405 DOSSIER: SEMBLANZAS LITERARIAS
GIOCONDA BELLI - JOAN ÁLVAREZ- FRANCISCO JOSÉ NAJARRO MARINA P. DE CABO - ERNESTO ORTEGA GARRIDO - JUAN TREJO JAVIER SÁEZ DE IBARRA- MIKAEL GÓMEZ GUTHART
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ColaborAN en este número:
David Aliaga, Joan Álvarez, Gioconda Belli, Marina P. de Cabo, Agustín Calvo Galán, Bel Carrasco, Giovanna Fernández, Aitor Francos, Carlos Fuller, Alberto García-Teresa, Mikaël Gómez Guthart, Reinhard Huamán Mori, Ji-Elle, Jprw, Sandro Luna, Lucía Alba Martínez, Ricardo Martínez Llorca, Bea Moyes, Francisco José Najarro, Clem Onojeghuof, Ernesto Ortega Garrido, Alejandro Padrón, Gemma Pellicer, Félix Población, Raúl Quinto, Miriam Reyes, RNJohnson Largesse, José de María Romero Barea, Javier Sáez de Ibarra, Antón Sánchez Testas, Juan Trejo IMAGEN de portada y Dossier:
Clem Onojeghuof (unsplash.com)
Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:
Director:
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2017
Formar parte del equipo de redacción de Quimera es un lujo: además de participar en la trayectoria vital de una de las revistas de más dilatado recorrido en el panorama cultural y literario español, uno tiene la posibilidad de acceder, de primera mano, a un material literario inédito de altísima calidad. Lamentablemente, la línea editorial de la revista y el espacio del que disponemos no nos permite publicar todas las excelentes colaboraciones que recibimos o, a veces, nos obliga a posponerlas hasta que se adecuen al espacio o a la temática de un número concreto. No obstante, y felizmente, en ocasiones se recopilan colaboraciones afines que parecen organizarse por sí mismas para crear un dossier específico con un hilo común. Este es el caso del dossier del número de septiembre (405), en el que por fin podemos alumbrar siete magníficos ensayos a modo de semblanzas literarias sobre unos autores que han dejado (y están dejando) su huella insoslayable en la literatura de este siglo. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
Maquetación y cubierta:
Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj Edita:
El salón de los espejos Entrevista a Gioconda Belli – 4
Javier Sáez de Ibarra.
Entrevista a Juan Trejo – 5
Eduardo Cano. La máquina enfurecida – 49
Entrevista a Joan Álvarez – 9
El cielo raso
ducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Mikaël Gómez Guthart. Lin Shu, autor del Quijote – 51
Semblanzas literarias
El holandés errante
Reinhard Huamán Mori:
Ginés S. Cutillas. La literatura del desierto – 53
La maldición de Weldon Kees – 14 David Aliaga: Almendra vacía, azul regio – 17
Derechos reservados. Prohibida la repro-
Einstein on the Beach
El ambigú
José de María Romero Barea:
Gemma Pellicer:
John Berger: la disposición intersubjetiva – 19
La quietud de Ignacio Ferrando – 57
Aitor Francos:
Félix Población:
Sylvia Plath: la ausencia del padre – 28
Examen de ingenios de J. M. Caballero Bonald – 58
Antón Sánchez Testas y Lucía Alba Martínez:
Ricardo Martínez Llorca:
La saga de Nápoles: Elena Ferrante y el regreso de los
Mosaico de una vida de Claire Nicolas White – 59
grandes relatos – 32
José de María Romero Barea:
Alejandro Padrón: El amor es más frío que la muerte – 37
El odio a la poesía de Ben Lerner – 60
Carlos Fuller:
Agustín Calvo Galán:
Como la heroína. Un ensayo sobre Hijo de Jesús
Muerte y amapolas en Alexandra Avenue
y la figura de Denis Johnson – 39
de Eduardo Moga – 61
La vida breve Marina P. de Cabo: La hoja roja. Diario de lectura – 42
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Ernesto Ortega Garrido – 45
El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Francisco José Najarro – 47
Sandro Luna: Sangre seca de Josep M. Rodríguez – 62 Raúl Quinto: Las célebres órdenes de la noche de Diego Sánchez Aguilar – 63 Alberto García-Teresa: Mantente firme de Kate Tempest – 64
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Gioconda Belli Por Miriam Reyes
Gioconda Belli (Managua, 1948) es una poeta y narradora nicaragüense cuya obra profundiza en el universo femenino y reivindica el papel de la mujer en la sociedad y en la cultura. Ha obtenido, entre otros, los premios Casa de las Américas (1978), el premio Biblioteca Breve de novela (2008), el premio Sor Juana Inés de la Cruz (2008) y el premio de las Bellas Artes de Francia (2014). Es miembro de la Academia Nicaragüense de la lengua y del PEN Club Internacional. Además, es Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia. También ha militado en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
¿Cómo te ha ayudado la poesía a la construcción de tu identidad? Ser mujer, ser nicaragüense, ser poeta... son las tres piedras fundacionales de quien soy, o sea que la poesía me ancló en mi ser porque fue la primera definición de mí misma que no me fue dada por el azar de los nacimientos. ¿Qué le diría la Gioconda adulta a la joven Gioconda que empezó a publicar sus poemas en 1970? Le daría un abrazo. No tengo nada que reprocharle a la Gioconda joven. Creo que fue muy valiente y siempre me da fuerzas recordar cuán atrevida fue. Me inspira para seguirlo siendo. Por algo digo que soy una mujer en avanzado estado de juventud. La militancia política y la poética, ¿se alimentan la una de la otra o se roban el pan? Las dos cosas. Se alimentan, pero la militancia política roba mucho tiempo. Y sin embargo, para mí la primera obligación de un poeta es vivir intensamente, de manera que uno vive con esa perenne tensión. ¿Crees que el feminismo se comprende mejor o peor hoy día que en los años setenta, cuando empezaste a escribir? Creo que se comprende peor, que el feminismo ha sufrido una suerte de satanización y la palabra misma está cargada de dobles sentidos. En vez de convertirse en una preocupación de todos, la igualdad entre hom-
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bre y mujer se considera a menudo una reivindicación «feminista», como si sólo concerniera a las mujeres. Yo digo que el feminismo es la reacción de las mujeres ante la marginación social. Es una reacción legítima. Tu poema «Consejos para la mujer fuerte», comienza así: «Si eres una mujer fuerte / protégete de las alimañas que querrán / almorzar tu corazón». ¿Por qué crees que se ataca a las mujeres fuertes? No sé con certeza, pero sé que sucede. La mujer que no juega el rol sumiso, modoso, que se empodera y reclama su lugar en el mundo, suele generar tormentas. Tormentas que van desde las que se hacen en un vaso de agua hasta otras mayores. Es una lástima porque la mayoría somos fuertes, incluso las que se escudan tras la debilidad. Por eso ese poema fue leído por más de trescientas mil personas cuando lo subí a Facebook. A juzgar por tu biografía, no has dejado de luchar nunca. ¿Cuáles son las causas, ideas o creencias por las que lucha Gioconda Belli en la actualidad? Las mismas en esencia. Lo que pasa es que ahora sé que la lucha nunca se acaba. Ahora en Nicaragua soy presidenta del capítulo nicaragüense de PEN, que es una organización internacional que lucha por la libertad de expresión. Desarrollamos muchos programas para fomentar la lectura, debatir, defender la independencia de los medios, entre otras cosas. ¿Tu poesía pregunta o responde? Creo que dice, conversa, comparte. ¿Qué jóvenes poetas nicaragüenses nos recomendarías? Entre los más jóvenes, el que más me ha impresionado es Carlos Fonseca Grigsby. Ganó el Premio Loewe de Creación Joven hace ya algunos años. Hay toda una generación que siguió a la mía y que no se conoce mucho. Poetas como Blanca Castellón, Milagros Terán, Marta Leonor González, Juan Sobalvarro. Nicaragua sigue siendo un país de poetas.
Juan Trejo La otra orilla del mundo Texto y fotografías: Fernando Clemot
Tras el éxito de El fin de la Guerra Fría (La otra orilla), (2008) y la consolidación que supuso La máquina del porvenir (Tusquets, 2014. Premio Tusquets de Novela) teníamos ganas de conversar con Juan Trejo (Barcelona, 1970) sobre su última novela: La otra parte del mundo. Nos encontramos con él en Sarrià, uno de los escenarios de la novela.
¿Estamos ante una historia de amor o de desarraigo? ¿Qué es La otra parte del mundo?
La otra parte del mundo es una historia de amor. Desde el primer momento, mi intención fue hablar del amor, o más concretamente del carácter trascendente del amor. La primera imagen que tuve de la novela fue el momento del banco, cuando Mario entiende por fin qué es lo que ha perdido. Quería hablar de ese instante de reconocimiento. Pero es cierto que Mario, el personaje que guía la narración de principio a fin, representa el desarraigo. Está perdido porque ha perdido algo, algo fundamental para el desarrollo de su vida, y anda vagando por el mundo porque ya no tiene centro. Cuando nos encontramos con él va de casa en casa, de
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prestado, y es sólo después de un incómodo momento con una amiga, en una de esas casas en las que está de paso, cuando entiende que su viaje tiene que acabar en algún sitio y en algún momento. Por eso decide volver a Barcelona para ver a su hijo. Por decirlo de otro modo, si La otra parte del mundo es una novela de amor es precisamente porque acaba diciendo que el amor es lo único que nos salva del desarraigo.
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Formalmente sorprende la voz del narrador, quirúrgica, tan alejada del foco del personaje. ¿Por qué elegiste esta forma de llevar la narración? ¿Qué aporta a la novela? Desde el principio pensé en esta historia como en un cuento, en el que se mezclaban elementos simbólicos con elementos reales, pues lo que pretendía explicar, la cualidad trascendente del amor, exigía ir más allá del mero realismo. Para poder tratar lo simbólico de manera directa, sin que se convierta en algo lyncheano o kafkiano y, por tanto, sospechoso o de difícil acceso, entendí que había que contar la historia desde cierta distancia. Por eso pensé en un narrador parecido al de los cuentos tradicionales, una de esas voces que no sabes exactamente de dónde salen pero que narran con determinación, sin cuestionarse lo que están contando; aunque, en mi caso, ese narrador atemporal sí ha pasado por el filtro del tiempo y se nota, creo, que es propio del siglo XXI. Con esa elección, obviamente, perdía una baza, la de la identificación con el personaje, pero a mí me interesaba mucho más el punto al que había que llegar que los elementos que conducían a ese final. Por eso el narrador se muestra a cierta distancia de la acción, pero, a cambio, se acerca al lector, le lleva de la mano unos metros por delante de lo que Mario sabe. Es ahí donde yo tuve que jugarme la complicidad del lector, desde la voz del narrador, que tiene que mantener un curioso equilibrio que me obligó a embridar esa voz y a controlarla en muchas ocasiones, porque mi tendencia natural es decir siempre más de la cuenta.
ble lo que tal vez no se viese a simple vista. La historia de Frank Baum es un cuento tradicional, aunque relativamente moderno y, por tanto, enraizado de algún modo extraño a la época en la que fue escrito, finales del siglo XIX. Como yo pretendía que ocurriese con mi cuento-novela. Por otra parte, El mago de Oz narra el afán de una niña que se ha visto enviada a otro mundo por volver a casa. El modo en que finalmente logra su propósito, después de vivir mil aventuras, me resultaba especialmente útil, porque en muchas ocasiones llevamos encima esa casa que andamos buscando desde tiempo atrás. Pero además hay otra cosa todavía más fascinante y significativa del cuento de Baum: el mago, el mediador poderoso que ha de posibilitar la transición, es un fraude. Ese es un detalle absolutamente infrecuente en los cuentos, pero aquí sirve para un propósito mayor, al menos desde mi punto de vista: hace evidente que es lo simbólico, y no otra cosa, lo que posibilita que la vida avance, que superemos los nudos que a veces paralizan nuestras vidas.
Dorothy, sus aventuras, un reino mágico. ¿Qué enraizó la historia del El maravilloso mago de Oz a la novela? ¿Qué temas de la novela de Frank Baum crees que se acoplan mejor a una trama tan contemporánea? En mi novela, el principal papel que cumple El mago de Oz es el de reforzar el carácter simbólico del que he hablado antes. Era una posible manera de hacer visi-
¿Qué peso tienen los grafitis como símbolo en la narración? ¿Qué significado le aportan a Mario? Los grafitis tenían que funcionar como géiseres en mi narración. Tomando la Tesis sobre el cuento de Piglia, diré que esos grafitis eran una suerte de recordatorio, para el personaje pero también para el lector, de que lo realmente importante se estaba jugando en otra
mación o una sensación suplementaria. Por otra parte, tratándose de una historia con una voluntad evidentemente simbólica, había que enraizar la historia a un tiempo y a un espacio muy concretos para que, sin dejar de ser lo que yo denomino un cuento, cualquiera pudiese identificar con exactitud el territorio en el que tiene lugar. La identificación de los espacios era fundamental para que la historia A permitiese la fluidez de la narración; una narración que, en términos generales, se desarrolla siguiendo los criterios de una narración realista.
dimensión de la narración. Los grafitis, por decirlo de otro modo, eran un puente entre la historia A, la historia visible, y la historia B, la que no se ve a simple vista pero que acaba marcando el sentido y la profundidad de la narración al completo. En un momento dado, uno de los personajes, echándole una manita al autor, casi lo explicita. Por eso precisamente, cuando la historia A y la B convergen, por seguir con el magisterio de Piglia, los grafitis desaparecen, porque ya no son necesarios. En último término, los grafitis son el mediador que desaparece, o incluso el Macguffin si se prefiere. Es una novela con unos escenarios muy definidos, muy concretos (sur de Francia, Barcelona, Sant Cugat, determinados parques, urbanizaciones, etc.). Todo lugar está señalado. ¿Qué dan a la narración unos escenarios tan férreamente marcados? Esta no es una novela de personajes en el sentido tradicional. No hay un extenso desarrollo sobre el carácter o la manera de pensar de ninguno de ellos y tampoco quedan especialmente marcados por sus acciones, pues se desarrollan todas dentro de lo que podría definirse como el ámbito de lo cotidiano. Sin embargo, quería que todos los personajes tuvieran algún tipo de profundidad, que no fueran meros elementos para hacer avanzar la narración. Por eso los espacios y los lugares son tan importantes, porque dicen algo de los personajes que los habitan o los transitan; les aportan una infor-
Hay dos personajes que nos llaman especialmente la atención: Marc, el hijo de Mario, casi un desconocido para él, y el de Montero Dreisden, prácticamente invisible al principio y luego tan revelador. ¿Quiénes son Marc y Montero Dreisden? ¿Qué representan en la singladura de Mario? Supongo que la mejor respuesta para esa pregunta sería remitirse a la propia novela, pues ahí está lo que tiene que estar, lo que es necesario saber de ellos y de su vinculación con Mario y su vicisitud; ya sea poco o mucho. Pero es cierto que son dos personajes que tienen un peso considerable sin que lleguemos a saber apenas nada de ellos. Para decirlo de un modo directo y simple, supongo que Marc es la otra cara de los grafitis. Nunca sabemos si es el autor de ellos o no, pero viene a representar lo mismo, aunque desde otro ángulo, porque Marc hace de guía involuntario: lleva a Mario hacia otro lugar, le permite dar el paso que ha de traerlo de vuelta desde la otra parte del mundo. Montero Dreisden cumple un papel diferente. Es un personaje que ya aparecía en mi primera novela, El fin de la Guerra Fría, y nunca he sido capaz de afirmar nada sobre él con total claridad o precisión. Es un misterio, incluso para mí. Y quiero que lo siga siendo. De hecho, es posible que protagonice una novela tarde o temprano. Estos mismos escenarios resultan cercanos a la memoria del personaje, pero a la vez se dibujan solitarios, desolados, como si sólo existiera el personaje. ¿Era vaciar los escenarios una forma de encontrarse mejor con el personaje de Mario? ¿De desnudarlo? No existe algo así como un escenario objetivo, significativo por sí mismo. Los escenarios o son importantes para el narrador, para el objetivo de la historia, o lo son
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Entrevista a Juan Trejo
para entender al personaje, tal vez incluso desde su punto de vista, gracias a su capacidad de observación. Aquí, la manera de hablar de los escenarios, como he indicado arriba, habla de aquellos que los viven o los transitan. La desolación, la carencia de significado en un principio, habla de lo que Mario tiene dentro, de cómo es él; al menos en ese momento. Las ciudades, por lo demás, son el mejor territorio psicogeográfico posible, están construidas con recuerdos, sensaciones, sentimientos; mucho más que con cemento o acero. Las ciudades están construidas también con narraciones, con discursos. Mario lo sabe, o lo intuye o lo recuerda, y como él está
vacío, no tiene discurso o narración que lo explique, busca en la ciudad esa narración que acabe complementándolo; los grafitis son un símbolo de esa búsqueda. Pero antes de que pueda recuperar un relato que explique quién es él va a tener que recuperar lo que hace que cualquier relato pueda ser contado, el verdadero motor. ¿Qué rasgos crees que mantienes de El fin de la Guerra Fría o La máquina del porvenir? ¿Crees que La otra parte del mundo está en su misma línea?
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A nivel de estilo, como he comentado antes, no tiene nada que ver. Lo que en las dos primeras era generosidad narrativa, por la fijación con los detalles y la extensión del fraseo, aquí es contención y mesura. Pero sí creo que hay varias líneas temáticas que las unen; y lo digo más como lector que como autor, pues no responde a un objetivo voluntario. Algunas de esas líneas son más obvias, como la cuestión paternofilial o el hecho de que alguna clase de búsqueda vehicule la acción; otras son algo menos evidentes, como el sentido de carencia en cuanto que cuestionamiento de la identidad o la necesidad de un sentido trascendente de la existencia. Llegaron la ciencia y la tecnología pero no llegó el conocimiento. En algún momento la búsqueda de Mario resulta desoladora y perfectamente común a la vez. ¿Qué hemos perdido por el camino? ¿Qué nos falta o nos sobra? No me veo capaz de responder de manera fiable a esas preguntas, pero sí puedo hablar del modo en que mi experiencia del mundo ha moldeado la visión que tengo del mismo. En ese sentido, insistiría en lo que se dice al principio de La otra parte del mundo, que la crisis ha hecho evidente un detalle fundamental en el que nadie, o casi nadie, parece haber reparado con el interés y la intensidad que requiere: el triunfo absoluto de un sistema de vida que nos convierte en objetos de consumo. Porque el capitalismo ha moldeado también nuestra sensibilidad, la parte más profunda de nuestro ser. Es decir, ya no existe diferencia alguna entre lo íntimo y lo exterior. Medimos nuestros sentimientos según varemos de productividad y eficacia. Buscamos, ya sea en nuestros trabajos o en nuestras relaciones afectivas, o incluso con nuestra salud, una mayor rentabilidad. El hecho de que nuestros beneficios, a todos esos niveles, se establezcan, no aumenten adecuadamente, nos parece un terrible problema, casi un atraso. En buena medida nos relacionamos con las personas como lo hacemos con los aparatos que modelan nuestro día a día, por eso si no nos resultan satisfactorias, o si entendemos que podemos aspirar a más, cambiamos. Esa falsa capacidad de decisión nos hace creer que somos más libres que nunca, que no estamos sometidos a la tiranía, por ejemplo, de lo que marcaban las costumbres. Pero me temo que no es así.
Entrevista a Joan Álvarez Por Bel Carrasco Fotografía: Giovanna Fernández ©
La Academia de Cine, pomposamente llamada de las Ciencias y Artes Cinematográficas de España, nació como surgen muchos proyectos en este país: en una comida de amigos animados por un propósito común. En noviembre de 1985, el productor Alfredo Matas convocó un encuentro celebrado en un restaurante de Madrid, al que asistieron Luis G. Berlanga, Carlos Saura, José Sacristán y Charo López, entre otros profesionales del séptimo arte. Pocos meses después, tomaba carta de naturaleza una institución de perfil algo difuso destinada a fomentar el cine español y darle rango y categoría artística bajo la presidencia de José María González-Sinde. Por su sede de la calle Zurbano han pasado una quincena de presidentes, algunos de trayectoria tan efímera como Fernando Trueba, Gerardo Herrero o Antonio Resines, que sólo estuvieron un año al frente de la Academia cuando el mandato presidencial es de tres. Desde 1916 ocupa el puesto Yvonne Blake, que emprendió una nueva etapa iniciando un proceso de renovación y transparencia. La pasada primavera se incorporó como director general Joan Álvarez, valenciano de brillante trayectoria como gestor cultural, cuyas primeras tareas fueron el diseño de los premios Goya 2018 —una ceremonia más sobria que las anteriores— y la elaboración de la estrategia de la Academia para el resto del año. Admirador de Luis G. Berlanga, a quien dedicó una biografía novelada, Álvarez pasó del periodismo cultural a dirigir una cantera de cineastas, el Centro de Formación de Guionistas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Valencia, así como la Fundación para la Investigación del Audiovisual, entre 2001 y 2010. Reclutado por el Instituto Cervantes, ocupó dos destinos en ciudades tan dispares como Estocolmo y Casablanca. Ha desarrollado proyectos europeos e iberoamericanos y en la actualidad lidera, en el marco de EUNIC, un proyecto de fomento de la coproducción en todos los terrenos de la cultura, entendida como un recurso idóneo para combatir la islamofobia y el radicalismo violento, entre cinco países de la Unión Europea y Marruecos. Anteriormente, dirigió la Filmoteca de la Generalitat Valenciana y la Red Iberoamericana de Desarrollo Audiovisual (Red Idea), entre otros cargos.
¿Cuáles fueron los asuntos más urgentes que se encontró sobre la mesa al ocupar el cargo de director general de la Academia de Cine? Me incorporé a la Academia a primeros de abril de 2017, siete meses después de que fuera elegida la actual presidencia de Yvonne Blake, Mariano Barroso y Nora Navas. Al llegar tenía sobre la mesa los resultados de una encuesta dirigida a los mil trescientos académicos que es una radiografía de lo que pensaban, querían o esperaban de la nueva época que estamos abriendo en la historia de la Academia. Como respuesta se mandó una invitación a casi quinientos profesionales, la mayoría jóvenes, de España pero también de América Latina, con grandes nombres como Paz Alicia Garciadiego o Juan José Campanella, para que entraran en la Academia. De momento, hay más de ciento veinte nuevas inscripciones, casi un diez por ciento más. Las otras dos demandas eran que la Academia se acercara a los socios. Ya hemos puesto en marcha el proyecto Academia del Cine en Red, que consiste en que nuestras actividades se programen a lo largo de una red con nodos en aquellos lugares donde haya un número significativo de académicos o una actividad cinematográfica que lo permita. En los tres primeros meses activamos nodos en Valencia y Pamplona y le vamos a dar toda la marcha que podamos a nuestra segunda sede en Barcelona. En un año esperamos completar esta red. El tercer asunto era mejorar la comunicación interna y la segunda semana de junio salió la primera edición de la nueva newsletter de la Academia, que ha tenido una recepción muy buena. Aparte de organizar los Goya y seleccionar los candidatos al Oscar, ¿qué otras funciones cumple la Academia? La Academia organiza los Goya, mantiene una programación regular de su sala de proyecciones y de su sala de exposiciones en la sede de la calle Zurbano y
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concede media docena de medallas al mejor libro de cine, la mejor labor periodística, la mejor aportación tecnológica, el mejor proyecto social o humanitario, los mejores desempeños profesionales, la trayectoria de toda una vida... También actúa como una plataforma en la que confluyen muchos proyectos e iniciativas entre las más potentes que se plantean en el cine español. La Academia edita la revista que lleva ese nombre y participa en una iniciativa, con la fundación SGAE y la Universidad Europea, para recoger y conservar la memoria viva de los cineastas españoles. Además, hay otros proyectos de gran interés, como el ciclo de los Goya itinerantes que hacemos con Gas Natural, el de los Goya por el mundo con el Instituto Cervantes y Aecid, o el de Mujeres que no lloran, en el que colaboramos con Cima. Queremos que la Academia sea una plataforma inspiradora de proyectos y programas en muchas direcciones. Hemos empezado invitando a todas las iniciativas que llevan el cine a la escuela y estamos seguros de que van a cristalizar en un gran proyecto de alfabetización audiovisual con la complicidad de las administraciones educativas. Con el ICAA trabajamos en un plan para mejorar la proyección del cine español en el mundo. Ejercemos como sede europea de la Federación Iberoamericana de Academias del Cine. En octubre celebraremos una reunión con Hollywood en Madrid y estamos trabajando en un gran encuentro mundial de Academias del cine para 2018. Me ilusiona especialmente el vínculo con las fundaciones y las ONG en la línea de «cine, ayuda y solidaridad», a través de las que muchos cineastas hacen contribuciones humanitarias. La Academia tiene que comprometerse como la comunidad de todos los cineastas que es. La presidenta de la Academia, Yvonne Blake, prometió «transparencia, honestidad y renovación» al tomar su cargo. ¿Qué rumbo lleva ese proceso? En la Academia estamos convencidos de haber entrado en una nueva época cultural en la que hay que estar
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más abiertos, más conectados y ser más protagonistas de los cambios y las innovaciones que se dan a nivel europeo, iberoamericano o global. Queremos que la gente, los espectadores, se sientan orgullosos de su cine y de sus cineastas. Sería fantástico crear un pacto de aprecio y orgullo entre los que hacemos el cine y quienes lo disfrutan y lo aman. ¿Qué simbiosis existe entre usted e Yvonne Blake? Hay una simbiosis total. Mi responsabilidad es la gestión de los asuntos en su lado práctico, en su ejecución. Como director general propongo todo tipo de iniciativas. La responsabilidad última, el gobierno de la Academia, es de naturaleza colegiada, está en manos de la junta directiva, cuya cabeza es la presidenta. En el día a día, nos repartimos las tareas de representación y procuramos no perdernos nada de lo que hace cada cual. La puerta que comunica nuestros despachos está casi siempre abierta. ¿Cuál cree que es el talón de Aquiles del cine español? A corto plazo, venimos de una etapa muy mala para la financiación y aún no sabemos cómo va a funcionar el modelo que se ha puesto en marcha y que hay que ir ajustando ejercicio a ejercicio. La falta de control de los canales de distribución y una miopía brutal a la hora de entender la creación del gusto en las audiencias (un mal que afecta a casi todas las disciplinas culturales) nos han dejado en una posición de gran debilidad, porque con una cuota de pantalla entre el dieciséis y el veintiuno o veintitrés por ciento no se sostiene una producción de ciento ochenta películas al año. La mutación digital con su impacto sobre las pantallas, iniciativas como la ya mencionada para llevar el cine a la escuela o una labor de comunicación continuada para borrar todas las leyendas negras e impulsar el orgullo por nuestro cine son algunas líneas para trabajar duro y esperar aciertos a medio plazo.
mación o la receptividad ante las estrategias de promoción del cine español, la fuerza de los festivales y el apoyo de los medios de comunicación públicos cumplen su papel, aunque tal vez todo se pueda mejorar. En los últimos años estamos viendo el éxito de las operadoras privadas a la hora de promocionar las películas en cuya producción concurren. Es un modelo interesante aunque difícil de llevar a las producciones que no entran en sus planes. ¿Subvenciones sí o no? ¿Cuál es su opinión? Un modelo mixto público-privado con ayudas directas de financiación y otros mecanismos de desgravación fiscal o de ventajas impositivas es lo que se puede considerar como idóneo teniendo en cuenta de dónde venimos y cuál es la filosofía de la financiación de la cultura que tienen en sus programas de Gobierno los diferentes partidos que gobiernan. En mi opinión, lo importante es que se diseñe el modelo de financiación en función del tipo de cine que se quiere tener y no a rastras del modelo de fiscalidad o de las exigencias de control presupuestario de los presupuestos del Gobierno central o de las autonomías con fondos de ayuda.
