas las brújulas señalaban siempre el Norte.

rales formándose y deshaciéndose como pústulas de luz ver-

5 «…un muchacho brillante llamado Danforth, señaló lo que pa-

dosa por toda la masa que, llenando el túnel ante nosotros,

recía ser lava en la ladera nevada y comentó que esta montaña,

avanzaba a pasos de carga, aplastando a los frenéticos pingüi-

descubierta en 1840, había inspirado indudablemente la metáfo-

nos y serpenteando por el reluciente suelo que él y los de su

ra de Poe cuando éste escribió siete años después: “Las lavas que

especie habían mantenido maléficamente limpio. Oíamos el

derraman sin descanso sus sulfúreas corrientes por el Yaanek en

arcano grito burlón, que decía ¡Tekeli-li! ¡Tekeli-li!

las más lejanas regiones del Polo…”».

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dossier: Martha Asunción Alonso. Archipiélaga: del regreso, J. Gracq, C. MacLeod y otras islas

El cielo raso

Archipiélaga: del regreso, J. Gracq, C. MacLeod y otras islas Martha Asunción Alonso

.La viajera regresa.

…todo me lleva a ti,

La viajera se observa, los ojos cerrados, en el espejo. Ser un racimo de islas, piensa. Lo escribe. Pues todo viajero, además de tener algo de flâneur –de lo contrario, sería un turista–, es escritor. La viajera, frente al espejo, se está reescribiendo con los ojos cerrados. Igual que en aquel lienzo del surrealista inglés Roland Penrose, si uno aguza el oído de aprender, podrá sentir cómo nacen, se reproducen y riman, bajo sus párpados, las islas. Pues la viajera piensa –la viajera escribe– ahora una palabra: Archipiélaga. [La palabra archipiélaga no está registrada en el Diccionario. La que se muestra a continuación tiene formas con una escritura cercana]. Y después: Ser un racimo de islas y bajo el agua, muy por debajo de los poemas, buscar aquellas que se nos parecen; o nombrarnos, párpados adentro, hasta saber a cuál de todas las islas vividas, (en)soñadas, nos parecemos… Ahí reside, en realidad, el gran interrogante de todo viaje. De toda escritura:

Muchas vidas, desde muchas orillas, la viajera recuerda haber pensado en estos cinco versos del chileno. Pensar que podría tratarse del más bello poema de soledad escrito nunca. Es, sin embargo, un poema de amor. Como quien reza a solas una oración muy antigua que en el fondo no comprende, como es de ley –de fe– con toda plegaria para que pueda ser atendida, recuerda nuestra viajera haber sabido, tal vez enamorada, con Neruda, la verdad: que el viaje empieza cuando termina. Que los verbos «volver» y «regresar», verbos archipiélagos por excelencia, son, en realidad, el gran viaje: el más peligroso. No lo ignoraba Marco Polo, ante la pipa de ámbar de un Kublai Kan sediento de islas, en Las ciudades invisibles de Italo Calvino:

¿Vamos hacia las islas que escribimos porque se nos parecen?

Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe con-

¿O bien vamos (d)escribiendo islas a nuestra imagen y soledad?

fundir nunca la ciudad con las palabras que la describen…

***

***

Hay náufragos que sacan los barquitos de madera del corazón transparente de esas botellas a la deriva. Otros continúan –¿continuamos?–, quizá sin saberlo, metiéndolos dentro. Es la única diferencia. Más allá de esto, somos todos, en el naufragio, hermanos. Archipiélagos. Islas todos con islas dentro, como en un juego de matrioskas. Algo debía de saber Pablo Neruda:

Nadie, a excepción, quizás, del francés Julien Gracq. No puede ser casualidad que uno de los libros más hermosos de Julien Gracq, uno de los últimos, ya al final del viaje, hable de Nantes. Gracq fue niño y adolescente en Nantes. Entre uno y otro rostro, Gracq saltó los muros del Jardín Botánico de Nantes.

como si todo lo que existe, aromas, luz, metales, fueran pequeños barcos que navegan hacia las islas tuyas que me aguardan.

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dossier: Martha Asunción Alonso. Archipiélaga: del regreso, J. Gracq, C. MacLeod y otras islas

No ha de ser tampoco casualidad que la viajera archipiélaga, en su regreso, piense frente al espejo en la Nantes de Julien Gracq. No. Porque Nantes, aunque no sea una isla, es, como nosotros, un racimo de islas. Como nosotros cuando escribimos. Fue en 1985, con setenta y tres años, cuando Gracq publicó La forme d’une ville. Para saber las palabras de Marco Polo a Kublai Kan mejor que nadie. Y decir sobre el viaje, sobre Nantes y sobre el corazón –la memoria del corazón–, todo aquello que la viajera querría saber decir y saber callar a ciegas observándose casi treinta años después. Son siete cosas, siete. Como las sietes puertas de las murallas y del día en las novelas de arena del marroquí Tahar Ben Jelloun. Siete:

El cielo raso

tario de Rousseau en Les Rêveries du promeneur solitaire (1776), fingen saber bailar para poder perder el ritmo al sur y terminar muy por dentro del sonido de una fuente, por ejemplo, en la Isla de Versalles, allí donde el río Erdre baila el vals de la paz con el Loira. La viajera se atreve a imaginar que La forme d’une ville, en este sentido, no es un murmullo que le gustaría demasiado a Honoré de Balzac. En uno de los artículos recogidos en su último libro publicado, Por qué escribo, editado póstumamente por sus amigos, Félix Romeo escribe: El mejor regalo que se le puede hacer a un flâneur es un par de zapatos con cordones negros.

1) Que Nantes tiene forma de isla invisible, perfecta para ser muy feliz. 2) Que Nantes tiene forma de isla invisible, perfecta para ser desgraciado. 3) Que uno nunca sale realmente de las islas donde amó y estuvo enfermo. 4) Que nunca es suficiente andar para alejarse. 5) Que Nantes, aunque ya no sea la misma de entonces, tampoco es otra. 6) Que Nantes, a decir verdad, no existe. 7) Que allí o entonces, lo mismo que la Nantes de Gracq o la Ítaca de Cavafis o la Thélème de Rabelais o el Combray de Proust, por continuar diciendo la verdad, tampoco existen. Pues ocurre, como en el poema El cisne de Charles Baudelaire, que la forma de una ciudad cambia más rauda, ¡ay!, que el corazón de los mortales.

Jacques Roubaud, el poeta matemático del OuLiPo, publicaría en 1999, bajo este título, ciento cincuenta poemas escritos en la década de las grandes ciudades. Poemas llenos de islas. Con este mismo verso disfrazado comienza, precisamente, La forme d’une ville de Julien Gracq: comienza el libro como si en realidad ya estuviera terminando. Lo mismo que el gran viaje. Lo mismo que los mejores paseos, que pueden convertirse en grandes viajes. La forme d’une ville es justamente eso: un paseo. Un paseo como un viaje al centro. De la ciudad y del tiempo perdido. En la antigua fábrica de galletas LU de Nantes, sirven todas las tardes té con magdalenas que tal vez no vengan de Combray, aunque tal vez sí… Apenas importa. Apenas importa porque La forme d’une ville tiene su propia magdalena proustiana: los pies. Los pies de Julien Gracq, como los pies del paseante soli-

Y la viajera está completamente de acuerdo. Un par de zapatos nuevos con cordones negros es el mejor regalo que se le puede hacer a un flâneur: viajero y escritor. Unos buenos zapatos y, a modo de mapa, poco importa «la ciudad Penélope» donde se esté –así es cómo bautiza Romeo a la suya, Zaragoza: ¡toda viento!–, el mejor regalo sería también La forme d’une ville de J. Gracq. La viajera piensa, además, que La forme d’une ville de Gracq sería el mejor obsequio que se le podría hacer al escocés Calum MacLeod. MacLeod escribía cartas, artículos, textos historiográficos sobre su isla, en gaélico; su hija Julia haría con ellos un ramo mucho después de su muerte y lo regalaría, en 2007. No obstante, MacLeod no sería recordado por su faceta de escritor. MacLeod será recordado por la carretera que lleva su nombre, Calum’s Road, en la solitaria isla de Raasay, cuna del gran poeta escocés Sorley Maclean, en el archipiélago frente a la célebre isla de Skye. Hacía años que Calum solicitaba del gobierno de su país una ruta que comunicara su aldea, al norte de la isla, donde únicamente vivían ocho habitantes –su mujer y él incluidos–, con el sur. Al no ser escuchado, decidió construir la carretera él mismo. Tenía Calum un par de zapatos negros con cordones, un pico, una pala, una carretilla y dos manos. Los usó durante toda una década. Diez inviernos, de 1964 a 1974. Cuando terminó su obra, todos sus vecinos y su esposa habían muerto. Porque, en ocasiones, ocurre que la realidad no supera a los poemas, sino que los poemas de la realidad superan, con creces, toda ficción imaginable. MacLeod, como Julien Gracq al final de su viaje, dibujó a piedra y tiempo la forma del último paisaje que quería recordar, llevarse consigo. Y en ese paisaje dejó asimismo trazada, de algún modo, la forma en la que quería ser recordado, el idioma que los demás viajeros deberíamos comprender para llevarle con nosotros. MacLeod gastó así su último par de manos. Gastó sus últimas manos en escribir la forma de la isla que más se le pareciera, piensa la viajera.


El cielo raso

dossier: Martha Asunción Alonso. Archipiélaga: del regreso, J. Gracq, C. MacLeod y otras islas

[Cuando desembarcó en Raasay, la viajera se inclinó, hasta quedar tumbada sobre la carretera de Calum y allí permaneció, sola, con el corazón a tierra, acariciándola con sus manos, largoratolargoratolargorato, como si tocara –volviera a tocar– el rostro de un amigo inmortal]. Gracq, por su parte, escribió-dibujó La forme d’une ville con los pies. Su último par de pies. Creía que Nantes, la Nantes que recordaba y una vez fue, le seguiría devolviendo su reflejo si volvía a caminarla. Con los pies habremos, pues, de recorrerla nosotros en el viaje de regreso que es toda lectura. Caminando como él. Creyó Gracq en un principio estar andando por la ciudad de su juventud, las calles y las islas donde fuera tan feliz y tan desgraciado: lugares «como el calor sensual de una cama deshecha» que existieron, manantiales, bíblicos, únicamente para él: primer y eterno habitante de sus islas. Mas, con cada paso, cada palabra, pronto se dio cuenta Gracq, como pronto se apercibirá el viajero sentimental, idénticos ambos al Swann anciano del primer libro de La Recherche, de que el bosque nunca sigue siendo el mismo cuando se le tala un árbol. O una rama. O cae la más diminuta de las hojas de la más insignificante de las ramas del más hueco de los árboles. Pronto se dio, nos dimos cuenta de que los lugares sólo existen una vez en la vida y de que el dolor de pies no es tan distinto, al término del naufragio, del dolor de corazón:

Así, dentro de La forme d’une ville hay infinitas ciudades de infinitas islas-matrioska. Hay párrafos que son callejones, grandes avenidas, muelles, andenes, pasillos de internado. Frases surcadas por ferris cargados de obreros que cruzan desde un sueño de Julio Verne hasta los astilleros donde se construyen calamares que zarparán a Las Antillas en busca de esclavos negros. Hay frases-timbres de bicicleta y frasestrenes-coral, de ésos lentos que ya no existen en la nueva Francia ultrasónica TGV. Paréntesis como rincones japoneses. Capítulos que son, de principio a fin, una gran plaza al sol. Pero nunca nada, como ya sabemos, en el mismo sitio. Jamás el mismo rostro de Heráclito, por muy nuestro que lo creyéramos, nos guiñará de igual modo el ojo al doblar la misma esquina de la misma página. La forme d’une ville, como toda ciudad-isla amada y donde se haya amado, valga la redundancia, no es un libro que pueda pensarse. No puede, ni tan siquiera, releerse: es La forme d’une ville un laberinto, igual que el archipiélago en nosotros; madeja que ha de viajarse, huella a huella, sin mirar jamás atrás. De hacerlo, no espere nunca el viajero regresar: reconocer –reconocerse– (en) los pasos que ha dado. La forme d’un ville es el único libro que la viajera no termina nunca. Nunca lo saca del espejo. El espejo frente a su rostro es su único equipaje.

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Martha Asunción Alonso (Madrid, 1986) es licenciada en Filología …el recuerdo de una imagen determinada no es otra cosa

Francesa por la Universidad Complutense de Madrid. Cursa estudios

que añoranza de un instante determinado; y las casas, los ca-

de doctorado en Arte Contemporáneo –arte urbano y grafiti– en la

minos, las avenidas, son fugitivos, ¡ay!, lo mismo que los años.

Universidad de Zaragoza y es profesora de literatura en secundaria. Es autora de los poemarios Skinny Cap (Libros de la Herida,

Nantes –vuelve a pensar aquí la viajera, en el regreso–, Nantes no existe. Nantes ya no existe y por eso Gracq, en 1985, (d)escribió con los pies la forma de una ciudad, no la forma de la ciudad, ni la forma de mi –su– ciudad: ninguna de ésas vivía entonces. Vive ya.

2014), La soledad criolla (Rialp, 2013), Detener la primavera (Hiperión, 2011), Crisálida (Alhulia, 2009) y Cronología verde de un otoño (UCM, 2008). Su poesía ha recibido, entre otros, los premios Adonáis (2012) y Nacional de Poesía Joven «Miguel Hernández» (2012), otorgado por el Ministerio de Cultura.

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ZONA DE PENUMBRA David Roas Para H.P.L.

