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Casa Desolada
CHARLES DICKENS En un Londres neblinoso y enfangado, un pleito se eterniza en el decadente Tribunal de la Cancillería. La anquilosada maquinaria judicial asiste al paso de generaciones, al enloquecimiento de algunos querellantes, al enmohecimiento de las posesiones y a la ruina material o espiritual de incontables individuos con una impasibilidad que llega a lo cruel. Esther Summerson, Ada Clare y Richard Carstone serán los jóvenes que, junto a su bienhechor John Jarndyce, habrán de ver el final de tan absurda acción jurídica. Pero antes de alcanzar esta resolución sucederán numerosas y dispares aventuras: de lo cómico a lo trágico pasando por lo melodramático y lo policíaco, un universo de singulares personajes iniciarán y entrecruzarán sus trayectorias, crecerán y, en algunos casos, morirán en el seno de este mundo jerarquizado y monstruoso. Casa Desolada alterna el humor y la gravedad gracias a un Dickens que logra en estas páginas momentos inolvidables. Los juegos y las trampas de la intriga policial garantizan una enfebrecida lectura repleta de sobresaltos y sorpresas. Como acertadamente subrayó Vladimir Nabokov, en unas páginas entusiásticas, “todo lo que tenéis que hacer al leer Casa Desolada es relajaros y dejar que sea vuestra espina dorsal la que domine”.
Mon tesin os
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ColaborAN en este número:
Armando Alanís, Antonio Álvarez Gil, Ana Calvo Revilla, Agustín Fernández Mallo, Juan Carlos Gallegos, José Roberto Gallegos Téllez Rojo, Llàtzer García, Roberto García Bonilla, José García Obrero, Abel Lobo, Diego Muñoz Valenzuela, Gemma Pellicer, Javier Perucho, Pedro Pujante, Raúl Quinto, José de María Romero Barea, Alba Tor, Rony Vásquez Guevara, Laura Elisa Vizcaíno Fotografía de portada y Dossier:
IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Jose Arreola-004 © Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
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B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Septiembre 2018
Este septiembre (concretamente el día veintiuno) se celebra el centenario del nacimiento de uno de los grandes maestros del relato en lengua castellana: Juan José Arreola. Nacido en Zapotlán el Grande (hoy Ciudad Guzmán), México, Arreola es considerado como uno de los más grandes microrrelatistas del panorama hispano. A la brevedad, que capta la esencia de los personajes, las acciones y los objetos, su obra suma también la ironía y una sabia combinación de recursos de géneros diversos, sobre todo poesía, ensayo y dramaturgia (él mismo fungió como actor en uno de los múltiples trabajos que tuvo que desarrollar para ganarse la vida). Libros de microrrelatos como Confabulario (1952), Palíndroma (1971) o Bestiario (1972) y una novela de microficción integrada (construida a base de microrrelatos), La feria (1963), le han hecho acreedor de importantes premios como el Xavier Villaurrutia (1963), el Nacional de Ciencias y Artes (1979), el Premio Internacional de Literatura Juan Rulfo (1990), el Premio Internacional Alfonso Reyes (1995) o el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (1992) entre otros. En Quimera, revista que en los últimos años ha dado en sus páginas una especial relevancia al microrrelato, hemos querido homenajear al maestro Arreola con un dossier coordinado por Javier Perucho y en el que participan algunos de los máximos especialistas en su obra. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
La voz humana
Entrevista a Agustín Fernández Mallo – 4
Entrevista a Llàtzer García – 53
El cielo raso
Einstein on the Beach
Juan José Arreola
Pedro Pujante.
José Roberto Gallegos Téllez Rojo.
La bifurcación del yo en Solenoide: la arquitectura
Los años de Arreola – 9
onírica de Bucarest, según Mircea Cărtărescu – 56
Roberto García Bonilla. Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.
Arreola, el editor y la yunta de Jalisco – 14
El ambigú
Laura Elisa Vizcaíno.
Gemma Pellicer:
Arreola, territorio de hormigas, tablero del azar – 20
Fractura de Andrés Neuman – 59
Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
Ana Calvo Revilla.
José de María Romero Barea:
colaboradores aceptan que sus aportaciones
«Las enmiendas a los planes de la creación»: Juan José
Campo abierto de Max Aub – 60
aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Arreola y el auge del microrrelato en España – 24
Abel Lobo: Quique Belloch:
Armando Alanís.
Escenas de una vida de Bel Carrasco – 61
Arreola y Borges: alfiles oblicuos – 29
José García Obrero:
Juan Carlos Gallegos. Arreola en Zapotlán – 33
Efímero fósil de Óscar Sotillos – 62
Diego Muñoz Valenzuela.
Antonio Álvarez Gil: Talud de Aleisa Ribalta – 63
Arreola: metáfora de un homenaje – 37
Raúl Quinto: Encontraste un alma.
Rony Vásquez Guevara.
Poesía completa de Edith Södergran – 64
La estructura del delito en La feria – 41 Javier Perucho. El prodigioso Juan José – 45
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Agustín Fernández Mallo Por Fernando Clemot Fotografías de Iván Giménez ©
Han pasado ya doce años desde la aparición de Nocilla Dream (Candaya, 2006), la primera novela de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967), que lo convirtió en pocos meses en uno de los referentes de la literatura española de los últimos años. Tras el éxito de Nocilla Dream, llegaron Nocilla Experience, Nocilla Lab y Limbo, todas ellas con Alfaguara. En 2018, su última novela, Trilogía de la guerra, ha ganado el Premio Biblioteca Breve e inaugura una nueva fase de la narrativa de Fernández Mallo, probablemente más densa y más alejada de la estética de la trilogía Nocilla. Nos gustó mucho su novela y con él queríamos hablar sobre ella, para contrastar y profundizar en esta nueva aventura del autor.
