Quimera Revista de Literatura | Número 412 | Abril 2018

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Los Beatles publi:PORTADA 282 9/2/18 12:06 Página 1

Alfons Cervera

La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona

Dos jóvenes salen del pueblo de Los Yesares para asistir al concierto y lo que se encuentran no es el griterío de las gradas acompañando aquellas canciones sino el horror más insospechado. Uno de los policías más violentos del franquismo representa ese horror, la crueldad de un poder que no necesita explicar ni justificar nada para ejercer esa crueldad con la impunidad más absoluta. La música de los Beatles suena en los tendidos de la plaza.

Piel de Zapa Piel de de Zapa Zapa Piel


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ColaborAN en este número:

Antonio Arenas, Agustín Calvo Galán, José Abad, Almudena Amador, Nekane Arcusa, Nadia Barrera, Javier Campoy Peña, Nélida Cañas, Alejandro Chanes Gálvez, Jesús Ciscar, Ángeles Corzo Álvarez, Fernando Delgado, Heriberto Duverger, Joaquín Fabrellas, Francisco Gabriel y Galán, Santiago García Tirado, Martine Joulia, Nekane Luca, Miquel Àngel Marín, Pedro Mármol Ávila, Begoña Minguito, Eduardo Moga, Anastasia Ovcharova, Joaquín Palacios, Carmen Peire, Gemma Pellicer, Mireia Pérez, Ana Prescott, Ana Carolina Quiñonez, María Ramos Vargas, José de María Romero Barea, Sophie Savary, Josep Maria Sucarrats Vilà, Víctor Tarruella, Alba Tor, José Javier Villarreal

Ilustración de portada y Dossier:

Mireia Pérez ©

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2018

En Quimera, a través de artículos, ensayos, entrevistas y obras de ficción hemos dado voz a cientos de autores para que nos explicaran el fenómeno literario desde múltiples enfoques y miradas. Pero nos faltaba la del lector. Por ello, desde el Consejo de redacción hemos seleccionado a algunos de los mejores lectores que conocemos y les hemos hecho unas cuantas preguntas para tratar de saber cómo entienden ellos la literatura y qué es lo que buscan en los libros y revistas que leen. El resultado es un dossier heterogéneo pero con una perspectiva común: la del otro lado de la página. Un número dedicado a aquellos que, en definitiva, dan vida a esta revista: sus lectores. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

Miguel Riera Fernando Clemot JEFE DE REDACCIÓN: Jordi Gol Editor:

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Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta:

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Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El salón de los espejos Entrevista a Joaquín Fabrellas – 4

Einstein on the Beach José Javier Villarreal. Un lugar donde habitar – 37

El cielo raso

José de María Romero Barea.

Lectores

El narcisismo lúdico de Ramón Andrés – 43

Fernando Clemot. Manual de lectura – 10

Santiago García Tirado. Crónica:

Entrevista a Almudena Amador – 12

la otra literatura española saca músculo – 47

Entrevista a Nadia Barrera – 13

Fernando Delgado.

Entrevista a Javier Campoy Peña – 14

Una novela llena de vida – 50

Entrevista a Alejandro Chanes Gálvez – 15 Entrevista a Ángeles Corzo Álvarez – 16

El holandés errante

Entrevista a Heriberto Duverger – 17

Álex Chico.

Entrevista a Francisco Gabriel y Galán – 18

Apuntes dispersos para una narración inagotable – 53

Entrevista a Martine Joulia – 19 Entrevista a Begoña Minguito – 20

El ambigú

Entrevista a Anastasia Ovcharova – 21

Ana Prescott:

Entrevista a Joaquín Palacios – 22

República luminosa de Andrés Barba – 57

Entrevista a Ana Prescott – 23

Carmen Peire:

Entrevista a María Ramos Vargas – 24

Madre mía de Florencia del Campo – 58

Entrevista a Sophie Savary – 25

Gemma Pellicer:

Entrevista a Josep Maria Sucarrats Vilà – 26

Una vida prestada de Berta Vias Mahou – 59

La vida breve

Decepciones de Enric Parellada – 60

José Abad: Derrumbadero – 27

José de María Romero Barea:

Los pescadores de perlas

Víctor Tarruella:

Relatos de Thomas Bernhard – 61 José Abad:

Microrrelatos inéditos de Nélida Cañas – 32

Relatos de Patricia Highsmith– 62

El castillo de Barba Azul

Ciento noventa espejos de Francisco Javier Irazoki– 63

Poemas inéditos de Ana Carolina Quiñonez – 33

La voz humana Entrevista a Miquel Àngel Marín – 34

Eduardo Moga: Agustín Calvo Galán: Intemperie de Luis Luna – 64

Recomendaciones – 65 3


El salón de los espejos

Entrevista a Joaquín Fabrellas Por Pedro MárMoL áviLa Fotografías cedidas por el entrevistado ©.

Joaquín Fabrellas Jiménez nació en Jaén en 1975. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada y actualmente ejerce como profesor de Enseñanza Secundaria. Ha publicado estudios críticos en las revistas Paraíso, La Manzana Poética, Vallejo & Co. y Buenos Aires Poetry, además de en su blog: El Imperfeccionista. Estos trabajos versan sobre poesía contemporánea principalmente: T. S. Eliot, Rimbaud, Ferrer Lerín, Aníbal Núñez, etc. Es el autor de los siguientes poemarios: Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Clara incertidumbre (2016). También merecen mención sus traducciones y su presencia en numerosas antologías poéticas, como Poetas de Jaén (2008) o Cima de olvido (2006), entre otras. Su último poemario es Metal (2017).

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Eres poeta y te sientes cómodo en la poesía, aunque has cultivado otras vertientes literarias. ¿Por qué la poesía? Bueno, para mí la poesía es el primer idioma, o el lenguaje esencial del hombre en cuanto es sujeto adulto y preocupado por su circunstancia vital y por el entorno que lo rodea. La poesía es una de las artes que te permiten ser más crítico con este mundo, empezando por el propio lenguaje, desacralizando las bases establecidas de un gusto que ha inventado un canon más interesado en lo comercial que en la calidad. Además, los primeros contactos con la escritura cuando era más joven tuvieron lugar con la poesía, con la lírica; para mí fue algo natural el paso a seguir escribiendo poesía, porque además con otros géneros como el cuento o la novela tengo una relación mucho más difícil. Hace tiempo que tu estilo se afianzó en una especie de «poética del silencio». ¿Qué encuentras en ella? ¿Por qué esta y no otra? Me refiero a una «poética del silencio» en cuanto a que toda poesía lo es de alguna manera, ya que, para ser, tiene que partir del silencio y, una vez pronunciada, escrita o recitada, vuelve al silencio; la poesía se niega a sí misma, por tanto, cada vez que alguien escribe un concepto. Tiene esa naturaleza controvertida, la necesidad de la enunciación y su vuelta al silencio nutricio del que ha surgido. Cuando alguien hace una escultura ocupa un lugar y permanece a lo largo de los siglos; la poesía y la música son instrumentos de silencio: enuncian algo que no existe y, una vez dicho, vuelve a ese hogar intangible de lo inefable. Cuando lo piensas, salvando las distancias, es lo que hizo san Juan de la Cruz: tratar de expresar lo que nadie había vivido con un referente lingüístico que no tenía antecedentes poéticos. Por otra parte, mi poesía se está alejando paulatinamente de la tentación simbolista, como afirmaría Gil de Biedma, intentando acercarse a lo testimonial, o a lo vivido, de forma que todos comprendan lo que les digo al leer. ¿Es complicado para un poeta de tus convicciones estéticas encontrar hueco en el actual mercado editorial? ¿Crees que el mercado se orienta en otras direcciones? Yo cada vez tengo menos idea de cómo va el mercado poético; esas dos palabras unidas ya dan una idea de lo corrompido que está todo esto. El que se dedica a la poesía sabe que no puede vivir de ella; vivirá de algo relacionado con lo editorial, o con charlas y cursos que poco o nada ayudan a escribir mejor, pero no conozco a ningún

poeta que viva de lo que venden sus libros y el que pretende hacerlo está engañado o se ha convertido en un producto de ventas. Ahora se lleva mucho el fenómeno editorial de cantantes cuyas letras son editadas por editoriales avispadas y venden millones de ejemplares, pero la poesía y las letras musicales no tienen nada que ver. Algo que suena muy bien cantado no suena bien cuando es recitado, o suena a tópico, a no ser que te acuerdes de los acordes originales, y algo que es hermoso recitado no tiene una buena traducción en música. Me imagino, por ejemplo, algunos de los poemas rítmicos de José Hierro, con esos versos tan largos sometidos al canto... Sería imposible hacerlo, pero eso el público tiende a confundirlo y piensas que es poesía lo que es sólo compás. El mercado en general se orienta hacia una poesía inerme, infantil, acrítica, productos fáciles de llegar a un amplio público, con portadas cada vez más llamativas, pero que poco tienen que ver con una poesía de altura o con una conciencia que trate de subvertir el mundo. Estamos viviendo una dictadura del consumo y estamos entrando en ella pensando que ejercemos una libertad, aparente tan sólo, también en el renacimiento de muchas editoriales que han visto un filón en este tipo de producto. Tu último poemario, Metal (2017), nace de esa búsqueda del silencio en el eje de la expresión; por ejemplo, podríamos recordar los siguientes versos: «La geometría de la palabra es cruel silencio. / Esto es el hombre: palabra o vacío». ¿Qué implica el silencio en Metal? Como dije antes, Metal es un libro donde trato de encontrar las raíces del lenguaje poético en el silencio, en todo aquello que no se dice, en todo aquello que vive cuando se nombra, lo que aguarda a ser desvelado por la palabra y por el discurso poético. Por eso, accedo a ese mundo con un lenguaje y una sintaxis simplificada al máximo, depurada de artificios, pero que tiene que ver con la música primigenia de la creación artística. Por ello, recorre una serie de versos de diferentes medidas para llegar, al final, a la última parte, donde todo se enuncia en endecasílabos y heptasílabos, porque la métrica además es lo que nos separa de toda la inmundicia de los fenómenos poéticos de los que antes hablaba, de la mediocridad del sentimiento personal del que nos hablan; por eso, este libro tiene una apariencia tan fría, y de ahí ese título con reminiscencias de dureza y frialdad. ¿Por qué tu cuidado en la métrica? Manejas con rigor y personalidad el verso libre, siempre desde la domesticación de las estrofas y

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El salón de los espejos

Entrevista a Joaquín Fabrellas

los ritmos clásicos, que tampoco faltan en el poemario. ¿Cuánta importancia le otorgas a la métrica en tu concepción de la poesía? Bueno, en primer lugar, el verso libre como se nos ha vendido no existe; el versolibrismo es componer un texto con versos que no riman, pero que deben mirar con atención el ritmo y los acentos tradicionales, porque, si no es así, estaremos escribiendo prosa recortada. Se me puede tachar de purista o de retrógrado, pero si nos consideramos poetas es porque al menos conocemos las bases de este arte para seguirlo o para destrozarlo; sin embargo, si hacemos poesía sin ni siquiera plantearnos desde qué punto de vista vamos a empezar para avanzar, a mí no me vale. No es suficiente con que alguien tenga un fogonazo y se ponga a escribir: todos los humanos sentimos lo mismo. Otra cosa es expresarlo, y no todo vale. Como ejemplo, se me ocurre la pintura abstracta; todos los pintores sabían dibujar de forma excelente, pero en un momento determinado decidieron cambiar el discurso por un motivo concreto: la rebelión. Ahí se pueden ver los cuadros de Kandinsky, de Picasso o de Motherwell; todos tenían muy clara la tradición clásica, pero la subvirtieron para llegar a un sitio nuevo. Cuando he hecho verso libre ha sido con la absoluta certeza de que al leerlo no había ningún problema de comprensión, porque salía sola la sonoridad del verso, y, de hecho, a veces ni necesitaba de signos de puntuación. Esos versos estaban justificados por su música. Por otra parte, considero la métrica como una herramienta de la poesía. No es la única: se puede hacer poesía métrica, o también poesía rítmica, basada en los metros griegos, que pasaron a Roma y que redescubrieron los alemanes con su obsesión por la Antigüedad clásica, o también prosa poética, pero teniendo en cuenta siempre cuál va a ser tu referente, y uno de los más importantes es la música y otro, la métrica. Para mí la métrica es una forma de enunciar el magma filosófico y sentimental del hombre. La métrica esconde una verdad que se desvela en el poema. ¿Y por qué la reflexión sobre la literatura y, en concreto, sobre la poesía en Metal? La literatura se erige en uno de tus principales intereses en el libro, o sea, tus versos se despliegan frecuentemente en torno a problemas metaliterarios complejos.

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Sí, es así. También me gusta distinguir entre literatura y poesía: la literatura, como decía el gran poeta y querido maestro José Viñals, es la prostitución del arte literario, teniendo en cuenta que cualquiera medianamente famoso puede publicar una novela. Entiende que quiera separar ambos conceptos. Lo que es verdaderamente importante en Metal es querer delimitar ese momento de pureza donde ocurre el encuentro con el concepto, cómo se convierte en discurso y cómo se traduce en palabras en un verso; de todos esos movimientos surge la poesía y el canto de Metal. Por ello, es un libro necesariamente Metal(iterario) que pretende ser calculado y frío, decir lo esencial sin adornos y que sólo quede, cuando cierres el libro, la preocupación por la poesía y no por el artificio, ahora que tan acostumbrados estamos a un discurso pseudopoético, olvidando la calidad de herramienta que tiene lo poético en un mundo que no piensa. De ahí que afirme: «Escribo una y muchas veces el mismo poema, / cada poema es un tachón del anterior, / cada texto es bajar más en el abismo / reconocer la lucha / contra mi yo más imperfecto...». ¿Qué otras obras de tu producción literaria destacarías? No hay nada que huya (2014) es otra obra que está muy relacionada con Metal en lo que se refiere a la preocupación por la palabra y al hombre en un mundo que lo idiotiza. El hombre que prefiere volver a lo natural y olvidar lo aprendido de los hombres y su lenguaje; de ahí que la naturaleza aparezca siempre en este libro como el espacio de lo puro, a pesar de que ya no exista más: es algo conceptual. El lenguaje también está forzado, la sintaxis, ya que intenta no presentar ninguna figura retórica ni referentes ya conocidos en el mundo de la poesía. ¿Cuáles son, hoy por hoy, tus referentes literarios? ¿Han sido siempre los mismos? Muchos, como he dicho antes: José Viñals, pero también Aníbal Núñez, Francisco Ferrer Lerín, Manuel Lombardo Duro, Agustín Delgado o Diego Jesús Jiménez, poetas que no se rindieron ante un mundo que ofrece la facilidad como moneda de cambio y que denunciaron continuamente la fealdad, la tristeza que deviene de un pacto no cumplido después de una dic-


tadura que ha sido sustituida por otra. Por otra parte, la poesía inglesa ha representado algo que, para mí, no tuvo la poesía española desde el Romanticismo hasta el siglo XX, es decir, que en España han faltado siempre maestros en la época moderna desde el Romanticismo. Yo encontré en Wordsworth y en Coleridge lecciones que no pude encontrar en Espronceda o Zorrilla, que fueron a la zaga. Algo similar le ocurrió al 98: la poesía española estaba de capa caída y tuvo que fijarse en Francia y en la labor de Rubén Darío como introductor del simbolismo; entonces se produjo el cambio necesario para que apareciera la poesía de Unamuno, de los Machado, de Cernuda, hasta nuestros días. Destacaría la ingente labor como crítico de T. S. Eliot, que

influye en mí no tanto en su poesía, que pertenece a la tradición anglosajona, sino como pensador y conocedor de su propia tradición así como de la tradición europea, en especial de la poesía italiana; y también destacaría la obra de Jaime Gil de Biedma, tanto en su faceta poética como en la de ensayista y memorialista. También Gabriel Ferrater, del que me interesan hasta los informes de lectura que hizo para la editorial Rowohlt Verlag, o los filósofos Giorgio Agamben o Peter Sloterdijk, entre otros. ¿Le concedes importancia al conocimiento de la tradición literaria para hacer poesía? Para mí es fundamental, como en cualquier corriente artística o científica, por errada y pasada que esté. Debemos conocer bien de lo que estamos hablando; de lo contrario, iniciaremos unas revoluciones que quizá ya hayan sido ganadas y perdidas y en las que se puede invertir mucho tiempo malgastado. Si quieres escribir sonetos o formas fijas, debes atender a la tradición, que es de donde beben los autores actuales: debes conocer a Garcilaso, Bocángel, Fernández de Andrada, Rodrigo Caro, Gutierre de Cetina, Castillejo o Francisco de Rioja. De lo contrario, podríamos incurrir en crasos errores. Desde la base de que eres profesor de Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato, ¿cómo percibes la enseñanza de la poesía en el aula? ¿De qué le sirve la poesía al estudiante en estos niveles educativos? En mi caso es bastante testimonial: de todos los alumnos que he tenido, y ya van unos cuantos en mi carrera docente, muy pocos han estado de verdad interesados en la poesía. Por lo tanto, no perdemos el tiempo en hablar de cosas que no les interesan, si lo que necesitan es escribir bien o conocer la sintaxis, si no es estrictamente necesario; otra cosa es asesorarles en cuestiones poéticas o aconsejarles autores y títulos cuando están interesados. Tenemos un sistema educativo bastante memorístico con un canon incompleto y desactualizado; por tanto, creo que habría que cambiar otras cosas antes que hablar más de poesía. No puedo hacer nada si no les gusta lo que a mí me gusta; es normal. La poesía les podría aportar ese grado de

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El salón de los espejos

Entrevista a Joaquín Fabrellas

rebeldía y criticismo del que carecen; la poesía es ver el mundo con distintos ojos a como lo hace la mayoría. Hace poco, en Madrid, unas chicas a mi lado estaban hablando de la belleza de un poema de Cernuda. Me quedé bastante impresionado por la soltura con la que hablaban a pesar de su juventud. No creo que Cernuda sea un tema de conversación frecuente entre los jóvenes. Aún hay esperanza ahí fuera. También te desempeñas como crítico literario. ¿Qué aporta el ejercicio de la poesía a tu ejercicio de la crítica? Conocer mejor el impacto que puede tener mi obra, fijarme en cosas verdaderamente importantes, me evita caer en temas manidos y mal resueltos, me hace distinguir muy bien el trigo de la paja. Ninguna palabra está de más, todo debe aportar, trabajar en su cometido, no hacer repeticiones y llevar la sintaxis a su máxima precisión. Te hace ser más correcto y lírico, lo cual se agradece cuando lees un artículo que puede resultar farragoso en estos tiempos en que todo debe parecer uniforme y científico, pero que tiene un estilo horrible... La crítica literaria a veces recurre a ciertas repeticiones con errores habituales por no enfocar de verdad las bases epistemológicas de un estudio o de un autor. Supongo que el tiempo les apremia, en lugar de hacer las cosas con calma. ¿Y qué supone el ejercicio de la crítica en tu ejercicio de la poesía? Tener una visión total del fenómeno del que estás hablando, el aspecto sincrónico de lo que estás escribiendo, que se convertirá en algo diacrónico, a través del tiempo, hasta que deviene historia del lenguaje. Todo lo que está escrito permanece. Debemos cuidar más el lenguaje porque hablará de nosotros.

inconsciente. Unos temas llevan a otros, una forma a otra, trabajando tanto la métrica como el ritmo con verdadera obsesión, descubriendo que la poesía es ante todo canto, y vienen a mí los poemas con esa capacidad del cántico y la melodía, que es lo que quiero escuchar primero. Para que te hagas una idea, llevo trabajando una sextina durante un año y medio y no sé cuándo voy a acabarla, pero la poesía maneja esos tiempos; desconfío de aquellos que hacen un poema en una tarde: la poesía no es inspiración, sino trabajo y esfuerzo. No tengo fecha para terminarlo; esa es la libertad de la que te hablaba antes, pero me quedan años hasta que resuelva todos los interrogantes que se me han planteado en estos poemas. Me gusta esa clara incertidumbre, el reto que te plantea el lenguaje cada vez que te sientas a escribir y surgen nuevos puentes, conexiones que tienen que ver con los ritmos, con la métrica, que combina ritmo y acento. Para ser buen poeta necesitas tiempo y constancia. No doy por terminado algo hasta que no tengo la certeza de que suena todo bien al ser leído: hay que vigilar muy bien el tempo del poema, no olvidarse de que el poema es una partitura mal anotada y que eres tú el que tiene que indicar el tono y el ritmo en el que quieres que se lea algo tuyo. Además, sigo trabajando en la poesía de José Hierro y de Francisco Ferrer Lerín; también en un estudio sobre una écfrasis de la Catedral de Jaén vista por cuatro poetas que han escrito recientemente sobre ella, y tengo proyectados diferentes estudios sobre poesía actual, así como varias traducciones de algunos de los poemas más importantes de John Keats.

Pedro Mármol Ávila

es investigador en filología his-

pánica en la Universidad Autónoma de Madrid, donde actualmente hace el doctorado en Estudios Hispánicos: Lengua, Literatura, Historia y Pensamiento con un contrato predoctoral

¿Estás embarcado en nuevos proyectos literarios? Llevo desde 2015 con un grupo de poemas que está creciendo de manera orgánica, es decir, de forma cronológica, basándome en recuerdos y experiencias, utilizando el monólogo dramático en ocasiones, y unas composiciones me llevan a otras. Sobre todo, tiene que ver con la memoria y con el trabajo de reconstrucción del recuerdo que hacemos de manera

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de Ayudas para la Formación de Profesorado Universitario (FPU), concedido por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Se formó en la Universidad Autónoma de Madrid, en la Université Rennes 2 y en el Consejo Superior de Investigaciones Cientítificas. Ha sido becario de excelencia de la Comunidad de Madrid y sus publicaciones se centran en diversos aspectos de las literaturas hispánicas.


Lectores Manual de lectura

Por Fernando Clemot – 10

Almudena Amador – 12 Nadia Barrera – 13 Javier Campoy Peña – 14 Alejandro Chanes Gálvez – 15

Ángeles Corzo Álvarez – 16 Heriberto Duverger – 17 Francisco Gabriel y Galán – 18 Martine Joulia – 19 Begoña Minguito – 20 Anastasia Ovcharova – 21

Joaquín Palacios – 22 Ana Prescott – 23 María Ramos Vargas – 24 Sophie Savary – 25 Josep Maria Sucarrats Vilà – 26

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E l ci e l o r a s o

Manual de lectura Fernando Clemot

De voces y silencios El primer testimonio de la lectura tal y como la conocemos en la actualidad (la lectura silenciosa) aparece en el siglo IV, en un texto de san Agustín (354-430) donde narra su sorpresa al observar cómo san Ambrosio era capaz de leer en absoluto silencio: «Cuando leía Ambrosio sus ojos se desplazaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido de las palabras, pero su voz y su lengua no se movían». Asiste el de Hipona a un momento mágico, como si su compañero estuviera hechizado. Por lo que narra el propio san Agustín, no empezó san Ambrosio a leer en silencio por gusto, sino porque prefería leer así para evitar que los monjes presentes le interrumpieran con preguntas. Pese a ese lejano y excepcional precedente, este tipo de lectura no empezó a generalizarse hasta más de mil años después —a finales del siglo XVIII— y sería muy difícil precisar la fecha, ya que desde un par de siglos antes (con la aparición de la imprenta) tenemos testimonio de este cambio de hábitos. La primera revolución industrial no sólo traerá una optimización de las imprentas (que ahora tienen capacidad para producir más libros y otras publicaciones de forma más rápida y eficaz), sino que trae nuevos hábitos didácticos de la Ilustración francesa y el individualismo propio de las primeras décadas del XIX. En este contexto surge la lectura individual en masa (el nacimiento de los periódicos hace que esta sea casi un uso general, pese a que en las primeras décadas del XIX se sigue leyendo la prensa en grupo) y a este tipo de lectura también ayudan avances como la supresión de las glosas innecesarias en los textos, la inclusión del punto y aparte, y una división más efectiva entre párrafos y capítulos que favorecía una lectura sosegada e individual. Todavía en la segunda mitad del siglo XIX eran comunes las lecturas públicas o en pequeños grupos, como podrían ser las conocidas lecturas que Flaubert efectuaba de sus obras en su casa de Croisset (algunas

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de ellas épicas, como la primera versión de La tentación de San Antonio o Madame Bovary), pero a finales de siglo también cayeron en desuso. El libro se leía en silencio y a pesar del intento de resurrección de los antiguos usos de lectura, propiciado por algunas vanguardias, esta será la mayoritaria y casi única forma de lectura hasta nuestros días. ¿Perdimos algo con la evolución a la lectura en silencio? Posiblemente ganamos en velocidad de lectura, en concentración y en la capacidad de alternar diferentes textos. La lectura silenciosa es también más descansada para el lector que leer en voz alta. Sin duda parecería que sólo hemos ganado con este paso, pero convendría señalar algo de lo que perdimos en este tránsito. Seis siglos antes de que se implantara la lectura silenciosa, algunos eruditos bizantinos como Juan de Tzetzes o Miguel Coniates (ambos del siglo XII) hablaban de la lectura en voz alta como de «una golondrina que esparce miel en sus orejas y mediante la voz que lee, emergen las modulaciones del discurso retórico» o «un bosque en el que cantan ruiseñores»1. Seguramente las apreciaciones de estos sabios medievales pueden parecer lejanísimas, pero ponen de manifiesto las dos grandes víctimas que dejó el paso a la lectura silenciosa: el ritmo y la retórica. Hemos perdido ambos elementos y, quizá, perder totalmente el primero sería mucho perder para la creación literaria. La voz elabora mejor el ritmo que la mirada. No hay mejor manera de dar ritmo al texto escrito que leerlo una o dos veces en voz alta. Se activa entonces una de las funciones perdidas por la lectura silenciosa (el oído) y nos permite percibir si aquello que hemos escrito o leído suena mal o carece de ritmo. A un nivel más profundo, la lectura silenciosa (la que pueden hacer los lectores) también detecta cuándo 1. Entre la voz y el silencio. Guglielmo Cavallo. Estudios Clásicos, 2002. Pág. 66.


algo ratea o suena mal, pero nunca con la intensidad de la lectura en voz alta. También es una herramienta eficaz en el trabajo literario para observar las repeticiones que, en una lectura o escritura en silencio, quedarían enmascaradas por la propia morosidad sobre el texto que produce la redacción del mismo. No se trataría de empequeñecer aquí las cualidades de la lectura en silencio. Ambos tipos de lectura poseen sus propias magias. En la lectura silenciosa, al no estar tan pendientes de la entonación o de la música del texto, el cerebro tiene más espacio para vagar por sus propios rincones, poner cara a lugares y personajes, recordar, asociar, transgredir e imaginar. En las últimas décadas se ha tratado de dar un nuevo salto —en este caso de soporte— y pasar del medio tradicional (el papel) a uno tecnológico. Si algo podemos decir de esta evolución es que está creando una resistencia inusitada. En ninguna de las editoriales suizas, finlandesas, danesas, francesas o españolas a las que hemos preguntado sobre el tema, el volumen de ventas del libro electrónico excedía nunca un dos por ciento del total de ventas. Otra de las características de la lectura y los lectores de libros es que no parecen adaptarse bien al tránsito frenético de los nuevos tiempos, mientras que sí lo han hecho otros sectores como la prensa periódica o las revistas especializadas. Nuestros lectores En el dossier central de este número de Quimera hemos recabado la opinión de quince lectores (nueve mujeres y seis hombres) para que nos hablen de su relación con la lectura y los libros. Les hemos pedido que nos contaran sus hábitos, manías, sus libros más señalados, sus decepciones y, en fin, lo que buscan cuando aparcan todas sus ocupaciones y abren las páginas de un libro. Una condición indispensable para elaborar la lista de lectores a entrevistar es que no fueran editores ni

escritores, o que todavía no tuvieran obra publicada. Nos pareció que de esta forma conferíamos un papel más puro a sus lecturas y que estas no aparecían sesgadas por ningún factor ajeno a la propia lectura. Evitábamos así la proverbial camaradería del gremio y dábamos peso a la figura que queríamos destacar: únicamente la del lector. Tampoco queríamos crear un cuestionario estándar aplicable a todas las entrevistas, ya que de esta manera habríamos creado unos textos mecánicos y poco atractivos para el lector de nuestra revista. Cada entrevista es diferente y está planificada en función de la percepción sobre el lector que tenía su entrevistador. Para ello redactamos una larga lista de preguntas que dividimos en los siguientes apartados: libros, claves de lectura, algunas lecturas, hábitos de lectura y géneros literarios. Aparte del listado, hay preguntas específicamente adaptadas al entrevistado para aportar algo de calidez a esta experiencia. De esta forma podemos asegurar que en el dossier no hay dos entrevistas iguales y que obtuvimos toda la variedad de respuestas posible. Tratamos también de que las personas entrevistadas fueran de lo más variado y que sólo tuvieran en común el hecho de ser lectores experimentados. Tenemos así entrevistas con lectores cubanos, chilenos, franceses, norteamericanos, rusos, catalanes, valencianos, madrileños o extremeños. No se trataba de realizar un experimento sociológico ni un documento estadístico, pero no nos hubiera gustado limitar el dossier a un ámbito geográfico o profesional determinado. Hubiera sido más sencillo hacerlo de otra manera, pero la experiencia habría sido más pobre y previsible. Ninguno de nuestros entrevistados lee en voz alta, pero todos ellos hacen lecturas maravillosas y envidiables, lecturas mágicas por lo personal que en ellos desarrollan y por las realidades que les hacen recorrer. Nos ha encantado que, durante un breve momento, hayan tratado de resumir sus experiencias para nosotros.

