REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas
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Colaboradores nº 396:
El escritor secreto
Pedro Albornoz, David Aliaga, María Bastianes, Helena Canhoto, José A. Cano, Andrés Catalán, Antonio de Murcia, Zaradat Domínguez, Claudia Faci, Joan Flores Constans, Franco Fortini, Laura Gomara, Ana Gorría, Eric Gras, Iván Humanes, Anna Maria Iglesia, Paula Lapido, Lola López Mondéjar, Nieves María Concepción Lorenzo, Javier Marquerie, Rubén Martín Giráldez, Fidel Martínez, Jesús Montiel, Lola Moreno, José Luis Peixoto, Javier Pérez Walias, Pepa Pertejo, Pako Pimienta, Patrícia Pinto, Alejandro Ratia, Miquel Rof, Juan Manuel Romero, Luis Sáez Delgado, Pedro Ugarte, Ruth Vilar Ilustraciones de portada y dossier: Miquel Rof Maquetación y cubierta: Jordi Gol
12-33 aso El cielo r Dossier: el secreto Pynchon
5-11 los espejos de El salón
Entrevista a José Luis Peixoto (5)
Paula Lapido: Thomas Pynchon no existe (12)
Entrevista a Fidel Martínez (8)
Rubén Martín Giráldez: Las cartas de Wanda Tinasky (14) Lola Moreno: Porpentine, el espía que perdimos (17) Anna Maria Iglesia: Edipa Maas: la heroína de la entropía de La subasta del lote 49 (21) David Aliaga: ¡Viva el Mal, viva el Capital! (25) José A. Cano: Desmantelar la historia a través del pop (29) Joan Flores Constans: Pynchon en los anaqueles (32)
34-36 reve La vida b Ruth Vilar. Por el camino breve
42-45 na voz huma 39-41 Barba Azul La e castillo d Entrevista a 37-38 res de perlas El o d a sc e «Poema de las rosas», Claudia Faci p s o L de Franco Fortini Microrrelatos inéditos de Pedro Ugarte
46-50 each on the B Einstein Lola López Mondéjar. El sexo de los ángeles I: ¿hay marcadores de género en los textos literarios?
Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es
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51-54 er rante dés El holan Laura Gomara. Nápoles se alza sobre el cadáver de una sirena
55-64 ú El ambig Alejandro Ratia: Nebiros de Juan Eduardo Cirlot (55) Antonio de Murcia: Familias de cereal de Tomás Sánchez Bellocchio (56) Luis Sáez Delgado: Trabajar cansa de Javier Morales (57) Zaradat Domínguez: La mujer de la libreta roja de Antoine Laurain (58) N. M. Concepción Lorenzo: Un centímetro de seda de Darío Hernández (ed.) (59) Eric Gras: La Realidad: Crónicas canallas de Robert Juan-Cantavella (60) Juan Manuel Romero: Carta al padre de Jesús Aguado (61) Jesús Montiel: Fracturas de Rubén Martín (62) Javier Pérez Walias: Fiebre y compasión de los metales de María Ángeles Pérez López (63) Iván Humanes: Fuga de la muerte de Fidel Martínez (64)
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
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El Foyer
Un escritor secreto Thomas Pynchon es, tristemente, un autor más célebre por la ocultación de su identidad que por la indiscutible calidad de sus novelas. Como Traven o Salinger, se ha negado sistemáticamente a conceder entrevistas o a ser fotografiado. De hecho, sólo se conservan media docena de fotografías suyas de su época de estudiante y del ejército, y una vez que fue filmado por la CNN accedió a conceder una entrevista a cambio de que se destruyera el film. Su obsesión por mantener el anonimato ha llegado tan lejos como para hacer desaparecer tanto su brillante expediente universitario como su expediente militar y cualquier rastro suyo en la empresa Boeing, en la que trabajó durante un tiempo. Sin embargo, Pynchon es uno de los escritores más importantes en lengua inglesa. Eterno candidato al premio Nobel, con tan sólo ocho novelas y un libro de cuentos en cincuenta años, ha sido destacado por críticos como Harold Bloom como uno de los novelistas más relevantes de los EE. UU., junto a DeLillo, Roth o McCarthy. Está considerado la voz de la posmodernidad maximalista y su obra gravita en torno a los temas que afectan al ser humano moderno: la paranoia, el fin de la historia, la tecnología, la carrera armamentística, la manipulación de los Estados, el sentido del progreso (en su concepto científico), el absurdo del ser humano inmerso en el caos, etc. En Quimera hemos querido dedicarle a este escurridizo autor un dossier, coordinado por David Aliaga, escritor, editor y colaborador habitual de la revista, que trata de ofrecer una perspectiva amplia de Pynchon desde diferentes focos. Así, Paula Lapido se sumerge en la biografía de Pynchon para especular sobre su existencia real. Rubén Martín Giráldez plantea también el tema de la identidad al preguntarse si las cartas de Wanda Tinasky han sido escritas o no por Pynchon. Lola Moreno analiza la primera obra de Pynchon y sus influencias. Anna Maria Iglesia nos habla de la importancia
de la entropía en la novela La subasta del lote 49, uno de los conceptos más recurrentes en la obra del autor americano. David Aliaga se centra en «Ellos»: ese antagonista constante de las novelas de Pynchon que constituye una alianza del poder con el capital, contra la que sólo cabe la resistencia de «nosotros». José A. Cano analiza la importancia de la cultura popular como ataque al discurso mainstream en las novelas de Pynchon y, cerrando el dossier, Joan Flores nos ofrece una singular visión de la recepción de este autor en las librerías españolas. Además del dossier, abriendo el número contamos con una entrevista a José Luis Peixoto, una de las voces más interesantes de la literatura portuguesa, que nos descubre las claves de su último libro traducido al castellano: Galveias; y una charla de Ana Gorría con Fidel Martínez, que ha llevado a cabo la sorprendente tarea de trasladar el poema «Fuga de muerte», de Paul Celan, al cómic. En las secciones de creación ofrecemos un relato inédito de Ruth Vilar, microrrelatos inéditos de Pedro Ugarte y la primera traducción al castellano del «Poema de las rosas», del escritor italiano de principios del siglo XX Franco Fortini. Ana Gorría duplica colaboración entrevistando a la destacada actriz, bailarina y coreógrafa Claudia Faci y Lola López Mondéjar nos plantea la existencia de marcadores de género en los textos literarios en la primera parte de un breve ensayo sobre literatura y género. «El holandés errante», a través de la pluma de Laura Gomara, nos descubre un Nápoles diferente en la primera de las tres entregas dedicadas a los secretos de esta fascinante ciudad. Y como siempre, contamos con una decena de reseñas y las habituales recomendaciones de la Redacción sobre la actualidad editorial.
En Quimera hemos querido dedicarle a este escurridizo autor un dossier, coordinado por David Aliaga, escritor, editor y colaborador habitual de la revista, que trata de ofrecer una perspectiva amplia de Pynchon desde diferentes focos.
Jordi Gol Jefe de Redacción de Quimera. Revista de literatura
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Entrevista a
José Luis
Peixoto por Jordi Gol
Patrícia Pinto ©
.José Luis Peixoto, narrador, poeta, ensayista y dramaturgo es una de las voces más destacadas del panorama literario portugués. Su obra está traducida a veinte idiomas y cuenta con premios tan prestigiosos como el José Saramago (2001) o el premio Libro de Europa (2013). Vázquez Montalbán destacó su «gran sentido del lenguaje poético y gran dominio de la lengua»; Muñoz Molina ha comparado su capacidad de integrar lo fantástico en lo cotidiano «como las historias que cuentan o presencian o callan los personajes de William Faulkner o de Juan Rulfo»; y Saramago lo consideró «una de las revelaciones más grandes de la literatura portuguesa». Literatura Random House publica este otoño su penúltima novela, Galveias —una inmersión en los territorios de su infancia que trata de poner una pieza más en su búsqueda de a la identidad portuguesa—, sobre la que ha querido charlar con Quimera.
En Galveias abordas las relaciones en el mundo rural, tanto entre los habitantes del pueblo como con los forasteros, dentro de un ambiente opresivo. ¿Qué obtienes del mundo rural que no te dé el urbano? Creo que la diferencia fundamental entre lo rural y lo urbano es la proximidad de la naturaleza, un factor importante en diferentes aspectos. El primero es el ritmo que presupone: en el mundo rural se respira a otra velocidad. También la atención a las estaciones y el contacto con los animales y con las plantas, que implican una mayor presencia de la muerte. Esta percepción diferente del tiempo y de la muerte hace que la forma de encarar la vida en el mundo rural y en el urbano sea muy distinta. Galveias es un pueblo triste, opresivo, no es el pueblo de una infancia feliz; podría parecer incluso que la novela es un ajuste de cuentas. ¿Por qué elegiste tu propio pueblo como escenario de la novela?
No estoy de acuerdo con que sea un pueblo triste. La elección de Galveias como escenario para la novela constituye una fuerte referencia autobiográfica. La novela tiene gran cantidad de referencias autobiográficas que no son explícitas para el lector. Lo que pasa es que lo que acontece en ella no es una evocación que glorifique la vida en la aldea ni la de los personajes. Sentí que, si hiciese tal apología, les robaría aquello que les es más importante: su humanidad. No quería transformar a esos personajes en héroes a costa de una distorsión de su realidad. Al contrario, como me merecen mucho respeto, quería retratarlos con sus grandezas y sus miserias. Escoger Galveias y esos personajes específicos para el papel que desempeñan en la novela es, implícitamente, una forma de homenaje. La estructura de la novela, en apariencia sencilla, es un rompecabezas: los capítu-
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los, narrados desde el punto de vista de un personaje, plantean enigmas respecto a otros personajes cuya solución se inserta en la narración de otro personaje distinto. ¿Por qué esta estructura? ¿Qué referentes manejas? Esa ha sido una forma de intentar crear una red que sugiriese lo colectivo. Aquí, el desafío consistía en construir una estructura literaria que retratase la realidad de una comunidad con unas características específicas. Este mecanismo narrativo me permitió trabajar dos dimensiones fundamentales: una más individual, más íntima, y otra más social, de conocimiento colectivo. Has afirmado que tus libros parten de una idea y luego defines unas reglas estructurales que sirven de base a la narración. ¿Cuáles son esas reglas en Galveias? Desde el punto de vista de la estructura, la novela comienza con un capítulo en el que se enumeran todos los personajes centrales, escogidos por ser símbolos de características que me interesaba destacar y que representan la heterogeneidad de esta comunidad específica. Después, la estructura sigue en cada capítulo a uno de esos personajes, que lo protagoniza y que a su vez arrastra consigo un núcleo de personajes que, muchas veces, se cruza con núcleos de otros capítulos. Así, la obra va transportando las narrativas individuales y colectivas hasta que, en el último capítulo, da solución a algunas de las cuestiones colectivas que fueron indicadas al inicio de la novela. Tu estilo, metafórico, sugerente más que explícito, se torna en Galveias a veces lírico,
sobre todo en las descripciones del paisaje. ¿Volver a los escenarios de la infancia ha impregnado tu prosa de nostalgia, de cierta melancolía? La acción de la novela tiene lugar en 1984. En esa época yo tenía diez años. Una de las críticas al libro que más ilusión me hicieron decía que, en algunos momentos, la voz del narrador denotaba la mirada del autor a los diez años. Me satisfizo mucho esta observación. De hecho, en muchas ocasiones fue así como pensé la novela, como me desenvolví dentro de ella. En Galveias, la caída de un meteorito es una metáfora que desencadena la toma de conciencia del pueblo. ¿Por qué un meteorito? ¿Sentías la necesidad de que el detonante fuera algo extraño, ajeno, totalmente impersonal, cósmico? Sí, quería algo que determinase la importancia y la singularidad de Galveias frente al universo. En realidad, todos los lugares son únicos para quienes son capaces de verlos así. Todos los lugares tienen tal importancia. Para poder decir lo que quería, era importante que el universo apuntase a Galveias. La obra también tiene una ironía implícita en las situaciones, como el hecho de que el mejor pan del pueblo lo hagan las putas mientras trabajan —la proximidad de la vida (el pan) y el pecado; los dos alimentos del cuerpo; etc.— o que un cura rural sea un ser débil, dominado por la bebida. ¿Qué crees que le aporta esa visión irónica a la novela? En cierto modo, la ironía es la afirmación de que lo contrario de aquello que es más evidente también puede
ser verdad. No obstante, existen varios tipos de ironía y cada uno de ellos cumple su función. No creo que haya una ironía cruel en la novela, que sería la menos interesante en este contexto. Sin embargo, existen una ironía trágica y una ironía divertida, entre otras. Todas ellas ayudan a dotar de contraste y color a la novela. Esa diversidad es fundamental para sugerir cada uno de los casos particulares que forman el conjunto. La figura de la mujer siempre es una víctima en tus novelas, la parte débil, seres tristes y maltratados. ¿Por qué esa visión de la mujer? Yo no lo veo así. Me parece que la mujer está situada en una posición social desfavorecida, pero está muy lejos de ser frágil. En la novela, por ejemplo, hay una mujer que se hace cargo de su hijo deficiente, en tanto el hombre los abandona; también existen mujeres que viven su vida independizadas de los hombres e, incluso, que prescinden de los hombres hasta en el aspecto afectivo y sexual. No obstante, la posición inferior de las mujeres en la sociedad de la novela es un reflejo de la propia realidad y, en cierto aspecto, una denuncia. En Galveias das voz a todos los personajes del pueblo, incluidos los perros. ¿Qué punto de vista crees que aportan los canes a la novela? Se trata de espectadores que observan la vida desde otra dimensión. Su mirada comporta una gran dosis de misterio. Lo que ellos ven y saben no es lineal y claro, pero gana profundidad
El salón de los espejos
Entrevista a José Luis Peixoto
de un país. Sin embargo, sí creo que esta es una manera de conocerlo mejor y es la que más me interesa; me parece que es una forma esencial de acercarse a un país que hasta hace poco era rural hasta en las ciudades.
al ser una mirada muy concreta, diferente. Tu anterior novela, Livro, podía leerse un poco en clave autobiográfica (tus padres emigraron a Francia). ¿Podría decirse que Galveias es una continuación de esa indagación sobre Portugal en clave autobiográfica? Sí, esa es una propuesta que he venido desarrollando de varias maneras y que, en su raíz, parte de una búsqueda identitaria, tanto en lo que atañe a lo general —mi país— como, en un ámbito más restringido, a mi familia y a mi propia experiencia. Nací en 1974, un periodo muy importante de la historia reciente de Portugal, y me siento muy atraído por saber lo máximo posible sobre esa etapa, sobre esa realidad.
Fotografía: Helena Canhoto ©
Tu última novela, Em teu ventre (aún no traducida en España), relata la aparición de la Virgen de Fátima como reflexión sobre la maternidad. ¿Por qué elegiste este episodio concreto de la historia de Portugal para hablar de un tema tan universal? También ese episodio forma parte de la secuencia de análisis de varios matices de este Portugal rural y tradicional durante la transición entre la dictadura y la democracia. Este tema en particular es muy sensible en Portugal. Escribir sobre él fue caminar sobre la cuerda floja.
No sé responder plenamente a esta pregunta. Muchas veces, comienzo a escribir con ideas muy definidas, pero luego la escritura acaba dirigiéndose por otros derroteros, hacia aquello que inconscientemente sé. Creo que nunca podemos apartarnos completamente de aquello que conocemos, so pena de no dominar el tema que hemos escogido. Yo no veo siempre como triste aquello que trato en mis libros; se trata sobre todo de mundos que delinean formas que reconozco como verdaderas en sí o como símbolos de ciertas verdades en las que creo.
Tus novelas siempre dejan un resabio de tristeza, de desazón. Algunas, como Una casa en la oscuridad, son de una desolación estremecedora. ¿Son las emociones tristes las más potentes para mostrar lo que quieres?
Tus novelas reflejan, en la mayoría de ocasiones, un mundo rural, la sabiduría humilde del pueblo. ¿Es la única forma de captar la esencia de la identidad lusa? No concibo una única forma de captar algo tan importante como la identidad
Galveias supone (en España) el salto a una gran editorial: Literatura Random House. ¿Crees que puede repercutir positivamente en la recepción de tu obra en nuestro país? ¿Editará Literatura Random House tus libros anteriores? El año próximo se publicará Em teu ventre. Aún no sé qué nuevas ediciones se van a llevar a cabo, pero me alegraría que finalmente se materializasen, porque mis libros anteriores son muy importantes para mí ya que, en cierta medida, se compensan unos con otros. En breve, mi primer libro, Te me moriste, será publicado por Editorial Minúscula, noticia que me satisface mucho, porque es un libro fundamental en mi bibliografía. Tus libros de poesía tienen bastante éxito en tu país. ¿Por qué crees que en Portugal (al contrario que en España o en Francia) la poesía goza de tan buena salud y de un gran número de lectores? Por un lado, porque hay mucha tradición de poesía, hay poetas que son muy leídos. Por otro lado, hay varias formas de arte popular que sirven como escenario a la poesía, como el fado, género que ha musicado obras de casi todos los grandes poetas portugueses. Además, creo que Portugal tiene un tamaño y una cohesión que permite que la poesía no se disperse, como tiende a ocurrir en países más grandes.
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Entrevista a
Fidel Martínez por Ana Gorría Fotografía: Pako Pimienta ©
.Fidel Martínez Nadal (Sevilla, 1979) fue premiado en el Certamen de Cómic e Ilustración Injuve 2003. Desde entonces, ha venido firmando diversas obras en el ámbito de las artes gráficas. Junto al guionista Jorge García ha firmado como dibujante las historietas Cuerda de presas, Hacerse nadie o la serie Enviado especial. Su trabajo gráfico también se ha extendido a la ilustración de autores como Pilar Adón, Francisco Javier Pérez, Cisco Bellabestia o Wilkie Collins. Fuga de la muerte, un ensayo gráfico publicado por Edicions de Ponent alrededor del poema de Paul Celan, es su primera publicación como autor total.
Se introduce usted en el mundo de la historieta de forma precoz y pronto firma junto a Jorge García trabajos como Cuerda de presas, Hacerse nadie o series como «Enviado especial». ¿Qué importancia ha tenido para usted esta experiencia? ¿Su vocación de autor, dada su formación plástica, le hubiera llevado a firmar trabajos como Fuga de la muerte sin interlocutores directos como Jorge García? ¿En qué momento empieza usted a proyectar sus historietas en solitario? ¿Ha evolucionado su relación con el lector y su relación con el medio desde sus primeras publicaciones? Pienso que más que un introducir es un aferrarse, porque pese a su promiscuidad aparente, el mundo de la
historieta sigue mostrándose «precavido» ante obras como las que Jorge y yo hemos desarrollado durante todo este tiempo. Hasta el momento de conocer a Jorge yo había concebido y elaborado en su totalidad prácticamente todas mis historietas, pero gracias a mi labor con él pude perfeccionarme como guionista y escritor, porque yo no me siento dibujante sino narrador gráfico, y dar concreción a una serie de temas que siempre me interesaron, algunos de los cuales se desarrollan en Fuga de la muerte. Ahora, con la perspectiva que otorgan el tiempo y cierto grado de experiencia, más que de evolución en mi relación con el lector yo hablaría de acercamiento. Ahora sé mucho mejor qué tipo de lectores se acercan a mi trabajo, lo que ellos y el medio opinan de él y qué esperan de mí como creador. Su más reciente publicación aborda la obra —en concreto el poema «Todesfuge»— de uno de los líricos más importantes del siglo XX así como también uno de los hitos en la meditación ética y política de la literatura postraumática. ¿Cómo accede y qué le atrae de la obra de Celan? ¿Cómo prepara o proyecta su narración? A la poesía de Celan accedo por casualidad a través de un dossier que esta misma revista dedicara a su persona en el año 2001. Desde un primer momento me sentí emocionado, concernido con su obra, sobre todo por la originalidad y singularidad con la que se acercaba al Holocausto, acontecimiento por el que siempre me he sentido inexplicablemente atraído. En lo que se refiere a mi libro, desde un inicio decido proyectar mi relato articulando la narración sobre un eje claro y conciso, en este caso la capacidad de la cultura, representada por el arte y en concreto por la disciplina poética, para confrontar y crear barbarie, sujetado todo ello por el molde férreo de
El salón de los espejos
su poema «Todesfuge» y abordando la figura de Paul Celan desde un tiempo histórico concreto delimitado por sus años de juventud en Czernowitz durante la Segunda Guerra Mundial, con breves acercamientos a su infancia y a sus últimos días. La biografía es la excusa, el trasunto narrativo, sobre el que se despliega una visión particular en torno a la génesis de este poema fundador y algunos de los futuros principios poéticos la obra de Celan que derivarán de él. Una vez leído su cómic, como lectora he tenido la sensación de que está proyectado como un trampantojo, con muchos niveles de lectura, que más allá de la propia biografía del poeta rumano busca presentar de manera ostensiva no sólo la mente poética de Celan o los andamios que sostienen «Todesfuge». Para ello, hace usted uso de una construcción alegórica tanto en la forma como en el sentido, visible desde el primer momento en la interacción entre imagen y texto de las viñetas que componen la secuencia del «Canto de la campana» de Schiller. Esa interacción alegórica entre imagen y texto se sostiene a lo largo de todos los niveles de lectura del texto. Arnau Pons, refiriéndose a la obra de Celan, ha afirmado que «el poema se convierte en un texto que interpreta. Nos obliga a algún tipo de relación con la historia». ¿Cómo urde esta relación entre imágenes poéticas y acontecimiento histórico? El acontecimiento histórico se expresa por medio de una secuencia seriada de imágenes que aquí son además concebidas en múltiples casos como una serie de imágenes poéticas, cuya finalidad es aportar un significado adicional al que ya tienen expresando dicho acontecimiento histórico. Siguen en su elaboración la manera característica de concebir un poema, que también se articula en torno a la imagen poética. Otorgan a la narración ese carácter poético que pienso necesario para hablar de un poema.
Entrevista a Fidel Martínez
También necesito de esa interacción alegórica entre imagen y texto para intentar representar y al mismo tiempo hacer accesible la complejidad de la obra y el pensamiento de Celan, que por una cuestión de fidelidad me veo en la obligación de trasladar a mi trabajo. Para que un lector sin conocimientos previos sobre Celan o su poesía pueda acceder a mi libro «sorteando» dicha complejidad, he creído necesario establecer varios niveles de lectura que permitan una primera
lectura, digamos más superficial, que se enriquezca a medida que retomamos dicha lectura, pero en base a la siguiente condición: volver a ella enriquecidos con nuevos conocimientos sobre el poeta que desvelarán significados subyacentes antes velados. Esta idea parte también de mi concepción del acto de leer una misma obra como un acto que se prolonga en el tiempo, que debe ser retomado y que no finaliza con la primera impresión recabada sobre los hechos narrados. Una concepción, la de un retorno continuado, que considero fundamental en los tiempos que corren, donde todo parece acabar antes siquiera de haber empezado.
Las secuencias finales de su narración parecen desafiar la posibilidad de la representación, tal y como advirtiera Nancy en su meditación La representación prohibida, por la que dicha representación podría ser posible sólo si pudiese decirse en ella «aquello que, de otro modo, burla toda descripción». ¿Por qué prescindir de la lengua, de la causalidad y de la linealidad en las últimas secuencias de su libro? Por un lado está la necesidad ineludible de silenciar lo que se narra en ese momento, pues es precisamente de ese silencio, que es el de las víctimas de los campos de exterminio, de donde extrae su fuerza el poema de Celan. Por otro lado, se debe también a mi idea del relato como narración parcial de unos hechos que confluyen en un momento climático que nunca debe ser totalmente colmado, sino que debe instar al lector a ir en búsqueda de dicha completitud más allá del libro, en una realidad que provee de múltiples posibilidades e interpretaciones, para luego, si se quiere, volver a abordar el libro con ese nuevo enriquecimiento. Ninguna obra de arte debería ser algo totalmente concluso y completo, una instancia cerrada, inaccesible e impermeable. Aún menos una obra que trata una cuestión tan controvertida como la del Holocausto, siempre abierta, inconclusa, inabarcable. Leído con atención su libro, más que una narración es un ensayo gráfico que sostiene una tesis muy concreta sobre la historia del siglo XX relativa a la crisis de los relatos, de las utopías, que desencadenaron los catastróficos acontecimientos de los totalitarismos del primer tercio del siglo XX y la crisis de la modernidad. En su tesis, como se puede observar en el clímax de su propuesta, se toma partido también ante la clausura de la representación y por la tensión entre acontecimiento y representación. Su libro es un producto cultural inscrito en un mercado muy concreto. ¿Cómo
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se enfrenta usted al peligro de rentabilizar la muerte y el dolor como advertía Adorno en la Dialéctica negativa? Yo tengo muy claro que mi finalidad como autor es denunciar a través de este libro una serie de horrores y errores históricos. La supuesta renta en notoriedad que mi autoría pueda recibir por ello es algo que me viene impuesto desde fuera y que a mí personalmente no me interesa. Esta cuestión pienso que deviene de esa dialéctica de la contradicción propia de la modernidad y que desde mi modesta perspectiva creo que puede salvarse por medio de una corresponsabilidad ética entre autor y lector. En el caso de ambos es fundamental, moralmente y como paso previo, no recrearse en la violencia explícita e implícita que estos hechos despliegan, tomando siempre como referente la dignidad de las víctimas. Por otro lado pienso que, si no mostramos, dejamos a oscuras parte de ese conocimiento necesario para intentar comprender un hecho tan paradigmático y complejo. Aplicado al caso de Celan, esta postura adorniana se resume en la célebre cita: «Escribir poemas después de Auschwitz es un acto de barbarie». Bien, aparte de que Adorno matizaría esta sentencia más tarde, habría que aclarar que la supuesta estetización del horror que muchos achacan a «Todesfuge» se debe más a una finalidad o necesidad poética que a un deleite en lo horroroso. Celan entendía que la lucha contra ese horror debía realizarse en el terreno de la propia lengua, y por eso mismo confronta, utilizando la fuga como figura musical basada en el contrapunto, una tradición lírica y poética basada en la forma aparentemente bella a las crueldades únicas y singulares produci-
go es un afianzamiento, un posicionamiento personal con respecto al poeta y su obra, que realizo desde una prosa y un grafismo de carácter expresivo que remiten a tendencias artísticas de la época en la que tiene lugar el relato.
das en los campos de la muerte, denunciando así la complicidad existente entre dicha tradición y tales crueldades. Cabe concebir su libro no sólo como una versión o adaptación de un poema sino como un esfuerzo de traducción a otro lenguaje, el gráfico, que reconstituye el texto literario en su propio código. ¿Cómo desarrolla usted ese proceso? ¿Cuáles son sus fuentes expresivas? ¿Encuentra usted alguna resistencia en la relación imagenpalabra que le obligan a desplazar el original literario para poder comunicarlo gráficamente? Es importante entender que mi libro no es una versión ni una adaptación del poema. De hecho, mi elección de titular mi libro Fuga de la muerte y no Fuga de muerte, que sería la traducción más acertada de «Todesfuge», se debe a que mi libro lo contiene pero es otra cosa. Y el motivo de no trasladar, de no «traducir», se debe a mi deseo de que sea el lector quien realice su propia interpretación del poema. Yo selecciono y expongo ideas, imágenes e interpretaciones preexistentes, algunas también personales, que aportan algunas claves de comprensión del poema y de la obra de Celan, pero, ante todo, lo que persi-
No sólo usted llama la atención sobre la violencia. La crisis de las ideologías o el poder destructivo de los idealismos están presentes en su libro a través de la representación de la violencia de los ejércitos soviéticos en Rumanía o la ascendencia del romanticismo alemán sobre el clima histórico de la Alemania de entreguerras. ¿Cuál es la actualidad de esta crisis? ¿Qué sentido tiene hacer presente en la primera década del siglo XXI las tensiones del primer tercio del siglo XX? Las dos guerras mundiales evidenciaron una violencia implícita en el pensamiento occidental que se desplegó en lógicas preñadas de carencias y de debilidades que en Auschwitz alcanzaron su clímax. El rápido olvido que las diferentes potencias impusieron para superar este hecho impidió que estas lógicas fuesen convenientemente asimiladas, perdurando hasta la actualidad y manifestándose con la misma violencia latente en los diferentes ámbitos de la realidad. El cómic, como producto cultural popular, no ha permanecido ajeno a la reflexión y al relato de la Shoá. Cualquier lector de cultura media tiene presente en esta aproximación la obra Maus a la hora de enfrentarse a la literatura del trauma y a la problemática de la posmemoria. Pero no sólo Spiegelman se ha ocupado del Holocausto. Obras como La hija de Mendel de Lemelman, Secreto de familia de Eric Heuvel, Deuxième génération de Michel
El salón de los espejos
Kichka, Hidden: A Child’s Story of the Holocaust de Daullivier, Salsedo y Lizano o el proyecto They Spoke Out: American Voices Against the Holocaust de Neal Adams en colaboración con Rafael Medoff. Incluso Magneto es un superviviente del Holocausto, cuya experiencia en los campos de concentración se relata en Magneto Testament. ¿Qué piensa usted que añade su propuesta a la visión que ha ofrecido la historieta sobre la singularidad de este hecho histórico? ¿Cuáles son los conflictos o tesis personales que ha querido poner de relieve a través de su texto? ¿Por qué centrar su visión en un poema especialmente complejo y no en un documento histórico, memorialista o ficcional? ¿Qué relación guardan para Fidel Martínez la poesía y la violencia en el arco más amplio de la historia? Mi libro, a diferencia de los que has mencionado, y aunque a primera vista no lo parezca, no es el testimonio de un individuo, sino el de un poema, «Todesfuge», un poema singular que surge de un hecho así mismo singular, el Holocausto, y en el que se pone en evidencia un tema de gran controversia: la complicidad de la cultura en la barbarie. De esta problemática surgen las tesis y conflictos fundamentales de mi obra: el papel de la palabra en un contexto de crisis, el papel que una determinada tradición literaria desempeñó en la barbarie nazi, y la reivindicación de justicia para las víctimas abocadas al silencio y por tanto al olvido por una historia que necesita de su ocultamiento para seguir adelante. Una historia que, como defendía Benjamin, es siempre el relato escrito por los vencedores. Yo pienso, al igual que Celan, que la poesía lírica tradicional alemana de los siglos precedentes era portadora de un dis-
Entrevista a Fidel Martínez
curso mortífero que, paradójicamente, sólo podía ser confrontado desde la propia poesía, pero cuestionándola desde sus propios cimientos, esto es, poniendo en entredicho la naturaleza del mismo gesto poético. Y es ese cuestionamiento radical tan necesario el que hace tan interesante indagar sobre este poema. Su libro desafía las convenciones de dos medios expresivos: la poesía y el cómic, ambos registros sectoriales y limitados. ¿Cuál es el lector ideal de Fuga de la muerte? ¿Qué espera que suceda en la imaginación del lector al acabar de leerlo? Mi lector ideal es un lector sensible, libre de prejuicios y curioso. A ese lector ideal se le revelará, tras la lectura de mi libro, la necesidad de seguir explorando, de continuar el relato allí donde yo lo he dejado, porque como ya he mencionado antes, una historia no es algo cerrado, sino más bien una puerta abierta hacia nuevas sendas de conocimiento.
ción? ¿Qué ha perdido la cultura española al perder a Paco Camarasa? Paco, desde el inicio, se mostró sinceramente entusiasmado con mi proyecto y fue sumamente generoso otorgándome absoluta libertad creativa. En ningún momento se entrometió en el proceso de trabajo. Hasta su fallecimiento mantuvimos una relación de franca cordialidad y confianza. Con su marcha el mundo de la historieta española pierde a uno de sus editores más comprometidos con el medio. Gracias a él han visto la luz obras como la mía, algunas otras ya fundamentales y en general muchas que de otro modo nunca hubiesen sido publicadas. Por desgracia, estoy seguro de que, con su pérdida, otras tantas nunca lo serán. Una pérdida, en definitiva, que mucho me temo nunca será subsanada. ¿En qué proyectos se encuentra usted implicado en la actualidad? ¿Volverán a pasar siete años sin una obra extensa firmada por usted? No si por mi fuera. Pero no es algo que dependa exclusivamente de mí. En cualquier caso, ya estoy trabajando en proyectos de diversa índole que tratan cuestiones como la memoria mítica, la historia concebida como relato de los vencedores y de los supervivientes o la violencia desde un punto de vista histórico, entre otras varias.
