Quimera Revista de Literatura | Número 411 | Marzo 2018

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Los Beatles publi:PORTADA 282 9/2/18 12:06 Página 1

Alfons Cervera

La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona

Dos jóvenes salen del pueblo de Los Yesares para asistir al concierto y lo que se encuentran no es el griterío de las gradas acompañando aquellas canciones sino el horror más insospechado. Uno de los policías más violentos del franquismo representa ese horror, la crueldad de un poder que no necesita explicar ni justificar nada para ejercer esa crueldad con la impunidad más absoluta. La música de los Beatles suena en los tendidos de la plaza.

Piel de Zapa Piel de de Zapa Zapa Piel


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ColaborAN en este número:

David Aliaga, Amaya Aznar, John Banville, Nadia Barrera, Carles Batlle, Enrique Benítez Palma, Augusto de Campos, Pablo J. Casal, Ángel Cerviño, Eloy Fernández Porta, Juan Francisco Ferré, Aitor Francos, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Max Hidalgo Nácher, Mario Martín Gijón, Eduardo Moga, Daniel Mordzinski, Andreu Navarra, César Núñez, Marco Antonio Núñez Cantos, Stéphane Pagès, José María Paz Gago, Julián Ríos, Noemí Sabugal, Alba Tor FOtografías de portada y Dossier:

Daniel Mordzinski ©

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

Director:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980 Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime: Gráficas Gómez Boj

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA –Marzo 2018

La obra de Julián Ríos (Vigo, 1941) se yergue como una isla dentro de la literatura española actual. Con una quincena de libros entre los que destacan Larva (1984), Sombreros para Alicia (1993), Álbum de Babel (1995) o Puente de Alma (2009) —premio Laure Bataillon al mejor libro extranjero en 2010—, constituye una obra plural, novedosa y constantemente renovada, con una indiscutible voluntad estética, y que aprehende y al tiempo actualiza la gran tradición, trascendiendo el marchamo de vanguardista. Por ello hemos querido dedicarle en Quimera. Revista de literatura un amplio dossier, coordinado por Mario Martín Gijón y Max Hidalgo Nácher, en el que participan el propio Max —en cuyo artículo incluimos un soberbio poema visual de Augusto de Campos—, Eloy Fernández Porta, Stéphane Pagès, Marco Antonio Núñez Cantos, Juan Francisco Ferré y Ángel Cerviño, con magníficas fotografías de Daniel Mordzinski. Una mirada múltiple a un autor destinado a formar parte de la gran historia de la literatura.

Edita:

JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

El salón de los espejos

La voz humana

Entrevista a John Banville – 4

Entrevista a Carles Batlle – 46

El cielo raso

Einstein on the Beach

Julián Ríos

Enrique Benítez Palma.

Max Hidalgo Nácher y Mario Martín Gijón.

El verano español de Nordahl Grieg – 51

Leer a Julián Ríos – 10 Julián Ríos y Eloy Fernández Porta.

Fernando Clemot.

Max Hidalgo Nácher.

Solenoide y Bucarest: algunos escenarios

Fábulas del país de Jaula / El porvenir de la literatura – 16

de la novela a través de Google Maps – 54

Stéphane Pagès. Larva, agudeza y arte de novelar – 26 Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia

sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El ambigú

Marco Antonio Núñez Cantos.

José María Paz Gago:

Larva: «a great feast of slanguages» – 29

Tener una vida de Daniel Jándula – 58

Juan Francisco Ferré.

Andreu Navarra:

La novela Ríos

El año nuevo de los árboles de David Aliaga – 59

o la cuadratura del círculo vicioso de Babel – 32

Nadia Barrera: Otras tardes de Luis Loayza – 60

Ángel Cerviño.

Rebeca García Nieto: Zambullidas de Yolanda Izard – 61

Sólo se anacoluta una vez

Mario Martín Gijón:

(Asesinato en el taller de escritura) – 39

Lo profundo es la piel de Eduardo Moga – 62

Los pescadores de perlas

Provocatio de Sara Herrera Peralta – 63

Microrrelatos inéditos de César Núñez – 43

Eduardo Moga:

sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por

El holandés errante

Pero la ciudad está hecha de eso – 12

El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Aitor Francos – 44

Alberto García-Teresa:

Seis sextetos de Juan Carlos Elijas – 64

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a John Banville Por Noemí Sabugal Fotografías de Pablo J. Casal. Entrevista publicada en el número 361 de Quimera (diciembre de 2013)

Banville tiene el humor socarrón del que te habla en serio pero se ríe por lo bajo. Y, últimamente, insomnio. Dice que lo combate bebiendo y escuchando audiolibros. Ahora mismo está con La copa dorada: veintidós horas de grabación. Confiesa que Henry James es su escritor de cabecera y en su última y apurada visita a España (para recoger el Premio Leteo en León y participar en los Encuentros del Instituto Cervantes en Madrid) tuvo un hueco para esta entrevista. En ella cuenta cómo su doble personalidad literaria —John Banville y Benjamin Black, para sus novelas de género negro— ha sumado una tercera incorporación al asumir el papel de Chandler y escribir una nueva novela de Philip Marlowe. También desvela que su próxima obra se titulará La guitarra azul, una historia sobre un pintor fracasado y el robo como «pasatiempo erótico».

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En alguna ocasión ha dicho que «es duro ser escritor en el país de Joyce, que lo metió todo en los libros, y de Beckett, que lo sacó todo». Bueno, cada uno debe encontrar su propia voz, escoger su propia dirección. No puedes quedarte bajo la influencia de los grandes escritores del pasado, tienes que intentar ser independiente. En mi caso se suele hablar de Beckett y Nabokov, aunque creo que si tengo alguna influencia es sin duda de Henry James y de W. B. Yeats. Pero sí, es difícil ser escritor en un país que ha producido tantos buenos escritores; aunque también te estimula. ¿El Ulises de Joyce es el libro seminal de toda la literatura irlandesa que vino después? Para cualquier escritor es complicado lidiar con la tradición y en Irlanda más, a causa de estos grandes autores. En el caso del Ulises ocurre que además tengo una relación difícil con esta obra. Cuando lo leí tenía diecisiete años y estaba enamorado de una chica de Liverpool con la que mantenía una relación a distancia. Sólo la veía una vez al año. Una vez fui a visitarla, pero las cosas no salieron como yo esperaba y ella me dejó. Ese día había comprado mi primera edición del Ulises, así que sobre sus páginas aún hay rastros de mi llanto. ¿Se puede escribir sobre Irlanda sin hablar de la Iglesia católica? Es difícil. Pero la verdad es que muy pocos de los grandes escritores irlandeses eran católicos. La mayoría de los grandes eran protestantes: Beckett, Yeats, Oscar Wilde, Swift. Todos protestantes. Joyce es casi el único gran escritor católico. Quizás la gente no se dé cuenta de ello, pero así es. Tal vez ahora la cuestión religiosa no tiene tanto peso. Es verdad, los jóvenes escritores no se preocupan demasiado por la Iglesia. Creo que la religión se ha convertido en algo irrelevante para la juventud. A ellos no les han hecho sentir tan culpables como a mi generación, aunque yo creo que la culpa es muy útil para escribir. Es bueno para los escritores reflexionar sobre la culpa. La culpa parece algo muy propio de Irlanda y de su historia. En realidad yo no escribo sobre Irlanda. Creo que mis libros podrían ocurrir en cualquier sitio. Tal vez mi reputación aquí no es la misma que en mi país, porque allí no soy visto como un escritor muy irlandés. Es más, creo que no soy una persona muy popular en Irlanda.

Como escritor no me preocupa la crisis económica u otros problemas similares; aunque como ciudadano sí, claro. La verdad es que a mí no me interesa lo que la gente hace, me interesa lo que la gente es. ¿Y todo escritor es una isla? Lo digo por la incomunicación que produce el trabajo creativo. Escribir es un negocio extraño. Cuando era pequeño mi madre me dijo que me volvería ciego de tanto leer. En Irlanda —creo que también en España— se dice que hay otra cosa que te deja ciego. Sin duda la literatura tiene algo de onanismo. El escritor se sienta solo en un sitio durante meses o años, fabricando sueños. El escritor crea sus sueños y ese es un asunto privado. Lo raro es que después otra gente los comparta. ¿Hace apuestas sobre el Premio Nobel con sus amigos o cree que da mala suerte? Mi contable sí. Apuesta por mí todos los años, pero ya se está desanimando. Creo que no hay forma de adivinar quién ganará, todo el mundo suele equivocarse en sus predicciones. ¿Qué le fascina de los científicos para que haya hecho tantos libros sobre ellos (Copérnico, Kepler, Newton) y para que la ciencia esté presente en muchas de sus novelas? Cuando era joven quería escribir sobre el proceso creativo. Pero no quería escribir sobre arte y entonces decidí escribir sobre ciencia porque descubrí que en este campo el proceso creativo era el mismo. El resultado es diferente, pero el proceso es igual. Siempre he querido escribir una gran novela sobre Einstein o Heisenberg, pero nunca he tenido valor para hacerlo. ¿Y por qué no sobre pintores, ya que a usted siempre le ha gustado la pintura? La pintura aparece en mis libros, pero es verdad que nunca he escrito sobre pintores. Aunque sí es el caso de la novela que estoy escribiendo ahora, que habla sobre un pintor fracasado. Se llama La guitarra azul. Trata de un pintor que ya no pinta y se dedica a robar cosas, lo que me parece un pasatiempo muy erótico. ¿Cuándo espera publicarla? No lo sé. Me gustaría tenerla acabada para finales del año que viene, pero el mío es un proceso muy lento. ¿Qué escritores en lengua española son sus favoritos?

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a John Banville

He leído a Javier Marías y me gusta mucho su humor, es muy sutil y algo excéntrico. Creo que en mis libros hay un humor muy parecido. Ahora estoy leyendo Dublinesca, de Vila-Matas, porque aparezco en el libro, aunque me resulta raro ver mi nombre en él.

No es bueno mezclar la

Creo que también le gusta Bolaño. Sí, aunque en mi opinión está sobrevalorado. Creo que es buen escritor, pero no entiendo la locura que hay por Bolaño.

suele funcionar y se

Todos los escritores quieren ser traducidos al inglés, pero a veces la literatura anglosajona parece mirarse sólo a ella misma. El inglés es casi como una lengua franca, está por todo el mundo. No se traducen muchos autores, así que no sabemos muy bien qué está ocurriendo fuera y nos estamos perdiendo toda esa literatura. Me parece algo terrible, la verdad, porque casi parece que la literatura en inglés es la única que existe y eso no es así. También es un problema para otros países, que se ven empujados a leer la literatura anglosajona. Incluso los franceses están siendo invadidos por el inglés. Y eso tiene como resultado que los escritores en otros idiomas corren el riesgo de quedarse en esa periferia. ¿Ve alguna solución? Creo que los Gobiernos deben apoyar que se traduzca la obra de su país. Los políticos dirán que hay cosas más importantes, que hay que invertir en escuelas y hospitales, y estoy de acuerdo; pero si lo mejor que se está escribiendo en tu lengua no se está leyendo fuera, me parece un desastre. En su último libro, Antigua luz, dice que Madame Memoria es una gran y sutil fingidora. ¿Pero en cuántas historias ha solicitado la ayuda de esta insigne dama? Todas las historias se escriben en pasado y por lo tanto recuerdan lo que ya ha ocurrido. Y supongo que a medida que me hago mayor me voy obsesionando más. La infancia me parece más vívida que la semana pasada. Aunque en realidad yo siempre he estado obsesionado con el pasado. Incluso cuando era joven y no había vivido nada. Creo que con cinco años ya era un nostálgico.

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política o los problemas sociales con el arte. No suele hacer mala política y mal arte a la vez. El paso del tiempo siempre es un tema importante en su obra. Es importante para cualquiera. De alguna manera vivimos en el pasado, es lo que nos sostiene. Pasamos mucho tiempo pensando en el pasado. La memoria es la acumulación de experiencias, es la vida en sí misma. Usted ya tiene su propio Jekyll y Hyde al escribir como John Banville y como Benjamin Black. Y ahora va a triplicar su personalidad literaria al ponerse en el lugar de Chandler para escribir una novela de Philip Marlowe. Sí, en cierta manera voy a ser Chandler. Siempre he sido un gran fan y leo a Chandler desde los diez años. Estaba un poco preocupado por no poder imitar su voz, pero creo que he sido capaz; o quizás me equivoco, no sé. Al principio me costó, pero después lo disfruté mucho. La novela será la secuela de una de sus obras, aunque prefiero no decir de cuál. Se titulará La rubia de los ojos negros, uno de los títulos de Chandler, que dejó anotados como veinte o así, aunque a mí no me gusta demasiado. ¿Cómo le convencieron los herederos del escritor estadounidense para aceptar este encargo? Los herederos de Chandler me preguntaron hace cinco años si estaba interesado y les dije que no. Pero hace un año decidí que sí porque pensé que podía emular la voz de Chandler. Además me gustan las aventuras, me producen la emoción de ser joven. Y


Chandler es un gran estilista, siempre admiré su estilo. Cambió la novela negra.

Son dos enfoques distintos y supongo que eso también hace que la crítica las considere de forma diferente.

El año pasado se publicaron en España «La puerta de bronce» y otros dos relatos de género fantástico que Chandler escribió y que seguían inéditos en nuestro país. ¿Por qué la literatura que solemos llamar «de género», como la negra o la fantástica, no suscita las alabanzas de la crítica? No he leído esos relatos, pero respecto a lo que dice de la crítica no sé qué decirle porque yo no creo en los géneros. Los libros deberían estar ordenados en las librerías por orden alfabético, sin más, no divididos por temas. No me gusta la idea del género, hay buena literatura y mala literatura, eso es lo único que importa. Algunos de los mejores escritores del siglo XX están en la novela negra, como Simenon o Chandler. Por otra parte, en la novela negra suele haber un crimen, pero creo que también se puede hacer una novela negra sin un crimen. Esa es mi ambición.

Hace poco Dennis Lehane se quejaba de esto. De cómo los autores «de género» no parecen tener permitido el acceso a los círculos más «literarios». Bueno, los escritores de novela negra siempre se están quejando de eso. Pero lo cierto es que Dennis Lehane es muy buen escritor y creo que merece tener mayor atención por parte de la crítica. Como ya he comentado, Simenon me parece uno de los mejores escritores del siglo XX, en cualquier género, porque él trascendió el género. Simenon ha sido una inspiración muy importante para mis novelas como Benjamin Black.

Como en En busca de April. Es lo más cerca que he estado de conseguirlo. Supongo que pueden ser novelas tan buenas o tan malas como aquellas que se consideran más «literarias». Sí, claro. Aunque en mi caso mis novelas negras son muy diferentes de las otras. Y tampoco espero que sean iguales porque, como he dicho en varias ocasiones, Black es un artesano y Banville intenta ser un artista.

En esas obras retrata el depresivo Dublín de los cincuenta. Con lo que está ocurriendo en el ámbito socioeconómico, ¿regresaremos a esos años? Tengo sesenta y siete años y ya he pasado por muchas crisis. La gente joven parece que piensa que esta es la única crisis y no es así. En los ochenta éramos más pobres de lo que somos ahora, la diferencia entonces era que no teníamos la experiencia de ser ricos. La crisis parece más terrible porque durante algún tiempo nos ha parecido que teníamos dinero. Hemos vivido una fiesta salvaje durante algunos años y ahora tendremos resaca durante otros tantos, pero lo superaremos. Las resacas se acaban y estos ciclos suelen ocurrir.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a John Banville

¿El género negro puede ayudar a hacer un buen diagnóstico de esta crisis económica? Puede ser. Pero creo que no es bueno mezclar la política o los problemas sociales con el arte. No suele funcionar y se suele hacer mala política y mal arte a la vez. ¿Quizás la exigencia del compromiso estorba a la libertad de la creación? Si yo siento que quiero escribir una novela en la que se trate la crisis económica, puedo hacerla, pero la idea no es escribir un libro sobre cómo es la crisis económica. Los libros tratan sobre la vida y en la vida hay muchos aspectos a los que hay que hacer frente, pero mi labor no es decir cómo. La serie de la BBC basada en Quirke, el protagonista de las novelas de Black, se estrena a finales de este año. ¿Ha visto ya algún capítulo? ¿Le gusta? Hay tres episodios grabados y he visto el primero. Creo que es muy buena. No he escrito el guión, pero puedo decir que está muy bien. Es muy atmosférica y creo que realmente capta los años cincuenta tal y como yo los recuerdo. Dígame, ¿por qué Banville escribe a mano y Black en un ordenador? Porque Banville quiere escribir lentamente y lo consigue con un bolígrafo y un papel, pero eso es muy despacio para Black. Por tanto son dos maneras de escribir totalmente distintas y producen libros completamente distintos. Cuando empecé a escribir la primera historia de Black lo hice a mano, pero me di cuenta de que era demasiado lento y cambié. ¿Qué le ha aportado el trabajo periodístico a su literatura? Nada. Supongo que trabajar como editor en un periódico me hizo ser aún más cuidadoso con el lenguaje, pero eso es todo.

Escribir es un negocio extraño: el escritor crea sus sueños y es raro que otra gente los comparta. do periódicos como antes. También los periódicos de Irlanda están teniendo problemas muy serios porque la información ya está disponible en otros sitios ¿Qué opina del periodismo que se está haciendo en Internet? No lo sé porque no lo leo. Mando emails pero del resto no sé nada. Tengo teléfono móvil y reconozco que es útil, en lo demás soy un dinosaurio. Entonces ni hablamos del libro electrónico… Soy demasiado viejo para esas cosas. Y adoro el libro, para mí es uno de los inventos más hermosos del mundo. Por eso no puedo leer en kindle ni en ninguno de esos aparatos, aunque mis hijos sí lo hacen. Pero hay que recordar que Umberto Eco predijo en los sesenta que la cultura en el futuro sería en imágenes y sin embargo ahora todo el mundo está leyendo en esos aparatos y en los móviles. Eso me parece muy importante. Por cierto, ¿ha aceptado ya su cerebro The Little Museum of Dublin (El Pequeño Museo de Dublín)? ¿Cómo sabe eso? Lo he leído. Sí, dije que les donaría mi cerebro para que así todo el mundo pudiera ver lo pequeño que es en realidad. Pero al final parece que resulta demasiado grande para The Little Museum.

Noemí Sabugal

(Santa Lucía

de

Gordón, León, 1979) es li-

cenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de

¿Sabe que en España más de diez mil periodistas han perdido su empleo en los últimos cuatro años? ¿De verdad? Qué desastre. Lo cierto es que el periodismo siempre ha dependido mucho del momento en el que se produce y ahora, en el caso de la prensa, si vas a un parque o entras en un autobús, no ves a nadie leyen-

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Madrid. Ha trabajado para distintos medios de comunicación, como Diario de León y El Mundo. Su primera novela, El asesina-

to de Sócrates (Alianza Editorial, 2010), fue finalista del XI Premio Fernando Quiñones. Con Al acecho (Algaida, 2013) resultó ganadora en la XXXI edición del Premio de Novela Felipe Trigo.


Leer a Julián Ríos

Por Max Hidalgo Nácher y Mario Martín Gijón – 10

Pero la ciudad está hecha de eso Julián Ríos y Eloy Fernández Porta – 12

Fábulas del país de Jaula / El porvenir de la literatura

Julián Ríos

Por Max Hidalgo Nácher – 16

Larva, agudeza y arte de novelar Por Stéphane Pagès – 26

Larva: «a great feast of slanguages»

Por Marco Antonio Núñez Cantos – 29

La novela Ríos o la cuadratura del círculo vicioso de Babel

Por Manuel España Arjona – 32

Sólo se anacoluta una vez (Asesinato en el taller de escritura) Por Ángel Cerviño – 39

Fotografías de Daniel Mordzinski

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El cielo raso

Leer a Julián Ríos Por Max Hidalgo y Mario Martín Gijón En un momento en que la novela española, influida por el casi monopolio de ciertos grupos editoriales, transcurre por los cauces más previsibles del conservadurismo estético, de la linealidad y el narcisismo publicitario, cuando muchos novelistas que se consagraron en los años ochenta y noventa no hacen sino repetirse a sí mismos (y a las editoriales les parece perfecto: mejor que no arriesguen, no vaya a ser que vendan menos), la obra de Julián Ríos (Vigo, 1941) no cesa de renovarse. Desde Larva (1984) hasta Puente de Alma (2009), que recibió en su versión francesa el prestigioso premio Laure Bataillon al mejor libro extranjero del año en 2010, pasando por Sombreros para Alicia (1993) o Álbum de Babel (1995), su obra aparece como una isla libre que se yergue a los cielos, que resiste contra la corriente y que, a quienes se adentran en ella, ofrece una actualidad pasmosa y abre los ojos a la posibilidad de una estética que no reniega de la ambición que evocan nombres como los de James Joyce, Arno Schmidt o Haroldo de Campos, y que, frente a la autarquía de buena parte de la literatura española, juega en un terreno global donde Cervantes y Rabelais, Sterne y Carroll, Borges y Nabokov, Octavio Paz y Juan Goytisolo son, todos ellos, contemporáneos; al igual que lo son, pues hay Amores que atan (1995), sus criaturas alfabéticas (desde Albertine hasta Zazie, pasando por Lolita), las cuales interpelan, junto con ellos, al curioso lector. No estamos lejos de creer, como afirma Juan Francisco Ferré, que «si no fuera por Ríos, la literatura española sería un velatorio interminable por la defunción de la lengua española y su descomposición púdica y pública». Frente a todos los que nadan a favor de la corriente, Ríos ha seguido fluyendo y fecundando lecturas. Ríos profundos gracias a los cuales el desierto no

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ha avanzado tanto como parecería y la esperanza en nuestras letras no puede marchitarse. Larvatus prodeo, podría decir el escritor gallego que hizo de Londres su reino y vive ahora en las afueras de París dedicado a una escritura plural que, sin renegar de la ruptura que supuso en su momento Larva, ha seguido creciendo y reencontrando el ancho cauce de la tradición. No importa el lugar que le haya reservado hasta ahora nuestra academia. Ni que todavía esté pendiente en nuestro país una primera tesis doctoral sobre el escritor (la única de la que tenemos noticia hasta la fecha, «Analyse du discours dans Larva (1984) de Julián Ríos: le jeu de l’écriture, le jeu du roman», ha sido defendida en Francia por Stéphane Pagès, quien participa en este dossier, en el año 2000). Hay procesos que son irreversibles: la mayoría de los «clásicos modernos» han recibido un reconocimiento público fuera de su país antes que en su propio espacio nacional, en el que generalmente han sido recibidos en un primer momento con incomprensión. Ríos, que forma parte con todas las letras de nuestra literatura, también entrará en nuestras universidades. Y, ese día, no será la confusión ni el caos, sino que será un día de fiesta. No podemos aquí menos que volver la vista al pasado para recordar, alegremente, las palabras de Friedrich Schlegel en «Sobre la incomprensibilidad» (1800): «El hecho de que la reconocida incomprensibilidad del Athenaeum sea tan reconocible es finalmente un consuelo, puesto que nos enseña que se trataba de un mal pasajero». Schlegel, irónico y profético, anunciaba: Durante mucho tiempo hemos visto relámpagos en el horizonte de la poesía […]. Pero pronto ya no se tratará de tormentas aisladas: el cielo entero arderá en una sola llama, y cuando esto suceda todos vuestros ridículos pararrayos resultarán inútiles. En ese


momento dará realmente comienzo el siglo XIX, y el pequeño enigma de la incomprensibilidad del Athenaeum quedará resuelto. ¡Menuda catástrofe! Porque entonces habrá lectores que sabrán leer: en el siglo XIX todo el mundo podrá saborear con deleite los Fragmentos después de comer, sin necesidad siquiera de cascanueces para romper la cáscara de los más duros e indigestos.

¿Aprendieron a leer los lectores del siglo XIX? ¿Aprendimos los lectores del siglo XX a leer el work in progress joyciano, del que decía Ríos que era «una obra que se alza inaccesible aún en este nuevo siglo, como un Himalaya al que apenas logramos acercarnos con la ayuda de sherpas, porteadores y portemanteadores con sus mantas y mantras»? ¿Aprenderemos a leer a Ríos los lectores del siglo XXI? Mientras seguimos esperando su Auto de Fénix, ríos de escritura siguen concitando lecturas sin fin, lecturas que circulan entre tiempos y espacios, que comunican entre sí de modo paradójico y creativo. Ofrecemos en este dossier un breve muestrario de media docena de autores: Eloy Fernández Porta, Max Hidalgo Nácher, Stéphane Pagès, Marco Antonio Núñez Cantos, Juan Francisco Ferré y Ángel Cerviño. Junto con ellos, tenemos el placer de incluir un poema de Augusto de Campos a modo de homenaje al autor. A todos ellos les agradecemos su participación, así como a Julián Ríos, que ha colaborado generosamente con nosotros en la preparación del dossier, y al fotógrafo Daniel Mordzinski, que ha autorizado la publicación de sus fotografías. Habrán quedado, sin embargo, muchas cosas en el tintero. Entre ellas, la gran importancia de la pintura en la obra de Ríos, así como sus colaboraciones con Antonio Saura, Eduardo Arroyo y Ronald Kitaj, tema que bien merecería un monográfico.

Por lo demás, con las vueltas del tiempo y de la escritura, una cosa queda clara: la etiqueta de vanguardista se le queda pequeña a un escritor que, como Ríos, bebe del gran tronco común de la literatura y, desde el presente, la renueva. Como afirma el escritor en conversación con Max Hidalgo Nácher: «Hay momentos en que es el pasado el que salva el futuro de la literatura. Y creo que estamos en uno de esos momentos. Estamos en un momento en el que la verdadera radicalidad, esa modernidad intemporal, está presente en el pasado de la literatura española. Y sospecho que el futuro de la literatura española también está en su pasado. Cervantes y después».

Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979) es crítico y escritor, autor de seis ensayos, tres libros de narrativa y tres poemarios. Próximamente aparecerá su libro Ut pictura poesis y otros

tres relatos.

