Quimera Revista de Literatura | Número 409 | Enero 2018

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ColaborAN en este número:

Robert Archer, Enrique Benítez Palma, Ernesto Calabuig, Bel Carrasco, Rafael-José Díaz, Aitor Francos, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Emilio Gavilanes, José Ángel Leyva, Violeta Marsans, José Antonio Mérida Donoso, Guillermo Morales, Carmen Peire, Salvador Perpiñá, Félix Población, Alberto Ramírez, Ildefonso Rodríguez, José de María Romero Barea, Javier Sicilia, César Tezeta, Eneas de Troya, Luisa Valenzuela, José Antonio Vila, Fernando de Villena, Zapata Ilustraciones de portada y Dossier:

César Tezeta ©

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 / 937 962 631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj Edita:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Enero 2018

Desde sus comienzos, el cine sintió una fascinación enorme por la literatura. Desde las primeras películas de Méliès, que ya trasladan a la pantalla obras literarias —Faust et Marguerite (1897), basada en la obra de Goethe; Le Voyage de Gulliver à Lilliput et chez les géants (1902), inspirada en la obra de Swift; o su celebérrima Le Voyage dans la Lune (1902), inspirada en De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, y Los primeros hombres en la Luna, de H. G. Wells—, el cine ha explotado la cantera de la literatura en todos sus géneros: relato, novela, teatro, ensayo, cómic... Pero, a su vez, no se puede entender la literatura de los últimos dos siglos sin la influencia del séptimo arte, que ha condicionado muchos de sus elementos esenciales como el ritmo, el ambiente, la estructura, el estilo... Dos lenguajes muy diferentes que se seducen y se retroalimentan para crear obras singulares impregnadas de uno y otro arte. Desde Quimera hemos querido explorar esta fascinante simbiosis con dos dossieres que ofrecen perspectivas muy personales y diversas de esta mágica y sugestiva relación. ¡Acción! JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

El salón de los espejos

Einstein on the Beach

Entrevista a Javier Sicilia – 4

José Antonio Mérida Donoso. Los de abajo – 45

Entrevista a Carmen Peire – 8

Entrevista a Robert Archer – 47

El cielo raso

La vida son arenas movedizas – 51

Literatura y cine I Violeta Marsans.

ducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El holandés errante

Literatura y cine: momentos de una relación – 12

Álex Chico.

Aitor Francos. Film de Samuel Beckett – 17

El interior del bosque (Segunda secuencia) – 53

Salvador Perpiñá. Derechos reservados. Prohibida la repro-

Enrique Benítez Palma.

Barton Fink, el hombre que escribe – 21

El ambigú

José Antonio Vila. Los Corleone – 24

Guillermo Morales: Hijo de Raúl Quinto – 57

Rebeca García Nieto. La doncella,

Rafael-José Díaz: Párpados de Toni Quero – 58

una vuelta de tuerca a las fantasías masculinas – 29

Alberto García-Teresa: Clavícula de Marta Sanz – 59

José de María Romero Barea. Hipócrita espectador – 32

La vida breve Alberto Ramírez: Familias – 36

Los pescadores de perlas

Ernesto Calabuig: No habría sido igual sin la lluvia de Rubén Abella – 60 Bel Carrasco: Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) de Alejandro Lillo – 61 Félix Población: Espumas y plomo. Cartas sin sobre y otras crónicas sociales de Joaquín Dicenta – 62

Microrrelato inédito de Luisa Valenzuela – 39

José de María Romero Barea:

Microrrelatos inéditos de Emilio Gavilanes – 40

Los niños perdidos: un ensayo en cuarenta preguntas

El castillo de Barba Azul

Fernando de Villena: Piano en pájaro de Miguel Arnas – 64

vuelta a la oficina del río Poema inédito de Ildefonso Rodríguez – 42

de Valeria Luiselli – 63

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Javier Sicilia Por José Ángel Leyva

Esta conversación tuvo lugar días antes de que el poeta Javier Sicilia (Ciudad de México, 1956) presentara, a manera de despedida, su libro Vestigios en la Casa del Poeta Ramón López Velarde, en la Ciudad de México, el 11 de junio del 2012, anunciando así de manera definitiva su retiro de la poesía. Dicho libro contiene el sufrimiento no sólo por la muerte del hijo, sino ante la impunidad y la corrupción que dominan en la sociedad mexicana, víctima y victimaria del porvenir de cientos de miles de personas. Sicilia ya había apuntado lo que años más tarde han venido a confirmar diversas instituciones: en este país hay un noventa y ocho por ciento de impunidad contra sólo un dos por ciento de justicia. El punto más doloroso de esta realidad es el desgarramiento del tejido cultural que abona la conducta insolidaria, la indolencia, la indiferencia ante la tragedia y el drama del otro. El otro, que es uno mismo, abatido por una política y un modelo económico que instituye como principio vital el individualismo feroz, implacable, del tener y no del ser. Tras los más recientes terremotos en la Ciudad de México y en diversas regiones del país, este alejamiento del otro se retrae para dar cauce a una reacción sorprendente y admirable, pero no sabemos si sostenible. Javier Sicilia, poeta, narrador, guionista, ensayista, periodista y activista de los derechos humanos, es uno de los pilares de la poesía mística cristiana en México. Tras el asesinato de su hijo, Javier saltó a la fama internacional de manera involuntaria y dramática, pero sin duda ya tenía un sitio relevante en las letras de su país, en donde obtuvo el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, el más importante que se obtiene por el concurso de un libro. El título del suyo es Tríptico del desierto. Comenzamos.

Ya anunciaste la aparición de tu último poemario, Vestigios, dedicado a la memoria de tu hijo, y con este reafirmas la renuncia total a la escritura de poemas —¿también a la poesía?—. ¿Se puede y se debe callar esa voz que

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Javier Sicilia (Marcha por la Paz, 8/05/2011, Ciudad de México). Foto: Eneas de Troya

has afirmado es un don divino, sobre todo en la concepción de un poeta cristiano, místico? Renunciar a la poesía es imposible. No es un oficio. Es una gracia, un don, a veces, como en mi caso, terrible —ese poemario cierra con el poema a mi Juanelo, que había sido terminado antes de su asesinato y llevaba por título una palabra espantosa en su premonición, Los restos—. Uno sigue sintiendo, mirando, escuchando como un poeta y expresando ese don de muchas y variadas formas. A lo que he renunciado con Vestigios es a su ejercicio en el poema, el más sagrado de los lenguajes. ¿No es en la conciencia del dolor, en la lucidez de la situación efímera del hombre, en donde nace el poeta? ¿Cómo puede entonces morir con la misma lucidez su necesidad expresiva, su vocación, su designio, su causa? ¿Qué pasará si la memoria del dolor te empuja a la escritura? ¿Será un acto anónimo? ¿Lo harías público? ¿Existen esas posibilidades? Son preguntas muy difíciles. Pero trataré en lo posible de responderlas. Yo provengo de una tradición donde la palabra es sagrada. Dios crea el mundo mediante ella y le otorga al hombre ese don para continuar la crea-


ción del mundo. Nombrar las cosas es, de alguna forma, crearlas. «El mundo —decía sabiamente Octavio Paz— está hecho de palabras». Esa tradición dice algo más: que esa palabra es una persona que se encarnó en un momento de la historia y nos reveló que todo ser humano es presencia de Dios, su imagen y su semejanza, su umbral, su icono. Esta palabra, el icono, tan manoseada, tan vaciada de sentido, es un buen análogo. El icono, en la tradición cristiana oriental, no es una pintura. Es un umbral. Está hecho para la contemplación, para penetrar en el misterio y tocar a aquel que sólo puede saciar nuestra sed de absoluto, la dolorosa conciencia de nuestra finitud. El Cristo resucitado y los santos, que son su presencia, su imagen y su semejanza en la tierra —es decir, para usar una terminología griega, los prototipos del tipos que es invisible e inefable—, son por lo mismo umbrales que nos permiten pasar del acá al allá. Los místicos de esa tradición dicen que para poder ver un icono hay que arrodillarse frente a él y contemplarlo. Llega un momento en que las figuras empiezan a vibrar y repentinamente se entra en el misterio, en su silenciosa e inefable profundidad. Toda palabra verdadera y todo ser humano son iconos de Dios. Cuando asesinaron a mi hijo, el icono se borró y quedé, como en uno de esos iconos negros de Rothko que se encuentran en la capilla que lleva su nombre, en Houston, ante el vacío, ante el silencio, ante el abismo sin mediación. Cuando se llega allí, no hay palabra sagrada, ni siquiera la del poema, que alcance a refundar el sentido. Lo supo Paul Celan, cuya obra es en realidad un balbuceo inarticulado, el gemido de un moribundo que trata desesperadamente, en medio de la oscuridad, de devolverle sus significados, su palabra al mundo. Yo no tengo la grandeza de Celan y no sé si algún día vuelva a escribir poesía. Por ahora, como lo digo en el poema a mi hijo con el que cierro mi obra poética: «El mundo ya no es digno de la Palabra»; estoy delante de la fosa del Viernes Santo, aguardando como San Juan, como María, como Job. Lo único que sé es que allí, en ese abismo, no puedo dejar de amar. Eso es ahora para mí la poesía. Un silencio lleno de dolor y de amor, abierto a la esperanza. No sólo eres poeta: escribes novela, guión cinematográfico, ensayo, artículos periodísticos... ¿Sacrificas sólo la poesía, la escritura literaria o la escritura en general? ¿Por qué eliges la poesía para guardar silencio, para hacer ese voto? ¿No es la poesía la esperanza de cambiar, de iluminar el corazón del hombre?

Continúo escribiendo mis artículos en Proceso y La Jornada y trato de escribir una novela autobiográfica. No sé si la logre. Pero es lo único que por ahora puedo, en el orden de la literatura, hacer. En cuanto al poema, se colocó del lado del silencio, que es el lugar de donde brota la palabra y donde concluye. Mi silencio es mi poesía. Y desde él me leo en los otros poetas que hablan por mí, como otros que oran cada día lo hacen también por mí. Lo que agradezco profundamente. No se puede vivir sin el amor de los otros. Por lo demás, trato en mis actos y en otras formas del lenguaje de encarnar lo que ya no puedo decir por la palabra del poema.

Tengo fe, sin embargo, [...] en los gestos amorosos de algunos seres humanos, esos gestos pobres, simples, frente a las desmesuras del mundo... Cioran afirmaba que se había refugiado en la música y en particular en Bach; buscó en la poesía, pero abandonó todo esfuerzo espiritual al convencerse de la imperfección de la naturaleza que había dado lugar a su propio destructor, el hombre. ¿Hay en ti esa misma carga de escepticismo, esa certeza de que la humanidad es irremediable? Siempre he sido escéptico en cuanto al hombre en la historia. Somos poca cosa. Mira el Auschwitz, el gran rastro de seres humanos, en el que se ha convertido México, y detrás de él los horrores de las juntas militares, la Alemania nazi, los Gulag, Hiroshima y Nagasaki y la miseria que siembra hoy el dinero. Tengo fe, sin embargo —a diferencia de Cioran, a quien no estimo porque en el fondo no es un escéptico, sino un nihilista—, en los gestos amorosos de algunos seres humanos, esos gestos pobres, simples, frente a las desmesuras del mundo, que son presencias de Dios en la irremediable fractura de la historia, presencia del Reino, del ya, pero todavía no; y en Dios mismo que nos rescata siempre después de ella. Dios responde, como lo hizo con su hijo después de la historia que nos pertenece sólo a nosotros. Quizá por eso, el signo que más amo es el del

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Javier Sicilia

cirio pascual que en lo más denso de la noche del domingo de resurrección se enciende, como el amor, para que las tinieblas de la historia no sean absolutas.

chos poetas que han sondeado los abismos lo han hecho, como San Juan de la Cruz, Hölderlin, Rimbaud, Celan, Broch, para hablar de los más conocidos.

El poeta, ese diosecillo que señalaba Huidobro en su testamento lírico, ¿cómo figura en tu obra antes de reconocerse como mística, cómo ya encaminada de lleno por esa búsqueda, y cómo ahora que tu ego —o tu superego— dicta el fin de su palabra?

¿No fue una motivación familiar, también dolorosa, la que incentivó tu creatividad poética y la empujó por el camino del misticismo? ¿Cómo fue eso? Mi experiencia de Dios siempre ha estado en mí desde la infancia. Fue mi padre, que era poeta y comprendía profundamente el Evangelio, quien me dio las herramientas para poder intentar decir algo, aunque sea muy pobre, de esa experiencia. Esa experiencia de Dios es la que me ha permitido mantenerme en pie, abrazado al amor que es la fuente misma de la poesía. ¿Qué te aproxima o te distancia, o qué has aprendido, de poetas místicos como Lanza del Vasto, Fray Luis de León, Ezra de Gerona, Hildegarda de Bingen, Rabindranath Tagore, San Juan, Santa Teresa? Por mencionar algunos que representan diversas religiones, entre los que domina, claro, el cristianismo. No me distancia nada. Estoy unido a ellos en la misma experiencia que fundó sus vidas y su decir: el amor.

Javier Sicilia (campaña por los Estados Unidos). Foto: Zapata

Nunca he creído que el poeta sea un diosecillo. Es una vanidad que nunca he compartido. Es simplemente alguien por el que habla la voz profunda de la tribu humana, una gracia, una gratuidad, a veces, como en el caso de los profetas, de los poetas del mundo hebreo, difícil de llevar. Llega un día en que el poeta tiene que aprender a callar porque el lenguaje de su época, del que se alimenta, está degradado por el crimen, por el vacío de los medios de comunicación, la imbecilidad política y la corrupción del esqueleto moral de una nación. En este sentido, mi silencio no es un acto de mi ego o de mi superyó, de la culpa, es simplemente un acto de dignidad, de respeto a la sacralidad de la palabra que ha sido degradada. Mu-

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Los poetas con posiciones políticas definidas, militancias y activismos sin reservas se cuidan mucho de que la ideología no imponga su marca en sus letras, de que la consigna no constriña su voz. ¿De qué se cuida un poeta místico a la hora de hacer su poesía? De lo mismo. La religión, que es la mediación, la matriz lingüística donde la experiencia de lo inefable en un místico abreva, está contaminada de ideología y el místico tiene que trasegar mucho para que no contamine su decir. San Juan de la Cruz es grande cuando compone sus tres mayores poemas: «El cántico espiritual», «La noche oscura» y «La llama de amor viva». No lo es en sus otros poemas donde el lenguaje religioso, contaminado de ideología, aparece. Lo mismo, para hablar de un poeta comunista, puede decirse de Neruda: el mayor Neruda, el que supo comprender la sustancia no ideológica del comunismo, es el de Las odas elementales y no el de El canto general. ¿Cuáles son los poetas místicos que conociste primero y te atrajeron y cuáles son los que


Javier Sicilia (Marcha por la Paz, 8/05/2011, Ciudad de México). Foto: Zapata

has descubierto a lo largo de tu vida que tienen un significado especial para ti como poetas y como personajes? San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Concha Urquiza, los profetas hebreos, Paul Celan, Kabir, Gandhi y Dostoyevski fueron los primeros místicos que leí. Después llegaron Lanza del Vasto y varios otros como el Maestro Eckhart, Iván Illich, Simone Weil, Dietrich Bonhoeffer, Etty Hillesum, Andréi Tarkovski, Thomas Merton, para hablar sólo de algunos que amo y que me han enseñado mucho. Alfredo Placencia, sacerdote y poeta mexicano, escribió una poesía que se sale de ese diálogo amoroso y contemplativo con Dios para mostrarse como un poeta que inquiere y confronta. ¿Qué opinas de él y de su obra? ¿Te identificas con él de algún modo? Siempre he admirado al padre Placencia. Yo no diría que no es un poeta amoroso. Lo es y a profundidades poco exploradas. Sólo se confronta con un lenguaje tan preciso, tan lleno de ternura, a quien se ama inmensamente, y Placencia lo hizo con Dios como nadie más en México se ha atrevido a hacerlo.

No. En realidad creo que no se puede ser un verdadero rebelde si no se construye desde la tradición que nos viene siempre del pasado, de aquellos que prepararon un mundo para nosotros. Mi padre lo preparó para mí, dejándome en herencia lo que había aprendido y lo que otros, que venían de un ayer más lejano, le habían legado a él también. Nada hay que valga la pena que no venga y se alimente de la tradición, del espejo del pasado, de la vida. Albert Camus no es un místico, pero posee una inmensa conciencia moral y es el escritor que más amo, incluso sobre muchos místicos. Tuvo que buscar en la pobreza de su infancia las dos o tres lecciones que le dejó su padre, al que no conoció porque murió en la primera guerra mundial, para convertirse en el gran rebelde que fue. Mi Juanelo, en la brevedad de su vida, también aprendió esas lecciones. Era lo que Camus llama un justo. Siempre lo fue y me llenaba de admiración y de orgullo. Cuando lo asesinaron iba en ayuda de sus amigos, iba, con esa hermosa virtud que se llama la lealtad y la justicia, que viene de la larga tradición de lo humano, a tratar de hacer la paz frente a imbéciles, frente a seres desgajados de lo humano. ¿Cómo asociarías tu infancia con el descubrimiento de la poesía? Fue allí, en el amor y la voz de mi padre y en la liturgia de la Iglesia, de las que está llena mi infancia, donde la encontré, y se quedó para siempre en mí. Por último, ¿recuerdas el momento o los momentos en que tuviste conciencia y convicción de que eras poeta y cuál era tu papel en esta vida? No. Nunca recordamos cuando comenzamos a respirar. José Ángel Leyva

(Durango, México, 1958) es poeta, na-

rrador, periodista, editor y promotor cultural. Es director de la editorial y la revista literaria La Otra. Ha publicado poesía, narrativa, divulgación de la ciencia, periodismo y ensayo. En su obra destacan: Catulo en el destierro (México 1993 y 2006; Francia, 2007; Colombia, 2012); Entresueños (1996); El espi-

nazo del diablo (1998); Aguja (España, 2009; Italia, 2010; México-Quebec, 2011); Carne de imagen (antología, en Monte Ávila, Venezuela, 2011); Destiempo (antología personal, col. Poemas

Fuiste de una generación rebelde, idealista, utópica, revolucionaria. Tu padre fue poeta: ¿nunca sentiste conflicto generacional, impulso de marcar la diferencia con él, con tus tutores?

y Ensayos de la UNAM, 2012); En el doblez del verbo (Caza de libro, Colombia, 2013). Su poesía ha sido traducida al francés, italiano, inglés, serbio, polaco, sueco, portugués y rumano.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Carmen Peire Por Fernando Clemot Fotografías: Fernando Clemot ©

Nos encontramos con Carmen Peire con motivo de las jornadas sobre el cuento que organiza la Fundación Caballero Bonald en Jerez de la Frontera. Una oportunidad para hablar con ella en uno de los ámbitos en que ha desarrollado la mayor parte de su obra. Hablamos con Carmen Peire del mundo del cuento, de su obra y mucho más.

Como otros autores a los que hemos entrevistado recientemente (Pérez Andújar, Víctor Amela, etc.), tu primera publicación es relativamente reciente, ya en la madurez, en 2006, con Principio de incertidumbre. Estos autores nos hablaron de respeto, de una relativa timidez a

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la hora de abordar su primera creación. Parece que la inmediatez que nos rodea lleva a todo el mundo a tratar de publicar en plena juventud. ¿Qué te retuvo a ti? ¿Decidiste esperar o no encontraste antes el momento adecuado? Ha habido varios motivos, entre ellos el no encontrar antes el momento adecuado, aunque no es decir gran cosa. Es más bien una confluencia de factores. En primer lugar, el haber sido educada bajo las premisas de la cáscara amarga. Eso de «cumple con tu deber lo mejor que puedas pero que no sepan fuera de casa lo que hablamos dentro» crea una sensación de tener que pasar desapercibida siempre, de no expresarte abiertamente. Me cuesta mucho quitármelo de encima. Por otro lado, otro factor que ha influido es el respeto y la timidez con


relación a la literatura. El pensar que lo que tú puedes aportar es tan poco que no merece la pena intentarlo. También el haber sido núcleo monomarental. Esto ha sido quizá lo más importante. Creo que el hecho creativo en la mujer tiene especificidades que hay que tener en cuenta porque no es lineal. Cuando me fui del Ayuntamiento, en el año 86, al morir Tierno, mi idea era dedicarme a escribir y lo hice durante un año en una revista que se llamaba Destino. Luego cerró y yo tenía un niño de nueve años y había que sacarlo adelante. La música me posibilitó lo que no hizo la literatura. Y, como dice John Lennon, la vida es todo lo que te va pasando mientras tú te empeñas en hacer otra cosa. ¿Cuándo es el momento adecuado? Creo que cuando te toca. Que conste que me considero afortunada: siempre he trabajado o vivido de lo que más me ha gustado: la cultura en general, la música y la literatura en particular. Tu obra, con excepción de la novela En el año de Electra (2014), parece volcada hacia los géneros breves (cuento, microcuento). ¿Qué te ofrecen el cuento o el microrrelato que no te ofrece la novela? El KO, como diría Cortázar. Un cuento es más impactante y a mí me cuesta menos escribirlo. Una novela requiere un proceso de abducción mayor. Pero a priori no me lo planteo. Me atrapa una historia y si veo que con poco puedo contarla lo hago. Ahora, por ejemplo, llevo treinta páginas de una historia que se va alargando, cuando yo quería hacer un cuento. Me encanta el formato de Alice Munro, cuento largo o novela corta, un universo concentrado. Y no es casual. Ella siempre ha dicho que escribe cuentos porque sólo podía hacerlo en el horario de la siesta de sus hijas. Muy femenino. Nos llaman la atención los nombres de tus libros de relatos, todos ellos relacionados con la física o la astrofísica (Principio de incertidumbre, Horizonte de sucesos o Cuestión de tiempo). Sí. Me encanta la astrofísica. Si me volviera a reencarnar y se me dieran bien las matemáticas me gustaría ser astrofísica. Nos ofrece todo un universo por explorar; nuestro planeta ya está descubierto, en tanto que lo otro… No sólo eso, también es una profesión que se cuestiona todo el mundo actual, quizá con más fuerza que el resto: ¿por qué no tenemos memoria de futuro? ¿Cómo se gestó todo esto? ¿Hacia dónde va el universo en expansión? ¿Por qué el espacio es cuestión de tiempo? Un horizonte de sucesos es un espacio frontera mucho más fuerte que los que podemos encontrar en la

vida cotidiana, es un lugar donde la velocidad de escape es igual a la velocidad de la luz y por tanto nos atrapa de tal modo que no podemos salir de él. Un agujero negro se puede tragar una galaxia con todos sus mundos dentro… Me parece fascinante. Y los astrofísicos tiran mucho de la literatura. ¿Sabías que en Osaka han inventado una máquina para escribir con átomos a temperatura ambiente y la han llamado Dulcinea? En la astrofísica se cuestiona todo, o casi todo. Y utilizan recursos literarios para explicarse los fenómenos del universo. En Cuestión de tiempo encontramos todas las medidas y formatos de la narrativa breve: hay microrrelatos, cuentos muy breves, cuentos largos con diferentes puntos de vista, microrrelatos que son cuentos y cuentos que son microrrelatos. ¿Cómo ordenas estos materiales de tamaños tan diversos? ¿Tienes algún tipo de técnica para organizarlos? Yo escribo. Hay unas historias que me salen más largas y otras más cortas. Hay un relato corto en el libro, «Vaivén», que inicialmente era mucho más largo, como de cinco folios o así. Pero luego me di cuenta de que quedaba desvaído, que perdía intensidad, así que podé y podé hasta dejarlo en menos de un folio. Ahora me gusta mucho más. Lo que sí me llevó esfuerzo fue la estructura del libro, su espacio y su tiempo. Ha habido cuentos que no entraban en esta estructura y han ido fuera. Cuando ya tuve claras las historias que buscaban su espacio y las historias que encontraron su tiempo, decidí el orden final. Fue cuestión de tiempo el encajarlos. Me ayudó mucho la frase de Einstein que va al principio. Y luego los dos textos de Las ciudades invisibles, de Calvino. Después pensé que tras un cuento largo y triste o duro podía poner uno corto, como para romper, relajar, desintoxicar… No sé, por ahí va la cosa. En Cuestión de tiempo aparecen con frecuencia personajes y momentos históricos, un ir y venir temporal, muchas veces con exactitud histórica. ¿Qué aportan al relato el elemento histórico y estos personajes? Esto me lo planteé como un reto. Parece que el elemento histórico es propio de la novela: la novela histórica, la novela con contexto histórico, la novela que relata o tiene tintes históricos. Pero el cuento también vale para eso. Exige quizá un poco más de esfuerzo y un uso de la elipsis más intenso, pero sirve. En «Influjo lunar» quise contar algunos retazos de la historia de las mujeres a lo largo de la humanidad, unidos por elementos marítimos

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Entrevista a Carmen Peire

—el puerto, el mar, las aves marinas—, porque la cueva de Altamira, cuando estaba habitada por nuestros antepasados, estaba cerca del mar. Esos elementos me permiten saltos temporales y tratar diversos aspectos: que aparezca Enheduanna, la primera persona en la historia de la humanidad de la que se tiene constancia que firmara sus escritos, una mujer; la evolución del matriarcado al patriarcado, a través de una de las doncellas de Penélope; o James Barry, un médico inglés que llegó a ministro de Sanidad y que se descubrió que era una mujer; o Eleno de Céspedes, un personaje fascinante, hermafrodita condenado/a por la Inquisición; todo ello mezclado con personajes de ficción, claro.

