Quimera Revista de Literatura | Número 376 | Marzo 2015

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

Colaboradores nº 376:

5-9 s espejos e lo El salón d Entrevista a Carlos Pardo (5)

4 El foyer

La novela de nunca acabar

Miguel Alcázar, David Aliaga, Luis Artigue, Víctor Balcells, Agustín Calvo Galán, José Aníbal Campos, Rubén Castillo Gallego, Carolina Cebrino, J. Á. Cilleruelo, Rebeca García Nieto, Santiago García Tirado, Eric Gras, Eduardo Halfon, Daniel López García, Carlos Maleno, José de María Romero, Ricardo Martínez Llorca, Andreu Navarra, Carlos Pardo, Gemma Pellicer, Bárbara Pérez de Espinosa, Marina Perezagua, Javier Perucho, Anna Rossell, Basilio Sánchez, Samuel Serrano Serrano, Fernando Ureña, José Antonio Vila Ilustración de portada: Miquel Rof © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita:

10-38 aso El cielo r

Dossier: Los límites de la novela Rebeca García Nieto: En los confines de la novela (10) Miguel Alcázar: D13C10CH0 (12) Eric Gras: Halfon: preludio y fuga de una sinfonía literaria (15) José Aníbal Campos: La muerte de mi hermano Abel o el improbable perfil de Facebook de Gregor von Rezzori (19) Carlos Maleno: Bolaño, en busca de Kurtz (23) Rebeca García Nieto: Thomas Bernhard, una voladura controlada (26) Bárbara Pérez de Espinosa Barrio: Valleando por El valle de los avasallados, de Réjean Ducharme (29) Víctor Balcells: El zafarrancho aquel de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda (33) Fernando Ureña: Nada es crucial: ¿la primera novela de animación de la historia? (36)

46-40 n the Beach Einstein o Andreu Navarra Ordoño. Pistolerismo y novela: Quan mataven pels carrers, de Joan Oller i Rabassa

44-45 rba Azul illo de Ba st a c l E rlas 42-43 res de pe s pescado Poemas inéditos de o 39-41 L reve La vida b Basilio Sánchez Microrrelatos inéditos Eduardo Halfon. de Javier Perucho Sobrevivir los domingos 52-63 ú El ambig 49-51 errante Gemma Pellicer: El balcón en invierno de Luis Landero (52) és El holand

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com

Álex Chico. Un tal Benjamin Walter

José Antonio Vila: Big Time: La gran vida de Perico Vidal de Marcos Ordóñez (53) Rubén Castillo Gallego: Pandora de Henry James (54) David Aliaga: El hombre que pudo reinar de Rudyard Kipling (55) Luis Artigue: Bienvenidos a Incaland® de David Roas (56) Ricardo Martínez Llorca: Zona de obras de Leila Guerriero (57) Samuel Serrano Serrano: Como quien dice adiós a lo perdido de Ramón Cote Baraibar (58) Anna Rossell: Creo en la noche de Enrique Clarós (59)

pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

Agustín Calvo Galán: Animales de vidrio de Almudena Vega (60)

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A.

José Ángel Cilleruelo: Medio Siglo de Oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán de Eduardo Moga (ed.) (61)

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

José de María Romero Barea: Ginza Samba. Poemas escogidos de Robert Pinsky (62)

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Santiago García Tirado: Blanco inmóvil de Charles Bernstein (63)

66 acto El tercer

era 64-65 de Quim daciones Columna de Marina Perezagua Recomen


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El Foyer

LA NOVELA DE NUNCA ACABAR Es bien sabido que la novela moderna nació cuestionando sus propios límites. Como en uno de esos engendramientos mitológicos en los que dioses, hombres y animales se cruzaban en alegre confusión, la novela comenzó su historia bajo el signo de lo híbrido, lo amorfo y lo desequilibrado, pero también del misterio, de la fascinación y del vértigo. Cervantes, después Sterne, y luego todos los demás, legaron a sus respectivas épocas unos artefactos que, si bien bebían de fuentes perfectamente rastreables, proporcionaban nuevas e imprevisibles perspectivas. El género constituye desde entonces un contenedor privilegiado de todo tipo de riesgos formales y pulsiones estilísticas. Ese atrevimiento, sin embargo, ha venido corriendo en paralelo a otra concepción muy conservadora, a un modelo narrativo para muchos concluyente y que no valdría la pena trascender. Un «metro patrón» que solemos identificar con la novela realista de raíz decimonónica y al que siempre se debería acabar regresando en una apuesta por cierta hipotética «normalidad» que, desde luego, entra en contradicción con la naturaleza del formato. Siempre viene bien, por tanto, dedicar un espacio a reflexionar sobre algunos de esos otros esfuerzos creativos que se han inclinado en cambio, de forma más o menos clara, por seguir transitando los múltiple caminos que se abren de continuo ante al concepto mismo de novela. Que ansían ante todo explorar sus fronteras, para reconocerlas, ignorarlas, dinamitarlas o simplemente reírse de ellas. Todo lo que podamos decir aquí del dossier ya lo dice mucho mejor su coordinadora, Rebeca García Nieto, en el artículo introductorio. Así que pueden saltarse sin remordi-

mientos las pocas líneas que quedan y acudir directamente a él. Nos limitaremos a remarcar que la elección de autores y obras podría haber sido distinto, por supuesto, dada la enormidad del terreno del que se ocupa, pero que los presentes tienen sus plazas más que justificadas. La lista, de hecho, no es en absoluto previsible. Así, junto a ilustres pioneros como Sterne o Fielding, nos vamos a topar tanto con clásicos de la literatura «exigente»: Thomas Bernhard, Gregor von Rezzori, Carlo Emilio Gadda o Roberto Bolaño, como con francotiradores menos obvios, pero no menos efectivos, del nivel de Réjean Ducharme. El estupendo monográfico de marzo viene oportunamente precedido de una entrevista con Carlos Pardo, autor de dos notables libros publicados por la editorial Periférica, y que en buena medida están también consagrados a cuestionar límites genéricos, en su caso en torno a ese vertiente narrativa tan en boga durante los últimos años y que hemos convenido en denominar autoficción. En las páginas de creación, por otro lado, contamos con poemas en prosa de Basilio Sánchez; microrrelatos de Javier Perucho; un cuento de Eduardo Halfon (autor también presente en el dossier), perteneciente a una nueva obra que Libros del Asteroide publicará después del verano; un artículo de Andreu Navarra sobre pistolerismo a principios del siglo XX, en relación con una olvidada novela de Joan Oller; y un texto sobre Walter Benjamin y Portbou a cargo de Álex Chico. Cierran el número la sección de crítica, las recomendaciones y una columna de Marina Perezagua.

Así, junto a ilustres pioneros como Sterne o Fielding, nos vamos a topar tanto con clásicos de la literatura «exigente»: Thomas Bernhard, Gregor von Rezzori, Carlo Emilio Gadda o Roberto Bolaño, como con francotiradores menos obvios, pero no menos efectivos, del nivel de Réjean Ducharme.

Juan Vico Redactor jefe de Quimera. Revista de Literatura


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«LA FAMILIA ES UNA ESTRUCTURA TERRORÍFICA» .La familia está presente en la mayoría

de las grandes obras, y sin embargo resulta contradictorio el escaso tratamiento y conciencia que se tiene de ella como tema en la tradición literaria española. Comienza a ser llamativa la toma de conciencia de este asunto en autores de nuestro país desde cualquier género literario, y es especialmente significativa la tendencia a tratarlo desde el relato autobiográfico en el caso de la novela. El viaje a pie de Johann Sebastian (Periférica, 2014), de Carlos Pardo, es uno de los mejores ejemplos de esta corriente. Sobre estos asuntos charlamos una tarde de diciembre en la tienda de discos más antigua de Sevilla. Entre tu primera novela, Vida de Pablo (Periférica, 2011) y esta segunda existen algunos elementos en común. El más evidente es su carácter autobiográfico. ¿Cómo fue el proceso de creación de estas dos obras y por qué optas en ambas por lo autobiográfico como cauce de expresión?

Para mí, ambas novelas forman parte del mismo proyecto. Comencé a escribir prosa por las limitaciones que encontré en el tratamiento de algunos temas en poesía. Me había convertido en un poeta muy pudoroso, con un tapón importante, y quería seguir investigando en cosas tan complejas y tan propias de la poesía como la construcción de la identidad, y continuar desarrollando el elemento autobiográfico que cada vez estaba más presente en mis poemas. Pero no me sentía cómodo en los cauces poéticos tradicionales donde se tratan estos asuntos, como son por ejemplo la poesía confesional, o lo que se llamó en su momento poesía de la experiencia. Paradójicamente, en mi caso esta tendencia a lo autobiográfico no fue tanto para dar expresión a mi yo, sino para poder dar voz a determinadas personas con las que estaba compartiendo mundo, existencia y demás, y poder contar anécdotas que

ENTREVISTA A

Carlos Pardo Por Daniel López García Fotografías: Carolina Cebrino ©

funcionaban en el plano de lo inmediato. Por otra parte, en mis poemas cada vez estaba más presente una tendencia a la ironía. Ser irónico consiste en construir algo que parece que lo estás diciendo tú pero que a la vez pones en tela de juicio. En ese sentido, la estructura y la epistemología en la que se basa toda tu producción poética es una especie de sostén endeble, algo que utilizas momentáneamente y que no sabes cuándo va a desaparecer. Estos asuntos, que de alguna forma en la poesía los tenía censurados, me salieron de manera natural en prosa. Y se me ocurrieron prácticamente los dos libros a la vez, más un tercer libro que todavía no he escrito. En cuanto a las diferencias, la primera la observo en el uso del lenguaje. Mientras que en Vida de Pablo el carácter de la exposición es más difuso y la realidad se refleja de forma fragmentaria, en El viaje a


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pie de Johann Sebastian hay mayor tendencia a la argumentación. ¿Cómo se relacionan forma y contenido en ambas obras? Ya te digo que se me ocurrieron las dos novelas, más la siguiente, a la vez. Cuando surgieron, también se me ocurrieron los puntos de vista, la posesión del lenguaje por parte de cada narrador, así como la distancia de éstos respecto a ese lenguaje y a los hechos que narran. Todo fue bastante rápido. Por un lado, en Vida de Pablo hay dos partes bastante claras y diferenciadas. La primera parte es más fragmentaria, o mejor dicho más disoluta, más disuelta, que es esa parte en la que se rememoran sus años de juventud en una ciudad de provincias. En ese caso la estructura que tenía presente era la de un tipo de frase propia de Robert Walser, típica de los románticos alemanes, que es una cosa que me funciona bien por esa tendencia irónica de terminar desmintiendo lo que acabas de decir. Pudiera sonar tonto, y que el lector no llegara a enterarse de nada y pensar que estoy contando cosas importantes y sin importancia juntas. Pero esa era la voluntad, poner en suspenso cualquier intento de gravedad y cualquier intento de veracidad con el discurso. Esa es la parte de posesión del mundo en Vida de Pablo, cuando el personaje está viviendo sus años más

interesantes que por otro lado son los más tontos. La segunda parte de Vida de Pablo la escribí a la vez que la primera, y se me ocurrió directamente desde la desposesión. En esa segunda parte, habían pasado los años en el tiempo de la historia del relato, y eso me permitía ser más analítico. Esta parte está relacionada con mi diario personal. Siempre me ha interesado la escritura autobiográfica, y esto responde también a lo que me planteabas antes. Escribo un diario desde que empecé a escribir poesía, y le he dado la misma importancia a mi diario que a mis poemas. Es más, muchas veces he considerado que lo mejor que he escrito se encuentra en mi diario, y aunque no vaya a leerlo nadie y lo escribiera sin voluntad de publicarlo, me ha servido para ir comprendiendo cómo funciona mi pensamiento, y observar la sedimentación del tiempo que acaba siendo el tema de cualquier obra literaria. Me interesaba que la segunda parte de Vida de Pablo reprodujera ese estilo de sedimentación, en la que estás contando una cosa pero lo que está pasando es otra distinta, que es simplemente el paso del tiempo. ¿Y en el caso de El viaje a pie de Johann Sebastian? Yo creo que El viaje a pie de Johann Sebas-

tian tiene que ver más con esto último. Pero a la vez, el resultado luego ha sido muy distinto. Creo que funciona más bien como episodios. Se me ocurrieron los fragmentos como secuencias en las que había algo argumentativo de reflexión filosófica, cosa que normalmente intento evitar porque si no encaja con la trama acaba resultando una cosa fraudulenta. Pero en este caso, sí me parecía que encajaban esas reflexiones y esa argumentación con esa necesidad de dar sentido, que es la necesidad del narrador, a través de secuencias, frente a una falta de sentido general y a la falta de aprendizaje vital que manifiesta. De esta forma, la novela de aprendizaje se convierte en algo roto y fracturado. Como acabas de plantear, cada novela propone uno o varios tipos de narradores. En Vida de Pablo el narrador es provocador, juega al relativismo y su perspectiva está continuamente contrastada con otros puntos de vista. En el caso de El viaje a pie de Johann Sebastian es más honesto y humilde, la contradicción emana de él mismo. Podría ser una trampa buscar coincidencias en lo autobiográfico más allá del propio cauce formal entre las dos novelas. Claro, estoy de acuerdo con esto que planteas. Hacer eso fue muy complicado porque de alguna manera me parecía más fácil construir un narrador como el de El viaje a pie de Johann Sebastian. Esto hubiera sido menos honesto como autor, aunque finalmente sea lo que ha tenido mayor aceptación, o igual me haya salido mejor. En Vida de Pablo intentaba que el narrador fuera engañoso, hacer una autobiografía en la que la voz narradora fuera yo mismo, pero además que pareciera un idiota. Una manera, por tanto, de considerarme a mí mismo una persona mediocre porque en el fondo mis experiencias son las de cualquier otro idiota mediocre, de cualquiera de nosotros, siendo mínimamente honesto. Lo que me interesaba era poner en


El salón de los espejos

conflicto, como bien has dicho, esa voz engañosa con un aprendizaje que tiene que ver sobre todo con el choque de otras voces. Otras voces que funcionan en algún caso muy claramente, como en el caso del personaje de María Jesús, como un principio de realidad, aunque sea un principio de realidad antipático que hace que la novela rompa la visión idealista respecto a la identidad. Me parecía que generaba duda, que rompía las expectativas, que el personaje de María Jesús era el personaje interesante, el realmente atractivo de la novela, y creía que quedaba suficientemente claro. Luego mucha gente no lo leyó así. Se leyó como diciendo: este tío es un idiota y nos está contando su vida sin más, y ahí pensé que en la próxima lo haría con más cuidado. ¿Y cómo surge entonces El viaje a pie de Johann Sebastian? El viaje a pie de Johann Sebastian surgió como un ejercicio de ficción con unos personajes de ficción, a la vez que se iban segregando unas notas autobiográficas por medio de las que intentaba dar voz a mis hermanos y a los personajes de mi familia. En esta ocasión, asumí desde el principio que los hechos los estaba contando yo, y que por tanto la duda no debía venir del recurso formal del narrador engañoso. Hacer un narrador engañoso desde el principio es una torpeza. De la torpeza anterior aprendí que este narrador debía ser más humilde, más tímido, aunque en el fondo resultara igualmente engañoso, ya que al final de la novela te enteras casi por los otros puntos de vista. Me interesaba tener una estructura y un narrador que fueran suficientemente trasparentes y neutros, que no se implicara demasiado en los hechos, y que casi contara las cosas fríamente para ser capaz de dar entidad a las voces de los demás personajes. En el fondo, he tratado de ser honesto a la hora de analizar la vida de mis her-

Entrevista a Carlos Pardo

manos, de mi familia y en definitiva mi propia vida, he intentado estar más allá de las buenas intenciones, sin pretender quedar bien pero tampoco caer en algo ruin. En algún momento de Vida de Pablo muestras un rechazo hacia la idea de lo universal. Como contraste, El viaje a pie de Johann Sebastian dirige su mirada hacia un elemento universal en la forma de organizarnos los seres humanos: la familia. ¿Cuál es esa visión de la familia y qué papel desempeña en el libro? Yo creo que la crítica a lo universal está presente en los dos libros. La familia es una estructura terrorífica, y no se trata como algo positivo, sino como algo que se da. La crítica a lo universal no quiere decir que no haya unas constantes, o una serie de cosas que estamos condenados a repetir una y otra vez. A mí me interesaba precisamente tratar el tema de una manera diferente a como ha sido tratado dentro de la tradición literaria española, donde ha funcionado como cárcel y como represión. Mi intención ha sido tratarla como el último vínculo de lo comunitario, de la sociedad, donde cada uno de los personajes –desde los padres a los hijos– ha vivido su propia ficción de individualismo, ya fuera a través de la genialidad artística, o de su gran talento para vivir, o de lo guapo que era, o su clase o estatus social. Me interesaba ver cómo es la familia que ahora se tiene que sostener y tiene que cuidar de sus mayores. En un principio quería escribir una novela de viejos, una novela de ficción donde sólo hubiera viejos, pero pensé que lo que estaba haciendo era sublimar lo que me estaba pasando en esos momentos. Así que decidí contar la vida de mi propia familia: una familia rota porque los padres se separan, donde hay un abandono del padre, en la que cada uno muestra sus delirios de grandeza, y los hijos viven en una especie de desamparo que

convierten continuamente en genialidad. Me di cuenta que era más interesante tratar esa especie de sustento del vínculo comunitario en la familia, a la vez que la familia se encuentra en descomposición. Gracias a que la enfermedad de mi padre, que es una de las cosas que salen en la novela, llegó a tiempo, el resto de la familia pudo mantenerse de su pensión, incluida mi madre enferma. Es bastante paradójico. En Vida de Pablo el personaje narrador parece movido por una pulsión de necesidad de reconocimiento en lo ajeno o en lo elegido. En este sentido, son muchas las referencias culturales y artísticas. En el caso del El viaje a pie de Johann Sebastian existe una mayor contención de este recurso. ¿Qué sentido tiene? Sí, por supuesto. En Vida de Pablo, él es un consumista de identidades, un rasgo muy común en muchos de nosotros. Existe una visión muy positiva de esto, y tiene que ver con la consideración de sentirnos parte de una élite a la que nos gusta la misma música y que consumimos los mismos gustos y bienes culturales. En Vida de Pablo me interesaba desmontar eso desde dentro. Creo que en El viaje a pie de Johann Sebastian eso ya está superado de alguna manera, y me interesaba menos llegar a esa confusión de información, de datos, de referencias musicales. Sí me parecía que tenía que abordar lo positivo que puede tener la búsqueda en la infancia de una línea que a través de la cultura, el anacronismo y la tradición musical te separe de tus propias circunstancias. Es decir, de una forma de construir nuestra identidad a través de referentes culturales y musicales, una muestra de que muchas veces surge una positiva necesidad de distinción con respecto a la dictadura de la actualidad. En ese sentido, me interesaba ir a la infancia y a la adolescencia como momentos en los que esto surge, para luego ver

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cómo se traduce eso en un presente en el que yo mismo me niego a hablar de determinados músicos. Para mí en algunos momentos hubiera sido natural hablar de algunos músicos como Judee Sill, de Graham Bond, pero pensaba que lo honesto en esta novela era hacer un ejercicio para no citarlos. Aunque luego la trama de Bach no deja de ser un homenaje a la posibilidad de huida o de creación de otro discurso, de un discurrir paralelo a las propias circunstancias a través de la música, haciendo resonar otras tramas. De hecho, en el capítulo de la trama de Bach creo que se encuentra una de las claves para entender el libro. En él expresas: «No por el camino real sino por otro más verdadero, el de su imaginación. Un camino en primera persona hacia Dios». Parecieras indicar en tu prosa un valor simbolista propio de la poesía: la falacia del carácter autobiográfico, y por tanto la imposibilidad de la literatura para aprehender la realidad. Estoy completamente de acuerdo con lo que dices como discurso general de la novela. Pero en el caso del capítulo concreto del personaje de Bach, esa frase de Bach, ese hablar de tú a tú a Dios, de alguna manera tiene que ver con el origen del mundo protestante, el origen de ese debate individualista con Dios, que a su vez es el origen de muchos de los males de los personajes de la narración. Muchas veces digo que la historia de Bach con esa forma de novelita romántica, y al crear varios anacronismos e introducir diferentes voces –la voz del racionalismo del mundo al que pertenece Bach, el debate de Buxtehude que también procede de un mundo barroco pero no tan puritano–, me obligaba a pensar históricamente el relato. Esa frase que citas no deja de ser un punto de vista muy protestante y anglosajón, que muestra el origen de muchos de nuestros males, pero tam-

bién ese hablar de tú a tú a Dios que es lo que hace cualquier persona que se siente desligada cuando su comunidad está rota, y por tanto siente que tiene que dar cuenta de sí mismo. De alguna manera también es el origen de la autobiografía. Yo estoy utilizando un género que tuvo más éxito en la tradición protestante, que generó la tradición del autoexamen, y que como herencia de ese autoexamen protestante causa el auge del liberalismo y del capitalismo de raíz protestante. Pero me interesa especialmente en relación al discurso general de la novela. Según lo que te comentaba, la autobiografía o lo imaginado no resultan diferentes en su capacidad de generar ficciones, tan solo se muestran como cauces distintos de llegar a ellas. Me interesa mucho esa relación de la que hablas. Hace poco releyendo unos ensayitos de Thomas Mann titulados Bilse y yo, que publica poco después de Los Buddenbrook, le acusan de que ahí no se ha inventado nada, de que Los Buddenbrook es una novela en la que se dedica a contar los chismes de los personajes que todo el mundo conoce en la ciudad. En este ensayo, Mann viene a plantear que la imaginación está sobrevalorada, que ningún gran escritor ha creado nada nuevo, que su tarea no consiste en imaginar y crear de la nada, sino en observar. El verdadero talento de un escritor se halla en observar y en la manipulación de otros temas. Creo que es interesante poner en duda esa especie de aceptación de que la imaginación es algo positivo, porque en el fondo la imaginación es lo que construye la realidad, los discursos, los relatos. La realidad, como decía Nietzsche, es la lucha de diferentes metáforas, metáforas machacándose unas a otras. Lo que hay es que llevar esa imaginación al campo de lo real, y hacerlo desde la literatura para buscar las armas de esa creación de identidad e intimidad.

La segunda parte de El viaje a pie de Johann Sebastian comienza con el capítulo titulado «Pueblo». Creo que hay un cambio de ritmo en la narración de este capítulo por la introducción de un tema de corte ético que desemboca en social y político. ¿Qué función das a este capítulo? Creo que la última parte es la implosión de todas las tramas que se han ido hilando anteriormente. Pensé la novela como una estructura musical desde el principio, con una estructura dialéctica propia de algunas sinfonías alemanas post malherianas de tesis, antítesis y síntesis, y deconstrucción. Una especie de dialéctica en negativo. El proceso de creación de la novela fue largo. El otro día descubrí que comencé a escribirla incluso antes de Vida de Pablo, por el 2010. Desde entonces ha habido como una estructura musical que me iba ganando a mí, de alguna manera me daba cierta sujeción a la hora de pensar la novela, y cierta libertad a la hora de escribir por esa estructura en secuencias. Tenía unos temas que aparecían en el primer movimiento y otros que se desarrollaban en un segundo. Luego llegaba a una especie de adagio o remanso, casi de sinfonía –como ves la pedantería no tiene límites– que es la parte de Bach. Y luego, el movimiento final en el que todas las tramas se van hilando para llegar a una implosión, la cena final y el diario de mi madre. Ese último movimiento tenía que ser como los movimientos de las sinfonías de Mahler, agitado y tormentoso, tenía que ir a saco. Lo peculiar del último capítulo, que es algo de lo que no quería abusar, es el uso de la digresión, intentando contar algo que no he dicho a través de otra cosa. En este caso esa otra cosa es el personaje de Fernanda. En ese punto parece que empieza a haber personajes cada vez más disonantes, que no tienen que ver nada con la trama, pero son los que van apuntalando su trama.


El salón de los espejos

En las conversaciones con Fernanda, el narrador de El viaje a pie de Johann Sebastian toma una posición política. En algunos momentos percibo una ruptura que puede expulsar al lector, ya que el narrador rompe con el tono humilde y contradictorio que ha caracterizado hasta ese momento su voz. Claro. Las conversaciones con Fernanda tienen esa voluntad. Para mí esas conversaciones deben no sólo expulsar al lector, sino que deben expulsar al propio personaje. Son las conversaciones que hacen sentirse al personaje más tonto, quizá porque es incapaz de articular un discurso crítico, y sobre todo porque hay una obligación, como una moda política, de opinar sobre cualquier cosa, y es algo en lo que él no quiere participar. Este personaje considera que lo político es lo familiar. Prefiere abordar lo político desde lo familiar, incluso desde lo colectivo, pero no con esas conversaciones sobre la violencia policial, por ejemplo. Para mí las conversaciones con Fernanda eran parodias. Para ello me inspiré en el Doctor Faustus, donde dos personajes se ponen a hablar de cualquier tema, y mi intención era crear algo parecido desde los códigos de la parodia. Es decir, en vez de hablar de música o de la deriva de Alemania, pondría a hablar a estos personajes de las conversaciones que oigo todos los días en los bares y demás, pero sin decir que es 15M, sin decir que es político, porque eso apestaría y me parecería como de novela de actualidad, y no era mi intención hacer periodismo. En ese sentido el personaje de Fernanda me resulta profundamente antipático, y a la vez es el personaje que le da la posibilidad al narrador de ser más desagradable porque en el fondo está más solo que la una, y acaba incluso preguntándose si esas conversaciones sobre política no son más que una manera de ligar. Me interesaba que hubiera una lectura más problemática que la de una novela política, donde las con-

Entrevista a Carlos Pardo

versaciones no terminan de solucionar nada más allá de exponer una serie de tensiones sobre unos temas. En ese sentido, tampoco se llega a nada cuando se reflexiona sobre el pueblo, porque creo que llegar a algún tipo de conclusión sería un fraude. Al final del libro, le das la voz a la madre del protagonista a partir de unas páginas de su diario. Parece emerger cierta empatía con ese personaje, que podría traducirse en una conciencia trágica de nuestras limitaciones. Lo que hay ahí es un abandono del análisis, un análisis que tampoco va a ningún lado, más allá de ser una crítica que hay que mantener constante. Quizá sea un poco exagerado decirlo así pero toda la novela es una preparación del capítulo de la madre. Ese capítulo es el menos conciliador de todos, y el más triste. Esas páginas provienen del diario de mi madre de verdad. Lo incluyó ahí y le doy voz a ella, y cada vez que lo he leído para corregirlo, pensando que ya estoy preparado para aguantarlo, soy incapaz y me echo a llorar. Me da muchísima pena. Es lo que rompe la prepotencia de la voz que tenía el narrador que en el tramo final parece que es peor persona. Al final de la novela el narra-

dor queda muy mal parado y termina en falso su reflexión sobre el pueblo, sobre los cuidados paternos, y se convierte en una huida de la responsabilidad familiar. Después de eso meter el diario de la madre era una gran contradicción formal, y era la posibilidad de que la novela tuviera algún tipo de verdad más allá de la insistencia del propio narrador, que dejara de pertenecerme a mí solo, y fuera más verdadera porque no es sólo mi novela, sino que es la novela con otras voces, aunque la violencia textual la siga ejerciendo el narrador como un dictador. Suponía cargarse la objetividad, y llegar a considerarla un fraude. Para mí era lo único que le podía dar coherencia, aunque sea la coherencia de un fracaso.

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Daniel López García (Sevilla, 1980) es periodista y escritor. Licenciado en Comunicación y Máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Sevilla, actualmente trabaja en su proyecto de tesis, centrado en el estudio comparado de la literatura dramática de mitad del siglo XX en EEUU y el teatro español actual. Ha participado en varios congresos internacionales de literatura como ponente, y colabora y ejerce la crítica literaria en medios como Revista de Letras, Quimera o La tormenta en un vaso, entre otros.