.Tercer día en Cusco. Son las nueve de la mañana, he dormido bien y he desayunado mejor. Me siento en plena forma: perfectamente aclimatado a la altura y con todos los sistemas funcionando sin problemas (dejando aparte los ligeros achaques que vienen de fábrica). Hoy mi objetivo es visitar las ruinas de Saqsaywamán. Me he informado en el hotel y se puede ir a pie, pero se tarda una hora y siempre por cuesta bastante pronunciada, pues el lugar se encuentra a doscientos metros por encima de Cusco. O lo que es lo mismo, a 3 600 metros sobre el nivel del mar. Mejor tomar un taxi, como me acaba de aconsejar la recepcionista. Mientras ascendemos por una carretera llena de curvas, leo lo que dice mi guía. Parece que no se sabe a ciencia cierta qué hubo en Saqsaywamán. El significado del topónimo quechua tanto puede ser «Halcón satisfecho» como «Cabeza jaspeada», lo que tampoco ayuda mucho. A pesar de su apariencia de fortaleza, no se utilizó militarmente, salvo por Manco Inca, que se atrincheró allí en 1536 cuando intentó reconquistar Cusco a los españoles. El lado sur es un muro de 400 metros de longitud. El frente principal mira al norte y está protegido por un sistema de tres niveles de plataformas de 200 metros de longitud rodeados de murallas en zigzag, que simbolizaban tres círculos diferentes: Cay Pacha, el mundo de los hombres, Hanan Pacha, el mundo de los dioses, y Ukhu Pacha, el mundo interior de la tierra. En la plataforma superior hay restos de tres torres macizas y una imagen del sol, probable centro de culto u observatorio astronómico. De las tres torres, la más importante es la del oeste, Muyu Marca, que estaba formada por varios niveles y tenía una altura de 20 m. Ante la triple muralla se extiende la Gran Explanada de las lanzas o Chuquipampa, que desde 1985 está decorada con una enorme cruz de madera en recuerdo de la misa que allí celebró Juan Pablo II. No hay manera de que el lugar descanse tranquilo. Reviso también las páginas de los Comentarios reales (1609) del Inca Garcilaso de la Vega que ayer noche dejé marcadas

para releer durante la visita a las ruinas de Saqsaywamán. Me gusta viajar con los deberes hechos. Tras diez escasos minutos de lectura, el taxi me deja junto a la entrada del recinto. El conductor me cobra diez soles. Sé que es un robo (lo comparo con las tarifas de los taxis limeños), pero no protesto. Dejo que me aplique la tasaturista-invasor. Voy a la pequeña caseta que hace de taquilla. Mientras pago el tíquet, noto una extraña humedad en el brazo derecho. Me giro y veo la cabeza de una llama (o de una alpaca) que olfatea indolente mi macuto. No puedo evitar dar un respingo. La chica que me atiende se echa a reír. No se preocupe, son muy pacíficas. Le digo que lo sé, que no me dan miedo, pero que por culpa de una mala experiencia (que no le cuento) han dejado de hacerme gracia. La chica me informa de que los setenta soles del tíquet incluyen también la entrada para otras ruinas cercanas: Q’enqo, Puka Pukara y Tambomachay. Si el cuerpo responde bien ante esta primera etapa, intentaré visitarlas. Para llegar hasta las ruinas debo atravesar la Gran Explanada, que se abre ante mí como un gigantesco campo de fútbol. Alguien debería talar la innecesaria cruz de madera y convertirla en leña para barbacoa. A mi izquierda asoman los increíbles muros de Saqsaywamán. Los enormes bloques de piedra y la inmensa longitud de los muros, me dejan boquiabierto. Hago algunas fotos panorámicas, pero el objetivo de la pequeña cámara digital se queda corto para abarcar una imagen general de las colosales dimensiones del recinto, lejos de toda proporción humana. Tengo suerte. Hay poquísimos visitantes. Un par de guías se me ofrecen para acompañarme. Declino amablemente su oferta. Atravieso la explanada y me acerco al muro de la primera plataforma. Casi triplica en altura mi 1’82. En este momento me hago la misma pregunta que se habrán hecho todos los


La vida breve

David Roas. Zona de Penumbra

David Roas (Barcelona, 1965) es escritor y profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de los libros de cuentos y microrrelatos Los dichos de un necio (1996), Horrores cotidianos (2007), Distorsiones (2010; ganador del VIII Premio Setenil al mejor libro español de cuentos del año), e Intuiciones y delirios (2012). Acaba de publicar la novela La estrategia del koala (2013).

que han pasado por aquí. Y no me refiero a cómo demonios hicieron sus constructores para mover estos inmensos sillares de varias toneladas de peso, que –según dice la guía– fueron tallados en una piedra que no existía en este lugar (dejo la Teoría Ovni para Erich von Daniken y sus fans). Si, como aprendí de niño jugando al Exin Castillos, los muros se construyen fácil y rápidamente ensamblando piezas idénticas, ¿por qué los incas se empeñaron en utilizar esos bloques irregulares que después tenían que hacer encajar trabajosamente? Los hay de todos los tamaños: desde los que miden tan sólo un par de palmos (no tengo otro instrumento de medición) a los que sobrepasan los dos metros. Y no sólo eso, sino que los hay (al menos las caras que puedo ver) cuadrados, rectangulares, pentagonales, heptagonales... El dibujo que forman resulta delirante, como si las piedras hubieran caído unas sobre otras sin orden ni concierto. Hasta que uno se fija en la exactitud con la que cada bloque fue tallado para encajar con los que están a su alrededor. La precisión del corte es tal que no hizo falta emplear argamasa para unirlos: entre ellos no cabe ni una triste hoja de papel (acabo de comprobarlo). Tengo para mí que no son sacadas de canteras, porque no tienen muestras de haber sido cortadas, sino que llevaban las peñas sueltas y desasidas (que los canteros llaman tormos), que por aquellas sierras hallaban acomodadas para la obra, y como las hallaban así las asentaban, porque unas son cóncavas de un cabo, y convejas de otro, y sesgas de otro. Unas con puntas a las esquinas, y otras sin ellas, las cuales faltas o demasías no las procuraban quitar ni emparejar, ni añadir, sino que el vacío y cóncavo de una peña grandísima lo henchían con el lleno y convejo de otra peña tan grande y mayor, si mayor la podían hallar, y por el semejante el sesgo o derecho de una peña igualaban con el derecho o sesgo de otra; y la esquina que faltaba a una peña la suplían sacándola de otra, no en pieza chica, que solamente

hinchiese aquella falta, sino arrimando otra peña con una punta sacada de ella, que cumpliese la falta de la otra, de manera que la intención de aquellos indios parece que fue no poner en aquel muro piedras chicas, aunque fuese para cumplir las faltas de las grandes, sino que todas fuesen de admirable grandeza, y que unas a otras se abrazasen, favoreciéndose todas, supliendo cada cual la falta de la otra, para mayor majestad del edificio (Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales, 1609, Primera parte, cap. XXII).

Subo a la primera plataforma por un ligero terraplén. Han sido pocos metros, pero al llegar arriba jadeo como un anciano asmático. Sudo a chorros. El mismo esfuerzo a nivel del mar habría sido ridículo, pero aquí es como si hubiese corrido los 10 000 metros. Calma, no hay prisa. Me detengo a recuperar el resuello. Aprovecho la pausa para hacer algunas fotos. Y también para disimular: a mi lado pasan dos risueñas y fatigadas alemanas a las que devuelvo la sonrisa, acompañada del gesto (falsamente) relajado de Bah, esto es un paseo... Atravieso lo que debió ser el vano de una puerta. Un estrecho pasillo de menos de un metro de anchura (atrapado entre dos enormes muros todavía parece más angosto) y un tramo de escaleras me conducen –jadeando– hacia la siguiente plataforma. Los muros repiten el mismo diseño. No puedo evitar detenerme de nuevo a contemplar el exacto encaje de los asimétricos sillares. Un esfuerzo más y alcanzo la tercera y última plataforma, que se eleva a unos quince metros sobre la Gran Explanada. Desde ahí puedo abarcar, por fin, la auténtica magnitud de Saqsaywamán. Pese a su estado, se puede intuir la enormidad de la fortaleza, templo, palacio o lo que fuese este lugar. Y que debió estar formado por diversas construcciones diferentes. Entre los enormes muros se ven (o se adivinan) pasillos, vanos donde antes hubo puertas (la mayoría mutilados en su parte superior), escalinatas, terrazas...

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Debajo de los torreones había, labrada debajo de tierra, otra obra tan grande como la de encima, pasaban las bóvedas de un torreón a otro, por las cuales se comunicaban los torreones también como por cima. En aquellos soterraños mostraron grande artificio; estaban labrados con tantas calles y callejas, que cruzaban de una parte a otra con vueltas y revueltas, y tantas puertas, unas en contra de otras, y todas de un tamaño, que a poco trecho que entraban en el laberinto perdían el tino y no acertaban a salir, y aun los muy pláticos no usaban entrar sin guía, la cual había de ser un ovillo de hilo grueso que al entrar dejaban atado a la puerta para salir guiándose por él. Bien muchacho, con otros de mi edad, subí muchas veces a la fortaleza, y con estar ya arruinado todo el edificio pulido, digo lo que estaba sobre la tierra, y aun mucho de los que estaba debajo, no osábamos entrar en algunos pedazos de aquellas bóvedas que habían quedado, sino hasta donde alcanzaba la luz del sol, por no perdernos dentro, según el miedo que los indios nos ponían (Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales, 1609, Primera parte, cap. XXIII).

Desde esta posición elevada también puedo ver la ciudad de Cusco expuesta en toda su extensión. Contemplo el diseño ordenado de las calles que rodean la enorme Plaza de Armas, la Catedral, los tejados de color marrón de las viejas casonas (perfectos cuadrados con un patio en el centro), las fachadas blancas, la caótica acumulación de casas conforme las calles se alejan del centro, los inmensos grafitis patrióticos sobre los pelados cerros del fondo. Y veo también, por primera vez, el turbador dibujo de la pista de aterrizaje (la única que tiene el aeropuerto), como una tajadura abierta entre la masa de edificios. Hasta ahora no me había dado cuenta de que los aviones despegan y aterrizan entre las casas de Cusco. Después de beber agua y descansar un rato, continúo mi paseo. Un cartel advierte de una zona restringida de las ruinas (varios individuos trabajan en lo que sin duda es una excavación arqueológica). Vuelvo atrás. Me cruzo con un grupito de ruidosos turistas italianos. No les digo que por ahí no se puede seguir.

Mientras paso bajo un dintel de piedra de unos tres metros de altura, se produce un cambio de luz rápido y desconcertante. Una gran nube oscurece el sol. Su luminosidad se apaga como si la tarde hubiera llegado de repente. La oscuridad y el frío me pillan desprevenido. Me pongo rápidamente la chaqueta, que me había quitado después de subir a la primera de las plataformas y empezar a sudar medio asfixiado. La variación de la luz produce un efecto curioso: en la inesperada penumbra, los bloques parecen todavía más grandes. La luz crepuscular desdibuja sus formas y provoca la impresión de que los muros se extienden más allá de su estado original. Porque el cambio de iluminación no sólo ha afectado a su tamaño: la pequeña altiplanicie que forma la cumbre del cerro se halla ahora saturada de muros y construcciones de tamaños y formas diversos. Muros y construcciones que antes no estaban ahí. No es un error de percepción provocado por la escasa luz. Lo comparo con el dibujo reproducido en mi guía y resulta evidente que Saqsaywamán es ahora más grande. Como si hubieran proyectado un holograma sobre las ruinas que antes he contemplado. Pero las nuevas piedras –acabo de comprobarlo– son tan sólidas como las originales. Un espejismo en roca maciza. Subo a la terraza más alta para constatar lo que sé que es absurdo. Ante mí se abre una imagen imposible: los ciclópeos sillares conforman un laberinto de edificios que parece extenderse más allá de donde alcanza la vista. Sobre ellos se levantan tres torres, una de las cuales debe medir más de veinte metros. Tres torres que antes no estaban. La colina frente a la explanada también ha cambiado: varias viviendas de adobe y tejados de paja ocupan buena parte de la ladera; la cruz ha desaparecido. Bebo agua y trato de serenarme. Quizá todo esto no es más que una alucinación por culpa de la altura. Yo que me creía inmune al soroche, he acabado cayendo en sus garras. Y no como todo el mundo, con mareos y fuertes dolores de cabeza. No, yo tengo que alucinar. No podía ser de otro modo.


La vida breve

O puede que todavía esté en mi habitación, soñando que visito las ruinas de Saqsaywamán. Anoche, antes de quedarme dormido, leí los capítulos de las crónicas del Inca Garcilaso donde se habla de Cusco. Mi alocada imaginación habrá añadido el resto. O quizá sigo en Barcelona, inventando en sueños este viaje fascinante... Pensamientos ridículos que no explican lo que hay ante mis ojos. Recorro con la vista el nuevo aspecto de Saqsaywamán. No veo ni oigo al resto de turistas y guías con los que antes me he ido encontrando. Ni siquiera se escucha –como hace unos instantes– el ruido que hacían los coches en la cercana carretera. Echo a andar entre los nuevos (e imposibles) muros. El sonido de mis pasos reverbera nítido y amplificado por el silencio que me rodea. Siento una sutil amenaza que no logro definir. La imagen de esta monstruosa fortaleza despierta en mi cerebro sugerencias oscuramente siniestras. Pienso en las megalópolis imposibles creadas por Lovecraft: R’lyeh (donde Cthulhu muerto aguarda soñando), la Ciudad Sin Nombre, la desconocida Kadath... El frío es cada vez más intenso entre estas rocas mastodónticas. El sol sigue oculto tras la enorme y densa nube. Como si se hubiera producido un eclipse. Sigo recorriendo las ruinas. Sin saber cómo, mis pasos me llevan de nuevo al mirador desde el que antes he contemplado las calles de Cusco. La ciudad –inexplicablemente, lo he sabido antes de asomarme– también ha cambiado. La Plaza de Armas ya no existe y su espacio lo ocupa una inmensa explanada mucho mayor que la actual. Aunque la luz es escasa, puedo ver que la rodean varios palacios de altas paredes de sillares de roca perfectamente tallados. La Catedral también ha desaparecido. Las casas cercanas son mucho más humildes: paredes de adobe o arcilla (sobre un basamento de bloques de piedra), techos de paja... El trazado de la ciudad también se ha transformado, aunque ésta no parece hacer cambiado de tamaño.