Una de las características que más nos llama la atención de tu narrativa es la aparición recurrente del pasado y el objeto como transmisor del mismo. ¿Cómo gestionas la relación entre el objeto y su representación en el pasado? Estudié Historias (con ese lo decíamos entonces). Y nuestro presente es una harina del pasado. Podemos espolvorearla, moldear y hacer masa, o simplemente soplar e ignorarla. Pero está ahí. El pasado es tozudo, se presenta una y otra vez, como los traumas infantiles que llenan tus sueños. Y son los objetos los que nos acercan literariamente a él. Si no, sería ensayo, otra cosa, no literatura. Es lo de Chéjov: dadme un cenicero y os haré un cuento.

En contra de la invisibilidad que tanto se utiliza en la narrativa en los últimos años, en Cuestión de tiempo el autor (tú) se moja. ¿Cómo gestionas esta entrada de un mensaje en tus relatos? ¿Crees que la narrativa debe transmitir de una forma inevitable un mensaje? No creo que deba ser así de forma inevitable. Yo creo que a veces lo hago y otras no. Yo muestro, con tendenciosidad, eso sí. Acaso porque soy de una generación que creció maldiciendo la poesía del que no toma partido hasta mancharse, o que cree que la literatura ha de contar la vida privada de las naciones. A lo mejor porque es una limitación mía. No lo sé, he estado pensando y creo que son mis personajes los que se mojan. Yo, como autora, creo que soy tendenciosa, que es distinto a dar un mensaje. A mí me gustan mucho Galdós y Chirbes, por poner un ejemplo. Con ellos aprendo. Y no hay nada más bello que aprender, a lo largo de tu vida, hasta el final de los finales. Aprender siempre. Con lo que sea. De quien sea.

Siempre pedimos una lista de autores y recomendaciones. ¿Qué libros y autores nos recomendarías? No me gustan este tipo de preguntas porque siempre tienes la sensación de que te olvidas de algún autor imprescindible. Sobre todo por épocas de tu vida. De joven me encantaban unos autores y unos libros. Después vas descubriendo más y más y al final te identificas con una frase de Fernando Fernán Gómez en su discurso de ingreso en la Academia: pido perdón de antemano a todos los libros que no voy a poder leer. Pero bueno, allá va lo que recomendaría ahora: el Quijote siempre. Soy una pesada con él y eso que fue descubrimiento tardío, de madurez. Stefan Zweig y Joseph Roth porque son iluminarias de lo que nos está pasando ahora en Europa. También por eso me gusta Alfred Döblin, sobre todo Berlin Alexanderplatz. Y Franz Werfel y… Coetzee y el resto de la literatura africana, en especial Chimamanda Ngozi Adichie. Mis últimos descubrimientos en cuento han sido Alice Munro y Lucia Berlin, una vez leídos y releídos mis maestros: Kafka, Poe y Chéjov. Sobre todo Chéjov. Con leer a Chéjov hay suficiente y, si puede ser, lean ustedes a Chéjov de rodillas. También me gusta mucho Cortázar. De los cuentistas españoles actuales he encontrado auténticas perlas del cuento en Cristina Fernández Cubas, Javier Sáez de Ibarra, Hipólito G. Navarro o un tal Fernando Clemot. Fuera del cuento tengo dos grandes amores españoles contemporáneos: Chirbes (desde Mimoun hasta París-Austerlitz) y Carmen Martín Gaite (ah, El balneario, Caperucita en Manhattan, Usos amorosos de la posguerra, Desde la ventana...). Por generación estoy muy marcada por Simone de Beauvoir, Doris Lessing, Virginia Woolf, las Brönte, Patricia Highsmith (hubo una época en que la devoré)… De la literatura norteamericana estoy un poco saturada. Necesito descubrir otros mundos. (Hala, defenestradme por esto.)


Literatura y cine I

Literatura y cine: momentos de una relación Por Violeta Marsans – 12

Film de Samuel Beckett Por Aitor Francos – 17

Barton Fink, el hombre que escribe Por Salvador Perpiñá – 21

Los Corleone

Por José Antonio Vila – 24

La doncella, una vuelta de tuerca a las fantasías masculinas Por Rebeca García Nieto – 29

Hipócrita espectador

Por José de María Romero Barea – 32

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E l ci e l o r a s o

Literatura y cine:

momentos de una relación Por Violeta Marsans Si es cierto, como temen algunos, que nos encontramos hace rato en la época de después del arte, tal vez sea entonces un buen momento para volver la vista atrás y detenerse a observar los resquicios de la expresión «séptimo arte». Esta es, digamos, una suerte de apodo honorífico con el que Ricciotto Canudo, un crítico italiano afincado en París, quiso promover el cine a principios del siglo XX. «¡Defendamos al cinematógrafo!», se titulaba uno de sus artículos. Nosotros, que ya conocemos la rauda, fulgurante y exitosa trayectoria de aquel prodigioso invento, podemos preguntarnos de qué había que defender al cine. «Ese joven enigma», como lo llamó Epstein, había seducido inmediatamente al gran público, pero se estaba ganando, a la vez, la desconfianza de la intelligentsia. Cargaba con un estigma que Virginia Woolf supo identificar muy bien: «Mientras que todas las otras artes nacieron desnudas, esta, la más joven, ha venido al mundo completamente vestida». Suponemos que ese problema familiar sobre bienes y vestimentas que se dio entre las artes se debía muy probablemente a la cualidad técnica del cine. Mientras que para lograr poner en palabras lo que uno tenía frente a los ojos era necesario «saber», al cine, a simple vista, le bastaba con accionar una manivela para decir lo que tenía que decir. Nadie había visto nacer a la literatura, que estaba ahí desde siempre; contar una historia era algo inherente al hombre, pero eso de presentar de pronto, a través de una máquina y una luz, una realidad paralela que vulneraba ampliamente la nuestra, se parecía demasiado a los sueños y nos cogía por sorpresa. Chris Marker lo expresó a la perfección: «Nada me había preparado para el impacto de ese rostro agrandado hasta las dimensiones de una casa». Desde el primer día y de manera totalmente natural ­—al mismo tiempo que vivía en un puro presente, donde un policía perseguía a un vagabundo con bastón y bombín que patinaba al borde del abismo— el cine

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recogió en la literatura sus historias y sus héroes, ya que en la familia de las artes todo pertenece a todos. Lo que aspira a rebosar tiende a explorar al mismo tiempo su futuro y su pasado, y es por eso que la literatura, pluma en mano, miraba fijamente al cine, y el cine, acuciado por su joven supremacía, necesitaba medirse constantemente con la literatura. ¿Quién no ha sentido alguna vez que las dos artes son néctar de una misma copa? Y ¿quién no ha constatado definitivamente que esa equivalencia no es más que una ilusión? Con el mismo deseo de existir y rebosar, cada una de las hermanas, a su turno, sentó a la otra sobre sus rodillas y la injurió. En cualquier caso, todavía hoy, escritores y cineastas siguen prendados de ese intercambio. La influencia que el cine ejerció en los escritores fue silenciosa y subterránea. Sin embargo, la influencia inversa, es decir, las adaptaciones de las grandes obras literarias al cine, que muchos han descrito como un pillaje más o menos vandálico, fue más sonora y discutida. Demasiadas veces los lectores se sentaban en su butaca de espectadores con el ceño algo fruncido y un cromo mental en el que deseaban marcar crucecitas, como se hace en el juego de las siete diferencias. Dentro de ese inevitable equívoco entre las hermanas, el libro era casi siempre mejor, porque después de haber vislumbrado las formas imaginadas que aparecen en nuestra mente cuando estamos sumidos en una lectura, formas siempre indefinidas que oscilan del vacío al color y del sonido a la idea, la concreción de la imagen cinematográfica, esa mera realidad falseada, resultaba del todo insatisfactoria. La literatura chocaba constantemente contra ese otro planeta que es la propia naturaleza del séptimo arte. En el marco de la contradictoria relación que establecieron los escritores con el cine, se dice que Kafka no lo soportaba y que justificaba su rechazo arguyendo una predisposición demasiado «óptica». «Soy un hombre visual», explicaba, y si recordamos la manera en que, durante una función de teatro, podía fijarse de


pronto en cualquier personaje secundario y describirlo con precisión de entomólogo, entendemos mejor sus palabras: «El cine impide la mirada. La fugacidad de los movimientos y el rápido cambio de imágenes nos fuerzan constantemente a echar un simple vistazo. No es la mirada la que se apodera de las imágenes, sino que son estas las que se apoderan de la mirada. Inundan la conciencia. El cine supone ponerle un uniforme a un ojo que hasta entonces había ido desnudo». Y no fue únicamente Kafka quien advirtió ese secuestro, ese rapto del ojo que, siendo una de las mayores virtudes del cine, tiende a la vez a convertirse en su peor vicio. Virginia Woolf también lo señaló: «El ojo lo lame todo instantáneamente, y el cerebro, agradablemente cosquilleado, se acomoda para observar la sucesión de acontecimientos sin animarse a pensar». Cuando hablamos de una manifestación artística, ese «pensar» —que tal vez no sea exactamente un pensar sino más bien la conciencia de una constelación invisible que se pone de pronto a existir— se transforma en la razón de ser de cualquier arte, y esa es precisamente la condición sine qua non de la que en un principio parecía carecer el cine. Sin ella no sería nunca un arte, quedaría reducido a espectáculo, a mero entretenimiento. Una sospecha de superficialidad se cernía sobre las imágenes de la pantalla y pretendía hacer de todo ello algo meramente epidérmico, una sospecha que no llegaría nunca a disiparse porque contiene una dosis de verdad y forma parte inalienable de la larga serie de complejidades del cine. El deseo de los cineastas más conscientes de su oficio consiste sin duda en entender esas complejidades y trabajar con ellas. Y si el cine es, como alguna vez dijo Pasolini, «el lenguaje de la realidad», ¿qué supone entonces la literatura para ese nuevo lenguaje? Vayamos a 1936 para ver cómo, al borde del río Loing, Renoir rueda una novela corta de Maupassant. En los títulos de crédito, la autoría de la obra queda definida de esta manera: un film de Jean Renoir, Partie de campagne de Guy de Maupassant. Así de sencillo. Algo que pasa de

una mano a otra. «Escogí Maupassant por una simple razón, y es que me gusta Maupassant», declaró Renoir con ese estilo suyo absolutamente directo. Quisiera añadir aquí una precisión temporal: Maupassant muere en 1893, a los cuarenta y dos años, y un año después nace Jean Renoir. El tiempo que narra Maupassant es pues el pasado inmediato de Renoir, el tiempo anterior a su infancia, un pasado tan material y cercano como evanescente, el tiempo que reflejaba la pintura de su padre. Una época, unos personajes, unos lugares que Renoir tiene en el fondo de su retina desde siempre.

Fotograma de la película Partie de campagne, de Jean Renoir.

La historia de una familia de comerciantes que sale a las afueras de París para comer en un restaurante y pasar el día al borde del río, con cada uno de sus triviales, ridículos y deliciosos pormenores, se recoge en el film de Renoir con una sorprendente naturalidad. Sin el menor forcejeo, sin la menor discordancia, los personajes y las escenas de Maupassant navegan río abajo hacia el film de Renoir, dejándose llevar por la corriente. Jean Renoir defendió siempre la posibilidad de utilizar una historia ya inventada por otro, porque eso le

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permitía poder dedicarse a lo que él consideraba más importante: bordar. Y es eso lo que le ofrece la novela corta de Maupassant, un cuadro ideal sobre el cual bordar. Es decir, trabajar con la materia prima del cineasta, con la luz, los cuerpos y las circunstancias, y orquestar los movimientos y hacerlos sonoros, musicales —«la detendré ahí donde una sílaba me parezca falsa», le dice a una actriz—, y conseguir la medida tonal de la mediocridad, apurar la distancia, instigar con sutileza el estallido de la grosería y la estupidez, transformarla en poesía, exaltar la presencia de Sylvia Bataille, la del río, la del ruiseñor. Después de un rodaje repleto de adversidades, el film quedó inconcluso debido a la lluvia, a la que Renoir había abierto confiadamente la puerta, un toque de fortuna que hará del film, diez años más tarde, cuando finalmente pudo montarse, una pequeña y milagrosa oda al descubrimiento del amor y al doloroso advenimiento de la belleza, una pieza construida a partes desiguales por la inteligencia, el azar, la gracia y la honda comprensión de los personajes, venida esta sí a partes iguales, tanto de Maupassant como de Renoir. Explicar las causas de este logro, o mejor dicho, de este afortunado encuentro, no creo que pueda hacerse y tal vez sólo quepa aventurarlas. Quizá una de esas causas sea Sylvia Bataille, porque en primer lugar estuvo ella, todo el mundo estaba enamorado de ella y ella fue el motivo por el que Renoir recurrió a una historia de Maupassant. Quizá otra sea la pintura de Renoir padre, que el hijo pone una y otra vez en escena y que fundamenta la realidad del film. Y quizá también pueda añadirse el espíritu de espléndida libertad que animaba a Renoir en todo momento. En última instancia, sin embargo, lo que deja la película es la sensación de entendimiento entre dos autores, la certeza de que la literatura y el cine pueden conformar un generoso lugar de encuentro. Bien distinta será la actitud de Eric Rohmer frente a la literatura. En 1978, el solitario hermano mayor de la nouvelle vague, con una ya considerable filmografía a sus espaldas, compuesta en su mayor parte por películas escritas y dirigidas por él, es decir, que se ceñían al más puro cine de autor, decide de pronto adaptar un texto medieval: la novela de Chrétien de Troyes, Perceval ou le Conte du Graal. Rohmer la considera una de las más hermosas obras de la literatura francesa, e irá a buscar el original en verso octosílabo para trasladarlo él

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mismo, con máxima fidelidad, a un francés que conserva la rima, el giro y algún léxico romance, pero que de pronto se ha vuelto accesible. El texto no es para Rohmer el punto de partida, sino muchísimo más: algo así como el corpus del film. Por otra parte, la pauta formal de la imagen está delimitada con el mismo rigor y se basa exclusivamente en las ilustraciones del manuscrito iluminado. Así pues, cuando en el misterioso cortejo de ángeles vemos a una doncella transportar el Grial, Rohmer lo pone en escena hecho literalmente luz. Estamos en un mundo de símbolos, un mundo cerrado, teatral, circular, donde para avanzar en su devenir, para ir de un castillo a otro, Perceval recorre sobre su caballo siempre el mismo espacio, un espacio poblado de árboles de cartón cuya forma recuerda los ornamentos de la página manuscrita. Los colores de este mundo, que parece dibujado, son los de la miniatura, están añadi-


dos, pintados. Una música de trovadores acompaña la narración y un coro canta los sucesos al son del laúd tan pronto como los observa y comenta. Rohmer hace acto de fe de esta hermosa irrealidad y lleva la representación a su más feliz paroxismo, porque hay momentos en que los actores imitan con las manos la gestualidad de las ilustraciones —y cuando recitan el texto narran las mismas acciones que ejecutan, o los sentimientos que les invaden, y se refieren a ellos mismos en tercera persona—, y sin embargo, la actuación de todos ellos es tan fresca y natural como en cualquier otra película suya. Imposible escapar a los encantos de esta sutil manera de representar. En la noche de ruegos, una de las escenas más románticas de la película, Blancaflor describe sus amorosos actos cantando, mientras que con estilizado gesto su mano gira sobre el pecho de Perceval una llave imaginaria que quiere abrir su co-

razón. Esta inocencia y literalidad representativa, que prescinde de la perspectiva, que se limita escrupulosamente a lo plano, encuentra también su correspondencia en uno de los temas de la novela: la ingenuidad de Perceval. Una ingenuidad, entre cándida e idílica, que lleva al protagonista a leer la realidad de forma literal, porque su única referencia del mundo es lo que su madre le ha contado. Rohmer dijo en alguna ocasión que «la riqueza expresiva es fruto del despojamiento», y esa idea se refleja de forma diáfana en Perceval le Gallois. Aferrarse de tal modo a la fidelidad al texto implica cierta renuncia a los valores cinematográficos, pero es precisamente así como Rohmer enriquece al cine y a la vez mantiene intacta la delicadeza del poema. Gracias a este valiente procedimiento cinematográfico el espectador accede a un espacio ideal, el de la primera y auténtica novela caballeresca. Dejamos atrás varios siglos de épica artúrica sólo con situarnos en el Quijote, venerable personaje, ingenioso hidalgo dado a los dañadores libros de caballería y que por ellos se perdió en admirada locura, continente del honor siempre en proceso de desertización y nunca vencido. Y es que en nuestros calamitosos tiempos «el desierto crece», como dice Nietzsche, y aunque quizá no haya tantos lectores del Quijote como se cree, el personaje forma parte de nosotros porque le conocemos desde siempre. Además, todos tenemos un amigo flaco y un poco loco que nos lo recuerda. Creo que esto fue precisamente lo que le ocurrió a Albert Serra. Su profesor de tenis no sólo se parecía al Quijote, sino que era capaz de ser el Quijote. Poco después, Sancho hizo su aparición con la misma grandeza y facilidad. Y es entonces, en 2006, cuando Serra se arma de una cámara y sale al campo con ellos a emprender sus andanzas cinematográficas. No le tiembla un ápice la mano y no mira a Cervantes como si estuviese allí arriba, en los estantes más altos, sino como si estuviese aquí cerca, entre los hombres. Honor de cavalleria, la película gestada en esa aventura, es uno de los más fieles retratos del Quijote, y lo más interesante del caso es que Serra la realiza sin una sola línea de Cervantes. No toma el camino del texto, como había hecho Rohmer, sino que va campo a través. Ninguna narrativa cervantina, el film va a la deriva, sus piezas parecen sueltas y aparentemente irrelevantes, y es que su único principio y su único fin son el puro estar del Quijote y su realidad mental. La enorme poesía del Fotograma de la película Honor de cavalleria, de Albert Serra.

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film radica en la extraordinaria autenticidad de los cuerpos. Al margen del infalible atractivo de la pareja discordante, hay en la presencia del Quijote y de Sancho algo todavía más sustancial, y esto es que ambos personajes existen con absoluta integridad y que su relación es verdadera. Son Lluís Carbó y Lluís Serrat tanto y tan verazmente como son el Quijote y Sancho, exactamente con la misma verdad. El convencimiento de Carbó es quijotesco, como lo es su proceder. Podemos verlo en el instante en que, extraviado mentalmente, alarga el brazo para atrapar al vuelo su propia espontaneidad y poseerla. Tampoco hay un solo gesto de Serrat que no sea de Sancho, y todos ellos son de una humanidad abrumadora. Es un film de estructu-

Fotograma de la película Partie de campagne, de Jean Renoir.

ra fracturada salpicado de momentos esplendorosos, como la escena en la que Sancho se queda solo con su asno, o la del baño en el río, en la que el Quijote habla de la Edad de Oro y actualiza en unas pocas palabras el discurso a los cabreros. A este respecto, Serra elogiará las síntesis que Carbó hacía de los largos diálogos del libro que él le entregaba ya resumidos, porque el actor era incapaz de memorizarlos. Carbó los acortaba todavía más y encima los mejoraba. La búsqueda de la esencia es la vocación primordial de la película. Así pues, no hay molinos sino viento, no hay aventuras sino existencia, el Quijote sólo amenaza al abismo, estamos sobre la tierra y bajo el cielo, constantemente a la intemperie, a la buena de Dios, inmersos en unos planos en los que la luna sale tras la montaña o en los

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que la hierba se mueve levemente, sin más. Tal vez Kafka podría finalmente sentirse a gusto en ellos. Porque el cine contemporáneo, que no ha dejado de ir a beber en la literatura, cree ya tanto en sí mismo que por fin le ha quitado el uniforme al ojo para que este vuelva a andar desnudo. El cine ha recorrido un largo camino. Hoy es más consciente de sí mismo y de su compleja materialidad. Ha entrado en los museos, sabe que es un lienzo ubicuo y a la vez un haz de luz, un espejo, una falsa ventana, un desdoblamiento, un ojo que mira a unos ojos que lo miran. Sin embargo, en un mundo infestado de pantallas, el cine está obligado a defender su parcela, a diferenciarse, a encarar a la literatura con mayor madurez. La adaptación moderna es más bien un ejercicio de inspiración sin complejos, pero la violencia necesaria para arrancarle el mito a la literatura, y darle cuerpo, está muy lejos de haber terminado. «La literatura no puede adaptarse al cine», dice Lucrecia Martel sobre su último trabajo, la adaptación de Zama, la novela de Antonio Di Benedetto. Y vale la pena leer atentamente la detallada descripción de un trastorno que ella narra con su acostumbrada lucidez: «Día 1. El sujeto lee una novela, como por ejemplo Zama, que es una obra maestra. Día 2. Infectado por la belleza del libro, el sujeto se transforma, da vueltas en la cama incapaz de dormir, sediento por dar parte del mundo allí retratado. Día 3. Apaciguada la fiebre, el sujeto se da cuenta de la enorme estupidez que es hacer una película basada en una obra maestra. Y, generalmente, el sujeto también se da cuenta de que es todavía más estúpido hacer una película que nadie necesita. Día 4. Vuelve el cólico y también la fiebre, porque la novela le reveló al sujeto aspectos del mundo que no conocía, grietas abiertas en la realidad. Se da cuenta de su dolencia y duerme con ella. Día 5. Empieza humildemente a escribir un guión cuya premisa es asesinar la novela que leyó, pues sólo así podrá sobrevivir».

Violeta Marsans (Barcelona, 1973) cursa estudios de Fotografía en su ciudad y más tarde inicia estudios de Cine en el CECC, donde se especializa en dirección de fotografía y documental. En 2010 realiza La sombra y la imagen, una película sobre la vida y la obra del pintor Luis Marsans, su padre.


Film

de Samuel Beckett [Se sabe que el interés de Samuel Beckett por el cine le acompañaba desde la juventud, cuando se perdía en la penumbra de las salas de Dublín donde se exhibían películas mudas. Verse ignorado por Serguéi Eisenstein, a quien hacia 1936 escribió una carta con la petición expresa de que le admitiera como ayudante en la Escuela Estatal de Cinematografía de Moscú y de la que no obtuvo respuesta, tal vez le hiciera desistir de enfocar su vida a esa vocación. Beckett, además, para entonces, había leído bastante sobre teoría del cine, desde el Film Technique del cineasta Vsévolod Pudovkin a Film as Art del psicólogo del arte Rudolf Arnheim. Fue Barney Rosset, su editor en Grove Press, quien le convencería, cerca de tres décadas después, para rodar un cortometraje. Rosset pretendía que también otros dramaturgos, entre los que se contaban Harold Pinter o Eugène Ionesco, participaran en el proyecto, pero al final sólo Beckett llegó a escribir y completar el suyo, Film (cuyo primer título fue El ojo), de veintidós minutos de duración e interpretado por Buster Keaton, en franca decadencia y semirretirado. El texto del guión es extremadamente exacto, todo en él ha sido calculado, inspecciona cada posibilidad de cada plano, dejando apenas margen de maniobra a la dirección posterior de Alan Schneider, que se encargaría del rodaje. El mismo Beckett era, durante la filmación y el montaje, consultado y, muchas veces, se encargaba con ingenio de sugerir las intervenciones de mejora y los arreglos que debían superarse cuando los imprevistos del rodaje y de las estrategias técnicas suponían un obstáculo.]

Por Aitor Francos

autoconciencia), que se mantiene existiendo aun cuando toda percepción ajena (animal, humana o divina) se ha extinguido. Esta será una de las notas de Beckett al guión: «Con el fin de ser representado en esta situación el protagonista se divide en objeto O (object) y ojo E (eye —cámara—), el primero en fuga, el último en persecución. Hasta el final del film no quedará claro que el percibidor que persigue no es algo extraño, sino el yo. Hasta el final del film, O es percibido por E desde atrás y en ángulo no superior a los 45º». Beckett limita todo el sonido de la película a un conspirador «shhs» que uno de los actores pronuncia en los primeros minutos cuando otro intenta manifestar algo, una ceremonia mutilante e intencionada de censura del habla. También es Beckett quien decide con el equipo de filmación que la percepción de O, a diferencia de la de E, esté un poco desenfocada mediante el uso de un filtro en la lente. Igualmente, la duración específica de los planos y los movimientos y encuadres de la cámara supondrán una diferenciación entre la percepción de E y O. La voluntad de O de «no ser percibido» le hará verse arrastrado a lo largo de Film hasta el reflejo final de la película, cuando un contraplano muestra el rostro de Keaton, con un parche en uno de los ojos (y la verdadera identidad de la cámara). Beckett piensa como cineasta y se vale de los recursos técnicos que le ofrece el medio cinematográfico para indagar en la identidad del individuo que es percibido y visualizar los procesos de (auto)percepción que conforman la subjetividad del individuo como ser percibido y que percibe. Fotograma de la película Film, con Buster Keaton.