Max Hidalgo Nácher es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universitat de Barcelona. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad de Rosario (2013), Harvard (2016) y en la Universidade de São Paulo (2015 y 2017). Interesado por la historia de la teoría literaria del siglo XX y por las escrituras de la modernidad, actualmente estudia —en el marco de una investigación sobre la renovación de los paradigmas críticos en España e Iberoamérica— el valor específico de la obra de Haroldo de Campos y su lugar en la crítica del siglo XX.

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El cielo raso

Pero la ciudad está hecha de eso Julián Ríos y Eloy Fernández Porta

Eloy Fernández Porta: Como decíamos a propósito de las correrías por Londres y por Berlín, callejear es adiestrarse en un sistema de signos y, en última instancia, elaborarlo. Me gustaría que hablaras sobre esos cuadernos de paseo que al parecer te acompañan a todas partes y donde quizá esté el germen de algunas obras tuyas. Julián Ríos: El germen de una obra no, exactamente; más bien puede ser el germen —de hecho lo es muchas veces— de una frase, de un pasaje, de un capítulo o de una historia. Es un hábito adquirido desde hace mucho. Unas veces, en Inglaterra, eran unos cuadernitos muy pequeños, que entran fácilmente en el bolsillo, y otras veces son alemanes, más o menos siempre del mismo tamaño, muy pequeños, y que me sirven para tomar notas. Diría que es algo casi naturalista: podríamos de-

cir, irónicamente, de escritor naturalista que lleva unas notas para verificar lo que ve y anotarlo: para fijar lo efímero. Larva está sustentada sobre esas pequeñas cosas observadas, banales. Pero la ciudad está hecha de eso: puede ser un anuncio, un trozo de conversación oído al azar, la descripción de un lugar o de un café, muchas personas vistas al azar o sorprendidas, lo mismo que un pintor puede hacer pequeños croquis. Eso forma parte de un afán que siempre me ha perseguido, el de coleccionar lo máximo posible sobre lo que voy a escribir. Incluso a veces he hecho viajes inútiles e insensatos: voy a visitar sitios para verificar si eso está ahí. Esa manía de escritor que quiere verificar las cosas tendría antecedentes muy ilustres, como el de Joyce pidiéndole a su tía, cuando vivía en Zúrich, detalles precisos de cuántos escalones había en el acceso a la casa de Leopold Bloom. Son detalles que me interesan poderosamente y que una serie de escritores han tomado, quizá, de una tradición puramente realista. Hay esa anécdota, que siempre

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El cielo raso

Pero la ciudad está hecha de eso. Julián Ríos y Eloy Fernández Porta

me ha divertido, de Joyce posando para un joven pintor irlandés, quien le hablaba de que para él el retrato era captar la vida interior del alma del personaje. Y Joyce, con mucha ironía, le dijo: «Preocúpese más bien, joven, de pintarme bien la corbata». Pretendidamente, para hacer creer que lo que uno está escribiendo en un libro es más real que la realidad, tomar datos y cosas. Constantemente, si no tengo ese cuadernito que tú mencionas, puede ser el reverso de un tíquet de metro, donde anoto algo que me llama la atención. Lo mismo pasa con mis fichas y notas. En algunos casos, ese mismo hecho de escribirlas o de anotarlas, que parece como si fuera una pequeña manía antigua, hace que luego los recuerde más fácilmente. A veces no tengo ni siquiera necesidad de recurrir a ellos: el hecho de que me haya fijado para escribirlo, para anotarlo... diría que todo lo que no escribo se evapora más fácilmente que lo que escribo. O sea que ese es un afán de conservar: el mismo que me lleva muchas veces a ir a fotografiar un sitio para tener ese detalle realista que a lo mejor sirve luego de punto de partida. E. F. P.: Respecto a este asunto de la precisión, es interesante que, por ejemplo, en relación con el Ulises y la descripción de la vida cotidiana de Bloom, algunos lectores se vieron sorprendidos por el hecho de que, siendo esa novela como es —entre otras muchas cosas— la superación del paradigma realista en literatura, de hecho la reproducción del espacio urbano de Dublín quiere ser muy fiel, muy precisa: podría reconstruirse Dublín a partir de la novela. Y eso, en cierto modo, también está en tu propia relación con las ciudades e indica que el realismo se supera por otras vías —se supera por la vía de la psicología, de la relación con lo visible, de la representación del tiempo—, pero hay ese elemento detallista o de atención a la particularidad del espacio que no se tira por la borda, vamos a decir, en el barco del vanguardismo. J. R.: En cierto modo una cosa no está reñida con la otra. De la misma maneraa que en la pintura cubista la inclusión de un trozo de periódico, de empapelado o de un objeto material en el cuadro es casi como un deseo: a pesar de que luego se vaya a hacer una gran distorsión de los volúmenes, hay también el deseo de conservar esas reliquias de lo real, de dejarlas allí como testimonio. E. F. P.: En un pasaje de Poundemónium, hacia el principio de la novela, la descripción del acto sexual se

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prolonga súbitamente, sin solución de continuidad, en el recorrido nocturno por la ciudad. El cuerpo es, entonces, una geografía para las correrías, para la «deseorientación». Es un cuerpo sin cartografía, por tanto. J. R.: No estoy seguro de que sea un cuerpo sin cartografía: creo que es un cuerpo con mapa. Las ciudades, como los cuerpos, en un sentido más o menos metafórico, hay que recorrerlas. El recorrido de la ciudad es la posesión de la ciudad. Por eso en las ciudades es muy fácil perderse, como también es muy fácil perderse en los cuerpos que no se conocen bien. Creo que el conocimiento de una ciudad consiste en hacerla tuya. La ciudad es también un magnífico modelo, o un equivalente, de lo que puede ser la lectura, la literatura. En una ciudad es fácil perderse cuando no la conocemos: solamente después de frecuentarla acabamos sabiendo guiarnos, orientarnos dentro de ella, cosa que también sucede con la literatura. El hecho de que el cuerpo requiera una frecuentación, un conocimiento profundo —me refiero al encuentro erótico— lo podría comparar con una ciudad. Y, efectivamente, es más fácil conocer una ciudad que un cuerpo. E. F. P.: Si hablamos de Londres, por ejemplo, el que presentan tus novelas es un Londres nocturno, más bien canalla, en que los monumentos aparecen bajo una luz distorsionada, a ratos expresionista. Podría decirse, y este es un comentario un poco histórico, que a tu ciudad la has despojado de la angustia moderna y del estrés posmoderno, y la has convertido en un lugar para la celebración, en un espacio festivo. J. R.: Bueno, el Londres de Larva, digámoslo así, no solamente es nocturno: es también muy real. Los lugares no son los lugares de prestigio del Londres turístico: son los lugares de la emigración, de los extranjeros que viven en ciertas zonas de la ciudad, y también de los jóvenes de la época. Es el Londres que yo conocí y viví, o sea que no es nada que venga de Dickens o de unas lecturas, sino que viene de mi conocimiento profundo de Londres, quizá la ciudad que conozco mejor de todas, mejor que cualquier ciudad española, por ejemplo. Y ese Londres fue explorado con gran interés, porque representaba... zonas de gente que yo conocía, zonas en las que viví, sitios en los que estuve, etcétera. No sé si es una ciudad sólo de la celebración,


porque es también muchas veces una ciudad de la soledad: es el sentimiento de ser un extranjero permanentemente, de ser alguien, en cierto modo, alienado —ese alien, en el sentido inglés, que está en el espacio en que uno se considera extranjero—. Yo diría que, lo mismo que hay una ciudad española, La Coruña, que se define como la ciudad en que nadie es forastero, Londres para mí representa la ciudad en que todo el mundo es forastero. Le quito, quizá, angustia al fenómeno, puesto que todos los que se encuentran en el espacio de contacto de los protagonistas de la novela son, a su vez, extranjeros. Y eso pasa con todos: los camareros, gente que trabaja en oficios diversos, empleos subalternos, etcétera. En este sentido, no es el Londres imperial, no es el Londres anglosajón ni el Londres turístico de los sitios más o menos prestigiosos: es un Londres tal como era para el extranjero y para el emigrante en esa época. E. F. P.: Ciertamente, no todo es nocturnidad y celebración, en esa ciudad, porque, además del deseo... J. R.: ...yo diría que no todo es «nocturnidad y alevosía», pero... E. F. P.: ¡Ah, pero hay bastante alevosía! J. R.: ¡Hay bastante alevosía, eso es verdad! E. F. P.: Y además de la alevosía hay otra dimensión no sólo festiva de la ciudad, que es la de la voracidad y la comida. «Acabados los malos tragos de la tragedia, empieza el comecome de la comedia», se dice en algún momento de Larva. Y esto se describe en detalle en Casa Ulises, en tu recreación del capítulo de los Lestrigones, donde la vida ciudadana se cuenta a partir de las pulsiones alimenticias: todo son devoradores y devorados. Ahí, por una parte, está ese sentido de la promiscuidad y la comunión popular, tan rabelaisiano: el hermanamiento de la comunidad en la comilona. De este asunto suele hablarse como si fuera algo exclusivamente positivo —la fiesta, la bebida, lo carnavalesco—, pero hay una parte más terrible de lo rabelaisiano, más voraz, que es el dog eats dog, ¿verdad?

hambre... Hay esa célebre novela que leí cuando era adolescente, Hambre, de Knut Hamsun... Luego yo he sentido lo que es que te duelan las mandíbulas de hambre. En uno de los episodios, el protagonista se desvanece de hambre, cuando da un paseo por el fabuloso delicatessen de Harrods, y ahí empieza a ver los salamis salomónicos y a delirar con esa imagen. Hay toda la fascinación por la comida llevada precisamente por el hambre, por el deseo material de comer. Pero no como algo que sea simbólico, textual; no: el hambre física invade la escritura. Y bueno, cuando le lleva a una señora las bolsas de la compra y está muerta de hambre y ahí empieza a describir todo eso... Hay todo un capítulo de Larva que es el capítulo de la comida y de la devoración, en que, si puede haber alguna vez en mi escritura un tour de force o un tour de farce, de farsa, sería... Lo mismo cuando hice el homenaje a las palabras españolas de origen árabe: con un reducido núcleo de palabras transformé eso en una especie de gran fantasía árabe que en inglés se titula, por sugerencia mía, Alhambresque —una especie de «alhambresco», del mundo de la Alhambra. Bueno, pues hago que hasta los libros se transformen en motivo de devoración. Recuerdo que en la obra de Rabelais se describe la encuadernación como un «faux filet doré sur tranche gras», con cosas de la impresión, de la encuadernación. Hasta los libros se transforman en materia de devoración: la propia escritura se transforma en un banquete parricida como el de Las 1001 noches, o como homenaje a Sancho. Todo ese objeto del deseo de devoración acaba siendo transformado en comida, que a su vez se evapora en palabras. O sea que, en realidad, más que el dog del perro y del hot dog que decíamos, es ese hambre que es lobo para el hombre y que en algunos momentos es el mecanismo de escritura de Larva.

Eloy Fernández Porta es doctor en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra, con Premio Extraordinario de Doctorado, y profesor de Nuevos Ámbitos Literarios. En Anagrama ha publicado los libros de crítica cultural Afterpop, Homo Sampler, €RO$ (Premio Anagrama), Emociónese así (Premio Ciudad de Barcelona) y

J. R.: ¡Menos mal que no es dog eats hot dog! Para centrar el tema en relación con la novela, yo diría que el hambre es lobo para el hombre. La fascinación por el

En la confidencia. Ha sido traducido al inglés y al francés.

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Fábulas del país de Jaula / El porvenir de la literatura Por Max Hidalgo Nácher Cuando se habla de Julián Ríos viene directamente la palabra Larva (1983) y, con ella, la que acaso fue la última gran batalla literaria de nuestro país. Una guerra que tuvo su primera entrega pública en 1973 en la revista Plural, y que siguió en Vuelta y en Espiral, títulos todos ellos que aluden en sus nombres a un designio y en su concreción a una constelación internacional. Ríos, afirmando escrivivir, acuñó la expresión liberatura para referirse a los poderes de la escritura literaria. Quien haya seguido su trayectoria sabe que este escritor, quijotesco hasta el quijotexto, no se deja encastillar en ninguna casilla prefijada. Su obra, plural, avanza retrocediendo, a las vueltas, tanto hacia el pasado (en 2008 publicó su hasta entonces inédito primer libro, Cortejo de sombras) como hacia el porvenir (y hacia un prometido Auto de Fénix del que, hasta ahora, sólo se conocen fragmentos), haciendo honor a la espiral que le sirve de emblema.

de Pessoa, «los poetas no tienen biografía: su obra es su biografía». En el caso del novelista, su vida se prolonga —«Madame Bovary, c’est moi»—, en la de sus personajes.

La literatura, cuando se hace liberatura, es una oportunidad para nacerse a sí mismo; y la literatura de Ríos es un canto a ese principio de las metamorfosis.

«Mientras contemplaba las seis tachaduras del cuestionario, que componían un perfecto hexagrama, [el mono sabio] se consoló pensando que quizás el humor es el arte de escribir entre líneas. Momento en que el cuidador del zoo le arrebató el papel, lo miró en posición equivocada, como otras veces, y anunció con voz desabrida: “¡Chita ha vuelto a dibujar los barrotes de la jaula!”» Las rejas del hexagrama, Quijote e hijos

Una vida en la literatura Viajo a París para entrevistarle. En su casa, a orillas del Sena, me recibe —respondiendo a una primera pregunta en la que le invito a hacer memoria— con las siguientes palabras: Uno se ha pasado más tiempo viviendo dentro de sus libros que en un espacio social; y, si escribe ficción, es precisamente porque su vida no le parece interesante. Si no, me dedicaría a hacer autobiografía. Hay un término, el pacto autobiográfico, que yo transformo en parto autobiográfico, porque en ese proceso el escritor se hace y se nace a sí mismo construyendo su vida como quiere. La memoria es una forma más de la imaginación. Por eso, de entre los libros de memorias, pocos hay que sean de verdad fiables: son obras de ficción. Y, además, como escribió Paz a propósito

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Su última novela, Puente de alma (2009), es, entre muchas otras cosas y desde su propio título, una teoría y práctica de las metempsicosis; y los ensayos recogidos en Quijote e hijos (2008), que bien podrían ser leídos retrospectivamente de ese mismo modo, una genealogía literaria. En ambos casos, sin embargo, se observa un énfasis en la datación, a través de la cual la literatura se ancla en la vida y la vida se embarca en la literatura: Mi insistencia, que no es sólo cronológica, sino también espacial, remite a donde estamos encerrados: en el espacio y en el tiempo. Ambos son, inevitablemente, jaulas en las que estamos atrapados. Pero el escritor tiene un arma fantástica: la imaginación, que permite saltarse esas barreras espaciotemporales. Por eso, en


el fondo, no desdeño el realismo, sino que tengo en cuenta las dos cosas: lo que sucede en lo que estoy contando y lo que está sucediendo en la página, que es lo que la mayoría de escritores olvidan.

Fábulas del país de Jaula Al proyectar la imaginación hacia el pasado percibimos, superpuestas a esas jaulas transcendentales, las rejas culturales y sociales de la España de comienzos de los años sesenta. En ese contexto de autarquía cultural y de censura era muy difícil acceder a las novedades que se producían en los centros culturales contemporáneos. Y el espacio cultural del Madrid de la época era vivido por el joven escritor como poco menos que un desierto: «Era tan pobre la vida intelectual… Incluso las revistas culturales mostraban aquí y allá sus carencias. En esos años, el adolescente que yo era halla una reseña de Faulkner de las Palmeras salvajes en la que se dice algo así como: “Una vez más nos llega otra infausta traducción de Argentina, esta vez perpetrada por un tal Jorge Luis Borges…”. Así era la España que desprecia lo que ignora. ¿Y cómo entender que, en la primera visita de Octavio Paz a Madrid después de la Guerra Civil, casi nadie lo conocía? ¡A comienzos de los setenta todavía lo conocían muy pocos! Eso muestra con qué dificultades nos movíamos los jóvenes de aquellos años. El ambiente era opresivo…». En ese comienzo puede constatarse una conciencia de la privación. Octavio Paz, con quien registró y montó el Solo a dos voces (1973), decía en su concesión del Premio Nobel en 1990 que asociaba sus comienzos en la literatura al descubrimiento de «haber sido expulsado del presente»: Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del

«Una madrugada de enero de 1970 en Londres […] conocí a un taxista que resultó ser originario de Tamoga, o de un lugar muy parecido y cercano […]. Aquel taxista londinense, algunos años mayor que yo, intentaba reaprender su idioma y su pasado perdidos. Por el contrario, yo en Londres intentaba desaprenderlos, desprenderme de un país y de una atmósfera asfixiantes. El letrero de la estación de Tamoga —con dos letras desdibujadas— viene a indicar con toda propiedad: “Ahoga”. Con la perspectiva del tiempo, que es el mejor mirador, puedo ver que trataba de alejarme entonces de una España que me olía a alcanfor, cuando no a chamusquina, y que me dolía sin duda menos que a Unamuno, cuya célebre frase es parafraseada en farsa y traducida fielmente por el narrador de Larva con la exclamación “Spain pains me!”. Y me parecía que la subversión del lenguaje era la mejor aspirina para el mal de los Pirineos.» Julián Ríos, «Prólogo», Cortejo de sombras

presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes […]. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo.

Si nos asomamos a esos comienzos de la vida literaria de Ríos, España (y, especialmente, Galicia) aparece en su obra como sinónimo de lo opresivo, lo estanco, lo muerto. Cortejo de sombras, escrito en Madrid entre 1966 y 1968, será la concreción de este primer proyecto literario. El libro se abre con el relato sobre el fin de Mortes, que va a Tamoga para morir ahogado. Al referirse a la costa de Tamoga, en su prólogo de 2007, señala «que también fue muchas veces la de la muerte»; y, encabalgando realidad y ficción, recuerda que se fue

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a vivir a Londres, en 1969, para desaprender su idioma y su pasado, para «desprenderme de un país y de una atmósfera asfixiantes» a través de «la subversión del lenguaje»: «Quería sacarme toda esa jaula que me había encerrado. No era el país de Jauja que nos querían presentar: era el país de Jaula. Y ahí estabas deseando salir. Y si eras un Perico Cantor bien disciplinado que cantaba según mandan los cánones, obtenías honores, prebendas. Si no, eras un marginal». Una constelación internacional ¿Cómo salir de Jaula? ¿Cómo hacer entrar en ella un poco de aire fresco, abriendo España tanto a la contemporaneidad como a su propio pasado? Como recuerda él mismo en su «Decenario» del Álbum de Babel, Ríos no estaba solo en esa empresa: Sería cuando menos una simpleza creer que a la muerte de Franco, por aquello del Borbón y cuenta nueva…, aparece una nueva novela española como por generación o degeneración espontánea. El «cambio» de nuestra narrativa se produjo bastante antes, desde comienzos de los sesenta, por obra de algún francotirador como Luis Martín-Santos y gracias sobre todo al estímulo renovador de la novela hispanoamericana.

De Hispanoamérica venía, en efecto, Rayuela, que leyó en 1963 y que le ayudó —tal como dejó escrito— a «pasarme de la rayuela y salirme de mis Castillas». Sumándose a ellos, será fundamental el ejemplo de Juan

«falta el lenguaje, Julián desde estrados, iglesias, cátedras, púlpitos, academias, tribunas los carpetos reivindican con orgullo sus derechos de propiedad sobre el lenguaje es nuestro, nuestro, nuestro, dicen lo creamos nosotros nos pertenece somos los amos» Juan Goytisolo, Reivindicación del conde

don Julián

Goytisolo, quien, a partir de Señas de identidad (1966), había emprendido una derrota literaria que radicalizaría con Reivindicación del conde don Julián (1970) y Juan

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sin Tierra (1975). No bastaba con denunciar la realidad: había que atacar de raíz el lenguaje que la conformaba. «Este trabajo lento, penoso, difícil, visible a lo largo y ancho de mi trilogía, debe ser puesto entre paréntesis y dado por supuesto, desde el momento en que abordamos la lectura de la obra en marcha de Julián Ríos», escribió Goytisolo. Como explica Ríos, los escritores que queríamos formarnos partíamos de un hándicap terrible. Mi gran radicalidad fue tratar de arruinar a través de Larva el lenguaje del franquismo, que seguía vigente, porque los realismos, aunque fueran críticos, no iban a lo esencial. Arno Schmidt hizo un alzamiento del idioma alemán que había podrido todo durante el nazismo. Si no vas a la raíz del problema, y desamordazas el idioma, no comprendes que la mentalidad del español está conformada por ello.

Ríos profundizó así esta vía descentrando el foco. Si el ciclo novelístico de Goytisolo tenía en su centro, todavía, una cierta melancolía de España, Ríos privilegió en Larva, y tras el ciclo de Tamoga, un descentramiento productivo: de la denuncia de una España mezquina y asfixiante pasará a afirmar en su escritura un certero entusiasmo. Una galaxia espiral El joven Ríos fue un agente importante en esa abertura del campo cultural español. Su formación literaria fue el resultado de una omnívora curiosidad que él mismo ha narrado parcialmente y que le llevó a emprender en 1970 una colaboración con Octavio Paz, con quien publicaría, además del Solo a dos voces, el «libro libre» Teatro de signos / Transparencias (1974), lectoescritura creativa montada a partir de fragmentos del poeta.

«La espiral siempre me ha fascinado, quizás porque la he visto desde niño en las piedras célticas. La colección tiene en el lomo una espiral que es una foto que yo di de una piedra celta. La figura de la espiral siempre me ha interesado, porque es volver, pero no de la misma forma. No es la reiteración del eterno retorno. Vuelves, pero distante y distinto. Todas nuestras visitas y revisitas en la vida, cuando vuelves a un mismo lugar, están presididas por la espiral, porque ya vuelves guardando las distancias.»


El mayor testimonio de esa voracidad —además de su propia obra literaria y crítica— es la labor editorial que ejerció en los años setenta a través de la creación y dirección de la colección Espiral de la editorial Fundamentos. Ahí publicó, entre otros, a Thomas Pynchon, John Barth y Severo Sarduy: Fui curioso lector desde muy joven. Descubrí muy pronto a Joyce y a las vanguardias. Y sabía que en España, por el vacío enorme de la dictadura franquista, quedaba mucho por hacer y por publicar. Había empezado de nuevo el interés por la literatura norteamericana. Sabía que había un campo de autores que todavía no se habían olido los grandes sellos comerciales que se podía explorar. Eso fue muy satisfactorio para mí. Incluso obras como Sartor Resartus, de Thomas Carlyle, o La Enciclopedia de Novalis: libros ya clásicos, pero que estaban ahí sin que nadie los introdujera en el idioma. Había que abrir también las ventanas del encierro español para que entraran el aire y las novedades. Yo tenía un lema: una de cal, de calidad, y otra de arena. Aurífera, a ser posible, pero con dignidad. Introduje en España a Leonard Cohen, con Mi juego

favorito y Los hermosos vencidos. Vendió tres o cuatro ediciones rapidísimamente. Esas dos novelas me permitían publicar a su vez autores de mucha más difícil salida como Arno Schmidt o Thomas Pynchon o John Barth. El Marqués de Sade no me interesaba demasiado, pero comprendí que había un vacío cultural, debido a la censura, y era necesario hacer asequible su obra. Sade permitía así, con múltiples ediciones y sin pagar derechos de autor, costear otros libros que no eran rentables. Los libros no solo hay que traducirlos, sino también introducirlos: cuando un autor es desconocido, hay que crear un contexto para él.

A través de iniciativas como esa se fueron abriendo algunos de los nuevos espacios literarios en la España de los años setenta. Como indicaba Ríos en una entrevista de 1977: La colección sigue un movimiento de espiral creciente para ir recuperando a aquellos autores del pasado que son nuestros contemporáneos, muchas veces incomprensiblemente olvidados o mal conocidos, al tiempo que trata de incorporar a escritores de hoy que ya configuran o empiezan a configurar una nueva

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Augusto de Campos y Julián Ríos son dos escritores que, desde diferentes conti-

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nentes, viven la lengua como aventura y descubrimiento. Sus escrituras, en las que comunican tiempos y espacios, aspiran a ser radicalmente contemporáneas. Hoy tenemos el placer de hacerlas coincidir aquí, en las páginas de Quimera, y ofrecer, de parte de Augusto de Campos, este «PRESSAURO» como vivo homenaje a Julián Ríos.

cultura. De este modo se intenta también producir un campo magnético, una red de relaciones entre las distintas obras de la colección.

periencia de criollización o jergarización del lenguaje que reintroducía en su lengua parte de los legados americanos.

Esa galaxia espiral —compuesta, entre otros contemporáneos, por Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Cabrera Infante y Juan Goytisolo— fue uno de los proyectos que puso a navegar por España, y allende sus castillas, a una miríada de autores excéntricos y fundamentales que constituían una «puerta de entrada al presente».

«Dije alguna vez que soy un oulipien non syndiqué. Sin indicarlos, de tapadillo, hice ejercicios por el estilo en distintos libros. Mi novela Amores que atan, por ejemplo, se inventa algunas reglas alfabéticas que suelen pasar desapercibidas. Ahí resultaron económicos los telegramas reversibles, que permiten enviar dos por el precio de uno. El trabajo de Oulipo es muy interesante en algunos casos, pero debe pasar, como en los buenos palíndromos, prácticamente desapercibido. Por eso obras como La disparition de Perec funcionan muy bien. Puedo leerla pensando que su madre fue deportada a Auschwitz, que su padre murió en la guerra, y que ahí hay una desaparición, un vacío. Pero tuvo el pudor extremo de hacer que eso entre en la escritura elípticamente: esa desaparición está ahí, en la e sistemáticamente eliminada. Hoy está en auge en todo el mundo el libro-recordatorio, casi un nuevo género literario, que podríamos denominar “duelos y quebrantos”, en el que padres, hijos, esposos, amantes cuentan su duelo. El conocimiento de ese dolor me lleva a comprender el ansia de revivir. Pero sospecho que el escritor, si quiere llegar a lo más hondo, ha de aceptar que la experiencia real sólo puede pasar a la página por refracción, con la distorsión que implica pasar de un medio a otro. Así, por ejemplo, Coetzee pudo referirse a la muerte de su hijo, en El maestro de Petersburgo, al saltar a otra época y ponerse en la piel de Dostoyevski».

