REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas
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Colaboradores nº 398:
Semilla literaria
Dimitris Allos, Diego Álvarez Miguel, Francisco Arbós, Salomé Bolaño, Agustín Calvo Galán, Alberto Chimal, Valeria Correa, Marcial Fernández, Carlos Frontera, Cristina Gálvez, Andrés García Román, Elena Gené, Ana Gorría, Dina Grijalva, Iván Humanes, Luis Guillermo Ibarra, Daniel Jándula, Ethel Krauze, Javier López Alós, Joaquín López Cruces, Laia López Manrique, Xaime Martínez, Hernán Migoya, Alejandro Molina Bravo, Ignacio Molina de los Reyes, Daniel Mordzinski, Andreu Navarra, Julián Pacomio, Javier Pino, Anna Rossell, Javier Sáez de Ibarra, Alberto Sánchez, Roman Simić, Raquel Vázquez, José Antonio Vila, Laura Elisa Vizcaíno Ilustración de portada: Paloma Almagro
11-40 aso El cielo r Dossier: creación literaria
5-10 los espejos de El salón
Entrevista a Salomé Bolaño (5)
Cristina Gálvez: Tres relatos (11)
Entrevista a Hernán Migoya (7)
Alejandro Molina Bravo: El juego (17) Dimitris Allos: La tercera muerte de mi madre (19)
Relatos
Roman Simic:´ Desertores (21) Valeria Correa: Microrrelatos inéditos (24)
Microrrelatos
Hecho en México: microrrelatos de Dina Grijalva, Alberto Sánchez, Ethel Krauze, Alberto Chimal, Marcial Fernández y Laura Elisa Vizcaíno (26)
Poemas
Laia López Manrique: Poemas inéditos (31) Raquel Vázquez: Poemas inéditos (33) Diego Álvarez Miguel: Poemas inéditos (35) Xaime Martínez: Poemas inéditos (38)
45-56 each on the B Einstein 41-44 mana La voz hu
José Antonio Vila. El idiota de la familia (loor/leer a Félix de Azúa) (45)
Entrevista a Julián Pacomio
Francisco Arbós. Los abismos literarios (48) Andreu Navarra Ordoño. Azorín, regeneracionista (52)
Maquetación y cubierta: Jordi Gol
Javier Sáez de Ibarra. Hipólito G. Navarro. ¿Es posible escribir cuentos alegres? (A propósito de La vuelta al día) (52)
Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com
57-64 ú El ambig
redacciondequimera@gmail.com
Daniel Jándula: Nefando de Mónica Ojeda (57)
publicidad@revistaquimera.com
Javier López Alós: La tierra que pisamos de Jesús Carrasco (58)
pedidos@edic.es
Imprime: Gráficas Gómez Boj Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Luis Guillermo Ibarra: El desapego es una manera de querernos de Selva Almada (59) Carlos Frontera: Pelos de Microlocas (60) Agustín Calvo Galán: Oficio de Rafael Mammos (61) Anna Rossell: El hacha de plata de Miguel Veyrat (62) Andrés García RoMán: Los nuestros de Juan Carlos Reche (63) Elena Gené: Nocturnario (101 imágenes y 101 escrituras) de Ángel Olgoso (ed.) (64)
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El Foyer
Semilla literaria Desde el momento en que el presente Consejo de redacción se hizo cargo de la selección de contenidos de Quimera. Revista de literatura, tuvo claro que dentro de sus secciones habituales debía destinar un espacio imprescindible a la creación literaria. Por ello decidió crear apartados fijos, específicamente destinados a recoger relatos, microrrelatos, poemas y ensayos breves, géneros por excelencia de las revistas y magazines literarios —lamentablemente, la periodicidad mensual hace inadecuada la inclusión de la novela por entregas, que por poco extensa que fuera, tardaría meses en poder ser leída—, y muy pocos han sido los meses en que, debido a imponderables de la edición, alguna de estas secciones no ha aparecido en las páginas del número. Para comenzar este 2017, en el que la revista avanza ufana hacia sus cuatrocientos (¡cuatrocientos!) números, tras treinta y siete años de singladura y convertida en una referencia ineludible de la publicación literaria en nuestra lengua —para algunos, como el que suscribe estas líneas, Quimera ha sido un referente desde que teníamos uso de razón—, hemos querido organizar un dossier singular dedicado a la creación literaria, que es el aliento de toda la reflexión poética que da vida a las páginas de la revista. Para ello, hemos subsumido las secciones que habitualmente recogen la creación literaria —«La vida breve», «Los pescadores de perlas», «El castillo de Barba Azul»— en la sección «El cielo raso», que ha colonizado la mayor parte de las páginas de este número. Incluimos dentro de ella relatos de Cristina Gálvez, de Alejandro Molina, del poeta griego Dimitris Allos y del narrador croata Roman Simić. También microrrelatos de la narradora argentina Valeria Correa, y
una selección que Ginés Cutillas ha hecho de algunos de los microrrelatistas españoles y americanos más destacados que formaron parte del Primer Encuentro Iberoamericano de Minificción, que tuvo lugar el pasado mes de octubre en Ciudad de México. Por último, la sección recoge poemas de cuatro jóvenes y consolidados poetas: Laia López Manrique, Raquel Vázquez, Diego Álvarez Miguel y Xaime Martínez. También se ha ampliado la sección «Einstein on the Beach», dedicada al ensayo breve, que cuenta con cuatro miniensayos de José Antonio Vila (sobre Félix de Azúa), Francisco Arbós (sobre los abismos literarios), Andreu Navarra (sobre Azorín) y Javier Sáez de Ibarra (sobre Hipólito G. Navarro). Junto a estas secciones encontramos también apartados habituales, como «El salón de los espejos», en el que una interesantísima entrevista de Ignacio Molina a Salomé Bolaño nos acerca el rostro más humano de su hermano Roberto, y en el que nuestro querido amigo y colega Iván Humanes entrevista al siempre irreverente y divertido Hernán Migoya con motivo de la publicación de su último libro, Deshacer las Américas (Hermenaute, 2016). En «La voz humana», Ana Gorría charla con el polifacético artista escénico Julián Pacomio para darnos a conocer más profundamente una obra singular basada en la interacción con obras ajenas. Y además, «El ambigú» nos ofrece reseñas de algunos de los libros más interesantes del año pasado, y nuestro Consejo de redacción sus habituales recomendaciones de los libros más sugestivos que han leído.
Para comenzar este 2017, [...] hemos querido organizar un dossier singular dedicado a la creación literaria, que es el aliento de toda la reflexión poética que da vida a las páginas de la revista.
Jordi Gol Jefe de Redacción de Quimera. Revista de literatura
El salón de los espejos
Entrevista a Salomé Bolaño
«Escucharlo recitar sus poemas me ponía los pelos de punta»
Entrevista a Salomé Bolaño Ignacio Molina de los Reyes
.Figueres es una ciudad ubicada a ciento treinta y seis kilómetros al norte de Barcelona. Llegar hasta allá, lugar donde vive Salomé Bolaño, es fácil. Lo difícil es llegar a ella. María Salomé Bolaño Ávalos es la única sobreviviente de su familia. Su hermano, Roberto, murió en Barcelona en 2003. Su madre, Victoria, murió en Figueres en 2008. Su padre, León, murió en el D. F. en 2010. Salomé, sin embargo, no está sola: se casó con un catalán y juntos tuvieron un hijo que vive en Londres. La contacto por Twitter y le comento que soy otro chileno más de paso en Cataluña realizando un reportaje sobre Roberto Bolaño. Me responde por mensaje privado que nos juntemos al día siguiente, en «la fuente de las luces», cerca del edificio en que trabaja. Y quedamos en eso. En Figueres viven cuarenta y cinco mil cuatrocientas cuarenta y cuatro personas, según datos del padrón de 2014, y la estación de trenes queda a pocos pasos de la fuente de las luces. Toco el timbre del edificio y Salomé, tras abrirme la puerta, lo advierte de entrada: «Encuentro bonito que vengas de tan lejos para conversar sobre Roberto. Pero a la vez me causa una gran extrañeza. ¿Qué te hace querer saber cosas sobre la vida de mi hermano?». Intento explicárselo. «Todo está ahí: en sus libros. ¿Por qué crees que existe algo más? ¿Por qué te interesa eso?»,
cuestiona ella. «Muchas veces han tratado de entrevistarme, pero nunca he querido dar una entrevista, menos a alguien que no conoció a mi hermano. A veces pienso que quieren encontrar un eslabón perdido en la vida de Roberto. Y no existe tal cosa», asegura. No es la mejor de las bienvenidas. Subimos las escaleras del edificio hasta llegar a una oficina. En las paredes figuran cuadros de estilo expresionista pintados por Salomé: todos tienen su firma. Ella cuenta que el inmueble acoge una organización que busca hospedaje y trabajo para los inmigrantes que llegan de países como Rumanía, Colombia y Senegal. Salomé es quien la dirige. Ella y su madre también fueron inmigrantes: en 1976 viajaron desde el D. F. a Barcelona. Quisiera que me contaras cómo Roberto se convirtió en escritor. Él siempre lo fue. ¿Siempre? Roberto nunca pensó en otra cosa que en ser escritor. A los dieciséis años, cuando vivíamos en el D. F., le dijo a mi madre: «Yo voy a ser escritor y un escritor no necesita estudiar». Ella lo aceptó y él dejó la escuela. ¿Así tal cual? Mi hermano tenía problemas con sus maestros, siempre se peleaba con ellos, decía que no le enseñaban nada. Cuan-
do citaban a mi madre a la escuela, por la conducta de Roberto, los profesores le decían que por favor le pidiera que no los avergonzara más en clase. ¿Era de esos niños bromistas? Roberto, además de ser muy burlón, era un erudito. Desde pequeño tuvo un carácter muy fuerte y especial: le gustaba exponer la falta de conocimiento de sus maestros cuando sabía que ellos se equivocaban al enseñar algo. Él leía mucho y te podía hablar con detalles tanto de un pueblo de África como de una batalla de Napoleón. A veces, incluso, te inventaba historias con esos datos sólo para tomarte el pelo. ¿Escribió algo durante los años en el D. F.? Escribió teatro y también una novela. Mi madre la tenía guardada en la casa; ella siempre lo ayudó a taquigrafiar sus manuscritos y conservaba una copia de todos, ya que ponía un calco en la máquina, pero lamentablemente esa copia se perdió. Ustedes eran una familia chilena. ¿Por qué estaban viviendo en el D. F? Mis padres se fueron al D. F. desde Los Ángeles porque mi madre tenía posibilidades de tener un trabajo como profesora en la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Pero cuando llegamos, en el año 68, pasó lo de la huelga estudiantil, por la matanza de Tlatelolco, y con ello ese trabajo se fue al garete.
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El salón de los espejos
Entrevista a Salomé Bolaño
¿Y qué hicieron? Mi padre puso un restaurante, pero le fue mal. A los años, en 1973, ellos se separaron y tres años después, en 1976, me fui con mi madre a Barcelona. Roberto y mi padre se quedaron en el D. F. ¿Por qué Barcelona y no otra ciudad? Recuerdo que mi mamá sacó un mapa y me preguntó a qué ciudad quería que nos fuéramos. Y yo tomé el mapa y elegí Barcelona. Lo hice porque me gustaban los pueblos y ciudades que estaban alrededor. Cuéntame por qué Roberto se quedó en el D. F. Bueno, porque estaba de novio (con la poeta estadounidense Lisa Johnson). Y se encontraba enamoradísimo (vivían juntos en la casa del padre de Roberto). Pero al año terminaron y mi hermano quedó muy mal. Y entonces llegó a España para vivir con ustedes. Roberto quería viajar y ampliar sus posibilidades para convertirse en escritor. Por eso quería irse a París, pero cuando pasó por Barcelona se enamoró tanto del lugar, que se quedó a vivir ahí (hasta 1980). No es cierto eso de que Roberto se fue a Barcelona porque mi madre estaba enferma de asma [aparece en Los Detectives Salvajes]. ¿Dónde vivían? En enero de 1977, Roberto llegó a un piso en la calle Tallers (uno sin ducha y con un baño común en el pasillo). Luego se fue con nosotras a un piso comunitario ubicado en la Gran Vía, cerca de Plaza de España. Pero las casas, los lugares donde vivió, no te dicen nada sobre Bolaño; son circunstanciales. ¿Cómo se ganaba la vida en esos años? Trabajaba de vigilante nocturno durante el verano en un camping (Estrella de Mar) de Castelldefels. Con lo que aho-
rraba durante esos meses tenía para vivir todo el año. Era muy austero. ¿Qué hacía el resto de los meses? Escribía. Cuentos, poemas, artículos para revistas... Siempre estaba escribiendo. Sobre todo poemas. ¿Tú leías esos poemas? No, pero sí lo escuchaba recitar. Cuando Roberto recitaba sus poemas en el piso de Tallers, todos sabíamos que estábamos ante algo único. A mí escucharlo me ponía los pelos de punta. ¿Y te daban ganas de escribir? Cuando niña escribía cuentos. Pero cuando Roberto empezó a escribir, yo dejé de hacerlo. Ahora he vuelto a escribir, pero para mí, no para publicarlos. ¿Te imaginas qué dirían si la hermana de Bolaño publicara? Tendría a todo el mundo en mi contra. Es probable. Tú también tienes otro hermano en México. Te refieres a Enrique [Enrique León Bolaño]. Él es mi hermanastro y es el mayor de los tres hijos (las otras dos son mujeres) del segundo matrimonio de mi padre (junto a la mexicana Irene Mendoza). ¿Tienes contacto con él? No. Hace unos años, tal vez por cosas de dinero; él le vendió a un diario de México, El Universal, unas cartas que Roberto les había mandado a mi madre y a mi padre cuando viajó a Chile. Eso no estuvo nada bien. ¿Por qué? Enrique no era dueño de esas cartas. Las encontró durante un traslado de su familia de México a Cadereyta; estaban en un baúl que tenía mi padre, en la casa del D. F. Cuando nos fuimos de allí, todas las cosas de Roberto se quedaron en esa casa.
¿Siguen hablando? No tengo contacto con Enrique. Él es todo lo contrario a mí. Yo trabajo en una fundación y él participa de un partido político de derechas (Partido Acción Nacional de México). ¿Y tienes contacto con algún amigo de Roberto? El único amigo verdadero de Roberto fue Bruno (Montané). Estos años han aparecido muchos que dicen haber sido amigos de Bolaño, o que se habían tomado una copa con él, pero no es así... ¿Se ven con Bruno? Bruno es mi hermano. Viene seguido a verme a Figueres y me cuenta de los últimos chismorreos, tales como que ahora Alfaguara es la editorial que tiene los derechos para publicar los libros de Bolaño y que ya no es Anagrama. Pero eso de los derechos, en realidad, no importa. ¿Has leído los libros de tu hermano? He leído algunos, como Estrella distante. Y los que me faltan no los quiero leer por ahora. Espero que pasen los años, para poder ser capaz de leerlos. ¿Cómo te llevabas con tu hermano, Salomé? Roberto tenía un carácter muy complicado. Era capaz de dejarle de hablar a un amigo si se enteraba de que ese amigo había decidido dejar de escribir. Ese mismo carácter está en su escritura. También era muy hipocondríaco y por lo mismo siempre tenía mucho miedo (a morir). Él tuvo la posibilidad concreta de hacerse un trasplante de hígado, pero lo dilató, ya que no estaba seguro de lo que tenía. Entonces no le daba importancia, pues decía que no era una enfermedad concreta. ¿Qué fue lo último que le dijiste? Eso me lo guardo para mí.
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Entrevista a
Hernán
Migoya por Iván Humanes Fotografías: Iván Humanes ©
Con Deshacer las Américas (Hermenaute, 2016) regresa a la novela Hernán Migoya (Ponferrada, 1971). Escritor, guionista, director, redactor jefe de El Víbora y «provocador por naturaleza». Como bien dice su editor, la última novela de Migoya es un artefacto sexual en absoluto banal o puramente plástico. Nalgas, pulsiones, madurez y humor corrosivo. Migoya regresa, como siempre, con fuerza. Vuelves para presentar Deshacer las Américas desde tu retiro en Perú. ¿Crees que alguna vez aceptarán tu valor en este país? Quiero decir, vaciados de conflictos, protegidos en la burbuja de lo moralmente correcto, ¿el escritor mordaz y que denuncia la hipocresía impuesta tiene opciones para sobrevivir aquí?
En mi caso, no. Tal vez un escritor más inteligente para las relaciones públicas pueda incluso ser más mordaz en sus escritos que yo. ¿No crees que en verdad hay dos planos totalmente contrarios: lo que se inculca como lo recto por las instituciones, medios y lobbies extremistas de la bonhomía y que se acerca a la peor moral católica; y lo que en realidad sucede? ¿Por qué se ataca tanto y de una manera tan visceral la visión cáustica de los hechos, incluso la ficcionada? O por estupidez o por interés. Creo que en España hay más interesados que estúpidos, lamentablemente (y ya es mucho lamentar). Por un lado, está el pueblo, que hace lo que le sale de los cojones, y por otro lado están los medios de comunicación y la cultura
oficial, en manos de una élite obsesionada por aparentar que es «de los buenos». Esa es la mayor gentuza, la cobarde, la hipócrita que no se atreve a salirse de lo políticamente correcto por miedo a que la señalen con el dedo. Y es la que ejerce de linchadora con los demás, por quedar bien. En España, al librepensador se le llama facha. Publicaste Todas putas; más tarde Putas es poco. Utilizaron un repertorio bastante amplio de calificativos contra ti; sigues vivo. Te fuiste a Lima tras Quítame tus sucias manos de encima y Una, grande y zombi. ¿Cómo lo viviste? ¿Qué viene a aportar Deshacer las Américas? Sigo vivo, sí [ríe], aunque resulte difícil de creer después de ese linchamiento prolongado y posterior ostracismo
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Entrevista a Hernán Migoya
mediático. Bueno, con Quítame tus sucias manos de encima hablé de Sudamérica como un continente donde la aventura subsiste y usé las coordenadas de la novela fantástica para poder describir de modo realista lo que era el Perú. En Una, grande y zombi describí la crisis española en clave de novela apocalíptica, yo creo que con bastante acierto, y volqué todo lo que pienso de España y esos pueblos suyos que se comen unos a otros para sentirse felices. Deshacer las Américas la escribí en un momento en que yo pensaba que no seguiría vivo mucho tiempo, justo cuando me largué al Perú con la idea de autodestruirme. Así que la concebí como un testamento, una especie de confesión de psicópata, de desahogo de veterano del Vietnam, para quedarme en paz con el mundo y sobre todo conmigo. Creía que era la última novela que escribiría y de hecho es la que debería quedar como última de mi carrera. En ella cierro el círculo iniciado con Todas putas, que era un exabrupto vitalista y adolescente (ese es su mayor valor, creo yo), llevando esa visión satírica de la vida a la realidad de una persona madura que decide eliminarse del mundo a través de la adicción al sexo, o sea, llevando el vacío a sus últimas consecuencias. Considero que es una novela muy dura sobre el amor y el respeto a uno mismo, una novela que revuelve cosas por dentro. Espero que todavía haya cabida en el interés de las personas por las novelas que revuelven cosas por dentro, que no se limitan a dar palmaditas en la espalda del lector. Tradujiste a todo Peter Bagge, fuiste director de El Víbora... El punk y el underground son una constante. Y tu estilo literario es directo, sucio, descarnado, satírico. ¿Qué cómic de Bagge destacas? ¿Cuál descompone mejor esta sociedad? ¿Apocalypse Nerd? ¿Qué ha significado Bagge para ti? Bueno, yo no considero mi obra nada underground (igual que Bagge tampoco
El salón de los espejos
considera así la suya [risas]. Pero nuestra base es esa, la cultura underground, y ambos lo llevamos con orgullo, creo. A mí me encantaría ser mainstream, como lo son Bukowski, Fante o Houellebecq. O sea, sin renunciar a nada. Pero para que eso ocurra en el terreno en que nos movemos, tienen que pasar treinta años o ser francés. Lo malo es que yo no sé los años que aguantaré; tengo cuarenta y cinco y ya me siento un anciano, y francés no soy… En cuanto a Bagge, pues es una de mis influencias mayores, claro está. A nivel satírico, la que más, aunque también me reconozco en los clásicos de la sátira británica, sobre todo con Daniel Defoe y su maravilloso Moll Flanders. ¡Eso es un buen libro feminista antes de que existiera el feminismo, un libro que se ríe de todo! Al final también te miras en D. H. Lawrence y el Marqués de Sade, todos los escritores que han ido contra la moral de su tiempo. De Peter Bagge destacaría siempre Odio. Para los jóvenes de los años noventa fue un espejo sin distorsión esperpéntica alguna: éramos como sus personajes, tal cual. Me gustan mucho también sus sátiras políticas, que aquí se compilaron en el cómic Todo el mundo es imbécil menos yo. Nos unen muchas cosas, sobre todo nuestro amor por las Spice Girls. En tu nueva novela tu personaje abandona España por un destino sudamericano y reconquista el territorio a través de los «excesos». ¿Es este libro la contranovela de la conquista de América? En realidad, es la historia de Lope de Aguirre contada desde una perspectiva inédita, la del ciudadano europeo asqueado de las responsabilidades, constricciones y presiones del mundo moderno, que termina haciendo un corte de mangas a su sociedad y yéndose a una Sudamérica nada idealizada, donde incluso así se siente más feliz que en su civilizado hábitat original, porque
en Sudamérica todavía reina la ley del instinto, para bien y para mal. Es una novela sobre las vicisitudes de un primermundista que trata de encontrarse a sí mismo o perderse del todo en un mundo más libre, sin Estado ni obligaciones, y de paso es la radiografía de ese mundo latinoamericano, cuya realidad fascinante, alejada de visiones compasivas y paternalistas, tanto ignoramos en España. Tu novela tiene a H como personaje; ¿trasunto de Migoya? ¿Y de tu estancia en Perú? ¿De verdad has follado tanto? He usado una especie de alter ego porque me resultaba más fácil y directo transferir muchas impresiones propias a través de mi propia piel que dejarlas traslucir a través de un personaje construido y que por fuerza terminaría siendo muy distinto a mí. De ahí que incluya la ironía de llamarlo con una inicial, como si quisiera mantener su identidad secreta a la manera de las antiguas novelas libertinas, pero dé la casualidad de que esa inicial es la de mi propio nombre de pila. A partir de ahí, defiendo mi novela como una obra de ficción, porque es lo que es: no de autoficción —ese término se lo dejo a los idiotas modernitos—, sino de ficción, de principio a fin. No importa si yo he follado tanto o no he follado nada. Lo importante es que en esa sociedad sí se puede follar tanto, y todo lo que de ahí se deriva en cuanto a conocimiento de su sociedad, de sus mujeres y, paradójicamente, de la soledad propia. Y en un plano más serio, reivindicas la obra de Prochazka. ¿Sigue estancado el «realismo» en las instituciones culturales dominantes? Publicas en Hermenaute, además, que es una editorial que apuesta por todos los géneros pero que tiene una evidente predilección por lo fantástico. ¿Por qué esta editorial para tu novela tras cinco años de silencio? Enrique Prochazka es uno de mis autores favoritos, en efecto. Es el se-
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creto mejor guardado de la literatura peruana y que no me canso de recomendar. Richard Parra es otro escritor peruano que me fascina, curiosamente de vocación naturalista. En cuanto a lo que comentas, en realidad Hermenaute fue la primera editorial que se interesó por publicar mi novela y además su editor, Lluís Rueda, la entendió a la perfección. Veía igual que yo su contenido y confiaba en que era una novela de largo recorrido. Por eso aposté por ellos, aparte de la simpatía adicional que me despertó el hecho de saber que estaban especializados en varias líneas de género fantástico. La novela en realidad tuvo muchos problemas en el panorama editorial español: mi antiguo agente no la comprendió y mi nuevo agente no logró colocarla. Al parecer, causaba indignación en los editores grandes. Un editor independiente dijo que le encantaría publicarla porque le parecía buenísima, pero que solamente podía editar obras que su madre pudiese leer. Así
que si ese es el baremo de las editoriales independientes… En fin, básicamente todos se quejaron de que el contenido era demasiado controvertido y de que incluía muchos vulgarismos. Yo que estoy orgulloso de ser un nuevo burgués, ¡y las editoriales españolas todavía me ven como si fuese Conan el Bárbaro! Traigamos un pasaje del libro y responde a la pregunta que en él le hace Candy a H, al referirse a emergentes novelas gráficas que diversas mujeres de países subdesarrollados habían lanzado con éxito comercial: ¿es que no te sienta bien que personas en situaciones de opresión encuentren en el cómic el medio ideal para expresarse de cara el público? Yo no soy H, querido. ¿No se te ha ocurrido pensar que en esa escena yo sea Candy? Ponte sentimental. En Deshacer las Américas hablas de la playmate brasileña de julio de 2010, Juliana Araujo, con un rostro idóneo para el buen humor y la sonrisa limpia. La sonrisa en la mujer es algo muy im-
portante para la vida sexual; para la vida, escribes. Y a H se la pone dura. ¿Cuánto hay de D. H. Lawrence en él? ¿Hay algún atisbo de sentimiento en sus acciones? D. H. Lawrence es y ha sido muy importante para mí, más que para H. Descubrí varios puntos de contacto entre su vida y la mía que me han hecho muy difícil no proyectarme en su personalidad y trayectoria: él fue prácticamente el único escritor de clase baja del panorama literario británico del primer cuarto del siglo XX, tenemos un sentido de la disciplina similar, muy proletario; su familia también procede, como la mía, de un entorno laboral minero, con toda la aspereza, campechanía y brutalidad que ello conlleva, en contraste con un panorama literario dominado por la clase alta y académica; él era bisexual, y mi sensibilidad también lo es; él tuvo que largarse de Inglaterra, asqueado por la prohibición de El amante de Lady Chatterley, y acabar sus días autoexiliado en México (sus restos todavía siguen allí; sus herederos se niegan a
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Entrevista a Hernán Migoya
El salón de los espejos
que golpea por su honestidad y pone los pelos de punta, y que debería poder leerse en España. En cuanto a clásicos olvidados o denostados, he devorado en un año todas las novelas de Daphne du Maurier, la maravillosa autora de Rebeca, creadora de las historias más salvajes y crueles que he leído en mucho tiempo. Ríete de mis libros.
enviarlos de vuelta a su país), y yo, antes de leerle, decidí exiliarme al Perú por mi demonización con Todas putas… Creo que lo que más nos diferencia son las preocupaciones formales y que ningún otro escritor varón que yo haya leído ha creado personajes femeninos con su riqueza y tino. Me encanta El amante de Lady Chatterley, que no había leído en mi juventud porque la crítica española decía que era una banalidad decadente y burguesa (¡burguesa!). Y es todo lo contrario… Pero todavía me fascina más La serpiente emplumada, su novela sobre México. Me sentí muy identificado con su visión mística de América Latina. Me alegra mucho tenerlo como referente, me da calma. Tu estética literaria está influenciada por la visión cinematográfica, la novela gráfica, el guión de cómic, el reggaetón (leído en la infalible Wikipedia). ¿Te sientes muy diferente a lo que están haciendo otros escritores o sí que compartes afinidades electivas? El formalismo de la mayoría, que se convierte en plano y en reproducción continua del peor realismo, ¿es miedo o falta de conocimiento? No puedo hablar mucho de escritores españoles contemporáneos, porque leo a muy pocos. No me siento
identificado con la mayoría de escritores actuales, no sé si por ego, por desmarcarme y sentirme especial o porque realmente no tengo mucho en común. La mayoría de escritores que conozco están obsesionados con leer a sus amigos o lo último que sale, y mi obsesión es leer clásicos, porque mi formación fue muy autodidacta y tengo muchas lagunas. Así que básicamente me esfuerzo por leer libros antiguos, conocidos o no, porque disfruto más, me dan una perspectiva mayor de lo cíclico de nuestras inquietudes y comportamientos. Suelo esperar una década antes de leer un libro recién lanzado. Autores españoles de hoy que me gustan, te puedo citar a Albert Sánchez Piñol, que es un modelo de escritor rarísimo en nuestro país: un escritor que se apoya básicamente en la imaginación como motor, y no en el intelecto como tantos intentan fingir en nuestra tradición cultural; me gustó mucho Asesino cósmico de Robert JuanCantavella, porque era un homenaje al bolsilibro español muy bien escrito; y me ha flipado Los rendidos del peruano José Carlos Agüero, un ensayo escrito por el hijo de dos terroristas de Sendero Luminoso, asesinados hace años,
Son minoría los escritores españoles que se han acercado al cómic, al punk gráfico, a la tradición norteamericana underground, a otras vías de expresión más rupturistas. ¿Te consideras un raro? Soy raro, pero no sé si por eso. Yo empecé en el mundo del cómic a los diecisiete años. Publiqué mi primera historieta profesional como guionista; no ha sido una moda a la que me apunté porque ahora es cool hacer novelas gráficas, como veo por ahí. Soy raro en que cuando llegué a la literatura ya llevaba más de quince años en los cómics, y en ese mundo no hay fama, ni dinero, ni tanto prestigio como en la literatura. Así que cuando entré en el mundo literario, creo que aporté un poco de desmitificación de ese universo, y eso irritó un poco a los escritores que viven encantados construyendo su propio pedestal y que no conciben el reírse de uno mismo. En eso sí soy raro. Tampoco pertenezco a ninguna camarilla literaria ni política, no me cuelgo medallas a mí mismo por mis opiniones políticas y sociales, y puede que eso me haya perjudicado, porque no me he arrimado a nadie con poder ni busco la protección de un colectivo. He estado siempre solo y siempre he ido por libre. ¿Crees que Deshacer las Américas se convertirá en una nueva «amenaza Migoya» y será silenciada? Es que no sé si realmente soy silenciado o en realidad lo que sucede es que no le intereso a nadie.