I Una máxima de George Berkeley nos prepara para entrar en Film: «Ser es ser percibido». «La búsqueda del no-ser mediante la huida de la percepción ajena —escribe Beckett— fracasa debido a la imposibilidad de escapar a la autopercepción». La pretensión de Beckett es condicionar la subjetividad de la autopercepción (o de la

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El primer plano de Film: detalle de un ojo que se abre despacio (el párpado arrugado y envejecido de Keaton). A continuación, entramos en la acción; O cruza temeroso una calle abandonada (un exterior absoluto), huye ocultando el rostro bajo un sombrero y una gabardina, sin separarse en su carrera de un muro semiderruido; al encontrarse de frente con unos paseantes (en pareja), estos se llevan las manos a la cara y hacen un gesto de horror. En la siguiente escena O ha llegado a un vestíbulo estrecho (un lugar intermedio), se toma el pulso y evita, agachándose, cruzarse con una anciana que baja las escaleras portando una cesta con flores. De nuevo, no pudiendo evitar el encuentro, vemos el gesto de perplejidad y terror de la mujer. La cámara (E) busca entonces rauda a O, que sube apresurado las escaleras, y logra, siempre a su espalda, introducirse con él en una habitación, donde finalmente O se encierra (un interior absoluto) y donde, después de echar el cerrojo y medirse el pulso por segunda vez, empieza a observar todo cuanto hay en la estancia: su propósito será eliminar todo cuanto pueda hacerle sentir observado o percibido. Sucesivamente, echa la cortina de la ventana, cubre un espejo con una manta, tapa con su abrigo una pecera y una jaula, rompe la imagen decorativa de un dios sumerio y expulsa (en un juego cómico que recuerda a los gags de Keaton) a un perro y a un gato de la habitación. Cuando entiende que ya nada ni nadie puede percibirle, se sienta exhausto en una mecedora. Toma entonces un sobre que contiene fotografías de su vida, se para a mirarlas con intensidad antes de ponerse a rasgarlas de una en una hasta despedazarlas y caer rendido de cansancio. Entonces E (la cámara) da una vuelta a la habitación y se sitúa frente a él. O despierta y descubre entonces horrorizado a E. En ese único contraplano de la película, Beckett nos permite descubrir la identidad de E y comprobamos que es un desdoblamiento de O. Un plano último muestra de nuevo, en un paralelismo con el plano inicial, un ojo que, tras abrirse, vuelve definitivamente a cerrarse. El personaje que interpreta Keaton experimenta la opresión de un pánico confuso y de una sensación irresistible de intriga insoportable que resuelve escapando. Lo que le persigue es la indefinición misma de su identidad escindida. Se vive a sí mismo como una extraña presencia que está siempre demasiado cerca como para poder ser reconocida en cualquier momento. La razón y la autoconciencia provocan en él una angustia existencial, una necesidad constante de huida, pero a la vez no la permiten, no puede escaparse, porque está en él mismo o es él mismo. El

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personaje se presenta como un sustituto de sí mismo y como el constituyente de una realidad simultánea a lo que el espectador ve: esa simultaneidad hace del personaje que huye un narrador poco veraz, porque no narra, sino que huye de la posibilidad de narrarse, o es de alguna manera un narrador de su mudez y un desconocedor de su desdoblamiento. Film representa la historia de una confidencia existencial, la terrorífica alienación de convertirse en símbolo. O descubre con terror que en él habitan muchas personalidades posibles. Al surgir estas, como una proyección, desde su interior, ya no sabe si lo que le habita está dentro o fuera, si es él, si debe odiarlo o respetarlo. Lo atractivo y lo perverso de esa idea es la ambivalencia y polaridad de esa duda que llega a desquiciarle. Porque no pertenece al ámbito del pensamiento, jamás podrá resolverla la razón; por el contrario, es en el mundo de lo sensorial donde tiene su cabida, en un nivel de realidad interior. La angustia invoca en el personaje la realidad de la degradación de cuanto permanece inmutable a su alrededor, y eso acaba distorsionando sus sensaciones y provocando la falsedad del mundo percibido. El yo del personaje se defiende de la aparición inesperada de todas las sensaciones que destruyen la coherencia que le conecta con el mundo real, sobre todo cuando se han reducido al aislamiento de la autopercepción. Esas sensaciones son pura fenomenología psicótica, le arrojan de sí, desvelan sus defensas, le atacan con la hostilidad de una abyección y asco inimaginables. Por ejemplo, cuando el hombre interpretado por Keaton


Fotograma del documental NotFilm, dirigido por Ross Lipman.

El personaje está vivo no sólo por lo que siente, sino porque presiente. Y es su percepción profética la que le aterra. No hay trama, sí conexiones perceptivas y lenguaje hecho visible a través de la conducta. ¿Ese ojo turbio y morboso que persigue, que es a su vez vigilado y observado, por razones extrañas, es sólo un movimiento de aproximación a la identidad de O? O busca habitarse para quedar recluido en su condición de «desaparecido». Pero ni siquiera puede aceptar la soledad de las cosas, tan imperativas para él; aprehenderlas con significados que invaden su propia corporalidad. El personaje apenas tiene una letra que le proteja del silencio de nombrarse.

se aferra caminando pegado a las paredes, pasando por encima de todos los obstáculos que encuentra en el suelo, porque el contacto con un límite le revela la falsedad del entorno y de cuanto percibe o ve: también le hace saber que ni siquiera su irrupción como hombre que conoce esa falsedad le ayudará a contrarrestarla. Esas paredes le mantienen en su irrealidad, en su corporalidad ineludible y vulnerable a toda sensación. Es, además, un límite real, de escenario: el teatro del mundo acaba ahí y es una cárcel, la de la identidad. Film es la narración de un ser obsesionado por desaparecer, la confesión de alguien escindido para demostrar el espíritu de distorsión y falsedad de la realidad que no es vivida sino subjetivamente desde la posición de un yo que duda de su propia integridad. Beckett ataca la existencia reduciéndola a la autopercepción. Cualquier ojo será letal y hostil para O, sea de persona, animal u objeto, mientras tenga presencia, o mientras se pueda intuir, en él o desde él, la forma inanimada de un ojo. El ojo se convierte, fatalmente, en un agujero que traga lo observado. La huida le lleva a una habitación (el interior de un cuerpo), donde, en vez de encontrar refugio, todavía se siente más intensamente cada posibilidad de ser percibido. La mirada ordena sólo por el hecho de mirar. Beckett lo muestra mejor que nadie: una mirada es el equivalente a la amenaza de un conjuro. ¿Pero dejamos de ser percibidos al estar solos? Podemos no ser percibidos ya por nada viviente pero no escapar de lo inanimado o de lo inaprensible (dios).

II ¿De dónde sacan esa tenaz fuerza de empuje los personajes de Beckett para perseverar en actitudes de las que nada obtienen? ¿Se convencen de sus contrariedades ante tanto sacrificio improductivo? Viven como si el error de repetirse y de continuar fracasando les desdoblara paradójicamente hasta el no reconocimiento de aquello que constituye su identidad. Se quedan obsoletos, en su estática comicidad, en el más indestructible silencio, en la experiencia de ser innombrables. Apenas hay movimiento en sus interpretaciones, salvo que sea para buscar la inmovilidad o la anulación: son vagabundos de la negación y de lo inacabado. En Molloy, Beckett escribirá: «Ahora he dejado de vagar, y ni siquiera me muevo, y sin embargo nada ha cambiado. Y los confines de mi habitación, de mi cama, de mi cuerpo, están lejos de mí como los de mi región en mi época de esplendor». Son tenacidad pura, no ceden al desaliento, no cambian; pero reniegan de todo, pugnan por decir sólo «jamás, no, nunca»; son la continuidad —y la alucinación— de un silencio demasiado incómodo. Y el silencio es, para Beckett, de alguna manera, el poeta más convincente. Y su propuesta, en Film, una inequívoca demostración del fracaso de la palabra para ausentarse definitivamente de lo que representa y de todo su potencial simbólico. Para copiar a Beckett bastaría con quedarse eternamente callado. Film condensa a la perfección la angustia de alguien que se siente perseguido por una búsqueda de inexistencia en los otros. La poética de Beckett es tan impersonal que O es sólo un ser incomprendido en movimiento. Beckett lo encamina a la aparición impactante de «otro yo» a través de los encuentros con espontáneos que lo reconocen. Esos «otros» son su vacío, su imagen especular, su repetición incontrolada, que ya se ha apoderado de su identidad y le arrastra al

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Aitor Francos. Film, de Samuel Beckett

desvanecimiento de sus límites en la realidad, a un fantasmático retorno a la duda de ser. Pero Beckett elimina toda fascinación y atracción por esos «yos» contrarios, también toda posibilidad de semejanza o igualdad; sólo serán la constatación de la rivalidad con «el otro» y consigo mismo, y la extinción de ambos. Todo «ser percibido» estará vampirizado, como si esos «otros», fuera de sí, de su cuerpo, viviesen o se alimentasen de él, de su imagen, como a través del sueño alucinatorio de ver. La intención de Beckett es explorar los misterios de lo perceptible al ojo humano. Iluminar el vacío interior del personaje le sirve a él mismo para atravesar el borroso cuerpo del lenguaje y de las imágenes.

Fotograma del documental NotFilm, dirigido por Ross Lipman.

Beckett sintió siempre la necesidad de cuestionar el sinsentido —o de sostenerlo, de ser su valedor más honroso, como se prefiera—, de desposeerse de todo, hasta de las palabras, fragmentarlas viviendo en esa ruptura del lenguaje como una prolongación de la miseria de comprender. «No puedo seguir, seguiré», dice en El innombrable. La condena de O es actuar desde el desdoblamiento y la contradicción; la de Beckett, exaltar lo estático, responder a un mutismo indestructible y al fracaso de las palabras muertas. Que nadie busque en Beckett más símbolo que lo absoluto representado por el vacío de las palabras. Que nadie trate de interpretarlo más allá. Demasiado silencio. Demasiado estilo del silencio.

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III Film, un texto en la fisura de dos bordes (fotografía y palabra). Hay una memoria en este poema filmado de Beckett que nos persigue y que se persigue a sí misma, incontenible, a través de la red del texto y de la figuración. Una memoria visual de latencia y persecución. Como si Beckett pensara: «El texto me elige para que yo sea su legibilidad y su representación. Yo lo que le devuelvo es mi imagen». Film es un silencio que se pregunta: «¿Puede un silencio sustituir a otro?» «¿Puede una sola palabra completar un poema?». Porque para escribir un poema como este, en imágenes, el poeta necesita ser un observador habitado; no por la mirada, sino por su representación en los límites del cuerpo y en el encuadre visual; también (y sobre todo) necesita observarse a sí mismo poniendo orden en la proximidad, ser la inteligencia de la percepción al servicio del símbolo. NOTA: Para visionar el cortometraje: http://zoowoman.website/wp/movies/buster-keaton-rides-again/ Para quien quiera conocer la intrahistoria y las anécdotas de Film recomiendo leer Sobre el rodaje de Film, de Alan Schneider, y ver el ensayo documental NotFilm, dirigido por Ross Lipman. De imprescindible lectura me parecen los artículos A propósito de Film, de Jenaro Talens (incluido en la edición del guión de Film de Tusquets), y El torbellino del ser en Film, de Rafael Sánchez-Mateos Paniagua. Igualmente Hacia un cine-pensamiento de Breixo Viejo, Mirar de nuevo de David Cortés y la Correspondencia entre Samuel Beckett y el director Alan Schneider, todos publicados en el libreto editado por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía para el ciclo Samuel Beckett: Obra para cine y televisión que se celebró en 2006.

Aitor Francos

(Bilbao, 1986) es licenciado en Medicina

por la Universidad del País Vasco. Es autor, entre otros, de los poemarios Igloo (ganador del XIV Certamen Internacional Surcos de Poesía), Filatelia y Un lugar en el que nunca he

escrito (Renacimieto). Ha participado en la antología Poetas vascos en castellano (Ed. Muelle de Uribitarte, 2009) y en Nayagua, nº14. Colabora con la revista Zurgai y con Quimera. Ha sido finalista del Premio Adonáis en 2007 y del Martín García Ramos, en 2010.


Barton Fink,

el hombre que escribe Por Salvador Perpiñá Look upon me. I’ll show you the life of the mind. (Charlie Meadows, vendedor de seguros y asesino en serie) Puede que las cosas no ocurrieran exactamente así, pero la versión de los hechos que ha trascendido es que Joel y Ethan Coen, atascados en las complejidades de la trama de Miller’s Crossing —su pastiche de Dashiell Hammett traducido de manera imaginativa entre nosotros con el título entre aflamencado y prerrafaelita de Muerte entre las flores—, decidieron darse un respiro y escribieron en el breve espacio de cuatro semanas el guión de la que un par de años después sería Barton Fink (1991). Una película sobre el bloqueo creativo escrita con enorme ligereza en medio de otro bloqueo creativo, una de las muchas paradojas de una película llena de juegos metalingüísticos. La única incursión de los hermanos en el fantástico se ganó a los miembros del jurado del Festival de Cannes de 1991, que le concedieron insólitamente tres premios: la Palma de Oro, el premio a la mejor dirección y al mejor actor principal. No es ocioso recordar que el presidente del jurado era Roman Polanski, al que sin duda debió complacer una bizarrerie que tanto le debe a sus propias El quimérico inquilino (Le Locataire) o Repulsión. Pero es que, además, está maravillosamente rodada, manteniendo un difícil equilibrio entre la angustia a lo Kafka y el humor —a los Coen se les suele ir la mano en el registro farsesco— con un uso extraordinario del sonido (antológicos los instantes previos a la primera aparición de John Goodman) y unos diálogos asombrosos, los mejores de toda su carrera; diálogos de gran calidad literaria (sólo destacar con qué mezcla de sutileza, afecto y mala leche se parodia la obra teatral de su protagonista). Y todo rematado por el inolvidable tour de force de la pareja formada por John Turturro y John Goodman, las arias de bravura de Michael Lerner en su Fotograma de la película Barton Fink, dirigida por los hermanos Coen.

desaforado papel de magnate de Capitol Pictures y la soberbia, inteligentísima composición de Judy Davis. Pese a ello no suele ocupar el puesto que merece en el canon de los hermanos de Minnesota. Es más que probable que su indefinición genérica y su desconcertante final abierto no hayan capturado la imaginación popular y las fijaciones de la cinefilia, como lo hicieron Fargo o la ya citada Miller’s Crossing. Barton Fink corre así el riesgo de quedar como una mera extravagancia que suele gustar a los escritores y, en especial, a los guionistas. Un crítico nacional, Carlos Aguilar, hablaba de ella con considerable inquina: «Dechado de narcisismo cinematográfico… pomposa y en el fondo hueca fábula sobre los compromisos entre Creación y Mediocridad», apreciación injusta aunque no carente de perspicacia.

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Salvador Perpiñá. Barton Fink, el hombre que escribe

Barton Fink empezaría siendo la historia de un joven escritor que tras un éxito en Broadway es reclamado por Hollywood, donde, inadaptado e incapaz de entender lo que se espera de él, cae en un vacío creativo del que sólo le sacará un hecho particularmente truculento. A todo crítico le encanta rastrear referencias y no es una película en la que escaseen. Así, el joven Barton Fink parece inspirado en Clifford Odets, autor de teatro socialmente comprometido, uno de los fundadores del influyente Group Theater, miembro del partido comunista americano y guionista de Hollywood que, al igual que Elia Kazan, mantuvo un perfil moralmente ambiguo ante el Comité de Actividades Antiamericanas. En el carácter exuberante de Jack Lipnick, el verboso magnate de Capitol Pictures, pueden detectarse trazas de Louis B. Mayer y Jack L. Warner. Finalmente, en el trazado del consagrado escritor, señorito sureño y alcohólico W. P. Mayhew abundan los guiños a William Faulkner. Los Coen han reconocido dichas referencias en entrevistas, pero siempre han subrayado que son puramente superficiales, cosa que debemos agradecerles.

Fotograma de la película Barton Fink, dirigida por los hermanos Coen.

La autoflagelación es frecuente en Hollywood. The Bad and the Beautiful (Vincente Minnelli), The Big Knife (Robert Aldrich, basada en una obra del mismo Clifford Odets), The Day of the Locust (John Schlesinger),

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The Player (Robert Altman) o de nuevo los Coen en su reciente y más inocua Hail Caesar! han hecho sangre exhibiendo el vulgar cinismo y las vanidades de la fábrica de sueños. Otros films como Adaptation (Spike Jonze) o The Shining (Stanley Kubrick) han abordado la crisis de un escritor, la angustia de la página en blanco. Barton Fink recoge dichos elementos familiares para elaborar con ellos un sofisticado artefacto fantastique cuya deriva narrativa no hubiera disgustado a Luis Buñuel (aunque nunca se sabe). Sospecho que en una industria del espectáculo donde todo, desde el realismo hasta la pura fantasía, se ciñe a unos patrones narrativos férreamente codificados, esa libérrima lógica inconsciente que la película se permite —y que sólo siguen hoy, dentro del mainstream, autores como Charlie Kaufman— resulta ligeramente intempestiva, por no decir pasada de moda, y ha contribuido decisivamente a su falta de predicamento. Barton se aloja en el Earle Hotel (cuya publicidad reza «A night or a lifetime»), un escenario aquejado de una opresiva irrealidad. El Earle Hotel es un inquietante no lugar donde siempre hace calor, cuyas paredes exudan fluidos, una sucesión de celdas donde a través de sus delgadas paredes y sus cañerías resuenan los susurros de unos residentes siempre invisibles que copulan o sufren, en una atmósfera que evoca la condición carcelaria de un círculo del infierno. También el perturbador escenario de «the life of the mind», esa vida de la mente, territorio para el que en palabras del propio Fink «no hay un mapa de carreteras». Su índole fantasmal choca con la estridencia del mundo real de los estudios, bañado por la luz de California o por la iluminación artificial de los despachos donde se ejerce el poder y donde nadie escucha a nadie. Ambos paisajes, el interior y el exterior, son el lugar de la esclavitud. En dicho hotel, el desorientado Barton vive una bella, cervantina historia de amistad que es la que da un carácter único al film. Dos solitarios en sus ergástulas hallan en su improbable compañía mutua consuelo de los propios infiernos personales. Charlie Meadows, vendedor de seguros, sólido y normal (el Sweeney de los poemas primerizos de T. S. Eliot), encarnado en la rotunda, abrumadora fisicidad de John Goodman, contrastando con la nerviosa, enteca precariedad de Fink, en la no menos brillante caracterización de John Turturro. Charlie Meadows representa ese hombre de la calle que el arrogante Barton Fink cree que tiene el


Fotograma de la película Barton Fink, dirigida por los hermanos Coen.

imperativo moral de utilizar como materia de su obra para redimirle de su alienación y al que su propio narcisismo le impide escuchar, ver y aceptar tal y como es, sin idealizarlo. En un visionado reciente no pude evitar pensar hasta qué punto Charlie Meadows representa al votante de Donald Trump y Barton Fink representa a ese liberal neoyorquino detestado por él. Barton Fink es el artista adolescente por excelencia, con toda su arrogancia y sus inseguridades, socialmente torpe, prácticamente virgen y no desprovisto de vanidad, judío de clase obrera despreciado por violentos policías gentiles. Mientras el maestro W. P. Mayhew encuentra serenidad en la práctica de su oficio, Barton no deja de hablar de un dolor interior. Tuvo UNA idea y la explotó con fortuna, pero es inexperto, carece de la versatilidad del profesional. Con gran sutileza se nos muestra que es de la clase de escritores que se lanzan a la primera página con descripciones minuciosas de la atmósfera sin tener claro por donde seguir. No tiene nada nuevo que decir y ni siquiera sabría cómo decirlo, y eso le hace caer en un angustioso vacío creativo que pone en riesgo su propia estabilidad mental. Los que hemos trabajado bajo la presión de plazos de entrega conocemos perfectamente esa sensación. Como hace miles de años le ocurrió al feral Enkidu en el Gilgamesh, el hirsuto talento sin domar

del joven Fink es domesticado, civilizado a través de la sexualidad femenina. Un hecho inconcebible, con algo de sacrificio y una misteriosa caja de contenido desconocido —quizás un guiño a la buñueliana Belle de Jour— hacen que finalmente el artista adolescente empiece a escribir. George Steiner ha dedicado memorables páginas a la relación entre el acto de la creación artística y el acto fundacional de la creación del mundo. Los Coen resumen ese momento de epifanía en un plano ferozmente irónico en que Barton, exaltado, toma una biblia arrinconada en su habitación y ve impreso en los primeros párrafos del Génesis el arranque de su guion. Las palabras comienzan a llenar la hoja en blanco. El Verbo, el Logos crea y ordena el mundo. Todo escritor conoce esa euforia, esa plenitud. Nuestro personaje escribe su obra en una noche, del tirón, en un trance de artista característico de esa sensibilidad roussoniana en la que aún vivimos, en oposición a la exigente disciplina del artesano. Pero, ay, no tardamos en darnos cuenta de su mediocridad. Aparecen restos de frases que ya hemos escuchado. Los hallazgos de su primera obra transformados en moneda falsa, en cliché. Barton no ha aprendido y el precio será tremendo. Vapuleado por la autoridad suprema de los estudios a los que ha vendido el fruto de su mente, lo dejamos abandonado —no sabemos si para siempre— en un purgatorio solipsista, incapaz de salir de su mundo interior, de esa «life of the mind», ciego ante la última oportunidad que se le ofrece. Juguetona, cruel, perturbadora, Barton Fink sigue regalándonos hallazgos y sugerencias en repetidas visiones. Una obra mayor, inagotable, que habla como pocas sobre la dimensión de nuestras servidumbres y la extensión de nuestros fracasos.

Salvador Perpiñá

(Granada, 1963) es guionista de te-

levisión y escritor. Su primer libro de relatos, Prácticas de

tiro, ha sido editado recientemente por la editorial Cuadernos del Vigía.

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Los Corleone Por José Antonio Vila Cuenta Roberto Saviano en su célebre libro Gomorra que «padrino» nunca había sido, ni en región alguna de Italia ni en los Estados Unidos, la palabra con la que se designaba al jefe de una familia mafiosa, pero que a raíz del éxito de la novela de Mario Puzo y, sobre todo, de la adaptación cinematográfica que de ella hizo Francis Ford Coppola, fue este el término que los propios mafiosos comenzaron a emplear para referirse a los capofamiglia, desplazando al tradicional compare (compadre), que servía para aludir al boss familiar, y que cayó así rápidamente en desuso. Lo cuenta en un divertido capítulo de su libro titulado «Hollywood», donde narra la fascinación mimética que ha ejercido el cine sobre los criminales, ya desde los tiempos en que, según parece, Al Capone se dejaba caer por el rodaje de El terror del hampa, consciente de que la imagen que la gente terminaría por tener de él iba a ser la que la película les transmitiera, y, en lo que se diría una genial intuición mitomaniaca, al que era ya el gánster más «mediático» (como hoy lo llamaríamos) de su época, no le importaba, por lo visto, tanto que el personaje que encarnaba el actor Paul Muni se pareciera a él cuanto que parecerse él mismo al Tony Camonte ficticio al que había servido de modelo. Saviano menciona en esas páginas otras anécdotas graciosas, como, por ejemplo, la costumbre de ciertos camorristas napolitanos de disfrazarse al estilo de los matones de El cuervo —la película que protagonizó el malogrado Brandon Lee—, para darse un aire más intimidatorio, o la de las guardaespaldas femeninas de las mujeres de los jefes mafiosos de ir vestidas con monos de color amarillo, a emulación del personaje de Uma Thurman en Kill Bill, o la de un capo que se hizo construir una villa palaciega igual a la del narcotraficante Tony Montana en El precio del poder (el remake en clave hispana del clásico de Howard Hawks) —se dice que el mafioso llegó incluso a proporcionarle al arquitecto una copia de la película

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para que reprodujera con la mayor fidelidad posible la finca que en ella se muestra—. Y aun otra bastante más siniestra pero que no deja de tener su gracia macabra: la manía, entre miembros de las generaciones de soldati y killers más recientes, de apuntar, en las ejecuciones, en plan chulo, con la pistola ladeada y el cañón mirando hacia abajo, en vez de recto, como famosamente hacían los gánsteres a los que dieron vida Samuel L. Jackson y John Travolta en Pulp Fiction. Una práctica que solivianta, por cierto, a los jefes, porque al ser más difícil apuntar de esta manera, los ejecutores se ven obligados a rematar a sus víctimas con más de un disparo y dejan, por lo tanto, más rastros de sangre y casquillos de bala en la escena del crimen; es decir, más pruebas para la policía forense. Esta fascinación de los hampones por una industria del cine que ha glorificado sus «hazañas» encuentra, por supuesto, su correlato en la fascinación que los espectadores sentimos por las películas en las que los «malos» son los protagonistas. Claro que hablo aquí del villano como figura románticamente trágica. Y, a mi gusto, pocos lo han sido con la grandeza y el empaque de los Corleone. El torpón y traidor Fredo, el temperamental Santino, el planificador Vito, el implacable Michael y el ambicioso Vincent son personajes que seguramente tienen poquísimo que ver con los individuos que en la realidad ocupan la cima de la jerarquía criminal; aunque alguno, como el conocido crime boss neoyorquino John Gotti —sobre el que, a propósito, se han hecho, creo, un par de biopics—, quisiera ser, en su imagen pública, la estampa viviente de esa visión glamurosa del capitoste del crimen organizado, pero cuyas ínfulas, sin embargo, inspiraron el personaje de Joey Zasa en la tercera entrega de la saga, un mequetrefe bastante ridículo del que Michael Corleone se burla irónicamente —«he is, I admit, an important man»— diciendo de él que ha sido galardonado por la revista Esquire con el premio al gánster mejor vestido.


Fotograma de la película El padrino I, dirigida por Francis Ford Coppola.