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En los confines de la novela Rebeca García Nieto

.Se ha escrito tanto sobre los límites de la novela

que, antes de meternos en harina, habría que preguntarse si tiene algún sentido volver a reabrir este debate. Como bien dice Miguel Alcázar en «D13C10CH0», el artículo que abre este dossier, etiquetas como «literatura experimental» o «posmodernismo» se han utilizado tanto que ya nadie sabe a ciencia cierta qué significan: ¿puede considerarse a Cervantes como un escritor experimental?, ¿hemos superado el posmodernismo?, ¿estamos ya en el posposmodernismo? Las etiquetas son estúpidas, pero parece que hay algo en el ser humano que nos lleva a utilizarlas, y al colgárselas a los escritores, les ponemos límites, los encasillamos. Por tanto, y siguiendo al gran William H. Gass, no nos queda otro remedio que creer en los géneros, en los límites entre géneros, aunque sólo sea para forzarlos de una forma más eficaz, ya que va en el ADN del escritor el ser transgresor. Gass quiso que su novela Willie Masters´ Lonesome Wife incluyera un condón para que el lector entrara en el texto con la protección adecuada. En este dossier no se incluyen condones, aunque sí se habla de ellos. El artículo que lo cierra, «Nada es crucial:

¿la primera novela de animación de la historia?», firmado por Fernando Ureña, reflexiona sobre la literatura en la era del adsl, una época en que ya no queda un solo joven que no haya visto porno: «Nunca el mundo fue tan porno ni tan audiovisual, cierto, pero tampoco tan escrito. Cientos de miles de textos surcando el planeta cada segundo». En este dossier nos hemos escorado hacia extramuros y hemos optado por aventurarnos en terrenos más marginales de lo que suele ser habitual en este tipo de debate. No encontrará el lector a los sospechosos habituales, o no aparecerán de la manera habitual. Thomas Pynchon asoma de perfil en el artículo sobre Carlo Emilio Gadda que firma Víctor Balcells Matas, Raymond Queneau hace un fugaz cameo en forma de su heredero Réjean Ducharme en el artículo escrito por Bárbara Pérez de Espinosa Barrio. Tampoco hace acto de presencia Enrique Vila-Matas, aunque, en cierto modo, está «en el centro del vacío» de varios artículos incluidos en el dossier. Dijo Vila-Matas en una entrevista que «hay un verso que dice que en el centro del vacío hay otra fiesta, en esa otra fiesta se reúnen los suicidas, los shandys,


El cielo raso

Rebeca García Nieto. En los confines de la novela

Rebeca García Nieto (1977) es escritora y especialista en Psicología Clínica. Ha trabajado varios años en el Bellevue Hospital/New York University (NYU) y colaborado en el Programa de Literatura Comparada de la City University of New York (CUNY). Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada en 2012 por Eutelequia. Con ella quedó finalista del 58 Premio Ateneo Ciudad de Valladolid. Con su segunda novela, quedó finalista del Premio Herralde de Novela 2013. Su próximo libro se publicará en 2015 en Alegoría.

los montanianos, los bartlebys y otros figurantes de mi escena literaria. Algún día acudiré a esta fiesta, cuando la obra esté completada». En esta fiesta hemos invitado a algunos suicidas, como los personajes de Thomas Bernhard, y a un shandy, el de Laurence Sterne. También ha asistido Gadda, muy presente en el universo vilamatiano, o Bolaño, de cuya obra Los detectives salvajes Vila-Matas dijo que era su «propia brecha», una novela que le había «obligado a replantearse aspectos de mi (su) propia narrativa» y le dio «ánimos para continuar escribiendo». Es posible que algunos lectores se extrañen de ver incluido en este dossier a un autor como Gregor von Rezzori. En su artículo, José Aníbal Campos, traductor del libro sobre el que versa su texto para el dossier, La muerte de mi hermano Abel, que será publicado por primera vez en nuestra lengua en 2015, se plantea cómo sería el perfil de Facebook que von Rezzori, maestro de la autoficción, ni tuvo ni querría tener. Von Rezzori es un escritor bisagra, gozne entre dos épocas: un «escritor del siglo XIX en el umbral del siglo XXI». Como señala Campos, Rezzori es un deudor de toda la tradición narrativa del pasado que, al mismo tiempo, abre perspectivas nuevas al arte de narrar. No podía faltar en este dossier Thomas Bernhard, cuya obra puede entenderse como un elaborado programa de acoso y derribo de la propia literatura, una especie de voladura controlada. Trastorno deja entrever ese proceso de demolición en vivo y en directo; en El malogrado son los personajes los que parecen dirigirse al lector para advertirle de que el libro que está leyendo se autodestruirá en cualquier momento. Otros escritores cuya vida forma parte indisoluble de su obra son Eduardo Halfon y Roberto Bolaño. Como dice

Eric Gras en su artículo, «Halfon: preludio y fuga de una sinfonía literaria», la historia personal del escritor es clave para entender su literatura. Su obra puede verse como «un mosaico literario, un rompecabezas hipertextual, de entrecruzamiento, de muchas historias que son reflejos de otras, de pensamientos que no dejan de deambular por su mente». Si el término transgénero no estuviese tan ligado a lo transexual, a lo queer, se podría decir que Halfon es un «escritor transgénero» que se mueve como pez en el agua entre dos géneros literarios: la novela y el cuento: «Su estilo coexiste con dos lenguas, con dos culturas, con dos credos y con dos géneros literarios». Del mismo modo, la obra de Bolaño, escribe Carlos Maleno, «es un sistema polifónico infinitamente abierto (…), una obra sin límites», en la que «las novelas y los cuentos cruzan la inestable línea que separa realidad de ficción con voces que saltan de una novela a otra». Además de parodiar las reglas tradicionales de los géneros (Réjean Ducharme parodia la novela psicológica en El valle de los avasallados y Carlo Emilio Gadda subvierte las reglas de la novela policial en El zafarrancho aquel de via Merulana), Ducharme y Gadda tienen en común el haber levantado dos monumentos al lenguaje con estas obras. Como dicen Pérez de Espinosa y Balcells en sus respectivos textos, Ducharme y Gadda reinventan el lenguaje, crean un idioma propio. El artículo de Balcells, además, tiene el acierto de recordar a esos editores que se arriesgaron a publicar a estos autores cuya obra no se aviene a «la idea de canon». Sin estos editores «anticanónicos» que apostaron por escritores que transitan al margen de los rígidos cauces establecidos, este dossier no sería.

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.Cuando la coordinadora de este dossier me invitó a escribir un artículo sobre literatura experimental, la primera reacción de mi cerebro fue la de preguntarme sobre qué escritor norteamericano de los últimos cincuenta años iba yo a escribir: ¿Sobre Thomas Pynchon y el simulacro baudrillardiano? ¿Sobre William Gaddis y su fragmentación de lo real? ¿Sobre David Foster Wallace y su original uso de las notas a pie de página? ¿Sobre Mark Z. Danielewski y sus jueguecitos ergódicos? O, mejor: ¿sobre unas limitaciones culturales que me habían llevado a pensar que aquello a lo que llamaremos literatura experimental –signifique lo que signifique esto– únicamente podía estar relacionado de alguna manera con Estados Unidos y el fin del milenio? Esto último era sin duda más jugoso e interesante, pues los autores contemporáneos citados anteriormente –estupendos algunos; interesantes casi todos ellos– ya cuentan con una abrumadora cobertura crítica, académica y periodística a día de hoy, con multitud de lectores, revistas y editoriales que los celebran mes sí y mes también en el largo camino que va desde las librerías hasta las redes sociales. Y es que es difícil no apuntarse al carro de una etiqueta literaria tan estúpida como el posmodernismo (por cierto, ¿la habremos pasado ya? ¿Estaremos desde el cambio de siglo en el posposmodernismo? ¡Espero que los posposposmodernos del futuro puedan perdonarnos nuestra desidia intelectual a la hora de poner nombre a los movimientos culturales de nuestro tiempo!): si uno es un lector apasionado por el posmodernismo, se le presume fan de lo último, de lo más moderno, experimental y radical. Pero, ¿es esto así realmente? ¿Son tan diferenciados los logros de los autores posmodernistas, autores pertenecientes a una corriente cultural cuya nomenclatura, por cierto, va a rebufo de otra anterior? ¿Ha supuesto realmente un avance progresista en cuanto a los límites de la literatura la obra de los autores posmodernistas en relación con la producción de un James Joyce o un William Faulkner? ¿Acaso han descubierto técnicas experimentales nuevas que desconociesen Virginia Woolf o Gertrude Stein? De hecho, y aquí viene el sentido y final a este párrafo introductorio al que no dedica-

remos más atención: ¿realmente han descubierto algo estos autores a lo que no estuviese acostumbrado cualquier lector del siglo XVIII? ¿Cómo definiríamos la literatura experimental? ¿Qué características tendría que presentar una obra para que nuestra percepción lectora del siglo XXI la calificara de experimento? ¿Un diseño del texto inusual? ¿Diversidad tipográfica? ¿Uso de elementos gráficos acompañando el texto? ¿Una actitud narrativa autoconsciente y metaficcional? ¿La mezcla de géneros, de la mal llamada alta y baja cultura? Bien, si esto fuera así estaríamos de suerte, pues tendríamos numerosos y claros ejemplos de literatura experimental desde los mismísimos orígenes de la escritura. Como dice el autor y crítico literario Steven Moore en su perspicaz La novela, una historia alternativa, «cualquiera que piense que la extravagancia lingüística en las novelas comenzó con el Ulises en 1922 no ha hecho sus deberes», y esta divertida observación en referencia a la idiosincrasia lingüística bien puede ser aplicada a otros rasgos estilísticos y narrativos que consideraríamos propios de la literatura experimental, ejemplos de los cuales podemos encontrar en textos escritos desde el mismo origen de la escritura de imaginación (valgan como rápidos ejemplos la estructura metanarrativa de antiquísimos cuentos egipcios o sumerios como «La historia del marinero náufrago», o la modernidad latente de obras clásicas como El satiricón o El asno de oro). Pero no sólo en obras más o menos heterodoxas se encuentran formas de experimentación, sino que los mismos textos que han conformado el canon literario de nuestra civilización han sido en algún momento de la historia obras experimentales. Como nos recuerda el especialista en estos asuntos Harold Bloom en su libro más polémico y seminal, hay una «verdad aún no comprendida en relación con el canon occidental: las obras dignas de formar parte de él lo son por su singularidad, no porque encajen perfectamente en un orden existente». Así, escritores tan canónicos para nuestra cultura occidental como lo son Shakespeare, Montaigne o Goethe, lo son precisamente porque un día sus obras supusieron revolucionarios experi-


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mentos –nuevas formas de ver el mundo y la literatura– que sacudieron con toda su originalidad los cimientos de la tradición y la ortodoxia cultural del tiempo en el que fueron confeccionadas. Sin embargo, si tenemos que datar el comienzo de la literatura experimental tal y como entendemos este concepto desde nuestro prisma crítico actual, si tenemos en cuenta algunas de las características definitorias por las que nos hemos preguntado en el párrafo anterior, ¿qué año supondría la fecha clave del nacimiento de la literatura experimental moderna? No uno, sino dos: 1605 y 1615, los años nacionales en los que El Quijote de Cervantes fue publicado, traspasando los límites del universo literario como tan sólo Shakespeare había hecho pocos años antes en las escenas metateatrales de su tragedia Hamlet, príncipe de Dinamarca. Así, en Cervantes ya está casi todo lo que los escritores posmodernistas del siglo XX –vuelvo a repetir que tengo serias dudas de que sigamos de pleno en ese movimiento literario– se atrevieron a realizar con la literatura, y pocas revoluciones se han dado en el campo de las artes a la altura de los originales hallazgos que presenta la mejor novela jamás escrita: la incongruente complicación de los niveles ontológicos y narrativos que supone el hallazgo por parte de los personajes cervantinos del manuscrito de Cide Hamete Benengeli, la concepción de la novela –y el mundo– como juego textual, la franca exposición de la mentira y de la falsedad que la ficción representa, etc., todas estas cervantinas indagaciones en los límites de la literatura suponen un impulso de modernidad tan enorme que, por supuesto, fue imposible que fuera reconocido como debiera por la época que lo vio nacer. Al contrario, tuvieron que transcurrir alrededor de ciento cincuenta años –amén de la muerte deshonrosa y sin gloria del escritor español más universal de todos los tiempos– para que la originalidad y grandeza de El Quijote fuera reconocida como merecía, y no sucedió esto en territorio nacional sino en la enemiga Inglaterra, donde por primera vez se tradujo la obra de Cervantes desatando así la Quijote-manía que felizmente nos ha acompañado hasta nuestros días. Fue Henry Fielding el primer novelista inglés que admiró abierta y literariamente a Cervantes, primero con su obra de teatro Don Quijote en Inglaterra (1734) y, ocho años más tarde, con su Joseph Andrews, novela cuyo subtítulo ya manifestaba que estaba «escrita a la manera de Cervantes» y en la que se imitaba el moderno juego intertextual cervantino sustituyendo las novelas de caballerías por la Pamela de Samuel Richardson, obra de la que Fielding se ríe con ingenio en una novela que anticiparía su obra maestra, La historia de Tom Jones, expósito (1749), que supone un nuevo

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bloque de cemento para el pilar de la experimentación literaria moderna. En ella, Fielding explora las posibilidades de la ficción mediante diversos recursos narrativos, entre los que destacan los sucesivos prólogos que acompañan a los diferentes libros en los que está dividida la obra, exordios en los que un trasunto del propio autor comenta y opina sobre la misma novela que él va escribiendo y nosotros leyendo, en una rompedora división entre historia y narración que proporciona al lector una muestra de la realidad explícitamente manipulada y elaborada, en un distanciamiento narrativo que descubre la condición artificial del texto que estamos leyendo, rasgo que llevará hasta el extremo el –en palabras de Nietzsche– «escritor más libre de todos los tiempos», que no es otro que Laurence Sterne, sacerdote y escritor irlandés que con su obra maestra La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy alcanzó la culminación experimental de la literatura moderna (tanto, que le valió el desdeñoso apelativo de «extravagante» por parte del sabio y dieciochesco crítico literario Samuel Johnson). En esta auténtica antinovela (publicada entre 1760 y 1767, es decir, mucho antes de la acuñación de este término por parte de Jean-Paul Sartre) no hay reglas que valgan, y los límites argumentales nunca han sido tan puestos a prueba y de manera tan original que la ejercida por Sterne en un libro de casi mil páginas que supuestamente pretende abarcar la vida del protagonista de esta falsa biografía (un Tristram Shandy que también actúa como narrador) pero que finalmente sólo ofrecerá unas pocas pinceladas sobre esta, gracias principalmente a numerosas digresiones narrativas que dificultan el avance de la historia de Tristram y que hacen que la novela de Sterne quede ciertamente libre de un argumento rígido que aprisione los ingenios de su autor. Así, Sterne puede dedicar dos capítulos enteros para contar al lector lo que ocurre mientras un personaje de la novela baja dos peldaños de

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una escalera, creando con este método tan ingenioso una verdadera ruptura entre el tiempo literario y el tiempo real que expone sin pudor la artificialidad de una novela que no deja pasar oportunidad para llamar la atención sobre sí misma y su condición ficcional, como, por ejemplo, el caso en que el Tristram narrador pide ayuda a los críticos literarios que estén leyendo la novela para acelerar la acción en determinados momentos de la obra. Por tanto, el Tristram Shandy de Sterne supone ya, sólo ciento cincuenta años después de la invención de la novela moderna por parte de Cervantes, una originalísima e ingeniosa refutación de este género literario –al que parodia como El Quijote los libros de caballerías o Joseph Andrews la obra de Richardson– como forma artística para capturar la realidad. Con todas sus digresiones, autoconsciencia y demás artilugios experimentales (recuerden la celebérrima y chocante página en negro; el esquema burlesco de las líneas argumentales más usadas por las novelas de su tiempo, y su contraposición con el loco argumento de esta novela; la intercalación de fragmentos intertextuales, muchas veces sin ser traducidos de otros idiomas; la sustitución de algunas palabras o letras por ***** o --------; las notas a pie de página en las que el autor corrige lo que dice su propio narrador, el uso de diversas tipografías, y un largo etcétera que no podemos resumir en este espacio pero que harían que los Danielewskis de nuestra época parecieran pacatos y conservadores en su aproximación a la experimentación formal literaria), Sterne está reforzando la idea que subyace a lo largo de toda su novela: la concepción de que es imposible atrapar a través de la literatura la complejidad y totalidad de la realidad, y que intentar ofrecer una transcripción exacta de esta tan sólo conlleva que la mímesis se muestre como algo ciertamente inalcanzable. Por supuesto, este interés por la experimentación y por indagar en los límites de la literatura no quedó confinado únicamente a España y a Inglaterra, sino que pronto saltó la mecha que prendería Francia, siendo esta llama la novela de Denis Diderot Jacques el Fatalista y su maestro (1796), que precisamente aprovecha una anécdota del Tristram Shandy –reconociendo su autor su deuda para con la inventiva sterniana desde la primera página del libro– para confeccionar una novela también libérrima y en la que el autor/narrador de la misma se inmiscuye en la historia en todo momento, exhortando al lector cuando lo considera necesario e intercalando anécdotas en mitad de cualquier pasaje, y en la que las alusiones metanarrativas también tienen una presencia constante, mostrándonos Diderot que el acto de contar –o leer, lo mismo da– una historia de imaginación es mucho más importante que la historia misma.

Sirviéndose de las enseñanzas cervantinas de El Quijote, estas tres novelas dieciochescas (Tom Jones, Tristram Shandy y Jacques el Fatalista) lograron crear, en palabras del profesor y especialista Pedro Javier Pardo, «una tradición que intenta representar la realidad al tiempo que exhibe su carácter de representación y que es la fuente original de la metaficción moderna». Estos niveles de experimentación literarios no se alcanzarían de nuevo –salvo en contadas y raras excepciones– hasta la revolución modernista de comienzos del siglo XX, cuando escritores como James Joyce, Virginia Woolf o William Faulkner alcanzaron una nueva órbita en los confines de la literatura gracias a los notables descubrimientos científicos y filosóficos que se efectuaron en el cambio de siglo que les tocó vivir (Marx, Freud y Nietzsche derrumbando las columnas de lo racional y regalándonos formas de pensar que fueron inimaginables para los escritores del siglo XVIII). Por supuesto, estos grandísimos escritores se declararon en deuda con los escritores del XVIII –sin ir más lejos, Joyce proclamó su admiración por su compatriota Sterne– de igual modo que los mejores escritores posmodernistas – siendo Robert Coover uno de los ejemplos más notorios– no han dejado de prodigar alabanzas al escritor de El Quijote, actitud que en realidad nos proporciona esperanza a quienes nos agobia la posibilidad de que las nuevas generaciones de lectores piensen erróneamente que para estar a la última sólo hace falta leer obras del siglo en el que vivimos, y que todo lo radicalmente moderno y rompedor se escribió un día después de antes de ayer.

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Miguel Alcázar (Albacete, 1987) es licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Salamanca y ha trabajado como profesor de español, editor, asesor literario y coordinador editorial. Ha publicado la novela Bulevar 20 (Varasek Ediciones, 2014) y ha colaborado en revistas literarias como Quimera, Granite & Rainbow, Revista de Letras o micro-revista.


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Eric Gras. Halfon: preludio y fuga de una sinfonía literaria

Halfon: preludio y fuga de una sinfonía literaria Eric Gras

.Eduardo Halfon siempre dice que se tropezó, que se cayó en la literatura. Confiesa que no leía, que no le interesaban los libros. No había libros en su casa, pues no se solía leer. Él leía por obligación, en la escuela. Con tales antecedentes, a nadie se le antojaría pensar que decidiera dedicarse a la escritura, que decidiera convertirse en un escritor. La historia personal de Halfon es clave para entender su literatura, para comprender el modo en que hace literatura. No es un proceso fácil, ni mucho menos. La salida de Guatemala a la edad de diez años marca su infancia. Creció en Estados Unidos, de modo que pronto el inglés reemplazó al español. A día de hoy prefiere hablar en inglés, leer en inglés. Halfon piensa en inglés, pero escribe en español. Dato curioso, ¿no? Digno de estudio diría yo. Volvió a Guatemala después del periodo universitario. Se convirtió en ingeniero, ese era su «destino», el camino a seguir. Hubo de recuperar su español, además de reconciliarse con su país de origen, pero no sabía cómo hacerlo, cómo afrontar esa situación. De ahí que siempre se haya considerado un ser «desubicado»: «Yo no pertenezco aquí. No hablo como esta gente, no pienso como esta gente», pensaba, para acto seguido preguntarse: «¿Qué hago aquí?». Poco tardó en sumirse en una profunda frustración. No sabía qué hacer, cómo solucionar ese malestar que sentía. Fue entonces cuando decidió volver a la universidad y estudiar filosofía. Contaba con veintiocho años y ese sería el principio de un todo que aún sigue explorando, moldeando y ficcionando a su antojo. Sus estudios en filosofía le llevaron irremediablemente a la literatura, a ser lector, un lector compulsivo, obsesionado. «Me enloquecí, me enquijoté», dice. Quería leer todo lo que no había leído en veintiocho años y quería leer todo sin ser consciente de que podía llegar a ser escritor: «No sabía que se podía hacer eso». No obstante, una vez iniciada esa particular cruzada lectora, averigua que una posible

consecuencia de la lectura es la escritura, y a la manera de Perec, cuando éste confesó abiertamente que «la escritura me protege», Halfon sentencia, sin titubeo alguno, «la literatura me salvó». El azar o la casualidad parece que han jugado siempre un papel importante en la historia de Eduardo Halfon. En principio, para él, escribir era secundario, pero escribió. Al año de empezar ese ejercicio de juntar palabras publicó sin saber muy bien cómo su primer manuscrito Esto no es una pipa, Saturno. «Nunca decidí», responde. Quizá por ello, por esa incapacidad de encontrarle una explicación lógica o plausible a lo que estaba viviendo, decidiera ahondar en su «caída» en la literatura. El ángel literario es la respuesta a esa caída: «¿Por qué yo, que no debo ser escritor, me convierto en escritor?». «Como escritor, sospecho que toda persona que decide incursionar en el mundo de las letras, sin duda, sin duda alguna, debe tener un momento específico de génesis literaria», leemos en un fragmento de El ángel literario. A Halfon le interesan los momentos de fundación de un escritor, llega a obsesionarse pues busca en ello entenderse a sí mismo. Encontramos, por tanto, a un escritor preocupado, obcecado, abrumado. Para él existe el instante de la primera inspiración, aunque todo es y sigue siendo un enigma, un rompecabezas repleto de inseguridades, de dudas, de pensamientos volátiles, de formas de narrar y entrelazar historias... Esas inquietudes que impregnan El ángel literario son, en cierto sentido, las mismas que empapan el resto de su obra, que podríamos definir como un mosaico de su proceso literario, un juego de equilibrios, un compendio de preocupaciones que buscan ciertas respuestas. ¿Respuestas a qué? A lo más básico y natural, a la esencia de lo que significa ser humano, a las eternas preguntas quién soy, qué hago aquí, hacia dónde voy, qué sentido tiene todo. Para Halfon, la literatura, el arte en general, es volver a ese espacio paradisíaco

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que es la infancia. Necesita volver al pasado para reflexionar sobre su presente inmediato. Ese retorno es clave y por ello anula cualquier frontera que exista entre géneros narrativos. Él no entiende de eso, no quiere entender, no necesita entender. Lo extraterritorial, el desarraigo, la identidad... Todo cuanto parece un problema, a priori, para Halfon es una oportunidad de saber quién es, de reconocerse. ¿Es guatemalteco? ¿Es judío? ¿Es árabe? ¿Su lengua es el español? ¿El inglés? Él no diferencia una cosa de la otra, su historia familiar se lo impide. Es todo eso y debe afrontarlo. Y para afrontarlo se sirve de una escritura que se ha visto influenciada por múltiples componentes. En más de una ocasión ha admitido que se siente mucho más cercano a la tradición cuentística norteamericana. Cheever y Carver son pilares fundamentales, aunque también lo son Chéjov o Cortázar, Rulfo, Borges o Ribeyro. De Cheever diríase que adopta el peculiar retrato de las relaciones familiares. A Carver, directamente lo idolatra y le rinde una especie

de homenaje en la que es su última obra, Monasterio, título que se debe en gran medida a Catedral, del estadounidense. Tampoco podemos obviar el hecho de que todo en Halfon embebe de la narrativa breve. En la brevedad, probablemente, se encuentre su mayor relación con la tradición literaria guatemalteca de Monterroso o Rey Rosa. «Yo soy de aliento breve», exclama. Cierto es que se siente muy cómodo en las distancias cortas, pues para él la intensidad de lo que se está narrando lo es todo. «No sé escribir de otra manera», asegura. Pero, ¿realmente es un escritor de cuentos? Desde sus inicios, ha demostrado que posee una sintaxis particularmente suya y su relación con el lenguaje y su concepto de escritura permiten que su obra esté más cerca de esa tradición de novela hecha de muchos cuentos, como pudieran ser Las mil y una noches, El Decamerón, Los cuentos de Canterbury... Halfon no encaja en ningún lugar, no puede encajar. Etiquetarlo no sería justo, pues su voluntad de experimentación literaria dista mucho de ser algo común, si bien encontramos símiles en algunos de sus planteamientos con otros autores. Pese a ese influjo de escritores como los ya mencionados –y a los que podrían sumarse Piglia, Hemingway, Nabokov o Hermann Hesse, incluso Vila-Matas–, su condición de «desarraigado» le ha valido para crear algo original, precisamente por ese cruce entre géneros, mezclado con esas escrituras del yo y la musicalidad de los textos. «Tengo una manera de narrar muy particular. No uso comillas en los diálogos, la cursiva está prohibida. Tengo un montón de manías en mi narrativa», afirma. Para Halfon, lo más importante es cómo suenan sus frases en el texto, su consonancia y compás. Esto no es algo baladí, pues quiere hipnotizar al lector, seducirlo con música, con esa cadencia y ritmo que no debe notarse pero que está ahí, implícita. Las comas, los respiros y pausas… todo debe ubicarse estratégicamente para lograr el efecto deseado. Asimismo, se sirve de paralelismos, anáforas constantes que le permiten incidir en la envergadura o trascendencia de una frase o una palabra. Esa práctica se observa a la perfección en Monasterio pero es frecuente en el resto de sus escritos, pues, como decíamos, el ritmo, esa armonía, es vital. Incidir en la faceta «musical» de su obra es pertinente porque, a la postre, es la pieza fundamental para comprender qué pretende Eduardo Halfon. Para él, la música es el arte de las artes. Quiso ser pianista, pero se quedó en el quiso. «Obviamente yo soy un músico frustrado», advierte. No obstante, ha sabido trasladar esa necesidad


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armónica del pentagrama a un texto plano. Sus narraciones o partituras son textos móviles –o notas– que fluctúan de un libro a otro. Parecen incluso variaciones sobre un mismo tema. Técnica, temática, personajes y significados transitan de obra en obra, son piezas que alterna, que modela según le convenga. Halfon fusiona estilos, recicla historias, nos hace dudar y se divierte con ello, al igual que se divierte haciendo uso de las escrituras del yo; ese guiño autoficcional le permite entrelazar todas y cada una de sus narraciones hasta el punto de crear una memoria individual, pero también colectiva –su preocupación por cualquier genocidio, ya sea el guatemalteco, judío o serbio, da buena muestra de ello; su obra versa, en parte, sobre la intolerancia–. En otras palabras, uno creería que cada libro es una nota o movimiento, con un tiempo y estructura definido, que da pie a la creación de una sinfonía. O, en términos artísticos, lo que realiza son estudios previos, bosquejos de un gran lienzo que aún está por perfilar. He ahí su gracia, su originalidad.

Eric Gras. Halfon: preludio y fuga de una sinfonía literaria

El lector devoto de la obra de Halfon se percata de tamaña composición a través de los detalles porque, ya se sabe, «en los detalles está la vida». El protagonista de una de sus primeras obras, De cabo roto, Eugenio Salazar, hace un cameo en El ángel literario. En el relato «Fumata blanca», que forma parte del libro El boxeador polaco, el narrador se encuentra con unas chicas israelíes en La Antigua Guatemala, un encuentro que reaparece y evoluciona en Monasterio. Otro ejemplo: la pareja formada por Eduardo o Eduardito o Dudú y Lía se presenta en el relato «Epístrofe» –de El boxeador polaco también– para luego ser centro de la novela breve La pirueta, en la que el jazz está muy presente gracias a Milan Rakic, pianista nómada, genio encerrado que necesita ser liberado y que vive obsesionado por su pasado gitano; de igual forma, el jazz vuelve a sonar con fuerza en Monasterio cuando habla de la gira polaca de Dave Brubeck en marzo de 1958. Curiosa es la presencia de Mark Twain, al que le dedica un relato titulado «Twaineando» en El boxeador polaco y que menciona nuevamente en La pirueta: «[…] me puse a pensar en alguna novela de Mark Twain […]». Imposible pasar por alto las constantes menciones a la historia de cómo su abuelo se salvó en Auschwitz gracias a que un boxeador de origen polaco le enseñara las palabras exactas que debía decir en el momento justo de ser juzgado en el campo de concentración. Este relato da título a uno de sus libros (¿novelas?) más reconocidos y lo encontramos a retazos, difuminado o intuido, en La pirueta: «O quizás pude haber dicho: A mi abuelo probablemente lo entrenó un boxeador polaco, en Auschwitz»; o en Monasterio: «Luego me lavé las manos pensando en mi abuelo, en Auschwitz, en los cinco dígitos verdes tatuados en su antebrazo que durante toda mi niñez creí que estaban allí para que, como él mismo me decía, no olvidara su número de teléfono». La confesión que el abuelo materno comparte con el pequeño Halfon supone el primer acercamiento a la ficción del escritor, pues no tardó en percatarse que la versión de esta historia cambiaba según el interlocutor. «Mi abuelo daba la versión que cada uno quería oír, que se merecía. Mi abuelo estaba haciendo ficción», asevera. Hete aquí un momento crucial en la historia personal de Halfon, pues la narración del boxeador que pelea con la palabra en lugar de con los puños, esa imagen de usar el lenguaje para salvarse, supone un atractivo demasiado irresistible como para no ahondar más en él desde distintos puntos de vista. Eso es, en cierto modo, hacer literatura, una literatura que rasga la realidad

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y que le sirve para conformar esa compleja sinfonía de personajes, sensaciones y momentos de su particular historia. Todo ello para reconocerse, para saber quién es, para identificarse en el mundo, una constante indagación sobre el sujeto y su sensibilidad, un análisis de las posibilidades y límites del artista como creador. Los miedos e inseguridades, esa condición nómada de sus protagonistas que son en parte él mismo, esa economía de medios, ese lenguaje preciso, musical, la porosidad de aquellos extractos que saltan de acá para allá, la confusión entre géneros literarios... Eduardo Halfon parece estar ofreciéndonos diminutas porciones de algo mucho mayor, algo que está en un continuo proceso de construcción y planteamiento. Cada idea, cada texto, forman parte de un todo que aún no sabemos qué es –¿él lo sabrá? –. Por ello, se habla de un mosaico literario, un rompecabezas hipertextual, de entrecruzamiento, de muchas historias que son reflejos de otras, de pensamientos que no dejan de deambular por su mente. Alexandra Ortiz Wallner remarcaba en un artículo a raíz de la traducción de El boxeador polaco al

alemán: «Cada una de estas narraciones por sí misma, así como la reunión de estas en el libro, ponen en escena una práctica escritural híbrida que resemantiza las lógicas del espacio, el tiempo y las relaciones humanas dentro de la literatura». Todas y cada una de sus obras publicadas están entrelazadas, interconectadas, de un modo u otro. Halfon no sabe qué está haciendo, ni cómo hace eso que no sabe qué es. Tampoco quiere saberlo, pues para él –al igual que para Roberto Bolaño– la literatura es atreverse a ir a lo desconocido, a lo misterioso, a lo que no se entiende ni se ve. Un salto al vacío. Quizá todo sea una estrategia de supervivencia, pues «siento que si dejo de escribir, muero». En Elocuencias de un tartamudo ya dejaba clara esta postura: «Me preguntó qué significaba para mí escribir, y yo tomé un trago de cerveza y luego me metí el cigarro a la boca y aspiré profundo y, soltando todo el humo con mis palabras, le contesté que escribir es morirse un poco». En la escritura, según señala el propio Halfon, «uno va dejando la vida; si lo haces con entrega, te estás jugando la vida». Así, su forma de «jugarse la vida» no es otra que recopilar un cúmulo de fragmentos e imágenes de experiencias; de ellas se sirve para analizar su infancia, su país de origen y, por supuesto, su fe. «Me jubilé de ser judío», ha bromeado en más de una ocasión, con cierta ironía. Aun con todo, y pese a todo, posee unas raíces que le han llevado a transformarse en un camaleón, en un escritor que no hace diferencias entre cuento y novela, un autor que busca alejarse por completo de ese sentimiento de culpa de la no pertenencia, ese parecer pero no llegar a ser. Judío y árabe, sí. Cuentista y novelista, también. «La gente me dice que eso no se puede, pero no diferencio una cosa y la otra», asegura. Su estilo coexiste con dos lenguas, con dos culturas, con dos credos y con dos géneros literarios. Esa convivencia, insisto, es la base de la cimentación de algo superior que lleva al límite el concepto mismo de novela, pues asistimos a su fragmentación, a un despedazamiento consciente. Halfon la trocea y la reparte como mejor le conviene publicación tras publicación. A algunos les gusta más un libro que otro; sin embargo, «a lo mejor son todos un solo libro».

