Quimera Revista de Literatura | Número 370 | Septiembre 2014

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

Colaboradores nº 370:

4 El foyer

Operación retorno

David Aliaga, Ramón Andrés, Elena Blanco, Guðbergur Bergsson, Jesús Carrasco, Rubén Castillo Gallego, David Chacori, Aníbal Cristobo, Juan Bautista Durán, Federico Falco, Jesús Ferrero, Miguelángel Flores, Albert Gutiérrez Millà, Carlos Godoy, Eva Hibernia, Rubén Ibarreta, Andrea Jeftanovic, Luciano Lamberti, Caroline Lepage, Rafael Mammos, Juan Carlos Márquez, Antonio Jiménez Morato, Pablo Natale, Andreu Navarra, Gustavo Piñero, Álvaro Pombo, Carlos F. Romero, Laura Rosal, Miguel Serrano Larraz, Gudni Thorbjornsson, José Antonio Vila, Ruth Vilar

5-25 s espejos e lo El salón d

26-45 aso El cielo r Dossier. Córdoba, Argentina

Entrevista a Jesús Ferrero (5)

Antonio Jiménez Morato: Esos chicos del Interior... (26)

Entrevista a Álvaro Pombo (13)

La vida es buena bajo el mar, de Luciano Lamberti (32)

Entrevista a Jesús Carrasco (16)

HCI, de Carlos Godoy (42)

Fulgor, de Federico Falco (28)

Amarillo sobre amarillo, de Pablo Natale (38)

Entrevista a Mary Jo Bang (19) 51-53 mana La voz hu

Entrevista a Guðbergur Bergsson (23)

48-50 Azul de Barba Conversación con lo il st a c l E Eva Hibernia Poemas inéditos de 46-47 erlas ores de p d a sc e p s Lo Ramón Andrés Microrrelatos inéditos de Miguelángel Flores

Portada: escultura de Gustavo Piñero © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com

6 -5 4 5 ach on the Be Einstein

Baroja, Azorín, Camba, Francisco Fuster y la gran ballena varada del 98, de Andreu Navarra Ordoño

57-62 ú El ambig José Antonio Vila: Catalanes todos de Javier Pérez Andújar (57) Juan Vico: Los traductores del viento de Marta López Luaces (58) Rubén Castillo Gallego: Las manos de Miguel A. Zapata (59) Caroline Lepage: La música de las sirenas de Javier Perucho (60)

publicidad@revistaquimera.com

Carlos F. Romero: Barbarismos de Andrés Neuman (61)

pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

Rafael Mammos: Los desengaños de Antonio Lucas (62)

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A. Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

63-66 acto El tercer

Columnas de Miguel Serrano Larraz, Andrea Jeftanovic y Juan Carlos Márquez


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El Foyer

Operación retorno nDespués del paréntesis veraniego y de la pertinente renovación de cuerpos y mentes, volvemos con un número lleno de propuestas. La entrega de septiembre se abre con un nutrido grupo de entrevistas a autores muy diferentes, incluso distantes entre ellos, pero que tienen en común el alto grado de compromiso estético que mantienen con sus respectivos proyectos literarios. Es el caso de Jesús Ferrero, responsable de una vasta obra que ha transitado por prácticamente todos los géneros y que David Chacori se encarga de repasar en la charla que mantuvieron en su domicilio madrileño; próximamente, por cierto, publicaremos una reseña sobre la más reciente de sus narraciones, Doctor Zibelius. El casi siempre controvertido Álvaro Pombo visita también nuestras páginas, de la mano de Juan Bautista Durán, a propósito de la publicación de una nueva novela, La transformación de Johanna Sansíleri. Para conversar con Jesús Carrasco no hemos necesitado la excusa de la novedad editorial, si bien la obra que sucederá a su exitosa ópera prima, Intemperie, ya se perfila entre las líneas de la entrevista de Albert Gutiérrez Millà. La gran poeta norteamericana Mary Jo Bang acaba de ver aparecer un volumen recopilatorio de su escritura en el inquieto sello Kriller71: El claroscuro del pingüino. Rafael Mammos aprovechó la presentación barcelonesa de este libro para hablar con ella sobre su trayectoria y su concepción de la literatura. David Aliaga, finalmente, nos brinda la oportunidad de conocer de primera mano las opiniones de uno de los autores más importantes de la literatura islandesa contemporánea, Guðbergur Bergsson. En el dossier de este mes se sustituyen los habituales artículos y entrevistas por varias propuestas narrativas. Antonio Jiménez Morato, su coordinador, ha convocado para nosotros a cuatro de los más prometedores narradores surgidos

en los últimos años de una zona geográfica muy concreta: la provincia de Córdoba, en Argentina. En su artículo introductorio, Jiménez Morato trata de alejarlos de etiquetas generacionales reduccionistas para resaltar su calidad, de la que son excelente prueba los relatos que ofrecemos, así como su inquietud artística. Los dos primeros, «Fulgor», de Federico Falco, y «La vida es buena bajo el mar», de Luciano Lamberti, recurren a ciertos modismos de la literatura fantástica para ofrecer sendas visiones lúcidas y descarnadas de una realidad más que reconocible. En los otros dos, «Amarillo sobre amarillo», de Pablo Natale, y «HCI», de Carlos Godoy, el registro es en cambio netamente realista, pero su visión del mundo no menos acerada. Se trata, en cualquier caso, insistimos, de cuatro brillantes cuentos que sin duda consiguen que deseemos adentrarnos en el resto de la producción de sus jóvenes autores. Para acompañarlos, el coordinador del dossier ha tenido el acierto de recurrir a las obras de Gustavo Piñero, un fantástico escultor nacido también en la Córdoba argentina. Los apartados de creación se nutren de los microrrelatos de Miguelángel Flores; de varios poemas de Ramón Andrés, pertenecientes a su próximo libro, Atlántico Norte; de la entrevista de Ruth Vilar a la dramaturga (además de narradora y poeta) Eva Hibernia; y de una artículo de Andreu Navarra dedicado a reivindicar la ascendente trayectoria del ensayista Francisco Fuster. La sección de reseñas de novedades y las columnas de opinión cierran un número que, como repetimos cada mes, confiamos en que resulte ameno e interesante para todo aquel que decida dedicar algo de su tiempo a su lectura.

En el dossier de este mes se sustituyen los habituales artículos y entrevistas por varias propuestas narrativas. Antonio Jiménez Morato, su coordinador, ha convocado para nosotros a cuatro de los más prometedores narradores surgidos en los últimos años de una zona geográfica muy concreta: la provincia de Córdoba, en Argentina.

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Juan Vico Redactor jefe de Quimera. Revista de Literatura


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Jesús Ferrero:

La creación persistente Texto y fotos: David Chacori ©


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Jesús Ferrero: la creación persistente

.En

un jardín desordenadamente crecido pero, según me cuenta, pensado a conciencia, se desarrolla la mayor parte de nuestro encuentro. Jesús Ferrero vive en una casa de aire neorracionalista basada en los ángulos rectos, como de viñeta de tebeo de finales de los ochenta. Tras ella, discurre en una suave pendiente el jardín abigarradamente revuelto pero repleto de caminos casi ocultos. Recuerda a la embarullada floresta de los lindes del Bidasoa en la Navarra casi marítima, aunque también a los frescos jardines traseros de las villas berlinesas. Corre por allí Diana, una estilizada perra que rescataron de alguna peripecia callejera, y observa Platón, un viejo sabueso, enorme y cansado, que tiene la cara amable de los perros fieles. Charlamos en una mesa de madera, como de almuerzo antiguo. Me contabas que ahora disfrutas más escribiendo que antes, incluso cuando abordas temas desagradables, como en la reciente entrega del personaje de Ágata Blanc, La noche se llama Olalla, una historia sobre un crimen sórdido y muy violento. Escribir siempre me ha resultado una experiencia placentera, desde que concibo una historia hasta que la acabo. Nunca he entendido la escritura sin ese placer porque no creo en la moral del sufrimiento que promulgan algunos artistas. Imagino igualmente placentera, o incluso superior, la creación pictórica y sobre todo la musical. Los músicos se elevan más porque usan un lenguaje mucho más abstracto que el verbal, lo que favorece su transporte a otra dimensión. ¿Y cómo te planteas el trabajo literario? ¿De qué manera abordas la escritura de tus libros? Trabajo simultáneamente en varias historias, como los pintores que trabajan sobre varios cuadros en diferentes fases. Parto de un argumento muy

El salón de los espejos

abstracto donde aparecen los posibles personajes y sus conflictos dramáticos, como la escaleta previa a un guion cinematográfico. Es un argumento muy imperfecto que inconscientemente he introducido en mi cabeza, sobre el que aparecen imágenes, frases o situaciones que aunque sean interesantes, se pierden en las sombras. No las anoto porque he comprobado que, cuando son buenas, aunque parezcan perdidas en el mundo inconsciente vuelven al cabo del tiempo tal como las había formulado, como si su único propósito fuese reaparecer. Aunque quieras evitarlas, vuelven a aparecer, te persiguen. Me ha ocurrido lo de perder un texto de veinte o treinta páginas, corregido y recuperarlo al cabo de varios años sin corregir, volverlo a revisar y repetir las mismas correcciones y las mismas estructuras complejas que había en el original. Hasta que no he madurado bien las historias no las escribo, porque si no, me equivoco con mucha facilidad. Suelen pasar seis o siete años en barbecho, y finalmente las escribo con muy pocas equivocaciones. El lenguaje está instrumentalizado desde la primera frase aunque el lector no lo advierta. El narrador ha de ir siempre por delante del lector. Y tras esa escritura casi torrencial, ¿cómo percibes que has llegado al punto final de esa historia que tan viva está ya en sí misma? Cuando notas que te pasas. Cuando las correcciones estropean el sistema es que la novela ya está acabada. La novela es como una estructura musical en la que hay que evitar los anticlímax innecesarios. En la última revisión, me limito a quitar adjetivos y a evitar los momentos en los que baja la tensión. En poemas complejos y extensos como «Li Po y los príncipes», de mi libro Rio Amarillo, trabajo de modo similar,

porque son estructuras muy narrativas, que exigen varias versiones hasta dar con la definitiva. Estoy de acuerdo con Octavio Paz y su poema Piedra de sol: hay que saber cortar el poema largo, darle estructura sólida para no cansar al lector. Para los poemas breves, sin embargo, entiendo que son el resultado de un estado mental más que un género literario. En la amplia obra de Ferrero, aparecen constantes como el viaje interior y exterior por donde transitan sus personajes. El movimiento y la geografía de la ciudad se convierten en el telón de fondo de sus historias. Reconocemos lugares cercanos a la biografía del autor, como Shanghái, Berlín, París, Madrid, Barcelona, Pamplona o San Sebastián. Procuro no repetirme porque, en contra de Kierkegaard, la repetición no me da seguridad y me aburre, aunque haya leitmotivs que reaparecen en diferentes novelas, si bien con otra melodía: los laberintos del deseo, el valor de la vida y de la muerte, ciertas ciudades, el origen y el fin del mundo, por ejemplo. Tengo territorios literarios específicos y limitados que el lector y la crítica son capaces de reconocer en diferentes épocas. Berlín, por ejemplo, al que me he referido periódicamente y en tiempos distintos, en el periodo de entreguerras, en la Guerra Fría o en los años posteriores. Igualmente, Madrid, Barcelona, Pekín o Shanghái. Y volverán a aparecer en el futuro. Habrá historias sobre un Shangai muy diferente al de Bélver Yin, aunque relacionado con él. Son territorios específicos que surgieron por azar o por el destino, que me sedujeron desde épocas muy tempranas. Siempre me ha sorprendido que en tu obra aparecen referencias a episodios de tu vida en Berlín, en París o en Barcelona, pero que no hayas hecho memoria de tu primera juventud.


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Bueno, en realidad tanto Ángeles del abismo como Balada de las noches bravas trataban sobre mis años en Navarra y en el País Vasco.

Desde joven me molestaban las novelas de los amigos en las que reconocía casi todas las escenas y los personajes. Nunca las pude soportar.

Pero en ambas las referencias son mucho menos explícitas, más veladas al lector. Lo que quiero decir es que no has trabajado esa parte de tu vida, tal vez más familiar, como elemento narrativo. Nunca tuve pretensiones de levantar panteones familiares en mis libros, una tarea que gusta mucho a algunos escritores que sólo quieren transmitir al lector lo maravillosa que fue su familia aunque hubiese algún que otro criminal en ella, y eso jamás me ha interesado. Mi modelo de artista lo definió Antonio Machado cuando al hablar de Shakespeare dijo que «se disolvió tanto en sus personajes que terminó por desaparecer en ellos». Por ello procuro liberar a los personajes de mi autoría, a fin de sentirlos vivos, y eso ya no es una opción sino una elección: la de construir novelas verdaderamente autónomas, que se sostienen por sí mismas.

Esa disolución la he percibido en tu forma de retratar las ciudades, donde se pueden hallar lugares, barrios, e incluso casas que podrían no ser las típicas del lugar, sino las que el lector conoce a través de tus personajes, como me ocurrió hace unos años en Berlín, donde creí descubrir una casa que podría haber sido la de Un amor en Berlín. Sí, procuro darle cierta intimidad a los escenarios, y para ello suelo describirlos muy a menudo a través de los personajes, por ejemplo el Nueva York de El Hijo de Brian Jones, que aparece explicado a través de la mirada de Julián, el protagonista, lo que me permite acercarme mucho al lector sin necesidad de hacer descripciones detallistas, circunstancia que no evita que puedan ser bastante exactas, si bien dentro de una cierta abstracción lírica. En esto y en muchas otras cosas mi maestro ha sido Fitzgerald. En unos pocos párrafos

de El gran Gatsby, Fitzgerald cuenta más y mejor Nueva York que Dos Passos en todo Manhattan Transfer. Me gustan los escritores que no enturbian las aguas para que parezcan más profundas. En la Grecia clásica, el escritor que mantiene esa aparente transparencia es Platón. Platón es limpio, no transparente, y ahí veo mi modelo literario. Detecto esa misma limpieza en Flaubert, en Fitzgerald, en Carver, en Salinger, en Lu Xun, los escritores que leo y releo y en los que cada vez descubro nuevas luces. Lo mismo en la filosofía, cuando releo el Discurso del Método. Concibo mis novelas desde dos dimensiones: las ubicadas en el tiempo contemporáneo y que son reflejo de él, y las que se ubican en la historia, sin por eso ser novelas históricas, porque rechazo el didactismo infantil que la caracteriza. En las novelas ambientadas en otro tiempo suelo elegir el narrador en tercera persona, para no envejecer artificialmente el lenguaje, un procedimiento que detesto y que me parece totalmente kitsch. El modelo para hacerlo son los


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clásicos: Calderón, Cervantes, Shakespeare, Borges... En Lady Pepa juegas con dos periodos, el contemporáneo y el de la historia de Bonnie y Clyde. En cierta manera, y vista con los ojos de hoy, tal vez tiene mayor valor histórico la narración de lo que entonces era presente que la historia de los años veinte. Bueno, creo que la parte de Bonnie y Clyde es más histórica que la película, la verdad. Recuerdo su redacción en Vallvidrera, donde gozaba de una vista panorámica de la ciudad. La sensación más emocionante y grata fue la de sentir que narraba la inmediatez del momento. Me acuerdo de las inundaciones que anegaron el Paralelo, o del cocinero que se fue al Mercado de la Boquería a suicidarse con arsénico. Disfruté contando ese momento. Algo parecido me ha ocurrido ahora con La noche se llamaba Olalla. La inmediatez se puede contar, aunque no se sepa cómo quedará una vez pase el tiempo. No saber qué ocurrirá con tu trabajo es muy in-

quietante desde el punto de vista creativo. Lady Pepa es mi novela más omitida y más imitada, según dijeron bastantes críticos, en la que usé procedimientos narrativos que introducían los medios de comunicación y los diferentes lenguajes de la ciudad. Algunos amantes del esteticismo de Bélver Yin la rechazaron, a pesar de que se trata de una novela mucho más moderna y en la que me influyó poderosamente Alfred Döblin, otro de mis novelistas preferidos. En ese sentido se trata de una novela muy «alemana». Mucho, y gustó mucho a los hispanistas, alemanes, franceses y estadounidenses. Escribí esta novela entre Vallvidrera y el Paralelo, y surge de mi pasión por conocer las ciudades a pie. No conozco forma de creación más apasionante, que obliga a estar todo el tiempo en la calle. También me pasó en Madrid con Las trece rosas, cuando anduve buscando todos los lugares que quedaban de aquel periodo, de forma que mis pa-

seos quedaban totalmente imbricados en la trama. De pronto, la comisaría que iba buscando había desaparecido y en su lugar había un prostíbulo; en el patio donde había caído el primer defenestrado por la policía aparecía un restaurante tailandés. Pese a la dificultad por localizar los espacios históricos, situarlos te ubica en un espacio creativo donde la realidad forma parte de tu texto y se convierte en algo muy absorbente y casi embriagador. Te asegura experimentar muchas emociones. Y con esa recreación de ese espacio «mítico» le das un carácter histórico a tus novelas Sí, incluso antropológico, como descripción de la intrahistoria de las ciudades, que en realidad sólo es recuperable a través de las novelas. De hecho, un año después de publicar Lady Pepa, hubo un resurgir del Paralelo gracias a ella: varios jóvenes alquilaron locales como el dancing del Apolo y algún otro más, que se mantuvieron antes de que las reformas previas a las Olimpia-


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das terminasen con ello. En Lady Pepa cuento ese espacio como era, un barrio de personajes, muy auténtico y muy barcelonés. En el Paralelo si no eras un personaje, estabas perdido. En eso se parecía mucho a París. Entre otros temas destaca uno recurrente: el apocalipsis, en ocasiones estrictamente, como el final de los tiempos, pero también como imagen de la terminación personal. He releído una de tus primeras obras, La era de la niebla, una novela corta con cierto aire finisecular que, al mismo tiempo, puede tener una interpretación muy platónica. Platónica y a la vez no. Se trata de mi nouvelle preferida, en la que es platónico su final. Utiliza mucho el concepto de apeiron, lo indeterminado. La niebla como sombra, como lo que lo diluye todo. Es una novela de retro ciencia ficción en la que expresé alegóricamente lo que vivía entonces; un momento de niebla y de licuación de la cultura. Fue una novela poco leída en su momento. La escribí en el Paralelo poco después de Opium, alrededor del año 1990, en un momento muy feliz de mi vida. Tanto en esta nouvelle, en la reciente sobre Ágata Blanc, o en otras, como el cuento seriado «El apocalipsis de Jonás» (publicado en el diario El Mundo en 1997) y, por supuesto, en el prólogo para la edición del Apocalipsis en una colección de Mario Muchnick, te has referido al instante del fin del mundo, abordándolo tanto desde un plano colectivo como desde el personal. El apocalipsis para Europa comenzó hace tiempo y vivimos en él, aunque hay que mantener la esperanza. El apocalipsis me interesa como narración. Donde mejor lo abordé fue en El secreto de los dioses, una de las novelas de las que más orgulloso me siento, en la que diez narradores de diferentes culturas explican cómo han ido llegando al fin de su mundo. La cultura cristiana se basa

Jesús Ferrero: la creación persistente

en los textos judíos a los que les hemos dado la vuelta añadiéndole los cuatro evangelios y el Apocalipsis, dándole sentido final a una narración que no nos pertenecía. Esa explicación del fin de los tiempos, presente en la Biblia y en el Corán, no es habitual en las narraciones de los pueblos. El fin del mundo es probablemente el tema más apasionante desde el punto de vista de la emoción. Me atrae por su sentido sociológico y antropológico, y como narración pura. Como dice alguno de mis personajes, cuando te mueres, para ti es el fin del mundo. El fin del mundo habla de la relatividad de todas las culturas. Apolo murió, Afrodita murió y ahora sólo son referencias literarias que usamos como adorno cultural. El fin del mundo es una narración semánticamente rica, por sus poderosos símbolos, aunque también peligrosos, como cuando las profecías se cargan de malas intenciones que predisponen la conducta y el ánimo, como ocurrió ante la inminencia del año 1000. Así se determina el futuro, como el marxismo cuando profetizaba el triunfo de la clase obrera para convencer de que sucedería. Lo mismo actualmente con los códigos publicitarios, aunque de modo menos absoluto desde la irrupción de internet. La publicidad era antes más despiadada, pero limitada a los medios de masas. A través de ella se convertía a un escritor en indiscutible, encumbrado por la publicidad sistemática e interesada y por los medios de comunicación, independientemente de que por talento o por obra lo mereciese. Nunca se dibujó un mundo más paternalista, más corporativista y más falso para engañar a los lectores que cuando existía sólo la prensa y la imprenta. Escritores de mi generación que fueron aniquilados, en el mundo de internet tendrían más posibilidades de sobrevivir. Porque internet propone otro código, en ocasiones más democrático, pero más necio. De todos modos habrá que

dejar que pase el tiempo. Supongo que en el futuro habrá un internet menos sofocante que permita ubicarse en el territorio que a cada uno le interese. [Hablamos de autores y de generaciones y salen varios nombres: Umbral, Torrente], que anduvo dando clases cerca de aquí y que volvía loco a los mandos de la Falange… [También Bolaño], uno de mis mejores amigos de los últimos años, cuya muerte fue una de las que más me dolió. [Y sobre su éxito, tal vez magnificado por su prematura muerte]. A Bolaño la muerte le amplificó su fama, pero ya desde Estrella distante había comenzado una carrera ascendente disparada gracias al premio Rómulo Gallegos, uno de los de más fama en América. Dos años antes de morir nos vimos cuando él volvía de Toledo. Te estás convirtiendo en una estrella, le dije. Se limitó a sonreír irónicamente pero no me respondió ni que sí ni que no. Tras su muerte se convirtió en un autor de moda, algo muy peligroso, porque lo habitual es que, tras una generación, los autores de moda suelan ser olvidados con rabia y en ocasiones injustamente. ¿Qué te pareció que Herralde publicase en un sólo volumen su obra póstuma, 2666? Salvo que uno lo vea muy claro, siempre hay que respetar la voluntad del autor. En el caso de 2666, Herralde tuvo olfato al publicarla en un solo volumen para que ganase unidad, ya que hay momentos intermedios que parece quedaron pendientes de una revisión. Al unirla, se compacta más el sentido fragmentario, que por otra parte es una de las marcas del estilo Bolaño. Otra publicación controvertida fue la del libro Principiantes, de Raymond Carver, otro de los autores que siempre has reconocido entre tus favoritos, pese al abuso que se ha hecho de su figura en los últimos años.

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Jesús Ferrero: la creación persistente

En su día escribí que si la viuda y el editor de Carver eran coautores de sus cuentos, deberían publicar lo que sus divinas mentes les sugiriesen para que contrastásemos su calidad con la de Carver. Si Carver tenía un acuerdo para revisar sus textos con su editor, era responsable y, por lo tanto, autor en plenitud de esas correcciones cuyo sentido era que las cosas quedasen anunciadas en lugar de explícitas. A Carver le han hecho una putada con esas correcciones, porque una cosa es suprimir anticlimax y otra añadir elementos. El editor lo que quiso fue despojar a Carver del patetismo, pese a que considero que, en cierta medida, el patetismo es imprescindible en muchos de sus cuentos. Creo que en cuentos como «Tanta agua cerca de casa» se pasaron y terminaron por darle un sentido opuesto al original, aunque en otros, como en «Limonada» no se ha suprimido nada, se mantiene un patetismo muy elevado al estilo de Chejov y su resultado es muy notable. Sea como fuere, creo que Carver es pleno autor de sus cuentos, con correcciones o sin. Jesús Ferrero irrumpe con fuerza en el mundo de las letras en 1982, tras ganar el premio Ciudad de Barcelona con su primera novela, Bélver Yin, ambientada en la China del XIX, que deslumbró en el contexto de una España aún agitada por la Movida. Alcanzaste notoriedad en los ambientes culturales junto a cineastas, poetas y músicos que estaban conformando el nuevo refresco cultural de los ochenta. Desde entonces se han sucedido las novelas, muchos premios literarios, varios poemarios y trabajos que van desde los guiones de cine a una considerable actividad en la prensa y en internet. En realidad no es una obra tan amplia, considerando que la media de mis novelas es de unas doscientas páginas, lo suficiente para contar una historia. Las novelas enciclopédicas me parecen una estafa, como esa especie de construc-

ción literaria que pretende contar la historia de un siglo entero a través de un héroe. El Lazarillo de Tormes, mi obra preferida de la literatura española, tiene sesenta páginas, y las obras más influyentes de nuestra civilización son breves. De El banquete de Platón aún no se ha dicho todo, y los cuatro Evangelios, los libros más influyentes de la historia, no llegan a las cien páginas. Tras tantos años de carrera literaria, ¿cómo te encuentras en este momento tan complejo para la industria editorial? Siempre me he sentido a gusto y ahora estoy en uno de mis mejores momentos. Soy autor de Siruela y estoy muy contento ahí, pero la editorial comprende que tal y como está el mercado, he de presentarme a concursos y certámenes que implican publicar en otros sellos, y no hay problemas por ello. En general nunca he tenido problemas, y cada vez me siento más a gusto, lo mismo que en mis recientes experiencias tanto en Anagrama, en Alianza o en Algaida, aunque no vería, por ejemplo, mi serie de novelas de Ágata Blanc fuera de Siruela y su colección de serie negra. ¿Y cuáles van a ser tus próximos trabajos? ¿Por dónde van las obras que piden salir del barbecho? Como te comenté, me gustaría editar algunos de mis cuentos y nouvelles en un volumen. Estoy recopilándolos porque es un libro que me apetece mucho editar. También hay un cineasta por ahí que quiere rodar una versión de El último banquete, aunque no estoy ligado con el guion. Pero sobre todo tengo la intención de seguir trabajando con el personaje de Ágata Blanc. Estoy muy concentrado en sus historias y quiero seguir descubriendo a este personaje. Veo que te has encontrado muy cómodo al abordar la literatura de género, al adoptar un tipo de historia a tus personajes, a sus

espacios y a su forma de ser, que en el caso de Ágata es particularmente filosófica. Por eso la hice sorboniana, y por eso juego con la tercera y la primera persona, para que pudiese explayarse intelectualmente sin ningún problema y sin resultar artificial. Así el personaje gradualmente se va agrandando, lo que me parece muy emocionante y no deja de sorprenderme, tanto por lo que va a hacer como por cosas que ni siquiera sabía de ella. Estoy trabajando en una historia situada en la adolescencia de Ágata en Berlín, a sus trece años, y he descubierto a una joven diabólica y perturbadora por su inteligencia que ni me figuraba en la primera novela. No cabría esperar menos en un personaje que ya desde su nombre insinúa ese mundo de blancos y negros. A través del nombre pretendí apuntar hacia la claridad, o blanco o negro, y, concretamente con Blanc, quería sugerir la puntería: el blanco de la diana, y que fuese además un apellido que encajase bien tanto entre nosotros (el apellido Blanc puede ser catalán) como en Francia. Ágata además remite a lo felino más que a lo canino. Algo probablemente mucho más próximo al delito y al mal que al sabueso y al bien, que debería representar el detective tradicional. Claro: para repetir las convenciones del género no la habría escrito. El thriller es un género lo suficientemente interesante, variado y complejo como para trasladarlo a la literatura culta. Por eso, la intriga en las historias de Ágata Blanc no está en la resolución de los crímenes, sino en la reconstrucción de cómo es el personaje que los comete, algo bastante habitual en los thrillers. Ágata es, como ha dicho José Lázaro, una detective muy lacaniana en el sentido en que escucha, mira y subraya, lo que conecta también con un


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sentido zen, que subyace en el propio sistema lacaniano. Ahora me arrepiento de no haber convertido El hijo de Brian Jones en lo que fue en origen, una historia de Ágata Blanc. Fue una novela que funcionó, aunque no sé si se ha entendido, porque hubo lectores que esperaron una novela sobre los Rolling Stones. Yo no quería contar una historia sobre los Rolling, aunque estén presentes como fondo en el relato. Con el personaje de Alexis traté de expresar lo sublime, aunque suene pomposo, lo mismo que en el final de Las trece rosas. Cuando en realidad es una circunstancia meramente ambiental, el lugar donde se sitúa la historia, un puro marco. Un marco mitológico y actualizado. La mitad de lo que somos viene de los griegos. Si hay algo que irrita en Oscar Wilde es que siempre es brillante, como cuando dijo que todo lo moderno en nuestra vida viene de Grecia y todo lo antiguo, de la Edad Media.

Las mujeres efebo, el culto al cuerpo, el narcisismo moderno es griego, el afán de competir hasta la muerte. Lo que aparenta ser una novedad absoluta está ya en la antigüedad. La cultura del espectáculo no es actual. La verdadera cultura del espectáculo era la de antes. Los romanos mataban a personas en el circo, donde recreaban los mitos, por más crueles que fueran, y sin embargo ahora llamamos espectáculo a ver las cosas a través de una pantalla en casa. En las plazas mayores se ejecutaban personas y la gente iba a verlo. En los domingos de la España de los cincuenta la calle era un espectáculo total. Y no hay que olvidar que espectáculo es ver, pero ver de verdad, no a través de una pantalla. El intento de prohibición de los toros es un falso avance de la civilización Puedo hablar de los toros sólo como observador antropológico. Se trata de una ceremonia que lleva implícita una

mitología muy evidente que puede interpretarse de diferentes maneras y que tiene una eficacia catártica indiscutible, como las buenas óperas o las obras de teatro, que simbólicamente incluyen también el sufrimiento y la sangre. Sobre la legitimidad de la tauromaquia creo que acertó Belmonte, un matador de pensamiento muy coherente y repleto de interpretaciones muy luminosas, cuando dijo que cada vez se torearía mejor, pero la fiesta terminaría por ir desapareciendo. Probablemente por sus numerosos elementos arcaizantes que molestan a la sensibilidad actual, y parece inevitable que así sea. Pero probablemente en lo arcaizante está la grandeza de una fiesta antiquísima, frente al fútbol o a cualquier otro espectáculo de masas actual, repleta de una carga litúrgica que da sentido al mito, que arranca en Creta y en el circo romano, muy por encima del mero desarrollo de las suertes de la lidia.