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¿Qué ha representado dentro de tu obra Trilogía de la guerra? ¿Qué ha cambiado? Ha sido el salto hacia otro lugar, el resultado de cinco años de intenso trabajo, profundizando en algunos asuntos e intuiciones que en otros libros ya había apuntado y abriendo puertas a contextos nuevos, relacionados con la narración de los individuos en un mundo en permanente conflicto; observar la cotidianidad desde una puerta trasera para que las cosas que ya hemos visto siempre, y que ya hemos dotado de ciertas narrativas, nos descubran experiencias vivas y cercanas, otros pactos entre el lector y el mundo. Por otra parte, todo libro que escribes es el resultado de toda una vida: en la escritura se arrastran toda clase de materiales que desde que tienes uso de razón has ido sedimentando. El libro arranca con una experiencia personal, puesta en boca de un personaje: visité la isla de San Simón, en la ría de Vigo, que fue campo de concentración en la guerra civil española. Dormí tres días en uno de los pabellones en que estuvieron los presos; sientes claramente el peso y los sedimentos de los huesos, las balas y los objetos que hay bajo tus pies. Ocurrió entonces que a las preguntas que aquel lugar me formulaba, mi poética no podía dar respuesta, pero tampoco me valía el relato oficial, de modo que hice lo único que los escritores sabemos hacer: coloqué a un personaje en esa isla, a la que va durante dos meses, en soledad y clandestinamente —la isla no puede visitarse sin un permiso—, para ver qué le ocurría, hacia dónde derivaba, qué sentía. Y comienzan a ocurrirle cosas muy raras. Después ya aparecieron otros escenarios: Nueva York, Uruguay, Shanghái, Cuba o Normandía, y otros personajes. La isla de San Simón, Nueva York, Normandía, la Luna. ¿Qué hilo une estos escenarios a primera vista distantes? Los hilos, y aparte de la evidencia de que son escenarios de guerra, están en otros lugares, son metáforas que como redes internas atraviesan todo el libro, la idea de que la red social más grande que existe es la que nos une a los vivos con los muertos, y que los muertos nunca se mueren completamente, pero que los vivos tampoco estamos nunca vivos del todo. En esa interzona habitamos, conectados. Uno de los personajes dice que, si te fijas bien, toda alegoría elaborada por el ser humano termina en dos metáforas, que son la misma: la clásica del agua de río y la contemporánea del satélite de comunicaciones. La conexión —de los viajes colonos a las asociaciones de barrio, de las novelas a los
viajes a la Luna— es cuanto nos ha movido, y en esa conexión aparece la guerra y, en general, el conflicto. Puede parecer que mis personajes, con sus peripecias y sus singulares vidas, se mueven en un mundo un tanto alucinado, pero en realidad lo único que están haciendo es abrir más canales a esas conexiones entre los vivos y los muertos, entre lo que se ve y lo que no se ve. ¿Por qué «es un error dar por hecho lo contemplado»? ¿En qué nos engaña? Es un verso de Carlos Oroza que recorre todo el libro. Es la idea de que lo ya ocurrido, cuando la memoria lo trae al presente, toma otros sentidos, de ahí que la historia nunca sea un relato lineal, sino complejo y en red, que va dibujando significaciones según los contextos. Por ejemplo, la mujer que nos cuenta su caminata por Normandía porque —nos dice— quiere ver qué siente ella, como mujer, al pisar la arena en la que murieron miles de varones por el hecho de ser varones, también nos cuenta que su viaje coincide en el tiempo con la votación del Brexit y que, al mismo tiempo, en los diferentes televisores de los hoteles en los que se aloja ve cómo los refugiados sirios están muriendo en nuestras costas de Europa. Es entonces cuando el verso de Oroza, parafraseado, viene en su ayuda, algo así como «es un error dar por no existentes a aquellos que están ahí, más allá de Europa, y que no queremos ver, porque más tarde o más temprano llamarán a nuestra puerta». Y esto le lleva a preguntarse algo que atraviesa todo ese tercer libro: por qué los europeos queremos cargarnos la Unión Europea y, sin embargo, el resto del planeta se mata para venir aquí. Vivimos en el primer macroestado de la historia creado sin derramamiento de sangre, es decir, creado con los mecanismos propios del posmodernismo: la seducción y la publicidad. Para llegar a eso se han necesitado decenios de guerras y muerte que ya no recordamos, por eso en toda la Unión Europea no aparecen más que conatos de desgajamientos y nacionalismos excluyentes. Que la UE deba ser mejorada en ningún caso debería implicar destruirla. La figura del flâneur planea una y otra vez en la novela, enlaza las historias. ¿Cuáles serían las cualidades de un buen paseante y cuáles crees que son las condiciones de flâneur que tiene el protagonista de Trilogía de la guerra? El flâneur aparece aquí para problematizar nuestra visión a veces vaga, nos alerta y señala detalles que la mirada, acostumbrada a eslóganes cognitivos, ya ni ve.
