Quimera Revista de Literatura | Número 382 | Septiembre 2015

Page 1



REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes

Colaboradores nº 382:

5-12 los espejos de El salón

4 El foyer

Juan Benet: literato total

Agustín Calvo Galán, Alberto Cabello, Rubén Castillo, Epicteto Díaz Navarro, Lorena Escudero, Rodrigo Fernández, Aitor Francos, Carlos Gámez, David García Ponce, José García Obrero, Reinhard Huamán Mori, Stefania Imperiale, Daniel López García, marcosGpunto, Ricardo Martínez Llorca, Joan de Dios Monterde, Cinta Moreso, Gemma Pellicer, José de María Romero Barea, Laia Tarruella, José Antonio Vila, Ruth Vilar, Jordi Virallonga Ilustración de portada y del dossier: Laia Taruella ©

13-39 aso El cielo r

Dossier: Los Benetianos

Entrevista a John Lanchester (5)

José Antonio Vila: Es cierto, el viajero que saliendo de Región... (13)

Entrevista a Sergio Ramírez (10)

Stefania Imperiale: Fragmentos, estampas y corpúsculos: la poética literaria de Juan Benet (14) David García Ponce: Juan Benet: un contertulio intelectual (17) Ruth Vilar: Juan Benet: el teatro subterráneo (21) Epicteto Díaz Navarro: Sobre la narrativa breve de Juan Benet (25) Joan de Dios Monterde: El ensayo benetiano, ataque envolvente (28) José Antonio Vila: Breve panorámica de la novela de un titán (34)

40-41 res de perlas do Los pesca

42-43 Barba azul de El castillo

Poemas de Jordi Virallonga

44-49 mana La voz hu

Entrevista con Alberto Conejero

50-53 ch n the Bea Einstein o

Alberto Cabello. Cintio Vitier y Lo cubano en la poesía

Microrrelatos inéditos de Lorena Escudero

Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631

54-55 er rante dés El holan

redacciondequimera@gmail.com

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A.

Rubén Castillo Gallego: La mano de Midas de Antonio Parra Sanz (57) Ricardo Martínez Llorca: Después de Troya de AA.VV. (edición de Antonio Serrano Cueto) (59)

www.quimerarevista.wordpress.com

pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

José Antonio Vila: Génesis, de Félix de Azúa (56) Gemma Pellicer: Malas palabras de Cristina Morales (58)

www.revistaquimera.com

publicidad@revistaquimera.com

56-64 ú El ambig

Reinhard Huamán: Virginia Woolf. La vida por escrito de Irene Chikiar Bauer (60)

Ginés S. Cutillas. Vicente Blasco Ibáñez o de cuando traspasar una valla era revolucionario

Ana Corroto: Años Diez (Revista de literatura) (60) Aitor Francos: Ahora es la noche de Carlos Alcorta (62) Agustín Calvo Galán: Dietario de Benito del Pliego (63) José García Obrero: Niebla fronteriza de Hasier Larretxea (64)

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Quimera 65-66 iones de c a d n e m Reco


4 Q

El Foyer

Juan Benet: literato total En 1993 un cáncer segaba la vida de Juan Benet, uno de los literatos más influyentes de la literatura española de posguerra. Junto con Luis Martín-Santos y los Goytisolo (Juan y Luis), fue uno de los grandes renovadores de la narrativa de la segunda mitad del siglo XX en España. Su ingente producción, que abarca novelas, relatos, ensayos y teatro, se centra en el lenguaje, en la capacidad metafórica como medio de conocimiento del mundo. Aunque tachado de difícil y de oscuro, su obra sigue siendo un referente ineludible para conocer la tradición literaria española y su influencia se deja sentir en algunos de los más destacados narradores actuales, como Javier Marías. En Quimera queremos dedicar un homenaje a este «grande» de las letras en castellano con un completo dossier —organizado por nuestro habitual colaborador José Antonio Vila— que arroja una mirada plural a la obra diversa y rica de Benet a través de artículos que inciden en las diferentes manifestaciones de su actividad literaria. Tras una presentación del propio José Antonio Vila, Stefania Imperiale nos señala las claves de la compleja poética de Benet en un artículo que sirve de hoja de ruta para leer el resto del dossier. Desde uno de los aspectos importantes de lo que Bordieu llama «campo literario», las tertulias y las reuniones literarias, David García Ponce sitúa a Benet en relación con los literatos de su tiempo: maestros, compañeros y adversarios. Ruth Vilar nos ofrece una interesante

perspectiva general de la producción teatral del autor madrileño y Epicteto Díaz Navarro, especialista en este tema, hace lo propio con la narrativa breve. Joan de Dios Monterde desentraña los rasgos esenciales del Benet ensayista y José Antonio Vila cierra el dossier con una panorámica de la monumental novelística del autor de Volverás a Región. Además del dossier, el número de septiembre cuenta también con dos entrevistas a dos autores de fuste: el británico John Lanchester, cuya obra Capital ha sido uno de los fenómenos literarios del pasado 2014; y el nicaragüense Sergio Ramírez (premio Carlos Fuentes y Premio Alfaguara de novela por Sara). En el apartado de creación destacan los microrrelatos de Lorena Escudero y los poemas de Jordi Virallonga. Alberto Conejero nos adentra en su singular mundo dramático en una charla con Daniel López García y Alberto Cabello se cuestiona el canon oficial cubano establecido por Cintio Vitier en su libro Lo cubano en la poesía. Ginés S. Cutillas nos adentra en el valenciano barrio del Cabanyal de principios del siglo XX de la mano de uno de sus hijos predilectos, el popular novelista Vicente Blasco Ibáñez. Y, para finalizar, nuestras secciones de reseñas y de recomendaciones de libros para combatir leyendo la dura rentrée y la depresión posvacacional.

En Quimera queremos dedicar un homenaje a este «grande» de las letras en castellano a través de un completo dossier —organizado por nuestro habitual colaborador José Antonio Vila— que arroja una mirada plural a la obra diversa y rica de Benet a través de artículos que inciden en las diferentes manifestaciones de su actividad literaria.

Jordi Gol Jefe de Redacción de Quimera. Revista de literatura


5 Q

«para mí la historia es una cuestión formal: la historia y quién la cuenta son lo mismo»

ENTREVISTA A

John Lanchester Fernando Clemot, Ginés S. Cutillas, Cinta Moreso y Jordi Gol Fotografías: Fernando Clemot ©

.John

Lanchester (Hamburgo, 1962) es uno de los más importantes novelistas y ensayistas británicos actuales. Se educó en Oxford y ha sido periodista deportivo y económico, y crítico gastronómico (en The Observer). Su primera novela, En deuda con el placer (Premio Betty Trask), despertó el entusiasmo de la crítica internacional. Además de ésta, se han traducido en España otras cuatro novelas: El señor Phillips; El puerto de los aromas (Premi Llibreter 2005); Novela familiar y Capital (todas en Anagrama) y los ensayos ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar y Cómo hablar de dinero (también en Anagrama). Nos recibe amablemente en el marco de MOT (Festival de Literatura de Girona y Olot), en el que participa, para charlar de literatura y de economía.

Su infancia ha transcurrido en Hong Kong, Rangún, Calcuta, Brunei… ¿Cómo ha influido este cosmopolitismo en su obra narrativa, fundamentalmente urbana (sobre todo sus últimas novelas)? Creo que nunca he conocido a un escritor que no tuviera cierto sentido del desplazamiento, ya fuera de género, raza, clase, sexualidad o geográfico. De hecho, creo que gran parte de mi sentido del desplazamiento proviene del hecho mismo de ser escritor. Además, en todos esos lugares en los que he vivido se daba una constante: el idioma; lo que ha hecho que en cualquiera de ellos me haya sentido como en casa. Por otro lado, creo que en el mundo moderno, si vives en el mismo lugar toda la vida, un día te asomas por la ventana y no reconoces el entorno... Eso también

constituye en cierta manera un desplazamiento, aunque estés físicamente ante el mismo lugar. ¿Cuáles han sido sus referentes literarios, los autores que más han influido en su obra? Aún tengo modelos, autores que me influencian. Crecí, como los demás chavales de mi entorno, leyendo muchos libros de ciencia ficción, pero mi primer héroe auténtico fue Joyce. Creo que no nos formamos con lo que leemos en una edad muy temprana, que empezamos a formarnos con lo que leemos sobre los veinte años. Así que para mí los referentes fueron Joyce a los veinte y Proust hacia los treinta... y también Tolstoi. Son escritores que explotan al máximo las posibilidades de la novela, desde un punto de vista formal, y que a la vez amplían


6 Q

las posibilidades de la novela, influenciando a otros escritores. También los autores contemporáneos estadounidenses han sido muy importantes para mí, porque han explorado de forma intensa las posibilidades del lenguaje. Gracias a ellos descubrí cuánto podía dar de sí el inglés, porque el inglés de América era más enérgico, más vital que el inglés británico. Autores como Philip Roth, por ejemplo, que puede sacar todo el jugo cada frase, de cada palabra. Porque la novela inglesa, cuando yo me estaba formando, era más plana, realismo doméstico exclusivamente, y en esos momentos yo necesitaba mirar más allá, leer a otros autores que estaban haciendo cosas distintas. Además, —es extraño—, la tradición británica es bastante floja en cuanto a novela. Las mejores novelas en inglés las han escrito Joyce, Conrad, James... autores que en realidad no son británicos. La tradición inglesa es más fuerte en teatro y poesía. Para Capital —y tal vez «influencia» no sea la palabra correcta—, también estuve pensando mucho en la novela del siglo XIX y en la libertad que sus autores tenían en muchos aspectos. Por ejemplo, el tema del punto de vista en Henry James, y de cómo éste consiguió influenciar a otros autores.

punto de partida. Después pasé mucho tiempo cavilando; desde que me levantaba, el libro estaba ahí, pero no lograba aprehenderlo. Estuve bastante tiempo dándole vueltas antes de empezarlo. Pero la idea surgió en dos segundos.

The Debt to Pleasure es una novela que mezcla (de forma posmoderna, diríamos) literatura y gastronomía. ¿Cómo se le ocurrió esa idea? Me vino a la cabeza cuando empezaba a cocinar. Quería explicar una historia y acababa de leer varios libros de cocina, que están llenos de información, narrativa, historia, psicología, antropología, geografía... incluso información biográfica. Tuve la sensación de que esos libros querían ser novelas, no sólo libros de cocina. Lleva más tiempo explicar cómo se me ocurrió la idea que lo que tardó en ocurrírseme: ¿Por qué no escribir un libro de cocina que cuente una historia? ¿Qué tipo de historia sería? Ese era el

Frente a la voz única de sus anteriores novelas The Debt to Pleasure y Mr. Phillips, en Fragrant Harbour la narración está desplegada en cuatro voces narrativas de diferentes procedencias. ¿Es necesario multiplicar las voces para poder abarcar la realidad? No lo creo, creo que hay una alternancia, que los libros son tan distintos como los problemas técnicos que superan. El primero era más clásico en cuanto a lo que podríamos llamar «narrador no fiable» —aunque no me gusta este término, porque implica la existencia de narradores fiables—. En el segundo libro me interesaba mucho crear una especie de mímesis en el que la voz pudiera moverse a sus anchas por el ta-

The Debt to Pleasure fue uno de los libros estrella de la Feria de Frankfurt de 1996. Jorge Herralde ha dicho que tuvo que trabajar muy duro para conseguir sus derechos. ¿Por qué cree que en España no tuvo la acogida esperada? ¿Cree que el mundo latino tiene una sensibilidad distinta hacia según qué temas, hacia según que formas de narrar? Ni idea, es la primera vez que oigo esto. Ya hace veinte años que lo publiqué, así que no pienso demasiado en ello. Cuando escribí ese libro, pensé que era un mecanismo complicado, como un huevo de Fabergé, algo que tienes que sostener en el ángulo exacto exponiéndolo a la luz para que la capte eficazmente. En realidad, pensé que habría cinco personas a las que les podía gustar el libro, personas con una sensibilidad parecida a la mía y, la verdad, me sorprendió la cantidad de lectores que tuvo al final, porque no pensaba que pudiera ser un libro demasiado popular. Y aún ahora me sigue sorprendiendo su popularidad.

blero, lo que crea un efecto de mucha intimidad; que se pudiera ver el mundo a través de los ojos del protagonista, que no estaba contando la historia, sino que ésta transcurría ante su mirada. En el tercer libro me interesaba más conseguir una especie de panóptico con múltiples perspectivas. Quise conseguir la sensación de que la ciudad, el lugar, es el personaje principal del libro; y eso no podía conseguirlo sin narradores separados, esas tres o cuatro personas que narran la historia, y la ciudad como un personaje más. Era una de las cosas que deseaba del libro, que el lugar fuera un personaje y conseguir distintas perspectivas alternativas, porque para mí la historia es una cuestión formal: la historia y quién la cuenta son lo mismo. No conozco la historia hasta que no sé quién me la está narrando, y no sé quién me la está narrando si no sé cómo la narra. Es un círculo y, en cierto sentido, también es éste el argumento del libro, la trama se articula alrededor de eso, de las diferentes perspectivas, y no se puede hacer eso sin variedad de matices, de voces. Capital es una novela polifónica en la que los personajes pertenecen a clases sociales y a culturas y etnias diferentes. ¿Cómo se consigue dar una perspectiva, una voz autónoma a cada personaje? Como decía anteriormente, para Capital empecé a pensar en la novela del XIX, en parte porque Londres tenía algo muy interesante en esa época, en su forma de organización: Londres era un lugar al que llegaban personas de todo el mundo a inventar su propio destino. Y en estos momentos está pasando lo mismo que en 1850. En las novelas del XIX se tiene una sensación de presión humana. Hay muchas novelas de la época que transmiten la misma sensación de aglomeración y, en mi propia experiencia de la vida en la ciudad, he conocido esa sensación. Las personas andan topándose unas con otras cons-


El salón de los espejos

tantemente. Alguien dijo sobre Rudyard Kipling que sus personajes convivían en estrecha vecindad. Es una idea muy interesante: la imagen de personas que viven justo del otro lado de la pared. Además, pensando en la ficción de este siglo creo que me permito las libertades que tenían los escritores del XIX, como por ejemplo la omnisciencia. El escritor sabía todo lo que ocurría en la cabeza de todos los personajes, tenía acceso ilimitado a la interioridad de cada uno y se movía ahí a sus anchas. Yo estaba muy preocupado por el punto de vista, por lo que los personajes podían saber y lo que no, y por lo que yo podía saber de cada uno de ellos. Si hubiera estado escribiendo en 1850 habría adoptado el punto de vista omnisciente con mayor libertad, sin miedo a las críticas. Luego el punto de vista omnisciente de Capital es un homenaje a la novela del XIX. Más bien un robo. Si tienes en cuenta todo el rango de libertades que permitía la novela entonces, es también interesante ver aquellas que descarté. Por ejemplo, la técnica del narratario: yo no podía usarla si quería transmitir verosimilitud. O la técnica de concretar los personajes, de definirlos moralmente de una forma inamovible, como mariposas de colección: conocemos exactamente el juicio moral de cada uno, sabemos su destino y éste es acorde con su definición moral. Tampoco eso me pareció adecuado para lograr verosimilitud. Enfoqué la novela más bien de una manera casi cinematográfica, una cámara que aparta el foco de la calle, pero en la que la calle todavía sigue presente. La cámara va penetrando en las historias, es un atajo hacia ellas, pero tenemos la sensación de que cuando la película termine esas personas seguirán ahí, vivas, y es interesante lograr eso usando una técnica del XIX. El Londres multiétnico, la subida del nivel de vida del barrio, la importancia del dinero…

Entrevista a John Lanchester

en Capital ya se respira esa atmósfera de catástrofe que culminará con la crisis financiera de 2008. ¿Pretende ser la novela un compendio de las causas que nos han llevado a la situación actual? Empecé a escribir Capital suponiendo que habría un crack. Me pareció que era como ese momento de los ochenta que tan bien recuerdo, en el que daba la sensación de que todo se iba a derrumbar. Así que ya lo empecé pensando que sería como una ironía teatral clásica, en la que el espectador sabe algo que los actores no saben. Habría tenido un problemón con el libro si no hubiera habido ninguna clase de crisis [risas]. Pero acabó siendo algo mucho más global de lo que había previsto. Pensé que sería una locura a nivel local, circunscrita a Londres, y acabó siendo una locura global. Además, pensaba que afectaría solo al sector inmobiliario y que afligiría a poca gente, pero ha sido mucho más aterradora y todavía sufrimos las consecuencias. Y, es extraño, una de las cosas que no ha cambiado con la crisis es esa histeria londinense. La verdad, yo pensaba que a raíz de esto habría un cambio y no lo ha habido. Su obra ensayística se ha volcado en los últimos años hacia el tema de la economía y de la crisis, explicando conceptos com-

plejos con ejemplos sencillos. ¿Consiste la tarea de un escritor en explicar la realidad de forma divulgativa? No, la verdad es que no. Es algo casual, suplementario, porque investigué sobre el tema. Mis libros sobre la crisis son muy distintos. He escrito libros teóricos relacionados específicamente con la crisis porque sabía bastante sobre la ésta, porque cuando terminé el borrador de Capital tenía muchísimo material recopilado sobre la crisis y pensé: «Si no voy con cuidado acabaré poniéndolo todo en la novela». Así que lo puse en cuarentena. Si hay algo importante con la investigación es ir con cuidado; si no, acabas usando todo el material y la mayoría de veces eso no resulta apropiado. Hay cosas que no funcionan en la ficción: en una novela no puedes hacer que un personaje se ponga a disertar sobre las estructuras de la deuda garantizada, no tiene sentido. Yo había investigado mucho y, si no escribía nada sobre ello, todo ese conocimiento atesorado iba a resultar estéril. Pero ¿y si escribiera sobre el escándalo Libor o el Forex —el último escándalo bancario—? Me dije que la gente, obviamente, siempre quiere explicaciones, es un denominador común. Y si hay algo que no había hecho como escritor era

7 Q


8 Q

de qué? Tiempo atrás sí que había una relación entre el dinero y el oro físico, pero esto se acabó en 1971. Al no haber correspondencia física, el dinero es algo que se puede demoler a sí mismo, porque cuando te preguntas por su valor, éste es intrínseco y convencional, y nosotros elegimos creérnoslo. El mundo del dinero tiene las mismas paradojas que tienen las teorías físicas avanzadas (no newtonianas) acerca de dónde salen el significado y el valor y, en esencia, ambos (física y dinero) son un acto de fe.

potenciar mi sentido cívico —porque en general todos los escritores son buenos ciudadanos, y yo sé que también lo soy—, y me pareció que podía hacerlo escribiendo estos libros. Porque al final, sin pretenderlo, había adquirido una posición como de intermediario, alguien que domina el lenguaje lo suficiente como para explicar la crisis. Y no quería explicarla de una manera general ni, como he dicho antes, utilizar la ficción para hacerlo. Si os digo la verdad, estoy un poco desanimado, porque cuando ocurrió todo, cuando estalló la crisis en 2008, lo último que pensaba era que siete años después todo fuera a seguir igual. En este cuento los malos salen ganando. Entonces, ¿Ensayo y novela son dos maneras distintas de abordar lo mismo? Sí, las maneras de abordar uno y otra son totalmente diferentes: en las técnicas que empleas, en las influencias… La palabra ficción proviene del latín, del

verbo fingere, una de cuyas acepciones es «moldear», como un alfarero moldea la arcilla en el torno. La ficción consiste en eso, en afinar, moldear; y las técnicas que se usan para afinar varían cuando se escribe sobre la crisis económica o sobre personajes imaginarios; no creo que ambos géneros tengan mucho en común. En Whoops! Why Everyone Owes Everyone and No One Can Pay hace una comparación entre el capitalismo confiado a los nuevos paradigmas matemáticos y la física. ¿Cómo llega a esa relación? Hay muchas cosas en común. Si te pones a considerar la naturaleza del dinero, en su origen... Si miras un billete de veinte libras, por ejemplo, podemos leer «I promise to pay the bearer on demand the sum of twenty pounds» (Prometo pagar al portador la suma de veinte libras). ¡Pero yo ya tengo veinte libras! ¡Esto son veinte libras! Así que, ¿qué estás prometiendo pagarme? Me estás prometiendo el dinero que ya tengo. ¿Veinte libras

La ironía, el humor y la sátira no son ajenos a sus últimos libros de ensayos. ¿Cómo se puede unir un estilo ameno y desenfadado a lo terrible del tema que aborda, con dramas que afectan a todos los lectores? Creo que uno tiene que dar un tono fresco a las explicaciones para que la gente las recuerde. La parte más difícil de una explicación no es el argumento en sí, sino hacer que perdure. Pasa también cuando lees. A mí me ocurre cuando leo algún ensayo científico: puedo entender la física cuántica cuando estoy en esa página, pero cierro el libro y... tres, dos, uno... ¡Se fue! Por eso, los ejemplos frescos, con la ayuda del lenguaje, ayudan concretar, a plasmar las ideas. Respecto al humor y la ironía, como suele decirse: el pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad. Yo no creo que el cambio vaya a darse pronto. Antes sí, pensaba, esperaba que, en el momento en el que estamos, ya hubiera llegado una reforma, pero parece que tardará más. Quiero pensar que estoy ayudando a despertar a las personas; no en el sentido de darles las respuestas que necesitan, sino más bien en hacer que se planteen las preguntas que deberían hacer si finalmente decidimos reformar el sistema. Y, en general, se implican más gracias a ese conocimiento que les transmitimos, porque cuanto más averiguas, más sientes que hay una


El salón de los espejos

manipulación estructural que impide transformar un sistema corrupto. Su último libro, Cómo hablar de dinero, no es meramente un libro sobre economía, sino sobre el lenguaje que utiliza la economía. ¿Es la manipulación del lenguaje la gran forma de control del poder actualmente? Cambié de opinión respecto a esto. Antes creía que la intención (de manipular o hacer críptico el lenguaje) no era importante, porque si no entiendes —por dar un ejemplo relacionado con la crisis— qué es una CDS supersintética basada en una CDS basada en una CDO basada en una RMBS; o lo que significa una permuta de incumplimiento crediticio supersintética basada en una permuta de incumplimiento crediticio basada en una obligación de deuda garantizada basada en bonos de titulización hipotecaria sobre inmuebles residenciales, no importa cuál es la intención, el efecto es del todo excluyente. En mi opinión lo que importaba era el efecto, no la intención. Ahora creo que sí hay una intención en muchos casos. Y gente que trabajaba en el sector me ha dicho que hay dos propósitos en esa manipulación intencionada: el primero es la invención de un nuevo instrumento que vistes de opacidad, porque cuanto más rápido lo entienden los demás, antes lo copia la competencia. Utilizas «obligación de deuda garantizada» porque nadie sabe qué es. Y la segunda manipulación intencionada se da cuando estás vendiendo el producto; no quieres que el cliente lo entienda del todo porque hace demasiadas preguntas que no convienen. Y así acabó en EEUU: los productos financieros más complicados, más arriesgados y más nuevos estaban dirigidos a las personas menos informadas. Y, sorpresa, casi se cargan todo el sistema financiero mundial. ¿Qué opina de la actualidad literaria en Gran Bretaña? ¿Qué autores o tendencias cree que merecen la pena?

Entrevista a John Lanchester

Creo que hay que considerar dos cosas: Como he dicho, creo que el impacto del inglés estadounidense en mi generación ha sido muy profundo. Escritores ingleses como Martin Amis, que escribieron dando al inglés británico una flexibilidad como la que tenía el inglés de Estados Unidos, han tenido una gran influencia entre los escritores más jóvenes. Creo que existe algo parecido en español respecto a los autores latinoamericanos. Este hecho tiene dos vertientes: la de la identidad de lengua y la de la poca familiaridad. Nosotros tenemos esta relación con el inglés de Estados Unidos, es algo que considero una influencia muy positiva. El otro gran impacto en la literatura inglesa ha sido el desembarco de los autores conocidos como Nesbian (Non-English Speaking Background), autores que no tienen un origen anglófono, como Ishiguro o Rushdie, y que han traído con ellos influencias y referencias de otras culturas que han penetrado en la tradición inglesa, aportándole energía, revitalización. Otro hecho histórico importantísimo para la novela —que no le ocurre solo a nuestro idioma—, es que ésta ha vivido demasiado de las repercusiones de Joyce, Beckett, y la Nouvelle Vague francesa. Todo el mundo estará de acuerdo en que la novela se había vuelto cada vez más complicada en cuestiones de forma y lenguaje, y se había alejado del espectador como lo también lo habían hecho la música o el arte más sofisticados; le dieron la espalda al lector. Se habían aferrado al momento moderno (modernism). Sin embargo, la novela vuelve cada vez más hacia sus formas más populares y se está comprometiendo con un público más amplio. Puedes tener una sinfonía abstracta, una pintura abstracta, pero no puedes tener una novela abstracta. La novela está siempre un poco enamorada de la realidad: incluso cuando la detesta siempre está relacionada con ella. Me parece interesantísi-

mo que, a diferencia de las otras formas de arte, que le dan la espalda al mundo, la novela siga conectada a él. Por poner un ejemplo de lo anterior, merece la pena destacar a un autor como Bolaño. Prácticamente cualquier persona que tenga un interés en la literatura de ficción estará de acuerdo en que es una de las voces más interesantes de la última década. La idea de escribir como Bolaño, de emplear la narrativa como él lo hace hubiera sido imposible antes de los 60. Es sorprendente. ¿Cree que su trabajo de periodista ha influenciado su narrativa? No mucho, creo que el periodismo es útil para ayudarte a salir, a seguir conectado al mundo. Escribir en prensa es útil porque te obliga mirar hacia afuera y eso, especialmente para alguien de mediana edad, en la mitad de su carrera, creo que es importante. Pero para la narrativa en sí, no demasiado. Uso técnicas muy diferentes y, como he dicho, voy con mucho cuidado con la investigación. Porque, si no, pones en el libro incluso lo que no deberías. Es muy difícil invertir tiempo y energía en investigar sobre un tema, hablar con gente, leer, documentarse... y después decir: «¿Sabes qué? Esto no lo tengo que usar. Aquí no toca». Así que cuando escribo ficción intento ir con mucho cuidado. Creo que he aprovechado mucho más elementos y técnicas de la ficción y de la novela para la no ficción que al revés. Un crítico literario inglés, John Bayley, dijo que «la imaginación está enamorada de la verosimilitud». Es una idea sutil, las cosas que pueden percibirse como objetivamente verdaderas son muy seductoras. Es algo que tengo muy en cuenta cuando escribo ficción: cuanto más pueda percibirse como mundo real, verosímil, más arraiga en los lectores.

·

Traducción de Cinta Moreso Galiana.

9 Q


10 Q

«La escritura era adonde yo pertenecía. No tuve nunca que escoger»

ENTREVISTA A

SERGIO RAMÍREZ Carlos Gámez Fotografías: Rodrigo Fernández ©

.Con motivo de la concesión del reciente premio Carlos Fuentes en su segunda edición al escritor nicaragüense Sergio Ramírez (Masatepe, 1942) y la publicación de sus dos últimos libros: Juan de Juanes (La Pereza y Alfaguara México) y Sara (Alfaguara), hemos charlado con este narrador de largo aliento que ha publicado más de cuarenta libros a lo largo de su vida, entre novela, relato, ensayo, misceláneas y cuento infantil, de los que cabe destacar Margarita, está linda la mar (1998), Sombras nada más (2002) y Adiós muchachos (1999). Teniendo en cuenta su pasado como vicepresidente de Nicaragua tras el triunfo de la revolución sandinista, resulta evidente que cuestio-

nes sobre la política, el poder y la literatura se entremezclan en esta charla. Le acaban de dar el premio Carlos Fuentes en su segunda edición por toda su carrera literaria y, sobre ese tema, resulta curioso leer en su libro Juan de Juanes no solo la cercanía que tuvo usted con Fuentes, sino que incluso fue él quien le anunció la concesión de otro premio de mucho prestigio como fue el Alfaguara, y que consolidó su carrera literaria. ¿Qué ha significado Fuentes en su carrera? La verdad es que yo tengo con Fuentes una deuda literaria permanente que empieza mucho antes. Cuento también en el libro que mencionas cómo, en

1988, cuando Fuentes ganó el Premio Cervantes, precisamente en el día de la ceremonia de entrega, yo me encontré en El País con un artículo de una página entera suyo sobre mi novela Castigo divino, que acababa de publicar en España la editorial Mondadori. Fue un espaldarazo muy grande que me abrió las puertas de las traducciones porque los editores de Fuentes de otros países, de Inglaterra por ejemplo, que estaban presentes en la ceremonia del premio, me empezaron a traducir a raíz de ese artículo. Después está lo que mencionas: el Premio Alfaguara, donde él era el presidente del jurado. De manera que tuvimos una relación de muchos


El salón de los espejos

años y vino a desembocar tras su muerte en la concesión de este premio que lleva su nombre. Sí me pareció paradójico que fuera usted el galardonado de un premio que recuerda a una persona que estuvo tan cerca de usted, o del que usted estuvo tan cerca. Incluso por amistad. Eso es por la conjunción de los astros. Yo lo llamo así, porque en la concesión de este premio estuvo de por medio Mario Vargas Llosa, que había ganado la primera edición y, por lo tanto, era jurado también de este llamamiento; ya ves cómo se van dando todos estos elementos. Me propuso para el premio la Fundación García Márquez de Cartagena. En el jurado estaba Vargas Llosa. Y me lo conceden en el año del centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Así que en este premio se juntan estos cuatro escritores que fueron fundamentales en mi vida de escritor. Ya que han salido esos nombres, usted se considera un autor del pos-Boom, y eso lo observo en sus novelas. Sin embargo, usted tiene una relación directa con algunos de los autores de Boom. Me gustaría preguntarle, ahora que se habla de la superación del Boom, ¿qué significó el Boom? ¿Qué significó esa estética para su literatura y para su formación como escritor? La verdad es que yo tuve un acercamiento muy grande. Yo estaba colocado inmediatamente detrás de ellos. El Boom no es concretamente una generación, porque Julio Cortázar era un hombre mucho mayor que el resto, se están cumpliendo cien años de su nacimiento. Pero hacían una conjunción por otras razones que todos nosotros conocemos. Yo me sentía muy próximo a ellos porque el quiebre que su literatura significó en América Latina era muy drástico para los que estábamos en ese tiempo en la adolescencia, empezando a escribir, y entonces sur-

Entrevista a Sergio Ramírez

gieron caminos muy diversos, cada uno por su propio lado. De manera que en mi generación, que no se componía de muchos nombres, al menos los que yo puedo mencionar (Bryce Echenique o Manuel Puig), no hubo un choque con los escritores del Boom. No fue eso de que los hijos siempre quieren asesinar a los padres, sino que hubo un entendimiento. Yo siempre me sentí como un alumno frente a sus maestros, de los cuales tenía mucho que aprender. Y volviendo a la concesión del Premio Alfaguara, ¿qué significó para su carrera literaria, que ya entonces era larga, el libro Margarita, está linda la mar con el que a usted le conceden el premio? Se trató más que nada de un parto porque no hay que olvidar que yo venía del terreno político. Había estado comprometido con la política. Había abandonado la escritura por muchos años. Había escrito Castigo divino después de muchas vueltas, de dificultades en medio de la situación que vivía Nicaragua entonces. Y luego, cuando dejé el gobierno después de la derrota electoral de 1990, había escrito una novela, que fue la primera que me publicó Alfaguara y se llamaba Un baile de máscaras. Fue entonces cuando Juan Cruz me dijo: «Tenemos que hacer de ti un escritor». Eso quería decir que debía quitarme el barniz político frente a los ojos de los lectores. No porque no perteneciera a mi pasado, o a una tradición que yo aprecio y respeto, y es parte de mi vida; sino porque el político delante de la escritura no funciona editorialmente, y eso yo lo tenía muy claro. Entonces, fue con la concesión del Premio Alfaguara cuando tomó forma la idea de Juan: ahora éste es un escritor. Su visión política ha quedado atrás y el público tiene que verlo como un escritor. Me parece que eso fue clave para este cambio fundamental en la percepción que el público pudiera tener de mí.