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El cielo raso
Cristina Gálvez. Tres relatos
tres relatos Cristina Gálvez
.Retrato del amante El amante suele aparecer en nuestra vida de improviso, siempre demasiado pronto o demasiado tarde, cuando ya nos habíamos acostumbrado a una existencia sin amantes y la encontrábamos placentera y hasta envidiable. Por azares irreversibles, se cruza un buen día en el camino a casa y de pronto, sin saber muy bien cómo, nos descubrimos teniendo una aventura con la que no contábamos, escogiendo con cuidado la ropa interior, usando perfume y el aceite de almendras dulces que habíamos relegado al fondo del armario del baño porque nos parecía un inútil despilfarro de suavidad, y nuestra vida, ajetreada como pocas, no admite fácilmente los rituales del cuerpo y el disfrute. El amante se cuela en nuestra existencia como un ladrón de guante blanco y nosotras, siempre solícitas con las visitas, corremos a mostrarle el escondite de las joyas. Él no tiene reparo alguno en pedir lo que desea. Nosotras, acostumbradas desde hace mucho a silenciar nuestros gustos, nos maravillamos entonces de su honestidad un poco ruda pero valiente. Después de todo, el amante ha llegado a nuestras vidas para enseñarnos, entre otras cosas, la valentía. Hay que ser valiente para poder admitirlo en las horas apretadas de la agenda, en la placidez de nuestros horarios ya conocidos, pero se trata sin duda de un esfuerzo compensado por los beneficios que su existencia otorga. Su idea nos cosquillea agradablemente la nuca cada vez que cruza por nuestra cabeza camino del dentista o en el paseo junto al río. Nos parece un regalo valioso que debemos mantener fuera de toda moralidad, algo que suele resultarnos sencillo excepto en el supuesto de mujeres que poseen algún compromiso previo, y ni siquiera en todos los casos, pues, por suerte, las hay muy preparadas para compatibilizar una pareja y varios amantes al mismo tiempo y sin un gramo de culpa.
El amante, decimos, nos parece en un primer momento un misterioso premio que no creíamos merecer. El interés que muestra en nosotras lo vuelve particularmente atractivo. Ni siquiera reparamos en los signos de una futura calvicie, y su manera de caminar algo torpe nos resulta muy atractiva. Para darle relevancia ante las amigas lo comparamos con actores de cine a los que se parece nada o casi nada, o con otros amantes que tuvimos en el pasado, a los cuales habíamos comparado a su vez con los mismos actores. Exaltamos sus virtudes e ignoramos sus defectos, tarea a la que ayuda considerablemente el hecho de que nuestro conocimiento de él sea bastante reducido. En este proceso, el amante se va apoderando con ligereza de nuestros días. Una mañana nos despertamos imaginando qué ropa elegirá para ir al trabajo y de qué color será su cepillo de dientes. Otra, nos preguntamos qué echará en la cesta de la compra y si usará el programa con prelavado para la ropa blanca. Nos preguntamos también qué marca de gel le gustará, de qué hablará con su madre y sus amigos, si guarda fotografías de cuando era niño en algún lugar de la casa y qué lee antes de irse a la cama. Empezamos también a cuestionarnos si de verdad le gustarán las verduras tal y como nos ha asegurado, y si será de esos hombres que dejan la tapa del váter alzada —por nuestra breve experiencia sospechamos que sí, pero como aún es pronto conservamos la esperanza de equivocarnos—. A veces, antes de quedarnos dormidas, nos imaginamos que vigila nuestro aliento durante el sueño, preso de alguna vaga ansiedad de poseernos. Ingenuamente llegamos a convencernos de que, en nuestra ausencia, ha comenzado a pensarnos con la misma obsesión paranoica con que nosotras lo hacemos. Lo más probable es que el amante viva lo bastante tranquilo y tenga sus horas lo bastante ocupadas como para no
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Cristina Gálvez es antropóloga y escritora. Ha publicado los libros de relatos Monstruos cotidianos (Traspiés, 2008) y El verano ya no está aquí (Nazarí, 2016), y es coautora de la colección de cuentos Afinidades (Siete Suelos, 2002). Relatos suyos han quedado recogidos en diversas antologías y obras colectivas como Cuento vivo de Andalucía (Universidad de Guadalajara, México, 2006) y Ficción Sur (Traspiés, 2008).
tener que recurrir a agotadoras fantasías. Nosotras no; nosotras, que sentimos una particular debilidad por las fantasías, lo seguimos invocando aquí y allá, como pasatiempo. De forma más o menos premeditada elegimos la ropa para él aunque sepamos que no vamos a verlo; nos limamos las uñas y nos cepillamos el pelo con intención. Somos conscientes de que puede aparecer en cualquier momento, sin avisar, tal y como apareció aquel día en que nos encontramos por primera vez a la salida de un teatro o en el parque donde jugaban los niños de otros, o tal vez los nuestros. Gracias al amante, conocemos bien el significado de la palabra casualidad. Todos estos gestos (elegir la ropa, cepillarnos el pelo) los realizamos, no obstante, con deleite, porque el amante ha despertado en nosotras un sentimiento de seguridad que no creíamos poseer. Por primera vez desde hace mucho nos miramos en los escaparates satisfechas de lo que vemos. Cierto es que renovamos nuestra colección de medias, usamos faldas más a menudo y pensamos en ganar o perder algún kilo; pero lo hacemos sin la vieja aprensión que sentíamos ante las antiguas parejas a las que no les gustaban nuestro corte de pelo ni nuestra ropa interior y que, confiadamente, nos lo recordaban de tanto en tanto. A nuestro amante, sin embargo, le gustamos tal cual. Nos mira todavía con los ojos del deseo, y eso nos embellece mucho más que cualquier consejo estético. De prolongarse en el tiempo la aventura, llegará luego la fase en la que el deseo sea menos urgente, pero esa fase ni siquiera nos la planteamos. No nos interesa, por ahora, que el amante se convierta en otra pareja que nos fiscalice o nos rehúya. Preferimos mil veces su aire de cazador, sus caricias que nuestra piel aún no reconoce. En cierto modo, preferimos también verlo sólo de vez en cuando y que el resto de nuestros días nos sigan perteneciendo. No queremos que sea una presencia predecible en el calendario, aunque a veces nos inquietemos y recordemos con nostalgia los tiempos felices con nuestras parejas, antes de que empezaran a sugerirnos un cambio de peinado o de lencería. Con el amante basta un recordatorio de su existencia, la idea de un próximo encuentro que aún no se ha concretado; basta con temer un poco y sufrir por la incerti-
dumbre de que nos deje plantadas, de que se canse de nosotras, de que no le gustemos lo suficiente. Todo eso forma parte de la emoción de tener un amante; es el precio que pagamos por disfrutarlo en nuestras vidas. De no hacerlo, tendremos que recurrir a nuestra bien conocida soledad o a la búsqueda de una nueva pareja bienintencionada que nos aleccione o se deje aleccionar. Pero hace tiempo que decidimos que eso no nos conviene, así que el amante, llovido del cielo, aparecido por arte de magia, se convierte en la guinda perfecta que adorna el cóctel de nuestros días. En realidad, este amante tiene una importante función que cumplir aunque muy probablemente él no lo sepa, y aunque al principio nosotras tampoco lo sepamos. Por inercia, seguimos pensando en anillos de compromiso y en serenatas a la luz de la luna. Queremos, sin quererlo realmente, que la vida junto al amante se transforme veloz en una vida con la pareja bienintencionada. Nos imaginamos que sólo así podremos ser verdaderamente felices, sin darnos cuenta de que ya lo somos. Es sólo después de las primeras citas que comenzamos a sentirnos bellas e irresistibles ante cualquiera. Empezamos también a encontrar bellos e irresistibles a otros hombres, a los que miramos fijamente sin ningún temor a ser descubiertas, porque el temor ha dejado de formar parte de nuestros sentimientos habituales. Antes bien, nos comportamos con una pizca de descaro y no poco sentido del humor. Nos hace mucha gracia desear a tantos hombres a la vez; el mundo se ha transformado para nosotras en un yacimiento infinito de amantes. No nos importa si estos amantes potenciales llegan o no a convertirse en efectivos amantes; ni siquiera nos importa si nos rechazan. De alguna forma, sabemos que el mundo se ha abierto y que es todo para nosotras, y, durante el tiempo precioso y breve que dura el espejismo, vivimos sin miedo de habitarlo, delicadas y voraces como plantas carnívoras, proyectando viajes o pintando cuadros o habitaciones, sin pensar en la antigua pareja bienintencionada o pensando lo mínimo, lo justo, lo imprescindible para seguir siendo mujeres de nuestro tiempo.
El cielo raso
Coral y el sótano Cuando Coral viene a casa corre siempre a sentarse en el sillón rojo, y desde allí me espía divertida el resto de la tarde, se ríe y me hace muecas y se entretiene jugando con las cuentas de su amuleto de Tasmania como un gato perezoso. Yo la invito a té verde con pastas y le guardo las etiquetas de cerveza de los botellines, que compro de marcas extrañísimas y siempre diferentes para asegurarme su regreso, temeroso de que también ella deje de llamar un día a mi puerta y yo me vea solo en el sofá, observando con desconsuelo el sillón rojo y la alfombra persa en la que Coral sacude las migas de las pastas sin ningún miramiento. De nada me serviría entonces el entarimado suave por el que ella disfruta pisando descalza; ni las lámparas turcas que voy encendiendo una a una cuando se queda hasta después de que oscurece. De nada me serviría la pecera llena de rarezas traídas de los mares del sur a la que Coral pega la nariz con el aliento entrecortado; ni el brillante colorido de los mandalas tibetanos, ni el atrapasueños de bambú que golpetea con delicadeza cada vez que abro la puerta de la cocina. Imagino que, de no ser por Coral, la casa, mi casa, se habría quedado definitivamente reducida a un envoltorio lujoso de arcones y tapices, hermoso escenario de cartón piedra que nadie se entretiene en visitar, yo mismo convertido en cartón piedra, monologando aburrido con los peces de mi acuario. Es por eso por lo que me esmero en prodigarle mimos y atenciones cada vez que llega, aunque a veces se ponga tan pesada y quiera recitarme todos sus poemas; que enciendo la calefacción y las velas de olor para que se quede a cenar y se sienta a salvo de las hostilidades del mundo, y yo piense entonces que claro, la media luz, la música de blues, la manta suave sobre las rodillas de Coral; yo piense entonces que la casa, claro, ese refugio. No es que Coral o yo hagamos o digamos nada especial durante nuestros encuentros. Los dos somos seres pacíficos y perezosos, y nos gusta enfrascarnos en nuestra propia pereza. A menudo nos quedamos en silencio, ella garabateando dibujitos en los márgenes de una revista; yo observándola con algo parecido a la paz. En el sótano, como siempre, se oyen los llantos que los dos afablemente ignoramos. Reconozco que a ratos muy breves, amortiguados como quedan por la música y el tarareo absorto de mi invitada,
Cristina Gálvez. Tres relatos
llego a olvidarme de su existencia. Es tan sólo un espejismo mío, claro, porque en el momento menos pensado se escucha de pronto un alarido ahogado por lo que podría ser una mano o una almohada. Golpes que hacen retumbar los cimientos de todo el edificio. Disparos. Irreconocibles crujidos. A veces casi llego a pensar que bajo mis pies están restaurando o destruyendo toda una ciudad, talando los árboles del Amazonas o dinamitando el Potosí. A veces, los gemidos me parecen maullidos de gatos moribundos, y otras, inconfundiblemente humanos. A veces incluso —y esto es lo más desconcertante— me llegan risas en medio de un estrépito de lozas y cristales: risas de mujeres lavando juntas en un río o danzando alrededor de una hoguera; de niños corriendo o de amantes jugando a resistirse. En medio de los sollozos y los gritos y los golpes, las risas se escapan como una lluvia de cristales. Nunca hay forma de saber cuántos son. Coral, sin embargo, jamás presta atención ni a las risas ni a los gritos ni a los sollozos, lo cual me resulta fantástico e inconcebible a partes iguales. Mientras yo me angustio imaginando lo que ocurre ahí abajo, ella suele dedicarse a identificar a las palomas que se posan en el tejado de enfrente y a ponerles nombres de cantantes francesas. Mira, ahí viene Françoise de nuevo, dice con alegría desconcertante; o bien: Edith no tiene hoy muy buen aspecto. O se queda muy quieta con la cabecita inclinada, como si escuchara la lluvia, para concluir, como si dispusiese de un maravilloso filtro auditivo, que hay un gato en celo rondando mi calle. En esas ocasiones sonrío sin poder ocultar mi perplejidad y busco alguna cajita que poder regalarle, una ofrenda a mi pequeña diosa de la fantástica ignorancia. Antes era más escéptico; pensaba que mentía y buscaba cualquier ocasión para intentar ponerla en evidencia. Inútil. Después de muchos meses de encerronas fallidas tuve que acabar admitiendo que los sentidos de Coral no le permiten acceder a una parte del mundo. Simplemente, no existen para ella los gritos y los llantos, o los evita con la intuición del arquero zen que no puede ver su objetivo. A pesar de su curiosidad infatigable, nunca me ha preguntado a dónde conduce la trampilla que
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Joaquín López Cruces ©
hay debajo de su sillón de reina. Imagino que, a su particular modo, sabe que se trata de una pregunta sin respuesta. Quizá, me digo con cierto desconsuelo, intuye que soy un cobarde y que nunca abrí esa trampilla. Que ni tan siquiera sé si puede abrirse. Que, cuando llegué a esta casa, el sillón ya estaba en ese rincón que ahora ocupa su cuerpo liviano, y el dueño me advirtió con la cara sudada sobre el ruido del vecindario, y yo asentí distraído y pensé que era un precio asumible por la casa de mis sueños, y a la noche erré como un alma en pena buscando sin éxito la habitación más silenciosa y nunca, nunca, me atreví a mover el sillón de su lugar. Quizá sabe, sin necesidad de que yo se lo diga, que no soy partidario de meterme en la vida de nadie, y que si el sótano se llena de rugidos de fieras o voces de niños, alguna explicación, que no tiene por qué ser de mi incumbencia,
existirá. Qué me importan a mí el sótano y sus legiones de ratas, me digo a menudo. A mí me basta con que Coral siga viniendo cualquier tarde, así sin avisar, me pida un té de menta, se arrellane en su sillón y me narre con deleite sus sueños de la noche anterior en los que siempre aparecen elefantes, hidroplanos y caravanas de dromedarios, sin que el vocerío que llega de abajo la inmute lo más mínimo, completa y extraordinariamente sorda al estrépito de las apisonadoras. En los momentos críticos, cuando los golpes se transforman en disparos y los lamentos en aullidos, pongo alguno de mis discos preferidos, de los Rat Pack o de Judy Garland, subo el volumen al máximo y Coral y yo cantamos al unísono, muertos de risa cada vez que nos inventamos un pedazo de la letra; contentos, al fin y al cabo, de que afuera esté lloviendo y maúllen los gatos en celo.
El cielo raso
Unas vacaciones en los fiordos Olivia M. descubre a los cuarenta y tres años, en un restaurante de los fiordos noruegos, que no le gusta viajar, y se siente de inmediato vieja y fracasada, irremediablemente vencida por la realidad de los acontecimientos. Ha accedido a realizar este viaje con unos amigos, aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Le parecía que los fiordos eran un lugar lo bastante accesible para su oxidado espíritu aventurero y a la vez lo bastante inaccesible como para poder exhibirlo en su desactualizado currículum de viajes. A las cuarenta y ocho horas escasas de haber abandonado su ciudad, sin embargo, mientras come salmón en un restaurante de la costa de Sogn, se sorprende pensando con nostalgia en la almohada demasiado blanda de su cama de X y en unos garbanzos con espinacas que dejó en el congelador. Piensa que los fiordos no le resultan particularmente atractivos y que los noruegos, aunque elegantes, son insípidos y poco prometedores. Al principio prueba a consolarse argumentando que el destino no era, después de todo, el adecuado para retomar sus expediciones por el mundo, pero lo cierto es que no se le ocurre ningún otro más tentador, ningún lugar en el que quisiera estar más que en su casa, tecleando frente al ordenador o trasplantando el rosal enano. Piensa luego que los amigos con los que viaja, tan educados, conocidos desde hace poco, pueden no ser los compañeros ideales para compartir un viaje por los fiordos noruegos, pero casi enseguida se desdice y tiene que reconocer que son todos personas interesantes y de conversación amena, y que en ningún caso constituyen un obstáculo a su disfrute. No se trata, por tanto, de ese viaje, concluye al borde de las lágrimas, sino del hecho mismo de viajar; y el saberlo la llena de desdicha. Después de todo, ella es una mujer culta, cosmopolita y con cierto poder adquisitivo. Tiene una carrera exitosa en la universidad, y en sus clases habla de sociedades remotas, de feminismo y de experiencias de cooperación internacional. Sabe que las mujeres de su tipo son grandes viajeras. Se desenvuelven fantásticamente en los aeropuertos, les encantan los museos de historia natural y los de arte contemporáneo. Saben varios idiomas y coleccionan tapices y pequeñas artesanías que van adquiriendo en sus estancias por el mundo. En las reuniones, siempre mencionan a un amigo de Armenia o Nueva Zelanda que lleva años esperando su visita. Olivia M. pertenece a esa clase de mujeres, y ciertamente se enorgullece de haber viajado —porque algo ha viajado antes de su descubrimiento de hoy, esa es la verdad— y lo saca a colación siempre que puede, aunque lo hace sin que se note, porque lo importante de un buen viajero es que hable de sus viajes como si no le importasen mucho, o como
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si fuesen algo tan cotidiano como ir a comprar el pan o a desayunar al café de la esquina. Pero hoy, mientras saborean el salmón en el restaurante y celebran con grandes elogios la vista panorámica y la idea de haber venido a Noruega, Olivia M. no siente deseos de hablar de sus otros viajes, y mucho menos de este. Añora el programa de radio que escucha justo a esa hora, cuando almuerza en la cocina soleada de su casa de X, desde la que sólo se divisan el cielo y los ladrillos grises de edificios vecinos. Ante las exclamaciones y los planes de sus compañeros para los próximos días se muestra sonriente y reservada, y alega cierto dolor de cabeza para ocultar su desolación. En su juventud, Olivia fue una buena viajera. No de las mejores, pero sí una viajera aceptable. Le gustaba el vértigo de las aduanas y el jet-lag, y le parecían increíblemente pintorescos el desorden y la suciedad de los alojamientos, la monotonía de la comida, la incomodidad o el peligro de los transportes públicos. Recordaba con especial predilección un viaje a Tailandia que hizo con una amiga poco después de conseguir su primer empleo en la universidad. Su amiga y ella se alojaban en hoteles pensados para extranjeros, llenos de vegetación, farolillos y tapices que a ellas les parecían muy auténticos. Las atendían chicas diligentes y silenciosas, vestidas con hermosas telas de colores brillantes. A Olivia la admiraba el trasiego constante de aquellas mujercitas que se afanaban en sus tareas de la forma más pacífica, desde el amanecer hasta la puesta de sol, siempre con una media sonrisa de recogimiento en los labios. Sin necesidad de dirigirse la palabra, las chicas se coordinaban como si fuesen pájaros de una misma bandada o flores que ocuparan su hueco en el prado. Ella las observaba cuidar de los jardines y transportar la ropa recién lavada a las habitaciones y le parecía, al cabo del rato, estar contagiándose de su serenidad, lo cual la llenaba de un increíble gozo. Un día supo que las empleadas de los hoteles pertenecían a una etnia mal considerada por el resto de la población y que tenían prohibido hablar entre sí o dirigirle la palabra a los clientes durante sus horas de trabajo, y la serenidad que experimentaba al observarlas se tornó agridulce. Olivia M. hizo algunos viajes más después de aquel, aunque sin el mismo entusiasmo. Estuvo en Japón y la decepcionó la cultura japonesa; en Madagascar, donde la horrorizó el avance de la desertificación, y en varias ciudades europeas que, aunque agradables, guardaba en su haber como destinos menores. Poco a poco, su radio de acción acabó reducido a ciertas visitas a viejos amigos que residen en lugares que Olivia ya conoce y que, aunque hermosos, muchas veces ni siquiera llega a recorrer. En estos viajes, es frecuente que pase las tardes enteras en las casas de sus amigos y sienta
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pereza de ir a visitar el Louvre o los Ufizzi, de manera que vuelve luego sin ninguna foto, ningún regalo ni souvenir que certifique que, efectivamente, ha estado allí. Si los amigos no tienen hijos y la casa es cómoda, puede aguantar en el lugar hasta una semana, en la cual alterna las sobremesas en compañía con largos paseos en busca de librerías y parques. Pero si visita a una familia con niños pequeños, o a algún amigo cuya mujer no conoce bien, o se hospeda en casas húmedas o poco limpias, o también cuando visita a amigos que descubre de pronto que han dejado de serlo, Olivia M. acusa rápidamente la distancia y parte en pocos días con gran regocijo y sin remordimientos. Con el tiempo, también estos viajes han ido disminuyendo. Casi todos los viejos amigos tienen hijos, o parejas desconocidas, o vidas que quedan muy lejos de la vida de Olivia. En parte, le pesa un poco esta falta de viajes, sobre todo cuando sus conocidos planifican cada verano expediciones al Amazonas o cruceros por el Egeo. Ve muchos documentales del National Geographic y siente, como en su juventud, grandes deseos de visitar en persona todos esos lugares, pero lo cierto es que, cuando en los documentales aparecen sitios que ya conoce, le parece que estos son infinitamente mejores en las imágenes que en sus recuerdos. En los documentales puede ver las jirafas pero no tiene que sufrir los mosquitos, y admirar los techos de la Capilla Sixtina sin tener que hacer la cola para entrar al Vaticano. Al final —concluye, aunque no lo dice a nadie—, resulta mucho más práctico viajar desde casa que en tren o en avión, y poco a poco va acomodándose en el sillón de su piso de X. Pero Olivia M. tiene tendencia a la queja, así que en algún momento acaba lamentándose de la monotonía y añorando los tiempos felices del jet-lag. Sus amigos, que creen ingenuamente en la sinceridad de su descontento y guardan su propio listado de viajes que sueñan con ampliar, acaban convenciéndola para que recupere la ilusión de vivir que derrochaba en su juventud, cuando era una viajera feliz y atolondrada. Es entonces cuando Olivia acepta sin pensarlo mucho la proposición de los fiordos, y se compra un forro polar y unas botas de tejido impermeable. Busca en la Wikipedia información sobre la costa del Báltico y ve algunos documentales. Se ilusiona. Paga el pasaje, confirma la reserva de los hoteles, busca a alguien que le riegue las plantas. Y entonces, a las cuarenta y ocho horas escasas de haber aterrizado en su destino junto al resto del grupo, realiza y asume el asombroso descubrimiento, y se siente como una malhechora. A partir de aquí todo sucede de manera bastante predecible, o al menos predecible hasta cierto punto. Olivia se resigna a soportar sin ganas los días que le quedan en los fiordos,
prescindiendo de las excursiones y atrincherándose en las habitaciones de los hoteles por los que pasan mientras sintoniza a través de la wifi sus emisoras preferidas. Alega problemas de salud y consigue que sus compañeros de viaje desistan de convencerla para que se les una en los paseos. Le apetece estar sola. Al principio se angustia y llora un poco, ocultando los ojos enrojecidos en el desayuno y contando los días que faltan para regresar. Por pura evasión se dedica a leer los dos libros que metió sin mucho interés en su bolso de viaje, cuando pensaba que habría en los fiordos demasiadas cosas interesantes como para andar preocupándose por literaturas. Ninguno de los libros le resulta particularmente bueno, pero descubre el placer de leer muchas horas seguidas sin nada que la distraiga, como cuando era joven. Agradece la monotonía de los días y los hoteles, que no la obligan a sorprenderse. Luego, cuando ha acabado los libros, pasa las horas en silencio, escuchando los rumores de las habitaciones contiguas, de la calle, de su propia respiración. Se entretiene imaginando lo que dicen las voces al otro lado de los tabiques de papel pintado y escuchando el sonido con el que tiemblan levemente los cristales azotados por el viento. Las habitaciones de hotel en Noruega le parecen, con el paso de los días, cada vez más vivas, más interesantes, aunque no sabe encontrar una diferencia reseñable con el resto de hoteles europeos por los que ha pasado, a no ser los tejados puntiagudos y el aire falsamente rural que los envuelve. Tal vez sea la inclinación de los rayos de sol entrando por la ventana o el olor peculiar de la madera de los muebles. ¿Los tratarán con aceite de linaza?, se pregunta pegando la nariz al respaldo de una silla. Este tipo de detalles la mantienen completamente absorta durante el resto del viaje, como si hubiera hecho un descubrimiento fundamental. Sus compañeros dejan de hablarle de los paseos y las excursiones en kayak de los que regresan cada día fascinados y exhaustos; de algún modo, sienten que sus relatos no pueden competir con las horas apacibles de su amiga, que los escucha sonriente y como distraída, y se sienten incómodos, cogidos por sorpresa en alguna farsa de la que no acaban de ser conscientes. Aunque por piedad y educación no lo dicen, están profundamente arrepentidos de haberla traído como compañera de viaje y deciden, cada uno por su cuenta, no volver a invitarla a compartir con ellos unas vacaciones. Olivia M. no se da por aludida, y con el paso de los días se muestra cada vez más feliz y ajena. A su vuelta se despiden con cordialidad y alivio en el aeropuerto. Ya en la casa de X, Olivia mantiene durante varias semanas la sensación intensa de haber vivido por primera vez algo realmente diferente, aunque cuando los demás, ávidos de aventura, le preguntan, no sabe decir el porqué.