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Eric Gras. Desde finales del 2007 coordina el suplemento cultural «Cuadernos» del Periódico Mediterráneo de Castellón (Grupo Zeta). Además de su trabajo en el ámbito del periodismo, ha colaborado en varios proyectos expositivos del Espai d’Art Contemporani de Castelló (EACC). Sus textos han aparecido en varios catálogos de centros como la Galería Octubre de la Universitat Jaume I o el Centre Cultural Ovidi Montllor d’Alcoi.


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José Aníbal Campos. La muerte de mi hermano Abel o el improbable perfil de Facebook de Gregor von Rezzori

La muerte de mi hermano Abel o el improbable perfil de Facebook de Gregor von Rezzori José Aníbal Campos

.Imaginemos a un hombre (aspirante a escritor) que se encierra hoy mismo en el cuartucho de una pensión parisina, con pocas pertenencias (pero con acceso a Internet), dispuesto a escribir la historia de su vida a partir de la compilación de cada uno de los posts que ha ido colgando en su muro de Facebook en los últimos diez años. Imaginemos ahora a otro hombre (también aspirante a escritor) que, hacia los 60, se aloja en esa pensión parisina, se encierra en el mismo cuartucho con su máquina de escribir e intenta reconstruir su vida, iniciada con una deflagración (la de 1914), a partir de los recortes, apuntes, fotos y documentos, de los retazos y las esquirlas vitales que ha ido acarreando por media Europa en un par de cajas y carpetas. E imaginemos ahora por un momento que este segundo hombre, armado con folios, tijeras y un bote de goma de pegar, se dedica a conformar el álbum de su vida con cada uno de esos fragmentos, con cada texto garabateado, cada foto amarillenta, cada retazo de factura guardado, cada etiqueta de buen vino bebido, con el olor de los mechones de cabello de todas y cada una de las mujeres amadas, el catálogo entero de sus afectos y desafectos, de sus miserias y victorias, de sus miedos y sus odios. Figurémonos ahora que gracias a la estructura de collage que consigue con su trabajo reconstructivo sienta literariamente las bases de lo que ahora podría facilitar la labor del novel aspirante a escritor de nuestros días en su intento de reconstrucción vital a partir de los retazos desperdigados por la red. Porque, ¿qué es Facebook sino un dilatado álbum de fotos y statements, un libro

de caras, de muchas caras, de más-caras de nosotros mismos? ¿Qué es, si no, un escaparate para la exhibición pública y, al mismo tiempo, para la ocultación de quiénes somos verdaderamente? Podría decirse que cada perfil de Facebook participa en la creación del mito personal (de la máscara) de sus usuarios. ¿Y no es esto último, acaso, el principio de la llamada «autoficción»? La obra cumbre de Rezzori, la novela La muerte de mi hermano Abel, vendría a ser el perfil de Facebook que este maestro de la autoficción nunca tuvo y, en ningún caso, hubiera podido ni deseado tener. La ardua pero placentera labor de leerla es como pasar revista al perfil de Facebook de un desconocido al que, tras la lectura de todos sus posts, creemos conocer. Sólo que en el caso de este improbable perfil de Rezzori la colección de recortes se habría iniciado en 1914 y concluido en el año 1976, es decir, cuando cortar y pegar no eran todavía operaciones de ordenador, sino meras labores manuales. Aristides Subicz, el «protagonista» (hasta donde puede ser protagonista un yo-narrador cuyo nombre nunca se aclara de forma explícita y que se va diluyendo en un sinnúmero de alter egos; que sabe, además, que todo intento por contar una vida sólo puede aspirar a desvelar al lector las «distintas capas paleontológicas de una persona»), recibe de un importante agente literario el encargo de contar «en tres breves frases» el argumento de su último libro planeado. Subicz, que pretende narrar la historia de su vida y ha trabajado durante años en el mundo del cine, por lo que conoce bien los mecanismos por los cuales, ante una consola de montaje,

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una historia vital puede quedar reducida a recortes, con alevosas omisiones e interesados añadidos del director, sabe que lo que le piden es absurdo, un imposible. El plot de la novela, por lo tanto, no es sino el intento del yo-narrador por convencer al agente de esa imposibilidad. Subicz-Rezzori intuye que ni siquiera es posible construir un yo fiable, por lo que diluye su identidad en otros muchos yoes, en otras muchas caras, y, como respuesta al reclamo del agente literario, emprende la escritura de un libro sobre el proceso de escritura de su propio libro: «Tenía que ser el libro de un hombre que escribe sobre la escritura. Un libro sobre la escritura, precisamente, de este libro». En la época en la que, en tertulias y cafés literarios de París, no se hablaba de otra cosa que de la muerte del autor a manos de la obra, Rezzori, con la intuición de un «escritor del siglo XIX en el umbral del siglo XXI» (como se retratara más tarde en Murmuraciones de un viejo), emprende el rescate de esa unidad (el autor), escribiendo sobre el proceso de escritura de su propia novela. Cuando la teoría literaria de la época creía haber conseguido, por fin, desclavar de sus pedestales entidades como autor u obra, Rezzori daba un paso más allá al insinuar que tanto uno como otra habían sido siempre fragmentos volátiles, entidades indeterminables, nubes de partículas como las de un caos cósmico, jirones que se expanden en todas direcciones como tras una explosión nuclear, que se unen de pronto de un modo para, poco después, dispersarse y aparecer en un nuevo conglomerado brumoso; que prolifera de repente sin control alguno, como en una cancerígena multiplicación celular, para disgregarse luego en un humus vivificante, generador de una nueva vida. Desde esa concepción poliédrica, semejante a la que surge ante la disposición prismática de varios espejos distorsionadores, La muerte de mi hermano Abel se extiende en miles de corrientes e hilos de agua que a veces desembocan en estancadas lagunas reflectantes y otras, como en un delta, siguen fluyendo hacia un mar brumoso e inabarcable. Las historias se suceden, las anécdotas, los temas, los cuadros descriptivos de un entorno o una atmósfera, los dibujos de un paisaje; ciertas frases aparecen y reaparecen con la frecuencia de un leitmotiv musical thomasmannesco, en un alarde de virtuosismo típico de Rezzori (capaz no sólo de hablar con fluidez varias lenguas y divertir a sus amigos con la imitación paródica de decenas de acentos de la Mitteleuropa, sino de reproducir con originalidad los estilos de cualquier autor de lengua alemana); las elegantes y solem-

nes volutas de un pasaje remiten a un rilkeano art-nouveau que bien podría desembocar luego en la carcajada grotesca de un cuadro verbal expresionista. El tiempo de la narración, las perspectivas, los ritmos y los tonos cambian de forma constante. Las infinitas y breves digresiones del libro darían por sí solas para conformar un par de volúmenes de relatos, o de aforismos, de chistes, de artículos sobre una amplia gama de temas. Y todo con el fin de conjurar la supuesta «muerte del autor», de reivindicarlo como entidad precaria y difusa, sí, pero viva, y de inyectarle, como «escribiente» (un Schreiber, como se define el propio Rezzori), el líquido vivificante que lo convierta en varios autores, en varias entidades, en varias id-entidades, eso que, a fin de cuentas, somos. Con Abel… Rezzori no sólo sigue trabajando en la construcción del mito de sí mismo, sino del mito (o los mitos) de su(s) época(s), ésas que ha venido acarreando consigo a lo largo del tiempo, que han ido solapándose y superponiéndose como capas sobre la piel de este Epochenverschlepper (un barco arrastrero del pasado). Y los mitos, ya se sabe, se nutren de historias contadas. En ese sentido, Abel… remite a dos clásicas compilaciones de historias de la literatura universal: Las mil y una noches y El Decamerón. La novela del «magrebino» Rezzori (ese país imaginado, Magrebinia, creado para englobar en él todo el universo de la Mitteleuropa), es, tanto por su plot inicial como por su riqueza de historias dentro de la historia, deudora de esas dos grandes obras de la literatura mundial. En ambas, narrar se convierte en una estrategia consciente contra la muerte, y en ambas abundan las transformaciones (Verwandlungen) y los enmascaramientos tan afines al mito: esos enjambres de murmullos, peripecias, tramas, rostros, magia y abigarrada realidad que, en su conjunto, conforman el rostro difuso y poliédrico de los mitos, del mismo modo que un individuo no es sólo un amasijo de átomos, células, agua y reacciones químicas, sino un conglomerado de historias vitales, de sentires y acciones contradictorias, de marcas y cicatrices, de vivencias imaginadas o reales. (A pesar del poco aprecio que les tenía el propio Rezzori, siendo, como fue, el libro que le dio fama como escritor –aunque también el que lo acuñó para siempre, en la Alemania de la «seriedad bestial» (G. Grosz), como «autor de entretenimiento»—, las Historias de Magrebinia constituyen el primer intento «decameroniano» del autor de la Bucovina, y está por analizar todo el valor que tuvieron para vivificar el lenguaje literario en una Alemania todavía demasiado aquejada de «goetheísmo» y «thomasman-


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nidad»). Abel… constituye la minuciosa labor de (de)construcción de otro mito: el de la Europa de la segunda mitad del siglo XX; una labor que hace uso de todas las formas de narrar del siglo, por lo que en ella encontramos un catálogo sui generis de estilos y tendencias literarias, un catálogo que, a la par que rinde tributo a lo que compila, parece lanzarle el guiño sarcástico del autor que domina cada uno de esos registros. ¿Muerte del autor? No: incontrolable multiplicación de autores en un mismo autor. ¿Muerte de la obra, de la narración subjetiva? No, más bien todo lo contrario: desaforada proliferación de historias dentro de una historia, pulular de rostros y alter egos, muchedumbre de subjetividades («el YO que se pavonea, el YO que se yergue, el YO-hombre-animal, el YO abstracto, el YO-piel, el YO-carne, el YO-pelo, el YO-de profundis»).

Por haber sido oficialmente austriaco en dos momentos de su vida, austriaco in limine e in extremis (súbdito de los Habsburgo al nacer y ciudadano de la República Federal de Austria cuando le llegó la muerte), a Rezzori se le ha comparado a veces, a la ligera, con otros austriacos célebres como Stefan Zweig o Joseph Roth. Ello se debe, quizás, a que la parte más divulgada de su obra (sobre todo en el mundo de habla española), la más reconocida por el «canon» alemán, ha sido la llamada «memorialística», con novelas como Un armiño en Chernopol, Memorias de un antisemita o Flores en la nieve. Pero el tono de Rezzori resulta demasiado sarcástico y lúcido para permitirse los sentimentalismos de un Zweig o el amargo pesimismo ebrio de un Roth. La figura de la que Rezzori sí es directamente deudor es la de Robert Musil. Son tantos los puntos en común entre

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El hombre sin atributos y Abel… que bien podría afirmarse que esta última obra es una personalísima continuación de la primera, allí donde la monumental novela de Musil quedó inconclusa. Ambas comparten la idea de una escritura «huérfana» que ha de inventarse a sí misma en su intento por expresar la realidad, y ambas mantienen ese carácter de «obra abierta», inacabada y deliberadamente inacabable que, como los mitos, quedan a la espera del «escribiente» que retome su escritura. Como Musil, Rezzori se sitúa en un espacio intermedio entre la tradición y las vanguardias, con una mirada escéptica hacia ambos extremos, tomando de cada uno lo que se ajusta a su particular visión de la literatura: por un lado, rompe con la circularidad de la tradición narrativa, y por el otro, se distancia de la descomposición formal de las vanguardias, salvo cuando le interesa incorporarlas a su collage narrativo o desea parodiarlas. Ha sido Claudio Magris quien ha hallado hasta ahora la mejor definición de Rezzori como autor: un «epígono precursor», un deudor de toda la tradición narrativa del pasado que, al mismo tiempo, abre perspectivas nuevas al arte de narrar. La otra figura intelectual «austrohúngara» con la que Rezzori comparte todo un espíritu de época es la de Elias Canetti. La fascinación de este último por los mitos y por la capacidad de transformación del hombre (Verwandlung), encontró un aventajado deudor en el autor de la Bucovina. La convicción de que cada individuo es una «suma de cualidades, y que cada una de ellas tiene su origen en la milenaria capacidad de transformación», parece ser la premisa constructiva y argumental de Abel…: no existe una forma capaz de definir una identidad o de reproducir la realidad; existen, en todo caso, formas, y sólo la incesante combinación de las mismas, su sucesiva metamorfosis podría satisfacer (aunque muy precariamente) la ilusión que guía nuestro afán desesperado por perpetuarnos a través de la escritura. Y es en esta visión donde reside, a mi juicio, la inmediata e insuperada modernidad (¿o habría que hablar ya de postmodernidad?) de la obra de Gregor von Rezzori.

Hay en el estudio del autor en Donnini, Toscana, un enorme cesto que cuelga del techo y que está repleto de cartuchos de caza vacíos. ¿Un cartucho vacío como símbolo de cada palabra escrita, de cada frase pergeñada? ¿La alusión, tal vez, a una realidad que se crea y se destruye con tan sólo ser expresada, desde el instante mismo en que se la dice? ¿Un fogonazo, un disparo destructor y creador a la realidad? ¿Un hueco abierto a una nueva mirada, la mirilla para la curiosidad de un nuevo ojo? No hay escritura, parece decir Rezzori, capaz de dar trascendencia a una vida o de reproducir la realidad; en un proceso más bien inverso, la escritura viene a ser un tijeretazo a la realidad, el agujero que un recorte deja en un enorme folio en blanco. Y ese recorte sólo sirve, en el fondo, para uno mismo, para ser pegado en un álbum personal repleto de otros recortes, de fotos de nuestros inconexos instantes. Ese hueco en el pliego de lo real es lo único que queda, un hueco que, una vez rellenado, será recortado por otro. Como un infinito chorro de agua cayendo en un depósito: el ímpetu del líquido que cae desplaza al que está asentado en el cuenco, creando un hueco en la superficie, que se cubre al instante de agua nueva, para abrirse otra vez en el instante siguiente, como una boca sedienta. ¿Podrá sacar algún provecho de todo esto el joven escritor de hoy afanado en contar su vida con los huecos y recortes de su Facebook?

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José Aníbal Campos (La Habana, 1965). Licenciado en Filología Germánica por la Universidad de La Habana. Es ensayista y traductor. Ha traducido, entre muchos otros autores de habla alemana e inglesa, a Uwe Timm, Hans Magnus Enzensberger, Pascal Mercier, Hans Sedlmayr, Philip Ball, Ingeborg Bachmann, Peter Stamm, Stefan Zweig, Hermann Hesse o Gregor von Rezzori. En 1999, fue Premio de Traducción de la República de Austria por la traducción y divulgación de la literatura austriaca contemporánea. Ha sido colaborador habitual de numerosas revistas culturales.


Carlos Maleno. Bolaño, en busca de Kurtz

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Bolaño, en busca de Kurtz Carlos Maleno

.Sin duda el principio para mí fueron unas frases, y no de sus Detectives salvajes, sino el inicio de un cuento de su libro Llamadas telefónicas: «Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas cosas las que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esa convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte». Y, en el caso de Bolaño, al genio, a la lucidez más cruda y ¿a desentrañar el secreto del mal? El caso Bolaño es un caso particular en el sentido de que llega a involucrarse vitalmente de forma obsesiva en una obra que lo engrandece y lo aniquila a partes iguales. Sus cuentos, poemas y novelas van formando una obra interrelacionada, y van despertando sospechas en el lector, sospechas que pueden quedarse ahí o que en un paseo matutino pueden venir a su mente sin llegar a atraparlas nunca. Un mes después de mi lectura de 2666, no me podía quitar aquella obra de la cabeza, pensaba una y otra vez en ella. En el libro nada queda demasiado claro. Durante un solitario paseo, frente a un mar embravecido, invernal, un pensamiento acudió a mi mente, vago, difuso, luché con él, lo atrapé de forma breve, y entendí. Entendí todo, o creo que entendí todo. Pero no puedo escribirlo. ¿Qué hubiese pasado si Bolaño se hubiese encumbrado a cierta fama con sus primeros cuentos, con sus primeras novelas, como la genial Estrella distante, con Amuleto, o con la hipnótica y enorme El Tercer Reich, publicada ya después de su muerte? ¿Se hubiese leído de forma distinta su obra? Sin duda. El orden de publicación de sus novelas habría sido distinto. Y su obra. El primer gran éxito de Roberto Bolaño llegó con Los detectives salvajes, novela que revolucionó la literatura en español. Para Enrique Vila-Matas, «sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia

narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir». En cada una de sus novelas, Roberto Bolaño transgrede los límites por donde habitualmente circulan las novelas. Cabe recordar el círculo narrativo perfecto de Estrella distante, la belleza terrible de Amuleto, la extraña La literatura nazi en América o la experimentación de Amberes o de Nocturno de Chile, novela imprescindible y escalofriante compuesta de tan sólo dos párrafos: uno que abarca toda la novela y otro último, brutal, que se compone, únicamente, de la última línea. Y, por supuesto, la enorme 2666, novela póstuma de Bolaño. En una entrevista publicada en enero de 2001, en pleno proceso de escritura de la obra, Bolaño dijo de esta: «2666 es una obra tan bestial, que puede acabar con mi salud, que ya es de por sí delicada. Y eso que al terminar Los detectives salvajes me juré no hacer nunca más una novela río: llegué a tener la tentación de destruirla toda, ya que la veía como un monstruo que me devoraba». Como es habitual en las novelas de Bolaño, es difícil establecer los límites entre el autor y su obra, entre la realidad y la ficción. Así, gran parte de la trama transcurre en la localidad mexicana de Santa Teresa, localidad ficticia identificada con Ciudad Juárez, donde ocurren miles de asesinatos de mujeres, recogidos en la cuarta parte de la novela («La parte de los crímenes»), que constituye el eje conductor de la novela. 2666 gira en torno a la búsqueda del desaparecido y genial y críptico escritor ficticio Benno Von Archimboldi. Éste es en la novela el seudónimo de Hans Reiter, quien adoptó ese nombre durante la Segunda Guerra Mundial a través del escritor Boris Abramovich Ansky. Pero si buscamos quien fue en realidad Hans Reiter, nos topamos con el médico, bacteriólogo e higienista alemán Hans Reiter, oficial de la SS, que, durante el régimen nazi, fue responsable de la muerte de miles de judíos en el campo de concentración de Buchenwald. Consta que Reiter falleció en 1969, a la edad

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de ochenta y ocho años, en su casa cerca de Hessen, pero recientes investigaciones demuestran que habría fingido su muerte para adoptar una nueva identidad, la de un escritor, que habría publicado bajo el seudónimo J. M. G. Arcimboldi y que habría residido en el sur de Argentina, cerca de Bariloche, hasta el año 1986. Curiosamente, el propio Bolaño utilizaría este seudónimo, J. M. G. Arcimboldi, para su novela paralela a 2666, Los sinsabores del verdadero policía, publicada también póstumamente. Bolaño, con 2666, sobrepasa todos los límites en la narrativa hispanoamericana. El chileno concibió su obra como algo más que la suma de cada libro. Su obra puede verse como un conjunto de partes independientes e identificables, pero que suman un conjunto, y que a su vez van más allá de este, engendrando una esencia mayor, como si fuese un rosal enorme, descomunal, que florece, y sus rosas fuesen de una gran belleza, de una belleza hipnótica, como el ritmo perfecto de un párrafo, hasta la explosión final, hasta los pétalos abiertos formando rosas enormes, imposibles, rojas como sangre. Pero entonces giramos la mirada y la dirigimos hacia la sombra de ese enorme rosal. Entornamos los ojos, cegados hasta ese momento por su belleza radical, acostumbramos la mirada a esa sombra, las pupilas vuelven a hacerse más finas y entonces nos enfrentamos a esa visión. Nos enfrentamos al sinsentido, a la barbarie humana, al espanto de lo que ocurre en esos lugares oscuros: «Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento». Con este verso de Charles Baudelaire abre Bolaño 2666. En Ucrania, uno de estos oscuros lugares entre la sinrazón y la barbarie, es donde el joven Hans Reiter, a través de los papeles del escritor Boris Ansky, conoce de la existencia del pintor Archimboldo, del que crearía en ficción su nombre impostado. Se menciona, por ejemplo, su cuadro El asado. De él se dice que si se mira de frente puede verse un plato con un lechón y un conejo asados y unas manos que levantan o tapan el plato con otro. Pero si este cuadro es mirado al revés, se puede ver a un soldado desdentado con casco y armadura sonriendo de forma siniestra. Anski, en su cuaderno, dice que lo que quiere decir Archimboldo es que si bien todo está en el todo, éste se encuentra fundamentalmente en la parte. Y esta frase puede aplicarse también a la obra del chileno. Se podría decir que cada novela de Bolaño es parte de un todo que puede mirarse desde distintos puntos, y cuyo significado completo puede estar escondido a la sombra de varios significados particulares. Y todo esto formando un conjunto, un cosmos en permanente construcción. En la novela no hay rastro de por qué se llama 2666. 2666 es una fecha. Una fecha de un futuro, que aparece en este fragmento de la novela Amuleto, publicada en 1999: «…

la [colonia] Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo». En la obra de Bolaño hay un curioso extraño paralelismo entre dos personajes femeninos. Dos mujeres llamadas Ingeborg. Una es la novia del protagonista, Udo Berger, en El Tercer Reich, y la otra es Ingeborg Bauer, la extraña pareja de Archimboldi, en 2666. En un principio pensé que el personaje de Ingeborg podía haber estado inspirado en la escritora austriaca Ingeborg Bachmann, amiga de Thomas Bernhard y amante del angustiado poeta rumano en lengua alemana Paul Celan. El azar me llevó a otra Ingeborg, Ingeborg Schaefer, ex actriz alemana que fue pareja del artista alemán conocido como Frank el Punto en Ibiza en los años 70. Ingeborg Schaefer se dedicaba a la confección de muñecos de trapo con los que daba funciones para niños y entretenía a su marido enfermo. En Ibiza habría hasta unos doscientos alemanes que habían luchado en el Tercer Reich. Entre ellos se encontraba el médico nazi Albert Heim, uno de los nazis más sanguinarios, también conocido como el doctor muerte. Tras la muerte de su marido, Ingeborg Schaefer se dedicó a escribir, rumoreándose en la isla que escribía sobre las relaciones entre los alemanes emigrados y el nazismo. Ingeborg apareció una mañana muerta en su casa. La habían golpeado hasta matarla con la máquina de escribir. Sus muñecos de trapo, dispuestos de manera macabra, la rodeaban, como si contemplasen un espectáculo o una ejecución. El crimen nunca se resolvió. La obra de Bolaño establece así un sistema polifónico infinitamente abierto. En ese sentido, es una obra sin límites. Las novelas y los cuentos cruzan la inestable línea que separa realidad de ficción con voces que saltan de una novela a otra, que establecen una relación ligada a lo real, al pensamiento crítico de lo real, que cuestionan lo real, nuestro tiempo, nuestras perspectivas, nuestro futuro. Y, sí, fue en la Ucrania de la Segunda Guerra Mundial donde el joven Hans Reiter encontró los papeles de Boris Ansky, que mencionaban al pintor Archimboldo, a partir de cuyo nombre crearía su nombre impostado: Benno von Archimboldi. El espanto de aquella Ucrania, el espanto de esta Ucrania. Y no puedo evitar pensar en el joven Hans Reiter, en el niño Hans Reiter. Y no puedo evitar pensar en otro niño que nació cerca de donde nació Clarice Linspector, cerca de donde nació Joseph Conrad, cerca de donde Archimboldi encontró los papeles de Ansky. Un niño llama-


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Carlos Maleno. Bolaño, en busca de Kurtz

armamento estadounidense, alemán, francés, español. No puedo evitar pensar en las estrellas que vio Ingeborg aquella noche despejada, no puedo evitar pensar en los asesinatos, en las fosas comunes, en las cuatrocientas mujeres jóvenes desaparecidas en Krasnoarmeisk, cerca de Donesk, donde está desplegado el batallón uncraniano Dniepr-1 y halladas en fosas comunes con signos de abusos sexuales, no puedo evitar pensar en Santa Teresa, en Ciudad Juárez, en México, en los estudiantes muertos maniatados y degollados, no puedo evitar pensar en la dulce Ingeborg, con la cabeza destrozada, rodeada de sus muñecos, no puedo evitar pensar en Udo Berger, protagonista de El Tercer Reich. No puedo evitar pensar en el niño Józef Teodor Konrad Nałęcz-Korzeniowski, que luego fue Joseph Conrad, jugando junto a su casa en Berdyczew, en la actual Ucrania, no puedo evitar pensar en el personaje Arturo Belano como Marlow, no puedo evitar pensar en Bolaño, como Marlow, en Bolaño buscando a Kurtz, buscando la esencia del mal, la esencia del mal intrínseco a la condición humana. No puedo evitar pensar en el nuevo nazismo, más sutil, en la nueva Europa. No puedo evitar pensar en aquel poema de Bolaño, en aquellos últimos versos, en nuestra época, en nuestras perspectivas, en nuestros modelos del Espanto. Y no puedo evitar pensar una y otra vez en las estrellas que Ingeborg en 2666, con los ojos llenos de locura, vio aquella noche: –Toda esa luz está muerta –dijo Ingeborg–. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo en-

do Stepan Bandera, en su pequeña aldea de Stary Ugryniv, en 1917, con apenas ocho años que contempla cómo su aldea es brutalmente arrasada por las tropas rusas, y luego dos años después cómo soldados polacos aniquilan otra vez su aldea en una radical estrategia para polonizar el este de Ucrania. Y como luego el Stepan Bandera adulto se convierte en el responsable de miles de muertes de polacos, rusos y judíos, muchos de ellos niños, recurriendo a la colaboración con el régimen nazi y a los asesinatos, y exterminio en masa para instaurar la supremacía de la etnia ucraniana. Pienso ahora en la figura del genocida Stepan Bandera, abolida por el gobierno ucraniano y alzada otra vez, presidiendo el ayuntamiento de Kiev tras las protestas del Euromaidán en principio comenzadas por estudiantes universitarios pero rápidamente organizadas principalmente por el partido de extrema derecha Svodoba y el grupo fascista Pravy Sektor. Protestas que llevaron a un golpe de estado y renuncia del presidente electo Yanukóvich. No puedo evitar pensar en la persecución en el oeste de Ucrania, los enfrentamientos, la persecución étnica. No puedo evitar pensar en la imagen de soldados ucranianos con insignias nazis armados con

tiendes? Cuando la luz de esas estrellas fue emitida nosotros no existíamos, ni existía vida en la tierra, ni siquiera la tierra existía. Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo. –Un libro viejo también es el pasado –dijo Archimboldi–, un libro escrito y publicado en 1789 es el pasado, su autor ya no existe, tampoco existe su impresor ni sus primeros lectores ni la época en la que el libro fue escrito, pero el libro, la primera edición de ese libro, aún está aquí. Como las pirámides de los aztecas –dijo Archimboldi. –Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios –dijo Ingeborg–. Pero la

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luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar –dijo Ingeborg con los ojos llenos de locura.

Carlos Maleno (Almería 1977) es autor de Mar de Irlanda (Sloper, 2014). Ha colaborado en la revista literaria La bolsa de pipas. En marzo aparece su segunda novela, La rosa ilimitada (Sloper, 2015).

