Quimera Revista de Literatura | Número 401 | Abril 2017

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publicidad diciembre copia:PORTADA 282 16/3/17 9:40 Página 1

MONTESINOS/ ENSAYO

Alfons Cervera Yo no voy a olvidar porque otros quieran El franquismo sigue presente en nuestro país, digan lo que digan las voces más complacientes con un consenso que cierra más que abre cualquier posibilidad de debate entre las diferentes versiones del pasado. Las páginas de Yo no voy a olvidar porque otros quieran proponen –con una escritura narrativa muy parecida a la de las novelas de su autor– un Piel Zapa acercamiento crítico a una memoria que hade arrinconado en el lado oscuro de la historia la dignidad de la II República y de quienes la defendieron y la siguen defendiendo a conPiel de de Zapa Zapa Piel tracorriente y a contratodo.


ColaborAN en este número:

Ricardo Armas, Rafael Ayala Páez, Luis Ayala Páez, Agustín Calvo Galán, Pedro Cambra, Álex Chico, Juan Carlos Chirinos, Valeria Correa Fiz, Douglas Coupland, Oriette D’Angelo, José Delpino, Luis Carlos Díaz, Rubén Darío Fernández, Alberto García-Teresa, Rosa María Garzón, Francisco Javier Guerrero Cano, Mariana Libertad Suárez, Antonio López Ortega, Mario Martín Gijón, Ricardo Martínez Llorca, Juan Carlos Méndez Guédez, Pablo Messiez, Eduardo Moga, Ignacio Molina, Juan Jacinto Muñoz Rengel, María Jesús Nafría, Javier Naval, Albin Olsson, José Manuel Ortiz Soto, Carmen Peire, Carolina Pareja, Félix Población, Juan María Prieto Roldán, Raúl Quinto, José Ramos, Guillermo Ramos Flamerich, Jairo Rojas Rojas, Adalber Salas Hernández, Miguel Sanfeliu, Vasco Szinetar, José Antonio Vila, Eliseo

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2017

En estos tiempos en los que Venezuela está bajo la mirada del mundo convulsionada por graves tensiones políticas, desde Quimera queremos destacar uno de sus más importantes valores, que casi nunca aparecen en los medios de comunicación: su literatura. Rafael Ayala Páez y Mario Martín Gijón son los encargados de abrirnos una ventana a la nueva literatura que se está desarrollando en el país caribeño a través de seis interesantísimos artículos sobre poesía, novela y relato, y de una pequeña muestra de la joven poesía venezolana a través de la obra de siete poetas, en un dossier que se suma a nuestras secciones habituales para que también florezca la literatura en este comienzo de la primavera. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

Villafañe, Graciela Yáñez Vicentini IMAGEN de portada Y Portada Del Dossier: The Photographer

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

Director:

Consejo de redacción:

Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer

El salón de los espejos

Einstein on the Beach

Entrevista a Douglas Coupland – 5

José Antonio Vila: Soldados de Salamina

Entrevista a Juan Jacinto Muñoz Rengel – 9

(«Javier Cercas» y el que escribe) – 46

Maquetación y cubierta:

El cielo raso

El holandés errante

Jordi Gol

Literatura Venezolana

Álex Chico. Un peregrino vuelve a casa (Primera

Antonio López Ortega: Nueva literatura

jornada) – 51

Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia

venezolana: contra la orfandad – 12 Mariana Libertad Suárez: ¿Qué están haciendo las

Félix Población:

Juan Carlos Chirinos: Cuentonario – 19

La malcasada de Carmen de Burgos, Colombine – 55

Juan Carlos Méndez Guédez:

Ricardo Martínez Llorca:

La hayaca y el Aleph – 21

Días entre estaciones de Steve Erickson – 56

Eduardo Moga: La fuerza de la delicadeza.

Valeria Correa Fiz:

Sobre la poesía de Edda Armas – 23

La acústica de los iglús de Almudena Sánchez – 57

José Ramos: Rafael Cadenas o la poesía del asombro

Miguel Sanfeliu: Nostalgia del futuro. Contra la

ante el misterio de la realidad – 26

historia del cine de Hilario J. Rodríguez – 58

Rafael Ayala Páez: Siete poetas venezolanos:

Agustín Calvo Galán:

Graciela Yáñez Vicentini, Jairo Rojas Rojas, José

El primer día de Julio César Galán – 59

Delpino, Adalber Salas Hernández, Luis Ayala Páez,

Raúl Quinto:

Oriette D’Angelo, Eliseo Villafañe – 28

Nostalgia de la acción de Ana Gorría – 60

La vida breve

La piel es periferia de José García Obrero – 61

Francisco Javier Guerrero Cano.

Rubén Darío Fernández:

Otro año sin verano – 36

Tormenta de Tierra de Ale Oseguera – 62

Los pescadores de perlas

De un nuevo paisaje de Hasier Larretxea – 63

Microrrelatos inéditos de José Manuel Ortiz Soto – 40

Alberto García-Teresa: & yo hablo mariposa. Poesía

sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El ambigú

novelistas venezolanas en los últimos años? – 16

La voz humana Entrevista a Pablo Messiez – 41

Juan María Prieto Roldán:

María Jesús Nafría:

esencial de Bob Kaufman – 64

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Extraño mi cerebro preinternet Entrevista a Douglas Coupland Por ignacio Molina y Carolina Pareja

Si escribimos «Douglas Coupland» en Google es probable que nos aparezca esta frase: «Extraño mi cerebro preinternet». Es una de esas citas que este escritor canadiense gusta arrojar en charlas y entrevistas. ¿A qué se refiere con ella? Tal vez a la neurosis de tener que estar siempre conectado. Un asunto que ha tratado en libros como JPod, You Know Nothing of My Work!, Generation A y Bit Rot. «Las personas se hastiarán muy rápido con la tecnología. Si le describieras Google a alguien de 1990, pensaría que vivimos en una era dorada de infinitas opciones e hiperinteligencia; en cambio, sólo esperamos a ver qué nuevas cosas puede hacer el próximo iPhone», dice Coupland, vía Gmail, en entrevista con Quimera. En 1991, cuando la MTV, Winona Ryder y las pizzas lo eran todo, Coupland fue aclamado como el Salinger de nuestros tiempos. La crítica estableció que con su novela debut, Generación X, había logrado capturar la apatía y el hastío de aquella época a través de un trío de veinteañeros que iban contando su vida y su manera de ver el mundo. El libro, estableciendo la cultura popular como eje, estaba además «plagado de alusiones a signos de consumo y discursos publicitarios», como escribe Vicente Verdú en el prólogo de la edición española publicada en Ediciones B. Tras su segunda novela, Planeta Champú, de la que se confiesa arrepentido, y La vida después de Dios, una colección de relatos que pasó casi desapercibida, Coupland publicó la obra que perfilaría la dirección de su posterior literatura: Microsiervos. El canadiense había logrado capturar otra vez un tema contemporáneo: cómo la tecnología protagonizaba nuestras vidas. Y recuerda: «Ese libro miraba al mundo de culto de Microsoft y de las startups de tecnología de principios de los noventa. Comencé a investigar el impacto de la tecnología a gran escala con You Know Nothing of My Work!, la biografía sobre Marshall McLuhan».

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Cuando iniciaste tu carrera literaria, a comienzos de los noventa, a la crítica le llamó la atención la importancia que le otorgabas a la cultura popular en tus novelas. Hoy en día ese asunto se ha convertido en un tema, digamos, popular. ¿Qué fue lo que ocurrió? No sé si es un tema popular. Puede que sea el único tema. Ya no es posible delimitar lo popular de la cultura. Pero para mí todo se fundió alrededor del 2012. ¿Qué ocurrió ese año? Un montón de personas realmente improbables me mandaron mails con enlaces a vídeos de charlas TED. Entonces me di cuenta de que todas esas personas estaban absorbiendo y esparciendo un montón de contenidos sin ningún tipo de filtro. No había puntos de vista: sólo ciento por ciento puras absorciones crudas. Eso me perturbó. Habiendo vivido en un mundo pre-geek, predispositivos, me sorprende un poco que la gente quiera estar siempre conectada. La verdad es que habría esperado mucho menos alcance. Y tú, ¿cuántas horas al día pasas conectado? Déjame pensar… Escribo, así que se hace difícil dividir mis horas frente al portátil en modo hoja de cálculo. Diría que... ¿tres horas?


Douglas Coupland Fotografía: Thomas Dozol ©

¿Y en qué redes sociales participas durante esas tres horas? Estoy en Twitter [@DougCoupland] y en Facebook, pero sólo porque otras personas se hacen pasar por mí, así que tengo que tener esas cuentas con mi nombre. Rara vez uso las dos: sería como transformar mi vida en un trabajo. Además, cada vez que entro en Facebook, salgo de mal humor.

Cada vez que entro en Facebook, salgo de mal humor. ¿Qué te molesta de Facebook? Que las personas sólo publiquen lo que ellas creen que representa la felicidad de sus vidas. Pero la naturaleza humana es la naturaleza humana, así que la felicidad de otras personas hace sentir mal al resto. Todo el mundo quiere que el resto de personas sean felices, pero no demasiado, la verdad. ¿Cómo ves los cambios en el lenguaje considerando el protagonismo de las redes sociales en la comunicación? El lenguaje sólo evoluciona, nunca involuciona; que involuciona es lo que pensaría alguien de ochenta años. La rápida mutación del inglés —asumo que del español también— sólo refleja nuestros cambios colectivos. Es fascinante. Sólo pensar en la palabra unfriend [acto de eliminar a alguien de una lista virtual de amigos], por sí sola, te dice cuán lejos hemos llegado.

No lo sé. Creo que tengo muy buen olfato para detectar qué es lo que se queda y lo que no. Pienso que Microsiervos se ha transformado en una novela de culto precisamente porque apunta al cerebro de mitad de los noventa. Es como la cápsula de un tiempo que ya no existe. Ya que hablas de cápsulas de tiempo: ¿has pensado en escribir una novela que recopile tus tuiteos? Cory Arcangel ya lo hizo: es un artista fantástico. Escribió una novela epistolar, The Gum Thief, publicada en 2007, que era una mezcla de correos electrónicos y, en menor medida, cartas tradicionales. Es uno de mis libros favoritos. ¿De qué trata? Cory, mediante Twitter, buscó y grabó cientos de tuits que contenían la frase «trabajando en mi novela» e hizo una secuencia de esas frases. Partió siendo gracioso y después se convirtió en algo desesperado y triste. Me refiero a cómo él pudo registrar cuán ciegamente es la gente que pone a la novela como el ápice de la experiencia humana. ¿Conoces a Tao Lin? No. Es un escritor que es continuamente comparado contigo. Y que pone a la novela en el ápice y que escribió una basada en sus chats de Gmail. Pues ahora realmente quiero leerlo. ¿Existe algún libro que te hayas arrepentido de haber escrito? Sólo mi segunda novela, Planeta Champú. No tenía editor y fui mal aconsejado por personas en las que confié equivocadamente. Pero, tras hacer ese segundo libro, pude continuar escribiendo sin toda la presión que representa la pregunta: «¿Cuál será tu siguiente libro?».

Ignacio Molina nació en Curicó, Chile, en 1983. Trabaja como periodista en el diario Las Últimas Noticias y como colaborador en el portal VICE México. Carolina Pareja nació en Santiago, Chile, en 1983. Trabaja como zapatera en La Pareja Za-

En tus novelas usas ese tipo de palabras. ¿Es posible que se vuelvan anacrónicas y las siguientes generaciones no las entiendan?

patos y también mantiene los sitios Frutillablog y 100 Bordados.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Juan Jacinto Muñoz Rengel Por Carmen Peire Fotografías: Eduardo Cano ©

Juan Jacinto Muñoz Rengel (Málaga 1974) acaba de publicar su última novela, El gran imaginador, tras El asesino hipocondriaco (2012) y El sueño del otro (2013), ambas también en Plaza & Janés. Este escritor polifacético, cultivador también del género de microrrelato y de cuentos, ha sido incluido en todas las antologías de referencia de su generación y ahora, con esta novela, vuelve a entregarnos su mundo propio tremendamente imaginativo. He aquí la entrevista realizada para Quimera.

En la presentación, hablaste de la dificultad que tenías en las entrevistas para definir el género de tu novela. ¿Crees que eso es realmente importante o ese aspecto híbrido es más moderno en los tiempos que corren? Esa es precisamente una de las contradicciones con las que nos enfrentamos en la actualidad. Por una parte, en efecto, cada vez hay más formas híbridas inundando no sólo la narrativa y la literatura en general, sino también todas las demás disciplinas artísticas. Pero, al mismo tiempo, persiste cada vez con más fuerza la tendencia a clasificarlo todo. La dificultad, quizá, empieza a perfilarse en las librerías, donde en muchas ocasiones

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no saben en qué estantería colocar este o aquel libro. Sin embargo, el problema se agrava sobre todo en el momento de la recepción de una obra por parte de la prensa. El periodista cultural tiende —por razones que llevaría tiempo enumerar aquí— a etiquetarlo todo. Las etiquetas hoy, en la mayoría de los casos, ayudan más que nunca a canalizar el exceso de información y facilitan la rápida comprensión de una noticia. No obstante, todos podemos intuir sin hacer demasiado esfuerzo cuáles son las terribles consecuencias de esta práctica. Y no sólo hablo del empobrecimiento cultural a corto, medio y largo plazo. También supone un obstáculo para toda obra que pretenda abrir, por modestamente que sea, un nuevo camino. Mi novela El asesino hipocondríaco casi siempre estaba colocada en la estantería de género negro, y El sueño del otro se vendía como un thriller. Esto sólo puede llevar a la confusión y a la decepción del lector. Ahora, con El gran imaginador, en la que trato de fusionar muchos más géneros, todo esto se agudiza. Porque una de las primeras peticiones que además te suele hacer la prensa es que definas o resumas tu libro en una frase. Y cuando se trata de una novela de quinientas páginas, que aúna tantas intenciones y temas


distintos, y con la que has convivido tantos años, esto resulta un imposible. Y luego entra en juego, claro, otro de los inconvenientes de las etiquetas: los prejuicios. ¿Se puede decir que tus dos novelas anteriores, El asesino hipocondríaco y El sueño del otro, culminan en esta tercera? Sí, y en especial todos mis libros de cuentos. De una manera inconsciente he recuperado el tipo de ideas borgesianas, de calado metafísico y de juego intelectual, que había en 88 Mill Lane. Y de un modo más intencionado, la fusión entre lo histórico y lo futurista que trazaba en De mecánica y alquimia, y una de sus ideas principales: la del escritor anacrónico y ágrafo adelantado a su época. También hay mucho de los dislates que aparecían apenas apuntados en los microrrelatos de El libro de los pequeños milagros, y que aquí he podido desarrollar, lo que incluye parte de su bestiario de seres imposibles y alienígenas. Por supuesto, el poso de las novelas anteriores no podía faltar. De El asesino hipocondríaco, aunque en dosis más medidas, creo que está el humor y la excentricidad del personaje. Y de El sueño del otro los juegos de espejos y el concepto de realidad como un producto de la ficción. Esto ha sido así porque todos mis libros publicados han convivido con el largo proceso de escritura de El gran imaginador, que ha durado catorce años, y porque su promiscuidad intertextual me permitía hacerlo sin que se notara demasiado, frente a presencias mucho más patentes, como la de El Quijote o la literatura gótica. Hasta ahora, creo que me había caracterizado por dar forma a libros muy distintos unos de otros, y aun con todo siento que esta vez no ha sido una excepción. Sin embargo, me apetecía que esta fuese una obra acumulativa para, de alguna manera, cerrar una etapa. ¿Por qué te dio por ambientarla en el Renacimiento? ¿Por qué el protagonista Popoulos y Cervantes? A mí lo que me interesaba por encima de todo lo demás era hablar de los orígenes de la ficción contemporánea, y eso me llevó a un periodo muy concreto de la historia. También quería arrojar luz sobre la gestación de algunos de los iconos de nuestra literatura y contextualizar todo ello en el marco de nuestra civilización, lo que me hizo elegir los escenarios. Así fue como escogí

A mí lo que me interesaba [...] era hablar de los orígenes de la ficción contemporánea. ese momento preciso, apenas posterior a la invención de la imprenta y la caída de Constantinopla, y anterior a nuestro Siglo de Oro y a la invención de la novela por parte de Miguel de Cervantes. En ese momento se estaba fraguando todo lo que luego daría lugar a la modernidad y a nuestro modo de entender la realidad y relacionarnos con ella. De esta forma podía acercarme a la casi desconocida historia de la Grecia otomana, a los orígenes de las identidades nacionales de los Balcanes y a la manipulación histórica. Me era posible hablar de los inicios de la falsificación y de las primeras campañas de propaganda. Podía tratar de resarcir a los siempre maltratados y utilizados piratas uscoques, ahondar en el funcionamiento de las órdenes religiosas y en el tráfico de reliquias en el Mediterráneo; rescatar las leyendas vampíricas de las regiones balcánicas y la figura de Vlad Țepeș, y conocer a la condesa Erzsébet Báthory, todos ellos precedentes de Drácula; dar el lugar que se merece al gólem, el monstruo de barro creado por el rabino de Praga, como inspirador del monstruo de Frankenstein, esa otra criatura que se rebela contra su creador; o contar cómo Miguel de Cervantes, de repente apellidado también Saavedra, decide construir una imagen de sí mismo como héroe de Lepanto y patriota en Argel. Nuestros vecinos otomanos, además, en un momento en el que el mundo consistía casi en un solo mar y estaba dividido entre Oriente y Occidente, tuvieron mucho que ver en la manera en la que adquirió forma nuestra entrada en la modernidad. Te recreas en el mundo musulmán y el cristiano, algo de plena actualidad, intentando dar otra visión a la estereotipada de los musulmanes. ¿Puedes hablarme de esto? Me interesa mucho.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Antes de que el descubrimiento del Nuevo Mundo acabara de ensanchar el nuestro, antes de que la nueva ruta de Indias hiciera que Occidente perdiera su interés comercial por el Mediterráneo, la civilización parecía dividida entre nosotros y los musulmanes. Pero creo que todavía hoy, como ciudadanos del siglo XXI, no hemos terminado de reconocer nuestra parcialidad a la hora de escribir nuestro pasado. Se sigue hablando, por ejemplo, de la incuestionable victoria que supuso para el bando aliado la batalla de Lepanto, cuando las auténticas cifras de bajas y pérdidas fueron dramáticas para ambos ejércitos, y cuando, al poco tiempo, el Imperio otomano había reconstruido su flota; si no hubiera sido por la ampliación hacia el Atlántico a la que acabo de aludir, el enfrentamiento no habría tardado en repetirse. Los griegos, los búlgaros, los albanos, los serbios siempre se refieren a este periodo de su historia como un pasaje oscuro bajo el yugo otomano, cuando en otras circunstancias todos los cristianos ortodoxos de ese lado del mundo habrían sido aniquilados y pasados por el cuchillo por los católicos y sus cruzadas, que no se andaban con medias tintas. La única razón por la que hoy existen es porque el sultán los protegió de nuestra sed de sangre, a la vez que les construía acueductos, caminos, hospitales y escuelas, sufragaba la educación y facilitaba el acceso de cualquiera de sus súbditos a los puestos más altos de su propio Gobierno. También se habla mucho hoy en día de la falta de libertad de la cultura y la tradición musulmana. Sin embargo, sería una falacia defender que siempre fue así. Durante siglos, aquí la libertad de credo era inexistente y la Inquisición expulsaba a judíos y moriscos, torturaba a hombres y mujeres, o los quemaba vivos por el solo hecho de atreverse a pensar, mientras los otomanos convivían con todas las culturas, adoptaban lo mejor de cada cual, avanzaban en medicina, astronomía y otras ciencias como aquí no era posible, y permitían todas las creencias con el único riesgo de que te hicieran pagar más impuestos. Es cierto que el mundo desde entonces ha cambiado mucho. Pero el primer paso para limar diferencias es reconocer las cosas tal y como fueron, y tratar de tomar una perspectiva más honesta. Los personajes, protagonista y secundarios, se pasan la mayor parte de su vida prisioneros, bien en el hogar, en un monasterio, en

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Argel o en los castillos de Transilvania. Háblame de este tema, de la vida como prisión, de los avatares que conlleva. Hubo una época, aunque ahora nos parezca algo extraño, en la que era más que habitual ser secuestrado. Se trataba todavía de un mundo repartido entre individuos libres y esclavos, en el que los niños eran entregados a cambio de no tener que alimentarlos, donde las mujeres —incluso las de alta posición— eran usadas como objetos de transacción económica, y en cuyas costas campaban los piratas de todas las procedencias, que tenían el rapto y el comercio de personas como una de sus principales fuentes de ingresos. Por un lado, quería reflejar todo esto en mi novela. Y, por otro, para mí el tema del encierro tenía un interés especial: mi protagonista posee una imaginación sin límites, que no necesita de lo material ni de lo cultural para crear sus propios universos, y a lo largo de las páginas se abunda también una y otra vez en los mundos interiores que todos nosotros contenemos, en buena medida independientes de la realidad exterior. De modo que el encierro, la privación sensorial, era una parada casi obligatoria en mi planteamiento. Es, sin ir más lejos, confinado en una celda en Malta donde Popoulos construye la pirámide de aire, con todas sus ideas, per-


Juan jacinto muñoz Rengel

sonajes, escenarios y técnicas creativas, que supone su desarrollo como fabulador. ¿Técnica de los espejos? Reflejo que aparece también en alguna parte cuando el protagonista descubre por fin su reflejo en el espejo y el final de la novela, el escolio que hay que leer en un espejo, en el que explicas tus licencias en relación con los personajes históricos que aparecen fuera de tiempo. ¿Por qué tiene tanta importancia en la novela? El juego de espejos está muy presente en la novela porque una de sus tesis principales defiende la idea de la ficción, no sólo como generadora de nuestra cultura, sino como único verdadero instrumento de conocimiento. Y esto, inevitablemente, nos conduce a la concepción de la realidad como simulacro. De esta manera, el mundo conocido es sólo un reflejo especular y especulado de nuestras mentes. Y es algo que vamos viendo más claro según conocemos mejor a mi imaginador. Además, esto a veces se materializa en situaciones concretas dentro de la línea de acción de la historia, como esa escena a la que te refieres en la que Popoulos, por primera vez en su vida, se contempla reflejado en un espejo y se ve arrastrado a todo tipo de reflexiones. El efecto espejo del escolio final del libro, en cambio, obedece también a otras razones: por una parte, tenía que dificultar que los lectores curiosos lo leyeran por descuido, porque contiene muchos spoilers; por otra, en su adolescencia Nikolaos Popoulos inventa una escritura inversa, similar a la empleada por Da Vinci, con la que por el resto de sus días trata de deshacer los episodios más adversos de su vida y volver atrás en el tiempo. Háblanos de la voz del narrador: en la presentación dijiste que fue lo que más te costó buscar, ese narrador superomnisciente que se adelanta a la acción, que va para atrás jugando con el tiempo en la narración y en la ficción, que a la vez se pega al personaje. Necesitaba un narrador que pudiese alzar el vuelo y contemplar en su conjunto los hechos más inopinados de la historia, tener una visión panorámica de una batalla o de la vida simultánea de toda una ciudad, y a la vez capaz de internarse en los detalles más minúsculos, en las entrañas de los personajes a nivel microscópi-

...el primer paso para limar diferencias es reconocer las cosas tal y como fueron. co y, por supuesto, en sus cabezas. Todo eso lo habría podido hacer con un narrador omnisciente clásico, sumando algunos movimientos especiales de cámara. Sin embargo, la principal dificultad estaba en el tono. Necesitaba también un narrador con un tono que no desentonara en medio del siglo XVI, pero que resultase fluido y levemente moderno, un narrador capacitado para paliar los cambios entre los capítulos más complejos y los más ligeros, y sobre todo para suavizar las transiciones entre los distintos géneros por los que iba a deambular la novela. Por eso me costó encontrarlo; en ocasiones tendría que poder pasar del humor al drama o al terror, o combinar los datos históricos más fieles a las fuentes documentales con una invasión extraterrestre. Desde el punto de vista técnico me supuso todo un reto. ¿Por qué elegiste el título, El gran imaginador? ¿Somos personajes imaginados de un gran imaginador? Aunque ha ido sufriendo pequeñas variaciones a lo largo de los años y ahora no tiene nada que ver con el que fue, creo que hemos conseguido dar con un título conciso y directo que representa con exactitud lo que hay en el interior: esta novela es la historia de un imaginador, el mayor de todos los tiempos. Por otra parte, la palabra imaginador, que no está aún registrada en el Diccionario de la RAE, o precisamente por eso, resulta llamativa sin ser tan extraña como para que no pueda intuirse su significado. Al tratarse, en este caso, de un imaginador sin límites, llevado al extremo absoluto, que puede crear desde la nada y que entiende la realidad como una dimensión más de las muchas que habitan en su mente inabarcable, hay muchos momentos en los que el lector podría llegar a sentir que ha sido abducido por el poder fabulador de Popoulos y que hace tiempo que transita por los caminos de su fantasía. Como además, una de las posibles interpretaciones de lectura es que esta propia novela podría ser la obra que Popoulos as-

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

piraba a escribir en su vejez, el bucle ya está servido. Un poco, sin que se diga en ninguna parte, a la manera de «Las ruinas circulares» de Borges, donde todos somos el sueño de otro y el poder de la divinidad es la imaginación.

