Quimera Revista de Literatura | Número 372 | Noviembre 2014

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

Colaboradores nº 372:

5-9 s espejos e lo El salón d

4 El foyer

El acorde último de las flautas

Jesús Aguado, Miguel Alcázar, Javier Alonso Prieto, Fernando Arrabal, Agustín Calvo Galán, Susana Camps Perarnau, Manuel J. Curiel Arroyo, Jordi Doce, Lilian Elphick, Aitor Francos, Carlos Gámez Pérez, Ana Gorría, Alberto Hernández, LaPorta, Miguel Lizana, Albert Lladó, Pablo López Carballo, Laia López Manrique, Rubén Martín, Mario Martín Gijón, Juan Menéndez, Eduardo Moga, Moisés Mori, Andreu Navarra, Clara Obligado, Gemma Pellicer, Ana Prieto Nadal, Raúl Quinto, Joaquín Ruano, Fiona Sampson, Marta Sanz

Entrevista a Marta Sanz (5)

10-40 aso El cielo r Dossier. Leopoldo María Panero Joaquín Ruano: La oscura biblioteca de Leopoldo María Panero (10) Raúl Quinto: La herencia maldita. (Leopoldo María Panero y el

Entrevista a Moisés Mori virus del Romanticismo) (16) (8) Rubén Martín: Terror, kitsch y palimpsesto en la poética de Leopoldo María Panero (20) Laia López Manrique: El poema como casa y vertedero (26) Aitor Francos: Metamorfosis de lo mismo (29) Javier Alonso Prieto: Literatura orgánica contra realidad (33) Agustín Calvo Galán: Leopoldo María Panero, personaje de cine (36) Iván Humanes: Ataque Zaratustra. Entrevista a Fernando Arrabal (38)

50-52 mana La voz hu zul 47-49 A a b r a B de Entrevista a El castillo

s 46 s de perla pescadore s Poemas de o L 5 41-4 ve re b Fiona Sampson a Microrrelatos inéditos id v La de Lilian Elphick El efecto coliflor, de

Teatro Pradillo

Clara Obligado

Ilustraciones de cubierta y dossier: Susana Pozo © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

53-55 the Beach on Einstein

Los cielos incandescentes de Wajdi Mouawad, de Ana Prieto Nadal

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Gemma Pellicer: La trabajadora de Elvira Navarro (56) Andreu Navarra: Viento de tramontana de Sergio Gaspar (57) Jesús Aguado: Los huesos olvidados de Antonio Rivero Taravillo (58) Alberto Hernández: Mar de Irlanda de Carlos Maleno (59)

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A. Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

56-64 ú El ambig

Miguel Alcázar: Skagboys de Irving Welsh (60) Fernando Clemot: Nebulosa de Pier Paolo Pasolini (61) Susana Camps Perarnau: El viento en tu cara de Félix Terrones (62) Iván Humanes: Repertorio de ideas del surrealismo de Ángel Pariente (63) Manuel J. Curiel Arroyo: Al Qarafa de Javier Pérez Walias (64)

65-66 acto El tercer

Columnas de Jordi Doce y Albert Lladó

Fe de erratas: el autor de la reseña del libro Vomit, incluida en el nº 371 (pág. 62), es Jesús Aguado.


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El Foyer

EL ACORDE ÚLTIMO DE LAS FLAUTAS nEl pasado cinco de marzo moría Leopoldo María Panero, nombre clave en la poesía española del último medio siglo, y como era de esperar los artículos sobre su relevancia literaria se mezclaron en los periódicos con todo tipo de textos en torno al personaje, su malditismo, sus locuras (la real y la impostada), la negra historia de su familia y mil anécdotas entre provocadoras y patéticas atestiguadas por amigos, conocidos y oportunistas de todo tipo. Desde las páginas de Quimera. Revista de Literatura hemos pretendido, unos meses más tarde, y apaciguado ya el fervor necrofílico, rendir homenaje al mediano de los Panero tratando de alejarnos en lo posible de toda la parafernalia mediática, de ese tufo escenográfico (¿bufonesco?), para centrarnos en lo que realmente importa: su producción poética. Y digo «en lo posible» porque, a pesar de los esfuerzos, parece casi inconcebible no imbricar vida y obra cuando hablamos de este autor, por muy analítico que pretenda ser nuestro acercamiento. El dossier de noviembre se compone de siete artículos y una entrevista, y cuenta como apoyo visual con una serie de pinturas de Susana Pozo inspiradas en la poética paneriana. Suya es también la imagen de portada, que parte del poema «Himno de la espía» (Last River Together, 1980). Abre el monográfico un texto de Joaquín Ruano sobre las influencias literarias del poeta, su absorción y manipulación. Raúl Quinto trata de situarlo a continuación en una tradición discursiva que comienza en el romanticismo, mientras que Rubén Martín lo emparenta con un imaginario cercano al de la literatura de terror. Laia López traza un esbozo de poética centrado en uno de sus muchos poemarios, Guarida de un animal que no

existe. Aitor Francos nos habla de traducciones, transformaciones y deformaciones. Javier Alonso Prieto se acerca a su narrativa, en la que identifica rasgos paródicos. Agustín Calvo Galán, por su parte, reflexiona respecto a los dos célebres documentales centrados en la familia Panero: El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) y Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994). Para cerrar, una charla pánica y panerogírica entre Iván Humanes y el mismísimo Fernando Arrabal. El apartado de entrevistas se completa este mes con la narradora Marta Sanz, el escritor Moisés Mori y la compañía Teatro Pradillo. El teatro centra también ese apartado misceláneo al que llamamos «Einstein on the Beach» y en el que damos cabida a artículos de todo tipo, en este caso un análisis de Cielos, una de las obras más reconocidas del dramaturgo libanés Wajdi Mouawad, a cargo de Ana Prieto Nadal. El relato del mes, un adelanto de su próximo libro, es obra de Clara Obligado. La chilena Lilian Elphick protagoniza la sección de microrrelatos con varias muestras de su escritura reciente. En poesía contamos con traducciones de Eduardo Moga de una muy interesante autora británica, Fiona Sampson, inédita en nuestro país. Para acabar, y tras las reseñas, las columnas de Albert Lladó y Jordi Doce. «El silencio no es el fin: / es el comienzo», escribió una vez nuestro protagonista. Así que me callo ya y pongo el punto final de esta innecesaria introducción para que resuena de una vez su voz, gangosa y fantasmal, entre las páginas que siguen.

Desde las páginas de Quimera. Revista de Literatura hemos pretendido [...] rendir homenaje al mediano de los Panero tratando de alejarnos en lo posible de toda la parafernalia mediática, de ese tufo escenográfico (¿bufonesco?), para centrarnos en lo que realmente importa: su producción poética.

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Juan Vico Redactor jefe de Quimera. Revista de Literatura


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«Siempre he intentado ser una escritora intrépida» Entrevista a Marta Sanz Por Carlos Gámez Pérez Fotografía: Miguel Lizana ©

.El prestigio de Marta Sanz como una sólida escritora ha crecido en la última década de una forma lenta pero imparable. Desde su primera novela, El frío, la autora ha ido sumando lectores junto a méritos como los de ser finalista del premio Nadal y el premio Herralde de novela, hasta el punto de que sus últimos trabajos (Daniela Astor y la caja negra, Amour Fou, No tan incendiario y Lección de anatomía) se han convertido por distintas razones en claros referentes de la literatura contemporánea en castellano. En esta entrevista la autora habla de su trayectoria, de sus últimas publicaciones y de los rasgos en su estilo que han hecho de ella un referente. Desde tu primera novela hasta obras como Black, black, black hay un largo camino.

Pero pese al uso diferente de la narrativa y los géneros, las constantes vitales de tu literatura siguen intactas: la psicología de los personajes, la violencia, las estructuras sociales, el pasado. ¿Cuándo crees que alcanzas la madurez narrativa representada en estos temas? Yo no sé si he alcanzado la madurez narrativa y espero que a medida que vaya escribiendo más novelas iré aprendiendo cada vez más. Creo que para los escritores resulta malo pensar que en algún momento han alcanzado la madurez narrativa porque me parece que es una manera de acomodarse y dejar de asumir esos riesgos. En cualquier caso, yo sí que creo que hay un salto cualitativo, y eso no lo digo yo, me lo dijo mi primer editor, Constantino Bértolo, en mi tercera novela: Los me-

jores tiempos. Es en la novela en la que doy el salto desde un tipo de literatura intimista y ensimismada a un tipo de literatura que es capaz de abrir el campo y reflejar a través del mundo íntimo las historias colectivas. Tengo la impresión de que la última literatura española trabaja dos temas prioritarios: el ajuste de cuentas con el pasado y lo político. ¿Hasta qué punto podemos considerar que tus dos novelas más recientes, Amour Fou y Daniela Astor y la caja negra tocan estos temas? Tanto Amor Fou como Daniela Astor cubren los dos espacios mencionados. En el caso de Amour Fou, es abiertamente literatura política sin ajuste de cuentas. En el caso de Daniela Astor y la caja negra, yo lo que pretendía era escribir una no-


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vela sobre la Transición española contada desde un punto de vista femenino y feminista que no fuera un ejercicio de nostalgia, sino una lente de aumento para entender la crisis que estamos viviendo. Por otra parte, en Daniela Astor activo lo que para mí es el concepto de literatura política. Consiste en una literatura que ilumina las partes desagradables de la realidad, pero que intenta hacerlo con una estructura retórica que no es familiar para el lector, sino que pretende dar otra vuelta de tuerca a los géneros habituales, y eso lo hago a través de una estructura narrativa que va contrapunteando una novela de aprendizaje con un falso documental. Hay otra cosa que yo creo muy importante en esta novela, y es que para los autores nacidos a finales de la década de los 60, la Transición coincide con nuestra pubertad, es el momento de la adolescencia. Creo que era interesante reflejar cómo un momento biológico coincide con un momento histórico. En el caso de Amour Fou, es una novela evidentemente de amor que conversa de una manera un tanto extraña con mi primer libro, El frío. Si en El frío el planteamiento del amor tenía que ver con el sufrimiento y con el dolor, en Amour Fou intentaba dar una imagen de lo que podría ser el buen amor. Un manual de amor de pareja. Es la otra cara de la moneda, también para desmontar ese mito que separa permanentemente al individuo de lo colectivo, en eso consiste la dimensión política de la novela. Y trataba también de reflejar cómo hay veces que esa vida íntima en la que siempre salimos todos desfavorecidos y que siempre nos pilla en pijama o en calzoncillos, se manipula de una manera espuria. Ese es un tema muy importante en ambos libros: cómo la vida íntima se manipula, se distorsiona o se ilumina, porque es una herramienta de desprestigio de

la vida pública para determinados seres ideológicamente marcados Respecto a Amour Fou, ¿es una continuación del relato biográfico feminista y el ajuste de cuentas con el pasado que se inicia en Daniela Astor? Lo que planteas es interesante, lo que ocurre es que desde el punto de vista de la redacción de las novelas, yo escribo Amour Fou antes que Daniela Astor. Es más, yo escribo Amour Fou entre Animales domésticos y Susana y los viejos. Es una novela que está escrita, probablemente, en el año 2004 o 2005. Era una novela cuya última escena, que acaba en la plaza de Colón, con la bandera española ondeando, muestra al personaje principal, Lala, perdido en una España que ella considera que no ha cambiado. Se siente igual de agobiada que en la época del franquismo en esa celebración del 12 de octubre. Era una novela con final futurista, porque se planteaba que eso iba a suceder a la altura de 2010. En Amour Fou hay un contrapunto temporal porque, por una parte, la historia que hay hasta ese momento entre Lala y Raymond la ubico en 2010, pero la memoria de Lala, el proceso en el que ella va recuperando su antigua relación con Adrián y con Raymond, sí que puede ser la década de los ochenta o de los noventa. Esa es la gracia de Amour Fou. Pasó de ser una novela con un vaticinio futurista, a una novela que, como se ha publicado tarde, deja de tener el vaticinio futurista pero sigue siendo oportuna. En un momento en que muchos de nosotros estábamos obnubilados con el crecimiento económico en la España de la primera década del siglo XXI, tú ya habías publicado una novela política que ponía el dedo en la llaga del conflicto que supone el capitalismo: Animales domésticos, un libro

que supuso un giro en tu carrera. ¿Qué motivación te llevó a ese giro estilístico en un momento en que mucha gente no se lo planteaba? Animales domésticos la escribo a partir de la conciencia política. A la altura del año 2003 ya empiezo a percibir que en la sociedad española está ocurriendo algo tan grave como es que se está abriendo la brecha de la desigualdad, y que encima se está abriendo cuando todos los españoles tenemos la fantasía de que aquí los perros se atan con longanizas. Yo no tengo esa visión. Mi novela es una novela que empieza con un obrero con las botas manchadas de barro en la primera página, lo que motivó que Rafael Chirbes me llamara por teléfono para felicitarme. Me dijo que qué maravilla que después de tantos años de literatura española protagonizada por intérpretes, cantantes de ópera, traductores, actores, psicoanalistas y gente parecida, hubiera una novela que reflejara eso: un obrero con las botas manchadas de barro. Es una novela en la que se habla de los inicios de la descomposición de la clase media española. Me parece muy interesante tu hibridación del realismo con otros géneros. ¿Es eso lo que más te interesa? Eso tiene que ver con el concepto de literatura política del que te hablaba. Yo creo que si uno considera que la literatura puede intervenir en el espacio de lo real, tiene que inquietar al lector no solamente por las cosas que está contando, sino por una manera de contar que ponga al lector permanentemente ante un reto intelectual que le haga plantearse preguntas. Por eso, cuando yo escribo Black, black, black, lo hago desde, por una parte, una especie de amor desenfrenado por el género negro: la contundencia del «black, black,


El salón de los espejos

Entrevista a Marta Sanz

black»; pero por otra parte también, desde cierta desconfianza hacia un género que se ha convertido en un «bla, bla, bla». A mí me interesan los libros que me obligan a hacerme preguntas mientras los tengo entre las manos, no los libros que sean previsibles y que no me generen ninguna incomodidad. Por ejemplo, en Black, black, black, al principio hay una especie de planteamiento convencional de novela policíaca, aunque el detective sea un poco peculiar. El cierre de la novela también tiene un planteamiento más o menos convencional de novela policíaca. Pero todo el tramo central, que es un diario de enfermedad de una de las vecinas de la comunidad donde se produce el crimen, está hecho para romper la trama habitual del género policíaco y colocar al lector en la tesitura de hacerse una pregunta que tiene que ver con lo que está sucediendo internamente en la novela, pero también con el tipo de libro que está leyendo. Ese largo paréntesis, que quiebra las convenciones retóricas del género, sirve como elemento para inquietar por la manera de contarlo.

ese personaje que se llama Marta Sanz Pastor y que nace el 14 de noviembre de 1967. Es una autobiografía donde, en lugar de insistir en mi condición de escritora, intento hablar de la propia vida en lo que comparto con los demás, con mi generación, con mi género, con mi comunidad. Es una novela por tanto donde se cuentan cosas muy vulgares, que nos pasan a todas las mujeres como la primera regla, pero la vulgaridad de los acontecimientos sale del espacio de lo obsceno a través del tratamiento del lenguaje.

Hemos hablado de novela negra y de escritura diarística. En Daniela Astor trabajas la memoria, que se podría considerar casi como un subgénero. En Amour Fou te decantas por la novela psicológica. ¿Hay algún género en el que te sientas más cómoda? En el género autobiográfico. Aprovecho para decir que justo ahora han sacado en Anagrama una novela mía de 2008, La lección de anatomía, reescrita en 2014. Es una novela donde me he sentido muy cómoda, donde he sentido que el lenguaje y las escenas fluían de una manera más natural. Es una novela donde se parte de la idea de que el cuerpo es un texto, como una página en blanco donde se van reflejando todos los acontecimientos de la vida de

Has publicado en Debate, has sido finalista del premio Nadal en 2006, con lo que has publicado en Destino, y ahora estás publicando en Anagrama y Periférica. ¿Como acaba una autora como tú, con una contrastada experiencia en el mundo editorial español, publicando una novela como Amour Fou para un sello de Miami como La Pereza Ediciones? Amour Fou es una novela que me gusta mucho porque plantea un tipo de relación con el lector muy especial pero que, precisamente, por ser una novela de lectura complicada para cierto tipo de lector habituado a otro tipo de cosas, en el mundo editorial español no tiene suerte y se producen una serie de paradojas un tanto inquietantes, hasta

Tu apuesta estética ha quedado más o menos clara en cuanto a la cuestión de la hibridez, pero ¿podrías definirla de forma más completa? Yo creo que mi ambición siempre ha intentado ser la intrepidez. Siempre he intentado ser una escritora intrépida. Siempre me he planteado la escritura como un reto, como un procedimiento para contar cosas que a priori creo saber. Pero que, al mismo tiempo, en el propio proceso de escritura se van modificando en la medida en que yo aprendo.

el punto de que es una novela que me compran tres editoriales, me pagan tres editoriales, y las tres editoriales guardan en el cajón. Es la novela por la que más dinero gano en mi vida. Pero por otra parte, tener una novela que te compran, que te pagan y que luego no te publican me producía una tremenda inquietud. Eso me llevó a releerla muchas veces, a replantearme muchas cosas, a ver un tema que a mí me preocupa muchísimo: hasta qué punto los escritores debemos encastillarnos en nuestras propias decisiones, siendo algunas veces un poco intransigentes con nuestro proyecto estético, o tenemos que ser permeables a los comentarios y las críticas de los otros. Amour Fou es una novela de cuya experiencia aprendí muchas cosas. Me seguía gustando mucho, y nunca renuncié a publicarla. Entonces me preguntaron los editores de La Pereza y les dije: tengo una novela estupenda. Se da la paradoja que la que constituye probablemente mi novela más política, con ese cierre con la bandera de España a todo color en la plaza de Colón, se publica en Miami, que es un lugar que para la izquierda española tiene unas connotaciones que no siempre son buenas.

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Carlos Gámez Pérez (Barcelona, 1969) es escritor y profesor. Ha publicado entre otras en las revistas SalonKritik, Presencia Humana y Specimens. Es autor de un diario sobre sus vivencias en las cárceles de Nicaragua titulado Managua seis (IEM, 2002). Ganó el IX Premio Cafè Món con la novela Artefactos (Sloper, 2012). Ha sido seleccionado para las antologías Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013) y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En la actualidad trabaja en la Universidad de Miami, donde prepara un doctorado sobre las relaciones entre ciencia y literatura, tema que también toca en su bitácora personal, El blog de Carlos Gámez.

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«Los géneros están muy bien donde están: en todas partes y en ninguna»

Entrevista a Moisés Mori Por Mario Martín Gijón y Pablo López Carballo Fotografía: Juan Menéndez ©

.Moisés Mori (Cangas de Onís, Asturias, 1950) es crítico, narrador y poeta, facetas que se dan de manera independiente en algunas de sus obras, como en su primer libro de poemas, recientemente aparecido, Arte y romance (KRK, 2013), o en sus artículos en diferentes medios, pero que se entrecruzan de manera indisoluble en la mayoría de ellas: Lo inmortal y otros ensayos de literatura (Los infolios, 1991), Estampas rusas (KRK, 1997), El nombre es lento (Dossoles, 2004), Voces de Albania. Lectura en falso de Ismael Kadaré (Losada, 2006), De Büchner a Basarov (KRK, 2007) y Escenas de la vida de Annie Ernaux. Diario de lecturas, 2005-2008 (KRK, 2011). Escritor de culto, de una obra inconfundible reivindicada por autores como Ricardo Menéndez Salmón u Olvido García Valdés, hemos conversado con él sobre su peculiar mundo de ficción. En Estampas rusas aparece una cita de Turgueniev en la que éste afirma: «Jamás he podido crear nada que saliera únicamente de mi imaginación. Para hacer un personaje necesito un hombre vivo». ¿Cómo definirías la aleación de realidad y ficción que poseen tus «personajes» Turgueniev, Büchner o Annie Ernaux? Turgueniev es un novelista, y al hacer

una afirmación de ese estilo está señalando, ante todo, el carácter realista de sus ficciones. Sin embargo, cuando yo escribo sobre Turgueniev (u otro autor) no es con la intención de contar una historia más o menos novelada, sino para explorar una obra literaria significativa, para analizarla y tratar de entenderla, para indagar, por ejemplo, de dónde viene ese realismo declarado, qué implica, hasta dónde llega. No parto, pues, de un hombre o una vida, sino de unos textos, y es la lectura, mi experiencia como lector –el enganche que ahí se produce– lo que me empuja a escribir. Bien es verdad que en mis comentarios tampoco se desdeña el sustrato biográfico (el hombre vivo) y que, por otra parte, se entrecruza asimismo la ficción, se añaden elementos ajenos, imaginarios; es decir, que aquella primera intención crítica se contamina y adultera por completo: hemos llegado al personaje. En cualquier caso, y al menos para mí, tanto hombre vivo como ficción vienen después: por una parte, al observar la obra de ese autor como el producto estético que se ha originado a partir de unas vivencias, de unas coordenadas personales y sociopolíticas concretas, y me interesa principalmente el resultado (el artefacto literario)

pero también el proceso, las circunstancias existenciales que originan la obra; por otra parte, aspiro a que mi trabajo adquiera en sí mismo una entidad literaria. Así que con tales añadidos, la crítica pierde, en efecto, propiedad, rigor, es ya literatura, y pide ser leída como tal: esa es su fuerza y su flaqueza. En un ensayo sobre Alberto Savinio incluido en El nombre es lento, hablas de sus textos como «híbridos monstruosos: el artículo enciclopédico, el ensayo ficción, la biografía autobiográfica...». Sorprende al leerte algo que, a priori, no debería, como es la conjunción de rasgos atribuidos a diferentes géneros. ¿Son los géneros una cuestión de estilo? Savinio siempre me ha interesado; libros suyos como Maupassant y «el otro» o Nueva Enciclopedia me parecen extraordinarios. Y mis palabras en ese artículo apenas constatan una evidencia: que a Savinio le tienen sin cuidado los géneros o sus posibles límites, que su escritura es justamente un buen ejemplo de aleación libre, creativa. Por mi parte, me siento en este punto muy cerca de Savinio. Así que no sé si los géneros son o no son una cuestión de estilo; pero están muy bien donde están, en todas partes y en ninguna: las tragedias de Esquilo, la lírica de


Entrevista a Moisés Mori

El salón de los espejos

Petrarca, las novelas de Balzac…, la tragicomedia, la autoficción, las vidas imaginarias, el verso libre…, Kafka, Nicanor Parra, Finnegans Wake, Lautréamont, D. F. Wallace, el haiku, el esperpento… Tanto en Estampas rusas como en De Büchner a Basarov aparece el tipo del revolucionario que se dio en llamar de manera algo equívoca «nihilista» y al que dedicara Albert Camus muchas páginas de L’homme révolté. Susan Sontag o Ismail Kadaré, protagonistas también de dos importantes ensayos tuyos, son buenos ejemplos de la conciencia intelectual ante la historia. ¿Crees que en la actualidad puede (o debe) aún ejercerse el compromiso político desde la literatura? Cuando escribí Estampas rusas y De Büchner a Basarov no conocía El hombre rebelde; sólo años después, al leer esa obra, pude darme cuenta de que Camus estaba planteando ahí cuestiones de fondo a las que yo apenas me había aproximado. Tengo una posible justificación: mis propósitos eran otros. Por otra parte, es indudable que algunas circunstancias históricas determinan especialmente la obra de un escritor, es el caso de Kadaré, que ha escrito buena parte de su producción bajo un régimen tiránico. Y Susan Sontag ha sido, en efecto, una intelectual comprometida; sin embargo, no creo que pueda decirse exactamente lo mismo de su obra narrativa: su compromiso parte ahí probablemente de idénticos presupuestos, pero sólo en un sentido amplio (y por lo demás exacto) podría denominarse político. Y es que –al margen de lo que se puede o se debe– este es el punto que me parece central: la literatura es siempre un signo, expresa inevitablemente los conflictos personales del individuo y las luchas sociales que configuran esa misma conciencia, su ideología; y el escritor influye a su vez en la sensibilidad de una época, en la lengua de la tribu, en el debate ideológico.

A finales del año pasado apareció Arte y romance, tu primer libro de poemas. ¿Qué importancia tiene la poesía en tu escritura? Cuando os decía antes que aspiraba a que mis libros tuvieran una entidad literaria, bien podía haber dicho poética. Pues el itinerario más bien expositivo que los ensayos van trazando constituye, al menos para mí, un recorrido necesario para encontrar un espacio que podríamos llamar poético, para abrir en la escritura –y por ella misma, con sus propios antecedentes o leyes autoimpuestas– la posibilidad de otro lenguaje, una tensión verbal que no es necesariamente lírica –ni, por supuesto, probatoria en el plano lógico de las ideas expuestas– y que se produce (o trata de conseguirse) por medio de procedimientos diversos, aunque no sabría decir muy bien cuáles, pero que bien pueden ser cortes inesperados, la yuxtaposición de elementos, o palabras desnudas, un cruce de emociones, la reunión de ideas dispersas, la fuga del sentido... Naturalmente, el cuerpo central o expositivo tampoco es un mero rodeo, no es un pretexto; exposición, comentario crítico, ficción y poesía deberían generar –volvemos a la primera pregunta– algo así como un ensayo: un texto que tienta, abre posibilidades.

pués de publicarla, confesabas aspirar a seguir en la misma dirección pero sin “recalentar los mismos platos”. Tres años después, no sé si puedes decirnos qué andas cocinando... Con esa frase quería recordarme que no puedo repetirme; aunque estaba ya pensando en Arte y romance, en los poemas que, de hecho, han seguido al ensayo sobre Ernaux. Con este primer libro de versos –¡a edad sexagenaria!– ha habido, por tanto, un cierto cambio, pero asimismo una insistencia, pues esos poemas nacen de un impulso semejante al de los ensayos anteriores. Eso sí, el punto de partida ya no es un autor relevante, como Kadaré o Ernaux; Arte y romance viene de la primera persona. Podríamos decir: más directo, más yo, otra música. Con todo, mi trabajo actual es de nuevo el ensayo: cerrar un libro sobre tres escritores que he estado leyendo en estos últimos años.

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Mario Martín Gijón es escritor y crítico. Recientemente ha publicado la novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (Irreverentes, 2013) y el poemario Tratado de entrañeza (Polibea, 2014). Pablo López Carballo ha publicado Sobre unas ruinas encontradas (La Garúa, 2010), Quien manda uno (Colección Transatlántica-

Escenas de la vida de Annie Ernaux es seguramente tu obra más ambiciosa. Des-

Portbou, 2012) y Crea mundos y te sacarán los ojos (El Gaviero, 2012).