¿Por qué existe en algunos sectores cierta reticencia, incluso desprecio, hacia las películas españolas? Una dosis grande de leyenda negra y una inercia a la hora de menospreciar lo propio y engrandecer lo ajeno. Pero los que estamos detrás de la cámara también formamos parte de esta historia. En otras palabras, esto sólo lo arreglamos entre todos. Pero, como demuestran los casos de Francia, Gran Bretaña o Suecia, por no hablar de India o de los Estados Unidos, el problema tiene arreglo. ¿La crítica y los medios culturales apoyan suficientemente las producciones nacionales? La crítica es un ejercicio subjetivo del juicio estético; no parece fácil que deje entrar razones de otro tipo. La infor-
Ante el tema del IVA y el agravio que supone respecto a otras expresiones artísticas, ¿cuál es la postura de la Academia? La Academia pidió y sigue pidiendo la bajada del IVA a un porcentaje razonable y coherente con la media de nuestros socios europeos con una producción de películas similar. Consideramos que esa bajada ayudaría a que fuera más gente al cine y más gente joven. Como el Gobierno ha envuelto la perduración del IVA del cine en una nube de misterio, hay cinéfilos que piensan que quieren tener un Rosebud particular por si llega a ponerse en venta Xanadú. ¿Qué países son los que importan más producciones audiovisuales españolas? Europa y América Latina son los mercados más receptivos de productos audiovisuales hechos en España. Pero he visto cosas curiosas como el gran éxito de
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Entrevista a JOAN ÁLVAREZ
Los Serrano en la televisión finlandesa o la buena acogida de Betty la fea en su versión para Rusia. En estos momentos, hay unos cuantos productores españoles que han empezado a trabajar seriamente el mercado chino. Con los dedos cruzados, ciertamente. Ha residido en Estocolmo y Casablanca como delegado del Instituto Cervantes. ¿Su experiencia en ambas ciudades le permite forjar esperanzas sobre un posible diálogo Norte-Sur? El diálogo entre culturas, y entre civilizaciones, es una realidad diaria y cotidiana. La comunicación internacional crece de manera exponencial, entre instituciones, empresas y, sobre todo, entre ciudadanos. El auge del turismo es espectacular. El mestizaje cultural es impresionante, en música, en cine, en artes plásticas, en literatura, en gastronomía, en costumbres. Pero ese movimiento de fondo, y su comprensión correcta, está distorsionado por una lógica creación de resistencias (que es una fuente muy rica de innovación cultural) y, sobre todo, por la violencia, el terrorismo y los asesinatos indiscriminados, una plaga, una guerra de nuevo tipo de la que sólo se libra América Latina. Es el factor que más dificulta el diálogo Norte-Sur, que en mi opinión ya no tiene referencias geográficas sino culturales o de las creencias y la percepción del otro. ¿Por qué, en vez de estar orgullosos del tercer idioma que más se habla en el mundo, los españoles nos dejamos colonizar por el inglés? En esta cuestión hay dos polos: el español y el americano. Tenemos que acostumbrarnos a dejar de considerar el español como una cuestión sólo de España o de los españoles. En el lado de aquí, el valor del español o la minusvaloración del español forma parte de ese menosprecio de la cultura que se ha instalado en las instituciones oficiales, la opinión pública y gran parte de la ciudadanía después del gran momento positivo que se vivió durante los años ochenta y noventa. El valor de la cultura, y del español, es una de las víctimas sacrificadas a la crisis de la deuda que aún nos aprieta, como demuestra la caída del Banco Popular. En el lado de allá, se ha visto tan cerca el «paraíso»
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de los EE. UU. que dominar el inglés es el criterio de la distinción social y de la promoción profesional. Los EE. UU. de Trump no son la misma cosa y ahora urge defender el español y la cultura hispánica desde dentro de los Estados Unidos. Ojalá todo esto tenga un efecto positivo para recuperar el orgullo propio. También forma parte de un proyecto europeo para combatir la islamofobia. ¿Cree que es un objetivo posible mientras se sigan produciendo atentados? Es muy difícil, extraordinariamente difícil mientras se produzcan atentados, pero es ahora cuando resulta inexorablemente urgente. El programa lo impulsa EUNIC, la unión de institutos culturales europeos, y se realiza en Marruecos y entre la diáspora marroquí en España, Francia, Italia, Portugal y Alemania. Su objetivo no es combatir la islamofobia sino el radicalismo violento y la islamofobia en simultáneo y por ese orden. Durante casi una década dirigió la Escuela de Guionistas de la Universidad Menéndez Pelayo de Valencia. ¿Tiene algún guión propio guardado en el ordenador? Llevo siete años sin tocar la carpeta «Guiones», pero hay dos proyectos que se quedaron a punto de rodaje. Con toda la paciencia del mundo, no descarto que llegue el día en que mis obligaciones de gestión me permitan volver a poner la cabeza en modo guionista.
Bel Carrasco (Valencia, 1952) es ingeniera T. Agrícola y licenciada en Ciencias de la Información. Ha trabajado en El
País y varios medios valencianos: Las Provincias, Levante, Cartelera Turia, RTVV, etc. Hace veinte años que colabora con El Mundo Valencia y tiene un blog en la edición digital, Zoocity. Ha publicado Las semillas del madomus (Versátil) y otras tres novelas, además de varios cuentos con el colectivo Bibliocafé.
Semblanzas literarias
Reinhard Huamán Mori
La maldición de Weldon Kees – 14
David Aliaga
Almendra vacía, azul regio – 17
José de María Romero Barea John Berger: la disposición intersubjetiva – 19
Aitor Francos
Sylvia Plath: la ausencia del padre – 28
Antón Sánchez Testas y Lucía Alba Martínez
La saga de Nápoles: Elena Ferrante y el regreso de los grandes relatos – 32
Alejandro Padrón
El amor es más frío que la muerte – 37
Carlos Fuller
Como la heroína. Un ensayo sobre Hijo de Jesús y la figura de Denis Johnson – 39
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La maldición de Weldon Kees Por Reinhard Huamán Mori A modo de consuelo, solía repetirme alguien muy querido, cuando se veía desbordado por el dolor y la incomprensión, que todos y cada uno de nosotros transitamos por este mundo cargando nuestra propia cruz. Para los no cristianos esa cruz bien podría ser el destino o el azar, mientras que para los más analíticos se trataría simplemente de una condena o de un castigo merecido, si no de una fatal coincidencia. Otros tan sólo atinan a encoger los hombros y a guardar silencio; en tanto que los más imaginativos y soñadores optan por refugiarse en las faldas de una idea abstracta y se contentan con extraviarse en esa rosada vaguedad que llamamos justicia poética o designio cósmico. A veces, ese alguien muy querido zanjaba de un tajo la cuestión con una inapelable coletilla: «Era inevitable». Si reflexiono sobre esto es porque todavía cuesta creer que un autor como Weldon Kees, cuya brillantez y sobriedad le llevaron a transitar con excepcional solidez por la poesía, el teatro, la pintura abstracta, el jazz o el cine, se vea inmerso en ese intrincado y monocromo limbo que es el olvido literario. De hecho, pese a que fue una de las mentes más polifacéticas y perspicaces de su generación, su notoriedad se diluyó raudamente tras su misteriosa desaparición, en 1955. Desde entonces, su nombre se ha mantenido siempre al margen del ámbito cultural anglosajón y si ha llegado hasta nosotros, ha sido gracias a la tozudez de unos pocos poetas que se resisten a aceptar sin cuestionar ese taxonómico agujero negro conocido como canon literario. De algún modo, parece que el destino de la obra de Kees está poderosamente ligado a la última decisión que tomó antes de desvanecerse por completo entre nosotros. Si sabemos cuál fue su último paradero es gracias al hallazgo de su Plymouth Sa-
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voy abandonado y con las llaves puestas en el puente Golden Gate, en California. Después de aquello, los hierbajos que florecieron en su jardín fueron meras conjeturas, teorías, sospechas o corazonadas. Lo cierto es que nadie volvió a verlo y, conforme pasaban los días a la espera de concreta información, su imagen se fue horadando, tornándose cada vez más borrosa para el público. La atronadora aparición de Allen Ginsberg con su Howl and Other Poems, en 1956, así como la telúrica irrupción de la poesía beatnik, supusieron la estocada final que lo expulsó hasta ese nebuloso purgatorio en el que continúa atrapado. Estoy convencido de que si Kees hubiese fallecido —o si se hubiese retirado como hizo Arthur Rimbaud—, la crítica habría revaluado y valorado mucho mejor la profunda dimensión que caracteriza su obra literaria, pictórica, cinematográfica y musical. Encontraríamos sin dificultad su monosilábico apellido en los índices de casi todas las antologías de poesía estadounidense, acompañado de otros ilustres contemporáneos, entre ellos Robert Lowell, Elizabeth Bishop, Delmore Schwartz o John Berryman. Siguiendo esa línea, y aunque suene bizarro y macabro decirlo, no me cabe la menor duda de que si se hubiese suicidado, las puertas del Parnaso universal se le hubieran abierto de par en par y hoy estaríamos celebrando su magnífico y poliédrico legado artístico, desarrollado en esos intensos aunque insuficientes cuarenta y un años de los que tenemos noticia. La realidad, sin embargo, se mostró más bien impenitente y mezquina, pero no tan incisiva como él mismo. Hacia 1955, Weldon Kees llevaba sobre su espalda muchas cargas y severas heridas aún por cicatrizar. Además de lidiar con sus propias crisis maníaco-depresivas y el alcoholismo de su esposa —de la cual luego se divorció—, su frustración se iba haciendo cada vez mayor, ya que si bien su reputación entre el gre-
mio artístico se iba consolidando, lo que él perseguía era el éxito comercial. Lo intentó de múltiples maneras, pues su alta destreza le proporcionó siempre los más aptos recursos para demostrar su genio: una solvente voz poética repartida en tres libros; un agudo y afilado sentido para la valoración crítica; una gran capacidad interpretativa como pianista de jazz; un ojo mágico para la fotografía e imaginación para la pintura. Efectivamente, lo tuvo todo, o casi todo: lo único que le faltó fue confianza en su propia persona, muy mermada por aquel entonces.
Todo esto se evidencia con suma nitidez en su poesía y nos permite entrever su compleja y nihilista personalidad, así como la nebulosa y desalentada manera de percibir y representar la sociedad y su época. Si nos propusiéramos retratar un paisaje basándonos en sus versos, veríamos sobre nuestro lienzo una ciudad sofocada por una inmensa sombra apocalíptica, en la que sus habitantes no sólo se encuentran oprimidos y angustiados, sino que se desprecian hondamente porque el futuro no es una posibilidad, sino una condena. Es bien sabido que Weldon Kees bebió de la copa de Baudelaire hasta embriagarse de esa ineludible sensación de fracaso con la que compuso Les Fleurs du Mal; también la desesperanza y el horizonte baldío que apreciamos en sus poemas provienen de Eliot. No obstante, hay un aspecto en el que se distancia de su compatriota, y es que Kees no contempla la posibilidad de redención, ni religiosa ni moral. Por ello, fue considerado el poeta más moderno de su generación, siempre obsesionado con la aniquilación atómica, amenaza que hasta hoy nos acecha. Ahora bien, para que nuestro cuadro sea un auténtico Kees debemos especificar la composición y los rasgos de sus trazados y difuminados. La enorme virtud de su poesía no reside en las tonalidades de sus grises, sino en el tino con el que escoge las palabras y en la armoniosa sutileza con los que crea sus devastadores efectos. El estilo que posee es elegante y de una sobria sencillez sintáctica, sin fricciones. De hecho, huye de cualquier oscurantismo gramático y de toda clase de dificultad léxica: su estructuración es formalmente clásica y correcta, decantándose por la sugerencia antes que por cualquier definición. Tampoco sucumbe a la tentación de los cultismos ni es propenso a caer en experimentalismos lingüísticos. Un rasgo importante es que su poesía se mostró madura y muy bien cuajada desde su primer libro, The Last Man, de 1943.
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Reinhard Huamán Mori. La maldición de Weldon Kees
No me cabe la menor duda de que si se hubiese suicidado, las puertas del Parnaso universal se le hubieran abierto de par en par y hoy estaríamos celebrando su magnífico y poliédrico legado artístico. De ahí que los otros dos que le siguieron —The Fall of Magicians y Poems 1947-1954— no presentaran ningún marcado signo de evolución, sino que mantuvo siempre su alta calidad, volviéndose poco atractiva y nada sorprendente para el grueso de la crítica, entrenada para detectar altibajos y aplaudir lo conocido. La entonación predilecta es el coloquialismo de corte narrativo y, lejos de la fácil verborrea, demuestra una envidiable capacidad de concreción, lección aprendida de sus felices incursiones en la narrativa y el teatro. Sus poemas más logrados no necesitan acumular palabras para describir ambientes o emociones, les basta sólo con un adjetivo o un adverbio para despertar el asombro. «Early Winter», «Homage to Arthur Waley», «Robinson», «That Winter», «Crime Club», «1926» o «The Darkness» dan buena fe de ello. La fina inteligencia de Kees se aprecia en estos imperceptibles pero decisivos detalles y nos exige no sólo concentración y paciencia, sino también constantes relecturas. Este factor puede resultar decisivo a la hora de sumar lectores, pues no muchos se muestran dispuestos a conceder su tiempo a un mismo libro reiteradas veces. Difícilmente Kees será un autor de mayorías, pero sí puede estar orgulloso de la fidelidad a ultranza de sus contados seguidores. Contrario a lo que pueda pensarse, los intentos por difundir su obra han sido numerosos, aunque poco fructíferos. Además de sus Collected Poems a cargo de
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Donald Justice en 1960 y de una selección de sus relatos titulada The Ceremony and Other Stories, por Dana Gioia, se han publicado dos volúmenes que analizan su obra poética y pictórica; una biografía: Vanished Act: The Life and Art of Weldon Kees, por James Reidel, quien a su vez compiló sus más destacados artículos y ensayos y editó su única novela: Fall Quarter. Por otro lado, en 2012, Kathleen Rooney le rinde homenaje con Robinson Alone, una novela basada en el personaje homónimo de Kees. En castellano, sus poemas han sido recogidos por primera vez en una muestra antológica por la editorial Vaso Roto y es precisamente Dana Gioia, amplio conocedor y admirador suyo, quien firma la magnífica y muy completa introducción a El club del crimen. Tragedia, infortunio, maldición... Sea como fuere, han sido muchas las circunstancias que han jugado en su contra, pero ninguna tan devastadora como la súbita y enigmática ausencia que truncó sus opciones de masivo reconocimiento. En todo caso, Weldon Kees ya hizo su parte, o lo que estuvo en sus manos. Nos toca ahora a nosotros decir la última palabra: todo dependerá del cristal con el que lo miremos y de la actitud con la que leamos a este estupendo poeta que aún se debate entre la clandestinidad y la resurrección.
Reinhard Huamán Mori (Lima, 1979) es poeta y editor. Bachiller de Literatura Peruana e Hispanoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, ha publicado el poemario El árbol (tRpode, 2007), Fragmentos de fuego (Paralelo Sur, 2010) y Ella (12 secuencias) (2015), de su heterónimo Isabel Archer. Es director del blog y el sello Ginebra Mag-
nolia, recientemente convertida en editorial tras una amplia trayectoria como revista literaria. Ensayos, traducciones y poemas suyos han sido publicados en diversas revistas como la propia Ginebra Magnolia, Paralelo Sur o Quimera. Colabora con el diario peruano Expreso y con el Diario de Ibiza, ciudad donde actualmente reside.
Almendra vacía, azul regio Por David Aliaga «Pretendía descubrir su secreto, desentrañar su escritura […] pero quedaron y quedan en su poesía zonas de sombra que puedo admirar o disfrutar, pero no explicar», escribe Jesús Munárriz sobre la tarea de traducir a Paul Celan. Con una naturalidad poco académica pero certera, el editor de Hiperión señala la imagen de sí mismos que el espejo del lenguaje celaniano devuelve a la mayoría de sus lectores. El texto forma parte del libro Lecturas de Paul Celan, en el que Mario Martín Gijón y Rosa Benéitez Andrés recopilan algunas de las ponencias que se dictaron en el marco del Congreso Internacional «Paul Celan en España e Hispanoamérica», celebrado en la Universidad de Extremadura en mayo de 2015. La obra de Celan ha sido a menudo despreciada por el lector perezoso y acusada de incomprensible y excesivamente oscura. Ante la exigencia del texto, rendición. Sin embargo, admirados por George Steiner o Jacques Derrida, los versos del poeta de Cernăuți han dado lugar a las sublimes y abnegadas lecturas de Péter Szondi, Jean Bollack o Arnau Pons, quien participa del volumen con el artículo «Descifrar el idioma, traducir el poema», el más brillante del conjunto. Como lo hiciese Szondi de una forma embrionaria y Bollack hasta alcanzar la condición de referencia ineludible en materia celaniana, Pons evidencia en su reflexión la necesidad de una posición de honestidad, indisociable de la autoexigencia,
para abordar la comprensión y la traducción de cada verso escrito por el autor judío, a cuyo desentrañamiento se entrega, en esta ocasión, a partir de la crítica a la tesis doctoral de Evelyn Dueck. En tanto que Celan —culpable por escribir en la lengua de los asesinos, como leemos en varios artículos— construye un idioma nuevo, rastrea en las ruinas del alemán, resemantiza y crea un acto poético continuado, que se actualiza en cada acto de lectura, exige. Reclama un esfuerzo de lectura mayor que el de buena parte de autores del siglo XX, que constituye en sí mismo una recompensa adicional al poema, o que forma parte de él. Su influencia en la poética de José Ángel Valente y, a través de él, en diversas generaciones de autores españoles justifica la necesidad de un congreso y un volumen que observe a Celan desde la óptica hispánica. Sin embargo, el elevado registro del campo de batalla teórico en que se ha convertido la lengua celaniana y la dificultad para comprender la obra poética del autor, que lo convierte también en un objeto de estudio pertinente, hacen de estas Lecturas de Paul Celan un libro irregular, no sólo por la falta de profundidad de algunos de los artículos que lo integran, sino porque somete al lector al desconcierto que supone transitar en un mismo volumen de lo académico a lo wikipédico, de la voluntad de comprender a Celan a la excusa para escribir, en realidad, sobre uno mismo.
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David Aliaga. Almendra vacía, azul regio
dición poética alemana del siglo XX. Marco Antonio Mayor luz arroja sobre el conjunto la pertinente deNúñez se esfuerza en un intento de comprender cómo cisión de sus editores de organizarlo en tres secciones: Derrida leyó al escritor rumano en un artículo que «Traducciones», «Lecturas» e «Influencias». Junto con gira en torno a un concepto dudoso («la palabra lael texto de Pons, en la primera destaca la explicación de cerada»), si se trata de Celan, y excesiJosé Aníbal Campos sobre su traducción vamente considerado en la conclusión de «Fuga de muerte». A pesar de adopde que el método deconstructivista tar en alguna ocasión un tono excesivapuede conducir a una lectura equívomente justificativo, pero con una gran ca de Celan, sembrando la sospecha perspicacia filológica y literaria, el autor sobre una posible ignorancia o toma cubano desnuda en su texto el proceso de partido ideológica del lector frente de traducción y se muestra como ejema Derrida, más que sobre la propuesta plo de lealtad a la palabra y a su oficio. derridiana. Con todo, su lectura resulDel artículo de José Luis Reina Palazón, ta interesante y pese a mi incomodiincorporación ineludible en cuanto que dad con alguna de sus proposiciones, traductor de las obras completas de Cees una de las piezas que eleva el regislan editadas por Trotta, interesa su acertro del tomo. camiento a la idea que el propio poeta A pesar de la irregularidad del conjudío tenía acerca de la traducción. Paul Celan, 1938. Fotografía del pasaporte junto, Lecturas de Paul Celan es un voEn el apartado de «Lecturas», el tralumen que debemos agradecer a Marbajo de Francisco Jarauta, titulado «Paul tín Gijón o Benéitez Andrés, en cuanto que propósito Celan: Dice verdad quien dice sombra», nos somete, de justicia hacia la obra del poeta judío, pero también una vez más, a leer una enciclopédica introducción a como causa de textos ya incorporados a la bibliografía Celan, pero ofrece de manera somera algunas claves de referencia celaniana como los de Campos, Pons o de lectura fundamentales para aproximarse a su obra. Gómez Toré, que ofrecen además un exquisito disfruEduardo Moga aborda las referencias al suicidio en la te intelectual. obra de Celan en un texto valioso por su exhaustividad y corazón lírico, pero que cierra con un gesto innecesariamente exhibicionista al incrustar un poema en prosa de su propia creación dedicado a la muerte del poeta. En cuanto a las «Influencias», José Luis Gómez Toré acomete el reto de abordar la relación entre las obras de David Aliaga (L’Hospitalet de Llobregat, 1989) es doctorando en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la UniversiPaul Celan y José Ángel Valente, introductor de la obra dad Autónoma de Barcelona con una tesis sobre los problemas del primero en el español. El autor madrileño despade representación de la identidad judía en la novela norteamericha con solvencia arqueológica una aproximación a los cana del siglo XXI. Es autor de los libros de relatos Y no me llamavínculos entre ambos, atendiendo especialmente a la ré más Jacob (Isla de Siltolá, 2016) e Inercia gris (Base, 2013) y radicalidad de sendas poéticas y su compromiso ético, de la novela breve Hielo (Paralelo Sur, 2014). así como la lectura que Valente hace de Celan, no como agente aislado, sino como parte de la desatendida tra-
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John Berger: la disposición intersubjetiva Por José de María Romero Barea En noviembre de 1619 el filósofo francés René Descartes se retiró a fin de reflexionar sobre los fundamentos del conocimiento de nosotros mismos y del mundo. Desde la reflexión que produce la certeza incruenta del cogito sostuvo: «Pienso, luego existo». Años antes, en 1571, el pensador Michel de Montaigne, aquejado cada vez más de melancolía, se había retirado a la torre de la biblioteca en su finca en el Périgord, donde comenzó a escribir sus Ensayos. Tenía treinta y ocho años. Desde las ventanas se podían ver sus fincas y el filósofo podía comprobar así si sus hombres estaban o no eludiendo su trabajo. Inscritas en las paredes y las vigas de su cámara en la torre, unas sesenta máximas en griego y latín. Al igual que Descartes y Montaigne, el crítico de arte, escritor, pintor y poeta John Berger (Hackney, Londres, Inglaterra, 5 de noviembre de 1926 - París, Francia, 2 de enero de 2017) ha influido de forma decisiva en la historia universal de las ideas. Uno de los intelectuales británicos más influyentes de los últimos cincuenta años, su obra ha conformado el pensamiento de al menos dos generaciones de artistas y estudiantes. Desde una fecha tan lejana como 1958, cuando escribió su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo, sus libros tratan del exilio y la diferencia, que, desde entonces, se han convertido en cuestiones políticas y sociales de primer orden. Su escritura trasciende las formas y su temática varía de Picasso a la pobreza mundial, de la fotografía a la difícil situación de los campesinos sin tierra. Parece, incluso en la vejez, que sigue conservado la curiosidad y la energía que impulsó a su yo más joven. Sus libros son difíciles de catalogar. Aunque nacido y criado en Inglaterra, siempre ha poseído, acorde a su espíritu cosmopolita, una sensibilidad claramente europea. Ha sido comparado con Umberto Eco o el último W. G. Sebald. «En las letras inglesas contemporáneas —escribe la escritora y periodista Susan Sontag— [Berger] me parece inigualable; desde D. H. Lawrence no ha habido
un escritor que preste atención al mundo sensual y al mismo tiempo sea capaz de escuchar los imperativos de la conciencia». Su obra se caracteriza por su afán educativo. Su argumentación no es agresiva: pretende instruir deleitando. La profundidad y la furia de la pasión de su pensamiento nos invitan a participar, a protestar y, sobre todo, a ver con nuestros propios ojos. La vista antes que las palabras Queremos ver, pero la memoria apenas logra retener fragmentos de ese catálogo de imágenes perdidas. Vamos por la tercera imagen y ya no recordamos la primera. Ver (recordar) es imposible. Los primeros libros del escritor anglosajón constituyen una eliminación selectiva de los preceptos; suponen una sucesión de exempla sobre la vida, la muerte y la filosofía. Su literatura temprana es material combustible, autocombustible. Modos de ver (1972. Gustavo Gili: Barcelona, 2013), está compuesto de espasmos amnésicos. Berger nos avisa ya desde la portada: «La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. Pero esto es cierto también en otro sentido. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos este mundo con palabras». Su novela G. había ganado en 1972 el premio Booker. Ese mismo año, la BBC transmitió su serie de televisión Modos de ver (dirigida por Mike Dibb) y publicó el texto que nos ocupa, a modo de acompañamiento. Se utiliza a menudo como texto universitario. Modos prefigura muchos de los temas que desarrollaría en su obra posterior. Hay ensayos que constan sólo de imágenes (2, 4, 6), pero en esencia Modos es un libro compuesto por transcripciones de miradas sobre la Historia del Arte. Incluye la reproducción de cuadros y fotografías que ilustran dicho paseo. Los cuadros al óleo conviven con las vallas publicitarias. El arte tradicional con el abstracto. Los saltos adelante y atrás en el tiempo, para demostrar una teoría y su opuesta, son
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José de María Romero. John Berger: la disposición intersubjetiva
constantes. Se disfruta experimentando con la imagen, el tamaño y estilo de letra. La traducción de Justo G. Beramendi hace justicia al original. El prólogo de Eulàlia Bosch contiene reflexiones acertadas sobre el británico. Modos aspira a una teoría del arte que sea útil para la formulación de demandas revolucionarias. En ausencia de valores rituales o tradicionales, se sostiene que el arte en nuestros días está basado en la práctica política. El sistema de trabajo del ensayo es similar al empleado por Walter Benjamin en La obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1936). En cierta forma, es un homenaje al opúsculo de Benjamin, cosa que se reconoce en la página cuarenta y dos. Al filósofo alemán pertenecen muchos de los conceptos que desarrolla el británico. Entre otros, la pérdida del aura y la politización del arte, al que se dedica el primer ensayo. El aura del arte se identifica con la singularidad, con la experiencia de lo irrepetible. La reproducción técnica destruye dicha «originalidad» y ya no es posible calibrar el valor de un objeto. La pérdida de la originalidad por la existencia de múltiples reproducciones provoca que el arte se vuelva un objeto cuyo valor no puede ser dimensionado en referencia a su funcionamiento dentro de la tradición. «La falsa religiosidad que rodea hoy las obras originales de arte, religiosidad dependiente en último término de su valor en el mercado, ha llegado a ser el sustituto de aquello que perdieron las pinturas cuando la cámara posibilitó su reproducción. […] Si la imagen ha dejado de ser única y exclusiva, estas cualidades deben ser misteriosamente transferidas al objeto de arte, a la cosa.» Al asombro ante la belleza natural y artística dedica el segundo ensayo. Paradójica, y no por ello menos cierta, es su hipótesis de que la mirada masculina, de forma implícita, o explícita, es lo que provoca que se haya pintado tradicionalmente a la mujer desnuda. Esta idea subyace a los anuncios y fotografías de hoy en día. Aguda es su percepción de que una fémina actúa sabiendo, de manera inconsciente, que está siendo vista. «Una mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente con la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando.»