Querría ahondar en el papel del editor. En Juan de Juanes usted habla de esa obra como si fuera una especie de parto, como dice usted. Pero entonces ya tenía diez libros publicados. Me interesaría mucho esa relación que se conforma a partir del consejo de Juan Cruz, que usted relata en Juan de Juanes, porque además, como su propio nombre indica, ese libro es un homenaje a Juan Cruz. En este sentido, ¿cuál cree usted que es la importancia del editor para un escritor? En la figura del editor hay dos papeles muy diferentes: el del editor anglosajón, que es un interventor en el manuscrito, y el del editor hispanoamericano o latino, que no interviene, porque pertenecemos a otro tipo de cultura. Y aquí hay que ver lo que comenta Juan en su libro, Egos revueltos: cómo el escritor hispanoamericano no tolera que manipulen su obra. El editor anglosajón dice: «Mira vamos a cambiar este capítulo de lugar, o vamos a suprimir todo este capítulo, este otro hay que reescribirlo, este libro no funciona». Un poco en el proceso, en el making-off de una película, en que todo se va juntando. Eso sucede mucho en Inglaterra y en Estados Unidos. Esta experiencia nosotros los hispanoamericanos no la tenemos. El editor hace sugerencias, da consejos, pero no interviene. Si el escritor quiere cambiar o no lo que se le comenta, es su propia decisión, incluso estas sugerencias muchas veces ni siquiera existen. El editor acepta o rechaza el libro. Pero no se pone a trabajar junto al escritor diciendo esto sí o esto no. Yo creo que esto no ocurre ni siquiera con los escritores más jóvenes. Sin embargo, en la actualidad, con Internet y los cambios que hoy hay, ahora existen autores que se autopublican ellos mismos y parece que la figura del editor se está perdiendo, y en su libro notaba que con Juan Cruz usted había forjado una amistad, y que a partir de esa amistad usted también había crecido como escritor. Efectivamente, hay que tomar en cuenta este papel de editor, porque en Es-

11 Q


12 Q

Entrevista a Sergio Ramírez

paña y en América Latina ha habido grandes editores, entre ellos el propio Juan Cruz, Herralde, los editores que han creado escuela. Aquí el asunto se extiende un tanto más, porque yo recuerdo que cuando había publicado Margarita, está linda la mar, estuve con Juan y le hablé de la novela que yo estaba planeando escribir. Y entonces me dijo: «Por el momento yo quisiera que no publicáramos una novela tuya sino que ya llegó el momento de que escribas una memoria de la revolución. Eso le va a interesar al público». Es el editor el que está hablando. Porque el editor está pensando en lo que al público le va a interesar. Y me dijo: «Una memoria tuya personal, íntima de lo que viviste. ¿Por qué te metiste en la revolución? ¿Cómo la viviste? Los desengaños... Todo lo que ocurrió desde tu punto de vista. Si escribes ese libro. Me parece que eso sería lo mejor». Ese era un consejo que yo tomaba si me interesaba. Si yo no quería no aceptaba ese consejo, y él seguramente hubiera publicado mi siguiente novela. Pero me pareció un buen consejo. Era un consejo que valía la pena tomar en cuenta, porque de todas maneras, la revista Granta en Inglaterra me había pedido algo similar en el año 1990, recién pasada la derrota electoral, para que yo escribiera no un libro sino una crónica sobre esta experiencia. Yo escribí esa crónica. Ya se había publicado

El salón de los espejos

en Granta, en el mismo número donde apareció el escrito de Mario Vargas Llosa sobre su derrota electoral, en el mismo año de 1990, que es lo que dio pie a El pez en el agua (1993). Yo diría que este lejano antecedente de Granta y el comentario de Juan me empujaron a escribir Adiós muchachos, que es un libro que compuse enseguida. Yo sabía que tenía un libro allí, a la vista, que no tenía más que utilizar mis propios recuerdos sin necesidad de ir a buscar ninguna documentación sobre mi época en la vicepresidencia ni nada de eso, sino escribir lo que yo recordaba, lo que yo había vivido entonces. Y resultó un libro que quería ser un libro testimonial pero que fue escrito por un novelista, es decir, por los ganchos de un escritor de narraciones, no un libro documental que se pudiera haber publicado como algo aburrido o adocenado. Yo quería escribir un libro que el lector tomara como si fuera una novela. Su mención al libro Adiós muchachos me permite comentar un tema que me parece muy significativo. Usted siempre ha tenido una posición muy equidistante en el tema del poder. No ensalzó la revolución como escritor cuando estaba implicado en ella, y tampoco la defenestró cuando se salió de la política. Desde España siempre se le ha considerado a usted como un intelectual, un escritor que estuvo muy implicado en política pero llegado el momento la dejó y se dedicó en exclusiva a su carrera literaria. Sin embargo, me interesa mucho su perspectiva del análisis del poder. Esas experiencias suyas con el poder, que muestran que tiene muchas caras y es complejo, ¿le ayudaron a ser mejor escritor? ¿A observar la realidad que le rodeaba de otra forma? A la hora de entender el poder, porque viví el poder. Ejercí el poder yo mismo, sé lo que es ejercer, sé cuáles son las trampas, los ardides, cuál es la erótica del poder, aprendí a entender también lo que son las razones de estado. La razón de

estado es algo muy útil para la literatura. Cuando un político toma una decisión, que habitualmente está convencido de que le conviene al estado, conviene a la razón política, no a la razón sentimental. Eso provoca una separación que solo en política existe, que el poder, la razón de estado está por encima de todo. Eso es una pena, uno de los malos aspectos que tiene el poder. Sin embargo, yo ejercí el poder, viví dentro de sus entrañas. Pero la verdad es que yo nunca fui ese animal político del que he oído hablar. El que ejerce el poder con esa frialdad, al que no le importa más que mantenerse en el poder, y lo sacrifica todo por las razones de estado. Yo no fui de ese tipo de personas. En 1996, cuando yo fui candidato a la presidencia por el Movimiento Renovador Sandinista (ya había dejado atrás mi pertenencia al Frente Sandinista), no alcancé mis objetivos, no saqué casi ningún voto y quedé lleno de deudas. Pero eso a ningún político lo arredra. Un político sabe que cae y se puede volver a levantar. Ese es su oficio en la vida, y ocurre. Yo no estaba preparado para eso, yo estaba preparado para la escritura. Y yo creo que esa derrota electoral fue un camino para regresar a la escritura, que era adonde yo verdaderamente pertenecía. No tuve nunca que escoger.

·

Carlos Gámez Pérez (Barcelona, 1969) es escritor y profesor. Ha publicado entre otras en las revistas SalonKritik, Presencia Humana y Specimens. Es autor de un diario sobre sus vivencias en las cárceles de Nicaragua titulado Managua seis (IEM, 2002). Ganó el IX Premio Cafè Món con la novela Artefactos (Sloper, 2012). Ha sido seleccionado para las antologías Emergencias. Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013) y Viaje One Way: Antología de narradores de Miami (Suburbano, 2014). En la actualidad trabaja en la Universidad de Miami, donde prepara un doctorado sobre las relaciones entre ciencia y literatura, tema que también toca en su bitácora personal, El blog de Carlos Gámez.


El cielo raso

José Antonio Vila. Es cierto, el viajero que saliendo de Región...

Es cierto, el viajero que saliendo de Región... José Antonio Vila

nHan pasado más de veinte años de la desaparición física de Juan Benet y el corpus narrativo y ensayístico que dejó tras de sí sigue siendo uno de los más excepcionales de las letras españolas. Hacia la mitad del siglo pasado, Benet contribuyó a cambiar el rumbo de la literatura en nuestro país con su estilo absolutamente personal, su inimitable sintaxis y un universo literario tan rico como idiosincrático. Francisco Umbral, con malas intenciones, dijo de él que era un autor más admirado que leído. La melonada de Umbral apuntaba, a regañadientes, a la prestigiosa reputación de Benet como escritor de escritores. Algo indesligable, no obstante, de la fama hermética que siempre lo acompañó; un hecho que por desgracia a menudo ha condicionado el acercamiento a su obra. Con frecuencia sólo los lectores más atrevidos y compulsivos han osado emprender un viaje semejante. Y hasta el mismo Benet pidió en una ocasión una cierta «desconsagración» para sus escritos. Pero lo difícil es casi siempre lo que más estimula. De ahí también el agradable aire conspiratorio, de cofradía secreta, que se respira entre los benetianos: la conexión inefable entre aquellos que saben distinguir al verdaderamente grande del impostor grandilocuente y vacuo. 2013, año en que se cumplía el vigésimo aniversario de su muerte, trajo consigo la evocación de los discípulos literarios más cercanos, que puntualmente recordaron la añorada figura del maestro. Según el tópico, España es un país injusto y selectivo en su desmemoria y, para hacer bueno este tópico, fue en Francia donde tuvo lugar el evento institucional más interesante relacionado con su figura: el coloquio que la profesora Claude Murcia, traductora de Benet al francés, organizó en París y que se tituló «Juan Benet et les champs du savoir». Un título sin duda acertado, porque el conocimiento de la realidad a través de la capacidad metafórica del lenguaje literario es una idea central en el pensamiento de Benet; algo que además él puso en práctica en sus propias nove-

las, mostrando que la dialéctica entre ocultación y desvelamiento constituye la esencia misma de la literatura. Pero no diremos más aquí sobre este asunto, porque de eso precisamente se ha ocupado Stefania Imperiale en su excelente descripción de la poética literaria benetiana. En diálogo constante con el ámbito de la filosofía, Stefania nos ayuda a adentrarnos en la reflexión de Benet sobre la génesis de la escritura y el nacimiento de la vocación literaria, en un artículo que, en cierta medida, constituye el corazón de este dossier. En cuanto al resto de los contenidos, con ellos se ha pretendido, con mayor o menor fortuna, cubrir el espectro de todas las modalidades de la escritura benetiana: así, David García Ponce nos ofrece una documentada semblanza del autor a partir de la reconstrucción de los ambientes de las tertulias intelectuales en los años 50; por su parte, Ruth Vilar expone en profundidad la faceta de Benet como dramaturgo, uno de los segmentos menos conocidos de su obra; mientras que Epicteto Díaz Navarro, especialista en la narrativa breve benetiana, reflexiona de nuevo con brillantez sobre esa materia que tan bien conoce; del ensayismo y la escritura de no-ficción se ocupa Joan de Dios Monterde: una esfera en la que Benet demostró ser un auténtico escritor todoterreno; a ellos se añade una presentación necesariamente esquemática de la colosal producción novelística de Juan Benet, cuyo perpetrador no es otro que el firmante de esta introducción. Creo que todos los colaboradores suscribirían la afirmación de que estos artículos son hijos del entusiasmo, y que no aspiran sino a transmitir nuestro entusiasmo a los siempre hipotéticos lectores. Si hemos logrado o no nuestro objetivo, son otros los que tienen que decirlo. Nos limitamos así a invitar al viajero que, a lo mejor por primera vez, siguiendo el antiguo camino real y atravesando un desierto que parece interminable, habrá de llegar a la sierra de Región. Un viaje que bien merece las alforjas.

·

13 Q


14 Q

Fragmentos, estampas y corpúsculos:

la poética literaria de Juan Benet Stefania Imperiale

.En el universo de Juan Benet la escritura creativa y las reflexiones metaliterarias son inseparables, tanto que su primer ensayo, La inspiración y el estilo, de 1966, se publica un año antes de su novela fundacional Volverás a Región. Se trata de un «libro de montaña», como afirma el mismo autor en el prólogo para la edición de Seix-Barral de 1973, que recoge las cavilaciones literarias del Benet ingeniero escritas en las noches solitarias durante las obras por las tierras leonesas. El autor abre su ensayo con unas consideraciones preliminares sobre la dificultad a la que tiene que enfrentarse todo escritor: la publicación del primer libro. Estas preocupaciones no solamente rondaban en la cabeza de Juan Benet debido tal vez a sus continuas reescrituras de Volverás a Región, sino que además las compartía con Carmen Martín Gaite. En una carta fechada el dieciséis de septiembre de 1964 y publicada en Correspondencias por Galaxia Gutenberg, la escritora salmantina intercala unas confesiones íntimas con algunos comentarios sobre el ensayo benetiano que en aquel entonces todavía llevaba el título originario, Ensayos de incertidumbre. Si bien no estuviese frente a la publicación de su primera novela, Martín Gaite revela sus dificultades al «arrancar a escribir» y encuentra en el amigo su interlocutor ideal. Efectivamente, en las primeras páginas de La inspiración y el estilo Benet argumenta sus ideas sobre la vocación literaria para luego definir su concepción de la obra y la necesidad de un estilo para que ésta pueda concebirse como tal. Para el autor, la vocación literaria es la «invención de un vacío», eso es, un campo inexplorado de la existencia humana «en el universo superpoblado de libros» en el que el escritor pueda plantar su bandera. Tras encontrar el vacío, el autor buscará un «artificio específico» para solucionarlo. Lo paradójico, continúa Benet, es que además de no darse previamente, este artificio se inventa de manera progresiva y evoluciona a medida que cambian los contornos del hueco. En el caso del propio Juan Benet, la invención del vacío se dio ya en 1961 con la publicación de la colección Nunca llegarás a nada, en la que el autor hace entrever cuál sería

durante más de treinta años su lugar de investigación literaria. En este territorio metafórico los enigmas mencionados quedan sin soluciones, la función referencial de la literatura se pone en tela de juicio así como la configuración misma del mundo. Para Platón, el mismo arte poético es un enigma (Alcibíades II), y enfrentarse al enigma, entendido como «enigma del mundo», según Julio Quesada, «coincide con la tarea fenomenológica del escritor». La tarea del escritor para Juan Benet, afirma Ken Benson, es precisamente la de abordar «la irremisible condición humana como antítesis o conjunción de opuestos», a cuya lucha asiste indiferente la naturaleza. De la misma manera que su narrativa, la ensayística de Juan Benet no responde al movimiento progresivo de una evolución, sino más bien se acerca a una configuración rizomática, según la metáfora empleada por Gilles Deleuze y Félix Guattari. Sin comienzo ni final, el rizoma presenta un centro desde el cual crece y desborda y excluye cualquier expansión genealógica así como la progresión serial. Prueba de ello son las ideas literarias que encontramos en La inspiración y el estilo, que se reiterarán en En ciernes o en El Ángel del Señor abandona a Tobías, ambos de 1976, así como en La moviola de Eurípides, de 1981. Así, por ejemplo, volviendo al tema de la vocación literaria planteado en las primeras páginas de La inspiración y el estilo, se encuentra el germen de sus pensamientos sobre la oposición entre el hombre de ciencias y el hombre de letras. Para Juan Benet es el estilo lo que puede proporcionar la «luz de la inspiración» necesaria para poder alumbrar un campo inédito que un escritor se propone investigar. Frente a la importancia del estilo, el tema en sí es como «el barro del alfarero». Aun así, lo que más llama la intención es una paradoja que queda desapercibida en la introducción de La inspiración y el estilo y que sin embargo se ampliará con matices diferentes en el ensayo «Incertidumbre, memoria, fatalidad y temor» en En ciernes. Afirma Juan Benet que cuanto más oscuro sea el «campo» que el escritor quiere explorar, menos


El cielo raso

Stefania Imperiale. Fragmentos, estampas y corpúsculos: la poética literaria de Juan Benet

cantidad de luz es necesaria «para que los misterios que se esconden en aquel salten a la vista». Esta afirmación podría ser uno los múltiples homenajes presentes en la narrativa y en la ensayística benetiana a William Faulkner y a la conocida escena de ¡Absalón, Absalón! en la que el esclavo enciende una cerilla en una habitación oscura y afirma que la luz «no sirve para despejar las tinieblas, sino únicamente para demostrar su horror». Es precisamente en estas tinieblas, en esta «zona de sombras», como la define en En ciernes, en la que el hombre de letras se mueve según Juan Benet. Frente a esta «zona de sombra», donde la luz de la razón no tiene cabida, el hombre de letras «se detiene y suspende toda actividad» para dejar emerger el misterio. Al igual que el mito, la literatura para Benet se opone a los dictámenes de la razón, para conservar los múltiples y contradictorios sentidos de la existencia que la voluntad de poder, en su búsqueda de la verdad, quiere excluir. Si como ingeniero Benet reconoce la hegemonía de la técnica, como escritor y ensayista cree que la literatura tiene que contar lo que queda vedado a la ciencia. Mientras las investigaciones científicas aspiran a la meta, la literatura se interesa por la «marcha del espíritu», eso es, un camino sin rumbo fijo y sin objetivo cierto. Desde el viaje emprendido por Juan, el protagonista del primer cuento de Nunca llegarás a nada, todos los sucesivos viajes absurdos que emprenderán las criaturas de Juan Benet se configuran como metáforas de los desplazamientos de un saber siempre en marcha y nunca definitivo. El vagabundear sin rumbo preestablecido y el errar sin meta de estos personajes benetianos se expresa verbalmente en los discursos narrativos fundados en digresiones y preámbulos que no llevan a ninguna conclusión. La predilección del autor por esta condición de incertidumbre en que se ubican los personajes y los lectores no nos debe extrañar si recordamos, como he escrito anteriormente, que su primer escrito metaliterario se titulaba precisamente Ensayos de incertidumbre. Asimismo, en el prólogo a la colección de artículos Sobre la incertidumbre, de 1982, el autor declara que la incertidumbre «no es solamente una palabra que me gusta mucho, es un estado que me cumple». Incluso en La inspiración y el estilo Benet escribía sobre la incertidumbre en el quehacer literario otorgándole un matiz positivo. Invirtiendo el tópico que asocia la madurez de un escritor a la seguridad escribe: «Tengo para mí que con mucha frecuencia el escritor empieza a depurarse a partir del momento en que —para dejar abierto un portillo al conocimiento del mundo que por más completo se hace más duro de conocer— deja entrar una gran dosis de incertidumbre en sus opiniones y en sus doctrinas, tanto como en sus métodos de trabajo y en sus criterios estéticos se vuelve más riguroso y exigente».

El ángel abandona a Tobías, Rembrandt (1637)

Con todo, se confirma cómo el título de la primera colección de cuentos de Juan Benet suena como una especie de amonestación para los lectores que se acercan a su narrativa. Si pensamos en la experiencia de la lectura como un viaje metafórico en un mundo ficcional, Benet nos invita a abandonar cualquier pretensión de llegar a una meta, eso es, a un destino final del trayecto, para acceder a la «zona de sombra». Para el lector benetiano cualquier expectativa de encontrar un desenlace cabal o una interpretación definitiva de la obra será frustrada. No hay meta cierta en Región como tampoco hay carreteras fiables por las que andar. Los enigmas planteados y no resueltos por las novelas benetianas no son un capricho de un ingeniero que por las tardes se deleitaba en escribir, sino la muestra de una poética sólida desde los exordios literarios. Desconfiado y escéptico hacia todo mecanismo de la razón, Juan Benet concebía sus novelas sin una trama en sentido tradicional, es decir, sin una concatenación consecuencial de los hechos que se pueda resumir. Llegar a una conclusión o a una síntesis de lo narrado equivale de alguna manera a llegar a un concepto. Por su naturaleza, el concepto se configura como la unidad de lo múltiple, reúne lo que las cosas tienen en común, su esencia. Signo que remite a una multiplicidad, el concepto se caracteriza por su identidad estable y por sus principios

15 Q


16 Q

Stefania Imperiale. Fragmentos, estampas y corpúsculos: la poética literaria de Juan Benet

de no contradicción, eso es, tiene una función disyuntiva. Nada más lejano a lo que acontece en las narraciones benetianas en las que se juntan imágenes, es decir estampas heterogéneas. Las imágenes, recuerda Gilbert Durand, remiten a una fluctuación de los sentidos, los yuxtaponen aunque éstos sean diferentes desde un punto de vista conceptual. Mientras el concepto cierra, la imagen abre. Se entiende así por qué, desde su primer ensayo literario hasta El Ángel del Señor abandona a Tobías, Benet oponía de manera contundente el «estilo atento al argumento» al «estilo con vocación por la estampa». El estilo con vocación por la estampa, tal como lo concibe Juan Benet, no remite a las representaciones costumbristas, sino que se refiere a una imagen verbal centrada en un sujeto que condensa en el espacio lo más representativo de un relato concadenado en el tiempo. Al leer las estampas, el lector tiene la sensación de encontrarse frente a un cuadro pictórico en el que todos los detalles se perciben sincrónicamente. Escribir haciendo prevalecer las «estampas», afirma Benet en La inspiración y el estilo, implica «una larga proyección de imágenes inmóviles, cada una de las cuales se centra sobre un sujeto cuya determinación no importa reiterar en cada página porque, en cierto modo, cambia con cada circunstancia». Las novelas benetianas, de hecho, se configuran como narraciones difíciles de resumir ya que están tejidas siguiendo una yuxtaposición caótica y continua de descripciones diferentes sobre unos referentes que se repiten. Frente a la «diacronía ordenada de la frase» de las novelas con argumento Benet opone la «sincronía caótica de la estampa», como él mismo vuelve a afirmar en El Ángel del Señor abandona a Tobías. Si el lector desconoce el conjunto de la historia narrada, volverá a encontrarse en la condición de incertidumbre de la que he escrito anteriormente, ya que la narración se compone de partes incompletas y de incompetencias diegéticas que interesan tanto a los personajes como al mismo narrador. Sin embargo, es precisamente el «magnetismo del fragmento» la calidad literaria que encuentra Juan Benet en sus escritores favoritos como Marcel Proust, William Faulkner y Miguel de Cervantes, para citar solo algunos, y que busca en sus propias novelas. Contrapuesto a la «armonía del conjunto», típica de las narraciones tradicionales y sobre todo de las novelas realistas, nuestro autor prefiere «el magnetismo del fragmento». Si en 1966, Benet escribía del «fragmento» para referirse a la poética de la estampa en oposición al argumento, en El Ángel del Señor abandona a Tobías vuelve sobre esta distinción utilizando la metáfora de la doble naturaleza de la luz. En esta ocasión Benet compara el desarrollo de la intriga a la «dinámica de la onda», mientras que relaciona la «estampa» al «corpúsculo estático». Según el autor, el argu-

mento carece de expresión literaria y se formulará siempre en la modalidad de resumen. En una carta dirigida a Javier Marías en respuesta a unos comentarios sobre la tercera entrega de Herrumbrosas lanzas, Benet escribía algo que viene al caso: «Cada día creo menos en la estética del todo, o por decirlo de una manera muy tradicional, en la armonía del conjunto. […] Pienso a veces que todas las teorías sobre el arte de la novela se tambalean cuando se considera que lo mejor de ellas son, pura y simplemente, algunos fragmentos». La sugestión que genera el fragmento es para Benet uno de los criterios para establecer la calidad de una obra literaria: por su propia constitución, la novela nunca puede ser en sí misma perfecta. Los fragmentos, en cambio, son el «non plus ultra del pensamiento, una especie de ionosfera con un límite constante, con todo lo mejor de la mente humana situado a la misma cota». Tomando como punto de referencia a El Quijote, en el que, según Benet, Cervantes desechó la intriga y la tensión argumental de manera rotunda, nuestro autor concibe sus novelas como una yuxtaposición de fragmentos que no se somete a ninguna lógica aparente. Intercalando en sus obras imágenes magnéticas, a veces centradas en el territorio mítico de Región, otras en episodios de la biografía de los personajes, el autor aspira a emocionar al lector. La «e-moción» no es solamente una alteración de ánimo intensa o pasajera, llevadera o penosa que sea, por parte de quien la experimenta. La palabra e-moción remite etimológicamente a lo que mueve el sujeto hacia la acción. En las novelas benetianas las emociones provocadas por las imágenes constituyen uno de los alicientes que «mueven» al lector en su acto de leer. De una manera paradójica, lo que mueve al lector en su práctica de la lectura de las obras benetianas no es el «dinamismo de la onda», eso es, la tensión provocada por el mantenimiento de la intriga, sino más bien la propia «inmovilidad» de las estampas, es decir, la fascinación que las imágenes verbales provocan en el lector que las percibe. En esta oscilación constante entre movimiento y quietud que desencadenan las estampas benetianas, se encuentra el hilo conductor entre los ensayos literarios de Juan Benet y sus narraciones.

·

Stefania Imperiale consiguió su doctorado en 2013 en la Universidad Ca’ Foscari de Venecia y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona con una tesis titulada Contar por imágenes: la narrativa de Juan Benet que se publicará en breve la editorial Renacimientos. Su ámbito de investigación se centra en las relaciones entre literatura, artes e imágenes. En 2013 fue una de las editoras del libro Il lettore in gioco: finestre sul mondo della lettura (Ediciones Ca’ Foscari). Actualmente trabaja como profesora de español de secundaria en Venecia.


El cielo raso

David García Ponce. Juan Benet: un contertulio intelectual

JUAN BENET: UN CONTERTULIO INTELECTUAL David García Ponce

.Cualquier lector interesado o estudioso de la literatura del medio siglo sentiría curiosidad por infiltrarse en las tertulias que tenían lugar en los cafés de Madrid en la década de los cincuenta. Un grupo de jóvenes autodidactas, algunos de provincias, otros de la capital, que habían vivido la guerra en su niñez y más tarde sus consecuencias, pretendían desmontar la moral triunfalista impuesta por el régimen y descubrir a través de lecturas clandestinas los discursos intelectuales que se tejían más allá de los Pirineos. En las conversaciones de estos jóvenes, sin pretensión de poder, se filtró el existencialismo francés, las lecturas de Heidegger y las de otros pensadores y escritores censurados en un ambiente de opacidad cultural. Asimismo, a estos jóvenes les unía el deseo de escribir; para ello, recuperan las mejores virtudes de la novela decimonónica y las adaptan a las necesidades del momento que no eran otras que romper con el silencio institucional e informar de todo cuanto acontecía, alcanzando cotas más altas que la prensa controlada por la censura. Fueron varios los cafés que acogieron las tertulias, entre ellos el café Lyon, el Café Gambrinus, que los autores del medio siglo llamarían la Universidad Libre, y el Café Gijón. Entre los contertulios se encontraba Juan Benet Goitia (1927-1993), un joven madrileño formado en ingeniería, erudito, de talante serio y contundente con sus opiniones. Ya por aquel entonces presentaba una personalidad heterodoxa. Benet había asistido a las tertulias que Pío Baroja organizaba en su casa. El joven autor define los encuentros como «el más riguroso patrón con el que medir las ínfulas de la épica moderna» y a su vez conoció el carácter escéptico de muchos intelectuales de la época. Estas reuniones suponen para Benet un estímulo de renovación que ya había ido

gestando con sus lecturas de juventud. De hecho, a mediados de los cuarenta conoce la obra de Faulkner. Tal y como cuenta en Una biografía literaria «el destino vino a forzar mi mano el día que abrí Santuario o Mientras agonizo». Tiempo más tarde impartió una lección sobre Faulkner en el Café Gambrinus junto a sus compañeros de tertulia: Sánchez Ferlosio, Sánchez Mazas, Martín Gaite, Alfonso Sastre, Medardo Fraile y Luis Martín-Santos entre otros. Sin embargo, y como afirma en Cartografía personal: «Por razones ideológicas no coincidía mucho». Mientras los contertulios buscan en la literatura el cauce para expresar su malestar y proyectar una crítica, Benet rechaza la novela social en favor de una estética fundamentada en los enigmas de la experiencia humana. Ni le interesaba el costumbrismo ni tampoco el naturalismo. Contundente con sus opiniones, ponía en tela de juicio los presupuestos del realismo social tan en boga en los cincuenta y no perdió ocasión para arremeter contra esta corriente en sus ensayos. Jorge Machín Lucas considera que Benet hace «una clara subversión de la realidad en todos los órdenes». En efecto, Juan Benet se aleja de la literatura comprometida. Estará en desacuerdo total con la unión de la literatura y la sociología ya que la consideraba un decremento de la calidad artística. Por otro lado, el interés de Benet por la literatura hispánica es escaso, salvo la obra de Baroja y la de Cervantes. Prueba de ello es que en sus textos ensayísticos alude a muy pocos autores nacionales. Su interés apunta hacia autores foráneos: Faulkner, el brasileño Euclides da Cunha; Kafka, Joyce, a pesar de que su interés irá menguando con el paso de los años y, muy en particular, la obra de Beckett. A pesar de tener unos referentes literarios distintos de sus contertulios, en 1953 colabora con Revista Española, dirigida

17 Q


18 Q

David García Ponce. Juan Benet: un contertulio intelectual

por Aldecoa, Martín Gaite, Fernández Santos y Ferlosio. Benet presenta Max, una obra que según Jurado Morales «pudiera leerse a la luz de Samuel Beckett y el exitoso Esperando a Godot. Ambas obras comparten una estética del absurdo y una reflexión acerca de cómo la condición humana se reduce y tiende a la angustia vital y la soledad». Nilsson considera que «el teatro de Benet debe mucho al teatro del absurdo», opinión que complementa Molina Foix cuando afirma que Benet tenía «alma teatral en un cuerpo matemático». Por suerte, estudios recientes han reivindicado esta faceta del autor. Pero el interés de Benet por el teatro se remonta a su época de estudiante, cuando se integra la Orden de Caballeros de Don Juan Tenorio, formada por personalidades de la cultura y el espectáculo. En este grupo entabla amistad con Pepín Bello, Julián Marías, José Camón Aznar, y otros intelectuales de la época. Se trataba de una orden que según Molina Foix «no quiere hacerse cómplice del incierto curso de los acontecimientos universales» y que representaba obras rupturistas. Esta iniciativa ha quedado recogida en la obra Teatro civil 1949-1959, publicada en 1960. Con solo veinticinco años ganó un premio con su obra El burlador de Calanda en la que Nuria Jordana, que más tarde sería su esposa, actuó en la única función que vio la obra. Del grupo de contertulios destaca la controvertida amistad con Luis Martín-Santos, a quien retrata de modo magistral, como quizás nadie lo ha hecho, en su célebre ensayo Otoño en Madrid hacia 1950, obra en la que Benet recuerda el ambiente de la capital en la posguerra a través de unos retratos que él pinta con palabras. El capítulo «Luis MartínSantos, un memento» contiene vetas autobiográficas. Benet describe la metamorfosis ideológica experimentada por Martín-Santos y cita obras literarias que el mismo le sugirió leer. Además, el capítulo alude a las juergas nocturnas que ambos compartieron y que perfectamente han quedado descritas en la novela Tiempo de silencio de Martín-Santos. Asimismo, la crítica ha encontrado paralelismos entre el personaje Amador y Benet. Sin embargo, el éxito de esta obra no fue compartido por Benet, ya que nunca la desvinculó del realismo, la tildó de costumbrista y en absoluto la concibió como una muestra de renovación literaria. Estas críticas pudieron ser la causa de un distanciamiento entre ambos autores. Sin embargo, Benet opinó que Tiempo de destrucción, la obra que el malogrado Martín-Santos dejó inacabada, «hubiera dado el salto cualitativo que hubiera necesitado como novelista».