David Roas. Zona de Penumbra

Mientras observo el nuevo Cusco bajo esta penumbra fría, algunas de las casas se iluminan. Incendios. Negras columnas de humo empiezan a elevarse hacia el cielo. Escucho pequeños estampidos (¿disparos?), a los que inmediatamente siguen gritos terribles. Suenan ruidos metálicos, nuevas detonaciones. Las voces llegan hasta mí con claridad, y eso que estoy en lo alto de la colina. Pero no veo a nadie; las calles están insoportablemente vacías. Sobre la ciudad se extiende una mortaja de humo, polvo y ceniza. Examino el cielo: la inmensa nube que cubre el sol parece inmóvil. Hago varias fotos, aunque sospecho que nunca se grabarán en la tarjeta de memoria. Me desplazo varios metros. Busco una perspectiva diferente, un ángulo de visión que me permita ver algo más. Utilizo el zoom de la cámara: sólo veo humo y fuego, casas en ruinas, árboles calcinados. Los gritos se dibujan limpiamente sobre el fragor del combate. Pero son gritos sin cuerpos. Las calles de Cusco siguen desiertas. El aire huele a incendio. De pronto, un rayo de sol irrumpe entre la penumbra y todo empieza a cambiar de nuevo. El frío crepúsculo se difumina devorado por la luz. Y Cusco recupera su aspecto. Con el sol, el mundo se vuelve nítido otra vez. Los muros incompletos de Saqsaywamán se extienden de nuevo ante mi vista. Oigo voces en español, alemán y francés. Todo vuelve a su estado inicial. Pero la visión ha sido tan vívida que no dudo de ella. Aunque también sé que no ha podido ocurrir. Un fantasma semiótico. Desciendo las terrazas hacia la Gran Explanada. La cruz de madera ha recuperado su innecesario lugar. Ver a varios turistas escuchando las explicaciones de un guía me tranquiliza. De pronto, noto un leve roce en el brazo izquierdo. Me giro casi con un grito entre los labios. Ante mí hay una niña con una llama (o una alpaca) que lleva atada con una cuerda. ¿Una foto, señor?

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Susana Camps Perarnau Microrrelatos inéditos

Nuevo orden Casi todos los hombres que hemos visto en Atenas durante estos días gozan de la condición de atletas, si bien sus pies alados transmiten la sospecha de que son hijos de dios y mortal. Ante la amenaza de su posible poder, no osamos denunciarlos. Utilizan esta ventaja para enriquecerse, especular y sojuzgarnos. Algunos, confinados en una celda para procurarles la gloria con nuestra pluma, intentamos borrar la herencia del Parnaso: yambos, dáctilos y espondeos diluyen mitos, leyendas, cuentos, cuernos de oro, ambrosías, caduceos rotos. Cuando nos descubren, las Musas son nuestras prostitutas. Los falsos atletas han huido lejos, presos del terror de su posible evanescencia. Ahora sólo quedamos nosotros.

Reposición En casa se funden continuamente las bombillas. Apenas he cambiado una cuando ya se está fundiendo otra. En la misma proporción reaparecen en mi vida antiguas compañeras de colegio. Silvia, Lolita, Corti, Yolanda Hurtado, utilizan para acceder a mí los más variados recursos: la vieja agenda encontrada en la casa de los padres, el tropezón inesperado en plena calle, una búsqueda azarosa a través de Facebook. Nos vamos citando en sucesivos cafés. Cada cual me cuenta un extracto de su vida. Coinciden en dar a nuestro encuentro un sentido de revelación. No éramos grandes amigas, y sin embargo podemos sincerarnos como si lleváramos la bata del colegio, reírnos como si estuviéramos en el patio y coincidir en que la vida no es lo que estaba previsto. Tras el último encuentro, cierta sensación de pertenencia arropa. Ni la penumbra de mi pasillo de lámparas desdentadas me disuade de ese calor al llegar a casa. Es posible que el electricista lleve razón y que baste con cambiar los portalámparas. Quizá la vecina santera acierte, y lo que necesito es una limpieza de aura. Pero he decidido dejar prendidas todas las luces, esta noche, y aumentar la posibilidad de algún otro filamento roto. Puede que la sobrecarga cumpla con algún cometido luminoso.


Los pescadores de perlas

Susana Camps Perarnau. Microrrelatos inéditos

Susana Camps Perarnau (Barcelona, 1963) había publicado la novela El sueño robado, el ensayo La literatura fantástica y la fantasía, cuentos y crítica literaria antes de dedicarse al microrrelato. Sus textos aparecen en varias antologías y en el Viaje imaginario al Archipiélago de las Extinta (Talentura, 2013).

Producto agotado Una turista japonesa que camina solitaria sonriendo a los balcones de Barcelona me parece la cliente ideal para lanzar el genial invento que va a hacerme rico: la multitarjeta electrónica de teletransportación virtual que permite volver una y otra vez al escenario preferido del turista comprador –sin alteración genética ni cronológica ni cargo adicional alguno. No creas, responde la japonesa que camina solitaria sonriendo a los balcones de Barcelona, yo ya he sido la cliente ideal de tu genial invento, que permite volver una y otra vez al escenario preferido y ser víctima –sin alteración genética ni cronológica ni cargo adicional alguno– de tu multitarjeta, lo que me obliga a volver a encontrarte y a dejarte de nuevo sin venta.

Instantánea Nadie se lo esperaba: el toro no sólo saltó el burladero por segunda vez, sino que se encaramó a la barandilla del público y logró trepar gradas arriba. El grito fue unánime, la confusión absoluta. Media tonelada de oscuridad se recortó en el aire. Hubo una estampida centrífuga de la que nosotros fuimos ojo central. Se nos venía encima a cámara lenta. Tuve tiempo de darme cuenta de que los de atrás estaban lanzándose al vacío posterior a la gradería. Mi hija iba a seguirlos; grité para detenerla. Cuando me volví ya tenía el animal encima. Uno de los pitones goteaba sangre y quería hundirse en el pecho del niño. Seis años, inmóvil. Mi cuerpo reaccionó a tiempo: barrió el cuello del toro, lo dirigió, lo empujó. Con el brazo eché atrás a mi hijo. El animal pudo arremeter contra nosotros pero le había hecho perder apoyo, cayó a la grada inferior como un fardo torpe, deslavazado. Se detuvo para cornear su confusión con rabia. Salva de gritos. Alguien lanzó una chaqueta sobre sus astas, que se debatieron durante largos minutos de amenaza ciega. Nosotros saltamos hacia arriba. Allí, la histeria tenía otro epicentro: había heridos entre los que habían saltado a la calle. Tres mozos se acercaron al toro. Uno tiró del rabo del animal, los otros dos empezaron a palmearlo. Se abrazaron a su cuello, acariciaron la ansiedad en su lomo. Lo apaciguaron. Mucho, muchísimo después, consiguieron bajarlo al corredor. El peligro había pasado. Mi hija miraba desde la grada más alta hacia abajo, a la calle, donde un tumulto asfixiaba la tragedia tendida en el suelo. Sergio no articulaba palabra, tenía los ojos muy abiertos y la emoción se desordenaba en su interior como el grito de las ambulancias en el aire. En mi pecho palpitaba el pánico. No una vez, sino mil, el pequeño me había pedido subir a una ambulancia y ser el protagonista, el herido, el pasajero.

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Jesús Aguado Poemas inéditos

Me acuerdo de María Zambrano Me acuerdo de sus ojos de una vez, sus ojos desmirándome, hilachas de sus ojos ordenando la niebla del salón. Me acuerdo de la luz que se filtraba por las persianas y se detenía al borde del sofá tapizado de verde y luego, al avanzar la tarde, se llevaba consigo la otra luz, la de sus pensamientos hilvanados con brillos, fulguraciones, soles. Me acuerdo de Aristóteles, alígero y cordial, de su alma de funámbulo, de sus palabras tensas como cables vibrando en el abismo que había entre nosotros. Me acuerdo de que yo dejaba de ser yo y me recomenzaba y me extinguía como un puente quemándose antes de construirse. Me acuerdo de Blanquita, del laberinto de sus uñas, de cómo ronroneando me clavaba sus sueños de ratones metafísicos en el regazo, de que era la gata quien parecía escribir, con su letra afilada, las cartas de María y las dedicatorias de sus libros. Me acuerdo del cigarro fumándose sus manos, que de pronto eran nubes navegando en el cielo de la Idea.

Me acuerdo de los jabalíes, me acuerdo de su amor sin cazadores. Me acuerdo de esperar en el Retiro, mientras llega el momento de subir a su casa, buscando la paloma de Kant que, como yo, solo puede volar si un medio (el aire, el otro) le opone resistencia. Me acuerdo de sus libros, que represaba enteros con rayas de mis lápices o troncos de castor para ser cada gota del río de sus páginas. Me acuerdo de quedarme callado sin saber hacia dónde callarme, en qué silencio me quedaría a solas, sin avideces, quieto, sabiendo sin saber, como un claro del bosque no sabe qué es un claro ni sabe qué es un bosque. Me acuerdo de anudarle los cordones de sus zapatos negros. Me acuerdo de la anciana medio ciega, lentísima y veloz como el asombro de estar de pronto vivo entre los vivos, guiando con sus pasos y sus risas al joven visitante hasta la puerta. Me acuerdo de ser ella sin haber merecido todavía haber sido yo mismo. Me acuerdo de temblar bajando el ascensor.


El castillo de Barba Azul

Jesús Aguado. Poemas inéditos

Me acuerdo de un roquedal para Bruno Entrecanales

Pregúntale a la roca qué es la roca. Su quietud te responde, su silencio, su grávido sentirse parte entera del mundo o gravedad que la sostiene. La roca te responde y al hacerlo te borra de ti mismo y te hace roca. Pregúntale quién eres a la roca. Jesús Aguado (Madrid, 1961) es poeta, traductor y antólogo. Es articu-

Lo sabe más que tú, lo sabe antes que tú: lo sabe desde el Centro de la Tierra.

lista del diario La Opinión de Málaga y codirector de varias colecciones

Escúchala en silencio, sin moverte.

de poesía. Su obra está contenida en las siguientes publicaciones: Primeros poemas del naufragio, Mi enemigo, Semillas para un cuerpo, Los amores imposibles (ganadora del Premio Hiperión en 1990), Libro de homenajes, El placer de la meta-

Hasta sentirte tú la parte entera del centro o gravedad que te sostiene. Pregunta al roquedal cuál es tu sitio, tu lugar para siempre y desde siempre.

morfosis. Antología 1984-1993, El fugitivo, Piezas para un puzzle, Los poemas de Vikram Babu, La gorda y otros poemas, Lo que dices de mí, La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés 1987-2004, Mendigo, Verbos. Diccionario de símbolos y El fugitivo. Poesía reunida. Además, ha traducido varios libros relacionados con la cultura de la India. Fondo de Cultura Económica ha publicado La insomne. Antología esencial (2013).

Lo sabe sin saberlo, eso lo sabes sin saberlo también, doble ignorancia que el roquedal acepta como prueba de que tienes un sitio entre sus rocas. Y si tienes un sitio entre las rocas, si te acogen las rocas como roca, merece esa quietud y ese silencio y no preguntes más y sé feliz.

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Entrevista a Paco Bezerra Por Ana Gorría

.Paco

Bezerra (Almería, 1978) ha sido galardonado, entre otros, con el Premio Nacional de Literatura Dramática 2009, el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca 2007 y la Mención de Honor del Premio de Teatro Lope de Vega 2009. Ha publicado una decena de textos y ha sido traducido a más de siete idiomas. Egresado del Laboratorio de Teatro William Layton y de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD), ha cursado estudios de Interpretación y está licenciado en Dramaturgia y Ciencias Teatrales. Tanto en Dentro de la tierra como en Grooming el sueño y lo fantástico son espacios de enunciación operativos para la resolución de la obra ¿Qué lugar ocupa lo onírico y lo fantástico en el desarrollo de su literatura dramática? Uno importante, porque la realidad como tal no existe, y aquello que hemos establecido como real responde exclusivamente al diseño de la composición química de nuestro cerebro. Lo de que la vida es en 3D yo creo que es mentira. La realidad, seguramente, no sea más que una especie de folio plano. Todo lo demás es holograma. Ya lo dijo Segismundo en La vida es sueño. Su producción dramática se caracteriza por una búsqueda constante de la tensión a través de giros argumentales. ¿Cuáles son sus referentes literarios en este sentido? Me cuesta mucho hablar de referentes literarios porque no suelo nutrirme de la literatura para escribir. De hecho,

no me considero un escritor, sino un hombre que escribe. No devoro libros ni mucho menos. Nunca llegué a esta profesión por amor a la literatura, sino por una especie de curiosidad malsana de intentar conocerme mejor a mí mismo y saber quién soy realmente, si es que eso es posible. En Dentro de la tierra uno de los autores citados es el dramaturgo chileno Marco Antonio de la Parra ¿Qué relación tiene con las poéticas dramáticas hispanoamericanas? Ninguna. He tenido relaciones con dramaturgos chilenos, argentinos y mexicanos, pero con sus poéticas no. ¿Qué importancia tiene su formación como dramaturgo en el trabajo interpretativo que ha desarrollado a lo largo de su carrera en obras como Un tranvía llamado deseo de Williams o Noche de juerga de Pinter? Mi formación como dramaturgo vino después de la interpretativa, así que, más bien, ha sido al contrario: han influido más mis conocimientos interpretativos a la hora de escribir teatro que al revés. ¿De qué dramaturgos contemporáneos españoles se siente próximo? Me siento próximo de los dramaturgos con los que me relaciono en la actualidad o me he relacionado en algún momento importante de mi vida, por haber sido mis profesores o por haber tenido la ocasión y la suerte de reflexio-

nar juntos: José Ramón Fernández, Helena Tornero, Alfredo Sanzol, Lucía Vilanova, Guillermo Heras, Laila Ripoll, Josep María Miró i Coromina, Miguel del Arco, Guillem Clua, Alberto Conejero, Marta Buchaca, Juan Mayorga… Estrenó en 2011 La escuela de la desobediencia, ¿es connatural la desobediencia al autor? ¿Cómo recuerda la construcción de ese texto? Más que al autor, creo que al teatro en sí mismo, y viene siendo así desde hace miles de años, porque si Antígona no se plantea desobedecer las leyes del estado en el que vive, no habría conflicto y tampoco obra. Nora de Casa de muñecas también tiene que plantearse desobedecer y abandonar a su familia para que surja el conflicto. El teatro necesita romper, ir en contra de lo establecido, y, por eso, muchas veces es molesto para el poder. A grandes rasgos, el teatro surge porque un personaje decide no hacer aquello que «se supone» debería hacer y se plantea hacer lo contrario, poniendo en juego su libertad. La construcción de La escuela de la desobediencia duró algo así como seis meses y fue el resultado de unir dos novelas que hablaban sobre la libertad sexual de las mujeres y darles forma dramática para crear una nueva obra que antes no existía. En Grooming y La escuela de la desobediencia, los personajes femeninos sostienen buena parte del peso de la acción dramática. ¿Cómo abordó la escritura dramática de estos caracteres?