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Jesús Ferrero: la creación persistente

Prescindiendo de toda carga moral –y mucho más de las meramente oportunistas–, se trata de una ceremonia en la que el sacrificio y el espectáculo son la misma cosa. Históricamente el sacrificio fue primero el del hombre, que progresivamente se fue sustituyendo por reses, que pasaron a simbolizar al ser humano. En tiempo de Homero había sacrificios humanos, de los que sería ejemplo el sacrificio de Ifigenia. Los toros aún pertenecen a ese tipo de espectáculo, que choca con una sensibilidad moderna e hipócrita, ya que hay disciplinas tan peligrosas como la lidia, como las carreras de Fórmula 1, la alta montaña, las caídas libres, que produ-

cen más muertos que los toros. En algunos deportes el peligro de muerte es el que les da sentido y sin ello desaparecerían. Sin embargo, en esos casos se acepta porque se valora desde otra perspectiva. En mi ensayo Las experiencias del deseo. Eros y misos, abordé el problema, y concluí diciendo que el riesgo pertenece a la condición humana, por mucho que desde ámbitos como el Estado, las religiones e incluso las ideologías no entiendan que jugarse la vida es la forma más soberana de darle sentido, como bien sabía Hegel.

rre tras cualquier ruido desconocido y Platón sestea relajado. Anda mal de la tripa, el pobre. Está ya muy viejo. Ferrero sigue dando cursos de narrativa en talleres donde analizan las obras literarias que pueden considerarse revolucionarias, las que en lugar de justificar el mundo, se proponen cuestionarlo]. Dar clases me viene muy bien –me cuenta–, pues obliga a analizar de arriba a abajo una novela cada seis días y vas asimilando los diferentes registros que hay en ellas. Nunca me ha gustado dejar de dar al menos una clase a la semana. [Por el camino hacia la estación, mientras cruzamos San Lorenzo, hablamos sobre cómo debería abordar su obra un lector nuevo]. Puede buscar mis textos en internet, hay muchos de acceso libre. Y comenzar a leerme por las novelas más breves, como Opium o Bélver Yin, para seguir con El efecto Doppler, la primera vez que me acerqué al mundo contemporáneo, que tiene que ver con mi vida en París y que cuenta una historia muy actual: una mujer que se enamora del novio de su hija y que se inmola por generosidad. [También hablamos de sus proyectos, entre los que están algunas de sus novelas en barbecho, como la que hemos comentado sobre Ágata Blanc y otra a punto de pasar a escaleta, además de ese prometedor compendio de sus nouvelles y narraciones breves, donde sus lectores más recientes podrán recuperar a un Ferrero que en la distancia corta también despliega de forma inconfundible todo su mundo literario y su estilo].

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David Chacori (Barcelona, 1970) es periodista licenciado por la Universidad de Navarra. Joven promesa de tanto, inédito e irreductible, apasionado de las artes y las letras, fotógrafo ocasional y torpe mecanógrafo, per-

[La suave tarde se abre paso en el cielo de San Lorenzo mientras Diana co-

manece inasequible al desaliento, por mucho que las metas se oculten en lontananza.


El salón de los espejos

Entrevista a Álvaro Pombo

‹‹Todas las novelas son ensayos técnicos de cómo se cuentan las historias››

Entrevista a Álvaro Pombo Juan Bautista Durán

.Académico de la lengua, poeta y narrador, Álvaro Pombo (Santander, 1939) nos abre la puerta de su casa madrileña con un gorrito azul en la cabeza, cigarrillo en mano y el sol de mediodía iluminando la sala donde nos recibe, con ganas de hablar de su obra, desde su debut poético a mediados de los setenta hasta La transformación de Johanna Sansíleri, su última novela, publicada este año en Destino. ¿Qué tal se siente, don Álvaro, con ganas aún de escribir, después de tantos años dedicándose a esto, con los premios y reconocimientos que le han dado? Sí, desde luego. Como dice el refrán, el que hace un cesto, hace ciento, y esto es lo mismo. Me siento con energía. Los premios se agotan en seguida. Te alegran poco la vida, quiero decir. Lo que en realidad me alegra es la conciencia de que puedo escribir. Si me faltara esta rutina, me sentiría perdido. ¿No desearía a estas alturas, como decía Pound, instalarse en otra profesión que no fuera esta de escribir, donde uno necesita su cerebro todo el tiempo? Pound lo decía en guasa. Uno necesita el talento todo el tiempo, decía. Y esto es una lata, porque uno no siempre tiene la sensación de tenerlo. Muchas

veces escribes ex officio: tienes un tema y lo vas desarrollando. Tienes la sensación de que la idea, esa especie de bloque que tenemos dentro, quedaría mejor expresada de otro modo. Pero el talento está al final, en otro sentido. Si a Pound le hubiesen dado lo que pedía en aquel poema, «a tobacco shop», habría acabado muy mal, porque habría sido un tirano con los clientes. Hace dos años se cumplieron los treinta de la publicación de El héroe de las mansardas de Mansard, su primera novela, merecedora del I Premio Herralde de Novela. ¿Cómo ve la evolución de su obra? Funciona en círculos, con temas recurrentes que vuelven. He adquirido una cierta maestría técnica y cuento las cosas de un modo más ágil que antes, enredándome menos en discusiones filosóficas conmigo mismo. Por otra parte, sigo siendo el mismo, sin llegar a aquello que decía Miguel Ángel Asturias de que todo novelista es autor de una sola novela. No es exacto decir que todo es una sola novela, aun en los novelistas que tenemos una obra abundante. Aunque reconozcamos un mismo ritmo del yo que escribe, unos mismos temas e incluso un mismo tipo de personaje, hay variaciones importantes que dependen del estado de ánimo y de la

edad. Mi obra se contagia un poco del carácter circular de la filosofía. Cuando Alfred North Whitehead dijo que toda la filosofía son notas a pie de página de Platón, no quiso decir que Hegel o Kant fueran una nota al pie, pero sí lo quiso a la vez. Quiso decir que es una especie de avance y repetición, una variación con repetición, un juego que a veces desespera al recién llegado. Eliot, en el famoso trozo de los cuatro cuartetos en que habla de sí mismo y de la creación literaria, dice: cada vez que empezamos es una nueva clase de fracaso. Es una vuelta a lo que quisimos decir y ahora decimos con otro énfasis, desde otro ángulo. Es un juego dialéctico que de alguna manera no se cierra nunca. ¿Se refiere a las inquietudes de cada autor? Sí, inquietudes pero también certezas. Yo tenía una idea del yo mucho más fragmentada de la que tengo ahora, por ejemplo, pero eso no quiere decir que yo sea ahora más egoísta que entonces. Tengo la sensación de que el mundo se integra ante mí con más facilidad. Sigo debatiendo el tema de si todos nosotros somos un largo relato sobre la falta de sustancia, si lo que contamos es un gran relato sobre la falta de sustancia, un relato en que las cosas no conectan bien –«I can connect / Nothing with nothing»,

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decía Eliot–, pues un poco sí, eso también, pero a la vez uno ha pensado más las cosas. A lo largo de su obra, ¿siente que en algún título esas inquietudes han alcanzado certezas más fuertes? En la vida de los pueblos nos metemos en empresas que son la cuadratura del círculo, y éste es el título de una de mis novelas. Unas fueron las cruzadas, pero otra fue la conquista de América. La conquista fue necesaria porque la gente tenía que salir de aquí, era el Renacimiento y se descubrían nuevas tierras. Fuimos ahí a llevar la religión, la fe… y también fuimos a enriquecernos. Eso dio lugar a la cuadratura del círculo: no podía ser a la vez el enriquecimiento y el cuidado de los indígenas, que tanto preocupaba a los primeros legisladores de indias, y que además nos lleváramos el tesoro de indias. Este tipo de cosas, que nunca podremos definir del todo, son las que se repiten en mis libros. En su última novela, La transformación de Johanna Sansíleri, vuelve a un ambiente y un personaje muy propio de usted: la clase acomodada del norte y las mujeres de ahí; en particular, las tías carnales. ¿Qué puntos en común tienen tía Eugenia de El héroe de las mansardas de Mansard, tía Lucía de Donde las mujeres y Johanna Sansíleri? Tía Eugenia es un personaje genial, muy divertido; tía Lucía, una persona con muy buenos modales, fascinante pero sin corazón; Johanna también es un personaje genial, muy divertida y guapa, cuya transformación consiste en un cierto vaciamiento de sí misma, indispensable para alcanzar la iluminación, sea esto lo que sea. A Dios no

lo vemos de ninguna manera; quiero decir: a lo mejor es ver a los demás. Johanna es una variante de estos personajes, con una evolución hacia una mayor espiritualización. Lucía y Eugenia eran personas desapegadas, en realidad, brillantes y divertidas, pero su desapego acabó produciéndome cansancio. ¿Valió la pena? ¿No es mejor el compromiso?

puede ser negativa, mala consejera, así como la idea monástica del hombre solo con Dios. Un sacerdote casado puede dedicarse igual a los demás. Usted tiene una gran capacidad para describir a las mujeres. ¿En qué considera que han cambiado en los últimos treinta años? Es muy importante la libertad que han ganado. La vieja idea de la mujer en casa con la pata quebrada es absurda. Luego resulta que son excelentes abogadas o editoras o… cultivadoras de tomates, qué sé yo. La mujer se ha vuelto más compañera del hombre, y es sano que así sea, de modo que ninguno de los dos quede en un segundo plano. A lo mejor haríamos una reflexión más profunda sin tantos primeros planos. Qué tal está un segundo, un tercer, ¡un quinto plano! De Johanna Sansíleri sabemos que es tía del narrador –«hermanastra de mi madre –dice al principio– fue también tía carnal nuestra»–, pero este narrador no se desvela. ¿Por qué? Por nada, porque me fue saliendo así. No hay una razón técnica. Hice que los personajes hablaran, hay mucho diálogo, y se me fue. Todas las novelas son ensayos técnicos de cómo se cuentan las historias.

Un debate muy actual. Vivimos en un momento muy individualizado, sí. Me parece interesante, al respecto, la petición al Papa de una serie de mujeres que viven con sacerdotes de que se revise el celibato eclesiástico. Piden que sea una opción, no una obligación. No parece que el celibato sea particularmente unitivo. Una persona célibe puede ser muy desapegada, que se sienta muy solitaria inútilmente y no esté haciendo bien su tarea. La soledad

Su obra siempre tuvo cierto eco espiritual, con un constante diálogo filosófico, que ahora, en sus últimas novelas, también es teológico. ¿Cree que nuestra sociedad necesita recuperar cierta espiritualidad propia de la religión? Sí, teniendo cuidado de que una cosa es la espiritualidad propia de la religión y otra la distribución de la religión en sectas o grupos. Hay un cierto nivel en que las religiones se parecen bastante unas a otras. Están saliendo católicos interesados en la espiritualidad de budistas,


Entrevista a Álvaro Pombo

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de Confucio o del oriente, como hizo Raimon Panikkar, católico que a la vez nos hizo vivir el hinduismo. Las religiones tienen que ser purificadas. La ética, dice José Antonio Marina, las purifica. Las que tienen fuentes muy poderosas tienen que ser purificadas de su subjetivismo, que tienen muy fuerte, así como de sus particularidades locales. ¿Y qué pueden aportar a la sociedad de hoy día? Las religiones, en su lado espiritual, son buenas para deshacerse del yo. «Poseed como si no poseyerais». Hay que separarse del carácter apropiativo del mundo, del consumismo. Me quedaría con esta casa y con este patio, por ejemplo, tan bonitos… Los quiero tener, pero ya los tengo, en la intensidad de verlos y distinguir sus atributos. Quisiera que fuese mío, pero conmigo se queda, en la memoria. Y lo mismo pasa con las personas. En la espiritualidad, las cosas ya no nos pertenecen: pertenecen a la mirada, al oído, a la conversación… Y la belleza, ¿qué relación tiene con la mística? San Juan de la Cruz dice que las criaturas resplandecen con el resplandor de su creador. De hecho, el mundo resplandece con su propio resplandor. La belleza es el resplandor del orden que corresponde a cada cosa. Cuando hablamos de belleza, sin embargo, debemos ampliar el concepto, no sólo en lo que complace a la vista, sino también a los sentidos superiores. Johanna Sansíleri dice que en todos los casos la belleza se nutre de irrealidad. Y esto es verdad, creo yo, entendiendo por irrealidad una especie de transformación que hacemos con las cosas. Platón consideraba que todas las cosas bellas contenían una idealidad que las trascendía, y por eso decía: lo que contemplas es el bien; el esplendor de la belleza, del bien. Las cosas bellas no son del todo un en sí, compacto y material,

sino que tienen un cierto grado de realidad e irrealidad.

vuelve innecesaria cuando Visconti saca la panorámica desde el vaporetto.

Creer, dice en este libro, es sentirse incrustado en un fondo primitivo que no se remueve nunca mucho. Hay que distinguir entre ideas y creencias. Las ideas son universales, y las creencias, en cambio, el sustrato sobre el cual vivimos; son como nuestras raíces, y las necesitamos porque en ellas nos hundimos y creamos un modo de ser, un carácter, un compromiso.

En su discurso de acceso a la Real Academia de la Lengua improvisó la expresión «verdadear», de verdad, y en este libro, por ejemplo, usa la expresión «malagusto», que tampoco consta en el diccionario de la RAE. ¿En qué medida el poeta debe aportar nuevas expresiones al lenguaje? No lo improvisé, está tomado de Xavier Zubiri, que en su estudio para describir la presencia fenomenológica de la verdad en la conciencia, lo verdadero está antes del juicio, «verdadea», de la misma manera que el verdear del verde está antes de que sepamos que es el verde de la hierba o del trébol. Estar «malagusto», en cambio, es un castellanismo. Y el poeta debe recoger las palabras, más que inventarlas, ya que es el propio lenguaje el que las inventa. La equivocidad que tiene el lenguaje, junto con la precisión, hace que se enriquezca y funcione como un todo superior a nuestra conciencia individual.

¿Es la sustancia de la que hablaba en sus primeros relatos? Claro, pero aquello era la falta de sustancia, estar despegados, arrojados al mundo y despegados de él. En mis primeros relatos, los personajes están muy despegados del mundo y de sí mismos. Hay una luz fría. ¿Cuánto había de autobiográfico en esa luz fría? ¿Y en su obra? Era mi propia falta de apego, sí, porque estaba en fuera de juego. Siempre he sido un autor que ha utilizado su propia vida, eso está a la vista. Lo que pasa es que con los años debo de haber mejorado, como el queso o el vino, he ganado en sabor, y de alguna manera es lo que Eliot llamaba el «escape from personality». Usted es poeta y después narrador, cronológicamente. ¿Qué le aporta la poesía a la narrativa? La poesía y la prosa se mezclan mucho, siendo géneros distintos, con su composición particular. La prosa tiene otros recursos, pero yo siempre mantengo que hay un impulso poético de base en algunos escritores en prosa. Las descripciones muchas veces se acercan a la poesía, dentro de un contexto dramático, y ahí hay que tener cuidado, jugar de una manera más impresionista, porque hay otros medios que las hacen mejor, como el cine. La detallada descripción que Thomas Mann hace en Muerte en Venecia, por ejemplo, se

¿Debaten los académicos estos asuntos? En los buenos momentos debatimos palabras, claro, todo tipo de palabras. Es una pasión y un gusto por las palabras. ¿Qué importancia tiene hoy día la literatura en la sociedad? Cada vez más. Lo que pasa es que puede ser que la sociedad misma no se dé cuenta. En contraste con las infinitas ventajas que han traído, las nuevas tecnologías han empobrecido, por su propia rapidez, lo que el ángulo personal pueda aportar al lenguaje. Ahí la literatura tiene una función muy importante, en la purificación del dialecto de la tribu.

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Juan Bautista Durán (Barcelona, 1985) es autor de las novelas Las tres pipas de Francisco Valdés y Lo que ayer era mentira, así como de numerosos artículos y relatos aparecidos en distintos medios. Actualmente dirige la Editorial Comba, sello independiente de literatura hispana.

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Entrevista a Jesús Carrasco

El salón de los espejos

«Lo mejor que puede hacer un escritor por sus lectores es no atender a sus demandas»

Entrevista a Jesús Carrasco Albert Gutiérrez Millà Fotografías: Elena Blanco ©

.Una nueva voz en la literatura contemporánea hispánica con una prosa que ha cautivado a crítica y público. Jesús Carrasco (Olivenza, 1972) publicó su primera y hasta hoy única novela, Intemperie, en enero del 2013. Desde entonces ha sido traducido a dieciocho idiomas y sólo en el año del debut se publicaron doce ediciones. Es escritor y redactor publicitario, en ambas actividades ha de encontrar la palabra exacta. ¿Cuál ha sido su relación con la palabra durante su vida? Supongo que todo empezó con mi padre, que era maestro. Nunca simplificó el lenguaje para nosotros. Un galgo no era un «guau», ni un formón, «esa cosa». Luego llegó la lectura, que es donde esa relación natural con las palabras toma una forma más expresiva. Durante un tiempo estuve matriculado en Filosofía. Inicié esa carrera porque me interesa el pensamiento pero, sobre todo, por bucear en las profundidades del lenguaje. ¿Qué recomendaciones tiene para alguien que haya escrito una novela en la que crea y esté fuera de la rueda del mundo literario como usted lo estuvo? Que todo comienza con un buen manuscrito. Ya sabemos que publicar no

es sencillo y que no existe un procedimiento que asegure la publicación de un texto porque intervienen muchos factores ajenos al propio autor. Pero hay algo que sí se puede controlar: el propio texto. Mi recomendación es que el autor inédito haga todo lo posible porque ese factor, que está bajo su control, sea inmejorable. Que nunca salga de casa con un manuscrito del que no se esté plenamente convencido. En una época en que los polemistas de la televisión se convierten en líderes de ventas, ¿cree en la literatura como en una herramienta para la crítica, un espacio para el pensamiento y la reflexión? Esos son algunos de los espacios que debe ocupar la literatura: los de la crítica y la reflexión. Pero también el de la exploración de los límites del lenguaje, de sus posibilidades expresivas y formales. Eso no tiene por qué estar reñido con las ventas, aunque todos sabemos que vende mucho más la vida de alguien que sale en televisión diciendo cualquier cosa. Lo que buscan los lectores en los libros de estas personas no creo que sea literatura. Usted ha escrito y contenido su obra durante veinte años. ¿Cree en la motivación vital

de la que hablaba Sampedro: «Escribir por necesidad, porque no se puede evitar»? Confieso que no sé exactamente por qué escribo. No tengo un mapa preciso de todas mis motivaciones. Sé que no soy un grafómano, que puedo vivir sin escribir, pero también es cierto que no hay día en que no escriba o en que no esté pensando en escribir. ¿Ha sido usted un autor puramente autodidacta? ¿De dónde se ha nutrido para crecer? Una vez participé en un taller literario y, salvo la propia motivación semanal para escribir, no encontré nada que no hubiera encontrado antes y después leyendo de manera crítica. Supongo que un taller puede proponer atajos, cierta orientación en esa forma crítica de leer, pero, al final, el texto ha de salir de uno. Mi aprendizaje es una mezcla de lectura, de escritura y de autocrítica. ¿Cómo ha vivido las entrevistas, la promoción de Intemperie? ¿Fue un paréntesis en medio de una vida sencilla? Lo vivo más como un traje que como un paréntesis. La sensación de que todas esas cosas le estaban sucediendo a otro. En todo caso, están siendo unos meses inolvidables. Destaco, por enci-


dossier: Raúl Herrero. Ubú Jarry

El cielo raso

ma de todo, el encuentro con personas muy diversas. La oportunidad de conocer a gente valiosa y no sólo del ámbito de la literatura. ¿Qué sensación le produce que algo escrito por usted haya llegado a tanta gente, hasta crear lectores que quieren escuchar lo nuevo que les tiene que decir? Mi sensación es de extrañeza. Agradezco, por supuesto, tener lectores y saber que lo que hago le interesa a alguien, pero al mismo tiempo, sé que no debo prestar demasiada atención a lo que me dicen. Pienso que lo mejor que puede hacer un escritor por sus lectores es no atender a sus demandas. Escribir sin más, como cuando no había nadie al otro lado. Ha comentado que se ha alimentado más de referentes norteamericanos que iberoamericanos. ¿Cuáles son las opiniones que le merecen ambos cánones? Ambos son necesarios. Mi formación como escritor está más cerca de la tradición norteamericana, pero eso no significa que no haya leído con interés a los iberoamericanos. Encuentro en ellos una cercanía que no encuentro en los norteamericanos. Sin embargo, esa extrañeza que me produce la lectu-

ra de los autores del norte es lo que me atrae de ellos. Una visión del mundo y una forma de expresarla que hunde sus raíces en contextos culturales, históricos y religiosos que me son ajenos. ¿Cree en la filosofía de la obra de Carver de la poda de páginas? En mayor o menor medida, la «poda» es una técnica que emplean todos los escritores. No conozco a ninguno que escriba una novela del tirón con las páginas justas. Yo me siento cómodo borrando. Si las páginas no valen la pena o no encajan en el conjunto, las lanzo a la papelera sin demasiado apego. Siento una gran liberación cuando, después de semanas frente a unas páginas que no me acaban de gustar, tomo la decisión de que lo que procede es eliminarlas. Canta Martín Buscaglia en uno de sus temas: «Como dijo el jardinero, disfrutemos mientras podamos». ¿Qué importancia le da a la voz y el estilo de una obra sobre la originalidad y la complejidad? La complejidad, en sí misma, no me parece un valor. Puede ser una consecuencia, pero no una intención. En cambio, interpreto la originalidad como un valor positivo en tanto que la

literatura, como decía antes, también es exploración de los límites. Me interesa la literatura que tiende a un equilibrio entre lo que se cuenta y cómo se cuenta. García Márquez, por ejemplo, era un ejemplo perfecto de ese equilibrio. Un buen término medio entre el novelista y el escritor. Entre la historia y la voz. Hay descripciones en su obra que llegan a doler o hacer sudar de calor. ¿Busca mover el espíritu huyendo del lugar común o de una mera descripción? Intento que la descripción, como los demás recursos narrativos, esté al servicio de la historia. No detallo los entornos o las escenas porque sí. Lo hago para conducir al lector a los lugares que quiero: la mente y el corazón de los personajes. ¿Qué opina del autor a través de la red y de la nueva manera de llegar a los lectores a través de e-readers? ¿Cree aún en el romanticismo y el tacto del libro? Si se refiere a la publicación de textos literarios a través de blogs u otros espacios en Internet, solo puedo decir que me parece perfecto. Internet es un canal más para conseguir el mismo objetivo de siempre: hacer público un

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inmersos, pienso que la tendencia general es la de renunciar a esa asimilación. Así, acogemos con extraordinaria ingenuidad cualquier cosa que nos ponen por delante sin valorar demasiado sus consecuencias. Estoy pensando en el uso indiscriminado del smartphone. Un amigo atleta me contaba el otro día una anécdota en la que un compañero de entrenamiento había empezado su sesión de carrera sin activar la aplicación que monitoriza el recorrido, las pulsaciones y demás parámetros. Cuando llevaba un par de kilómetros corriendo se percató y se lamentó: «Acabo de tirar a la basura dos kilómetros de entrenamiento».

texto. En lo que tiene que ver con que el autor sea quien promocione su obra a través de redes sociales y demás canales, tampoco tengo nada que objetar. En cuanto al tacto del libro, de momento, lo prefiero al e-reader. Y no particularmente por notar el tacto del papel. Me gusta sentirme rodeado de libros. Ver los lomos en la estantería, recorrer mi vida lectora de un vistazo. También me gusta que mis hijos los vean. Que los libros estén cerca de ellos en el día a día, que noten su presencia. Un e-reader es un dispositivo maravilloso, pero que a mí me deja frío. No es algo que me alegre la vista o me inspire, como sí lo hace mi biblioteca. Dijo acerca de su próxima novela: «Tiene una fuerte presencia de la naturaleza». ¿Cuán desnaturalizados y desarraigados cree que estamos de nuestro entorno? Altamente desnaturalizados y en vías de estarlo más. A no ser que consideremos el paradigma digital como una nueva naturaleza. Nuestra época, además de muy compleja, es velocísima. Como no nos da tiempo a asimilar el cambio perpetuo en el que estamos

¿A usted como lector le gustan las obras que le dejen lugar a la reflexión y que no sean sólo una película que ve pasar? No pretendo que todo lo que leo deje en mí una huella indeleble o me haga crecer como ser humano, pero no me gusta que aquello que leo me resulte indiferente. Como a todos los lectores, me gusta sentirme embaucado por el autor. Quiero que el texto me enganche, que me diga algo. Algo que no sé todavía, algo que sabía y no recordaba o, sencillamente, algo bellamente escrito. El panorama contemporáneo español contiene atuores tan interesantes como Menéndez Salmón, Isaac Rosa o usted mismo. ¿Cuál es su opinión sobre el estado actual de nuestra literatura? Y Marta Sanz, Sara Mesa, Pablo Martín Sánchez, Jon Bilbao, Iván Repila, Harkaitz Cano y un largo etcétera. Mi opinión sobre el estado de nuestra literatura es bastante positiva. Creo que hay muchos autores trabajando con seriedad, honestidad y originalidad. En ese abanico tan diverso que le propongo podrá encontrar un elemento común: la calidad literaria.

Dijo que coincidía con el método de Paul Auster de tener una vaga idea del principio y del final. ¿Le gusta escribir y sorprenderse a sí mismo con lo que es capaz de hacer con un folio en blanco y una ligera idea? Coincido con el espíritu que anima a Auster a decir eso. Cuando se está escribiendo sucede algo que no sucede cuando se está preparando la escritura, tramando o documentándose. Cuando se está escribiendo un mundo nuevo está naciendo. Aquello que se pretendía se va encarnando y eso, que no tiene nada de mágico, es muchas veces sorprendente. Me refiero a que termina la jornada de escritura, relees y te preguntas de dónde ha salido determinada imagen, descripción o diálogo. Cosas que no tenías previstas y que, además, no podías prever. Cosas para las que hay que estar abierto. No me cabe en la cabeza que un autor pueda tener decidido todo lo que sucede en su obra antes de escribir la primera palabra. Su próxima novela tratará de temas tangenciales de Intemperie. ¿Le interesan más los temas atemporales y esenciales de la humanidad? Me cuesta mucho trabajo escribir. Me gusta mucho, pero no me resulta sencillo, así que cuando escribo intento aprovechar toda esa energía que empleo en algo que tenga sentido para mí. Muchas veces la escritura enmascara una investigación puramente humana. El escritor goza del lujo de poder emplear su tiempo de trabajo y su energía y dirigirlo a los lugares que le hacen crecer.

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Albert Gutiérrez Millà (Barcelona, 1986) estudiante de doctorado en Informática en la Universidad Autónoma de Barcelona ha colaborado en proyectos científicos como el sincrotrón ALBA o el CERN en Suiza. Escribe en privado, aunque nunca se ha considerado escritor.


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Entrevista a Mary Jo Bang

«Creo, cada vez más, en los poemas como un espacio social»

Entrevista a Mary Jo Bang Rafael Mammos Fotografías: Laura Rosal y Aníbal Cristobo ©

Se acaba de publicar El claroscuro del pingüino (Kriller71), antología de poemas de la poeta norteamericana Mary Jo Bang (Missouri, 1946). Aprovechando que estuvo en Barcelona para participar en el Festival Internacional de Poesía, hablamos con ella y repasamos su trayectoria vital y literaria, además de charlar sobre su país, la poesía y las posibilidades de la traducción. ¿Cómo ha sido el proceso de selección de poemas para El claroscuro del pingüino? Aníbal Cristobo y Patrick Grinberg escogieron los poemas. En general, no sé cómo quedarán los poemas en traducción, así que muy a menudo dejo que el traductor los escoja, porque le tienen que gustar a él y además debería saber si se sostendrán en otra lengua. En este caso, para los libros más recientes, hice algunas sugerencias, como por ejemplo uno de los poemas que he leído en el Festival Internacional de Poesía, «The earthquake she slept through» («El terremoto mientras ella dormía»), en que se menciona a España.

hasta ahora, en lo que deja atrás y en lo que vendrá después? No necesito una antología para recordar que mi trabajo ha cambiado. A veces, cuando leo ciertos poemas que consideraba claros, veo que para muchos lectores ahora podrían ser difíciles. Me intranquiliza que se lean en otra lengua porque pienso que no se entenderán las preocupaciones que tenía al escribirlos y que serán sólo una adivinanza. Pero en inglés, su lengua original, estos poemas a veces también son desconcertantes. Nunca he intentado explicar o simplificar mis poemas, porque las cosas sobre las que escribo no son simples. No quiero ser reduccionista. No creo que pueda reducirse a un lenguaje más simple cosas de por sí muy complejas. Con el tiempo, he aprendido a destacar el tema que pretendo hacer llegar al público. Y puesto que es poesía, intervienen el sonido, un cierto tipo de música, la forma, el aspecto sobre la página: sigo teniendo muy en cuenta estos elementos. Pero ante todo intento ser un poco más clara, sin ser simple.