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LA OSCURA BIBLIOTECA DE LEOPOLDO MARÍA PANERO Joaquín Ruano

.Hay autores que suponen, en sí mismos, una biblioteca. Sus páginas están llenas de citas, de referencias a otros textos, otros autores y otros tiempos. Y estas citas se imbrican en el discurso formando un híbrido en el que el texto principal se ve contaminado por otras voces, mientras que las propias citas también van contaminado su sentido original mediante el plan maestro del autor que las inserta con un propósito concreto en su escritura. Es el caso de Leopoldo María Panero. Raros son los escritos que no nos remiten a otro escrito, a un sentido que queda oculto en una primera lectura, pero que, después, a modo de relato oriental, se abren en otros sentidos, en otras lecturas, cual jardín cuyos senderos se bifurcan. Su obra es una biblioteca, un arca de Noé donde lecturas marginales, donde textos venenosos se preservan, se reelaboran y se rumian en un interminable proceso de work in progress. Es una biblioteca, pero nunca un canon; de hecho, es todo lo contrario de una sistematización, de un orden normativo que legisla lo que está bien y lo que está mal; la biblioteca paneriana se quiere libre, irreductible, es libertaria, está determinada por la discontinuidad y la heterodoxia. El siglo XX español no ha conocido una escritura más marcada a sangre, fuego y psiquiátrico por el odio al poder, por la búsqueda constante de la transgresión, de la ruptura de lo establecido, de la demolición. Leopoldo María Panero hace poesía a martillazos. Leopoldo María Panero entiende la poesía como una actividad subversiva. Es una escritura terrorista, y sus armas, su campo de entrenamiento, son las lecturas, la literatura anticanónica. Es una escritura (a pesar de lo

que piensen los que no han querido entender) profundamente arraigada en la realidad, aun para negarla, para combatirla. Una escritura que tiene como uno de sus pilares indiscutibles el rechazo absoluto a la sociedad burguesa de capitalismo avanzado. Una de las lecturas que nos encontramos en la biblioteca paneriana son los escritos de Guy Debord y el Situacionismo. Especialmente interesa a Panero el détournement, esto es, la política de la cita subversiva, el espacio donde cualquier signo, desde un cuadro o un texto a un anuncio de la calle, puede ser revertido y redirigido hacia otro sentido. En el poema «La fábula de la hormiga y la cigarra», por sólo poner un ejemplo, se desvía el discurso popular, la fábula que ensalza los valores del trabajo, para aparecer aquí bajo otra luz; en este caso, se pone el acento significativamente en lo que encierra de cruel esta historia: «De mí la historia nunca sabrá nada / pero me siento seguro, pues ahí fuera ladrando / desnudo, sus manos agarrando fuertemente los testículos, / tembloroso y lleno de frío / veo el recuerdo de un hombre que tuvo vanidad / y quiso conocer el misterio del mundo». Otro détournement de sentido se produce en el terreno de la traducción, donde el margen para el desvío se incrementa hasta casi la totalidad. La traducción, para Panero, es el desplazamiento del texto original, la inserción en él de un fantasma que lo sobrevuela, la apropiación de la voz autoritaria del autor. Son conocidas, en este sentido, las traducciones que Panero hace de Edward Lear, de Lewis Carroll o del Peter Pan de Barrie. En todas ellas se rompe con la subordinación del


El cielo raso

dossier: Joaquín Ruano. La oscura biblioteca de Leopoldo María Panero

lector (el traductor en este caso) al autor. La biblioteca de Panero es orgánica: digiere, fagocita los textos y los hace parte de su carne, de su cuerpo: «Ello (ça) habremos de hacer si queremos salvar a un tiempo la letra y el sentido del original (lo que se llamó “espíritu” y “letra”): sólo lo lograremos a costa de ambos, cuando el sentido per-vierta a la letra, y la letra al sentido», escribe en su prólogo a Matemática demente. Pero, ante todo, lo que Panero enarbola con estas técnicas no es otra cosa que una ciencia jovial; ante una sociedad, la nuestra, regida por un intenso aburrimiento y el espectáculo banal, se propone una política que comprenda la vida como aventura, como juego, esto es, como actividad no lucrada y, por tanto, no sometida a la política

de utilidad. Es necesario, pues, estetizar la vida. En la biblioteca paneriana el Situacionismo está pegado por una membrana al pensamiento y la escritura de Nietzsche: se trata de unir la vida y la poesía, de hacer poesía viviendo. Y es que, más allá del mero ejercicio político, la obra de Leopoldo María Panero se interesa por la represión que ejerce un sistema moral injusto que impone, por todos los medios, aun los más crueles, sus creencias. Panero hace suya la afirmación nietzscheana que dice que la moral es únicamente una interpretación de ciertos fenómenos, y una interpretación equivocada. Una moral que, una vez desnuda, expuesta al escrutinio, se muestra como un sistema interesado; un corpus normativo bajo el que aparecen, a poco que se lo examine, los verdaderos motivos de su existencia, que no son otros que los de favorecer los intereses de un grupo dominante. Se trata, entonces, de un doble movimiento: por una parte, el desenmascaramiento de la falsedad moral de los grupos de poder; por otra, de dar rienda suelta a todas las pulsiones, a todos los instintos libidinales, de placer y de muerte, hasta conseguir una sexualidad en la que la búsqueda de la belleza se mezcla con lo horrendo: la vida y el placer con el sufrimiento y el horror; una estética en la que Eros y Tánatos fornican en una orgía humana, demasiado humana. «Quiera Júpiter, cuyo nombre aún recuerdo / que ya por lodo unidos, Cieno / estando ya sin sien, sin falo, sin laureles / mucho menos que un árbol mucho menos que un ave / en medio de los canes, recuerdo del senado, / ya el cuello y la cabeza deportados, seas tú la muerte, y en el cieno / aún reciba tu insulto». Buscando el mal encontraremos la razón fundamental de la poesía paneriana, basada en la persecución de lo execrable como motivo revolucionario. Es, para Panero, el mal el motor que agita las conciencias, que prepara un nuevo tiempo, el tiempo por venir del superhombre liberado de la esclavitud moral, de la injusticia velada. El mal en la poesía de Panero significa fundamentalmente el signo de un cambio que se presenta como algo a la vez inevitable y urgentemente necesario. Otra lectura que Panero hace en Nietzsche es el odio a la religión cristiana como sistema de dominación y de explotación, pero sobre todo como estructura de poder. Y es aquí donde entra en cuestión otra de las lecturas capitales en su obra: los textos (de/sobre) heréticos. La herejía supone la puesta en cuestión de un saber unitario, parcelado y bien distribuido, en que las ideas pueden ser vigiladas en

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una cuadrícula donde no caben las disensiones, y la poesía de Panero pone este saber unitario en cuestión, incesantemente, con la fuerza, la constancia y la desesperación del que ha quemado todas las naves tras de sí. La herejía significa eso en Panero: la tradición en la que el poeta se apoya para expresar su mensaje de transgresión y locura, de traspaso de los límites y de denuncia de la injusticia. También aquí Panero es el oscuro Virgilio que nos conduce por lecturas marcadas por la tortura, la sangre y el sufrimiento. También aquí el poder, en este caso, el teo-

lógico, deja caer su máscara y descubre su rostro asesino. Quizás el ejemplo más significativo de lo que representa la poesía política para Panero lo encontremos en los textos que le dedica al hereje alemán Thomas Müntzer, la espada de Dios. En el primero de ellos, «Thomas Müntzer, teólogo de la liberación», Panero contrapondrá la fe pura, la pasión del iluminado, al fariseísmo de los sistemas, de las estructuras: «Quemaban a los ricos con antorchas / y tal que la hierba seca ardían sus cuerpos. / Que el clero, con sus falsas oraciones / te consuelen de desaparecer. /


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Todos los hombres se creían dios. / Mataban y luego eran despedazados. / Lutero maneja con mayor elegancia los libros: / su mano no trabajó nunca sabe / mover las páginas y engañar a los hombres. / Müntzer tiene la pasión y no la idea: / sin duda morirá despedazado». No es de extrañar que las herejías sean una referencia constante en la poesía de Leopoldo María Panero, que nos lleven por pasillos de horror y de sufrimiento, puesto que, en esa trayectoria de escritura, sus versos constituyen una prueba del testimonio de una vida que se ha querido vivir con unas reglas distintas a las marcadas por los otros; desde una individualidad radical que no acepta dogmas de fe, tanto en lo vital como en lo literario. Y es que para Panero ese nuevo hombre, más allá del bien y del mal, no es otro que el esquizofrénico, el ser capaz de cuestionar e imponerse al principio de realidad expresando su propia realidad como muestra de una voluntad de poder. Encontramos aquí de nuevo otra conexión sináptica en la biblioteca paneriana: de Nietzsche y la herejía Panero nos hace dar un salto al esquizoanálisis de Gilles Deleuze y Felix Guattari. El esquizo, en tanto que nuevo superhombre, el que hace de la vida una obra de arte, el que estetiza los acontecimientos, el que, en definitiva, hace de su crueldad la ciencia jovial: «La interpretación poética o metafórica de la realidad del esquizofrénico o paranoico nos da la clave para penetrar en esos dominios [...] La locura es una estetización de una realidad adversa, y no sólo carece de sentido, sino que da función, por ejemplo en la paranoia, es dar sentido a lo que no lo tiene. Igual es la tarea de la conciencia: descifrar, dar, recibir o encontrar sentido, o bien producirlo, como es el caso del arte» dice Panero en su ensayo Aviso a los civilizados. Es también en este sentido que Antonin Artaud tiene que brillar con luz propia en la obra de Leopoldo María Panero, puesto que es esencial la crítica que el francés hace del lenguaje estructurado según la división fundadora de significante/significado. Esta crítica del logocentrismo, de la palabra fundadora de violencia, la considerará Panero como línea de apertura, como creación esquizoide de territorios y de códigos. Es el caso de «Pasadizo secreto», donde las palabras se muestran como simples hitos en un discurso que, por su dinámica, las supera: «Oscuridad nieve buitres desespero oscuridad nueve buitres / nieve / buitres castillos (murciélagos) os / curidad nueve buitres deses / pero nieve lobos casas / abandonadas ra-

tas desespero o / scuridad nueve buitres des / “buitres”, “caballos”, “el monstruo es verde”, “desespero” / bien planeada oscuridad / Decapitaciones». Sin embargo, el peso del infierno que constituye la experiencia de la locura en un entorno social, el lado más siniestro de la creación esquizofrénica, no es tampoco ajena, todo lo contrario, a sus textos. Y esto no podía dejar de ser así, puesto que, si vida y arte están indivisiblemente unidos, esto no significa que la relación fluya sólo en una dirección. La sociedad encierra a los locos en los manicomios. La psiquiatría deviene, por tanto, un instrumento de tortura. No es, pues, extraño que Foucault y su Historia de la locura o su Vigilar y castigar, sean otros de los textos que se escuchan constantemente al leer a Panero. Ahora bien, hay una diferencia esencial: Foucault analiza desde la frialdad racional de una historia crítica de la imagen de la locura; Panero nos habla de la locura y su tratamiento desde la propia locura, convirtiéndose, por tanto, no sólo en una exposición sino, asimismo, en testimonio. Y es que, una vez más, la locura rompe con la separación entre objetividad y subjetividad. En «Los pasos en el callejón sin salida» leemos: «Como una tortura estudiada para / que el sufrimiento aumentara poco a poco / y más allá / del momento en que se hizo insoportable / haciéndonos aprender por la fuerza / una ciencia del Dolor como la única / sabiduría posible en la Zona Clausurada». Decirlo todo, por tanto, mostrar las más oscuras facetas de lo incontrolable por la razón, la sexualidad, se convierte en el leitmotiv del (de los) discurso(s) paneriano(s). La pulsión de decirlo todo, de experimentarlo todo es quizá el legado más importante que Panero toma de Sade. El deseo no puede detenerse sin correr el riesgo de perecer. Su escritura baja a toda prisa, escalón tras escalón, hacia los sótanos más profundos de la depravación. Su lenguaje tiene que decirlo todo. La homosexualidad, claro, el gran miedo y el gran tabú de la sociedad falocéntrica, pero también otros placeres más salvajes, como la escatofilia, la dominación, deben aparecer en la opresiva y delirante obra de Panero. Pero no nos podemos detener aquí: hay que seguir, deprisa, de prisa. La lógica imparable de la depravación, yendo más allá, vuelve a mezclar razón y deseo, luz y tinieblas. La mejor manera de demostrar la nulidad del poder sobre la libertad de las personas en su esfera más íntima, la familiar, no es sino romper el tabú del incesto. Pero eso tampoco basta, ni siquiera, como hemos visto, el

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placer de la tortura y el asesinato. Hay dos lecciones sadianas patentes en la obra de Panero: una, la transgresión, el plus ultra, la otra es la combinatoria. Ante el límite de transgredir cualitativamente, Panero no tiene más remedio que trasgredir con su escritura cuantitativamente, esto es, combinar los horrores: es el caso, por sólo poner un ejemplo, de «Glosa a un epitafio (Carta al padre)», donde no duda en mezclar homosexualidad, necrofilia e incesto paterno : «…De ese beso, final, padre, en que / desaparezcan / de un soplo nuestras sombras, para / asidos de este metro imposible y feroz, quedarnos / a salvo de los hombres para siempre, / solos tú y yo, mi amada, / aquí, bajo esta piedra». Decirlo todo no es otra cosa que querer luchar contra los relatos idealizadores, es contraponer la miseria, lo grotesco, a unas narraciones impostadas. Decirlo todo es escupir sangre a la cara del poder. Es, como decía Baudelaire, la constatación de que la lógica de una obra sustituye cualquier postulado moral. Y es por ello por lo que hay que decirlo todo, escribirlo todo, y sobre todo lo más abyecto: «En mis manos acojo los excrementos / formando con ellos poemas / cerca estoy ya de donde sopla el viento / y odres de vino de mi nombre están llenas», escribe Panero. En este sentido son fundamentales las lecturas de lo que se conoce como simbolismo francés o de otra etiqueta que frecuentemente está asociada a este periodo: los poetas malditos. Baudelaire, escribía poemas sobre prostitutas tuertas. Lautréamont, tan importante para nuestro autor, describe con todo detalle cómo viola a una niña con un bulldog y después le arranca la vagina con una pequeña navaja. La poesía liberada es una terrible caja de Pandora. Hay, por supuesto, mucho de máscara, mucho de impostura literaria, pero también hay un deseo constante de romper con las normas, con lo socialmente establecido, romper con la ley. La poesía de Leopoldo María Panero es un arma cargada de futuro, de un futuro terrorífico, sin duda, pero de un futuro libérrimo. Es innegable, en cualquier caso, que hay en esta experiencia poética algo de ascesis, de purificación. Pero nada más alejado de una purificación religiosa, ultramundana. La ascesis paneriana enraíza con la máxima de Rimbaud: para que el poeta sea un visionario, para que se pueda ver el propio yo como un otro, hace falta encrapularse, llegar al éxtasis poético mediante el desarreglo sistemático de los sentidos. Hay distintas vías para ello: una ya la hemos

visto, llegar a los más bajo, sumergirse en la abyección, en lo indecible; la otra implica otra línea de lectura en la biblioteca paneriana, la que va de Thomas de Quincey al club del hachís, de las experiencias de Henri Michaux a las delirantes y descarnadas narraciones de Burroughs. ¿Qué busca Leopoldo María Panero en estas experiencias con los estupefacientes? Ciertamente lo lúdico, no olvidemos que su obra nace en plena explosión contracultural, pero también lo que Baudelaire explica en los paraísos artificiales: el punto de éxtasis en el que no se es ni la droga ni el sujeto sino que se adquiere una conciencia superior. Y ello aun a riesgo, o precisamente atraído, por la dimensión vampírica de la droga, por el fetiche de la aguja, la


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chuta que, clavada en la piel, nos conduce a una dimensión plagada de placeres destructivos («Que estoy vencido lo sé / cuando el veneno entra en sangre / el triunfo es una burbuja / me deshará la mañana»), pero también el acceso a una realidad poética pura, a la visión rimbaudiana: «La aguja dibuja lenta / algún ciervo entre mis venas / cuando el veneno entra en sangre / mi cerebro es una rosa». Sin embargo, la lucha de la escritura paneriana, la búsqueda constante de otras realidades que desmientan la realidad hegemónica, está abocada al fracaso, («Una vez más erraste, el fracaso solo / no tiene límites – tú sí», escribe en «After Gottfried Benn»). Se produce entonces una escritura crepuscular, marcada por la constatación de la nada, de que no puede nada. Una crisis de verso, una crisis de la literatura, tanto más dramática por cuanto, tras la tragedia, no se esconde nada; es una crisis que abole la fe en sí misma: «Hoy las arañas me hacen cálidas señas desde / las esquinas de mi cuarto, y la luz titubea, / y empiezo a dudar que sea cierta / la inmensa tragedia / de la literatura». En las páginas de Panero resuena aquel verso de Mallarmé que dice «La carne es triste y, ay, yo he leído todos los libros»; pero, al igual que pasa en la escritura del francés, muy al contrario de lo que indicaría el sentido común, tras tomar conciencia de la crisis de verso, Panero no abandona la poesía sino que, todo lo contrario, se sumerge en ella, negando todo lo que de la poesía excede, escribiendo de este modo una poesía oscura, que es notablemente la de sus últimos libros, esos que, precisamente por ello, menos se han comprendido. Es una poesía que no determina su sentido, proponiéndose así como una combinatoria infinita en la que las palabras, desplazadas de su sentido habitual, se muestran puras para la interpretación del lector. «La poesía no tiene más fuente que la lectura y la imaginación del lector», dice Panero. Se produce un sobrepasar las barreras o, en palabras del poeta, un «estallido de la palabra» que la expulsa al nivel de la pura abstracción, dotándola de sentido precisamente por el mismo proceso en el que lo pierde. Sólo en ese instante la palabra poética se vuelve transgresora. Se cumple la muerte entonces de la poesía, de ese fénix invertido que nace sólo para morir de nuevo, puesto que su estado natural es, como hemos visto, la ceniza, lo extinto. Llegamos, pues, a la muerte de la poesía: «Como la piedra el poema es mortal / rayo de luz en la luz / crepitar de sapos /

mientras tu boca agoniza / y se ve cómo muere el poema». El 5 de marzo de 2014 murió Leopoldo María Panero. Su vida, como la de Hölderlin, describió el terrible movimiento que lleva desde el genio al ángel caído, desde Hiperión hasta Scardanelli. Su obra, una de las más ricas en la poesía española del siglo XX, es la constatación de una exigencia implacable, de un rigor extenuante en pos de una libertad sin límites, salvaje. Su obra, igualmente, es la manifestación de una reflexión literaria continuada durante más de cuarenta años, desde que publicara su primera plaquette en 1968. La obra de Leopoldo María Panero es una biblioteca que, por supuesto, no podemos permitirnos abarcar en las líneas que han compuesto este artículo. Ahora bien, si Panero está muerto, si su obra es un canto a la muerte de la poesía, en absoluto quiere decir que sea una poética del fin o una poética acabada. Todo lo contrario: la poesía de Panero abre la puerta a una nueva literatura, la literatura que surge tras su propia muerte, la poesía post-mortem que, lejos ya de la ingenuidad, comprende que no hay ya escritura sino cita. La gran enseñanza de la obra paneriana es precisamente esa que encontramos en Lautréamont: el plagio es necesario. Decir de la obra de Panero que es una biblioteca y pensar que consta simplemente de un catálogo de autores citados es no haber comprendido nada. Ante la literatura de cita, ante la fría escritura intelectual, la escritura de Leopoldo María Panero expone fulgurantemente la apropiación, el palimpsesto, la recreación. La literatura multiplicada por sí misma. La biblioteca considerada como trinchera, como arma definitiva. La literatura escrita desde la tumba: vampiro, zombi, demonio que viene para vengarse de «los justos»; la literatura que ahonda en el mal, en la noche, sólo para mostrar el camino hacia el mediodía. En sus propias palabras, «Un crepúsculo activo: un asesinato».

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Joaquín Ruano (Almería, 1977), máster en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y doctor en Letras con una tesis sobre la poética del mal en Leopoldo María Panero, ha ha impartido clase en las universidades de Almería, York University (Toronto) y Ludwig-MaximiliansUniversität (Múnich). Actualmente enseña español e imparte cursos de escritura creativa en la Universidad de Zúrich. Ha publicado los libros de poemas Los trabajos y las noches (Universidad de Almería, 2008) y la antología El invierno (Editorial Foc, 2012), además de diversos artículos académicos sobre literatura española contemporánea. Tiene además, inéditos, dos libros de poemas (El norte y La poesía la muerte).

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LA HERENCIA MALDITA (Leopoldo María Panero y el virus del Romanticismo) Raúl Quinto

.Leopoldo María Panero murió a principios de marzo, aunque algunos datos apuntan a que no estaba vivo desde mucho antes. Si estar vivo es esto que tenemos. Y como ya sabemos que para definir algo se necesitan sus límites y su opuesto, convendremos en que la (no)vida de Panero se nos hace necesaria para justificar la nuestra: el equilibrio falaz de la mayoría necesita el desequilibrio obsceno de unos pocos para tener sentido. La tiranía de la normalidad, y su fascinación por lo torcido. Atracción, miedo y asco. Lo sublime hecho carne, la certeza de que el abismo al que nos asomamos al mirar a Panero también está dentro de nosotros. La locura. El virus del romanticismo inoculado en nuestras filias. Todo eso. Porque Panero fue un poeta formidable pero también fue un loco, y esa biografía torcida condicionó tanto la recepción de su obra como su propia escritura. Sobre eso hablaremos aquí. Reconocemos que la poesía de Panero resiste el embate de su vida, y que tal vez sea una de las más profundas y personales del último tercio del siglo XX, admiramos la belleza terrible de sus palabras, pero sabemos que todo va unido al espectáculo de lo maldito, al magnetismo de las palabras poeta y loco unidas en nuestro imaginario. Se vio cuando murió, la prensa y las redes sociales se llenaron de obituarios, semblanzas y recuerdos como pocas veces antes para un poeta: Panero tenía fans, su figura trascendía la estrechez habitual del mundo poético. Algo tenía que ver el personaje. En la prensa cultural la mayoría de titulares, o subtítulos, destacaban la palabra loco o la palabra maldito. «El loco y genial», dijeron directamente en ABC. Loco y genio. Igualmente casi todas las firmas reconocidas que esos días glosaban la figura del difunto incidían sobre todo en el aspecto disparatado y trágico de su locura, trufando los textos con anécdotas de su vida que parecían competir en truculencia. Panero delante de decenas de refrescos de cola. Panero fumando cigarrillos

liados con sus propios excrementos para librarse de algún sortilegio. Panero escribiendo en trance varios poemas que luego arroja al viento desde un acantilado en uno de los permisos que le dan en el manicomio. Panero haciendo locuras. Panero y los otros Panero, claro. Porque se ve que a la mayoría de los lectores de periódicos les interesa muy poco la poesía y sí bastante la degradación ajena. El morbo de lo posible, ese espejo turbio y lejano. La imagen de Panero como un loco, a medio camino entre un desgraciado y un iluminado sublime, también es una construcción icónica de la España postfranquista. Pensemos en las dos primeras películas sobre su familia. En El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) hay una escena insertada entre dos secuencias dialogadas donde aparece Leopoldo María solitario y lejano en un cementerio, la fotografía enfatiza un retrato sutil y brutal de lo que ese hombre es ya. Alguien al borde de sí mismo, un abismo humano. Ya en Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994) Leopoldo María adquiere mucho más protagonismo y se nos muestra con demora la estrella de su degradación psicológica, la mirada ralentizada sobre su cuerpo desnudo bajo la ducha, su boca entreabierta como destilando ausencia. Hay un punto de exhibicionismo, de obscenidad directa. Es un loco y quieren que lo veamos crudamente. Esa deriva desde la insinuación hasta la autoconciencia, por momentos paródica, que se ve en los dos filmes, también se verá en la forma en la que su poesía se acercará al tema de la locura. Pareciera que se le da al público lo que quiere: la desnudez de la locura y de la genialidad, su crudeza, pero también la demostración de que el tópico es real. Una construcción cultural, artística, por tanto artificial, que sostiene que el arte es una forma de locura, y también que el arte es motor del enloquecimiento, y viceversa. Todas esas raíces románticas, que se vienen arrastrando desde muy atrás y que in-


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dossier: Raúl Quinto. La herencia maldita. (Leopoldo María Panero y el virus del Romanticismo)

Raúl Quinto (Cartagena 1978) es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de Granada. Ha publicado los libros de poemas Grietas (Dauro, 2002; reeditado junto a Poemas del Cabo de Gata, La Garúa, 2007), La piel del vigilante (DVD, 2005) y La flor de la tortura (Renacimiento, 2008), así como el libro de ensayos híbridos Idioteca (El Gaviero, 2010). Traducido a varios idiomas y ganador de algún que otro premio, ejerce la crítica literaria en Quimera. Revista de Literatura y colabora asiduamente con periódicos como La Voz de Almería o Diagonal. Realizó la dramaturgia de la obra de danza contemporánea Fronteras para la compañía Da.Te. Danza. Su última novedad es Ruido Blanco (La Bella Varsovia, 2012).

cluso se han colado en los palacios de la ciencia. No olvidemos que en la antigua Grecia se entendía directamente la poesía como una enfermedad divina, una locura inoculada por los dioses. Por ahí deambulaban Platón y otros. Creatividad y locura, enfermedad e inspiración poética. Esa vieja intuición adquirió categoría propia en los albores de la contemporaneidad, con el movimiento romántico, y acabó arrastrándose hasta la época del cientifismo positivista y aun a nuestros días. Así encontramos a Cesare Lombrosso, que del mismo modo que relacionó genética y criminalidad, estableció una relación directa entre creatividad y enfermedad mental, aduciendo también el componente hereditario de ese binomio. La estirpe Panero podría confirmar este supuesto. También es verdad que casi todas las teorías de Lombrosso han pasado ya al cajón de las rarezas y las curiosidades, pero abrió el camino para incursiones más serias. Así, desde los años 70, se han sucedido estudios de especialistas como Nancy Adreasen, Kay Jamison, Hagop Akisal, Ruth Richards o Arnold Ludwig, que basándose en arduas comparativas entre grupos poblacionales llegarían a la conclusión de que las personas aquejadas de algún trastorno psiquiátrico serían estadísticamente más propensas a desarrollar una inquietud artística, sobre todo los enfermos de bipolaridad. Curiosamente la depresión, la enfermedad mental más común, inhibiría la creatividad, puede que porque el arte sea precisamente lo no común. Esos mismos estudios apuntan, aunque hay un factor de imitación cultural que no se debe ignorar, que una persona dedicada a las artes, salvo si es arquitecto, tendría más posibilidades de enfermar. Una doble dirección que parecería justificar, desde la ciencia, el tópico. Aunque ya hemos dicho que en algunos casos puede ser que el artista devenga loco, maldito, o perdedor, porque es lo que se espera de él. Algo así pudo pasar con Panero. El peso del aura que acompaña al artista maldito, al loco genial, desde la época romántica.