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E l ci e l o r a s o

Nombre: Almudena Amador Viqueira Lugar de nacimiento: Valencia Profesión: librera Lecturas infantiles...

La casa en la que aprendí a leer no tenía estanterías en ninguna estancia. Un solo cuarto, al que llamábamos «despacho», albergaba la biblioteca completa de la familia. Entonces yo no tenía libros ni sabía lo que era eso. «Tener libros». Tus libros. El despacho era el lugar más cálido y vivido de la casa y estaba repleto de colecciones completas, enciclopedias, libros de todos los colores y tamaños, y multitud de discos. A partir de los ocho o nueve años, los ratos de lectura, a solas en mi cuarto, me resultaban momentos especialmente placenteros y divertidos. A esa edad tuve habitación propia por primera vez y empezaba a construir mi pequeña biblioteca con los libros que me traía mi padre cada sábado por la mañana. Esa costumbre se convirtió en uno de los acontecimientos favoritos de la semana para mí. Me traía libros de la colección infantil y naranja de Alfaguara (Christine Nöstlinger, Dino Buzzati…), libros de poesía para niños, aventuras del Pequeño Nicolás, clásicos con lomo dorado de Bruguera, recopilaciones de los hermanos Grimm, Andersen o E. T. A. Hoffmann, volúmenes de Julio Verne, Jack London o Kipling. Recuerdo ahora todo aquello con emoción y muy consciente de lo afortunada que fui. ¿Qué representa para ti la lectura? Hoy en día la lectura es para mí un estado mental, un camino de reflexión y conocimiento, una actividad lúdica, gratificante y divertida, una herramienta fundamental en mi trabajo y un acto de resistencia. El acto de leer requiere de la búsqueda del espacio y el momento. Es necesario abstraerse de lo exterior y abrir una brecha-refugio en la que concentrarse. Nos da así la oportunidad de situarnos al margen de la marea de ruido y velocidad que nos rodea. Nos permite pensar en los matices y en la profundidad, huyendo del trazo grueso, del lugar común, de la falta de memoria y de la superficialidad de lo inmediato. Lamentablemente la lectura no nos hace mejores personas, ni más sabias, ni más listas, ni más felices. Pero sí me parece imprescindible para reflexionar y para comprender el mundo en que vivimos y la condición humana. Y eso sí, quizá, nos permite pensar un mundo mejor y empezar a construirlo desde nuestra vida, nuestro comportamiento, nuestro proceder y nuestro jardín. El aspecto lúdico de

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la lectura, la diversión y el gozo, me parece igualmente importante y es posible que garantice, o al menos fomente, el sentido del humor, tan necesario en una sociedad sana, libre, adulta y no restrictiva. ¿Tienes algún libro especial (por donde lo compraste, porque fuera antes de alguien…) en tu biblioteca? Tengo muchos: todos aquellos firmados y dedicados por las autoras y autores que nos han visitado en la librería en tardes que recuerdo interesantísimas, divertidas, emocionantes o gloriosas. En especial En la orilla, de Rafael Chirbes, dedicado en su visita en mayo de 2013, y Buscando a Marilyn, que me regaló Ignacio Carrión una mañana en la que vino a saludarme, paseando con su perro Blues. También guardo con mucho cariño mi primer Quijote, una versión en cómic y encuadernada en seis tomos que viajó desde Galicia cuando mi abuelo murió y mi abuela quiso que yo lo tuviera. La obra está dedicada por ella, ya no por él, con letra pulcra y diminuta de otro siglo. Y muchos otros por muchos motivos: Una soledad demasiado ruidosa, El libro de los amores ridículos, Nueve cuentos, El extranjero, La conjura de los necios, Matar a un ruiseñor, El libro del desasosiego, La escala de los mapas, No tan incendiario, Desgracia, La pasión de ser débil… La próxima lectura la determina… Fundamentalmente la agenda, la programación o la vida de la librería en toda su dimensión, sus caminos y conversaciones. ¿Qué te aportan los libros de cuentos que no te aporte la novela? Estando ambos en el terreno de la ficción, son registros distintos y por tanto experiencias literarias y lectoras diferentes, y ambas imprescindibles. l


La lectura es la búsqueda de…

Verdad y vértigo. No me importa tanto la trama como la sensación que me produce una historia. Sé que estoy delante de un buen texto cuando, después de un punto, me veo obligada a levantar la vista, porque de no hacerlo mi cuerpo y mi mente podrían colapsarse. Cuando leo busco la epifanía. A veces la revelación es tan increíble que me veo obligada a coger el teléfono y llamar a alguien. No exagero. ¿Qué buscas en un escritor? Honestidad y técnica. No me gustan los autores que abordan ciertos temas o escriben de cierta forma sólo porque quieren impresionar, como si el sentido de la escritura fuera conseguir aplausos. Se olvidan de que el arte es compartir un conocimiento y una emoción. Eso sí, la honestidad no va reñida con la técnica. Me horrorizan aquellos escritores que miran con desdén el trabajo de la reescritura. Escribir es un arte y el arte requiere talento, sí, pero también —y sobre todo— esfuerzo y dedicación. Hábitos de lectura, sitios, horas… Manías del lector. Leo siempre que puedo. Me gusta tanto leer que hasta sacrifico horas de sueño por la mañana. Tiempo atrás me tomaba el café con leche de camino al trabajo, así podía quedarme más rato durmiendo. Pero pronto me di cuenta de que maniobrar en el metro con un café y un libro en la mano era peligroso: todavía recuerdo la cara de la señora cuyo abrigo negro se quedó manchado como si un bebé… En fin, no entraré en más detalles. Así que ahora desayuno en casa. Si el espacio me lo permite, me gusta leer acompañada de una libreta, así puedo tomar nota de lo que me gusta. Mis lugares preferidos para leer son: la cama — siempre y cuando haya una buena luz y un montón de cojines—, el bus y la terraza del Ateneu Barcelonès. En cuanto a manías o excentricidades he de confesar que, cuando compro un libro, tengo la costumbre de escribir en la contraportada la fecha, la hora, mi nombre y algún pensamiento íntimo acerca de mi vida en ese momento. De ahí que nunca preste los libros. Son como un diario resumido de mis catástrofes y alegrías personales.

¿Cuáles son para ti los personajes más fascinantes de la literatura universal? ¿Por qué? Mi mente funciona con obsesiones y ahora estoy obsesionada con Bartleby y su «Preferiría no hacerlo». Cuántas veces me gustaría tener el valor de plantarme y no hacer nada. Dejar ir. Dejarme estar. Tendría que poner eso en práctica al menos una vez al año. Podría bautizar ese día como «el día Bartleby». Algún autor chileno o hispanoamericano que aquí no sea demasiado conocido y te guste especialmente. Esta es una pregunta difícil de responder, porque los autores chilenos o hispanoamericanos que tengo ahora mismo en la mesita de noche son muy conocidos: Nicanor Parra, Roberto Bolaño, Alejandro Zurita, Mariana Enríquez, Samantha Schweblin, Juan Carlos Onetti, Andrés Caicedo, Mariano Quirós, Emiliano Monge… Afortunadamente, en las librerías españolas no es difícil encontrar novedades que vengan del otro lado del océano. l

Nombre: Nadia Barrera Lugar de nacimiento: Atacama, Chile Profesión: organizadora de viajes

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E l ci e l o r a s o

¿Qué libro o autor cambió tu manera de mirar el mundo?

Nombre: Javier Campoy Peña Lugar de nacimiento: Barcelona Profesión: profesor de Historia en un instituto de enseñanza secundaria

La mejor lectura del último año. Un hombre ocioso, de Yusuf Atilgan. ¿De dónde sale este tipo? ¿Por qué nadie me había hablado de este ocioso tan atareado en ser devastador y devastarse? Es una lectura formativa que me ha alcanzado un poco tarde, que es siempre el momento ideal para saborear las cosas con más intensidad.

junto a dos señores mayores que merendaban un gulash con una pinta; nos pareció una buena idea y les imitamos. En cierto momento uno de ellos señaló con la cuchara el busto de Hrabal que cuelga en una de las paredes y yo creí distinguir el nombre del escritor en su conversación, así que me aventuré y pregunté si le conocieron. Ellos no me entendieron muy bien, pero yo insistí y señalé el busto con mi cuchara diciendo: «You, Hrabal, Hrabal»; y ellos claro que al final me entendieron y dijeron: «Ah, Hrabal, ano, ano», que yo sé poco checo, pero sé que ano es sí, y hacían el gesto de beber, de «nosotros beber con Hrabal aquí, mucho beber», y nosotros repetimos sus gestos, ah ja ja, beber mucho, mucho con Hrabal aquí, y gracias a Hrabal (una vez más) nos reímos los cuatro con la risa franca que te remueve la panza llena de cerveza.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Lo leí con quince o dieciséis años y quise desde entonces aprender a percibir lo que me rodeaba con ese mismo hálito fabuloso. Entonces era joven y fabuloso yo también, así que quizá lo consiguiera durante algún tiempo alucinado.

¿Has hecho algún viaje literario, marcado por un libro o un autor? Praga, calle Husova número 17. Cervecería El Tigre de Oro. No podía visitar esta ciudad y dejar de ir a la cervecería favorita de Bohumil Hrabal. Allí las grandes mesas de madera se comparten, así que nos sentamos

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Un libro especial tu biblioteca… Gog, de Giovanni Papini, editorial Apolo, 1934. Tapa dura y roja, con pequeñas ilustraciones que encabezan cada capítulo como pequeñas runas. Lo compré en una librería de viejo, bien barato, y ahora veo en internet que mi mismo libro no es raro, que no fui un coleccionista con especial suerte: la tirada fue más o menos amplia y, claro, se vende barato. Esto no importa nada porque mi libro, esta edición roja desvaída, desprende una fuerza enorme, el monstruoso Gog y su concepto bestial de la humanidad están ahí contenidos y cada tanto los busco con los ojos para saber que siguen ahí, busco el libro editado en aquella Barcelona tumultuosa y en aquel mundo de tempestad, y la cita del Apocalipsis con que se abre me parece siempre terrible y real. ¿Cuándo te diste cuenta de que no podrías renunciar a la lectura? Cuando el resto de los entretenimientos a mi alcance para mi tiempo de ocio me parecieron más aburridos. l


Nombre: Alejandro Chanes Gálvez Lugar de nacimiento: Madrid Profesión: director de operaciones en una empresa de moda Los diez libros que llevarías en una maleta a cualquier lugar... La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique; Ensayos, de Michel de Montaigne; Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez; Biografía del silencio, de Pablo d’Ors; Poemas, de César Vallejo; Cuentos completos, de Roald Dahl; Cuentos completos, de Julio Cortázar; Cuentos completos, de Jorge Luis Borges; La muerte de Arturo, de Sir Thomas Malory; Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique.

¿Qué representa para ti la lectura? Leer libros, sobre todo de ficción, aunque también los mejores ensayos, le ayudan a uno a escaparse de su vida cotidiana, a sobrellevar los malos momentos y a vivir ponderadamente los buenos. Permiten además viajar en el espacio y en el tiempo sin moverse de la silla, y, claro, dialogar con desconocidos de todas las épocas y continentes. En realidad, queda todo esto mejor dicho en el «Soneto desde la Torre de Juan Abad» de Quevedo y en el poema «El viaje», de Baudelaire. Un libro especial en tu biblioteca… Compagino mi afición a la lectura con el gusto por el libro como objeto y un cierto fetichismo literario. Por eso, los libros especiales de mi biblioteca son los que están firmados por su autor. Me siento especialmente orgulloso de mi colección de libros firmados por Roald Dahl, Gerald Durrell y Enid Blyton. ¿Cuáles son tus hábitos de lectura? Mucha gente suele considerar como lugares ideales para la lectura los sillones de orejas situados delante de chimeneas encendidas y con vistas a sugerentes paisajes invernales. A mí, sin embargo, un lugar tan idílico me distrae y acabo por estar más pendiente del acto de la lectura que de la lectura en sí misma. Mis lugares favoritos para leer son aquellos en los que no hay nadie ni nada que merezca la pena ser mirado o escuchado. Hay dos que reúnen estas condiciones: el asiento algo acogedor, pero también un poco incómodo, del tren de cercanías y, desde luego, el cuarto de baño. Gracias a estos dos paraísos lectores avanzo a buen ritmo por novelas,

cuentos y ensayos. Mi vida lectora sería muy penosa si tuviera que depender de sillones de orejas o del tiempo que transcurre desde que me meto en la cama hasta que me quedo dormido (nunca más de dos o tres minutos). La novela total es… La novela es el gran género literario porque dentro de ella, como entre los dos panes de un bocadillo, cabe todo lo que a uno se le ocurra meter. Me parto de risa cuando oigo hablar a algún novelista (a veces alguno muy bueno) del fin inminente de la novela. Me parece mucho más inminente el fin del planeta (y entonces sí, también de la novela, la poesía y el ensayo) a causa de un meteorito fatal, una catástrofe nuclear o un colapso climático. La novela no puede desaparecer porque es inherente a nuestra necesidad de contar. Al principio, ese impulso narrativo se canalizó a través de cantos, poemas épicos y otros vehículos más primitivos, pero, una vez que se llegó a la prosa narrativa, ya no hay vuelta atrás. Ni siquiera creo que esté cerca el fin de la novela decimonónica, bajo la forma hoy en día de entretenidos best sellers, con sus personajes, tramas, subtramas y peripecias varias. Infinidad de personas las leen y disfrutan con ellas, así que me parecen tan respetables e inextinguibles como las más sofisticadas desde el punto de vista literario. l

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E l ci e l o r a s o

Nombre: Ángeles Corzo Álvarez Lugar de nacimiento: Oviedo Profesión: agente de seguros

¿Cómo describirías el placer de la lectura? Para mí el placer de la lectura comienza, antes de nada, al tener en las manos el libro que quiero leer. Después me gusta sumergirme en él y sentir que el autor conecta conmigo y me lleva de la mano a través de sus páginas; dejarme arrastrar por el poder de sus palabras, de sus frases, hasta el final de la obra. Sólo entonces analizo si ha conseguido convencerme por completo o sólo a medias: a veces lees obras que son obras maestras, porque perduran en tu memoria; otras te producen un entusiasmo efervescente (que se diluye rápidamente) y otras veces te das cuenta enseguida de que la obra no es más que un libro corriente. Si tuvieras que describir una novela ideal, ¿qué ingredientes tendría? Yo creo que un buen libro tiene que tener varios ingredientes: temas universales: el amor, el viaje, la memoria, la muerte; pasiones y conflictos: deseo, odio, codicia, ambición... personajes profundos y vivaces; ambientes sugerentes y bien descritos; protagonistas empáticos que te arrastren con ellos... Es difícil encontrar un libro que los reúna todos, pero cuando te lees una obra así, la satisfacción es inmensa. A medida que te vas haciendo mayor y acumulas lectura prefieres… Yo creo que a medida que maduro como lectora me doy cuenta de la importancia de releer, sobre todo a los clásicos, que son lecturas que amplían tu horizonte mucho más que el resto de libros. Y me gusta cada vez más la filosofía y el ensayo.

¿Qué libros has leído últimamente?

Los últimos libros que he leído han sido: Un libro de mártires americanos, de Joyce Carol Oates (firme candidata al Nobel); Las sillitas rotas, de Edna O’Brien; El cuento de la criada, de Margaret Atwood (otra habitual en la lista de la Academia sueca) y el clásico de la novela alemana del siglo XIX Antes de la tormenta, de Theodor Fontane.

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¿Qué te aportan los libros de cuentos que no te aporte la novela? El cuento me parece un género muy difícil. Aunque la trama y los personajes estén mucho menos detallados que en la novela, para que sean jugosos y amenos la estructura tiene que funcionar con la precisión de un mecanismo de relojería. Todo ocurre más rápido y no podemos conocer a fondo ni los caracteres ni las situaciones, por eso, para que pueda sorprendernos o maravillarnos, tiene que estar todo muy bien medido. A veces un buen libro de relatos puede ser un oasis para el lector. l


Nombre: Heriberto Duverger Lugar de nacimiento: Guantánamo, Cuba Profesión: profesor de Arquitectura

El último libro que ha leído.

Patria, de Fernando Aramburu. Me cautivó el modo de narrar, el tempo de la obra y las voces del relato. Se construye la historia en un interior común: una familia común. Al lado de los Buddenbrooks, de la familia de Pascual Duarte, de los Buendía, aparecen estas familias navegando en un pueblito vasco, hacia la autodestrucción… Gentes implicadas, a su pesar, en los vórtices del torbellino enloquecido que constituyó ETA a todas las escalas hispanas. Un hecho descrito como una virosis colectiva a la que sólo la suerte permite escapar, como aquella ceguera de Saramago. La lectura representa... Una proyección del hombre en su voluntad de ser humanidad. Los tiempos han sido favorables a la lectura para alcanzar a las grandes mayorías. No obstante, ese placer de comunicación y experimentación, ese derecho inviolable, no es posible todavía para muchos hombres y mujeres de este mundo globalizado. Leer es una actividad de tiempo libre y en aguas de la lectura viene flotando la conciencia de la libertad. ¿Has hecho algún viaje literario, marcado por un libro o un autor? Son literarios todos mis viajes cuyo trasfondo reside oculto en algún libro de mi biblioteca. La literatura ha ido por delante y sólo en muy contadas oportunidades yo he podido alcanzarla: gustoso es el viaje que tiene una buena historia por compañía. A Vargas Llosa debo la República Dominicana porque salió de La fiesta del Chivo. Me sentí guiado todo el tiempo por los personajes de la novela recorriendo calles de Santo Domingo. El Vesubio fue viaje que nació de El amante del volcán. Una pasión que me impulsó a recorrer los caminos del Cavalieri y rebuscar en Nápoles a Nápoles con los ojos de Susan Sontag. Ojos prestados incapaces de avizorar que los napolitanos a mi alrededor se arremolinaban para finalmente sacarme la cartera del bolsillo. Kenizé Mourad avivó la curiosidad que el mundo de Las mil y una noches en sus versiones infantil y adulta habían estampado en mí, y Orhan Pamuk me subió al avión para viajar a Estambul, sublimando esa ciudad desmedida. Hasta Asia llegamos por el Bósforo, vena abierta de aquel cuerpo urbano. Relatar viajes literarios a Praga, debidos a Kafka, o al Dublín de Joyce requiere muchas páginas...

¿Leer o releer? Releer tiene el peligro que aporta el río del tiempo a la literatura y al lector. Es muy poco probable repetir en la edad adulta la sensibilidad recién despierta por El ruiseñor y la rosa en la pubertad. Guardo libros preferidos para releer; en algún recodo de mi vida y en mi librería hay muchos volúmenes esperando el bis literario. Alguna vez me sometí a la relectura y no obtuve los mejores resultados. Releyendo La montaña mágica de Thomas Mann alcancé un punto de la lectura imposible de continuar, pues la obra perdía la magia y la grandeza que había descubierto en Davos-Platz, donde yo «residía» fuera de las aulas de la Universidad. Don Quijote, al contrario, me ha recibido sin conflictos más de una vez; quizás nuestros encuentros fueron más epidérmicos, menos esenciales. He optado por la lectura de una sola vía, aventurándome con temor al error. ¿Qué géneros son los que prefieres? El género del ensayo ha sido importante en mi formación tanto cultural e individual como profesional. Ernst Cassirer, con su Antropología filosófica y su aguda revisión de la historia social de la literatura y el arte, me facilitó los marcos de referencia donde ordenar conocimientos adquiridos en libros y en la vida. Los filósofos, los artistas, los inventores, los perdedores y los ganadores —todos estos y más— han encontrado su asiento en las páginas dedicadas al pensamiento crítico contenidas en los géneros literarios que he visitado. Los géneros encargados de divulgar las proezas del devenir humano son para mí los más interesantes y disfruto con Platón en El banquete, con Frazer bajo La rama dorada, con Weber desmenuzando Paideia, con Levi Strauss perdido en los Tristes trópicos, con Sadoul, entrando al cine, con el No-show de la Klein, sin contar que ando mal de tiempo para hincarle el diente al Hombre Dios de Yuval Noah Harari, que emprenderé tan pronto como pueda. l

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E l ci e l o r a s o

Nombre: Francisco Gabriel y Galán Lugar de nacimiento: Plasencia (Cáceres) Profesión: ejecutivo de empresa

¿Qué buscas en un escritor?

Para mí un escritor es aquel que después de bucear en lo más profundo de las cosas sea capaz de reproducir el milagro de la creación en la belleza de la palabra escrita. Por eso busco en él la complejidad, la duda, el matiz, la idea. No en cambio la solución, la definición, la evidencia y menos aún lo obvio. En definitiva, busco en un escritor a alguien que nos abra horizontes nuevos, aunque estos nos sean conocidos, y que nos haga reflexionar sobre la nada para alcanzarlo todo. ¿Cuándo te diste cuenta de que no podrías renunciar a la lectura? En el mismo momento en que, después de algunos periodos de carencia por motivos profesionales, pude advertir un cierto empobrecimiento personal e ideológico, sabiendo que fuera de la palabra nada existe y que, en definitiva, con ella de nuevo podía descubrir el mundo. ¿Tienes algún libro especial (por donde lo compraste, porque fuera antes de alguien…) en tu biblioteca? Entre algún otro, Muchos años después, de José Antonio Gabriel y Galán, porque en él se describen experiencias personales vividas conjuntamente con el autor. ¿Leer o releer? Teniendo en cuenta que para mí la narrativa siempre tiene un cierto componente de aventura ante lo desconocido, ya sea en su trama o en su perfección estética, su lectura suele ser solamente de ida, salvo cuando el descubrimiento de una obra de arte me hace volver de nuevo sobre ella. Por el contrario, en la poesía siempre encuentro más la emoción de la palabra en estado puro y por su carácter más fragmentario me permite recurrir una y otra vez a su disfrute. ¿Qué género que no sea la novela te atrae más? ¿Por qué? Con independencia de la poesía, tal y como he indicado más arriba, de forma intermitente me atrae mucho la historia, por ser una fuente de conocimientos del ser humano, individual y colectivo, y porque en ese eterno retorno bergsoniano en que se mueve el género humano nos volvemos a encontrar una y otra vez con nosotros mismos. l

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¿Cuál

es tu mayor decepción en la lectura

de un libro?