¿Editar una antología le ha hecho reflexionar en lo que ha aprendido como poeta

¿Cree que una traducción puede reproducir la esencia de sus poemas?

Tengo mucha confianza en las traducciones, más de lo que la gente suele. Hoy, en la rueda de prensa, el poeta ruso que está aquí de visita, Aleksander Kúixner, ha dicho que la traducción es intentar juzgar al árbol por su sombra. Eso es muy inteligente pero creo que puede sacarse más que la forma del árbol. Hay muchos aspectos, empezando por la misma cualidad que lo hace árbol. La sombra ofrece más que una simple representación. Si un traductor pone, en un poema, todo lo que sabe de poesía, puede crear algo similar en el lector. Usted tiene cierta experiencia en la traducción de poesía por su trabajo con Dante. Cuando traducía el Infierno, prestaba atención a la información necesaria que contenían los tercetos y que yo debía conservar. Está también la música, la terza rima, que no puede hacerse en inglés porque no hay suficientes palabras que rimen. Como mi versión iba a ser leída por lectores americanos en 2012, requería un tipo diferente de música. Si la música parece anticuada, el poema parecerá anticuado, y quise que sonara contemporáneo. Dante qui-

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so que su obra se leyera en todas partes, no sólo en Italia, y por eso lo escribió en el dialecto toscano en lugar de usar el latín literario. Decía que el latín estaba detenido en el tiempo, que era demasiado noble, y que poca gente lo conocía, a diferencia del dialecto, que por ser la lengua familiar contenía calidez y emoción. Y estas cosas son las que tengo presentes cuando traduzco. Si puedo usar un lenguaje que tiene esas propiedades, siento que estoy siendo fiel a la intención del poeta. No puedo ser italiana, no puedo ser medieval, no puedo ser católica, no puedo ser un hombre: todas esas cosas son las que él también ponía en su poema. Pero ambos somos poetas. Así que si pongo todo lo que sé como poeta e intento hacer que suceda en el lector moderno algo que podía haber sucedido en el lector medieval, un sentido de sorpresa, un sentido de entusiasmo, de drama, de los registros diferentes que Dante usaba... Si puedo hacer esas cosas, he creado algo muy similar que, por supuesto, es diferente. ¿Se considera usted una poeta difícil? ¿Algún crítico se lo ha reprochado? Para algunos lectores soy difícil. Hace unos años, un crítico americano dijo que sólo me preocupaba el sonido. Eso me resultó desconcertante porque tengo muchos otros intereses cuando escribo. ¿Cree que Elegy (Elegía, Bartleby 2010), en ese sentido, fue un libro diferente, por su franqueza o por la situación personal que lo desencadenó (la muerte de su hijo)? Para los lectores que hacen esa conexión es un libro más fácil. A veces me pregunto: si no hubiera hecho público lo que inspiró los poemas, ¿la gente hubiera tenido la misma relación con el libro? Pero sí creo, cada vez más, en los poemas como un espacio social. Es donde tenemos la oportu-

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nidad, el poeta y el lector, de hablar sobre temas muy serios. Tenemos un anhelo por conocer el interior de los otros y compartir el nuestro, y la poesía es una oportunidad para esa experiencia. Si hay una situación real detrás de un poema, muy triste, y el lector la conoce, sentirá simpatía por el escritor. Pero tampoco quise que los poemas fueran meras entradas de diario, hubieran sido muy simples y muy tristes. Para hacer poemas a partir de esos sentimientos, pones otras cosas en ellos. Y por eso mismo, personalmente eres capaz de escapar durante unos minutos de la tristeza, porque estás ocupada decidiendo sobre el lenguaje, si hay que usar pareados, etc. Después de escribir, lees el resultado y vuelves a estar triste porque te enfrentas al tema. Así que vuelves atrás e intentas distraerte más. Y me parece que esta es la historia de la elegía en poesía. Empecé a entenderlo cuando la escribía. Vi por qué siempre se han escrito este género de poemas. Fue una sorpresa que los lectores se sintieran tan cerca del libro. Creo que se debe a que yo sólo tenía un tema: no podía pensar en nada más. Y la muerte es un tema triste. Es insondable el hecho de que una persona esté aquí y de repente se haya ido. Es muy difícil hablar de la ausencia, del lugar donde alguien antes existía, es muy extremo. Los escritores, durante siglos, han intentado hablar de eso, y la gente se siente atraída por ello ¿Dónde más se puede hablar así de la muerte? ¿Implica eso que, para usted, compartir es un elemento clave en poesía y en la literatura en general, compartir algo que de otra manera sería silenciado? Sí, sin duda. De otro modo, ¿para qué escribir? Escribimos para nosotros mismos, en soledad, pero está la expectativa de la comunicación. Si no, ¿para qué ponerlo por escrito? Todo el mundo tiene pensamientos y sólo los escrito-

res los apuntan y se los enseñan a los demás. Si uno lo piensa bien, es algo insensato. ¿De qué trata su próximo libro, The Last Two Seconds, aún pendiente de publicación? ¿Sigue el tono de los dos anteriores, The Bride of E y Elegy? Los poemas de The Bride of E trataban más sobre el interior y el existencialismo, y los nuevos, sobre la historia. Están más comprometidos con el mundo, el de este momento y el de hace unos cien años. En ese sentido es diferente. En los últimos diez años ha habido muchos cambios sociales y dificultades económicas. Lo que he observado es que, cuando hay dificultades, sale lo peor del ser humano: celos, xenofobia... En los Estados Unidos está el problema de la inmigración. Desde el principio de la historia del país, la gente ha venido desde México, Centroamérica, Suramérica, y estos inmigrantes eran uno más entre nosotros. Ahora, de repente, se dice que eso es ilegal y que esta gente debe regresar a sus países. Hay personas que llevan cuarenta años en los Estados Unidos, tienen grandes familias, negocios, contribuyen a la economía y al tejido social del país. Esta ansiedad proviene de las dificultades económicas, como se vio en la Alemania de entreguerras. Es algo muy peligroso para una sociedad. Este tipo de cosas me han cambiado y han cambiado mi poesía. Los poemas están más comprometidos. Muestran lo que me preocupa ahora mismo. Los últimos dos segundos. Sí, exacto. La historia y dónde estamos ahora como sociedad mundial. No se puede escapar de la historia. Se ve cómo vuelven los ciclos. En The Last Two Seconds, la historia dura dos segundos. Nos olvidamos, olvidamos el peligro: estos podrían ser los últimos dos segundos, por la contaminación, los


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accidentes nucleares... No nos enfrentamos a los riesgos que nosotros hemos creado. Al escucharla, pienso que usted forma parte de una tradición de poetas americanos que no sólo se preocupan por la sociedad sino que también encuentran en la poesía una forma de expresarlo. ¿Cree que la figura del poeta norteamericano es diferente a la del europeo? No puedo hablar de poesía contemporánea en otros países. Lo que define a la poesía americana es su pluralidad. Sí es cierto que existe la poetry of witness, pero mis poemas no siguen esa tradición: esta se centra en situaciones más particulares, o bien intenta hablar por un grupo o causa concretos. Incluso si mis poemas entran en diálogo con problemas políticos y sociales, el tema es más amplio, porque estas cuestiones traen otras que siempre han sido verdad. Recientemente me preguntaron de qué tratan los nue-

vos poemas y dije que iban sobre una hablante enfadada por muchas cosas que pasan en el presente, por todo el mundo; y que en otros poemas está simplemente enfadada. La preocupación por el interior sigue allí, pero el interior ahora incluye el mundo. Aun así, intento no limitar los poemas de manera que en diez años no se puedan leer o que dependan demasiado del contexto actual. Si vamos más atrás en su trayectoria, vemos que su iniciación en la poesía fue tardía. Empecé mis estudios de literatura bastante tarde en la vida. La primera vez que fui a la universidad fue para estudiar sociología y luego medicina. Trabajé en un puesto que no existe en Europa, asociado médico. Tienes tus propios pacientes, revisas los diagnósticos, firmas recetas. Trabajé durante diez años como asociada en ginecología.

¿En ese momento escribía? No. Luego fui a Inglaterra y trabajé tres años en Londres. Antes de irme tomé una clase de fotografía y otra de escritura, y en Inglaterra continué esas disciplinas por mi cuenta. Luego estudié en la universidad y me saqué un título de fotografía artística, y empecé a escribir y a publicar mis poemas. Cuando volví a los Estados Unidos trabajé un tiempo en fotografía. No me parecía que fuese posible vivir escribiendo poemas. Más tarde me enteré de que podía ir a la universidad y sacar un título en poesía. Pensé que si lo obtenía podría enseñarla y ganarme la vida así. Asumo que la fotografía influyó o preparó su escritura de algún modo, pero no me parece que su poesía sea esencialmente visual. ¿Hay, para usted, alguna conexión entre ambas disciplinas? Creo que la conexión es el amor por el detalle. En fotografía tienes que estar híper atenta a todo, a cada sombra, a


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Entrevista a Mary Jo Bang

El salón de los espejos

se sienten intimidados: ¿qué poemas y qué poetas debo leer? No hay discusión. Con las sinfonías, la ópera o la danza, la gente sabe a dónde ir y sabe qué verá, pero no saben dónde está la poesía. No hay un sitio definido donde se ponga en escena. Es difícil orientarse en el mundo de la poesía. En eventos como este, alguien puede interesarse por un par de poetas en concreto, luego comprarse un libro y disfrutar de la lectura. Pero sin esta guía quizás no sabrían ni el nombre del poeta.

Aníbal Cristobo ©

cada elemento en el fondo. Te acostumbras a mirarlo todo. En poesía pasa igual. En fotografía, lo que escoges está en un marco, y el poema es también un marco, y dentro de él tienes que estar muy atento a cada palabra, a cada coma. Hay mucha información visual en el poema, no sólo las imágenes visuales que el lenguaje crea sino también el aspecto del poema en la página. La fotografía me entrenó a tener en cuenta esas cosas. También me especialicé en hacer retratos y, en cierto sentido, considero que cada poema que escribo tiene detrás un personaje. Incluso si digo «yo» o «ella», no soy yo, es una construcción, una persona imaginada, que a veces puede ser muy parecida a mí. Pero no puede ser yo. No puedo ser un poema, porque el poema es un artefacto del pensamiento. En la traslación desde la idea hasta las palabras hay una pérdida, igual que la hay en la traducción. El habla es una pérdida respecto a la idea original.

Ha participado en la edición de 2014 del Festival Internacional de Poesía de Barcelona. ¿Había oído hablar de este festival antes? No, pero en los Estados Unidos sabemos que hay muchos festivales en Europa. No nos sorprende y de hecho esperamos que Europa abrace la poesía más que nosotros. Hace unos años fui a Polonia para hacer una lectura con otro poeta americano y actuamos como los teloneros de un grupo de punk rock que se reunía tras unos años. Era todo un acontecimiento, y como teloneros trajeron a poetas. ¡Sólo es posible en Europa! Esto jamás podría pasar en los Estados Unidos. Por eso pensamos que hay un respeto por la poesía en Europa que no encontramos en nuestro país.

¿Cree que es relevante el hecho de que el festival esté organizado por instituciones que dependen de órganos oficiales? ¿Puede eso provocar desconfianza en la gente? Entendería que eso pasara, pero el hecho es que no pasa aquí. Lo corriente es que las instituciones pidan a los mismos poetas que sugieran invitados, porque ellas no los conocen. Mientras haya movimiento en los poetas invitados... Generalmente, ningún poeta tiene mucho poder. Por otro lado, en cada arte hay una vanguardia, y probablemente los escritores que pertenecen a ella no tengan acceso a la escena visible en eventos patrocinados por el gobierno. Pero tampoco deberían desearlo, porque la idea de la vanguardia es estar fuera y cambiar las cosas desde fuera. Y su papel es, con el tiempo, ser apropiados por el sistema, así que siempre tiene que haber una nueva vanguardia, porque la vieja se volverá convencional. Hay un ciclo y podemos confiar en que traerá voces nuevas.

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Rafael Mammos (Palma de Mallorca, 1982) es licenciado en Filología Clásica por la Universitat de Barcelona. Ha participado en el libro Domicilio de nadie. Antología de la nueva poesía barcelonesa (Isla Negra, 2008).

¿Cree que estos festivales ayudan a que la gente reconecte con la poesía? Sí. La gente se olvida de la poesía. Hay muchos que estarían interesados pero

Ha publicado los poemarios Paisaje con reflejo (Paralelo Sur, 2011) y Casas rivales (La Garúa, 2013), además de una adaptación de la Odisea (Combel, 2008).


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ENTREVISTA A GUÐBERGUR BERGSSON David Aliaga Fotografía: Gudni Thorbjornsson / ARTPRO ©

.Al conversar con Guðbergur Bergsson (Grindavik, 1932) descubro que es poco dado a las convenciones. El hombre es más audaz e irreverente que sus novelas, en las que exhibe una prosa sosegada, reflexiva, aunque mantenga la contundencia en sus afirmaciones. Es, tal vez, el eco del joven estudiante islandés que en Las maestras paralíticas regresa a su país después de una estancia en Italia y no encuentra dónde encajar su cuerpo y sus ideas. Él, de hecho, vivió en Barcelona durante algunos años y luego regresó

al norte, donde traduciría El Quijote al islandés y se convertiría en uno de los introductores de la literatura española. Con ochenta y dos años, despojado de esa necesidad por encontrar su lugar y con una larga trayectoria a sus espaldas, responde a cualquier pregunta sin reparos y categóricamente y cuando el periodista le pide una fotografía para ilustrar la entrevista, le envía una selección de imágenes en las que aparece, por ejemplo, subido a una avioneta o luciendo un gorro de señora.

¿Cree que fuera de su país a su obra se le ha prestado más atención por el retrato de Islandia que contiene que por los temas que aborda? A veces la patria puede ser una plaga para los temas literarios. Pero sin patria no hay temas y para un escritor es mejor sufrir por ella que por no tener ninguna. Lo mejor para los novelistas son las guerras de sus patrias. El lector común tiene mucho interés en libros que incluyan desastres. Las novelas escritas en países con dictadores y guerras terribles


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son especialmente tentadoras. Pero los dictadores y las guerras también cansan. Pero usted no ha escrito sobre guerras y dictadores. Uno de los grandes problemas para la divulgación de la literatura islandesa en el extranjero era que en Islandia no había ni crímenes ni dictadores. «¿De qué se puede escribir en Islandia?», me preguntaron los alemanes antes de la invención de la novela negra islandesa. «Sobre la vida», contestaba yo. Pero no era una respuesta válida para Alemania, una nación rica en crímenes, injusticia social, guerras y dictadores. No obstante, aunque hay una vertiente íntima, la búsqueda de una identidad islandesa sí parece ser un tema recurrente en sus novelas. En Las maestras paralíticas, por ejemplo, el diálogo entre el hijo-narrador y los padres parece una conversación entre una Islandia vieja y tradicional y una Islandia joven. ¿Es así? Cuando escribo no pienso en un diálogo global entre un país viejo y un país joven, uso mi manera de ver las cosas y opinar sobre ellas. No me «duele» Islandia. No me preocupa cuál puede ser su lugar ideal en el mundo. ¿Hay matices de su obra que un lector español no va a poder captar? Antes me bastaba saber que escribiendo traduzco algo de lo que hay en mi mente. Ahora soy más burlón: todos los lectores del mundo son posibles (o no) lectores míos. Puedo llegar a ser uno de los «eternos aspirantes al Premio Nobel» como dicen los periodistas. No sé si algún día me llegará el turno. Para superar la espera hay un remedio: cambiar de sexo. Ya veo las portadas de todos los periódicos del mundo (menos de los chinos): «Un novelista islandés ha tenido la idea de cambiar de sexo a los ochenta y dos años y ahora recibe el Premio Nobel». Ha llegado el momento de los novelistas transexuales.

¿Tiene alguna cuenta pendiente con la Academia Sueca? El premio Nobel ha degenerado como todo en el mundo actual. Ha perdido tanto prestigio como las suecas rubias, su corona y el Volvo, que ya no es sueco. A los pobres y orgullosos suecos sólo les queda IKEA. No tengo problemas con la Academia. Recibí su premio, el pequeño Nobel para los pequeños países nórdicos.

¿Sigue atento a la literatura española? ¿Qué le gusta de lo que se está editando en España? No soy un hispanista. No digo que a mí no me guste la literatura española, me interesa, incluso ver cómo los autores se esclavizan en el mercado, pensando en las ventas y en la posibilidad de ser traducidos. Tal vez necesitan un enemigo como Franco para mantenerse combativos.

En España, Tusquets ha editado buena parte de su obra. Teniendo en cuenta su dominio del castellano, ¿ha considerado traducirse a usted mismo? No, no soy la sirvienta que se considera la reina de la casa.

Sin enemigo, ¿los escritores se vuelven tibios? Sí. Todo está basado en la comparación, la habilidad de comparar lo uno con lo otro. Sin enemigos no hay amigos.

¿Ha leído su obra en español? No me meto como lector en mi propio texto. Me interesa más leer otros autores, por ejemplo de las lenguas españolas. ¿Qué percepción se tiene de la literatura española en su país? Soy la primera persona, por lo tanto el Manco, que ha traducido obras españolas al islandés. He despertado el interés en la literatura española que ahora es general y permanente. Le leí a usted en una entrevista en la revista Strokkur que la literatura española y sudamericana son las que mayor influencia han ejercido en los islandeses. ¿Qué puntos de conexión hay entre ambas tradiciones? Lo único que he aprendido como traductor es a no escribir como lo hacen los autores españoles o sudamericanos. No es fácil introducir una cultura en otra ajena a ella, si se consigue da buena cosecha mixta. Escritores de la generación que viene después de mí confiesan sus deudas con autores tales como Gabo y Vargas Llosa. Eso demuestra que mis traducciones han encontrado su lugar en la cultura islandesa.

De la literatura islandesa a España nos ha llegado su obra, la de Halldór Laxness y Arde el musgo gris de Vilhjálmsson. Si uno se esfuerza, puede encontrar alguna traducción al inglés de Sjón, novela negra y poco más. ¿Qué nos estamos perdiendo? Los turistas que van a España se pierden España porque no se interesan por su cultura, su historia, la vida nacional. En lo que se refiere a la traducción, a la literatura, la novela no es una guía turística. Es un viaje al país individual de su autor o a una tierra que existe y no existe en la creación. Las principales voces narrativas islandesas parecen abocadas a una lucha contra un país anciano, en sus palabras, «en el que la tristeza lo invade todo» o en el que las bromas son «mezcla de arrogancia, complejo de inferioridad y sometimiento a la autoridad vigente». ¿Es una hipérbole literaria o realmente Islandia está cultural y socialmente tan oxidada como reflejan sus obras? El mundo tiene vergüenza de sus actuaciones, sobre todo el europeo. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Europa se había puesto enferma con sus dictadores, luego, por haber seguido dócilmente el mandato de los EEUU,


Entrevista a Guðbergur Bergsson

El salón de los espejos

se ha autodestruido. Por ejemplo, con el mito del inglés como lengua internacional. El tiempo de los EEUU ha terminado. Los imperios surgen siempre de la misma manera, combinan ideología y lengua. Luego caen, pierden las colonias, pero han implantado en ellas su lengua. La salvación de Europa depende, en parte, de cómo se libre del yugo inglés y vuelva a tener fe en sus distintas lenguas nacionales. Durante mucho tiempo la literatura islandesa se ha dejado influir menos que el resto por las corrientes que han recorrido el continente. ¿Está perdiendo el carácter propio para americanizarse? La literatura islandesa camina al mismo ritmo que la Europa ya desfigurada por el gusto inglés y el mercantilismo norteamericano: se escribe para vender en un mercado que es el matadero de la creación. Así nace el auge de la novela negra con mantequilla de vacas escandinavas. Es el subproducto de la buena novela negra norteamericana de Chandler y Hammett de los treinta que hace tiempo perdió su gloria y maldición. Entonces, ¿los escritores de su país ya no están tan preocupados por edificar una era dorada de la literatura nacional como lo han estado durante tantas décadas después de 1918? ¿Sigue estándolo usted? La preocupación no crea vida. Hay que andar con cautela para que ella no muera temprana. Esa actitud debiera ser identidad, tanto nacional como internacional. Por haber nacido en un cierto lugar y haber vivido allí mi juventud, tengo identidad personal y cultural, pero además de eso tengo algo doble, que es islandés y español. El lado islandés me hace obrar, pero el español me hace contemplar. Laxness trataba de construir obras que fuesen el equivalente contemporáneo a las

sagas medievales. Recuperar la tradición medieval era parte de la propuesta para erigir la nueva literatura de la Islandia independiente. ¿Las sagas o las rímur han influido de alguna manera en su obra? Inevitablemente, han influido desde mi subconsciente. Pero también he querido ser consciente, intentado leer todas las sagas. Haciéndolo me ha fascinado lo que las caracteriza: las personas se resisten a seguir buenos consejos que reciben mediante sueños o de hombres sensatos. Por lo tanto al final lo pagan caro, pierden, vuelven a lo mismo, no aprenden nada de su experiencia como perdedores. Así es lo germánico, su mitología, la vida en el paraíso, Valhalla: luchar, perder, morir, volver a nacer, luchar, volver a perder: es la actividad pura, feliz y destructiva.

lo intentó con el alemán, sin resultado; después probó suerte con el inglés en EEUU y nada. Finalmente huyó al origen, usando el islandés, probando suerte una vez más en el mercado del libro, convirtiéndose al catolicismo centralizado en Roma. Pero pronto veía otra posibilidad, cambió de camisa y abrazó el comunismo centralizado en Moscú. Recibió primero el Premio Lenin, luego el Premio Nobel y con la muerte gozó de un entierro doble, lo que fue un logro único en la literatura mundial: primero lo enterraron con la ceremonia propia de un genio católico y luego como luterano. En el cielo, si es de doble fondo como una maleta que esconde droga, Laxness se imagina que ha triunfado en la vida como un novelista universal.

Después de la independencia, mientras en el resto del continente se escribía literatura de post-guerra, ustedes experimentaron una vigorosa resurrección del romanticismo. Hablo de reconstrucción y enaltecimiento del pasado histórico y definición de la patria. Un siglo después, ¿sigue vivo? Intentar reconstruir el pasado de una nación, como Islandia, sin filósofos o filosofía pero con «habladores», es inútil sin tener un sentido trágico de la vida y de la historia. Por eso, en el pasado, escritores que querían ser profesionales se marcharon al extranjero y escribían en lengua aprendida, por ejemplo, el danés. Lo hacían con buen resultado, puesto que Islandia era colonia danesa. A los lectores del mercado danés o alemán les fascinaban las falsificaciones y las mentiras románticas en sus novelas. Después de la independencia esa benevolencia desapareció en gran medida. Así que algunos tuvieron que buscar otros países que no fueran Dinamarca. Pongo a Laxness de ejemplo. Intentó abrirse el camino en el mercado europeo escribiendo primero en danés, sin resultado; luego

No parece que juzgue a Laxness con demasiada benevolencia… No, Laxness y su trayectoria no han sido estudiados objetivamente. Lo mismo se puede decir de Hamsun y muchos otros, de las izquierdas y de las derechas. En el fondo, los nórdicos son reaccionarios, ¿fascistas?, por el aislamiento geográfico-cultural, por la tradición germánica que persiste todavía en su carácter y en las sociedades. Las leyes de los países nórdicos son liberales pero el pueblo, no. Sin embargo, ¿existe un pueblo liberal? Creo que no.

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David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es escritor, traductor y crítico literario. Recientemente ha visto la luz su primera obra de ficción, un libro de relatos titulado Inercia gris (Base, 2013). En su faceta académica destaca la publicación Los fantasmas de Dickens (Base, 2012), un estudio sobre la relación del autor inglés y su obra con lo sobrenatural. Como traductor ha llevado al catalán obras de algunos de los autores más destacados de la tradición anglosajona, como Cançó de Nadal (Charles Dickens) o El fantasma de Canterville (Oscar Wilde).

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Esos chicos del Interior... Antonio Jiménez Morato Ilustraciones del dossier: esculturas de Gustavo Piñero ©

.Pese a su enorme extensión, y sus más de cuarenta millones de habitantes, cuando se habla de Argentina se tiende a identificar todo el territorio con la enorme área metropolitana de Buenos Aires (la realidad es que entre la Capital federal y la provincia suman casi la mitad de la población del país), a los que se añade un par de destinos turísticos a los que se accede por avión: unas cataratas al norte y un glaciar al sur. Y pareciera que ese cliché se traslada a la literatura, con la diferencia de que no se habla de autores del Iguazú o del Perito Moreno, porque no se concibe la idea de una literatura de provincia que, si bien no se oponga a la de la capital, no quede preterida por la omnipresencia de la metrópoli. Frente al ensimismamiento de la literatura porteña que, por pereza y simplificación, suele ser percibida como toda la literatura argentina, y no sólo fuera del país, en la propia capital sucede muy a menudo, la aparición de una serie de libros imprescindibles surgidos del Interior (tal y como se denomina coloquialmente a todo el territorio del país que no es la capital) obligaron a críticos y lectores a redoblar la atención sobre lo que estaba sucediendo en Córdoba. Pese a que la primera universidad del país se fundó allí, y que un autor tan determinante para la literatura argentina como Leopoldo Lugones fuera oriundo de Córdoba, no se ha tenido demasiado en cuenta a los narradores de esta provincia a lo largo de más de un siglo. Tan sólo dos rarezas como Juan Filloy y Jorge Barón Biza (que sirven como excepciones que confirman la regla: autores fervorosamente leídos por un reducido grupo de devotos, que rara vez trascienden fuera de los círculos para iniciados) han logrado escapar a esa deriva que tendía a marginar a los autores cordobeses. Pero estos jóvenes escritores han logrado modificar esa costumbre. Los nombres más repetidos cuando se habla de esa irrupción narrativa en Córdoba son amigos entre sí y han compartido experiencias comunes. Federico Falco, Luciano Lamberti, Carlos Godoy y Pablo Natale podrían, quizás, formar un grupo literario local, una suerte de generación con las que tanto disfrutan periodistas y críticos. Hay detalles biográficos que comparten: salvo Godoy, el más joven, que sí nació en la

capital, los demás provienen de pueblos más o menos grandes de la provincia cordobesa y acudieron a la capital para estudiar en la universidad. Falco nació en General Cabrera en 1977, Lamberti en San Francisco en 1978, Pablo Natale en la interestatal entre Córdoba y Rosario en 1980, aunque desde los siete años vivió en Villa Carlos Paz, y Carlos Godoy nació en 1983 en Córdoba. Muy pronto se les colgó una etiqueta, injusta y simplista, donde se los calificaba como «nuevos narradores realistas». Esa adscripción tiene mucho que ver con su formación a través de talleres de escritura, sobre todo los de Lilia Lardone y María Teresa Andruetto, de quienes fueron alumnos. Para no contradecir el cliché, ellos se han convertido también en profesores de talleres. No es gratuito el lugar común de que de los talleres de escritura salen profesores de taller. Y sólo a veces escritores. Quizás sea conveniente hacer un repaso detallado a las trayectorias de cada uno: Federico Falco debutó editorialmente en 2004 con el libro 222 patitos, publicado en La Creciente, donde Lamberti fungía como editor, lo que sirvió en buena medida como primer elemento aglutinador de esa hipotética «nueva escena». Ese mismo año apareció 00 (Alción), el segundo de sus libros de cuentos. Fue, en ese sentido, el más precoz, y pese a su juventud cuenta ya con una trayectoria literaria que abarca toda una década. En 2008 regresó al panorama editorial –en el intervalo apenas rompió su silencio con una breve plaquette poética llamada Aeropuertos, aviones (¿Qué vamos a hacer hasta las seis?, Córdoba, 2006) y el cuento publicado de modo independiente El pelo de la virgen (Tamarisco, Buenos Aires, 2007)– con un libro extraño e incómodo, Made in China (Editorial Recovecos, otra de las editoriales que alumbraron a los jóvenes autores), que su autor califica como poemario, pero que tiene muchas dosis de narratividad en su interior. Los géneros existen para ser cuestionados, no es algo sorprendente, si algo han demostrado todos los autores interesantes es que la narrativa palpita gracias al lirismo que subyace en ella, y la poesía requiere de unas trazas narrativas para sostenerse. Desde la edición de La hora de los monos hasta ahora ha aumentado su bibliografía


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con la intensa novela corta Cielos de Córdoba, publicada en la editorial cordobesa Nudista (2012). Lamberti, que estuvo a cargo de las labores editoriales en La Creciente, verdadero semillero y espacio para darse a conocer en la escena local, se estrenó con el poemario San Francisco Córdoba en la editorial Funesiana. Pero ha sido más tarde, con sus dos libros de cuentos, cuando ha obtenido las más efusivas críticas: El asesino de Chanchos (Tamarisco, 2010) y el no menos exitoso El loro que podía adivinar el futuro (Nudista, 2012), a los que ha añadido, de momento, la novela corta Los campos magnéticos (La Sofía Cartonera/ China Editora). Natale comenzó su trayectoria con el libro de cuentos Un oso polar (Recovecos, 2008), donde se produce ya un diálogo con los cuentos de Falco y Lamberti, lo que sirve como muestra palpable de la existencia de una escena en la que se contraponen estéticas e inquietudes, frente a la reduccionista etiqueta de «realistas» con la que se ha querido marcar a todos los autores. La prosiguió con el poemario Vida en común (Nudista, 2011) y, hasta el momento, la novela Los centeno (Nudista, 2013) es su último libro editado. El más joven, Carlos Godoy, es además el que ha desarrollado una eclosión como narrador más tardía. Aun así, su libro de cuentos es, quizás, el que sí practica de un modo más ortodoxo la estética realista de todos. Antes de Can Solar, que publicó la editorial 17 Grises en 2012, se centró mucho más en la poesía. De entre sus cuatro poemarios, quizás, por el eco obtenido, el más renombrado sea la Escolástica Peronista, publicado en 2007 en la editorial Funesiana, y cuya fama fue creciendo hasta ser reeditado como Escolástica Peronista Ilustrada en 2012. Se trata de uno de esos escasos poemarios que logran trascender el reducido círculo de los lectores habituales de poesía. Un inventario bibliográfico como este no es un capricho filológico. O no pretende serlo. El lector atento habrá notado que en esta lista hay nombres que se repiten, y se habrá dado cuenta de que demuestran que algo ha cambiado en Córdoba. Sin duda lo más importante para que, verdade-

dossier: Antonio Jiménez Morato. Esos chicos del Interior...

ramente, la literatura local se haya desarrollado: editoriales que se encargan de difundir sus textos de modo competente, de ellas, quizás sea Nudista la más sólida y la que ha logrado labrarse un hueco dentro de las librerías del país. Tampoco creo que sea secundario que los autores mencionados sean creadores polifacéticos que no se limitan a la creación literaria. Falco es un artista visual que cuenta con varias exposiciones ya en su haber, Lamberti ha simultaneado su labor creadora con la de editor en sellos como La Creciente, y Natale es miembro y compositor de la banda Los bosques de Groenlandia. Son, en conjunto, síntomas de que la cultura late en Córdoba de un modo especialmente intenso. Pero, ¿qué los caracteriza? Como grupo fueron, inicialmente, y quizás de modo un tanto superficial, reunidos bajo la etiqueta ya mencionada del realismo. Se escribió mucho en Argentina sobre la idea de una nueva generación de estirpe realista, afincada en la provincia y alejada de la perspectiva más vanguardista y autorreferencial de la narrativa porteña. Es como si, aunque fuera de modo inconsciente, se señalase la idea de que unos narradores provincianos volvían a una narrativa más esencial, más apegada al mundo material, a la representación de la vida y de la sociedad. Posiblemente no fuera algo intencionado, pero esa perspectiva latía, sin duda, en esa caracterización apresurada y epidérmica. No son, desde luego, narradores realistas al uso, si se usa el término realismo en su acepción más usual y, por qué no decirlo, acomodaticia.