Eso para no hablar de lo que debe de ser la repugnante realidad cotidiana del hampa en sus niveles más bajos. Con toda probabilidad nos horrorizaría ver los asesinatos, las palizas, los chantajes, la extorsión económica o el tráfico de mujeres, pero somos muchos los que caemos rendidos ante ese maravilloso mundo de canciones de Frank Sinatra y Tony Bennett, sicarios con traje de rayas y sombrero, y un bolsillo abultado por el volumen de una pistola, policías corruptos (casi siempre todos irlandeses), y capos elegantes, bien peinados y con abundante gomina, que sin ser unos angelitos son, no

obstante, hombres de honor, con clase y gracia, o bien viejos de aspecto amable y acogedor, casi paternales —la brillante interpretación de Eli Wallach como Don Altobello en El Padrino III—, que disimulan las amenazas bajo palabras corteses —el archiconocido «I’ll make him an offer he can’t refuse» de Vito—; más que delincuentes a menudo se aparecen como el prototipo del «príncipe» de Maquiavelo, la proverbial mano de hierro en guante de seda. En cualquier caso, no muy distintos en el fondo de los hombres de negocios «respetables» —«it’s not personal, it’s strictly business», es otra

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José Antonio Vila. Los Corleone

frase emblemática de El Padrino, esta vez de Michael, aunque la idea del «it’s only business» o «business is business» se repite más de una vez en boca de otros personajes—, esos que se sientan a cenar a la misma mesa que el gobernador y «untan» a senadores y congresistas. O que determinados políticos, de la clase de los que se ven obligados a tomar decisiones «difíciles» y «desagradables». «My father is no different than any other powerful man, any man who’s responsible for other people. Like a senator or a president», razona Michael Corleone, cuando le comunica a la que es todavía su novia, Kay Adams, que, a despecho de haberle prometido que nunca se involucraría en los turbios negocios de su familia, trabaja ahora para su padre. A lo que ella responde: «You know how naive you sound? Senators and presidents don’t have men killed». Él contesta a su vez con otra pregunta: «Who’s being naive, Kay?». Una conversación que tendrá eco en las palabras que, en la segunda parte, Michael, con cínica lucidez, dirige al senador Pat Geary, un engreído político que, pese a aceptar sobornos de la mafia, se siente moralmente superior a quienes no deja de considerar sucios inmigrantes italianos: «We’re both part of the same hypocrisy». Y, por último, en esas otras que pronuncia ante su hermana Constanza («Connie») en la tercera entrega: «All my life I’ve kept trying to go up in society. To where everything higher up was legal, straight… But the higher I go the more crooked it becomes». Para entonces Michael Corleone es ya un hombre encumbrado, un Rockefeller que apenas mantiene vínculos con el submundo, y está a punto de convertirse en uno de los hombres más ricos del planeta gracias a un negocio inmobiliario con el Vaticano, una maniobra con la que además pretende limpiar de una vez por todas el nombre de su familia. Pero «tener un pasado» es el precio que paga por su ascensión social: «Just when I thought I was out, they pull me back in». La imagen romántica de la Cosa Nostra americana se ha convertido en un icono de nuestra memoria cultural, casi un arquetipo. Un mito moderno tan poderoso como la noción medieval del pacto con el demonio. La mafia, en la imagen que de ella nos da Hollywood, se basa en el principio de la protección de la familia y en la mejora de su posición económica y social. Dinero,

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poder, bienestar y seguridad. A cambio de la condena de la propia alma, como en las leyendas de los tratos con Mefistófeles. O en la historia fantástica de W. W. Jacobs, La pata del mono —el cuento de terror favorito de Borges, si no recuerdo mal—, en que un objeto mágico y a la vez maldito cumple los deseos que le son formulados, pero de tal modo que quienes lo utilizan acaban perdiendo algo de mayor valor y más querido. Así Michael Corleone que todo lo hizo por proteger a su familia —«he’s great man, he’s a hero, he saved the family», dice de él con admiración su sobrino Vincent—. Asumió el manto del liderazgo del clan tras la muerte de Vito y el asesinato de Santino, y renunció a todos sus ideales de juventud: «I betrayed myself», confesará en la tercera parte. Todo lo hizo por proteger a la familia, pero son, precisamente, esos actos criminales perpetrados para proteger a la familia los que lo llevarán a perderla y a terminar sus días en soledad. Su mujer, Kay, se provocará un aborto que fuerza el divorcio del matrimonio —«There would be no way, Michael, no way you could ever forgive me. Not with this Sicilian thing that’s been going on for two thousand years»—, y rehace su vida junto a otro hombre; su hijo varón, Anthony, le culpará siempre del clima de violencia


en el que pasó su traumática infancia —«I will never work for you. I have bad memories»—; y su hija Mary, su preferida y probablemente la única persona que lo quiere de verdad y sin reservas —«why was I so feared, and you so loved?», se lamenta Michael ante el cadáver de su amigo Don Tommasino, durante el velatorio de este—, muere trágicamente cuando una bala destinada a su padre le impacta en el pecho, en la estremecedora escena con la que concluye la trilogía; un final que, perturbadoramente, el mismo Michael parecía haber intuido cuando le advertía a Vincent, su sucesor: «When they come, they’ll come at what you love». Muchas veces se ha dicho que los Corleone son los mafiosos más shakesperianos. El propio Coppola ha reconocido la inspiración de Shakespeare, en particular, en la combinación de intriga e intensidad dramática con el tratamiento de la complejidad sentimental y psicológica de sus personajes. Es cierto, asimismo, que los Corleone comparten ese aura larger-than-life, como dicen los americanos, con algunos de los villanos de Shakespeare más memorables, que los hace, a pesar de sus fechorías, irremediablemente seductores (Macbeth o Ricardo III). Pero el universo moral de los Corleone es un universo profundamente católico; y ahí hay, diría yo, una diferencia abismal con el imaginario de Shakespeare. Esta característica se hace tanto más evidente en la última y, para mí, incomprensiblemente infravalorada tercera parte de El Padrino. La atmósfera de hipocresía y doblez se subraya con los tratos de la familia Corleone con el Vaticano (un nido de corrupción, según se muestra en la película), y en la conmovedora escena en que Michael confiesa sus pecados al cardenal Lamberto (uno de los pocos sacerdotes honrados que alberga la curia, el futuro papa Juan Pablo I) es cuando emerge al primer plano el sustrato del relato cainita (el asesino de su hermano, el malhechor que perjudica a su semejante) sobre el que reposa en gran medida la mitología de la historia: «I killed my mother’s son, I killed my father’s son». La orden de asesinar a su hermano Fredo, el traidor a la familia, es lo que a la postre pesa más sobre su alma. El crimen que condensa en su indecible iniquidad todos los crímenes cometidos. El modelo de la tragedia clásica, el ascenso y la caída del héroe, víctima de su hibris, se conjuga así con las nociones eminentemente católicas de tentación, Fotograma de la película El padrino II, dirigida por Francis Ford Coppola.

sacrificio, culpabilidad, redención, expiación; ingredientes temáticos que permean la trilogía de Coppola mucho más que la novela original de Mario Puzo. Y lo curioso y notable es que la adaptación es fiel al libro, o, por lo menos, se centra en su esencia y enfatiza lo mejor de ella, desdeñando (a mi juicio, con acierto) ramificaciones secundarias de la trama que no hacen sino desviar la atención de la historia principal: los avatares del cantante-actor Johnny Fontane (el personaje inspirado en Sinatra), la vida de Lucy Mancini, la amante de Santino (y madre del último Don Corleone, el bastardo Vincent), después de la muerte de este, o algún episodio relacionado con Luca Brasi, el killer favorito de Don Vito, una figura tanto más siniestra en la película cuanto que su vida pasada sólo la conocemos mediante la vaga alusión estremecida de otros personajes. Para quienes no la hayan leído, El Padrino I está basada, íntegramente, en la novela, mientras que El Padrino II y III son creaciones originales, aunque en ellas participase también como guionista Mario Puzo. Únicamente la narración en flashback donde se relatan los orígenes de Vito Corleone en la segunda entrega tiene su germen en la novela, si bien ahí ocupa sólo un brevísimo capítulo, pero en la película estos se desarrollan hasta el punto de abarcar prácticamente la mitad del metraje. No pretendo hacer un análisis comparativo (ni tengo espacio para ello ni me veo capaz) de la novela y su adaptación, pero en mi opinión Mario Puzo se contenta a menudo con jugar las bazas de un thriller bien armado (la novela es muy entretenida, pero no puede considerarse bajo ningún punto de vista una obra maestra de la literatura) o, dicho de otro modo, creo que el afán principal de Puzo está puesto en el efecto que produce la trabazón de una intriga emocionante, su impacto en el lector; mientras que eso parece importarle mucho menos a Francis Ford Coppola, y se diría que la trama es más bien un pretexto para crear escenas memorables y de gran potencia dramática con las que vehicular la profundidad de los personajes y sus conflictos interiores. A su favor juega, claro, un reparto estelar —Marlon Brando, Al Pacino, Robert de Niro, Andy García, apoyados por secundarios de lujo como Robert Duvall, Talia Shire, Diane Keaton o James Caan—, en inolvidables actuaciones que no es hiperbólico calificar de legendarias.

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Fotograma de la película El padrino II, dirigida por Francis Ford Coppola.

También un hábil e inspirado uso del lenguaje cinematográfico (por poner ejemplos evidentes, los montajes paralelos con los que terminan la primera y la tercera película, y los constantes saltos al pasado de la segunda) le sirve a Coppola para crear escenas de verdadero poder hipnótico que se alejan de la narración con frecuencia un tanto efectista de Mario Puzo y se graban de manera indeleble en la retina del espectador. Quiero terminar estas líneas evocando mi favorita. Es la conversación entre Vito y Michael en el jardín de la casa familiar en la primera película. Leo en el estudio de la trilogía hecho por Carmen Arocena (lo publicó Paidós en su colección sobre cine) que esta escena, que no figura en la novela, fue escrita no por Coppola ni por Mario Puzo, sino por el guionista Richard Towne; así que para él la parte del león del mérito. Vito se recupera todavía de las secuelas del intento de asesinato llevado a cabo por los enemigos de la familia y ha cedido las riendas a Michael. El diálogo es maravilloso, porque en él se mezclan los consejos del mafioso experimentado que asesora a su pupilo y sucesor con una conversación familiar mucho más prosaica. Vito, en un momento dado, le pregunta a Michael si es feliz

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junto a su esposa e hijo. Michael responde que sí. Y le cuenta que su niño, aún muy pequeño, es ya capaz de leer las tiras cómicas de los periódicos. Don Vito sonríe y se muestra orgulloso de tener un nieto tan inteligente. Y es entonces cuando se lo ve en un raro momento de vulnerabilidad. Le confiesa a Michael que se siente triste, y decepcionado consigo mismo, porque ahora sea su hijo quien tenga que pasar por lo mismo que él ha pasado. «I never wanted this for you». Le hubiera gustado que fuera un hombre importante y respetable. «Senator Corleone, Governor Corleone». Pero no ha sido posible. «There wasn’t enough time». Es una escena de pobres que no quieren serlo. El lamento de un padre inmigrante que no ha podido darle a su hijo todo lo que hubiera querido darle. «We’ll get there, pop, we’ll get there», lo consuela Michael, golpeándolo afectuosamente en el antebrazo. El atractivo de las películas de mafiosos responde también, diría yo, al deseo de transgredir las normas de un mundo que sabemos injusto. «I refused to be a fool, dancing on the strings held by all of those bigshots», dice también Vito en la escena. Y es que no hace falta ser un criminal para emocionarse con los Corleone.


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La doncella, una vuelta de tuerca a las fantasías masculinas Por Rebeca García Nieto Llevar una novela a la gran pantalla, especialmente cuando se trata de novelas en las que el lenguaje tiene un papel protagonista, es una tarea de la que es fácil salir escaldado. Aunque hay adaptaciones aceptables, como Mientras agonizo, de James Franco, en los últimos años también hemos asistido a adaptaciones decepcionantes. Pienso, por ejemplo, en la adaptación de Bella del señor, de Albert Cohen, o la de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. Las probabilidades de salir airoso aumentan cuando la novela se apoya más en la trama que en el lenguaje y cuando el director en cuestión cuenta con un imaginario poderoso. Así, prefiero El silencio de los corderos a El silencio de los inocentes; el Largo domingo de noviazgo de Jean-Pierre Jeunet al de Sébastien Japrisot; el Big fish de Tim Burton al de Daniel Wallace. También La doncella, del director surcoreano Park Chan-Wook, mejora con creces la novela de la que parte (Falsa identidad, de Sarah Waters) y, en cierto modo, la redime: no sólo es más elegante que el propio libro; sino que, además, logra ser más literaria. La doncella arranca en una casa de huérfanos coreana en los años treinta, durante la ocupación japonesa. Allí los niños que no son vendidos a familias japonesas aprenden a ganarse la vida como carteristas, falsificadores y demás ramas del gremio. En la casa de acogida se gesta el plan que ha de cambiar el destino de Sookhee, una de las protagonistas de la película. Su misión es ayudar al conde Fujiwara (en realidad, un falsificador que se hace pasar por conde) a seducir a la señorita Hideko para casarse con ella y quedarse con su fortuna. Para ello, Sook-hee va a servir a la casa donde Hideko vive con su tío, Kouzuki, y se convierte en su doncella. A cambio, recibirá una parte del botín. La mansión donde vive Hideko es una inusual mezcla de estilos arquitectónicos, japonés y británico. El

hecho de que una de las alas de la casa sea británica es un guiño a la novela de Waters, ambientada en la Inglaterra victoriana. La casa contiene una impresionante biblioteca, escenario donde tendrán lugar algunas de las escenas más impactantes de la película. En la biblioteca está el límite del conocimiento, el punto que los sirvientes no pueden traspasar: «A mi tío no le gusta que los sirvientes miren sus libros», escribe Waters. En la película se menciona que la doncella no sabe leer, pero no para denunciar el acceso restringido a la cultura por parte de las clases más desfavorecidas, sino para subrayar un aspecto que la diferencia diametralmente de la señora, obligada a leer libros a su tío desde que era

Fotograma de la película La doncella, dirigida por Park Chan-Wook.

una niña. En cierto modo, Hideko y Sook-hee son personajes antagónicos. En la película, la madre de Hideko murió en el parto (en palabras de Hideko, ahorcada por el cordón umbilical); la de Sook-hee, por su parte, fue ahorcada (era una ladrona de poca monta). En varias escenas, la doncella se viste con la ropa de la señora. Además, frases que en un momento son dichas por una son repetidas más tarde, en otro contexto, como

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Rebeca García Nieto. La doncella

en espejo, por la otra. Esta idea de identidades intercambiables, de que una podía haber llevado la vida de la otra, apenas se insinúa en la película (en la casa de huérfanos, algunos niños son vendidos a familias japonesas ricas para que puedan llevar una vida mejor, una vida que no les corresponde por razón de cuna). En cambio, en Falsa identidad, la idea de intercambio es explotada hasta el punto de que la historia acaba por convertirse en una tragedia de enredo. Aunque, exceptuando el final, el argumento es similar (ambas incluyen un par de giros argumentales sorprendentes), en mi opinión, la película está resuelta de una forma más elegante.

Fotograma de la película La doncella, dirigida por Park Chan-Wook.

Pronto nos enteramos de que Hideko lleva sin salir de casa desde que tenía cinco años: es prisionera de su tío, un fetichista de los libros. En la novela de Waters se describe a Kouzuki como «un conservador de venenos»: «El mundo lo llama placer. Mi tío lo colecciona, lo mantiene limpio y ordenado, en estantes protegidos», dice la señora. La obsesión del tío por conservar los libros en buen estado le lleva a prohibir que entre el sol en la casa. Para más inri, Kouzuki tiene un aspecto aterrador. Tiene un dedo y la lengua negra por la tinta, y unas gafas coloreadas para ocultar «una especie de película o blancura sobre la superficie del ojo». Si las novelas de caballería pusieron en jaque la cordura de don Quijote, los libros prohibidos han arrasado los ojos de Kouzuki; por eso su sobrina tiene que leérselos. Además de leer en privado para su tío, Hideko tiene que leer para los posibles compradores de libros que

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asisten a las subastas que él organiza. El erotismo tiene gran tradición en la literatura japonesa, siendo esencial en la obra de Yasunari Kawabata, Yukio Mishima o Junichiro Tanizaki. Este último abordó temas como el fetichismo, el travestismo o el sadomasoquismo. No obstante, los libros que lee Hideko no tienen la finura de los relatos de Tanizaki. Se nos dice que algunas lecturas de Hideko han sido escritas por una especie de Sade japonés, lo que no deja de ser llamativo, ya que muchos japoneses consideran que el verdadero erotismo japonés era el que existía antes de que lo occidental se infiltrase en su cultura. Uno de los puntos fuertes de la película es la puesta en escena de estas fantasías sexuales. El gusto oriental por lo visual y el cuidado del detalle dan lugar a poderosas imágenes. Con todo, el peso del erotismo recae en la voz de Hideko: el placer de los oyentes, y tal vez el de los espectadores, se obtiene por el mero hecho de escuchar las historias por su boca. Tras la lectura de una de estas historias —un relato de corte sadomasoquista protagonizado por la duquesa Juliette—, Hideko culmina su interpretación a horcajadas de una marioneta. Poco después, estando ya a solas, el conde Fujiwara le dice a Hideko: «Piensa en mí como una marioneta y yo pensaré en otra mujer, en la duquesa Juliette». En la noche de bodas, para seducirle, Hideko le dice al conde una de las frases que ha leído en público. De algún modo, los personajes se van mimetizando con lo leído. «A veces, tengo la impresión de que llevo pegada a la piel una placa parecida; de que estoy etiquetada, anotada y colocada en una estantería; hasta ese punto me asemejo a un libro de mi tío», se dice en la novela. Del propio Kouzuki se dice que sueña «en negrita, quizás, o en tafilete» —un tipo de cuero con el que se encuadernan sus libros—. Y a partir de ahí surge la pregunta de si las dos protagonistas están haciendo realidad las fantasías que han leído o, más bien, están tratando de escapar de ellas. En paralelo a los intentos de seducción de Hideko por parte del falso conde, va surgiendo una historia de amor entre ellas. Al principio, da la impresión de que necesitan a los hombres para hacer realidad sus fantasías. En su primer encuentro, utilizan al señor Fujiwara de intermediario: «¿Qué haría el conde ahora?», le pregunta Hideko a Sook-hee, o «Sigue haciendo lo que haría el conde»… Pero, gradualmente, sus fantasías se van emancipando de las de los hombres. En cierto modo, la película da una vuelta de tuerca a algunas fantasías perversas, como la de que «las mujeres sienten el mayor placer cuando las toman a la fuerza» o


Fotograma de la película La doncella, dirigida por Park Chan-Wook.

la asfixia erótica, que forma parte de una de las lecturas y tiene su reflejo en los distintos ahorcamientos (o intentos) que tienen lugar en la película. Mención aparte merecen las fantasías lésbicas, más importantes para el desarrollo de la película que de la novela. Una de las lecturas de Hideko trata sobre «todos los medios de que dispone una mujer para dar deleite a otra a falta de un hombre». En la novela de Sarah Waters, autora que ha escrito con frecuencia sobre romances entre mujeres, la señora dice: «A mi pesar siento que las rancias palabras me excitan. Me sonrojo y avergüenzo. Me avergüenza pensar que lo que he creído que era el libro secreto de mi corazón está impreso, después de todo, con tan mísera sustancia como ésta». Algunas personas han criticado la película diciendo que se trataba, básicamente, de la puesta en escena de una fantasía masculina. A mi modo de ver, más allá de lo impactante de las imágenes y lo sorprendente de la historia, el mérito de La doncella es precisamente que las protagonistas logran liberarse de las fantasías masculinas. En un primer momento, Hideko y Sook-hee parecen dar cuerpo a las fantasías que han leído (escritas por hombres); pero, a medida que avanza la película, las protagonistas se van convirtiendo en autoras de su propia historia. En una escena tan sutil que fácilmente puede pasar desapercibida, Hideko lee un relato en el que las bolas chinas tienen un papel protagonista. En un momento de la lectura, se va la luz. Obviamente, durante el apagón, Hideko no puede leer; sin embargo, sigue hablando: improvisa, se convierte en la autora de la escena. Para no dejar lugar a dudas de su posicionamiento, Park Chan-Wook incluye una escena, menos sutil, que no aparece en la novela: las protagonistas destrozan los libros de la biblioteca del

tío: de ahí en adelante serán ellas las que escriban su historia de amor. En La doncella es frecuente que los personajes espíen a través de agujeros en la pared. Sin duda, los espectadores también sucumbimos a ese deseo de mirar —lo que los psicoanalistas llaman «pulsión escópica»—. En una de las escenas más intensas de la película, un pulpo contempla desde su pecera lo que ocurre entre Kouzuki y el conde Fujiwara: el tío de Hideko quiere que el conde le cuente con pelos y señales algo que no desvelaré para no hacer spoiler. Es difícil saber a qué alude la presencia de ese pulpo (¿remite a El sueño de la esposa del pescador, el famoso grabado del artista japonés Katsushika Hokusai?). Tampoco sé si Park Chan-Wook sabía que los pulpos pueden ver a través de la piel (concretamente, son capaces de percibir la luz, y tal vez el color, a través de ella). Lo que está claro es que la elección del pulpo como espectador es de lo más acertada: nadie como él para representar al espectador, que siente directamente en la piel lo que ve en la gran pantalla. No obstante, más allá de lo visual, el placer está en gran medida en las palabras. Kouzuki no es más que un viejo rijoso que quiere que le cuenten historias. Es como el sultán de Las mil y una noches, que no se cansa de escuchar cuentos por boca de Scheherezade, sólo que las historias que le gustan a Kouzuki son bastante más subidas de tono. Hay algo placentero en contar y escuchar historias. Como nos recordó Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, «El lenguaje es una piel: froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras en vez de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo». La película acierta al tenerlo más en cuenta que el libro. En ese sentido, consigue ser más literaria.

Rebeca García Nieto (Medina del Campo, Valladolid, 1977) es escritora. Ha publicado tres novelas: Historia de una mirada (Eutelequia, 2012), Eric (Zut, 2015) y Las siete vidas del can-

grejo (Alegoría, 2016). Ha sido finalista del Premio Ateneo de Valladolid (2011), del Azorín (2012) y del Premio Herralde de Novela (2013). Su segunda novela, Eric, será publicada en Estados Unidos e Inglaterra por Hispabooks en 2017. Asimismo, ha traducido la novela En el corazón del corazón del país, del escritor norteamericano William H. Gass. Actualmente, es colaboradora habitual de Jot Down, Quimera y Buensalvaje.

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E l ci e l o r a s o

Hipócrita espectador Por José de María Romero Barea «Mi trabajo es digresivo, y es progresivo también —todo ello al mismo tiempo», escribe el irlandés Laurence Sterne en su novela Tristram Shandy, (1759-1767) seguramente uno de los modelos para las tres obras que nos ocupan, donde la narración gira alrededor de toda clase de digresiones. En ellas, el supuesto narrador interrumpe los intrincados procesos de pensamiento de sus así llamados «personajes» para intervenir, en una suerte de sueño hecho realidad, de roman-à-clef parcial, de farsa (¿deliberadamente?) sobreescrita, de bagatelle metaficcional. Escriben Robert Walser (Suiza, 1878-1956) y Elías Cannetti (Ruse, Bulgaria, 1905 - Zúrich, Suiza, 1994) en un género que podríamos denominar «ficción autobiográfica»: luego lo deconstruyen, examinando dónde se halla la fabricación y cuestionando la naturaleza misma del proceso ficticio. El narrador del tríptico cinematográfico Las horas (2002), que el director Stephen Daldry y el guionista David Hare toman de la novela homónima de Michael Cunningham (Ohio, 1952), aspira a ser un escritor fantasma. En los tres casos, autor e interlocutor juegan con nosotros desde el principio. Se introducen notas de ambigüedad sobre la veracidad que impregna la historia. Mientras leemos el libro o vemos la película, estamos obligados a preguntarnos quién nos está hablando o cuánto debemos creer. Las pistas literarias y visuales forman progresivamente una imagen a base de referencias y epígrafes. Se alude a la dirección de la narración, aunque las menciones ocasionales ofrecen una interpretación alternativa. Se aborda, por último, el límite entre memoria e invención y las licencias que se toma el autor para urdir la trama. Alguien escribe un relato autobiográfico, de acuerdo. Hasta cierto punto, los detalles se corresponden con lo que conocemos del autor, pero lo que leemos o vemos es ficción. O no.