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Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Pri-
Recientemente ha fallecido su editor, Paco Camarasa, responsable de Edicions de Ponent. ¿Qué relación tuvo con él durante el proceso de elaboración del libro y el proceso de publicación? ¿Cuál fue su implica-
mer acto o Sesión no numerada sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.
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Thomas Pynchon no existe Paula Lapido
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existencia de Thomas Pynchon como ser humano real que deambula por este mundo nuestro igual que cualquier otro hijo de vecino ha sido cuestionada en varias ocasiones debido a la poca información disponible sobre su persona y a la dificultad de obtener nuevos datos. A la luz de las escasas evidencias, la cuestión se convierte en cualquier cosa menos trivial: ¿tenemos certeza de su existencia? ¿Alguien, alguna vez, ha estrechado la mano de P.? ¿En alguna ocasión puede P. haberse detenido en un bar de carretera para pedir un bistec con patatas? Estas preguntas y muchas otras, que de prosaicas podrían parecer descabelladas, mudan de firmes baldosas en suelo movedizo cuando nos acercamos a la figura de este autor al que, como diría un físico cuántico, cuanto más intentas conocer, menos sabes de él. Nacido en Glen Cove, Long Island, el ocho de mayo de 1937, sus padres tuvieron a bien bautizar a P. con el nombre de Thomas Ruggles Pynchon, como su padre, un apellido originario de Inglaterra que terminó recalando en Massachusetts, allá por 1630, cuando el patriarca aventurero de la familia, del mismo nombre, desembarcó con su mujer y cuatro hijos para hacer las Américas. Su descendiente, unos siglos más tarde, se matriculó en Ingeniería y Física en la Universidad de Cornell, un grado concebido para preparar a los futuros genios armamentísticos del país, pero abandonó dichos estudios para alistarse en la Marina norteamericana en 1955. Algunas referencias conspiranoicas le sitúan en esa época en el Mediterráneo y, con más precisión, en Malta, lo cual resulta sospechosamente conveniente a la hora de justificar ciertas y extensas partes de su primera novela, V. En relación con estos años militares de P., puede encontrarse en varios artículos una famosa foto (famosa por lo escaso del material audiovisual en el que figura su persona) de un individuo de gruesas cejas negras y dientes de conejo, vestido de marinero, que numerosas fuentes alegan o incluso afirman que se trata de una imagen suya. Pero John Calvin Batchelor afirmó en su artículo «Thomas Pynchon no es Thomas Pynchon o este es el final del argumento sin nombre» (Soho Weekly News, 22 de abril de 1976) que la producción literaria
de P. era en realidad obra de, sobre todo, J. D. Salinger, con alguna breve y ocasional colaboración de Donald Barthelme. No es una teoría que podamos despreciar. En 1957 P. regresa a Cornell y, en un arranque de lo que parece de veras una vocación, sustituye los estudios de Ingeniería por los de Literatura. Algunas fuentes le sitúan como alumno de Vladimir Nabokov e incluso parece que su mujer, Vera, recordaba su característica caligrafía. Las fuentes que podrían ser más fidedignas, como el famoso crítico literario Harold Bloom, de quien se menciona que introdujo a P. en su fraternidad universitaria Yud-Yud-Yud, no han proporcionado pruebas de la existencia del sujeto que nos ocupa, más allá de opinar que es el mejor narrador norteamericano vivo, con permiso de Faulkner (The Paris Review nº118, primavera de 1991). Aunque, parafraseando a Batchelor, bien podría estar en realidad refiriéndose a Salinger. Si hemos de confrontar una verdadera prueba de la existencia de P., ha de ser ante su obra o, como diría Batchelor, la de Salinger: durante su tiempo en Cornell, P. publica algunos cuentos en las revistas universitarias y en 1959 aparece como Thomas R. Pynchon en la lista de graduados con honores. P. pudo haber mantenido su tan celoso anonimato con comodidad: sólo tendría que haberse dedicado a escribir documentos técnicos para Boeing, compañía en la que se empleó en Seattle en 1960, en lugar de ocupar los tiempos muertos u otros más vivos en concluir la que sería su primera novela. Pero, como sabemos, no fue así: P. publicó V. en 1963, y es entonces cuando comienzan a fraguarse las semillas de lo que con el tiempo se convertiría en una gigantesca burbuja informe a su alrededor: V. fue un éxito. Recibió críticas espectaculares; en 1964 le fue otorgado el Faulkner Foundation Award y fue finalista del National Book Award. Como llevados por un impulso valmontiano, un «no puedo evitarlo» informativo, periodistas de todo el país empiezan a desplegar trayectorias de ida y vuelta que tratan de localizar al escritor, de arrancarle unas palabras o una foto, unas declaraciones controvertidas que justifiquen una portada, una sonrisa, un apretón de manos. Y es entonces
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cuando P. manifiesta por fin en todo su esplendor esa naturaleza a la que nos ha acostumbrado con el tiempo y que ya no podemos ver más que como entrañable: la del Houdini de las letras. Un reportero de Time viaja a México D. F. para entrevistar a P., que se le anticipa en sus intenciones y corre a montarse en un autobús a Guanajuato; mejor ocho horas de traqueteo infernal por las desérticas carreteras hacia el norte mexicano que una entrevista. La segunda novela de P., La subasta del lote 49, aparece en 1967 y gracias a ella el escritor consigue el premio de la Fundación Richard y Hinda Rosenthal. Aunque es en 1974 cuando la publicación de El arco iris de gravedad trae una revolución al mundo literario norteamericano y, más tarde, al mundial. Recibe el National Book Award pero se le rechaza para el Pulitzer porque el jurado considera su obra farragosa y no exenta de escándalo. Y es entonces cuando P. se la juega de nuevo a todo el mundo: imagínense cuántos asistentes a la cena de entrega del National Book Award del dieciocho de abril habrían estado frotándose las manos con la perspectiva de conocer por fin al escurridizo autor. Cuando todos están ya preparados, el champán servido en estilizadas copas, las viandas circulando del plato al sistema digestivo de los asistentes, la aparición. Pero no la de P., sino la de Irwin Corey, monologuista, actor, cómico, pertrechado con un discurso pynchoniano en el que terminaba dando las gracias por igual a Brezhnev, Kissinger y Truman Capote. Tan propio. En el momento de escribir este artículo, P. cuenta ya, si hemos de fiarnos de su cronología en patchwork, con casi ochenta años. Le ha llevado un arduo trabajo conseguir la distancia que los medios y los fans no son capaces de mantener con otros ídolos más o menos globales. P. ha logrado
Paula Lapido. Thomas Pynchon no existe
seguir siendo el hombre anónimo que escribe libros brillantes. Incluso la todopoderosa CNN accedió en 1997 a no identificarle en un vídeo que había filmado de él caminando por Manhattan. Aquellos para los que Thomas Pynchon es sus libros y sus libros son Thomas Pynchon tal vez no necesiten saber más y se conformen con las miles de páginas complejas y a veces delirantes que nos ha regalado su imaginación. Para los que sigan sintiéndose insatisfechos, aún queda una última carta. O un puñado de ellas, mejor dicho: las que su antigua agente, Candida Donadio, recibió de P. entre 1963 y 1982 y subastó por cuarenta y cinco mil dólares en 1986. Las cartas estuvieron en posesión del millonario Carter Burden hasta su muerte y después su familia las donó a la Pierpoint Morgan Library. Pero sólo podremos verlas, tal vez, cuando P. fallezca, por su propia petición, una vez más respetada. En las cartas, algunos de cuyos extractos han sido publicados por The New York Times, P. nos descubre una faceta que, distraídos con sus brillantes trucos de magia escapista y sus páginas extraordinarias, apenas hemos considerado: el autor que duda. La inseguridad, el balanceo entre lo que teme que no esté a la altura de sus aspiraciones y la certeza brutal, casi exhibicionista, de lo que considera brillante. Y es entonces cuando P., por fin, aunque sea nada más que a través de estos disparos brevísimos que apenas nos permiten paladear su interior, se convierte, de oscuro ser, según algunos, maquiavélico, en lo que todos nosotros somos, incluso Salinger: combinaciones químicas animadas por ese algo misterioso, trascendente, que aún nadie ha descifrado del todo.
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Paula Lapido (Madrid, 1975) ha publicado la novela Horror vacui (Salto de página, 2014) y el libro de relatos Teoría de todo (Tropo Editores, 2010), con el que fue finalista del VII Premio Setenil 2010, y del Premio Caja España 2008. Sus relatos han aparecido en varias antologías como Mi madre es un pez (Libros del Silencio, 2011), Náufragos en San Borondón (Baile del Sol, 2012) o Madrid, Nebraska (Bartleby Editores, 2014), entre otras.
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Las cartas de Wanda Tinasky Rubén Martín Giráldez
There are known knowns; there are things we know we know. We also know there are known unknowns; that is to say we know there are some things we do not know. But there are also unknown unknowns. Donald Rumsfeld
a) Hay que ver, es que me encanta hablar del asesinato de Kennedy. Es mi tema de conversación favorito. Hace poco visité Dealey Plaza, donde lo mataron; de hecho, te dejan subir al sexto piso del Depósito de libros escolares de Texas. Ahora es el Museo del Asesinato... Tienen la zona de la ventana exactamente igual que estaba aquel día. Y hay que reconocer que la precisión es milimétrica, el amor por los detalles es admirable, porque entras… y Lee Harvey Oswald no está. b) H: —Los intelectuales, mira, básicamente se puede decir que no tienen valores morales. Y sin valores morales no pueden perjudicarnos políticamente, pero sí perjudican al gobierno. Galimatías aparte, una cosa está clara: no se puede confiar en el gobierno; no se puede creer lo que dice el gobierno; la idea de infalibilidad de los presidentes se ve resentida, porque demuestra que la gente hace cosas que el presidente quiere que se hagan aunque estén mal, así que resulta que el presidente puede estar de acuerdo con algo malo. N: —¡No olvides nunca que la prensa es el enemigo, la prensa es el enemigo, el establishment es el enemigo, los profesores son el enemigo, los profesores son el enemigo! Escríbetelo en una pizarra cien veces. Por rasgos de oralidad y contenido, b) bien podría ser Libra, de DeLillo, y tanto a) como b) encajarían en el parlamento de algún personaje de Pynchon caricaturesco, paranoico y abogado del retruécano. ¿Por qué no pueden pertenecer al Roth de Nuestra pandilla ? ¿Hay un aire o un envase al vacío posmodernos? Creo que es Barthelme quien dice que el posmodernismo puede significar: a) «Ahora todos somos modernistas. El modernismo ha vencido», b) «Ya no se puede ser modernista. El modernismo ha terminado», o c) «Ser
posmoderno sólo significa que ya no podemos volver a ser premodernos». Hay una anécdota larguísima de contar sobre esto de las catas a ciegas que yo voy a resumir así, sin piedad: en abril de 1983, comienzan a llegar al Anderson Valley Advertiser — una revista de tendencia izquierdista recién inaugurada y dirigida desde su casa en el condado de Mendocino, California, por un tal Bruce Anderson— unas cartas al director firmadas como Wanda Tinasky. Una de las bestias negras de la publicación mendocina son los poetas locales, los malos poetas locales. Tinasky encuentra un nicho mullidito para una penchant satírica que se desarrollará hasta agosto del 88, fecha en la que enmudece. ¿Quién era Wanda Tinasky? Según ella, una judía octogenaria emigrada de Rusia que vivía debajo de un puente y se forraba a veces el cuerpo con páginas del AVA para guardarse del frío. ¿Quién era Wanda Tinasky? En 1990 aparece la cuarta novela de Thomas Pynchon: Vineland. Anderson publica un editorial —SOSPECHA CONFIRMADA— afirmando que Tinasky y Pynchon son la misma persona. Y con él encabeza la anunciada recopilación The Letters of Wanda Tinasky. La respuesta no se hace esperar. Una nueva serie de cartas atribuidas a Tinasky (aunque firmadas como Lilly Pearls) insinúa traviesamente que la desarrapada es una creación ficticia de Anderson. Al poco, un admirador de Wanda llamado Lawrence Bullock se identifica como Pearls. La confesión llega cuando el libro está ya en imprenta. Bruce Anderson, un grupo de investigación dirigido por Fred Gardner creado específicamente para el caso y parte del mundo académico encuentran ciertas concomitancias entre la vieja erudita vagabunda y el autor de las cero caras:
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Rubén Martín Giráldez. Las cartas de Wanda Tinasky
Rubén Martín Giráldez (Cerdanyola del Vallès, 1979) autor de las novelas Menos joven y Magistral (Jekyll & Jill Editores). Es traductor de autores como Tom Robbins, Jack Green, Bruce Bégout, Blake Butler, Laird Barron, Leonard Gardner, Rudolph Wurlitzer, Jonathan Shaw o Morrissey.
· Vineland está ambientada en 1984 en un pueblo del norte de California que bien podría ser el condado de Mendocino · Wanda cuenta en alguna carta que trabajó en Boeing «hace 35 años» · bromea diciendo que moverá hilos para que el AVA gane un Pulitzer, premio en el que fue vetado Arco iris · tropos varios: fábulas y parábolas, ripios, entimemas, proverbios, juegos de palabras, citas ocultas, comparaciones de personajes con famosos, chistes con partes del cuerpo, masturbación, narradores judíos, hipotaxis demoníaca y parataxis endemoniada, patronímicos jocosos o reveladores, alusiones a escritores satíricos y antifascistas, ánimo de epatar, beligerancia ante la injusticia, antipatía hacia los Rockefeller, paranoia, humor fino y grosero, tejido referencial enciclopédico, registro callejero, gentrificación y yupificación, postura contraria a las injusticias de derechas y a la corrección política e inanidad de izquierdas, lo contracultural, hippismo (amor/odio)… y una caligrafía y mecanografía semejantes. Es entonces cuando Melanie Jackson, la agente de Pynchon, le hace llegar al editor Bruce el siguiente mensaje: «Tenga en cuenta, por favor, que no puede usar el nombre de Pynchon asociado a su proyecto. No hay misterio: Thomas Pynchon no ha escrito ni una sola de esas palabras». Lo mismo le había sucedido a Jack Green, que fue acusado de ser Pynchon y Gaddis a raíz de la publicación de su panfleto ¡Despidan a esos desgraciados!, en el que defendía la novela Los reconocimientos por medio de una diatriba brutal contra la recepción de reseñistas y críticos. William Gaddis terminó revelando al crítico Steven Moore la identidad de Jack Green: su verdadero nombre era Christopher Carlisle
Reid. Reid leyó Los reconocimientos en 1957, salió de la oficina de la empresa aseguradora para la que trabajaba, se quitó la camisa y la corbata por el camino y las tiró en la fuente de Madison Square; lanzó por la ventana de casa el despertador y la maquinilla de afeitar y empezó a publicar el fanzine newspaper. En 1963, el poeta beat Tom Hawkins se autopublica Eve, the Common Muse of Henry Miller & Lawrence Durrell, donde secunda la teoría Gaddis-Green. Poco antes había escrito a newspaper preguntando a Green si se había reunido alguna vez con Gaddis. Este le envió un folio con un «no» en color rojo por respuesta. Y Jack Green se hacía su propia tinta, ¿cómo poner en duda lo que dice un hombre que se fabrica su propia tinta? Y es que lo del anonimato le da mucho músculo a la lengua. La impunidad puede favorecer el descaro, pero también la genialidad insospechada y todo lo que el pudor estropea. Los padres del cómico Bill Hicks vieron actuar a su hijo por primera vez en 1982. Hicks llevaba desde los catorce años haciendo stand-up y tenía entonces veintiuno. Asistieron al número en Austin y después tenían que quedarse a dormir en casa del otro hijo, en Dallas, pero al salir del espectáculo el matrimonio se metió en el coche sin decir palabra y no se supo nada de ellos hasta el día siguiente: habían conducido nueve horas en shock hasta su casa en Little Rock. «Mamá, no te fijes en las palabras que uso, fíjate en el mensaje.» Era una petición difícil viniendo de un individuo que se transformaba en el escenario en el Chico Cabra y blandía con un mugido caprino rijoso una verga y un discurso. El texto a) del inicio es parte de uno de sus discursos. Mamá: prueba a «descifrar el lenguaje natural de la cultura», que dice DeLillo en Ruido de fondo. La obsesión por descifrar es una de las claves de la poética de Pynchon y
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DeLillo. La subasta del lote 49 es una novela detectivesca inversa: las pistas buscan a Edipa. El que encripta, generalmente tiene algo interesante que decir pero no se lo dejan decir, o es un paranoico y no puede evitar retorcer y hacer un puzle aunque el celo termine llevándolo al galimatías. El marqués de Sade se pasa más de media vida encarcelado contando el número de tarros de mermelada que tiene a su disposición para deducir cuántos días de encierro le quedan y, al mismo tiempo, es un ser humano que dice lo nunca dicho o dice por primera vez (la historia de la construcción de la historia de la destrucción): «Para sumar incesto, adulterio, sodomía y sacrilegio, viole a la hija casada con una hostia». Eso no está encriptado. Ishmael Reed decía en una entrevista hace años que el escritor tenía la obligación de ser un profeta. Lenny Bruce y Bill Hicks odiaban la figura del telepredicador y casi terminan imitándolos (no en vano, el espectáculo de Hicks se llamaba Revelations). Paranoia y dictum se amalgaman en Philip K. Dick, que anuncia: «El Imperio romano nunca llegó a caer, estamos en el año 70 después de Cristo». La decodificación lo ha devuelto a la realidad, donde una resistencia de cristianos clandestinos finge creer vivir en la California de 1974. Nixon es la encarnación del emperador de Roma. DeLillo comentaba a propósito de su novela Libra (donde da voz a Lee Harvey Oswald) que una vez se preguntó qué es lo que habría escrito Joyce después de Finnegans Wake, y llegó a la conclusión de que ese libro sería el informe de la Comisión Warren, que se ocupó de investigar el asesinato del presidente: los quince primeros volúmenes recogen declaraciones de testigos y los once restantes son pruebas que van desde radiografías dentales de la madre de Jack Ruby hasta fotos de un hilo retorcido al fondo de un cajón. La sociedad está escrita en clave. Los sistemas cuentan historias: el texto b) no pertenece a Libra ni a La hoguera pública, que también tiene a Nixon como personaje trascendental: es la transcripción de una de las conversaciones grabadas en la Casa Blanca entre el propio presidente y uno de sus allegados, registrada gracias al sistema de grabación que él mismo mandó instalar y que supuso una de las pruebas concluyentes en el escándalo Watergate. Incluso la palabra sistema adquiere un nuevo significado, ¿no? Poco después de descubrirse la identidad de Green, el «detective literario» Don Foster encontró el rastro de Tinasky, que lo condujo hasta una casa en Mendocino en cuyo cobertizo encontró la Underwood donde se habían escrito las jocosas diatribas enviadas al AVA y aquel tajante «no» en rojo de Green. Tom Hawkins había matado de una paliza a su mujer en 1988, a los siete días prendió fuego a la casa con el cadáver dentro y se tiró en coche por un precipicio.