El cielo raso

En los sesenta a pesar de estar inmerso en construcciones de gran envergadura en diversos puntos de la geografía nacional, los duros inviernos en los parajes donde debía construir presas le llevaron a llenar su tiempo con la escritura, como si una actividad complementase a la otra. En sus tratados de ingeniería hay literatura y en su obra de ficción hay ingeniería. Es decir, la actividad literaria convive con la técnica. Una escritura con técnica y una técnica con literatura. Sus obras no quedaron exentas de críticas poco piadosas. A pesar de todo, Benet se une al proceso de renovación literaria, que llevarían a cabo autores como Martín-Santos, Goytisolo. En 1961, cuando publica Nunca llegarás a nada, el propio autor tuvo que pagar la impresión a la editorial Tebas. En paralelo realiza un cuerpo de ensayos que no sólo saben de literatura, sino también de música, de arte e incluso conjugan el saber erudito humanístico con sus conocimientos científicos. Este esfuerzo técnico y bien fundado representa una alternativa al realismo imperante durante la década anterior. En lo que se refiere a los ensayos de literatura no le faltó ni sentido crítico ni buen olfato. Valga el ejemplo, entre otros muchos, del autor catalán Francisco Candel a quien le objeta tener una prosa con carencias pero a la vez elogia el estilo híbrido de su escritura. Otros autores, sin embargo, no saldrán tan favorecidos en la crítica de Benet, como por ejemplo una buena parte de los autores del realismo social. En 1969 le llega el reconocimiento de la crítica con el premio Biblioteca Breve con Una meditación. Este mismo año uno de su autores más influyentes, Samuel Beckett, gana el premio Nobel y no le faltan palabras de elogio para alguien a quien consideraba como «un hombre que había inventado la literatura». Benet habla de la guerra, como casi todos los escritores de su generación, pero no desde los propósitos de la novela social, y en este sentido es un desertor claro. No se limita a narrar las inclemencias del conflicto bélico en unas coordenadas espacio-temporales, sino que ahonda en la lacra que supone para la condición humana. Es decir, cuestiona las causas y sus consecuencias en el individuo sin pretender con ello obtener respuestas ni tampoco pretende emparentar escritura con historia y menos aún con sociología. Benet se acercó a la política pero se quedó en la orilla. Azúa considera que «el escepticismo ante otras ideologías más optimistas le impidió militar de un modo decisivo en ningún partido político», a todo ello Benet ironizaba dicien-


19 Q

Juan Benet y Carmen Martín Gaite

do «que su religión se lo prohibía», consideraba que «no podía triunfar en política quien no era capaz de hacer grandes simplificaciones y “de conformarse con medias verdades”». Sin embargo, colaboró con partidos demócratas junto a su gran amigo y mentor cultural, Dionisio Ridruejo: un personaje con una gran talla intelectual colaborador de Falange que a partir de los años cuarenta evoluciona desde la dimisión hasta ser un auténtico desertor. Según Jordi Gracia: «tiene una disidencia ética con textura estética que acabaría cristalizando una oposición ideológica del franquismo». Se conocieron a mediados de los sesenta y la amistad se prolonga hasta el fallecimiento de Ridruejo en 1975. Éste intentó que Benet fuera traductor en la Unesco, como lo fueron otros intelectuales exiliados, pero la petición le fue denegada. Asimismo, el autor madrileño asistió, sin implicarse a fondo, a las reuniones organizadas para fundar el partido Acción Democrática y a las tertulias que Ridruejo organizaba en su casa en la calle San Lucas. Fue una oportunidad de conocer a varios disidentes franquistas. Eran unos encuentros por donde pasaba todo tipo de personas, la mayoría de

ideología socialdemócrata. Resulta conmovedor leer las palabras que redacta Benet sobre Ridruejo con motivo de su muerte: «No se llevó una época ya que su proyecto nunca llegó a nacer». En definitiva, alguien que asume sus errores y diseña una trayectoria hacia la lucha por la democracia. El proyecto literario de Benet es de gran envergadura. El autor supo ordenar su pensamiento teórico para proyectarlo en la literatura. Un proyecto literario que comparte con Carmen Martín Gaite, otra de sus más fructíferas amistades de juventud y que fue el hilo conductor —un término muy propio de la autora— que unió a aquellos jóvenes intelectuales del medio siglo. Diez años después retoman la amistad. Martín Gaite, junto con Ridruejo, ayudó a que se publicara Volverás a Región. La escritora salmantina representa un contrapunto en la personalidad literaria de Benet. Mientras que ella no pierde de vista que detrás de todo libro hay un lector y como consecuencia la búsqueda del interlocutor es uno de sus principales preocupaciones y el tema de algunos de sus ensayos, Benet busca en el estilo el punto álgido de la expresión literaria.


20 Q

David García Ponce. Juan Benet: un contertulio intelectual

Este diálogo con la literatura se desarrolla en el epistolario mantenido en sesenta y siete cartas entre 1964 y 1986 editado por José Teruel. El editor considera el epistolario como «fundamentalmente literario», fruto de una complicidad entre ambos como bien demuestra Martín Gaite a Benet el treinta y uno de enero de 1973: «Con casi nadie me gusta hablar tanto como contigo». Sus opiniones quedan recogidas en las cartas en las cuales sin intimar en cuestiones personales, abordan cuestiones de carácter existencial y, de ellas, se extrae una buena parte del ideario literario de ambos autores. Martín Gaite explora las posibilidades narrativas para hacer llegar su mensaje de modo claro a sus lectores mientras que Benet, según José Teruel tiende «al solipsismo del narrador, el pulimento de la herramienta y el estilo como único proveedor del estado de gracia». Benet busca la palabra justa, lo que él llamaba «el sentido honrado del lenguaje». Si Martín Gaite expone una ética, Benet expone un juicio estético, lo que Azúa ha llamado «las huellas dactilares», y todo un ejercicio de arquitectura sintáctica (paréntesis, guiones, digresiones, etc.). Para Benet «la palabra es el último elemento de la proposición, el destino final del pensamiento». Opta por lo metafórico frente a lo mimético. De todo ello se deduce que cada uno aborda de modo diferente la comunicación con su hipotético lector. Benet publica en 1979 en Cuadernos para el diálogo, a propósito de un artículo sobre Galdós, autor que repudiaba, que el objetivo de todo escritor debería «tener una triple facultad: la de ser motivo de gozo para la clase culta, que sea un acicate y fuente de inspiración para el escritor posterior y que se conserve como inagotable objeto de estudio». Sin lugar a dudas, son cada vez más las investigaciones sobre las diferentes vertientes de la obra de Benet. Ha ido ganando reconocimiento y se convirtió en un referente para la generación posterior de escritores. Hablamos de Javier Marías, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, y Félix de Azua. La publicación en 1968 de Volverás a Región influyó decisivamente en el grupo el grupo bautizado por José Mª Castellet como los Novísimos. Estos consideraron la obra como una revelación en cuanto que abandonaba los postulados realistas y abría nuevas sendas creativas. Gimferrer la consideró como «la visión colectiva de una catástrofe colectiva». Esta nueva generación trajo novedades en el panorama literario español. Según Azúa «fue esencial el magisterio de

Benet. Posiblemente el novelista que más ha hecho en este siglo por acercar la literatura española a los hábitos comunes en los países industriales». Estos autores han tenido el firme propósito de otorgar a Benet el valor merecido. A principios de los setenta, el joven Javier Marías conoce a Benet a quien con frecuencia llamará «Don Juan». Benet le ayudó a publicar su primera obra Los dominios del Lobo. En aquella época Benet ya no frecuentaba las tabernas del viejo Madrid sino que el punto de reunión era el pub Santa Bárbara. Allí se reunía gente del teatro, cine, y otros amigos: Azúa, Gimferrer, Molina Foix, Sarrión, Chamorro y Marías. Estos compartían lectura con quien consideran su maestro literario. También su casa en la calle Pisuerga en el madrileño barrio de El Viso fue centro de tertulias de amistades de Benet. En los setenta le sorprende la muerte de su primera esposa. Más tarde emprendió viajes con amigos, entre ellos Rosa Regàs, su editora durante algún tiempo, y Eduardo Chamorro, con quien compartió varias experiencias viajeras. En los ochenta conoció el éxito comercial coincidiendo con un periodo aperturista del Premio Planeta. En esta década recorre la geografía nacional impartiendo conferencias junto a su gran amigo Juan García Hortelano. Falleció en 1993 como consecuencia de un cáncer sin haber recibido un premio oficial. Fue candidato dos veces a la Real Academia, pero en ambas ocasiones su candidatura fue declinada. Sus reconocimientos fueron escasos antes y después de su muerte. Benet condensa un corpus ideológico propio, un estilo perfectamente edificado y una geografía literaria, Región, que forman una estructura compleja, diríase laberíntica. Un mundo propio que ha cosechado el interés de la crítica y del lector erudito. Inconformista, rebelde, contundente, crítico, erudito y maestro de escritores. Así fue este gran contertulio.

·

David García Ponce es licenciado en humanidades por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y ha cursado un máster en Lengua y Literatura hispánicas y un máster en Construcción de Identidades Culturales, ambos en la Universidad de Barcelona. Ha combinado su actividad profesional con la docencia y la gestión cultural. Realiza una tesis doctoral sobre la representación y significación de los espacios extrarradios en la novela contemporánea española. En esta línea ha publicado artículos sobre literatura y ciudad y sobre la literatura del medio siglo. Es secretario de la revista Cuadernos de Aleph.


El cielo raso

Ruth Vilar. Juan Benet: el teatro subterráneo

JUAN BENET: EL TEATRO SUBTERRÁNEO Ruth Vilar

.Max, el primer texto publicado de Juan Benet,

es una pieza dramática. Desde entonces, la escritura teatral acompañó a su autor durante dos décadas, ya fuera como parte de su obra literaria, ya fuera como campo de pruebas. A pesar de la escasa curiosidad que ha despertado, su producción dramática —enteramente accesible desde 2010 gracias a la edición de su Teatro completo, a cargo de la editorial Siglo XXI y de Miguel Carrera— se asienta sobre las mismas bases de experimentación, exploración de la palabra y cincelado del estilo que sustentan toda su obra, y contiene y desarrolla sus mismos motivos recurrentes e inagotables. También en la escritura teatral, y quizá particularmente en ella, Juan Benet «sale en busca de unos hechos que no sólo desconoce sino que ni siquiera sabe si existen» (La inspiración y el estilo, 1966). Cabría distribuir las obras de teatro de Juan Benet en dos compartimentos distintos, que no estancos. A saber: su teatro literario y su teatro privado (festivo o amistoso). Engrosan esta segunda categoría los textos escritos para amenizar los encuentros de la Orden de Caballeros de Don Juan Tenorio, grupo lúdico y erudito entre cuyos miembros se contaban Pepín Bello —Comendador de la Orden—, Fernando Chueca —primo de Juan Benet— o Julián Marías, entre otros. Cada mes de noviembre celebraban una cena seguida por la representación de una obra que interpretaban ellos mismos, y que había sido compuesta por uno de los caballeros de acuerdo con el espíritu tenebroso y fantástico del clásico de Zorrilla. A fin de escoger esa pieza anual instituyeron el Premio Mejía, con el que distinguieron las benetianas El Burlador de Calanda (1952) y El salario de noviembre

(1954). Ambas fueron recogidas en el volumen Teatro Civil 1949-1959 (1960), en que la Orden daba cuenta de sus actividades con solemnidad irónica. De esa confraternización parecen también surgidas la broma taurina y decadente El último homenaje (1959) —texto de Benet y Pepín Bello—, El entremés académico: un fraude del amor (1963), «escrito al gusto toledano para la Navidad de Munárriz» y plagado de equívocos de cariz sexual, y El Barbero y el Poeta (1968). El preparado esencial (1965), «especialmente escrita para la Navidad de Coria, y al gusto castellano» —enredo de pócimas, herencias, bastardos y astronomía en la Primera República—, comparte con las anteriores el ánimo de jolgorio en buena compañía; en este caso, la de los amigos Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio y su familia. Ninguna de estas obras, cuya buena factura en nada desmerece la producción pública de su autor, forma en rigor parte de ella. No sólo por su carácter de textos ad hoc; sobre todo porque se ciñen a cánones dramáticos clásicos y, aunque los subviertan o exacerben para regocijo general, no consiguen apartarse de ellos en busca de territorios ignotos o zonas de sombra. El salario de noviembre, sin embargo, se aproxima en muchos aspectos —la narratividad, el sinsentido, los parlamentos superpuestos— a su teatro literario, y los cuatro IMBÉCILES que suspiran por un misterioso salario están tan bien emparentados con su remoto antepasado isabelino, el ENTERRADOR de Hamlet, como con sus contemporáneos VLADIMIR y ESTRAGÓN. En ese mismo espacio intermedio, doble fondo entre ambos cajones, se sitúan El verbo vuelto carne y Apocación —que Miguel Carrera data antes de 1955 y después de 1972, respec-

21 Q


22 Q

tivamente—. El primero, drama de juventud, constituye mucho más que una tentativa: por una parte, laten en él muchos de los temas que rondará, visitará y desplegará Juan Benet durante cuarenta años —la decrepitud, el rencor, la espera solitaria, el temible regreso de los agraviados que reclamarán lo que se les negó o arrebató, la indeterminación del espacio y del tiempo reducidos a ruinas en un páramo azotado por el viento—; por otra, la simultaneidad de los monólogos: YO, TÚ y ÉL articulan una ensordecedora polifonía de reproches de las tres personas —¿del verbo?, ¿de Dios?—. El segundo, Apocación, es una brevísima tragedia que salva, en tres actos mínimos, la distancia que va del amor, al odio y la muerte. Con ella zanja cuatro lustros de inmersiones periódicas en el género teatral, en el «idioma escénico, que fascinaba a Benet y en el que, de haber subido sus obras a las tablas en vida, habría —así lo aseguraba él— insistido», tal y como afirma Vicente Molina Foix en «Benet comediante» —docto y afectuoso prólogo a Teatro completo que brinda un análisis conciso

de las distintas piezas, las contextualiza en la obra y la vida de su autor, y establece con conocimiento de causa los vínculos que las unen a textos de otros autores—. En el compartimento principal encontramos el teatro literario de Juan Benet, porción de pleno derecho de su creación literaria. Porción en modo alguno marginal o anecdótica, sino básica, pues en ella exploró ampliamente y a conciencia los límites de la palabra sola llevada al extremo y despojada de toda acción. En carta a Carmen Martín Gaite explicaba: «La obra [de teatro] no se sostiene; sólo el papel, como decía el viejo Entrecanales, lo aguanta todo. Y es una pena. Llevo un cierto tiempo dándome de bruces contra el mismo muro. No puedo dejar de estar convencido de que ‘cabe’ un teatro sólo de la palabra. Pero así como el agua pura es impotable […] y necesita una proporción de sales e impurezas para ser tolerable al organismo, así el teatro de la palabra necesita una proporción de acción para ser tolerable al espectador. El problema se sitúa donde siempre, ¿dónde está el perfecto equilibrio entre acción y palabra? A posteriori es muy fácil decirlo, pero a priori no resulta tan cómodo, porque en el reino de la palabra toda intromisión de la acción se convierte en palabra y todo lo que no sea eso es pequeño adorno de poca entidad. Por consiguiente, en el mismo reino cohabitan dos razas diferentes: la palabrapalabra y la palabra-acción, que son capaces de convivir y conllevarse porque tienen la misma vestidura pero nada más». ¿Acaso no es esta exploración la que cimienta el monumento de su estilo? En buena medida, por tanto, el teatro constituye para Juan Benet un excelente sustrato que nutrirá su narrativa y la expresión verbal de «los latigazos de su pensamiento» –como los definió Javier Marías–. El teatro literario de Juan Benet comprende Max (1953), Anastas o el origen de la Constitución (1958), Agonia confutans (1966), Un caso de conciencia (1967) —El caballero de Franconia sería una versión inicial de esta obra— y por encima de todas ellas La otra casa de Mazón (1970). Max es una pieza de ambientación circense, reflexión o premonición sobre la creación artística como renuncia, oposición al público y persistencia en el fracaso con la voluntad y el esfuerzo puestos en un fin más alto. Apareció en la entonces flamante Revista Española, y a decir de Carmen Martín Gaite fue Alfonso Sastre —dramaturgo, fundador del grupo Arte Nuevo y promotor del Teatro de Agitación Social— quien influyó para que se publicara. No se trata de «un cuento en forma de teatro» —aunque como tal lo considera John B. Margenot III— sino de una obra dramática con


El salón de los espejos

un uso expresivo del espacio, la repetición, la progresión y la evolución de los personajes, sus emociones y las relaciones que establecen entre sí. Vicente Molina Foix señala que «detrás de esa tragicomedia está el expresionismo alemán, tanto teatral como cinematográfico, reforzado por la vena grotesca y arlequinada que yo veo en la literatura de Benet (por no decir en su persona íntima, dada a crear alter egos faranduleros […])». En efecto, Max es expresionista en la elección del tema del artista y el hombre malogrados, y en la forma que adopta: trazo grueso y luz contrastada que ponen de relieve las devastadoras sutilezas del alma; personajes bautizados según la función que cumplen —sólo Max y Bárbara tienen nombre propio, sólo ellos son individuos—; un público monstruoso y hastiado que ocupa el escenario —reflejando al público real de una hipotética función—; la infrecuente y extrema verticalidad de la acción anhelada y perfecta, el salto, y la contundente violencia con que se echa a perder. A pesar de que su autor la creyese irrepresenta-

Ruth Vilar. Juan Benet: el teatro subterráneo

ble, la compañía Rayuela llevó Max a escena en 1998, en un espectáculo de títeres que gozó de reconocimiento en distintos festivales. Entre 1954 y 1957 Juan Benet trabajó en un drama que no se ha conservado, «y donde, por primera vez —y derivado muy directamente de la lectura de Frazer— quedaba esbozado el tema de Región y del guardián del bosque», según le escribiría a Félix de Azúa en 1970. Esta obra perdida no sólo sería el germen de La otra casa de Mazón —que Benet construyó sobre su cañamazo—, sino que además prefiguraría el locus horribilis regionato varios años antes de la escritura de «Baalbec, una mancha» —narración contenida en Nunca llegarás a nada (1961), que Dámaso López García consideró «precursora de la saga personal del novelista» y David K. Herzberger, primera creación de esa comarca mítica—. Le siguió Anastas o el origen de la Constitución (1958), comedia grotesca ubicada en una época indeterminada en el Salón del Trono de un reino impreciso. Su rey, ANASTAS, tirano constitucional atormentado por LA SOMBRA DEL REY PHOCAS, a quien habría usurpado la dignidad a sangre y fuego, reúne al consejo. El argumento no es sino un juego de fidelidades y traiciones: réplica tras réplica los personajes se enmarañan en despropósitos con los que creen estar tejiendo una estrategia invencible; una vez consigan desembarazarse de este rey, el juego se perpetuará con quien lo suceda. Juan Benet profundiza en una retórica del absurdo, hilarante y desazonadora, que prolifera y trepa y se enrosca desaforadamente para acabar conduciéndonos allá donde en realidad iríamos de todos modos: a ninguna parte. Anastas o el origen de la Constitución ha sido objeto de numerosos montajes, que Miguel Carrera enuncia y celebra en su nota: «En 1972 se estrena, en el Distrito Federal, un espectáculo basado en dicha pieza. […] Tanto en el plano editorial como en el crítico, la suerte de Anastas es semejante a la del resto de la dramaturgia benetiana. En la escena, no obstante, conoce una inesperada difusión y un más que notable éxito: hasta quince montajes hemos llegado a registrar, repartidos entre España, México y Portugal». Quizá haya contribuido a ello la inteligibilidad de la anécdota, de la situación y de los personajes, comparada con la incertidumbre deliberada que desdibuja los contornos de las tres siguientes. Agonia confutans (1966) lleva al límite la palabra-palabra. El lector-espectador queda avisado del carácter poco convencional de la pieza desde la advertencia inicial de EL CENSOR: «Señores: en vista de las crecientes dificultades que presenta el negocio de la escena, hemos decidido simplificar muchas

23 Q


24 Q

Ruth Vilar. Juan Benet: el teatro subterráneo

cosas. Así pues, para una mayor claridad y mejor comprensión de la representación se ha prescindido de la continuidad de las escenas. Por consiguiente, éstas se desarrollarán de acuerdo con un orden, aunque un tanto arbitrario. […] Por nuestro gusto también habríamos prescindido del escenario y del elenco, pero ello no ha sido posible por razones técnicas que no vienen al caso. Por lo que respecta al público, su presencia, o la falta de él, es cosa que a él incumbe y a él toca decidir». Durante los dos actos que componen la pieza, CORPUS y PERTES —personajes indefinidos— mantienen un diálogo que compromete todos sus sentidos y en el que dilapidan todas sus fuerzas. Se rebaten y confunden sin freno ni esperanza, el uno al otro y cada quien a sí mismo, y el remolino de argumentos y refutaciones sólo amaina cuando acuerdan transmutarse. Entonces se invierte el equilibrio de fuerzas sin que cese el enfrentamiento. Aunque esa amarga convivencia en pie de guerra remita a la sartriana A puerta cerrada, a diferencia de ella Agonia confutans sostiene con firmeza la inconcreción de la situación y se concentra en una avalancha de pensamiento literario que, tal y como lo describe Javier Marías en «Volveremos», «no está sujeto a argumento ni demostración —tal vez ni siquiera a la persuasión—, no depende de un hilo conductor razonado ni necesita mostrar cada uno de sus pasos; por consiguiente, le está permitida la contradicción. En libros distintos o dentro de un mismo texto un escritor puede decir —o hacer decir a sus personajes— cosas opuestas que sin embargo parecerán igualmente verdaderas o lo serán […]: mientras cada uno de ellos habla, cada uno tiene razón». Agonia confutans apareció por primera vez en 1969, en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Éditions de Minuit la publicó en francés en 1995, coincidiendo con el estreno del montaje dirigido por Daniel Zerki. En 1967, año en que se publica Volverás a Región, Benet escribe Un caso de conciencia. Cabe destacar, por su sentido altamente escénico, dos de los presupuestos que el autor formula en su advertencia previa: «Cada protagonista deberá poseer y evidenciar una forma peculiar de decir los apartes que, con independencia de los matices impuestos por cada circunstancia y contexto, representará ese ánimo (que nunca se ha de confundir con la sinceridad) con que cada personaje reflexionará ante sus propias confesiones» y «no existe una correlación cronológica del discurso —ni siquiera en los diálogos— por lo que [son] simultáneas ciertas situaciones por obra exclusiva de una memoria presente en la escena».

Esto es, la insinceridad de cada quien para consigo mismo y la dimensión física del recuerdo, capaz de convocar tiempos distintos sin orden ni concierto. La palabra es violenta y los personajes se hieren descomedidamente con ella. Emergen elementos como la SOMBRA DEL GUARDA, la espera y el regreso, la amenaza imprecisa que se maldice y desea —aquí, la cama de las bolas—, la culpa, el hastío. La palabra se estira hasta casi quebrarse. Se suceden las afirmaciones contundentes, las proposiciones tajantes, los postulados solemnes y, a pesar de su aparente solidez —o precisamente por ella— todas se derrumban a renglón seguido, como un castillo de naipes demasiado pesados. En 1971, la editorial Siglo XXI recogió Un caso de conciencia junto a Anastas o el origen de la Constitución y Agonia confutans en su volumen Teatro. Finalmente, en 1970 Juan Benet concluye La otra casa de Mazón. Este texto, novela en su sentido amplio de construcción discursiva e híbrida capaz de contener el mundo, se desarrolla en su mayor parte como una obra dramática. Con La otra casa de Mazón —«escrita con un propósito literariamente muy ambicioso», como él mismo confiesa a Félix de Azúa en la carta citada—, Juan Benet culmina su aprendizaje dramatúrgico e incorpora decididamente lo teatral a su narrativa, aunando géneros que se consideraban —que todavía se consideran— incompatibles. Es, de todos sus textos dramáticos, el más elaborado y coherente con su producción literaria. Con él rompe una lanza por la hibridación, la mixtura, el atrevimiento literario consciente, y con él, de algún modo, agota un camino exploratorio —que Apocación no tardará mucho en clausurar—. Seix Barral publicó La otra casa de Mazón en 1973 y, como Benet ya había predicho irónicamente, obtuvo poco más que incomprensión y la consideración de obra intrascendente. De Juan Benet escribió Carmen Martín Gaite que «admiraba sobre todo lo que estaba amenazado por las sombras de la incertidumbre, lo que se inventaba jugando, contradiciendo las reglas habituales». A ella iba dirigida la carta donde Benet proclamó que «en alguna medida tiene que ser irresponsable todo aquel que inventa; volviendo la oración por pasiva, si se hace responsable es de algo, luego ya está inventado».

·

Ruth Vilar. Escritora, actriz y directora teatral. Miembro de la compañía Cos de Lletra (www.cosdelletra.blogspot.com) y autora del blog literario Las uñas negras (www.prospeccionespertejo.blogspot.com).


El cielo raso

Epicteto Díaz Navarro. Sobre la narrativa breve de Juan Benet

Sobre la narrativa breve de Juan Benet Epicteto Díaz Navarro

.Quienes hayan leído algunas de las obras que publica Juan Benet en los poco más de treinta años que dura su carrera literaria comprobarán que casi nada cambia radicalmente en su forma de entender la literatura. Tanto si se trata de novela, relato corto o ensayo, como en los menos practicados dramas o poemas, encontraremos en sus obras una marca personal, un aire de familia, que las singulariza en la literatura española de la posguerra y las primeras décadas de la democracia. Creo que no suele subrayarse suficientemente el hecho de que la fecha de publicación de su primer libro de relatos, Nunca llegarás a nada (1961), es simultánea a la de Tiempo de silencio y que, aunque la repercusión inicial de la gran novela de Martín Santos es indudablemente mayor, si nos fijamos en esa obra y en la posterior primera novela de Benet, vemos que la ruptura con la narrativa social, con la tradición narrativa de la España de posguerra, es mucho más radical en el caso de Benet. La comparación, sin duda, es injusta pues la prometedora carrera de Luis Martín Santos quedó truncada al poco de comenzar, pero también hay que recordar que el distanciamiento entre los dos escritores, a partir de la publicación de la novela de Martín Santos, tiene que ver con las ideas sobre la novela de ambos, sobre el camino que debía tomar la renovación de la narrativa española. Me interesaba señalar ese carácter innovador pues según veremos muy sucintamente lo encontramos igualmente en los volúmenes en que publica el resto de sus cuentos y novelas cortas. Si repasamos el conjunto, comprobamos que su narrativa breve, casi en su totalidad, se publica a comienzos de los años setenta: Una tumba en 1971; 5 narraciones y 2 fábulas en 1971; Sub rosa en 1973. Luego publicará en 1978 «Numa, una leyenda», dedicada al mito más importante que aparecía en Volverás a Región; y añadirá otras fábulas a las ya publicadas, en 1981, en Trece fábulas y media (1981), con las que se sitúa entre los herederos de Frank Kafka.