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Thomas Bernhard, una voladura controlada Rebeca García Nieto

.Algunos suicidas, antes de pegarse un tiro, se acomodan frente al espejo para no perderse ni un detalle de su propia muerte. Del mismo modo, algunas personas se masturban sin quitarse ojo frente al espejo. Es difícil no relacionar ambas escenas con Thomas Bernhard: en el caso de los suicidas, porque son omnipresentes en su obra; en el de la masturbación, porque su biógrafa, Gitta Honegger, aseguró que al escritor austriaco le gustaba masturbarse mientras se miraba en el espejo. Detalles morbosos aparte, la imagen de Bernhard observándose en momentos, digamos, tan intensos es muy representativa de su obra: los narradores de sus libros se contemplan a sí mismos escribiendo, pensando, rumiando su suicidio, contemplándose. Como señala Juan Villoro en Efectos personales, para Bernhard «un libro debe ser un choque, un choque que no puede verse por fuera». Para provocar este seísmo en la mente del lector, el austriaco hizo saltar por los aires las convenciones de la novela a base de exagerarlas y repetirlas hasta el infinito. En cierto modo, Bernhard trata al lector como el personaje de Konrad trata a su mujer en La calera. Konrad, que quiere escribir un estudio sobre el oído humano, atormenta sin descanso a su mujer, inválida, al repetirle y hacerle repetir sílabas, palabras con determinadas vocales o consonantes, frases. Al igual que en Maestros antiguos Reger escruta minuciosamente obras de arte hasta descubrir en ellas un defecto, Bernhard pone de manifiesto una y otra vez las imperfecciones del lenguaje, incapaz de comunicar sin dar lugar a equívocos a no ser que se repita hasta la extenuación: «Reger había salido de la Sala Bordone después de haberle susurrado Irrsigler algo al oído, y al mismo tiempo había entrado el grupo ruso en la Sala Bordone y se había instalado en la Sala Bordone y había entrado en la Sala Bordone y se había instalado en la Sala Bordone de tal forma que yo no podía ver ya desde la Sala Sebastiano la Sala Bordone, porque el grupo ruso me obstruía por completo la vista de la Sala Bordone». La literatura, a ojos, y a oídos, de Bernhard es una forma de arte inferior a la música. De he-

cho, la obra del austriaco puede entenderse como un elaborado programa de acoso y derribo de la propia escritura. Para el austriaco, la única salvación de la literatura es que aspire a la musicalidad. La cadencia de sus frases parece marcada por un metrónomo: «En mi escritura el componente musical es lo primero y el tema es secundario». Esta vocación de «choque que no puede verse por fuera», de convulsión interna, de la obra bernhardiana se lleva a cabo desde los cimientos de la propia novela. Y son los propios personajes los que amenazan con destruir el libro que los lectores tenemos entre manos. Así, en El malogrado, el narrador está escribiendo un libro llamado Ensayo sobre Glenn, que destruye periódicamente para volver a empezarlo después, y otro personaje, Wertheimer, escribe y destruye alternativamente un libro que se llama precisamente El malogrado. En otras palabras, los personajes se dirigen directamente al lector para advertirle de que el libro que está leyendo se autodestruirá en cualquier momento. Quizá la novela que más deja entrever ese proceso de demolición en vivo y en directo sea Trastorno, que empieza siendo, o más bien pareciendo, una novela convencional para irse desintegrando poco a poco. En Trastorno el lector asiste a una especie de voladura controlada. En la primera parte, los puntos y aparte le facilitan la travesía, pero en la segunda parte, una vez que el príncipe Saurau se adueña de la narración, el lector queda atrapado en el laberinto de su discurso. Es precisamente en esta segunda parte cuando Bernhard emerge en estado puro. Las divisiones tradicionales, los puntos y aparte, se disipan. Los párrafos se estiran hasta llenar páginas y más páginas, las frases se adentran en subordinadas que se van encadenando una tras otra, o en subordinadas adversativas que se oponen a las frases anteriores contradiciéndolas… En cierto modo, después de una trayectoria sinuosa, las interminables frases acaban desembocando en otros libros. De hecho, la obra del austriaco puede resumirse en dos o tres frases que se extienden y repiten en diferentes variantes a lo largo


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de sus novelas de forma ininterrumpida: el odio a Austria, su amor por la música, la alargada sombra del suicidio. La influencia de Bernhard en otros autores como el gran William Gaddis es evidente y explícita. El narrador de Ágape se paga, Jack Gibbs, va intercalando citas extraídas de la primera página de Hormigón, de Bernhard, con sus propios pensamientos, relacionados con su declive físico y la lucha por escribir su gran obra antes de que la muerte lo consuma por completo. Al toparse con el principio de Hormigón afirma «es como si me hubiese plagiado mi obra delante de mis narices, sólo que antes de haberla escrito yo». Este tema del deterioro físico de un narrador que agoniza es también el telón de fondo de Esto no es una novela, de David Markson, autor que a priori poco o nada tiene que ver con Bernhard, pero en el que merece la pena que nos detengamos, ya que su obra está escrita, en cierto modo, en dirección contraria al escritor austriaco. Al igual que en Bernhard, algunas novelas de Markson, como La amante de Wittgenstein, muestran la mente del narrador, normalmente un artista, atrapado en alguna clase de atolladero mental. Markson va intercalando las anécdotas sobre escritores y artistas con las descripciones sobre el estado mental del narrador. El orden en que se van sucediendo las frases, se nos dice, no es aleatorio, sino que su estructura, está «inspirada» en el Tractatus de Ludwig Wittgenstein. En otras

Rebeca García Nieto. Thomas Bernhard, una voladura controlada

novelas (o más bien antinovelas) de Markson, como Esto no es una novela o The last novel, el andamiaje que las sostiene es, si cabe, más liviano, prácticamente inapreciable, por lo que a primera vista cuesta ver en ellas algo más que una sucesión de datos, un collage de aforismos o incluso un vulgar cortay-pega. El propio Markson señaló que sus obras se sostienen en «una estructura poética», «en cierto equilibrio estético». Creer en esta estructura poética es un acto de fe: algunos verán en su obra un ejemplo de alta costura y otros verán el traje nuevo del emperador… En las novelas de Bernhard, en cambio, siempre es reconocible una estructura, un armazón que sostiene el enorme peso de su escritura. En Trastorno la novela se desboca hacia un punto de fuga; en Corrección la estructura circular mimetiza el cono invertido que Roithamer quería construir para su hermana en el centro del bosque de Kobernauss, que a su vez se basa en la casa con forma de cono que Ludwig Wittgenstein diseñó para su hermana. Pero Bernhard no sólo partió del diseño de Wittgenstein para apuntalar y dar forma a Corrección, sino que cogió prestados algunos hechos de la biografía del filósofo para dar cuerpo a Roithamer. En la novela, Roithamer se suicida tras seis años dedicados al diseño de la casa y el narrador, que se hace cargo de su legado, tiene que poner orden a los cuadernos y notas que ha dejado. Durante gran parte de la novela, el narrador habita literalmente en esos cuadernos de Roithamer, materializando la conocida tesis de Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» y logrando así una de las comuniones más perfectas entre contenido y forma de la historia de la literatura. Al describir ese cono algo incestuoso que desafiaba «las leyes de la construcción tradicional», Bernhard escribe que «para la sustentación estable de un cuerpo es necesario que tenga al menos tres puntos de apoyo que no estén en línea recta». Como señaló Thomas Cousineau, muchas novelas de Bernhard se sostienen precisamente en tres puntos: el protagonista, su adversario (rival invencible que logra todo a lo

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que el protagonista aspira) y un cabeza de turco (que sufre de forma vicaria la frustración del protagonista). Un ejemplo arquetípico de esta estructura triangular es la de El malogrado, cuyos pivotes son el narrador, Glenn Would y Wertheimer. Pero quizá la principal diferencia entre Bernhard y los así llamados «escritores experimentales», como David Markson o John Hawkes, no tenga tanto que ver con la estructura, muy cuidada, en realidad, aunque parezca invisible, como con el tratamiento de los personajes. Los enemigos declarados de estos autores eran la trama y los personajes. Aparentemente, Bernhard tampoco se preocupa por el desarrollo de éstos; sin embargo, se adentra en ellos de forma que resulta inapreciable para el lector. Así, por ejemplo, los tres protagonistas de El malogrado pueden entenderse como distintas capas de un mismo personaje. También es característico de Bernhard que los pensamientos de un personaje aparezcan incrustados en las afirmaciones de otro: «Lo crea o no, así el inglés, así me dijo Reger, el mismo Hombre de la barba blanca de Tintoretto que cuelga en mi dormitorio de Gales cuelga también aquí». Es decir, el austriaco ahonda en la mente de un personaje a través de los pensamientos de otro: «Hasta donde puedo recordar, no he querido nada en el mundo más que la música, pensé, a través de Reger, mirando fuera del museo y dentro de mi infancia». Con esta sutileza, el ventrílocuo Thomas Bernhard incluye las voces de varios personajes en una sola frase, dotándoles de una profundidad de la que los personajes de otros escritores posmodernos, por regla general, carecen. Al fin y al cabo, según el crítico literario Alan Wilde, el posmodernismo rechaza los abismos psicológicos y metafísicos característicos del modernismo. El posmodernismo aspira a crear un arte de la superficie; Bernhard, en cambio, sondea más en los bajos fondos del ser humano que una endoscopia. En otro orden de cosas, al igual que más tarde harían otros escritores como Philip Roth en Patrimonio o Los hechos: Autobiografía de un novelista, las narraciones autobiográficas de Bernhard (El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño) ponen en duda los límites habitualmente establecidos entre autobiografía y ficción. Estos textos autobiográficos, que pueden leerse de forma independiente como novelas, son representativos de ese cruce de géneros llamado «ficción autobiográfica» o «autoficción», ahora tan en boga por el fenómeno de Karl Ove Knausgård. Bernhard nunca perdió de vista la naturaleza ficticia de los recuerdos, adulterados siempre por nuestro yo presente, y el hecho de que el escritor, como dijo Pessoa del poeta, es un fingidor. Bernhard era consciente de que cuando escribía sobre su vida, la estaba falsificando: «Durante toda mi

vida he querido decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. A fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón, escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se expresa a través de mí como verdad». A lo largo de nuestra vida, no dejamos de contarnos historias sobre nuestro pasado. En ese sentido, todos nos inventamos nuestra vida, la falseamos. El debate sobre los límites entre realidad y ficción siempre nos lleva a un callejón sin salida. La frontera entre ambos es, por tanto, una división artificial; si se quiere, ficticia. Volviendo a la imagen de Bernhard ante el espejo, resulta muy llamativa la ausencia de sexo en sus textos. Dejando a un lado las relaciones con matices incestuosos de algunos personajes con sus hermanas (en El malogrado y Corrección, por ejemplo) y algo parecido a una relación de pareja en Sí, el erotismo en la obra de Bernhard brilla por su ausencia. Como señala Villoro en Efectos personales, según Miguel Sáenz, excelente traductor de Bernhard al castellano, el beso que aparece en En las alturas es el único que podemos encontrar en la obra del escritor austriaco. Se trata, dice Sáenz, de «un beso en la nuca, rasgo esencial de un solitario que se acostumbró a ver a la gente “de espaldas”». Esta imagen de Bernhard, un solitario que vivió de espaldas al resto del mundo, de frente sólo ante sí mismo, condensa la esencia de su literatura. «Escribiendo obtengo un placer inmenso», confesó el austriaco sin ningún pudor. Y no es el único. Lo reconozcan o no, todos los escritores comparten ese goce en solitario. Ludwig Wittgenstein, filósofo del lenguaje por antonomasia, decía que el objetivo de la filosofía es «enseñar a la mosca a escapar del frasco», siendo nosotros las moscas y el lenguaje el frasco que nos encierra. Hay personas como Bernhard que se sienten bien encerradas, contemplando plácidamente su reflejo en el frasco. Algo parecido debía de sucederle al propio Wittgenstein, de quien las malas lenguas decían que se masturbaba en las trincheras durante la Gran Guerra mientras pensaba en su famoso Tractatus. Hay algo placentero en el lenguaje, eso es innegable. Roland Barthes lo expone claramente en El placer del texto. Para él, la escritura es «la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra». Aparentemente, el «kamasutra literario» de Thomas Bernhard consta de unas pocas posturas repetidas ad infinitum. Sin embargo, su virtuosismo como escritor es tal que consigue hacer gozar al lector hasta lo indecible sin necesidad de forzados contorsionismos.

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Bárbara Pérez de Espinosa Barrio. Valleando por El valle de los avasallados, de Réjean Ducharme

Valleando por El valle de los avasallados, de Réjean Ducharme Bárbara Pérez de Espinosa Barrio Un libro es un mundo, un mundo concebido, un mundo con un principio y un fin. Cada página de un libro es una ciudad. Cada línea es una calle. Cada palabra es una morada. Mis ojos recorren la calle, abren cada puerta, penetran en cada morada… Esta mañana, al salir de mi libro, sentía una deliciosa sensación de embriaguez y espacio, una gran impaciencia, un magnífico deseo. Lo único que le pido a un libro es que me inspire energía y valor, que me diga que hay más vida de la que pueda abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar. El valle de los avasallados

.Qué es El valle de los avasallados. Quién es Bérénice Einberg. O es más, quién es el misterioso Réjean Ducharme. Ducharme publicó esta inclasificable novela en 1966 cuando apenas contaba veinticinco años. Los críticos intentaron sin éxito analizar la desbordante fuerza de este texto y definir a su protagonista, Bérénice Einberg, todo un huracán creativo que hizo tambalear los cimientos de la escena literaria francófona. El dominio del lenguaje de Ducharme, admirador de la poesía de Rimbaud, Nelligan y Saint-Denys Garnau, supuso una fuerte sacudida para los viejos popes de las letras quebequenses. La juventud de Ducharme despistó a propios y extraños que buscaban tras ese supuesto enfant terrible el pseudónimo de un autor ya consagrado. El affaire Ducharme se convirtió en el centro de las conversaciones en Montreal. Cómo podía un joven desconocido reinventar el lenguaje. Que no sólo jugara con las reglas hasta entonces imperantes sino que construyera estructuras imposibles y creara nuevas palabras que convirtieron a Bérénice en la portavoz de un público lector que buscaba lo que ella perseguía en los libros: «energía y valor, que me diga que hay más vida de la que pueda abarcar, que me recuerde la urgencia de actuar.»

Ducharme reconoce las ansias de vida del idioma, lo reta, lo moldea como un artesano. Los títulos de sus libros, que juegan con equívocos semánticos, L’avalée des avalés, L’Océantume o Le nez qui voque, son ya una declaración de intenciones por parte de un autor que promete solemnemente alejarse de cualquier convencionalismo. El prólogo a El valle de los avasallados, «Partícipes de un participio», desvela que L’avalée des avalés son dos participios de un mismo verbo cuyo origen se retrotrae al siglo XI, «un canto rodado que arrastra treinta y ocho sinónimos». En Le nez qui voque Ducharme crea un nuevo verbo, «voquer», gracias al cual el título puede convertirse en La nariz que evoca o La nariz equívoca. Por su parte, en La oceanada transforma «l’amertume» (la amargura) en «l’Océantume» (la oceanada), multiplicando de ese modo el caudal y la fuerza de esa desazón. El valle de los avasallados es un hipnótico viaje por el singular mundo de Bérénice Einberg, desde los nueve hasta los quince años, un mundo en el que hay lugar para la mitología, para claras alusiones a obras maestras, para la naturaleza, para el alma humana en todas sus facetas, porque Ducharme no esconde ninguna de las miserias. Bérénice las confiesa con la seguridad y la honestidad de un suicida.

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Léolo (1992)

Bérénice vive con sus padres, Einberg y Gato Muerto, y su hermano Christian en una abadía situada en una isla en la provincia de Quebec; pero la convivencia con su familia es una lucha para la que debe estar alerta cada día. Ahuyenta sus debilidades con mil y una venganzas. Sólo encuentro momentos verdaderamente felices en mi soledad. Mi soledad es mi palacio. Allí tengo mi silla, mi mesa, mi cama, mi viento y mi sol. Cuando estoy sentada fuera de mi soledad, estoy sentada en el exilio, estoy sentada en un país engañoso…. Si tuviera más orgullo, aniquilaría con unos cuantos asesinatos a los que comprometen el bienestar de mi soledad. Mataría a Einberg y a su esposa. Mataría a Christian y Constance Chlore. Estoy sola. A veces, me ausento de mi palacio. Los hay que entonces aprovechan para colarse. Tan pronto como regreso, los expulso. Pero mi palacio es demasiado fácil para recibir ahí a mis amigos… Para vencer el miedo hace falta verlo, oírlo, olerlo. Para vencer el miedo hace falta estar a solas con él. Cuando pierdo de vista mi miedo es como si perdiera el conocimiento. Tal vez porque fui destetada dos días después de nacer.

Rehúye a su madre, su verdadera enemiga, a la que pone distintos nombres. Hace esfuerzos titánicos por no dejarse seducir por las malas artes de Gato Muerto, a quien decía amar cuando era más pequeña con «todo su dolor»; sus falsas caricias pueden acabar con la fortaleza de su alma. Bérénice se repite que «en el fondo nadie tiene madre. En el fondo yo soy mi propia hija.»

El trofeo es el amor de Christian. Cuando los hermanos se separan Bérénice envía a su hermano unas cartas que buscan confundirlo y que confirman el delicioso humor de Bérénice. Se insinúa el incesto, pero este no es más que otro número de su gran puesta en escena para la que no hay más espectador que ella. «El amor es falso. El odio es verdadero. Los animales son verdaderos. Los hombres son falsos.» La relación con su padre es inexistente, se burla de su debilidad y pone a prueba su paciencia al desafiar la educación religiosa que le corresponde. Gato Muerto es católica y Einberg, judío. Ambos utilizan a sus hijos y a sus credos como armas para otra nueva guerra que se disputa entre esos muros. Ducharme, miembro de una minoría en un país desbordante, osó, apenas veinte años después de la Segunda Guerra Mundial, criticar las estratagemas de la religión judía y hacer que Bérénice se sublevara contra las visitas de los sábados a las sinagogas que olían a sangre y ceniza. Bérénice se rebela contra el amor, al igual que el resto lo hace contra la soledad. El amor que es para ella una jaula, una prisión. Es continuamente expulsada del hogar paterno y acaba luchando su particular guerra en Tierra Santa. «Tengo una necesidad de cariño sobrehumana y monstruosa. Reacciono a una gota de miel con un mar de hiel» se atreve a decir en sus últimas páginas. Bérénice no es una niña que sobrevive en un mundo de adultos. Describirla así es no hacer justicia a esta protagonista que ha hecho que su nombre, clásico en la literatura (pensemos en Bérénice, de Racine), sea sinónimo de imaginación, de honestidad con uno mismo, de valentía, de


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Bárbara Pérez de Espinosa Barrio. Valleando por El valle de los avasallados, de Réjean Ducharme

dolorosa lucidez, de humor furioso y disparatado, de dulce maldad que esconde tras de sí uno de los personajes más fascinantes de la narrativa del pasado siglo. Pero también Bérénice encontró incomprensión fuera de El valle de los avasallados ya que muchos, desconcertados tras su lectura, la tildaron de antisemita y racista. Al igual que Céline, Ducharme crea escenas políticamente incorrectas, violentas, que buscan romper reglas sociales y estéticas. La revolución novelística de Ducharme es una revolución total y silenciosa. Ducharme parodia la novela psicológica, la estructura clásica y grandilocuente y se sirve de superlativos, hipérboles y repeticiones para multiplicar la fuerza del discurso, de la vida interior de Bérénice. El valle de los avasallados es novela, fantasía, vanguardia, género epistolar, poesía, dramaturgia, porque donde esté Bérénice todo lo abarca. Es un testimonio duro y melancólico que también rezuma un humor ácido y brillante que hace incrementar la admiración que Ducharme despierta. Bérénice, maga del lenguaje, desea aprender el día de mañana todos los idiomas del mundo para poder reinventarlo a su antojo, llegando a crear el bérénicino, donde «el verbo ser no se conjuga sin el verbo hacer.» Es su odio a los adultos el que le hace establecer los principios de esa nueva lengua. Sorprende no sólo el dominio lingüístico por parte de Ducharme, sino también el conocimiento de la psicología. Muchos quieren ver en él la influencia de las teorías del psicoanálisis de Freud y Laing, pero el canadiense, al igual que Bérénice, es demasiado libre para adscribirse a ninguna corriente. La elección por parte de Ducharme de una niña como protagonista y narradora fue aplaudida por superar a quienes se atrevían a elegir a una mujer para ese papel. Rápidamente se quiso emparentar equivocadamente a Bérénice con Huckleberry Finn, de Mark Twain, su contemporánea Scout Finch, de Harper Lee, y la pequeña Maisie, de Henry James, o incluso con el ya prostituido y atormentado Holden Caufield, pero tal vez quien esté más cerca de Bérénice sea Zazie, la mejor creación de Raymond Queneau y estrella absoluta de Zazie en el metro. Muchos insisten en que Zazie se aproxima más a Mille Milles, protagonista de La nariz equívoca, quien juega y reinventa el lenguaje al igual que Bérénice; pero, al fin y al cabo, ellos dos, junto a Iode, narradora de La oceanada y boceto de Bérénice, son miembros de la misma familia y pueden intercambiar sus nombres a su antojo. Pero es realmente Bérénice quien desafió todas las normas, lingüísticas y sociales. Queneau, miembro del jurado del Premio Goncourt, para el que fue seleccionada El valle de los avasallados, reco-

noció en Ducharme el talento de un hombre maduro en el cuerpo de un joven de veinticinco años. Ambos autores coinciden no sólo en las atmósferas de sus libros sino en algo más profundo: en su concepción de una literatura dominada por tensiones que la escritura tiene la obligación de poner en duda. Un compromiso que les acerca al grupo OuLiPo, de experimentación lingüística, capitaneado por Queneau y seguido por figuras como Duchamp, Perec o Calvino. En pleno Affaire Ducharme se llegó a barajar que el propio Queneau podía estar detrás de esa falsa identidad y así haber creado un nuevo pseudónimo distinto a Sally Mara. Queneau y Ducharme coincidían en primar su obra sobre ellos mismos. El autor no tiene para ellos la responsabilidad de interpretar o contextualizar sus textos en favor de la lectura. En el prefacio de La nariz equívoca el quebequense insiste: «Yo no soy un hombre de letras; soy un hombre». Tras obtener el Prix du Gouverneur général en Canadá, equivalente al Premio Cervantes, en 1967, dejó de realizar entrevistas y apenas se conservan fotografías suyas a pesar de la concesión en 1999 del Grand prix national des lettres por parte del Ministerio de Cultura francés, un galardón casi desconocido para los escritores canadienses. ¿Soy francés? ¿He nacido en París? Yo no soy francés. Es más, yo no quiero ser francés: es muy fatigante, has de ser muy inteligente, muy refinado y muy entendido en añadas, necesitas hablar mucho en vano y considerarte mucho mejor que los demás. Jamás he puesto los pies en Francia; yo no soy francés. ¿Francia templada? ¡Puf! ¡Desapacible Canadá! La nariz equívoca

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Quebec, que ya entonces luchaba por reivindicar el uso del francés y por adquirir una mayor independencia, encontró en Ducharme a un valedor de su causa que logró revitalizar sus argumentos y que devolvió la esperanza en las singularidades que la caracterizaban. La Revolución Silenciosa de los años sesenta trajo consigo una nueva orientación en la identidad cultural de la provincia y que se manifestó, por ejemplo, con la adopción del gentilicio «quebequense» en lugar de «francocanadiense», que era visto como una doble colonización. Uno de los precursores de la vertiente literaria de la revolución, en la que participó Ducharme, fue MarieClaire Blais, a quien dedicó La oceanada.

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¡Canadá, inmenso palacio de frío!, ¡oh, Canadá, castillo vacío de sol!, ¡oh tú, que duermes en tus bosques cual oso dentro de su piel!, ¿únicamente te despertaste cuando te dijeron que habías perdido, al pasar bajo el dominio del inglés?» La nariz equívoca

Las comparaciones con Salinger son erróneas, exageradas. Ducharme renunció a su ego y se entregó de nuevo a la creación, al contrario que el autor de El guardián entre el centeno. Ha escrito guiones, obras de teatro, alguna que otra novela (en 2000 publicó su último libro, Gros mots), letras para el cantante canadiense Robert Charlebois; aunque no ha podido repetir el éxito de El valle de los avasallados, considerada por algunos como el Ulises canadiense. Muchos incluso aseguran verle caminar por las calles de Montreal recogiendo basura con la que crear sus esculturas que más tarde expone bajo el pseudónimo de Roch Plante. Observando de cerca los manuscritos de sus obras, de La oceanada, de La nariz equívoca, de El valle de los avasallados, se puede vislumbrar su dolor; los folios están casi agujereados. Para Ducharme la escritura es un acto de fe. Gallimard decidió publicar los tres manuscritos (sus denominadas «novelas de infancia») enviados por Ducharme alterando el orden en que fueron escritas. La nariz equívoca, editada tras El valle de los avasallados, toma al ya mencionado Mille Milles, un adolescente que encuentra en Chateaugué, una esquimal dos años menor que él pero con una edad mental de ocho, a su hermana «gracias al aire» y compañera en un peculiar pacto de suicidio y en el inicio a la sexualidad que consuma más tarde con una madre de tres hijas. La nariz equívoca habla de la ambivalente relación de Milles con la «mujer».

Los homenajes a Ducharme y Bérénice se han sucedido a lo largo de los años. Uno de los más notables es la película Léolo, de Jean Claude Lauzon. El personaje del Domador de Versos, que está basado en el propio Ducharme, rescata las palabras perdidas de Léolo, testimonio de su lucha contra la locura hereditaria, y le proporciona el que será su libro de cabecera, El valle de los avasallados. El escritor Jean-Marie Gustave Le Clézio, cuya verdadera patria es Isla Mauricio, que, al igual que Quebec, es antigua colonia francesa, dedicó el Premio Nobel de Literatura de 2008 «A Réjean Ducharme, por la vida.» Le Clézio supo ver más allá de los titulares que hablaban de la obra del canadiense y escribió en La táctica de la guerra apache aplicada a la literatura que «El valle de los avasallados, La nariz equívoca y La oceanada no son libros de niños; son las confesiones de quien, por conocer el mundo de los otros hombres, acaba gravemente herido». Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que se pudiera disfrutar de El valle de los avasallados en castellano, hasta que Francisco Navas creó la editorial Doctor Domaverso para publicar la obra de Ducharme en España, que inició con esta novela la colección Rejéan dedicada a la literatura francófona más allá de Francia. Si uno ama la literatura, los retos, el lenguaje, no puede dejar de visitar este valle que es en realidad, como decía Bérénice, todo un mundo, y también, tal y como explica su excelente traductor, Miguel Rei, un templo de la palabra.

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Bárbara Pérez de Espinosa Barrio es abogada y editora. Es licenciada en Derecho y máster en Edición por la Universidad Complutense y máster en Derecho (LLM) por la Universidad de Harvard.


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Víctor Balcells. El zafarrancho aquel de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda

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El zafarrancho aquel de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda Víctor Balcells

I. Me interesa la estirpe de editores que arranca con la figura de Aldo Manuzio, en 1499. Este hombre fue quien publicó en Italia el Hypnerotomachia Poliphili, un texto de autor desconocido, hermético y escrito en diversas lenguas. En aquella época, una operación editorial de esas características era económicamente tan arriesgada como lo sería hoy en día. La obra, de muy difícil lectura, iba a ser harto complicada de vender más allá de los círculos eruditos. Tal vez por ese motivo, Manuzio resolvió imprimirla con un estándar de calidad muy exigente. Su idea de hacer libros es una idea que en el presente resuena en el mundo editorial como argumento frente al libro digital: la creación de libros objeto. Tal fue su maestría en la composición y la impresión que hoy en día la primera edición de Hypnerotomachia Poliphili es una pieza de coleccionista. Por un lado, Manuzio optó por publicar a un autor cuya obra rompía todos los cánones del momento y, por otro, decidió imprimirlo en un formato que también ofrecía elementos de distinción claros1. La combinación de ambas premisas nos permite establecer una estirpe de editores que, en mayor medida, han sido los responsables –y siguen siéndolo– de la publicación de autores cuyas personalísimas creaciones no pueden enmarcarse con facilidad en la idea de canon, en movimientos literarios concretos o en categorías supuestamente definidas como la novela2. Se trata de autores únicos, cuyas influencias

se ocultan detrás de una prosa que puede romper con reglas formales o fórmulas constructivas establecidas y cuyos principales atributos no sólo residen en su particularidad, sino en la calidad intelectual del texto y en su propuesta estética3. Con el objetivo de centrar el tema de este artículo, quisiera fijarme en el caso de Italia. En 1962 nació una editorial con las mismas premisas: Adelphi. Su editor Roberto Bazlen apostó por la publicación de libros de gran valor cultural cuya singularidad había provocado los recelos de otras editoriales de vocación más comercial. En efecto, el propio Bazlen cuenta que en Adelphi pudo publicar todos aquellos libros que nunca pasaron el filtro de editores de la talla de Einaudi, Bompiani o Garzanti. Aparecieron en la misma colección desde clásicos de la literatura tibetana hasta autores tan conocidos hoy en día en España como Joseph Roth o Georges Simenon. Por otro lado, la línea de diseño, muy próxima a la austeridad que suele caracterizar las portadas de la industria de dicha profesión. Dos ejemplos entre muchos: para E.M. Forster la novela era «cualquier obra ficcional de alrededor de 50 000 palabras». Jane Smiley, también novelista, escribió: «Una novela es (1) larga, (2) escrita, (3) en prosa, (4) narrativa y (5) tiene un protagonista». Si nos detenemos a examinar ambas definiciones veremos que la primera es más amplia y la segunda no. En el caso de la segunda probablemente muchas obras consideradas hoy en día novelas, tal vez no lo serían. Taxonomías humanas.

1. Merece la pena señalar que, paradójicamente, Manuzio también

3. En dicha estirpe de editores podemos destacar también, de for-

es reconocido como inventor del libro de bolsillo.

ma destacada, a Kurt Wolff y su colección de diseño negro y austero

2. En lo referido una pregunta tan insustancial como «¿Qué es una

llamada Der Jungste Tag (El día del juicio; curioso título), en la que

novela?», no hay todavía un consenso claro entre la crítica y los

se dieron a conocer a principios del siglo XX autores como Franz

autores, algo que por otro lado ilustra bien la naturaleza conflictiva

Kafka o Robert Walser.


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editorial francesa, supuso un elemento de valor añadido para consolidar una colección que, ya en su primer año de andadura, era considerada de culto4. En este contexto, resulta casi proverbial en el mundo editorial italiano el histórico interés de Adelphi por tener en su catálogo a Carlo Emilio Gadda, un estilista de primer orden cuya propuesta literaria encajaba a la perfección con el catálogo de Adelphi. Tras treinta años de tentativas fallidas, Roberto Calasso consiguió adquirir en 2011 los derechos de la obra a través de Arnaldo Liberati, sobrino de la heredera de Gadda. El anuncio causó estupor porque Garzanti ya tenía los derechos de la obra completa del autor hasta 2023 y ya la había publicado en varios volúmenes recopilatorios de manera prácticamente íntegra5. La disputa se resolvió de tal manera que actualmente pueden encontrarse las obras individuales de Gadda en Adelphi y las obras completas reunidas en varios volúmenes en Garzanti. Todavía no podemos encontrar una doble edición de todas ellas, de hecho todavía no ha salido al mercado la nueva edición de El Zafarrancho aquel de via Merulana, obra que aquí nos ocupa, un evento muy esperado por la crítica italiana. El motivo: las ediciones de Gadda en Adelphi se han elaborado a partir del archivo de originales del autor, todavía en curso de catalogación, gracias al cual se han podido constatar variaciones sustanciales de contenido y forma entre lo que el autor escribió y lo que se acabó publicando en las versiones canónicas de Garzanti. Al parecer, se produjo mucho trabajo de edición, censura y edulcoración de los textos originales, de modo que nos abocamos a la curiosa situación de disponer de dos ediciones originales de un autor que cuentan con diferencias notables entre sí, algo muy parecido a lo que ocurre con las últimas y más modernas ediciones de Kafka si las comparamos con los primeros trabajos editoriales de Max Brod. 4. Si nos fijamos en los primeros libros que publicó Adelphi nos hacemos una idea de su eclecticismo sibarita. Encontramos obras como El relato del peregrino, autobiografía de Ignacio de Loyola, y al mismo tiempo un libro de lecciones y conversaciones de Wittgenstein, así como autores de una sola obra, únicos y olvidados, como Christopher Burney, nunca traducido al castellano. Una variedad tan notable y amplia en un mismo catálogo, regida por presupuestos estéticos y culturales que abarcan toda la historia cultural de la humanidad, la encontramos en España en editoriales como Acantilado o Atalanta, entre otras, que también asocio a la tradición

II. El Zafarrancho aquel de vía Merulana, publicada en 1957, es una novela policial. La trama es sencilla: se cometen un robo y un asesinato en el 219 de la vía Merulana y el doctor Ingravallo y su equipo se desplazan hasta allí para resolver el caso. Pero nada más empezar la lectura se percibe un elemento dominante ante el cual se subordina todo lo demás en este libro: el estilo. Encontramos en Gadda una prosa fastuosa y barroca donde el ritmo y la sonoridad son fundamentales, donde las referencias cultas y herméticas se suceden párrafo a párrafo exigiendo al lector mucha atención y una firme disposición para la exégesis. En este sentido tenemos que celebrar la extraordinaria traducción de Juan Ramón Masoliver, todo un monumento al lenguaje que muy pocos escritores podrían siquiera tratar de igualar hoy en día. Destaco un pasaje ilustrativo que encontramos en los primeros compases del libro. Ingravallo describe a una mujer: Un encanto, un imperio enteramente latino y sabélico, que le traía en un haz los nombres antañones, de antiguas vírgenes guerreras y latinas o de esposas nada esquivas una vez raptadas en la fiesta lupercal, sugeridora de las colinas y los viñedos y los rudos palacios, con las romerías y con el Papa en carroza, y con los buenos cirios de Santa Inés in Agone y de Santa María in Porta Paradisi para la Candelaria...