...defiende la idea de la ficción, no sólo como generadora de nuestra cultura, sino como único verdadero instrumento de conocimiento. ¿Cuánto tiempo te ha llevado esta novela? ¿Cómo ha ido en ella la relación placer-sufrimiento ante su creación? Habla un poco del ingente trabajo de documentación que se esconde tras esta novela. Me temo que en un proyecto de esta envergadura ha primado más el sacrificio. Aunque, cuando llegaba a escenas y momentos concretos de la novela, alcanzaba niveles de clímax que difícilmente había rozado nunca con géneros más breves; para llegar a ese punto antes tenía que pasar meses y meses allanando el terreno, estudiando estructuras posibles, sorteando todo tipo de dificultades. Este proyecto me ha robado toda la energía y en parte he perdido el deseo de embarcarme en otro de una ambición semejante. Al menos por un tiempo. La primera concepción de la novela en su forma primigenia vio la luz en el año 2002, cuando vivía en Londres. Pasé los primeros años documentándome a diario en la British Library, me entrevisté con los especialistas mundiales que aparecen citados en los agradecimientos, expertos en los Balcanes, en los piratas uscoques, en el Imperio otomano. Más tarde, me instalé en Madrid y la Biblioteca Nacional se convirtió en mi lugar de trabajo. Aun así, como muchos de los actuales países que facilitan los escenarios a mi historia han renegado de su pasado otomano, gran parte de artículos los hube de solicitar a universidades extranjeras, porque era difícil acceder a una copia en nuestros catálogos. Además, estaba el obstáculo de los idiomas, porque algunos de ellos no se en-

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Juan Jacinto muñoz Rengel

contraban en ninguna de las lenguas que podía leer y tenía que pedir ayuda a traductores ocasionales. Pronto, me resultó difícil almacenar el material recopilado y las pilas de papeles anotados. De modo que nunca veía el momento para entregarme por completo a la escritura; por eso todos mis demás libros se fueron adelantando, compaginando y llegando a las librerías antes que este. Hasta que llegó un momento, cuando ya había conseguido dominar toda la documentación y había resuelto los retos técnicos que mencionaba más arriba, en el que comprendí que era entonces o nunca. Así, los últimos tres años han sido de sola escritura, en un proceso delirante, en el que dejé de salir de casa o de ver a nadie, levantándome para escribir tan de madrugada que aún podía oír durante horas a los que todavía hacían bullicio en la calle. Los horarios, bastante similares a los míos, de mi mujer y de mis gatos han sido un consuelo. Pero si no me hubieran concedido una ayuda de primer nivel como es la de la Fundación BBVA para investigadores y creadores, quizá nunca podría haber acometido algo así. ¿Quieres añadir algo? A pesar de todo, pese al esfuerzo y los muchos momentos de dudas, la mayor satisfacción es haber conseguido un resultado tan cercano a lo que pretendía. Siempre quise escribir una novela que planteara las grandes cuestiones que más me han preocupado y obsesionado toda mi vida, pero que lo hiciese sin que supusieran una rémora para el lector. Sin que significaran un lastre para la experiencia de la lectura. Quería aunar en un solo libro todos los géneros de la imaginación, desde las aventuras a lo fantástico, la ciencia ficción o el terror, todos los juegos lúdicos, y hacer que al menos alguien volviera a sentir esa magia y ese vértigo que a todos nos invadió una vez con nuestras primeras lecturas de juventud. Y me dicen al oído que algunos ya lo han sentido.

Carmen Peire (Caracas, Venezuela) ha publicado sus relatos en diferentes antologías, como Por favor sea breve 1 y 2 (Páginas de Espuma) o Sólo cuento, vol. 2 (UNAM). Tiene dos libros de cuentos publicados en Cuadernos del Vigía: Princi-

pio de incertidumbre y Horizonte de sucesos; y la novela En el año de Electra (Ediciones Evohé). Ha sido la responsable de la edición de la obra inédita de Max Aub Luis Buñuel. Novela.


E l ci e l o r a s o

Literatura venezolana

Antonio López Ortega Nueva literatura venezolana: contra la orfandad – 12

Mariana Libertad Suárez ¿Qué están haciendo las novelistas venezolanas en los últimos años? – 16

Juan Carlos Chirinos Cuentonario – 19

Juan Carlos Méndez Guédez La hayaca y el Aleph – 21

Eduardo Moga

La fuerza de la delicadeza. Sobre la poesía de Edda Armas – 23

José Ramos

Rafael Cadenas o la poesía del asombro ante el misterio de la realidad – 26

Rafael Ayala Páez

Siete poetas venezolanos: Graciela Yáñez Vicentini, Jairo Rojas Rojas, José Delpino, Adalber Salas Hernández, Luis Ayala Páez, Oriette D’Angelo, Eliseo Villafañe – 28

Puente General Rafael Urdaneta (lago Maracaibo). Fotografía: The Photographer

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E l ci e l o r a s o

Nueva literatura venezolana: contra la orfandad Por Antonio López Ortega Un importante ensayista venezolano del pasado siglo, Mariano Picón Salas (1901-1965), afirmaba que el siglo XX había comenzado en 1936, año en el que moría Juan Vicente Gómez, un superviviente dictatorial del siglo XIX que había congelado la llegada de la modernidad en Venezuela por al menos tres décadas. Nuestro muy chucuto siglo XX, sin embargo, implantó la vida democrática, sembró el territorio de partidos políticos, dio vida a los movimientos laborales, creó la reforma agraria, diseñó las más avanzadas políticas sanitarias para un país minado por enfermedades tropicales, izó la bandera del modernismo arquitectónico en nuestras principales ciudades y trazó la red de vías públicas más avanzada del continente. En materia cultural, no hay que olvidarlo, crea en 1945 la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación y en 1963 el Instituto de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), una de las primeras instituciones culturales públicas con autonomía administrativa del orbe iberoamericano. Ese espejo de parálisis y conquista de los tiempos perdidos quizás también podría aplicarse a estos inicios del siglo XXI, pues desde 1999 a 2016 un manto de neoautoritarismo, con sus ingredientes de militarismo, populismo discursivo y nacionalismo económico (el Estado como el único dueño de las riquezas), ha vuelto a congelar el avance de los tiempos para usufructo de una cúpula gobernante que no responde a convenciones democráticas. El siglo XXI aún no llega y las fuerzas sociales, sobre todo las creadoras, pujan por revelarse a través de cualquier medio a su alcance, pues el estamento cultural que caracteriza la convivencia entre agrupaciones culturales, políticas públicas y mecenazgos privados brilla por su ausencia. Si algún elemento diferencia al creador de hoy, al que se debate en crear sin recursos de ningún tipo, es el de la orfandad. Otro gran escritor del siglo XX, el poeta Eugenio Montejo (1938-2008), postulaba que las generaciones literarias venezolanas estaban marcadas por la cifra 8. Y, en efecto, podemos enumerar a la del 18, caracterizada por grandes poetas fundacionales, como

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Fernando Paz Castillo (1893-1981) o Rodolfo Moleiro (1898-1970); la del 28, conformada por intelectuales de resistencia cívica, como Andrés Eloy Blanco (18971955); la del 48, constituida por poetas que rehuían los aires de vanguardia y se refugiaban en los moldes hispanizantes, como José Ramón Medina (1909-2010) o Pedro Pablo Paredes (1917-2011); la del 58, cuyo denominador común fue la conjunción entre reafirmación democrática y renovación estética después de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez; o la del 78, que responde a los narradores y poetas, casi todos nacidos en los años cincuenta, que comienzan a definir las últimas apuestas del siglo: la ciudad como nuevo escenario del sentido, la eclosión sin precedentes de la subjetividad femenina en un grupo de importantes mujeres poetas, la experimentación formal o el peso ascendente del referente nacional. En concordancia con ese orden de promociones, no se ha ensayado hasta ahora una definición de los nuevos escritores venezolanos o de la nueva escritura, que claramente correspondería a este comienzo de siglo cada día más crecido. Pero sí podríamos adelantar, al menos, algunos elementos identificatorios. El primero es el de una década compartida, la de los ochenta, en la que nacen la mayoría de los que ahora escriben. El segundo tiene que ver con un cierto estado de orfandad del que provienen, motivado en parte por la agonía de las políticas públicas en el campo cultural. El tercero es la deficiencia en cuanto a formación, que sólo la universidad pública venezolana logra contener y a la larga compensar. El cuarto es un medio mucho más hostil para difundir la obra: sin editoriales, sin concursos, sin premios, sin reseñas, sin plataformas de valoración. El quinto tiene que ver con un ambiente político polarizado, que no remite a diferencias de opinión sino a posiciones enconadas. En síntesis, son autores que han crecido en el peor país posible: no el de la tradición republicana, sino el de la irrupción militar; no el del crecimiento social, sino el de la pauperización progresiva; no el del creciente estamento cultural, sino el de la podredumbre de las ideas; no el del respeto a las diferencias sino el de la uniformidad social. Si a pesar de


Los derroteros de la nueva poesía [...] tienen en común una muy acuciosa lectura de la poesía venezolana de todos los tiempos. estas limitantes, a veces severas, estos autores siguen creando, esto habla mejor de ellos mismos —de su perseverancia, de su pasión— que cualquier otro factor o condicionante externa. Se trata de una promoción precoz, que ha madurado antes de tiempo, que ha hecho mucho con poco, que viene de estratos diversos, que ha hecho un gran esfuerzo para formarse a pesar de la pobreza de medios. Un pariente lejano, una maestra de escuela o alguna lectura adolescente han sido chispas en el camino, pero casi todos han llegado a la universidad, y muchos a las pocas escuelas de letras que los han transformado en lectores compulsivos y escritores desvelados.

Willy McKey. Fotografía: Luis Carlos Díaz ©

Los derroteros de la nueva poesía, por ejemplo, son muy variados. Tienen en común una muy acuciosa lectura de la poesía venezolana de todos los tiempos, diferenciando escuelas, promociones y poéticas. La influencia de maestros como José Antonio Ramos Sucre, Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Pelaéz, Rafael Cadenas o Eugenio Montejo, como grandes cimas del siglo XX, nadie la discute, pero a partir de cierto momento, en un plano más personal, comienzan a sentirse las diferencias. Las poetas reivindican a escritoras que pudieron estar ninguneadas hasta años recientes: Enriqueta Arvelo Larriva, Ida Gramcko, Luz Machado, Miyó Vestrini o Hanni Ossott; otros opinan que nuestro tradicional canon de lectura comete injusticias y deja de lado nombres que no deberían ser periféricos: Ramón Palomares, Juan Calzadilla o Alejandro Oliveros. En cuanto a poetas de otras tradiciones, leen a los autores hispanoamericanos, a los españoles y a los de lengua inglesa, tanto británicos como norteamericanos. Con la tradición poética francesa, tan decisiva en el transcurrir del siglo XX, el vínculo es ahora menor, quizás por apreciar que no hay generaciones de relevo. Por mencionar algunos nombres, poetas como Willy McKey (1980), Francisco Catalano (1986), Pedro Varguillas (1988) o Luis Perozo Cervantes (1989) son algo expresionistas: mezclan imágenes de la ciudad con elementos de una sensibilidad distorsionada; registran en sus versos un desacomodo que parece general. Poesía del desconcierto, el malestar comienza desde el enunciado de las palabras que, en vez de decir, chirrían. En otro ángulo, y más cerca de la tradición poética venezolana que se acerca a la reflexión metafísica, podrían estar Graciela Yáñez Vicentini (1981), Natasha Tiniakos (1981), Néstor Mendoza (1985), Franklin Hurtado (1985) o Raquel Abend van Dalen (1989). Convierten las palabras en elementos: espejo o sal; pero también en pasadizos analógicos: esto es aquello. En el fondo, hay una obsesión por entrar con fuerza en la materia hasta quebrarla, fracturando a la vez el sentido. Una corriente poética que en apariencia es elegante, cuidada, medida, pero que en el fondo busca el revés, busca alcanzar lo que las palabras dejan de lado. En el

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reino de la significación, las palabras estallan para que no sean presidios. Por último, deberíamos caracterizar una tercera apuesta como contestataria, que podrían encarnar poetas como José Delpino (1981), Alejandro Sebastiani (1982), Santiago Acosta (1983), Alejandro Castro (1986) o Adalber Salas (1987). Desde el canto homoerótico hasta las escenas sociales más descarnadas, desde la huida de las convenciones hasta la concepción rota del referente país, desde un lenguaje al que se le exige más: descentrarse, hasta otro lenguaje que vale por su condición medular: concentrarse, estos poetas se asemejan en cuanto al tono de contención que a la vez revela las enfermedades sociales, las fracturas personales, la imposibilidad de ser a plenitud. Poesía que, sin desatender las formas, se deshace para explayar verdades que se ocultan. En cuanto a los narradores, las apuestas son variadas o múltiples. Un país que se deshace, que se desvive en una constante tensión social, ofrece referentes o temas en cada esquina. Ha habido siempre una condición narrable en la cultura venezolana, que puede convertir cualquier circunstancia en un cuento. Las tensiones ceden cuando se abordan desde esa propulsión cuentera: más vale la comidilla que la introspección. Las escenas recurrentes de crímenes han alimentado una narrativa policial, los desmanes de la corrupción ya se han convertido en novelas, la desfiguración de las ciudades da para una cuentística envolvente. Si a ello sumamos circunstancias más personales —el desarraigo, el exilio, la pérdida recurrente de seres amados, la enfermedad, la marginalidad, la pobreza—, estaríamos reconociendo un caldo de cultivo cuya multiplicidad de referentes es, en algunos casos, mayor que la capacidad de absorción de nuestros narradores. Una sociedad en crisis, con sus riesgos inminentes, con su intrínseca capacidad para bordear la muerte, con sus expedientes de insania a flor de piel, da para mucho: es la geografía anímica ideal para cualquier narrador. Los nombres dan como para una decena de narradores consistentes, con un promedio de dos libros publicados, ganadores de los concursos que sobreviven: el de la Policlínica Metropolitana, el del diario El Nacional y el de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores. Como ámbitos de formación apenas se cuentan algunos talleres que ofrecen las escuelas de Letras y otros que imparten en privado algunos narradores. Como muestra de esa decena valdría la pena destacar el trabajo de al menos cuatro narradores, que ya se distinguen por el conjunto de los libros que han publicado y por los reconocimientos obtenidos. El caso de Rodrigo

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Blanco Calderón (1981) es uno de los más llamativos, porque desde la aparición de sus tres primeros libros de cuentos —Una larga fila de hombres (2005), Los invencibles (2007) y Las rayas (2011)— se distinguió como un cuentista muy sólido, con mundo propio y con una curiosidad sin límites. La escena caraqueña, sobre todo la nocturna; la emotividad en medio de los desmanes; el lugar para el amor, que es siempre clandestino; las referencias literarias, que son abundantes; una fraternidad flotante, que es siempre la de los amigos, hacen de su narrativa un espejo caleidoscópico de todo lo que se mueve u ocurre en la gran ciudad. Si a ello sumamos la reciente aparición de su novela The night, sin duda hasta ahora la más importante de su generación, tendremos a uno de los narradores más significativos del momento. El segundo caso sería el de Gabriel Payares (1982) con sus primeros tres libros de cuentos: Cuando bajaron las aguas (2008), Hotel (2012) y Lo irreparable (2016). Su obra también aborda los referentes del desarraigo, del viaje, de las geografías diversas, de las tragedias naturales. Prosa sinuosa, de atmósferas dilatadas, su discurso narrativo es también una reflexión sobre las posibilidades de narrar. Sus personajes son completos, delineados, como si le interesara blindar la subjetividad: un interés que va a contracorriente de una tradición que más bien los desecha, que los usa como accidentes. Relatos extensos, de largo aliento, de cuidada poesía cuando describe,


A. Pérez Ortega. Nueva literatura venezolana

Adalber Salas Hernández Fotografía por cortesía del autor.

su pulsión parecería novelesca y transita secretamente hacia los grandes formatos. En el extremo opuesto podría estar la obra de Mario Morenza (1982), quien hasta ahora ha publicado los libros de cuentos Extrañas siluetas (2004), MM (2004), Pasillos de mi memoria ajena (2008) y La senda de los diálogos perdidos (2008). Abigarrada y envolvente, multidiscursiva y esencialmente urbana, su apuesta narrativa es de las más interesantes del momento porque refleja como pocas el desconcierto de la vida urbana y retrata con fidelidad personajes que en su trama se convierten en las voces de muchos estratos. El desorden aparente de su discurso, donde los elementos significativos no cesan de atropellarse, bien remeda una realidad difícil de reproducir. Por último, estaría el caso de Enza García Arreaza (1987), quien, con sus libros de cuentos El bosque de los abedules (2010), Plegarias para un zorro (2011) y Tempos de saudade (2013), ha construido una de las tramas de subjetividad más originales de su promoción. A diferencia de sus contemporáneos, su mundo es de interioridades, de cuartos cerrados, de patios estrechos. No se trata de ambientes armónicos, porque la cerrazón puede esconder horrores, sino clausurados para sensibilidades distintas a las que allí se desarrollan. Ciertas anormalidades sociales, ciertas formas de vivir que las convenciones no tolerarían, nos describen unas instancias que son marginales (que viven al margen), llenas de atropellos y abusos. La

suya es de las pocas obras que han encontrado los reflejos narrativos apropiados para hablar de la marginalidad de los afectos y de los interdictos que nadie toma como tales, todo esto expuesto en claves de ficción que parten siempre de una mirada subjetiva. Hasta aquí una breve reseña que ensaya develar los tiempos venideros. Hablamos de un paisaje todavía inestable, en pleno proceso de formación. Vale insistir, sin embargo, en la precocidad de una promoción que llega a las letras con determinación y pasión, convencida de lo que hace. El sufrimiento se ha convertido en madurez; la escasez de medios, en invitación al riesgo. No han tenido lo que otras promociones reconocieron como derechos adquiridos. Esta vez, por el contrario, hasta el hecho editorial es un espejismo. Y sin embargo, prevalecen obstinadamente, perseveran contra viento y marea. Vienen de la orfandad de medios y, ya adultos, la orfandad se mantiene invariable. Qué futuro prevén sería otro ejercicio de imaginación. Pero se diría que su obstinación sólo busca cambiar lo que han sentido como condicionantes: familia, escuela, conocimiento, lecturas, oficio, reconocimiento. No se paran ante nada, porque detenerse es perder, y siguen absortos aunque el aliento les falte. En este sentido, son admirables, porque nada ni nadie los ha acompañado. Son hechura propia: de ellos y para ellos. Y eso sí: son unos enamorados de lo que hacen, tienen en la sangre el virus de las letras, una enfermedad que en todo tiempo ha sido incurable.

Antonio López Ortega nació en Punta Cardón, Venezuela, en 1957. Es narrador, ensayista, crítico, editor y reconocido promotor cultural. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de narraciones: Cartas de relación (1982), Calendario (1985), Naturalezas menores (1991), Lunar (1996), la novela

Ajena (2001), la compilación de cuentos breves Río de sangre (2005), Fractura y otros relatos (2006) e Indio desnudo (2008). Igualmente, tiene en su haber dos libros de ensayos: El

camino de la alteridad (1995) y Discurso del subsuelo (2002). Fue compilador de la antología de nuevo cuento venezolano

Las voces secretas (2006) y coautor de La vasta brevedad (2010), antología del cuento venezolano del siglo XX.

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¿Qué están haciendo las novelistas venezolanas en los últimos años? Por Mariana Libertad Suárez La pregunta que dio origen a este texto surgió en una conversación informal, de manera casi imperceptible, pero progresivamente se fue articulando con algunas recurrencias de la historia de la narrativa escrita por mujeres en Venezuela. Y es que si en la segunda década del siglo XXI se necesita averiguar «qué están haciendo» las novelistas del país es porque, tal y como ocurría en el siglo XIX, los estilos, las temáticas y las estéticas que se asumen como canónicas en la actualidad representan una reducida muestra de todo un mapa de publicaciones nacionales en la que, no por casualidad, sólo muy de vez en cuando se inscriben textos de autoría femenina. Quizás por esto, descubrir el gran volumen de novelas escritas por mujeres que han salido de imprenta en los últimos cinco años en Venezuela puede resultar impresionante. Desde enero de 2012 hasta el presente, más de una decena de editoriales privadas, estatales, universitarias e independientes han incluido en sus catálogos ficciones históricas, obras sobre exilios y migraciones, novelas negras, libros de suspense y otra enorme gama de propuestas estéticas elaboradas por autoras nacionales. Aunque resultaría imposible abarcar cada una de estas publicaciones en un espacio tan reducido, como un primer paso para descubrir qué están haciendo las narradoras venezolanas en la actualidad es importante presentar un primer esbozo de tendencias y temáticas. Hace ya algunos años, cuando en una entrevista le preguntaron al catedrático de Literatura Venezolana Carlos Sandoval a qué le atribuía el crecimiento en la producción y el consumo de la literatura venezolana en el siglo XXI, él respondió que los cambios políticos y sociales que había vivido el país desde 1998 habían motivado a los lectores de clase media a buscar explicaciones en cuentos, novelas y, sobre todo, en ensayos

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de corte histórico; de ahí que no sea extraño encontrar, entre los títulos más recientes, una buena cantidad de obras escritas por mujeres que reconstruyen e intervienen el pasado desde diversas perspectivas. Por ejemplo, entre las novelas que evocan episodios de la historia venezolana reciente están Ciudad abandonada en el fondo de mi corazón, de Laura Antillano (Monte Ávila Editores, 2012) y La ciudad vencida (Libros del Fuego, 2014), de Yeniter Poleo. Ambas recrean la Caracas de los años ochenta y recuperan, desde subjetividades muy específicas, algunas experiencias traumáticas. En la obra de Antillano convergen una serie de personajes en apariencia inconexos que formarán un coro encargado de mostrar una lectura plural de la historia. En medio del relato de la intimidad, se asomarán trazas de esa tensión política y social que acabó por detonar el Caracazo. Poleo, por su parte, también reedifica estos acontecimientos, pero los sitúa en el centro de su novela. Emplea entonces como eje la violencia para diseñar un contrapunto entre un cronista que pertenece a un sector socioeconómico muy privilegiado y una fotógrafa joven que proviene de una realidad diametralmente distinta. Para cada uno de ellos, la experiencia de esa época turbulenta va a tener tonos muy disímiles, lo que le servirá a la autora para evidenciar la incomunicación y la fragmentación social venezolanas. Otras novelas que toman la Venezuela del siglo XX como escenario son Quiero estarme en ti, de Ileana Iribarren (Lector Cómplice, 2014) y Lucía, de Ligia Mujica de Tovar (Editorial Eclepsidra, 2014). Ambos textos rememoran los años de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935) desde una perspectiva muy cruda. Sus diferencias están, fundamentalmente, en el foco narrativo: Lucía presenta una atmósfera muy cercana a la escritura testimonial, basada en los recorridos particulares de una familia y en la experiencia individual dentro de la cárcel, mientras que la obra de Iribarren da cuenta de los sucesos oficiales registrados por la gran historia.


Además de novelar el pasado reciente, algunas narradoras venezolanas han mostrado interés por personajes y episodios ocurridos durante la colonia. Dos buenos ejemplos de ello son La escribana del viento, de Ana Teresa Torres (Alfa, 2013) y Catalina de Miranda, de Xiomary Urbáez (Planeta, 2012). Al igual que ocurre con la obra de Antillano, la novela de Torres se aproxima al pasado venezolano desde el decir cotidiano y plural. En La escribana del viento se relatan algunos hechos acaecidos en el siglo XVII desde siete miradas distintas que asumen, de manera alterna, la voz narrativa. En ese entramado se cuelan reflexiones acerca de las relaciones familiares de aquellos años y los abusos de poder por parte de la Iglesia. Urbáez, desde una estética y una estilística diferentes, orienta su novela a la reivindicación de la figura de la mujer en la historia. En Catalina de Miranda se reseña la vida de una cortesana que nació en Sevilla y murió en Caracas, en el siglo XVI. El texto bien podría leerse como una novela de aventuras, pues esta viajera transita por el Caribe, Maracaibo, Coro, el Tocuyo, Trujillo y la capital venezolana. Se destaca a lo largo de todo el texto que el crecimiento personal de la protagonista dependió más de sus decisiones y de sus virtudes personales que de sus relaciones con los hombres de la época.