La mención de los antecesores, de las influencias en la obra de Juan Benet, es especialmente relevante en sus narraciones breves. En primer lugar hay que destacar que sólo en los relatos de Nunca llegarás a nada encontramos el carácter de «taller», de banco de pruebas, de la narrativa extensa, y creo que tras sus dos primeras novelas, que resultan fundamentales, algunas de sus mejores narraciones son justamente novelas cortas como Una tumba y Sub rosa. En distintas ocasiones, en ensayos y entrevistas, además de lo que puede observarse en su obra, el escritor se ha ocupado de señalar sus autores de referencia: especialmente Faulkner, Proust y Kafka constituyen para él los mayores innovadores en la narrativa del siglo XX. A este respecto hay que señalar, en los últimos años, la encomiable labor que ha realizado la editorial cuatro.ediciones, no solo publicando recopilaciones de ensayos que en su momento no tuvieron larga vida y que eran apenas conocidas, sino también recopilando artículos y textos (como los que se recogen en Una biografía literaria, 2007) que ayudan a conocer sus valoraciones y la trayectoria del escritor. Es de sobra conocida su admiración por William Faulkner y éste es el escritor del que nace su pasión literaria, pero, según veremos, en los cuentos nos encontramos con otros referentes, lo que se suele denominar «intertextualidad», que obligan a prestar atención a otros escritores con quienes podemos relacionar sus cuentos. Ahora bien, quizá haya que recordar aquí que estamos tratando los relatos cortos y no las novelas extensas y se debe insistir también en este caso en su originalidad en nuestras letras. Hay que recordar que tras unos años cuarenta en que los que predomina la continuación de las formas del realismo anterior a la Guerra Civil, o bien entroncando con las trayectorias «costumbristas» y picarescas o bien con obras de simple entretenimiento y evasión, sorprenderá en los

25 Q


26 Q

años cincuenta la eclosión de una época dorada del cuento y en esa década, tras la figura de Ignacio Aldecoa, aparece una serie sobresaliente de practicantes del género: Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Luis y Juan Goytisolo, Jesús Fernández Santos, Medardo Fraile, etc, compañeros de generación de Benet. La mayor parte de ellos, como suele ocurrir en otras épocas, dejarán el cuento para dedicarse en exclusiva a la novela y solo Juan Benet y Juan García Hortelano, en los años en que otros abandonan el género, destacan en su cultivo. No obstante, incluso con respecto a este otro gran escritor, maestro del diálogo y la reconstrucción de una época, las obras de Benet se distinguen claramente: lo que puede sorprender quizá es que los textos de más compleja factura, o de más difícil lectura, se dan ya en el año 1961, cuando todavía el realismo social era la corriente dominante, un tipo de literatura del que se distancia y que influye en su tardía presentación en el panorama literario. Por otro lado, hay que recordar que la última publicación en vida del autor le lleva a proponer la división de sus Cuentos completos en dos volúmenes, el primero de ellos recoge las novelas cortas y el segundo los cuentos, frente a la división anterior que seguía un más discutible patrón espacial (por un lado, los relatos que se localizaban en Región, el territorio mítico en que se sitúan muchos textos y, por otro, los que transcurren en otros lugares), y en ello hay que señalar que de las seis novelas cortas que publicó tres ya aparecen en el citado primer libro del autor. Y no cabe duda de que hay ciertos rasgos que emparentan casi todas sus novelas cortas con las largas, mientras que los cuentos presentan rasgos propios: la mayor parte de ellos no presenta ni la complejidad sintáctica ni de estructura de los relatos extensos; podemos encontrar un argumento, incluso en alguna ocasión detectivesco, y algunos se construyen como relatos fantásticos o historias de fantamas. No cabe duda de que la corta extensión obliga a presentar unos personajes más esquemáticos, una acción sencilla, si bien no dejan de aparecer los dos rasgos más persistentes en el escritor: la ambigüedad y la ironía. En determinados cuentos parece que estamos cerca del realismo, o incluso del costumbrismo, la «bestia negra» de Benet y, sin embargo, hasta en esos casos el texto y el mundo están siempre separados y, tal y como explica en diferentes ensayos, la relación entre la representación literaria y la realidad es siempre una relación metafórica, que para algunos críticos puede interpretarse como una visión posmoderna. La falta de cierre, de un final concluyente, en sus cuentos es semejante a la que encontramos en sus novelas, y ponen en duda la transmisión de un saber indudable que

pueda expresarse de otra forma que mediante ese relato, y así en sus textos policiacos no se resuelve el enigma, no se aclaran los hechos, de modo que se vacía un elemento clave del género. En algunos cuentos, como el que se titula «Horas en apariencia vacías» se percibe rápidamente la proximidad a otras obras benetianas: en él se narra la llegada de un capitán a Región con las tropas nacionales que la ocupan al final de la guerra, y vemos el difícil encuentro de soldados y paisanos, la transformación de los espacios urbanos y el empezar de una posguerra cuyo comienzo no supone una vuelta a la normalidad. No obstante, el argumento no se centra en la descripción del ambiente sino que poco a poco se detiene en una tía del capitán, cuyo marido e hijos fueron fusilados en la guerra, hecho en el que probablemente estuvo implicado otro familiar, algo que nunca se aclara, como tampoco se aclara el título: esas horas pueden ser tanto las del capitán como las del enigmático personaje de la tía. Pero ni el resumen del argumento ni el análisis de los temas resultan satisfactorios, pues vemos que es el estilo lo que fundamenta el relato. Así por ejemplo, para dar la impresión de que han


El cielo raso

cesado los bombardeos de la batalla final, antes de producirse la ocupación del lugar, el narrador en tercera persona, que solo tiene acceso a la conciencia del protagonista y que no parece dar una visión que busque la objetividad, dice: «…surgieron en el crepúsculo cientos de luces que se habían mantenido apagadas durante mucho tiempo. Fue la apoteosis de un día neutro, de un primer instante atónito ante la cesación del fuego, envuelto en la fugaz crisálida del vaho». Con una enorme capacidad evocativa, el narrador presenta una experiencia única por medio de contrastes (luz-oscuridad, estatismo-movimiento, discurrir temporalparalización) en una imagen tan compleja como brillante donde la lengua se configura como grand style, el estilo elevado que para él se había perdido en la narrativa española y que él encuentra en William Faulkner, en Marcel Proust o en Joseph Conrad. Y en ellos podemos señalar que es el estilo el elemento clave, frente a lo que el autor denomina «información», o lo que otros denominarían el contenido, y le sitúa en la línea que comienza Flaubert a mediados del XIX, continúa con James y luego con Proust ya en las primeras décadas del siglo XX. Por ello, sin que esto pueda entenderse una valoración, puede decirse que la literatura de Benet se aleja de la tradición nacional. Si sumamos la valoración de la imaginación que encontramos desde los años sesenta, tanto en su práctica como en los ensayos de La inspiración y el estilo (1966), al entender que no merece la pena reproducir el mundo, reflejar de manera realista un espacio o un personaje, podemos entender toda su narrativa. En una de sus primeras narraciones, «Baalbec, una mancha», la referencia es evidente al universo narrativo y al narrador de la Recherche y al igual que en su antecedente se propone, a través de la anécdota, explorar las relaciones entre experiencia y memoria, entre sensación y recuerdo, en una visión en que la memoria no es un archivo estático sino continuamente dinámico y no siempre fiable. La repetición de la vocal, «a», en el título de Benet marca la diferencia, y si la realidad y el lenguaje son independientes y entre ellos no hay un ajuste exacto, entonces la narración es uno de los «juegos de lenguaje» de los que hablaba Ludwig Wittgenstein. La novela corta de Juan Benet es la primera obra en la que aparece el espacio de Región, y el título, además de lo dicho, aludiría a que el espacio representado, como si fuera un lienzo impresionista o no figurativo, se ve como una «mancha», con la imprecisión y la falta de perfiles que pueden deberse a la visión pero también a la memoria. Hay algunas escenas de este texto que evidentemente se relacionan con la novela de Marcel Proust, el joven viajando en tren y viendo desde lejos su lugar de destino, aunque

27 Q

Epicteto Díaz Navarro. Sobre la narrativa breve de Juan Benet

también se acumula otro significado pues la imagen de lo deseado, de lo idealizado, dará paso a una frustración de las expectativas, que puede ser estética pero también ética. Así, entre los recuerdos de la juventud del narrador menciona que su madre le dijo: «Prepárate en esta vida a no esperar nunca que tu virtud sea recompensada. No pienses nunca en ello porque la virtud no necesita ni debe ser, en justicia, nunca recompensada». De este modo, la ruina que encuentra al volver al espacio de su infancia y juventud, que llega al lector en una descripción fragmentaria, es tanto económica como moral, se acumulan las sensaciones del presente en contraste con el pasado, y, de manera simbólica, puede relacionarse con la reciente historia del país, pues los hechos más remotos refieren a su abuelo, en los años 1880, cuando la modernidad parecía poder desarrollarse tras la revolución burguesa. Otros dos magníficos relatos que merecen tanta atención como este son Una tumba y Sub rosa. El primero, de nuevo situado en Región y en los años de la Guerra Civil, se construye en esta ocasión como una historia de fantasmas, ghost story, donde la muerte de uno de sus protagonistas es una sutil e irónica reconstrucción de la que la leyenda cuenta de Rasputín, en la Rusia de los zares. La segunda, Sub rosa, alude a la acción que realizaban los templarios tras celebrar una de sus reuniones, dejar una rosa en la mesa, con lo que se indicaba el compromiso de mantener el secreto de sus conversaciones. El relato se desarrolla en el mar y se sitúa en la línea de Tifón (1902) y otras historias de Joseph Conrad, otro de sus admirados maestros. Se cuenta la historia de un capitán de barco caído en el deshonor, pero sobre el que difícilmente el lector podrá emitir un juicio: las elipsis, la fragmentación del relato, y el inexplicado mutismo del protagonista no son compensados por el narrador, cuyo conocimiento es limitado, que narra desde cierta distancia y sin implicaciones personales, y que también reflexiona sobre su relato. Nos dice que existe «una sempiterna y siempre olvidada lección: que la verdad es una categoría que se suspende mientras se vive, que muere con lo muerto y nunca resurge del pasado y que por lo mismo que su resurrección no es posible se espera siempre su advenimiento». Benet dixit, mientras insistía en su búsqueda de la belleza y la verdad.

·

Epicteto Díaz Navarro estudió Filología Española en la Universidad Complutense de Madrid y se doctoró en la Universidad de California (Davis) con una tesis sobre Juan Benet. Actualmente es profesor en la Universidad Complutense y está acreditado como Catedrático de Universidad. Ha publicado diversos trabajos sobre literatura moderna y contemporánea, como La novela histórica española. Ecos, disidencias y parodias (2013).


28 Q

El ensayo benetiano, ataque envolvente Joan de Dios Monterde

.Un fajo de piezas El ensayo benetiano son unidades —artículos o capítulos— que pueden considerarse en sí mismos o en su aglomeración bajo un mismo título con mayor o menor vínculo. Dos de sus conjuntos muestran una cohesión mayor entre sus partes, como es La inspiración y el estilo (1965) y El ángel del señor abandona a Tobías (1976), que ha impedido su desguace por piezas y permanecer, uno con tres ediciones (Revista de Occidente, 1965; Seix Barral, 1973 y Alfaguara, 1999) y el otro con un par (La Gaya Ciencia, 1976 y Taurus, 2004). Los demás aúnan una serie de artículos con menor interdependencia entre ellos, cosa que ha permitido desgajar algunos y ofrecerlos en otros conjuntos, bajo otros títulos. Es el caso de Puerta de tierra (Seix Barral, 1970), que mereció una reedición de Mauricio Jalón (Cuatro Ediciones, 2003), mientras que han quedado con una sola: En ciernes (Taurus, 1976), Del pozo y del Numa (La Gaya Ciencia, 1978), La moviola de Eurípides (Taurus, 1982), Sobre la incertidumbre (Ariel, 1982), Artículos I (Libertarias-Prodhufi, 1983), y en dos su último título ensayístico: La construcción de la torre de Babel (Siruela, 1990 y 2003). Para remedo de todo ello disponemos de distintas recopilaciones de algunas de las piezas aparecidas bajo esos títulos, una primera antología es Páginas impares (Alfaguara, 1996) y dos recopilaciones de artículos inéditos: Una biografía literaria (Cuatro ediciones, 2007) que reúne los que versan sobre literatura extranjera e Infidelidad del regreso (Cuatro ediciones, 2007) que hace lo propio los de literatura española. La última edición es la de Ignacio Echevarría: Ensayos de incertidumbre (Lumen, 2011 y Debolsillo, 2012), donde ha aunado sus ensayos, artículos de prensa y demás textos que tratan exclusivamente sobre literatura. Magnitudes de una voz Hay algo que se hace inmediatamente obvio: su voz, siempre es la misma, por encima de la variedad de asuntos y objetivos. En la “I. Introducción” de su inicial La inspiración y el estilo (1965) ya fijó que el escritor es el estilo y es en tanto que existe un estilo que puede suceder la inspiración. Su ensayo es la modulación de esta voz en distintas ocasiones; la cohesionada y coherente formulación de un tono que da una óptica para

pensar las cosas, reconocible y peculiar. Uno de sus valores es la precisión, puesto que su voluntad analítica necesita de un léxico que afile lo que dice, concretando mucho las partes en que disecciona lo que analiza. Un buen síntoma de ello es la búsqueda de un léxico más inaudito, que toma de las distintas disciplinas de su profesión de ingeniero o de las demás ciencias que le interesan. Con ello trata de lograr una expresión que objetive mejor aquello que refiere y potenciar, así, la capacidad de su palabra para señalar más certeramente lo que refiere. El mismo título de “Onda y corpúsculo en el Quijote” da una muestra de ese trasplante de léxicos, al usar dos conceptos de la física de la luz para materializar su particular clasificación de las dos formas de composición narrativa: la “estampa” que traspone al concepto de “corpúsculo” y el “argumento” al de “onda”. Un rigor que en su máxima expresión lo hallamos en “Consideraciones sobre el hipérbaton”, en el que hace una exhaustiva disertación sobre esta figura, desde el instrumental lingüístico. Otra recurrencia en su discurso es la del detonador que lo origina: su curiosidad, que se traduce en esa hambre de análisis que le lleva a atender cualquier elemento que circule por su inmediatez mental o física. Ya es esto lo ensayístico: confrontar un yo con un objeto que trata de ser pensado desde su propia subjetividad y superando la coerción de los discursos dominantes que han cerrado su interpretación. El discurso benetiano lo reproduce: un primer elemento ante el que reacciona el yo y que suscita toda una derivación cognitiva sin cauce que lo fije de antemano, pues brota sin más guía que la propulsión de la curiosidad y la acción del análisis. Él mismo lo desliza, al ser preguntado por el modo en el que inicia sus obras y si en ellas rige o no una estructura previa: «Sería ya mucho suponer que mis libros tengan una estructura. Y si tuviera un plan o una guía temática o un esquema de lo que el libro tuviera que ser, probablemente no lo escribiría. Lo más bonito de un libro, tanto de ficción como de ensayo, es partir de un supuesto breve —y eso puede ser una frase— en el que se adivina que tiene muchas posibilidades, que tiene un poder germinativo, ignorado en ese momento primero y cuya exploración y cuya expresión en el papel es


El cielo raso

—por decirlo así— el mayor atractivo de la —por decirlo de una manera un poco pedante— aventura literaria». Siempre está ese supuesto breve con poder germinativo que invita a una desprevenida exploración. Así ocurre en “La puerta del lavabo”, cuyo título ya avisa de cómo el elemento más ordinario (la puerta de un lavabo, decorada con dos molduras de motivos vegetales, bien diferenciadas) se vuelve en el agente provocador que incita una espiral reflexiva sobre la aparición del número 1 y 2 en la cultura y, de ahí, al concepto de unidad y dualidad. El factor inicial puede ser tan heterogéneo respecto a sus consecuencias como el supuesto recuerdo de una cancioncilla infantil que abre y cierra el extenso: “Épica, noética, poiética”, que sirve para desembocar, irónicamente, en una intensa reflexión sobre la épica, primero en la tradición española, deteniéndose en La Araucana de Ercilla, y pasando también por Kafka, Milton y Dante. Pero, por encima de su incitador, su ensayo se mantiene en pie por la presencia verdadera de una cuestión. Cada uno se levanta sobre la pregnancia de esa cuestión que surge de una encrucijada de elementos que entran en colisión y se convierten en el fermento que da inicio a un despliegue mental. Por eso el lector se ve llamado a entrar en él y someterse a esa sincera contradicción. Que Benet conoce las prestaciones del género se constata en que, por encima de sus variaciones, le basta con el yo que se dibuja en el discurso y su confrontación con los objetos y discursos que pretende interrogar, al punto que su formulación concreta en cada caso puede servirse de múltiples moldes genéricos. Ya sea el de la epístola moral en “Epístola moral a Laura” o el de carta, casi comercial, en “Sobre Galdós” en el que se dirige al director de Cuadernos para el Diálogo declinando su invitación a participar en un número de homenaje a Galdós, excusando «su total carencia de interés» hacia el profuso novelista, en el que examina a uno de los paradigmas negativos de su poética narrativa «anti-tabernaria». Así como usa el informe técnico en “La historia editorial y judicial de Volverás a Región” en el que relata los problemas con el contrato leonino que le hizo Josep Vergés para publicar su primera novela. E incluso, en “El agua en Región”, urde una turbulenta combinación de fantasía e ingeniería hidráulica, en lo que huele también a informe técnico. Además, hay siempre una búsqueda de criterio para tratar de cercar el objeto analizado. Pero nunca confunde los campos de las ciencias y de las letras, uno de los problemas que aborda en La inspiración y el estilo, especialmente en el capítulo: “III. La ofensiva de 1850”, donde desautoriza la ofensiva contra la “inspiración” en la creación literaria a mediados del XIX y su reduccionismo a un método racional, contaminado por el cientifismo reinante, cosa que hace desmontando

Joan de Dios Monterde. El ensayo benetiano, ataque envolvente

La filosofía de la composición de Poe y la poética narrativa de Flaubert. Sigue en “Incertidumbre, memoria, fatalidad y temor” insistiendo en aquello que parecería inesperado en un ingeniero que hace literatura: la distinción entre el campo de saber del hombre de ciencias y del hombre de letras. El lugar del escritor es aquél en donde no opera la certeza científica experimental, sino aquella en donde perdura la incertidumbre, esa «zona fronteriza entre las luces y la sombra». A lo que sigue una búsqueda de criterio fuerte para reconocer lo poco que hay de certero entre la inmensidad de lo incierto. De modo que, como la incertidumbre es el lugar del escritor, su discurso no tiene reparos en indagar en lo intrincado y aún en lo incierto, pero sin dejar de exigirse el mayor rigor posible a través de sus múltiples recursos de verificación. Por eso, a la penetración en la incertidumbre le sigue una tendencia a bordear lo ininteligible, una complejidad que no se encuentra tanto en la primera instancia —la expresión—, sino en el circuito que establece: las referencias, sus conexiones y la evolución discursiva. El escritor se adentra en el bosque donde declina la luz, mientras el científico se enfoca sólo hacia las zonas diáfanas de la naturaleza, a través de un discurso igualmente trasparente. Por eso su ensayo puede someter al lector a la turbulencia de lo denso, al cruce de reflexiones, a dar datos por supuestos y soltarlo ante lo incierto. Pero ante la incertidumbre, una prestación propia del género nos asiste: Benet piensa por imágenes y traduce siempre a magnitudes, a tres dimensiones, lo abstracto. Es un vicio de materializarlo todo, una profusión de lo visible, lo imaginable, una constante referencia plástica, visual e incluso táctil. Otra vez incide en ello el injerto en su ensayo de sus disciplinas técnicas: la planimetría, la física, la hidráulica, la geotécnica y, de su mano, la arquitectura, la estrategia militar, así como la pintura. Pues por más que le guste enzarzarse en conceptos de elevada abstracción, siempre necesita hallar un suelo en el que posarse y cuajar en algo visible. Así lo plantea en “Picaresca y sinsentido” en donde, mientras desatornilla el supuesto subgénero de “novela picaresca”, a propósito de otro polo negativo de su poética: El Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, donde otra vez reticente a la noción de “estructura” en una obra literaria, dice: «Como soy ingeniero de profesión las estructuras que a mí me llaman la atención son de otra índole y entran más por los ojos […]». Ciertamente, todo lo que ofrece verbalmente entra más por los ojos, de ahí el uso que hace de un recurso clásico, la écfrasis (la representación verbal de una previa representación visual) en El ángel del señor abandona a Tobías, un ensayo en siete capítulos y doscientas páginas, adopta el título de un cuadro de Rembrandt usado como motivo inicial, junto a otros casos de la serie que el holandés dedicó al Libro de Tobías. Todo se sustenta en desmenuzar lo que ve

29 Q


30 Q

en esas imágenes, como pretexto para dar pie al mayor caso de despliegue máximo a partir de un único instigador. Desde cuyos detalles escrutados, conecta distintos temas y disciplinas, en especial las teorías lingüísticas, para deducir la incapacidad de la lingüística para abarcar la totalidad del lenguaje. Lo mismo sucede en “La construcción de la torre de Babel” que también adopta el título del cuadro de Brueghel el Viejo que le sirve como tirabuzón precursor. En este caso, la panorámica de la obra mítica, en su desordenado y premonitorio proceso constructivo es perseguido por su mirada acusando, lógicamente, su deformación profesional. Pero esta necesidad de imagen flota por todo su ensayo, como cuando inicia el capítulo “V. Las dos caras de George Eliot”, con la descripción de dos retratos de la escritora: uno pictórico en el que ve una mirada de regocijo triunfal de su inteligencia sobre su fealdad; y otro, un daguerrotipo en el que sonríe como burlándose de su propia imagen tópica de intelectual, pía y moralista. Dos actitudes desde las que se zambulle en su biografía literaria, que dan pie para pensar en los problemas de la literatura y sus pretensiones moralizantes, llegando a una de las conclusiones más brillantes de toda su poética: la información que ofrece cualquier obra literaria debe fusionarse a un estilo para que ésta siga teniendo interés cuando, pasado el tiempo, deje de tener actualidad; pues el estilo “destemporaliza” la información, elimina su caducidad y la hace perdurable. A pie de obra Si el interés está en el estilo y no en su asunto, el mejor ensayo nunca es una vía directa hacia una determinada información, sino un proceso en donde ocurre un estilo que avanza hacia un conocimiento. Pero ese “ir hacia” no es un simple medio, sino su objeto principal, el lugar del estilo. Es una praxis permanente que se contrapone con la prosa teorizante, la que se sirve de lo ideal y está desinfectada de todo residuo subjetivo. Si su escribir no tenía una estructura previa, parece que su ensayar debe ser un proceso contingente y nunca el ordinario suministro de una información al lector. Un proceso parecido al de su labor como ingeniero de campo en el que no sólo proyectaba, sino que seguía in situ la ejecución de la obra. Así lo afirmaba: «Vivirla a pie de obra es una de las actividades más atractivas que puede tener un hombre de mi formación». ¿Estará el “atractivo” en esa confrontación que supone la aplicación de una idea en una realidad dada? La distancia entre el proyecto trazado en un estudio y su progresiva aplicación es la misma que entre el encuentro con la cosa incitadora y el circuito que se deriva, y ahí bascula su ensayar. Pero también es semejante a una de sus aficiones más reveladoras: la estrategia militar. Pues en la batalla, a pesar de la planificación inicial, es imposible no saberse enfrentado a lo contingente, a la

fragilidad de algo que no es más que una proyección visual de una acción potencial abocada a medirse en su puesta en práctica. Una combinación de factores que hacen del arte militar un plano exacto de su ensayar. Como tal disciplina aparece dispersa en muchos de sus artículos, pero es la protagonista de “Tres fechas. Sobre la estrategia en la Guerra Civil española”, en el que considera la falta de estrategia moderna en el bando franquista y, en cambio, las probaturas estratégicas del ejército republicano con sus ofensivas tácticas para retrasar la caída de Madrid, el Norte o Barcelona. También se percibe en “Sobre la necesidad de la traición”, en el que trata la figura insulsa del “espía” frente a la fascinante del “traidor”, ilustrándolo con el caso de Julius Norke, espía alemán que facilitó el hundimiento de un buque británico en la Segunda Guerra Mundial y el de William Joyce, un anglo-americano traidor que, en ese tiempo, era locutor en una emisora alemana, donde persuadía a los británicos para que se rindieran. También la estrategia militar y el estilo que propicia está en su elogio de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568) de Bernal Díaz del Castillo en “¿Se sentó la Duquesa a la derecha de Don Quijote?” y que podemos ligar a su encomio a otra obra coetánea y también bastante ajena al canon literario habitual: La fundación del monasterio de San Lorenzo de El Escorial (1595-1605) de Fray José de Sigüenza, que elogia en el capítulo “VII. La seriedad del estilo” como paradigma del grand style en las letras hispánicas y que es una obra equivalente al cuadro ya citado de La construcción de la torre de Babel de Brueghel, pues ambas son el registro del proceso de una edificación. Pero el tono de la estrategia también está en otra obra alabada: Os Sertões (1902) de Euclides da Cunha que como la de Díaz del Castillo trata de registrar una guerra y que usará como término comparativo en “De Canudos a Macondo” para celebrar la flamante Cien años de soledad (1967), entendiendo ambas como una recuperación de lo épico. Exactamente lo mismo que le sirve para rehabilitar La Araucana (1569-1589) de Alonso de Ercilla en “Épica, noética, poiética”, que usa lo épico para contar unos hechos vividos y unas realidades jamás contadas en su género: la conquista de Chile. Quizá en todos estos textos halla ese discurso donde se combina la estrategia, la ingeniería, la épica y el registro claro y exhaustivo de unos fenómenos físicos en su acontecer, a través de un estilo que ha logrado mantener el interés por lo que dice, porque ha destemporalizado la información que ofrece, una vez que dejó de ser actual. Pero por encima de todos sus temas, no hay duda de que hace falta el calor de alguien desde el cual un ensayo puede calar en sus cuestiones, el del yo que da voz al ensayo: la parcialidad de una subjetividad irreductible es la que habla. Por eso sus ensayos suelen iniciarse a propósito de una anécdota


El cielo raso

que implica a su persona y que le anima a actuar. Quizá en “Un extempore” es donde su intimidad gravita como cuestión central, en una tensa disertación sobre el tiempo, ante la velada desolación por la muerte un año antes de su hermano Francisco, usando una voz en segunda persona que hace un apóstrofe al ausente. Esta voz de alguien, también ve las cuestiones desde el otro que las produce o que está inmerso en ellas, enfocando en la persona del otro, obrando algo así como un ensayo ad hominem. Así, al pensar sobre literatura, partirá de la persona de George Eliot en “V. Las dos caras de George Eliot” o de Poe en “III. La ofensiva de 1850” o de Thomas Mann en “La deuda de la novela hacia el poema religioso de la Antigüedad”, al tratar de adentrarse en la composición de su tetralogía: José y sus hermanos y del lugar que ocupa la obra más ambiciosa y menos exitosa en su trayectoria, desde motivaciones vitales. Como en “Op. Posth”, donde da pie a la exploración de la música de Franz Schubert a través de la experiencia personal del compositor, velando su nombre propio y obligando al lector a deducir de quién habla. Pero este rastro de la vivencia humana aparece hasta en lo somático, al empezar “Sobre el carácter tétrico de la Historia”, cuando

Joan de Dios Monterde. El ensayo benetiano, ataque envolvente

compara el acceso del individuo a la cultura, durante su formación, con su iniciación sexual. Demarcación de campo La recurrencia a la noción de “gusto” en sus ensayos, tiene que ver con el lugar que ocupa el placer solitario en su obra, pues esa es la guía de su curiosidad y su fiebre analítica. Un placer que siempre ocurre en soledad, como la lectura o la escritura y un gozo que procede de una satisfacción íntima que es la del hallazgo mental. Su colega Carmen Martín Gaite recuerda en su rutilante ensayo, “La búsqueda de interlocutor”, una recomendación que le hizo Benet: «Piensa en el famoso ‘¡Eureka!’. Hay un primer grito de alegría intransferible. En cuanto el viejo Arquímedes se sentó en la arena y el primer siciliano que pasaba por allí le detuvo con el brazo y le dijo: ‘Párate un momento y escucha’, empezó la función social del descubrimiento, pero este nunca habría tenido lugar sin el afán placentero de la búsqueda». La alegría de quien resuelve la incógnita, de quien encuentra, es un hecho íntimo y constituye la cima de toda curiosidad. Sólo ese placer personal en su origen puede dar

31 Q


32 Q

lugar a compartir lo hallado, luego, con los demás. El vínculo del Benet ensayista con su lector se parece mucho a esta oscilación desde el gozo íntimo hacia su comunicación con el otro. Quizá de ahí se derive que no se siente obligado a facilitar el acceso del lector a ese experimento intrínseco que es su ensayo. También por eso en “La moviola de Eurípides” celebra la aparición del disco y la audición solitaria, en contraste con el fastidio que le supone la audición en público.

Al punto de comparar la llegada del disco con la invención de la imprenta, pues ambos permiten deshacerse de la presencia del intérprete y conservar sólo su interpretación. Desde ese placer solitario se debe considerar también la gratuidad de su curiosidad y su falta de subordinación a ningún objetivo mercenario que forzase a una argumentación ad hoc. De ahí que, por debajo de todo ello, haya siempre una lógica lúdica, propia de lo artístico, de la que deriva una


El cielo raso

ironía latente bajo el manto de una voz rigurosa y directa. Esta tensión irónica parece sostenerse hasta justo antes de desatarse del todo y descubrirse, mas pocas veces cruza hacia el clímax, aunque lo haga en ocasiones, incluso desembocando en el sarcasmo. Por eso la lectura debe ir por debajo de lo literal, para descubrir esa ironía posible, como en la ya citada “Epístola moral a Laura”, donde no hay nada explícito que nos haga asumir el discurso con ironía, pero es fácil descubrirla como una secreta parodia sarcástica del género y su tono, cuando va alambicando argumentos para convencer a una tal Laura de que su deseado divorcio es un error. Parece como si todo su ensayar girase alrededor de un mismo afán: definir una postura clara ante lo que trata, describir nítidamente su opción, a veces hasta con cierta hipérbole, como en su atrevido descarte de la literatura española que le huele a “taberna”. Porque cuando se infiltra en el campo literario es donde más se percibe ese trazado de sus posiciones, cuyo contundente mapa se revela en La inspiración y el estilo: ahí está su noción de “inspiración” en “II. Inspiración, probabilidad, fascinación”, donde trata la unidad del estilo del Antiguo Testamento al derivar de una sola inspiración; para luego ver la lírica como el único género que puede producirse sólo desde ésta, aunque no baste para completar todo su molde genérico y lo ilustra con Garcilaso y Marlowe. Mientras que en “IV. La entrada en la taberna” trata de reseguir el proceso de abandono y ridiculización del “gran estilo” clásico y la masiva adhesión al costumbrismo en las letras españolas, entre mitad del XVII y durante el XVIII, con un caso pictórico como Velázquez como síntoma de esta mutación y con José Cadalso como paradigma de la desorientación subsiguiente. Más adelante, en “VI. Algo acerca del buque fantasma” se centra en una “estampa” narrativa: el buque fantasma, a partir de La narración de Arthur Gordon Pym de Poe, como instrumento de una narrativa de misterio que escapa a la hegemonía de la novela realista y naturalista del XIX y de su novela de “argumento”. Para fraguar, luego, en “VII. La seriedad del estilo”, una convicción capital: la necesidad de la adquisición de un estilo para superar la coerción de la realidad y dominarla para lograr la imparable virtud de saber inventarla. Fuera de este conjunto delinea otras posiciones como en “Una época troyana”, donde rechaza la novela no concebida con objetivos literarios, sino como caballo de Troya para cambiar la situación político-social. En paralelo a lo que asienta en “La crítica en cuanto antropología”, donde desarticula la categoría crítica de la “novelística”, por tratar la novela sólo desde las circunstancias que la producen y desde la función extraliteraria que esa crítica cree imprescindible que desarrolle; o porque no diagnostica cómo es una novela dada, sino que prescribe cómo debe ser, desde exigencias morales. Se

Joan de Dios Monterde. El ensayo benetiano, ataque envolvente

33 Q

lanza también a rebatir la periodización literaria en “Los límites de la literatura medieval”, aseverando que las divisiones cronológicas de la literatura o el arte no forman conjuntos. Toma para eso el caso de la literatura medieval y se fija en los dos hechos que la limitan: la caída del Imperio romano occidental y la del oriental, y cómo ambas caídas propiciaron el paso desde la complejidad de la prosa a la sencillez sintética del verso, desvelando ahí su menor aprecio hacia éste. Pero es en “Cordelia Khan” donde ofrece una ruta que califica su capacidad de internarse en una lectura, cuando analiza el desajuste de El rey Lear con respecto al género de la tragedia: la falta de necesidad en el origen que predestina la trama (la cólera de Lear hacia su hija menor Cordelia), un final contingente en el que el posible salvador del desastre llega tarde (Edgar no salva a Cordelia), así como la existencia de dos tramas bastante separadas (la de Lear y la de Gloucester). Para luego husmear el substrato mítico de la trama y detectar que Shakespeare no optó por unir a Cordelia y Edgar en lance amoroso —que hubiera sido el detonador de la tragedia más clásica—, precisamente para que la posible perfecta adecuación al género no aplastara el “emblema” que pretendía mostrar: la estupidez humana y el drama que desata sin necesidad. Sus ensayos están ahí, a pesar de la dispersión y la suerte dispar de sus ediciones, perduran como toda obra con futuro: aguardándonos. Sucede con toda obra que da en el clavo, que por encima de sus vicisitudes, sabe persistir en el tiempo, quizá nunca obtiene una presencia hegemónica, pero mantiene su pulso y siempre retorna. Por eso este manojo de parcelas ensayísticas esperan la ocasión de un lector. Pues su voz hecha de magnitudes, junto a ese deseo de diluirse en la práctica y la determinación de definir una postura, lo revelan como un caso de comprensión plena de un género extraño y sospechoso, y la consecuencia de exprimir todas las posibilidades que laten en su forma.