«Hay que entrar en el redil…» Pese a su atraso buena parte de nuestra crítica está compuesta de lectores apresurados. «El apocalipsis según Juan Goytisolo», en La vida sexual de las palabras (1991).

La última historia de la literatura española, publicada en 2011, presentaba a Ríos como «el máximo exponente del experimentalismo tardío» y afirmaba que «Larva logró la aclimatación hispánica de un experimentalismo extremoso». Esa caracterización ilustra la difícil relación de la academia española con las obras más radicales de la modernidad literaria, algo que, por lo demás, ya se anunciaba en la operación Larva.

«Un día me dijo un librero de postín de aquella época: “Ríos, hay que entrar en el redil”. Y yo le dije, espontáneamente: “Pero, ¿sabes?, redil es el anagrama perfecto de líder. Y el líder no entra en el redil”.» Su publicación en libro supuso en 1984 un verdadero acontecimiento literario. Rafael Conte la presentó como «el escándalo más pura y limpiamente literario de las últimas décadas» y Juan Goytisolo como la descubridora de un «territorio literario desconocido en nuestro idioma con anterioridad a ella y que ya no podrá ser ignorado después». La publicación, en 1985, de Palabras para Larva, pretendía promover, visibilizar y contribuir a la comprensión de la originalidad de esa obra. Larva era, entre otras cosas, una propuesta de abertura de la literatura española a una cierta modernidad y, también, a una ex-

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Fábulas del país de Jaula. Max Hidalgo Nácher

Goytisolo se refería ya entonces a «una guerra o guerrilla de desgaste que, teniendo en cuenta la variedad de armas del enemigo —del silencio hostil al ataque, del elogio huero para salirse del paso a la forja de una imagen-espantajo de presunta inaccesibilidad—, puede prolongarse por espacio de varios lustros». Desde entonces, Larva ha permeado la literatura en lengua castellana, convirtiéndose en un clásico moderno, pero ha recibido una atención menor dentro de la crítica universitaria española. Si ya es significativo que, de entre los críticos que participaron en Palabras para Larva, sólo cinco sobre más de veinte fueran españoles residentes en España, otra muestra de ello es que no haya habido en nuestro país, hasta la fecha, ninguna tesis doctoral consagrada a Ríos. Lo que quizás tampoco tendría que sorprendernos tanto, pues la consagración de los grandes autores de la modernidad suele ir ligada a un movimiento de ida y vuelta: Es lo que Goytisolo recordaba siempre que decía Kundera: hay el contexto y el gran contexto. La literatura española, como todas las literaturas, está llena de figurones, de grandes personajes, que fuera del ámbito nacional son perfectos desconocidos. Y hay otros escritores que no se miden en un espacio nacional, sino en un contexto más amplio. Siempre recuerdo la broma de Dylan Thomas, al que le presentaron a un profesor de literatura comparada. Y le preguntó: «La compara, ¿con qué?». Yo sostengo que solo hay literatura comparada. La literatura es siempre cotejo. Y cortejo, relaciones múltiples de unas literaturas con otras.

La literatura por venir De los mots-valise de Larva a la agilidad narrativa de Sombreros para Alicia, de sus colaboraciones pictóricas con Antonio Saura, Eduardo Arroyo y Ronald Kitaj a la crítica-ficción de La vida sexual de las palabras, de sus joyceanas Epifanías sin fin a sus imperceptibles juegos con oulipo, Ríos, cuya obra circula bien entre lenguas y estilos, es mucho más que el autor de Larva: Me considero un escritor plural. Casi siempre me encasillan como el autor de Larva, cosa que asumo en-

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cantado, pero es como si mi obra se redujera al juego lingüístico cuando tiene otras vertientes. Cuando a uno le llaman vanguardista o experimental (he llegado a decir: «Sí, experimental como Cervantes»), suele asegurarlo gente que no admite estar retrasada, en la retaguardia. Sin embargo, yo reclamo que vengo de una tradición central de la literatura.

Esa gran tradición literaria de la que se reclama Ríos tiene en el autor del Quijote un punto de referencia central. «Cuando Cervantes funda la novela moderna con Don Quijote y establece lo que se podría llamar el “principio de incertidumbre”, la lectura de aventuras implicará también las aventuras de la lectura», escribía Ríos en «La aventura de leer». Ahora bien, como explica en Quijote e hijos, los principales continuadores de don Quijote estuvieron «al otro lado de la Mancha»: del canal de la Mancha. Fue, pues, la novela inglesa, y especialmente Laurence Sterne (quien «explora, por primera vez en el mundo occidental, el nuevo espacio que es la página»), la que recogió el legado del caballero «escapado del naufragio para salir del Ebro al orbe entero, dejando atrás a España sola o mal acompañada durante —se dice pronto— casi tres siglos». Esa tradición moderna, ella misma plural, que constituye el paideuma personal de Ríos, concibe la escritura como exploración y como exceso. En ella se incluye a Rabelais («fundador de un lenguaje pantagruélico que mezcla los códigos, mezcla el lenguaje más alto con el más bajo») y a Burton, y desemboca en Joyce, Schmidt y Guimarães Rosa. Es destacable, en relación con esa genealogía, el título de un valioso volumen colectivo dirigido por Stéphane Pagès: Julián Ríos, le Rabelais des lettres espagnoles (2007). Respecto a Rabelais, Cervantes y Sterne, afirmaba Ríos en 1991 en esa misma revista: Estos tres autores son los fundadores de mi tradición. O más bien fundidores y refundidores de una tradición que se remonta a El asno de oro de Apuleyo o a las sátiras menipeas. Por eso, cuando los críticos hablan de vanguardia, experimentalismo o de otros términos igualmente vagos, como para echármelos en cara,

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Augusto de Campos (São Paulo, 1931) es poeta, traductor, crítico y ensayista. Promotor de

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la poesía concreta desde los años cincuenta, junto con Haroldo de Campos y Décio Pignatari, ha sido precursor, desde los ochenta, del uso de la informática y las nuevas tecnologías en la composición poética. Ha llevado a cabo una labor de traducción (o transcreación) prodigiosa, vertiendo al portugués, entre otros, a Mallarmé, Joyce, Pound, Rilke, Arnaut Daniel y Mayakovski. Ha recibido, entre otros galardones, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2015) y el Gran Premio de Poesía Janus Pannonius (2017).

digo que me parece muy bien, pero siempre y cuando tengan en cuenta que yo vengo de una tradición o «contradicción» tan antigua como la de la novela convencional.

Esa relación literaria va ligada al descubrimiento de que toda lectura es, ya, relectura; y de que, por lo tanto, para leer hay que releer. La lectura deja entonces de ser el reconocimiento de un sentido depositado por una autoridad previa para convertirse en una aventura de descubrimiento. Así, lectura y escritura pasan a comunicar entre sí como las dos caras indistinguibles de una misma cinta de Moebius en la que bien podrían estamparse estos dos fragmentos de Larva: «El que escribe, lee dos veces. Y el que lee dos veces, escribe…» (86); «En el fin de la escritura, empieza el infinito de la lectura» (116).

La literatura, desde este punto de vista, no es simplemente una actividad intelectual, sino una experiencia sensible: Si la novela, tal como la entendemos como el acto solitario de lectura, desaparece, será como si el ser humano perdiera uno de sus sentidos: una facultad sensual de aprehender el mundo. Como si fuera incapaz de saborear un plato porque ha perdido las papilas gustativas por una mutación vírica; o como si hubiera perdido el oído y no pudiera oír una composición de Bach o de Mozart. En la gran literatura la sensualidad del ser humano participa plenamente. No es solo una aventura intelectual ni un simple entretenimiento, sino también una forma más de gozar de la vida. Y eso a veces no se tiene en cuenta. Es lo que pasa con tantos best-sellers y el producto editorial, que es en realidad un surimi, un sucedáneo, un ersatz. Los historiadores del futuro tendrán que moverse como arqueólogos entre montones de libros para encontrar

el ejemplar de la verdadera literatura. Porque, hoy en día, abundan los libros del montón: literatura comercial que dura unas pocas semanas. Y es sustituida por otra muy parecida que tiene también los días contados. Esa producción masiva e invasiva es la que, en realidad, destruye la literatura. Son los libros los que destruyen los verdaderos libros, pues hoy, si el libro no funciona inmediatamente, se destruye. Los textos son exterminados incluso por el propio editor, que se ha convertido en una especie de texterminador. Si nos ponemos pesimistas podemos imaginar un futuro en el que la función de leer sea encomendada a los robots. Y ese curioso cíborg o cyborges descifrará los volúmenes polvorientos de las bibliotecas definitivamente abandonadas.

Mientras seguimos esperando la nueva entrega de esta obra en marcha, y aguardando un prometido Auto de Fénix, quizás olvidamos que este ya está aquí. Pues, como dice Ríos, y a pesar de las anunciadas muertes de la literatura, la literatura es el ave fénix que renace siempre de sus cenizas. Así que sospecho que puede llegar esa resurrección, porque hay un momento en el que la novela de consumo se consume, llega a cansar, y el cansancio siempre trae una renovación. Tras la tierra quemada, empezamos de nuevo. Recuerdo cuando Zamiatin sospechaba, en los años duros en que en Rusia el realismo socialista ya empezaba a socavar la bellísima vanguardia rusa, que el futuro de la literatura rusa estaba en su pasado. Hay momentos en que es el pasado el que salva el futuro de la literatura. Y creo que estamos en uno de esos momentos. Estamos en un momento en el que la verdadera radicalidad, esa modernidad intemporal, está presente en el pasado de la literatura española. Y sospecho que el futuro de la literatura española también está en su pasado. Cervantes y después.

La espiral da otra vuelta sobre sí y, al completarla, se abre de nuevo: recomienza. Pero, al volver, ya no vuelve como lo mismo, sino como lo diferente: como un pasado presente futuro.

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El cielo raso

Larva,

agudeza y arte de novelar Por Stéphane Pagès Quien bien te escribe, te hará sufrir… […] [[…] A Milalias le habría gustado empezar su novela con un prologuillo o una especie de carta muy corta encabezada así, Caro Lector: —Caro de amado? —preguntó Babelle. —Caro de caro, carajo! Tú no sabes cuánto cuesta tener un lector. PÍCARO LECTOR: Me gustaría que salieras, al fin, de este larborinto de excreta en alas de tu propia imaginación.] Larva. Babel de una noche de San Juan (nota 2, pág. 152)1

Considerada como una de las mejores novelas del siglo XX por el escritor y crítico literario Julio Ortega, la novela global de Julián Ríos, Larva (1983), ha conseguido el tour de force no sólo de marcar su época —desató una descomunal polémica digna de las Soledades de Luis de Góngora según Rafael Conte cuando salió a publicación, hasta tal punto que fue motivo en 1985 de un coloquio internacional2, se reeditó y se tradujo a varios idiomas— sino de hacer que se siga hablando de ella más de treinta años después, cuando la mayoría de las novelas publicadas hoy en día tienen en general dificul-

1. Edición utilizada para las citas: Edicions del Mall, Sant Boi de Llobregat, Barcelona, 1983. 2. Palabras para Larva, Andrés Sánchez Robayna y Gonzalo Díaz-Migoyo (eds.), Edicions del Mall, Sant Boi de Llobregat, Barcelona.

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tad para destacarse en la masa del mercado editorial y suelen pasar desapercibidas hundiéndose en el silencio. ¿A qué se debe tal singularidad y tal respetable longevidad? ¿Al hecho de que Larva sea una mera novela provocativa y efectista? En absoluto —aunque, es verdad, hay un inmenso falo ambulante en el baile de disfraces de esa noche de San Juan y uno de los protagonistas, el empedernido seductor Milalias, apodado Johannes Factotum o Fucktotum por ser el doble de Don Juan, tiene caprichos fálicos. Se ha escrito mucho sobre esta obra insólita, calificándola de novela de vanguardia, posmoderna, metanovela…, pero más allá de las etiquetas, que suenan algunas veces como sambenito, y pese a las apariencias siempre engañosas, esta novela de amor (o más bien de amores), de humor y de intrigas, atípica y original, tiene en realidad todos los ingredientes de una buena novela. Primero, el extraño dispositivo narrativo, construido a través de tres niveles comunicantes entre sí pero a la vez autónomos y que pueden leerse por separado (las páginas de la derecha remiten a las páginas de la izquierda, las cuales remiten a su vez a las notas finales, las llamadas «notas de la almohada»), así como el guión que descansa en sí en una sutil anamorfosis entre dos tramas (la vida diaria y extravagante de Babelle y Milalias y la transposición fantasmagórica y desenfrenada del baile de disfraces que revisita el mito del seductor Don Juan), están concebidos para multiplicar el relato y hacer de Larva una suerte de máquina de contar historias o una novela polifónica en estéreo. En segundo lugar, otros dispositivos, como la rareza de múltiples pasajes, a menudo alusivos e intertextuales


(«Don qué…? Quién?: Un hombre sin nombre»)3, la técnica del cuento interrupto, que menudea las digresiones, y los entremeses lúdico-lingüísticos (sobre todo en las páginas impares de la izquierda que hacen de falsas notas a pie de página) no sólo sirven para estimular la curiosidad sino para mantener en vilo al lector e incitarle a leer y pasar las hojas de este milhojas de cuentos de nunca acabar. En definitiva, los aparentes obstáculos para tener acceso directamente al caleidoscopio de relatos que convergen hacia un macrorrelato, a la manera de una continuidad de varios relatos entrecruzados, son en realidad recursos gratificantes para hacer existir esa figura clave de la maquinaria novelesca: la del lector (en especial con la práctica frenética del jugar del vocablo que exige un trabajo de deconstrucción y reconstrucción), que así participa en la construcción de una novela para armar con la satisfacción del placer del descubrimiento y del humor que está a la vuelta de cada página y de casi cada juego de palabras: «Desbaratar el llano costellano, descastarlo y desencastillarlo y sacarlo de sus Castillas. […] Todos los idiomas acabarán encontrando su idiorma. Ancha es la lengüeta de Cas-

tilla... […] Detesterar el castrellano para escapar de las comedias de capa y espadón. Promiscuartear el castollano para estuprosar y carnovelar larvarios romances londoneados».4 La otra pregunta que plantea esta obra monumental (de seiscientas páginas) es la siguiente: ¿cómo interpretar esta ingente empresa novelesca y lingüística? O sea, ¿cuál es el alcance y su significado? Dos preguntas que consisten en poner en perspectiva este proyecto narrativo-lingüístico situándolo en el contexto en el que emergió. Una obra literaria, sea cual sea, es el producto de la época en la que aparece así como de la mente fecunda de su genitor lector, que construye además cierta visión y concepción del mundo. Por eso, no es una casualidad si el proyecto larvario nació durante la década de los setenta —desde principios de los años setenta diversos fragmentos de esta novela in progress vinieron publicándose en revistas europeas y americanas—. La década de los setenta corresponde a una España finisecular: la España franquista del Caudillo. Ahora bien, frente a esa España ensimismada, agotada y asfixiada, que dio

3. Larva, nota 5, pág. 12.

4. Larva, nota 3, pág. 440.

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El cielo raso

Stéphane Pagès. Larva, agudeza y arte de novelar

la espalda a la modernidad y a cualquier novedad rechazando cuanto es ajeno a lo castellano, Larva resultó ser como una bocanada de luz fresca en medio de las tinieblas —lo simboliza la portada negra original de las Edicions del Mall, elaborada con la complicidad de Antonio Saura, donde se ve un ojo que se desprende de la negra y oscura tinta nocturna—. Así, frente a esa España autárquica, el escritor gallego Julián Ríos emigró a varias grandes ciudades de Europa (con una mención especial para Londres, donde transcurre la acción de Larva) y a Estados Unidos. Pero sobre todo, en un acto de resistencia creadora, concibió y opuso un monstruo de subversión, de cosmopolitismo y de novedad, extremando la libertad y la apertura en todos los niveles de la escritura y de los componentes de la novela: de ahí una escritura abierta a múltiples idiomas (japonés, sueco…), con préstamos y juegos de palabras translingüísticos que son un caso de hápax en su mayoría («Roman à Klee», «la joie lactée», «un manège à trois»…), un discurso trufado de referencias transgenéricas y universales y un signo polirreferencial sin verdadera fijación semántica desde el punto de vista lingüístico. En su odisea babélica de una noche de San Juan, Larva también es una novela sinestésica, sensible al arte visual, con muchas referencias pictóricas subyacentes y, en la sección final, con una serie de fotografías del Londres de los años setenta. Así, al fin y al cabo, Larva es el arquetipo de una novela total cuyo programa es levantar diques y fronteras para celebrar la sinfonía de la asimilación y de la libertad creadora: THE WOR(L)D IS MY DREAM5, dice un juego paronímico y tipográfico de Larva muy sintomático de su poética. En la época actual, caracterizada por un retorno al ensimismamiento y hecha de rebrotes nacionalistas y de diversos fanatismos intolerantes (basta con pensar en el Brexit, en el proyecto de la muralla que dividirá la frontera de Estados Unidos con México o en los atentados terroristas), esta lectura sociohistórica, complementaria de la tradicional lingüistico-literaria, muestra que Larva también puede leerse e interpretarse como 5. Larva, pág. 390.

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un acto artístico-político saludable y generoso que aboga por un ecumenismo cultural. Y es bueno que así sea: «Al deslenguado no se le iba la lengua. Ni, en el fondo, se iba de ella. Un día de Pentecostesauro en que se le calentó la lengua, de tanto paladear sus palabrasas, le dijo a su bella babélica: Mm. Me regalo. Y le estoy haciendo un regalo, un don de lenguas, a mi lengua. Y todas van a hacerses lenguas de mi lengua. […] nadie es profeto en su lengua materna».6 Así, no para concluir sino para invitar a la lectura, en el panorama de la literatura española actual, Julián Ríos es sin lugar a dudas uno de los escritores y ensayistas más sugestivos e interesantes por su capacidad creadora. Y en lo que se refiere a Larva (que sólo es un ejemplar del conjunto de la Opera riosiana), se le pueden aplicar las atinadas palabras de Pedro Salinas desarrolladas en sus Ensayos de literatura hispánica (1958), en los que consideraba que la mayor virtud que se puede conferir a una obra no es la de estar al día sino al milenio y de poder así contarla entre los clásicos. Ahora bien, en la época de internet, de las redes sociales y de la información continua y en directo, en la que todo va muy rápido y todo debe ser inmediato e instantáneo (con el riesgo a menudo de ser superficial), la mayor virtud que se puede conferir a Larva es la de ser una obra profunda, por descubrir, que se puede considerar precisamente como una novela de relojería que de verdad merece figurar entre las obras maestras y los clásicos de la literatura original.

Stéphane Pagès es catedrático de Lengua y Literatura Española, Universidad de Aix-Marsella, CAER (Centro Aixois de Estudios Románicos), Aix-en-Provenza, Francia. Es el autor de una tesis sobre Larva: Analyse du discours de Larva (1984): le

jeu de l’écriture, le jeu du roman (2000) y de una obra colectiva sobre Julián Ríos: Julián Ríos, le Rabelais des lettres espag-

noles, Presses Universitaires du Mirail (2007).

6. Larva, nota 4, pág. 154.


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Larva:

«a great feast of slanguages» Por Marco Antonio Núñez Cantos Escoliopendra Si la crisis de la representación en las artes plásticas como consecuencia de la irrupción de nuevas técnicas reproductivas supuso la liberación del referente y el declive de la pintura figurativa, en literatura, la culminación del «realismo» como código literario durante la segunda mitad del XIX tuvo un efecto similar, y el lenguaje comenzó a sugerir nuevas posibilidades que excedían su potencia mimética. Según la tradición teorizada por Aristóteles y asumida implícitamente por toda la teoría literaria posterior, el signo remite a un referente generador y causalmente prioritario, domiciliado, bien en el pensamiento presente a la conciencia, bien en su remisión a la cosa o el objeto extralingüístico que, en cualquier caso, operan como donadores de sentido. Pues bien, estas nociones son las que espera problematizar el tantas veces mal llamado «experimentalismo» que, en el fondo, no es más que la exploración de las últimas consecuencias de un nuevo pensamiento acerca de la escritura desde Mallarmé y Nietzsche, y que apuntalaron luego el Modernismo literario y las vanguardias de entreguerras. Todo lo anterior se concreta de forma paradigmática en uno de los proyectos novelísticos más audaces de los últimos cuarenta años, Larva. Babel de una noche de San Juan, de Julián Ríos. Y lo hace, por un lado, a partir de la exploración de analogías fónicas a través de permutaciones y composiciones que revierten en nuevas y sorprendentes aleaciones semánticas, desde las que es posible percibir la corporeidad del significante, su ma-

leabilidad, pero también un imperio y primacía en la escritura. Por otro lado, la aventura escritural de Ríos aboca al ejercicio de una «semiosis nómada» que, al remitir a diversos códigos lingüísticos y literarios, cuestiona en el plano narratológico el estatus mismo de la relación narrador-personaje, así como las nociones de «texto narrativo», «historia» y «fábula». Pero Ríos aún va más allá al sugerir que si toda estructura supone un centro, el texto de Larva sólo puede disponerse (y así lo hace) en forma rizomática, por cuanto que se trata de una organización donde los elementos aparecen interconectados produciendo una proliferación ajerárquica.

Pále inceste En segundo lugar, ya lo adelantamos, el texto de Larva se construye desde un perspectivismo que cuestiona la poética mimética a partir del juego intertextual donde distintas citas se incrustan y pasan a formar parte del cuerpo del texto. Don Juan, San Juan de la Cruz y Hitch-Cock «jodean» y engendran a Johannes Fucktotum, quien se «quijanchotea» de la malmaridada prima Emma y cierto «ventrilocuaz» irlandés amigo de «Rimbaudelaire». Los personajes/narradores de Larva, Milalias, Herr Narrator y Babelle, al igual que don Quijote y Sancho, se saben escritos y se saben leídos, se leen entre sí, se glosan e intercambian funciones con el narrador oficial, porque en el texto ninguna voz se impone y los personajes dialogan anulando su condición misma de personaje. De modo que, al igual que en el dibujo de Escher de una mano que se pinta a sí misma o una cinta de Moebius, cada uno de los narradores de Larva refleja

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a los demás en su escritura, observan su reflejo en la lectura. Esta será precisamente una de las características de la paradoja en la literatura y en el pensamiento posmoderno, la doble estructuración de la literatura como se refleja en la relación de los niveles objetotextual y metatextual (el caso de la mise en abyme) o en su carácter intertextual. El texto de Larva se configura como teatro de una producción que reúne tanto al productor del texto como a su lector. Ríos establece una homología entre lectura y escritura. Lectura como apropiación de lo leído. Escritura productora (no reproductora) donde cada signo es una forma de un espejo falso en una trayectoria donde va perdiéndose en la profundidad de sí mismo: «Nudo gordiano? Infinito? / Sólo cuando se abre el libro. En el fin de la escritura, empieza el infinito de la lectura». Si más arriba decíamos que Larva no permite una lectura en un solo sentido, durante el acto mismo de lectura, Ríos violenta nuestros hábitos haciéndonos bascular entre la página de la derecha, donde se registran las correrías de Milalias, a las notas de la izquierda, espacio asignado al «Asnotador» o Herr Narrator: «El ecomentador que nos dobla y trata de poner en cla-

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roscuro todo lo que escrivivimos […] en sus delirios se toma por el autor de nuestro folletón». El narrador, a su vez, nos remite a las «Notas de la almohada» de Babelle, ya en las páginas finales donde se incluye su álbum fotográfico de los lugares citados a lo largo y ancho de una noche, en ese momento, ya «estinta». El idiorma Por último, la liberación del significante y consiguiente abolición de su carácter representativo, en conjunción con la técnica narrativa del palimpsesto, abocan a una desterritorialización de la noción misma de tradición asociada a la lengua. Julián Ríos, digámoslo ya, liquida en su texto la idea misma de tradición lingüística y literaria, y lo hace no por vía de la negación, abrazando una tradición foránea y postiza, sino abrazando todas (o casi) las tradiciones occidentales. En correspondencia con esto, podemos afirmar, enfatizando un efecto dramático, que Ríos mata la lengua (proeza inédita) afirmando el idioma (logro insospechado). Jacques Derrida en El monolingüismo del otro había invertido la relación del sujeto con su lengua materna, por cuanto en vez de considerarla como una propiedad natural que asegura la identidad y la pertenencia a una


Marco Antonio Núñez. Larva: «a great feast of slanguages»

comunidad, afirmaba que su adquisición tiene lugar a partir de «un proceso no natural de construcciones político-fantasmáticas».1 Esta misma idea podemos localizarla en un fragmento ejemplar de Larva acerca de la lengua, el castellano, y el idioma que Ríos está inventando a partir de juegos de palabras e injertos de otras lenguas, «grafomanomadismos»: 3. Cast a new Castilian!: Vaciar un nuevo castelleno, la intentona doble de ese «outcastilian» deslenguado. Desbaratar el llano costellano, descastarlo y desencastillarlo y sacarlo de sus Castillas, jaque! mate!, para ensanchar y quijotizar la mancha origenital […]. Hable llano castellano. Todos los idiomas acabarán encontrando su idiorma […]. Detesterar el castrellano para escapar de las comedias de capa y espada y espadón. Promiscuartear el castollano para estuprosar y carnovelar larvarios romances londoneados.2

Herr Narrator deriva a partir de «castellano» hasta nueve compuestos léxicos —«New Castilian», «Caste-lleno», «Outcastilian», «Coste-llano», «Desencastillarlo», «Sacarlo de sus Castillas», «Llano castellano», «Castrellano» y «Castollano»— con los que se invita a vaciar la lengua, proscribirla, desbaratar su llaneza, desplazar el abolengo, dislocar su morfología, desflorar una pureza secular con bastardías, retruécanos y calambures en un llamado a superar la tradición lingüística y literaria en la que se escribe («escapar de las comedias de capa y espada»), apelando a la traducción de una lengua sin origen y sin existencia, pero en proceso, esto es, una lengua que es ya idioma o pulsión (interesante disyuntiva) por cuanto que destruye las reglas gramaticales donde se cifra el «hablar bien-escribir bien»; un idioma que saca al castellano de sus casillas para conducirlo hacia la «edentidad perdida» donde convivía (y convivirá) con otros idiomas igualmente «promiscuarteados» y emputecidos de palabras copuladoras y bastardos neologismos, en un gozoso «verbaile de disfraces». 1. Jacques Derrida, El monolingüismo del otro. O la prótesis del origen, trad. esp. de Horacio Pons, Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1997, pág. 30. 2. Julián Ríos, Larva, ed. cit., pág. 440.