La voz humana

Ana Gorria. Entrevista a Paco Bezerra

Grooming ©Ros Ribas

Básicamente, los personajes pueden ser protagonistas y antagonistas. Los protagonistas necesitan cosas de los antagonistas, que, con su oposición, impiden que el deseo del protagonista se cumpla y es ahí cuando surge el conflicto. Técnicamente, lo importante es esto, independientemente de que sean personajes femeninos o masculinos. La escuela de la desobediencia es una adaptación que parte de dos novelas dialogadas. ¿Cómo fue el proceso de teatralización? Tuve que seleccionar aquello que era dramatizable y ver si era susceptible de transformarse en palabra, en acción. En el teatro los personajes hablan para conseguir algo, su arma es la palabra. En las novelas hay cosas que son dramáticamente interesantes y otras que no, que no funcionan sobre un escena-

rio. Hay que saber diferenciarlas. Ése es el trabajo. Ahora empiezan las vacaciones, obra estrenada en 2013 y que versiona el texto dramático El pelícano, de August Strindberg, fue seleccionada por el diario El Mundo como uno de los mejores estrenos de ese año. Háblenos sobre su relación creativa con Luis Luque, el director del montaje. Mi carrera profesional sobre las tablas empieza con Luis. Me llamó para encargarme la dramaturgia de La escuela de la desobediencia para Andrea D´Odorico y desde ese día seguimos juntos. A Luis le debo mucho y creo que, con el tiempo, le deberé más. Es una de las personas más responsables y trabajadoras que conozco. Siente una gran pasión y un gran respeto por el teatro. A él le gusta mucho cómo escribo y a mí me parece

brillante la forma que tiene de dirigir a los actores. Lo cierto es que juntos trabajamos cada vez más y mejor. Buena parte de su obra ha sido publicada. ¿Qué valor le concede usted a la lectura del texto teatral? Los montajes, las puestas en escena, mueren, son efímeras, y los textos perduran en el tiempo. No se puede volver a ver la Yerma de Lluís Pasqual con Núria Espert, es imposible; sin embargo, podemos leer el texto de Lorca en tantas ocasiones como queramos.

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Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada, sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.

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Emmanuel Carrère: asedio a la realidad José Antonio Vila

.Desde hace algunos años Emmanuel Carrère parece haberse convertido en un escritor de culto en España. Con un número no desdeñable de lectores y una atención crítica en aumento, Limónov (2011) ha ratificado la calidad de una empresa que despegaba de veras con El adversario (2000), un libro que ha sido la piedra angular del resto de su obra hasta la fecha y que partía de la constatación de los límites de la ficción narrativa convencional. Ese muro frente al que se daba la novela era el horror incomprensible de una historia real: la de Jean-Claude Romand, presunto médico de renombre en la Organización Mundial de la Salud, quien asesinó a su mujer e hijos en 1993. La historia del asesino por piedad o vergüenza que mató a sus seres más queridos para que no descubrieran la mentira en que había consistido su vida –Romand ni siquiera completó los estudios de medicina y siempre mantuvo a los suyos de pequeñas estafas a familiares y amigos– es un suceso tan inverosímil y absurdo que posee ya los atributos de la ficción; es más, de la mala ficción, porque son demasiados los azares oportunos que alargaron la impostura más allá de toda probabilidad estadística, una suma de casualidades que sólo se daría en el guión del peor de los melodramas. Como una alucinada variación de «Las luengas mentiras», aquel cuento de Álvaro Pombo en que un estudiante decía haber terminado la carrera –cuando le faltaba sólo una asignatura–, y de resultas de aquel embuste innecesario toda su existencia desembocaba en una maraña de ocultaciones en que una nueva mentira tapaba la anterior, igual de ridículo parece el destino de Jean-Claude Romand, un despertador no sonó a su hora y él se levantó demasiado tarde para asistir a un examen: «la primera mentira llama a la siguiente y es así toda la

vida…», hasta el siniestro final. El acierto de Carrère es no haber añadido novelería a un material de suyo novelesco. Al contrario, adopta el formato del diario para reconstruir con minuciosidad las circunstancias del caso, pero, a diferencia de lo que hizo Truman Capote, Carrère no finge en ningún momento desapego; siendo él mismo padre y marido, no disimula su implicación emocional o la mezcla de asco y compasión que le inspira Romand, ni tampoco se abstiene de subrayar la irrealidad del relato, su propia incredulidad ante el cúmulo de los engaños y su duración. Asimismo rehúye «dramatizar» los puntos de la historia que más se prestarían a ello –los asesinatos–, limitándose a narrar los acontecimientos con sobriedad, interrumpiéndose sólo para hacer alguna observación marginal o algún apunte sobre las declaraciones posteriores de Romand; y pese a ello, o precisamente por eso mismo, la factura literaria del libro es impecable: el quehacer del escritor se nota en la hábil disposición de los datos que acrecientan la tensión del lector y lo ponen en antecedentes sin caer jamás en el efectismo o la tediosa enumeración. En la estirpe de las mejores novelas, Carrère escribe para comprender, no para juzgar, y sin embargo la figura de Romand se aparece al final tan impenetrable como al comienzo, «no representa una farsa para los demás, de eso estoy seguro; pero el mentiroso que hay en él, ¿no la representa para sí mismo?». Se lo vislumbra acaso como un personaje de Albert Camus, que careciendo del valor para suicidarse hace de su vida un largo suicidio inconscientemente deseado. Más irregular es Una novela rusa (2005), que es mejor leer a posteriori como el puente que enlazará con Limónov. En


Einstein on the Beach

ella Carrère no consigue cohesionar las múltiples tramas que plantea: el deterioro de una relación sentimental en París, la anécdota de un prisionero de guerra húngaro que pasó cincuenta y tres años en un sanatorio ruso y será el desencadenante de un accidentado documental en la pequeña población de Kotelnich, y hasta la intercalación bastante gratuita de un largo relato erótico –poco estimulante además, todo hay que decirlo–. Lo mejor, el episodio del abuelo colaborador de los nazis que, por lo visto, delató a un judío durante la ocupación francesa y tras la Liberación desapareció sin dejar rastro, presumiblemente ajusticiado. Un vergonzoso secreto guardado por la familia de la madre de Carrère, de ascendencia rusa, que vivió con el dolor de haber perdido al padre y de no poder exteriorizar ese dolor en una Francia recién liberada que nada quería saber de viejos colaboradores. Vidas ajenas (2009), por su lado, se plantea como antítesis de la historia de Jean-Claude Romand, y su tema central podría ser esa forma particular del heroísmo que es la entereza ante la adversidad. Más que en los libros anteriores Carrère ahonda en éste en dos motivos recurrentes en su obra: la fragilidad de la vida y la brutalidad del azar. El autor presencia, con pocos meses de distancia, las mayores tragedias que pueden aquejar a los hombres; un matrimonio que pierde a su hija en el tsunami asiático de 2005 y unas hijas y un marido que deben asistir a la agonía de su madre y esposa víctima del cáncer. El pathos contenido en la narración de la muerte de la joven madre, o la escena en que el padre, transido de dolor pero íntegro, reconoce el cadáver de su hija en una morgue improvisada carente de la más elemental higiene, son momentos cimeros del relato que demuestran la habilidad de Carrère para contar aquello para lo que parece no haber palabras; con todo, algunas de las ramificaciones intermedias, en especial una digresión de varios capítulos donde se narra un contencioso judicial contra diversas empresas crediticias, diluyen un tanto el impacto global de la novela y restan alguna fuerza al paralelismo de las dos situaciones que sirven de anclajes del libro. Pero Carrère había de cosechar sus mejores resultados con Limónov. El anterior acercamiento a Rusia –la madre de Carrère es además especialista en la historia de ese país–, fructifica en esta biografía heterodoxa del escritor,

José Antonio Vila. Emmanuel Carrère: asedio a la realidad

populista político, delincuente, prostituido, líder guerrillero y trotamundos Eduard Limónov. Una vida ciertamente increíble que justifica que el arrogante protagonista se vea a sí mismo como un personaje de novela, o que el autor se moleste en dejar claro al principio que Limónov es real y no un ser inventado. La fascinación perpleja ante este titán que ha profesado las ideologías más extremas o extravagantes, anarquismo, fascismo, comunismo, racismo, nacionalismo, espiritualismo, a la vez que desempañaba los más variopintos oficios, de mayordomo a poeta, pasando por una pléyade de ocupaciones criminales, es el motor de la escritura que hace verosímil el conglomerado de contradicciones que es Limónov, cándido pero mezquino, valiente y a la par ridículo, inseguro y megalómano, con un incurable complejo de inferioridad que lo empuja a arremeter contra todo y contra todos, y que hizo su lema de una lección aprendida en las peleas callejeras de su infancia: «hay dos clases de personas: a las que puedes pegar y a las que no puedes, […] éstas no son las más fuertes […], sino las que están dispuestas a matar […] él será un hombre al que nadie pega porque se sabe que puede matar». Un personaje, en fin, que termina por adquirir una dimensión simbólica de su país, del terror de Stalin al bandolerismo capitalista de la Rusia postsoviética y las nostalgias imperiales del autócrata Putin. Se diría que el agotamiento de la retórica de la ficción para dar cuenta de la realidad ha sido la chispa que ha encendido la creatividad de Carrère, y esa intuición lo ha impelido a buscar unos medios distintos para sitiar lo real sin regresar al realismo. Que en España sus libros los haya publicado Anagrama en Panorama de Narrativas se antoja revelador y adecuado, porque en efecto, como novelas deben ser leídos; aunque la apropiación de los modos de enunciación de los géneros de no ficción (diario, ensayo, biografía, investigación periodística) parece indicar lo contrario, lo cierto es que poseen la fuerza persuasiva de las grandes novelas.

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José Antonio Vila (Barcelona, 1981). Licenciado en Humanidades. Escribe su tesis doctoral sobre Literatura Española Contemporánea. Trabaja en el mundo editorial.

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Por si se va la luz de Lara Moreno: reseña de Gemma Pellicer

A oscuras Gemma Pellicer nEsta es la primera novela de una autora que ya tiene en su haber libros de cuentos y de poesía, además de un atractivo blog, Guarda tu amor humano, donde publica con frecuencia excelentes fotos, y sus prosas breves y poemas. Por si se va la luz nos sitúa, desde el mismo arranque, en una atmósfera de incertidumbre y malestar que irá agrandándose a medida que avance la trama, hasta concluir de forma abrupta e inesperada en un epílogo no menos violento. Se compone de dos partes: invierno y verano, separadas por una elipsis con la que prescinde de la bonanza de la primavera, y una coda final igual de extrema y trepidante que las secciones anteriores; como si todo ello respondiera al estado de necesidad y lucha en que se encuentran los personajes. Si algo pudiera concluirse de la lectura de esta narración sería que tanto en el arte como en la vida, avanzamos a oscuras. Nadia y Martín son una pareja todavía joven y sin hijos que decide mudarse a un pueblo semiabandonado, lejos de todo progreso, para recuperar las riendas de su vida y, sobre todo, poner freno al cúmulo de angustias y desvelos que el mundo civilizado no ha conseguido atemperar. En esta mudanza que es a un tiempo una desposesión material y una purgación interior, Nadia, una artista reconocida en su pequeño círculo de amigos y colegas escultores, lo deja todo y accede a ir en pos de Martín, acaso el más hastiado de los dos; con la esperanza inevitable de que esta huida de la urbe suponga para ambos una nueva oportunidad. En este pueblo, que una misteriosa organización les asigna para vivir, sólo habitan tres solitarios más. La existencia de dos de ellos, Elena y Damián, ya casi ancianos, gira en torno de sus pequeñas rutinas diarias, sin mayores pretensiones que seguir adelante y hallar sentido a sus quehaceres, y alcanzar cierta felicidad a la medida de sus pequeñas vidas; otra de las lecciones de esta novela en que los viejos tienen aún mucho que enseñar a los jóvenes. Elena se comporta como una bruja buena, o bien como un demonio egoísta, pero más allá de las apariencias y sus modos bruscos, lo cierto es que la comunidad que forman se alimenta y sobrevive gracias a su crianza de animales de corral, y a sus habilidades como curandera, en una especie de vuelta súbita de todos ellos a una economía de trueque y de ayuda mutua, de subsistencia. De hecho, Elena salvará a Nadia de unas fiebres terribles, y

Por si se va la luz Lara Moreno Lumen: Barcelona, 2013 323 págs.

también al viejo Damián, de la misma manera que Nadia brindará su compañía y atenciones velando, cuando sea preciso, la enfermedad del anciano. Por su parte, Martín será guiado por Enrique en su adaptación inicial, al tiempo que este, dueño del único bar abierto y de una biblioteca secreta que hará las delicias de Nadia, gozará en todo momento de la compañía que estos jóvenes recién llegados le ofrezcan, aún con el misterio, las esperanzas y el entusiasmo juvenil casi intacto. Y sin embargo, con el tiempo se establecerá, de forma natural, una serie de afinidades y rechazos entre ellos, modificando, y enturbiando en ocasiones, antiguas relaciones que hasta entonces se habían conservado. Es el caso de Elena y Damián, cuya amistad se enfría con la aparición de Nadia. Semejante revuelo provoca también el regreso de Ivana, esta vez acompañada por Zhenia, quizá los dos personajes más libres de la novela junto con Martín, quien experimenta en su transcurso un giro de ciento ochenta grados, pues ambas han aprendido a esperar poco de los demás, o sólo cuanto les conviene, y a bastarse a sí mismas, aunque Ivana, llegado el momento, cambiará al encariñarse de la niña Zhenia. La prosa delicada de esta autora, sustentada a base de pensamientos apenas esbozados e imágenes de una fuerte carga connotativa, con un lenguaje rico y asombrosamente elástico, nos muestra poco a poco las interioridades y recelos de estos personajes, mientras va trenzándose entre ellos un tapiz de afectos y desafectos cada vez más evidentes (los diversos capítulos narrados en primera persona o en estilo indirecto libre redundan en este sentido). O descubren, perplejos, que ese mundo alzado con escasos pobladores y la supuesta protección de una organización, puede venirse abajo –también– de la noche a la mañana, tras entrever la muerte anunciada de los dos viejos, verdaderos pilares de esta pequeña sociedad, o la súbita desaparición de esos desconocidos a quienes proclamaron sus salvadores; momento terrorífico en el que el anhelado y glorioso futuro se extingue sin más. Y entonces, sí, ya no hay luz ni amor ni amistad que valga.