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Agustín Fernández Mallo
Hay en el libro decenas de ejemplos; pongo uno: el supuesto Dalí que, a fecha de hoy, en la ciudad de Nueva York se pasea y da discursos acerca de la importancia de la basura, lo que le lleva a cuestionarse qué sentido tiene el reciclaje de todas las cosas, que si lo reciclamos todo los futuros arqueólogos tendrán que trabajar con archivos informáticos, se quedarán sin registros materiales. Esto le lleva a preguntarse por qué parece que detestamos la materia, como si quisiéramos dejarla atrás, hacerla virtual, y si, puestos a reciclar, tiene sentido reciclar la memoria, la historia y los cuerpos. Y esto tiene en el libro una implicación más: las diferencias que aparecen al conceptualizar qué es un cuerpo y qué es un enemigo por parte de los católicos del sur de Europa y de los protestantes del norte de Europa. Evidentemente, la carne, el dinero, así como la mentira como cohesión social y la guerra como resolución de situaciones límite son conceptos que ambas culturas diseñan y solucionan de un modo totalmente diferente. De hecho, es obvio que la crisis económica vivida en Europa en los últimos años no es más que una versión contemporánea de la histórica confrontación entre el supuesto puritanismo del Norte y el supuesto libertinaje del Sur. No se puede entender la geopolítica actual sin acudir a la historia de las religiones y a cómo estas van «reciclando» sus discursos. Pues bien, este flâneur, que es ese supuesto Dalí, nos dice todo eso mientras observa un simple remolino de basura en el río Hudson. He ahí la importancia de los paseos y sus derivas. El protagonista-narrador en Nueva York parece más lacerante, más dandi, más desquiciado, mientras que los otros protagonistas-narradores (en Galicia, en Normandía) parecen más fijados en lo introspectivo. ¿Qué diferencias observas entre ellos y qué crees que aporta cada voz al desarrollo de la novela? Bueno, supongo que responden a diferentes voces que intuitivamente pongo en la novela para de algún modo abarcar los máximos mundos posibles, abrir distintos ecos narrativos. En la segunda novela, titulada con el verso de Bowie «Mickey Mouse ha crecido y ahora es una vaca» —correlato de la monstruosa metamorfosis que ha experimentado EE. UU. desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy—, el protagonista, que es un anciano astronauta que nos cuenta su vida desde su retiro en Miami, comienza contándonos algo que en principio tiene un cariz cómico: estuvo en el primer viaje a la luna, pero no aparece en ninguna
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foto porque él era quien hacía las fotos, y antes de la existencia del selfie quien hacía la foto no aparecía en ella —o lo que es lo mismo, quien registraba la historia no salía en la historia, como si la objetividad absoluta fuera posible—. Esto, que tiene algo de absurdo, también es de una lógica aplastante, así que las doscientas siguientes páginas de ese segundo libro se desarrollan con el espíritu de llevar la realidad hasta sus límites para, precisamente, cuestionarse qué es la realidad, qué es la identidad, lo que le imprime a toda esa parte un tono más humorístico, es decir, una máscara para abordar de otro modo asuntos muy serios. Y eso requiere su particular registro narrativo. W. G. Sebald se transforma también en personaje en una parte de la novela. Entendemos que hay un cierto homenaje. ¿Qué te atrae de él? Tal como alguien dice en la novela, me atrae su fractal forma de narrar: se fija en un detalle y no te lo describe como un novelista al uso, ni como un historiador lineal, sino que abre un verdadero pozo narrativo que parece hundirse en cada detalle y que se conecta con toda clase de escalas históricas, sentimentales, políticas, científicas y narrativas. Creo acertada la idea que se ha planteado de que Trilogía de la guerra les debe mucho a Sebald y a David Lynch, dos poéticas muy distintas que de un modo que desconozco han venido aquí a anudarse. Siempre te has reconocido como poeta. ¿Qué crees que te facilita y en qué te entorpece la experiencia poética a la hora de escribir una novela? En mi caso, lo facilita todo. Abordo la escritura de mis novelas como lo hago con un poema: comienzo guiado por un horizonte que por algún motivo me atrae fuertemente —como cuando ves a una persona desconocida que, no sabes por qué, te atrae como imán— y en el que no tengo ni idea de qué me encontraré, y voy hacia ese horizonte sin programar mi camino ni saber qué escribiré en la siguiente página. Por otra parte, para mí lo importante en mis novelas son las metáforas, que emanan siempre de detalles cotidianos y que atraviesan las páginas para crear una red de uniones. En términos musicales diríamos que son armónicos que cíclicamente van apareciendo para resonar un instante y retirarse hasta la siguiente ocasión. Pero, ojo, no ha de haber retórica: cada uno de esos destellos armónicos ha de aportar algo nuevo.
Aparecen temas recientes como el Brexit o la llegada masiva de refugiados. ¿En qué se está transformando Europa? ¿Hacia dónde vamos? Aunque ya hemos hablado antes de eso, apunto una cosa más. Cuando viajas fuera de nuestro continente te das cuenta de que Europa es una anomalía terrestre. El mundo, fuera de aquí, es menos garantista. Pensemos que en la mayoría del planeta la gente está obligada a salir a la calle con alguna clase de protección, cuando no directamente con un arma. Cuando hablas con gente no europea, a menudo nos toman por niños mimados, no llegan a entender por qué no valoramos lo que tenemos. Algo de ese sentimiento planea sobre la novela, aunque no se verbalice en esos términos. Las redes sociales y la soledad parecen estar en el trasfondo de algunas tramas. Las redes sociales están, sí, por asuntos que ya hemos comentado, pero también la soledad. La soledad es una constante en mi obra y no sé por qué. Mis personajes siempre están solos o en pareja. Y si hay más gente, ya son colectividades, grupos, conjuntos incontables, casi estadísticos. Sospecho que los tríos sólo funcionan en fantasiosas santísimas trinidades, como ocurre en el cristianismo, o en el deporte y su pódium, oro, plata y bronce. En muchas páginas desarrollas una corriente de pensamiento (párrafo tirado, encadenamiento de pensamientos, soliloquio sin llegar a monólogo interior) que en algún momento nos recuerda otras experiencias estilísticas como las de Faulkner, Cela, Goytisolo, Julián Ríos, etc. ¿Cómo planificas este trabajo estilístico? Admiro y leo a estos autores que citas, pero la verdad es que no planifico nada. Sinceramente, voy escribiendo según mis experiencias cotidianas me indican. Hay un sexto sentido que en cada momento me dice si tal estilo o tal contenido son pertinentes o no —una vez más como en la poesía—; es una forma de trabajar en red y por capas que se infiltran unas en otras, buscando siempre una armonía de conjunto más que una lógica formal o una perfección estilística. Por hacer un símil: es algo orgánico, como nuestros cuerpos, que están llenos de virtudes y de defectos, pero es precisamente esa combinación la que hace que nuestros cuerpos sean creíbles, estén vivos; con esa pulsión de «armónica imperfección» procedo cuando escribo.
¿Los muertos gobiernan a los vivos? Es obvio que sí, aunque sea como supuestos argumentos de autoridad. No hacemos más que apelar a ellos para justificar cualquiera de nuestros aciertos o barbaridades. Lo que demuestra que son muertos construidos desde el presente. Todo —historia incluida— lo construimos aquí y ahora. Pese a la severidad de algunos temas, el humor aflora en muchos rincones de la novela, como en buena parte de tu obra. ¿No concibes la literatura sin esos afloramientos humorísticos, sin la ironía? Sin humor no concibo nada, ni en la literatura ni fuera de ella. El humor me parece uno de los grandes generadores de realidad, además de uno de los más brillantes mecanismos de la inteligencia. En resumen: no me interesa la literatura que se toma totalmente en serio a sí misma. Para que una ficción sea creíble ha de llevar dentro la refutación de sí misma; eso es humor e inteligencia: admitir que somos frágiles y jugar con ello.