...las escritoras venezolanas se han dedicado a explorar el tema de la migración en los últimos años. Ahora bien, además de ajustar cuentas con el pasado, las escritoras venezolanas se han dedicado a explorar el tema de la migración en los últimos años. Una muestra de esta tendencia son El circo (Alfa, 2015), novela póstuma de Michaelle Ascencio; Las mujeres de Houdini, de Sonia Chocrón (Bruguera, 2013); y El paraíso prestado. Wörter, de Doris Poreda (Fundarte, 2013). La novela de Ascencio se edifica desde la mirada de un grupo de mujeres que llegan a la Venezuela de los años cuarenta desde Europa y las Antillas. Por medio de los recursos propios de la oralidad, se reseñan prácticas de la vida doméstica y rutinaria que vuelven más complejos a estos personajes femeninos. Chocrón, por su parte, centra el relato en una mujer nacida en Caracas, descendiente de víctimas del Holocausto, mientas que la obra de Poreda se desarrolla en el oriente del país, a partir de las vivencias de un grupo de alemanas que ahí radican. Estas narraciones resul-

tan particulares porque sus protagonistas son mujeres que experimentan el desarraigo desde su subjetividad; de hecho, estas novelas tienden a presentar un sustrato autobiográfico importante. Algo similar ocurre con las escritoras que se han dedicado a la novela negra en estos años. Inés Muñoz Aguirre, Mónica Montañés, Valentina Saa Carbonell, María Isoliett Iglesias y Raquel Rivas Rojas, por sólo mencionar algunos nombres, han escrito policiales para la colección Vértigo de Ediciones B, tomando como punto de partida algunos elementos de su entorno inmediato y replanteándolos con una mirada renovadora que permite pensar en formas alternativas de ser mujer en Venezuela. En La segunda y sagrada familia (2012), por ejemplo, Inés Muñoz Aguirre teje una red de personajes femeninos complejos, muy distantes de los estereotipos que suelen asignárseles a las mujeres en las novelas de este género. Hay una abogada muy hermosa físicamente y también muy racional; una amante que no por ello deja de tener una vida profesional; una hija que no cree en la sumisión que le exige la sociedad y algunas figuras que, si bien se apegan a las visiones más mediáticas de la identidad femenina, no presentan estas posibilidades de existencia como únicas ni como universales. Asimismo, en La víctima perfecta (2013), Mónica Montañés narra la historia a partir de una periodista caraqueña que accidentalmente descubre un crimen y que, pese al carácter involuntario de su hallazgo, demuestra tener la agudeza y la capacidad deductiva suficientes para dedicarse a investigar los hechos. Por su parte, Valentina Saa Carbonell, en Óyeme con los ojos (2013), también perfila como protagonista a una mujer con una compleja personalidad. Esta autora juega con los esencialismos en los que se ha inscrito tradicionalmente la identidad femenina y hace que el lector perciba a su heroína como víctima y victimaria a un mismo tiempo. En contraste, María Isoliett Iglesias, en Me tiraste la hembra pa’l piso (2013), narra el secuestro de una reina de belleza, una de las tantas representaciones femeninas estereotípicas en el imaginario social venezolano. A pesar de ello, la condición de víctima atribuida al personaje se resemantiza con la humanización de los secuestradores. Asimismo, se reconoce el erotismo como un rasgo estructural en la existencia de las mujeres. Igualmente, en Muerte en el Guaire (2016), se pueden reconocer algunos desplazamientos en los roles de género más tradicionales. Raquel Rivas Rojas construye esta novela a partir de dos crímenes que, en un

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Laura Antillano Fotografía: Guillermo Ramos Flamerich

principio, parecen inconexos y elige como eje de la narración a tres personajes femeninos. La voz de Sere guiará al lector en la trama, Olga constituirá una gran ausencia a partir de la cual se hace necesario contar, mientras que Patricia estará encargada de investigar e ir tras la verdad de los casos. En otras palabras, las acciones fundamentales de hacer, sentir y pensar estarán a cargo de tres mujeres venezolanas. A propósito de estos cambios, resulta imposible cerrar esta panorámica sin considerar las obras cuyo centro es la feminidad misma, es decir, aquellas que asumen como eje anecdótico y filosófico el hecho de ser mujer. Entre muchas destacan La canción de la aguja (Fundarte, 2013), de Sol Linares; Nube de polvo (Equinoccio, 2015), de Krina Ber y Los días animales (Oscar Todtmann Editores, 2016), de Keila Vall de la Ville. Se trata de tres obras donde se debaten problemas asociados a la feminidad como forma de existencia más que como esencia. La novela de Linares, por ejemplo, presenta como signo distintivo el hecho de que el protagonista sea un hombre. Un venezolano que trabajó como administrador en la Jefatura de la Policía, pero que recibió una máquina de coser y, cuando se sentó frente a ella, descubrió que la sastrería siempre había sido su vocación. Él había crecido en medio de telas, agujas y otros objetos con los cuales conversaba. Su mundo había sido el de la ropa y los hilos. Por ello, se termina dedicando a la confección de prendas de vestir y empieza a entender esta actividad como una forma de fabricar identidades. En el cuerpo masculino de Olinto entrarán en conflicto la memoria simbolizada en la madre y el presente inscrito en la costura, como una actividad entendida socialmente como femenina. En Nube de polvo, por el contrario, el viaje se da hacia el desapego. Vilma se encuentra en el centro de la historia, en las primeras páginas; ella funciona bajo la ley del padre. No obstante, a lo largo del relato experimenta una serie de emociones que la hacen independizarse: muere su mascota, ante lo cual la tristeza, la impotencia y el dolor la hacen reflexionar; también se enamora, se inicia sexualmente y eso la lleva a cuestionar lo que siempre había entendido como normal. Progresivamente, va construyendo su identidad a partir de marcas de origen y de decisiones circunstanciales, aunque la nube de polvo como metáfora le impida creer al lector que habrá un arraigo definitivo. Por último, la novela de Keila Vall de la Ville cuenta la historia de dos escaladores que en los años noventa de-

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ciden involucrarse afectivamente. La voz de Julia relatará las agresiones de distinta índole que va a recibir de Rafael. Como imagen de apoyo para la violencia de género aparecerá la adicción: el consumo de drogas y la escalada serán para los personajes de Los días animales una forma de vivir al extremo y, sobre todo, un mecanismo para sentirse parte de un colectivo. El sufrimiento de la mujer se representa en esta novela como una variante de las dependencias psicológicas e incluso físicas que convierten la decisión de arriesgar la vida en la razón misma de la existencia. Aunque sin duda quedan muchas obras fuera de la lista, esta selección permite ver cómo la novela sigue siendo un territorio interesante para las voces femeninas. Al construir estas ficciones, las autoras entran en diálogo con las novelas canonizadas, la reconstrucción oficializada del pasado, los géneros literarios reconocidos como tales y, sobre todo, con los mandatos sociales acerca de los roles de género. En otras palabras, esta breve lista de novelas y novelistas permite comprender en qué medida este género ha sido para las escritoras venezolanas un lugar donde dar cuenta de ellas mismas.

Mariana Libertad Suárez. Venezolana. Profesora del Departamento de Humanidades de la Pontificia Universidad Católica del Perú y autora de diversas investigaciones en torno a la escritura de mujeres, entre las que destacan: Sin cadenas,

ni misterios: representaciones y autorrepresentaciones de la intelectual venezolana 1936- 1948 (Premio Internacional de ensayo Mariano Picón Salas, 2009) y La loca inconfirmable: apro-

piaciones feministas de Manuela Sáenz (Premio literario Casa de las Américas; mención Estudios sobre la mujer, 2014).


Cuentonario Juan Carlos Chirinos

Juan Carlos Chirinos. Fotografía: Vasco Szinetar ©

/Antes, comenzaban con el famoso «había una vez», pero en estos tiempos globalizados un cuento comienza y, mientras el lector y el narrador no sepan de qué va, nunca se sabe si ha comenzado o no: caemos en el mundo del cuento sin aviso, como la casa de Arkansas de Dorothy en la ciudad de los Munchkins. Lo bueno de los cuentos de hoy en día es que pueden comenzar incluso antes de abrir el libro (o después de cerrarlos). Hay que acabar de escribir cuando ya no podamos más; es durante la corrección, siempre más importante, cuando se conoce la forma y extensión del texto que acabamos de escribir. /El del cuento es el único género que es liviano y profundo al mismo tiempo. El único donde se puede crear un universo portátil. /Un cuento no soporta la pedantería, la supuesta ambigüedad. No hay nada que dañe más un cuento que la complicación: la frase más difícil es la más sencilla: sujeto, verbo y predicado. El peso profundo de las palabras

no recae en su forma barroca, sino en «la llamada de lo escueto». /Siempre hay que recomendar los cuentos a pares: Las dos Chelitas, de Julio Garmendia, y El inmortal, de Jorge Luis Borges; La siesta del martes, de Gabriel García Márquez, y La mujer de espaldas, de José Balza; El catire, de Rufino Blanco-Fombona, y Viaje a la semilla, de Alejo Carpentier. Y siempre hay que recomendar Las mil y una noches; nunca se sabe cuándo Sherezade va a regresar. /Dice Kadaré a un periodista: «La gran literatura es más fuerte que las tiranías. Los escritores que practican este oficio por casualidad no pueden entenderlo. Un autor de verdad tiene una visión del mundo propia y no hay cosa que pueda molestar más al totalitario que tener una visión del mundo que sea la suya. El ejercicio de la escritura implica individualismo...». Sospecho que hay un error en la transcripción de sus palabras, pero así es más perturbador. Palopalomalo: es

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Juan Carlos Chirinos. Cuentonario

mi respuesta que me recuerda la libertad (y el juego) que practicaban Garmendia, Cortázar, Huidobro, Girondo, Hernández, Beckett y, antes de entregarse a la barbarie política que los consume, algunos buenos novelistas de mi país. /El buen cuentista hace sus deberes temprano y antes que todos. O nunca. /El buen cuentista madruga. Se acuesta tarde. No duerme. /El buen cuentista está lleno de odio y destila amor. /Oigo en un recital de microcuentos «Cuerpo de mujer», un relato de Akutagawa inquietantemente parecido a las cosas de Kafka: ¿se desplazan las ideas literarias como los virus o hay un poso común universal en el que abrevan todos los (grandes) escritores? /Meme: recordar esta palabra. Es la cola que une un relato. /También recuerdo que García Márquez argumenta con debilidad, para sus tristes putas, un homenaje voluntario a Kawabata. ¡A ver si es que Occidente se endeuda con Oriente no sólo por dinero! /¡Yo también escribo cuentos así!, reclama el que se inicia, creyendo que la cosa es más fácil de lo que parece. (No nos engañemos: escribir es fácil; lo jodido es sacar las ideas de ese marañón de neuronas.) /Hay que agradecerle a Fante el favor de sus libros, alabarle sus personajes: el perro Idiota, las mujeres beatas, las putas. Y, sobre todo, Arturo Bandini, ese monstruo. Creo que algún actor de moda lo ha representado en el cine; pero está demasiado bueno para ser el Bandini que todos sabemos. Ese esteticismo que repelía a Fante. No: hay libros que no van a películas. Hay que enfangarse con sus palabras, con su historia en papel. /Un consejo, si pasas por aquí: lee a Fante. Nada más. /La norma, la norma, grita el académico antes de dejar entrar palabrotas en su diccionario, ese cofre de cambista. El verdadero fantescritor observa con reverencia y luego hace lo que le da la gana. /Fante era fantista. Tú eres tú. /Mal juego de palabras del «ingenioso»: ¿de qué bandini estás tú? /Acumula tu odio lector y lee sólo lo que te dé placer. Ya escribirás luego.

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/Y aléjate del bolañerismo. Él también lo haría. /Es uno de mayo: cuentista, recuerda siempre que este no es el día del trabajador, es el día de los Illuminati. Si escribes hoy, serás condenado a buscar conspiraciones el resto de tu vida. /Escribe de política, cuentista, y hazlo con ferocidad. No tengas piedad con ellos, ellos no te devolverán el favor. /«Esta idea es buenísima». Qué mal comienzo, qué mal comienzo... /Recuperar la infancia es una buena estrategia, sin duda; es igual de eficaz que pincharse con una aguja un poquito cada día.

El del cuento es el único género que es liviano y profundo al mismo tiempo.

/Uno de mayo: día para subvertir el orden: las vacaciones son un engaño. /Las palabras habitan en los dientes, míratelos bien; allí brillan como sarro o como menta. /El que copia su propia vida está condenado a quedarse sin nada nuevo que decir. /El que copia su propia vida está condenado a quedarse sin nada nuevo que decir. /El que copia su propia vida está condenado a quedarse sin nada nuevo que decir.

Juan Carlos Chirinos García (Valera, 1967) estudió Literatura en su país y en España, donde reside actualmente. Ha escrito las novelas El niño malo cuenta hasta cien y se

retira (2004), Nochebosque (2010) y Gemelas (2013), y los libros de relatos Leerse los gatos (1997), Homero haciendo

zapping (2003), Los sordos trilingües (2011) y La manzana de Nietzsche (2015).


La hayaca y el Aleph Por Juan Carlos Méndez Guédez Para definir lo que escribo debería contar una hayaca: pastel venezolano hecho de harina de maíz envuelto en fragantes hojas de plátano que previamente se ha rellenado con carne de ternera, cerdo, gallina, aceitunas, encurtidos, pimientos, alcaparras, cebolla, pasas, almendras, puerro, cebollín y rodajas de huevo duro. Complejo plato cuya elaboración requiere entre uno y dos días de esfuerzos familiares y que genera a su alrededor pequeñas fiestas, música, tragos de ponche crema y una larga memoria común. Pero como en tan poco espacio es imposible contar una hayaca me centro en ese instante cuando la paladeamos: dulzores, trozos salados, texturas varias, combinaciones inesperadas, colores vivos. Ingredientes europeos, ingredientes americanos. La hayaca es una explosión de sabores y aromas. La hayaca es fiesta de la mixtura y la sorpresa; también es la historia de nuestro tiempo personal y familiar, de nuestros anteriores diciembres, de nuestras ganancias y pérdidas. En la hayaca que comemos estamos nosotros y los fantasmas que nos enseñaron a cocinarla, pero también en ella se encuentra el anuncio y la luminosidad de los seres que aparecerán en los años por venir; están los que se encuentran lejos y los que se encuentran cerca; están las ciudades del pasado y las que nos aguardan, estamos nosotros en aquellos que fuimos y en los que quizá seremos. La hayaca es el instante feliz de los instantes, donde el tiempo y el espacio (el tiempo y el espacio que somos) se afincan en nosotros y a la vez saltan hacia atrás y hacia adelante. Y así el narrar. Escribir para mí tiene ese carácter festivo; ese carácter lúdico: combinar remotas aceitunas con la harina de maíz; juntar el olor del plátano con preparaciones im-

pregnadas de vino; aproximar el color altivo del onoto con la deliciosa fealdad de las pasas. Reunir lo que en apariencia se encuentra disperso y convocar la posibilidad de un nuevo sabor. De allí que las lecturas y críticas alrededor de mis libros reflejen esa amalgama de picaresca con relato de aventura, de libro de amor con novela negra, de cuento de hadas con thriller, de novela pastoril con telenovela, de crónica humorística con narración de espías; de paisajes españoles con paisajes venezolanos; de palabras ibéricas con palabras caribeñas. Al escribir, bien sea novelas o cuentos, la tentación de la mixtura ocurre de manera natural y espontánea. Crecí en la Venezuela petrolera y relativamente pacífica donde los civiles pudieron gobernar sus destinos por algunas décadas. Una pausa dentro de la terrible historia de saqueo, muerte y discursos teológicos con que los gorilas militares han parasitado Venezuela desde 1830 hasta este momento del año 2016.

En la hayaca que comemos estamos nosotros y los fantasmas que nos enseñaron a cocinarla...

Aquella Venezuela, con una democracia civil imperfecta, caótica, estatista, pero con una inmensa movilidad social y una muy accesible oferta educativa, solidificó espacios sociales y culturales en los que convivían los «criollos» con personas venidas de Portugal, España, Italia, Polonia, Líbano, Francia, Grecia, China, Colombia, República Dominicana, Perú, Chile, Argentina, Ecuador, entre muchos otros. Venezuela era el lugar cosmopolita de los encuentros, de las coincidencias. En apenas diez años, esas infinitas

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Juan Carlos Méndez Guédez. La hayaca y el Aleph

Me gusta la idea de que mis narraciones tengan esa permeabilidad, que en ellas se congreguen sabores... mas, tragedias, abismos; que el humor salte de tanto en tanto como una risa feliz o desesperanzada. Mis libros más recientes, El baile de madame Kalalú, Los maletines o La noche y yo, creo que nacen de esa intención combinatoria y de esa absorción múltiple. Formas y palabras en las que intento un doble nivel donde lo cotidiano y lo mítico se resuelvan en anécdotas seductoras y sobre todo en personajes con una voz peculiar. Porque la intención es descubrir en ellos pequeños quiebres de lo real y la aparición del milagro, de lo impredecible, de los microcosmos donde una taza de chocolate o un paseo entre palmeras oculta la posible señal de dioses que nos dicen (como creo entender propone el poeta Rafael Cadenas): el más allá está aquí mismo, frente a tus ojos. Miradas de la gratitud o la resignación que buscan la transformación de lo ordinario en lo sagrado en cuanto viaje hacia lo inmediato, hacia la propia vida, esta vida, este mundo de piel y cuerpos y sabores y risas. Ese Aleph, que es una hayaca humeante en el momento en que abres sus hojas de plátano. Y así el narrar. Rafael Cadenas en 2015. Fotografía: Guillermo Ramos Flamerich

combinaciones geográficas deliraban juntas alrededor de las hayacas o discutían por el campeonato de béisbol o quemaban los viernes en conversaciones de ron Pampero y vibraban en el suelo de una salsa de Oscar de León; a la vez que naturalizaban en sus vidas las paellas, las espaguetadas, los patacones con queso, el ceviche, los vallenatos, las sevillanas, el humus, la pasión por una jugada de Butragueño, Higuita o Schillaci. Me gusta la idea de que mis narraciones tengan esa permeabilidad, que en ellas se congreguen sabores, memorias familiares, contradicciones, melodra-

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Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967) es novelista y cuentista. Es autor de títulos como El baile de

madame Kalalú (Siruela), Los maletines (Siruela), Una tarde con campanas (Alianza) o La noche y yo (Páginas de espuma) y doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Su novela Arena negra (Lugar común) fue libro del año en Venezuela en 2013 y su cuento para niños

El abuelo de Zulaimar (Oqo) fue reconocido internacionalmente por el Banco del Libro como uno de los mejores títulos en español de 2016.


La fuerza de la delicadeza Sobre la poesía de Edda Armas Por EDuardo Moga

La poesía de Toma lo simple por el tallo se ofrece con la tica persuasión que lo colosal. La poeta atiende a una delicadeza de un motete, pero se despliega con la poamapola, a la borra del café, al chirriar de un grillo, tencia de una sinfonía. Su reivindicación de lo mínia un hueso de melocotón, a una rosa de origami. Los mo —que arranca con el primer verso: «llegar hasta lo minutos la rodean, y ella los atrapa y desmenuza en mínimo y abrirse paso»—, su atención a lo cotidiano una escritura meticulosa, en la que las crepitaciones y lo minúsculo, y su tenaz procura de los momentos de la cotidianidad cobran, a la luz amplificadora de huidizos que constituyen la realidad parecen sugerir su mirada, el empuje universalizador del símbolo y un cosmos morigerado y doméstico, envuelto por una aun del mito. Su voz, coherente con esta inclinación gasa verbal que lo vela y, a la vez, lo revela. Sin embarpor lo pequeño y lo callado, mantiene una dicción dego, bajo estas levedades de purada y estricta, que pregouache se esconden afirmasenta reconocibles semejan...las crepitaciones de la ciones sustanciales y anguszas con la que en España se tias pánicas, vigorosamente ha denominado poesía del cotidianidad cobran, a la luz orquestadas en un poemario silencio, continuadora de la amplificadora de su mirada, cuyas partes —«Andante», tradición de la esencialidad, «Adagio», «Vivace», «Ronuno de cuyos principales el empuje universalizador dó», «Dueto» y «Fuga»— representantes ha sido José del símbolo y aun del mito. aluden a movimientos o Ángel Valente —al menos, composiciones musicales. en el tramo último de su Ciertamente, los versos de producción— y que hoy Edda Armas reparan en las pervive, por ejemplo, en la cosas sencillas y, en apariencia, insignificantes: en los obra de Andrés Sánchez Robayna o Ada Salas. Cuanaspectos más quebradizos de lo visible; y lo hacen sin do Armas escribe «soy la escucha y soy la oreja sin ahuecar la voz, con un timbre que pretende la pulcrimediar ni responder / a las palabras», es inevitable tud, pero que no renuncia al temblor. Toma lo simple recordar el lúcido aforismo de Valente en «Cómo se por el tallo es un libro minimalista: aspira a que lo mepinta un dragón»: «Se escribe por pasividad, por esnor signifique con la misma intensidad que lo mayor; a cucha, por atención extrema de todos los sentidos a que lo ínfimo construya el relato del mundo con idénlo que las palabras acaso van a decir». La férrea con-

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Eduardo Moga. La fuerza de la delicadeza

densación de los poemas de Toma lo simple por el tallo, acentuada por algunos procedimientos de estirpe vanguardista, como la omisión de los signos de puntuación, la invención de neologismos —«desolvido»— o el uso abundante de los infinitivos —lo que introduce un matiz de impersonalidad—, destila un aire abstracto, como ensimismado. Sin embargo, esta proclividad meditativa es sólo un trazo en el complejo óleo de la poesía de Edda Armas. Frente al deambular alucinado por los paisajes interiores, se alza lo carnal, lo prietamente arraigado en la materia, en una dura oscilación de tiniebla y tacto; frente a lo volátil, hallamos lo pétreo y duradero, como revela el brevísimo poema «Nube II», con su maridaje de humo y esfinge; frente a lo íntimo, en fin, Armas nos enfrenta a lo cósmico, reflejado en fre-

Toma lo simple por el tallo no pretende extraer conclusiones, sino bucear en el proceloso orbe de la intimidad... cuentes invocaciones al mar, las nubes, el sol, el cielo, la luna, el viento y la tierra. En algún poema «cabalgan las cercanías», esto es, se fusionan lo común y lo desaforado, la fuerza animal y la modestia lárica. En otros, desconcertantes, parecen mezclarse estímulos de raigambre diversa, inexplícitos, deliciosamente caóticos. En realidad, como sostiene la poeta en «Torcedura de la luz», se trata de atornillar al sentimiento para que diga: Toma lo simple por el tallo no pretende extraer conclusiones, sino bucear en el proceloso orbe de la intimidad: indagar en sus aguas áridas y ardientes. Los poemas, pues, no parecen abstractos por ser conceptuales, sino porque han sido sometidos a una tala imperiosa, a un tamiz elocutivo que los adelgaza y esencializa. Así sucede en todo el libro: el delicado perfil de los poemas esconde graves acometidas espirituales, que cabe identificar, no por su definición expresa, sino por su insinuarse obsesivo, por su sirimiri in-

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desmayable en la página. El amor constituye una de estas constantes, frente a la variable destructora del tiempo. Un amor que desagua en un erotismo aleteante, pleno de sugerencias y susurros —como en el poema «En el jardín», de aires trovadorescos—, y que acude a sutilísimas metáforas corporales; un amor que resume su sencillo pero, a la vez, esforzado propósito unitivo en el verso final de «Nube II»: «dos buscando coincidir». Esta búsqueda de la coincidencia, capital para entender la arquitectura del poemario, se refleja en innumerables motivos de Toma lo simple por el tallo, donde todo se entrelaza y anuda: la música hilvana a los amantes; juntos duermen, o esculpen una escritura, o quieren un hogar que dé cobijo a los sentimiento de ambos; la luna pasea entre los dos; cada uno de ellos sujeta una punta del sedal. «Dónde tú, dónde yo», concluye Edda Armas una pieza, con el estupor y la incertidumbre de quien desea abrazarse al otro, para abrazarse así al mundo. En «Frontera», esta ansia por fundirse —y la fusión efectiva— adquiere una fluida rotundidad: «Alcánzame otra vez, embiste / ya la frontera vulnerada, ajena // inmediatez al ser una pareja / que deja el sudor de su cuerpo / en la atadura del amanecer…». La pulsión unitiva de Toma lo simple por el tallo segrega un singular rasgo sintáctico: la abundancia de emparejamientos, como si los sintagmas binarios encarnaran esa reconciliación a la que aspira la poeta: gesto y lágrima, viernes tuyo y viernes mío, piel y palabra, palabra y deseo, triunfo y derrota, médulas y tendones, círculos y efervescencias, himen y tránsito, ráfaga y destino, algas y pieles, lo alto y lo bajo, imán y cerradura, tiempo y honra, diáspora y tensión, el más acá y el más allá. En composiciones como «Días de mayo» hay tramos de aceleración, como los hay en el amor físico: el poema se encrespa, jadea, recorre las estaciones de la caricia, progresa con exaltación y premura. En otros rincones del poemario, las paradojas plasman las contradicciones del amor —aquel «beber veneno por licor süave», de Lope de Vega— y, por analogía, la escisión existencial: el pecho y el cielo son cóncavos. Sin embargo, el amor, como viene haciéndolo desde que existe la literatura, se enfrenta al tiempo.


Y no sólo el amor, por supuesto, sino todo cuanto experimentamos y somos. En Toma lo simple por el tallo, Cronos luce su majestad oscura —el «sol negro» de Nerval, que Armas suscribe— y suscita una permanente evocación de lo perdido. Junto con los momentos extáticos o asombrados de la infancia, junto con la obsolescencia de los objetos que nos rodean, y que hasta hace poco nos ofrecían la seguridad de su calor, Edda Armas recuerda el fulgor de los sentimientos pasados y pugna por vivificarlos de nuevo mediante el conjuro verbal. En «La voz», su intención, órfica, resulta transparente: «la voz nos trae de regreso / al que nos llama frenéticamente solo […] / en el paisaje al que volver querremos / en feroz intento por violentar la distancia / entre el ayer y el hoy del beso». La melancolía, encarnada en motivos otoñales o en apóstrofes al adiós y a la muerte, impregna el poemario y se mezcla, no sin violencia, con los énfasis amorosos y las aguadas sentimentales, como arroyos que afluyeran y formasen barrizales diáfanos: el resultado son unos poemas tensos, vítreos, levemente antitéticos, de cadencias multívocas y textura zigzagueante. En «Diana, la cazadora» —uno de los muchos que contienen referencias mitológicas, que Armas proyecta en los desconcertantes parajes de la modernidad—, la identificación de la amada con la gacela y del amador con el tigre, de resonancias salomónicas, le permite urdir una nueva metáfora del eterno combate entre eros y tánatos: «la gacela atrae a los tigres / hasta la charca oscura de las aguas / y quien allí les da caza muere». Pero la búsqueda de Edda Armas no es individual: no se dirige al amado, a un amado, ni siquiera canta al amor, sino a todo cuanto, como el amor, permite el acceso a una nueva realidad, más alta y plena. La idea de tránsito es fundamental en Toma lo simple por el tallo: sus poemas están trufados de motivos o tropos que sugieren el avance o el cambio de lugar. Una serie de tres poemas está dedicada a las nubes, lo inaprehensible y pasajero por antonomasia; otra, integrada por un solo poema tríptico, «Tres estaciones», habla de las estaciones de ferrocarril, que hilvanan —y simbolizan— un recorrido por el tiempo y por los sentimientos; no pocos poemas contienen alusiones a las puertas o a las llaves: intermediarios en el paso a otros paisajes, a

otros espacios. Ir, venir: de lo pasado a lo presente, del tú al yo, de lo inmediato a lo inalcanzable: transformaciones del espíritu que Edda Armas articula en la frenética inmovilidad de sus poemas, poseída por la voluntad de crecer, de ser más, de alcanzar la cúspide o las profundidades. Un despliegue de mutaciones cuyo norte es alcanzar lo otro —omnipresente asimismo en Toma lo simple por el tallo—, como quisieron los románticos y han querido las vanguardias históricas, singularmente el surrealismo: la otra realidad, la otra mano, otro sentir, el otro lado de la cal, otro infinito, el otro lado de la luna, otras puertas del mirar, otros mayos, otro día, otra geografía, otro saber. El alma tiene sus reversos, y las heridas, un más allá: a todo quiere acceder la poeta. En «Pólux y Cástor», el poema entero, asentado en la polémica dualidad de

Los poemas [...] no parecen abstractos por ser conceptuales, sino porque han sido sometidos a una tala imperiosa, a un tamiz elocutivo que los adelgaza y esencializa. los dioscuros, se refiere a los ámbitos ocultos a la percepción inmediata, que Lewis Carroll situaba allende los espejos y que Armas sitúa en cualquier rincón, material o inmaterial, que afecte a nuestros sentimientos y que sea accesible a la palabra: otro nacimiento, el revés de la hoja, «la espera más allá del perfume / más allá…». La palabra, en efecto, ha de abrir el camino a los otros mundos que hay en este; la palabra, tangible, debe conducir a lo intangible: al recuerdo, al sueño, a lo inesperado; la palabra tiene que ser «despeinada y gozosa», como sostiene la autora en la sección «Fuga», cuyos poemas no escapan al bucle autorreflexivo de la contemporaneidad y configuran un notable ejercicio de metapoesía. Si, como se ha dicho, muchas de las composiciones de Toma lo simple por el tallo recogen fugacidades, la palabra es la «pulsión que permite sobrevivir a la cruel tibieza del instante».