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De las casualidades del tiempo y el espacio, otra constante en la obra del autor anglosajón, se ocupa el último artículo. «La publicidad es esencialmente nostálgica. Tiene que vender el pasado al futuro. No puede suministrar niveles adecuados a sus pretensiones. Por ello, todas sus referencias a la calidad son necesariamente retrospectivas y tradicionales». La publicidad toma esta idea del materialismo y de la pintura al óleo tradicional. A diferencia de este, que mostraba las cosas que el espectador posee, la publicidad muestra lo que el espectador necesita para ser
John Berger, 2009, Estrasbrurgo. Fotografía: Ji-Elle
feliz. «La publicidad habla en futuro de indicativo y, sin embargo, la consecución de este futuro se aplaza indefinidamente». La publicidad se utiliza para promover el materialismo, la prosperidad individual y la envidia. Los sujetos de la pintura al óleo, al igual que los anuncios, son sólo herramientas para la constante necesidad de poseer. Modos de ver no pretende sólo la construcción material de una Historia del Arte, sino también la construcción mental del espectador que se reconoce a través de las imágenes y encuentra en ellas los rastros de su pasado. El autoconocimiento es un proceso constante y creciente. Se trata, sin duda, de una construcción cultural, en ocasiones a pesar de sus constructores. Las imágenes y la memoria son patrimonio del espectador. Cambiarlo o destruirlo no es un hecho puramente circunstancial. Pero la memoria, como di-
jimos al principio, no hace justicia a las imágenes. Los fragmentos resultantes mucho menos, pero al menos están impresos en Modos, y uno puede regresar a ellos siempre que uno quiera. El pasado desde un futuro posible A medida que su proyecto avanza, el escritor se abandona a la terapia de la escritura y sus intuiciones se hacen más profundas. Su carrera literaria empieza a incluir algunos de los análisis más originales y atractivos sobre el arte y la vida del pasado medio siglo. En La apariencia de las cosas: ensayos y artículos escogidos (1972; Gustavo Gili, 2014) se reúne una amplia selección de los ensayos seminales de Berger, en traducción de Pilar Vázquez. Las indagaciones recogidas en este volumen hacen imposible volver a mirar un cuadro, ver una película o incluso visitar un zoológico de la misma forma. La gran variedad de temas que aborda, la belleza de su prosa y la agudeza de su crítica nos mueven a ver el mundo con otros ojos. Como apunta Nikos Stangos, una de las figuras más destacadas de la edición de arte en el mundo de habla inglesa, en la «Introducción» del volumen que nos ocupa, el novelista, crítico de arte e historiador cultural posee una elocuencia deslumbrante y gran perspicacia para seducir al lector. Su trabajo equivale a una poderosa crítica (aunque sutil) de los cánones de nuestra civilización: «La libertad, para Berger, es específica en cada situación; es un potencial creativo/productivo contenido en la situación, ya sea esta una obra de arte, una acción cotidiana, un acto político o la vida de una persona». En esta antología esencial se explora nuestro papel de observadores para revelar nuevos niveles de significado en lo que vemos. En el artículo «En las afueras de una ciudad extranjera», el protagonista vaga por los extrarradios de ciudades innominadas en diferentes puntos del planeta: el Café de la Renaissance, los alrededores de la catedral de Saint Jean, un bar de las afueras, una mujer a la que obligan a entrar a un taxi. Callejea sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes, y nos traslada las impresiones que le salen al paso. En «Entre barrotes», su deambular es a través de un zoológico. El crítico londinense se limita a hacer preguntas: ¿cómo son en realidad los animales que miramos en los zoológicos? ¿Se podría establecer una relación entre el hombre y la bestia?: «Después de los monos, cuyo espectáculo
no termina nunca, y de los elefantes, que trabajan más que los recolectores de impuestos, […] las tortugas son los animales más populares. ¿Por qué? ¿Será porque las tortugas nunca nos cogen por sorpresa? ¿O será porque parecen piedras y, sin embargo, están vivas, tan vivas que con suerte nos sobrevivirán a todos?». Al hacer(se) estas y otras preguntas, el interlocutor guarda un respetuoso silencio, un silencio que altera, de forma sustancial, nuestra visión del mundo. El primero de los ocho retratos que se incluyen en la sección homónima del libro se ocupa de la fotografía de 1967 del cadáver del Che Guevara y su significado: «El objetivo de la fotografía enviada a los medios el 10 de octubre era el de poner fin a una leyenda. Sin embargo, puede que su efecto haya sido muy distinto». En «Che Guevara», se reflexiona sobre el efecto de choque que tienen las imágenes de guerra. Una brillante meditación sobre la pintura se encuentra en «Jack Yeats» y el análisis de su cuadro The First Away: «... la cabeza y los hombros de un hombre con el cielo de fondo. La forma en la que están unidas, formando un todo, la suave y lechosa superficie del cielo y la pintura cuajada que define los rasgos del hombre son un milagro de ajuste tonal y de color, tan refinado como cualquier fragmento de Georges Braque». Completan el conjunto piezas típicamente perspicaces sobre Peter Peri («Creía que tener razones de peso para despreciarse a sí mismo sería lo peor que podía suceder. Esta creencia, que no era una idea ilusoria, era la medida de su nobleza»), junto a Ossip Zadkine, Le Corbusier, Victor Serge, Aleksandr Herzen y Walter Benjamin («... no fue un pensador sistemático. No llegó a nuevas síntesis. Pero en una época en la que la mayoría de sus contemporáneos seguía aceptando una lógica que ocultaba los hechos, él previó nuestro interregno»). Como ocurre siempre con la escritura del británico, el teórico sucumbe al político, y este a una humanidad sincera. El dibujo es esencial para la construcción del artista y el arte; no sólo a través del acto físico de dibujar, sino a través del viaje emocional y espiritual que implica. Bajo el epígrafe «Éxito y fracaso», se incluyen retratos de Watteau, Fernand Léger, Lovis Corinth y Camille Corot, pero sobre todo se indaga en su faceta de dibujantes. Tal vez por ello, la imagen de Lovis Corinth que se nos ofrece es despiadada: «No profundizó
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en nada […]. Y así, finalmente, cuando los gestos y los procedimientos le fallaron, cuando quedó reducido al estado desesperado del Rembrandt y del Hals que tanto admiraba y recurrió a sus altisonantes abstracciones, estas también le fallaron. Todo estaba vacío». El retrato que se nos muestra de Camille Corot es, por el contrario, condescendiente: «En la obra de Corot se insinúa mucho de lo que vendrá después, pero son las insinuaciones inconscientes de un hombre que prefirió no ver lo que estaba sucediendo, lo que estaba cambiando a su alrededor». «Dibujar […] fuerza al artista a mirar el objeto que tiene delante, a diseccionarlo y volverlo a unir en su imaginación […] hasta encontrar contenido de su propio almacén de observaciones pasadas». El carácter constructivo del dibujo, que no conduce necesariamente a una pintura, es esencial para el arte, ya que refleja la sociedad de manera realista y esto permite al espectador comprender al artista: «Mientras trabajo soy fiel a lo que veo delante de mí, porque solo siendo fiel, comprobando constantemente, corrigiendo, analizando lo que veo y cómo cambia a medida que avanza el día, puedo descubrir formas y estructuras demasiado complejas y variadas para ser inventadas o reconstruidas a partir de vagos recuerdos». A través del dibujo y una técnica básica, el artista se descubre a sí mismo y se enfrenta a aquello que odia: «… otros porque ponen a prueba su vida y desean dar sentido a su existencia. Estos últimos suelen ser más pertinaces en su lucha» («Disolución revolucionaria»). Si bien la pintura de caballete ha quedado obsoleta, aún no se ha encontrado una nueva función social que ocupe el lugar de esta. «Un artista en solitario no tiene poder para crear una nueva función social para el arte. Esta nueva función solo puede surgir de un cambio social revolucionario» («El pasado visto desde un futuro posible»). Un arte revolucionario será aquel capaz de trabajar con la materia, con hombres que sean más que meras imágenes de hombres, que permita diseccionar las propiedades del «ser humano» y consiga dar forma a los primeros esbozos de un arte futuro. Se argumenta en favor de ese arte nuevo, en esencia realista, en «Entender una fotografía», tal vez uno de los ensayos más celebrados del inglés, donde se resalta la capacidad de la fotografía para reflejar al individuo a través de la representación de las emociones comunes, acciones y objetos, en clara antítesis con el movimiento expresionista abstracto americano entonces popular e individualista. «Cada fotografía es, en realidad, un me-
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John Berger. Fotografía: Bea Moyes
dio de comprobación, de confirmación y de construcción de una visión total de la realidad. De ahí el papel crucial de la fotografía en la lucha ideológica. De ahí la necesidad de que entendamos un arma que estamos utilizando y que puede ser utilizada contra nosotros». Completan la colección «La soledad de Checoslovaquia» y «La naturaleza de las manifestaciones». En el primero, escrito tres días después de la invasión de este país en 1968 por Moscú, la nación actúa a modo de esbozo de la contradicción inherente a cualquier actividad colectiva. A través de una amplia selección de tonos y líneas, se avanza en la comprensión de la esencia de la humanidad. La manifestación masiva de obreros y obreras del 6 de mayo de 1898, que culminó en tragedia, actúa en el último ensayo de la serie a modo de metáfora de la creatividad como descubrimiento privado del sujeto. El acto de la manifestación es la externalización de ese descubrimiento. «Esta creatividad puede tener su origen en la desesperación, y el precio que haya que pagar por ella puede ser alto, pero cambia su punto de vista temporalmente. Se hacen corporativamente conscientes de que son ellos o aquellos a quienes representan los que han construido y mantienen la ciudad. La ven con otros ojos. La ven como si fuera un producto de ellos, que confirma su potencial, en lugar de reducirlo». La acción se convierte en un proceso de descubrimiento, ya que asegura que el ciudadano
pueda identificarse con el artista directamente y pueda mirar más allá del tema para ver las motivaciones y emociones que el artista ha sentido. La lengua golpea la frase En la obra de Berger, la escritura y la reflexión sobre su proceso jamás concluyen. Pensar no es volver una y otra vez al principio, sino avanzar hacia adelante y hacia atrás, con la esperanza de encontrar la aclaración que buscamos en el camino. Una insubordinación tácita pero decidida se refleja en la poesía del británico. Parcos en palabras, sus versos rebosan ironía. Un poema típico emplea una sintaxis meticulosamente orquestada para dirimir entre ética y estética. De hecho, su poesía señala la frontera (nada clara) entre ambas categorías: «Pájaros como letras alzan el vuelo / —sí, alcemos el vuelo— / se ciernen en círculos y se posan en el agua / junto a la fortaleza de lo ilegible» («Páginas»). Poesía 1955-2008 (Círculo de Bellas Artes, 2014), en edición bilingüe de Jordi Doce y Nacho Fernández R., es una muestra casi total de su obra lírica. Acompaña a la selección un CD que recoge, con la voz del autor, veintiuno de los más de setenta poemas incluidos, grabado en 2010 durante una de sus visitas a la institución madrileña. Poeta de la precisión y la reserva, su aparente frialdad está henchida de orgullo: «Como un pájaro / la lengua / vuela en arcos de palabra escrita. // La lengua está amarrada y sola en la boca» («Palabras II»).
Concisión es calidez. El autor inglés posee un poderoso sentido de lo correcto y lo incorrecto, pero no se apoya en sistema político, social o cultural alguno. Lo difícil de esta posición da a su obra una peculiar intensidad, un evidente estoicismo: «durante las nieves / amontonadas en las bodegas / gravemente prestan cuerpo a la sopa // cuando faltan / no tiene carne el arado / y los hombres mueren de hambre / como el gran oso en la noche invernal» («Patatas»). La puntuación es típicamente escasa. Una delicada ironía se impone a la ostentación y la acrobacia: «Tendida y muerta en la cama / con las botas y el traje / parecía tan alta / como de novia / pero tenía el hombro derecho / más caído que el izquierdo / por todo lo que había acarreado // En su entierro / el pueblo vio cómo la nieve blanda / la inhumaba / antes que el sepulturero» («Muerte de la Nam M.»). Contraria a la hipérbole, la imaginación transforma y distorsiona su objeto de deseo. La ternura de sus poemas es implacable. En su terquedad y vulnerabilidad, los objetos —cucharas, vacas, árboles, nubes— denuncian las múltiples traiciones de lo cotidiano. El poeta no apunta su crítica a regímenes o ideologías, sino a la ceguera y la corrupción que desfiguran la convivencia. Su único enemigo es la vulgaridad. Sus propios defectos no escapan a la censura: «Guarda las lágrimas / vida mía / para la prosa» («Sus ferrocarriles»). Su poesía, en traducción de Pilar Vázquez, Nacho Fernández R. y José María Parreño, se ocupa de la valentía y la imperfección, la humildad y la búsqueda de la justicia. Sus versos afirman y se reafirman en una paradoja: la mente se libera mediante la conciencia de su propia fragilidad: «el dolor / no puede // durar lo suficiente // las huellas desaparecen / bajo la nieve / el blanco abrazo / de la partida // he intentado escribir la verdad en los trenes» («La partida»). El fracaso se encara con franqueza. Si acaso, el consuelo de unos versos. En esencia, su poética lamenta el innecesario deambular de la metáfora, sus imprecisiones, sus digresiones innecesarias. Sin embargo, es consciente de que la metáfora es una de las maneras de hacer que el mundo sea inteligible, al relacionarlo con lo que ya sabemos. Los versos del poema son los barrotes de una celda: «Mi lengua materna golpea / la frase / en el muro de la prisión // Déjame, madre, que transmita / las voces / que aúllan al caer como cascadas» («Páginas de la herida»).
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José de María Romero. John Berger: la disposición intersubjetiva
La extracción del olvido Los ensayos posteriores a los recogidos en La apariencia de las cosas se mueven más allá de la simple yuxtaposición de principios; no sólo se cuestionan sobre las bases del conocimiento humano, sino que muestran una curiosidad cada vez más profunda acerca de la naturaleza del ser humano. Cataratas (Gustavo Gili: Barcelona, 2014) recoge notas y reflexiones de Berger después de haber sido operado de cataratas. Al ser la obra de un crítico de arte, novelista, ensayista, poeta y guionista cinematográfico y televisivo, el libro participa de todas esas disciplinas. Su autor relata el redescubrimiento de la vista en carne propia. Compuesto por transcripciones de pensamientos e impresiones, cada texto va acompañado de un dibujo de Selçuk Demirel (Artvin, 1954). El texto en las páginas pares, las ilustraciones en las impares. A veces, el dibujo invade las dos páginas (págs. 58-59). Otras, la reflexión se limita a un dibujo (págs. 64-65). No aparece texto sin ilustración. Los fragmentos son, por lo general, cortos; muy cortos («Las gotas de luz del alba»); o inexistentes (pág. 64). Las ilustraciones en blanco y negro (a excepción de un dibujo del propio Berger, en la página 56, y un dibujo a color de Demirel en la 57). La luz, protagonista del libro, acaba ocupando texto e ilustración. Cae sobre la última página de Cataratas, en blanco. La luz, pues, tiene la última palabra: silencio. Tal y como nos advierte el primer fragmento del libro, la palabra de origen griego catarata posee el doble significado de cascada y verja levadiza, una obstrucción que desciende desde lo alto e impide el paso. Antes de comenzar la lectura estamos, literalmente, ciegos, como el propio autor. Sólo nos asiste, desde la portada, un dibujo de Demirel, un enorme ojo que nos mira. Es el primero de la larga serie de dibujos que ilustran el libro. (Por cierto, ilustrar es sinónimo de iluminar, alumbrar, dar color.) A medida que leemos, el texto y las ilustraciones nos ilustran, nos enseñan, al igual que al propio autor, que (re)crea el mundo según lo va viendo, viviendo, escribiendo. Lo que ve es como si lo viera por primera vez. Los colores, al igual que las impresiones, son puros. El blanco, el azul, los grises, los verdes. Como vistos por los ojos de un niño. No en vano, la infancia es el tiempo del descubrimiento y la amistad («mis ojos la han abrazado como quien abraza a un amigo al que hace mucho tiempo que no se ha visto»). Los dibujos de Demirel ahondan en el espíritu naif del texto. No en vano, Demirel es un experto en el álbum ilustrado infantil.
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El diseño gráfico de Pau Aguilar para Gustavo Gili es el adecuado: un libro de pequeño formato, apto para unas manos infantiles. El lenguaje es, en esencia, poético. Abundan la hipálage («la luz… calma y silenciosa… las sombras… hacen ruido»), la personificación («la luz te pone una mano en la espalda») y la polisemia («extracción de las cataratas… extracción del olvido»). Lo poético privilegia lo intuitivo, y la intuición, ya se sabe, es raíz de la filosofía, del amor por la sabiduría. Por el conocimiento. De esta forma, leer Cataratas no es sólo haber leído, sino haber visto, y por lo tanto descubierto. Lo mismo podría aplicarse a haberlo escrito. El título original es Cataract (Notting Hill Editions, 2012). La traducción de Pilar Vázquez es precisa y luminosa. Sabe acercar el original al lector en castellano. Por último, contiene una de las definiciones de literatura más hermosa que he leído en mucho tiempo: «Miras los objetos y el pan que están sobre la mesa, el cuenco de barro en el que la mujer está vertiendo la leche de una jarra, y la superficie de todo ello parece cubierta por un rocío de luz». Como suele ocurrir con los libros del pensador londinense, uno se queda huérfano cuando los ha leído. La sensación dura unos días, en los que uno está ansioso por llenar el hueco del libro acabado. Un ojo infalible Como hemos dicho antes, la filosofía de Berger no busca inculcar principios. Sus ensayos no presentan un conjunto claro de valores (aunque sí que conceden gran importancia al arte y la pasión), sino un patrón cambiante de preferencias de disposición extendidas a través del espacio y el tiempo. En la primera sección del volumen Para entender la fotografía (Gustavo Gili, 2015. Traducción de Pilar Vázquez), Berger analiza la fotografía de 1967 del cadáver del Che Guevara («Es una imagen que exige decisión, tanta como puede llegar a exigirla una imagen sin palabras»); a continuación, se aborda el sentido último de la fotografía («Uno aprende a leer las fotos de la misma manera que aprende a leer las huellas o un electrocardiograma»); se disecciona, por último, el uso del fotomontaje en la toma de decisiones políticas y el efecto de choque que tienen las imágenes de guerra (que consiguen despolitizar las causas bélicas, ya que acusan «a nadie y a todos»). La segunda sección del libro se ocupa de las representaciones de la agonía; el ensayo «El traje y la fo-
tografía» es una meditación sobre el retrato que hace August Sander de tres «jóvenes granjeros» vestidos de forma elegante en 1914. Se recupera para el lector la idea gramsciana del traje como símbolo de hegemonía cultural del «poder sedentario. El poder del administrador y de la mesa de conferencias». Los ensayos sobre Paul Strand y su «ojo infalible para lo esencial», W. Eugene Smith, André Kertész y Henri Cartier-Bresson, el cual, en palabras del autor londinense, logra atrapar «el instante y su eternidad», son imprescindibles, así como las piezas escritas para exposiciones o catálogos, que se ocupan de una amplia gama de artistas (Marc Trivier, Jitka Hanzlová y Ahlam Shibli, entre otros).
John Berger, 2009, Estrasbrurgo. Fotografía: Ji-Elle
Una profunda humanidad y un infalible olfato político asisten al teórico. En esta colección, seleccionada por el novelista y ensayista Geoff Dyer, autor de un estudio crítico de la obra de Berger, Formas de contar, y un libro aclamado por la crítica de fotografía, El momento en curso, se cuestiona no sólo el significado real de lo que vemos, sino también de lo que decimos. El autor no escribe sobre la fotografía sino desde la fotografía. Esta nueva selección de más de veinte ensayos, ordenada cronológicamente a lo largo de cuarenta años, algunos de ellos publicados por vez primera, es una lectura esencial para cualquier persona interesada en comprender el poder de este medio omnipresente. La representación de lo oculto Donde Descartes formula preceptos que podrían construir una comprensión de lo que sabemos y lo que somos, Berger, al igual que Montaigne, duda de todo hasta
convertir la verdad recibida en una experiencia personal. Difiere, pues, de una concepción fundamentalista del método. Lo hipnótico del fraseo, las sugerentes conexiones y las galaxias enteras de erudición junto a la melancolía implacable del libro hacen de Desde el taller (Gustavo Gili, 2015) un recorrido sinuoso a través de la historia del arte, a veces, delicioso, a veces sombrío. Asistimos en sus páginas a la charla que mantienen Berger y su hijo, el pintor y escritor Yves Berger, junto al crítico y ensayista Emmanuel Favre. La relación entre ficción y no-ficción es tentadoramente clara. Los lugares y los eventos se suceden, a la deriva, a través de la lisa superficie de la prosa conversacional, al igual que los sueños y las especulaciones. La trama, tanto como puede tenerla un diálogo a tres bandas, avanza a través de sus epifanías. Leer la conversación que mantienen Berger et alii, en su espacio de trabajo, en Quincy, Alta Saboya, nunca es agotador: es como leer decenas de manuales de historia, uno tras otro. No hay restricción alguna en la frecuencia con la que los contertulios introducen temas y símbolos favoritos. Como en otros libros —Sobre el dibujo (2015), La apariencia de las cosas (2014), Para entender la fotografía (2015)—, el análisis del arte mundial es autoanálisis. De la primera página a la última, es como si nos estuvieran lanzando un reto: seguid nuestras obsesiones, o renunciad ahora mismo. Sostiene Berger: «El lugar y el tiempo son dos entidades inseparables. La pintura, las imágenes pintadas, son una respuesta al tiempo lineal o digital. Esta respuesta es el fundamento del acto de pintar… la presencia de una ausencia, la representación de lo que el mundo esconde». Las reflexiones de los eruditos son vehículos para una visión del universo. Los interlocutores están obsesionados por la pintura, y en particular, por cómo el aparente racionalismo que exhibe puede convertirse en monstruoso. Replica Yves Berger: «Hay que actuar como lo hacen los campesinos cuando una vaca está a punto de dar a luz… a veces es necesario meter la mano en la vaca y buscar en el interior. En pintura, es frecuente tener que meter la mano dentro… para ver cómo se presentan las cosas». Fotografías, dibujos, lienzos y libros constituyen el territorio a explorar. Las intenciones del londinense y sus homólogos son tanto emocionales como intelectuales. Afirma Yves Berger: «Pintar un buey desollado es reconocer al animal y la carne, el ser vivo y el alimento, pero también el pasaje entre ambos, que siempre ha tenido un carácter sagrado… es reconocer a los hombres
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John Berger, 2009, Estrasbrurgo. Fotografía: Ji-Elle
que participan en este trabajo… al que cría el buey, pero también al que lo destripa… al campesino, al igual que al descuartizador». La erudición, como vemos, siempre viene acompañada de un sentido de la fragilidad humana: las teorías artísticas son un escape; el detalle en las descripciones y las digresiones de la conversación apunta a la imposibilidad de una plena comprensión del mundo. Desde el taller es, en última instancia, no sólo una historia del arte sino la historia de una vida. El uso de una infrecuente buena memoria y el impulso de una — aún más infrecuente— pasión conocedora lo convierten en una epopeya convincente. A menudo, la lectura de una obra así no significa leer sobre el pasado, sino ver el mundo a través de los ojos de alguien que pertenece al pasado y, de esa forma, anticipa el futuro. En este libro, la conversación se complace en registrar los detalles del mundo que nos rodea. Su escritura, la forma en que parece formar un universo cerrado hacen de este libro un artefacto seductor. Una huella deliberada Su prosa deambula en un estilo típicamente conversacional. Tanto es así, que uno puede dejarse llevar por ella, abandonarse a la deriva de su ensueño; se detiene de forma brusca, a veces en mitad de un pensamiento: «Se me ocurrió que tal vez podríamos ir todos juntos, no para hacer un documental sino para contemplar y dar testimonio del lugar desde perspectivas muy diferentes». En la crónica Cuatro horizontes (Gustavo Gili,
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2015. Traducción de Pilar Vázquez) se transcriben las conversaciones mantenidas entre Berger y el artista, fotógrafo y editor John Christie y las hermanas benedictinas Lucía Kuppens y Hinckley Telchilde, tras una visita conjunta a la capilla de Ronchamp de Le Corbusier, en 2009. «No hay ni un solo ángulo recto propiamente dicho, todos los ángulos rectos están modificados de un modo u otro. Tampoco el juicio tiene ángulos rectos». Comentarios como estos, aparentemente anecdóticos, poseen un tinte palpablemente alegórico, que alude a nociones más amplias de lo divino y lo humano. La visita del autor de Formas de ver (1972) a un edificio religioso es un episodio más en la carrera de un crítico de arte combativo, un escritor radical y un retador consistente del poder institucional. El libro Cuatro horizontes supone una instantánea no sólo de su relación con el arte y su mundo, sino de sus vínculos con la sociedad y la autoridad en general: «… las campanas están fuera de la capilla, entre los árboles, se mueven y suenan entre los árboles […] la voz es la de esa campana […] hay como unos ecos, no solo del sonido, sino también de esos árboles». Esta obra sui generis combina el compromiso social con el espíritu del dibujante en una serie de bocetos semiautobiográficos, a través de los cuales explorar el mundo alrededor para encontrar nuestro lugar. En el trascurso de la visita, lo oímos hablar con sus acompañantes, que reflexionan sobre los temas más variados, prestando voz a lo que no la tiene. Como afirma John Christie, «el horizonte fue una de las cosas en las que se fijó realmente Le Corbusier en su primera visita […]. Los cuatro horizontes le hablaron […] incluso sin tener en cuenta las connotaciones religiosas ni el hecho de que allí ya se hubiera levantado una iglesia». Se trata, en cierto modo, de un volumen misceláneo, como todos los de su autor, ya que no es directamente un estudio sobre la arquitectura de Le Corbusier (Suiza, 1887 - Francia 1965), sino sobre el arte de mirar el mundo. Su diseño incorpora, de forma elegante, texto, dibujos y extractos de largas conversaciones sobre la historia del arte, además de fotografías que hablan por sí solas. Como un libro de autoayuda, trata de persuadirnos para ver lo que está a nuestro alrededor, lo maravilloso y lo terrible («La humanidad necesita continuamente del teatro», afirma Berger), aunque también lo espiritual («… la forma de exponer [la cruz] y su
sencillez transmiten de alguna manera la humanidad de Cristo más que su trascendencia», sostiene sor Lucía). En cierto modo, se rompe con las convenciones de la mirada a base de conversaciones que reflejan diversas formas de ver. «Entonces reparé en que al lado del hombre modular había una huella de una mano. Una huella dejada deliberadamente, una huella que formaba parte de la decoración.» El inglés ha escrito novelas, obras de teatro, poesía, traducciones, crítica y periodismo; ha colaborado con cineastas, fotógrafos, actores, directores y otros artistas y activistas en diversos proyectos artísticos y políticos. En Cuatro horizontes, emerge como un compañero, un guía que distingue, de forma cartesiana, entre lo físico y lo espiritual: «Probablemente era la mano de Le Corbusier. De ser la mano de cualquier otro, podría ser un monumento a su memoria». La disposición intersubjetiva Berger ha recibido prestigiosos premios por sus escritos, incluyendo el Petrarca-Preis y un premio Golden PEN. Su producción narrativa incluye, además de la novela G., antes mencionada, la trilogía De sus fatigas —compuesta por Puerca tierra (1979), Una vez en Europa (1983) y Lila y Flag (1990)—. Para llegar a la obra de este autor uno debe resistir el deseo de encontrar proposiciones subyacentes y sistematizables en su escritura. Uno tiene que leer, es decir, volver una y otra vez sobre lo escrito para calibrar lo que el autor opina en contra de lo que uno piensa que la persona que está leyendo opina. El inglés evoluciona del estoicismo al escepticismo, y de ahí al epicureísmo, mientras muestra un creciente interés en las peculiaridades humanas. Esto no significa, sin embargo, que sus ensayos y poemas deban ser considerados simplemente escritura autobiográfica. Son mucho más que una forma de autobiografía: pertenecen a una forma de discurso en la que lo que se dice es mucho menos importante que el proceso mediante el cual se dice, y en el que el movimiento de la mente importa más que las proposiciones que lo describen. El asombro, la fluidez y la mutabilidad prevalecen a los preceptos que los describen. Sus procesos de pensamiento y sus cambiantes actitudes hacia la tradición, sus reflexiones sobre lo que ha experimentado o lo que ha leído y vuelta a empezar, le permiten escribir a placer en lugar de utilizar una forma metódica; es decir, el lector cons-
truye, junto al autor, a medida que lee, un sentido de los hábitos mentales que subyacen a los senderos asociativos, a los avances y retrocesos de cada ensayo. Retirarse a la elevada torre del pensamiento bergeriano (al igual que en el caso de Descartes o Montaigne) implica experimentar la lectura como un juego de disposición intersubjetiva. Las yuxtaposiciones de diferentes ejemplos y actitudes pretenden absorber su aprendizaje a partir de una infinita variedad de fuentes. Este tipo de formación fomenta necesariamente el respeto por la costumbre tanto como una rebelión creativa contra ella. Los patrones y movimientos sorprendentes y sin trama de su escritura son los que hacen que sus ensayos sean tan reflexivos como estimulantes. Su interés no son los preceptos, sino la conciencia que los desarrolla. Sus exploraciones en torno a las relaciones entre el individuo y la sociedad, la cultura y la política, la experiencia y la expresión a través de la palabra escrita y la imagen fotográfica son incomparables en diversidad, ambición, y alcance. Su evolución corre paralela a la mejor filosofía universal: más allá de la cita y la imitación, alentada por una pedagogía humanista, su escritura remonta la corriente de lo establecido: sus cometidos pretenden actitudes curiosas; intenta codificar y explicar los principios tras de un lenguaje cada vez menos filosófico. Escéptico comprometido, estoico accidental, Berger es, en esencia, escritor. No sólo alguien que escribe, sino un ser humano cuya entidad física e intelectual tiene como escenario las palabras; alguien que, a través de ellas, nos capacita para ver algo parecido al proceso del pensamiento.