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Ajedrez para un detective novato de Juan Soto Ivars: reseña de David Chacori

El ambigú

Celtiberia pulp David Chacori Ajedrez para un detective novato Juan Soto Ivars Algaida: Sevilla, 2013 373 págs.

nSiendo como es hoy la novela negra una de las más exitosas, cualquier nueva vuelta de tuerca al género atrae la atención del lector, probablemente fatigado ante tanta nueva promesa de éxito finés. O noruego. O sueco. O de por ahí. Llama la atención la sugerente portada del libro de Juan Soto Ivars (Águilas, Murcia, 1985). Novato, joven, premio, ajedrez, pistolas, mujeres y un pulpo, o sea el enredo negro. Una interesante sugerencia gráfica muy bien dispuesta en las librerías. Con esta novela agradable de leer y bien presentada por la editorial Algaida, Soto fue premiado con el Ateneo Joven de Sevilla en su decimoséptima edición. Soto es un autor reconocido entre otras cosas por haberse hecho un hueco en los medios digitales, gracias por ejemplo a la popular sección que coordina en El Confidencial, el sitio fundado hace un tiempo por el periodista Jesús Cacho, un verdadero experto en las tramas negras políticoeconómicas de la vida real. La sección que publica Soto en este digital se titula «España is not Spain» y recopila imágenes que envían sus lectores sobre cuestiones pintorescas. Obviamente nos trae a la mente el «Celtiberia Show» de Luis Carandell, puesto al día pero no por ello necesariamente mejorado. Abrazado al tópico del género, Soto construye una versión muy crítica de la novela negra, donde la femme fatale se convierte en una chavalita ninfómana, la voz en off enmudece cuando el detective la interpela, los entresijos de las alcantarillas, en lugar de poblados por siniestros villanos con aspecto de Orson Welles, están ocupados por una banda de ninjas que se hace llamar Banesto (sic) y la ironía y acidez propia de los personajes de vuelta de todo se transforma, en el mejor de los casos, en humor más bien chusco.

Como es casi norma, se nos presenta en tercera persona un joven escritor descastado que vive de su trabajo como negro literario para un afamado y exitoso novelista. Tras una cena en la que aparece muerto el autor que le tiene esclavizado, el famoso detective Marcos Lapiedra, en un ejercicio propio de Poirot acusará al joven de haberle asesinado, y a cambio de encubrir ese crimen, lo tomará como aprendiz. Tras este arranque hasta cierto punto prometedor se sucederá, capítulo tras capítulo, una mezcla de novela de casos, de maestro y acólito, y de folletín actualizado con aire de atormentada adolescencia. La novela se divide en dos partes, y cada una de ellas en muchísimos capítulos muy breves, lo que facilita el ritmo de su lectura. Soto resulta brillante en muchas de sus sentencias, que funcionan como inspirados ganchos, como selección de contundentes citas. Para entendernos, y en moderno, como velocísimos tuiteos. Falla, quizás, en su engarce, en el desarrollo de una línea argumental que resulta demasiado evidente y escasa de sustancia pese a que ocurran infinidad de cosas. El lugar de la sorpresa, un elemento clave en el género, lo ocupa aquí lo descabellado. El tono irónico que parece proponerse se transforma en grotesco, y no se sabe con certeza si es por voluntad de su autor o porque el asunto se le ha ido de las manos. Concretamente, y por no aguar la intriga, en cierto momento de la novela, tras un percance que sufre el novato detective, se cruza una secuencia que parece remendada con trozos de Terminator II, Johnny cogió su fusil y los dibujos del Doctor Gadget. Habrá quien quiera ver en todo ello eclecticismo postmoderno, burla de los géneros, desubicación de las fuentes o hasta misteriosos códigos subliminales, y tal vez sea eso. O no. Pero en todo caso, me resulta difícil comprender el sentido último de este experimento que, en lugar de producir un esperpento negro, se queda en una aglomeración de ocurrencias demasiado gruesas.

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La hora violeta de Sergio del Molino: reseña de Miguel Ángel Rodríguez

El lugar de la pérdida Miguel Ángel Rodríguez La hora violeta

nLa hora violeta se entronca en la tradición literaria de la pérdida (habrá quien diga que está en la tradición literaria del dolor. No, no es lo mismo), cuyo máximo exponente en nuestra pequeña nación es el inmenso Mortal y rosa de Francisco Umbral, al que el autor hace referencia en repetidas ocasiones. Este género se ha revitalizado en la última década con novelas como El año del pensamiento mágico y Noches azules de Joan Didion y en nuestro idioma con libros como Amarillo de Félix Romeo o Tiempo de vida de Marcos Giralt Torrente. Leemos la historia de Pablo, el hijo (el bebé) de Sergio del Molino, su lucha con una leucemia y su muerte. Pero también leemos la historia de Sergio del Molino (y su mujer), y una leucemia que es de Pablo pero también es de él, y una muerte que es de su hijo pero también es la suya. Asistimos a su vida desde el comienzo de la enfermedad, los hospitales, los llantos, las ilusiones y desesperanzas, las médicas y las enfermeras, los otros enfermos… Si este libro fuese un libro de dolor el protagonista sería Pablo, pero en La hora violeta el protagonista es el autor, Sergio, por eso es una novela de pérdida. Por supuesto que en la pérdida hay dolor, pero no es el mismo dolor de la enfermedad. Es fácil entender las razones para escribir un libro sobre la muerte de un hijo. Es como alargar el brazo cuando el tren se marcha con alguien querido dentro. Es no querer dejar marchar, o sí, pero intentar mantener a esa persona lo máximo con uno, retenerla de alguna forma. Un libro es una manera bastante eficaz de retener. Lo que uno se pregunta es: ¿por qué publicar un libro sobre un suceso tan tremendo? Una vez publicado en forma de novela, ¿puede leerse así, como ficción? Si realmente fuese ficción, ¿se lo perdonaríamos a Sergio del Molino? Es difícil hacer una crítica, pues el dolor de Sergio del Molino, el dolor de un padre que ve morir a su hijo, no lo ha vivido mucha gente; yo desde luego no. ¿Cómo criticar algo que ha surgido desde ahí, desde la muerte de Pablo? ¿Cómo pararse a comentar si el estilo era adecuado, si el tema, si la estructura, si las metáforas? Sin embargo, creo que Sergio es-

Sergio del Molino Mondadori: Barcelona, 2013 191 págs.

tará de acuerdo conmigo en que esas cuestiones se convierten en lo importante a la hora de escribir una novela así, pues la única forma de retener al hijo muerto es dedicar la misma atención a recordarle, a escribir sobre él, al acto de escribir, que la que se le dedicó en vida. Las novelas de pérdida se construyen sobre el empeño en no olvidar y sobre las preguntas que nunca podrán ser contestadas. Así, en La hora violeta hay un empuje enfermizo por recordar detalladamente, por analizar lo vivido casi como el detective que busca las pruebas que resuelvan el crimen, y por imaginar. Es en los detalles donde se encuentra al otro y es en las descripciones que hace Sergio del Molino de esos detalles (sean situaciones, diálogos, sueños, pensamiento), una prosa limpia, descarnada, sin adjetivos, sin miramientos, certera, donde surge la literatura y, permítanme que lo diga, la poesía. Adjetivar estos hechos es cubrir con un velo que emborrona la historia. Por eso, los momentos en los que se deja ir, los menos, en los que se muestra enfadado, pierde el control e insulta o cae en cierto patetismo paternalista (consigo mismo) o cuando se hace el poeta para regalarnos una imagen poderosa, en esos momentos, la magia de las frases despojadas desaparece. La hora violeta es un libro que hay que leer, es un libro necesario, porque aborda los lugares más difíciles, en los que somos más vulnerables, más humanos, y por ello, aunque no hayamos vivido la misma situación, nos habla a nosotros de algo que cargamos dentro. No necesitamos haber experimentado una pérdida como la de Sergio para formularnos sus preguntas, para que estas nos toquen, nos conmuevan, nos cambien. En la segunda parte, «La noche de Saskatoon», la mejor del libro, Sergio del Molino imagina un lugar para la esperanza en unos hechos en los que no la hay. En medio de la devastadora realidad construye una hermosa ficción, regalándonos una necesaria verdad.

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La benévola de Laird Hunt: reseña de Santiago García Tirado

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Del odio, la zafiedad y otras taras humanas La benévola Laird Hunt (Traductores: Isabel Ferrer y Carlos Milla) Blackie Books: Barcelona, 2013 200 págs.

nLa sobreexposición a la narrativa USA y, para ser más exactos, a la torrentera de elogios que esta suele despertar, acabará provocando más pronto que tarde una desconfianza general en la que corremos el riesgo de dejar caer a víctimas inocentes. Valiosas e inocentes. Algo que rogamos no suceda con el autor que nos ocupa, Laird Hunt que, de la mano de Blackie Books, acaba de llegar a España con una singular propuesta titulada La benévola. Los albores de la Guerra de Secesión americana constituyen el eje temporal sobre el que se extenderá la vida de una familia joven de colonos al sur del estado de Kentucky. Sus vicisitudes, pocas y aparentemente irrelevantes, proporcionan la materia de esta novela, pero multiplicados sus efectos gracias a un relato proteico en el que cada nuevo narrador introduce elementos que amplían las versiones precedentes. Es en esa orquestación de voces donde Laird Hunt muestra su calidad de narrador excepcional al desplegar un juego de perspectivas altamente convincente, tejido, además, sobre una forma lírica que va más allá del ejercicio de neorromanticismo que parece. Ese lirismo inesperado es la ocasión perfecta para el muestrario de tensiones animalescas que (luego, muy hacia el final, lo sabremos) parece lo único esencial en el ser humano. En la gestión de su relato, Laird Hunt aplica una batería de recursos de gran sofisticación (relatos dentro del relato, descripción de sueños, elipsis, dilación de pistas) que logran en el lector una dependencia emocional en relación al texto. Así las cosas, al lector no le queda sino perseverar hasta la última página, si es que se quiere recuperar el aliento que habrá perdido ya desde los primeros compases. La historia visitará la incomprensión, el miedo,

Santiago García Tirado la zafiedad y la violencia, en fin, todo un catálogo de las fuerzas que el ser humano no ha llegado a someter, pese a los millones de años invertidos (o malgastados) en su evolución. Que una novela de ambiente decimonónico como La benévola mantenga intacta su capacidad de asombro en pleno siglo XXI tiene que ver directamente con esa extracción temática. En el aspecto formal, la obra está atravesada de certeros hallazgos, aquí en forma de imágenes (como cuando la protagonista se desangra para así «poder viajar al interior de Kentucky»), allí en forma de personificaciones («el pie de mi padre salió de los estómagos de los cuervos y, reconstituido, me hizo compañía»), o bajo la forma de símbolos (el pozo, presente incluso desde la original «Obertura»). Con una inteligencia artística de primer orden, todos estos hallazgos devienen con naturalidad parte del relato y aportan, cada uno a su manera, su particular dosis de seducción para convertir a La benévola en una experiencia narrativa de las que ya echábamos en falta. Una recomendación final antes de enfrentarse a la novela: no se detengan en la contraportada del libro. Declinen cualquier interpretación previa a la lectura de esta historia. Como verán, esta misma reseña se ha cuidado mucho de revelar quiénes son los personajes, cuáles los trazos que los definen, porque La benévola es una novela que se construye a la manera de un cuento, con unos hechos sucintos y un final revelador. Cada nuevo relato parcial en el texto añadirá un detalle nuevo que se irá sumando a los anteriores, así hasta cerrar la última línea el mosaico que constituye esta historia de alta carga emotiva. Para que la experiencia sea cabal nadie debe vedarles el placer de ese desvelamiento progresivo. La benévola es un regreso a la narración que exige una cierta inocencia, una predisposición a la sorpresa en el lector. De otra forma se mitiga su efecto, su capacidad para la laceración y, lo que es peor, su función catártica. Porque, en esencia, eso es lo que ofrece la obra, a la manera clásica: el reencuentro con la experiencia de un sufrimiento que, al final, acaba por ser curativo.