¡Buf! Se me hace raro empezar por una decepción. Decepciones hay muchas. Pero la mayor… por la ilusión y las expectativas que crea la fama de un autor y, también, por cierta idea —¿errónea?— de la literatura con L mayúscula, quizás mi mayor decepción fue Ulises. No pasé de las cincuenta primeras páginas. Pero lo atribuyo a un límite personal: no soporto la sensación de estar metida en la cabeza de otro. Y menos aún con semejante ajetreo. Curiosamente, y sin duda en total contradicción con lo que acabo de decir, sí que conseguí leer, con fruición, el monólogo final de Molly Bloom. No me lo explico y no desespero de llegar un día a superarlo. Me pasó igual, en un primer momento, con Bajo el volcán: me costó varias tentativas, pero la tercera lectura tuvo el efecto de una conmoción. Exactamente lo que busco en una novela.

Nombre: Martine Joulia Lugar de nacimiento: Chambéry, Francia Profesión: traductora

¿Qué buscas en la literatura? Pues eso: una conmoción. Que me lleve. El realismo, a no ser que sea mágico, no me interesa. La realidad la vivimos cada día y la conocemos, para eso existen los periódicos. Volver a reencontrarla en los libros es como hacerla existir dos veces, como padecer una doble pena. Emoción, pues, y poesía. No poemas: poesía. Como puede haberla en una música, en un lienzo, en la naturaleza e incluso, pocas veces, en un poema. Hay más poesía, en mi opinión, en La isla del tesoro que en muchos tomos de poesía (de la experiencia, por ejemplo). Un libro muy especial en tu biblioteca… Peter Ibbetson, de Georges du Maurier. Es la ilustración perfecta de que lo real es ante todo lo que uno se inventa. Y también casi todo lo de Marcel Aymé, genio desconocido en España, y poco querido (pese a su apellido) en Francia. ¿Leer o releer? ¡Los dos, mi capitán! Leer por supuesto, pero cuanto más pasan los años, más me da por releer. Cuestión de la edad, quizás. Pero tal vez no sea siempre una buena idea. Sobre todo con las obras que leyó una de muy joven. Mejor quedarse con la primera impresión. Por otra parte, hace tiempo que me resigné: no tenemos

bastante con una vida para leer todo lo que quisiéramos, ni mucho menos. La novela total es… No sé muy bien a qué te refieres. Supongo que cada lector tiene la suya, con definiciones probablemente divergentes. Si tomamos la definición que dio Romain Gary —‘une création imaginaire capable de subvertir les règles et les codes pour modifier les structures mentales’—, y exceptuando los grandes monumentos tipo Quijote, no veo muchas novelas que cumplan tan ambicioso propósito. Pero me atrevería a sugerir La cartuja de Parma. l

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E l ci e l o r a s o

¿Cuál

es el primer libro que marcó tu ca-

rrera como lectora?

En casa siempre ha habido libros​. Además, como soy la pequeña, también fui heredando los de mis hermanos, en eso tuve suerte. Teníamos la colección casi completa que sacó Alfaguara juvenil, con Las brujas de Roald Dahl, La historia interminable, Momo, pero el libro que más me marcó fue Ivanhoe. Fue el primero que recuerde que me regalaron a mí. Estaba encuadernado en piel con letras doradas; lo leí decenas de veces. ¿Tienes algún libro especial (por alguna cita, por donde lo compraste, porque fuera antes de alguien…) en tu biblioteca? Casi todos tienen un significado, pero tengo especial cariño a los que cogí de casa de mis padres: el ejemplar de mi madre de El segundo sexo, de Simone de Beauvoir; El fin de la eternidad de Asimov, que era de mi hermano mayor... Tal vez elegiría la trilogía Total Kheops, de Jean-Claude Izzo, un autor marsellés de novela negra, que fue lo primero que me leí de un tirón en francés y que me recuerda a la ciudad donde viví y de la que conservo un recuerdo muy especial. ¿Subrayas o señalas los libros que lees? No, yo ya no suelo subrayar; antes sí lo hacía. Me gusta mucho prestar libros y que me presten. Siempre los devuelvo. Me gusta prestar a la gente que quiero los libros que más me gustan y husmear en las bibliotecas ajenas. Sin embargo, me da mucho pudor leer los subrayados del otro. También porque cuando releo mis propios subrayados del pasado me suelen parecer pretenciosos o simples, me da pudor releer a mi yo del pasado.

¿Crees que existe una literatura femenina? No. Creo que existe literatura escrita por hombres y literatura escrita por mujeres, al igual que literatura centroeuropea, latinoamericana o española donde encontramos otras formas de sociedad o de relacionarnos. Lo que sí creo es que cada lector hace suyo cada texto, es decir, todo lo que yo lea lo voy a interpretar desde mi yo mujer, urbana, blanca, y destacaré o viviré el texto de forma diferente a un hombre. Un libro o autor que hayas descubierto a través de tu trabajo y que sigas desde entonces. Mi trabajo me ofrece la oportunidad de conocer escritores a diario y, como además soy bastante inquieta, procuro leer algo de cada autor que acogemos en la librería, por lo que estos últimos años mis lecturas se están volviendo bastante fragmentarias. Pero si tuviera que nombrar a un autor… Sé que no soy nada original, pero me impresionó conocer a Virginie Despentes. Me había leído La teoría King Kong hacía algunos años, un libro que me revolvió. El año pasado me tocó acompañarla en su firma en la Feria del Libro cuando vino a presentar su nueva novela. Se emocionó y sorprendió con las largas colas de hombres y mujeres que se acercaron a que les firmara. Para mí fue un lujo poder charlar con la autora de un libro que me había marcado tanto. l

¿Sueles mirar páginas o webs literarias? ¿Qué buscas en ellas? Sólo si estoy buscando algo más teórico o técnico; también cuando termino un libro y tengo la sensación de que se me ha escapado algo o quiero investigar otras obras del autor. Sí suelo leer entrevistas de autores que me gustan y trato de consultar a diario las secciones de cultura de los digitales.

Nombre: Begoña Minguito Lugar de nacimiento: Madrid Profesión: responsable de comunicación y programación de actividades en las librerías La Central en Madrid

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Fotografía: Álvaro Minguito ©


Nombre: Anastasia Ovcharova Lugar de nacimiento: Járkov, Ucrania Profesión: periodista freelance ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

He crecido en Rusia y las primeras lecturas serias fueron de la época del colegio. Una de mis asignaturas favoritas era la Literatura y me fascinaba la literatura rusa del siglo XIX. Almas muertas y Tarás Bulba de Gógol, los cuentos de Chéjov... Respecto a los autores extranjeros, uno de mis preferidos era Ray Bradbury, sobre todo El vino del estío. En los tiempos de mi niñez leía los cuentos de Hans Christian Andersen y Nikolai Nósov. ¿Tu libro preferido? Sin duda alguna es Crimen y castigo. La primera vez me lo leí cuando tenía quince años y fue uno de los primeros libros de los que no pude distraerme. Me encantó su tensa trama con el fondo de San Petersburgo trágico y gris, sus habitantes marginados, al borde de la desesperación. Y, por supuesto, sabes apreciar más este tipo de obras a medida de que te vas haciendo mayor. Leyéndola ahora, me fijo más en la parte psicológica —como se sabe, Dostoyevski es un gran experto en la misteriosa alma rusa— y analizo el curso de los pensamientos, la conducta y la toma de ciertas decisiones por parte de los héroes. ¿Has hecho algún viaje literario, marcado por un libro o un autor? Sí, precisamente un viaje a San Petersburgo impulsado por la lectura de Crimen y castigo. Tenía muchas ganas de ver cómo era de verdad no sólo «la capital cultural de Rusia» o «la Venecia del norte», sino como era la ciudad de Dostoyevski, misteriosa, oscura, con su gente lunática y sus callejones amarillos alejados de los palacios. La San Petersburgo de Dostoyevski encarna a Rusia con sus enfermedades y sus «miedos y horrores», decía Gógol. En esa visita me hice una ruta por los lugares descritos en Crimen y Castigo, visité las casas donde vivían sus héroes Raskólnikov y la vieja usurera, seguí el camino entre los canales, por donde paseaban los personajes llevados por sus peligrosos pensamientos. En esta ciudad es verdaderamente común cruzarte, incluso hoy en día, con individuos peculiares: unos hablan solos, otros andan por la calle con un enorme magnetófono a todo volumen o se te ponen a hablar en el metro como si nada... No sé a qué se debe una concentración tal de personas extrañas en esa urbe; posiblemente, ella misma ha sufrido el efecto de las novelas de Dostoyevski:

«Es una ciudad de gente medio loca... en pocos lugares encontrarás gente con influencias tan lúgubres, duras y extrañas en el alma como en San Petersburgo». ¿Tienes algún libro especial (por alguna cita, por donde lo compraste, porque fuera antes de alguien…) en tu biblioteca? Quizá solamente una recopilación de las biografías de todos los zares rusos que compré hace seis años, cuando estuve trabajando en una agencia de viajes. Recuerdo que entró un chico a la oficina y me ofreció comprar diferentes libros por un precio muy inferior al de las librerías. Entonces, me llamó la atención ese voluminoso libro por su portada de terciopelo rojo y sus páginas doradas. Creo que lo he abierto sólo una vez y nunca me lo he leído. Lo traje incluso desde Rusia a España, a pesar de que pesaba un montón. Bueno, es un libro decorativo en mi colección. ¿Dónde y cuándo sueles leer? No soy de las personas que pueden leer en cualquier sitio. Por ejemplo, no disfruto y no me concentro leyendo en el transporte público de pie o en una cafetería ruidosa. Creo que el proceso de lectura merece una atención especial y una inmersión absoluta en el mundo narrativo. Diría que mi sitio preferido para leer es la terraza de mi casa cuando hace buen tiempo y, cuando no, la mesa de mi habitación, con una ventana enfrente y vistas al bosque. Algún autor que hayas descubierto recientemente y ahora sigas incondicionalmente. Alisa Ganíyeva, escritora daguestaní que usa como principal escenario literario Daguestán, una sociedad contradictoria en el Cáucaso en cuanto a sus costumbres y miradas. Y también ahora me estoy leyendo al escritor vasco Bernando Atxaga; su libro de relatos Obabakoak tiene algo mágico. Creo que seguiré descubriendo más obras del autor. l

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E l ci e l o r a s o

Nombre: Joaquín Palacios Lugar de nacimiento: Santa Coloma de Gramenet, Barcelona Profesión: farmacéutico ¿Qué

libro o autor ha cambiado tu forma

de ver el mundo?

Las aventuras de Guillermo Brown, de Richmal Crompton, han sido para mí como la espada para Damocles o el juramento hipocrático para un médico. En resumen, el norte y guía que seguir y el fiel de la balanza que estabiliza una conducta ejemplar. ¿Cuándo te diste cuenta de que no podías renunciar a la lectura? Desde mi más tierna infancia el milagro del alfabeto transformado en letra impresa me ha acompañado y, gracias a esa taumaturgia, he conocido y vivido tantos universos como los que promete la física cuántica. Si pudieras vivir en el mundo de un libro o de un autor... Viviría sin duda en el de las Geórgicas de Virgilio, cantándole a Baco por los dones recibidos; también despertando con el melodioso rebuzno de un ocioso burro de una siesta estival bajo la sombra de una higuera, en una masía de... vamos a poner que el Ampurdán; o admirando, como Pedro a su querida Nadia, viéndola bailar poseída por el embrujo del alma rusa después de una cena campestre con ánades asados, vodka, setas silvestres y la luna y las estrellas por techo. El lugar más extraño que te haya servido de biblioteca... Fue un Renault, modelo R-8, que me sirvió de casa durante una temporada. La desventaja del reducido espacio se veía compensada por la ventaja de tenerlo todo a mano, incluso el lugar reservado a la biblioteca, situado en la bandeja posterior, entre el respaldo del asiento trasero y la luna. Esa biblioteca portátil es la única que he conseguido mantener ordenada (según los cánones imperantes de funcionalidad, claro). ¿Qué género literario que no sea la novela te ha atraído más? ¿Por qué? La poesía: esas seis letras encierran tantas o más posibilidades que las cuatro del ADN (A, T, G, C) o los dos guarismos del código binario (0, 1). l

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Nombre: Ana Prescott Lugar de nacimiento: Queens, N. Y., EEUU Profesión: profesora de Inglés

¿Qué representa para ti la lectura?

Es un código que me ayuda a descifrar la «realidad». Y también es compañía para las voces en mi cabeza. ¿Anotas o señalas algo en los libros que lees? Me gusta subrayar palabras que desconozco y escribir lo que creo que pueden significar en las últimas hojas del libro. También subrayo imágenes brillantes y caracterizaciones que me hayan impresionado. Los diez libros que llevarías en una maleta a cualquier lugar… Suponiendo que voy a estar mucho tiempo fuera, llevaría mis dos mamuts preferidos y me entregaría a las relecturas: 2666, de Bolaño, e Infinite Jest, de David Foster Wallace, además de sus Brief interviews (para ver si así termino de entenderlo). Alguna antología de poesía latinoamericana, otra de norteamericana. Lolita, porque es la novela perfecta, Los miserables porque jamás lo terminé. La princesa prometida, para seguir creyendo en la magia. Un diccionario de sinónimos y antónimos y un buen diccionario español-inglés, como el Collins.

Pese a que es una literatura muy traducida, ¿nos podrías destacar algunos libros en lengua inglesa que te hayan gustado y todavía no hayan sido traducidos? Suele ser al revés: no se hacen suficientes traducciones al inglés como para tener una literatura realmente sana y mestiza. Es una literatura que cree autoabastecerse. Pero de vez en cuando hay alguna joyita que sí se cuela y no llega a traducirse al español. Un librito de seminarios, charlas y entrevistas a Anaïs Nin cuando ya no escribía diarios; las vivencias y opiniones en la no-ficción de Kurt Vonnegut en Wampeters, Foma and Granfalloons; o la serie juvenil Youth in Revolt, de C. D. Payne, que explora con afilado sentido del humor la vida del protagonista, Nick Twisp, a partir de los diarios que comienza a escribir de adolescente y que le acompañarán durante el resto de su vida. ¿Crees que existe una literatura femenina? No. l

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ran a leer —no podía esperar al colegio—, supe que los libros serían mi refugio en esta vida.

¿Qué te atrae de un libro cuando lo ves en una librería?

Aparte del primer impacto visual, sin duda, el título. Que resulte evocador, que me dé pistas del argumento, del tono de la narración. O simplemente que me impacte, ya sea por sencillo, ocurrente u osado. El título es su primera seña de identidad. Es como nuestro nombre. Nos marca e identifica, al igual que el nombre de los demás nos condiciona y nos hacemos una idea (pre)concebida: no es lo mismo llamarse Jennifer que Eugenia, Christian que Marcelino. Con un libro me sucede igual. Sobre todo aprecio que el autor o la editorial se hayan tomado un tiempo para madurarlo. ¿Cuándo te diste cuenta de que no podrías renunciar a la lectura? Soy una prelectora. Ya leía antes de saber leer. Me recuerdo de pequeña, con cuatro o cinco años, en casa, con un cuento clásico, Blancanieves o Bambi, abierto en el regazo, que se me caía por los lados porque era más grande el libro que yo. Mi madre o mi hermano me leían en alto y yo miraba aquellas letras que ellos sí podían descifrar mientras yo me tenía que conformar con los dibujos. Como Escarlata O’Hara, me juré a mí misma que debía aprender a leer rápido, a descifrar por mí misma el código secreto de la palabra escrita. Y, después de incordiar a toda la familia para que me enseña-

Nombre: María Ramos Vargas Lugar de nacimiento: Barcelona Profesión: responsable cultural en la Administración local

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¿Has hecho algún viaje literario, marcado por un libro o un autor? Stratford-upon-Avon y Bath, dos lugares míticos desde que descubrí en mis años universitarios a Jane Austen y volví a encontrarme con el Shakespeare de mis años de instituto. En Stratford era fácil imaginarse a William sentado frente a la ventana mientras urdía sus tragedias —siempre he sido más de drama que de comedias, al menos en los clásicos—. En Bath, juraría que vi a Jane del brazo de alguna de las hermanas Brontë paseando por el Crescent, recogiéndose las faldas para no pisar un charco y comparando a Elizabeth Bennet con Catherine o Jane Eyre. ¿Leeremos en papel dentro de veinte años? ¡Y dentro de veinte siglos! Desde el papiro, al lector «clásico» le gusta todo el ritual del libro: pasearse por las estanterías o los batiburrillos de un mercadillo, tocarlos, sopesarlos, sentir ese olor a nuevo, ser el primero en abrir sus páginas y, si es de segunda mano, saber que otros antes que él, quizás lejos en el tiempo y el espacio, han compartido esa misma emoción expectante al pasar la primera hoja. Un libro en papel es más íntimo que una pantalla de ordenador. No depende de la red wifi, ni de la batería, ni tienes miedo a que te lo roben. Un libro lo prestas a un amigo, un iPad no. Un libro se lo regalas a tu amante con una dedicatoria y es un gesto romántico. Un e-book es útil, pero carece de calidez. ¿Qué género que no sea la novela te atrae más? ¿Por qué? Tengo la suerte o la desgracia de ser una mente inquieta y me interesan muchos temas. Economía, política, desarrollo personal, el mundo de la empresa, la filosofía... desde ¿Quién se ha llevado mi queso? a Así habló Zaratustra. Todo está conectado y cuantas más referencias, más recursos para conectar conceptos y ampliar la visión. Las novelas en particular beben de todas las demás disciplinas y, a la vez, hacen que te acerques a ellas. No puedes leer La joven de la perla de Tracy Chevalier y no ir corriendo a buscar cuadros de Vermeer, o acabar El manuscrito carmesí de Gala y no ver la Alhambra con otros ojos. l


Nombre: Sophie Savary Lugar de nacimiento: Caen (Normandía), Francia Profesión: agente literaria ¿Qué representa para ti la lectura?

Leo cada día, por la mañana temprano, por la tarde, por la noche. La lectura es para mí una actividad tan cotidiana como comer, caminar o trabajar en el ordenador. Me es tan imprescindible como respirar: no imagino no leer unas páginas de ficción un solo día. Porque la lectura es, desde que empecé a leer a los cinco años, la manera de escaparme y reencontrarme en el mundo que me es más familiar, las palabras, sin tener que hablar. Intercambiar en un diálogo virtual que no exige estar presente. Y así entro en el mundo de otras personas (los autores y los personajes), viajo a otros lugares (viajar es para mí un modo de vivir, para algo fui geógrafa), participo de otras historias. Y así entiendo el mundo, la realidad. Con los libros aprendí a conocerme, crecí; me criaron. Me dieron las claves para entender a la humanidad, a la gente, la política, de qué estamos hechos. Y creo que estamos hechos de lenguaje. ¿Has hecho algún viaje literario, marcado por un libro o un autor? Cuando viajo a algún lugar nuevo, siempre leo una novela o más antes de partir. Me abren las puertas del país, de la ciudad que visitaré, son mis primeros guías. Luego me informo con guías, mapas, hablo con la gente que vive allí o que ha viajado allí. Así fui a Cuba, con Tres tristes tigres en la mano; conocí Italia de joven después de haber leído a Stendhal; Le Clézio me acompañó en Isla Mauricio, Dos Passos en Nueva York… Y por supuesto conocí primero a España por sus escritores. Entré en el país por la puerta andaluza, como estudiante de Geografía; no hablaba una palabra de español. Los idiomas extranjeros eran ya otra de mis pasiones y quería aprender el castellano, pues en mis años de escuela había estudiado inglés y alemán. Iba para quedarme un año, para cursar un máster, y había elegido esa ciudad como terreno de trabajo por haber leído a García Lorca, a Mérimée y a Pierre Louys. Y también a un geógrafo fantástico, Robert Ferras, cuyo trabajo sobre las ciudades españolas desde el punto de vista de las ficciones me había permitido entender cómo quería estudiar y entender el funcionamiento espacial. Luego seguí el mismo camino para entrar en Barcelona y dedicar casi diez años a esa ciudad. Las llaves para abrirme las puertas de la ciudad las tenían Juan MarFotografía: Françoise Di Martino ©

E l ci e l o r a s o

sé, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Andreu Martín, Luis Goytisolo, Mercè Rodoreda y tantos otros. ¿Qué género que no sea la novela te atrae más? ¿Por qué? Hoy día leo poesía habitualmente, siempre de manera fragmentaria. Unas páginas de vez en cuando, antes de dormir. Los haikús japoneses por ejemplo son los cómplices de mi tiempo libre. Antes, leía por supuesto muchos libros de humanidades, geografía, historia, filósofos, ensayos de todo tipo... De vez en cuando me atrae un libro de no ficción, o leo ensayos por mi trabajo. Hoy la mayor parte de mis lecturas son los libros de los autores que represento, o de literatura contemporánea española, pero me permito de vez en cuando una escapada fuera del mundo literario español o francés. Libros de viaje, relatos, biografías... Sin embargo, el género que más me entusiasma, desde siempre, es el cómic y la novela gráfica. Soy fan total, tanto de los clásicos franceses e italianos (Giraud, Hermann, Loisel, Bilal, Comes, Hugo Pratt, Manara o Gotlib y Reiser, entre muchos otros) como de los contemporáneos, incluso mangas. Los cómics satisfacen el amor que tengo por el dibujo y el gusto por que me cuenten historias. Nada más placentero que un dibujo bien guionizado. ¿Anotas o señalas algo en los libros que lees? Cuando trabajo, sí. Con lápiz siempre. Los libros de humanidades que tengo en casa están todos subrayados. Pero ahora escribo menos en los libros. Una cruz en el margen, unas líneas que apunto... Las más de las veces, si tengo que anotar, llevo un papel dentro del libro donde pongo notas. Cuando leo libros electrónicos, lo que suelo hacer a menudo por el trabajo, tomo notas directamente. l

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E l ci e l o r a s o

Nombre: Josep Maria Sucarrats Vilà Lugar de nacimiento: Barcelona Profesión: profesor de secundaria y de universidad ¿Cuándo te diste cuenta de que no podrías renunciar a la lectura?

En EGB. Una profesora nos leía en clase mientras trabajábamos. El pequeño Nicolás. Me reía, y descubría un mundo de aventuras cotidianas. La realidad se ensanchaba. Esperaba una y otra vez a la profesora. Poco después intenté imitarla; encontré un libro de poesía que hablaba de un tal Nietzsche. Lo leí; no entendí mucho o nada, pero quedé fascinado por la puerta que me abrían los libros. Y empecé a leer casi por necesidad. Eran el mapa del tesoro. Los libros me guiaban, me hacían compañía; eran pautas en mi deseo de abarcar la totalidad del mundo, de la vida. Tuve después a un profesor que se pasaba días para leer un poema. Pensaba: «¡Cómo es posible que el texto diga esto!». Me latía el corazón. Y ya vi que la lectura me acompañaría siempre. Fascinante.

personaje puede ser un héroe griego, un salmista hebreo o un tarado de Homes, Fante o Bukowski; me da igual, busco lo mismo: vivir con él para captar su verdad, esa que atraviesa el tiempo y te cambia. Te deja casi un rato en silencio; sales del libro distinto. ¿Leer o releer? Leer siempre para releer una y otra vez para sí. Hay libros o poemas que llevan acompañándome años. «À une passante» de Baudelaire está conmigo desde los quince… y cambiamos juntos una y otra vez. Lo releo en mi mente; a veces me sorprende en la esquina de una ciudad, en el metro... Veo a una mujer, a una pareja, y digo: «¡Era eso!». Como decía Bacon, entre leer y releer es importante sobre todo saber qué libros no hay que leer. Hábitos de lectura, sitios, horas… Manías de lector. Como tengo poco tiempo, donde sea y cuando sea. Reconozco que a veces me he escondido para terminar algún capítulo o he dado trabajo en clase para poder leer algo que me quemaba. Suelo leer preferiblemente por la mañana antes de ir al trabajo o tranquilamente el fin de semana; alguna vez por la noche, con calma, en el sofá, pero nunca en la cama: me duermo. Últimamente busco poesía, novelas en primera persona o biografías. Pero voy cambiando en función de lo que necesito, de lo que voy viviendo. En general, tiendo a la agilidad de la literatura norteamericana; la europea me pesa más. Aunque a veces me da por leer a todo un autor francés, italiano, marroquí... Vaya, creo que no tengo manías muy definidas. Soy más de antojos. Dejo de leer un libro cuando… No me lo creo. Digo: «¡Bah! ¡Esto ya lo he leído…!» o «¡Ya estamos otra vez con lo mismo!»; mucho ruido y pocas nueces. Para mí, un libro debe responder a algo que necesito. No soporto los libros que tiran de tópicos. Leer es un diálogo con el texto. Busco el puñetazo que me despierte del día a día, el abrazo que me consuele, el brindis con el amigo. Busco algo auténtico, verdadero, sea cual sea la forma. Si no lo encuentro, abandono el libro. Antes no lo hacía. Ahora ya no pierdo el tiempo.

