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ColaborAN en este número:
Miguel Arnas Coronado, José María Balcells Doménech, Nadia Barrera, Giovanni Salvatore Bayas Aguial, Ricardo Alberto Bugarín, César Chávez Aguilar, Siomara España, Alejandro Espinosa Fuentes, Alisa Ganíeva, Rebeca García Nieto, Gemma Garzás, Andrea Guerrero Piedra, Miquel Jordà, Pilar Martín Gila, Ricardo Martínez Llorca, Leonor María Martínez Serrano, Inés Mendoza, José Antonio Mérida Donoso, Emiliano Monge, Anastasia Ovcharova, Gemma Pellicer, Esther Ramón, Iván Rodrigo-Mendizábal, Augusto Rodríguez, José de María Romero Barea, Anna Rossell, José Sanchis Sinisterra, Alba Tor
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Mayo 2018
La literatura ecuatoriana sigue siendo una gran desconocida para el público español, pese a los múltiples lazos que nos unen a este país hispanoamericano. Por ello, desde Quimera hemos querido dedicarle un dossier que no es más que una mirada somera, pero que esperamos que abra el apetito del lector hacia una literatura ingente y variada. Abre el dossier una panorámica sobre la ciencia ficción ecuatoriana, desde sus inicios progresistas hasta las diferentes tendencias actuales. También cuenta con artículos sobre Pablo Palacio o César Dávila —pertenecientes a la generación del 30, en la que subyace un estrato unificador hacia una literatura que se hace eco de los problemas y anhelos nacionales e incorpora a los nuevos sustratos sociales, que imponen nuevas expresiones e interpretaciones—, y sobre poesía contemporánea, desde las propuestas más vanguardistas de la primera mitad del siglo XX, con artículos sobre poetas como Hugo Mayo o el propio César Dávila, hasta la poesía más experimental de Jorge Enrique Adoum o el neorromanticismo de David Ledesma Vázquez. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
El salón de los espejos
Einstein on the Beach
Entrevista a Inés Mendoza – 4
José Antonio Mérida Donoso.
Entrevista a Alisa Ganíeva – 7
El cielo raso Literatura ecuatoriana Iván Rodrigo-Mendizábal.
El lenguaje literario como construcción de identidad – 50 Miguel Arnas Coronado. ¿Quién es László Krasznahorkai? – 53
Ciencia ficción ecuatoriana – 14
El ambigú
Siomara España.
Leonor María Martínez Serrano:
El realismo progresista de Pablo Palacio – 18
WTBTC de José de María Romero Barea – 55
Giovanni Salvatore Bayas Aguial.
Rebeca García Nieto:
La risa sardónica del suicida – 23
Palos de ciego de David Torres – 56
César Chávez Aguilar.
José María Balcells Doménech: Como llueve
El pez sólo puede salvarse en el relámpago – 26
en las despedidas de Luis Miguel Fuentes – 57
Andrea Guerrero Piedra.
José de María Romero Barea:
La batalla contra la mala costumbre – 30
La uruguaya de Pedro Mairal – 58
Augusto Rodríguez.
Anna Rossell: Barceloba.
Una pupila cortada en la oscuridad – 33
Livin’ Leaving la vida blogger de Agustín Kong – 59
La vida breve
Objetos frágiles de Inés Mendoza– 60
Alejandro Espinosa Fuentes: Recuerdos de hilo – 37
Nadia Barrera:
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Ricardo Alberto Bugarín – 40
El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Esther Ramón – 42
La voz humana Entrevista a José Sanchis Sinisterra – 46
Gemma Pellicer:
La superficie más honda de Emiliano Monge– 61 Ricardo Martínez Llorca: Plano americano de Leila Guerriero – 62 Emiliano Monge: Dioniso. Eros creador y mística pagana de Hugo Mujica – 63 Pilar Martín Gila: Hypnerotomaquia de Jorge Coco et al. – 64
Recomendaciones – 65 3
El salón de los espejos
Entrevista a Inés Mendoza Texto: Fernando Clemot fotografías cedidas por la autora
Sólo dos libros de cuentos ya han situado a Inés Mendoza (Caracas, 1970) como una de las cuentistas más destacadas del panorama literario actual, e incluso ha hecho incursiones en otros géneros breves, como el microcuento, participando en antologías como Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español, que coordinó el crítico Fernando Valls. Aunque sigue fiel a los postulados neosimbolistas y románticos que aparecían en su anterior libro, El otro fuego (Páginas de Espuma, 2010, con prólogo de Eloy Tizón), en Objetos frágiles (Páginas de Espuma, 2017) afirma abordar «preocupaciones más recientes, como los vínculos con el tiempo o el caos», en un libro «más oscuro». Charlamos con ella para conocer mejor su trayectoria y su concepción de la literatura y la narrativa.
¿Cómo ha sido el camino recorrido desde El otro fuego a tus Objetos frágiles? ¿Ha cambiado tu forma de afrontar los relatos en este tiempo? Yo diría que desde 2010 hasta aquí hay cosas que han cambiado y cosas que no. Soy la misma escritora y soy otra. En Objetos frágiles he abordado preocupaciones más recientes, como los vínculos con el tiempo o el caos. Y me parece que este libro es más oscuro que El otro fuego. Sin embargo, sigo escribiendo para gritar mi desacuerdo con el régimen capitalista. Sigo deseando lo que cualquier enragé. Sigo escribiendo para (des)conocerme y, mucho me temo, para corregirme. Mantengo la sintonía con mi «familia» poética, que es la romántica, aunque ya mientras escribía El otro fuego me entusiasmaba el romanticismo, y el primer curso que impartí sobre el tema es justamente de esos años. Sí es verdad que en el lapso que va del primer libro al segundo he pasado en limpio varios planos de mi proyecto vital que estaban a mano alzada, por usar una metáfora arquitectónica. Ahora me siento más segura como escritora. Y claro, mis convicciones se han movido. Nunca creí en el buen salvaje del «po-
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bre Jean-Jacques», pero cuando se publicó El otro fuego era muy rousseauniana. Pensaba que la palabra tenía cierto poder para favorecer una eventual reestructuración social, como en Mayo del 68. Imagino que tienen la culpa mis lecturas sobre la Revolución francesa, un tema que me apasiona. Pero ya no lo veo así. Hoy creo más bien que la literatura, y cualquier práctica poética, es una balsa de rescate. Un arca modesta llamada a custodiar fenómenos en vías de extinción, como el pensamiento divergente o el simbólico, las formas vivas de sociabilidad y la propia literatura, que los grandes trust editoriales están convirtiendo, por desgracia, en un objeto mercantil. El tiempo tiene un gran protagonismo en tus narraciones, como la única constante ante el permanente cambio, pero también como el instante fugaz que tratas de retener en algunos cuentos. ¿Es el tiempo el «objeto» más frágil de todos? Vaya, qué sugerente lo que dices sobre el instante, y qué cierto. ¿Quién no ha soñado alguna vez con abolir el tiempo? Y por otro lado, ¿cómo vivir sin él? No sé si
el tiempo es el objeto más frágil de todos; supongo que nos parece frágil porque no lo conocemos, no sabemos qué es más allá de la convención de los relojes. Pero aunque lo experimentemos como una constante, a mí me da que se nutre del movimiento. Si nada se moviera, el tiempo se paralizaría, qué horror. Supongo que algo hay de esa angustia en cuentos como «Epifanía del enemigo». Para nadie es un secreto que la vida humana está hecha de Historia, que somos pura Historia. Y la Historia es movimiento. Quizá el verdadero corazón del tiempo sea el cambio. En tu libro también hay hueco para la minificción, aunque tus narraciones breves podrían leerse también como piezas poéticas. ¿Están emparentados ambos géneros? Yo diría que sí, y no sólo porque los géneros breves compartan estrategias y cualidades como la concentración, la intensidad, la sugerencia o la elipsis, sino porque en su mayoría están ligados a mecanismos inconscientes. Hasta las greguerías o el aforismo tienen un componente irracional, azaroso. En mi caso, el proceso de creación es el mismo tanto si desemboca en un tipo de texto más narrativo como si el resultado se aproxima a la poesía. Llamo a mis piezas breves «cuentos oníricos», ya sean poemas en prosa o microrrelatos. No sé cómo ni por qué, pero cuando escribo estos cuentos contacto más con mis sueños. Me ocurre menos con los relatos largos, salvo en la fase «salvaje» de la invención. Nos ha fascinado la sutil fascinación por los detalles, como si cada cuento fuera una pieza en la que no sobra ni falta nada. ¿Es un trabajo consciente? ¿Cuándo lo das por finalizado? Pues mil gracias por tu lectura, tan minuciosa. Sí que es un trabajo consciente, pero es distinto en cada etapa. Mi proceso de escritura es bastante impuro, caótico. A lo mejor un día estoy corrigiendo algún aspecto técnico de un texto (la fonética, supongamos) y de pronto me lanzo a explorar una imagen que afecta al plano de la sensibilidad o a hacerme preguntas sobre la literatura, el lenguaje, etc. Eso sí: soy una obsesiva corrigiendo. No lo niego. Tan obsesiva que, si no tengo cuidado, corro el peligro de marchitar los textos a fuerza de tachaduras. No suelo volver sobre un cuento una vez que lo he terminado. Más bien no lo suelto hasta que no lo cierro o lo descarto. Pongo el punto final cuando no doy más de mí, se me acaba el café o tengo que salir a por taba-
co. No, bromas aparte, sé que un relato está listo (entre comillas, ya sabemos lo que decía Borges) cuando pasados unos días lo leo y me «suena». Me suena a un libro, poema o relato, a uno de mis maestros. O me suena a secas. No sabría expresarlo mejor. Disfruto de ese momento final; es un alivio. Lo celebro y, si la corrección fue difícil, hasta me premio regalándome un libro o unos días de vacaciones. El mar… «…no pertenece a los déspotas, en el mar somos libres», dijo el capitán Nemo. Soy hija del mar. Nací en Caracas, que está muy cerca del mar Caribe. Será por eso que para mí el mar encarna la infancia. Me gusta del mar que parece infinito; me inspira imágenes y deseos de desorden, juegos, viajes. Puede que el viaje sea el primer corolario del mar. Ahora que lo pienso, no debe ser casual que uno de los libros que me hicieron escritora y despertaron mi amor por la lectura fuera Los viajes de Marco Polo. Creo recordar que fue mi padre quien lo trajo a casa (siempre nos traía enciclopedias). Yo tendría unos ocho años y mientras leía el libro soñaba que viajaba y que escribía sobre los mundos que exploraba o contaba mis aventuras. El mar, se me acaba de ocurrir, es un libro de viajes, un libro de Historia, con mayúsculas, y de narraciones, de leyendas. Adoro el mar. Llevo dos décadas viviendo en Madrid y lo sigo extrañando. Has dicho que para la creación de Objetos frágiles te has sumergido aún más en la exploración de dos fronteras, el Romanticismo y las vanguardias, pero al leerlo se aprecia un afán de experimentación que quizás revela una tendencia mayor hacia estas últimas, ¿puede ser? En parte sí, porque mi apego a ambas filosofías no es nuevo y está presente en El otro fuego, pero Objetos frágiles es un libro más experimental. Lo que pasa es que para mí no hay diferencias esenciales entre el Romanticismo y las vanguardias. Y no sólo porque el Romanticismo esté en la base de la poesía moderna, sino porque sospecho que la tradición crítica de la que hablaba Octavio Paz está más imbuida de Romanticismo de lo que se cree. Yo entiendo el Romanticismo histórico como un avance de la cosmovisión vanguardista, y las vanguardias como una intensificación del Romanticismo. Ahora bien, vivo en el siglo XXI; es posible que me identifique más con las vanguardias,
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El salón de los espejos
Entrevista a Inés Mendoza
que entre otras cosas descubrí antes, mientras estudiaba Arquitectura. Por lo demás, los elementos contemporáneos de Objetos frágiles tienen un trasfondo romántico. Los «dioses del agua» de «Todo lo sólido» podrían ser divinidades mortales que rigen el caos de lo real; y lo que se les revela a los protagonistas de «Hopperiana» o «Nostalgia del velero» no es lo infinito o lo eterno, como a los románticos, sino la nada, el vacío. Más aún, en mi libro la naturaleza recibe un tratamiento casi siempre irónico, los personajes son los sujetos divididos del freudismo y no hay nostalgia de la fusión con el no-yo, sino de lo humano en sí. ¿He concebido todo esto conscientemente? Para nada, lo he visto con el libro ya publicado. La experimentación tampoco ha sido consciente; es el resultado de una larga y minuciosa búsqueda, de un recorrido impuro.
¿Por qué el cuento? ¿Hacia dónde se dirige el género? Alrededor de los treinta años escribí dos novelas que descarté. También he escrito poemas. Finalmente me decanté por el cuento, pero no porque un día decretara
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que en adelante me dedicaría a tal o cual género, sino porque poco a poco fui comprendiendo que me sentía más cómoda en el relato. Por eso lo cultivo. Hablo, claro, de una comodidad que me interroga, de lo contrario no me interesaría. Sobre el futuro del cuento yo te diría que la literatura y toda actividad poética tienden al estallido, a la diversidad. A finales del siglo XIX el simbolismo y el decadentismo convivían con la novela detectivesca. La obra de Proust o Valle-Inclán coincide con las primeras vanguardias, poco antes de la «edad de oro» de la literatura criminal. En suma, que el relato convive y convivirá con otras fórmulas narrativas. Como a mí me gusta la variedad y me aburro fácilmente, espero que el cuento se escriba en códigos diversos, que en el corpus del género se den la mano el relato chejoviano-carveriano de Richard Ford con un tipo de cuento más lírico, o con el poema en prosa y el microrrelato. Personalmente, lo que busco en un libro, sea del género que sea, es que tenga «El espíritu» (en el sentido Hegeliano, no en el religioso). Me da igual si una propuesta literaria tiende a ser larga o breve, si es realista o fantástica; lo que me importa es que sea inteligente, sensible, auténtica. Hablemos de influencias presentes. ¿Qué autores actuales lees con interés o consideras que han marcado tu escritura en alguna medida? Leo a mis contemporáneos. Leo a autores de varios géneros, de aquí y de otros lugares, narradores y poetas. Naturalmente, me interesan algunos de ellos. Pero prefiero no dar nombres, no sea que me olvide de alguien. Hay libros que me han impactado tanto como para estudiarlos, pero no siento que hayan influido en mi escritura. Me ha pasado, por ejemplo, con los de Richard Ford, Javier Tomeo o Úrsula K. Le Guin. Por lo general me atraen las propuestas que tienen un componente romántico o rupturista, que rechazan «lo que hay», pero no necesito que un libro sea furiosamente actual. La actualidad no es sinónimo de modernidad. Hay textos de lo más anacrónicos que ocupan las mesas de novedades de las librerías y libros «antiguos» totalmente vigentes. En cierto sentido, el Teleny atribuido a Wilde es más avanzado que bastantes best-sellers de nuestros días.
Entrevista a Alisa Ganíeva Por: Anastasia Ovcharova
Considerada por el diario The Guardian uno de los diez talentos más influyentes de Moscú, Alisa Ganíeva (Moscú, 1985) ha pasado de ser una de las más firmes promesas de la literatura rusa a una escritora consolidada, finalista del Russian Booker Prize por su novela La novia y el novio (2015). Ganíeva nació en Moscú, pero pronto se trasladó al Dagestán natal de sus padres, donde se formó. Allí escribió su primera obra, ¡Salaam, Dalgat! (2009), que obtuvo el Debut Literary Prize y en la que narra la vida cotidiana de la juventud del Daguestán y sus complejas relaciones con la tradición y con el islam. Los personajes hablan en daguestaní, un dialecto del ruso que se utiliza literariamente por primera vez en esta novela. En 2012 publicó La montaña festiva (Holiday Mountain), traducida al alemán, italiano, inglés, turco y castellano. Actualmente ejerce como crítica literaria en el diario Nezavisimaya Gazeta. En esta entrevista (traducida del original ruso) nos desvela algunas de las claves de su trayectoria literaria.
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El salón de los espejos
Entrevista a Alisa Ganíeva
Alisa, usted empezó su carrera como crítica literaria. Con posterioridad decidió escribir su primer libro, ¡Salaam, Dalgat! (2010), con el que inmediatamente alcanzó un notable éxito. ¿Cuál fue el catalizador del inicio de su actividad literaria? ¿Era difícil no ser demasiado autocrítica a la hora de narrar? Sí, tuve que abstraerme de la autocrítica. Siempre supe que era prosista. La crítica literaria no era nada más que un tránsito juvenil, unos estudios literarios. A lo largo de los años, he estado palpando en mi mente qué quería contar exactamente a un lector imaginario y lo más importante: ¿cómo hacerlo? No era interesante seguir por el camino antiguo, me cautivaba la novedad y la agudeza del contenido (escribir sobre el Cáucaso del Norte no en términos de los combatientes soldados rusos como siempre se hacía, sino desde el interior), los experimentos lingüísticos (el montaje de una realidad viva, coloquial y llena de jerga, la transmisión del verdadero argot callejero de Daguestán). Hacer algo por primera vez es difícil y fácil a la vez, pero, finalmente, he madurado para crear ¡Salaam, Dalgat!, el cual, gracias al premio Debut, pasó rápidamente a imprenta. ¿Considera sus libros como provocativos, en cierta medida? Usted es una de las pocas escritoras que ha despertado el tema de la actual situación en el Cáucaso, en concreto en la República de Daguestán. Hasta se puede decir que sus libros son singulares. Ha descrito no sólo el modo de vivir de los numerosos pueblos de hoy y antes, sino que en cierto modo ha revelado algunas costumbres o imperfecciones de la vida ajena. ¿Ha tenido miedo a la hora de sacar todos estos trapos sucios a relucir? ¿Cómo lo señalan algunos de sus lectores? Fue preocupante, sobre todo porque era consciente de que abordaba muchos puntos de dolor, en primer lugar los míos propios. Pero precisamente así se expresaba mi deseo de captar esa imagen del Daguestán deteriorándose, así, como lo he observado yo, con todo su caleidoscopio contradictorio de prejuicios, costumbres, tradiciones, rarezas, debilidades, opiniones, bellezas y fealdades. Mi primera novela, La montaña festiva, es el libro más complejo en este sentido. Está repleto literalmente de una modernidad hirviente, pero al mismo tiempo otorga algunas inmersiones en la historia de la región, tanto en la reciente, la soviética, como en la ar-
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caica, la antigua, menos conocida. Incluso desde el punto de vista del lenguaje, la novela es muy heterogénea. El lenguaje de las reuniones de las plazas y los mítines se entremezcla con el lenguaje del debate religioso, las proclamaciones de unos folletos de los periódicos se alternan con los mitos y cuentos de hadas, y el balbuceo de los chavales en el gimnasio con los versos de un graphomaniac local. Este es el mundo de novela, en el que existen tanto el horror y la catástrofe —disturbios civiles y la toma del Cáucaso por los salafistas— como una obstinada voluntad hacia la libertad, el humor y los talentos. Todo esto en el Daguestán moderno, que ahora comparte el destino de toda Rusia y, como toda Rusia, también puede ser diferente. Por un lado puede ser oscurantista, fundamentalista, corrupto, burocrático, intolerante; por el otro, abierto a la libertad, la flexibilidad y la diversidad de opiniones. En un par de cientos de años, la mitad de las lenguas de Daguestán desaparecerán, los únicos modos de vida de la parte montañosa finalmente serán parte del pasado, por eso no me abandonaba la sensación de que tenía la obligación de retratar este proceso de la extinción, marcado por una arabización repentina, por la marginación y la pérdida de orígenes. Precisamente por señalar esta pérdida de mis orígenes me suelen atacar. Ya por la forma en la que mis compatriotas recibieron mi primera historia sabía que los ataques continuarían. Que me iban a culpar en mi aversión hacia la patria. Por alguna razón, no todos son conscientes de que este rechazo se puede expresar de maneras diferentes: a través de la hipocresía, del ocultamiento de una verdad desagradable o de una total ignorancia sobre la verdadera cultura de su propia gente. Observo que precisamente aquellos daguestaníes que se ponen más furiosos con mis textos contribuyen más que otros a la degradación de la región: violan las leyes, impiden la educación, contaminan la naturaleza, etc. El patriotismo, para ellos, consiste sólo en palabras. No elogias a tu patria con palabras, por lo tanto eres un traidor. Así que me llaman traidora. Pero también hay críticas positivas e inspiradoras, por supuesto. Algunos lectores caucásicos escriben que después de leer mis libros decidieron ir en contra del sistema: estudiar donde realmente se quiere, creer en un sueño, aprender más sobre sí mismo y los demás, no deprimirse, etc. ¿En su opinión, por qué hay pocos libros que hablan sobre la actualidad? No sólo de la vida del Cáucaso, sino de las otras partes de Rusia también. Después de la edición de su primer
libro, usted decía que la prosa contemporánea sobre la capital rusa «la había intoxicado ligeramente» y que no tenía ganas de escribir sobre Moscú. ¿Qué piensa hoy sobre esto? No estaba hablando de toda la prosa moderna; entre los actuales autores rusos hay un montón de grandes talentos como Eugeni Vodolazkin, Alexei Ivanov, Olga Slávnikova, Aleksandr Snegirev, Vladimir Sorokin, Anna Starobinets, Ludmila Ulitskaya y muchos otros. Quizás me refería a la tendencia general. Nueve de cada diez novelas modernas, especialmente novelas juveniles, hablaban sobre rebeliones contra la esclavitud que imponen las oficinas o sobre un rencor contra las corporaciones capitalistas. Es una tendencia izquierdista, en parte, secundaria e imitadora. Seguir sus pasos era aburrido y poco interesante para mí. Y, últimamente, casi todas las novelas resultan ser una epopeya histórica. O una saga familiar. A veces son intentos talentosos para comprender el pasado, desentrañar su genealogía, comprender el pasado terrible para ver el futuro con mayor claridad. Y a veces es un vago miedo a la modernidad, que es demasiado impredecible, demasiado cambiante, demasiado absurda, demasiado inacabada. Yo, en concreto, decidí escribir sobre lo que no pude evitar escribir. Sobre algo bien conocido para mí, pero poco conocido para el lector general.
Usted vive en Moscú desde los diecisiete años. Y, posiblemente, incluso hoy en día se encuentra con muchos estereotipos sobre Daguestán y escucha comentarios que pueden chocar. Hasta llegar a las situaciones como que los moscovitas no saben que Daguestán forma parte de su país. Explique un poco para el lector occidental dónde está el punto de tensión continua entre las dos culturas: la rusa y la caucásica. Rusia, como cualquier imperio, dominaba constantemente nuevos territorios o los perdía. Este proceso era bastante incruento. Los rusos simplemente se fueron adentrando más en Siberia hasta que llegaron al océano Pacífico. Con el Cáucaso fue más difícil. Un territorio montañoso, anteriormente habitado —como los llamaban los zaristas militares— por salvajes y que no se rindió durante varias décadas a sus ejércitos. Fue una guerra sangrienta y agotadora que terminó con la desaparición de algunos pueblos caucásicos y la brutal pacificación del Cáucaso a finales del siglo XIX. La guerra coincidió con la edad de oro de la literatura rusa y el Cáucaso se convirtió en la fuente de inspiración para el movimiento romántico de las letras rusas; en ese periodo se fortalecieron los temas eternos sobre la cuestión caucásica (algunos escritores todavía están trabajando en ellos). Después de todo, Pushkin, Tolstói, Lérmontov y muchos otros escritores cumplían el servicio militar en el Cáucaso o estaban en el exilio. El ejemplo de la estructura sociojurídica de algunas sociedades libres de los campesinos de la región ha influido increíblemente en las mejores mentes de Rusia (especialmente le impresionó a Tolstói) e incluso, en cierta medida, aceleró la abolición de la servidumbre en Rusia en 1861. Respecto al siglo XX, el Cáucaso compartió todas las turbulencias del pueblo soviético: la colectivización, los exilios, el reasentamiento forzado de comunidades enteras. Las nuevas autoridades resaltaban por todos los medios que habían dado libertad real a las comunidades locales, pero en realidad continuaban con la política colonial. Al mismo tiempo, se apoyaba fuertemente la idea de amistad entre las naciones. Se gastaba una enorme cantidad de dinero para nutrir artificialmente las literaturas de las naciones pequeñas (por supuesto, las que glorificaban el poder soviético). Después de la Perestroika todo esto colapsó. Comenzó la guerra en Chechenia, increíble en su estupidez y brutalidad, y cayó abruptamente el nivel de educación. Se provocó la afluencia al Cáucaso de los predicadores
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El salón de los espejos
Entrevista a Alisa Ganíeva
salafistas procedentes de Oriente Medio. Mientras, en los medios, se ha fortalecido el estereotipo de «un hombre de nacionalidad caucásica», es decir, un hombre de segunda clase, un bandido potencial. Siendo ciudadanos rusos, los caucásicos no podían moverse por Moscú u otras ciudades centrales sin un billete de regreso a casa o sin una autorización temporal de estancia. No se les alquilaban pisos, no se les daba trabajo. Cuando vine a estudiar tenía que ir a la policía a menudo, a pesar de que tenía todos los documentos. El odio y la agresión eran omnipresentes en la sociedad. Esto coincidió con el incremento de las actividades terroristas: explosiones de casas, secuestros, etc. Después de la pacificación en Chechenia y la llegada de Putin, fueron constantes las operaciones de lucha contra el terrorismo en Daguestán y las repúblicas vecinas. Sobre este tema se hablaba constantemente en los canales centrales de noticias y los mismos moscovitas tenían la sensación de que había una guerra en marcha en Daguestán, que no era Rusia, sino un fatídico punto crítico del que no se quería saber nada. Mientras tanto, en las calles empezaron a desaparecer jóvenes: los siloviki (servicio secreto ruso), cada vez con más frecuencia, secuestraban a los erróneos «extremistas islámicos» y a sus familiares, amigos o a los que simplemente iban a una mezquita equivocada, o incluso a gente al azar (por ejemplo, un cirujano fue secuestrado cuando estaba operando en el quirófano). Esta impotencia frente a la acción de los siloviki llevó a más y más personas (especialmente adolescentes) a unirse a las filas de los «hermanos del bosque». La mayoría de ellos no mataron a nadie, sino que simplemente se instalaron en el bosque y ayudaban a los militantes radicales como una forma de protesta extrema. Otros cazaban a los pobres policías locales como si fueran representantes de un sistema estatal podrido. Hubo muchos entre los «hermanos» que se decepcionaron por la actuación del salafismo. Los líderes de estas bandas rara vez liberaban a estos muchachos para que volvieran a la vida normal; los usaban como carne de cañón en batallas contra la policía o el ejército. Pero, incluso si lograban escapar, era imposible adaptarse de nuevo a la sociedad rusa. El poder los torturaba y no los dejaban tranquilos. Conozco sólo un caso en que «un huido al bosque» lograra regresar. Se trata de un humorista, uno de los favoritos en Daguestán. Le ayudó la fama: se arrepintió de sus delirios ideológicos y nuevamente comenzó a aparecer en películas cómicas. Daguestán es una vida sobre un barril de pólvora, hay una tenue frontera entre el bien y el mal, la guerra y la paz, entre
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los que tienen razón y los que no; estos serían los temas principales de mi obra. ¿Dónde se siente usted más cómoda: en Majachkalá (capital de Daguestán) o en Moscú? ¿Hay algo en la cultura caucásica que vaya contra sus propias convicciones? ¿Siente una nostalgia vinculada a la República de su infancia? ¿Qué se ha guardado de aquel entonces en la vida actual de Daguestán? No siento nostalgia porque, en general, no siento añoranza por mi infancia y no quisiera regresar allí. Pero sé y veo que Majachkalá en estas décadas se ha transformado radicalmente: desapareció la intelectualidad urbana, llegaron muchos montañeros que han perdido sus tradiciones. Se formó un entorno mixto. No es una ciudad ni un pueblo. En el poder, en su mayoría, siguen unos ladrones, eso no ha cambiado. Del mismo modo se perdió la cultura campesina de montaña local y la urbana de origen ruso-judío. Comenzó a prevalecer el kitsch y la fuerza bruta. En Majachkalá, por supuesto, no estoy cómoda y nunca lo he estado. Allí, cada persona por sí sola no tiene valor; lo principal es la familia, la tierra, nunca el individuo. Son todos muy dependientes de la opinión pública, miran a sus vecinos y se atacan los unos a los otros. Al mismo tiempo, siguen teniendo peso la hospitalidad y la colaboración entre los individuos. Y, a pesar de la pobreza, el embrollo jurídico y la tensión política, las personas, en general, parecen ser más felices que los moscovitas. El antiguo modo de vivir de Daguestán aún se conserva en algunas partes montañosas, en pequeños asentamientos, pero nadie se ocupa de la conservación de esta cultura. No obstante, en los discursos oficiales se habla mucho al respecto. En cuanto a mis relaciones con la cultura caucásica, es necesario
partir del hecho de que estoy viviendo en un mundo globalizado y urbano, y por ello las costumbres caucásicas, que admiro en la distancia, son inaceptables en mi vida actual. Por ejemplo, no estoy dispuesta a recibir a invitados inesperados en cualquier momento del día o de la noche y servirles jinkál (plato tradicional del Cáucaso). No sé cómo tejer una alfombra ni voy a casarme con un pariente, como es habitual en Daguestán, etc. ¿Hasta qué punto cree que ha sido hiperbólica hablando sobre el Daguestán de hoy? Sobre todo me refiero a las partes que dedica a las costumbres del lugar, como, por ejemplo, la de saltar el fuego en una boda para divertirse, robar chicas jóvenes en la calle, la obsesión por las marcas, la importancia de la opinión ajena para la dignidad de uno, etc. ¿Todo esto existe todavía hoy en día? Existe, por supuesto. Sin embargo, dentro de Daguestán, en realidad, hay muchas diferencias culturales. Por ejemplo, en una aldea, puede haber mujeres que andan con la cabeza cubierta con el velo y son dominadas por los hombres, mientras en otras partes de la República lideran la economía y la producción. Recientemente, gracias a varios periodistas y activistas de derechos humanos, se descubrió que en algunos lugares de Daguestán aún existe la mutilación genital femenina, aunque en la propia República hay muy poca gente que lo sabe. Hay también un pueblo donde, en el plazo de un año, hubo varias matanzas «de honor» (padres, tíos, hermanos mataban a las chicas, no sólo por «actos inmorales» como, por ejemplo, tener una relación sexual antes del matrimonio, sino también por bobadas como regresar a casa demasiado tarde por la noche). Si miramos la trama de mi última novela, El novio y la novia, vemos mucho de esto. Lo cierto es que en mis historias no invento posiciones o conflictos humanos inexistentes. Incluso mis críticos admiten que estoy retratando algo real, aunque no sea agradable escucharlo. Hay también en mis textos situaciones muy habituales (como el hecho de que las universidades desempeñan un papel de lugares de exposición femeninos y mercados de novias, y las estudiantes vayan allí con maquillaje y con zapatos de tacón alto para tal fin). Igualmente, en mis textos aparecen ataques y robos a mujeres, algo sobre lo que la sociedad hace la vista gorda. Hay que tener en cuenta que el texto artístico es siempre una concentración de los eventos, situaciones, significados, aunque se base en un contexto real.