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Alejandro Molina Bravo. El juego
El cielo raso
El juego Alejandro Molina Bravo
.Cuando era niño, yo moría todos los días. Moría a la misma hora, a las cinco de la tarde, cuando acababa la escuela. Estudié en un colegio de curas, en esta misma ciudad donde nací y moriré una vez más. Mis compañeros de clase eran subnormales, y se suponía que yo también. Eso era lo que todos pensaban, así que cumplí con lo que se esperaba de mí. Yo era, soy, sordomudo. Que no pudiera oír ni hablar era síntoma inequívoco de que mi cerebro estaba dañado y, por tanto, mi intelecto inferior al de los otros niños. Mi madre nunca lo creyó, pero mejor tener unos estudios de subnormal que no tener estudios. Por lo menos aprendí a leer y escribir, y ya de muy niño fatigaba libros y periódicos. Hablar nunca supe, ni siquiera con las manos, porque no me enseñaron. Mi madre, la pobre, que en paz descanse, hizo lo que pudo; se deslomaba a trabajar durante todo el día, viuda de guerra como era. Mi vida, pues, se reducía a una sucesión de clases estúpidas y repetitivas. No tardé en crearme un mundo propio limitado a las paredes de mi cráneo, poblado de personajes e historias. Me inventé una voz que hice mía, una voz insonora que sólo yo era capaz de oír. Aprendí a leer los labios y adquirí la costumbre de comunicarme tan sólo por medio de un cuaderno y un lápiz que siempre llevaba en el bolsillo. Pocas veces los usaba si no era con mi madre, pero aún los guardo con mimo: en esos cuadernos está encerrada mi alma. En la escuela no tenía oportunidad de desarrollar mi mundo, tampoco en el recreo, pues los imbéciles éramos separados de los otros niños, que nos miraban con curiosidad y miedo. Si bien nuestros mundos estaban perfectamente delimitados en el colegio, no era así en la calle. Al salir de clase, poco antes de la hora de la merienda, los otros niños nos llevaban a un descampado sembrado de escombros, vestigios de una vieja casa de la que sólo quedaban en pie dos paredes desoladas. Nuestro juego favorito consistía en escenificar un fusilamiento. Como en uno de verdad, había fusileros y fusilados. Yo era de los fusilados, por supuesto; ese papel estaba reser-
vado a los subnormales, era algo incuestionable. Los que habíamos de ser fusilados éramos alineados de espaldas a una de las paredes desconchadas, que se unía a la otra formando una esquina. En ese rincón moríamos. Nos ataban las manos a la espalda. Después nos vendaban los ojos. A todos menos a mí, que como no podía oír sus bocas imitando los disparos, no sabía cuándo debía morir y caía a destiempo. Así pues, yo debía quedarme de pie y ver cómo me mataban. Los niños fusileros, en pantalón corto, se alineaban delante de los futuros muertos ataviados con uniformes militares hechos con periódicos caducos. Entre ellos y nosotros, un niño con un ridículo capirote de papel crujiente, que le quedaba grande y le estorbaba la vista, gritaba las órdenes de ejecución al tiempo que levantaba un palo de escoba por encima de su cabeza: ¡Apunten! Los niños verdugos alzan sus palos, rústicas armas, a la espera de la orden definitiva. ¡Fuego! Y disparos entre dientes, y niños que gritan desesperados al caer pero ríen en el suelo, divertidos de estar muertos. Luego, el niño del sombrero papirofléxico desfila junto a los cuerpos caídos, estremecidos de risa, comprobando que todos estemos bien muertos; se para y grita: ¡Este todavía respira! Levanta su palo, apunta a la nuca mientras guiña un ojo y dispara con los carrillos inflados. De su boca salen escupitajos como balas. Jugábamos sin ver lo perverso del juego. Me excitaba el ansia previa a los disparos, y la rabia y el odio que se me desbordaban al morir, escapando de mí como la sangre. Me sentía orgulloso de mi odio. Y sentía también otra cosa, que aun hoy en este momento último me cuesta admitir, y de la cual también les culpo, os culpo: el placer oscuro de la humillación. Me gustaba jugar, me gustaba morir, se me daba bien. Mentí cuando dije que moría todos los días. Los domingos no. Ese día los niños verdugos iban a misa y se
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Alejandro Molina Bravo. El juego
Alejandro Molina Bravo (Madrid, 1987). Licenciado en Comunicación Audiovisual, es profesor de español y especialista en marketing digital. Ha ejercido también la crítica cultural y cinematográfica. Ha escrito numerosos relatos, por los que ha obtenido el Premio Absoluto en el XXV Concurso de Cuentos Noble Villa de Portugalete y el Concurso de relatos sobre el amanecer de la revista Zenda. Ha escrito una novela y un libro de relatos, ambos inéditos.
confesaban y volvían temerosos de la cólera de Dios. Yo también iba a misa, pero no me confesaba; todo el mundo sabe que los subnormales no pecan. Ni tan siquiera la Gloria eterna nos estaba reservada, pues éramos demasiado tontos para ser mártires. Llegaba el lunes, y volvíamos a matar y a morir. El juego, sin embargo, cambió al poco tiempo. Ya no nos mataban en grupo, nos mataban uno por uno. Cada ejecutor elegía a su víctima, diferente en cada fusilamiento. Pero había un niño que siempre me elegía a mí. Era un niño vulgar y malnutrido, un retaquito miserable. Nos parecíamos mucho, ambos teníamos cara de gente, tan similar a la de tantos otros niños, luego hombres. Desde que me convertí en su elegido, la ceremonia del fusilamiento careció del orgullo y la rabia. Sentía en cambio una desazón profunda que fermentaba en las vísceras y me daba arcadas. Me veía a mí mismo en aquel niño. Peor aún, sentía como si me matara el niño que yo hubiera querido ser. Mi suicidio ultimado por otro. Y así hubo un día en que, sin pensarlo, huí de mi muerte y de mí mismo. Eché a correr. Los niños ejecutores corrieron detrás de mí; no así los fusilados, que cumplían con escrúpulo su papel. Me alcanzaron, me tiraron al suelo, me rodearon y dispararon. Todos menos el niño enclenque, que me miraba llorar como lloramos los mudos, y que me mira ahora, que no lloro. A pesar de los años, su mirada no ha cambiado. Apenas ha crecido, su estatura mínima es una mella en ese simétrico pelotón de fusilamiento. Lo tengo enfrente, como tantas veces lo tuve. Lo sabía ya entonces, de una manera oscura, que acabaríamos así. En este país las guerras van y vienen como las olas. Prefiero que así sea, y que sea él. De hecho, le estoy agradecido: porque él me mató, no le tengo miedo a la muerte. Y no es sino ahora que los fusiles se alzan y nos apuntan, que sé por qué él me elegía. Ahora que me van a matar y que como siempre que me matan no gritaré.
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Dimitris Allos. La tercera muerte de mi madre
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La tercera muerte de mi madre Dimitris Allos Traducción de Reynol Pérez Vázquez
.Cuando era pequeño e intentaba dar los primeros pasos no fueron pocas las veces en que caí raspando mis rodillas. Entonces, en mi indefensión, mi madre me llevaba de la mano, bondadosa y protectora; atenta siempre al menor de mis movimientos. Recuerdo con cuántos esfuerzos lavaba después sus manos, empeñada en borrar las manchas del mercurocromo. Yo, por mi parte, nuevamente me erguía sobre mis pies y siempre conseguí llegar al punto deseado sano y salvo (quién podría dirigir su atención hacia una vendita colgante cuando detrás de todo eso estaba ella: mi madre). Después crecí. Esto tampoco resultó sencillo si se toma en consideración cuánto me atormentaban mis dientes, empujados estos por los nuevos que tercamente querían tomar su sitio derrumbando la dentadura de leche. Los dientes: me dolían y chirriaban como las puertas desvencijadas de una casa abandonada. Incluso varias veces fue necesario atarles un hilito. Y yo escuchaba aquel chirrido apagado mientras contemplaba el gran reloj de pared que mi madre, casi extasiada, me señalaba en el momento preciso. (Ella diariamente se levantaba muy temprano para preparar el desayuno; a veces me despertaba el ruido de una cucharita escapada de la espuma en un instante de descuido y entonces escuchaba al cucú del reloj y al gallo del barrio entonar juntos una misma canción.) Así fue como crecí. Empezaron los juegos y los primeros amigos. Comencé también a descubrir mis dominios personales, que estaban llenos de castillos y princesas, colmados de silencio donde sólo se oía el canto de los pájaros. Fue así, debo confesarlo, que me sorprendí mucho cuando transcurrido algún tiempo escuché la fatigada voz de mi madre llamarme. Tan grande fue mi sorpresa que se asustaron todos mis pájaros (los mirlos, las alondras, la codorniz que se escondía delante de mis ojos, los gorrioncillos con todos sus inviernos, el ruiseñor que había escuchado cantar con su cabecita arrimada al oído de un anciano, el cucú del reloj, el gallo de mi barrio, todas las orgullosas águilas y las
golondrinas que aún no arribaban. Todos, todos. En mi confusión vi elevarse la bandada entera; luego se dispersó entre las cuatro líneas del horizonte. Mis amigos, doblemente sorprendidos, presenciaron mi loca huida, cómo me retiraba estropeando el mejor momento del juego). Empezaron a oírse los gritos de la princesa del cuento, a quien en mi desenfrenada carrera, quebré sus zapatillas de cristal. Corría, corría a lo que mis pies daban para auxiliar a mi anciana madre. Corría y ya no corría solo. Al frente iba yo y tras de mí el principito con su sable desenfundado (todo ha sido tan vertiginoso que no dispongo de tiempo para describiros a ese príncipe. Además, todos los cuentos de hadas están atestados de príncipes) y detrás de él mis compañeros preferidos de juego que se empeñaban en continuar jugando. Oía sus gritos, sus bromas, las respiraciones entrecortadas, también algunas ovaciones; fueron estas las que me alentaron a proseguir mi carrera. Entré en el comedor y cerré la puerta tras de mí. Me cuidé de aparentar compostura para disimular a toda costa mi agitación. «Ven acá, hijito. Ayúdame un poco. Hoy tenemos gran fiesta. Yo ya soy vieja, no puedo hacerlo todo sola. Anda, coloca estos platos sobre la mesa. No te ocupas ya de mí. Desapareces el día entero». Mi corazón latía aún enloquecidamente y los pulmones me ardían de dolor. Yo nada sabía de aquello: de los grandes preparativos, del cansancio de mi madre, de la fiesta. (Pero ¿cuál fiesta?) No terminé de preguntármelo cuando la puerta cayó violentamente. Una multitud abigarrada entró triunfal en el comedor. Príncipes y princesas (una de ellas cojeaba calzada sólo con una zapatilla), también amigos, mirlos, alondras, codornices, orgullosas águilas, ruiseñores y gorrioncillos, y el gallo y unos patos silvestres (las golondrinas no arribaban aún). Mi madre, mujer entrada en años, menos cansada del cuerpo que del corazón, se asustó. Aquellos colores y aquellos gritos eran una tupida granizada; y su cuerpo encorvado
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Dimitris Allos. La tercera muerte de mi madre
Dimitris Allos (Atenas, 1963) es poeta, narrador y traductor del búlgaro al griego. Estudió Sociología en la Universidad de Sofía. Fue miembro fundador y editor de la revista literaria búlgara Ah, Maria (19901994). Ha publicado varios poemarios y su poesía ha sido traducida a varios idiomas, entre ellos el español (La búsqueda del sur. Antología poética. Animal sospechoso, 2016).
por los años no pudo soportarlo, se quebró como una espiga de trigo. Una decena de platos de porcelana cayó quebrándose en mil pedazos, igual que la zapatilla de la princesa; a pesar de la gruesa alfombra del comedor. En aquel pandemónium nadie escuchó el estropicio (ni siquiera yo); era tal el espesor de la alfombra que un aprendiz de ladrón habría pasado inadvertido. Con la boca abierta de un palmo contemplé aquella loca multitud que bailaba y gritaba en torno de la mesa; alguien mientras tanto me sacudió por los hombros: «Vamos, anfitrión ¡despierta! Pon algo de música y tráenos el vino tinto que tu abuelo guarda en la cava. ¿Qué fiesta es esta a la que nos has invitado?» Lo miré perplejo; en su hombro estaba posado el cucú del gran reloj que había salido de su morada para participar también en la fiesta. «Pero tú eres muy pequeño, principito. ¿Qué diría tu madre si se enterara de que bebes?» Él estalló en principescas carcajadas. Entonces advertí el viejo cuerpo de mi madre tendido en la alfombra. Agachado sobre ella, un niño trataba de colocar un pajarillo (al parecer un ruiseñor) en la palma de su mano exangüe; una chiquilla le hurgaba la cabellera haciéndole y deshaciéndole las trenzas incansablemente; un
niño más la alimentaba; un chicuelo que continuamente se acomodaba el fleco le daba diversos nombres e inventaba historias donde ella era siempre la heroína. «¡Madre! —le grité—, ¡madrecita mía!», y la abracé bañado en llanto. Alguien me sacudió nuevamente por los hombros. Me volví con los ojos inundados de lágrimas y me encontré con el principito. «Ahora tú tienes que poner la mesa. Tú serás el novio, nosotros los parientes; y todos festejaremos vuestra boda». Entonces todos nos precipitamos hacia el dormitorio y una vez allí abrimos el armario con los vestidos y los adornos. Una chiquilla se calzó unos zapatos enormes y hacía equilibrios sobre los altísimos tacones; otro de los niños se colocó el sombrero de abigarradas plumas; uno más las pulseras de oro... A mí me colocaron únicamente la alianza dorada y me alegré más que todos ellos; me sentía incluso orgulloso. Tendida sobre la alfombra del comedor, mi madre permanecía con los ojos vidriados, en absoluta independencia, libre y omnipotente, lista ya para su nuevo papel de esposa, silenciosa y bella, convincente como nunca hasta ahora; pálida, palidísima, como aquel ducado que diese la princesita al hada para devolver a su estado de príncipe al horripilante sapo.
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Roman Simic. ´ Desertores
El cielo raso
Desertores Roman Simić Traducción: Juan Cristóbal Díaz
.Tal vez para siempre. Al final de cada verano Senko dice que deberíamos sentarnos en el coche y salir pitando hacia Dubrovnik o Split, tal vez para siempre, pero nunca lo hacemos. Por algún motivo no. Tenemos coche, tenemos tiempo, pero esperamos. Esperamos a que los turistas se vayan, a que las carreteras se limpien, esperamos el mejor mar, esperamos los calamares, y entonces ya es tarde. El uno de septiembre se marcha Tica, y el quince Dinko y Njok. Estudiantes. Entonces nos quedamos solos, nos sentamos y nos ponemos hasta arriba en lo de Marenda. Entonces Senko se calla y hace girar las llaves del coche por sus manos como si prefiriera retorcerle a alguien el cuello. —Desertores —digo para que se sienta mejor—. Había que ponerlos a todos ante un consejo de guerra. Y así. El tiempo pasa, Senko calla, tal vez se sienta algo mejor, o tal vez no. En cualquier caso, los desertores están lo suficientemente distantes como para que podamos darlos por perdidos. Así sabemos que ha llegado el otoño. Bebemos, jugamos al billar, fumamos. En lo de Marenda está encendida la televisión, pero sin voz. —Dale voz —digo, pero Marenda no se gira. —Dale voz —dice Senko y Marenda le da voz. Si algo sabe Senko es hacer que la gente lo escuche. Es capaz de hacer que la gente se asuste o que lo mande al carajo. Y entonces es capaz de hacer que lo escuchen. Mejor aún. Todos excepto Lucija. Me río. —¿Qué hostias te pasa? —pregunta Senko. Es difícil de medir. Yo soy más alto y corpulento, pero Senko es fortachón y rechoncho, rápido, más fuerte de un modo obvio, a lo machote. Sus manos son grandes, y la piel de ellas es oscura y está salpicada de heridas, como si fuese al menos tres veces más vieja que él. Tiene los vellos de las manos quemados, y en la izquierda una quemadura grande y fea se ha puesto roja. De ayer. —¿Qué es? —pregunta. —Nada —digo, y dejo de reírme. Ante Senko no es bueno reírse. No es bueno mencionar a Lucija; al menos hoy, mañana, esta semana, y tal vez para
siempre. Pues eso es así y ocurrió. Es su hermana, y anoche se fue sin saludar, como si nunca fuera a volver. Anoche, después del incendio. Se limitó a coger a aquél suyo del brazo y empujarlo al interior del coche. Yo estaba allí parado y la saludé con la mano, todos lo vieron, pero no. Lucija nada. Ni a ni b. Se fue dejando a la madre llorando y temblando como si alguien le hubiera dado cuerda y no se fuera a parar más. Lloraba y lloraba. Si hubiera sido por la tarde, hubiera apagado el fuego de lo que lloró. Y todo por Senko. Por Senko, Lucija y aquel follarín suyo de Zagreb. Tal vez también un poco por mí, si es que se acordaba de mí, aunque pienso que no. Y así. Ahora tenemos un problema, tenemos a otro desertor, un desertor que es la hermana de Senko, y a un niño de mamá que duerme en mi casa. Senko se reconcome por esto, aunque antes que reconocerlo moriría, y durante un rato aún no nos parece sensato a Marenda y a mí no darle voz al televisor y reírnos. Esas son infancias infelices que siempre son infelices a su manera, y similares mierdas de fumeta como Njok sabe bien contar. Marenda tose. Así ocurre siempre que quiere liar pitillos y hablar al mismo tiempo. —Puede ser cualquier cosa —dice—. Puede que lo hayan cogido o puede que no, que lo hayan provocado, o no, que mientan más que hablan sólo para rellenar páginas… —Recogió con el dedo las últimas partículas de la barra y finalizó el porro—. No sería la primera vez. Ellos rellenan las páginas de la prensa, y las páginas de la prensa nos rellenan a nosotros. —¿Quiénes? —pregunto. —Nosotros, tú, yo… —¿A quién han pillado? —Marenda sabe más que el primer diario, y por eso es a veces imposible conseguir información de él. —Al pequeño. Al que provocó el incendio —dice. Marenda golpetea con el mechero. Ni Senko ni yo abrimos la boca. Senko porque está hasta arriba de mierda, y yo porque lo miro de reojo y espero. —Qué va —dice Marenda, echándome humo a través de la barra—. Para el otoño.
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—Mmmmm. —Doy una calada profunda, manteniéndola tanto cuanto puedo, imaginando que soy un buzo, y buceo, buceo y expulso el aire justo cuando pienso que mis pulmones van a estallar—. Que paren los incendios. Y ahora, mientras él no da la brasa, habría que decir una o dos palabras sobre esos incendios. Marenda ya no lía, así que tampoco tose. Dice. Primero: los incendios se provocan o surgen. Segundo: surgen por motivos a) personales o b) de orden superior. Entre los personales se cuentan la enfermedad, que es la forma más baja y triste, y el odio o la envidia, que son más elevados y complejos. Entre los de orden superior se encuentran la casualidad, el calor y la política. Este verano ha ardido el fuego en Croacia, el resto de Europa y América, y todo por los serbios y Slobo. La gente lo dice, y es verdad: Marenda tenía que haber estudiado. Estudiado, estudiado y estudiado. Pero entonces estaría en Zagreb y habría desertado cada otoño. Así es mejor. Está con nosotros, ve la tele y se encoge de hombros. —O una nueva teoría: ¿por qué la gente provoca incendios? —Aspira el humo y gira la cabeza como si en ese preciso momento se hubiera acordado de algo genial, de algo que hasta ahora se le habría escapado únicamente que por milagro divino—. Porque son unos degenerados, unos depravados o directamente serbios, o puede que porque simplemente no se les deja trabajar. Llega la guerra, dejas de ir al campo, los olivos se olvidan de ti, crecen las malas hierbas, y si quieres llegarte hasta ellos, puedes, bien desbrozar, bien darle fuego… Y la gente le pega fuego. Sin complicaciones. —Trae cerveza y se sienta junto a nosotros—. Lo que no sé es quién encendió el nuestro de ayer. —Nos guiña—. El que empezó en la oficiala. Este Marenda es listo. Lo sabe todo. Quién, dónde y cuándo. En la oficiala. La oficiala es una almecina a la que trepábamos los tunantes para ver a la mujer del oficial1 mientras se duchaba y restregaba el estropajo de cocina por el negro milagro entre sus piernas. Un estropajo verde-amarillo, y tal vez Charlie2, según juraba Tica. Una almecina a la que alguien había llamado «oficiala», quizá por haber sido ambas tan desordenadas y greñudas, y porque la una sin la otra hasta poco antes casi que ni existían para nadie. Y precisamente porque ni siquiera existían, primero se fue una, y tras ella, anoche, la otra. Anoche se nos fue también la casa del oficial, de modo que ahora no quedan ni la una ni la otra. Los próximos cincuenta años, o cien, con suerte, tal vez para siempre. 1. Se sobreentiende que oficial del ejército nacional yugoslavo (JNA), y por lo tanto posiblemente serbio, de ahí la animadversión en torno al personaje. (N. del A.) 2. Aquí se alude al jabón para la colada Charlie’s. (N. del A.)
—No es por la oficiala —añade Marenda—, sino que a Rino Markulin va a tocarle las narices, porque su casa también ha salido ardiendo. Pero no es por Markulin, sino por la madre, y la hermana, y por todo aquello de anoche, por lo que nos hiela la voz ronca de Senko. —Me importa un carajo Rino. ¿Quién tiene la culpa de que no esté? —dice. Y añade—: Si se hubiera quedado, no se le hubiera quemado. No voy a apagarle el fuego delante de su casa. Estamos sentados mirándolo a la boca como si allí no se asomaran las brasas rabiosas del cigarrillo de Marenda, sino una piruleta, y entonces, probablemente porque el verano pasado se tiró a la prima australiana de Markulin, Marenda dice: —Estuvimos apagándolo, apagándolo. —Y también—: Yo, y tú, y éste de aquí, y aquel zagrebiano de Lucija al que anoche vosotros… Quiere añadir algo más, pero se detiene a tiempo. —Estuvimos apagándolo, hasta sofocarlo, pero fue un asco. Efectivamente fue un asco, pero podía haber sido aún más asqueroso para Marenda. Si conoces a Senko, y lo conoces. Si sabes lo que se le pasa por la cabeza cuando calla, no fuma, no bebe, y pasa esas manazas por encima de la mesa como si no supiera qué hacer con ellas. Si lo conoces, y lo conoces, evitas sus ojos y miras a la mesa por la que las huellas de sus dedos se retiran como una manada de babosas que luego ingiere, evaporándose y desapareciendo. El humo se apaga en el cenicero. Marenda desaparece tras la barra. Yo agarro la cerveza y me voy hasta la máquina de pinball. —Enchúfala —le grito a Marenda, nada más que por decir algo. Pero Marenda no responde. —Marenda, enchúfala, déjate de joder —digo. —Cinco kunas —repone—. Si todos pueden pagarlo, puedes también tú. Los ojos le brillan, y el pelo le cae por la frente de manera que con esas cejas y esa nariz aguileña suya se parece a un jodido indio. —Marenda… —Le señalo con la cabeza hacia Senko, que con los ojos entrecerrados trata de medir la mesa con las manos—. Venga… Pero ya sé lo que va a ocurrir. Senko es así y yo soy así. Así es también Marenda, que es lo mismo que decir que una acémila es así. Lo primero que hará será preguntar por el zagrebiano de Lucija. —¿Por qué cojones has tenido que joderle al pequeño? En efecto. Entonces se pondrá terco, terco y terco, como siempre que se emporra y le parece que el mundo está en peligro.