Resulta palpable el reto que supone la lectura de una novela que mantiene todo el tiempo un nivel tan elevado en la prosa. Y tiene sentido la afirmación del traductor en la edición de Seix Barral cuando emparenta el estilo de Gadda con el del Joyce más abstruso. Por otro lado, es necesario señalar una particularidad de la literatura italiana que dificulta todavía más el traslado al castellano. Existen en el italiano variedades dialectales mucho más marcadas que las observadas en el contexto del español peninsular. Por sus diferencias, algunos dialectos podrían considerarse incluso lenguas. En la traducción necesariamente se pierden los modismos de los diversos dialectos que Gadda utiliza en el desarrollo de la obra con absoluta maestría compositiva, entre los que podemos destacar el veneto, el toscano, el lombardo o el romanesco, entre otros. Si por un lado existe un virtuosismo estilístico que no alcanza las cotas de experimentación de otras obras del autor, por otro lado encontramos expuesta una tesis muy parecida a la que presentó, una década más tarde, Thomas Pynchon en La subasta del lote 496. Para Gadda no existe una causa única

literaria señalada en este pasaje. 5. La polémica puede seguirse a través de varios artículos publica-

6. Llama la atención este vínculo inesperado de influencias que ya

dos a principios de febrero de 2011 en Il Corriere della Sera.

señaló el crítico italiano Guido Almansi a raíz de la descripción que


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Víctor Balcells. El zafarrancho aquel de via Merulana, de Carlo Emilio Gadda

para un hecho único, sino una multiplicidad de causas infinita e inextricable, que toma fuerza cuando la novela se transforma en una investigación loca, parcial e imposible llena de elementos contradictorios, como un conjunto de tramas, causas y consecuencias desordenadas, desligadas de toda idea de coherencia narrativa, y por lo tanto de toda posibilidad de resolución conclusiva. A mi juicio, esta clave de lectura está estrechamente ligada con la elección estilística del autor y supone una razón de peso para encuadrar el texto dentro del tema de este dossier. Las invenciones verbales de Gadda, en palabras de Alberto Arbasino en su ensayo Genius Loci (1977), «mezclan significados y significantes; devastan cualquier función o finalidad comunicativa; son representaciones, por encima de todo, de sí mismas y de sus propios fantasmas, en un foisonnement inaudito e implacable de espectaculares idiolectos». En efecto, me gusta considerar El zafarrancho aquel de via Merulana de acuerdo con la etimología pertinente de la palabra novela que ofrece el historiador de la literatura Arthur Heiserman: «El latino novellus, diminutivo de novus (“nuevo” o “extraordinario”), produjo el último sustantivo latino novella, “un añadido a un código legal”». En este sentido, Carlo Emilio Gadda se inserta en la estirpe de autores que han buscado innovar de acuerdo con la tradición y que han ofrecido una prosa personal y única cuyo interés no reside en el amoldarse a un género y sus reglas (en este caso la novela policial) sino en el juego y la subversión, y en la experimentación formal y conceptual. Resulta difícil establecer una cadena de influencias para un autor de estas características (aunque encuentro diáfana la ligazón con Pynchon). En la historia literaria italiana a Gadda se le presenta siempre con estrechas ligazones tanto con el decadentismo como con las vanguardias, pero opino que es principal su influencia de la literatura antigua romana y de la literatura escolástica, dos elementos que lo particularizan y desnaturalizan un tanto su encuadre en la tradición del novecento italiano. En el caso español, podemos establecer un vínculo entre la obra de Gadda y la de Juan Benet si nos atenemos a lo ya dicho y pensamos en Saul ante Samuel y en aquélla célebre apreciación de Benet en una entrevista del 29 de agosto de 1980 en El País: «El escritor es el estilo». Por otra parte, resulta curioso pero difícilmente valorable el hecho de que tanto Gadda como Benet como Pynchon sean ingenieros.

En abstracto, no me parece algo baladí. En los tres casos existe una voluntad de ofrecer textos con múltiples niveles de lectura y estructuras más complejas de lo habitual que, de alguna manera, asocio también a las grandes obras de ingeniería. Considérese esta apreciación un excursus de más valor poético que académico. Sin duda, esta novela está a la altura de los grandes monumentos estéticos de la alta literatura italiana, entre los que se cuentan autores imprescindibles como Calvino o Pirandello, por citar a dos de los muchos escritores, por decirlo así, anticanónicos, del siglo XX italiano, cuya tradición ha sido sustancialmente menos conservadora que la nuestra a la hora de abrazar y valorar con justicia esta clase de novelas, si es que como tales las podemos definir. En todo caso, Gadda obtuvo el reconocimiento internacional de manera tardía en 1963 (diez años antes de su muerte), al ganar el premio Formentor. Curiosamente, aquel año lo disputó con un autor que debemos considerar afín: Nabokov. Fue la época dorada de dicho premio. Acababan de ganarlo Beckett y Borges, y la llegada de Gadda y la traducción de Juan Ramón Masoliver supusieron el lanzamiento por todo lo alto de la novela, hasta el punto de que hoy en día es fácil encontrar ejemplares de la edición de tapa dura de Planeta en la colección Clásicos Contemporáneos Internacionales. En la actualidad, se pueden encontrar las obras de Gadda en una pequeña editorial, Días Contados, cuyo catálogo está plagado de obras fundamentales del siglo XX que, por algún motivo que escapa a mi entendimiento, han sido defenestradas por las grandes editoriales que las publicaron antaño. Gadda parece hoy más minoritario que nunca en España. Eso sólo puedo achacarlo a la dificultad que presenta el texto, dificultad que por otra parte no parece un obstáculo editorial cuando hablamos de obras similares de la tradición anglosajona que se lanzan al mercado con gran pompa. Si el lector quiere adentrarse en una obra de notorio valor estilístico, en una obra difícil pero gratificante que, además, ofrece una profundidad metafórico-conceptual propia de los grandes escritores del siglo XX, El zafarrancho aquel de via Merulana es la lectura indicada.

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Víctor Balcells Matas (Barcelona, 1985) trabaja como editor en Ediciones Alfabia. Mantiene el blog de crítica literaria zafarranchosmerulanos.blogspot.com y ha colaborado con diversos medios del ámbito

Italo Calvino hace de la prosa de Gadda: «Trató, a lo largo de toda su

cultural, entre los que destacan La Vanguardia, el Diario de Ibiza o las

vida, de representar el mundo como una maraña, un embrollo o un

revistas El Buen Salvaje y Culturamas. Es autor del libro de relatos

ovillo, de representarlo sin atenuar de hecho su inefable complejidad,

Yo mataré monstruos por ti (2010) y de la novela Hijos Apócrifos

o para poder señalar mejor la presencia simultánea de los elementos

(2013). Como traductor del italiano, ha trabajado en versar al castella-

más heterogéneos que determinan el devenir de cada evento».

no obras de Paolo Sorrentino (Alfabia) y Milo Manara (Norma Cómics).

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Nada es crucial: ¿la primera novela de animación de la historia? Fernando Ureña .El otro día estaba calibrando qué serie de circunstancias se tendrían que dar para vivir un romance con Megan Fox cuando un hombre en la tele me sacó de la meticulosidad de mis cálculos. «En España no hay ni un solo joven que no haya visto porno», dijo. Y, claro, como burro a la zanahoria aparqué (momentáneamente) las imágenes mentales de Fox para prestar atención a la televisión. Y lo que vi fue a un hombre sentado en una silla mesándose una barbita y, a su alrededor, un remolino de aspavientos y de indignación en los ocupantes de las otras sillas. Cuando el realizador pinchó el plano corto, por debajo de la barbita del hombre pude ver la sonrisa de quien sabe que acaba de atinar con su flecha en el puro corazón de la manzana televisiva. Atención captada. Dos puntos y medio más de audiencia asegurados. Renovación instantánea. Después del remolino, el Guillermo Tell barbado se explicó entre las uñas de sus compañeros de plató. Y dijo algo así como que ya era imposible no ver porno. Aunque uno no quisiera. Que bastaba con abrir casi cualquier página de internet para que te saltase algún tipo de contenido pornográfico. Que era suficiente con coger el mando a distancia y hacer un poco de zapping al azar. O con tener un amigo que te mandase por whatsapp alguna de las miles de imágenes cargadas de sexo que circulan por el planeta. Imposible escapar a la pornografía. El debate supongo que siguió, pero no para mí, porque mi cerebro recibió de pronto tres flashazos de información. Como en esas películas en las que el protagonista de repente ata cabos sueltos. Y se queda parado y todo el ruido de alrededor desaparece y lo que aparecen son unos flashbacks de esos momentos que se le pasaron inadvertidos pero que ahora se tornan cruciales. Así me pasó a mí. El sonido de la tele desapareció y de repente tres flashbacks. El primero, boom, mi amigo Cacahuete. El segundo, boom, mi compañera de trabajo Gladis. Y el tercero, boom, el escritor Pablo Gutiérrez. Mi amigo Cacahuete abandonó unos grises estudios de derecho para dedicarse a las mucho menos grises luces de neón. Unos cuantos lustros más tarde regenta varios bares

de moda que le nutren por un lado de pan y, por otro, de relaciones festivas con mujeres unos cuantos lustros más jóvenes. Un camino de lustros para desandar otro camino de lustros. En el flashback apareció pasándome el brazo por la espalda y explicándome cosas de machos. «Ya no es como antes, ahora ya no se aprende viendo Nueve semanas y media», me dijo, «se acabó lo del estriptis y el hielito, las chicas de hoy han aprendido viendo porno». Mi compañera de trabajo Gladis, alias Manga por ese dibujo japonés que tiene por nalgas y por esos ojos diseñados durante siglos de ensayos por el mismísimo Belcebú, tomó el relevo de Cacahuete. Y lo hizo hablando con sus veintipoquísimos años y su piercing en la lengua. «Las sombras de Grey son un juego de niños comparadas con mi diario de los catorce años». Todo lo que mi cerebro pensó después de la declaración no apareció en el flashback, pero lo resumiré en un pispás. Si en la estantería de novedades me encuentro el diario recién descubierto de los catorce años de Jesús de Nazaret y, al lado, el de Manga García, cualquier apostante sin experiencia acertaría el resultado de mi compra. Pablo Gutiérrez, a su vez, sustituyó a García. Y lo hizo con su relato «Búsqueda.doc». Una chica de diecisiete años asegura romper todas las estadísticas Durex con su virginidad, pero a cambio, entre reflexiones sobre Nietzsche y Schopenhauer, rastrea la red de clic en clic en busca de, con perdón, pollas enormes [sic]. Adolescencia, soledad e incomprensión, temas eternos y universales, pero ahora enmarcados en la nueva era, la del emperador adsl y su hijo el porno. Mientras aún revoloteaban los zumbidos de los flashbacks por mi cabeza y los rayos catódicos iluminaban a esa estatua que es el ser humano pensativo, llegué a la conclusión horrorosa a la que todo hombre llega algún día: el mundo había cambiado. Y, acto seguido, como la segunda ola de un tsunami, apareció la conclusión horrorosa que sigue a la primera conclusión horrorosa: el mundo había cambiado, sí, y yo, otrora tan moderno, ni me había enterado.


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Fernando Ureña. Nada es crucial: ¿la primera novela de animación de la historia?

De golpe y porrazo me había convertido en un hombre de otra época. Tan de otra época que para hablar de la televisión hablaba de rayos catódicos. Pablo Gutiérrez, en su novela Nada es crucial, llama a la televisión «la siemprencendida». Y ahí, la siemprencendida sí ilumina con rayos catódicos, que para eso corren los años ochenta y nada se sabe todavía de plasmas o cristales líquidos. El caso es que Pablo Gutiérrez y yo compartimos generación si por generación se entiende que nuestro porno consistía en los mismos Interviús, el mismo anuncio de Fa y la misma gala de fin de año de Sabrina, pero Pablo Gutiérrez no es un hombre de otra época. O por lo menos eso dice la crítica. Porque lo que dice la crítica es que Gutiérrez es un narrador moderno, poderoso y con una mirada muy hija de su tiempo. Aparte de humano moderno, la crítica también lo ha nombrado humano Premio Ojo Crítico y humano-chico Granta. Lo que todavía no han dicho es que Pablo Gutiérrez es humano Neil Young. Con treinta años menos, eso sí. Y con dedos que pulsan teclas de ordenador en vez de cuerdas de guitarra. Pero Neil Young al fin y al cabo. Vayamos por partes. Gutiérrez pertenece a esa primera generación nativa de televisión en color, de videojuegos y de superhéroes (en forma de cómic o dibujo animado). Y esos elementos aparecen en su literatura como el azúcar alto en el análisis de orina de un diabético. Tomemos, por ejemplo, el tubito de orín con la pegatina que pone Nada es crucial. La primera sorpresa nos la llevamos nada más empezar. Porque en el segundo párrafo comenzamos a entender que Nada es crucial no es una novela al uso, es una novela de animación (mis conocimientos literarios no me permiten afirmar «la primera novela de animación de la historia», aunque me encantaría). Y no es novela de animación por tener ilustraciones (no tiene ni una). Lo es porque las imágenes mentales que genera son puro dibujo. Y como para muestra un botón, he aquí el botón de cómo describe Pablo a sus dos protagonistas:

de rizo, ojeras excavadas, barriga esférica como un planeta, tensa como un tambor. Calza botas de piel de lobo hasta la rodilla, tiene trazo de dama de cuento, se llama Margarita o Marga o Magui. Él se llama Lecumberri o Antonio o Lecu.

Ahí tenemos ya, de entrada, a nuestros protagonistas dibujados. Cada lector con el estilo que quiera, para eso Pablo nos dice que dibujemos nosotros. En las páginas siguientes vamos descubriendo que los personajes secundarios (también dibujados con la paleta gráfica de nuestro cerebro) se llaman con nombres tan infantiles como Sra. Amable, Sr. Alto y Locuaz o mamá de Magui. Y que viven en sitios como Ciudad Mediana. Una novela de animación muy propia de niños. Sí. Hasta que llegan las curvas. Y llegan pronto. Cuando descubrimos, por ejemplo, que la Sra. Amable Dos no sabe mucho de raíces aritméticas porque «la masa de polen que fumó durante los años de la furgoneta le quitó un buen filete a su cerebro». O que a Magui, al crecer, las tetas le hicieron plop y se le pusieron ojos de actriz francesa y «¿sabéis? se fue perdiendo de veras, comenzó con esas cosas que no se deben hacer, y sus desvaríos satisficieron mucho, mucho a la población masculina de Belalcázar», y Magui dejó de ser Magui para ser «Magui la Niña Guarra o Magui la Mamadora o Magui y muchas palabrotas detrás». Parece que esto no es tan infantil por mucho que el narrador nos llame niños y nos anime a dibujar soldaditos de Hazañas Bélicas y damas de cuento. Más bien parece que Nada es crucial es una novela de animación tan para adultos como dicen que es la vida. Pero Nada es crucial tampoco es una novela de animación de adultos al uso (si es que hay «uso» en las novelas de animación). Porque si seguimos analizando la muestra de orina vemos que Pablo Gutiérrez también escribe en película. O, para ser más correctos, en guión. Como buen hijo de su tiempo, Pablo forzosamente ha visto más películas o series de televisión que libros ha leído. Difícil que no salga en la orina. Y lo hace de dos formas, como los glóbulos blancos y los glóbulos rojos. En el caso de Pablo en trazas de guión literario y de guión técnico. Porque según escribe, de vez en cuando desliza sus anotaciones técnicas al margen.

Niños, dibujad esto: dos hermosas figurillas acurrucadas en una parada de autobús [...] Es guapo el chaval, parece un sol-

[Aquí la cámara hará un picado desde la cornisa de los pi-

dadito de Hazañas Bélicas: la llama roja del flequillo, la man-

chones hasta el banco de hierro donde Magui ordena una

díbula prensada, los ojos sugeridos. La chica solo es antifaz

baraja de Ulises 21, plano detalle de eso.]

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Fernando Ureña. Nada es crucial: ¿la primera novela de animación de la historia?

Y a veces directamente escribe en guión literario: Secuencia uno. Interior. Habitación en penumbra. La oscuridad permite ver un sofá gigante como balsa de náufrago, una ventana, una mesa de cristal, un televisor. En el suelo hay una cámara de vídeo, una botella de cocacola, un plato de arroz seco, papel higiénico, suciedad. Espacio pequeño y denso. Sentada en el sofá, una mujer.

Así que lo que ya tenemos no es exactamente una novela de animación de adultos. Lo que tenemos es una novelaguión de animación de adultos (¿la primera de la historia?). Parece que sí se podría calificar a Pablo como escritor moderno. Y si a eso sumamos las constantes referencias a iconos generacionales como La Patrulla X, Pingouin Esmeralda o Bic naranja escribe fino y Bic cristal escribe normal, podemos decir que, en efecto, también es muy hijo de su tiempo. Pero como he dicho, aparte de moderno e hijo de su tiempo, Pablo Gutiérrez también es Neil Young. Y es Neil Young porque es puente de generaciones. Pablo Gutiérrez es escritor a tiempo parcial y profesor de literatura a tiempo completo. Para concretar un poco más diremos que Pablo primero madruga para escribir moderno durante un rato, y ya después habla muchas más horas de Juan Ramón Jiménez entre la espada y la pared. O lo que es lo mismo, entre una pizarra y una tropa de adolescentes. Una tropa puramente audiovisual que antes de leer su primer cuento infantil vio varias veces los ciento cuatro capítulos de Pocoyó. Una tropa a la que hoy, ya lejos de Pocoyós y Baby Einsteins, le cuesta recordar los nombres de Miguel Hernández o Rosalía de Castro pero se sabe de memoria los de Nacho Vidal o Sasha Grey. Una tropa que antes de leer su primer poema de amor ya ha guardado (queriendo o sin querer, como asegura el Guillermo Tell televisivo) un buen número de eyaculaciones nada románticas en su retina. Una tropa que, ya que hablamos de amor, no parece tenerle demasiado a los libros pero que, al mismo tiempo, es la tropa más literaria de la historia. Porque ese ejército que mira con legañas al profesor Gutiérrez es un ejército que escribe horas y horas cada día. Que camina día y noche con su dispositivo de escritura en el bolsillo. Que aprovecha cada segundo libre para desenfundar su revólver literario y disparar frases como el más rápido de los pistoleros del oeste. Que roba tiempo a la obligación y al ocio para escribir con sol o con lluvia. Con leggins o con pijama. Con colacao o con metanfetamina. Un ejército de gatillo nervioso que prefiere una epidemia de ébola a una jornada sin batería. Porque nunca el mundo fue tan porno ni tan audiovi-

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sual, cierto, pero tampoco tan escrito. Cientos de miles de textos surcando el planeta cada segundo. Un solo día de comunicación escrita a través de internet bastaría para desbordar la biblioteca de Alejandría. Y ahí están los alumnos de Pablo, como todos los alumnos del mundo. Desenfundando y redactando. Desde el tres veces repetidor hasta el expediente académico del año. Desde el hampón de pulgares gruesos hasta su víctima de deditos temblorosos. Desde esa reencarnación de Sandy a esa otra de Rizzo. Todos, sin excepción, tecleando y narrando. Sin parar. Como en esa peli mala en la que si el autobús frena, explota la bomba. Aquí, quien deja de teclear, desaparece de su mundo. Desintegración instantánea. Y ahí está Pablo Young. Puente como lo fue Neil para aquella generación grunge. Y está para decirles con Nada es crucial romped la narrativa. Jugad. Aporread los teclados y contad lo vuestro a vuestra manera. Pero también para decirles aquí están los clásicos. Respetadlos. Leedlos y amadlos. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra, que decía Huidobro y les recuerda Gutiérrez. Y aquí estoy yo, humano de otro tiempo, tan lejos de los alumnos de Pablo Gutiérrez como de Megan Fox. Pero expectante en los dos casos. En el de Megan, a ver si hay suerte y acepta un desnudo integral para relanzar su carrera; y en el de los jóvenes pistoleros, a la espera de que asalten la diligencia de la novela. No se sabe muy bien qué munición utilizarán en el golpe, pero visto lo visto no parece arriesgado aventurar que descerrajarán balas de sexo a diestro y siniestro y dispararán proyectiles audiovisuales a la velocidad del diablo. Billy el niño cada uno de ellos. Y casi seguro que de sus armas jamás saldrá una sola oración subordinada. Qué pistolero empuña una pistola de pedernal teniendo un revólver bien engrasado. A partir de ahí, como todo futuro, las fechorías que cometan estos forajidos son pura incógnita. Sea como sea, disparen lo que disparen y cabalguen a lomos del caballo que cabalguen, lo que tengo claro es que tomaré asiento y me pondré cómodo. No tengo ninguna intención de perderme el tiroteo. Mientras tanto seguiré esperando cada novela de Pablo Gutiérrez como quien va a Tokio para viajar al futuro. O quizás deba decir al presente.

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Fernando Ureña se licenció en Comunicación Audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y completó su formación académica con un Master en Edición Literaria en la Universidad de Salamanca. Su carrera profesional la ha desarrollado tanto en el sector editorial como en el audiovisual, donde es guionista de programas de televisión y documentales para canales nacionales e internacionales. En la actualidad guioniza diversos proyectos cinematográficos y televisivos para Discovery Channel.


Eduardo Halfon. Sobrevivir los domingos

La vida breve

sobrevivir los domingos Eduardo Halfon

.Llovía en Harlem. Yo estaba de pie en la esquina de la avenida Amsterdam y la calle 162, mi abrigo ya humedecido, mi viejo paraguas apenas soportando las súbitas oleadas de viento. Eran casi las cuatro de la tarde y ya empezaba a caer la noche. No conocía Harlem. No sabía hacia dónde caminar. No sabía en qué dirección estaba la avenida Edgecombe, en Washington Heights. Sólo me quedé viendo calle arriba, como si pudiese reconocer algo entre la lluvia y el viento y el crepúsculo prematuro de diciembre. Me encogí bajo el paraguas. Con dificultad logré encender un cigarro flácido y rociado. Adonde Marjorie, supongo. Me asustó a mi lado, estoica. Parecía no importarle la lluvia. O parecía no saber que estaba lloviendo. Vas adonde Marjorie, supongo, mientras sacaba de su bolsón unos finos guantes de lana negra. Pero no sabes cómo llegar, mientras sacaba de su bolsón una larga bufanda de lana negra. Se te ve desde lejos. Su inglés me sonó levemente acentuado. Quizás caribeño. Quizás africano. La piel de su rostro era de un negro profundo y perfecto y a lo mejor aun terso. Brillaba en la penumbra el blanco de sus ojos. Sólo la ligera canosidad en el cabello –un afro cortado a ras– delataba su edad. ¿Es tan obvio?, le pregunté y ella cerró los botones de su gabardina negra y cruzó los brazos y me dijo que por el día, que por la hora, que por la estación de metro en la esquina de Amsterdam y la calle 162, que por la expresión en mi rostro, que porque siempre encontraba a alguno allí parado. Sacó de su bolsón un sombrero cloché de fieltro negro, tipo campana, tipo de los años veinte. ¿Encuentras a alguno con expresión de estar perdido en pleno Harlem?, le pregunté. ¿O encuentras a alguno con expresión de estar buscando desesperadamente cómo llegar adonde Marjorie? Y sonreí con una mez-

cla de vergüenza y consuelo. Algo así, dijo. Vamos, dijo. Es por acá, criatura (child, en inglés), empezando ya a caminar. Yo me apuré y le di un último jalón a mi cigarro y, al macharlo en el suelo, descubrí con zozobra o quizás deleite, bajo los gruesos pliegos de su gabardina negra, y salpicando sin cuidado entre los charcos, sus botas de vaquero color sangre. * ¿Tu primera vez, entonces? Me sorprendió que ella caminara tan despacio y tan fluido. Como con cadencia. Como una modelo sobre una pasarela: elegante, exótica, que se sabe observada. Como si no tuviera ninguna prisa por llegar y salirse de la lluvia. Varias veces le extendí mi paraguas –endeble y frágil en la brisa– pero no se enteró, o no le importó, o no quería acercarse tanto a un desconocido. Gotas caían desde el borde de su sombrero cloché. Yo seguía hechizado por sus botas color sangre. Quizás debido al color sangre. Quizás debido a que nunca he tenido botas de vaquero. Demasiado timorato. Sí, mi primera vez, le dije. Un amigo me mandó una postal, le dije, con una foto de Marjorie en un largo vestido turquesa o quizás verde menta, le dije, y manos de ébano, le dije, y con la dirección del apartamento en la avenida Edgecombe, le dije, pero sin contarme él mucho más. Pensé en sacar la postal y mostrársela, como evidencia. ¿No sabes quién es Marjorie, entonces? Le dije que más o menos, que un poco. Paramos en la esquina de Amsterdam y la calle 161. Mira, ellos van para allá, me dijo señalando a una pareja con un mapa doblado en las manos. Y ellos también, señalando a otro grupo de peatones. Y él también, señalando a un señor mayor, en saco y corbata y cargando un gran estuche negro. ¿Cómo sabes? Ella sonrió o quizás sonrió en la oscuridad. Ya muchos domingos, criatura.

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El semáforo cambió a rojo y empezamos a cruzar la calle. Marjorie Eliot, se llama, dijo. Lleva años abriendo las puertas de su apartamento cada domingo, todos los domingos, sin descanso ni vacaciones, desde un domingo en 1992, cuando murió su hijo. Guardó silencio. Una racha brava de viento nos golpeó de frente. Cada domingo un concierto de jazz, continuó. Parlor jazz. A las cuatro de la tarde. En la sala de su propio apartamento. Con diferentes músicos. Van y vienen músicos. Músicos novatos y músicos famosos y músicos amigos. Y siempre es gratis. Siempre son bienvenidos en su hogar los que quieran visitarla y escuchar un par de horas de jazz, que ya son muchos. Hizo una pausa, respiró hondo, y después, con tono afable y acaso prohibido, susurró: Todo para ennoblecer la memoria de su hijo, a través de la música. Doblamos a la izquierda. Me preguntó cómo me llamaba y pues mucho gusto, Eduardo, dijo. Mi nombre es Shasta. Hay nombres que vibran, se me ocurrió entonces o quizás se me ocurre ahora. Hay nombres que uno anhela gritar. Me preguntó de dónde era y yo le dije que de Guatemala, que estaba en Nueva York sólo unos días, sólo de paso. Pensé en decirle que estaba allí, de paso, para recibir una plata Guggenheim –que Dios los bendiga, escribió Vonnegut o el narrador de Vonnegut–, con la cual luego, si lograba vencer mis miedos y demonios, viajaría a Polonia, a Lodz, al pueblo de mi abuelo. Pero no dije más. Y ella tampoco preguntó más. Acostumbrada, supongo, como cualquier neoyorquino, a que todos están allí de paso, a que todos están allí en su propio y absurdo peregrinaje, a que el mundo entero no es más que un pinche puñado de sal. Cruzamos la avenida St. Nicholas. Hacia allá, dijo mostrándome algo con la mirada, queda St. Nick’s Pub, el legendario club de jazz de Harlem. Ah, el antiguo Poospatuk, le dije y ella, de soslayo, casi cómplice, me lanzó una mediana sonrisa. Algo sabía yo de la historia de St. Nick’s Pub. Sabía que cuando abrió por primera vez, en los años 30, se llamaba The Poospatuk Club, por una tribu nativa de Nueva York. Luego, en los 40, fue nombrado Luckey’s Rendezvous,

por su nuevo dueño, Charles Luckeyth Roberts, o Luckey Roberts, el gran pianista de stride cuyo alcance en las teclas era tan amplio y tan rápido, decían, porque se había cortado quirúrgicamente la piel entre los dedos. Luego, en los 50, añadiendo un repertorio de ópera, los nuevos dueños lo llamaron The Pink Angel –porque era un sitio popular, decían, entre hombres homosexuales. Y finalmente, desde los 60, St. Nick’s Pub. Llegamos a la avenida Edgecombe. Del otro lado había una pequeña franja de árboles. Del otro lado de los árboles había una carretera. Del otro lado de la carretera, lejos, quizás se oía el manso fluir del río Harlem. Doblamos a la derecha. Me quedé callado, esperando a que ella me hablara más, ansioso ya por llegar y a la vez deseando no llegar nunca. Casi de inmediato se detuvo ante el portón negro de un edificio enorme y clásico, y volvió su mirada hacia mí. Una mirada llena de algo. Quizás gentileza. Quizás hastío. Quizás leyenda. Me pareció que la piel de su rostro, acaso por la humedad o por la luz de un arcaico farol, ardía en la noche. Dijo: Marjorie Eliot dice que empezó a ofrecer conciertos de jazz en su apartamento, tras la muerte de su hijo, como una manera de sobrevivir los domingos. * El edificio número 555 de la avenida Edgecombe tiene varios nombres. Algunos lo llaman Paul Robeson Residence. Otros, Roger Morris Building. Otros, The Triple Nickel. Aún otros, Count Basie Place. Construido en 1916, durante sus primeros veinticinco años fue una residencia segregada: sólo para blancos. Pero alrededor de 1939, cuando las características sociales de Harlem cambiaron, también cambiaron las reglas y limitaciones del edificio número 555, y se convirtió entonces en la residencia de miembros distinguidos y famosos de la comunidad afro-americana de Harlem. Como el músico Count Basie. Como el compositor y pianista Duke Ellington. Como el saxofonista Coleman Hawkins. Como el escritor Langston Hughes. Como el juez (y primer afro-


Eduardo Halfon. Sobrevivir los domingos

La vida breve

Eduardo Halfon nació en 1971 en Ciudad de Guatemala. Ha publicado once libros de ficción, algunos de los cuales han sido traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, serbio y portugués. En 2007 fue nombrado uno de los 39 mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá. En 2011 recibió la beca Guggenheim. El cuento «Sobrevivir los domingos» pertenece a su nuevo libro, Signor Hoffman, que publicará próximamente Libros del Asteroide.

americano en la corte suprema) Thurgood Marshall. Como el beisbolista (y primer afro-americano en las grandes ligas) Jackie Robinson. Como el boxeador (y primer afro-americano en el circuito profesional de golf) Joe Louis. Como la cantante Lena Horne. Como la escritora Zora Neale Hurston. Como el actor y activista político Paul Robeson. Como la pianista Marjorie Eliot. Pasa, pasa, criatura. Ella había sacado un manojo de llaves, había abierto el pesado portón de hierro negro. Guardé mi paraguas y entré rápido, mientras ella sostenía el portón para un grupo de turistas, los orientaba hacia el ascensor, les decía que subieran al tercer piso. Yo me quedé viendo el lobby: grande, ostentoso, revestido entero de mármol verde y mármol gris y mármol beige, con frisos tallados en yeso y adornados meticulosamente con oropel. Había bajorrelieves de oropel en las paredes, en mal estado, de niños rollizos jugando, y de niños rollizos tocando flautas, y de niños rollizos cabalgando sobre cabras. Había un inmenso vitral en el techo, también en mal estado. Cuando yo era muy niña, me dijo viendo a la vez hacia arriba y sacudiendo el agua de su gabardina, decidieron pintarlo de negro y taparlo con tablones de madera. Se quitó los guantes. Se quitó el sombrero cloché. Pasó una mano por su breve afro salpimentado, mientras también sacaba la punta rosada de su lengua y la deslizaba por su labio superior, luego por su labio inferior, acaso lamiendo gotitas de lluvia. Para proteger el vitral, dijo. De un supuesto ataque atómico. Caminamos hacia el ascensor. Y esperándolo, yo me la imaginé de niña, creciendo allí mismo, jugando y corriendo en el lobby y en los pasillos y en medio de todos los niños oropelados y de todos los inquilinos famosos del edificio y siempre vestida en sus botas color sangre. ¿Hace mucho conoces a Marjorie? Sí, hace mucho, dijo. Era muy amiga de mis padres. Pensé en preguntarle quiénes eran sus padres, preguntarle si ellos aún vivían allí. Pero lo

consideré inoportuno. Los domingos la ayudo con lo que puedo, dijo. A veces pongo las sillas. A veces instalo las luces azules. A veces, en el intermedio, sirvo los vasos de jugo de naranja y las galletas de granola, para las visitas. A veces, dijo, asisto a algunas almas perdidas a encontrar el camino. Sonrió con donaire. Es mi manera, aunque mínima e inútil, dijo, de honrar la memoria de un hijo muerto. Guardó silencio, y a mí se me ocurrió que había dicho estas últimas palabras con otra voz. Quizás con la voz temblorosa o más ronca o un poco quebrada. Quizás con la voz obstruida y falsa de un ventrílocuo. Y supe, entonces, pero lo supe con certeza, lo supe con absoluta convicción, que ella también había perdido un hijo. Se abrieron las puertas del ascensor y entramos y ella presionó el botón y subimos despacio, en silencio. Ambos viendo hacia delante. Ambos viendo hacia arriba. Ambos viendo hacia sus botas color sangre. Ambos quizás sintiendo o imaginando sentir, en ese espacio que no es espacio, en esa pequeña antesala, la fuerza devastadora y heroica de una madre por su hijo muerto. De pronto sonó un timbre. Se abrieron las puertas. Aquí te bajas tú, dijo, yo sigo hasta el último piso. Me sorprendí un poco. Había asumido que ella también iría adonde Marjorie, que me acompañaría adonde Marjorie, y así se lo dije. Ella sacudió la cabeza. Hoy no, dijo. Hoy, dijo, sobrevivo sola. Salí al pasillo. Escuché aún lejos, como en sordina, como ahogada, la melodía dulce y disonante de un piano. Me volví hacia el ascensor, hacia ella. Le agradecí. Aquí a la derecha, dijo, apartamento 3F, dijo, y apúrate, criatura, que ya vas tarde. El piano dejó de sonar, y silencio, y un suave aplauso. Ella me sonrió únicamente con la mirada. Extendí la mano, con algo de prisa y soberbia, acaso deseando postergar un poco lo inevitable. Ella tardó en comprender pero también extendió la suya. Y nos quedamos así un par de segundos, quizás ni eso, cada cual en su lado de las puertas.