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Rafael Cadenas o la poesía del asombro ante el misterio de la realidad

Por José Ramos

El lenguaje de la poesía mira al misterio, lo tiene presente; es lo que lo hace esencial. Rafael Cadenas Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) es el poeta venezolano vivo más notable, leído y estudiado en su país, y es asimismo el más conocido en el exterior. Por su participación en la lucha política contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958), estuvo en la cárcel y luego fue desterrado a la cercana isla de Trinidad (1952-1956). Durante cerca de cuarenta años fue profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. En 1985 obtuvo el Premio Nacional de Literatura, en 2009 el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (Guadalajara, México) y en 2016 ha recibido en Granada el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. Desde hace algunos años es candidato al Premio Cervantes (ningún escritor venezolano lo ha ganado hasta la fecha). Cadenas ha publicado los siguientes poemarios: Los cuadernos del destierro (1960), Falsas maniobras (1966), Memorial (1977), Intemperie (1977), Amante (1983), Una isla (escrito en 1958, publicado parcialmente en 1991), Gestiones (1992), Sobre abierto (2012) y En torno a Basho y otros asuntos (2016). También es autor de los ensayos Realidad y literatura (1979), En torno al lenguaje (1984) y Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística (1995), y las colecciones de aforismos Anotaciones (1983) y Dichos (1992). En España se han editado una Antología de poemas (selección y prólogo de Ana Nuño; Visor, 1999), su Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995) (Pre-Textos, 2007) y sus dos últimos poemarios (Pre-Textos). La frase inicial de su primer libro, Los cuadernos del destierro, compuesto en su totalidad por poemas en prosa, es uno de los pasajes verdaderamente «legendarios» de la poesía venezolana contemporánea: «Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores

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de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor». Cadenas se vale de un lenguaje suntuoso, vehemente, evocador de la infancia y de un espacio mítico, pleno de sensualidad y exuberancia, de belleza deslumbrante, jalonado por imágenes primitivas, alucinadas visiones y fogonazos de clara estirpe rimbaudiana: «Mis antepasados no habían danzado jamás a la luz de la luna, eran incapaces de leer las señales de las aves en el cielo como oscuros mandamientos de exterminio, desconocían el valor de los eximios fastos terrenales, eran inermes ante las maldiciones e ineptos para comprender las magnas ceremonias que las crónicas de mi pueblo registran con minucia, en rudo pero vigoroso estilo». José Balza, autor de la primera monografía publicada sobre el poeta (Lectura transitoria sobre la poesía de Rafael Cadenas, 1973), señala que el lector de Los cuadernos del destierro «ha de ser, por necesidad, alguien capaz de emborracharse con la desbordada sensualidad del texto». En 1963 apareció en un diario caraqueño su poema sin duda más difundido y mitificado (a su pesar), «Derrota», una suerte de desnuda, desasosegante y audaz letanía —donde es perceptible la huella de Pessoa— de un yo que no encuentra su lugar en el mundo ni en la época que le ha tocado vivir, texto convertido pronto en estandarte de una generación que veía cómo se esfumaban sus ilusiones —y perversiones— ideológicas y existenciales: «Yo que no he tenido nunca un oficio / que ante todo competidor me he sentido débil / que perdí los mejores títulos para la vida / […] / que soy objeto de risa para mí mismo / que creí que mi padre era eterno / que he sido humillado por profesores de literatura / […] / que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida / […] / que no tengo personalidad ni quiero tenerla / que todo el día tapo mi rebelión / que no me he ido a las guerrillas / que no he hecho nada por mi pueblo / […] / que no encuentro mi cuerpo / […] / me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final». Poema-testimonio de una profunda crisis espiritual y al Rafael Cadenas en 2015. Fotografía: Guillermo Ramos Flamerich


mismo tiempo muy representativo de una convulsa crisis histórica que vivió Venezuela en la década de 1960. Su segundo libro, Falsas maniobras (1966), es quizás la obra más influyente de la poesía venezolana de los últimos cincuenta años. El lenguaje sensual y exuberante de Los cuadernos del destierro da paso aquí a una dicción poética mucho más despojada, desnuda, adusta, seca, esencial, autocrítica, incluso lacerante, no pocas veces áspera, apegada al silencio, en la que resuenan ecos de sus intensas lecturas «orientales» de esa época (Tao Te Ching, el budismo Zen, Krishnamurti) y de la poesía reflexiva de Henri Michaux. Un lenguaje que nos habla de los desdoblamientos de la conciencia, los abismos de la realidad y el absurdo existencial, desde una lucidez implacable. Como observa Guillermo Sucre, otro destacado poeta y ensayista venezolano, la obra cadeniana «se inicia con el deslumbramiento ante los poderes verbales y de la imaginación. Pero su ruptura con todo eso se va haciendo más radical. ¿El radicalismo de Cadenas? Quizá no haya nada más sencillo y a un tiempo más complejo. Cadenas no es un naïf ni un místico, mucho menos un esteta. Lo que busca es regresar a una relación directa con el mundo y que la palabra sirva a esa relación» (La máscara, la transparencia, 1975). Ejemplo emblemático de todo ello es uno de sus poemas más citados y estudiados, «Fracaso»: Cuanto he tomado por victoria es sólo humo. / Fracaso, lenguaje del fondo, pista de otro espacio más exigente, difícil de entreleer es tu letra. // […] / ¡Cuánto te debo! / […] / Me has hecho humilde, silencioso y rebelde. / Yo no te canto por lo que eres, sino por lo que no me has dejado ser. Por no darme otra vida. Por haberme ceñido. // Me has brindado sólo desnudez. // […] //Gracias a ti que me has privado de hinchazones. / Gracias por la riqueza a que me has obligado. / Gracias por construir con barro mi morada. / Gracias por apartarme. / Gracias».

Este lenguaje desnudo, cada vez más lacónico y revestido de extrema conciencia crítica, alcanza su máxima expresión en Memorial (1977, escrito en 19701975): «He quemado las fórmulas. Dejé de hacer exorcismos. Lejos, lejos queda el antiguo poder, mi legado. / Hálito de fogata en mis narices, mi idioma desintegrado…». En palabras del citado Sucre: «Memorial es un libro inquietante tanto por lo que niega como por lo que afirma. No es que sea de doble filo, sino, más bien, de un solo filo que corta “lo doble”». En Intemperie (1977), Cadenas nos deja su «Ars poética»: «Que cada palabra lleve lo que dice. / Que sea como el temblor que la sostiene. / Que se mantenga como un latido. // No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni añadir brillos a lo que es. / Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir verdad. / Seamos reales. / Quiero exactitudes aterradoras…». Serán estos en lo sucesivo los rasgos distintivos de su escritura poética. En suma, para Rafael Cadenas la poesía es una expresión, siempre huidiza o aproximativa, del asombro esencial ante el misterio de las cosas o de la realidad, o ante el misterio insondable del vivir, tal como escribe en Realidad y literatura (1979): «El nombrar poético estaría encargado de acercarnos a la cosa y dejarnos frente a ella como cosa, con su silencio, su extrañeza, su gravedad. […] Pero más allá de cualquier designio personal el misterio prevalece dentro de la poesía. De otra manera no sería poesía». Queda así subrayado que poesía y vida son simple y esencialmente indistinguibles: «¿Qué se espera de la poesía sino que haga más vivo el vivir?»; «No hago diferencias entre vida, realidad, misterio, religión, ser, alma, poesía. Son palabras para designar lo indesignable. Lo poético es la vivencia de todo eso, el sentir lo que esas palabras tratan de decir» (Anotaciones, 1983). Porque no podemos ser otra cosa que eso: «somos misterio, de pies a cabeza». José Ramos (La Victoria, Venezuela, 1958) es licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela y doctor en Filología Española por la Complutense de Madrid. Profesor Asociado en el Departamento de Español de la Universidad de Tamkang (Taipéi, Taiwán). Autor del poemario Principio

de animal (Monte Ávila, Caracas, 1987) y el estudio La fascinación del enigma. La poética de José Ángel Valente en sus ensayos (F. U. E., Madrid, 2009), y editor de los volúmenes Andrés Bello: Antología esencial (Biblioteca Ayacucho, 1993) y Juan Sánchez Peláez ante la crítica (Monte Ávila, 1994). Recientemente ha editado China en la literatura hispánica, de Manuel Bayo (Ediciones Catay, Taipéi, 2013).

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Siete poetas venezolanos Selección de Rafael Ayala Páez Graciela Yáñez Vicentini (Caracas, 1981) es licenciada en Letras por la Universidad de Caracas. Sus poemas, ensayos, cuentos, reseñas y crónicas han sido incluidos en Cien mujeres contra la violencia de género, 102 poetas. Jamming y diversos Voces nuevas del Celarg; en publicaciones nacionales como El Salmón, Todo en domingo, Tal Cual, etc.; en Separata y Asfáltica (México). En poesía, su heterónimo Egarim Mirage firma Íntimo, el espejo (Oscar Todtmann Editores, 2015) y Espejeos al espejo (El pez soluble, 2006). Practica también la escritura diarística y tiene uno que otro libro inédito. Junto a otros poetas coordina el taller Introducción a la experiencia mística de Armando Rojas Guardia en la Ciudad de las Artes, y junto a Kira Karikin coordina Poesía de ocasión en la Librería El Buscón y el Jamming Poético en el Ateneo de Caracas.

Por lo que queda Al círculo de hormigas Y ahora, para colmo, esta resistencia a escribir. Esta ridiculez de llorar con cualquier poema. Las huidas al baño, para no hacer el ridículo. La imposibilidad de acercarme a Hanni. Estas idas al cine sin sentido. Sola, aunque no lo note, y sin sentido. Este afán de recoger hasta el último fragmento. Esta desconcentración total. Tener que apagar hasta la música de fondo. Nunca quedarme a poner orden de verdad. Esta sed de soledad, paradójica indolencia y soledad. Esta comunión inverosímil con extraños. Este desconocimiento de las almas espéjicas. Tanta, tanta resistencia. Lejanía de indiferencia, en el dolor. Frivolidad. Banalidad hermosa, pero banalidad. (Lo dice mi niño... Coexistimos con ella: qué más da.)

Esta imposibilidad de escribir un poema. Un simple y llano poema. Uno siquiera. Y escribirlo aún. Por lo que queda.

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La casa original se lleva a cuestas Hanni Ossott acá entran todos el hombre donde yacen todos

y sus sombras Grandes los soles

entra donde nada es explícito, los lenguajes del silencio caben nos construyen acá entra tu palabra plena, aunque afuera renieguen y no seamos dignos llega la pobreza con todos sus paraísos y estos pasan deliran en comunión con nosotros pero también heridos por palabras inventadas, repetidas desde lo oscuro sólo una puerta única sin afuera, no hay otra orilla en la casa que suena con una ventana que da directo al mundo que no esconde su intimidad y hace lo posible por ser visto

Jairo Rojas Rojas (Mérida, Venezuela, 1980) es historiador del arte por la Universidad de los Andes. Ha publicado los libros de poesía La rendija de la puerta, La O azul y Los plegamientos del agua y ha sido galardonado con los premios IV Bienal de Literatura Ramón Palomares (2011), III Concurso Nacional de Poesía de Venezuela (2012), XIX Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (2013) y la XX Edición del Premio de Poesía Fernando Paz Castillo (2014). Actualmente reside en Montevideo donde realiza estudios de Maestría en Literatura Latinoamericana.

acá hay mucha gente por quien puede llorarse y todos los consejos que me diste mientras dormía en mi silla, la casa, esta, donde mis padres cantar sólo saben y nos protegen del sol con sus cuerpos cansados llenos de toda una historia del silencio su idioma otro mis amigos de la casa número dos, tan sonora, que nada tiene y me llama por mi nombre todo es visible en esta habitación, se escuchan los colores (vivos) y enseñan a ser «violentos» con el mundo afuera

lejos

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E l ci e l o r a s o

José Delpino (Maracaibo, 1981). Su primer poemario, Fanes, ganó el III Premio Nacional Universitario de Literatura en Venezuela (2009) y fue publicado por la editorial Equinoccio en 2010. Poemas y ensayos suyos has sido antologados en diversas ocasiones y han aparecido en diversas revistas y blogs de Venezuela, España y Chile, como Arepa, Poesía, El Salmón, Quimera, Vallejo & Co., Letralia, Círculo de Poesía, Los poetas del 5, entre otros. Participó en el taller literario del Celarg entre 2005 y 2006, y completó estudios de pregrado en Literatura en la Universidad Central de Venezuela (UCV, Caracas, 2005) y de postgrado en el CSIC (Madrid, 2010) y en la Universidad Simón Bolívar (USB, Caracas, 2015). Fue profesor de Literatura en la USB (Caracas, 2011-2015) y profesor de Teoría Literaria en la Escuela de Letras de la UCV (Caracas, 20142015). Actualmente es estudiante del doctorado de Español y Portugués de Northwestern University (Chicago, USA), donde trabaja en un proyecto sobre vanguardias literarias y artísticas de mediados del siglo XX en Latinoamérica.

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Siete poetas venezolanos. Selección de Rafael Ayala Páez

I la mímica muda del jardín agitado, tras los vidrios, cabelleras danzantes de bambúes ocultando el viento, la vena incipiente de la calma, y el mediodía, de pie, con su joroba sorda y con su locura algún secreto guarda la mirada del hombre, la última foto de la casa vacía, la mesa donde los codos se cansan, el rictus de daga que queda en el cuello; el recuerdo; el vacío en el estómago y en el puesto algún secreto guarda la mirada del hombre, la fiebre de las cosas, la cena amarga, la ira del deseo y la euforia confusa que se va como un eco máscaras desconchadas puestas bocabajo, muertos paraguas fríos como lagartos en la boca, la brizna de paja en el jarrón de rosas, lleno de arena, como si se creyese que la arena es como el agua II la saliva, amarga laguna en el labio, cuerpo del derrame; la grieta roja en la lengua, jaspe de sangre contra el cielo; el plexo, respirando jadeando elevando las costillas manojo blanco de la muerte enterrado siempre en carne siempre en tierra hincado desde arriba fósil blanco elevando con su fuelle de tiempo; torso hincado, torso escrito moldeado de la tierra, por su cauce, aire hervido, jaspe rojo, largo cielo, de la boca


Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987) es poeta, ensayista y traductor. Autor de los poemarios La arena, el vidrio (Equinoccio, 2008), Extranjero (bid&co. editor, 2010; Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2012), Heredar la tierra (Común Presencia, 2013), Salvoconducto (Ganador del XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-textos, 2015), Río en blanco (Sudaquia, 2016) y mínimos (Amargord, 2016). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Junto con Alejandro Sebastiani Verlezza editó las antologías Poetas venezolanos contemporáneos: tramas cruzadas, destinos comunes y Destinos portátiles. Poesía venezolana reciente.

XX En horas de la mañana del pasado domingo, el personal entero de la morgue de Colinas de Bello Monte abandonó súbitamente las instalaciones de dicha institución, según informa la Dirección Nacional de Ciencias Forenses. Testigos afirman que algunos de los empleados gritaban o corrían sin dirección clara. Poco más tarde, ese mismo día, se apersonaron frente al edificio funcionarios del CICPC, acompañados por diversos expertos y profesores ilustres de la Escuela de Medicina de la Universidad Central de Venezuela, junto a un coronel de la Guardia Nacional, dos médiums, un cura joven y otro viejo, cinco babalaos. Tras pasar un rato dentro de la morgue, atravesaron las puertas a duras penas y declararon ante este y otros medios de comunicación: durante la madrugada, los difuntos recientemente ingresados a la institución habían retornado a la vida y deseaban hacer valer su calidad de ciudadanos de la República. Ese mismo día y los inmediatamente posteriores, acontecimientos similares tuvieron lugar en todos los cementerios e instalaciones forenses del país. Los muertos, ojerosos y dóciles, se han congregado poco a poco desde entonces. Sin escatimar esfuerzos o recursos, han conseguido conformar una organización sin fines de lucro, la Agencia para la Protección y el Desarrollo de los Cuerpos en Descomposición, la APRODECUD. A través de una campaña de manifestaciones pacíficas y marchas, pretenden lograr el reconocimiento oficial de sus derechos civiles y el establecimiento de un escaño permanente para ellos en la Asamblea Nacional. El Ejecutivo se ha pronunciado favorablemente, ordenando a toda prisa la creación del Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Póstumas. La Iglesia, además de revocar un par de bulas papales, ha guardado silencio. Diversos cultos religiosos han declarado el fin de los tiempos, pero los difuntos mismos parecen un tanto aburridos por la idea. Algunos politólogos eminentes han voceado sus preocupaciones a través de la prensa:

cómo puede tener derechos un cuerpo cuya lengua se ha podrido, cuyo pecho está mordido por gusanos mudos. Aunque apenas ha transcurrido una semana desde que iniciaron los sucesos, la APRODECUD ha emitido un comunicado en el que informa a la población nacional —con pulso— de que los muertos se niegan a cerrar los ojos, a ser inscritos en el libro de las desapariciones. Empezando con la frase «¡Difuntos del mundo, uníos!», dicho documento insta a los vivos a reconocer su valía como miembros de la patria y a admitirlos como elementos valiosos —«vitales», se lee— para la comunidad. Se refiere con detalle al más allá, lo describe como un lugar empobrecido, sobrepoblado, un mal destino turístico donde las almas en pena se ven obligadas a realizar largas colas para conseguir los bienes más elementales. Dada la exorbitante devaluación de la eternidad, resulta casi imposible comprar nada con la moneda del reino, los dientes que cada quien lleva consigo desde el momento de su muerte. De igual modo, el comunicado enumera una serie de exigencias que la comunidad de difuntos plantea a los habitantes del más acá; entre ellas se destacan la censura de las películas de zombis, por considerarlas injustamente discriminatorias y promotoras del odio, así como un cambio en la ortografía de la lengua española: la introducción de dos nuevas tildes en la palabra cadáver, de manera que se escriba cádávér, con tres tajos precisos o tres heridas de bala, pues consideran que así la palabra representará con mayor justicia a la colectividad. En una rueda de prensa dada con motivo del comunicado, el director de la APRODECUD ha insinuado que uno de ellos podría postularse como candidato para las próximas elecciones presidenciales. Expertos aseguran que, según las últimas encuestas, pronto el país podría hallarse gobernado por un muerto.

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E l ci e l o r a s o

Siete poetas venezolanos. Selección de Rafael Ayala Páez

Luis Ayala Páez (Guárico, 1988) es poeta y narrador. Licenciado en Educación, mención Lengua y Literatura por la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez. Ha publicado el poemario Azul lejano (2013). Sus poemas han sido publicados en revistas nacionales e internacionales como Sorbo de Letras, Margen Cero, Revista poeta, Ariadna-rc, El coloquio de los perros y Fábula. Su poesía ha sido traducida al inglés y al rumano.

El camino de los nirgranthas

I

Confío en mí mismo porque mi piel es sólo una hebra más de la tela del universo. Allí todos nos entretejemos. Confío en mí mismo porque me sé igual a los otros a los tantos otros que como yo habitan la luz y la oscuridad. Soy tanto aquél como yo mismo y me voy sintiendo en lo que sé y desconozco. Sin apegos ni aversiones trazo mi camino por las luminosas constelaciones porque el universo vibra en mí como un cántico secreto nacido en el bosque.

Estando en silencio atisbó la luz en las cosas que dejó ir para no revestirse de escasez y de caos.

Anekantavada

Largamente he permanecido mirando las blancuras de sus arenas la infinitud de sus orillas el encanto de sus olas.

El agua no se enturbia por mis manos Ni la piedra se adolece por mí Ni el vuelo de mis pensamientos hace crujir el viento Ni abro heridas al otro que palpita cruje o ladra.

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Porque nada nos pertenece en absoluto. Son pocas las cosas que bajo este cielo galáctico están colocadas en su lugar.

II Todo el universo en un gemido me reveló lo que buscaba.

El invierno puede venir un día y nutrir la tierra pero nada lo hará mejor que nuestras lágrimas. Bajo nuestras sombras y silencios crecerán los amaneceres y las estaciones y se nutrirá la noche cilíndrica y espesa.


Rodilla en tierra [Dicen que el primer paso en la caída es la resistencia] El mío fue el declive el doblaje de rodilla a secas Fémur en tierra tibia en tierra autoestima en tierra patriotismo en tierra ego de país sostenido en el abono en estiércol visceral que nos hace ciudadanos Rodilla cansada de tanto montaje de tarima Rodilla cansada de tanta marcha Rodilla cansada de tanta postura política post pago de quincena Rodilla cansada de tanto ministerio Fémur lesionado de tanta cola tan poca leche tan poco pan de ser pasteleros de un país guardado en la despensa Tibia fracturada y enyesada como ligamento de ciudad unida por puentes de azufre pie descalzo pisando latifundios ejercitando el músculo de la desobediencia huella desnuda ante el pavimento siempre mendigándole la historia Oriette D’Angelo (Caracas, 1990) estudió Derecho en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB). Es editora y fundadora de la plataforma literaria www.digopalabratxt.com, y autora del poemario Cardiopatías (Monte Ávila Editores, 2016; premio para Obras de Autores Inéditos, 2014). Sus poemas aparecen en diversas antologías publicadas en Venezuela, Argentina, México y Ecuador. Administra el blog personal http:// www.oriettedangelo.com.

Rodilla calcinada de tanto tocar este suelo que me quema y que por dentro sólo está lleno de petróleo.

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E l ci e l o r a s o

Eliseo Villafañe (Barinas, 1996) es estudiante de Letras, Mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana, en la Universidad de Los Andes (Venezuela). Ha publicado en la antología de poesía joven y reciente venezolana Amanecimos sobre la palabra y en la antología At War, de Reino Unido, en conmemoración del centenario de la Primera Guerra Mundial, además de diversos fanzines y blogs.

Siete poetas venezolanos. Selección de Rafael Ayala Páez

Tiempos perversos A la guerra se va en bikini A disparar inyectadoras de miel y miedo. Ñandúes Cabalgan los guerreros, eléctricos comelones De discursos. Demasiado moderno. Qué asco. Hay que dividir la vida en meta-relatos Cada vez más pequeños hasta que cada segundo Se sea un hombre comiéndose a otro. Ser sed. Soy humano. Meta-sediento de metas. Futuros perfectos En primera y segunda persona. El otro soy yo Oro en espejo. Caviar de luz, caníbal, en el cañón De dinamita dulce. Hacer de la sangre el último elemento: Sangre sobre luz sonrojando los rostros. Sangre en fango, kétchup para hormigas. Sangre en el viento, el receptor callará. Sangre y agua, reencuentro de amantes. Basta, basta. No me la calo más. Mis siete chacras Sangran, negras tuberías y en subasta. Vendo A cualquier precio la sangre que pierdo. Antes de que se privaticen los ríos que voy haciendo Escupo gerundios y los pierdo. Esta es la generación Más sabia que ha nacido jamás. Jamás. Un pedazo de pan Ha inaugurado el concierto. Canta el hambre Con pies despiertos en el edificio, la parte más baja Justo en el sentir. Me duele el amor, es mucho pedir Unas medicinas con nombres cacofónicos que por el Shock de rayos tristes, nos alegren el cerco de luz.

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Hiperliteratura Viajando en horizontes de acontecimientos. Palabras que se hacen píxeles para engranarse en el paisaje. Cuerpo, cuerpos. Tú, yo, puntos y universos. Todo dentro de nada. Pesebre sin final. Estrella de la mañana, madrugaste. Dios te ayudó, Dios está aquí en medio de espejos. El Niño aprende a caminar y este poema aprende a ser actor porno. Por no decir alguna cosa peor como fusilero de ISIS o miembro De la bolsa de Wall Steet, o amante veinteañero, da igual, Si es un país tercermundista; igual te voy a besar. Primeramente Con el alma susurrándome cosas de más. Te aniquilaré Tiernamente. Jugué muchos videojuegos, para aliviar mi desenfrenada Pasión por conquistar países para entregarte un prisionero de guerra. Quizás una caja de chocolates. O gomas de osos panda. Asesinados Por mis muelas terroristas. Lo siento, mis caries lo sienten. Me duele.

Infarto Revolución. Cardiopatía. Teoría del shock. Transfusión de sangre. Fondo Vitalicio Internacional. Recortes arteriales. Dilatación del flujo sanguíneo Monetario. Aunque no sea placentero perder sangre Mañana tendré más, quizás. Si sobrevivo a la quimio sin cáncer Del cáncer mismo que soy. Resucitar y cantar: Homeland, homeland. Oh, dearly homeland En todas las patrias, y especialmente en la patria De sus ojos vasallos en mis canicas intensas. Una trompeta, y luego otra, lluvia de trompetas. Militares en la lluvia, evaporándose como sal Negra mientras la OPEP elabora una tratado de libre comercio Con el universo. Y todo fluye como café mañanero.