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El cielo raso
—Bucea mejor que tú, nada mejor que tú, juega mejor que tú a las bochas, y a la brisca, y bebe mejor, y es más guapo que tú, y más inteligente, y puede que sea cien veces de Zagreb e hijo de doctor, que a ti te pueden dar por saco: ¡siempre será mejor que tú! Eso ya duele. Eso de la brisca. —¿Y? Pero es preciso apretar y sonreírle Marenda y dejar que explote, le lleven los demonios y se meta detrás de su barra. —¿Y qué, lelo? Así es Marenda, breve y previsible como una vuelta por el paseo marítimo. Agita los brazos, ulula, y entonces sólo hay que empezar a contar. Mientras cuentas hasta tres, preguntará por el incendio, como si ese almez fuera el del padre y como si su propia casa hubiera salido ardiendo, y no la de Markulin. —Y me cago en tu puta madre, ¿por qué tuviste que incendiarla? Mientras cuentas hasta cinco, mencionará a Senko. —Vosotros dos, imbéciles, podíamos haber salido todos ardiendo por vosotros. Y hasta siete nombrará al menos una vez más a Lucija, y eso será todo. Jamás llegaré a entender la demencial dinamita en las manos de Senko. Las cosas suceden a una velocidad vertiginosa, pero al mismo tiempo en una especie de cámara lenta, como si alguien ante los ojos te fuera pasando fotograma tras fotograma. Digamos: La cerveza está sobre el pinball. Marenda está en el suelo. Senko está sobre Marenda. Y sus manos están apresando el cuello de Marenda. La cabellera india de Marenda se desparrama por el rostro, y de su nariz aguileña fluye la sangre. Los puños desnudos de Senko se elevan y caen y todo ello de una manera simultánea, independiente y correlativa, pese a que resulta difícil decir y captar cómo. Como ayer y hoy. Senko, yo y ese zagrebiano de Lucija. Con los extintores a nuestras espaldas pulverizamos como locos, trasteamos por la casa del tal Markulin hasta sacar de ella la última chiribita del fuego. Destrozados, pegando gritos, nos sentamos y bebemos cerveza apoyados sobre el muro del edificio de tres plantas ante cuya misma puerta se ha detenido el fuego, como si no se hubiera atrevido a penetrar en una vivienda tan distinguida sin haber llamado antes. Nos quedamos callados cuando desde el pino situado en el extremo superior del pueblo sale despedida la última piña inflamada y nosotros seguimos su vuelo y desaparición en el crepúsculo como cuando lanzas desde el extremo una colilla al mar. Alguien dice «qué bonito», y traza con la mano quemada un trémulo arco incandescente. Alguien dice «verdad», y es verdad. La verdad. Entonces llega Lucija, sonríe, lo toma de la mano y salen los dos. Senko y yo yacemos y
bebemos y callamos y le pregunto: «¿Te gusta más sólo porque estudia o porque piensas que es mejor?». Senko observa lo que ha quedado de la casa del oficial y no le deja que le vea la cara. La cara de su madre. «También tú has estudiado», dice. «Una polla he estudiado», digo. Una polla he estudiado. Senko calla. Calla porque no tiene qué decir y porque sabe que no soy un desertor y que sin mí se sentaría solo en lo de Marenda, y bebería solo, contando con que estuviera Marenda. «Nos vamos», digo. Esos son los fotogramas: despacio, despacio, y rápido, como en una película. La cala en la que los vemos salir del mar, en la que los vemos besarse, en la que presenciamos cómo se dan vueltas en la grava, a la luz de la luna, que lo desvela todo y que le hace a uno perder los estribos y hacer cosas que tal vez no querría haber hecho. Tal vez. Nos quitamos los zapatos y los abandonamos bajo el pino. Corremos y los pies se nos hunden en la orilla. Nos oyen. Él se yergue y espera, encorvado. Salto sobre él y caemos. Grito mientras está encima de mí, mientras me pega, y su polla se agita sobre mi pecho. Llega Senko y lo aparta, le golpea en la cabeza, un puñetazo, de primeras, y luego, mientras yace, se lía a patadas. Ya no tiene la cara de la madre. «Largo a casa», dice. «Así te largaras también de Croacia si pudieras, me cago en tu gran puta madre desertora». Dice. «Por gente así estamos metidos en esta mierda, la puta de Zagreb que te parió». Lucija lo agarra de la mano, desnuda, con la camiseta encajada en el cuello, pero no del todo, y sus tetitas se mecen mientras trata de alejarlo de él. No se va. «Me cago en la grandísima puta de tu madre y en Zagreb». Me tiendo y lloro. Lloro, sin saber por qué. Lloro porque la miro y ella lo siente, porque se vuelve y veo en su rostro que me odia, que jamás volverá a quererme, que no quiere romper a llorar, pero lo hace, y que ese llanto es la última cosa en el mundo que compartimos. Así fue. Senko se levanta de Marenda y Marenda se levanta del suelo. Yo salgo de detrás de la barra y sirvo tres aguardientes de hierba. —Dejadlo ya, se acabó el tema. Esa es nuestra pandilla.
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Texto recogido en el libro Aliméntame de próxima aparición en Baile del Sol. Roman Simic´ (Zadar, Croacia, 1972) es narrador y poeta. Licenciado en Literatura Comparada y Filología Española por la Universidad de Zagreb, ha sido editor de la revista literaria Relations y la antología de cuentos europeos Zivi jezici [Lenguas vivas]. Ha publicado varios poemarios y dos libros de relatos: De qué nos enamoramos (Baile del sol, 2005), premio del diario Jutarnji list al mejor libro croata de prosa en 2005, y Aliméntame (de próxima aparición en Baile del Sol).
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Microrrelatos inéditos de Valeria Correa
La buena simiente Le amputó la cabeza de cuajo y ahora la coloca en el hoyo de tierra fresca cerca de los rosales. Todo marchará bien, se dice mientras aparta con los dedos en pinza una hormiga que asciende por los círculos concéntricos de la papada. Echa dulces paladas de tierra hasta cubrir la punta de la nariz que emergía obstinada. Iguala el terreno con la pala y coloca los fertilizantes justo donde cree que ha quedado enterrada la boca. Confía en que ese esqueje, las lluvias de abril y la bondad del terreno hagan crecer una Laura nueva: más dócil, más tolerante y también, por qué no, más delgada.
Devoción Me gusta su carne levísima, los ojos que se secan, el sudor cuando es rocío y huele a hongo. Todo es presagio. Me gusta que se sepan sin futuro, que ya no sueñen, que la noche los encuentre desprovistos de juguetes. Me gustan sus madres en el ocio tenso de los hospitales, los tejidos de breves agujas hipodérmicas, los médicos y sus sagradas magias inútiles. Hace siglos, gracias a Dios, que fui expulsado del Paraíso y me gusta. Con mi lengua negra, a la hora exacta, los beso. Me gusta acariciarles el pelo rígido casi pluma, el vientre redondeado, el sexo para siempre inodoro. Me los llevo en volandas (hay que ver cómo ríen sus bocas) y los dejo en sus jaulas en las nubes. Los despido, no sin pena, porque me gustan los niños. Qué duda cabe. Me gustan los niños, especialmente así, bien muertos: los adoro.
Espejismo El espejo sabe que, por cuestiones políticas, debe escoger siempre a la Reina. «Vos sois la más hermosa, mi Señora», miente año tras año. La barba de los enanos es más blanca que el humo de sus sopas. Blancanieves ya usa gafas y zurce su ropa en lo oscuro. El Príncipe azul ha perdido la razón y su reino está en manos de un tirano. «Vos sois la más bella», le dice el espejo a la Reina decrépita, a sabiendas de que las mentiras políticas duran más que una simple historia de amor.
Valeria Correa. Microrrelatos inéditos
El cielo raso
Tragedia doméstica griega Ulises abandona el tálamo aún tibio para apuntar sus sueños. Cada mañana desde hace cincuenta años, se sienta y escribe. Hoy, sin embargo, preso de no sabe qué manía revisora, le da por releer. Así regresa a sus cíclopes, lestrigones y sirenas. Siempre a punto de zozobrar. Siempre el feroz Poseidón que lo aleja de la costa y de su casa en Ítaca. Los años que arrecian su memoria son tantos que ha perdido la cuenta de las mujeres y las tempestades. «Nunca dejé de irme de Ítaca», se reprocha mientras lee. Se cubre los hombros con una manta de lana para mitigar la tristeza en los huesos. No sin sorpresa, comprueba que la manta está inconclusa: por el otro extremo asoman aún las incansables agujas de su esposa. A pesar de los silencios domésticos y del abismo de las puertas entornadas, Penélope no se ha cansado de esperarlo y todavía, trágicamente, teje su ausencia.
Cadena alimentaria Lo que había en el monedero le alcanzaba sólo para una dieta blanca. Marta recorrió las góndolas al vuelo en busca de arroz, patatas y leche —sólo un par de litros y por los huesos—. Estaba orgullosa de que la fuerza épica de sus rodillas la sostuviera aún frente al brillo de los chocolates. Todo anduvo bien hasta llegar a la caja. La vecina del segundo era la última de la fila. También ella era una señora de cierta edad, inofensiva como una serpiente si uno no se le acercaba demasiado. En su carrito había fruta fresca, pescado, quesos, el penacho de unos apios coqueteaba con las acelgas y, coronándolo todo, una indecentemente dorada caja de bombones. Su mano mecía el carro como quien luce una joya. Miró la compra de Marta y dijo: «Lo bueno de llegar a mayores es que uno se conforma con poco, ¿verdad?». Marta puso a zumbar las ruedas del carro para disimular el aleteo ronco de su estómago. Se dijo que no siempre lo bello y lo bueno tenían que pertenecer a los demás, si sabíamos conformarnos. Se frotó las manos pensando en el festín de la basura de esa noche y respondió: «Es cierto; yo como muy poca cosa, tres o cuatro sobras de nada. Pasan los años y más ligera me vuelvo, soy casi una mosca».
Valeria Correa Fiz nació y creció en Rosario (Argentina), a orillas del río Paraná. Aunque hace más de diez años que vive en el extranjero (siempre en ciudades que empiezan rigurosamente con la letra eme: Miami, Milán, Madrid), todavía conserva el humor turbio y sedicioso que le legaron las aguas del río. La condición animal (Páginas de Espuma, 2016) es su primer libro.
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Hecho en México. Microrrelatos inéditos Del catorce al diecisiete de octubre de 2016 tuvo lugar en la Ciudad de México el Primer Encuentro Iberoamericano de Minificción, donde se entregó el premio Juan José Arreola en su primera edición a Ana María Shua. De todos los escritores que asistieron presentamos los siguientes microrrelatos, una pequeña selección de los muchos participantes del congreso.
Deseos de niño El pálido vástago de los Cáceres quería una libélula, una luciérnaga, un pájaro, una tórtola, un águila, un murciélago, un dóberman, un zángano, una nécora, ¡un ácaro!, un pelícano, una tarántula, una víbora, un crustáceo, un cetáceo, un tábano, un búfalo, un hipopótamo. El diagnóstico médico fue paradójico (o un oxímoron): esdrujulitis aguda (y crónica).
Casablanca Ve una y otra vez a Ilsa, Rick y Laszlo: en el cine (siempre que anuncian su película asiste con fervor casi religioso), en la pantalla de la sala de su casa, en la de su recámara, en la laptop, en el celular. Su obsesión empieza a preocupar a sus amigos. Él los ignora, absorto, ve una y otra vez entrar a Ilsa y Laszlo al café de Rick, revive las escenas de amor en París, escucha embelesado As time goes by, admira el carisma del líder de la resistencia, el encanto de Ilsa, lo conmueve el dolor de Rick. Vuelve a ver el film siempre con la loca esperanza de que alguna vez al fin sean Ilsa y Rick quienes suban al avión.
Instrucciones para una pésima película gótica de éxito Reúnanse y acumúlense: sarcófagos, murciélagos, gigantísimas tarántulas carnívoras con tentáculos horrísonos, fúnebres gárgolas, víboras famélicas, imágenes tétricas, cámaras lóbregas, teólogos histéricos sin ética cómplices de matemáticos frenéticos y de pálidos físicos escuálidos y antagónicos de vándalos con látigos y pésima fonética, sádicos estúpidos, lunáticos atónitos y sátrapas xenófobos. Provóquese pánico cósmico. Inclúyanse: teléfonos y lámparas inalámbricas lúgubres, monótonos músicos afónicos, cánticos terroríficos y estrépito caótico de relámpagos. Mézclense (en el recóndito sótano o bóveda de una pirámide, sin la más mínima lógica): intrépidos intérpretes trémulos, bárbaros excéntricos y geólogos erráticos. Al término drástico de la catástrofe, muéstrense, cual espectáculo onírico: cráneos, rótulas, fémures, húmeros, escápulas, estómagos, lóbulos, carótidas púrpuras y prótesis. Por último, el título: Búsqueda satánica.
Dina Grijalva nació en Ciudad Obregón, Sonora, en el norte de México. Es doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México y ha estudiado la minificción durante un posdoctorado de dos años en la Universidad de Salamanca. Ha publicado libros académicos y tres libros de microrrelatos: Goza la gula, Las dos caras de la luna y Abecé Sexy.
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Hecho en México. Microrrelatos inéditos
La torpeza es universal Por la noche se me olvidó cerrar el grifo del baño. Al amanecer me enteré de que se había secado el lago que abastece la ciudad. Lleno de culpa empecé a investigar a dónde iban a parar las cañerías de las casas, a ver si lograba recuperar el líquido. Estaba comenzando a guglear el asunto cuando escuché en la radio que los niveles de la laguna de oxidación habían superado los mecanismos de contención, inundando los barrios cercanos. Me subí a mi carro tratando de solventar la situación y me encontré con miles de pobladores cubiertos de mugre y casas anegadas de barro y basura. Lleno de angustia —y más culpa— por tanta desgracia, le pedí una pala a un trabajador municipal y me puse a cavar lo más rápido que pude. Al rato mi trabajo rindió fruto y toda el agua se fue por el agujero. Un par de meses después los geólogos del mundo anunciaron en televisión que una enorme masa de agua estaba a punto de colisionar con los flujos de lava del interior de la tierra, generando una explosión que fracturaría el planeta en trillones de fragmentos. Ahora, ante el inminente desastre, todos rezan y los suicidios masivos se han vuelto muy comunes. Por lo menos nadie sabe que fui yo.
Detener el tiempo Nuestras órdenes son sencillas: servir a nuestro general en su retiro con todos los honores. Tantos años de servicio intachable hacia nuestra patria demandan que así sea. Por eso al quedar su memoria congelada en aquel glorioso 14 de noviembre de 1916, cuando se alzó sobre la pira de cadáveres de ambos bandos, cubiertas de sangre sus botas, clamando victoria ante los gritos estentóreos de hombres mutilados; nosotros no dudamos en reconstruir todos los días aquella escena: con los sesenta y seis mil trescientos cincuenta y cuatro cañonazos, las réplicas perfectas de las dos torres enemigas —que luego reconstruimos por las noches—, el humo sofocante de doscientas barricadas ardiendo y por supuesto los mismos ochocientos heridos y mil novecientos muertos.
La otra ciudad Detrás de los espejos de esta ciudad, existe su gemela, donde la tierra no cesa de moverse. Ahí las casas están hechas de tela, el vidrio no existe y los bebes se arrullan solos en sus cunas. Sus habitantes usan energía sísmica —limpia y permanente— para alimentar sus artefactos voladores, las calderas de sus casas y las radios que ponen el fondo musical de los temblores de la ciudad. La única sombra que opaca tanta felicidad es la idea de que un día regrese el horror; un episodio de silencio mortal en el que los abuelos y las abuelas se sintieron huérfanos en el mundo, como peces ahogados en un estanque roto. Existe el temor de que la ciudad se vuelva a detener, que paren los vaivenes, que el suelo deje de mecerse, todos temen a la gran quietud.
Alberto Sánchez Argüello (Managua, 1976). Psicólogo, escritor e ilustrador. Ganador del premio ¡Libros para Niños! con su novela La casa del agua (2003). Ha publicado Chico largo y charco verde en el marco del concurso nacional de literatura infantil Libros para niños y niñas (2008). Una muestra de sus minificciones fue incluida en la antología Flores de la trinchera del Fondo Editorial Soma (2012). Primer lugar en la Ia Convocatoria Internacional de Nanocuento Fantástico y de Ciencia-ficción «Androides y Mutantes» (2012). Primer lugar en el II Concurso Centroamericano de Literatura Infantil con su cuento «Ítaca» (2016). Ha publicado en Carátula, Literofilia, Narrativas, Periplo, El hilo azul y Karebarro, y en los sitios Dos disparos y Realidad Bohemia.
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Cambio de turno El paciente llega a la 1:23 por su vacuna. Le dicen que el turno termina a las 2. Tiene tiempo. Corre a hacer todos los trámites: saca copias, recoge su ficha, va a la caja. Pero ahí le informan que está difícil, que el turno acaba a las 2 y ya se fue el muchacho del carnet. Es la 1:47. Sugiere, temerario, que lo inyecten sin carnet. Le echan la mirada que se merece quien crea que hay acción sin papeleo. Vuelve abatido a la sala de espera. Ahí, la doctora se apiada de él y le ofrece otra vacuna, sólo tiene que hacer la fila. Él piensa que es mejor tener un piquete innecesario que irse a casa totalmente indefenso. Se sienta. Pero la cola disminuye lentamente, y cuando por fin toca su turno dan las dos. Todas las puertas se cierran. El paciente golpea, grita, patalea. No hay respuesta. Se resigna y vuelve a sentarse. A las tres en punto, las puertas se abren. Entran una nueva doctora, una nueva cajera, un nuevo muchacho del carnet. Pero no lo atienden, no lo oyen, no lo ven siquiera. Cada día, el paciente aparece a la 1:23 en la sala de espera. Tiene 37 minutos para advertir a los incautos. Los ve hacer todos los trámites, discutir con la cajera, recibir el consuelo de la doctora. Nadie lo ve a él. Sufre enormemente la 1:59. Azuza al que se haya quedado, sin efecto. Cada tanto, alguien nuevo queda atrapado en el cambio de turno. La sala se va llenando. Él cuida su lugar, el primero, aunque ya no sepa qué están esperando.
Hugo López Araiza Bravo nació en la Ciudad de México. Publicó su primer cuento en La Pluma del Ganso, y ha colaborado en varias revistas más. Estudió Filosofía en la UNAM. Ganó el 4º Virtuality Literario Caza de Letras 2010, del que salió con un primer libro, Infinitas cosas (Alfaguara, 2011). Es un orgulloso ficticiano. Entró a la traducción por medio del Concurso 43 de Punto de Partida, que ganó con un fragmento de Amélie Nothomb.
Tratado de albañilería Cuando somos jóvenes cuánto nos perturban y nos denigran los chiflidos majaderos de los albañiles a media calle. Nos roban nuestro ser. Cuando somos maduras los vigilamos calle tras calle: sus reacciones a nuestro paso representan un termómetro infalible de nuestra vigencia en el radar. Sonreímos de gusto y luego les contestamos con un ademán grosero. Cuando somos viejas nos sentimos libres y serenas en las calles, dueñas de nuestro cuerpo y nuestra dignidad. Transitamos por fin del objeto al sujeto. Pero cómo los extrañamos, qué bien nos caería ahora ser miradas con lujuria aunque fuera desde el ojo rudo del albañil.
Ethel Krauze (Ciudad de México, 1954) es doctora en Literatura y autora de cuarenta obras publicadas en los géneros de novela, cuento, poesía y ensayo. Reconocida, antologada y traducida a diversos idiomas. Su obra Cómo acercarse a la poesía es ya un clásico contemporáneo, en el acervo nacional en Biblioteca de Aula y Salas de Lectura de la Secretaría de Educación Pública de México. En 2016 publica la novela El país de las mandrágoras, bajo el sello Alfaguara, y el poema de largo aliento La otra Ilíada, en Ediciones Torremozas, Madrid.
El cielo raso
Hecho en México. Microrrelatos inéditos
Historia vera Los cramre («Los Que Sabemos») fueron el primer pueblo en adoptar la religión del Profeta de Gogonoso, aquel que orinaba y cagaba en sus propios altares y predicaba algo un día y su opuesto al siguiente, «con lo que los fieles se reían y ultrajaban a partes iguales, pero no dejaban de venerarlo», como escribió la historiadora Russcht de Morrst. Cada adepto tomaba lo que le convenía de los sermones cambiantes, y además el de Gogonoso mudaba en todo salvo en el odio de los extranjeros y de toda autoridad que no fuera la suya. Fue él quien puso su nombre a los cramre, supliendo otro ya olvidado. Tampoco se recuerda si los cramre habían sido simples, o pobres y sufrientes, o llenos de odio o aun las tres cosas a una. Sus reyes, viles y corruptos según muchos testimonios, fueron sobrepujados por la secta del Profeta, que entonces gobernó desde el templo con tino tan destructor que perdió cada guerra a la que lanzó a los suyos, alentó la quema de cosechas enteras y, al sobrevenir hambres y pestes, acusó primero a enfermos y emaciados de ser traidores a sueldo de una fe enemiga, y luego a los sanos, si no colaboraban deprisa en expulsión o exterminio. El Profeta de Gogonoso huyó de entre los cramre al empezar la guerra fratricida que mató a los últimos de ellos. Los fieles actuales de su culto niegan que aquel pueblo desventurado haya existido siquiera y llaman a estos hechos «invento de traidores, que envidian el genio y la potencia viril de nuestro Profeta».
Alberto Chimal (1970) es autor de las novelas La torre y el jardín y Los esclavos, así como de numerosas colecciones de cuento y microrrelato. Entre estas destacan El Viajero del Tiempo, 83 novelas, Historia siniestra y Gente del mundo, en las que se ve su interés por la imaginación fantástica y la escritura experimental, incluyendo las nuevas formas de la narrativa en línea. En España ha publicado Siete y Los atacantes, volúmenes de cuentos.
El fantasma Una noche se dio cuenta de que, si se colocaba una sábana encima, los niños se asustaban. Sin embargo, lo que les producía terror era cuando traspasaba paredes.
Marcial Fernández nació en la Ciudad de México en 1965. Es escritor, editor y periodista. Entre su obra publicada tiene dos libros de minificción: Andy Watson, contador de historias (Ficticia Editorial, 5ª. ed. 2015; ed. digital 2013) y Un colibrí es el corazón de un dios que levita (Ficticia Editorial, 2014).
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Hecho en México. Microrrelatos inéditos
Vidrios polarizados Indígena o mestizo, da igual. Trae la música en flauta y conchas en los pies. El penacho admirable es motivo de vergüenza para los comensales del restaurante. Y cuando pide alguna moneda por el acto musical y dancístico, la señora de junto mira un punto fijo en el piso, se agarra de él con fuerza para no ver al que le extiende la mano. El penacho no pasa desapercibido, pesa en todos, el peso se carga y así se olvida. —Ya puede quitarse los dedos de los oídos, señora. Ya se fue el de la flauta con penacho.
Tocayos Sólo ante la muerte nuestra vida es realmente vida. Octavio Paz
Todos estamos en ti. Y allí dentro nos pateamos. Los empujones son lo más fácil. Los puñetazos van aumentando. Y los asesinatos no pierden su cualidad de dramatismo. Cansados de la pelea nos recostamos sobre la tierra y nuestros muertos susurran los nombres de los enemigos, de aquellos que acabamos de aniquilar: Juan, como mi padre; Mariana, como la vecina; Tere, como mi prima; Pablo, como mi amigo. «Nos llamamos igual», dicen los muertos a los vivos. Y los vivos se acuestan boca arriba.
Máscaras Poco antes del fin universal los hombres perdieron su rostro. Esa terrible desnudez les llevó a cubrir la parte vacía de la cara con lo primero que hallaron: pelotas, naranjas, neumáticos o lunas muertas. Para sorpresa de ellos, por primera vez en sus vidas fueron otros, se sintieron realmente libres, sin peso. Y cuando comenzaron a danzar, las luces del mundo se apagaron.
Laura Elisa Vizcaíno (México, 1984) ha publicado el libro infantil El barco de los peces pirata en Fernández Educación y un libro de microrrelatos titulado CuCos, en Ficticia Editorial. Sus microrrelatos han aparecido en más de quince antologías mexicanas y extranjeras. Actualmente es tallerista virtual en www.ficticia.com y cursa el doctorado en Letras por la UNAM.
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Laia López Manrique. Poemas inéditos
Poemas inéditos de Laia López Manrique Pez pez no responderá pez cuatrero no torcaz no cómo su cuello cómo la mano en el cuello para estrangularla cómo ella conociendo bien al enemigo a aquel que realmente podía destruirla por favor pedía de nuevo la mano en el cuello los sentidos tapiados el dedo apretando el exacto engranaje de la asfixia boqueando salivando con los ojos muy abiertos la mirada lateral y el estertor pez matadero pez theós pez trampa siempre escapando a sus garras hasta que en la médula del mismo agotamiento así la súplica
La verdad en la calle Floridablanca Recorte enajenado de un paisaje. En el centro, una esquina. Lo contradictorio. Una mujer como una esquina, en el centro, alzada, pero a punto de derrumbarse. Doblegando el cuerpo hacia abajo. Las ojeras mal pronunciadas, el amor transido, la herida en la rodilla una vez más abierta. Cuántos poemas has escrito. Ya no importa. Poemas o agujeros, lazos, imprecaciones. Escribir es claudicar. Escribir es claudicar. Porque la acción restalla, el acontecimiento, el liquen, la peripecia contra todo lo que se detiene y se segrega tendenciosamente en la lengua. Si yo escribo es porque no he sabido vivir. Si yo escribo es porque no he sabido vivir. Si yo escribo, ahora, ante mí, reclinada sobre mi vientre como (mí) sobre la barra: «todo es oscuro». La hechura del mundo, su desproporción: esporas acuciantes, savia, amarga. Los poemas son huesos que se dan a los perros / cave canem. En el bar, un hombre me enseña una lata llena de desperdicios. Restos de comida. Casquería. Pienso: la voz es la retícula, es el humo. La rabia derivada. Él me dice: cuida de tu vida. Da los restos para que los animales se alimenten. Levantamos la mano a la vez en el gesto de pedir otra cerveza. Escribo para alimentar a los animales. Escribo para alimentar a los animales. Es nauseabundo, orgánico. Una palabra poco poética. «Es»: límite y comienzo. El visionado. El hálito. Termino. Antes de salir a la calle, mido el paso disonante, la velocidad contrahecha de mis piernas, digo. Cuántas veces más nos caeremos. Y hacia dónde.
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Laia López Manrique. Poemas inéditos
Rasga(d) las vestiduras
Ellas. Gorriones sobre la tierra negra, carruajes de lúnula, raspaduras. Quiénes son, dijeron: ellas, gorriones sobre la tierra negra, carruajes de lúnula, raspaduras. [Ellas tienen]: No, ellas no tienen. Ellas guardan deseo. Ganas de hervir. [Ellas guardan] Palabras y palabras donde hervir. Qué se hierve. Tal vez se hierve quien articula este discurso, estas palabras. Qué se hierba. Crecen a través de ellas los tallos, los tallos en la tierra negra: tallan esta lengua para mostrar la semejanza entre, la obscena semejanza, la disímil; la señalan, le hacen señas, porque no había nadie a quien ceder la imagen más allá del espejo y sí, lo hubo, donde el espejo limita con el suelo, donde limita y hay el suelo, donde se asienta, asiente, y ellas asienten, ellas se colocan en el margen de recorte, su integridad volcada. Ellas guardan el daño, un daño inscrito: un daño lateral, pronunciado. Un daño ligero como los restos de piel en la muda. Para significar que fueron hubieron de robar una tela estrecha y rijosa y arañarla, para significar que fueron hubieron de asestar el golpe en la crin del caballo, decir: historia, decir: histeria, pronunciar las palabras donde no había palabras sino un zumbido arcano y contagioso (zzzzzzzzzzumbido, lo oiremos antes que las palabras, el zumbido de ellas, zzzzzzzzzumbido, llegará antes que las palabras dibujando sus llagas su música, antes que las palabras el sssssssssilencio dispuesto en la mesa como un mantel lleno de migajas, promontorios.) Ábsides bajo la tierra negra, bajo la tierra crecen, añoran y buscan, bajo la tierra las fieles, las taimadas, hacen chocar sus uñas contra el primer estrato y el segundo estrato y el tercer estrato (...) porque no entienden lo que es la muerte, porque la muerte en ellas se extiende y extendiéndose existe como una forma de vida otra, ellas zzzzzzzzzumban, broncas y livianas en la transfiguración, surcan, acarician con la yema abierta la tierra que las expulsaba.