Diario de 1926 Y eso que el narrador nos lo advierte desde un principio: «Mi propósito aquí es escribir una historia, no un

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ensayo». Pero ¿dónde la historia? Al confesarnos qué haría si esta «se viniera abajo», el interlocutor propone una solución nada convencional: avanzar sobre líneas paralelas. «Si la historia se viniera abajo, emprendería de inmediato otra cosa, algo nuevo, ya que nunca me apoyo en una única idea creativa, sino que por dentro y de manera regular me baso en el hecho de que en el mundo moral hay siempre algo excelente y que me admira: los paralelismos. Con ello me refiero al camino que intenciones, deseos y aspiraciones distintos recorren juntos en la misma dirección, intenciones, deseos y aspiraciones que, aun sin confundirse como gemelos o trillizos, no dejan de tener un aire parecido, un poco como los hermanos buenos y felices que se llevan bien». De acuerdo. No apoyarse «en una única idea creativa», avanzar sobre líneas paralelas. Y, sin embargo, el entramado de subordinadas que el narrador emplea para explicar en qué consisten dichos «paralelismos» sugiere que el avance no va a ser progresivo, aún menos convencional. ¿Avanzar en la lectura a través de líneas que jamás se juntan? El autor nos anima entonces a cruzar puentes. Así describe sus «comentarios hechos al paso»: «... un puente que tiendo sobre los momentos en los que quizá no se me ocurre nada que decir». Puede que sea posible moverse entre las intenciones, deseos y aspiraciones del emisor, pero los puentes que arroja se extienden de tal forma que establecen, a su vez, líneas paralelas, ninguna de las cuales está conectada con la siguiente, de forma que traman, de nuevo, un intricado texto infinito. En Diario de 1926 (La uÑa RoTa, 2013) de Robert Walser, la literatura se hace consciente de su propia condición y por ello se hace objeto de sí misma. Para empezar, el Diario no es un diario, o lo es sólo porque fue redactado en un borrador a lápiz en el reverso de una hoja de calendario. Se sabe que Walser transcribió el texto a limpio con la intención de publicarlo. Fue en Berna (Suiza), poco antes de morir. Se editó por primera vez en alemán en 1967, once años después de su muerte, y la La uÑa RoTa lo presenta por vez primera en castellano en 2013.


La traducción de Juan de Sola reproduce la sonoridad y el brillo de la metáfora walseriana: los bosques se extienden a las afueras; son, por lo tanto, periféricos, se hallan lejos del centro. Son, además, heterogéneos, están formados por incontables bosques individuales, bosquecillos dentro de bosques descomunales que se extienden «hacia esta o aquella dirección». Juntos forman un ente «iluminado», «animado», «surcado» y «dividido por toda clase de lucecitas». Han crecido unos dentro de otros, al igual que las subordinadas que los describen, están entrelazados, entremezclados, crecen sin patrón definido, sin unidad maestra ni forma. Al explorar este territorio abigarrado, marginal y salvaje, el narrador (al igual que el lector) se adentra en «paseos» que ha dado «por otros bosques». Si bien difiere del entramado de puentes y paralelas del principio, la idea es idéntica: seguir las múltiples líneas de una narrativa que no desemboca. Como Walser, avanzamos en líneas rectas que jamás convergen, cruzamos puentes, o bien nos encontramos en un bosque cuyos senderos surgen y desaparecen, nos llevan en una u otra dirección. Podemos decantarnos por un camino y perdernos, o que este nos conduzca a otros que, a su vez, corren paralelos. Puede ocurrir que nos adentremos en un sendero que avanza en círculos y vuelve al comienzo. Incluso en ese caso lo habremos hecho a través de un paisaje que cambia la lectura para

siempre. Puede que incluso no hayamos vuelto al mismo sitio, sino que lo hayamos hecho a un lugar diferente, inesperado. En cualquier caso, ese lugar no es el final del trayecto. Al fondo se atisban nuevos caminos, nuevas aventuras.

Las horas Algunas proyecciones logran hacernos participar del cautivador encanto de una civilización ahuecada por sus descontentos. La película Las horas nos permite compartir la miseria de una elegancia que promete una satisfacción a la que no logramos sucumbir. Delinea la adaptación de la novela homónima de Cunningham un mundo en el que podemos sentirnos en casa, donde el desplazamiento es la única regla para nuestra supervivencia. Ninguno de los personajes encuentra su lugar en él: tampoco nosotros. Nuestros vanos intentos de asegurarnos la permanencia siempre culminan en frustración. En el film, Nicole Kidman interpreta a la novelista inglesa de los años veinte del pasado siglo Virginia Woolf, que trabaja en el primer borrador de su novela Mrs. Dalloway (1925), narración acerca de una anfitriona cuya seguridad en sí misma oculta un drama interior. La actriz Julianne Moore es Laura Brown, una infeliz ama de casa de los años cuarenta que lee Mrs. Dalloway para huir de la realidad. Por último, Meryl Streep es Clarissa, una editora en el Manhattan de finales del siglo XX que descuida a su compañera Sally (Allison Janney) para ocuparse del premiado escritor Richard Brown (Ed Harris), cuyo destino fatal se hace eco del desenlace de la novela de Woolf. Como vemos, se convoca una desilusión mezclada con atracción y repulsión, donde la complejidad humana supera todo juicio. Las horas enuncia así una lección objetiva de cinismo: la adaptación reemplaza a la narración en primera persona del relato, en favor de la objetividad del cine, de una escéptica tercera persona que enuncia escenas sin palabras: se insinúan las profundidades de cada gesto, se vuelve melancólico el arte de las miradas, en una lección objetiva que nos invita Fotograma de la película Las horas, dirigida por Stephen Daldry.

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José de María Romero Barea. Hipócrita espectador

a ver de nuevo. Logra el director persuadirnos de que las historias de esas tres mujeres son atemporales, que coexisten una junto a la otra, no en secuencias, sino en paralelo. Virginia, Laura y Clarissa repiten sus motivos como recurrentes temas musicales (que la obsesiva banda sonora de Philip Glass subraya). Considera Stephen Daldry los eventos desde la distancia de la memoria, en una sucesión de cuadros interiores. Los primeros planos escasean, y su rareza los hace más poderosos. Su frialdad muda la ironía en falta de compromiso. De hecho, el deseo y, en particular, la rabia propulsan y rompen el estudiado equilibrio de una proyección donde la violencia simétrica organiza el duelo. Este ritual civilizado de la agresión coincide con el orden majestuoso de un desorden profundo. Las horas impregna su sarcasmo con tristeza. Este tierno homenaje al desaliento nos permite aceptar un abatimiento real. Se suceden los ecos del estilo de Woolf: el símil caprichoso, la profusión de paréntesis, los luminosos detalles circunstanciales. El método narrativo y visual es un homenaje a Mrs. Dalloway: se limita a los eventos de un solo día, sigue el flujo de la conciencia. Aunque cada sección de la novela/adaptación se concentra en uno de los tres personajes principales, la narrativa evoluciona entre diferentes conciencias. Murmura Virginia aturdida por las posibilidades de la escritura, circunstancias que no conmueven a su marido Leonard (Stephen Dillane), impasible, comprensivo, suspicaz. Clarissa, a su vez, se somete a la ficción tanto en el aspecto personal como en el profesional: proporciona la inspiración para la novela de Richard, pero no puede decidir si su aparición en ella es una exaltación o una traición. Laura, por último, no es una escritora, sino una lectora, alguien que siente las posibilidades liberadoras de la literatura sin someterse a ellas. Esas tres existencias se esfuerzan por abrirse camino en una sociedad construida sobre el abismo de la misoginia. La aparente permanencia de lo estático que promulga es un engaño cautivador. Su visión a ritmo medido y reflexivo, sin complejos, su lentitud, concede espacio a los aburrimientos necesarios. La presencia de una conexión narrativa entre las tres mujeres no socava el atrevimiento formal del resultado: redunda en su golpe emocional. Pese a todo el brillo de la pantalla, la visión que se nos ofrece es oscura. Nadie gana, nada concuerda. Y, sin embargo, al haber dejado constancia,

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Las horas nos ofrece una versión descifrable y clara de una vida profundamente comprometida.

El libro contra la muerte Las citas, propias y ajenas, que componen El libro contra la muerte (Galaxia Gutenberg, 2017; edición al cuidado de Ignacio Echevarría) suponen un collage de reliquias confusas que reconfiguran vestigios de un mundo perdido: «Uno no deja nada. Sólo frases mal escritas y peor comprendidas» («1993»). El escritor y pensador en lengua alemana Elias Canetti hace acopio de los restos con la esperanza de reconstruir un pasado que intuye irrecuperable: «Tengo cada vez más claro que sólo podré escribir el libro sobre la muerte si estoy seguro de no publicarlo en vida» («1987»). Lúcido, reconstruye reminiscencias en una suerte de autobiografía episódica que es, al mismo tiempo, recorrido por la historia universal de las ideas. «La dignidad de los deudos depende de cómo murió el difunto» («1984»). Diríase que Canetti excava en el cementerio de su erudición hasta encontrar cadáveres exquisitos: «Has vivido más tiempo que Kafka, que Proust, que Musil […] ¿A qué te obliga tan monstruosa injusticia?» («1981»). Exhuma el archivo soterrado de una rebelión contra la destrucción: reúne lo disperso («Nada, no hay nada, y tampoco te tranquiliza el hecho de que digas nada»; «1978»); recompone lo disgregado («Ahora es un trozo de tierra, pero lo sobrevuelan sus pájaros»; «1975»); sigue al pie de la letra la prescripción de Baudelaire para el poeta-trapero: cataloga y clasifica el detritus, mientras se aplica a su método emotivo. «¿Por qué te rebelas contra la idea de que la muerte está ya presente en los vivos? […] Porque tengo que atacarla» («1973»). Dietario inmisericorde, donde restaurar significa recuperar el paraíso. Conocer lo efímero. Fabricar ruinas. El autor de Masa y poder (1960) garabatea sus percepciones en trozos de papel, pensamientos hechos jirones («El máximo esfuerzo de la vida consiste en no habituarse a la muerte»; «1967»), prescindibles formularios («Su egolatría, su tumba»; «1964»), talonario de recetas recogidas de la basura de lo cultural («Combatir la muerte, sin tenerla todo el tiempo en la boca. En una palabra: valor y justicia»; «1961»). Elegía por la idiosincrasia de lo que elude nuestra sociedad de producción masiva, Contra la muerte explora cultivos de biblioteca, reduce tesis enteras a anotaciones abreviadas.


Detalle del cartel de la película Las horas, dirigida por Stephen Daldry.

Traducen del alemán Juan José del Solar y Adan Kovacsics recreativas miniaturas, microuniversos de productos arcanos, compartimentados, almacenados en corsés de conocimiento, prótesis de significado. «He decidido arrostrar la guerra […] sin matar yo mismo […] destruir su hechizo, echar a sus sacerdotes» («1957»). Para el novelista de Auto de fe (1936), el subterfugio es una forma de desenterrar significados ilícitos: «Un moribundo inmortal… ¿Qué si no es Jesucristo?» («1953»). Se desencadena una rebelión para abolir el olvido. Se tiende alrededor de ella una telaraña de referencias, un palimpsesto de capas superpuestas. Exiliado en su propia mente, Canetti logra evocar lo desaparecido. Fascinada por los espejos del laberinto, la muerte yerra el camino. «Dios, que no existe, testimoniará en mi favor […]: ni soy un amante, ni un cristiano, ni un artista, pero no reconozco la muerte, y eso es todo» («1951»). El propósito del premio Nobel de 1981 parece ser retener el pasado: ser archivo itinerante, indexación de una experiencia colectiva, preservación de las huellas borrosas de un mundo evanescente. El resultado es una epopeya del otro lado del telescopio, donde la fragmentación implosiona de forma trágica. Ningún pensamiento pasa de incógnito. La literatura tiende trampas a medida que se desliza como una fugitiva a través de la barrera entre el sueño y la vigilia. Estas sobras dan testimonio de la nobleza de una empresa: la batalla de una mente contra la muerte de la cultura que, en el proceso, se olvida de defenderse de su propia extinción.

posmoderno y el sueño de la fiebre, en notas aparentemente incoherentes. La gradual acumulación de detalles desborda nuestro intento por entender, en retrospectiva, el fracaso de haber dejado constancia. El proceso se vuelve aún más intricado por ausencia de un drama identificable. Algunos diarios se leen como un argumento extendido sobre la naturaleza de la literatura y sus obligaciones (o de otro modo) hacia la verdad. La inclinación filosófica de Las horas se demora en descripciones. Se nos ofrece una exploración descaradamente intelectual, pero conmovedora, tanto de la intensa compañía de nuestro yo como de nuestra relación con nuestras propias narrativas. La cuestión de quién tiene la potestad, o el derecho, de contar la historia de alguien no es fácil de resolver. Prosigue la narración con la connivencia del lector/ espectador, mientras la historia-dentro-de-la-historia cuestiona la naturaleza de la ficción. Todo es asombrosamente metaficticio: el juego con los tropos literarios, el trabajo empapado de disquisiciones. Escritura autobiográfica, episodios de teoría que se mira al ombligo. Al final, nos vemos obligados a cuestionar la fiabilidad del narrador, su bienestar psicológico y, una vez más, la naturaleza de la verdad. ¿A qué nivel leer estos libros? Las imágenes de una proyección, ¿son símbolos que reemplazan los hechos? Realmente no importa. Después de tales obstrucciones laberínticas, nos quedamos con una profunda curiosidad, que concede a estos artefactos una intrigante vida futura. Lo queramos o no, para verlos a fondo, nos vemos obligados a convertirnos en espectadores hipócritas.

José de María Romero Barea

(Córdoba, 1972) es pro-

fesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor del libro de poemas Europa aplaude (Paralelo) y las novelas

Hipócrita espectador Un libro, por muy poco convencional que sea, debe satisfacer al lector; no hacerlo es cometer el pecado cardinal de la autocomplacencia. «Escribir un libro es para todo el mundo como tararear una canción», escribió, de nuevo, Laurence Sterne. «Estar en sintonía contigo mismo... no importa lo alto o bajo que te encuentres». Los libros y películas citadas oscilan entre el ejercicio

Oblicuidades (Anantes) y Mitze Katze (Amargord). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética (Vaso Roto). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique, La

Vanguardia (Revista de Letras) y las revistas Claves de Razón Práctica, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.

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L a vi d a b r e v e

Familias Alberto Ramírez

Hay familias que construyen su historia en la muerte. Hay otras que no lo hacen. La nuestra es de las que viven encima de los muertos, de las que hablan con ellos todo el día. Y cuando nos desplazamos nos los llevamos con nosotros. Los arrastramos encima de los hombros si vamos a hacer la compra o los cargamos en los maleteros de nuestros coches si vamos de vacaciones. Vamos con nuestros muertos a cuestas. Es un penoso caminar hacia el futuro, que no tiene otro destino que la muerte. Por eso ahora nos vamos. Para que no juegues con la prima Júlia, para que no recuerdes el olor de la abuela Asunción, para que no te asuste el tío Firio. Te llevo lejos y sin nada para que me enseñes a vivir sin ellos. La familia se agarra a los ojos y te los araña. Yo quiero que aprendas a mirar como tu madre, no como yo. Sé que te estoy privando de la mitad de tu pasado. Lo hago por tu bien. Cuando tengas mi edad, si consigo que mis muertos no te encuentren antes, ya no tendré miedo de enseñarte estas cartas y podrás conocerlos. Pero no te permitiré que hables con ellos hasta que seas mayor. Quiero que empieces de cero. Mamá es diferente, ella está acostumbrada a hablar con todo el mundo y no tiene miedo, porque creció sin sustos. Mamá me ayudó a mí, y te ayudará cuando yo no pueda. Ahora tengo que escribir para protegerme. La prima Júlia se pegó un tiro en la boca. En casa de militares siempre hay armas, pero han de estar descargadas. Tío Pedro no pensaba que prima Júlia fuera a encontrar las llaves del cajón de sus cosas. Yo no le ayudé. Antes no existían los juegos, nos los inventábamos. No teníamos todas esas cosas que se les da hoy a los niños para que estén quietos durante horas. Los mayores no saben jugar y piensan que los niños tampoco. Cuanto más tontos son los adultos más subestiman la inteligencia de los niños. Y tío Pedro era el más estúpido de todos los adultos. No quería que su hija jugara conmigo. No la entendía, la castigaba cuando se vestía con mi ropa y prefería que estuviera con las otras primas o con el piano, pero yo no la convencí de nada, era ella la que quería encontrar la pistola de su padre. Las manos de los niños no aguantan el peso de las pistolas.

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Era mi mejor amiga. Nos vamos porque no quiero que juegues con la prima Júlia. Mamá está haciendo bizcocho, ¡qué bien huele! Dentro de unos meses te saldrán dientes y podrás atacar el dulce con tus pequeñas fierezas. Tendrás que aprender a morder sin hacerte daño. En la vida, si te ves obligado a atacar a un hombre, no te envenenes antes con tu propia lengua. No te lo tomes en serio. Los hombres grandes suelen llevar niños muertos dentro. Tú no te asustes. Tú serás como mamá, que lleva una niña saltando. Tu abuela Asunción olía a ginebra. El olor de sus bizcochos y de su perfume caro no ocultaba el hedor que emanaba de su cuerpo. Toda su piel estaba trasminada de alcohol. No sólo le pasaba a ella. Muchas de sus amigas, todas mujeres de pilotos, consumían la tarde a base de cócteles. Por aquella época nadie se preocupaba de que las madres fueran a buscar a sus hijos borrachas. Yo temía la vuelta a casa. Cerraba los ojos cuando cruzábamos los semáforos. Mi imaginación proyectaba todo tipo de accidentes, muertos en el coche, atrapados. Al poco tiempo, nos hicimos mayores y dejó de venir a buscarnos al colegio. Prefería esperarnos en casa, tumbada boca abajo en el suelo de la cocina, hasta que recuperaba el conocimiento. Cuando mi padre no dormía en casa se ponía aún peor. Aprendimos a hacernos la cena y a tolerar sus amenazas de abandono. A veces volvía al día siguiente. Le encantaba su coche porque cuando conducía se sentía libre. Tú abuela Asunción ya no se viste de fiesta, no se le traba la lengua y ya no se ríe de esa forma que me daba miedo. Siempre que hablo con ella ahora está fresca pero dice muchas tonterías. No te pierdes nada. Sólo una cosa, pero es un secreto y has de prometerme que no se lo dirás a mamá: sus bizcochos eran los mejores del mundo. Mamá no cree en los muertos. Mamá es buena. Mamá piensa que cada uno tiene lo que busca, aunque no lo sepa. Tú madre y yo estuvimos escuchando el mismo programa de radio durante un año, por la mañana. Al final de cada día nos llamábamos por teléfono y lo comentábamos. Yo aún vivía en la zona residencial de los abuelos, en casa, y ella vivía en el mar, al sur del país.

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L a vi d a b r e v e

Alberto Ramírez. Familias

Durante el verano no emitían nuestro programa. Para no estar un mes sin escucharla, me fui con ella a la playa. Ahora desayunamos los dos juntos; con la radio, el pan tostado y tú. Escuchamos nuestro programa y lo comentamos. El tío Firio era mi favorito. De pequeño pasaba muchos veranos con él. Era viejo sólo por fuera. Tenía un bigote fino como una hilera de hormigas y los ojos llenos de aire. Tío Firio era un hombre de campo, tenía animales y árboles. Me enseñó a montar a caballo y a gritar. Era un sabio. Además de su trabajo, era carpintero, barbero y profeta. En su casa había un jardín grande y tío Firio plantó un cerezo. Su mujer no lo quería. Ni al árbol ni a él. Al árbol porque ensuciaba en otoño con sus hojas secas y en primavera porque se le caía la fruta. A tío Firio no lo quería porque había vivido más que ella. La tía Anita estaba hecha de ruido, era una fuente incombustible de rencor. Tío Firio hablaba con las cosas, y sabía todo sobre los hombres, pero no lo compartía con nadie. También me enseñó a tocar la madera y a subirme a los árboles. Una vez, cuando ya era viejo por dentro, tío Firio se puso enfermo y pasó dos días en el hospital. A su vuelta, su mujer le ordenó que barriera las hojas secas del jardín. Tío Firio las recogió, las metió dentro de un capazo y le dio la vuelta a este debajo del cerezo. Después fue a por una soga y se ahorcó. Los perros ladraron tan fuerte que ningún vecino pudo oír los gritos de tía Anita. Tío Firio hablaba con las cosas, ahora habla conmigo. Mamá y yo vinimos al sur para inventarte. Aquí el mar te enseñará muchas cosas. Descubrirás la paciencia del agua, la indiferencia de las olas. Verás que todo tiene su compás, hijo. Hay en el sur un equilibrio extraño entre la pasión y el desapego. Entre la mano y el viento. Nos fuimos para que aprendieras a mirar, a tocar, a vivir de otra manera. Para construir nuestra historia. De mamá aprendo cada día, y ya no lucho, porque la justicia no existe. Ahora somos una familia, y eso es lo más importante. Después, hijo, después no hay nada.

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Alberto Ramírez es profesor de Literatura Española de IB (International Baccalaureate). Se licenció en Filosofía en la Universitat Autònoma de Barcelona y tiene un máster en Bioética. Como periodista, ha colaborado en eldiario.es, en el Corriere della Sera y ha participado en el libro de investigación La lobby di Dio (Ed. Chiarelettere). Uno de sus cuentos ha sido recientemente publicado en la antología Historias para leer sin prisas (Ed. Comuniter).


Los pescadores de perlas

Microrrelato inédito de

Luisa Valenzuela Luisa Valenzuela nació en Buenos Aires. Residió varios años en París y Nueva York, con largas estancias en Barcelona y México. Durante su dilatada carrera, que abarca ya cincuenta años de ininterrumpida dedicación a la literatura, ha publicado más de treinta libros, entre novelas, volúmenes de cuentos, microrrelatos y ensayos.

Fuera de cuadro Vagaba yo por una de las salas más íntimas del gran museo de bellas artes. Cada obra tenía su encanto y varias me interpelaban, hasta que de golpe lo advertí. Era un fino hilo de sangre; manaba del borde inferior de la tela desconcertando su ordenada linealidad al escurrirse por el muro. «Joaquín Torres-García, Catedral constructiva, 1931», rezaba el cartelito. Nada decía de lo otro. Llamé a la guardiana con un gesto. Cuando ella se acercó le mostré azorada el fenómeno. En lugar de sorprenderse me susurró con calma: —En esta catedral parece que se cometió un asesinato muy antiguo y el pintor lo captó sin saberlo. Me lo dijo el comisario. —¿Qué comisario? —El comisario de la muestra, naturalmente. —Pero el asesinato no aparece, el cuadro data de 1931 y esta sangre es bien actual. —¿Acaso tiene que verse todo lo que está? ¿Acaso tiene edad este cuadro? Pudo haber sido pintado recién, está vivo: es la magia del arte.

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Emilio Gavilanes Emilio Gavilanes (Madrid, 1959) es licenciado en Filología Románica. Actualmente trabaja como lexicógrafo en la Real Academia Española. Ha publicado cuatro novelas, dos libros de haikus y cinco libros de cuentos (de ellos, La tabla del dos se alzó con el Premio NH de Relatos 2003, El río fue finalista en 2006 del Premio Setenil e Historia secreta del mundo obtuvo el mismo premio Setenil en 2015).

Revancha Arde Persépolis, por orden de Alejandro. Arden todas las casas, los templos, los jardines... Arden las vigas de oloroso cedro, los velos, las cortinas, los tapices, las alfombras, todos los tejidos. Desde lejos, el cuenco en que se asienta la ciudad parece un pebetero desde el que asciende el humo de una ofrenda. En el gran palacio hay muchas pequeñas y lisas planchas de metal fundido. Son los clavos de muebles, puertas y ventanas. El trono real es un charco de oro. Los ojos de bronce de las estatuas de mármol se han derretido como cera y han formado rizadas escurreduras. Parecen mujeres a las que se les ha corrido el maquillaje. El fuego sagrado que arde desde hace miles de años en el Gran Templo se ha vuelto invisible, engullido por el gran incendio.

Otra leyenda medieval La leyenda dice que cuando partió el ejército del rey, el mayor ejército que habían conocido los tiempos, a luchar a tierras infieles, no pudo incorporarse él, uno de los mejores caballeros, porque se encontraba postrado, convaleciente de una inoportuna enfermedad, y era incapaz de sostenerse en pie. Todos los días rezaba por restablecerse para partir y unirse cuanto antes a las tropas de su señor. Pero tardó tres meses en recuperar las fuerzas y encontrarse en condiciones de luchar. Salió una mañanita de fines de verano. Montaba una burra vieja, pues el rey su señor había entregado todos los caballos de aquellas tierras a sus tropas. Caminó durante un año y no encontró rastros ni de ejércitos ni de combates. Juzgó que no podían estar lejos. Un día entró en un bosque de cañas secas, meras estacas sin ramas, en el que no había pájaros ni otros animales, de suelo irregular, y en el que esa noche soñó con fuegos nocturnos y guerreros felices. Estuvo atravesándolo durante quince días. Una tarde vio que colgaba de una de las cañas un girón de tela. Al extenderlo descubrió que eran los restos del estandarte real. Entonces comprendió que debajo de aquel suelo estaba el ejército más poderoso de la historia. No estaba en un bosque. Eran lanzas enemigas, clavadas en los cuerpos de los que cayeron.

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El dragón Las promesas paternas de una recompensa por fin han decidido a Mary Anning —la muchacha galesa con un talento especial para descubrir fósiles de dinosaurio que sus padres venden a distintas instituciones— a mostrar al profesor Eduard Niven su último descubrimiento, un dragón que ella no quería vender porque tenía la fantasía de que iba a proteger su vida de cualquier amenaza. La niña ha salido temprano para seguir desenterrando el fósil. Cerca del mediodía ve bajar por el acantilado a su padre con un desconocido. La marea está subiendo. Se está arrepintiendo. Ojalá que cuando lleguen, todas las rocas estén cubiertas por el agua. Niven llega exhausto. Mira a su alrededor desconcertado. Se siente víctima de un engaño. Está en medio de una enorme superficie de pizarra cubierta de multitud de pequeñas lascas, rocas menudas y arena, entre las que no es reconocible forma alguna. Entonces, la primera ola de la marea en ascenso barre toda la superficie de la roca. Durante unos segundos solo se ve agua. Cuando se retira, llevándose los desechos de la extracción en la que ha trabajado Mary Anning durante toda la mañana, queda a la vista, brillante, limpio, nítido, el primer fósil completo de un pterodáctilo.