·

Además de la vida, a Joan de Dios Monterde le interesa, sencillamente, la literatura: leerla, intentar pensarla e incluso, en algún rapto de vanidad, imaginar que la hace. Ha tratado de montar una tesis sobre el ensayo literario en España durante la segunda mitad del s. XX, una interminable labor que le ha permitido ir echando al camino algunas migas: una síntesis sobre el género («L’essai est ondoyante»), algún garbeo por la obra de algún ensayista como Joan Fuster («El lugar del ensayista») o el propio Benet, al que también ha dedicado otra mirada parcial («La importación léxica en el ensayo de Juan Benet»). Algún día dará a la imprenta una aproximación al hecho literario, con un estudio sobre la obra crítica y la traducción poética de Joan Ferraté, de cuyo hermano, el poeta Gabriel Ferrater, también bosquejó alguna cosa menor («L’últim Ferrater o com llegir per dins la prosa»). Durante año y pico reseñó narrativa catalana para el Quadern (de la edición catalana de El País), con suerte dispar.


34 Q

Breve panorámica de la novela de un titán José Antonio Vila

.Es cierto que la oceánica producción novelística de Juan Benet no se deja resumir ni analizar fácilmente. Tampoco es posible resumir las dificultades que antecedieron la publicación de Volverás a Región (1967), novela germinal del ciclo regionato (reescrita tantas veces como fue rechazada, según quiere la leyenda), que venía precedida por el libro de cuentos Nunca llegarás a nada (1961) y el decisivo ensayo La inspiración y el estilo (1966). Ambos volúmenes, así como la novela, pasaron con más pena que gloria en el momento de su aparición inicial. En 1967 este ingeniero frisaba los cuarenta años de edad pero era un «contumaz aspirante al mundo de las letras» —las palabras son de Carmen Martín Gaite— desde mucho atrás. Una odisea secreta que se había iniciado en la adolescencia, cuando frecuenta la tertulia de Pío Baroja y se relaciona con Dionisio Ridruejo, y los años estudiantiles, en los que trabó una amistad duradera con Sánchez Ferlosio, Martín Gaite y otros escritores de la generación del 50, entonces universitarios, que se aglutinaron en torno a Revista Española, apadrinados por el intelectual liberal Antonio Rodríguez Moniño. En los ambientes del café Gijón y el Gambrinus también se fraguó la determinante relación de amistad/rivalidad con el precoz y malogrado Luis MartínSantos, autor de Tiempo de silencio. Volverás a Región, aparecida finalmente en Destino, gracias en gran medida al ascendente de Ridruejo sobre el editor Josep Vergès, es la ejemplificación pragmática del quehacer literario por el que Benet había abogado en La inspiración y el estilo: un libro que responde a la conciencia del agotamiento de la estética realista en la cultura literaria de lo que será el periodo final del franquismo. Benet reivindicó el «gran estilo» para la literatura española, y lo hizo con inteligencia, vehemencia y pasión. Un estilo noble que conjugaba la solemnidad de la escritura bíblica y la crónica histórica con la potencia metafórica del lenguaje literario. Esa capacidad privativa de la literatura para emitir «juicios sintéticos», como Benet los llamó en ocasiones, y cuyo más intenso modelo de excelencia lo encontró en las páginas de William Faulkner. Como Flaubert, Benet sostuvo que la prosa es un material «que debe ser exclusiva y totalmente

artístico». A esa aspiración la literatura española había dado la espalda después del Siglo de Oro para regodearse en los placeres de la «taberna», imagen que en Benet reviste las connotaciones más peyorativas y se asocia al costumbrismo y al tipismo: la antítesis del gran estilo. De la crítica a este afán documental se sigue el desdén benetiano por la literatura informativa o docente, que degrada el arte literario a mera constatación de la realidad o a vehículo de mensajes (en la España de la época, la crítica al régimen franquista; objetivo loable moralmente pero fútil en la práctica y a menudo estéril literariamente). Sólo el estilo es capaz de proporcionar al escritor la película necesaria para filtrar la realidad y reinventarla ficcionalmente: «¿Qué barreras pueden prevalecer contra un hombre que en lo sucesivo será capaz de inventar la realidad?», es la conocida conclusión de su ensayo. La dialéctica entre estilo e inspiración, en la cual el estilo se presenta como condición de posibilidad de la inspiración —«el estado de gracia»— es lo único que permite la verdadera escritura literaria. El retorno de María Gamallo (Marré) y su encuentro con el doctor Daniel Sebastián proporcionan el cañamazo argumental de Volverás a Región. La mujer, hija del coronel sublevado que acabó con la resistencia republicana en Región durante la Guerra Civil, regresa a la pequeña y ruinosa población llevada por el recuerdo de Luis Timoner, ahijado del doctor y capitán de la defensa fiel a la República, con quien mantuvo un breve pero torrencial romance durante los días de la contienda. En la apartada y sórdida clínica del doctor Sebastián ambos dialogan en lo que parece una noche interminable. Este diálogo, en el que se mezclan la voz del narrador con la de Marré y el doctor, es el entramado sobre el que el estilo de Benet —elástico pero firme, alambicado y a la vez preciso— reconstruye los hilos de la historia, mientras convoca los fantasmas del pasado y edifica el universo y la topografía de Región, protagonista latente del imaginario benetiano, y que atestigua tanto la influencia literaria de Euclides da Cunha como la circunstancia biográfica de su residencia en los parajes de la montaña leonesa, donde desempeñó su profesión de ingeniero por espacio de un decenio.


El cielo raso

José Antonio Vila. Breve panorámica de la novela de un titán

habitantes de Región son entes que han sobrevivido a su propia destrucción. Como afirma el doctor Sebastián: «El presente ya pasó y todo lo que nos queda es lo que un día no pasó; el pasado tampoco es lo que fue, sino lo que no fue; sólo el futuro, lo que nos queda, es lo que ya ha sido». El tapiz moral sobre el que reposa el universo regionato es uno de fracaso y desolación: la experiencia del sinsentido que caracteriza al sujeto (español o no) de la Modernidad. En Región el tiempo es «un interminable movimiento circular». El silencio que, al final de la novela, impone al amanecer el disparo del Numa, guardián de los límites de Región, como el cancerbero que custodia las puertas del averno. Es el silencio que Franco impone sobre España, pero también la cerrazón del tiempo cíclico de Región. La «malevolencia de un tiempo como el viento», según la magistral definición de Ferlosio. El recuerdo de la Guerra Civil, cuya sombra planea sobre el territorio regionato como una pesadilla sin fin, ha propiciado interpretaciones de la novela en clave de revisión del pasado histórico, comenzando por la inaugural lectura de Ricardo Gullón —«Una región laberíntica que bien pudiera llamarse España»— hasta la de hispanistas eminentes como David K. Herzberger, que han visto en el discurso novelesco de Benet un relato armado a contrapelo de la historiografía franquista. Siendo esto cierto, la novela, sin embargo, trasciende lo que podría ser una interpretación reductora al ámbito político o metahistoriográfico. Los cabos sueltos de la trama, las incoherencias cronológicas de la historia, la identidad nebulosa de ciertos personajes, y otros enigmas sin esclarecer, desbordan el estrecho ámbito de la alegoría antifranquista y ubican al lector en el terreno de lo simbólico —el propio Benet señaló la diferencia entre «alegoría» y «simbolismo» en un artículo sobre Melville—. Volverás a Región, como el resto de novelas de la saga, consiente una lectura mítica donde los personajes, como espectros, hablan desde un más allá narrativo. Ya les ha pasado todo: Región es un inframundo del que no pueden escapar. Es un cliché citarla pero conviene repetir la síntesis de Félix de Azúa: los

Las compartimentaciones en la obra de todo autor son, en el fondo, caprichosas, pero las tres siguientes novelas de Juan Benet —Una meditación (1969), Un viaje de invierno (1972) y La otra casa de Mazón (1973)— pueden agruparse en lo que vendría a ser un «ciclo hermético» dentro del corpus regionato. Obras en las que se acentúa la opacidad de la escritura benetiana a la vez que se profundiza en el laberinto de obsesiones planteado en aquella novela inaugural: desesperación, angustia, ruina, fatalidad, hastío y el destino vivido como una maldición ineluctable. Por eso son tres novelas que, en alguna medida, constituyen la cima más alta de la obra de Benet, en tanto que apuntan directamente a lo más hondo de su centro. Una meditación volatiliza por entero la trama novelesca, reducida a las reflexiones de un narrador sin nombre que evoca una serie caótica de episodios; una retahíla que el lector difícilmente podrá ordenar en la tupida red de personajes y familias regionatas que desfilan por el recuerdo. Pero reconstruir la trama no es el sentido de la novela. El sentido consiste en «ver el paso», como dijo una vez Javier Marías de la prosa de su maestro, en leer, maravillarse y seguir leyendo. Algo que nunca fue tan cierto como en Una meditación. Una novela sin argumento que

35 Q


36 Q

José Antonio Vila. Breve panorámica de la novela de un titán

puede interpretarse como la reconstrucción del modo en que la conciencia rescata la experiencia vivida a través de la memoria, y por ello es posiblemente la que presenta un nexo más evidente con la obra de Proust y las teorías de Bergson sobre la percepción subjetiva del tiempo. La tensión entre el «tiempo destructor» y la memoria es el tema subyacente de Una meditación: «la memoria puede cobijar y atesorar todo lo que en su día tuvo la consistencia necesaria para dejar un rastro indeleble». El ejercicio de la memoria es la necesidad de saber lo que fue «para vencer el dolor que produce lo que es». Pero una «zona de penumbra» rodea el recuerdo. Para la memoria no hay solución de continuidad, sino que devora lo sucedido y lo convierte «en una serie de fragmentos dispersos» e «imágenes rotas», como el eliotiano «puñado de imágenes rotas» que había definido el signo de la Modernidad. Unos recuerdos, no obstante, que desde el punto de vista estético el lector deberá degustar como «fragmentos» autosuficientes o «estampas», diciéndolo con términos típicos de Benet; de ahí la ausencia de argumento discernible en el relato. La concesión del premio Biblioteca Breve hizo de Una meditación un extraordinario succès d’estime y rápidamente se convirtió en un hito de la historia contemporánea de la literatura española, un éxito que a su vez haría de su autor un referente ineludible del panorama cultural de nuestro país en las últimas décadas del siglo XX, y a cuyo mástil unirían su bandera muchos de los talentos más brillantes de la siguiente generación de escritores: los Marías, Azúa, Molina Foix, Guelbenzu, Gimferrer, etc. Un viaje de invierno ahonda en el uso de motivos de la mitología clásica, ensayado ya anteriormente con el personaje de Numa, que enfatizaba la dimensión mítica del universo de Región al remitir directamente a La rama dorada de Frazer. Ricardo Gullón y Félix de Azúa señalaron tempranamente el sustrato que el mito de Démeter, aguardando el regreso de su hija Perséfone del Tártaro, proporciona a la historia de Demetria y su hija Coré. El argumento puede resumirse en la espera en balde de Demetria, que anualmente escribe invitaciones para una fiesta en honor de su hija. Demetria, solitaria y altiva, deambula por una casa silenciosa llevando a cabo su particular ritual de la desolación: «Toda soledad es en el fondo dual, requiere un diálogo y elabora esa fantasmal compañía que define los límites superiores del yo». A este hilo narrativo principal se añade la extraña peripecia de Arturo Bremont, el criado, que debe remontar el curso del Torce para alcanzar los límites de la población cercana de Mantua. Y la presencia de Amat, un personaje fantasmagóri-

El cielo raso

co, de quien no sabemos si pertenece a un pasado perdido o a un futuro hipotético, y con el que Demetria parece mantener (haber mantenido o ir a mantener) una enigmática relación sentimental —descrita alternativamente como un «deseo discontinuo» y un «mal nostálgico»—, y sobre la que se cierne la posibilidad de un desdichado matrimonio seguido, inevitablemente, por la ruptura y el abandono. Historias que se mezclan con la de un innominado profesor de música que recorre las estaciones principales de Europa Central en una extraña peregrinación que lo dejará abatido y defraudado, y que regresa a Región al no encontrar la sabiduría que perseguía, o su destino quizás, sobreponerse a su miedo al triunfo y al desprecio de sus compatriotas, o a su vida subterránea y rutinaria (la historia es oscura en este punto, como en tantos otros). La novela debe su título a «Die Winterreise», colección de canciones compuestas por Schubert y el poeta Wilhelm Müller. Más allá de paralelismos estructurales entre una obra y otra, es posible hallar una afinidad temática entre la narración benetiana y las composiciones de Schubert: ambas tratan de un amor frustrado, no correspondido y sin consumación. A semejanza de la novela de Benet, los lieder no siguen una línea dramática sino que reflejan las reflexiones e impresiones de un hombre abandonado por la muchacha a la que amaba, mientras pasea en soledad durante el invierno: aislamiento, oscuridad y frío son motivos recurrentes en ambas obras. Como la espera baldía del final de un invierno que en Región nunca termina. La novela viene además acompañada de notas al pie y comentarios en los márgenes que tan pronto precisan como contradicen el sentido que transmite el cuerpo del texto; así ninguna interpretación, ni la mitológica ni la lectura a partir de la pieza musical, esclarece la ambigüedad del relato, ya lo señaló Félix de Azúa: «El texto principal se plantea como un mosaico de tentaciones para la interpretación». La otra casa de Mazón es una de las obras menos celebradas y comentadas de entre el conjunto de novelas mayores de Benet, pero merece la pena detenerse en ella. Escrita al hilo de la faulkneriana Réquiem por una monja, la novela intercala una pieza teatral descrita como «drama», que en principio transcurre en el otoño de 1954, pero cuya ubicación temporal es en realidad difícil de precisar, con capítulos narrativos que cuentan elípticamente la historia de la familia Mazón y desgranan su genealogía, una estirpe venida a menos de la comarca regionata. Estos fragmentos interrumpen el relato principal y desentrañan los secretos de la fami-


37 Q


38 Q

lia tanto como arrojan más sombras ellos: se vislumbra una oscura historia de incesto y violación, una delación cometida probablemente durante la Guerra Civil, la traición de un fugitivo moribundo cuya presencia podía resultar incriminatoria, tal vez un pariente fugado de la republicana Región. Tres personajes dominan la acción teatral: Cristino Mazón, un señorito rencoroso que encuentra en la ruina su razón de ser —«La casa es mía. No porque me apropiara de ella, sino por haber renunciado a todo lo demás»—; Eugenia, la criada, que lo soporta con una mezcla de resignación y desdén; y el Rey, personaje deliberada y cómicamente simbólico, tocado con una corona de latón, que se incorpora a este dúo de viejos gruñones. Un fantasma traído a la memoria pero que dialoga con los vivos con prolijidad y desenvoltura. «¿Acaso no representa la tradición? Las costumbres más sagradas, un pasado glorioso», dice de él Cristino. En las intervenciones del tragicómico monarca, Benet da rienda suelta al humor, una característica no lo bastante apreciada en su obra, y que aquí utiliza con eficacia. El Rey se queja por «haber muerto de una forma tan perra», atravesado por flechas y arrojado al río. Me mataron como a un conejo, se lamenta su Alteza. «¿Por qué no se calla usted, rey de la mierda?», responde mal hablada Eugenia. Benet no se resiste a parodiar la dicción del teatro de costumbres (el «verbo ramplón» de Benavente) y hace hablar al Rey como si fuera una portera chismosa: «Eso no lo sabía yo: a ver, cuenta, cuenta, pormenores…». Lo mismo que Cristino, ese otro rey del rencor y de la nada, que, como buen español, sólo desea verse envidiado: «La envidia, Eugenia, la envidia», son sus palabras finales, con las que concluye la obra. Pero lo humorístico no esconde la gravedad del fondo: una presencia ominosa parece cernirse sobre los moradores de la casa, tanto los vivos como los no-muertos, e infundirles a ambos igual pavor. La entrada de esos otros espectros (tal vez el Numa) queda fuera de lo narrado. Es el final que esperan con zozobra, y lo que quizás teman es que su propio resentimiento acabe definitivamente con ellos. Como ese Rey humillado, asesinado por los moros, sobre el que se proyectan todas las derrotas del país, desde la Reconquista a la Guerra Civil, pasando por la Guerra de Marruecos y las Guerras Carlistas. La historia de la ruina española y la insinuación del conflicto cainita de La otra casa de Mazón anticipan temáticamente su siguiente obra mayor, la que le llevó siete largos años de trabajo, Saúl ante Samuel (1980). De acuerdo con la opinión del mismo Benet era la más personal de sus novelas, en la que

condensaba su visión sobre la historia de España y su futuro, sobre la ruina, sobre la «constitución de lo español». La narración gira una vez más alrededor de los sucesos de la Guerra Civil. La alusión bíblica del título es misteriosa y hace referencia a la historia de Saúl, primer rey de los judíos, uncido por el profeta Samuel, que al desobedecer a Dios fue castigado por este y derrotado por los filisteos. Benet nunca estableció cuál era exactamente el significado de este título, sino que, fiel a sus principios, declaró que la novela no estaba hecha con un «programa en la mano». En un texto recorrido por las alusiones a diversos episodios del Antiguo y el Nuevo Testamento, el sustrato de Saúl y Samuel se superpone al de la relación fratricida de Caín y Abel. La ausencia de nombres en los personajes principales contribuye a reforzar lo arquetípico de sus naturalezas y conductas. Según Benet, los caracteres y la historia fueron esquematizados y reducidos a conciencia para ofrecer «exclusivamente sustancia literaria». El centro oculto de la novela lo proporciona la


El cielo raso

traición del menor de dos hermanos al primogénito durante los días de la guerra; una muerte tramada entre el benjamín y la mujer del hermano mayor, que mantenían una relación adúltera. El regreso del hermano menor a Región tras cuarenta años de exilio es el acontecimiento que el primo Simón aguarda desde su retiro en la casa familiar (habitual metáfora benetiana para simbolizar la memoria del pasado y que remite a Volverás a Región, como el motivo de la espera interminable enlaza con Un viaje de invierno) y justifica la referencia al bíblico Samuel del título. En opinión de Gonzalo Sobejano, el hermano más joven debe identificarse con Saúl, rey temerario, desobediente y belicoso; mientras que el primo Simón personifica al profeta Samuel, contemplativo y meditabundo. Saúl es evidentemente también Caín. Pero en las resonancias simbólicas de la novela no hay identificación simple con el mito de Caín y Abel. El hermano mayor, lejos de la mansedumbre asociada a la figura de Abel, compite con el pequeño en ambición, y según rememora Simón, violó en su mocedad a una joven campesina, un hecho brutal que conmocionó al menor de los hermanos y en el que puede situarse el origen de la enemistad fraterna. Los hermanos se encuentran durante la guerra en bandos enfrentados, pero se colige que las pasiones y la voluntad de dominación han sido los desencadenantes de la lucha, entre los hermanos y entre las facciones. En efecto, el hermano mayor, cabecilla en el bando sublevado, describe el conflicto ideológico como el combate entre «dos falsedades» o dos «medias verdades». El juicio de Saúl por Samuel nunca llega a celebrarse, como Benet parece querer suspender el juicio del lector, haciéndolo asistir a los hechos y rehuyendo la simplificación maniquea. A ello contribuye el juego de perspectivas, que debe algo al de El ruido y la furia, en el que varios personajes fijan su mirada en un mismo punto del pasado. Aquí el narrador monolítico típico de las novelas regionatas —omnisciente pero oscuro, que su autor llamó «narrador absoluto»—, se combina con la focalización en el punto de vista del primo Simón-Samuel y el de la abuelasibila, autoridad silenciosa de la familia y observadora de las tragedias de sus vástagos. En Saúl ante Samuel se concedía un mayor protagonismo a las escenas militares, prefigurando así el proyecto de Herrumbrosas lanzas (1983-1986), centrado en las operaciones bélicas en Región: los intentos republicanos por mantener su plaza fuerte en la capital de la comarca y tomar la población de Macerta, sublevada y sumada al alzamiento nacional. La novela se publicó por entregas y estaba divida en

José Antonio Vila. Breve panorámica de la novela de un titán

«libros» (de hecho, el anticipado cuarto volumen nunca vio la luz, quizás debido a una resonancia comercial menor de la esperada o al cansancio de Benet), algo que ha llevado a Francisco Rico a sostener que la novela estaba escrita bajo el signo de la épica y que seguía las pautas de las epopeyas tradicionales, de la Ilíada a la Chanson de Roland. Al tono épico también contribuyó la imitación consciente de la crónica y el relato historiográfico; pero tanto en la descripción de las maniobras tácticas como en la historia del comandante republicano Eugenio Mazón y su familia (que ocupa todo el segundo volumen), se percibe un intento de acercamiento a una narración realista de tintes más convencionales. Este Benet tardío contrasta con el Benet de ardua lectura de los años sesenta y setenta (Una meditación consta de un solo párrafo, sin puntos y aparte) y es indicativo de la transparencia que es verosímil aventurar que hubiera adquirido su escritura de haberse concretado el acercamiento al que Herrumbrosas lanzas parece señalar. No obstante, la temprana muerte del autor, el cinco de enero de 1993, impidió que cuajase esta nueva dirección. Ante el empaque rotundo de estas obras recensionadas el resto de novelas de Benet pueden palidecer y verse como «obras menores». Menores por su menor ambición, pero ningún buen benetiano debería desdeñarlas. Afortunadamente, el misterio y la calidad literaria de esas obras mayores impregnan el conjunto de toda su obra. Además, esas otras novelas pueden representar para el neófito una excelente puerta de entrada a su narrativa, como lo son igualmente sus narraciones breves o las deliciosas fábulas, desbordantes de ironía y sorpresas. La extravagante En el estado (1977) es un divertimento que probablemente constituye la menos satisfactoria de sus obras, pero El aire de un crimen (1980) representa una lograda incursión en el género de la novela criminal, narrada con brillante economía lingüística y sobre la que se perfila la sórdida historia de Santuario de Faulkner. Remarcables son también En la penumbra (1989), novela cuasi dialogada que en su reflexión sobre el acto de narrar guarda un parentesco lejano con el Coloquio de los perros cervantino, y El caballero de Sajonia (1991), interesante novela histórica basada en la vida de Martín Lutero que contiene una de las mejores representaciones del diablo como un Mefistófeles socarrón. Es cierto que es imposible resumir o analizar en unas pocas páginas la novela de Juan Benet. Valga este humilde artículo como recordatorio de sus muchas virtudes y breve panorámica de la novela de un titán.

·

39 Q


40 Q

Microrrelatos inéditos de Lorena Escudero

Cementerio de bicicletas Tras la estación de trenes hay un verdadero cementerio de bicicletas. Somos muy listos y lo hacemos muy rápido. En cada fila caben exactamente cincuenta y dos bicis, y cada sábado temprano se completan las primeras filas. Entonces actuamos nosotros, muy deprisa. Abrimos los candados de las bicicletas de la primera fila y las movemos a la última. Después permutamos todos los candados. Tenemos que darnos prisa, tardamos casi toda la mañana en realizar esta operación. Pero somos muy listos, y cuando los dueños regresan, ninguno es capaz de llevarse su bici: o no la encuentran o su llave no sirve. Así se van olvidando, abandonando, perecen cada sábado cincuenta y dos bicicletas más, crece el cementerio. Nos divertimos mucho y somos muy listos, aunque en realidad no sabemos qué sucede con las que dejamos en la última fila. Van desapareciendo cada semana, se las comen los gusanos.

Carta junto a una carta Amor. Con esta nota intentaré paliar la sorpresa por mi marcha, explicar la razón de la carta que acompaña. Durante todo este tiempo he escrito sobre las cosas que he callado, que no queríamos oír. Pensamientos destinados al silencio que oprimían mi garganta y debían ser expulsados de algún modo. Así comencé a escribirte cartas. En algunas te explico cuánto te quiero y por qué sé que lo nuestro funcionará. En otras te odio y te culpo de que lo nuestro no funcione. Todos los matices de ambos extremos han sido volcados al papel. Y son demasiadas cartas. Amenazan mi cordura apilándose en las estanterías. Su número advierte que no pueden ser ignoradas, que ha de haber un final. Así que he cogido una al azar. No sé cuándo fue escrita, ni si contiene un dulce o amargo desenlace, pero ya no importa. Te dejo que leas. Siempre.


Lorena Escudero. Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Lorena Escudero (1985) vive dentro de un cajón de su escritorio. Nació en Soria y creció en Salamanca, y acaba de publicar su primer libro de microrrelatos titulado Negativos (Torremozas). Lorena quisiera ofrecerse en sacrificio a tiempo completo a la musa, pero se distrae fácilmente con la Física de las cosas (hace poco terminó también su doctorado en Física de Partículas).

Los campos de batalla Algunas veces su casa, claro, porque a los dos nos gusta ese juego de invasión y dominio, tener la seguridad de tus toallas y tu champú, las cerillas que compraste la semana pasada a mano. Dejar que después falten algunas. Otras veces mi apartamento, introducirla en mis reglas y mi orden, donde las cosas son del color que me gusta, donde yo elijo el aroma de las velas. Dejar que predomine su perfume después. También terreno neutral: ciudades nuevas para ambos, habitaciones de hotel, tácticas y estrategias para conseguir el poder, el lado preciso de la cama, la elección del menú. Es importante mantener el equilibrio y evitar acorralamientos como visitas familiares o cenas en casa de amigos. Trabajar para que cada rincón sea finalmente parte de un inmenso campo de batalla: un cepillo de dientes, una camiseta olvidada, fotografías, sábanas compradas juntos, cajones compartidos. Y librar un día la batalla perfecta, la total rendición mutua.

Arquitectos No ha sido difícil aprender vuestro idioma. Conocemos las imágenes de vuestros sueños, todas las formas de nombrarlas. Somos los arquitectos: sumamos las piezas con las que cada noche construís sin saberlo vuestra eternidad individual. Desde hace milenios seleccionamos vuestros anhelos y diseñamos una imagen única, hermosísima, uniéndolos. Pero ya no caben más. Tenemos que advertiros: ya no hay espacio. Podéis dejar de soñar. Nosotros suponemos pues nuestra extinción y nos despedimos. Fin del mensaje.

41 Q


42 Q

Poemas inéditos de Jordi Virallonga

Recto gobierno progresista

La medida imposible del mar Hola, mamá, no te enfurezcas, sé que estás muerta y que Dios no existe, que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas que te harían desgraciada, pero hoy estaba con Vera en el balcón, el mar tenía la medida imposible que te ha reemplazado, y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos, por las ganas de que existas, que ya ves, ya sé que no me ves, y que no voy a preguntarte por mis hijos. No quiero hablar de ti porque te llevo en esta niña que soy yo cuando fui tuyo, que te haría ser más joven, menos muerta, no esta ruina permanente sin columnas que no acaba de asolar la tempestad, esa última sed, la vencida inmensidad del abandono.

Logramos que no se exhibieran animales enjaulados ni en el circo, que no se mataran toros en las plazas, que los perros y gatos no se comportaran como bestias. Ahora vamos por las mantis religiosas que devoran a sus parejas tras cubrirlas. Y a las hienas y leonas les quedan dos días, que lo sepan.

Jordi Virallonga (Barcelona, 1955). Ha publicado diez libros de poesía, entre los que se encuentran Crónicas de usura (Premio Ciudad de Irún, 1996), Todo parece indicar (Premio Valencia, Alfonso el Magnánimo, 2003) o Hace triste. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas. Asimismo es traductor al español de poesía en lenguas románicas, y antólogo, especialmente

Esto lo escribí porque a veces, cuando me siento mal porque no preguntan por ti y les digo, y sé o no sé, mamá, tú me conoces, necesito inventarme al abuelo que no tuve y al que tuve, al puto padre que te parió, y que en mi casa hubo amor, hubo reina, hubo gente extraordinaria.

del catalán, en ediciones bilingües, entre ellas la Poesía completa de Joan Salvat-Papasseit y de la antología Sol de sal. También ha publicado ensayos sobre poesía contemporánea. Es doctor en literatura española, catedrático (EU) de la Universidad de Barcelona y presidente del Aula de poesía de Barcelona. Estos poemas pertenecen a su libro Incluso la muerte tarda, de próxima aparición en la editorial Visor.


El castillo de Barba Azul

Jordi Virallonga. Poemas inéditos

Lo inmoral sin importancia El carnicero sabe si comes sola en navidad, la mañana huele a mantequilla, la atraviesas como el cristal por esas calles que se alargan entre tú y la gente.

Antes de que vuelva la riqueza Antes de que vuelva la riqueza quiero recordar el frío del alambre, la sangre resbalar por las tijeras, el agua sin presión, los nada pensionistas rebuscando entre basuras, la estatua de sal arrodillada ante el mercado, las caries de los chaperos, la luz de Navidad deslumbrando la miseria, la mala poesía, a quien vive del cuento quiero recordar, el pésimo gobierno, al inquilino que admira al propietario, las fiestas ciudadanas, las jóvenes princesas que nunca reinarán ni que vuelva la riqueza. Cuando vuelvan las vacas bien cebadas y en la calle haya grano y vuelvan el dinero y la vergüenza a enmascarar la razón lacerante de las bestias, antes de que vuelva todo esto quiero acordarme de todos los lugares donde por la pobreza no pasa ningún río, y quiero que me duela quienes dieron la vida por no sucumbir o por no delatar al compañero. Creo que hay que anular a quien se beneficie del dolor de otro y de quien lo haya permitido, en nombre propio y de quienes yacen humillados en fosas, en nichos o esparcidos, sin quererlo, en rincones donde no alcanza el viento y crece recia con el polvo la maleza.

Más o menos previsible, como gota que resguarda una mampara, la ciudad te ofrece pocas sorpresas, comercios antiguos iguales a tus días, una hora digital para comer sin elegancia. En el parque los amantes buscan pisos, pesos y medidas, un refresco, el de siempre, para que pase el rato, tú en cambio deseas una noche de aguacero por las calles de París, respirar fertilidad, comprar latitas, recetas de fascículos dominicales, preparar un festín con alguna vanidad que roce lo inmoral sin importancia. En esta catalepsia, cuando la ciudad corresponde exactamente al letargo de los pastos, las basuras se llenan de restos de acelgas, lo mismo que los periódicos de malas noticias que evitas, eliges música en la radio, revuelves lo perverso con las sales, te bañas con la luz de las rendijas, con el ángel de la espada fulminante, y asola un terremoto la bañera. Ya tienes entonces tu milagro, luego enfilas el pasillo lo mismo que esas calles por las que pasas laborable y maquillada, abres la nevera, se pudren los tomates, fríes las cebollas, calmas la sangre que adentella los fiambres llenos de ojos, sirves al amor como a tus padres, a la historia de los hombres y más hombres que te acostumbraron al besito y la ensalada, cuando tú desde niña querías casarte con un príncipe, virgen y sensata, y ya es tarde para ser una perdida.