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La vida breve

Otro año sin verano Francisco Javier Guerrero Cano

Por suerte todavía hay latas en la despensa. Conservas vegetales, foie, comida preparada y, sobre todo, atún. Aunque los niños prefieren corégonos del lago. Ángel sumerge raíces de cañaheja en el agua para aturdir a los peces y así poder capturarlos con mayor facilidad. A pesar del clima, los arbustos siguen creciendo sobre una tierra débilmente iluminada por los cielos de Turner. Desde que ocurrió aquello, el aire se espesó como un coro de bajos. Y llueve cada día. Y el color de la vida es un naranja con anchas insignias bermejas. Hoy es treinta de agosto. Quién lo diría. Ya llevamos casi dos meses aquí sin ver la realidad de la mañana, bajo nubes silenciosas que parecen tapices de arena entregadas a la voluntad dormida del sol. No es el primer verano que pasamos en Ginebra, en esta misma finca (propiedad de un descendiente lejano de George Gordon Byron) a las orillas del Lemán y a pocos kilómetros de la Villa Diodati. Todo el emplazamiento y sus colores tenían el nervio de un fuego apasionado que ahora está extinguido. Los segundos yacentes en el pulso del tiempo dictan la cercanía de otra hoguera; el deseo que evoca, sobre las piedras húmedas del despeñadero, imágenes edificadas sobre relojes estáticos, porque la aurora se parece al crepúsculo como el presente al porvenir. Y sin luz todo se vuelve la misma cosa. Cuando aquello ocurrió, los niños ya habían encontrado el manuscrito. Cubierto por unos trapos viejos bajo una lámina suelta del entarimado, escondida detrás del cabecero de una de las camas de su habitación. Sólo la inocencia puede descubrir un refugio tan guardado, ciertas historias abandonadas o su huella en el mundo. Fue Eloy, siempre ejerciendo de hermano mayor, quien lo sostenía con sumo cuidado y nos lo mostró, mientras Patricia, tras él, se tapaba la boca con sus manitas. Mirad lo que hemos encontrado. Qué orgullosos estaban. Como dioses sobre la soledad, con sus ojos enormes y sus cuerpos frágiles y silvestres. Nosotros, Ángel y yo, no tardamos mucho en darnos cuenta de lo que era. O lo que parecía ser. O lo que quería aparentar ser. Cualquiera sabe. El título (no el subtítulo) del texto, que sólo eran esquemas y borradores, las iniciales que lo rubricaban y la fecha no dejaban lugar a la duda: El moderno Prometeo, M. S., agosto de 1816. El cuaderno no parecía tan antiguo. Las tapas al menos, firmes como el murmullo de las dunas, de un marrón oscuro disfrazado, cosidas con un hilo de oro pálido que nunca dejaba de caminar. En cambio las páginas estaban

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raídas, aparentaban su edad, llenas de acotaciones, tachaduras y notas en los márgenes; todas excepto las cinco últimas, que permanecían intactas, como nuevas, sin el estigma de solemnidad que tiene lo pretérito ni su tono amarillo. En ellas estoy ahora escribiendo esta carta. El día que aquello ocurrió, en ese mismo momento, Ángel estaba enseñando a Patricia los secretos de la pesca, mientras Eloy me ayudaba a organizar un ramo de campanillas bajo la fresca sombra de un roble mecido por el soplo de la mañana. Los pájaros herían las líneas de su tronco, grababan su destino de otro color, cuando escuchamos un estruendo lejano. Luego sentimos la primera sacudida. Luego otro y luego otra. Nuestros cuerpos brillaron en la luz del recelo y corrimos los cuatro hacia el interior de la casa mientras escuchábamos la voz ancha del aire. Y otra. Y otro. Algunos peces se quedaron dormidos sobre la superficie del lago y las flores en la hierba. Sin embargo, no fue difícil tranquilizar a los niños. Estos temblores son habituales por aquí, no os asustéis, estamos viviendo una aventura emocionante que contaremos a todos, así que tranquilos, vamos a leer algunas páginas más del cuento misterioso —eso dije— que encontrasteis hasta que llegue la calma. Y eso hicimos. La voz de Ángel es el lugar donde la imagen habla desde su ser transparente. Hipnótica y brillante, se convierte en música azulada cuando interpreta. Avanzó bastante en la narración, adornando la historia con diálogos inventados y remedos, porque en esas hojas sólo estaban los apuntes, anotaciones e ideas de lo que sería al final la primera gran novela de ciencia ficción, no el texto definitivo, un relato que conocía perfectamente. Y, por un momento, nos olvidamos de lo que había pasado afuera. Un gran temblor nos despertó la mañana siguiente. Ya no hubo más. Ni electricidad, ni cobertura ni salida. La única quedó taponada por un corrimiento de tierra. Decidimos no hacer un drama de todo aquello. Los árboles contuvieron su aliento sobre nuestras cabezas y sus ramas quedaron envueltas en fundas de agua. Aparte de la lluvia y del color del cielo, todo seguía más o menos igual. Y siguió. Y sigue. Los juegos por la mañana en el sofá, cortos paseos deshilachados, rotos por los pespuntes, las ligeras maromas de brisa que nos mantienen unidos, las miradas y la lectura. Por suerte, también, todavía hay libros en las estanterías.

Francisco Javier Guerrero Cano (Córdoba, 1976) es un poeta y escritor que comenzó su carrera literaria colaborando en suplementos culturales y revistas. Ha obtenido diferentes premios y menciones y sus relatos y poemas han sido incluidos en antologías como Antigüedades, Deseos humanos, El beso, Cachitos de amor, Relatos en cadena, El día de los cinco Reyes, Bocados sabrosos, Pequeños universos y Fotografías, entre otras. Ha publicado un libro de poemas: Cuaderno de ruta (poética cuántica) (Barcelona, Ediciones Oblicuas, 2013); y un libro de relatos: Micromundi (Vigo, Ediciones Cardeñoso, 2012). Colabora con las plataformas culturales Raíces de Papel y Puentes de Encuentro.

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La vida breve

Francisco Javier Guerrero Cano. Otro año sin verano

Reconozco que durante algunos días pensé en el conflicto. Ángel en la caldera del lago Toba. Pero no hay manera de comprobar nada. La propiedad más cercana está a demasiada distancia y ni siquiera un clamor serviría de aviso. El aislamiento es absoluto. Por eso no debemos perder el tiempo en conjeturas arbitrarias. Lo que está en el umbral no tiene forma, sólo rumores, sueños y campanas. Y hay que comer cada día. Y beber. Y brincar y entretenerse. Y alumbrar las flores y los cuerpos con anhelos ordinarios y huidas espirales. La rutina desfigura al desorden. Antes de dormir, por ejemplo, nos habituamos a contar historias. A Patricia le gusta inventar cuentos sobre gatos y a Eloy sobre manchas solares (su padre prefiere la luna; yo, los viajes). Por unos días, no demasiados, dejamos de leer aquel cuaderno. Se fueron las aguas incontenibles que asolaron el futuro a su paso. Sin determinación ni expectativa. Pero volvimos a él. Y reaparecieron como las musas, entonando cantares, para empantanarse en las mecedoras y balancearse desde el cielo hasta los charcos. Si la luz disminuye, los ojos se adaptan a las tinieblas. La verdad se expresa desde su fondo, allí donde se encuentre, como si no deseara reflejarse en la tierra ni en su cintura. La capacidad de ver nunca queda completamente mermada. Además hay velas. Cada noche coloco dos en el centro de la mesa antes de que alguien tome la palabra. Ayer fue el turno de Ángel. Cuando terminó la lectura del viejo manuscrito se hizo un largo silencio. Todo era sombra y atmósfera muda. Sólo la voz nos pone una medalla. La palabra del otro. Eloy pronunció mi nombre, no sé por qué no dijo mamá, y caí en el contraste. Clara. Tan cierto y tan falso como todo lo que ocurre. La ciega diferencia que tiñe las sábanas de quimeras. O un faro de carne y hueso. O, tal vez, sólo de corazón. Viejo y desfigurado. Hoy he visto al monstruo. Como siempre, me he levantado la primera. Una ligera lluvia ocupaba los sentidos del tiempo. No parecía caer de las nubes, sólo flotaba. El porche a esa hora tiene la cítrica hermosura de los lirios tropicales. Se mezcla con el cielo, con el agua y con la hierba. Y, probablemente, también conmigo. Me he sentado a contemplar el horizonte, a pensar un momento, a tomar fuerzas para el resto del día, a no fingir el mundo, y allí estaba, al final del paisaje, como un titán derrotado arrastrando las piernas. Dos columnas desproporcionadas que tiraban de su cuerpo hacia abajo. De unos brazos y de unos hombros que no parecían suyos. Ni las manos ni la cabeza. Ajeno a las leyes del orden y la simetría. Al verlo, me he asustado. No me lo esperaba. El miedo llena la razón de plomo. Cubre la mente de una seda extraña que subordina el juicio a su influencia. Qué misteriosa es esa sensación de alerta y angustia. Me he metido dentro de la casa y he seguido mirando a través

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de la ventana de la cocina. Todo el rojo horizonte era el halo del monstruo. Tenía el cuerpo envuelto en unas telas negras, muy anchas. Se movía despacio y con dificultad. Y con tristeza. Yo me he frotado varias veces los ojos. El silencio parecía un gigante. Otro. He visto cómo arrancaba algunas raíces de cañaheja, las mezclaba con barro y se untaba la pasta en las articulaciones. Ángel también utiliza esa cepa para pescar. Y no puedo permitir que nadie (ni nada) nos la robe. Los niños no tardaron en llamar. Sus bocas están llenas de promesas dañadas, siempre a la expectativa de la repetición, del hábito, del culto. La rutina diaria es una vaporosa melodía que duerme a los sentidos. Aparté la vista de la ventana al escucharlos. Ya no he vuelto a ver al monstruo en todo el día. Tampoco le he dicho nada a Ángel que, probablemente, le daría una explicación lógica a mi visión. Y no la tiene. Un vértigo interior parecido a un pantano silente de agua muerta me mantiene vigilante. Con una alarma incógnita sobre la espalda, acechando las esquinas y los límites. Muy cerca de los tres. Todo el rato. Porque temo que aparezca de nuevo a lo lejos o dentro de la casa; o que vuelva a temblar la tierra. Y quiero estar con ellos. Siempre. El día ha transcurrido reposado. En el mirador de su fantasía, tan púrpura y moribundo, con ese frágil olor a azufre. Ya nadie nos indica los errores ni los aciertos. Toda nuestra vida es pura intuición. Un instinto envuelto en el tiempo arenoso que se va. O que se oprime. Sí, eso es. La monotonía del color con el paso de las horas se asemeja a un delirio. El viso de la noche no es diferente al de la mañana. Y la uniformidad es el preludio del fin. De alguno, al menos. La luz nunca nos miente. Pero tampoco admite preguntas. Como cualquiera de nosotros sólo está de paso. Cuando llega el momento se pierde. Y sólo queda un testigo que aprieta los ojos para vislumbrar o presentir algo. Una corazonada. Ahora duermen. Todos. Ángel y los niños. Desde hace un buen rato. El espectro de la noche no tiene fondo o lo desconoce. La atmósfera está como del revés, colmada de secretos en sus normas. Cuando se metieron en la cama yo también tenía sueño, pero hay cosas más importantes que el descanso. Dejar constancia, por ejemplo, ser testimonio. Porque tengo el presentimiento de que si escribo, todo esto, aquí, el monstruo no volverá a presentarse, el cielo regresará al azul del día y al negro de la noche, y todo volverá a ser lo que era. Y no hay mejor lugar para hacerlo que en este viejo cuaderno. En sus deshabitadas hojas finales que son minúsculos líquenes de utopía navegando por un espacio incandescente. Dejaré una en blanco, la última, por si la intuición me falla. Para que si alguien tropieza de nuevo con él en algún futuro, pueda contar algo más sobre lo que pasó.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

José Manuel Ortiz Soto José Manuel Ortiz Soto (Jerécuaro, Guanajuato, 1965) ha publicado los libros Réplica de viaje y Ángeles de barro (poesía); y Cuatro caminos y Las metamorfosis de Diana/Fábulas para leer en el naufragio (minificción). Es antólogo de El libro de los seres no imaginarios. Minibichario y, junto con Fernando Sánchez Clelo, Alebrije de palabras: Escritores mexicanos en breve. Ha participado en varias antologías como Cien fictimínimos. Microrrelatario de Ficticia, I Antología Triple C Microrrelatos reunidos, De antología, la logia del microrrelato, o Texturas linguales I. Antología de minificciones, entre otras. Coordina la Antología Virtual de Minificción Mexicana.

Intimidad Mientras él cava su propia tumba, los sicarios se turnan para beber de una botella de whisky y fumar de un cigarrillo de marihuana. Por su mente pasó negarse a dar otra palada, pero conoce el tipo de gente con la que trata. Además, no querría un final donde su cuerpo fuera devorado por las fieras y las aves de rapiña o se hinchara grotescamente al sol inclemente de aquel paraje en medio de la nada. Lo que pase después bajo tierra, ya no es de su incumbencia. La mesa puesta Volvió temprano del trabajo, quería dar a su mujer una sorpresa. La casa estaba en silencio. Puso música y se sirvió una copa de tinto. Pasó las siguientes dos horas en la cocina, guisando la comida que tanto les gustaba cuando novios, preparando la mesa para dos. Echó una mirada al reloj de pared: de acuerdo a su costumbre, su mujer no tardaría en abrir la puerta. Ventiló la casa y apagó las luces. Fue a la habitación, se cambió de ropa, sacó el revólver de la cómoda y se dio un tiro.

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Pinceladas Nunca estuvo en mis planes dirigir la empresa familiar. Lo mío es el arte, en especial la plástica. Mamá dio otra jalada a su cigarrillo y luego lo apagó contra el fondo gris del cenicero. En ese caso, necesitarás algunas modelos, dijo con voz neutra; se puso de pie e hizo una seña a las muchachas del burdel para que se acercaran. Cabos sueltos El metro siempre me ha parecido un laberinto donde Minotauro vive a sus anchas. Cada vez que el tren se detiene en el trayecto de dos estaciones, puedo oír sus bufidos rencorosos, acercándose. A falta de una espada, ruego por que el oportuno reinicio de la marcha nos salve de su envestida. Desencuentros Nos encontramos de frente, pero seguimos de largo como si los años y el espacio que compartimos jamás hubieran existido. Me dolió saber que alguno de los dos estaba muerto.


La voz humana

Entrevista a Pablo Messiez Por Ana Gorría Fotografías de Javier Naval ©

La piedra oscura.

De Pablo Messiez ha dicho Daniel Veronese: «Pablo Messiez es una de las raras avis del teatro argentino». Empieza a estudiar interpretación en los años ochenta, habiéndose formado en interpretación y dirección con maestros escénicos como Ricardo Bartís, Juan Carlos Gené y Ruben Szuchmacher, y debuta en el año 2007 como dramaturgo y director con una versión de la obra de Carson McCullers. En 2005 fue convocado por Daniel Veronese para participar en Un hombre que se ahoga, versión de Tres hermanas de Anton Chéjov, participando también en el Proyecto Chéjov y formando parte del elenco de La forma que se despliega, y coprotagonizozando, junto a Claudio Tolcachir, La noche canta sus canciones, de Jon Fosse. En España, donde lleva afincado varios años, ha estrenado Muda, Ahora, Los ojos, Las criadas, Las plantas, Las palabras y Todo el tiempo del mundo. En el año 2016 recibió el Premio Max a la mejor dirección de escena por La piedra oscura, del dramaturgo Alberto Conejero.

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La voz humana

En el año 2007 debuta usted como dramaturgo y director de la pieza Antes. Era usted ya una persona de escena, ya que empezó a estudiar interpretación en la más temprana adolescencia formándose con maestros como Ricardo Bartís, Juan Carlos Gené o Rubén Szuchmacher. ¿Qué aprendió de ese momento escénico, tal vez uno de los momentos más vigorosos y atractivos del sistema teatral rioplatense? ¿Por qué dar el salto de la actuación a la dirección y a la dramaturgia? Aprendí a entender la actuación como un acto de fe, sostenido necesariamente en un deseo que no necesita de los otros para tener existencia en el cuerpo y que a la vez sólo puede ser puesto en acto con otros. La dialéctica entre las nociones de autonomía y sistema, ambas imprescindibles para poder estar en escena. Saber de la propia necesidad y entender que la escena se nutrirá de ella para contar otras cosas, cosas que serán el resultado de una relación (con los otros, con los objetos, con la luz, con los sonidos, con el público). Aprendí también a confiar en las palabras y en la revelación de un cuerpo poético nacido del intento de encarnar ideas. No de analizarlas o intentar utilizarlas para comunicar ideas como en la vida cotidiana, sino de procurar dejarse tocar, dejarse mover por ellas. En el año 2005 fue convocado por el gran director teatral Daniel Veronese para formar parte del elenco de Un hombre que se ahoga, versión de la obra Tres Hermanas de Chéjov. Desde entonces, hasta su asentamiento en Madrid en el año 2008, formó parte usted del equipo de Daniel Veronese en representaciones como La forma se despliega o La noche canta sus canciones, obra en la que coincidió con el también director Claudio Tolcachir y por la que fue nominado como mejor actor. ¿Cuál fue su relación artística con el director argentino durante estos años? ¿Qué aprendió el cuerpo de Pablo Messiez del maestro argentino? Fue una relación de afecto. Con Daniel aprendí la importancia de poder generar equipos de trabajo lejos de la idea del esfuerzo, muy vinculados a la celebración y el encuentro. Eran ensayos entre mates, galletitas, charlas diversas y animales domésticos. La cotidianeidad del grupo se mezclaba con la de la escena borrando los límites y, prácticamente sin darnos

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cuenta, se iba armando el entramado ficcional con la materia de esas reuniones. Mi cuerpo aprendió a soltar, a no hacer fuerza, a confiar en la mirada del otro y en las palabras, a abandonar la idea de prepararse para y reemplazarla por un estar en gerundio. Fueron años de mucho goce y de mucho aprendizaje. Tal vez esa fue la idea más reveladora para mi cuerpo: que no sólo se aprende del dolor. Que el goce es un gran maestro. Pero a nuestra cultura le gusta celebrar el sacrificio, que es un modo del sometimiento. En el año 2010, realiza su primer estreno en España. En concreto, la obra Muda en la Sala Pradillo de Madrid. Posteriormente, produjo Ahora, nueva versión de Antes, con gran éxito de público. ¿Cuál considera que fue la clave de su excepcional acogida? ¿Qué le dio Pablo Messiez al espectador madrileño que no había encontrado en otras producciones? ¿Notó diferencias respecto a la escena teatral argentina? La verdad es que no tengo idea. El tema de la recepción es siempre un misterio (y un estímulo). Qué se armará en cada cabeza, qué moverá de cada cuerpo —si es que llega a mover algo— esa escena que construimos para que pueda recibir un sentido de esas miradas. Por eso


es tan desasosegante que el encuentro no suceda. Que la obra se quede hablando sola o que la escena sea olvidada en la cena, que es lo mismo. En cuanto a diferencias con Buenos Aires (de Argentina no puedo hablar por desconocimiento) la diferencia más notable que encontré en Madrid es que aquí nadie trabajaba gratis, o por lo menos no era lo habitual. Lo pongo en pasado porque desde mi llegada hasta ahora ha habido una precarización (¡perversamente denominada «argentinización», ay los mitos!) de las condiciones de trabajo. En Argentina, el tema de la producción en la escena alternativa no se pensaba. ¿Cómo consigo dinero para hacer esto? No importa, lo quiero hacer, busco cómplices y lo hago. Eso tuvo como rasgo positivo que la necesidad de hacer la obra estaba siempre en primer plano. Y como negativo que se convirtió en norma, incluso cuando ya se tenían recursos y reconocimiento como para poder pensar en mejorar las condiciones de producción. En el libreto de mano de Muda se nos refiere la siguiente sinopsis: «Ana tiene un mal día. Hace mucho que todos los días son malos. Ana se mueve, se cambia de casa, se muda. Hasta que por fin llega al sitio que cree buscar: un estudio en pleno centro porteño. Allí, la vecina de arriba y el encargado del edificio aplaca-

rán sus propias soledades a fuerza de colmar a Ana con relatos. Las ficciones propias, las ajenas, las involuntarias y las premeditadas se convertirán en el motor de la vida, en la materia compartida que les permitirá dejar de estar solos. Porque con Muda, su nuevo proyecto de dramaturgia y dirección, Pablo Messiez lleva al escenario una obra sobre el poder sanador de las ficciones». En La distancia, adaptación de la novela de Samanta Schweblin, tal vez la ficción se proponga a sí misma como una contestación al problema del mal. Una forma de intentar desactivar los mecanismos del daño a través de la indagación ficticia en los relatos. ¿Qué espera Pablo Messiez del teatro? ¿Qué mecanismos le gustaría que se movieran en la sensibilidad del espectador una vez este se ha levantado de su butaca? Espero que se pueda tener la experiencia del poder de la palabra. La palabra como creadora de realidades. En definitiva, reconocer que no hay modo de escapar del lenguaje. Que vivimos en la ficción que acordamos (nos guste o no) y sólo escapamos de ella con la muerte (o en la primera infancia, antes del lenguaje, o en algunas formas de la locura). Si algo de la ficción construida toca el cuerpo con la potencia de lo que llamamos realidad (y, por favor, no estoy hablando de realismo), si la escena es lo suficientemente impactante como para que ese día nazca un recuerdo en ese cuerpo que mira la escena (y al que la escena mira) entonces se hace evidente su enorme poder. El hábito, aplanador de potencias, captura la experiencia de la ficción ubicándola en un sitio inofensivo (porque sabe de su peligro). El teatro puede —aunque muy pocas veces existe la voluntad de restituirle su poder; así de poderosa es la hegemonía—, al tocar los cuerpos con ficción, revelar a la ficción como un cuerpo: con todo su misterio y su impredecibilidad.

La distancia no era la primera novela que adaptaba. Ya en sus inicios se hizo cargo de una versión libérrima de Carson McCullers. ¿Cuál es el desafío de adaptar el relato a la escena? ¿Qué se pierde en el proceso? ¿Cuál es la conquista? Empiezo por olvidarme de la idea de adaptación y pienso en una trasposición. Trabajo con los elementos constitutivos de lo teatral (tiempo/espacio/cuerpos) y

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La voz humana

Entrevista a Pablo Messiez

veo cómo funcionan esas palabras encarnadas. Cómo conseguir mantener algo del espacio que deja abierto la palabra escrita, algo de su ambigüedad, trabajando las relaciones espaciales, las duraciones, lo visible y lo oculto, lo dicho y lo no dicho. Y en el mejor de los casos, lo que se pierde es la literatura (que se puede reencontrar con abrir el libro) y lo que se gana es la escena. En 2012 estrenó en el Festival de Otoño a Primavera Las criadas, del clásico de Jean Genet, protagonizada por Fernanda Orazi, Barbara Lennie y Tomás Pozzi. ¿Qué decisiones escénicas tomó para adaptar este texto? Ese mismo año dirigió a Alberto San Juan en una lectura dramatizada de Rumbo a peor de Beckett. ¿Cuál, a su juicio, considera que es la vigencia del lenguaje propio de la posguerra mundial? ¿Quién escucha estas obras? En Las criadas, trabajamos esta idea de la palabra creadora de realidades: las clases sociales, el género, las relaciones, como construcciones del lenguaje. En cuanto al tema de la vigencia, entiendo que toda puesta en escena se apropia del tiempo de las palabras. La palabra en escena siempre hablará en presente con los cuerpos que están ahí delante (de hecho, en la raíz de la palabra presente está la idea de «estar delante»). Por eso la voluntad no debería ser la de una supuesta (y mentirosa) fidelidad a un autor o a una época, sino la de generar un diálogo en presente con esas palabras y los cuerpos que las encarnarán. Esa supuesta fidelidad no es más que sometimiento a las ideas que la hegemonía fue seleccionando. Se trata de ver qué dicen ahora estas palabras. Es decir, de hacer teatro.

Ha sido usted también responsable de dirigir La piedra oscura, obra de Alberto Conejero, interpretada por Daniel Grao y Nacho Sánchez. Este trabajo le hizo meritorio de un Premio Max en la categoría de dirección. ¿Cuál fue su relación con el texto? La obra propone una intersección entre historia, memoria y ficción. ¿Cómo se acercó a la reciente historia de España para dotar de veracidad la pieza? ¿Considera que la indagación en la memoria histórica española ha podido tener algún peso específico en su actual visión dramática? La relación con el texto fue similar a la que tuve con los de Genet y Beckett, con la diferencia y la alegría de contar con el autor vivo. Entonces, una vez que el encuentro del equipo con las palabras pedía hacer algún cambio en el texto, lo hablábamos y acordábamos con Alberto. En cuanto al contexto histórico en el que sucede la pieza, no hice ningún tipo de investigación. Considero que las buenas obras son material suficiente para el trabajo. El contexto debería aparecer como repercusión del texto y no condicionar el modo en que es llevado a escena. Sobre todo porque ese contexto no es más que otro texto, con la diferencia de haber sido escrito en libros que ponen «Historia» con mayúscula. Si decidí montar el texto fue porque me parecía de una gran teatralidad por su trabajo con los tiempos y la idea del encuentro que da sentido a un destino. Pero no porque estuviera «basado en hechos reales». Dedicarse a investigar contextos es pariente de esa idea de ser fiel a los textos. Pretender ser fiel a un texto, a una época, a la vida de un personaje es suponer que texto, época y vida son cognoscibles, y por ende capturables por una razón. Lo máximo que podemos hacer es intentar ver qué nace del encuentro entre ambos misterios: el de la propia vida con el de la vida de los/as otros/as. Marosa di Giorgio, gran poeta uruguaya, escribió: «No investigues, / no preguntes, / no insistas. / Cuenta lo que viste. / Apúntalo en las ramas». Recientemente, ha puesto usted en escena Todo el tiempo del mundo, un texto que indaga en la propia biografía a través del personaje de su abuelo. Usted ha afirmado en una entrevista: «Me gusta trabajar sobre todo en las cosas que no fueron sencillas de escribir; cuando aparece una implicación personal en la escritura, hay algo muy potente. No hay exhibicionismo, está todo trabajado,

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Los ojos.


el teatro testimonial no me interesa ni me estimula». ¿Cómo opera ese conflicto entre la implicación personal y el no exhibicionismo? ¿Aspira usted a concebir la propia experiencia como una alegoría? Si así fuera, ¿hacia dónde apunta Todo el tiempo del mundo? Me refería a que, como escribió Marosa en la cita anterior, procuro trabajar con los materiales que conozco. Servirme de los datos de mi experiencia o de la experiencia de los/as otros/as como materia prima para la escritura. Pero no me interesa pretender hacer con esos relatos un teatro testimonial, o lo que señalaba del exhibicionismo. Sería volver a lo de «basado en hechos reales», como si fuera una cita de autoridad, como si supiéramos qué es la realidad. En mi experiencia de escritura siempre han sobrevivido a la papelera de reciclaje los textos que en algún momento al ser escritos me han dado algún pudor, o algún vértigo. O alguna risa. Luego, espero que esos materiales puedan estar en escena sin terminar de ser capturados por ningún sentido, a la vez que reclamando la necesidad de alguno. En particular en Todo el tiempo del mundo procuro que cada idea que aparece sea luego negada. Hebe Uhart, cuentista argentina, dice que la verdad está en el diálogo. Yo siempre intento que las obras sigan esta idea (algunas veces me sale mejor que otras). Que la obra sea la cosa y no sobre la cosa. Que aparezca con la rotundidad de un objeto que no necesita explicación, sea o no abstracta su forma.

bras, y nos escribe para ver aparecer eso […]. Me gusta pensar que escribe para ver aparecer todo aquello de lo que no se pueden apropiar las palabras. Por eso escoge cada una de ellas como si todas fuesen susceptibles de portar la potencia del acontecimiento, las palabras de Pablo tienen voluntad de acontecimiento, son palabras como promesas». ¿Cuál es su relación con otros géneros literarios? ¿Lee usted poesía o novela con frecuencia? ¿Considera que su concepción de la palabra teatral gana para la escena alguna de las formas expresivas de otras formas de decir? Leo mucha ficción y mucha poesía. Y algo de ensayo. Al escribir intento, como decía antes, cuidar la elección de las palabras como imagino que hará quien escribe poesía o quien escribe cartas (si es que alguien aún escribe cartas). Mantener siempre despierta la dedicación en la elección y tener presente (si es que ya lo sé) el cuerpo que las encarnará. Ver también cómo funcionan unas con otras y cómo suenan. Las chispas que saltan cuando al cambiar sólo una letra cambia todo un sentido. O se pone en foco una idea. El deseo es poder encontrar en el decir, en la materialidad de la palabra como efluvio del cuerpo (como diría Nancy), una expresión imprevista, por pura repercusión de esas vibraciones en los labios y de esas evocaciones que la palabra abre en el cuerpo que la nombra.