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Derrida habló de inventar una preprimera lengua que no es una lengua originaria, sino una lengua únicamente de porvenir, cuya posibilidad imposible se signa en un evento que sobrepasa su condición de posibilidad, el texto rizomático, babélico, es decir, el texto de goce en el que nos sumerge Ríos: «El sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajan conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz».3 Por todo esto, más que un artefacto experimental que ensaya de forma arbitraria combinaciones asombrosas de vocablos, nos encontramos ante una obra que asume la naturaleza problemática de la escritura en relación con el papel que la tradición le había asignado como mediadora en virtud de su potencia representativa. Al liberar al significante y abolir la significación, la escritura deviene productora, poética en un sentido etimológico, no re-productora sino productora, una escritura que nos flanquea el paso a los predios de la «significancia», un régimen de sentido que no se cierra nunca sobre un significado, donde el sujeto, como dice Barthes, vaga siempre entre significantes en un libre juego sin relación con el sentido como presencia, y que permite, porque libera, la emergencia de numerosas formas de materialización textual y la emancipación de la propia tradición lingüística y literaria. La lacónica consecuencia que podemos extraer del gran festín de slanguages al que se nos invita en Larva sería la siguiente: el lenguaje literario es menos representativo del mundo que de sí mismo.

Marco Antonio Núñez Cantos (Cáceres, 1978) cursó estudios de Filología Hispánica y Filosofía, y su área de investigación es la deconstrucción en relación con los lenguajes críticos. Es autor de más de un centenar de artículos y colaborador habitual en Cine Divergente. Ha participado, además, en los libros colectivos Lecturas de Celan, Abel Ferrara, Porno:

ven y mira, Cuerpos: pulsión de muerte y Diccionario de cine fantástico y de terror español.

3. Roland Barthes, El placer del texto, trad. esp. de Nicolás Rosa y Oscar Terán, Editor digital Titivillus, pág. 7.

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La novela Ríos

o la cuadratura del círculo vicioso de Babel Por Juan Francisco Ferré Give me fat novels stuffed with learning and rare words. Steven Moore

Entrada en Babel Cero no ser… Julián Ríos

Afirma Carlos Fuentes que la literatura está escrita por un solo autor: «... un polígrafo errabundo y multilingüe llamado, según los caprichos del tiempo, Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Cide Hamete Benengeli, Shakespeare, Sterne, Goethe, Poe, Balzac, Lewis Carroll, Proust, Kafka, Borges, Pierre Menard, Joyce». Todos los nombres de la literatura, como quería Borges, designan al mismo escritor de todos los libros de la historia. Esa lista infinita incluiría también a Julián Ríos, escritor plurilingüe y cosmopolita como pocos. Lo diré sin ambages y parodiando el famoso poema castellano. «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar» que es el morirse de risa gracias a Julián Ríos. No nos engañemos. Si no fuera por Ríos, la literatura española sería un velatorio interminable por la defunción de la lengua española y su descomposición púdica y pública. Un velatorio sin verdadera novela bufa, todo sea dicho. La vela fúnebre del velatorio se transformó en novela de novelas, o meganovela, gracias a la gracia incomparable de Ríos, que velaba por todos nosotros, los lectores de entonces, que somos y ya no somos los mismos, qué se le va a hacer. Y así se gestó la gesta de Larva. Babel de una noche de San Juan (Llibres del Mall; 1983), la novela gigante o giganovela. La primera novela cibernética de la literatura española, por

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la gran cantidad de información que almacena para el cerebro de sus usuarios, y también la primera novela activa e interactiva, por el alto nivel de participación y colaboración que exige de estos, y adictiva, además, por el enganche verbal que causa su escritura, compuesta a partes iguales de puzles y crucigramas promiscuos como de retruécanos y calambures políglotas. Y así puedo decir también que desde que descubrí las ingeniosas y culteróticas aventuras de Babelle y Milalias, seudónimos protagonistas de esta novela que no vela su cadáver sino que lo festeja, como en un ritual vudú, no he dejado de considerar el espacio textual de Larva como un gay saber y una utopía ilimitada de libertad imaginativa y felicidad carnal al alcance de todos los lectores: lo que habrían sido el mundo y la vida si muchos de los valores intelectuales y vitales que proliferaron en la década de los sesenta y setenta y en parte de los ochenta no hubieran sido oprimidos de modo siniestro en la siguiente década por tantas regresiones inesperadas y tanta normatividad estéril como las que rigen hoy nuestras sociedades del malestar más o menos consensuado. Siempre he pensado que el espíritu y las formas libérrimas de Larva representaron en cierto modo, en el inconsciente político español, y representan todavía hoy para quien sepa leer la novela desde esta óptica algo diferente, además de un desafío literario que recompensa sobradamente a su lector, la alegoría más alegre y carnavalesca de lo que debió ser la Transición y no fue, ni terminó siendo, la democracia española. Quizá la democracia sin más, el régimen político más adecuado a la reconversión de la historia en comedia, si se me permite esta reflexión colateral. En todo caso, un libro único en el que la libertad de expresión se transformaba en expresión de libertad (una de esas paradojas que hoy todavía dan que pensar,


cuando la libertad de expresión se entiende como derecho virtual de ejercicio cada vez más dudoso, o al que se invita directamente a renunciar al sujeto postmoderno). Por eso también Larva es el libro más libre de la literatura española y uno de los más felices de la literatura universal: en el siglo pasado (el siglo de la mejor novela literaria y el primer siglo de la telenovela, su antípoda cultural), yo sólo encuentro otro libro que exprese de modo comparable la felicidad libidinal de la vida y la literatura, y es Ada, o el ardor, de Vladimir Nabokov. Larva es una obra suma que aporta a la literatura española lo que le había faltado desde hacía siglos, la hilaridad y la comicidad de las palabras y las cosas, exactamente desde el Libro de buen amor de Juan Ruiz (otro J. R. rejuvenecedor del idioma «más tierno» como Julián Ríos). Larva es otro Libro de buen amor escrito seis siglos después del originario por un Ovidio hispano versado en el ars amandi de la urbe más animada y la movida de su tiempo, y metamorfoseado en archilector de la modernidad narrativa. Sin olvidar tampoco todo lo que la posmodernidad había revisado en el canon moderno de la novela. Porque Larva es también la cima de la posmodernidad hispana. Una obra que lo canibaliza todo con desenfreno en su proyecto de generar y regenerar la cultura total del siglo veinte en un crisol de lenguas y literaturas: la comedia griega y latina, el Satyricon de Petronio (y también la visionaria revisión de Fellini, un síntoma de contemporaneidad), las epopeyas hindúes, las fabulaciones de las Mil y una noches sobre el fornicio de la ficción y la ficción del fornicio, el carnaval grotesco de la Edad Media y el Renacimiento, la escritura femenina del Japón medieval, la narrativa picaresca, los cuentos chinos, Cervantes, el Barroco hispano, la lógica del sinsentido de Lewis Carroll, el enciclopedismo delirante de la modernidad (Flaubert, Joyce, Borges, Arno Schmidt), la nueva novela española (Juan Goytisolo y Martín Santos) e hispanoamericana (Cortázar, Fuentes, Lezama Lima, Sarduy o Cabrera Infante), y la experimentación verbal y la fragmentación de la experiencia y la identidad propias de la era posmoderna (Pynchon, Barth, Gass, Coover, Fowles). Una obra, en suma, en la que la cultura se descalza de sus altos coturnos cual Mesalina desmelenada para acudir en pos del placer del texto a lupanares o ergástulos y celebrar allí su orgiástica disolución y paradójica resurrección, y salir de esas saludables saturnales renovada y revitalizada. Un libro ingenioso hecho casi enteramente de citas y excitación, de acoplamientos verbales tanto como carnales, donde lo culto y lo afrodisiaco se abrazan con ardor en el desmembramiento de cada palabra

como no se había vuelto a hacer desde Rabelais y Joyce. Porque Larva es una meganovela, como he dicho, que se compone de infinitas micronovelas, de las ramificaciones interminables y las fricciones sin cuento a que da lugar el cruce polimorfo de una palabra con otra, el roce de una lengua con otra, la perversión de un refrán, una frase hecha o un tópico gastado. Una novela que construye su ética sexual desde la fonética, desde los étimos o raíces en celo de las palabras hasta los encuentros o desencuentros amorosos de los personajes en los escenarios de un Londres reinventado y carnavalesco. Decía Groucho Marx con razón que no había nada en la vida que mereciera la pena que no pudiera hacerse en la cama. Curiosamente, Julián Ríos piensa lo mismo. Larva, un homenaje explícito y desenfadado a ese mueble vital, me descubrió en el momento de su publicación, hace más de treinta años, que el circuito comunicativo entre sábanas y páginas leídas o escritas, el movimiento continuo de amar, escribir o leer, la circulación promiscua de los libros, las amigas y las camas, podía volver la vida de un joven aspirante a escritor aún más excitante de lo que ya lo era sin esa novela en cierto modo sicalíptica y vocacional. «Del dicho al lecho», como rezaba el lema de escritura que Ríos acuñó de coña en una de sus originales páginas, va sólo un trecho… El tantrismo lo proclama sin ambages ni circunloquios. Todos los poetas de todas las tradiciones orientales y occidentales, con Octavio Paz como último avatar, lo suscriben y propagan. Joyce lo sabía a ciencia cierta. Como lo sabía Molly Bloom y por eso su boca de labios jugosos dice «sí quiero sí» al reconocimiento mutuo de la carne y el verbo. Es el corazón palpitante del credo de los evangelios gnósticos (donde Jesús de Nazaret y María de Magdala son marido y mujer a todos los efectos), expresado en ese tratado hermético incluido en la Biblioteca oculta de Nag Hammadi, el extracto del Discurso perfecto que versa sobre el «misterio del abrazo»: «Si quieres contemplar la realidad de ese misterio, mira la imagen maravillosa de la unión consumada por el hombre y la mujer: cuando el hombre alcanza el momento extremo, el semen brota. Entonces, la mujer recibe la potencia del hombre y el hombre, por su parte, recibe la potencia de la mujer, pues tal es el efecto del semen». Y el alquimista del verbo Julián Ríos reescribe esta filosofía elemental como un emblema erótico en el español trucado de los amantes Milalias & Babelle: «Una y uno, Dios». Larva: Teatro de signos y de cifras. Del cero (no ser) al infinito. Y vuelta.

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Julián Ríos, autor del Ulises Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos que ha rescatado tu obstinado rigor. Soy los que no conoces y los que salvas. J. L. Borges, «Invocación a Joyce»

Estos versos de Borges en homenaje a Joyce valen para invocar también a Julián Ríos, antes y después de Casa Ulises (Seix Barral, 2003). La consanguinidad literaria de Ríos con Joyce es bien conocida, como la que mantiene, entre otros, con Cervantes, Rabelais o Sterne. Lo que Joyce y Ríos tienen en común, sin embargo, es la ubérrima experiencia de escritura y de vida: fundada en la confrontación verbal y la fricción poética de la monogamia del idioma materno con la poligamia de las lenguas y las culturas del mundo. La pasión por la reescritura anima desde siempre la literatura singular de Ríos. Hacer consciente lo que otros practican inconscientemente es su mérito más inteligente: la angustia ajena de las influencias se convierte en toda su obra en exhibición y goce de las apropiaciones y las recreaciones, sin que ese agón amoroso con el cuerpo entero de la literatura universal reste un ápice de ori-

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ginalidad e inventiva a sus propuestas multigenéricas. Todo lo contrario, si acaso. Ríos se atreve a casar el Ulises de Joyce con la matriz hispana de su prosa camaleónica: a componerlo y recomponerlo, reuniendo las diversas piezas del rompecabezas novelesco, y también a darle su justo valor a cada porción narrativa, a disponer y ordenar toda la información y el conocimiento disperso sobre la novela y a ponerlo en contacto con la multiplicidad enciclopédica del texto a fin de favorecer el juego literario, obrar las correspondencias más fecundas y revivificar su lectura actual. Esto es lo que Ríos propone a su lector más o menos adormecido: tu participación en el acto creativo de la obra ha de ser tan exigente como la de su creador acreditado. En este sentido, nadie parece haber captado la doble invitación cifrada en el título del libro. Un imperativo de relectura y de reescritura que, como siempre, empieza por la propia casa. La casa de Ríos es entonces el Museo de Ulises donde, en un final feliz que es el principio de otra novela y también de la misma, Molly y Leopold Bloom se casan de nuevo, dando su asentimiento mutuo a una vida ya vivida y todavía por venir. Borges ideó en uno de sus relatos más celebrados a un extraño escritor simbolista francés cuyo proyecto


Juan Francisco Ferré. La novela Ríos

más ambicioso era la reescritura íntegra y literal del Quijote de Cervantes. Aparte de la broma culta habitual en Borges y su menosprecio a la experimentación literaria, la tentativa estética de Pierre Menard demostraba que la cima de la originalidad consistía no en el plagio sino en la repetición: el acto de señalar la diferencia interna que habita en el seno de cualquier obra y que, con el paso del tiempo, se revela como una fractura o escisión que acaba afectando singularmente a su lectura e interpretación. Si Pierre Menard llevó al límite paródico la pretensión de originalidad del modernismo, Julián Ríos, escritor posmoderno, franquea todas las fronteras culturales, transgrede las barreras entre géneros y épocas, y se atreve a reescribir, combinando comentario y creación, crítica y ficción, la relectura actualizada de la novela cumbre del siglo XX, plenamente consciente de esa diferencia ínsita en la lectura inicial de Ulises. Múltiples fracturas creativas animaron la síntesis monumental de Joyce: el andamiaje homérico sobrepuesto a los materiales naturalistas y realistas; la abstracción teológica y la exactitud descriptiva de espacios y personajes; la experimentación formal y la reconversión de lo más prosaico y abyecto en materia narrativa; el estilo sublime y el registro obsceno; los dilemas filosóficos y antinomias morales de la historia junto con la presencia materialista del cuerpo y sus funciones menos presentables para una mentalidad puritana; el humor, la ironía y la parodia junto con el drama nacional y humano; etc. Estas mismas fracturas animan la innovadora revisión de Ríos: la filiación homérica la solventa pronto, proporcionando un sumario orientado de la Odisea, para pasar a adentrarse enseguida en la espesura semiótica del libro, capítulo a capítulo, utilizando el método dialógico (con tres personajes centrales, A, B y C, en la línea de La vida sexual de las palabras) y la parodia estilística inspirada en los modos del original. En el profano curso de esta reescritura, Ríos incorpora brillantes pausas denominadas «Pasajes» que enriquecen la relectura del complejo entramado de Ulises: series de aprehensiones vívidas y visuales, una suerte de revisión micrológica del mundo abigarrado de la novela, mínimas epifanías de la cornucopia narrativa y descriptiva que Joyce desparrama sobre el lector en cada página conforme al precepto estético que el propio Ríos dilucidara en su novela Monstruario (Seix Barral, 1999): «Me ilumino con lo nimio. El pormenor es lo que verdaderamente cuenta». Afirmaba Fredric Jameson que la designación de cada capítulo de Ulises con el nombre de un órgano diferente del cuerpo humano constituía «uno de los

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logros filosóficos supremos del movimiento moderno, comparable a la invención kantiana de las categorías». A un escritor tan sensible a la vida y la presencia narrativa del cuerpo como Julián Ríos no se le podía escapar la ocasión de incidir en la importancia narrativa de este aspecto vital de la novela («el armazón que sostiene todo el libro»). Detrás de esta concepción genuina de la composición novelística sigue latiendo una lección literaria que Ríos se ha atrevido a extraer en toda su literatura: la pantalla formal y verbal de la escritura joyciana recubre una de las visiones del mundo y la vida más estimulantes y sugestivas de cuantas se han concebido a lo largo de la historia humana. Mijaíl Bajtín la desenterró en su heterodoxa exégesis de Rabelais y el grotesco carnavalesco medieval y renacentista; otros han hecho lo propio con el barroco, pero desde la modernidad y la posmodernidad nadie se había atrevido a trasladar esa savia vital y literaria a la novela posterior a Joyce como lo ha hecho el autor de Larva. La tradición de Joyce reivindicada por la relectura-reescritura de Ríos, la más rica y saludable, la más pertinente a un verdadero habitar el mundo, se remonta al origen de la cultura y recorre ininterrumpidamente toda la historia: una literatura que exalta y festeja la comicidad y el placer de la existencia y se ríe de la imagen de seriedad que los hombres se imponen constantemente como deber moral. No por azar, esta literatura festiva encuentra en la impureza de la novela su género predilecto, su campo de juego por excelencia. Así, cuando Ríos relee y reescribe Ulises simultáneamente lo hace también para ponerlo otra vez en movimiento, hacerlo portátil e impedir así que los convidados de piedra de la crítica y los forenses y enterradores de la filología, los taxidermistas que llevan casi un siglo destripando sus sabrosas páginas para vaciarlas de vida y rellenarlas de paja teórica, se salgan con la suya neutralizando uno de los textos sagrados de la literatura moderna. Ríos nos recuerda que el proyecto artístico de Joyce, afín al suyo, consistió en meter al hombre y a la mujer de cuerpo entero en el estrecho molde verbal de la novela. Casar literatura y vida en un lazo inextricable, su finalidad sin fin. La gozosa escritura de Ríos es el mejor antídoto literario contra la petrificación académica del mensaje joyciano. Contra la petrificación, sin más. Después de (la Biblioteca de) Babel Con Larva, Ríos había dado muestras sobradas de sus múltiples afinidades con dos de esos eximios escritores: Cervantes y Joyce. Un apareamiento literario no tan

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obvio como algunos pensarían. El ilusionismo especulativo y (meta)ficcional del barroco español se conjugaba, sin perder el sentido del humor, con la moderna alquimia del verbo del irlandés trasterrado para producir una de las novelas más ingeniosas e innovadoras del siglo pasado. Uno de los libros más libres de la literatura española y uno de los más felices (la carne se hace verbo y el verbo se hace carne de verdad en cada una de sus jugosas páginas) de la literatura universal. Con el paso de los años las potencias creativas de la literatura de Ríos fueron expandiéndose libro tras libro (Poundemonium, Impresiones de Kitaj, La vida sexual de las palabras, Álbum de Babel, Amores que atan, Monstruario o Casa Ulises, entre otros). No obstante, faltaba en este corpus admirable un tomo dedicado a trazar con rigor las genealogías librescas de Ríos. Y esto es lo que, por fin, ofrece con generosidad esta espléndida colección de ensayos y artículos literarios (Quijote e hijos, Galaxia Gutenberg, 2008). Una biblioteca babélica en la que rastrear, volumen a volumen, las preferencias singulares de su autor y los fundamentos de su original concepción de la novela como «canibalización y carnavalización cultural». No hay mejor comienzo para el libro de lecturas de un escritor que la evocación de otro escritor entregado de lleno a la lectura. El elegido en este caso es Thomas Mann, quien durante la travesía del Canal de la Mancha huyendo de la Alemania nazi decidió leer íntegro Don Quijote de la Mancha. La coincidencia toponímica de la historia de Mann sirve a Ríos, en un acto de ventriloquía literaria, para probar dos conceptos estrechamente relacionados con su escritura creativa. En primer lugar, que los juegos de palabras no son más arbitrarios ni gratuitos que las propias palabras, como creen los dómines de la pureza en todos los ámbitos, sino expansiones de la realidad en el dominio del significado. Y, en segundo lugar, que hasta un escritor tenido por decimonónico como Mann pudo entender, gracias a Joyce y a Cervantes, que el estilo más moderno, como respuesta a los desafíos de su tiempo, era una vez más el de la parodia. Después de esta extensa entrada en materia, las evocaciones e invocaciones se multiplican, ramificándose de autor en autor, de obra en obra, hasta constituir un programa de lecturas tan suculento como instructivo. Es en esta festiva serie de ensayos donde el artífice de Larva explora con amenidad y perspicacia los enigmas cervantinos del brasileño Machado de Assis, el argentino Cortázar, el alemán Arno Schmidt, el ruso Nabokov y el dublinés errante Joyce (sólo faltaría el irlandés gua-

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són Sterne para que el álbum babélico de Ríos fuera perfecto). En particular, los textos dedicados a Lolita y a Pálido fuego no sólo se cuentan entre las lecturas más inteligentes y documentadas de estas memorables novelas de Nabokov, sino que demuestran que el humor verbal y una larvada ironía son los aliados más productivos de la erudición crítica. En cualquier caso, si hay una lección provisional que extraer de Quijote e hijos es esta: el arte de la prosa, tan descuidado en la actualidad, alcanzó un nivel supremo en el siglo XX, aboliendo cualquier distancia estética con la poesía. Leer o releer a Joyce, a Nabokov, a Cortázar o a Schmidt supone así una experiencia tan intensa como leer a Ríos escribiendo estos crucigramas verbales sobre todos ellos. Ningún amante de la verdadera literatura debería perderse este breviario exigente y hermoso. Dar en la diana del fanatismo estético A propósito de Dianamanía, al preguntarle yo a Mons por qué la obsesión de Carrión por Diana, recordaré aquí su respuesta: Todos solemos equivocarnos más o menos en los juicios apresurados; pero hay que tener en cuenta que la obsesión de un artista, tenga razón o no, es su verdad. La creación del artista, guste o no, es fanática. Julián Ríos, Puente de Alma Muchos de los que conocían la obra anterior de Ríos se sorprenderían al escucharle señalar como origen de Puente de Alma (Galaxia Gutenberg, 2009) la muerte traumática de la Princesa de Gales, Diana, estrellándose con el coche, en compañía de su amante Dodi Fayet, en el túnel del Puente de Alma en París el 31 de agosto de 1997, hace ahora veinte años. La sorpresa se atempera cuando uno recuerda el modo en que en Amores que atan (Siruela, 1995) se entremezclaba la reescritura de los grandes clásicos de la modernidad con la búsqueda de la amada ausente en medio de un diluvio de sucesos y anécdotas coetáneas. Del mismo modo que la estética de crucigrama verbal que caracteriza a su autor desde la publicación de uno de sus primeros y más inventivos relatos («Crucigramas»1), ese modo exigente y único de ir ajustando en horizontal y en vertical las piezas lingüísticas, informativas o narrativas a fin de crear una trama cruzada de sentido 1. Publicado originalmente en el volumen Maestros del cuento español moderno (Scribner's, Nueva York, 1974), sería incluido años después en el estupendo Álbum de Babel (Muchnik Editores, 1995).


que potencie el impacto de su lectura, hallaba en el relato «Crucigramas», precisamente, una versión precursora. En Puente de Alma, el cuerpo y el alma de Diana, la princesa malograda, la estrella mediática víctima de la «Dianamanía» y nueva «Estrella Diana» de la literatura (para la que Ríos compone su novela del siglo XXI con el mismo amor cortés con que Francisco Imperial compuso sus poemas en el siglo XV), se hacen «carne de novela», conforme a los postulados de la narrativa de Ríos: el verbo como «resurrección de la carne». No obstante, Ríos ha preferido en esta novela maravillosa y original ceder el control de la narración a su instinto fabulador, a su gran capacidad para inventar historias o entretejerlas con componentes insólitos, y a nadie le extrañaría si digo que se muestra tan ingenioso en el manejo de esta red de historias, apócrifas o reales, y de los personajes que las protagonizan o narran, que va urdiendo alrededor de Diana como en otras obras lo hacía con las palabras erotizadas y la agudeza de los retruécanos. Aquí estos amplían su alcance y eficacia y se transforman en procedimientos narrativos de asombrosa proyección y funcionamiento.

Por una razón cabal, Puente de Alma se estructura en ocho capítulos, número cabalístico para su autor: en vertical indica un entrelazamiento gráfico que reproduce el nudo de la novela, mientras en horizontal, el ocho acostado, la curva lemniscata, repite el primer valor y lo amplifica al expresar el signo del infinito. Esta reversibilidad novelística favorece la comprensión de una narración que puede contener como una red todo el contenido que en ella quiera almacenarse y, al mismo tiempo, funcionar como un mecanismo de relojería de altísima precisión. La trama simétrica de la novela permitiría calificarla de novela redonda y no sólo cíclica o periódica, por más que su composición musical se caracterice por ir integrando elementos de manera tan recurrente como ocurrente. Y es que la novela comienza con el narrador recién instalado en una mansión sita en la plaza de Alma, justo enfrente del puente del mismo nombre sobre el Sena, y concluye con su mudanza a una casa en las afueras, río abajo, en la ribera de los impresionistas donde vive Ríos, un año después de la fatídica noche en que asiste por casualidad al accidente mortal de la Princesa.