Laia López Manrique (Barcelona, 1982) estudió Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona. Ha publicado los libros Desbordamientos (Tigres de Papel Ediciones, 2015), La mujer cíclica (La Garúa, 2014) y Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012), y colabora en diversas publicaciones literarias y culturales. Es una de las editoras de la revista digital Kokoro.
Raquel Vázquez. Poemas inéditos
El cielo raso
Poemas inéditos de Raquel Vázquez
Crustáceos Algún día recordaremos esto. Cuando no haya palabras que nos dejen nombrarlo. Este tiempo de equívocos, este tiempo cangrejo. Este tiempo de diálogos sin voz que nos gritan los ojos y se quedan después a través en la garganta. Algún día recordaremos esto. Probablemente en silencio, por no perder tanta costumbre. Por no saber hablar otro idioma distinto a la nostalgia.
Tregua Ningún amanecer podría reducirse nunca a mera rutina. Hay algo de milagro en esa luz rugosa que nos rehace en relieve mañana tras mañana. Hay algo de milagro si llega un día más el armisticio.
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Raquel Vázquez. Poemas inéditos
Muda topografía Abrasa tanto la piel que no llega; una tuneladora que me clava vacío, ausencia urdida en arcilla cuarteada como si fuera un mapa que a cualquier escala me retuerce. Carreteras que llevan sólo a un incendio fútil, a un deseo inflamado que tampoco sabe cómo callarse, cómo dejar de arder. Y por ello no quiero las palabras. Si esos labios se quedan igual en otra parte. No quiero las palabras si tu cuerpo no habla dentro del mío.
Raquel Vázquez (Lugo, 1990) ha publicado el libro de relatos La ocarina del tiempo (2016), y los poemarios El hilo del invierno (2016, Premio «Nueva Valencia» Institució Alfons el Magnànim), Si el neón no basta (2015), Lied de lluvia para una piel ausente (2014, Premio de Poesía Granajoven), Luna turbia (2013, Premio de Poesía Joven Gloria Fuertes), Pinacoteca de los sueños rotos (2012) y Por el envés del tiempo (2011, Premio Poeta Juan Calderón Matador). Durante el curso 2014-15 fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, donde trabajó en una novela por el momento inédita.
Diego Álvarez Miguel. Poemas inéditos
El cielo raso
Poemas inéditos de Diego Álvarez Miguel Plata y plomo El poeta se despierta con insomnio a las 3 de la mañana en su apartamento blanco de Virginia coge el coche y conduce hasta un Wallmart mira armas compra calcetines toquetea delicadamente las mandarinas después se compra un disco que pone en el Toyota y mira a través del parabrisas la luna dibuja la boca de entrada de un puñal el poeta pisa el acelerador y se dirige hacia la sangre plateada y gira el volante con tanta fuerza que el coche chilla como un niño y sale de la carretera dando botes se detiene entre la hierba recuerda el arma que vio a mitad de precio si decidiera suicidarse ¿qué arma escogería? ¿la más barata? ¿la mejor? el poeta estira el brazo y trata de borrar las estrellas del cielo como si fueran gotas de sangre o de mercurio pero su mano se detiene al golpear con el cristal.
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El nazi del pensamiento A Fernando Martínez Lavandera Un nazi cariñoso y rubio, con la mirada encogida como un feto con las manos abiertas bajo un libro de G. K. Chesterton y los bolsillos llenos de Vanlafaxina 75mg y un par de agujeros más en el cinturón y ciertas ideas un tanto brutas sobre la moral y la consciencia —la primera vez que vi a Dios fue a través de sus ojos— un nazi amable y tierno, igual que un éclair o un bollicao igual que una jeringuilla atravesando la piel dormida con la mirada encogida, como un sapo bajo la lluvia como un sapo durmiendo sobre una fruta y no volviendo a despertar —la primera vez que vi a Dios fue a través de sus ojos azules— un nazi delicado y triste, como un jarrón de cerámica en el borde de una mesa hablando del terror hablando de los brazos venosos de su madre hablando del ganado muerto en un incendio que él mismo provocó —la primera vez que vi a Dios fue a través de sus ojos azules, y nunca lo he olvidado— me dijo: escapo de la mano gigantesca allí donde la mano gigantesca no obedece un nazi hinchado de ternura que trata de aprovechar el infierno porque se le acaba.
Diego Álvarez Miguel. Poemas inéditos
El cielo raso
Diego Álvarez Miguel (Oviedo, 1990) es poeta y narrador. Su primer libro, Un día, tres otoños (Ed. Torremozas, 2012), fue merecedor del Premio Gloria Fuertes de poesía joven. Posteriormente, la Universidad de Oviedo le otorgó su II Premio de Narrativa por el libro Los tres mil cuentos de Marcelino Tongo (Ed. Ediuno, 2012), escrito junto a Xaime Martínez, y también su IV Premio de Poesía por el libro Lugares últimos (Ed. Ediuno, 2014). Su más reciente libro de poemas se titula Hidratante Olivia (Ed. Hiperión, 2015), que resultó ganador del XXX Premio de poesía Hiperión. Además, en octubre de 2016 ha publicado su primera novela En sus manos ardió el bosque (Ed. Destino). Sus poemas han aparecido en diversas antologías y revistas. Dirige la revista literaria Oculta y es uno de los fundadores del movimiento literario Patarrealismo. Actualmente reside en Madrid y se dedica, sobre todo, a escribir.
Los amantes Llegaron puntuales los amantes a la cita con las frentes brillantes como el prolapso de un narcotraficante gallego y los puntos negros inflamados y los aparatos eléctricos zumbando a su alrededor. Nadie sabe que la felicidad es destructiva hasta que la conoce. Él tiene los ojos rojos y el pelo ralo y grasiento igual que una fregona bañada en aceite. Ella lleva un lazo rosa que le prende el flequillo por encima de las calvas que ella misma se provoca por las noches. Nadie sabe que el placer es un salto hasta que tiene que apoyarse en algún sitio. Beben de un café sobre el que flotan parches de ceniza y gasolina y miran caer la lluvia en la terraza y hablan de un viaje a Macedonia que soñaban hacer por separado. Nadie sabe que amar es el infierno hasta que ama.
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Poemas inéditos de Xaime Martínez
Out on Highway 61 Where do you want this killin’ done? Bob Dylan
Estamos en mitad del desierto de Tabernas escribiendo poemas y creo que las drogas ya nunca harán efecto. Una casa alquilada, la exacta suciedad de las esquinas, quizá tan sólo el tiempo acumulándose. Nuestra manera de vivir el sueño americano, nuestra manera de arrastrarnos por el sueño americano: ya tenemos las rodillas sangrando, los ojos arden llenos de sombras y de polvo, creemos ya que somos casi Jesucristo, nos besamos y nadie sabe quién es el traidor, como predicadores que el deseo abate nos insultamos, vemos el terror en una olla plena de espaguetis, sabemos con certeza que alguien grita en el subsuelo de la casa alquilada en un desierto de Almería. Es nuestra manera de atravesar el largo sueño americano. Despertarán algunos y se hallarán cubiertos por un poncho viejo y una costra de sangre. Algunos otros no despertarán jamás, y a esos los querremos más que a nadie. Estamos solos, estamos solos en mitad del desierto de Tabernas,
Xaime Martínez. Poemas inéditos
El cielo raso
en las celdas acolchadas, en los suspiros químicos, en las autopistas perdidas, estamos solos en la Ciudad Oscura —el tiempo pasa más despacio si te encuentras aquí arriba, bajo la luz del sol— y hemos decidido, lector, hipócrita lector, contarte la verdad: tal vez Tabernas no exista es posible que todo lo demás exista (la pólvora, los muertos, los poblados antes falsos del oeste) todo salvo, tal vez, nuestro justo desierto en mitad de la tierra. Sueño con una habitación vacía en la casa de mis padres. Aquí sólo hay silencio y calma extraña. Un hombre envejecido descansa en los arcenes de la autopista perdida del sueño americano.
A veces también necesita carne La enfermedad camina por las calles como una lenta, hermosa bestia que busca enfebrecida: yo soy la enfermedad.
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Xaime Martínez. Poemas inéditos
Infiernos generalmente urbanos De los crujidos del metal en esta noche larga y los mejores de los nuestros parcheando el anciano motor. Releo la bit-acora de un capitán de la tercera dinastía: «Hemos sobrepasado la Nebulosa Roja. Sueño con los cuchillos y el ocaso». Del silencio envolviéndonos, del silencio envolviendo nuestros cuerpos como una cápsula y la estación envolviendo a su vez al silencio. De una niña deforme que aparece en el sector 70. De la gente que espera una segunda nebulosa, pero desatará el terror magnético. Del bosque artificial en la sección perdida. De sus pájaros. Recuerdo cuando niño una excursión. Subí al monte extrañamente solo y me dormí como en un sueño entre los brezos y las cámaras. De un grupo de poetas en torno de una mesa. Que son poetas jóvenes es claro: son el único tipo de poeta. Los semblantes oscuros, tazas con algo negro entre unas cuantas de las manos. Del aburrimiento como expresión del erotismo poshumano. Quieren una segunda nebulosa, pero no sé si podremos soportarlo. Los padres de mis padres nacieron en la nave, así como los padres de los suyos.
Xaime Martínez (Uviéu, 1993) es músico de pop y escritor. Estudió Lengua Española y sus Literaturas en la Universidá d’Uviéu y un máster en Literatura Comparada: Estudios Literarios y Culturales en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha publicado dos poemarios, El tango de Penélope (Ediuno, 2012) y Fuego cruzado (Hiperión, 2014), así como un libro de relatos escrito al alimón con Diego Álvarez Miguel, Los tres mil cuentos de Marcelino Tongo (Ediuno, 2012). Su obra poética ha sido recogida en antologías recientes como Siete mundos (Impronta, 2015), Re-generación (Valparaíso, 2015) o Nacer en otro tiempo (Renacimiento, 2016). Así mismo, ha colaborado con diversas publicaciones como Anáfora, Clarín, Rolling Stone o Litoral y ha editado dos LP junto a La Bande, La llamada del Hombre Ciervo (La Granja Récords, 2015) y Un cadáver exquisito (La Mandorla Mística, 2016). Actualmente vive en Barcelona y trabaja como redactor en PlayGround Books.
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Entrevista a
JuliÁn Pacomio por Ana Gorría Fotografías: Javier Pino ©
.Julián Pacomio es licenciado en Bellas Artes en Salamanca, donde fue director del grupo de teatro La Máscara de la Universidad Pontificia, y máster en Práctica Escénica y Cultura Visual por la Universidad de Alcalá y el Museo Reina Sofía. Ha sido becario de creación de la Fundación Antonio Gala y artista en residencia en La Casa Encendida, CA2M y Leal-Lav. Ha colaborado con instituciones como Medialab-Prado y la Embajada de España en Sudán. Entre algunos trabajos destacados están My Turin Horse (que se estrenó en Matadero en 2012), Psicosis Expandida y Espacio Hacedor (ganador de la convocatoria Utopías del Frinje 2016), proyectos estos de artes escénicas que investigan la idea de copia, remake, traducción y apropiacionismo. Es usted licenciado en Bellas Artes y muy pronto decanta su actividad hacia el arte de acción. ¿Por qué apostar por la inmaterialidad de la escena?
Durante los años universitarios y alguno más, pivoté entre las artes visuales y el teatro. En lo que respecta al arte de acción y la puesta en escena, fue, sencillamente, la mejor manera de aunar ambos contextos. El primer trabajo serio en esa línea fue cuando hicimos Surroundings en 2009, dentro del Festival de las Artes de Castilla y León, una pieza que pude dirigir en colaboración con un grupo bastante grande de artistas, actores y músicos. Para explicarla brevemente, consistía en una enorme instalación de inmersión de recorrido, donde podías encontrar videoproyecciones gigantes, escenas de teatro en bucle incluida una adaptación preciosa de Fragmentos de un discurso amoroso, músicos dentro de un espacio vallado inaccesible y actores deambulando entre los visitantes. Lo interesante de toda aquella amalgama era que cada uno de los detalles de la instalación se mostraba de una manera ciertamente extraña, con apariencia enrarecida y
desenfocada. Tan interesante como los contenidos era la manera en la que se ofrecían. La extrañeza de la acción, la potencia en el modo en el que se daban los materiales, daba como resultado la experiencia de acontecimiento peculiarmente siniestro. Todos los elementos poseían una cierta belleza, sin embargo se observaban de un modo turbulento. A partir de ahí, el resto de trabajos siguieron vinculados a la práctica escénica y a la acción; como motores para generar experiencias particulares. También realiza usted puestas en acción musicadas de fragmentos, piezas sonoras, poemas. ¿Por qué escoger la lectura vocal y no la difusión textual? ¿Hasta qué punto se implica la idea de comunidad en esta decisión? El origen de las piezas sonoras con los músicos es la formación de un grupo que iniciamos con un interés exclusivamente musical. Su naturaleza era esa;
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yo era vocalista y las horas en el local de ensayo nos llevaron a explorar y a explotar el lado más performativo y literario, la palabra, lo que nos convirtió en una suerte de proyecto de spokenword. Sin olvidar nuestro continuo interés por la música. Tengo una absoluta fascinación por proyectos como Macromassa, de Víctor Nubla y Joan Clerk, o Sleaford Mods, y también escuchábamos mucho hip hop cuando iniciamos ese proyecto, como Quasimoto, de Madlib, o 7 Notas 7 Colores, que me parece el mejor grupo de rap que he escuchado en español. Por citar lo mínimo. El camino hacia los textos literarios, tanto en estas piezas como en otras escénicas, llega más o menos accidentalmente. En ningún caso son escritos y pensados sin el acompañamiento de los músicos o sin la intención de llevarlos a escena. En el caso del grupo de música es claro: la idea era jugar con la voz y el sonido; yo recitaba algunas notas que traía de casa o cualquier apunte que tuviese entre manos, mientras unos amigos componían con los instrumentos. De ahí, poco a poco, con mucha insistencia, los textos fueron tomando solidez y aunque podrían funcionar de
manera autónoma, no estaban ideados para su difusión textual. En el caso de las piezas escénicas es igual, siempre son escritas para su representación y, de hecho, se van a ir desarrollando y modificando durante el montaje. En estos casos, el plano de igualdad se da no sólo debido a lo eventual, sino gracias a que nada está fijado en un texto escrito que permita evaluarlo. Sin embargo, su trabajo de acción parte de casos literarios concretos. A la hora de comenzar un proyecto siempre me ha parecido más fácil partir de casos concretos que volcarme a la inventiva. Por lo general me siento más cómodo observando, parándome a mirar, que produciendo. Quiero decir, las razones son varias; es cierto que se ha democratizado mucho el acceso a la tecnología e internet, cualquiera puede hacer una foto o un video y compartirlo inmediatamente en plataformas como Facebook, YouTube, blogs y demás. Boris Groys lo explica muy bien en Volverse público cuando dice que «no sólo vivimos de consumo estético masivo, sino también de producción estética masiva, hay más personas interesadas en producir imágenes
que en mirarlas». Si la mayoría de las imágenes que producimos no serán atendidas, preferiría pararme y valorar los materiales encontrados o producidos por otros para manipularlos, contrariamente al hecho de producir genuinamente ente imágenes o productos originales. Desde mi punto de vista, la tarea está más cerca de lo cotidiano que de la genialidad; el modo de estar en el mundo, de participar en la imagen, adquiere una responsabilidad seria. Si la ingente cantidad de contenido fluye desesperadamente sin nadie que lo atienda, me parece más sensato acariciar los contenidos que me gustan, que se detienen a mi alrededor, en lugar de seguir añadiendo materiales que no serán vistos por nadie. La idea del inventor me resulta francamente difícil, o bien porque el «invento» seguramente no será atendido o bien por lo complicado de construir algo que lo sea. Como práctica, lo que suelo hacer es ponerme a mirar, tocar, manipular y sobar algo de tal manera que su transformación resulte en un objeto profundamente personal. Los casos concretos suelen ser literarios y cinematográficos, así que la elección de los materiales siempre está mediada por una gran admiración hacia la obra y el autor. Con frecuencia, colabora usted con artistas de otras disciplinas. En concreto, Espacio Hacedor surge en estrecha colaboración con el arquitecto Miguel del Amo a partir del concepto de utopía en Žižek. El proyecto parece homenajear las obras de arquitectura prematura del gran artista conceptual español Valcárcel Medina, que conminaba a poner en marcha «proyectos que tenían como fin mostrar la evidencia de la necesidad de otra época y mentalidad para ser viables y, en consecuencia, son en la actualidad prematuros». Los tres edificios diseñados por Miguel del Amo para Espacio Hacedor son reales, es decir, pueden ser construidos.
Entrevista a Julián Pacomio
La voz humana
La planificación de todos los espacios es evidentemente rigurosa. Sin embargo, no obedecen a una lógica de la funcionalidad o la ergonomía, ni siquiera en un sentido escenográfico. En Espacio Hacedor la arquitectura tiene su propio papel y con un lenguaje autónomo articula su interpretación de los libros. Para el que no lo sepa, los libros sobre los que se diseña Espacio Hacedor son El hacedor de Jorge Luis Borges y El hacedor (de Borges) remake de Agustín Fernández Mallo. Para abordar la arquitectura desde este plano conceptual, sí que tomamos como referencia algunos proyectos de Isidoro Valcárcel Medina, como Torre para suicidas, Museo de la Ruina o Un nuevo modelo de Universidad, donde sin abandonar la práctica arquitectónica ha podido realizar un trabajo firmemente vinculado a lo literario y lo performativo. Eso que él llama «arquitecturas prematuras» son, efectivamente, la evidencia de una lógica que, si bien es real, todavía no existe. Nosotros seguimos ese razonamiento para diseñar los edificios de Espacio Hacedor ; los planos son reales y actúan como una nueva versión de los libros. Pero ese tipo de edificios no son concebibles más que para una mentalidad que debería posibilitar otro modelo de habitabilidad y convivencia. Es bonito que el asistente a Espacio Hacedor se deje seducir por el ritmo y se adentre en la lógica de la escena. Cuando lees por primera vez el libro de Fernández Mallo, y después vuelves al de Borges, se te ocurren infinidad de posibilidades sobre cómo haber hecho ese remake. De hecho, leyendo los dos libros a la vez, disparan muchísimo más la imaginación que leyéndolos por separado. ¿Por qué no hacer una tercera versión? Y ya puestos, ¿por qué no hacerlo desde un lugar aparentemente tan alejado de la literatura como es la arquitectura? Lo que hacemos es ofrecer al público una nueva mirada,
personal, sobre los libros. Existe un ejercicio de traducción muy laborioso que consiste en pasar cada capítulo a una representación arquitectónica, de modo que la tarea es mirar cada capítulo desde la metáfora de la construcción. Nosotros, mediante el despliegue escénico, tratamos de acompañar a los espectadores por la planificación de los edificios. A medida que se desarrolla la obra, vamos reflexionando acerca de ideas en torno a la copia, la apropiación y el remake. Mientras tanto disfrutamos de los elementos que se van exhibiendo en torno a las maquetas a escala, elementos observados desde la óptica de un constructor. El concepto de copia es fundamental en este proyecto. ¿Dónde se encuentra lo nuevo, lo original, lo no reproducible? Como venía diciendo más arriba, los ejercicios de apropiación, lejos de parecerlo, sí que actúan verdaderamente como una apuesta profundamente personal. Yo creo que el vínculo afectivo en estas propuestas es enorme. Pongamos un ejemplo contemporáneo fascinante: el trabajo de Mette Edvardsen Time has fallen asleep in the afternoon sunshine, en el que la artista, tomando la idea de la
novela Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, invita a varias personas a que memoricen un libro a su elección, convirtiéndose de esta manera en libros vivientes. Personas residentes en distintos lugares acaban configurando una biblioteca que se conserva en la memoria. Este ejercicio de memorizar y encarnar un libro hace que el proyecto de Edvardsen construya una biblioteca viviente. Aprenderse y memorizar un libro es una forma de reescritura; la memorización de los contenidos es un proceso continuo de olvidar y recordar; posiblemente la persona que encarna un libro pueda olvidar algunos fragmentos así como recordar otros párrafos que pensaba olvidados. Lo nuevo aquí aparece en esas alteraciones que va sufriendo el libro memorizado. Existe un fuerte potencial poético y performativo en el trabajo de Edvardsen. El hecho de que una persona encarne un libro y otra persona pueda encontrarse con ella y leerlo implica diversas connotaciones acerca del cuerpo del lector y el libro, así como sobre los conceptos de lectura y escritura de los textos. Hay algo además que me interesa especialmente en este trabajo, y es plantearlo como confrontación a la vasta
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Entrevista a Julián Pacomio
cantidad existente de contenidos (textos, imágenes, música, etc.) flotantes. Esta cantidad de contenidos en deriva, desparramados, nos obliga a repensar algunos términos como son la originalidad, la copia, la escritura y la autoría. Este es uno de los desafíos que plantea Kenneth Goldsmith en Escritura nocreativa. Con este tipo de ejercicios, tratando de evitar la originalidad, esta aparece por otro lado. Aventurarse en las múltiples posibilidades de la copia o la apropiación hace que se deriven otro tipo de propiedades creativas. ¿Por qué presentarlo como un proyecto dramático y no como un proyecto expositivo? Es cierto que nos llegamos a plantear esa pregunta en algún momento, sin embargo la desechamos enseguida, y es que en el caso de Espacio Hacedor hay una necesidad de acompañar, y diría que casi de guiar, a los asistentes. El problema que suponía el formato expositivo era el de renunciar con ello a la convivencia ofrecida por la presencia del público. Construir semejante aparato escénico requería no sólo pensar en los aspectos formales adecuados para la activación, sino pensar en el lugar de los asistentes. No sólo en mostrar los contenidos o exhibirlos, sino también la situación creada en colaboración con el público. Poder reflexionar sobre la acción y el encuentro con los espectadores en el espacio escénico nos llevó a presentarlo como un proyecto dramático. De momento, tengo más interés por el espacio compartido con el público y la idea de construir esa comunidad momentánea que por otro tipo de formato expositivo. ¿Viene dada, desde su punto de vista, la teatralidad por la secuencialidad? ¿Dónde se halla el conflicto en sus propuestas escénicas?
La voz humana
Dese usted cuenta de que Espacio Hacedor se organiza siguiendo el formato narrativo del libro original, cincuenta y seis capítulos seguidos, y que para dirigirlo como si fuese una lectura del libro se tienen que poner en marcha, uno a uno, todos los elementos que aparecen en cada episodio. Si bien cada capítulo es diferente del anterior, la secuencialidad genera una cierta cadencia. Además, la secuencialidad es una manera organizativa: si algo mantenía intacto Fernández Mallo de El hacedor original, era el nombre y la distribución de cada uno de los capítulos. Me gustan mucho algunos trabajos sonoros de la historia de la música ambient. Como Huerco S., Harold Budd o los Disintegration Loops de William Basinski. Algo parecido compusieron Margarita Campos y Jose David Díaz para la obra. La abstracción de los loops nos sitúa en una experiencia muy parecida a cuando nos paramos ante los campos de color de Mark Rothko o los monocromos de Gerhard Richter. La secuencialidad y la repetición nos acercan a estadios estéticos sutiles pero fuertemente sensibles y sublimes. Salvando las distancias, la intensidad dramática de nuestra propuesta escénica venía ofrecida por ese lado. El ritmo, la secuencia y la repetición de la estructura compositiva ofrecían el impulso dramático. Al entrar a la representación de Espacio Hacedor, se les entrega el índice de la obra a los asistentes. Índice casi idéntico al original de Borges, cincuenta y seis capítulos en total que nosotros dividimos en tres bloques. Esto hace ver que te vas a someter al despliegue de cincuenta y seis capítulos. Se antepone el índice al comienzo de la narración: cuando ya has visto varios capítulos, intuyes cómo se desarrollará rítmicamente el resto de la representación, dejándote atrapar por la cadencia.
¿En qué proyectos se halla inmerso en la actualidad? Estoy fascinado por el proyecto de Mette Edvardsen, me ha despertado un fuerte interés pensar la memorización como herramienta apropiacionista. El aprendizaje de los libros, con todas las dificultades que eso tiene, es una forma de reescritura. Al aprender textos sencillos y cortos, puedes alterar la interpretación, la locución o la entonación cada vez que los reproduces. Pero si memorizas contenidos más voluminosos, es inevitable que sufran modificaciones. ¿Qué hay sobre memorizar cosas que sean sólo textos? Con una imagen la cosa se complica: ¿cómo se puede mostrar una imagen una vez aprendida? O pongamos por caso: ¿por qué no aprenderse todo lo escrito por una persona en lugar de sólo un libro? Parecería que te quieres convertir en la otra persona a través de un ejercicio de memorización de toda su producción escrita. El proyecto en el que me estoy volcando ahora se llama FILMOTECA y consiste en la memorización de contenidos no sólo escritos. En concreto se trata de aprenderse toda la filmografía de un director de cine, donde lo complicado no es tanto memorizar como explorar después las diferentes maneras que existen para mostrarla. Teniendo en cuenta que uno sólo puede valerse de su propio cuerpo. Lo complicado no está sólo en esa capacidad de almacenaje, sino en la reproducción.
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Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.