¿Considera usted que es más fácil escribir sobre un sitio estando geográficamente alejado de él o es al revés? ¿En qué medida ha usado su propia experiencia y la de sus conocidos? Sí he utilizado mi experiencia y este tipo de observaciones. En los textos, por supuesto, lo transformo. Entre mis héroes no hay prototipos absolutos de las personas reales (a veces los lectores reconocerán a sus conocidos, pero esto siempre es una simple coincidencia). La distancia puede ayudar: si uno se encuentra constantemente en el entorno sobre el que escribe, sus ojos se nublan, mientras que las visitas ocasionales siempre refrescan el ángulo de visión. Pero, al mismo tiempo, uno debe entender profundamente Daguestán para poder explicarlo. Si yo no fuera daguestaní, si no hubiera vivido en la República de 1985 a 2003, no podría describir el Daguestán de mediados de la década pasada. Ni siquiera si hubiese leído todas las noticias y pasado mucho tiempo allí, hablando con la gente local, tendría este conocimiento. Todo requiere maduración para poder sintetizarlo. Imagino que existe una lucha interior cuando describe a la sociedad daguestaní, tan familiar a pesar de vivir en la distancia. ¿Cómo la supera? ¿Antes de escribir ya imagina las futuras reacciones por parte de los representantes de esta misma cultura? ¿Lucha de sentimientos? ¿Lucha de amor y amargura? ¿Lucha de vergüenza y orgullo? Puede ser. Respecto a las reacciones ajenas, en el momento de creación no pienso en ellas. Luego, por supuesto, me veo obligada a encontrarme con reacciones de rabia u otros sentimientos. Aguanto con bastante calma las dos circunstancias. A diferencia de mi madre. Ella vive en Daguestán y se ve obligada a escuchar de todo, tanto reproches como elogios. Ella se lo toma muy a pecho, se preocupa y dice que me ha educado mal, ya que me convertí en escritora y no en madre de tres hijos, por ejemplo. Pero ya me he acostumbrado a todo esto. Es curioso que en Daguestán la gente habla un idioma bastante peculiar, mezcla del ruso y de alguna de las decenas de lenguas locales de la República, lo que crea una jerga única del lugar. En sus libros, usted siempre conserva esta lengua local que ayuda al lector a sumergirse en la sociedad daguestaní. ¿A la hora de traducir sus textos a idiomas extranjeros,
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El salón de los espejos
Entrevista a Alisa Ganíeva
no cree que se pierde una parte esencial? El trasfondo satírico, digamos, que es capaz de entender sólo un lector nativo. Sí, hay una cierta jerga de los jóvenes o el llamado ruso daguestaní. En muchas traducciones se elimina totalmente; en otras, los traductores consiguen encontrar analogías de jerga. Claro que es una lástima que no se transmita todo, pero no es posible (La montaña festiva, por ejemplo, en su traducción, está repleta de pies de página). Lo más importante es que el lector extranjero no tenga miedo de este mundo desconocido y que participe en él. Por lo visto, esto se consigue, puesto que La montaña festiva, El novio y la novia, ¡Salaam, Dalgat! y algunos de mis cuentos están traducidos al inglés, holandés, español, italiano, catalán, chino, alemán, turco, finlandés y francés. ¿Ha habido algún escritor que haya influido especialmente en su trabajo, que le haya iluminado el curso narrativo, digamos? Mi escritor preferido es Lewis Carroll. A mí hasta me pusieron el nombre en honor a su heroína. ¿Se pueden encontrar huellas de Carroll en mis textos? Es una pregunta difícil. Pienso que cada autor de los que he leído alguna vez ha influido (aunque ya no me acuerde de ello). Desde Cervantes hasta Dostoyevski, desde Balzac hasta los cuentos del pueblo de Avar. Los críticos veían similitudes con Platónov o Iskander en alguno de mis textos. Yo nombraría a Kafka y a Isaak Bábel. Esto es más fácil de determinar para los críticos literarios. Yo misma, sinceramente, no sabría contestar a la pregunta. En su literatura aparece en un primer plano el retrato social de Daguestán y también está presente el tema político, lo que en mayor grado vemos en La montaña festiva. ¿Por qué decide introducir un posible escenario de separación de Daguestán del resto de Rusia? ¿Es una preocupación real de la sociedad o es un simple eje del contexto? Ambas cosas. Es una cuestión que durante muchos años ha preocupado a los rusos y a los caucásicos del norte. Un miedo general, un tema de debate. Pero a la vez es una plataforma cómoda para el despliegue del retrato de Daguestán, que toma el protagonismo de la novela.
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¿Se considera a sí misma como una persona fuera del sistema o como alguien que se adapta al entorno y tolera algún tipo de restricción? Creo que la respuesta es evidente. Yo no puedo adaptarme, no soporto las normas y la presión ajena. Al mismo tiempo, no busco la extravagancia ni escribo a favor de las revueltas. Dentro de mí, de alguna manera extraña, convive una inconformista con una persona diplomática. ¿Cómo es el lector de Alisa Ganíeva? Es muy diverso. De diferente sexo, edad, convicciones, nacionalidades. Lo único que une a mis lectores es probablemente la curiosidad. Se ha traducido al español su segundo libro y su primera novela, La montaña Festiva (Turner, en español; L’Altra Editorial, en catalán, en 2015). ¿Qué reacciones ha habido en el mundo hispanohablante? ¿Habrá más traducciones de otros libros suyos? Sí, La montaña festiva se publicó en Madrid y Barcelona en español y en catalán. A mí no me han llegado muchas opiniones, aunque todas han sido buenas. Es gracioso que, en la descripción de Daguestán, los lectores encontraban algunas similitudes con España, otro país que históricamente también experimentó numerosas influencias culturales. En cuanto a la aparición de nuevas traducciones, no depende de mí, sino de los editores, traductores, etc. ¿Tiene un sueño relacionado con la labor literaria? ¿Podemos esperar en el futuro próximo el nacimiento de un nuevo libro de Alisa Ganíeva? Sí, espero que este año salga mi nueva novela. Esta vez Daguestán no será en absoluto el tema principal.
Anastasia Ovcharovanació en Járkov, Ucrania, y actualmente vive en Sant Cugat del Vallés. Es licenciada en Periodismo y ha colaborado como reportera en medios como Russia
Today o Quimera.
Literatura ecuatoriana
Ciencia ficción ecuatoriana
Por Iván Rodrigo-Mendizábal – 14
El realismo progresista de Pablo Palacio Por Siomara España – 18
La risa sardónica del suicida
Por Giovanni Salvatore Bayas Aguial – 23
El pez sólo puede salvarse en el relámpago Por César Chávez Aguilar – 26
La batalla contra la mala costumbre Por Andrea Guerrero Piedra – 30
Una pupila cortada en la oscuridad Por Augusto Rodríguez – 33
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Ciencia ficción ecuatoriana: las exploraciones del futuro de las nuevas generaciones Por Iván Rodrigo-Mendizábal
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La ciencia ficción ecuatoriana tiene al menos ciento veinte años de historia. Para corroborarlo se tiene la primera novela de anticipación científica, La receta: relación fantástica (1893), de Francisco Campos Coello, un erudito y político progresista guayaquileño. De dicha obra precursora al presente hay un marcado camino que algunos avezados escritores ecuatorianos y algunos residentes en el país intentaron consolidar contra viento y marea, aunque las tendencias de la literatura ecuatoriana se afincan en otras temáticas, sobre todo de corte social o político. El presente artículo quiere dar cuenta sobre este camino, enfatizando en el panorama de las últimas décadas, donde ciertos escritores profundizan el deseo de consolidar el campo de la ciencia ficción en Ecuador.
futuro. Sin embargo, es curioso que luego de dichos literatos, cuya obra se desarrolla un poco antes de la llegada del liberalismo radical en Ecuador, es decir, 1905, el camino que inauguraron quedó trunco, poniendo de manifiesto la imposibilidad de pensar en tiempo futuro, en espacio prospectivo, al país. Habrá que esperar hasta la década de 1950 para que dos escritores, Juan Viteri Durand y Demetrio Aguilera Malta —el uno con una novela, Zarkistán, y el otro con una obra de teatro, No bastan los átomos—, traten de mostrar sus inquietudes sobre el futuro de la humanidad luego de la II Guerra Mundial. La preocupación existencial marcaría su trabajo, además de replicar, a su vez, el tono de H. G. Wells. De los dos momentos antedichos, la moderna ciencia ficción ecuatoriana renacerá a partir de la década de 1970.
Una rápida mirada sobre la evolución de la ciencia ficción ecuatoriana El ímpetu del progresismo hace nacer la ciencia ficción en Ecuador. El progresismo fue una corriente política que, hacia finales del XIX, intentó conciliar con el liberalismo y, junto a él, con los aires de una nueva libertad bajo las determinaciones del progreso capitalista. El influjo de las novelas de Julio Verne, en cierta medida, fue lo que permitió que escritores como el mencionado Campos Coello, junto a Manuel Gallegos Naranjo, Abelardo Iturralde o Alberto Arias, quisieran fundar una narrativa con premisas futuristas, donde mezclaban los ímpetus sociopolíticos, las visiones sobre Ecuador en otro tiempo distinto, los viajes espaciales, sin descontar ciertas incertidumbres plasmadas en los sueños que trataban de ilustrar en sus obras. De ellos, Campos Coello quizá sea el más ejemplar, con dos novelas, La receta y Viaje a Saturno, y un grupo de cuentos que mezclan la fantasía técnica y las imágenes de
Nuevas tendencias de la ciencia ficción moderna El breve panorama esbozado pone de manifiesto el diálogo de sus precursores con la realidad sociopolítica nacional y mundial. Quizá la voluntad de salir de la condición de un país en constante tensión política marca el deseo de buscar en la literatura de finales del siglo XIX el trazado del camino hacia otro futuro, ciencia y tecnología de por medio. Y, a mediados del XX, la preocupación de cómo la ciencia y la tecnología fundaron derroteros destructivos constituye otro horizonte del diálogo en la literatura de ciencia ficción ecuatoriana. Pero ya en el último tercio del siglo XX, quienes escriben ciencia ficción no tienen el mismo interés que sus predecesores y más bien se adentran en territorios más propios de este género. No pretendo hacer historia de la ciencia ficción. Pero sí recalcar que, a partir de 1970, ciertos escritores ecuatorianos —como Carlos Béjar Portilla, Abdón
Abdon Ubidia. Fotografía: Agencia de Noticias ANDES
Ubidia, Santiago Páez y Leonardo Wild— sembraron las semillas para un trabajo futuro y sobre el futuro. Su trabajo, en contraste con el de otros escritores que se aventuraron a la ciencia ficción con una obra y luego la abandonaron, es determinante. Salvo Béjar Portilla, los otros escritores siguen activos hasta el presente. De la ciencia ficción de Béjar Portilla se puede decir que su interés por lo trascendente es lo que marca los cuentarios Simón el Mago (1970), Osa Mayor (1970) y Samballah (1971), inaugurales de la ciencia ficción moderna ecuatoriana. Con el tema de lo transcendente quiero decir que sus cuentos no son de aventuras, sino que más bien narran historias donde prevalecen inquietudes como la reencarnación del alma humana, si se pueden mantener los cerebros de científicos muer-
tos para rescatarlos mediante procesos cuánticos, o el que la maquinización de la vida de pronto hace que se borre el límite entre lo sensible y lo material. Su obra bordea lo extraño ligado a la ciencia ficción, hecho que ha llevado al crítico literario Miguel Antonio Chávez, en la revista Avispero (noviembre, 2016), a señalar que Béjar Portilla «estuvo más cerca de la fantasía o la metafísica, sin descuidar su preocupación por el entorno social y las relaciones humanas. No dudo en considerarlo uno de los escritores vivos más importantes del país, lo más cercano a un Ray Bradbury que ha visto el Ecuador y que lamentablemente no ha gozado dentro de casa aún del reconocimiento que se merece, más allá de unos cuantos estudios críticos dedicados a su obra». Quizá habría que añadir que, aparte de Bradbury, Béjar
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Iván Rodrigo-Mendizábal. Ciencia ficción ecuatoriana
Portilla también bebe de la vena de Jorge Luis Borges. Por algo en su cuentario Puerto de luna (1986) el escritor le homenajea, «haciéndole» escribir un «Epílogo imaginario». Quizá un interés más concreto en los cambios que suscitan las tecnologías, en el impacto de la maquinización en la vida cotidiana, en el hecho de que las máquinas se antropomorfizan y hacen cambiar lo conocido, haciendo que todo se vuelva intemporal e intrascendente y hasta hiperfantástico, es lo que marca la ciencia ficción de Abdón Ubidia. Divertinventos o Libro de fantasías y utopías (1989), El palacio de los espejos (1996), La escala humana (2009) y más recientemente Tiemp∞ (2015) son cuentarios que tienen otro registro: nos ponen en el problema de cuán desesperante es para el hombre volver a ser humano, tratando de escapar de la maquinaria que impone la revolución genética, que ya no toma lo sensible, sino la codificación misma del ser. Pienso que tanto el trabajo de Béjar Portilla como el de Ubidia son filosóficos. En un texto que publiqué en la revista Cartón Piedra del diario El Telégrafo (abril, 2017), afirmaba que la ciencia ficción de Ubidia engloba ciertas claves sobre el maquinismo de los pensadores Gilles Deleuze y Félix Guattari. Desde otra perspectiva también se puede leer la obra de Santiago Páez. Es la dimensión antropológica en la ciencia ficción, comparable con el trabajo de Úrsula K. Le Guin. Páez escribe ciencia ficción desde la década de 1990. Es clave su cuentario Profundo en la galaxia (1994), donde aparece la idea de los viajes en el tiempo entremezclada con el mundo mítico indígena. Con esta obra, reflexionamos sobre la interacción entre culturas distintas, entre mentalidades extrañas; su interés por la dimensión humana también está inscrito en su novela Shamanes y reyes (1999), sobre cómo los seres humanos se han desplazado al espacio exterior, tratando de refundar la sociedad. Esta obra quizá abre a otro horizonte en la escritura de Páez. Así, su posterior obra de envergadura es Crónicas del breve reino (2006), novela tetralógica que muestra ciento cuarenta años de un Ecuador imaginario hasta un futuro posapocalíptico, una especie de estudio sobre cómo un país se malogra pese a los proyectos utópicos. En camino intermedio está la novela gráfica Angelus Hostis (2012), mezcla en-
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tre el policial y la imagen de una ciudad andina futurista asediada por ciertos seres que la minan desde su interior. La preocupación por el fracaso de una sociedad está inscrita, aunque en tono satírico-político, en Ecuatox® (2013), una distopía. Sin embargo, si el final de un proyecto político es su caricatura, como en esta última novela, otro es su escape: ir a refugiarse a un recóndito lugar y refundar una comunidad con otro ethos como es el que sugería Crónicas del breve reino. Este es el sentido que trasunta también Antiguas ceremonias (2015), una atopía donde el contraste entre las ciudades ruinosas (la civilización que ha tocado su fin) con esa comunidad primaria que se articula en función de sus propias necesidades es, desde ya, el fundamento para mirar, desde lo antropológico, cómo se constituye la humanidad que debería ser. El camino esbozado por Leonardo Wild en su obra es otro, si lo comparamos con los anteriores escritores. Su interés es más bien científico y eso es lo que se observa en su obra de ciencia ficción, que mezcla la aventura y el descubrimiento. Sus novelas son de formación si se piensa que su destinatario es más bien el público juvenil. Ello no desmerece el que, tras la inquietud científica, sus trabajos sean reflexivos y hasta filosóficos, donde a través de las tramas se trata de concienciar sobre determinadas problemáticas. Sus dos primeras novelas de ciencia ficción, Unemotion (1996) y Die Insel die es nie gab (1997), fueron publicadas en Alemania. Su trabajo publicado en español es Orquídea negra o el factor vida (1999), donde se muestra la destrucción de la vida de un planeta por efecto de las luchas de poder y cómo sus sobrevivientes buscan otros derroteros en otros planetas; Cotopaxi, alerta roja (2006), una novela en clave científica acerca de la probable erupción del volcán Cotopaxi, su monitoreo y cómo los intereses políticos pueden afectar a la vida de la población; y más recientemente Yo artificial o el futuro de las emociones (2013), la versión castellana de Unemotion, acerca de la Tierra agonizante por efecto del calentamiento global y los problemas sociopolíticos. Se puede decir que, en todas ellas, la preocupación esencial de Wild es el medio ambiente determinado o condicionado por las decisiones políticas: frente a la idea, popular en el siglo XIX, de que la ciencia y la tecnología, al servicio del
Gobierno, conducirían a sociedades felices, Wild parece decirnos lo contrario en el siglo XX y XXI, es decir, que deben ser las comunidades éticas las que estén detrás de las tecnociencias. Nuevos aires y nuevas visiones Y ya en el siglo XXI el ímpetu de otras generaciones propone más caminos dentro del campo de la ciencia ficción ecuatoriana. Resalto el trabajo de ciertos escritores: Jorge Miño, Galo Silva (con el seudónimo de Henry Bäx) y Cristián Londoño Proaño. Miño es autor de la novela El crayón púrpura (2002), una especie de fantasía que entremezcla el tiempo de espera de un niño y la conjunción con un planeta, a modo de reflexión metafísica. Luego empezó a cultivar el cuento, siendo uno de los ecuatorianos que ha conseguido algunos premios en este rubro en concursos internacionales. Sus cuentarios de ciencia ficción son: Begonias en el campo de Marte (2005), Ayer será otro día (2014), Las moscas de Marte: cuentos de ciencia ficción (2015) y El héroe corre por su vida (2015). Lo particular de su obra es el tono humorístico, que permite un contraste en las tramas; es decir, muchas de ellas, si bien rayan lo extraño y lo terrorífico, lo hacen pasándolos por el velo del humor, lo que resulta en una estética literaria innovadora que incita a leerlo.
Silva, por su parte, explora la ciencia ficción desde la preocupación de los mundos inexplorados, desde los multiversos, desde las misiones que de pronto son tomadas por entidades que siembran la incertidumbre. Se deben citar sus cuentarios El último siloíta (2010), El inventor de sueños: relatos de ciencia ficción (2011) y Episodios futuristas (2017). El interés de Silva es más bien la ruta de las decisiones humanas. En el caso de Londoño Proaño, se puede decir que su apuesta es a la ciencia ficción dura, en sentido clásico. Su trabajo, que mezcla preocupaciones filosóficas y sociológicas, está definido a su vez por un tono de aventura. Así, en Los improductivos (2014), una sociedad distópica futurista obliga a sus ciudadanos a vivir dentro de una burbuja del trabajo sin horizonte; o en el caso de Underbreak (2015), el tema de la clonación aparece con fuerza. Este joven escritor reta con imágenes del futuro desde un horizonte que dialoga con lo mejor de Isaac Asimov o Robert Heinlein. Finalizo el presente artículo mencionando algunas futuras promesas que, por su estética experimental, dan vitalidad a la ciencia ficción en tono posmoderno: el citado Miguel Antonio Chávez y su novela Conejo ciego en Surinam (2013), Augusto Rodríguez y 5079, archivos secretos (2016), Luis Alberto Bravo y Septiembre (2012), además de Paúl Puma con su obra de teatro de ciencia ficción, Mickey Mouse a gogo (2002-2017). Son promesas en la medida que su trabajo explota nuevos referentes que rompen con lo tradicional.
Iván Rodrigo-Mendizábal
es es candidato doctoral
en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador) y profesor e investigador universitario de la Universidad de Los Hemisferios (Ecuador). Ha publicado, entre otros, Análisis del discurso social y político (junto con Teun van Dijk), Cartografías de la comunicación (2002) y
Máquinas de pensar: videojuegos, representaciones y simulaciones del poder (2004). Es un activo ensayista y crítico literario; sus artículos han aparecido en la revista internacional
Amazing Stories y en las locales Cartón Piedra, Rocinante y La barra espaciadora. Mantiene un blog que se ha constituido en referencia de los estudios de ciencia ficción ecuatoriana: https://cienciaficcionecuador.wordpress.com/.
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El realismo progresista de Pablo Palacio Por Siomara España Pablo Palacio «no es una cima, es una simiente».1 Esta sencilla frase de Leonardo Valencia, escritor ecuatoriano afincado en Barcelona, para referirse al escritor lojano, nos hace pensar y detenernos en la polémica que desencadenó la obra palaciana, tanto entre los que querían encumbrarlo como entre quienes pretendían excomulgarlo de los anales de la historia de la literatura ecuatoriana, por no considerarlo dentro del «canon» literario y sobre todo dentro de la corriente del realismo social, imperante en toda la Hispanoamérica de los veinte y treinta y que circundaba en todas las ramas del arte de la época. Para empezar a hablar de Pablo Palacio (Loja, 1906 - Guayaquil, 1947) es necesario empezar con el entorno histórico, social y literario del Ecuador de las décadas del veinte y del treinta. Tiempos de revueltas, de lucha de clases, de impactos económicos, políticos y sociales nacidos en torno a la Revolución Alfarista2. Surge por este tiempo la literatura de un grupo de escritores de ideología de izquierda. Casi todos ellos se identificaban con el estandarte del Partido Comunista Ecuatoriano y como reacción y posición de vida aparece la literatura del 1. Valencia Leonardo, El síndrome de Falcón, libro de ensayos publicado en Quito por Editorial Paradiso, agosto del 2008. 2. La revolución liberal tuvo como detonante la venta de la bandera. El líder máximo de este movimiento fue el general Eloy Alfaro Delgado, quien, con un grupo de hombres a los que se denominó «montoneros», emprendió la lucha contra los Gobiernos conservadores. Esta revolución, que se llevó a cabo el 5 de junio de 1895, es considerada la más importante del Ecuador por su compromiso político y social con las clases menos favorecidas, entre las que se encontraban campesinos, obreros, mujeres y trabajadores en general.
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denominado realismo social en las páginas del Grupo de Guayaquil, conformado por Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco, Enrique Gil Gilbert y José de la Cuadra. Luego se sumará, en la sierra, la obra del indigenismo con Huasipungo de Jorge Icaza Coronel.3 Ellos se establecieron como la única tendencia comprometida de su tiempo, «la línea válida que apuntaba en la dirección del realismo social»,4 y con su lema —«La realidad y nada más que la realidad»— denunciaron y legitimaron su fervor ideológico «proyectando la literatura ecuatoriana al mundo, por medio de estampas tremendas de violencia verbal y física; además de la reproducción fonética del habla montubia de la costa ecuatoriana». Es por esta misma época que aparece la obra palaciana, que sin duda alguna rompía con la tendencia socialista de compromiso intelectual. El escritor lojano presenta una obra irreverente, completamente disímil a las de sus compañeros de generación, y sus textos trastocaban el supuestamente necesario panorama de denuncia del realismo social. Esto le valió a Palacio los más severos y rabiosos ataques de sus mismos compañeros de ideología política; así la critica que le hiciera Joaquín Gallegos Lara a su obra: «Se admira en ella la inteligencia, pero se la encuentra fría, egoísta, y se puede ver al fin que Pablo Palacio no ha podido olvidar su mentalidad de clase, que tiene un concepto mezquino, clownesco y desorientado de la vida, propia en general de las clases medias. [...] Trata con un izquierdismo confusionista las cuestiones políticas […] con un estilo apto para expresar su acti-
3. Rodríguez Castelo Hernán, Literatura Ecuatoriana 18301980, serie de divulgación cultural, Instituto Otavaleño de Antropología, 1980 (pág. 104). 4. Íbid. (pág. 106).
tud. Después de leer Vida del ahorcado nos queda una sensación sí, admirativa a medias, a medias repelente». Más lacerante resulta el comentario de Gonzalo Escudero, quien denomina a la obra palaciana un «breviario de cuentos amargos, acres, helados como caína […] Pablo Palacio persigue un álgebra revolucionaria del arte burgués de hacer cuentos […] construir valores ecuanacionales entre un paraguas y una máquina de coser encontrados en una mesa de disección».5 Isaac. J. Barrera es demoledor cuando manifiesta: «Palacio, condenado al ensombrecimiento de su razón»6, en relación con el generalizado criterio de ciertos sectores intelectuales que consideraban que la obra palaciana había sido fraguada entre un profundo estado de demencia a la vez que de inconsciencia social. La obra de Palacio trasciende los estados de delirio, encumbrándose a los de la razón perfectamente estructurada, para la construcción de sus obras y personajes, a los que no sólo dota de una psicología propia, sino que los ilumina desde la otredad, desde lo anómalo, lo indeseado e indeseable para el entorno y los dimensiona hacia ese otro universo, donde la razón de su existencia cumple una suerte de metáfora social, el otro realismo, ese que también denuncia, que también evidencia y que adicionalmente lacera más que otras realidades, que sin «alinearse» manifiesta palpablemente aquello que se desconoce y se aísla, incluso dentro de las sociedades contemporáneas7.
5. Carrión Alejandro, Obras completas de Pablo Palacio, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1954 (pág. 92). 6. Barrera Isaac J., De nuestra América, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1956, Quito, Ecuador. 7. «Noticias», El Diario, «Hombre marrueco lleva 17 años encadenado con una argolla al pie, por padecer problemas mentales». Miércoles 06 de febrero de 2013.