La lectura es la búsqueda de… Humanidad. Suena a tópico, pero para mí es así. Al leer buscas hacer tuya esa experiencia humana auténtica que pasa por múltiples peripecias. No es una lectura moralista, sino existencial; no es abstracto, sino concreto. El

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Si pudiera vivir en el universo de un libro o de un autor… Me pasearía por Nueva York con Holden Caulfield o sería un flâneur en la mente de Baudelaire y de David Foster Wallace. Pasaría un fin de semana con Carver. Cenaría con Camus. O quizá visitaría la Sulamita del Cantar de los cantares para amar y ser amado. l


La vida breve

Derrumbadero José Abad

Que no se acercaran a los escombros, les decía la madre, pero ¿a dónde ir si toda la ciudad era una sucesión ininterrumpida de ruinas? De haber intentado complacerla, Tariq y Osama no habrían podido poner un pie fuera de la chabola donde vivían, levantada justamente a base de retales y despojos. Si no escaparan de allí, no les quedaría otra alternativa que sudar cuando el sol recalentara la chapa del techo, o sufrir los berridos del hermanito, un bebé de escasos tres meses, o, peor aún, soportar el silencio pétreo del padre, que daba miedo verlo, tan serio, tan impotente, malamente sentado en el suelo hora tras hora, la espalda contra la pared, haciendo agujeritos en la tierra con un palitroque, incapaz de defenderse o de luchar en aquella contienda. A Tariq y Osama sólo les quedaba escapar después de engullir lo que hubiera de desayuno, y pasar el día fuera. —No os acerquéis a los escombros —repetía la madre de manera insistente, sin voluntad, consciente del peligro, los peligros, resignada a la realidad—. Tened cuidado, mucho cuidado. Tariq y Osama salían de casa sin una meta definida. Vagaban sin itinerarios establecidos, demorándose un día entero en cualquier plazoleta o bajo alguno de los escasos árboles supervivientes, o cambiando de lugar rápidamente, sin interrupción, como si alguien los persiguiera. Tariq decidía qué hacer, sin imponerse, y Osama obedecía de inmediato, con una fe ciega en su hermano mayor. El entendimiento era absoluto y a veces Tariq no necesitaba siquiera abrir la boca; le bastaba una mirada o un gesto y el pequeño Osama comprendía al instante. En cualquier caso, sus jornadas nunca eran caprichosas. En general buscaban y seguían cualquier signo propicio. Por ejemplo, los ojos desorbitados, la ansiedad en el cuerpo y el paso precipitado de sus conciudadanos solían ser indicios inconfundibles de un reparto de víveres, medicinas, agua, mantas…

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La vida breve

José Abad. Derrumbadero

Estos repartos eran frecuentes e insuficientes, y la gente acudía en bandadas. Un día, al intentar alcanzar un camión entre la turbamulta, dos manos grandes como cepos se abatieron sobre ellos. Su padre, jadeante y sucio —se le había derramado un saco de harina encima—, fuera de sí, los apremiaba: «Venid, venid». Había conseguido una caja de provisiones, pero no tenía fuerza suficiente para llevarla él solo. Tampoco aquella vez fueron necesarias las palabras: Tariq y Osama se cogieron cada uno de un lado de la caja, delante, mientras el padre se agarraba detrás, y regresaron precipitadamente a casa, sin triunfalismos, temerosos de que alguien quisiera arrebatarles tamaño botín. Al entrar en el cobertizo, contagiaron la excitación a la madre, que no daba crédito a tanta buena suerte, y por una vez una sonrisa se dibujó al unísono en el rostro de todos. El miedo no se les fue en seguida; no se les iría en muchos días. El temor a los ladrones tuvo al padre sentado encima de los víveres, sin pegar ojo, hasta que se acabaron. Luego volvió a su tristeza y silencio habituales. —No os acerquéis a los escombros —advertía la madre al ver salir a los hijos—, que hay bombas sin estallar entre los cascotes. Aunque no había habido ningún raid aéreo desde hacía semanas, un tiempo los hubo a diario. Y hubo un tiempo anterior —contaban los mayores— en que todo era distinto. A Tariq y Osama les gustaba sentarse a escuchar las historias del anciano Muhammad y dejarse transportar a aquellas épocas pretéritas en las cuales — afirmaba la voz cascada, lacónica del viejo— la ciudad era la capital de un imperio, el ejército patrio dominaba el mundo conocido y los pueblos conquistados acudían a postrarse al más grande soberano de la tierra. Antaño, donde ahora se extendían las lomas descarnadas del desierto, corrían arroyos a través de verdes pastos, y abundaban los rebaños —y no sólo la serpiente— y las aves de corral —y no sólo el escorpión—, bajo un cielo que abría sus entrañas para obsequiar a las gentes con una lluvia abundante y cálida. Antiguamente, explicaba Muhammad, el agua del cielo caía calentita como la leche. Los niños no daban crédito a lo que oían. Tariq miraba al horizonte, Osama lo imitaba, e intentaban imaginar tales vergeles en vez de aquel mar de cascajo y aquel océano de arena que del oro sólo tenía el color. Luego Tariq levantaba la mirada, Osama también, y hacían esfuerzos por figurarse un cielo poblado de pájaros y nubes de tormenta; ahora, los pájaros escaseaban y las nubes eran de polvo. El cielo estaba vacío, y quizás fuera mejor así. De aparecer algo en las alturas serían aviones, imposible saber si amigos o enemigos, y el corazón se te empequeñecía en el pecho. El anciano Muhammad ejercía una poderosa atracción. Cuando aparecía en la ciudad, lo asediaban y convencían para que se detuviera un rato; se sentaban alrededor a escucharlo en un silencio reverencial, sagrado casi. Y cuando se iba, los dejaba varados en un malestar dulzón. —¡Historias! —se quejaba la madre—. Necesitamos comida, no historias.

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Cierta mañana, una semana atrás, los despertó una explosión. Los niños se alzaron de un único salto del camastro que compartían, los ojos torpes por el sueño, el cuerpo alerta, y encontraron la silueta del padre ocupando por entero el umbral, asomado al exterior, la cabeza ladeada, intentando definir el ruido: los motores de un avión les llegaban convertidos en un trueno lejano. La madre tenía abrazado al bebé y el cuerpecillo de este se debatía en el formidable pecho de ella; el calorcillo de la leche materna acalló el llanto, no el miedo. Tariq y Osama se asomaron al quicio y contemplaron una muestra de esa quietud que precede o sucede a las tempestades. Había otros vecinos asomados a puertas y ventanas —lo que llamaban «puertas» y «ventanas»—, mirando en una misma dirección e idéntico silencio. El señor Zaydun osó poner un pie en la calle, frotándose las manos para aliviar la zozobra; al comprender la situación, dejó de frotárselas y gritó a quienes lo observaban: «¡Ha sido el hotel!». Tariq y Osama corrieron hacia el lugar sin desayunar siquiera. El padre no hizo nada por detenerles. Tampoco la madre, aunque les advirtió, por Dios, que tuvieran cuidado. El hotel, o lo que quedaba de él, no estaba lejos. Sin embargo, el ejército ya estaba allí para cuando llegó el gentío. Los soldados habían trazado un cordón de seguridad a fin de mantener la población a distancia. Había una ambulancia, pero no médicos o enfermeros a la vista. El misil había impactado en la base del edificio y derruido la fachada y, lo que una vez fuera la fastuosa entrada del hotel más reputado de la ciudad, ahora era un montón de añicos azulados y blancuzcos. Lo milagroso había sido, coincidían todos, que hubiera resistido tanto. Densas columnas de humo de fuegos ahogados brotaban de entre los cascotes. Un grupo rodeó la zona y alcanzó el ala derecha del edificio, donde las cocinas, por si cabía sacar algún provecho del desastre. Los dos hermanos lo siguieron. De aquella parte, no obstante, la estructura estaba intacta —parecía, de hecho, pertenecer a una construcción distinta— y Tariq y Osama regresaron con las manos vacías. Su madre quiso saber si al menos habían comido algo. Defraudadas estas mínimas esperanzas, les repitió la vieja cantinela: —Os tengo dicho que no os acerquéis a esos sitios. El bombardeo del hotel sería el primero de una nueva escalada de ataques, pequeña en comparación a los raids de meses atrás, empero implacable. El objetivo era echar abajo los últimos edificios en pie. El ejército, de manera más simbólica que eficaz, aumentó la presencia de efectivos en la ciudad. Pero los escombros se eternizaban allá donde caían, nadie hacía nada por retirarlos, aunque cortaran el paso, como ocurrió con el edificio de la radio. Los soldados se limitaban a hacer un primer reconocimiento en busca de bombas sin explotar o fugas de gas. Con estas medidas, las autoridades se daban por satisfechas. Tariq y Osama —y al igual que ellos, el resto— aguardaban pacientemente su oportunidad para hurgar en la devastación. El mayor le repetía al pequeño que no

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La vida breve

José Abad. Derrumbadero

tocara nada parecido a un proyectil y que rehuyese cualquier conato de fuego, por insignificante que fuera, pues a él le habían explicado que, a pesar de no haber suministro, el gas tendía a formar bolsas bajo tierra y reventaba con una simple pavesa. «La explosión de ayer fue por culpa de una de estas bolsas —decía Tariq—. No pasó ningún avión, ¿no te das cuenta? La explosión de ayer fue por una bolsa de gas, sólo pudo ser una bolsa de gas». Osama asentía. —Como se os ocurra acercaros al edificio de la radio —les dijo la madre aquella noche—, os saco los ojos. La noticia había cundido como sólo puede cundir en un estado de sitio. Bastó con que la oyera uno para que estuviera en boca de todos, distorsionada, engrandecida, maleada. El derrumbamiento del edificio de la radio había dejado al descubierto un formidable polvorín en los subterráneos del inmueble. Según contaban, toda la noche habían estado entrando y saliendo camiones; los militares encargados de retirar el material se preguntaban por qué ellos carecían de armas tan sofisticadas como las allí almacenadas. Se decía asimismo que quedaban más armas sepultadas de cuantas se habían llevado y que en el mercado negro se pagaría muy bien una pistola, no digamos ya un fusil o un racimo de granadas; había gente dispuesta a comprar incluso piezas sueltas que pudieran servir de repuestos. El padre estuvo por la mañana y volvió al mediodía con el mismo rostro abatido con que se marchó: «Ahí no queda nada», dijo ya anochecido, de repente, al percatarse de que no había hecho ningún comentario al respecto. —Vosotros dos, ¿me oís? —la madre los señaló—, ni acercaros. Pero estas palabras eran casi una invitación. ¿Qué hacer si no? ¿Sudar cuando el sol recalentase esa maltrecha techumbre? ¿Sufrir los lloriqueos del hermanito? ¿Soportar la estampa doliente del padre? A la mañana siguiente, antes de que se moviera un alma dentro del cobertizo, ellos dos estaban en la calle, en busca del solar donde una vez se alzó el edificio de la radio. Que su padre volviera con las manos vacías no significaba nada: él no era demasiado despierto —lo de la caja de provisiones sería la excepción a la regla— y ellos conseguían colarse en lugares inaccesibles para los adultos. Entre los escombros ya había algunos madrugadores —o trasnochadores, quién sabe—, siluetas grises en el alba gris, sombras sigilosas en el avance sigiloso del amanecer, figuras que intercambiaban susurros en el silencio rotundo de las primeras luces. Tariq decidió separarse del grupo y a Osama le pareció bien. Sería difícil hallar algo en donde tantos ojos buscaban. Y en caso de encontrarlo, surgirían disputas. Mejor probar suerte en un extremo del terreno que parecía haber sido peinado a conciencia. Osama se lo hizo notar a su hermano: «Por aquí ya han pasado». Y Tariq le respondió: «No te fíes, donde menos te lo esperas…». Y comenzó a remover casco-

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tes con el pie y empujar mojones con las manos. Osama lo imitó, abatiendo también él las absurdas composiciones del caos. No esperaba ningún resultado, pero, nada más iniciar, debajo de un trozo de tabique que llevaba adherido una costra de pintura de un blanco excepcional, Osama descubrió una pieza reluciente, una especie de aro estriado sujeto a un cilindro metálico, y la agarró mientras reconocía mentalmente que Tariq siempre tenía razón, donde menos te lo esperas… Osama sintió una oleada de calor un instante antes de que un ruido enorme, como una mano grande, se le plantara en el pecho y lo empujara hacia atrás, apartándolo lejos. El niño cayó de espaldas, más asustado que dolido, enmudecido por el terror. Tariq acudió en su lado, le pasó las manos bajo las axilas y lo ayudó a incorporarse. Le preguntó con la mirada si estaba bien, aunque no esperaba respuesta. Tiraba de él con fuerza, alejándolo del humo y el polvo, corriendo detrás de quienes escapaban, yendo al encuentro de otros que se acercaban con las manos en la cabeza. Tomaron el camino a casa con un nudo en la garganta y aguantaron las lágrimas hasta descubrir a la madre. Nada más verla, prorrumpieron en un mismo llanto, redoblado. Ella, que en estos casos corría a ocultarse al cobertizo, venía a su encuentro, como si hubiera adivinado lo ocurrido. Se le echaron encima con los brazos abiertos y ella los cogió a cada uno de una mano, en silencio, y corrió con ellos, tirando de ellos hacia el cráter recién abierto, el lugar del miedo. Los niños se dejaron arrastrar sin oponer resistencia. La madre gimoteaba, miraba adelante y pronunciaba palabras que les llegaban apagadas; le temblaba el mentón, luchaba contra el llanto, pero no les soltaba las manos. Los mantenía firmemente a su lado y esto los tranquilizó, en parte. Conforme se acercaban, la mujer apresuró el paso y apretó los dedos mínimos de sus hijos entre los suyos, dedos grandes, dedos vacíos. Un imán invisible la condujo directamente a donde iba. En el instante mismo de comprender, Tariq y Osama se soltaron de ella con un gesto que ya no era un gesto, presos de un estupor carente de sentido. La madre no se volvió. Siguió adelante, rezando, hacia el círculo de personas que rodeaban con las cabezas gachas los cuerpecillos de sus dos hijos, rotos entre los escombros.

Fotografía: Antonio Arenas ©

José Abad cultiva la narrativa y el ensayo. Según él, estos ámbitos se enriquecen entre sí; de hecho, el tema de varios ensayos suyos está dictado por sus intereses literarios y, a su vez, en varias narraciones se ha servido del trabajo previo en el campo del ensayo. Sus últimas publicaciones son el libro de relatos El acero y la seda (Traspiés, 2015), la novela Del infierno (Nazarí, 2016) y la monografía Christopher Nolan (Cátedra, 2018).

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Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos de

Nélida Cañas Seleccionados del libro inédito Como si nada

La partida De golpe, en medio de la noche, mi padre se sentó en la cama. Mezcló la baraja y repartió las cartas. ¿Qué hacés, papá? le dije. Jugando al truco. Pero ¿con quién? Con Juan, ¿no lo ves? Después de aquella partida febril mi padre no volvería a vincularse con las cosas de este mundo.

Mensaje a Dulcinea Ay, mi señora Dulcinea, si usted nos hubiese visto, a Rocinante y a mí, arremeter contra aquellos gigantes de brazos como aspas, otra hubiera sido la historia de mi vida y otras las mieles de su boca.

Consuelo Desolaba una llovizna gris. Inacabable. Entonces pasó aquel compañerito de la escuela primaria con la sonrisa tierna y la bicicleta que le queda grande.

Aprendizaje Llegar a vos es como atravesar las puertas del cielo, le repetía su amante. Ella, para no defraudarlo, aprendió a levitar entre los árboles. El cielo estaba demasiado lejos.

Nélida Cañas nació en Arroyo Cabral (Córdoba, Argentina). Ha publicado libros de poesía y narrativa. En microficción: Breve cielo (2010) e Intersticios (2014). Integra numerosas antologías de microrrelatos: El límite de la palabra, Monoambientes, El microrrelato en Jujuy, Microrrelatos del Noroeste argentino, Borrando fronteras, Textículos del NOA, El Quijote en Tucumán y Basta, cien mujeres contra la violencia de género, entre otras. Ha recibido premios nacionales e internacionales.

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El castillo de Barba Azul

Poemas inéditos de

Ana Carolina Quiñonez El fin de la aventura En el fondo de la piscina crece un bosque de algas y ramas secas

La piel del caballo

Sentada en el borde con un paraguas que protege mi ropa de invierno no pierdo ningún detalle

Prótesis

Me empujaste al agua una noche para nadar juntos hasta olvidar el estilo libre como criaturas que no saben hacer trucos dentro de una pecera.

Estás solo

Dentro un animal no sobra espacio

El niño conoce de memoria la entrada a un invernadero ahí se refugia del ruido de su padre y se pasea como un caballo

Alimentándote

no busca ser invisible pero tampoco espera que lo reciban con las puertas abiertas

Viendo ciudades desiertas desde sus ojos

y para esconderse come cebada camina aplastando los herrajes

La canción del deshielo Afuera la neblina te confunde no sé si vas o regresas afuera la neblina te rodea como un animal sonámbulo como un humano que sueña

Ana Carolina Quiñonez Salpietro (Lima, 1988) es máster en Estudios de Cine y Audiovisual Contemporáneo en la Universidad Pompeu Fabra y licenciada en Comunicación por la Universidad de Lima, donde se desempeñó como asistente de cátedra. Se graduó con una tesis sobre los ritos de pasaje en el cine de Sofia Coppola. En 2010, publicó el poemario Cuentos tristes que esperan las chicas antes de salir a bailar, en la editorial peruana Estruendomudo. En 2012, publicó con la editorial argentina Vox el libro Vacaciones de Invierno, ganador del premio Luces de «El Comercio». Ha ejercido el periodismo en distintas revistas. Actualmente vive en Barcelona y prepara un poemario sobre la vida en el hipódromo.

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La voz humana

Entrevista a Miquel Àngel Marín Por Alba Tor

Miquel Àngel Marín. Fotografía: Miquel Jordà ©

Miquel Àngel Marín (La Cava-Deltebre, 1966) es un músico que escribe. No compagina la música y la literatura, sino que la música que toca le lleva a la escritura. Como dijo el poeta Carles Hac Mor, «pareciera que los aforismos de Marín fueran escritos con el clarinete». Tiene dos libros publicados y otro en prensa: Lo clarinet és l’aixada (El clarinete es la azada) (Emboscall/ Cafè Central), Música és enxampar mosques (Arola) y ppp partitura psicòtica piramidal. Clarinetista de formación académica (Conservatori de Barcelona y Hochschule für Musik Karlsruhe, Alemania), practica tanto el repertorio clásico como la improvisación libre y la música de acción, dando conciertos por Europa (España, Francia, Alemania, Italia, República Checa, Islandia, Portugal...), Israel y Corea. Presenta músicas propias basadas en la improvisación desde el año 2001. Su último proyecto es el Trio Tria, con Llorenç Barber y Montserrat Palacios. Es también impulsor y coordinador artístico del festival de artes híbridas Bouesia (2005-2016) en el Delta del Ebro.

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Empezaste estudiando música clásica y acabaste haciendo performances. ¿Cómo se dio esta transición? El origen está en la improvisación. La música clásica, entre muchas otras cosas, consiste en aprender a través de la repetición, y todo empieza y todo acaba en la partitura como objeto artístico cerrado. Llegué a la improvisación por necesidad, para desbloquear. La improvisación es la posibilidad de deshacer nudos. Me encontré haciendo música de acción sin saberlo. De repente el gesto, la palabra, el cuerpo empezaron a formar parte de lo que hacía, no sólo había sonido. ¿Cuándo nació este afán por improvisar? Acabé los estudios clásicos en Catalunya y me fui a Alemania. Allí pude evolucionar como músico. Sentí que Barcelona ya no era mi lugar, no encontraba espacios donde tocar y progresar. En Alemania encontré una escuela (Hochschule für Musik Karlsruhe) y maestros (Wolfgang Meyer, Péter Eötvos, Thomas Indermühle...) que me ayudaron a crecer como músico, que me hicieron descubrir la relación del cuerpo con el instrumento y la música. Por mi cuenta empecé a improvisar con discos (Brandford Marsalis, Zakir Hussain, Jan Garbarek...). En Alemania también empecé a escribir, fue como salir de mí mismo, como salir del pozo. De la guerra conmigo mismo pasé al diálogo conmigo mismo, a una mejor convivencia con el clarinete y, casi sin querer, surgieron la escritura y la improvisación. ¿De dónde proviene tu vínculo con la poesía? Empecé a atreverme a improvisar con poetas. Los primeros poetas con los que improvisé fueron Dolors Miquel, Javier Caballero, Carles Hac Mor, Ester Xargay... La poesía es muy importante para mí. Dice Nietzsche que hablar es de sanos y cantar de convalecientes. Cantar, nombrar las cosas, poetizar el mundo, celebrar la ternura del vínculo; no entiendo la vida de otra manera. Carles Hac Mor escribió el prólogo de Lo clarinet és l’aixada. Si, él fue quien leyó mis textos y consiguió las publicaciones de mis libros. Él estuvo en el arte conceptual catalán de los setenta con Carlos Santos, Pere Portabella, Jordi Benito, Miralda... Siempre decía que la mejor manera de afrontar las cosas era tangencialmente, elípticamente, es decir, de forma poética. Yo encontré un refugio en los poetas. Me sentía en igualdad de condiciones, lo cual me aportó una libertad total para impro-

visar. No diferencio entre música y poesía; para mí son imágenes acústicas en libertad. Carles Hac Mor me enseñó a liberarme de los sonidos musicales propiamente dichos, de la partitura, de lo que se supone que hay que hacer en un «escenario». Precisamente el concepto «imagen acústica» define muy bien la pieza de David Ymbernon que mostrasteis en El Mercat de les Flors y en la cual participabas. Una pieza sin palabras pero colmada de poesía visual, plástica, sonora, onírica... Sí, las únicas palabras que se pronunciaron durante la obra eran en japonés. Imagen acústica pueden ser los movimientos o gestos del músico en escena o las entradas y salidas de los diversos objetos que pueblan esta pieza de la que hablas. Creo que el concepto de imagen acústica abre las puertas a considerar música muchas manifestaciones que quedan fuera de la idea dominante de lo que es sonido o música. ¿Qué es la Bouesia? Es un camino natural al que fui a parar, igual que un río es el camino natural de las aguas continentales que van a parar al mar, en este caso al Delta del Ebro. Y como un delta que es producto del aluvión, de la mezcla de tierra y agua, del fango, así la Bouesia es mezcla de poetas, músicos, artistas, arquitectos... La necesidad de disolver las categorías implicó que la Bouesia fuera absolutamente híbrida con sus artistas multilineales, poliédricos, centauros. A partir de esta idea nació el festival, cuyo nombre es un híbrido entre poesía y bou (buey, toro), y que contiene las cinco vocales. Paradigma intelectual o artístico y paradigma agrícola. Poesía en una sociedad agrícola como el Delta, una de las últimas civilizaciones agrícolas del mediterráneo. La relación íntima del mundo agrícola con el animal, en el trabajo y en la fiesta o celebración. El bou forma parte de la cultura del Delta. En tu primer libro afirmas que la añoranza por la naturaleza conduce a la escritura, concretamente a la poesía. Cuanto más nos alejamos de la naturaleza, más poesía escribimos. Cuantos menos animales en nuestro entorno, más animales en los libros de poesía y, por ende, en el arte. Y también más instrumentos musicales, más música. Kafka decía que el arte es un grito y Robert Smithson que la poesía es agonía. Posiblemente sí. El

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La voz humana

Entrevista a Miquel Àngel Marín

arte indica un alejamiento, síntoma de esta ausencia o distancia con la naturaleza. ¿Cuál es la acción más extraña que has llevado a cabo con el clarinete? Pues por ejemplo subirme a un árbol de quince metros (ayudado por escaladores) y tocar el clarinete. De repente, todo se expande y te encuentras haciendo acción sin saberlo, una acción que nace de una necesidad. También me gusta mucho el clarinete «preparado», como si se le adhirieran cosas extrañas al instrumento. Un clarinete tiene una morfología sagrada. Transgredir esta morfología, este límite, es un tabú. Coloco el clarinete dentro de una bolsa de paraguas y toco pero de forma totalmente alterada. Visualmente es muy impactante y suenas distorsionado, y además introduces el azar, porque ya no controlas lo que sucede, inventas lenguaje. ¿Dirías que la improvisación te permite una comunicación inmediata con el público? No sé qué decirte. Cuando improvisas, todos tus conocimientos están allí; se trata de un background, como un contexto y un texto que tienes detrás, y eso es positivo si no te coarta. Creo que en la música clásica también puedes alcanzar un aquí y ahora. Yo no sé si establecería jerarquías entre una cosa y otra. Los «gremios» de la música clásica y la improvisación sí que establecen jerarquías, excluyen muchas otras formas de hacer música y ello dificulta que se pueda tocar desde el aquí y el ahora. Me interesa tanto la música clásica como la improvisación y las necesito a ambas.

Sigo: «El músico, o está enfermo por el pasado reciente (el error consumado) o está afiebrado por el futuro cercano (el error potencial)». El error es fértil; si lo superas, desarrollas tolerancia hacia el error y no absolutizas ni el acierto ni el error. «La música es el arte del escándalo. Es un puñetazo.» Sí, la música sucede en el mundo. Es una exposición, muestras tu voz al mundo y esto es espinoso. «Nos hemos acostumbrado a la materia sonora. Se han instituido los instrumentos, se les dio un nombre y murieron, se momificaron, forman parte de una galería de museo. La institución violín, piano, clarinete, el pasado, su peso, absorbe, aplasta, disuelve el momento único, insustituible, el presente de la relación entre el hombre y la criatura de madera y caña.» A veces parece que estás a solas con la música, pero por encima de ti están todas las instituciones, todo lo que ha significado el violín o el clarinete antes de que tú nacieras, algo que condiciona tu libertad de relación, de creación; te sientes pequeño frente a toda la tradición, como si fuera un edificio descomunal que te aplasta. Tal vez el camino del músico sea ir deconstruyendo este edificio con la única arma que tiene: la creación, la poesía.

Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y en

Yo sé que también eres muy lector. ¿Nos recomendarías algún libro sobre la creación? El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura antiguas, de Marius Schneider. Es un libro analógico, poético y maravilloso que te conecta con muchas culturas y músicas que han sido menospreciadas a lo largo de la historia. Es una inspiración constante para crear.

Filosofía, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la ac-

Te cito: «El hombre es una flecha lanzada al infinito del crecer». Sí. Después del pozo te das cuenta de que la vida no tiene solución y esa es precisamente la alegría de vivir.

tura y Pensamiento en Radio Ciutat Vella. Actualmente es miem-

tividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...). Ha creado espectáculos propios interdisciplinares: cabarets (ExcéntricCabaret, Autokabaret Cosas Que Nunca Harías...), performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Solera Café Teatro, Club Cronopios). También ha dirigido laboratorios de investigación teatral y filosófica, y talleres de literatura, cine y filosofía. Ha ejercido como gestora cultural (Club Cronopios, AdArts, Sala Beckett) y locutora de radio en el programa In-*Communication: Arte, Cul-

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bro del Proyecto Minerva. También colabora en la revista Quimera como redactora y en la Fundación La Caixa como gestora cultural.