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Lola Moreno. Porpentine, el espía que perdimos
Porpentine, el espía que perdimos Lola Moreno
.En 1961, Thomas Pynchon publicó un relato de espionaje titulado «Bajo la rosa» en el número 3 de The Noble Savege. Pero no fue hasta 1984, veinte años después de su paso por la universidad y por la Marina, que lo recopiló y prologó junto a otros cuatro relatos de juventud para su publicación en forma de libro bajo el nombre de Un lento aprendizaje. Tal título alude al manifiesto propósito de presentar estos cinco relatos con todos sus defectos intactos como ejemplo «de los problemas característicos a los que se enfrenta el escritor principiante» y de prevenirlo a este contra ciertas prácticas que es conveniente evitar para su correcto aprendizaje en el difícil ejercicio de la escritura, aprendizaje que en su caso califica de lento y fluctuante, demostrando una humildad y un espíritu crítico tan conmovedores y admirables por tratarse de una figura sin duda capital en la historia de la literatura contemporánea. Porpentine y el Armagedón Los protagonistas de «Bajo la rosa» (1961) son Porpentine y Goodfellow, dos espías ingleses de finales del siglo XIX envueltos en una trama de conspiración internacional al más alto nivel en el contexto de las luchas coloniales entre las potencias europeas y sus juegos de alianzas en la carrera por adueñarse de África, que en ese momento tenían como escenarios el valle del Nilo, Egipto, Sudán —entre otros enclaves estratégicos de Oriente Medio— o Afganistán, en el sureste asiático. Porpentine, apodado il Semplice Inglese entre aquellos que lo aprecian, representa, a su pesar, el último vestigio de una época en la que el ejercicio del espionaje se regía, tácitamente, por los códigos éticos exigidos por la caballero-
sidad y en la que no hacía falta recurrir al uso de métodos violentos porque todo podía arreglarse con la diplomacia. Un tiempo aquel en el que a ser agente secreto se aprendía sobre la marcha. Porpentine y Goodfellow comparten ciertas tendencias evasivas en torno a puestas de sol y recuerdos del hogar que reprimen de inmediato, ya que para tener éxito en su profesión no deben permitirse tales nostalgias. Tampoco compasión. Y, como siempre saben lo que hacen, siempre acaban arriesgándose. De modo que el mayor temor de Porpentine consiste en la angustiosa posibilidad de que su enorme y profunda humanidad acabe por incapacitarlo para seguir ejerciendo su trabajo y, sobre todo, hacerle fallar en su más apremiante objetivo, que, a estas alturas de su vida, no es otro que evitar el «apocalipsis seguro» que supondría el estallido de una guerra que, sospecha, y razones no le faltan para ello, sus superiores y algunos de sus colegas desean provocar. Porpentine asume esta heroica misión fruto de un hondo compromiso personal por iniciativa propia y en solitario, con la tácita complicidad de su compañero Goodfellow, pero sin el permiso de su gobierno y ni siquiera el conocimiento de sus superiores, aunque sí, claro está, de sus enemigos en esta lucha secreta por salvaguardar la paz mundial. Persecuciones en carruaje, el homenaje a Sherlock Holmes La acción se desarrolla en el Egipto de finales del siglo XIX. Concretamente, y siguiendo la noción de itinerario, comienza en Alejandría y continúa a bordo de un tren con destino El Cairo, donde culmina con una persecución y una alusión implícita a Por quién doblan las campanas (1940), de Ernest Hemingway. Pynchon emplea el mítico río Nilo no como
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escenario principal de la acción (recordemos al espléndido detective Hércules Poirot en Egipto de Muerte en el Nilo (1937), de Agatha Christie, que se desarrolla mayoritariamente a bordo de un barco turístico a vapor), sino como un escenario más de la misma apenas mencionado en el transcurso de la persecución en carruaje que, entre otros enclaves, pasa por el puente que lo atraviesa («El río fluía oscuro y viscoso por debajo») en los instantes previos al desenlace del relato, que tiene lugar a los pies de la gran Esfinge de Keops. El autor también escoge como escenario de importancia un viaje en tren desde Alejandría hasta El Cairo que es, sin duda, y al igual que las dos persecuciones en carruaje próximas al final y la fallida afición de Porpentine por disfrazarse, deudor de las aventuras londinenses de Sherlock Holmes (y, como veremos más adelante, de la adaptación cinematográfica que Alfred Hitchcock hizo de la novela de espionaje Treinta y nueve escalones, de John Buchan). De hecho, justo antes de que se produzca la primera persecución en carruaje, de marcado tono paródico, uno de los personajes secundarios hace referencia expresa al protestar «musitando algo acerca de Conan Doyle». Además, para Pynchon las persecuciones constituyen «la única manifestación de puerilidad de la que es incapaz de librarse» y responden a su divertida invocación: «Que los dibujos animados de Correcaminos no desaparezcan jamás de las ondas de televisión». La guía de Egipto de Karl Baedeker (1899) Con semejante contexto finisecular, tan prolífico en hechos y acontecimientos históricos y, por tanto, tan «pintoresco», exótico e interesante de partida, Pynchon lamenta no haber logrado la complejidad del argumento ni la profundidad de los personajes de John Le Carré, maestro del género del espionaje. No obstante, Porpentine y Goodfellow se revelan desde el principio como algo más que notables esbozos de lo que podría haberse convertido en una saga de espionaje de enorme relevancia en la literatura universal claramente enraizada, y no sólo por las persecuciones en carruaje, en las aventuras literarias y cinematográficas de Sherlock Holmes y el Dr. Watson, entre una larga lista de nombres que pueblan el mejor género del relato de intriga y espionaje cuya cita excedería en mucho la extensión prescrita para este análisis. La falta de complejidad del argumento y de profundidad de los personajes en su conjunto viene dada por el hecho de que el veinteañero Pynchon, al no conocer en persona los
lugares que cita, eligió como principal fuente de inspiración un «volumen de color rojo desvaído» de la guía realizada en 1899 por Karl Baedeker sobre Egipto (citada dos veces en el relato) que descubrió en la cooperativa de la Universidad de Cornell, y de la cual extrae detalles de la época y el lugar, como los nombres de algunas calles, plazas, cafés, restaurantes y miembros del cuerpo diplomático por entonces allí destacado. Pynchon califica de error escribir un relato empezando «con […] los datos de una guía, y sólo entonces intentar el desarrollo del argumento y los personajes» sin anclaje alguno en la realidad humana. Semejanzas o influencias no reconocidas: Los treinta y nueve escalones, de John Buchan, y la filmografía hitchcockiana del período inglés (1923-1939) En el prólogo de Un lento aprendizaje, Pynchon reconoce como fuentes de inspiración en la concepción de «Bajo la rosa» muchas novelas de intriga y espionaje leídas en su adolescencia de, entre otros, Phillips Oppenheim, Helen MacInnes y Geoffrey Household, pero sobre todo las de John Buchan, quien, a su juicio, escribió seis obras tan buenas o mejores que Los treinta y nueve escalones, su libro más célebre, todas las cuales contribuyeron a forjar en su joven y «acrítica» mente de escritor «una peculiar visión tenebrosa de la historia anterior a las dos guerras mundiales, y en la cual la toma de decisiones políticas y los documentos oficiales no importaban tanto, ni mucho menos, como acechar, espiar, las falsas identidades y los juegos psicológicos». También menciona que La estación de Finlandia, de Edmund Wilson, y El príncipe, de Maquiavelo, le ayudaron a «desarrollar la interesante cuestión que subyace en el relato: ¿es la historia personal o estadística?». Y que otras muchas lecturas de autores victorianos contribuyeron a que «la primera guerra mundial adoptara en su imaginación la forma de ese atractivo fastidio tan grato a las mentes adolescentes, el arreglo de cuentas apocalíptico». Lo que Pynchon no dice expresamente es la importancia capital que Los treinta y nueve escalones de Buchan ejerció en la escritura de «Bajo la rosa». Ni la influencia que el cine en blanco y negro tuvo en su joven mente de escritor, que se aprecia mucho más allá del hecho de que las películas y la radio fueran por entonces sus únicas fuentes de familiarización «con los más sutiles matices del inglés hablado por los ingleses». Y, tal vez, cuando Pynchon habla de influencia
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mal asimilada del surrealismo en este relato de espionaje se esté refiriendo a la comicidad de ciertos pasajes que guardan una estrecha relación con el período inglés de la filmografía hitchcockiana, que va desde 1923, fecha de sus primeras películas mudas, a 1939, cuando emigra a EE. UU. y comienza su período norteamericano de colaboración con David O. Selznick (1902-1965), con el rodaje de Rebeca (1940), considerada su primera gran obra de madurez. La adaptación que Hitchcock hizo de Los treinta y nueve escalones de John Buchan ofrece numerosas modificaciones respecto de la novela, ya que la intriga incorpora elementos de otra novela del mismo autor, Los tres rehenes. De modo que Los treinta y nueve escalones (1935), que hizo que el nombre del director se conociera en todo el mundo es una de las mejores películas del período inglés del cineasta, debido a su madurez, seriedad, seguridad y libertad de expresión, como ya advirtieron antes que nadie los cineastas franceses Claude Chabrol y Éric Rohmer en la década de los cincuenta. Tanto en la trama de este film como en la de «Bajo la rosa» es fundamental la existencia de «una organización misteriosa y maléfica, “tenebrosa”, para utilizar una palabra de Balzac,
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de nombre poderosamente evocador» —utilizando a su vez las palabras de Chabrol y Rohmer—, que en la película de Hitchcock lleva el mismo nombre que le da título a la novela de Buchan. Por su parte, el narrador de «Bajo la rosa» sustituye la alusión a «los treinta y nueve escalones» por la referencia a «la fría mano del Espectro». Espectro, el mismo término que en su acepción inglesa ostenta la organización que proporciona el título y la trama a la vigésimo cuarta entrega de la saga cinematográfica de James Bond, dirigida por Sam Mendes y protagonizada por Daniel Craig (Spectre, 2015). La conexión entre Hitchcock y Pynchon se aprecia también en la elección de gags. Como en Lo mejor es lo malo conocido (1932) y El agente secreto (1936), los tres primeros gags de «Bajo la rosa» presentan un tono acentuadamente paródico y aparecen en la primera parte del relato, de modo que, en palabras del narrador, «¿acaso no habían visto el Armagedón como una excusa para una espléndida fiesta, una excelente manera de asistir al final del viejo siglo y sus carreras respectivas?». Así que, claramente, a esa altura de la narración ya «tenemos la impresión de ver a personas que se divierten
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haciendo de espías y aprovechan para darse la gran vida» en el consulado austríaco de Alejandría y no en un palacio suizo, como escribieran Chabrol y Rohmer a propósito de El agente secreto, de Hitchcock. En este último film también encontramos una escena de tren y una secuencia en una iglesia con órgano, al igual que en «Bajo la rosa». Además de haber escena de tren, un personaje secundario es sorprendido por Porpentine tocando a Bach en el órgano de una iglesia alemana, cuando en la primera parte del relato ya se ha hecho referencia a la pasión de este mismo personaje por los órganos grandes y antiguos de cañones, relacionada con un pasado episodio en diversas ciudades alemanas catedralicias, y su repudio por el organillo como un instrumento musical. Y, salvando las diferencias de argumento, la idea de poner una falsa bomba en el consulado que tiene Goodfellow, episodio cómicamente reducido y sin trascendencia, también es un elemento fundamental en la trama de Sabotaje (1936). El pasaje en el que el cónsul general británico asiste a la ópera en un teatro presenta sorprendentes coincidencias con el final de El hombre que sabía demasiado, tanto en su primera versión de 1934 como en la posterior mejorada de 1956. Por otro lado, la idea apocalíptica que marca la trama de «Bajo la rosa» se aprecia en la secuencia del museo de La muchacha de Londres (1929), ya que Hitchcock sentía predilección por el clímax en los finales de sus películas. En la película de Hitchcock, el signo que distingue al gran maestro de «los treinta y nueve escalones» es la ausencia de uno de los dedos de la mano. Mientras que en «Bajo la rosa» uno de los principales personajes antagonistas de Porpentine revela a este su maligna naturaleza mostrándole un dispositivo en presencia de una niña durante el viaje en el tren con destino El Cairo. Se trata de un interruptor eléctrico en miniatura cosido a la piel interior de uno de sus antebrazos como «un insecto maligno adherido», cuya utilidad es la de poner un cuchillo automáticamente en la mano. Tal artilugio también puede tomarse como un símbolo del desarrollo tecnológico que marcaría el siglo XX desde sus comienzos, imprescindible para el estallido de las dos guerras mundiales. Pese a la comicidad, la ironía y el sarcasmo del tono elegido por el narrador en la configuración del personaje protagonista y en el planteamiento y el desarrollo del relato, el
final es trágico. El desenlace de «Bajo la rosa» tiene que ver con la malignidad de los personajes antagonistas a Porpentine y el ensañamiento del destino contra la acción de moral irreprochable en beneficio de la paz mundial. Es decir, el héroe asume su destino. Por tanto, el núcleo es moral, como fascinaba a Hitchcock, pese a la buscada comicidad en la creación de la atmósfera de diversos escenarios y de los gags elegidos, que quizá despisten al lector respecto del «mensaje», carente de sermón y de proselitismo, otro rasgo común con Hitchcock, aunque para este el mensaje siempre está en la puesta en escena, no en el guión, que es sólo una concesión, porque él, ante todo, es un formalista. La imagen final de Goodfellow dieciséis años más tarde en Sarajevo, «haraganeando entre la multitud reunida para saludar al archiduque Francisco Fernando», parece concebida como el plano final de una película. «Corrían rumores de asesinato, una posible chispa que desencadenaría el Armagedón. Debía estar allí para prevenirlo si era posible». Y en el plano de la realidad histórica, como es sabido, el atentado con bomba contra el archiduque Francisco Fernando de Austria el veintiocho de junio de 1914 provocó el estallido de la Gran Guerra tan sólo un mes después. Hitchcock reconocía a sus maestros y carecía de prejuicios a la hora de citar las fuentes de sus temas, aunque también es cierto que se avergonzaba de algunas películas de su período inglés, excepto de The Manxman (1929) y de Lo mejor es lo malo conocido, de las que no renegaba en absoluto. A diferencia de él, Pynchon parece no querer precisar hasta qué punto el cine le inspiró algo más que el inglés hablado por los ingleses, a la par que nos demuestra gran inteligencia emocional al, una vez superados su estupor y vergüenza iniciales, prologar y permitir la edición de los cinco relatos que conforman Un lento aprendizaje veinte años después de su escritura, siendo ya entonces y desde hacía tiempo considerado una de las figuras clave del posmodernismo y de la literatura norteamericana del siglo XX.
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Lola Moreno. Poeta, ensayista y crítica literaria y cinematográfica. Autora de varios libros de poesía. Ha sido columnista y articulista de opinión. Miembro de la Asociación de Cervantistas, la Asociación Coreana de Hispanistas y la Asociación para la defensa de la lengua española en Filipinas «Galeón».
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Anna Maria Iglesia. Edipa Maas: la heroína de la entropía de La subasta del lote 49
Edipa Maas: la heroína de la entropía de La subasta del lote 49 Anna Maria Iglesia
.En su ensayo de 1995, Philosophy of social science, el filósofo norteamericano Alexander Rosenberg planteaba lo problemático que resulta el aplicar a las ciencias sociales, en nombre de una aspiración cientificista, las leyes y los métodos propios de las ciencias naturales, problemática que tenía como origen la imposibilidad de hacer regir los comportamientos humanos por las leyes dictadas por las ciencias naturales. En otras palabras, si la ciencia empírica se subdivide en ciencias naturales y en ciencias sociales o humanas no es simplemente por una cuestión metodológico-disciplinaria, sino por la imposibilidad de hacer regir dentro de un mismo parámetro científico la realidad física y el comportamiento humano. Si a la pregunta de «si la acción humana puede ser explicada de la misma manera que las ciencias naturales explican los fenómenos en sus dominios», escribe Rosenberg, «la respuesta es sí, entonces ¿por qué nuestras explicaciones de las acciones humanas son muy poco precisas y las predicciones basadas en ellas son más débiles que en las ciencias naturales?». Por el contrario, vuelve a preguntarse el filósofo norteamericano, «si la respuesta es no, ¿cuál es la manera correcta de explicar la acción de manera científica?». Los dos interrogantes que derivan del planteamiento de Rosenberg están en la base de la constatación de la insuficiencia del esquema determinístico y, más en general, de las leyes mecanicistas para explicar las complicadas y variables interacciones de la sociedad. Tal y como demostraba Karl Ludwig von Bertalanffy en su ensayo de 1950, Teoría general de los sistemas, los organismos vivos deben ser
considerados como sistemas complejos, es decir, como sistemas abiertos a los que no se les pueden aplicar los principios termodinámicos que, en cambio, sí son válidos para los sistemas cerrados. Bertalanffy, además, oponiéndose a los principios mecanicistas, repropuso, a partir de la lectura del físico austríaco Ludwig Boltzmann, el concepto de entropía, como medida de la aleatoriedad a partir de la cual se constituye un sistema y, por tanto, como medida del proceso de desgaste y, podríamos añadir, de caotización y desorganización del sistema, que ya no puede entenderse desde su aparente homogeneidad. La definición de Boltzmann de la entropía como medida de desgaste y de caotización del sistema es literaturizada por Thomas Pynchon en La subasta del lote 49, novela escrita en 1966 y sobre cuya relación con el concepto de entropía, en uno de los primeros artículos en castellano dedicados a ella y en ocasión de la publicación de la novela al castellano en 1977 por Editorial Fundamentos, Moncho Alpuente comentaba: «La entropía, concepto muy utilizado por algunos autores modernos de ciencia ficción (Spinrad), puede ser una de las claves de su obra. El potencial de degradación y de caos que lleva consigo una sociedad va aumentando, paradójicamente, según va creciendo su organización, hasta llegar a la desintegración total». La lectura entrópica de la sociedad norteamericana de los sesenta que realiza Pynchon en La subasta del lote 49 debe entenderse como el resultado de un recorrido literario que, si bien a nivel novelístico tiene como precedente V, tiene sus raíces en los relatos breves,
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donde nuestro autor comienza a experimentar con un acercamiento hermenéutico y lingüístico a conceptos propios de la física, como es el de entropía, término que no acaso termina por dar nombre a uno de sus primeros relatos breves: «Entropy». Este relato resulta particularmente interesante para poder comprender la propuesta ya conceptual y literariamente consolidada de La subasta, puesto que en «Entropy», como apunta acertadamente Joseph W. Slade, Pynchon actualiza el término físico, casi podría decirse que lo extrae del ámbito de la física, para convertirlo en una idea central dentro de su concepción del lenguaje y, más en concreto, dentro de su mirada descreída hacia un lenguaje que, paradójicamente, pierde la capacidad de decir y de instaurar sentido a la vez que, a través de los mecanismos de comunicación, ve acrecentado su potencial. «Mientras que la comunicación tecnológica tiene la capacidad no sólo de integrar Los Angeles, sino también de convertir el entero planeta en aquella “aldea global” de McLuhan, las fuerzas históricas de
la cultura lineal, entrópica y occidental fragmentan, dividen y excluyen», apunta Slade, para quien resulta particularmente elocuente la elección de Pynchon de un fragmento de El trópico del cáncer como epígrafe de su relato «Entropy», fragmento en el que Miller define nuestro tiempo por su clima de depresión cultural y, a la vez, por las inclemencias climáticas a las que está sometido. El epígrafe de Miller puede entenderse, si bien no podemos saber cuán consciente era Pynchon de ello, como la clave de lectura no sólo del relato que introduce, sino también y sobre todo de la que será su segunda novela, La subasta del lote 49, y más en general de lo que definirá parte de su narrativa posterior, en concreto El arcoíris de gravedad. Pynchon hará de la entropía «una figura de dicción, una metáfora», tal y como señala Nefastis a Edipa Maas, protagonista de La subasta del lote 49. La entropía, continúa Nefastis, «vincula el mundo de la termodinámica con el mundo del continuo informativo», una vinculación que, siguiendo las leyes del principio físico, lleva al caos, en
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este caso, al caos del entendimiento: «Socorro, no entiendo nada», responde Edipa ante la ininteligible explicación de Nefastis. La entropía, de esta manera, se convierte en metáfora de la ininteligibilidad del todo social y, más en general, de la ininteligibilidad del mundo contemporáneo que carece de un sentido asumido y descifrable. Desde esta perspectiva, la entropía es la más lúcida metáfora para describir una sociedad no sólo vaciada de sentido, sino (re)construida —y aquí la figura excepcional de Edipa Maas— desde la ficción, es decir, construida —creada— por parte de un sujeto que busca un orden en un caos que, como señalaba Moncho Alpuente, va parejo a una organización que, sin embargo, como se observa en La subasta, resulta del todo incomprensible para el sujeto. En su ensayo La construcción social de la realidad, curiosamente publicado también en 1966, Peter L. Berger y Thomas Luckmann afirman que «la totalidad del orden institucional deberá tener sentido, concurrentemente, para los participantes en diferentes procesos institucionales», sin embargo, ¿qué sucede cuando este orden parece carecer de sentido? Asumiendo que, como mencionan los dos sociólogos, «la comprensión del lenguaje es esencial para cualquier comprensión de la realidad de la vida cotidiana», la pregunta a la que nos aboca Pynchon es: ¿qué sucede cuando el lenguaje es ininteligible, qué sucede cuando los «signos» que percibimos no remiten a un sentido claro? La idea del caos entrópico confluye así con la idea de ininteligibilidad de la sociedad norteamericana, que, como subraya oportunamente Frank Kermode, es presentada por el autor de La subasta como una sociedad en la que «los psiquiatras dan sustancias que provocan fantasías paranormales, los abogados están atrapados en imaginarias rivalidades con Perry Mason» y, por tanto, una sociedad en la que «todo el mundo tiende hacia su propio disconforme universo de significados». Ante ello, Pynchon nos presenta a Edipa Maas: con un nombre de evidentes reminiscencias sofoclianas y freudianas, Edipa es una mujer designada como albacea del multimillonario fallecido Pierce Inverarty, el cual la pondrá tras la pista de Tristero, una red milenaria de comunicación clandestina a espaldas del sistema oficial de correos. Los mensajes, siempre encriptados, no tienen nunca contenido, «sólo hay claves», señala oportunamente Kermode; las claves de una supuesta anunciación —de ahí la estructura más alegórica que metafórica de la novela— que nunca llega y, no
sólo; de una supuesta anunciación que, en su indefinición y continua postergación, termina por adoptar, al menos para Edipa, el carácter de una alucinación: «Edipa reconocía los indicios de aquel jaez del mismo modo que, según se dice, les pasa a los epilépticos: un olor, un color, una penetrante nota musical de adorno que anuncia el ataque», describe el narrador en el cuarto capítulo. Sin embargo, el ataque, sinónimo del hallazgo o de la anunciación, nunca llega a producirse. Nada comparte Edipa con su homónimo masculino: «He aquí Edipo, el que solucionó los famosos enigmas y fue hombre poderosísimo», declama en tono solemne el Corifeo, poniendo punto y final a la tragedia sofocliana. Edipa, a diferencia del rey de Tebas, no soluciona enigma alguno; el héroe trágico de Sófocles da paso a la heroína posmoderna: Edipa va más allá de aquel héroe problemático, cuyo perfil trazaba Lukács en su Teoría de la novela y que tenía como ilustre progenitor a don Alonso Quijano; ni tan siquiera la lectura epistémica del personaje cervantino que realiza Michel Foucault resulta apropiada para la heroína pynchoniana, una heroína que se define desde la negación de su heroicidad. Don Quijote es, en términos foucaultianos, «el héroe de lo mismo», que se encuentra ante el hecho de que «la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo», pues, sostiene Foucault: «... las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso; las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son; las palabras vagan a la aventura, sin contenido, sin semejanza que las llene; ya no marcan las cosas; duermen entre las hojas de los libros en medio del polvo». A diferencia de Don Quijote, Edipa no es una heroína de lo mismo, Edipa parece ser consciente de que se ha desvanecido «el lenguaje en cuanto tabla espontánea y cuadrícula primera de las cosas, como enlace indispensable entre la representación y los seres» y, por tanto, a diferencia del héroe cervantino, no busca semejanzas, es decir, no busca correspondencia entre los signos y los significados: consciente de la falta de correspondencia, trata de crearla. «Separado de la representación, el lenguaje no existe de ahora en adelante y hasta llegar a nosotros más que de un modo disperso», afirma Foucault al final de su ensayo. Si quiere descifrarse el lenguaje, esa prosa del mundo que Edipa, desde un giro irónico con respecto a su homófono rey de Tebas, trata de descifrar, «entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder ver
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aparecer a plena luz ese otro sentido que ocultan». Por ello, no resulta extraño que Edipa se pregunte si debe proyectar el mundo, proyectarlo fenomenológicamente hacia el exterior y, a la vez, proyectarlo como realidad por construir a partir de un sujeto que ya no es solamente un hermeneuta en el sentido clásico, ya no es alguien, como sí lo era el héroe sofocliano que interpreta los signos externos, ni tan siquiera es el hombre de pasaje, aquel Alonso Quijano que busca correspondencias allá donde la prosa resulta indescifrable desde la referencialidad semántica, Edipa Maas es alguien que trata de encontrar un sentido allí donde no lo hay, trata de comprender, parafraseando el título del ensayo de Thomas H. Schaub, «la voz de lo ambiguo». Lo ambiguo no se disipa y, sin embargo, no es percibido como tal o, por lo menos, parece ser percibido solamente por Edipa, que, en una extra-ordinaria capacidad de percepción, comprende que el sentido o esa anunciación eternamente postergada, a la que alude Edward Mendelson en su interesante texto «The sacred, the Profane, and The Crying of Lot 49», va más allá de la red de comunicación, de los (falsos) indicios y, en general, de ese imperio de los signos que define la sociedad norteamericana. Resulta, al respecto, determinante la lectura metafórica del mito de Narciso que propone Pynchon: la ciudad de San Narciso se convierte en imagen condensada de la cultura norteamericana en su totalidad, una cultura que, como dicta el mito clásico de Narciso, está enamorada de sí misma. Pynchon, sin embargo, va más allá del mito clásico y lo relee a partir de McLuhan, apoyándose en parte de la proposición ya clásica y puede que demasiado manida del filósofo canadiense: la forma es el mensaje. «La palabra Narciso procede del vocablo griego narcosis, o ‘adormecimiento’. El joven Narciso confundió su reflejo en el agua con otra persona», señala McLuhan en La inteligencia media: las extensiones del hombre, y como Narciso la sociedad norteamericana parece haber confundido los signos con el mensaje. De ahí, lo relevante de la red de comunicación de Tristero, de la que tan sólo se tienen indicios, indicios seculares, como sostiene Mendelson, pero que no terminan por revelarse. El carácter secular de Tristero y, a la vez, el carácter anunciatorio de sus comunicaciones que nunca llegan a plasmarse en un mensaje concreto es la confluencia de lo sagrado y lo profano o, más apropiadamente, es la «profanación» del sentido sagra-
do, sobre todo para el cristianismo, de la anunciación de la buena nueva. Se trata de una «profanación» que no implica sólo la recontextualización de la idea de anunciación en la aldea global de la comunicación, ni la puesta en cuestión del lenguaje como expresión de sentido, sino la negación, casi nietzscheana, de la anunciación. «¿El modelo de Tristero ha sido elaborado por Edipa, y luego impuesto en el mundo exterior? ¿O es acaso Tristero un modelo inherente al mundo exterior que se impone ante ella?». La oportuna pregunta de H. Schaub obliga a repensar La subasta del lote 49 a partir de La construcción social de la realidad, el ensayo de Peter L. Berger y Thomas Luckmann y, como señala el propio Schaub, a preguntarnos no sólo si Tristero existe, sino a poner en duda la red de sentido que existiría tras los signos, tras esa sociedad norteamericana que, cual Narciso moderno, confunde macluhanamente la forma con el mensaje. Confusión que es plasmación de ese caos entrópico y es, a la vez, signo indistinto de la paranoia, de uno de los temas principales de la narrativa pynchoniana, hasta llegar a Al límite, su última novela. ¿Edipa Maas es la expresión de la paranoia contemporánea que encuentra realidades, discursos y estructuras tras el todo social oficial? ¿Es Edipa Maas una paranoica o la heroína capaz de salir de ese adormecimiento «narcisista» al que apelaba McLuhan? Thomas Pynchon no ofrece una respuesta y supuesta clave descifradora del Tristero; ese lote 49 que sólo conocemos al final de la novela, lejos de ser equiparable a esa resolución del misterio del Edipo sofocliano, es un nuevo interrogante: ¿el lote 49 es una elaboración de Edipa, incapaz de (sobre)vivir en la indefinición, o una realidad oculta, pero realidad constatable que se impone ante ella?
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Anna Maria Iglesia estudió Filología Italiana, aunque pronto se dio cuenta de que aquel estudio todavía tan historicista no era su camino, así que tras licenciarse se adentró en la Teoría Literaria y en la Literatura Comparada. Se volvió a licenciar, esta vez en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y actualmente está terminando su tesis doctoral sobre el concepto de espacio público y de espacio privado como construcción narrativa. Escribe habitualmente en Nueva Revista, El Asombrario, Llanuras y Revista de Letras; ha publicado también en El Confidencial, Público, Contexto, El Buen Salvaje y Letras Libres.
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David Aliaga. ¡Viva el Mal, viva el Capital!
¡Viva el Mal, viva el Capital! David Aliaga
.Thomas Pynchon escribió su primera novela, V, entre 1960 y 1962, un lustro después del fallecimiento del senador Joseph McCarthy, que legó a la sociedad norteamericana el miedo a la infiltración comunista y una histeria de denuncias y acusaciones entre vecinos, de intromisiones en la vida privada de los ciudadanos concebidas casi como un sacrificio al gran dios capitalista. El maccarthismo entendido como una necesaria cruzada contra la invasión fantasma soviética también fue visto por sus opositores como una caza de brujas. Más allá de la persecución del enemigo político, las prácticas instigadas por el senador suponían una violación de la privacidad de los ciudadanos que venían precisamente a contradecir la ausencia de atribuciones del Estado que, en la teoría, propone el neoliberalismo. El maccarthismo y sus consecuencias aparecen constantemente en la obra de Pynchon como una red de poder, nunca muy bien definida ni en su forma, ni en su nombre, capaz de infiltrarse en todos los estratos de la sociedad para evitar que ninguna conversación escape a su insaciable apetito de información. El control estatal en las novelas de Pynchon recibe atribuciones divinas por parte de sus protagonistas hasta el punto de convertirse en paranoia, llevándonos a cuestionar el grado de verosimilitud que el autor le concede a la posición de sus personajes. Desde luego, parece que Pynchon crea en V una hipérbole a partir del maccarthismo que en la más reciente Al límite se ve agigantada por los mecanismos de control del cauce de información que circula por la red, después de haber extendido sus tentáculos en El arco iris de gravedad y La subasta del lote 49. Como en estas últimas, existe en Al límite un Ellos que espía y condiciona, no sabemos si bajo control del gobierno
o por encima de él, que tiene como objetivo ser el narrador omnisciente y todopoderoso del relato de la historia. Pero también existe un protagonista —Tyrone Slothrop, Edipa Maas y Maxine Tarnow, respectivamente— que busca escapar de su control y termina contactando con pequeñas cédulas disidentes que desarrollan imaginativos sistemas con los que tratan de escapar del control al que son sometidos. Es el caso del sistema de correos alternativo al servicio postal oficial mediante el que se comunican, desde hace siglos al parecer, los librepensadores y opositores al poder en La subasta del lote 49 o las estancias del internet profundo en el que tratan de desarrollar una vida paralela y el intercambio de información algunos de los personajes de Al límite. Este esquema de control y rebelión se desarrolla ad infinitum. Siempre hay un agente secreto más, siempre hay un nivel más al que intentar descender para escapar de su finísimo oído. Cabe hacer notar que ese Ellos es siempre plural. Es un conglomerado en el que están integrados los distintos avatares del capitalismo: Gobierno, empresas, finanzas, tecnología, ciencia… Sí, la ciencia también. Si el poder y la riqueza se presentan como los motivos del enemigo probablemente invencible en las novelas de Pynchon, la tecnología y la ciencia aparecen como sus aliados necesarios. Una instrumentalización cuya responsabilidad se atribuye al nazismo y la guerra en El arco iris de gravedad, pero que queda muy a mano de los Aliados y que anuncia la sumisión del individuo con experimentos de condicionamiento como el que hace que Tyrone Slothrop tenga erecciones cada vez que se encuentra en el preciso lugar de la gran Londres en el que algunos días después caerá un cohete V-2. Ese
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Ellos se opone al protagonista, al individuo que aspira a la libertad de ser y que, como mucho, se integra en un nosotros con minúscula, un pequeño grupo resistente integrado por ciudadanos invisibilizados, como R.E.S.T.O.S., o marginados y desacreditados como la blogger conspiranoica y activista de izquierdas March Kelleher (Al límite). Así que, como clave de lectura muy global, el contexto de producción de las obras de Pynchon en relación con el contenido de sus obras nos permite partir, al menos, de la idea de que se está desarrollando una batalla de Ellos contra el individuo, del control contra la libertad, del tener contra el ser. La identidad en las obras de Thomas Pynchon es resistencia, un ejercicio de contraculturalidad e insumisión, y en su novela más reciente parece dar por cerrada la batalla que se inició en V. Ha hecho fortuna la idea de que Al límite es uno de sus textos más accesibles. Esta aseveración suele llevar implícita la reducción de la obra a la condición de thriller conspiranoico y paródico alrededor de los atentados del once de septiembre de 2001 en Nueva York. Y sí. Pero no. Es cierto que Al límite es uno de los pocos textos del autor de Long Island que se presta a ser disfrutado desde una lectura superficial. «Maxine Tarnow, a la que algunos todavía guardan en la memoria con su apellido de soltera, Loeffler,» es una madre judía neoyorquina que por esas casualidades menos casuales de lo que inicialmente parece se ve situada en el centro de una investigación sobre una conspiración empresarial y política que terminará derivando en los atentados del World Trade Center. Pero Pynchon no se ha granjeado un lugar en la historia de la literatura escribiendo tramas imbricadas con una prosa de fácil lectura. Su literatura, a veces fantástica, a veces surrealista, con pasajes también costumbristas, constituye siempre una poderosa representación literaria del diálogo con las grandes preguntas filosóficas. Y en Al límite sucede de la misma manera. Es cierto que la protagonista se convierte en una investigadora involuntaria cuyas acciones activan los engranajes de una trama enigmática que gira en torno a la idea de que los atentados del 11-S fueron urdidos por una poderosa alianza capitalista. Ya la elección del tema conecta con una hipótesis contracultural —obviada por los principales medios de comunicación pero atendida tanto por voces destacadas del pensamiento crítico norteamericano como por freaks cibernéticos— que considera la posibilidad de que
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el gobierno de los Estados Unidos fuese responsable de los atentados del 11-S. Es un thriller, sí, pero que conecta con la sospecha sobre el sistema. Y, por otra parte, su protagonista, Maxine Tarnow, es también un elemento a través del cual el autor evidencia una preocupación por la cuestión identitaria y los apocalípticos efectos que tiene sobre el yo la exposición del sujeto a los mecanismos de poder. La manera en que Pynchon nos muestra a la protagonista construyendo el relato de su propia identidad coincide con el modelo desarrollado por la filósofa norteamericana Judith Butler en su ensayo Dar cuenta de sí mismo —publicado un año antes que Al límite—. El yo a partir del diálogo con los mecanismos coercitivos de control y condicionamiento social enunciados por Michel Foucault y Theodor Adorno. La proposición fundamental en las reflexiones de Butler sobre la identidad es que «doy cuenta de mí mismo porque alguien me lo ha pedido». En los esquemas de Nietzche y especialmente de Adorno, ese alguien que me interpela para que explique quién soy es el sistema de normas en el que se desenvuelve el sujeto. Se efectúa una pregunta de orden ético y «o bien me confieso como causa de esa acción y limito mi aporte causativo o bien me defiendo de la atribución». En el contexto de escritura de Al límite, el sistema de normas viene marcado por la conspiranoia posterior al 11-S, los nuevos mecanismos de control e invasión de la privacidad que el gobierno legisló como consecuencia de los atentados, el crecimiento de la tensión y la exigencia de una militancia en el conflicto Occidente-Islam... Y como plantea Butler, la protagonista del libro de Pynchon define los rasgos de su identidad a partir de los requerimientos de otro, ya sea personaje o situación. En relación con el discurso contracultural construido por Pynchon durante varias décadas, los intentos de su entorno por nombrar la identidad de la protagonista de Al límite conectan de forma directa con la crítica al poder controlador y la sociedad de consumo común a sus otras novelas. De la manipulación directa de los científicos de La Visitación Blanca sobre sus pacientes en El arco iris de gravedad pasamos a una sutil pero devastadora presión social, menos explícita y, quizá por ello, más efectiva. Los términos en que Maxine es requerida a definirse por su entorno no son neutros, sino que se la interpela desde la tensión de escoger entre Ellos o nosotros. La identidad de Maxine está situada siempre entre
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dos polos de tensión atrayente entre los cuales no puede elegir, sino que es ubicada por terceros. Ante las presiones para definirse ejercidas por parte de su entorno, Maxine se descubre como una heroína pynchoniana típica al escoger la resistencia como respuesta. Cuando le exigen que sea más judía, Maxine se muestra más laica; cuando la consideran una judía arquetípica, acentúa el estereotipo para ridiculizarlo; si sus amigas le dicen que el modelo apropiado es ser una divorciada independiente y moderna, ella se plantea volver a vivir con su exmarido o se deja sodomizar por un hombre dominante. Así que tenemos a Maxine escrita como una mujer consciente de la amenaza sobre el yo de la que trata de defenderse. La toma de consciencia le permite mostrarse insumisa y responder a las presiones situándose en el extremo opuesto del que pretenden colocarla. Sin embargo, esa toma de posición es efímera e irreal, resultando en una aparente alienación de Maxine, que no presentará afiliaciones sólidas.