Si echamos un vistazo a la evolución de la representación del loco en la historia de la pintura podemos constatar cómo, efectivamente, el Romanticismo supone un punto de inflexión, y a partir de ese momento el desequilibrio mental va acompañado de una carga de heroicidad trágica. A finales del siglo XV, por ejemplo, El Bosco, dentro de su amplia y corrosiva crítica a las costumbres y jerarquías morales, ofrece al menos dos obras con el tema de la locura y los locos como eje: La extracción de la piedra de la locura (14751480) y La nave de los locos (1490-1500). En ambos se puede ver la consideración que en esos tiempos se podía tener de esos sujetos dementes. Cierto es que también hay una crítica inmisericorde al estado de las cosas, sobre todo en la primera pintura, donde el loco es una víctima pasiva en manos de unos doctores, o jueces de la normalidad, que a simple vista parecen más locos, absurdos con poder, como si se adelantaran, entre otras líneas subversivas, las teorías de la antipsiquiatría. Pero la imagen que se transmite es la de un patetismo ridículo, que mueve a la risa cruel más que al compadecimiento. También ocurre lo mismo en La nave de los locos. Esos locos, de varia condición social, están presos de la vida sensual, las pasiones y el apetito sin freno, al límite de lo que se conoce como dignidad humana. Y derivan, claro. Más allá de la crítica demoledora a su mundo El Bosco retrata el sentido, nada heroico, de la locura en aquellos tiempos. Luego vendrán otras miradas, como la de Shakespeare sobre alguno de sus personajes, que enlazarían la locura con la tragedia. Pero no sería hasta el Romanticismo que se sentarían las bases del loco como héroe, de la locura como ruptura de la norma y por tanto como epítome de la libertad. Ya sabéis. Libertad, creatividad y pasión desaforada son elementos cruciales en este nuevo marco cultural, así que se harán necesarias nuevas representaciones para nuevas cargas de significado. De eso se encargará Théodore Géricault,

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que aparte de vivir una vida romántica, dedicó una magnífica serie de retratos a internos anónimos de manicomios y prisiones. Locos. Pintados con la misma dignidad con la que hasta entonces sólo se pintaba a los personajes admirables, o cuyo poder movía a la admiración. En esas miradas perdidas se termina de configurar el nuevo estatus de la locura. Un espejo fascinante para el miedo y el asco, un precipicio al que asomarnos. Así. En esa época se inicia una tradición de locos geniales, cuya locura dota de brillantez

atractiva la recepción de su obra. La misma aura que acerca a la gente a la obra es la que los aleja de la persona, dicho sea de paso. Es en esa tradición donde Leopoldo María Panero se inserta conscientemente. Lo vemos en ejemplos tempranos como los del poeta Friedrich Hölderlin, romántico cuyos últimos años de vida estuvieron anegados de un desequilibrio tal que le llevó a crear una nueva personalidad, también poética, llamada


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dossier: Raúl Quinto. La herencia maldita. (Leopoldo María Panero y el virus del Romanticismo)

Scardanelli, que fue la que firmó sus últimos textos. Un Scardanelli que es citado en diversas ocasiones por Panero, que se identifica sin rubor no con Hölderlin sino con su reflejo roto: Scardanelli (véase el poema final, entre otros, de Piedra negra o del temblar, 1992). Así es como poetas como Gérard de Nerval o músicos como Robert Schumann forjaron ya para siempre el mito del artista romántico, tan genial como loco, tan destruido por su genialidad como por su locura. A partir de ahí la nómina es interminable, pero alguno de esos nombres se pueden rastrear directamente en los poemas de Panero, para el que la locura y los locos acabaron siendo también un tema central. Recurrente en su obra es la mención a Ezra Pound, Georg Trakl y sobre todo a Edgar Allan Poe, a los que se suman una serie de personajes relacionados con la locura o con algún aspecto del malditismo. Entiende pues Panero que la locura también es un fetiche cultural. Una construcción simbólica y literaria que resulta admirable, frente al patetismo de la locura real que ofrece la psiquiatría y en la que no cabe esa dualidad entre genio y loco. Panero se inyecta el virus del Romanticismo como una droga para la supervivencia. Desea pertenecer a ese mismo Parnaso enfermo y no al jardín de los despojos humanos. Se identifica también con personajes literarios como Peter Pan o la Alicia de Lewis Carroll, paradigmas del destierro racional sublimados por el arte. Héroes. Esa autoconciencia, vertida en referencias a la locura y a los locos, se gradúa dentro de su poesía, y podría corresponderse tanto con la evolución de su enfermedad como con la consolidación de su personaje mediático. La tiranía de las expectativas, entre otras cosas. Una evolución literaria que reflejaría el mismo viaje que se aprecia entre las dos películas que antes comentábamos, entre lo sutil y lo explícito. En sus primeros libros hay referencias claras a la enfermedad mental pero están insertadas en un flujo mucho más amplio dentro del mensaje, son más elípticas, y quizá por ello adquieren una violencia íntima, soterrada, que resulta más terrible y contundente. Así que no será hasta 1980 que titule a uno de sus poemas, no será el último, «El loco» (en Last river together), o que en el prefacio de El último hombre (1983) diga directamente «[el libro es] testimonio de la decadencia de un alma […], la locura llevada al verso: porque el arte en definitiva, como diría Deleuze, no consiste sino en dar a la locura un tercer sentido: en rozar la locura, ubicarse en sus bordes». El poeta ya sabe que su mente es el campo

de combate poético, que de sus escombros puede llegar su gran obra. De esta manera a lo largo de los años 80 su obra, igual que su vida, se va llenando de manicomios, se va decantando hacia la explicitud y esa autoconciencia de la locura tamizada por sus elementos culturales, por fetiches cada vez más superados por la propia figura de Leopoldo María Panero. Un libro como Poemas del manicomio de Mondragón (1987) supone, en ese sentido, el salto más directo hacia esa nueva senda. Enfatizado por breves muestras como Globo rojo (1989), que incluso podría recordarnos a ese otro Molino Rojo (1926) de ese otro poeta loco como fue el argentino Jacobo Fijman. O llamar Locos (1992 y ampliado en 1995) a otro libro, por ejemplo. Diríamos que hay en Panero una necesidad de epatar, pero no desde la impostura, tan postmoderna ella, sino desde la verdad, de construir el poema con fuego y de arder si es necesario. La destrucción fue mi Beatriz, dijo, y se lo creyó. Podríamos concluir que el primero que abusó de ese tópico del poeta loco y genial, que luego reprodujeron hasta el hartazgo los comentaristas de su muerte, fue él mismo. Panero mismo cavó esa espiral verso a verso, vida a vida. Por eso se hace tan complicado separar su obra de su biografía, y por eso mismo se corre el riesgo de que la biografía devore la obra y la convierta en un adorno o un síntoma. Que se lea a Panero sólo para buscar la locura o que se desprecie su poesía con el rápido e injusto juicio de que sólo son los delirios de un enfermo con algo de cultura. Tal vez sea inevitable y todos seguimos contagiados del mismo virus romántico que el poeta. Ya. Por la razón que sea la obra de Leopoldo María Panero ha merecido el reconocimiento masivo de los lectores, aunque no de las instituciones, lo cual da para otro debate: la distancia entre la vida real de los libros, la pasión lectora y los laureles de plástico que el poder otorga. El caso es que Panero se lee mucho, probablemente por ese prejuicio, por la sombra bestial del personaje, por toda la carga de connotaciones que una vida así arrastra, por toda la carga que seguimos arrastrando desde el Romanticismo. A algunos eso les resulta atractivo y a otros insoportable. A unos y a otros les recomendaría acercarse a sus libros, a la mayoría de los que escribió en el siglo XX, con las manos vacías, dispuestos a caer en un pozo de belleza terrible, a una obra poética imprescindible para comprender tanto al ser humano como a la propia poesía. Pues eso. Maldito Panero de los abismos.

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TERROR, KITSCH Y PALIMPSESTO EN LA POÉTICA DE LEOPOLDO MARÍA PANERO Rubén Martín

.(I) Los lobos devoran al rey muerto Pocos saltos hay tan extremos en la poesía española reciente, en apariencia, como el que va desde la ópera prima de Leopoldo María Panero Así se fundó Carnaby Street (1970) a sus inmediatamente posteriores libros. Muy poco en esos «cuentos negros de hadas», como los llamó Pere Gimferrer, parece anunciar el desafío que propone al lector en el prólogo a su siguiente trabajo, Teoría (1973), precedido por una cita en latín de las Geórgicas de Virgilio –alusiva al despedazamiento de Orfeo en manos de las bacantes–: Poco o nada de mi experiencia te interesa: quieres saber tan sólo de esa ficción que se creó por intermedio de otro, esa entidad llamada «autor» que te sirve para digerirme, esa imaginación pobre («Leopoldo María Panero») que ahora devoran unos perros. Hablemos, pues, de esa triste ficción, del «yo», lugar de lo imaginario. […] Que esta persona que de sí mismo reniega, que este texto que para celebrar su muerte establezco, que todo esto te ahorque por fin a un lugar que no existe.

En su estudio El genio y la locura, Philippe Brenot sostiene que la patología psicológica resulta menos frecuente entre pintores y compositores que en el mundo de la literatura, pues «la escritura es un crimen para aspirar a la existencia», y alude como argumento a la proliferación de fenómenos de pseudonimia y heteronimia en este ámbito, apenas anecdóticos en la música o las artes plásticas1: el escritor crea conflictivamente su propia identidad mediante el lenguaje o, en palabras de Foucault, escribe para «perder el rostro». En el mencionado prólogo, Panero firma con insolencia la escena de dicho crimen:

…ese rey (el yo) ha muerto, se ha dejado sucumbir para nacer de nuevo, es porque ese próximo libro, en que se realiza la ceremonia alquímica de la destilación (albedo) de la prima materia, se titula «Los lobos devoran al rey muerto». Otra interpretación –que es lo que gustas–: ese rey muerto podría ser el mismo arte, que en esto que sigue se cuestiona desde dentro.

Estamos pues en el umbral que separa con violencia los collages coloristas y melancólicos de Carnaby Street, inspirados en «la inefable rareza de la literatura infantil»2, de una exploración sin apenas precedentes: la indagación consciente y metódica –desde dentro– de los vínculos entre poesía y locura. No es posible obviar que la muerte del «yo» biográfico (que se convertirá en la ficción originaria de su siguiente libro, Narciso en el acorde último de las flautas, 1979: poemas escritos por un muerto), la negación radical de un autor transparente que habría de plasmar su «experiencia» o su «esencia» en los escritos, se sitúa justo en esta porta nigra en la que Panero parece decirnos: perded todo asidero los que entráis. (II) Territorio del miedo Pero ¿desde dónde explorar esos vínculos cuyos filamentos parecen múltiples y se prolongan –del Fedro de Platón al esquizoanálisis, del ritual chamánico a los manifiestos surrealistas– hasta los mismos orígenes de la cultura occidental? En Antonin Artaud, el precedente más obvio de Panero como artista verbal con diagnóstico de esquizofrenia y una relación conflictiva con la institución psiquiátrica, la escritura del delirio se desarrolla en las intersecciones entre 2. La expresión es del propio Panero, en el prólogo a su traduc-

1. Cfr. Philippe Brenot, El genio y la locura, Ediciones B, 1998.

ción de Peter Pan de James M. Barrie, Libertarias, 1998, pág. 13.


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dossier: Rubén Martín. Terror, kitsch y palimpsesto en la poética de Leopoldo María Panero

Rubén Martín es autor del poemario Radiografía del temblor (Renacimiento, 2007) y coautor de Locos de altar (Alea Blanca, 2011) junto a Leopoldo María Panero y Begoña Callejón. Como traductor es responsable de las versiones en español de Poemas a la muerte de Emily Dickinson (2010) y Rompiente de Jorie Graham (2014), ambas en Bartleby Editores.

cuerpo, lenguaje y psique, persiguiendo «volver a las fuentes respiratorias, plásticas, activas del lenguaje, oír las palabras como elementos sonoros y no por lo que gramaticalmente expresan»3. Una vertiginosa corporeización del pensamiento, cuyo balanceo entre angustia y éxtasis transcurre por lo radicalmente antiliterario y antisemántico: «Las personas que huyen de la vaguedad para buscar la precisión de lo que pasa en su pensamiento, son unos cerdos. Todos los literatos son cerdos» (El Pesa-Nervios, 1925). Por el contrario, la puesta en lenguaje de la locura en Panero se nutre agresivamente de la literatura, entendida como una red de citas; una locura ante todo textual, tejido de una araña que, como en la metáfora que utilizó Deleuze para describir la novelística de Proust, es un cuerpo sin ojos, sin nariz y sin boca, responde sólo a las vibraciones de cada hilo para saltar sobre su presa4. En las páginas de Teoría, un libro aún de tanteo estilístico pese a sus descomunales momentos álgidos, se encuentra un breve y desconcertante poema todavía deudor de las técnicas de su primer libro, pero que al mismo tiempo inaugura un territorio, «Pasadizo secreto»: Oscuridad nieve buitres desespero oscuridad nueve buitres nieve buitres castillos (murciélagos) os curidad nueve buitres deses pero nieve lobos casas abandonadas ratas desespero o 3. Virginia E. Zuleta, «Escribir con Artaud: aproximaciones deleuzianas», en VIII Congreso Internacional de Teoría y Crítica Literaria Orbis Tertius, Universidad Nacional de La Plata. Enlace: http://citclot. fahce.unlp.edu.ar/viii-congreso 4. Gilles Deleuze, «Présence et fonction de la folie: l’Arraignée», en Marcel Proust et les signes, Presses Universitaires de France, 1976.

scuridad nueve buitres des «buitres», «caballos», «el monstruo es verde», «desespero» bien planeada oscuridad Decapitaciones.

En una primera lectura, pudiera parecer naïf e insustancial este torrente de imágenes tópicas de la literatura de terror. La oscuridad, las ratas, las casas abandonadas, los buitres, el mismo pasadizo secreto del título, no convocan sino a lo que un estructuralista llamaría el estilema de la narrativa gótica: imágenes reconocibles que extraídas del discurso donde pudieron haber sido necesarias conforman el kitsch de lo terrorífico. Palabras que de tan marcadas culturalmente remiten a lugares ya transitados, sugieren de manera preconcebida –y desgastada por el uso– lo ominoso u horrible. Pero la textura de estas reiteraciones hace asomar una estrategia más compleja, basada en un extrañamiento que reactiva los lugares comunes. La repetición obsesiva, la disolución de la unidad del verso mediante la fractura léxica, transformando el ritmo de la lectura en una continuidad asfixiada, la variación fonética que resalta el carácter físico del significante (nueve / nieve), culminan en esos enunciados entre comillas que desnaturalizan más aún ese escenario previsible, mediante la consciencia de que las palabras son siempre prestadas, un balbuceo de citas rescatadas de un lugar desconocido o ya olvidado: «buitres», «caballos», «el monstruo es verde», «desespero». El kitsch se abre a una experiencia estética alterada al hacer explícito su carácter de artefacto, de lenguaje imitativo y arrancado de contexto. Así, la «bien planeada oscuridad» de Panero en sus libros de los 70 y 80 tiene mucho de puesta en escena que juega con los clichés del dark romanticism, de manera análoga a como lo harían contemporáneos suyos como Diamanda Galás, que empleaba en sus actuaciones elementos de misa

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negra, blasfemia y vampirismo, o Joel-Peter Witkin al fotografiar cadáveres, hermafroditas o mutilados en densas composiciones barrocas. En los tres casos se asume el riesgo de que la propuesta sea tomada como un arte inmaduro basado en la provocación, por más que no haya nada más pueril o adolescente que reducir las obras de estos artistas a su escenografía, como no pocos críticos han hecho en sus respectivos ámbitos. El kitsch de lo tenebroso, de lo grotesco, es tan sólo un elemento más de una compleja red de referencias que trazan una denuncia al sistema cultural: el individuo físicamente monstruoso en Witkin, el enfermo de sida en Galás y el demente en Panero como pharmakoi, chivos expiatorios de la cultura occidental, expulsados del ámbito de la representación: Los ángeles cabalgan a lomos de una tortuga y el destino de los hombres es arrojar piedras a la rosa. Mañana morirá otro loco: de la sangre de sus ojos nadie sino la tumba

o lo que se ha hecho callar. De esa otra realidad que circunda la frágil gota de la nuestra hablarán ahora sólo dos catástrofes: el pánico o la locura, o mejor, el pánico de la locura, de la región completamente desimbolizada; en ambos casos se temerá lo que no está en el símbolo vehiculado ideológicamente: de manera que quizá podría decirse que el Terror es un sentimiento del símbolo, que la experiencia del Terror es el acto fundador de la inteligencia.

Así, la locura se concibe en Panero como experiencia textual: el poeta como araña cuya tarea es la de ejercer lo que Genette llamó transtextualidad, esto es, «la trascendencia del texto: la manera que tiene un texto de evadirse de sí mismo»5, dialogando con o enfrentándose a otros textos. La araña ciega cuyos hilos son la extensión de su cuerpo carente de órganos, de un «yo-autor» que la inserte en el discurso, prisionera y dueña de una tela que habla por ella, la dice, y cuyo único movimiento liberador es la expansión hacia lo desconocido:

sabrá mañana nada. (Poemas del manicomio de Mondragón, 1987)

Está sola la araña en el telar del miedo está sola y lucha contra las estrellas del miedo

En el prólogo a su antología Visión de la literatura de terror anglo-americana (Felmar, 1977), Panero asocia el nacimiento de la literatura de terror en el siglo XIX a la definitiva implantación de la burguesía en el poder. Es el mismo momento en que la demencia se conceptualiza como enfermedad en Occidente (finales del XVIII, según Foucault). Tanto el terror como la locura se configuran como vacíos del discurso racionalista, y como tales son excluidos y recluidos en los márgenes de la literatura y de la sociedad respectivamente. Marginalidad que persiste en nuestros días: ¿cómo afecta a nuestra recepción de estos poemas saber que quien los escribe es un «loco»? ¿Por qué cuesta asumir una poética inspirada –entre otros muchos referentes– en la literatura de terror? Según Panero este paradigma funda el comienzo de un proceso irreversible en el cual «el extrañamiento incluido en el arte ha de ser cada vez mayor, y mayor el riesgo de locura contenido en ese arte». Acercarse a los mecanismos de la demencia y el miedo supondría perforar esa malla ideológica, descubriendo que lo que se asume como real no es sino un símbolo, y a la vez asomándonos al abismo de lo no simbolizado:

y canta, canta la araña canciones al miedo que dicen por ejemplo: el miedo es una mujer que camina descalza en la nieve en la nieve del miedo, rezando, pidiendo a Dios de rodillas que no haya sentido… («Territorio del miedo», Last river together, 1980)

(III) La nutrición de los perros finales Pero el siglo XIX también vio nacer al kitsch como arte para la sociedad de masas, copia degradada de lo sublime romántico para Hermann Broch, y que Chantal Maillard relaciona con el término pantomima, mímesis de todo, «artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino» hermanada a una «atrofia de los sentidos», consecuencia de la política de mercado y la ideología capitalista6. Para un poeta como Leopoldo María Panero, que parte de una concepción extrema del arte literario como reescritura («toda la literatura no es sino una inmensa prueba de imprenta y nosotros, los escritores últimos o póstumos, somos tan sólo correctores de pruebas»), ser consciente del 5. Gerard Genette, Palimpsestos: la literatura en segundo grado, Taurus,

El Terror anunciará ahora ese desgarramiento que separa

1989, págs. 9-10.

lo conocido de lo Desconocido, él dirá lo que se ha callado

6. Chantal Maillard, Contra el arte, Pre-Textos, 2009, pág. 35.

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kitsch, bordearlo, arriesgarse a caer en él, subvertirlo, se convierte en una tarea ineludible para provocar ese sentimiento del símbolo que subyace al terror y conduce a lo desconocido. El vértigo crece si nos asomamos a lo imprevisible desde los márgenes de lo conocido, y el kitsch es en esencia la explotación del efecto artificiosamente predecible. Mientras en su primer libro Así se fundó Carnaby Street la exploración se realiza en el mundo de la literatura infantil (convertida en puro kitsch a través de Disney y su mercadotecnia), el cómic de superhéroes o la televisión, en sus obras posteriores se opera una subversión más soterrada de los clichés de lo poético, mediante la violencia del contraste y la descontextualización. Así, en Narciso hay un ajuste de cuentas con el kitsch en «Glosa a un epitafio (carta al padre)», donde se parafrasea un edulcorado poema de Leopoldo Panero7 con imágenes de horror, incesto paternofilial y necrofilia: «solos los dos, y amándonos / sobre el lecho de la pausa, como se aman los muertos […], / aquí, ¿debajo o por encima? de esta piedra», la piedra bajo la cual se espera, en el epitafio original, «la resurrección de la carne», convertida aquí en abyecto escenario de una cópula con el padre transexualizado: «solos tú y yo, mi amada, / aquí, bajo esta piedra». Otra desautomatización del kitsch se produce mediante determinados vocablos cargados de presupuesto valor poético, que remiten de forma artificiosa al registro de lo lírico. De ahí la insistente presencia de imágenes hipercodificadas como la rosa (y, sobre todo a partir de los 90, animales simbólicos como el ciervo, el águila o el sapo), que integradas en un contexto de sordidez recobran una extraña sugestión: «La aguja dibuja lenta / algún ciervo entre mis venas / cuando el veneno entra en sangre / mi cerebro es una rosa» (Heroína y otros poemas, 1992), O la palabra alma, reiterada en no pocos poemas: un concepto que en Leopoldo María Panero –cuya cosmovisión deriva de Nietzsche, Hegel y Lacan– sólo se explica como huella de una ideología gastada de lo poético que ha de subvertirse mediante imágenes de horror alu-

cinatorio: «Dos atletas saltan de un lado a otro de mi alma / contentos de que esté tan vacía […] / Y se repartirán los huesos de mi alma. / Mi alma. Mi / hermano muerto fuma un cigarrillo junto a mí» («El circo», en Narciso…)8. El imaginario romántico y las categorías heredadas irreflexivamente por la tradición desde el dolce stil nuovo y el petrarquismo sirven de pasto de la destrucción y la nihilización; o más propiamente como elementos primarios de esa transformación alquímica mencionada en los prólogos de Teoría y El último hombre9, capaz de extraer de la putrefacción lo nuevo: Y pregunté —te pregunté entonces—: «Será mi alma buen alimento para perros?» Y contestaste: «no esperes que ella sirva para otra cosa: fue creada y pensada lo mismo que tu cuerpo y huesos para nutrición de los perros finales —lo mismo que tu palabra». «Y ¿nada he de esperar?» «Nada». Y vi cómo espadas y corazas y yelmos surgían sobre el campo más yermo. Y me olvidé. («Eve», Narciso en el acorde último de las flautas, 1979)

(IV) Mientras tejías alguien destejía La locura como experiencia textual, hemos dicho: la destrucción del yo-autor profetizada en el preámbulo a Teoría tendrá como estrategia, en los libros posteriores, la relectura y recreación de otras voces, otros textos. Como señala Rodríguez de Arce «la palabra poética de Panero aparece dividida en sí misma y de sí misma; las otras voces matan la voz y mueren bajo la voz del poeta […]. El no ser del madrileño consiste en ser a través de todos los poetas 8. Cuánto menos elocuente es esta personal visión materialista del concepto de alma: «Existe, en efecto, una tortura conocida hasta ahora como “suplicio de los pantalones”, la aniquilación de esa defensa que es el vestido y el traje, encargada de proteger lo que en

7. «Ha muerto / acribillado por los besos de sus hijos, / absuelto

proxemia se llama el “territorio”: en otras palabras el halo, el alma,

por los ojos más dulcemente azules / y con el corazón más tranqui-

el campo bioeléctrico que sella nuestra identidad». Prólogo a He-

lo que otros días, / el poeta Leopoldo Panero, / que murió en la

roína y otros poemas, Libertarias, 1992.

ciudad de Astorga / y maduró su vida bajo el silencio de una en-

9. «El libro que he realizado, El último hombre, que es una leyenda

cina. / Que amó mucho, / bebió mucho, y ahora, / vendados sus

alquímica representativa de la primera fase de la obra, también

ojos, / espera la resurrección de la carne / aquí, bajo esta piedra».

llamada nigredo (oscurecimiento) o putrefactio (putrefacción)». Pró-

Cfr. Túa Blesa, Tránsitos. Escritos sobre poesía, Tirant lo Blanch, 2004.

logo a El último hombre, Libertarias, 1984.


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dossier: Rubén Martín. Terror, kitsch y palimpsesto en la poética de Leopoldo María Panero

que constituyen su vastísima bibliografía personal»10. Si bien la transtextualidad es un fenómeno que está en la misma matriz del hecho literario, en Panero los mecanismos de alusión directa e indirecta, plagio, cita apócrifa, pastiche, etc. cobrarán progresivamente –en especial, a mi juicio, hasta El último hombre (1983)– una recurrencia paroxística, insólita en la poesía española. Este diálogo obsesivo con lo ya dicho, en contraste con otras prácticas intertextuales presentes en los poetas de su generación y posteriores, se convierte en un acto de violencia, de torsión y apoderamiento de otros textos, y en última instancia conforma una visión de la literatura como demencia colectiva. Más que las referencias a autores de los siglos XIX y XX (con Poe, Carroll, Trakl, Eliot y Pound como presencias más insistentes), especialmente sintomática de esta violencia es la apropiación y reelaboración de textos pertenecientes a los momentos fundacionales de la poesía occidental: los líricos grecolatinos y los trovadores provenzales. Una inocente cantiga de Giraut de Espanha puede integrarse en un tenebroso canto al poder de la droga, entre alusiones a Marcel Schwob y Thomas de Quincey («per amor soi gai / alegría de la nada», en «Condesa morfina», de Teoría), o el célebre verso de Guillem de Peitieu «farai un vers de dreit nien» («haré un poema sobre absolutamente nada» o «desde la pura nada») actualizar su sentido, transformándose lo que en el texto original era una ironía desencantada sobre el amor cortés11 en un mallarmeano enfrentamiento del lenguaje con la néant: «he muerto y sé mi nombre, sé / faire un vers de dreit nien» («De cómo Ezra Pound entró en el reino de los muertos, partiendo de mi vida», de El último hombre). Esta torsión del sentido, que redescubre la modernidad de textos pretéritos, alcanza su mayor fuerza subversiva en Dioscuros (1982). En un momento en que la presencia clásica en las letras españolas había derivado no pocas veces hacia vapo-

rosas idealizaciones de la antigua Grecia, bacanales romanas con aire de cine erótico de los años setenta o actualizaciones urbanas de tópicos literarios dignas de un taller de poesía –de nuevo, el kitsch: imitaciones trivializadas, aplaudidas además como Alta Literatura–, Panero reescribe entre líneas los epigramas grecolatinos para desvelar, como en un palimpsesto magullado o semidestruido, los signos de una civilización sumida en un crepúsculo de amoralidad, sadismo y perversión: Cuando por fin, Alcmanes, amor nos declaramos no en un árbol quisimos grabar aquella unión

[…] y que fuera la driada del único portento testigo vano y mudo, pues detesto a los dioses: en medio de aquel bosque tropezamos a un niño y en su espalda rosada, con fuego, lentamente escribimos los nombres.

No es la tan recreada decadencia romana o griega lo que subyace a este mosaico de voces anónimas, sino un nihilismo áspero, cruel y turbador, que emerge desde las formas reconocibles de los orígenes de la lírica occidental: «Recuerdas que en el día / feroz en que muriera / la suave Cipria de quien tan dulcemente / en las noches de estío con la boca abusábamos ambos / unimos nuestra orina en el único vaso / y bebimos los dos con la risa de un niño?». La obra apocalíptica de Panero, obsesionada con la idea de escribir el último libro, no concibe la literatura sino como simultaneidad sin presente ni pasado, una red cuyos filamentos pueden ser destejidos, recombinados, retorcidos para buscar una salida del «estúpido / pero eficaz laberinto»12 de la razón, un agujero que desmienta la coherencia de la trama, llamémoslo locura, terror o simplemente experiencia poética: La lectura, y con ella el acto de escribir que es su deudor

10. Ignacio Rodríguez de Arce, «Poética de la intertextualidad en

y su «vasallo» real, y la literatura en su conjunto, son un

Leopoldo María Panero», en Ogigia, revista electrónica de estudios his-

sistema, del que los autores no son sino parásitos. No hay

pánicos, nº 6, 2009, págs. 32-33.

para ella «historia» lineal e irreversible de la literatura, sino

11. «Farai un vers de dreyt nien: / non er de mi ni d’autra gen, / non er

sólo un espacio sincrónico, infinitamente reversible; no hay

d’amor ni de joven, / ni de ren au, / qu’enans fo trobatz en durmen / sus

estructura lineal, sino de tejido, en el que cada elemento,

un chivau» («Haré un poema sobre absolutamente nada: / no irá

cada costura indica la dirección de todos ellos.

de mí ni de otra gente, / no irá de amor ni juventud, / ni cosa

(Prólogo a Visión de la literatura de terror anglo-americana, 1977)

alguna; / pues así lo compuse durmiendo / sobre un caballo», traducción mía).

12. «Vanitas vanitatum», en Teoría.

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dossier: Laia López Manrique. El poema como casa y vertedero

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El poema como casa y vertedero Una poética paneriana a partir de Guarida de un animal que no existe Laia López Manrique

No, no es primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual viene después. Primera carta de Pablo a los corintios, 15:46 Nos hallamos sometidos a lo que no existe Simone Weil, La gravedad y la gracia

.No. Nunca he sabido si Panero escribía buenos poemas. Nunca diría que Panero era «un buen poeta», «el más grande poeta español de este siglo», «el heredero español de Ezra Pound», «el más negro y corrosivo de los malditos». Otros lo dirán, pero no seré yo quien lo haga. Porque todas esas etiquetas ridículas incordian y sobran a la hora de hablar de cualquier escritor. O, más bien, a la hora de hablar de cualquiera. Sé, eso sí, que Panero escribía poemas. Eso es un hecho. Sencillo, tal vez, pero verdadero. Comenzar así me exime de adelantar un juicio de valor, de hacer una aseveración sin fundamento. Parece estúpido, pero no lo es. Diría aún más: a partir de un determinado momento de su trayectoria, Panero se empeñó en escribir un solo poema, y para hacerlo, tuvo que probar con numerosas variaciones, ensayos de aproximación seriada que terminaron por no tener otro marco de referencia que ellos mismos. Aunque esto que digo debiera ser, en realidad, el horizonte de cualquier obra poética. El poema está escrupulosamente fijado sobre sí, contiene en su núcleo, a menudo disperso, las claves de su propia transformación. Sobre esa base se han creado engranajes casi perfectos desde tiempos muy antiguos. El poema como mundo autocontenido y receloso, desde las sextinas de los trovadores a las Rimas del Cavalcanti admirado y citado por Joyce, Pound o el propio Panero. Es de este modo como la poesía dialoga sólo consigo misma a través de su historia. Hay poetas que lo saben y otros que no lo saben. Panero era de los que lo sabían. Y es que el ingrediente secreto de la «seducción Panero», es-

corada por intereses de mercado editorial hacia el aspecto, siempre sospechoso, del malditismo, tal vez estribe, en las capas más profundas, en el hecho de que Leopoldo María Panero haya asumido un legado, en parte, atípico para la lírica española. De un modo estrictamente personal y con resultados radicales, Panero hizo la digestión de la tradición poética moderna en lengua no hispana. Se comió a Hölderlin, a Mallarmé, a Rimbaud, a Eliot, e hizo del poema mismo una insana morada. Quería hablar de Guarida de un animal que no existe no sólo por la gratuidad del gusto estético, sino porque ya desde su mismo título el libro contiene un mapa preñado de indicaciones para un acercamiento consecuente a su autor. El poema es la guarida del animal que no existe, del hombre modelado por la literatura, por la asunción mítica de la misma en el sentido del mito como un relato de legitimación (en este caso, de autolegitimación del propio tejido mítico, reconcentrado e intestino). El único relato válido para Panero es, al final, el que construye la literatura, superpuesta y convertida en segunda piel para quien ha perdido contacto con aquello que se suele llamar «el mundo», que ha huido de él a través del «ciervo de la locura». En su caso, regresa el pulso entre la vida y la literatura, siendo literatura y locura, a menudo, sinónimos. Porque Panero, como Unica Zürn, como Antonin Artaud, se enamoró de la locura, y buscó perderse en la red de referencias (literarias) en que construyó su cárcel. A partir de Guarida de un animal que no existe, esa cárcel pasó a llamarse «poema», y también «la página» como claustro, como espacio de la limitación.