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Un lugar donde habitar Por José Javier Villarreal y no habrá sido en vano que tú y yo sólo hayamos pensado lo que otros hacen porque alguien tiene que pensar la vida Blanca Varela A veces tienes nostalgia de un lugar en el que nunca estuviste Óscar Hahn Me da por recordar, porque tenemos la facultad de imaginar y construir un pasado, que la poesía hispanoamericana siempre ha estado ahí; al menos el día, la hora, en que me topé con ella, ya tenía tiempo de estar ahí; lo cual implica una historia y, también, una tradición. El paraíso como tal exige su inexorable pérdida; sin embargo —dice Borges—, no pasa un día en que no estemos, por lo menos, un instante en él. Habitar el paraíso exige algo más que la añoranza de este; nos habla de un espacio y de un tiempo, de un vacío y un detenimiento. Las cosas, por lo general, siguen (y no siguen) una secuencia lógica. Primero conozco —lo cual es un decir— a Darío, después a sor Juana. Huidobro deslumbra y Neruda seduce. Hay un poema de Manuel José Othón y otro de Díaz Mirón que permanecen, me dan vueltas, y les tengo mucho cariño: «El idilio salvaje» y «La giganta». He dicho sor Juana y Darío, lo cual es temerario y confuso. Darío es un dandi que recorre e incide en las capitales del mundo hispánico del siglo XIX desde la ventana de una buhardilla parisiense. Pero Martí también viaja, sufre el exilio, y, junto con Manuel Gutiérrez Nájera —que nunca salió de la Ciudad de México—, nos lega una prosa cromática y melodiosa que inaugura el modernismo. Sor Juana pertenece a la Colonia, vive, ama y escribe desde la Nueva

España cuidando de publicar en la metrópoli. Sus lectores e interlocutores son de aquí y de allá. También pronuncié, al hablar de la poesía hispanoamericana, la palabra tradición. Un cubo de Rubik difícil de ordenar, pero de implicaciones y consecuencias seductoras. No renuncio a Garcilaso, menos a Góngora. Ya entrados en materia reclamo, obviamente, a Gutierre de Cetina y a Bernardo de Balbuena, y a ese cancionero que es Flores de baria poesía, termómetro que nos indica de las apetencias lectoras y debilidades de los novohispanos. Ahora bien, mientras escribo esto paso por Ávila, por la Ávila amurallada de Teresa Cepeda, La Santa, como se la conoce. En una mesa, en una sola mesa, el Lazarillo de Tormes, el Amadís de Gaula, Las obras de Boscán y algunas de Garcilasso de la Vega, La Celestina y la Gramática de Nebrija; a unos pocos pasos la matrícula de Juan de Yepes de la Universidad de Salamanca y un manuscrito del príncipe de los poetas, aquel que escribió «La profecía del Tajo». Sigo en lo mío, no tan lejos, otra vez en América. Me guiñan san Juan, fray Luis de León, Barahona de Soto y el siglo XVII sacudido por los «torbellinos de Noruega», que me obligan a levantar el vuelo y ver pasar junto a mí a Hernando Domínguez Camargo, a Carlos de Sigüenza y Góngora y al Lunarejo (Juan de Espinosa Medrano), por citar algunas voces del concierto americano. Al mencionar a Domínguez Camargo aparece el cielo de la Nueva Granada, la luna de Bogotá que es la misma de New York y el «Nocturno alterno», de José Juan Tablada, se constela. Neoyorquina noche dorada Fríos muros de cal moruna Rector’s champaña fox-trot Casas mudas y fuertes rejas Y volviendo la mirada Sobre las silenciosas tejas El alma petrificada

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Los gatos blancos de la luna Como la mujer de Loth Y sin embargo es una misma en New York y en Bogotá LA LUNA…!

El gusto desmesurado por lo otro no sólo se conforma con el exotismo y las japonerías de un modernismo que da paso al haiku, en Tablada, y a las vanguardias, en Vallejo. Parece que la tradición del dibujo, del trazo y del verso, de la imagen doble, de Bashō (siglo XVII) también nos pertenece. El Siglo de Oro es altamente germinativo, pero no excluyente. La tradición se lee y reclama según las necesidades —todas— de aquel que la padece, del apasionado, que se consume en ella. Me da por pensar que aquí —en la Colonia— empieza la «definición mejor» que habrá de caracterizar a la poesía hispanoamericana. No puedo no citar a Lezama con ese deslumbrante poema que dice Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.

Claro que todo esto obedece a un inquieto ejercicio de lector que da clases y a veces monologa frente al grupo; me temo que muchas veces. Corre el año de 1915. Estamos en Madrid y Alfonso Reyes fecha su Visión de Anáhuac (1519). Hay una revolución armada, Reyes es un exiliado —como Martí— que inaugura la literatura mexicana del siglo XX —como Martí lo haría con la cubana—. Pienso en esa amistad que trabaron, con fructífera intensidad, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña; un joven poeta mexicano y un joven ensayista dominicano. Las relaciones literarias y de amistad condicionan la geografía de una tradición en marcha, un concierto, que teje sus hilos de las muchas voces. Me cuestiono. La Visión de Anáhuac (1519) es la pulsión escritural de un lector. Detrás de esta pieza —que me niego a clasificar— hay una poética tumultuosa. El texto sitúa su universo en 1519, año en que Hernán Cortés abandona Santiago de

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Cuba y llega a tierra firme. El paraíso se revela ante sus ojos y exige ser nombrado. Hay una realidad inédita que no sólo carece de expresión, sino que —estrictamente— no existe, ya que no hay un lenguaje para nombrarla. Pese a tan terrible limitación, Cortés se empecina y escribe sus Cartas de relación a Carlos V inventando y otorgándole nombre a aquello que cree ver, pero que —en realidad— al des-escribirlo, contempla. Ahora doy un tremendo salto y pienso en El reino de este mundo y Concierto barroco, de Alejo Carpentier; dos novelas que sin dejar su vocación de narrar admiten fragmentos que, sin necesidad de entrecerrar los ojos, podemos leer y escuchar como poemas en prosa; sin embargo, esto último —que a mí en lo personal me regocija— aquí no nos importa. Lo que nos importa es la pulsión de esa poética tumultuosa que se goza en el acto mismo de des-escribir la realidad con el fin de leerla, contemplarla. Y en esto Cervantes nos acompaña muy de cerca. Carpentier calificaba este fenómeno dándole el nombre de «lo real maravilloso». Mi padre nació en un pueblo del norte de México que se llama Higueras. Cuando yo cursaba la carrera de Letras iba a casa de mis abuelos a preparar trabajos, a leer los libros que debía haber leído a lo largo del curso, a prepararme para los exámenes. Durante esos días de encierro bucólico, mis amigos, a veces, iban a visitarme. La pregunta, tarde o temprano, llegaba: ¿por qué el pueblo se llama Higueras, si no hay una sola higuera? Nadie sabía la respuesta y la ausencia de higueras e higos era más que evidente. Resulta que los primeros españoles que llegaron —reza la historiografía local—, bajo el mando del capitán González, dieron con bosques enteros de higueras repletos de frutos; resultaba más que indicado llamar al lugar por sus árboles y frutos: Higueras. Sin embargo, cómo explicar la ausencia de estos en el presente. Gioacchino Rossini decía que la verdad puede ser una buena cosa, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor. Resulta que las filas del capitán González dieron con tupidas nopaleras cargadas de tunas que calificaron de higos; los higos los dan las higueras y las nopaleras se transformaron, y el lugar, que estaba lleno de estas, pasó —lógicamente— a llamarse Higueras. Esto es un acto poético, ya que Nicanor Parra, el responsable de la antipoesía, ha afirmado en un poema que el deber del poeta es dar nombre: el sol, sol; la luna, luna; y los zapatos, zapatos. Sólo que los hombres del capitán González —en su ficción lírica, que


no era tal en su momento— transformaban la realidad como campo hechizado o universo erotizado. Concluyo que la poesía es la expresión literaria de mayor realidad, ya que esta, en su expresión, funda su propia realidad al nombrarla. Si sor Juana me hace releer a Góngora de particular manera, Alfonso Reyes hace lo propio con Las cartas de relación. Una tradición que reinventa su tradición, que se relee constantemente, pero siempre agregando al margen, interviniendo el texto, en una dinámica que lo prolonga y modifica. Un presente con vocación de futuro que inventa y reinventa un pasado que lo justifique y lo lleve a descubrir una realidad, su realidad. Ahora, dicho esto, hablemos de la relectura que siempre —dice Borges y ahora lo comprendemos— es una lectura inédita que obliga a la reflexión y azuza la experiencia de la escritura. Una niña —Teresa de Ahumada—, a escondidas de su padre y siguiendo la vocación materna, lee libros de caballerías; su emoción alcanza niveles de peligro con las vidas de santos. Acciones y personajes que exigen un escenario. Este puede acontecer en una isla poblada por bélicas y robustas amazonas. La isla se llama California por su mítica reina Calafia. La isla se vuelve península, las guerreras se transforman, la reina se convierte en viñedo y yo nazco, siglos después, en esa península que sería cantada —también— por Giacomo Leopardi que jamás puso un pie en ella. Dice, en traducción de Antonio Colinas: Y nace feliz prole de las selvas vastas de California, cuyo pecho no muerden los cuidados, ni sus miembros domina enfermedad; y alimento le da el bosque, y nido cada roca, y el valle aguas, hasta que el día horrible muerte amenaza.

Los viñedos de Calafia pertenecen al Valle de Guadalupe. Este valle recibió en la década del diez del siglo pasado una importante inmigración rusa que lo definió. Cuando pienso que la reina Calafia se transformó en viñedos, pienso en las Metamorfosis de Ovidio; pero concretamente en el soneto XIII de Garcilaso donde Dafne se convierte en laurel. También pienso en un poema de Pound donde habla de una niña; Juan L. Ortiz habla de esa niña cuando dice:

Aquí te vi, niña fantasmal de velos diáfanos, en el mediodía inexistente. No era necesario mirar el cielo ni las ramas.

Garcilaso: A Dafne ya los brazos le crecían y en luengos ramos vueltos se mostraban;

Pound concluye: Una niña —así de pequeña— eres, Y todo esto es locura para el mundo.

Y yo vuelvo a contemplar —en la distancia— el Valle de Guadalupe. La literatura exige el mundo para sí; todo es futuro en una escritura que no cesa de devorarlo todo para constituirse y cobrar forma. Ya que sólo lo que tiene forma es real, y lo difícil estimula, y «deseoso es aquel que huye de su madre». Estas frases y este verso inciden desde una posible teoría de la recepción, se condensan en una teoría literaria que lee y en una práctica que escribe, aunada a que lo complejo es lo musitado por el ángel. Son avenidas —todas estas— por donde se desarrolla una poiesis que constituye buena parte de la poesía hispanoamericana. No pretendo hacer una lectura parcial coronada por el logos lezamiano, pero sí atender a ciertas palpitaciones de este cuerpo vivo, de esta expresión. Hace algunos años, no muchos, di con un libro bello e inteligente: la Poesía colonial hispanoamericana, de Mercedes Serna. A todas luces un libro necesarísimo conformado por fuerzas como la materia gris, el gusto y lo acucioso. Ahí la antóloga nos habla de la lectura descentrada, de la periferia, del canon visto y trastocado desde las orillas. Nuestra cultura hispana tiene debilidad por el centro, por un ombligo que condiciona al cuerpo. Así, resulta que sor Juana puede leer y releer a Garcilaso con aquello de «la voz a ti debida», «el ángel caído», de Lope, los esponsales celebrados en las Soledades, de Luis de Góngora, el monólogo de Segismundo, de Calderón; cartearse con el padre Vieira, coquetear con la condesa de Paredes (la esposa del Virrey); atender y sufrir su tiempo, todo a la vez y en un enredijo de extrañas y particulares consecuencias. Recordemos aquello de lo no lógico o, al menos, de una lógica misteriosa y los asedios —

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duros y demoledores— a un orden cronológico de una supuesta tradición literaria que sería el arte de leer y escribir a partir de lo leído, que vendría a ser lo vivido. Son las difíciles libertades que otorga vivir al margen de una sociedad que ha de regirse por convenciones y razones que, a medida que nos alejamos de ella, de ese centro, se van debilitando o relajando. Desde este punto de vista, pareciera que el poeta hispanoamericano no tiene ningún empacho en tomar de aquí y de allá, haciendo caso omiso a convenciones que van desde lo temporal, pasando evidentemente por la moda, hasta lo estrictamente contemporáneo; ya que le es contemporáneo no el autor del libro, sino, precisamente, el libro que tiene entre las manos, frente a sus ojos. El resultado será una literatura cuya expresión le resultará particular y curiosa a ese centro hegemónico. El diálogo se tensa y se puebla de malos entendidos, prejuicios e imaginarios que no sólo ensuciarán el entendimiento entre las partes, sino que le otorgarán otra dimensión de riqueza, pero también de pobreza. Siendo la misma lengua, y, estrictamente, la misma tradición, los vidrios se empañan, el aire se adensa, la distancia crece y el paisaje se cuadricula. El friso se compone —ahora— de ventanas, pocas y estrechas, y de puertas —más— que sólo conducen hacia dentro. Habrá momentos donde el diálogo se inicie o se restablezca (la Colonia, el modernismo —sin duda—, las vanguardias, los exilios), pero la tendencia será dominada por un ensimismamiento, por una autocomplacencia, que desconocerá al otro, al prójimo. Claudio Magris, en su tremendo Danubio, al hablar de la baronesita que no amaba a Wagner nos da una contundente reflexión sobre el amour-passion que no puedo no citar con respecto a esta otra relación amorosa: «Es un ensimismamiento fantástico, en el cual no se ama al otro, sino el propio ensimismamiento; la seducción romántica del amor-muerte alude asimismo a la esterilidad de este ardor que no crea y no procrea, ni en la carne ni en el espíritu» (traducción de Joaquín Jordá). La constelación brilla —es cierto—, pero habrá que mirarla desde muy lejos para percibir los lazos que definen la figura toda. Llegado a este punto los cuerpos se me dislocan y enrarecen; tengo una misma lengua, una misma tradición, pero —estrictamente— me da por pensar que no una misma literatura ni dos literaturas, sino muchas

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literaturas. La poesía hispanoamericana se me revela como poesías hispanoamericanas. He dicho, y lo sigo creyendo, que todo inicia en la Colonia, lo cual, si no lo explico, no pasa de ser una perogrullada. Tengo una generación de jóvenes poetas: Gutierre de Cetina y Bernardo de Balbuena. Un sevillano y un toledano que presumiblemente se forma en Granada; el caso —como diría el autor del Lazarillo de Tormes en su prólogo— es que los dos emigran y difunden y subrayan el estilo poético de su tiempo en América. Sonetos, madrigales y tercetos encadenados en una Grandeza mexicana. Hay una tradición, pero también accidentes que pueblan el horizonte extraliterario desde donde se lee y escribe. Entonces, estrictamente, dejarán de ser extraliterarios y todo podrá convertirse en pre-texto de una expresión. La expresión que siempre se debe a excepciones y que según Dylan Thomas —al referirse a la poesía— es la forma insólita de decir las cosas que, leída con atención, ya no es la misma, acusa particularidades que la definen, que la habrán de definir en su repercusión. Sor Juana realiza un diálogo entre las dos orillas, pero Juan Ruiz de Alarcón decide mudarse y participar en los corrales madrileños. La verdad sospechosa, en su acto primero, rememora una cena espléndida y cortesana a la orilla del Manzanares. Entre las opacas sombras y opacidades espesas que el Soto formaba de olmos, y la noche de tinieblas, se ocultaba una cuadrada, limpia y olorosa mesa, a lo italiano curiosa, a lo español opulenta. En mil figuras prensados manteles y servilletas, sólo invidiaron las almas a las aves y a las fieras.

La cena nunca se llevó a cabo ni siquiera en la realidad de la obra, pero su evocación por parte de don García —el héroe indiano de la obra— acusa una ensalada formal que es y no es ni Lope ni Góngora, sino un Juan Ruiz de Alarcón, un «señor barroco» —criollo— que, desde dentro, descubre vetas que irán brillando, combinaciones y mezclas, en una tradición cuyo resultado


ya es otro. La tradición es la misma, pero la forma de leerla es distinta. En un determinado sesgo todo escritor hace lo propio; sin embargo, nuestra expresión poética se hace fuerte y manifiesta dentro de una tradición cuyas diferentes lecturas subrayan diferentes poéticas que, en su pluralidad, conformarán una sola tradición, la de la poesía escrita en lengua española. Una dimensión que soporta diferentes realidades y temperaturas por expresar. El Renacimiento hispano se debe —lo sabemos— a una poderosa alquimia: la tradición clásica en su sesgo latino y luego humanista vía Petrarca y la poesía italianista; la tradición de las Sagradas Escrituras, la versión de Casiodoro de Reina de 1569 con su fuente, una de ellas —de gran importancia—, que constituyó la Biblia de Ferrara de 1553, esta última publicada en sefardí. Las Sagradas Escrituras fueron leídas y comentadas, traducidas y vividas, por esas fuerzas desasosegantes del ascetismo y la mística del siglo XVI. Pero también está el sustrato local, ese locus cultural que señala y conforma, constituye y demarca, que nos da la geografía de la diócesis y resiste al imperio desde sus entrañas. Pero, como una frontera, está la presencia amenazante y dadora del otro que acecha, seduce y aterra, y cierra el horizonte: el Oriente con su media luna. Este Renacimiento hispano llega a América y se exalta y naturaliza en la sobreabundancia. La expresión cobra forma y la metrópoli rige, pero no alcanza a dominarlo todo. Las líneas, pretendidamente paralelas, empiezan a cobrar distancia —una de otra—, constituyendo, en su vértice —cada vez más amplio—, una zona imantada por las dos líneas, un ángulo, donde cabe una lectura dislocada de una tradición que ofrece frutos de colores, formas y sabores que ya no corresponden a un solo árbol ni a sus distintas ramas, sino que en su «particular» crecimiento inauguran realidades inéditas, no lejanas pero sí distintas, ya que la realidad, las realidades a las que aluden y expresan son nuevas y muy singulares. La Colonia es y no es, el modernismo hispanoamericano es un simbolismo europeo que es y no es, las vanguardias son y no son y el diálogo se interrumpe con sus ruidos y silencios y las lecturas son otras y los espacios de maduración también lo son. El vino proviene de la uva, pero el clima y la tierra son distintos y una tradición ávida y glotona, plural en sus componentes,

neoplatónica en su concepción, obliga a un sabor y color que no son variantes ni injertos puramente, sino fenómenos autónomos en sí mismos. Sor Juana, Darío, Borges, Lezama, Onetti, Rulfo o Paz; pero también la lectura y relectura de la tradición española a la que obligan sus obras. Yo nací en Tijuana, Baja California, pero crecí en Tecate y me formé en Monterrey, El Paso y Zamora, Michoacán. Una cosa es tener debilidad por las novelas de caballerías y otra muy distinta es nacer y crecer entre sus páginas. California —quedó claro— no es una península, sino una isla habitada por amazonas, un lugar vacío que el deseo, la pasión, deberá poblar de prodigios, cosa que, día a día, ocurre; baste con leer el periódico o ver la película Babel, de González Iñárritu. Hay un poema de Giacomo Leopardi (recordemos) que la describe en el vértigo de su insinuación. Monterrey es la capital de Nuevo León, del Nuevo Reino de León, y Zamora se confunde con Jacona, un pueblo de fuertes raíces prehispánicas. En 1492 mi apellido se escribía con una sola erre y ahora, pasado mucho, pero mucho tiempo, se escribe con dos. Estoy en un mundo que es y no es, pero que adquiere mayor intensidad y, paradójicamente, corporeidad, en su posibilidad —siempre futura— de llegar a ser. Jorge Luis Borges da vueltas y más vueltas en la periferia. Concluye su bachillerato en Suiza, escribe en francés, sabe alemán y lee en inglés y en español; también aprenderá el italiano para leer la Comedia. Juan Gelman pertenece a una familia de inmigrantes judíos provenientes de Ucrania, es primera generación en español —aparentemente— y, en su tensa nostalgia, habrá de escribir —años después— algunos poemas en sefardí. De afuera, de muy afuera, a muy adentro. Tal vez se trate de la historia implacable de una avidez, de un provincianismo que, en su inocencia, busca devorarlo todo. O de una perspectiva descentrada, dislocada, una mirada que se asume como huérfana, un cangrejo ermitaño que recorre la extensa playa buscando cobijo en una casa que habrá de inventarse. Leo El canto general, de Pablo Neruda. Fragmentos, relámpagos, que parten y reparten un paisaje fundacional («Alturas de Machu Picchu», por ejemplo). Del aire al aire, como una red vacía, iba yo entre las calles y la atmósfera

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Todo está por inventarse en una descripción apasionada. Claro que los cronistas están detrás y, muy al frente, Alonso de Ercilla como epicentro de una paisajística telúrica que señala a la poesía chilena; pienso, concretamente —ahora—, en Raúl Zurita y en su desierto de Atacama. i. ii.

Dejemos pasar el infinito del Desierto de Atacama Dejemos pasar la esterilidad de estos desiertos

Para que desde las piernas abiertas de mi madre se levante una Plegaria que se cruce con el infinito del Desierto de Atacama y mi madre no sea entonces sino un punto de encuentro en el camino

Hay un misterio, realmente muchos, que exigen ser expresados; por lo tanto hay una erótica que da sentido a una retórica. La erótica obedece a estrictas razones, a pasiones y deseos, a necesidades y embates, a dolores y placeres que la mente nombra a exigencia de una carnalidad. El Logos no se debe exclusivamente a una realidad, pero sí va a ella, y la realidad es la verdad de su expresión. Comencé hablando de dos poemas, uno de Manuel José Othón, «El idilio salvaje», y otro de Salvador Díaz Mirón, «La giganta». El primero, poeta parnasiano a caballo entre el neoclasicismo y el modernismo. Varias veces visitó la casa del general Bernardo Reyes, padre de Alfonso Reyes y gobernador del Estado de Nuevo León durante treinta años; los mismos que estuviera frente al país Porfirio Díaz, personaje —este último— sesgado de Tirano Banderas, de don Ramón del Valle Inclán. Una de las señales gozosas de la poesía de Othón es la presencia fundamental del paisaje; una naturaleza sopesada desde una emoción que escapa al tópico —hoy predecible— de la literatura romántica. Me perdería si intentara ensayar aquí una lista de poetas hispanoamericanos donde la presencia del paisaje fuera medular. No se trata de retratar un entorno, sino de leernos en el poema a través de ese entorno más imaginado que visto, más leído, profundamente contemplado. A esto me refiero con el término de des-escribir la realidad. Repito. La tradición es una: el mundo de la lengua española; es obvio que el Siglo de Oro en las Selvas de Erífile,

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de Bernardo de Balbuena, contiene una serie de églogas donde el locus amoenus comienza un proceso de transformación —descomposición— cuyas repercusiones podríamos alargar hasta el expresionismo alemán de principios del siglo pasado. Pienso en dos poetas cuyas poéticas del paisaje empariento con esto que digo: Georg Trakl y Edith Sodergran. Esta última escribe en versión de Jesús Pardo: dios es la semilla fructífera de la nada y el puñado de ceniza de los mundos destruidos por el fuego; dios es las miríadas de insectos el éxtasis de las rosas. Fernando de Herrera y Francisco Pacheco —su editor, suegro de Diego Velázquez y lector de Góngora, pintor él mismo y tratadista de su oficio— son unos genios en esto. El paisaje y sus implicaciones lírico-ficcionales en la poesía hispanoamericana son una rotunda realidad literaria. Tal vez alargar la brazada hasta el Siglo de Oro sea una lectura un tanto desmesurada de mi parte; pero bien valdría una revisión. Por otro lado, jugando con el mundo de lo biológico, recordemos aquello de que no hay nada más orgánico que un poema, como nos dijera César Vallejo a lo largo de su obra. Entonces, llegados a este punto, la poesía hispanoamericana, con toda su pluralidad, se nos revela como una tremenda selva, un espacio enorme y, a la vez, a la medida de cada uno de nosotros, sus lectores; espacio donde habitar y pensarnos, que vendría a ser un paraíso, un estadio de incesante revelación.

José Javier Villarreal Álvarez-Tostado

(Tecate;

1959) es poeta, ensayista y traductor. Es licenciado en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Nuevo León, Master of Fine Arts por la Universidad de Texas y doctor por El Colegio de Michoacán. Actualmente trabaja como catedrático en la UANL. Con más de una veintena de libros publicados, ha destacado como poeta con el poemario Mar del Norte (Joaquín Mortiz, 1988), que ganó el Premio Nacional de Poesía de Aguascalientes, y con La procesión, Premio del Certamen Nacional de Poesía Alfonso Reyes 1989.


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El narcisismo lúdico de Ramón Andrés Por José de María Romero Barea Asistimos, a la vez fascinados y ligeramente desconcertados, a la pasión de algunos autores por describirse a sí mismos y a sus pasiones por escrito. En íntimo compañerismo, los vemos desplegarse en una colección de autorretratos explícitos. Es la del autor que nos ocupa una escritura profundamente conmovedora: una investigación sobre el anhelo y la pérdida que de alguna manera duplica lo escrito. Es el ensayista y poeta Ramón Andrés (Pamplona, 1955), un escritor lúcido cuya poesía es una reflexión sobre el misterio y la ambigüedad, con una peculiar capacidad negativa de corte keatsiano. En sus poemas, se suprimen las constricciones del sujeto mientras se ilumina la verdad de las cosas en bocetos autobiográficos, cincelados y barrocos, que capturan la yuxtaposición de la realidad obrera y un mundo ricamente poblado que habita los páramos de un territorio espiritual. Su prosa elegante y sobria enuncia sus eclécticos puntos de referencia. Sus ensayos van de la crítica literaria a las connotaciones culturales, de la confusión de género a la desolación post 11 de septiembre. Todas sus exégesis contienen escenas ilustrativas de una vida entre libros. Ráfagas intensas combinan el radicalismo con el horror de los límites que nos imponemos. En sus aforismos, el autor vasco se crece en una penumbra fracturada, de conexiones inesperadas y audaces preguntas metafísicas: borrón de las fronteras entre realidad y ficción, vida y arte, dispositivos que, además de propender a la alabanza crítica, parecen liberar su imaginación creativa.