Estos «trances alucinantes y fantásticos» dimensionaron a Palacio a la categoría de «raro», desajustado de los parámetros de la escritura validada, donde lo «normal» hubiese sido alinearse a las corrientes que demandaba la ideología partidista. Esta disensión de su obra fue causa de inopia, y con esa negación al que disiente, toda su producción literaria fue desconfigurada, al punto de quedar socavada por décadas. La coyuntura histórico-literaria de los años treinta necesitaba artistas comprometidos con las causas sociales, por lo tanto, en una forma hasta cierto punto anárquica, convirtió en marginales a los artistas que no evidenciaran la causa a través del arte. Así, a Pablo Palacio, igual que a Humberto Salvador, se le aisló de la historia literaria. Salvador retomó la pluma del compromiso per sé; no obstante, Pablo Palacio prosiguió por los laberínticos caminos de esa otredad. El resultado fue la deslegitimación y ensoberbecimiento de su trabajo, menoscabando las singularidades creativas de su coetáneo y tildándolo, deliberada o fortuitamente, como oscuro, crucigramado o, tal como lo calificara I. J. Barrera, «condenado por su locura», evidenciando prejuicios y conjeturas apresuradas, ignorancia de teorías ya existentes en el arte, además de corroborar la escasa lectura y análisis sesudo que se aplicó a su quehacer literario. Y peor aún, corrobora un desconocimiento total de las circunstancias biográficas del autor, pues es bien sabido que toda su obra fue escrita en el periodo de su total lucidez, ya que su última novela, Vida del ahorcado, fue escrita en 1932 y no fue sino hasta 19398 cuando Palacio empieza a sufrir los estragos de la terrible enfermedad que silenció su pluma para siempre.
8. Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 2005 (pág. XLVII). Estudio, prólogo, cronología y bibliografía de Raúl Vallejo.
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Otro de los métodos que se fraguó para descalificar su obra fue el constante uso de comparaciones de otras literaturas con la suya. Para algunos críticos, sus obras eran similares a Proust, para otros a la literatura de Joyce, Kafka o D. H. Lawrence, y al hacerse tantas analogías se le negó a Palacio la originalidad. Cabe destacar que, para la época, los mencionados autores resultaban imposibles en las lecturas de Palacio, no sólo por el desconocimiento del inglés o el alemán de las primeras ediciones de los citados autores, sino además porque hasta nuestro recóndito terruño era prácticamente imposible que llegasen traducciones en español de las mismas. Vida del ahorcado, por ejemplo, fue publicada en 1932, y la primera traducción de La Metamorfosis de Franz Kafka que por la cercanía geográfica pudiese haber llegado hasta Ecuador es la realizada por Jorge Luis Borges, del año 1938.9 Palacio puso en el tapete nuevas construcciones literarias, muchas de ellas desconocidas y poco entendidas entre sus contemporáneos. Él mismo dice en Vida del ahorcado: «El problema del arte es un problema de traslados, descomposición y ordenación de formas de sonidos y de pensamientos, las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda solo el poder de babosearlas».10 La obra de Pablo Palacio va en busca siempre de ese norte, de nuevas formas expresivas, acompañadas y amalgamadas con una serie de estructuras-desestructuras que deambulan frecuentemente por el campo de la parodia, donde con exquisito humor deshumaniza, dibuja y desdibuja los avatares de una sociedad, los expone y refleja como espejos que penden de cuatro paredes, donde encierra a sus personajes para diseccionarlos. Es ahí donde convergen los personajes de sus cuentos; es el caso de Andrés, el narrador-personaje de Vida del ahorcado, quien, con un crecido y brillante monólogo, hace uso de prácticamente todas las formas y elementos vanguardistas, como la inclusión del lenguaje poético, la revolución formal, la desaparición de la anécdota, la proposición de temas como el antipatriotismo, múltiples puntos de vista del narrador, etc. 9. Borges Jorge Luis, editorial Losada, Colección Pajarita de Papel, 1938. 10. Pablo Palacios, obras escogidas, Campaña Nacional de Lectura Eugenio Espejo, Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito, 2004 (pág. 72).
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Profundiza Palacio además en el mundo interior de los personajes, presentándolos a través de sus más escondidos estados del alma. Es incisivo a la vez que sugerente, incitando al lector para que complete la idea. El autor exige la presencia de un lector atento que vaya desentrañando los hechos que se presentan y armando inteligentemente las piezas de ese rompecabezas. Palacio logra paulatinamente un «desnudar de los procedimientos», es decir, que, mediante su particular método, logra que sea el lector quien termine «desnudando la obra». Por esa actitud llucha (en buen Kichua) fue literariamente vilipendiado; no era posible poner a trabajar al lector, darle el artífico de la palabra para desentrañarla en todos sus vericuetos expresivos, no: había que darle la escena real, no había que olvidar el lema: «La realidad y nada más que la realidad». Palacio es, en cierto modo, un narrador omnisciente a la vez que testigo limitado, que en sus obras toma
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una postura radical, contestataria e incisiva para denunciar las inquietudes histórico-cultuales, desde su perspectiva artística, mediante un humorismo puro, una crítica urticante, usando símbolos, evidenciando un descrédito de la realidad y haciendo cómplice al lector. Para Palacio es este quien debe hacer su propio discernimiento de las circunstancias; él simplemente lanza la madeja y el resto dependerá del lector: «... hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles». Palacio compromete al su lector, lo hace parte del relato. ¿A quiénes pretende escandalizar? ¿A quiénes van a olerles mal sus cuentos lanzados como bolo de lodo? A aquellos que se tapan las narices. Son los mismos que se reconocen, salpican o identifican dentro de ese «bolo de lodo», indicando que algo huele mal en la sociedad; y quizás sea esa misma literatura de compromiso la que está apestando. Es un juego donde el niño, el literato Palacio, aviva el fuego para que se quemen aquellos que no tienen la conciencia del poder transgresor de su palabra, de sus significantes, donde todo está fríamente calculado; así, mediante el descrédito de la realidad, incita, lanzando la carnada: «… proletario pequeño-burgués que ha encontrado manera de vivir con los burgueses, con los buenos y estimables burgueses…».11 Con este fragmento Palacio parece enfrentar de manera sarcástica a la mismísima generación del 30. En Débora, imputa y expone su concepción estética de la literatura del realismo social cuando dice: «La novela realista engaña vergonzosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesaría. ¿A quién le va a interesar el que las medias del Teniente estén rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu? ¿A quién le interesa la relación de que, en la mañana, al levantarse, se quedó veinte minutos en la cama cortándose tres callos y acomodándose las uñas? [...] Mentiras, mentiras y mentiras. Lo vergonzoso está en que de esas mentiras dicen: te doy un compendio de la vida real, esto es la pura y neta verdad; y todos se lo creen. Lo único honrado sería: éstas son fantasías, más o menos doradas para que puedas tragártelas con comodidad. [...] Sucede que se tomaron las realidades 11. Íbid. (pág. 66).
grandes, voluminosas; y se callaron las pequeñas realidades, por inútiles, pero las realidades pequeñas son las que acumulándose constituyen una vida. Las otras son únicamente suposiciones». Por la mirada continua a esas «pequeñas realidades» que desde otro ángulo son grandes e importantes, hoy se podría sin mayores miramientos ubicar a Palacio en una especie de realismo progresista, pues abre un escenario donde dan la vuelta, giran, vociferan y luchan todas las clases sociales, especialmente en su última obra, Vida del ahorcado. Sus personajes son los menos vistos por una sociedad inerte, trastocan siempre el orden social, son insólitos, desconcertantes, marginales. Así, pederastas como Octavio Ramírez, de Un hombre muerto a puntapiés, desequilibradas como las siamesas de «La doble y única mujer», caóticos como Débora, y Antonio de «Luz lateral» deambulan por sus punzantes líneas desencantándonos ante la realidad, pero siempre de manera trivial, mediante el uso de un escenario abstracto. Palacio trae a colación temas insospechados como el falso patriotismo (Vida del ahorcado), el honor masculino (Un hombre muerto a puntapiés) o la justicia («El antropófago»). La filóloga española María del Carmen Fernández, quien ha investigado profusamente la obra de Palacio, manifiesta que, en el escritor lojano, la utilización de fórmulas nuevas como la novela policial crea un escenario de fervorosa protesta contra el realismo social de 1920, aun sin ser una tendencia social en América. Así lo corrobora su primera obra, Un hombre muerto a puntapiés, donde observamos a un Palacio que, con actitud detectivesca, emprende el esclarecimiento de un asesinato ocurrido en su ciudad, pero no se trata de un asesinato cualquiera, sino de la extraña circunstancia en la que muere un hombre al que, finalmente, después de la aplicación del método típico de los detectives, que va satirizando y desacreditando desde su sarcástico desnudar de procedimientos, descubre como homosexual, poniendo en la mesa de disección temas tabúes en la narrativa de los años veinte. El lenguaje de la obra palaciana es absolutamente innovador y de gran limpieza expresiva, es incisivo, sarcástico, paródico; hace uso de portentosos monólogos interiores para desentrañar la psicología de sus personajes y el desencanto de la vida; analiza a profundidad el alma de los protagonistas, donde cada uno de ellos va siendo develado en sus sentimientos íntimos y
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recalcitrantes, pero no desde el punto de vista lineal de lo real-social, sino tomando las más bajas pasiones de criminales, dementes, homosexuales, parricidas, antropófagos, que van tomando fuerza entre sus relatos de una manera tal que no es necesario describirlos en su exterior, sino apenas esbozarlos por fuera y desentrañarlos sistemáticamente para presentarlos de cuerpo entero con sus rasgos interiores. El cronotopo de su obra no es lineal, no temporal; es más importante el juego, la evasión, los continuos aislamientos, los estados de ánimo de sus personajes fugados en un flash back, que dan la idea de quiebre, de ruptura del hilo conductor de la narración, un hilo que luego vuelve a recorrer la misma línea, se ubica, explaya y reconforta al lector que se pensó perdido. Con Palacio estamos frente a un escritor moderno, urbano, vanguardista, es el referente contemporáneo de la novela corta, como la de Aira o Bellatin. Sus personajes rayan en el absurdo lógico, imágenes desde la visión de una pesadilla lírica que evoluciona de atrás hacia adelante con un sinfín de impresiones y sensaciones, que con ingenuo sarcasmo adquieren en su pluma la maestría ingénita y congénita. Nada doblegó su postura ni se dejó seducir por el gremio, de ahí que su posición política siempre fuera clara y su actitud como escritor, propia y emancipada de recetas. Palacio es premonitorio en las páginas de su cuento «Luz lateral», obra que, de cuerpo entero, será parte biográfica de sus últimos días, anticipación publicada en 1927 cuando se encontraba en la cúspide de su lucidez. «Me acaban de decir que está servido el almuerzo y tengo que irme […] ohh treponema […] aquel sueño […] su realidad modificaría totalmente mi vida […] y a mi deseo […] le había remplazado un miedo estúpido que me batía los sesos […] un caos apensante y confuso que me calentaba la frente y me hinchaba las venas como una invitación al almuerzo servido […]. ¿Eh? ¿Qué cosa? ¡Socorro! Un hombre me golpea la cabeza con una maza de 53 kilos y después me mete alfileres de 5 decímetros en el corazón. […] por allí va el treponema pálido, a caballo rompiéndome las arterias…». En este cuento, el personaje central, Antoñito, empieza a padecer extraños síntomas de alucinación, vértigo y caos, en analogía perfecta con su propio autor. Palacio se adelanta, con este cuento, diecinueve años a
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la posterior locura que acabaría con su vida a los cuarenta años de edad. Pablo Palacio es un escritor de vanguardia, sí, pero nunca dejó de mirar la problemática social; lo hizo desde otra mirada, la de un realismo progresista, donde registró uno a uno esos personajes «insanos», los invisibilizados de la sociedad. Palacio escarbó en la psiquis, mostrando los atormentados estados de sus almas, y minimizó con humor de orfebre sus bajas pasiones, fue su manera de castigar a media sonrisa a los pacatos detractores de su pensamiento y obra, azotarlos con el látigo de su crítica urticante y absolutamente libre de recetas. Una anécdota de sus últimos años, cuando incursionó en la política, la tenemos en 1938, cuando asumió la secretaría de la Asamblea Constituyente. Fue entonces cuando aparecieron los primeros signos de su posterior locura: la salud de hierro de Pablo Palacio empezó a fallar, le comenzaron a ocurrir extrañas variaciones del carácter, las mismas que asombraban a sus amigos: fugas, amnesias repentinas, desaparición de palabras que le cortaban las frases, distracciones prolongadas, ausencias en las que la realidad circundante se le escamoteaba. Así, en las sesiones del pleno, causaba revueltas y polémicas. Por ejemplo, para referirse a los votos de los honorables decía: «Cincuenta cocos a favor y cincuenta y siete en contra» y los legisladores achacaban el clamoroso resultado a la maldad de Palacio. Otro ejemplo fue cuando, anunciando el resultado de una votación, dijo: «Por el honorable fulano de tal sesenta votos. Por el honorable zutano de cual cuarenta centavos». En 1940, Carmita Palacio, su esposa, lo llevó desde Quito hasta Guayaquil para buscar buen clima y una cura a su enfermedad. Pasó largos periodos de abulia seguidos de otros de violencia. En 1945 tuvo que internarlo en el Hospital Psiquiátrico Lorenzo Ponce y, afectado por la locura, murió en el hospital Luis Vernaza un 7 de enero de 1947. «Solo los locos experimentan hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales», escribiría en uno de sus relatos Pablo Palacio.
Siomara España teratura.
es poeta, ensayista y crítica de arte y li-
La risa sardónica del suicida: La corbata amarilla de David Ledesma Vázquez Por Giovanni Salvatore Bayas Aguiar Una misión necesaria para los estudios contemporáneos de la literatura ecuatoriana será la de rescatar a sus autores olvidados, quienes, aplastados bajo la sombra de figuras que los opacaron por el contexto literario, social o político de inicios del siglo XX, fueron asfixiados o marginados por la crítica de la época, el contexto social y las necesidades económicas, que descuidaron los valores literarios de sus productores. En lírica, el guayaquileño David Ledesma Vázquez, dueño de una historia personal y una muerte casi tan fascinantes, dolorosas y ensombrecidas como su poesía, la cual es también alimento de su leyenda, es quizás uno de los menos difundidos de la década del cincuenta. Poseedor de una honda sensibilidad que terminó mermando su estabilidad emocional, Ledesma se quitó la vida ahorcándose con una corbata amarilla en su departamento. El parte policial indicaba que en el bolsillo de su camisa se encontró, como nota suicida, un último texto de despedida. Así, próximo a cumplir veintisiete años de edad, Ledesma escribió su nombre junto a la larga lista de poetas suicidas ecuatorianos1. Uno de los posibles detonantes más relevantes que nos brinda su escasa biografía personal, a breves rasgos difundida debido al pudor de su familia, fue su homosexualidad. 1. Nos dice César Vásconez, en el prólogo a la obra poética completa, que los desconocedores de la obra de David Ledesma llegan a encasillarlo erróneamente, debido a sus primeras publicaciones y a la falta de difusión de su obra completa, como un miembro tardío de «la generación decapitada», grupo de poetas modernistas (denominados grupo por la crítica) que se suicidaron a una temprana edad. Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro integran este grupo. Algo más contemporáneo, César Dávila Andrade fue también quizás un referente del escritor suicida para Ledesma.
Primeras publicaciones y el Club 7 Junto a Ileana Espinel Cedeño2 funda y lidera el Club 7, un grupo de escritores guayaquileños que arranca originalmente con siete integrantes (de ahí su nombre). En respuesta a sus ansias de conformación artística y creación literaria, publicarán en 1954 un libro colectivo titulado homónimamente. Para Hernán Rodríguez Castelo, Ledesma y Espinel se consolidan como parte de la lírica contemporánea de la década del cincuenta, adquiriendo la metáfora de Jorge Carrera Andrade con una «refinada sutileza intimista» y de Gonzalo Escudero la «perfección formal apurada hasta sus más altos límites» (Rodríguez Castelo, 345-346). Empezamos a atisbar uno de los elementos más recurrentes de su poética, la cual se exponenciará a lo largo de su obra, en la lucidez sobre su vacío interno y la identidad que lucha entre el David Ledesma terrenal y el ente poético que vive en otro plano interior. Este elemento, junto a otros demonios personales, se muestra claramente en «El deshabitado»: Algo pequeño late dentro mío; algo que no conozco y que asombra. Tal vez, acaso, la raíz del alma. Tal vez me late la semilla oscura, potente y majestuosa de la Muerte. (4-8)
Lenguaje poético consolidado Con la publicación de Gris (1958), Ledesma conquista un triunfo internacional, el segundo puesto en el con2. Ileana Espinel Cedeño (Guayaquil, 1933-2001), poeta fundadora en 1954 del Club 7, junto a David Ledesma, Gastón Hidalgo Ortega, Sergio Román Armendáriz, Carlos Benavidez Vega y fugazmente Charles Abadíe y Miguel Donoso Pareja, grupo poético que tuvo importante resonancia en el mundo cultural guayaquileño. Ledesma y Espinel, que compartían una gran amistad, son las dos voces relevantes de este grupo.
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curso poético de la revista venezolana Lírica Hispana. En el preludio de este poemario premiado, Ileana Espinel nos narra, en el índice de las obras completas de Ledesma, las palabras del uruguayo Hugo Emilio Pedemonte sobre las características, ya consolidadas, del lenguaje de Ledesma. Lo define como «una lírica sin grandilocuencia ni devaneo [...]. No es una poesía de vocablos escogidos; sus palabras son las mismas para el uso [diario] […] con los significados que configuran sus poemas, juntando lo abstracto y lo concreto, personificando y unificándolo». En el caso de Ledesma se vislumbran, desde esta etapa de su poesía, aproximaciones a un hablante en tercera persona, desdoblándose en plena posesión de su facultad expresiva con una clave de tono coloquialmente citadino: Este pobre David que nada pide, sino un poco de paz para vivir, una piedra en que apoyar la cabeza cansada de palabras, y un centavo de sueño que permita creer que todavía hay gente buena (1-6)
Varios críticos apuntan que Los días sucios (1960) es la obra central de la poesía de Ledesma, siendo esta la última que el poeta publicó en vida. La cotidianeidad de sus versos, cuya estética ha dejado de lado el endecasílabo, junto a un juego «escalérico» de la sangría verso a verso, nos corta la lectura, obligando al lector a moverse junto a la palabra, llevándonos de la mano hacia su mundo de inestabilidad emocional. Es sin duda una bisagra entre lo que el poeta proponía previamente y los alcances estéticos que empezaba a fraguar con títulos como «La cabeza», «La escalera», «Los zapatos» o «El fonógrafo». Recopilación póstuma: La corbata amarilla3 Durante casi una década de creación, luego de sus primeros textos en Cristal y hasta 1959, Ledesma se 3. Para efectos de este estudio, tomaré en cuenta la selección y publicación oficial de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en donde se recopilan todos los poemas publicados en revistas y periódicos de la época bajo el título La corbata amarilla.
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... Ledesma nos avisa de los detalles de su planificada muerte, como si construyera verso a verso un tétrico poema en donde usará su cuerpo como página en blanco.
mantuvo activo en la escritura de una obra paralela a sus publicaciones oficiales que nunca vio la luz con su aprobación. Este proyecto, cuentan los allegados de su círculo literario, mantenía un doble título, debido a que el poeta falleció antes de definirlo: La corbata amarilla o La risa del ahorcado. La obsesión del poeta con este objeto, la corbata amarilla4, con la que se quitó la vida, se convierte en un tenebroso y revelador premonitorio de lo que fraguaba. En 1967 el poeta, crítico y compañero de tertulia Cristóbal Garcés asegura recordar fervientemente haber escuchado de la boca del mismo Ledesma el poema «Colofón», que denotaba un giro prosaico, irónico, como si David hubiera tenido planificada desde hace varios años ya su muerte y estuviera jugando, riéndose sarcásticamente de todos. Nunca sabremos con certeza cuál iba a ser la selección final que compondría esta obra, pero el acercamiento que tenemos nos brinda mucho material para su estudio. La risa sardónica de Ledesma Se acerca cada vez más hacia cualidades de la prosa, irónicas y, sobre todo, a un lenguaje de la cotidianeidad que raya en lo coloquial. Podemos analizar, por ejemplo, el poema en endecasílabo «Narciso agripado»5: 4. Oficialmente no se hace alusión a la presencia de este elemento en el parte policial, pero cuentan sus allegados amigos y la empleada doméstica que lo encontró que Ledesma había amarrado dos corbatas como soga y se había vendado las manos, como mejor pudo, para evitar el arrepentimiento de soltarse. Se lo encontró un viernes santo, dentro del ropero de su departamento en Guayaquil. 5. Publicado por primera vez en Cuadernos del Guayas, en
«Todos los días sábados, de tarde, / el peluquero me asesina el pelo. / Miro caer la vida de mi cuerpo / como una costra sin razón. Me baño / con temor de resfriarme el esqueleto» (3-7). Pero la culminación del mismo poema es aún más quebrantadora: «Si esto es amor, redondo amor del cuerpo, / decid ¿para qué mueve el viento / su vaporosa nalga celestial...?» (16-18). En el poema «Colofón», del cual tenemos la certeza, gracias a Garcés, de que iba a estar incluido en esta selección, nos dice: «Solo podrían entender mi soledad / el alacrán que se picó la cola / con su propia ponzoña / y los dos ojos que jamás pueden verse el uno del otro» (13-17). Las temáticas de Ledesma —la muerte, el deicidio, la sombra de la soledad o el homoerotismo— se mantienen. Pero hay en este último texto, que aborda el hecho de sentirse «distinto», un sinsentido construido sobre imágenes que nos recuerdan más a la antipoesía6 que a sus primeros versos «decapitados». Siguiendo con el pensamiento ledesmiano de no caber en ningún lugar del mundo, está el texto «Distinto»:
Lo realmente sarcástico es que Ledesma nos avisa de los detalles de su planificada muerte, como si construyera verso a verso un tétrico poema en donde usará su cuerpo como página en blanco. Y esto se materializa en «El poema final», donde justifica su decisión final7: «Si un ruido horrible suena en la cabeza, / si una cosa sin nombre nos agobia, / si algo estalla de pronto… ¿Qué ha de hacerse?» (26-29).
David Ledesma Vázquez. Montaje sobre foto de archivo (El Telégrafo)
El pájaro que tiene una sola ala, la naranja cuadrada, el árbol tenso que tiene raíces para arriba y el caballo que galopa para atrás. Solo ellos me entienden. (1-6)
Esta identificación casi prosaica, en imágenes que nos remiten a un Ledesma más cercano con el lector, despojándose de todo hermetismo, refuerza este humor negro que se completa con el cierre premonitorio en donde nos adelanta sus planes de suicidio: «Y un día / distinto / Sin pareja, / con ellos cavaré un hoyo muy negro / donde meterme con mi sombra a cuestas» (9-13). junio de 1955. El poeta aún mantiene la estética del endecasílabo en sus versos, pero la ligereza oscura, casi humorística de sus versos llama la atención de la crítica. 6. Poemas y antipoemas de Nicanor Parra ya había sido publicado en 1954, así que existe la posibilidad de que un ejemplar ya hubiera caído en manos de Ledesma, quizás durante su estancia en Buenos Aires o en Bolivia. No tenemos datos al respecto.
Sus investigadores hasta el día de hoy se mantienen entre suposiciones y tratando de armar el corpus total de su obra, pero esto se vuelve complicado en vista de la rápida partida y la gran cantidad de manuscritos inéditos que a tientas de la intencionalidad del autor han sido recopilados. Lo dice el mismo Ledesma en su trágica despedida8: «La rueda sigue andando / El molino no deja de moler. / Ni nadie pierde su trabajo a causa de un tornillo que se rompe» (54-56), y si bien habrá que continuar con la labor de rescate de su obra, las infinitas posibilidades y el alcance de su poética si no hubiera adelantado su partida (al igual que muchos otros autores ecuatorianos) nos hacen cuestionar cuáles son las políticas de protección y apoyo a creadores de su tipo en un país que, haciendo referencia a las palabras de Luis Cernuda, no soporta ver a sus grandes poetas vivos. 7. Sobre este poema, encontrado en su camisa cuando levantaron el cadáver, el parte policial sí hace acotación, siendo prueba fehaciente de que se trataba indudablemente de un suicidio. 8. Otro fragmento del «Poema final».