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Porque es la página lo que «destruye mi alma», el papel es el «puro infierno», y los nombres quedan atrapados dentro del poema, que comienza «donde tiembla mi voz», en el «temblor de mis manos». Pero sucede que los poemas de Panero no son engranajes perfectos, no son máquinas de relojería. Suelen quedar cojos, sueltos, deshilados. Son lugares habitables a la vez que inhóspitos, porque en ellos hay siempre una sacudida, algo ingrato, una palanca que apunta hacia la expulsión. Y ese afuera del poema es ya algo desconocido. Dentro del poema se vive en la angustia, porque el poema sale «de lo negro del alma», es el «canto cruel que se escribe contra la vida / y contra el hombre», pero en cuanto al afuera, no hay ningún dato plausible, nada que nos haga sospechar de qué se trata. Y, sin embargo, sus escritos parecen pedir siempre a gritos una compuerta de salida. Porque, de la misma forma que Artaud escribía no para hacer una obra, sino para probarse a sí mismo su existencia intelectual («Allí donde otros proponen obras yo no pretendo otra cosa que mostrar mi espíritu»), apoyándose en una suerte de espejo movedizo e invertido del cogito cartesiano, Panero parece escribir, en este punto, con otro fin distinto de la mera escritura. Es el esfuerzo por salir de la literatura estando aún contenido en ella, que en este caso se produce a través de la insistencia en la pregunta por el poema. Panero advierte que el poema es peligroso, sí, porque puede ser o puede querer ser algo más que un simple texto; probablemente aquejado de una enfermedad alquímica, intenta llevar hasta las últimas consecuencias la voluntad de convertir la literatura (es decir, la locura) en algo dotado de estatuto ontológico más allá del decir, de soplarle un aliento, hacer que se realice. Al mismo tiempo, sabe que eso es completamente imposible. Por ello sus poemas se asemejan en ocasiones a palos de ciego, se estrellan contra sus propias fronteras, se leen como inconclusos. Panero repite y vuelve a repetir, y así lo hará también en sus siguientes libros, ese canto estrecho, confinado en los versos, como si a través de él pudiera suceder algo más allá de la escritura o la lectura. Pero es nada, o la nada, lo que sucede. Y es ése «el misterio del verso» al que alude en «La cuádruple forma de la nada», en el libro Orfebre. Una nada que «no es vacío sino amplitud de palabras» y que anuncia que «nada se ha escrito ni se escribió nunca». Ilusión, engaño o remisión de lo escrito a sí mismo, plenitud de la irrealidad que, como decía Simone Weil, sólo se posee en tanto que apariencia.

La poética de Panero es, así, paradójica, contrahecha. El poema es propiamente lo que existe frente al espectro de lo imaginario, que es lo inexistente. La única referencia posible es el poema como constructo, como eje inmaterial que sin embargo parece estar dotado de realidad y de vida. En cambio, lo que hay dentro del texto, los elementos que en él se mueven de manera recurrente, y a veces aleatoria, parecen inertes: Dios, el infierno, Satán, Caín, el tigre, la serpiente, la orina, el vino, el mismo poema cuando se nombra. Panero tiene la virtud de extraer y alienar las palabras, de extrañarlas de un modo peculiar, con desdén y con rabia, pues, por la misma disposición en los versos, a la vez que extrañadas las vuelve enredadas, cenagosas. ¿Qué nombra el nombre? ¿Qué escribe el poema? Lo recoge la cita de Rimbaud que emplea Panero en el libro: «las flores del Ártico / que no existen», esa aspiración a lo intangible que coincide con la exacerbación del impulso romántico. La locura de Victor Frankenstein, la traslación agitada del deseo en una realidad ruidosa y desmedida. La paradoja es que lo que existe está radicado, al final, en lo que no existe. El poema se anuda al sufrimiento que no existe, «en la página / que no existe». Nuevamente hay autoconciencia y hay escisión, el movimiento de una espiral que no se resuelve. Panero sigue nombrando con las viejas palabras, torturando al poema hasta su agotamiento, e incluso riéndose de él. Lo que sostiene su escritura es la respiración de un animal que ha sido inventado, descubierto y que ha escapado. Lo que queda, sin embargo, es algo atroz: algo que tiene vida, pero no tiene mirada. Panero insiste en el «fruto sin ojos»; ese animal que hay tras el poema, en que el poema también se convierte, es ciego, no tiene ojos, no mira, porque es sólo un cristal, el cristal del infierno que tiene que ver, una vez más, con la repetición: una superficie refleja en todos los sentidos de la palabra, donde lo inexistente puede, al fin, tomar una forma.

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Laia López Manrique (Barcelona, 1982) estudió Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autora de los poemarios Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012) y La mujer cíclica (La Garúa, 2014), y ha participado en diversas antologías, como Voces Nuevas (Torremozas, 2009), Blanco Nuclear (Sial, 2011), Hijas del pájaro de fuego (Fin de viaje, 2012) o Sangrantes (Origami, 2013). Es directora de la revista literaria Kokoro (www.revistakokoro.com).


dossier: Aitor Francos. Metamorfosis de lo mismo

El cielo raso

METAMORFOSIS DE LO MISMO Aitor Francos

. I. Recuerdo que Umbral llamó a su gata, supongo que caprichosamente, Ada o el ardor, y que dijo de ésta que dormía con el lomo contra su máquina Olivetti, a la que acababa de cambiar la cinta. Esa me pareció, sin pretenderlo, una de las mejores definiciones de poesía que había leído jamás. No sé por qué lo haría, repito, lo de llamarla así, como tampoco sé por qué se escribe poesía. Suelo leer a Leopoldo María Panero bajo el influjo de la estremecedora e inquietante música de fondo de Vangelis. LPM como un replicante, distópico y obediente, onírico y desencantado, esclavo de su redención, del secreto oscuro del ser y de la nada. «Pronto llega el terror del sueño, pesadilla creada por la vida», extraigo de su poema «Flor única para Hölderlin». No intuyo en sus libros un pensamiento poético en el sentido en el que lo entendemos normalmente: la función de lo poético en él es un no pensar, unir y asociarse a palabras, ordenar una inconsciencia. Para LMP la poesía conmemora la muerte del hombre, y la muerte del hombre es el único poema. Un paseo por la nada más austera, un ritual de abdicación, muerte e inmovilidad: la poesía como apropiación de la esencial heterogeneidad del ser. La identidad la imagina como una búsqueda lúdica de la diversidad, como la conversión del poeta en poema, como sucesiones o versiones de sí mismo como autor. Las citas, tan recurrentes en LMP, son un ejemplo de la difusión de esa identidad, hasta de confusión de lo biográfico. Todo esto genera una fragmentariedad constante y conduce a una poética del fingimiento y la locura, ésa que elogiaba tanto Oscar Wilde en uno de sus aforismos. Todo cae, depuesto, como una máscara más de la superación de la modernidad filosófica, ésta se ajusta, desde sus principios ontológicos, de forma rotunda, a la disolución de las fronteras entre realidad e irrealidad, sujeto y objeto, esencia y apariencia, ser y no ser. La pérdida de la identidad genera una crisis y una revisión del self y el Dasein y su colocación en la persona y en el mundo. Una

confluencia de la totalidad, de acaparamiento de personajes, de traducciones y perversiones. LPM ha renegado de ser él: abdica de la unidad del poeta, se fusiona y transgrede sus límites, utilizando para ello el fingimiento, las citas directas y la intertextualidad. «El poeta es un fingidor, y tú también, lector, oh hypocrite, mom sembable, mom frère!», proclama. Y es que no hay verdad, sino función de verdad, en palabras de Wittgenstein, cita, reconociendo el fingimiento como estrategia esencial y única del acto poético. Panero reconoce al otro Panero, tal como Borges reconocía al otro Borges. Podemos afirmar sin pretensión de error que no existe otra certidumbre, aparte del otro, el semejante o el prójimo. El yo se transforma en una pluralidad, en un sistema de enajenaciones. La realidad se concibe como un armazón de citas, como un gran juego de intertextualidad. «Toda la literatura no es sino una inmensa prueba de imprenta y nosotros los escritores últimos o póstumos somos tan sólo correctores de pruebas», así es como, en parte, teoriza su resorte para la escritura. La fragmentación del yo, supone, bordeando el abismo del fracaso, la muerte o la locura, alcanzar la nada absoluta, maleable, de la que puede nacer una poesía que, pareciendo desesperada, es la más profunda y auténtica: La Poesía, que como dice LPM, «quiere acorralar al ser en la página». «Vivo dentro de la fantasía paranoica del fin del mundo y no sólo no quiero salir de ella sino que pretendo que los demás entren en ella. Todas mis palabras son la misma que se inclina hacia muchos lados, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, dicha de muchos modos». Así abría LPM su poética para Nueve novísimos, la antología de Josep Maria Castellet. Incapaz de percibir y asignar un orden interno a sus síntomas psicopatológicos, esa partición de la identidad respondería a un proceso de auto-protección. Lo poético, como la locura, no es organizativo: funciona como una apofanía, en la que el saber acerca de las significaciones se impone de

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dossier: Aitor Francos. Metamorfosis de lo mismo

modo inmediato. ¿Cómo designar este estado simple y complejo en su conjunto, vago, de incertidumbre, de oscilación y de movilidad de las ideas, que se traduce con frecuencia en una profunda incoherencia? ¿Es una desagregación, una verdadera disolución del compuesto intelectual? El resultado es el mismo en el orden espiritual y en el orden material: la separación, el aislamiento de ideas, de lo que forma un todo armonioso y completo. II. Wilhelm Waibliger dejó anotado en su diario una entrada curiosa sobre Hölderlin: cuando Schwab leyó su Hiperión le dijo: «No mires tanto ahí dentro, es canibalesco». Comerse a sí mismo, como acto de puridad y copia, de autodestrucción y eliminación de lo inherente y más superficial. Lo de fuera, lo que se puede acaparar, lo que desciende a lo visible. Recuerdo haber leído que a Hölderlin le hicieron entrega de un ejemplar de sus poemas, dio las gracias, hojeó el libro y dijo: «Sí, los poemas son auténticos, son míos, pero el título es falso. En mi vida me he llamado Hölderlin, sino Scardelli, o Salvator Rosa o algo así». Precisamente Scardelli (o sus variantes) es uno de los nombres de los que se apropia Panero en algún poema. Su poesía es un proceso constante de autentificación y de confirmación. Volvamos a la identidad y a la sospecha sobre ella. Esto casi suena a Borges y a una teoría de la transformación poética mediante la copia y sus variaciones. Recuerdo que Vila-Matas contaba la anécdota en la que Martin Amis decía que, si alguien quisiera imitar el estilo beckettiano, podría hacerlo escribiendo solamente: «No, nunca, jamás, no». Muchos de sus poemas trabajan la escritura como un palimpsesto. En varios textos, LPM cita el célebre verso del poema «Autopsicografia» de Pessoa: «O poeta é um fingidor». En uno de los casos, añade: «La máscara que lleva sobre su alma, su íntimo disfraz o personaje». Parece que eso le ayuda a identificarse con una negación de la identidad que es el acercarse al todo: «Todos los nombres de la historia soy yo». Pessoa utiliza máscaras absolutas y asume el no ser, auténtico punto de partida del hacer poético. «La llegada del impostor fingiéndose Leopoldo María Panero» es uno de los títulos que Panero dio a uno de sus poemas en prosa años atrás. La única certeza del acto poético reside, con frecuencia, en la otredad. Recordamos aquí a Octavio Paz: «Nunca la vida es nuestra, es de los otros. Me estremece el espejo: la persona, la máscara es ya máscara de nada», dice LPM. «No hay otra realidad que tú / ni otro poema que el otro».

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III. La suya es una poesía deslustrada, agónica, degenerada, pervertida, asexuada, excrementicia, escatológica: «Como una oración a la mierda / como un rito secreto de morir / en donde el silencio aplaude / alrededor de la jaula». La autonegación y el ejercicio de canibalismo interno son constantes. «Dime si destruye mi mirada», dice en otro poema. La víctima repetidamente liquidada es la palabra, digerida, apaleada, embadurnada de heces: «Oh perfecto excremento de mí mismo / terror de ser yo». Como Nietzsche, LPM aboga por un nihilismo integral. Una profanación y una deconstrucción. El cuerpo como un protagonista disconforme, caduco en su convalecencia, inútil y despojado, sometido a extremas experiencias de autocastigo. Repeticiones de sí mismo, perseverancia en temáticas obsesivas, llega a autocitarse en muchos de los epígrafes introductorios. Un ejercicio lírico de canibalismo y de desunión del self: «Una flor que odia al hombre / y que se nutre de trozos de ser». En Danza de la muerte, nuevamente variando un verso de otro escritor, esta vez de Scott Fitzgerald, escribe: «Evidentemente toda vida es un proceso de masticación / “De masticatione mortuorum”». Hace, así, una reducción del lenguaje: lo bello, asume, es destruir palabras, amasarlas y reorganizarlas en un nuevo orden poético. Hacerlas innecesarias, prescindibles: o, literalmente, esclavizarlas, dándoles un sentido y una vida de confusión y estulticia. IV. El miedo a su propia deformación no es en él una verdadera fobia, sino un terror intensivo ante la amenaza de que se derrumbe su ideal existencial; un miedo que comprende inmediatamente, con sus preferencias por lo onírico y por su asimilación del reino de lo mortal. Acordémonos de la revisión y reunión de poemas que hace en Traducciones / Perversiones. Para LPM, su función como traductor es la de desarrollar o superar el original, no limitarse a trasladarlo. Sí versionarlo, redefinirlo, estructurar sus mecanismos de interior y compartir su forma de belleza, anteponiendo la lectura personal a la literalidad de una traducción ordinaria y exacta. Interviene y se apropia del texto, obligándose a inmiscuirse, ajeno a la idea de fidelidad. ¿Qué textos traduce LPM? No son elecciones al azar o que se encuentren poco vinculadas a su propia obra. Autores provenzales, como Guilhem de Peitieu, o fetiches como Lewis Carroll o Edward Lear, puesto que LPM ve dos antecedentes en la literatura moderna o de vanguardia que él


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practica a su manera: la literatura de terror y la literatura infantil. También traduce a Catulo, con el que se podría relacionar porque en su momento fue un neóteroi (innovador), así como Panero fue un novísimo en la antología de Castellet. En las traducciones (o perversiones) de Panero encontraremos versos añadidos que no aparecen en los originales; la perversión encuentra su lugar en las grietas del texto, en los que el traductor penetrará para rellenar el original, para perfeccionarlo o transfigurarlo. Asimismo, se saltará estrofas y encontraremos también traducciones de términos que se contraponen al sentido de los originales, como el «doblepensar» de 1984 de Orwell. V. ¿Es toda su locura una cuestión de identidad? Decía Moreau de Tours que todos los trastornos del espíritu tienen como causa el hecho primordial que se llama impropiamente excitación, al cual se le da además el nombre de desagregación, y que no sería otra cosa que el cese del acto voluntario o su dispersión en actos menores. Un fallo en la coordinación de las ideas, que no convergen hacia un objetivo determinado. Un mal de asociación, en definitiva. Se concentra la atención sobre unas ideas en exclusión de otras, oscureciendo la conciencia íntima, la verdadera transformación del yo; este, en lugar de la vida real, resume más la vida de la imaginación, la vida del sueño. La idea de locura, como la de la creación poética, se desarrolla sobre este fondo de desagregación. Es el resultado de una modificación profunda, radical de la inteligencia, de un desorden general, que se ubica nuevamente y fomenta asociaciones de palabras y significados. Las últimas entregas de LPM nos conectan con un temblor íntimo, con el sufrimiento por el desarreglo del mundo, la angustia colectiva de una naturaleza humana demente y atormentada. Su imaginación es inagotable, escatológica y abismática, regresiva, caótica y enfermiza: como una mutación defectual y tiránica del yo, una exhibición de la fragmentación de lo que identifica al individuo como uno. Reinventándose sin dejar de ser siempre él mismo, ese que es nadie, ese Leopoldo que ya no existe y que, sin embargo, escribe sin parar. Su impulso al acto de escritura es corrosivo, como una tormenta ingobernable. Todo en él se ha vuelto prolífico, inagotable. Nos confiesa: «Llegaré a tener la nobleza de no volver a escribir. Pero la mano aún repta silenciosa sobre el papel, sin poder evitarlo». Como a Hölderlin en Tubinga, la locura les hace escribir sin asomo de saciedad.

VI. La genialidad en LPM se ve desgarrada por la pérdida de organización del lenguaje, por el destello desmedido de lucidez: encontrarle a él en la dispersión del sentido y de su identidad, es el acto del poema y de su poética. Porque LPM fue absolutamente libre en lo poético, única forma de serlo en realidad. Se desvinculó de palabras e ideas cuyo significado poético había sido decidido rigurosamente de antemano. Libre en su doblepensar orwelliano, contradictorio, repetitivo y adoctrinante a su modo y para sí. En él, la escritura fue una cuestión de autodisciplina, de exageración del mundo y de control de la realidad.

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Aitor Francos (Bilbao, 1986) ha publicado Igloo (Renacimiento, 2011; XIV Premio Surcos), Un lugar en el que nunca he escrito (Renacimiento, 2013) y Libro de las invitaciones (Baile del Sol, 2013). Ha aparecido en revistas como Turia, Zurgai, Ex-Libris, Piedra de Molino, El Alambique y Nayagua, entre otras.


dossier: Javier Alonso Prieto. Literatura orgánica contra realidad

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LITERATURA ORGÁNICA CONTRA REALIDAD En lugar del hijo: postmodernidad, parodia y terror en Leopoldo María Panero Javier Alonso Prieto

La cultura es quizá la forma más refinada del filicidio. Leopoldo María Panero, apócrifo

.La literatura de género como nuevo orden La narrativa de un poeta suele clasificarse como prosa lírica. En Leopoldo María Panero podríamos aceptarlo en Papá dame la mano que tengo miedo (2007), pero no en el caso de En lugar del hijo (1976), donde el poeta apuesta por la literatura de terror, libro incluido en los Cuentos completos que preparó Túa Blesa para Páginas de Espuma en 2007 y que ahora, tras la muerte del autor, se reeditan. Estos cuentos son un afortunado corpus que dan una muestra muy variada de las posibilidades y modelos del relato genérico, además de mostrar al autor como un escritor postmoderno que se apropia del género fantástico de terror renovándolo a través de la literatura orgánica y de su uso de la parodia. El terror de LMP no es sino un macabro juego. Con él como artificio literario, despliega una intencionada maraña de símbolos que han de tejer el horror, para que el espeluznamiento que contamina el pathos del lector sea mayor que el que sus velados ojos perciben en cada pestañeo. Lo siniestro del día a día aparece sublimado, el homo normalis aprende a no mirarlo, sus anteojeras sociales no le permiten levantar las máscaras que danzan a su alrededor, sólo un sujeto disociado es capaz de experimentar la realidad fragmentada. La fantasía no es una puerta a otra dimensión, no son mundos imaginados, ni fabulaciones sobre órdenes distintos; el relato fantástico, el cuento de terror, asusta en tanto que niega la quimera social, dispone encima de la mesa de disección un reflejo social que hay que mutilar para poder acceder a todo aquello que esconde. La pretensión de LMP es pues acabar con la realidad imperante, en tanto que cons-

tructo; no es un escritor que prevea que sus palabras vayan a desencadenar un motín social, sino que su intención revolucionaria es ofrecer a los lectores un nuevo prisma ante la verdad. Por eso Panero es un escritor subversivo en la línea de la filosofía de la sospecha, podemos entenderlo como un epílogo de la estirpe de Marx, Nietzsche, Freud, la escuela de Frankfurt o el postestructuralismo. Panero considera que el misterio y terror son el género por excelencia para dar cuenta de la multiplicidad epistemológica que contiene nuestro universo. La Verdad se fragmenta cuando uno se aproxima desde un género que en su argumento introduce fenómenos que escapan a la lógica y a la razón humana: «La literatura es, pues, el sacrificio ritual del sentido y es, por tanto, una apuesta con la locura. Ahí radica su famosa función transverbal»1. Asimila esa distorsión y la aprovecha para presentar su particular deformación de la Realidad, mostrándonos otra verdad. En el estudio Fantasy. The literature of subvertion, Rosie Jackson ya planteó que lo fantástico contiene una sospecha hacia la cultura. Esa discordancia señala, pues, lo reprimido culturalmente. David Roas lo entiende así cuando escribe: «La literatura fantástica deviene un género profundamente subversivo, no ya sólo en su aspecto temático, sino también en el nivel lingüístico, puesto que altera la representación de la realidad establecida por el sistema de valores compartido por la comunidad al plantear la descripción de un fenó1. Panero, L.M., Visión de la literatura de terror anglo-americana, Felmar: Madrid, 1977, pág. 13.

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meno imposible dentro de dicho sistema».2 En lugar del hijo es, entonces, una resistencia literaria a la visión unívoca de la realidad social asumida intersubjetivamente y nos muestra situaciones terrorífico-fantásticas que hacen manifiesta la ruptura individuo-sociedad. La parodia como resultado de la teoría de la literatura El manierismo que proyectó LMP en sus relatos, mostrándose gran conocedor de las obras de Lovecraft, Huysmans, Bierce y Poe, así como de una gran tradición literaria fraguada a los márgenes de la literatura dominante, tiene una doble adscripción. Por un lado será una muestra más de su apuesta por la literatura orgánica, en la que el autor y su concepto romántico de originalidad y creación ex nihilo desaparecen, en oposición a quienes hacen de la lectura un acto de expropiación intelectual. La parodia, la cita, el plagio y la intertextualidad son los preceptos de esa literatura orgánica, en la que sin duda destaca el conde de Lautréamont, del que Panero siempre se ha mostrado deudor, como da fe su poema «Teoría lautreamontiana del plagio», o su mención en la introducción a su antología Visión de la literatura de terror anglo-americana. Por otra parte, aunque subyacente a esta primera, tenemos al LMP teórico que a esa literatura primaria suma la literatura secundaria y académica de autores como Freud, Lacan, Bataille, Derrida o Deleuze, quienes le permitirán transmutar en ficción sus ideas bien asentadas de crítica social y teoría literaria. Panero defendía que la única crítica posible de la poesía es un poema en sí. De este modo la crítica que ejerce él es a través de la literatura misma, la narrativa en este caso, a la que dota de un buen aparato crítico que le sirve para acometer certeros análisis bajo el tamiz de la ficción del horror. El lugar de LMP no es el de Hoffman en Lo siniestro de Freud o el de Poe en los Escritos de Lacan, sino que planea más bien por encima de ambos, más cercano a Borges que a ningún otro escritor. Utiliza el psicoanálisis y la French Theory como aparejos literarios que le permiten ser uno de los primeros escritores postmodernos en castellano. En 1985, A theory of Parody: The teachings of Twentieth Century Art Forms, de Linda Hutcheon, nos convencía de que la literatura del siglo XX estaba marcada por el uso de la parodia, ya fuera formal o temáticamente. La parodia es una práctica intertextual en la que se realiza un juego de espejos del que no sabemos cómo saldrá el hipotexto que involuntariamente sufre tal experimento. Para que se produzca tal relación tiene que haber por parte del texto especular una consideración de «canonizado» hacia la obra que persigue 2. Roas, D., Teorías de lo fantástico, Arco Libros: Madrid, 2001, pág. 28.

refractar: en unos casos la pertenencia al canon será un a priori que el nuevo texto pretende homenajear o burlar; en otros ejemplos la existencia de una réplica será un argumento que aúpe el texto parodiado. En cualquier caso, la parodia anuncia, exige un nuevo horizonte ideológico, la transvaloración que conlleva una ruptura del género. La crítica y la historia literaria están inscritas en el artificio literario, la parodia se ve definida tanto por la intencionalidad del emisor como por la del receptor, impone la dialogía y la polifonía según Bajtín. La intertextualidad no consiste exclusivamente en un fenómeno de autorreferencialidad artística o literaria, sino que su alcance toca lo real, se produce el resquebrajamiento de la ordenación epistemológica de la sociedad, la perentoriedad del constructo de verdad. Esta desacralización del orden imperante va a tener un desarrollo paralelo en la cultura, y así el agotamiento de los grandes discursos económicos, políticos, sociales e ideológicos mostrará el camino para que en la literatura los grandes hitos dejen de serlo: originalidad, genio e individualidad. Esto va acompañado de la desacralización de los grandes textos, ante los cuales, una vez perdido el miedo, se mostrará sin ansiedad la influencia y se dará un paso más con el plagio. La parodia literaria ha de entenderse como una interpretación de la obra primera o arquitexto; sería pues metaliteratura, saber de segundo grado, crítica y teoría literaria. En la obra de LMP este no es un dato meramente especulativo porque, además de las citas que trufan sus poemas, tenemos ejemplos, en su breve corpus ensayístico, de lecturas que aseveran su capacidad crítica y le autorizan a manifestar su intención de hacer crítica con la literatura. Su obra no es sino la relectura de otras muchas. Así también, tanto los textos que aquí nos ocupan como sus traducciones son el resultado de la interpretación que Leopoldo María Panero da de la literatura de terror: «El terror anunciará ahora ese desgarramiento que separa en este instante lo conocido de lo Desconocido, él dirá lo que se ha callado o se ha hecho callar»3. Su fidelidad al género no es tal en tanto que sabemos la intencionalidad que precede. No es un autor de género, sino un teórico del género que echa mano de la literatura como sistema para presentar su interpretación. La literatura de terror como prisma En los relatos de En lugar del hijo, la familia es origen del terror, y no un ente apaciguador y remanso de tranquilidad y felicidad. Esta es la diana que elige Panero. Así, las madres que nos presenta se sitúan en el centro del terror, son la 3. Panero (1977), pág. 16.


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de Medea, que mata a su propia hija en una momento de enajenación narcótica, la amazona que es madrastra en «Mi madre» y acaba con la vida del narrador tras hacer lo mismo con la del padre, y la de «Presentimiento de la locura», víctima de su singular y perturbador hijo. Junto a la familia, la otra constante de los relatos será la locura y la enajenación narcótica, como ya apuntó Túa Blesa: «la “locura” amenaza o arrastra, como el lector tendrá ocasión de comprobar, a muchos de los personajes de sus narraciones»4. La locura fue una constante en la obra y en la psiquiatrizada vida del escritor, y lo mismo pasa con las drogas, según podemos leer en El contorno del abismo, la biografía de LMP escrita por Benito Fernández. Panero conocía la percepción no restringida, y esto le aproxima más a los personajes de sus cuentos, de la misma manera que ocurre con los padres del género: Maupassant y Poe. Destaca sobre todo esa cuestión endémica en el género que es la oposición entre la realidad, en cuanto asunción colectiva de la existencia, y la desestructuración de la misma que proponen los relatos. Lo extraño domina el efecto de terror. Ese elemento discordante, introducido en una realidad armoniosa, es el protagonista del relato en tanto que

dossier: Javier Alonso Prieto. Literatura orgánica contra realidad

es el encargado de reclamar la atención del lector, no sólo con respecto al texto, que es la primera exigencia de este género, sino de la realidad en la que el lector está inmerso del mismo modo que lo están los personajes literarios. En esta franja fantástica, los cuentos de Leopoldo María Panero se sitúan, por lo general, del lado de lo extraño, allí tenemos acontecimientos que podrán ser explicados desde la asunción de una realidad más amplia, pero muy lejos de pertenecer a un universo maravilloso. Así encuentran su lugar amazonas come-hombres y estirpes misteriosas ajenas a los humanos pero presentes en su realidad cultural. Con el fin de perturbar al lector, se hace patente la crueldad, la complacencia con el mal, con el crimen, y se asumen estados extrañamente enfermizos. La locura es pues uno de los argumentos utilizados para restablecer el orden lógico. Muchos personajes vacilarán siempre aduciendo la posibilidad de ser víctimas de una enajenación transitoria. Aquí podríamos atenernos a las teorías antipsiquiátricas de Laing, en concreto las de su obra The Politics of Experience, donde la multiplicidad de las experiencias ha de ser aceptada para la superación del padecimiento. La fantasía sería una vertiente de la enajenación, que tendría una especial relación con el orden lógico externo, en tanto que forma de relacionarse con el mundo. La fantasía, y por extensión la locura, sería una pieza más en el marco epistemológico que se nos presenta tras la asunción de una realidad poliédrica y que la literatura de terror defiende. Panero es un buen lector de Laing y, ante la conclusión de algunos relatos, esa sospecha se cierne en muchas ocasiones, pero al final siempre es desdeñada, manifestando la existencia de otras parcelas del conocimiento sin sintonía con la razón humana y, socialmente, igual de proscritas que la locura. Esta perspectiva en torno a la fantasía extraliteraria nos sirve de bisagra entre nuestra aproximación al género de terror y el espacio dedicado a la postmodernidad como nuevo cambio de paradigma, en el que sin duda la teoría de Laing tiene cabida en una nueva conceptualización de la realidad. Pero esta puerta que se nos abre puede ser problemática para nuestros análisis literarios, ya que entonces siempre cabe la posibilidad de que la locura no sea una «causa externa» que en las historias fantásticas salva la integridad armoniosa de la realidad, sino que tendríamos que entenderla como fuente disonante de la misma.