Considero que las buenas obras son material suficiente para el trabajo.

¿Qué cabe y qué no cabe en una obra de Pablo Messiez? Uy, no sé. Espero que no haya espacio para una voluntad didáctica (aunque es un pecado que he cometido más de una vez) y que quepa mucha incertidumbre e inquietud.

En los últimos meses, la editorial Continta me tienes ha publicado cuatro de sus obras: Muda, Los ojos, Las plantas y su última creación Todo el tiempo del mundo. ¿Qué diferencia al lector del espectador? ¿Cómo se lee la escena? Es un misterio. El lector tiene el foco puesto en las palabras. Espero que la escena se lea como poesía. Que se lea en voz alta. De hecho yo escribo en voz alta. Todos los textos que he escrito son de alguna manera improvisaciones revisadas.

¿Para qué sirve el teatro? Para gozar. Aunque pase poco.

Ana Gorría ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición «Gesto sin fin», para el Museo de América, y se ha formado como

En palabras de la autora del epílogo de este libro, Fernanda Orazi: «Pablo parece amar todo cuanto de otro ser no puede poner en pala-

investigadora en el CSIC.

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Ein s t e in o n t h e B e a ch

Soldados de Salamina («Javier Cercas» y el que escribe) José Antonio Vila

Javier Cercas en la Feria del Libro de Gothenburg (2014). Fotografía: Albin Olsson

«Marzo 2001». Esa es la fecha que consta en la primera edición de Soldados de Salamina. El nombre del autor es Javier Cercas. Tenía entonces Cercas treinta y ocho años. Era oriundo de un pequeño pueblo de Extremadura (Ibahernando) pero siendo niño se había trasladado a Gerona junto con su familia. Llevaba publicando desde finales de los ochenta, desde que tenía unos veinticinco años, más o menos: un par de novelas, un libro de relatos cortos, crónicas en prensa, artículos y críticas en periódicos y revistas, y también traducía a autores importantes de la literatura en catalán (Quim Monzó o Sergi Pàmies). Asi-

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mismo hacía sus pinitos como filólogo (que firmaba habitualmente como J. C. Mena). De hecho, enseñaba literatura en la Universidad de Gerona. Aparte de una edición crítica del Amadís de Gaula, como académico había publicado un estudio muy interesante sobre la obra literaria del cineasta Gonzalo Suárez. Pese a haber aparecido en editoriales de relevancia (Acantilado, Sirmio, Tusquets), la repercusión de sus escritos entre los lectores había sido hasta aquel momento bastante discreta. Todo eso cambió con Soldados de Salamina. Como escribiría en La velocidad de la luz, la novela que la siguió, durante el verano de 2001 parecía que «los lectores se hubiesen puesto de acuerdo para no leer más que mi novela, de repente empezaron a llegarme noticias según las cuales las ventas del libro se habían disparado». Quince años después de la publicación de esta obra afortunada, e inspirada, el de Javier Cercas es un nombre que se sitúa entre los de primera fila de la escena literaria española y uno de los que mejor acogida tiene en el ámbito internacional. Así, en 2015 recibía la invitación de la Universidad de Oxford para ocupar la cátedra Weidenfeld en calidad de profesor visitante. En la lista de sus predecesores figuran personalidades del calibre de George Steiner, Mario Vargas Llosa, Amos Oz, Roberto Calasso, Umberto Eco o Gabriel Josipovici. Soldados de Salamina se ha convertido en un hito de la narrativa en español más reciente, un verdadero clásico moderno que se sigue leyendo y discutiendo con pasión. Original en su manera de acercarse al espinoso tema de la Guerra Civil, Cercas supo aprovechar las luces y sombras de la biografía de un personaje atrayente y complejo (Rafael Sánchez Mazas) y los enigmas que rodeaban un episodio aparentemente inverosímil para armar una trama novelesca subyugante, un artefacto habilidosamente medido que logró la difícil proeza de encandilar a la crítica, al gran público y a los lectores cultos y exigentes. Es cierto que Soldados de Salamina es una novela que trata sobre la Guerra Civil, y no es menos cierto que, por espacio de unos años, fue vista como emblema de la moda de


las novelas sobre la Guerra que arreció en la literatura española durante la primera década del siglo XXI (tuvo la suerte, o la desgracia según se mire, de aparecer en el momento oportuno y que se la tuviera, en este campo, por una obra «precursora»), porque además coincidió, en las movedizas arenas de la política nacional, con los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y el intento de recuperación de la llamada «memoria histórica». Un concepto con el que se aludía a la pretensión de responder a la urgencia ética aplazada de hacer justicia a las víctimas de la Guerra Civil y, en particular, reparar el lamentable olvido en que cayeron muchas de las del bando perdedor. Por desgracia, este noble propósito derivó en irritados debates, como tristemente suele ocurrir en España (lastrados, encima, por el partidismo político y la intransigencia, con resurrección de jerga antediluviana incluida —«rojos» y «fachas»—). Todo ello propició lo que el mismo Cercas llamaría una «industria» del sentimentalismo kitsch con la que iba a ajustar cuentas (asumiendo la parte de responsabilidad que pudiera corresponderle) en El impostor, su novela de 2014 centrada en la figura de Enric Marco, el falso superviviente del campo de concentración de Mauthausen al que la desfachatez mitomaníaca y unos medios de comunicación ávidos de heroísmo empalagoso y políticamente correcto transformaron durante un tiempo en una estrella mediática y moral. Este fue el contexto de la recepción y el éxito de Soldados de Salamina, un trasfondo que a veces ha sepultado a la propia novela, o por lo menos ha condicionado su lectura. Como he dicho, es innegable que Soldados de Salamina es un relato que trata sobre la Guerra Civil, pero también, como toda buena literatura, trata de muchas otras cosas, de las cosas importantes de las que tratan las obras que hacen que la literatura valga realmente la pena. No se habla mucho de amor, pero sí de casi todo lo demás. Trata de la virtud, la muerte, la obsesión, la creencia y la necesidad de creer, la cobardía y el valor, los conflictos morales, el bien y el mal, la vejez y la juventud, el olvido y la memoria, de los principios que nos hacen ser humanos y de las bajezas que nos hacen serlo «demasiado», y, por supuesto, de los ideales a los que aspiramos. También trata de la vocación de escribir, y para mí Soldados de Salamina es una novela que trata fundamentalmente de eso. Recordemos brevemente cuál es el hecho central del relato, su «cráter», por decirlo con una expresión de Vargas Llosa, la matriz sobre la que reposa el sentido de esta historia: por casualidad, Cercas se entera de un «secreto» de la Guerra Civil, un episodio poco conoci-

do del pasado. Se lo cuenta Rafael Sánchez Ferlosio: se trata del fusilamiento frustrado, durante los días finales de la Guerra, del padre de Ferlosio, Rafael Sánchez Mazas, escritor, periodista y uno de los fundadores e ideólogos, junto a José Antonio Primo de Rivera, de Falange Española. Hacia el final de la Guerra, Sánchez Mazas, que había sido apresado por el bando republicano mientras intentaba salir del país, es llevado a una

Soldados de Salamina se ha convertido en [...] un verdadero clásico moderno... ermita forestal cerca de Gerona, el santuario de Santa Maria del Collell, y se lo fusila junto a una cincuentena de hombres, todos ellos fuertemente vinculados al bando franquista. Increíblemente, gracias al caos de este fusilamiento masivo y apresurado (el ejército republicano estaba en plena desbandada y sólo era cuestión de tiempo que las tropas sublevadas se hiciesen con el control de la región), Sánchez Mazas consigue huir con vida hacia la espesura del bosque. El futuro ministro de Franco se esconde entre los árboles y matorrales, esperando que la lluvia incesante impida a los mastines que acompañan a los soldados seguir su rastro, porque sus ejecutores saben que, al amparo del desorden reinante, un par de presos han logrado escapar (el otro era un individuo llamado Jesús Pascual Aguilar, uno de los jefes de la «quinta columna» de Barcelona, que narraría a su vez la estremecedora escena en el libro Yo fui asesinado por los rojos). Es entonces cuando Sánchez Mazas se da cuenta de que junto a él hay un miliciano que lo ha visto: sus miradas se encuentran durante un instante que parece durar horas. En ese momento, se oye un grito procedente del grupo de soldados que anda merodeando por los alrededores en busca de los supervivientes: «¿Hay alguien ahí?». Y la incomprensible respuesta del miliciano: «¡Aquí no hay nadie!». Eso es lo que grita al aire sin dejar de mirarlo, y luego da media vuelta y se va, dejando a Sánchez Mazas a su suerte. El que a la sazón era entonces «el dirigente de Falange más antiguo de España» pasa unos días vagando a la intemperie, hasta que la extenuación y el hambre lo empujan a buscar refugio en una masía cercana. En sus inmediaciones topará con tres jóvenes del lugar (desertores del ejército de la República) con los que

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José Antonio Vila. Soldados de Salamina

llega a un acuerdo tácito: ellos le ofrecerán protección, cobijo y comida a cambio de que él se comprometa a interceder en su favor cuando las tropas nacionalistas lleguen hasta la zona. Transcurre así un tiempo extraño, durante el cual esos hombres, pese a sus diferencias políticas y sociales, acaban viéndose con un cierto afecto y trabando lazos que se parecen mucho a los de la amistad. Jocosamente se darán a sí mismos el nombre de «los amigos del bosque» —de hecho, la primera parte del libro (que es la reconstrucción que hace el narrador de estos sucesos) se titula precisamente «Los amigos del bosque»—. Y en efecto, no pasan demasiados días hasta que llegan los llamados «nacionales». Sánchez Mazas y los tres jóvenes soldados se despiden, y él les promete escribir un libro sobre su peripecia conjunta, un libro que llevará por título «Soldados de Salamina». Un libro que nunca escribirá. A pesar de todo, Sánchez Mazas sí cumplió su palabra en lo tocante a interceder en favor de ellos, salvándolos así de lo más duro de las represalias de la posguerra inmediata (con toda probabilidad largos años de cárcel y trabajos forzosos, o peor: penas capitales), pero nunca más volvió a verlos. Como tampoco volvió jamás a ver a aquel

...el lector asiste a las dudas que el escritor se plantea, y este no esconde ni su ignorancia ni su escepticismo... miliciano sin nombre que le había salvado la vida. El sentido de toda la novela se juega en este episodio increíble. Increíble, pero cierto. Cuya veracidad viene además documentada por fuentes historiográficas y testimonios reales. Un episodio que es contado y vuelto a contar varias veces a lo largo del relato: ese instante en que la vida de un hombre dependió por entero de la voluntad y la acción de otro hombre, cuando todo (la historia, la política, el interés propio) conspiraba para que lo matase y, sin embargo, decidió no hacerlo. En la elucidación de ese misterio, de ese improbable gesto de perdón, consiste gran parte de la pesquisa casi detectivesca de Javier Cercas en Soldados de Salamina. ¿Quién era aquel miliciano y qué lo indujo a comportarse como lo hizo? Tratar de resolver este enigma es lo que conducirá a Cercas a escribir la novela.

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Hasta aquí he hablado, alegremente, de Cercas o de Javier Cercas. Aunque, en realidad, es más correcto hablar del «personaje» o «narrador» Cercas, dado que el protagonista y narrador de Soldados de Salamina es un personaje que se llama Javier Cercas, alguien que se parece al autor de la novela pero que no es exactamente el mismo. El «Javier Cercas» que protagoniza la historia es un escritor que se siente un escritor frustrado, porque publicó hace años un par de libros sin mucho éxito, porque ha dejado de escribir literatura y porque ahora trabaja exclusivamente como periodista en un diario de Gerona. De resultas de ello tendrá lugar la providencial entrevista con Ferlosio, tras la cual tendrá noticia de la aventura imposible de Sánchez Mazas durante la Guerra Civil. Esta anécdota es lo que va a sacarlo de su bloqueo, el hilo de Ariadna al que se agarra con todas sus fuerzas para intentar escribir una nueva novela. Una novela que se llamará Soldados de Salamina, el título del libro que Rafael Sánchez Mazas iba a escribir sobre los «amigos del bosque» y que finalmente nunca escribió. Espero que no resulte inadecuado consignar aquí una experiencia personal: el éxito de Soldados de Salamina me pilló con apenas veinte años recién cumplidos. Entonces sabía poquísimo de la Guerra Civil, y tampoco tenía el menor interés en saber más. La contienda del 36 me olía a política, aún es más, a política rancia, a algo increíblemente triste y además increíblemente aburrido, un episodio que pertenecía a un pasado remotísimo y que no tenía absolutamente nada que ver con mi vida. Algo de eso parece pensar también «Javier Cercas» al principio de la novela: la Guerra Civil no le importa demasiado porque es un suceso que, en el fondo, se le antoja tan lejano como la batalla de Salamina, aquella que tuvo lugar en el siglo V antes de nuestra era y que enfrentó a los griegos con el Imperio persa. Lo que de verdad le importa es poder volver a escribir o, mejor dicho, volver a saberse escritor, y su instinto le dice que detrás de esos hechos, de la rocambolesca odisea de Sánchez Mazas, hay una historia que contar. El narrador de Soldados de Salamina es un hombre bastante más mayor de lo que yo era entonces y, no obstante, mi empatía con él fue inmediata. Tal vez una parte de eso se deba a que parece mucho más joven de lo que es, por lo atolondrado y calamitoso, pero creo que fue por las ideas que parece albergar sobre la literatura y sobre el hecho de escribir novelas. Ideas que a algunos podrían antojárseles pueriles y un punto cándidas pero que, en realidad, son las únicas ideas


realmente serias que pueden albergarse sobre la literatura y sobre el hecho de escribir novelas. «Javier Cercas» parece ver en los libros un modo de alcanzar una suerte de salvación individual, una redención secular desligada de ataduras religiosas pero imbuida del atractivo halo de lo inefable, un veneno peligroso, cierto, pero también el único fármaco capaz de curar nuestros males. La literatura no entendida como pieza de museo o especie en extinción sino como un ente vivo, no una historia moribunda ni un fosilizado campo de estudio sino una jubilosa y plena forma de vida, el elixir mágico que nos saca de nuestro ensimismamiento y nos instala en una realidad más real que la de nuestra precaria existencia. Creo que, en buena medida, de ahí surge la fuerza de interpelación que tuvo para mí esta novela. Yo era un muchacho confusamente libresco y al leer las tribulaciones del protagonista establecí una complicidad

silenciosa con este escritor mediocre que debe forcejear con sus propias limitaciones y fracasos anteriores para poder salvar la distancia entre lo que es y lo que le gustaría ser: un escritor «de verdad», capaz de escribir esa novela que lo obsesiona y lo persigue con tal fuerza que lo obliga a seguir trabajando en ella cada vez que se siente tentado de arrojar la toalla. Por eso Soldados de Salamina se presenta como un libro en proceso de escritura: el lector asiste a las dudas que el escritor se plantea, y este no esconde ni su ignorancia ni su escepticismo, o su miedo al desencanto, ni tampoco sus incapacidades, sus impotencias. Eso explica también, a mi juicio, la fijación del protagonista con la figura de Sánchez Mazas, cuya biografía es vívidamente reconstruida y del que se hace una descripción que a menudo transpira la simpatía. Porque el viejo falangista fue, a su manera, un escritor fracasado: un prosista y poeta notable, algunas veces excelente, pero cuyo perfil de hombre de letras quedó completamente ensombrecido por su dimensión política; uno de aquellos escritores que, como dijo Andrés Trapiello, «ganaron la guerra pero perdieron la historia de la literatura». Todo eso hace que Soldados de Salamina sea, aparte de una novela sobre la Guerra Civil, el relato de cómo un escritor consigue superar la crisis de escritura en la que está inmerso y cumple su vocación, es decir, escribe una novela. Y esta es la razón de que Soldados de Salamina se construya a la vez como el relato de una aventura y la aventura de un relato. Estas son algunas de las estrategias retóricas de las que se vale Javier Cercas (el autor) para seducir a sus lectores y hacerles creer en lo que les cuenta, porque una de sus virtudes como novelista es haber asumido gustoso que la amenidad, el embeleso de la ficción, no está reñida con la práctica de la literatura más seria. El Javier Cercas personaje parece un trasunto del Javier Cercas real visto, según la bíblica expresión, a través de un espejo, oscuramente. Lo cierto es que la situación del Cercas empírico no era tan calamitosa como la del Cercas personaje. Sin ir más lejos, por lo que podemos saber de su vida, el Cercas real ni se había divorciado de su mujer ni había perdido a su padre, como sí le sucede al personaje (además tenía ya un hijo, a diferencia de su sosias novelesco). Tampoco trabajaba como periodista en un diario, sino que era profesor de Literatura en la Universidad de Gerona, como se ha dicho antes. Michel Foucault decía que se escribe para ser otro del que se es. Y en este sentido Soldados de Salamina es un ejemplo de manual de lo que los estudiosos han dado en llamar «autoficción». Esto es, un relato ficcional en el que coinciden los nombres de

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José Antonio Vila. Soldados de Salamina

autor, protagonista y narrador (según la definición del especialista Jacques Lecarme). Este procedimiento dio muchísimo que hablar en su momento y evidentemente favoreció las lecturas de la novela en clave biográfica, pero ese es un error en el que los lectores «competentes» (vamos a llamarlos así, aunque la expresión sea antipática) no deberían caer, puesto que la obra se presenta explícitamente (así lo indican sus paratextos) como novela (relato ficcional) y, por lo tanto, lo que en ella se cuenta no es susceptible de verificación referencial (como sí lo es, al contrario, lo que se cuenta en una biografía o un reportaje periodístico, por ejemplo). Dicho de otro modo, lo verídico, o lo histórico, deja de funcionar como tal en cuanto es introducido en el territorio de la ficción, y Soldados de Salamina, como cualquier novela, no debe responder más que ante su propia verosimilitud. Para quienes estén familiarizados con la terminología narratológica, al personaje Javier Cercas que protagoniza la historia podría ubicárselo dentro de la categoría de «autor implícito representado» (la instancia autorial que en el texto aparece como autor de la narración). El mecanismo autoficcional le sirve a Cercas para aumentar la «ilusión de realidad» de la novela. La autoficción aparenta rebasar los límites del género novelesco, imitando el discurso (la enunciación textual) de la escritura no-ficcional (biografía, periodismo, ensayo, memorias o diario), creando así un «efecto de lo real», por decirlo citando a Roland Barthes, pero su andamiaje y límite es estrictamente el de la ficción novelesca. A propósito, es interesante señalar que una aproximación en apariencia similar pero, en el fondo, diametralmente opuesta a la de Cercas fue la que unos años antes (1998) había acometido Javier Marías en Negra espalda del tiempo, posiblemente el libro que más ha hecho, junto a Soldados de Salamina, por popularizar entre los escritores españoles la práctica de difuminar la frontera entre el dominio de la ficción y el de la no-ficción. Sin embargo, el yo narrador de la «falsa novela» de Javier Marías quiere asimilarse lo más posible al yo biográfico del autor, explorando el hiato entre esas dos instancias que provoca inevitablemente la escritura, y creo que es en la indagación de esa aporía donde reside buena parte del interés y la originalidad del libro de Marías. Mientras que el juego de máscaras que propone Cercas es muy distinto y funciona como un brillante camuflaje de la naturaleza ficcional, novelesca, del discurso. A despecho de la hibridez genérica que Javier Cercas había defendido en el prólogo de Relatos

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Javier Cercas en el estand de la FNAC. Fotografía: Pedro Cambra

reales (aparecido justo un año antes de Soldados de Salamina y donde recogía sus crónicas publicadas en El País entre 1997 y 1999), y por mucho que el narrador afirme, en numerosas ocasiones, que la novela no es tal novela sino un «relato real» —«un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales», de acuerdo con la definición que él mismo proporciona—, lo cierto es que es el narrador quien lo afirma y no el autor «de carne y hueso» —como el propio Javier Cercas iba a señalar oportunamente en un artículo posterior—, y por ello nada de eso altera la naturaleza novelesca, es decir, ficcional, del relato. Porque aunque las herramientas que utilice a veces la novela sean las de otros géneros literarios, sus intenciones y resultados no pueden ser más distintos. Lo que sí hace magníficamente Cercas es aprovechar los recursos de los géneros de no-ficción para ayudar a sus lectores a superar esa incredulidad generalizada que Lyotard había visto como característica eminente de la condición posmoderna, armando un intrincado artilugio narrativo, con una estructura bien articulada y que no hace ostentación de su complejidad, sino que esta queda diluida en el flujo de la gracia natural del discurso del que sabe contar historias. Confirmando lo acertado de aquella afirmación de Oscar Wilde según la cual la gente cree antes en lo increíble que en lo inverosímil, la verosimilitud del relato no descansa sobre la veracidad de los hechos narrados (aunque el material histórico y los personajes sí sean verídicos), sino que reposa sobre la cualidad de fabulador de Javier Cercas. Una novela, en fin, que despierta y contagia la pasión que un día lo llevó a escribir.


El holandés errante

Un peregrino vuelve a casa (Primera jornada) Por Álex Chico Fotografías: Rosa María Garzón ©

En el prólogo a Cementerio alemán. Yuste, Miguel Ángel Lama nos habla del locus creator, un espacio que, al contemplarlo, consigue generar una literatura. Lama se refería principalmente a una parte de Yuste, la que ocupa un cementerio alemán enclavado entre montañas, a pocos pasos del monasterio en el que se alojó Carlos V durante su último año con vida. En realidad, el tópico citado por Lama podría aplicarse a toda la comarca, porque esa zona del norte de Extremadura ha provocado creaciones de todo tipo, desde romances medievales hasta poemas de autores contemporáneos. Un lugar magnético que tiene la habilidad de provocar ficciones, como si guardara el germen de un libro que aún está por escribir, por recordar algo que apuntó Martínez de

Pisón en un artículo sobre el cementerio. Ciertos espacios parecen más proclives a estimular nuestra imaginación. En ellos congregamos memoria e hipótesis, conjetura y crónica, pasado y presente. Territorios que al ser observados tiran de nosotros, como una mano que emerge de un lago y nos arrastra dentro del agua. No obstante, si analizo mi propia experiencia y pienso en lo que me une a esos lugares, no sé quién ha generado a quién, si el lugar al texto o viceversa. Así puedo resumir mi relación con el norte de Extremadura. Un espacio vivido y leído a partes iguales, de tal forma que en ocasiones me resulta muy complejo separar la verdad de lo vivido con la verdad de lo narrado. La comarca de la Vera es un buen ejemplo. La he

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El holandés errante

Álex Chico. Un peregrino vuelve a casa (Primera jornada)

visitado muchísimas veces, la he recorrido en coche, en bicicleta o caminando, he acudido a ella en momentos distintos y, sin embargo, no sé hasta qué punto toda mi memoria se basa en mis propias visitas o en visitas ajenas leídas por alguna parte. Supongo que el recuerdo se nutre voluntariamente de ese tipo de equívocos. A todos nos conviene añadir invenciones que, de alguna manera, ensanchan lo vivido y lo convierten en algo aún más inabarcable. Explorar el pasado significa reinventarlo. Por eso no puedo decir exactamente qué significa para mí Plasencia, o los valles de la Vera y del Jerte, o Monfragüe y la Sierra de Gata, por citar algunos de los lugares a los que me siento más cercano. No hay un único camino para llegar al monasterio de Yuste. Siempre que he subido hasta allí lo he hecho por trayectos distintos, aunque la mayoría de veces he optado por acceder a él desde Garganta la Olla y no, por ejemplo, desde Cuacos de Yuste. Si he preferido este camino es porque me gusta detenerme en Garganta, un pueblo que guarda una belleza austera, humilde, sin la estridencia de las grandes construcciones ni la solemnidad altiva y avejentada de otros pueblos de dimensiones similares. Uno se detiene en Garganta la Olla para perderse y para comer, algo, por otra parte, muy ligado al imaginario del pueblo. Durante la primera semana de agosto celebran el Día de la Serrana de la Vera, el mítico personaje literaturizado por Lope de Vega o por Luis Vélez de Guevara y, antes que ellos, por los romances populares. La historia de esta serrana está llena de artificios, de mistificaciones, como todas las historias que cuentan con un origen vago, incierto, difuso. Al final ese inicio tal vez real no es más que un simple punto de partida para desplegar un sinfín de leyendas: la de una hermosa mujer con fuerza sobrehumana, entre cazadora y amazona, que se retira a una cueva después de haber sido rechazada por un hombre. Algunos textos ven en ella a Isabel, de la familia Carvajal, y al sobrino del obispo de Plasencia como el hombre que la rechaza. En lo que coinciden casi todas las leyendas es en que esa mujer se lanzó a la sierra como venganza por haber sido despreciada. Desde allí atrajo a todo hombre hacia su cueva. Después de emborracharlo y haber gozado de su cuerpo, lo mata. Poco más sabemos de esa mujer. Hay miles de historias similares, con protagonistas distintos, pero esencialmente iguales en fondo y forma. Lo que conviene preguntarnos es cuándo un suceso se convierte en una ficción, en qué momento la historia verídica y la fabulada se mezclan y se confunden. Julio Caro Baroja

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se planteaba la misma cuestión. Tampoco él sabía si la Serrana era una realidad histórica mitificada o un mito trasformado en realidad historificada. Quizás lo interesante del asunto radique en el proceso: un hecho más o menos real se trasforma en una ficción y, a su vez, esa ficción vuelve a generar algo real. Las fiestas de primeros de agosto, por ejemplo, o la cruz que se erige en lo alto de una torre de Garganta en homenaje a las víctimas de la amazona. O la estatua de la serrana que mira al pueblo desde un pedestal, cargando con una ballesta y una espada en su cintura. Todo eso son acontecimientos tangibles que nos hablan de nuestra necesidad por ensanchar el mundo. Al hacerlo, también lo celebramos. Hay algo más que no puedo pasar por alto. Me refiero a unas palabras de Unamuno cuando visitó la comarca. Para él, una leyenda de ese tipo sólo podía suceder en un lugar como este. Es decir, existen territorios predispuestos de antemano para que alguien escriba sobre ellos, lugares construidos para que se imaginen, se fabulen, se reinventen. Todas las comarcas del norte de Extremadura conservan ese estímulo. Por eso son lugares extremos: al ocuparlos, siempre se está en otra parte.