Cabe preguntarse si, aunque la rebelión y un cierto grado de alienación sean las respuestas escogidas por la protagonista de Al límite a las presiones que se ejercen sobre su relato de sí misma, le confieren capacidad real de edificar su propia identidad. Parece que Pynchon viene a decirnos que no. Si Maxine se define exclusivamente a partir de la oposición a las presiones constantes y, efectivamente, las interpelaciones son continuas, no queda claro que el autor esté representando a un ser que puede rendir cuenta de sí mismo más allá de negar lo que el resto le requiere. Sabemos lo que Maxine no es, pero, ¿sabemos lo que es? Así, lo que en La subasta del lote 49 se presenta como Ellos y que en Al límite también existe respecto a la trama conspirativa que desembocará en los atentados del 11-S, presenta en esta última novela un nuevo aspecto en el entorno de las relaciones sociales en las que ese Ellos anónimo y manipulador toma rostro y se concede un nombre propio para condicionar al yo de forma más directa. La sociedad que
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representa Pynchon ha sido tan permeable al discurso y los objetivos de Ellos que lo han interiorizado y actúan como sus agentes. El dominio total que tanto temen los conspiranoicos pynchonianos está cerca de completarse en Al límite. Quien condiciona a Maxine ya no es una sociedad secreta, ni un gobierno en la sombra, ni científicos amorales, sino otros ciudadanos que la interpelan no para conocer una respuesta individual sino para obligarla a confesar sus afiliaciones, para integrarse o desvanecerse. Aunque el personaje pueda considerar en primera instancia que desde su ejercicio de resistencia ha logrado que no le roben el rostro, en realidad, cuando se mire en un espejo, descubrirá que el hurto se ha llevado a cabo no porque haya permitido que le implanten el de cualquiera de los grupos que quieren incorporarla, sino porque ocupada en resistir el hostigamiento, se ha convertido en una simple negación. Pero la atmósfera de inevitabilidad que envuelve Al límite acentúa la duda sobre las posibilidades de éxito de Maxine. En todo momento somos conscientes de que hay una sombra de derrota compuesta por el escritor a fuerza de anudar indicios de la trama en torno a un desenlace que los personajes no conocen, que el narrador no menciona, pero que el lector conoce. Las Torres Gemelas caerán y el mundo habrá cambiado, pese a Maxine. Los esfuerzos de la protagonista no van a variar el gran desenlace. Maxine Tarnow no puede nada, Maxine Tarnow no es nadie. Pero como siempre sucede en las novelas de Pynchon, existe también una brecha de insumisión colectiva underground. En este caso, DeepArcher, un software ubicado en la red profunda en el que los usuarios pueden crear un avatar que los represente y relacionarse en un entorno de realidad virtual. El programa se constituye en una realidad alternativa, etérea, creada desde un punto cero y proyectada hacia un espacio infinito, en la que la libertad de elección y la posibilidad de actuación se ponen en manos del individuo. Sin embargo, la narración desvela que incluso los confines más profundos de internet no son una realidad alternativa. A medida que avanza la novela y su investigación la lleva a conocer más detalles sobre la red profunda, Maxine tomará conciencia de que no es sino una ficción ubicada en el sis-
tema, no fuera de él, y que por lo tanto no representa una verdadera alternativa. Se diluye la posibilidad de la red profunda como realidad paralela y alternativa y se descubre «el negativo perfecto de la ciudad». La conexión entre el mundo empresarial e internet acaba con la sensación de una experiencia del ser al margen del sistema. A fin de cuentas, ha sido una ilusión, ya que de forma material DeepArcher y sus contenidos se ubican en servidores físicos que, después de todo, son propiedad del sistema, que pueden comprarse y venderse y, por lo tanto, forman parte del juego neoliberal. El caso de Maxine es más extremo y pesimista que el de Slothrop en El arco iris de gravedad y, desde luego, mucho menos festivo que el de los mensajeros de La subasta del lote 49. En la gran novela de Pynchon, Slothrop ya apunta a negar el sistema como única vía de libertad, aunque sea a costa de la pérdida de la propia identidad. Su invisibilidad ofrece una posibilidad de éxito en la subversión, de liberación total del yugo del sistema, aunque sea desde el exilio individual. Por más que trágica, es una negación efectiva, Slothrop puede lograr estar solo. En La subasta del lote 49 el correo clandestino parece poder funcionar al margen de los poderosos. En Al límite, Pynchon representa en su heroína cómo la constante amenaza sobre la libertad del individuo y la experiencia del ser que había representado en otros de sus trabajos estrecha el cerco y logra imponerse al ser. En Al límite se produce un cambio respecto a la posibilidad de irredención presente en la ficción pynchoniana anterior y parece que el autor anuncia, en esta ocasión, que, aunque resten algunos combatientes, la resistencia ha sido vencida toda vez que sus últimos bastiones, el yo y la red profunda, han caído también en manos de Ellos. Ellos lo son todo.
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David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es doctorando en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre los problemas de representación de la identidad judía en la novela norteamericana del siglo XXI. Es autor de los libros de relatos Y no me llamaré más Jacob (Isla de Siltolá, 2016) e Inercia gris (Base, 2013) y de la novela breve Hielo (Paralelo Sur, 2014).
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José A. Cano. Desmantelar la historia a través del pop
Desmantelar la historia a través del pop José A. Cano
.Si algo caracteriza la obra de Thomas Pynchon es el ataque inmisericorde contra las bases de la historia de los EE. UU. utilizando los recursos de la caricatura extrema y el absurdo. En este caso, el autor de Long Island hace además un uso del universo pop en el que tanto su obra como el lector se integran para crear una caracterización de personajes y universo que incide en el carácter grotesco de cuanto se desvive. Como otros nativos de la contracultura y autores posmodernos, Pynchon utiliza las referencias de la cultura popular para atacar precisamente el discurso que las produce, mientras sirve también para crear una dinámica, la del lector pop capaz de descifrar la obra de Pynchon y la del propio Pynchon como artefacto pop más allá de la identidad del propio autor —protegida siempre por una bolsa de papel con una interrogación—. El recurso de las referencias a la cultura popular antes que a la alta cultura no es, ni mucho menos, exclusivo de Pynchon, o, a estas alturas, ni siquiera de los posmodernistas, si es que existen como tales. En este sentido, el autor de El arcoíris de gravedad utiliza las referencias en función de su propio estilo: como apoyo para la creación de la caricatura grotesca de la historia de los EE. UU. El pop es un recurso de lo grotesco, que crea la sensación de mundo caricaturesco y al mismo tiempo se alimenta de él. Así, en Al límite (2013), que trata el Nueva York inmediatamente anterior e inmediatamente posterior a los atentados del once de septiembre, pero escrito desde 2013, Pynchon
hace no sólo una crítica al estilo de vida y la política de ambas épocas —más similares de lo que en ambos momentos se admitiría—; también ataca al modo de representación de ambos a través de la cultura popular de la década posterior a los ataques. La novela de Pynchon se escribe y publica no en el momento en el que ese universo mental se está superando, sino como parte de esa superación. Aunque el nudo de la novela alude principalmente a la crisis de las puntocom, la penúltima burbuja del fin del siglo XX, este sirve a Pynchon para dotar al Nueva York de la primera parte de la novela de un hálito decadentista que se dedica a presentir el futuro atentado, contando con la complicidad de un lector al que las fechas arrastran a lo que tiene que ocurrir. Además de la crítica económica y social que subyace en los caracteres de los neoyorquinos y aledaños o en el entramado de sociedades puntocom y contables y hackers extremos, lo que se presenta —y la cita de Donald E. Westlake con la que abre la novela ya lo anuncia— es a Nueva York como escenario. Las referencias pop de Al límite están dirigidas al lector de 2013 y no a sus personajes de 2001, como cuando se mencionan los callejones de la ciudad que no han aparecido todavía en algún capítulo de Ley y Orden. En 2001 la serie apenas tenía dos años; en 2013 ya había superado los tres lustros y contaba varios spin-off en emisión que explotaban también irremediablemente la ciudad de los rascacielos. Pynchon nos introduce en una Nueva York hasta cierto punto irreal,
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aunque los corredores que dan saltitos esperando al verde de los semáforos junto a vagabundos que rebuscan en los contenedores existan de verdad. La autoconsciencia pop de cualquier novela de Pynchon está también en detalles de estilo como añadir la fecha a las películas que va citando. No sólo en el discurso del narrador; también en los diálogos de esos personajes listillos que no hacen más que recordarse viejas series o sacarse metáforas basadas en películas antiguas, un poco como los lectores de bolsa de papel en la cabeza a los que se dirige. De esta manera, si alguien cita Zorba el griego (1964), así será como aparezca en su diálogo, citado como en una crítica o un artículo académico, a pesar de que sepamos que el personaje no ha podido mencionar la fecha mientras tomaba un café… o puede que sí. Los personajes pueden llegar a caracterizarse por referencias tan oscuras a series de televisión del estilo El equipo A que hasta necesitan nota al pie para el lector español, o por sus reacciones comparando Halloween con la Comic Con y criticando que «el momento cultural pop» de los niños que participan en el primero consista en disfraces y encarnaciones tan perfectos, «por culpa de internet», que se pierda «la copia perfecta» porque «la imitación ya no es posible». Por salir de Al límite, igualmente en Vineland la descripción de las relaciones entre los personajes, tales como Zoyd y el agente de la DEA Héctor Zuñiga, tienden a emularse a las de dibujos animados antes que a cualquier otra situación, ya que en parte el mundo en el que viven, pasado de vueltas y donde el absurdo se toma como lógica, está mucho más cerca de la ficción animada en tonos pastel de la época de la que se burla —o que reivindica, tampoco vamos a dar por supuesto que esto esté claro del todo—. Por cierto, y volveremos sobre ello, un punto en común con Los Simpson. Regresando a Al límite, cuando se produce efectivamente la gran catástrofe, ese once de septiembre que viene prefigurado en todo el comienzo, la referencia pop se acelera y se vuelve explícita, enmarcando los mensajes patrióticos y el ambiente beligerante de los EE. UU. posteriores al ataque en un histerismo propio del tipo de film de acción al que George W. Bush parecía querer pertenecer.
El cielo raso
Pynchon se burla del discurso pop establecido con posterioridad al 11-S aplicando su crítica social y económica en la misma medida. Es decir, que reescribe hacia atrás el hiperrealismo, que ha sido el modo de representación dominante en la cultura de masas de los EE. UU. desde el 11-S. El hiperrealismo entendido como una recreación de realidad sucia pero espectacularizada, que utiliza la retórica del realismo para imponer mensajes similares a los de las películas o cómics de género de décadas anteriores. Como por ejemplo en las películas de Jason Bourne, las recientes Olympus Has Fallen y London Has Fallen, los cómics de The Ultimates de Mark Millar y Bryan Hitch o, volviendo al comienzo, la eterna Ley y Orden y todas las series policiales o militares de corte de presunto realismo sucio pero idealización final. Si todas estas creaciones utilizan la retórica de discursos más críticos con el mensaje establecido, como puedan ser el mencionado realismo sucio o el tono del género noir de mediados del siglo pasado, autores como Pynchon o Don DeLillo —en la genial Cosmopolis, por supuesto— lo han desmontado. Pynchon, artefacto pop Porque si hay un autor pop vivo en la narrativa estadounidense reciente, dejando aparte la literatura de aeropuerto, ese es Pynchon. Su aparición con una bolsa en la cabeza en Los Simpson, para la cual, según los autores de la serie, prestó su propia voz e incluso reescribió sus diálogos, no es una anécdota, sino el núcleo de esta circunstancia, dado que la creación de Matt Groening y el misántropo autor de El arcoíris de gravedad comparten muchas características que implican su carácter de mitos pop. La serie de la familia amarilla y sus derivados —en especial Padre de Familia y el resto de la factoría de Seth MacFarlane, aunque también Futurama— viven del permanente chiste metapop, hasta el punto de que quizás algunas de ellas han caído en la referencia por la referencia, algo que obviamente la literatura de Pynchon evita, ya que el pop es un recurso y no un fin en sí mismo. En la misma medida, y como mencionábamos antes, tanto la serie de Groening como Pynchon reivindican y se burlan al mismo tiempo de
José A. Cano. Desmantelar la historia a través del pop
los ideales hippies de los setenta —el pasado de la madre de Homer perfectamente podría ambientarse en la llamada Trilogía de California—, con un punto de nostalgia. Y a ambos artefactos —serie y escritor— se les atribuye la capacidad de adivinar el futuro, así que si Los Simpson prefiguraron el 11-S, en El arco iris de gravedad Pynchon habría anunciado las filtraciones de Snowden. Así, las numerosas leyendas urbanas en torno a Pynchon forman parte de la experiencia pop pynchoniana, dándole ya la vuelta completa al posmodernismo, y es casi un juego entre sus lectores inventar algunas nuevas. Que se le atribuya la autoría de canciones de Nirvana, ser el padrino de Miley Cirus o que se llegue a afirmar que Dan Brown es uno de sus heterónimos y que El código Da Vinci es la parodia pop definitiva no hacen sino contribuir a la paranoia pynchoniana trasladada a la vida real. En ese sentido no habría contradicción con la identificación de Pynchon en la crítica y la reivindicación de la contracultura, todo en uno, como ocurre con Los Simpson, ya que precisamente si algo ha caracterizado la reacción de esta a partir de los ochenta y los noventa es la reapropiación de los símbolos de la cultura de masas. El pop de Pynchon exagera y degrada la épica, es un insulto más en el retrato que crea. De momento, la primera adaptación al cine de una novela de Pynchon, Vicio Propio (2014), aguanta el tipo sin convertirse en lo que el autor parodia en parte de sus obras: el uso de recursos contra el mensaje establecido vaciándolos de contenido. Algo en lo que, por cierto, sí se han convertido Los Simpson. Más allá de la bolsa en la cabeza, queda por ver si el discurso pynchoniano, como artefacto, sobrevive a la existencia física de su autor, y si esta reescritura caricaturesca de la historia de EE. UU. no acaba siendo utilizada como una idealización espectacularizada.
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José A. Cano es periodista y escritor. Ha colaborado en medios como El Mundo, eldiario.es y ctxt.es, por igual escribiendo reseñas de cómics que cubriendo juicios sobre corrupción urbanística o la crisis de refugiados en Hungría y Serbia. Como escritor, ha publicado relatos breves en libros colectivos y en revistas como Paralelo Sur.
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Pynchon en los anaqueles Joan Flores Constans
.Dos chicos muy jóvenes, uno diría que universitarios de primer año, recorren los anaqueles del pasillo de Narrativa
chon y que lea de nuevo —o que, simplemente, lea— ese título al que ha encontrado tan evidentes carencias.
Anglosajona Traducida, siguiendo el orden alfabético, y hacen comentarios referentes a algunos autores, si bien es
Un lector ha pedido consejo al librero acerca de «literatura
cierto que solamente comentan aquellos que están repre-
norteamericana de vanguardia»; inquirido por este acerca
sentados por una cantidad numerosa de títulos: se detie-
de su definición de este voluble vocablo, el lector balbucea
nen en Amis, en Barnes, en Faulkner... Como acostumbra
fórmulas académicas indescifrables y el librero, además de
a suceder en los casos de estos paseos colectivos, uno de los
apercibirse de dónde vienen los tiros y de la bisoñez del
chicos es el Lector Experto, el leído, el que sabe dar razón
lector, deduce que lo que anda buscando son autores con-
de cualquier autor, y el otro el Lector Discípulo, que acos-
siderados «difíciles», aquellos que otorgan una pátina de
tumbra a hacer preguntas y demandar opiniones. Cuando
calidad lectora a los descerebrados que se atreven a leerlos.
llegan al final de la «P», se detienen en «Pynchon».
Siguiendo su discutible pero asentada lógica, propone:
El Lector Discípulo: «Ah, mira Pynchon».
El Librero: «¿Has leído Faulkner?».
El Lector Experto: «Sí, Pynchon».
El Lector Bisoño: «¿Faulkner? Huy, no, querría algo más
El Lector Discípulo: «¿Qué tal, Pynchon?». El Lector Experto: «Bueno, es como muy urbano, ¿me entiendes?». A continuación, el Experto echa una mirada sonriente,
vanguardista». Ya… Subamos la apuesta. El Librero: «¿Y el Ulises ?». El Lector Bisoño: «Un poco antiguo, ¿no?».
de clara suficiencia, al librero, que se halla en su mesa, cer-
Ah, con que esas tenemos…
ca de Pynchon; es decir, cerca de donde están los libros de
El Librero: «Más actual… ¿Don DeLillo?».
Pynchon, y que, forzosamente, ha debido oír su veredicto.
El Lector Bisoño: «Uh, no, he visto varias películas y no me han gustado».
Si hay un autor que hay que recomendar con la misma cautela que descartar es el maldito Pynchon, Dios lo tenga en su gloria más tarde que pronto a pesar de todo. El norteamericano es un novelista que a todo lector que se precie le encantaría haber leído; aún más, que moriría porque le hubiese gustado, con mesura, eso sí, lo suficiente como para verse recomendándolo a sus amistades, pero no lo bastante como para justificar dos o tres carencias que ha descubierto en sus celebradas novelas y que dan la medida de hasta qué punto es conocedor: una reseña en un suplemento cultural de un periodista que tampoco lo ha leído, un concepto de crítica literaria mal asimilado, un cliché desubicado, y el prestigio de disentir, sutilmente, de la opinión unánime. Poco puede hacer el Librero ante el Lector con Tamaño Prejuicio, excepto recomendarle que no compre otro Pyn-
¿Varias películas? ¿Varias películas? ¿VARIAS PELÍCULAS? Quiere la casualidad que el Librero tenga en exposición, en la mesa de efemérides, algunos libros de Thomas Pynchon; el Lector Bisoño se acerca a la mesa, echa un vistazo a los títulos, y sentencia: El Lector Bisoño: «Y este Pynchon, ¿qué? Un rollo, ¿no?».
El hecho de que las asignaturas de Literatura, cuando las había en los programas educativos, comenzaran el estudio de las obras literarias pertenecientes, como muy tarde, al Renacimiento o al Barroco —exceptuando a los clásicos griegos y latinos, que componen un género por sí mismos—, no significa que los pedagogos que confeccionan los programas de
El cielo raso
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Joan Flores Constans. Pynchon en los anaqueles
Lector que lo ha Leído Todo: «Bah, eso de la posmodernidad es un invento yanqui». La Lectora Fornicable: «¿Y Gaddis? ¿Y Barth? ¿Y Pynchon?». Lector que lo ha Leído Todo: «Ta, ¿Pynchon? Donde esté Borges…».
la asignatura tengan una obsesión con el orden temporal: la Literatura es un continuum temporal en que, salvo contadas excepciones, nada se explica sin tener en cuenta lo que se ha escrito antes. Naturalmente, existen tantas literaturas como lectores, y si bien es cierto que nadie está obligado a recorrer en su totalidad estos itinerarios, cualquier lector que quiera tener una visión amplia de la historia no debería saltarse ninguna etapa. Calíope me libre de dar lecciones en este sentido, pero si es evidente que la novela popular ha sufrido pocos cambios en los últimos trescientos años y sería posible leer con el mismo equipaje a Wilkie Collins que a Eleanor Catton, no lo es menos que para valorar justamente las obras de las distintas vanguardias es imprescindible conocer contra qué se rebelan. Pynchon, como tantos otros, no tiene atajos. Una pareja joven, chico y chica, de estética skate sostiene una acalorada discusión en medio de la sala de narrativa de la librería; por el acento y por el volumen de voz, de origen argentino. El Lector que lo ha Leído Todo (una variante del Lector Experto) está dando una clase de cortejo pre-sexo de Literatura Norteamericana Posposmoderna a la Lectora Fornicable (una variante femenina del Lector Discípulo).
Es tan común como injustificable la idea de la competición entre escritores; en la mayoría de los casos, sabemos a ciencia cierta que, si fueron contemporáneos, sostuvieron unas magníficas relaciones de amistad —los casos de Woolf con Joyce, de Gide con Proust o de Twain con varios escritores serían la excepción— o, en su caso, de profundo respeto —aunque en el caso de Pynchon, dada su desaparición, sea más difícil encontrarle complicidades con escritores vivos—; aún más, no hay pocos autores que reconozcan explícitamente sus deudas con escritores del pasado y muchos de ellos consideran estas deudas un verdadero honor; en la hiperinformada sociedad actual, numerosas entrevistas dan cuenta de esos homenajes y de la confesión de muchos autores de éxito de ser enanos a los hombros de gigantes. Sin embargo, la disposición competitiva, simplificadora y sectaria del lector común (un ente que no existe más que estadísticamente) insiste en rivalidades inexistentes y en competencias imaginarias. Así que me atrevo a dar un consejo: que los prejuicios de los lectores no tengan más peso que el respeto común de los escritores entre sí. Ah, y que todo el mundo debería venir a la librería ya follado. Nota: los casos citados en este escrito son rigurosamente ciertos.
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Lector que lo ha Leído Todo: «Mirá, David Foster Wallace, por ejemplo, es un escritor terriblemente sobrevalo-
Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psi-
rado».
cología Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992
La Lectora Fornicable: «¡No me digas!».
trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval de Barce-
Lector que lo ha Leído Todo: «Lo que sucede es que los
lona. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-
yanquis se saben vender muy bien». La Lectora Fornicable: «Pues sale en todas las antologías de escritores posmodernos».
crearse con adaptaciones para la escena, notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.
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Por el camino breve Ruth Vilar
Para Ramón y para sus hermanos y hermanas. En especial, para Manolo.
.A los tres años el niño aprendía del padre —cuyos maestros no habían sido otros que el trabajo temprano y la fatalidad sin aspavientos— a recitar de corrido la ristra de las preposiciones: «a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras». Mediaban los setenta. Ambos vivían en los arrabales del mismo pueblo chico donde ahora yo escribo. Ante la fachada orientada al noreste de esta casa nuestra —la más alta de este barrio, el más hondo— se arrellanan los huertos en terraza, escalonados, fértiles, con trajín y bosques de cañas en verano, con calma y brasas que calienten la comida en invierno, con frutales y olivos, caracoles y gatos, con «buenos días» cordiales y a voz en cuello, con la inquietud incesante por el tiempo: un ojo en el hoyo, la semilla, la mata, y el otro vuelto arriba, hacia el cielo circular y mudable, inclemente y pródigo. Bajo los cimientos que nos amarran la casa a tierra, corre el agua. En el fondo del barrio del Molino, cuenco magnífico de sol y golondrinas, se remansa siempre su poquito de agua. Lo más secreto y preciado de cada vecino —sus alegrías, dolores y sueños— se empapa de esa agua y se disuelve en ella como un azucarillo. Cabe el barrio está el molino del que tomó su nombre. Por un camino breve, flanqueado de chumberas y encinas, llegamos a la era delantera —pim, pom, fuera— donde en tiempos se batía el cereal para forraje. Encontramos la puerta del molino tapiada, aunque hay quien dice que adentro siguen, inmóviles, las muelas —la piedra solera y la volande-
ra—. Perdieron su sentido y la misma riera que las movía se quedó seca. ¿Decadencia, decrepitud, ruina o transcurso corriente de la historia? También a mí, hortelana de frases, me inquieta incesantemente el tiempo: un ojo en el presente circular y mudable, convulso y plácido; el otro en un pasado con la fachada ciega, pero que intuyo intacto detrás de los ladrillos del olvido; y aún otro ojo más puesto en lo venidero, lo quizá inminente, que ya se adivina en el ayer y el hoy pues en ellos ha de tener su origen. La escritura multiplica los ojos. Con el chaparrón se alborotan las ranas que pueblan las pozas de la riera seca y saludan a sus hermanas de las albercas de los huertos. «¡Qué buen tiempo hace hoy!», se croan entre sí a voz en cuello. Corramos de regreso bajo el agua impetuosa y croemos en presente de indicativo absoluto, sacudiéndonos por un instante las inquietudes existenciales. Unámonos a las ranas en un coro absurdo, circense, feliz. Contra el muro noroeste de casa solía descansar las ramas un laurel. Sus hojas —que murmuraban mecidas por el viento y bajo lluvias como esta exhalaban un intenso perfume— aderezaban los guisos de las cazuelas y ollas de toda la manzana. En el hueco del árbol arrancado crece ahora una ausencia invisible: ¡qué soledad, la de la brisa y las lentejas! De aquellos años en que las dos muelas hoy emparedadas reducían el grano a polvo, ¿qué queda? La memoria. Una colección imaginaria de mapas cronológicos trazados en papel cebolla —un pliego distinto para cada época—,
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Collage de Pepa Pertejo ©
que el recuerdo superpone o emborrona a su antojo. Si pudiésemos contemplar esa amalgama cartográfica, en ella se nos amontonarían: los campos y más campos, los montes circundantes, la riera caudalosa; esas primeras casas de allá por los sesenta y las que las siguieron; la manzana acabada y compacta, asentada como un desafío donde antes no había nada más que cultivos y cielo; una escritora que garabatea hojas y hojas en el cuartito que corona la isla. Desde el labio del cuenco, los dueños de las casas de abolengo —encaramadas a esa grupa de asno sobre la que cabalga el pueblo viejo— contemplaron con estupor la eclosión de este barrio pequeño, redondo, prieto y fresco como una col lombarda. El heredero del terruño fue vendiéndolo a trozos y los colonos —con más voluntad que pericia, con más hambre de un techo que remilgos— se hundían hasta el corazón en su flamante solar fangoso. Piedra a piedra, domingo a domingo, lo convertían en un hogar decente. La nuestra es una de esas casas de cuño urgente, mi casa de la escritura. «Mis libros salen de esta casa», así hablaba Marguerite Duras y no mentía.