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Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976) ha publicado cinco libros: la recopilación de textos críticos El sabor de la manzana (Germinal, San José, 2014), el volumen de crítica desplazada Mezclados y agitados (DeBolsillo, Barcelona, 2012), la novela corta Cuco (Propia Cartonera, Montevideo, 2012), la novela Lima y limón, ya publicada en España (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2010), Costa Rica (Germinal, San José, 2012) y Argentina (Nudista, Córdoba, 2014), y el libro de relatos entrelazados Cuestión de sexo (Aguilar, Madrid, 2009). Actualmente reside en Nueva Orleans, donde cursa el doctorado en el departamento de Español y Portugués de la Universidad de Tulane.

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Fulgor Federico Falco

.Le tocaba el turno de las seis, así que Aldo Pignatelli se levantó muy temprano, desayunó un café con leche y salió a la calle cuando todavía era noche cerrada. Había niebla y, en los monoblocks, sólo una o dos ventanas con las luces encendidas. Hacía frío. Mientras esperaba el colectivo a un costado de la colectora, se sobó las manos un par de veces y las guardó en los bolsillos de su campera. En el baldío de enfrente, dos arcos de fútbol se perdían en la bruma lechosa. Tampoco se veían los carteles del peaje, un par de cuadras más adelante. Había demasiado silencio en la madrugada. No ladraban los perros, no pasaban autos por la autopista, no se escuchaba ni el rumor de los camiones de basura haciendo su recorrido. Aldo miró su reloj. Faltaban diez minutos para las cinco. Volvió a sobarse brevemente las manos y a guardarlas en los bolsillos. Intentó silbar, pero le castañeteaban los dientes. De pronto y sin que nada la anunciara, una luz blanca apareció flotando en el cielo, sobre la autopista. Era una luz poderosa, blanca, sin bordes, inmensa, que se acercaba a toda velocidad y no tardó nada en posarse sobre Aldo. Él miró hacia arriba. Miró hacia un costado. Miró hacia el otro. No había nadie en la calle. El colectivo no venía. La arenilla de la cuneta crujió bajo sus pies y Aldo no la oyó. Quiso correr pero fue inútil, la luz lo detuvo y lo envolvió por completo. Aldo quedó rodeado y en medio del fulgor. Fue un instante pero lo suficientemente largo como para que olvidara que estaba al costado de la colectora, junto a la parada del colectivo. Dentro de la luz todo era brillante y quieto y a Aldo le pareció que levitaba a dos centímegros del suelo. Después, la luz se desvaneció y Aldo cayó de costado y se golpeó un hombro. La calle seguía desierta. Se levantó, se palpó el pecho, se tocó el brazo dolorido. Ya no quedaban rastros de la luz, pero Aldo enseguida se dio cuenta de que algo había cambiado en su interior. Cerró los ojos, respiró hondo, y en el revés de sus párpados vió claridad y trazos que se movían como larvas y formaban palabras que él podía entender a la perfección aunque pertenecieran a un idioma que desconocía. ¿Qué hacés acá? ¿Te pasó algo? ¿Te robaron?, le preguntó Élida cuando abrió la puerta del departamento.

Era una mujer delgada y pequeña y muy enérgica. Recién se levantaba y ya estaba subida a una silla, revolviendo en lo más alto de un placard, buscando una cosa para arreglar. Élida se limpió las manos, se sacó el delantal. Vos tenés algo, dijo. Aldo no le contestó. Caminó hasta el dormitorio y se tiró sobre la cubrecama recién extendida. Vos tenés algo, te robaron, te caíste, ¿qué pasó?, preguntó Élida mientrás él cruzaba los brazos y cerraba los ojos. Una melodía metálica se desenrollaba lentamente en su oído. Imágenes polvorientas flotaban tras sus párpados y le explicaban el inicio del universo, los procedimientos para viajar en el tiempo, la forma de las ciudades extraterrestres. Nunca más voy a ir trabajar, dijo Aldo y le explicó a su esposa que escuchaba voces dentro de su cabeza y que las voces le habían pedido que abandonara su vida rutinaria y las siguiera sólo a ellas. Las voces le habían enseñado física y matemáticas y geología, le habían contado la historia de la Tierra y cómo era la vida antes de que desaparecieran los dinosaurios y miles de cosas que no estaban en ningún libro. Te volviste loco, dijo Élida. Aldo no le hizo caso y pidió papel y lápiz. Se sentó en la punta de la mesa y comenzó a dibujar. Aunque nunca antes lo había hecho, ahora Aldo esbozaba retratos y sombreaba con esfumado con la misma facilidad con que lo haría el mejor artista. En menos de una hora llenó diez hojas de paisajes galácticos, ciudades con rascacielos y naves volando por los aires. Después hizo un recreo, salió al patio, estiró las piernas y volvió a la punta de la mesa. Dibujó los planos de una máquina para leer la mente, y las formas básicas de dieciocho tipos de alienígenas. Dibujó con lujo de detalles lugares en los que nunca había estado, como la Torre Eiffel, las pirámides mayas y las ruinas sumergidas de la Atlantis. Dibujó un lugar donde se guardaba una ampolla con un líquido verde que podía exterminar la galaxia entera. Élida lo miraba y no sabía qué hacer. Escuchaba sus explicaciones, apretaba un repasador en la mano y por dentro pensaba que cosas peores le habían sucedido en la vida y que ese era su destino y que ella era dura y fuerte y que si había podido con tantas otras cosas, también podría con esto.


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Tenía que hacerle frente a la enfermedad y aceptar que, a partir de ese momento, sería una mujer sola, con un marido que desvariaba. Élida guardó los dibujos en una carpeta y cuando Aldo se fue a dormir volvió a mirarlos con la frente apoyada sobre una mano y la cabeza llena de preocupaciones. Pasó una hoja, pasó otra, con la yema de sus dedos acarició la huella de lápiz con que Aldo había dibujado un horizonte interestelar. De alguna manera, las cosas se van a solucionar, se convenció a sí misma y cerró la carpeta, apagó las luces y se acostó junto a su esposo. Aldo la despertó en medio de la noche. Caminaba en calzoncillos de un lado para el otro. Élida prendió el velador y se puso los anteojos. ¿Qué pasa?, preguntó. Las voces me ordenaron hacer una revista, dijo Aldo. Tengo que contarle al mundo lo que sé. Todo lo que ví. La voy a ilustrar con mis dibujos. Ya mismo me pongo a trabajar. Élida le pidió que volviera a dormir, que ya tendrían tiempo para la revista. Aldo no le hizo caso, se vistió y se fue a la cocina. Élida se quedó en la cama, giró sobre sí misma y se largó a llorar. A la mañana siguiente, Élida se ató un rodete y fue al hospital a hablar con un médico. Aldo se quedó anotando frenéticamente ideas sobre diseño, posibles nombres, formas de impresión y distribución. Cuando Élida volvió, él ya tenía todo resuelto. La revista se llamaba Más allá y consistía en cuatro páginas escritas a máquina con nueve ilustraciones en blanco y negro. Era un collage de recortes con títulos dibujados en fibrón negro y los pies de las ilustraciones garabateados a mano. Los textos casi no podían leerse, porque Aldo había ido a la fotocopiadora y los había hecho reducir a tamaño mínimo, para que entraran. También había abusado de la plasticola y, al tomarlas entre sus manos, Élida se dio cuenta de que las cuatro páginas pesaban mucho más de lo que parecía. Durante la tarde la plasticola se secó, las hojas se ondularon y la tinta del fibrón se corrió un poco, pero a Aldo no le importó: las voces en su cabeza le había dicho que su misión

dossier: Federico Falco. Fulgor

era editar una revista y que no se detuviera en minucias. Logró que el chico de la fotocopiadora le hiciera cien copias a crédito y abrochó las hojas él mismo y la distribuyó por los kioscos del centro. A cada quiosquero le regaló un ejemplar y le explicó con sumo detalle cuáles eran los temas de las notas principales. Estaba convencido de que eran ellos los únicos que podían ayudarlo a que la gente comprara Más allá. Siete días más tarde, cuando los estudios que le habían hecho en el hospital todavía no mostraban nada relevante y los médicos seguían confundidos con su diagnóstico, quedó claro que la charla con los quiosqueros había sido efectiva y que la revista era un éxito. Pedían reposiciones de a veinte, de a treinta y hasta de a cincuenta ejemplares. La tirada del segundo número quintuplicó la del primero y semana a semana las ventas siguieron aumentado a ese ritmo. La revista se vendía cada vez mejor y era cada vez más gruesa. Estaba mal hecha, estaba mal diseñada, pero convencía. Lo que Más allá cuenta no puede ser más que la verdad, decían los lectores y discutían sobre avistajes de ovnis y explicaciones racionales para el misterio del triángulo de las Bermudas. La gente de Mas allá es seria, saben de lo que hablan, manejan buena información, decían los especialistas y recomendaban su compra y mandaban cartas ofreciendo artículos en colaboración. No, no, no, respondía Aldo cuando Élida le mostraba las cartas de los colaboradores. Sólo lo que las voces digan, decía Aldo. Entonces Élida se iba a contestar las cartas y a decirles a los especialistas que por el momento la revista no aceptaba artículos de personas ajenas a su staff. A los pocos meses quedó claro que Élida y Aldo podrían vivir tranquilamente de las ventas de Más allá, incluso ahorrar un poco e invertir en infraestructura. Élida fue un día al centro y compró tres computadoras y una impresora. Puso un aviso en el diario y contrató un corrector, dos diseñadores gráficos, una taquígrafa que tomara los dictados y un estudiante de Bellas Artes que se encargaría de colorear los dibujos en blanco y negro que surgían de la mano de su esposo. El pequeño hogar se transformó en una redacción con cafeteras

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humeantes, mate siempre listo y bizcochuelos que Élida horneaba mientras hablaba por teléfono. Ella era la encargada de las cuentas y del trato con los distribuidores. También hacía trámites, pagaba impuestos y controlaba los remitos y las facturas. Mientras la gente trabajaba a su alrededor, Aldo permanecía sentado en la punta de la mesa, con los párpados casi cerrados, escuchando el dictado de las voces en su cabeza. A veces, cuando había demasiado bullicio, se encerraba en el dormitorio y desde allí mandaba a pedir que le llevaran un ventilador si hacía calor, o más papel, o una goma porque se había equivocado al dibujar. Cada noche, después de que los empleados de la redacción se retiraban, Élida contaba la recaudación del día, formaba una pila de billetes, los ataba con una bandita elástica y anotaba la suma en un cuaderno. Guardaba los billetes en un rincón que sólo ella conocía, y antes de dormirse, con la cabeza ya apoyada en la almohada, pensaba qué podrían hacer con tanta plata. Lo primero fue una camioneta con cúpula para buscar las revistas en la imprenta y llevarlas a las oficinas del distribuidor. Después, Élida se compró un vestido elegante, rojo con un lazo negro en el hombro, y le compró a Aldo cinco camisas blancas, un par de zapatos nuevos y un traje gris oscuro, con rayas finitas y espaciadas para que estuviera presentable en caso de que los invitaran a alguna fiesta o a una reunión importante. También pintaron el departamento y cambiaron el televisor. Cuando ya no supieron en qué gastar, compraron dólares y los guardaron en un banco, en una caja de seguridad. Una vez por semana Élida iba de visita al banco, pedía entrar a la bóveda, abría la caja y se quedaban quince minutos frente a los billetes, absorbiendo su aroma a papel manoseado y húmedo. Después cerraba la caja y volvía a su departamento, a controlar que todo marchara bien. A medida que la tirada de la revista crecía y crecía, recibieron ofertas de editoriales importantes que estaban interesadas en comprarla. Aldo se puso el traje y asistió a algunas reuniones, pero al final se negó a vender: las voces en su cabeza nunca se lo hubieran permitido. También apareció un contador joven que les ofreció diversificar, hacer franquicias con la marca, sacar al mercado juguetes Mas allá, réplicas plásticas de las naves espaciales, llaveros, señaladores, mazos de cartas con los dieciocho tipos de alienígenas reemplazando a los personajes de la baraja. Aldo lo despidió antes de que terminara de explicarle su plan. Estaban tratando de decidir si mudarse a una casa con

jardín y patio o comprar más dólares, cuando un día Aldo se encerró en el baño y salió de allí diciendo que las voces habían dejado de hablar. No están, dijo. No aparecen. No tienen nada más para decir. Élida le puso la mano sobre la frente y le sugirió que se acostara un rato, que tal vez tenía fiebre, o necesitaba descansar. Enseguida van a volver, le dijo. Quedate tranquilo. Pero las voces no regresaron. Se acercaba la hora del cierre, debían sacar un nuevo número a la calle y los redactores se aburrían alrededor de la mesa, esperando que Aldo saliera del dormitorio y les dictara una nota. Ya van a volver, ya van a volver, murmuraba Élida y caminaba de una punta a la otra del departamento, y preparaba café, y les tocaba la espalda a los dibujantes y les decía que se pusieran derechos o se les iba a arruinar la columna vertebral. Ya van a volver, ya van a volver, murmuraba Élida y sacaba el polvo de las impresoras, y acomodaba por colores los tubos de tinta y salía al balcón a sacudir el lampazo y regar las plantas. Ya van va volver, ya van a volver, se repetía otra vez y llamaba a la imprenta para avisar que estaban un poco retrasados, que los esperaran y atendía a los quiosqueros que preguntaban qué pasaba y convencía al distribuidor de que era sólo un inconveniente momentáneo, que la situación no se iba a repetir. Pero las voces no volvieron y Aldo se sentó en el inodoro y se tomó la cabeza con las manos y se puso a gritar y a golpearse contra los azulejos. Élida le dijo a los redactores que se fueran a sus casas y que volvieran al día siguiente, lo más temprano posible. Después le dio a su marido un té de tilo y le pidió que se callara: qué iban a decir los vecinos. Cuando se hizo noche cerrada, lo obligó a ponerse la campera y la bufanda y lo sacó de nuevo al descampado. Tomados de la mano, esperaron junto a la parada del colectivo a que fueran las cinco de la mañana. Los arcos de fútbol seguían igual que la noche del primer encuentro, la autopista, las luces escasas en las ventanas de los monoblocks, el baldío, todo en su lugar. Sólo faltaba la niebla y hacía un poco menos de frío. ¿Seguro que fue acá?, preguntaba Élida cada diez minutos y trataba de que Aldo recordara los movimientos exactos de aquella madrugada.


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Aldo no le hacía caso. No van a volver, decía sin ganas, con los hombros caídos y bostezando. Ya dijeron lo que tenían que decir, ya no les sirvo más. Pasaron dos colectivos, llegó gente y se puso a hacer fila. Amaneció sin que ninguna luz los cubriera y Élida y Aldo volvieron a su departamento y desayunaron sin decirse una palabra. Llegaron los redactores y los dibujantes. Élida mandó a Aldo a que se recostara, cerró la puerta del dormitorio y se dijo a sí misma que por cosas peores ya habían pasado, que ella era fuerte y que a esto también habría que hacerle frente. Se arremangó y caminando con trancos largos alrededor de la mesa, comenzó a dictar historias sobre abducciones y platillos voladores y civilizaciones perdidas. A los dibujantes les pidió ilustraciones de ceremonias de alienígenas, les indicó cómo diseñar iglesias y bibliotecas extraterrestres, les ordenó que pintaran cielos con dos soles y miles de estrellas. Cada uno a poner lo mejor de sí mismo, los alentaba. No hay tiempo que perder. Al mediodía, el nuevo número de Más allá estaba terminado. Élida lo mandó a imprenta, se dio una ducha y se acostó a dormir. Las quejas comenzaron ni bien la revista llegó a los quioscos. Y, sin embargo, con la esperanza de que las voces regresaran de un momento a otro, Élida todavía publicó tres números más, mientras Aldo seguía tirado en la cama, sin ganas de hacer nada. ¿Volvieron?, le preguntaba Élida de tanto en tanto. No van a volver. Esto se terminó, le respondía Aldo y agarraba el control remoto y cambiaba de canal. Los lectores rápidamente identificaron el fraude y dejaron de comprar la revista. Los quiosqueros devolvían los atados casi completos. El distribuidor se negó a seguir trabajando con ellos. ¿Qué hacemos?, preguntó Élida entonces. No le quedaban esperanzas, no sabía cómo seguir. Cerrar, dijo Aldo. Tiene que haber algo que las haga volver, insistió Élida. Hay que cerrar, dijo Aldo y Más allá dejó de salir. Despidieron a los redactores, vendieron la camioneta y e hicieron malabares con los dólares ahorrados hasta que Aldo completó los aportes que le faltaban para jubilarse. Después siguieron viviendo en el mismo departamento en

dossier: Federico Falco. Fulgor

que habían vivido los últimos treinta años, en la misma ala de monoblocks, con los mismos vecinos y los mismos problemas de humedad. Llevaban una vida tranquila, casi no hablaban con nadie y si en el supermercado alguien señalaba a Aldo y le preguntaba por la luz del baldío hacían como si no escucharan, como si todo hubiera sido un sueño, como si la revista nunca había existido. Algunas noches, de madrugada, Aldo no podía dormirse y se levantaba a mirar por la ventana los autos que pasaban por la autopista, los arcos y el descampado, los carteles del peaje, el camión de la basura recorriendo las calles del barrio. ¿Volvieron?, le preguntaba Élida desde la cama. Sin apartar la vista de la ventana, Aldo negaba con la cabeza. ¿Dibujar tampoco te sale? Aldo entonces se sentaba en borde del colchón, prendía el velador y en una libretita que siempre tenía sobre la mesita de luz, intentaba delinear un paisaje cósmico. No, dibujar tampoco me sale, decía después de un rato y apagaba la luz y se volvía a acostar.

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1 .El primer Residente que atendió Koifman se llamaba T. A Koifman le asombró lo alto y ancho que era T.: tuvo que inclinarse para pasar por la puerta y los elásticos del sofá rechinaron cuando se sentó. Tenía un traje arrugado, anteojos negros, el aire ausente de los programadores. Cuando se sacó las gafas Koifman vio sus ojos: eran celestes, muy claros y húmedos, como si T. sufriera alguna enfermedad degenerativa de la vista. –Bien –dijo Koifman–. Cuénteme por qué está acá. El Residente habló. Como todos los recién llegados, tenía una forma rara de armar las frases. Le explicó que era jefe de programadores, que trabajaba doce horas diarias, que no tenía hijos, hacía cinco años que estaba casado y su matrimonio era sólido «como piedra». Hasta que un día, por razones que no tenía sentido aclarar, volvió temprano del trabajo y encontró a su mujer en la cama con un humano: un empleado de mantenimiento de los barrios del sur. Supo que era empleado porque el pantalón y la camisa gris en el piso mostraban el logo de la empresa constructora. –Pensamientos pasar por la mente como torbellino –dijo el Residente–. Pensar en asesinato, en suicidio, en denunciar a corporación. Ver rojo, después blanco, después rojo de nuevo. Planear venganza. El contacto entre especies estar prohibido, y mi… esposa, esa… –Inspiró hondo, se secó los húmedos ojos claros con un pañuelo–. Terminar haciendo papeleo en planeta hostil alejado del sol. Y ¿sabe lo que hacer? Koifman negó con la cabeza. –Nada –dijo el Residente–. No hacer nada. Quedarme en marco de puerta, sin poder mirar. Mi mujer gritar, «lo tener merecido, lo tener merecido», y yo escuchar zumbido distante. Abstraerme, irme lejos. Dislocarme. Empleado de mantenimiento, muchachito frágil como rana, pasar a mi lado cubriéndose con camisa y pantalón gris, pero yo no hacer nada. Poder quebrarlo con estas manos, pero no hacer nada. Estar en otra parte. Y cuando volver, no más esposa, no más valija de esposa, no más ropa de esposa. Yo mirar roperos vacíos y llorar, y oler la ropa de mujer y llorar, y aprovechar las pausas del trabajo para llorar encerrado en baños de la empresa. Mi esposa no aparecer, no mandar cartas, no explicar. Yo no poder vivir, no entender, no…

El Residente se tapó la boca para toser. Koifman le preguntó si necesitaba un vaso de agua. Le pareció que T. iba a desplomarse ahí mismo, que iba a arrancarse sus dulces ojos claros, que iba a explotar salpicando con su gran cuerpo los diplomas colgados en la pared. Pero T. se limitó a negar con la cabeza. –El clima de la tierra –dijo–. Ser muy seco. 2 Los Residentes habían llegado siete años atrás. La primera tanda fue ubicada en un barrio nuevo, al sur, cerrado y con una garita de vigilancia en la entrada. Detrás de la tupida fila de arbustos que lo rodeaba se levantaban hermosas casas de suburbio de dos plantas, con techos de tejas, floridos jardines delanteros atendidos por una legión de empleados, caminos de tierra, plazas internas con juegos para los niños. Una detrás de otra, las casas repetían el mismo color en las paredes y las aberturas, la misma grifería, muebles, cortinas, electrodomésticos, bibliotecas, libros. Una cámara de televisión escondida entre los arbustos los había filmado, descendiendo de las trafics que los transportaban, y Koifman se decepcionó un poco al verlos: eran idénticos a los humanos, usaban lentes negros, vestían con sobriedad. Pronto se dijeron muchas cosas sobre ellos. Se dijo que se alimentaban de gatos, lo cual era mentira, y que la forma que mostraban no era la original, sino una envoltura biológica con la que trataban de «atenuar la impresión que provocarían en la gente». Se dijo que la corporación era una alianza inglesa-germánica, lo cual era verdad, y que los Residentes tenían una capacidad especial para el trabajo duro y prolongado que les permitía cumplir sin esfuerzo turnos de hasta doce horas, lo cual también, en cierto modo, era verdad. Todas las mañanas se abría el portón y partían las trafics con Residentes hacia uno de los edificios céntricos de la corporación. Allí, encerrados en boxes, escribían en un lenguaje inédito el software de una generación futura de computadoras. Por mucho tiempo, eso fue todo lo que se supo. Los Re-


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sidentes eran reacios a la publicidad y se movían en un círculo cerrado. Después de los largos y agotadores turnos de trabajo, las trafics los transportaban nuevamente a su barrio del sur, donde cenaban la comida enlatada que la corporación les proveía y veían televisión hasta dormirse. Los fines de semana salían a «bares de Residentes» o iban a «cines de Residentes» en los que conocían a otros Residentes y formaban parejas. Pronto empezaron a tener los primeros hijos nacidos en la Tierra. 3 Koifman suponía que el encuentro iba a significar un cambio radical. Las concepciones de Dios, de la tecnología y la cultura, alteradas para siempre. Suponía también que su vida necesitaba imperiosamente un cambio radical, pero no estaba dispuesto a hacer nada para provocarlo. Su semana se deslizaba con la suavidad de la miel fluyendo de un tarro: cuatro diarias en el consultorio, cena los viernes con amigos –también sicólogos–, tenis los miércoles, gimnasio tres veces a la semana. A veces navegaba una página web para solteros, conocía mujeres, concertaba citas, iban al cine y después a tomar un trago, las acompañaba a su casa y tenían relaciones al cabo de las cuales se vestía y se iba. A su edad, las mujeres mostraban una desesperación subcutánea que lo ponía nervioso («mi tiempo está pasando, mi cuerpo se derrumba, te quiero para desayunar») y lo hacía retraerse como un caracol asustado. Después llegaron los Residentes y fue «el» tema de los programas de televisión, incluso los humorísticos. Koifman pensó que tendrían alguna respuesta para los grandes interrogantes pero nada se supo de ellos, excepto que hablaban español con una sintaxis extraña y usaban inhaladores porque el aire terrestre les hacía mal. Eran callados, disciplinados, eficientes, y por momentos daban la impresión de estar vacíos, como si en el interior de la envoltura biológica que los cubría no hubiera nada. Pero entonces inundaron los consultorios sicológicos. Sus colegas hablaban de ellos en la cena de los viernes. Están obsesionados con el mar, decían, tienen un complejo de pérdida en relación al mar, lloran cubriéndose la cara con las manos y sienten que el mar los habita y que con sólo cerrar los ojos pueden volver a él. Tratarlos con pastillas era imposible, la fisiología era distinta, la medicación les provocaba horrendas reacciones alérgicas. El sicoanálisis también, porque la distancia entre las experiencias era tan grande que hacía imposible el armado de una historia personal. El tema del tiempo, por ejemplo. En la tierra era sucesivo, iba de un hecho a otro, pero en el «hermoso planeta» de

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donde habían venido el tiempo era total, simultáneo, todo pasaba a la vez. –Son de una casta inferior o algo así –comentó uno de sus colegas–. Uno de ellos me lo dijo, con un nombre impronunciable. Parece ser que allá cada uno tiene un diseño, y que estos están diseñados para el trabajo. –Hormigas obreras –opinó alguien. –Lo bueno es que pueden dislocarse –continuó su colega. 4 Los humanos podemos estar en un lugar a la vez; los Residentes, en varios. A esa capacidad se la llamó «dislocarse». Era como sacarse un hombro, pero a un nivel mental. Podían estar, por ejemplo, programando en los boxes, hablando por teléfono con sus mujeres, durmiendo y leyendo un libro a la vez, y poner la misma atención en cada uno de esos planos. Por eso eran tan buenos en el trabajo, por eso podían soportar turnos de doce horas. Se dislocaban y una parte de ellos volvía a su planeta original, lejos de los ruidos y de la agresiva realidad terrestre. 5 Anotación de Koifman: G., Residente de 42 años, en pareja y con dos hijos, pasa la mayor parte del tiempo libre en la bañera de su casa, con la cabeza metida bajo el agua. Dice que lo considera placentero y vergonzoso a la vez, como si estuviera masturbándose. Hace tiempo que no habla con sus hijos, uno de catorce y otro de seis; tampoco sale a comer afuera con su mujer ni participa en ninguna de las actividades que la corporación organiza todos los fines de semana para «parejas». Días de campo, voley en la arena, carrera de embolsados: a G. todo esto le parece el «colmo de la depresión». Pero no acudir a esas citas lo pone paranoico y le genera toda clase de ideas conspirativas. Siente que su supervisor ya no lo trata de la misma forma, que no lo incluye en sus conversaciones, que lo agobia con trabajo. Expresa claramente que a un compañero le pasó algo similar con su actitud «poco positiva», según los términos de su supervisor, y que un día no fue más a trabajar y ya no se supo de él. 6 Después de sus fallidas terapias muchos Residentes se suicidaron. Una mujer robó una de las trafics, aceleró al máximo y se estrelló contra un poste de luz en la ruta. Un hombre apareció ahorcado con su cinto en uno de los árboles del hermoso parque de los barrios del sur. Una familia entera fue encontrada en la pieza de una de las casas perfectas, ahogados por el gas, las ventanas y las puertas selladas con cinta aisladora.