José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor del libro de poemas Europa aplaude (Paralelo) y las novelas
Oblicuidades (Anantes) y Mitze Katze (Amargord). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética (Vaso Roto). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique,
La Vanguardia (Revista de Letras) y las revistas Claves de Razón Práctica, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.
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Sylvia Plath: la ausencia del padre Por Aitor francos Otto Plath, el padre de Sylvia, fue un apasionado entomólogo, profesor de biología y tratadista, emigrado desde Alemania a Estados Unidos a principios del siglo XX. Hubo de padecer el repudio de su propio padre, luterano convencido, que le desheredó, exasperado y dolido al enterarse de que Otto iba a desentenderse de los seminarios del sínodo de Missouri. Sobrevivió dando clases de alemán y trabajando en la universidad. Su interés por la ciencia empezó con la impresión que en él infundieron las lecturas de Darwin, tan contrarias a las enseñanzas religiosas que había vivido en la educación de su familia. Afincado en Boston, donde daba sus lecciones, conoció a Aurelia Schober, con la que se casaría en enero de 1931, catorce años después de haberse separado de una primera mujer. Aurelia estudiaba una maestría en Artes y había escogido el curso de Alto Alemán Medieval que impartía Otto. En octubre de ese mismo año nacía su primera hija, a la que llamaron Sylvia, la mayor de dos hermanos. En Letters Home, Aurelia describe a su marido como un hombre distante y obsesionado con su trabajo. Cuenta que el primer año de casados fue sacrificado por el libro Los abejorros y sus costumbres, ampliación de la tesis doctoral de Otto; el año a partir del nacimiento de Sylvia, en cambio, por un ensayo sobre las sociedades de insectos. Tal vez fuese la diferencia de edad de más de veinte años lo que marcó entre ambos una separación insalvable, también el que Otto tuviera para entonces una mayor preparación académica; nunca dejaron de ejercer los roles de antigua alumna y profesor en el dominio del hogar. Aurelia confesaba en esas cartas que a Sylvia la crió caprichosamente, la cogía en brazos o le daba de mamar a demanda. En 1935 nació Warren, por el que Sylvia sintió celos desde el primer día, y pronto hubo un cambio de actitud de Otto hacia los hijos: «Otto no tomaba parte activa en el cuidado de los niños, ni jugaba con
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ellos, pero los quería mucho, y se enorgullecía de su belleza y de sus progresos». Al poco, el padre empezó a enfermar seriamente. Por su carácter temeroso, hipocondríaco y neurótico no quiso ver a ningún médico, llegando a autodiagnosticarse un cáncer de pulmón. El deterioro físico y emocional pasó rápida factura y Otto fue encapsulándose más en sí mismo. Padecía una violenta tos crónica, que se sumaba a una severa sinusitis que le incomodaba para cualquier actividad. La pérdida de peso fue notable en pocos meses y eso hizo que la familia se decantara por trasladarse a vivir a Winthrop, en Massachusetts, cerca del mar y de la casa de los abuelos, en Point Shirley, con la esperanza de que el ambiente húmedo y el confiarse a la atención de la familia conviniese al pobre Otto y ayudase a fortalecer su penoso estado físico. A orillas del mar, Sylvia se convirtió en una pequeña exploradora de crustáceos y conchas marinas. El desapego del padre, que con la enfermedad fue progresivamente delegando los cuidados, hizo que Sylvia confundiera su referencia paterna con la del abuelo. Aurelia se llevaba a los niños, siempre que podía, a la playa, o a casa de los vecinos, que compartían unos hijos de la edad de Sylvia. Por esa época descubrieron en su hermano Warren alergias a alimentos y al polen. Tenía tendencia a enfermar y en 1938 sufrió dos ataques graves de neumonía, y asma. Con los miramientos en Warren, Sylvia se quedaba desplazada de una madre que no podía atenderla y de un padre cuyo estado de salud empeoraba progresivamente. La sustitución del padre por el abuelo fue un apoyo casi permanente en los esquemas mentales de Sylvia, un relevo mitificado y protector. En La campana de cristal es la figura del abuelo la que más acerca a la protagonista a su esencia primigenia, a lo nutricio, a los sabores primordiales y auténticos: «El aguacate es mi fruta favorita. Todos los domingos mi abuelo acostumbraba a traerme un aguacate escondido en su ma-
leta bajo seis camisas sucias y el suplemento dominical. Me enseñó a comer aguacates derritiendo jalea de uvas y condimento francés juntos en una sartén y llenando luego la parte interior del aguacate con la salsa de color granate. Sentí nostalgia de aquella salsa. La carne de cangrejo parecía insulsa en comparación». Y es que en Sylvia los recuerdos se funden con una vida psíquica dominada y deslumbrada por las sensaciones: «Recuerdo todos los techos que había sobre cada una de las bañeras en que me he estirado. Recuerdo las texturas de los techos y las grietas y los colores y las manchas de humedad y la disposición de las luces. Recuerdo también las bañeras: las bañeras antiguas, con patas como garras, y las modernas bañeras en forma de ataúd, y las bañeras de mármol rosado de imitación, que semejaban estanques interiores de lirios, y recuerdo las formas y los tamaños de distintos grifos y soportes para el jabón». Fue en verano de 1940 cuando Otto Plath tuvo un accidente con la pata de una mesa, pues aún impartía, con considerable esfuerzo, su asignatura en la universidad. Volvió a casa con los dedos ennegrecidos e inválidos, casi gangrenados. Le diagnosticaron, entonces sí, una diabetes, y, al poco, hubieron de amputarle la pierna. A partir de ahí todo fueron sucesivas complicaciones; un mes después una embolia pulmonar acabaría con su vida. Malhumorado y fatigado como se encontraba, en sus últimos meses, tan irascible, Otto decepcionó a Sylvia. Su falta fue la de un dios que no reparaba el dolor, que la acechaba inoportunamente para desvelarla y desprotegerla. La madre, además, procuró mantener a los niños apartados de él, para que no lo importunasen y para que no le cogiesen miedo; se arrimaban después de cenar y únicamente a improvisar algún baile, a tocar el piano o a recitar poemas inventados. De su padre Sylvia heredaría la autoexigencia y el desasosiego ante la necesidad de perfeccionismo. Pero nunca pudo perdonarle. Sylvia iniciará el poema «Papá», uno de los más famosos, con la crueldad y rabia de quien rechaza a un padre que no le es útil: Ya no me sirves, ya no me sirves más, zapato negro en el que he vivido como un pie treinta años, pobre y pálida, con miedo de respirar o estornudar. Papá, he tenido que matarte. Moriste antes de que tuviese tiempo. Pesado como mármol, un saco lleno de Dios, espantosa estatua con un dedo del pie gris grande como una foca de Frisco...
El poema está escrito desde la repulsión y personifica el rechazo ante cualquier identificación con su padre. Es un canto a la libertad, que George Steiner definiría como «el Guernica de la poesía moderna». El fallecimiento de Otto marcaría a Sylvia con dureza y fue una fuente de conflictos psíquicos a lo largo de toda su vida; la reconcentró y ensimismó en una urna de sensibilidad especial y, de alguna manera, fortaleció su pulsión de muerte y su tendencia suicida. Ella se replegó en el rol de una mujer que no sabe cuál es su lugar y papel en el mundo pero que se rebela contra todo, empezando por ella misma. Incluso hay unos versos en los que denigra a Otto al calificativo de nazi, por su sangre alemana, como si no pudiera haber mayor repudio: «... / Atrapada en un cepo de alambre de espino. / Ich, ich, ich, ich. / Apenas podía hablar. / Creía que todos los alemanes eran tú. / Y el idioma obsceno...». Escribirlo fue un vano intento de escapar de su sombra, de la sensación de abandono. Se cuenta que durante un tiempo, con un traje prestado de enfermera, jugaba a atender a su padre. A Sylvia se le quedó grabada esa imagen de lisiado e incapaz. Aurelia les protegió de acudir al funeral y Sylvia jamás pudo despedirse, cerrar esa muerte, lo que dificultó su duelo. Para ella ¿estaba muerto de verdad, de un modo definitivo? El fantasma de su ausencia gravita en la poesía y en la vida de Sylvia Plath igual que un hueco palpable en el cuerpo. La ausencia del padre es según Foucault la esencia de lo enfermo, pero no radica sólo en el vacío creado por la misma sino en las actividades sustitutorias de ese vacío. Años después Sylvia buscaría la compañía de una figura paralela a la de Otto en Ted Hughes. Desde la admiración primero, porque Ted fue a la vez una revelación y un sustituto natural de la función paterna que ella había idealizado. Lo conoció un sábado 25 de febrero de 1956 en una fiesta universitaria. Pero no todo fue tan idílico a partir de consagrarse a él. Sylvia comenzó a no soportar al hombre extraordinario que siempre había anhelado. Era como si de pronto su amor antes impecable resultara defectuoso, algo inadmisible para ella. La soñada perfección se delataba ficticia, pues Ted solía emborracharse con frecuencia y le era infiel. Nunca se sintió a la altura, a pesar de que su carrera de estudiante había sido brillante y en la universidad, con asombrosa facilidad, se había llevado cantidad de premios y menciones. En 1953, con apenas veinte años, ya había sido becada por la prestigiosa revista Mademoiselle y se marchó a trabajar unos meses a
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New York. Después, nuevamente lo sería, en 1955, para continuar sus estudios en Cambridge con una Fulbright). Fueron meses de aprendizaje, de construcción de su identidad, de frustraciones y exaltaciones. Pero de vuelta al hogar atraviesa una grave crisis depresiva y la someten a internamiento psiquiátrico y a electroshocks, ese «dios azul de los voltios» en su expresión. La relevancia que tuvo en la configuración de su carácter inestable y en sus conflictos psicológicos la ausencia de su padre la comprendió Sylvia cuando empezó a psicoanalizarse con la doctora Ruth Beuscher, al poco de ese primer intento de suicidio de 1953. Tras un periodo de interrupción, retomó el análisis en 1958, cuando trabajaba en el manicomio de Boston y transcribía los historiales clínicos de los pacientes. Sylvia había sido una ferviente lectora de Freud desde su juventud, pero la intensidad de las sesiones de terapia la llevaba a un estado de conflictiva psíquica mayor, de desequilibrio y vulnerabilidad. También leyó a otros psicoanalistas, dejando constancia en sus diarios: «Quiero leer algunos casos clínicos de Jung para confirmar ciertas imágenes…». Seguramente el análisis sobredimensionó la angustia por la pérdida. Le proporcionó un marco narrativo de fabulación y un terreno para la reformulación mítica de la figura paterna; en esa cápsula, de manera retrospectiva, pudo reorganizar y aplacar su dolor. Pero Sylvia se obsesionó con establecer una coherencia entre lo que le había tocado vivir o sentir y el flujo de teorías sobre las que leía con impetuosa curiosidad. Por otra parte, los vaivenes anímicos y lo cíclico de su desorden bipolar la devolvían a las obsesiones y a las dudas. La convicción y conclusión a la que llegó Sylvia era que padecía un complejo de Electra. Eso favoreció una hostilidad ambivalente hacia su madre; sentía odio y, al mismo tiempo, sopesaba los sacrificios que había hecho por ella. Pero no soportó nunca que la vigilase ni que la compadeciese. Necesitó culparla. «En cuanto a mí, desde los ocho años yo nunca conocí el amor de un padre. [...] Mi madre mató al único hombre que me habría amado siempre, toda mi vida. […] La odio por eso.» Se repetiría la vivencia de abandono cuando Ted Hughes la deja por la poeta Assia Wevill (que al cabo de unos años también se suicidaría, matando además a sus hijos). La separación se hará efectiva en octubre de 1962. Ella aguanta dos meses hasta que se marcha con sus hijos a Primrose Hill. La alegría de ver por fin publicada, allá por enero del 63, la que era entonces su primera novela, La campana de cristal (bajo el nombre de Victoria Lucas) no sería tal. Consternada, en la des-
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Tumba de Sylvia Plath en la iglesia de Heptonstall (West Yorkshire). Fotografía: Jprw
esperación, no tardaría un mes en consumar su suicidio. Tras la infidelidad de Hughes y haciéndose ella cargo de sus dos hijos, tras sucesivas mudanzas, acabó en Londres, donde alquiló una casa en la que antes había vivido el poeta irlandés William Butler Yeats. Escribía de madrugada, con los dedos entumecidos por el frío, los poemas de Ariel. En su hundimiento anímico, todo esfuerzo le supone una odisea, hasta el más nimio quehacer cotidiano. Ese febrero de 1963, a un clima glacial habrían de sumarse las huelgas de electricidad, una casa a medio montar, la escasez de recursos y el sentimiento de abandono y desamparo. La recons-
A Sylvia le preocupó sobremanera el destino futuro de sus textos, veía en ellos un modo de supervivencia. Tiempo atrás, con veintiséis años, anotaba en los diarios: «Siento cómo me agarro a mi pasado como si fuese mi vida: haré de él mi ocupación futura; [...] llena de brotes, encinta con la sustancia y la textura de la vida: ésa es mi vocación, mi obra. Eso da a mi ser un nombre, un significado: hacer del momento algo permanente». Como escritora fue extremadamente disciplinada y autocrítica. Su escritura sufrió una transformación, afilándose, siendo menos técnica, tras la separación de Hughes. Leer a Sylvia Plath es comprender que existe otro modo de permanencia en la vida. Ella exhibe los dilemas de una mujer moderna. Las vacilaciones y la búsqueda de un sentido confesable. Fue una poeta con todos los condicionantes para triunfar: educación, talento, inteligencia y tenacidad. Sus versos, de témpano; la simbología personalísima, casi obsesiva. En su historia todo tiene la inspiración de una tragedia griega, casi como si cualquier palabra suya fuese un error irreparable. A ella la vida, que no deja de ser una experiencia cotidiana, la deja indiferente, no es su verdad. Plath se desvincula de todo, en una quimera de libertad, de leyendas y de encarnaciones del corazón humano. Hay en sus poemas ficción, no necesariamente biografía, pero sí autenticidad. La poesía confesional de Plath fue su purga, un exorcismo de lo íntimo, un honesto psicoanálisis público, a la intemperie. Su ferocidad es virtuosa inventiva; su carácter, tímido pero genuino. Sylvia Plath asume así en su poesía toda la obscenidad de lo crudo, también toda su imprecisión.
trucción cronológica de sus últimas semanas de vida se verá empañada por la labor de censura que hizo Hughes en el diario, que, por otra parte, ella jamás depuró ni maquilló con intención de publicarlo y que es de una lucidez desgarradora. Sus palabras sobrevivieron con la descarnada realidad de lo brutal y lo bello. Su escritura transmite un dolor de mito, donde lo enigmático y lo morboso van de la mano. En la memoria de todos están los versos:
Aitor Francos (Bilbao, 1986) es licenciado en Medicina por la Universidad del País Vasco. Es autor, entre otros, de los poemarios Igloo (ganador del XIV Certamen Internacional Surcos de Poesía), Filatelia y Un lugar en el que nunca he
escrito (Renacimieto). Ha participado en la antología Poetas vascos en castellano (Ed. Muelle de Uribitarte, 2009) y en Nayagua, nº14. Colabora con la revista Zurgai y con Quimera. Ha sido finalista del Premio Adonáis en 2007 y del Martín García Ramos, en 2010.
Morir es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien.
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La saga de Nápoles: Elena Ferrante y el regreso de los grandes relatos Por Antón Sánchez Testas y Lucía Alba Martínez Al enfrentarnos a la tarea de escribir este texto, volvió a caer en nuestras manos La Storia, esa obra imprescindible de Elsa Morante que aúna lo personal y lo político en un magistral retrato de la Italia de la II Guerra Mundial y la posguerra. Y al leerla, inevitablemente la relacionamos con la saga «Dos amigas», de Elena Ferrante. Este paralelismo, que nos resultó automático y que desde luego no somos los primeros en hacer, nos hizo plantearnos sin embargo el hecho de que una comparación basada en el origen, el contexto o el género de las autoras no sólo se quedaba corta sino que era injusta. Poco después, retomando las novelas de Natalia Ginzburg, a la que también de forma tan lógica como incompleta se ha comparado con Ferrante, nos encontramos con esta frase que aparece en el prólogo de Italo Calvino a su relato Y eso fue lo que pasó (1947): «Quien asegura encontrar en Ginzburg, debido a su lenguaje crudo y desnudo, una influencia de la literatura estadounidense está emitiendo un juicio muy ingenuo. La veta de la que se alimenta en realidad es de la narrativa que es toda ojo, toda acontecimiento, toda tácita simpatía por lo humano, la misma veta de la que se alimentan desde Maupassant hasta Chéjov y que llega hasta Mansfield». Hay algo sin duda ingenuo en comparar obras y autores desde el puro contexto geográfico, cultural, de clase o de género. Y si bien es cierto que no pretendemos negar la importancia capital de estos factores, que se entremezclan y aparecen de forma necesaria e inevitable a la hora de leer y entender cualquier obra literaria, consideramos también imprescindible intentar comprender qué es eso que ocurre cuando leemos una novela que nos fascina tanto que la importancia de esos factores, en su conjunto, parece esfumarse. Eso que hace que podamos comparar a García Márquez y a Bolaño, no porque sean hombres latinoamericanos que escriben en el siglo XX, sino en la misma medida en que podemos compararlos con Proust o Dickens. Eso que hace que cuando leamos a Ferrante pensemos
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en Morante, no porque sea fruto del mismo contexto cultural y nacional, sino por la misma razón por la que podríamos, y deberíamos, compararlas a ambas con Dickens y Bolaño; porque todos los ejemplos citados pertenecen a algo a lo que se podría llamar gran narrativa. Y es que esta saga de Nápoles es un ejemplo de gran narrativa, y nos atreveríamos a decir que uno de los más importantes en la literatura italiana y universal en mucho tiempo, porque todos esos grandes temas que citábamos antes se funden en ella. Esa es, en parte, la intención de este texto: colocar a esta autora en el lugar que merece. Pero para llegar a colocarla en ese lugar, antes tenemos que pararnos a pensar en dónde se coloca de hecho a día de hoy a alguien cuyo nombre, a pesar de gozar desde hace tiempo de un relativo éxito y prestigio en Italia, no trasciende sus fronteras hasta 2011, con la publicación de la tetralogía que nos ocupa, fecha a partir de la cual la saga adquiere una inmensa popularidad y se eleva a la categoría de fenómeno editorial. No creemos necesario abrir aquí el debate sobre los peligros del concepto best-seller y lo que en torno a él se construye, y nos limitamos a celebrar que un cierto enfoque comercial haya permitido acceder a la obra de Ferrante a un número inmenso de personas que difícilmente lo habrían hecho en otras circunstancias. Aun así, no deja de ser interesante observar cómo gran parte de este éxito de ventas se debe a una estrategia consistente en presentar las novelas como un producto de entretenimiento y consumo fácil y digerible para el lector medio, generando expectación en torno al misterio de la identidad de la escritora o negando el carácter social y político del contenido para insistir en su condición de novela intimista sobre la amistad entre mujeres. Esto último encaja en la intención de hacer los libros atractivos para el público femenino, en el contexto de ese concepto engañoso que es la «literatura para mujeres», lo cual se revela incluso en el
aspecto estético a través de portadas que nos recuerdan a las de otras series triunfadoras en lo comercial como Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. Ahora bien, dejando de lado este plano, lo que sí nos parece imprescindible abordar, aunque sea a grandes rasgos, es la recepción de la crítica literaria. Evidentemente, considerando la repercusión de la novela, los análisis han sido múltiples y variados y es posible encontrar un gran número de ellos que tratan esta obra con el rigor que merece. Sin embargo, también existen otros que parecen, cuando menos, superficiales. Por ejemplo, quienes deciden despreciar la saga por el mismo hecho de que se venda, en una especie de reacción, que tiene mucho de elitista, contra todo lo comercial como antítesis de la verdadera literatura, concebida, al margen de su contenido, como esa constelación exclusiva frecuentada sólo por unos pocos. Es el caso de un artículo reciente en el que se acusa a Ferrante de escribir para ganar dinero, lo cual por un lado nos parece un motivo respetable para escribir, y en cualquier caso una razón de lo más inconsistente para desaconsejar su obra. En otra línea, más preocupante, se encuentran quienes deciden poner todo su empeño en acabar con el anonimato de la autora. Esta tendencia alcanza su máxima expresión con la reciente polémica en torno al artículo de Claudio Gatti en el que supuestamente desvela quién se esconde bajo el pseudónimo: un ejercicio que no sólo va contra toda ética periodística, sino además contra la expresa voluntad de una escritora que considera imprescindible que sus textos se lean en cuanto que organismos autosuficientes y de unos lectores que de hecho no tenían ninguna necesidad de conocer su nombre para disfrutar de su obra. Otras lecturas críticas, que son las que más nos interesan para nuestras conclusiones, tienen que ver con el hecho de que, en casi todos sus aspectos, se trata de una narración clásica en sus temas y formas. Esto, que es lo que a nuestros ojos la hace tan valiosa,
resulta para algunos algo en cierta medida desfasado y poco interesante desde el punto de vista literario en un momento en el que tal vez se valora más lo rompedor a nivel argumentativo y muy especialmente a nivel estructural. Este análisis, por cierto, recuerda al que generó La Storia de Morante, hoy considerado con unanimidad una obra maestra, pero que entonces dio lugar incluso a la redacción de un manifiesto, firmado por algunos nombres de la izquierda intelectual italiana, en el que se cuestionaba su calidad precisamente por su falta de vanguardismo y su apego a una forma de narrar propia de la literatura tradicional1. Una forma de narrar que creemos que a día de hoy está viva y necesita ser reivindicada. La cuestión es que, a pesar de los intentos, por uno y otro lado, de excluir la obra de Ferrante del debate académico serio y reducirla a un mero producto cultural de entretenimiento, la lectura incluso sólo del primer volumen nos permite entender que nos hallamos ante una gran obra que, si bien difícilmente encasillable en la tópica de mercado contemporánea, encuentra cómodamente su sitio en la tradición literaria. La saga de Ferrante es literatura en el sentido fuerte, intimidante y muchas veces grandilocuente de la palabra: sus novelas son una recuperación de los grandes temas, esos que solían escribirse con mayúscula. Es decir: no se trata en Ferrante de una obra fragmentaria en lo temático, deliberadamente parcial. Presenta, más bien, una obra ambiciosa (lo dice la propia autora en una entrevista del New Yorker: «Escribir es un acto de orgullo») cuyo éxito hubiera alegrado al pobre Amalfitano, el famoso personaje de Bolaño, amargado por la decadencia de las grandes novelas, los «grandes combates» en los que «hay sangre y heridas mortales 1. «Contro il romanzone della Morante», publicado el 18 de julio de 1974, firmado por Nanni Balestrini, Elisabetta Rasi, Letizia Paolozzi y Umberto Silva.
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y fetidez». La de Ferrante es sin duda de este tipo. La cuestión es, por lo tanto, que en ella no encontramos el abordaje explícito de un tema o situación concretos frente a una multitud de significaciones implícitas, soterradas, esperando intérprete. En «Dos amigas» todo se explicita a lo largo de la vida de Lila y Lenù, protagonistas de una epopeya biográfica (es decir: la aventura de vivir una vida) que es, al mismo tiempo, una autopsia de la Italia preberlusconi. Ellas viven el amor y la desgracia, la miseria y el sexo, la alegría y la venganza: todo junto, en obscena convivencia, sin artificios moderadores. Las novelas recorren la vida de Elena Greco y Lila Cerullo, dos jóvenes de un miserable barrio napolitano, desde su infancia hasta que, ya mayores, la segunda desaparece (lo que sirve como arranque de la saga, mantenida siempre como memoria vengativa y desafiante de Lenù: sus ojos son nuestros ojos). Si volvemos a la relación con La Storia de Morante, podemos contextualizar, histórica pero también —por decirlo de alguna forma— emocionalmente, el punto de partida de la saga: la novela de Morante sobre la II Guerra Mundial y la posguerra italianas sirve como prehistoria al recorrido vital de las protagonistas, determinando el espacio político y social en el que nacen. Muerto Mussolini, libre de la ocupación alemana, pasadas las miserias de posguerra, Italia puede reiniciarse; también las protagonistas de Ferrante son agentes de una rebelión generacional, víctimas y cómplices de una muerte del padre generalizada. Mientras van descubriendo las telarañas de pasado que configuran la trama antropológica del barrio, toman conciencia de la necesidad de superarlas: ya en el primer libro, Pasquale, hijo de un conocido comunista del barrio, asiste a la fiesta de fin de año de los hijos del usurero fascista al que su padre supuestamente asesinó. Este gesto de diplomacia adolescente cumple un papel simbólico fundamental: los jóvenes del barrio no se adaptan al horizonte cotidiano de violencias, resentimientos y odios heredados (otra cosa es que lo consigan y que, creyendo escapar de ellos, los revivan y actualicen de otra forma). Lila y Lenù cifran sus esperanzas de movilidad social en el estudio: este problema, el del ascenso social vehiculado por los estudios, es fundamental en las novelas. La educación les sirve para escapar del barrio, cuyo límite físico ni siquiera han franqueado: ambas son dos napolitanas
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que, viviendo en los arrabales, nunca han visto el mar. La propia Lila es ya en sí misma un reinicio, un hueco, un error: en el espacio de un barrio humilde, donde las mujeres asumen sumisamente la tiranía patriarcal, donde los repentinos y arbitrarios estallidos de violencia doméstica son una forma de canalizar frustraciones estructurales, nació —nos cuenta casi evangélicamente Elena Greco— el prodigio de Lila Cerullo, extranjera en su propio barrio que, con su mágica imprevisibilidad, su sorprendente inteligencia, su mirada de niña mala y su temeraria seguridad, fascina no sólo a la otra protagonista sino también a todos los que la rodean, rendidos a ella como a un fenómeno natural. Lila evita siempre ser sinónima de sí misma: se desborda, se agrieta, por rutas huidizas y subterráneas, pero también de forma cataclísmica, tectónica, azotando todo el barrio y el propio Nápoles. Dos aspectos, sin embargo, la limitan: la imposibilidad de continuar los estudios y lo que ella llama «desbordamientos»: a ella, a quien estos segundos dolorosos le revelan el terrible fondo de informidad del mundo, los determinismos sociales la eligen como primera víctima del barrio. Son estos determinismos los que vehiculan, encarnados en la realidad de las protagonistas, los grandes temas de la saga. Pues si en cada gran obra los grandes temas aparecen siempre para combatir con o contra ellos, en Ferrante se disputan sobre todo dos: la clase y el género. Se trata, por lo tanto, de una recuperación también de grandes estructuras —o relatos— de determinación. La clase, porque Lila y Lenú son dos chicas humildes en un barrio marginal, donde los pobres, aislados físicamente de los ricos, están condenados a pelear entre sí. La clase, porque como todos sus amigos del rione, cargan allá donde van con el estigma del barrio: hablan en su dialecto y cuando van al centro de la ciudad revelan siempre su origen, la marca de su intrusión. La lucha de clases, en su sorprendente capacidad camaleónica, emerge de muchas formas: la condescendencia de los maestros con los alumnos de orígenes humildes, los profesores concienciados que no pueden, sin embargo, atravesar determinadas líneas, el papel que juega la mafia en el barrio, etc. Pero sin duda, para leer y entender esta novela hay que hablar de género: la propia autora ha reconocido en diversas ocasiones entender
La saga de Ferrante es literatura en el sentido fuerte, intimidante y muchas veces grandilocuente de la palabra: sus novelas son una recuperación de los grandes temas, esos que solían escribirse con mayúscula.
la saga desde el feminismo y basta leerla para dar por cierta esta afirmación. Como autobiografía ficticia, se trata también de un proceso gradual de autoconciencia feminista de su narradora, Lenù. Las opresiones estructurales se hacen carne: si habla como «chica de rione» también ríe como mujer, escribe como mujer, se asusta cuando va sola como mujer y se enfrenta, como mujer, a una trayectoria y un camino condicionantes muy enrevesados. Todo un ejercicio de experiencia feminista en su absoluta complejidad: el miedo, la inseguridad, pero también el esfuerzo y el coraje de deconstruir lo que han hecho de ti sin evaporarte. Es una saga sobre la identidad de la mujer, en su escasa estabilidad, revelando los mecanismos que la construyen pero sin ingenuos mecanicismos; las protagonistas no avanzan desde el miedo servil hasta la autoafirmación valiente, sino que viven procesos tortuosos y sinuosos. A lo largo de la novela aparecen diferentes personajes que representan, a modo casi coral, un aspecto muy extenso de la izquierda italiana. Destaca aquí un sector —encarnado en figuras como la de Adele Airota e incluso La Galiani— que, bajo su orgullosa superioridad intelectual, esconde una no tan evidente distinción de clase (vuelve aquí, siempre constante, el tema de la educación como vía de escape social, pero también como trofeo de clase). En Ferrante aparece, sin embargo, una simpatía evidente —aunque nunca condescendiente— con los personajes extraídos de entornos humildes (al igual que en las novelas de Morante), con aquellos, por decirlo de alguna forma, investidos de una conciencia casi instintiva de clase, reflejo de su posición material. No se trata de un mecanicismo social estructura-supe-
restructura, sino, más bien, y en un sentido literario, de una suerte de respeto antropológico por los personajes que, en el corto plazo de una vida, han de lidiar, sin disolverse, con la maldición heredada de la identidad. La identidad heredada se encarna, se hace cosas, materia viscosa, adquiere fisionomías, gestos, palabras, toda una indumentaria pública que las protagonistas han de gestionar, basculando entre el orgullo y la impugnación, la renuncia y el retorno; en Lenù, que se marcha a estudiar fuera, el barrio siempre regresa como destino. Se revela mejor que nada en el complejo problema de la maternidad, ineludiblemente vinculado al género: como posibilidad de reinicio radical y, al mismo tiempo, como transmisión de un pasado, como agente determinante. No se manifiesta sólo a través del vínculo biológico y cultural encarnado en la figura de «la madre»: la maternidad es el barrio entero, cuya esencia chispea en el uso involuntario del dialecto, en la forma de comportarse, en el aspecto público que, en definitiva, adquiere la protagonista más allá de su autocomprensión ingenua. Podemos llegar, por lo tanto, al lugar al que nos lleva todo el análisis temático de la obra de Ferrante. Para ello recurrimos a Walter Benjamin, que, escribiendo sobre Cuento de viejas de Arnold Bennett, traza una distinción entre dos tipos de novelas o, más bien, dos tradiciones literarias inscritas en el desarrollo de la novela, desde sus umbrales hasta el vanguardismo2. Utilizando la alegoría de la chimenea, vinculada al espacio hogareño de lectura, Benjamin distingue entre la novela como «construcción de estilo» y la propia historia emancipada del autor. En este sentido dice que «si la novela es una construcción, lo es mucho menos en el sentido arquitectónico que en el de la pila de troncos que la sirvienta amontona en la chimenea. No se trata de que permanezca en pie, sino de que arda bien». El primer grupo estaría representado por figuras como Flaubert: en sus obras «se encierra al lector». Flaubert sería un «autor», constructor de estilo («cada frase se 2. «Junto a la chimenea», artículo publicado por Benjamin en Frankfurter Zeitung bajo el seudónimo de Deltef Holz en mayo de 1933, y recientemente reeditado en el número 96 de New Left Review.