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Javier Alonso Prieto (Ávila, 1981). Profesor de secundaria. Como crítico literario ha colaborado en revistas como Clarín, Subverso, elcuaderno, Castilla o Quimera. En la actualidad trabaja en una tesis doctoral

4. Blesa, Túa, «Relatos de muertos», prólogo en Leopoldo María Pa-

en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es coguionista de un

nero, Cuentos completos, Páginas de Espuma: Madrid, 2007, pág. 10.

radioserial sobre la vida de Bessie Smith para 33series producciones.

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LEOPOLDO MARÍA PANERO, PERSONAJE DE CINE Agustín Calvo Galán

.Únicamente Isabelle Huppert es capaz de encarnar a una mala madre, una madre desquiciada tras el fallecimiento de su marido, capaz de pervertir y llevar hasta la locura a su hijo; únicamente ella puede decirle «si me quieres tendrás que admitir que soy repugnante» con naturalidad y convicción malsana, tal y como lo hace en una perturbadora escena de la película Ma mère (2004), dirigida por Christophe Honoré, versión cinematográfica de la novela homónima de Georges Bataille1. Qué diferentes resultan esta mère de Bataille interpretada por la Huppert, y Felicidad Blanc, elegante, dulce y fiel esposa de Leopoldo Panero, que mantenía una entrañable amistad epistolar con Luis Cernuda, mientras su marido era uno los poetas reconocibles del régimen franquista; madre abnegada, tras el fallecimiento de su marido, de la prole de los Panero: Juan Luis, Leopoldo María y José Moisés –Michi–. Qué diferentes parecen y cuántos paralelismos quiso ver Leopoldo María entre ambas, en ese juego entre fabulación y realidad bajo el que velaba su biografía. Son varias las referencias que hizo en su propia obra a la novela de Bataille, como en Prueba de vida, autobiografía de la muerte2, donde narra: «Como en la novela de George Bataille, Ma mère, hay una trastocación de los valores. El padre es alcohólico, bestial, fascista y putañero: pero cuando se muere, aparece la madre que hace daño en silencio». Así, estas dos madres se unen en la obra del mediano de los Panero, y no sólo en su obra, sino también en cómo él mismo quiso recordar su vida. Y es que la madre, no como cliché de ser angelical e inalterable, portador de dicha, sino como ser complejo, admirable y despreciable al mismo tiempo, es uno de los grandes temas que plantearon las inclasificables películas El desencanto y Después de tantos años. Como muy bien dice Eugenio García Fernández: «Es posible que nunca en la literatura

española se haya llegado tan lejos en la destrucción de un tabú»3. Es así como el contraste entre la mère de Bataille y el ideal de madre se despliega ante nuestros ojos en la película documental El desencanto (1976) de Jaime Chávarri, protagonizada por Felicidad Blanc y sus tres hijos. El argumento es muy sencillo: muerto el paterfamilias en 1962, personaje de piedra en la película –que es mostrado metafóricamente, tanto al inicio como al final, como la escultura envuelta y amordazada, el monumento que la ciudad de Astorga quiere dedicar a su hijo predilecto–, la mujer y los hijos relatan sus vivencias familiares. La idea de la película, según ha explicado en varias ocasiones el propio Jaime Chávarri4, surgió de la amistad entre Michi Panero, Elías Querejeta (que, a la postre, sería el productor) y el director, a quien se le encargó, en un principio, la realización de un cortometraje. La filmación duró un año y medio, entre 1974 y 1975, en plena transición política; y a medida que iban filmando y acumulando material, el cineasta madrileño propuso realizar una película documental, a la que se añadió la presencia Leopoldo María no sin ciertas reticencias. Su estreno estuvo rodeado del aura que proporcionaba haber sido una de las últimas películas en las que había intervenido la censura franquista y la sospecha, negada siempre por Chávarri, de que no se habían incluido algunas confesiones especialmente escabrosas. Por tanto, tuvo una repercusión excepcional para una producción de estas características, tal vez porque no sólo destapaba las intimidades y las contradicciones de la familia del poeta Leopoldo Panero (hermano a su vez del también poeta Juan Pane3. En el prólogo a Poesía 1970-1985, de Leopoldo María Panero (Vísor, 1986), pág. 10. 4. Como, por ejemplo, en la tertulia posterior a la emisión de El

1. George Bataille, Mi madre (Tusquets , 2011).

desencanto en el programa Versión española de TVE, emitido el 5 de

2. Huerga y fierro (2002), pág. 41.

febrero de 2013.


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dossier: Agustín Calvo Galán. Leopoldo María Panero, personaje de cine

Agustín Calvo Galán (Barcelona, 1968). Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Barcelona. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía Poemas para el entreacto (Jirones de azul, 2007), A la vendimia en Portugal (Amargord, 2009), Proyecto desvelos (Babilonia, 2012) y GPS (Amargord, 2014). Su poesía visual ha sido recogida en diferentes antologías como Poesía visual española (Calambur, 2007) y Esencial Visual (Instituto Cervantes de Fez, Marruecos, 2008). Además, ha realizado exposiciones de sus poemas visuales, entre las últimas: Proyecto Desvelos, Ex!poesía y 10 años de poesía visual.

ro), en el momento en que todo podía ser puesto en duda gracias a las libertades que se iban recuperando; sino que además –paradójicamente, como toda gran obra–, para algunos venía a representar la decadencia final del régimen franquista, mientras que para otros sería una de las primeras manifestaciones de la decepción que crecía en ciertos sectores sociales e intelectuales antifranquistas debido, en gran medida, a que los esperados cambios políticos se estaban desarrollando desde la falacia de la reconciliación y sin un ruptura auténtica con la oligarquía del antiguo régimen. El desencanto se puede considerar el primer reality audiovisual –un reality avant la lettre; después vendría Ocaña, retrato intermitente (1978) de Ventura Pons–, producido en una España aún pacata y naíf, no acostumbrada a que los trapos sucios de una familia se expusieran públicamente. Por otro lado, la película destila una tremenda tristeza cáustica: mientras la madre recuerda un tiempo perdido y aparentemente feliz, los hijos juegan a la impostura intelectual, hasta cierto punto llena de comicidad, intentando alejarse el máximo posible de los postulados estéticos y políticos de sus progenitores; por añadidura, discuten entre sí y se resisten, frente a la versión materna de los hechos, a recordar el pasado como tiempo feliz, destapando las contradicciones entre la imagen oficial de su padre y la realidad autoritaria que imponía en la vida familiar. En la primera parte, el testimonio más jugoso es de la madre, quien nos relata, casi inconscientemente, sus celos ante la relación de íntima amistad que mantenía su marido con otro de los poetas de la época, Luis Rosales. La aparición de Leopoldo María Panero, en la segunda mitad, viene a introducir elementos especialmente perturbadores, planteados como el gran conflicto familiar. Es sabido que las relaciones paterno-filiales forman parte de la historia universal de la literatura y normalmente es la figura paterna contra la que se construyen las identidades de los hijos. En El desencanto nos encontramos, además, con un ataque directo a la figura materna, caso bastante insólito

en la literatura hispana, como se ha dicho. Así, en la famosa conversación filmada en el jardín del Instituto Italiano de Madrid, Leopoldo María acusa a su madre de haberlo internado, innecesariamente y contra su voluntad, en diferentes manicomios a raíz de sus escarceos con las drogas y de un intento de suicidio. Felicidad Blanc soporta y rebate, con estoica elegancia y cierta ironía, las afirmaciones de su hijo, que la sitúan a ella en el inicio y causa de sus trastornos mentales. Ahí, frente a las cámaras, comienza la leyenda del poeta maldito. La segunda película protagonizada por la saga de los Panero, Después de tantos años (1994), pasó mucho más desapercibida. Dirigida por Ricardo Franco –uno de los malditos del cine español–, retoma la película de Jaime Chávarri y vuelve a dar la voz a los mismos personajes, salvo a la ya por aquel entonces fallecida Felicidad. Rotos los lazos familiares que la madre había intentado preservar, los hermanos Panero realizan un ejercicio de desgarro fratricida, donde el paso del tiempo, la enfermedad, la enajenación, el desmoronamiento físico, la incomprensión y el egocentrismo de cada uno de ellos crea un retrato triste y desesperanzado, en el que hasta la rivalidad literaria toma forma cainita. No obstante, Ricardo Franco supo llenar la película de belleza, como contraste a la sordidez de lo expresado por los protagonistas, con música e imágenes de gran plasticidad; y usó el color en contraposición al blanco y negro de El desencanto, película de la que incluye fotogramas y con la que juega como recurso perfecto para propiciar el diálogo de los protagonistas con su pasado. Los tres hermanos quisieron, expresamente, aparecer por separado. Es más, durante el rodaje ninguno quiso saber lo que decían los otros5. De ahí que el gran trabajo del director, que tampoco contó con guion, fuera convertir –de 5. J. Benito Fernández, El contorno del abismo, vida y leyenda de Leopoldo María Panero (Tusquets, 2006), pág. 334.

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dossier: Agustín Calvo Galán. Leopoldo María Panero, personaje de cine

manera muy meritoria, por medio del montaje– todo el material filmado en una película llena de coherencia y secuenciada continuidad. El conflicto paterno-filial planteado en El desencanto permanece aquí no sólo en los reproches que los hijos le siguen haciendo al padre autoritario, sino con una nueva vuelta de tuerca en torno a la figura materna. Así, cada hermano relata muy descarnadamente su versión de la enfermedad y el fallecimiento de Felicidad Blanc; en cuyo entierro, ante el estupor de los presentes, Leopoldo María –tal vez recordando Ordet de Dreyer– quiso besar en la boca el cadáver de su madre para devolverla a la vida. El psicodrama familiar llega así a un punto culminante y circular: la madre odiada es, al fin, también amada. Leopoldo María había aparecido brevemente al principio de la película, leyendo un poema de su libro Poemas del manicomio de Mondragón (Hiperión, 1987) y después, hacia la mitad, reaparece recorriendo el psiquiátrico guipuzcoano y mirando de manera desafiante, directamente a cámara, con una intervención demoledora sobre su propia situación como interno, acusando a la institución que lo acoge y, por generalización, a la sociedad y a España entera de manera paranoica, de haberlo intentado envenenar en varias ocasiones –uno de los tantos paralelismo que se pueden establecer con su admirado Antonin Artaud–, mientras el director utiliza imágenes de una película clásica sobre Frankenstein como ilustración del monstruo incomprendido que debe alejarse de la sociedad para no ser aniquilado. Otros momentos memorables los proporcionan la lucidez y coherencia de su discurso sobre la locura y sobre los locos, a quienes trata con desdén irónico, aborreciendo lo desagradable de sus comportamientos y sus personalidades repulsivas, pero asumiendo su capacidad de comprenderlos y de compartir con ellos su estancia en el infierno. Así, una de las mejores conclusiones de la película la encontramos cuando, refiriéndose a sus compañeros de psiquiátrico, dice: «Lo que han descubierto con mi caso es que la locura no es irreversible». Al fin, Ricardo Franco, sin tomar nunca partido por ninguno de los Panero, consigue reunir a dos de los hermanos, Michi y Leopoldo María, en el cementerio de Astorga, donde se encuentra la tumba familiar, único momento de cierta reconciliación con el pasado que se permiten los protago-

nistas, para a continuación conducirnos, junto a ambos, por las ruinas de lo que había sido su casa familiar en Castrillo, Astorga, donde habían pasado los veranos de su infancia. Llegados a este punto, nos puede parecer extraño que se le haya aplicado el adjetivo «maldito» a un poeta que había tenido gran presencia en los medios de comunicación, tanto literarios como generalistas, que había participado en tertulias radiofónicas y programas de televisión como el popular Crónicas Marcianas de Tele5, que había publicado su obra poética desde muy temprano y con cierto éxito, que había sido seleccionado en la más difundida y controvertida antología de su generación, los Nueve novísimos de Castellet (1970) y que, por añadidura, había participado en dos películas documentales sobre su familia. Parece extraño hasta que nos topamos con el personaje que podemos ver crecer en ambos films; así como ante otras de sus interpretaciones en la realidad: de revolucionario en Madrid, de suicida en Barcelona, de santo bebedor en París, de porrero en Tánger, de sableador de amigos en Valencia, Zaragoza o Las Palmas, de desgraciado en Mondragón; en definitiva, de escritor genial, de enfant terrible de las letras españolas y de forjador, entre leyenda y paranoia, de la representación de su vida. Lo que nos lleva a preguntarnos, sin querer buscar realmente una respuesta, si nos encontramos en su caso ante una locura real o más bien, como se ha repetido en muchas ocasiones, ante una fascinación literaria por la demencia, donde la presencia de una madre odiada y amada proporciona sustancia enajenante y coherencia a su relato biográfico. En cualquier caso, como toda persona pública, podemos entender que se mostrara desde el rol que él mismo se había creado y que utilizara la locura como recurso creativo al límite con el que jugó y se jugó la existencia. En definitiva, ambas películas son un conjunto fílmico raro y excepcional, en el que la presencia de Leopoldo María nos produce una mezcla familiar de admiración y desagrado; y, por encima del personaje excesivo, dibujan un perfil generacional de las esperanzas y los desencantos de la sociedad española contemporánea, pues el reflejo deformado que nos devuelve el espejo de la locura puede ser –como propusieron y exploraron desde el Marqués de Sade a Peter Brook, pasando por Joaquim Jordà– una representación genuina de nosotros mismos.

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dossier: Entrevista a Fernando Arrabal

El cielo raso

ATAQUE ZARATUSTRA Entrevista a Fernando Arrabal Por Iván Humanes

.¿Qué apertura de ajedrez asignaría a Leopoldo María Panero? La «apertura chocolate» (o «ataque Zaratustra»): 1. f3... 2. Rf2. Me apasionan las matemáticas y el ajedrez. Intentan aclarar el misterio de la confusión y el azar. Como el Papa Benito que, aterrado por sus dudas, tuvo que dimitir en 2013 (ver mi texto premonitorio1). «Este país es un manicomio, ¿no?», se preguntó Panero en la que sería su última entrevista... Todos lo son. Incluso con don Quijote. Pero nuestras bromas fundadoras, como la del apóstol Santiago, son aún más divertidas. El dios Pan es tan omnisciente que coloca los helipuertos donde aterrizan los helicópteros. En su Diccionario pánico dice del genio: «El genio con ingenio contempla la vida como un juego». ¿Cómo contemplaba la vida Panero? En su visita a París trató, según dijo el propio Panero, de vernos a Lacan y a mí. Menos mal que no fue testigo del momento en que la hija del psy (de cinco años) intento matarle con botas de siete leguas. ¿A Panero le molaba el postismo? Le «molaban» (no sé si empleo correctamente esta palabra) todos los ismos. Y desde sus inicios, incluso el realismo soviético.

1. http://laregledujeu.org/arrabal/2012/07/11/3169/je-crois-parceque-cest-confus-credo-quia-confusum-arrabalesque-et-boson-de-higgs/

Dijo Federico Utrera que usted dijo (y así se publicó en el diario El Mundo en 2006) que Leopoldo María Panero era el mejor poeta que vivía en España... Probablemente hay que intentar no arroparse con lo de andar por casa. Somos de Destierrolandia. Si el ratón fuera una rata: ¿le besaría la rata en que se volvió? ¿Se trató, en el caso también de Panero, de «alejarse de los monos de imitación, de las langostas de la manada y de las charlotadas»? Es fácil alejarse. Las manadas carecen de memoria y los monos de sabios. ¿Es la locura hija de la confusión? Es tan ilusoria como la cordura. Otra: «Se volvió loco en el zoco para no enloquecer». El que se mete en el agua evita mojarse. Rescate de la memoria algún verso de Panero. El silencio es el mejor homenaje. Me gusta cuando «sueña que ha vivido»... Panero era autista de niño, como Einstein. Pánico autista. Como Wittgenstein... al que llama «filósofo centroeuropeo». La golondrina retorna incluso si está de vuelta de todo ¿Cree que puede medirse la hora que marcaba el reloj de Panero? ¿Acaso no es un sabotaje a las leyes físicas?

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dossier: Entrevista a Fernando Arrabal

El cielo raso

Ilustraciones del dossier: Susana Pozo ©

Exactamente: la hora que lleva la liebre de Alicia. El éxito es como el tiempo, rotatorio y aleatorio. Los caracoles, ¿son eyaculadores precoces? Usted, que ha hablado con Dios desde una cabina de teléfono de Toledo, ¿ha hablado con Panero? Sólo en sueños. Dios es más accesible como Pessoa. Si Dios fuera tuerto sólo habría cinco mandamientos. Una cucaracha recorre el jardín húmedo… ... como modelo de amor loco. Si Lady Gaga ganara el Nobel, ¿tendría que leer los libros que firma?

¿Las blasfemias anti-Panero se la chupan? El Marqués de Sade sabe mucho de blasfemias cuando se niega a hablar de felaciones. Después de recorrer los arrastraderos del obscurantismo, ¿atravesamos los senderos de la mistificación luminosa? ¿Qué es el destino? Panero: «Es un perro que ladra». Creo que es un caballo loco. ¿Es cómo bailar con un rapero tartamudo? ¿Arrabal? El Pan nuestro de cada día... lleva el código de barras.

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La vida breve

Clara Obligado. El efecto coliflor

El efecto coliflor Clara Obligado

Por desgracia, el mundo no ha sido diseñado para la comodidad de las matemáticas. B. Mandelbrot Quizá lo que nos induce a error es, precisamente, la sencillez del asunto. E. A. Poe, La carta robada Para Lola López Mondéjar

.El detective O’Brien cerró la heladera Siam que le había regalado su esposa. Todavía le daba vergüenza reconocer que se había enamorado de un electrodoméstico, pero más vergüenza le había dado que su mujer, una vez más, le hubiera leído el pensamiento. Así son ellas, pensó, ante su Amalia era difícil esconder nada. No me necesitas, le había dicho al partir. Pero, por las dudas, te he comprado una Siam. Hay varios escabeches en la despensa, puedes alimentarte hasta que aprendas a cocinar. Y, antes de partir, le dio la única explicación que el detective escucharía de labios de su esposa: no quiero pasar la vejez a tu lado. Cosas de las mujeres maduras, pensó el detective O’Brien, y se mintió: volverá. Amalia, su querida Amalia, siempre había estado allí, ocupada en sus labores. Paciente ante las largas disquisiciones sobre cada uno de sus casos. Más que triste, los primeros días de soledad se sentía desconcertado. En la cama se acurrucaba, como siempre, a la derecha, mirando hacia la pared, pero pronto se animó con esa línea de frontera que está en medio del colchón

y, al conquistar el territorio ajeno, descubrió que descansar despatarrado y solo era lo mejor que le puede pasar a un hombre. Luego conoció la maravilla de procrastinar, o sea, de dejarlo todo para mañana. De entrar en la cocina con los zapatos con barro. De pisotear la ropa cuando salía del baño, la toalla húmeda en el suelo. De no bajar la tapa del inodoro, de picotear a deshora. En esta tarde de sábado, el cielo encapotado era un pretexto para no salir. Todavía en piyama se dispuso a escuchar el fútbol sin controlar el volumen, dedicaría el resto de la tarde a leer el periódico. Ahora que nadie lo molestaba podría, a la nochecita, volver al caso de ese asesinato sucedido hacía siglos y que nunca había logrado solucionar. Podría, si era necesario, regresar a esas pensiones de provincia en las que tanto le gustaba recluirse para perder el tiempo, emborracharse en un bar solitario y reincidir en pistas que no lo llevaban a ninguna parte. Podría, por fin, hacer todas las especulaciones del mundo en voz alta sin que Amalia empezara a protestar. Porque esa costumbre, exactamente esa costumbre obsesiva, había sido

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el principio del fin. «Lo único que te importa es el trabajo», le había dicho ella. «Yo sola en casa todo el día y, cuando volvés, tengo que aguantar la misma cantinela. Quién lo mató, quién lo mató, quién lo mató. Me importa un pito quién mató a Héctor Lejárrega, ese caso está cerrado». Al principio su Amalia no era así. La había conocido al comienzo de su carrera como detective, en un pueblo perdido de la provincia de Buenos Aires. Era una criolla animosa que tanto sabía bordar como degollar un cordero, contundente sin llegar a gorda, de ojos húmedos y dulces como los de un caballo, el pelo recogido en una coleta que, cuando caminaba, se balanceaba como un péndulo. Era muy inteligente. Había aprendido a leer, a hacer cuentas e incluso había terminado el colegio, cosa extraña para las mujeres de su condición. Cuando se casó con un detective, Amalia había sentido que tenía el mundo por delante y que ascendía varios peldaños en la escala social, los mismos que la madre de O’Brien opinaba que su hijo estaba bajando. Y luego ese caso tan vistoso, que les hizo soñar que se habían ganado la lotería, porque los diarios estuvieron dándole vueltas y más vueltas durante meses. O’Brien, como casi todos los de su oficio, era un obsesivo grave. Llevado por el ansia meticulosa de que nada se le escapara, había juntado toda la documentación sobre el caso Lejárrega, diario sobre diario, folletos inconcebibles, fotos y artículos de la época, hasta llenar toda la habitación del fondo de papel y polvo. Y ese era, justamente, el espacio donde Amalia había soñado poner la cuna del bebé. Ahí se escondía O’Brien durante su tiempo libre, repasando mil veces los hechos: que si el vestido blanco de la esposa estaba manchado, que si la institutriz tenía cara de sospechosa, si el hermano menor se beneficiaba con la herencia. Que si el revólver estaba en una posición extraña. Que sí, que no. La verdad, había rubricado Amalia con su apabullante sentido común, la verdad es que cualquiera podría haber matado a ese hijo de puta. Cuando el caso se cerró, dando por válida la hipótesis de suicidio, Amalia, que

lo había escuchado hasta el aburrimiento, intentó consolarlo de su fracaso pero, pasados unos meses, decidió que era el momento de cambiar de tema. No fue así. Y monótonos, pasaron los años. Un día, cuando el detective O’Brien llegó de trabajar, encontró a su Amalia sentada en la cocina, con una valijita de cuero atada con un cinturón, la misma con la que había traído su ajuar de recién casada. Llevaba el tapado puesto, el sombrero sostenido con su alfiler y, en medio de la cocina aparecía, oronda como una gallinita, una heladera nueva. ¿Y eso, dijo O’Brien? Con absoluta indiferencia hacia el quid de la cuestión, Amelia le respondió: «es una Siam de segunda mano, en muy buen estado. Te la dejo funcionando», añadió, mientras se ponía los guantes. «Seguro que ella es más paciente que yo. Cuéntale a ella tus historias». Luego le dio un beso en la mejilla, y le volvió la espalda. Al verla atravesar la puerta y alejarse por el caminito del jardín, al verla abrir la verja que la llevaba a la calle, el detective la recordó vestida de blanco, sus caderas redondas avanzando por el centro de la iglesia. Amalia garrafa de gas, tan poco aérea, tan real. Y ahora, su lugar vacío en la cama. Oyó ronronear la heladera y sintió un escalofrío de ternura. Calla, querida, calla, que yo no te voy a abandonar. La heladera, con su porte compacto, su manija suave y curva, donde la mano podía apoyarse con tanta comodidad como sobre las caderas de Amalia. Los hombros blancos y redondeados, un diseño precioso. Abrió la puerta con delicadeza y sacó el sifón, luego fue a encender la radio. Atardecía. A lo lejos rodaba una tormenta, tableteaba el postigo de la ventana. «Viento del Este, lluvia como peste», dijo en alto, y recordó que esas frases sobre los fenómenos naturales eran típicas de su mujer. Qué nostalgia. La época en la que él era un hijo de irlandeses seguro de sí mismo, ¡el hijo del dentista! Un poco bajito, es verdad, pero con ojos claros y todo lo que eso significa. Noches de borrachera con sus amigos y paseos en sulky, la timidez ante esa mujer sensual de melena oscurísima, esa primera noche de casados, cuando llegaron a la casa y ella,


La vida breve

sin ningún pudor, se quedó frente a él como Dios la trajo al mundo, su deseo nunca satisfecho de tener un hijo, los días tranquilos con sus noches efervescentes, la piel de Amalia, suave y fresca, tan agradable los días de calor, las tardes monótonas de «quién lo mató, quién lo mató, quién lo mató». Todo se lo había llevado el viento, se dijo, mientras oía las primeras gotas golpear contra los cristales. Apagó la radio. Entonces el vientre fértil de la heladera Siam se sacudió, volvió a arrancar el motor. Querida. Querida mía. ¿Y si volvía sobre los apuntes del caso Lejárrega? ¿Por qué justo ahora, si estaba por jubilarse? Recordó la noche en la que llegó a casa con sus notas y Amalia, mientras lo escuchaba embobada, le cebó un mate. Recordó que luego hicieron el amor, y ella, con la cabeza de él sobre el vientre, le acarició el pelo como si fuera una criatura. Recordó cómo, detalle a detalle, se lo había contado todo. Recordó, por fin, el arrebato de felicidad que le producía que la primera investigación fuera tan vistosa, que su nombre, un día sí y otro también, apareciera en los diarios. Era ya muy tarde cuando Amalia, en camisón, se levantó y decidió preparar algo, no habían cenado y estaban muertos de hambre. Sacó una coliflor y, con sus manos pequeñas y morenas, separó las hojas grisáceas y carnosas, grandes como pañuelos. Luego, con un cuchillo de carnicero, ¡zas! partió la cabeza por la mitad. El joven detective O’Brien, con el pelo revuelto y las mejillas todavía rojas, estaba sentado en la cocina, admirando la decisión de esos brazos. Amalia, con los ojos como ascuas, volvió a levantar el cuchillo sobre la coliflor, sus pechos se bambolearon. –¡Un momento! El cuchillo se detuvo, el balanceo también. O’Brien, alucinado, sintió que se mareaba. Sí, había tenido una revelación. Ahí mismo, en calzoncillos y en la cocina, frente a la coliflor partida, había comprendido todo: la estructura del universo, el tejido del cerebro, el camino de los nervios, las venas, el crimen. Sí, se dijo, en un ataque de exaltación casi mística, tiene que haber sido así, todo se repite a diferente

Clara Obligado. El efecto coliflor

escala, había atisbado el ojo del universo en una coliflor, el tallo grueso que se separaba en conglomerados idénticos hasta formar una cabezota semejante a una nube y así, hasta el infinito. ¡El plano de todo lo creado! Sólo había que desandar el camino, atravesar la masa confusa de ramificaciones idénticas y regresar al tronco principal, si desandaba el camino llegaría a la verdad. O sea, la solución del asesinato de Héctor Lejárrega. Lleno de emoción, desarrolló su teoría del universo ante los ojos somnolientos de su esposa. Pero Amalia, que revolvía una salsa blanca con mucha nuez moscada, en lugar de aplaudirlo, simplemente le respondió. –No es así, mi querido, no es así en absoluto: todo es un caos, nada tiene ni pies ni cabeza. Los caminos no existen. Y es mejor que vayas poniendo los platos. Peló un ajo y rehogó la coliflor antes de meterla en el horno, luego añadió pimienta y sirvió. Pero, pese a su escepticismo en las ideas de su esposo, Amalia siguió dedicando las noches a planchar mientras escuchaba las teorías sobre el famoso asesinato en la clase alta, divertida cuando se hablaba de un modelito, cuando se describía una casa de lujo o paladeando mates que se azucaraban con apellidos rimbombantes. Incluso, en su afán por colaborar, llegó a comprarle a su esposo la colección completa de El séptimo círculo y, leyendo novelas policíacas hasta el punto de la indigestión, O’Brien se convenció por fin de que todo podía explicarse. Una noche, cuando le zurcía una camisa, Amalia soltó: –¿Y si el muerto no fuera el final, sino el principio de todos los problemas? He estado leyendo esas novelitas tuyas y ya entiendo cómo están hechas: primero se busca un muerto y se lo pone en las primeras páginas, después, un culpable, que aparece en las últimas y, con esos dos datos bien plantados, se enreda una madeja durante doscientas páginas. Es un buen truco, pero en la vida no sucede así. La muerte es puro azar, querido mío, la muerte juega a los dados. A O’Brien lo desconcertaban tanto los razonamientos de su mujer que trataba de concentrarse en esos brazos siem-