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José Antonio Vila. El idiota de la familia (loor/leer a Félix de Azúa)
El idiota de la familia (loor/leer a Félix de Azúa) José Antonio Vila
.Se me hace difícil escribir sobre Félix de Azúa, aunque sea uno de mis autores favoritos. Uno de los auténticos happy few, de los pocos escritores de los que me interesa hasta la más nimia majadería que se les haya ocurrido poner por escrito. O tal vez la dificultad se deba precisamente a eso. Para mí la calidad y el valor de su obra son algo tan evidente que casi no merece la pena dedicar una sola línea a insistir en ello. La inteligencia insolente y la rebeldía matizada por un fingido cinismo cómplice son marcas inconfundibles del estilo y el tono de los escritos de Azúa. Y lo del «tono» viene aquí más que nunca al caso, porque son muy pocos los escritores que conozco que consiguen dar a sus textos ese efecto de «voz» que Azúa logra en los suyos con una facilidad que se diría sobrenatural. Además la suya es una voz que está al servicio de una brillante imaginación narrativa y argumentativa, que asombra con la irreverencia y el desparpajo con los que maneja las referencias culturales y literarias más ilustres, que simula enfadarse y rasgarse las vestiduras (mientras ríe por lo bajo), que se regodea en su autocomplacencia y su pereza, en su abyección, que es también la nuestra, porque se burla de nosotros y de sí mismo, que nos hace partícipes de sus muchos entusiasmos y también de sus muchas manías, y, mientras lo leemos, consigue hacernos creer que somos tan inteligentes como él. Yo estoy seguro de no ser tan inteligente como Félix de Azúa. Pero estoy seguro también de haber entendido que lo que alienta el fondo de sus escritos es la pura alegría de la inteligencia y el buen humor de la lucidez. Me acuerdo de algo que le leí decir en una entrevista hace algunos años. No recuerdo cuál era la pregunta del entrevistador, pero Azúa contestaba algo así como «mira, hay algunos libros que si no los lees te mueres siendo idiota». ¡Qué gloriosa declaración de principios! No morir siendo idiota me parece uno de los objetivos más loables que se puedan concebir y además uno de los menos nocivos
para el prójimo, lo que no es poca cosa en esta época… No morir siendo idiota me pareció en ese momento, cuando leí aquella entrevista, la verbalización del más íntimo de mis deseos. Y desde entonces he procurado hacer de ese propósito una de las divisas de mi vida. Quiero pensar que voy camino de conseguirlo… (Lo de dejar de ser idiota antes de morir, quiero decir.) Aparte de haberme proporcionado muchas horas de deleite lector con su obra, la figura de Félix de Azúa es, a mis ojos, un referente por la exigencia intelectual a la que siempre se somete (algo que ni el irremediable tono irónico, autolacerante, ni la pose de indolencia mundana logran disimular) y por su compromiso cívico, una cualidad que en un país menos mezquino y cobarde que el nuestro haría de él un indiscutible modelo de honradez y valentía para todos los hombres de letras; no dudo de que es uno de los escritores a los que más debo: sus libros me han ayudado a formarme y encima me han divertido, me han sacado prejuicios de la cabeza, me han descubierto filósofos, poetas y novelistas que desconocía y me han animado a acercarme sin temor ni más respeto del imprescindible a los mayores clásicos de todos los tiempos, porque si algo rezuma todo lo que escribe es la vigorosa pasión por la lectura y el gozo de contagiarla. Creo que los ensayos breves sobre libros y autores que integran Lecturas compulsivas son ejemplares por su agudeza y discernimiento, muestras modélicas de un tipo de crítica muy vehemente, desacomplejadamente subjetiva, militante pero jamás doctrinaria, que lo mismo es capaz de revelar aspectos soslayados en la obra de gigantes como Dostoyevski y Bernhard como de rescatar alguna joya menor postergada. Es el mejor escritor de periódicos que hay en nuestro país (de su generación sólo Fernando Savater puede comparársele) y prueba de ello son sus compilaciones de artículos, como Salidas de tono (1996), Esplendor y nada (2006), Abierto
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a todas horas (2007), Ovejas negras (2007) o Contra Jeremías (2012). En sus ensayos más largos ha tratado principalmente cuestiones de estética, y aunque el talante desenfadado, la voluntad de estilo y el desdén por los elementos más plomizos del pensamiento sistemático son los que predominan, la solidez académica de su formación y su excepcional capacidad de síntesis e interpretación se hacen evidentes en cómo en ellos ha reseguido los orígenes de la modernidad estética y el nacimiento de la subjetividad contemporánea, comenzando por La paradoja del primitivo (1983), un estudio de la obra de Diderot y la reflexión prerromántica sobre el arte (que fue una reelaboración de su tesis doctoral), hasta su fundamental Diccionario de las artes (1995, con segunda edición ampliada y revisada en 2011), pasando por los trabajos que ha dedicado a Baudelaire, o un libro tan original como Cortocircuitos. Imágenes mudas (2004), donde analiza varios hitos de la historia de la pintura y la iconografía. Y no está de más añadir que ha firmado meritorias traducciones de Diderot, T. S. Eliot y Samuel Beckett. Azúa empezó siendo poeta: en el emblemático año de 1968 daba a la imprenta su primer poemario, Cepo para nutria. Su posterior aparición en la antología Nueve novísimos de 1970 y su vinculación a la editorial Seix-Barral por esos años harían de él un personaje conocido en el mundo literario español: una especie de enfant terrible de belleza angelical e inteligencia demoníaca. Aunque la he leído —está íntegramente recopilada en el libro Última sangre (2007)—, reconozco que la clase de poesía que ha cultivado es un poco demasiado hermética para mi gusto y confieso que es la parcela de su obra que he frecuentado menos. Mucho más interesantes me resultan sus novelas de aquella época, el ciclo de las «lecciones» —Las lecciones de Jena (1972), Las lecciones suspendidas (1978) y Última lección (1981)—, que figuran entre lo mejor que dio de sí la llamada «novela experimental» de los setenta —no entro en detalles para ahorrarme las engorrosas puntualizaciones eruditas y tener que hablar de las distintas corrientes que convivieron bajo ese marbete—, y del mismo periodo también me gusta «Quien se vio», el relato incluido en Tres cuentos didácticos, un proyecto al que
contribuyeron con sendos cuentos Javier Marías y Vicente Molina Foix. Con bastante guasa retrospectiva iba a comentar en 1988: «... yo escribía novelas experimentales. Todas las novelas son experimentales, incluso las malas, pero a finales de los setenta se calificaba de “experimentales” a cierto tipo de novelas cuya característica más notable es que no se entendían y en consecuencia nadie se molestaba en leerlas». Las suyas, de hecho, se entienden bastante bien, aunque sí es cierto que acusan en demasía el empacho del nouveau roman y la fascinación por la prosa densa de Juan Benet; son narraciones en el fondo excesivamente lastradas por las ansias vanguardistas y rupturistas de su autor. Pecados de juventud o «espíritu del tiempo». Su narrativa cambió de rumbo en 1984 con Mansura, una curiosa novela histórica y su acercamiento más convencional hasta entonces a la escritura de novelas. El libro quiere ser leído en clave alegórica: la historia de un estrafalario grupo de nobles catalanes que participan en la Séptima Cruzada a Tierra Santa en el siglo XIII vale por las calamitosas aventuras de las gentes de su generación en pos de utopías políticas y literarias. Visto con distancia creo que ahí estaba el principio del «aprendizaje de la decepción», una frase (sería el título de un ensayo de 1989) que podría resumir lo que, a mi juicio, ha constituido el tema central de muchas de sus novelas a partir de ese momento: la decepcionante confrontación con la realidad, el desengaño y la demolición de los ideales, la aceptación de la insignificancia dolorosamente real de nuestra existencia, pero también el descubrimiento de que la lucidez no conduce al nihilismo sino a la felicidad de habernos sacudido de una ilusión, de haber alcanzado una forma de salud mental que el mundo confunde con la idiotez, y, si hay suerte, la posibilidad de encontrar una redención personal en el arte, el único Edén que nos ha sido concedido recobrar, porque la «vitalidad exaltada» que infunde la obra artística es la «única afrenta al Creador de la que no puede defenderse», como hermosamente escribe en Génesis. La trayectoria como narrador de Félix de Azúa está llena de altibajos; a veces al leer sus novelas me he acordado de
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José Antonio Vila. El idiota de la familia (loor/leer a Félix de Azúa)
Tántalo, aquel rey legendario de Lidia que en los infiernos era sometido al suplicio de no poder saciar nunca su sed ni su hambre, aunque tuviese abundantes agua y comida al alcance de la mano estas siempre se retiraban mágicamente cuando pretendía alcanzarlas, y se mantenían a suficiente distancia como para que no pudiera disfrutar de los manjares y sí desesperarse con su visión. Esa es la sensación extraña que tuve con Momentos decisivos (2000), la que pudo y tuvo que haber sido su gran novela: un relato ambientado en la Barcelona de los cincuenta, en el decisivo momento en que la burguesía catalana empezaba a mutar de burguesía franquista a burguesía patriótico-identitaria, es decir, cuando iba a cambiar su sometimiento al caudillo Franco por el caudillaje del «hombre más importante de Cataluña», como se lo llama en el libro. Es cierto que ha escrito alguna novela olvidable —pienso en Demasiadas preguntas (1994)—, pero creo que la irregularidad de una parte de su obra narrativa se ha debido quizá a un problema de género: la dificultad a la hora de hallar el modo de encauzar su formidable talento discursivo dentro de las constricciones que impone la forma novelesca. Yo diría que con la más reciente serie de «falsas
autobiografías» —Autobiografía sin vida (2010), Autobiografía de papel (2013), Génesis (2015), y una prometida cuarta entrega que sus lectores aguardamos expectantes— ha sido capaz de crear un espacio de intersección entre la narración, la autobiografía y el ensayo en el que parece, por fin, encontrarse a gusto y demostrar su condición de escritor de primera línea. Con todo, creo que Félix de Azúa tiene su lugar asegurado en el canon de la novela española contemporánea, aunque sólo sea por Historia de un idiota contada por él mismo o El contenido de la felicidad, una pequeña obra maestra que se convirtió en un inesperado éxito de ventas en 1986. Al año siguiente publicaba Diario de un hombre humillado, una novela de mayor extensión, y temática afín, que le valió el Premio Herralde. A pesar de ello, yo sigo prefiriendo aquella maravillosa novelita de apenas cien páginas, ligera, amena y profunda, de una comicidad grotesca, nacida de un reto que le planteó su amigo Fernando Savater, el de escribir un libro que tuviera como tema «el contenido de la felicidad» (el filósofo donostiarra firmaría asimismo un ensayo con el mismo título). Historia de un idiota es una sátira de todo lo iniciático y una parodia espléndida del tratado filosófico y la novela intelectual. Poblada por personajes caricaturescos y episodios de un humor hiperbólicamente ácido, la ridícula odisea del «idiota» protagonista —un descendiente de los Bouvard y Pécuchet de Flaubert—, que investiga y se desencanta de toda clase de felicidad —familiar, amorosa, sexual, filosófica, política, militar…—, funciona también como retrato sarcástico de la crisis de una generación que rondaba la cuarentena a mediados de los ochenta y «había creído en todas las mentiras ideológicas con el único fin de no tener que comprometerse con su propia vida». En su ensayo sobre la felicidad, Savater escribe: «Felicidad es aquello que brilla donde yo no estoy, o aún no estoy o ya no estoy. Para ser feliz tendría que quitarme yo». La novela de Azúa termina con el «idiota» afirmando que «yo ya no estoy aquí», y después sonríe porque recuerda que ha olvidado algo, «pero no sé lo que es porque lo he olvidado». Ahí está, en todo su esplendor, la vocación de caballo de Troya de un escritor esencial.
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.«Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia. […] Soy porque pienso que no quiero ser.» Así se expresa Antoine Roquentin, protagonista de La náusea (1938; Alianza Editorial, 2016), de Jean-Paul Sartre, acerca de un estar en el mundo que comienza a percibir como algo vacuo y pernicioso. En sus numerosos viajes alrededor del mundo, ha acumulado muchas y valiosas experiencias que le han permitido adquirir una visión considerablemente amplia: presenciar entierros en góndola en Venecia, llenarse los pulmones con el perfume a hinojo de las calles de Tetuán, contemplar estatuillas khmer en Hanói o residir en ciudades desconocidas como Meknes o Jihlava. También ha leído todo lo que debía para completar una instrucción impecable e incluso iniciado su propia contribución bibliográfica al universo del conocimiento. Sin embargo, tras tanta vicisitud lo único que permanece inalterable es la sospecha de atesorar un enorme vacío existencial. En lugar de utilizar el recuerdo para sentir que el tiempo no ha transcurrido inútilmente, Antoine necesita creer que ningún instante es recuperable para sentir la aventura de vivir en su máxima intensidad. Sin embargo, la auténtica aventura conlleva una insoportable sensación de vértigo, una náusea cuya agresión alcanza más allá del plano físico: buscar el verdadero sentido del ser sólo puede conducir al vacío, a liquidar toda esperanza de vínculo con el mundo. A lo largo de la historia de la literatura, son muchos los personajes que, en alguna medida, han sentido y compartido con los lectores el angustiante peso de su vacío existencial. Ya se trate de un adolescente que mira demasiado lejos en su transición a la madurez, de un viejo burgués devorado por la duda y el arrepentimiento o de una mujer independiente cuyo camino hacia el éxito mundano la ha aislado emocionalmente, todos comparten un atributo humano fundamental que constituye el germen de su miseria: una visión privilegiada que les permite vislumbrar el per-
verso reverso de la existencia humana. Porque en lugar de proporcionarles una iluminación totalizadora, esa insólita capacidad acaba enfrentando a cada uno de esos personajes a un abismo en el cual la vida parece una mera contingencia, convirtiéndolos en protagonistas de una tragedia griega cuya desgracia compartida viene determinada por algo inevitable. Algo parecido le sucede a Clelia Oitana, la «hermosa y amarga» protagonista de Entre mujeres solas (1949; Lumen, 2008), novela con la que Cesare Pavese se consagró como una de las voces más significativas de la literatura italiana de posguerra. Porque, de alguna manera, su historia es tanto la de una mujer hecha a sí misma que ha pagado un precio demasiado alto por su éxito —se ha resignado a eliminar todo vínculo afectivo a cambio de alcanzar el estatus que la cuna no quiso otorgarle—, como la del individuo que recluido en ese agujero no tiene más remedio que advertir el sobrecogedor reverso de la realidad, su vertiginosa futilidad. Al igual que Pavese un año después —publicó la novela en vísperas de su suicidio—, Clelia comienza a comprender que una vez acostumbrada al vacío ya jamás podrá recuperar el antiguo amor por la vida. Incluso comienza a dibujar el enamoramiento como una píldora encaminada a mitigar cierta disfunción emocional. Otro personaje condenado a sufrir las consecuencias del vacío es Holden Caulfield, el adolescente protagonista de El guardián entre el centeno (1951; Alianza Editorial, 2016), de J. D. Salinger, quien en una New York en plena efervescencia deberá enfrentarse cara a cara con la ridícula e inconsistente demagogia de los adultos y a la evidencia de que la civilización norteamericana parece sumida en una viciosa autocomplacencia. Por supuesto, no está preparado aún para sobrellevar la terrible caída a la que parece encaminarse. Como le desvela un antiguo profesor, «al que cae no se le permite ni oír ni sentir que ha llegado al fondo. Sólo sigue cayendo y cayendo. Es el tipo de caída destinada a los hombres que en algún momento de su vida buscaron en su
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entorno algo que este no podía proporcionarles». En esta novela de tono marcadamente antibélico destacan dos cosas que, de alguna manera, podrían resumir toda la intencionalidad de la narrativa salingeriana: la búsqueda de lo particular en una civilización que defiende sus convencionalismos y sus sistemas con la misma fiereza con que una leona protege a sus crías, sumado a la imposibilidad de satisfacer esa misma búsqueda. En este contexto, las tesis de Schopenhauer acaban fracasando: el vacío, como carencia, determina un deseo que no puede ser satisfecho. En realidad, la hostilidad del sistema —o su poder alienante— ha sido el origen de algunos de los abismos literarios más notables, como los dibujados por Franz Kafka y Juan Rulfo a través de sus dos personajes más conocidos, Gregorio Samsa —la «cucaracha» de La metamorfosis (1919)— y el protagonista de Pedro Páramo (1955; Cátedra, 2015). El primero de ellos nos advierte la imposibilidad del individuo moderno de integrarse en una sociedad a la que cuestiona, pues la reciprocidad de dicho cuestionamiento acaba minando su propia identidad. «Por lo demás, tú podrías decirme quién soy», confiesa Kafka a su prometida Felice Bauer en una carta. «Toda su obra empieza y termina con esa pregunta informulada», afirma con mucha lucidez Marthe Ro-
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bert, una de las mayores especialistas en el autor checo. Si aceptamos esta enésima interpretación de su obra —aventurado negocio el de la exégesis—, debemos concluir que Kafka se veía a sí mismo como un objeto inanimado cuya supervivencia dependía completamente de su habilidad para vestirse con los ropajes de la convencionalidad. Dicho de otra manera: para sobrevivir en ese contexto agresor debía renunciar a lo único que podía salvar su alma. En ese contexto, el parentesco entre Kafka y Rulfo resulta a todas luces evidente. Y si algo puede confirmarlo es la manera como matizaron la soledad y el desamparo de sus personajes. Si el autor de El castillo situó a los suyos en un mundo hostil en el cual el sistema oprime sin contemplaciones a quienes pretenden labrarse un reducto de independencia vital —la justicia, la estructura del estado, la cultura de los nacionalismos o la religión se presentan como herramientas mediante las cuales el sistema abduce a sus miembros—, Rulfo nos ofrece una extensísima galería de personajes envueltos por la miseria y el oprobio, que se arrastran como pueden sobre un desierto casi universal. El rencor, la envidia, la enjundia de las pasiones o un sentido de la supervivencia de ferocidad animal son las consecuencias inevitables de una humanidad poco preocupada de sí misma en cuanto humanidad. La soledad de Kafka es eminentemente urbana, enclaustrada entre impermeables muros de cemento desde cuyas almenas apuntan los artilleros de la civilización, y la de Rulfo la expresión de un recuerdo obligado a perecer en el desierto bajo un cielo de plomo, tal y como hacen las semillas de girasol sobre una tierra yerma. Los personajes de Kafka están condenados sin remisión. Los de Rulfo son muertos en vida. Posiblemente sea esta la mejor manera de definir al protagonista de Pedro Páramo, quien se traslada al imaginario pueblo de Comala para cumplir con la última voluntad de su madre. Sin embargo, lo que debía ser un viaje iniciático en busca de los orígenes acaba convirtiéndose en un trayecto hacia lo fatídico. Rulfo había concebido
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Comala como un «lugar sobre las brasas» en el cual toda esperanza acababa fundida por el implacable sol del desierto. Al protagonista no le queda otra que asistir impertérrito a la definitiva contaminación de su espíritu marchito. Parece vivir ese último coletazo impuesto por su madre como algo inconveniente, como si morir le resultara lo más natural y deseable, lo único que tiene sentido. Y es que la muerte ha sido el catalizador más recurrente de abismos literarios. Lo cual no puede extrañarnos en absoluto, pues es esa certeza de la propia caducidad lo que al fin y al cabo urge a encontrarle un sentido a la vida —como decía Hegel, el hombre es «la muerte que una vida humana vive»—. En La muerte de Iván Ilich (1886), Lev Tolstói narra el declive físico y moral de un burócrata de clase media que, tras sufrir un absurdo incidente doméstico, debe enfrentarse primero a la persistencia del dolor que lo devora por dentro, y más adelante, una vez asumida su incapacidad de curación, a la certeza de un final inexorable. Su proximidad lo obliga a replantearse el significado de una vida que consideraba razonablemente bien vivida y que ahora, instalado en ese incómodo limbo, le resulta vacía. El éxito moderado cosechado como pequeño burócrata y el continuo malestar que percibe en su entorno familiar no justifican el enorme sacrificio realizado. «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha sido de hecho lo que no debía ser?», se pregunta a las puertas del último suspiro. Una densa y persistente nube de muerte es precisamente lo que se cierne sobre Nápoles el uno de octubre de 1943, el día de su liberación del yugo nacionalsocialista alemán, pues a las horribles consecuencias de la guerra se suma la aparición de la peste. Según cuenta Curzio Malaparte en La piel (1949; Galaxia Gutemberg, 2010), el contagio llegó a adquirir una virulencia terrible de tintes nefandos, casi diabólicos, en virtud de su grotesca y obscena apariencia de macabra fiesta popular, de kermesse fúnebre: negros borrachos bailando con mujeres desnudas por las plazas y calles, entre las ruinas de las casas destruidas por los bombarderos, o el furor a la hora de beber, comer, gozar, cantar, reír, derrochar y armar jolgorio a pesar del tremendo hedor que exhalaban los cientos de cadáveres sepultados bajo los escombros. En esta crudísima novela de uno de los autores más controvertidos del siglo XX, la muerte adquiere la categoría de personaje para mostrarnos otra forma de vacío:
aquella a la que se ve sumida la población de Nápoles tras una contienda que se ha llevado los viejos valores sin dejar nada a cambio. Sólo permanece ese llanto que se eleva desde las alcantarillas de la ciudad como una espesa nube cargada de ceniza y piroclastos, como si el Vesubio hubiera decidido escupir de una vez toda la vergüenza y la ignominia acumulada durante siglos. Sin embargo, la clase de abismo de que habla Malaparte es menos vertiginosa pero más desoladora que la de Sartre, pues aun naciendo de una circunstancia de la cual nadie podría asumir toda la culpabilidad —la guerra nunca es cosa de uno solo—, ese inmenso abismo repleto de degradación y demencia concierne al conjunto de la civilización humana. La muerte, la opresión del sistema y la búsqueda de la propia identidad son circunstancias inevitables que en ningún caso nos cuesta relacionar con el vacío, con la náusea. Sin embargo, existe otro que siempre se nos ha vendido precisamente como lo opuesto, como una senda diáfana hacia la felicidad suprema. Es el caso del amor entendido como pulsión freudiana contra la muerte, como mencionábamos al hablar de Pavese. Uno de los personajes que mejor ha
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definido dicha pulsión como puerta hacia el vacío es Juan Pablo Castel, el protagonista y narrador en primera persona de El túnel (1948; Seix Barral, 2010), de Ernesto Sábato. Él mismo lo describe perfectamente: «... en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esa muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles». Por supuesto, esta clase de desengaño no puede quedar impune para quien lo provoca. A la muerte no se la puede derrotar ni penalizar, y resulta improbable que un nuevo sistema genere expectativas suficientemente altas como para provocar un desengaño tan potente como el amoroso. Pero a quien ha permitido que germinara la esperanza en nuestro espíritu y no le ha importado destruirla en su plenitud, a ese no puede esperarle otra cosa que una venganza impía. En cualquier caso, y volviendo al principio de este artículo, el abismo tampoco necesita de un catalizador para manifestarse. Como entidad independiente —es decir, existente fuera de la inteligencia humana—, puede aparecerse en cualquier momento y tras cualquier puerta, por minúscula que esta sea. Digamos que sería la materialización de una sospecha albergada en lo más profundo de nuestro inconsciente desde el principio de los tiempos. La de Roquentin es una clase de vacío ciertamente sobrecogedora, por cuanto no es el fruto de un desengaño amoroso, ni de la proximidad de la muerte, ni de un sistema alienante, sino de una persistente voluntad de abarcar la realidad en su totalidad, por funestas que pudieran resultar las consecuencias. Pero existe una categoría de vacío mucho peor: aquel que se manifiesta de manera natural y sin que se haya obrado con intención de abarcar más allá de lo recomendable. Es la clase de abismo que se cierne sobre Mersault, el inolvidable protagonista de El extranjero (1942; Alianza Editorial, 2012), de Albert Camus, o sobre Larsen, uno de los personajes principales de las Novelas de Santa María, de Juan Carlos Onetti, y verdadero protagonista de El astillero (1961; Seix Barral, 2012), episodio en el cual el vacío se manifiesta con mayor virulencia y que contribuye a la «construcción de una poética de la distancia, del desapego, de la indiferencia exis-
Francisco Arbós. Los abismos literarios
tencial», como afirma Ayala-Dip a propósito de Onetti. En el primer caso, asistimos al derrumbamiento de un hombre que no le concede a la vida la menor importancia, que la ve como una concatenación de acontecimientos determinada por el azar y en la que la voluntad humana no juega ningún papel de relevancia. Así, no siendo capaz de amar, ni de sentir empatía alguna por sus semejantes ni de otorgarle valor a la vida —asesina a otro personaje sin motivo y sin culpabilidad de por medio—, acaba sumido en esa «hora sin nombre, en que los ruidos de la noche subían desde todos los pisos de la cárcel en un cortejo de silencio». Ya nos había hablado Camus, en El mito de Sísifo, de «ese divorcio entre el hombre y la vida, el actor y su decorado, es propiamente el sentimiento del absurdo». En El astillero, experimentamos una profunda desazón al ver cómo Larsen, que ha vuelto a Santa María para resarcirse de un denigrante desterramiento, es capaz de autoengañarse de manera tan vergonzante al descubrir que la vida que ha venido a restituir carece ya de sentido, es tan sólo el eco decadente de un sueño imposible. Lo expresa muy bien otro de los personajes: «Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal». Frente al temor que inspira mirar de reojo al abismo, la farsa parece una alternativa mucho más deseable. Lo cierto es que, vengan de donde vengan, los abismos literarios son un turbador reflejo del inevitable interés del hombre por procurarle un sentido a su vida. Decía Hegel que «el hombre es esta noche, esta Nada vacía». Sin embargo, uno tiende a sentirse mucho más acompañado al compartir sus miserias con esos personajes tan aparentemente rotos y desamparados. Quién sabe si será mirando largamente al abismo —hablándole a los ojos o escribiéndolo con pluma audaz— como uno consigue desprenderse de él para seguir avanzando. Una buena duda que plantearle a Nietzsche.
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Francisco Arbós es editor y economista. Colaborador habitual de Quimera y otras publicaciones literarias, ha trabajado en casas editoriales tan prestigiosas como el Fondo de Cultura Económica y Penguin Random House, y ha desarrollado proyectos de comunicación para distintos gobiernos de Europa, África y América. Actualmente, es director de la Cámara de Comercio Brasil-Catalunya.