En la nubada del horizonte, al noroeste, se recorta la silueta del monte mordido. Con su sola presencia aplomada y calmosa es custodio y advertencia de una verdad sencilla: que en mitad de la actividad frenética y urgente siempre yace algo inmutable. Que en el centro preciso de cuanto gira —la rueda del molino, el desasosegado corazón de los hombres— existe un punto estable cuya quietud, lejos de ser pasiva, resulta vital: se trata del eje. Entre dos caminos, el que bordea los huertos y el que linda con los pinos, se apiña el barrio entero, una manzana tupida en la que convivimos una docena escasa de familias. ¿Son distintos caminos o mitades de uno? Si hasta el Sena se abre en dos brazos para acunar mejor a la Isla de la Cité ¿por qué no iba a dignarse a hacer lo mismo el modesto Camino del Molino? Hacia el pueblo se subía en los años sesenta por una especie de terraplén, que más parecía un torrente que un camino de cabras. Por allí, en un carro de mano, bajaban los colonos su carga de ladrillos y mortero hasta esa obra, a la que encomendaban el curso de la vida propia y la de los
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Ruth Vilar. Por el camino breve
suyos. A la orilla de aquella pendiente corría un riachuelo pestilente de aguas negras. Todavía no llegaban tan abajo las alcantarillas, como tampoco llegaban ni el alumbrado ni el basurero. Hasta que por fuerza tuvieron que llegar y en adelante pareció que siempre había sido así. Todo cambia. La rueda del molino se detiene. Un barrio brota súbito y apretado en lo que fueron tierras laborables. Todo cambia, aunque no suela hacerlo con mansedad y de grado. Todo cambia cuando no hay remedio, porque la vida empuja para abrirse paso y por mucho que prolifere la mala hierba de la nostalgia, los esquejes del porvenir enraízan más hondo y enraman más alto y dan frutos mayores e infinitos. Para sus adentros cada edificio tiene —grande o chiquitito— un patio interior. A pesar de los muros que delimitan nuestros patios contiguos, en todos se respira un mismo aire de intimidad. Los vecinos compartimos charlas casuales de ventana a ventana, aparente ignorancia de los tumultos domésticos ajenos, un platillo de resquemores mutuos y, enseguida que amaine, un paisaje común: la danza olorosa y aérea de la ropa tendida. «Por el camino breve, camino breve, que va al molino», canturreo con permiso de Carmelo Larrea y tiendo yo también en el terrado una colada de pañuelos de colores que ondearán como banderolas festivas. Porque el camino es breve, tanto si escribo sobre esta vereda de tierra y gravilla bañada por un sol que reaparece y abrillanta el mundo recién lavado, como si me refiero —con metáfora gastada y aun así cierta— a la vida. Y así el molino —real o figurado— en el que desemboca este sendero y cuya puerta nos resulta provisionalmente infranqueable bien podría hallarse repleto de grano y de sentido. Aunque igual podría estar desmantelado, horadado, hundido, un agujero negro oculto entre las cuatro paredes gruesas. Según este temperamento mío —lento y tenaz, de piedra molinera— mi escritura ha encontrado acomodo en esta casa, en los gorjeos y la brisa del balcón interior, en el recogimiento luminoso del cuarto volandero. Las palabras se han procurado aquí un hogar donde jamás
La vida breve
mostrarse perezosas o esquivas. Las preposiciones están a cuerpo de reinas. Sin fondo cierto, la bóveda celeste se aparece a su vez como un cuenco invertido. Rebosa de azul limpio, de nubes que se desbandan dibujando signos indescifrables, de luz espléndida y cambiante que va anunciando las horas del día. Con el atardecer derrama un almíbar tenue que es rosado y naranja. De noche es acerico de incontables alfileres estrellados. Cuando la preside la luna llena, la oscuridad se viste de blanco metálico, sigilosa hoja de cuchillo. So capa de cuento sin tensión narrativa, de abanico de estampas de la vida rural, arrumbo en la alacena del barrio del Molino —que llegada la cosecha atestarán las conservas de tomate y sanfaina— este tarro de memoria en escabeche. Sobre el barrio despliega las alas una insólita garza real que antaño perdió la bandada y el rumbo y confundió las pozas con pantanos —se equivocaba, se equivocaba—. Alguien montó un criadero de avestruces y había que ver el jolgorio vecinal que se armaba para devolverlas al cercado cada vez que se escabullían. Otro llenó su alberca de peces tropicales. Los niños se paseaban a lomos de una burra con nombre de mujer sofisticada. En noches de verano como esta los jabalíes asoman el hocico y gruñen tan campantes. Mis temores en lo que atañe a la verosimilitud del relato se han desvanecido desde que vivo aquí. Tras años y más años —arracimados en lustros, amontonados en décadas, en puertas de cumplirse el medio siglo— los que fueron un día denodados colonos, artífices de un barrio entonces imprevisto y hoy sólido, han echado raíces hondas y ramas altas, han estallado en hojas, flores y frutos. Algunos, como el laurel fantasma, crecen ya invisibles, en ausencia. Todo cambia. Hasta las preposiciones se han multiplicado con el paso del tiempo: «a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, durante, en, entre, hacia, hasta, mediante, para, por, según, sin, so, sobre, tras, versus y vía». ¿Quién y dónde estará recitándolas ahora en ristra, con amor y de corrido?
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Ruth Vilar. Escritora, actriz y directora teatral. Miembro de la compañía Cos de Lletra. www.cosdelletra.blogspot.com
Los pescadores de perlas
Pedro Ugarte. Microrrelatos inéditos
La jornada Salgo de casa cuando aún es de noche y llevo la comida en una fiambrera. Entre el trabajo de la mañana y el trabajo de la tarde tengo menos de una hora, así que almuerzo dentro de la furgoneta, en una esquina discreta del gran aparcamiento. Luego, cuando termino el trabajo de la tarde, paso por casa, dejo la fiambrera en la cocina, saludo a mi mujer, recojo los apuntes y voy corriendo a la clase nocturna. Más tarde, cuando regreso a casa, la fiambrera sigue sucia, allá donde la dejé.
Microrrelatos inéditos de Pedro Ugarte Dirección de los trenes Allá quedan tus padres, varados en el andén. Te despides agitando la mano, pero ya no aguantas más, de modo que gritas que les quieres, más alto, cada vez más alto, mientras ellos se van haciendo pequeños, cada vez más pequeños, a medida que el tren acelera cruelmente y se aleja de la estación. Después, no sabes cómo, el tren vuelve a detenerse y te deja varado en otro andén. Oyes entonces, por alguna parte, nuevas voces, y dentro de ellas asoman risas y palabras. Tus hijos aparecen, agitando la mano, hasta que ya no aguantan más y gritan, desde la ventanilla del tren, que te quieren, más alto, cada vez más alto, mientras se van haciendo pequeños, cada vez más pequeños, a medida que el tren acelera cruelmente y se aleja, también, de esta estación. El gato «Ocúpate de Fígaro, por favor, ocúpate de Fígaro». Ninguna otra cosa decía ya mi pobre amigo, en su lecho de muerte, devorado por la fiebre, mientras me tomaba de la mano con desesperación. «¿Lo cuidarás? Vamos, prométemelo, ¿lo cuidarás?». Y clavaba en mí una mirada desorbitada, quizás la única cosa que aún lo ataba a la vida. Su horror era comprensible. En la larga amistad que nos unía, sólo había existido un motivo de discordia: nuestra distinta opinión sobre los gatos. Yo los detestaba, mientras él interponía, cada vez que había ocasión, la insufrible retórica que practican una y otra vez todos los admiradores de los gatos: que son compañeros altivos e inteligentes, quizás algo distantes pero, por eso mismo, aliados de la gente tolerante, sofisticada y liberal. Cuántas veces había oído las mismas tonterías. Cuántas veces se las oí a mi amigo. Ahora, yo respondía a sus convulsiones con palabras tranquilizadoras, aunque ninguna hablaba exactamente sobre el gato y eso no hacía más que aumentar su ansiedad. Mientras tanto, Fígaro prefería no hacerse notar. Había trepado a la cumbre de un armario y desde allí asistía a todo esto, cauto, encogido, a la espera de algún gesto que aclarara el futuro. De hecho, hacía varios días que no prestaba atención a la agonía de su dueño y me miraba sólo a mí.
Pedro Ugarte nació en Bilbao en 1963. Sus últimos títulos son El mundo de los Cabezas Vacías, El País del dinero, Perros en el camino y, de reciente publicación, Nuestra historia, editado por Páginas de Espuma. En el campo de la microficción es autor de un solo libro, La expedición, que crece con el tiempo: fue editado bajo el título Noticia de tierras improbables en 1992 y conoció una edición ampliada, Materiales para una expedición, en 2003.
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Pedro Ugarte. Microrrelatos inéditos
Los pescadores de perlas
El tributo Todas las familias debían entregar un tributo a la Anciana de la Casa del Bosque. Era esta una mujer cándida y amable, que obsequiaba a los niños con tazones de leche y chocolate cuando ellos llegaban con la ofrenda preparada por sus padres. Era una tradición que todas las familias debían satisfacer, puntualmente, justo cuando los niños cumplían siete años. Entonces, los padres preparaban en un cesto la ofrenda para la Anciana del Bosque, la cubrían con servilletas de cuadros, abrigaban a los niños y les pedían, entre lágrimas, que tuvieran cuidado. Los niños, claro, prometían que tendrían cuidado, partían hacia la Casa de la Anciana del Bosque y se internaban en el tupido manto verde, bajo el sol del mediodía, silbando una canción. No todos los niños llegaban a la Casa de la Anciana, y aún eran menos los que conseguían regresar al pueblo aquella misma noche. El Bosque de la Anciana era un intrincado manglar lleno de peligros. Había zonas inundadas, había oscuros pozos de aguas movedizas, había jaurías de lobos y de hienas merodeando los caminos que, durante generaciones, habían dejado los niños en su trayecto hasta la Casa de la Anciana. Las alimañas olfateaban su sensible olor de carne dulce y tierna; sabían que tarde o temprano aparecería una nueva criatura y podrían devorarla. Los recodos del Bosque estaban jalonados de pequeños esqueletos, niños que habían muerto de frío, abrazados al cesto donde llevaban la ofrenda, niños ahogados en ciénagas y en pozos, niños enterrados en mareas de polvo, niños momificados en una fría gruta donde habían entrado en busca de refugio, niños abrazados, que habían agonizado intentando inútilmente darse calor, niños devorados por las fieras, niños de los que, sencillamente, nadie volvió a tener jamás noticia. Los que llegaban a la Casa del Bosque eran recibidos con gran gozo por la Anciana. Ella recibía la ofrenda y la dejaba en una esquina, como no dándole demasiada importancia. Preparaba para los niños tazones de leche caliente, les regalaba las galletas y los dulces que tenía preparados para ellos. Después de una grata conversación, en que la Anciana, de nuevo, prevenía a los niños sobre los peligros del Bosque, les daba un beso en la mejilla y se despedía de ellos, rogándoles que fueran deprisa, muy deprisa, a casa de sus padres y que tuvieran cuidado, mucho cuidado, en el camino de vuelta. No todos regresaban. Las familias lloraban durante años la pérdida de los pequeños de los que, en muchos casos, no quedaba ni la consoladora evidencia de su muerte. Con el tiempo, los niños que habían salvado la prueba maduraban, se casaban, fundaban en los límites del condado nuevas granjas en las que vivir de los cultivos, de la venta de la harina de los molinos, de las labores de forja o herrería. Las nuevas familias criaban a sus niños y los contemplaban, tiernamente, correr y jugar en los alrededores de la granja, sabedores de que cuando cumplieran siete años deberían emprender su propia expedición, internarse en el Bosque y llegar hasta la Casa de la Anciana. Era doloroso verlos jugar, verlos reír, así, antes del viaje.
Franco Fortini. «Poema de las rosas»
El castillo de Barba Azul
«Poema de las rosas», de Franco Fortini Traducción de María Bastianes y Andrés Catalán
1. Rosas, rosas de polvo, qué dureza la de los tallos por la noche, torcidas rosas de espinas como los recios tendones y músculos resecos de la chica que en el coche manipula seda y cuero pero tierna si un destello la alcanza pero a manchas entera la garganta como las rosas magulladas en trabajos de medianoche y de ortigas. Ah, sobre las flores abiertas al bochorno qué dulces los afanes de la abeja, ¡cómo desearía el corazón que no llegase nunca el día pero siempre los faros por las curvas arrojan su luz a los teatros de rosales en el inmenso parque de la aridez romana! Por eso he dicho «polvo», de las quemaduras de las curvas, de los columbarios, gravilla, de las ánforas… Polvo sobre las gradas; de las rosas se goza la impiedad, la sed se enciende sin parar a golpes de sangre donde excava, burdo, el escarabajo. La dama patalea, pierde una sandalia, exige crueldad, se revuelca entre las hierbas y las babas. La miel obstruye los triunfos, oh abeja latina. Deja ahítas las gargantas, benditas las rosas.
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2. Pero reconoces este inicio. En grutas, fuentes,
acaricia los símbolos deformes
los opuestos respiran inmóviles.
del porvenir, hasta no ver ya más,
Donde una rosa se abre, se marchita una rosa
¡tú que te ciegas si los fijas y gimes
y el tiempo es uno pero dos las verdades.
con ellos! Y cómo se desuellan empapados
Acércate al hielo y al intenso calor. Aquí
de linfa, cómo el tétanos lanza
atrévete a dudar sobre el límite. Apartará
mordiscos y oh como se arrojan en racimos
las ramas, en la trama se adentra. Muestras
rodando y cómo en las carótidas gritas.
bajo los rayos iluminadas sienes,
Se despedaza, rasga sus carnes la rosa
tú que eras tensión de laurel en la calma
que a la mañana, intacta, se burlará.
y arco de ciprés y tienes siempre
No hay otro modo de prodigar, de
otro nombre y volverás con otros cuerpos.
desnudar ante la noche el placer
Denuncia a los espejos de agua, hermana
del asco que por tantos años dañino
de herejía, pétrea negación
contra sí te ha estrechado, blasón
reluciente en unión futura, la frente alta
que los viejos te infundieron en las meninges
ante la nada y herida… Ahora tiemblas,
y la rabia canina de los muertos y aquí te sacias,
vuelvo a verte, atraviesas las hiedras
bestia, con este condumio de rosas destrozadas.
y cómo te oscureces y cambias
4.
lo sé y en el oscilar de la risa ya eres escama de serpiente, aguja, uña, lámina
Y alta regresa ahora la pasión de los árboles.
y la lengua de las rosas afilas
El deseo y la separación
y soplan para el crepitar de la ofrenda, revuelven
no existirán ya más. Quiénes hemos sido
la escena los semivivos hasta inundar
lo sabremos, y sin dolor. Ya hacia nosotros
la arteria y de allí diriges el curso
aquello que os parece fábula se acerca y será,
hacia Hécate. Una vieja te lame la cadera.
hijos de este siglo, ironías. Del sueño emergeremos para vivir
3.
en una única verdad.
Ah, que para aquella contraria al tiempo inmensa
Todos los amores perfectos un solo amor.
inhumana boca, cuerpo redentor
Todos los días más bellos un solo día.
que también del tuyo se origina y debate,
Cuerpos ausentes que habíamos amado,
sólo tienes esta lengua de vil gloria,
rehechos a partir de los despojos
este decir de siervo. Se buscan
regresaréis benditos de piedad,
para existir en una sangre, para revivir
atónitos idénticos espíritus que se parten de risa,
antes del día. Húndete ahora
indivisible rosa centifolia
en los pasos, atáscate, adora,
que ya a la incrédula mente encandilas.
Franco Fortini. «Poema de las rosas»
El castillo de Barba Azul
Es la hora que los líquidos seca y cuaja
7.
y estas emanaciones son almas pero deformes, enanas, bajo el hierro lunar.
Y no. Últimos ríos de un irónico infierno,
Ves alinearse los reinos. Los santos negros,
dejad caer, fuentes, los estruendos.
vacíos como veleros, cruzan oblicuos
¿Resulta ser uno lo verdadero? Huid, alegorías.
los cortejos celestes. ¿Es el ajenjo? ¿El juicio?
Debías saberlo, habrías vuelto
¿Son las pobres mujeres a las que destrozaron
a elegir el hielo, el deseo y la espina,
el rostro los soldados? ¿Los clarines del cielo?
los nombres unívocos, la ciencia posible y lenta, el sol que blanquea el Indo y el Nilo,
5.
el diente de la historia imperceptible.
Muy lejanas voces, tormentos… ¿Repites
¿Pero cómo sabré diferenciar mañana
siempre así, falsa conciencia, tus imágenes?
las rosas muertas, las vivas? Le doy la espalda
Liberadas las ramas, tumefactas las rosas,
a este aquí por donde pasó, y volverá, mi locura:
en extrañas partículas se divide el espacio,
pido también justicia y amor para ella.
una quietud parece aligerar las moles.
Los que seguís soñando: quiero que nada se pierda.
Y antes que empiece el griterío en los nidos
Incluso si siempre, sin compasión de la aurora
de nuevo serán tus fábulas de muertos
que tanto atenúa allí abajo las luces
hombres grises en marcha sobre los adoquines.
de posición de las de alta cilindrada,
Y meteoritos de hierro mental
los ácaros machacan los grumos,
surcan los continentes, tocan
los escarabajos de la rosa trituran el porvenir
campos magnéticos de rosas aplacadas,
con sus pinzas minúsculas; si culpa y esperanza
curvan las frecuencias de cosas creadas, tratan
son un único mal que nos separa y obsesiona,
de ayudar. El avión que solemne las cúpulas rasura
que desde nosotros trepa las copas de los sauces
lucha, alza el morro, va; no por nosotros. Vivo allí
y las macera. El aire es puro y negro.
donde una noche induce a incinerar
Viva la rosa de la primavera.
el siglo, y lenta me extermina y tiemblo.
Y viva la hierba, la flor, los besos, el dolor.
6.
Poeta, ensayista, crítico y traductor, Franco Fortini (Florencia, 1917 - Milán, 1994) es uno de los intelectuales
¿O entre carbones de rosas un fósforo, un gusano,
más relevantes del novecento italiano. De orígenes ju-
la única vía? Hacia las criptas, las aulas, las vísceras
díos, su vida estuvo marcada por el ascenso del fascis-
donde al terminar la función cuelgan parvas
mo, el exilio en Suiza y la participación en la República
de abdómenes destrozados, crines de culebras y cuerdas, máscaras desolladas, Sísifo, Pirítoo, Tieste y las Furias. Hacia la toba de las catacumbas, donde
partisana del Val d’Ossola, experiencias que influirán en su manera de escribir una poesía que, tras los pasos de Brecht, quiere aunar búsqueda formal y compromiso. «Poesia delle rose», su poema más extenso,
bajo las larvas tapiadas de nuestros futuros
constituye una de las mejores muestras de esta explo-
un senado de insectos gesticula.
ración de las capacidades revolucionarias del lenguaje.
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Entrevista a
Claudia Faci por Ana Gorría
.Claudia Faci es bailarina, coreógrafa, actriz, directora, docente y autora independiente. Formada originalmente como bailarina y actriz, ha trabajado como intérprete en todo tipo de producciones de danza y teatro así como en algunas de cine y televisión. Desde 2006 su actividad se centra en ofrecer su peculiar visión de las artes escénicas a través de una obra que se nutre de su experiencia en el ámbito de la danza, el teatro, la performance y la literatura. Sus últimas propuestas estrenadas son A-creedores (Temporada Alta 2014 - Festival de Otoño 2015), Los trabajos del amor («El lugar sin límites» 2015), Vida Laboral II (Teatro Rosalía de Castro 2016) y Valientes, esta última en colaboración con Terrorismo de Autor. Es responsable de la asignatura de Dramaturgia en el CSD María de Ávila e imparte regularmente talleres de creación escénica en diversos centros de formación así como en teatros, festivales y otros contextos. Tras una sólida formación en danza y en interpretación, usted estrena en 1989 como coreógrafa las piezas Si supieras y La noche en el Teatro Español de Madrid. Pertenece usted a una saga de bailarinas; ¿en
qué momento se reconoce usted a sí misma como una persona capaz de defender la propiedad de su lenguaje sobre un escenario? ¿Por qué tomó esa decisión en ese momento? ¿Qué mantiene Claudia Faci de ese impulso inicial? ¿Hay algo de esa Claudia Faci de hace más de veinte años que no se reconoce en la actualidad? Entre aquellas dos piezas estrenadas en el año 89 y la siguiente transcurrieron nada menos que diecisiete años. Aquella primera tentativa de dar forma a un par de ideas, aunque afortunadamente fue bien recibida por crítica y público, a mí me sirvió para empezar a tomar conciencia del lenguaje y constatar que lo tenía todo por aprender; así seguí bailando las piezas de los demás y ocupándome de sacarle a la vida todo el jugo que mi capacidad de disfrute me permitiera (¡tenía veintitrés años!). Varios años más tarde empezaron a llegar propuestas para hacer teatro y, con ellas, la necesidad de formarme como actriz, cosa que hice y a la que me entregué con auténtica pasión. Sólo después de comprobar que el oficio de intérprete, tal y como se me permitía ejercerlo tanto en el teatro como en la danza, me producía más avidez que satisfacción, me propuse buscar mi pro-
pia manera de hacer las cosas. Hace sólo diez años de eso y en ello sigo, aunque ni defiendo la propiedad de mi lenguaje ni tengo intención de hacerlo nunca. Hasta hoy, todo lo que he hecho como creadora ha tenido que ver con la necesidad de entender algo, eso es lo que no ha cambiado nunca. En cuanto a la última pregunta, lo que menos reconozco de aquella joven pertenece al ámbito de lo social y creo que no viene a cuento aquí. En algún momento, y siguiendo a Barthes, ha manifestado su desconfianza hacia la figura autoral afirmando que esa figura inventada e impuesta por el patriarcado no le sirve para nada. ¿Por qué firmar un espectáculo entonces? ¿Cuál es la importancia del otro en sus piezas? ¿Hasta qué punto sus procesos artísticos están orientados a la construcción de una comunidad? ¿Cuál es el lugar del otro en esta propuesta? Lo que no me sirve de nada es la distancia que establece la figura del autor entre quienes están a un lado y a otro del papel o del escenario. A mí me mueve la necesidad de acercarme al otro, a los otros, no la de ser reconocida como autor(idad). Si digo que
Entrevista a Claudia Faci
La voz humana
firmo mis obras como firmo mis cartas de amor sé que no estoy siendo muy rigurosa, pero puede entenderse algo del espíritu de mi trabajo. Entiendo que hay dos maneras de hacer escena: la que crea comunidad y la que no. Yo trabajo para alimentar lo primero. Por varios motivos, pero sobre todo porque no hay nada que necesite más. En el año 2006 estrena Nur Für Dich en el Festival Madrid en Danza, bajo el heterónimo Klara Von Himmer. ¿Quién baila cuando un nombre, un pseudónimo baila? Un nombre no baila. Aquel heterónimo —que no pseudónimo, pues no trataba de ocultar nada— vino a responder a la voluntad de jugar con la atención que se suele dedicar a ese quién al que a menudo queremos ubicar recurriendo al puñado de anécdotas que constituyen su pequeña leyenda, creando yo misma esa leyenda. El caso es que la identidad que se ponía en valor allí no era la del artista sino la del otro. Un otro que, habiendo perdido su anonimato casi sin darse cuenta, era llamado por su nombre propio y ejecutaba la coreografía. En el año 2008 estrena el solo Agnès, basado en su relación con la obra de la filósofa y poeta Chantal Maillard. ¿De dónde surge esta atracción? ¿Qué mecanismos se ponen en movimiento en la mente y el cuerpo de Claudia Faci para acometer este proyecto? ¿Cómo desarrolla usted este montaje? Descubrí la escritura de Chantal Maillard en el prólogo de un libro sobre Michaux. Pocas veces he leído ensayos sobre un artista que hilen tan fino como lo hizo ella en aquel, así que enseguida salí a buscarla por las librerías y volví con un alijo de libros, entre los que había uno bien raro que mezclaba ensayo filosófico con entradas de diario y escritura poética. Filosofía en los días críticos, se titulaba, y parecía haber sido escrito
para mí. Seducida por su extraña belleza y lo afilado de su verbo empecé a fantasear con poner algunos de sus textos en escena; no tenía ni idea de cómo, pero algo me decía que tenía que hacerlo. Estudié aquellos textos con una obsesión que no había conocido antes y cuanto más los penetraba más entraba en conflicto con ellos. Como soy amiga de trabajar con lo que hay y estaba decidida a salir del armario de la docilidad en la que había sido educada —esta vez sin ayuda de Klara Himmer— me puse a escribir el guión de una pieza en la que la performer/autora enfrentaba al público admitiendo que no había sido capaz de llevar a cabo su propósito. Y ese gesto, el de escribir, lo cambió todo. Apareció una voz y con ella la posibilidad de entrar en diálogo con Chantal pero también con todas las otras voces que empezaban a manifestarse y reclamaban su lugar en el escenario, y el resultado fue Agnès. Su obra se mueve en el concepto de la liminalidad. Se interrelaciona no sólo con propuestas coreográficas sino que bebe de su conocimiento de lo teatral y la literatura. ¿Cómo organiza, desde su cuerpo, los distintos montajes? Lo cierto es que no tengo ningún interés en delimitar dónde acaba una disciplina y empieza otra; no necesito hacer ese tipo de distinciones, llevo mal las etiquetas y casi todo lo que se acaba en sí mismo me aburre terriblemente. Me interesa el teatro como dispositivo que pone en circulación los flujos de deseo, como máquina de producir sentido y afectos, así que trabajo con las imágenes, el lenguaje y los códigos para operar, por virtud de la máquina, sobre el espacio afectivo. Mis montajes, desde Agnès, se organizan a través de la escritura. No pruebo cosas en un espacio a no ser que vaya a trabajar con otros actores, y aun entonces lo hago poco. A partir de una idea, acumulo enormes cantidades de mate-
rial hasta que llega un momento —justo antes de verme sepultada bajo su peso— en el que siento que hay que parar y mirar desde fuera para empezar a vislumbrar qué es lo que se está armando y qué forma será la más eficaz para transmitirlo. A partir de entonces el trabajo consiste en cercenar, discriminar, limpiar y pulir esa forma. El cuerpo se pone en juego casi en el último momento. Esto no es una fórmula, ni mucho menos, porque cada proceso es el primero y el último, pero suelen darse estos pasos. También es usted responsable de la Trilogía del Desastre conformada por «PLOT», «No sé cómo se llama esto pero es robado» y «El título lo pones tú». Todas estas obras parecen apelar al espectador, desafiarlo, reclamar la responsabilidad de la audiencia. ¿Cuál es el lugar de la práctica artística en esta intersección, esta exigencia? No me gusta la idea de reclamarla y quiero pensar que no lo hago, pero sí que la señalo, esa responsabilidad, y reconozco que mi trabajo es exigente con el espectador, por eso también me ocupo de cuidarle. Siempre hay algo de «esto lo estamos haciendo juntos». Pero lo que nos convoca a todos, a mí y a los espectadores, es la posibilidad de acceder a la experiencia estética. La práctica artística está en el centro. En su puesta en escena de A-creedores usted afirma: «Nos sirve para activar una serie de cuestiones sobre cómo nos construimos a través de la mirada y cómo la idea de verdad es, sobre todo, una puesta en escena». La obra, que se basa en Acreedores, de August Strindberg, asume plenamente el contexto de la crisis y expone la violencia psíquica entre los protagonistas. Se propone que, «ya que nos hemos establecido de pleno en la representación y ya que nuestra inteligencia se somete casi por completo al lenguaje, al menos llevemos a cabo prácticas que convoquen a la sensibilidad, que es más fina, más profunda
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tienen en cuenta la especificidad de la materia de la que habrían de ocuparse y toda una serie de despropósitos a pesar de los cuales se pretende que el estudiante responda de manera creativa, excelente, brillante, virtuosa... Pero ¿a qué necesidad? ¿A la de cubrir un expediente académico que le permita acceder a un puesto de trabajo en la administración? Es lo que parece. Y resulta patético que todos los intentos de formalizar y reconocer una actividad profesional (ya no hablo de la artística porque eso queda a años luz) acaben alimentando lo mismo que han lamentado durante siglos, por ejemplo el carácter prescindible de los estudios relacionados con las artes performativas.
Javier Marquerie ©
En alguno de sus talleres, usted ha propuesto «experimentar la práctica artística como una apetencia del cuerpo, una voluntad de movimiento, la posibilidad de encontrar un placer consustancial a ese movimiento que lo persigue». ¿Cómo escapar a las economías de creación y representación impuestas por agentes ajenos a los propios procesos creativos? No reconociendo como parte del proceso nada de lo que le es ajeno. y más segura involucrando la carne y los nervios». ¿Cuál es el lugar del cuerpo, qué puede un cuerpo frente a las distintas violencias a las que lo somete lo cotidiano? La propia puesta en escena trata de responder a esa cuestión, al menos trabaja en esa dirección. Si creyera que es posible responder a esa pregunta sin comprometer la carne y los nervios, ¿para qué habría de meterme en el lío que supone armar una propuesta como Acreedores o como cualquiera de las anteriores? ¿Para hacer un ejercicio de retórica? Se me ocurren maneras más provechosas de hacerlo, algunas hasta podrían proporcionarme algún ingreso. Pero si queremos acercarnos a la cuestión que planteas no hay más remedio que poner en juego los cuerpos.