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pre activos y morenos para que no lo contaminara con sus puntos de vista. ¿Desde cuándo leía tanto? –Al fin y al cabo, lo importante no es quién mató a quién, siguió Amalia, cortando un hilo con los dientes y, sin levantar los ojos de la costura, añadió: lo importante es qué sucedió con toda esa pobre gente que se quedó viva, qué les pasó después. Lo importante no es la solución de los enigmas, sino la vida de todos los días. Y no te quedes ahí pasmado. Mientras el detective secaba los platos, oyó la vocecita de Amalia que, mirando complacida su zurcido, pontificaba: –Todo está a la vista, pero nadie lo ve. Esa noche el detective soñó con nubes que tomaban la forma de la masa blanquecina y apelmazada de la cabeza de la coliflor. Salió de sus recuerdos porque, como si estuviera un poco celosa, la Siam dio un corcovo y el motor volvió a arrancar, era tan fuerte la lluvia que la casa parecía la cápsula de un submarino. En el jardín, las ranas croaban enloquecidas. ¿Y si Amalia tuviera razón? ¿Y si el mundo, el universo entero, no fuera más que un lugar sin lógica? Rascándose la entrepierna con una fruición que hubiera crispado a su esposa, fue a buscar los papeles de la época. Quizá hubiera algo que se le pasó por alto en los datos aleatorios, quizá una pequeña variación. O, justamente, lo que estaba fuera de marco. Fue a prepararse un café. Rachas de lluvia rebotaban contra el empedrado, del pequeño jardín llegaba el gorgoteo atragantado de los canalones. Estaba añorando las tortas fritas que Amalia hacía los días de lluvia cuando un trueno hizo que se le cayera la tacita, esparciendo por todas partes una constelación de café. Limpió un poco y trajo los periódicos del día del asesinato y los de toda la semana posterior, los amontonó sobre la mesa. Una manchita de café sobre la puerta de la Siam daba la apariencia de un coqueto lunar que sonreía sólo para él. Si hubiera estado Amalia, ya se estaría quejando del desorden, la Siam, en cambio, mantuvo su ronroneo isócrono en el que el detective quiso ver un gesto de complicidad. ¡Ay, bonita! Y, por primera vez, se dio

cuenta de que estaba piropeando a una heladera. Repasó el diario de la época del asesinato. La inauguración del obelisco, la ópera en el Colón, los incidentes de los cantantes, la muerte misteriosa de Héctor Lejárrega. Anuncios, política, necrológicas, casamientos, humor. Cines del centro. Amalia hubiera dicho: ¿quién sabe cuántas cosas más pueden haber pasado en ese día, y que no salieron en el periódico? ¿Por qué tienen que ser justamente esas las importantes? ¿Quién lo decide? A pesar de la tormenta, esa noche hizo muchísimo calor, y la calle, convertida en un lodazal, brillaba mortecina a la luz de las farolas. O’Brien decidió no ir al bar a jugar al dominó con los muchachos. Como el dormitorio estaba sofocante, arrastró su colchón a la cocina, donde corría un poco de aire, era ya de madrugada cuando se dio cuenta de que ni así podría dormir. Miró la heladera que, alumbrada por los faros de los coches, aparecía y desaparecía como iluminada por un faro. Los objetos cotidianos, ese olor a guiso incrustado en las paredes. Qué protector, qué relajante. Pero hacía tanto calor… ¿Y si…? Tenía el pecho desnudo, tampoco aguantaba los calzoncillos, el elástico le dejaba en la cintura un camino de sudor, así que se los quitó. Primero fue la duda, luego un rubor casi juvenil, luego la timidez vencida, por fin se decidió a abrir la puerta de la heladera y dejar que, de su vientre expuesto, brotara todo el frío que él era capaz de recibir. Pegó su torso al refrigerador y sintió cómo se le erizaba el vello, la bruma fresca y un rocío alegre se adhería a sus poros devolviendo a su piel una temperatura perfecta. Qué placer. El motor de la Siam pareció despertarse y escucharlo, de pronto él se encontró gimiendo, abrazado a su heladera, gritando ¡Sí, sí! Luego, agotado y húmedo se derrumbó sobre el colchón. Cubiertos de barro, algunos automóviles rodaban todavía sobre el asfalto, se oían los gritos de los borrachos. Era sábado por la noche. Cuando se despertó, un chorro de sol impertinente entraba por la ventana. Ya no hacía tanto calor y ahora, con la claridad de la mañana, descubrió el desastre del café mal


La vida breve

limpiado, el colchón en el suelo, las sillas tumbadas, cientos de papeles por todas partes. Se había dejado la heladera abierta, ya se arrepentiría cuando llegara la cuenta de la luz. Pobrecita, dijo y, en un brote de pudor, estiró la mano para cubrirse con la sábana pero, en lugar de la tela, sintió el tacto del papel de periódico. Entonces, desnudo y relajado como un primate, se puso a leer. Era, justamente, el diario del día de la muerte de Héctor Lejárrega. Lo había estudiado cien veces, había aburrido –ahora lo comprendía– a Amalia con sus disquisiciones. Hasta que una noche ella, con el dedo manchado de harina, cerró los ojos sobre la sábana del papel y, con un tonito hastiado, le soltó: a ver, querido, yo te voy a mostrar quién mató a Héctor Lejárrega, y, cerrando los ojos, dejó que cayera su índice oscuro, su uña roma, sobre un recuadro minúsculo de la sección policial que rezaba así: Se suicida en prisión hombre, posiblemente ruso, detenido en la vía pública por escándalo y ebriedad. Instado por los agentes a identificarse, se resistió a las fuerzas del orden. Cuando se lo trasladaba en el furgón, sacó un objeto punzante de su bolsillo y se cortó las venas. Los auxilios sanitarios llegaron tarde sin que la autoridad pública pudiera hacer nada para salvarlo. El objeto punzante fue identificado como el fragmento de una copa de cristal. No llevaba identificación alguna. –Este, por ejemplo, continuó Amalia, podría ser tu asesino. ¿Por qué no? Si fuera una de tus novelas policiales, en un minuto inventaríamos una justificación razonable. Celos, avaricia, ira, venganza, qué sé yo, cualquiera de los siete pecados capitales. Siempre falta un dato, querido mío, siempre, y suele estar a la vista. Amalia recogió, con el dorso de la mano, un mechón de pelo lacio que le caía sobre la frente y siguió amasando. Hoy tenemos empanadas, continuó, cortadas a cuchillo, con pasas y aceitunas, como a vos te gustan, les puse mucho ají. Luego dijo, mientras nevaba la mesa con harina: mi querido, como siempre repite Agatha Christie: «Cherchez la femme!». Y ahora, el recuerdo, la manchita de harina sobre la noticia como un cartel luminoso, la mañana soleada tirado

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en el desorden de la cocina. Como si la voz de su esposa lo estuviera dirigiendo se puso a ordenar, arrastró el colchón al dormitorio pero dejó el coqueto lunar de café sobre la Siam. Una hora más tarde estaba sentado en la cocina, bien vestido y peinado, obediente como un niño. Amalia. Su querida Amalia. ¿Dónde estaría ahora? Seguro que se había vuelto al pueblo. Y se recordó a sí mismo, en aquel entonces, estudiando la coliflor. ¿Todo era fruto de un patrón o siempre faltaba un dato? ¿Era, en síntesis, posible el conocimiento, o vivíamos en una niebla tan espesa y caótica como un puré de arvejas? Qué más daba, él se estaba por jubilar y ya había perdido demasiado tiempo. Además, la hipótesis del suicidio parecía venirle bien a todo el mundo, la familia pareció aliviada cuando dejaron de hurgarlo todo y el caso se cerró. En cuanto a su promisoria carrera, se había ido al diablo con el fracaso de aquella primera investigación. Decidió ir a comprar cervezas para llenar el vientre nutricio de la heladera, luego se iría al centro a ver una película. Cuando el colectivo rebotaba sobre el empedrado de las callecitas del barrio, se puso a pensar que había dejado sola a su Siam, y eso lo hizo sentir culpable, pero la verdad es que no podía estar en todo. Ya volveré, querida, ya volveré, se dijo. La ciudad, abotargada por el calor, parecía desierta, ya se estaba llegando al centro cuando miró por la ventana. El colectivo se había detenido frente a un restaurante de lujo. Entre las cortinas blancas, nimbada por la harina, le pareció ver, como si fuera un milagro, los brazos fuertes e inteligentes de su Amalia, decapitando una coliflor.

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Clara Obligado nació en Buenos Aires y desde 1976 vive en Madrid. Lleva más de treinta años dictando talleres de escritura. Como antóloga ha publicado Por favor, sea breve, 1 y 2 (Páginas de Espuma). Ha recibido el Premio Lumen de novela y tiene una docena de libros publicados, entre los que están Las otras vidas y El libro de los viajes equivocados (Premio Setenil 2012 al mejor libro de cuentos del año).

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Lilian Elphick. Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de Lilian Elphick El ladrón de almohadas II Me llamo Blas Femo. Soy ladrón de almohadas. He robado por veinte años y sólo una vez me apresaron. Ni les cuento lo que me hicieron, pero si lo quieren saber, lean El ladrón de almohadas I. Tengo muchas almohadas y a pueblos enteros insomnes. Cada vez que robo una, el dueño no duerme. Dicen que Juana se volvió loca y se arrancó los ojos. Aun así, no pudo dormir. Enrique el herrero se queja porque sólo los caballos duermen y no trabajan, se echan en los pajonales y a veces menean sus colas. Blas, dijo mi madre, devuelve esas almohadas. Le contesté que no, que me gustaba dormir todo el día y despertar a medianoche, cuando el Hombre Lobo aúlla y Drácula muestra los colmillos. No, madre, le dije, al fin soy una historia, todos hablan de mí. Antes me ignoraban, me maltrataban, se reían de mi nombre; ahora soy un héroe: puedo soñar. Último deseo Ella esperó que la lluvia amainara. No quería arruinar su nuevo corte de pelo y las extrañas ondulaciones que la peluquera le había hecho en la nuca. Vas a causar sensación, le dijo la manos de tijera, fatigando la laca en las pequeñas guadañas doradas que se mecían con parsimonia de reina. Un guardia anunció que las nubes se alejaban. La llevaron al cadalso. Ella puso la cabeza ahí. Fue rápido. No se le movió ni un solo pelo. El aventurero Aplasta las calles con pasos de gigante, visita lugares inhóspitos, ama el deporte de riesgo, ha escalado el Everest, ha muerto varias veces, pero ha resucitado. Es mejor que Jacques-Yves Cousteau, James Cook y Marco Polo. Rescató a la Teniente Ripley de las fauces gelatinosas del octavo pasajero. Fue capaz de decirle «Get a life» a Sharon Stone, mientras rodaba Sliver. Hizo y deshizo en los lupanares del Extremo del Mundo. Cazó un tornado F5 en Little Rock, Arkansas. Se autodenomina un aventurero, pero no es más que un triste retazo de historia, una migaja ficticia, encerrado para siempre en los rincones más oscuros de mi afiebrada mente. La carta

Lilian Elphick (Santiago de Chile). Libros de rela-

Preclarísima Reina: Finalmente llegué a las Indias. La Pinta zozobró infestada de ratas y preferí incendiar las otras naos para tomar posesión destas tierras de muchas maravillas. Aquí, en La Española, todos van desnudos, así como Dios los echó al mundo. Tienen una reina que luce una corona de flores y nos ha palpado nuestros raídos trajes y los cuerpos. Y se ha saboreado la muy impía. Mandó a sus súbditos a preparar las “parrillas”. Nos van a homenajear, deso estoy seguro, así como seguro estoy de que la tierra es redonda, como la teta de Beatriz de Bobadilla. Varias gentes atizan el fuego. Cantan y bailan; los niños juegan. El mar es color esmeralda y las arenas son blancas. El cielo no tiene nubes. Yo seré el Elegido, mi Reina. Escríbale al Papa para apurar los papeles de mi canonización; seré el Santo de los Viajeros, mientras las parrillas arden y un perro devora esta carta y me llevan del brazo, a mí, el Almirante de la Mar Océana, entremedio de cánticos y risas, desnudándome, untándome con aceites y fragancias, y el calor aumenta, me quema, me inunda de dolor, me exalta, Dios mío, me arruina, me despelleja y ardo en el infierno deste nuevo mundo.

tos: La última canción de Maggie Alcázar (1990) y El otro afuera (2002). Libros de microrrelatos: Ojo

Travieso

(2007),

Bellas de sangre contraria (2009), Diálogo de tigres (2011), Confesiones de una chica de rojo (2013) y K (2014). En 2015 publicará El crujido de la seda. Antología (2007-2013) en Cuadernos del Vigía.


El castillo de Barba Azul

Fiona Sampson. Poemas

Fiona Sampson. Poemas (Del libro Coleshill. Traducción de Eduardo Moga)

Órfico

La zorra era una silueta. Lactante, o acaso con un cachorro, se movía sin parar. Su error se estaba formando como una sombra en el músculo. De noche, todo huele bien, todo abunda en señales; las plantas de los bordes parecen toscamente dibujadas con tinta. Desparramado en el suelo, el zorro, sucio, parece pronunciar una vasta afrenta; con la cabeza hacia atrás, es todo mandíbula, un hueso muy largo hecho para resonar, un hueso bien encajado hecho para ensartar y luego arrancar, como una rueda que se separa de la llanta.

Glissando

Autorretrato con ciervos en Middleleaze

A veces, cuando cae la noche, tengo la sensación de existir realmente. Cuando cae la noche, los ciervos quiebran la huida con extraños saltos. Del color de la tierra, parecen tierra cultivable que se cruzara a sí misma. ¿Y si la tierra fuese agua, que se arremolinara y corriese, y los campos se movieran, a la deriva? Me imagino mirando al suelo desde el tejado del granero. Verme a mí es deslizarme por mí misma, como empujar ante un extraño.

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Los cambios

El agua es plasma que se estremece si se combina, la hierba se estremece, las campánulas azules son una neblina estremecida

De nuevo, la sala de oración con su luz lechosa, con su privado, pragmático silencio.

y tu sangre es miel. Se queda en la boca como la culpa, o un rumor, o tristeza, un alimento necesario.

Tu sangre es miel. Se queda en la boca como la culpa, o un rumor, o tristeza: lo dulce y lo salado

Me da miedo el cuerpo intacto, silencio, el cura espera en el jardín. * Tu sangre es miel. Llena la boca como la culpa, o un rumor, o tristeza, un alimento necesario, pero ¿qué está más cerca o es más real que la dulzura en las venas, ese rocío pegajoso? ¿Quitará esta crecida en la taza el sabor del cordero y la sal, del aceite y el romero?

* El silencio elegido se remueve como si dijera Antes de que existieras tú, existo yo. Local, enorme, lleno de la lechosidad de las alas, luz de lluvia, un susurro de hambres. Tu sangre es miel, se queda en la boca como la culpa, o la vergüenza, o la tristeza, esos alimentos necesarios. *

se han de comer aquí, entre sillones rojos, con este olor a alfombra nueva; se han de comer ahora. * ¿Está bien ser el cordero que ha de confiar en el pastor, lo que significa la muerte? Tu sangre es miel. El cura fuma un cigarrillo entre las sombras silenciosas del jardín; lleva Vidas de Santos debajo del brazo. Culpa, rumor, tristeza: mira cómo salen de las venas y caen en la taza del cirujano.


El castillo de Barba Azul

Fiona Sampson. Poemas

Cancioncillas de maldición

Uno La urraca cuelga de las patas. Su mirada te petrificaría, si abriera un ojo.

Por la tarde, en el pueblo

Dos Imagínate que cayeran abejas del cielo, sí, todas. Pequeñas costras de aire. Tres Fuera, al amanecer, un fantasma de agua se lleva los restos fermentados que han dejado las ratas.

Por Béla Bartók

Algo me llama, repetidamente. Una música lejana, un campanilleo de bolitas de cinc, eh-eeeeh. Como un gato al que llamaran al caer la noche, me dirijo por la hierba alta hacia esa voz, como si me empujara,

Madrigal del impétigo

como si tirara de mí.

En la dulce estación en que las cosas crecen, algo burbujea en mí. Estalla en ampollas, y nubes de lluvia me recorren las manos. A veces la piel llora, cuando no puedes soportarlo; a veces, el dolor se derrama como la lluvia de abril.

Fiona Sampson es una poeta londinense con una veintena de libros publicados, entre poemarios y ensayos sobre la filosofía del lenguaje y el proceso de escritura. El último de ellos, al que pertenece la presente selección, es Coleshill (Chatto, 2013).

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TEATRO PRADILLO Por Ana Gorría Fotografía: LaPorta ©

.Teatro Pradillo es un espacio dedicado a la muestra de la práctica del pensamiento escénico en todas sus vertientes: teatro, danza, performance, lecturas públicas de poesía. Fundado en 1990 bajo la dirección conjunta de Juan Muñoz y Carlos Marquerie, inaugura una nueva etapa en el año 2012, de cuya gestión son responsables Carlos Marquerie y Getsemaní de San Marcos. Tras ser reconocido y aplaudido en 2006 con el Premio Max de Nuevas Tendencias Escénicas, el proyecto de Teatro Pradillo, que contó en la primera etapa de su programación con obras de autores de relevancia nacional e internacional, propone como seña identitaria en la nueva etapa su carácter de red libre a través de la comunidad Pradillo y su contacto con otras estructuras afines del ámbito nacional e internacional. En la actualidad es, de manera incontestable, uno de los espacios de referencia del panorama nacional para la investigación, creación y reflexión sobre artes vivas de una manera interdisciplinar e intergeneracional. La actividad de Teatro Pradillo se ha desarrollado a lo largo de más de veinte años como sala pionera del territorio nacional para, en el año 2012, afrontar una nueva etapa. ¿Cuál considera Teatro Pradillo que es su aportación a la historia de las artes escénicas en democracia?

En 1989 Juan Muñoz y Carlos Marquerie, fundadores de La Tartana Teatro, compañía de títeres, abrieron el Teatro Pradillo. La programación regular, que no ha cesado hasta hoy, se inicia en octubre de 1990 con Los hombres de piedra, de Antonio Fernández Lera. Los primeros años fueron de una gran creatividad, en los que coincidieron una serie de jóvenes artistas que luego serían clave para la historia de la danza y el teatro contemporáneos: Rodrigo García, Elena Córdoba, Mónica Valenciano, Blanca Calvo, La Ribot, Olga Mesa o Esteve Graset, entre muchos otros. Muy pronto se convirtió en sala de referencia para el mundo de la danza, ejerciendo un papel protagonista no sólo en esos primeros años sino a lo largo de su historia. Fue también lugar de encuentro de personas que comenzaban a caminar en el mundo de la gestión cultural y que buscaban otra manera de hacer las cosas, así como de gentes venidas de la literatura, el cine o la música. En 1996, Carlos Marquerie deja Pradillo, que quedó bajo la dirección de Juan Muñoz hasta comienzos de 2012. En ese momento se produce un cambio de dirección y de estructura, pero sobre todo de proyecto. Fernando Renjifo, Carlos Marquerie y Getsemaní de San Marcos asumimos el reto de renovar y revitalizar el proyecto, afrontando los desafíos artísticos, económicos, éticos, de modos de ges-

tión cultural y de relación con el público, que la evolución de los lenguajes y del contexto social suponen hoy en día. Para ello, y como uno de los principales valores, hemos puesto en diálogo a diferentes generaciones y tendencias. Es difícil juzgar qué posos ha dejado lo que se ha hecho en Pradillo en estos más de veinte años. El teatro tiene que ver con la vida, con una vida efímera, incapaz de rastrearse la mayoría de las veces. Lo que sí podemos decir es que no es baladí lo que pasó para que hoy Pradillo se esté conformando como un espacio de creación escénico donde queremos que prime la independencia, la ética y la belleza, aunque esta a veces sea terrible. ¿Qué futuro creativo está desarrollando en la actualidad? Teatro Pradillo es un centro de creación, investigación y exhibición dedicado a las artes vivas contemporáneas. Un espacio que desea intervenir en la esfera pública generando obras y conocimiento, en diálogo con los artistas y la sociedad de nuestro tiempo. Y que se resiste a ser etiquetado en cualquier lugar del lenguaje que evoque la existencia de fronteras. La creación no tiene límites. Como dice el poeta Tomas Tranströmer: «Lo salvaje no tiene palabras». En estos dos años y medio hemos levantado un modelo de espacio que cuestiona y se pregunta por los


La voz humana

Entrevista a Teatro Pradillo

Ana Gorría. Ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada, sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.

modos de presentación y exhibición y que se perfila como centro de creación en sentido amplio, expandiendo los límites de la programación. Los creadores que presentan sus trabajos cuentan con residencias, apoyo económico, logístico y técnico, acompañamiento artístico, espacios de encuentro con otros artistas para fomentar el intercambio y la producción de nuevos proyectos; han pasado por aquí desde importantes creadores a los que muy difícilmente se ve en los escenarios madrileños, a jóvenes compañías que se han sumado ocupando un espacio propio y dialogando a través del hilo artístico que entrelaza las diferentes generaciones. Elena Córdoba, El Conde de Torrefiel, PlayDramaturgia, Claudia Faci, La República, La tristura, Chantal Maillard, Olga Mesa, Francisco Ruiz de Infante, Sergi Fäustino, Norberto Llopis o Itxaso Corral son sólo algunos nombres. Se han puesto en pie proyectos de comisariado propios y otros en colaboración con otros profesionales y estructuras: Bailar, ¿es eso lo que queréis?, This is not America / This is not Europe, La palabra en escena, La música en escena, Pensando en voz alta, Aproximaciones a la idea de diario, PAM! Un intento de postacademia… Hemos buscado concebir las obras no como espectáculos aislados sino como fuentes de conocimiento, de intercambio y de comunicación con la sociedad. De ahí nuestra perseverancia en gene-

rar interés por las obras, sus temáticas y creadores, por promover encuentros simultáneos vinculados a la programación que procedan del pensamiento, la investigación o de otras manifestaciones culturales, difuminando las formas cerradas de exhibición y proporcionando al público herramientas que faciliten y desborden la lectura de los trabajos. Teatro Pradillo trabaja además en red libre, desarrollando proyectos con diversas estructuras locales, nacionales e internacionales: desde teatros a museos, centros de arte, editoriales, festivales o universidades (Centro de Arte Dos de Mayo, Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual, MUSAC de León, Centro Dramático Nacional, Festival Citemor, entre otros). Cuando empleamos el término red libre queremos significar modos de relación que se basan en afinidades artísticas y que no dependen de la pertenencia a redes o asociaciones sectoriales. Teatro Pradillo está estrechamente vinculado a la Comunidad Pradillo ¿De qué modo se organiza como comunidad emocional Teatro Pradillo? ¿Qué peso tienen estos autores en la producción colectiva de significados? La Comunidad Pradillo comenzó siendo un conjunto de personas que de manera espontánea acompañaba y apoyaba afectiva y públicamente el proyecto de Teatro Pradillo, inicialmente impul-

sado y coordinado por un núcleo duro de tres cabezas. A medida que el proyecto avanza, la comunidad se amplía y su posición en la estructura crece. También ese núcleo se modifica y resitúa. Pradillo no quiere ser un proyecto estático sino vivo, y los grados y modos de implicación varían constantemente. En este momento hemos dejado de hablar de núcleo duro para hablar de núcleo abierto, de una comunidad que comparte responsabilidad, que se concibe como grupo de pensamiento y acción para un teatro que tiene la vocación de ser plural y permeable. La Comunidad no está conformada sólo por autores y artistas, sino por técnicos, gestores o teóricos. Se organiza a través de grupos de pensamiento (sobre economía, comunicación, producción, programación, autoaprendizaje…), además de dos grandes encuentros anuales. Pero aun así, no deja de ser una parte del todo, de un todo difícil de aprehender. No todos los artistas que forman parte de esa comunidad están en la programación del teatro, y viceversa. El contenido del teatro se va conformando con la presencia en su programación y en su discurso de una multiplicidad rica y diversa de voces que llegan desde dentro y fuera de la Comunidad Pradillo. Hay circuitos y prácticas artísticas que son difícilmente asimilables por el gran público. ¿Se considera Teatro Pradillo, en

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su condición de laboratorio escénico, una propuesta endogámica o elitista? Absolutamente no. Podríamos comenzar por decir que no somos un laboratorio escénico, o al menos no principalmente. El término laboratorio nos lleva a algo que queda en las lindes, una experimentación a modo de probeta que no alcanza a ser una creación artística completa. Sin embargo, en Teatro Pradillo se crean y se presentan obras. Se produce y se muestra arte. Y ni los artistas que trabajan ni el público al que se dirigen pertenecen (ni mucho menos) a ninguna élite. No deberíamos equiparar minoritario a elitista. Las élites artísticas, políticas y económicas se desenvuelven con naturalidad en otro tipo de espacios y contextos culturales. Vayamos a lo minoritario. Por un lado, en esa dificultad de asimilación influyen diversos factores como la falta de recursos para invertir en publicidad o

la complejidad del acceso a los medios convencionales de comunicación. Por otro, es un mito que este tipo de creación sea críptica, difícil de entender. Y por supuesto, no es endogámica: ni es necesario ser un espectador «iniciado» para comprender un lenguaje escénico que habla al público de hoy, que se desenvuelve con el vocabulario y los contenidos del presente, ni nosotros como creadores y gestores nos cerramos a quienes no pertenecen a un supuesto grupo o sector. Más bien vivimos con los ojos bien abiertos a lo desconocido y trabajamos por integrar manifestaciones artísticas y públicos de muy diversa procedencia. Finalmente, no todos tenemos como objeto de deseo al gran público, un ente de dudosa configuración. Los libros, el teatro, la música, la pintura, nacen de un deseo que no necesita complacer y cuyo alcance numérico no es la medida de su relevancia.

¿Cómo se enfrenta Teatro Pradillo a la creación de nuevos espectadores? Con insistencia, con grandes dosis de empeño y casi cabezonería, porque sabemos que es una carrera de fondo. Y con una comunicación muy heterogénea. Es decir, aspiramos no a vender lo que hacemos, sino a explicarlo, a despertar el interés no desde una publicidad vacía sino desde el conocimiento. Y a mantener una coherencia multiforme que está compuesta de muchas capas y niveles de relato. Las creaciones que acoge Pradillo no son iguales unas a otras, y por tanto no pueden contarse de la misma manera. La experiencia nos dice que nuestro apetito por descubrir no es tan diferente al de la mayoría de espectadores que se acercan a nuestro espacio. Un público dispar que ha crecido en estos últimos dos años y que, con su mirada, alimenta con alma crítica el recorrido de este proyecto.