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El pez sólo puede salvarse en el relámpago Por César Chávez Aguilar «La Poesía, el dolor más antiguo de la tierra», dice el poeta, y este verso podría resumir la obra conjunta de César Dávila Andrade, obra que se ha ido consolidando como una de las principales referencias no sólo dentro de la poesía ecuatoriana sino hispanoamericana. Su poesía, llena de matices telúricos, esotéricos, ancestrales, humanos es un camino que sigue invitando a los lectores y escritores, que han visto en él a ese poeta entregado plenamente a la elaboración de un mundo poético personal, donde hay más preguntas que respuestas, más dolor que felicidad, pero en el que nunca deja de haber iluminación. Para Dávila la poesía es mucho más que un simple juego verbal; es, como dice el título del poema al cual pertenece el verso con que abrí este texto, una «Profesión de fe», la única senda en donde radica la esperanza. César Dávila Andrade nace en Cuenca, el 5 de octubre de 1918, dentro de una familia humilde. Si bien terminó la escuela donde los Hermanos Cristianos, de la secundaria sólo pudo cursar dos años. Desde esta etapa establece una relación más íntima con su madre, mujer afectuosa, en contraposición a su padre, de fuerte tendencia conservadora. Los conflictos con su progenitor surgieron repetidas veces; se cuenta, por ejemplo, el estallido de indignación que Rafael Dávila, su padre, tuvo unos años después al ver cómo su hijo reemplazaba uno de los santos por los que él tenía devoción por el comprobante de afiliación al Partido Socialista. La imagen de la madre estará siempre presente en su poesía, sea como metáfora de lo maternal o a través de los cantos dedicados a ella: «Arrimada a su paño de llorar, / venía la Nodriza, tan humilde, / que no tenía derredor ni en Dios» («Infancia muerta»). Desde el año 1933 va a deambular por modestos empleos, desde portero a guardia de la cárcel. Es en esos
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años, en Cuenca, cuando comienza su andar poético con la publicación de algunos de sus poemas en revistas y diarios locales, mas no hay la recepción esperada, un silencio cubre la irrupción de Dávila en la poesía cuencana. A inicios de la década de los cuarenta va para Guayaquil en busca de trabajo y de un poco de estabilidad económica —estabilidad que, por lo menos en su estancia ecuatoriana, casi nunca tuvo—. En esa ciudad escribe uno de sus cuentos más célebres, «Vinatería del Pacífico», en el que ya se notan las marcas que tendrá su narrativa: la truculencia, la denuncia social, la pobreza como marca de la violencia, elementos que en su poesía, inversamente, serán más bien secundarios. A mediados de los años cuarenta del siglo pasado se instala en Quito, donde logra conectarse con la intelectualidad congregada alrededor de la naciente Casa de la Cultura Ecuatoriana, fundada por Benjamín Carrión, quien además le conseguirá un empleo de corrector en la institución. Esos años son de incesante trabajo poético y también de consolidación de amistades como la de Galo René Pérez, Eduardo Kingman, Oswaldo Guayasamín o Diógenes Paredes, entre otros. Aquí también se forja la leyenda tanto de su capacidad alcohólica como de su inclinación hacia lo esotérico; de ahí vendrá el apodo por el cual se lo conocerá hasta la actualidad: el Fakir. En Quito publica sus primeros libros de poesía: Oda al Arquitecto. Canción a Teresita y Espacio me has vencido, los dos en 1946. Estas obras fueron bien recibidas por sus nuevos amigos. En estos libros, que reunían en su mayoría textos juveniles, se ve ya la conformación de un estilo, todavía con ciertos excesos sentimentales, pero ya con una conciencia lírica que no abandonará hasta el final. Asoman aquí elementos que en sus poemarios siguientes reforzará, por ejemplo los rasgos surrealistas: «Un reloj yacía en ácidos profundos / y el peso de un pájaro recorría el muro» («La casa abandonada»). O también esa sensación permanente de sole-
dad existencial, de abandono metafísico: «Vengo desde mi propio centro, oh errantes días. / Desde la infinita soledad de un dios perdido. / Desde mi última noche entre la sangre» («Origen I»). El año 1950 es un punto de inflexión en la vida de César Dávila Andrade: conoce a María Isabel Córdova, quien será su compañera hasta su muerte: «Pero Él, ese Amor que llega, a veces, / a alguna alma, en la tierra, en el destierro. / Sólo tú misma, Isabelita, puedes alcanzarlo, / si, por un instante, hundes la cabeza en mi corazón / hasta que pase la Carreta atestada de cosas» («Pequeña tarjeta para un ramo que no se marchita»). Los amigos del poeta pusieron reparos a esa relación, ya que lo primero que Isabel hizo fue alejarlo de ellos, acusándolos de que explotaban el talento de Dávila; ella, convencida del arte de su esposo, hizo todo lo posible para reafirmarlo y separarlo de las distracciones, como las jaranas y borracheras a las que estaba acostumbrado. Esta decisión motivó que los dos se fueran de Quito con rumbo a Caracas, Venezuela, en donde se instalaron definitivamente en 1951. Desde la ciudad de Caracas, Dávila seguía en contacto con sus amigos y con el país. Sus libros fueron publicándose durante esos años; así saldría Catedral salvaje (Caracas, 1951), gran poema, de una fuerza lírica singular en la poesía ecuatoriana de esos años. Si bien es verdad que se siente la influencia de Pablo Neruda con sus «Alturas de Machu Picchu», el poemario está marcado por la voz particular de Dávila: la resonancia de la cordillera, la metáfora mística y telúrica a la vez. El poema «Catedral salvaje» es una de sus obras cumbre; recordemos sólo los dos versos iniciales: «¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida! / ¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura!». Luego viene un vacío temporal que se romperá con Arco de instantes (Quito, 1959) y con Boletín y elegía de las mitas (Cuenca, 1960). Es con este poema —seguramente uno de los más comentados de toda la poesía
ecuatoriana, si no el que más— con el que profundiza ya no sólo en la fuerza geográfica y lírica que leemos en «Catedral salvaje», sino en una dimensión histórica, y crea una voz coral de dolor, rebeldía y amor. A lo largo de esta crónica, la suerte —o desgracia, más bien— de los indios nos conmueve y estremece, pero a su vez alcanza tonos místicos donde hay espacio para la esperanza: «Regreso desde los cerros, donde moríamos / a la luz del frío. / Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas. / Desde las minas, donde moríamos en rosarios. / Desde la Muerte, donde moríamos en grano. / / Regreso / ¡Regresamos! ¡Pachacámac! / ¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo tam! / ¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo tam! / ¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo tam! / Comaguara, soy. Tomayco. Chuquitaype. Guartatana. Duchinachay. Dumay. ¡Soy! / ¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!». En vida sólo logrará publicar dos libros más: En un lugar no identificado (Mérida, 1962) y Conexiones de tierra (Caracas, 1964); quedó inédita su obra más tardía, y sería luego publicada por un grupo de poetas y escritores venezolanos con el título de Materia real, en el que se incluían dos libros: Materia real y El Gran Todo en polvo, sus libros más herméticos, y algunas series de poemas de otro libro inacabado, La corteza embrujada, escritos, estos últimos, entre 1952 y 1966. De estos libros, la crítica literaria se ha ocupado menos, algunos motivados por el asombro de las imágenes y construcciones verbales, otros temerosos ante la aparente complejidad de una poesía ajena a unos códigos tradicionales. Como veremos más adelante, estos poemarios son sentidos, profundos, de un surrealismo tan personal como sabio, lleno de imágenes deslumbrantes: «Qué terror descendía de los costados lluviosos de la escuela. / La misa cargada de madera y de fuego, como un barco. / La campanilla en todos los rincones de la sala / como un rocío que peligra y vuela» («Origen II»); o: «Atravesábamos calles repletas de sal / hasta los aleros, y la barba / se nos caía como si sólo
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César Chávez Aguilar. El pez sólo puede salvarse en el relámpago
hubiera estado / escrita a lápiz. / Pero la Poesía, como una bellota aún cálida, / respiraba dentro de la caja de un arpa» («Tarea poética»). Se ha discutido mucho sobre la muerte de César Dávila Andrade. Se puede especular sobre las causas que lo llevaron a la decisión fatal, pero nada de ello finalmente explica el hecho de la poesía. La poesía, cuando surge, si bien nos habla de una interioridad personal, excede a su creador, se apropia de una vida separada, corre por sendas diferentes de la biografía del poeta. Así, podríamos escudriñar en la poesía de Dávila Andrade intentando encontrar respuestas a sus decisiones, y en especial a la última, pero serían meras especulaciones, pues su poesía ya nos da respuestas: no nos habla de César Dávila Andrade, del hombre bajo y robusto que muere en Caracas el 2 de mayo de 1967; nos habla de la condición humana, de ellos, de nosotros, de aquel, del otro, de mí mismo. Tradicionalmente se ha dividido la poesía de César Dávila Andrade en tres etapas; seguiremos esta línea que ayuda a comprender el desarrollo de su poesía, aunque variaremos las denominaciones de las mismas: la primera es una etapa neorromántica, a la segunda la llamaremos telúrica y la tercera es su período hermético. Esto no quiere decir que no encontremos versos románticos en la etapa hermética o imágenes esotéricas en la etapa telúrica; la división por etapas nos ayuda a entender las líneas generales de la poesía del poeta cuencano en un período determinado, pero en poesía nada es esquemático o cuadriculado: es comunicativo, contaminante, se filtra entre los límites, los rompe y los vuelve a juntar; mucho de eso lo sentimos en la poesía de Dávila Andrade. La primera etapa va de 1934 a 1946 y en ella se incluyen los libros Oda al Arquitecto y Espacio me has vencido, a más de las poesías primarias que había publicado en su ciudad natal. La poesía de esta etapa está todavía muy atada a los postulados tanto rítmicos como imaginativos del modernismo hispanoamericano y de los posmodernistas ecuatorianos, en especial de Jorge Carrera Andrade —uno de los grandes escritores del país—, poeta que en estos años dedicaba sus cantos a
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las pequeñas cosas, a la vida diaria, a las formas comunes. Este lado sensitivo, colorido, hace que el escritor Jorge Dávila Vásquez hable de una etapa sensorial, cromática. Los poemas siguen las líneas románticas, como en la idealización de la mujer o en los paisajes más bucólicos que se atraviesan en los versos: «Por tu finura de ángel con alas de violeta / y tu ternura inmensa que, a veces, se hace pena, / un Amor infinito escribió en el cielo / la inicial de tu nombre con un grupo de estrellas» («Canción a Teresita»); pero, como ya habíamos dicho antes, se percibe en esta poesía una fuerza rítmica y lírica que sólo se incrementará en las siguientes fases de su poesía. La segunda etapa, que llamaremos telúrica, va desde 1947 a 1959. La llamamos así por la primacía en la grandiosidad descriptiva y de cierto emparentamiento místico con la naturaleza, además de la apelación a una condición histórica que define al habitante de esta geografía. No hay duda de que los poemas emblemáticos de esta etapa son «Catedral salvaje» y «Boletín y elegía de las mitas», y en ellos percibimos la influencia insoslayable de la poesía de Pablo Neruda, en especial de su inmenso poema «Alturas de Machu Picchu», pero como ya habíamos manifestado más arriba, eso no le quita la virtuosidad a estos poemas: los emparenta con la poesía nerudiana, mas no son absorbidos por ella. Vladimiro Rivas Iturralde afirma: «Estos poemas constituyen las dos cumbres de la obra de Dávila Andrade y desde ellas debe contemplarse su obra». Más allá de la verdad de esta afirmación, es indudable que esos dos poemas son una marca de nacencia de nuestra poesía, impronta imborrable de nuestra tradición literaria: «Yo, que jugué a la Juventud del Hombre, / alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! / Y, mientras cae el rocío sobre el mundo, / atravieso la hoguera de la resurrección!» («Catedral salvaje»). Por último, la tercera etapa es la llamada hermética, denominación en la que casi todos los críticos coinciden. Abarca desde 1960 hasta 1967 y corresponde a los últimos poemarios de Dávila Andrade, en especial Un lugar no identificado, Conexiones de la tierra, La corteza embrujada y Poesía del Gran Todo en polvo. Si bien existe
coincidencia en la denominación, no la ha habido en cuanto a la interpretación de los poemas. César Eduardo Carrión, en La diminuta flecha envenenada, libro que está dedicado al análisis de esta etapa en la poesía de Dávila Andrade, dice acerca del calificativo de hermético: «... es pertinente en tanto proviene de la peculiar noción que tienen sus críticos acerca de lo que es un poema y de lo que debería ser la poesía lírica, pero es al mismo tiempo evasivo, porque demuestra una fingida incapacidad para interpretar y valorar el sentido y el lugar de la poesía hermética daviliana». Me parece acertado lo que afirma Carrión, porque si bien hay comentarios y crítica en abundancia sobre las dos primeras etapas, la hay escasa sobre la tercera, y mucha de esta se la despacha afirmando la impenetrabilidad por un presumible esoterismo, pero sin hacer análisis real de los versos y los poemas. Es verdad que en una primera lectura las imágenes, los símbolos, la estructura verbal nos descolocan, pero una lectura más detenida nos permite descifrar la intención del poeta; si bien puede verse un agotamiento en la posibilidad de comu-
nicación, es en ese límite en donde descansa la verdad poética; vemos el vacío, pero también el hilo que nos ayuda a penetrar en él: «No hay angustia mayor que la de luchar envuelto / en la tela que rodea / la pequeña casa del poeta durante la tormenta / [...] / Pero la tela se encoge y ninguna práctica / es capaz de renovar / la agonía creadora del delfín / El pez sólo puede salvarse en el relámpago» («Profesión de fe»). La salvación está en la luz. Un punto final: se ha hablado siempre de la cercanía poética de Dávila Andrade con César Vallejo, el gran poeta peruano. Se ha dicho que Los heraldos negros, Trilce y Poemas humanos podrían ser ubicados en las diversas etapas davilianas. Es indudable la presencia de Vallejo en Dávila, pero nos preguntamos: ¿puede evadir algún poeta andino o latinoamericano a Vallejo? Más que influencia, que no niego que exista, hay una fraternidad poética, hay elementos que hermanan a ambos poetas: la pobreza, la sensibilidad humana, la presencia del paisaje andino, la búsqueda vanguardista, el especial forzamiento de las imágenes, el exilio voluntario, la muerte temprana. Esa hermandad hace que las voces de los poetas pervivan en conjunto. Las visitas que hacía Dávila a la poesía de Vallejo alimentaron su propia visión y su sentir; la lectura que hace Dávila de Vallejo lo enriquece a este, pues nos da los giros que necesitamos para desentrañar su poesía. La originalidad en literatura no existe. Existen influencias, relecturas, reescrituras; la voz auténtica de un poeta surge tras todas las sombras tutelares que pudiera haber. Hemos señalado que Jorge Carrera Andrade, Pablo Neruda y César Vallejo influenciaron a nuestro poeta, pero lo que nació de esto es una poesía de corazón tierno y coraza dura, de música y sensibilidad, solitaria y solidaria. La poesía de Dávila es, al final, distinta, nos muestra ese lado del ser humano que la poesía de aquellos tres grandes poetas no mostraba, ese perfil oculto, ese lado oscuro. La poesía de Dávila, con todos sus matices, es una poesía de luz, de fe, de salvación. Acudo, para terminar, nuevamente al verso final de «Profesión de fe»: «el pez sólo puede salvarse en el relámpago».
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La batalla contra la mala costumbre: diagnóstico y crítica de la sociedad ecuatoriana en Prepoemas en postespañol de Jorge Enrique Adoum
Por Andrea Guerrero Piedra Prepoemas en postespañol es la obra poética más experimental de Jorge Enrique Adoum. Ofrece, por otra parte, un registro de la identidad ecuatoriana que funciona como un diagnóstico poético del «mal vivir», que el propio autor denomina como la «mala costumbre». La propuesta se inserta dentro de la producción poética latinoamericana del setenta, es decir, dentro del proceso evolutivo que abandonó la línea nerudiana para adoptar la vallejiana, pero que, además, específicamente en el caso de Adoum, agrega la herencia de sus padres ecuatorianos: los real-socialistas del treinta y Pablo Palacio. Dicho esto, es evidente que nos enfrentamos a un poemario con una vasta carga social, que a pesar del dolor que arrastra ofrece también una postura combatiente, que inspira al ecuatoriano a enfrentarse al peor de sus enemigos: él mismo. En este sentido nos encontramos ante una variable vallejiana que plantea un fuerte intento de coordinación entre la realidad percibida por el poeta y el esfuerzo por verbalizar algo que resulte ser lo más próximo a la verdad. Ese acto de buscar la precisión en la expresión conlleva una conciencia de los límites del lenguaje, en este sentido impotente, innominable e insuficiente. Adoum deformó la palabra, pero ante el reconocimiento, en su caso, de su incapacidad de conceptualizar y explicar el sinsentido del mal vivir del ecuatoriano, que no tiene inicio ni fin. Los versos de «Hotel Saint-Jacques» ejemplifican claramente su estética: «madrúgame mañana para reamarnos / y rehacernos emparejado el cuerpo / antes de que el día nos desdoble» (1-3). El poeta, que compartía los mismos ideales de su generación, hasta cierto punto no podía hablar de revolución de la misma manera en que lo hacían los demás escritores latinoamericanos. Las dictaduras en Ecuador no se compararon en relevancia, ni en difusión, con las
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del resto de América Latina. Es decir, no hubo ni héroes, ni grandes intelectuales mártires, ni una causa política y social evidente por la cual luchar. Siendo así, ¿cuál es el aporte ideológico del Ecuador en estos años?, ¿cómo su literatura podía ser relevante cuando sus temas realmente no estaban en sintonía con la región? Es por eso que el poeta optó por escribir acerca de la lamentable idiosincrasia corrupta, la «mala costumbre» del «mal vivir» ecuatoriano, el horror de lo imperceptiblemente cotidiano, que corroe a una nación tanto como cualquier régimen autoritario. Adoum, en los años posteriores a Prepoemas en postespañol, como si estuviera teorizando más allá de la forma poética, tocando sólo el meollo social del asunto, expuso en su libro de ensayos Ecuador: señas particulares justamente todos esos rasgos identitarios que conforman la «mala costumbre» del ecuatoriano, que, sumados a la corrupción y la pobreza, entorpecen el crecimiento integral del país. Adoum tuvo a cuestas una revolución que consistía en autoaniquilarse, en atacar al ciudadano promedio, a la idiosincrasia del cholo, del indígena y del blanco mestizo, al mismo grupo social que internacionalmente los demás poetas latinoamericanos protegían. Entonces, ¿cómo gritarle al mundo, con la misma pasión que habría tenido Gelman por ejemplo, un problema tan complejo que ni siquiera localmente era posible de comprender? He ahí la relevancia de la obra de Adoum. Por eso, PrepoeFotograma del documental Poesía mano a mano, Jorge Enrique
Adoum y Efrain Jara Idrovo. Centro Experimental Oido Salvaje
mas en postespañol no deja de ser un poemario extraño, difícil de seguir y comprender, a menos que se entienda la complejidad de su contexto y del nuevo capítulo y matiz que abre el concepto de revolución dentro del territorio ecuatoriano. Hay varios caminos posibles para abordar Prepoemas en postespañol: desde la semiótica, la experimentación, la extrañeza lingüística, el análisis de la forma, el humor, la incorporación de expresiones coloquiales sugerentes y los diálogos con sus compañeros de generación, entre otros. No obstante, en cuanto a la mirada hacia la realidad ecuatoriana, Adoum aborda la corrupción, las automutilaciones, la circularidad, el amor en la rutina y la irrupción de la costumbre. El poema «Pasadología», uno de los textos clave del compilado, guarda la idea principal de la obra. En sus versos apunta: a contrageografía (porque era contra pasaportes dictadores continentes y contra la costumbre que es más peor* que nuestros dictadores) 1 (10-13)
Como ya fue mencionado, el sistema político del país fue una de las grandes enfermedades de su sociedad, un motivo de vergüenza y baja autoestima nacional. Pero en este poema, Adoum coloca a la idiosincrasia, a «la costumbre» ecuatoriana, sobre uno de los elementos más dañinos del entorno, siendo así el mismo ecuatoriano el causante de su situación. Por el contrario, en «Casi como Dios», juega con la pesadumbre del ciudadano ante la situación que le tocó 1. Adoum agrega el asterisco sobre peor y comenta: «*Porque los dictadores ya eran lo peor / y porque así se dice en mi país y no me excuso». La cita fue tomada de la edición póstuma Obras (in)completas, 2005.
vivir y su cargo de conciencia por las decisiones tomadas. Como el nombre del poema indica, el yo, en este caso, es el creador o «casi creador» del entorno en el que vive y, por lo tanto, todo alrededor de él es consecuencia de sus actos: «y ultimadamente / no me salieron bien las cosas / basta ver nuestros pobres países paisitos / con su creti(asesi)no ecuestre en tanto muerto» (1-3). Resulta impactante la metafórica imagen que surge del infinito estado de dolor del yo: «con su creti(asesi)no ecuestre en tanto muerto», en donde lo verdaderamente horrendo reside en haber comparado la destreza del fatídico líder con la de un jinete, un «ecuestre», hábil para asesinar según sus intereses. El poema concluye con dos versos que enfatizan la imposibilidad de conocer por completo lo que sucede tras todo un sistema de corrupción: «(yo sé que aunque esta es la verdad no es toda la verdad / lo que pasa es que el resto de la verdad no duele tanto)» (20-21). De este modo, el poeta apela a la normalización del abuso: el ecuatoriano está tan acostumbrado al dolor, que hay actos que se volvieron imperceptibles. Al abordar la automutilación, Adoum lo hace desde las actitudes propias del país: «el cercar al otro», limitarlo y por lo tanto automutilar el progreso colectivo. El poema más explícito es «Acerca de las cercas» —que a través de la aliteración y el juego de palabras relata una relación tóxica—, en el que uno de los personajes le propone al otro cercenarse mutuamente, en un acto que podría parecer de amor: «quiero decir tú cercada por mí / cercador que tu cercado cerca / […] / cercándome con mis dudas tercas duras (5-6, 8). El amor en las relaciones de pareja también es uno de los temas que envuelven casi todo su poemario, especialmente cuando se trata de una rutina desgastada por la circularidad. A pesar de que es posible enumerar varios de sus poemas, es interesante revisar versos como los de «En principio era el verbo», uno de sus
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Andrea Guerrero Piedra. La batalla contra la mala costumbre
textos más experimentales. Manuel Corrales Pascual, quien elaboró un estudio semiótico acerca de la poética de Adoum, comentó justamente que la fuerza poética del curioso lenguaje en poemas como «En principio era el verbo» radicó en la necesidad de inventar una palabra extraña, para expresar un sentido inédito (43). De ese modo, el poeta ejerce una violencia en el sistema gramatical, al arrancar a los sustantivos de su función nominal para forzosamente transformarlos en acciones, es decir, pasar del nombre al acto. En este sentido, el poeta pretende crear un espacio alterno, ocupado por sensaciones antes inefables: «te número te teléfono aburrido / te direcciono (callo caso y escalero) / ya habitacionada ya te lámparo te suelo» (1-3). En el poema, Adoum describe un encuentro amoroso, que aparentemente responde a una misma y frecuente rutina. Elementos como el aburrimiento del inicio o el rápido repaso por las acciones —como si el yo supiera lo que pasará en el instante siguiente, sin sorprenderse incluso por la curiosidad del lenguaje que envuelve la situación— dan pistas de cómo un acto tan sensible se ha vuelto costumbre. Por otro lado, la circularidad es representada a través de la pobreza y el vaivén político. La cotidianidad del hombre se asemeja a una historia aburrida que se repite de manera eterna. En «Lo insólito de lo cotidiano» retrata: «yo leo en el periódico de mañana que ayer hubo / unavezmente más un cambio de gobierno que no cambia / [...] / porque vamos generalmente de general en general degenerando» (3-4, 7). Por otro lado, en «Epitafio del extranjero vivo», Adoum se inmiscuye en el interior del hombre. El poema recurre al prefijo des-, con la intención de enfatizar el deshacer constante de la identidad: «desretratado en su pasaporte / descontento en este descontexto / [...] / queriendo incluso desencruelecerse» (3-4,7). Asimismo se sirve del prefijo re-, como acto de (re)construcción de lo desecho: «pararse a reparar y repararse» (8). El título y los versos finales, de manera más explícita, hacen hincapié en la circularidad del destino ecuatoriano. El título, que está compuesto por palabras opuestas al inicio y final, como el sustantivo inanimado epitafio y el adjetivo vivo, que modifica la naturaleza del sustantivo. Así como el cierre, que redefine el concepto de muerte con la acción de revivir, sin dejar de sugerir
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ironía al adjetivar el acto como «virtuoso»: «y sigue remuriendo en un círculo virtuoso / de su larga desmuerte enduelecido» (11-12). Son varias las ocasiones en que se ha comentado que Jorge Enrique Adoum es un pesimista combatiente: pesimista al arrastrar la tristeza, el dolor, la pobreza y la historia desde sus primeros poemarios; combatiente porque, a pesar del modo de mirar su país, hay un aire de lucha que lo redirige. En palabras del propio poeta: «En mi pesimismo combatiente siempre creí en el futuro, [...] creo en la posibilidad de una paz estable y duradera, que liberará energías para ese proyecto de futuro, que no construimos, a base de la afirmación de una conciencia cívica creadora, capaz de echar los cimientos de un país que nos devuelva el orgullo que perdimos» (Ecuador: señas particulares, 296). De ese modo, Adoum pretendió contraatacar la «mala costumbre» con todos los «malos hábitos» que arrastra. Por eso, «Pasadología», como su nombre indica, es una cátedra del pasado que se repite y concluye con la postura que debe asumir el ecuatoriano, contra el destino, los Gobiernos, la geografía, la costumbre y él mismo, como única manera de entrar en el porvenir: A contrapelo a contramano contra la corriente a contralluvia a contracorazón y contraolvido a contragolpe de lo sido sobreviviendo a contracónyuge a contradestino y contra los gobiernos que son todo lo absurdo del destino a contralucidez y contralógica a contrageografía (porque era contra pasaportes dictadores continentes y contra la costumbre que es más peor* que nuestros dictadores) contra tú y tus tengo miedo contra yo y mi certeza al revés contra nosotros mismos o sea contratodo, y todo para qué.
Una pupila cortada en la oscuridad Por Augusto Rodríguez Guayaquil, 1922. Una mañana del mes de junio, Hugo Mayo se dirigió a la imprenta Gráficos Seneffelder. Había dejado su manuscrito todavía caliente, su primer poemario, llamado El zaguán de aluminio. La ilusión le invadía y lo superaba. Iba a ver por primera vez un libro suyo impreso. Su primer hijo no nacido. Su ópera prima. Su vástago lleno de versos desenfrenados. Pero para su desconcierto, su libro inédito El zaguán de aluminio no estaba, no existía, no era nadie. Fue vilmente robado ante la mirada de los trabajadores de dicha imprenta. Mayo se quejó con el dueño de la imprenta, pero él sólo se encogió de hombros y le dijo que había sido robado y que nadie sabía el paradero del libro. Que lo sentía mucho y que lo disculpara. Lo cierto es que el libro no apareció nunca más. Mayo sabía que ese acto surrealista, la desaparición de su libro, se debía a una cruel venganza. Venganza de algún fanático de la poesía modernista o del crítico que escribió en su contra en una revista donde afirmaba: «Un loco anda suelto en Guayaquil». Un loco que quería acabar con el modernismo de Rubén Darío. Y tenía toda la razón. ¿Miguel Augusto Egas Miranda? ¿Hugo Mayo? ¿Quién soy? Sólo puedo afirmar que Miguel Augusto Egas Miranda ha muerto. Yo soy el mejor poeta del Ecuador. Soy Hugo Mayo, un poeta distinto. Soy a mi manera —como temo intoxicaros, olvidad que soy poeta. Les permito llamarme como quieran. Nací en Manta, en el año 1895. Manta es una bella ciudad pesquera de la provincia de Manabí, Ecuador. Pero he vivido gran parte de mi existencia en Guayaquil. Tomé
el nombre de Hugo Mayo por el escritor francés Víctor Hugo y Mayo por ser el mes de la primavera.