Una tertulia literaria Cunqueiro se presenta en casa de Juan Perucho —donde ya está Néstor Luján— con una fuente profunda en cuyo fondo yace un salmón que duerme con los ojos abiertos, como las liebres, sumergido en un líquido transparente. —No es agua. Es ginebra perfumada. Cunqueiro habla en voz baja. Explica que es para que el salmón no despierte. —Ha estado toda la noche nadando en un caldero lleno de ginebra. Ahora está aturdido. La ginebra ha macerado la carne viva del salmón. No hay que prepararlo más. Ahora sólo tenemos que comerlo mientras duerme. Es técnica coquinaria japonesa. Mientras los otros dos amigos preparan la mesa, Cunqueiro sostiene la fuente entre las manos, sin posarla en la mesa. «La madera tiene un sueño muy ruidoso y podría despertarlo.» Al fin lo deja descansar en una rodela de lana que trae Perucho. Comienzan a cortar desde la cola. Actúan con tal delicadeza que a cada corte el salmón apenas se estremece. Los amigos mastican en silencio. Beben un blanco del Penedés, muy frío (la botella suda, cerca), a cuyo contacto el salmón se alegra un último instante y se deja caer feliz a las bodegas. Cuando acaban, la raspa del salmón yace limpia en el fondo del aguardiente que hace efecto de lupa y permite ver los detalles agrandados. La raspa permanece unida a la cabeza, que sigue durmiendo con los ojos abiertos. El de este lado parece que les mira. En él se refleja la habitación, una habitación llena de libros en la que tres amigos felices se disponen a hablar de sus últimas lecturas. De vez en cuando beben de un golpe un trago de aguardiente en unos vasitos que llenan hundiéndolos en la fuente.

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El castillo de Barba Azul

Poema inédito de

Ildefonso Rodríguez vuelta a la oficina del río I llamando a una puerta sin nombre la herencia luce el anillo en su dedo lo que se muestra lo que se oculta los frutos tardíos son amargos lugar acotado AGUA NO PESCABLE POR RAZÓN DE SITIO dudando con qué mano con qué pie (el reloj en la izquierda) más ha envejecido la sombra más veloz corre la culebra del agua allí está otra vez el ladrón de memorias el aire es de los peces

II bajada al reino de los reflejos el guardián no hizo crecer flores movió cajones y una música polvorosa III suspiros en el aire sus sus sus sus este morse sin filo para reunir y alcanzar más distancia coger sendero cayó la segunda casa del monte

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la sequía hizo aflorar cantos antiguos el girasol está vacío la mujer que con un velo se amparaba en la noche del muro corría corría se escapaba un código que no que no era inútil coger el sendero la culebra del agua se hizo canción también se hizo víbora madre en el hueco de los tesoros entre los zarzales rebrotó la guía del lúpulo aquel de la prosperidad todavía todo debe ser interpretado IV la colita atigrada que no me mordió, desapareciendo en vertical, la víbora niña que no, la madre víbora dónde estaba, mientras yo iba hozando en mi hueco de los tesoros, su cubículo, allí la camada, o era un ejemplar único, qué cerca anduvo interpretación siempre: también, me dice mi amigo, el músico pensador, pudiera ser señal benéfica, la madre venenosa temida, respetada, la que guarda el hueco de las ofrendas, yo le conté de aquella otra que levantó entre las mieses mi abuela con la hoz, y aquella otra que yo maté a cantazos en el Balsar V ir hacia el ruido del agua amiga robar girasoles ahí en lo alto invisible el pájaro el cantor que de los dos es el mejor músico silencios entre sus trinos líquidos la precisión vamos a tocar juntos por el puente el ciclista sin cara yo le pongo cara el muelle del sillín de la bici desde aquí se escucha ahora somos tres los cantores en el encuentro lleva tiempo hacer un lugar poner un cartel ESTOY TOCANDO PARA MÍ Y PARA EL QUE PASE humo de cabaña y unos ojos vigilantes un rabito de lagartija esta vez sin veneno aguantar la respiración en el tubo como bajo el agua en las pozas salinas los segundos son palmadas que da la invisible

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El castillo de Barba Azul

Ildefonso Rodríguez. Poema inédito

PROSPECTUS de Steve Lacy y a continuación sintonías de anuncios que yo me sé que yo me sé que yo por la noche ciego y sordo en la cama de los abuelos brillos en el espejo de luna que los vio recién casados (hacer emblema de botica, sanación, el idolillo que construí con un papel de la caja de cañas y unas ramas; dentro, un escrito: MÁS VELOZ CORRE LA CULEBRA DEL AGUA) VI de poder sería solo (escribirlo y tacharlo de inmediato) cuando el ojo se fija ni una sola avellana este año el oído se hiere chirría su queja el reloj de la torre al dar la hora como aquella veleta (o era bandera) de Hölderlin la noche pone escafandra bajo la sábana las ilusiones no, las obsesiones y las temibles imágenes potenciales pero la música culebra del agua corre veloz y calmante el piano de Satie mientras los pájaros en algarabía pelean por su rama las hojas de la acacia se duermen las espinas no la música de repente es aspirada (Pink Floyd) el apagón este día

Ildefonso Rodríguez (León, 1952) es escritor y músico, saxofonista. Su obra poética ha sido recogida en el volumen Escondido y visible (Editorial Dilema, 2008). Ha publicado los libros de narrativa Son de sueño (Ave del paraíso, 1998) y Disolución del nocturno (Amargord, 2013) y el ensayo El jazz en la boca (Dossoles, 2007). Su última publicación es el libro-disco Inestables, intermedios (Eolas, 2014).

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Los de abajo Evolución de la personalidad de Demetrio Macías en el aniversario de la Constitución de 1917

Por José Antonio Mérida Donoso Este breve artículo pretende ser una pequeña reflexión sobre la evolución del protagonista de Los de abajo, una de las obras clásicas de México, la novela más representativa de entre las veinticuatro de Mariano Azuela y, probablemente, también la que mejor expone la temática de la Revolución mexicana. Retomar este clásico supone hacernos eco del final del proceso revolucionario de México. Aunque algunas fuentes sitúan este desenlace en 1920, con la presidencia de Adolfo de la Huerta, otras lo cifran en 1924, con el ascenso de Plutarco Elías Calles e, incluso, el historiador inglés Alan Knight propone la fecha de 1940, lo cierto es que se tiende a considerar la proclamación de la Constitución mexicana de 1917 como el epílogo de este proceso revolucionario. La obra supone un gran fresco de la Revolución, elaborado con un gran sentido del ritmo que se mantiene con un acertado uso de la elipsis. El retrato no pretende ser una muestra objetiva del proceso revolucionario, ya que Azuela fue sujeto y objeto de este proceso, participando en él y, por tanto, siendo causa y consecuencia. Por tanto, Los de abajo es una obra que sale de las entrañas. Bucear en la intimidad de su protagonista abre un abanico de posibilidades para tratar el tema de la identidad. Grosso modo, reflexionar sobre la identidad del que pretende ser un «yo» —y por ende sobre la construcción, deconstrucción y reconstrucción de esta identidad—, al margen de que el lenguaje constituya un mundo per se, implica centrarnos en la única narración posible: la de los personajes. Al comenzar la obra, Demetrio Macías se nos presenta como una persona que, como tantas otras, puebla el «submundo» de los de abajo. Un personaje de la «intrahistoria» marcado por un destino a modo de un héroe trágico, que cambiará su condición social y le catapultará a la condición de héroe. El motivo de esta «as-

censión» no es un condicionante ideológico del personaje, sino el odio, el odio que genera el poder y que lleva al cacique a deshumanizar al pueblo hasta el punto de hacerlo objeto de su propiedad. La persecución a la que se verá sometido Demetrio le hará romper con su vida de paz, con su aspiración de vivir tranquilamente con su mujer, para convertirse en coronel y, de esta manera, devenir en un mito. Lo temporal y concreto se transforma así en eterno en una pieza de una construcción social y mítica, más que histórica. Como todo héroe trágico, pasará a ser admirado por los demás. Sin embargo, frente al arquetipo propio del héroe clásico, Macías no refuerza su posicionamiento revolucionario ante las pruebas a las que lo somete el destino. Es más, a través de un estilo conciso, que no abunda en descripciones, sino más bien en pinceladas impresionistas de colorido crudo y violento, el protagonista se nos muestra en contraposición con la fiereza que le rodea. La guerra aquí no tiene un componente épico, sino más bien enajenador; en ella el hombre acaba sucumbiendo y perdiendo su propia condición de ser humano. No obstante, desde su condicionamiento social, Demetrio, a pesar de ser inculto, no cae en la «vorágine» del matar por matar, del mismo modo que no deja de tener los pies en la tierra, lo que subraya una humildad que no tiene nada de épica. El héroe de los de abajo no nos hablará de sus «grandes hazañas» o de sus victorias. No hay, pues, mitificación en su descripción, ni en sus actos, a los que le arrastra la situación particular en la que se ve envuelto. Demetrio se convierte en mito precisamente por seguir siendo un hombre que no llega a entender muy bien lo que le rodea y que, en su condición «trágica», no puede abandonar su destino revolucionario. Es más, el panorama revolucionario, mostrado como un torbellino que todo lo arrasa y del que no se puede escapar, está configurado por una serie

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José Antonio Mérida Donoso. Los de abajo

de arquetipos que generan la composición del mapa de valores, presentados por los diferentes estratos y razas de la población mexicana, a saber: mestizos, blancos y negros, intelectuales, ignorantes e incultos… En suma, toda la población representada por un sinfín de tipos que se aprovechan de la Revolución y la instrumentalizan. Pero al mostrar una guerrilla desalmada como herramienta para alcanzar el poder —cuando (permítaseme el aforismo) «el poder no sabe de ideales»—, acaba de alguna manera desmitificando el propio ideal

Sello de Correos México con el rostro de Mariano Azuela.

revolucionario. De este modo, siguiendo en parte la visión marxista de «lucha de clases» —en la que el proceso histórico viene motivado por la constante lucha, la ansiada Revolución—, que en teoría debería acabar con esa diferencia, la revolución acaba pecando de las mismas ansias de poder que la oligarquía prerrevolucionaria mantenía y que se plasman en el cacique que persigue a Demetrio. El ideal, la utopía revolucionaria, queda así herido de muerte al mostrar la guerra en toda

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su crudeza. Esa perspectiva escéptica, que se distancia de los revolucionarios y que es mantenida por Mariano Azuela a lo largo de todo el libro, hace que el ideario revolucionario pierda su componente utópico y sea analizado desde una perspectiva más real. De ahí el subtítulo de la obra: «Cuadros y escenas de la revolución actual». En conclusión, la evolución del héroe, desde que huye de su casa debido al conflicto con el cacique hasta el final de la novela —en su última batalla como jefe de los guerrilleros—, es la de una aparente mitificación, pues la actitud moral de Macías no está caracterizada tanto por sus acciones como por no ser la misma que la de sus compañeros (nótese en especial el contraste con el oportunismo de Luis, su confidente y consejero). Demetrio viene a representar a un líder guerrillero típico de la Revolución, que poco tiene de «héroe revolucionario»; a saber, un hombre obligado a participar en la lucha por factores externos que le envuelven (la coyuntura), pero no por factores internos (una acción motivada por un posicionamiento ideológico concreto). Más aún, se trata de una aparente evolución, en cuanto que el personaje, a pesar de transformarse en coronel, no deja de ser el mismo pobre hombre que a lo único que aspiraba era a vivir en paz con su mujer. En este sentido, la mitificación de Demetrio se contrapone a la realidad del personaje, que posee una evolución distinta. El Demetrio héroe pasa de campesino a combatiente y de ahí a jefe de la guerrilla, alcanzando numerosas victorias y hazañas y convirtiéndose en un héroe revolucionario para sus compañeros. El Demetrio hombre, sin embargo, es un campesino que aspira a vivir tranquilamente con su mujer (acepta su condición social, algo que queda lejos de posturas revolucionarias) y es la coyuntura la que le hace perder ese destino. En su evolución, el personaje sigue abocado a su misma condición. Aunque la Revolución supone para él un punto de no retorno, no evoluciona ideológicamente, pero sí que adquiere una mayor resignación o, si se prefiere, aceptación del «destino». Sólo después de la lucha en Zacatecas se conciencia de lo que supone la Revolución y del proceso en el que está participando: una heroicidad que no se basa en alcanzar unos ideales sino en no dejarse atrapar ni corromper por el poder. José Antonio Mérida Donoso es profesor asociado de la Universidad de Zaragoza (Departamento de Didáctica de Lengua y Literatura y Ciencias Sociales) y profesor de secundaria.


Ausiàs March irrumpe en el siglo XXI Por Bel Carrasco

Un poeta valenciano del siglo XV y un hispanista británico del XXI. Una historia de amor que rompe las barreras del tiempo y del idioma. Ausiàs March y Robert Archer vinculados por una pasión común, la devoción a la poesía más excelsa, que se materializa en Dictats (Ediciones Cátedra), una obra monumental de mil ciento cuarenta y cuatro páginas que recoge más de diez mil versos milagrosamente preservados del poeta de La Safor y los hace accesibles a los lectores de la tercera lengua más hablada del mundo. En 1967, cuando un joven Archer de dieciocho años ansioso de aventuras recaló en Burriana (Castellón), leyó un par de estrofas de March en un libro de Gerald Brenan que le deslumbraron y marcaron su vida. Sus estudios de Hispánicas y sobre la Edad Media le permitieron disfrutar de su poeta preferido en su lengua original. Tras residir en Melbourne, Durham y Londres, Archer eligió la Comunidad Valenciana para su jubilación y vive a caballo entre Valencia y Navajas, un bello pueblo de Castellón. Se dedica a escribir poemas, algunos ya publicados en traducción de Guillermo Carnero, a interpretar música y desea aprender a cantar. De los españoles aprecia su capacidad de ilusión y de convertir «una situación que parece caótica en un gran éxito». Contrario al Brexit, deplora la situación de Cataluña que conoce a fondo. «Los referéndums son uno de los aspectos menos democráticos de la democracia, ya que propician perversas manipulaciones por parte de los políticos», afirma.

¿Cuánto tiempo ha invertido en esta edición monumental de March? En conjunto, unos diez años. Me la propuso Vicent Martines, de la Universidad de Alicante, como parte de

un proyecto (IVITRA) que contaba con una financiación que nos permitía empezar. Yo ya había publicado en Barcelona una edición crítica de March, en 1997, trabajo novedoso en dos volúmenes, el primero dirigido al gran público y el segundo para los especialistas, con toda la maquinaria filológica. Aquella edición me había costado casi diez años también, mucho esfuerzo para conseguir becas y apoyo económico, dirigir a seis colaboradores, muchas estancias en España y muchos viajes entre Australia, donde trabajaba entonces, y Barcelona. Martines me propuso basarme en mi versión del texto de 1997, pero hacer una obra bilingüe, con traducción al castellano. Entonces vinieron años de gestiones para su financiación, para la revisión a fondo y actualización de mi edición anterior, para la realización de las traducciones y la búsqueda de una editorial. Cátedra, lúcidamente en mi opinión, entendió que encajaría muy bien en su prestigiosa colección Letras Hispánicas. Estamos muy satisfechos. Es la primera vez que Cátedra publica un autor clásico en lengua catalana (en su forma valenciana). Ausiàs March, para mí, por la universalidad y el alto nivel poético de su obra, pertenece más a las letras hispánicas en general que a las valencianas o catalanas en particular. ¿Se puede considerar la versión definitiva? El concepto de «versión definitiva» me parece problemático, porque cada generación de lectores y editores vuelve a los clásicos para intentar mejorar lo que se ha hecho. Creo que esta edición cumple los objetivos de ofrecer un texto original fiable y una traducción muy fluida aunque rigurosa que facilita la comprensión. Así

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Bel Carrasco. Ausiàs March irrumpe en el siglo XXI

que espero que tenga validez durante unas cuantas décadas… al menos. ¿Qué sensación personal tiene después de concluir la tarea? El esfuerzo no resulta tan intenso cuando el trabajo se realiza durante un período tan largo, en el que obviamente tienes otros muchos proyectos. Por otra parte, la edición crítica del texto ya estaba hecha de 1997, lo que ahorró muchísimo trabajo. No obstante, tuve que revisarla a fondo, teniendo en cuenta las ediciones parciales que se habían publicado desde aquella fecha y diversos estudios importantes, porque March tiene ya una bibliografía muy voluminosa. Fuimos avanzando poco a poco, pero con constancia a lo largo de los años, y al final creo que ha salido muy bien. Jubilarme en 2013 también ayudó al empujón final. Durante casi toda mi carrera he tenido muchas obligaciones de dirección de departamentos además de la docencia, lo cual siempre actuaba en detrimento de mi tiempo libre para la investigación. La edición de 1997, en cambio, sí que fue una tarea titánica y agotadora que no quisiera repetir jamás. ¿Cómo organizaron el trabajo usted y los traductores Marion Coderch y José María Micó? Micó, que es poeta y un gran traductor, premio Nacional de Traducción, ya había hecho versiones de March en verso y en castellano, y realizó con bastante rapidez las primeras versiones de unos cincuenta poemas, quizás los más conocidos y trabajados por la crítica. Los restantes hasta los ciento veintinueve del total costaron mucho más tiempo por diversas razones, entre otras la dificultad y la gran extensión de algunos de ellos. Tuvimos la gran suerte de que Marion Coderch, que trabaja en la universidad inglesa, aceptara el reto. Ella conoce muy bien a March y ha escrito sobre su obra en un libro publicado por la Institució Alfons el Magnànim de Valencia. La siguiente fase fue comprobar que esas traducciones satisficieran dos criterios que me parecían fundamentales. En primer lugar, que reflejaran la interpretación que

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yo, el editor, daría a cada verso y a cada estrofa, según el texto por mí establecido, con sus rasgos ortográficos y puntuación, y sus correcciones de algunos claros errores transmitidos por el manuscrito. En un proyecto de estas dimensiones, es el editor quien tiene que asegurar la coherencia entre texto original y traducción. El segundo criterio era comprobar que esas traducciones sirvieran de ayuda verdaderamente eficaz a la comprensión del texto sin que el lector tuviera que hacer grandes esfuerzos de ingenio para relacionar el original con su traducción. Para este criterio, el perfil era un lector no especialista, amante de la poesía, la literatura y la cultura en general, y ajeno al pensamiento y las estructuras sintácticas de la lengua medieval. Esta fue la antepenúltima etapa de preparación del libro, un trabajo costosísimo. Revisé todas las traducciones una y otra vez, y ahí conté con el asesoramiento directo de Ana de Miguel, mi mujer, que es valenciana y una editora sólida y perfeccionista. Paralelamente, yo iba redactando el resto del libro, las introducciones a los poemas, las notas, los apartados filológicos y académicos y la introducción general. Finalmente, Ana y yo juntos fuimos comprobando la inteligibilidad y coherencia del conjunto durante cientos y cientos de horas, hasta conseguir una versión final satisfactoria. Por eso la edición está dedicada a ella. ¿Aparte del amor, qué otros temas aborda March en sus versos? El amor es el tema principal de su obra porque era el gran tema de la poesía que se cultivaba en el ámbito de las cortes europeas. Lo había sido desde hacía siglos, formando parte del juego de la tradición cortés entre caballeros y damas; sobre todo porque era un comodín temático: generalmente inofensivo, ameno, exento de riesgo político. Esta elección temática de March para crear su gran obra podría parecernos poco prometedora. Pero lo impulsaron otras preocupaciones de gran calado, de las que destacan dos. Una es puramente artística y subyace a todo lo que escribieron él y sus contemporáneos: su compromiso con el arte. March es sobre todo un gran creador de versos y composiciones


poéticas. La otra preocupación se fue configurando y evolucionando a medida que escribía. Se trata de un esfuerzo no sólo por representar el complejo de emociones cambiantes y contradictorias que surgen del eterno tema del amor, sino también por analizarlas a la luz de un contexto moral que va siendo progresivamente más preciso a lo largo de su obra. Esta es la gran innovación temática de Ausiàs March. Las preocupaciones morales adquieren un protagonismo inusitado porque se plasman a través de la misma voz lírica, ese «yo» del poeta amante que ocupa el espacio central de todo lo que dice. También dedica tres sustanciosos poemas a desarrollar una teoría del deseo sexual y la interrelación del cuerpo y el alma durante ese acto.

Los veinticuatro poemas que no están relacionados directamente con el tema del amor abarcan otras temáticas: la guerra, la vituperación personal, disquisiciones morales y filosóficas, cartas al rey o a amigos. Además, hay siete poemas insólitos, irrepetibles, que son, para mí, lo mejor que escribió: el «Canto espiritual» y los «Cantos de muerte». En el primero March se enfrenta al tema de la salvación del alma en un poema atormentado, muy directo y de gran nivel emotivo. Los «Cants de mort» son seis poemas escritos a raíz de la muerte de una mujer querida. Y aquí otra vez todo es muy directo y de emociones intensas. Nos sorprende su intimidad y autoanálisis, mostrando algunas coincidencias extraordinarias con libros europeos actuales sobre el tema. Escribía en el valenciano de la calle y, sin embargo, sus versos resultan oscuros y su lectura difícil. ¿A qué cree que responde esa especie de contradicción? Aunque March no ha dejado en su obra ninguna afirmación sobre su idioma, sí se identifica en ellos como valenciano y seguramente habría considerado que su «lengua materna», es decir, su habla, era la propia del reino de Valencia, con siglo y medio largo de historia y con diferencias fonéticas y morfológicas propias respecto a la lengua catalana. Sin embargo, hay que explicar que la base de la lengua en que escribía como poeta es la que comparten en su zona lingüística todos los escritores de su época: el catalán oficial y normativo de la Cancillería de la Corona de Aragón, con su característica cadencia y uso de cultismos. March debía de estar en contacto con ese catalán oficial todos los días en el ámbito familiar en vida de su padre, que fue administrador del duque de Gandía, y después como caballero en la corte valenciana del rey Alfonso el Magnánimo. En este lenguaje cancilleresco March introdujo elementos del habla de su grupo social, la nobleza valenciana, incluidos algunos de sus cultismos, y también aportó muchos recursos estilísticos y léxicos; por ejemplo, expresiones populares, generalmente de acuerdo con las preferencias valencianas. Pero el modelo lingüístico de

Robert Archer. Fotografía cedida por el entrevistado ©

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fondo fue la prosa de la administración de la Corona, el lenguaje específico que empleaba la gente de su clase (como su padre) en su actividad laboral o política diaria. Además, se observan influencias concretas de obras en prosa en catalán cancilleresco; por ejemplo, el lenguaje de la traducción catalana de las tragedias de Séneca. Para la poesía todo esto era nuevo. Hasta la entrada en escena de March (y en menor medida algunos de sus contemporáneos), la poesía se había escrito en occitano, lengua tradicional de los trovadores. Él fue el creador de una lengua poética nueva. ¿Qué aspectos de su obra cree que fascinarán más a los jóvenes de hoy día amantes de la poesía? Sin duda, la intensidad de sus poemas. March es arrebatador. Sus versos son de una contundencia y una fuerza que ha enganchado a miles y miles de lectores. Por eso se han traducido poemas suyos a buen número de lenguas. La voz de March es inconfundible, potente, se diría que te habla con la más absoluta sinceridad. Además, a pesar de surgir de la Valencia medieval, los poemas sorprenden constantemente con hallazgos de una absoluta modernidad, que obligan al lector a hacer una pausa para reflexionar sobre el impacto de lo que acaba de leer. Este aspecto es llamativo también en las traducciones, pero en estas no se puede percibir el poder poético de su palabra. ¿Se valora su legado en España como merece? Fue un gran poeta del siglo XV de los reinos de España y como tal merece que se le conozca mucho más. Ahora bien, el legado de March, el legado literario de sus logros poéticos a través del decasílabo catalán, se limita en gran parte a la poesía catalana. Él creó la poesía en lengua catalana, demostró lo que se podía hacer con los ritmos de la lengua, dejó muchísimos versos impactantes. Pero no tuvo escuela, salvo durante unas décadas después de su muerte y entre poetas de menos nivel. Después, durante siglos, no apareció nadie que le llegara a la suela del zapato poéticamente hablando. La poesía en lengua catalana pasó por un largo período de sequía. Cuando, hacia finales del siglo XX, surgieron de nuevo grandes poetas en su lengua, entonces March se convirtió en una referencia ineludible y constante, un punto de partida para todos ellos.

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¿Cómo era el mundo de March? Quizás porque una parte importante de su obra parece hablar de cosas directamente inteligibles y cercanas, al leer los poemas es fácil olvidar que March escribía desde una visión del mundo muy distinta de la nuestra. La concepción del universo, para empezar: geocéntrico, un mundo creado por Dios para el hombre, un cielo que era una especie de gran bóveda o techo del mundo, un universo que se extendía por el mundo invisible de los ángeles, etc., hasta llegar a Dios. Y desde luego, un cielo, un infierno y un purgatorio, que eran realidades y destinos indiscutibles. El miedo a la condenación eterna es el tema de uno de sus poemas más dramáticos e impactantes, «Cant espiritual». La influencia de la Biblia, por supuesto, era enorme, ya que se la consideraba la fuente última de la verdad. Luego estaban las ideas sobre la mujer, que hoy juzgamos absolutamente misóginas.