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Metrópolis de Thea von Harbou: reseña de Anna Rossell

Escribir filmando Anna Rossell Metrópolis Thea von Harbou (Traductora: Amparo García Burgos) Gallo Nero: Madrid, 2013 278 págs.

nNo es fácil trasladar una historia del cine a la literatura o viceversa. Cada mundo tiene su lenguaje, y lo que se concibe para uno exige una adecuada traducción, como hiciera Luchino Visconti en su insuperable Muerte en Venecia, según la novela homónima de Thomas Mann. Por otro lado, no todo es traducible, especialmente si predominan en la historia esencialmente técnicas de uno u otro universo. Este es el caso de Metrópolis, película de Fritz Lang, estrenada en 1926, y de la novela de Thea von Harbou, de igual título, publicada ese mismo año. Von Harbou, autora también del guión cinematográfico, escribió su novela paralelamente al guión, y ello le pasa factura en detrimento de la calidad literaria. Thea von Harbou (Tauperlitz (Baviera), 1888 - Berlín, 1954), que abandonó su carrera teatral para dedicarse definitivamente a la escritura, ha pasado a la historia de la creación alemana sobre todo como guionista, y se la considera con razón una de las mujeres más importantes de la historia del cine alemán. Pero quien trabajara con éxito para los más destacados directores del cine de los años de entreguerras (Joe May, Friedrich W. Murnau, Carl Theodor Dreyer, Arthur von Gerlach, Fritz Lang) y fuera también afamada escritora de literatura trivial en tiempos de la República de Weimar, no pasa por la criba de la crítica literaria con la misma suficiencia. La novela, que narra exactamente la misma historia que la película, carece de sustancia, de ritmo y de verdadero interés temático. Se trata en definitiva de una esquemática historia de amor bastante infantil, enmarcada en una sociedad industrial de visionario futurismo, donde las máquinas se han impuesto en un mundo dirigido por una élite de humanos tiránicos sin corazón –los cerebros– sobre la masa gris del proletariado –los esclavos de las máquinas y de los cerebros–. Al final se impondrá, sin explicación plausible, la ingenua filosofía de los buenos –la pareja de enamorados–: la idea de que el me-

diador entre el cerebro y el trabajo manual debe ser el corazón. Con el mismo efecto de un deus ex machina, el bien acaba venciendo sobre el mal y el malo se vuelve bueno por sorpresa y de repente. Desde luego lo que impresionó de la película no pudo ser la historia, sino la fuerza devastadora y profética con que Lang y Von Harbou supieron dar vida, con técnicas cinematográficas innovadoras, a un mundo en ciernes donde la creciente industrialización y la tiranía alienadora de la máquina sobre la masa gris del proletariado amenazaba con un cataclismo universal desde una estética expresionista. Si algo loable tiene la novela es precisamente que no está escrita para ser literatura sino en función y al servicio de la imagen. Von Harbou escribe como si ella misma dirigiera una película, su pluma es una cámara que ve con exactitud –es sorprendente la plasticidad con que logra transmitir la perspectiva y los juegos de luces y sombras– y sabe con implacable seguridad qué debe hacer para conseguir los efectos que se propone. Lo genial de la novela son las escenas, verdaderos cuadros expresionistas de una grandiosidad y fuerza simbólica impresionante, espeluznante a veces, remarcable el dominio de la técnica de la manipulación de las emociones a través de la imagen, cercana a la estética nacionalsocialista. A Thea von Harbou, que se afilió al partido en 1940 (algunas fuentes dan como año de afiliación 1932) se le ha reprochado trivialidad y el ensalzamiento de la raza en sus guiones cinematográficos; todo ello se deja ver también en la novela, cuyos diálogos se acercan en ocasiones a la banalidad del edulcorado melodrama, con fórmulas manidas y recurrentes. Terminada la guerra, Thea von Harbou fue sometida a la desnazificación, pero a partir de 1948 siguió trabajando para la industria cinematográfica alemana. La novela hubiera encajado mucho mejor en el lenguaje del cómic. Un genio en la descripción de escenas grandiosas. Pero no sólo de escenas grandiosas vive la buena literatura.

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Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral de Alberto Ruiz de Samaniego: reseña de Alejandro Ratia

Existencia inexistente Alejandro Ratia Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral Alberto Ruiz de Samaniego Micromegas: Murcia, 2013 223 págs.

nConsidero el nuevo libro de Alberto Ruiz de Samaniego de una ambición notable. Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral no atiende a un asunto periférico, olvidado en algún rincón de la Filosofía o la Estética, en realidad, traslada el foco hacia una especie de centro hueco de la Cultura. Lo esencial del libro está en los tres primeros ensayos que contiene. En los dos primeros, el motivo del espectro, o del inquietante doble, se persigue por la literatura –Villiers de L’Isle o Kubin, El Horlá de Maupassant, el hombre invisible de Wells, y el Drácula de Bram Stoker–, o en el cine –revisando fundamentalmente dos películas, The Innocents (de Jack Clayton, 1961) y Vampyr (de Dreyer, 1932)–. En el tercero, se asocian Muerte y Fotografía. Las invenciones sucesivas de la Fotografía y del Cine aparecen como cumplimiento escatológico de algo que ya parecía estar previsto. Habrían llegado para dar su oportunidad a los fantasmas. Como dice el autor, «con la fotografía o el cine culmina la separación, auspiciada por la teoría platónica, del acto de mirar respecto del cuerpo físico de quien mira». La fotografía, añade, «hace de nosotros, los vivos, muertos, distintos de nosotros mismos y de nuestro aire». Esto es lo que da a estos medios, que fueron nuevos y pasan a ser trascendentales (imprescindibles), un carácter de herramienta del conocimiento, o de reconocimiento del ser máscaras o apariencia de los hombres, cosa que ya acertaba a señalar Shakespeare. Alberto Ruiz de Samaniego transita, sin problemas, de la crítica de arte a la filosofía, del análisis literario a la teoría estética. Tiempos y disciplinas conviven y se iluminan entre sí. En este nuevo libro, por ejemplo, se incluye un ensayo sobre el fotógrafo James Casebere donde aparece como referencia clave San Juan de la Cruz. Esta supresión de fronteras interiores entre el arte y la literatura la ha trasladado a su actividad como comisario (véase su exposición sobre

Georges Perec). Creo que también se borran en su caso las distancias entre filosofía y literatura. En este sentido, VilaMatas lo asociaba a Maurice Blanchot. Virtud de la prosa de Alberto Ruiz de Samaniego es parecerse al objeto del que habla. Si esos objetos son el fantasma o la ruina, su prosa nos envuelve en lúcidos círculos de equívocos, sacando sentido de las contradicciones. Cosa que comienza en el mismo título del libro, «ser y no ser», donde se limita a trocar la copulativa por la disyuntiva, para darle al dilema de Hamlet una respuesta que ya estaba oculta en su enunciado, y que personificaba el propio padre espectral del príncipe. La antítesis y oxímoron son recurrentes y otorgan al discurso una cualidad musical, y una retórica abierta propia de la mística (en oposición a la dogmática). Un ejemplo, tomado del libro, puede ilustrar lo que intento decir. Se habla en él del trastorno que provoca el «doble o el fantasma», un miedo o malestar que es el umbral de la angustia. «Pues la angustia –cito– significa a la vez la presencia de una ausencia y la ausencia presente, la existencia inexistente y la inexistencia de la existencia». En muchos sentidos, el estilo de Ruiz de Samaniego es continuador de una escuela atípica en lengua española, que es la de María Zambrano, Octavio Paz o Lezama Lima, autores a los que cita en varios puntos, en citas que no sólo son apoyos a la argumentación, porque le sirven para una paráfrasis que no sólo es intelectual sino literaria, algo que sucede también con las citas de Bernardo Soares, el heterónimo pessoano, autor del Libro del desasosiego, que acompaña a autor en su análisis de la fotografía de Jorge Molder, o con los pensamientos de Walter Benjamin que acompañan los capítulos dedicados a las ruinas, a Piranesi y a Robert Smithson. Estos invitados especiales intervienen al modo de Virgilio en la Divina Comedia, guiando al autor por su infierno y su purgatorio particulares.

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Compañeros de viaje de Xavier Pericay: reseña de Andreu Navarra Ordoño

España, 1930 Andreu Navarra Ordoño Compañeros de viaje Xavier Pericay Ediciones del Viento: A Coruña, 2013 400 págs.

nCompañeros de viaje es mucho más que el relato del acto de homenaje a los intelectuales castellanos celebrado en Barcelona los días veintitrés y veinticuatro de marzo de 1930, homenaje que era un acto de agradecimiento por dos iniciativas protagonizadas por castellanos durante la dictadura de Primo de Rivera: el manifiesto en defensa de la lengua catalana redactado por Pedro Sainz Rodríguez en 1924 y la Exposición del Libro Catalán instalada en la Biblioteca Nacional de Madrid en 1927, organizada por Ernesto Giménez Caballero, acontecimientos que merecieron un amplio apoyo entre la clase intelectual del otro lado del Ebro. Pero, como digo, el campo que ilumina este libro es mucho más amplio y alberga significaciones infinitas. Significaciones literarias, morales, políticas, incluso de actualidad. Hasta ahora contábamos con el libro Los intelectuales castellanos y Cataluña, de Joaquim Ventalló (Barcelona, Galba, 1976), pero ha quedado clara su naturaleza precaria y provisional. Con el libro de Pericay las investigaciones sobre las relaciones literarias y políticas entre Cataluña y España han dado un alto espectacular. Por ejemplo, ya nadie podrá indagar en los inicios de La Gaceta Literaria, auténtico buque insignia de la vanguardia española, sin acudir a este libro. Tampoco podrá hacerse un estudio serio sobre Joan Estelrich, la promoción joven de escritores noucentistes reunida en torno a la redacción de La Publicitat, sobre Pedro Sainz Rodríguez, uno de los filólogos españoles más importantes del siglo XX (sí, sí, aunque fuera de extrema derecha: ahí están sus trabajos sobre Gallardo y el primer liberalismo, sobre Clarín o sobre los místicos castellanos), así como por fin se han sentado las bases para estudiar una casa editorial fundamental: la Compañía Ibero Americana de Publicaciones (CIAP), la empresa que dirigió Sainz, que absorbió La Gaceta Literaria y que abrió en Barcelona ese mismo año de 1930 una librería repleta de libros en lenguas extranjeras. Infinidad de detalles sobre escritores de vanguardia pueden aprenderse en este libro que coloca el microscopio sobre un solo año de cultura española y catalana. Por ejemplo, el curioso camino que llevó a Juan Chabás a convertirse en el traductor de Josep Pla.

Para demostrar todo ello me valdré de dos botones de muestra. Hace unos años, cuando redactaba La región sospechosa, escribí un capítulo sobre Unamuno. Pericay ha exhumado un artículo del vasco donde expresa claramente el deseo de que España llegue a «dominar» en el futuro al autonomismo catalán. El dato es relevante porque puede añadir un motivo al antirrepublicanismo unamuniano. Pero, claro, ¡no se me había ocurrido vaciar periódicos portugueses ni catalanes! La clave estaba en una página de La Publicitat. ¡Cómo sospecharlo! Otro patinazo: en sus memorias, Sainz Rodríguez afirmaba haber impulsado la publicación de una quincena de libros de autor catalán traducidos al español. ¡Ya podía buscarlos como un poseído en la Biblioteca Nacional o cualquier otro archivo! Simplemente, nunca llegaron a existir, aunque aparecieron unos pocos: los de Carles Soldevila, Pla y Coromines, entre ellos. Pericay consigue armar un libro que mantiene el interés despierto hasta el final. La reconstrucción del ambiente político de la España de 1930 no puede ser más exacta ni meticulosa. Naturalmente utiliza para ello técnicas propias de la novela, puro faction. Otro acierto: y es que a nadie le interesan ya los libros académicos. Se pudren en los anaqueles y sólo al cabo de diez años alguien se fija en ellos, para una tesis o por curiosidad, esa curiosidad malsana que preside la vida de los filólogos y los historiadores, pobrecitas almas inactuales. Pero lo que ha conseguido Pericay es algo mucho más valioso: un auténtico relato, tramado a partir de una cantidad deslumbrante de documentación inédita, sobre todo procedente del Fondo Estelrich de la Biblioteca de Cataluña. En definitiva, un libro ambicioso, innovador, irónico, trascendental, equilibrado, y sobre todo necesario en esta época de intensas y deliberadas cegueras.

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Diccionario de cocina de Alejandro Dumas: reseña de Antonio Alonso

El ambigú

beau mangeur, beau conteur Antonio Alonso

Diccionario de cocina Alejandro Dumas Gadir: Madrid, 2013 (Traductora: Elisabeth Falomir Archambault) 258 págs.

–Sí, nos batimos juntos. –¿Contra los gendarmes? –¡Qué va! Contra los jabalíes, que son unos vagabundos muy simpáticos, cuya ambición es dejarse cazar por no-

n«Los animales llenan su estómago; el hombre come; el hombre de ingenio es el único que sabe comer». Así reza el segundo aforismo que Brillat-Savarin incluye en su Fisiología del gusto. Alejandro Dumas era sin duda ese hombre ingenioso, diestro con la pluma, elocuente en la conversación e implacable con el cazo, amén de un experto gourmet. Y aunque Dumas renegaba de la obra del primero, tienen en común el haber pasado a la historia como dos de los gastrónomos más influyentes, con la diferencia de que el autor de Los tres mosqueteros fue un gran cocinero y adicto a los fogones, mientras que Savarin, se cuenta, era más glotón que goloso. En 1858 Dumas empieza a gestar la que sería su última obra, el Diccionario de cocina. Recopila recetas, propias y de grandes maestros, era el siglo de Carême y la cocina francesa estaba en pleno apogeo; consulta numerosas obras como las de Grimod de la Reynière; y claro está, incorpora todas las anécdotas vividas en sus viajes, y nos cuenta dónde se guisa mejor el bacalao, la historia y usos de la absenta, así como las trágicas consecuencias de su consumo, o nos regala varias de sus recetas, todas con la garantía de haber sido ejecutadas con éxito en muchas ocasiones. No son pocos los testimonios que narran escenas en las que aparece un Alejandro Dumas de buen humor y ataviado con su delantal preparando viandas para sus invitados: Recordamos un día en que estábamos todos congregados y en que el banquete superó a los demás. Después de un cesto de mariscos nos sirvieron una sopa sorprendente, y a ésta siguió un rutilante plato de macarrones a la «napolitana»; en seguida una enorme trucha y después un soberbio jabato. Dumas nos aseguró que se lo había proporcionado un bandolero de la Calabria, «buen tirador, joven encantador y gran admirador de Monte-Cristo». –¿Pero es que usted le conoce? –le preguntó Maxime du Camp.

sotros para que los comamos luego.

No sería hasta 1870 cuando daría fin a la ambiciosa obra titulada Grand dictionnaire de la cuisine, año en que falleció sin poder ver aún publicada la guinda de su pastel. En palabras de María Mestayer de Echagüe, Condesa de Parabere, gastrónoma española: «Leyendo este libro se conoce a Dumas, se comprende su amor a la vida, el don de la simpatía que poseía en alto grado, su imperiosa necesidad de narrar, de exteriorizarse, y su constante buen humor. Aun cuando admiremos otros tratados gastronómicos más que el de Dumas, le agradecemos nos legara este libro donde se celebra el arte coquinario elevándolo a gran altura». Ya podemos imaginar el grueso de una obra rumiada durante once años, y más aún si se trata de un diccionario, con sus numerosas entradas y varias recetas vinculadas a cada una de ellas. Pero este no es un diccionario al uso; bueno, es un diccionario de usos y ejecuciones, en argot culinario, claro está, y un anecdotario divertido y locuaz donde toman protagonismo los ingredientes, su lugar de origen y su degustación. Hemos de tener presente, eso sí, que se trata siempre de cocina francesa, y de una cocina de otra época, clásica incluso para los años en que se escribieron las recetas. Gadir ha recopilado para nuestro deleite una selección de manjares que quizá hoy puedan tener interés tanto por su cercanía a nuestras costumbres culinarias como, simplemente, por lo interesante o insólito del plato en cuestión. Una breve historia de la cocina desde Grecia y Roma, pasando por los primeros restauradores, hasta el Café Anglais, encabeza la edición. Asistimos a cenas ilustres y descubrimos hábitos que hoy nos resultarían más que curiosos. Sin duda después de esta primera lectura será difícil no adentrarse en el recetario, incluso para aquellos no iniciados en lecturas gastronómicas, pues este, más que un libro, es un viaje.