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Azorín, regeneracionista Andreu Navarra Ordoño
.En lo que llevamos de 2016, han aparecido dos obras interesantes sobre la generación del 98 que me hubieran ido muy bien hace dos años cuando redactaba mi libro El Regeneracionismo. La continuidad reformista (Cátedra, 2015). Uno de los rasgos más representativos de aquel modo de pensar sobre España que intentaba mostrar era la manifiesta voluntad de situarse en un medio camino patriótico, o llamémoslo «nivel suprapolítico», que se desmarcara de la dialéctica entre izquierda y derecha. Algo que pudiera explicar el hecho de que a un intelectual se le ocurriera apelar indistintamente al Ejército o al Partido Republicano Federal como palancas posibles de modernización. Como decía, dos años después, el azar dispone que lea en unas imprescindibles páginas de Cecilio Alonso (Travesías de la Modernidad; Renacimiento: Sevilla, 2016) que existía un periódico neocatólico titulado La Regeneración, o que Galdós se valió de dos cabeceras antagónicas (Vida Nueva, dirigida por el radical Soriano, y El Español, vocero de Germán Gamazo) para extender sus ideas regeneracionistas, compatibles con ambos proyectos periodísticos, que se disputaban su firma. El regeneracionismo no era, ni es, como se había pensado tradicionalmente, el patrimonio exclusivo del liberalismo autoritario, ni una reacción de izquierdas, sino que se presentaba siempre como la superación nacionalista de unas limitaciones sectoriales, de partido o bandería política. Siempre han existido regeneracionismos tradicionalistas, al lado de otros demócratas,
de otros de naturaleza autoritaria y hasta otros de carácter literario o poético. Y los regeneracionistas pasaban de unos a otros, según sus objetivos reformistas prácticos. El caso de Azorín es mucho más transparente que el de Galdós. Acaba de aparecer Azorín. Biografía ilustrada, de José García Mercadal, en la colección Larumbe de las Prensas Universitarias de la Universidad de Zaragoza. Una colección imprescindible, cómo no, para conocer las letras aragonesas, pero por extensión también para las españolas de la etapa que examinamos. Recuerdo, por ejemplo, la edición de las Memorias de Costa, o sus no menos importantes Discursos librecambistas; o la recuperación de un escritor muy interesante, Llanas Aguilaniedo, que había caído en el olvido más completo. Los directores de Larumbe y Francisco Fuster recuperan esta manejable y completa biografía que tiene la ventaja de recoger multitud de declaraciones públicas de Azorín en estricto orden cronológico, y citadas y dispuestas por un excelente conocedor del océano periodístico azoriniano. Este texto de 1967 me ha permitido recabar en escritos y pasajes que había pasado por alto hace dos años. Por ejemplo, el trece de febrero de 1901, ante la tumba de Larra, Azorín leyó en voz alta: «No busquemos en Larra el hombre unilateral y rectilíneo, amado de las masas; no es liberal, ni reaccionario, ni contemporizador, ni intransigente, no es nada y lo es todo» (pág. 43). En enero de 1902, en el célebre Manifiesto de los Tres, Baroja, Martínez Ruiz y
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Maeztu emplazaban a la juventud a «hacer abstracción de todo, a iniciar una acción social fecunda, de resultados prácticos» (pág. 51), es decir, suprapolítica. En el libro Valencia (1941), Azorín se declaró discípulo de Pi y Margall y del más bien autoritario La Cierva. Y siendo subsecretario de Instrucción Pública, bajo un gabinete conservador, Azorín arrugó y se guardó en su bolsillo, sin cursarla, una orden del rey en la que destituía al socialista Besteiro. Todo indica que la militancia conservadora de Azorín puede interpretarse como un acomodamiento institucional, utilitario. No es extraño, pues, que uno de sus principales mentores, Antonio Maura, fuera a su vez un converso, procedente del Partido Liberal. En El Político (1908), Azorín no da importancia a la ideología de su modélico líder público. Este ha de ser un hombre discreto, escurridizo y enérgico, pero no tiene por qué defender a ultranza ideas reaccionarias o revolucionarias. La clave es que logre reunir suficientes apoyos exteriores para la realización de sus proyectos concretos. Regeneracionismo es eso: invocación a la totalidad del pueblo para un proyecto común modernizador, más allá de cuarteamientos de raíz ideológica, la ideología sobre las ideologías: en ocasiones, la tecnocracia. Y a veces, el populismo. Populismo y tecnocracia son las dos caras de la moneda regeneracionista, ayer y hoy. Por lo demás, en otras ocasiones, los truenos de Azorín son los tópicos del costismo: «Penetremos en nuestras cam-
Andreu Navarra Ordoño. Azorín, regeneracionista
piñas yermas, en nuestros pueblos tristes y miserables, en nuestros labradores atosigados por la usura y la rutina; en nuestros municipios explotados y saqueados; en nuestros Gobiernos formados por hombres ineptos y venales; en nuestro Parlamento atiborrado de vividores. Pensemos en esta enorme tristeza de nuestra España» (pág. 104). Como puede comprobarse, todo de rabiosa actualidad. El fragmento procede de un escrito en homenaje a Ganivet, de 1905. En su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, que publicó en libro bajo el título de Una hora de España (1924), Azorín quiso sumarse a la tradición nacionalista que deseaba revisar y desmontar la «leyenda negra», la tradición representada por Julián Juderías, José María Salaverría y Ramiro de Maeztu. Recibir puntualmente las obras que prepara el historiador Francisco Fuster le permite a uno estar al día de lo que se va publicando sobre la generación del 98. Estar al día de lo que edita Fuster equivale prácticamente a actualizarse sobre la evolución de los estudios en torno a los Baroja, Azorín y Julio Camba. Precisamente de este último aún descansa sobre mi mesa, y me acusa de no haberlo leído aún, el tomo Galicia, que prologó Ramón Villares y editó Fórcola. Esta última biografía recuperada de Azorín, además de culminar la trayectoria de García Mercadal, sirve para cartografiar la obra inmensa de Azorín y aportar una imagen detallada del escritor. Fuster, por estas razones, se apunta otro tanto.
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Javier Sáez de Ibarra. Hipólito G. Navarro. ¿Es posible escribir cuentos alegres?
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Hipólito G. Navarro. ¿Es posible escribir cuentos alegres? (A propósito de La vuelta al día) Javier Sáez de Ibarra
.Aparece en otoño de 2016 La vuelta al día (Páginas de Espuma), último libro de Hipólito G. Navarro, cuya obra se va agigantando ante los ojos de lectores, escritores y críticos. En el prólogo de la antología de sus cuentos que preparé para la misma editorial, El pez volador (2006), traté de mostrar que, bajo su capa de humor a menudo descacharrante, latían cuestiones fundamentales: el problema de la identidad personal, la necesidad de reconocimiento, el dolor del fracasado y aun del desclasado, el resentimiento y la venganza; incluso, como marca particular de su escritura, una visión «viscosa» del mundo por cuanto este se volvía inhabitable a causa del infortunio, los imprevistos, la acción de los otros y la torpeza humana para moverse con inteligencia en él. La entrevista a Hipólito con que concluía el libro nos descubría cuánto de conflictos personales, insatisfacciones y traumas estaban en el origen de sus textos. El título de La vuelta al día —además de homenaje a Julio Cortázar, en cuya estela se inscribe su cuentística— tiene mucho de «regreso a la luz», de cierta armonía, alguna esperanza, la posibilidad de reemprender un camino más sereno y dichoso después o, mejor, atravesando un tiempo largo de oscuridad, metáfora que reúne el cariz de algunos cuentos como la alegría de un autor que publica tras doce años «en barbecho». El volumen, dividido en cinco secciones, sugiere una «retrospectiva», pues recoge piezas muy separadas en el tiempo y diversas en temas, tonos y estilos. Nada que objetar. Especialmente en la sección segunda, aparece ese tipo de relato dramático al que he aludido y que, no obstante, no repele momentos de humor. Con todo, esta última entrega de Navarro presenta una nueva mirada, no por completo inédita, sobre sus temas habituales. Tramas que antes concluían en la frustración, la rabia o el malestar, ahora aparecen dulcificadas por la nostalgia, la solidaridad y cierta visión más comprensiva del mundo. Así, la grisura de los años
setenta puede aliviarse con la amistad, y la fragilidad, con los cuidados de otros. Esa «viscosidad» envolvente de lo real la mitigan la compañía y el destino compartido («Los artistas cautivos»). Experiencias como la soledad y los temores de la escritura («Balance»), la pérdida de la juventud («La vuelta al día») o incluso la muerte pueden ser enfrentadas con una actitud más paciente y sabia, semejante a la del escarabajo que pateado en un descuido «sigue andando como si nada hubiera pasado, como si esa mediana violencia no se hubiese ensañado con él» («Rifa»). Cierra el volumen el extraordinario cuento «La poda y la tala de los árboles frutales», donde Hipólito G. Navarro rememora la terrible experiencia de convivir con un padre alcohólico que fallece cuando él sólo contaba dieciséis años. En el relato hay reproches, ironías, llanto; pero también una reflexión absolutamente sincera sobre cómo esos sufrimientos y el ejemplo de su progenitor forman parte de su identidad personal y lo han encaminado a la literatura, simultáneamente castigo y salvación. Sólo con lo dicho, ya se advierte el interés de una obra rica en asuntos y registros. Pero además, creo que este trabajo es relevante por el desafío que plantea a la actual escritura de cuentos en nuestro país. Siete cuentos, si mis números no fallan, son abiertamente felices. Trato de distinguir los cuentos «humorísticos» de los «alegres» o «felices», dos categorías, aunque coincidentes a veces, conceptualmente distintas. Por cuentos de humor entiendo los que incluyen escenas cómicas (y que, por coincidir con tramas a veces duras, pueden dar lugar a un humor negro, irónico, patético, etc.); en los cuentos felices, en cambio, se plantea el estado de alegría de los personajes a lo largo de la trama y particularmente en su conclusión. Los humorísticos no son raros; los relatos felices que manifiesten al lector el gozo de la vida humana, sí. Es un hecho objetivo el predominio abrumador en la narrativa breve (quizás
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también en otras formas) de tramas-desenlaces que plasman experiencias de negatividad, extrañeza incómoda, malestar, dolor, angustia. Las razones de ello son múltiples; su análisis no cabe aquí, aunque me atrevería a señalar algunas. Por un lado, de rango histórico: la frustración de los ideales de la modernidad: el progreso, la paz y la felicidad para todos; el escaso nivel de ética y justicia en nuestra política; la conciencia de la relatividad de los saberes; la ausencia de sentido. Desde el plano estético, la renuncia al cuento como artefacto ejemplar y/o moralizante; incluso la negativa a acoger la felicidad y aun la belleza en el arte literario como protesta y denuncia de un mundo desgraciado, violento, feo. Los escritores han asumido en su mayoría, incluso sin ser muy conscientes, una identidad crítica que se ha ido haciendo más acerba con el tiempo. Muchos de los grandes cuentistas de los siglos XIX y XX muestran esta visión desde terrible a insatisfactoria de la experiencia humana: Poe, Maupassant, Chéjov, Kafka, Hemingway, Aldecoa, Rulfo, Borges, Onetti, Matute, Carver, Fonseca… No hay cuentos alegres, es un hecho; y, por lo visto, no se pueden/deben escribir. A estas razones añadiré otra. Recordamos la conocida sentencia de Tolstói al comienzo de Ana Karenina: frente a las muchas formas de desgracia, «Todas las familias felices se parecen unas a otras». ¿A qué se debe esta semejanza? Sin
duda, se diría que la felicidad reúne un número invariable de elementos: amor, salud, holgura económica, reconocimiento social y un futuro ilusionante. Pues bien, tal relación tendría su correlato narrativo en una trama lo más estática posible. En efecto, la felicidad suele entenderse como un «estado» antes que como un «proceso»; se identifica con una situación a salvo de acontecimientos, perturbadores por principio. ¿Cómo puede, entonces, combinarse ese estado de quietud con el progreso narrativo? No parece fácil. Tendríamos, por tanto, una dificultad «técnica»: el conflicto y su resolución estorban inevitablemente la experiencia de felicidad. En la recopilación de cuentos de Hipólito G. Navarro Los últimos percances (Seix Barral, 2005), se localizan dos relatos eminentemente felices. Su examen nos permite descubrir procedimientos con que abordar la —por lo visto intratable— felicidad. En «Con los cordones desatados, a ninguna parte», un joven sale a la calle decidido a cambiar su indeseada vida; su entusiasmo contagia a otro personaje, y el de este a otro, creándose así una cadena de personas dichosas. Por su parte, el protagonista de «Sucedáneo: pez volador» hace de su bañera, que no limpia jamás, el lugar donde vivir libre y tranquilo aislado del mundo. En ella irán surgiendo microorganismos, vegetales, animalillos, un pez incluso; finalmente, se convierte
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Javier Sáez de Ibarra. Hipólito G. Navarro. ¿Es posible escribir cuentos alegres?
en un paraíso al que querrán acudir toda clase de personas insatisfechas. En ambos relatos la felicidad comparece como una fuerza sentida por un solo individuo que se vuelve contagiosa y desencadena en otros ese mismo deseo. La dinámica de los relatos proviene del despliegue de esa energía. Los cuentos felices de La vuelta al día nos ofrecen variantes de mucho interés. En «El infierno portátil» y «Nahir…», la felicidad del individuo (un niño, un viajero desvalidos) proviene de la acción de otro que los cuida y se preocupa de su bienestar. Lo que evita a estos relatos caer en una sensiblería ñoña es la realidad «fuerte» de esa experiencia de necesidad con la que el lector puede identificarse; pues no se desdeña lo que se reconoce en uno mismo. Otros relatos exaltan el gozo de la vida en común. El cuento «La nota azul» presenta la alegría de un grupo de pintores, escritores y músicos que coinciden en un estudio en París, y una pandilla de amigos que intercambia discos y lecturas. Saber compartir, reírse, descubrir las particularidades de cada uno construye un tiempo jovial. Algo parecido sucede en «Mucho ruido y pocas nueces», donde personajes variopintos entrecruzan amoríos, competencia e indiscreciones como en una comedia de enredo. De nuevo, la convivencia humana como fuente de satisfacciones. Por último, no podía faltar, la experiencia amorosa como causa de placer y felicidad. Los excelentes «Ligamentos» y «Luisito Tristán, pintor de fondos» narran sendos enamoramientos de adolescentes. La limpidez y naturalidad de estos textos nos pone ante los ojos el hecho mismo de la atracción más enloquecedora, el ansia por conquistar a otra persona, las locuras que se emprenden para conseguirlo y el éxtasis de ser aceptado (otro tanto ocurre en «La excusa termodinámica», sólo que aquí termina en fracaso: presentando el envés de esa dicha). El titulado «Los otros Tiresias y Clariclea» descuella por su erotismo. Este cuento de asombrosa originalidad resulta un canto a la vida, al placer, al sexo, a la desinhibición, al juego. Con los rocambolescos razonamientos de su protagonista disfrutamos la delicia de buscar la satisfacción del impulso sexual. Estos ejemplos de La vuelta al día muestran que es posible escribir cuentos felices que eviten la sensiblería por la fuerza de las vivencias narradas y el fatal estatismo que parecía amenazarlos. La felicidad no es una experiencia «blanda», sino intensa; tampoco una posición estática puesta en lugar seguro, sino movimiento poderoso, expansivo, que conduce a la búsqueda, a la aventura. Es preciso añadir todavía un rasgo que contribuye a crear la atmósfera jovial de estos cuentos. Por sus páginas discurren observaciones reveladoras de aspectos imprevistos, paradójicos, simpáticos de la realidad: asociaciones, vínculos inusitados, curiosidades, posibilidades…; todo lo cual nos
obliga a darnos cuenta de que lo que llamamos normalidad está llena de anormalidades. Objetos, animales, seres humanos, las casualidades y los encuentros no pueden ser catalogados ni comprendidos por completo, no se dejan dominar; se ofrecen como opciones, retos y motivos para vivir. La vida está «viva», si puede decirse así, en los cuentos de Hipólito G. Navarro. Y es un placer que ensancha nuestra perspectiva al sacarnos de la cuadrícula de rutinas y seguridades (de las que el autor se ríe tan a menudo). ¿No es la risa precisamente la constatación de que un esquema «cualquier esquema— es derribado? ¿No es el humor el que testimonia nuestra fragilidad y contingencia? ¿Y no es precisamente esa fruición la que nos reconcilia con lo más hondo de nuestro ser? Sin embargo «no se escriben» cuentos felices, es un hecho. «No sabemos» escribirlos. Acaso pensamos que el acercamiento a la condición humana pasa por la constatación de sus miserias y el dolor que nos causa; sin que alcancemos ese cruce con la consideración realista y sincera de lo que somos. El profesor y crítico José Jiménez ha escrito: «En ciertas ocasiones, la ausencia de sentido del humor […] de algunas obras recientes implica una auténtica pérdida y puede ser considerada un síntoma más de la presencia obsesiva de la muerte, de lo tanático, en nuestra cultura. Un síntoma, en definitiva, del intenso narcisismo latente en las sociedades contemporáneas» (Teoría del arte, 2002). Se trataría entonces de que no sabemos escribir tales relatos porque el narcisismo de nuestra cultura nos ata y recorta nuestra imaginación. Aun cuando no cabe desdeñar tampoco la profundidad que ha alcanzado nuestro sentido crítico de la historia, la sangre vertida en el siglo vencido, la que aún derramamos, y la exigencia viva de que otro mundo debe ser posible… La obra última de Navarro es un barril de colores que cae sobre la mesa gris de los ordenadores en que se escriben cuentos. Nos salpica y nos compromete su atrevimiento; creo que obliga a un ejercicio de reflexión sobre nuestra tarea. ¿No habríamos de dar cuenta de la experiencia humana en su totalidad? ¿No se nos exige ir más allá de lo inmediato para encarar otras dimensiones de lo real, que orillamos por incapaces, por espontaneidad o mera inercia? Lejos de mí la pretensión de irenismo o pasteleo. Al contrario, precisamente la posibilidad de un cuento feliz debería instarnos a que la negatividad o la crítica, cuando aparecen, sean verdaderamente intencionadas, realmente encontradas. Por eso, creo que la conmoción que provocan estos relatos es saludable; reclama una asunción más radical de nuestro trabajo, para que sea menos ciego, menos mecánico, menos torpe. Hipólito G. Navarro prueba que hay espacio para esta clase de cuentos; nos ha abierto una senda, por la que quizás ahora mismo sólo pueda marchar él.
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Nefando de Mónica Ojeda: reseña de Daniel Jándula
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Las entrañas de la belleza Daniel Jándula Nefando Mónica Ojeda Candaya: Avinyonet del Penedès, 2016 208 págs.
nEn uno de esos edificios del casco antiguo de Barcelona, en los que parece desarrollarse una aventura gráfica interminable, viven seis jóvenes. Sus vidas giran alrededor de un juego online de la deep web que se transforma en leyenda urbana a causa de su contenido sensible, la fuerte conmoción que ejerce sobre los usuarios y la extraña forma de interacción entre cuerpo, morbosidad y alma que propone. De la capacidad (o no) de comprender el dolor de los demás y de los intentos de verbalizar las ruinas emocionales (incluso físicas) surge Nefando, la segunda novela de la ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988). Situada en una época contemporánea que no absolutamente actual (ambigüedad que supone uno de los muchos aciertos escondidos de la novela), Nefando propone un viaje al interior, un viaje que discurre sobre todo por las habitaciones (habitaciones-confesionarios, cuyas paredes con textura de carne atrapan al lector) de estos seis personajes que se debaten con su pasado y con ejercicios tan marginales como la redacción de una breve novela pornográfica, un máster en creación literaria (escenario que Ojeda conoce muy bien porque fue alumna del Máster en Creación Literaria de la UPF de Barcelona) y el diseño de una obra que conjuga la subcultura demoscene con las catacumbas de internet, y una desconcertante crueldad que abruma a sus usuarios. Decimos crueldad según la reinventó Antonin Artaud, es decir, «apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable […], de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor, de ineluctable necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida». Tal vez la intención que subyace aquí sea la de responder con un rotundo SÍ a uno de los grandes asuntos del siglo XXI, la famosa duda que Primo Levi planteó sobre si es posible seguir escribiendo poesía después del horror. Está
en Nefando la imposibilidad de expresar lo que querríamos evocar, y además la voluntad de encontrar esos espacios de la palabra que —aunque encajonados dentro de un piso que «no es un lugar inmaculado. No un refugio»— nos permitan aprender a decir sin sufrir más lo que nos depara lo recordado. Existe el temblor postadolescente y la represión inevitable cuando se intuye la falta de empatía. Asistimos al conflicto entre un mundo caído y un mundo por rehacer. En las pocas ocasiones de Nefando en que salimos del lugar cerrado (apenas para cubrir la distancia entre una entrevista y otra), el cielo se nos presenta como el que da arranque al Neuromante de William Gibson: «con el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto». Otros temas de Nefando son el estertor de la creación artística, la inquietante ausencia de la figura materna, la necesidad de abrir el cuerpo para revolver en la memoria, el temor entre personas que se comprenden mejor de lo que piensan, «el deseo de decir […] que no se mitiga hablando», la obsesión por la definición de lo que es real para una especie permanentemente «castigada por el lenguaje» o la alarma ante las monstruosidades que pueden convertirse en nuevos rasgos de lo humano. Sin embargo, más allá de un entorno y un argumento al que cualquiera podría acceder (es preferible profundizar en Nefando que en la DarkNet), el valor del libro reside en la búsqueda incesante de una fuerza poética detrás de los hechos y las ahogadas conversaciones que registra un lejano entrevistador. En última instancia, se persigue la fuerza de la belleza como consuelo, como verdad perturbadora, como martillo para esas pantallas que solemos levantar para no tener que mirar lo que nos duele… o peor aún, lo que le duele al otro. Y no hay duda de que la belleza terrible de Nefando perdurará entre quienes nos atrevamos a abrir estas páginas repletas de entrañas.
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La tierra que pisamos de Jesús Carrasco: reseña de Javier López Alós
Estratos del dolor Javier López Alós La tierra que pisamos Jesús Carrasco Seix Barral: Barcelona, 2016 272 págs.
nIntemperie presentaba en 2013 a un escritor dispuesto a trabajar las palabras como si de labores de la tierra se tratara, con amor, esfuerzo y sabiduría acumulada durante generaciones. Mediante esas faenas del lenguaje, Jesús Carrasco (Olivenza, 1972) escarbaba las profundidades de una memoria colectiva condenada a no ser la nuestra para arrancarle un léxico olvidado que la mayoría de nosotros no tuvimos nunca, pero que —y eso nos inquieta— sabemos que existió. Esta segunda novela, La tierra que pisamos, con una estrategia narrativa más compleja y arriesgada, ahonda en la turbación que sigue al descubrimiento de una memoria inesperada, ajena y muda, a partir de un rostro atravesado de cicatrices que aparece una noche cualquiera en el plácido jardín de esa tierra que pisamos y bajo la cual ya no podremos ignorar que hay otras historias. La que nos cuenta Carrasco incluye sucesos que acontecieron (como la masacre en la Plaza de Toros de Badajoz en agosto de 1936) y otros elementos que no llegaron a tener lugar pero que aquí resultan espantosamente verosímiles (un dominio imperial germánico de Rusia al norte de África, España incluida). Leva, el protagonista de esta ucronía, es transportado en uno de los convoyes con nuevos esclavos hasta un campo de trabajo para la explotación maderera en algún remoto lugar del Imperio. Allí, perdido el lenguaje y protegido sólo por su instinto, sobrevivirá más como animal que como hombre y de allí regresará a la tierra de la que fue arrancado, ahora habitada por orgullosos colonos servidores de un orden totalitario. Algunos de los pasajes más sobrecogedores recordarán al lector la deshumanización descrita en la literatura posterior al Holocausto. El propio Carrasco ha reconocido su deuda con figuras como Hannah Arendt o Primo Levi. Pero lo esencial de esta novela, y lo que la hace digna de aprecio, es el modo en que estos momentos se intercalan con los que siguen a su retorno a un
hogar inexistente. Mediante la indeterminación de las voces narrativas, sirven a la construcción de una relación compleja entre pasado y presente, memoria y relato, capaz de reconfigurar la dialéctica entre amo y esclavo representada en la novela. Desde que Eva Holman, esposa de un criminal de guerra en el ocaso de sus días, se encuentra con el retornado Leva, ahora clandestino en su propia tierra, el destino de este empieza a depender de una suerte de canal por el que se transfiere la experiencia del dolor. A su vez, también el futuro de ella habrá de ligarse a esa reconstrucción de lo pasado. Las pesadillas, los temores y los relatos de Eva se construirán con el «material dolor», aquí segunda naturaleza, de un hombre al que el trauma arrancó hasta la voz. Uno de los grandes méritos de La tierra que pisamos es su paciente indagación en el tema de la culpa; no tanto el sentimiento como el sentido de la culpa. Este no es el resultado únicamente de la conciencia de ciertas acciones o del conocimiento inequívoco de unos hechos, sino que interroga su consistencia, sus orígenes y sus límites, su despliegue. Eva traduciría así una fenomenología de la culpa en la que la memoria es desequilibrada una y otra vez por la imaginación (qué le pudo pasar al otro). En esa turbulenta relación nuevas interpretaciones obligan a cuestionar lo que se creía seguro y estable. Carrasco muestra cómo el relato de los vencedores se deshace al tropezar con el silencio indescifrable de una víctima, ese tal Leva que una vez fue humano y tenía lenguaje y vivía allí. A partir de ese momento, que nace de algún tipo de reconocimiento del otro y de un principio de empatía (¿qué, cómo, por qué sufrió?), puede brotar la compasión y ya nada queda a salvo. Tampoco uno mismo, notará Eva. Entonces, sin importar las consecuencias, la propia posición debe ser aclarada: ¿qué tierra, sobre qué estratos de dolor, piso yo, pisa la gloria de este nuestro Imperio?
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El desapego es una manera de querernos de Selva Almada: reseña de Luis Guillermo Ibarra
Mundos que se abren Luis Guillermo Ibarra El desapego es una manera de querernos Selva Almada Literatura Random House: México, 2016 294 págs.
nCasi al final de la novela El viento que arrasa (2012), una mujer llora, «sólo lágrimas sin sonido alguno. Agua cayendo de sus ojos como agua caía del cielo. Lluvia perdida entre la lluvia». Estas líneas permiten conocer la relación de la naturaleza con el quebranto de los personajes de la escritora argentina Selva Almada (1973). Sus profundas vivencias determinan las atmósferas de esos lugares lejanos de la provincia. A partir de ellas se abren los caminos como si el destino fuera cumplir o evitar los rituales de una catástrofe cotidiana en los mundos ya conocidos. En sus narraciones no hay nada más lejano que el sueño bovariano de la gran ciudad. Selva Almada prefiere esa Bendición en la tierra, a la manera de Knut Hamsum, de la que procede un mundo repleto de «puntos inquietos», de pueblos que quieren comunicarse o aislarse por medio de las acciones de sus habitantes. En su compilación de cuentos y relatos El desapego es una manera de querernos (2016), claramente podemos reconocer personajes que viven sus historias marcados por esa condición. En la primera de estas historias —«Niños»— asombra la confluencia de la inocencia, la muerte y los universos en las diversas etapas de la vida. En una escena, dos niños observan la impresionante y enigmática pureza de un hombre muerto. Se agarran «del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte». La presencia de la muerte esconde sus propios anuncios y movimientos, transforma a una mujer en «una doliente hermosa y patética», carga las atmósferas de «una tensión erótica» que «atraviesa el aire como ocurre siempre en la desgracia». Tanto en este primer relato, pero sobre todo en los dos siguientes —«Chicas lindas» y «La muerte en su cama»— la amistad se localiza en el primer plano temático. La entrada
al mundo de la adolescencia se desborda en descubrimientos, en experimentaciones con la privacidad del lenguaje por medio del diario íntimo, con la admiración por la sensualidad de las mujeres mayores, los amoríos de barrio y los escondites para burlar una moral castigadora. La violencia es otro tema de sus narraciones. Esta se impone como resultado de un castigo a las tentaciones prohibidas, o bien como la otra cara del paraíso deseado. Por un lado están los muertos que resistieron el impulso del tedio, la fortuna y los infortunios de la vida. Por otro lado, están los que con su muerte arman el calvario de una intriga y la condena de una historia familiar. Al principio del relato «Dennis no vuelve», el personaje protagónico se vuela «la cabeza en la cocina de su casa alquilada». La tragedia trae consigo el miedo, la construcción de una íntima novela policiaca que recorre todos los rincones de la vida privada. La historia de la huida de Dennis con la mujer ajena encarna la historia negra de un lugar, la condena de un destino descarrilado en el decálogo moral del pueblo. Pero también, en términos discursivos, la posibilidad de abrir una ramificación de historias que arman un mundo ficticio de tensiones en pequeños pueblos de la provincia argentina. Contar una historia es, por lo tanto, situarse en un ángulo para abrir el inventario de los secretos inagotables de la rebelión de los deseos en las vidas más ordinarias. La riqueza del lenguaje en Selva Almada puede medirse por su capacidad para comunicarse con las palabras esenciales; por su forma de bordear el pudor, la religiosidad, la violencia, las revelaciones de la rebelión de los sentidos, el paisaje íntimo de esas historias de sus personajes que salen a la luz en el momento menos esperado. Desde esos márgenes, con una sabiduría y una imaginación única en nuestra literatura, es capaz de tocar el centro de la complejidad humana.