Pensar y no caer Denuncia el microensayo «La exclusión» a dónde nos ha llevado nuestro culto a la razón: «La idea revolucionaria y ansiosa de ese hombre nuevo, de ese que siempre desecha lo que tiene a mano, del que desestima aquello que es más común, no refleja otra cosa que su muerte». Tomando como base la obra Dostoyevski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (2003), del ensayista húngaro László Földényi, su exégesis reclama la búsqueda de la verdad que entraña todo conocimiento, peligrosa porque nos libera. Para el poeta de La línea de las cosas (1994), el asiento de la mente no es la cabeza, sino el corazón, donde todo pensamiento creativo enraíza. En cada una de sus obras, Ramón Andrés nos obliga a enfrentar, como Calibán, nuestros rostros en el espejo. La verdadera marca del filósofo es su capacidad de restaurar mitos y parábolas, de recrearlas (o resucitarlas) con mayor resonancia. En la colección de ensayos Pensar y no caer (Acantilado, 2016) nos reprende por no haber sido capaces de ver lo nacional como un espejo distorsionado que refleja una imagen ampliada de las características definitorias de nuestra propia cultura: hemos cedido a una forma de vanidad que nos costará cara, tarde o temprano. No otra cosa sostiene el opúsculo «Europa», donde se nos muestra la imagen de un país dentro de un continente que contempla su propia decapitación, mientras se cuestiona el papel del raciocinio: «Cuando la distancia se entiende como cualidad y conquista, como valor propio del que niega el aquí, ya no se requiere la relación con el otro; antes bien, se privilegia

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José de María Romero. El narcisismo lúdico de Ramón Andrés

una abstracción que el dinero vuelve figurativa y que queda verificada en la terminal de una oficina y en los paneles digitales de las entidades financieras». Es esa racionalidad duplicada o anulada una de las imágenes más sofisticadas de un ensayo que, tomando como pretexto el Cuarteto de cuerda (1964) de Witold Lutosławski, se acerca a la política desde ángulos no convencionales. Su inquietud contribuye a una inseguridad que le permite hacerse y hacernos las preguntas más atrevidas (que siempre son las más interesantes). «La escritura, la tierra» logra, a partir del artículo «Noventa años después» (2000), del poeta Joseph Brodsky, una notable síntesis interdisciplinaria, en la que la lírica ilumina el pensamiento y viceversa: «La inversión que supone borrarse, desdibujarse en lo que fue un paraje, cerrar un libro para, insospechadamente, regresar al estado inicial de la conciencia, ¿no contraviene cuanto se ha dicho aquí? […] Escribimos —leemos— sintiendo que nos perpetuamos, pero, en el fondo, es cuando dejamos de ser». Se alternan con fluidez tempo y enfoque. Deambula el aforista de Los extremos (2011) entre los perfiles representativos y las panorámicas, a través de movimientos y períodos culturales. Pero lo que realmente diferencia su escritura es el lenguaje que forja para evocar todo lo anterior. En Pensar, Andrés es sensible, además, a la noción de moralidad en el arte, de cómo la manipulación de las emociones y su explotación puede llevarnos a la barbarie del nazismo y la aquiescencia de las masas. Reclama el autor de Semper dolens (2015) un humanismo clarividente basado en una cultura que nos libre de guerras y cataclismos. Es el sentido urgente de este valor no cuantificable, pero irremplazable, lo que otorga al volumen que nos ocupa su fuerza. «Pensar y no caer significa pensar y no cejar, perseverar en la pregunta, no consolidarse, no quedarse ahí, no abonar lo estático, no poner el oído a la tonalidad de la complacencia, no darse por concluido, porque nunca se llega a ser» («La muerte»). Una imagen hiperbólica, pero, en sí misma, un conmovedor ejemplo de por qué una cultura que no honra la tradición se empobrece y, en última instancia, se autolimita. Este libro nos previene de tales peligros.

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Poesía y aforismos Hay que dosificar la mejor literatura, como si fuera un antídoto contra la apatía y la ansiedad contemporáneas. Una ración diaria de humor y disfrute de los sentidos nos fortalece. Dar la espalda al materialismo, a su falta de ética comercial, para retirarnos a la isla desierta de un libro, supone no sólo un acto de rebelión, sino una declaración de liberación personal, una representación extática de la individualidad espiritual, conscientes de que «el desnivel eres tú, / porque a pie llano las cosas / no son correlación, ni progresión, / sino desconocimiento» («Faro de Senokozulua»). Comparte Ramón Andrés con los trascendentalistas norteamericanos del XIX (Hawthorne, Melville, Whitman) una profunda preocupación por el declive de la integridad personal. Para estos buscadores de la verdad, la naturaleza es el lugar donde un individuo puede saborear a fondo los misterios de la vida, libre de toda restricción. Mientras la mayoría nos esforzamos por adquirir, Andrés se empeña en desposeer: «No se resucita con un golpe de mar» —sostiene en el poema «Paisaje nevado»— «se está siempre en el suelo, echado a la vista de todos. Pero nadie nos ve». Se aísla el poeta vasco en su Poesía reunida y aforismos (Lumen, 2017. Edición de Andreu Jaume) para reformar; simplifica para esclarecer su existencia, para reducirla sólo a los hechos esenciales, sin eludir la ironía. Himnos al mundo natural, las composiciones de Siempre génesis (2013-2015) describen las circunstancias de nuestro malestar, analizan la distracción insignificante que nos rodea y la enfrentan al deseo de privacidad: en «La casa», «el vagón se va en lo que es último, / la noche lo traga. Le sabrá bien lo perdido». Además de registrar la vida interior, recorre Andrés el paisaje en términos que recuerdan al mensaje trascendental de los británicos decimonónicos Wordsworth y Coleridge. Todo vive en sus detalles. En un alarde de austeridad y autosuficiencia, el poeta los enumera, los comparte con nosotros. Contempla los objetos momentáneamente desplazados, el matiz de su encantadora rareza. Lo que se ve, lo que merece la pena ver, es invisible; lo que podemos escuchar, mejor a escondidas.


Ramón Andrés (23 de agosto de 2017). Fotografía: Nekane Luca

Que los gritos sean susurros. Que una miríada de criaturas asista al ser alerta, al aventurero, al incansable. Sus primeras composiciones son intimistas; no alude a la comprensión, sino a la dispersión de un mundo de sensaciones, visto y nombrado con precisión. Nos deslizamos sin ruido por la corriente de un continente aún inexplorado, pendiente de catalogación, un microcosmos cosmopolita: «En la vertiente nada es más eterno / que el lagrimal del buey donde el insecto quema» («El río…»). Pertenece el ensayista de No sufrir compañía (2010) a la tradición anglosajona del XVII: Donne y Herbert, Marvell y Browne: cree en las correspondencias entre lo pequeño y lo grande, entre el interior de la conciencia y el exterior de la naturaleza («La mirada de un ave / se vuelve moho en la corteza umbría, / la que se nos oculta» («Los árboles»). Se ocupa de los dominios in(di)visibles de la solicitud celestial, sólo que sustituye a Dios por individuo y al resplandor de los detalles por lo introspectivo: «... desnudos de epitafios y de dioses / sin lecho al que volver ni pan que abrir […] el único vestigio del hogar / será el trepar de un gato por el muro» («Legado»). Andrés se parece al naturalista Charles Darwin en sus pacientes observaciones y al científico Benjamin Franklin en su inventivo sentido práctico: actualiza con

poemas la visión fantasiosa de un retiro. Estudiante de lo físico, inspecciona lo minucioso, examina casi microscópico lo resonante. Dibuja mapas, perfiles a escala del misterio. Cede a la exploración y a la demostración empírica del sentimiento. Su propósito es reconciliarnos, tras siglos de nebuloso antropocentrismo, con la naturaleza tal como es, implacable. Somos llamados desde las comodidades e ilusiones compartidas. Nos refrescamos con la visión de su vigor. Somos testigos de nuestros propios límites transgredidos, deambulando libres por donde nunca hemos deambulado. Resuena en su obra, por así decirlo, el fondo fatal de nuestra existencia orgánica y, sin embargo, no sólo acepta el universo, sino que se regocija en él. En el cultivo del yo libre, los aforismos incluidos en la sección «Puntos de fuga» se acercan al núcleo de la existencia. Dejando atrás al mundo, viven para sí mismos. Se construye en ellos la narrativa de una ennoblecedora soledad: «La metafísica, poetización del límite que nos es propio». La protesta de «Malas raíces» se centra en el producto final de la industria, en el consumismo que nos insta a comprar; su remedio es prescindir: «Refugio, huida hacia atrás, una fuga en movimiento contrario». Lleva Andrés consigo, como Hawthorne, las interacciones que conforman

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la civilización. Escribiendo «Los extremos», retorna a lo salvaje: «La no acción, el wu-wei, desorienta el dolor, hace que pierda el rastro cuando pasamos heridos». La palabra realidad resuena en su obra poética: no es sino un estímulo animal después de una exaltación de lo real como un constructo químico, molecular y matemático. Su lírica se apodera de las restricciones de la ciencia y se despoja de las falacias patéticas en una forma sofisticada de neoplatonismo. Se sabe que ningún arquetipo tiene una existencia independiente de lo individual. «No hay ideas sino cosas», sostiene William Carlos Williams. La poesía de Eliot y Pound demostró que los fragmentos enigmáticos, las imágenes sin conectivos emocionales ni lógicos detallados, dan vitalidad al lenguaje e inmediatez a la comunicación entre lector y escritor. Interludios trascendentales, los poemas de Andrés pertenecen a la gran tradición de una literatura dedicada a las cuestiones de libertad e individualidad. En un momento de sobrecarga de información, de absurdo entretenimiento electrónico clamorosamente omnipresente, nada más pertinente que los poemas de este conservador y desobediente ermitaño. Lúdico narcisismo Espoleada por la celebridad y el consumismo, auspiciada hasta la saciedad por los logros insignificantes de los medios de comunicación, no demasiado interesados ​​en descubrir la estafa, cunde la nadería contemporánea en libros. Por el contrario, los escritos de Ramón Andrés son lugares de libertad y recreación, que disfrutan de la naturaleza y la ausencia de reglas y burbujas de la jerarquía capitalista. Contra la lasitud, la procrastinación o la duda de uno mismo, la redención anecdótica, la humanidad y el deslumbramiento de unas ideas que desmantelan la seca pomposidad de los oráculos a base de conocimiento accidental y emoción genuina, de inspiración repentina y cotidianeidad. Insiste el vasco en que el amor por un libro o una música o una pintura nunca es algo que pueda separarse de la vida, sino que está íntimamente involucrado en ella. Describe, en definitiva, la naturaleza fragmentaria del yo y la capacidad de la ficción para resolver e iluminar sus logros, mientras sostiene que la no ficción, en ocasiones, puede ser más real que la realidad; incluso puede que mejor. Así, en su escritura, lo imaginado se vuelve real, mientras se diluyen los límites entre arte y

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Ramón Andrés (13 de agosto de 2016). Fotografía: Nekane Arcusa

vida. No podemos diferenciar entre ellos. Es más, no queremos hacerlo. Las circunstancias del ver o del leer son tan importantes aquí como el objeto de atención; las aventuras se construyen alrededor de una búsqueda. Inmersa en su autoobservación cómica, la inquietud reside en su desarrollo sostenido, su nerviosismo distante y no resuelto que intuye que quizás la vida no debería ser tan sólo una continuación de hábitos no retribuidos. A veces, Andrés parece haberse reservado el instinto nutritivo para su propio yo narrado. Una especie de heroísmo, de lúdico narcisismo, permite al autor jugar mientras sonríe. Mientras hace que sonriamos. En su infatigable búsqueda de la combinación perfecta, la debida fascinación existencial convive con esos momentos de suerte que nos permiten continuar una existencia inadvertidamente encantada.

José de María Romero Barea

(Córdoba, 1972) es pro-

fesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Es autor del libro de poemas Europa aplaude (Paralelo) y las novelas

Oblicuidades (Anantes) y Mitze Katze (Amargord). Ha traducido Gerald Stern. Esta vez. Antología Poética (Vaso Roto). Colabora, entre otros, con los diarios Le Monde Diplomatique, La

Vanguardia (Revista de Letras) y las revistas Claves de Razón Práctica, Quimera y Nueva Grecia, de cuyo consejo de redacción forma parte.


Crónica:

la otra literatura española saca músculo Por Santiago García Tirado Premios. No hay como los premios para que el común de los mortales vuelva los ojos, aunque sólo sea para preguntarse quién era ese que se lo llevó. Luego nacerá el debate, la revancha, el discurso lastimero del perdedor, la inquina, el rasgado de vestiduras, las voces fiscales y las defensoras, todo un ruido de fondo que, sin embargo, no deberá ser tan malo cuando obliga a ejercitar el órgano del juicio. Pongamos, por ejemplo, el debate que desató un premio Nobel imprevisto como el de 2015 a Svetlana Aleksiévich. No fue a la poesía, ni fue a la novela, ni al teatro, fue a algo que hasta entonces se entendía como familia pedestre y menos culta, la familia pobre, la clase trabajadora de los géneros: la crónica. Su obra más conocida, Voces de Chernóbil, es aparentemente un mero ejercicio de periodismo, y ¿se puede/debe calificar de obra de arte un humilde ejercicio de periodismo? Para replantearnos la consideración del género, nada mejor que lanzarse a descorchar la excelente cosecha que deja 2017 en materia de crónica. Esta degustación comienza con Inmersiones. Crónica de viajes y periodismo encubierto (Universidad de Barcelona), de María Angulo. Se trata de un libro académico que no tarda en desvelarse como seductor, cuando a priori habríamos puesto el selector de pasión a nivel cero. El texto transita las opiniones de autores que en todas las épocas se han preguntado por el componente literario en la crónica, a la vez que da un repaso considerable a la obra acumulada por el género en los úl-

timos siglos. La conclusión es que, en efecto, hay toda una tradición cronística que permite sostener la valoración artística de las obras así concebidas. Entre los que allí opinan sobresale el argentino Martín Caparrós, practicante y teórico de la crónica, a quien se debe este ejercicio de deslinde: «Dos formas totalmente distintas de contar: la prosa informativa sintetiza lo que sucedió, la crónica lo pone en escena». Para hacerlo están las herramientas de la novela, con sus estadios narrativos, sus momentos dialogados, sus apuntes descriptivos, herramientas no privativas de aquella y que, a disposición del cronista, permitirán resultados equiparables a los de la más brillante obra de ficción. Hay argumentos incontestables en forma de narrativa: la Operación masacre, de Rodolfo Walsh, La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, pero también las obras de Chaves Nogales, de Julio Camba, actualmente en proceso de recuperación gracias a editoriales como Libros del Asteroide, Libros del K.O., Fórcola, etc. La atención se va volviendo hacia atrás en el tiempo y desde allí deslumbran de nuevo autores y títulos que han quedado injustamente a la sombra de otros más rutilantes: así se recupera al Jack London menos selvático de La gente del abismo, un trabajo periodístico de primer nivel sobre los suburbios del Londres de principios de siglo XX, o al Pedro Antonio de Alarcón del Diario de un testigo de la guerra de África; o al Daniel Defoe de Diario del año de la peste; o al Antonio Ponz de Viaje de España. El periplo ignora con inteligencia las leyes del tiempo y se detiene en autores de cualquier época, algunos actuales como el propio Caparrós, Leila Guerriero o Sergio

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Santiago García. Crónica: la otra literatura española saca músculo

González; otros del XIX, como Nellie Bly, la escritora infiltrada como demente en un sanatorio para escribir Diez días en un manicomio; o autoras olvidadas de la república como Magda Donato, no menos aguerrida que la americana cuando se infiltró en los barrios desangelados del Madrid de los treinta para dar forma a algunos de sus Reportajes vividos que publicó el diario Ahora entre 1932 y 1936. Al lector todavía se le dará a probar en directo algunas crónicas recientes, vibrantes, de una calidad literaria que ya quisieran para sí otros que ejercen como grandes creadores de última hora. Malpaso aporta a esta degustación al Martín Caparrós de Larga distancia. Celebra así las bodas de plata de este libro aparecido en Argentina con el que su autor ganó el Premio Internacional de Periodismo Rey de España. Con los años, también la buena literatura gana cuerpo: lean, si no, el relato «Bolivia: los ejércitos de la coca», donde hace una semblanza del sindicalista Evo Morales en 1991, y comprueben cómo se ha elevado en el retrato la fanfarria de fondo. A Malcolm Lowry lo invoca en la Cuernavaca real que le sirve de escenario y, ya vuelto ficción, se toma unos cuantos mezcales con Caparrós mientras repasan la vida y la obra del inglés, amén de otras comidillas sobre diversos autores contemporáneos. A Caparrós lo posee un barroquismo fértil que multiplica sus posibilidades narrativas: su discurso es abigarrado, excesivo, simpatizante con el esperpento y generoso con la sátira. ¿Es asequible el resultado? No, si de lo que hablamos es de lectores de prensa medios. Quien no haya viajado y experimentado y leído con la amplia medida de Martín Caparrós intentará seguirlo, pero siempre sabrá que el texto esconde más de lo que aparenta, justo como ocurre con la literatura que consideramos de calidad. El texto aparece sincopado de fragmentos no narrados, excursos en los que el autor se permite ensayar diversos aspectos para una teoría del género. Apunta conclusiones lúcidas, como esta en la que se interroga sobre las formas que tolera la crónica: «Soy —casi— argentino, y eso significa que no hay formas previstas»; o esta otra, sobre el objeto de sus relatos: «Creo que esto es lo que sé de estos viajes. Esto que afortunadamente es obsceno, que no se puede

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contar. El resto, los relatos, pronto se vuelve desconocido, ajeno: es el discurso que se organiza para sobrevivir, para pagar las deudas: estrategias para alejar las imágenes que alguna vez importarán». La crónica de viajes actualiza —o no tanto— al flâneur decimonónico por mano de Sergi Bellver, que acaba de publicar Variaciones sobre Budapest (La línea del horizonte). Y cobra sentido que lo haga desde una de las pocas ciudades que aún conserva el viejo ropaje de la vieja Europa; puestos a cultivar el arte de la deriva sin objeto, qué entorno más propio que un Budapest decadente, desubicado y a la búsqueda de su lugar en el nuevo turismo, la nueva Europa, el nuevo autoritarismo, la vieja incertidumbre. El verbo de Sergi Bellver es por elección ajeno a la moda, recóndito, maleado, como si hubiese querido mimetizarlo con el medio, adecuarlo a sus calles tristes, a su historia de fricciones continuas por causa de las migraciones, por la belicosidad de los vecinos. «Subo a los tranvías sin un destino concreto, por el puro placer de observar la calle», dice, en lo que debe ser considerado una declaración de principios. Lo que haga cada día nos aparece como puro capricho, pura sorpresa también: puede dedicar páginas y páginas a consideraciones en torno al género de la literatura de viajes, o a diversos momentos de la historia de la ciudad, a ensayar un itinerario por la nómina de autores de la Hungría actual —nombres que, más allá de Imre Kertész o Sándor Márai, suman varias docenas en las páginas del libro y que Bellver comenta uno a uno, con referencias a sus obras de última hora—, y, por encima de todo, a la música. Si al comienzo del libro apunta a que el primer idioma en que el viajero se entiende con la ciudad es la música, es porque gracias a ella logrará entrar en sintonía con el cosmos Budapest, y lo hará a base de gestos y lugares sobre los que vuelve constantemente —«ética de la repetición» la denomina— hasta edificar su crónica en clave musical, como una sucesión de variaciones sobre las múltiples caras de la ciudad. Barcelona es a la vez escenario y protagonista de la ópera prima de Laureano Debat, Barcelona inconclusa (Candaya). Con un título que apunta a diagnóstico, la obra es la resultante de cruzar mirada, reflexión y ahondamiento en el trabajo periodístico de este ar-


gentino que, desde que aterriza en Barcelona en 2009, sabe que va a relatar la ciudad. Como dice su maestro Caparrós, «el cronista, a diferencia de otros periodistas, no sabe lo que busca», y Debat se aplica a anotar cuanto sucede a su alrededor convencido de que el camino le irá descubriendo las claves que necesita para entender la ciudad. El texto de Debat es minucioso, afanado, como escrito por un Diógenes que se aplica al acopio metódico, por lo que pueda venir. Así, somos testigos de cómo la ciudad evoluciona a la par que el autor va afinando sus herramientas periodísticas. Se suceden narraciones simpáticas, de consistencia entre inocente y ligera —sobre los gimnasios, las mascotas, el ciclismo militante—, que alternan con otras en las que, sin concesiones, destapa otra ciudad apenas disimulada por una piel ulcerosa —véase «Anubis se viste de Ziggy Stardust», sobre la muerte de Juan Andrés Benítez—. Sus modelos confesos son, mención hecha del Martín Caparrós de Larga distancia, la Operación masacre, de Rodolfo Walsh, y la Guía psicogeográfica de París, de Guy Debord. Con estos referentes se comprende mejor la actitud de exigencia que Laureano Debat sostiene con su ejercicio indagador, con la forma final de su texto y, en último término, con su lector. La última propuesta para esta cata es Crónica jonda (Libros del K.O.), una suite de crónicas breves escrita por Silvia Cruz Lapeña en torno al tema del flamenco. Interesa por la perspectiva que elige que, de tan poco usada en los últimos tiempos, resulta vanguardista: es la mirada sureña, con su poso barroco, su vocación crítica y beligerante y su tendencia al desborde, esa

mirada ácrata que autoriza a Silvia Cruz a comenzar narrando, por ejemplo, un festival y terminar sin embargo haciendo el retrato de un barrio, un panegírico a los médicos que sostienen la sanidad pública contra viento y marea, o un sólido alegato contra la incuria de unos gestores culturales incapacitados para entender el arte flamenco. «He usado el flamenco para entender el entorno», dice la autora. Es un aserto en el que se agazapa la misión del cronista, que siempre mira con un foco amplio, que no puede dejar de consignar todo aquello que gira en torno a su objeto de atención. Una pieza a destacar: «Al hijo de Lucía», crónica-relato que abre la obra y en la que se da un tratamiento literario a lo que en principio parecería una breve sinopsis de la vida del maestro Paco de Lucía. 2018. La producción cronística sigue mostrándose como uno de los puntales de la innovación literaria actual y los títulos que acabamos de mencionar son buena muestra del estado del género. La nómina de nombres a los que hay que seguir la pista no deja de engrosar, y a los Caparrós, Villoro, Leila Guerriero, Selva Almada, Cristina Fallarás o Alma Guillermoprieto es preciso añadir propuestas que sorprenden por su audacia temática o bien por su factura, como las de Laura Meradi, Sergio González, Álex Ayala, Gabriela Wiener, Cristian Alarcón, Andrés Felipe Solano, etc. Están ejerciendo el trabajo de experimentación que en otros tiempos asumió la narrativa o el teatro y, por ende, merecen un espacio propio dentro de lo que entendemos por gran literatura en el siglo XXI.