Es usted profesora de Dramaturgia en el Conservatorio Superior de Danza de Madrid. ¿Cómo contempla, cuál es su posición sobre las enseñanzas artísticas en este país? ¿En qué lugar se encuentran las y los jóvenes coreógrafos que en la actualidad se están formando? No puedo hablar de las enseñanzas artísticas en general porque desconozco el panorama, sólo puedo referirme a lo que conozco. Me parece dificilísimo que alguien establezca una relación con el acto creador cuando se le obliga a responder a planes de estudio que no parecen haber contemplado en su diseño el fin para el que supuestamente estaban siendo concebidos, que parecen más un fin en sí mismos que un medio para aproximarse a algo, que no
Badiou, en su Elogio del teatro, de reciente publicación en España, ha afirmado sobre la danza: «Diría que la danza es la respuesta a este desafío de Spinoza: la danza trata de mostrar de lo que un cuerpo es capaz. Es el campo de experimentación de potencias no sólo expresivas sino también ontológicas del cuerpo. Busca mostrar, en la inmanencia del movimiento, de lo que un cuerpo es capaz en cuanto ser, por cuanto despliega ante nosotros su ser». ¿Qué pasa en el cuerpo, en el ánimo de Claudia Faci cuando se despliega ante su auditorio? ¿Cuál sería la reacción ideal del espectador de sus espectáculos? Conozco el libro de Badiou pero no comparto mucho de su punto de vista. En cuanto a esta afirmación en parti-
cular, referida a la danza teatral, me parece muy discutible. Por dejar caer algo de lo que se me pasa por la cabeza al respecto —y a sabiendas de que sólo toco la superficie de la cuestión— diría que prácticamente todos los cuerpos que vemos en los espectáculos de danza han sido previamente sometidos a un adiestramiento que ha servido para que el bailarín responda a una idea de cuerpo —sea cual sea esa idea— en detrimento de otras, de modo que el despliegue que se produzca ante nuestros ojos no sea el del ser que lo anima sino el de la idea de cuerpo que lo gobierna. Y precisamente esto resulta ser lo que estimula o complace a los cuerpos que, quietos en la butaca, consumen visualmente esas imágenes-cuerpo tan fascinantes. Si de verdad nos comprometiéramos con la pregunta de Spinoza tendríamos que estar dispuestos —como sociedad— a admitir que si algo puede un cuerpo es escapar a todas las ideas que sobre él se formulen. Hay quienes lo hacen, pero son los menos. Una de las cosas que pasan cuando ocupo un escenario es que pierdo la mesura característica de la señorita bien educada que responde a mi nombre fuera de él, porque allí, el cerco de la propia identidad revienta. En eso consiste el despliegue. Despojada del yo social, la energía discurre por el cauce que es la partitura, el texto o la coreografía sin otro compromiso que el de seguir el plan previsto para llevar a cabo la tarea encomendada. Y perseguir el objetivo sin contemplaciones ni trabas de ningún tipo. ¿Cuál sería la respuesta ideal de la entrevistada a esta pregunta? ¿Hay una? Nunca se me había ocurrido pensar en una respuesta ideal del espectador, supongo que porque no la hay o, dicho de otro modo, porque todas lo son. ¿Cómo documentar el documento? ¿A qué soporte se acogería para registrar ese proceso de creación que se da en la mayoría de sus obras?
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Entrevista a Claudia Faci
La voz humana
Pedro Albornoz ©
Construyo sobre el olvido fue un intento de documentar un documento y el soporte que elegí para ello fue la propia escena. No me he encontrado con la necesidad de buscar otros, aunque sí con el interés de algún que otro artista en hacerlo, pero como no soy muy amiga del registro y menos aún del archivo, la tentación de aceptar esas propuestas tiene más que ver con el interés que me suscita el trabajo de esos artistas que con el de documentar mi proceso. Lo efímero de mi trabajo no es algo contra lo que quiera combatir, antes al contrario.
Acabo de terminar el proceso de creación de una pieza en colaboración con Terrorismo de Autor. Se llama Valientes y está deseando salir al mundo, así que ahora mismo toca intentar que la criatura tenga una vida. Más allá de eso, no sé. Cada vez resulta más difícil imaginar cómo podría articularse una nueva producción. Cuando uno se mueve entre lo improbable, lo imposible, el reino de los milagros y la acción kamikaze no es fácil hablar de ello.
·
Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada sobre poe-
Después de su última producción, ¿qué cabe esperar de Claudia Faci? ¿A qué nuevos desafíos se enfrenta? ¿En qué proyectos se halla implicada?
sía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.
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El sexo de los ángeles I ¿hay marcadores de género en los textos literarios?1 Lola López Mondéjar2
.Antes de comenzar, y para enmarcar mi aportación al debate sobre la literatura escrita por mujeres, querría subrayar mi enorme reconocimiento y deuda con los estudios de género, que aportaron a mi formación de escritora una genealogía antes invisibilizada y una necesaria mirada crítica frente al «régimen de verdad» que impera en la cultura heteropatriarcal hegemónica. Lo que me interesa aquí es poner sobre la mesa algunos interrogantes que, como psicoanalista y escritora, se me plantean sobre el interesado binarismo: literatura escrita por mujeres/literatura escrita por hombres. Y me interesa por el evidente riesgo de esencialismo y marginación que implica mantener el debate en estos términos, ya bien entrado el siglo XXI. Las mujeres han escrito siempre, aunque la tradición literaria «oficial» las haya invisibilizado. Los estudios de género han intentado reparar ese olvido intencionado y, gracias al esfuerzo de muchas investigadoras e investigadores, hoy contamos con una tradición de escritoras rescatadas del olvido en la que mirarnos. Ahora bien, ¿significa esta visibilización de la literatura escrita por mujeres que las escritoras también poseen una estética propia? Vamos a repasar algunas opiniones al respecto. Alicia Redondo Goicoechea3 se pregunta: ¿qué es la literatura escrita por mujeres?; y responde:
La literatura femenina es, en mi opinión, aquella que posee al menos dos marcas: que su autora es una mujer, aunque puede acercarse un autor como Proust, y que el texto lleve marcas perceptibles de esa feminidad, aunque estas dos instancias se completan cuando la lectora es una mujer (aunque también puede acercarse un hombre que reconozca y acepte esos valores) y la diferencia (interpretación) identifique, descodifique y acepte estas marcas de feminidad. (Pág. 34)
Redondo insiste en la distinta recepción de estas obras por parte de hombres y mujeres, apuntando cómo allí donde ellas pueden percibir diferencias, ellos califican estas diferencias de mala literatura. Pilar Vicente Serrano4 resume lo que podríamos llamar rasgos comunes de la literatura escrita por mujeres, que serían estos: - La búsqueda del yo. Y el uso predominante de la primera persona. - La narración de la historia de una forma intimista y cercana. - La escritura de una literatura de compromiso y complicidad con las demás mujeres. Añadamos a esos rasgos la presencia de la captatio benevolentiae que, en palabras de Mercedes Arriaga5, sería: La dificultad de las escritoras para afirmarse como sujetos
1. Este artículo es la base de la intervención en la mesa redonda or-
dotados de capacidad cultural ha determinado además en
ganizada por Clásicas y Modernas en su ciclo «El debate pendiente VI: La escritura con perspectiva de género», en la que participaron
4. Vicente Serrano, Pilar. «Aproximación a la polémica sobre “La
Margarita Borja como moderadora y Alicia Redondo Goicoechea,
literatura de mujeres”». [En línea] [Citado el 3 octubre de 2015]
Josefina Bueno Alonso y yo misma como ponentes.
http://myslide.es/documents/aproximacion-a-la-polemica-sobre-
2. Agradezco a Marina Betaglio, Universidad de Victoria, Canadá,
la-literatura-de-mujeres.html
sus acertados comentarios y sugerencias.
5. Arriaga Florez, Mercedes. Retórica de la escritura femenina: [En
3. Redondo Goicoechea, Alicia. Mujeres y Narrativa, Siglo XXI de
línea] [Citado el 8 de noviembre de 2015]: http://www.escritoras-
España editores, Madrid, 2009.
yescrituras.com/cv/retorica.pdf
Einstein on the Beach
Lola López Mondéjar. El sexo de los ángeles I: ¿hay marcadores de género en los textos literarios?
muchos textos lo que Luisa Muraro llama «retórica de la incertidumbre» (Birulés, pág. 59). Y que consiste en la captatio benevolentiae de los lectores a través de la presentación de un «yo» indigno, que entra en el espacio de la escritura pidiendo perdón por su osadía. Este procedimiento es muy común en las autoras del pasado: lo utiliza Leonor López de Córdoba cuando escribe sus Memorias en el siglo XV,
das ellas, en un coloquio realizado en 1991 en California, se muestran de acuerdo en que los problemas a los que se enfrenta en un texto literario un hombre o una mujer son los mismos; insisten en que el género es un determinante no más importante que la clase social y que otras características del escritor/a. Soledad Puértolas afirma respecto a dos de sus novelas cuyo protagonista es varón:
también Santa Teresa es una maestra de este recurso, no se queda atrás Sor Juana Inés de la Cruz6.
Como escritora soy libre y cojo realmente la voz que me viene a la cabeza… Es que yo, cuando escribo, no soy mujer.
Y llega hasta nosotros con formas nuevas, anticipándose a posibles críticas en la recepción de la obra, como hace Siri Hustvedt en algunos momentos en su novela Un mundo deslumbrante7. Por su parte, Robin Lakoff diferencia entre el discurso de las mujeres (indirecto, repetitivo, vacilante, oscuro y exagerado) y el discurso de los hombres (directo, preciso, claro, correcto, que va al grano). Diferenciación imposible de mantener a partir de los experimentos del modernismo y las vanguardias, y de la literatura más contemporánea. Carmen Riera se refiere a otra diferencia: la de los temas tratados por unos y otros; de modo que, mientras que las mujeres se interrogan sobre ellas mismas y para descubrirse rememoran su infancia, observándose ante el espejo primero (un tópico constante), para mirar al entorno y a lo cotidiano después, el escritor varón no se interroga sobre sí mismo, pues sabe que pertenece al grupo de los dominadores. Si bien estas características están también presentes en los escritores varones: ¿quiénes sino Montaigne y Proust representan la literatura de un yo autocentrado en constante construcción? Por otra parte, hay escritoras y especialistas que niegan estas diferencias, como sucede con Lourdes Ortiz8, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas o Mercedes Abad9. To-
En ese sentido soy también hombre. Soy de todo… O sea, soy una persona con capacidad de escribir, espero.
Sin embargo, las tres autoras se quejan de la recepción de sus obras, que subraya insistentemente el género del autor cuando es una mujer y limita su lectura e interpretación a partir de esa conexión (mucho menos frecuente cuando el autor es un hombre que escribe sobre protagonistas masculinos) autora-protagonista, que singulariza su alcance. En el mismo sentido, Hortensia Moreno10 afirma también al respecto lo siguiente: Yo estoy en diálogo y en polémica con las propuestas de la escritura de la diferencia, del pensamiento que ve en la escritura una manifestación de una esencia de la feminidad. Yo creo que los seres humanos compartimos la lengua11 y allí la división entre hombres y mujeres no es una división tajante. Yo creo que los hombres pueden escribir como mujer y que las mujeres podemos escribir como hombre.
Como bien apunta Beatriz Suárez Briones, … para algunas críticas12 el análisis feminista no puede confinarse a perpetuidad, a no ser que quiera correr el riesgo de encerrarse en un ghetto, en la literatura de mujeres,
6. Sin embargo, los ejemplos entre las místicas pueden atribuirse a
ya que todo texto (independientemente de que su autor
la humildad (ese «yo indigno») que ha de presidir sus textos para
sea mujer u hombre) ha sido conformado por la serie de
no ser calificadas de soberbias por la comunidad, su confesor y la Iglesia, al experimentar esa cercanía con Dios que tanto las sin-
10. Moreno, Hortensia. [En línea] [Citado el 28 octubre de 2016]
gulariza. La humildad es exigida en los relatos de la experiencia
(http://www.lai.fu-berlin.de/es/e-learning/projekte/frauen_kon-
mística, y ellas bien lo saben.
zepte/projektseiten/konzeptebereich/mo_literatura_femenina/
7. Hustvedt, Siri. Un mundo deslumbrante. Anagrama, Barcelona,
transcrip/index.html). En la actualidad Hortensia Moreno dirige
2014.
la Coordinación de Semiótica del Género en el PUEG (Programa
8. Citado por Caballero Wangüemert, María, Femenino plural. La
Universitario de Estudios de Género) en la UNAM: http://www.
mujer en la literatura, Eunsa, Universidad de Navarra, 1998.
pueg.unam.mx/
9. Conversando con Mercedes Abad, Cristina Fernández Cubas y
11. No podemos traer aquí el debate sobre la neutralidad o no del
Soledad Puértolas: «Feminismo y literatura no tienen nada que
lenguaje, que atraviesa toda la crítica feminista.
ver» [En línea] [Citado el 11 de noviembre de 2015] http://escho-
12. Julia Kristeva y Alice Jardine son seguramente las críticas más
larship.org/uc/item/9wx441f1
representativas de este modo de pensamiento.
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asunciones estéticas y políticas sobre el género que puede ser considerada como poética sexual13.
Afirmación que comparto por evidente, pues si aplicásemos el mismo análisis a la literatura escrita por hombres nos encontraríamos con que una escritora como Marguerite Yourcenar —y sus novelas Memorias de Adriano u Opus Nigrum— tiene más que ver formal y estéticamente con el quehacer del Delibes de El hereje, y nada con las novelas de los años treinta de Jean Rhys, como Una vida sin ti, o del Álvaro Pombo de Donde las mujeres, por citar sólo algunos ejemplos. Yo misma he escrito dos novelas cuyo protagonista es un hombre14, novelas que surgieron del mismo lugar del que lo hicieron el resto de mi ficción, mayormente protagonizada por mujeres. Pues si hasta el siglo XIX, con muchas salvedades, todavía podría mantenerse esta distinción general entre una literatura escrita por hombres —que mantiene un tono de autoridad, con predominio de narradores omniscientes y macroespacios— y una literatura escrita por mujeres —más comprometida con la primera persona y con una sensibilidad cercana a lo cotidiano—, reflejo de la inserción y del papel social de unos y de otras, y de las diferentes identidades que caracterizan a uno y otro género en el patriarcado, a partir del siglo XX, y sobre todo en el XXI, las cosas no estarían tan claras, ni en lo social ni en lo literario. Las cosas se complican, en efecto, cuando muchas escritoras se masculinizan en la temática elegida para su ficción y en la expresión de su escritura e intereses literarios: es el caso de Clara Usón (La hija del Este), algunas autoras de género negro (Fred Vargas, Patricia Highsmith); mientras que muchos hombres se feminizan: Karl Ove Knausgård (Un hombre enamorado), J. R. Moheringer (El bar de las grandes esperanzas), Celso Castro (Entre culebras y extraños) o Tom Spanbauer (Ahora es el momento). Todo ello entendiendo masculinización y feminización a partir de los rasgos de escritura antes indicados. La «masculinización literaria» de las mujeres puede entenderse, en algunos casos, como una forma defensiva utilizada para inscribirse en la tradición masculina del arte en el que se expresan, pero también —y esto es lo que nos interesa— como una forma de expresión de identificaciones con la masculinidad que han sido cercenadas en el proceso de socialización y de conversión en «mujeres».
El horror de Patricia Highsmith15, por ejemplo, a las «cosas de mujeres» no es más que la necesaria separación de ellas que le fue precisa para afirmarse en la actividad vital y sexual que la caracterizó toda su vida, por fuera de las normas sociales exigidas a una joven primero y a una mujer adulta después. Al final, las características de un cierto tipo de escritura, intimista, cotidiana, del yo, que se ha dado en llamar femenina y las que se atribuyen a la literatura escrita por hombres se dan tanto en varones como en mujeres y dependen, sobre todo, de la posición de poder que adopte el narrador de la historia. Como señala Mercedes Arriaga Florez16, se puede diferenciar entre ambas literaturas por lo que se refiere a sus contenidos: la posición hegemónica tradicional y el ámbito público corresponderían a la masculina, y una posición marginal, innovadora y con temas de ámbito privado a la femenina. Ámbitos que reflejan las condiciones sociales y políticas de unos y de otras: los varones lo público; las mujeres lo privado. Pero, a mi entender, siempre encontraremos excepciones que escapan a esa diferenciación, insisto. En realidad, el corpus literario en su conjunto es prácticamente una excepción a esta regla, lo que nos haría preguntarnos si existe un texto cien por cien masculino o femenino, o bien si los textos tienden a ser queers, híbridos, en transición, y pertenecen a ese porcentaje que se desvía de lo binario (hombre/mujer) y lo trasciende, cualquiera que sea el sexo/género del autor/a. Porque, si la dificultad de encontrar marcadores de género en un texto es tan evidente como nos muestra la crítica literaria feminista, y el argumento de la frecuencia de uso de determinadas características en escritoras y escritores como marca diferencial queda sujeto a la misma dificultad de consenso, cabe preguntarse: ¿cuál es el interruptor binario de un texto literario?, ¿existe el gen maestro, con el que polemiza Butler17, que marca la diferencia de género en la escritura? ¿O estamos creando la diferencia, la oposición entre una literatura y otra para, siguiendo el perverso discurso del poder, reificar un objeto primero (como se hizo con el significante «la mujer» como lo otro; y aquí con la «literatu15. Schenkar, Joan. Patricia Highsmith. El talento de Miss Highsmith, Circe, Barcelona, 2010. 16. Arriaga Florez, Mercedes. «Literatura escrita por mujeres, literatura femenina y literatura feminista en Italia». [En línea] (Citado el 10 octubre 2016. http://www.escritorasyescrituras.com/cv/
13. El término, señala Beatriz Suárez, es de Elaine Showalter, en su
litmujer.pdf).
The New Feminist Criticism (1986).
17. Butler, Judith. El género en disputa. Feminismo y subversión de la
14. López Mondéjar, Lola: Una casa en La Habana (1997), No que-
identidad. Paidós Studio, Barcelona, 2007. Butler polemiza aquí
dará la noche (2003), ambas protagonizadas por hombres en crisis.
con el descubrimiento del supuesto gen de la homosexualidad.
Einstein on the Beach
Lola López Mondéjar. El sexo de los ángeles I: ¿hay marcadores de género en los textos literarios?
ra escrita por mujeres»), y reprimirlo y rechazarlo después, tal y como Foucault nos enseña que hace el pensamiento hegemónico?18 ¿A qué mecanismos del poder serviría entonces magnificar y radicalizar esta supuesta diferencia hoy? La cuestión entendemos que no debería plantearse sino en relación al canon, es decir, como un problema de la cultura, de las mujeres silenciadas en la historia de la literatura dominada por un canon occidental, blanco, burgués y exclusivamente masculino, que quiere hacerse pasar por universal, relegando a subcultura literaria las producciones de las escritoras. Un canon que, en palabras de Alicia Redondo Goicoechea19, es: Un canon elitista y exclusivista que, con respecto a la cultura española, no considera a las mujeres, y plantea como cuestiones de calidad lo que son, muchas veces, cuestiones de diferencia.
Podemos hacer extensivo esto a la literatura de cualquier país. Problema entonces de la construcción patriarcal del canon, así como de las diferencias ligadas a la recepción de las obras, pues, como contempla Redondo Goicoechea: A finales de siglo, las escritoras españolas necesitan todavía antologías específicas de poesía, narrativa o teatro porque apenas aparecen en las antologías masculinas, y el pequeño lugar que ocupan en las historias masculinas de la literatura lo tienen que defender día a día, de forma que suelen des-
La literatura «femenina» no es exclusiva de las escritoras, del mismo modo que la literatura «masculina» ha sido, y es, practicada por muchas autoras. Ahora bien, que la literatura de contenido femenino no goza del mismo prestigio que su antagonista es algo evidente, consecuencia de una tradición social, política, religiosa y cultural que sobrevalora lo masculino e infravalora lo femenino. Si esto es así, insistimos, si las dificultades para discriminar una literatura de otra son tantas, ¿merece la pena en estos momentos seguir manteniendo la oposición literatura femenina/literatura masculina?, ¿sigue siendo subversivo seguir diferenciándolas, además de visibilizar la tradición de las mujeres escritoras? Como no soy especialista y me faltarían muchas lecturas para continuar el debate en términos de historia de la literatura y de la crítica literaria, quisiera tratar el tema de la genealogía de la escritura escrita por mujeres desde un punto de vista estrictamente creativo. Tomando genealogía como «origen y precedentes de algo», trataremos de acercarnos al origen intrapsíquico de la escritura. ¿Desde qué lugar psíquico crea el/la creador/a? Pues es ahí donde, por mi doble adscripción como psicoanalista y escritora, siento que mi opinión puede estar más fundada. Para empezar, diré que, mientras que mi voz como ensayista no me produce ansiedad alguna, inscribiéndome en una tradición de pensadores con la que dialogo internamente en condiciones de igualdad, en mis comienzos como escritora sufrí la «ansiedad ante la autoría»20 que, en palabras de Gilbert y Gubar, sería:
aparecer de las mismas después de su muerte, como lleva pasando en España desde el siglo XV, porque lo que no se
Una ansiedad construida a partir de temores complejos y
ha establecido, de ninguna manera, es una sólida tradición
apenas conscientes hacia esa autoridad que a la artista fe-
cultural escrita en femenino, mezclada con la masculina, y,
menina le parece ser por definición inapropiada para su
hoy por hoy, ambas corrientes se desarrollan por caminos
sexo… Esta ansiedad es profundamente debilitadora. He-
paralelos y no precisamente equilibrados. (Pág. 104)
redada no de una mujer a otra sino de los severos padres literarios del patriarcado a todas sus descendientes «interio-
En este canon insiste Mercedes Arriaga en el artículo citado anteriormente:
rizadas», es en muchos sentidos el germen de una enfermedad o, por lo menos, una desafección, una alteración, una desconfianza que se extiende como una mancha a lo largo del estilo y la estructura de gran parte de la literatura escrita
18. Por supuesto, insisto en la necesidad de seguir visibilizando a
por mujeres, sobre todo antes del siglo XX. (Pág. 65)
las autoras, construyendo una tradición de mujeres escritoras, revisando los obstáculos que encuentra la literatura escrita por mujeres para ser reconocida y premiada, y formar parte del canon; insisto, también, en exigir la representación paritaria de las crea-
Cuando empecé a escribir, cuando creaba y pensaba, y me autorizaba a investigar en mis propios pensamientos y contarlos, me sentía interiormente como un hombre. Incluso,
doras en los actos culturales, como exige el artículo 26 de la Ley de Igualdad.
20. Gilbert, M. Sandra; Gubar, Susan. La loca del desván. La escritora y
19. Obra citada, pág. 104.
la imaginación literaria del siglo XIX, Cátedra, Madrid, 1998.
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Lola López Mondéjar. El sexo de los ángeles I: ¿hay marcadores de género en los textos literarios?
recuerdo que durante los primeros años llegaba a experimentar una cierta despersonalización: cuanto más me autorizaba —de autoridad, de autor—, más creía que me masculinizaría hasta cambiar mi aspecto. Llegué a imaginar, en esas ensoñaciones tan caras a la fantasía de los creadores, que me salían pelos en la barba; tal era la transformación interna que experimentaba para afirmarme. ¿Por qué esa metamorfosis? Porque para crear tenía que apoyarme en mis identificaciones masculinas, en rasgos de potencia y de acción, de autoridad intelectual, procedentes de mis interlocutores internos varones, y romper con las identificaciones femeninas, procedentes de una madre convencional, que me inmovilizaban y encorsetaban en un rol pasivo y silente del que pretendía escapar, tal y como intenté mostrar a través de la protagonista de mi novela La primera vez que no te quiero21. Ahora bien, si podía apoyarme en esas identificaciones activas era, precisamente, porque formaban parte de mí misma tanto como las pasivas, que generaban esa ansiedad ante la autoría y de las que tenía que separarme de algún modo para convertirme en autora, autorizarme y elevar mi voz. Es en este sentido en el que Julia Kristeva22 afirma que, más allá de los condicionamientos biológico-sexuales y psicosociales que definen el sujeto autor e influyen en ciertas modalidades de comportamiento cultural y público, la escritura pone en movimiento el cruce interdialéctico de varias fuerzas de subjetivación. Al menos dos de ellas se responden una a otra: la semiótico-pulsional (femenina), que siempre desborda la finitud de la palabra con su energía transverbal, y la racionalizante-conceptualizante (masculina), que simboliza la institución del signo y preserva el límite sociocomunicativo. Ambas fuerzas coactúan en cada proceso de subjetivación creativa, y será el predominio de una fuerza sobre la otra lo que polarice la escritura, sea en términos masculinos (cuando se impone la norma estabilizante), sea en términos femeninos (cuando prevalece el vértigo destructor), afirma la autora. Para Kristeva, lo semiótico es una dimensión del lenguaje originada por ese cuerpo materno primario (con el goce de la fusión con el cuerpo materno) que manifiesta la multiplicidad original de la libido (lo asimila al proceso primario
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del inconsciente freudiano) dentro de los términos mismos de la cultura y, más concretamente, dentro del lenguaje poético, en el que predominan los significados múltiples, el carácter semántico no cerrado y el intento de romper con la significación univocal de lo simbólico. Lo semiótico sería una condición ontológica anterior al lenguaje habitual, reprimida para poder acceder a la otra dimensión, lo simbólico, que sería del orden paterno, portador de la ley que dará emergencia al sujeto. Lo semiótico y lo simbólico serían dos dimensiones del lenguaje a disposición tanto de hombres como de mujeres. Afirma Kristeva: Un fonema, como factor distintivo de significado, pertenece al lenguaje como lo simbólico. Pero ese mismo fonema está involucrado en repeticiones rítmicas y de entonación, que lo vinculan a la vez a lo semiótico, cerca del cuerpo del impulso instintivo (Citado por Judith Butler)
Encontramos estas fragmentaciones fonéticas tanto en algunos poemas de Clara Janés23 como en la poesía de Juan Eduardo Cirlot24. Escribe Clara Janés25 respecto al segundo: Juan Eduardo Cirlot va más allá [de Mallarmé]: «Yo diría que no las palabras, sino las sílabas, los fonemas articulados, son lo que crea la poesía». Con ello destaca la importancia de los elementos constitutivos de la palabra, lo que atañe a la materia del lenguaje, a su estructura, pero ésta, incluso en poesía, está al servicio de una sustancia, un contenido. Y si la forma no se puede traducir ajustándose a una equiva-
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lencia rigurosa, el contenido sí. Las cosas, de todos modos, no son tan simples.
Lola López Mondéjar (Molina de Segura, 1958) es psicóloga clínica, psicoanalista, ensayista y narradora. Ha publicado siete novelas y tres libros de relatos y ha participado en numerosas antologías. También colabora con artículos científicos en revistas especializadas en psicoanálisis y creatividad, violencia de género, adolescencia y sexualidad. 23. Janés, Clara. Kampa (poesía, música y voz), Ediciones Hiperión, Madrid, 1986.
21. López Mondéjar, Lola. La primera vez que no te quiero, Ediciones
24. Cirlot, Juan Eduardo. Bronwyn, Siruela, Madrid, 2001.
Siruela, Madrid, 2013.