Bel Carrasco

(Valencia, 1952) es ingeniera T. Agrícola y li-

cenciada en Ciencias de la Información. Ha trabajado en El País y varios medios valencianos: Las Provincias, Levante, Cartelera

Turia, RTVV, etc. Hace veinte años que colabora con El Mundo Valencia y tiene un blog en la edición digital, Zoocity. Ha publicado Las semillas del madomus (Versátil) y otras tres novelas, además de varios cuentos con el colectivo Bibliocafé.


La vida son arenas movedizas Por Enrique Benítez Palma La pequeña editorial madrileña Underwood decidió, a finales del año pasado, lanzar al mercado editorial una nueva edición del clásico libro pugilístico de Leonard Gardner, con traducción de Rubén Martín Giráldez. Había que rebuscar en portales y librerías de viejo para hacerse con un ejemplar de la vieja edición española de 1988 de Euler, en su colección Los Antípodas (sic), con traducción también sólida a cargo de Juan Antonio Molina Foix. La decisión se ha revelado acertada, ya que Underwood celebra la segunda edición de este clásico de sueños perdidos, y nosotros con ella. En 1970, John Huston llevó esta novela al cine. De su autor casi nunca más se supo, pero el viejo y sabio gruñón dejó dicho que «Fat City es una novela sobre soñadores» y con su guión rodó una de las mejores películas de boxeo de la historia, protagonizada por un Stacey Keach que se hizo popular en España, años después, gracias a la serie de televisión Hammer, investigador privado. Otro personaje de la década de los años cincuenta del siglo XX. La novela de Gardner es original de 1969, pero está ambientada en un año indefinido, a finales de la década de los cincuenta. Transcurre en Stockton, la misma ciudad en la que se había criado, que en el libro se adivina polvorienta y decadente. Por las mañanas centenares de hombres buscan trabajo en los campos de recolección,

a cambio de jornales más o menos miserables. Entre ellos destaca Billy Tully: no sólo por ser un blanco entre negros, también por su afición al boxeo, por su prometedora carrera truncada. Tully está ante su última oportunidad, aún no ha cumplido los treinta y mantiene cierta forma, la fuerza todavía le acompaña. «Hubo un tiempo en que creyó que los años cincuenta le conducirían a la gloria. Ahora la década casi había terminado y él se había echado a perder». Se esfuerza en su último intento, y en su regreso al gimnasio conoce a Ernie Munger, empleado de una gasolinera, un joven bien musculado que tiene dieciocho años y en el que Tully parece verse a sí mismo, reconstruido, listo para volver a empezar. Una reencarnación dispuesta a darle un último round a la desesperada. A cara o cruz. La novela de Gardner tiene todos los ingredientes de la narrativa estadounidense: soledad, sueños, la lucha del hombre contra su destino, la pelea por la supervivencia. Hay moteles, alcohol, mujeres. Y destaca de fondo la precariedad, el fracaso inminente, algo que sólo puede superarse con una sólida ambición individual. Tully, un hombre errático y alcoholizado, que sobrevive recolectando tomates, cebollas, cerezas o lo que se tercie, parece ver en Unger al discípulo capaz de redimirle. Echa de menos a su mujer, que le abandonó hace años quizás harta de su recurrente inseguridad. Busca

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Ein s t e in o n t h e B e a ch

Enrique Benítez Palma. La vida son arenas movedizas

en las mujeres «el reconocimiento siempre denegado de los ritos de la virilidad». Pero en su búsqueda infantil sólo encuentra lugares miserables y vasos llenos y habitaciones vacías. La peor rutina posible para un aspirante al triunfo. Tully y Unger entrenan con Rubén Luna en el Lido Gym. Luna también ve una segunda, o tercera o cuarta oportunidad en la extraña pareja. Tully persigue el sueño de la estabilidad, del éxito, del reconocimiento, de la vida tranquila en pareja con la mujer que se ha ido. Triunfar de nuevo le permitiría, en su alocada cabeza, recuperarla, volver a empezar, una vida completamente nueva. Unger comienza en este mundo, coquetea con una joven de su edad, cae en la trampa de la seducción y el juego siempre idéntico y siempre diferente de los noviazgos, y su miedo es otro muy distinto, «que tras el matrimonio la muerte fuese el próximo gran acontecimiento». Boxean en peleas de medio pelo, los sábados por la noche, a cambio de bolsas ridículas. En el circuito pululan negros, mexicanos y filipinos de apellidos hispanos. En el sur de California hay un gran combate colectivo por la supervivencia, por la necesidad de dejar atrás los campos fértiles, las azadas, los surcos miserables, los capataces, las fábricas de conservas. Todo el mundo pelea cada día contra la vida y la miseria. Dándolo todo. Cada mañana el campo se ilumina y el sol suplanta los focos de los cuadriláteros. La bolsa es una paga de noventa centavos la hora. De la mano de Rubén Luna sus dos pupilos encadenan varios éxitos inesperados. Es una buena racha, una catapulta: ambos son blancos y «los anglos no quieren pagar para ver a dos tíos de color. Quieren un tío blanco». Son jóvenes, ambiciosos a su manera y cada uno de ellos tiene su propio sueño. Pero la gloria sólo está alcance de unos pocos. Ambientada quizás en 1959, en un tiempo dominado en el mundo real por Sugar Ray Robinson y Floyd Patterson, la novela de Gardner tuvo un éxito inmediato. Amarga y por momentos desoladora, su gran virtud

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es la descripción de los entresijos de un mundo demasiadas veces idealizado. Si con Wilfred Charles Heinz (El Profesional) aprendimos que todo boxeador tiene un cuñado y que la concentración antes de los grandes combates no siempre es fácil, con Gardner tenemos delante la complejidad del hombre que busca la gloria y la inseguridad del joven que persigue sus sueños. Para muchos de ellos, la vida son arenas movedizas: sólo en el reducido espacio marcado por las doce cuerdas encuentran sentido y refugio y tranquilidad.

Enrique Benítez Palma ha sido crítico literario para Localia Televisión (entre 2004 y 2007), la SER Málaga y el periódico La

Opinión de Málaga, perteneciente al grupo editorial Prensa Ibérica. Sus artículos han sido publicados en medios como Diario

de Mallorca, Levante, El Faro de Vigo, La Opinión de Granada, etc. Sus últimas reseñas han sido publicadas en medios como Info

Libre, la revista Paradigma, editada por la Universidad de Málaga, o el digital hispanoamericano Otro Lunes.


El holandés errante

El interior del bosque (Segunda secuencia) Por Álex Chico

Fotografías: Jackie McLelland

Existen lugares proclives al exilio, a la fuga. O dicho de otra forma: hay espacios que parecen construidos para protegernos tras una larga marcha, como un refugio en mitad de la intemperie. Recalamos en esos mismos lugares desde diversos puntos de partida. Sin embargo, el prófugo que huye resulta ser idéntico, aunque haya escapado por motivos siempre distintos y llegue hasta allí en momentos dispares. Le Luberon es uno de esos territorios. Una comarca que acoge a los que huyen, a los que se abandonan para ser, para seguir siendo. Si uno echa un vistazo a sus pueblos, descubre que por allí han pasado aquellos

que no podían continuar en otra tierra, en otros ámbitos: el marqués de Sade se recluye en Lacoste; Beckett en Roussillon; Camus en Lourmarin; Char en L´Islesur-la-Sorgue; Petrarca en Fontaine-de-Vaucluse. Incluso Van Gogh, aunque lo hiciera en una población cercana, Arles, no muy lejos del Luberon. O Marc Chagall, Vasarely y Willy Ronis, que residieron por algún tiempo en Gordes. En la terraza de su mítico café La Renaissance, recuerdo haber pensado en un verso de Antonio Méndez Rubio. Tres palabras que definen a la perfección un lugar como ese. Le Luberon también es «quietud hacia delante».

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El holandés errante

Álex Chico. El interior del bosque (Segunda secuencia)

Los motivos que les han conducido hasta allí son variados. Cada uno se ha cargado de razones que en nada se parecen unas a otras. No obstante, el movimiento es el mismo, la necesidad es la misma, porque sólo persiguen una cosa: encontrar un lugar al margen que no les aleje de su centro, de su propio centro. Ya lo dijimos en la primera secuencia: al Luberon no se viene a vivir o a morir, sino a permanecer.

Sade huyó de París en 1774, cuando sus textos comenzaban a generar desconcierto, escándalo y pánico entre las altas esferas de la sociedad francesa. Se escondió en Lacoste, en el castillo de su abuelo. El edificio, al que se accede subiendo cuestas y caminos empedrados, tiene algo de impenetrable y enigmático. Tan sólo lo he visitado durante los meses de invierno y casi nunca me crucé con nadie. Imagino que en primavera o en verano las rutas y senderos que se despliegan desde el castillo son más transitados. Supongo que será durante ese tiempo cuando podamos encontrarnos con uno de sus más ilustres veraneantes, Pierre Cardin, a quien pertenece hoy en día el castillo. En invierno, sin embargo, el lugar parece despoblado. Al menos las ve-

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ces que pasé por allí, mientras trataba de pensar en las tribulaciones de un escritor cuya obra había superado lo ficcional y se había convertido en una declaración de intenciones. Como si sus textos, más que literarios, fueran el testimonio irrefutable de que había cometido todos los crímenes que describe. Pocas veces un autor y la voz narrativa que emplea en sus novelas han estado tan unidos. Por eso nos lo encontramos con la cabeza enjaulada, frente al castillo, en la escultura que diseñó Louis Malachier. Su busto entre rejas nos enseña que en ocasiones, por suerte o por desgracia, uno es culpable de lo que escribe. Si avanzamos en el tiempo y nos desplazamos hacia otro lugar de la región, los colores van cambiando de tonalidad. La luz se proyecta de forma distinta y nos descubre un paisaje rojizo, como esos desiertos que se despliegan en Túnez o los imponentes cañones que imaginamos en el sur de Estados Unidos. El mismo color de algunos palacios árabes, como la Alhambra. Una geografía limítrofe, de rocas bermejas que marcan, a su manera, el final del camino. O el final de la escapada. Una piedra cortada por la mitad en cuya fractura se sitúa el origen del mundo. Eso es Roussillon y eso es lo que recuerdo cada vez que pienso en el pueblo: un rojo tan intenso que provoca siempre un mismo efecto, el de un amanecer constante, el de un crepúsculo perpetuo, como un otoño tardío e inmutable. Tal vez por ese motivo tenemos la sensación de que allí, entre la piedra rojiza, entre las casas de ladrillo, siempre estamos comenzando algo. O siempre lo terminamos, como si no hubiera opciones intermedias. Sólo concluir y recomenzar nuevamente. En realidad, había estado en Roussillon antes de poner un pie en la comarca. Mi primera visita fue gracias a unas palabras de Esperando a Godot. Vladimir le dice a Estragon: «Hemos estado juntos en Vaucluse, pondría mi mano en el fuego. Estuvimos vendimiando en casa de un tal Bonnelly, en Roussillon». Allí fue donde llegó Samuel Beckett, escapando de la Gestapo. Allí fue donde, según algunos testimonios, encontró salud e inspiración.


Según la biografía de Anthony Cronin, Beckett fue a parar a Roussillon después de que Gloria, la célula a la que pertenecía, fuera desmantelada. En ella se dedicaba a labores de información que trasmitía después a la Resistencia. Cuando el grupo es desarticulado, Beckett y Suzanne Déchevaux-Dumesnil huyen al sur de Francia. En Roussillon, sin embargo, no abandona su lucha contra el ejército de las tinieblas, cuya barbarie se cernía lentamente sobre Europa. Combate a los nazis uniéndose a partisanos y maquis locales, instigados por el tono guerrero de las piedras y la forma caprichosa de algunas rocas, como soldados imperturbables a la espera del enemigo. Beckett debió participar en alguna patrulla nocturna o almacenando armas en el garaje de su casa. Incluso, si hacemos caso a Cronin, en una ocasión formó parte de un reducido grupo de resistentes que intentaba preparar una emboscada. Se dice que

tuvo entre sus manos una pistola, pero los alemanes nunca pasaron por allí. Beckett esperó, sin éxito alguno. Como sus personajes. A esa espera le debemos algunas novelas. Watt, por ejemplo, que debió escribir durante su estancia en Roussillon. Hay un último retiro, o exilio, o huida, que dirige sus pasos hacia uno de los territorios de la comarca del Luberon. El lugar es Lourmarin. Quien viaja o escapa es Albert Camus, que llega a la Provenza siguiendo la recomendación de su amigo René Char. De nuevo, el color vuelve a cambiar. Si antes predominaban los tonos rojizos, ahora el paisaje se vuelve más amarillento, con ese color pajizo de la vegetación y de la piedra, interrumpido en algunos tramos por el verde de las hiedras y las copas de los árboles. Es, a su manera, un paisaje mediterráneo que no necesita el mar para estar en la costa.

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El holandés errante

Álex Chico. El interior del bosque (Segunda secuencia)

Camus aún vive en Lourmarin. Sigue allí: en el nombre de sus calles, en la familia que aún habita alguna de sus casas, como la que ocupa su hija Catherine. Y está, no sabemos por cuánto tiempo, en su cementerio, al que llegamos a partir de una bifurcación que pasa casi desapercibida poco antes de llegar al pueblo. Un cementerio minúsculo, humilde, abierto al aire. Un espacio que forma parte del entorno y no se cierra, porque es imposible acotarlo. Un recinto creado a partes iguales por la naturaleza y por el ser humano, como si existiera un destino común entre ambos. Sus restos reposan bajo una piedra, en la que se inscriben las fechas 1913-1960. Una tumba sencilla, modesta, a la que uno llega sin indicaciones apenas. Sólo basta un nombre y un par de años para englobar toda una vida. No hay itinerarios, ni visitas guiadas, ni mausoleos que sobresalgan por encima del resto. Su lápida nos recuerda a otros dólmenes semejantes: al de Brecht en el Dorotheenstadt de Berlín o al de Walter Benjamin en el cementerio marino de Portbou. Ojalá Albert Camus permanezca allí por muchos años y lo que quede de él no se traslade al Panteón de la capital francesa. Si eso ocurriera, sepultaríamos por segunda vez a un ser humano. Antonio Rivero Taravillo describe perfectamente lo que encontramos en Lourmarin: «... unas cuantas calles que se enroscan como un caracol y nos recuerdan la filosofía del saber vivir de las ciudades lentas». Supongo que fue ese mismo saber vivir lo que atrajo a Camus a Lourmarin. Según Berta Vias Mahou, la autora de la magnífica novela Venían a buscarlo a él, Camus pensaba retirarse en la Provenza para desarrollar el tercer ciclo de su obra. Con el dinero del Premio Nobel, compró un caserón en Lourmarin. Allí permaneció, entre olivos, lavanda, viñas, plátanos, almendros, laureles, romero, amapolas y madreselvas. El final ya lo conocemos. Un trágico accidente sobre el que se ha especulado en más de una ocasión: el exceso de velocidad, el estallido de un neumático… Incluso, sigue diciéndonos Vias Mahou, se habló de una maldición gitana según la cual todo el que entrara en contacto con el castillo de Lourmarin moriría en trágicas circunstancias. Sea por una razón o por otra, Camus y Michel Gallimard fallecieron a pocos kilómetros de París, en el Facel Vega del editor.

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En Lourmarin vivió Camus y en Lourmarin está enterrado. Aunque ya no resida en ese mismo paisaje y sus restos se trasladen, lo cierto es que siempre permanecerá allí, igual que otros escritores, como Henri Bosco, que inmortalizó la zona en algunas de sus novelas. En Antonin o en Barboche, por ejemplo. Su presencia en ese lugar se resume en unos versos de René Char: «El relámpago me conserva. La poesía me robará de la muerte». Bien pensado, esas palabras de Char se pueden aplicar a toda la región. También a algunas zonas que no quedan lejos, como Gourdon, que observada de frente parece precipitarse por la ladera. O Aix-en-Provence o Lauris o Marsella. O los colores violáceos que desprenden los campos de lavanda. Un escenario cinematográfico que conviene dividir en secuencias, más que en capítulos o jornadas. Cuando transitamos por todos esos paisajes nos preguntamos, como escribió Jaime Gil de Biedma, si no hemos vivido aquí desde siempre.


E l a m b ig ú

Hijo

Raúl Quinto La Bella Varsovia: Córdoba, 2017 68 págs.

Decir lo indecible Por Guillermo Morales Nace —casualidad o no— Hijo como primer título de la nueva colección en prosa de La Bella Varsovia y es, al mismo tiempo, un parto múltiple, dado que el libro orbita en torno a la génesis de lo real, la vida, y la génesis de la escritura. De cómo la primera origina la segunda y cómo esta va corriendo a alcanzarla incansable, necesaria, para no conseguir apresarla nunca del todo, una suerte de Aquiles persiguiendo a la tortuga. El libro parte del epicentro sentimental que supone el nacimiento de un hijo y, desde ese momento, Quinto se atribula, se reconcome, ante la impresión de que le es imposible verbalizar esa experiencia: «Mi hijo rompió todas las metáforas la primera vez que abrió los ojos. Todas las palabras. Y este libro también es un método para volver a aprender a hablar» y, ya que «no existe la palabra hijo-latiendo-dentro-de-mí», intentar «despejar la duda y domesticar el asombro», «contar para cre(c)er en las palabras»; en definitiva, «someter a asedio a la fuga de sentido con la que el mundo pretende rodearnos». Y es que, ¿cómo reaccionar ante el umbral que se abre ante un nacimiento, ese cruce entre «destino y milagro» que nos cambia para siempre, que es un amor indecible y un miedo hermoso? Podemos sucumbir al silencio y dejarnos llevar por la vivencia o, por el contrario, a la manera del autor, tender un puente entre lo experimentado y lo verbal, decir —aun con la conciencia de que la palabra no es suficiente en algunos casos— para decir lo indecible, para digerir, defender a un tiempo la necesidad y la imperfección de lo que decimos.

Algunos rasgos de escritura son especialmente interesantes. El tono intencionadamente a caballo entre lo académico y lo lírico, el uso de la primera persona inclusivo y recapitulador, la sensación generada de un continuo tan en consonancia con el contenido y lo acertado y potente de algunas imágenes —«mi hijo nació cansado porque venía caminando desde el principio de los tiempos»— hacen de la lectura una experiencia atractiva, envolvente y diría que rápida, como una espiral. Uno tiene la sensación de quedar atrapado por un magma sanguíneo-verbal desde el principio y esa cópula entre el estilo del texto y lo que se intenta describir nos parece admirable y bastante difícil de lograr. Otro de los puntos fuertes del libro es el hecho de que la paternidad sea desguazada, sea contada desde lo más íntimo y profundo del corazón de un hombre. No debería extrañarnos y, sin embargo, lo aplaudimos puesto que, aun siendo la concepción y la paternidad en general un hecho compartido, es cierto que existe una vivencia diferenciada según el género. A esta vivencia masculina y como contemplativa y separada —a su pesar— le dedica Quinto uno de los fragmentos más conmovedores: «... el espectador. El padre. Mientras mi hijo y su madre son uno». No me atrevería a decir que es un libro exclusivamente dedicado a aquellos que han disfrutado de la experiencia de la paternidad, es más, creo que el libro puede leerse desde una perspectiva menos concreta y más general como metáfora del hecho poético o literario si se quiere y, en última instancia, como un parto que arroja luz al misterioso hecho ya no sólo de la escritura sino del logos, del discurso científico, religioso o lo que sea que utilice el ser humano para parapetarse. Un libro de la nada hacia la nada, pero que trae un algo. Y muy grande.

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Párpados

Toni Quero Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2017 220 págs.

La frontera del despertar Por Rafael-José Díaz Abrir los párpados es para Duna, la protagonista femenina de Párpados, un ejercicio cada vez más duro. Siente el peso de muchos caballos sobre sus párpados, y empezar un nuevo día, salir a la mañana con los ojos abiertos, lo que para cualquiera de nosotros es un acto casi reflejo, resulta para ella algo cada vez más complicado. En la novela asistimos a su progresivo desmoronamiento. Duna es movediza, volátil, insegura, enigmática, esquiva. Los pocos momentos de comunión —¿cuatro, cinco en toda la novela?— que se dan entre ella y el protagonista masculino, narrador autobiográfico de la obra, son descritos como instantes de gran fragilidad, casi como espejismos de un contacto auténtico que inmediatamente devuelven la imagen de la dolorosa incomunicación entre ambos personajes. Es significativo que la novela comience con una escena en la que Duna saca al narrador protagonista de un sueño profundo: un animal indefinido, amenazador, que se le volverá a aparecer en nuevas pesadillas a lo largo de la novela, rodea al personaje. El círculo se cierra con las palabras finales, el mismo siseo, el mismo «despierta», dicho ahora por la voz fantasmal de una Duna ya muerta que resuena en la mente del protagonista, quien, por su parte, se ha transformado en una especie de autómata, un sonámbulo que camina ya por la vida completamente desorientado. Entre estos dos paréntesis, estas dos voces que son la misma pero entre las que media la distancia entre la vida y la muerte, Párpados narra dos meses de un verano absolutamente mágico y devastador. Algunos de los momentos de «comunión» o, si se prefiere este otro término, de «plenitud» se dan cuando los dos personajes, montados en la moto del protagonista masculino, ruedan a toda velocidad por las autopistas: parece ser esa especie de «vuelo», la más vertiginosa movilidad en medio de un viaje sin rumbo ni objetivos, el único medio de acceder a un estado

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de conexión entre dos personajes que han decidido recomponer una relación sin grandes esperanzas de conseguirlo. Varias veces, mientras ruedan así, en medio de bandadas de pájaros o arboledas evanescentes, vemos la mirada del protagonista, a través del espejo retrovisor, fija en el pelo de Duna, o en su mejilla, que refleja el atardecer, o sentimos cómo los dedos de Duna se aferran a la cintura del conductor como si fuera esa su única posibilidad de escapar de la desgracia. Hay casi siempre un desequilibrio entre las actitudes de Duna y el protagonista: mientras ella se abstrae dibujando, nada o permanece dormida durante horas en la habitación de un hostal, fuera de la realidad, él la fotografía, la observa una y otra vez como para retenerla, la busca durante días cuando ella se «fuga» del hostal en Berlín, permanece siempre a su lado como si supiera que esa permanencia del contacto es la única garantía de que Duna no se desvanezca, no se evapore para siempre. En algún momento de la novela el protagonista se pregunta qué es real y qué es ficticio. Más adelante, mientras busca a Duna en Berlín, recurre a las fotografías que le ha ido tomando desde que la conoció en la universidad, como si en ellas pudiera encontrar alguna pista para encontrarla. De alguna manera, esta conciencia del carácter ficticio de la vida, o, mejor dicho, la posibilidad de que la historia vivida sea parte de una ficción y avance sólo con el objetivo de cumplir con un guión y que la película sea «rodada» hasta el final, forma parte esencial de la personalidad del protagonista, incapaz, de algún modo, de ver la verdad de Duna, de descifrarla para salvarla. Cerca del final afirma: «Duna percibe mis dudas; para mí es indescifrable, pero ella puede leerme como un libro abierto». Cada capítulo ahonda un poco más en la desgracia de no saber, de no poder comprender lo que ocurre ahí mismo, frente a él, dentro de la persona a la que ama.


Clavícula

Marta Sanz Anagrama: Barcelona, 2017 208 págs.

El cuerpo como centro Por Alberto García-Teresa ¿Cuánto y cómo el dolor condiciona la vida? ¿Cómo nos determina el desasosiego? La última obra de Marta Sanz entra de lleno, desde lo autobiográfico, desde su posición (de género y social; como mujer trabajadora), en estas cuestiones. Se trata de un libro de prosas líricas, aunque también se incorporan otro tipo de materiales. Los textos, que suelen extenderse entre la media página y las tres páginas, se suceden en una especie de diario donde Marta Sanz cuenta y transmite una dolencia física: un dolor en una costilla. La obra recorre el proceso de diagnóstico: lento, errado, desquiciante. No se trata de una trama de misterio (aunque su descubrimiento se intuye cerca del final de la obra), sino que Clavícula recoge el relato de una incertidumbre. Lo que interesa no es el resultado sino el proceso que comunica. En ese sentido, cabe señalar que el volumen debe leerse antes en clave de poemario que de conjunto narrativo. La autora es consciente de los riesgos que asume al exponerse del modo en que lo hace (desnudo, pormenorizado, encarando los tabúes) en estas páginas: «Creo que esta confesión es absolutamente impúdica pero fundamental». La escritora combina piezas narrativas donde relata escenas y episodios concretos con otros puramente líricos (donde alcanza mayor tensión) o textos donde vierte reflexiones de distinta índole que se disparan desde estos acontecimientos — muchas alrededor de la escritura—. De este modo, se va engarzando la narración de las distintas etapas de esa vivencia y la exposición de lo que siente y piensa en ellas: el miedo, la necesidad de comunicación, la angustia o la plasmación del incalmable dolor, así como la constatación de la degradación del cuerpo y de la inminencia de la muerte. Los textos recorren la angustia de la connotación de la fragilidad física, de la vulnerabilidad. Desde ahí,

también se reafirma, positivamente, la importancia del apoyo, la red de cuidados. Al respecto, la familia (marido, madre, padre) y los amigos ocupan un lugar fundamental. Así, Sanz resalta la relevancia de los vínculos y de la tarea de cuidados, tan obviados por el sistema, además de remarcar el impacto que tiene sobre el alrededor una enfermedad: «El dolor no es íntimo. Es un calambre público que se refleja en el modo en que los otros, los que más te quieren, tienen que mirarte». «No hay mentiras ni metáforas para expresar mi dolor», afirma. En ese sentido, resulta interesantísimo, a nivel lingüístico, el trabajo que lleva a cabo Sanz para elaborar la descripción física de la dolencia; para nombrar y describir los síntomas. Las piezas están construidas con la dicción precisa y certera habitual de Marta Sanz, prolija en oraciones breves y en fluidez expresiva. A su vez, hay que señalar que la escritora construye todo el volumen desde una completa cotidianeidad, subrayando los aspectos materiales diarios (fisiológicos, laborales) hasta el punto de, en un par de pasajes concretos, detallar sus gastos e ingresos corrientes. Todo ello está marcado por la precariedad, con lo que se unen precariedad física y laboral. En definitiva, se trata de un libro que gira alrededor del cuerpo y de lo corporal, de nuestra construcción material. Clavícula constituye, por tanto, una obra singular que nos recuerda sobre qué sostenemos de verdad nuestra existencia.