43 Q


44 Q

«EL TEATRO AMENAZA CON RECONOCERNOS EN EL OTRO»

.Junto a Antonio Rojano, María Velasco y Paco Bezerra, Alberto Conejero forma parte de una generación de dramaturgos que surgió hace diez años y que parecían condenados a ser los eternos emergentes. Hoy son ya la confirmación de uno de los grupos literarios de mayor interés dentro del panorama de las letras españolas actuales. Una de sus últimas obras, La piedra oscura (Antígona, 2013) narra los últimos días de Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca, compañero y amante de Federico García Lorca. El Centro Dramático Nacional ha sido el responsable de su reciente puesta en escena, que ha supuesto tal éxito de público y crítica, que abrirá de nuevo su programación

ENTREVISTA A

Alberto Conejero Daniel López García Fotografías: marcosGpunto

en Madrid el próximo mes de septiembre, para más tarde visitar de nuevo diferentes capitales españolas. Sobre teatro y poesía, sobre lectores y público, y sobre escritura y recepción hablo con el escritor una tarde de finales de marzo en Madrid. Comienzas a escribir teatro hace aproximadamente diez años junto a una serie de dramaturgos con los que compartes un profundo impulso literario. ¿De dónde surge tu interés por el teatro? Es curioso porque siempre me he identificado más con la poesía, que es además lo que más leo. Nunca he dejado de leer poesía, y sin embargo sí soy muy mal lector de narrativa. De hecho, en

estos momentos el proyecto que tengo entre manos es un libro de poemas. El otro día me preguntaba Antonio Lucas qué voces me estaban acompañando ahora, y yo empecé a decirle todo lo que tengo presente para ese poemario que estoy escribiendo. En ese momento, me pareció estar habitando otro siglo, cosa que no me pasa con el teatro. En poesía yo estoy ahora con Cernuda, con Idea Vilariño, con Jaime Gil de Biedma, con Claudio Rodríguez, obviamente con Federico García Lorca, con Hart Crane, etc. Y entonces, ¿cómo llegas al teatro? Pues, irremediablemente, llego al teatro por la poesía, estudiando a Fede-


La voz humana

rico García Lorca. A partir de su poesía, llegué a Bodas de sangre que fue la primera obra de teatro que leí, y en ella me encontré con el lenguaje. En ese momento, el teatro me pareció un contenedor con capacidad para albergar todas mis inquietudes. Por un lado, toda la parte de ficción, de relato, de una parte diegética que me interesaba mucho; y por otro lado, encontré que el teatro tenía la capacidad de contener la materialidad del lenguaje. En ese momento empecé a leer teatro y no he parado hasta hoy, aunque nunca haya abandonado la poesía. De hecho, creo que en parte mi teatro tiene mucho que ver con ella, y en este sentido, mucho de lo que se me señala, aplaude e incluso acusa a veces, a partes iguales, es precisamente la presencia del elemento poético en mi teatro. A veces se asocia el adjetivo poético con lo lírico, confundiendo la dimensión poética de la palabra literaria con su expresión lírica. ¿En qué sentido es tu teatro poético? Efectivamente. Yo vengo de la literatura. Hay otros compañeros de promoción que vienen del campo del audiovisual y sus elementos son más cinematográficos. A veces me siento como uno de los últimos de Filipinas, de los de EGB, BUP y COU, y reconozco parte de mi adolescencia en la literatura antes que en otros medios. En ese sentido, una inquietud en mí que he mantenido siempre constante ha sido la materialidad del lenguaje en el teatro a través de lo literario. Y creo que es importante plantearlo así porque considero que cada vez que el teatro aproxima su lenguaje al del cine o la televisión, pone un clavito más en la tapa de su ataúd. Comparto totalmente eso que dice Aristóteles de un lenguaje sazonado, un lenguaje que tiene que ver con los sentidos, que remite más al mundo sensorial, que el lenguaje tenga sabor y que tenga un peso, que se

Entrevista a Alberto Conejero

vea y que se pueda tocar. Por ello, me asusta mucho cuando observo cierto descuido en el uso del lenguaje en el teatro, ya sea por parte de mis propios alumnos de escritura dramática o por parte de mis compañeros escritores de teatro. Creo que el texto teatral no es material fungible. Una cosa es el texto literario-dramático y otra cosa es el texto espectacular, y creo que los hombres y mujeres del teatro debemos ser también guardianes del lenguaje, y creo que el texto siempre puede ser leído autónomamente de la representación. Y en este sentido, ¿cuáles son tus referentes literarios desde el teatro? Yo tengo cierta deuda con autores como Bernard-Marie Koltès o JeanLuc Lagarce. No tanto ahora que me estoy dirigiendo hacia otros lugares, pero con ellos asistí al descubrimiento de un teatro portador de un leguaje absolutamente excepcional, que reflexionaba sobre la palabra y que era capaz de desbordar los mecanismos miméticos hacia lo diegético. De repente, en el teatro de estos autores se daba una recuperación de la propia teatralidad del lenguaje independientemente de la acción, se partía de un lenguaje portador de una teatralidad per se. Me parece curioso que éstas sean cosas que tengamos que volver a decirnos. Hemos dado muchos pasos atrás, es como si nos hubiéramos empeñado en demostrar que el teatro es palabra en acción, cuando esa acción está depositada en la propia tensión del lenguaje consigo mismo. A veces, cuando hablan de lo poético en mi teatro, me da miedo porque, como tú bien señalabas, lo desplazan hacia lo lírico, estableciendo una tensión entre lo dramático y lo poético, cuando yo creo que lo poético es precisamente, y debe seguir siendo, el vehículo del lenguaje en el drama. La dimensión poética de la palabra como tú decías. Para mí el mejor

teatro siempre ha sido el de los poetas, y obviamente cada uno desde un estilo muy distinto. Para mí Harold Pinter es uno de los grandes poetas del siglo XX, y su teatro es un ejercicio de depuración lingüística, de sustracción y de ocultación. De verdad que creo que Pinter es uno de los grandes poetas del teatro, y lo es desde un tipo de poesía que a mí, personalmente, me conecta con los poetas metafísicos por lo cincelado de la palabra. Es en ese sentido donde considero que mi teatro tiene un impulso poético, no en el sentido del lirismo, sino en la consideración de un lenguaje que goza de cierta autonomía y que es capaz de crear una tensión con la acción. El día en el que el teatro no reivindique como propia la dimensión poética de su lenguaje, tendrá su mayor batalla perdida. Además de por ese impulso de la palabra poética, tu teatro también se caracteriza por la polifonía de otros textos y otras literaturas. Desde luego se podría decir que hay en mi teatro un bosque de otros textos, y te puedo asegurar que tampoco es voluntario. Cliff (Acantilado) (2011)1, por ejemplo, está armada sobre La gaviota. Podríamos decir incluso que esta obra vendría a ser como una reescritura, una paráfrasis de la obra de Chéjov, junto con intertextos de Cole Porter fundamentalmente. En Ushuaia (2014) está por detrás Moby Dick, y en parte también la Iliada, incluso cierto resabio borgiano. En el momento en el que escribí esa obra, leía mucho a Borges, e inevitablemente está muy presente en ella. Y en La piedra oscura (2013), obviamente, se encuentra el propio pulso poético de Federico. En este sentido, cuando a veces también se me dice eso de que es un teatro muy literario, me 1. El año entre paréntesis es el de la primera edición de la obra

45 Q


46 Q

narrativo, que aquello no podía ser un texto teatral y que era demasiado posdramático. Yo no tengo ninguna forma preconcebida de lo que es un texto teatral, considero que la sustancia de cada obra genera su propia forma. La piedra oscura es un texto clásico que incluso respeta la norma de las tres unidades, más o menos; Cliff (Acantilado) es un texto compuesto por materiales para una puesta en escena, que, sin embargo, pone en juego una estructura de peonza: junto a un planteamiento clásico aristotélico hay un leitmotiv sobre el que se vuelve de una manera constante, creando una composición casi rizomática, podríamos decir. Ya te digo que no tengo la idea de una forma teatral fija a la que siempre vuelvo, sino que el asunto, la trama, los temas, el contenido de la obra van generando su propia forma.

parece que el hecho de que sea literario no es una opción desde el punto de vista creativo, y además me asombra que se considere una excepción. Desde el punto de vista formal, también ser percibe ese impulso creativo y literario. Recuerdo por ejemplo en tu obra Húngaros (2003) una escena exenta de diálogo, una extensa acotación que podría ser perfectamente un relato. Pienso siempre en Maeterlinck cuando éste dice que un texto teatral es aquello que yo decido que sea un texto teatral, y no otra cosa. Hablo, por ejemplo, de

Koltès y de La noche justo antes de los bosques, o hablo de los textos de Sarah Kane, o hablo de los textos de Rodrigo García. Normalmente tenemos como tres barajas para juzgar a los textos teatrales. Me acuerdo, por ejemplo, de una crítica malísima que tuvo La piedra oscura cuando se estrenó en Montevideo, y que acusaba al texto porque no tenía ninguna indagación formal, de ser un texto absolutamente clásico y de estar escrito a espaldas de las últimas corrientes. Cuando escribí Cliff (Acantilado), por ejemplo, me señalaron que era un texto muy lleno de poesía y muy

En este sentido, la lectura de tu teatro me hace pensar en lo estéril de la discusión sobre la forma teatral, frente al interés que tiene la búsqueda y el encuentro de voces que, articuladas en textos literarios, sean capaces de generar textos espectaculares. Sí, desde luego. Jean-Pierre Sarrazac ha hablado muy bien de esto. Parece que nos hemos quedado con Lehmann y el desarrollo de su antipoética, que ha acabado convirtiéndose en la peor de las poéticas, marcando la preceptiva de lo que debe ser el teatro hoy en día, y esto es algo muy castrante. Frente a él, Sarrazac tiene una mirada mucho más generosa y mucho más amplia. Él habla del desbordamiento de del drama. Para él, ese desbordamiento tiene que ver con la reteatralización, la recuperación de elementos como lo diegético, lo narrativo, lo que siempre ha estado en el teatro desde sus orígenes y que, de repente, fue expulsado por la posmodernidad y el realismo llevado al extremo. Por ejemplo, con Cliff (Acantilado) yo quería un tipo de


La voz humana

escritura testamentaria y retrospectiva, que rozase lo biográfico. De hecho, lo podría considerar mi texto más autobiográfico. Cuando me preguntaban qué es lo que me había llevado a escribir sobre un personaje del star system de Hollywood, mi respuesta era que lo hacía a modo de testimonio, desde un lugar absolutamente íntimo. Es el texto con el que, sin duda, siento menos al personaje como una realidad ontológica interpuesta entre el drama y yo. Eso fue posible por el desarrollo de una voz articulada a partir de un monólogo, casi de la misma forma que se articula la literatura testimonial, pasajes de lo autobiográfico o lo epistolar. Creo que ya, a estas alturas, debemos dejar de lado ese debate de lo que es un texto teatral, que es bastante estéril como tú dices, y hablar de la teatralidad de los materiales. Desde una perspectiva teórica, hemos ido desgranando hasta ahora algunas de las características de tu teatro. ¿Qué otras continuidades estableces en tu obra? No tengo conciencia de haber ido forjando ninguna continuidad temática, ni siquiera formal o estilística, en todos estos años. Simplemente, los textos van surgiendo y agrupándose, y generando un supratexto mayor que sería supongo el conjunto de tu obra. No obstante, es cierto que cuando miras hacia atrás ves como emergen elementos e inquietudes comunes. Hace unos meses, por ejemplo, mi traductora griega me decía que si me había dado cuenta que en todas mis obras sonaba un gramófono. Y era cierto, y no me había dando cuenta. Tanto en Cliff (Acantilado), como en Ushuaia, como en La piedra oscura sonaba un gramófono, y en Húngaros no, pero porque lo que sonaba era un radiocasete con la Mala Rodríguez. En ese sentido, sí que es cierto que es una constante la presencia de la música. También lo es el diálogo con

Entrevista a Alberto Conejero

otros textos, como ya hemos hablado antes, y en ese sentido podríamos decir que hay una presencia de lo literario también. También podríamos hablar de la historia como sustancia dramática, a modo de espejo con el que poder interrogar a nuestro presente, y así está en Ushuaia y en La piedra oscura. El biodrama, que sería un subtema dentro de este último de la historia, por el que trato momentos de la vida de Montgomery Cliff en Cliff (Acantilado) y de Rafael Rodríguez Rapún en La piedra oscura. A ambas obras que coincidieron en cartelera, se le sumaría otra obra que tengo escrita a partir de Álvaro Retana, titulada La extraña muerte de una cupletista contada por su perro (2014), y que ha sido la última que se ha publicado. Luego, temáticamente, a la postre todos los escritores tenemos un puñado de obsesiones a las que volvemos una y otra vez. Cada vez me doy más cuenta de que mi teatro es un teatro de fantasmas y de ausencias, que hablo mucho de la redención, del perdón, de la necesidad de ser en los otros, de la capacidad salvífica del amor, cómo a la vez que nos salva nos condena. El tratamiento del amor sí que me ha llamado mucho la atención. En todas tus obras los amantes siempre terminan siendo aplastados. Sí, y eso tiene que cambiar [Se ríe]. Espero que cambie de hecho. Ahora que lo dices, incluso en esta última que se ha publicado, La extraña muerte de una cupletista contada por su perro, sí que cambia el tono de la obra porque es una comedia, pero los amantes tampoco acaban muy bien. Creo que puede que ser por ese reconocimiento del amor que hay en mi teatro, que puede salvarnos pero que para ello suceda, se debe aceptar su carácter trágico. Quiero pensar que mi teatro tiene un triste mandato de esperanza, y La piedra oscura ha sido un punto de inflexión en

ese sentido, de confianza del hombre pese al hombre y del amor como una cuchilla de doble filo, aquello que nos salva y nos condena a la vez. Podríamos nombrar también la influencia de la literatura clásica en tu escritura como otra constante. Es evidente en Oriente (2009)… ¿Tú has leído Oriente? Pobre. Oriente fue un montaje desastrado. Tuvo muy malas críticas. Se trato de un encargo, tenía que llevar el Otelo de Shakespeare para tres personajes, aunque en realidad eran cuatro, tres en escena y uno que no está presente físicamente pero al que se refieren todo el tiempo. Y siendo sincero, ese texto lo escribí sin pensar en la realidad de la escena, de la compañía para la que estaba escrito, no conocía los medios que había, y produjo ciertas fricciones. En cualquier caso, sí que existe en ese texto una influencia de elementos clásicos que seguirás desarrollando más tarde. Por ejemplo, el tema de la ceguera —una obsesión en los griegos—, cómo ésta otorga la capacidad reconocer la verdad de las cosas una vez que nos hemos librado de su apariencia formal. Desde luego, el sentido en mi obra es el que tú expresas, de cómo al mirar las cosas las observamos con la ceguera de la realidad y al vernos desprovisto de la mirada, y por tanto, de la forma, podemos ver más allá de la apariencia. Eso está profundamente arraigado en lo clásico, como planteas, que yo relaciono también con Borges. De hecho, hay algo en la necesidad de la propia ficción para encarar ciertas cosas. Cuando hablas de esa obsesión griega, con la que estoy plenamente de acuerdo, creo el propio mirar, el conocimiento, el dolor y la ceguera, todos ellos están relacionados con el lugar del arte como escudo del hombre ante su propia realidad. Cómo, de repente, la propia ficción se

47 Q


48 Q

erige como un escudo que nos permite mirar ciertos aspectos de la realidad que de otra forma serían insoportables. En este sentido, Ushuaia es la encrucijada de todo mi teatro, el anterior y el que viene ahora. En esa obra está todo lo que hemos hablado hasta ahora y, además, esa influencia clásica que tú comentas. En esta obra recorro ese camino que va de Edipo hasta Borges. Otra de las constantes también presente en Oriente, y que continuará en las siguiente, es la guerra como signo espacio-temporal donde sitúas la trama. Sí, desde luego. La guerra es un tema que está bastante presente en mi obra tanto en Oriente como en Ushuaia, pero también en La piedra oscura y en La extraña muerte de una cupletista contada por su perro. En torno a ella he articulado dos ideas, una en Oriente y otra en Ushuaia que son parecidas pero que tienen un matiz singular cada una. En Oriente me interesaba el concepto de guerra líquida, de las guerras en diferido y espectacularizada, de no ver la verdadera guerra. La guerra en lo fundamental no ha cambiado, y sin embargo la presentación de la guerra es totalmente distinta, nuestra relación con ellas está totalmente mediatizada. Lo que me interesaba en esta obra era ver el encuentro de unos jóvenes de occidente en una guerra en oriente. En el caso de Ushuaia hay algo que me obsesiona particularmente y que es la ética de sofá, el mandato de lo heroico desde el sofá. Creo que el teatro debe mostrar las incertidumbres, que tiene que ser el lugar para mostrar aquello que nos pone en riesgo a nosotros, y que debe evitar dar lecciones. En ese sentido, me interesaba mucho algo que veo muy enconado en mis conciudadanos: la facilidad con la que se juzga y se sentencia desde una comunidad burguesa. Me sorprende la facilidad por la que todos tenemos una opinión y un juicio. Tan-

to en Ushuaia quería mostrar aquellas figuras que vienen a desafiar y cuestionar unos absolutos o maniqueísmos morales donde cada vez más estamos instaurados, que tienen que ver con esa necesidad de establecer un juicio inmediatamente y de opinar sobre todo sin reflexión, donde no hay zona para el gris y todo es blanco o negro. Esto que planteas en Ushuaia quizá se encuentra depurado en un grado de expresión mayor en el caso de La piedra oscura. Claro. Precisamente La piedra oscura lo explora en la figura de Sebastián, como ejemplo de una persona del bando de los otros vencedores que son también víctimas del conflicto, y plantea esas terribles paradojas de quién es el cazador y qué busca cazando, desde dónde se administra la justicia, qué deseo realmente se está satisfaciendo cuando se va a dar caza a un nazi anciano en el caso de Ushuaia o se va a asesinar a un soldado republicano preso en el de La piedra oscura. En algún momento, uno de los personajes de Ushuaia dice «yo que estuve ahí, no sé lo que ocurrió». Y creo que, en ese sentido, el teatro debe hacernos sentir una amenazante compasión por el otro, por nuestro contrario, que tiene que servir para reconocernos en aquellos que no somos nosotros. Cuando eso se pierde, me pone muy nervioso el teatro de certidumbres porque es un teatro panfletario, y no entiendo su función más allá de que los convencidos vayan a aplaudirse a ellos mismos. De hecho, algunos de tus personajes parecen estar habitar en una encrucijada entre dos mundos, sin más certeza que la de la dificultad para elegir. Efectivamente. Ahí está el Basem de Oriente que siente que ha traicionado a sus dos países. O Rosa en Ushuaia que expresa «tengo que traicionarte o traicionar a los míos». Rosa que empieza

como una espía para los judíos, al final acaba enamorándose de joven alemán. Obviamente, yo trato de situar mis textos en la zona del dilema. En la historia de Ushuaia, este chico en realidad es un administrativo, no es el verdugo, forma parte de esa cadena terrible y su papel testificar los trenes que saldrán para los campos de concentración. Es verdad que mis personajes están en ese dilema, entre quienes son y donde el amor los lleva La piedra oscura depura también ese dilema y lo expresa con los personajes de Rafael Rodríguez Rapún, miliciano y amante de Lorca preso por los nacionales en los últimos días de la Guerra Civil, y Sebastián, su joven carcelero. Claro, sin duda. En La piedra oscura Rafael al principio ni siquiera ve al muchacho, es incapaz. Los dos son portadores de un lenguaje que no funciona como tal, no tiene ninguna función comunicativa, sino más bien una función fática o metalingüística. No comunica nada en realidad. A Rafael le cuesta ver a Sebastián, y le cuesta entenderlo, hasta que el lenguaje va acercándolos y los va mostrando el uno al otro, y el propio Rafael acaba quedando en otro dilema respecto a Sebastián, y no en el aparente de inicio que era el impuesto por la separación en dos bandos por la Guerra Civil. Es más, va a ser ese muchacho que pertenece al ejército enemigo el lugar donde Rafael encuentre la redención. Hay algo en mi teatro de quitar el suelo a los personajes, de mover el suelo de nuestras propias certidumbres. Creo que esa debe ser la misión del teatro, conmovernos como comunidad de ciudadanos. Creo que en ese sentido, La piedra oscura y cumple con ese objetivo, e intuyo que la conmoción ha estado presente desde su proceso creativo en el que colaboraste con la familia de Rafael Rodríguez Rapún.


La voz humana

Totalmente. Y no sólo porque en todo momento colaboraron conmigo y me facilitaron el trabajo de documentación abriéndome las puertas de su casa, sino que además permitieron que se generase una intimidad, un lugar de vivencia compartida con los recuerdos de Rafael y la historia de la familia. Esa intimidad, esa extraña intimidad con alguien al que no se ha conocido, sólo fue posible gracias a la generosidad de la familia. La piedra oscura ha sido una obra que no ha dejado de conmocionarme. Acabo de estar ahora en Moscú con la obra, y la gente al verla se sentía amenazada en el mejor sentido con el texto, cuestionada y apelada. La respuesta con La piedra oscura en Madrid ha sido también muy radical, de personas llorando. La gente del teatro tenemos que confiar en la capacidad sustancial del teatro para establecer empatía con el espectador, porque la intimidad que se establece entre los intérpretes, sean quienes sean, y el público no la tienen otros lenguajes, que tendrás otras cosas pero no esto. La intimidad que se genera en una sala de teatro es diferente por la propia convivencia de los cuerpos, y en ese sentido el teatro es una realidad que pesa. Creo que la gente del teatro no tenemos porqué tener miedo de regresar al drama. Creo que a veces tememos mucho la emoción en el teatro y en la literatura en general, que tiene que ver con cierta asepsia relacionada con algunas corrientes en el arte de los años sesenta y setenta, pero creo que hace falta un retorno a la emoción más sencilla y que el teatro, por sus características, puede generar como muy pocos sistemas. Desde luego, el teatro como género literario contiene ese aspecto físico en un grado impensable por otro cauce de expresión, que no ha sido superado y que no parezca que vaya a desaparecer. Por supuesto, porque hay algo de raíz antropológica que tiene que ver con

Entrevista a Alberto Conejero

una radicalidad del ser humano que es la necesidad de compartir una historia con el otro frente a frente, y eso no va a desaparecer nunca. A mí lo que más me interesa del teatro es el encuentro con el otro, el encuentro físico con el otro. Yo postergué y subordiné la poesía a la forma teatral porque el teatro podía hacer presente un impulso poético con los cuerpos presentes, y que al tenerlos ahí persigue que se conmuevan. Eso lo echo en falta en la poesía, y te hablo quizá desde una perspectiva de huésped inesperado para la poesía, pero veo a veces que

la poesía está muy falta de temblor, muy falta de encuentro con el otro.

·

Daniel López García (Sevilla, 1980) es periodista y escritor. Licenciado en Comunicación y Máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Sevilla, actualmente trabaja en su proyecto de tesis, centrado en el estudio comparado de la literatura dramática de mitad del siglo XX en EEUU y el teatro español actual. Ha participado en varios congresos internacionales de literatura como ponente, y colabora y ejerce la crítica literaria en medios como Revista de Letras, Quimera o La tormenta en un vaso, entre otros.

49 Q


50 Q

Cintio Vitier y Lo cubano en la poesía Alberto Cabello .A raíz de su VIII Congreso en 2014, la Unión de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC) se propuso debatir los estatutos y los reglamentos de la organización en un largo y participativo proceso que va desde la base hasta la dirección nacional y que busca, en los últimos meses, actualizar posiciones en torno a la cultura y la sociedad cubanas. La reciente y relativa aproximación entre Cuba y los Estados Unidos, paralela a este proceso, parece abrir ciertas esperanzas de normalización cultural en el seno de ambos países. Ocasión propicia para revisar la obra canonizadora por excelencia de la literatura isleña: Lo cubano en la poesía, de Cintio Vitier, que desde 1958 ha guiado la vida literaria oficial desde presupuestos claramente políticos. La historia literaria de algunos países aparece marcada por encendidas disputas entre los partidarios de un tipo de quehacer literario, a menudo predominante, y otro más bien minoritario que pugna por hacerse un hueco en el centro del sistema. Tal es el caso de Cuba, que en las últimas décadas ha protagonizado numerosas disquisiciones en torno a la oposición central de sus dos grandes poetas: José Martí, que goza del prestigio institucional, y Julián del Casal, marginal en el canon oficial cubano. Todo empieza con el poeta y crítico Cintio Vitier y su obra Lo cubano en la poesía (1958), sobre la cual se configura el canon oficial de la literatura cubana. Lo que nació inicialmente como un curso impartido en el Lyceum de La Habana acabó convirtiéndose en la guía literaria institucional. La selección no nació con ambiciones canonizadoras, tal como alerta el propio Vitier en su introducción al curso: «Lo que nos proponemos […] no es una historia, siquiera esquemática, de la poesía cubana; tampoco el estudio exhaustivo de ningún aspecto de ella. Lo que intentamos es, fijándonos únicamente en los momentos y figuras principales, o en aquellos que tengan especial interés para el asunto, indicar la presencia, la evolución y las vicisitudes de lo específicamente cubano». Potentes mecanismos procedentes de esferas externas a la literaria intervinieron en la mente del propio autor —sobre todo a partir de su conversión a la causa castrista— y en toda la sociedad para acabar fijando unos criterios y no otros. Pese a que en los últimos años estudiosos como Francisco Morán

tratan de resituar la obra de Julián del Casal (Verbum, 2008), el dominio martiniano persiste. Como ya señalaba Benítez-Rojo, la crítica cubana parece perseguir objetivos distintos a la producida en Europa o Norteamérica, e incluso, tal vez, a la de otros países de América Latina: la búsqueda de lo primigenio cubano. En Vitier «lo Cubano es visitado, examinado y definido como una condición estable y verificable». ¿Por qué esta obsesión? ¿Cuál podría ser el verdadero interés del régimen castrista para difundir con tal empeño Lo cubano en la poesía? ¿Por qué instruir a los jóvenes sobre el hecho cubano y no, por ejemplo, sobre el exotismo de la poesía modernista de Casal? La clave debe hallarse en el antiimperialismo. Se entiende que, si el objetivo principal era distanciarse al máximo de los Estados Unidos, la principal arma educativa fuese la de incidir una y otra vez en los hechos diferenciales. De ahí la poca idoneidad de una poesía como la de Casal, repleta, como el propio Vitier señala, de alusiones a «lo chino y lo japonés («Kakemono», «Neurosis»), también lo mitológico («Las Oceánidas», «Mi museo ideal»), lo romano («Bajo-relieve», «La agonía de Petronio»), lo judío («La muerte de Moisés», «El camino de Damasco») y lo castizo («Cromos españoles»), a más de lo francés rococó y lo medieval de estampa». De ahí también la sesgada interpretación de Vitier sobre los logros de la poesía negrista afrocubana en Nicolás Guillén: La gloria del primer poeta de la raza negra o mulata en Cuba no se le puede discutir. Sin embargo, a pesar de su porfiado africanismo recurrente, yo entiendo que lo mejor de Guillén no es lo calificadamente negro o mulato de su obra, sino lo específica y libremente cubano. Un negro cubano típico se parece mucho más a un blanco cubano típico que a un negro del África. Entonces lo que los acerca y hermana es algo que no tiene que ver directamente con la raza. (La cursiva es del autor).

La reacción de lo específicamente cubano es, por otra parte, lógica. Primero, por su relativa juventud como país independiente que necesita reafirmar sus señas de identidad. Segundo, porque nadie está libre de pecado y también su principal enemigo político, los Estados Unidos, han procedido de forma similar en su historia literaria. «La tradición norteame-


Alberto Cabello Hernández. Cintio Vitier y Lo cubano en la poesía

Einstein on the Beach

Alberto Cabello Hernández (Cornellà de Llobregat, 1980) es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, Licenciado en Filología Hispánica también por la UB y Licenciado en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona (Premio Extraordinario Final de Carrera). Recientemente, ha publicado Tele/eXprés. Cultura y crítica literaria (2015, editorial Zumaque). Además, ha trabajado como periodista en El País, Público y Cadena Ser, entre otros medios.

ricana», explicaba Pozuelo Yvancos, «vincula con frecuencia gran literatura y pedagogía política en los valores de la tradición democrática. La gran literatura occidental tendría un sentido terapéutico de preservación de los valores tradicionales de la familia, la sexualidad, el Estado, la cultura democrática, etc.». Qué oportuna todavía aquella pregunta de doña Emilia Pardo Bazán… «¿Cuándo nos vamos a enterar de que una cosa es la Literatura y otra muy distinta la Ideología?». Sea como sea, el peligro en ambas posturas es la falta de honestidad, el presentar como única y absoluta una verdad literaria que excluye otras opciones estética y éticamente válidas. En base al hecho diferencial cubano, Vitier configuró un canon que permitió identificar las principales obras de la historia literaria del país. La propuesta viteriana se fundamenta en un rígido proceso de influencias que, desde el siglo XVII, empezarían a conformar una poesía cada vez más rica e intensa, interiorizada, en lo referente al ingrediente de lo cubano. Grosso modo, el proceso de influencias se organiza en torno a un esquema piramidal que sitúa en la base la obra Espejo de paciencia, de Silvestre de Balboa, y en la cúspide al poeta José Martí, mediando entre ellos un total de cuatro estratos en que puede verificarse la existencia de lo cubano: la naturaleza, el carácter, el alma y el espíritu. Entre uno y otro, una serie de autores y obras muy específicas habrían ido configurando el itinerario hasta alcanzar la cima. Dentro de cada estrato sería posible detectar una máxima expresión de ese lugar específico que se visita: José María Heredia (naturaleza), Nápoles Fajardo (carácter), Luisa Pérez (alma) y José Martí (espíritu). La expedición poética cubana desemboca al fin en la figura mítica de Martí, que aglutina todos y cada uno de los estratos perfeccionándolos en una suerte de depuración que le permite poner en consonancia su espíritu con la naturaleza, el carácter y el alma típicamente cubanos. Hasta llegar aquí, Vitier resume el proceso de la siguiente manera: «Desde Silvestre de Balboa hasta Luisa Pérez hemos visto el proceso por el cual nuestra poesía, mediante una asimilación cada vez más profunda y libre de las corrientes europeas en beneficio de la expresión de lo cubano, ha derivado de la naturaleza al carácter, del carácter a la intimidad del alma». Y con curioso didactismo, precisa: «Pero el alma no es todavía,

o no necesariamente, lo mismo que el espíritu. En los grados del ser el alma ocupa un escalón más bajo. Claro que hay un punto, el más fino y alto del alma (lo que algún místico llamó ‘la punta del alma’), en el cual ambas instancias del ser pueden confundirse. En esa linde precisamente se sitúa José Martí (1853-1895)». El padre de la patria entroncaría así con una especie de mística: sale de sí para volver a los orígenes y encontrar la sabiduría que ilumine y reinvente a Cuba. En todo este camino, no debe olvidarse la figura de Julián del Casal. Explica Francisco Morán que en Lo cubano en la poesía, Vitier «casa» a los poetas (aunque sea para divorciarlos después): así, casa a Piñera con Gaztelu, y a Martí con Casal. Aunque Vitier le hace a Casal los reproches que ya vimos, no deja de considerarlos a él y a Martí las grandes figuras del XIX. El siglo culmina, se cierra en esa antítesis: Martí-Casal. El espíritu de Martí se funde con la realidad; el de Casal se refugia en el arte. Todo anverso supone un reverso, esto los hace inseparables. Pero uno es poco o nada útil a la causa revolucionaria, por eso se le margina. Otro, en cambio, se potencia al máximo hasta forzar en ocasiones los argumentos de cubanidad. En este sentido, por ejemplo, sorprende que uno de los poemas que Vitier selecciona para probar los logros de José María Heredia, «nuestro primer poeta cabal», aluda a hechos acaecidos en México. Me refiero a la oda En el teocalli de Cholula donde, según Vitier, se consigue «una naturaleza espiritualizada, que sutilmente se identifica con un paisaje del alma.» En este caso, como luego también en Casal, poesías referidas a realidades extranjeras sirven para destacar rasgos poéticos esencialmente cubanos. Igualmente llamativo es el ejemplo que Vitier propone sobre la poesía de Pobeda, del que escoge un poema en el que se suceden nombres indígenas de árboles, nombres que constituyen «el tuétano intraductible de nuestra lengua cubana». Se trata, según él, de palabras no asimilables a lo europeo, nombres que «suenan elementalmente a lo cubano»: Jaimiquí, Yacuage, Guara, Yuruguano, Jata, Tea, Vijáguara, Cuajaní, Yamaguá, carne doncella,

51 Q


52 Q

Hayabacana, Daguilla, Siguaraya, Raspa lengua, Pitajoní, Camaguá, Júcaro, Arraigán y Ceibas.