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Los años de Arreola
Arreola y Borges: alfiles oblicuos
Arreola, el editor y la yunta de Jalisco
Arreola en Zapotlán
Arreola, territorio de hormigas, tablero del azar
Arreola: metáfora de un homenaje
José Roberto Gallegos Téllez Rojo – 9 Roberto García Bonilla – 14
Laura Elisa Vizcaíno – 20
«Las enmiendas a los planes de la creación» Ana Calvo Revilla – 24
Armando Alanís – 29
Juan Carlos Gallegos – 33
Diego Muñoz Valenzuela – 37
La estructura del delito en La feria Rony Vásquez Guevara – 41
El prodigioso Juan José Javier Perucho – 45
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El cielo raso
Los años de Arreola Por José Roberto Gallegos Téllez Rojo La vida de Juan José Arreola es un reflejo de la historia de México en el siglo XX; retrata a un país que se moderniza y a una generación que busca encontrar su lugar y su camino en una ruta que se abre ante ellos. Era esa una época con futuro, con promesas y esperanzas. Sólo fue posible que una persona que no tenía estudios formales completos, ni la primaria, pudiera llegar a las cotas más altas del reconocimiento de su tiempo —i.e. Premio Nacional de Ciencias y Artes— y que su obra se proyectara hacia el futuro en un país en formación, en expansión, donde la batalla por la modernización en todos los frentes abría mil oportunidades al talento, a la creatividad y al trabajo. Si hoy continúa editándose su obra y se estudia al personaje, si no ha caído en el olvido como sucedió con muchos de su generación, previos y posteriores, no es sólo por su mérito literario y editorial o por su trabajo en la difusión de la cultura, cuanto porque logró dejar una honda huella en la sociedad, porque su imagen, su efigie con el pelo revuelto y su teatralidad es recordada por generaciones que no son la suya propia, a través de la televisión. Juan José Arreola nació en Zapotlán el Grande, en el Estado de Jalisco, un pueblo que el autor recuerda en ocasiones de manera idílica, como lo hacen los escritores que se vieron forzados a exiliarse por la Revolución Mexicana o por la guerra Cristera a las ciudades o al extranjero, dejando atrás sus lugares de origen; evocan un mundo que contrasta con la dura vida urbana que acaban de conocer y a la que no quieren renunciar. Recuerdan siempre el medio rural de sus primeros años. En Arreola, Zapotlán, que no Ciudad Guzmán, es una presencia constante a la que regresa, en la que se refugia, que nunca lo termina de abandonar, con la que no rompe el vínculo aun cuando, dice en su correspondencia, le costó mucho trabajo reconciliarse con su lugar de origen, del que intentó salir tan pronto como pudo.1 1. Juan José Arreola, Sara más amarás. Cartas a Sara, textos, introducción y notas de José María Arreola, México, Joaquín Mortiz, 2012. Edición electrónica.
Zapotlán, ubicado en las faldas del volcán de Colima, es una de las regiones más aguerridas de los cristeros. En los años de infancia es una zona de conflicto: suspensión del culto religioso (1926-1929), muerte, persecución, presencia militar que se vive como invasión; más tarde, a causa del reparto agrario. Como no podría dejar de suceder, las letras de Arreola lo llevarían al enfrentamiento con los caciques locales. En ese mundo complicado, su padre lo saca de la escuela antes de concluir la primaria para trabajar y, en buena medida, porque asistir a la escuela era un punto de conflicto en la perspectiva religiosa de los cristeros. La región, como el país, estuvo sometida a múltiples tensiones cuando fue obligada a dejar el aislamiento y comenzó a estar sujeta a un control mucho más efectivo por parte del Estado —que es además una de las tareas a las que dedican el empeño por décadas sucesivos Gobiernos—, al mismo tiempo que recibió las presiones de la modernidad: reparto agrario, educación y salud pública; el camino asfaltado se construyó después de 1953, pues el mundo rural transita a la modernidad tarde, con cuentagotas, en fragmentos; el aumento del comercio, la comunicación y las mejoras tecnológicas —como el coche o el teléfono— cambian la vida, y como el resto del agro nacional, su modernización es mucho más lenta que la de las ciudades. Arreola pertenece a una generación que, por la violencia de la guerra, tiene que migrar. A veces viajan a la ciudad en busca de seguridad y oportunidades, como Manuel Gómez Morín; a veces, como en la novela Las moscas de Azuela, siguiendo el trabajo que el campo no da. Arreola y su generación migraron y aprovecharon el crecimiento de la vida urbana y el desarrollo económico que marcó el siglo XX en México y en el mundo. Trabajó en mil oficios. Él mismo lo cuenta y destaca que fue encuadernador, por herencia familiar de artesanos, lo que le permitió trabajar las palabras artesanalmente: eso es una toma de posición en un mundo que llega a los procesos de modernización y un país que lucha por construir una base industrial. Como muchos personajes de su tiempo, Arreola no tuvo una preparación académica formal sólida; menos que lo básico: fue autodidacta como Martín
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El cielo raso
José Roberto Gallegos Téllez Rojo. Los años de Arreola
Luis Guzmán, Luis M. Farías o Ernesto Lemoine, por señalar algunos nombres. Tuvieron cabida en las instituciones porque estas crecían mucho más rápido que la disponibilidad de los nuevos perfiles que se necesitaban, porque quienes creaban las instituciones eran personas como ellos, con insuficiente preparación, mucha visión y una clara idea de país; porque había que responder a las demandas urgentes de la modernización y de la sociedad, que no siempre corrían al mismo ritmo y, en múltiples ocasiones, sólo se podía improvisar en tanto se formaban los nuevos y prometedores jóvenes, egresados de las universidades, producto de la modernidad. En 1937 llegó a la Ciudad de México para estudiar en la Escuela Teatral de Bellas Artes, en plena efervescencia cardenista, cuando la sociedad era estremecida por el reparto agrario, por las movilizaciones obreras y campesinas, la recuperación de la crisis de 1929, la fundación del Instituto Politécnico Nacional y el despegue de la economía, la presencia de grupos comunistas y fascistas, así como se enfrentaba el cambio generacional en el aparato de Gobierno. Llega en un momento en que el país vive posiciones encontradas, antagónicas, pero también esperanza. Le toca vivir la Segunda Gue-
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rra Mundial y la elección de Manuel Ávila Camacho, la debacle cardenista y la institucionalización de la Revolución. El surgimiento de la época de oro del cine mexicano, de la cual, extrañamente, se mantuvo alejado. Apenas finalizada la guerra, viaja a Francia y vive un duro invierno parisino, y aun cuando había logrado un puesto en el teatro de la comedia, regresa añorando su país y su familia, pero imbuido de una cultura distinta, la de la Francia bebida en sus fuentes, no producto de sus lecturas y del incipiente turismo. Colabora con Juan Rulfo y con Antonio Alatorre. Trabajan juntos en Pan, una revista literaria de Guadalajara, una aventura que termina en siete números. Meses más adelante colabora en El Colegio de México, donde conoce a Alfonso Reyes, y en el Fondo de Cultura Económica, donde se vincula con el exilio español, del que también se alimenta. El Fondo publica su primera obra de alcance nacional; ahí, Arreola nombra una colección, que hasta hoy lleva el nombre que sugirió, Breviarios. Así como se ha planteado que el ensayo es la forma literaria por excelencia de América Latina, en México, entre 1940 y 1970, hubo diferentes procesos de cons-