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Antón Sánchez Testas y Lucía Alba Martínez. La saga de Nápoles
encadena en la siguiente como piedras en el muro») frente al «narrador» propiamente heredero de la tradición épica, patrimonio de Kipling, Dickens, Stevenson o Tackeray. Es lo que llama «la amplia tradición de la narrativa épica» coagulada, sobre todo, en los grandes novelistas ingleses. En ellos lo narrado discurre en línea recta, trascendiendo el espacio formal de la propia narración. El puesto de Ferrante en «la chimenea» de Benjamin está claro a estas alturas: ella misma reconoce que el libro fundamental que marcó y motivó su vida como escritora fue Mentira y sortilegio de Morante, conocida por haber sorprendido a sus editores —lo cuenta Ginzburg— por su estructura deliberadamente decimonónica, de corte karamazoviano. Si «Dos amigas», a nivel intrahistórico, es hija de La Storia de Morante, a nivel formal es heredera de Mentira y sortilegio y conlleva, junto a ella, una recuperación de la «gran tradición de la narrativa épica» de la que hablaba Benjamin. Algunos críticos han aludido al estilo heterogéneo de Ferrante: unas veces descuidado, otras preciso y sutil. Las novelas de Ferrante, más bien la gran novela de Ferrante, en su unidad, es también un proyecto arrogante, valiente, inmenso y accidentado como toda gran historia; su estructura, nunca cerrada, no es más que una excusa para que los personajes se cuenten a sí mismos, se autocomplazcan, se comprendan, se rediman. Elisa, la protagonista de Mentira y sortilegio, confiesa que fueron las novelas de caballerías y las vidas de santos que leyó durante su solitaria infancia las que la inspiraron para escribir en clave épica la historia de su familia; en Ferrante encontramos algo similar. La saga de Nápoles, narrada por Elena Greco, es la inmensa hagiografía de Lila Cerullo, y ella misma su evangelista y juez. La buena nueva de Ferrante es, ante todo, el retorno editorial de la gran narrativa. No sólo: se trata de la aparición absolutamente original de una gran narrativa épica feminista. Es la hora de las sagas de mujeres, después de dos siglos de protagonistas masculinos en novelas de iniciación, aventura y drama social. Si para Benjamin la gran narrativa viene de los grandes escritores ingleses, Ferrante restaura también ese tipo de narrativa en las grandes escritoras inglesas: Lenù
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vive la historia como la señora Dean de Cumbres borrascosas. De Jane Eyre a los conflictos sindicales del Manchester de Elizabeth Gaskell, pasando por la astuta diplomacia de Austen. Después de un saludable despliegue de la novela feminista contemporánea, cuyos ejemplos más brillantes son Hélène Cixous o Chantal Maillard, Ferrante propone, desde el Nápoles mediterráneo, una épica desmasculinizada: caballería feminista, si es posible el oxímoron. En el contexto de chispeante brevedad de una Italia posberlusconi, eminentemente televisiva, Ferrante recupera la gran novela: épica y popular, y ahora también feminista. En este escenario en el que la buena literatura es habitualmente relegada al olvido por las grandes editoriales, mientras el mundo académico desprecia los grandes relatos y elogia todo lo experimental, a menudo por el simple hecho de serlo, Ferrante ha conseguido un milagro: hacer llegar al gran público una obra de una inmensa e innegable calidad literaria. Pero lo que parece un milagro tal vez no debería serlo: recordemos que, en contra de este elitismo antes citado que parece querer preservar la literatura como un lujo para minorías privilegiadas, a lo largo de la historia ésta siempre ha tenido vocación de universalidad, escrita para muchos y leída por muchos, común y esencialmente popular. Elena Ferrante ha venido para recordarnos que Bolaño y Benjamin tenían razón, pero sobre todo a recordarnos la clave de la literatura que no caduca: el placer infinito de leer historias y hacerlas nuestras, porque son de todos. Antón Sánchez Testas es gradudado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado en diferentes publicaciones académicas como Las Torres de Luc-
ca, Escritura e Imagen y Logos con reseñas y entrevistas, así como en medios de reflexión política como Viento Sur.
Lucía Alba Martínez es estudiante de Literatura General y Comparada en la Universidad Complutense de Madrid. Ha traducido diversos artículos del francés e italiano, así como la novela Lo que te cae de los ojos de Gabriele Picco (Seix Barral, 2011). También ha colaborado con artículos y reseñas en medios como Rebelión o Pikara Magazine.
El amor es más frío que la muerte Por Alejandro Padrón Ednodio Quintero (1947) es uno de los grandes escritores venezolanos del siglo XX, que se dio a conocer por sus cuentos cortos y contundentes —«La Muerte viaja a caballo» (1974), «Volveré con mis perros» (1975) y «El agresor cotidiano» (Monte Ávila, 1978)— para luego reafirmar su carácter de narrador con su primera novela, La danza del jaguar (Monte Ávila, 1991). La historia que viene después afianza su prestigio de escritor con novelas y cuentos sobre su región de origen, el páramo andino, y sus personajes que potencian una ficción transgresora. Él se ha encargado de fortalecer un lugar común en la literatura: estar escribiendo siempre el mismo libro. Es lo que ha hecho y sigue haciendo, aunque entrevere relatos exóticos a los de su terruño, porque luego la fuerza de gravedad del paisaje lo obliga y lo devuelve a seguir rasgueando su libro interminable. No existe un escritor venezolano que haya escrito con tanta devoción y vehemencia sobre su tierra y sus historias. No hay quien haya definido un universo tan enigmático y unos personajes con tanta vida en un espacio que pareciera aletargado desde hace siglos, como lo son esas montañas de farallones ignotos. Ednodio ha escrito novelas sobre algunos delirios de la psiquis humana —Confesiones de un perro muerto (Mondadori, 2006)—, ha hurgado sobre los estragos del amor —Mariana y los comanches (2004)— y otras pasiones —en novelas como La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994) y El cielo de Ixtab (1995)—, pero el camino de recua lo conduce siempre hacia su abismo paramero, realidad ineludible a la que tuerce el rumbo a su antojo para privilegiar la ficción. Desde sus cuentos reunidos, compilados en Combates (Candaya, 2009) y Ceremonias (Candaya, 2013), pasando por otros textos —El corazón ajeno (Grijalbo, 2000), El arquero dormido y otros relatos (Alfaguara, 2010), El hijo de Gengis Khan (Seix Barral, 2013)— y hasta su última novela, El amor es más frío que la muerte (Candaya, 2017), para sólo destacar sus trabajos emblemáticos, Quintero ha inventado un mundo delirante, basado en hechos acontecidos en las altas serranías de Gurigay, con personajes alucinantes que ha puesto a transitar por el sendero de una narrativa que se extenderá por las altas montañas, cerca
del cielo, desde donde continuará sus andanzas literarias porque desde arriba, según él, se ven mejor las cosas. En toda la obra de Quintero se repiten a menudo sus grandes obsesiones: las figuras del padre y de la madre, la persecución, el doble, la huida, la muerte, las diluidas fronteras entre el sueño y la vigilia; su pasión fundamental: el erotismo centrado en seres púberes y delicados en los que la pasión es un ventarrón indetenible y sensual; el humor negro, ingrediente imprescindible, que matiza el comportamiento de sus personajes lunáticos, aviesos, curiosos o perversos, y el paisaje agreste y bucólico como telón de fondo en sus más de veinte libros publicados sin incluir ensayos, biografías, guiones de cine y traducciones. Quintero es discípulo de Beckett, fanático de Kawabata o, como diría Vila-Matas, es un enfermo de literatura japonesa. Ednodio debió ser en vidas pasadas un miembro de la dinastía de los emperadores del Japón feudal del siglo XII o un samurái o un kamikaze por su arrojo en el mundo de las letras, o quizás una geisha por sus debilidades en las artes marciales del amor. Su conocimiento de la literatura japonesa lo ha llevado a impartir cátedra en la Universidad de los Andes, en Venezuela, y ha dictado cursos en una cárcel de la capital además de escribir biografías sobre Tanizaki, Kawabata y Akutagawa, actividad que lo ha consagrado como un japonólogo de postín. Ednodio Quintero ha regresado a Barcelona para presentar su última novela, El amor es más frío que la muerte (Candaya, 2017), un viaje a través de la memoria, pero no un viaje cualquiera. Es un vuelo por la exuberancia de imágenes, situaciones límite con caracteres exóticos y estrafalarios. Un fluir en el que navega asumiendo riesgos sobre el lomo de la escritura y del delirio. Ednodio es una máquina de triturar la realidad, de reinventarla, de trastocarla para convertirla en una ficción que emociona y conmueve hasta dejarnos exhaustos. El amor es más frío que la muerte arranca con el viaje de un apátrida que huye de la peste; un apátrida en el sentido más noble de esa figura, del que no tiene patria porque la tiene toda, pero para el narrador ese todo es el territorio de la infancia, es el paisaje hosco
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e indómito, bucólico y agreste, deslumbrante y apacible del páramo desde donde emerge el autor como una piedra, como un riachuelo de una grieta, como los duendes o fantasmas que surgen en las noches de cuchillo de los cerros andinos. A ese su universo, el rey Ednodio nos convoca y hunde en sus dominios: el padre don Felipe, la madre trasmutada en niña, los hermanos, las misteriosas lagunas y, por supuesto, el mundo de las féminas —tiernas como las mazorcas recién florecidas—, sobre el que despliega un erotismo en el filo de la navaja, porque nos conduce al sumun de lo sensorial, con elegancia en el lenguaje, hasta alcanzar el paroxismo con valentía y pericia que, por momentos, pareciera resquebrajarse. Pero no, en ese instante aparece la astucia del equilibrista, el toque mágico del ilusionista, justo para colocarlo todo en su lugar privilegiando la ficción sobre la realidad, porque él sabe que en ese ámbito radica el sentido último, la esencia primigenia del novelista. El mundo de las imágenes en Ednodio golpea y deslumbra, alela y conmueve, embelesa y cautiva. Son memorables algunas de ellas, como las que emanan de su supuesta debilidad mental, que alimentaban con obstinación sus padres sin saber que ese estadio de la conciencia procedía de aquellas tierras bucólicas, fantasmagóricas y exuberantes que llevaba el niño en la cabeza y en sus «huesos de pajarito». Él ahondaba en esa condición, casi sin proponérselo, como la vez que frente a su padre se despojó de la ropa y corrió veloz como un Adán cualquiera sin rubor y sin rumbo para imbuirse de paisaje. O esta imagen simple y poética: «Dalia es el nombre de una flor de pétalos carnosos y rosados como los cachetes encendidos de una quinceañera del Páramo de Cabimbú, y de corazón amarillo oro al igual que un girasol». O esta otra, tan frágil, desconcertante y patética al referirse a un perro que se sacude: «... haciendo sonar sus huesos con un ruido similar al de un puente construido con galletas que se desmorona al paso de una carreta repleta de niños muertos». O esta llena de poesía: «... solo me dejo llevar por los vaivenes del viento amarillo que sopla como un rencoroso dragón entre rocas, árboles de troncos retorcidos y pájaros muertos». O esta última, que parece arrancada de un film de Wim Wenders y que apenas esbozo: el protagonista, tras su intento de fornicar con alguna de las mujeres que lo acompañan esa noche, sale frustrado de un bar de Asakusa y se aleja con la luz mortecina de la melancolía. Su figura es un punto evanescente que desciende a la orilla del río Meguro, donde se sienta a contemplar sus aguas y allí se vuelca en llanto. Escena memorable sobre la soledad que marca el tono desolador y poético del texto.
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Este viaje a través de la memoria parece reafirmar el espacio sublime del escritor: la calidez del vientre. Y no me refiero a los vientres tersos que han servido de regocijo al escritor, sino al espacio originario que le dio la vida. En la novela anterior de Ednodio, El hijo de Gengis Khan (Seix-Barral 2013), el protagonista va narrando desde el vientre de la madre, que cabalga en un vistoso alazán por las estepas asiáticas. En su última novela, El amor es más frío que la muerte, el personaje principal regresa al vientre de la madre, que compara con el corredor apacible de la casa solariega de sus primeros años, que al mismo tiempo es el salón de su casa actual: de nuevo, ¿sueño o vigilia? En ese espacio de penumbra, parecido al zaguán de su casa de infancia, aparece su madre representada en una niña de trece años y se consuma el sueño edípico y freudiano, hijo-madre, de acuerdo al gran maestro austríaco del psicoanálisis. El escritor personaje termina regresando a un vientre umbroso y de misterio: ha vuelto a él para reencontrarse con el cálido cuerpo de una mujer que lo aguarda como una libélula alada y colorida. Muchas veces he escuchado a mi amigo hablar sobre el vientre de su madre no sólo como receptor de su célula original, sino como el espacio donde aprendió a leer. Y no se diga más: él se lo debe todo a la madre, la única depositaria de su amor y su pasión: la lectura, gracias a la que se convierte en escritor. Fue asertivo Borges al haber afirmado: «Uno llega a ser grande por lo que lee y no por lo que escribe». El escritor merideño, admirador de Proust y emparentado con la escritura de Rulfo por su naturaleza telúrica y espectral, nos muestra que El amor es más frío que la muerte es una de sus obras más lúcidas y conmovedoras. Ahora Ednodio espera impaciente el juicio final de sus lectores al afirmar: «Serán ustedes, señores del jurado, quienes tengan la última palabra». A mí me bastaría con recordar que la novela no ha muerto, ¡viva la novela! Alejandro Padrón (San Antonio
de
Maturín, Venezuela,
1944) ha sido profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad de Los Andes (Mérida, ULA) durante más de treinta años. Es doctor en Economía de la Universidad de la Sorbona, París. Ha publicado las novelas Un cierto regreso (Comala: Caracas, 2004), Zona de sombra (Comala: Caracas, 2005) y Yo fui embajador de Chávez en Libia (Cyngular, 2011), y cuentos y ensayos en diversas revistas nacionales y extranjeras. Es colaborador del «Papel literario» del diario El Nacional y de la revista Veintiuno, de la Fundación Biggott. También ha sido guionista y realizador cinematográfico, y fue el primer director de la Escuela de Medios Audiovisuales de la ULA.
Como la heroína Un ensayo sobre Hijo de Jesús y la figura de Denis Johnson
Por Carlos Fuller No es usual que compre un libro por el título. Pero entonces tenía veintitrés años y me gustaban mucho las canciones de Lou Reed. Paseaba por una librería y, escondido, encontré este volumen de poco más de cien páginas con un tipo fumando en la portada. Hijo de Jesús, se llamaba. «Sólo hay un hijo de Jesús», pensé. El de «Heroína», de The Velvet Underground, cantada por Lou Reed. Esta es una canción con una batería casi cavernícola, que empieza muy lento y, luego, entra en un caos de guitarras y gritos, imitando la intensidad con que —se supone— la heroína entra al organismo. El verso estaba en la primera página del libro: «Cuando me lanzo en mi carrera y me siento como si fuera el hijo de Jesús». Entonces no tenía idea de quién era Denis Johnson, pero igual lo llevé. Era un libro con once historias sobre drogadictos, perdedores y tipos violentos. En apariencia, nada muy distinto a lo que había escrito Charles Bukowski o algún miembro de la generación beat. El narrador no tenía nombre. Era un tipo al que llamaban Fuckhead (¿cabeza de mierda?). Un adicto a la heroína, consumidor habitual de ácidos y medicamentos prescritos. Un perdedor sin trabajo estable y eventual delincuente. En ocasiones tan pasivo que parece sólo un espectador, en otras tan violento que golpea a su novia en la barriga. Insisto: nada nuevo. Pero de algo me acuerdo con exactitud. Terminé el libro en una mañana y, cuando lo cerré, pensé: «Esto es un milagro». Esa misma noche busqué un lápiz, abrí el libro y comencé de nuevo. Esta vez, subrayé las frases que consideraba «milagrosas». Como: «En el lado más lejano del campo, más allá de las cortinas de nieve, el cielo se había rasgado y los ángeles descendían desde un verano azul brillante, con caras manchadas de luz y piedad». O: «Nuestros cuerpos Denis Johnson. Fotografía: RNJohnson Largesse
desnudos comenzaron a brillar, y el aire se tornó de un color tan extraño que sentí que mi vida me estaba dejando, y con cada fibra y célula quería aferrarme a ella por un último aliento». Esas palabras pasaban por la cabeza de un heroinómano de un pueblito perdido de Iowa. Y las decía justo después de haber presenciado una muerte por sobredosis o una escena de violencia doméstica. Sin previo aviso, el narrador entraba en una especie de éxtasis lírico y empezaba a hablar con palabras milagrosas. Como Lou Reed cuando le canta a la heroína. Diciéndole que es su esposa y su vida, y pidiéndole que sea su muerte. Diciéndole que cuando ella está en su sangre, y la sangre está en su cabeza, está mejor que muerto, y gracias a Dios que no se da cuenta de nada, porque ya no le importa nada. «And I guess that I just don’t know. And I guess that I just don’t know.»
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E l ci e l o r a s o
Carlos Fuller. Como la heroína
Antes de su muerte, Denis Johnson era difícil de googlear: unos pocos retratos, un par de vídeos, algunas noticias antiguas y no mucho más. Johnson, como Salinger, era ese tipo de escritor que ponía la obra delante del autor. Tan sólo se conocen algunos datos sueltos de su biografía. Aunque nació en Munich, vivía en Estados Unidos. Publicó su primer libro de poemas el año 1969, con veinte años, mientras estudiaba en el Iowa Writer’s Workshop. A los veintiuno tuvo su primera intervención por adicción al alcohol. Luego vinieron unos siete u ocho años de los que no se sabe mucho, pero que tuvieron que ver con abuso de drogas y delincuencia. Al momento de su muerte, a los sesenta y siete años, Johnson vivía con su tercera esposa y sus hijos, a quienes había educado en casa. Su hogar era una granja en Idaho, apartada de la carretera principal. No solía conceder entrevistas. En una de las pocas que se encuentran por internet, Johnson dijo que las grandes influencias de su obra eran «Dr. Seuss, Dylan Thomas, Walt Whitman, los solos de guitarra de Eric Clapton y de Jimi Hendrix, y T. S. Eliot». Johnson debutó con poesía y, luego, pasó a otros géneros como la novela, el relato corto, el ensayo, el teatro y el periodismo de aventura. Ha publicado libros que van desde la ficción histórica (Train Dreams) hasta el futurismo postnuclear (Fiskadoro). El año 2007 recibió el mayor premio de su carrera, el National Book Award, por una novela monumental sobre la guerra de Vietnam, Árbol de humo. Sin embargo, la obra que lo convirtió en un autor de culto fue Hijo de Jesús, publicada en 1992. Según cuenta Johnson, el libro nació tras una mala racha. En pleno viaje a Filipinas se contagió de malaria. Al mismo tiempo, se divorció de su segunda esposa, se quedó sin un lugar donde vivir y tuvo que recuperarse en el cuarto trasero de un amigo. Para conseguir dinero, Johnson le enviaba a su editor algunas historias cortas sobre sus años como adicto. Estas fueron a parar a The New Yorker y The Paris Review y, más adelante, se convirtieron en un libro. Según cuenta la editora de ficción del New Yorker, Deborah Treisman, Johnson es bastante desdeñoso de este libro. Dice que es una imitación de la Caballería roja de Isaak Babel y se refiere a los relatos como «historias de bar». Textos escritos con un aparente desorden y sin mucha ambi-
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ción. Como si no se pretendiera escribir un clásico de la literatura contemporánea.
Los cuentos de Hijo de Jesús se parecen a las canciones de Lou Reed. Las canciones de Lou Reed son raras, desordenadas, no riman bien, no suenan como deberían sonar. Donde debería haber un acorde bien tocado hay uno tocado a medias. Están mal cantadas y, a veces, sólo están habladas. Pero eso está bien. Porque Reed lo hace a propósito. Para que no te preocupes tanto por la música, sino por lo que tiene que decir. Los cuentos de Hijo de Jesús funcionan de una manera similar en el sentido de que tienen esa especie de «caos deliberado». Un crítico del New York Times habló sobre la incapacidad del narrador de Hijo de Jesús de construir una historia «bien hecha». Fuckhead cuenta estas historias como si estuviera en una sesión de alcohólicos anónimos y estuviera hablando de algo muy lejano (una de las frases finales de «Emergency», el cuento más famoso del libro, dice: «¡Ese mundo! Todo ha sido borrado y enrollado como un pergamino y puesto a guardar en algún lugar. Sí, puedo tocarlo con los dedos. Pero, ¿dónde está?»). Estos recuerdos, sin embargo, están descritos con una incoherencia, en apariencia, azarosa. Fuckhead se equivoca y repite frases. Empieza a contar una historia y, al rato, se olvida de ella y cuenta otra. Habla sobre la nieve por varias páginas y, luego, recuerda que la historia ocurrió un día de verano. De pronto, empieza a describir un cementerio y unos ángeles que bajaban desde el cielo; pero más adelante se da cuenta de que, en realidad, no era un cementerio sino un autocine, y que los ángeles eran los actores de la pantalla. El escritor norteamericano Salvatore Scibona dijo lo siguiente sobre Johnson e Hijo de Jesús: «Todo lo que uno piensa que una historia debe hacer es, de alguna manera, violado por este libro. Y no importa. [Johnson] usa giros salvajes en la narrativa, tiene personajes con los que es absolutamente imposible simpatizar, y todo funciona porque la prosa se mueve tan rápido como el pensamiento».
Denis Johnson en 1983.
Hijo de Jesús rompe convenciones de lo que debería hacer una historia, así como las canciones de Lou Reed rompen las convenciones de lo que debería hacer una canción. Por ejemplo, una regla muy manida sobre cómo contar historias: el famoso clavo de Chéjov. La idea es que si un escritor describe un clavo en una pared, tarde o temprano, algo o alguien debe terminar colgado de él. Tomo como ejemplo la historia «Work» (Trabajo). El relato empieza con el narrador hablando sobre su novia, una mujer que, con seguridad, es la más hermosa que ha visto en su vida. Habla sobre cómo se amaban, se inyectaban heroína, se peleaban; y cómo un día se pelearon mucho y él la golpeó en la barriga. Johnson habla de la novia por dos páginas y, al terminarlas, no se la vuelve a mencionar nunca más. Enseguida, empieza a hablar sobre un tipo al que encontró en un bar y que le propuso un trabajo: sacar cables de una casa abandonada y luego venderlos. Más adelante, nos habla del alivio que sintió al evitar una pelea y, por alguna razón, eso le recuerda a una tarde que pasó en la cama con su primera esposa, antes de que estuvieran casados. Al final de la historia, el narrador alaba la belleza de su bartender favorita y, en la última línea, nos revela que ella es su madre.
Los cuentos de Hijo de Jesús avanzan, pero nunca regresan sobre lo ya recorrido. Y esto tiene un sentido. Porque cada una de estas escenas se acumula al fondo de la cabeza del lector, como fantasmas que hablan a lo lejos. A Johnson no le importa el clavo de Chéjov. Johnson clava un clavo al inicio del relato y, luego, otro y otro, y nunca se cuelga nada de ninguno. Al final, quien termina «ahorcado» por la historia es el narrador que, de pronto, suelta la frase milagrosa. «¿Dónde están todas mis mujeres ahora, con sus dulces y mojadas palabras y maneras?», dice, en uno de los párrafos finales de «Work». Y aunque esta no sea una historia sobre mujeres, la frase hace eco de todas las que el narrador mencionó antes, casi de pasada. En palabras del escritor norteamericano Tobias Wolff, «existe en estas historias una conciencia de que las cosas están pasando y un deseo por poner las manos sobre la vida antes que esta se vaya». En el mundo de Hijo de Jesús la vida se va en cualquier momento. La gente muere en un accidente de tránsito o por sobredosis o por un disparo. Los que sobreviven acaban en la cárcel o deambulando por las calles en busca de algo que los saque de ahí. Todo esto lo vemos desde este teatro que es la mente de Fuckhead. Y es una especie de alivio que él sea capaz de encontrar belleza en estos momentos. Porque, al final, todo se resume en la frase milagrosa. Ese momento epifánico en que el narrador nos revela su deseo de seguir viviendo. Vivir para escuchar a las hierbas de Iowa silbar una sola nota. Para tropezar con una pequeña flor anaranjada que parece caída de Andrómeda. O tan sólo para pinchar una aguja justo en la vena, dejar correr la sangre hasta el cerebro y sentirse como el maldito hijo de Jesús.
Carlos Fuller es un periodista peruano de veintiséis años, egresado del Máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra. Ha colaborado con crónicas y perfiles para las revistas Soho, Asia Sur y Regatas, y actualmente trabaja en el Grupo Editorial Cosas. En 2011 recibió el premio de periodismo ETECOM, entregado por la Fundación Telefónica.