Preguntémosle a Vitier, para empezar, dónde está lo específicamente cubano de «carne doncella» y de «lengua» o, como se pregunta Morán: si los indios, a la llegada de los españoles, les dijeron a éstos que ellos eran cubanos. Resulta cuanto menos sorprendente la seguridad con la que Vitier afirma que estos vocablos son «el tuétano intraductible de nuestra lengua cubana». A día de hoy ni los diccionarios etimológicos se atreven a afirmar la pureza absoluta de los cubanismos que incluyen. De hecho, del poema que selecciona Vitier, es posible documentar hasta seis vocablos que podrían tener otros orígenes diferentes al del específicamente cubano: guara, tea, daguilla, camagua, júcaro y ceiba. La selección de poetas y obras de Lo cubano en la poesía se opera en función de su mayor o menor cubanidad. Así, de la visión inicialmente origenista de la Poesía (metafísica), Vitier evoluciona hacia una Poesía de lo cubano y, más concretamente, de lo cubano-político, encarnada en una ideología de izquierdas. Lo cubano participa de la poesía. Si una composición es buena poéticamente, necesariamente incluirá la esencia cubana. Un poema que sea malo, lo será porque sencillamente no contiene esa esencia. Sólo así pueden entenderse las afirmaciones de Vitier en la lección final del curso: «Para mí la poesía no tendrá nunca otra justificación que ella misma, ni otras leyes que las que provengan de su absoluta o relativa libertad. Ni debe propugnarse ningún otro tipo de poesía, ni menos enjuiciarla desde criterios extrapoéticos […] no pretendo que sea la mayor o menor cubanidad de una obra la medida última de su valor». El rasero, pues, que utiliza el crítico para medir el valor de cada obra es el de su mayor poeticidad, pero claro, este valor está inevitablemente unido a lo cubano, que participa de aquél. Obviamente, Lo cubano en la poesía se sintió amparado por gran parte del circuito de productores, críticos, editoriales, instituciones educativas, medios de cultura de masas, etc. hasta llegar a asentarse en la vida oficial de la isla. Es claro el cambio de criterio que se opera en muchos críticos a partir del endurecimiento de la doctrina castrista. El propio Cintio Vitier se convirtió a la revolución en 1968, una experiencia no aislada. Después de una etapa revolucionaria más o menos neutral respecto al quehacer cultural y artístico, hay un punto de inflexión que conduce hacia una evidente restricción de la libertad de expresión. Me refiero al encuentro que Fidel Castro mantuvo con los intelectuales del país los

días 16, 23 y 30 de junio de 1961, en la Biblioteca Nacional. Una célebre sentencia del líder cubano marcará la hoja de ruta: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada». La autocensura había frenado hasta entonces la libre circulación de pensamientos; ahora quedaba explícitamente claro que nada podía hacerse si no era acorde con la doctrina revolucionaria. El cerco sobre los intelectuales se estrecha poco a poco y una década después, en abril de 1971, el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura expone cuál ha de ser la función de los artistas cubanos: «El arte es una arma de la Revolución». Entre esas dos fechas (1961-1971) la postura de los intelectuales que deciden quedarse en Cuba está claramente condicionada por lo político. Dos ejemplos bastarán para ver ese cambio de tendencia que, irremediablemente, muestra el repliegue de la clase intelectual ante la dictadura. Son los que propone Ángel Esteban en su pormenorizado examen de la imagen de José Martí en la época revolucionaria. En 1961 se funda la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y en el acto de su constitución, Nicolás Guillén, que fue el primer director de la organización, definió a Fidel Castro como «la resurrección de Martí». El segundo ejemplo, todavía más claro, lo ofrece Carlos Rafael Rodríguez, que en 1963 y también en el seno de la UNEAC se retracta de anteriores escritos en los que argumentaba una gran distancia entre las figuras de Karl Marx y Fidel Castro para afirmar ahora la necesaria relación entre el Manifiesto Comunista, el Manifiesto de Montecristi martiano y La historia me absolverá, discurso éste escrito por Castro en la cárcel mientras cumplía castigo por el asalto al Cuartel de Moncada. También las principales editoriales de Cuba han menospreciado la figura de Julián del Casal en favor de la de José Martí, a partir de la institucionalización de este último como padre de la patria. Si hacemos un repaso a las ediciones que se han publicado de uno y otro autor, veremos que la diferencia es flagrante. En lo referente al autor de Hojas al viento, el legado de las editoriales es el siguiente: —Prosas (reunidas en tres volúmenes) y Poesías (un volumen), con motivo de la denominada «Edición del Centenario» (1963-64) —Reedición del volumen de Poesías (1982) —La Habana Elegante, Julián del Casal In Memoriam (Casa Editoral Abril, 1993) El autor del prólogo a la reedición de Poesías, Alberto Rocasolano, nos da la clave del porqué de esta escasa producción: «Obviamente, una posición antitética como la de Casal,


Einstein on the Beach

Alberto Cabello Hernández. Cintio Vitier y Lo cubano en la poesía

tiene que vencer grandes limitaciones para lograr la inserción en un estado de conciencia nacional», mientras que Martí «rebasa los límites de la literatura y se convierte en un fenómeno espiritual en permanente estado de futuridad.» Así, la lista de ediciones del Apóstol se multiplica. De hecho, una editorial específica, la Editorial José Martí, se encarga de promover «tanto la obra escrita de José Martí como estudios y creaciones realizadas sobre él por especialistas nacionales y extranjeros» (Editorial José Martí, 2015). Según reza la presentación de su web institucional, esta editorial «ha publicado más de cien títulos para adultos, jóvenes y niños, en el conjunto de colecciones de que dispone: Corcel, Colibrí, Estrella, Ala y Raíz, Orbe Nuevo, Meñique, Rayo (Ediciones electrónicas: CD-Room) y Ediciones Especiales». Se entiende, pues, cuando Antonio José Ponte comenta que «Martí es elemental, es uno de los elementos, es aire imprescindible. […] Es aire y todo el resto es literatura, autores, y el aire está por encima de éstos, más allá, no puede compararse una cosa y la otra.» Pudiera pensarse que tal diferencia está justificada por la poca valía de las obras casalianas frente al todopoderoso José Martí. De ser así no se entendería que en el extranjero el número de ediciones de Julián del Casal supere al de las obras editadas en Cuba. Nadie se arriesga a publicar las obras de un autor que no tenga suficiente valor poético.

Las instituciones educativas cubanas han logrado índices de alfabetización realmente altos, es cierto. Según ha detectado la pedagoga brasileña Ednir Madza, las alumnas y alumnos cubanos aprenden más que sus colegas de otros países latinoamericanos. En su artículo «La educación cubana: luces y sombras», la autora visita Cuba y descubre allí «un sistema educativo capaz de dar alas a los niños y jóvenes, que cuenta con la total entrega de las maestras». Ese logro, que a menudo ha sido tomado como referencia por parte de la comunidad internacional, no debería discutirse, por más que el sistema educativo cubano se asiente sobre una dictadura que, dentro de las escuelas y las universidades, también hace valer aquella célebre sentencia de «Contra la Revolución, nada». Ahora bien, frente a ello, lo que sí debe lamentarse es, como Madza también denuncia, el pensamiento único del régimen, «que impide la crítica y el debate». Así, en materia literaria, José Martí es de lectura obligada en varios niveles educativos, del mismo modo que Lo cubano en la poesía se ha perpetuado como el manual, por antonomasia, de la poesía cubana, a través del cual por cierto se sigue la historia literaria del país. Es aquí donde debe trabajarse para buscar el punto de excelencia de un sistema educativo que, con una perspectiva abierta y democrática, lograría alcanzar aún mejores niveles de formación entre niños y jóvenes. Al margen de los centros educativos, otra institución claramente influyente dentro de Cuba es la UNEAC, que hasta hace poco recogía en su web tres objetivos claramente contradictorios: Estimular, proteger y defender la creación intelectual y artística; Reconocer la más amplia libertad de creación; Rechazar y combatir toda actividad contraria a los principios de la Revolución. Pese a la apertura del sistema cubano en los últimos meses, los principios inspiradores continúan vigentes, tal como se desprende del discurso de clausura del VIII Congreso de la UNEAC celebrado el año pasado. El primer vicepresidente cubano, Miguel Díaz-Canel, lanzó afirmaciones tales como «La disyuntiva sigue siendo socialismo o barbarie» o «La vanguardia artística debe defender nuestras verdades sin actitudes vergonzantes ni temor a ser acusados de oficialistas». El peligro de toda dictadura es que este tipo de regímenes no se casa con nadie. La injerencia política afectó incluso al propio Vitier, aun cuando éste ya se había manifestado claramente a favor del régimen. «Mi libro Ese sol del mundo moral tuvo que esperar veinte años para que se publicara en Cuba. Y a pesar de ser un canto a la Revolución se publicó en México en el 75 y en Cuba en el 95. Pero el problema no era el libro sino yo, porque me negué a aceptar la persecución de Lezama.»

·

53 Q


54 Q

Vicente Blasco Ibáñez

o de cuando traspasar una valla era revolucionario Ginés S. Cutillas

.Siempre que me preguntan de dónde soy,

digo con orgullo que valenciano, pero enseguida matizo que soy del Cabanyal, como si fuera un valenciano de categoría superior. Seguramente resulte un dato superfluo para los de fuera, pero quienes nos hemos criado en este barrio sabemos de lo que hablamos. Primero, porque es un barrio obrero, de pescadores, nacido, como no podía ser de otra manera, al lado del mar, donde nunca nada fue fácil. Segundo, porque ha sido un orgulloso núcleo de resistencia frente al proyecto del extinto gobierno del Partido Popular, que durante casi dos décadas se empeñó en alargar la avenida Blasco Ibáñez

Blasco Ibáñez (derecha) con Benlliure (centro) y Sorolla (izquierda)

hasta la orilla, con la idea de comprar el suelo barato y construir gigantes de cemento al lado de la nueva avenida (y quién sabe si también para desviar dinero extra a bolsillos de políticos corruptos), aunque esta locura supusiera derribar más de mil quinientas viviendas y dejar el barrio, declarado Bien de Interés Cultural, partido en dos. Y, tercero, porque se habla el valenciano más auténtico de la capital. Sin entrar en discusiones lingüísticas: jamás le digas a uno del barrio que habla otra cosa o te mirará como lo que eres, un forastero. Si todo esto no basta para demostrar mi amor por La Terreta, entonces me saco los dos últimos ases de la manga: aquello de que soy valenciano de tres generaciones y aquello otro de que Sorolla pintó a mi abuela al lado del mar –el cuadro que tituló Pescadora valenciana–, algo difícil de superar. Ser del Cabanyal –municipio independiente hasta 1897 bajo el nombre de El Poble Nou de la Mar– hace que me sienta como un habitante de aquel famoso poblado galo que resiste rodeado de romanos. Nosotros no tenemos romanos, sino excavadoras, que no pocas veces han sido detenidas in extremis, activistas mediante, cuando se disponían a abrir ese último kilómetro exacto que separa la gran urbe de las primeras dunas. Hasta Morente cantó en el barrio a favor de su rehabilitación, porque decía que le recordaba a su también denostado barrio del Sacromonte en Granada, pero el gobierno que había en la ciudad carecía de oídos finos para entender la voluntad del pueblo. Es curioso que la avenida amenazante lleve el nombre de nuestro escritor más ilustre: Vicente Blasco Ibáñez. Y digo curioso, porque precisamente el mismo autor habría rechazado el proyecto que ensalzaría aún más su memoria. Todos sabemos de su imperiosa lucha contra las injusticias sociales y de su condición inequívoca de republicano, por la que tuvo que huir a Francia en una ocasión, despistar a las fuerzas del orden disfrazado de pescador en otra y, cómo no, pagar su peaje en el calabozo por revolucionario en muchas otras.


El holandés errante

Ginés S. Cutillas. Vicente Blasco Ibáñez o de cuando traspasar una valla era revolucionario

Valencia siempre ha vivido de espaldas al mar. Hasta hace quince años no se derribó la verja que rodeaba el puerto, abriéndolo a la ciudad y permitiendo el acceso a pie a los muelles, y hasta hace veinticinco años, no se construyó un paseo digno al lado de la playa del Cabanyal y de la Malvarrosa, donde en la década de los noventa situó su famoso tranvía el también valenciano y escritor Manuel Vicent. Cuando era pequeño, mi madre me llevaba a la playa del Cabanyal. Una absurda valla blanca a lo Tom Sawyer separaba ésta del trozo de playa reservada al ya por aquel entonces centenario Balneario de Las Arenas. «Ese trozo es de pago», siempre nos decían las personas mayores invitándonos a quedarnos en nuestro lado obrero. Hoy día, y a todas luces ilegal el uso privado que hacían de la costa, no me arrepiento de haber traspasado aquella valla que desaparecía a escasos metros de la orilla. Con el agua por los tobillos, miraba de frente apretando el paso a punto de rebasar el linde, como si alguien me fuera a parar y a exigirme el pago por pisar aquella arena que en nada se distinguía de la que dejaba tras de mí. Tampoco era distinta la gente que allí tomaba el sol: en bañador todos somos iguales. Era mi manera de ser revolucionario. Sobre la arena de esta kilométrica playa, durante muchos años descansaron barcas de pescadores, esperando a ser llevadas al mar por bueyes. Hoy en día apenas queda alguna, aunque se las recuerda en forma de fresco en alguna fachada del barrio. Por más que fuerzo la memoria para recuperar las imágenes del chalet que Blasco Ibáñez tenía poco antes de llegar a la playa de la Patacona, casi ya en el límite con el término municipal de Alboraia, no hay manera de que me devuelva nada. Quizá porque en esa política de degradación del barrio, o simplemente por esa dejadez tan inherente a los valencianos –por algo nos llaman meninfots–, el chalet original sucumbió al abandono. El actual, que ahora es casa museo, luce columnas de mujer, imitando a las que había, y cuenta también con la mesa de mármol con patas de león alado donde Blasco Ibáñez escribió, entre otras obras, Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El escritor compró este chalet cerca del mar porque siempre quiso ser marinero, como Verne, pero su torpeza con las matemáticas hizo que enfatizara en las letras. Eso fue a la vuelta de su aventura argentina, donde se arruinó intentando crear tierras de regadío con labradores valencianos para enseñar a los lugareños a cultivar arroz. Todavía quedan allí tres pueblos creados por él: Nueva Valencia, Corrientes y Cervantes. Y todavía quedan descendientes de aquellos valencianos, ya argentinos, que entonan a su manera nuestro che.

En estas arenas se juntaba con su amigo Joaquín el pintor a contemplar el mar. Aquí comían paellas y jugaban a las cartas, celebrando la amistad con su amigo común José Benlliure –hijo ilustre del por entonces barrio colindante del Canyamelar–, y con el hermano de este, Mariano el escultor, quien acabaría diseñando su ataúd. Aquí pasearon con sus señoras y se inspiraron para crear sus obras. Aquí recibió la noticia de que sus cuatro jinetes iban a ser llevados al cine en 1921 por la Metro, con Rodolfo Valentino de protagonista, ni más ni menos, quien repetiría un año más tarde con la adaptación de Sangre y Arena para la Paramount. Aquí le llegaron las cifras de ventas en Estados Unidos, donde seguramente acuñaron el término best seller para explicar el nuevo fenómeno, nunca visto antes en un autor de novelas. Ya recuperado económicamente se aburguesó, al menos de eso lo tildaron. Quizá no fuera tanto por el dinero como por la edad. A un día de cumplir los sesenta y un años, murió en su retiro voluntario de Menton, en Francia. Nadie le pudo reprochar nada cuando repatriaron el cadáver, en días de la Segunda República, a esta tierra que apenas tres años más tarde se convertiría en la capital de ese mismo gobierno moribundo. A hombros de los pescadores del Grao fue llevado, en un entierro sin precedentes, por toda la ciudad, hasta acabar en una última morada austera, castigado al olvido por el otro bando al estallar la Guerra Civil. Perdido entre tumbas del Cementerio Civil reposa de forma casi anónima este revolucionario, propagador de la cultura desde editoriales fundadas por él mismo y portavoz de nuevas ideas desde periódicos propios. Con el pueblo, como siempre quiso. Así lo dice su epitafio: «Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al Mare Nostrum, que llenó de ideal mi espíritu, quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de Valencia que es el amor de todos mis amores».

·

Entierro de Blasco Ibáñez

55 Q


56 Q

Génesis de Félix de Azúa: reseña de José Antonio Vila

Nuestro particular Edén José Antonio Vila Génesis Félix de Azúa Random House Mondadori: Barcelona, 2015 192 págs.

nDesde que en el año 2000, tras publicar Momentos decisivos, Félix de Azúa decidió interrumpir su obra narrativa, la prensa y el blog literario han sido mayoritariamente los medios en que se ha dejado oír la voz de una de las inteligencias más poderosas de su generación. Flagelo inmisericorde y a la vez risueño de la cochambre política de nuestro país y sus variopintos nacionalismos, de la incultura y la estupidez tout court, Azúa es un genio de las distancias cortas en literatura y un orfebre de la página de diario, un magistral articulista —véase por ejemplo Esplendor y nada— cuya excelencia en este ámbito sólo admite comparación entre los contemporáneos con las mejores páginas de Fernando Savater, Juan Benet y Rafael Sánchez Ferlosio. En la novela, su escritura inconfundiblemente personal ha dado siempre lo mejor de sí misma cuanto más cerca ha estado del terreno del ensayo: del tanteo reflexivo y audaz que deja vislumbrar lo autobiográfico y se aproxima al conocimiento con una actitud de irónico desenfado, sin los envaramientos del moralista ni la plúmbea exhaustividad del sabio; un género que, como las columnas de Azúa, interpela al lector en tanto que cómplice y amigo. Esos rasgos fueron los que singularizaron obras como Diario de un hombre humillado y, sobre todo, Historia de un idiota contada por él mismo o El contenido de la felicidad, hito de la autoficción en España y novela de título insuperable. Génesis viene ahora a completar el tríptico de «falsas autobiografías» que inició en 2010 Autobiografía sin vida y tuvo su segunda parada en Autobiografía de papel en el 2013. Si la primera era el bildungsroman de una formación en la experiencia estética, desde la pintura rupestre al lenguaje poético, pero sin concreción biográfica alguna, y en la siguiente Azúa se presentaba como ecce homo que repasa con lucidez y sin complacencia su propia trayectoria, que lo ha llevado de la poesía al periodismo, en esta tercera entrega se impone

el elemento narrativo y se dan cita dos historias aparentemente sin relación, pero que se cruzarán en un determinado momento. El primero de estos arcos narrativos es una revisión del relato bíblico del Génesis: desde el nacimiento del Dios único del monoteísmo judeocristiano al episodio de la construcción de la Torre de Babel y la dispersión de los pueblos humanos por todo el orbe. La narración mítica de nuestros orígenes se intercala con una historia que transcurre en la Caracas de 1950: Mariló, viuda de Luis, exiliado vasco en Venezuela después de la Guerra Civil, debe preservar los intereses de su familia y sacar adelante a su hija Verónica, mientras intenta mantenerse al margen de las intrigas de Alvise Delicato, turbio hombre de negocios. En medio aparecerá el joven Álvaro, enamorado de Mariló, quien se enfrentará al mafioso Delicato. Aunque Génesis es una novela autosuficiente adquiere su pleno significado leída junto a las «autobiografías» anteriores. Expulsados del Paraíso y escindidos de la Naturaleza, aquejados de una incurable «nostalgia de lo absoluto», sólo en el arte podemos entrever el Edén perdido. Los humanos repetimos sin saberlo las figuras de los mitos y su fuerza simbólica arroja luz sobre el presente. Así, somos el espíritu vindicativo del iracundo Caín, que por pura frustración mata a su hermano, al no poder asesinar a su Creador, y el inquieto Adán, un niño metomentodo que juega a descubrir el Universo y dar nombre a las cosas. Y Eva, la hembra compañera, interlocutora de la Serpiente, que sacó al hombre de su redil de infancia para arrojarlo a la vida verdadera, la que debe asumir la mortalidad como condición necesaria para adquirir la humanidad plena. Hay otros mundos, en efecto, pero están en este. Con la última entrega de este nuevo ciclo Félix de Azúa vuelve a auparse a lo más alto de la narrativa española.

·


El ambigú

La mano de Midas de Antonio Parra Sanz: reseña de Rubén Castillo Gallego

consagración de un novelista Rubén Castillo Gallego La mano de Midas Antonio Parra Sanz Amarante: Salamanca, 2015 226 págs.

nOcurre en ocasiones (en contadísimas ocasiones) que un libro llega a convertirse en una especie de resumen, condensación o aleph de todas las obras anteriores de su autor. Y en ese instante y en ese volumen hay que detenerse para reflexionar, porque sin duda la ocasión lo merece. Es lo que ocurre en la novela La mano de Midas, que el madrileño Antonio Parra Sanz acaba de editar en el sello Amarante, con una atinadísima portada de Salvador Martínez Pérez. Y muchas son las hipótesis y preguntas que pueden formularse al hilo de esa circunstancia excepcional: ¿se trata de la obra culminante de la carrera de Antonio Parra Sanz? ¿Se trata tal vez de un punto de inflexión? ¿Qué pretende el novelista con esa mixtura de elementos anteriores: lanzar un guiño a sus fieles, consolidar nexos entre sus diferentes producciones para vertebrar un todo narrativo, fijar su universo novelístico para construir sobre él nuevos edificios en los años venideros? El tiempo, como siempre, nos facilitará la respuesta. En las páginas de esta inteligente y fluida novela negra, el versátil escritor madrileño desplaza la ambientación a la ciudad de Cartagena, en la que encontramos a los tres miembros de su singular agencia de detectives: el descomunal Galindo (que aprovecha la estancia en un hotel de La Manga del Mar Menor para someterse a un “estricto” régimen de adelgazamiento), su secretaria Caridad (que por fin parece haber visto reconocido su estatus de amante del jefe, después de años de disimulos y clandestinidades) y, sobre todo, Sergio Gomes, el hombre atribulado que sigue añorando a su mujer (Paulita), que no puede quitarse de la cabeza a la austríaca que irrumpió en su vida hace ya algún

tiempo (puede verse la novela Ojos de fuego, del mismo autor, para los detalles) y que, por sorpresa, conocerá a dos nuevas mujeres que gravitarán sobre su espíritu de un modo turbador: la forense Silvia Férez y una prostituta a la que conocen como La Karenina. ¿Y cuál es el caso para el que contratan los servicios de Gomes? Pues uno tan aparentemente trivial como posteriormente enrevesado: la muerte de Benjamín Blaya, masajista y dueño de un gimnasio. La versión oficial habla de accidente o de suicidio, pero sus familiares opinan que la verdad es otra... Escarbando, Gomes se encontrará con todo tipo de sorpresas, que salpicarán a los personajes más variopintos: menudeo de drogas, tráfico de reliquias arqueológicas, infidelidades matrimoniales, venganzas a varias bandas, ucranianos violentos, exboxeadores enamorados, echadoras de cartas... Y, lo más importante, un novelista en estado de gracia que nos cuenta su historia con constantes aciertos literarios («Un BMW metalizado casi hasta la ceguera»), con extraordinaria solvencia arquitectónica, con fórmulas donde condensa interesantes reflexiones sobre la vida («Tal vez el valor no consista más que en la insensatez de evadirse del peligro pensando cosas ridículas»), con capítulos de gran fuerza narrativa e, incluso, con una sorpresa final que nadie (o casi nadie) será capaz de prever, y que dará un vuelco a la obra. En un instante de la narración (p.112) nos habla Antonio Parra Sanz de las rotondas y nos dice que en ellas «nunca sé quién tiene que ceder el paso a quién». Una cosa está clarísima para mí: hoy por hoy, el escritor madrileño no tiene que cederle el paso a nadie, novelísticamente hablando. Se ha ganado a pulso el lugar donde se encuentra. Y lo que está por venir, que me atrevo a vaticinar que no será poco. No olviden el nombre de Antonio Parra Sanz: les acabará sonando con gran fuerza en los próximos años.

·

57 Q


58 Q

Malas palabras de Cristina Morales: reseña de Gemma Pellicer

Empresas, amores y razones Gemma Pellicer

nLa nueva novela de Cristina Morales (Granada, 1985) confirma lo que algunos sospechábamos: que es uno de los escritores jóvenes, de los nuevos nombres, más prometedores. Ya tenía en su haber un libro de relatos, La merienda de las niñas (2008) y otra novela, Los combatientes (2013), en donde reflexionaba sobre movimientos sociales como el 15M. Ahora, un encargo con motivo del quinto centenario de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), nacida como Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, ha sido el acicate y punto de partida para componer estas Malas palabras. La historia transcurre durante el período en que la monja escribe el Libro de la vida, acaso la primera obra autobiográfica de verdadero mérito en nuestras letras, mientras se hospeda en casa de doña Luisa de la Cerda y vive bajo su protección. Seis años después de la muerte de Teresa de Jesús, Fray Luis de León rescata el manuscrito y lo edita en 1588. De hecho su versión es la que nos ha llegado, tal como nos recuerda Cristina Morales en el epílogo. Así, la novela adopta la forma de una autobiografía puesta en boca de la monja, pues la voz narradora asume su personalidad desde el mismo arranque, alternando la primera persona con la segunda las veces en que intenta hacer examen de conciencia en soledad. No se trata, en consecuencia, de una obra apócrifa, sino de un palimpsesto que persigue completar las motivaciones que llevaron a Teresa de Ávila a escribir, siendo aborrecida y amada por ello. Es bien sabido que fue criticada por leer en romance la Biblia y por interpretar las Sagradas Escrituras, práctica prohibida a las mujeres, además de desoír la obligación de leer en voz alta y defender el rezo en silencio. Asimismo, Teresa de Jesús funda la Orden de las Carmelitas Descalzas, una rama que procede de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, cuya regla se cifraba en la vida contemplativa, la meditación de la Sagrada Escritura y el trabajo. La novela se presenta como el texto que la monja jamás se atrevió a escribir, pero que podría haber compuesto en caso de haber gozado de una libertad que no tuvo. Ante el mandato del fraile dominico que la confiesa de que ponga por escrito sus experiencias, decide escribir unas Memorias que, de tan verdaderas, no se atreve a entregarle a su confesor (se trata de estas

Malas palabras Cristina Morales Lumen: Barcelona, 2015. 192 págs. Malas palabras), dándole a cambio otras aptas para su publicación, las que formarían su Libro de la vida. Por tanto, puede afirmarse que Cristina Morales escribe para reinterpretar la trascendencia de Teresa de Jesús en su condición de mujer, escritora y religiosa. Aun cuando la autora nos advierta de que la Iglesia habría rechazado estas malas palabras, sostiene que cabría tachar también de tales las que sí escribiera, habida cuenta de que, al componer su obra, faltó a la humildad a que estaba obligada. Para ahondar en esta idea de mujer de carácter fuerte y ambiciosa, la novela nos muestra a una religiosa no tan santa, consciente de que, con cuarenta y siete años, sigue siendo casi tan vanidosa y orgullosa como cuando era niña, y jugaba entonces con su hermano y su primo a ser mártires, en tanto martirizaba de amor al segundo. Pero la novela es también una confesión de por qué compadeció la niña Teresa, y quiso tanto, a su madre, cristiana vieja, muerta a los treinta y pocos años tras numerosos partos no deseados, impuestos por un marido comerciante y converso, que, si bien les permitía leer a escondidas, llevó a la tumba a su esposa tras humillarla y someterla con cada nuevo embarazo. Y es además un relato sobre el valor de la amistad entre mujeres, así la que entablan la monja y la dueña que la hospeda. Hacia el final, la propia autora, Cristina viene de cristiana, de seguidora de Cristo, mientras imposta la voz de Teresa de Ávila, juega también a cuestionarse sus verdaderas motivaciones de escritora, para lo cual contrapone con malicia las de una Teresa cristinizada a las de un fray Juan de Bonilla, asceta franciscano autor del Breve Tratado donde se declara cuán necesaria sea la paz del Alma, y cómo se puede alcanzar. Mientras nos cuenta esta biografía tan llena de accidentes, al lector le queda la impresión de haber realizado un viaje por el pasado y por la vida de la monja de gran profundidad y alcance, no exento de dosis de humor y causticidad, sobre todo en los diálogos que entabla la monja con quienes pretenden reprenderla, de los que sale siempre airosa.