trucción de la cultura: continuidades generacionales y rupturas, cambios y formación de instituciones, pero sobre todo de formas de indagación y experimentación para encontrar voces, caminos, expresiones, conciencia, identidad… Quizá la más recordada sea la polémica «de lo mexicano», que pasa por autores como Samuel Ramos, Emilio Uranga, Octavio Paz, Carlos Fuentes, el Seminario de Cultura Mexicana y más. Una de esas formas de búsqueda se da en las revistas, y en particular en las revistas literarias, que se convierten en una herramienta para modernizar la cultura, difundirla, abrir camino a los jóvenes y aportar a la cultura nacional, que era una forma para incidir en el desarrollo de México. Cómo olvidar, por ejemplo, México en la Cultura o Hiperión. En ese sentido, Arreola utiliza las revistas como una forma de expresión y búsqueda, y como continuación de ello descubre la idea de editar libros, colecciones, brindar no piezas sino conjuntos, visiones, que lo convierte en un renombrado editor. ¿Qué significa eso en el México del Milagro Mexicano? La industria editorial en 1940 era débil. Había periódicos, algunas editoriales como Cvltura (1923), Fondo de Cultura Económica (1934); revistas asociadas a periódicos como El Universal Ilustrado o Jueves de Excélsior. Pero no fue hasta la Segunda Guerra Mundial cuando se pudieron formar los capitales para desarrollar grupos editoriales como Novaro o EDIAPSA y se contó con la tecnología y con el capital humano para hacer surgir y funcionar esta industria. La pieza clave para el desarrollo de esta industria fue la gestión de Martín Luis Guzmán, presidente de la Cámara Nacional de la Industria del Libro y de la Cámara Nacional de la Industria de las Revistas, ante el presidente Manuel Ávila Camacho y el secretario de Hacienda y Crédito Público Eduardo Suárez, para la creación del Fondo Editorial y Librero Mexicano, que sentaría las condiciones económicas, políticas y fiscales para que la industria editorial fuese tratada bajo el esquema de sustitución de importaciones, para construir una «industria nueva» con un marco jurídico nuevo, acceso a créditos blandos y facilidades fiscales, así como condiciones preferentes y protección frente a las importaciones.2
2. Al respecto puede verse el Archivo Personal de Martín Luis Guzmán, caja 220, exps. 1 a 4; en Archivo Histórico de la UNAM, IISUE. IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Carlos Pellicer-003 ©
El desarrollo de esta industria fue posible, además, porque estuvo acompañado de dos hechos: primero, la presencia del exilio español, con la llegada de empresarios de visión como Rafael Giménez Siles y editores con una experiencia y una tradición cultural que arraigaría en México; y, segundo, la cercanía con Estados Unidos trajo nuevos diseños y herramientas, como los estudios de mercado, legislación y acceso a la tecnología. Vistos el libro y su industria como un negocio, como una actividad profesional, se hicieron mejoras en los sistemas de distribución, v.g. ferias de libros y apertura de librerías. Como en el caso de otras «industrias nuevas», hubo que hacer algo que no existía, construir mercado. Y la pregunta clave era: ¿de dónde sacar lo que habría de publicarse? Había una larga lista de traducciones urgentes, de obras básicas, clásicas y urgentes, así como la demanda de abrir cauces a los nuevos escritores: ahí las revistas jugaron un papel central para la cultura. Arreola, como editor, publicó por ejemplo a José Emilio Pacheco, Elías Nandino o José Agustín, por señalar sólo tres nombres. En el segundo lustro de los años cincuenta, Arreola se involucró con la UNAM. Durante el rectorado de Nabor Carrillo (1953-1961) las universidades públicas comenzaron a mostrar signos de estar sobrepasadas en sus capacidades, el más urgente la demanda de ingreso: no alcanzaban los lugares para los estudiantes, los maestros eran insuficientes y su formación no era adecuada para las nuevas tareas docentes, para los nuevos planes de estudio y para atender a la necesidad de nuevas carreras y conocimientos; el presupuesto, siempre insuficiente, aumentó sistemáticamente año con año; las instalaciones no se daban abasto; crecían demandas como la investigación o la consolidación de la educación superior como herramienta de ascenso social. Un lustro más tarde se profundizó la crisis, marcada la insuficiencia de las universidades para atender las demandas. En ese contexto, el Gobierno de la Ciudad de México le hace saber a la UNAM sobre el abandono de la Casa del Lago y el rector encarga a Arreola hacerse cargo de un proyecto para desarrollar la tercera tarea sustantiva de la Universidad, la difusión de la cultura (1959). Esta tarea se enmarca en las tareas de gobierno del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964), quien a través de su secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, construyó y promovió una nueva visión de la cultura: junto con el Libro de Texto Gratuito, se
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El cielo raso
José Roberto Gallegos Téllez Rojo. Los años de Arreola
da la inauguración de los museos de Antropología, del Virreinato; la renovación del de Historia del Castillo de Chapultepec; el Museo Nacional de Arte, el de Arte Moderno; el Auditorio Nacional; los teatros el Galeón, del Bosque y Orientación y las nuevas instalaciones para las escuelas de pintura y ballet. La Casa del Lago, primera de las sedes culturales de la UNAM fuera de la Ciudad Universitaria, se convirtió en un centro vital para la cultura. Por ella pasaron poetas, escritores, músicos y pintores jóvenes y maduros de los años sesenta y setenta. Se abrió una biblioteca pública y las condiciones para que el paseo de fin de semana tradicional de las familias capitalinas pudiera tener otra dimensión, la cultural. En ella Arreola pudo desarrollar una de sus grandes pasiones en la vida, el ajedrez. De hecho, fue comentarista en el campeonato mundial de ajedrez de 1972, el match Fischer-Spassky. Con los procesos de urbanización, los migrantes se desarraigan y se ven forzados a adoptar nuevas costumbres, una de ellas es que paulatinamente sus formas de diversión y de ocupar el tiempo libre van modificándose, lo mismo que las aficiones. En ese movimiento, la fiesta brava va perdiendo fuerza, posición privilegiada que adquiere primero la lucha libre y luego el futbol. Como la sociedad de su tiempo, Arreola transita la misma senda, deja la afición taurina —dice— a la muerte de Manolete (1947) y descubre en los años sesenta, como la sociedad, la televisión; adopta el futbol y se convierte, de manera casual y casi como una ocurrencia, en cronista de futbol, en las transmisiones de los mundiales de 1970 y 1990, así como en las Olimpíadas de 1992. Eso le dio una presencia diferente en la sociedad: su hablar, la teatralidad con la que se comportaba, contrastaba con sus colegas. Tuvo dos incursiones más en la televisión, una con poco éxito a finales de los años setenta y otra, en los años noventa, de la que muchas personas que conozco guardan grata memoria: Arreola y su mundo, que alcanzó ciento diecinueve programas. Esta segunda en particular le dio una presencia en la generación joven. Contrasta con la imagen de Ricardo Garibay, quien pese a su programa de televisión ha sido relegado al olvido. Ciertamente como escritor y como editor, como difusor de la cultura o maestro de talleres literarios, Arreola se forjó un nombre en los años sesenta, y tal que tras la Revolución cubana fue invitado a colaborar en uno de los proyectos culturales más importantes de la isla y de América Latina, el de Casa de las Américas.