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Todo buen lector es un fetichista consumado, de modo que es imposible escapar, una vez aprobada la totalidad, a las preferencias particulares, extraídas como recompensas de un tesoro inagotable. En mi caso, dos de los capítulos me parecen sintetizar las cualidades sobresalientes de la novela. En primer lugar, «Operación Dent», un magistral crucigrama de narradores y narraciones, en que el encuentro casual con un misterioso americano de apodo aún más misterioso (Tipi) intrigado por la inscripción en la Llama Dorada erigida en homenaje a la Princesa fallecida en la plaza de Alma que declara en inglés: «It was not an accixxxx». El desconocido que narra sus pesquisas al narrador novelesco no es otro que Thomas Pynchon, cuyos poderes chamánicos en la concepción y desmantelamiento de grandes redes conspirativas son convocados por Ríos con el fin de plantear la posibilidad (mencionada en la inscripción enigmática, que es real, como prueba la foto que aparece al final del capítulo para completar el juego) de que Diana y su amante fueran víctimas de una trama criminal en la que pudieron participar corredores profesionales y, en particular, Niki Lauda. El capítulo es un homenaje a Pynchon, sin duda, por parte de quien fue el primero en publicarlo en español, allá en los años setenta, pero el acierto en incorporarlo a esta novela redunda en el doble guiño irónico con el que Ríos aborda los aspectos más delicados del caso. Pynchon le sirve a Ríos para hacer una lectura conspiranoica de la muerte de Diana que pueda disimular sus intenciones tras una fachada literaria de probado reconocimiento. Mi otro capítulo favorito es más conmovedor pero no menos logrado, de un ingenio brillante. «Bonzo», apodo del narrador de esta parte de la novela, parte de la hipótesis de que Diana de Gales, por diversos atributos personales y un surtido anecdotario biográfico que va declinándose a lo largo de la narración, sería la reencarnación del escritor y médico Louis Ferdinand Destouches, más conocido para la literatura como Céline, el mayor escritor francés del siglo XX junto con Proust. La invención de estos dos capítulos seleccionados ya daría una idea de la audacia y libertad con que Ríos se ha planteado esta novela que tiene como destinataria privilegiada a una «Princesa» —así la invoca el narrador cada tanto— que sólo al final revelará su verdadera naturaleza, tan fugitiva y libre como la Diana deificada, la Diana quevediana, que le presta el título. Si se tiene en cuenta que, además de todo lo mencionado, en los demás capítulos se contará la historia del primer hombre fotografiado, el daguerrotipo original; de la mujer que estando en coma tras un accidente

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asistió a un viaje en barco por el Sena acompañada de personajes como Braque, Baudelaire y Diana, que tuvieron la desdicha de morir el mismo día en París, aunque no el mismo año; o del asesinato del inventor Diesel y la muerte de Isadora Duncan; las desventuras vitales de Miró y Monet y de innumerables pintores y fotógrafos apócrifos y reales que entregaron su vida (y la de otros, sus acompañantes, sus modelos, etc.) al arte; no queda más remedio que concluir que en esta novela Ríos se las ha arreglado con talento incomparable para perpetrar un elogio sentido del cosmopolitismo (del que él es un representante eximio) y la cultura. Única forma de combatir la barbarie que supone la sospechosa muerte de la Diana enamorada del pueblo. Auto de Fénix Llega la hora de la despedida cordial y no se me ocurre nada mejor que reclamar de una vez, como fan de Ríos, la publicación inmediata de Auto de Fénix, ese majestuoso volumen de ficción novelesca que podría cerrar el bucle infinito abierto en los años ochenta por el coitus interruptus del ciclo larvario. El pleonasmo del orgasmo interminable de la(s) lengua(s). La cuadratura del «círculo vicioso» de Babel. Ríos se lo debe a sus lectores de siempre, nosotros los de entonces y los de ahora, los otros y los mismos, y la literatura española le debe a Ríos, después de tantos años de menosprecio, esa gran satisfacción final. El reconocimiento al gran hijo pródigo y prodigio de las letras españolas. El excéntrico, el anómalo, el extravagante Ríos. Como sabe el alquimista Ríos, experto en transformar el plomo de la palabra en oro de la literatura, todo auto de fenecimiento, con o sin la complicidad de las cenizas quevedianas del ave mítica, es un auto de renacimiento. Así sea.

Juan Francisco Ferré, además de escritor y crítico literario, es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura comparada de la Universidad de Málaga. Es autor de, entre otros, el libro de estudios literarios Mímesis y simulacro. Ensayos sobre la realidad (Del

Marqués de Sade a David Foster Wallace) y de la novela Karnaval, que ganó en 2012 la XXX edición del Premio Herralde de Novela.


Sólo se anacoluta una vez (Asesinato en el taller de escritura) Por Ángel Cerviño Puta sangre / qué pegajosa / y este cabronazo la tiene bien espesa / cómo chorrea / seguro que se mazaba a anticoagulantes / acaban con la Seguridad Social estos vejestorios / sin tron ni son / qué gilipollez / hablo como él / estoy enfermo / me ha contagiado / me meto en todos sus jardines / él palmó y yo palmonte / joder cómo pesa / mira que no eres guapo corifeo / a tu edad ¿quién te manda andarte en estos fregados? / no sabías que los talleres literarios los carga el diablo / abuelito abuelito ¿qué zapatones tan grandes tienes? / son para patearte el culo mejor / eso responderías / ¿verdad? / desde el primer día el Taller de Escrituras y Lenguas Larvadas (TELL) fue un fiasco / no hiciste más que putearme en todas y cada una las sesiones / y yo no soy un pringado que acaba de llegar / cuando me inscribí ya tenía una carrera como post-poeta / y ni te sonaba mi nombre / Dj-Sordo / ¡con dos mil seguidores en instagram! / los fines de semana no paraba / de bar en bar / mucho spoken word y toda esa mierda escénica de las jam / ¿quién te habías creído que era? / ¿ahora te sorprendes? / tell me not / no me digas que te cogió por sorpresa el golpe / se te veía tan abstraído / con las gafas en la punta de la nariz / relamiendo la dedicatoria que me acababas de zarrapastrar / y ¡zas! p’arrastrar / pinchazo en el ojo con el boli publicitario de La Caixa / mejor que un picahielos / ¿no dices nada? / por fin cierras la boca / tell me / tell me / seguro que te pareció genial el jueguecito de palabras con el acrónimo del curso / apuesto a que te dormiste enhiesto esa noche / feliz de haber dado en el blanco / tell / tell / habla Julián / Guillermo tell / tensa el arco / afina la lira / mira a la manzana / apunta a ese agujerito perfecto que se dibu-

ja en la pulpa amarilla / allí vive la larva en su hogar de polilla / ¿lo pillas? / yo no quiero hablar así / ¡fuera de mi cabeza o monto un cristo! / estoy perdido / nunca saldré de este maldito taller / pasaré el resto de mi vida arañando paronomasias como el Conde de Montecristo / tengo las uñas negras de sangre seca / su cepillo de dientes puede servir para frotarlas / no creo que busquen ahí ADN / ¿a quién no le sangraron las encías alguna vez? / / qué toalla más sucia / no quiero ni pensarlo / estos literatos cuanto más guarros masturbios / hommes de lettrinas / oigo una voz / alguien habla / es fuera en el rellano / todo resuena: sé llano / cómo era aquello: llaneza / muchacho / que toda afectación es mala / ...seguid vuestra historia en línea recta y no os metáis en las curvas o transversales / sabios consejos del abad mayor de nuestra cofradía / (canturreando: bajel pirata de un cofre al día) / dios mío estoy perdido / abducido por este quintal de muerto / menudos cuajarones de calambur en mi cerebro / eso va a ser más difícil de limpiar que la sangre / su cháchara sí que era pegajosa y espesa / es / pesa / claro que es / claro que pesa / bien cebado que estaba / vamos / yo a lo mío / burro muerto / cebada al rabo / al rabo me voy a meter todo lo que cobre por este trabajito / cobre a cobre / meter y sacar / sacar y meter hasta que no me quede ni una gotita de rencor / hasta que haya conseguido olvidar todo esto / de estos lodos / aquellos polvos / por la nariz te me vas a ir / como el aroma de la forma / qué cosas hay que oír / ¡el aroma de la forma! / ¿cómo era? / meten-qué-cosas / sí / eso pensaba la buena de Molly sobre el asunto / asunto de qué salgo ahora con esto / pim-pam-pum / ¡céntrate Bloom! / no te la casques en la bañera / eso ya son labias mayores / trabalenguas de cunilingüista / como decía el pre-cadáver: ya estamos necesitando una

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concupisciencia del lenguaje / estoy fatal / no descansan esas voces / ¡chitón! / será la perica mañanera / si me la meto toda voy a reventar / es muchísimo dinero / en mi vida he visto tanta plata junta / ¿quién va a poner tanta pasta sobre la mesa para hacer desaparecer a este desecho? / indudablemente alguien del taller / esa porteña tan callada lo enfila a menudo con ojos de fiera / porteña callada tiene que ser una aporía / ¿verdad maestro? / pero uno solo no podría haberlo hecho / han de ser varios participantes en el curso los implicados / (parece que lo tuyo no es hacer amigos colega) / los mensajes se iban cruzando de unos a otros como para difuminar la autoría / la primera vez que noté algo raro / fue un mensaje tan claro y conciso como cabría esperar en un caso semejante / un largo comentario de texto / (todos leíamos y comentábamos con anotaciones multicolores sobre los márgenes los trabajos de los demás / siempre de forma anónima / al parecer para fomentar el espíritu crítico / y también creo yo —aunque eso no se afirmara tan abiertamente— para irnos acostumbrando a recibir golpes y convertirnos en buenos fajadores) / que se cerraba con una frase escrita en mayúsculas enérgicamente subrayada con rotulador rojo: / «EL SUJETO TIENE QUE DESAPARECER» / sólo a mí me llamó la atención / sólo a mí apuntaba como destinatario e interlocutor / nadie más pareció alertarse / supongo que a todos les pareció una simple advertencia estilística / pero yo enseguida lo vi claro / ¿se podía haber sido más explícito? / no / claro que no / pero tampoco vayan a creer que soy un pirado de las conspiraciones / nada de eso / estoy convencido de que la tierra es redonda y de que los americanos han pisado la luna / nunca he visto a Elvis y no creo que las canciones de Dylan oculten advertencias cifradas de civilizaciones extraterrestres / obviamente lo siguiente que pensé tras la estupefacción en que me sumió ese primer mensaje era que mi lectura podía estar equivocada / que podía haber caído bajo el denostado dominio de la sobreinterpretación / tan perspicazmente abordado en uno de los apartados del taller / así que tras constatar la impasibilidad de mis compañeros no pude menos que ponerme en guardia contra mí mismo y maliciar alguna clase de intoxicación / al fin y al cabo llevaba varias semanas metiéndome al cuerpo docenas de metarrelatos infestados de retruécanos y rizomas sintácticos que tumbarían a un chamán experi-

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mentado / aquí querría yo haber visto a Castaneda a don Juan a doña Inés y a toda su parentela de brujas saludadoras / un taller de escritura creativa eso sí que es reajustar el eje ficcional de la percepción / ¡joder que subidón! /el caso es que durante un tiempo esas prevenciones bienintencionadas me mantuvieron alejado de cualquier acto punible / al fin y al cabo un crimen es algo lo bastante serio como para dejarlo al albur de una fallida interpretación textual / una exégesis equivocada y ¡zas! / ¿y a ver quién es el hermeneuta que revive después al fiambre del salón? / ¡perdone / ya puede levantarse / todo ha sido un malentendido! / pero la cosa no paró ahí / las pruebas se sucedieron y los mensajes alusivos se multiplicaron / hasta tal punto que su sola acumulación hizo saltar el seguro de la balanza y desencadenó mi mano justiciera / las evidencias se volvieron avasalladoras / su empuje irresistible / sobre todo a partir del momento en que —a propuesta de este visionario ahí tirado que chorrea por el ojo— los alumnos comenzamos a trabajar también sobre sus textos —al menos ojearlos, nos sugirió el sagaz arúspice— / leerlos / comentarlos / y reutilizarlos en nuestras propias creaciones / desde aquel fatídico momento / uno tras otro / los nuevos comunicados / disimulados entre las habituales consideraciones de crítica-matarife que trajina con saña sobre los textos de los colegas / iban perfilando un plan cada vez mejor diseñado / impecable e implacable / que avanzaba paso a paso / prolijo y muy atento a los detalles / abriendo opciones / desplegando ante cada nueva dificultad un solvente abanico de posibilidades / siempre previniendo opcionales vías de escape / frases y anotaciones (que alguien o álguienes subrayaban y comentaban con explícita intención) me hicieron ver que no estaba en absoluto equivocado / un coro bien afinado me reconvenía y me invitaba a la acción / engolosinándome con sabrosas imágenes y conduciendo mis pasos hacia tentadores beneficios: «Milalias aún seguía en las nubes, sin darse cuenta.» (*) ANOTACIÓN: Pronto va a caer como pedrisco con todas sus lalias. «Pest!: Eh, se demuda, se queda silente el Bululú?» ANOTACIÓN: El enunciador aún no muerto, pero ya eludido. Se traba el dispositivo obra: se anula el dispositivo autor.


letra muerta (el finado) se asocia sin apenas disfraz con el «enigmático» mensaje de una mujer (nostredame) llamada Asa, persona que no puede ser otra que Tomasa Fervenza, una adinerada dama argentina participante en el taller, y en quien siempre malicié pudiera hallarse la fuente financiera y la dirección logística de toda la operación. El malogrado (al fin «finado») maestro solía burlarse con hiriente desconsideración de los trabajos de la orgullosa Tomasa.] «Di la palabra del enigma y enlázame en el desenlace: separa/dos hasta que la muerte nos una!» ANOTACIÓN: (sin anotación). [Hallada en otro de los trabajos del curso unos pocos días después, y enérgicamente resaltada con marcador fluorescente, esta breve frase sirvió de acicate y recordatorio del anterior compromiso, apremiándome a fortalecer mi predisposición.] «A partir de la noticia en relieve y metaaforadada: COSIDO A PUÑALADAS MIENTRAS DORMÍA.» ANOTACIÓN: Ahí pon un no, es un ejercicio práctico. [Tras varios intentos desistí, no fui capaz de entrar en su apartamento, así que este plan fue desestimado por falta de pericia cerrajera. El comentario de alguna forma ya lo señalaba como poco viable.]

«Y así en un revoloteo de cenizas se lo traga la noche, nuestra saturnal ogresa...» ANOTACIÓN: No le dicen que ha muerto y él se deja engañar, su desnudo fingido al menos como hipótesis humeaba. [Fueron estas las tres primeras frases destacadas y subrayadas, glosadas con sus respectivos escolios manuscritos, las que volvieron a poner sobre la mesa la veracidad incuestionable del «encargo», agitando mis mal remansadas aguas, convertidas ya a partir de ese momento en un torrente enrabietado de inquina y decisión. Por otro lado, la frase «nuestra saturnal ogresa» me puso por primera vez en la pista de la posible financiadora de la operación, como se verá en el siguiente comentario.] «Todo es ya letra muerta. Para empezar el fin fino finado, pon en negativo la lettre enigmatique, el puntilloso mensaje que nostredame Asa nos envió.» ANOTACIÓN: (sin anotación). [Pese a carecer de anotación, este fragmento aporta la pista más evidente: la

«Tremebundo ya todo, trepidanzante. La cabeza (olla de grillos, a presión) a punto d’estallar.» ANOTACIÓN: Amistosamente los acertijos se hacen esperar. Hay que ponerle el pitorro a esa Magefesa. [Los dos comentarios pertenecían a glosadores bien distintos, las diferencias caligráficas lo corroboraban sin mayor esfuerzo forense. Quizá el primero prescribía paciencia al escrutador, pero el segundo se mostró radiante con toda su arrabalera claridad desde el momento en que elegí el arma de la ejecución y decidí cuál iba a ser la mecánica de la acción.] «Podemos ver esta, propuso él, tentador. Igual está bien. Se titula (los ojos se le salían!) LA VIRGEN SOBRE LA VERGA. Tu carcajada, Verga potens!, sí que no es traducible.» ANOTACIÓN: Les onze mille verges / les onze mille vierges. [En este comentario aparentemente inocuo se puede leer sin mayor esfuerzo la oferta económica que él (o ella) «propone tentador»: 11.000 euros ingresados en una

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entidad financiera de la Islas Vírgenes. Y qué me dicen de la tan adecuada expresión «los ojos se le salían». En fin, yo creo que al buen entendedor ...todo le resulta traducible.]

«El misterio de su muerte en sus ojos fijos.» ANOTACIÓN: (sin anotación). [Nada que comentar, salvo quizá esa insana insistencia en el tema de los ojos y la mirada.] «Tenta tentone têtonne tom tom o bedlam lambeiro una lamosna por caaridez! Tom tom en tumultúmulo e abrammén! Mot à mot tom tommyrot tom titivil tutti vilupponi per tamburlaine! Ay tommy thuumb zambucador, o my wait amurgador, tummy thrum wait outside!» ANOTACIÓN: Ruido de fondo. Criptolecto de arrinconar. ¿Objetivismo? ¡Que se jodan las cosas! Las voces se agolpan y quiebran el sujeto enunciador, desestabilizan el régimen de enunciación. Inclinación narcisista del lenguaje que usa los textos como espejos. [La frase subrayada nos presenta una endiablada colección de agujeros semánticos, pero un estado de atención bien dispuesto sabe rastrear ahí las pisadas errantes del significado. La intempestiva reiteración fónica «tom tom» viene sin duda a completar junto con el anterior «nostredame Asa» el jeroglífico del nombre de nuestra patrocinadora y lideresa: tomAsa. Es decir, un recordatorio de la futura recompensa juiciosamente acompañado de una advertencia de orden práctico: sal enseguida y espérame fuera (wait ouside).] «Tate esteta testarudo.» ANOTACIÓN: ¡Por dios, haced que se calle de una p... [sic] vez! Si el narrador está ido, la acción prescribe. [Hecho está, se acabó la j(u)erga.]

Julián Ríos. Fotografía de Amaya Aznar ©

«Deja tus ardites, todo a su tiempo. El cadáver vuelve a estar en la higuera.» ANOTACIÓN: No vienen de allí sus trizas. [En esta ocasión fue la frase, y no el comentario —quizá efectuado por algún lector ajeno a la conspiración—, la que me indicó que el momento de actuar había llegado, que «el sujeto» estaba adecuadamente distraído y desnortado.] «Amortiguado ruido de pasos en la alfombra, la hora de volver, el convidado de piedra o de palo (eat, drink and be merry!) se acerca de puntillas.» ANOTACIÓN: El lector: un intruso en permanente estado de disponibilidad. [Ahora sí, la suerte estaba echada, la «disponibilidad» cumplía al fin su mandato. Toda la espera refulgía y se justificaba en este último paso del «convidado».]

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(*) Todas las frases entrecomilladas han sido extraídas de los sucesivos adelantos de «LARVA. Una novela en preparación» que fueron publicándose, a finales de los años setenta, en diferentes números de la memorable Revista Espiral, publicada a lo largo de esa década por la Editorial Fundamentos.

Ángel Cerviño (Lugo, 1956) es artista plástico y poeta. Entre sus últimas obras pueden destacarse el ensayo Kamasutra

para Hansel y Gretel (2007), los poemarios El ave fénix solo caga canela (2009), ¿Por qué hay poemas y no más bien nada? (2013), Impersonal (2015) y Exogamia (2017), así como la novela ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto? (2016).


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

César Núñez Sacó la faca y, con un golpe seco, cortó de cuajo el delgado tallo. El rosal cayó de lado; el rosal que había plantado hacía décadas su padre, en el frente de una casa, una casa que fue suya y que había perdido. Ahora sí podía irse. Ya no le quedaba nada. (Desde dentro de la casa, agazapados, los habitantes vigilaban con inquietud a ese enajenado que, después de dejar caer el filo al pasto, se alejaba llorando.)

Es increíble que ya nadie sepa hacer bien un nudo marinero. Al pasar frente a la isla y oír el canto, el embeleso, logré desamarrarme y eufórico, anhelante, me arrojé al mar para nadar hacia las cantoras. Grité, y grité mucho, anunciando mi libertad, mi entusiasmo, mi inmediata llegada —o, acaso, alertando de mi partida, pidiendo ayuda—, pero todos tenían los oídos tapados con cera y no me oyeron. O quizás no quisieron oírme. Ahora que lo pienso, puede ser que hayan hecho todo a propósito: que me hayan atado mal, que no me hayan querido mirar, que hayan hecho oídos sordos. Una especie de motín por omisión, para quedarse con mi barco, con mis bienes. Allá ellos. Que usen lo que quieran, que cuenten en mi tierra lo que se les ocurra. Yo me quedo acá, en buena compañía, disfrutando esta vida tranquila y gozosa.

Una última palabra Es molesta la sensación de que pueda quedar inconclusa. Además, los cables, las sondas, el catéter, la piel de la espalda escaldada, el dolor, no ayudan. El sol de la tarde se filtra por alguna ventana, o alguna claraboya, y tiñe de amarillo ocre la mesita de luz, sobre la que quedaron un reloj pulsera, un celular, un libro, un cuaderno, unos anteojos… O quizás no sea el sol de la tarde, sino de la mañana, y algo —un vidrio esmerilado o el color de la pintura de alguna pared, por ejemplo— lo empasta para darle un tinte rojizo. De todas maneras, de lo que se trata es de alcanzar el cuaderno y la lapicera. Con cuidado, estirar el brazo, evitando chocar con el parante del suero. Se trata de alcanzar el cuaderno, abrirlo y juntar fuerzas para sostener bien la lapicera. Quizás todavía haya ocasión para escribir una

César Núñez nació en Buenos Aires y actualmente vive en México. Es autor de los libros Bazar dos mundos (Ediciones En Danza, Buenos Aires, 2016) y Una patria allá lejos, en el pasado (El Colegio de México, 2011), y ha coordinado el volumen colectivo Figuraciones de la escritura en la literatura hispanoamericana (Biblioteca Nueva-UAM Iztapalapa, Madrid-México, 2016).

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El castillo de Barba Azul

Poemas inéditos de

Aitor Francos Poéticas (selección) Lo poético desaparece en lo que ello mismo hace aparecer. Los poemas, a la fuerza, quedan inacabados. Como intuía Valéry, el verdadero poema, al final, siempre nos abandona. Al escribirlo nos dedicamos, prudente pero afanosamente, a consolidar su retirada, a fortalecer el espacio que destinaremos a su ausencia.

Los aciertos pueden confeccionar un poema excelso; los errores deben completarlo. La premisa del arte: convertir lo invisible en transparente.

Escribir, cuidar del desorden, hasta que éste cobre conciencia de jaula.

Escribir despacio un poema es la mejor manera de empezar a sentir la necesidad de borrarlo.

Escribir, decorar sospechosamente la celda de castigo, frecuentar la renuncia.

El poema es un ser vivo que nos espera. Se trata sólo acompañar a las palabras en su proceso de organización. El orden es el sueño más recurrente del poema cuando lo vigilamos sin escribirlo.

Escribir como quien busca dar significado a un dios, hacerlo lenguaje y comunicación. Romper y suturar su cuerpo con cada palabra, delimitarlo para que exista. Y completarlo. Leer con lápiz en la mano, provocar la cicatriz de lo que leo. Que los límites de la poesía sirvan para hacer invisible el lenguaje. El poeta escribe siempre en público ante el asombro de los ausentes. Lo que más nos ilumina es aquello que nos siente observándolo. Un poema es perfecto si cumple la condición de estar inacabado.

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La poesía es un puente que no se une a nada, por cuya superficie pasamos alguna vez el dedo.

Hay que tener un motivo profundo para escribir un poema: el primero, estar vivo dentro de un sueño. Si acaso también descubrir que el significado posible de ese estar vivo en un sueño es el sueño mismo del poeta y del poema. Un poema debe ser una gota de agua clara a la que de vez en cuando le dé por cerrar los ojos. Mejorar el silencio es una forma superior de corrección. La poesía se impone a la memoria. El poema que quieras escribir lo tendrás que borrar de todas partes.

Reparar las sombras con misterio, la poesía con prosa.

Lo que se ve es sólo lo imprescindible para caminar por el reflejo.

Cuando el pájaro echa a volar, la rama evidencia las fronteras del lenguaje.

El lenguaje me vigila. Me impone un sueño imposible de realidad.


Aitor Francos (Bilbao, 1986) ha publicado Igloo (Renacimiento, 2011; XIV Premio Surcos), Un lugar en el que nunca he escrito (Renacimiento, 2013), Libro de las invitaciones (Baile del Sol, 2013) y Las dimensiones del teatro (La isla de Siltolá, 2016). Ha aparecido en revistas como Turia, Zurgai, Ex-Libris, Piedra de Molino, El Alambique y Nayagua, entre otras.

Despertar es un acto del contorno. Despertar es un acto de censura.

El vigilante del poema es el lector, cuando por fin cierra el libro para soñarlo.

La poesía es un desplazamiento entre la forma del poema en la poesía y la forma del poema sin poesía. La poesía es buscar el poema sin poema en el poema por escribir.

En poesía —y sólo en la poesía— los pájaros sueltan desde lo más alto su escalera.

La poesía camina libre por la cuerda tensa de la inminencia, que se sostiene gracias a la imprecisión del lenguaje. El poema acontece siempre en los márgenes de lo borrado. La poesía es una sustitución de la verdad por sus equivalencias mitológicas. La poesía es el ejemplo de un lenguaje que puede estar dentro de un espejo roto sin estar fragmentado. Lo poético de la poesía no depende de las palabras sino del sentido con el que ellas transgreden el silencio. En términos de lenguaje lo poético no presupone sólo lo irrepetible; también lo irreparable. El poeta se resigna a ser un observador de la intensidad, del acontecimiento irrepetible, de la captura de la luz a lo largo de un sueño interminable. Aprende a volar por dentro, despertando paredes; a saber que, cuando la luz se desprende del poema, llama a una multitud invisible. Hay que ser profundos en términos de claridad y oscuros en términos de profundidad. La realidad es la niebla de un acercamiento, el temblor de hacer el mundo imaginable. Todo en poesía se sueña como si estuviese extrañamente traducido.

La verdadera poesía es preguntarse qué es la poesía delante de un poema. La poesía es el destello de lo perceptible. El enlace con lo incomprendido. La significación ensimismada. El silencio es la parte más esencial de todo cuanto siento vivo. Las transparencias del lenguaje esconden bien la poesía. Una escritura invisible que vaya organizando, simultáneamente, mientras la borramos, las condiciones de su aparición. La poesía es la comprensión de la superficie en la profundidad, de la palabra cuando faltan palabras. Poesía es tener responsabilidad sobre lo oscuro y misticismo sobre lo claro. La poesía es la comprensión de lo desconocido en lo conocido. El misterio desmiente cuanto decimos por medio de la poesía y la poesía desmiente todo cuanto decimos por medio del misterio. El destino del poeta, poder asombrarse sin consecuencias.