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En cuanto a T., el paciente de Koifman al que su mujer abandonó por un empleado de mantenimiento, vivió cinco años hundido en una pesadilla de dolor y autodestrucción, y un día subió a la terraza del edificio donde trabajaba, saludó con un gesto a los colegas, se acercó a la baranda y se dejó caer. Cayó veintidós pisos y al impactar en la vereda la envoltura de aspecto humano que lo cubría se despedazó como un globo reventado y el verdadero cuerpo del Residente se mostró tal cual era a los transeúntes: provisto de tentáculos y membranas y casi transparente, como hecho de agua. 7 Koifman oyó hablar de los Dadores en el vestuario del club de tenis. Se decía que algunos Residentes tenían poderes telepáticos: podían transmitir con la mente la sensación de dislocarse. Era más fuerte que ninguna droga conocida. Koifman lo había escuchado como un chisme, un mito urbano, pero ese día en el vestuario uno de sus colegas le alcanzó subrepticiamente una tarjeta dorada y roja con tipografía medieval en la que se prometían «Noches de placer infinito». –Me lo recomendó un amigo –dijo–. Y la otra noche estaba aburrido, así que llamé por teléfono y vino una chica. Mamma mía: un viaje, Koifman. Es caro, pero lo vale. Él hizo como que no le importaba pero esa noche, en su casa, levantó el tubo y marcó el número. Cuando atendieron, cortó. 8 –¿Sabía que nuestros abuelos fueron literalmente pescados del fondo del mar? –preguntó la chica. Se llamaba K., tenía quince años y era el clásico exponente de los nacidos en la tierra: desencantados, cínicos, enfermizos, de una belleza animal. Ya había pasado por varios intentos de suicidio y largas temporadas en las clínicas de rehabilitación «Nuevo Despertar» que la corporación tenía en el campo. –Vivían en paz hasta que los científicos descubrieron que eran buenos con las matemáticas y el pensamiento abstracto y toda esa mierda. ¿Se puede fumar? –No –dijo Koifman. –Qué lástima –la adolescente se mordió las uñas–. A veces pienso en mi abuelo viviendo ahí. ¿Le gusta meterse en el agua? –A veces –dijo Koifman. –A mí me encanta. Me dejo caer hasta el fondo y me quedo un rato sin hacer nada. El agua me limpia. Ahí abajo no

hay problemas, no hay discusiones. A veces pienso en mi abuelo, viviendo así, y en el trauma que debe haber significado ser levantado con redes y ser conectado a una computadora y ser criado en cautiverio como un animal. Muchos de ellos enloquecieron. Antes de ser pescados, ni siquiera sabían lo que era la muerte. –¿Tiene un buen recuerdo de su abuelo? La adolescente hizo un gesto ambiguo y se movió en el sofá. –Un viejo gruñón. Odiaba mucho a los humanos. Siempre estaba refunfuñando, criticando. Murió el año pasado. Papá insistió para que lo fuera a ver y yo me negaba. Estaba consumido, tenía un olor horrible. Entonces un día decidí visitarlo en el hospital y cuando llegué había muerto. Creo que papá nunca me lo perdonó. Puedo percibir su resentimiento cuando está conmigo, siempre corrigiéndome, amonestándome: «No tener respeto» –la adolescente imitó la voz gruesa de su padre–. «No venerar a los antepasados». Se rieron juntos, Koifman y la chica. –El único placer que siento es cuando me disloco –dijo ella después–. Pero repetirlo mucho hace mal acá –agregó, señalándose la sien–. Además, la capacidad se va perdiendo. Si alguna vez cometo el error de ser madre, mis hijos ya no la tendrían. –¿Cómo es? –preguntó Koifman, y de inmediato se arrepintió. La adolescente lo miró levantando las cejas. –¿Te da curiosidad? –le dijo, tuteándolo. –¿Cómo te hace sentir eso? –retrucó Koifman con astucia. La adolescente suspiró, fastidiada. Pero antes de irse, ya en la puerta, le susurró que era como diez mil orgasmos juntos, uno dentro del otro. 9 Estoy muerto, pensó. Después pensó que no podía estar muerto, que estaba sordo y ciego, sí, pero no muerto, aunque que ya no pesaba, su cuerpo se había disuelto en el agua, yacía en una oscuridad primitiva, en el fondo del mar, dulcemente mecido por la corriente, burbujas que subían a su alrededor, infinita paz. Y entonces un contacto mínimo en esa gran sombra, un roce eléctrico entre membranas, otro que andaba viajando se cruzó con él, y lo hizo emerger al tiempo y la identidad, soy Koifman, soy un cuerpo, existo. Después las membranas se separaron y volvió a ser parte del mar, sordo y ciego y liviano, oyendo las olas que iban y venían.


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El Dador estaba sentado con los borceguíes sobre la mesa, leyendo una revista. –Uau –dijo Koifman. Tenía ramalazos del viaje, por momentos la habitación desaparecía y volvía a estar bajo el agua. Sacudió la cabeza como un perro mojado y repitió: –Uau –era lo único que podía decir. El Dador, un chico joven con un chaleco de cuero sobre la piel y esas perforaciones tribales en la cara que se habían puesto de moda últimamente, se limitó a sonreír mientras guardaba sus cosas. Antes de irse le dijo que por unas horas no manejara ni prendiera una hornalla si no quería sufrir un accidente. –¿Cuándo podría… ya sabe, repetir? –preguntó Koifman con ansiedad, siguiendo al chico al pasillo. –Yo esperaría una semana para volver a la mierda –dijo el chico–. Igual, no abuse, mucha mierda le va a hacer mal. El ascensor se lo llevó y Koifman volvió a su sofá y cerró los ojos. Al rato sintió que el agua le empezaba a subir por los pies. 10 Anotación de Koifman: D., de 37, vive solo, cumple con los límites que su supervisor le marca en el trabajo e incluso los supera, no tiene problemas aparentes. Pero un día hace algo extraño: en vez de tomarse el transporte de la corporación, que lo lleva desde los edificios a los barrios del sur, soborna a uno de los empleados y pasa todo el fin de semana en la ciudad, caminando por las calles iluminadas del centro, sentándose en una plaza pública, hablando con una mujer que le saca las pulgas a un perro y las come, tomando agua mineral en un bar, siguiendo a un chico con una varilla de pan en los brazos, durmiendo en el portal de una casa, mirando durante horas las vidrieras de los negocios de oferta. La experiencia le encanta y la repite varias veces. 11 Al principio Koifman consumía los sábados al atardecer, y se pasaba el domingo entero viajando, pero cuando se dio cuenta estaba llamando por teléfono tres veces por semana. A veces venía el chico de las perforaciones tribales, a veces una mujer mayor y muy correcta. Koifman se dejaba llevar por sus mentes al mar, se quedaba largo rato disuelto en el agua. Lo que más le costaba era volver a la tierra, un mundo seco, demasiado nítido y estruendoso.

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–Doctor –le decía el paciente que estaba atendiendo–. ¿Me escucha? –Sí, disculpe, tuve un mareo –decía Koifman. Con el tiempo se hizo evidente que muchos de sus colegas consumían. Era fácil identificarlos: usaban lentes negros, andaban siempre muy abrigados, caminando rápido, ansiosos, tomando sin parar de una botella de agua mineral para calmar la deshidratación. Muchos se gastaban el sueldo entero en los viajes, como se los llamaba, y terminaron viviendo en plazas y abriendo la puerta de los taxis para juntar plata y volver a soñar. 12 Abrió los ojos y el comedor estaba casi a oscuras: pálidos rayos del atardecer o el amanecer entraban por las rendijas de la persiana. En la televisión, un hombre vestido de blanco decía algo sobre la necesidad de limpiar la mente para elevarse hacia la energía cósmica. Koifman se preguntó qué hora sería, y después de qué día. Había ropa sucia tirada en el piso, los restos de una comida cubierta de hongos sobre la mesa, viejas cajas de pizza, latas abiertas, botellas, la bolsa de basura desbordada sobre los mosaicos. Se arrastró hacia el baño y vomitó. Se dio una larga ducha, tomó una pastilla del botiquín, se puso un jogging y salió a correr al parque. Corrió media hora y se sentó, transpirado y exhausto, en unos de los bancos que daban a la calle. Eran las ocho de la mañana, la gente caminaba hacia el trabajo. Koifman cerró los ojos. Al abrirlos, había anochecido. Volvió a su casa, levantó el tubo y llamó a su Dador. 13 Koifman miraba a alguien a los ojos y sabía que estaba pasando por el mismo infierno de abstinencia que era levantarse y caminar y vivir en este planeta. De uno de ellos escuchó que el efecto de los Dadores de la primera generación era tenue y deslavado en comparación con los originales que habían nacido bajo el mar. La experiencia con un «abuelo» valía mucha plata, según le dijeron. Los sueños que inducían duraban días enteros y eran increíblemente nítidos. Koifman conoció a una mujer que lo llevó a visitar a uno de esos «abuelos». Después recordaría esa época como la de su perdición absoluta, el fondo mismo de su dejadez, poco antes de internarse en la clínica de rehabilitación. En esa época estuvo cerca de abrir la puerta de los taxis o pedir en los transportes públicos. Ya no tenía pacientes, no iba de compras, no visitaba a sus amigos, lo único que hacía era despertarse y llamar al Dador y volver al sueño.

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Contactó a Laura en una página web de solteros, y antes incluso de que se vieran por primera vez sabía que estaba loca, que buscaba desesperadamente los límites, que iba a hacerle daño. En el restorán se reconocieron como consumidores, poco después ella lo llevó de la mano a una galería céntrica, cerca de las oficinas donde trabajaban los Residentes. El último local estaba lleno de televisores desarmados y controles remotos cubiertos de polvo. Lo atendía un viejito con lentes y camisa marrón, un viejito que parecía un cerrajero o un carpintero (y no alguien que arregla televisores) y que dio vuelta el cartel de la puerta, los hizo pasar a una piecita contigua y los conectó, primero por separado, y después juntos. Koifman encontró a Laura en el viaje. Ella le dijo hola, sin palabras, y sin palabras le indicó que lo siguiera y entró en él, y él entró en ella y lo supo todo, la clase de niña y adolescente que había sido. Se separaron y se conectaron con gente que andaba viajando en lugares alejados del planeta, y sin palabras hablaron en una lengua mental y se diluyeron uno dentro del otro hasta desaparecer, eran todos un gran lago negro, todos en todos y Koifman en todos y en Laura. Despertaron y fueron a su departamento y tuvieron relaciones, pero estaban distraídos y no funcionó. Koifman se quedó despierto hasta que la oyó dormir; se levantó y se vistió y salió cerrando la puerta con delicadeza para no hacer ruido. 14 –Me llamo Koifman, y hoy hace tres meses que no viajo. –Hola Koifman –dijeron a coro sus compañeros. Los Residentes se habían ido de la Tierra tiempo atrás. Las casas del barrio del sur quedaron desiertas durante mucho tiempo, los jardines descuidados, las puertas y ventanas despintadas, los muebles y bibliotecas idénticas del interior cubiertas de polvo. No hubo declaraciones oficiales al respecto y los edificios de la corporación se alquilaron como oficinas. No se supo más de ellos, aunque se decía que algunos vivían escondidos en villas de emergencia. –Estoy orgulloso de no necesitar los viajes –dijo Koifman–. De poder disfrutar la vida sin ellos. Me siento mejor como persona. Y creo que todos podemos lograrlo. Sus compañeros lo aplaudieron. El coordinador del grupo se acercó con la medalla que atestiguaba su sobriedad y se la dio. Koifman lloró un poco. Después fue a sentarse con los demás.

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Amarillo sobre amarillo Pablo Natale

.Celina tiene siete u ocho años. Está sentada en la vereda. Le quita el envoltorio al helado. Mira el palito que dice: «Ganaste otro helado». Mira su sombra, chupa el helado y después sonríe hacia un costado. Eugenio no dice nada, no hace cara de nada. Chupa a su vez el helado imaginario con algo de desgano. No mira si su palito tiene premio. Un grupo de chicos pasa en bicicleta por la calle. Se gritan cosas. Van y vuelven. Uno de ellos mira a Celina, que ha terminado su helado. El chico da vueltas alrededor de ella. Sube la bicicleta al cordón, hace piruetas, hace willy, pone los pies en la rueda de atrás de la bici. Celina mira su palito con premio. Sonríe de nuevo mirando al costado. Le dice a Eugenio en voz baja de ir a buscar otro helado y Eugenio dice que sí, y que no le cae bien el chico de la bicicleta. Igual se quedan sentados en la vereda y el chico sigue dando vueltas hasta que se cansa y se va. Celina y su familia viajan al campo. Van en el auto de Antonio, el novio de su madre. Un Renault 12 celeste claro, con los asientos de atrás medio rotos y una cadenita colgando del espejo retrovisor. En la cadenita hay un castillo colgante. Celina le dice a Antonio que Eugenio dice que quiere la cadenita. Antonio está conduciendo con una mano, la otra la tiene en el bolsillo del vaquero. La madre de Celina lleva una pollera con flores y un sombrero que le queda ridículo. También tiene una remera con dos gatitos. La cabeza de un gatito se asoma encima de la otra y detrás hay un arco iris. La madre de Celina se llama Celia y tiene una mano sobre la rodilla de su novio Antonio, al lado de la marcha. «Poné cuarta», le dice Antonio. Entonces Celia mira por el espejo retrovisor, le guiña los ojos a su hija y mueve la palanca de cambios. Al rato Antonio frena y Celina se baja del auto. Pasa que Eugenio tiene que vomitar. Esperan media hora al costado de la ruta; Celina llora sentada encima de una piedra, se refriega los ojos como si intentara hacer desaparecer el mundo. Antonio quita la cadenita colgante con castillo del espejo retrovisor y la mete en la guantera. Es un regalo que le hizo su ex esposa. No quiere regalar su regalo. Al rato todos se meten en el Renault 12 y siguen camino.

Vuelven del campo. A Eugenio le gustaron mucho las gallinas y las vacas; a Celina, las ovejas y los perros; a Celia, los chanchos y los palos borrachos. Antonio conduce con una mano, la otra la tiene apoyada en el marco de la ventanilla. Sostiene un cigarrillo cuyas cenizas se desperdigan en el viento. Eugenio se queda dormido y Celina lo recuesta en sus rodillas. Hace como que le acaricia el pelo. «Ya vamos a volver», le dice. «La semana que viene, seguro». Con la mirada atraviesa el aire y la dirige al espejo retrovisor. Ve a la madre, que está dormida y le cae un poco de baba por las comisuras de los labios. Al rato frenan en una estación de servicio. Antonio y Celina bajan, Celia y Eugenio se quedan dormidos. Antonio compra dos helados de agua. Se sientan al sol y Celina come el helado tan despacio que se le derrite en los dedos. Celina vuelve del recreo. Con la plata que le dio la madre se compró un alfajor y siete caramelos. Dos de frutilla, dos de naranja, dos de ananá y sólo uno de limón. Los caramelos de limón no le gustan, pero siempre pide uno y lo guarda en un bolsillo de la mochila. Al llegar a la casa, mete el caramelo en los cajones y revuelve la ropa. Cuando están muy aburridos, Celina y Eugenio juegan a buscar caramelos de limón. Si Eugenio lo encuentra, Celina se lo tiene que comer. Dice que Eugenio le trae suerte. Por eso le pide por favor a la maestra que deje el asiento de su lado vacío. Está por empezar el examen de matemática. Triángulos escalenos, isósceles y equiláteros. Ángulos agudos, graves y rectos. La maestra tiene rulos y la cara arrugada. Lleva un guardapolvo blanco sin manchas y en el bolsillo sobresalen una escuadra, una regla y una revista de cosméticos. Cuando habla con Celina la revista se le cae. La maestra se ruboriza pero Celina no se da cuenta. Está pensando en otra cosa. Le pide de vuelta, por favor, que no haga ocupar el asiento de al lado. Alexis está parado, los útiles en la mano, no sabe qué hacer. Mira para cualquier lado, distraído, y golpetea los dedos en el banco como si fuesen un juguete. Le cuesta horrores quedarse quieto. A la maestra se le cae la revista de cosméticos al suelo otra vez. Alexis se agacha, la levanta, ni siquiera la mira. La maestra, ruborizada, toma la revista, le da a Alexis


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un pequeño empujón hacia el banco y agarra a Eugenio como si fuese un bebé. Hace como que lo tira contra un rincón. Alexis se sienta. A Celina no le va muy bien en ese examen. Cuando vuelve a casa se queda una hora y media sentada en uno de los rincones de la cocina, con la cabeza gacha, como si alguien la hubiese empujado. Se queda dormida. Cuando se despierta, se sube a una silla, busca arroz, enciende la hornalla y se hace de comer. Alexis tiene rulos y es enorme y alto. Se la pasa hablando y jugando con los otros chicos alrededor de su banco. Organizan competencias con papeles, partidos de fútbol, tuti fruti y tatetí y otro juego con un papel en el que tienen que adivinar el color de las bombachas de sus compañeras. Una tarde Alexis dobla una hoja en dos, después en cuatro, después en ocho, después la desdobla. La gira. Tiene entre las manos un barco de papel. Eugenio despierta. Abre los ojos bien grandes, se levanta del rincón y camina como un zombie hacia Alexis. Celina lo agarra de la mano. Celina lo agarra bien fuerte de la mano y le da un tirón. Alexis mira a Celina, callada, apretujada en su banco, los ojos puestos en cualquier lado. Antes de irse a jugar con sus amigos, Alexis le regala el barco a Celina y, al otro día, un avión y, al otro día, un asteroide, y al otro día una personita de papel venida de otro planeta con un corazón rojo y una bombacha en la mano. Celina vuelve del recreo con siete caramelos y medio alfajor. Está por empezar a comerse la otra parte cuando ve, sobre su banco, dos hojas rotas, bollos de papel. Eugenio rompió el avión, Eugenio rompió el barco, Eugenio decapitó al extraterrestre. Eugenio tiró la carpeta y los útiles de Alexis por el piso. Alexis vuelve del recreo, levanta todo y se sienta. No dice nada. Acomoda cada objeto y en unos minutos tiene todo arreglado. Controla dos veces que no falte nada. Falta sólo una goma de borrar, que seguro al caer ha rebotado por el piso hasta quedar en cualquier parte. Le pide una goma a Celina. Celina mira a Eugenio, no contesta. Una tarde juegan los tres juntos y es muy divertido. Celina corre a Alexis y Alexis corre a Eugenio y Eugenio corre a

dossier: Pablo Natale. Amarillo sobre amarillo

Celina. Celina siente que se le levanta el guardapolvo, que Eugenio le roza la nuca, le acaricia y le tira los pelos. El que primero agarre al otro gana el juego. La maestra mira la revista de cosméticos, charla con las otras maestras. La directora se asoma a la puerta que da al patio, tiene una taza de café. Se la lleva a la boca, le sale humo. Sopla dos veces. Agarra la taza con tres dedos, el dedo del medio no lo puede doblar, así que no lo usa. A la semana Alexis se muda de banco y deja a Celina sola. El cumpleaños de Celina cae cerca del día de la Independencia. Hacen una fiesta en la casa. En la torta hay una princesa sentada sobre un hongo rojo y blanco. Está inclinada, una mano como ofreciendo algo, la otra apoyada en la cintura. Lleva un vestido celeste con un cordón blanco que está hecho de merengue y que es un poco grande. Eugenio se come esa parte de la torta. El resto la dividen en dos. Una mitad para los familiares, la otra para los chicos. Los amigos de Celina juegan a la mancha, a las cartas y rompen la piñata. Antonio se va y vuelve media hora más tarde. Pone una nueva piñata en el techo y pide que la rompa Eugenio. Se sienta al lado de Celia, que le apoya una mano en la rodilla, y con la otra prende un cigarrillo. Celina empuja a Eugenio hacia la piñata. Hay tanta gente que Eugenio prefiere encerrarse en el baño, acurrucarse, taparse los ojos con las rodillas. La piñata queda colgando. Antonio la rompe de un puñetazo y cae una cadenita con un castillo. Ya casi no queda nadie en la fiesta. Sólo Celina, su madre, una porción de torta, papel picado. Antonio se va de viaje a Nueva York por diez meses. Durante su última semana en la ciudad, van a comer siempre afuera. Celia acaba de conseguir trabajo en un local de ropa. Todas las tardes lleva ropa a casa. Lleva una remerita verde para Celina, unos guantes de marinero para Eugenio y un sombrero para Antonio. Celina se prueba la remerita verde, que le queda chica. Se le ve el pupo. Decide dejársela. Se queda media hora mirándose el pupo en el espejo, absorta. La madre la llama tres veces para salir. A la cuarta, grita muy fuerte. «Nos vamos, me llevo a Eugenio», dice.

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Celina, Eugenio y Celia viajan en colectivo al campo, Antonio no porque está en Nueva York. Celia tiene las manos en los bolsillos del pantalón, mira todo el tiempo por una de las ventanas del colectivo. A veces levanta la vista, acaricia a su hija. Cuando se bajan en la estación, se dan cuenta que han tomado el colectivo equivocado. No están en el campo, sino en el mar. Celina, Celia y Eugenio se sientan en un bar a comer facturas. A la media hora se suben a un colectivo de vuelta a casa. Parte del viaje de regreso Celia se la pasa haciéndole preguntas en voz alta a Eugenio. Eugenio le contesta, pero sólo a Celina, que a su vez le responde a su madre. Eugenio dice que hubiese querido conocer el mar. Celina dice eso y agrega que ella no, que sólo es un charco de agua grande. El resto del viaje, los tres duermen. Al principio Antonio llama día por medio desde Nueva York. Cuenta cosas sobre un edificio muy alto con habitaciones de cristal, cuenta que allá la comida está más cara, que las canillas se giran al revés. Cuenta que el trabajo va bien, aunque nunca explica qué es lo que hace. Pide hablar con Celina, le pregunta cómo le va en la escuela, cómo está ella, a qué estuvieron jugando con Eugenio, si es que todavía siguen siendo amigos, pero Celina contesta con monosílabos y a los segundos Antonio se queda callado y después corta la comunicación. Celina deja el teléfono y se da vuelta. Celia está mirando la tele, tiene tres revistas al costado. En una de ellas, un señor musculoso camina por la playa con una señora rubia. Parecen irreales y muy felices. Al rato Celia se queda dormida, Celina y Eugenio la miran desde el lado de afuera de la ventana. Celia está soltera y deprimida y la comida que cocina es horripilante. En la escuela, Celina, llena de hambre, se compra un alfajor y le pide a Eugenio que venda los caramelos para comprar otro alfajor más. Eugenio no se mueve, se queda callado al lado de Celina agarrándose la panza y abriendo la boca como un maniquí. La semana siguiente Celina se arriesga a comprarse un helado, pero los palitos ya no traen premio y hace mucho frío para comerlo. Se queda con hambre. Ve como dos chicos se besan en un rincón y no puede olvidarse de que tiene hambre. Celia cambia de trabajo y una noche lleva a un chico alto a comer a la casa. El chico se queda a dormir en el sillón. Duerme en short y sin remera. Cuando se despierta, Celina lo está mirando, con una remera muy corta, el pupo al aire. Antonio regresa de Nueva York justo para el cumpleaños de Celina. Esta vez, ella tiene que compartir la fiesta con un

dossier: Pablo Natale. Amarillo sobre amarillo

chico un año más chico llamado David. Los padres de David tienen mucha plata y son viejos amigos de Celia. Pagaron un salón, lo llenaron de familiares e invitados. La semana anterior hablaron con Celia y le ofrecieron que David y Celina hicieran ahí la fiesta. Ahora Celina está sentada sola en un rincón. Juega con un sombrero de mago que encontró tirado, se imagina que saca un conejo pero en realidad no sale nada. Su mamá y su nuevo novio están dándose besos afuera. Antonio brinda con ellos, saluda a Celina, se olvida de Eugenio, fuma un cigarrillo, luego saluda y se va. Los familiares de David están por todos lados, no paran de reír y cantar. Eugenio y Celina van juntos al baño. Acurrucado encima del inodoro está David. Celina piensa que está llorando y se le acerca. David no es de hablar. Los compañeros incluso han llegado a pensar que es mudo. Celina le toca el hombro, David levanta la cabeza. No parece haber estado llorando. Celina le dice feliz cumpleaños y le presenta a Eugenio. Eugenio y David se miran unos segundos. Entonces David desvía la vista y le pregunta a Celina que qué pasa si se mezcla el amarillo con el amarillo. Eugenio se queda enmudecido; Celina, en cambio, no para de reír y deja a David solo en el inodoro. Cuando llega la hora de romper la piñata, David busca caramelos y caramelos por el piso; Celina lo mira de lejos, todavía se le ríe, como si no viese a un niño, sino a un adulto haciendo el ridículo. Termina la fiesta, recogen las cosas. Celina agarra a la madre de la mano, están por salir, y entonces la madre le dice que se están olvidando de alguien. Alza a Eugenio y se lo sube a los hombros. Celina no le presta mucha atención. Hay sol, es verano. Celina está delante del espejo. Se prueba la remera corta con una calza amarilla que le regaló la madre para navidad. Se pone unas colitas en el pelo. Se siente muy bien. Sonríe y baila delante del espejo. Hace calor. Celia mira tele en el sillón del comedor. Mueve una mano sobre su panza, como si le acariciara el pelo a Eugenio. Afuera, los niños dan vueltas en bicicleta. Uno trata de hacer willy y la bici se le va de las manos y se cae. Se golpea la frente contra el asfalto, le sale sangre, sale corriendo hacia su casa con la dentadura rota. Celina ve al chico y se ríe. Dos días después, Celina, Eugenio y Celia viajan al campo. A Celina le gustan los perros, los árboles, las flores, el viento y las ovejas. A Celia un tractor, un gato trepado en un mandarino y un toro solitario. Eugenio está muy callado. Ni la una ni la otra le hablan. Al rato se va corriendo. Se mete atrás de una piedra y, sin pisarse la sombra, salta y desaparece. De regreso a casa, Celia canta una canción de amor; Celina la aprende y canta con ella.

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El pueblo tiene diagramación de pueblo. Todo se organiza alrededor de una plaza principal. De allí se desprenden las calles y de las calles, los barrios. En uno de los lados de la plaza hay una estatua dorada de un bombero sosteniendo a un niño en brazos. Al frente está la iglesia. En la esquina de la iglesia, la sociedad de fomento. De día, sirve como restaurante para las familias que son socias. De noche, los padres de esas familias toman whisky y miran porno en un LCD de cuarenta y dos pulgadas. Óscar es uno de los mozos. Pero temporalmente. Planea sacarse unas deudas de encima y quedarse sólo con el trabajo en la carpintería. Con Óscar está Diego, que es su compañero. Diego no es miembro de la sociedad de fomento; no paga la cuota mensual exigida para formar parte de ella. Óscar lo hace entrar un rato antes de que cierren, cuando se va el encargado, y así toman unos whiskys sin pagar y hablan un poco. Las puertas están cerradas con llave y en el LCD unos hombres con mínimos atuendos de cuero envuelven en film a otro que está desnudo y cuelga atado de manos. Uno de los hombres de cuero se pone en cuclillas. Con el índice y el anular juntos hace un agujero en el film a la altura del culo y por ese agujero introduce su lengua y lame. Los hombres del público fuman y miran en silencio desde sus sillones. Diego pregunta: –¿Siempre ven películas de putos? Y Óscar le explica que ven lo que muestre el canal. Óscar y Diego se conocen desde la escuela primaria. Se sentaban juntos y siempre les gustaban las mismas chicas. Jugaban en secreto a que una semana uno era el novio y a la siguiente, el otro. Antes de que terminara el quinto grado el papá de Óscar se lo llevó con su familia a Comodoro Rivadavia. Había conseguido trabajo como operario de una grúa en el puerto. Uno podría pensar que, como eran tan amigos, iniciaron una correspondencia dónde contaban sus vicisitudes a la distancia. Pero no. Primero porque ese tipo de camaradería no se manifiesta en este tipo de personas. Y segundo porque la vida en el pueblo consiste en ignorar las pérdidas y aceptar los abandonos. Pero acá están. Tomando Blender’s en la sociedad de fomento. El padre de Óscar empezó a salir a escondidas con una operaria de limpieza del puerto, hasta que dejó de ser a

escondidas y entonces Óscar tuvo que volver con su madre y su hermana, Celia, a vivir en la parte de arriba de la casa de sus abuelos. De día, trabajan en una carpintería pero no son carpinteros, son peones. Reciben los muebles terminados y los lijan, les emparejan los bordes con masilla, los pintan con impregnante o les pasan cera o aceite de auto para impermeabilizarlos. Eso es lo fácil. Lo difícil es cuando les tocan esos días en los que desde la mañana hasta la tarde tienen que llenar los camiones que salen para Roque Pérez con todas las mesas de luz, camas, alacenas, puertas, cajoneras, roperos, sillas, mesas, sillones, que durante el mes estuvieron terminando. Hace poco, uno de los dueños de la carpintería llegó con un bidón de veinte litros. Lo apoyó en la entrada del galpón y cuando los peones dejaron de lijar para mirarlo, les comunicó que la carpintería empezaría a restaurar muebles y que ese bidón amarillo de ácido muriático, sería, a partir de entonces, su mejor amigo. La restauración de muebles no forma parte ni de lo fácil ni de lo difícil. Está al medio. El ácido muriático sirve para sacar la pintura vieja. Se aplica con un pincel y levanta las cáscaras de esmalte sintético en una o dos pasadas. Antes de aplicarlo tienen que ponerse guantes y barbijo, porque el ácido al contacto en la piel pudre el tejido y avanza lentamente hasta llegar al hueso. Una vez que salió la pintura de la madera se continúa con trabajo de espátula y lija hasta que aparecen las vetas. La restauración restauración, la hacen los carpinteros. Cambian las patas, ponen nuevas perillas, agregan un cajón, remarcan, con una gubia, los grabados. A veces Óscar se lleva un poco de ácido a su casa en un frasco de mermelada. Lo usa para destapar el inodoro y para borrar el logo de la carpintería que imprimen en las lapiceras que regalan a los mejores clientes para año nuevo. Hunde un hisopo en el frasco, después unta con delicadeza sobre el logo y la tipografía hasta que desaparecen. Esas lapiceras limpias le sirven para regalar en los cumpleaños. Diego, sentado en una banqueta y apoyado en la barra, tiene el vaso inclinado cuarenta y cinco grados y la vista fija en los hielos. Alrededor de uno, el whisky burbujea. Óscar pone unos vasos en el secaplatos y se acerca. –¿Viste quién está allá?