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Ana Prieto Nadal. Los cielos incandescentes de Wajdi Mouawad

LOS CIELOS INCANDESCENTES DE WAJDI MOUAWAD Ana Prieto Nadal

.Como si fuera un griego en las Grandes Dionisias, Wajdi Mouawad (Líbano, 1968) presentó en 2009, en la 63ª edición del Festival d’Avignon, la trilogía formada por Litoral, Incendios y Bosques, de más de diez horas de duración, y la contrapunteó, en otro espacio del festival, no con un drama satírico sino con una cuarta tragedia: Cielos. En junio de 2014 la compañía La Perla 29, con Oriol Broggi al frente, estrenó en Barcelona la obra que cierra la tetralogía La sangre de las promesas. Si en las obras anteriores de la tetralogía la mirada se dirigía hacia el pasado y se escenificaba una pesquisa que llevaba desde la ceguera y la ignorancia hasta la verdad y el reconocimiento del dolor colectivo, un remontarse a las generaciones anteriores para conocer la propia identidad y reconstruir la propia historia, Cielos se apuntala sobre el presente y fija la mirada hacia un futuro temible, amenazado por una juventud ávida de venganza a causa de la sangre vertida en el pasado. Como señala Eladio de Pablo (2013: 28), la voz masculina que aglutina millones de voces en el inicio de la obra funciona como una suerte de corifeo: «Mirad la sangre: ¿quién ordena que sea vertida? / ¡Los padres, los padres! / ¿Quién la vierte? / ¡Los hijos, los hijos! / Todo hombre que mata a un hombre es un hijo que mata a un

hijo» (Mouawad, 2013: 53). Los perversos silogismos que encadena señalarán el camino del horror y del parricidio, hacia las encrucijadas de Edipo. Blaise Centier, el jefe de la célula antiterrorista –sección francófona– en la llamada Operación Sócrates, informa a su equipo del suicidio de Valéry Masson, el experto en criptología cuántica, y de la llegada de un sustituto, Clément Szymanowski, que deberá descubrir los motivos de esta muerte, al parecer íntimamente relacionada con la información recabada a propósito de un inminente atentado. Conocemos algunos detalles, en escenas sucesivas, de las vidas de los miembros de la célula, ese coro desarticulado de personajes solitarios y alienados que evita las confidencias y los lazos afectivos: Dolorosa Haché, la traductora del equipo, tiene un terrible pasado –jamás elucidado– de infanticida y está embarazada de Valéry; Charlie Eliot Johns sufre por vivir separado de su hijo adolescente, con el que se conecta por videoconferencia; Blaise Centier está en plena crisis personal y laboral, y en conflicto con su propio rol de director; Vincent Chef-Chef encarna la obediencia ciega y acrítica, al tiempo que la avidez por el poder. Clément, el recién llegado, evoca la bella y profunda amistad, de índole paternofilial, que lo unía a su maestro Valéry, una amistad cosida

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a las palabras, a juegos, cálculos y traducciones numéricas; juntos inventaron un sistema de encriptación y desencriptación consistente en casar matemática y poesía según un procedimiento muy preciso: «No hemos logrado probar matemáticamente la belleza de Montreal, lo que quedará como nuestro más espléndido fracaso» (Mouawad, 2013: 125). A pesar de la falta de empatía y vínculos entre los miembros del equipo, Clément conseguirá, hasta cierto punto y demasiado tarde, hacer surgir nuevos modos de relación entre ellos: dejar que aflore, tímidamente, la esfera íntima y un sentimiento parecido a la amistad o a la fraternidad, frente a las consignas del mundo exterior que los anula como individuos y los instrumentaliza. Como es preceptivo en la tragedia clásica, se sitúa al individuo en la encrucijada de la acción: los personajes deben actuar con urgencia para evitar el atentado, y para ello escuchan e interpretan los ruidos del mundo, palabras cruzadas, frases interceptadas, flecos de conversación. Georges Leroux (2010: 31) compara el búnker en que se hallan aislados los personajes con una cripta, jugando etimológicamente con la labor desencriptadora que llevan a cabo, y Eladio de Pablo (2013: 13) relaciona su situación epistemológica con el mito de la caverna de Platón. El mundo al que se enfrentan es desconocido: un laberinto sonoro, una torre de Babel, una inextricable madeja de voces en la que, sin embargo, acaban reconociendo un mismo mensaje repetido en treinta y cuatro lenguas diferentes. Y una amenaza: «¡La juventud ha alzado contra vosotros su frente de toro! […] ¡La juventud ha lanzado contra vosotros sus gritos de pájaro! […] ¡No habrá piedad!» (Mouawad, 2013: 105). Sólo Clément sabrá descifrar el enigma de la esfinge, llegar hasta el Minotauro, y concluirá con dolor que belleza –arte, poesía– y terrorismo no son incompatibles. Y será Dolorosa quien le brinde, a partir de su nombre –«Douleur Douleur»–, la última clave para acceder al ordenador de Valéry y llegar hasta el fondo de la investigación. En la sala de trabajo, Clément comparte lo que ha descubierto a propósito del cuadro de La Anunciación de Tintoretto, en una lectura política de la violencia que contiene la disposición de las figuras: «María es Occidente en su casa, un Occidente virgen que es preciso violar para forzarlo a comprender», y «si María es el Occidente violado, y el ángel el terrorista-violador, el Espíritu Santo es la violación que los vincula, es decir, el atentado» (Mouawad, 2013: 134-135). La amenaza procede de una red de individuos muy jóvenes, de muy distintas procedencias, que no obedecen a móviles políticos ni religiosos sino más bien a una cólera irrefrenable. El

atentado que se prepara tendrá lugar en París, Nueva York, Londres, Padua, San Petersburgo, Berlín, Tokio y Montreal, ciudades pertenecientes a los ocho países más ricos del planeta, culpables de haber vertido la sangre de los hijos del siglo; es la geografía de la juventud devorada por las guerras de Vietnam, Líbano, Irán-Irak, y en las masacres de Bosnia, Ruanda, Kosovo y Chechenia. El cerebro de la conspiración y autor de los mensajes encriptados es también descubierto por Clément: se trata de Anatole Masson, el hijo de Valéry: «¿Me reconoces? ¿Me reconoces?... ¡Anatole! ¡El hijo habla al padre! ¡Isaac a Abraham!» (Mouawad, 2013: 143). He aquí lo que descubrió Valéry –lo que lo condujo al suicidio– y lo que acaba de descubrir Clément, que no quiere ser cómplice del terrorismo ni de la utilización de la belleza para la destrucción, aunque se siente hermano de Anatole y de los llamados hijos del siglo. Sabe que es necesario superar el siglo de la cólera, desoír el dictado de la sangre y sus promesas, negarse a seguir alimentando la tierra con más muertos, romper el ciclo de violencia. A la manera de la Orestíada de Esquilo, para que la sangre se detenga, debe detenerse el ciclo arcaico de la venganza y fundarse la ley de la ciudad (Leroux, 2010: 30). Los padres son también los Estados; la ascendencia se vincula al poder estatal, que inhibe y coarta a unos individuos demasiado sujetos a protocolos y jerarquías. La Historia es el lugar donde se juegan los destinos de los personajes, vinculados a los acontecimientos mundiales. Lo público y lo privado se influyen mutuamente, se hallan en continua interacción. Esta comunidad de jóvenes acaba haciéndose oír en un gesto hegemónico y destructivo, propio de la tiranía de los padres –y de los Estados–, el atentado terrorista: «Os obligaremos a mirar una obra de arte a la altura del siglo que os recordará cómo cada época merece una belleza a la altura de la fealdad producida por ella» (Mouawad, 2013: 174). Con su violencia rasgan, horadan los cielos cerrados, la bóveda asfixiante donde repercuten los códigos y mensajes que atenazan al mundo. Su grito nos desgarra. Si en Incendios anagnórisis y desenlace coincidían –la catástrofe se presuponía, era el punto de partida–, en Cielos hay, además, un desenlace trágico, eficazmente contrapunteado con un nacimiento. Al mismo tiempo que un padre –Charlie Eliot Johns– grita de dolor, un hijo nace de Dolorosa, monstruo infanticida paradójicamente dotado también para dar la vida. Más vida, ¿más horror? Esta simultaneidad y contigüidad de muerte y nacimiento, de procreación y masacre, es marca de la casa, auténticamente Mouawad. El tema de la filiación atraviesa la tetralogía La sangre de las promesas de principio a fin.


Einstein on the Beach

Charlotte Farcet, dramaturga y consejera literaria de Mouawad, declaró que el propio autor había comparado Litoral con un perro loco; Incendios con un caballo, y Bosques con una hiena (Farcet, 2010: 25). Siguiendo la analogía zoológica, de bestiario, ¿qué sería Cielos? ¿Un hombre con cabeza de toro? El Minotauro representa a la generación de los hijos del siglo, los jóvenes dilapidados en la experiencia de la guerra y el exilio; es un monstruo, un híbrido de hombre y bestia, una mutación. En todos los poemas rusos que Valéry lega y dedica póstumamente a sus compañeros de trabajo aparece la mención al «instante Minotauro», mientras que el ordenador es calificado como «una gruta, un laberinto, un dédalo, un abismo» (Mouawad, 2013: 102). El de Cielos es un texto gigante, un bosque de palabras poblado de espesuras filosóficas e irrigado por centelleantes ríos o torrentadas de lirismo. Mouawad practica un teatro de toma de la palabra y busca conducir a la revelación a través de la narración y una compleja arquitectura bajo la que puede rastrearse un sujeto épico que guía la estrategia textual (Pablo, 2013: 30). La palabra no sólo vehicula la acción dramática y sirve los diálogos sino que también deviene fuente y foco de pensamiento y belleza; lo mismo narra que porta una lírica desbocada; busca tocar al espectador, conmoverlo. Como los personajes de Valéry y Clément, Mouawad «nos echa al cuello la poesía como mágico nudo corredizo para que cesemos de jugar con toda esta monstruosa máquina» (Mouawad, 2013: 103). Es necesario un nuevo alfabeto para decir las palabras antiguas y henchirlas de presente: «Tombé dans le trou du trou», habiendo caído en el agujero del agujero, atrapado en la trampa de los calores estéticos, supurando hasta la cloaca, el alfabeto ha visto sus letras oxidarse hasta calcinarse, no dejando más que las cenizas (Mouawad, 2010: 21). La palabra se revela a veces insuficiente, incapaz de designar el horror y el dolor; la palabra puede ser a veces imposible, al servicio de la transmisión de un saber demasiado pesado para ser dicho: es lo que le ocurría a Nawal Marwan, personaje de Incendios, y es lo que le ocurre a Valéry Masson, incapaz de denunciar a su propio hijo e incapaz asimismo de sobrevivir a la anagnórisis. El vagido inarticulado que cierra Cielos, cuando las palabras ya no significan, es el grito hipotenusa: «Dos seres a los que todo separa no pueden ser unidos más que por un gesto diagonal que es el gesto hipotenusa» (Mouawad, 2013: 42). Para Wajdi Mouwad, el arte está vinculado al asombro –al sentimiento de extrañeza– de aquel que compone el gesto creador. Escribir es para el creador líbano-canadiense como un ahogo, una asfixia en un mar situado dentro de nosotros y al fondo del cual se esconden peces raros y retorcidos,

Ana Prieto Nadal. Los cielos incandescentes de Wajdi Mouawad

horriblemente magníficos; peces que son los espejos menos deformantes de lo que somos (Coté, 2005: 146). Ese ahondar en la propia identidad y retratar la propia ceguera es el modo que adopta su compromiso. Mouawad hace el camino de la creación a la conmoción y convierte las ideas en material explosivo, arrancando al espectador contemporáneo de su desafección e inmunidad, implicándolo emocionalmente, sacudiéndolo, inflamándolo.

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Bibliografía Coté, Jean-François, Architecture d’un marcheur. Entretiens avec Wajdi Mouawad, Leméac: Montréal, 2005, pág. 146. Farcet, Charlotte, «L’Oblique», en L’Oiseau-Tigre. Les Cahiers du Théâtre français, volumen 9, núm. 2, enero 2010, págs. 25-28. Leroux, Georges, «La Nouvelle Annonciation. À propos de Ciels», en L’Oiseau-Tigre. Les Cahiers du Théâtre français, volumen 9, núm. 2, enero 2010, págs. 29-38. Mouawad, Wajdi, «Le Mot empoisonné», en L’OiseauTigre. Les Cahiers du Théâtre français, volumen 9, núm. 2, enero 2010, págs. 21-24. Mouawad, Wajdi, Cielos, KRK: Oviedo, 2013. Traducción e introducción de Eladio de Pablo. Pablo, Eladio de, «Introducción» a Cielos, Wajdi Mouawad, KRK: Oviedo, 2013, págs. 9-36.

Ana Prieto Nadal (Barcelona, 1976) es licenciada en Filología Clásica por la Universidad de Barcelona y Máster en Formación e Investigación Literaria y Teatral en el Contexto Europeo por la UNED. Es autora de la novela La matriz y la sombra (Acantilado, 2002), por la que obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa. Ha publicado relatos en los volúmenes Granta en español 1. El silencio en boca de todos (Emecé, 2003) y Todo un placer. Antología de relatos eróticos femeninos (Berenice, 2005; Books4pocket, 2008), y ha colaborado en diversas revistas académicas y publicaciones culturales, tales como Acotaciones, Anagnórisis, Don Galán, Pasavento o Quimera. En la actualidad realiza su tesis doctoral sobre el teatro de Lluïsa Cunillé, y compagina la docencia de lenguas clásicas con la investigación literaria y teatral.

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La trabajadora de Elvira Navarro: reseña de Gemma Pellicer

Incertidumbres Gemma Pellicer

nResulta revelador, ante todo, que la autora haya optado por titular su novela de manera sencilla, convirtiendo a su protagonista en una trabajadora, lo que cabría interpretar como un empeño por abordar literariamente los problemas que acucian hoy a un segmento importante de los españoles. Y, sin embargo, en sus páginas se aleja del ejercicio de realismo chato propio del pasado socialrealismo de los 50 y primeros 60 para acercarse a otro frenético y desquiciante, plagado de remisiones y señales de valor simbólico. Así, por ejemplo, el Madrid periférico que se nos presenta mientras la narradora recorre las calles empobrecidas, respondería a ese empeño por mostrar a unas gentes condenadas a la precariedad laboral, al margen de su edad y formación, abandonadas a su suerte por políticos y empresarios, pues en esa situación se hallan las dos protagonistas de esta novela. Elisa reside en un barrio modesto de Madrid pero para poder llegar a fin de mes, decide alquilar una habitación de su casa a Susana, de cuarenta y cuatro años. Como si vislumbrara en ella una proyección futura de sí misma, pronto veremos que la joven siente una mezcla de rechazo y cautela hacia su inquilina: una mujer que trabaja de teleoperadora, con un pasado inestable de brotes esquizoides y un tratamiento superado a base de una fuerte medicación, quien además se dedica a armar unos inquietantes collages de los diversos barrios de Madrid, lo que fascinará desde el principio a la narradora. Por su parte, Elisa ha obtenido una licenciatura y publicado una novela y varios artículos, aunque se pasa entre ocho y diez horas diarias frente al ordenador sin que la editorial para la que trabaja le pague regularmente. De modo que a sus veintisiete años se siente estafada y agotada, y ha empezado a sufrir ataques de pánico que la conducen a medicarse y tener que visitar a un psiquiatra. De ahí la sensación creciente de que su inquilina sea una especie de reflejo deformado de la persona en quien podría convertirse si no controla su ansiedad. La novela, dividida en tres partes, arranca con el delirio protagonizado por Susana, que Elisa transcribe, por el que el lector empieza a adentrarse en una atmósfera de asfixia y enajenación; más cercana al ensueño o incluso a la distorsión

La trabajadora Elvira Navarro Penguin Random House: Barcelona, 2014 160 págs.

circundante propia de la enfermedad y la ingestión de pastillas, que a la realidad objetiva. Pero, sobre todo, nos sirve para conocer la situación sufrida por Susana diecisiete años atrás, cuando contaba la edad de Elisa, hasta el punto de que la narradora protagonista releerá varias veces la historia de su inquilina buscando encontrar pistas de su estado actual; como si el relato de Susana albergara su curación futura en una concepción de la narrativa como tratamiento terapéutico. Tras estos mimbres delirantes de la primera parte, en la segunda se fragua la relación entre ambas. La novela dosifica bien esa mutación recíproca. A medida que Susana despliega un comportamiento cada vez más equilibrado, Elisa se muestra más desquiciada. O por decirlo en otras palabras: mientras que la nueva inquilina trata de realizarse a través de sus collages, una vez asumida la modestia de su empleo, Elisa se ve condenada a trabajar a destajo, sin satisfacción alguna, ni siquiera monetaria; reduciéndose su vínculo con el exterior a las horas que navega por Internet, a los paseos por la periferia de Madrid y a su relación con Germán y Carmentxu, la persona que la emplea y explota a un tiempo. Y aunque todos estos desequilibrios irán aumentando la desazón de la narradora, la parte final del relato alberga no pocas esperanzas, cargadas sin embargo de cierta resignación más o menos inevitable. Elvira Navarro ha escrito una novela comprometida con el presente; para lo cual no ha dudado en echar mano de un realismo de tintes a veces esperpénticos, destinado a reflejar con fidelidad el desasosiego y la incertidumbre de un número creciente de jóvenes; quienes, a pesar de su preparación, no encuentran el modo de ganarse la vida, al chocar con un sistema que los ha proletarizado. La novela, como ocurre en este caso, se erige en una herramienta lúcida capaz de mostrar los diversos matices de esa injusta precariedad.

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Viento de tramontana de Sergio Gaspar: reseña de Andreu Navarra

Viento de tramontana Andreu Navarra Viento de tramontana Sergio Gaspar Edhasa: Barcelona, 2014 288 págs.

n¿Qué es un fanático? Alguien que ha perdido el sentido del humor. Y muchos lo perderán cuando se den cuenta de hasta dónde ha llegado el humor negro de Sergio Gaspar. En Viento de tramontana, el autor se ríe de Quevedo, de Pla, de Góngora, de Alberti, de la Generalitat, de Artur Mas, de Joan Saura, de los Mossos d’Esquadra, de la Benemérita, del ecosocialismo, del rojoecologismo, del feminismo, de España, de Cataluña, del soberanismo, del garrulismo, del gitanismo, del Barroco, del Imperio, de la Renaixença, de Tàpies, de Unamuno, de Vélez de Guevara, de Cobi, de la gastronomía, del turismo, de Numancia, de Franco, de la intertextualidad, de Narcís Serra, de los castellers, de Porcioles, de la Costa Brava, de Verdaguer, hasta de Ramón Gómez de la Serna, pero lo hace reconociendo que para todos hay un espacio en esta tragicomedia social. Todos desempeñan su papel (su triste papel de peleles esperpénticos) en este gran teatro del mundo. Pero sobre todo, Sergio Gaspar se ríe de sí mismo, y a través de ese humor despiadado intenta destruir o, como mínimo, apartar todo fundamentalismo, en una verdadera orgía de irreverencia no apta para estómagos frágiles. En lo escriturario, yo diría que nos encontramos ante una especie de Quevedo deconstruido y alcoholizado, mezclado con un capítulo de Benny Hill, una canción de Tom Waits, un sainete de Kantor, unas gotas de los monólogos de Capri, y todo pasado por el túrmix. Pienso, con sinceridad, que Viento de tramontana está llamada a convertirse en lo que España, de Manuel Vilas, fenómeno que el propio Gaspar editó por primera vez en 2008, fue para nuestra gloriosa y podrida y venida a menos Celtiberia. Pero con más mala uva. Algunos verán en esta novela un insoportable panfleto centralista, unitarista, españolista, etc. Otros, los españolistas, la pondrán por las nubes por puro oportunismo. Muy pocos, sin embargo, se la van a leer dispuestos a pasar un buen rato y a deconstruirse a sí mismos. Pobretes, se perderán una de las novelas más delirantes de los últimos años. Disfrutarán de ella

todos lo que amen la cultura, todos los espíritus abiertos, la gentuza, los gamberros, la chusma, los pocos perdidos que siguen dispuestos a escuchar al rival. Al teórico rival. Riámonos y brindemos, que hay quien ya está invocando la guerra civil. Pronto vamos a morir todos linchados o lapidados, pensemos lo que pensemos. Los independentistas van a morir devorados por ellos mismos, y lo mismo va a ocurrir con los españolistas: se van a matar entre ellos también, y todos contra todos, bien pronto, cuando los del otro bando hayan sido aniquilados. Antes que reconocerme integrado en una secta de fanáticos, yo prefiero disfrutar de esta gamberrada literaria y barroca, disfrutar de las aventuras de Josep Llano, piloto de un burro volador, que asesina a filólogas y se va de farra con Cervantes. Corre el peligro de que la coyuntura política borre o difumine las virtudes de gran escritura que atesora esta gran novela, este canto a la heterogeneidad. Quien conozca a Sergio sabrá que su único amor ha sido la literatura. Las literaturas, catalana y española. Y norteamericana. Cuando yo le conocí, andaba algo alicaído, la verdad. DVD Ediciones era el proyecto editorial más potente de la península, pero no andaba bien de caudales. Era una tarea hercúlea para un solo hombre. Tampoco está de más recordar que DVD Ediciones publicó, en convenio con la editorial Barcino, clásicos de la literatura catalana, como Llull o Metge. Después de que cerrara el garito, el país indudablemente perdió, pero él recuperó el ánimo, se desmelenó y empezó a protagonizar actos de intensa rebeldía surrealista.Viento de tramontana es el último de ellos, su último happening demoledor y salvaje. Sergio se nos había vuelto un punk. Pero como yo me he criado entre punkies, me pareció de fábula. Siempre le he reconocido una función histórica al punk: afear paisajes artificialmente impolutos, presentar la calavera y los pelos entre los rostros perfectos, aplicar lunares a las ortodoxias unánimes, inyectar la sospecha en las venas del cuento de hadas. El que se sienta solo en su opción intermedia, parcial, dudosa o sin nombre, quien desconfíe de los palacios y de los protagonistas de la gran Historia, de los eslóganes y de los catecismos, de banderas y consignas y unanimidades y obligaciones morales, quien prefiera vomitar a deglutir las grandes narrativas, y hablar en voz baja en vez de gritar, encontrará un refugio en esta novela hilarante y nihilista, profundamente dogmatófaga.

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Los huesos olvidados de Antonio Rivero Taravillo: reseña de Jesús Aguado

Octavio Paz en 1937 Jesús Aguado

Los huesos olvidados Antonio Rivero Taravillo Espuela de Plata: Sevilla, 2014 196 págs.

nOctavio Paz, como miembro de la delegación mexicana al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en el que también participarían Neruda, Carpentier, Spender, Malraux o Nicolás Guillén entre otros, visitó España en el verano de 1937. En los numerosos actos en los que participó solía abrir su intervención leyendo un poema dedicado a un amigo, Juan Bosch, con el que había compartido en México estudios, asociaciones políticas e incluso cárcel y que, según le habían informado, acababa de caer en el frente: Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón. Este amigo, de padres catalanes, había sido expulsado de México precisamente a causa de sus actividades revolucionarias, las cuales retomó en España afiliándose al POUM y entregándose con fervor a la defensa de la causa republicana contra el alzamiento fascista. Bosch, sin embargo, y según se cuenta en esta novela, sólo había fingido su muerte para desertar de un bando, el de las izquierdas, que había comenzado su propia guerra civil y sus purgas y persecuciones internas: la UGT, la CNT, el PCE, el POUM, la FAI, el PSUC y otros grupos y organismos comenzaron a diezmarse de manera cruel, desmemoriada, incoherente, paranoica y haciéndole el juego de manera indirecta, pero muy efectiva, al ejército franquista. Esto y lo que sucedió después es historia conocida. Sobre este apasionante trasfondo Antonio Rivero Taravillo, hasta ahora excelente poeta, biógrafo (su vida de Cernuda le valió el Premio Comillas), traductor y editor, se estrena con una novela donde las figuras de Octavio Paz, que, ya anciano y célebre, es visitado por la hija de Bosch para que le cuente detalles de su relación, y la de su amigo, cuya

peripecia vital es verdaderamente novelesca y mantiene la intriga y el ritmo del libro, se alzan como símbolos de un tiempo entonces en descomposición que señala con dedo acusador a otro tiempo, el nuestro, de crisis y también de pérdida de valores. Esto quizás sea lo más resaltable de esta novela: que usa la historia como antorcha para iluminar el presente, y que lo hace sin estridencias partidistas (aunque con sentido crítico y conocimiento exhaustivo de los datos relevantes para contar con objetividad lo ocurrido) ni fabulaciones negras. En Los huesos olvidados aparecen y desaparecen, además de Octavio Paz, Elena Garro (extraordinaria escena, por cierto, la de la entrevista de la hija de Bosch con ella en Cuernavaca rodeada de gatos y manías) y Juan Bosch, personajes como Cernuda, Orwell, Alberti, Companys, Nin, Largo Caballero y otros protagonistas del momento. Fantasmas o espectros, dos palabras usadas con frecuencia por Rivero Taravillo para describirles, que convierten en humo y polvo todo lo que tocan: los huesos del título, la realidad de entonces y la de siempre, las relaciones entre la cultura y la política, el papel de los intelectuales, las ilusiones revolucionarias, las ambigüedades y contradicciones insolubles del ejercicio del poder sea cual sea la ideología que se haga con él, etc. El humo y el polvo de la vida cuando se la sorprende sin máscaras, sin velos, sin afeites y sin pretensiones últimas de verdad. Una entretenida novela que hace pensar, que arroja luz sobre un episodio de la vida de Octavio Paz (y sobre uno de sus poemas) y que contribuye al debate candente de lo que hemos convenido en denominar memoria histórica.

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Mar de Irlanda de Carlos Maleno: reseña de Alberto Hernández

AUTOBIOGRAFÍA DE OTRo Alberto Hernández Mar de Irlanda Carlos Maleno Sloper: Palma de Mallorca, 2014 165 págs.

nUna novela travestida de libros de relatos, o viceversa. Qué más da: la ópera prima de Carlos Maleno, y nueva muestra del atrevimiento de la editorial Sloper, constituye una propuesta lo suficientemente sólida y estimulante como para que su adscripción genérica importe bien poco. Las historias que aquí se imbrican, apareciendo, desapareciendo, reapareciendo inesperadamente, están arrojadas siempre sobre los hombros de personajes de identidad confusa, casi lynchianos. ¿Hay un protagonista que nos guíe por este sendero en perpetua bifurcación? Sí, probablemente; pero su identidad es tan confusa que puede ser al mismo tiempo todos los personajes y ninguno de ellos. Alguien que lucha para dejar de ser quien es, cuyos confusos recuerdos saltan de un paisaje marítimo irlandés a las playas de Sitges, de un nombre a otro, de un miedo antiguo a un miedo futuro. El autor juega con inteligencia a superponer máscaras mientras se va sacando de la manga infinidad de ases, cartas de una baraja trucada, marcada, obscenamente orgullosa de evidenciar su carácter artificioso. Y sin embargo, en contra de lo que se pudiera pensar, el conjunto resulta orgánico a su manera, fluido, monstruosamente coherente. No me parece casual, en este sentido, que la escena de apertura suceda en una fiesta «enorme, inabarcable» que «podría ser la fiesta del fin del mundo». Una celebración multitudinaria, metáfora perfecta del caos contenido, y una imagen ideal para introducir esa percepción proteica de la realidad, esa concepción del mundo como un objeto maleable, cambiante e inasible. También su trasfondo frustrante, ya que en realidad «solo es una fiesta más de fin de año».

El personaje narrador nos confiesa que intenta olvidar a una mujer. Le presentan a otra. ¿Puede ser que sean la misma? Por supuesto. Pero aún no lo averiguaremos, porque de repente nos encontramos de nuevo al mismo tipo paseando por la calle con una máscara de Felipe González sobre su rostro. El juego ha comenzado. ¿Está muerto o vive una pesadilla? La mujer es ahora simplemente Ella. Y un poco más tarde, un trasunto de Natassja Kinski, o una misteriosa autoestopista. Todas las mujeres, la mujer. Incluso Cristo, descubrimos, fue mujer. Dios es una y trina, y el mar de Irlanda sigue rompiendo contra las costas de una memoria maltratada y de una conciencia autodestructiva. La cultura parece servir, en este sentido, como precaria tabla de salvación, reconfortante a pesar de su relativa eficacia. Canciones, libros, películas, citas, fragmentos de una educación sentimental que flotan entre los restos del naufragio. La escritura, la ajena y la propia, como un reguero de pecios dispersos en alta mar. Una atractiva veta metaliteraria, en la línea del mejor (el más radical) Vila-Matas, se va abriendo paso entre las posibles filiaciones del libro para acabar imponiéndose. Alguien que escribe y que es escrito. «Un escritor que llegado a un punto quiso ser escritor por encargo […]. Un escritor que aceptó el encargo de alguien que le llamó en mitad de la noche, para que redactara un relato, que aquel hombre extraño le dictaba a través de la línea telefónica. Un hombre que le dijo que solo quería que quedase constancia de los hechos, que le daba igual qué firma llevase el relato». «Autobiografía de otro», se titula de forma significativa la segunda de las dos partes en que se divide el volumen. La autoría diluida. La omnipotencia del texto. De eso habla en el fondo Mar de Irlanda, una rompedora novela que no decepcionará a los lectores más inquietos o simplemente a los que suelen aburrirse con ese realismo simplón que aún quiere erigirse en referente mayoritario de la narrativa española contemporánea.