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La voz humana

Entrevista a Carles Batlle Por Alba Tor

Carles Batlle. Fotografía cedida por el entrevistado ©

Carles Batlle (Barcelona, 1963) es dramaturgo, traductor y novelista. Es profesor en el Institut del Teatre de Barcelona y en la UAB. Entre sus obras, traducidas a una decena de lenguas, destacan Temptació (2004), Combat (1995-1998), Suite (premio SGAE 1999), Oasi (premio Recull 2002), Trànsits (2006-2007), Oblidar Barcelona (premio Born 2008) o Zoom (premio 14 d’abril, 2009), la mayoría publicadas y estrenadas en países de Europa y América. Como novelista ha publicado la trilogía fantástica Kàrvadan (2012, 2014, 2016). También ha traducido a autores dramáticos franceses, como David Lescot, Joseph Danan, Frédéric Sonntag y Marie Dilasser entre otros y ha realizado dramaturgias de autores como Ignasi Iglésias, Àngel Guimerà, Samuel Beckett, Pedro Almodóvar o Yesim Öszoy. Ha sido director de la revista teatral Pausa y lo es ahora de la revista de estudios teatrales Estudis escènics. Ha sido director del Obrador Internacional de Dramaturgia de la Sala Beckett (2003-2009) y miembro del Consell Assessor del Teatre Nacional de Catalunya (1998-2004). Actualmente es el director de Servicios Culturales y responsable de publicaciones del Institut del Teatre de Barcelona.

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¿Qué es para ti el teatro? Para mí el teatro es una experiencia en vivo. Esta experiencia directa, hoy en día que vivimos en un mundo de pantallas y simulacros, es muy potente y gratificante. ¿Cómo empezaste a vincularte con las artes escénicas? Empecé a través de la literatura. La idea antigua que vinculaba al teatro con la literatura dramática ya no tiene mucho sentido, pero yo entré por aquí. Es decir, yo me doctoré en Filología y me especialicé en literatura, concretamente en literatura catalana. Empecé a impartir clases de Literatura Dramática, después empecé a atreverme a adaptar, a hacer dramaturgias, y finalmente a escribir textos, y de repente me encontré con que era autor dramático. He ido compatibilizando: soy autor, pero también he seguido investigando, ya no tanto sobre los temas con los que me doctoré (Adrià Gual, el Modernismo, historia de la literatura…), sino que me he enfocado más en la dramaturgia, la teoría de la dramaturgia, la escritura dramática, la pedagogía de la escritura y, sobre todo, estoy trabajando mucho sobre el pensamiento en el drama contemporáneo. En tus artículos destacas el «drama relativo» y en muchas de tus obras se diría que lo aplicas. Definí el concepto de drama relativo a finales de los noventa, un momento de escritura formalista y esencializada, muy posmoderna. También era una época de un cierto bienestar económico. Habíamos superado momentos de lucha política en el teatro y había un intento de apertura al extranjero, de forjar un teatro que hablara más del ser, de la dificultad de la comunicación, de inquietudes existenciales, del amor, de temas más personales. Los autores, hasta entonces, se habían dedicado a tratar urgencias políticas. Y ahora, en cambio, parecía que estuviéramos un poco menos encorsetados. Esto promovió una escritura muy minimalista, muy formal y muy sustractiva. Cosa que definía muy bien José Sanchis Sinisterra en un artículo sobre Lluïsa Cunillé y la «poética de la sustracción». Teorizando un poco sobre lo mismo, yo hablé del drama relativo, de un teatro que no afirma, que oculta, que hace del enigma una categoría importante. En el fondo se trataba de permitir que el receptor se hiciera corresponsable o copartícipe de la construcción del sentido y de la definición de la historia en el caso de que hubiera una historia a restituir. El drama relativo era una escritura con muchos agujeros, que dirían los de la estética de la recepción: no sabías

de qué hablaban, quiénes eran los personajes, cuál era el problema; las obras se acababan inesperadamente y no tenías todas las preguntas contestadas. Esto con el tiempo ha evolucionado hacia formas más rapsódicas y más libres. Tal vez hoy la etiqueta de drama relativo ya no funcione tan bien. Ahora estoy escribiendo un ensayo —que espero poder terminar en un año— sobre el drama contemporáneo de estos últimos veinte años y me estoy planteando resituar el sentido originario de la expresión drama relativo, pero todavía no tengo claro si lo haré. En todo caso, creo que es una etiqueta que puede servir, pero ya no desde su sentido originario. ¿Qué diferencia existiría entonces entre el drama relativo y el drama contemporáneo? ¿El contexto político? Han pasado muchas cosas. En 2001 la caída de las Torres Gemelas, por ejemplo. Yo no sé qué fecha se podría otorgar al fallecimiento del posmodernismo. Hubo un cambio importante; de repente, ante tanta relatividad, incerteza y simulacro, empezaron a surgir propuestas artísticas y dramatúrgicas que propugnaban un acercamiento a lo real. Es decir, empezaron a poner gente de carne y hueso en los escenarios, era un teatro de la memoria, del testimonio, del documento. Todo ello generó nuevas formas teatrales muy diferentes de las de los noventa. Mantenían aspectos de configuración formal —es decir, continuaban siendo fragmentadas, discontinuas, mezclaban materiales heterodoxos, había una mezcla de lo narrativo, lo lírico y lo épico—, pero con necesidades e impulsos diferentes. Hoy, el «teatro de lo real» se está superando un poco y se está reivindicando mucho la ficción, pero desde el compromiso. El teatro de los noventa era ficcional pero ponía en cuestión la ficción histórica, los primeros dos mil han apostado por un teatro de lo real, y ahora la tendencia es la reivindicación de la ficción, pero alejada del minimalismo de los noventa. Todas estas tendencias podrían agruparse dentro del nuevo concepto de drama relativo, porque, en el fondo, si hay algo que pone de acuerdo a todas las tendencias de los últimos veinte años es el alejarse de las consignas, de los mensajes adquiridos, de considerar al dramaturgo como una especie de ser mesiánico que puede redimir a la sociedad con su arte. Respecto a tu trayectoria, también has escrito novelas. Kàrvadan, por ejemplo. Sí, durante estos años de crisis hice un paréntesis; he estado escribiendo, durante cinco años, tres novelas

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La voz humana

Entrevista a Carles batlle

(que de hecho son una) de entre quinientas y más de seiscientas páginas cada una, una saga épica, ya publicada. Ahora estoy poco a poco retornando al teatro. En este primer periodo tengo tres obras. Una ya tiene proyecto de estreno (si todo va bien) para la próxima temporada en un teatro importante. ¿Te has planteado dirigir? Cuando escribo una obra, en mi cabeza ya la he montado; aunque no la acote en exceso, yo hago de director virtual. Lo que verdaderamente me atrae es descubrir cómo mi propio texto tiene otras materializaciones y lecturas, me enriquece muchísimo. ¿Es posible ser dramaturgo, actor o director sin haber pasado por el Institut del Teatre? Sí. Tú puedes ser fotógrafo o pintor sin haber estudiado. En el terreno de las artes y en otros, uno puede empezar de manera autodidacta. Pero la verdad es que los estudios te facilitan este camino. Actualmente, de todos los autores que están estrenando y son conocidos, el noventa por ciento han pasado por el Institut del Teatre, por el Obrador de la Sala Beckett o por ambos. Porque en estos espacios te dan herramientas, compartes contextos de aprendizaje en los que ves la experiencia de otra gente y la contrastas. Es una vía ideal. Hagamos una lista: Josep Maria Miró, Cristina Clemente, Pau Miró, Jordi Casanovas, Carles Mallol, Jordi Oriol, Helena Tornero, Victòria Szpunberg... La mayoría han pasado por estos talleres, incluso los mayores; Mercè Sarrias, Lluïsa Cunillé o Enric Nolla pasaron por los talleres de Sanchis Sinisterra. Tengo entendido que creaste el Obrador de la Sala Beckett. La Sala Beckett contaba con unos cursos de escritura que estaban mínimamente reglados con una línea de aprendizaje. En aquel entonces impartíamos clases (que yo recuerde, porque a veces mezclo) José Sanchis, Sergi Belbel, creo que Pere Peyró, no sé si David Plana y Sergi Pompermayer, y yo. Cuando Sanchis ya no estaba en la Beckett y con la nueva dirección de Toni Casares, se decidió agrupar todos estos cursos bajo un paraguas y, finalmente, le pusimos el nombre de Obrador. A partir de entonces yo me encargué de montarlo y luego lo terminé orientando hacia intercambios internacionales, cursos diversificados, lecturas… Estuve del 2003-2004 hasta el 2009, cuando lo dejé.

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También dirigiste la revista Pausa en la misma Sala Beckett. Al comenzar la sala fundamos la revista. Yo me vinculé desde el principio. Esta etapa, durante la cual Sanchis todavía era director de la Sala Beckett, duró siete u ocho años. Luego, las dificultades económicas comportaron un cierre provisional. Al montar el Obrador, una de las cosas que hice fue volver a abrir Pausa y desde entonces la he dirigido, hasta este año pasado. Al asumir en el Institut del Teatre la dirección de servicios culturales, decidí dejar la revista y, antes de ello, el Obrador. Ahora Pausa es la revista de la Sala Beckett, pero también se coedita con el Instituto del Teatro. En todos estos años ha cambiado todo vertiginosamente. ¿Dirías que hace veinte años el teatro era más combativo? Hace veinte años el teatro era más combativo en el ámbito experimental. Era un teatro que quería proponer un nuevo lenguaje, buscar nuevas formas, nuevos referentes. A partir del llamado «retorno del texto» a finales de los ochenta, ha habido un boom espectacular de la dramaturgia contemporánea textual. La diferencia es que al principio era muy combativo con las convenciones vigentes en cuanto a la escritura dramática y a la significación, y, por tanto, proponía nuevas formas. Ahora la lucha sigue siendo también por el lenguaje, pero, en cambio, los dos mil han vuelto a lo combativo en cuanto a los contenidos. Es decir, ahora vuelve a haber temas de actualidad que son urgentes. Si hace veinte años una historia en una Barcelona con personajes anónimos era, en cierta manera, banal, ahora nos encontramos con que estamos hablando de gente que pierde su trabajo, de desahucios, de la memoria histórica… Hoy en día el teatro es un espejo de las preocupaciones de nuestra sociedad. La ambivalencia entre el enraizamiento y la pérdida de identidad o de la memoria colectiva está en casi todas tus obras. Este era un tema que trataba mucho en algunas obras del dos mil. En Temptació, por ejemplo, trataba la oposición entre la seducción por la diferencia —por lo que es nuevo, por la contaminación (en un sentido positivo de la palabra)— y el vínculo a la tradición, a la tierra, a la herencia —y la contaminación vista como una traición a estas raíces—. Es un tema muy universal que se mantiene en todas mis obras. Pero así como en Temp-


tació es el tema central, en otras quizás aparece de una forma más lateral; tengo obras sobre la Guerra Civil o sobre temas de estricta actualidad. Precisamente en Oblidar Barcelona apuestas por «dejarte contaminar». Sí, como aquella canción de Pedro Guerra, «Contamíname» [canta]. Bueno, no recuerdo la letra. Era en este sentido positivo: para seguir siendo no puedo encerrarme en una burbuja y preservarme; la única manera de continuar siendo es dejándome modificar. Todas las culturas han surgido a partir de influencias. A partir de finales de la primera década del 2000, hay un momento en que la gente piensa: está muy bien toda esta idea de hacer rizoma —expresión que usaban en el 68— y luchar contra todo lo que te enraíza y te hace crecer como si fueras un árbol, no como la hierba, con infinitas conexiones. Tienes que dejar de «ser» para «convertirte», pero claro, cuando empezamos a hablar de globalización, tenemos un problema. Si todos somos múltiples, poliédricos y rizomáticos, en el fondo todos somos uniformes, homogéneos. Si todos hemos perdido nuestros sentimientos de pertenencia, de identidad y somos fragmentarios, cuando nos contaminemos de los otros encontraremos algo más o menos parecido a lo nuestro, y ya no habrá simbiosis. Por lo tanto, para poder contaminar productivamente a alguien, tengo que tener un elemento que me identifique. Es decir, de la misma manera que hay una reivindicación sobre lo real en oposición al simulacro, hay también una reivindicación identitaria: debemos ser abiertos, pero manteniendo ese sentimiento de pertenencia para poder aportar al otro algo distinto. El problema es cuando este sentimiento de pertenencia te reduce a una etiqueta que te define como una identidad cerrada que se quiere preservar a toda costa. Aun así, debemos reivindicar determinados rasgos identitarios porque, si no, tendremos un problema. En muchas de tus obras los personajes son de diferentes procedencias, viven en diferentes épocas... En Nómadas, uno de mis últimos textos, hay tiempos paralelos: unos personajes durante la Guerra Civil española, otros personajes en la fantasía y personajes que viven en el tiempo actual. Al final, se encuentran, entran en este espacio mágico y se funden en un espacio imaginario.

¿Cómo se puede reivindicar la ficción si en el momento en que escribimos, queramos o no, estamos ficcionando, aunque partamos de una verdad? Sí. Este es uno de los grandes debates de hoy: se habla de teatro «posespectacular», de teatro imposible, de nuevo realismo... Hay muchas etiquetas y todas tienen en común que cuestionan lo que fue el posdramatismo, que comportaba la inmediatez de lo presente, de lo real también, para convertirse al cabo del tiempo en otro simulacro que perdía la capacidad de provocar y servía al sistema. Esto lo dicen algunos, pero gran parte del mercado está saturado por el teatro de lo real, aunque está en proceso de descenso. Y ahora más que nunca la realidad supera la ficción, ¿no? Sí. Una de tus obras se llama Zoom y además hablas mucho de la técnica del zoom, partiendo del lenguaje del cómic. ¿Es el cómic una dramaturgia? Sí. El cómic utiliza técnicas algunas de las cuales son traducibles o adaptables al terreno dramatúrgico. El cine, la radio, el teatro y el cómic son dramaturgia, hablan con imágenes, cuentan historias que se encarnan. En el cómic he encontrado recursos muy interesantes; concretamente la técnica del zoom sirve para trabajar la perspectiva. La perspectiva es una preocupación muy contemporánea, que arranca del relativismo posmoderno en el que queremos enseñar diferentes puntos de vista sobre una realidad que no es, sino que se construye. La técnica del zoom es una técnica de apertura de gran angular: ves algo, le adjudicas un valor y, entonces, en la siguiente escena, se abre el campo —añades, por ejemplo, unas réplicas por delante y unas por detrás, lo puedes hacer hacia dentro o hacia fuera—; esto te permite entender que las cosas nunca son lo que parecen. Tradicionalmente, en el drama no se podía utilizar la perspectiva porque no había la posibilidad de focalizar a través de un mediador (una voz). El drama contemporáneo nos ayuda a poner en evidencia que todo es un punto de vista. Hay muchas más técnicas para trabajar la perspectiva. Hablas de la fragmentación de la rapsodia contemporánea. Explícanos más a fondo este concepto.

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La rapsodia, un concepto definido por Jean-Pierre Sarrazac, nos ayuda a entender la configuración del teatro contemporáneo. Sarrazac decía que estamos en un teatro que no es pura representación, no es necesario traducir las historias, todo pasa ahora y aquí. El teatro contemporáneo nos coloca en la situación del cuentacuentos: nuestro objetivo es contar una historia. Si hiciera drama, representaría una historia, pero no, yo utilizo el escenario para contar la historia con los elementos que tengo. En uno de tus artículos hablas de cuando el comunismo cayó en 1989 y se dijo que habíamos llegado al fin de la historia. ¿Dónde estamos ahora? No lo sé. Ahora hay esta aura apocalíptica. Parecía que, con la caída de la Unión Soviética y el final de algunas dictaduras y con la instauración del capitalismo liberal, habíamos llegado al mejor de los mundos posibles. Esto después se ha cuestionado mucho. Por un lado, la posmodernidad habló de la ilusión del progreso; «todo esto es ruido y furia que no tiene ningún sentido», como decía Macbeth. Pese a esta conciencia, yo creo que la humanidad intenta construir un relato que le dé sentido. Hoy en día no es tan importante saber si hay una historia o no, sino que nos empeñamos en que la haya, en ordenar las cosas como una historia que tenga sentido, evolución, final... Pero nos cuesta la aceleración y la saturación del mundo contemporáneo, nos cuesta coger distancia y la perspectiva para construir este relato. Estamos en el punto de intentar construir infructuosamente un relato de nuestra historia y, al mismo tiempo, como dice Marina Garcés, tenemos esta conciencia apocalíptica de que no hay solución ni remedio. Todo esto nos coloca en una situación de compromiso y pesimismo a la vez.

la insolidaridad y la violencia. La realidad no es hasta que no la miramos, pero no tenemos ningún punto de vista nítido ni fiable desde donde enfocarla». Mi pregunta es: ¿consideras que el teatro, la escritura, el arte pueden combatir la competitividad, la desigualdad y la insolidaridad? Sí. Hay que sacarse de la cabeza la idea de que el autor es más listo que el resto. Yo siempre digo que tenemos que convertir la dramaturgia en un procedimiento de investigación, porque hay cosas que nos intranquilizan, nos inquietan, y el teatro es una herramienta para construir historias que plantean preguntas sin tener por qué dar respuestas. Aunque tu obra sólo la vea una persona, ya estás cambiando el mundo. Para finalizar, me ha llamado la atención que en muchas de tus obras, tales como Olvidar Barcelona o Combate, los personajes cuentan historias dentro de la historia. Sí. Hay una literaturización de la experiencia que tiene que ver con la necesidad de explicarse o construirse un relato. Es como otro nivel de lectura de cosas que se están debatiendo. A veces, a través de la fábula llegamos a un nivel de sutileza que no se puede conseguir directamente —preguntas, intuiciones, sensaciones, desmontar determinadas certezas—: es más fácil a través de una imagen que a través de un enunciado explícito. Además, esta idea de la transmisión oral te vincula con la tradición y al mismo tiempo con lo exótico.

Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y en Filosofía, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la actividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...).

¿Hay espectacularización en el terreno político? Sí, la posverdad. Los diarios mienten y quedan impunes. El mismo presidente de Estados Unidos miente con total impunidad.

Ha creado espectáculos propios interdisciplinares: cabarets (ExcéntricCabaret, Autokabaret Cosas Que Nunca Harías...), performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Solera Café Teatro, Club Cronopios), laboratorios de investigación teatral y filosófica, y talleres de literatura, cine y filosofía. Ha ejercido como gestora cultural (Club Cronopios, AdArts, Sala Beckett) y

En uno de tus artículos dices lo siguiente: «La sociedad se organiza condicionada por el miedo, la inseguridad, la competitividad,

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locutora de radio. Colabora en la revista Quimera como redactora y en la Fundación La Caixa como gestora cultural.


E i n s t e i n o n t h e B e a ch

El verano español de Nordahl Grieg Por Enrique Benítez Palma En julio de 1937, año decisivo de la guerra civil española, el escritor y dramaturgo noruego Nordahl Grieg cruza la frontera entre Francia y España para incorporarse a las filas que defienden la República. Grieg, que tenía entonces treinta y cinco años, era ya un reputado e influyente intelectual, autor de varias obras muy potentes de denuncia social y también del poema «A la juventud», una suerte de himno paralelo de su país. La visita de Grieg a España es realmente intensa. Fruto de sus experiencias en la retaguardia y también en la batalla de Brunete, donde se acerca al frente y convive con los soldados de las Brigadas Internacionales, escribe al regresar a su país Verano español, un libro compuesto por doce crónicas, hasta ahora inédito en castellano, y recuperado gracias al empeño firme de Ainhoa Zufriategui y Aku Estebaranz. Financiado gracias a una campaña de micromecenazgo, es Verano español un libro militante, pero sobre todo un testimonio de gran calidad narrativa y enorme importancia histórica sobre aquellos días contradictorios de guerra y muerte, de ilusión y esperanza.

Grieg llega desde Barcelona a Valencia para participar en el II Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura. Es un hombre comprometido, un escritor con experiencia: sus obras han llegado a la opinión pública, han conseguido importantes mejoras colectivas en Noruega, y aunque no sea tan conocido como Malraux, Auden, Neruda, Octavio Paz o Ehrenburg, su encendida y sincera intervención llamará la atención sobre todo de los comunistas alemanes, con quienes mantendrá una relación muy cercana y fraternal durante su estancia en Madrid y en el campo de batalla de Brunete. No reniega Grieg del compromiso necesario de los intelectuales, pero su paso por España le lleva a relativizar su importancia. «Fuimos demasiados los que dimos discursos», escribe ya en Noruega, lejos de las balas y las bombas, lejos de la sangre huérfana de los hospitales del frente. A diferencia de muchos de sus colegas, Grieg convivió con los soldados en las trincheras, sintió muy de cerca los bombardeos de los aviones alemanes, contempló los horrores de la guerra sin intermediarios. «En nuestras manos, la cultura se había convertido en una pequeña especialidad para un círculo de iniciados». Es un hombre de acción, coherente, ajeno a sanedrines y al venenoso elixir de la fama y la política. Por eso hay que leer estas crónicas valientes y desnudas, que retratan con fidelidad asombrosa el espíritu de solidaridad internacional sin fisuras que los mejores hombres y mujeres de todo el mundo sentían hacia la República española en aquellos meses decisivos del verano de 1937, cuando la victoria de Guadalajara y la ofensiva de Brunete hacían pensar en la posibilidad de la victoria, en el triunfo de la revolución soñada, en la tumba madrileña del fascismo.

Nordahl Grieg con Gerda Grepp y Ludwig Renn en 1937. Fotografía de Walter Reuter.

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

Enrique Benítez Palma. El verano español de Nordahl Grieg

Los personajes históricos Grieg conoce en España, de manera más o menos próxima, a buena parte de los grandes protagonistas republicanos del momento: Álvarez del Vayo, el heroico general Miaja —al que entrevista en Madrid, en una habitación desnuda—, Líster, Modesto, el Campesino, y sobre todo a la Pasionaria, a la que dedica los más sentidos elogios por su capacidad de arengar y animar a las tropas exhaustas. Pero se relaciona sobre todo con los brigadistas, con los soldados escandinavos, a los que busca en el fragor de la batalla, y con los dirigentes comunistas alemanes del Batallón Thälmann, siempre diezmado, valeroso hasta el suicidio. Uno de los más destacados protagonistas de su libro es Ludwig Renn, que estaba al frente del Estado Mayor de la XI Brigada Internacional. Coinciden en Valencia y en Madrid —donde Grieg se aloja en el Hotel Nacional, que sirve asado de mula y agua en botellas de champán—, y más tarde en el campo de batalla del noroeste de Madrid, seco y polvoriento como el castellano verano español de 1937. De Renn escribe Grieg que «era un entusiasta partidario del nudismo y, en el frente, rara vez llevaba algo más que pantalones cortos y jamás usaba el casco de acero». La simpatía y conexión fue sin duda mutua, ya que Renn, en su recomendable libro sobre La Guerra Civil española (así titulado, editado por Fórcola en 2016), dedica un pasaje al episodio en el que pierde la pista de Grieg tras un bombardeo aéreo y sólo se tranquiliza cuando le avisan de que ha ido a reunirse con los combatientes escandinavos, que pese a la intensidad y virulencia de los combates habían encontrado el tiempo y la calma necesarias y suficientes para escribir una resolución que firmaron todos y que pidieron a Grieg que llevara de regreso a sus países de origen para ser publicada por la prensa. Las ausencias Hay en el libro de Grieg una mención muy de pasada a la periodista noruega Lise Lindbæk, autora de un libro sobre el Batallón Thälmann inédito por desgracia en castellano. Lindbæk estaba pegada al batallón, como hacen en las guerras modernas los corresponsales de guerra, con la misión explícita de contar al mundo cada segundo, cada minuto de su existencia. Considerada como la primera reportera de guerra noruega, es una

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lástima que no haya más información sobre ella y sobre su presencia en España en este libro, que demuestra en todo momento el interés de su autor por llevar la palabra y el testimonio de los voluntarios del norte a la lejana sociedad escandinava. Lo que más llama la atención, sin embargo, es la absoluta ausencia de Gerda Grepp, fotógrafa noruega, muy activa durante toda la guerra civil y con la que de hecho se hizo varias fotos en Madrid y Brunete durante aquellas semanas aceleradas: una en la Puerta del Sol —en la que posan sonrientes Grieg, Gerda Grepp y el danés Sivart Lund al objetivo de Walter Reuter— y otra en una ambulancia en Brunete, en la que aparecen ambos con Ludwig Renn (la foto es también de Reuter). Grepp acompañó a Koestler en su misión en Málaga, cuando se dejó atrapar en febrero de 1937 para demostrar a la opinión pública internacional el apoyo descarado de Italia y Alemania al ejército franquista, y su presencia en España en aquellos años, rescatada en Noruega por la periodista Elisabeth Vislie, también por desgracia permanece inédita en castellano. Koestler, en su Diálogo con la muerte, se refiere a ella con las iniciales G. G. En sus Memorias, sin embargo, es mucho más explícito: «Gerda era una rara mezcla de coraje y fragilidad, eficiencia y encanto. Era hija de un ex ministro de Trabajo noruego, pero tenía algo de sangre italiana y no parecía en modo alguno escandinava. […] Durante nuestro viaje [se refiere a la misión en Málaga, a finales de enero de 1937] se la veía bastante fatigada, y disfruté intentando animarla, ayudándola a redactar sus despachos para el Arbeiderbladed y, en general, mimándola en la medida que permitían las circunstancias. Su presencia frágil y dulce hacía que me sintiera fuerte y protector, y mantuvo a raya mi ansiedad». La ausencia de Grepp y Lindbæk en las páginas de Verano español, más que invitar a la formulación de hipótesis difíciles de contrastar, supone un aliciente para que la reciente biografía de la primera (Ved Fronten) y el libro de la segunda (Bataljon Thälmann) sean por fin traducidos del noruego al castellano y publicados como se merecen. En una época de reivindicación justa de las mujeres que han hecho Historia, el paso por nuestro país de tan valientes luchadoras por la libertad debería ser más y mejor conocido.