25. Janés, Clara. «Armonía atonal». [En línea] [Citado el 11 no-
22. Kristeva, Julia. La révolution du langage poétique, Editions du
viembre de 2015] http://cvc.cervantes.es/trujaman/anteriores/
Seuil, París, 1974 y Polylogue, Editions du Seuil, París, 1974.
febrero_11/18022011.htm
El holandés errante
Laura Gomara. Nápoles se alza sobre el cadáver de una sirena
Nápoles se alza sobre el cadáver de una sirena Laura Gomara
.Nápoles, como todas las grandes urbes, tiene muchas caras. Puede ser una ciudad sucia, siniestra y canalla. Pero también bulliciosa, densa, rica en historias, sabores, arte. En una palabra, vida. Parafraseando a Roberto Saviano, Nápoles es la región más bella del infierno. Cuando el viajero llega a la ciudad campana, lo primero a lo que se enfrenta es al caos. Un caos eficiente y antiguo, perfectamente asimilado por sus habitantes, que se mueven por él como si fuera, y lo es, la única opción posible. Pero, una vez convencido de que no acabará sepultado bajo las ruedas de un coche y de que nadie va a atracarle, nuestro viajero empezará a disfrutar de una sensación extraña. La de la libertad. Se alejará de la ruidosa estación central sumergido en un desorden familiar, agradable y desesperante al mismo tiempo. En Nápoles, nadie hace ni puñetero caso a las normas de circulación, la gente saca sillas, mesas, sofás y televisión a la calle y cuatro personas van en una scooter, sin casco. Porque Nápoles es diametralmente opuesta a ciudades como Ámsterdam o Berlín. En Campania, siempre que no esté prohibido específicamente, uno puede hacer lo que le venga en gana. Por supuesto, casi nada está prohibido específicamente y muchas de las acciones prohibidas en la teoría no lo están en la práctica. En todo caso, cuando meta la pata, siempre habrá alguien cerca para darle un grito, o algo más. Pero la libertad también es eso, ¿verdad? Aceptar las consecuencias de nuestros actos. Pero continuemos. El viajero cogerá uno de los autobuses que bajan al mar. Cuando lleve cinco o seis paradas, se dará cuenta de que es la única persona que ha pagado en todo el trayecto y mirará perplejo a sus compañeros de viaje. Señoras con carros de la compra, adolescentes enchufados a los cascos, hombres solos. Sonreirá complacido, ningún turista más que él. Pronto dejará de prestar atención a los
desconocidos. Se quedará con la boca abierta ante la mole del Castel Nuovo, con torres de piedra oscura y el blanco arco triunfal de mármol blanco, que destaca en la rotunda estructura medieval como una flor entre el barro. Por un momento, la visión del castillo le hará recordar que Cervantes también pisó aquellas losas y que, según se dice, Nápoles fue el único lugar en el que el autor de El Quijote fue feliz. Finalmente, nuestro viajero bajará en la calle Parténope. Ante él, grandes hoteles, un nuevo castillo alzado en un peñasco, palos y motoras blancas en los pantalanes, el mar de un azul aceitoso cubierto de barcas en las que la gente —nunca ha visto a gente tan bronceada— se tuesta al sol, el Vesubio humeando a lo lejos. Si tiene suerte y el día es claro, verá Capri y Sorrento, jugará a adivinar si aquella mancha de allá es Herculano o Pompeya. Respirará un aire que no huele a salitre. Paisaje mediterráneo portuario. Porque Nápoles, desde el origen, fue una ciudad vinculada al mar. Lo dice su antiguo nombre, el de una sirena, el mismo que el de la vía en la que se encuentra: Parténope. El culto a la sirena muerta La historia del origen de la ciudad es uno de los mitos fundacionales más bellos de la antigüedad. Los griegos cuentan que cuando Odiseo, siguiendo los consejos de la hechicera Circe, escuchó el canto de las sirenas atado al mástil de su nave, una de ellas se precipitó al mar y se ahogó. Las olas llevaron el cadáver de la sirena, Parténope, «la de voz de doncella», hasta lo que hoy es Nápoles y lo escupieron en el islote de Megaride, donde desde el siglo XII se alza el Castel dell’Ovo. Exacto, ese peñasco que nuestro viajero contempla desde la vía con nombre de sirena es el islote de Megaride. Y, según las fuentes clásicas, es allí donde, bajo las toneladas de piedra que acumularon normados, romanos y griegos, se encuentra la tumba de Parténope. Su túmulo fue
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un lugar de culto durante los primeros siglos de la colonia griega y, después, cayó en el olvido. Casi mil años más tarde, la magia de la sirena fue absorbida por otro ser mágico: el poeta-mago Virgilio. Pero de eso hablaremos más adelante. Volvamos a Parténope. La ciudad campana no fue la primera colonia griega en la Magna Grecia. Lo fue la isla volcánica de Isquia, llamada entonces Pitecusas, donde puede visitarse uno de los museos más fascinantes de la zona. El viajero lo hará en algún momento de su periplo. Llegará por mar a Isquia, se acercará a Lacco Ameno en un autobús minúsculo y atestado de bañistas napolitanos que buscan las playas de la isla-camping, y allí intentará descifrar cómo vivían esos griegos tan diferentes a los atenienses que nos cuentan Tucídides o Sófocles. Guerreros, pescadores, alfareros, agricultores de las ricas tierras volcánicas de Isquia. Hombres y mujeres que habían cruzado el Mediterráneo desde Eubea para asentarse en aquella isla fértil y peligrosa. Porque en Isquia, como en Nápoles o Sicilia, el cráter era un elemento despierto y muy presente en la vida de los colonos. Pero, en su caso, el volcán no molestó a los antiguos griegos, esperó tranquilo hasta el siglo XIV y entonces sepultó a la isla en lava. La Pitecusas griega, tras siglos de hegemonía, cayó en favor de Cumas. La sede de la famosa Sibila, en el continente, dominó la región durante un tiempo y sólo más tarde fue Parténope, refundada como Neapolis, «ciudad nueva», quien ganó la batalla por la supremacía en la zona campana.
Aunque, como es habitual en la historia de Nápoles, la independencia de la ciudad no duró mucho. Nuevas olas de griegos, oscos y más tarde latinos se hicieron con el control de la bahía y de las tierras que rodean el Vesubio. Entre la amalgama de pueblos conquistados y conquistadores se perdió el culto a la sirena muerta. Pero hubo un poeta que recordó su nombre. Ese mismo. Virgilio. La tumba de Virgilio Para llegar a la tumba de Virgilio, nuestro viajero tan sólo tendrá que caminar, sin separarse del mar, hacia Mergellina. Durante el trayecto, disfrutará de una vista casi curativa. Al fondo, verá la colina de Posillipo, en griego ‘que calma el dolor’, y tras ella adivinará los Campos Flégreos, donde, aprovechando el agua termal, los antiguos habían construido multitud de villas y lujosas termas, ahora en gran parte devoradas por el mar. Posillipo es el barrio más pijo y uno de los que tienen mejores vistas de la ciudad. En una de sus villas, pasaron Oscar Wilde y Alfred Douglas el invierno de 1897. Wilde acababa de salir de la cárcel y no podía olvidar a Bosie. Contra la opinión de todos sus amigos, volvió a ponerse en contacto con el hombre por el cual había tirado por la borda su carrera y viajaron juntos a Italia. En Villa Giudice pasaron sus últimos meses juntos, antes de que sus respectivas familias dejaran de enviarles dinero para mantenerse. Tras meses de una felicidad empañada por la culpa y la vergüenza —la colonia
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británica de Nápoles se encargó de que fuera así—, Douglas volvió a Londres y Wilde, que hasta su muerte se escondería tras el nombre de Sebastian Melmoth, a París. A medida que se acerque a Mergellina, el viajero notará cómo deja atrás el zumbido de las motos pasando a toda velocidad por calles peatonales, las palomas y gorriones muertos en la acera, la basura, los grafitis, los gritos e improperios. Su estado mental se elevará para alcanzar el mismo nivel que los dos poetas que descansan en el parque al que se dirige, Virgilio y Leopardi. Subirá hasta la estación de tren de Mergellina —desierta, burguesa, profundamente ajena a la ciudad— y, desde allí, buscará la entrada al Parco Vergiliano. Al llegar al parque, verá que no hay nadie vigilándolo. No importa, es gratis. El viajero pasará la verja de forja y encontrará un sendero zigzagueante de guijarros blancos que escala la colina hasta la tumba del poeta de Mantua. Frente al primer recodo, verá dos grandes placas de mármol en las que los fans de Virgilio cincelan su firma desde el siglo XVIII. Giuseppe Bora di Biella, 1790. CFBB, 1737. Las hay a decenas. Tras un par de recodos más, ante el viajero aparecerá el inmenso monumento de estética fascista que es la tumba de Leopardi. Frente al monolito, hay un pequeño estanque vacío y rodean la tumba paneles con versos en los que el poeta loa a la naturaleza y a la ciudad de Nápoles. El lugar es triste, desangelado e institucional. El viajero se preguntará cómo debieron de ser los últimos tiempos del poeta. Leopardi
murió en Nápoles durante la gran epidemia de cólera que sufrió la ciudad entre 1836 y 1837. Pero no fue el cólera lo que acabó con él, sino la enfermedad pulmonar que llevaba debilitándole varios años y que le tuvo postrado durante sus últimos meses de vida. Tras caminar unos pocos pasos y subir unas escaleras estrechas y escondidas que le harán sentir que está saliendo de la zona permitida, nuestro viajero sentirá una súbita corriente de aire frío. Al alzar los ojos, verá que está ante la Cripta Napolitana, un túnel de casi un kilómetro de longitud que lleva hasta los Campos Flégreos. Este túnel se ha usado para rendir culto a muchos de los dioses que han pasado por la ciudad. Petronio, en su magnífico Satiricón, nos dice que en él se llevaban a cabo rituales nocturnos al dios Príapo. Y, en unas excavaciones que se hicieron bajo dominio español, se encontró un bajorrelieve que nos indica que más tarde la gruta se usó como mitreo, es decir como lugar de culto al dios Mitra. Durante un momento, el viajero se abstraerá y casi podrá oler la sangre de toro manando caliente sobre su cabeza. Así se iniciaban los seguidores del culto a Mitra, que estuvo a punto de desbancar al cristianismo como religión predominante en los últimos siglos del Imperio romano. Pero ganaron los cristianos. El viajero se aleja un poco de la gruta y mira a lo alto. Excavado en la pared del túnel, se encuentra el altar de una virgen, construido cuando el culto al dios Mitra ya había sido olvidado.
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Laura Gomara. Nápoles se alza sobre el cadáver de una sirena
La entrada de la gruta, vallada, conduce a la absoluta oscuridad. Pero, tal y como planteó la obra el ingeniero latino Cocceius Auctus, a finales de octubre y febrero puede verse la luz del sol al otro lado del túnel, setecientos metros más allá. La Gruta de Virgilio, ese fue el nombre por el que se conocía el túnel en la Edad Media, tiene un aura misteriosa y casi mágica. Al viajero le dará un poco de vergüenza evocar esa palabra, pero es la palabra justa: mágica. Porque es magia lo que ha rodeado a la gruta desde hace más de mil años. La magia de Virgilio. ¿Pero qué relación tienen el poeta latino y lo sobrenatural? Mucha, y ninguna en realidad. Después de la muerte del poeta, la cultura popular le confirió a su persona, y a sus obras, una suerte de poderes mágicos. Todavía en la antigüedad empezaron a practicarse las Sortes Vergilianae, un tipo de adivinación que consistía en abrir las obras de Virgilio al azar e interpretar sus versos. Muy pronto, empezaron a circular leyendas sobre la figura del poeta y sus poderes sobrenaturales. Una de ellas dice que excavó la Gruta Virgiliana, de ahí su nombre, en una sola noche. Otra dice que ocultó un huevo mágico, ¡cómo no!, dentro de una jaula de hierro en la isla Mergellina. Mientras el huevo estuviera a buen recaudo, la ciudad no correría peligro. Pero la tradición no se queda ahí. A llegar los conquistadores normandos, estos desenterraron el huevo con la intención de destruirlo porque sabían que era objeto de culto en la ciudad. Pero el pueblo se sublevó, consiguió salvar la urna que contenía el huevo y ocultarla en las entrañas del castillo normando. De ahí su nombre popular, Castel dell’Ovo, el Castillo del Huevo. Pero volvamos a la figura del poeta tal y como se estudia en los libros de texto. El viajero se alejará del halo esotérico del túnel y subirá el último tramo de empinadas escaleras. Pasará por una abertura de menos de un metro de ancho que forma parte del acueducto romano y al salir, a su derecha, por fin, verá la tumba de Virgilio.
Virgilio fue un poeta profundamente ligado a la Campania. Pasó en Herculano gran parte de sus años de formación, y tras conocer el éxito en una Roma que nunca acabó de gustarle, se retiró a una villa en Posillipo, muy cerca de la isla de la Gaiola, para escribir las Geórgicas y, más tarde, la Eneida. Se dice que son los paisajes de los Campos Flégreos los que inspiraron su obra didáctica y, en el libro VI de la Eneida, el poeta situó la puerta del Infierno junto al Lago Averno, que todavía hoy conserva su nombre. Escogió este lugar por su aspecto tenebroso y porque era un lago en el que no reposaban los pájaros y, por lo tanto, se mostraba al paseante como un lugar extrañamente silencioso e inquietante. Virgilio dedicó los últimos once años de su vida a trabajar en la Eneida, pero no estaba satisfecho del resultado. Por esa razón viajó a Grecia para conocer los parajes originales en los que se sitúa parte de la obra, pero allí enfermó y murió en Bríndisi, Apulia, sin haber terminado de revisar el poema. Tras su muerte, los seguidores de Virgilio pondrán en sus labios el siguiente epitafio, en el que, y aquí vuelve la sirena del inicio, se recupera el antiguo nombre de Nápoles: Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc Parthenope; cecini pascua, rura, duces [Mantua me engendró, Calabria me llevó, hoy me guarda Parténope; canté a los pastos, a los campos, a los caudillos]. El viajero entrará en la construcción con forma de túmulo que ejerce de cenotafio del gran poeta. La luz de la tarde se colará por la pequeña ventana que se abre de frente. En el centro de la sala verá un quemador en el que reposan las cenizas de papeluchos que otros antes que él han quemado en honor a Virgilio. No se oirá a nadie más en el parque. El silencio le parecerá casi antinatural. Se sentará a descansar. Por supuesto, el poeta latino no está enterrado ahí, pensará. Su cuerpo reposa en Bríndisi, en Roma, en su villa de Posillipo, en una vía, cubierto de honores, pero no en un montículo perdido de la mano de dios, o de los dioses, junto a una gruta en la que se adoraba a entes menores y las incomodidades del acueducto. Pero qué más da. El viajero se pondrá en pie, buscará papel y lápiz en la mochila y escribirá, junto a las cenizas del quemador, los primeros versos de la Eneida: «Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris Italiam, fato profugus…».
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Laura Gomara nació en Barcelona. Se licenció en Filología Clásica y ha trabajado como traductora, ayudante de escritores y en comunicación y producción editorial. Le gusta dar clases de narrativa, cuento breve, autoficción y relatos de viajes. Lo hace en varios centros de su ciudad y en diversas plataformas online. Su primera novela verá la luz en 2017.
Nebiros de Juan Eduardo Cirlot: reseña de Alejandro Ratia
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demonios improductivos Nebiros
Alejandro Ratia
Juan Eduardo Cirlot Siruela: Madrid, 2016 186 págs.
nEn el epílogo a esta primera y tardía edición de Nebiros, Victoria, la hija de Juan Eduardo Cirlot, cuenta las vicisitudes de la novela, la única de su autor, escrita en 1950. No se trata de un texto que se escondiera por dudas sobre su calidad o pertinencia. El libro estuvo a punto de publicarlo José Janés, pero no superó la censura, pese a gestiones múltiples e ingratas, y se entiende que el escritor no quisiera volver a probar suerte, ni perder el tiempo, como el personaje de Kafka, ante la puerta de la Ley. Curiosamente, un archivo oficial de la censura ha permitido recuperar el texto, pues el manuscrito, propiedad de la familia, se había extraviado. El paso por el censor nos proporciona también una primera crítica del libro, la del «lector número 20», donde lo califica como «libro fatalista, saturado de contradicciones y pesimismo», y a su protagonista como «un imaginativo sexual, tímido y sin fe», a quien «se le ocurren los más paradójicos y peregrinos comentarios» en sus paseos por el barrio de los prostíbulos. Nos acaba de dar las claves de la novela. Esos «peregrinos comentarios» y los paseos baudelerianos son su argumento. Al modo del Ulises, espacio y tiempo se limitan a una ciudad y a veinticuatro horas. Es posible (nos aclara Victoria Cirlot) que al texto encontrado le falten páginas. Esas páginas perdidas se corresponderían a las pocas horas que faltan para completar el ciclo del día. Al personaje lo encontramos en su oficina, al inicio del libro, y lo dejamos, al final, dispuesto a regresar a ella, después de una noche en que decide no dormir. No sólo la unidad de tiempo y lugar son de estirpe joyceana, también lo es el uso del monólogo interior, esta vez, monólogo «tutelado» por un narrador sombra que acompaña al protagonista durante su jornada y registra sus pasos, visiones y pensamientos. El poeta se ejercitó aquí en una narración acerada, recurriendo a una prosa clara y distante para explorar una mente oscura. Nos queda fantasear
con el impacto de esta novela en la España de su tiempo. Hubiera sido un ave rara, no sabemos si fértil. Las ideas del protagonista de Nebiros son inestables, tal como decía el censor. El narrador es el primero que lo diagnostica: «Volvía a caer en el movimiento de vaivén que llevaba su pensamiento de la alegría y cierta sensación de serenidad a la desesperación absoluta». Diagnostica al sujeto, pero no le ayuda. Es como un demonio interior. Nebiros es, precisamente, el nombre de un demonio, un nombre con el que el protagonista se tropieza en un falso tratado esotérico y que Cirlot se encontró en un libro real de Giordano Bruno. Demonio de un pecado sin nombre, identificable como inacción o acidia. Me atrevo a pensar que nos hallamos ante un autorretrato en clave paródica. Algunas lecturas y obsesiones del autor las comparte el protagonista. Pero en su versión de baja ley. Por ejemplo, sus fantasías medievalistas o su pasión por las estrellas del cine. En una novela que se sitúa en una ciudad sin nombre (aunque nos podamos imaginar en Barcelona), con protagonista y personajes sin nombre, los únicos nombres propios que aparecen son de actrices. El protagonista es incapaz de relacionarse con seres reales. Sus contactos se limitan a camareros, mendigos y prostitutas, relaciones pautadas que no requieren el mínimo esfuerzo. Incluso le sucede que su negocio es heredado de su padre, y con él sus espectrales empleados. La única opción de matrimonio que se le pasa por la cabeza es con la mujer de la limpieza (que le recuerda a la actriz Sybille Schmidt), quien se limita a dejarle una cena fría en su casa, una casa demasiado grande, donde habita él solo, la casa de los padres muertos, cuyos fantasmas le expulsan a la calle. Los pecados del protagonista son la indeterminación y la inacción. Peligros que Cirlot parece que combatiera con la escritura (acción poética) y el estudio, e involucrándose en la defensa real de las vanguardias artísticas (papel del paladín contemporáneo).
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Familias de cereal de Tomás Sánchez Bellocchio: reseña de Antonio de Murcia
Rareza y autoridad del narrador Antonio de Murcia nWalter Benjamin se lamentaba
de que cada vez fuese más raro encontrar a nadie capaz de narrar honestamente. Ochenta años después, descubrir la huella de un narrador verdadero sigue despertando en mí admiración. Los doce relatos que forman el primer libro del joven escritor porteño Tomás Sánchez Bellocchio nos ponen delante lo que, también Benjamin, llamó «autoridad» de la narración. No sólo por su manera de hilvanar memorias sin épica o de confiar en la música del lenguaje, también por su modo de devolvernos formas perdidas de experiencia que, en su misma rareza, acaban resultándonos familiares. Los personajes de este libro se mueven como sujetos flotantes que cobran gravedad a medida que van fijando en su memoria las presencias esquivas de amigos, vecinos, desconocidos, padres y madres, hermanos, niños, difuntos y moribundos. Sus doce relatos persiguen recuerdos fragmentarios y terribles, que reúnen lo que sólo la lógica del cuento puede juntar sin disonancia: desolación e ironía, aburrimiento e ira, indiferencia y compasión, cansancio y entusiasmo. En el primero de ellos, «Familias de cereal», la felicidad instantánea de la publicidad se mezcla con el patetismo onírico de unos padres que suspenden sus mutuos insultos cuando reparan, fascinados, en la cámara del hijo que los filma. Nada, o casi nada, de edificante tienen estos cuentos que, no obstante, albergan gestos de inconclusas fábulas morales. Las voces narrativas descienden a su fondo más opaco fingiendo una abnegada ironía, sostenida por títulos que anuncian una tranquilizadora distancia: «Historia de la caca», «Interrupción del servicio», «Cuatro lunas», «Mitad de un hermano», «Disco rígido»… Las pesadillas del mito se trenzan pronto con la dicha del cuento: los relatos de seres condenados al desamparo y los de quienes siempre esperan aprender, aunque no sepan muy bien qué. Sus tiempos y espacios se delimitan en torno a tres presencias recurrentes: las casas, los animales y la muerte. Las primeras, organismos vivos de un orden doméstico y urbano, prolongan los movimientos del cuerpo con sus incertidumbres y deseos. Dentro y fuera de ellas, la
Familias de cereal Tomás Sánchez Bellocchio Candaya: Barcelona, 2015 192 págs. mirada del animal, exenta de psicología y de misterio, parece devolver a los personajes sus experiencias sustraídas. Como escribió Rilke en las Elegías a Duino, y suscribe Godard en su Adiós al lenguaje, filmando la mirada de su perro, «lo que está afuera lo sabemos sólo por el rostro del animal». En «Fidelidad de los perros», quizás el relato más mítico del libro, el regreso del animal familiar abisma el destino de las relaciones humanas y su sentido. «Animales del imperio», un cuento que acoge a Borges desde dentro, imagina las correspondencias entre la vida del animal y la del hombre errático que, componiendo un bestiario de sí mismo, exige una entrega total al relato. Si es cierto que de la muerte, parafraseando una vez más a Benjamin, lo narrado recibe toda su autoridad, no es raro que en las mejores páginas de Familias de cereal la experiencia del moribundo, el olvidado, comparezca como enigma y aprendizaje. Así le ocurre al hijo con el padre en «Animales del imperio», o al nieto con la abuela en «La nube y las muertas», el último de los relatos. Estos cuentos morales sin enseñanza son también, en cierto modo, historias de fantasmas donde el propio narrador tiene que hacerse un poco el muerto, convencido de que «sólo se aprende de la muerte propia». Las ancianas que aguardan la suya mientras se adiestran en navegar por la nube enseñan al adolescente a mirar internet desde las redes de una memoria vieja y viva, empeñada en recuperar presencias verdaderas. Al final, parece como si la pesadilla del mito fuera vencida definitivamente por la liberación del cuento: en las palabras y las imágenes del moribundo reconocemos el lugar donde la memoria exhibe todos sus dones narrativos y encarna, como la nube digital, las virtudes eternas de la narración. Pero la música de Sánchez Bellocchio se detiene justo cuando presagiaba su apogeo y el narrador nos recuerda los límites de la verdad del cuento: «La muerte propia, al contrario del resto de las muertes, es inefable».
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El ambigú
Trabajar cansa de Javier Morales: reseña de Luis Sáez Delgado
Errores como nosotros Trabajar cansa
Luis Sáez Delgado
Javier Morales Baile del sol: Tegueste, 2016 122 págs.
nEs posible que la crisis —ya sabemos qué crisis— haya producido una nueva narrativa, casi una necesaria «novela de la indignación»; bienvenida sea, aunque prefiero pensar que su efecto no resulta tan intenso en el autor como en los lectores, y que la crisis deja, sobre todo, una nueva forma de leer que apela a la responsabilidad del lector cuando se implica en el relato, mucho más atento al trasfondo y a la relación de causas y efectos que componen cualquier historia. Esa forma de leer, ese filtro que ya aplicábamos —que acaso estábamos deseando aplicar— con Chirbes, Isaac Rosa o Manuel Longares, por citar tres nombres muy diferentes, permite que valoremos mejor la obra en marcha de Javier Morales, iniciada con una desasosegante colección de cuentos, La despedida, en los que se atrevía a definir su territorio en La Comarca, un no lugar vital. Desde entonces ha entregado tres títulos cada vez más urbanos, como Lisboa, Ocho cuentos y medio y la novela Pequeñas biografías por encargo, que confirman la capacidad del Javier Morales novelista, constructor de un universo tan cercano como preciso y, en ocasiones, escalofriante: sus personajes somos nosotros, los errores que cometen son, en suma, los que nos han traído aquí, y la colección de esos textos conforma una suerte de geografía humana contemporánea. Sin embargo, sería un error entender la crisis en que se desarrolla su última novela, Trabajar cansa, como una coyuntura social o económica: «Amor y trabajo» y «El expediente», las dos historias intercaladas —confirmando que la teoría de los seis grados siempre ha existido en literatura— son un fragmento grave de una crisis mucho mayor: la del sentido,
la de una providencia débil, la que ha inventado instituciones que nos prueban, como el matrimonio y su simulacro laboral. Si Trabajar cansa, en su brevedad, incide de modo tan certero en esta tarea que es el amor, el matrimonio, la necesidad de llenar un día tras otro, y tiene algo de crónica de fracaso generacional —cómo cada generación siente su fracaso— y de compasión por esa lotería de Babilonia que es cada vida, incluso aquella que en su monotonía quiere escapar del dolor, es porque lo hace a través de una galería de personajes en tránsito, a los que conocemos en la apoteosis de las derrotas microscópicas de cualquier vida. Detenidas en la crisis de los cuarenta, las vidas cruzadas de Daniel y Silvia, y las de Félix y Paula, ofrecen cuatro posibilidades de carácter y destino: el hombre sin principios y su verborrea insoportable, la melancólica eterna, el enemigo del riesgo y la biografía tímidamente desventurada, al mismo tiempo desdoblados en moldes reconocibles, como el funcionario caprichoso, el espejismo del compromiso y la justicia de una profesional liberal, el trabajador acomodado, la empleada precaria… un horizonte que identificamos con la nomenclatura de la crisis: el precariado o el austericidio, que en Trabajar cansa se evita en beneficio de símbolos, de juegos escondidos que alejan la inocencia del testimonio en favor de la literatura, de una narración ágil y calculada, en la que nada sobra, en la que la elipsis y el final circular y tácito, un final conocido desde el primer párrafo del libro, obligan a una lectura de duelo, sin posibilidad de cambio y, en este sentido, tan cercana a la memoria del presente inmediato, con su sexo triste y la impericia del tiempo y la muerte. Lieben und arbeiten, recuerda uno de sus personajes, amar y trabajar, una referencia a Freud que el lector, escarmentado y que a lo largo de las páginas de la novela se adiestra en el verdadero significado de la compasión, acaso el asunto central de la novela, traduce: Arbeit macht frei.
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La mujer de la libreta roja de Antoine Laurain: reseña de Zaradat Domínguez
encuentros deseados y objetos perdidos La mujer de la libreta roja
Zaradat Domínguez
Antoine Laurain (Traducción: Palmira Feixas Guillamet) Ediciones Salamandra: Barcelona, 2016 157 págs.
nHay historias capaces de devolvernos la inocencia y de hacernos creer en la posibilidad de lo imposible. Porque el arte es también una revelación fáctica y vital que nos transforma. Esto es lo que sucede con La mujer de la libreta roja, del escritor francés Antoine Laurain y editada por Ediciones Salamandra, que ha tenido el enorme acierto de rescatar este libro publicado en Francia en el año 2014. Se trata de la quinta novela de Laurain y en sólo dos años ha sido traducida a más de quince idiomas y se han vendido más de cuarenta mil ejemplares. En ella lo inverosímil se expone como el protagonista de la trama y como una propuesta vivificante de hacer literatura, porque como sostiene Alain Fournier en la antesala de la narración a modo de cita y advertencia, «sólo lo sublime puede ayudarnos a sobrellevar lo ordinario de la vida». Y por eso leer esta petite nouvelle se hace tan necesario, porque la realidad sufre un proceso de sublimación cuya sutileza nos envuelve en un ensueño de esperanza y encanto. Quizá no todos los días encontremos argumentos para sospechar que la realidad que vivimos es también el lugar de las utopías y de los sueños. Con Laurain, podemos creer y dejarnos llevar por una sucesión inverosímil de acontecimientos que nos devuelven la capacidad de asombro ante lo cotidiano. Es posible que los sueños sucedan, es posible que lo irreal se haya instalado en nuestras vidas en forma de casualidades que por incrédulos despreciamos. En La mujer de la libreta roja, composición que promete y merece convertirse en una de las novelas más leídas este semestre, la historia que se entreteje a sí misma y nos enreda en un acto sublime es una historia encantadora de encuentros deseados y objetos perdidos: entre ellos el libro Accidente nocturno, de Patrick Modiano, que será clave para la resolución de la historia. Estos objetos los encuentra el librero Laurent Letellier en un bolso robado que halla en un contenedor de basura. Dentro del bolso, además, habita
una Moleskine roja, cuyas extrañas anotaciones despertarán el interés del protagonista, quien comenzará una obcecada búsqueda al encuentro de una total desconocida. La narración nos irá desvelando poco a poco los insólitos pensamientos que anidan en la libreta. Un enigma escrito cuya única certeza es un nombre: Laure. Esta novela nos muestra que nuestros deseos más insospechados pueden sorprendernos convirtiéndose en realidad cualquier día. Que buscar lo improbable debe ser un acto cotidiano. Vivir en la lejanía del deseo es una forma de vivir tan válida como la tangible, hasta el punto de poder tener nostalgia de eso que soñamos, o como diría Antonio Tabucchi en el título de uno de sus libros: de tener Nostalgia de lo posible. Es esto lo que le sucede a Laurent Letellier, como a todos nosotros: esa otra realidad que no podemos vivir pero que deseamos también nos transforma, también nos pertenece. Vivimos cerca de ella, atendiendo a escondidas su rumor o, como diría el escritor José Luis González Ruano, acaso a la espera de escuchar el eco del destino : «Hemos pasado al lado de algo, hemos pasado tan cerca de algo que una parte permanece». Esta petite nouvelle se lee con ganas y avidez, tanto que quisiéramos no tener que concluirla. Se nota en Laurain su habilidad como guionista. Los capítulos cortos y la agilidad de la narración nos precipitan hacia el desenlace casi sin darnos cuenta. Pero por su lectura hay que pagar un precio: desde que los lectores empiecen a leer los primeros capítulos se van a ver envueltos en una intriga de la que difícilmente podrán escapar. Así que aviso a navegantes: si crees que vas a ser un posible lector de esta novela, procura no dejar tareas pendientes. Dispón para ti de unas horas para dejarte llevar y para cuando la termines te encontrarás con una sonrisa tonta colgando de tus labios. Cuando la leas sabrás por qué.