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La durmiente de Susana Benet: reseña de Aitor Francos

Actos de vaciamiento Aitor Francos La durmiente Susana Benet Pre-Textos: Valencia, 2013 60 págs.

nSusana Benet (Valencia, 1950), que hasta ahora había publicado tres colecciones de haikus, se adentra con La durmiente en un tono formal diferente, con un conjunto de poemas más extensos, unitarios y musicales, sin por ello eludir el estilo de sencillez y la filosofía poética de raíz oriental que previamente la ha caracterizado y definido. Guy de Maupassant opinaba que para describir algo hay que aislarlo, desprenderlo de su ser conexo y abierto, observarlo como si fuese único, pues en ello se establece su originalidad. Siempre he comprendido el sentido del haiku como acto de vaciamiento y como pérdida, ese espacio en el que todo lo iniciático y lo ajeno comienza de la nada. Salir de uno para tener las sensaciones desde las mismas cosas desde las que normalmente las percibimos. Lo que caracteriza al haiku es la repercusión de la sensación perceptiva del instante, de lo que está sucediendo en un determinado momento. Surge del hallazgo y, para ello, quien lo escribe debe tener educado el propio ser para que permita esa experiencia extraordinaria. En este conjunto, tan unitario, en el que todos los poemas están interconectados, hay haikus escondidos, conjurados con naturalidad, no visibles ni aislados, sino armados como piezas de puzle. Están agazapados, vivos, en el interior de muchos de los poemas. Ayudan a hacer visible su poética. En La durmiente, Susana Benet parece querer descoser el lenguaje, como Penélope, para nombrar todo de nuevo, desde lo esencial, desde su magma nuclear. Su poesía sencilla, «avanza y retrocede sobre el mantel», como escribe en el poema «Una maceta». El sueño se entiende como una inmersión en una muerte pasiva, no acontecida, diferida, una latencia, un estado de semiconsciencia en el que se abandona el cuerpo para redimirse en lo poético. Un instante en el que no hay dolor: «Indolente el cuerpo se abandona.

/ Inocente, retorna a la quietud», dice en «Reposo». Todo parece inalcanzable cuando está cerca la muerte, incluso lo onírico. La fuerza de la palabra renace saliendo de sus capas más primigenias, las más cercanas a las vivencias de la infancia; la poeta sabe el poder que otorga empezar a nombrar las cosas. A este respecto, recuerdo uno de sus haikus, de un libro anterior: «Qué pequeño es / ahora aquel cuarto grande / de mi niñez». A lo largo de todo el poemario Susana Benet busca palabras que permanezcan, que no sean sólo circunstanciales, que avancen con ella de la mano. Decía Valente en Material memoria que la tarea del poeta es crear un vacío que permita la recepción de lo poético y, por ello, la conducta consustancial al poeta es el silencio. En La durmiente, que es un libro fundamentalmente elegíaco, se nos presenta la idea de una inmovilidad expectante, en la que no hay muerte sin resurgimiento. Valga de ejemplo el verso «El cuerpo sometido a la quietud estéril de las piedras», que leemos en «La enferma». Es a la palabra a la que le proporciona Benet, más allá de lo evocativo, un don regenerador, el impulso de dirigirse a un estrato más elevado, espiritual, consecutivo, una inercia leve y casi no sentida, pero arrebatadora y fundacional. El mundo es reducido a su mínima representación, a su origen, a su pequeña semilla, de la que se esperar renacer. En el poema «En un vaso», esa misma idea se vuelve pictórica, surge la imagen de un recipiente curvo cuyo elemento sustancial es el agua. En poesía la única certeza es la oscilación y el vacilar continuo: escribir poesía es caminar sobre la inestabilidad del agua. Un agua que en Susana Benet es virginal y germinante porque sólo se la puede representar en la transparencia de sus palabras y en todo aquello que no se llega a decir en sus poemas.

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Carta blanca de Rafael Saravia: reseña de Agustín Calvo Galán

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Conocimiento y resistencia Agustín Calvo Galán Carta blanca Rafael Saravia Calambur: Madrid, 2013 68 págs.

nLa poesía es una manera de estar en el mundo. Pero también es una manera de entender libremente el mundo, y más que de entenderlo de aprehenderlo, de captar un instante, una brizna, un umbral, una rasgadura: arrancar un hilo del velo de Maya e ir estirando de él, destapar la realidad que, a continuación, deberemos velar de nuevo con una nueva vestidura, a la manera de Penélope, pues mientras esperamos a nuestro Ulises, tejemos y destejemos, velamos y desvelamos, escribimos e hilvanamos una manera de encajar en el mundo o de que el mundo encaje en nosotros. Y mientras tanto, todo transcurre, como bien sabe el poeta Rafael Saravia, que en su cuarto libro, Carta blanca, se da la libertad de ser y escribir, y nos presenta un buen puñado de poemas dispuestos a no permitir que la espera sea tediosa. El libro se forma asimismo gracias a un lenguaje accesible y una sencillez consecuente. De esta manera, Saravia inicia Carta blanca con una sección titulada «Solo». Es cierto, se ha dicho de diferentes maneras, que la soledad, desde la cuna hasta la tumba, es la única tarea en la que todo ser humano se enfrenta a sí mismo y a su existencia. Y la escritura, de nuevo, es también la posibilidad de aceptar la soledad y hacerla llevadera. Sin embargo el poeta no se enfrenta a ella de forma individual, y ahonda en un sentido natural y universal de la vida: «La genética nos conduce al hombre que conversaba con la tierra que se acumula en sus uñas…». Puesto que de la tierra han surgido todos los seres vivos, conversar con la tierra, labrar la tierra, escarbar la tierra y que la tierra se acumule entre las uñas y la carne de los dedos, es otra manera de decir que nuestra existencia está unida, por una línea no evidente, al suelo que pisamos y a todos los seres que han surgido de él, al planeta mismo. De esta manera Saravia nos hace adentrarnos en un renovado paganismo. El cristianismo amalgamó una serie de creencias bajo

esa denominación, como anteriores, erróneas y contrarias a las enseñanzas de Jesús, pero, no debemos olvidar que la palabra paganismo viene del latín pagus, aldea, de donde han derivado numerosas palabras tales como país, o payés (pagès en catalán), que nos remiten a una religión telúrica, agrícola, natural, ligada a las pequeñas comunidades y al contacto genuino con la naturaleza y con una conciencia genuina del mundo. Así, en «La posibilidad de no plantar nostalgia/ y ser positivamente semilla», el poeta no mira hacia atrás, cuando busca en sus raíces genéticas y culturales, para reivindicar tiempos pasados o ecologismos trasnochados, sino para adentrarse en la incertidumbre de vivir desde el germen de la creatividad. En la segunda parte, titulada «Hasta que llegue diciembre», la situación de temporalidad, de transición, desde el nacimiento hasta la muerte, que nos anunciaba en la primera parte del libro, con la predisposición a un entendimiento natural de la existencia, se presenta aquí en toda su intensidad, pero no desde la soledad, sino desde el compartir con otra persona el transcurso de la vida («Seguimos intentando sernos»), porque en este apartado el poeta escribe o se describe en segunda persona del plural, en un somos que es la unión de dos personas, que es el intento de dos personas por ser, por convivir, por compartirse, por –en definitiva– amarse. En este trayecto, la pluralidad convierte el nosotros en una entidad única pero divisible, en un yo poético que se desdobla, que se une y desune y se reinventa a cada paso. No sin obviar las dificultades que toda unión conlleva y que el poeta sabe administrar desde, precisamente, la temporalidad: «En diferido siempre nos entendimos mejor». En la última parte, también llamada «Carta blanca», Saravia elabora tres poemas largos, que incluyen un pequeño homenaje o guiño a Antonio Gamoneda, admirado poeta que él tan estupendamente conoce, en los que la conciencia personal se une a la conciencia colectiva y desemboca, después de haber pasado por el singular (soledad) y por el dual (pareja), en un plural donde suma varias épocas y diferentes situaciones vividas en nuestro país para retratar a la perfección la rabia y la desesperanza, la crisis moral que nuestra sociedad está sufriendo actualmente. Rafael Saravia administra aquí su poesía para crear y estar en el mundo. Desde esa perspectiva, Carta blanca es rito de libertad, pero sobre todo de conocimiento, resistencia y lucha.

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Libros proféticos. Tomo I de William Blake: reseña de Jorge Freire

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Divinas palabras Jorge Freire

nSalvas de veintiún cañonazos

han saludado uno de los mayores acontecimientos editoriales de los últimos años: la publicación bilingüe de los Libros proféticos de William Blake de manera íntegra y con la reproducción de las «ilustraciones» del autor. Valga el entrecomillado, pues tales ilustraciones nada ilustran y su función no es explicativa sino simbólica. Se trata, por tanto, de un libro que puede leerse visual y verbalmente, como un manuscrito medieval. ¡Y en plena era del ebook! Este primer volumen recoge los primeros doce libros proféticos. Desengáñese quien busque fábulas futuristas. Profecía no es, stricto sensu, predicción (de haberlas, hay dos: «América» y «Europa»), pues profetes es quien proclama el mensaje divino. Blake afirma una verdad iluminada porque, como Diógenes, se sirve de su linterna para iluminar las sombras del mondo cane (la pacífica revolución americana y el terror francés, criadas a los pechos del racionalismo dieciochesco) y avizorar terribles verdades. ¿Misticismo, romanticismo? Tanto da. Ya decía Valéry que no se puede pensar en serio usando palabras terminadas en -ismo. Intentar salvar tradiciones dañadas es, según la metáfora de Wittgenstein, como tratar de reparar una telaraña rota con las manos. Blake es heresiarca de su propio culto y, usando la Biblia como troquel para su sistema personal (una ontología monista en que el cuerpo es «la parte del alma que se percibe con los sentidos»), graba sobre planchas de metal un lienzo tan perjuro como pastoral, moraviano y numénico; un sopicaldo con trazas de Cábala, exprimida de los textos de Swedenborg sobre Böhme, e irracionalismo visionario de herencia muggletoniana. Olvídense de Blake y esposa recitando desnudos el Paradise Lost y otras candongas legendarias, pues nos encontramos, sin duda alguna, ante la obra cumbre del pensamiento gnóstico occidental en la era moderna. Las frases de Blake, tajantes y categóricas (al fin y al cabo, «si el sol y la luna dudasen, se extinguirían»), suenan dos siglos después como una campana que volviese a tañer admonitorios retumbos. Los poemas menos conocidos no son, en absoluto, menores. La excelente traducción de Bernardo

Libros proféticos. Tomo I William Blake (Traductor: Bernardo Santano Moreno) Atalanta: Girona, 2013 705 págs.

Santano permite vibrar con el intenso y sugestivo «Tiriel» y temblar con las feroces «Visiones de las hijas de Albión». Sorprenderán al lector «El canto de Los», una triste endecha a los causantes del declive de la civilización (Adán, Noé, Moisés... y Locke, claro), «La revolución francesa», un conmovedor poema incompleto que Blake comenzase en 1790, espoleado por los sucesos de París, y «Ahania», una indisimulada crítica al monoteísmo que relata la rebelión de Fuzar contra su padre en una imaginativa vuelta de tuerca del Libro de Urizen. Bien supo Blake que «un loco no ve el mismo árbol que un sabio». ¿Conseguirá algún lector despertar esa visión profética que, según el poeta, reside en el pecho de todos los hombres? Cabe mentar el maravilloso mapa portulano de la imaginación humana que Blake traza con sus pinturas. Cuadros al temple que parecen óleos, donde las tintas de línea clara y las pinturas de colores vivos encienden figuras luminosas y endriagos musculosos en hiperbólico escorzo. Sigue asombrando el arriesgado estilo de Blake, tan alejado de la tradición y el academicismo, que en esta edición brilla más que nunca. El segundo volumen reserva grandes imágenes blakeanas, como la transfiguración del belicoso Albión en el estrambótico poema épico «Jerusalén» o la iluminación de Ulro en «Milton». Cuando las Musas se le aparecieron a Hesíodo mientras andaba trajinando con las ovejas, le dijeron que escribir era contar mentiras con apariencia de verdad. ¿Y si fuese al revés? Borges decía que Blake había recorrido las regiones de los muertos y los ángeles. Según Jung, nadie fue tan lejos en el inconsciente colectivo. Hasta T. S. Eliot, que no se contaba entre sus partisanos, elogiaba la «aterradora honestidad» de Blake. Tal y como escribe Pascual Duarte al término de su segunda carta, ¿qué podría yo añadir a lo dicho por estos señores?