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Tras dejar la Casa del Lago (1961), en 1964, el rector Javier Barros Sierra le concede una plaza de tiempo completo como profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM: ese es quizá el punto más alto de su carrera, porque sin haber concluido la primaria, se convierte en profesor de la universidad más importante de México: [El rector] Don Javier Barros Sierra me nombró maestro de tiempo completo por oposición, ya que el reglamento interno de la Facultad de Filosofía y Letras permite el ingreso de un profesor no titulado, como es mi caso que no tengo formación académica, por méritos personales; así reconocieron el valor de mi obra literaria y mi trabajo de años en la difusión cultural universitaria.3
Su figura, conforme el país se adentra en los años setenta y ochenta, va adquiriendo un perfil menos protagónico en la literatura, aunque es la etapa en la que cosecha los premios, incluyendo doctorados honoris causa, y llega a la televisión. Al igual que a su amigo Juan Rulfo, pareciera que su México lo va dejando atrás. Arreola no tuvo una filiación política clara: no fue José Revueltas o Juan de la Cabada, que hasta el último de sus días fueron comunistas; no fue un intelectual cristero; tampoco un priista de abolengo; no se involucra en la vida partidaria oficial ni muestra simpatía pública por algún partido de oposición. No opta por la carrera política como Jaime Torres Bodet y mucho menos busca ser intelectual orgánico del Estado mexicano en la época, como Martín Luis Guzmán. No fue espía como Adolfo Orive Alba o José Vasconcelos, quienes hacían además trabajo político para potencias externas durante la Segunda Guerra Mundial.4 Al igual que Alfonso Taracena, era un hombre de la calle, un hombre que vivía, gozaba, observaba y narraba las calles todos los días. Ser, seguir siendo un hombre común, definiendo su quehacer como un trabajo artesanal con las palabras o su 3. Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, México, Jus, 2015. Col. Jus Ensayo, edición electrónica, 429 págs. 4. Juan Alberto Cedillo, Eitingon. Las operaciones secretas de Stalin en México, México, Penguin Random House Grupo Editorial, Debate, 2014. Edición electrónica; y Juan Alberto Cedillo, Los nazis en México. La Operación Pastorius y nuevas revelaciones de la infiltración al sistema político mexicano, Barcelona, Random House Mondadori, 2013, edición electrónica.
teatralidad en el mundo de los trajes y la formalidad de la cultura autoritaria y el desarrollismo eran una postura política en los años de la dictadura priista. Lo son hoy, en los años de la presunta transición a la democracia. Le importaba a Arreola ser dueño de su destino, de sus decisiones, y, aunque dependía de otros, dice: «Agustín [Yáñez] me envidiaba porque yo era un hombre libre y él no, cada día su carrera política lo iba alejando de la vida real y de la literatura; en cambio, yo cada día era más libre».5 Pero eso y su actividad como intelectual y erudito en un país iletrado y analfabeta, además de definir una postura política, definía una relación con el poder: no protesta como hombre público, no se afilia, tiene amigos en todos los espacios y partidos, vive de su trabajo, es empleado, funcionario o trabaja por contrato, emprende por su cuenta y parece que siempre está cercano a la quiebra; es parte de los miles y miles que emigran y buscan oportunidades. No reniega de su pasado, lo conserva unas veces melancólico y otras crítico, pero abraza la modernidad, el mundo urbano y, en su caso, además de la mundialidad —hoy se diría globalización—, la literatura universal. Su vida es también la de miles que dejan atrás, paulatinamente, el mundo de la pobreza, la enfermedad y la escasez para pasar a formar parte de la clase media que se amplía y que se extiende durante los años del Milagro (compra ropa, tiene agua potable y médico y medicinas para sus enfermedades) y, en el fondo, lo que busca es que las cosas no se desencaminen, que no se detenga el progreso. Arreola descubrió México, la patria y el nacionalismo, y ello se vuelvió una tarea y un destino común por el que había que trabajar: «Yo estaba dedicado por completo a la literatura y personalmente creo que mi labor con varias generaciones de jóvenes escritores de México me dio la oportunidad de servir a mi patria, desde mi condición de escritor y de maestro universitario».6 Incluso podría hacer, e hizo, cosas en nombre de su pueblo —parte de la idea genérica de patria— que rayaban en la iniquidad, que afectaban incluso su sentido de la libertad:
Jalisco por aquellos años, en los que todavía no teníamos carretera que nos uniera con Guadalajara. Lejos de conmoverse, don Agustín escuchó mi discurso y al terminar, cuando me acerqué a saludarlo, me dijo: «Yo no le creo nada, si no se arrodilla ante mí». Yo no lo tomé a broma e, inesperadamente, fingiendo que me había tropezado, di por un momento con las rodillas en el suelo, ante la sorpresa de sus acompañantes.7
En los años del Milagro mexicano la élite gobernante emanada de la Revolución mexicana fue sustituida por los licenciados egresados de las universidades. Un escritor no tiene opción: ha de vivir en torno al poder, ha de subordinarse a él, lo que no suele ser una tragedia sino la obtención de privilegios a cambio de servicios. Viaja, por ejemplo, en la gira proselitista de Adolfo López Mateos (1958) y no se queja. Pero no pide favor cuando lo separan de su cargo al frente de la Casa del Lago. Afirma: «Yo nunca he pedido nada a nadie, me refiero a funcionarios y a presidentes, he sido y seguiré siendo una persona totalmente ajena a las cuestiones políticas y administrativas, lo único que me interesa es el bien de mi país».8 Es consciente de ello y por eso el valor de su afirmación sobre ser libre. Su literatura no refleja los conflictos políticos de su sociedad; habla de otras dimensiones. Muestra un claro desapego de los temas relacionados con el poder, algo que es propio de la clase media y de los intelectuales de su época, en cambio indaga en aspectos como la vida cotidiana. Cuando escribe su texto sobre cómo se vuelve caballero en un camión, habla de cómo ser noble, defiende a una mujer de la injusticia o del abuso. Y se vuelve un caballero siendo pobre y en un camión, algo ridículo para el mundo de la nobleza, honorable y correcto en un mundo en transición de lo rural a lo urbano, a lo moderno.