Santiago García Tirado (Linares, 1967). En 2003 ganó

el premio Teruel con el relato «Un fotógrafo en la siesta». Ha publicado la novela Un preso que hablaba de Stanislavski (Ediciones Irreverentes, 2006) y el libro de relatos Todas las

tardes café (Ediciones Irreverentes, 2010). Ha participado en las antologías Microantología del microrrelato, Microantología

del microrrelato II, Poeficcionario, 13 para el 21 e Hiroshima, Truman y es el editor literario de Asesinatos profilácticos. Actualmente dirige http://www.periodicoirreverentes.com

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Una novela llena de vida Por Fernando Delgado Cuando un escritor se dispone a abordar una nueva novela, ha de tratar de estar dotado de la capacidad de aventura y de riesgo que tiene un niño para dar un salto hacia lo desconoci­do y llegar así a un lugar insospechado en el momento de ponerse a escribirla. Y esto es lo que seguramente pudo ocurrirle a Alfons Cervera. Porque «la genialidad», si le hacemos caso a Unamuno, «no es más que la infantilidad, la niñez del espíritu. La cual, a su vez, no es más que la origina­lidad». Y Fernando Pessoa dice al respecto que «ni se sueña ni se vive, que es una infancia sin fin». Yo creo, por lo que a Alfons Cervera respecta, que él es lo que se dice un escritor realista, pero como no ignoro los riesgos de simplificación que esta declaración puede suponer, aclaro en seguida que tengo por realistas a Italo Calvino y a Álvaro Cunqueiro, por ejemplo; que yo, como ellos, no admito dicotomía entre lo soñado y lo real, y que me apropio de un credo estético de Hölderlin que dice que «el hombre es un dios cuando sueña y sólo un mendigo cuando piensa». Y aquí tenemos, en Alfons Cervera, a un diablo soñando. Porque el narrador Cervera cuenta, y cuenta lo que le ha pasado. Y cuenta bien. Con buena prosa, de ritmo muy preciso; con buen empleo de la memoria y narración reflexiva. Y eso quizá sea lo que trate de hacer casi siempre mientras comprueba que cada pequeño acontecimiento, en cuanto se convierte en pasado, como dice Kundera, pierde su carácter concreto y se vuelve silueta. Es decir, la narración es un recuerdo y, por tanto, un resumen, una simplificación, una abstracción. Y ahí es donde uno ha de hacer lo que Kundera resalta del ejemplo de Hermann Broch: centrarse en

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un personaje, captar su actitud esencial y luego acercarse progresivamente a sus rasgos más particulares. Es decir, pasar de lo abstracto a lo concreto. Pero no olvidemos en ese proceso que el cine nos ha enseñado a contar de otra manera y nuestra disposición como lectores también es ya otra. Y en su gusto por contar no descarta nunca Alfons Cervera los riesgos del periodismo que tan bien cultiva. Y mete el relato periodístico con paisajes inmediatos y nombres propios y acontecimientos cercanos que construye al tiempo un orbe, poético o no. Porque, como repetía Hemingway, con el periodismo se puede llegar a cualquier parte siempre que se deje a tiempo. Sin embargo, no es verlo sino contarlo el prodigio del arte de la novela si concluimos con Carlos Fuentes en que esta hace visible la parte invisible de la realidad. Y en la obra reciente de Cervera pueden los lectores apreciar esa forma de introducción de la crónica periodística en la literatura. Se trata de un relato o conjunto de relatos que pasa por la novela con compromiso, pero con empeño estético. Un empeño en el que abunda la excelencia del ritmo de la prosa, una prosa rítmica la suya como es poética muchas veces su narrativa. Una narrativa, la de esta novela, que pasa por la filosofía descriptiva, sin duda, pero no renuncia a aquello que pudo ser llamado novela social. En todo caso, una obra que en partes se sostiene de un emocionante ritmo poético. Y las descripciones fugaces, pero intensas, que pueblan sus páginas, dan lugar a un paisaje de conjunto que multiplica las emociones o las distingue. Aquí hay historias de historias y diálogos implícitos en los monólogos. En La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona hay historias de historias, sí, y no un relato único sino un conjunto de relatos capaces de integrar


Alfons Cervera. Fotografía: Jesús Ciscar ©

un mundo, tan pequeño como se quiera o tan intenso como seguramente es. Recordaré una anécdota. Un día, al compositor Luis de Pablo, en pleno estreno de una obra suya en Madrid, un periodista le manifestó cómo la gente acusaba a los libre­tis­tas y a los composi­ tores actuales de no reflejar lo que ocurre en la calle. Un querido amigo mío, el gran narrador argentino Manuel Mujica Láinez, nada dado a reflejar la vulgari­dad de sus contemporáneos, nunca se preocupó mucho de lo que pasaba en la ca­lle. Y, sin embargo, me recordaba siempre su gratitud hacia el perio­dismo, oficio en el que trabajó tantos años como lo ha hecho Alfons Cervera. Y d­ecía Manucho, que así le llamábamos, que el perio­ dismo le había proporcionado un sentido del espacio y un conocimiento de la gente que resultaron luego de enorme utilidad para su narrativa. Es el caso de Cervera, en esta última novela tanto como en otras. Pero Luis de Pablo respondió con claridad al periodista al que he aludido antes. Le dijo: «La calle no es la única rea­lidad; lo que pasa en la calle es un pálido reflejo de lo que ocu-

rre dentro del cere­bro». Y eso es lo que la gran novela propone: delimitar el terreno de la realidad que pretende alumbrar, explorar y captar. Y en eso se ha empeñado Alfons Cervera en esta obra de largo título: La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona. Estamos hechos de memoria y de olvido, y la frontera entre lo uno y lo otro es a veces muy sutil, de modo que no sólo nos explican los recuerdos sino también los olvidos que nos procuramos para sobrevivir. Como se ve, materiales comunes pero insustituibles en cualquier teoría de la novela. Hasta la propia historia, con abundancia de mixtificaciones, está llena de lo uno y de lo otro. Pero el mérito de Cervera en ese maridaje de la reflexión y el cuento, como en un paso maestro de la acción al pensamiento, sin saltos ni interrupciones de la emoción, es para mí verdaderamente satisfactorio. Como los es que su tensión narrativa nos sorprenda de súbito sin que una intriga forzada aplace los acontecimientos. O el hecho de que las sorpresas sean tales porque una situación, esperada o no en el transcurso del relato, se manifieste de pronto. Y la emoción de la mirada indagadora del narrador es precisamente la que a veces otorga, a mi parecer, un cierto tono de literatura memorialística a esta novela. En todo caso, conociéndolo un poco, hallando en el novelista detalles biográficos que se corresponden con su vida, si no le ha pasado a él lo que cuenta lo cuenta siempre como si le hubiera pasado. Pero quizá lo oportuno sería que me guardara para el final de este texto lo que viene ahora: que La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona es una novela llena de vida. Y acaso otra cosa que pueda importar poco, o que sólo importa para mí. Quiero decir que su escritura tersa, límpida y precisa es uno de los motivos de satisfacción de este lector, y esto sí que no es una novedad en el caso de

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Alfons Cervera, que maneja el arte literario, aquí, como siempre, con suma habilidad. En esto no hace más que repetirse. No hay juego retórico ni complacencias lingüísticas: hay precisión, claridad y sentimientos. Pero contar que aquí la literatura es protagonista, no sólo como instrumento, sino como aportación a la explicación de la vida desde el granero de la experiencia lectora del narrador, tan rica, quizá no sobre porque es de agradecer. Hay que hablar además de una poética que funciona en este relato o estos relatos o en este relato de relatos. Para lo que no viene nada mal lo que decía Milan Kundera, ya citado, de la poesía en la obra de García Márquez: sólo lo embriaga el mundo objetivo, al que eleva a una esfera en la que todo es a la vez real, inverosímil y mágico. Me parece que en eso se empeña Alfons Cervera de una particular manera. Porque bajo esa influencia a la que se refiere Kundera se escribieron entonces muchos textos. Y por los vericuetos de la poesía ha transitado Cervera hacia la novela y se habrá encontrado, quizá por sorpresa, en sus garras. Pero si quería seguir en ella, como lo hace en esta obra suya y en otras anteriores, era preciso que descubriera la prosa, que es la palabra que define el sentido profundo del arte de la novela, aunque sea necesario invocar de nuevo a Kundera para que nos recuerde que la prosa no sólo es un lenguaje no versificado, sino también el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida. No era, sin embargo, la prosa de García Márquez la única que hacía estragos entre nosotros por tiempos

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pasados, sino también la libertad formal, tan inherente al arte de la novela, que se desprendía de las narraciones de Julio Cortázar, por ejemplo. La imaginación, ya se tratara de expresar la historia íntima o la colectiva, y el lenguaje, como aparejo esencial de la invención, pasaron a ser nuestras divisas. Esta novela, por ejemplo, puede ser uno de esos frutos. Carlos Fuentes no duda, a la hora de responderse a la pregunta de qué puede unir a dos novelistas, más allá de sus nacionalidades; responde que se trata para él de dos cosas indispensables a la novela y a la sociedad: la imaginación y el lenguaje, dos atributos que dominan sin duda la novela de Alfons Cervera, esta de la que escribo y muchas de sus obras anteriores. No he tratado, en lo escrito hasta aquí, de contar la novela de un autor cuya obra conozco con gozo y amplitud. Me gusta escribir de un libro, no de lo que cuenta sino de por qué me ha gustado, como sucede con el que propicia este texto. En el caso de La noche en que los Beatles llegaron a Barcelona resulta tan difícil lo uno como lo otro, pero no porque la obra sea de difícil lectura —ni mucho menos, todo lo contrario—, sino porque la emoción que propicia y el rastro que deja en uno después de haberla leído es difícilmente comunicable.

Fernando Delgado

(Santa Cruz

de

Tenerife, 1947) es lo-

cutor, periodista, político y escritor. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido presentador del Telediario de TV1 y ha colaborado en los diarios El Día,

Pueblo, Informaciones y El País. Ha publicado una veintena de novelas entre las que destacan Exterminio en Lastenia (1980), Premio Pérez Galdós de novela; La mirada del otro (1995), Premio Planeta; y Sus ojos en mí (2015), Premio Azorín. Ha obtenido también el premio Antena de Oro (1995) por su labor al frente del Telediario y el Premio Ondas Nacional de Televisión.


El holandés errante

Apuntes dispersos para una narración inagotable Texto y fotografías: Álex Chico

¿Puede una persona llegar a obsesionarse con una ciudad? Más aún: ¿puede hacerlo sin conocerla? Diría que sí, que sin ninguna duda. Pienso en Claude Debussy, por ejemplo, y en cómo se enamoró de Granada a partir de una postal que le regaló Manuel de Falla. Y pienso en lo que me sucedió a mí, y a otros muchos, con una ciu-

dad que hemos mitificado hasta el extremo. Un lugar que conocíamos sin haber puesto nunca un pie en él, pero que habíamos transitado mil veces en mil pasajes literarios distintos y en muchas más secuencias cinematográficas. Nueva York ha formado parte de nuestra educación sentimental. Estaba en los libros que leíamos,

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en las canciones y películas que habíamos interiorizado, tanto como para tener la sensación de que esa ciudad hablaba de nosotros, nos definía. Era, en cierta forma, el punto de partida y el punto de llegada. Al fin y al cabo Nueva York ha sido la gran ciudad de nuestra época, el emblema de la contemporaneidad, el espejo en el que todas las ciudades han querido reflejarse. Viajar es regresar, como la lectura. De ese regreso surge un nuevo viaje, una nueva historia, un nuevo lugar. Sea el que sea, porque al interiorizar desproporcionadamente un territorio que no se conoce corremos el riesgo de que nos decepcione. La distancia entre la ciudad imaginada y la real puede ser enorme, insalvable. Frustrante, incluso, como intentar descubrir las trazas de un pasado que ya no existe. Nueva York, por el contrario, no decepciona, porque ficción y realidad se mezclan, se entrecruzan, se alimentan. Eso es lo que sigo pensando doce años después de haberla visitado por primera vez. Era una gran ciudad antes de conocerla y siguió siéndolo cuando regresé a Barcelona dos semanas más tarde. No podemos hablar de Nueva York sin emplear un discurso incompleto, fragmentario. Siempre parecerá que nos hemos quedado a medio camino, porque hay tanto que se nos escapa que todo resulta un ejercicio in-

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suficiente. Nunca lograremos hacerle justicia. De aquella visita conservo demasiados recuerdos y me es muy difícil intentar trazar un recorrido lógico. Me vienen a la cabeza imágenes, secuencias, pasajes que tal vez viví. La llegada al aeropuerto J. F. K., el control de aduanas, el autobús hacia el centro de Manhattan. El temor a llegar a un lugar y no poder conocerlo, porque se han congregado varias casualidades que te apartan de tu objetivo, como una broma macabra o un mal sueño. Eso pensé mientras el autobús no dejaba de dar vueltas al aeropuerto. Un tiempo quizás breve, pero que a mí me pareció eterno, hasta que enfilamos la carretera hacia la ciudad, entre cementerios apacibles y ríos oceánicos. Poco después, un puente subterráneo emergió entre los rascacielos. Había llegado. Una historia fragmentaria, sólo así puedo narrarla. La primera visita a Times Square, como si por un momento estuviera en el centro del mundo y de una isla. Los neones haciendo de la noche una oscuridad luminosa. Las noticias que corrían sin parar, como mensajes cifrados. Los anuncios de musicales y de espectáculos teatrales. La escena alternativa en el Off-Broadway. La escena más alternativa aún en el Off-Off-Broadway. Las calles aledañas al ritmo de una gran banda sonora: Gershwin, en versión de Oscar Peterson y Buddy DeFranco. Las alcantarillas


Álex Chico. Apuntes dispersos para una narración inagotable

humeantes que me asustaron en un primer golpe de vista, mientras llegaba a la New York Stock Exchange y me venían a la cabeza algunos versos de Lorca, que odiaba y amaba la ciudad, a partes iguales. La existencia de clochard de Néstor Sánchez, un autor argentino que escribió con su mano izquierda la otra cara de Manhattan. El acceso imposible a Chinatown, porque es un lugar que conviene olvidar. La isla dentro de una isla de Little Italy, absorbida por todo un continente y varias calles. El mejor café que encontré en el West Village, la sorpresa cuando me di cuenta de que las fotografías que decoraban el local eran retratos antiguos de Barcelona. Pensar que en tan sólo un lugar se concentran todos los lugares, incluido el nuestro. Las lecturas en el East Village o en Marble Arch, imaginando a algún rezagado de la Beat Generation. La parada en el Chelsea Hotel, descansando en uno de los butacones de la entrada, entre cuadros anónimos, esculturas sobre la chimenea y el peso de una cultura ya canónica: Dylan Thomas, Arthur Miller, Sid Vicious, Andy Warhol, Bob Dylan, Patti Smith, Leonard Cohen. La limusina de la canción y la que encontré en un libro de Don DeLillo, Cosmópolis, una novela distinta a la que leí horas más tarde, cerca de Columbia, que dejó

El holandés errante

de ser una universidad para convertirse en el gran campo de béisbol de la nouvelle Pafko at the Wall. La atmósfera decrépita de Strawberry Fields, entre aspirantes a John Lennon, nostálgicos y alcohólicos, a pocos pasos de los edificios Dakota. La extraña sepultura que se alarga entre un sitio y otro. La misma semilla del diablo que rodó Roman Polanski. El esplendor del parque y el esplendor de las estaciones. El interior de un puente que me entretuve buscando, el mismo en el que Gene Hackman besó durante tres segundos a Gena Rowlands, en Otra mujer, de Woody Allen. Central Park como el emblema de todos los parques, y de todos los museos y de todos los Shakespeare en verano. También de todas las deserciones y huidas hacia alguna parte, como la que emprendió el inagotable Holden Caulfield. La espera tonta e inocente frente a Tiffany, por si en algún momento corría la misma suerte de Holly Golightly. La espera reposada y agradable en un banco de la tercera avenida, mientras leía Manhattan Transfer y todos los neoyorquinos se convertían en viejos personajes. La primera vez que atravesé el puente de Brooklyn. Las canciones que me acompañaron al cruzarlo: Irma Thomas, Ella Fitzgerald, Louis Armstrong. La vista desde una pizzería, fotografiando desde la ventana,

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El holandés errante

Álex Chico. Apuntes dispersos para una narración inagotable

como si yo también pudiera atrapar las mismas historias de Harvey Keitel en Smoke. Los paseos azarosos por Brooklyn Heights Promenade o por Park Slope a la caza de un encuentro casual con Paul Auster y Siri Hustvedt. El parque que rodea un lateral de la Public Library. Una misa en Harlem en la que me colé y estuve cantando sin saber qué cantaba. Las conversaciones obligadas por viajar solo. Un venezolano que detestaba Nueva York pero que no podía, no quería marcharse de la ciudad. Su modo de conocer el mundo sin salir de una ciudad, como Novecento, el pianista del océano. Las historias de O. Henry y los epitafios de Philip Roth. El metro, la línea S que tomé por error, y las imágenes de Stanley Kubrick y de Willy Spiller. La magia del jazz y la magia del Flatiron. El tremendo impacto con la obra de Jackson Pollock en el Guggenheim. La primera imagen del MOMA, con un gran lienzo de Joan Miró. Ese no saber en qué momento estás, porque el presente es tan poderoso en Nueva York que el pasado se ha perdido, como dijo John Jay Chapman. Y, sin embargo, las fotografías de Berenice Abott como un recuerdo que no se pierde, que sigue estando en los reflejos de Grand Central Station o en los puentes. Una boda de conveniencia en el Bronx. La decadencia marítima de Coney Island. La voz de Lou Reed. Los nombres de la ciu-

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dad: Moloch, Gotham, Metropolis. Los dibujos, viñetas y héroes que saltan de la página y prolongan nuestra infancia. Los comentarios de Groucho Marx o la imagen de King Kong sobre el Empire State Building. La cúpula del edificio Chrysler que veía desde mi habitación. El recuerdo de dos torres gemelas que no alcancé a ver, aunque aún pudiera distinguir en las alturas la memorable hazaña de Philippe Petit, poniendo en práctica la terrible paradoja del funambulista: ascender en vertical para caminar horizontalmente. Las escaleras exteriores del Soho, como plantas enredaderas entre edificios de ladrillo. La visión de la ciudad desde Liberty Island, sobre los nombres de algunos emigrantes que llegaron a ella hace mucho tiempo. Las maletas apiladas de Ellis Island, las cestas de mimbre, la alfombra olvidada de América, América o los zapatos rotos de Charlot emigrante. La ciudad en blanco y negro, cinematográfica, icónica, romántica. La última foto que tomé desde el aeropuerto, ya de vuelta, y que aún no me he atrevido a mirar de nuevo. Un relato fragmentario e incompleto, como las grandes ciudades. Porque siempre podemos añadir más eslabones a la cadena, olvidos que tratamos de reparar, imágenes que nos vuelven justo después de imprimir la página. Así es Nueva York: una narración inagotable.


República luminosa

Andrés Barba Anagrama: Barcelona, 2017 192 págs.

La atención del enamorado Por Ana Prescott «La atención de quien tiene miedo es como la atención del enamorado», reflexiona el narrador de República luminosa. Y este es un libro que cautiva la atención del mismo modo, mediante el miedo y el amor. Ya en la primera página se revela que, hace unos veinticuatro años, murieron treinta y dos niños en la población ficticia de San Cristóbal. Y quien narra los hechos ha tenido tiempo de examinar y madurar en profundidad su relato, del cual ha sido algo más que mero testigo. El narrador, cuyo nombre nunca se revela a pesar de su tono cercano e íntimo, relata desde una melancolía no muy lejos de la de quien rememora una historia de amor vivida hace mucho tiempo. El relato arranca en el momento en que él se traslada a San Cristóbal por trabajo (Asuntos Sociales), recién ascendido y recién enamorado de una sancristobalina, Maia. Ella tiene una hija, también llamada Maia, fruto de una pareja anterior. La relación del protagonista con las dos Maias y con el pueblo de San Cristóbal, situado entre un río y una selva, son un espejo constante a lo largo del libro a través del cual el autor encuadra con precisión poética la trama principal. La de los treinta y dos niños que han aparecido en la comunidad de a poco, como «brotados del río», y que logran sembrar desasosiego y tensión hasta niveles intolerables. Los treinta y dos funcionan como un único personaje, como un enjambre sin abeja reina y cuyo panal está en paradero desconocido. Se cree que duermen en la selva. Es así como, entre los adultos y los niños, entre la selva y el río, entre el amor y la violencia, Andrés Barba teje un relato cuya tensión envuelve como si fuera neblina cada vez más densa, un relato de polaridades que se necesitan las unas a las otras para tener sentido. «Algunas cosas suceden más rápido y fácilmente de lo que uno habría podido suponer: los altercados, los accidentes, los enamoramientos.» Es un libro de rit-

mo rápido, pero de tono reflexivo. A pesar de relatar hechos extraordinarios, están todos hilados con tanta verosimilitud que me he visto obligada a comprobar que todos los documentales, ensayos, artículos y programas de televisión citados fueran también ficticios (y lo son). Estos, en su mayoría, pretenden analizar y aproximarse a los treinta y dos, a la infantil y críptica lengua inventada en que se comunican, a su comunidad sin líder y sin moral. Los treinta y dos generan una atmósfera de violencia y miedo entre los adultos, que no comprenden sus apariciones agresivas y súbitas huidas hacia la selva para terminar dejando en San Cristóbal una ausencia aún más insoportable y angustiosa para la comunidad de lo que fueron sus hurtos, asaltos e incluso homicidios. Andrés Barba lleva esta atmósfera hasta su culminación más plena y veraz, en la que el título revela tener un sentido más literal que el de mera imagen poética o metáfora. Trazando las pinceladas justas de toda la vida de plenitudes alcanzadas y perdidas que ha vivido desde entonces el narrador, se dibuja en República luminosa el abismo que nos separa de los últimos años de la niñez; de aquella etapa entre los nueve y doce años en la que aún nos sabemos capaces de inventar una nueva lengua, de sobrevivir sin jerarquías y en lo salvaje, de generar tanto caos como magia. El abismo que nos separa de la edad en que aún no se nos ha ocurrido cuestionar nuestra capacidad de eclipsar el mundo con nuestro mundo interior. El peligro de este abismo no pasa inadvertido al protagonista: «Algo había nacido a nuestras expensas y también en nuestra contra. La infancia es más poderosa que la ficción».

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El ambigú

Madre mía

Florencia del Campo Caballo de Troya: Barcelona, 2017 208 págs.

Madres e hijas Por Carmen Peire El sello Caballo de Troya, del grupo Penguin Random House, tiene como finalidad publicar novelas de jóvenes autores, dar una oportunidad para desgranar la calidad literaria desde prácticamente los inicios de un escritor o escritora. Y así sucede con la argentina Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982), que nos presenta la siempre interesante y compleja relación entre madre e hija, una madre perfilada con diversos rasgos que se difuminan a raíz de su enfermedad y su final, en el que aflora el cuidado, el intento de comprender y la piedad, frente a una relación anterior que se destila en pequeñas gotas: un carácter fuerte, de mujer liberal culta y progresista a quien le gusta el cine, pero también autoritaria, asfixiadora y dada al alcohol. Todo ello en contraposición con el deseo de la hija de liberarse, de buscar su sitio en el mundo aunque tenga que viajar a varios países mientras dura la enfermedad. El eterno dilema madre-hija, esa relación más cruenta que la de madre-hijo o padre-hija, sobre todo con modelos anclados en el pasado, que no es el caso y, quizá por ello, doblemente opresiva al hablarnos de una mujer separada que tiene que sacar adelante a tres hijas. No sabemos sus nombres, sólo las iniciales, y lo más terrible lo descubrimos por boca de su tía, que le aconseja que haga su vida, que no doblegue sus aspiraciones a las exigencias maternas, al egoísmo de una madre enferma que intenta absorber la vida a través de ellas para prolongar la suya, con claras referencias a su carácter como si fuera una Bernarda Alba lorquiana, con la cancela de la puerta echada en la casa por dentro. Para no salir. Para resguardarlas del exterior. Para encerrar sus vidas. Escrita básicamente en primera persona y alternando esta con la segunda, cuando inicia un diálogo sordo con su madre, de la que espera unas contestaciones imaginarias, en cursiva, aparece con la estructura de un

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libro o diario de viajes, en el que cada capítulo se inicia con la fecha y el lugar donde se halla, en las sucesivas idas y venidas a Buenos Aires para ver a su madre. Y en cada capítulo nos remite a su vez a diferentes imágenes que se encuentran al final del libro y que tienen que ver con el historial clínico y la evolución de la enfermedad. Con estos elementos va construyendo una novela de las llamadas de autoficción, con influencia clara de Clarice Lispector, a la que realiza varios homenajes, y nos narra sus viajes a Nueva York, a Madrid, a París, a la India (las mejores descripciones) para terminar definitivamente en Madrid, tras la muerte de la madre. Según nos indica, empieza a escribir esta historia en el 2014 y se remonta al 2012 y al 2013, el tiempo que dura la enfermedad y la muerte, para dejarnos ver su conclusión, lo que significa la familia, ese desentendimiento con sus hermanas, esas reacciones dispares de ellas ante la enfermedad y la muerte. Así, al final del libro, escribe su reflexión: la ajenidad, el extrañamiento, el no-lugar del viajero, exiliada en su propia familia y en los lugares en los que anida. Y sólo al final del libro, la sentencia: «La familia es la obviedad más innata que yo nunca aprendí. Es lo extraño inherente. Es, para mí, la definición de una palabra que nunca supe. Un diccionario sin entradas. La familia puede ser a una persona lo que un tumor a un cuerpo». Tremenda sentencia que contiene un tema universal en la literatura. Adentrarse en ella a través de este libro te lleva a identificarte con lo vivido por la narradora, porque al fin y al cabo, aparte de las especificidades de cada familia, la esencia permanece en todas, con distintos matices pero sentimientos similares.


Una vida prestada

Berta Vias Mahou Lumen: Barcelona, 2017 216 págs.

Mi corazón es una cámara Por Gemma Pellicer Cabría relacionar esta última novela que gira en torno a la misteriosa artista que fue la niñera y fotógrafa Vivian Maier con Los pozos de la nieve (2008), por el uso en ambas de la segunda persona del singular, que aquí le sirve para dar voz a una mujer que se pasó la vida escondiendo sus fotografías; tratando de poner a salvo una vocación y un arte que sentía peligrar ante la mirada prejuiciosa de esa misma sociedad burguesa para la que trabajó cuidando de sus vástagos. La Vivian Maier que retrata Berta Vias Mahou ni se casó jamás, ni tampoco deseó formar un hogar propio, con obligaciones y ataduras. Antes bien, prefirió vivir en casas ajenas con un sueldo modesto, haciéndose cargo de los hijos de las familias pudientes, a cambio de disponer de una habitación propia que tuviera una cerradura y poder salvaguardar así su preciosa libertad. La autora nos ofrece una reconstrucción verosímil no sólo de la rutina diaria que probablemente jalonó su existencia, sino de su forma de mirar y de aprehender la vida ajena —y también propia— a través de su cámara, una Rolleiflex para profesionales, lo que da verdadera cuenta de que Vivian Maier siempre fue consciente de su condición de artista. La novela se compone de siete capítulos. En el primero, un narrador de ochenta y tres años echa la mirada atrás para hacer balance. Resulta interesante desde el principio el juego de espejos que se establece entre esa voz narrativa predominante y las identidades cruzadas de las dos mujeres que la sustentan: Vivian Maier y Berta Vias Mahou, a lo que contribuye la alternancia de puntos de vista de la segunda persona a la tercera e incluso, en ocasiones, a la primera. No en vano, el artista, ya sea pintor, escritor o fotógrafo, percibe la realidad desde el filtro de su mirada personal para devolvérnosla aumentada, perfilada de un modo nuevo. Capaz de revelar su verdad contingente. «Hay que ver lo que no se ve», reconoce la narradora protagonista.