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Microrrelatos inéditos de Javier Perucho

Los espulgadores Necesitaba un cabello largo, tan largo como el de Cristina para amarrar al piojo de una pata, así que fui a buscarla. Ahí estaba, sentada en las escaleras, iluminada por el sol matutino, escarmenando su larga, lisa y negra cabellera. Me acerqué en sigilo, luego, cuando se dio cuenta de mi llegada, me senté detrás de ella. Miré su mano, su cepillo y cómo alaciaba ese torrente negro. Apenas aguardé un momento. Cuando una de las hebras flotaba por su nuca, la tomé entre mis dedos y la jalé. No esperé los manazos ni los gritos de Cristina, corrí enrollándome ese hilo negrísimo en el dedo meñique, pues me sirve como soga para que no se me escape el piojo mientras combate contra los negros o los güeros que trajeron mis amigos. El mío lo atrapé a temprana hora, cuando me peinaba resbaló sobre mi hombro. Lo guardé en un frasco vacío de perfume, cuyo líquido frugal se evaporaba de la espalda de Cristina. Cuando me vieron corriendo, apostados en el patio de la vecindad, mis amigos me chiflaron, pues ya me esperaban para azuzar a los piojos amarrados. Como cada uno llevaba el suyo, me pidieron una topada. Dije que sí, pero que sólo me faltaba la hilada para anudarlo. Busca a Cristina, ordenaron en coro. Fue lo que hice. A la luz del mediodía, el piojo parece un torito en miniatura, gorda su barriga por la buena cena que se dio mientras yo dormía. Espero que hoy sí gane éste, decía para mí, aunque los míos siempre me dejan mal, pues se desatan o los apachurran mis amigos cuando los suyos van perdiendo el combate. Pero éste se ve ganador. Dónde está la caja, les pregunto con un grito, ¡Quién trajo la caja! Uno de ellos levanta la caja de zapatos. La pone sobre el piso, la rodeamos y colocamos en el centro de la arena de cartón a los piojos anudados con su hebra negra y pilosa. Entre todos soplamos fuerte para azuzarlos, pero el mío se desata apenas inicia la batalla. Furioso, brinco varias veces sobre la caja. Creo que ninguno sobrevivió. Sin perder tiempo nos vamos corriendo para espiar a Cristina mientras se baña. Desde ahí, vemos que de tan largo el torrente negro de su cabello serpentea por su torso hasta fundirse con el musgo azabache de sus piernas.

Javier Perucho es aprendiz de narrador, ensayista y editor. Autor de Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México; Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano; El cuento jíbaro; La música de las sirenas; Hijos de la patria perdida; además de Ocaso de utopías, entre otros. Ensayos y relatos suyos han sido publicados en Argentina, Chile, Colombia, España, Estados Unidos, Francia, Perú, México y Venezuela. Es doctor en Letras por la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Los cuentos seleccionados forman parte del libro inédito Anatomía de una ilusión.


Javier Perucho. Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Amblar Al mediodía la sirena llega presurosa a los bajos de la bahía para mirar el cadencioso andar de las bañistas, quienes apenas cubren el vértice de sus muslos y la pirámide del pecho con un girón de tela. Asoma sus ojos por la espuma de las olas y se zambulle de súbito cuando un nadador se acerca a ella. Luego vuelve a emerger, emboscada entre las olas, sus ojos atentos al andar de las bañistas que caminan a la vera del mar para encontrar un asiento donde reposar la planicie procelosa de sus cuerpos. Arena y sol. Brisa y olas temperadas: una lujuria para las visitantes. Un hogar sempiterno para ella. En el ocaso, cuando las fogatas de los pescadores se han extinguido, remonta las olas para dirigirse a la playa. Ahí, donde desemboca la resaca, en la fusión del torso con la cadera, se adhiere una estrella de mar y, en las crestas femeninas, dos algas anudadas a la espalda, e inmediatamente practica el andar sinuoso y amblarino de las bañistas que había contemplado desde la espuma marina a la luz del alto sol, mas su cauda, aun cuando se ejercita en demasía, siempre le atrofia el paso. Granos de arena en la comisura de los labios, ningún testigo, salvo el resplandor de la luna, la brisa y las estrellas. Un anhelo farfulla mientras se sacude la arena, Mañana, en el crepúsculo del día, me robaré sus sandalias.

Infidencias de Humbert Humbert Retozaba con Lolita sólo cuando su ciclo circadiano se anunciaba por los cólicos, justo en ese instante olía su cuenca, oteaba sus enaguas y, si mostraban rastros de sangre, me disponía a sorberla por la noche. Mentira que gozara de ella. Conmigo no conoció hombre. Únicamente me importaba su ninfulidad y la sangre virginal que escurría de su vértice, por eso nunca la penetré, ni la poseí por otros frentes. Sangre, virgen y nínfula: una promesa triplicada de vida: la mía. Nada más buscaba su sangre menstrual, que bebía directamente de su fuente, labios embrocados en otros labios. A ella no le gustaba –eso decía, la muy ladina, pero sus pupilas se iluminaban con lujuria gatuna en cada lengüetazo–, mas yo me afanaba hasta que dejaba de arañarme o empujarme o gritarme maldiciones en ese dialecto de carretonero para que no sorbiera más de su manantial. Al resistirse felinamente a que le chupara el líquido de su musgo, se intensificaban sus gemidos, espasmos y desmayos. Cuando terminaba su periodo –días de luna, así los llamaba Lolita– daba la espalda a esa mugrienta infanta pedorra en nuestro lecho. Yo lo único que quería era mantenerme sabio, joven y blanco sorbiendo sus fluidos. Nada más.

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Poemas de Basilio Sánchez

Cuando la transparencia recorre la distancia que separa la palabra del símbolo, cuando el cielo cerrado de la noche se abre sobre nosotros con un azul tan denso que recoge todas las gradaciones del crepúsculo, es cuando comprendemos que el asombro es la raíz del lenguaje, que la opción de estar solos ha de tener también su dignidad. *** Como si me inclinase sobre una barandilla para sentir el aire de la calle; como si estando inmóvil en el agua percibiese que el río, en su totalidad, no deja de moverse en torno a mí. Aquí cuido lo bueno de mí mismo. Aquí velo lo oscuro de mí mismo como el mar el veneno de sus algas azules. *** Y no obstante, ¿qué pensar del poema, del que dice por mí lo que no digo, ese que me protege y que me expone? *** Como a la pintura o a la música, es posible que accedamos mejor a la poesía con los sentidos que con la inteligencia. Y sin embargo, aun de naturaleza esencialmente intuitiva, el poema es siempre un acto de reflexión moral. *** Tengo una relación sencilla con la vida. Si me lo preguntasen, mi posesión más apreciada es mi capacidad para valorar muchas pequeñas cosas insignificantes. Un paseo solitario al acabar el día reduce el universo a tres o cuatro palabras esenciales, a un pensamiento simple de una línea.


El castillo de Barba Azul

Basilio Sánchez. Poemas inéditos

Basilio Sánchez nació en Cáceres en 1958. Con su primer libro, A este lado del alba, consiguió un accésit del premio Adonáis de Poesía en 1983. Ha publicado los poemarios: Los bosques interiores (1993; 2a ed. Amarú, 2002), La mirada apacible (Pre-Textos, 1996), Al final de la tarde (Calambur, 1998), El cielo de las cosas (Editora Regional de Extremadura, 2000), Para guardar el sueño (Visor, 2003), Entre una sombra y otra (Visor, 2006), Las estaciones lentas (Visor, 2008) y Cristalizaciones (Hiperión, 2013). También ha publicado el libro de relatos El cuenco de la mano (Littera, 2007). Su obra poética completa hasta 2009, con excepción de su primer libro, está recogida en el volumen Los bosques de la mirada, Poesía reunida 1984-2009 (Calambur, 2010). Tiene en prensa un libro de prosa autobiográfica, La creación del sentido (Pre-Textos), del que aquí se adelantan algunos fragmentos.

*** La mayoría de los poetas, incluso los que no somos estrictamente elegíacos, escribimos para compensar una carencia, restituir una pérdida, darle sentido a algo que ahora no lo tiene. Expulsados de una patria, la de la infancia, en la que se supone que pudimos ser felices, la escritura es una forma de errar perpetuamente alrededor de sus murallas, lo que nos convierte, a todos por igual, en periféricos. *** Una ciudad pequeña, enclavada todavía en la quietud del paisaje, es la que le confiere a mi escritura la piedad del sentido. Aunque hay muchas maneras de ser y de escribir, de habitar en el mundo, renunciar al espacio al que uno pertenece conduce a las palabras a la simulación, la ingratitud y el fraude. *** No creo en muchas cosas, pero nunca me separo de ellas. Todo lo que he encontrado de claridad en mí eran apenas reflejos en lo oscuro: la resina que arde en la noche de las dunas, en el té de los nómadas. *** Hace tiempo que no salgo de casa y, sin embargo, yo soy el portador de los mensajes, el que llama a las puertas. *** Con los cabos sueltos de la conciencia el poema hace un nudo. Con lo inarticulado construye lo visible. La escritura es el agua que sacan de los pozos los que no tienen nada que beber.

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Pistolerismo y novela: Quan mataven pels carrers, de Joan Oller i Rabassa Andreu Navarra Ordoño

.Quan mataven pels carrers, de Joan Oller i Rabassa, hijo de Narcís Oller, vio la luz en 1930, fue traducida al francés en 1934, y se reeditó en 1953 y 1980. Sin embargo, pese a su fortuna editorial, no es un texto que haya merecido un gran favor de la crítica. Su prologuista de 1980, Joaquim Martí, la dejó hecha un auténtico trapo. Cuando afirma que se trata de una novela de tesis, lo que desea es subrayar el anacronismo que suponía, en 1930, no asumir en un texto narrativo ninguna de las corrientes renovadoras que circulaban ya más que consolidadas, y presentar a Oller como un retrógrado en estética y política. Por lo tanto, no seguía a las cumbres de la novela catalana de la época, ni el hibridismo fragmentario de La Ben Plantada de d’Ors, ni el psicologismo de Miquel Llor, ni el textualismo de los vanguardistas, a quienes Oller ridiculiza como extravagantes en su texto. Las cosas empezaron a cambiar el año pasado, cuando el periodista Joan Safont, con la ironía que le caracteriza, defendió la validez con la que Joan Oller reprodujo el ambiente político-social de la Barcelona de 1918, e incluso jugó con la extrapolación del conflicto ideológico que separa a la pareja protagonista con lo que pudiera muy bien ocurrir en la Barcelona actual, dividida entre independentistas e «indignados». A Martí no le gusta que se critique al sindicalismo, tildando de «tendencioso» todo lo que el narrador explica sobre los atentados perpetrados por anarcosindicalistas. En definitiva, según Martí, la novela es un insoportable pastiche de materiales mal asimilados. Una amalgama moralmente censurable y estéticamente impresentable. Pero Oller no inventa las fechorías perpetradas, y tampoco niega que la patronal contratara, a su vez, a pistoleros para abatir al ad-

versario. Además, intentaremos demostrar que Joan Oller i Rabassa se adhirió a una estética contemporánea, la que representaba Pío Baroja, y que no mintió acerca de los defectos de que adolecían las doctrinas que criticó. Por poco que el lector se haya familiarizado con la obra de Pío Baroja, especialmente con las novelas de la trilogía de La lucha por la vida (1903-1904): La Busca, Mala hierba y Aurora roja, encontrará no pocos ecos del escritor vasco en la novela de Oller. Y esto no debe sorprendernos: ¿quién si no Baroja había escrito novelas sobre el terrorismo anarquista? El aroma del vasco es omnipresente: Fe Beringola es la típica sabihonda fanática que aparece en claroscuro en las novelas barojianas, de un modo especial en El mundo es ansí (1912), aunque la naturaleza generosa, caritativa y su capacidad para amar la realcen por encima de las mujeres barojianas. Claudi Roca, el protagonista, el catalanista separatista y soñador, es también un antihéroe típicamente barojiano: claudicante, lleno de dudas, que engorda, que traiciona sus ideales para adaptarse a lo fácil, y que se amolda a la esclavitud espiritual y a los convencionalismos sociales y familiares. Un hombre, pues, complejo, atrapado entre su grisura y sus anhelos: un Manuel Alcázar, en definitiva. Absolutamente barojiana es la técnica de desplazar las opiniones ideológicas hacia el diálogo, y nunca hacia la narración. Es lo que ocurre en Aurora roja (1904), la novela en que Oller debió de fijarse más, por ser la que relataba dilemas y peripecias más parecidos a las de su propia obra. También es típicamente barojiano el recurso de construir una voz exterior encarnada en uno de los personajes que recoja, parcialmente, porque esto no es nunca total ni automático, la opinión del autor. Los Ferrers inventados por


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Andreu Navarra Ordoño. Pistolerismo y novela: Quan mataven pels carrers, de Joan Oller i Rabassa

Andreu Navarra Ordoño (Barcelona, 1981) es escritor e historiador. Ha publicado la novela Nube cuadrada (Isla Negra, 2012) y los ensayos 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014), El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española? (Cátedra, 2013), La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (UAB, 2012) y la edición de El literato y otras novelas cortas, de José María Salaverría (Renacimiento, 2013). Es doctor en Filología Hispánica (2010) y, desde enero de 2014, director literario de la editorial Libros En Su Tinta. Acaba de de publicar su última novela, El prostíbulo, y otros trabajos historiográficos.

Baroja son muchos: Iturrioz en El árbol de la ciencia, o Fermín Acha en la trilogía de La selva oscura, de la que hemos de hablar aquí con más detenimiento. La trilogía de La selva oscura está formada por La familia de Errotacho, El cabo de las tormentas y Los visionarios, todas novelas de 1932. Una gran parte de los materiales de las dos últimas constituye una geografía del terrorismo anarquista peninsular: precisamente El cabo de las tormentas se centra en el escenario catalán y en sus protagonistas: los pistoleros, Martínez Anido y el coronel Arlegui. En Los visionarios se estudia el caso andaluz, que Baroja vincula al bandolerismo tradicional. Resulta falso defender que la novela de Oller careciera de andamiaje estructural. En todo caso, debería indicarse que esa invertebración, que ese fragmentarismo deshilachado y deshilvanado, con frecuentes prolepsis, es también perfectamente reconocible: es el hibridismo barojiano trasladado a la cultura catalana. ¿Acaso no constituye un fuerte contraste la miseria que rodea la existencia de Fe (capítulo III) con el lujo de la comilona catalanista que se describe a renglón seguido (capítulo IV)? ¿Acaso no es barojiana la descripción del mundo urbano, miserable, áspero y fascinante, habitado por todo tipo de marginados, con que se inicia la novela? Hemos intentado aportar pruebas circunstanciales. Tratemos de presentar una más definitiva: en Aurora roja aparece un personaje, Prats, que Oller toma directamente del modelo de 1904. Ese Prats que aparece en Aurora roja (capítulo 2 de la tercera parte) es tan estulto, violento y antiidealista ácrata por conveniencia, como el Prats de Oller: podrían muy bien ser la misma persona, y significar un interesante guiño literario de Oller hacia Baroja. ¿Puede ser casualidad, dos Prats en dos novelas centradas en el tema

del anarquismo? Y hay otro guiño: la acusación formulada por Ferrer según la cual los catalanistas serían unos judíos. Concretamente, Ferrer pide que «Cataluña se separe de su barbarie, de su judaísmo y de su degeneración» (pág. 124). No voy a entrar aquí a detallar la clase de antisemitismo que utilizó el escritor vasco para insultar a Cambó y a los catalanistas en general, y también me guardaré de afirmar que Oller considerara unos judíos a sus propios correligionarios políticos. Lo que me parece fuera de duda es que, a través de ese comentario, Oller intentara expresar su rechazo a la actitud intervencionista del catalanismo camboniano, basado en quejas y agravios que se presentaban al gobierno central. Quejas jeremíacas. Con esto, se sumaba a uno de los tópicos periodísticos más extendidos de su época. Y es que Oller, como tampoco Rovira i Virgili, en cuya revista se reseñó Quan mataven pels carrers, no era un catalanista precisamente autocomplaciente. Los nacionalistas radicales eran especialmente duros con el catalanismo blando y transigente, que era el mayoritario en su época: «Realmente, los catalanes, colectivamente considerados, parecen una pandilla de mutilados […]. Nos llaman individualistas, y no somos más que caseros; nos llaman negociantes, y no pasamos de tenderos; nos llaman trabajadores, y no somos otra cosa que gente que teme a la miseria… Pero, en medio de todo, la raza catalana es soñadora, idealista… ¡es una raza!» (pág. 172), exclama Amfós, el más radical de la novela, porque procede de la diáspora americana, tradicionalmente más separatista. Montoliu (La Veu de Catalunya, 1-11-1930) también destacó esta crítica de Oller hacia el «catalanismo sentimental anterior a la dictadura». Un catalanismo que debía recuperar

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Andreu Navarra Ordoño. Pistolerismo y novela: Quan mataven pels carrers, de Joan Oller i Rabassa

la fuerza y el idealismo y sacudirse los síntomas de degeneración moral y desfallecimiento. Que debía recuperar, pues, el programa de Acció Catalana. Hemos apuntado la posibilidad de que Joan Oller conociera y se inspirara en las obras de Baroja, pero también podemos sospechar que Baroja tuviera conocimiento de la obra de Oller, puesto que viajó a Barcelona en 1931 expresamente con la idea de documentarse acerca del pistolerismo catalán para ofrecer una visión verídica de él en dos de las narraciones de El cabo de las tormentas: las que se titulaban «El contagio» y «El Negre». No parece inverosímil que oyera hablar de una obra que acaba de ganar el premio Fastenrath y que trataba de lo que él se disponía a narrar. Domènec Guansé publicó su crítica en enero de 1931, en la prestigiosa Revista de Catalunya, fundada y dirigida por Antoni Rovira i Virgili, en su número 65. Guansé es mucho más justo y ecuánime que Martí. Si bien señala de la novela indudables limitaciones (la mediocridad de los personajes, que no representan cimas de corrupción ni de generosidad, la falta de unidad narrativa, y la superficialidad con que Oller aborda grandes temas de la época), también es capaz de observar los indudables aciertos: la reconstrucción del aroma de la época, la mentalidad de

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los barceloneses, la angustiosa situación en que vivían. Y a propósito del catalanismo, es donde Guansé sorprende. Afirma que «en el catalanismo y el sindicalismo de aquella época –¡y de nuestra época! – hay mucho, mucho más de podrido de lo que Oller i Rabassa denuncia». Como Baroja, Oller i Rabassa considera que cualquier extremismo (como los de Claudi Roca y Fe Beringola) son patologías nerviosas. Oller i Rabassa vierte toda su nostalgia por las agrupaciones catalanistas de los años finales del siglo XIX, pero le parece vivir una época gris y de políticos afeminados y débiles. La épica de las agrupaciones excursionistas y musicales ha desaparecido, y no parece que tengan sustituto. La Unió Catalanista, tras la muerte de Martí i Julià en 1917, no es más que un fantasma arruinado. Falta, pues, la savia pura del catalanismo incontaminado de política partidista. Montoliu consideró Quan mataven pels carrers un correcto ejercicio de novela de ambiente, bien dramatizada a través del amor imposible entre un nacionalista y una anarquista. Destacó también que se tratase de una obra única en su género, de un retrato novelesco de la Barcelona de su tiempo, que brillaba casi en solitario en las letras catalanas de la época.

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Álex Chico. Un tal Benjamin Walter

El holandés errante

Un tal Benjamin Walter Álex Chico

.Para descubrir el sentido de la vida de un ser humano deberíamos tener la certeza de que podremos asistir a su muerte. Si hacemos caso a estas palabras de El narrador, tal vez esta sea una historia incompleta, una historia sin sentido ni dirección única: un hombre que escapa de los nazis en septiembre de 1940, atraviesa clandestinamente los Pirineos por la ruta Líster, llega a un pequeño pueblo de la costa catalana y veinticuatro horas más tarde está muerto. De lo que ocurrió en ese intervalo sólo conservamos una nota. O mejor dicho: una nota reescrita a partir de otra, porque la primera se destruyó poco después de que fuera entregada. Un texto que empieza así: «En una situación sin salida no tengo más opción que ponerle fin. Será en un pueblo de los Pirineos en el que nadie me conoce donde mi vida se acabará. Le ruego lo transmita a mi amigo Adorno. No me queda tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado». Toda historia necesita nombres y esta, por exigua que parezca, tiene los suyos. El exiliado se llama Walter Benjamin, la mujer a la que entrega esa nota es la señora Henny Gurland y el pueblo de los Pirineos en el que pasa sus últimas horas es Portbou. En medio de estos tres nombres subyace una historia que podría ser diferente: que el viajero «sans nationalité» se registrara como Benjamin Walter, que la señora Gurland no dijera toda la verdad y que ese pueblo a orillas del Mediterráneo ya no existiera. Entraríamos así en un terreno movedizo, casi enigmático: el que separa la narración y la novela, la oralidad y el libro. Una dicotomía, dicho sea de paso, reformulada una y mil veces en la obra de Walter Benjamin. ¿Dónde empieza, pues, esta historia? ¿En el cuarto de una fonda hoy desaparecida? ¿En la estación internacional de un pequeño pueblo? ¿En una jefatura de policía? ¿En Marsella, Portvendres, Banyuls? ¿En un molino solitario y

sin ventanas en Ibiza? ¿En algún café ya inexistente de Berlín? Quizás no exista un origen para aquello que carece de un final concreto. Por ese motivo, todo lo que aquí se explica no es más que el relato de una nebulosa, una reconstrucción de piezas sueltas que se esparcen justo antes de ser encajadas. Un negativo, como dijo David Mauas, que a punto de revelarse se vela. Para mí, sin embargo, el inicio de esta historia se encuentra en una fotografía, la de un hombre que observa la calle desde un balcón. Frente a él, un paisaje borroso, difuminado, tanto que apenas podemos distinguir otros edificios. Es la imagen de alguien que presencia con horror la barbarie, la masa gris e informe que va desplegándose como una pesada cortina. La instantánea de un hombre al que la conmoción le conduce al derrumbe. Aparece en Breve historia de la fotografía, uno de los libros que publicó Walter Benjamin, y aunque se trate de la primera fotografía de la historia, la que captó Nièpce desde una ventana de Le Gras en 1826, lo cierto es que en ella siempre he visto o he querido ver al propio Benjamin. Un demócrata horrorizado ante los acontecimientos, testigo de cómo esos poderes de las tinieblas se abren camino y empujan al ángel de Paul Klee hacia adelante, dejando a su paso un reguero de infamia y de muerte. Toda biografía guarda las trazas de quien en un momento de su vida decide investigar la vida de los otros. O dicho de otra forma: el observador siempre afecta a lo que es observado, como nos recordó W. G. Sebald. Así cobran más sentido las palabras de Walter Benjamin: «Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos». Eso es, en resumen, lo que me ocurrió durante un día de diciembre de 2014. Fui

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en busca de un escritor y acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado sin saber que sólo me estaba desplazando hacia el presente. Ese tipo de presente que nos asalta de improviso, en un instante y en un lugar concretos, y sobre el que planeamos su propia memoria, como un aura. ¿Cuál es el suelo actual? ¿Dónde se encuentra el paisajecita que nos pueda servir como punto de partida? Tomemos uno al vuelo: el antiguo ayuntamiento de Portbou, por ejemplo. Se trata de un edificio semiabandonado, ni siquiera en ruinas. Conserva su estructura como por inercia, pero seduce a quien se detiene y lo observa. A su lado, el panel en el que se explica que será rehabilitado comienza a desconcharse. Los trozos de papel se han ido despegando y, a duras penas, podemos leer que en un futuro ese edificio se trasformará en un centro de investigación sobre Walter Benjamin. Las subvenciones, aunque prometidas, nunca llegan. Siempre se posponen. Desde allí, siguiendo una calle que conduce a la montaña, se inicia un prolongado ascenso hasta el cementerio. Las vistas son espléndidas: un pueblo a la orilla de un Mediterráneo de aguas detenidas, como si fuera un lago. Al fondo, la catedral y la estación de tren. Más allá, los collados, los pasos fronterizos y las más de cien curvas hasta llegar a Banyuls. El lugar perfecto para un exiliado, porque todo aquel que se exilia necesita una frontera. En este caso, un territorio que funciona como una encrucijada, testigo de una doble huida: la de los enemigos del franquismo, primero; la de los perseguidos por el nazismo, después. Más tarde, el contrabando (de café, medias, naranjas o mantequilla). Visto desde arriba, Portbou no parece sólo un pueblo. Parece, más bien, un lugar fuera de plano. Un espacio inmóvil que ve como todo a su alrededor se desplaza. Pudo haber sido una simple ensenada con barracas de pescadores, pero la decisión del

gobierno francés de hacer pasar la línea de tren por allí, y no por la Jonquera, convirtió a esta pequeña población en un lugar de paso ineludible a finales del siglo XIX. A la estación internacional se sumó la aduana del Coll de Belitres, lo que atrajo a un buen número de trabajadores. Sin embargo, como toda historia con un origen azaroso, esta también guarda un final impredecible. Tras el Tratado de Maastricht y el cierre de las fronteras en 1993, los empleados se marcharon hacia otras ciudades. Su población, en la actualidad, apenas supera una quinta parte de la que tuvo, de la cual casi dos tercios son ya mayores, lo que convierte a Portbou en el pueblo con la media de edad más alta de Catalunya. Si sobrevive, es gracias al ancho de las vías, algo que con la nueva línea de tren por el interior está condenado también a la desaparición. Ignoro qué pasará de aquí a unos años. Cómo se podrá afrontar el porvenir ante semejante panorama. Un futuro tan desolador como las aduanas del paso de los Belitres. Abandonadas, como si hubiera pasado por ellas una estampida o un golpe de viento de tramontana, son hoy un símbolo de la decadencia y una constatación de la desmemoria. Porque su estado no nos remite al pasado, sino al presente. A la poca o nula consideración que nos suscita nuestra propia Historia. Hablar del casi medio millón de refugiados que pasaron por allí durante la Guerra Civil es hablar de una caravana de sombras condenadas a perderse en la noche de los tiempos. Aunque en ruinas, esas aduanas al menos existen. Otros lugares, sin embargo, han desaparecido. El Hotel Francia, donde pasó sus últimas horas un tal Benjamin Walter, se convirtió más tarde en un restaurante, Casa Alejandro. Hoy es un bloque de pisos. En su fachada se sostiene una placa, con esta cita: «En esta casa vivió y murió Walter Benjamin. Tot el coneixement humà pren forma d´interpretació». Vi-


El holandés errante

vió y murió, es cierto, sólo que durante unas horas, las suficientes como para que en un futuro alguien alargara esa breve estancia y convirtiera el pequeño balcón de la segunda planta en una residencia de semanas. De su paso por el hotel se conservan las facturas: gastos de farmacia, cinco gaseosas con limón, cuatro conferencias telefónicas, lavado del colchón, desinfección, blanqueamiento. Vestir al difunto. Tarifas por la caja mortuoria. Etc. El camino por la montaña continúa en ascenso. Antes de llegar al cementerio, nos encontramos con los Passages, el monumento dedicado a la memoria de Walter Benjamin que construyó el artista israelí Dani Karavan. Sé que aquí se esconde un punto neurálgico. Una especie de aleph. Por un pasillo angosto, las escaleras se prolongan hasta el mar o hasta el cielo. Las voces, hacia adentro, nos envuelven en un eco de remota cercanía. No sólo sentimos próximo a Benjamin. También a Agustí Centellas, escapando por un túnel. O a Hannah Arendt, emprendiendo un camino de regreso. Es la huida de Heinrich Mann, de Franz Werfel y de Alma Mahler. Nombres conocidos y anónimos que convergen en un punto, en un pliegue que divide la montaña e incorpora el paisaje, lo reactiva. Un canal de riego oxidado y granítico que nos protege de los ataques aéreos y navales y, al mismo tiempo, nos expone ante un viejo olivo. En su extraña quietud, nos arroja hacia algún lugar, porque todo pasaje guarda en sí mismo una cita, una historia, un vestigio. Aunque tengamos que afrontarlo solos, como un flâneur al llegar la noche. Sobre el mar, el cementerio. O los dos cementerios, porque al lado del camposanto nos encontramos con otro mucho más pequeño, un lugar de enterramiento laico, destinado a los maquis, a los proscritos y apóstatas, a los suicidas. Un arrabal de la propia muerte. En él todavía podemos encontrar tumbas masónicas, en cuyas lápidas vemos inscritos dibujos de escuadras y compases, dos símbolos que los desplazan, aún más, fuera del mundo. Ahora conectados, ambos cementerios forman aquello que Hannah Arendt describió como uno de los espacios más bellos que había visto en su vida. Buscaba los restos de Walter Benjamin, aunque no encontró nada. Por ninguna parte, nos dice, aparecía su nombre. Hoy esos mismos restos descansan al final de un camino. A la piedra que lleva incrustada su nombre se le suman otras piedras pequeñas, como en cualquier tumba judía. Todos o casi todos han muerto: Juan Suñé, Pedro Gorgot, Ramón Vila Moreno… Por eso apenas tenemos testimonios directos de lo que ocurrió aquel 26 de septiembre de 2014. ¿Suicidio por sobredosis de morfina? ¿Derrame cerebral? ¿Miembros de la Gestapo que sometían a una estrecha

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vigilancia y a un control exhaustivo a cualquier desconocido que se adentrara en la zona? ¿Una pesada maleta negra que parecía más importante que su propio dueño? ¿Un manuscrito perdido en su cartera? Esconder, escribió Benjamin, es dejar huellas, pero invisibles. Como el malabarista Rastelli. Buscar y no encontrar ya es una respuesta, dijo Mauas. Y esta, ya lo advertimos, es una historia incompleta, porque carece de sentido y, tal vez también, de significado. Es tan solo una historia oral. Una versión a la que se han añadido nuevas versiones. Llegados a un punto apenas podemos distinguir qué parte de realidad y qué de invención hay en un suceso tan corto en el tiempo. Esa clase de sucesos que tienen una frágil consistencia, como aquellas historias que se dibujan en el polvo, en lo movedizo, o se escriben sobre la arena. «Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres humanos anónimos que no la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de aquellos que no tienen nombre». Esa es la cita de Benjamin que aparece en mitad del acantilado, poco antes de toparnos con las rocas, en el pasillo angosto de Karavan. Que esas historias perduren depende de que alguien, en ese mismo lugar o en otro lugar distinto, quiera seguir contándolas.