Mayo sufrió en vida todo tipo de persecución por parte de los fanáticos de Medardo Ángel Silva, a pesar de que con Silva eran buenos amigos. Incluso Mayo le escribió un poema, pero, obviamente, sus estéticas literarias eran contrarias. Como si fueran de distintos partidos políticos o de equipos de fútbol rivales y estuvieran enfrentados a muerte no por ellos (los líderes de los partidos políticos), sino por sus seguidores. Las personas que conocían al poeta sabían que era un poeta que se dedicaba a su humilde trabajo. No le gustaban las polémicas ni andar peleando en la calle. Mayo decía: «Soy un oscuro funcionario público de la oficina de rentas e impuestos de la Gobernación del Guayas, ventanilla 13 de Espectáculos, soy un empleado público del verso». Hugo Mayo no publicó en el año 1922 su libro El zaguán de aluminio. Pero seguía anclado en su memoria. Reescribió los poemas de ese libro, pero no quiso publicarlo. Él afirmaba: «Creí necesario dar a la publicidad mis primeros poemas. Pero, ¿cómo lograr la finalidad en un medio hostil a las nuevas formas líricas, desposeídas de la preceptiva de la época? ¿Cómo hacer entender que la rima sólo constituía el espejismo de neoclasicismo convencional para seducir el gusto artístico de ciertos jóvenes y niñas de decadente romanticismo? Fue imposible lograr aquello e imposible también hacer entender la finalidad de mis poemas». La rutina de Mayo era muy clara. Se despertaba muy temprano, alrededor de las cinco de la mañana. Tomaba café descafeinado, comía pan tostado, con una pizca
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Augusto Rodríguez. Una pupila cortada en la oscuridad
de margarina y un jugo de maracuyá. Almorzaba en el Piave, un restaurante de la familia Perrone en la calle Chimborazo, cerca de la catedral, en todo el centro de Guayaquil, y para la cena comía cualquier cosa al paso, una empanada, un sánduche de chancho con una Coca Cola bien fría. De vez en cuando se reunía con un amigo o amiga para tomarse una cerveza helada y hablar de literatura y de poesía, pero con el paso del tiempo, esos amigos siempre escaseaban. A Mayo le gustaban mucho las flores, los jardines y los parques, solía quedarse sentado en el parque Seminario o el parque Centenario por horas, ahí observaba el paso de fanáticos religiosos, políticos, periodistas, mendigos, fotógrafos que siempre deambulan por esos sitios. Siempre llevaba un cuaderno escolar de líneas y algunos lápices y bolígrafos para escribir alguna nota o un poema. Sentado en el parque Seminario, cuando baja el sol de la tarde, duerme en una banca. Sueña con imágenes irreales, coloridas, fulgurantes hasta que aparece en el sueño una motocicleta grande, veloz, poderosa y se imagina trepado en ella. Esa motocicleta va cruzando la avenida 9 de octubre y baja por la calle Mascote con rumbo para el sur de Guayaquil. Mayo nunca aprendió a manejar ni una bicicleta, ni una moto, ni un carro, pero su sueño era muy real. No quiere despertar. Sigue soñando. Para muchos la revista Motocicleta fue un mito, pero no para el crítico Pesántes Rodas, que tenía un ejemplar de la publicación. «El único mito de la revista Motocicleta es que algunos improvisados tratadistas de nuestra literatura han querido convertirla en mito», afirma el destacado ensayista ecuatoriano. Siempre hubo las leyendas y mitos que vieron la revista en Nueva York, en París, en Tokio, etc., pero quien tenía un ejemplar (y todavía lo tiene) es el mencionado crítico ecuatoriano Rodrigo Pesántes Rodas, que lo prestó para el Anuario del Centro Cultural Benjamín Carrión, dedicado a la vida y obra de Hugo Mayo, en el año 2009. La revista Motocicleta, fundada por el poeta, empieza a circular en Guayaquil el 10 de enero de 1927. El subtítulo rezaba: Índice de poesía vanguardista; se aseguraba que aparecería «cada 360 horas» y llevaba la dirección del
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domicilio del poeta: Avenida Rocafuerte 507. La revista es un desplegable de divulgación poética (de seis a ocho páginas, 14 x 21 cm.). Constituyó el ombligo del vanguardismo poético. A pesar de haber durado sólo cuatro números, por circunstancias de orden económico, contó con la colaboración de los más altos poetas de nuestra patria, de América y España. Mayo declaró: «Fundé Motocicleta yo solo. El primer número no tenía, se puede decir, casi ningún valor; eran poetas nuevos aquí, que se iniciaban, como Humberto Mata Martínez, Camilo Andrade; después encontramos colaboraciones de Francia, España, América. Eso me ayudó mucho. Desgraciadamente, de esta revista no conservo ningún número, tampoco se la encuentra en bibliotecas del Ecuador. Salieron cuatro números de Motocicleta, sacaba algunos cientos, tenía con mucho esfuerzo que mandarla al exterior. Entre ellos: Neruda, Rosamel del Valle, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Alfredo Gangotena, Jorge Carrera Andrade, Gerardo Diego, Díaz Casanueva y más poetas de prestigio». Muchas veces me he preguntado: ¿qué hubiera pasado si Mayo hubiera vivido en esta época de redes sociales, revistas virtuales, agentes literarios, viajes y premios literarios? ¿Seguiría siendo el mismo o sería un poeta más entregado a la fama de la literatura? Me gusta imaginarme a Mayo como un crítico duro de roer, ante el mundo que vivimos, ante el arte que vivimos, ante la cultura que vivimos, entregados a las mafias, a las transnacionales, a las grandes corporaciones y a los jurados corruptos. Cuando camino por la ciudad de Guayaquil, por sus calles, sus avenidas peligrosas, su lluvia incansable, sus mosquitos, sus bellas mujeres, sus cálidos ancianos, su gente amable de cualquier esquina, me imagino la ciudad que dejó de existir, la ciudad que fue Guayaquil y que ahora no es Guayaquil. De su antiguo malecón peligroso al malecón tipo Bayside de Miami. Me imagino el Guayaquil de Medardo Ángel Silva, de Pablo Palacio, de José de la Cuadra, de Joaquín Gallegos Lara, de Augusto San Miguel (el pionero del cine ecuatoriano), de Hugo Mayo, sin duda uno de los grandes poetas de este país, todavía inédito para el
mundo y desconocido para los propios ecuatorianos. Me imagino al viejo Hugo Mayo caminando por las calles de Guayaquil, sudado, cansado, con sus poemas en servilletas, papeles, notas y cuadernitos de poesía. Caminando sin reflejarse por las calles, por los autos, por los edificios de un Guayaquil que lo niega y lo desconoce. Atrás quedó su Manta, su tierra de origen. Su vida era Guayaquil. La ciudad que lo acogió entre sus brazos y le hizo la vida dura (¿o la poesía es el hueso duro de roer?). Mayo con su revista Motocicleta y los sueños de una nueva vida para él y para la poesía del Ecuador. Mayo, el guerrero silencioso del lenguaje que camina sin norte por la vida. La pobreza, el hambre, la desidia pasan por sus huesos como un pasajero sin rumbo. Mayo camina sin mirar atrás y anuncia el rumbo de la poesía del nuevo milenio. Guayaquil es el puerto principal del Ecuador. Es la ciudad más grande y poblada del país. La capital económica. Por eso no es extraño que esta ciudad siempre haya sido una ciudad para visitar, conocer y disfrutar. Durante el siglo XX son muchos los escritores, intelectuales, poetas y políticos que han pasado por Guayaquil, desde Borges pasando por el Che Guevara hasta Nicolás Guillén, Mario Vargas Llosa o Pablo Neruda. Es famoso uno de los comentarios de Neruda sobre Guayaquil, donde afirmaba que los muertos (se refería al imponente y hermoso cementerio) vivían mejor que los vivos en el puerto principal. O las famosas visitas a las playas ecuatorianas de la poeta chilena Gabriela Mistral. Como muchos saben, la idea de proponer a Gabriela Mistral para el Premio Nobel de Literatura surgió de un grupo de intelectuales guayaquileños y tomó eco en el mundo. Otro de los ilustres visitantes a la ciudad de Guayaquil era el poeta chileno Nicanor Parra. En ese entonces, el joven aspirante a poeta visitó varias veces al poeta Mayo en su domicilio y en su trabajo. Tuvieron largas conversaciones sobre poesía, literatura y política. Obviamente, Mayo era mayor que Parra por varios años (Mayo había nacido en el año 1895 y Parra en 1914). Sus conversaciones se centraban sobre el presente y futuro de la poesía. Como testimonio de
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los afectos mutuos, Mayo le dedicó un poema a Parra llamado «Todo puede venir»: Todo puede venir A Nicanor Parra, en su visita a Guayaquil. Todo puede venir mucho antes de rascarnos los pies, una mañana Así vino el zapato que dejó en el pulgar un callo La carcajada de un cura pornográfico, desde un confesionario El jugo de verdinas naranjas, para un purgar de urgencia Todo puede venir mucho antes Y siempre, como las cosquillas del agua en menopausia Como el hernioso en su hermosura Como la mirada de un pollo de tres libras, expuesto ante las brasas Y comienza la vida a rajarse por su cerco pero, es cosa que me inquieta, zurcir mis dos bolsillos con una piel de iguana. Después, a limpiarnos el cabello, pasándonos un peine, si sentimos que nos pica un piojo trasnochado.
Mayo era un vidente de las nuevas tendencias literarias, tenía buen ojo y sobre todo un buen oído. Parra aprendió mucho de Mayo. Se piensa que la antipoesía (que tanta fama le ha dado a Nicanor Parra) se la debe este a Hugo Mayo, ya que Mayo era dadaísta, surrealista, ultraísta y antipoeta antes de la antipoesía y, obviamente, antes de Parra. Mayo publicó muy tarde su primer libro (ya todos sabemos el motivo de este gran atraso). Realmente, el poemario El zaguán de aluminio se debió publicar en el año 1922, pero no fue así. Parra publicó su famoso libro Poemas y antipoemas en el año 1954. Tal vez el gran logro de Parra fue que supo escribirla y sobre todo difundirla en el mundo como un logro suyo, como un invento suyo, como algo que
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nació de sus entrañas y que se debía a una contramarea a Neruda, y de ahí creció el mito. Por su parte, Mayo afirmó: «No estaba de acuerdo con lo que se escribía en mi época, de allí pueden ver lo que he escrito. Fueron poemas que se salieron de la ruta poética de ese tiempo. Yo era dadaísta, surrealista, yo escribía para el futuro». Mayo escribía poemas que rompían con su época. Causaban un impacto fuerte entre las personas aficionadas a la poesía y sobre todo a los seguidores del modernismo, que estaba de moda en esa época. En 1937, el escritor Benjamín Carrión escribió: «Es el primero de nuestros poetas que “torció el cuello al cisne de engañoso plumaje”, según el canon purificador de González Martínez. El primero que insurgió contra la supervivencia del son rubendariano. Y se acogió siempre a los nuevos caminos de la sensibilidad y de la poesía». Poemas legendarios, únicos, diferentes a todo lo que se escribía en el Ecuador, como el siguiente: La tos del cerdo Hasta me voy de filo cuando muerdo la tentación del carretero de fumar la distancia en un cigarro Pero desarmándome en medio de la calle estoy de estos engaños Recordé lo del tango «A mí me toca emprender la retirada» Sin embargo de atrás una noticia traigo La tos del cerdo ha sido siempre un caso clínico polémico.
El crítico Hernán Rodríguez Castelo afirmó: «Mostró, poema a poema, la garra de una expresión que, a la vuelta de medio siglo, se ofrecía fresca, libre, certera; dando a cada tema su tratamiento imaginativo y verbal exacto, empleando para los dos grandes oficios líricos —la analogía y la ironía— hasta lo más ordinario — como para las estrellas, broches de camisas—. Tajando la epidermis de las cosas con certero bisturí conceptual, imaginista y verbal, daba en lo esencial». La obra de Mayo ha ejercido y ejerce enorme influencia en las nuevas generaciones de escritores ecuatorianos. Es hora del descubrimiento, es hora de que ocupe el lugar que se merece en este mundo.
L a vi d a b r e v e
Recuerdos de hilo Alejandro Espinosa Fuentes
Yo no sé de qué murió mi esposa. Creo que discutíamos por la niña, ya no recuerdo. Algo de la niña. A mí no me parecía que estuviera en una escuela sin uniforme, no sé. Dudo tanto, porque después llevé a la niña con su abuela y me entregué en la comisaría. No tuve un juicio justo. Me liberaron sólo tres años más tarde y yo a la niña no quise verla. Su abuela tampoco me lo iba a permitir, pero sí volví a la casa donde una vez vivimos los tres juntos. En mi ausencia, pusieron la casa en alquiler y uno de los inquilinos olvidó en la habitación de mi hija una horrenda colección de peluches. Entre el montón, me encariñé con un perro de tela color almendra y nariz negra al que llamé Elisa, porque así se llama mi hija. Con el paso de los días, asumí que esa criatura desgraciada le había pertenecido. Jugaba, las primeras noches, a situarla en lugares narrativos, como en el borde del fregadero, en el interior del horno o a los pies del refrigerador. Sus ojos de luna manchada se quedaban absortos frente a la enorme puerta del refrigerador, pero no ladraba. Yo apenas comía. De vez en cuando ordenaba comida turca y podía pasar una semana sin terminarme las sobras. Me entretenía, también, garabateando con migajas de pan el falso deambular del perro. Trazaba caminitos de hélices y apretaba su hocico de peluche contra el piso hasta eliminar el rastro. A la segunda semana sumé al juego a una pequeña jirafa, que de tanta mugre era color ámbar. A ella la llamé Ana, como mi esposa. Elisa y Ana me acompañaban, una en cada mano, mientras averiguaba qué quedaba de mi existencia. Eran suaves, como una mañana de domingo en la que, abrazado a un cuerpo dulce, no sales del colchón más que para ir al baño. Su suavidad amortiguaba la fuerza con la que tensaba mis dedos alrededor de sus patitas. Ana
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L a vi d a b r e v e
Alejandro Espinosa Fuentes. Recuerdos de hilo
prefería los terrenos altos. A veces me la encontraba hablando sola sobre un aspa del ventilador, o encima del librero donde también escondía polvosos tomos de enciclopedias incompletas. Ellas se llevaban bien en un inicio, pero con la llegada de Franz, una ardilla carcomida por el polvo, la situación se puso tensa. Franz era mi nombre hasta que se lo cedí a la malhumorada ardilla. Tenía un costado del vientre deshilado y le brotaban andrajos de algodón mugriento similares a un hígado enfermo. Franz jamás quería moverse del sofá. Dejaba las patas al aire y, con la televisión encendida, se dedicaba a rumorar anécdotas de una guerra que no vivió. La jirafa no contestaba a las provocaciones, pero se obstinaba en monologar sobre temas aleatorios, como la forma de las cabinas telefónicas en las diferentes ciudades del mundo, desde el amanecer hasta la hora de apagar las luces. Yo me arrellanaba en una esquina y me fingía invisible. Solo la pequeña Elisa, al perseguir los caminitos de migajas, a veces olfateaba los rastros para llegar a mí, y yo le decía no te preocupes, no estamos locos. Le cantaba lo que fuera y le daba un beso en la oreja. Enternecido, el cachorro deslizaba el hocico a lo largo de mi palma y proseguía su camino. Una mañana de lluvia salí a la terraza y me distraje con las gotas que humedecieron mi piel, como si esta también estuviera hecha de un material felpudo. Volví aprisa, convertido en una alfombra enlodada, a darme un baño. Afeité lo más al ras que pude la capa espesa de filamentos que recubrían mi piel. No eran pelos sino un material más fino. Frente al espejo, me hice sangre tratando de encontrar mi antigua vestidura. Buscaba en sitios donde sabía que tenía un lunar, pero no distinguía más que la felpa putrefacta. Tardé en salir del baño y me resultó curioso que Franz ya no estuviera rumorando viejas leyendas bélicas. De reojo, lo vi muy apacible sobre el sofá. Un rasgo de discreta alegría destacaba en sus rasgos irónicos de ardilla. ¿Qué hiciste? Corrí hacia la mesa del salón, donde encontré a la jirafa despedazada. ¿Qué pasó aquí? Franz no dijo nada. Elisa seguía dando vueltas, olfateando las migajas de pan. Ana estaba maltrecha, como si alguien le hubiera dado la vuelta a sus órganos. Como quien pone de revés un gorro, le habían arrancado la piel trozándola hacia adentro. Busqué entre los jirones de algodón el pequeño corazón de la jirafa, pero lo único que palpaban mis manos era la sangre deshilachada. ¡No te quedes ahí sentado! ¡Llama a una ambulancia! La ardilla se desperezó y bajó del sofá al piso rezongando. Elisa, le dije al cachorro, vete a tu cuarto, no veas nada. Pero Elisa me desobedeció y se dedicó a olfatear los hilitos de sangre como si fueran sus caminos de migajas. Franz resopló desde lo bajo. Lo vi en el suelo con el teléfono pendiendo de sus orejas puntiagudas. ¿Qué esperas? ¡Llama!, grité rascando la felpa de mi carne que me escocía en punzadas de escalofríos.
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Del teléfono emergió una voz y, como Franz se negaba a hablar, me lo llevé a la oreja y dije auxilio. Al otro lado, susurró una adolescente. ¿Quién es?, ¿qué quiere? Era Elisa, no el cachorro que seguía olfateando la sangre, sino mi niña, mi hermosa niña ya crecida. Me gustaría pedir un consejo, improvisé al habla. ¿Quién es?, repitió mi hija. Es que te compré unos peluches, un perro y una ardilla, pero no sé cuál te gustaría más que te regalara. Hubo un silencio deliberativo entrecortado por suspiros de enfado. ¿Elisa? No te preocupes. Sólo quiero enviarlo a la casa de tu abuela. Yo no tengo fuerzas. La joven murmuró una excusa a la distancia y luego volvió al auricular. Oí el cerrar de una puerta. ¿Papá?, dijo y me quedé mudo. La ardilla abrió el agua del grifo a todo chorro y apenas podía oír nada. ¡Baja de ahí!, le ordené a Franz, que se había montado en la barra de la cocina. No, no soy tú papá, dije al teléfono, sólo soy alguien que te quiere regalar una ardilla o un perro. Tenía una jirafa, pero está malherida y no creo que pueda salvarla. Eres tú ¿verdad?, dijo mi niña. No, no, lo siento, dije, debes estar confundiéndome. ¡Baja de ahí Franz!, le grité por última vez a la ardilla, que se había situado, de espaldas, a orillas del fregadero. Sólo quiero mandarte un regalo, le dije a Elisa. Mi hija decidió seguirme el juego. Pues, papá, yo ya tengo un perro. Se llama Alberto, es un cocker. Así que me puedes regalar la ardilla si tú quieres. Bien, bien, dije acuclillado. Mi piel, o esa cosa espesa que me recubría, se estaba hinchando desde el interior. Mi carne se condensó en un pelaje tan compacto que me resultó imposible seguir con el teléfono en la oreja. Caí en posición fetal y lloré observando a través de mis lágrimas la sangre destejida de Ana. La jirafa se va a poner bien, papá, tú no te preocupes, alcancé a oír la voz de mi hija. De mi boca brotaban esferas de algodón mojado. Los hilos, henchidos de agua, me cortaban la respiración. Mi niña, quise decir cuando el cachorro se puso a ladrar dándole vueltas a mi silueta. La ardilla se había zambullido y Ana estaba destrozada por doquier. Sólo quedaba Elisa, en busca de unas migajas que no tenían sentido y mi cuerpo enmohecido e inmóvil. Cada día cometo el error de despertar. Los encuentro en el lugar de siempre y me despido, como si se fueran a ir sin mí a un pasado remoto.
Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad de México, 1991) es narrador, poeta, traductor y profesor de Literatura. Ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de Novela «José Revueltas» 2015 por Nuestro mismo idioma, reeditada hace poco en España. Estudió la licenciatura de Letras Hispánicas en la UNAM, el máster en Escritura en la Complutense y el doctorado en Teoría Literaria en la Universidad Autónoma de Madrid. Se especializa en el estudio de la ironía en la narrativa hispanoamericana.
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Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Ricardo A. Bugarín Salvoconducto Salvo el conducto, todo lo demás está en orden. Ante este informe nos invadió la desesperación. Qué hacer con el resto, cómo darle utilidad, en qué transformarlo a esta altura del trayecto. Estas y otras muchas inquietudes comenzaron a aparecer como una especie de barricadas que intentaban detenernos. Se nos hizo imperioso encontrar otra alternativa, alcanzar un salvoconducto que nos liberara de la inacción que se anticipaba. El de mayor coraje tomó la iniciativa del grupo y se colocó al frente en búsqueda de soluciones. De un golpe certero practicó un tajo asegurándonos que esto era de vida o muerte. El resto nos quedamos quietos, alelados, entumecidos, contemplando cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte, tan callando. (Por usar palabras de un poeta.)
Un problema de atención El problema comienza cuando el virus del aburrimiento se extiende por toda la sala. Hay un desatado vaivén que va sacudiendo impulsos y después todo se desmadra. La regla de Ruffini se convierte en arma poderosa en las manos juveniles, los paralelos y meridianos se descuelgan de los mapas y son utilizados a modo de proyectiles que vuelan sobre las cabezas, las fosas oceánicas son trampas mortales dispersas por los pisos y un terrible olor a cateto hace insoportable sostener buenas intenciones. Se dispersa la atención y no hay conjugación verbal que aquiete los ambientes. La contienda se vuelve agitadora y casi inextinguible. El único recurso es el Himno Nacional que, solemne y preciso, se levanta de su letargo conmoviendo corazones y hace que el estadio en que se ha convertido la clase encuentre su cauce rítmico. Después hay silencio. Y vienen los aplausos.
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Barbicidio Mi barba es terriblemente tímida, situación que resulta bastante complicada y, además, agotadora. Apenas cruzamos el umbral de la puerta se apretuja toda alrededor de mi cara y no se suelta ni por un instante. Cruzamos calles, vamos al trabajo, cumplimos el horario estipulado y luego, antes de regresar a casa, suelo pasar por el café a reunirme con los muchachos del laboratorio. Y ella siempre ahí, paso a paso, aferrada a mí. Todo el día más cercana que mi sombra. Una vez en casa, pierde toda la timidez pública y lo primero que hace es tirarse despatarrada sobre el sofá esperando que yo prepare la cena. La veo desde la cocina como se despereza en la sala mientras mira su programa favorito de televisión y me recuerda, con su mejor sonrisa, que no prepare pescado, que no le gusta el pescado. Abro el cajón del bajo mesada, miro los cuchillos y recuerdo que tengo una navaja.
Los juegos del tiempo Cuando se es chico, uno se entretiene con cualquier cosa. Seguir el camino de las hormigas, raspar paredes con los dedos para comer trozos de revoque, cazar arañas con moscas o desflorar las ramas de acacia para jugar a producir nieve perfumada sobre las cabezas ajenas. Cuando se es grande, la cosa va cambiando. Uno se esfuerza en ir tolerando los kilos de más y los pelos de menos, anotando las visitas a médicos y conociendo dolores nuevos, dejando de lado algunos excesos, perdiendo el sueño más fácilmente y se comienza a hablar del tiempo, del reuma y otros escasos entretenimientos. Cuando se es viejo, solo se espera. Y la espera es larga y lo que viene parece que nuca llega. Cada generación tiene su tiempo y modo de jugar sobre el tablero. Ya tenemos todo dispuesto: dados, barajas, piezas de ajedrez, lo que deseen. Y para los impacientes, para los que todo lo quieren ya, como a pedir de boca, preparada también está la ruleta rusa.
Ricardo Alberto Bugarín (General Alvear, Mendoza, Argentina, 1962) es escritor, investigador y promotor cultural. Es autor del libro de poesía Bagaje (1981). En microficciones ha publicado: Bonsai en compota (Macedonia, Buenos Aires, 2014), Inés se turba sola (Macedonia, Buenos Aires, 2015), Benignas insanias (Sherezade, Santiago de Chile, 2016) y Ficcionario (La Tinta del silencio, México, 2017). Textos de su libro Bonsai en compota han sido traducidos al francés y publicados por la Universidad de Poitiers (Francia).
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de
Esther Ramón Poemas pertenecientes al poemario inédito El cuerpo de los colores
Lo que se hidrata o apaga en este mar de leche imaginaria. Lo que arde todavía ausente, sin lavarse las manos que cavaron en mí, que me atraviesan. Tierra de arroz y de alimento, túnel de aire comprimido en la matriz de la montaña, ese hueco solo, esa flauta o caña seca por la que respiro. Lo que bebimos primero y aún nos falta vaciar en otros labios. El cristal y su emulsión: la yegua preñada por fuera y los potrillos que le corren por la piel, despertando el tacto. Sentada contemplo la sangre móvil de los objetos, el engendrado palpitar que estuvo cerca. Bulle la vida que me fue por hueso, salta ahora que nadie espera el salto, y qué habrá en el otro risco, piensan las piernas. Saco las aves. Su vuelo sin color siempre me salva.
Quiero negociar con el sonido. Hundirlo en leche y secar luego la voz, con láminas de sal, con hilos fértiles. Me siento en lo más alto de la piedra, y allí espero. Sigo caminando por dentro la palabra, con las piernas juntas y los labios vendados. Afino la atención: se yerguen los oídos, se exponen, como un vaso capilar al descubierto. Un piar se hunde en lana, un ladrido de árbol, un mar de telas sin tejer y estoy nadando otra vez fuera del agua. Captura y suelta: el pez que resbala entre los dedos, el lomo de luz que no se posa, las manos que se escapan del cuerpo para volver a rozarlo. Me desplazo. Un poco más allá, y no se habita. Cerca de aquí, en el bajío, los pescadores cosechan frutos de lluvia. Quiero reunirme en lo múltiple, alzar un torreón de señales o centro geodésico, una torre que se construye y se encala para situarse en el mapa. Quiero que la lluvia caiga esta vez sobre mi cabeza, que me muerda dulcemente.
Si romper con todo el liquen en la mitad del salto que no fue, con esa carencia, si traer al huevo intacto la albúmina perdida, los ojos de una piedra, de una casa, si escuchar con frío extremo las palabras sin dientes, la lenta actividad de lo arrancado (me quito los vendajes, no hay heridas, me sumerjo, palpo los bordes de una oscuridad solo rota), si quebrar la cáscara preservada en sucesivos inviernos de no mirar lo que se mueve, si todo estalla ahora con una explosión de claridad que me devuelve al cuerpo, al escritorio o cocina donde bato palabras con las dos manos, aleteando en esa mantequilla sin forma ni pigmentos de voz, en esa espuma de bocas abiertas que cantan para mí y no me comen.
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No juzgo tu peso ni lo que mueve el escalón, pero esta costra cubre las huellas de lo remoto en ti que me hace lábil, y enreda los hilos de asentar en ambos lo que escampa. Secaderos del mirar, nada retienen, excusado transcurrir de quien navega, corteza desprendida y en el río, que se niega a ser barca e insiste en mantenerse inmóvil, sosteniendo qué columna, qué viga maestra de lo real domesticado. En el plato compartido había escarcha, porque amanecía detrás del bosque, la madera se abría en gajos, y nadie se decidía a recuperar las semillas, a injertar el dedo ya casi congelado en las raíces. Y por qué era verde, dime, el invierno en ese atolón, por qué además de todo supiste que la madeja estaba tan abierta en sus nudos y no cabía en la cesta del desdén quedarse quieto ni tampoco mojarse los pies en otro estanque. Migraba la rabia y no podía leerla, ni tampoco derramar las bases de las construcciones posibles, y por eso miraba tan fijamente a las nubes, para darme cuenta de que allí no se podía vivir, ni siquiera en las noches en que el ruido aminora y los botones se sujetan con un hilo incandescente. Poco a poco reconstruyo el panal, sus agujeros, chupando de cuando en cuando las paredes dulzonas y el recuerdo de tu brazo, de cómo olía, de cuánto me abarcaba.
El habla se congela en el río blanco, las palabras soportan allí un volumen de experiencia terminal, definitiva. Quizá esto sea internarse, comer las bases: si no hay narración, tampoco hay tiempo, y sin embargo la piel de las manos no es tan tersa y las cuerdas que sostengo aparecen desnudas a la luz. Lavar las posibilidades del color supone tal vez ampliarlas, aunque el borrado y la apertura están muy cerca. Solo se vuelve peligroso el resquicio de ser, el hueco azul o sumidero por el que trajimos nuestras mantas a la orilla y unos cuantos palos y huevos de oca, para calentarnos. Acarreamos también un lenguaje con peso, nudos potenciales, piedras de expresión que no se arrojan. Tampoco existe fluidez en el silencio: nada se diluye en este líquido de enjambre, las paredes se apuntalan, todo se eriza. Con la urgencia de atravesar la nieve, los brazos se hunden una y otra vez en la garganta. Entrego los panes, a medio hacer, pero no los peces.
Vuelvo siempre a una caja, a una maleta transparente. Me come y regurgita, salto en torno a un solo hueso, me sopla desde el interior y la cuerda se deshace sin tocar los cabos. Cuando algo está bien escondido es otro encaje, viene el esfuerzo en bandadas opuestas, y luego hay personas que lo atraviesan pero no basta el impulso: los brazos del deseo son muy cortos, me tragué la voz y todo el lago. Sin alterar la deserción, dejo pistas: migas de sol y piedras que a ciertas horas se elevan como bengalas. Como la cueva es confortable, o es lamer lo que conozco, los jinetes hablan sobre todo en la cabeza, morder manzanas enfrente del espejo multiplica el sabor de lo perdido. Ordeno cuidadosamente los armarios, dentro del balde de agua la realidad es circular y siempre limpia, hasta que el polluelo resbala. Ensayo con la voz distintas taras: el árbol mordido por la mesa, el cazo cuarteado por los bordes, calentamiento extremo de las bombillas, la luz que explota. Todo eso ocurre, claro está, por dentro; no es solo tu pared lo que separa.
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El castillo de Barba Azul
Poemas inéditos de esther Ramón
Es también la ausencia de sombras, de contornos, lo que define de otra manera los matices. Algo así como un vuelo borrado, que nunca fue del todo pero que todavía se recuerda. Aunque hoy no reverbera esa huella equívoca sino un sonido agudo, tintineante, de lata o de botella que no deja de rodar. Allana la nieve sin pisarla, y arrastra consigo un transcurrir dócil, a pesar de que, en un segundo plano, los exploradores extraviaron completamente el rumbo y su paso sobre el frío ya no sabe. Ese es tal vez el punto de confluencia, el más sutil de los encuentros, allí donde no hay marcas ni sombras y estamos tan perdidos. Te sientas cerca, sin rozarme, y las funciones internas siguen activas pero de otra manera, como si los órganos se fueran cubriendo de musgo o plumas, de una tela delicada que respeta la libertad de movimientos. Los testimonios de los supervivientes fueron unánimes: todos escucharon la voz de alguien que no era visible, y esa voz, habituada a la falta total de referentes, nos fue guiando a través de la tormenta.
Me he pintado las uñas con algo anterior a la sangre. Diez corazones, enanos y sin cuerpo, que poso sobre las teclas. Espero. Sale de mí lo que se borra: «las carencias del lodo y su ración de agua desbordada». Pero eso carece de importancia. Hay una palabra legítima, que me pertenece, y no es aullido. La cerco ahora, con los dedos tiznados, con todas las teas encendidas. Le molesta la luz y se acuclilla. Entro. Salen a recibirme las otras, las de siempre. Rezuman sabores fuertes, en la hondonada del colmillo y la excepción genética, diseminan riñones de pájaros, collares sanguíneos como cerezas. Eso, y correr a lomos de un guepardo, con la mano derecha entre sus fauces. Arde el sol salvaje, es imaginario pero de nuevo incendia el papel. Las letras se cubren con pieles, aún palpitan. Nada me calienta. Es otro el nido y el sustento. Volví a asustar a la palabra, con tantos rojos. No quiero cazarla. Hay que serenarse y encalar la pared, hacer que vuelva.
Con el hueso se rompió también el nombre, en dos mitades blancas. En el muro entra por fin el aire y un hilo de plata en el tobillo protector. La ruptura no es daño, significa partir el pan, ofrecérselo al que mana. Desde el interior de la nieve capta una vibración mínima el esqueleto y todo es otra vez posible, basta con adaptarse a la nueva forma, sin resistirse al dibujo que regalan las mareas. Antiguamente, pavimentaban la tierra con sus vértebras. Me dijeron que eran de animales, pero ellos hablan como nosotros cuando ya no tienen cuerpo. Las letras pueden desgajarse y volver a componerse en este baile tranquilo. Todos yacemos en silencio, con las manos pálidas y engarzadas, y a la vez nos rompemos para llover. Todo se vuelca y se desliza y el agua viaja hacia tus dedos, llevándote mensajes muy sencillos. Deletrea con sus patas en tus sienes, te recuerda que nada vale la sal en el hocico, que nada se pierde de lo nuestro, ni una sola gota, meu amor.