Nordahl Grieg en 1940. Fotografía: Nasjonalbiblioteket ©

A Train to Spain No llegaron muchos escandinavos a la guerra de España, y entre ellos no abundaban los noruegos. Para rescatar su memoria en agosto de 2016 se puso en marcha A Train to Spain, «un proyecto crossmedia itinerante e internacional, dedicado a las memorias de los voluntarios escandinavos que fueron a España hace ochenta años, durante la Guerra Civil Española de 1936-1939. Estas personas arriesgaron sus vidas para luchar contra el fascismo y muchos de ellos nunca regresaron a casa», según se puede leer en su página web. Este proyecto recorrió Europa, desde Finlandia hasta España —llegó a Málaga, donde se pudo ver en la Facultad de Bellas Artes—, y entre sus proyecciones incluía un breve y muy triste documental de siete minutos de duración (El voluntario) dedicado a Martin Schei, un joven y olvidado estudiante noruego que vino a España con sólo diecinueve años y que moriría en 1937 en el frente de Aragón. El desconocimiento general de figuras como Nordahl Grieg, Gerda Grepp, Lisa Lindbæk o Martin Schei debería constituir una seria preocupación para quienes defienden la libertad y el progreso colectivo en un momento histórico de avance de los populismos y de las ideas que llevaron a Europa al desastre hace ahora ochenta años. La oscuridad y la desidia con la que es

tratado su compromiso y su heroísmo contrasta severamente con episodios como la muerte plácida, en Marbella en 2011, del nazi noruego Fredrik Jensen, que expió entre dunas y palmeras su servicio leal a Hitler, arropado siempre por los suyos. La memoria, entonces, se convierte en un bien colectivo, en un patrimonio que debemos proteger, como han hecho Ainhoa Zufriategui y Aku Estebaranz permitiendo que llegue a nuestras manos lectoras este emocionante Verano español. Escribe Koestler en sus Memorias un párrafo brutal: «Manteniéndome siempre dentro de lo prudente, puedo afirmar que de cada cuatro personas que conocí antes de los treinta años, tres fueron posteriormente aniquiladas en España, torturadas hasta la muerte en Dachau, ejecutadas en las cámaras de gas de Belsen, deportadas a Rusia o liquidadas en este país; algunos se arrojaron por la ventana en Viena o Budapest, otros fueron destruidos por la miseria y la falta de sentido del exilio definitivo». Grieg moriría en diciembre de 1943 en un ataque aéreo sobre Berlín, al caer derribado su avión. La tuberculosis que arrastraba desde sus días en España acabaría con Gerda Grepp en agosto de 1940. Tenía entonces treinta y dos años. Martin Schei apenas tuvo tiempo de combatir, de escribir cartas a su familia. Una bala se llevaría por delante su juventud en un combate perdido y anónimo en el último rincón perdido de Aragón. Todos ellos viajaron a España dispuestos a luchar por un mundo mejor. En estos tiempos de palabras vacías, defender su memoria es el más sencillo y fácil de los compromisos. Basta con saber lo que hicieron y contarlo.

Enrique Benítez Palma ha sido crítico literario para Localia Televisión (entre 2004 y 2007), la SER Málaga y el periódico La

Opinión de Málaga, perteneciente al grupo editorial Prensa Ibérica. Sus artículos han sido publicados en medios como Diario

de Mallorca, Levante, El Faro de Vigo, La Opinión de Granada, etc. Sus últimas reseñas han sido publicadas en medios como Info

Libre, la revista Paradigma, editada por la Universidad de Málaga, o el digital hispanoamericano Otro lunes.

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El holandés errante

Solenoide y Bucarest: algunos escenarios de la novela a través de Google Maps

Por Fernando Clemot Solenoide, Cărtărescu e Impedimenta han sido uno de los grandes triunfadores de la temporada. No vamos a descubrir la novela ahora. Ha sido el gran éxito de crítica y ventas entre las editoriales independientes desde que se publicó en el pasado otoño de 2017. Solenoide es un triunfo merecido, una novela colosal y abrumadora, una novela mundo, un texto que puedes coger y recoger donde quieras, centrada abrumadoramente en el estilo, en la voz, con un peso efímero de la trama que sublima así el peso de la imagen, irracional y originalísima, que constituye la gran maravilla de esta novela. También es un triunfo de la editorial que apostó a fondo con una obra a contracorriente. Quizá la gran baza de Cărtărescu es que va tan en contra de lo comercialmente en boga que ha despertado el interés y la pasión entre todos los que estábamos esperando algo distinto. Y ese es el gran mérito de la editorial. Esperábamos esto. Exactamente. Ojalá cunda el efecto y vuelva la aventura y el riesgo que parecía apartado por los departamentos de márquetin y los contables. Al lado de esta novela casi todo lo que lees te puede llegar a parecer trivial, incompleto y aburrido. Esta sería la maldición que deja su lectura. La comparación con ella. Uno de los pocos aspectos que tienen peso en el texto fuera del mundo mágico, alambicado y sinestésico del personaje es el escenario. Bucarest, sus arrabales de los años ochenta, el nordeste de la ciudad, el distrito de Floreasca donde discurre la mayor parte de la novela son un escenario al que, aunque sólo sea por curiosidad, en un momento u otro el lector tendrá la necesidad de recorrer. El lector de la novela lo hizo así, apuntó algunas cosas que ahora comparte. La mayor parte de las referencias y los fragmentos que fijan el escenario abundan en el primer cuarto de la novela para situar el escenario. Luego siguen repitiéndose, pero con una cadencia menor, ahondando más en las descripciones que presentando escenarios. El lector ha recorrido con el programa Google Maps estos lugares a principios de febrero

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de 2018, treinta años después de la realidad que el autor describe. La ciudad que describe Solenoide ya no existe; con el programa el lector visita sus ruinas, como un turista que visitara una ciudad con una guía editada tres décadas antes. Quizá esa visita a lo que ya no existe resulta más edificante e imaginativa que una a la ciudad directamente descrita por Cărtărescu. Bucarest «Bucarest no era como otras ciudades que se habían desarrollado a lo largo del tiempo sustituyendo las chabolas y los depósitos por grandes edificios, reemplazando los tranvías tirados por caballos por tranvías eléctricos. Bucarest había aparecido de repente, ya en ruinas, derruida, con el revoque desconchado y las narices de las gorgonas de estuco rotas, con los cables eléctricos suspendidos sobre las calles formando manojos melancólicos, con una arquitectura fabulosamente variada… El arquitecto genial había proyectado calles sinuosas con fachadas completamente desmoronadas, escuelas impracticables, centros comerciales de siete pisos esbeltos y espectrales. Y, sobre todo, Bucarest había sido proyectada como un gran museo al aire libre, el museo de la melancolía y la ruina de todas las cosas…» (Pág. 30) «Como no tenía espacio suficiente sobre la mesa, he extendido el plano de Bucarest sobre el suelo, entre la mesa y la cama. He tenido que dejar que una esquina se doble, como la oreja de un gato, porque choca contra la escalera que conduce a la trampilla del techo. Pero no corresponde a una parte esencial de la ciudad. Tengo este plano desde hace mucho, lo compré en el centro, en la librería de la sala Dalles (no recuerdo cómo se llama, hace tiempo que no voy por allí), en 1976, en el otoño luminoso, exultante, lleno de telarañas, en el que fui por primera vez a la universidad…» (Pág. 746)

El personaje de Solenoide habita un Bucarest situado en los años centrales y finales de la dictadura de Nicolae


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Mircea Cartarescu en la feria del libro de Göteborg (2013)

Ceaușescu1 (no es este elemento temporal básico en la novela; la opresión es casi patrimonio propio del personaje, que parece vivir durante muchas páginas casi ajeno a ello). Se mueve la novela entre finales de los años cincuenta (niñez) hasta mediados y finales de los ochenta (madurez, trabajo en la escuela, amor). La ciudad que se dibuja parece ahora muy cambiada, Bucarest ha crecido hacia el norte y hacia el sureste, principalmente. Se ha modernizado, aunque asoman por doquier los edificios soñolientos y tristes levantados en los años cincuenta y sesenta y que aparecen con profusión en la novela. Desde el programa observamos enseguida que Bucarest ocupa un lugar extraño en el mapa. Ni cerca ni lejos del mar, en una llanura un tanto insulsa, cruce de caminos que no van a ninguna parte. Un río tan pequeño como el Dâmbovița no debería justificar una ciudad como Bucarest, como no deberían estarlo Madrid o Berlín, con ríos menores como el Manzanares o el Spree. Hay un buen número de grandes ciudades que nacieron como Bucarest, en terrenos aparentemente poco apropiados: Moscú, Madrid, Varsovia, Ankara, Brasilia, Fez o Astaná. Hay ciudades que son el camino hacia ninguna parte, apéndices en sus inicios del decorado fatuo que rodea las grandes urbes: la universidad, organismos de gobierno, museos e instituciones. De todo esto tiene Bucarest en su centro, que no será el centro de Solenoide salvo en alguna visita a la sala Dalles o las facultades del centro. Esa ciudad, en la que nunca ha estado el lector, parece desde la pantalla y recorriéndola desde la apli1. Nicolae Ceaușescu (1918-1989) fue secretario general del Partido Comunista Rumano y presidente de Rumanía entre los años 1967 a 1989. La segunda década de su mandato se caracterizó por un régimen brutal y represivo. Fue depuesto y ejecutado en diciembre de 1989.

cación una ciudad de contrastes: edificios de principios de siglo, algo dejados, se mezclan con bloques impersonales de la época comunista y edificios de vidrio y acero erigidos en los últimos años. Hacia el norte y el sur se abre un archipiélago de pequeñas casitas y callejones sin salida entre los que el programa se pierde, y siempre hay que regresar a alguna avenida más concurrida para orientarse. En el nordeste de la ciudad se abre el distrito de Floreasca, el escenario central de la novela; en el lugar donde había fábricas abandonadas a finales de los ochenta se levanta ahora un imponente rascacielos sobre un laberinto de descampados y casitas bajas. Para los parámetros europeos, Bucarest es una ciudad nueva, sólo explicable por una llegada en aluvión. Se convirtió en capital de Rumanía en 1862 y atrajo ejércitos de funcionarios y campesinos en busca de una oportunidad. Los antepasados del protagonista de Solenoide venían del Bánato (una parte de Transilvania) y de Muntenia, situada en el sur de Valaquia. Eran campesinos. A principios del siglo XIX la ciudad apenas tenía cincuenta mil habitantes y al empezar el siglo XX, en el periodo entreguerras, no rebasaba siquiera el medio millón. En los años de la emigración interna masiva, los cincuenta, se construyó mucho (en Google aparece una y otra vez la edificación de barrios tristes e interminables de ese periodo) y se llegó al máximo histórico de la ciudad a finales de los años ochenta (el escenario propio de Solenoide), cuando rebasó los dos millones de habitantes. Una pequeña ciudad que se convirtió en capital de Rumanía hace poco más de cien años. Una pequeña capital convertida, en pocas décadas, en una gran ciudad. Los hábitos traídos del campo, pisos como colmenas de cemento y miseria. Un poco de mícul Paris (Bucarest se llamó «el pequeño París», como casi todas las capitales del mundo) y otro tanto de provinciana. Y una dictadura sangrienta que lo enluta todo. Esta es la ciudad de Solenoide. Stefan cel Mare , «Tenía cinco años y tres meses cuando, en un otoño húmedo y brumoso, nos mudamos al bloque de Ștefan cel Mare…» (Pág. 301) «Cogí el tranvía en Tunari, frente a la Dirección General de Policía. Pasé junto al bloque de mis padres en Ștefan cel Mare, donde vivía yo también. Miré, como de costumbre, la fachada infinita para distinguir la ventana de mi habitación…» (Pág. 19)

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El holandés errante

Fernando Clemot. Solenoide y Bucarest

«Luego pasé por el hospital de Colentina… Muchas veces aún deambulo en sueños entre los pabellones del Hospital de Colentina, entro en edificios desconocidos y hostiles, con las paredes cubiertas con láminas de anatomía…» (Pág. 20)

y un sentido menos estético. La rutina y el silencio de los padres. El mutismo. La protección. La casa colonia ordenada y dirigida. Abejas y hormigas. No hay arrabales ni edificios rotos. Un nido acunado por el canto de la civilización.

«Las recuerdo bien, las vi por primera vez con mis propios ojos cuando tenía unos tres años, en la casita de Floreasca donde vivimos entre el 59 y el 60…» (Pág. 11)

Maica Domnului, la casa barco, los lagos

«En casa me esperaban mis padres, y a esto se reducía mi vida. Los dejaba delante del televisor y me iba a mi habitación, que daba a la calle Ștefan cel Mare. Me acurrucaba en la cama y deseaba la muerte con tanta intensidad que sentía que al menos algunas de mis vértebras estaban de acuerdo…» (Pág. 39)

«El ballet juguetón-aterrador de mis manos tiene lugar siempre aquí, en mi casa en forma de barco en la calle Maica Domnului, es el menor, el más insignificante (pues al fin y al cabo es benigno) de los motivos por los cuales escribo estas páginas cuyo destinatario soy yo mismo, en la increíble soledad de mi vida…» (Pág. 27) «La casa me la compré en 1981 por el precio de un Dacia. Vivía por entonces con mis padres en Ștefan cel Mare, en un bloque de ocho portales pegado a la Dirección General de Policía…» (Pág. 67) «La calle Maica Domnului me ha parecido siempre un tentáculo del sueño en el mundo despierto o —si todo es interior y la realidad es tan solo un artefacto ilusorio— un destello procedente de la profunda y abismada infancia. En Maica Domnului no hay una sola casa normal, pues aquí el concepto de normalidad como tal no existe. Tampoco el tiempo normal existe… Aquí es siempre, como ya he dicho, otoño; un otoño putrefacto y luminoso…» (Pág. 73)

Zona del lago Tei en la actualidad

Ștefan cel Mare no es un escenario central, más bien siempre un recuerdo. Allí estaba la casa de los padres, la seguridad, y marca los límites sur del escenario de la novela. Ștefan cel Mare es el nombre de una larga avenida y muestra en el programa una zona más urbana, más próxima a las grandes avenidas del centro. Forma parte de un ensanche que rodea el núcleo histórico. Los rótulos de los comercios son de mayor calidad, hay anuncios actuales en paneles y los edificios que la rodean tienen cierto empaque. Incluso las vías de los tranvías están más limpias, brillan, el asfalto está más cuidado, así como los pasos de peatones y el mobiliario urbano. Rige una maravillosa modernidad algo arcaica. Tiene encanto. Ștefan cel Mare es un lugar que transmite seguridad, la rigidez de una vida ordenada, con parámetros

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«En Maica Domnului las casas se desconchaban bajo un sol violento y helado. Ahora las conocía muy bien en su sucesión teratológica. Era como si viviera en un insectario y hubiera recorrido el intervalo entre dos filas de coleópteros gigantes, con caparazones metálicos y apéndices extravagantes…» (Pág. 105) «A las maestras las veo poco, a excepción de Steluta, que es casi mi vecina, pues vive en una calle paralela a Maica Domnului…» (Pág. 425)

El nombre de la calle traducido al español sería Madre de Dios. Tenía ganas de visitar esta calle, de ver esa travesía que el personaje recorre una y otra vez; buscar, si tuviera fortuna, la famosa casa en forma de barco que domina todo el relato. Veremos. La calle Maica Domnului, la calle central de la novela, donde el autor consigue evadirnos y asfixiarnos una y otra vez, es una vía de unos quinientos metros que


une el Boulevard Lacul Tei con la calle Lizeanu, que comunica ya al sur con Ștefan cel Mare, el limes sur de la novela, prácticamente una avenida central de la ciudad. Hay un cementerio en el extremo sur de Maica Domnului, el cementerio Reînvierea, al principio de la calle. Es un camposanto antiguo en el que se mezclan iglesias y estatuas clásicas con estridentes panteones de gitanos adinerados y pandilleros locales. Algún panteón me recuerda a los del cementerio de Montjuïc, igual de extraño y sobrecargado que aquellos. Por lo que leo, por la noche el recinto se cierra y duermen allí los mendigos. La valla del cementerio es blanca y tiene cruces blancas sobre un revoco gastado. Enfoco con el programa la calle Maica Domnului desde el cementerio, con la esperanza de encontrar alguna casa que me recuerde a la casa barco de la novela. Sospecho que no la voy a encontrar. Sobre la calle el tendido de las catenarias teje una tela de araña que recorre toda la avenida. Saliendo del cementerio hay una gasolinera verde muy llamativa. El lado derecho de la calle parece ocupado por edificaciones altas, muy deslucidas, y el izquierdo por casas bajas, algún comercio de neumáticos y desguaces. La sensación es que debería encontrar la casa barco en el lado izquierdo de la vía, quizá en alguno de los callejones que brotan confusos de la calle. Al alejarnos del cementerio, la calle empeora de aspecto. Nace el arrabal. De las aceras se abren pequeños jardines terrosos y las fachadas de los edificios tienen un color apagado. A la izquierda de la calle algunas fincas antiguas, con carteles chillones que anuncian co-

mercios ruinosos o cerrados. Persianas caídas y aspecto de abandono en muchas fincas. El polígono de la izquierda se amplía un poco más adelante; es un barrio entero, es la zona de la que habla Solenoide una y otra vez, quizá ahora cargada con un desarraigo más soportable que entonces pero evidente a la luz del programa. Cuesta pensar cómo sería esta zona treinta años atrás. Ahora no es tan temible ni la separa nada de un barrio desfavorecido de cualquiera de nuestras ciudades. A la izquierda, algunos balcones desconchados, tiendas de repuestos eléctricos y piezas de automóviles. Una pizzería con dos chicos ociosos sentados en la puerta, se diría que fumando. Coches destartalados en los descampados que hay frente a las fincas. A medida que avanzas por Maica Domnului desaparecen los edificios altos y la calle parece encajonarse entre los árboles y las casas bajas, algo dejadas, algunas sin encalar. Casi al final de la avenida un colegio; ¿será el colegio de la novela? Está bien pintado y tiene un tejado rojo. Hay un par de canchas de baloncesto en la puerta. Ni rastro de la casa barca. No encontré la casa en cuyo corazón palpita el solenoide. Cerca de Maica Domnului, siguiendo el bulevar, aparece el lago Tei, que está rodeado hoy en día de una zona residencial de clase media-alta. En su orilla hay parques y zonas de recreo. Está a unos cuatro kilómetros del centro de la ciudad. A juzgar por la novela, en los años ochenta este distrito no era tan acomodado. El lago Tei, como sus vecinos el Fundeni o el Plumbuita, no es más que un ensanchamiento del río Colentina que marca el límite actual del centro de la ciudad con barrios menos acomodados o residenciales como Aviatei, Andronache o Voluntari. Ni rastro de las fábricas abandonadas, las ruinas o la casa del solenoide. La escuela «Así pues, soy profesor de Rumano en la Escuela Primaria número 86 de Bucarest. Vivo solo en una casa antigua, la «casa con forma de barco» sobre la que ya he escrito, situada en la calle Maica Domnului, en la zona del lago Tei…» (Pág. 49)

Me quedé con la sospecha de si era la escuela que hay al final de Maica Domnului. Tendré que releer. En la actualidad la Escuela Primaria 86 está bastante lejos del distrito de Floreasca, al sureste de la ciudad, entre los distritos de Dristor y Titan. Tendremos que volver a bucear. Bucarest Sur

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El ambigú

Tener una vida

Daniel Jándula Candaya: Barcelona, 2017 128 págs.

Un Kafka del siglo XXI Por José María Paz Gago Tener una vida, breve pero intensa novela de Daniel Jándula, lleva el sello indeleble de la editorial barcelonesa originaria del corazón del Penedés. Sea o no intención de su autor, se trata de un retrato generacional de la camada de los millennials con todos sus tics, referencias y actitudes características: indolencia, egocentrismo, incomunicación, gusto por los viajes intercontinentales, relaciones difíciles… Candaya ya había ofrecido grandes frescos generacionales que escaneaban a los terrícolas de las dos últimas décadas del siglo XX: Nocilla dream (2006) de Agustín Fernández Mallo, nacido en 1967, y Autopsia (2013) de Miguel Serrano, nacido en 1977, daban cuenta con maestría de sus respectivas promociones existenciales y socioculturales. Nacido ya en los ochenta, el autor-narrador de Tener una vida toma clara conciencia de su propia misión radiográfica, tal como se lee hacia el final de la novela: «Me desconcierta la homogeneidad de mi generación: el hecho de que todos hayamos visto las mismas películas, leído los mismos libros, experimentemos un mismo aburrimiento y huyamos en la misma dirección» (pág. 93). Experiencias y sensaciones que definen el contexto humano y cultural del nuevo milenio. Más condensada y personalizada, la narración de Jándula focaliza el colectivo conocido como generación y la peripecia de un individuo desnortado en proceso de (auto)destrucción: final de una relación sentimental, mudanza, fracaso existencial, viaje perdido, sueños rotos… El derrumbe no sólo es personal sino también material, simbolizado por un extraño agujero que aparece en la pared de su apartamento en fase avanzada de desmantelamiento. Parábola kafkiana, ficción científica en los bordes entre realidad y fantasticidad, el comienzo de la narración no puede ser más

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novelesco: el introspectivo protagonista acaba de perder un vuelo a la Patagonia en el que ya había facturado su equipaje, vuelo que desaparece en el océano, circunstancia de acuciante actualidad. Especie de Metamorfosis postcontemporánea, el insecto ha sido transformado en agujero vivo que crece y se extiende por las paredes, sin inquietar en exceso ni al inquilino ni a sus vecinos. Es esta la vuelta de tuerca de Jándula a la ficcionalidad real-fantástica creada por el praguense: la angustiosa transmutación en cucaracha ha sido sustituida aquí por un agujero cotidiano, casi familiar, que es analizado con curiosidad cientifista. Agujero negro o pozo de luz, sumidero, tumba, oquedad, máquina del tiempo… el cambio de paradigma narrativo estriba aquí en que ese fenómeno sorprendente puede llegar a ser la salvación ante el derrumbe. Nueva apuesta de los editores de Candaya, siempre dispuestos a ofrecernos literatura en estado puro, literatura diferente, valiente y arriesgada, como esta propuesta firmada por Daniel Jándula, un Kafka del siglo XXI.


El año nuevo de los árboles David Aliaga Sapere Aude: Oviedo, 2018 136 págs.

La fuerza de lo íntimo Por Andreu Navarra A David Aliaga le gustan las simetrías. Hace dos años publicaba un libro de relatos que supuso un punto de inflexión en su modo de comprender la narrativa. Este año reedita aquel enigmático Y no me llamaré más Jacob, y lo acompaña de este nuevo libro hermano que también publica Sapere Aude. La decisión se entiende: hay puentes, de formato y concepto y de tema, entre ambos. Aliaga venía de publicar Inercia gris (Base, 2013) y la novela corta Hielo (Paralelo Sur, 2014), dos libros que pronto alguien reivindicará seriamente. Condenados a la reedición. La escritura de Aliaga era sorprendentemente técnica para alguien que no había alcanzado ni los treinta años. Pero es que la cosa es más llamativa, porque da la casualidad de que David Aliaga aún no ha llegado a los treinta años. Con sólo un libro a sus espaldas, Sergi Bellver lo incluyó en su magnífica antología Madrid Nebraska. EE.UU. en el relato español del siglo XXI (Bartleby, 2014), justo al lado de… ¡Eloy Tizón! Tizón, ya muy consolidado como maestro del género, nació en 1964… Otros escritores del volumen: Sergio del Molino, Paula Lapido, Fernando Clemot, Juan Carlos Márquez… Con estos se codeaba aquel veinteañero, que sigue siéndolo. Esa escritura carveriana de los inicios saltó por los aires en el año 2016. Nuestro autor cambió el escalpelo por las galerías del alma, y los ambientes gélidos por las sinagogas, los ecos de los estragos de los totalitarismos y las reliquias. Aliaga cambió Nebraska o Noruega por Dachau y Salónica; y los cuentos como artefactos autónomos por los relatos que hacen rizoma los unos con los otros, entrecruzándose a través de inesperados cables y túneles. Los contornos cortantes y la perplejidad fueron sustituidos por las odiseas identitarias y la muy pudorosa autoficción. La escritura de Aliaga era

un cubo, un poliedro de aristas muy vivas: hoy es un laberinto de recuerdos cruzados, o el viaje para intentar recobrar la memoria entre nieblas. De lo externo radical hemos pasado a lo interno visceral; del registro factual, al símbolo. De la fuerza de lo anodino, a lo trágico de la historia. El potente lirismo húmedo de «Pequeñas muertes» y la reaparición de Edith Wasserman dialogan directamente con Y no me llamaré más Jacob. Ahora bien, esta simetría no podría encajar un tercer hermano. Habrá que explorar otra posibilidad, opino. Cambiar de ciclo, seguir preguntando. ¿Qué nos soltará Aliaga de aquí a un par de añitos? ¿Qué le ronda por el magín? Algo sé, pero no lo suelto. «Mandorla», una alegoría sobre la esperanza, es uno de los más logrados: a David Aliaga, además de las simetrías, le salen estupendamente los textos cerrados. Así, también, «La nueva escuela», lineal y enigmático, lleno de delicadeza. En «Mandorla», la mínima trama sentimental se apoya en un tenue correlato que relaciona la vida de una pareja con la de un árbol invadido de un hongo letal. Muchos de sus nuevos cuentos están construidos como muñecas rusas: por ejemplo, «Un abuelo sefardí», «Imposibilidad de una palabra» o «Le regalaré mis libros de Zweig». A veces es una mera imagen (una lluvia de ceniza sobre París) la que despliega sobre el mundo real el irreal pero simbólico. La ceniza es el símbolo más frecuente en esos textos de ceramista emocional. Para todos reserva su prosa contenida y de buena madera. Hace dos años reseñé Y no me llamaré más Jacob y, para mí, continuar con esa simetría resultaba una tentación. Ojalá pueda, de aquí en adelante, continuar con esta cita habitual con los libros de David Aliaga. Algún día este hombre tendrá cincuenta años y nos jubilará a todos. Acuérdense de lo que digo.

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El ambigú

Otras tardes

Luis Loayza Pre-Textos: Valencia, 2017. 156 págs.