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La hoja roja Diario de lectura Marina P. de Cabo A J., en justa correspondencia por incrementar mi amor por la literatura.
I El reloj da las tres en silencio, como en silencio traspasan las horas todos los relojes de la época presente. Intuyo cuál es la razón: los fabricantes no logran encontrar equivalencia acústica al paso del tiempo, al lento aproximarse de la muerte. Atrás quedaron aquel modelo de Swatch con melodía de Jean Michel Jarre y el siniestro anuncio de los de péndulo. Abre el libro. Lee por enésima vez la dedicatoria y desvía un momento la mirada hacia la ventana tratando de situar el norte de quien la escribió. Decide dejar el prólogo para el final. Alcanza la página once, que se corresponde con el inicio de la narración. Comienza por la primera palabra: una preposición. Le suceden, en femenino singular, un calificativo y un sustantivo. Se deja llevar por la lectura como se abandonan las barquitas a la corriente fluvial del Nervión hasta desembocar en el mar que más vida contiene. Al leer mueve los labios sin emitir sonido alguno; el observador común aseguraría encontrarse ante un acto frustrado de comunicación, sólo que, en este caso, el receptor ha adoptado el rol de emisor, y el emisor yace muerto en el Cementerio del Carmen y hace décadas que se tornó inmortal. Esa es la única semejanza entre los eternos y los vampiros, que difieren en todo lo demás. Lo demás siempre consiste en que los verdaderos ilustres conservan su alma y las criaturas de la noche la desechan al abandonar la mortalidad. Tal afirmación no es gratuita y puede comprobarse empíricamente midiendo las respectivas temperaturas: unos conservan la calidez, otros alimentan el más gélido invierno. Hogar o intemperie. II Al llegar al tercer capítulo se percata de que las hojas se desprenden. He aquí el principal inconveniente de las ediciones encoladas. Lee y las hojas caen al suelo hasta formar un verdadero otoño en plena primavera. Es esa la primera consecuencia del acto de la lectura, que puede trascender la condición meramente física gracias al milagro de la metáfora y al recuerdo que brota del volumen caducifolio: el sonido del teléfono rompiendo una mañana de marzo y, al otro lado de la línea, su madre anunciando entre lágrimas la muerte del escritor. Para ahuyentar la pena, se promete a sí misma saltar con infantil énfasis sobre ese otoño al acabar de deshojar la lectura. III Hago mías las letras, adquiero seguridad, cambio a primera persona. Subrayar es el método que empleo para explicitar el arrebato. Que para ello utilice un lápiz que me llevé hace unos años de un hotel palentino no es sino casualidad. «Y vestía ropas oscuras porque, según él, las ropas claras eran tan incivilizadas como el hecho de deambular por las calles dando gritos o cantando a pleno pulmón». Sonrío.
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Leo tantas cosas entre líneas: «La Marce no entendería nunca que el afecto entre una mujer y un hombre nace la tercera vez que aquélla le lava a éste los calzoncillos». Me extasío: «era un ser de una delicadeza vegetal». Comienzo a dibujar en los márgenes un bosque tan frondoso que el mapa acaba superando al territorio. Se trata de un bosque perenne. IV Lío un cigarrillo. Recuerdo el significado del título de la obra. Fumo y fumo hasta dar con el aviso de que quedan sólo cinco papeles y llegado este punto calculo cuántos me corresponden en relación a mi edad, pero pienso que las ciencias exactas no son buen rasero para la vida y entonces rezo para que sean unos cuantos más, porque qué nos queda a los ateos adictos al tabaco, sino la oración. Nacemos ya en la antesala de la muerte. Desde un domingo que se apaga, integro el suave desamparo que recorre las páginas. En él permanezco. No hiere y no asusta, sino que deslumbra. Es cómodo y es bello. En esta vivienda transitoria, desamparo es sinónimo de sencillez y de llaneza; la vida castellana hecha palabra. La religión en Castilla se encuentra más cerca de la tierra que del cielo, más próxima al pan que al cuerpo de Cristo. Allí, la transubstanciación está a pie de calle. El cielo se sitúa mucho más cerca de la tierra que en cualquier otro lugar; tanto, que se pueden tocar las nubes con las yemas de los dedos. En cambio, los campos se alargan hasta el infinito, por lo que la línea del horizonte —la mentira más grande y eterna que contiene este mundo— permanece lejísimos, como en otro país. Recuerdo la fe; rompo a llorar. La prosa envía un mensaje a mi sangre y mi sangre reacciona. La carne abandona su pretendida impermeabilidad. Afirmo que Delibes es pura mística y más útil para el alma que comulgar en misa los domingos o leer el Bhagavad-Gita. No quiero hacer otra cosa que hundir mis dedos en la tierra labrada. V Compruebo la idoneidad del libro para matar arañas diminutas. Recuerdo que hace unos meses encontraron crías de tarántula cerca de casa, a kilómetros de mí misma. Para evitar una harto improbable picadura, F. me contaba que no osó abrir las ventanas de su casa durante un mes. La que acaba de morir en manos de Delibes —transfiero responsabilidades— no parecía pertenecer a tal especie. VI El frío es cómplice y consecuencia de la escasez económica. El frío asedia el alma como el hambre golpea el estómago.
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Marina P. de Cabo. La hoja roja. Diario de lectura.
VII He encontrado un billete antiquísimo de metro en el interior del libro. La estación de destino es Cuatro Caminos. Lanzaré una hipótesis en cuanto la elabore. Por ahora sólo puedo adelantar que sospecho está relacionada con una conjeturada visita de alguno de los protagonistas a la capital. VIII La espera y la esperanza. El deseo y su objeto: la imagen ideal, otredad inexistente, que se forma gradualmente en el interior de cada uno. La negación de la realidad dispuesta a perpetuar el sueño. Ceguera, ilusión, ascenso. Cuánto hay de Ella en cada una de nosotras; cuánto de Él en cada uno de vosotros. Hablo de dos personajes de la novela. Qué muertos estaríamos si el mundo fuera lo que es, pero qué solos permanecemos en nuestro particular espejismo. Obviemos sus piernas arqueadas, su olor a cuadra, su tartamudeo, el silencio condescendiente con el que él nos recibe; tracemos un boceto de artificio que no responda sino a nuestro interés, que no derive en otro lugar sino en nuestra desdicha. La ilusión es una puta hecha a medida que nos eleva hasta el cielo sin ni siquiera rozarnos. ¿Su proxeneta? La distancia o la ausencia, deformando el recuerdo. ¿Existe ahí la vida? ¿Hay ahí lugar para el amor? IX Higiene verbal: el ejercicio de la lectura es un reino de una sola persona. Ni la entrada a los escritores está permitida. Ni los mensajes de Whatsapp que se van acumulando en el teléfono móvil ni el arroz que se me pasa ni las dentelladas que me asesta la soledad ni la miseria de la riqueza ni el hambre ni las campañas electorales ni mi miedo infinito ni el frío de mis huesos ni la nómina mensual ni los traumas de mi adolescencia ni el dolor recurrente ni la ausencia de aquel a quien tanto quise ni el extrañamiento ni la sucesión de las estaciones ni mi escritura ni el presente de allá fuera ni el tráfico de drogas que mueve el mundo. Ni los muertos, ni los vivos. En este reino de símbolos el cielo se confunde con el infierno; la entrada a él os está prohibida. X Breve es el paseo que recorremos. No existe otra cosa que el obligado caminar. Pero sí esa anticipación de lo inexistente, esa contabilidad de los días, ese sentir vértigo, empeñarse en residir fuera de la vida, imaginarse inerte en el interior de una caja de madera. Uno no sabe siempre cómo afrontar la inevitabilidad del cambio, porque un alto porcentaje de lo que somos se construye en necedad. La necedad es la cojera congénita de la humanidad, la mayor carga que está obligada a soportar. El tropiezo continuo. No sabe uno cómo enderezarse, cómo deshacerse de sí mismo, de qué manera desechar la lacra de la identidad. Y la respuesta se encuentra — siempre ha estado ahí, pero sólo resulta visible en ocasiones, cuando la necedad se larga de vacaciones— más próxima que ninguna otra cosa. La solución —estocada final al miedo, al tiempo, a la muerte— se construye en risa, en baile, en una mirada a través de la ventana, en las conversaciones sencillas con los seres queridos, en besos como los que te di aquella noche de abril. Es esa la única certeza del existir. Es esa la verdadera eternidad.
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Marina P. de Cabo expende libros desde hace trece años en Literanta Llibres i Cafè, donde se ocupa también de la gestión cultural. Sus textos (crónicas, relatos, artículos, reseñas) han sido incluidos en diversas publicaciones culturales: El Estado Mental, Quimera, Granite & Rainbow, La Bolsa de Pipas, Mercurio, etc. Formó parte de la junta de redacción de la recién desaparecida 40putes. Actualmente crea los contenidos y escribe los guiones del espacio televisivo Llibrèfags.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Ernesto Ortega Garrido Ernesto Ortega Garrido nació en Calahorra, La Rioja, cosecha del 71. Actualmente vive en Madrid, donde trabaja como redactor publicitario. En 2012 publicó el libro de relatos La dictadura del amor (LCK15) y en 2016 el libro de microrrelatos Microenciclopedia ilustrada del amor y el desamor (Talentura Libros).
El túnel Mamá tiene que subir con nosotras al tren para ayudarnos a dejar las maletas en los portaequipajes. Pesan mucho y solas no podemos. Tiene los ojos humedecidos. Antes de bajarse, nos aprieta contra su pecho, nos pide que seamos buenas con la tía y nos dice que estamos muy guapas. Llevamos los zapatos que nos regaló la tía y los vestidos de volantes que nos ponemos para ir a misa los domingos, pero los zapatos nos hacen daño y los vestidos ya no nos cubren las rodillas. Cuando el tren se pone en marcha, acercamos las mejillas al cristal y le decimos adiós con la mano, mientras va haciéndose cada vez más pequeña. El viaje es largo y nos lo pasamos jugando a las adivinanzas hasta que entramos en un túnel y el vagón se queda a oscuras. Claudia me agarra la mano con fuerza. Le digo que no se preocupe, que todo va a salir bien, pero el túnel no se acaba nunca y yo también me asusto y pienso en mamá, en lo sola que se ha quedado, hasta que la luz vuelve, por fin, al vagón. Para entonces, Claudia ya me ha soltado la mano. Poco a poco, el tren comienza a frenar. Antes de llegar al apeadero, nos levantamos y cogemos las maletas. Mamá nos espera en el andén. Todavía tiene los ojos humedecidos, pero el pelo ya se le ha vuelto blanco.
El experimento Buenos Aires. 15 de marzo de 1977. Una mujer da a luz a gemelos. Los bebés son entregados a dos familias completamente diferentes para estudiar su evolución. Durante los primeros años se puede comprobar que ambos se comportan de forma similar: tienen miedo a la oscuridad, llaman a sus madres por la noche, juegan con soldaditos, hasta que, con la caída de los militares, el experimento es abortado. Cuarenta años después nos reencontramos por azar. Es sorprendente reconstruir nuestra historia y descubrir que, aunque la vida no nos trató igual, ambos fumamos Particulares, escuchamos la misma música y somos hinchas de Rosario. Enseguida congeniamos y me presenta a su familia. Sin embargo, la educación o las circunstancias nos han convertido en seres muy diferentes. Mientras limpio el cuchillo, llego a la conclusión de que él nunca se hubiese atrevido.
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Los pescadores de perlas
Adaptación Hace tiempo que la comida escasea en las montañas y los lobos se han visto obligados a descender al valle en busca de algo que llevarse a la boca. Vagan entre las granjas abandonadas, pero ya no quedan ovejas, ni cabras, ni siquiera gallinas que arrebatarles a los pastores y a los granjeros, porque ya no quedan pastores ni granjeros. Al caer la noche aúllan a la luna y corren en círculos. Pero el hambre es más fuerte que el miedo y, poco a poco, se van acercando a la ciudad. Merodean por las urbanizaciones, persiguen a los gatos, corren tras las ratas, hurgan en los contenedores. Cuando todos duermen, entran en las casas, husmean en las despensas y lamen los restos de los platos que quedaron en los fregaderos. Se tumban en los sofás, encienden la televisión, se sirven una copa con hielo y dos dedos de whisky. Antes de acostarse se lavan los dientes. Para el amanecer, cuando la claridad del día comience a imponerse sobre el contorno de la luna, ya se habrán desprendido de sus hermosos pelajes y sus afiladas fauces se habrán transformado en simples incisivos. Con gran esfuerzo lograrán incorporarse sobre sus patas traseras y, ataviados con sus trajes de marca y sus corbatas de seda, acudirán a sus trabajos, convertidos en uno más de la manada.
Hábitos Aunque ya no vive en el barrio, cada viernes se acerca al súper. Suele venir solo, a media tarde, cuando los carritos tienen que esquivarse unos a otros para no chocar y los conocidos le saludan como si todavía viviese allí. Hoy no ha hecho la lista. Prefiere recorrer los pasillos con libertad, comparar precios, buscar ofertas y permitirse ciertos caprichos. De repente, se acuerda: pañales. Seguro que se han acabado. Elige los más caros. Para casi todo se conforma con marcas blancas, pero con el bebé nunca ha escatimado en gastos. Poco a poco va llenando el carrito. Pilas para el mando a distancia. El suavizante que deja en la ropa ese olor tan familiar. Pan de molde, tamaño XXL. Yogures desnatados y Coca-Cola Light para ella, siempre tan pendiente de su figura. Cuando cree que no se ha olvidado de nada, se dirige a las cajas pero, en lugar de ponerse en la cola, abandona el carrito en una esquina y, con disimulo, sale del súper. A la salida mira con nostalgia la luz que se acaba de encender en la ventana del 4º C.
Supernova Hace una noche estupenda y no puedo dormir. Salgo a la terraza a mirar las estrellas, como cuando todavía éramos adolescentes, como cuando íbamos al parque a meternos mano y a viajar a planetas desconocidos. Después nos quedábamos tumbados sobre la hierba observando el cielo, buscando una estrella fugaz a la que confiar nuestra felicidad. Pero los deseos no siempre se cumplen y las estrellas están a años luz de nosotros. Parpadean y, sin embargo, puede que ya no existan, que se hayan apagado, extinguido, desintegrado. ¿Ves esa supernova? Esa que todavía brilla en la constelación de Andrómeda, ¿sabías que hace siglos que desapareció?, ¿que en su lugar ahora sólo hay un agujero negro? Como tú, que cada vez que me despierto tengo la impresión de que todavía sigues aquí, sentada en el borde de la cama, leyendo una revista, pintándote las uñas, acariciando al gato.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de
Francisco José Najarro Francisco José Najarro Lanchazo nació en Zafra (Badajoz) en 1987. Es autor de los libros de poemas La Vespa amarilla, El extraño que come en tu vajilla y Lo que cuentan mis hermanas. Ha sido incluido en las antologías Nacer en otro tiempo. Antología de la joven poesía española y Piedra de toque. 15 poetas emergentes en Extremadura. Es fundador y editor de Ártese quien pueda Ediciones, editor de RIL España y director de Península, una colección de poesía española de la editorial chilena Andesgraund. Forma parte del comité editorial de Æera. Revista Hispanoamericana de Poesía y colabora en Heterónima. Revista de Creación y crítica. Estos poemas pertenecen al libro inédito No supo Viktor Frankenstein ser madre.
Vengo del interior de una mujer, de las profundidades de mi madre. No nací, me sacaron a fuerza de decir que estaba vivo. Pero nunca he sentido —en mí— la vida, la chispa en el comienzo de las venas, las venas como mechas de un corazón-bomba si cuenta atrás. La explosión en la mina, lo que soy: la piedra que le sobra al mineral, la que no se usa y crea una ventana, la que se lanza y vuela — pocos metros.
Tren que atraviesa vértebras y vías. Ya lo oigo: lleva tantos pasajeros que no conozco, padre, que se comportan como tú y me llaman hijo mío, pero de igual a igual, niños que corretean por el tiempo porque el espacio ya se les pasó. Padre, inténtalo tú, pon la cabeza en mi espalda: ¿los oyes? Tren que atraviesa vértebras y vías.
Qué verá reflejado el limpiabotas, qué le dirá la piel del animal muerto que lustra igual que quien entierra. Crecen los cuerpos dentro de la piel, toman forma los hombres como globos. Le tocó al limpiabotas la estrechez del cuerpo destinado a los más pobres: el ataúd pequeño cuesta menos.
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El castillo de Barba Azul
Poco mi cuerpo, madre, poco y tanta vida la que me has dado que necesito ser de algún lugar. Remiéndame el cordón que nos unía que bajar a la infancia es peligroso y no tengo memoria donde asirme. Cuenta, ¿cómo crecí sin notar nada, cómo mis huesos se agrandaron fáciles, cómo mis venas se desenrollaron (así los nervios hasta obtener luz), y ahora, que cesó cuanto crecía, me duele la expansión de aquellos años? Porque ninguno de los dos ha muerto se me permite imaginar la muerte: tu voz es lo que queda de mi origen. Aquí ya reconozco los paisajes, pero si no te toco no puedo decir: casa
Mis padres no tuvieron ningún hijo, ningún niño rechoncho de ojos negros. A mí me construyeron como casa para vivir en ella una vez muertos. Y no entiendo por qué, si siguen vivos, escucho murmurar entre mis huesos, si son mis anticuerpos o son ellos que envejecen más rápido que el tiempo.
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Dánzame, madre, baila con este hijo que los otros son bellos y la música no rechaza sus cuerpos. Pequeños y grotescos, ¡hagamos espectáculo!, que vibre nuestra carne tambaleando al público y rómpanse los pies de tanto entrechocar. Que el baile es nuestro, el ritmo sólo nuestro, y aunque sea sin música, dancemos. Ta-ta-ta Ta-ta-ta Ta-ta-ta Ta-ta-ta
El país que dejé no ha perdido su forma, encuentro manchas que se le parecen y señalo ciudades. El país del que soy, por el contrario, achicó sus fronteras y sus fuerzas, y canta mucho menos. El país donde vivo tiembla a veces, me recuerda al derrame cerebral que desplomó a mi abuela. Al país del que soy quiero volver, peinarle el pelo mientras le murmuro mamá, es cierto que vine.
Ein s t e in o n t h e B e a ch
Eduardo Cano La máquina enfurecida o cómo vivimos atrapados en el sinsentido común Por Javier Sáez de Ibarra Durante el franquismo, algunos escritores, una minoría, tomaron sobre sí la responsabilidad de escribir acerca de aquello que la prensa, la televisión y el NODO callaban: el hambre, la miseria, la falta de libertades, la mediocridad, la represión, la violencia. Hoy, otra minoría vuelve a hacer lo mismo, encarar la injusticia social, el empobrecimiento, la alienación, la pérdida de derechos, el consumismo, los engaños de los medios de comunicación y las promesas políticas, la destrucción del medio ambiente, el control social. Ahora, el contexto son los disimulos de una sociedad democrática, el dominio inclemente de los grandes capitales, una ley económica neoliberal que dictamina lo que puede o no hacerse, una prensa libre, unánime e interesada, juez y parte de esos negocios, un Estado que ya no corrige los «excesos» (vaya eufemismo) del capital, sino que los favorece, y una tecnología audiovisual que complace al mismo tiempo que nos satura de espectáculo e intrascendencia. Frente a tal situación, asistimos a la denuncia de un teatro insurgente, unas artes plásticas contestatarias, una poderosa corriente de poesía crítica. En la misma línea aparecen novelas que reflejan la profunda insatisfacción en que vivimos, la caída de la esperanza en alcanzar un mundo más justo y libre. Llama la atención, también, que algunos escritores de cuentos que ahora empiezan sientan la necesidad de recoger la verdad y la cólera que vivimos muchos. Eduardo Cano publica su primer y extraordinario libro de cuentos, La máquina enfurecida (Editorial Talentura, 2016), queriendo situarse en la misma presencia social de esos creadores. Su serie larga de relatos de medida breve no es —prevengo ya el prejuicio— una obra de urgencia. Al contrario, reconocemos en ella el resultado de una larga reflexión. Sus textos son complejos, profundos, sugerentes, abiertos, piden una lectura atenta, incluso una meditación. Su
riqueza no puede ser reseñada en pocas líneas, pero diré que se trata del discurso narrativo más lúcido y concreto que conozco sobre el mundo en que vivimos. La tesis, si cabe enunciar tal cosa, afirmaría que nos hallamos en el centro de una maquinaria feroz, en la que participamos como víctimas y verdugos a un tiempo, que nos hace infelices y nos impide una vida humana. En su esclarecedor prólogo, dice Juan Jacinto Muñoz Rengel: «En La máquina enfurecida el mundo es un decorado, un simulacro, un trampantojo, una trampa. […] La cárcel de una maquinaria creada, detalle a detalle, para nosotros, y en la que permanecemos encerrados como ratones en un laberinto». De ese monstruo, aniquilador y familiar, Cano va exhibiendo como en un álbum de fotografías diversos aspectos, momentos, resultados, efectos. Sus imágenes permiten identificarnos no mediante la reproducción de lo que hacemos, sino por su potencia simbólica; los relatos, en lugar de «fragmentos de vida», plasman situaciones que revelan el fondo de nuestra experiencia y excitan nuestro deseo de saber. Además, esas instantáneas muestran no tanto o únicamente nuestro mundo actual, cuanto aquel hacia el que imperceptiblemente nos abocamos y cuyos síntomas él ya ha reconocido. Pone, detenida ante nuestros ojos ciegos y nuestra sensibilidad adormecida, esa transformación para que sea contemplada, advertida —palabra clave en un libro que opera a modo de una advertencia fatal, fatalista—. Se trata, entonces, de una literatura postapocalíptica: donde el futuro que resta es casi hijo muerto de los terribles sucesos que estamos fraguando. Y el magisterio y la huella de Ángel Zapata, su Materia oscura, deben citarse aquí. ¿Qué nos dice ese álbum del futuro que está aflorando? Testimonia el fracaso colectivo de un mundo cruel, alienante, enfermo y sin belleza, que destruye indiferente la naturaleza, sojuzgado por la técnica (el
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
Javier Sáez de Ibarra. Eduardo Cano. La máquina enfurecida
diagnóstico de Heidegger de su dominio total-totalitario se constata aquí); denuncia el automatismo del trabajo, la falta de lazos de pertenencia, los vértigos de irrealidad y extrañeza, la incomunicación aun de los amantes, la imposibilidad de comprender, la ciudad que nos enajena y, paradójicamente, nos es íntima, el sentimiento de infelicidad, los temores inducidos, la tiranía de los medios de comunicación y, finalmente, la claudicación personal, la locura, en la omnipresencia de un escenario del que no hay salida. Este mundo deshumanizado resulta, sin embargo, sorprendente en la misma medida en que suponemos (es el sueño de la Modernidad) que nuestra civilización había sido diseñada a escala humana. El hecho de esa desproporción entre las necesidades y nuestras aspiraciones y el orden que lo niega hace que todo (esa trampa) se nos vuelva un enigma. Los personajes declaran: «¡Todo esto debe querer decir algo!» o «Necesitaba comprender qué era aquello» o «Duda del significado de estado de las cosas, desconoce el significado de la mayoría de las nuevas palabras». Como es de esperar, su análisis continúa la percepción que ya tuviera Kafka, incluso Beckett: en «Robledal», un hombre enterrado vivo está tranquilo, desea fumar, se acaricia, se duerme. Lo que nos rodea es raro, carente de razón aparente; mas también uno mismo es extraño para sí, las propias acciones no terminan de ser entendidas. La deshumanización nos ha alcanzado. Frente a ella, cada cuento presenta la tentativa de tocar, sentir, oler, vivir de verdad. Envueltos en esta catástrofe en grado de cumplimiento, Cano observa comportamientos factibles: el amor, el margen de un tiempo personal no-contaminado por las obligaciones, la conciencia-mirada que es capaz todavía de cuestionar lo que sucede. Pero incluso esos resquicios
de libertad humana, acaso de una relativa dicha, se hallan como amenazadas por la apisonadora y el maleficio de lo real. Quedan casi suspendidas, sin tiempo. Eduardo Cano tiene especial cuidado en negar los escapismos de la imaginación («Zarabanda») o de la contemplación de la belleza («El paisaje»), también de la protesta testimonial («Apisonadora») o de los actos de un simulacro de libertad («Anatomía mecánica anómala») que en realidad responden a la «alegría de la desolación». Es particularmente sensible al paisaje, seco y determinante en unos casos («La Seca»), o abierto a lo ilimitado como un deseo de liberación («El paisaje»). Frente a los cuales, todo espacio íntimo es siempre estrecho, incómodo, claustrofóbico; cuando hasta el ámbito destinado a habitar la propia vida lo hemos empequeñecido. Vivimos en un enanismo vital, psicológico, social. Uno de los cuentos, «Desiderata», recoge la inspiración de un personaje de vivir una especie de «santa idiotez» elegida, una mística del desapego. El relato concluye: «Y me voy andando, despacito, tranquilo, entre el ruido y las prisas de la gente. // Todo es un gran ritual. // No. // Lo que quiero decir es que todo esto es un inmenso circo. Una enorme pantomima de luces. Puro artificio. // NO». Porque vivimos encerrados por la furia de un sistema: «Ha salido —está fuera hace más de veinte horas— pero su mente sigue atascada, en la máquina». Desconocemos qué causa ese odio, ese error, ignoramos por qué no hay alternativas a la condena. Tampoco podemos remontarnos al tiempo anterior a la máquina. Ella carece de voz y de pensamiento con los que desvelarse a sí misma. Y más allá, en las fronteras de lo real, acecha un misterio de espanto. ¿Puede, entonces, esa locura disidente, ya que no vencerla, al menos burlarla? Eduardo Cano ha levantado acta de un futuro inmediato. No creo que nos deje indiferentes en la medida en que la literatura todavía nos diga algo (es decir, le reservemos un lugar en la formación de nuestra conciencia); aunque no es un acto de masoquismo. Acaso nos ayuda a combatir un poco, a descartar ciertas opciones, a luchar por lo que podemos ser contra la fatalidad y el vacío. Este libro nos empuja a decir que no queremos equivocarnos, a decir que No. Javier Sáez de Ibarra es profesor de Lengua y Litertura en un instituto y en la Escuela de Escritores de Madrid. Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de relatos El lector de
Spinoza (Páginas de Espuma, 2004); Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008); Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009), I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero; y Bulevar (Páginas de Espuma, 2013), XI Premio Setenil.