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Skagboys de Irvine Welsh: reseña de Miguel Alcázar

Notas sobre una epidemia Miguel Alcázar

Skagboys Irvine Welsh (Traductor: Federico Corriente) Anagrama: Barcelona, 2014 672 págs.

nSkagboys no es sólo la nueva novela de Irvine Welsh, sino también la tercera entrega de la trilogía a la que el escritor escocés debe su fama y de la que críticos como el que escribe piensan que su realismo social es de lo mejorcito que se ha publicado a nivel mundial desde la última década del siglo pasado. Esta novela (que aunque nazca de las cenizas del borrador de Trainspotting –de la que es precuela– ha sido reescrita de tal forma que es una «novela 2014» con todas las de la ley) puede que sea la mejor que Welsh haya escrito hasta la fecha, lo cual defenderé a continuación dejándome guiar por frases extraídas de ella: ¡Están todos aquí, joder! Solo un seguidor de las novelas de Welsh puede entender la alegría lectora que proporciona encontrarse con Begbie, Matty, Spud, Sick Boy, Tommy, Keezbo, Segundo Premio, Swanney, etcétera: somos felices, pues están todos. ¡Maggie le puso bien las pilas a esa pandilla de vagos hijos de puta! Y vaya que lo hizo, la Thatcher, maltratando a las clases más desfavorecidas del Reino Unido y dejando a toda una generación en el paro. Cuando el diablo no sabe qué hacer, mata moscas con el rabo, que es lo que harán todos los personajes de la generación perdida de Skagboys: aburrirse y lanzarse al vacío de las drogas, conteniendo esta novela el primer chute de tan célebres y ficcionales yonquis, lo cual será plato sabroso para sus morbosos lectores. Está lleno casi a los topes de mierda. Y es que pocos realismos tan sucios como el de Welsh (por ejemplo, y en esta novela, familias rotas y prostitución infantil): durante su lectura «asusta pensar que realmente haya peña que vive así». La guerra de clases puede esperar, las drogas de calidad, no. Al final, los quejicas de los protagonistas de Skagboys no intentan cambiar un ápice la injusta sociedad que les ha visto crecer, sino que se revuelcan en un victimismo que tampoco les beneficiará en el juicio de las generaciones posteriores. En esta movida no hay colegas, chaval, ahora somos todos conocidos. Ya no hay amigos: lo que quedan –y es que estos personajes se merecen un positivo por parte de su primera

ministra– son clientes (yonquis) y vendedores (camellos), todos partícipes de un capitalismo feroz que tiene en el asunto de la droga una metáfora que Welsh ha hecho bien en no desaprovechar con los tiempos que corren. Todo Dios tiene un Guerra y paz yonqui guardado en su habitación y el autor, que estuvo enganchado a la heroína y sabe de lo que escribe (pues estuvo «en la vorágine del alboroto urbano, donde hacía falta tener buena visión periférica para “leer” lo que estaba pasando») ha erigido una monumental obra dedicada al tema que hace que otros drogadictos ejemplares –Burrougs, Thompson, Wallace– palidezcan ante el tacto y la inteligencia de un escocés que solo encuentra parangón opiáceo en los de Quincey y Baudelaire del pasado. Es delicado a tope y tal. Porque quizás lo mejor sea la escritura de Welsh: una escritura que se canaliza a través de un lenguaje empapado de oralidad y que es el único vehículo posible para contarnos estas historias no ya de calle sino de callejón sin salida. ¿Para qué intentar sonar diferente? Eso, ¿para qué? ¿Para convencer a los idiotas que piensen que Welsh no sabe escribir de otra forma? Para eso ya están los párrafos del Mark Renton escritor (así se entretiene en los capítulos ambientados en el inútil centro de rehabilitación), en los que se pueden leer cosas como «la belleza y la aterradora, insondable sabiduría de la transición», pero escribir una novela de realismo social de otra forma sería un verdadero ataque a la inteligencia del lector. Soy un puto trainspotter, dice Renton, en referencia a la secuela, hacia el tristísimo final de Skagboys –tristísimo porque sabemos adónde se dirigen sus personajes y las ilusas esperanzas de estos– y Miguel Alcázar ha de declarar que él también y que hay mono en el menú hasta la próxima novela de Welsh y hasta la próxima traducción del siempre excelente Federico Corriente, si es que en ella este dúo se va a marcar otro tanto tan ejemplar como el de este adrenalínico chute en forma de novela que es Skagboys.

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Nebulosa de Pier Paolo Pasolini: reseña de Fernando Clemot

El ambigú

EL EVANGELIO DE LOS TEDDY BOYS Fernando Clemot Nebulosa Pier Paolo Pasolini Gallo Nero: Madrid, 2014 249 págs.

n«La revolución burguesa reaccionaria representada por la civilización de consumo ha invadido el mundo entero pero en ningún lugar su entrada ha sido tan completa, profunda y violenta como en Italia…». En esta cita de una de sus últimas entrevistas (de octubre de 1975 y publicada en el número 353 de Quimera) se pueden resumir parte de las preocupaciones políticas y estéticas que Pier Paolo Pasolini trató de representar y denunciar durante las dos últimas décadas de su vida. En este contexto podemos situar Nebulosa, un guión cinematográfico del año 1959, de desdichada suerte, y en el que Pasolini trata de representar de una forma directa y descarnada la entrada de este nuevo estilo de vida en la sociedad italiana de finales de los cincuenta. El escenario son los más barrios populares de Milán, una ciudad que interesó al escritor pero que nunca le fascinó como Roma. En ese ambiente confuso, viciado, a medio camino entre la modernidad y las huellas de lo rural, se desarrollan las correrías de un grupo de delincuentes adolescentes: el Teppa, Toni, el Contessa, Mosè y el Rospo, el jefe de la banda. Los desmanes del grupo no parecen tener límites: roban una iglesia rural, molestan a una vagabunda, entran en una villa señorial, aterrorizan a una pareja en un coche, secuestran a unas señoras burguesas, etc. Todo hilvanado en una sucesión de episodios en un diálogo coloquial puro que confiere al texto un ritmo frenético. Los personajes están en todo momento impulsados por un spleen nuevo, violento, individualista que apenas encuentra límites en ninguna barrera moral. Rock ‘n’ roll, que dirían. Las andanzas de la banda del Rospo representan un nuevo tipo de delincuencia, la de la Italia de los años posteriores al «sueño de América», los de su indigestión, sujetos que parecen fruto de una nueva modernidad mal entendida, una mala mixtura de los modelos más extremos representados por James Dean, Elvis o el Brando de Salvaje. Este tipo de escenarios son los que buscaba Pasolini durante su estancia en Milán, una de las

primeras capitales «modernizadas», armadas de este estrés contemporáneo, replicante de otros modelos que llegaban a través del cine, la televisión y la literatura y parecen asomar en la lejanía personificados en la silueta de los rascacielos Garfa y Pirelli. Esta sobredosis de dureza, de violencia paranoica se encuentra adobada por la banda sonora de las canciones del primer Celentano, «Oh, Teddy Girl, pupa in technicolor / Oh, Teddy Girl, c’è un juke box nel tuo cuor», el joven músico era también imitador de los tics de la música rock americana y un arquetipo de esta nueva cultura devoradora que fascinaba también a Pasolini. La modernidad que busca imitar la banda del Rospo, la de los Teddy Boys, acabará convirtiéndose en un mortífero cóctel entre velocidad (en la música, en el alcohol, en el sexo) y ausencia de límites morales. Como hemos señalado este relato (rescatado por Il Saggiatore en Italia y traducido con acierto por Gallo Nero) era en esencia un guión. El lector no puede esperar por ello grandes descripciones ni aparatos formales pero sí diálogos directos y concluyentes, buenas acotaciones y andanadas continuas de pura acción. La falta de límites de los protagonistas pueden llevar al lector a una suerte de estrés, que convertirá su lectura en una aventura ansiosa, próxima al relato de terror. La violencia vacía, desolada, nihilista (American Psycho, Crash, etc.) suele generar este tipo de efectos. Un escenario muy cinematográfico, al fin, que no se esconde en ningún momento ya que tal era la intención del texto. Son inevitables y clarificadores los dos ensayos iniciales, de César Rendueles y Alberto Piccinini, para comprender la hondura del texto y la realidad histórica en que se desarrolla la acción. No se trata este de un texto en el que se pueda eludir el prólogo porque si no perderemos una parte de la carga de fondo de la obra. Nebulosa necesitaba de un prólogo y este es perfectamente eficaz. La lectura de Nebulosa deja una resaca seca, radical. La dialéctica de Pasolini (literaria y cinematográfica) tiene leída a la luz de los acontecimientos de hoy unas connotaciones profundísimas, casi premonitorias. Nebulosa es un rescate venturoso y la lectura del texto dejará una impresión profunda en el tiempo, convirtiéndolo en una de las citas imprescindibles de la temporada.

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El viento en tu cara de Félix Terrones: reseña de Susana Camps Perarnau

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La constancia del viento Susana Camps Perarnau El viento en tu cara nFélix Terrones es un joven escritor (Lima, 1980) que ha publicado dos novelas: A media luz (2003) y El silencio de la memoria (2008), y un libro de cuentos: Cenizas y ciudades (2014), y que en su cuarto libro se adentra en el terreno del microrrelato. El viento en tu cara es una etapa más en la trayectoria de una expedición narrativa, una búsqueda formal. No es fácil encontrar autores que emprendan un camino de aprendizaje en un momento en que predomina el afán por llegar cuanto antes a una meta sin una calidad literaria meramente digna. Y por supuesto son extraordinariamente escasos los autores de gran ambición. No parece que Terrones se encuentre en ninguno de los dos polos: el conformismo o la desmesura. El viento en tu cara es una obra equilibrada y coherente tanto en su estilo como en su arquitectura. El libro reúne ochenta y cuatro piezas breves que se organizan en tres partes: «Criaturitas angelicales», «Ellos y ellas» y «Periferias del silencio». Una conjunción desigual (21-38-25) que obedece a tres núcleos temáticos, pero que por encima de todo conforma una propuesta: la búsqueda de un significado para la realidad, que se muestra desde múltiples ángulos. No por casualidad, el primer relato establece los parámetros dentro de los cuales va a desarrollarse el libro. Metaliterario, borgiano, «Una vocación» anuncia a un Terrones culto, sutil, hábil con la elipsis, diestro en la sugerencia. De un modo indirectamente biográfico (el escritor de cuentos retado por el escritor de cuentos), «Una vocación» marca la consciencia literaria de todo el volumen. Nada es fortuito en El viento en tu cara. De todos los microrrelatos, apenas cuatro utilizan la tercera persona. Esa voz personal y directa que nos habla, a veces desde el yo y a veces desde el nosotros, responde a una deliberada expresión de la subjetividad. Es el yo quien se cuestiona el mundo; distintos yos los que muestran su sorpresa, perplejidad y vértigo. Minuciosamente encadenados, los relatos de la primera parte hablan desde un gran sentido de pérdida de la infancia, de la inocencia o del pueblo de origen, y utilizan juegos de proporciones y desproporciones para situarnos frente al vertiginoso paso del tiempo y la desaparición de las referencias. Imposible no sentir la presencia de lo biográfico conociendo

Félix Terrones Nazarí: Granada, 2014 132 págs.

el itinerario vital de este profesor de la Universidad de Tours. En la segunda parte, en cambio, la temática se desplaza más hacia el anhelo y lo inalcanzado, y cobra mayor relevancia el viaje. En todo momento, la ansiedad por lo que ya no existe o no se puede encontrar se expresa a través de amplios arcos temporales que engloban un amplio periodo de la vida del personaje. Un efecto magistral para las leyes del microrrelato, conseguido mediante un tratamiento quirúrgico del tiempo narrativo en la primera parte, y mediante literarias «rutas» trazadas por papeles, casualidades, llamadas o, acaso, encuentros furtivos en la segunda. Levemente académico es el tercer bloque. De «Justicia poética» en adelante existe una reflexión sobre el arte de escribir, pero Terrones no cae nunca en un estilo envarado, autocrítico. Si bien hay cierto sabor borgiano en su sintaxis y en la adjetivación, a menudo trimembre y muy bien calibrada, el autor cumple con el «escribir como quien respira» cortazariano, alcanza la naturalidad en el ritmo y la riqueza de las frases, lo que seduce fácilmente al lector. Como ha dicho en una de sus entrevistas, Félix Terrones cree que el escritor debe tener «mucha humildad para renunciar a la escritura genial. Los escritores geniales son un puñado, el resto es gente común pero con la sensibilidad suficiente para encontrar una forma literaria personal, única». Él es extraordinariamente coherente con esta visión. Su voz no se esmera en el virtuosismo, la exhibición o la retórica, pero se expresa con flexibilidad y riqueza, musicalidad, precisión y énfasis. Textos tan potentes como «En un país desconocido», «La velocidad de la luz», «El viaje infinito», «Malentendidos», «Una leyenda antigua», «Duelo», «El placer de viajar» o «La moneda» no pueden dejar indiferente a nadie. Decididamente, un raro caso de apuesta consciente por la literatura como corredor de fondo. Alguien que consigue que esperemos con expectación su próximo libro.

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Repertorio de ideas del surrealismo de Ángel Pariente: reseña de Iván Humanes

La gran aventura Iván Humanes Repertorio de ideas del surrealismo Ángel Pariente Pepitas de Calabaza: Logroño, 2014 280 págs.

n«Recusamos formalmente que se pueda hacer obra de arte, ni tampoco, en último término, obra útil, dedicándose solo a expresar el contenido manifiesto de una época. Por el contrario lo que se propone el surrealismo es la expresión del contenido latente», así consta una entrada firmada por André Breton bajo el término «Realismo» en el repertorio que nos presenta Pepitas de Calabaza. ¿Cómo recoger la historia de las ideas del surrealismo? ¿Sus contradicciones? ¿Cómo hacerlo para que no resulte un compendio histórico y ensayístico que caiga a plomo en nuestras manos? Ángel Pariente ha conseguido en esta edición una ordenación temática de opiniones que datan de 1919 hasta 1970 (con excepción de Luis Buñuel en conversación con Max Aub, que se fecha de 1967 a 1982), una obra que recorre la línea del pensamiento surrealista de manera fiel y atractiva. La desobediencia como norma y la libertad como fundamento inalienable de sus vidas eran sus preceptos, nos recuerda Pariente. Los autores que provocan las entradas no sólo se reducen a los más conocidos, véase Louis Aragon, André Breton, Max Ernst, Jean Arp, Benjamin Péret o Man Ray, por citar algunos; para comprender esa línea de desobediencia y libertad se incorporan las voces de otros surrealistas menos conocidos pero importantes como Braulio Arenas, Robert Benayoun, Georges Sebbag, Emilio Adolfo Westphalen, Roland Tal o Hean Malrieu. Además los textos son consecuencia de una labor de búsqueda en libros y revistas no recogidos en las obras completas de los autores, buceando en las ideas más interesantes y pulsando la importancia que llegó a tener (y que tiene) el movimiento. Como dice el compilador en la clarificadora introducción «A veces ruina, siempre Fénix»: «los surrealistas han modificado la sensibilidad artística de nuestro tiempo». Así los poetas que ellos elevaron, como

Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, son lectura obligada, como Jarry, Carroll, Nerval, Swift, etc., habiendo sido los escritores que atacaron, como Barbusse, Paul Claudel o Anatole France, descendidos «hasta el limbo de los autores menores». Leer las entradas de algunos términos es comprender el puño de hierro con el que se expresaban los surrealistas; golpe en la mesa contra la burguesía («Les gusta construir, cavar la tierra, procurarse una madriguera para venir a ella y apaciguar en algunos años la fatiga de una vida entera de incurable imbecilidad», Michel Leiris, 1929), contra la Patria y el patriotismo («Más aún que el patriotismo –histeria como cualquier otra, pero más profunda y mortal que cualquier otra–, lo que nos repugna es la idea de la Patria, la idea más bestial, menos filosófica, y a la cual se quiere doblegar nuestro espíritu», Declaración colectiva, 1925), guante de seda hacia «todo aquello que ha sido desdeñado, prohibido o mal amado: las sombrías novelas inglesas del final del siglo XVIII y del comienzo del XIX, la filosofía de Sade, el humor de Swift y de Jarry, la maldad de Los cantos de Maldoror, la llamada a la iluminación poética de Arthur Rimbaud», dijo André Masson en el 41. Aunque más que «expresarse», como se he dicho anteriormente, el surrealismo, en reflexión de Antonin Artaud, antes que creencias, «clasifica cierto orden de repulsiones. El surrealismo es ante todo un estado de ánimo». La edición se cierra con una bio-bibliografía de los principales autores de los textos, donde se da referencia a sus textos surrealistas, un índice de ilustraciones y de cada una de las entradas. Elementos fundamentales para ordenar el proceloso mar surrealista. No hay duda de que nos encontramos ante una compilación importante, exclusiva, de edición cuidada y de trabajo evidente y aclaratorio que se convertirá en referencia.

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Al Qarafa de Javier Pérez Walias: reseña de Manuel J. Curiel Arroyo

El ambigú

Al hilo de la muerte Manuel J. Curiel Arroyo Al Qarafa Javier Pérez Walias De la luna libros: Mérida, 2014 60 págs.

nAl Qarafa es la última entrega de Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960). En uno de sus versos afirma, a bocajarro, que «la vida es la muerte a secas». El placentino plantea una reflexión al hilo de la muerte, sobre la condición existencial del ser hunano. Son unas páginas escritas con personalidad y crudeza. Al Qarafa es el poema que da título al conjunto, que conforma la primera de las tres partes de su estructura y que nos traslada al cementerio de El Cairo, con nombre homónimo, «La Ciudad de los Muertos»: un laberinto de mausoleos y tumbas ocupados por vivos que conviven –o conmueren­– con sus muertos. Al caer el sol, el camposanto se convierte en el territorio del sueño y de la noche. Al Qarafa es un poema esencial que entrelaza los conceptos de vida/muerte en esa mezcla impura que nos concilia como seres humanos. La vida, aquí, es también la posibilidad de la muerte al estilo de lo escrito por el viejo Heráclito: «Inmortales mortales, mortales inmortales; vivos en la muerte de aquellos, pero en la vida de aquellos, muertos». La segunda sección del poemario, «Inscripciones», alude al anhelo de labrar la dureza de la piedra, cincelarla, para conservar la memoria de alguien. Pérez Walias acuña sus inscripciones desde el lenguaje poético, y lo hace sobre la hoja del cuaderno de un maestro, en el torso de un marinero o sobre el canto de un pájaro. En consecuencia, una ecuación que se resuelve en un juego de azar entre el ser y no ser que nos circunda de un modo esencial. «Lápida familiar» así lo atestigua: el poeta coloca, bajo los números, en apariencia fríos, de las cifras vitales del padre, de la madre y del hermano, el demoledor heptasílabo «en pausado silencio». «Acechamos a la muerte» es la parte que cierra Al Qarafa. Sin ser un obituario, nos presenta varias de las caras acechantes de nuestra condición mortal. «La muerte –nos dice Pérez Walias– habita este lugar, te acaricia, te lame. La muerte es un animal doméstico». En el poema «La piedad de Aleppo» apa-

rece la culpa, que es el retrato trágico de la ignorancia consciente ante nuestra naturaleza finita. La Parca es la restitución de un equilibrio que rompía el nacimiento, como lo pensó Anaximandro –cito traducción de Gil de Biedma–: «Las cosas deben pagar unas a otras castigo y pena según sentencia del tiempo». La determinación de la existencia individual representa una escisión culpable, que será restituida por la sentencia implacable del tiempo. En «Ángel impuro», Pérez Walias desliza el asunto hacia el ámbito de lo moral, hacia el autoconocimiento y el de la naturaleza expresada en el lenguaje, y concluye: «Antes de que tú te ausentaras para siempre, yo era un ángel puro». Así, nuestra cosmovisión responde a nuestra personal vivencia de la muerte. Para Heidegger, el Ser se revela en la respuesta pensante del hombre en términos de lenguaje, que es la casa del Ser. En el poema titulado «Violette», inspirado en la tumba de un bebé, Pérez Walias insiste: «Os digo / que deseo que la poesía sea la casa encalada donde el lenguaje salte a la comba», concluyendo con uno de los versos más genuinos del libro: «...o la brevedad de una violeta en una pequeña tumba junto al mar». En las muertes prematuras es donde nos topamos con la imposibilidad de aceptar una razón –de naturaleza– como suficiente. «El Niño que perdió su infancia» ahonda en este abismo con una imaginería bíblica potente, y con la rabia de un yo que no acepta lo inexorable. Desde una perspectiva improbable, Pérez Walias escribe: «Odio mi corta infancia de niño muerto». La muerte del hijo es, sencillamente, insufrible. Valente sangra por esta misma herida cuando dice: «Ceniza tú, yo sangre. Leve hoja tu voz. Pétreo este canto. Tú ya no eres ni siquiera tú. Yo, tu vacío». Al Qarafa se sella con dos extraños elementos poemáticos: una estela funeraria que el poeta dedica a los suyos y un colofón que responde a nuestra cultura mortuoria. Al Qarafa acaba siendo un intento por vencer el olvido, porque para el hombre «siempre hay un hilo de agua dulce que descansa en las raíces».

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El tercer acto

Arenas movedizas. Jordi Doce

UN VERANO CON MÓNICA nReleo Casetas de baño, recuperada con esmero y elegancia por

amor como entrega, como rendición voluntaria –y paradójicaEdiciones el Taller del Libro en Madrid –atrás quedan la mente orgullosa– de esos espacios de sí misma donde han de edición pionera de Seix Barral en 1983 y la reedición de Ga- habitar sus seres queridos. Si ello implica que sus seres queridos laxia Gutenberg en 1997–, con la sensación, fascinante, algo –su hija, su compañero vital– se alejen de ella, buscando espaincómoda también, de estar espiando una conversación ín- cios que les son propios, siguiendo un impulso que los constima, la charla ante el espejo de alguien a quien no conocí tituye pero que ella no puede asumir sin aflicción, que hiere en persona pero que, a fuerza de cruzarse conmigo –en sus incluso su pequeña reserva de vanidad, sea. El amor no espera propios libros, en libros ajenos–, a fuerza de responder a mi nada, no asegura nada. El amor, para esta mujer aún joven, saludo en las calles de la literatura, se ha incorporado a ese debe quedar fuera de los circuitos de interés y cálculo egoísta diálogo interminable que todo lector lleva consigo. Es el co- de la sensibilidad burguesa. Libertad, libertad sobre todas las loquio de la complicidad, de los espíritus afines, que revive cosas, aun si la libertad de los demás conlleva mi esclavitud. o cobra fuerza con cada encuentro. A ese primer gesto de entrega le acompaña, desde luego, Si hace apenas medio año me sumergía sin reservas en un sentimiento de pérdida. Y el libro detalla el largo esfuerzo de la mujer por ganarse, por recobrarse, que es la biografía que Monique Lange (1926también el esfuerzo por recobrar el habla, la 1996) dedicó en 1989 a uno de sus ídopalabra: evocar los paisajes familiares del Senlos, el escritor y artista total Jean Cocteau, este regreso en odre nuevo a la que Juan tier, rememorar un viaje compartido por Egipto, rendir homenaje a las figuras tutelares de su Goytisolo considera su mejor novela no juventud… Aparece entonces el símbolo de las ha hecho sino restaurar, intacta, la secasetas de baño, ese espacio real que un persoducción inicial. El relato de la mujer, aún naje imaginario, «un señor mayor y descarnado joven, que trueca los añorados veranos [que] se parece a Clemenceau», le ofrece con mediterráneos por una estancia solitaria anticuada y hasta sospechosa galantería. Es ahí, en el pueblo bretón de Roscoff vuelve a en esas casetas de baño que son una extensión conmoverme –a hechizarme– con sus frao un reflejo de su cuarto de hotel, donde la muses breves, sus párrafos desenvueltos, su jer, aún joven, se refugia para rehacerse o gestar tono acerado y a la vez impresionista, la un nuevo yo, más libre y ecuánime. En resuverdad hiriente de sus ensoñaciones y sus men: más capaz de volver al mundo y encarar nostalgias. Hay novelas que se ocupan del momento decisivo, ese punto de inflexión en sus aristas, sus asperezas. que algo cambia fatalmente para su proSi tuviera que definir este libro, diría que Jordi Doce es el diario de una convalecencia, pero no nos tagonista. Otras, por el contrario, lidian con las secuelas, la herida que no termina de sanar o que equivoquemos: su tono, la frescura y ligereza de su prosa, talladeja una marca visible en la piel. Casetas de baño pertenece a da por los buriles complementarios de la elipsis y la lucidez – esta segunda categoría. Su verdad pertenece al orden de ese que se traduce en la búsqueda de los fetiches de una vida, de los proceso de recuperación y remembranza verbal que, según detalles significativos–, arrancan de cuajo cualquier tentación el poeta T. S. Eliot, sigue al momento de la entrega. Por su- autocompasiva. No hay lugar aquí para desfogues sentimentapuesto, añade Eliot con astucia y también con dolor, «el ser les ni quejas infundadas. Se mira a la existencia de frente y se que se recupera nunca es igual al ser que se entrega». lee el pasado, como apunta Goytisolo en el bello prólogo que Así, el médico que aparece en la primera línea del libro y ha escrito para esta reedición, con un propósito moral innegaque receta a la mujer, aún joven, una cura de aguas en un pue- ble: lo importante es saber vivir, saber vivirse. Por el camino, blo de la Bretaña, lejos del sol meridional de sus mejores vera- pinceladas de humor, de ironía, de una tristeza que justamente nos, no es más que una excusa para empezar a hablar, a contar. por eludir las trampas del patetismo se vuelve soportable. El médico dice lo que la mujer, tal vez sin saberlo, quiere oír: El final del libro son dos simples palabras, una exclamación una confirmación de su dolencia, una salida plausible. Y la mu- en sordina: «Cuánta dulzura». Y la prueba del nueve de su verjer, según vamos descubriendo, es alguien que sólo entiende el dad –de vida y de palabra– es que el lector no espera otro.

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Albert Lladó. Una tarde en... el despacho

El tercer acto

Breve historia de un bostezo nUno, que ahora puede pasar las tardes en el despacho (a eso aspiramos roja y rascada, que compramos en Venecia, las postales de como máximo, ya ven, los que hemos trabajado mucho y la Commedia dell’Arte (Pantaleón le pellizca el culo a Colommal), se ha ido construyendo un santuario doméstico con bina cada vez que nos giramos) y un libro sobre Ocaña que filias, cables, cuadernos y matrioskas en cuarentena. En esta fustiga, látigo en mano, a todos los prejuicios de una Barparte de la casa hay un sofá viejo y sucio, una pintura desco- celona ahora tan lejana. Las guías de viaje (Tailandia, París lorida que heredamos de ancestros inventados, y una impre- y pase un fin de semana romántico en Marrakech) y, en un sora que, con el paso de los años (ay, la convivencia), ya no lugar poco accesible, los títulos que uno ha ido publicando nos impresiona. (que no se nos ocurra releerlos, por Dios, eso no). La bioA la izquierda de la pantalla, que es un espejo y una ven- grafía era esta filia india. Juntar folios encolados. Y mirar tana, tenemos colocado un atril. Para las hacia otra parte. partituras y los deberes, y, por qué no reY los manuales de la universidad, y el conocerlo, para enseñarnos a nosotros mismarco con su foto en blanco y negro, un mos los garabatos que un día tenían que ser Gargamel de plástico fino, cuatro lápices un proyecto que un día tenían que ser una mordidos, un diccionario, y un cúmulo de novela que un día tenían que ser la puerpáginas vivas, muertas, subrayadas, vírgeta que nos permitiera, como esta matrioska nes, amarillas y dobladas por la esquina. que hace la siesta, pasar más horas libres en Una biblioteca en peligro de extinción por este despacho pequeño y sin vistas al mar. la humedad que se cuela en esta habitación, Eso son las únicas puertas giratorias para y que va estampando sus pinturas rupestres los que nos empeñamos (de empeños va la en la pared. Cada mancha (haremos una cosa) en esto de escribir. Ni consejos de adobra de teatro de esto) es una constelación, ministración ni, tampoco eso, administrar un planeta, y una osa, en mayor o menor los consejos. medida. Para darle un poco de color vila-matiáEntonces, cuando ya habíamos decidinico a esta columna, nos subimos la solapa do, sin fisuras, cómo perder el tiempo, apaMeritxell Gutiérrez © rece triunfal Dadá, el león blanco que pasea de la gabardina (en realidad es un pijama) y cogemos un ejemplar al azar (un momenpor este parqué de barrio. El gato, que ni albert lladó to, ahora volvemos). La metaliteratura, que avisa ni improvisa, tiene rostro de mapache, es perra vieja, nos ha guiado por el buen cola de ardilla, cresta de conejo salvaje, y camino hasta llegar a la página 32 de este librito editado por nos trae a domicilio, por el módico precio de una caricia, Alianza (con ilustración de la cubierta de Rafael Sañudo, un fragmento de bosque a este habitáculo donde, además según rezan, que son muy católicos, los créditos): de saltar de párrafo en párrafo, tendemos la ropa en una sisí (la respuesta soberanista, en Catalunya, nos persigue hasta Pues bien, la epopeya y la poesía trágica, además de la comeen la colada). Un golpe. El gato, que es el rey de esta selva, se queja. dia y la poesía ditirámbica, y en gran medida la aulética y la Maúlla magistralmente, consciente de su condición de cascitarística, todas ellas vienen a ser, en conjunto, imitaciones. trato. Habíamos colocado mal (y no será la primera vez) la Toma Aristóteles. Que imitemos de una vez por todas. Poética, y le ha caído en la cabeza, con toda la fuerza de la ley, Ya está bien de tanta tontería. Hoy voy a ir al grano, te voy a el vengativo Aristóteles. meter mano. Etcétera. Y así, entre peripatetismos, nudos y desenlaces, se va Como no queremos abusar de los clásicos, lo devolve- apagando esta tarde de otoño. El lince, con su traje de niemos ipso facto a su lugar de feroz guardián, y vamos repa- ve, bosteza. Le imitamos, catárticamente. Archivo. Guardar sando el resto de la librería. Pisos y nichos. Una máscara, como. Fundido en negro.

UNA TARDE EN... El despacho

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