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Anoche me toqué la cicatriz. Con aceite de ramas y un sonido que aumentaba su frecuencia y después la silenciaba, me iba abriendo. Tantos surcos en la madera, la aguja cerebral los recorría. En el centro estaba yo, intentando sonreír. Volvía a comenzar, rotaba la cabeza sobre el cuello, era un planeta sin campo gravitatorio. Con la boca dilatada, una y otra vez, como las ballenas. Emitiendo sonidos de cuyo reflejo se averigua la distancia. En qué salina me escuchas tú, quién descifra la secuencia. Ven, separa el corazón de la escalera. La sin esfuerzo calla y otorga paz a otros dominios. Era la mitad del bosque lo que ardía. La sal contaba sus cristales, minúsculos brazos de ti, con esa mancha. Comimos del caballo, de su vuelo contagioso. Con la mano de arriba tocaba el pan de origen, con la mano de abajo, la ortiga de secar tus aguas. Sí, te rozó la miel, y había orilla. La cáscara se quebró ya tantas veces... ¿Sabes silbar los colores? Es hora de empezar el tiempo.
Balan aquí dentro su blancura. No la muestran, la cantan brevemente, lo justo para encajar sus copos entre las baldosas y caparazones que planté, hiriéndome las manos. Manando saben lo de atrás, lo que siempre fuimos, y lámina a lámina, me desmontan. Que no sea pan mordido, que no respire en la cabeza de un dios de sal, que nadie disparó con flechas el veneno. Esa lámpara verde, me dicen, sigue iluminando las letras. Las quise ardidas, pero el balido manso me señala. No hay mantas para sofocar lo que duele sin ser daño. Dicen sus voces. Es otro nivel de fuego, este que atraviesas, no migra ni decrece, ni mano alguna cosecha sus tallos. Tea de aceite, bálsamo de roca, la paz se extiende a todos los círculos. Que nada malo hay en esa luz de hierba. Me dicen. Que la encienda. Que allí encuentran ellas su alimento.
Como si hubieses convocado a una manada de ciervos para borrarlos, la fécula esparcida seca el flujo natural de los instintos, e interrumpe la hemorragia. Blanco es el rostro del cuerpo rojo. Desnudarse de la contención, de la piel enharinada. Un lago de amapolas y te olvido. Nadarlas es nadarse más allá de la conciencia, en un reborde o espacio no marcado donde respiran mis agallas desde antes. Será la sed de lo nacido o una rada que asienta el agua y al mismo tiempo la bombea más allá de sus límites. Si el suelo es navegar sin cuerpo ni madera y hay una línea o quebradura de acceso, ya me hundo en la dilatación, ya salitre. No me grites silencio. Desenfunda los colmillos de un lenguaje todavía crudo, como recién parido. Es de sangre la miel de adentro.
Esther Ramón (Madrid, 1970) es poeta, crítica literaria y profesora de Escritura Creativa. Doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Madrid, con una tesis centrada en la obra del poeta Pedro Casariego Córdoba, ha publicado los poemarios Tundra (Igitur, 2002), Reses (Trea, 2008), grisú (Trea, 2009), Sales (Amargord, 2011), Caza con hurones (Icaria, 2013), Desfrío (Varasek, 2015), Morada (Calambur, 2016) y en flecha (Ediciones La Palma, 2018). Ha sido coordinadora de redacción de la revista Minerva, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y, durante cinco años, codirectora del programa de poesía de Radio Círculo Definición de savia. En la actualidad, es profesora de Poesía en la Fundación Centro de Poesía José Hierro (Getafe, Madrid). Fue galardonada con el Premio Ojo Crítico de Poesía en 2008.
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La voz humana
Entrevista a José Sanchis Sinisterra Por Alba Tor
José Sanchis Sinisterra nació el 28 de junio de 1940 en Valencia. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Valencia y fue nombrado director del Teatro Español Universitario (TEU) de la misma. En 1960 fundó el Grupo de Estudios Dramáticos (GED), así como el Aula de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras, complementada, en 1961, por el Seminario de Teatro. Licenciado en 1962, ejerció como profesor ayudante de Literatura Española en dicha Facultad. En 1967 obtuvo la Cátedra de Literatura Española del Instituto de Teruel (en donde coincide con José Antonio Labordeta) y, posteriormente (en 1971) se trasladó al Instituto de Sabadell, al tiempo que fue nombrado profesor del Institut del Teatre de Barcelona. Allí creó, en 1977, El Teatro Fronterizo, un colectivo de autores, directores y actores reunidos en torno a la experimentación teatral, que generó poco después (en 1981) la Asociación Cultural ESCENA ALTERNATIVA con el fin de ampliar el ámbito investigador del grupo, que funcionó hasta 1984. Ha sido también (desde 1984 hasta 1989) profesor de Teoría e Historia de la Representación Teatral en el Departamento de Filología Hispánica de la Facultad de Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona. En 1988 abrió sus puertas la Sala Beckett, sede de El Teatro Fronterizo, de la que fue director hasta 1997. Instalado en Madrid desde 1998, funda en 2011 el Nuevo Teatro Fronterizo, que dirige hasta la actualidad, desde el cual se pretende proponer «una mirada transfronteriza que enfoca su atención hacia el interior mismo del hecho teatral, pero también hacia fuera de sus fronteras. Mirada interior, con el objetivo de ser un laboratorio de investigación y reflexión para profesionales del teatro: actores, directores y dramaturgos, fundamentalmente. Y mirada hacia el exterior, para mezclarse con otros campos del saber (la ciencia, la filosofía, el arte…); para traspasar las fronteras del teatro hecho aquí y mezclarse con las tendencias y planteamientos de otras latitudes; y por último, para salir del teatro e involucrarse en la sociedad en que se inscribe».
En el prólogo de tus obras Ñaque y ¡Ay, Carmela!, Manuel Aznar Soler concluye que tiendes a rehuir la espectacularidad en las artes escénicas.
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Es cierto. Y ello podría deberse a dos factores… de muy distinta índole. Uno, estético, que tiene que ver con mi preferencia por lo que llamo una «teatralidad menor», quizás heredera de dos de mis maestros: Kafka (y su adhesión a «lo pequeño» frente a «lo grande») y Beckett (con su poética del despojamiento y de la sustracción). El otro factor es de índole material: mi práctica teatral se ha desarrollado fundamentalmente en la precariedad… y a veces en la penuria. En todo caso, mi amigo Aznar Soler conocía sin duda mi ensayo, titulado precisamente «Por una teatralidad menor», que descubrió entre mis «papeles» mientras emprendía la batalla por editar mis escritos teóricos. ¿Por qué «batalla»? Ten en cuenta que, por aquel entonces —años ochenta—, yo no era considerado como autor, sino más bien como director y, todo lo más, «dramaturgista» (adaptador de textos narrativos). El estreno de ¡Ay, Carmela! (1987) significó un giro total y se me empezó a considerar también como dramaturgo. Para su edición crítica de Ñaque y ¡Ay, Carmela! (Ediciones Cátedra, 1991), Manolo Aznar venía a mi casa —ambos vivíamos en Sant Cugat del Vallès— e iba recopilando todos mis «papeles». En aquellos tiempos —pero ya desde bastantes años antes— yo escribía muchos textos teóricos para fundamentar mi actividad práctica. Fue un trabajo brutal por su parte… y tampoco le fue fácil convencerme de que valía la pena publicar todo ese material. Con la complicidad de Ñaque Editora, logró por fin editar, en 2002, un tomo de más de trescientas páginas: La
escena sin límites. Fragmentos de un discurso teatral, que contiene toda mi reflexión teatral entre 1958 y 2001. Del que ahora estás preparando la continuación… Sí. Se titula El texto insumiso. Nuevos fragmentos de un discurso teatral y recoge materiales producidos desde el 2001 hasta hoy. Pero me apresuro a aclarar que es mucho más breve que el primero: unas doscientas páginas. ¿Y a qué se debe esta brevedad? Probablemente a que en estas dos últimas décadas se equilibran más la teoría y la práctica en mi trabajo y puedo compartirlo más fácilmente con gente de mi entorno. Quizás antes escribía más porque estaba más aislado y no encontraba, en la profesión teatral, interlocutores que acompañaran los procesos creativos de El Teatro Fronterizo. Por eso fundé, entre otros «tinglados», la Asociación Cultural ESCENA ALTERNATIVA, agrupando a personas de otros campos artísticos e intelectuales, incluida la psicocosa… ¿La psicocosa? Es un término irónico para englobar las diversas vertientes de la psicología de aquellos años: el psicoanálisis, la psicoterapia grupal, el psicodrama, la antipsiquiatría… que entonces me interesaban mucho (quizás para complementar mi inclinación por la sociología marxista). Llegué a formar parte, durante unos años, de la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de Grupo. ¿Y cómo fue eso? Durante mi estancia en Teruel (1967-1971), inducido por mi compañero de claustro y amigo Labordeta, me hice cargo de las actividades teatrales en el instituto. En ese contexto, empecé a inventar juegos y ejercicios para desarrollar la creatividad, la conciencia del cuerpo, el pensamiento simbólico, la grupalidad, etc., entre los/ as adolescentes. Tras varias experiencias teatrales más formales, durante el curso 1969-70 puse en marcha una creación colectiva sobre el tema de la represión. Toma ya. ¿En los sesenta? ¿Y cómo te lo montaste? Uno aprende a navegar en aguas revueltas. Aunque debo decir que me encontré con una denuncia en la mesa del gobernador civil de Teruel. Me pareció tan chocante que la aprendí de memoria: «Sanchis Sinisterra dirige una célula materialista y atea que corrompe a la juventud turolense desde el Instituto».
José Sanchis Sinisterra. Fotografía: Gemma Garzás
¿Puedo publicar esto? ¿Por qué no? Supongo que el delito ya ha prescrito… Aquella experiencia se inspiraba, entre otras, en obras como Tótem y tabú, de Freud, y era un trabajo fundamentalmente sobre la expresión corporal, la voz, la plástica… ¿Tótem y tabú con adolescentes, en aquellos años? Sí, y les pedía que trajeran a los ensayos experiencias propias de represión y liberación. El caso es que, como no era prudente representar ese espectáculo en Teruel, lo llevamos a un colegio mayor universitario de Zaragoza, y allí estaba alojado un grupo de terapeutas y psicoanalistas más bien heterodoxos, en la línea de la antipsiquiatría (Laing, Cooper…). Al ver el espectáculo, me invitaron a asistir al congreso fundacional de la Sociedad Española de Psicoterapia y Técnicas de Grupo, que tenía lugar en Madrid unos meses después. Y así fue como me introduje en la psicocosa… ¿Cuál fue el siguiente paso? Asistiendo al Festival CERO de Teatro, en San Sebastián —que se desarrolló en un clima muy del Mayo 68 francés—, conocí a Frederic Roda (padre), subdirector del Institut del Teatre de Barcelona, en fase de renovación impulsada por Hermann Bonnín, que me propuso incorporarme al equipo de profesores. Se me planteó entonces un dilema profesional (o mejor, un trilema…) y también personal, familiar, etc. Dado que mi situación en Teruel era ya muy problemática, tuvimos que optar entre «emigrar» a Aix-en-Provence, en donde podía aspirar a un puesto de lector en la Universidad; o bien a Cuba, cuyo «nuevo socialismo» me resultaba muy atractivo; o aceptar la propuesta del Institut del Teatre. El realismo se impuso: pedí mi traslado a un instituto de Sabadell y ello nos permitió aterrizar en Barcelona —cuando Barcelona era el lugar más europeo y antifranquista de España—, epicentro de innovación en todos los ámbitos de la cultura. ¿Y qué significó ese cambio, en tu trayectoria teatral? Fue absolutamente decisivo para toda mi evolución posterior, justamente por esa «capitalidad progresista» que se vivía en Barcelona. Aunque es cierto que, al principio, me asignaron materias teóricas, lo cual me permitió sistematizar mis indagaciones, hasta entonces dispersas. ¿Cuál era tu enfoque teórico, por aquel entonces?
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La voz humana
Entrevista a José Sanchis Sinisterra
Como la asignatura Historia del Teatro era demasiado amplia (y vaga), propuse un programa de mi invención: Raíces del Teatro. En él pretendía entender las corrientes principales del llamado «nuevo teatro» (Grotowski, Tadeusz Kantor, el Living Theatre, Performance Group, Le Théâtre du Soleil, Comediants, etc.) como un retorno a los orígenes del teatro, que para mí se encontraban en los rituales, las fiestas y la juglaría. De hecho, la investigación básica partía de un proyecto de libro (que no llegué a terminar) llamado El retorno de Dionisos, en el que rastreaba las ceremonias primitivas —muchas aún vigentes—, como los ritos de paso, la posesión, las liturgias del trance, etc., conectándolas con la nueva teatralidad; así como las fiestas, especialmente las de tipo carnavalesco, como matrices del fenómeno teatral en culturas muy diversas. Incluso llegué a organizar una especie de «resurrección» del Carnaval en Santa Coloma de Queralt. Y digo resurrección porque la dictadura franquista y la Iglesia habían prohibido esas fiestas centenarias en casi toda España, excepto en sus formas más «domesticadas»: Cádiz y Canarias. ¿Y la juglaría? La juglaría, en sentido amplio, la constituye una variadísima gama de «artistas» callejeros que viven de exhibir en la plaza, en la feria, en el mercado, etc., todo tipo de actividades susceptibles de atraer la atención de la gente: relatos, proezas físicas, productos exóticos con propiedades curativas, trucos de magia y adivinación, malformaciones físicas, inventos, prodigios... De hecho, muchos de estos «charlatanes» perduran en nuestros días, y por eso he intentado recuperar esa rica teatralidad callejera para actualizarla con un inequívoco contenido político. En concreto, fue cuando reparé en que la plaza pública (en concreto, la Puerta del Sol de Madrid, pero no sólo) parecía volver a ser un ágora que acogía el malestar y la esperanza de la multitud, de la ciudadanía. Vayamos ahora al Teatro Fronterizo. ¿Cómo y cuándo nació? En el verano de 1977, supongo que como una necesidad perentoria de concretar y explorar tantas investigaciones teóricas a través de la práctica teatral. Y empecé por colocarme en la estela de mi primer maestro, Bertolt Brecht, para llevar su concepto de teatro épico un poco más allá, ensamblándolo con lo dramático. Partiendo del texto de la Epopeya de Gilgamesh, lo desplegamos en una situación «en circuito cerrado». Es decir: los tres actores/personajes se narraban el texto unos a otros,
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pero como si lo estuvieran inventando o recordando en ese momento… mientras se apoyaban en una serie de acciones físicas más o menos miméticas, que no podían dejar de evocar el juego infantil. De hecho, el montaje quería ser una investigación sobre la génesis de lo dramático a partir de lo épico (texto de Gilgamesh) y lo lúdico (acciones físicas). ¿Podríamos hablar, ya en este primer montaje, de «una teatralidad menor»? Sin duda. Y no sólo por la precariedad de nuestros medios y la «reducción» de la majestuosa epopeya a la poética del juego, sino porque nos obligaba a una relectura permanente del material textual, actoral y escénico. Y al mismo tiempo obligaba al espectador a estar menos pasivo durante la representación. Exacto: esa opción dramática requiere del público un trabajo «poético». De ese modo, la comunicación actor-espectador se vuelve más directa, ¿no? La complicidad entre ambos se vuelve indispensable, sí, ya que el espectador ha de emplear su imaginación para completar este o aquel signo, aunque sea impropio o mal fait, como diría Peter Brook. Esta poética de lo imperfecto, de lo borroso, de lo ambiguo va a reaparecer, más de cuarenta años después, en mi última obra y montaje: El lugar donde rezan las putas, estrenada en marzo en el Teatro Español de Madrid. Un título que no dejará indiferente, supongo… ¿Qué nos puedes decir de esa obra? Tiene algo de «regreso a los orígenes», o por lo menos a una etapa muy significativa para mí (la de Ñaque, Pervertimento, ¡Ay, Carmela! y otras), en la que el recurso del metateatro me ayudó a entender muchos de los poderes y límites del arte y del oficio de la escena, de sus paradojas y enigmas, pero también de su dimensión filosófica. Años después tuve que «prohibirme» ese recurso, porque sentí que me estaba repitiendo; pero creo que ahora ya puedo volver a él. Y la irrupción de lo fantástico en esta obra me permite plantear, por medio de una estructura quizás barroca, una reflexión política sobre «lo que pudo ser y no fue». Hoy en día parece que el público va al teatro más para olvidarse del mundo que para tomar conciencia de él.
Es cierto. O para que le reafirmen en sus pensamientos, en sus posiciones, en lo políticamente correcto. Es el síntoma del conservadurismo imperante: que el espectador preserve en su mente lo que ya le configura como persona. ¿Cómo sobrevivir a este fenómeno, que tiene tanto que ver con el formato televisivo, con los reality shows y las competiciones? No tengo la fórmula. Yo, simplemente, apenas veo televisión. Y, en cuanto que autor, no sé escribir de otro modo. ¿Hay que pagar un precio? Sí, claro: por todo lo valioso hay que pagar un precio. Y además, hay que plantearse una y otra vez si vale la pena, si compensa, si sirve para algo… Yo, hasta el momento, me voy respondiendo que sí, sobre todo desde que me quité de la cabeza la idea de que los cambios sociales, políticos y éticos tienen que ser masivos. Aprendí a aceptar el trabajo a pequeña escala, en ámbitos reducidos y núcleos minoritarios, porque una solución totalizante no existe. Y si existe, puede ser terrorífica. ¿Una obra que te haya influido en este aspecto? En el tema del que estamos hablando, un ensayo de Georges Didi-Huberman titulado Supervivencia de las luciérnagas. El libro arranca con la figura de Pasolini, que en su juventud habla de las luciérnagas como metáfora de lo natural, de lo espontáneo, de lo popular: breves destellos de luz y deseo, que sólo pueden verse en la oscuridad. En su última época, en cambio, su pesimismo radical se expresa en un famoso artículo: «La desaparición de las luciérnagas». Pero Didi-Huberman argumenta que, si miramos sólo allí donde los focos del «fascismo mediático» afirman que está TODA la realidad, efectivamente, no veremos luciérnagas. Hay que buscar sus pequeños destellos allí donde no llegan los reflectores del Poder…
republicano que estuvo en la cárcel y que me inculcó el antifranquismo. El haber vivido una larga dictadura, el haber viajado a París a los veinte años, mi pasión por la literatura, por el conocimiento… y mil pequeñas circunstancias anecdóticas que me permitieron descubrir, primero, la práctica teatral y, luego, la teoría. Vete a saber. Aunque también es cierto que mi «descubrimiento de América» contribuyó a reforzar ese vínculo. ¿En qué sentido? Mis frecuentes viajes a América Latina, a partir de 1985, fueron desactivando mis estereotipos europeos. En términos neurológicos podríamos decir que el cerebro, por una cuestión de economía energética, tiende a automatizar nuestras percepciones y, en consecuencia, también nuestro pensamiento. En aquellos países he vivido y conocido de cerca situaciones desesperantes, abrumadoras… Y, sin embargo, advertí que la cultura —y en particular el teatro— es vivida como un dispositivo que neutraliza el conformismo, la resignación, la desesperación. Ello me indujo a plantearme mi trabajo teatral como un modo de desautomatización del pensamiento y de la sensibilidad. El teatro nos permite cambiar la realidad, aunque desde una dimensión ficticia. ¿Cómo lo lograron los que llamas tus maestros? O sea: Brecht, Kafka, Beckett, Pinter y Cortázar. Eso ya sería objeto de otra conversación, probablemente mucho más larga de lo que ya empieza a ser esta.
Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y en Filosofía. Ha dedicado la mayor parte de su vida a la actividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...). Ha creado y dirigido cabarets, performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Club Cronopios...). También ha dirigido laboratorios de investigación teatral, literatura y filo-
Regresemos a los orígenes: ¿cómo nace tu vínculo con el teatro? Te responderé con una fórmula de David Bohm, teórico del caos y uno de los padres de la física cuántica: «La causa de algo es… todo lo demás». Y añade que el universo es una red multicausal y, por lo tanto, es más que dudoso atribuir una causa a cualquier fenómeno. En mi caso, podría citar el hecho de tener un padre
sofía (AdArts, Sala Beckett...) Ha sido locutora de radio en el programa In-Communication: Arte, Cultura y Pensamiento en Radio Ciutat Vella. Actualmente es miembro del Proyecto Minerva y conduce el Laboratorio Escénico Le Me Too. También colabora en la revista Quimera como entrevistadora y en la Fundación Bancaria «la Caixa» como gestora cultural.
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El lenguaje literario como construcción de identidad Por José Antonio Mérida Donoso La memoria de los pueblos, su pasado y su futuro como fuente de creación hacen que los textos —productores de sentido que, más que copiar, transforman la realidad— sean auténticos mediadores entre el autor que narra y el lector. La memoria no es historia, ni pretende serlo. La memoria en sí no es por tanto una herramienta que intente interpretar el pasado, sino una interpretación del pasado en sí. Como se sabe, Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, es una obra reconocida como clásico de la literatura argentina y, además, es el máximo exponente de la literatura gauchesca. En sus páginas se atisban ciertas huellas de novela de iniciación, de aprendizaje, en la que el protagonista aprende «virtudes masculinas» dentro de una sociedad patriarcal, lo que le permitirá formar parte de esa sociedad. En este sentido, la novela es la historia de las vicisitudes y los esfuerzos de Fabio para construir una subjetividad masculina conforme a los cánones de género impuestos, algo que para el protagonista implicará, paradójicamente, separarse del mundo exclusivamente masculino de los gauchos para convertirse en un burgués. Al final de la obra, el personaje, ahora independiente, se despide de don Segundo, se desprende de una última atadura, pone fin a su vida de «vagabundeo» o devenir, aferrándose a una nueva vida más pragmática, donde probablemente los sueños e ideales sólo continuarán en el recuerdo. Su aprendizaje hasta convertirse en el nuevo patrón acaba con una despedida que en el «me fui como se desangra» que cierra la novela perfila una intensidad emocional presente en la relación entre don Segundo Sombra y Fabio, silenciada pero por ende pronunciada en su silencio. Lo primero que el lector de Don Segundo Sombra advierte es la dedicatoria, en la que se evidencia una
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intención de identidad y memoria por parte de Ricardo Güiraldes: «Al gaucho que llevo en mí, sacramente, como la custodia lleva la hostia». Divinización del pasado. La memoria no intenta alejarse de lo subjetivo en pos de una objetividad, sino que es en sí plenamente subjetiva. La selección de los recuerdos es propia de libros idealizadores, lo cual, en este caso, queda marcado por el estilo, que se cierra en una despedida en un último capítulo, a modo de compendio, de manera circular, que se relaciona directamente con el primer capítulo. La estampa criollista, que asume la responsabilidad de interpretar la idiosincrasia argentina, no sólo busca la manera de exaltar los valores, tradiciones y costumbres campesinas, sino que también tiende a desechar lo imaginativo y psicológico. La memoria, muchas veces, nos traslada de un recuerdo a otro, generando un mundo cerrado que se nutre constantemente en un mar de nostalgia donde lo «feo» tiende a desaparecer. La voz narrativa, en primera persona, se aleja en su tono culto de la gauchesca, que subyace en los diálogos. El Fabio narrador ya no es el Fabio del pasado, por lo que recordar supone evaluar el paso de guacho a gaucho, vinculado a la naturaleza y, por ende, a la libertad primigenia materializada a través del agua: arroyo, río y laguna. El escenario de la Pampa, que recuerda en parte un espacio modernista propio de Rubén Darío, se presenta así con una doble función: por una parte supone un marco evocador de la nostalgia de un Fabio ya culto y rico que añora su vida de gaucho; por otra parte, como «estampa de ensueño», es la evocación memorística antes del despertar al presente, en el momento de la despedida. Se construye así un relato contado a modo de metáfora del distanciamiento frente a un proceso de disociación entre el instante narrado y el presente, que se hace constante a través de un cuidado lenguaje. De esta manera, la historia está evocada por un narrador
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que nos habla desde la memoria y le permite, desde el hecho irrefutable de que toda evocación es subjetiva, una idealización de los gauchos que la crítica siempre le ha achacado. No en balde, Fabio describe a Don Segundo como un fantasma o una «sombra» huidiza. Un gaucho idealizado, suma de todas las virtudes del hombre rural en su «esencialidad», que supone al mismo tiempo una visión nostálgica y elegíaca de los hacendados oligárquicos que dista de ser la de un Martín Fierro, personaje más combativo y reivindicativo. Es más,
el elocuente estilo del narrador-protagonista, que roza lo poético y que transfiere un colorido nostálgico a la novela, genera cierto cuadro estético y a la vez estático, resorte y contraste del lenguaje vivo de sus personajes, cargado de giros y locuciones de origen gauchesco, que, no obstante, no menoscaba el tono idílico. Mediante la existencia de los dos tiempos —el pasado protagonizado por el «guachito» tras escaparse de casa de sus tías para conocer mundo, con sus travesuras y bromas, y el presente del burgués acomodado—, el Ricardo Güiraldes temporal se permite realizar una perspectiva subjetiva de su recorrido vital mientras colorea sus propios recuerdos, como antesala del discurso criollista que dominaría la escena cultural y social de una Argentina que se modernizaba, impregnándola, además, de un fuerte acento nacionalista que moldeará su identidad con una fuerza que no siempre ha sido advertida. A través de su vida, el protagonista-autor evoca y configura un campo narrativo que nos permite adentrarnos en los diferentes procesos discursivos de enunciación, como una voz más dentro de la pluralidad de voces literarias que en su construcción e interpretación generan una propuesta de reelaboración de memoria histórica. Su dimensión narrativa sirve como puente de interconexión entre el recuerdo y la memoria, a modo de una dialéctica de la memoria en la que la importancia del «re-memorar» se hace evidente desde el comienzo de la obra: «En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo. Aquel día, como de costumbre, había yo venido a esconderme bajo la sombra fresca de la piedra, a fin de pescar algunos bagrecitos, que luego cambiaría al pulpero de “La Blanqueada” por golosinas, cigarrillos o unos centavos». Nótese el pluscuamperfecto señalado.