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–Gonzaga –responde Diego. –¿Sabías que era intendente? –Sí, hace mucho. Dicen que se las culeaba a todas. –Sí, hay muchas historias. ¿Conocés la de la gorda Pavonne? –No. –A la vuelta de la carpintería queda una casa blanca, gigante. La que tiene las plantas del jardín perfectas pero la casa destruida. –Diego asiente–. Bueno. Dicen que la casa era Gonzaga cuando fue intendente. Parece que el viejo andaba de trampa con la gorda Pavonne y cuando se empezó a hablar la dejó. La gorda lo amenazó con contarle todo a su mujer y Gonzaga negoció la casa a cambio de silencio. Y ahora vive ahí, sola. Lo que no sé es cuándo ni cómo se volvió loca. Mientras Óscar habla, uno de los hombres que está sentado viendo porno lo llama con la mano. Óscar va. Habla con el hombre, se ríen, después levanta dos vasos, una botella, pasa la rejilla por la mesa y vuelve. Los apoya sobre la barra y da la vuelta. Abre la caja. Pone unos billetes y se guarda otros en el bolsillo. Antes de guardarlos los cuenta. –Una vez pasé por la casa de la gorda Pavonne –le habla a Diego, sin dejar de mirar la caja–. Con mi primo y me acerqué hasta la ventana y le grité gorda Pavonne. Se escucharon ruidos de ollas y cosas que se caían, hasta que la vieja abrió la puerta y salió con una escopeta de dos caños. Nosotros salimos corriendo, la vieja nos gritaba. Hace un par de meses, en invierno, estaban tirados mirando televisión en la casa de Diego y decidieron hacer una apuesta. Apostaron quién acababa más lejos. Si ganaba Óscar, Diego debía lamer su acabada. Si ganaba Diego, Óscar tenía que dejarlo entrar a la habitación de su hermana mientras dormía. El campo de batalla era un póster de Tersuave, que se habían robado de la carpintería, en el que una mujer en bikini amarillo pintaba una pared y miraba a cámara. Óscar estaba tan seguro de que iba a ganar que enloqueció. En vez de dejar que el tiempo absorbiera esa derrota como un juego sin sentido, decidió cumplir en ese mismo momento su promesa. Se pusieron las camperas y salieron. Óscar iba adelante casi corriendo, Diego lo seguía cinco metros atrás jugando con el vapor de su aliento. La madre de Óscar salía casi todas las noches. Si no jugaba a las cartas con las amigas, iba al cine o cenaba con tipos.

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Cuando llegaron, Celia veía tele acostada en el sillón del living. Tenía una musculosa amarilla de los Ángeles Lakers que le había regalado su primer novio y usaba como camisón. La acompañaron tomando unas cervezas y viendo una película en la que unos tipos todas las noches subían una montaña para cavar un pozo en el que finalmente ponían una bomba, detonaban la isla y todos se morían. Cuando Celia avisó que se iba a dormir y se fue; Óscar se acercó y le dijo al oído de Diego, que en treinta minutos podía entrar. Diego sintió una mezcla de pánico y culpa. Pensó dar marcha atrás, pero eso era precisamente lo que Óscar quería, además; realmente tenía ganas de meterse en la cama con Celia. Esa fue la única vez que peligró su amistad. No se hablaron por dos semanas. En la carpintería hacían bromas sobre los amigos que no se dirigían la palabra. Después, una tarde, mientras cargaban una mesa, Óscar le dijo que ya se le había pasado pero que no quería saber lo que le había hecho a su hermana. La sociedad de fomento es muy distinta de día. Se pueden apreciar los empapelados de mediados del siglo pasado, la platería y los finos amoblamientos. –¿Viste las sillas nuevas? –dice Óscar. –Están buenas –responde Diego. –Si querés después pasamos por lo de la gorda Pavonne – le dice y le da una palmada en la cabeza antes de ir a la cocina. Diego no responde. Sigue ahí. Apoyado en la barra con el mismo vaso de Blender’s. Uno podría pensar que lo invade cierta melancolía. Pero lo que pasa es que Diego es así. En la escuela se le burlaban y le decían Abuelo por la actitud pasiva y la lentitud de sus movimientos. Los profesores de gimnasia le reclamaban un poco de actitud competitiva durante los intercolegiales. Óscar tiene cronometrado lo que demora en cerrar la sociedad de fomento. Entre despachar a los clientes, limpiar las mesas y apoyarles las sillas dadas vuelta, trapear los pisos, enjuagar los vasos y los platos, apagar la máquina de café expreso, poner las heladeras en bajo consumo, cerrar las ventanas, las puertas, bajar la persiana y poner el candado, demora unos cuarenta minutos. Pero con la ayuda de Diego lograron hacer todo en poco menos de media hora. Mientras Óscar en cuclillas cierra el candado, Diego le dice: –También tenés la llave de la carpintería, ¿no?

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–Sí –responde Óscar. –No entiendo cómo te tienen confianza. –Yo tampoco –le contesta y se levanta. Hace calor. Los dos van de remera. Mientras caminan Óscar prende un pucho y dice que si todo sale bien, en dos o tres semanas dejará su trabajo de mozo. Lo que para Diego representaría un alivio, porque dejaría de cubrirlo durante sus siestas matinales en el galpón de la carpintería. Pero en realidad no le cree: siempre que están solos le dice que en cualquier momento deja la sociedad de fomento. Caminan en dirección a la casa de la gorda Pavonne, pasan por el único quiosco abierto a esa hora. Entra Diego y compra una coca chica y unos chicles. En la puerta se queda Óscar, fumando. Cuando sale le da un chicle y abre la coca. En el camino se detienen y le gritan a unas chicas que bajan de un taxi. Las chicas no los miran y se meten en una casa. El taxi se queda estacionado en la puerta unos segundos y mientras arranca los mira por el retrovisor. La casa de la gorda Pavonne no tiene iluminación. Los dos postes de luz que ocupa su frente tienen los focos quemados o apedreados. Igual se puede ver el jardín reluciente en contraste con la casa destartalada de fondo. Hay jazmines, caléndulas, agapantus, margaritas, geranios, rosas chinas, clavelines, crisantemos. Dispuestos en zonas regulares y delimitadas para cada especie. Al fondo, los listones de madera que recubren la fachada están despegados, algunos cuelgan y dejan ver el ladrillo limpio del muro. Óscar se para en la calle y con las dos manos alrededor de la boca grita. –¡Gorda Pavonne! Retrocede; se preparan para correr. No pasa nada. Se miran. Los dos se ríen. Óscar sube a la vereda, se acerca hasta un jazmín y grita: –¡Gorda Pavonne! ¡Gorda Pavonne! Retrocede. Se para al lado de Diego. Diego le dice: –Ya debe estar muerta Destapa la coca y toma el último trago. La vuelve a tapar. Grita: –¡Gorda Pavonne! –y le tira la botella. Da contra la puerta, cae de pico sobre el piso de la galería y rebota tres veces. Después rueda y cuando llega al pasto se detiene. –Tirale con otra cosa –dice Óscar mientras busca con la mirada en el piso algún objeto. Descubre un pedazo de ladrillo en el cantero de un árbol. Lo agarra. Se acerca de nuevo hasta el jazmín. Esta vez no grita nada y tira el ladrillo. Da contra la puerta como la botella. Cae seco y no rebota, se queda en el lugar donde cayó. El ruido es estruendoso. Se siente el eco del sonido del impacto viajando por dentro de la casa. Los dos se miran en silencio. No imaginaban que iba a hacer tanto ruido. Diego

empieza a reírse y Óscar también. Se siente el chirrido de una bisagra y es la gorda Pavonne que abre la puerta, recoge con habilidad el ladrillo y, gritando cosas inentendibles, se los arroja. El ladrillo da en las costillas de Óscar. Cae. Se queda sin aire. Se agarra las costillas y se retuerce. En ese momento piensa que se va a morir. Que el aire nunca le va a volver y que se va a morir. Diego, al verlo caer sintió mucha gracia y soltó una carcajada, pero ahora, que nota las dificultades que tiene para respirar, está preocupado. Se agacha y lo ayuda a levantarse. La gorda Pavonne se acerca hacia ellos con algo en la mano. Diego lo levanta de la axila y salen trotando agarrados de los hombros como dos soldados huyendo de una batalla. Atrás, la gorda Pavonne les grita. Doblan en la esquina y Diego lo ayuda a sentarse contra una pared. Se asoma y la gorda Pavonne vuelve con su lenta renguera hacia su casa. –Vieja hija de puta, la voy a matar –dice Óscar Diego, al verlo recuperarse, se empieza a reír de nuevo. Está excitado y nervioso. Óscar se levanta la remera. Tiene un raspón con sangre y alrededor todo morado. Se la baja con cuidado y vuelve a decir: –La voy a matar. Se levanta del piso, Diego lo quiere ayudar, pero Óscar lo rechaza. Se sacude el pantalón y la remera. Empieza a caminar. Dan la vuelta de manzana, esquivando la casa de la gorda, y llegan a la carpintería. Óscar va adelante casi corriendo y Diego atrás tentado, recordando la imagen de Óscar retorciéndose en medio de la calle. Abre la puerta de la oficina. –Quedate acá –le dice a Diego y entra. La carpintería tiene una oficina y al lado el galpón donde ellos trabajan. La oficina es para hacer los papeleos y recibir a los clientes, y es, además, la única entrada para llegar al galpón porque sólo se abre desde adentro. Diego se queda en la puerta. Saca de su bolsillo otro chicle, lo pela y se lo mete en la boca. Con el envoltorio hace un bollito, lo tira hacia arriba y después, en el aire, lo patea. Cae en medio de la calle. A los cinco minutos sale Óscar con el bidón amarillo de ácido muriático. Está un poco arriba de la mitad. Lo apoya en la entrada, vuelve a entrar, sale, cierra la puerta, pone llave, levanta el bidón y camina en dirección de la casa de la gorda Pavonne en total silencio. Diego piensa en decirle que se calme, que qué va a hacer, que los carpinteros le van a descontar de su sueldo un bidón lleno. Pero sabe que si le dice cualquiera de esas cosas sólo va a enfurecerlo más, porque nada enfurece más a Óscar que tener que dar explicaciones. Entonces se queda callado y camina unos cinco metros atrás. Cuando llega a la casa se para en la vereda. Apoya el bidón en el piso, se saca la remera, la dobla y se la ata en la nuca cubriéndose la boca y la nariz. Destapa el bidón, se pone en cu-


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clillas, lo abraza, emite un quejido, y lo levanta. Se lo acomoda bajo el brazo y empieza a rociar el ácido sobre las plantas del jardín. Las flores se achicharran como pasas de uva y los tallos y las hojas se ponen inmediatamente negras y se disuelven en un vapor que tiene olor rancio a descomposición. Se escucha otra vez el chirrido de la bisagra. Diego, que está mirando todo desde la calle, le grita: –¡Ahí viene! Óscar tira el bidón sobre los plantines y sale corriendo atrás de Diego. La gorda Pavonne corre rengueando y esta vez están seguros de que tiene una escopeta en la mano. Cuando llega a las flores, pisa el barro que se formó el ácido, se resbala y cae sobre las plantas. Diego corre y mira para atrás. La ve a la gorda Pavonne embarrada tratando de sacarse el barro de la cara. Esa noche se van a separar en la esquina de siempre para ir a sus respectivas casas y ninguno va a poder dormir. Al día siguiente, Óscar va a ser el primero en llegar a la carpintería. Cuando esté en la puerta va a ver los dos camiones que siem-

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pre hacen los fletes, estacionados y, en la oficina, a los carpinteros esperándolo, junto con los choferes de los camiones, con un termo con café y unos bizcochos, sobre el mostrador de la entrada. Después va a llegar Diego con los mismos signos de cansancio que Óscar. Se va a incorporar al grupo y los carpinteros van a hacer algunas bromas con respecto a los resultados del campeonato de fútbol local, sobre el corte de pelo que se hizo uno y del bidón de ácido muriático no van a hablar, nadie notará su ausencia sino hasta dentro de tres días. Después del desayuno en la oficina van a ir al galpón y van a cargar sin hablarse, todos los muebles que los carpinteros le vayan indicando. Van a dedicarle discusión y energía a la forma en la que los acomodan para que entren más y cuando los camiones queden repletos, un rato antes de que cada uno suba a un acoplado y se apoye sobre los muebles y salgan para Roque Pérez, Diego, le va a decir a Óscar, mientras toman una gaseosa en un descanso, que antes de ganarle la apuesta, ya había dormido varias veces con su hermana.

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Microrrelatos inéditos de Miguelángel Flores

En serie Mañana quizás, si vuelve a pasar, le diga primero lo guapa que es. Aquello de los ojos como luceros, lo del pelo como la seda, lo bien que huele cuando aparece. Tengo que cuidar más esos detalles antes de entrar a matar. Hoy ya no, mañana. Hoy es tarde. Ésta ya no puede oírme. Ni a mí, ni a nadie.

Culpables Al salir a la calle, los vecinos nos miran. O no. Y eso es peor, cuando no lo hacen. Por lo menos si te sientes observado, es un consuelo alzar la barbilla a manera de respuesta silenciosa y, rebañando algo de orgullo, pisar con fuerza tu camino. Pero si la gente te evita, si hace como si no existieras, de noche volvemos a casa huecos, con los desafíos agriándose por dentro y la vista como un haz de linterna. Y somos nosotros, entonces, los que nos esquivamos la mirada hasta que llega de nuevo el alivio de irnos a dormir.

Terráquea Quizás cuando mañana me digas otra vez que soy como el aire que respiras, que sin mí no eres nada, que vas a traerme la luna y todo lo del cielo, como si yo fuera coleccionista astronómica y por eso te quisiera, porque me vas regalando la galaxia en fascículos; quizás entonces, digo, al llegar de nuevo con esa boca llena de compensaciones, de astros y satélites por todo eso que no me dan tus manos aquí, en la Tierra; quizás, repito, decida abandonarte, hartita de universo y estratosfera, y emprenda un camino sin ti, sin nada, tan sólo aferrada a un mapamundi.

Sirenamente Mi hijo se ha echado novia y es una sirena. La conoció en el trabajo, es marinero. Cuando la trajo a casa, yo me quedé muy parada. Y ella también. Pero ella porque no tiene piernas. Él la cogió en brazos y la sentó en el sofá. Como es de polipiel, la pobre se resbalaba. Así que la metimos en la bañera para que estuviera más cómoda. Luego nos trasladamos todos al baño con ella y allí hicimos el aperitivo. De piscolabis puse unos gusanitos, de esos de queso, y unas cervezas con mucha espuma. Todo por ella. No se me ocurrió otra cosa. No sabía cómo se lo tomaría si ponía unas almejas, berberechos o algo así. No conozco la relación ni el parentesco que guarda con ellos, por eso preferí no arriesgarme. Es preciosa. Tiene un pelo rubio larguísimo y una cola muy plateada. Todo le brilla y le chorrea. Enseguida se mostró como pez en el agua. Aunque no es mucho de hablar, es más de boquear y de mover la colita. Yo a mi hijo lo veo muy feliz, no le quita ojo. Ni mi marido tampoco. Y es que tiene un pecho precioso; siempre al aire, eso sí. Ahora estoy yo aprendiendo a nadar, porque si un día se casan tendré que hacer de madrina y quiero estar a la altura. Y a la bajura, claro.


Los pescadores de perlas

Miguelángel Flores. Microrrelatos inéditos

Lista de espera Mina en verdad es «fuagrás», y me chifla. Y siempre que como Mina me acuerdo de ella. A lo mejor es porque en aquel viaje que hice en tren con mi madre para ver a mi abuela malita, sólo quise bocadillos de eso y me los comí sin quitarle el ojo de encima a ella. O no sé. No mires más, chiquillo, me decía mi madre dándome con el brazo. Y yo es que no podía dejar de mirar. No había visto nunca a una chica tan guapa de cerca. Era tan guapa que hasta de lejos parecía que olía bien. Y creo casi seguro que debía cantar de maravilla. Cuando nosotros subimos en Tortosa ellos ya estaban así, como si se hubieran caído de un quinto piso, pero dormidos y abrazados. Claro, enseguida di por hecho que se había escapado de casa como la Luisi de la calle nueva. Y me hizo acordarme del día que mi madre encontró a mi hermana en el portal con el Edu, hablando muy cerca. No abrazados, sólo cerca. Fue mucho antes de que se hicieran novios. Mi madre la mandó para arriba y ella detrás, y le fue dando tortas por donde pillaba hasta que el ascensor llegó al cuarto, que era donde vivíamos. Yo, a su lado, intenté contarlas pero por entonces sólo sabía contar hasta siete. Recordándolo pensaba que si su madre viera a ésta tal y como estaba de abrazada, la subía fijo a un octavo. Y sin ascensor. Cuando despertó me pilló mirándola y yo di un respingo de tan fijo como estaba, y me sonrió. Yo no sonreí, no era lo mío. Miré a mi madre, que miraba el campo, pero que igual podía mirar la playa, o la feria o lo que hubiera en la ventana. Yo no, yo cada cosa la miraba diferente. Por entonces lo que yo más hacía era mirar. Era como si estuviera dentro de una pecera donde no podía hacer otra cosa que mirar. Y así pasaba el día. A partir de ahí, con ella despierta fue peor. Porque era como si de mis ojos salieran dos gomas de las de saltar y fueran derechitas a ella. Y aunque ella se moviera y yo no, seguíamos todo el rato enganchados. Aunque uno de los dos no hubiera querido. Él despertó más tarde, se fue al pasillo y se puso a fumar y a mirar por la ventana, como mi madre. Yo no entendía cómo no prefería quedarse todo el rato al lado de ella. Cuando volvió a entrar le trajo garrapiñada que le había comprado a un moro que vendía, además, navajas de Albacete. Ella me ofreció. Y antes de que dijera sí o no, mi madre ya me estaba empujando diciendo lo de qué se dice. Y ella contestó, de nada, guapo. Guapo, me había dicho guapo y casi se me saltan las lágrimas. Y tuve que balancear muy rápido los pies, que me colgaban, para que no salieran de mis ojos. Yo la miraba y remiraba y habría deseado pedirle que cantara, o que fuera mi madre. No es que no quisiera a la mía. No era eso. No sabría explicarlo. Era como desear que me quisiera contra su pecho, oliéndola mucho. Pero sin renunciar a mi madre. Rendido de no hacer otra cosa que mirarla, me dormí derrumbándome contra el brazo de la verdadera. Cuando desperté pasado Despeñaperros, enfrente ya no había nadie y se iba el sol. Entonces sí lloré. Lloraba por todo sin llegar a llorar por nada. Y me puse manioso, como decía mi madre. Que es como rebelde y lastimoso al mismo tiempo. Y me emperré en que quería otro de Mina, aun sabiendo que no quedaban. Y antes de llegar a la estación me tuvo que dar dos tortas en el culo diciéndome, toma, para que llores con razón. Ella no sabía que tenía motivos de sobra para llorar. Ni yo tampoco.

Miguelángel Flores es el menor de doce hermanos, lo cual dice mucho de todo. Nacido en Córdoba en el 67, lo emigraron a Sabadell en el 68. Juega a escribir microficción y teatro, de oído y sin mala intención. A veces actúa o dirige en alguna obra, también contra nadie. Ha participado en diversas antologías de minicuentos y a final de año la editorial Talentura publicará su primer libro de microrrelatos, titulado De lo que quise sin querer.

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Ramón Andrés. Poemas inéditos

Paseo

Cuando vas por el monte y subes, subes a veces medio agachado para no pincharte con la aguja del cedro, o te detienes para quitarte la telaraña que te llevas con el pelo o el hombro, y su hilo se disuelve en los dedos porque ya no es suspensión, y subes, aunque caes en la cuenta de que el desnivel eres tú; de que no hay cima, sobrepuerto, cortante o vaguada que no sean tú.

dispersas, ya sin fijación ni obra, digo, cuando caminas por una vía muerta, como aquellas de los cuadros de Kiefer, y le das duro al paso, le das duro y no te detienes pese a tener por qué, no te detienes, verás que el horizonte podría ser la tela con que se seca cada muerto recordado; la tela, antigua, no se sabe cuánto, ni el carbono 14 alcanza. Lienzo, materia cuarteada, pintura; pero el que gotea eres tú.

Y a lo transformado en sudor, a la energía mensurable que te vuelve expiración, le llamarás paisaje.

Y al bajar de lo que hace unas horas era predicción, proximidad del águila, astucia de saber estar encima, verás que el desnivel eres tú, porque tampoco a pie llano las cosas son correlación, ni progresión, sino desconocimiento; y si preguntas a quien cruza como tú el camino, si preguntas dónde está la costa, que dónde la casa que veías como una bota hundida en el lodo, y te dice, desde su correlación: «a un paso», verás que tú eres el paso, que estás siempre a un paso de tu paso, y que avanzas por el desnivel de todo lo acordado. A un paso. Avanzas.

Y si miras abajo, y vislumbras un claro, o una onda de brezo, una casa hundida como la bota en el lodo, o un puentecillo colgante, destablillado como la Historia, sentirás que eres amado, y que no eres amado, y que el desnivel eres tú. Y al caminar por una vía muerta, por lo irregular de las calvas de grama, entre hierros y tuercas, unas aquí, otras allá,


El castillo de Barba Azul

Ramón Andrés. Poemas inéditos

Poema para mirar desde el monte Larrun

Con la llegada al mar empieza el mar. No lo que puede surcarse, sino lo que tenemos de movimiento y fondo. Aprendizaje de ser lo lejos, lo intuido y no lógico. Reconocer que no existe la anchura, sólo extremos desplazados, donde las cosas indican centro: un alcatraz, un anemómetro, una hélice, un pescador en el dique, isla involuntaria, el mutar del cielo en el cielo. El caos. Se trata de esperar en el mundo de tierra adentro, donde la hoja caída en remolino forma el eje de cuanto quiere ser fijado. Es esta espiral la que celebra, la que empecina su rodar para que entendamos el origen. No es verdad lo que se hace verdad, no lo es comportarse como acto. No saber los contrarios: ésta es la razón de desplazarse, de viajar al viaje. Porque una danza aspira a lo quieto;

ni giro ni tentación de festejar la noche. Mano con mano e imitar los pasos es reconocerse en la memoria. La memoria: caer en lo recordado, al igual que lo hace la hoja en vórtice. En este litoral, en estas millas, que son lo abarcable de lo pensado, las aves nunca llegan a ser, quedan tras de sí cuanto más avanzan. Levantan el vuelo, pero siguen en el marjal; cambian el plumaje, pero no son recientes; picotean las playas, pero no han descendido de aquel cielo en su mutar de cielo. Se trata de esperar. Se trata de saber que los muertos son las migas de la mesa, van al suelo, se barren. Comeremos pan. Mañana. Saldremos a caminar, solos. Andar es aceptarlo todo como cuenco, oír que lo presente se vuelve cóncavo. Resuenan el paso, el picamaderos, la avena. Vibras, y se te oye, y te apagas pleno.

Ramón Andrés (Pamplona, 1955) es ensayista y músico, autor de obras como El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza (Acantilado, 2013); Diccionario de música, mitología, magia y religión (Acantilado, 2012); No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (Acantilado, 2010); El mundo en el oído. El nacimiento de la música en la cultura (Acantilado, 2008); Johann Sebastian Bach. Los días las ideas y los libros (Acantilado, 2005); Historia del suicidio en Occidente (Península, 2003), además de libros de poemas como La línea de las cosas (Hiperión, 1994), La amplitud del límite (DVD Ediciones, 2000) y Atlántico Norte (Lumen, en prensa); y títulos como Los extremos (2011) y Puntos de fuga (Lumen, en prensa), ambos de aforismos..

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Ramón Andrés. Poemas inéditos

El castillo de Barba Azul

Ya veremos

Rectas disjuntas

Defenderé la casa de mi padre, dice el poeta, nire aitaren etxea... Pero hay que pensar, hay que pensarlo –dos, tres veces– si se defiende el dolor. Tengo piedra y madera para levantar otra. Piedra contra piedra, mandíbula apretada, así roemos el estar en un sitio.

Quien empieza a escribir este poema y el que va a terminarlo no son el mismo hombre. No lo serán, ni en el tiempo, ni en el espacio. Jamás coincidirán. Nada sabrán el uno del otro. No se sospechan, no sienten que haya latitud, cruce, intersticio o esquina que forme ángulo de encuentro. Un comienzo exige unidad, un cúmulo de esencia. Un final pide significado, sentarse, callar, transcribir. Jamás se encontrarán. El uno será proceso, subida; el otro será casa, resonancia amortiguada en lo concebido. Los dos, el que empieza, el que termina, han pensado el mismo mundo que los separa; los dista, no orbitan en torno a él, no son intervalo ni divergencia. No hay yuxtaposición, ni gravitación, ni encabalgamiento; el uno es su tiempo de inicio, el otro su final originario, salvación, necesidad de acabar, quietud no mensurable.

El muro ante ti y detrás de ti; detrás de ti, y el muro ante ti. Subir a la azotea a tender sábanas; las aves nos ven envueltos en ellas, nos creen enfermos, siempre. Luego las recogemos, preparadas ya para la noche, que es lo propio del hogar, la oscuridad; dobladas sobre una silla, todavía no hecha la cama; ni falta que hace, no hay que dormir, no se puede dormir si debe defenderse algo, si hay que gritar y luchar contra el lobo, contra la llanura del lobo, contra el fuego de la llanura del lobo, contra la usura, contra el oro de la usura, contra el mordisco en la moneda de oro de la usura, contra la sequía. Defender, blandir, sajar para que algo quede en pie, que aguante lo gris del clima. A falta de sol, las borrascas, las trombas, –yo soy de donde truena–, ya se sabe qué son los valles, todo se hace para que quede en pie. Y nos vamos.