Lo que conviene preguntarnos es cuándo un suceso se convierte en una ficción...


Si prefiero ir al monasterio pasando primero por Garganta la Olla, no es sólo por mi interés por el pueblo, o por las historias que convoca. Si paso antes por allí, es porque de camino al monasterio hay un lugar en el que siempre me detengo: unas pozas de agua que ha formado el río Garganta Mayor en su descenso por la montaña. Así se llaman en Extremadura y así las he conocido desde que tengo memoria: son gargantas, una metáfora perfecta para definir a un río de agua que ha ido puliendo la piedra y ha creado pequeñas lagunas en las que bañarse en verano, como sucede en Garganta de los Infiernos, en el vecino Valle del Jerte, y en otros muchos lugares del norte de la región. La zona a la que me refiero se llama Piletillas o Charco de Calderón. Lo sé porque he mirado el mapa, no porque sean nombres que haya interiorizado. De hecho, hasta ahora no tenía ni idea de cómo se llamaban. Para mí siempre han significado un alto en el camino, o un punto de llegada, sobre todo durante los meses de julio y agosto. En pocos lugares me he sentido más cómodo leyendo, como si todo el entorno formara una enorme sala de lectura abierta al aire. Ese es el recuerdo más vivo que guardo de esa zona: el de verme a mí mismo con un libro entre las manos. Allí fue donde comencé a leer En busca del tiempo perdido y allí también donde acabé Rayuela y otros cuentos de Cortázar. Cito esos dos entre muchos, porque en ese minúsculo paraje no es difícil encontrar la intimidad que exige toda lectura, el sosiego y la calma que permiten descodificar mejor cada página, cada

palabra. Siempre hay gente, pero nunca hay nadie. Los bañistas van a la búsqueda de su propia laguna, la ocupan por unas horas y la convierten en una prolongación de su propia casa. Uno lee donde puede, en bibliotecas, en el metro, en cafés, en bancos de la calle, en trenes, incluso caminando. En mi caso, no he sido capaz de encontrar un rincón de lectura mejor que ese. Por eso para mí las charcas de la Vera son un lugar literario, aunque apenas hayan sido mencionadas en ningún libro. Lo son porque el espacio de la literatura no sólo abarca el territorio que ha elegido el autor para desarrollar su trama, sino todos los lugares en los que recibimos historias ajenas, esa voz poética que viene de lejos y se instala justo en la comarca donde decidimos apropiarnos de una voz extraña. Desde ese punto (el ascenso por la ladera, el zigzagueo, la variedad de vegetación, las rocas, la presencia intermitente de los árboles, los túneles naturales, la progresiva estrechez de la carretera), el camino hacia el monasterio tiene algo de tramo final, de confín, de finisterrae. Después, como recién aparecido de la nada, surge un enorme palacio en mitad de la montaña. Puede que sus dimensiones no sean tan grandes. En realidad, no creo que todo el conjunto abarque demasiadas hectáreas. Sin embargo, es difícil no verlo tal y como se me apareció la primera vez. Debió resultarme majestuoso, inabarcable, casi infinito cuando de niño viajaba hasta allí en sucesivas visitas escolares. He regresado muchas veces después y siempre guardo ese asombro primero: los árboles del aparcamiento, la muralla que se extiende hacia todos lados, la enorme rampa que asciende hacia el palacio, el lago bajo los soportales, incluso la pequeña fuente o los claustros y las estancias reales me siguen pareciendo inmensos. Tengo recuerdos vagos del interior, de lo que queda de mobiliario, de la disposición de las salas. He ido en múltiples ocasiones hasta ese lugar, pero no siempre he entrado. Por eso todo recuerdo no es más que una evocación vaga, dudosa, de algo que quizás vi, aunque no pueda asegurarlo: una cama, una silla con un reposapiés, algún cuadro, una armadura, una inscripción heráldica, un altar, un hueco iluminado por luz artificial en el que reposaban los restos del emperador antes de marchar a otro monasterio. En realidad, más que recuerdos, son indicios, signos, señales o fogonazos que vuelven para decirme que alguna vez estuve dentro de aquel palacio. Mi composición de lugar está más próxima a lo que escribió Pedro Antonio de Alarcón durante su viaje a Yuste. El monasterio era, para él, una isla en un océano tormentoso, un oasis en medio del desierto. Así lo

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Álex Chico. Un peregrino vuelve a casa (Primera jornada)

...en ese minúsculo paraje no es difícil encontrar la intimidad que exige toda lectura, el sosiego y la calma que permiten descodificar mejor cada página...

describió en su Viajes por España, en donde animaba a los lectores (madrileños) a desplazarse hasta Yuste si contaban con cuatro días libres, treinta duros y un amigo en Navalmoral de la Mata que pudiera proporcionarles un caballo y un guía. Ese fue el itinerario que siguió durante algunas jornadas del año 1873. Viaja por sierras que comparten un mismo horizonte, atraviesa ríos y pueblos, y llega por fin a la Vera, a la que llama «país de la fertilidad y de la incomunicación». En otras ocasiones, se refiere a ella como país abrupto, selvático, atroz y pintoresco por sus magníficas dehesas y por su variedad de árboles (robles, encinas, fresnos, sauces y almeces). A la Vera la describe como una «Alpujarra chica, en que el río hace las veces de mar». Al palacio lo compara con un carmen granadino o una villa italiana. Sobre los claustros de Yuste nos dice que la naturaleza se ha encargado de hermosear aquel «teatro de desolación», entre la lujosa hiedra y el musgo, entre las flores silvestres y las altas matas. Alarcón se detiene en la historia del monasterio, fundado, según nos explica, por hombres piadosos y ascetas que no quisieron abandonar el lugar por lo

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que les proporcionaba de retiro, de reposo, de oración y penitencia, aunque esos Hermanos de la pobre vida sufrieran las presiones del obispo de Plasencia para que se marcharan. Explica también el periplo de Carlos V hasta llegar allí, conducido a hombros en su último tramo por labradores de la zona, y concluye con el saqueo que sufrió el monasterio por parte de soldados franceses, antes de llegar a manos del Marqués de Miravel. Otros episodios de su repaso histórico de Yuste se proponen desmentir algunas de las crónicas de Fray Prudencio Sandoval o de Mr. Robertson. Según Alarcón, han perdurado algunos datos falsos en torno a la vida de Carlos V en el palacio, difundidos por historiadores «mal informados» que «fantasearon á medida de su deseo». Entre esos equívocos, Alarcón no cree que el emperador se flagelase hasta teñir de sangre las disciplinas del palacio, ni considera cierto que durante su último año se dedicara a la construcción de juguetes automáticos con ayuda de su relojero de cámara, el famoso mecánico Juanelo Turriano. A lo que sí otorga cierta credibilidad es a la mala relación del rey con los vecinos de Cuacos de Yuste, el pueblo que se encuentra a unos pocos pasos del monasterio. Se accede a él por una carretera que desciende por la montaña. A mitad de camino aparece uno de los lugares más interesantes de la comarca, un cementerio alemán con ciento ochenta tumbas de soldados de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Hay mucho que ver y mucho que meditar, nos dice Pedro Antonio de Alarcón en su viaje a Yuste. Por eso los emplazamientos que encontramos más allá del palacio y del monasterio necesitarán una segunda jornada.


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La malcasada

Carmen de Burgos, Colombine . Renacimiento: Sevilla, 2016 260 págs.

La malcasada hace cien años Por Félix Población

De Carmen de Burgos, Colombine (1867-1932) se dice que fue la primera mujer periodista en España. También podría haber sido la primera corresponsal de guerra, cuando en 1909 El Heraldo de Madrid la mandó a contar la contienda hispano-marroquí en el norte de África. Pero la Carmen de Burgos que aquí nos interesa es la que hizo de la novela un género en clave de mujer, tal como ocurre en La malcasada y en buena parte de toda su obra. La escritora, según sus propias palabras, creía en la influencia que la novela ejerce sobre la sociedad cuyas costumbres retrata. Tanto en sus relatos como en sus novelas, desde un punto de vista estilístico, se combinan el naturalismo poético con la crítica social, no exenta de un cierto humorismo cosmopolita. Para Emilio Sales, que introduce esta magnífica edición de Renacimiento, Carmen de Burgos tuvo como personaje fundamental a la mujer en todas sus variantes: las entrometidas, las ingenuas y las vencidas; las malcasadas, las envenenadas, la degeneradas y las modernas: de todas ellas habló, siguiéndolas de cerca cada vez que se sentían traicionadas y ultrajadas, y no dudó en ser mordaz cuando advertía en ellas un comportamiento discutible. La malcasada se publicó en 1923, coincidiendo con el activismo de la autora en la Cruzada de Mujeres Españolas. Se trata de una novela marcadamente reivindicativa en la que se refleja el escarnio social que sufre una mujer de aquel tiempo al iniciar un proceso de separación legal que termina fatalmente con su reconducción al infierno de la convivencia matrimonial, tal como dictamina el juez. El relato se desarrolla en Almería, ciudad natal de Carmen de Burgos, y tiene en buena medida un fondo

autobiográfico, dado que la autora también hubo de pasar por una situación similar tras el fracaso de su primer matrimonio. El drama de la protagonista, Dolores, que se inicia con su insatisfacción como madre y esposa —al haber perdido a sus hijos al nacer y soportar la infidelidad y agresiones de su marido—, se colma cuando pretende recuperar la libertad y comienza el proceso de separación matrimonial. Al tiempo que la pacata sociedad provinciana del entorno descalifica su actitud, un par personajes masculinos se sirven de su indefensión para intentar acceder carnalmente a Dolores. «No bastaba su gran dignidad, su mesura, su falta de coquetería —escribe la autora— para hacer que la respetasen. Parecía que la divorciada, viuda de un marido vivo, inspiraba un deseo más acre, más incitante que las viudas de los muertos». Llegado a este punto de la novela, en que el divorcio resulta irrenunciable (Carmen de Burgos participó en una campaña a favor de este derecho en 1904 que escandalizó a los sectores más conservadores), Dolores se topa con las leyes de los hombres, que conservaban «la desigualdad de los códigos que han dictado todas las ventajas legales y, además, toda la tolerancia que le concede la costumbre». Al pretender separarse de Antonio, el crescendo dramático de la historia se incrementa, pues Dolores aspira a algo irreconocible en su tiempo y circunstancia, aunque se llame libertad. El regreso al domicilio conyugal, y con ello a un desenlace casi previsible por la tensión que se avista en los últimos capítulos, lo describe la novelista con una expresividad rotunda que tiene en cuenta la afición del marido a las peleas de gallos: «Al entrar en casa, Dolores no experimentó ninguna sensación. Le pareció que toda ella olía al aliento de Antonio. Una mezcla de vaho de gallinero y de tabaco». Regresaba Dolores a la peor de las cárceles, porque en ella no tendría ni siquiera derecho a ser dueña de su intimidad. En un país como el nuestro, donde cada año la violencia machista no deja de saldarse con una cifra alarmante de asesinatos, no sólo es obligado recordar y reconocer a Carmen de Burgos como una adelantada del feminismo, sino también admirar su obra literaria. Nada mejor que La malcasada para empezar a hacerlo porque se trata de una excelente novela.

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Días entre estaciones

Steve Erickson (Traducción de José Luis Amores) Pálido Fuego: Málaga, 2016 294 págs.

Amor y distopía Por Ricardo Martínez Llorca

Escrita en los años ochenta, la distopía que presentan los paisajes de Días entre estaciones, que tanto influyen en el desarrollo del relato, son una premonición real treinta años más tarde. Que el frío invierno de París consiga que se congele el río Sena o que la ciudad de Los Ángeles quede inundada de arena a causa de las tormentas secas que se suceden fueron una gran invención. Por desgracia, el cambio climático y la intervención humana están cerca de conseguir que la pobreza que figura esta novela imaginativa se vuelque en realidad. Muchos de los ríos que antes desaguaban en las orillas de California ya mueren durante el camino a causa de la sobreexplotación del agua dulce. Y las temperaturas se van haciendo más y más extremas en los lugares donde se han podido contemplar las cuatro estaciones, de modo que ya sólo quedan dos: el calor y la helada. En un mundo así, es natural que quienes lo habitan sufran el miedo a querer, a enamorarse, sobre todo si se puede elegir. Los que quieren, con facilidad caerán en crisis como dejar de sentirse, perder la noción de los sentidos hasta el punto de no reconocer que está siendo violada, o sencillamente la amnesia.

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Una muchacha de diecisiete años, madre sola, que emprende un camino al encuentro de su amor o de lo que salga, y un joven que ha olvidado los últimos nueve años de su vida, y que luce un parche que cambia de un ojo a otro, son los dos protagonistas actuales de esta novela. Los ojos, los gatos, los trenes, los viajes al sur, quemar puentes detrás de sí, los telegramas, la obsesión por una tonada, los santuarios, los colores, etc., son elementos simbólicos, metáforas en ese mundo al que el autor nos lleva. En ese sentido, cada uno de los elementos es fácil de reconocer: la independencia de los gatos o la temperatura de los colores son indicios de querer comunicar con el lector. Más compleja resulta la trama temporal. A los personajes que viven la época contemporánea se añade, en el centro de la novela, un joven director de cine mudo empeñado en sacar adelante una obra maestra, una innovación cinematográfica a la altura de las de Griffith, sobre la muerte de Marat. La reconstrucción de esa obra, el encuentro de la última caja con el final, y la relación filial del director con el protagonista enlazan ambas tramas. También las neurosis, el trastorno obsesivo o el síndrome de estrés postraumático. El amor y la declaración de amor serán la única cura posible a la neurosis o a la estupidez. Y también está presente el incesto, que a modo de distopía también aparece en los dos tiempos narrativos, sin que quienes lo practican lo conozcan. Aquí no existe cura posible, sólo negación de la realidad. El hombre de quien la joven se enamoró, el padre de un hijo que aparece como un apósito, vuelve a aparecer en Venecia, ciudad simbólica del enamoramiento celestial, cuando ella sobrevive en un París en el que se raciona la electricidad, concediéndose sólo media hora al día para poner en marcha los radiadores. Junto al joven con amnesia, emprende un viaje al sur en tren que les llevará a pasar por el norte de África, que comienza con una inesperada alianza y les llevará a un final en el que, o bien terminarán de romperse, o bien tendrán que reconstruirse con lo que quede de ellos. Por el camino descubren que no queda ningún lugar habitable sobre el planeta. Algo que no deja de ser un fondo, un paisaje al otro lado de las ventanillas, pues a medida que transcurre la novela, el narrador oculta menos los sentimientos de los protagonistas: pasa de verificar hechos a la obra intimista, en la que los fantasmas y la sanación de los fantasmas serán el objetivo del viaje. La necesidad de recomponerse, de sentirse completo, es el tema sobre el que Erickson (Santa Mónica, 1950) construye esta novela.


La acústica de los iglús

Almudena Sánchez Caballo de Troya: Barcelona, 2016 156 págs.

La seducción del hielo Por Valeria Correa Fiz

La acústica de los iglús, el primer libro de Almudena Sánchez editado por Caballo de Troya, está conformado por diez cuentos. Ya desde su título, se advierte el cuidado del lenguaje, las resonancias líricas y, sobre todo, la originalidad de la mirada de su autora: sutil e ingeniosa. El resultado es un conjunto de relatos que comparte ciertas características con la arquitectura de un iglú; estamos ante construcciones matemáticamente bellas, hechas del frío que las circunda y que, sin embargo, dan abrigo y refugio. El particular estilo de Sánchez consigue presentar la tristeza, el desamparo y la melancolía tamizadas por una delicada calidez y un humor muy peculiar. Ya en el primer relato, «La señora Smaig», vemos cómo la autora es capaz de enlazar con total naturalidad una paciente moribunda, el poder psíquico de los animales, una visita al zoológico y una profunda reflexión acerca del paso del tiempo. Otro de los logros de este libro es que despliega una serie de personajes en situaciones extraordinarias (una madre a la deriva por carreteras secundarias, «El frío a través de los engranajes»; dos ancianos en un teleférico cumpliendo su último sueño, «Eclipse»; una estudiante

en paro trabajando como astronauta «Apuntes desde la bóveda celeste») sin que los cuentos pierdan su carácter íntimo y próximo al lector ni su universalidad en el tratamiento de los temas. En «El nadador del Hotel Minerva», Almudena Sánchez recupera su preocupación por el tiempo («Hay algo subterráneo en las bañeras, en el fondo del mar y en las piscinas olvidadas que ralentiza el tiempo, lo detiene con mucho cuidado, con silenciosa calma, lo ahoga por unos instantes.») y la engarza con otro de los elementos muy bien trabajados a lo largo del libro, el espacio, el medio físico que nos circunda y sujeta —¿qué es la ficción sino una particular cartografía de su autor?—, hasta no dejarnos «ni un solo lugar por el que poder escaparse», como dice el protagonista de este relato. Otros elementos a destacar de este libro son la música y la ironía. La música no sólo protagoniza uno de sus cuentos («El arte incrustado»), sino que también está presente en el fraseo entero del libro. La ironía es muy fina y deja entrever una experiencia vital dolorosa («Pero no hay que desistir por tener un proyecto inconsistente», leemos en «Introducción al relámpago»). Es difícil elegir un relato entre los diez de este libro, pero me lanzo y elijo «Apuntes desde la bóveda celeste». Los cuentos de Sánchez siempre tienen algo de poema en prosa, prestando una atención primorosa a las palabras, pero en esta pieza esa precisión llega al extremo: porque su autora sabe que, como diría Flaubert, el buen Dios está en los detalles. Frente a lo pesado de la materia empírica y la existencia, Almudena Sánchez reivindica la naturaleza fugaz de la luz del relámpago o de los flashes de una cámara de fotos que revelan, en huida y con sus claroscuros, el hueco de la existencia. Estamos ante una poética que elige la suspensión de una mota de polvo frente a la gravedad terrestre: «Tu misión es: flotar», se le dice a uno de los personajes de «Apuntes desde la bóveda celeste», y el relato se abre a la calma nebulosa del espacio. Los personajes de estos cuentos están desarraigados, desplazados, en movimiento porque «ningún suelo nos resulta lo suficientemente acogedor». Pero quizá el mayor logro de La acústica de los iglús, y tiene muchos, es que no pesa y, sin embargo, convoca el peso, fluye sin dificultad pero exhibe los múltiples tropiezos humanos, y está hecho de una materia que constantemente se transforma, como la música, como los sueños, como el agua que está presente en el libro en diferentes estados. Sánchez es una narradora a seguir de muy cerca que nos invita a la pregunta, porque sabe que «las respuestas siempre decepcionan o acaban convirtiéndose en pesadillas».

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Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine

Hilario J. Rodríguez Micromegas: Murcia, 2016 246 págs.

Las formas del futuro Por Miguel Sanfeliu El presente quedará desfigurado, pasará a ser una sombra vieja que una vez aspiró a convertirse en algo grande, aunque terminó convirtiéndose en otra cosa, nada más. O tal vez no, quizás el futuro pierda su poder evocador y pensemos que no puede esperarse nada nuevo de él. El cine, nos dice Hilario J. Rodríguez, algún día tuvo la capacidad de dar forma al futuro. En la década de los veinte, el cine fue un campo de experimentación en el que prácticamente se dijo todo lo que se podía decir. Nostalgia del futuro es más que un libro de cine: es un libro sobre las expresiones artísticas en general, sobre el modo en que construimos nuestros recuerdos y nuestra historia. Aquí Hilario J. Rodríguez nos habla de cine, sí, pero también de pintura, de fotografía, de literatura, incluso de música o arquitectura, y de sí mismo, lo cual convierte este libro en algo único, un collage inclasificable lleno de erudición que despierta nuestra curiosidad en cada uno de sus párrafos. En estas páginas encontraremos a William Turner sintiendo el rechazo hacia su trabajo, a Stefan Zweig abrumado por el peso del destino o Robert Walser caminando sobre la nieve. Claude Lanzmann, que tardó once años en filmar Shoah. El cineasta israelí Amos Gitai. El proyecto Heimat, que se inició como una serie de televisión. Jacques Henri Lartigue y sus fotografías de momentos felices. Fotógrafos como André Kertész o Diane Arbus. Los inventos del doctor Franz de Copenhague, o los doctores locos empeñados en destruir el mundo. El libro de viajes Terezín, de Daniel Blaufuks, y su conexión con Austerlitz, de W. G. Sebald. El arquitecto Albert Speer. Y películas, por supuesto, desde El gabinete del doctor Caligari, a Je, tu, il, elle de Chantal Akerman, pasando por Metrópolis, Tiempos modernos o Eyes wide shut, entre otras. Pasamos de un tema a otro, con avidez, con curiosidad, casi hipnotizados, forman-

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do lentamente la imagen global de lo que se nos quiere transmitir. Se va conformando una idea de la representación de la realidad, de la evolución de nuestra forma de interpretar lo que nos rodea y, lo que es más importante, de nuestra forma de enfrentarnos a las imágenes. Un libro de estructura compleja, que combina imágenes y pies de página en un texto ameno y a la vez riguroso, que va recorriendo su camino con calculada precisión. El capítulo «Atlas de las islas remotas» comienza directamente con un pie de página y «Constelaciones» está compuesto por múltiples citas, entre las que podemos destacar la de David Foster Wallace: «Ni siquiera la novela más libre es tan libre como un ensayo», o la de Manoel de Oliveira: «Hace mucho tiempo que se escribió el futuro del cine»; o incluso la de David Cronenberg: «Hemos vivido tanto tiempo en el futuro que ahora ya somos seres antiguos». Es necesario dirigir la mirada a la periferia, desviarse del camino oficial porque este resulta previsible; es en los extrarradios donde pueden surgir las innovaciones, las sorpresas, las claves que nos expliquen la evolución del cine al margen de las listas oficiales y los cánones académicamente aceptados. Así, Hilario nos propone su propia lista de filmes esenciales, una lista premeditadamente alejada de las ya conocidas que nos ofrece títulos que no merecen caer en el olvido. Una propuesta que se sitúa en la orilla, en lo que no parecen ver los demás y que supone una nueva forma de mirar, una exploración tan osada como las posturas de todos los artistas que nos ha ido nombrando en las páginas anteriores. Y que se complementa con una lista de lecturas igualmente sugerentes. Nostalgia del futuro. Contra la historia del cine es un libro de difícil clasificación. Es un libro sobre arte en general y sobre cine en particular, narrado con libertad, erudición y, sobre todo, con pasión, uno de esos libros que uno empieza a subrayar hasta que se da cuenta de que no ha dejado ni una página sin algo que resaltar. Una lectura arriesgada y apasionante, una de las propuestas más interesantes que pueden encontrarse ahora mismo en las librerías.


El primer día

Julio César Galán La Isla de Siltolá: Sevilla, 2016 170 págs.

Explicitar el proceso Por Agustín Calvo Galán Julio César Galán (Cáceres, 1978) ya nos tiene acostumbrados a desdoblarse en varias personalidades (literarias) y, más que cambiar de persona (máscara), últimamente también se permite reunir varias identidades en un solo libro. Así, en Limados. La ruptura textual en la última poesía española (Amargord, 2016), bajo el nombre de Óscar de la Torre, es a la vez el creador teórico de lo que se podría considerar (nada más y nada menos) una corriente poética actual —que tiene en el concepto de ruptura textual un nexo definitorio en torno a la poesía como proceso creativo no cerrado a las fronteras tradicionales del poema— y también es el antólogo o recopilador de los poetas allí incluidos; siendo, además (o a su vez), incluido en el libro con su propio nombre, al ser uno de los poetas dedicados a esa ruptura textual. Es decir, un rizar el rizo de la identidad inventada o real en el cual, si no estuviéramos ante un poeta versátil, podríamos pensar que estamos ante un esquizofrénico o ante el autobombo sin mesura de un egocéntrico poliédrico. Y de nuevo, en su último libro, El primer día (La Isla de Siltolá, 2016), nos volvemos a encontrar ante un reto autorreferencial: el poeta recupera sus tres primeros libros (1996-2003, no editados hasta la fecha) para devolverlos a la actualidad no sólo a través de su revisión crítica, de su reescritura —con el recuerdo de las circunstancias en que se escribieron y las actuales en que se revisan, y su puesta al día para su publicación—, sino integrando todo eso a la vez; es decir, el poeta incluye todo ese proceso creativo/correctivo en el transcurrir del libro resultante. En realidad, parece que Óscar de la Torre estableció con Limados una poética para este El primer día. Los poemas aquí rompen, efectivamente, todas las costuras del poema tradicional no sólo gracias a que el autor rasga —como convencionalismos que son— las reglas

gramaticales, textuales o formales, sino también porque va incluyendo comentarios o notas sobre los versos ya escritos —utilizando el pie de página y llevándolo a su máxima expresión, encontramos el poema «Oda al blanco casi», hecho de notas a pie de página exclusivamente, cuya numeración ocupa el espacio de la página de una manera muy peculiar: como si tuviéramos que unir con una línea los números para descubrir un dibujo oculto—. Además, otorga protagonismo a las propias correcciones (tachaduras o reescrituras), incluso a las diferentes versiones que ha podido tener un poema a lo largo de los años; y también nos encontramos con anexos y subtextos salpicando tanto las reflexiones sobre la poesía en sí, como las traducciones de poesía, siempre tan controvertidas (como en el poema «Lectura de una temporada en el infierno»). Todo ello convierte este libro en un juego que podríamos calificar de «muñecas rusas»; o, incluso, más literariamente, como una rayuela en la que el lector puede realizar varios recorridos o saltar entre niveles de lectura diferentes. Así, Galán hace del pulimentado de sus poemas tanto una forma de plasticidad creativa en sí misma como una forma de buscar lectores que se acerquen sin prejuicios a su propuesta. Al fin, El primer día convierte aquel inicio, aquellos primeros poemas, aquel iniciarse en el mundo de la poesía, pero también en el mundo adulto, en una reivindicación del inicio; porque una renovación sincera contiene también ese eterno instante de volver a comenzar, de estar siempre probando, de ser siempre un novato. Únicamente así, desde la honestidad que destilan los versos de Galán, la ruptura creativa convierte cada poema en un comienzo significativo, en una carta de presentación, como aquel instante en que comenzó a escribir. Y, al igual que ocurre con la intuición de los pintores, que no tienen una regla escrita para saber cuándo un cuadro está acabado, el poeta reivindica la imposibilidad de finalizar, asumiendo que son infinitas las opciones; no obstante, ha de acabar su libro con un: «… el instante que la fotografía se queda / en un éxtasis de momentos / y el instante en que el autor termina el libro».