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J. A. Mérida. El lenguaje literario como construcción de identidad
El tiempo yace en pasado, pero el espacio parece continuar allí, como si el autor siguiera escribiendo desde el pueblo. Al transcribir sus recuerdos —no su diario ni su autobiografía, sino una selección de su pasado— el autor se sumerge en el tiempo y lo detiene. Esto nos advierte de la carga emocional y subjetiva de la narración, que posee un tono poético acorde: «De vuelta al pueblo conservé un luminoso recuerdo de aquel paseo y lloré, porque vi el puesto en que me había criado y la figura de “mama”, siempre ocupada en algún trabajo, mientras yo rondaba la cocina o pataleaba en un charco». La narración yace personalizada, en ausencia de un narrador objetivo, pues es desde su experiencia desde la que nos habla de Fabio Cáceres, por lo que, en su memoria, el pueblo idealizado ya no es el pueblo real con el que el protagonista debía convivir. Así, en el capítulo XII, en el pueblo de Navarro se nos apunta: «Para mí todos los pueblos eran iguales, toda la gente más o menos de la misma laya, y los recuerdos que tenía de aquellos ambientes, presurosos e inútiles, me causaban antipatía». Pero no, para él no todos los pueblos son iguales. El suyo, desde el recuerdo, pertenece al mundo libre y personal de Ricardo Güiraldes, inspirado en la tradición, donde la intencionalidad del autor consigue que convivan la experiencia vivida con la experiencia imaginada y ahora recordada. La ficcionalidad de la memoria, que nuevamente —tal y como se ha advertido anteriormente— se adorna con una vestimenta gauchesca que permite constatar la riqueza léxica y el calado cultural de su autor, no pretende ser una mera muestra de recolección de cultura tradicional, sino el pilar sobre el que sostener la admiración de un muchacho —en parte símbolo de una nación— por el viejo resero, don Segundo Sombra, cuyas enseñanzas le permitirán ser «un hombre» en un mundo por y para hombres. Es ahí, en la intencionalidad de expresar una huella personal, más que costumbrista, donde la memoria se hace necesaria, como experiencia vivida de un cercano «yo poético» que pretende compartir su colorido nostálgico con el lector. El protagonista llama memoria a la facultad de
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acordarse de aquello que el nuevo hombre parece dispuesto a tener que olvidar. Subyace sin embargo una ausencia de memoria crítica o de reconstrucción. La memoria es aquí un subterfugio para promover prototipos de virilidad patriarcal de tal envergadura que permite entrever una pulsión yacente. El personaje parece tener un máximo de memoria para lo que le interesa y un mínimo para lo que no le importa. Es la clausura personal del ciclo de la literatura gauchesca iniciado en el XIX con Facundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845) de Sarmiento, en cuyo centro temático se vislumbra un vínculo viril entre un gaucho inteligente, serio, callado, y un muchacho «gaucho» hambriento de paternidad, dentro de una memoria abiertamente subjetiva que pretende fijar los nuevos estereotipos masculinos de la comunidad imaginada por la Argentina patriarcal. La horma de su zapato, merece la pena recordarlo, no aparecería hasta 1949, en Vidalita, un film en el que el director argentino Luis Saslavsky presentaba un gaucho femenino prendado de un capitán del ejército, que socavaba los valores de la argentinidad criolla y parodiaba los pretendidos valores de la dominación masculina. Un gaucho travestido pretendidamente olvidado en la filmografía argentina, que hace de la masculinidad un espectáculo circense, a modo de una propuesta paródica que cuestiona el sistema de género de modelos indigenistas reconstruidos conforme al modelo patriarcal impuesto. Y es que, en esencia, el discurso indigenista bien puede transmutar la legitimidad del discurso patriarcal en cuanto que cuestiona la práctica literaria escrita frente a la oralidad. De igual modo, cierta literatura feminista —como el neoindigenismo en su momento— sigue librando a día de hoy una batalla contra el patriarcado a través de la intertextualidad, fruto de nuevas relecturas de los textos maestros para subvertirlos.
José Antonio Mérida Donoso es profesor asociado de la Universidad de Zaragoza (Departamento de Didáctica de Lengua y Literatura y Ciencias Sociales) y profesor de secundaria.
¿Quién es László Krasznahorkai? Un narrador en la Puszta húngara Por Miguel Arnas Coronado La palabra puszta, que indica la tundra, la gran llanura húngara, significa en magyar ‘vacío, desolado’. Y así son parte de las novelas de Krasznahorkai: desoladas. Nacido en 1954, no es un perfecto desconocido: ha recibido el premio Kossuth del Gobierno húngaro y, en 2015, el Man Booker International. Sí lo es, más o menos, para el público español, a pesar de los esfuerzos de la editorial Acantilado, que ha publicado ya cinco de sus siete novelas y uno de sus cuatro libros de cuentos, Ha llegado Isaías —lo que indica un considerable brío por parte de la editorial española—, siempre en traducción de Adan Kovacsics (impecables traducciones, cabe destacar). Su tono es denso, no puede negarse. Ha sido calificado de visionario y se han fijado en su obra, entre otros, W. G. Sebald y Susan Sontag. Se le ha comparado con Gogol y Melville y, sobre todo, con Kafka y con Bernhard. Todo ello es cierto. Es Kafka llevado aún más allá. Sus mundos, en Tango satánico y Melancolía de la resistencia, son mundos desolados, como decía al principio; absurdos. Ámbitos en los que ha sucedido algo tan grave como para hacer perder el norte a las poblaciones —porque más son lugares que personas— que los habitan. Pero también tiene otros libros donde lo que importa no es la aridez sino la búsqueda de la belleza, que prefieren bucear para obtenerla en el ambiente japonés: en su caligrafía, su decoración, sus poemas breves, su delectación en la naturaleza. Es el caso, por ejemplo, de Y Seiobo descendió a la tierra, o de Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río. Extraños títulos, sin duda. Seiobo es un dios japonés en
cuyo jardín florece un melocotonero… cada trescientos años. Esa es la imagen de la belleza que define a Krasznahorkai: lo bello es efímero y hay que esperarlo. Pero ese segundo apenas que dura la experiencia merece la pena, la justifica. Esta novela —que más parece un conjunto de relatos unidos por esa recherche—, contempla diversos escenarios: Japón, con sus narraciones zen que nos hablan de la hermosura, la Pedrera de Barcelona, la Alhambra granadina, la Acrópolis, la Italia renacentista o la Rusia de los maestros pintores de iconos. Capítulos sin un solo punto y seguido pero con una fraseología que impide perderse. Un libro obsesivo y de apabullante belleza. También transcurre en Japón Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, protagonizada por un príncipe que indaga el secreto de la belleza de un jardín en un monasterio. Sus otras novelas son más dramáticas. Se sitúan en un marco desnortado, con un sistema comunista agonizante, o ya fallecido, y con un nuevo sistema capitalista aún sin consolidar. Estos cambios producen víctimas, que siempre son las mismas: aquellos que no han participado activamente a favor o en contra, que han tratado simplemente de sobrevivir y que, en un momento impensado, se encuentran con que les falla ese deseo tan humano de vivir en paz y «haber mantenencia», sin más. En Melancolía de la resistencia, llega a una pequeña ciudad un circo que carga una enorme ballena. Sin que se desvele el motivo, esa llegada produce una noche de motines en los que determinados grupos se dedican a saquear tiendas y agredir a ciudadanos, como si hubiera algún tipo de confabulación para alterar el orden público, lo que obliga al ejército a reprimir y encerrar miembros de esos grupos y a personas que
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Miguel Arnas Coronado. ¿Quién es Lázló Krasznahorkai?
deambulaban por la calle por casualidad. El ambiente es demencial: montones de basura bajo el hielo; señoras que van a visitar a familiares y acaban asesinadas; mozos preocupados por sus parejas que se implican en el motín de forma absurda. Todo está sucio. Lo que le acerca a Kafka es la falta aparente de un motivo que desencadene los acontecimientos. Tango satánico es otra muestra de esa desolación. Un grupo de personas: parejas maduras, algún hombre solo, un médico, un director de escuela, un tabernero, etc., malviven en una antigua explotación agrícola o ganadera fracasada, ilusionados, al parecer, por la llegada de un líder, aunque este más bien tiene pinta de sinvergüenza, de chulo, de confidente. Entre chismorreos y rencores el líder llega por fin. Los convence para que se trasladen a otro lugar donde podrán iniciar alguna actividad. Para que «no se aprovechen los gitanos de sus propiedades», destruyen los muebles que no pueden transportar y rompen las puertas y las ventanas de sus viejas casas. Cuando llegan al nuevo emplazamiento, se encuentran con un antiguo castillo en ruinas donde apenas si se puede vivir. La confianza en el líder hace que vuelvan a abandonar la ruina para irse a la ciudad donde, al parecer, les son encargadas tareas de vigilancia. No se sabe qué deben vigilar, pero al menos esto les proporciona un humilde empleo. Esta vez es el barro, pegajoso y retardador, el que representa el vacío que se produce tras un colapso político. Las peleas entre ellos —producto del nerviosismo— y la muerte, por supuesto absurda, de la única persona un tanto pura —una niña de diez años disminuida— marcan una convivencia que ya no es tal, sino violencia, desprecio y animadversión. Estas dos novelas están marcadas por el afán del poder. En la primera, la señora Eszter, amante del comisario de policía, consigue acceder a él con mala saña, aprovechando los desórdenes. En la segunda, Irimiás lo logra engatusando, dando menos de lo prometido y exigiendo mucho a cambio. ¿Parodias políticas? Seguro, pero también es cierto que eso es lo de menos. Barro y basura bajo la nieve y el hielo. Siempre un frío inclemente. Obscenidad en el trato humano. Quizá por eso deba compensar con la búsqueda de la belleza en las otras novelas. Acaso Guerra y guerra sea una
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especie de intermedio de ambas tendencias. Un individuo encuentra un manuscrito de sorprendente belleza. Quiere preservarlo a toda costa. Le dicen que existe algo llamado internet y que, cuando se publica algo en ella, permanece ahí para siempre. Para publicarlo tendrá que viajar a Nueva York, porque las ventajas de la tecnología y la ciencia siempre están en otra parte. Tras conseguir su objetivo, el individuo pretende suicidarse. Entre tanto, conocerá a una serie de personajes en diferentes ciudades europeas y en la capital norteamericana. En ellas el dinero es siempre necesario. Del manuscrito sólo se nos desvela que el protagonista lo considera muy hermoso, de modo que estamos de nuevo ante el absurdo: un largo viaje, suicidio, y todo ello no se sabe muy bien por qué. Algunas de sus novelas han sido vertidas al cine por Béla Tarr, que ha sabido traducir sus largas frases y la falta de acción en interminables planos secuencia, en una cámara obsesiva que muestra caras inexpresivas y hastiadas. Son frases inmensas, casi faulknerianas. Puntuación sui generis que, aunque dificulta la lectura, obliga a una mayor concentración que aumenta el disfrute. Cada uno explica su historia sin conseguir apenas interesar a los demás. Comienzos in media res y finales donde no se ha solucionado nada. Crueldad sarcástica con sus personajes que, a fin de cuentas, se la merecen. Es la marca de la casa. Pero también una magnífica sutileza en la descripción, porque Krasznahorkai es ambiente, un ambiente siempre opresivo. Y kafkiano en cierta forma. Extenuante y soberbio a la vez.
Miguel Arnas Coronado (Barcelona, 1949) ha escrito hasta doce novelas de las que publicó las siguientes: Bajo la
encina (Ayuntamiento de Granada, 2003), Buscar o no buscar (Premio Ciudad de Guadalajara, 2006; Ediciones Irreverentes, 2007), La insigne chimenea (Premio Francisco Umbral, Editorial Everest, 2010). También ha publicado el libro de poemas en prosa El árbol (Adamaramada, 2006). Ha colaborado con reseñas y cuentos en diversas revistas, como Ficciones, Alhucema y Arenas Blancas, aunque sobre todo en la revista electrónica
Adamar (www.adamar.org).
WTBTC
José de María Romero Barea Amargord: Madrid, 2018 112 págs.
Tiempo, espacio y amor Por Leonor María Martínez Serrano Decía Italo Calvino en Le città invisibili (1972) que la razón de ser de las ciudades no es otra que dejar a los seres humanos perderse y encontrarse en ellas. En WTBTC, la última novela de José de María Romero Barea, transitan vidas bellamente indescriptibles por las geografías de una ciudad de ficción que podría ser cualquier ciudad de nuestros días. El autor aguilarense ya nos tiene acostumbrados a una narrativa de corte postmodernista que constantemente subraya su propia condición de artefacto y transgrede sin ambages la tradicional taxonomía de géneros literarios, al construir, a modo de palimpsesto híbrido, un texto que yuxtapone poesía y ficción, fragmentos de reseñas de obras de autores imaginarios y meditaciones filosóficas. Todo ello para evocar y apresar de algún modo la complejidad e impenetrabilidad del mundo que nos rodea. Y es que no existe un único relato, de ahí que el autor recurra a una escritura aforística, repleta de fogonazos a modo de epifanías inesperadas, que fructifica en múltiples líneas que no convergen hacia final predecible alguno. Las iniciales del título responden a los nombres de los personajes, seres vulnerables que buscan ser amados y comprender el misterio que encierran en sí y los rodea, que sienten con una intensidad rara en unas páginas que no dan tregua ni respiro al lector, pues son un verdadero flujo de la conciencia a lo Virginia Woolf. Más aún: estos personajes interactúan entre sí en una novela que cuestiona el concepto de mímesis o la posibilidad misma de «registrar el mundo en toda su multiplicidad, variedad y extrañeza» (76). Así, encontramos lúcidas descripciones de la obra, como «collage de historias cuya sinopsis es demasiado fragmentada, demasiado heterogénea para ser reducida a un solo relato» (13), «una obra que, como un buen poema, no es ficción ni no-ficción, sino algo en medio (de qué), una columna invertebrada que
no es narrativa, sino cuerpo y alma inseminados, diseminados…» (13). Con todo, esta obra autorreferencial no está exenta ni de poesía ni de momentos de revelación en torno a temas capitales como el tiempo, el espacio o la percepción del fluir incesante que es la existencia: «Recordar el pasado no tiene mérito. Lo que merece la pena es recordar lo que aún no ha sucedido. ¿Por qué seguir la flecha del tiempo en una sola dirección? […] No existe una realidad objetiva, exterior y separada de nosotros. Todos la experimentamos de una manera única, personal e intransferible» (pág. 91). WTBTC es mucho más que una lúcida meditación sobre temas de raigambre filosófica en el pensamiento occidental. Busca expresar la realidad a través del amor y «lo que ocurre con la psique y el cuerpo a merced del amor, esa catástrofe» (31). No en balde, W y T son amantes, pero a su vez T está casado con C y es amante de B, que ama en verdad a C. El amor es «esa traición del espíritu, esa desgracia que nos parecía insoportable, ese lugar donde abandonar toda esperanza y acurrucarse a morir» (33), pero también «ese agujero negro en cuyo abismo se hunde toda esperanza de vida inteligente» (34). W, T, B y C son personajes que llevan dentro de sí la inmensidad del espacio y las ramificaciones infinitas de la vida en toda su extensión, que dialogan consigo mismos incansablemente, que escrutan todo cuanto sienten en su dolorosa fugacidad y que se saben «una pequeña parte del enorme espacio que puede existir sin ellos» (67). Deambulan por los contornos de una ciudad ficticia de consistencia casi onírica, reflejo de sus vidas interiores, puntuadas por contingencias e interrupciones, plenitud indecible y dicha, pérdida y dolor. La lectura de WTBTC no está exenta, pues, del placer de quien gusta de perderse en una novela que es un bosque de árboles frondosos, pero también una urbe luminosa en la que exiliarse tal vez, en la que encontrarse a fin de cuentas.
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Palos de ciego
David Torres Círculo de Tiza: Madrid, 2017 260 págs.
Fosas comunes de la historia Por Rebeca García Nieto Todos tenemos un lugar reservado para las víctimas del Holocausto en nuestro imaginario; de las víctimas de Stalin, en cambio, no tenemos una imagen clara. Gracias a la obra de Vitali Shentalinski sabemos de la represión que sufrieron escritores como Mandelshtam, Bulgákov o Ajmátova durante el régimen estalinista. Se cree que buena parte de los asistentes al Primer Congreso de Escritores celebrado en Moscú en 1934 (unos setecientos) fueron «purgados». El congreso del que se ocupa David Torres en su libro (el Primer Congreso General de los lirniki y banduristi ucranianos) es bastante menos conocido. De hecho, ni siquiera se sabe si se celebró. Torres intentó escribir una novela sobre la vida y destino de los músicos ambulantes que, según algunas fuentes, fueron asesinados en dicho congreso: «El fusilamiento de los juglares ciegos ucranianos permanecía enterrado en una fosa común de la memoria colectiva, aguardando al escritor que se hiciera cargo de su legado». Pero el libro se le atragantó durante veinte años. Al principio, porque carecía de la información necesaria; después porque, aunque había leído buena parte de la bibliografía sobre el tema, seguía sin saber gran cosa: como cabía esperar, al escarbar en la fosa, el agujero se hacía cada vez más hondo. Palos de ciego es, entonces, el making of de una novela fallida («Esta es la crónica de un viaje que no hice y de un libro que no puedo escribir»), la autopsia de unos personajes cuya sangre no llegó a bombear con suficiente fuerza. Junto a los fragmentos de esa novela que, pese a no haber sido, se va desarrollando ante nosotros, Torres intercala algunos hechos de su vida. Uno de estos hechos es el fallecimiento de su hermano
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mayor, que se llamaba como él, a causa de una negligencia médica. David Torres Ruiz falleció en la Clínica San Ramón de Madrid, una «fábrica de bebés expósitos», en palabras de una de las víctimas de la trama de niños robados a la que está vinculado el centro. Habrá quien se pregunte qué tienen que ver los niños robados con las víctimas de Stalin. Sin embargo, la autobiografía es un género más amplio de lo que cabría esperar. Gracias a escritores como Michel Leiris o Pierre Michon sabemos que los límites del género son más bien elásticos. Como escribió hace años Alicia Yllera en un artículo sobre la autobiografía como género renovador de la novela, aunque se refieren a los mismos años de su vida, las dos autobiografías de Michel Leiris, Edad de hombre y La regla del juego, son completamente distintas, sin que se pueda acusar al autor de falsificación o tergiversación. Sencillamente, Leiris escogió distintos acontecimientos en su narración y los narró de forma muy distinta. Pierre Michon, por su parte, demostró en Vidas minúsculas —uno de los mejores libros de las últimas décadas— que se puede reconstruir la propia vida a través de la reconstrucción de las vidas de los otros. Curiosamente, Torres dice que no está «interesado en componer una autobiografía». Sin embargo, al leer el libro, se tiene la impresión de que el autor empezó escarbando en una fosa en Ucrania y acabó excavando dentro de sí mismo. Además, Palos de ciego es una original reflexión sobre los mecanismos de la memoria, la individual y la colectiva (un complejo entramado de verdades oficiales, silencios administrativos, mentiras, medias verdades, contraverdades…). Y una muestra de cómo algunas historias se las acaban ingeniando para ser contadas, a veces de la manera más insospechada. «Por qué iba yo a escribir sobre los lirniki, precisamente yo, que no soy músico, ni estoy ciego, ni hablo el ruso ni el ucraniano; yo, que nada tengo que ver con ellos. Sin embargo, no era una tarea que hubiera elegido o que pudiera rechazar: simplemente me había tocado en suerte desde el momento en que tropecé con aquella página de Shostakóvich como si hubiese encontrado la carta desesperada de un náufrago.» Como decía Elizabeth Costello, el personaje creado por J. M. Coetzee, los escritores son «secretarios de lo invisible» que se limitan a poner sobre el papel las palabras que les dictan algunos «poderes que no entendemos».
Como llueve en las despedidas Luis Miguel Fuentes Pura Tinta: Málaga, 2016 194 págs.
Poesía en prosa Por José María Balcells Doménech He aquí una novela muy singular por su escritura literaria. Su autor es Luis Miguel Fuentes (Sanlúcar de Barrameda, 1970), actualmente columnista de El Mundo. Ha obtenido Fuentes distintos galardones periodísticos y de narrativa, habiendo sido finalista del Premio Azorín 2009 con la novela objeto de esta reseña. Ciertamente, esta obra se encuentra en las antípodas de esas novelas exitosas que se dirigen a un público amplísimo en virtud de su temática, de su trama nada dificultosa de seguir y de un estilo muy diáfano. En Como llueve en las despedidas, en contraste, el novelista parece haber puesto todo su empeño en evitar eso, como si en su primera comparecencia quisiese demostrar que se puede hacer otro tipo de novelas. En esta novela no hay concesiones de ninguna clase. El esfuerzo de Luis Miguel Fuentes en su escritura es enorme. Son muy pocos los novelistas que se afanan en escribir así en los tiempos actuales, y los que les leen son también una selecta minoría capaz de disfrutar de la calidad de la prosa, tan poética. Resulta por ello una novela a contracorriente y rompedora. El ansia poética y lírica del novelista recuerda la voluntad de Francisco Umbral. No es extraño, pues, que a Luis Miguel Fuentes se le haya comparado con Umbral. En la novela objeto de esta reseña, Fuentes no coarta en absoluto su impulso artístico, sino que se sumerge en él en pos de una muy manifiesta poeticidad. ¿Cómo podríamos clasificar el perfil de esta novela que tiene rasgos de novela epistolar psicológica y asimismo de novela filosófica, y de la que su propio autor ha llegado a decir que en cierto modo es una novela antihistórica porque no se recrean ni realzan las ambientaciones circunstanciales? El hecho de que contenga agudas y constantes observaciones sobre la existencia humana y el vivir no comporta una denominación específica, pero sí su poética literaria. Porque el marbete que más nos acercaría a una clasificación podría ser el
de novela poética, o novela poemática, una clase de narraciones que contrasta con las novelas más típicas, en las que lo primordial es que se perciba bien el desarrollo de la acción y en las que no se muestra celo alguno en estilizar la escritura. En cambio, en las novelas poemáticas se intenta que el lector sienta emociones cercanas a las que pudiera proporcionarle la poesía, procurando sus autores que el texto destaque por una creatividad que llame la atención y valga por sí misma. Tal es la relevancia que la escritura como tal adquiere en este tipo de novelas que Gonzalo Sobejano denominó «escriptivas». Como llueve en las despedidas podría ser una de las más cabales ilustraciones de novela escriptiva, porque el desarrollo del relato acaba importando menos que la forma tan elaborada, tan meticulosamente literaria, en la que ese relato se ha escrito. El núcleo de la trama es este: un profesor universitario, atrapado entre dos amores que le obsesionan, encuentra la carta de un soldado napoléonico de la Guerra de la Independencia con el que siente una inmediata conexión. La temática amorosa recorre la novela por entero, pero, con ser el pretexto narrativo muy bien buscado, lo que en estas páginas cobra más relieve es el estilo y la calidad poética del texto. El autor escribe con un extra de creatividad lírica y basándose en una prosa conscientemente rítmica y repleta de estructuraciones simétricas, de paralelismos y de imágenes, de múltiples imágenes, en ocasiones vinculables a las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. El argumento avanza con lentitud, pero los movimientos psicológicos son continuados. Esa misma lentitud resulta propicia para leer y releer el texto saboreándolo en todos sus matices estilísticos, plenos de belleza y plasticidad. Novela concebida en fragmentos, y sin diálogos al uso, parece que el escritor ha incrustado en el tejido novelístico una sucesión de poemas, que ha escrito poesía mostrándonosla y envolviéndola bajo conformación de novela.
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La uruguaya
Pedro Mairal Libros del Asteroide: Barcelona, 2017 144 págs.
Peripecias limítrofes Por José de María Romero Barea
Imposible negar la naturaleza fundamentalmente engañosa de la ficción. Tienden los personajes a desarrollarse de forma insospechada (o a no hacerlo en absoluto); los ajustes de la trama se crean a partir de una descarga de detalles que, colectivamente, evitan el recuento directo. Lo que nos conquista, sobre todo en una primera y desconcertante lectura, es el brío rítmico de los enunciados. A pesar de su naturaleza cinemática, las novelas de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) consiguen lo que sólo la mejor literatura: obligarnos a evaluar el vocabulario mismo con el que registramos la experiencia. El movimiento perpetuo parece ser el tema central de su más reciente artefacto narrativo, La uruguaya: «Te volvés simétrico con el otro, los metabolismos se sincronizan, funcionás en el espejo; un ser binario con un solo deseo». La pareja protagonista trepa de una rama del árbol existencial a otra (presumiblemente más alta). Sin embargo, a primera vista, los amantes terminan donde comenzaron, «no dejan huellas en la superficie del cuerpo. Sólo se queman a fuego en el placer. Activan el sistema nervioso central, lo encienden por dentro». Lucas Pereyra, escritor sonámbulo, es, si no exactamente el héroe de esta crónica, su protagonista; un cuarentón perseguido por la sombra tenaz del «cuerpo
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familiar […] tres organismos fusionados con una misma circulación sanguínea», un narrador omnisciente postmoderno que, traviesamente, divaga a lo largo de su desafortunado periplo por Montevideo («una Buenos Aires del pasado») en pos de la uruguaya Magalí Guerra («Qué mujer más hermosa, qué demonio de fuego me brotó de adentro y se me trepó al instante al árbol de la sangre»). ¿Encontrará Lucas a la Maga? El viaje no es sólo geográfico sino también nemotécnico. La odisea imaginaria arroja luz sobre la mentira en el corazón de esta saga diseñada para la relectura. La segunda preocupación del volumen es la relatividad. Nada existe en absoluto. La plenitud es posible como un concepto relativo. El triunfo de un personaje es la tragedia del otro; la moneda de la felicidad no es el éxito objetivo sino una subjetiva satisfacción. Según la lógica de Pereyra, la seguridad emocional prevalece sobre la material. Se niega el autor de Una noche con Sabrina Love (1998) a jugar con las simpatías que asumimos. De un modo esencialmente democrático, nivela sus elementos por dispares que parezcan, en un solo plano o estrato, e implica lacónicamente la ausencia, mediante «palabras al oído, sin espacio en el medio». La capacidad de cambiar es, en definitiva, símbolo de poder. Los enamorados se encuentran a medida que se reinventan. ¿El que triunfa gana o pierde? Los tropos se repiten a lo largo del camino: la juventud o su pérdida, el sexo o su ausencia, la violencia, la desilusión y el desconcierto, junto a otros símbolos: latidos, puertas cerradas, escaleras, humano despojo, belleza inmaculada en un periplo «sin aventuras amazónicas, [donde] no hay narcos ni tiros ni cuchillos, solo unas patadas del otro lado del río. Peripecias limítrofes». Lucas acusa la falta de pertenencia. No así Guerra, el punto de referencia permanente, la poseedora de la claridad y el fuego. Ni la actitud vagabunda ni el detallado informe de los límites y ambiciones del lenguaje ordinario traicionan este escrito en esencia lúdico y ocasionalmente díscolo. Ventriloquia simulada de una ficción especulativa, digresiva, holgadamente tramada y textualmente ambiciosa, que parece contener una filosofía esencial: podemos ser felices, pero sólo de vez en cuando. Leer a Mairal supone abandonar toda presunción de un mundo ordenado, que se puede explicar de forma lineal. En La uruguaya, premio Tigre Juan 2017, el autor de El equilibrio (2013) rompe el mundo y nos lo entrega en pedazos, mientras insiste en que los aceptemos. Teniendo en cuenta quiénes somos, o quiénes dicen que somos, o lo que imaginamos que podríamos llegar a ser, ¿cómo encontrar el camino a casa?
Barceloba. Livin’ Leaving la vida blogger
Agustín Kong Penguin Random House: Barcelona, 2017 365 págs.
La otra realidad Por Anna Rossell Agustín Kong se presenta en la escena literaria con una novela (la primera que publica, no la primera que escribe) que nos sumerge en el submundo de las redes sociales y los blogs. Un mundo paralelo, el único para quien vive en él y de él. Y hay que ser experto en su código específico, lingüístico y estratégico, altamente especializado, para sobrevivir en un universo donde impera la rivalidad feroz de los egobloggers, en su pugna por convertirse en influencers, ganar followers y hasta haters, en la medida en que estos revalorizan su «marca» a partir de hashtags, instagramers, trend topics, youtubers, hipsters, swaggers… Todo vale, si ello ayuda a escalar el éxito basado en la fachada, en la construcción del personaje al dictado de lo que vende en el ultimísimo momento. Son las reglas del juego, las más salvajes de un mercado basado en la fachada, lo superficial, la mentira. La novela es un retrato de esta otra realidad virtual, que ha ido ganando espacio a la tradicional para imponerse como única y definitiva a golpe de generación. Eva Gris, cuarentañera egobloguera de éxito, inventora de la dumping pose, antes enfermera, que sueña con ser escritora, nos pasea por los subambientes de Barcelona, acompañada de la representante de su agencia, que saca partido de su encumbramiento en las redes sociales para negociar con marcas de todo tipo vendiendo su imagen en lugares estratégicos de la ciudad condal. La novela, escrita en primera persona, se compone de una amplia variedad de tipos de texto: notas de Eva, textos subidos a las redes, vídeos en YouTube, conversa-
ciones telefónicas, whatsapps… Los textos son un reflejo del mundo que el autor quiere transmitir: una vida sin privacidad, donde impera la sobreexposición de una figura construida para el escaparate, a base de falacia. Es indudable que Kong maneja bien el mundillo, lo conoce bien y lo presenta tal cual sin pretensión moralizante. Mucho contribuye a ello el registro lingüístico por el que apuesta: un lenguaje frívolo, a menudo irónico, que, por su frivolidad, confiere al texto la misma superficialidad que aparentemente pretende denunciar, y que, por la ironía que acompaña a menudo los pensamientos de Eva, da fe de la conciencia social que la define. Sin embargo, el personaje hace el juego a lo que parece reprobar sin manifestar una posición crítica ostensible. Esta ambigüedad de la protagonista, con quien simpatiza el autor, que no abandona el registro liviano, se impone y acaba por prevalecer la superficialidad. A ello contribuye el hecho de que la novela se recrea en lo reiterativo, innecesario, en cuanto que la historia no requeriría tantos capítulos para transmitir lo esencial. La novela sucumbe a la reiteración, en mi opinión forzada, por la voluntad de embutir en la narración todos los barrios emblemáticos de Barcelona, en los que los ambientes insustanciales y cínicos se manifiestan supuestamente con matices diferentes, matices que por su trivialidad no tiene interés plasmar de más. Sin embargo, la novela tiene muchas virtudes: nos permite conocer subculturas urbanas (no sólo barcelonesas) ignoradas por buena parte de los lectores, en el lenguaje que las caracteriza, de modo desenfadado. Kong domina el registro por el que opta y sabe mantener el gusto del lector por la justa dosis de mordacidad con que adoba la narración. La técnica narrativa logra transmitir el ritmo frenético; capítulos cortos, frases breves, que transcriben la ausencia de vida privada (hasta la muerte de una amiga y la recuperación de los otrora sensibles nexos de amistad se ven envueltos en la maraña de la red insustancial que determina la cotidianidad del personaje), dan fe del tempo enajenado en que vive inmersa la protagonista, prototipo de un perfil no emergente, sino consolidado, como el de Celia Fuentes, persona real que se suicidó el pasado año «porque todo era fachada y se sentía sola», víctima de las consecuencias de esta vida carente de valores y metas, que atrapa y engulle a quien se deja. La novela tiene el mérito de plasmar literariamente, con mucho realismo, esta otra realidad. Agustín Kong sabe escribir y tiene buen olfato. Su escritura promete, si madura y no hace concesiones a la tiranía que plasma en Barceloba.