José Roberto Gallegos Téllez Rojo (Ciudad de México) es historiador por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con estudios de maestría. Colabora en el Archivo Histórico de la UNAM e imparte docencia en el Centro de Enseñanza para Extranjeros y en el
... me tocó recibirlo [a Agustín Yáñez] en la plaza mayor [de Zapotlán], con un discurso a nombre del pueblo de Zapotlán, tan olvidado como todo el sur de 5. Orso Arreola, op. cit., pág. 441. 6. Orso Arreola, op. cit., pág. 427.
Instituto Matías Romero (SRE). Ha trabajado diversos temas, incluyendo la organización del archivo personal de Martín Luis Guzmán.
7. Orso Arreola, op. cit., pág. 422. 8. Orso Arreola, op. cit., pág. 418.
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Arreola, el editor y la yunta de Jalisco Por Roberto García Bonilla A la memoria de Federico Álvarez Arregui. En el fondo no sé quién soy. Me escondo tras una muralla de palabras. Yo temo y amo el amor y la literatura. Sólo escribo cuando no puedo evitarlo. Juan José Arreola La desmesura que rodea a algunos seres nos deslumbra. Entonces los vemos entre fulgores y sombras, con ojos parpadeantes, y al valorar sus acciones usualmente la cordura no nos acompaña. Pareciera que la originalidad de esas figuras excepcionales, por su talento y extravagancia, no es asimilable para quienes sufren de indolencia o envidia. Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán el Grande —ahora Ciudad Guzmán—, 21 de septiembre de 1918 - Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001) es uno de esos seres ensombrecidos por su propio lumen. Su vida y su obra son un modelo de entrega al arte y de minucia estilística en la creación literaria. Un ser envuelto en los vaivenes de la grandeza y el desarraigo; de la singularidad y el olvido. Como pocos escritores en nuestras letras, él no necesita presentación. De él se recuerdan, sobre todo, sus encantados parlamentos, improvisados ante micrófonos de mesas redondas, de la radio y de la televisión. Su obra vive ahora una época de relecturas y valoraciones inéditas. Juan José Arreola nació el 21 de septiembre de 1918 en Zapotlán el Grande —donde Alfredo Velasco fue su primer guía literario—. Desde pequeño se desempeñó en múltiples oficios hasta sumar una veintena, tan distintos como relojero, carpintero, tipógrafo, granjero, panadero, maestro de secundaria, vendedor de sandalias en abonos y comediante. Fue pionero de los talleres literarios —en espacios como La Casa del Lago, que él mismo bautizó y dirigió (1959-1962)—, corrector, editor y traductor. Becario del Colegio de México (1947) —en el Centro Mexicano de Escritores perteneció al primer grupo de becarios (1952)—, dio nombre y fue director literario de la compañía teatral Poesía en Voz
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Alta (1956). Practicó el ciclismo, el ping pong y el ajedrez fue su pasión más grande: «Yo no he dedicado a la literatura ni la milésima parte de lo que he dedicado al ajedrez. Pronto me di cuenta de dos cosas: que la literatura y el ajedrez son imposibles […]; es el único juego que vale la pena jugar porque nos sobrepasa, como las piezas de Shakespeare, las novelas de Dostoyevski o los más grandes poetas de la humanidad…».1 Louis Jouvet y Jean Louis Barrault fueron sus maestros en la Comédie-Française, pero su legado —que no ha tenido la resonancia de su imagen— son las quinientas páginas contenidas en Varia invención (1949), Confabulario (1952), en los cuentos —Bestiario (1958), que incluye Cantos de mal dolor y Prosodia— y en La feria (1963) —novela—, y Palindroma (1971), que contiene Variaciones sintácticas y Doxografías. Libros menos conocidos son Gunther Staphenhorst,2 Ramón López Velarde, el poeta, el revolucionario (1988; Alfaguara, 1997) y el poemario Antiguas primicias (1996, Secretaría de Cultura de Jalisco). Hacia 2003 se publicaron seis libros de y en torno a Arreola: la reedición de Inventario (selección de artículos periodísticos de mediados de los años setenta, publicado originalmente en 1976 por Grijalbo); la compilación de la llamada «prosa oral», realizada por Jorge Arturo Ojeda y publicada como libros en Y ahora la mujer… (1975) y La palabra educación (1973, Sepsetentas); Juan José Arreola. Breviario alfabético, con selección y prólogo de Javier García-Galiano; Arreola y su mundo de Claudia Gómez Haro; y acaso los más importantes son las veintinueve entrevistas reunidas en Arreola en voz alta, por Efrén Rodríguez, y Juan José Arreola y Prosa dispersa, cuarenta y tres textos casi desconocidos, algunos inéditos, compilados por Orso Arreola, que también escribiría en coautoría con su padre uno de los testimonios directos del escritor, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola (1937-1968). El otro es Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (19201947) dictado a Fernando del Paso (CNCA, 1994). Y el hijo 1. Efrén Rodríguez, «Hay que hacer tablas con la vida», en Arreola en voz alta, México, CNCA, 2002, pág. 360. 2. Gunther Staphenhorst se publicó en 1946 y fue reeditado en 2001 por Aldus (México).