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Nostalgia de la acción Ana Gorría Saltadera: Oviedo, 2016 128 págs.

Traducir el cuerpo Por Raúl Quinto Este libro de Ana Gorría (Barcelona, 1979) se construye a partir de la obra y del pensamiento de Maya Deren (Kiev, 1917- New York, 1961) en un trasvase de tonos e imágenes que nos conecta, a veces literalmente, con esa escritura de/desde el cuerpo y su hibridación con lo que el cuerpo en movimiento interviene: la naturaleza, el otro, el aire. Los textos y las películas de Deren están ahí, pero el libro funciona igualmente para un lector que la conozca poco o nada. Aunque eso sí, Nostalgia de la acción es también la puerta de entrada a un universo fascinante. Aprovechen y entren. Ana Gorría pretende escribir palabras que sean cuerpo, palabras nostálgicas de la acción, que bailen. Un lenguaje escrito pero más allá de la palabra. Dicho quede que lo logra sin salirse del marco textual de los poemas. Pero es que además este es un libro interdisiciplinar, como ya lo fue Araña (2005), que enhebra la mirada de Gorría sobre Maya Deren con la mirada plástica de Marta Azparren. A Azparren ya la habíamos visto en otros libros mixtos de poesía como Claroscuro del bosque (2012) de José Luis Gómez Toré, y aquí contrasta los poemas con figuras en movimiento dibujadas a base de trazos ágiles y rápidos complementados con letras del alfabeto, como segregaciones corporales. Un lenguaje doble, análogo al de los poemas, cuya potencia expresiva multiplican, y que transitan a través de, valga la redundancia, diferentes variaciones del concepto del cuerpo en movimiento, que acaba rompiendo las cadenas de la identidad. Así comienza diciendo que «soy la que soy» (pág.11) para a continuación ofrecer, tras los

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movimientos y rupturas del cuerpo y del poema, declaraciones a medio camino entre Rimbaud y Deren: «soy otra / yo» (pág. 13), «esa que fui no soy / en el espejo» (pág. 19), «soy otra soy» (pág. 101). La condición estática del ser, tanto del cuerpo como de la palabra, se abandona inservible para cobijarse en la espacialidad del estar, única conciencia posible del cuerpo en la danza, en la disolución en los otros y en la naturaleza cuando somos un elemento más dentro de una danza gigante, más allá de lo humano y por tanto más dentro. «Es lanzarnos contra el viento y / sernos / otros» (pág. 52) a través de la palabra también. De ese otro cuerpo que aquí quiere decirse. Dibujo, música, poema e imagen cinematográfica. El lenguaje como presencia, como estar, como cuerpo: «... estoy aquí / diciendo que / estoy aquí» (pág. 51) porque funciona como un campo gravitatorio que nos arrastra siempre a su centro o a su ausencia: «... caemos / tras la intemperie de la palabra» (pág. 35). Esa apelación continua a la transformación del cuerpo a través del movimiento se traslada también a la propia musicalidad de los textos, que funcionan como ejercicios de danza lingüística ejemplificados en el ritmo de cada poema, en la repetición de estrofas a modo de giros de derviche, en los poemas rotos abruptamente o incluso en esa especie de haikus bastardos que jalonan el libro como pasos de una coreografía textual. Esa idea del movimiento rompiendo los límites de la identidad y de la propia palabra se aprecia también en la reiterada escritura de neologismos como «bailarinángeles» (pág. 85) o «dunaguarena» (pág. 105), que responde a la lógica de la traducción a palabras de la plasticidad del cuerpo en el baile, que exige que el lenguaje deje de ser estático y unívoco, que se retuerza y se reconfigure. Entendemos que esta traslación formal de la idea es quizá lo más conseguido del libro. Gorría entiende que la forma es contenido, y hace una inteligente demostración práctica. Nostalgia de la acción es un libro no sólo de poesía ni de una sola autora: la conversación con los dibujos de Azparren y la sombra plástica y teórica de Deren lo llevan un paso más allá de la literatura convencional. La poesía es sólo una estrategia más para el arte, eso que define de manera memorable como «hablar contra la muerte» (pág. 77). De eso van las películas de Maya Deren y los poemas de Ana Gorría. De eso va todo este negocio.


La piel es periferia José García Obrero Visor: Madrid, 2017 72 págs.

Una frontera bajo la piel Por Juan María Prieto Roldán

El niño que flota en el líquido amniótico y advierte un ruido en el exterior sabe ya de la vida y su penumbra. Al cruzar la frontera, del fluido al artificio, le da la bienvenida una luz que anuncia la oscuridad eterna. La poesía de José García Obrero nos permite sobrevivir a ambos lados de ese viaje limítrofe. La piel es periferia es un grito valiente que sufre en la raíz, un fango dulce que detiene al poeta ante su identidad, frente las dificultades del hombre para comprender su propia existencia. El poeta, que alberga una especie de vitalismo impermeable, sabe de la necesidad de cruzar ese umbral y regresar, cuantas veces sea necesario, del otro lado de la frontera, un lugar a veces confuso, casi perimétrico. El útero materno es el lugar donde se gesta

el fracaso, un paso previo al arañazo del gouttelette, a la discusión de la pareja que decora las estancias, al compañero de piso que no friega los platos e invita a casa a su pareja para hacer el amor durante toda la noche. El yo mira desesperado hacia el exterior desde un salón caoba, pero apenas encuentra una luz en la exterioridad. La existencia es una casa difícil de habitar, una realidad fingida donde el progreso, las convenciones sociales y la muchedumbre alejan al hombre de su origen, de lo que hay en él de semilla. El tendido eléctrico, la luz en ámbar o la televisión por cable impiden al ser humano identificar ese horizonte donde cobijarse. El único cordón umbilical con un mundo primigenio, quizás edénico, es la palabra. El hombre que habita en la periferia sabe de una luz en el laberinto y quiere consagrar su atención a observar su reflejo. Quizás por ello la obra aborda, en varios de sus poemas, el propio acto creativo y, si bien duele el roce de los objetos en el cabello dérmico, la escritura es el estado más natural para intentar ese viaje hacia el interior de la piel. La verdad es frágil y sólo encuentra calor en la emoción y en la soledad, esta última una de las obsesiones del poeta, que se siente solo en la intemperie ante la idea del fin definitivo. Sin embargo, a pesar del verso, «la bestia devora al pájaro» y el poeta necesita escapar hacia afuera, buscando un hogar fuera del hogar, en un proceso hermenéutico bidireccional. En el apartado que da nombre al libro, la ciudad es una apariencia, apenas una pervivencia vertical del ser humano y su violencia. Puede ser el escenario de la historia pero nunca hogar. Hay en La piel es periferia una llamada a la horizontalidad, una angustia vivida, un paisaje árido e infecto, «más allá de la vida despierta» de Yeats. El hombre siente la nostalgia del niño que duerme bajo un cielo donde las aves observan de manera privilegiada su supervivencia. La palabra es el único epicentro posible: sólo hay hogar en la palabra. Si bien el poeta, en su búsqueda, vincula el placer a una ciudad a veces apocalíptica, acude finalmente al único lugar donde se enraíza el verbo: la memoria. El poema será algo más que un refugio, es esa llama que no se extingue, un lenguaje casi panteístico en el que se identifican la palabra y los elementos: la lluvia o la tierra que arde serán la poesía misma. La lluvia, el agua, la raíz, el hogar. La vida nace bajo la piel; hay un núcleo desde el cual emerge, magmática, la palabra: «Este el fuego que alumbra con sus llamas / un paisaje que nace al mirar hacia dentro». José García Obrero escribe bajo la piel, donde nace el fuego.

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Tormenta de Tierra

Ale Oseguera Neopàtria: Alzira, 2016 108 págs.

Una tormenta de amor no encontrado Por Rubén Darío Fernández «En mi cuerpo limusina». Así comienza el poemario Tormenta de Tierra de Ale Oseguera, dotando al cuerpo de su hermoso carácter de vector, de vehículo, de continente, de lo que llevará nuestra vida y será cauce de sus versos. Un cuerpo que todo lo vive con el orgullo de ser cuerpo. Así de certero comienza, tan amplio su primer verso que ya es poemario en sí, pero hay que seguir... Y desde la profundidad en la que nos sumerge desde el primer verso, nos saca la sonrisa con una velada mención a Taxi Driver. Quiero decir, que así deviene el poemario y nos lo deja claro desde el primer poema, «Título de aguda esdrújula», donde la poeta nos ofrece sus señas de identidad: profundidad, humor, descaro, fortaleza y valentía. Para más indicaciones, dejarse perder en el primer párrafo del segundo poema, titulado «Hotel de paso»: «Anhelo el viaje en carretera / para estrellar el auto / contra el próximo hotel de paso. / Sólo por ver si pasa algo». En Tormenta de tierra vamos a hallar de todo, pero algunas sensaciones en particular van a ser las más pre-

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sentes. Lo comentamos para, como ella versa, «salvar de la ventisca a las verdades». En la lectura, que es como una lectura entre minas, se intercalan varias prosas poéticas que hacen cambiar su ritmo sin reorientarlo del todo, porque el ritmo de Oseguera es vital y sin prejuicios, se deja llevar por lo que siente y lo esparce en la forma que sea necesaria. Es poesía con mil formas, nacida de lo que contengan. Se ajusta, sin más, a lo que siente. Así lo muestra, siendo el fondo quien por suerte determina la forma y no al revés, lo cual siempre es represión por límite establecido. Ella los rompe, creando sus propios límites. Avanzando entre sus versos, Oseguera va mostrando varios focos del sentir —más que nada, la rabia de insatisfacciones amorosas—, dejando perlas muy profundas, entre tanto, sobre la existencia. Se trata de versos que dan aliento, como en «El poema de Malai», donde las fuerzas para continuar hasta el final son lo que cuenta. O denuncias poderosas: «¿Cuánto vale una vida / que nada cuesta quitar?». El poemario se va tiñendo de pensamientos políticos. Va haciendo patente la necedad de las personas con la política, que no saben que han de hacer uso de ella. Muestra que es su quietud sobre el movimiento político, siendo sumisión e hipocresía, la bandera de nuestro tiempo. No obstante, la Tormenta de tierra de Ale Oseguera se cubre sobre todo de desamor y de rabia. De la necesidad de mostrar la fortaleza que tiene dentro la poeta y, en general, la necesidad que todos tenemos de mostrar nuestro vigor ante la vida. Nos descubre la fuerza del pasado: «A mí me gustan las paredes usadas. / Son mapas inexactos para huir del miedo»; y nos da un toque de humor hacia la tecnología, que te saca la sonrisa cada vez que menciona «ordenador». Después te deshace con poemas como «Madre», en el cual nos hace sentir que hemos de ser como sentimos y no como nos dijeron que fuéramos. O te quedas sin saber qué hacer con un verso como «Tan perturbadoramente infinito como el “Blanco sobre blanco”». Todo el poemario, toda la tormenta, jugando con su título, es el amor que nunca termina de encontrarse y hacerse patente. Sin embargo, la búsqueda ya es motor para llevar con calma el dolor, la rabia, la incertidumbre, las verdades a medias... para ir cerrando su calidez de poeta con el desamor y la esperanza de que algún día cuaje, se solidifique, sea. Que lo que fue, vuelva. En fin, así lo define: «Que el amor te deja ciego y cojo y moribundo… / pero vivo». Y que sea una tremenda y destrozadora tormenta de tierra la que nos rehaga.


E l A m b ig ú

De un nuevo paisaje

Hasier Larretxea Stendhal Books: Barcelona, 2016 148 págs.

El sonido de la madera cortada Por María Jesús Nafría Un nuevo paisaje se nos presenta en los últimos años en la literatura, y es que la poesía va posicionándose como un género que, de estar prácticamente aislado, ahora va acercándose a un grupo de lectores cada vez más amplio. Y es lógico pensar que ese pequeño avance se debe a la aparición en la escena cultural de jóvenes poetas como Hasier Larretxea, capaces de incorporar pasado y tradición en nuestro rápido y posmoderno mundo. Larretxea creció en el Valle de Baztan, entre bosques y tradiciones —su padre es un popular aizkolari que le acompaña en un espectáculo sobrecogedor donde se funden el sonido del hacha contra el tronco y la voz del poeta en un mismo ambiente—, y pronto decidió que su sensibilidad era otra y su visión del mundo, por lo tanto, también era diferente. Tan sólo un año después de la publicación de Niebla fronteriza (El Gaviero Ediciones, 2015), el autor nos vuelve a transportar a su universo literario, esta vez con su segundo poemario en castellano, titulado De un nuevo paisaje y publicado por la editorial Stendhal Books. Larretxea es uno de esos poetas de los que, en cuanto los has escuchado hablar y recitar, no puedes volver a leer sus versos sin oír su voz, su cadencia y pausas, sin oír el sonido de la madera rompiéndose en pedazos. La memoria, la tradición ancestral vasca, la familia y el locus —sus lugares míticos: los bosques, el valle— son los motivos literarios que encontramos en su trayectoria literaria, los que aparecían ya en su anterior poemario, Niebla fronteriza, en el que abordaba desde una poesía más intimista su mundo personal, y que regresan en esta nueva obra. Estos temas aparecen junto a otros pertene-

cientes a Azken bala/La última bala (Point de Lunettes, 2008), donde demuestra su compromiso con la sociedad en la que vive. Y es que la denuncia social es constante, tanto refiriéndose a la Guerra Civil como al franquismo, al abandono de los refugiados o a la guerra en Gaza. La obra está estructurada en cuatro paisajes distintos: «Paisajes de retorno», «Paisajes interiores», «En un paisaje devastado» y «Paisajismo». En sus estrofas se abordan, desde la tradición rural vasca, sus recuerdos de infancia, la adolescencia rebelde, las guerras, la memoria y el olvido, y el amor. Ya el primer poema introductorio supone una expresión de estas mismas ideas. Las manos son tierra, la memoria se pierde tras los puentes derruidos («Las plazas olvidaron su nombre originario») y lo que conforma la identidad, la historia propia, lo que fue silenciado, se cuenta a la luz de las luciérnagas, con palabras que constituyen un nuevo lenguaje: «La necesidad de inventar un nuevo idioma, / una manera con la que bendecir el ocaso». Entre las marcas de identidad, encontramos el valor que representa la utilización de la primera persona del plural («pertenecemos», «somos», «fuimos», «lo que no dijimos»), gracias a la cual nos incluye en esa construcción de la memoria y de la propia identidad. El empleo de símbolos es uno de los recursos más utilizados con los que dibuja esos paisajes del presente y del pasado que fueron silenciados, y que desean ser rescatados, desean tener voz: «En la frontera reclamamos el futuro que nos arrebató la historia». Este recurso, junto con el lenguaje selecto y culto y la creación de aforismos, caracteriza el estilo del autor, cuya calidad literaria va aumentando con cada obra. Hasier escribe «descalzo», reivindicando para sí una memoria que no olvida —a pesar del dolor por la pérdida, el miedo por el paso del tiempo, el ruido de fusiles… («Yo también soy tierra, refugio, canto libre del pájaro»)—, derribando fronteras, haciendo de la poesía algo universal.

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E l a m b ig ú

& yo hablo mariposa

Bob Kaufman (Traducción de Zackary Payne y David Bobis) Huerga & Fierro: Madrid, 2016 148 págs.

Irracionalismo beat Por Alberto García-Teresa Factores racistas y también intencionada autoexclusión podrían ser los elementos más relevantes para la ausencia de la historiografía beat de Bob Kaufman (19251986), el denominado «Rimbaud negro». Zackary Payne y David Bobis ofrecen el primer volumen traducido al castellano con sus textos: una excelente antología (algo escasa, eso sí) que recoge piezas de todos sus libros. Es notable la apelación al absurdo, el irracionalismo y el pensamiento revolucionario que alimenta los poemas de este singular escritor. Kaufman formula el «abomunismo» como movimiento en 1959, el cual está vertebrado por un nihilismo extremo y una oposición frontal al statu quo: «Los abomunistas rechazan todo salvo los muñecos de nieve». Más allá de la autoafirmación, su aplicación poética lleva a una descomposición del orden que articula nuestro mundo y a la reivindicación de la liberación del cuerpo y de los deseos (son obvias las conexiones con el surrealismo). Kaufman despliega un talante antiautoritario radical, que se canaliza a través de una expresión antirrepresiva a todos los niveles (tanto social, político y moral como lógico o imaginativo). Explicita un carácter desacralizador, que se ensaña especialmente con la Iglesia y con el cristianismo. Este se manifiesta mediante la introducción de jerga en contextos codificados, la vulgarización

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burlesca de normas lingüísticas y sociales establecidas, la reducción de las motivaciones de los protagonistas de escenas solemnes al ansia de drogas y diversión, etc., al mismo tiempo que se cuelan el humor y la ironía, llegando a moverse en el terreno de la parodia, incluso. Con ese enfoque, continuamente, el autor da la vuelta a las situaciones, con lo que descubre un orden inverso y, a su vez, demuestra cómo funciona la subjetividad en la percepción (y posterior reconstrucción) de la realidad. Formalmente, se trata de un poeta muy versátil. Destaca el trabajo que lleva a cabo con el verso, el cual cincela con una posible pretensión de autonomía, más que con el horizonte del poema como conjunto. Al respecto, resulta característico que cada verso (o versículo) sea autoconclusivo. Así, cada uno suele contener una única idea cerrada o una sola imagen bien atada. No en vano, casi podrían tener un orden aleatorio dentro del poema o ser suprimidos sin alterarlo. Con todo, los poemas frecuentemente se construyen con estructuras paralelísticas y anáforas, que sostienen un poderoso aluvión de asociaciones libérrimas. Estas suelen referirse más a verbos y objetos directos que a sustantivos y adjetivos; recogen más acciones que imágenes. Con todo, la fuerza irracionalista y la violencia imaginativa de Kaufman van mermando en parte con el paso de los años. Aun así, sigue ofreciendo textos de alto vuelo en el tramo final de su carrera, aunque sin la contundencia de sus primeras publicaciones, que constituyen, bajo la óptica de las páginas de esta antología, lo más relevante de su producción. Por otro lado, no se puede obviar mencionar que Kaufman, de quien se ha dicho que resultó la vanguardia política del movimiento, explicita en estos versos su apoyo a la Revolución Cubana así como un discurso antirracista, antimilitarista y antiimperialista, en el que denuncia directamente la política exterior de EE. UU. Y también su modelo consumista de vida. De hecho, el autor parte de un posicionamiento de marginalidad, de rechazo extremo de la sociedad que le llevó a la autoexclusión, a una práctica literaria y vital que repudiaba lo normativo y el reconocimiento. De este modo, llevó una vida vagabunda, austera y también marcada por las drogas. Sin duda, el escabullirse de la posición central que terminaron ocupando los beat en la cultura estadounidense (posiblemente, una actitud mucho más coherente con el espíritu que ellos mismos promovían) contribuyó también a su desaparición de los registros del movimiento. Llegar ahora a sus poemas constituye un maravilloso descubrimiento y un acicate para continuar rascando la tinta de lo establecido.


Recomendaciones de Quimera El monarca de las sombras

Javier Cercas Literatura Random House, 2017

Hace quince años, Cercas habló por primera vez de la herencia de la guerra con Soldados de Salamina. De corte claramente antibelicista, la novela nos cuenta la historia de la búsqueda del rastro de un muchacho casi anónimo que peleó en el lado equivocado de la historia. Manuel Mena, al estallar la Guerra Civil, se incorpora al ejército de Franco para morir dos años después en la batalla del Ebro. El personaje resulta ser el tío abuelo del autor, al que este le había dado la espalda hasta ahora, cuando ha decidido contar su historia. Novela llena de acción y humor que hará pasar un buen rato al lector.

El chulla Romero y Flores Jorge Icaza Drácena, 2016

Escrita en plena madurez por el más célebre escritor ecuatoriano, El chulla Romero y Flores constituye una de las más importantes denuncias de la literatura hispanoamericana al racismo y el rechazo que sufren los mestizos en las sociedades poscoloniales. Moviéndose entre la novela picaresca, la novela social y la novela de acción, Jorge Icaza traza un espléndido fresco de la sociedad de Quito de la primera mitad de siglo XX, con sus injusticias, sus desigualdades y sus solidaridades de clase. Con un lenguaje prodigioso e incisivo, en el que brillan los ecos del mejor Valle-Inclán, Icaza dibuja ese cholo melifluo y orgulloso de su sangre blanca al que las injusticias le hacen tomar conciencia del valor de su mestizaje. Imprescindible.

Doctor Criminale Malcolm Bradbury Piel de Zapa, 2017

Malcolm Bradbury, escritor y ensayista, maestro de escritores como Ian McEwan y Kazuo Ishiguro, cuenta la historia de una búsqueda, la del misterioso filósofo Doctor Criminale por parte de un joven que, a través de congresos, viajes y entrevistas a antiguas amantes y amigos, intenta reconstruir su figura en un tiempo confuso, el de los finales del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín y la constitución de una Comunidad Económica Europea inestable, donde las viejas ideologías se han venido abajo. Inteligente sátira de la utopía europea.

Las últimas noches de París Philippe Soupault Jus, 2017

Dentro de la búsqueda y rescate de Jus de pequeñas joyas de la literatura europea e hispanoamericana, queremos destacar esta nouvelle, un plato delicado. Soupault, uno de los teóricos del surrealismo, escribió esta novela poco después de abandonar el movimiento, en los años veinte, y en ella retrata de noche en noche, con precisión y delicadeza, el final de una época y, al fin, de una ciudad y un mito que vivió más de cien años. Crepuscular y hermosa.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Voces para un tímpano muerto Miguel Ángel Zapata Talentura, 2016

Cuando se juntan la voluntad de estilo, el interés por el lenguaje y la exploración de las posibilidades de la escritura, normalmente daremos con obras que merecen la pena. Si, además, nos encontramos con historias inusuales, más propias de la conjetura y de la hipótesis que del realismo más tópico, ese libro podrá suponer un punto de inflexión en nuestra educación lectora. Eso es Voces para un tímpano muerto, de Miguel Á. Zapata, un libro que es, a su vez, un mapa laberíntico, habitado por seres de todo pelaje y por lugares extraños por sobradamente cercanos. Zapata da una nueva vuelta de tuerca y nos sorprende con una obra inquietante, estupendamente escrita, con el interés que suscitan esos autores que se proponen indagar hasta el extremo su propio idioma y los géneros que lo acogen. Felicitamos a su autor y a Talentura por su magnífica edición.

Sueños en tiempos de guerra Ngũgĩ wa Thiong'o Rayo Verde, 2016

El eterno aspirante al Nobel Ngũgĩ wa Thiong'o (Limuru, 1938) nos desvela en esta biografía sus primeros y difíciles años en una Kenia racista en las postrimerías de la colonización. A pesar de la Segunda Guerra Mundial, de la intolerancia bajo el yugo imperialista inglés y de la guerra civil encubierta desatada por la reacción de las guerrillas Mau Mau, el niño Thiong'o desafiará todas las dificultades y penurias para cumplir su sueño de ir a la escuela y, después, cursar un bachillerato que le permitirá convertirse en la voz de todo un pueblo oprimido. Una forma emocionante y conmovedora de conocer de primera mano, tanto desde una perspectiva particular como general, la historia de la descolonización keniata.

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El elefante del visir Ivo Andrić Xordica, 2017

El elefante del visir es una recopilación de tres novelas cortas del premio Nobel serbio. Cada una de ellas elabora una larga metáfora sobre un aspecto. La primera, «El elefante del visir», nos muestra la arbitrariedad y brutalidad de la tiranía a lo largo de una extensa metáfora. La segunda, «Los tiempos de Anika», nos muestra el poder de la belleza y todos sus velos, y, finalmente, «Conejo» nos habla de la vida de un gris funcionario que cambiará su vida con la entrada de los nazis en Belgrado durante la Segunda Guerra Mundial. La prosa de Andrić rebosa intensidad y elegancia. Un clásico a redescubrir.

Ensayos sobre las discordias Hans Magnus Enzensberger Anagrama, 2016

Tal vez nunca hayamos necesitado tanto pensadores que nos alumbren, que nos guíen y nos abran rutas para la reflexión. Creadores que no caigan en el lugar común o en el tópico y transiten por caminos poco trillados, sin conformarse con los discursos políticamente correctos. Ese tipo de pensadores bien informados, que analizan hasta el extremo la situación actual en la que estamos inmersos. Para ello hace falta un cierto riesgo, porque todo pensamiento lleva inscrita una disección arriesgada de lo que tenemos delante. Afortunadamente, contamos con escritores tan lúcidos como Hans Magnus Enzensberger. Una suerte, y un acierto, que la editorial Anagrama haya decidido publicar algunas de sus reflexiones en el volumen Ensayos sobre las discordias. Leerlo significa entender mejor los movimientos migratorios, el origen de las guerras, la génesis de la violencia y la proyección del odio en la sociedad.




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