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Objetos frágiles
Inés Mendoza Páginas de Espuma: Madrid, 2017 104 págs.
En busca siempre Por Gemma Pellicer El denominador común de los dieciocho relatos que recoge la autora en este segundo libro es ir en busca del tiempo perdido, a la manera de Proust, de la esencia esquiva de las cosas, de su sentido profundo. Tras un primer volumen de gran calidad, El otro fuego, Inés Mendoza divide la presente colección de cuentos y microrrelatos en tres partes de título enigmático. El tiempo, la amistad y la fragilidad de la vida son sus temas. El primer cuento es de una belleza rotunda. De factura simbolista, «Nostalgia del velero» narra la afrenta que padece una embarcación tras ser trasladada al jardín de unos amigos como mero objeto decorativo, perdiendo así no sólo los atributos propios de su naturaleza, sino también su dignidad; lo que aquí podría valer por cualquier usurpación que hombres, objetos y espacios padecen a diario de continuo, perdiendo con ello su papel, sentido y función. Este relato prólogo da buena cuenta del tono general que recorre el libro, a vueltas misterioso y enigmático, casi siempre onírico, con la salvedad del último texto, «Todo lo sólido», de factura más explícita en mi opinión. «Despedida», el primer microrrelato, es un canto a la amistad y a la felicidad voluble que esta conlleva de forma inevitable, cuando termina por abandonarnos. La pieza parece guardar relación con los relatos «En el faro» y, de nuevo, con «Todo lo sólido»: mientras en el primero se narra la amistad íntima de dos mujeres, en el segundo los tres amigos acaban compartiendo una relación con la que acaso no contaban. En «Hopperiana», Mendoza nos muestra el suicidio de una sombra en medio de una ciudad incomprensible, a la que el narrador ha llegado sin recordar por qué; si bien acaba descubriendo que, gracias a su mirada extranjera, las cosas «dejan de ser persianas, ventanas o cornisas para resucitar en formas puras». Se trata de la ciudad misteriosa y vanguardista por
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excelencia, una Nueva York en la que el tiempo se ha detenido, acercando el cuento a la estampa poética. No en vano, lo único que fluye en él es la voz de la conciencia del narrador, quien, indeciso como la sombra, se interroga por su viaje, como si él mismo acabara de nacer. «Deconstrucción de la marquesa» cuestiona, con buenas dosis de ironía, el cultivo de una estética realista que no se atreva a contravenir siquiera «la materialidad de su propio cuerpo»; mientras que «Petite place de gare» me ha parecido la decantación misma de la obra pictórica de Paul Delvaux, también belga como esta historia que transcurre de noche en una estación, a través de un lenguaje plagado de imágenes surrealistas y deslumbrantes, al servicio de un misterio que nunca se agota, con ecos de las leyendas de Bécquer. Todo el relato está ordenado a partir de la sucesión de una serie de escenas de suma teatralidad. «Mohr, la que huye de la luz» parece escrito en un lenguaje más depurado; a medio camino entre Julio Cortázar y —digamos— Ángel Zapata. He creído ver aquí un homenaje velado a los habitantes de Venezuela; un país de gentes luminosas cuyas vidas han de soportar los embates de un destino poblado de tinieblas. «Epifanía del enemigo», de lenguaje onírico y simbolista, bellísimo, es un himno a ese reverso de la amistad en que se convierte a menudo el amor. En «Arcontes», precisamente, un sabio anciano recluido en su torre, que siempre había soñado con sumergirse «en el fondo del caos», observa la llegada del Armagedón. Se trata de un relato a favor del misterio y el caos primigenio, y contra la presunta razón que nos gobierna, responsable de haber tasado y constreñido el curso y la sustancia de las horas. En la tercera parte, el microrrelato «Umbral» franquea, de nuevo, el paso del lector a la siguiente narración, «Naturaleza muerta», protagonizado por un amasijo de restos en aparente confusión aunque con un mismo destino. En él apreciamos cómo Inés Mendoza evoluciona de un simbolismo poético hacia un expresionismo de cariz existencialista que me parece que logrará captar el interés de los lectores.
La superficie más honda
Emiliano Monge Literatura Random House: Barcelona, 2017 146 págs.
Los rostros de la violencia Por Nadia Barrera Diez años han pasado desde la publicación de su primer libro de cuentos Arrastrar esa sombra (2008). Ahora, Emiliano Monge retoma el género breve con La superficie más honda. En este libro, que consta de once relatos, el escritor mexicano nos habla de los diferentes tipos de violencia. Desde las primeras páginas, La superficie más honda nos provoca extrañamiento debido al carácter casi fantástico de algunas historias, como ocurre con el cuento «Alguien que estaba ahí sobrando». En este texto, Emiliano Monge habla del rechazo que sufre aquel que es diferente. La historia empieza cuando Hernández, un joven que vive atormentado por su virginidad, decide ir a un pueblo llamado Alquila. Está convencido de que allí encontrará a una chica que conoció semanas antes en una fiesta. Tan pronto como emprende su viaje, el protagonista se ve atacado por el conductor del autobús y más tarde tiene que sufrir el rechazo indiscriminado del pueblo. Los textos de Emiliano Monge también nos causan desasosiego porque lo que se nos cuenta no está alejado de la realidad. Un claro ejemplo de ello es «La tortura de la esperanza». En este cuento, se nos narra la historia de un niño llamado Jaimito que hará lo que sea por encajar en su grupo de amigos, desde orinar las chapas de los coches hasta abusar de un travesti. En el libro también se tocan temas como el fanatismo religioso («Una lúgubre satisfacción»), el linchamiento mediático («Todos nuestros odios») y las relaciones de amor y odio entre familiares y amigos («La tempestad que llevan dentro»). Para retratar esta violencia, Emiliano Monge sitúa a los personajes en escenarios sin horizonte alguno, como ocurre en el cuento «Lo que no pueden decirnos». Los protagonistas, Marcos y Paola, son una pareja que se ha mudado a un pueblo árido y gobernado por el silencio:
«¿Cómo puede ser que no se escuche nada? [...] Ni los pájaros se escuchan […]. Mira, ni siquiera el agua hace ruido». La soledad de esta pareja se ve acrecentada por la indiferencia de los vecinos. En un momento, Paola llega incluso a dudar de su propia existencia: «Es como si alguno no existiera… como si tú y yo aún no hubiéramos llegado». En este libro también destaca el uso que hace Emiliano Monge del humor. En vez de actuar como una válvula de escape, el humor intensifica la crudeza de los relatos. Un ejemplo de ello lo encontramos en el cuento «Gente en guardia»: dos de los protagonistas, Roberto y Valeria, van en el coche y al pasar por un letrero de advertencia tienen la siguiente conversación: «Si está cansado, no maneje. Sus hijos lo están esperando. ¿Y si uno no tiene hijos? ¿Puedes manejar si estás cansado y no tienes ni un hijo? […] ¿o si vienen contigo en el coche, si te están esperando, puedes quedarte dormido y ponerles en la madre? ¿O si traes uno adentro… si estás embarazada?». Seamos sinceros. Lo macabro y lo grotesco forman parte de nuestro entorno. Cuando vemos las noticias rara vez ponemos cara de espanto. Como mucho se nos escapa un «qué horror, qué terrible, adónde vamos a parar». Después, una vez hemos satisfecho nuestras ansias de saber —también llámesele morbo—, apagamos la televisión y seguimos con nuestra vida. Qué sentido tiene contabilizar las muertes si son ajenas. Afortunadamente, tenemos a escritores como Emiliano Monge que nos recuerdan, con gran destreza narrativa, que nadie es inmune a la tragedia.
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Plano americano
Leila Guerriero Anagrama: Barcelona, 2018 568 págs.
Fragmentos de vida Por Ricardo Martínez Llorca A diferencia de la novela, en la obra periodística es mejor no haber llegado a conclusiones. La obra está en marcha, no es un coto vedado, no supone que el ego del autor, a través del narrador —sea omnisciente o sea del calado del personaje que nos habla en La caída, de Camus—, se vacíe. El ego nos importa bastante poco y eso quiere decir que no hay final. O de haberlo es un final abierto. Incluso aunque termine con la muerte, queda un legado a merced del lector. Un mundo que bascula entre la epifanía y el abismo, dirá la propia Leila Guerriero (Junín, 1967) sobre una de las personas con las que se encuentra. Un mundo «donde se puede ir a la cancha y escribir poemas y cenar felices y, después, querer morir a mediodía». Casi certifica, como norma o como espíritu del género literario que practica en este Plano americano, el perfil. Y si decimos que casi lo certifica es porque, tras la diatriba, ese capítulo se cierra con una confesión de que no es posible, ni deseable, encontrar respuestas a las preguntas. De hecho, ni siquiera queda claro que se haya hecho otras preguntas que no sean las existenciales: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. De ahí ese broche: «Eso, a grandes rasgos». Pero los grandes rasgos son, en manos de Leila Guerriero, los detalles. No ha llegado a conclusiones, ni lo pretende. A lo que más se arrima es a la realidad. El perfil está fragmentado. Las crónicas periodísticas suelen venir en un envase casi cerrado, en una narración redonda. Pero si el periodismo es un género literario que refleja la vida, el fragmento es la fórmula que mejor la compone, o que mejor la descompone. Es el fragmento lo que le permite acercarnos a las personas a grandes rasgos. Cada fragmento es un detalle: una respuesta al teléfono, un cuadro solitario en la pared, las horas y el paso de las horas. Sobre todo, el paso de las horas. Las obras de Leila Gue-
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rriero contienen la maldición del tiempo, esa materia de la que estamos hechos: la gente nace, se acostumbra a vivir y muere. Hay una pieza inédita, larga, sobre Roberto Arlt, en la que leemos, tan bien como en las cuidadísimas crónicas preparadas para ser leídas, cómo la obra está haciéndose. Si Leila Guerriero tuviera que volver a recorrer los mismos caminos, a leer las mismas lecturas para volver a escribir el perfil del enigmático escritor argentino, cada frase sería distinta. Guerriero tiene una facilidad asombrosa para escribir. Todo fluye, la tensión surge con una naturalidad atractiva y las metáforas son tan genuinas como sorprendentes, es decir, sólo cabe que sean esas. No hay mejor descripción, pero seguro que no le cuesta deshacerse de sus hallazgos literarios, entendiendo la literatura por la distancia corta, en función de los cambios que impone la obra en marcha. La confianza con la que aparentemente escribe, fruto de muchas lecturas y mucha observación, de la curiosidad y el hígado, volverá a nacer con los cambios. Guerriero es, tal vez, la mejor periodista de América Latina, al menos la mejor a la hora de hallar la otra historia. En lugar de retratar a Onetti, retrata a su mujer y a su amante, gracias a quienes pudo vivir sin levantarse de la cama o despojarse de su vehemencia a través de los celos. No es corresponsal de guerra, si la guerra es sólo el conflicto armado. Porque como sufrientes de guerra trata a los seres sorprendidos en crisis económicas, por ejemplo. Lo cotidiano es una batalla dentro de la cual es capaz de trazar un arco de belleza, que nos deja con la boca abierta, antes de seguir narrando la lucha por vivir, por el oficio de vivir, que diría Pavese, ese mito que se cae en una de sus crónicas. Pues los mitos son también retratados como seres humanos. En ese sentido, se podría hablar hasta del teatro griego, para remontarnos en las influencias de esta escritora. De esta enorme escritora.
Dioniso. Eros creador y mística pagana
Hugo Mujica El hilo de Ariadna: Buenos Aires/Madrid, 2017 208 págs.
Canto a Dioniso Por Mario Martín Gijón Europa es el continente sin dioses, que hemos tenido que importar de Asia, como tantas otras cosas. De Oriente llegaron, aparte de los Reyes Magos, el cristianismo, el islam, el judaísmo o el budismo. De allí se nutrieron también las religiones politeístas de griegos y romanos, y de allí llegó Dioniso, dios de la máscara, el vino, la danza y la celebración vital, que Nietzsche opusiera tanto al idealista Apolo como al Cristo de la renuncia. Sobre las enseñanzas del «dios extranjero» acaba de publicarse Dioniso. Eros creador y mística pagana, de Hugo Mujica. Nacido en Buenos Aires en 1942, Mujica es uno de los poetas y pensadores argentinos más prestigiosos de la actualidad. En España, su obra poética reunida y una amplia selección de su prosa fueron publicadas en tres volúmenes por Vaso Roto bajo el título Del crear y lo creado. Mujica, que fue hippie en Nueva York en los años sesenta y que en los setenta se recluyó durante siete años en un monasterio con voto de silencio (época en la que comenzó a escribir poesía), traza en este libro una inesperada e hipnótica apología del «dios venidero», como lo llamara Hölderlin, «el dios loco», según lo nombrara Homero. Dividida en un preludio y cuatro partes, la obra está escrita en versos que recuerdan los ditirambos consagrados a aquel dios y realiza algo que parecía ya imposible en el siglo XXI: la fusión de filosofía y poesía, el desarrollo en verso del pensamiento. A lo largo de este libro, quien se desempeñó varios años como sacerdote celebra no el «deseo de infinito», sino la «infinitud del deseo» que muestra el mito de Dioniso; no la fidelidad a una supuesta identidad, sino el devenir de nuestra personalidad, pues, como decía Julián Ríos, «yo soy quien es hoy». Por eso los devotos de Dioniso adoraban
sus máscaras, que no ocultaban, sino que eran distintas materializaciones de la energía inagotable de su dios. El teatro, por supuesto, da la ocasión de ser otros por procuración, aunque no con la potencia del dios portador de tirso. Frente al entusiasmo inducido que, como explicaba Remedios Zafra en El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (galardonado con el último Premio Anagrama de Ensayo), promueve el capitalismo para mantener la productividad, y por el cual los trabajadores precarios deben mostrarse entusiasmados por poder ser explotados; frente a ese entusiasmo que muchos creen obligatorio mostrar por cualquier bobada en las redes sociales (con abundancia de exclamaciones y smileys), Hugo Mujica nos recuerda que «entusiasmo» viene de enthéos y para los griegos significaba sentirse «habitados y habitando el dios», plenos de existencia, algo que se puede alcanzar en contacto con la naturaleza (Mujica canta al panteísmo), mediante la danza, en la cual el cuerpo se expresa sin la mediación del lenguaje o mediante el misterio insondable de la poesía.
Seguramente haya hoy en muchos una subyacente nostalgia de lo dionisiaco, como parece demostrar el avasallador éxito de público de Monte Olimpo, la performance de Jan Fabre de veinticuatro horas de duración. La obra de Mujica, sin embargo, nos insta a un camino independiente de acontecimientos multitudinarios, a no ceder sino excedernos en aquello que nos hace vivir. El autor de Lo naciente. Pensando el acto creador, nos recuerda que «hay originar, / no original». Como Pascal Quignard, el autor argentino vive centrado en «lo sublime. / lo que por terrible fascina, / lo fascinante / que aterra» y por ello nos impele a volver la mirada hacia los orígenes, al nuestro propio, el nacimiento imaginado del que estamos más cerca cuando creamos, cuando transgredimos, cuando nos decidimos a «ir sin regreso».
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Hypnerotomaquia
Jorge Coco, Gema Palacios, Óscar Pirot y Blanca Morel Libro Objeto, 2017
Un espejismo de seda Por Pilar Martín Gila Hypnerotomaquia es un libro-objeto creado por Jorge Coco, Gema Palacios, Óscar Pirot y Blanca Morel. La principal razón por la que podemos llamarlo «libro-objeto» es que en él se pone en juego el aspecto sensible de las cosas que lo conforman, lo que percibimos, lo que nos llega de ellas desde su contorno, su límite. Los objetos son sensibles para nosotros desde el momento en que son limitados. La figura de las cosas, su materia, sus márgenes, sus inmediaciones nos sitúan ante algo que podemos llamar la corteza del lenguaje, eso que tenemos que abrir para llegar a la palabra poética, que, en este caso, no está sólo en lo escrito, con sus propios límites en el lenguaje, sino en el proceso, el viaje hacia dentro, hasta llegar al fondo de la caja, un continente por donde nos abrimos camino entre signos que son perceptibles desde el momento que están encerrados en las fronteras de las cosas.
Hypnerotomaquia despliega un espacio desde y hacia el sueño, donde evoca un campo de batalla colmado de símbolos y relaciones. Una piedrecita, una canica, cuatro nombres, cuatro pliegos permiten identificar y, a la vez, diluir, deshacer los términos, desdecirse de las palabras para confundir los cuerpos que entran en esta lucha del
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sueño. Son cuatro los soñantes, ya lo hemos dicho, cuatro las vías a transitar aquí, caminos que serpentean y se entrelazan dejando esa sensación de desorden a la que responden los sueños. Cada soñante no sólo vive su sueño sino, a veces, el sueño de los demás y se lleva jirones de ellos. Coco escribe desde un estado fronterizo, atrapado en el peso del propio cuerpo, esa zona que es la que está entre el sueño y la vigilia, a punto de despertar, que es precisamente el momento atenazador donde aparecen los sueños. La parálisis del cuerpo que nos protege del movimiento de la imaginación. «Siesto dentro de un jáparo de cristal / desde su pico contemplo / el primer segundo de la explosión.» Se trata de un instante, el querer despertar, que parece transcurrir con un tiempo propio y prolongado, un tiempo recogido en la impresión de una vida. Pirot propicia el encuentro entre «la tumba y la almohada», los hermanos Tanatos e Hipnos, «el aquí y el allá». El muerto anda por ahí y sólo en el sueño se abre la puerta a lo perdido, lo que se fue dejando su huella en los bordes de la fantasía: «¿Cómo has entrado, / por qué puerta, / qué ventana?». El símbolo del árbol de la vida es lo que permite a Palacios abrir el cauce entre la vida y la literatura, igual que la conexión que a través del árbol se produce entre el mundo subterráneo y el mundo celeste. El sueño es lo que mantiene la presión del mundo. «Reclinada en el borde de una sima, yo hallo la palabra. / Relieve adentro, un viaje del que no se sabe volver.» Para Morel, este vínculo se da en el deseo que lo profundo, lo telúrico, tiene hacia la luz, y el que la luz, lo vacante, tiene hacia el interior, una conexión de la profundidad y el vacío que da una unión irreal pero irrenunciable: «lo que va a ser / es / y se diluye». El símbolo de Morel es el Triángulo de Penrose, un objeto imposible, la imposibilidad en su forma más pura. De ahí que el trazo del sueño se vuelva hacia sí mismo como un pliegue de la identidad. Hypnerotomaquia es una creación colectiva que propone los sueños como lugar común. Todo emerge (las palabras y las cosas) de una caja que, siguiendo la tradición, conecta el interior y el exterior, el continente y el contenido. El lector, el receptor, se mueve hacia dentro y hacia fuera, como un viaje de conocimiento. Hay que internarse en un lugar extraño y a la vez desprenderse de parte de lo que uno sabe de las voces firmantes para dejar sitio a la experiencia del encadenamiento, que se percibe en cada uno de los cuatro pliegos poéticos que encontramos aquí. Hay que retener tanto como hay que dejar discurrir, hay que escrutar los rincones de las palabras para poder entrar en esta visión poética del libro-objeto transmutado, entonces, en objeto precioso.
Recomendaciones de Quimera Honrarás a tu padre y a tu madre Cristina Fallarás Anagrama, 2018
La prosa de Cristina Fallarás es limpia, densa y melancólica. Repite así el modelo de narrativa que ejecutó en Las niñas perdidas o Últimos días en puesto del Este, precedentes a Honrarás a tu padre y a tu madre y con las que establece una relación sutil. Los temas difieren, la estética no. En Honrarás a tu padre y a tu madre, Cristina Fallarás plantea una narración doble: una búsqueda de sus raíces en el pasado familiar y un relato sobre unos hechos más recientes que relata con atención sutil al detalle, a lo que realmente importa. En su última novela encontramos algunas de las mejores páginas de Cristina Fallarás. Prosa limpia, aguda. Colmada de sensibilidad.
Ordesa
Manuel Vilas Alfaguara, 2018
A estas alturas, resultan incontables los elogios cosechados por Ordesa, el último libro de Manuel Vilas. Puede que un elogio más quede solapado entre tanta crítica favorable. Aun así, desde Quimera queríamos sumarnos a este aplauso generalizado entre lectores y críticos. La novela bien lo merece. Pocas veces se trata con tanta profundidad ciertos temas y más raro aún es que unos pocos personajes simbolicen tan bien la historia reciente de un país. Eso es Ordesa, entre otras muchas cosas: un paseo sentimental y descarnado por la historia de un autor, por sus vicisitudes, sus miedos y contradicciones, su familia, su identidad, sus trabajos de amor disperso y sus reflexiones alrededor del lugar que los envuelve. Una novela que aglutina muchos géneros a la vez y que, por encima de etiquetas, se reivindica como un libro de obligada lectura.
Quebrada en el Gran Norte Ángel Fábregas Esdrújula, 2017
El concepto actual de wéstern es aquel donde prevalece la conquista del ser humano sobre lo salvaje en nombre de una civilización o por una lucha de territorios entre los oriundos del lugar y el invasor. Por eso no es una locura referirnos a esta novela de gran valor antropológico con esta etiqueta aunque el protagonista sea Rodrigo de Úbeda, granadino hijo de conversos, quien, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, vivió y murió en tierras de Nueva España, cuando México pertenecía a la Corona española. Fábregas relata con un estilo exquisito la última semana de vida del personaje, dejando entrever la minuciosidad y el buen hacer de este autor que nos presenta, con esta, su segunda novela. Prosa arriesgada que el buen lector sabrá apreciar.
Sergio
Manuel Mujica Láinez Drácena, 2018
Drácena, en su labor de recuperar clásicos hispanoamericanos, nos ofrece un libro de Mujica Láinez que aún permanecía inédito en España. Sergio Londres es un hermoso joven que huye de las anisas de posesión que su belleza despierta en los demás hasta encontrar refugio en el amor de Juan Malthus, alguien tan bello como él. Esta novela sobre la belleza y sus cargas, perteneciente al último periodo creativo del autor, tiene, como ya anuncia el prólogo de Luis Antonio de Villena, un enfoque más lúdico y sarcástico que otras obras como Bomarzo o Misteriosa Buenos Aires, pero mantiene intactas la perspicacia y la pulcritud de la prosa de este maestro indiscutible de la literatura en lengua castellana.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Periferias de la literatura. De Julio Verne a Luis Buñuel José-Carlos Mainer Fórcola, 2018
Siempre es un lujo leer a José-Carlos Mainer. Aúna en sus textos la sabiduría con una rara facultad entre los especialistas: la capacidad de hacerlo de una forma bella y armónica. En su trayectoria hay otros textos fundamentales como serían La escritura desatada (el mejor texto sobre la novela y su historia del que tengo conocimiento), La Edad de Plata o Historia mínima de la literatura española. Periferias es un recorrido por artículos de Mainer que van desde Julio Verne a Buñuel pasando por Max Aub, Neruda o Joaquín Costa. Una vez más, Mainer nos brinda una pequeña maravilla. Para todos los amantes de la literatura.
Literatura y psicoanálisis. Si digo agua ¿beberé? Lola López Mondéjar Grupo 5, 2018
Esta psicóloga clínica, psicoanalista y escritora nos presenta en este nuevo ensayo, tras haber publicado otro en el que relacionaba el psicoanálisis con la creatividad —El factor Munchausen. Psicoanálisis y creatividad; Cendeac, 2009—, un estudio sobre la escritura como forma de darle sentido al sufrimiento humano. Trata con acierto temas como el suicidio, la locura de los escritores, el concepto de maldad en la literatura y el concepto de amor a través de seis narradores del siglo XX —Kawabata, Roth, Brink, García Márquez, Coetzee y Guelbenzu—, quienes ya tenían cierta edad, al igual que sus personajes, al escribir sus novelas. Destacable la parte central de la obra, donde tres artículos hablan de la feminidad en la literatura.
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Cartografía del silencio Alejandro Salse Batán Ediciones en Huida, 2018
Tal vez sea el flâneur uno de los personajes más fecundos para la poesía, sobre todo si nos topamos con aproximaciones tan certeras como el nuevo libro de Salse Batán. Ahí le descubrimos en una ciudad sorprendente por anodina, un lugar que nos devora y se devora a sí mismo, cargado de imágenes que contienen todos los escenarios y tiempos posibles, como un palimpsesto lleno de capas. Un flâneur que transita por diferentes personas gramaticales y que nos interroga sobre lo que vemos, sobre el paso del tiempo, sobre la desaparición y la propia escritura. Un libro que homenajea a grandes autores de la literatura contemporánea, con Adam Zagajewski a la cabeza, y que maneja estupendamente algunos recursos poéticos, como las antítesis y paradojas. Por si fuera poco, el volumen cuenta con un prólogo de la escritora Itziar Mínguez. Para no perdérnoslo. O para perdernos en él.
Un mundo navegable. Poesía escogida (1980-2016) Luis García Montero Monte Ávila, 2017
La editorial latinoamericana Monte Ávila, radicada en Caracas, publica, en edición de la profesora y poeta Marisa Martínez Pérsico, una selección de la obra poética de García Montero, uno de los poetas de referencia de la llamada poesía de la experiencia. En ella, Martínez Pérsico recoge la vertiente de la poesía de García Montero más entroncada con la imagen y en la que los espacios urbanos y modernos (incluso los «no lugares»), los objetos y situaciones cotidianos, devienen ámbitos líricos merced al amor y la memoria, que los transforman en territorios capaces de albergar relaciones humanas reveladoras.
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Karl Marx Poemas Prólogo de F. Fernández Buey Karl Marx Manifiesto comunista Prólogo de F. Fernández Buey Karl Marx Sobre el Suicidio edición de nicolás gonzález Varela Mary Gabriel AMor y cAPitAl Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una revolución Samir Amin lA ley del vAlor MundiAlizAdA Por un Marx sin fronteras Jacques bidet/ Gérard duménil AlterMArxiSMo otro marxismo para otro mundo
John bellamy Foster lA ecoloGíA de MArx Francisco Fernández buey MArx A contrAcorriente en el bicentenario del nacimiento del autor de el capital Francisco Fernández buey MArx (Sin iSMoS) Francisco Fernández buey 1917 Variaciones sobre la revolución de octubre, su historia y sus consecuencias domenico Moro nuevo coMPendio de el cAPitAl síntesis del libro i de el capital con referencias y comparaciones con la realidad contemporánea diego Fusaro todAvíA MArx
Manuel Sacristán SeiS conFerenciAS sobre la tradición marxista y los nuevos problemas Manuel Sacristán eScritoS Sobre el cAPitAl (y textoS AFineS) Antonio Fernández ortiz octubre contrA el cAPitAl G. tridon eSPiAndo A MArx informes de la policía secreta y otros documentos sobre Karl Marx
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