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Eduardo Cano. Fotografía cedida por el autor
Lin Shu, autor del Quijote Por Mikaël Gómez Guthart Traducido por Debora Babiszenko
China es uno de esos singulares indicadores que al parecer nadie aborda impunemente: pocos autores saben tratarla sin exhibir sus fantasías más íntimas; en ese sentido quien habla de la China habla de sí. Simon Leys
El nombre de Lin Shu les resulta sin lugar a dudas totalmente extraño. Sin embargo, debería figurar desde hace muchísimo tiempo en todos los manuales de historia de la literatura. Originario de la región de Fujian, al sudeste de China, este gran erudito autodidacta proveniente de la dinastía Quing, la última en haber reinado en el Imperio chino, era pintor, calígrafo, novelista, cuentista, poeta, ensayista y traductor. Es en efecto el autor, desde fines del siglo XIX, de las primeras traducciones literarias en China, cuyas bibliotecas estaban, por así decirlo, desprovistas de ellas, pues la tradición china estaba constituida desde hacía siglos por comentarios de textos chinos antiguos y no de importaciones. De este modo, Lin Shu contribuyó vastamente a llevar al conocimiento de los lectores chinos autores y obras extremadamente exóticas, principalmente provenientes de Inglaterra en un primer tiempo, luego desde Francia, Estados Unidos, Suecia y Alemania. No obstante, este último no hablaba ni leía ninguna lengua extranjera. Primero, se hacía leer en voz alta los textos por un asistente-traductor que dominara, al menos en teoría, la lengua de origen y que pudiera arriesgarse sin demasiadas desavenencias a una interpretación en mandarín oral; según los dichos de sus más finos exégetas —poco numerosos, por cierto—, Lin Shu reescribía todo en mandarín clásico intentando tanto como le fuera po-
sible pegarse a la partitura. A saber, privilegiando la trama del relato antes que su melodía, su ritmo o su estilo. Lin Shu, autorizándose a sí mismo, gozaba de la sorprendente facultad que consiste en poder leer cualquier lengua a través de los ojos de otro. Ayudado por diecinueve asistentes sucesivos, tradujo, o más precisamente reescribió, cerca de doscientos clásicos de la literatura occidental, entre ellos Balzac, Shakespeare, Dumas padre e hijo, Tolstói, Dickens, Goethe, Stevenson, Ibsen, Montesquieu, Hugo, Chéjov o Loti. Algunas de sus adaptaciones se convirtieron incluso en verdaderos best sellers en China a comienzos del siglo XX, tales como La dama de las camelias, rebautizada para la ocasión La herencia de la dama parisina de las camelias. Resulta aún más fascinante y misterioso que una cincuentena de sus traducciones no publicadas serían textos de los que nadie ha sido capaz de identificar hasta el día de hoy ni el autor ni la lengua de origen. Entre sus manuscritos perdidos se encuentran obras maestras que ignoramos por completo. Los libros a menudo toman un atajo y otros senderos que se bifurcan para franquear las fronteras y llegar allí donde no se los espera. A la historia de la literatura, incluso de la escritura, no le faltan ejemplos en la materia. El joven Bashevis Singer —traductor de Knut
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Mikaël Gómez Guthart. Lin Shu, autor del Quijote
Hamsun, Romain Rolland o de Gabriele d’Annunzio al ídish— no tenía, al parecer, la más mínima noción de noruego, de francés o de italiano; había operado a partir de traducciones alemanas que circulaban en la Polonia de la preguerra. Witold Gombrowicz es otro ejemplo famoso, al reescribir él mismo en Argentina su Ferdydurke en español con la ayuda de Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu, dos escritores cubanos que no habían escuchado jamás una sola palabra de polaco; luego retradujo esta versión al francés, con la ayuda de un profesor de la Alianza Francesa de Buenos Aires, para desembocar en lo que sería la primera edición francesa de Ferdydurke, publicada por Maurice Nadeau en 1958. En 1921, Lin Shu decide abocarse al Quijote a partir de una traducción inglesa que databa de 1885. Su asistente Chen Jialin, habiendo seguido una parte de su formación universitaria en Inglaterra, parecía estar a la altura de hacerle la lectura, según una técnica bien afinada. Sin embargo, sólo ofreció una versión parcial, no solamente rellena de agregados de diálogos inéditos, sino también amputada de numerosos capítulos, entre ellos su célebre prólogo: o sea, un total de doscientas ochenta y cinco páginas correspondientes a la primera parte de la obra maestra de Miguel de Cervantes, lo cual nos remite a la empresa secreta Lin Shu, a la derecha. de un tal Pierre Ménard, que, según Jorge Luis Borges, ambicionaba justamente reescribir el primer libro del Quijote. Esta Biografía del caballero loco (o Vida del caballero embrujado según las traducciones) fue publicada en 1922 en Shanghái, mercado fuerte de la industria del libro chino, entonces apodado el París del Oriente, con
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sus editores, sus imprentas y sus cafés literarios. Lin Shu, deteriorado por una enfermedad, muere dos años más tarde y tira la toalla con este medio-Quijote. No resulta anodino recordar que Don Quijote de la Mancha cuenta precisamente las peripecias de un anciano enfermo enamorado de las novelas de caballería y que esta sería una traducción del árabe de un texto que Cervantes atribuye sagazmente a un historiador musulmán. El subterfugio del falso traductor era un juego de manos recurrente en la literatura caballeresca del siglo XIV, donde los autores a menudo pretendían que sus escritos fueran en realidad traducciones del toscano, del tártaro, del florentino, del griego, del húngaro, incluso de lenguas no identificadas. La modernidad literaria se abre entonces en 1605 con una obra que sería una traducción y cuyo protagonista es un lector de novelas. El círculo está bellamente cerrado. Una traducción, en cuanto que reescritura, por más fiel que sea, no equivale en absoluto a la obra de origen. José Ortega y Gasset señalaba a este respecto que se trata, en el mejor de los casos, de «un camino» hacia esta. La increíble cabalgata romanesca del ingenioso Lin Shu, secundado por su fiel asistente Chen Jialin, lejos de traer una desilusión, es muy por el contrario una desconcertante ilustración. Mikaël Gómez Guthart reside en París y es traductor del español al francés y a la inversa. Ha traducido, entre otros libros, Correspondance, de Alejandra Pizarnik/León Ostrov, y Quoi faire, de Pablo Katchadjian. Desde 2012 es lector para la editorial De Seuil.
El holandés errante
La literatura del desierto Texto y fotografías de Ginés S. Cutillas
De vez en cuando la memoria te devuelve a aquellos lugares en los que realidad y ficción se confunden. Como si el tiempo nos echara una fina arena a los ojos y el recuerdo lo conformaran las distintas versiones de una misma historia narrada a lo largo de los años. Esta en particular ocurrió en 2003. Andaba yo por la treintena y el mundo, aunque conocido, suponía todavía un misterio para mí. Con tal ingenuidad, en un mes de julio no especialmente caluroso, tres amigos de la carrera llegamos a Ulán Bator, capital de Mongolia. Los protagonistas de esta rocambolesca historia —quizás este detalle le conceda algo de verosimilitud—: Alfonso Tienda, Juan José Paneque y el que la escribe. Nuestra intención era cruzar el desierto de Gobi hasta llegar a Bayannur, ya en la República Popular China, siguiendo parte del itinerario de lo que había sido la Ruta de la Seda. La única condición que nos impusimos fue la de que la travesía tenía que ser lo más literaria posible. Así venía siendo el viaje desde que salimos de Valencia camino de los países del Este hasta llegar a Rusia. En el trayecto tratamos de conocer los ambientes literarios de las grandes ciudades, pero descubrimos que la literatura es cosa del invierno. En verano, en las urbes, se atisban sólo restos de un mundo literario que en época de frío animó los cafés, con ese velo de alcohol que todo lo cubre. Optamos entonces por improvisar. Evitamos las metrópolis y, ya que dábamos por perdidos los guetos artísticos, decidimos correr nuestra propia aventura al más puro estilo Kipling (cómo no pensar en El hombre que pudo reinar o en Tres soldados). Fue en la misma Ulán Bator donde nos hablaron de la Ruta de la Seda. Había una excursión programada en los clásicos Land Rover Santana que salía de un hotel de lujo a las tres de la madrugada. Por supuesto, nos alejamos de todo aquello. Queríamos vivir nuestra propia aventura, hacer acopio de sustanciosas anécdotas para compartirlas luego en bares una vez regresados a España, ocultando, claro, qué parte de ellas era verdad y qué parte mera fantasía.
En el mercado de Narantuul, el más grande de Asia, situado al lado del Parque Nacional Terelji, nos hablaron del Transmongoliano, un tren que, siguiendo la antigua ruta del té y los caballos, partía de Rusia —donde enlazaba con el Transiberiano— dirección a China y pasaba por la capital de Mongolia, cubriendo una distancia total de siete mil quinientos kilómetros. Como los anchos de vía difieren en cada país, en la frontera realizaban una parada para cambiar los bojes, elevando cada vagón y adaptándose a la vía que había por recorrer. El trayecto duraba varios días y aunque nos pareció una opción de lo más literaria, por aquello del Orient Express de Agatha Christie, la desechamos al descubrir dos opciones más para atravesar el desierto. Una era, aunque parezca mentira a estas alturas del siglo XXI, en compañía de una tribu trashumante de
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la etnia Uigur que partía ese mismo día hacia el sur; la otra, más atractiva si cabe, era hacerlo en un Yakovlev Yak-9, un avión ruso de la Segunda Guerra Mundial que había sido remozado para dar cabida a tres personas. La licencia de avionetas de Alfonso nos permitiría alquilarlo: partiríamos del aeródromo Gengis Khan y lo entregaríamos en Bayannur. El precio del alquiler rozaba lo ridículo y la autonomía del avión era de mil trescientos sesenta kilómetros, suficiente para cubrir los ochocientos kilómetros de norte a sur del Gobi. Cruzaríamos el desierto en apenas tres horas. Además nos permitían hacer el vuelo de noche para evitar las altas temperaturas. En dos días habría luna llena y podríamos observar el desierto desde las alturas. Sopesamos entonces la premisa que iba rigiendo todo el viaje: elegir la opción más literaria. Por una parte teníamos a Agatha Christie y su Orient Express; por otra, a Kipling y sus aventuras clásicas, enaltecedoras de la amistad; y para acabar, contábamos con las tribulaciones en el desierto de Saint-Exupéry y su Vuelo nocturno. Tristemente, decidió por nosotros el tiempo que costaría atravesarlo. Cruzar con camellos el desierto hubiera supuesto alrededor de un mes. Por añadidura, la tribu en cuestión realizaba paradas de varios días en puntos concretos del trayecto. El tren no era la opción más veloz y tampoco era nuestra pretensión otorgarle ese aire de intriga al viaje. Finalmente, lo que nos dijo el personal de la empresa que alquilaba el avión nos ayudó a decidirnos. A mitad de camino existía un aeródromo, aún practicable, abandonado por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. «Es lo más alejado de cualquier asentamiento humano que vayáis a estar en vuestra vida», nos dijo el operario del hangar. Podríamos aterrizar en mitad del desierto y sentirnos como el piloto de El principito. ¿Cómo dejar pasar esta oportunidad? Alfonso escrutó el aparato afirmando que sería capaz de hacerlo volar. La única diferencia con una avioneta normal radicaba en que debía bombear el aceite manualmente, hasta veinticinco veces, si quería que cubriera todo el circuito y evitar que se gripara el motor en el despegue, propiedad característica de esta clase de aparato. Despegamos el 31 de julio, justo en la efeméride de la desaparición de Antoine de Saint-Exupéry a bordo
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de su bimotor P-38 Lightning. Ninguno lo mencionó, menos aún cuando la pista de despegue pareció hacerse corta a consecuencia del peso que soportaba el avión. La idea era aterrizar en las coordenadas proporcionadas por la agencia y brindar contemplando las estrellas. Lo que nos preocupaba era que la oscuridad de la noche nos ocultara la pista de aterrizaje, pero nos confirmaron que la central, por otra parte la única practicable, estaba perfectamente señalizada por una fila de piedras blancas rociadas de pintura fluorescente, original de la época y extremadamente tóxica. Temimos a su vez que la arena del desierto las hubiera cubierto, a lo que el guía, no sin cierta soberbia, nos comentó que la mayoría del desierto del Gobi era de piedra y no de arena. Además de una garrafa de ocho litros de agua y varias botellas de champán, compramos algo de ropa de abrigo con intención de cubrir las tradicionales túnicas sueltas que habíamos llevado en la parte oriental de nuestro viaje. La hora y media que nos costó localizar el aeródromo en mitad del desierto fue mágica. Aunque en los quince primeros minutos de vuelo intercambiamos conversaciones superfluas por la emoción del momento, pronto, el ruido del motor y el hechizo del horizonte infinito nos sumieron en un íntimo silencio que me hizo evocar El cielo protector de Bowles y aquel desierto que cada uno recorre en soledad, aunque viaje acompañado. Volábamos bajo ante la inexistencia de obstáculos artificiales, y la luna, generosa aquella noche, se reflejaba en las piedras pulidas por el viento, lo que nos ofrecía una idea aproximada del terreno que corría bajo nuestros pies. Dimos dos vueltas alrededor del aeródromo antes
Ginés S. Cutillas. La literatura del desierto
Evitamos las metrópolis y, ya que dábamos por perdidos los guetos artísticos, decidimos correr nuestra propia aventura al más puro estilo Kipling. de aterrizar. Sopesamos si en el peor de los casos —si no conseguíamos despegar otra vez— tendríamos suficiente agua hasta encontrar alguna población cercana. Los tres gesticulamos elevando los hombros, nunca nos distinguió la cordura. Conseguimos tomar tierra después de que el avión rebotara tres veces contra la roca del desierto. Afortunadamente, la pista era inusualmente ancha y larga y no temimos por nuestra integridad. Las piedras fluorescentes reflejaban a la perfección la luz de la luna. Cuando paró el motor y se apagaron los escasos pilotos de la cabina, un cielo inmenso y estrellado nos envolvió. Enmudecimos contemplando aquel paraíso vedado a la gente de ciudad. Las luces refulgentes bajaban a ras del suelo, lo que nos permitió contemplarlas sin necesidad de levantar la mirada. Nuestro silencio solemnizó aquel momento. Hacía frío, pero era soportable. Abrimos el champán y nos alejamos de la pista para que la poca luz que reflejaban las piedras no nos molestara y pudiéramos contemplar la inmensidad del cielo en plena oscuridad. Los problemas comenzaron cuando, tras tomarnos las dos botellas y leer algún pasaje de El desierto de Pierre Loti, decidimos seguir el viaje antes de que nos sorprendiera el amanecer y, con él, el insufrible calor. Ninguno se acordó de bombear el aceite, así que poco antes de despegar, el motor se gripó emitiendo un crujido seco y perdiendo toda la potencia de repente. El avión se detuvo solo, justo en el límite de la pista, ladeándose sólo un poco. Luego, otra vez el silencio. Intentamos arrancarlo de todas las maneras posibles, pero fue inútil. Instintivamente buscamos con la mirada la garrafa de agua. Bajamos de nuevo del avión con evidente preocupación, pero antes de que pudiéramos decir algo, vimos a lo lejos un resplandor en el que
no habíamos reparado antes. Dedujimos que se trataría de una hoguera. Enseguida, la alegría inicial de su hallazgo mutó en preocupación. ¿Qué clase de personas recalarían en una de las zonas más recónditas de la tierra? Si era gente afable podría ayudarnos; pero, si albergaban malas intenciones, cabía la posibilidad de que jamás nos encontraran. No quedaba otra opción que descubrirlo, así que nos acercamos con sigilo para evitar alarmarlos con nuestra presencia. Era un grupo de unas treinta personas sentadas en torno a un fuego: hombres, mujeres y niños. Habían montado un campamento de siete yurtas. Uno de ellos hablaba y gesticulaba de forma exagerada. Era evidente que estaba contando una historia y que la recreaba con distintas voces según el personaje que interviniera. Por las muecas que ponía cuando nos presentamos, debía tocarle encarnar a un monstruo o a un animal muy fiero, lo que contribuyó al grito de pánico proferido por el resto antes de identificarnos como simples turistas. A continuación, estallaron todos en una sonora —y sincera— risa compartida. Enseguida nos hicieron sitio al calor del fuego y nos pusieron vasos en las manos, sin más explicación. Las cabezas se volvieron de nuevo al narrador, que retomó la historia en el punto donde la había dejado, al menos la cara del personaje era la misma. Nosotros nos miramos y sonreímos. Habíamos sido aceptados por una especie de tribu de la que desconocíamos todo, aunque más tarde descubrimos que pertenecían a la etnia Kazaja, que viene a decir libre o independiente, y que se catalogaban en tres
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Ginés S. Cutillas. La literatura del desierto
Habíamos sido aceptados por una especie de tribu de la que hordas diferentes compuestas por tribus y clanes, medio turcos, medio mongoles. Supongo que fue el alcohol, o el ánimo de entendernos, lo que nos llevó a deducir que se consideraban una sola nación, aun siendo nómadas, y que no se podían casar entre ellos si tenían algún antepasado común en las últimas siete generaciones, por lo que preferían mezclarse con las otras tribus. Al poco nos tocó a nosotros contar nuestra historia. Entre risas y gestos excesivos, representamos con mímica el viaje al aeródromo, la avería y nuestra necesidad de ayuda, tema del que, con la alegría del alcohol —una especie de orujo destilado quizá de las pocas plantas que había por allí, o de algún tipo de cactus—, nos habíamos olvidado. En cuanto nos dijeron que al día siguiente uno de ellos nos llevaría en un todoterreno que quedaba oculto tras las lonas hasta Bayannur, a unos cuatrocientos kilómetros de allí, nos relajamos y nos abandonamos a las historias y a las ganas de vivir de aquella gente. Constatamos que el desierto nos iguala a los otros, que el hecho de compartir un mismo estadio de supervivencia provoca que el ofrecimiento y la ayuda surjan de manera espontánea. Hoy por ti y mañana por mí.
La siguiente historia la narró una anciana cuyo rostro estaba surcado de profundas arrugas. Por el ademán de sus brazos, dedujimos que hablaba de un gusano gigante o de una serpiente. No paraba de pro-
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desconocíamos todo, aunque más tarde descubrimos que pertenecían a la etnia Kazaja, que viene a decir libre o independiente. nunciar el nombre de Allghoi Khorhoi, el gusano de la muerte, una especie de animal mitológico de la zona que mata a sus presas escupiendo veneno y aplicándoles descargas eléctricas. Supuestamente uno de ellos lo había visto una vez, en verano, la única estación en que no hiberna. Salió corriendo, dijo entre risas. Nos fuimos a dormir recordando los gusanos del desierto de la novela Dune. Las pocas horas que descansamos no dejamos de mirar la arena sobre la que estábamos acampados, ya que es por la noche cuando salen todos los bichos que se arrastran por el desierto. Cuando amaneció, nos vimos rodeados de agujeros por los que cabía perfectamente una comadreja. No quisimos saber qué clase de animales los habían originado. Desayunamos una especie de leche de sabor muy intenso y nos subieron al todoterreno que nos llevó a la civilización. En el centro de la ciudad, el conductor, que no entendía nada de lo que decíamos, se limitó a ladear la cabeza a modo de despedida, rechazando el dinero que le dábamos con la intención de que al menos cubriera el gasto de gasolina. El viaje continuó más tarde hacia Indonesia, pero eso ya es otra historia. Han transcurrido catorce años desde esta aventura. Los detalles han sido adornados y modificados hasta la saciedad. En la actualidad, los protagonistas vivimos en tres ciudades diferentes con vidas radicalmente distintas. Y aunque también la amistad atraviesa desiertos, por los empaques de la vida o por los momentos vitales de cada uno, siempre nos quedará una ciudad exótica en la que reunirnos, a salvo de alimañas nocturnas, para compartir unas cuantas cervezas y charlar, recordando viejas e inverosímiles anécdotas o reinventándolas una y otra vez. O simplemente callarnos para mirarnos a los ojos y reconocernos en el otro. Somos lo que somos, un mismo temple de corazones, que decía Tennyson.
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La quietud
Ignacio Ferrando Tusquets: Barcelona, 2017 400 págs.
Tras la tempestad Por Gemma Pellicer
Autor fecundo, con varios libros en su haber, ya se trate de novelas (Un centímetro de mar, 2011) o de cuentos (La piel de los extraños, 2012, Premio Setenil), entre otros, Ignacio Ferrando nos propone en estas páginas un viaje iniciático sembrado de obstáculos, tales como aquellos que surgen durante la adopción en un país extranjero o la asunción de una paternidad de la que Héctor, el narrador protagonista, recela. Este profesor de arquitectura ronda la cuarentena cuando Julia, su exmujer, le pide que la acompañe hasta la Rusia profunda, como si fueran una pareja feliz, para ir a buscar a Dimitri, el niño que les han asignado en adopción cuando aún estaban juntos. Se trata, por tanto, de una propuesta insólita, plagada de fingimientos y acaso determinada por la urgencia de Julia de aprovechar la que quizá represente su última oportunidad de ser madre. Por extraño que pueda parecer, Héctor aceptará viajar con ella hacia lo desconocido, aunque, perplejo ante su propia decisión, se muestre resuelto a averiguar si en el fondo sigue enamorado de su exmujer. Antes, sin embargo, tendrá que revelarle a Ann, su joven novia, una verdad difícil, mientras le escamotea su huida con Julia para no herirla más de la cuenta, lo que supone para su incipiente relación un verdadero revulsivo. Hasta aquí, la exposición del argumento a grandes trazos. A partir de este ambicioso planteamiento, Ignacio Ferrando profundiza en las múltiples complicaciones que trae consigo la adopción, en su mayoría de tipo burocrático, pero también culturales, pues ellos representan a ojos de esas gentes sencillas el feroz capitalismo que los está diezmando como país. En cualquier caso, lo fundamental estriba en el hecho de que Héctor y Julia deberán empezar de cero a fin de poder afrontar juntos una serie de dificultades, mientras encadenan un problema tras otro y sus empeños parecen condenados al fracaso, pues no otra cosa cabe prever de la
gélida Rusia en la que se adentran atemorizados, un paisaje que no muestra por ellos —en apariencia— la menor comprensión. Por la novela deambulan también otras parejas más o menos estables que acarrean sus mismos sueños, como la compuesta por las italianas Cinzia y Cornelia, dos auténticas luchadoras resueltas a ponerse el mundo por montera; junto con la presencia en la sombra del padre del narrador protagonista, un espejo que le permite a Héctor cuestionarse su futura paternidad, además de su comportamiento como hijo. La novela se lee con fluidez, como si Ignacio Ferrando la hubiera escrito en estado de gracia. El caso es que no se perciben escollos y las diversas subtramas parecen hilarse dándose el relevo en el momento adecuado, ya sea para emerger como acicate del argumento principal, ya para servirle a este de contrapunto, sin que ningún elemento chirríe. Acaso esté de más decir que la prosa del autor, limpia y torrencial, muy cercana en ocasiones de la revelación o la parábola, llega a hacerse invisible de tan elocuente, pues ya desde el mismo arranque el lector es conducido por distintas peripecias, y a las situaciones a que dan lugar, a través de la cimentación de imágenes de gran fuerza visual, de poderosa seducción. Tras la tempestad llega la calma o la quietud de este libro lleno de sabiduría y buen hacer. Es probable que sea el propio temor al fracaso que persigue con tenacidad a su protagonista el sentimiento que lo haya empujado a emprender una travesía llena de peligros, de la que sale airoso, y, en especial, a afrontar una paternidad conflictiva y dudosa. Y siendo todo ello así, se trata a su vez de una novela que bucea de manera incansable en los misterios de las relaciones amorosas, en sus pasiones y engaños posibles, a menudo plagadas de imprevistos.
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Examen de ingenios
J. M. Caballero Bonald Seix Barral: Barcelona, 2017 462 págs.
Centón de ingenios Por Félix Población Por longevidad y conocimiento, nadie mejor que José Manuel Caballero Bonald (1926) para abordar y llevar a cabo con solvencia literaria y relación personal lo que él mismo califica de centón de escritores y artistas hispánicos. El autor nos aclara que algunas de las semblanzas que aparecen en este libro ya fueron esbozadas en su día en La novela de la memoria y en Oficio de lector. También hace constar el excelente poeta y escritor gaditano que en estos retratos no ha tratado de ser lisonjero, ni tampoco desapacible, aunque en ocasiones se pueda haber dejado llevar por alguna mordacidad. Para su objetivo dice haberse valido propiamente de unas pinceladas de índole retórica, «pensando sobre todo en que se trataba de unos textos de muy preciso acomodo en las márgenes de la literatura». Caballero hace en cada caso una somera y primera descripción de la personalidad de los retratados, que para quienes hemos tratado a algunos de ellos es muy cabal y certera. A continuación, pasa a analizar lo más interesante de la obra de cada cual, sea en el terreno literario, en el artístico o el musical, pues a más de una mayoría de escritores y poetas también se incluyen cantaores como Antonio Mairena, cineastas como Juan Antonio Bardem, guitarristas como Paco de Lucía o pintores como Miró, Antonio López o José Caballero. Incluso figura Alfonso Guerra, en su calidad de joven promotor teatral y memorialista septuagenario. Ha prescindido el autor de todos aquellos artistas y escritores pertenecientes a generaciones posteriores a la suya, por lo que en el inventario se incluyen hasta cinco grupos generacionales, que van desde el 98 al 50, pasando por los del 14, 27 y 36. En cuanto a la extensión con la que trata a cada uno, va de las tres páginas a las ocho, sin que el hecho de que sea mayor o menor se corresponda con la relevancia que Caballero otorga a
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cada retratado, sino más bien con la capacidad expansiva de la memoria o con un simple capricho interpuesto. Después de Baroja y Azorín, por cuya respectiva literatura no siente Caballero Bonald simpatía alguna, se ocupa de Bergamín, León Felipe, Américo Castro y Carles Riba, a quien considera una de las cumbres de la poesía catalana del siglo XX. Siguen a esa lista los nombres y las obras de Jorge y Nicolás Guillén, Max Aub, Dámaso Alonso, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Borges, Alejo Carpentier, Cortázar o García Márquez, entre otros. Sobre todos hace puntualizaciones críticas muy atinadas que dan a cada semblanza un perfil sumamente valioso para aquilatar su lugar en la historia de la literatura en español. Con ser los de los escritores y poetas perfiles interesantes, tanto por la precisa y excelente prosa que caracteriza al autor como por su penetrante capacidad de análisis para discernir la paja del trigo, lo que más puede sorprender gratamente al lector que desconozca la obra de Caballero es su capacidad para glosar la impronta de los cantaores flamencos. En ese sentido son admirables las semblanzas de Pastora Pavón, la Niña de los Peines, Antonio Mairena o Manuel Agujetas. No me resisto a citar el encabezamiento con el que Caballero Bonald abre este último retrato: «No sabía qué edad tenía ni dónde había nacido, aunque podía calcularlo por tanteos instintivos. Tampoco sabía leer: decía que los cantaores que saben leer pierden pronunciación. Manuel de los Santos, Manuel Agujetas, era un primitivo oriundo de la caverna bajoandaluza, un analfabeto iluminado por los vislumbres de la cultura de la sangre». En esa línea también se insertan las semblanzas del bailaor Antonio Gades y el guitarrista Paco de Lucía, del que dice que su manera de tocar la guitarra fue su forma de exteriorizar la intimidad. Especialmente acertados para quien esto escribe, por haberlos conocido en vida, son los retratos de Dámaso Alonso, el lingüista Emilio Alarcos, los escritores Francisco Umbral y Torrente Ballester, y el del poeta Antonio González, a los que añado muy especialmente el de mi admirado Emilio Lledó.
Mosaico de una vida
Claire Nicolas White Traducción de Mónica Rubio Fernández Sabina: Madrid, 2017 250 págs.
Tiernas imprecisiones Por Ricardo Martínez Llorca Que «el mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones» es un verso del poeta Jorge Luis Borges que definiría este Mosaico de una vida, con todo el cariño que el libro se merece. Sabiendo que es imposible la autobiografía completa, la precisión como concepto, Claire Nicolas White (Países Bajos, 1925) se propone dictar con una memoria agradecida aquellos recuerdos que se dibujan mejor entre las tiernas imprecisiones. De ahí nace este libro, amable, escrito en un momento en que entiende que la poesía de la vida puede existir y ha existido: la infancia en el jardín, la amistad ideal de los niños, el descubrimiento pudoroso del amor y otros conceptos de ese estilo marcan los buenos fantasmas en que se han convertido los recuerdos, o al menos los recuerdos que Nicolas White quiere compartir. Porque en algún momento se intuye lo que debió ser un malestar prolongado, como el síndrome de Ulises, que sufrió durante sus primeros años como inmigrante en Estados Unidos, huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Hija de un padre vidriero, al que observa con cierta distancia, y una madre escultora, su vida infantil está marcada por el deseo de huir, como huyeron los niños de la película Stand by me. Porque al tiempo que convive con la alegría y la enfermedad que no te destroza, se iguala a sus amigas mediante los sueños. Y el de la aventura es el juego natural de la infancia. Sobre todo cuando se vive dentro de una sociedad de falso puritanismo. La huida sucede en tiempos de guerra, pero inmediatamente encuentra su lugar en los otros inmigrantes, en el primer amor y las lealtades y vínculos con nuevas amistades. Será esa tierna imprecisión, la de la amistad, la que marque la vida de Nicolas White y sugiera que el planeta Tierra no es un mal sitio donde estar. De ahí que cosechando recuerdos recolecte un mosaico y no unas ruinas. Y eso a pesar de ser consciente de haber
vivido en tierra de nadie su momento de transformación, por ejemplo, pero agradecida por entender que a lo que más se pareció esa tierra de nadie es a la rama de la que se agarra la crisálida. Vuelve a nacer y se encuentra a la mujer adulta, sobrina de Aldous Huxley y, por tanto, viviendo en un ambiente en el que podría considerarse una persona especial. Pero mantiene la sabiduría al considerar que el arte y el intelecto son humanos. De ahí que el mundo fuera del mundo en el que participa le parezca loco y feliz. Su matrimonio y su granja en Long Island, la reconciliación con sus padres ancianos al regresar a Europa son tiernas imprecisiones que la ayudan a ordenar su memoria, su concepto de vida, amable, abierto, casi agua. Atender a su madre en la vejez la ayuda a reconocerse, a ser consciente de lo que está a punto de ser y no mirarlo como desdicha. La distancia desde la que observa a su padre, que es la que, identifica, siempre guardó, también es un apoyo para sentirse bien. Porque, en buena medida, este libro es una terapia que a Nicolas White le sirve para poner las cosas en su sitio y a nosotros para entender cuál es la mirada que deberíamos guardar para no sentir amargura. El mosaico rinde cuentas con su marido, pero también, y muy especialmente, con una hija bailarina, una pasión que es un oficio, un trabajo bello que es fruto del sufrimiento. Es frecuente toparse con gente que admiró a sus padres. Es muy complicado conocer a quien admire a sus hijos como seres autónomos. Presumir de ellos, sí, eso está a la orden del día. Pero el hecho de comprender que vinieron al mundo a través de ti y no para ti, como hace la madura autora de estas hermosas memorias, es signo de sabiduría. Como ella afirma, todos deberíamos permitirnos que algunos de los nombres que se cruzaron por nuestra vida queden en la historia, pero a otros deberíamos permitirles desaparecer en la borrosa textura del pasado.