La ficción de la memoria Por Nadia Barrera Irse significa olvidar y que nos olviden. Bien lo sabemos aquellos que hicimos la maleta para no volver. Con el paso del tiempo y la prolongada ausencia, la voz de amigos y familiares se deforma hasta convertirse en una especie de murmullo débil e inconstante. En nuestra mente, los rostros se difuminan y los gestos se vuelven impostados. Tarde o temprano nos damos cuenta de que nuestra vida está compuesta de fragmentos, conjeturas y, sobre todo, de silencios. Ante tal vacío llega la desesperación. Forzamos la maquinaria del recuerdo, pero lo único que conseguimos son dudas. Si el pasado está hecho de ficción, entonces nosotros somos una gran incógnita. Llegados a este punto, con tal de no volvernos locos, buscamos un sentido a nuestra existencia. Algunos lo encuentran en el trabajo, otros en la familia y unos pocos, como Luis Loayza, en la escritura. Narrador y ensayista, nacido en Lima en 1934, Luis Loayza fue miembro de la llamada generación del 50 de la literatura peruana. Sin embargo, a diferencia de Mario Vargas Llosa o Julio Ramón Ribeyro, su obra ha tenido poca difusión en nuestro país. Algo lamentable si consideramos que la prosa de Loayza es un regalo para quienes lo leen. En Otras tardes —libro de relatos original de 1985, pero publicado en España en 2017 gracias a la editorial Pre-Textos— Loayza nos habla de vidas pasadas, de los miedos que afloran antes de dar el gran salto y de la melancolía inherente al recuerdo. Las historias están ambientadas en la Lima de los años treinta, más concretamente en Miraflores, el barrio de su infancia. Uno de los aspectos más llamativos en la narrativa de Loayza es su estilo sobrio y cuidado. Su prosa está despojada de cualquier tipo de artificio. La belleza de su escritura radica en su sencillez. Gracias a esto, Loayza consigue que la voz de sus narradores sea cercana y que

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las vivencias de sus personajes se conviertan, por un instante, en las nuestras. En este libro, la tensión narrativa nace y muere en los silencios. Sus protagonistas —hombres marcados por la ambigüedad, la rutina y la abulia— piensan mucho y dicen poco. Les cuesta tomar decisiones, aun sabiendo que se encuentran en un momento decisivo de sus vidas. Prefieren mantenerse al margen. Convertirse en meros espectadores. Es el caso, por ejemplo, del protagonista del cuento «La segunda juventud»: «Iba a decirle algo, pero me callé, siempre he desconfiado del primer impulso y es demasiado tarde para cambiar». Así, las reflexiones ocupan gran parte de las historias. No ocurre lo mismo con los personajes femeninos. Las mujeres de los cuentos de Loayza son complejas y están lejos de desempeñar un rol pasivo. La mayoría busca desesperadamente la libertad. Su objetivo es romper con los convencionalismos de la época, como ocurre en una escena del cuento «La enredadera», cuando Jaime le pregunta a la hija mayor de los Castro qué quiere hacer si no es casarse, y ella le responde con impaciencia: «No lo sé». Entonces el protagonista se dice: «Sabía en todo caso lo que no quería: la aceptación dócil de su madre y su hermana Cecilia. Adela se negaba a ser como ellas». En este libro también destaca el juego de espejos que existe entre los personajes y la ciudad en la que se mueven. El miedo al olvido se ve reflejado en el disgusto que experimentan algunos de los personajes cuando ven que la ciudad de Lima ha cambiado con los años. En el cuento «Padres e hijos», Jaime recorre las calles y no las reconoce. Se siente perdido. En el fondo sabe que cuando los lugares cambian, los recuerdos se mueren. Es así como Loayza, con sus palabras y sus silencios, nos ayuda a evocar la inocencia de nuestra niñez, la epifanía de nuestra juventud y, aunque duela, aquello que pudo haber sido, pero no fue.


Zambullidas

Yolanda Izard Espuela de Plata: Sevilla, 2017 160 págs.

El arte de cultivar bonsáis Por Rebeca García Nieto Hace algún tiempo, esta misma revista dedicaba un dossier al microrrelato, un género que cuenta con partidarios y detractores a partes iguales. En uno de los artículos, Ginés S. Cutillas repasaba su historia y citaba a Ana María Shua para fijar sus límites geográficos: «Al norte, el poema en prosa; al sur, el chiste; al este, el cuento corto; al oeste, el vasto país de los aforismos, reflexiones, sentencias morales». Para que se orienten los lectores, algunos microrrelatos de Lydia Davis, Augusto Monterroso o Ambrose Bierce se situarían más al sur; los de Kafka se acercarían al oeste; los de Gustavo Martín Garzo o algunos de Eduardo Berti, al este; y los de Yolanda Izard se ubicarían más al norte, cerca de la poesía. De hecho, en la nota previa, Izard deja al gusto del lector llamarlos microrrelatos o poemas en prosa. Teniendo en cuenta su trayectoria anterior (además de un par de novelas, ha publicado dos libros de poemas), su incursión en este género parece su evolución natural. El libro, algo irregular en su conjunto, consta de ochenta y cinco microrrelatos. Ignoro si los primeros están escritos en una época anterior, pero lo cierto es que leyéndolo he tenido la impresión de que Zambullidas ganaba a medida que avanzaba en su lectura. Los primeros textos («Zambullida», «Identidad» o «Pesadilla») se sitúan en el terreno de la fantasía y la en-

soñación. A menudo se produce una mímesis entre el hombre, o la mujer, y la naturaleza (por ejemplo en «El jardín»), siendo frecuente el «trasvase» de propiedades humanas a peces o aves, y viceversa (como en «Zambullida», «Comunión II» o «Alas»). Este recurso fue utilizado también por Lilian Elphick en la serie «Graznidos», incluidos en K (Ceibo, 2014), o en «Sueño de pájaro», incluido en El crujido de la seda (Menoscuarto, 2016). En cambio, en la segunda mitad del libro, los relatos son, en su mayoría, de corte más realista. En «Inventario», «Álbum» o «Zapatillas» se abordan las relaciones familiares, de pareja, la vejez. Es en este tipo de relatos, más alejados de lo fantástico, donde, a mi modo de ver, la prosa poética de Izard muestra su mejor cara. Personalmente, los microrrelatos que más me han interesado son los que tienen un carácter más intertextual. Algunos de los relatos de Zambullidas dialogan con otros cuentos. Así, en «Lo mejor y lo peor de ser un fantasma» leemos: «Lo más terrible de ser un fantasma pequeño es que los demás fantasmas del castillo quieran dormirte contándote los verdaderos cuentos de Perrault». En «Deconstrucción» se «deconstruye» el cuento de Caperucita y, con los mismos ingredientes (la capa roja, el lobo y la abuela), Izard le da una vuelta de tuerca a la historia que todos conocemos. En esta línea de diálogo con otros textos, destaca «El bebé», una bella (y triste) prolongación de aquel famoso microrrelato falsamente atribuido a Hemingway que decía «Vendo zapatos de bebé, sin usar». En «Zambullida III», la autora construye una ventana, y con ella un mundo, a partir de una frase de Miguel Ángel Zapata: «Voy a construir una ventana en medio de la calle». Y levanta dos microrrelatos («Creacionismo» y «Darwin») a partir del magnífico «Ecosistema», de José María Merino. Para este autor, «se cultiva el relato breve como se cultiva un bonsái». Este símil, al que el profesor Tyler Fisher dedica un apartado en su interesante artículo «La metaficción en la microficción de José María Merino», me parece muy apropiado. Un bonsái se asienta sobre su propio suelo, es autónomo, empieza y acaba en sí mismo, pero a la vez es un espejo en miniatura de la naturaleza. Por otro lado, en su búsqueda de la perfección, el escritor de microrrelatos debe dominar el arte de la poda: el microrrelato debe decir mucho y tender al mínimo. Como un suspiro. Creo que si esa filosofía se aplicara no sólo a los textos, sino también a los libros en su conjunto, el resultado sería más homogéneo, mejor. No obstante, es cierto que en libros como este, que contienen tantos relatos, es difícil que unos no despunten sobre otros.

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El ambigú

Lo profundo es la piel. Antología de poesía erótica Eduardo Moga Libros de Aldarán: Madrid, 2017 100 págs.

El triunfo de Eros Por Mario Martín Gijón No hay poesía sin densidad. Condensar la expresión para compensar la dispersión, el descuartizamiento, el écartèlement sin cuartel pero con cien carteles, banners, enlaces que nos echan el lazo y que sufrimos bovinamente en nuestros días. Frente a eso, al entretenimiento vano que nos quiere tener entre las manos del capital, la poesía, cuando lo es, sólo trata de lo esencial: Eros y Tánatos. La muerte que nos aguarda, nos acosa y nos espera, con la sabihondez de la gran conservadora, y el sexo, impulso rebelde y prometeico que, aunque no cambie el final, hace que todo nuestro ser niegue esa conclusión. La obra poética de Eduardo Moga, tan amplia y multiforme, puede resumirse en esa dicotomía que titulaba tanto uno de sus libros fundamentales como su más amplia antología: El corazón, la nada. El corazón, o la vitalidad bullente que bombea hacia las partes más gozosas de nuestro cuerpo y que, volcándose sobre otra persona, supera nuestros límites. La presente antología, que toma su título de una frase de Paul Valéry («Ce qu’il y a de plus profond en l’homme, c’est sa peau»), reúne una muestra que acredita al escritor barcelonés como uno de los mejores poetas eróticos de una literatura, como la española, donde la expresión de la sexualidad, por razones obvias, tuvo que luchar hasta hace poco con todo tipo de tabúes, censuras y pudores. En esta época de nacionalismos (be)cerriles, «el país más pequeño del mundo», como dice una célebre canción polaca, es el que construyen los amantes, un país paradisiaco, «vergel de relámpagos», cuya legis-

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lación es la que impone el instinto liberado, que hace que todo encaje con la facilidad del miembro viril en la cavidad femenina: «la materia se dota de razón: la carne confusa se ordena / se adhiere, matemática, a la piel, / y los ojos, finalmente, ven». La poesía de Eduardo Moga no es sólo «erótica» sino, en muchos momentos, «pornográfica», en los mejores de los sentidos. La vista y el tacto se nos activan durante la lectura con una imaginería que celebra la belleza de las vulvas abiertas y los penes erectos. A propósito de Sade se ha hablado de la pureza del libertino y en Moga, la limpidez de la dicción, que deja en ridículo toda hipocresía, resalta «la antigua obscenidad que nos sumergía en la pureza». La época más fértil en la obra erótica de Moga es el tránsito entre uno y otro milenio, coincidiendo con su decantación hacia el poema en prosa y el verso libre, donde el esplendor imaginativo del versátil autor catalán encuentra mejor cauce que en la coacción de las formas cortas como el soneto o el haikú. El corazón, la nada (1999) intenta conservar la belleza, no por efímera menos imbatible, de ciertas experiencias concretas. No importa si han durado sólo una noche, «noche de una sola sílaba», «noche para la muerte del cero» que sigue latiendo en el recuerdo e iluminando el tiempo posterior. Se celebra la imperfección de la amante «sujeta al barro», dando la vuelta al mito adánico: sí, somos barro, pero orgullosos de serlo, y más nos vale volvernos hacia el cieno primordial que hacia el cielo inalcanzable donde nos asfixiaríamos. En Unánime fuego (1999) y en La montaña hendida (2002), la imaginería de Moga alcanza sus cotas más altas de irracionalidad, trasunto de la rememorada intensidad de una experiencia en la que «todas mis fronteras sentían el empuje de una música carnal, de un lenguaje que se nutría de eclosiones oscuras». En los últimos poemarios seguimos advirtiendo ese vaivén pendular entre Eros y Tánatos. Al encendido Décimas de fiebre (2014) sigue Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), libro azacaneado por el presentimiento de la muerte en la so(l/ci)edad londinense, y después de este se anuncia Tú no morirás, que pone rostro poético a la difícil lucha del vigor del deseo contra el declive físico de la edad.


Provocatio

Sara Herrera Peralta Baile del Sol: Tenerife, 2017 56 págs.

El canto de la masa Por Alberto García-Teresa Baile del Sol vuelve a poner en circulación este pequeño poemario de Sara Herrera Peralta, que fue editado por la Casa Municipal de Cultura de Avilés con una pésima distribución, a cuento del Premio Ana de Valle el año 2010. Se trata de una obra durísima, que se abre con un verso demoledor que nos sitúa perfectamente en las coordenadas del libro: «La ciudad es una fábrica cubierta de resina». La autora denuncia la alienación, la anulación por el trabajo y el consumo, la despersonalización (en los textos no hay sujetos definidos; las personas que aparecen son masa) y la asepsia sentimental de ese entorno («somos cáscara») junto con la precariedad económica y la pauperización laboral. En ese sentido, Provocatio, junto con Sin cobertura, es el poemario de Sara Herrera Peralta que más se centra en estas cuestiones. La extensión de la fábrica, que ha absorbido la ciudad y a sus habitantes, constituye una expresiva metáfora que se emplea como base de todo el libro. Aparece explícitamente en varias piezas para explicar la centralidad de lo laboral (de un trabajo repetitivo y asfixiante) de nuestra sociedad. Plasma Herrera Peralta las contradicciones de esas relaciones laborales y humanas con numerosas paradojas y oxímoron. Con un tono contundente, emplea oraciones breves, pocas veces con subordinación, aunque hay otros poemas con un leve desarrollo narrativo o con un trabajo menos intenso de síntesis para poder especificar determinadas escenas. Para hablar del horror, utiliza personifica-

ciones (que se fijan en un medio con el que empatiza rápidamente el lector: un cuerpo humano) y también imaginería surrealista. Así, recoge espléndidamente un entorno opresivo. En todo ello, plantea explicaciones de nuestro comportamiento y denuncia cómo opera la dinámica de aspirar a más (dentro de la lógica de la insatisfacción continua) como motor del consumo. La autora habla de la resignación de la derrota y construye una atmósfera apesadumbrada («hoy ya estamos recubiertos / de ceniza y pólvora»), en la que destaca la labor lingüística de concisión. Los sueños son falsos o nuevos productos que hay que comprar (y trabajar para pagarlos). En ese sentido, no hay espacio para el optimismo en estas páginas. Quizá en gestos minúsculos, como freír un huevo, pues ni siquiera el amor, al que se aspira como salvación, es posible. De hecho, aterriza todo ese escenario con elementos cotidianos y domésticos, con los que cualquier lector puede identificarse. También concreta una perspectiva de género para remarcar las desigualdades y el patriarcado. A su vez, hay que señalar que algunos de los títulos (tanto de poemas como de las dos secciones del volumen) aparecen en inglés, con lo que Sara Herrera Peralta busca desasirse de un contexto concreto e internacionalizar las escenas y situaciones que retrata, que pueden suceder en cualquier país industrializado. Por todo ello, Provocatio resulta un libro muy cohesionado, inclemente, que trabaja con la síntesis para evidenciar la alineación de nuestro tiempo.

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El ambigú

Seis sextetos

Juan Carlos Elijas La Isla de Siltolá: Sevilla, 2017 64 págs.

Espíritu errante entre la lógica y la magia Por Eduardo Moga Tras completar con Ontología poética (1998-2014), en 2015, una primera y amplia etapa de su producción, marcada por un realismo crítico y una aproximación irónica al lenguaje, Juan Carlos Elijas (Tarragona, 1966) parece haber tomado un nuevo rumbo y buscar ahora —ya lo ha hecho en Tarde azul, publicado en 2017 por la Editora Regional de Extremadura— un verso más radical, más abismado, que penetre en los intersticios del idioma y de la conciencia y se subsuma en la magia de lo incorpóreo, de lo subyacente. En Seis sextetos —cuyo título evoca el del célebre poemario de T. S. Eliot, Cuatro cuartetos—, Elijas acude a un motivo nítidamente existencial, el cementerio, para transmitir una angustia —la de la muerte— y un conflicto —con el lenguaje que ha de expresarla: insuficiente, ambiguo, escurridizo, contradictorio—. Seis camposantos (el cementerio protestante de Roma; Bunhill Fields, en Londres; Grinzing, en Viena; Père Lachaise, en París; Montjuïc, en Barcelona, y Kerepesi, en Budapest) constituyen el escenario de estos seis poemas, subdivididos en varias partes y enmarcados todos por una obertura y una coda —las connotaciones musicales de ambos términos no son casuales: el sentido rítmico, o fracturadamente rítmico, es fundamental en la poesía de Elijas—. Desde Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, todo poemario cuyo pretexto o cuyo paisaje sea una necrópolis remite al libro del estadounidense (al que el propio Elijas homenajea en la primera sección de «Kerepesi o las tres gracias»: «Deambulo por sus calles como un paisano de Lee Masters…»). Sin embargo, entre las muchas diferencias que se perciben entre el libro de Elijas y el del americano, hay una esencial: este configura voces unívocas,

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cada una de las cuales corresponde a un difunto; Elijas, en cambio, nos aboca a una bacanal convulsa, con deslindes sinuosos o quebrados, en la que concurren personajes anónimos y personajes históricos, visiones e incertidumbres, travesuras y desgarros, paradojas y silencios. Como señala con acierto Eduard Bosch en el extenso prólogo, el poemario refleja «el conflicto abierto que el poeta mantiene con la lengua: una lengua voluble, indefinidamente ramificada, nunca completamente a disposición del poeta y siempre incapaz de satisfacer sus pulsiones expresivas». Este conflicto, que es uno de los fundamentales de la literatura contemporánea, evidencia el deseo del poeta de trascender los fenómenos de la realidad, la frontera de las apariencias, para adentrarse en las estructuras que escapan a la constricción de lo sensible y de su formalización cognitiva, lo lógico —algo que Elijas denomina «el no poema, el lugar interior / llamado ritmo»—, aunque nunca lo haga sin adherencias fenoménicas, que presentan en ocasiones una dimensión social —«Julio es el peor mes del año para morir en Budapest, / ahora que se anuncia la restauración de la pena de muerte, / ahora que las alambradas paralizan a los refugiados repelidos», leemos de nuevo en «Kerepesi o las tres gracias»—, ni, incluso, barrocas paronomasias: «Y así, gongorín gongorado […] // las mochales mochuelas septentrionales, raudas y rapaces, / […] muerden murciélagas mi cuello…», dice la séptima y última parte de este mismo poema. Seis sextetos es también una arremolinada inmersión en la historia de la cultura occidental. Elijas convoca en sus poemas a una larga cohorte de creadores, entre los que destacan los escritores, los músicos y los artistas visuales, como pintores y cineastas, desde Gauguin hasta François Villon. «Bunhill Fields o la poética del barrendero» («Bunhill» proviene de «Bone Hill», ‘la colina de los huesos’, así llamada porque en ella se apilaron muchas de las víctimas de la peste que azotó Londres en 1665: eran tantas que no cabían en los cementerios existentes) empieza con una cita del director de cine Andréi Tarkovski, que revela la creencia de ambos —de Elijas y de Tarkovski— en la fuerza de la imagen: «Independientemente de que no podamos percibir el universo en su totalidad, la imagen es capaz de expresar esa totalidad».


Recomendaciones de Quimera La noche que los Beatles llegaron a Barcelona Alfons Cervera Piel de Zapa, 2018

Vuelve Alfons Cervera al universo en el que tan magistralmente se maneja: los años del franquismo y la represión, Los Yesares, el anhelo de libertad sofocado por la dictadura. En este caso este universo se despliega en dos duplas de escenarios: Barcelona y Los Yesares; y el concierto de los Beatles en la Monumental y la sórdida mazmorra de Vía Layetana. Son universos en contraposición. Se entremezclan recuerdos articulados en capítulos encabezados por el título de las canciones que tocaron los de Liverpool con idas y venidas desde el recuerdo de aquellos a la realidad de hoy, tan extraña y matizada. Los Yesares, Barcelona, Montpellier, Burdeos, el Valle de los Caídos... La memoria del narrador no conoce de lugar ni de tiempo y nos advierte de los peligros de olvidar una realidad peligrosamente cercana. Una vez más, y van muchas, Cervera nos muestra el narrador inconmensurable y talentoso que es.

Todos parecían soñar Ángel Bonomini Pre-Textos, 2017

La editorial Pre-Textos reúne en su colección de narrativa contemporánea los cuentos completos del argentino Ángel Bonomini (1929-1994), uno de los más destacados cuentistas del panorama hispanoamericano, admirado por Borges y Bioy Casares, que incluyeron su cuento «Los novicios de Lerna» en su Antología de la literatura fantástica del siglo XX. Los cuentos de Bonomini se adentran en un terreno a medio camino entre lo real y lo onírico, haciendo un uso intelectual de lo fantástico (como quería Ítalo Calvino) para intensificar la sensación de extrañamiento y desorientación inherente al hombre moderno. Una gran oportunidad de descubrir a un clásico moderno.

Fractura

Andrés Neuman Alfaguara, 2018

Después de El viajero del siglo, Neuman vuelve al terreno de la novela canónica con la historia del señor Watanabe. El hilo conductor, aparte de las bombas atómicas de la Segunda Guerra Mundial y el desastre nuclear de Fukushima, es la vida sentimental de este por medio de las cuatro mujeres que significaron algo en su vida. Utiliza como vehículo a un enigmático periodista argentino que tira del hilo en Tokio, París, Nueva York, Buenos Aires y Madrid, retratando, de paso, la situación política de cada una de ellas en un momento concreto, como el Mayo francés o el atentado de Atocha. Escrito con la enorme delicadeza y el amor al lenguaje y los correspondientes modismos al que este autor hispano-argentino nos tiene acostumbrados. Sus páginas encierran el arte japonés del kintsugi, en el que se reparan las fracturas de las cosas rotas con oro para enfatizar la historia y los cambios que han sufrido.

Luces del grial

Victoria Cirlot Alpha Decay, 2018

Para los que tuvimos la suerte de tener como profesora a Victoria Cirlot esta novedad de Alpha Decay es un libro inexcusable, pero debería serlo para cualquier interesado en la historia medieval. Cirlot vuelve al escenario en el que es una auténtica autoridad: la literatura artúrica y los mitos y literatura relacionados con el Grial, que llegan hasta la actualidad en obras como las de Eco o Foucault. En las páginas de este compendio de artículos se revive la voz intensa y apasionada de Victoria Cirlot y queda la sensación de que la voz de la erudición ha perdido fuerza en los últimos años dando paso a un conocimiento menos profundo y más inmediato. Disfrutemos pues esta pequeña excepción y rememoremos lo que debería ser siempre el ensayo, un auténtico eco del saber.

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Recomendaciones

Caligrafía de la necesidad

La comunidad secreta de los elfos, los faunos y las hadas Robert Kirk Ediciones Obelisco, 2017

Durante el proceso de escritura de Demonology and Witchcraft (1830), Sir Walter Scott siguió con interés las huellas de un libro con cuya edición original de 1691 no logró dar. El autor de Ivanhoe fue el principal impulsor de la recuperación de La comunidad secreta de los elfos, los faunos y las hadas y de su reimpresión en 1815. Ediciones Obelisco ha editado en castellano este curioso documento, a mitad de camino entre la investigación antropológica, el libro de viajes y la reflexión teológica. Escrito por Robert Kirk, un sacerdote escocés del siglo XVII, el libro recoge testimonios orales y supersticiones relacionadas con la presencia de faeries en las Tierras Altas.

Cecilia Quílez Bartleby, 2017

Cecilia Quílez escribe una poesía hipnótica. Su último libro, Caligrafía de la necesidad, es un ejemplo perfecto de cómo mantiene la atención del lector, que se ve sacudido con cada verso. En parte, gracias a la potencia lingüística que encontramos en los poemas, que nos arrastran como un golpe, y gracias también a la magnitud de ciertas imágenes y reflexiones («El amor es una distracción del deseo», leemos). Caligrafía de la necesidad es un libro inquietante, profundo, en el que la palabra se despliega en toda su dimensión. Cuenta lo que se dice y lo que no se dice, porque el silencio y la elipsis configuran también un discurso. Quílez nos demuestra que la escritura es un asilo, un punto de apoyo, aunque el lenguaje nos resulte insuficiente en ocasiones. Entendemos perfectamente a qué se refería Loreto Sánchez Seoane cuando escribió que los poemas de Cecilia Quílez «hieren, rasgan, impactan». Un libro muy recomendable.

Antología poética

Álvaro Valverde Editora Regional de Extremadura, 2017

Siempre es un placer volvernos a encontrar con los poemas de Álvaro Valverde. En este caso, por partida doble. Por un lado, a través de una selección de su poesía desde su primer libro, Territorio, hasta el último, Más allá, Tánger. Por otro lado, por las ilustraciones que acompañan a los poemas. Esteban Navarro, su autor, ha captado muy bien el escenario geográfico y emocional de muchos de los textos elegidos para esta interesante antología, la número 4 de la colección El Pirata, una iniciativa de la Editora Regional de Extremadura para difundir la poesía extremeña de todas las épocas entre jóvenes lectores. Completa la edición una extensa nota biobibliográfica sobre el autor placentino.

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Mala

Aldara Filgueiras Monorraíl Ediciones, 2107

Con un estilo directo y contundente, y con gran libertad formal (carencia de puntuación, alineación del texto según la voz escogida), Aldara Filgueiras hace en su poemario Mala (ilustrado por Adolfo Ontoba) un duro repaso a las relaciones de pareja con una mirada feminista y femenina. No obstante, en su poemario Filgueiras también otorga la palabra a la voz masculina para dar una perspectiva total a la reivindicación de una idea de amor y de relación basada en la pasión, la asunción del dolor y la pérdida y, sobre todo, en la libertad de cada uno de los miembros.


publicidad Frankenstein

MONTESINOS

Mary Shelley

Frankenstein o el moderno prometeo Hija de William Godwin y de Mary Wollstonecraft, Mary Shelley fue educada en las ideas radicales de sus padres, sobre todo de su madre, cuyas obras solía leer sobre su tumba. También fue la tumba de la madre el escenario de sus encuentros con el joven poeta Percy B. Shelley, con quien decidió huir a Europa en 1814, a los dieciséis años, defendiendo su derecho al amor frente a la oposición de su padre: el gran librepensador no podía admitir que su hija se uniese a un hombre casado. En 1816, durante su segunda estancia con Shelley en Suiza, y como fruto de las largas veladas en la villa de Lord Byron, empezó a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1818, cuando Mary contaba con solo 21 años. Popularizada primero por el teatro y luego por el cine, esa extraña historia de terror ha pasado a formar parte de la mitología de nuestro tiempo.



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