En el capítulo titulado «Castillos en el aire», menciona algunos datos biográficos de quien fuera esta mujer para mejor comprender sus decisiones vitales (de Nueva York, se muda finalmente a Chicago) y dar cuenta de su vocación secreta. Pero es en el tercer capítulo, «La charca», donde accedemos por fin a la concepción artística de esta fotógrafa independiente, a propósito de la exposición «The family of man», celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1955, y que había de suponer, al decir de la crítica, la conquista de la mayoría de edad para la fotografía como arte y medio de expresión; una muestra que la niñera recorre mientras comenta, a salvo de camarillas y aplausos sociales, qué opinión le merece toda esa «mierda celestial»… Pero la autora no sólo fantasea acerca de dos posibles historias de amor que frustraría la propia Vivian Maier, sino también sobre el tipo de persona y de niñera que Vivian debió de ser en realidad: una especie de Mary Poppins con ansias de justicia social a lo Robin Hood (págs. 122 y 130), dispuesta a bautizar con verdaderos nombres a los niños que cuida (León Azul, Pájaro Furioso y Orejas de Murciélago) y hasta al hombre que la corteja con bastante éxito (el Lechero Enamorado), además de a aquellos otros seres al margen de la sociedad con los que tan a gusto se siente (Cara Quemada, Cuerpo Torcido y Corazón Picado); o las mellizas A y B, tan iguales y asimismo tan distintas. Todos ellos formarían «La banda», su verdadera familia. En el último capítulo, la autora vuelve a adoptar el punto de vista del comienzo para ofrecernos, al cabo, una Vivian Maier no menos misteriosa y atractiva de lo que se entrevé en sus fotografías; una mujer alta y huesuda, de orígenes judíos y fuerte personalidad. «¿Qué soy? Una espía sin sueldo. Una artista sin público. Una hembra sin macho. Sin manada. […] Sí. Soy una máquina. Implacable. Y mi corazón es una cámara», parecen decirnos ambas mujeres.

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El ambigú

Decepciones

Enric Parellada Nazarí: Granada, 2017 192 págs.

Parellada el loco Por Víctor Tarruella Quien ha leído Decepciones de Parellada sabe de sobras que necesariamente se requiere de palabrotas para matizar una descripción correcta del autor, de su manera de escribir o del libro en sí. Así en la primera presentación del libro David Roas afirmó sin pelos en la lengua, en sus mismas palabras, «con puta envidia» que Parellada empieza muy bien cada uno de sus cuentos. Mientras que Juan Soto Ivars, en otra presentación del libro, se atrevió a decir que cierto cuento de Decepciones le había animado «a leer todo lo que vaya a escribir este cabrón» de Parellada en un futuro. Podrá parecer una tontería empezar una reseña con esta anécdota, pero a decir verdad esta manera de hablar en público sobre el autor en cuestión (o su oficio) implica cierta confianza, licencia que, a mi modo de ver, se tomaron tanto Roas como Soto Ivars debido a la complicidad que sintieron con Parellada al leer su obra, en este caso su ópera prima, publicada con tan sólo veintidós años de edad. Para decirlo rápido, Decepciones es un libro de cuentos. Tiene tres partes sin título. Los cuentos de la primera y tercera parte son casi todos fantásticos. Los de la segunda casi todos realistas. Todos son cuentos que intentan contarse con cierto humor, pero con mucho miedo a la muerte y a las acciones absurdamente inútiles que repetimos un día detrás del otro hasta el infinito. Hay dos elementos que inserta el autor en el libro que se dan a entrever mientras se lee y que se comprenden perfectamente al finalizar su lectura como uno de los mayores aciertos de Parellada en este recopilatorio de cuentos. Dichos elementos son el contraste de temas clásicos con entornos contemporáneos y el contexto histórico. La retórica del libro radica precisamente en esto, pues mientras que a lo largo del libro aparecen elementos muy

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típicos en el género —como el espejo, la figura del doble, la perspectiva de un individuo muerto sobre la vida, la paradoja temporal, el monstruo (una especie de híbrido mujer-planta)—, estos contrastan con elementos tan contemporáneos como es nuestro día a día actual: redes sociales, jornadas laborales asfixiantes o la imposición/necesidad de aprender a hablar inglés. Aparte, en cuanto al contexto histórico, muchos de los protagonistas del libro dejan su país natal para irse a vivir a Inglaterra, esto es, sin la necesidad de poner el tema en el centro del debate, evidenciar, en efecto, que muchos de estos cuentos nacen del hecho de vivir la emigración en sus propias carnes, como tantos millones de jóvenes de los países de la Europa del Sud. En primer lugar esto produce lecturas muy distintas de cada uno de los cuentos según la trayectoria lectora del lector. El ejemplo más fácil de mencionar aquí (porque sus presentaciones del libro están publicadas en YouTube) son las lecturas de Roas y Soto Ivars. El primero, con una visión más orientada a la teórica del género, centra su intervención en detectar de qué manera consigue Parellada traer a escena lo absurdo, lo fantástico y lo grotesco. El segundo, en cambio, con una visión más periodística, de ensayista, de tuitero reconocido, fijó más su intervención en una lectura más bien política de la mayoría de estos cuentos. Conseguir esto es de locos. Quien lo escucha hablar en sus presentaciones se da cuenta. Mucho más quien lee su libro. Y no es que Parellada esté loco. Parellada es el loco. Tanto como todos aquellos artistas que una vez muertos demostraron que en su visión del mundo no podía haber más cordura.


Relatos

Thomas Bernhard (Traducción: Miguel Sáenz) Alianza: Madrid, 2017 232 págs.

Bálsamos Por José de María Romero Barea La acción del primer cuento, «La gorra» se centra en alguien que puede o no ser un profeta, pero es, sin duda, un estafador: «Tenía miedo de mí mismo, y sólo para no tener que sentir miedo de la muerte, de la forma mortal que me es propia, me he sentado a escribir estas páginas». Unterach, Burgau o Parschallen son las aldeas donde se desarrolla la acción, una especie de colectivo fracasado, donde «hay muchas luces, porque en las naves de los mataderos la actividad está en su apogeo, en las naves y los patios de los mataderos y en los establos», lugares tenebrosos donde toda esperanza se ha perdido, habitados por un elenco de desesperados medio enloquecidos («ocho carniceros y ni siquiera cien personas»), que se descuartizan los unos a los otros mientras se hunden. No en vano, los Relatos del austriaco Thomas Bernhard (Heerlen, 1931 - Gmunden, 1989) parecen concebidos para desorientar y desfamiliarizarnos. Tienden a comenzar con un evento apenas sugerido, inmerso en un argumento extrañamente vehemente. En la segunda composición, «¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?», la locura hipnóticamente reiterada nos muestra a dos personajes que se encuentran bajo el designio de una extraña circunstancia: «Hace ocho o diez semanas que no voy al teatro, me dije, y sé por qué no voy al

teatro, desprecio el teatro, odio a los actores, el teatro no es más que una pérfida insolencia». La narración se estructura en torno a un largo diálogo donde cada aportación nos lleva a través de los callejones sin salida del (sin)sentido: «El mundo entero no es más que una jurisprudencia. El mundo entero es un presidio. Y esta noche, se lo digo yo, en el teatro de ahí enfrente, […] se representa una comedia». En «Ungenach», un colectivo en decadencia se convierte en actor de una conspiración, mientras nosotros, junto al resto de personajes, caemos bajo el hechizo de un profeta carismático, que niega «que la vida sea un diálogo […] lo mismo que lo es que la vida sea realidad. Aunque no sea fantástica, es una desgracia en calidad de infamia, un período de horror que, más corto o más largo, se compone de una producción de disgustos y melancolía». En el último apólogo, una vez más, la enfermedad mental sucede a una sensación de desilusión: «Jugar al watten no era ya para él, no como para nosotros, en definitiva, […] un desmigajamiento despiadado de nuestra existencia, sino una necesidad imprescindible». En «Watten», la venalidad y la superstición proporcionan el terreno fértil para una deriva autoritaria. Deambulamos a través de un estilo alucinatorio, en que misterio y degradación son las dos caras de la misma moneda: «Todas las ideas que he tenido nunca, una y otra vez nada más que inutilidad. Demencia. Crimen. Porque no es la razón […] lo que se lleva al papel, es la ridiculez, la incapacidad, la abyección». Las profecías apocalípticas de Bernhard proporcionan bálsamos (momentáneos) para el tormento de la existencia. Ejemplos de neuroticismo y crueldad, sus relatos se encuentran dentro de una matriz europea reconocible, la de Kafka y el absurdo. Muestran su disgusto por la corrupción y el cinismo de la sociedad inmersa en la falsa democracia de mercado occidental. Penetradas por una especie de misticismo milenario, expresan el terror ante el abandono del mundo por parte de Dios y, al mismo tiempo, el anhelo de una presencia divina. Representaciones de la vida bajo un estado opresivo se convierten en alegorías. El escenario es claramente Austria bajo un sistema totalitario y la trama parece hacer un gesto hacia el desastroso intento del país por avanzar hacia la libertad. Pero el autor de El sobrino de Wittgenstein (1982) se ocupa de que dicho esfuerzo parezca vago y abstracto. La alienación del siglo XX (y por ende la del XXI) se expresa en su obra en formas casi medievales: imágenes religiosas e insinuaciones de revelación desembocan en reacciones horrorizadas ante un mundo sin significado.

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El ambigú

Relatos

Patricia Highsmith (Traducción: Maribel De Juan) Anagrama: Barcelona, 2018 888 págs.

Placeres culpables Por José Abad Uno de los aspectos más sugerentes de la narrativa de Patricia Highsmith es el fortísimo contraste que se origina del encuentro entre una prosa de limpieza inmaculada y la suciedad que rezuman sus historias; en sus ejemplos más excelsos, esta autora alcanzó cotas de preocupante hediondez. Highsmith se servía de un estilo diáfano para hablarnos del vecino de la puerta de al lado y preguntarnos qué hace levantado hasta altas horas de la madrugada y qué son esos ruidos que se oyen en el garaje. Graham Greene tachaba de «claustrofóbico e irracional» el mundo de esta autora y, como buen católico, reconocía experimentar un placer culpable al leerla. Yo, que no soy católico, también lo he sentido. Greene dijo asimismo que, contrariamente a los de otros autores de género, sus libros podían leerse una y otra vez. Doy fe de ello y ahora se nos brinda una magnífica oportunidad de releer sus primeros cinco libros de relatos. Anagrama los ha reunido en un único volumen: Once, Crímenes bestiales, Pequeños cuentos misóginos, A merced del viento y La casa negra; cinco libros que recogen tres décadas de una dedicación ininterrumpida a la narración breve, no siempre valorada como se debe. En Relatos (Compendium) nos reencontramos con varias piezas magistrales, mejor cuanto más extensas (Highsmith necesitaba tomarse su tiempo antes de darnos el golpe de gracia). Citaría «Cuando la flota estuvo en Mobile», que escribió durante una pausa en la redacción de Extraños en un tren, su primera novela. «Cuando la flota estuvo en Mobile» cuenta una doble huida condenada al fracaso: la de Geraldine, que escapa del hogar familiar tras intentar librarse de un marido odioso y regresa a los lugares donde fue feliz de niña. Citaría también «La corbata de Woodrow Wilson», un cuento que parte de una premisa reconocible —un jo-

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ven decide pasar la noche en el interior de un museo de cera— para darle la vuelta a una tortilla sangrienta y orquestar una ficción que, según cuenta Joan Schenkar en la biografía de Patricia Highsmith, le producía a esta «ataques incontrolables de risa». Otro de estos relatos hilarantes fue «La pajarera vacía», historia de un matrimonio que ve derrumbarse su precario equilibrio cotidiano con la irrupción en casa de un extraño animal, no se sabe si ardilla o hurón, que aviva el sentimiento de culpa de ambos. En «La pajarera vacía», Highsmith puso en labios de su protagonista femenina una idea que, sin ninguna duda, estuvo rondándole toda la vida: «Ninguna persona, ningún adulto en el mundo, tenía un pasado perfectamente honorable», escribe. Según ella, no hay nadie que no haya cometido algún acto reprobable, cuando no abominable, en algún momento de su existencia. Así las cosas, ¿a quién puede extrañarle que los personajes de sus historias sean o bien criminales consumados o bien criminales en potencia en espera de dar ese paso sin vuelta atrás? Sus protagonistas son seres frustrados y resentidos; unas veces, este estado de ánimo es consecuencia de un aislamiento insano; otras, en cambio, a causa del amor excesivo o equívoco de un amigo o un amante. En general, la respuesta instintiva será la violencia. En la obra de Patricia Highsmith, el ser humano vive en un estado de insatisfacción permanente. En el mejor de los casos, acabará envenenándose con su propia bilis; en el peor, arrojándose al abismo y llevándose a alguien consigo.


Ciento noventa espejos

Francisco Javier Irazoki Hiperión: Madrid, 2017 202 págs.

Hermoso y exacto Por Eduardo Moga Algunos antecedentes iluminan, con extraña precisión, el hecho de que Ciento noventa espejos, de Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954), exista. Irazoki formó parte del grupo CLOC, que en San Sebastián, entre 1978 y 1981, renovó, una vez más —toda vanguardia ha de ser siempre renovada—, los modos surrealistas. En el CLOC —cuyo nombre, según Fernando Aramburu, el hoy aclamado autor de Patria pero entonces un inquieto aprendiz de escritor, es la onomatopeya del «sonido que producen veinte mil garbanzos arrojados desde el octavo piso contra las cabezas de los ignorantes»— se iniciaron en la literatura, o en el activismo literario, Aramburu, Álvaro Bermejo e Irazoki, entre otros. Luego, tras escribir este algunos libros de versos, ejercer como crítico musical en Madrid, establecerse en París y un silencio editorial de diez años, reaparece con Notas del camino (2002) y otros tres poemarios, dos de los cuales se componen de poemas en prosa: Los hombres intermitentes (2006) y Orquesta de desaparecidos (2015). Estas composiciones muestran ya la principal característica de los textos que integran Ciento noventa espejos: un lirismo que conjuga la comprensión cordial de los vericuetos de la realidad, a menudo tenebrosos, y el vuelo incisivo y fulgurante de la imaginación, y que se materializa en un discurso ajustadísimo, por la dolorosa exactitud del léxico y la candente musculatura de la sintaxis, y a la vez exuberante, colmado de ternura, evocación y misterio. En Ciento noventa espejos ese lirismo sigue presente, pero depurado, afinado

aún más, adelgazado hasta un límite casi insuperable de adensamiento. Y a esa radicalidad expresiva —que es, también, radicalidad de la inteligencia— contribuye decisivamente la estructura formal del libro. Ciento noventa espejos son ciento noventa páginas que contienen noventa y cinco textos de ciento noventa palabras. En aquellos orígenes de CLOC, lúcidos y lúdicos, y en su espíritu experimentador y riguroso aleteaba el precedente de OuLiPo, aquel Taller de Literatura Potencial en el que militaban matemáticos y poetas, y que se dio desde su creación, en 1960, a una busca afanosa de nuevas formas de expresión. Los hallazgos de ese rastreo, que fueron muchos, no fueron tan importantes como el del principio que subyacía en todos: la arbitrariedad de las formas literarias; la evidencia de que la literatura no es más que una ars combinatoria. Acogiéndose a las revueltas que OuLiPo dio a las argamasas y armazones de los discursos poéticos, Irazoki practica el recurso de la constricción liberadora. Séneca decía que para ser libres hay que ser esclavos de las leyes. Irazoki lo demuestra en Ciento noventa espejos, componiendo piezas que son, en sus propias palabras, «una especie de soneto en prosa». Las leyes a las que se somete son una manera muy eficaz de estimular la creación: fuerzan la imaginación y la mirada, y suscitan escorzos expresivos improbables con un cultivo despreocupado del verso. Por los textos —que ignoro si son poemas en prosa, o prosas poéticas, o anotaciones de diario, o microensayos; seguramente son un poco de todo, pero es estimulante no saberlo y aún más leerlos sin que nos concierna—, escritos con una concisión y una diafanidad ejemplares, en los que nada sobra y nada disuena, desfilan muchas de las preocupaciones de un hombre que quiere aprehender el mundo y su sinuosa complejidad: la música y los músicos, los escritores de su agrado (a menudo poco conocidos, como el español Jorge G. Aranguren, el danés Michael Strunge o el ucraniano Sigismund Krzyzanowski, cuyo apellido es «ideal para dormir a la intemperie»), los espacios urbanos (por los que, en muchas ciudades del planeta, pasea con el ánimo permeable del flâneur), la fotografía y el cine, la condena de los autoritarismos, los recuerdos de juventud, la buena mesa. Muchas piezas son una poética: los tres secretos para escribir un buen libro son, para Irazoki, la falta de atadura (comercial, se entiende, porque si algo hay en Ciento noventa espejos son ataduras y es un libro excelente), la supresión de lo innecesario y el cuidado artesanal. La última es un proyecto de vida, que concluye así: «No ser el bufón de la propia conciencia. Envejecer sentado en un refugio de preguntas. El goce de no tener tiempo para el odio». No es mal plan.

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El ambigú

Intemperie

Luis Luna Amargord: Madrid, 2017 80 págs.

Depuración del dolor Por Agustín Calvo Galán Sobre la utilidad o inutilidad de la poesía han corrido ríos de tinta, casi los mismos que han puesto o quitado en el poeta o el artista la capacidad para transformar el mundo. Llegados a este punto, deberíamos tal vez concluir que el mayor compromiso que tiene el poeta es con la poesía, es decir, con la expresión artística del lenguaje y con el pensamiento o, como dijo María Zambrano, con la razón poética. Aquí podríamos discutir también sobre el compromiso social del poeta, pero a menudo hemos visto como la llamada poesía social se ha dedicado, con la mejor de las intenciones, a deslizarse hacia la obviedad, que no sólo no aporta nada sino que desdibuja y maltrata el lenguaje escrito, ahondando en una poesía demostrativa que, intentando huir de una cierta artificialidad culteranista, cae en el lugar común y la lectura fácil. El lector no encontrará nada de eso en el último libro de Luis Luna. Al contrario, sin renunciar a un empeño ético en favor de la decencia e, incluso, de la pobreza, el poeta se convierte en el protagonista incómodo de su denuncia, al borde de la exclusión, en la intemperie social y poética. Y es que Luis Luna (Madrid, 1975) viene desarrollando una labor de renovación poética con hondura ética y contraria a toda pretenciosidad y acomodo. Ya en Umbilical (El sastre de Apollinaire, 2012) nos mostró su capacidad para depurar el lenguaje poético, consiguiendo la máxima expresividad con una creación minimalista. Ciertamente, el poeta madrileño ha impuesto su compromiso con la creación en sí por enci-

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ma de cualquier otra consideración, lejos de posturas e imposturas, lejos de las trampas impuestas por los diferentes dress codes imperantes en la poesía española actual. A este compromiso se le añade otro, que podríamos calificar como no evidente, en el que lenguaje escrito se convierte en materia prima a desmoronar (o, como dirían los posmodernos, a «deconstruir») para, seguidamente, conseguir levantarlo o reconstruirlo desde la libertad individual. Ese transitar se convierte no sólo en una búsqueda por la renovación estilística, sino también en el descubrimiento del envés del lenguaje: «… en este espacio relevante de escritura hay una gramática de la condensación […] o lenguaje con que decir lo que desaparece» (pág. 25). Así, en Intemperie Luna levanta los poemas como breves prosas de gran intensidad, salpicadas de narraciones, donde desarrolla una economía creativa que no disminuye en absoluto el valor poético, sino que consigue hacer aflorar toda su potencialidad con la eliminación de elementos sobrantes. Por otro lado, palabras como sombra, ceguera, herida, hambre, alambre, mordaza, pérdida van formando un tapiz en el que el contraste tiende a negro, aunque no a la desesperación que haga imposible el encuentro con el mundo o, más concretamente, con la naturaleza. A la manera de un San Francisco de Asís, el poeta se dice: «Comienzas entonces las tareas del día. Saludar a los pájaros, hacer de ellos el movimiento no visible de la luz bajo las alacenas del hambre…» (pág. 33). Por otro lado, Luna se define aquí como «amanuense del dolor» (pág. 20) y asume que está en las fronteras no sólo de la locura, sino también de la expresión escrita socialmente aceptada: «Fragmentación del texto no, sino del afuera del texto» (pág. 35). También el nexo eterno entre el nacimiento y la muerte, la vida misma, toma carta de naturaleza y forma, de la manera más sencilla posible, un estupendo monóstico: «Bajo tus pies la tierra es una cuna» (pág. 48). Al fin, el verdadero compromiso del poeta es no tener techo ni amo: crear y vivir desde el pensamiento libre, a cielo abierto, en los límites también de lo comprensible, depurando el dolor y la escritura como paradigmas vitales.


Recomendaciones de Quimera El porqué del color rojo Francisco Bescós Salto de Página, 2018

Lucía Utrera es de Córdoba y vive en Calahorra. Todos la llaman «la Grande» por su característica morfología. También es teniente de la Guardia Civil y protagonista de El baile de los penitentes y de la continuación de sus casos en El porqué del color rojo, esta vez en la editorial madrileña Salto de Página. Decir que es un thriller ambientado en una zona vitícola sería reducir mucho lo que representa un libro que es un prodigio de trama y de caracterización de personajes. El tráfico de inmigrantes, la amenaza terrorista, la religión y las dietas (también las dietas) son algunos de los aditamentos de una novela que parece destinada a llevarse el galardón a la mejor novela negra de la temporada.

Vibrato

Isabel Mellado Alfaguara, 2018

La violinista hispanochilena que vive entre Berlín y Granada nos presenta una sorprendente novela de desarrollo donde fusiona lenguaje musical y literario. Vibrato, una novela para escuchar, estructurada en tres movimientos, se adentra en los entresijos de la profesión, el cuestionamiento del éxito, las prioridades y sucedáneos, la vocación, el desarraigo y la pérdida. Noventa y nueve compases componen una especie de partitura en tono existencial y sibarita. «Brillan a cada instante los diálogos mordaces, las súbitas ráfagas de poesía, certeras como aforismos, y los rasgos de un humor muy particular», dice Aramburu sobre la obra.

Regreso a Birchwood John Banville Alfaguara 2017

Alfaguara recupera una de las primeras novelas de John Banville, eterno candidato al Nobel y probablemente el autor vivo en lengua inglesa con un estilo más depurado y exquisito. Banville nos narra el regreso de Gabriel Godkin a su ruinosa propiedad en Birchwood, en la que rememora su infancia, su extraña relación con su familia, su huida con un circo ambulante y su extraño viaje por una Irlanda desolada por la hambruna y la violencia. Pero la auténtica protagonista del libro es la elegante prosa de Banville (debida en gran parte, en su versión castellana, a la magnífica traducción de Damià Alou), capaz de pulir cada palabra, cada frase, para seducir al lector con su magia.

Mundo extraño

José Ovejero Páginas de Espuma, 2018

Este escritor y poeta madrileño vuelve al relato diez años después de la mano de la editorial que se está convirtiendo en clara referencia del cuento en español: Páginas de Espuma. El libro presenta catorce historias de una honestidad brutal y cinco microrrelatos donde los personajes se muestran sin ningún tipo de máscara, lo que sólo es posible en la literatura, ya que, como indica el propio autor, en el mundo real esto provocaría un daño innecesario. Mundos donde la crueldad es soportable y se retrata en situaciones cargadas de humor e ironía, iluminando esas zonas de sombra en las que los propios lectores preferiríamos no adentrarnos demasiado.

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R e c o m e n d a ci o n e s

Lo que vio la criada (ocho cuentos psíquicos) Yasutaka Tsutsui Atalanta, 2018

La colección Ars brevis de Atalanta vuelve a sorprendernos (además de por sus exquisitas ediciones y por la excelente traducción de Jesús Carlos Álvarez Crespo) con un libro de relatos de Yasutaka Tsutsui, de uno de los autores japoneses más reconocidos en su país. A través de su protagonista Nanase, una criada con poderes extrasensoriales que se ve obligada a trabajar en diferentes hogares, Tsutsui hace, con un estilo directo y preciso, una vitriólica radiografía de las miserias de la sociedad nipona contemporánea.

Curvas de nivel [Artículos 19972017] Jordi Doce La Isla de Siltolá, 2017

Hay algo mejor que leer a Jordi Doce: releerlo. A poder ser, en ediciones distintas cada vez, como es el caso. Los artículos que se recogen en Curvas de nivel cobran una nueva vida en esta edición de Siltolá. Es curioso: los lectores de Doce sabemos lo que nos va a decir y sin embargo nunca conocemos del todo el desenlace, porque en cada texto releído siempre surge una aproximación distinta. En este libro, Doce nos despliega la mirada de un lector, más que la de un crítico académico, y nos aporta algunas claves de la literatura anglosajona e hispánica. Reflexiones que, en su mayoría, van más allá del autor analizado. Al final, Jordi Doce nos habla de su particular idea de la escritura y de las obras que han permeado en su oficio de lector. Abordar su universo literario no es muy distinto a una de las frases que se citan en el libro: «No hay mundo si antes no le hemos hecho un hueco con nuestros movimientos». De eso se trata: de ensanchar huecos con libros tan magnéticos como este.

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Correo de Venecia y otros ensayos Ángel Sánchez Rivero Pre-Textos, 2018

Pre-Textos rescata, en una preciosa edición del profesor Enrique Selva Roca de Togores, la obra que el ensayista y crítico Ángel Sánchez Rivero (1888-1930), discípulo de Ortega y Gasset, dejara desperdigada en revistas tan relevantes como Arte español, La gaceta literaria o Revista de Occidente. Maestro de la crítica de arte y del ensayo breve, Sánchez Rivero alza su voz singular, característica, para profundizar en la angustia vital del ser humano ante el abismo cada vez más insalvable entre la técnica, la ciencia y la economía y los valores clásicos. Un libro imprescindible de uno de los valores más desconocidos de la segunda edad de oro de la literatura española.

Cartas

John Cheever Literatura Random House, 2018

Tras la edición de sus cuentos en enero y la próxima publicación de sus diarios en junio, Random House apuesta por publicar también un amplio corpus de cartas de uno de los más brillantes escritores (si no el que más) del bautizado como realismo sucio norteamericano. Las cartas trazan un profundo esbozo de la complicada personalidad de Cheever (alcohólico, bisexual, reservado incluso con sus personas más cercanas). Con sus Cartas tenemos un acercamiento intenso a su personalidad, reflejada no sólo en sus epístolas con sus compañeros de profesión (Roth, Updike, Bellow), sino también a familiares y amigos, revelando su personalidad en un estrato más íntimo. Todo ello con el talento narrativo que también exhibía incluso en los mensajes más sencillos y cercanos. Imprescindible para los admiradores de Cheever.




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