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El balcón en invierno de Luis Landero: reseña de Gemma Pellicer

La vida como ficción Gemma Pellicer El balcón en invierno Luis Landero Tusquets: Barcelona, 2014 245 págs.

nPor extraño que parezca, esta novela autobiográfica, porque de una novela se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a numerosas técnicas y artes, y ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando menos verosímil, que diera la impresión de ser verdad. Desde que escribiera su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente, Absolución (2012), el autor ha creado un conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión. Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y un cariz cercano a la oralidad. En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad hacia los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título sugerente, pues no otra cosa es el balcón que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.

La composición aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la manera proustiana, tiene su origen en una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y hacia atrás, que este narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde se desplazan a comer, conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un hombre de provecho. En fin, el hilo conductor no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres, como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca, Frasca, depositaria de un sinfín de cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer, el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.

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Big Time: la gran vida de Perico Vidal de Marcos Ordóñez: reseña de José Antonio Vila

«Es para volverse loco» Big Time: la gran vida de Perico Vidal

José Antonio Vila

Marcos Ordóñez Libros del Asteroide: Barcelona, 2014 288 págs.

nBig Time: La gran vida de Perico Vidal surge de las entrevistas realizadas para otro libro de Marcos Ordóñez, Beberse la vida. Ava Gardner en España. Presentado como «novela biográfica» o «documental narrado», la vida extraordinaria de Perico Vidal es mucho más que un mero apéndice de ese libro anterior. Marcos Ordóñez, dejando a un lado el capítulo de introducción, apenas si interviene en el relato y se convierte en magnetofón de Perico y, en el tramo final del libro, de su hija Alana. Trasladando la dicción del gracioso conversador, de lengua se diría infatigable, la narración resultante, enérgica y que conserva la urgencia del reportaje periodístico, guarda un parentesco lejano con aquella magnífica biografía de Juan Belmonte a cargo de Manuel Chaves Nogales; al matador de toros a también lo conoció Perico Vidal, este hombre que parece haber conocido a todo el mundo; un hombre incansable que hasta su muerte en 2010, a los ochenta y cuatro años, nunca pareció haber perdido el entusiasmo y la capacidad de la juventud para maravillarse. Como la de Belmonte, la de Perico es una vibrante narración biográfica que se lee como una novela, y es también una apasionada incursión en los laberintos de la mitomanía cinematográfica. Perico Vidal es el personaje secundario, que se hizo amigo de todos entre bastidores, que estuvo en todas partes, pero que la historia con mayúscula nunca recuerda, a diferencia de todos aquellos que lo conocieron, ya fueran luminarias como Frank Sinatra o el más humilde conserje de hotel. En el relato de su vida no escasean los episodios divertidos ni las píldoras de sabiduría aprendidas en los lugares más insospechados. A menudo en su propio hogar madrileño, bautizado como «Hostal Vidal», abierto a todas horas y donde nunca faltaron el buen humor, la música, las mujeres guapas y el alcohol. La peripecia de Perico comienza en la bohemia barcelonesa de los años 40 y 50: la pasión por el jazz, el Jamboree, Tete Montoliu y la famosa visita de Louis Armstrong, un

relámpago afroamericano en la grisura de la España de la posguerra. La oportunidad de entrar en el mundo del cine le llegaría de la mano de Orson Welles, trabajando como asistente del genio americano. «Es para volverse loco», recuerda el mismo Perico del momento en que lo conoció. A partir de ahí, el cielo fue el límite: las juergas con Frank Sinatra y Ava Gardner, la amistad con David Lean, trabada en los largos y accidentados rodajes de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, un minuto con Marilyn Monroe (¡pero qué minuto!), la locura de Las Vegas, el submundo de los clubs de jazz en Harlem, y un ir y venir constante entre España y América. El ojo de Perico es incisivo para dar con la catadura moral del personaje. La humanidad de los nombres más legendarios nunca se escamotea, ni sus inseguridades, manías o defectos: Sinatra (o Francis), generoso con sus amigos, implacable con sus enemigos y desquiciado por la presión de ser Frank Sinatra; Ava Gardner, harta de sí misma y borracha en locales de flamenco –«hasta meando sobre una mesa tenía clase»–; Robert Mitchum, profesional, estoico y taciturno; o Liz Taylor, despótica y envidiosa. Pero así como los detalles sobre su propia vida se pierden en el torrente de las palabras, la vida de Perico fue sepultada por el ritmo frenético al que la vivió: el alcoholismo, la desintegración de su matrimonio, las disputas por la custodia de su hija Alana, la ruptura de décadas con ella, la enfermedad (el cáncer), pero también el perdón último de Alana y un reencuentro que, después de muchos años, parecía imposible. Al lector menos cinéfilo tal vez le resulte excesiva la prolijidad de las anécdotas que Perico desgrana, pero seguro que harán las delicias de los mitómanos del cine, para los otros lectores queda la historia trepidante de este personaje único, sea enteramente cierto o quizá sólo exagerado lo que cuenta. Como él mismo dijo: «Me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero no de lo bien que lo he pasado».

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Pandora de Henry James: reseña de Rubén Castillo Gallego

Self-made woman Rubén Castillo Gallego

Pandora Henry James (Traductora: Lale González-Cotta) Impedimenta: Madrid, 2014 124 págs.

nDesde la editorial Impedimenta se nos propone que sumerjamos los ojos en Pandora, una interesante pero poco conocida novela corta del escritor norteamericano Henry James (1843-1915). La traducción corre a cargo de Lale González-Cotta, quien asume desde las páginas introductorias una labor activa para trasvasar a nuestra lengua la prosa del escritor neoyorquino (alude a las «largas subordinaciones, interrupciones de discurso, verbos tan pospuestos que resulta imprescindible volver atrás en la lectura para retomar el referente, párrafos digresivos e inconclusos, laxos con las leyes de la gramaticalidad, y muchas otras señas de identidad, considerablemente moderadas en castellano por exigencias de la traducción», pág.15; la cursiva es mía) y que combate con energía para impedir que los lectores incurramos en la superficialidad desatenta («Confío [en] que estas claves eviten una lectura rasante de Pandora, que una mayor luz sobre sus sutilezas redunde en el placer de leer esta nouvelle», pág. 21). Es sin duda un loable propósito, digno de agradecer. ¿Y quién es la protagonista de esta novela breve? ¿Quién es la jovial y sofisticada Pandora? El elegante anfitrión Alfred Bonnycastle, intentando aliviar en la medida de lo posible el teutónico desconcierto del conde Vogelstein ante la personalidad arrolladora de la muchacha, la define de este modo: «Ella es la fruta más reciente y fresca de nuestra gran revolución americana. Es la chica hecha a sí misma» (pág. 96). Pero inmediatamente apostilla, para terminar de iluminar la situación, que no basta con la voluntad de una chica para convertirse en ese nuevo prototipo, porque en ese fulgurante proceso de consagración social «contribuimos a hacerla todos nosotros al mostrar tanto interés por su persona»

(pág. 97). En efecto, Pandora pasa de ser una modesta joven que vive en Utica con sus padres a instalarse en el glamour mundano de las mejores fiestas de Nueva York, tratándose con ministros e incluso con el presidente de Estados Unidos. Es lógico que, con esa aura rodeándola y tiñéndola de magnetismo, incluso el mesurado conde Vogelstein acabe rindiéndose a sus encantos, de tal modo que paseará por la ciudad con ella, se acercarán con fervor hasta algunos de sus más emblemáticos monumentos y comentarán sus maravillas, creándose poco a poco un clima de simpatía y complicidad entre ellos. Pero en el futuro de la joven Pandora existe otro hombre, con el que está comprometida para contraer matrimonio; y se trata de una promesa que una chica norteamericana no suele incumplir con facilidad. Elegante y sobrio, el narrador neoyorquino sabe combinar profundidad psicológica, humor y concisión para esmaltar unas páginas donde se aborda el retrato de un nuevo prototipo social, «de aparición reciente» (pág. 88): la chica norteamericana que, procediendo de un nivel humilde, ha tenido la gallardía de abandonar el estrecho cascarón provinciano, ha viajado al continente europeo, ha adquirido maneras y desenvolturas sociales, y retorna convertida en un ser encantador y subyugante. Como es lógico, nos hallamos ante una obra menor de Henry James (autor de novelas tan excelentes como Las bostonianas, Los embajadores o Las alas de la paloma), pero en modo alguno ante una obra desdeñable. Si Francisco Umbral precisó en su día que de los genios hay que aprovechar hasta las migajas, con más razón es recomendable la lectura de esta pequeña novelita, que supera con creces la calificación de interesante.

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El hombre que pudo reinar de Rudyard Kipling: reseña de David Aliaga

Amigo antes que colono El hombre que pudo reinar Rudyard Kipling (Traductor: J. A. Espeso González) Masonica.es: Asturias, 2014 102 págs.

nRudyard Kipling fue francmasón. Su pertenencia a la logia «Esperanza y perseverancia» número 782, con sede en el Punjab, no es un secreto ni una novedad, pero la edición en clave masónica de El hombre que pudo reinar le concede a su condición de iniciado una importancia que en la mayor parte de las ediciones anotadas se ve reducida por la relevancia de la mentalidad colonialista o la estética del exotismo. Sin embargo, Juan Antonio Espeso ha llevado a cabo una nueva traducción y estudio de la nouvelle de Kipling orientada a hacer notar al lector, sin desvelar sus claves, las vetas de significación francmasónica que atraviesan el relato. Y es que El hombre que pudo reinar es una narración innegablemente escrita por un británico blanco, aunque nacido en la India, que observa la colonia como alguien que pertenece a la metrópoli; pero también es una loanza a la amistad fraternal. Como El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad incluye pasajes en los que el narrador ensalza al blanco por encima del negro, que es visto como bárbaro y menos diestro. Sin embargo, en el caso de Kipling ni siquiera cabe referirse al argumento contextual para debatir con quienes lo acusan de racista, ya que en el resto de su producción y en su biografía encontramos actuaciones y legados textuales que contradicen el espíritu del colono racista. Precisamente en un poema de evocación masónica de Kipling, «Mi logia madre», escribe: «Allí afuera, en el mundo profano, / dicen ceremoniosos “Señor” o “Mi teniente” / y dentro, solamente / “Hermano mío”. […] Hombres allí de todas las razas se han unido / bajo el nombre de hermanos». La voz narradora tal vez pueda sonar racista-colonial, pero el autor retrata al británico, en los protagonistas Car-

David Aliaga

nehan y Dravot, como un ser más sofisticado, pero también enfermizamente ambicioso y concupiscente. La supuesta superioridad intelectual que Kipling arroga a sus compatriotas los llevará a un desastre final que es desencadenado únicamente por su codicia. Sólo en la comunión que llegan a encontrar temporalmente cuando Dravot y Carnehan se reúnen de forma fraternal con los líderes tribales y sacerdotales de Kafiristán, y en el lazo de amistad que sostienen los dos ingleses –y, finalmente, también con el nativo apodado Billy Fish–, hallan éxito los protagonistas. No se trata, por lo tanto, de un testimonio de colonialismo al uso, sino de una aventura en la que tanto la falta de sofisticación de las sociedades periféricas como los vicios de la civilización occidental devienen en desastre, y sólo la amistad ofrece momentos de sosiego. La entronización de la amistad es el legado de Kipling, masón, en El hombre que pudo reinar. La relación entre Carnehan y Dravot se presenta ante el narrador en un entorno de novela de aventuras que todavía arrastra los ingredientes propios del género en el siglo XIX. Acontecen viajes por líneas ferroviarias que atraviesan los vastos territorios de la India, expediciones montaña a través, cargas de salvajes armados que sorprenden a sus víctimas en una loma silenciosa y ruidosas descargas de rifles Martini y mosquetes Jezail que impregnan el aire de olor a pólvora. Un conglomerado de elementos arquetípicos que en Kipling, como en Jules Verne o en Wilkie Collins, poseen el encanto de lo genuino. Pese a su atmósfera decimonónica, El hombre que pudo reinar cuenta con una arquitectura narrativa sostenida en elementos muy del gusto del lector de finales del siglo XX y principios del XXI –fragmentación, saltos temporales, cliffhangers…– que lo acercan al paladar contemporáneo y lo hacen sonar menos trasnochado que la mayoría de autores de su generación. En definitiva una breve y ágil nouvelle que incluye viajes, exotismo, carreras y tiroteos en una edición que sitúa certeramente su foco sobre la voluntad de Kipling de ensalzar la amistad.

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Bienvenidos a Incaland® de David Roas: reseña de Luis Artigue

¿Quién invento el Perú? Luis Artigue Bienvenidos a Incaland® David Roas Páginas de Espuma: Madrid, 2014 140 págs.

nVale que la vida está repleta de misterios a cuya explicación no alcanza la realidad (por eso existen las religiones, las supersticiones y la literatura fantástica), y vale que la vida está repleta de misterios a cuya explicación no alcanza tu realidad (por eso existe el psicoanálisis con su cada día más pertinente concepto de psicosis), pero esto es el colmo: oh, sí, un escritor obsesivo viajando por un país tan sorprendente supone un atentado contra la normalidad del cual sólo puede salir una meritoria nouvelle con impregnaciones sobrenaturales y ribetes de aventura como ésta de David Roas irreverentemente titulada Bienvenidos a Incaland®. Ya en el prólogo, el escritor peruano Fernando Iwasaki señala que esta suerte de guía de viaje no describe el Perú sino, digamos, su negativo fotográfico. Así es: nos hallamos aquí ante ficción pura narrada con nervio, ironía y magnetismo por un turista ciberpunk poco ducho en la cotidianidad postincaica… Todo en este puzzle de narrativa discontinua, trufado de relatos entreverados –siguiendo también en esto el paradigma cervantino–, empieza con el narrador en Lima haciendo gala de su masculinidad acusadamente estándar al fijarse no poco en los coches, y prosigue con un iniciático viaje en taxi descrito como si fuera La Odisea. Lo siguiente es el robo de la máquina de escribir de Vargas Llosa de un museo, escena valleinclanesca pero descrita con los instrumentos del humorismo español de Jardiel, Miquelarena, García Pavón y por ahí todo seguido, y prosigue con la máquina de escribir hablando sola e introduciendo en la narración una escena de teatro para que la estructura tenga aún más de pastiche posmoderno. Luego, por si fuera poco, tiene lugar un terremoto y un baño de pisco y cerveza Cusqueña (sin embargo todo lo narrado hasta este punto sigue siendo real, pero de una cita de Poe devienen ya alteraciones de conciencia en los personajes y en el lector). En efecto la trama de este libro es realista pero las citas librescas constantes del narrador a autores de la ciencia fic-

ción clásica como Frederic Brown o William Gibson, y las referencias a recursos de la ficción prospectiva como el efecto túnel, los universos paralelos o las zonas de sombra son lo que va construyendo, en segundo grado de ficción, una trama fantástica: el viaje turístico como experiencia suprarracional. Sólo desde esta clave puede entenderse cabalmente un paseo del narrador por Cuzco tarareando canciones zombis mientras sufre el mal de altura. ¡Lo que le faltaba al narrador fantástico que nos describe la realidad! Surgen teorías ovni ante el Templo del Sol y brota una cita de Lovecraft. ¡Loco país Perú! Machu Picchu y las canciones del narrador neurótico, casi psicótico, y una cita de Ballard convirtiendo otra vez el viaje realista a la montaña inca en un alucine… Disparatado y brillante modo tiene el autor de hacernos ver que un turista no es sino un viajero que esquematiza su viaje, pero una de las formas más baratas de las que disponen los turistas para convertirse de verdad en viajeros forjadores de alianzas es esto de mantener la imaginación abierta de par en par. Heredero de la tradición que interroga con lucidez a la locura –Parsifal, el Elogio de la locura de Erasmo, Don Quijote y el Simplicissimus, los goliardos y François Villon, La nave de los locos de Brant, Quevedo, Goya, los cómicos y trágicos locos de Shakespeare, El idiota de Dostoievski…– es el humorismo español, del cual se ha surtido tanto David Roas como de la literatura pulp y del cine de serie B a la hora de concebir y escribir una obra elaborada aunque con apariencia de frivolidad como lo es Bienvenidos a Incaland. De hecho, por encima del argumento y la estructura y el canon heterodoxo del que bebe, el principal acierto de este libro es la voz del narrador, que resulta ser una voz casi ingenua que nos invita a concluir, mientras mantenemos una media sonrisa constante en los labios, aquello que dijeran tanto Erasmo como Cervantes: que el verdadero loco no lo es… Les recomiendo este libro.

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Zona de obras de Leila Guerriero: reseña de Ricardo Martínez Llorca

No saber es conocer Ricardo Martínez Llorca Zona de obras Leila Guerriero Círculo de Tiza: Madrid, 2014 244 págs.

nAntes de afrontar la lectura de este libro, si no conocen las crónicas y perfiles escritos por Leila Guerriero (Argentina, 1967), paséense por Frutos extraños (Alfaguara, 2012). Allí encontrarán los textos a los que se refiere la excelente periodista cuando alguien le pide que explique su trabajo. Y en este libro de lectura obligada, Zona de obras, encontrarán la respuesta, la clave con la que elabora su literatura: pocas veces nadie ha sido capaz de responder con tanta sinceridad, con tanta vehemencia sin ironía ni viveza, limitándose a decir, de mil formas: «No lo sé». En el periodismo, en ese periodismo que es literatura porque, a fin de cuentas, se escribe con las mismas herramientas que un relato, todo son preguntas, las mismas preguntas que salen al paso a quien elige vivir. Y no cabe hablar de excusas o de academias, de fórmulas de trabajo o esquemas infalibles. Leila Guerriero va dejando bien claro, a lo largo de sus artículos, de sus intervenciones, que lo único que puede decir es que debemos mirar con carácter, contar un mundo, tratar de entender. Dicha base creativa es el substrato de Balzac o de Dickens. Pero también de Gay Talese y de Ryszard Kapuściński. Olvidémonos de un manual o de un ensayo. Zona de obras reúne diversos textos sobre el oficio de ser periodista. Oficio porque la autora considera que escribir es una labor ingrata, pero que es muy satisfactorio haber escrito. No conviene que nadie se acerque a esta obra pensando que va a toparse con algo así como un libro de autoayuda para escribir mejores reportajes. Porque lo que contiene Zona de obras es, más bien, un libro espiritual, en el sentido en que Guerriero habla del espíritu de la crónica, del perfil, del relato de la realidad. No de su materia, no de su infalible olfato ni de cómo ordenar las palabras, las frases, los párrafos. Sí que nos acerca a su eficaz estilo, que no olvida ni siquiera en las conferencias, con esas metáforas que son tan precisas como poco ornamentales (las bocinas

raspan el cemento, el sol nace enrojecido por la contaminación). También confiesa su formación literaria, que es una formación humana, su amor por el cine (sobre todo por Lawrence de Arabia), por un poliedro de músicas, de poemas, por alguna novela gráfica, por las conversaciones, por no transformar ninguna forma de arte en algo endogámico. Y por convertirse en un ser transparente durante su trabajo de investigación. Y menciona, de cien maneras, la pasión. La pasión por vivir que mejor se ha acoplado a su mapa genético: «Yo siempre estaré buscando, como un tigre cebado, como un lobo en la noche, los rastros de esa fe, las huellas de ese estremecimiento». Para Leila Guerriero no existe esa leyenda del periodista que a tantos justifica subirse a algún pedestal. Porque no hay más mito en escribir, publicar, ser leído y ser querido por lo que has escrito, que en cualquier otra suerte de vida: «El oficio que practico me enseñó a escuchar mucho y a hablar poco, a olvidarme de mí y a entender que todas las personas son su propio tema favorito». La vida es algo holístico. Todo es vida. Todo es materia sobre la que escribir. Y será esa materia la que te facilite el arranque poderoso, el tono de la prosa, el gancho verosímil que nadie nos había advertido que podría golpearnos. Y la que nos lleve, una y otra vez, a poner a funcionar a todo trapo esa máquina interior que nos indica que no estamos muertos y que, a falta de un nombre mejor, llamaremos curiosidad. «Dar consejos es oficio de soberbios», escribe. Por eso la mejor forma de conocer es ser consciente de lo poco que uno sabe. «Expónganse a chorros de emoción ajena», dice. Porque la dicha no es un argumento que se exprese con palabras. Y recuerden que lo más importante es que quien hable, quien escriba, tenga algo que decir, y que a esa prosa deben llevar el entusiasmo con que vivieron, el nervio y la sangre que restallará en el oído del lector.

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Como quien dice adiós a lo perdido de Ramón Cote Baraibar: reseña de Samuel Serrano Serrano

La borrosa exactitud de las palabras Samuel Serrano Serrano

Como quien dice adiós a lo perdido Ramón Cote Baraibar Valparaíso: Granada, 2014 82 págs.

nSi buceamos en nuestros recuerdos de manera proustiana en busca de un perfume remoto que nos devuelva el sabor de lo perdido, o ascendemos a sus escarpadas cumbres como sugiere Ramón Cote Baraibar en este libro por medio de una expedición alpina en la que muchas veces nos sentimos amedrentados por sus peligrosos riscos, es algo que resulta difícil de esclarecer. Lo cierto es que el rescate de la memoria es una conquista del espíritu que tarda tiempo en alcanzarse, una reconstrucción de lo vivido en la que el poeta se enfrenta a sus fantasmas más íntimos para tratar de redimirlos con la borrosa exactitud de las palabras. De esta tarea ardua, dulcemente dolorosa y muchas veces suicida que intenta convertir la materia fugitiva de los días en el oro perdurable del poema, y de las ceremonias y rituales que el poeta lleva a cabo para elaborar su complicada alquimia, da cuenta este nuevo libro de Ramón Cote Baraibar, que quiere decir adiós a lo perdido sacando del pozo profundo de la memoria esas «monedas de plata del recuerdo que más tarde serán la imagen imborrable de su propia vida». El velo de la lluvia, el humo del tabaco o el rectángulo de una ventana oscura son para Cote Baraibar cortinas propicias para atisbar el mundo, pues el cuerpo se afantasma y solo quedan los brillantes ojos de búho, asomados al continuo discurrir del tiempo y sus transformaciones. La poesía es ritmo, música, movimiento y el poeta el concentrado melómano que atiende a su coreografía. En «Autorretrato de la lluvia» y «Poema de despedida» el tamborileo de la lluvia en los cristales le permite «hacer un balance de lo que se escapa y de lo que se queda», la separación de un amor junto a las rejas rigurosas de un parque, los rostros que lo esperan, la cara que quizás tendrá el próximo año. «Desencuentro» le recuerda que «el destino es el más tirano de los dioses y el amor el más avaro a la hora de repartir sus poderes». «Palmera Bismarkia» le permite dialogar por medio de la visita de una sombra amada sobre la ausencia y revivir serenamente el dolor de las luctuosas despedidas. «Pessoana» se identifica con

la pluralidad de nombres surgidos del poeta portugués y siente que es al mismo tiempo el que se va y los que vienen de regreso, los otros y él mismo, «el vigía inmóvil que desde lo oscuro de su ventana, mira un sábado cualquiera las luces de la avenida circular, como aerolitos veloces alrededor de los anillos de Saturno». Con una prosa limpia y despojada y un tono confesional que alcanza su intensidad más en la agudeza de la mirada y la reflexión que en la metáfora, Cote Baraibar elabora en este libro su propio «Panteón pagano», con vivencias de Madrid y Bogotá, reminiscencias de sus viajes por la India, hermosas estampas de la naturaleza que vamos lamentablemente arruinando, o contemplando simplemente en una tarde de verano la lenta caída del sol sobre «los altos edificios de cemento gris, que va dotando a la anodina ciudad de un esplendor sagrado» para que más tarde, en la distancia, «la memoria y su tinta solitaria» se encargue de desenterrar bajo los días «aquellas ruinas doradas». Subyace en los versos de Cote Baraibar el deseo de crear una nueva dimensión de lo sagrado, propia de la poesía moderna, como señala Octavio Paz, una sacralidad frágil y evanescente que sólo le es dado percibir en privilegiados momentos, como las ramas de ese árbol gigantesco que portan las garzas observadas en el trópico sobre sus alas; como el poema escrito en el aire por un viajero agradecido antes de abandonar las recoletas ciudades de la India, o esas nubes errantes observadas en la noche que, como la poesía misma, «son sonámbulos segundos robados con suma delicadeza a cuanto vive». Todo viaje «es una suma de asombros y renuncias que van dejando su ceniza en los dedos y un polvo dorado en la memoria», y el poema, que se nutre de recuerdos, una ceremonia solitaria que exige largo tiempo «para lograr cierta exactitud», nos dice Ramón Cote Baraibar en este libro que es una verdadera expedición por la memoria, un amorosa e intensa travesía que va del corazón a lo perdido, en un valioso esfuerzo por salvar con el poder de la palabra la extensa y blanca distancia de nieve de los años.