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El tercer acto

Hijo, ve a la cama que viene la cultura. Juan Carlos Márquez

La lectora media nPor circunstancias de la vida, desde hace un par de años coor-

jóvenes universitarios no acuden a los clubes de lectura. Pero dino varios clubes de lectura. Se trata de clubes de la red tampoco lo hacen los hombres, salvo excepciones, y, entre de bibliotecas de la Comunidad de Madrid, que, como es esas salvedades, no son raros los casos en que son arrastralógico, son gratuitos para los participantes. Los clubes gene- dos hasta allí por sus mujeres. Tenemos por tanto un retrato ran cierta expectación, de manera que la demanda supera a robot inequívoco del usuario más habitual de los clubes de la oferta de plazas, por lo que cada trimestre las bibliotecas lectura: mujer, de mediana edad o madura, jubilada, ama sortean, por orden alfabético de apellidos, la participación, de casa o desempleada. Un retrato que no dista mucho del y a lo largo de cada ciclo anual desfila ante mí un numero que podemos advertir con sólo abrir los ojos en el transporte considerable de personas. Los asistentes son, por lo general, público, en el metro, por ejemplo, donde con independenpersonas mayores, al otro lado de la línea cia de su edad o vida laboral, la mayoría de de jubilación, desempleados o amas de lectoras son mujeres. Sin embargo, las mucasa. En un alto porcentaje, mujeres. Llama jeres de los clubes de lectura son (pónganse la atención la ausencia absoluta de universiaquí todas las excepciones que se quieran, tarios, muchos de los cuales podrían comyo me refiero a la generalidad y siempre paginar un taller quincenal (dos horas) y desde una experiencia particular) lectoras la lectura de ciento cincuenta o doscientas más refinadas, ya sea porque su experiencia páginas con su labor de estudiante, que, lectora anterior al club las ha colocado en si echo la vista atrás porque yo también lo esa posición o porque su asistencia asidua a fui, no era tan intensa como se la presenlos clubes de lectura las ha ido «refinando» tábamos a nuestros padres. No se trata de o guiando hacia el descubrimiento de una que no estén al tanto de las convocatorias literatura de mayor calidad. No quiero ende los clubes, eso es improbable pues a las trar en eso porque sería un debate asimilamismas horas en que se celebran los clubes ble al dilema de la gallina o el huevo. Pero, los jóvenes estudian en las bibliotecas. Y voy a lo esencial, ¿qué les gusta leer o, mejor, además los clubes están bien publicitados. qué leen? De todo. Desde Isabel Allende y Por lo que sea, la literatura no está entre las Ken Follet hasta Pío Baroja y Benito Pérez aficiones principales de los universitarios o Galdós. De la novela romántica a la novela quizás existe una red magnífica de clubes negra. ¿Y qué no leen? Ciencia ficción y esJuan Carlos Márquez de lectura en las facultades, pero permítancritores españoles contemporáneos distintos me que descarte lo segundo. ¿Por qué no tienen presencia de Reverte, Marías o los autores patrios de best sellers en que en los clubes? Las razones pueden ser muchas: porque están ustedes piensan en este momento. Es decir, el lector medio, viviendo, porque están obligados a leer libros relacionados la lectora media para ser más exacto, esa gran masa de lectocon sus asignaturas y eso les colma, porque los videojuegos, ras que sigue inmediatamente a los entre 5 000 y 15 000 leclas series, el cine o trastear en Internet, las redes sociales y el tores formados que se especula que existen en nuestro país, WhatsApp producen, con muy poco esfuerzo, un placer más no lee a escritores españoles contemporáneos. No conocen, inmediato y se ajustan mejor a las necesidades de su edad, porque yo los he nombrado en los clubes a modo de sondeo, porque son capaces por sí mismos de seleccionar sus lecturas a Rafael Chirbes ni a Vila-Matas, y mucho menos a escritoy no tienen ninguna necesidad de compartirlas con nadie res de generaciones posteriores como Belén Gopegui, Marta o porque no se sienten cómodos rodeados de señoras que Sanz, Ricardo Menéndez Salmón o Isaac Rosa, por menciopodrían ser sus madres o incluso sus abuelas. Las razones en nar algunos nombres ilustrativos. No los conocen ni los leen. realidad no son tan importantes como el hecho de que los No existimos. Y las necesitamos para existir.

HIJO, Ve A LA CAMA QUE VIENE LA CULTURA

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Circo de pulgas. Julia Otxoa

Agua viva nClarice Lispector se trasladó siendo todavía un bebé con su fa-

Te escribo porque no me entiendo. Tú que me lees ayúdame

milia de origen judío, desde su Ucrania natal hasta Brasil, a nacer. […] Soy el corazón de las tinieblas. […] Se me ha donde transcurrió la mayor parte de su vida. A los nueve años ocurrido de repente que no es necesario tener orden para viperdió a su madre. Sin duda alguna su infancia quedó marcavir. No hay ningún patrón a seguir. […] He profundizado en da por esta prematura muerte debida a la sífilis, enfermedad mí pero no creo en mí, porque mi pensamiento es inventado. que su madre contrajo al ser violada por soldados rusos. Escribir es para Clarice Lispector narrar La trayectoria de su originalísima otra dimensión de percepción múltiple y liobra abarca novela, cuento, ensayo y bre hasta el vértigo. Expresión desinhibida, colaboraciones en prensa. Es considerada pulso de la raíz del instante. Agua viva es máxima representante de la innovación el relato de un éxtasis, arriesgada metalindel lenguaje en la literatura brasileña de güística y ontológica interrogación sobre la la primera mitad del siglo XX. Implantó validez del lenguaje para expresar lo dictado la «narrativa intimista», y el uso del monópor una conciencia compleja, alejada de la logo interior a través de una escritura de cronología temporal de los acontecimientos singular belleza expresiva e indiscutible y que responde a una profunda pulsión del talento. Publicó su primer libro, Cerca del ser como receptor sensorial e intelectual de corazón salvaje, con sólo veintiún años. otro nivel de realidad interior. El torrente Acercarse a sus textos es penetrar en de su escritura es también ardiente poética una poderosa extrañeza que como viaje sobre los límites de nuestra condición huiniciático nos atrapa en una nueva y apamana. Caída en el tiempo como permanente JULIA OTXOA sionada visión de las cosas, lejos de los ausencia de sí, pero también alegría vital, decánones de la literatura contemporánea. safío contra la muerte a través de un contiAgua viva, publicada ahora por Siruela en su «Biblioteca nuo renacimiento. Clarice Lispector», es desde ese aspecto un monólogo exEncuentro sin testigos, la escritura es lenguaje aproximatraordinario. Transcribo aquí algunos de los fragmentos del tivo, tensión máxima en la ceguera, en la que tanto se avanlibro: za como se retrocede y se borra y se regresa a escribir allí en lo borrado las huellas de ese aliento que quema y precisa sa…estoy entrando calladamente en contacto con una realilir de (la in-fantia = incapacidad de hablar) y ser nombrado para seguir existiendo. dad nueva para mí que todavía no tiene pensamientos que Leyendo Agua viva he recordado aquel dolor, aquella inle correspondan y menos aún una palabra que la signifique: capacidad de decir del poeta Hugo Von Hofmannsthal en es una sensación más allá del pensamiento. su carta a Lord Chandos. Sin embargo, Clarice Lispector decidió el vómito de todo aquello que pugnaba por salir y Lo que te digo nunca es lo que te digo y sí otra cosa, capta no encontraba cauce, utilizando la palabra como cebo para esa cosa que se me escapa y sin embargo vivo de ella y estoy captar la entrelínea, algo que está más allá del lenguaje y sobre su brillante oscuridad. que es siempre epifanía y revelación.

CIRCO DE PULGAS

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Palabra perdidiza. Rolando Sánchez Mejías

El tercer acto

De aforística dispersa De las dialécticas del amor

el Deseo y la Pasión, no los emplean per directa en Amor, que es reducción –para ellos– de un Eros Superior. Ni siquiera emplean Deseo y Pasión por elección, pues no les ha sido dada la posibilidad de elección en tales menesteres. O el Amor les es adventicio, accidental, como el uso de este o aquel par de zapatos, o es una azarosa curiosidad, como observar el vuelo de una mosca. Pero son impedidos, espirituales (su espíritu sin embargo sobrevuela o se adentra en zonas no exentas de sublimidad), y hasta materiales, del Amor; no del amorío, que les es lícito frecuentar, sin alteración de esencia. No, no se necesitan –impedido y Amor– el uno al otro. Sin embargo, su inocencia, casi limítrofe en una variedad del misticismo, o de un singular realismo, me desarma. Como me desarma la inocencia –que puede ser generosamente santa, y perversa– de los niños. Estos serecillos –niños, impedidos–, qué duda cabe, me desarman. Nunca podré conocerlos a fondo. Creo que son formas apriorísticas de más saludables y desconocidas potencialidades del Amor.

El amor, como casi todas las cosas, tiene dos caras: instruye; y destruye. Dependiendo del desequilibrio, la preponderancia de una de sus caras, recibiremos demasiada instrucción o demasiada destrucción. Hay quien prefiere el amor como sucedáneo de una pedagogía de la vida. Y así halla enseñanzas hasta en las más imperceptibles palpitaciones del corazón. Elaborando, pues, las más refinadas estrategias contemplativas. O una suerte de pudor, que es alimento, por ineludible sabiduría, del Amor. Los amantes (o amados) de una demasiada Destrucción, se consumen, sin prolegómenos, en un fuego perpetuo, emotivo, particular. Por supuesto que no estamos hablando de los diletantes, estudiantes, bachilleres del Amor; ni de los que llamo «fulmíneos», los fulminados o asaeteados de repente por cualquier género de flecha, siendo su gesto típico llevarse las manos al pecho, donde no dudo que suela pendulear el cordial órgano «radiante», aunque la iluminación per se (que puede ser fría, como en ciertas estrellas, o en determinadas bombillas), no explica la devoración ni la irradiación por fueDel secreto go del Amor. Rolando Sánchez Mejías Se sabe que el secreto –que no debe confunLos dos –fulmíneos, bachilleres– son enemigos letales del Amor. Amagan, prodirse con el enigma, aun teniendo aspectos palan ciertos símiles del Don Amoroso, incluso a veces se en común– no es sólo privilegio, poderío, de quienes lo deemplean a fondo, unos por mera apariencia, otros por in- tentan como un Don o un arma, o de quienes más o menos veterada negligencia, y otros por esa ingenua convicción de periódicamente se inician en algunas de sus claves. Hay una espuria fe con que han nacido. Pero se desgastan, y desgas- agonística del secreto, una impaciencia del secreto, un «matan todo aquello o aquellos que tocan. Y son mayoría. Y la lestar» del secreto, pues implica sueño y ensueño y vigilia mayoría, ya sabemos, suele ser peligrosa por sí misma. Su a la vez; y un necesario terror, a la vez, de raíz pagana (y lógica, que es numérica, serial, hace énfasis en multiplica- vigencia moderna), que puede mantener a un país –como ciones políticas del Amor (y en otras tantas políticas), siem- el mío, que quizá no carezca, para bien o para mal, de algo pre tendenciosas, y, repito: peligrosas. Porque sus políticas similar a un «Inconsciente Colectivo»– en una eterna (casi –como el fascismo, o como el Amor a la Humanidad– son mesiánica) suspensión de su Revelación: reflejo de mundos defectuosamente privados. Prefiero, frente a la susodicha pareja de especímenes abundantes, al impedido de Amor. Al cojo, al ciego, al paralíti«La sangre del chivo y del gallo co de Amor. Aquellos que, a pesar de poseer atributos como se mezclarán en el Secreto».

PALABRA PERDIDIZA

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El tercer acto

Galería de notables. Ricardo Menéndez Salmón

Flann O’Brien o la broma infinita nSi no el mayor,

Irlanda constituye uno de los más grandes merecer un lugar de honor en la historia de la mordacidad enigmas de la historia de la literatura universal. No en vano, literaria. «la isla santa y sabia», un país pequeño y con un peso políTítulos como El tercer policía, Crónica de Dalkey, La boca potico y económico no demasiado notable, tradicionalmente bre, La vida dura, La saga del sagú de Slattery o sus impagables aplastado por el fanatismo religioso y por artículos para The Irish Times, firmados con el el expansionismo inglés, ha regalado a la seudónimo Myles na gCopaleen y recogidos en literatura, cuando menos, tres talentos exel volumen La gente corriente de Irlanda, son un traordinarios (Oscar Wilde, John Banville regalo para la inteligencia y una fuente consy Jamie O’Neill) y otros tantos genios intante de placer. Pero con ser grandes libros, discutibles (Jonathan Swift, James Joyce y no harían que O’Brien mereciera un escaño Samuel Beckett). Por un déficit achacable de privilegio en la historia de la literatura cona quien escribe, pues no conozco en protemporánea si no estuvieran acompañadas por fundidad los méritos de la tradición del una obra capital, insólita y de una fecundidad país en el género, quedan fuera de esta lisabrumadora. Me refiero a En Nadar-dos-pájaros, ta sus poetas, pero no puedo olvidar que, sin duda una de las novelas capitales del siglo entre otros, William Butler Yeats y Seamus veinte, que entronca directamente con la reHeaney son irlandeses. Debo recordar volución propiciada por Ulises de Joyce y que, también que, aunque por azar, uno de los leída hoy, setenta y cinco años después de su mayores novelistas de todos los tiempos, primera edición en 1939, sigue asombrando el clérigo Laurence Sterne, nació en Irlanpor su ambición y su radicalidad. da. La razón de tan prodigiosa fecundiEs sabido que la risa arranca todas las másRicardo Menéndez Salmón dad acaso deba buscarse, sea o no espuria caras, y aunque Lautréamont (irónicamente, la anécdota, en la respuesta que Beckett ofreció cuando fue pues fue un reidor feroz, quizá el más oscuro de todos) vio interrogado a propósito de esa floración de artistas inspira- en ella un atentado contra la nobleza del hombre y Jorge de dos: «Cuando la mierda te llega a la boca», dicen que dijo Burgos, el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, un peliel autor de Esperando a Godot, «lo único que puedes hacer es gro para el alma inmortal, el humor, asunto serio donde los cantar». haya, sirvió a O’Brien para retratar con fuerza indecible la Brian O’Nolan, alias Flann O’Brien, no desmerece en realidad de su tiempo y de sus gentes. Hambrienta y bellísiesta lista estelar. Por fortuna para el lector español, Nórdica ma, meapilas y bebedora, inocente y satírica, avara y generoLibros y su editor, Diego Moreno, llevan empeñados hace sa, odiada y amada, todas en una, una en todas, Irlanda es en años en servirnos, en excelentes traducciones del inglés y la literatura de O’Brien una broma infinita que, convocada al del gaélico (Iury Lech, José Manuel Álvarez, Antonio Rivero tribunal de la risa, acaba por hacernos comprender la verdad Taravillo, Héctor Arnau Salvador, María José Chuliá García), escatológica convertida en cliché por Beckett. Los caracteres la flor y nata de la producción de este borrachín cultísimo, inmortales de O’Brien (el Puca McPhellimey, míster Collopy genio del calambur y el nonsense, feroz polemista y magnífi- o Bonaparte Ó Cúnasa) son los cantores de ese cuento de co pendenciero, cuya prosa ha pasado por derecho propio a miseria y esplendor que es «la verde Erin».

Galería de notables

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