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El odio a la poesía
Ben Lerner Traducción de Elvira Herrera Fontalba Alpha Decay: Barcelona, 2017 96 págs.
Espacio para lo genuino Por José de María Romero Barea «Habito en la posibilidad», sostiene Emily Dickinson. «Un hogar más justo que la prosa», afirma Czeslaw Milosz, «el único refugio contra la nada». La poesía es tal vez la única práctica sin sentido que nos protege contra la falta de sentido: por el placer que nos aporta su lectura; por la riqueza de sus imágenes y su imaginación; por la sensualidad de las palabras, que nos permite engendrar nuevas ideas. Un poema aumenta, en definitiva, nuestro deleite de estar en el mundo. Y, sin embargo, «a mí también me desagrada», confiesa Marianne Moore, en su composición de 1935 «Poesía», verso del que se hace eco Ben Lerner (Kansas, 1979) al comienzo de su ensayo El odio a la poesía (Alpha Decay, 2017. Traducción de Elvira Herrera Fontalba):
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«¿Qué clase de arte asume la aversión de su audiencia? ¿Y qué clase de artista se hace cómplice de esa aversión?». Wallace Stevens promulgaba que la lírica debería «resistirse a la inteligencia, casi con éxito»; por eso es raramente explícita. Quiere que descubramos lo que sentimos por nosotros mismos, sin incurrir en simplificaciones. Pero escribir ripios, ¿no es una práctica irresponsable? ¿No se toman los poetas demasiadas licencias (poéticas)? ¿No los expulsó Platón de su República? «Al leerla, sin embargo, con el más completo desdén hacia ella, / uno descubre que, a fin de cuentas, en ella hay un espacio para lo genuino», continúa Moore. Por eso Lerner se aplica a explorar en su exégesis las diversas formas en que el fenómeno lírico preocupa y decepciona a aquellos que han certificado, con demasiada frecuencia, su defunción. «El poema tiene que incluirme», afirma el autor de 10:04 (2014), «tiene que reconocerme y ser reconocible —tan reconocible que yo sea capaz de recordarlo sin haberlo visto nunca, como el rostro de Dios». El arte (dijo Picasso) es la mentira que nos hace comprender la verdad. «Sólo es posible componer poemas que, leídos con un perfecto desdén, dejan un hueco para el Poema genuino que nunca aparece», enuncia Lerner. Por definición, las certezas de un soneto son calladas. Son afirmaciones del sentimiento, justicias de la imaginación. Al igual que sus responsabilidades, el vate ha de ser «fiel a su propia sensibilidad» (Seamus Heaney). No en vano, el sabor «genuino» del don poético se funda «en el sentimiento genuino» (T. S. Eliot). Tal vez esperamos demasiado de un poema, sostiene el narrador de Leaving the Atocha Station (2011), por eso lo odiamos. Le pedimos demasiadas cosas: que nos despierte a la acción política. Que nos haga oír la música de las esferas. Que nos haga olvidar las exigencias y servidumbres de nuestro mundo. «Su utilidad depende de su falta de utilidad práctica», concluye. Lejos de la perfección del éxtasis, la poesía hace que nada suceda (de hacer caso a W. H. Auden). Su verdad, sin embargo, nos fortalece. Promulga la concentración no sólo del poeta, sino del lector que, a través de ella, se concentra. Marina Tsvetáyeva propugnaba una lectura de «complicidad con el proceso creativo». Leer un haiku es ampliar nuestra comprensión de nosotros mismos, así como del mundo que habitamos. En una época obsesionada con la apariencia, apenas unos versos nos permiten atisbar la esencia y experimentarla con nuevos ojos. La paradoja de El odio es que nos induce al deseo de poesía a base de asumir su rechazo. Al anular la actitud de desapego, activamos nuestro compromiso, algo que, concluye Lerner, «podría llegar a parecerse al amor».
Muerte y amapolas en Alexandra Avenue Eduardo Moga Vaso Roto: Madrid, 2017 136 págs.
Poesía lugar Por Agustín Calvo Galán
El exilio es lo que le espera a un poeta español tras declararse en rebeldía; o, al menos, es lo que le ha sucedido a Eduardo Moga tras publicar su libro Insumisión (Vaso Roto, 2013). Y el exilio es lo que nos explica el poeta en su último libro. No obstante, entre aquel Insumisión y el actual Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, el barcelonés ha publicado varios libros en prosa: de crítica literaria, de viajes a Hispanoamérica y de sus Corónicas de Ingalaterra, y también ha cambiado de ciudad dos veces, incluyendo una estancia de dos años en Londres. Desde esta perspectiva reciente, vital y literaria, podemos afirmar que estamos ante un autor prolífico y ubicuo, y ante un corredor de fondo difícil de encasillar. Desde que Platón dejara fuera de su República a los poetas, es decir, que los dejó en el exilio, muchos han intentado amoldarse a las reglas exigidas para poder volver a ser admitidos en la ortodoxia oficialista. No es el caso de Moga, que emprendió su larga expatriación no con su marcha a Londres, sino mucho antes: en el momento en el que inició su camino en la poesía como un transitar a veces doloroso, a veces feliz, pero siempre incómodo ante la arbitrariedad de las normas, los órdenes y las fronteras. Y llegamos al actual Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, donde el tan barroco y español amar y morir, «polvo serás, mas polvo enamorado», se convierte en escribir y morir. Así, el libro comienza con un largo poema, a modo de prólogo, en forma de pregunta, que inaugura un «Aquí, ¿a qué vine?», justamente conectado con las últimas palabras del libro, donde la muerte aliviadora triunfa. Pero ese adverbio de lugar, ese «aquí», nos identifica la poesía de Moga con una poesía lugar: no con una poesía sobre un lugar concreto, sobre Londres, o sobre otros lugares, sino con una poesía creadora de lugar, es decir una poesía que construye un espacio con lenguaje y, por tanto, levanta un lugar no físico; de hecho los poemas se llenan de inmaterialidad:
sombras, viento, aire, ojos, oquedades: «¿Y a qué vine? / ¿A disfrazar la oquedad que soy?». Es cierto, el vacío existencial es uno de los temas recurrentes en la obra de Moga; vacío, en cualquier caso, que él sabe conectar con la realidad y llenar de sabia expresión poética. El libro continúa con «Correspondencias», cinco largos poemas que son, a su vez, combinaciones de poesía y prosa, cinco formas caleidoscópicas: «Cambiar la perspectiva de lo que vemos es cambiar lo que vemos, y también cambiarnos a nosotros mismos». Y, aunque forman unidades, el desarrollo narrativo naturalista en las partes en prosa contrasta fuertemente con las partes en forma de poemas propiamente dichos, donde la creación rompe toda constricción mental o formal; y se eleva más allá de lo personal, como en el iluminador poema titulado «El exilio es un río». Por el contrario, en la parte titulada «Estampas del destierro» los poemas se vuelven breves y toman una apariencia orientalizante, a la manera de haikus, pero no ajustados a las estrictas normas japonesas, sino como excusa para captar pensamientos fugaces en torno a la naturaleza encerrada en la ciudad y otras estampas sorprendentes de la vida londinense. El libro transita a continuación hacia una larga composición: «Clamor cuchillo», en la que no se utiliza ningún signo de puntuación: liberada de cualquier cotilla, va ocupando —a la vez que cortando— las páginas en su completa extensión, de nuevo como poesía lugar, y creando, más allá de la metáfora y del oxímoron, auténticas sinapsis: sorpresas para el cerebro de los lectores, al ir uniendo palabras de campos semánticos diferentes, así: «Clamor descoyuntado […] / Desbaratar la suavidad homicida […] / Fiebre que eructa […]. Con el sexo desnucado». En la última parte, justamente llamada «Otros exilios», el poeta se mezcla y mezcla sus palabras con las palabras de otros exiliados españoles de diferentes épocas en el Reino Unido, como una continuación de la idea del poema «El exilio es un río»: José María Blanco White, Pedro Garfias, Luis Cernuda, Arturo Barea y Jesús Alviz; ejemplos de intelectuales que, además de sufrir el exilio, forman parte de la heterodoxia religiosa, sexual, cultural… nacional española (con el permiso de Menéndez Pelayo). Al fin, por la plasticidad de sus imágenes, por el dominio del idioma y del lenguaje escrito, la poesía de Eduardo Moga resulta siempre una experiencia sensorial e intelectual deleitosa; además, al excavar con expresión genuina en las paradojas de la existencia y de la realidad que nos ha tocado vivir, crea un vacío abarrotado, un lugar poesía donde preguntarnos, precisamente, ¿qué es la poesía? o ¿cuál es el lugar de la poesía?
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Sangre seca
Josep M. Rodríguez Hiperión: Madrid, 2017 76 págs.
Radiografía del yo Por Sandro Luna Josep M. Rodríguez estructura con precisión en su última entrega poética, Sangre seca, y sale vivo del lance. Ya en Arquitectura yo, su anterior poemario, se asomaba a ese abismo peligroso del decir más preciso donde el yo individual se recorta, fragmenta, transfigura para entregarse, en comunión, a la pulsión universal inherente a todo lo que nos rodea, cuanto somos.
Preciso e intenso como un bisturí que disecciona el magma y que penetra dentro hasta el tuétano mismo, profundiza en las heridas y, para ello, saca toda su artillería desde el primer poema ya con ese final elíptico, sintético, misterioso y claro: «Poesía, / sangre seca». Algo del hombre y poeta queda impreso en esos versos auténticos, lo esencial, el sustrato. Su obra sigue la estela del yo que, a fuerza de configurarse, se asoma constantemente al complicado agu-
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jero del solipsismo y, aunque valora el riesgo, también mide los daños. Así, Josep M. Rodríguez (como acertadamente afirma Margarit en el epílogo: «Piensa los poemas desde la misma poesía») arde, como algo que se quema hasta su propia desaparición. Y casi lo consigue. Casi, porque uno, da igual las formas y maneras, no puede, aunque quisiera, dejar de ser y nos lo confirma, por ejemplo, en su «Pequeña digresión»: «Quise esconder el humo / pero no apagué el fuego»; o, más levemente, en «Fundido en negro»: «La infancia es como un perro abandonado / al que sólo / si ladra / le haces caso». Sangre seca nace de ese yo extinto, concreto, abstracto e incorpóreo que se diluye de mil maneras y en múltiples lugares. Paul Celan nos da cuenta de ello al afirmar: «Yo soy tú cuando soy yo», cita que encabeza una de las secciones de Arquitectura yo. O Sartre, cuando acierta al decir: «Me veo en el mundo absorto por las cosas como la tinta por el papel secante; pero, de repente, la mirada del otro me saca de mi mundo». O Spinoza, en su Ética: «Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse». Y se entrega, ya desde el primer verso («Despiertas / y estás dentro de un alud»), a ese yo total y difuminado que se nos presagiaba ya en sus anteriores poemarios; en el mencionado Arquitectura yo («me he vuelto azar»), en Raíz («me transforma / la realidad»), en La caja negra («Miro en el horizonte / y en ese gesto aprendo claridad»), en Frío («Así, / saberme yo también desconocido») o en el lejano Las deudas del viajero («El futuro es un árbol que no existe»). Y encuentra hogar y se alimenta de su propia tela, como la araña de «Hilos». Hay, en la poesía de Josep M. Rodríguez, la misma tensión que en la cuerda de un equilibrista. Todo en ella es preciso porque sabe, cuando mira, que el fruto sólo cae cuando madura. La poesía, como la música, es el lugar donde Dios, lo que quiera que sea, nos resucita y hallamos la belleza. Y es por eso que la amamos y obramos, a veces, como dioses. Sangre seca es un libro de versos exactos y rotundos. Y su más allá está aquí. Y uno sale más vivo, más humano y consciente de sus propias heridas tras su lectura.
Las célebres órdenes de la noche Diego Sánchez Aguilar La Palma: Madrid, 2017 124 págs.
Si hay Dios, es la cicatriz Por Raúl Quinto Las célebres órdenes de la noche es un cuadro de Anselm Kiefer donde se autorretrata como un cuerpo yacente sobre un suelo erosionado bajo la enormidad del cielo nocturno. Sobre terrenos afines construye Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) su último libro de poemas, tras Diario de las bestias blancas (2008), donde ya trabajaba el comentario pop de corte existencialista que aquí depura hasta lograr un libro profundo, inquietante y redondo. A través de tres itinerarios narrativos, plagados de fórmulas y referencias bíblicas, se nos sitúa en un afuera: el destierro hospitalario, la niña perdida y la criatura de Frankenstein, que sirve de palanca para abrir lo que todos llevamos dentro y poder asomarnos a ese vacío que nos llena, y tomar conciencia. «Cantar del destierro» consta de veinticuatro poemas encadenados acerca de la experiencia del pre y del postoperatorio, en una suerte de mística de la hospitalización que lo conecta con el Rubén Martín de Sistemas inestables (2015), o que se evidencia en la intertextualidad explícita con William Blake. En el hospital la muerte nos vigila y nos acecha, su inminencia es cotidiana: «escucho a mi cadáver» (pág. 27), porque estar vivo es ir incubando la muerte. «El árbol sigue inventando el desierto» (pág. 16), se apostilla en una de las múltiples imágenes paradójicas que pueblan el libro y que lo emparentan con un Roberto Juarroz tan estudiado —suya es la edición de Cátedra de Poesía Vertical— como bien asimilado; destacan aquí los recurrentes ojos que no ven, por estar cerrados, a oscuras o ser los ojos de un muerto, o de Edipo. No ver equivale a mirar el desierto, lo que no tiene límite: la muerte. Ante esa angustia existencial responde con el lenguaje, contando, a pesar del vacío, como Sherezade (pág. 26), que cuenta historias para seguir con vida un día más. «El bosque y la muchacha» es un pequeño cuento de terror entre la referencia pop y los relatos atávicos
de niños perdidos en el bosque: «Ahora ya sabes esto: nadie escapa» (pág. 45). No hay otro mundo, otra vida a la que huir. La niña perdida podría ser la niña a la que se encuentra el monstruo en el lago, por lo que se presenta la inquietante posibilidad de que el convaleciente de la primera parte sea la propia criatura de Frankenstein. Como sea, es «El evangelio del doctor Frankenstein» lo que lleva a este libro a consolidarse como una obra importante, de lo más destacado en mucho tiempo. Aquí se edifica un palimpsesto de realidades y discursos en torno al rodaje del Frankenstein de James Whale, donde se entretejen los planos de la escritura del libro, la película, el guion, la obra original de Mary Shelley, el rodaje con los actores y sus personajes, y la misma Biblia, en un ejercicio sobresaliente de metaficción rizomática, donde todo es real y simulado a un tiempo, que deja a la intemperie la propia condición humana. Desde la asociación de Whale con la ballena que se tragó a Jonás, que a su vez anticipaba la resurrección de Cristo y, por deriva, hasta de la criatura, o la repetida metáfora del decorado de cartón
piedra como espejo del propio ser humano —«estamos llenos de nada» (pág. 58)—, nos construimos en ese hueco y somos, también, como la criatura, como el mismo metraje montado de la película, o el mundo todo, fragmentos cosidos. Si hay Dios, es la cicatriz. Una disección excelente de la idiosincrasia del hombre contemporáneo. Somos eso. Por eso el monstruo excede al lenguaje, porque el vacío que nos hace no se puede nombrar; y sin embargo este libro lo logra.
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Mantente firme
Kate Tempest Traducción de Alberto Acerete La Bella Varsovia: Madrid, 2016 218 págs.
Tenaz autoafirmación Por Alberto García-Teresa Como apela el título, el poemario gira en torno a la resistencia en unos principios y una actitud que se encuentran continuamente amenazados por la presión social. Se trata de una pugna del yo (que aquí constantemente se amplía a un «nosotros» o se resguarda en él) frente a los otros, en una pugna por la autoafirmación frente a las dificultades. La metamorfosis del personaje de la mitología griega Tiresias (de varón en mujer y viceversa) vertebra el libro, publicado en edición bilingüe (lo cual es de agradecer porque la traducción es, en general, bastante mejorable). Kate Tempest juega con el personaje, que aparece esporádicamente a lo largo de todas las páginas. Utiliza su entorno mitológico, pero, sobre todo, lo inserta en la actualidad y lo entrecruza con lo autobiográfico, reactualizándolo. A través de él, Tempest plasma y denuncia la xenofobia de nuestro tiempo. En el largo poema que abre el volumen, se van desvelando las distintas fases que conforman la personalidad del personaje articulándolo alrededor del desarrollo biológico. Ese texto sienta las bases conceptuales del resto del volumen, en el que se distribuyen piezas que podrían ubicarse en ese marco (pues se emplea la ambigüedad como potencia) y relatan episodios que reflejan la exclusión y el rechazo ante lo diferente, donde la infancia y la preadolescencia son dos paradas relevantes. Tempest demuestra un buen dominio de las dinámicas de tensión y distensión en sus textos, y despliega un ritmo vibrante. La autora abre continuamente puertas al inconsciente, a lo irracional, y deja rastros que posibilitan una lectura psicoanalítica. Al respecto, inserta elementos fantásticos que le permiten explorar distintas dimensiones de la construcción personal y social del sujeto. Así, investiga las diferentes relaciones que se establecen con el entorno, en la relevancia del componente ambiental en la estructuración de los individuos. De hecho, subyace un
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planteamiento queer frente a las escenas de humillación sufridas al no adecuarse el yo a los roles de género estipulados. Así, Tempest levanta, desde una perspectiva feminista, una denuncia de las desigualdades de género, de cómo se relega a las mujeres a la subordinación, al recogimiento y a la docilidad. Los abusos en esas etapas se plasman con crudeza y sirven de cuestionamiento de un sistema de sometimiento, sexismo y necesidad de dominación al tiempo que nos permiten comprender los hechos que han construido la personalidad y las ideas del yo. No en vano, traza una crítica de la masculinidad hegemónica y plantea la necesidad de nuevos enfoques y roles. En los poemas más directos, destella la rabia y la proclamación de pertenencia a un colectivo, a una comunidad (eludiendo las lecturas individualistas y psicologistas). La ira ante la represión sexual se desborda en versos en los que el yo muestra abiertamente una relación lésbica gozosa. El sexo es, para el sujeto poético, una clave para medir el mundo y a las personas; el amor constituye el ámbito que revela la verdadera naturaleza de cada individuo. De esta manera, Tempest ubica la relación amorosa en la cúspide de lo que nos puede llevar a una vida plena. En ese sentido, algunos poemas buscan manifestar la respuesta y contestan con ira ante la confrontación. Por último, hay que señalar cómo la autora explicita la importancia de la comunicación y la necesidad de expresión y liberación a través del lenguaje. Al respecto, apela a un modo de decir (el rap) que se amolda completamente a su forma de relacionarse: la identidad grupal se vive en la comunidad hip-hop como refugio desde donde proyectar y coger fuerzas para continuar encarando el desprecio y las diferencias. Y es que, más allá de cuestiones extratextuales (sobre la popularidad de la autora, su edad o su relevancia en la escena hip-hop británica), Mantente firme demuestra un buen trabajo que entreteje la labor con lo mitológico, la denuncia sociopolítica y la vertiente de expresión lírica de la poesía.
Recomendaciones de Quimera Rendición
Ray Loriga Alfaguara, 2017
Con esta historia de corte apocalíptico, Loriga se ha alzado con el premio Alfaguara 2017 de novela. Critica los tiempos de guerra que vivimos, donde nunca trasciende de los Gobiernos si somos los agresores o los agredidos. Una familia es evacuada de su casa, arrasando por donde pasan para que el enemigo no pueda aprovecharse de nada. Llegan a la ciudad de cristal, santuario de paredes y suelos transparentes para evitar secretismos. Todo es de dominio público. Pronto el padre se da cuenta de que los adormecen para evitar revueltas y pensamientos personales. La sociedad clara e incorrupta ha de prevalecer sobre el individuo. Reminiscencias de la novela La carretera de McCarthy.
Atravesé las Bardenas Eduardo Gil Bera Acantilado, 2017
En 1954, el ingeniero Manuel Yaben recluta a diversas «tribus» de presos (las Madrillas, los Rajatablas, los Churris o los Incendiarios) para que, guiados por el joven Torrentera, funden —en el marco del plan del Instituto Nacional de Colonización— un pueblo en el que puedan redimir sus culpas. Con un estilo seco, casi documental, Gil Bera narra la travesía por el desierto de las Bardenas Reales (Navarra) bajo la mirada cada vez más lejana de Yaben, de Torrentera y su pueblo elegido hacia una tierra prometida que no verá, y crea una fábula (o alegoría) cercana al realismo mágico y con claras resonancias bíblicas.
Ojerosa y pintada Agustín Yáñez Drácena, 2017
Un taxista deambula con su vehículo por México D. F. recogiendo a todo tipo de personajes: marginales, de clase alta, de clase baja, poderosos, descastados, etc., que van desgranando fragmentos de sus vidas —conmovedores algunos, escalofriantes otros— a un taxista que no es protagonista, sino más bien testimonio casi mudo, que cede la palabra para que sea la propia ciudad la que cuente su historia a través de los relatos de sus pobladores. Ojerosa y pintada puede incluirse a un tiempo dentro de la novela coral, al estilo de Manhattan Transfer, de Dos Passos, o La Colmena, de C. J. Cela; pero también dentro de la novela testimonial o neorrealista, como El Jarama, de Ferlosio. Una de las grandes novelas sobre México D. F.
Resort
Juan Carlos Márquez Salto de Página, 2017
El mantra de «reconocer la voz de un escritor con una lectura ciega» se cumple con la obra de Juan Carlos Márquez con una precisión milimétrica. La voz de Márquez se ha ido solidificando y haciéndose reconocible en los últimos diez años en libros como Oficios, Llenad la Tierra, Tangram o el más reciente Los últimos. En Resort, Márquez no juega con una distopía como en Los últimos, sino que lleva al extremo el juego de lo cotidiano, uno de los recursos en los que con más maestría se mueve. Las vacaciones, la playa, la familia, lo cotidiano convertido en monstruoso. Una vez más es un disfrute leer a Márquez, reconocerle, apreciar su ironía chirriante. Un gran libro. Una mirada feroz a nuestros fantasmas cotidianos.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Réplica
Miguel Serrano Larraz Candaya, 2017
Todo es un malentendido y ese malentendido nos va a matar. Es una reflexión que se atribuye a Kafka. Y es, quizás, una de las ideas que se nos vienen a la cabeza tras la lectura de los relatos de Réplica. Quizás ese malentendido no acabe con la vida de ninguno de los personajes, pero tiene tal potencia que determina su vida para siempre. No hablamos de grandes malentendidos, sino de pequeñas decisiones, de caminos levemente truncados, de bifurcaciones minúsculas que condicionan la existencia de los personajes. Detalles insignificantes en apariencia y, sin embargo, titánicos, inabarcables en los efectos que provocan. Serrano Larraz vuelve al cuento con la misma intensidad y el mismo interés que ya encontramos en sus libros anteriores. Con piezas como las que se reúnen en Réplica, y antes en Órbita, entendemos por qué Bolaño fue uno de los primeros escritores que se fijó en el potencial literario de Serrano Larraz.
La vaga ambición
Antonio Ortuño Páginas de espuma, 2017
Antonio Ortuño presenta este libro de relatos, merecedor del V Premio Ribera del Duero, dotados de unidad a través de la figura protagonista de Arturo Murray, un escritor cuarentón que trata de no naufragar en su deriva familiar y profesional. Obligado a escribir reseñas mediocres, guiones de televisión, entrevistas vanas... Murray trata de no renunciar a su vocación de escritor a pesar de todo y de todos. Con humor (a veces negro), con sarcasmo en la descripción del oficio de escribir, con pasión y con hondura, Ortuño logra la difícil tarea de emocionar y hacer reír al lector.
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Tarántula
Bob Dylan Malpaso Ediciones, 2017
Libro escrito en 1966 que se dio a conocer por las copias piratas que circularon antes de su publicación en 1971. Obra un tanto inclasificable donde un Bob Dylan embrionario nos muestra su mundo particular a partir de textos en prosa y líricos carentes de composición musical. Ejercicio de escritura automática en el momento álgido de la generación beat, de la que se ve la influencia de Ginsberg, Kerouac y Burroughs. Tras la publicación de su celebrado disco Highway 61, el autor deja el folk para adentrarse en la oscuridad del rock, a todos sus niveles. Se entrevé ya el inconformismo que caracteriza al premio Nobel y la espontaneidad de uno de los últimos genios vivos.
Historia de la locura
Rubén Romero Sánchez El sastre de Apollinaire, 2017
Historia de la locura es el tercer libro de poemas de Rubén Romero, un autor al que también conocemos como novelista y como crítico literario y cinematográfico. En esta nueva entrega, Romero reflexiona, analiza, descompone la locura, sus múltiples variantes y caras, desde una voz poética fieramente humana, a través de una geografía que, de tan reconocible, nos resulta enigmática, casi espectral. Un poema río (no hay títulos, a veces tampoco puntuación) que fluye, valga la redundancia, hacia abajo, como una grieta o una herida que se abre y nos arroja hacia un mundo turbio, descarnado, tumultuoso, cargado de una memoria que nos sitúa en el mundo y, a la vez, nos desdibuja, nos desplaza y nos condena. Y siempre en conflicto con un lenguaje inaccesible, por ubicarse en la delgada línea que nos separa del abismo. Al final, sólo queda una de las preguntas que se formulan en el libro: «Adónde iremos todos sin nadie que nos sueñe».
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Intermezzos. En torno a evolución y evolucionismo
La Historia del Cuanto. (Una historia en 40 momentos)
En esta obra se revisan diversos temas de Biología evolutiva que han sido especialmente objeto de debate en los últimos dos o tres decenios. No se trata de un libro para especialistas, pues el nivel es comprensible para cualquiera que tenga unos conocimientos básicos de evolución biológica, abordándose en él cuestiones como el concepto de especie, la selección natural, las visiones gradualista o discontinua del proceso evolutivo, las extinciones o el cladismo y la biogeografía, además de aspectos del evolucionismo relacionados con las ciencias humanas, como el histórico y el ideológico. Entre estos ensayos, uno está dedicado a narrar la fascinante historia del descubrimiento de un pez, el celacanto, ejemplo de “fósil viviente”.
“Un relato sumamente original y ameno de la más importante de las teorías científicas.” JIM AL-KHALILI “El relato que hace Jim Baggott de la historia de la emergencia de la teoría más enigmática y exitosa del siglo XX es una lectura deliciosa. Clara, accesible, informativa y rigurosa, proyecta un rayo de luz sobre una era importante y revolucionaria de la ciencia moderna y sobre las personalidades que la han protagonizado.” PETER ATKINS “La inspirada y atractiva forma en que Jim Baggott presenta la historia de la física cuántica en 40 momentos clave es tanto una introducción para el no iniciado como un buen repaso para quienes creen conocerla. Incluso detalles bien conocidos parecen nuevos con estas yuxtaposiciones.” JOHN GRIBBIN
BIBLIOTECA BURIDÁN