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No habría sido igual sin la lluvia

Rubén Abella Cuadernos del Vigía: Granada, 2017 208 págs.

El eje de nuestro mundo Por Ernesto Calabuig Tanto en sus novelas como en sus relatos y microrrelatos, ha habido siempre en Rubén Abella (Valladolid, 1967) una voluntad clara de no conformarse con la mera pirotecnia del ingenio o con el preciosismo estilístico en la escritura. Una nota dominante en su obra es la idea ineludible de que un narrador debe, ante todo, contar historias, historias que sacudan al lector, por lo que cuentan y por el nivel de profundidad en el que se mueven. Esta colección de micros (cuya versión primigenia, mucho más reducida, obtuvo el Premio Vargas Llosa NH en 2007) no escapa a esa máxima: escribir es contar, escribir es remover la conciencia, dar que pensar, comunicar un ángulo particular del mundo. Abella —filólogo, profesor, fotógrafo— es un gran viajero, un ciudadano del mundo. Y en este libro, su mirada, su voz, sus personajes de uno u otro continente nos hablan de otras formas de vida que, a la vez, son la nuestra. Al tipo racista de un bar de Australia podrías encontrarlo también aquí, en tu barrio, a la vuelta de la esquina. No habría sido igual sin la lluvia no es un mero alarde de ambientes exóticos, por mucho que sus personajes e historias transcurran en distintos continentes. Es, por encima de todo, una reflexión sobre el hombre contemporáneo, un retrato de una sociedad acelerada, a menudo injusta, insolidaria y enferma, un sistema que, también en el primer mundo, nos ahoga y oprime con formas de relación que promueven la esclavitud interpersonal, laboral y económica. Vivimos, como Lucy Waltz, en la maraña cotidiana de las ocupaciones, o, como la chica de otro cuento, incapaces de decir no, incluso a la hora de hacer puenting. Se podría decir que el libro es un retrato de las diversas formas de violencia

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contemporánea, a la que nos hemos acostumbrado televisivamente; también de los miedos, de los prejuicios tras los que escudamos nuestra desconfianza. No es casual que haya también aquí historias de gente desquiciada, de francotiradores y venganzas. Como en sus novelas (La sombra del escapista, California…) nos encontramos con un tema nuclear en Rubén Abella: vivimos con frecuencia en el engaño y la impostura, las cosas no son lo que parecen, hay dobles vidas, zonas oscuras que ocultamos. Alguno de los ejecutivos que desfilan por estos textos llega, literalmente, a travestirse, mientras la esposa lo cree en un viaje de negocios. Otro tema fundamental de Abella destaca en el texto: el asunto de cómo los azares y las casualidades (un ferri que se retrasa, una avería, un accidente, un atraco, una sospecha, una noticia, una carta que no se envía, una lesión…) pueden dar un vuelco a nuestra existencia aparentemente sólida y organizada. Son muchos los secretos que salen de golpe a la luz entre estos personajes —donde los matrimonios o los estatus se resquebrajan desde una primera grieta apenas visible—. Abella sabe sacarles partido a los finales inesperados, explosivos, pero dejando ver, sin pontificar o moralizar. Tanto en la parte de Cuba como en la de Bolivia y en la del África negra, el fotógrafo-narrador se implica en la denuncia sutil de las injusticias, pero también en el canto a la dignidad y solidaridad de quienes lo han perdido todo. A veces, como en la parte ambientada en Marruecos, usa un aire de fábula para conceder una salida a unos personajes que necesitan soñar. Este es un libro hermoso, contra la estrechez de miras, que gira sobre el mismísimo eje de nuestro mundo.


Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) Alejandro Lillo Siglo XXI Editores: Madrid, 2017 368 págs.

Una lectura feminista de Drácula Por Bel Carrasco La sombra del vampiro planea en las noches tenebrosas desde tiempos remotos. Pero fue Bram Stoker quien le dio categoría literaria con su novela Drácula. El personaje ha inspirado un sinfín de obras de ficción y mantiene intacto su inquietante atractivo. En este ensayo cambia de registro para convertirse en un guía que nos invita a explorar a fondo la sociedad victoriana en la que fue gestado. Es la osada propuesta de Alejandro Lillo en Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897). Lillo elude a Stoker y se centra en sus personajes: el pasante Jonathan Harker, su novia Mina Murray y el loquero John Seward. A partir de sus diarios y dictados, considerándolos personas reales, reconstruye las identidades sociales de su tiempo en torno a conceptos esenciales como la libertad, la tolerancia y los roles masculinos y femeninos. Frase a frase, párrafo a párrafo, teniendo en cuenta incluso los signos ortográficos, Lillo hace una labor de arqueología entre literaria e histórica para adentrarse en la mentalidad de la época que gestó al monstruo. El texto de Lillo se divide en tres partes diferenciadas. Tras una descripción de los distintos tipos de viajes que se realizaban a finales del siglo XIX, la primera se centra en Jonathan a partir de su diario, que lo refleja como la quintaesencia del varón de clase media de su tiempo, regido por ideas rígidas y convencionales. La segunda analiza el diario que Mina escribe en su mansión de veraneo. En sus palabras se plasma una mujer inteligente y sensible que debe moverse entre dos aguas para no romper los esquemas que la condenarían al repudio social. A medio camino entre las sufragistas y el ama de casa resignada, Mina encarna a esta categoría representada por féminas capaces pero silenciadas por el simple hecho de pertenecer a un género considerado vicario.

Por último, a través de los dictados del psiquiatra John Seward, el autor define las relaciones de poder entre hombres y mujeres en el mundo victoriano, cómo estos construyen su masculinidad en ese contexto y el concepto de locura desde una perspectiva heterodoxa poniéndose en lugar del trastornado. El título, Miedo y deseo, refleja la fascinación que inspira un personaje que, pese a estar ausente, se manifiesta por medio de los tres personajes. Para Jonathan representa la ambigüedad y la negación de ese mundo firme y seguro que para él representa Inglaterra. Para Mina la oportunidad de reivindicar un espacio público y para John, el mal en estado puro, aunque él mismo es trasunto del monstruo, al igual que su sanatorio se parece al castillo de Drácula. Lillo completa su tarea de orfebrería entre lingüística, social y literaria con un lenguaje sencillo de forma que, aun siendo un ensayo de enjundia, se puede leer como una novela. No deja de ser irónico que el mismísimo Conde Drácula, exponente del machismo más perverso —pues no se contenta con aprovecharse de las mujeres, sino que, además, las infecta con su monstruosidad—, se reconvierta aquí en un adalid de sus libertades. Pues este libro, además de construir las identidades sociales de un tiempo pasado, encierra un alegato feminista. Una interesante propuesta que podría servir de antídoto al retrógrado mensaje de secuelas vampíricas como la meliflua serie juvenil Crepúsculo, cuya protagonista, a diferencia de Mina, muestra una pasividad rayana en el masoquismo, mientras el joven chupasangres adopta el perfil del típico maltratador.

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Espumas y plomo. Cartas sin sobre y otras crónicas sociales Joaquín Dicenta Renacimiento: Sevilla, 2017 188 págs.

Crónicas sociales Por Félix Población Con no haber sido la de Joaquín Dicenta una larga vida (1862-1917), sí fue de bastante magnitud su producción literaria: más de medio centenar de obras dramáticas, ciento cuarenta y dos cuentos, treinta y nueve novelas y quince colecciones de artículos. Sin embargo, como les ocurre a otros autores de su generación, pesa sobre Dicenta un olvido que no se merece, a pesar de que sí se le reconoce una cierta reputación como autor dramático, reputación que cedió con el paso del tiempo pero que fue de la suficiente entidad en vida como para compararle con José Zorrilla. De hecho, una de las obras que más éxito tuvo en su carrera fue Don Juan, estrenada en 1895, en la que el protagonista es un proletario asaltado por la injusticia. Teniendo en cuenta que se estrenaron hasta treinta y dos de sus libretos, bien se puede asegurar que fue el dramaturgo más popular del último cuarto del siglo XIX. Pero si en teatro se prodigó hasta ese extremo y con fortuna, no es menor la actividad periodística de Dicenta, que con veinte años ya inicia sus colaboraciones sin firma en las publicaciones de la época. De entonces son los poemas románticos que aparecen en Las Dominicales, y de algo más tarde, a finales de los ochenta, las críticas teatrales y las crónicas que difunde en El Imparcial, La Iberia o La Época, entre otros periódicos. Ya a finales de siglo llega a dirigir El País, diario republicano progresista, que luego sería dirigido por Lerroux, con Dicenta entonces de jefe de redacción en Germinal. Pero donde de veras va a dejar volcada la mayor y más valiosa aportación de sus artículos será en El Liberal, sobre todo entre 1892 y 1917. Se trataba de un diario republicano de carácter moderado, cuyas tiradas llegaron a ser muy importantes en esa época. Fue en este rotativo donde Joaquín Dicenta firmó la mayoría

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de las crónicas que se incluyen en este libro, cuya primera edición data de 1903. Las siete primeras crónicas son gratas de leer por el magnífico estilo, capacidad de observación y precisión léxica del autor, pero no pasan de ser anecdóticas crónicas viajeras que el autor redactó en el transcurso de un trayecto marítimo por razones sentimentales entre Barcelona y Canarias, realizado en 1902, y para el que tampoco Dicenta se estrujó demasiado la cabeza a la hora de darle título: «Espumas». Pero si el lector resbala un tanto por estas páginas, no ocurre lo mismo con las siguientes crónicas, en las que el escritor indaga en las circunstancias laborales y sociales de las minas, a raíz de los terribles accidentes que tuvieron lugar en 1898 en la explotación Santa Isabel de la cuenca de Bélmez, con un total de cincuenta y tres mineros muertos, y en el yacimiento de la Reunión, en Villanueva del Río, en abril de 1904, en el que se llegó a hablar de un centenar de fallecidos, aunque sólo se rescataran sesenta y cuatro cadáveres. Tal como señala José Ramón Trujillo en la introducción, para Joaquín Dicenta la mina se convierte en la expresión de las nuevas razas trabajadoras compuestas por cohortes de soldados que arriesgan la vida en el combate con el mineral en uno de los escenarios más hostiles que ofrece el capitalismo a la humanidad. Coincido con Trujillo en que algunas de las semblanzas son antológicas, como las del hampón y los emplomados, con el plomo y el capitalismo emergiendo como protagonistas y verdaderas personificaciones del mal, nacidas de la codicia humana. Yo añadiría a esas semblanzas las de la fundición y la que lleva por título «Lluvia de plomo», en la que denuncia el destino siempre matador del plomo: dentro de la mina, en las cámaras de condensación o en la fábrica, y fuera, para convertirse en proyectil y esparcirse por el mundo para satisfacer codicias, mercar conciencias, consentir explotaciones y favorecer iniquidades. Es de desear que otras colecciones de artículos de Dicenta vayan aflorando en sucesivas ediciones con el mismo celo que Renacimiento dedica a esta.


Los niños perdidos: un ensayo en cuarenta preguntas Valeria Luiselli Sexto Piso: Madrid, 2016 112 págs.

Entender lo impensable Por José de María Romero Barea Al percibir la creciente caducidad de la novela, la narrativa más actual parece haber vuelto a la técnica periodística. Dotada de las herramientas y el ojo inquebrantable del sociólogo, a menudo abrumada por la complejidad y la barbarie informe de la experiencia moderna, la prosa contemporánea dramatiza y otorga un orden psicológico al trozo de vida implacablemente auténtico y documentado. Así, Los niños perdidos: un ensayo en cuarenta preguntas (prólogo de John Lee Anderson) podría ser considerado indistintamente un reportaje literario o un documental de ficción. Un recuento, en cualquier caso, atrapado por las inflexiones del idioma o el ruido de fondo del más sórdido de los informes. Su autora, Valeria Luiselli (México, 1983), parece haber partido del precepto informativo de que, fielmente traducido, el hecho es más rico que cualquier ficción. Rescata la novelista de Los Ingrávidos (2011) la esencia del documental y lo pone en posesión de sus habilidades periodísticas: «Las cifras cuentan historias de terror, pero quizá las historias de verdadero terror, las inimaginables, sean aquellas para las cuales todavía no hay números». Como traductora en la corte migratoria de Nueva York, registra, de forma fiel, el lenguaje, los usos y costumbres de los niños solitarios que cruzan la frontera mexicana para llegar a los EE. UU. Sólo una escritora que ha pasado por la escuela de la novela podía, tan exhaustivamente, dar la sensación de frialdad de los cuestionarios oficiales, del olor a muerte en la carretera, del estridente silencio de los lugares de paso o el desasosegante traqueteo de los engranajes en la maquinaria de la apelación legal estadounidense. «Soy una cámara», proclamaba Truman Capote en A sangre fría, «pero detrás de mí hay una escuela de visión que va de Defoe a Hemingway». Sostiene Luiselli: «Contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas. Pero es una forma de entender lo impensable». Compromete la mexicana, sin embargo, sus simpatías:

«Las historias de los niños perdidos son la historia de una infancia perdida. […] son los niños a quienes les quitaron el derecho a la niñez. Sus historias no tienen final». El puro virtuosismo de la narradora de La historia de mis dientes (2014) atraviesa el escrúpulo del reportero: a través de ella oímos, vemos, olemos. El efecto del libro, además, va mucho más allá de la sórdida fascinación por el hecho migratorio. Niños perdidos sugiere que Norteamérica es posiblemente el lugar más triste de la tierra: que una civilización que hoy es la más próspera, enérgica y productiva del mundo, también está llena de grandes extensiones de sinsentido, mientras desperdicia las posibilidades humanas a formidables escalas. El ensayo parece conducir a un callejón sin salida: «¿Por qué y para qué migraron, si, como en una pesadilla circular, vinieron a encontrarse aquí, en sus nuevas escuelas, sus nuevos barrios, sus nuevas calles, con algunas de las mismas circunstancias de las que habían tratado de huir?». Tal vez fuera el propósito de la escritora: dejar constancia del vacío y la violencia en un artefacto que es apenas un acontecimiento mental, mientras se burla de las pretensiones de atemporalidad implícitas en toda narración. Siguiendo a los niños indocumentados en sus erráticas y atormentadas travesías, nos sentimos abrumados por el sinsentido de un limbo indiferenciado de autopistas y tranvías, paisajes vandalizados y pueblos sin rostro, mientras la observancia de Luiselli deja los caminos de la noche norteamericana a oscuras.

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E l a m b ig ú

Piano en pájaro

Miguel Arnas Artificios: Granada, 2017 78 págs.

La música es tiempo ordenado Por Fernando de Villena Miguel Arnas no ha practicado la música de forma activa, pero ese arte magnífico que posee el más universal de los lenguajes y guarda el tiempo como un ánfora sellada lo ha disfrutado siempre en su interioridad. Para él, la música es el todo armonioso, en ella confluyen el futuro, el presente y el pasado, las voces de la historia, las de sus propios difuntos, la de su esposa, las de sus hijos… El libro entero es una declaración de amor a este sublime arte y al hombre que lo lleva en sí como se lleva en lo más escondido de nuestro ser el reflejo de la Divinidad. Y es que Arnas es conocedor de que la armonía que escuchamos es un eco de la eterna y, así, sus poemas nos parecen fogonazos que nacen de la penetración en lo más hondo de cada música, de cada instrumento, de cada compositor: «No tiene música la lluvia, ni el mar, la selva o las esferas, sino la música es lluvia, mar, selva, esferas. No neguéis al hombre su más alta categoría, la de creador». En esa impresionante penetración en la esencia de las más diferentes músicas (la sacra, el tango, el jazz…), Arnas introduce recuerdos personales: el júbilo del hijito al oír cierta melodía, el tacto de la amada, etc., y analiza las sensaciones que le producen. Distingue entre el ruido (no el silencio, que también es música) y la música. Y como nos hallamos ante un arte tan inefable, el poeta precisa el empleo de soberbias metáforas y símiles: así sabemos que ciertas composiciones «convierten los oídos en basílicas» o que «las notas son estrellas del tiempo». Con su intuición para entender todas las variedades y resortes de la música y también de la danza, Miguel Arnas nos va explicando en la primera parte del libro la grandeza y misterio de este arte, y en la segunda, lo

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que experimenta ante las obras de los diversos compositores. El autor sabe y nos dice que ese arte es el más puro e incontaminado de la semántica y su entusiasmo lo lleva a exclamar: «Gozosa vejez que me dejaste el oído». No es frecuente hallar escritores que antepongan el sentido auditivo al de la vista, y Arnas lo hace. Su prosa poética posee un ritmo admirable nacido de su abrumadora frecuentación de esa gran variedad de audiciones. Otra consecuencia de ello es la gran originalidad de Piano en pájaro. Sólo en algunos momentos del libro la voz de Rilke parece planear sobre el texto, pero ello no le quita, antes bien le añade belleza. Aunque no se empleen aquí versos medidos, la armonía se consigue en los poemas mediante las aliteraciones, las paranomasias, las anáforas, las sinestesias y las reiteraciones sintácticas. Hay sutiles juicios y hondas reflexiones al hilo de la música, y así leemos: «El clave transcurre en las alcobas, el órgano en las basílicas, el reino del primero es las cobijas, la urgente ropa interior abandonada como animalitos blancos, el reino del segundo es las togas, la sutil discusión sobre el destino». No faltan en el libro referencias mitológicas e históricas sobre los diversos músicos y obras musicales a las que dedica los poemas. Pero además, nuestro autor recrea las atmósferas correspondientes de los mismos, desde el Ospedale della Pietà en la Venecia de Vivaldi hasta los locales de jazz o la Viena galante de Mozart. En el poema penúltimo, Miguel Arnas define a numerosos músicos con metáforas o recuerdos y ello nos lleva a señalar otro valor de Piano en pájaro: la fuerza y la novedad de las imágenes utilizadas: la música es «aire latente»; Scarlatti «pasea sus dedos por las teclas como quien acaricia un cañón de sangre». «Si cada árbol goza de ángeles circunvalando», la música de Schönberg también los tiene. Tras la lectura de este libro no podemos por menos que encender nuestro tocadiscos, tal es el entusiasmo que nos trasmite con su bella prosa. Y, como gema final, se ofrece al lector esta sinestesia que nos parece una feliz variación sobre las palabras últimas de Goethe: «Luz, más luz para escucharte».


Recomendaciones de Quimera La hipótesis Saint-Germain Manuel Moyano Algaida, 2017

Hay temas recurrentes en este autor cordobés afincado en Molina de Segura. En esta nueva novela fantástica retoma el de la inmortalidad, ya presente en su obra El imperio de Yegorov, con la que consiguió ser finalista del Premio Herralde de novela 2014. Su formación técnica —ingeniero agrónomo— se deja entrever en toda su obra, lo que le convierte de forma automática en discípulo de Julio Verne. El director de una revista esotérica recibe en su despacho a un colaborador que afirma haber encontrado en un multimillonario americano al inmortal conde de Saint-Germain. A partir de aquí la trama comienza a estirar del hilo en un recorrido hacia atrás en el tiempo, descubriendo todas las antiguas identidades de este atractivo personaje. Esta obra ha obtenido el XVII Premio de Novela Carolina Coronado.

La heredera y los usurpadores Juan Aguayo Drácena, 2017

A caballo entre la novela histórica, de aventuras y de piratas, que no soslaya el realismo mágico, esta obra del historiador madrileño Juan Aguayo, director del Grupo de Información y Documentación de la Antigua Caracas, narra la apasionante historia del capitán Diego de Ovalle (terrateniente, marino y pirata) y de la mágica india Catalina en el marco de la fiebre del cacao en la Venezuela del siglo XVII. Aguayo despliega todo su saber histórico para mostrarnos un mundo convulso y de violencia constante, de rivalidades letales y rencores fatales, de lealtad y de traición, en el que tratan de medrar personajes inolvidables poniendo en juego su vida y su reputación.

El centro del horizonte Roland Buti Piel de Zapa, 2017

Siempre se ha dicho que la literatura suiza tiene cierta querencia por los escenarios rurales y El centro del horizonte cumpliría esta premisa de principio a fin. La acción se sitúa en los cantones francófonos de Suiza durante la dura sequía de 1976, que arruinó a buena parte de los ganaderos y agricultores de la zona. Se nos muestra una Suiza escondida, no tan próspera, mucho más dura, en un entorno rural y extremadamente crudo. Buti tiene el acierto de seducirnos con un tema y una mirada sorprendente que sabe combinar con una prosa de altísima calidad. El libro recibió el Prix Suisse de Littérature de 2014, el máximo galardón nacional a una novela. Una de las grandes novedades de la temporada.

Las cuevas de Haydrahodahós Salim Barakat Karwán, 2017

La editorial Karwán se estrena con esta joya de Salim Barakat, el mayor poeta y narrador kurdo vivo. Esta novela relata la historia del despótico Zioni, príncipe de los centauros Hodarós, que infringiendo el pacto sagrado exige a sus súbditos que le cuenten sus sueños. Esto, unido a la aparición en las crónicas figurativas de una misteriosa figura bípeda, símbolo de la liberación, desencadenará intrigas de poder y confabulaciones que precipitarán un insólito y trágico desenlace. Con predominante tono lírico y un lenguaje poético riquísimo (al que contribuye la magnífica traducción de Valèria Macías Pagès y Kamirán Haj Mahmoud), Barakat esculpe cada frase para crear una fábula con ecos alegóricos y mitológicos de una indiscutible universalidad.

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R e c o m e n d a ci o n e s

La decadencia de Nerón Golden Salman Rushdie Seix Barral, 2017

La toma de posesión de Barack Obama hace que pase desapercibida la llegada a Nueva York de Nerón Golden, un oscuro magnate de origen indio, y sus cuatro hijos. La figura de Golden y su familia enmascara una sátira sobre el ascenso al poder, los oscuros vericuetos de la opinión pública y el magnetismo del dinero en la sociedad americana. El racismo, el fanatismo y el pragmatismo serán sus señas de identidad. Es fácil trasladar la figura de Golden a la de Donald Trump, pero Rushdie tiene el talento de profundizar más y sacar del mefistofélico personaje de Golden un partido extraordinario. Las primeras páginas y capítulos de la novela crean en el lector una sensación adictiva que difícilmente se abandona.

Cierta distancia Miguel Sanfeliu Silex, 2017

«Podría decirse que un escritor es alguien que contempla su propia vida desde cierta distancia»; es una de las numerosas citas que este autor tinerfeño afincado en Valencia acumula en este canto a la literatura. Un libro tan personal como universal por los temas que trata, esa fijación de los escritores por el arte de escribir y por todo lo que tenga que ver con él, la manera de entender la vida desde el prisma de las letras. No es tanto un manual —como así se refiere en la portada— sino una suerte de recorrido interior de un escritor a través de los motivos y pulsiones que le llevan a escribir. Imprescindible para entender esa enfermedad llamada literatura.

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El apocalipsis de nuestro tiempo

Vasili Rozánov Acantilado, 2017

Dentro de la proliferación de libros que recuerdan o reflexionan sobre la Revolución de Octubre de 1917, recomendamos aquí una rara avis. Se trata de El apocalipsis de nuestro tiempo, del filósofo ruso Vasili Rozánov, que analiza (en 1918) la revolución como un fracaso de los valores cristianos para acabar cuestionando las propias esencias del cristianismo (los Evangelios) en favor de un panteísmo naturalista y una religión de la procreación. Dividido en diez fascículos (así se publicó en su tiempo) y con un fascinante estilo profético que integra exhortaciones, exclamaciones y voces externas, desarrolla una tesis lúcida y aguda de las causas últimas del final de una época.

Botánica para bebedores Amy Stewart Salamandra, 2017

La literatura y el alcohol han mantenido secularmente una relación de amor odio (más amor que odio) y por ello queremos recomendar en Quimera esta obra de Amy Stewart que, bajo el subtítulo «las plantas que han dado origen a las mejores bebidas del mundo», hace un exhaustivo repaso de la botánica que ha propiciado las bebidas más famosas (tanto alcohólicas como no). Con rigor y desenfado, dueña de una prosa amena y precisa, Stewart escribe un delicioso libro plagado de anécdotas, curiosidades, imprescindibles recetas de cócteles originales y hasta consejos para sembrar y cuidar estas plantas en nuestra propia casa.




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