·


El ambigú

Después de Troya de AA.VV. (edición de Antonio Serrano Cueto): reseña de Ricardo Martínez Llorca

Después de la victoria, la paz Ricardo Martínez Llorca Después de Troya AA.VV. (edición de Antonio Serrano Cueto) Menoscuarto: Palencia, 2015 222 págs.

nSi los lugares no señalados en ningún mapa son los únicos lugares verdaderos, como decía Melville, las historias que no figuran en ninguna realidad son las únicas historias reales. Ese es el campo de la mitología. Esa es su victoria. Y después de esa victoria, queda la paz que da una cierta sabiduría al contemplar el paisaje desde lo alto, al ver el conjunto completo de sus significados o de sus posibles significados. O de lo que pudieron haber sido, de lo que no existe pero quisiéramos que hubiera existido, pues nos ayudaría a entender la existencia con mucha más sencillez. A partir de este planteamiento surgen tantos y tantos relatos y novelas que reculan hasta la esencia de la mitología y la traducen para el hombre contemporáneo. Los más dichosos son aquellos que nos muestran otro punto de vista, generalmente el del monstruo que no es tal en toda su alma, o el del perdedor que vence, o el de las interpretaciones del amor de una u otra parte. Antonio Serrano Cueto recopila aquí una serie de microrrelatos escritos por autores hispánicos de distinta procedencia. A nombres consagrados y todavía vivos o de inevitable mención, como José María Merino, Gustavo Martín Garzo, Andrés Neuman, Borges, Arreola, Juan José Millás, José Emilio Pachecho, José Jiménez Lozano, Pérez Zúñiga, Augusto Monterroso o Cortázar, se unen, felizmente, otros por descubrir para muchos lectores. El espíritu de recuperar una herencia se canaliza a través de la imitación y reinvención de mitos venerados e interpretados ya hasta por el psicoanálisis. A ello se une la intención de la brevedad, incluso de la excesiva brevedad, que supone un carácter intertextual en las narraciones. Se reactivan así los símbolos grecolatinos de manera que sean válidos para nuestra

época, a la que, aparentemente por necesidad de combatir los tiempos modernos, se les añaden tintes paródicos, serios pero paródicos, subvirtiendo el legado grecorromano. Los proyectos literarios a que nos enfrentamos se someten a dos fuerzas contrapuestas: una que nos devuelve a casa y otra que nos aleja de ella; una con la que estamos familiarizados, otra que nos sorprende. Sobra enunciar en extenso los motivos recurrentes –sirenas, minotauros, metamorfosis, gorgonas, amazonas, Pigmalión, incestos, la Odisea, etc.-, en los que las victorias representaron en su día las de un pueblo, encarnado en el héroe. Los amores siempre son extraños y las muertes trágicas. A los que se añaden las fábulas y los bestiarios, los filósofos que a su vez son un mito y las paradojas que ellos crearon. Serrano Cueto organiza los textos en siete apartados: la ruta homérica, las pruebas del héroe, amores insólitos, el poder de los dioses, geografía mítica, animalario y logos. A partir de aquí sólo queda sentarse y disfrutar de diversas escenas, de bromas sexuales, de la necesidad de la mitología cuando somos niños, del reconocimiento de nuestro origen, de la metaliteratura, de la traducción a lo mundano como deseo del mito, de la conveniencia de mestizaje cultural representada en el mestizaje de mitologías, de los cambios de punto de vista para comprobar la calidad del buen corazón del villano, de los retratos románticos de los monstruos, de los desengaños respecto a los tópicos heredados, de la degradación irónica del héroe y de lo heroico que es renunciar a ser un héroe, de los autores escondidos de las hazañas, de la imperiosa presencia del bien y el mal para reconocer el bien y así dar continuidad al mito, de juegos malabares con el ingenio, del sufrimiento de las bestias, de los laberintos reales como más terribles que los mitológicos o de la humanización de los dioses en temas de amor, que también podría ser la divinización del hombre en asuntos de sexo.

·

59 Q


60 Q

Virginia Woolf. La vida por escrito de Irene Chikiar Bauer: reseña de Reinhard Huamán Mori

El perfil de Virginia Reinhard Huamán Mori Virginia Woolf. La vida por escrito Irene Chikiar Bauer Taurus: Madrid, 2015 919 págs.

nOccidente se ha caracterizado siempre por ser una cultura predominantemente icónica. Nos es casi imposible concebir una persona sin asignarle un retrato o una imagen para volverlos realidad en nuestras cabezas. Con la invención de la fotografía nuestra tendencia a erigir iconos se ha intensificado a pasos agigantados. En ese sentido, Virginia Woolf, una de las escritoras más fascinantes y complejas de la pasada centuria, no se ve exenta de ello, pues nos basta con mencionarla para asociar su nombre con aquella imagen suya de perfil, tan clásica y canónica, en la que contaba con apenas veinte años. Este retrato, tomado por George Charles Beresford en julio de 1902, es tal vez el que más ha circulado entre nosotros. Así lo sostiene también Irene Chikiar Bauer, autora de la primera biografía en castellano sobre la narradora londinense. Este monumental volumen —cercano al millar de páginas— es el resultado de siete exhaustivos y fructíferos años de trabajo, en donde la biógrafa nos detalla con lupa cada uno de sus grandes y cotidianos acontecimientos. Así, bajo el título Virginia Woolf. La vida por escrito, podemos hacernos una mejor idea sobre los fantasmas y las obsesiones que quedarán posteriormente impregnados en sus novelas. Entre estos destacamos el tema del incesto y el abuso por parte de su medio hermano George, la maternidad truncada, el peso de la familia y sus densas relaciones, la pérdida de la madre, su ambigua concepción sobre la sexualidad, las constantes crisis personales y mentales, todos ellos fuertemente unificados por aquel descollante halo de genialidad que la ha hecho célebre. Habría que precisar que las fuentes principales de las que bebe esta investigación están conformadas no solo por diarios, cartas y escritos biográficos de la propia Woolf, o por los testimonios de familiares y amistades cercanas, sino que además Chikiar Bauer se atreve a leer su obra narrativa entre líneas, detectando las similitudes y las correspondencias entre vida y ficción. Si bien esto representa un riesgo

grande, hay que precisar a su favor que cada comentario, anécdota o pasaje de la biografía está muy bien documentado y corroborado bibliográficamente. No hay cabida para la especulación, cada frase está fríamente calculada en pos de evitar cualquier paso en falso. No obstante su extensión y la cuantiosa información que contiene, la lectura se nos presenta muy ligera y sin ninguna complicación. La prosa de Irene Chikiar es sobria, directa y muy expositiva, incluso es capaz de esclarecer aquellos pasajes oscuros o poco conocidos gracias a su inteligente y ordenada manera de exponernos la vida de Virginia Woolf. Siguiendo esta pauta, el libro está organizado en dos partes. La primera, y más breve, cubre tanto su infancia como su adolescencia e incluye un pertinente árbol genealógico para evitar extravíos y confusiones. La segunda, dedicada a su etapa de madurez, está subdividida por años y va desde 1904 hasta su suicidio en 1941. Como broche de oro, cierra el libro un ilustrativo y valioso dossier con cuarenta y cinco imágenes de la escritora. El gran mérito de esta biografía es su solidez argumentativa y está llamada a ser una de las obras de referencia para los posteriores estudios sobre la escritora en mención. En ese sentido, Chikiar Bauer ha dejado el listón a una altura difícil de superar. Sin embargo, y pese al ingente y encomiable esfuerzo de la biógrafa, aún son muchos los aspectos que continuarán siendo un misterio para los lectores de Woolf. No es de extrañar, por tanto, que aquella imagen de perfil que tanto recordamos se convierta en la metáfora perfecta de una Virginia que tan solo conocemos a medias. Hay, ciertamente, un insondable abismo al otro lado de aquel joven rostro dividido, una cara oculta a la que jamás tendremos acceso. Paradójicamente, esa mitad velada es lo que más nos atrae de ella, tal vez porque los grandes iconos siempre esconden una misteriosa, aunque terrible belleza, como los ángeles de Rilke o el Lucifer de John Milton.

·


El ambigú

Años Diez (revista de poesía) de VV. AA.: reseña de Ana Corroto

DUEÑOS DE SU TIEMPO Ana Corroto Años Diez (revista de poesía) VV. AA. Cuadernos del Vígia: Granada, 2014 120 págs.

n«Lo que no cambia / es el deseo de cambiar». Leí este verso en el número cero de la revista de poesía Años Diez, lo escribió el norteamericano Charles Olson y forma parte de su poema «Los martines pescadores». Cada persona tiene su propia idea de lo que significa cambiar, sobre lo que ese cambio implica y lo que se espera de él. Intervenir en la realidad para llenar algunos vacíos o mejorar lo que ya existe, es un síntoma claro de cambio. Yo diría que ese es el espíritu con el que nació esta revista: «Años Diez tiene como objetivo ser un lugar de reflexión sobre el estado de la poesía y las poéticas en la segunda década del siglo XXI, así como recuperar algunas voces poco difundidas, además de documentos que puedan abrir una nueva línea de investigación». Estas palabras vienen de Juan Carlos Reche y Abraham Gragera, directores de la publicación. Reche ha recibido el Premio nazionale per la Traduzione 2013 y Carrera del fruto (Pre-Textos) es su último poemario publicado. Abraham Gragera recibió el Premio Ojo Crítico de Poesía 2013 por El tiempo menos solo (Pre-Textos). Juntos han decidido llevar a cabo su propia visión de la edición. En los dos volúmenes publicados hasta el momento, de la mano de la editorial granadina Cuadernos del Vigía, se percibe con claridad el compromiso de ofrecer al lector lo que no se encuentra a primera vista en los escaparates habituales. Han apostado por el camino complejo de la búsqueda, de la construcción desde la raíz, desde la diversidad geográfica y generacional, desde la semejanza esencial que se encuentra en las voces atemporales de poetas que fueron y son constructores de cambios y caminos universales: «Escuchad al que roe sin ruido, admirad su paciencia / Está buscando, busca a tientas, pero busca». Así han llegado, entre otros, a Louis-René des Forets, autor de este verso, que es el inicio de Poemas de Samuel Wood; él es uno de los poetas que abre la sección Rara-Avis del número uno de la revista. Los traductores de poesía se convierten en una pieza

fundamental de este proceso de acercamiento, de ahí que hayan incluido una sección dedicada a ellos: «La poética del traductor de poesía». Mario Jurado interviene en el número cero con el artículo «Apropiación debida: notas sobre traducciones de poemas de Cage, Schuyler y Merwin». El siguiente en narrar su experiencia es Manuel J. Santayana. La presencia de forma paralela de los poemas escritos en su lengua original (puede verse en los casos de J.H Prynne, Sandra Mcpherson, Miroslav Holub…) es un regalo para los lectores que, a semejanza de los buenos cinéfilos, preferirán acercarse también a las versiones originales de los textos. Dentro de su interés por dar eco y espacio a las poéticas, han recuperado en primer lugar la de Charles Olson, con su influyente manifiesto El verso proyectivo, y la poética de la inglesa (nacionalizada estadounidense) Denise Levertov, Algunas notas sobre la forma orgánica. De nuestros años diez proceden los poemas elegidos de algunos autores españoles, entre los que se encuentran Rafael Álvarez Merlo, Juan Manuel Cabrera o Valeria Meiller. Relacionadas también con nuestro tiempo están las reflexiones que dan forma a la sección dedicada a poesía y sociedad, espacio en el que ya han tomado la palabra el poeta, traductor y ensayista Valerio Magrelli, y Ernesto Castro, con su texto «Poesía y Zeitgeist: Historia de un desencuentro». Próximamente, junto a la edición en papel (con periodicidad semestral; otoño-primavera), aportarán nuevos contenidos sólo online: «Lecturas críticas de poesía actual». A la espera de ellas, de nuevas conversaciones entre voces del pasado y del presente, nuevos mapas y también más voces de mujeres, hay que señalar que no habría resultado fácil llegar a muchos de estos textos, poemas o lugares, sin guía. Además, estos dos números muestran que tanto Abraham Gragera como Reche cuentan con las suficientes horas de lectura, con la credibilidad y el valor que según Magrelli necesitan los buenos editores.

·

61 Q


62 Q

Ahora es la noche de Carlos Alcorta: reseña de Aitor Francos

elogio a la oscuridad Aitor Francos Ahora es la noche nToda

exploración poética tiene un orden secreto por los territorios oscuros de la conciencia y el recuerdo, rastreos y aproximaciones a una verdad, a cosas que corren al encuentro de sí mismas con una incansable voluntad indagatoria. El poema es lo previo a todo: un elogio de la oscuridad. Como aquello que le dijera Platón a un poeta: «Yo pinto la realidad en las paredes. Tú dedícate a hacer fuego». Ya en su plaquette Ritual de la luz, publicada hace varios años, Carlos Alcorta (Torrelavega, 1959) escribía: «Sólo a los ciegos, a quienes no saben ver, a los que viven en la noche interminable, les traicionan los sentidos». Ya en la percepción hay cierta subjetividad. En uno de los poemas de Ahora es la noche, el titulado White Horse Beach, el poeta habla de escribir trasladando el recuerdo hacia el presente: «charcos / recordados en el momento en el que escribo, / porque un poema es una convención, / en él la realidad se reconoce / a sí misma inventándola al decirla». El filósofo Emmanuel Levinas definió el instante como un corte que no sangra; transversal, detenido entre el tiempo de experiencia vivido y el de la posterior escritura. Un ahora, que no está en el tiempo, sino antes y después de todo. El título de la segunda parte del libro, La manzana de Adán, hace frente a la expiación de los pecados y a la imagen de la expulsión del paraíso. En la tercera parte, Tomas del exterior, al inicio, en el poema Tratado de navegación, hay una advertencia: «No salgas al jardín, es una putrescente selva. En esta pequeña habitación / con paredes forradas de libros y algún cuadro / de interior que decora los ángulos perdidos / estarás más seguro». A lo largo de Ahora es la noche aparecen criaturas de la naturaleza, vigilantes y salvajes, siluetas enzarzadas a la moralidad, como símbolos del bien y del mal. Un laberinto donde es imposible elegir, y en el que imperan la ambivalencia y la contradicción. En Lugares del mundo, se lee: «Soy / un ser contradictorio, me ilumina / la oscuridad». El amor y el deseo se ven condenados a la culpa; la realidad, al camuflaje de un pasado desvirtuado y deforme por el transcurso del tiempo. Alcorta busca «palabras que persiguen lo inefable, / otra luz más constante y

Carlos Alcorta Valparaíso: Granada, 2015 88 págs.

duradera». La luz no es más que un cambio de posición de la oscuridad. Un faro que se mueve cerca del límite. Sobre él, el poeta deambula como un fantasma reconciliado consigo mismo, en una suerte de fatua duermevela. Los de Ahora es la noche son poemas extensos, discursivos, de fortaleza rítmica y toque barroco. Los poemas son subterráneos si están instalados conscientemente en la nocturnidad: esa oscuridad que sólo puede anteceder a la mirada poética. Y estos de Ahora es la noche se ven reforzados por la densidad de la dicción y del lenguaje, en el sentido en el que lo entendía Beckett; desde el No, desde esa oscuridad, que es el impulso que trae consigo al lenguaje mismo; una necesidad de seguir diciendo, pese a todo. En Didáctica, Alcorta se pregunta: «¿A quién contemplo cuando me miro en el espejo?». La identidad, desde la inconstancia en el tiempo, la ve como «ese espacio ingrávido en donde flota el yo eventual, un molde hecho añicos». Y hay una separación, temporal o espacial, entre esos dos yos, enmarcados en tiempos diferentes. De hecho, en la primera página del libro, cita, adoptándolos, unos versos de C.K. Williams: «Todo lo que veo por mi parte son los restos de mis otros rostros fracasados». Haciendo suyos unos versos de Marianne Moore («Haber malinterpretado el asunto / es reconocer que no se investigó lo suficiente») en el poema Intimidad, Alcorta echa la vista atrás, como ante una luz indirecta. La vida ya a una distancia que resulta de una cercanía suficiente, pero no asequible, y de imposible posesión. El poema, a lo sumo, expresa la anécdota; que es, en parte, una profanación de la propia memoria. No olvida Alcorta que la realidad es un lenguaje por corregir. Y que se revela y renueva, escribiéndola. Los recuerdos, en cambio, son un viaje a la intimidad, en busca de la belleza. Y todo poema biográfico, en cierto sentido, es testamentario.

·


El ambigú

Dietario de Benito del Pliego: reseña de Agustín Calvo Galán

El idioma del expatriado Agustín Calvo Galán Dietario Benito del Pliego Amargord: Madrid, 2014 150 págs.

nFrente a la identidad colectiva que el idioma aporta a cada uno, el expatriado –—que se ve obligado a convivir o cohabitar con otros idiomas— hace del suyo propio una herramienta fundamental para sustentar su individualidad. Así, el madrileño Benito del Pliego se mueve entre España y América en un viaje constante que es también un recorrido entre dos idiomas, otrora fronterizos, y que ahora, inglés y español, conviven en un mismo territorio, en los propios Estados Unidos, como en ningún otro lugar. Por tanto, el contexto en este Dietario no es solo temporal, las fechas señalas, la agenda de anotaciones que se prolonga entre los años 2008 y 2010, sino también un espacio personal en el que conviven dos mundos lingüísticos diferentes. Y son también las fechas, no como datación, sino en la forma de escribirlas sobre cada uno de los textos que conforman el libro, las que nos contextualizan el territorio bilingüe en el que vive el autor, pues la mayor parte de las veces opta por una fórmula anglosajona (poniendo la cifra que hace referencia al mes antes que al día) y solo esporádicamente coloca la fecha a la manera hispana (escribiendo el nombre del mes, por ejemplo). Es así como podemos comenzar a entender la relación diferente que el expatriado establece con cada uno de los idiomas que usa: el de origen, en este caso el castellano, es el de la intimidad de sus pensamientos, mientras que el inglés, el idioma mayoritario en el lugar en el que reside, es de contexto social y temporal. Este Dietario comprende tres años de la vida del autor, tres años recogidos en textos, gran parte de los cuales son prosas breves sazonadas con algún poema, que expresan o cuestionan, por encima de todo, su identidad («Idéntica pregunta: ¿será idéntica a sí la identidad?», en la página 84) a caballo entre dos culturas, así como su relación con la lengua castellana como materia de creatividad: pues es

sobre su lengua de origen sobre la que trabaja el autor, en la que no solo plasma sus pensamientos sino desde la que crea su individualidad; de dicha relación nacen textos que buscan atraer y sorprender al lector desde le utilización de la musicalidad de figuras literarias como la aliteración («Reincide la necia en su necesidad» pág. 36), como desde la miscelánea de cuestiones expuestas que van desde la experiencia poética que soslaya el simulacro y se hace vida, a la metapoesía («Poema sin población, no menos poblado. Poema sin nación, no sin habla» pág. 69) con referencias a la escritura en sí, pasando por la el pensamiento que se va construyendo sobre contrastes, fragmentación, extrañeza y matices. Además, los textos, más allá de las fechas indicadas, se muestran desnudos de referencias: el lector no cuenta con muchos asideros sobre los que interpretar las reflexiones del autor, ni acontecimientos personales ni circunstanciales. Así es como Benito del Pliego arriesga y trabaja al límite de lo inteligible, pues su propósito —la creatividad aplicada al idioma mismo—, felizmente, no resulta evidente. Al fin el Dietario incluye dos apartados más, casi sin indicaciones fechadas, bajo los títulos de “Orientación del sentido” y “Última hora”. Es aquí, casi contradiciendo la manera en la que se ha expresado anteriormente, donde se aporta información sobre el contexto circunstancial y hasta histórico en el que vive el autor, en una especie de vorágine que todo lo alimenta y todo lo desdibuja en la que la actualidad política, la crisis, el deporte y el clima se mezclan con gran ironía. Sin más, la escritura, el texto —con y sin contexto—, es la materia sobre las que Benito del Pliego va construyendo su identidad, su extrañeza existencial y su amor por el idioma: su manera única y poética de ser expatriado en este mundo.

·

63 Q


64 Q

Niebla fronteriza de Hasier Larretxea: reseña de José García Obrero

El ambigú

RAÍZ Y HERIDA José García Obrero Niebla fronteriza Hasier Larretxea El Gaviero: Almería, 2015 120 págs.

nEl

árbol de un hayedo recoge en su tronco los anillos concéntricos que revelan el paso del tiempo pero también los golpes de los hachazos que han tratado de derribarlo. Ese hayedo podría estar ubicado en Navarra y el tronco de ese árbol, llamarse Hasier. Hasier Larretxea (Arraioz, valle del Baztán, Navarra, 1982) es uno de los autores vascos a destacar en la actualidad, con una trayectoria sólida en la que ha publicado indistintamente en euskera y en castellano. En Niebla fronteriza construye y ordena la historia totémica de los ancestros como vía para reconocerse en medio de los conflictos y contradicciones propias y heredadas que lo conforman. Larretxea cuenta con la memoria para hundirse en sus raíces y con la palabra para poner nombre a la herida. Si hablamos de memoria y de palabras es importante advertir una obviedad: que en Niebla fronteriza nos encontramos ante un texto literario y que el autor, además de describirnos a personajes y paisajes de su infancia, escribe poemas, con la dosis de honestidad necesaria, pero, sobre todo, con recursos creativos que configuran un universo atávico de enorme fuerza lírica. No es la primera vez que este autor nos habla de límites, ya en Barreras (La Garúa, 2013) —Atakak en su versión original en euskera— ponía, con pinceladas más expresionistas, sus obsesiones sobre la mesa. Sin embargo, es en Niebla fronteriza donde el poeta las desarrolla y conduce a una madurez fulgurante. Partiendo del origen, esa “herida que nunca se cierra”, el autor hace balance de todas las cicatrices abiertas, fronteras entre territorios antagónicos: el mundo rural de la infancia frente al urbano desde el que escribe; la adustez del padre («los monosílabos lo mantenían sujeto al tallo firme de la montaña») en contraposición al hijo poeta, alejado del culto a la fuerza de los aizkolaris; el euskera frente al castellano que tratan de introducir como una tuneladora en el aislado paisaje de este valle. Sobre todo ello desciende la niebla, ese vapor que enmaraña las imágenes y recuerdos pero que también, como indica la cita de Antonella Anedda que abre el libro, «engulle tu dolor».

Así pues, el libro queda dividido en dos partes que se llaman precisamente “Niebla” y “Fronteriza”. “Niebla” la constituyen, en su mayor parte, poemas en prosa que abundan en las descripciones y en el que emplea un tono confesional que permite al lector, ajeno al mundo rural de la Navarra euskaldun, entrar a formar parte del universo particular de Larretxea. En “Fronteriza” predomina el verso y la tendencia narrativa cede el paso a poemas donde las obsesiones se presentan en abundantes imágenes que, en ocasiones, están en la línea de un cierto irracionalismo. Este cambio de registros no provoca extrañeza al lector, al contrario, ambas partes están perfectamente articuladas y dan como resultado un poemario orgánico, que explora los mismos conceptos y realidades desde todos los ángulos y recursos de que dispone el poeta. Niebla fronteriza representa el testimonio de un mundo que se resiste a desaparecer y cómo este sobrevive diluido en nuevas identidades. El poeta que reconstruye el panteón familiar sabe que ya no pertenece plenamente a esa estirpe de hombres y mujeres monosilábicos, parcos en las muestras de afectos que traían «sobre su hombro una cesta de astillas cada día», porque ha penetrado en nuevas realidades, inaugurando una cosmovisión alejada espacial y temporalmente de sus raíces; al igual que ha sucedido con un paisaje aislado al ya se accede a través de puentes y túneles. En ambos casos, en el del poeta y en el de la cartografía que despliega, quedan las huellas, el pensamiento que las completa y la voluntad de pertenencia: un canto al origen para evitar pudrirse en el desarraigo y el olvido, pero también para permanecer: «Aprendimos que para salvaguardar una tierra / la mano debe de mancharse / con su raíz». Hasier nos acerca al pasado de un mundo ancestral a través de poemas actuales con imágenes que alumbran memoria y pensamiento.

·


Recomendaciones de Quimera

Septiembre 2015

Recomendaciones de Quimera Ecuatoria, de Patrick Deville (Anagrama, 2015) Después de su más que interesante Peste & Cólera, Deville nos deslumbra con Ecuatoria, una singular novela que se adentra a través de los ríos Congo y Ogooué hacia el corazón del África negra tras las huellas de los grandes exploradores: Brazza, Stanley, Livingstone, etc. para mostrarnos la cara (el descubrimiento, la superación) y la cruz (la empresa colonial, la explotación, la miseria) de la aventura de unos hombres que «fueron capaces de soñar que eran más grandes que ellos mismos». La novela alterna el relato histórico de hechos y personajes (en clave de crónica novelada) y la dietario actual (del viaje del propio Deville tras las huellas de Brazza) para proporcionarnos un fresco fascinante y feroz de la situación del África postcolonial. Su voz personalísima aúna rasgos de Conrad, de Kapuściński, de Echenoz, etc. Una novela que sitúa a Patrick Deville entre los mejores escritores contemporáneos.

Challenger​ de Guillem López (Aristas Martínez, 2015). Una tarde del año 1986 (creo que la recordamos todos los televidentes de cierta edad) los televisores de todo el mundo se inflamaron con las luces del estallido del transbordador espacial Challenger, apenas minuto y medio después de despegar. Con este sugerente fondo el autor traza una serie de retratos y situaciones que envuelven el acontecimiento, como si todos fueran acogidos por esta enorme metáfora que representa la atomización de la cápsula en el espacio. Escrito de una forma sorpresiva y sugerente (un poco pasado de páginas quizá) esta novela de Guillem López nos revela a un autor que hay que seguir con atención en sus siguientes proyectos.

La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera (Tusquets, 2014) La última obra de Milán Kundera es una auténtica fiesta. Bien parece que el escritor, en la senectud, ha optado por perderse el respeto a sí mismo y autoparodiarse de forma lúdica y desenfadada. En breves páginas, Kundera construye un rompecabezas metaficcional que se constituye en una crítica humorística contra los valores del éxito y la vanidad. Un libro con tintes surrealistas, con ecos de los mejores Gombrowicz y Bulgákov, en el que se mezclan personajes ficticios e históricos (la parodia de Stalin y Kalinin es impagable) para llegar a un final de traca que nos lleva a pensar que, en el fondo, no somos tan importantes como nos creemos. Pocas veces la alta literatura es tan divertida.

El duende mal pensante, José Bergamín (Cuadernos del Vigía, 2015) El duende mal pensante es el último gran libro de aforismos de José Bergamín, inédito hasta la fecha y que Gonzalo Penalva acaba de rescatar para la editorial Cuadernos del Vigía. Se trata de un ecléctico compendio de aforismos que recorre toda la producción literaria de Bergamín, desde 1924 hasta el final de su vida. Un libro para descubrir a uno de los más lúcidos y contradictorios escritores de la literatura española. En palabras de Salinas: «El ingenio de Bergamín es solamente el arma punzante, acerada, con que un espíritu atormentado y angustiado quiere abrirse paso entre las tinieblas de cada día. Ingenio de saeta».

65 Q


66 Q

Septiembre 2015

Recomendaciones de Quimera

SEPTIEMBRE de 2015 Esa canalla de literatura, Eduardo Gil Bera (Acantilado, 2015) Sagaz periodista (fue el cronista mejor pagado del Frankfurter Zeitung), genial novelista y observador perspicaz e inteligente de la realidad, Josep Roth es uno de los más destacados escritores europeos del siglo XX. En un encomiable trabajo documental, a través de quince ensayos, Eduardo Gil Bera se adentra en los complejos entresijos de la biografía y de la personalidad de Roth dejando que sea éste, a través de sus textos y de los de sus interlocutores (Stefan Zweig, Brentano, Benno Reifenberg, etc.) quien desgrane sus obsesiones, ambiciones, frustraciones y contradicciones en el tiempo convulso que le tocó vivir. Imprescindible para los (muchos) amantes de Roth y de la Mitteleuropa de entreguerras. Una mariposa en la máquina de escribir (La vida trágica de John Kennedy Toole y la extraordinaria historia de La conjura de los necios), de Cory MacLauchlin (Anagrama, 2015) Tras un título largo y un subtítulo interminable (más propio del destacado de un reportaje de prensa) encontramos la respuesta a la duda que siempre acude a los lectores de La conjura de los necios o La Biblia de neón: ¿Qué puede llevar a un hombre aparentemente brillante y bienhumorado a conectar el tubo de escape con el interior de su coche? Supongo que es una duda que nos asaltó a todos cuando conocimos mínimamente la biografía de John Kennedy Toole y que en buena manera va desbrozando el autor con una exhaustiva documentación que repasa los treinta y pocos años de existencia del autor sureño y la azarosa aventura que supuso publicación de La conjura. Muy recomendable.

El cuadro dentro del cuadro, de André Chastel (Libros de la resistencia, 2015) Podríamos recomendar cualquier ensayo de los publicados por Libros de la resistencia, una editorial que apuesta por el estudio del arte desde ángulos dispares, y siempre desde una perspectiva rigurosa y sugerente. Entre sus novedades nos encontramos con El cuadro dentro del cuadro, de André Chastel. Tomando como punto de partida diversas obras, el autor nos adentra en el fascinante universo de los cuadros que se sitúan dentro del propio cuadro, explorando la relación entre el conjunto y el detalle. Un atractivo y pormenorizado análisis que aumenta las dimensiones del objeto artístico. Si algo hemos de pedirle a un libro, es que su lectura nos modifique, nos haga ser distintos una vez que lo hemos concluido. Eso es lo que consigue Chastel: nos enseña a mirar una obra y nos ayuda a percibir sus innumerables puntos de fuga. Niebla fronteriza, Hasier Larretxea (El Gaviero Ediciones, 2015) Lo universal es lo particular sin fronteras, nos recordó Valente. Así es, también, la escritura de Larretxea: una escena mínima que almacena un significado universal, un recuerdo privado capaz de hacer saltar interminables círculos y alojarse, como si de una historia personal se tratase, en la mente del lector. Aquí reside una de las grandes virtudes de este libro, intenso y elegante al mismo tiempo. Hasier es uno de esos escritores que conocen a la perfección las posibilidades de la geografía escrita, lo que da de sí el diálogo entre lugar y memoria. Su paisaje nos interroga y nos sacude. Tiene razón Mestre: Hasier Larretxea convierte cada una de sus palabras en un acto de deliberado respeto por la condición humana. A veces, como es el caso, la niebla es una forma de observar el territorio con mayor nitidez.

·



publicidad­octubre­2015:PORTADA­282­­14/09/15­­14:28­­Página­3

­

El mundo que creíamos conocer

Grandes mitos del cerebro

“En este breve volumen, Alan Lightman observa el universo y captura aspectos del mismo en una serie de ensayos muy bien escritos, cada uno de los cuales presenta una idea del universo desde una perspectiva diferente: el tiempo, la simetría, o la divinidad. Es la meditación de un destacado físico y humanista, un libro que leerá con placer cualquiera que esté interesado en las grandes ideas que tienen su base en el mundo físico.”

Apenas pasa un día sin que algún periódico o revista anuncie los resultados de algún estudio escanográfico del cerebro que afirma haber descubierto la localización neurológica de la felicidad, el amor, el odio o cualquier otra emoción humana. Y sin embargo, pese a los muchos avances en nuestra comprensión de la función cerebral, sigue habiendo mucha desinformación y un exceso de sensacionalismo acerca de cómo funciona realmente el cerebro. Christian Jarrett analiza más de cincuenta mitos asociados con la función cerebral, desde los que se basan en falsedades o medias verdades hasta los que se ocultan bajo el manto del lenguaje científico. Jarrett explora primero mitos generales, como la idea de que solamente utilizamos el diez por ciento de nuestros cerebros, o el de que no crecen nuevas neuronas en el cerebro adulto, y pasa luego a examinar una variedad de temas más contemporáneos y una variedad de mitos que giran en torno a los trastornos cerebrales, incluidos la epilepsia, el autismo y la demencia senil. Tan informativo como desmitificador, Grandes mitos del cerebro separa lo que es un hecho contrastado de lo que es mera ficción, y con ello diluye parte del misterio que rodea al órgano más misterioso y complejo del cuerpo humano: el cerebro.

PETER L. GALISON, PROFESOR DE FÍSICA, UNIVERSIDAD DE HARVARD

“Esta colección de ensayos solo podía haberla escrito Alan Lightman, ese extraño híbrido de físico y narrador. Proyectando el foco de su intelecto sobre el cosmos, Lightman ilumina con sus reflejos nuestras vidas personales.” DAVID EAGLEMAN, NEUROCIENTÍFICO

“Un sublime recordatorio de los misterios que acechan detrás de lo aparentemente familiar: una apelación al asombro.” BRIAN CHRISTIAN, POETA

BIBLIOTECA BURIDÁN


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.