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Pelos de Microlocas: reseña de Carlos Frontera
Microlocuras Carlos Frontera Pelos Microlocas Páginas de Espuma: Madrid, 2016 200 págs.
nPensemos un pelo: rubio, rizado, teñido, enconado, caído… un pelo. El pelo nos define, nos excluye, nos integra, nos oculta, eso bien lo saben las Microlocas —Eva Díaz Riobello, Isabel González, Teresa Serván, Isabel Wagemann, ilustradas por Virginia Pradero— que han construido un libro con el pelo como hilo conductor. «Pelos» es un libro de microrrelatos y no lo es. Quiero decir, en el siglo que hace el equis equis palito, los gimnasios se llenaron de espejos y de pronto a la peña le interesaba más marcar músculo que estar en forma; y suplementos de proteínas, anabolizantes y aceites a tutiplén, que así los músculos lucen más aunque por dentro estén vacíos, sean puro aire. Con los microrrelatos tengo la sensación de que ocurrió algo parecido: internet fue su espejo y de pronto un aluvión de libros de microrrelatos que, salvo excepciones —que nadie se tire de los pelos—, repetían las mismas fórmulas, se gustaban a sí mismos, utilizaban el mismo truco y, por lo general, por dentro estaban vacíos, puritita apariencia. Pelos no es de esos, Pelos se emparenta más con libros de microrrelatos que existieron antes de que surgiese el microrrelato como género —Los niños tontos, de Ana María Matute, o Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, por ejemplo—; los microrrelatos de Pelos primero cuentan, tienen algo que decir —son más fibra que aire—, y luego son microrrelatos. Pelos está dividido en once secciones, en las cuales las autoras se cuentan a sí mismas con honestidad, sin trucos ni malabarismos, se cuentan y se interrogan acerca de la identidad, de la rebeldía, del amor, de la pasión, de la familia. Y, fruto de esa honestidad, de ese desmelene, uno se reconoce en los textos, le resultan familiares, cercanos, duelen a veces, hacen reír otras, provocan cosquillas en la entrepierna o enternecen. En total, más de cien microrrelatos a gran altura —quizá yo hubiera prescindido de los que se agrupan en la
sección «Pelo Mitológico», por sentirlos menos cercanos—, más de cien microrrelatos entre los que encontramos una gran variedad de registros, de estructuras narrativas y estilos —desde textos prosaicos a otros de una gran belleza lírica—, toda una delicia para el lector. Tiene el libro además —o así me ha parecido— una clara voluntad de juego, desde la concepción —un juego a ocho manos, a cuatro miradas— hasta la puesta en escena, y eso se nota en el resultado: en Pelos hay provocación, complicidad, hay microrrelatos que dialogan entre sí, que se responden —como «Infidelidad» y «Mudanza»—, hay algún que otro juego de palabras maravilloso. Aclaro: hablo de juego no en cuanto banalización, sino en cuanto dessolemnización, y a mí, qué queréis que os diga, el juego, la dessolemnización —como me acabo de inventar la palabra, le pongo las eses que quiera— me hace disfrutar como pocas cosas. Un juego que es divertimento y humor —que no chiste—, pero que también está repleto de mala baba, de pasajes dolorosos, de ternura, de fibra, de puritita vida.
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Oficio de Rafael Mammos: reseña de Agustín Calvo Galán
El ambigú
Poesía del oficiante Agustín Calvo Galán Oficio Rafael Mammos Polibea: Madrid, 2016 81 págs.
nLa palabra oficio siempre me ha parecido muy apropiada para la poesía. Cuando vi que Rafael Mammos iba a publicar un poemario titulado así, Oficio, pensé que se trataría de un libro en torno al quehacer del poeta; pero, felizmente, el libro de Mammos es mucho más que eso, pues oficio, en efecto, es una palabra polisémica, y el poeta se emplea a fondo para adentrase en sus múltiples facetas, desde la efectiva reafirmación de la labor poética hasta otra de sus acepciones, cada día más en desuso, de rito o liturgia. Oficio se divide en tres partes. La primera, titulada precisamente «Oficio», parte de la escritura poética como salto —«Antes de usarla, sopesa / la pértiga del bolígrafo» (pág. 17)—, sustentando en el riesgo contenido la consecución del poema; aunque a continuación se nos aparecen tótems, ciervos y otros signos que conforman un ámbito conceptual de significados místicos, gracias al cual el poeta nos aproxima a una espiritualidad más laica que religiosa, más onírica que teológica. La segunda parte es un homenaje a cinco poetas —Rilke, Seamus Heaney, Ted Hughes, Juarroz y Emily Dickinson— donde el autor realiza variaciones sobre poemas de dichos maestros, reforzando la noción de oficio a través del aprendizaje; y la última parte, «Limbo» —un lugar que, por cierto, fue desechado por el catolicismo en tiempos de Benedicto XVI—, devuelve la poesía a una palpitación intuitiva y, por tanto, a una forma más empírica que racionalizada, y el paisaje a la emoción vivida. No obstante, creo que lo más interesante de este libro reside en cómo consigue desplegarse ante nosotros juntando conceptos aparentemente contrarios. La primera paradoja que se nos presenta es la de la constricción y el desarrollo. No muy lejos de un Raymond Queneau —quien en sus Exercices de style (1947) nos explicó un mismo hecho noventa y nueve veces, cada una de ellas con una constricción diferente—, Mammos modela y regula para cada poema una inten-
sidad y, a la vez, una retención formal diferente, mientras hace progresar una temática común para todos ellos. Y, así, frente a gran parte de la poesía actual, que basa su liberación de cualquier corsé clásico en una escritura sin estilo, Mammos explora la concisión tanto expresiva como formal no como contingencia azarosa sino como material de trabajo poético; es decir, dicho modelaje sería la materia y a la vez el objeto de la poesía, el oficio y la obra. Por otro lado, la segunda paradoja creativa que nos presenta el libro es la del adentro y el afuera, ya que nos dibuja numerosas imágenes que exploran la unión de los interiores y los exteriores: «Pues son contados desde dentro, / pero es afuera donde empieza su vida / buscando la boca / que los repita otra vez» (pág. 47). Aquí el poeta plasma el nexo entre la palabra pensada y la palabra que es, al fin, hablada o escrita. Y aún hay un tercer juego de paradojas: son las del onirismo y la conciencia, donde el oficiante, el poeta, se mantiene en la frontera entre la vigilia y el sueño para desentrañar la liturgia de la creación poética, desvelándonos su Oficio también a través de la premonición, tal y como hacían las religiones ancestrales, gracias a los sueños y las revelaciones producidas por hechos naturales o por oráculos relacionados con ciertas divinidades. Por último, el poeta de este Oficio, que se aleja por completo de cualquier tendencia a la moda, trabaja la singularidad de su poesía desde un monacal ascetismo, recluido en un interior desde el que se puede ver y acceder —como si estuviera en uno de los vertiginosos monasterios de Meteora (Grecia)— a un espacio abierto de grandes oquedades, y desde el que nos consigue describir un paisaje lleno de espacios vacíos: «… mi anticipación a la nada» (pág. 77). Es así, desde una cierta atemporalidad colmada y nihilista, como Rafael Mammos avanza sin prisa, creando una obra sólida, con Oficio, no aseverativa, polisémica y estimulante.
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El hacha de plata de Miguel Veyrat: reseña de Anna Rossell
Por una semiosis poética Anna Rossell El hacha de plata La poesía de Miguel Veyrat (Valencia, 1938) escapa a cualquier definición; la rehúye. Es precisamente esta esencial intención lo que mueve a su autor a su insurrecta escritura. No por capricho estético o lúdico-experimental, sino por una radical voluntad de indagar, de arrancar sentido (nuevo) al sistema de signos de que nos valemos para comunicarnos. Veyrat —de espíritu ilustrado y semiólogo— manifiesta su insaciable sed de conocimiento explorando el lenguaje más allá de sus límites. Inconformista e iconoclasta, hace de la heterodoxia su herramienta más útil para rastrear nuevas posibilidades significativas y construir una compleja y rica semiosis, que la voz poética reivindica para conferir al ser humano la genuina cualidad de ser: «Creyó entonces que creía en la li / bertad de violar el sistema / de la propia lengua. Y envolverse / con ella en la red amarilla / de la locura. Deber innato de todo / intérprete de todo escriba / en su quietismo estético de una / muerte en vida donde creía / ser ala y —en efecto, no era nadie» («Tocados del ala»). Veyrat no se limita a lo lingüístico; su semiótico proceso de escritura reclama una libertad que lo trasciende, incorporando a su lenguaje una tupida red culturalmente connotativa, que, en progresión geométrica, lo hace exponencialmente fértil. La potencia expresiva y comunicativa de su poesía es por ello inconmensurable; adentrarse en su lectura, un reto y un placer intelectual. Poseedor de una vastísima cultura y paladín acérrimo de una escritura auténtica, el autor teje un denso universo semiótico que exige al lector exquisita atención y estar a la altura. No resulta fácil. Consciente de ello, Veyrat acompaña su poemario de un aparato de «Notas Prescindibles & Alcabala de Deudas», que cada lector se verá impelido a completar en función de su propio acervo de conocimientos. Forma y fondo están en la poesía de Veyrat estrechamente fundidos al servicio del nuevo lenguaje: el poeta gusta de todo tipo de encabalgamiento, del uso heterodoxo de los signos de puntuación —o de su ausencia—, algún acento donde la ortodoxia no lo permite (o su falta donde lo exige), y entreteje en sus versos, ora parafraseando, ora aludiendo a ellos de modo subyacente, a un innumerable elenco de referentes: Esquilo, Séneca, Verlaine, Rimbaud, T. S. Eliot, Valdés Leal, Shakespeare, Heidegger, Merleau-Ponty y W. Stevens, Herá-
Miguel Veyrat La Isla de Siltolá: Sevilla, 2016 149 págs.
clito, A. Machado, Pessoa, Cernuda, Petrarca, Gonzalo de Berceo, V. O. Mateus, Léon Deubel, exponentes de la mitología griega o John Cage y el conjunto rapero estadounidense Rage Against the Machine… —son una pequeña muestra de una relación interminable—. Con todos ellos Veyrat urde una red que no se agota en lo intertextual, sino que incorpora lo intercultural en el sentido más amplio: «… ¿Pero quién será / ese intervalo que hay entre yo y mi? / Paso horas en desclasificar lo infinitamente / ya clasificado, clasificables descono / cidos entre los intersticios del conocimiento» («El intervalo»); «… Allá / donde la cuerda permanece / cortada tras el límite de la conciencia / Allá donde vidieron palombiellas essir de so / la mar más blancas que las nieves / contral cielo volar Allá donde / la sombra de la sintaxis morfológica / nunca las pudiera alcanzar Allá en donde son / ...» («Se embebe la sombra mía») ; «Y dijo el mirlo antes de escuchar el disparo / que el silencio no era sino el caos / en reposo. Y la música / con la poesía y otros dioses solamente sus / metáforas. Que la muerte nunca es / la verdadera iniciación / …» («Cage against the machine version (Fake blood’s Needle drop mix)»). Los nombres mencionados (y faltan tantos otros) nos dan una ligera idea de los temas que aborda la voz poética, incansable filósofo: la percepción del tiempo y su huella, la muerte, la identidad, el caos, la belleza y la dimensión significativa del silencio. Y, contrariamente a lo que lo dicho pudiera dar a entender, la poesía de Veyrat no apela únicamente al intelecto, sino a lo irracional, y da poemas de extraordinaria belleza: «Ánima como el viento rojo / de los druidas, / daimon como el viento / de la libre palabra / —el fuego prometeico / que ya rompe, / de la médula mana / como del fuego interior / que avanza / desesperada hasta el sol / y tiende el arco / de la vida por su centro, / como viento / rojo a sus raíces —la poesía» («Rectificando Invenies»). Un poeta indispensable.
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Los nuestros de Juan Carlos Reche: reseña de Andrés García Román
El ambigú
El pueblo encantado Andrés García Román Los nuestros Juan Carlos Reche Pre-Textos: Valencia, 2016 116 págs.
nPor alguna razón vuelve a desearse en la poesía española un cierto trato con lo popular. Son muchos en verdad los frentes que esto abre en una tradición poética y literaria en donde este elemento juega un rol tan «esencial», pero, limitándonos a lo inmediato, nos quedaremos con las implicaciones de tal querencia en la representatividad de la voz del poema. Pues bien, parece claro que se empieza a (querer) romper el hielo de una poesía absolutamente autista, en la que cada cual enarbola su propia no-tradición, su in-diferencia. Parece ciertamente que el yo —y es natural buscar las causas de ello en estos años críticos de «nuestra» historia— quiere volver a explicitar su relación con el nosotros y/o a reformularse con acuerdo a ello. De ser así, Los nuestros, último libro de Juan Carlos Reche, no sólo se haría eco de tal tendencia aún incipiente, sino que la convertiría en su razón de ser. Pues no sólo se da en el libro el plasticismo de un habla andaluza, la referencia al flamenco a veces transubstanciada en cante, sino también la voluntad expresa de guiar el gusto, de poner las bases de un compromiso con la totalidad y de reflexionar sobre el papel de la poesía, del poeta. A lo largo del poemario, «los poetas», que aparecen como personajes, son regateados por esas otras voces sonoras y sanguíneas que han tomado desde un inicio posesión del libro. A los poetas se los desea, se los sondea, pero también se los rechaza como a invasores por parte de ese afuera popular que es más bien un adentro y en donde la poesía sencillamente «sucede»: «dicen los poetas / que han venido / a comer / a la catedral / que lo que hacen es darle voz a la gente / que hay que moverles las bocas / a los muertos / que eso es la poesía ésa» (págs. 37-38). Pero uno siente reparo al hablar de metapoesía, aunque esta se dé, pues el verdadero, indiscutible, valor del libro no consiste en tal o cual cumplida intención, en la capacidad de evocar esto o aquello, sino de serlo en efecto. Sus voces
se autoproclaman en un raro e hipnótico ejercicio de la función fática, una deliciosa opacidad sostenida a lo largo de las cuatro primeras secciones. Algo de veras se pone de pie ante nuestros ojos, como si en efecto el lenguaje fuera un encantamiento, uno de esos milagros que hoy día lo son más, quizás porque la poesía actual en el mejor de los casos es más una poética y menos un acto de lenguaje, tal y como este libro denuncia, con su propia «hechura». Nos sentimos de repente invitados a un mundo en parte rural, infinitamente acogedor, lleno de noches de verano y charlas en los portales, un mundo humano por los cuatro costados, donde lo lógico es hablar de chimeneas, aperos de labranza, frutas y amores claros, objetos y situaciones por las que sentiríamos nostalgia si no constituyeran una trabazón coherente e integradora: «Yo venía por la sombra / aunque estaba cayendo la fresca / cuando alguien me dio la acera / con un canasto de membrillos / que no valdrían dos gordas […]. Por eso me gusta / ir a andar a los carriles, / porque se ve la gente desde lejos. / Uno se prepara / para dar los buenos días / como si fuera verdad: Ea, ahí vamos, ¿eh?» (pág. 19). Después, en la última sección, ese mundo-lenguaje se desgaja como una nube de propicia tormenta y se introduce otro que, aunque bien contaminado del anterior, sí quiere argumentar, en el que el tiempo sí existe, un lenguaje consistente ahora en su propia dubitativa voluntad de estilo, su propia denuncia de la literatura como ejercicio frívolo y ensimismado: «cuando seamos nuevamente / sólo partes disgregadas de una totalidad» (pág. 98). Uno se pregunta si era necesario este final, pero lo era, pues sin desengaño no hay conciencia del engaño, sin pérdida no hay encuentro. Y fingir ser el otro o lo otro todo el tiempo y sin fisuras sería igual a arrebatarlo, es decir, sí, como arrebatarles a ellos la posibilidad de ser, todavía y con plenitud, nosotros mismos.
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Nocturnario (101 imágenes y 101 escrituras) de Ángel Olgoso (ed.): reseña de Elena Gené
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Al oeste de los poemas Elena Gené Nocturnario (101 imágenes y 101 escrituras) Ángel Olgoso (ed.) Nazarí: Granada, 2016 232 págs.
nMás que un libro, Nocturnario (101 imágenes y 101 escrituras), editado por la editorial Nazarí, es un festín literario en el que textos e imágenes sumergen al lector en un onírico e inquietante universo. Prologado por José María Merino —artífice junto a Ángel Olgoso de esta joya literaria—, desfilan por sus páginas importantes figuras del panorama literario actual (Fernando Aramburu, Fernando Iwasaki, Andrés Neuman, Gustavo Martín Garzo, Ana Merino, Ana María Shua o Manuel Vilas son algunos de ellos), haciendo del libro una atractiva miscelánea donde logra aflorar lo invisible y en la que la nómina de escritores comparece inspirándose en las imágenes que acompañan sus textos. Imágenes creadas por Ángel Olgoso —escritor de larga trayectoria— y enmarcadas en la tradición surrealista de Gustave Doré o Max Ernst, que en un momento de ayuno literario le ayudaron a dar salida a su faceta creativa. Además de la originalidad de los collages, sobresale el estilo refinado que acuna las historias y el imaginario fantástico desde el que se invoca a personajes y autores de la literatura universal como Joseph Conrad, Daniel Defoe, James Joyce o William Shakespeare, y desde el que se ofrecen singulares versiones, como un final desechado por el propio Leopoldo Alas Clarín para La Regenta, con íncubo incluido; o una original réplica del personaje fraguado en sueños, del cuento «Las ruinas circulares», de Jorge Luis Borges. Ciento un textos transidos de misterio y fantasía que, evocando en ocasiones leyendas mitológicas y relatos universales, transcurren en torreones góticos, criptas palacie-
gas o allá donde lo recóndito e inverosímil se vuelve posible. Ciento un escritores —entre los que también se incluyen Ángel Olgoso y José María Merino— que nos sumergen magistralmente en atmósferas cenicientas donde se cuelan la muerte, la locura o la enfermedad, en la que «sentimos nuestra existencia como el filo de un cuchillo». Otros textos ofrecen una irónica versión de los males de la sociedad moderna, la condena al tributo de la falsa virtud, o la predilección animal en la dialéctica entre este y el hombre que se cree civilizado sin serlo. La felicidad como espectro, futuros proscritos, estatuas decapitadas, leviatanes y alegorías marinas conviven en este libro junto a hidalgos sagaces y metáforas sirvientes de un escritor que las detesta. En Nocturnario la literatura está muy presente, no sólo por la evocación constante de pasajes universales, sino por el reflejo de las ventajas o tribulaciones propias del escritor, como por ejemplo la imposibilidad de dejar de serlo. Así, el lector topará con escritores que deambulan eternos y desafiantes travestidos de animal, o con sus cabezas de poeta suspicaz bajo el brazo. Relatos donde todos los elementos engarzan a la perfección, haciendo un todo inolvidable y perturbador. En definitiva, imágenes e historias, hipnóticas en fondo y forma, redondean una obra que acaba siendo un alarde de desbordante imaginación en la que se integran con naturalidad diferentes géneros como la poesía, el microrrelato, el cuento o el ensayo. Un libro exquisitamente editado, cuyos derechos de autor se destinarán a la ONG Médicos Sin Fronteras.
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Recomendaciones de Quimera
Recomendaciones de Quimera Aún podemos ganar, Juan José Flores (Stella Maris, 2016) Un publicista que acaba de perder a su hermano y está casado con la hija de un turbio magnate de las finanzas es despedido de su empresa por ajuste de plantilla mientras su casa se llena de abejas. Sin embargo, la llegada anticipada del actor que debe protagonizar el último spot de su exempresa le proporciona una oportunidad pírrica y delirante de venganza. Juan José Flores escribe una historia con la tensión de un thriller, dibujando acertadamente el abatimiento y la obnubilación en que sumergen los despidos tardíos, la sensación de culpa que acarrea la pérdida de los seres más cercanos y la esperanza de poder reconducir hasta las situaciones más desesperadas. Nemo, Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets, 2016) Gonzalo Hidalgo Bayal ya era un gran escritor antes de alzarse con el Tigre Juan por su última novela, Nemo, que no hace sino confirmar una larga trayectoria de libros magníficos. Ahí están El cerco oblicuo, Campo de amapolas blancas, Paradoja del interventor o el volumen de cuentos Conversación, por citar unos pocos nombres. Su trabajo más reciente se suma ahora a una nómina de novelas inolvidables. Como en las anteriores, el mundo que encontramos en Nemo nos atrapa desde la primera hasta la última página, porque su autor tiene la habilidad de mezclar tres ingredientes: realidad disparada, exploración del lenguaje e imaginación desbordante. Lo mejor es que tensa esos tres vértices sin romperlos, es decir, sin caer en un ejercicio banal de costumbrismo ni en un simple artificio lingüístico. Lo que cuenta Gonzalo son historias que, de tan bien narradas, se quedan pegadas a la piel del lector. Por eso uno nunca sale indemne de sus novelas.
La condición animal, Valeria Correa Fiz (Páginas de Espuma, 2016) Decía Kafka que no vale la pena escribir literatura que no muerda. Esta máxima parece que la ha adoptado a rajatabla esta autora argentina que reúne doce relatos donde se pregunta si es el hecho de sentirnos vulnerables y finitos lo que nos hace diferentes como especie. También preguntas de índole más filosófica, cuando imagina cómo sería un mundo sin temer el mal ajeno, las reglas sociales. Correa nos sorprende con este primer libro en el que ahonda en los miedos y en la parte más oscura de nuestro ser. Un libro que muerde. Páginas de Espuma sigue apostando por relatistas de primera línea. Yo también soy Sherezade, José de la Colina (Menoscuarto, 2016) El microrrelato es un género en auge que cuenta cada día con más cultivadores y con más lectores. El santanderino-mexicano José de la Colina, formado en el taller del maestro José Arreola, uno de los padres del microrrelato en castellano, es una figura consagrada del género que nos ofrece en Yo también soy Sherezade sesenta y cinco microcuentos en los que con humor, ironía y sorpresa, reinterpreta los mitos, los clásicos de la literatura y del cine, o los hechos de la vida cotidiana. Un acertado prólogo de Fernando Valls sitúa su figura en su época e introduce al lector en la obra de un autor imprescindible.
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Recomendaciones de Quimera
enero de 2017 A través del espejo, antología a cargo de Andrés Ibáñez (Atalanta, 2016) Interesante antología a cargo de Andrés Ibáñez, escritor, crítico literario y pianista de jazz. Los textos, ordenados cronológicamente, giran en torno al siempre recurrente tema de los creadores sobre el objeto del espejo, puerta entre mundos. Arranca con el mito de Narciso que Ovidio fijó hace dos mil años, pasando por los espejos del romanticismo en las plumas de Hoffmann y Poe. Textos tan dispares como Blancanieves de los hermanos Grimm o el primer capítulo de la novela El regreso de Walter de la Mare. Schwob, Lugones, Chesterton, Woolf son algunos de la nómina de antologados. No faltan, por supuesto, Bioy Casares y Borges. Imprescindible. Fuera de la ley, VV. AA. (La Felguera, 2016) La editorial La Felguera nos ofrece con Fuera de la ley una joya y un libro completamente inusual con pequeños ensayos, artículos de los periódicos de la época y más de trescientas ilustraciones y fotografías contextualizadas para explicar lo que acontecía en los bajos fondos de las capitales españolas (sobre todo en Madrid y Barcelona) entre 1900 y 1923. Un retrato de la violencia y la miseria del hampa, el bandolerismo, el apachismo y el anarquismo en años en los que en Barcelona (llamada la Rosa de Fuego), las víctimas del Sindicato Único (anarquista) y el Sindicato Libre (patronal) se contaban por millares. Artículos de González-Ruano, citas de Baroja o de Nakens, coplas populares, un cuaderno con cincuenta fichas policiales y un diccionario de voces de la germanía hacen de este libro un goce literario y un instrumento idóneo para entender un submundo que transformó la historia de nuestro país.
Poesía Completa, José Lezama Lima (Sexto piso, 2016) Además de un narrador genial y un excelente y singular ensayista, José Lezama Lima es uno de los mayores poetas en lengua castellana del siglo XX, un buscador incansable de la palabra esencial que revele lo que la realidad esconde, de la palabra prístina, a través de imágenes y metáforas deslumbrantes. Esta magnífica y cuidada edición que presenta Sexto Piso, «más de seiscientas páginas impresas [casi mil en el volumen], revisadas, cotejadas, comparadas hasta el delirio» por César López, reúne para el lector la recopilación más exhaustiva de cuantas se hayan hecho hasta ahora de la poesía del cubano. Un libro fundamental de la lírica en castellano. Exhumación de la fábula, Javier Bello (Chamán Ediciones, 2016) Desde Quimera, queremos saludar a esta nueva editorial de poesía, dirigida por Ana Isabel Toboso Navarro y coordinada por Pedro José Gascón Piqueras. Los libros de Chamán Ediciones cuentan con una sugerente portada y con una nómina de autores a los que tener muy en cuenta, como sucede con el chileno Javier Bello y su Exhumación de la fábula, una antología de poemas que reúne buena parte de su trayectoria literaria desde 1997 hasta 2015. Con un lenguaje inquietante y feroz, Bello nos sorprende con un universo cargado de imágenes y metáforas, una exploración de los límites de la poesía y de cómo la creación literaria logra adentrase en terrenos poco transitados. Con libros como este, Chamán Ediciones nos avisa de que ha venido para quedarse.
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