La voz humana

Conversación con Eva Hibernia

«YO NO ESCRIBO PARA LA RAZÓN»

CONVERSACIÓN CON EVA HIBERNIA Ruth Vilar Fotografía: Rubén Ibarreta ©

.Eva

Hibernia, escritora y directora teatral con veinte años de trayectoria artística, es autora de una obra copiosa, sólida y múltiple, que rebosa belleza y vida. Entre sus más de quince textos dramáticos publicados o estrenados y sus casi veinte proyectos escénicos destacan Una mujer en transparencia (2008) y La América de Edward Hopper (2009). ¿Dramaturga o escritora? Escritora. Históricamente existe una asociación fértil entre la poesía y el teatro: muchos dramaturgos son poetas, y grandes en los dos ámbitos. Algunas veces tengo la fortuna de ser visitada por un poemario y ésa es para mí la mayor de las dichas, donde disfruto más como escritora. La poesía, como el amor, sucede. El teatro y la narrativa puedes convocarlos, como en un cortejo. La poesía es un milagro. Un milagro que merece ser difundido. Por una parte, pronto se publicará He yacido días animales. Por otra, y sobre todo, desde que Júlia Bel y yo fundamos la compañía Delirio, la poesía ha constituido nuestro eje de trabajo. Entendemos que hay una mirada poética. Queremos defenderla y expandirla. Una de nuestras máximas es que la belleza es un bien común. Hemos intentado subir la poesía a escena, convertirla en insta-

lación urbana, ponerla a dialogar con otros lenguajes. Uno de los proyectos más ambiciosos fue Reina Coralina, que nació como un poemario. Una serie de artistas tradujo una selección de esos poemas y juntos compusimos una instalación poética que proponía un recorrido teatral para el espectador. ¿Qué hay de la narrativa? He dedicado unos cuatro años a hacer un trabajo de investigación muy serio sobre la narrativa, cuya culminación está siendo un volumen de relatos para adultos. El gran desafío ha sido la afinación, el tono, el alma de cada escrito. ¿Y del teatro? Desde mi formación, me ha fascinado la existencia de unas leyes muy rígidas en la escritura de teatro: no todo funciona arriba del escenario. Hay que saber renunciar a frases hermosas, que lo son sobre el papel pero que en la realidad del escenario se vuelven pesadas. La palabra teatral debe relacionarse con el tiempo y con el ritmo. El teatro exige esa capacidad de economía y de trabajar la tensión entre lo que se dice y lo que se calla. Ésa ha sido tu escuela. Luego, mi conocimiento de los grandes autores contemporáneos me abrió una ventana a la obra de gente que había

roto con los paradigmas clásicos del teatro. En realidad, cada nueva generación de dramaturgos tiene su vanguardia. ¿Cuál es la tuya? Siempre la poesía. Ahí es donde crezco y me arrojo al abismo. Donde exploro el lenguaje y encuentro algo que va a fecundar y se va abrir en otros textos y géneros. ¿Cuánto hay de literario en la escritura dramática? La calidad literaria en el teatro escrito es fundamental. Mi raíz como escritora es mi raíz como lectora y el disfrute del teatro como lectura es inmenso. Pero además creo que la voluntad literaria forma parte de la esencia y la convención teatrales. ¿Qué te ha enseñado esa labor como lectora? He aprendido cómo construyen y dialogan los grandes dramaturgos, qué es y cómo funciona el teatro, por qué va cambiando la estructura temporal. Me interesa la relación del tiempo y la escritura. El tema del tiempo siempre está de forma sutil en la matriz de lo que quiero contar. ¿Cómo lo atrapas? En La América de Edward Hopper, el calendario constituye un motor que

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atraviesa meses y, con ellos, estaciones emocionales. Va asociado al espacio, creándolo incluso. Es un laberinto en el que vas pasando del presente al pasado, de ahí al futuro. Abriendo puertas, abriendo escenas. Un juego de espejos entre realidad e imaginación, cuyo límite es tan sutil que a lo mejor no hay límite. No es lineal. Nunca. Aunque la acción suceda a lo largo de un solo día, como en Los días perdidos. En LaSal hay mucho de tiempo psíquico: el recuerdo y la posibilidad. En Una mujer en transparencia también: un viaje interior de alguien para quien, entre la noche anterior y las horas en que va a sufrir un accidente, el tiempo se despliega. Insisto en la percepción de que el tiempo se encuentra plegado de una forma misteriosa, cuántica. Hay en tu teatro una voluntad de concentrar la vida. Quiero que aquello lata. Que algo tan frágil como el parlamento de un personaje tenga tensión, intensidad, brillo, carnalidad y vida. Que el texto no sea discurso, aunque sea muy bello, sino necesidad, palabra hecha acción. De eso me siento serenamente orgullosa cuando echo la mirada atrás. Tuve la peligrosa suerte de publicar muy joven; puedo estar tranquila porque hasta esos primeros textos míos tienen aliento y vida. Tu dramaturgia aúna la fragilidad cristalina y la dureza del hierro. Mis textos están repletos de tensiones que no son las convencionales. Rehúyen el conflicto situacional para buscar otras formas de tensión en lo escénico. Contienen muchos más significados latentes: espiritualidad, emotividad, sexualidad… Yo intento captar lo misterioso de vivir: ese punto nuestro de fragilidad y de vulnerabilidad, y a la vez ese estar presentes como el ser que somos. Por otra parte, me interesa el concepto de la fuerza

débil: un tipo de resistencia, resiliencia, actitud o postura que es fuerte, no porque se imponga o esté al ataque, sino porque sabe doblarse, amoldarse, fluir. Puede que no todo eso se capte en una primera lectura, y espero que mis textos sean agradables de releer. La clave está en el montaje, en que seas capaz de hacer esa alquimia. A unos espectadores les pasarán unas cosas; a otros, otras; y quizá otros dentro de tres meses se acordarán de algo que cobrará sentido en su propia vida. Ése es para mí el desafío. Hay mucho teatro escrito para la razón. Yo no escribo para la razón. Trabajas con imágenes muy poderosas. En mis textos los sentidos están muy vivos. Eso tiene que ver nuevamente con mi preocupación por captar la vida. Siempre hay muchas referencias al color y a lo visual, al olor, al tacto, al sonido. En LaSal la imagen se convirtió en un símbolo que me permitía una gran variedad de significados distintos: la sal es aquello que puede crear esterilidad, que da sabor, que escuece, que cura. Intento que las imágenes sean paradójicas. En El arponero herido por el tiempo, el título llegó como una semilla. El texto fue materializándose despacito, pero la figura del arponero se presentó primero y con él, la paradoja: el arponero es quien hiere, pero aquí es herido por un titán mucho más grande. Es un texto lleno de referencias míticas. En Una mujer en transparencia planteo un enfrentamiento brutal entre una protagonista, Clara, desdoblada en dos edades. Los deseos de la Clara de veinte años han sido absolutamente soterrados por la de treinta y tres. Me pareció una forma plástica de evidenciar un proceso psíquico común: cómo algunas veces se entierra la juventud, esa extrema pureza de la adolescencia, bajo castradoras capas de sensatez. La implacable fuerza asesina del adolescente y la lucha de poder que establecemos con nosotros mismos. Los días perdi-

dos, texto que se desarrolla en la guerra de los Balcanes –como después LaSal–, nació a partir de la foto de un niño en una noticia del periódico, que fue para mí como una llamada. Invocas el poder de la palabra mágica. Es el caso de Fuso Negro, que hace referencia a un personaje loco de las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán. Un personaje anecdótico, pero cuyo nombre es misterioso en sí mismo; además él va aullando y gritando por las montañas. Su nombre se convierte para mí en una especie de acertijo, de sortilegio, de abracadabra. Hay palabras que funcionan así, no tanto por su significado literal sino por su capacidad mágica de despertar. Fuso Negro es el protagonista de una obra en la que él no aparece, uno de mis personajes ausentes, que son muchos y capitales. Tiene que ver con un proceso natural de la vida: cómo nos movilizan los muertos o aquellos que no están literalmente aquí. Cuán presentes están en nuestra vida. De ahí, la figura del fantasma, la del ausente, la del deseado –aún por venir–, que condiciona el presente. Además, me gustaba que la obra Fuso Negro estuviese emparentada con Valle, dramaturgo que me fascina y que, como directora, me gustaría tanto montar. Este texto mío es paradigmático por cómo capta el misterio, la plasticidad de los sueños, el inconsciente colectivo, la carnalidad y la sexualidad, las relaciones vertiginosas, el límite de las emociones y percepciones. Va muy al inconsciente. No admite una lectura literal. En ella apuesto por lo que está en el fondo de la obra. Quiero llevar al espectador a otro lugar. Exploras también el vínculo entre lo delicado y lo grotesco. En los espectáculos butō encontré un lenguaje onírico muy próximo a mí, en que lo sublime y lo grotesco se dan la mano en dos segundos. Ese paso de la


La voz humana

Conversación con Eva Hibernia

tura. Creo que cada vez voy escribiendo mejor y que donde voy mejorando es precisamente en el tiempo de la reescritura. Me siento más afinada en ese aspecto. En el primer volcado uno tiene que ser desenfrenado. Cuando corriges y pules, hay que ser muy templado para saber quitar la broza, la hojarasca, la maraña, pero también para dejar la suciedad necesaria para que el material esté vivo.

mayor delicadeza a la fealdad desbocada recoge la amplitud de lo humano. En mi obra, esta combinación de lo sutil y lo grotesco se manifiesta especialmente en Malaventura o el adiós blanco, un texto para dos personajes y un piano en el que la experimentación llega hasta la desarticulación del lenguaje, la frase y la repetición. La hija de Barrabás y El evangelio perro son de este mismo linaje, que está poblado por lo sexual, lo bíblico, lo brutal. Suceden en un gran desierto, en un tiempo ancestral. ¿Cómo describirías tu proceso de escritura? Trabajo mucho con la sedimentación. Puedo tener visiones, fogonazos, sueños que se repiten constantemente y pueden pasar años y años hasta que, de repente, empiezo a parir la obra. Entonces, y hasta los dos tercios del

texto, todo va muy fluido. Pero cuando cabalgamos hacia el final, hay un paréntesis. Muchas veces en ese tiempo de suspensión he escrito un poemario. El caso más curioso es el de Juana –delirio–, en cuyo proceso de escritura surgió Juana de Arco visitada en versos. Decía José Luis Alonso de Santos que la dificultad de escribir un texto se parece a la de subir una montaña: empiezas con mucho brío, pero lo más normal es que te quedes a la mitad dando vueltas, vueltas y vueltas, y no corones la cumbre. En esas pausas tomo una osadía nueva para no acomodarme en esa zona intermedia y completar el ascenso a la cima. Cuando tengo el desenlace de la obra, intento dejarla en reposo bastante tiempo. Después la leo y empiezo a corregirla, ya sin la pasión y la energía de la primera escri-

¿Cómo se relacionan en ti la autora y la directora? Creo que el buen director es un buen lector del texto completo, acotaciones incluidas. Alguien capaz de captar un cosmos y traducirlo. Así que como directora debo poder leerme ajena a la autora. El trabajo con los actores es la base y el meollo, pero los demás elementos son muy importantes también. Yo no concibo la luz, el espacio, la escenografía, el vestuario como revestimientos, sino como pieles de un cuerpo: la obra que creo es un ser y se expresa con un tempo, unas luces –su respiración–, unos colores –sus paisajes–, unas formas escenográficas –límites, contornos, metáfora–. Como autora intento no pensar demasiado en el montaje. En cambio, como directora debo alejarme de ese «todo es posible» para ver cómo materializo el espíritu. Es alquimia. El actor y el autor son los verdaderos cómplices, mientras que el director trabaja esculpiendo materiales vivos. Yo siento que tengo un camino, una voz y una forma de entender el teatro, muy particulares; por el hecho de ser directora, he podido llevarlos a un escenario, algo que no siempre es fácil para los autores.

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Ruth Vilar. Escritora, actriz y directora teatral. Miembro de la compañía Cos de Lletra (www.cosdelletra.blogspot.com). Autora del blog literario Las uñas negras (www.prospeccionespertejo.blogspot.com).

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Baroja, Azorín, Camba, Francisco Fuster y la gran ballena varada del 98 Andreu Navarra Ordoño

.Echando un vistazo a las muy variadas publicaciones que vieron la luz en torno al centenario celebrado en 1998, se verificaban cierto hartazgo y cierto agotamiento respecto al comentario tradicional. La reacción, el adentrarse en las esferas abstractas de la crítica postmoderna, fue, a mi juicio, contraproducente, porque aún no sabíamos con certeza qué había pasado. La gran ballena del 98 acabó varada en una playa sin retorno. Los acercamientos acabaron agotándose porque eran sólo espejos de una densa jungla de repeticiones reelaboradas. Cuando yo estudiaba Filología, pronto me di cuenta de que el debate crítico se reducía a la elección entre un par o, a lo sumo, tres banderías de críticos eminentes que acaudillaban y gestionaban una determinada parcela del saber. El trabajo previo consistía no tanto en localizar las posibles fuentes sino en seleccionar lo que podía resultar útil en un océano, buscándole los puntos débiles a la ortodoxia. Esos críticos marcaban su propio territorio y se aseguraban de que en él sólo penetrara personal totalmente afín, con el que firmaban una especie de pacto feudal no escrito de adscripción a una determinada escolástica. Lo que producía que, una vez alcanzado el nivel investigador, todos los mensajes fueran del tipo: «esto ya está estudiado», o «aquí ya no hay nada más que decir»; se debía esperar a que se muriera el propietario del autor o la época para proceder al desguace de su testamento. Los estudios sobre el 98 no eran ninguna excepción. Que en el año 2004 se reeditara (lo hizo Vervuert) el fundamental libro de José-Carlos Mainer La doma de la quimera, vino a certificar la falta de reemplazos. Y también, a la vez, la línea a seguir. El propio Mainer (pionero en el tratamiento del fenómeno 98 desde la historia política) y los trabajos de Enrique Selva (Pueblo, intelligentsia y conflicto social [1898-1923]. En la resaca de un centenario, Edicions de Ponent, 1999), marcaron el camino: había que maridar la historia con la edición de clásicos y romper con los discursos solipsistas. Destruir los muros entre disciplinas. Integrar las explicaciones y superar el marco de la mera información.

Buscar una nueva alianza con el lector. Reconstruir la complicidad del lector. Rebajar el protagonismo del crítico para realzar la actualidad del clásico. Desvelar los refritos, impugnarlos. Desactivar los tópicos. Aventar las contradicciones. Oxigenar las conclusiones y los procedimientos. Aligerar los aparatos críticos y añadir aumentos a la lupa del historiador de la cultura. Ya lo dejó escrito Azorín, en 1916: «En España hemos dado en la flor de hacer las ediciones populares de clásicos de tal forma que causen desagrado y molestia al público a quien se destinan». Lo triste es que esto fuera verdad cien años después. Se sellaban una escasa nómina de ediciones escolares oficiales, y se reducía la cantidad de posibles interpretaciones a un mero reflejo de escuela. Así estaba la situación cuando se produjo la explosión de los trabajos de Francisco Fuster. No es de extrañar que la presa se resquebrajara gracias a un historiador. El ambiente investigador en el ámbito de la Historia lo permitía, puesto que los mensajes predominantes allí eran: «cuéntalo mejor», o «asume la tradición, pero supérala»; en suma: «vuelve al archivo, métete en la hemeroteca». Recupera textos. Cada generación de historiadores (y Fuster lo es, y muy joven) tiene derecho a impugnar la versión de sus maestros y predecesores, porque si no, el conocimiento no avanza, y el interés extra académico decrece. Los vínculos se cortan, la pedantería y el aburrimiento amenazan al sistema cultural. Es bien sabido que no hay nada más efímero que un libro de historia. Y por esta razón, Fuster ha operado hasta ahora de una forma inteligente: ha conservado el poder literario del clásico, construyendo nuevos clásicos, mientras sugería en pocas palabras la orientación antiprovinciana de su pensamiento. No es casual que en su última obra, Baroja y España. Un amor imposible (Fórcola, 2014), se ocupe durante toda la parte inicial por situar la crisis de valores barojiana no sólo en su contexto español, sino también en el debido contexto europeo, y que se haya preocupado de ir muy fuerte en sus lecturas de Freud, Jaspers, Nordau, Simmel, Spengler, Nietzsche y Durkheim, entre otros.


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Andreu Navarra Ordoño. Baroja, Azorín, Camba, Francisco Fuster y la gran ballena varada del 98

Esto no quiere decir que el historiador joven caiga o deba hacerlo en la irrespetuosidad y la petulancia del recién llegado. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos del carácter de Fuster. De la operación de desbroce y clarificación surgen destacados los nombres de los imprescindibles: José-Carlos Mainer y Rafael Pérez de la Dehesa, mientras se reclama en voz baja pero firme la exigencia de que dimitan los lugares comunes y se reinstalen en la materia el libre examen y la exigencia científica. La especial habilidad de Fuster para crear nuevos libros de autores que se suponían agotados o hipereditados, la han señalado dos críticos de excepción: Eduardo Moga y Andrés Trapiello. Moga escribió en su blog que «La forma de trabajar de Fuster es deliciosamente simple: elige un autor relevante, descubre o espiga textos menos conocidos u olvidados, escribe una introducción que sitúa con justeza al autor y a la obra, aporta el aparato crítico necesario –pero no más– y fija el texto como un buen árbitro: con equidad, pero sin que se note» (19 de mayo de 2014). Trapiello lo confirma en su prólogo a Libros, buquinistas y bibliotecas: «Pese a la procedencia heterogénea de estos artículos y prólogos, escritos a lo largo de sesenta años, se diría que forman un todo armónico, quiero decir que Fuster ha escrito otro libro más de Azorín». Fuster es un recreador de textos, en el sentido wildiano: descubre,

presenta, selecciona: crea. Es un crítico artista. No es un filólogo puro ni un historiador apegado a la estadística. Es un árbitro con inspiración poética y una visión muy clara de cómo debe encapsularse una porción de historia del pensamiento español. Un artista científico, como si dijéramos. Por supuesto no se trata del único estudioso que se ha acercado con provecho al período en los últimos años. Pero sí, sin duda alguna, es el más hiperactivo, enérgico y coherente. Justo Serna y Anaclet Pons, en su prólogo a Baroja y España, han afirmado que «es quien más rápida y certeramente dispara por estos lares». Una observación exacta: Fuster es el único joven crítico de críticos que genera crítica. Y realmente no para, no descansa: en 2012 editó y prologó Ante Baroja (Universidad de Alicante), la reunión de todos los trabajos y reseñas de tema barojiano escritos por Martínez Ruiz, y el también azoriniano ¿Qué es la historia? (Fórcola), revolucionaria recopilación de artículos de teoría historiográfica. En 2013 editó Semblanzas, de Pío Baroja, en Caro Raggio, y este 2014 ya han visto la luz, en cinco meses, Libros, buquinistas y bibliotecas, de Azorín, en Fórcola también, la traducción de Máximas y malos pensamientos, de Santiago Rusiñol (Vaso Roto), y el ensayo que podría calificarse como su obra culminante, hasta la fecha, su Baroja y España, sobre el que vierte todo su conocimiento de la historia cultural. Sobre Julio Camba

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Andreu Navarra Ordoño. Baroja, Azorín, Camba, Francisco Fuster y la gran ballena varada del 98

ha prologado y/o editado Alemania (Renacimiento, 2012), Maneras de ser periodista (Libros del KO, 2013), Caricaturas y retratos (Fórcola, 2013) y Crónicas de viaje (Fórcola, 2014). En tres escasos años ha dado a la luz el trabajo que en otro hubiera ocupado diez o veinte años. Y, desde luego, no se le puede reprochar precisamente falta de espíritu de exactitud o parsimonia creativa. Lo que ocurre es que su pasión es de las auténticas, de las que perduran, de las que arden sin consumir. Porque así son los investigadores auténticos. En realidad, las ideas que maneja Fuster no son complicadas. Es más, yo creo que precisamente su valor estriba en la simplificación que se produce al concebir un auténtico método. Surgen de un grupo doble de hipótesis que vertebraron su tesis doctoral y sus primeros artículos especializados: considerar a Baroja como un historiador y, por otro lado, considerar sus novelas como fuentes de investigación histórica. Así, el legado de Mainer y Pérez de la Dehesa se combina con los modos de argumentar y preguntar de Chartier y Bourdieu, revisitando de un modo ordenado temas que llevaban mucho tiempo generando debate filológico o historiográfico. Por lo tanto, lo que se invalida no es la vigencia de libros como Nietzsche en España, de Gonzalo Sobejano, sino la convicción generalizada de que resulta imposible seguir avanzando. Lo que no puede ser es que las bases del estudio de nuestra literatura contemporánea sigan enraizadas en un libro de 1967, por excelente que sea, o que deban diluirse en conocimientos esotéricos. Los materiales han de remozarse, han de cambiar, han de refrescarse y contaminarse de los roces inmediatos. Mientras todos esos libros salían discretamente a la calle, un historiador de la talla de Ricardo García Cárcel escribía cosas como la siguiente: «El esencialismo de la ge-

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neración del 98 tendió progresivamente a buscar el consuelo antropológico en la historia. Los caracteres nacionales se sitúan en el escenario de la historia para depositar la responsabilidad de lo que somos no en el fatalismo de la predeterminación sino en los condicionamientos del pasado. La historia frente a la naturaleza» (La herencia del pasado, Galaxia Gutenberg, 2011, pág. 94). Los historiadores han rescatado a los escritores de 1900 y los han situado en el contexto necesario. Pero no para completar el acercamiento textual, al modo tradicional, sino para considerarlos un filtro a través del cual fueron construyéndose los nacionalismos y los partidismos anteriores a 1936, para señalar no sólo su excelencia literaria, sino también su representatividad como forjadores de tradiciones heréticas, revulsivos y enfoques imprevistos. Todo indica, pues, que la historia de las mentalidades, un invento que procedía de la aplicación de la antropología cultural aplicada a realidades inaprensibles para la tradición escrita, ha sido y es la palanca que ha liberado a la gran ballena del 98. Sigámosla, para ver a qué nuevas islas luminosas es capaz de conducirnos.

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Andreu Navarra Ordoño (Barcelona, 1981) es escritor e historiador. Ha publicado la novela Nube cuadrada (Isla Negra, 2012) y los ensayos 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (Cátedra, 2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (UAB, 2012) y la edición de El literato y otras novelas cortas, de José María Salaverría (Renacimiento, 2013). Es doctor en Filología Hispánica (2010) y, desde enero de 2014, director literario de la editorial Libros En Su Tinta. Está a punto de publicar El prostíbulo, su segunda novela, y otros trabajos historiográficos.


El ambigú

Catalanes todos de Javier Pérez Andújar: reseña de José Antonio Vila

La risa contra el odio José Antonio Vila Catalanes todos Javier Pérez Andújar Tusquets: Barcelona, 2014 336 págs.

nMisceláneo pero temáticamente unitario es el nuevo libro de Javier Pérez Andújar. El grueso del volumen lo compone la sustancial reelaboración en forma novelesca del que fue su primer libro, Catalanes todos, que ahora pierde el subtítulo de crónica de las «15 visitas de Franco a Cataluña», y se completa con la pieza independiente «La dimisión», subtitulada «un vodevil», narración paródica del discurso de renuncia de Adolfo Suárez como presidente del gobierno. Así pues, la historia de las visitas oficiales del dictador se ve ampliada con las peripecias de un heterogéneo puñado de catalanes vencedores en la Guerra Civil, desde las buenas familias que manejan el gran dinero a humildes falangistas de pueblo que sólo aspiran a una licencia para regentar un estanco o a un puesto en la administración pública. Avatares que componen un relato sórdido y burlesco de la desmemoria y el arribismo de un país a lo largo de casi un siglo: de la «liberación» de Barcelona por las tropas nacionalistas de Franco a los fastos nacionalistas en otro idioma y con otras banderas de unas gentes que han preferido mirar al remoto 1714 antes que al negro pasado de sus padres y abuelos. No hay duda de que es un libro escrito a la contra, y por eso será vituperado, o peor silenciado, pues su propósito apenas camuflado es socavar el victimismo sobre el que el actual discurso nacionalista catalán ha pretendido construir su eterna superioridad moral. «El victimismo es la usurpación del dolor de las víctimas», escribe el autor en el prólogo. En ese sentido, este libro enlaza con otro que tampoco debería ser olvidado, aquellas memorias de Esther Tusquets, Habíamos ganado la guerra; implacable con una alta sociedad que siempre le estuvo agradecida al capdill por haberle limpiado el país de «rojos», encantada de enriquecerse y volver a enriquecerse a base de estraperlo, turbios negocios internacionales o especulación inmobiliaria –algunas cosas no cambian–, y que fue además la primera

en perseguir su lengua materna. En efecto, «la guerra no la ganó Franco, la ganamos nosotros», como afirma un prócer catalán en la novela de Andújar. Y si los hechos narrados no siempre coinciden con la verdad fáctica, sí lo hacen con la verdad moral. Pero esta distorsión del material histórico es a un tiempo la mayor virtud y el peor defecto del libro: virtud porque parece que lo macabro de la realidad sólo puede expresarse mediante el humor más grotesco e hiperbólico, defecto porque ese humor delirante le otorga a lo narrado un halo de irrealidad que le resta fuerza, y, sobre todo, el nervio que el escritor había desplegado en el anterior Paseos con mi madre, la hermosa evocación del suburbio obrero de San Adrián del Besós nacido a la sombra de la ensimismada y señorial Barcelona, su mejor libro hasta la fecha. Como aquél este libro se nutre también de la épica del perdedor aprendida en las novelas de Marsé, y por eso los únicos atisbos de compasión son para el charnego, paupérrima mano de obra durante el «desarrollismo» de Porcioles, o para el separatista represaliado en la posguerra que fue a menudo, como otros perdedores en el resto de España, denunciado por algún paisano oportunista y sin escrúpulos. Si por el humor y la reconstrucción moral de una sociedad es fácil filiar esta obra al legado de Eduardo Mendoza, la coda de «La dimisión», por su estructura semi teatral y su segunda lectura política, entronca con alguno de los escritos «subnormales» de Vázquez Montalbán, y demuestra que al otro lado del Ebro también cuecen habas. Esta vez Pérez Andújar se ha disfrazado de bufón en el sentido más cabal. El bufón que dice lo que todos piensan pero nadie se atreve a decir en voz alta; como el niño del cuento de Andersen, que el emperador está desnudo. El emperador o el rey Arturo, que en nuestro caso lo misma da. Una melodía que recuerda a una vieja canción de los Who: «Meet the new boss, same as the old boss».

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Los traductores del viento de Marta López Luaces: reseña de Juan Vico

Historia de tres ciudades Juan Vico Los traductores del viento Marta López Luaces Vaso Roto: Madrid, 2014 168 págs.

nCuando un autor que hasta el momento sólo ha publicado poesía (en el caso de Marta López Luaces también un libro de relatos: La Virgen de la Noche) decide probar con la novela, no es extraño que tenga que soportar cierta sospecha. La expresión «novela de poeta» es una etiqueta llena de prejuicios, asociada a una idea de la literatura pobre, académica y muy conservadora, que sigue creyendo en el carácter estanco de los géneros y aferrada a esa convicción (tan española, por otro lado) de que un creador no puede desenvolverse bien en más de un terreno. Tiraremos de ese tópico en nuestro beneficio para definir Los traductores del viento como una «novela de novelista», si se me permite la broma. Porque se trata, por decirlo con pocas palabras, de una narración fuerte, donde uno siempre tiene la sensación de que la voz que la sustenta sabe hacia dónde llevar lo que está contando, sin ceder a ese tentador preciosismo excesivo asociado convencionalmente a las novelas de autores con trayectoria poética. Los traductores del viento alberga tres narraciones que Marta López Luaces, con mucha inteligencia, ha optado por alternar, porque en buena medida no se trata de tres historias diferentes, sino de una sola contada de formas distintas. Ante la problemática de cómo resumir la historia de una ciudad futura (siglos XXII y XXIII), la autora opta por escindir el relato en tres grupos de textos que van complementándose y enriqueciéndose mutuamente. Lo más llamativo y atractivo de la propuesta es que esas tres vías narrativas adoptan personalidades literarias muy diferentes, distantes códigos expresivos que dotan a la novela de una riqueza de registros muy sugerente. El primero de esos tres «discursos» lleva por título «La autobiografía de Agustín». Es la parte del libro más nove-

lesca en todos los sentidos: uso del lenguaje, tono, recursos. Se trata del relato en primera persona de uno de los protagonistas, el bibliotecario de la ciudad de Henoc, quien de forma retrospectiva ofrece su visión de una serie de hechos relativos a esa población construida en el desierto con el propósito original de albergar a ex convictos e inmigrantes ilegales. Este personaje será la clave de la historia, el gozne entre el relato oficial de lo que ocurrió en Henoc desde su fundación hasta su destrucción y el relato religioso de esos acontecimientos. Es decir, de los otros dos «discursos» a los que me refería, presentados respectivamente bajo los explícitos epígrafes de «La historia oficial de Henoc» y «La historia religiosa de Henoc». Formalmente, insisto, ambos son muy diferentes al relato de Agustín. «La historia oficial de Henoc» recuerda en su lenguaje a los libros de historia, su registro es ensayístico, analítico, explicativo, frente a la dimensión más literaria, memorialística y narrativa de la historia del bibliotecario. En la tercera, «La historia sagrada», el énfasis estilístico resulta aún mayor: el lenguaje de repente se vuelve vehemente y repetitivo, como el de los libros sagrados, claro. Leyendo esta parte me he acordado en más de una ocasión de la epopeya de Gilgamesh, por la cadencia casi hipnótica del lenguaje. También hay aquí mucho de la tradición hebrea, en especial de la Cábala. Los tres discursos evolucionan en paralelo y al mismo tiempo se complementan, haciendo más complejo, poliédrico y sagazmente contradictorio el relato sobre lo que realmente sucedió con la ciudad de Henoc y sus habitantes, y conformando, en definitiva, una notable primera novela que trasciende en todo momento los límites de la literatura distópica al uso.

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Las manos de Miguel A. Zapata: reseña de Rubén Castillo Gallego

El viaje entretenido Rubén Castillo Gallego Las manos Miguel A. Zapata Candaya: Barcelona, 2014 254 págs.

nNo sería muy difícil constatar que la mayoría de novelas se afanan –y aun se extenúan– en detallarnos un viaje. Como es natural, las variantes de ese viaje son prácticamente infinitas y pueden retratarnos una navegación exterior o una navegación interior. ¿Viaja don Quijote por las tierras de España o más bien recorre los bosques y páramos de su fantasía? ¿Horacio Oliveira busca o se busca? ¿Sabe Martín Marco que en realidad no patea las calles de Madrid, sino los meandros de la sordidez y el oprobio? Mario Parreño, el protagonista de Las manos (la última publicación del granadino Miguel A. Zapata), es también un viajero, un peculiar urbanita que, mientras contempla el paseo de la selección nacional de fútbol con la copa del mundo, advierte cómo el trofeo resbala de los dedos de Fernando Torres y desaparece entre la multitud. A partir de ese momento se inicia una estrafalaria persecución en la que Mario, que se define a sí mismo como «Teniente Colombo de La Roja», recorrerá varias zonas de la capital española; luego dará el salto a Austria (donde algunos millonarios asisten a una singular puja para hacerse con ella, entre otras joyas y reliquias); proseguirá su búsqueda en los Estados Unidos de América (un error en la facturación del equipaje envía la copa hacia allí); y finalmente recalará en Japón, en una pequeña ciudad que ha sufrido la devastación de un tsunami y, posteriormente, las radiaciones nucleares de la central de Fukushima… Agotado ese viaje, Mario Parreño vuelve a casa, sin que tenga muy claro qué sensación es la que domina en su mente y en su corazón («Ahora, de vuelta al punto de origen, no había en él orgullo ni excitación, sino la sensación vaga de que nada había tenido un valor definitivo en su aventura y que sus andanzas homéricas eran dados lanzándose sin ton ni son desde alguna esquina del Universo», pág. 231).