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El ambigú
Un centímetro de seda de Darío Hernández (ed.): reseña de Nieves María Concepción Lorenzo
Los orígenes sinuosos del cuarto género narrativo Un centímetro de seda. Antología del microrrelato español. Orígenes históricos: Modernismo y Vanguardia Darío Hernández (ed.) Menoscuarto: Palencia, 2016 104 págs.
nEl cuidado volumen Un centímetro de seda. Antología del microrrelato español. Orígenes históricos: Modernismo y Vanguardia viene a completar otras antologías del microrrelato español. Pero, ciertamente, este no es un muestrario huérfano ni epidérmico sino que está sustentado y enmarcado por dos núcleos informativos. En primer lugar, una sección pertinente y muy útil para el lector, dedicada a la «Procedencia de los textos» compilados, ordenados cronológicamente; y, de otra parte, un clarificador prólogo de catorce páginas. Un prólogo profusamente comentado por treinta y una notas, que se comporta como un auténtico faro de lectura de los textos y demuestra, una vez más, la perspicacia, la agudeza y la profundidad crítica de Darío Hernández. Además, la selección de autores tampoco resulta casual, sino que obedece a criterios perfectamente establecidos. Primero, que las composiciones responden al concepto de microrrelato; en segundo lugar, que son textos representativos de una época y de un ámbito, es decir, el microrrelato español modernista y vanguardista —y en ello reside uno de los valores restrictivos de esta selección—; y, en tercer lugar —aunque no es un orden de prelación—, los valores estéticos de los textos, el tratamiento y el cuidado que los autores confieren al lenguaje y, de ahí, su capacidad imaginativa para aportar originalidad al arte narrativo (el arte entendido como «quitar lo que sobra», según Juan Ramón Jiménez). Con todo, el compilador reconoce, y así lo hace constar en el prólogo, que «dado que nos situamos en la etapa fundacional del género, esto es, una época en la que este se encontraba aún en pleno proceso de conformación, ni
Nieves María Concepción Lorenzo
los límites de concisión textual ni los márgenes entre lo lírico y lo narrativo estaban tan marcados entonces como en la actualidad» (pág. 12). En efecto, conviven en la muestra textos que hay que entender como escritura nómada, ubicada en el (des)territorio discontinuo de la modernidad o en los alrededores del microrrelato, en tanto algunas composiciones avalan los principios del microrrelato (concisión y narratividad), con textos más o menos extensos, deudores de esa elasticidad paradójica que permite el género, o microrrelatos con gran carga lírica, la reflexión o el microensayo. ¿Son todos los que están, o están todos los que son? Sabemos que a todo antólogo le preocupa la decantación de autores y textos, más con el rigor de Darío Hernández. Si bien la etapa modernista y la vanguardista supone todavía una fecha muy temprana, por lo que las fronteras genéricas suelen ser porosas, también el acceso a los textos presenta ciertos problemas (localización de ediciones, revistas marginales o locales, etc.). Asimismo, este trabajo propone la lectura de catorce autores, de Juan Ramón Jiménez (con un texto fechado en 1906) a Francisco Ayala (cuya composición data de 1928), entre los que hay figuras imprescindibles, como Moreno Villa, Gómez de la Serna, Lorca o Buñuel, inscritos en los preliminares del microrrelato español, a la vez que soslaya el riesgo de la dispersión que podrían presentar las antologías de una perspectiva histórica más vasta. En definitiva, esta propuesta antológica, en edición de Darío Hernández, insiste en las primeras etapas del llamado «cuarto género narrativo» y demuestra, nuevamente, que estas piezas breves y architextos canibalizan otros discursos como la fábula, el bestiario o el poema en prosa, entre otros referentes. Para seguir a Calinescu, este volumen está fundamentado en lo inminente y lo transitorio, el cambio y la novedad, a saber, los valores centrales del microrrelato como una de las caras de la modernidad.
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La Realidad: Crónicas canallas de Robert Juan-Cantavella: reseña de Eric Gras
Arrojo periodístico Eric Gras La Realidad: Crónicas canallas nLa primera acepción de canalla en el Diccionario de la Lengua Española dice lo siguiente: ‘Gente baja, ruin’. La tercera no dista mucho del significado de esta. Se lee: ‘Persona despreciable y de malos procederes’. No obstante, el término puede edulcorarse hasta el punto de confundir canalla con granuja o pillo, incluso pícaro, términos que concuerdan mejor con la visión estereotipada que suele despertar Robert Juan-Cantavella y su trabajo. La Realidad (Malpaso) es un libro de crónicas, unas crónicas que desde la propia editorial definen como «canallas», lo cual puede condicionar —y condiciona— su lectura. El lector se adentra en esta antología predispuesto a encontrarse con una serie de relatos descarados e insolentes, más cercanos a una visión grotesca de la vida o una interpretación exagerada de la misma. Y no errarían el tiro, al menos no del todo, ya que Juan-Cantavella suele retratar como pocos esa existencia lúdico-fantástica, ese mundo del ocio hortera y la falsa orgía. Ya lo demostró en El Dorado (Literatura Mondadori), quizá el mejor ejemplo hasta la fecha de lo que él mismo bautizó como «periodismo gonzo», sirviéndose de un alter ego —Trebor Escargot— cuya misión es poner al lector en una posición de sospecha constante para que sea él y no otro quien decida qué es verdad y qué es mentira en este teatro donde a menudo lo descabellado se torna cotidiano. Esa mirada incisiva es la protagonista de gran parte de las crónicas y textos de no ficción aquí presentes y que han sido publicados en los últimos años en diferentes revistas, como Lateral, Quimera, El Estado Mental o PlayGroundMagazine. Pero en La Realidad también encontramos otra mirada, mucho más afable y tierna. Por tanto, se puede hablar de la existencia de dos apartados o modalidades. Por un lado, tenemos una serie de textos que nacen desde la rabia y el desprecio; y, por otro, los que surgen del amor y la devoción. En el segundo grupo situaríamos los perfiles que realiza de Javier Krahe o Curtis Garland, así como la crónica del último concierto de Barricada; mientras que en el primero la mirilla telescópica de Robert se dirige hacia personajes tan conflictivos y polémicos como Bernard Madoff, Carlos
Robert Juan-Cantavella Malpaso: Barcelona, 2016 240 págs.
Boyero o Mariano Rajoy. Son estos últimos los que cobran especial fuerza por la inteligencia y atrevimiento del autor. Inteligencia a la hora de argumentar su postura ante el bipartidismo en España, ante la osadía que demuestra la clase política actual y la impunidad de la banca. Atrevimiento por dejar bien claro que la justicia no es igual para todos y por hacer del humor negro un arma afilada que permita desenmascarar la barbarie e indecencia que nos toca soportar. Si en algo coinciden todos y cada uno de los textos aquí presentes es en la total libertad a la hora de ser escritos. En todos ellos Robert Juan-Cantavella tiene el mando absoluto de principio a fin. Tanto es así que incluso hay lugar para la nostalgia —no exenta de autocrítica—. El último capítulo de La Realidad se corresponde con el único texto que permanecía inédito hasta el momento, la crónica de un joven de veinte años que «quería hacer la revolución». El escritor de Almassora (Castellón) narra su periplo por el territorio mexicano que controlaba el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), con el subcomandante Marcos al frente. La visión que ofrece Robert es una visión inocente, como él mismo señala, de ahí que se haya permitido el lujo de contextualizar, veinte años después, algunos de esos pasajes que tienen lugar en Chiapas. Sin embargo, pese a esa inexperiencia, ya entrevemos la prosa de un autor que siempre ha estado y está dispuesto a mirar lo que sucede y contarlo con honestidad y arrojo. La Realidad ofrece, por tanto, una singular mirada sobre nuestro país, una mirada crítica que se sostiene gracias a la fuerza narrativa de su autor y a ese humor negro que desprende, así como por su versatilidad y originalidad, alternando los perfiles de diversas personalidades con entrevistas falsas y textos confesionales. Robert Juan-Cantavella es atrevido pero íntegro en sus convicciones y eso lo deja perfectamente claro a través de una literatura difícil de etiquetar.
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Carta al padre de Jesús Aguado: reseña de Juan Manuel Romero
El ambigú
Oración por el mal padre Juan Manuel Romero Carta al padre Jesús Aguado Fundación José Manuel Lara: Sevilla, 2016 80 págs.
nUna de las señas de identidad de la poesía de Jesús Aguado (Sevilla, 1961) ha sido desde sus primeros libros, y especialmente a partir de El fugitivo (1998), el borrado de las huellas de la propia identidad poética como proceso de liberación: una metamorfosis constante que vivifica los caminos estéticos y supera la mera biografía. En este sentido, su última entrega, Carta al padre, supone un nuevo salto sin red, ya que Aguado se interna más que nunca en sus memorias hasta enfangarse en lo autobiográfico y sale, sin embargo, completamente limpio. El discurso confesional no limita aquí su mérito al de la confidencia, sino que va más allá gracias a las lanzaderas de la imaginación y la inteligencia, y logra ponernos a todos en disposición de afrontar las heridas más íntimas a través de un verso que «horada y quema multiplica y junta / explosión de palabras con palabras». Carta al padre viene a agregarse magistralmente a esa larga tradición que integran, entre otros, Garcilaso, Kafka, Delibes, Rulfo, Olds o Roth, la de explorar las tierras tantas veces pantanosas de las relaciones padre-hijo tras la muerte del progenitor. La singularidad de Aguado está, en primer lugar, en la multiplicación de esta relación a través de la ficcionalización en primera persona: un padre puede ser muchos padres, nadie tiene sólo un padre, todo hijo es un huérfano («Mi padre me pega. Mi padre acaricia. Tengo dos padres. No tengo ninguno»). La profusión de voces dentro de este laberinto con espinosas esquinas narrativas consigue que aflore el conflicto de forma poliédrica, compleja e inquietante. Por otro lado, la prosa poética plantea la posibilidad de abarcar y unificar procedimientos textuales muy diversos: recuerdos reveladores o misteriosos, fábulas sin moraleja, metáforas expandidas, reflexiones con alcance metafísico, microrrelatos de terror, sueños… El fragmento en prosa pone en marcha el engranaje de deconstrucción de la figura paterna en una atmósfera no tanto de recriminación como
de desacuerdo extremo, de testimonio sin paliativos aunque también sin juicio moral (que será trabajo del lector) y de valiente sinceridad. En tercer lugar, la falta de patetismo y la desnudez retórica evitan toda sobreactuación. Los momentos más desgarradores, de crueldad, sometimiento o desatención (un niño envenena la comida de su propio perro, un padre obliga a su hijo a ir con el hombre que va a abusar de él, etc.) son descritos a veces con una asepsia sentimental que los vuelve doblemente conmovedores. La suma de realidad e imaginación da en poesía más verdad. La capacidad de observación y la intuición lírica de Jesús Aguado se encuentran en Carta al padre en estado de gracia. La fuerza de las imágenes impide que el texto caiga en un simple ajuste de cuentas o en un escarceo reconciliador; todo lo contrario, el pulso metafórico eleva la tensión verbal a una gran virulencia: «Por eso tantos de mis poemas se arrancan los ojos: practican una rebelión que acabará arrancándote los tuyos, padre». Las tres piezas que cierran el conjunto, escritas, ahora sí, en verso, quiebran la dinámica del recuerdo y cortan la respiración: «Un padre muere», se detiene, con ritmo entrecortado y libre, en los objetos y los gestos del momento final, «aprendiendo el lenguaje del vacío»; «Oración por mis padres» es una declaración de amor y un reconocimiento memorable; por último, en «Un poema de la tribu Nila de la India» hay un canto con acordes primitivos, terribles y sabios, contra la culpa del hijo, además de una inclemente invitación a seguir viviendo por encima de todos los lutos: «Estás muerto, padre, / márchate de nuestras cabezas / y déjanos en paz». Jesús Aguado ha escrito posiblemente su libro más difícil y turbador. Carta al padre es un personal ensanchamiento de la conciencia que libera al yo y al mundo de lastres heredados o aprendidos. Una lección de memoria y olvido, de lucidez y perdón. Poesía que duele y da vida.
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Fracturas de Rubén Martín: reseña de Jesús Montiel
La luz pese al destrozo Jesús Montiel Fracturas Rubén Martín Nausícaä: Molina de segura, 2016 70 págs.
nEn Fracturas (XXX
Premio de Poesía Barcarola), Rubén Martín nos habla de una huida. Él mismo lo advierte: «En mis versos se escriben los restos de una huida». Ya en la primera de las tres partes del libro, «Jardín con niebla» (le siguen «Ciudad dormida» y «Farol quebrado») el poeta advierte un rompimiento en lo que mira: «Observa ahora el aire, / traslúcido cristal, / antes que una palabra / lo reviente en añicos». Hay, pues, merodeando la creación, algo que impide la plenitud, incluso si se trata de la propia palabra. Algo dentro del poeta, una herida cuya memoria fractura lo que acontece. Y un deseo de que nada le vuelva a ocurrir a la normalidad, mientras mira las hojas cayendo del árbol: «Que nada enturbie nunca / el pacto de las cosas». Fracturas es el testimonio de quien ha sido herido por la propia historia, y siente miedo. Dañado, el poeta se «asoma a la pregunta / que es todas las preguntas / de la historia del miedo / y la incredulidad». Pero el miedo, en este caso, no es un miedo paralizante, sino que sirve de estímulo. Rubén asume la tormenta. Intenta digerirla, como hacen las buenas plantas, y se adiestra en el aprendizaje del sufrimiento, no hay otra: «A cubierto —me he dicho— esperaré a que pase la tormenta, aunque a menudo sea necesario una vida para verla llegar». Porque a vivir, dice más adelante, «se aprende muriendo muchas veces». La herida, tal vez, es la ausencia de la que habla en «Farol quebrado», poema clave del libro. Una ausencia que engendra moscas alrededor de la palabra. Y un farol quebrado con el que el autor ha querido retratarse, mezcla de luz y de cristales rotos. Pero un farol que sigue luciendo, tras el destrozo. Porque el dolor no le impide ser testigo de pequeñas epifanías que logran que «el mundo sea un lugar purifica-
do». Lo dice mientras mira, por ejemplo, el sueño de un hijo. La esperanza sigue viva, entonces, durante el miedo, tras la fractura. En estos versos de «Alas negras» se expresa muy bien esta esperanza que sobrevive al cataclismo: «No te ofusques —me digo—, / los desastres son huertos / dejados en barbecho para sembrar la luz». Un libro trágico, Fracturas, pero abierto a la esperanza, escrito con buena música y una exuberante simbología. Poesía necesaria porque brota de la vida, bien expresada, sin artificios. Y un poeta, Rubén Martín, que mira las cosas descubriéndose en ellas. Poeta que el tiempo, que no entiende de amigos, seguro antologará.
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El ambigú
Fiebre y compasión de los metales de María Ángeles Pérez López: reseña de Javier Pérez Walias
Metalenguaje y herida Javier Pérez Walias Fiebre y compasión de los metales María Ángeles Pérez López Vaso Roto Ediciones: México/Madrid, 2016 56 págs.
nSi tuviera que rescatar un par de versos del último libro de María Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967), serían, por ejemplo, «Filamento de luz en lo invisible, / libélula y metal, cada puntada». Entre otras razones, porque ejemplifican lo que Juan Carlos Mestre expresa con maestría en el prólogo. Pérez López es profesora titular en la USAL, desarrollando una importante labor investigadora sobre poesía contemporánea en español. Como poeta ha publicado, entre otros títulos, Carnalidad del frío (2000), Atavío y puñal (2012) y Catorce vidas —Poesía 1995-2009— (2010). El corpus de Fiebre y compasión de los metales se nos presenta abrazado por sendos textos, el ya citado prólogo y otro de la propia autora, a modo de epílogo. El lector, según escribe el poeta berciano, se hallará ante «metales que son metalenguajes de la herida» como una hermosa incisión en la memoria del hombre. Pero también, esta Fiebre es «Tajo y dulzura [...] y sed de relámpago. [...] Agua y ángel. [...] Filos. Herraduras. Campanas. Cuchillas en el mito del fuego» y de los trabajos ancestrales. En el texto (epílogo) «Por el lado sin filo» se nos advierte de que estamos ante una tarea en diálogo con diversas voces. Tanto es así, que al final de algunos poemas se explicitan los nombres de Lorca, Pound, Fernández Mallo, Pizarnik o Claudio Rodríguez. Poemas que han ido mascándose —en palabras de la autora— con otros, en la fulguración de otros lenguajes y desde otras bocas. Pero de Fiebre y compasión de los metales me gustaría resaltar que, ya desde el endecasílabo del título, la poeta utiliza con pericia de forja el símbolo, y así las aleaciones acogen en su significación la bondad y el daño; la violencia y la mansedumbre; lo natural y lo mecanicista: pensamiento y lenguaje poético para la expresión de la generosidad sin filo, o la denuncia feroz de la injusticia. Imágenes como «Tijeras que soñaron con ser llaves [...] para
abrir el corazón y sus ventanas». O las traídas en el poema «El bisturí» —casi alegoría—, donde el sujeto lírico se transmuta en cirujano, el escarpelo en pluma sanadora, el poema en corazón y la sangre en lenguaje. Los diferentes oficios — carnicero, herrero, afilador, panadero, etcétera— remiten al acto de decir en su bifaz significado de herida y cauterización (Lázaro de Tormes y su esquilmado jarro de vino al fondo). De esta forma, «Quien amputa sonidos, no percibe / que en la palabra bosque, late el árbol / y en la palabra rama la madera». Pérez López transita por muy diversos paisajes interiores, pero yo destacaría tres: la doble condición del ser humano bajo el árbol sagrado del bien y del mal, «de la ira insidiosa con que el hierro muerde»; la palabra como punzón que reconcilia, como linimento cicatrizante para las heridas del cuerpo y del alma; y la reivindicación del poema en justa correspondencia con el lamento solidario «que pide ser viento que arrase los paisajes de la usura». El lector se halla ante una colada de metales que la poeta solidifica aunando tradición y personalidad, con herramientas como la cadencia del endecasílabo, «como surco que hiere y restituye»; con asimilaciones extraordinarias cuando escribe «la vocal redonda de la hoz [o] la media luna que canta en el centeno»; con la fusión de realidades imposibles porque en el poema «noche y madrugada son lo mismo»; con aliteraciones de una plasticidad extraordinaria como en el verso «—culebra y cicatriz de los relámpagos—»; con personificaciones que mudan los utensilios de metal en seres entrañables («El martillo acaricia la pared»); o con referencias —y/o analogías— a los poetas con los que Pérez López conversa. Fiebre y compasión de los metales es, en suma, un libro de muy agradecida lectura para los sentidos, para el entendimiento, y ofrece muchas bondades a cualquier lector ávido de inquietud emocional y lírica.
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Fuga de la muerte de Fidel Martínez: reseña de Iván Humanes
«Negra leche del alba» Iván Humanes
n¿Cómo narrar la muerte? ¿Celan? ¿La muerte en Celan? ¿El dolor y la culpa? Fidel Martínez nos presenta bajo el título del conocido poema del alemán un recorrido por su vida, obra, creación y miedo. Y exterminio. «Desde que abandoné aquel horror sobrevivo en el miedo, en el dolor y en una culpa constantes. / Un miedo, un dolor y una culpa que con el paso del tiempo se han hecho más profundos. Más intensos», dicen las primeras viñetas. «Negra leche del alba» indica la última, la que cierra el libro, la que cierra la vida de Paul Celan, el que es el primer verso de su poema. Y es que Fuga de la muerte, la Fuga de la muerte de Fidel Martínez, es un poema inquietante que condensa el pasado: la imposibilidad de decir nada tras los campos de exterminio donde únicamente la fuga es el camino; la fuga en el sentido musical: superposición de ideas gráficas, polifonía y contrapunto, libertad. Blancos y negros. Y el poema de Celan es suma de vida. Y es la única forma de explicarse el motivo de Celan, de su decisión de suicidio, de la construcción de unas líneas que son condensación del horror y denuncia. Así, Fidel Martínez narra gráficamente la infancia de Celan en Czernowitz, donde toma interés por la poesía y la literatura alemana, el romance con Magarette, homenajeando a la amada del Fausto de Goethe, su carrera y la ocupación de la ciudad por las tropas soviéticas, el desengaño, el dictador rumano Antonescu (erradica la comunidad judía a la que pertenece), el gueto, los campos de concentración y Hitler, la pérdida de sus padres, la posición del poeta en el mundo, el peso de la culpa. Ficción y realidad se entremezclan en la narración, con una calidad impecable. Un reportaje gráfico que es coagulación de los instantes más importantes del poeta. En tinta blanca y negra vuelca todo su peso existencial y hace de la viñeta arte. Una concepción estética propia, fruto, como en algún momento confesó Martínez, del contacto con otras disciplinas como la pintura, la escultura, el vídeo, el dibujo artístico y, por supuesto, la poesía. La interacción con esas variantes se traslada a la página y, sin duda, en la narratividad gráfica de Martínez pesan, y mucho, los pintores expresionistas. Y por eso lo grotesco está al servicio de
Fuga de la muerte Fidel Martínez Edicions de Ponent: Alicante, 2016 124 págs.
la línea. Y de la historia. La fealdad y lo esperpéntico toman los trazos encajando con la personalidad singular del autor. Y el cine. Su narrativa visual también bebe de los planos cinematográficos, claramente identificables en la presentación de muchas de las escenas. Y eso hace de la obra de Fidel Martínez un campo donde todo se ha ensamblado de tal forma que todas esas anteriores influencias que hemos destacado se conviertan en algo nuevo. Una forma propia, de autor formado, exclusivo. De esos autores que no son como los otros, y por eso destacan, y por eso cuando tienen que decir algo se les escucha. El ambiente, la trama y el trazo a dos tintas. Eso es Fuga de la muerte. Y Celan, claro. Pero aunque Celan y su vida sean el motor, el conflicto narrativo, detrás está también la denuncia y la particular visión del horror de Martínez. Y que José Luis Reina Palazón haya escrito el prólogo a la obra, además, otorga un extra de solvencia. Reina Palazón es poeta y premio Internacional de Traducción. La traducción de la obra de Celan le valió un Premio Nacional. ¿Quién puede verse más legitimado para valorar la obra que edita Edicions de Ponent? Y destaca la singularidad y la carga existencial volcada por Martínez para trasladar a Celan, la nitidez impactante de las luces y sombras de la vida del poeta, su rebeldía, sus silencios, su furor, su conciencia en soledad, su muerte... Y subraya que acierta además al trasladarnos a Celan desde tres arterias como son: ser poeta, judío y sobreviviente. Prueba evidente de que sigue viviendo entre nosotros. Y es que los versos que cierran el libro y abren el poema siguen retumbando en la memoria colectiva. Y el hombre en el puente de París, asomándose al Sena, se sigue diciendo: ¡No corras! ¡No huyas! ¡No tienes escapatoria! Y entre una y otra escena, la vida. Negra leche del alba la bebemos al atardecer [...] La muerte es un maestro venido de Alemania […] Negra leche del alba... Indefinidamente.
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Recomendaciones de Quimera
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Recomendaciones de Quimera Musa Décima, José María Merino (Alfaguara, 2016) Musa Décima fue el nombre que otorgó Lope de Vega a Oliva Sabuco, una joven de veinticinco años que en 1587 firma en Madrid Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, una obra que podría pasar totalmente por actual en el campo de las pasiones, los sentimientos y la medicina. En 1903 la aparición de un dudoso testamento del padre, Miguel Sabuco, atribuye a este su autoría. El enigma intenta resolverlo otra mujer de nuestra época, Berta, que fascinada por la figura de Sabuco, reconstruye la biografía de la autora mientras lucha contra un cáncer y su marido, quien le ha robado material para publicarlo como propio. Merino es el autor español contemporáneo que mejor aúna realidad y ficción, confundiéndolas para deleite del lector.
La vuelta al día, Hipólito G. Navarro (Páginas de Espuma, 2016) Después de once años de silencio, el esperado libro de relatos de este autor onubense, reconocido en el mundo de las distancias cortas, llega por fin a las librerías. En este reúne todos aquellos cuentos de encargo para crear una miscelánea propia de su admirado Julio Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos o Último round. Textos divertidos, como cabía esperar de Navarro, pero también introspectivos hacia el final del libro, cuando rememora su infancia y adolescencia. Un autor que ha sabido hacer del humor su característica más reconocible, dejando siempre esa sonrisa agridulce en la cara del lector tan difícil de conseguir.
La noche de la Usina, Eduardo Sacheri (Alfaguara, 2016) Un empresario con pocos escrúpulos y un empleado de un banco aprovechan el «corralito» argentino para apropiarse del dinero destinado a la creación de una cooperativa. Pero los «emprendedores» no se quedarán mano sobre mano e idearán un descabellado plan para recuperar su capital. Organizada en actos y secuencias, como el guion de un thriller, esta novela, Premio Alfaguara 2016, reúne las mejores características del género: tensión, intriga, suspense, humor y personajes entrañables en una historia que atrapa al lector y que se lee sin respiro hasta el final.
Un padre extranjero, Eduardo Berti (Impedimenta, 2016) Todas las historias que componen el recopilatorio de cuentos tienen un fondo común, aparentemente parecen dispares pero mantienen un hilo de fondo firme: la obsesión de los personajes para mantener oculto un secreto. El libro de Berti es extraño y audaz, cuidadísimo. Tiene una densidad que raramente encontramos en el cuento hispano contemporáneo. Para amantes del cuento no convencional, la famosa «grieta» de la que muchos hablan. Un paso más dentro de la buena línea que está manteniendo Impedimenta dentro del género breve.
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noviembre 2016
Recomendaciones de Quimera
Noviembre de 2016 La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Sergio del Molino (Turner, 2016) Son muchos los motivos que atrapan al lector de La España vacía. Por ejemplo, su forma de abordar el paisaje, su intuición literaria (a medio camino entre el cuento y el ensayo), su manera de repasar la historia y de actualizarla o, en fin, su capacidad para hacer múltiple un territorio. La de Sergio del Molino es una mirada que nos contagia desde la primera hasta la última página. Por eso ha escrito una obra necesaria, signifique eso lo que signifique. Un libro que nos hace viajar hacia fuera y nos acerca, al final, a nosotros mismos, a lo que somos, a lo que fuimos y a lo que seguiremos siendo. Una pieza de orfebrería que abre un nuevo camino para el ensayo español. Un texto exquisito por el que felicitamos a su autor y a la editorial que lo acoge. Historia del cine, Roman Gubern (Anagrama, 2016) La colección Compactos de Anagrama nos brinda este 2016 la publicación de la Historia del Cine de Roman Gubern, una obra enciclopédica que analiza el devenir del séptimo arte desde sus inicios hasta las postrimerías del siglo XX. Con una precisa selección de hechos, anécdotas y protagonistas, y una prosa amena y atractiva, Gubern consigue, en poco más de setecientas páginas, ofrecer una perspectiva amplia de la evolución del cine tanto desde el punto de vista estético y técnico como del económico y social. Un libro ideal para conocer la epopeya del arte más influyente del pasado siglo.
Senior Service: biografía de un editor, Carlo Feltrinelli (Anagrama, 2016) A todos nos fascina la biografía de Giangiacomo Feltrinelli (1926-1972), cómo pudo pasar de ser el primer editor europeo de Pasternak, Kerouac o Miller, o el editor de El Gatopardo, a morir cuando estaba a punto de poner una bomba en una torre de alta tensión de Milán. Nadie mejor para analizar al personaje que su propio hijo, Carlo, que recogerá la historia familiar desde los propios orígenes de la familia en el siglo XVI, pero siempre centrando el foco en la polifacética figura de su padre. Imprescindible para los amantes de los editores, las editoriales y las biografías intensas. Aún trémulo el ramaje, Antonio Serrano Cueto (La Isla de Siltolá, 2016) Después de su libro París en corto, Antonio Serrano Cueto vuelve a la poesía con Aún trémulo el ramaje, un poemario muy sugerente que destaca por su forma de presentar el paisaje, al que vuelve mítico y legendario por un lado y, al mismo tiempo, cotidiano y tangible, cargado de posibilidades. Un territorio que tiembla bajo nuestros pies a medida que lo recorremos. Acompañamos a una voz poética en su encuentro con el otro, alguien que tal vez no exista y cuya presencia, sin embargo, se vuelve incuestionable. Con un lenguaje preciosista en ocasiones, Serrano Cueto establece un sinfín de vasos comunicantes entre la poesía y el lugar, ahondando en un paisaje irreal por sobradamente cercano. «Indicios», «Las manos y la carne», «Flores de un día» o «El abrazo» son algunos de los poemas por los que merece la pena balancearnos por este trémulo y firme ramaje.
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