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Creo en la noche de Enrique Clarós: reseña de Anna Rossell

Poesía entre el sueño y la vigilia Creo en la noche

Anna Rossell

Enrique Clarós Playa de Ákaba: Barcelona, 2014 92 págs.

nCreo en la noche, el primer poemario de Enrique Clarós (Sabadell, 1959), aborda una tarea difícil: explorar la no-vida, el no-tiempo, el vacío. Al poeta no lo mueve la indagación del demiurgo, sino sondear el universo más allá de la vigilia, explorar el reverso de la realidad. Así la voz poética deambula en las fronteras entre la vida y la muerte, la vigilia y el sueño, un territorio a caballo entre ambos, un mundo al que el sujeto poético se acerca a tientas, sirviéndose de lo sensorial y la intuición. Su lenguaje revela un estado visionario. En los poemas de Clarós nos encontramos a menudo en medio de paisajes oníricos, descripciones enumerativas emparentadas con el surrealismo: «Llego solo, / a paisajes invisibles, / cansado y pensativo, /sentado junto a un insecto». O bien: «Veo plumas y otros restos de alas, /una carta de 1974 sin abrir, / […] / un enjambre de ojos orbitando / en un cielo negro como el rencor. // […] // Veo neuronas flotantes, párpados invertidos». Un surrealismo tan relacionado con la poesía de este género como con lo pictórico. Así al leer creemos en ocasiones estar viendo un cuadro de El Bosco: «Un mar ayer crujiente de ternura / hoy arroja peces muertos / al fondo salobre de mi alma, / al forro descosido de tu sonrisa, / que hace días que destiñe, / y a mi corazón deshilachado / encogido en la red de tus brazos / atado a las suturas de tus labios». Clarós dibuja espacios nebulosos, fantasmagóricos; nada se percibe con nitidez ni es cognoscible, todo es enigmático, neblinoso, inalcanzable, inseguro. Así los bordes son quebradizos; la noche, inalcanzable; las siluetas se desdibujan; las sombras se diluyen; las pupilas se buscan a tientas; una certeza es un espejismo y lo único certero es la oscuridad; una imagen es evanescente; un rostro, difuminado. Y en esta percepción brumosa el yo aparece como incógnita, desdoblado: «Acaso seas el muerto de otro, / un segmento perdido / del que no puedes regresar». Lo que percibe la voz poética es desolador, un inexorable existir sin trascendencia: «entre el pensamiento y el verbo, /

[…] / palpita la voluntad / que crea el ser de la nada, / […] la estructura fractal del destino / que es polvo y vacío». El poema sintomáticamente titulado «Cielo» describe una implacable visión, que recuerda el absoluto desamparo del Woyzeck büchneriano: «el cielo se parte / y una monstruosa brecha / nos deja al descubierto, / bajo la inclemencia áspera / de la negrura infinita / expuestos al glacial frío / y a su absoluta soledad, / […] solo nos queda / la noche astillada / bajo la que yacemos desnudos». No hay ilusión ni esperanza, su credo es contundente: «No creo en Dios, / ni creo en la muerte» y el título revela: Creo en la noche. La voz se instala fuera del mundo para observarlo desde el espacio: «Hálito durmiente / en la roca / […] / en el denso vacío, / antiguas palabras / reposando / en un mundo sordo, / de cuando podían / contarse las glaciaciones / sin profetas, / sin cosmogonías». La vida es una condena, una búsqueda inútil y kafkiana: «El mapa de nuestro destino / contiene todas las rutas, / […] // en la futilidad de la búsqueda, / miramos hacia arriba / con los ojos en blanco, / la cartografía sin líneas / de nuestro laberinto», y aparece como un parpadeo, una ráfaga, un fragmento, un vestigio, una instantánea. Clarós rastrea la memoria, la huella de la vida en el paisaje, en el tiempo: «En la memoria del aire / los ecos lentamente mueren, / […] // Algo quedará señalado / en el sueño de las piedras, / en el sueño del tiempo», en los objetos: «donde permanece latente tu espejismo. / Los muebles guardan aquellas noches». Y se adentra en la relación entre vivos y muertos: «Los muertos se saben propietarios de la vida, / pero los vivos los arrojamos al vacío del pasado, / […] // Comprendemos algún día / que no somos nada los unos sin los otros». Pero el nihilismo que impregna el poemario no está reñido con la ternura cuando deja entrever luz: «Como si un recuerdo, / o su suma, / justificase toda la vida. // Creo / en la eternidad mínima / de repetir […] / una y mil vidas, / de compartir simplemente / la tuya y la mía».

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Animales de vidrio de Almudena Vega: reseña de Agustín Calvo Galán

Materia vivida Agustín Calvo Galán Animales de vidrio Almudena Vega Fundación Málaga: Málaga, 2014 80 págs.

nLa materialización de la escritura también significa la materialidad de los objetos que se muestran en escena, como en The Glass Menagerie (El zoo de cristal), del ínclito sureño Tennesse Williams; y en la relación que se establece entre los personajes y ellos, no como imágenes espejo, sino como representaciones simbólicas que enfrentan el idealismo y la realidad. Así, la fragilidad de algunos materiales, como el vidrio, es una metáfora que nos predispone a un final en el que la ruptura marca tanto el dolor por la separación como la necesidad imperiosa de individualidad. He querido, en realidad, comenzar hablando de Tennesse Williams no exactamente por la coincidencia visual en los títulos –entre su obra de teatro de 1944 y el libro de Almudena Vega que tenemos entre las manos–, sino para tomar una brújula o indicar unas señas en un GPS literario y fijar como referencia ese sur, si el sur pudiera tomarse no como una noción relativa, si el sur pudiera ser un mismo sur en todas las naciones y en todos los estados de ánimo, y recorrer el espacio que alimentó tanto la amarga juventud en el de Columbus, Misisipi, como ahora ha inspirado a una poeta malagueña. Aunque esta referencia al sur no resulta evidente en el caso del Animales de vidrio, intuyo la añoranza de una creadora que ha salido al mundo (al norte) para ahora reinventar todo aquello que la espera en su Málaga natal cada vez que vuelve: la geografía, los sonidos, las voces, incluso una figura paterna ya ausente (justo como en The Glass Menagerie), para convertir en materia de su creación el dolor, las cicatrices, lo oído y visto allí. Pero volvamos a la materialidad, que en la escritura de Almudena está perfectamente identificada no sólo en elementos vivos de la naturaleza, especialmente en pájaros y flores, sino también en sus componentes: huesos, plumas, piel, etc. y su fluir: sangrar, eyacular. Así, la autora levanta su libro con lenguaje que es experiencia vívida, corporal: «que nada puede ser más tú / que lo que leo» (pág. 41); en

la que especialmente los pájaros, esos animales del aire, de vidrio –volvemos a la metáfora que plantea el título–, que posibilitan la creación de poderosas imágenes, son capaces de aquello que un ser humano no podrá nunca hacer: elevarse por sí mismos, escapar de la heridas terrenales, convertirse en otra materia, llegar al límite y transcender o, como tan bellamente dice Almudena: «aprendamos del óxido, esa hazaña del metal / por escapar de la forma» (pág. 61). Además, retoma de su vida también las referencias a la interpretación musical sobre las que ensaya cada día su individual manera de crear, y que se manifiestan a través de referencias en títulos o a pie de poema, así como en conseguir un interesantísimo desarrollo musical en su escritura, un trabajo formal de gran hondura, que crea ambientación sonora con el fraseo de los versos perfectamente encajados o acompasados, como acordes que se van armonizado con los silencios en ajustada cadencia. Por otro lado, la poeta se ayuda de la puntuación, de los signos ortográficos usados con creatividad, unas veces omitiéndolos, otras veces alterando su normativa, para evitar que su discurso llegue a ser común y, sobre todo, para conseguir algo muy efectivo: ensayar finales, diversos finales. Dice «gracias / por saber / que no somos definitivos» (pág. 47); efectivamente, pues su juventud, la juventud, no es definitiva, como no lo es tampoco la poesía, y saberlo y hacerlo explícito no la encamina hacia la obviedad, sino que la libera completamente y le hace decir «somos / innecesarios» (pág. 43). De esta manera, hemos cuidado obsesivamente la fragilidad de esas aves, de esos animalitos de cristal para, al final de la obra, destruirlos y así romper con las contradicciones que nos atenazan y que nos atan tan fuertemente a coordenadas impuestas. Sin duda, Almudena Vega vuela segura en este Animales de vidrio, con el tiempo la veremos elevarse aún más, volver al sur o tomar las más variadas direcciones, despuntar e ir consiguiendo y consignando grandes travesías poéticas.

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El ambigú

Medio Siglo de Oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán de Eduardo Moga (ed.): reseña de J. Á. Cilleruelo

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Las dimensiones del laberinto José Ángel Cilleruelo Medio Siglo de Oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán Eduardo Moga (ed.) Fondo de Cultura Económica: Madrid, 2014 370 págs.

nDe un libro que se subtitula

«Antología de la poesía contemporánea en catalán» y que se distribuye en librerías la semana del 9 de noviembre el lector quizá espere que diga algo sobre el contexto histórico en el que aparece con tanta puntualidad. Que intervenga. Que contribuya a la controversia. Sin embargo, el libro, esta colección de poemas que traduce con primor Eduardo Moga, permanece mudo ante las circunstancias. Y no tanto por lo que pudiera decir o callar, sino porque la cultura es la gran ausente en el debate que cuestiona hoy las relaciones entre Cataluña y el resto de España. No dice nada el libro, pero sí se aventura a hacerlo el antólogo, que en voz baja, apenas audible entre el vocerío del ambiente, constata ante la lista de antologías de la poesía catalana en el siglo XX que su número –creciente o decreciente– establece «una correspondencia estricta entre manifestaciones culturales y la evolución política en el país que se producen». Lo que, de ser cierto, desmentiría al reseñista: ¿será esta oportuna antología poética el primer paso de un diálogo tan incesantemente demandado como desoído? Tras cumplir con la prevista utilidad de guiar al lector inquieto por la fronda en la que crece la poesía contemporánea en cualquier lengua, que es su función principal, este volumen del Fondo de Cultura Económica tiene otra no menos relevante. La de convertirse en modelo de un género bibliográfico en plena decadencia, por no decir degradación. Una antología debería consolidar un argumento en la historia cultural. Un referente. Un canon, dirán otros, aunque en realidad una antología sea siempre el presagio de un canon. O la construcción de un reconocimiento. Pero la publicación de una antología tras otra, tantas reunidas sin

criterio ni labor crítica, a veces por los propios integrantes, ha erosionado el género hasta su máxima trivialización. De ahí la importancia de este libro, en el que Eduardo Moga restituye las condiciones que le permitan a una antología aspirar a la excelencia cultural que merece. Primero, un prólogo informado que contextualice y establezca valores. Segundo, un criterio de selección explícito y razonable. Tercero, una invitación –tan certera críticamente como entusiasta– a la lectura de los poetas elegidos. Esta tal vez sea la virtud más apreciable del antólogo y traductor: se le ve disfrutar con su trabajo, y lo contagia. Cuarto, presentar una selección de textos amplia, coherente y representativa, que permita al lector un primer acercamiento fiable a un autor. En fin, características tan obvias como cada vez más raras en la edición de antologías. Proponer quince nombres en Medio Siglo de Oro, que lo ha sido en verdad, lo han consolidado las generaciones aparecidas en las últimas décadas del siglo XX y lo prolongan las del siglo XXI, es siempre fruto de una apuesta. La de Eduardo Moga, que concuerda poco con los relatos que corren de la época en el ámbito lingüístico del catalán, no renuncia al riesgo. Su propuesta ha sido abrir el campo, explorar sus límites, establecer las dimensiones de la poesía contemporánea escrita en catalán. Es decir, realiza lo opuesto a una antología de tendencia. Sólo de esta manera consigue singularizar realmente quince voces diferentes y al mismo tiempo establecer quince maneras distintas de conjugar el concepto de «poesía contemporánea». Con el propósito, tal vez, de que el lector no se limite a ser guiado por un territorio mucho, poco o nada conocido, pero convencional, sino que se adentre en la complejidad que significa leer poesía en el presente. Moga ha convertido su antología en un lúcido ensayo sobre los confines anhelados por las poéticas contemporáneas.

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Ginza Samba. Poemas escogidos de Robert Pinsky: reseña de José de María Romero Barea

Ginza Samba: guari que guari que guá José de María Romero Barea

Ginza Samba. Poemas escogidos

nLa antología Ginza Samba, de Robert Pinsky (Long Branch, New Jersey, 1940), es una vigorizante mirada a la obra de un poeta familiar para el lector en inglés, pero poco conocido en nuestro país. En ella se pueden encontrar poemas tan sugerentes como «Camisa», con su vitalidad áspera, musical. El patrón rítmico que lo pespunta diríase reacción al credo estético de la época en que fue concebido (impúdicas confesiones y poesía beat): «Hemos elegido los precios y calidades / de los botones de hueso falso, / los ojales, la talla, la entretela, las letras / impresas en negro en la banda del cuello y el faldón. La hechura, / la etiqueta, la mano de obra, el color, el tono». «Ginza Samba», que título a la colección, usa por su parte un pentámetro yámbico pleno de claridad, flexibilidad y eficiencia: «Un europeo monosilábico llamado Sax / inventa un cuerno, guari que guari que guá». Solo sincronizado al milímetro, en «Saxofón» predomina el estilo discursivo, propio de la tradición poética anglosajona, junto a una fluidez verbal y conceptual de raíz latina: «Aliente atemperado en su cámara por las ocultas zapatillas / mientras deseo y exigencia recorren el diestro instrumento». Pinsky se abre paso a través de la emoción con la libertad de un narrador y la profundidad de un poeta: «Escucha. Tarea: mátate a practicar todas las escalas alteradas. Persiste, / experimentado adicto, adepto, esclavo de Dante». El entrelazado de historias genera la estructura de «El burro». Venas divergentes se tejen en torno a un tema central, creando un mosaico de hechos históricos, que aúnan la descripción lírica y la historia personal. Ningún tema o imagen en particular recibe mayor énfasis que otra, ninguna nota más peso: «Ustedes están enfermos, la puerta está cerrada, María está cansada, la manzana aún está verde. / La manzana es verde, Juan es inteligente, ella es seria, la historia es larga”. Una pieza en la que conviven Cervantes, Góngora y el yo más autobiográfico. En «Rima», por último, Pinsky regresa a la imbricación de la historia mundana y personal de su primera época: «El aire un instrumento de la lengua, / la lengua un instrumento / del cuerpo, el cuerpo / un instrumento del espíritu, / el espíritu de un ser del aire». La música y la fragmentación del poema se

Robert Pinsky (Traductores: Luis Alberto Ambroggio y Andrés Catalán) Vaso Roto: Madrid, 2014 208 págs. sacrifican en favor de un juego de encantamiento. Canción tradicional, se diría que Pinsky termina aceptando el vocabulario poético que se vio obligado a desafiar al comienzo de su carrera. Lo que hace admirable la traducción de los poetas Luis Alberto Ambroggio (Río Tercero, Córdoba, Argentina, 1945) y Andrés Catalán (Salamanca, 1983), es la capacidad de llegar a las profundidades del estilo del poeta norteamericano y hacerlo creíble en nuestro idioma. Su versión nunca reniega del poder duradero de la lírica ni de los riesgos de la vanguardia. Al igual que Pinsky, Ambroggio y Catalán utilizan el sonido como principio estructural, centrándose en la cultura y la historia que subyacen en la composición, experimentando con la forma. La traducción, al igual que el poema original, se fundamenta en el deseo innato de comunicarse con un lector que los traductores y el poeta de New Jersey suponen atento. Ese afán de comunicación es lo que quizás ha llevado a Pinsky a colocarse ante una cámara con más frecuencia que la mayoría de escritores, ya que aparece tanto en El informe de Colbert como, haciendo de sí mismo, en un episodio de Los Simpson. Su papel como embajador no oficial de la poesía no está exento de justificación: ha sido el único poeta laureado de Estados Unidos que ha sido designado en tres mandatos consecutivos (1997-2000). Por otra parte, Pinsky ha dedicado gran parte de su tiempo a establecer el Proyecto Poema Favorito, una empresa multimedia que invita a los estadounidenses de todas las tendencias culturales a leer, grabar y discutir sus poemas preferidos (favoritepoem.org). En definitiva, la antología Ginza Samba consigue trazar el curso de una obra variada, prolífica y aún en evolución. Supone el logro de toda una vida, una liturgia de nuestra cultura y nuestro tiempo, del arte y la historia que compartimos, y sobre todo, de nuestras alegrías y tristezas. Encantadores y encantados, estos poemas cumplen con creces su cometido: ser testimonio de vida y herencia para las generaciones venideras.

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El ambigú

Blanco inmóvil de Charles Bernstein: reseña de Santiago García Tirado

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Conceptualismo y subversión Santiago García Tirado Blanco inmóvil Charles Bernstein (Traductor: Enrique Winter) Kriller71: Barcelona, 2014 206 págs.

nCon Blanco inmóvil las atareadas imprentas de Kriller71 acuden de nuevo a subsanar la carencia en español de otro gran poeta norteamericano: Charles Bernstein (Nueva York, 1950). Lo habían hecho antes con Mary Jo Bang, Richard Jackson y Robert Bringhurst, y no debe ser casual que a ellos se les sume estos días John Ashbery de la mano de Vaso Roto, que acaba de publicar Otras tradiciones. Si existe un intento común de poner en contacto la poesía joven española con lo más sobresaliente de la norteamericana actual, bendito sea. La tardanza, en plena era 2.0, estaba siendo injustificable. Que Bernstein es un poeta en plena forma es algo que prueba con solvencia esta antología, que alcanza hasta sus obras más recientes (Recalculating, 2013). Pero su condición de peso pesado de la poesía americana viene de lejos, de sus primeros poemarios de los 70 y sus tiempos en la inquietísima revista L=A=N=G=U=A=G=E (coeditada con Bruce Andrews entre 1978 y 1981), de modo que el exhaustivo ensayo introductorio, obra de Enrique Winter, resulta adecuado para proveer al lector de las claves para ubicarse ante el complejo ecosistema Bernsteiniano. Winter, traductor y antólogo de la obra, señala como sus dos fuentes primordiales a Emily Dickinson, de la que asume su proyecto de creación de una lengua nueva donde es posible jugar con los efectos rítmicos, incluso con aparentes errores tipográficos y/o gramaticales; y Gertrude Stein, la poeta que bebe del cubismo, que no se arredra ante la vía filosófica, que fija su objetivo en la intuición antes que la razón del lector, que adjudica al lenguaje la potestad de cambiar aquellas cosas que nombra. En adelante, y poema a poema, irá completando el mapa creativo de Bernstein, señalando tendencias, giros estéticos,

influencias posteriores. El resultado de la antología es, así, esclarecedor y, como requería nuestro contexto, altamente pedagógico. Una buena parte de los poemas recogidos en Blanco inmóvil sigue pesquisas metapoéticas con las que el autor aventura líneas que definan su arte. Así, en «Mi vida de mónada», plantea (y la forma interrogativa no es casual): «¿Es un riesgo plausible que la filosofía quede a cargo de la poesía, puede, & si pudiera, sería algo malo?». Luego añadirá: «La poesía tiene como límite inferior la falta de sinceridad / y límite superior la desmaterialización». Lucidez, problematicidad, pero por encima de todo honestidad: tales son los requisitos de la poesía según Bernstein. Redunda en ese objetivo la forma aforística que va y viene constantemente en sus obras: «Estar al día con el nuevo medio estético es un proceso / continuo: no puedes quedarte quieto»; «En poesía, / esta diferenciación se logra / mejor a través del tipo de forma / que ofrecemos». Unificándolo todo se halla la idea de revolución, que informa la labor creadora, proporciona energía al poeta y sostiene al hombre frente a su tiempo: «...La más hermosa / de todas las dudas se da cuando los oprimidos / y desesperados levantan la cabeza y / dejan de creer en la fuerza de sus opresores». Otras veces Bernstein se erige en portavoz de la clase trabajadora sin miedo a menoscabar su dignidad de poeta: «Podrías decir que fuimos lentos pero sería injusto, / estábamos convencidos de que teníamos pies de plomo». Y consecuentemente lleva la subversión a la estética: cómo, si no, entender su «Poema dejado en blanco a propósito» o esos iniciales poemas de palabras sobrescritas que incapacitan al poema para decir nada. En Blanco inmóvil, para concluir, el lector encontrará una voz no convencional, un modelo poético no estrictamente puro, aunque tampoco de sentido evidente, que abre posibilidades, hurga, pone patas arriba y reformula una personal opción poética. La sostiene con insolencia si es preciso: «¿Tendría más sentido si te lo cantara?». Incluso con ironía, que es, de entre todas las estrategias literarias, la más subversiva.

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Recomendaciones de Quimera El jardín, de Ismael Grasa (Xordica, 2015) Ocho años después de Trescientos días de sol (Xordica, 2007) vuelve Ismael Grasa a un campo en el que se movía con soltura y oficio: el relato. En El jardín vuelven a aparecer algunos de los paradigmas de Grasa, la exposición de unas vidas rutinarias que tienen anhelo de dejar de serlo. En esta galería de personajes en busca de una salida encontramos vigilantes, vendedores de periódicos, oficinistas, mujeres desamparadas, etc. Una excelente colección de cuentos. Para Isabel. Un mandala, de Antonio Tabucchi (Anagrama, 2014) La primera novela póstuma que se publica de Antonio Tabucchi, el gran enamorado de Lisboa, donde vuelve una vez más para hablar de los desaparecidos de la dictadura de Salazar por medio de una mujer llamada Isabel que desapareció el día que fue arrestada. Muchos años después, Tadeus intenta recuperarla del olvido y contar una historia colectiva por medio de la historia individual de Isabel, a la par que se busca a sí mismo. Escrita en 1996, sale ahora a la luz. Examen final, de José María Pérez Álvarez (Trifolium, 2014) Sería interesante comparar la última novela de Pérez Álvarez con esas obras de autoficción que con tanta frecuencia encontramos últimamente en la sección de novedades de las librerías. En lugar de la recopilación más o menos ejemplar de vivencias nítidamente biográficas, el narrador

gallego nos ofrece un perverso juego de espejos protagonizado por un escritor cuyos puntos en común con él se enredan en un inextricable ovillo de obsesiones literarias. Examen final es un monólogo en segunda persona donde el narrador, encerrado en los límites de su vivienda, se dirige a sí mismo para afirmarse y contradecirse, condenarse y reivindicarse. Un universo opresivo en el que comparecen una esposa que lo odia, una agente que lo desprecia, unos hijos ausentes, un par de amantes ocasionales e incluso una cucaracha, a medio camino entre la de Kafka y la de Lispector, víctima de un paródico acto sacrificial. Una obra exigente y sin concesiones, como la misma escritura que practica, entre obstinado y resignado, su protagonista. Escritor en guerra. Correspondencia y diarios (1936-1943), de George Orwell (Debate, 2014) Tras la excelente edición (en formato y contenido) de los Ensayos del mismo autor (en el año 2013) llega al mercado esta segunda parte que muestra su trabajo periodístico y su correspondencia personal en los años de la Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial. El estupendo trabajo de recopilación de estos materiales (de tanto interés histórico y literario) se ve además reforzado por dos muy buenas introducciones a cargo de Peter Davison y del profesor Miquel Berga. Publicado en un formato fantástico (buena encuadernación, tapa dura) es Escritor en guerra el libro ideal para acompañarnos en un viaje, en unas vacaciones, de camino al trabajo. Una gran noticia.


Marzo 2015

Recomendaciones de Quimera

Marzo de 2015 El cura y los mandarines, de Gregorio Morán (Akal, 2014) Precedida de la polémica originada por la negativa de Planeta a publicar un libro que ya había pagado, debido a las once páginas que hablan de la RAE (que no son las más impactantes), la obra de Morán, como reza su subtítulo: «Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España 1962-1996», ofrece una amplia perspectiva sobre la oficialidad cultural desde 1962 (año del «Contubernio» de Múnich y de la publicación de Tiempo de silencio, de Martín-Santos) hasta la consolidación de la democracia y sus nuevas formas de control cultural. Morán ahonda en los datos, en las biografías y en las relaciones para evitar el triunfo de ciertas hagiografías y algunas tendenciosas pérdidas de memoria. Un libro llamado a convertirse en un referente para todo aquel que quiera conocer el who is who que detentó el poder cultural en el tardofranquismo y en la transición. Tapia con mirlo, de José Ángel Cilleruelo (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014) La voz poética de Tapia con mirlo no tiene certezas, sino presentimientos. No invade un lugar, más bien se aproxima: viene de un territorio incierto y se queda a mitad de camino, lo que proporciona al lector un final múltiple, siempre inconcluso. Se mueve a través de escenarios diversos, encajados con la maestría de quien sabe nombrar el lugar y profundizar en sus posibilidades. Con el talento, en fin, de quien dota de un idioma a lo que no

tiene lenguaje. Cillueruelo consigue levantar un universo que en su vaguedad se hace fuerte. Un territorio perdurable, intenso, erigido desde el misterio de lo que no es, en apariencia, misterioso. Una nueva lección poética del autor barcelonés. Rocío para Drácula, de Fernando López Guisado (Vitruvio, 2014) A través de tres libros con voces poéticas diferentes («El beso del Demiurgo», «Monstruo en prácticas», «La captura de lo invisible»), López Guisado conjura a los monstruos clásicos a través del gótico y la poesía para construir un recorrido por su imaginario, donde el mal primordial, la búsqueda, la fatalidad y el juego a través de la intertexualidad con otros autores y lectores logran una obra con una voz propia, exploradora del abismo. Poesía, situación irregular, de Enrique Lihn (Visor, 2014) Que el chileno Enrique Lihn es una de las voces más importantes del siglo XX es indudable, con una poderosa influencia en los poetas hispanoamericanos y con la renovación del lenguaje y la desconfianza hacia el mismo como ejes centrales. La edición que nos presenta Óscar Hahn, una selección de sus obras fundamentales bajo el título que retoma uno de sus poemarios más importantes (París, situación irregular), es una privilegiada puerta de entrada a su poesía.

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El tercer acto

Gravedad cero. Marina Perezagua

Si Dios quiere

nA veces algún nadador en la piscina me pregunta para qué me estoy en-

gioso no es la causa, sino el arma que cambia la trayectoria de la bala trenando, y yo, para no pararme, para no tener que explicar que racista desde la piel a la ideología. Una brazada más y estoy en un entre África y España no hay tanto espacio, respondo: Para nada. Y hospital de Lyon, hace cuatro años. También en nombre del Islam sigo, sabiendo que esa respuesta resulta extraña. No se hacen dos- dos hombres me pegan y me arrastran por el suelo hasta dejarme al cientos largos en una piscina para nada, ni siquiera para poco. Hoy borde de la vía del metro. Nada extraordinario en Francia. Allí yo soy he sabido que la fecha oficial en que estaré cruzando el Estrecho de la negra. Un médico argelino hace chistes de moros con un policía. Gibraltar será un día entre el 5 y el 12 de junio. Y también he sabido Quieren alegrarme, pero no me hace gracia. Una semana después que Darren Wilson, el policía (obviamente) blanco que metió seis voy a una tienda para comprar un gas de pimienta y al conocer mi balas en el cuerpo (obviamente) negro de Michael Brown, el pasado caso me ofrecen un arma. En Francia, los Estados Unidos en Europa. 9 de agosto, no irá a juicio. No es que haya sido declarado inocente, Nado. Vuelvo atrás. Acción de Gracias. Meto todo dentro del pavo y es que no será ni siquiera juzgado. Un caso más de la absoluta inmu- lo coso, dejando parte de la mecha fuera. Añado cinta aislante para nidad policial que existe en Estados Unidos cuando el blanco de la asegurarla a la piel desplumada. Sigo nadando. Para qué me estoy diana es un negro. Lo pienso mientras nado. Y a la vez pienso en la entrenando, me pregunta un chico cuando paro a beber agua. Para receta del pavo que voy a cocinar hoy por Acción de Gracias. Siem- nada, respondo. Y continúo. Por no explicar. Por no detenerme. pre he celebrado este día porque me gusta el nombre, y porque lo Otra brazada: me pongo unos guantes, unas gafas y un gorro para aprovecho para agradecer todo lo que se me ha olvidado agradecer, protegerme del pavo que estoy cocinando. Callo y nado. Así es el sistema judicial cuando se trata de la vida de un nepor las prisas, por la inconciencia, por egoísmo. gro. Se calla. Para no detenerse en lo que no tiene Una brazada en el agua: me veo comprando el importancia. En la portada del New Yorker aparece pavo. Otra brazada: me veo preparándolo. Una la ciudad de St. Louis. El diseñador ha coloreabrazada más y fantaseo. Le miro el hueco por dondo la mitad en negro y la mitad en blanco. Bobo de le vaciaron y recuerdo una receta. Ingrediensimplista, tan acorde con la política descafeinada tes: una botella de vidrio, un embudo, gasolina, del New Yorker. Yo le preguntaría: ¿desde cuándo aceite de motor, mecha (un trapo), cinta aislante blancos y negros constituyen la mitad de algo? Coy mechero. Y con otra brazada me planto en hoy, loree usted un noventa por ciento en blanco, y el día 7 de enero del nuevo año, y me encuentro con resto, que no es el diez por ciento, sino las sobras, una noticia que hunde sus raíces en el mismo feen negro. Otra brazada: enciendo la mecha que nómeno, pero desde el lado inverso. Dos encapuune el exterior con el interior del pavo. Continúo chados armados con fusiles kalashnikov han entranadando mientras que afuera, a pocos metros, en do en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo, Union Square, va llegando gente para unirse a las en París, el mismo semanario que publicó hace protestas, a los disturbios por el caso de Michael unos años las caricaturas de Mahoma. Balance: Brown. Se empiezan a oír los gritos. Obama ha doce muertos y once heridos. Entro en Facebook pedido tranquilidad. Qué cuerdo es este hombre. y leo un comentario de Salman Rusdhie, a quien Premio Nobel de la Paz. Nada menos. Nada más. sus Versos satánicos le valieron una fatwa con orden Marina Perezagua Otra brazada: lanzo el pavo en un ángulo de ende ejecución en 1989, edicto que le mantuvo diez años escondido. El final del comentario –cito con su permiso– dice: tre 30 grados (para que salpique más) y 45 grados (para que llegue «Las religiones, como cualquier otra idea, merecen crítica, sátira, y sí, más lejos). Pero el pavo relleno de molotov se mantiene en el aire, nuestra más valiente falta de respeto». Esa frase me lleva a pensar en unos segundos. No cae. Le crecen las plumas, estira las alas, planea lo siguiente: uno de los enfoques sociológicos tradicionales explica el sobre la plaza y vacía gotas de su estómago sobre la multitud. No racismo como un arma ideológica que los grupos dominantes utili- hay muertes, sólo metamorfosis. Mezcla de pieles blancas y negras zan para mantener su situación de privilegio. Según esto, el racismo, en una raza dalmatiana. No son mulatos. Los mulatos siguen siendo por su naturaleza, puede tener sólo una trayectoria: del fuerte al dé- negros a los ojos del blanco y blancos a los ojos del negro. Son negros bil. Se trata de un problema no de raza, sino de clase. Así, un blanco y blancos. El ave se va lejos, vaciando gotitas como misiles germinadonorteamericano puede ser racista, pero no lo puede ser un negro res de hermosos chuchos, raza humana de mil sangres y religiones. con la misma nacionalidad. Vuelvo a la frase de Rushdie y me viene el Creo en Dios, Yahvé, Alá y en todos los dioses que no sé pronunciar. grito con el que los encapuchados han entrado hoy en el semanario: Por eso me río de ellos. Pero también por eso me gusta que me digan Allahu al akbar («Dios es grande»). Las doce víctimas de Francia hoy God bless you, y me gusta decir si Dios quiere. Como aquel día de Acción no han muerto ni por fundamentalismo religioso ni, mucho menos, de Gracias, hoy nado para agradecer la mezcla del hombre. Al sapor religión, sino por un racismo del poder, un racismo ideológico, lir, tendré que tomar el metro en Union Square. Cuando un policía en el contexto de una problemática racial que al gobierno francés se blanco y negro me pregunte dónde voy, por esta vez, sí responderé: le está yendo definitivamente de las manos. El fundamentalismo reli- voy a África. A dar gracias. Si Dios quiere.

Gravedad cero

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