En medio, como ingredientes de su narración, Miguel A. Zapata nos irá dejando algunas perlas de raigambre casi lírica («El sol mordisquea los tejados de Madrid», pág. 40), reflexiones azarosas o cuánticas («Los dados me ayudan a seguir líneas que no se pueden ver, me ayudan a saltar sobre los agujeros de las líneas», pág. 69), metáforas llenas de humor (cuando habla de las cheerleaders norteamericanas y nos explica «que hacen de la silicona una forma casi líquida de poesía en movimiento», págs. 133-134) o secuencias tan memorables como las charlas que mantiene el protagonista con un taxista neoyorkino o con el señor Yukio Nakata, ya en las postrimerías de la novela. ¿Pero qué quiere contarnos en realidad esta historia? ¿Qué pretende Mario Parreño con esta búsqueda delirante, mundial, propia de un Ignatius J. Reilly o de un náufrago que está siendo bebido por el océano? ¿Transmutarse en héroe? ¿Y eso para qué? ¿Justificarse? ¿Justificarse por qué? ¿Reivindicarse? ¿Reivindicarse ante quién? Su viaje griálico o químico (no deja de buscar el auxilio del idalprem, el vandral y otras farmacopeas) esconde tantos pliegues y brumas como el propio cerebro humano o la misteriosa agenda de nuestros impulsos. ¿Para qué quiere, en realidad, la copa del mundo una persona como Mario Parreño? Ése es el gran interrogante de la novela. Durante meses, absorto en una persecución obcecada, tendrá que buscar trabajos precarios para obtener un poco de dinero (en un burger, disfrazado de Papá Noel, dispensando cervezas el día de St. Patrick...) y se encontrará con muchos personajes variopintos (la imprevisible Zulema, la mitómana Elisabeth, el fraudulento y palabrero Peter O’Hara, el fracasado William Homer Jordan), que le permitirán conocer un arco iris psicológico de anonadante complejidad. A la postre, el sentido último de la búsqueda queda, como siempre ocurre en los buenos textos novelísticos, en las manos de los lectores. Y nunca mejor dicho.

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La música de las sirenas de Javier Perucho: reseña de Caroline Lepage

La cola de la sirena Caroline Lepage

La música de las sirenas Javier Perucho Fondo Editorial Estado de México: Toluca, 2013 152 págs.

nNumerosas son las antologías de cuentos

y demás relatos cortos cuya coherencia se nos escapa, incluso después de una lectura asidua y de buena voluntad. En este caso, sin embargo, con esta deliciosa, turbadora e iniciática La música de las sirenas, no se plantean siquiera el por qué y el cómo de esta combinación de autores, en la medida en que la unidad es sólida, casi rizomática en el enredo metódico de las historias frondosas que la componen y la completan, llamándose, interpelándose, contestándose las unas a las otras, produciendo sabios y curiosos ecos, más o menos involuntarios. La unión de las sirenas y del microcuento es a la vez evidente y espléndida en el despliegue que aquí se le da; hay una fusión, compenetración y siembra recíproca para estas dos hibrideces, criatura medio mujer / medio pájaro, o medio pez de la mitología, por un lado, creación medio ficcional y medio poética en el panorama literario, por el otro. En una grandiosa orquestación, ambos seres condenados al vagabundeo vergonzoso de una esterilidad genética y genérica, se convierten en emblemas de fertilidad e incluso lujuriantes generaciones nuevas y singulares. «La sirena era una criatura que tenía de mujer lo menos útil y de pez lo menos aprovechable. En vista de lo cual, no hubo otra alternativa que dejárselas a los poetas, únicas personas capaces de sacarle algún partido a un ser que no ofrecía ningunas perspectivas…» (García Márquez, «La sirena escamada», pág. 27). La idea que dio origen a este acervo de textos (descifrar / traducir / transcribir y, finalmente, apropiarse del idioma de las sirenas –¿acaso no constituye el sueño secreto de todo autor?) es genial y seductora de mil y una maneras diferentes, en sí y aun más, en relación con el aporte a la imaginación individual (¿no tiene cada uno de nosotros una vocecita de sirena en el fondo de la oreja, más o menos tenue según las estaciones del año o el humor del día?) y colectiva

(¿cuántos nobles e innobles acontecimientos nacionales e internacionales engendrados por las matrices metafóricas y simbólicas de las sirenas de todas las especies y apariencias?) y también a la historia literaria de un género o subgénero que ahora se merece sus títulos de nobleza. En cuanto al contenido de La música de las sirenas es fruto de un trabajo inteligente y apasionado. El lector encontrará aquí nada menos que sesenta textos, de autores originarios de las latitudes más variadas de la hispanofonía –España, México, Argentina, etc.–, «grandes» plumas ya más que reconocidas –Darío, Borges, Galeano…– con «grandes» plumas que merecen que las sigamos reconociendo –Pellicer, Cutillas, Muñoz Valenzuela…—. Otra de las muchas ventajas de las buenas antologías colectivas: ¡el milagro de la democracia artística, en la que todos se codean en una verdadera igualdad frente al libro-objeto y frente a su destinatario! Y sí, harán falta estos dichosos cantos de sirenos/ as-poetas para penetrar en los misterios de las sirenas de ayer (las que pueblan el pensamiento de la antigüedad; por ejemplo con «Mar latino», de Ramos Sucre) y las de hoy (por ejemplo con «La sirena que estaba de vacaciones», de Jiménez Emán). Que conste que todo el mérito de esta obra es de Javier Perucho, aficionado entre los aficionados, conocedor entre los conocedores de miniliteratura y de sirenas, insigne especialista en sirenología –excelente neologismo, de lo más acertado cuando vemos el cuidado científico con que los textos vienen agrupados, con el muy valioso apuntalamiento del docto «Prologuillo» (de su autoría) y de una bibliografía extraordinaria–, indispensables para quienes decidan aventurarse más adelante en el territorio fantasmal y fantasmagórico de las monstruas de cola de pez. ¡Por su cuenta y riesgo!

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Barbarismos de Andrés Neuman: reseña de Carlos F. Romero

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El alquimista de las palabras Carlos F. Romero Barbarismos Andrés Neuman Páginas de Espuma: Madrid, 2014 136 págs.

nAl igual que el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, o el Diccionario de lugares comunes, del francés Gustave Flaubert, en las páginas culturales del ABC Andrés Neuman glosó hace unos tres años una serie de palabras creando un nuevo diccionario heterodoxo que él mismo bautizó como Barbarismos. Ahora, Páginas de Espuma rescata aquellas definiciones revisadas y ampliadas por el propio autor para la ocasión. Las entradas están ordenadas por un riguroso orden alfabético. Y esta es la única semejanza que encontrará el lector con un diccionario al uso. Así, mientras en este las definiciones son rígidas y herméticas, las diferentes acepciones del nuevo diccionario de Andrés Neuman son de todo menos inflexibles. Metáfora, juego de palabras, ironía, oxímoron, son sólo algunas de las figuras literarias que utiliza el autor hispano-argentino para configurar su enciclopedia particular. El libro se puede estructurar de manera interna en, al menos, tres bloques claramente diferenciados: 1. Aquellas entradas que hablan de la actualidad política y social en la que nos encontramos inmersos. Así, define aborto como «decisión que una mujer toma sobre su cuerpo, como si fuera suyo»; la política es la «campaña electoral ocasionalmente interrumpida por la acción del gobierno»; o el empleo la «interrupción accidental del desempleo». 2. Las definiciones que versan sobre el mundo de las artes, especialmente con la escritura (escritor: «individuo que fracasa en el intento de ser exclusivamente lector») y la música (jazz: «asimetría rigurosa»). 3. Las entradas que hablan del amor y otros menesteres. Pareja: «dúo impar». Beso: «palabra articulada simultáneamente entre dos hablantes».

Neuman, capacitado con un don especial para el aforismo y la paradoja, sorprende con este nuevo libro lleno de afiladas y certeras definiciones en las que homenajea el volumen del que precisamente se distancia: el diccionario. Como un alumno aventajado que consigue replantear la tesis de su maestro, el escritor redefine más de mil voces dotándolas de una verosimilitud perfectamente plausible. No creo que sea casual el hecho de que José María Merino, escritor y miembro de la RAE, sea el autor del prólogo. Ni que la portada, con ese dardo (como el de la palabra, de Lázaro Carrter) sumergido, solo deje asomar una pequeña parte, como el iceberg de Hemingway, porque la realidad es mucho más poliédrica, porque las palabras no son simples números y sus diferentes combinaciones dan diferentes resultados. Es más, una sola combinación da distintos resultados. Así, una misma palabra bajo una distinta mirada, da como resultado una nueva definición. Sólo una persona que conoce a fondo el significado de las palabras y domina el lenguaje es capaz de llevar a cabo este diccionario, muchas de cuyas entradas me parecen más acertadas que las de un diccionario clásico; al menos, mucho más sugerentes y evocadoras, dotando a la realidad más abyecta de un nuevo prisma bajo el que mirar nuestro día a día. Algunas de las definiciones propuestas en este libro me las quedo para mí, olvidándome de la definición estricta. Siempre preocupado por la sintaxis, autor de todo tipo de libros, desde el aforismo a novelas de carácter decimonónico, pasando por libros de relatos y de poesía, se podría decir que esta nueva obra de Neuman es, de alguna manera, la summa literaria del autor, si no fuera porque aún no ha llegado a los cuarenta años y le quedan, esperemos por el bien de la literatura, muchas obras que ofrecer a sus cada vez más numerosos lectores. Nos regocija saber que ha fracasado en su intento de ser exclusivamente lector.

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Los desengaños de Antonio Lucas: reseña de Rafael Mammos

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Los engaños Rafael Mammos Los desengaños Antonio Lucas Visor: Madrid, 2014 86 páginas

nComo lectores solemos perdonar que un libro de poemas esté lejos de nuestros intereses, que no case con nuestra idea de estética, que sea difícil o incluso muy sentimental, siempre que entreveamos a una persona detrás de los textos: una mente o un sentimiento genuino, casi inevitable, que ha motivado los poemas. No por afán de realismo o de encontrar una biografía, sino porque hemos de saber que el poeta se cree lo que dice. La sospecha de que un autor entra en modo poeta mientras escribe, dice ciertas cosas generales y luego las olvida, es nociva para la suspensión de la incredulidad. El tema de Los desengaños es uno: la fatalidad inherente al género humano. La persona de los poemas suele hablar en nombre de todos, como una especie de representante. Un título como «Breve historia del hombre» es revelador. Se dice: «Drogados de lo necesario, dotados como animales de llanto, / de madre y enemigos, / aceptamos el destino de ser eco de sombra, / aceptamos el prestigio de ser / lo que no fuimos». En este contexto, la infancia es el paraíso perdido de todo hombre: «¿Qué nos queda de esos días sin costumbre, / de cuando el idioma era un ave [...] ¿Y cómo es posible la vida más allá de la infancia?». Aunque estos versos sean razonables, lo que se dice con demasiada solemnidad no puede pedir una lectura muy entregada. En el poema «Propósitos», por ejemplo, el uso de la segunda persona puede sonar forzado: «Vivir siempre en la luz, me sugerías. [...] La fuerza del origen, me advertías, / es inventar aquello que no existe». Estas interpelaciones a un «tú», convencional o no, proponen un diálogo un poco irreal. Obviamente, cada escritor es libre de imaginar la situación que más le convenga; pero la dificultad de concebirla para los otros le puede restar eficacia a la invención. En otros poemas, el balance entre lo grave y lo cercano está logrado, como en «Fuera de sitio» o «Génesis». En este

último se lee: «Un destino es tan sólo un recuerdo prematuro. / Tu vida misma es principio de aquello que aún no ha sido». En otras ocasiones, el tono general y sobre todo el exceso de metáforas se interponen. En «Altura», encontramos esta secuencia de versos: «Hemos llegado arriba dejando en el camino el poliéster de la vida. // Un seísmo de sangre. Un verano invencible. Un esmalte de voces». En un verso, la imagen que es la mera traducción de otra en palabras literarias va en contra de la economía del poema. ¿Es un «seísmo de sangre» una forma de decir ansiedad? ¿«Un esmalte de voces», una forma de decir eco? La sugestión es una parte ineludible de la poesía; otra cosa es dar a cada imagen apariencia de símbolo para que, a fuerza de elevarse, pueda significar cualquier cosa. El procedimiento contrario es revestir una idea simple de metáfora mediante expresiones extrañas y uniones inesperadas de sintagmas. El poema «Querella» contiene muchos ejemplos: «¿A qué suena la luz cuando el ojo la alcanza, / qué viejas voces lleva? // Si supieras las ciudades que arden bajo un párpado. / Y cuánto entretiene la muerte. / Cuánto futuro fermenta al compás de una vida...». Por el sistema de unir cada sujeto a una acción imposible no se llega necesariamente a la poesía. El verso «un licor que aroma el hierro endurecido del fracaso» quizás es substituible simplemente por la palabra fracaso. La ausencia de situaciones concretas y la recurrencia de la utilería pesimista producen el efecto de que en Los desengaños las cosas suceden por aproximación. Estos poemas, por su vocación existencial, deberían parecerse más a la vida. Es curioso además que el libro contenga estos versos directos, luminosos, que en cierto modo lo contradicen: «Vives llamando a cualquier cosa por su nombre: / diciendo a la canción canción, a la sangre metal o paciente hilo: / incluso al crimen le dices inmediato despertar». A veces, la sencillez es la metáfora más efectiva.

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El tercer acto

Epifanías. Miguel Serrano Larraz

Literalidad nEl cuento se llama «El evangelio según San Marcos». Pertene- preguntan al padre Oribacio si todo hombre dispuesto a suce al volumen El informe de Brodie, de 1970. Borges, su autor, frir martirio va al cielo, después le preguntan si él desea ir al lo consideraba «el mejor de la serie». En él, Baltasar Espino- cielo, si desea también ser santo. El padre Oribacio responde sa, un estudiante de medicina porteño, va a pasar el verano que sí. «Acto seguido le despellejaron la espalda y se la untade 1928 a la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, ron con pez, al igual que el verdugo de Irlanda hiciera con hacia el sur. Allí acaba leyendo fragmentos de El evangelio san Jacinto; luego le cortaron la pierna izquierda como los según Marcos al capataz de la estancia, Gutre, y a su familia, paganos a san Pafnucio, le abrieron el vientre y se lo relledescendientes de inmigrantes escoceses (de Iverness) que naron con un haz de paja igual que le pasó a la beata Elizallegaron a Argentina a comienzos del siglo XIX y que «al beth de Normandía, después de lo cual lo empalaron como los emalquitas a san Hugo, le rompieron las cabo de unas pocas generaciones habían costillas como los tiracusanos a san Enrique olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo». El de Padua y le quemaron a fuego lento como los borgoñones a la doncella de Orléans». proceso es como sigue: el protagonista del El cuento se llama «The Air Disaster» y relato se deja barba; al poco encuentra en la pertenece a War Fever, un volumen de relacasa una Biblia en inglés de los Guthrie, que tos que J.G. Ballard publicó en 1990. Un pesus descendientes, los Gutres, ya no saben leer. En el final del cuento, que es perfecto riodista se encuentra cerca del lugar de un accidente aéreo y trata de llegar el primero y epifánico (resumirlo es un acto de cruelal lugar para cubrir la noticia y lidiar en pridad y de soberbia imperdonable), Espinosa micia con la catástrofe. Se trata del avión comprende que la familia lo ha elegido. Los más grande del mundo, a bordo viajaban Gutres lo maldicen, escupen y empujan. mil pasajeros. Se trata, por tanto, del mayor Abren una puerta y salen juntos: «El galpón desastre de la historia mundial de la aviaestaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz». ción. Todos los colegas del narrador buscan La historia aparece también en los Dialos restos del avión en la costa mexicana, cerca de Acapulco, en el mar, pero él sigue rios de las estrellas de Stanislaw Lem. La verotra pista (que lo lleva a una zona montañosión definitiva del libro se publicó en 1971, pero el viaje vigésimo segundo es uno de los Miguel Serrano Larraz sa) con la esperanza de lograr una exclusiprimeros que se publicaron, en 1957, si los va. Nadie sabe dónde están exactamente los datos que tengo son correctos. El padre Lacimón, dominico, restos del avión. Asciende por carreteras inverosímiles y se le cuenta al viajero estelar Ijon Tichy la triste historia del pa- encuentra con una zona del país que parece no haber sufridre Oribacio, enviado a Urama para sembrar la semilla de do ninguna modificación desde el siglo XIX. Los habitantes la fe en el corazón de los memnogos, «las criaturas más ser- del lugar le indican (ante su insistencia) dónde están los resviciales, dulces, bondadosas y llenas de altruismo de todo el tos del avión, el periodista enseña una y otra vez su billetera, Cosmos». El padre Oribacio predica día y noche sobre los pero lo conducen al lugar de otro accidente, ya antiguo. El principios de la fe, con especial dedicación a las vidas de los periodista les explica a sus guías, a gritos, que se han conmártires: «la vida de San Juan, que logró la luz eterna por fundido, que ahí no hay cadáveres, faltan los cuerpos, eso ser hervido en aceite, la de santa Águeda, que se dejó cortar no es lo que buscaba. Al final del cuento los habitantes de la la cabeza por la fe, la de San Sebastián, que, acribillado de zona reaccionan: desentierran a sus muertos y se los ofrecen flechas, sufrió crueles tormentos y en recompensa fue reci- al periodista; quieren el dinero que les había prometido a bido en el paraíso por los coros angélicos». Los memnogos cambio de cadáveres.

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El gesto del cuaderno: la nueva novela de Giovanna Rivero .Quizás después de todo la escritura siempre comienza en un

una criatura especial. Es decir, es una Anna de los noventa cuaderno, en un diario privado. En ese gesto físico de es- en la Latinoamérica neoliberal post-utopías y en una familia tar inclinado sobre una mesa o sobre una cama escribiendo excéntrica. sobre uno mismo: anécdotas, reflexiones, conflictos, cerrar Giovanna Rivero ha explorado con lucidez el universo la página, poner llave y retomarlo al día siguiente. ¿Qué adolescente en varios de sus libros, por ejemplo en Dulce escritora no inició su propio silencioso trasangre y otros relatos (La hoguera, 2006), Nibajo teniendo a Anna Frank en su mente? ñas y detectives (Bartleby, 2010), o Helena, La chica de doce años que, escondida en 2022 (La hoguera, 2012), entre otras. Ha un altillo en la ciudad de Amsterdam, redado cuerpo a muchachas en formación, gistró con lucidez los tiempos álgidos de la a partir del modelo de novela conocido Segunda Guerra Mundial en un cuaderno como bildungsroman, sobre ese universo que llenaba línea a línea con pensamientos personal en ebullición, de curiosidad por y hallazgos de su vida cotidiana. Porque la los pares y los saberes. Y también es el moverdad es que el diario de Anna Frank no mento de la vida de crítica y confrontación gira en torno a su muerte o su paso por el con los padres, en el caso de Genoveva, la campo de concentración; el diario de Anna chica escéptica que se burla del idealismo/ es la vida de una adolescente que discute dogmatismo de los padres de izquierdas, con las compañeras de curso, tiene deseny de la moral católica de las monjas de su cuentros con los padres, experimenta el escuela cruzada por el esoterismo de la primer amor, y luego, a medida que pasa el abuela matriarca. tiempo, también es consciente del miedo, El título de la novela indica una imala persecución, las noticias del extranjero, gen muy sugestiva, un juego de niñas entre Andrea Jeftanovic la lealtad de la familia que la acoge, la auGenova y su amiga del alma, Inés, que se sencia de la rutina escolar. describe así: «98 segundos bajo la sombra es un juego en Genoveva, la protagonista de la nueva novela, 98 segundos un determinado momento del día, el sol despuntando… bajo la sombra (Mondadori), de la prolífica escritora Giovan- Ya he dicho que Inés está obsesionada con desaparecer. De na Rivero (Montero, 1972), también escribe un diario. Y se modo que, paradas allí, bajo el Sol del casi mediodía, conpropone reescribir, en versión latinoamericana, el registro tamos los segundos que tardan nuestras sombras en meterde los años noventa en Bolivia en un pueblo tropical. La se bajo los pies igual que gusanos grasientos. Se escurren autora, con irreverencia e ironía, ha cambiado los tulipanes y ya está. Podés mirar a los costados y no hay sombra. Luz holandeses por plantaciones de coca, porque esta Genove- solamente. Luz amarilla, desteñida, blanca, violeta, luz a va, la narradora, hace constantes guiños a la Anna rodeada puñetazos». Genoveva lucha por no desaparecer, por eso por la barbarie nazi para adentrarse en una Bolivia maníaca escribe y sufre por Inés, que rechaza la comida, el líquipor la falsa espuma del narcotráfico, la economía inflada, do, y termina hospitalizada por su anorexia. Genoveva, en el consumismo, la posible inmigración estadounidense, una cambio, registra y aprende, acompaña y explora ese munescuela de monjas católicas, el cura y la abuela esotérica, los do de adultos guardando secretos: los secretos de un cura, padres idealistas, el nacimiento del hermano Nacho que es de la abuela mágica, un aborto clandestino en el baño del

La tercera orilla


El tercer acto

colegio. Es el universo en ebullición como ese lugar de fuga, de apetito, de transgresión, de curiosidad por los saberes; y todo eso desplegado en líneas de introspección. Y todo esto zurcido con dos hitos emblemáticos de los noventas: el paso del cometa Halley y las apariciones de la niña santa Laura Vicuña. Vuelvo a Anna Frank, la heroína que no sobrevivió, a la que arrestaron unos meses antes de que terminara la guerra, la que escribía con una letra pequeña renglón a reglón del cuaderno, aprovechando cada margen e insertando fotos. La novela 98 segundos bajo la sombra, hace un contrapunto para liberarse de la épica de la gran Anna, intercalando sus normales y pequeñas hazañas en un momento de efervescencia económica y política, unos años fútiles lejos de la tragedia pero también lejos de la trascendencia, en una hábil estrategia interlineal, como lo ilustra la siguiente escena: «”Tuve la suerte de ser arrojada bruscamente a la realidad”, escribió la chica Frank. Se parece al bla bla de Padre cuando está por cerrar sus patéticos sermones….Pero como yo no sufría de esa manera, yo no dormía en un sótano aterida y con el oído alerta a las botas de los lobos alemanes, era una vergüenza llevar un diario en serio… Era como si muchas Genovevas se interpusieran, como encaramar los negativos

La tercera orilla. Andrea Jeftanovic

de varias fotografías y verlos a contraluz». La Genoveva mártir, la Genoveva normal, desdoblada en muchas identidades, como frente a un espejo cóncavo. Toda novela que, se supone, se escribe desde la escritura de un cuaderno (hay varias en nuestra tradición, El gran cuaderno de Agota Kristof es uno ejemplar), nos lleva a un doble ejercicio: leer la ficción y aceptar el gesto vouyerista, como lector, de estar mirando de reojo un documento privado. Ahí se recupera la pulsión vital, la experiencia primigenia de relatar, de llevar un diario de vida sin pudor y con ese gesto del cuerpo inclinado para resolver ese misterio, de pensar escribiendo, o de escribir pensando. El gesto de escribir para comprenderse y dejar huella, ese enigma que se enuncia entre la mano y el papel, como cuando nuestra heroína boliviana se despide: «Quiero cerrar esta escritura con la promesa que Anna Frank se hizo en la penumbra de un sótano, una promesa que ahora es mía: Si Dios me deja vivir, iré mucho más lejos que mamá, no me mantendré en la insignificancia, tendré un lugar en el mundo». Escribir en un diario, como un gesto inicial para luchar contra la invisibilidad, para ser una promesa a futuro y no desaparecer en esos 98 segundos eclipsados de luz, de sol, e ir más allá.

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Hijo, ve a la cama que viene la cultura. Juan Carlos Márquez

El tercer acto

Las otras novedades nCon septiembre regresan cada año las novedades editoriales. Las nove-

Milán, Berlín y Ginebra, son los escenarios donde transcurre dades de las grandes editoriales, mejor dicho. Porque, para esta peripecia vital en la que hay lugar también para el amor. la mayoría de los medios de comunicación, sólo existen las La otra apuesta de la editorial aragonesa es Rayos X (título novedades de los grandes grupos editoriales, aquellos que provisional en el momento en que escribo esta columna), de pagan los sueldos de los periodistas o contratan publicidad. Carlos Salem, un libro de relatos sobre adolescentes perdidos En España, sin embargo, existe un tejido de pequeñas y me- que buscan o encuentran al adulto que serán, y que, a decir dianas editoriales más o menos independientes que miman del escritor y sus editores, recupera al Salem más argentino, a la edición. Son muchas, y no es que sean silenciadas por los la parte del autor que se quedó en su tierra natal. Nevsky vuelve en septiembre con dos novedades: Cuentos medios, tampoco es eso, pero merecen una atención mayor que está tardando en llegar. Yo puedo permitirme atender de Odesa, de Isaac Babel, nueva traducción de esta clásica nohoy en estas pocas líneas a cuatro: Aristas Martínez, Nevsky, vela picaresca sobre los ladrones y gángsteres judíos en Odesa Tropo y Salto de Página. Nos traen todas propuestas frescas al principios del siglo veinte, a cargo de Marta Sánchez-Nieves e ilustrada por Iratxe López de Munáin; y Ree interesantes. trofuturismos. Antología Steampunk, con relatos Aristas Martínez retorna con Presencia de Jesús Cañadas, Rafael Marín, Laura FerHumana magazine #4, su revista estacional de nández y Rocío Tizón, entre otros, además literatura «extraña». En este número incluye relatos de Félix J. Palma, Jesús Cañadas, de un cuento inédito de Félix J. Palma. Ya en octubre, publicarán la tercera entrega Juan Francisco Ferré, Sofía Rhei e Ismael de las aventuras de James Moriarty, de Sofía Martínez Biurrun, entre otros, y artículos de Rhei, que llevará por título James Moriarty y Daniel Ausente, Servando Rocha, Víctor Nuel esqueleto del hada. Travesuras y comedia lobla y John Tones. Cubierta de Joan Cornellá. calizadas esta vez en Oxford para lectores a Otra de las apuestas del sello pacense para el partir de nueve años. Cierra el capítulo La otoño es la novela corta ¡Pérfidas!, de Tamara glándula de Ícaro, nuevo libro de relatos de Romero, una historia cuyo punto de partida Anna Starobinets galardonado con el prees la rivalidad entre las componentes de dos equipos de lucha libre femenina, en una ciumio Natsbest-Nachalo. Los editores promedad, Valtidia, donde este espectáculo cuenta ten cuentos distópicos, cirugía inquietante y futuros cercanos. con una gran cantidad de aficionados. Un Salto de Página arranca tras el parón texto pulp lleno de acción y mujeres violenestival con Horror vacui, de Paula Lapido. tas y enmascaradas, con cubierta de Mik La novela narra, en palabras de su editor, la Baro. Manual de ruleta rusa, de Pablo Gallo, Juan Carlos Márquez cierra el capítulo de novedades otoñales de historia de Isaac, un tatuador amnésico que Aristas Martínez. Se trata, según me cuentan sus editores, de solo consigue calmar su compulsión rellenando espacios en una obra monográfica (profusamente ilustrada y documen- blanco: sobre la piel, con la aguja, o sobre el papel, con el látada por el autor) sobre el origen y la relación de este juego piz. Isaac, de manera inesperada, se convertirá en un detective de sí mismo en busca de algo que ni siquiera está seguro mortal con la cultura popular. Tropo recupera el pulso editor con Berlin Vintage, de Óscar de querer encontrar. Recorrerá el camino sin saber a dónde M. Prieto, una novela sobre un hombre que, fascinado por La se dirige, un paso detrás de otro, persiguiendo traspasar la Vocación de San Mateo, recorre el mundo con el objetivo de frontera de la cicatriz en forma de sierra de su cabeza, cuyo contemplar todas las obras de Caravaggio. A través de cada origen no recuerda. Y así, tal vez, dejar atrás el vacío. Desuna de las pinturas, el protagonista y narrador, Aldous, ilu- cubrir la verdad. En octubre, Salto de Página publicará Los mina al lector con su particular composición del destino de últimos, mi mejor libro, del que anticipo una breve sinopsis: este artista que revolucionó para siempre la pintura occiden- tras el Apocalipsis comienza un nuevo Génesis. Pero esta vez tal. Roma, Londres, Madrid, Malta, Sicilia, San Petersburgo, Adán y Eva no están solos. Ni existe el paraíso.

HIJO, Ve A LA CAMA QUE VIENE LA CULTURA

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