del escritor, Orso, publicó Juan José Arreola, vida y obra (Secretaría de Cultura de Jalisco). Su labor como editor es invaluable en nuestras letras: publicó las revistas Eos (1943) y Pan (1945), que dejó para irse a París unos meses. El número 1 de la revista jalisciense Eos apareció en julio de 1943 y el número cuatro, en octubre de ese mismo año, editado por Arturo Rivas Sainz y Juan José Arreola: «Cuando le di a leer [a Rivas Sainz] mi primer relato, “Hizo el bien mientras vivió”, me dijo entusiasmado: “Esto hay que publicarlo cuanto antes, te propongo que hagamos una revista literaria de carácter monográfico para publicar íntegro el texto”».3 De mayo de 1946 a 1948 trabaja en el FCE: da nombre a los Breviarios, colección para la que tradujo La isla de Pascua de Alfred Métraux; El cine, su historia y su técnica, de Georges Sadoul; El arte teatral, de Gaston Baty y R. Chavance, y El arte religioso de Emile Male. Entre 1950 y 1953 apareció la primera serie de Los presentes, con títulos de autores que ahora son imprescindibles en la literatura mexicana. La segunda serie apareció entre 1954 y 1957. El incansable editor también editó los Cuadernos Unicornio y Los Libros del Unicornio (1959-1964) y entre 1964 y 1967 publica la revista Mester, de la que aparecieron doce números, producto del taller literario del mismo nombre.4 De casi todos los creadores se dice que su mejor obra está por llegar o nunca llegó; este aserto que no deja de ser lapidario, en Arreola se acerca a la certeza por más de una razón: la devoción, libertad y respeto con que asumió la literatura, lejano al mercantilismo y a la complacencia que hoy reina en todos los medios literarios y académicos. Este respeto entraña un rigor autocrítico, también ya muy adelgazado en nuestros días. El mismo autor señala:
3. Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, México, Diana, 1998, pág. 180. 4. Sobre la labor del editor Juan José Arreola, véase, de Óscar Mata, Juan José Arreola, maestro editor (Ediciones sin Nombre-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003) los proyectos antes mencionados, a sus autores y sus títulos.
Publiqué mi primer cuento casi tres años después de haberlo escrito, y nunca accedí a publicar nada que no fuera sancionado por una serie de personas, amigos y críticos […] la parte más importante de mi obra es la que no escribí […]. Hace treinta años —señala en junio de 1997— descubrí que no lograría escribir como yo quería y que no tenía caso seguir insistiendo. Ese descubrimiento me llevó a abandonar la escritura […]. No hay que insistir en saltar 1.98 metros cuando hay autores que han saltado los 2.50 metros. Me di cuenta de que nadie había saltado los 2.50 metros. Me di cuenta de que nadie había superado la marca de Proust, de Kafka, de Joyce, no en toda su obra, sino en párrafos excepcionalmente hermosos […]. Yo dije: haré todo en la vida menos seguir saltando 1.98 metros. Si no pude brincar más, no tiene sentido seguir entrenando, seguir repitiendo cosas, aunque estas cosas estén bien hechas […]. No me interesa nada, sino lo imposible y cada vez veo con mayor claridad que la poesía es imposible. Por eso los únicos poetas que me interesan son los que llamo escritores imposibles.
La autocrítica en Arreola no es sinónimo de aislamiento y el silencio escritural —que como observamos antes, no fue total— parece directamente proporcional a esa especie de máquina parlante —dirigida por una lucidez excepcional— en que se convirtió el escritor y que da lugar a su llamada prosa oral, que Orso Arreola propone distinguir —de la prosa escrita— en la presentación de la Prosa dispersa y de la cual muchos hemos gozado, aunque sea de manera accidental. Esta capacidad verbal parece ser uno de los motivos para abandonar la escritura de la auténtica literatura como él decía; confesó varias veces sentirse ya no un escritor sino un «hablador». Recordaba que siempre tenía posibilidades de hablar: «Cada salida a la Universidad de México, por el camino, en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras, por todas partes siempre había la ocasión de hablar…». Y concluye que la capacidad verbal de algunos escritores —como Oscar Wilde— ha perjudicado su obra: «... alguien que tiene cierta posibilidad de manifestar
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el ser de manera verbal, ¡qué terrible peligro! Porque uno se saquea a sí mismo al hablar…».5 Se repite que la vocación y la constancia distinguen a un escritor de un simple contador de historias o un cronista, pero el temperamento marca más el destino de un ser que sus hábitos e inclinaciones. Arreola dijo que fue un escritor que no trabajó nunca: «Yo no he escrito en mi vida más que unas semanas. Eso es todo. Y entre esas semanas de escritura a veces pasaban años, no de esterilidad, porque yo vivía una vida muy rica: estaba enamorado y no me iba a poner a escribir. Siempre me dediqué a la mujer amada de una manera enloquecida y sólo tomaba la pluma cuando venía la ruptura. Por eso casi todos mis textos están escritos en un estado de depresión amorosa».6 Hay que leer entre líneas y cuidarse de la literalidad al oír a los experimentados conversadores y oradores como Arreola. Las palabras anteriores son las de un superdotado que tenía cabal conciencia de cuánto decía y hacía, y estas le sirvieron muchas veces como muralla de protección hacia los otros. A él y a su obra muy pocos han podido penetrar. Y aunque «aceptó» que no había superado a sus escritores imposibles —Rilke, Dostoyevski, Kafka y Joyce—, sabía que «la gente no puede menos que aceptar que escribo bien y que soy un artesano de calidad. Ésta es acaso mi única virtud».7 En este acaso, más que duda hay simulación; sabiendo que hay más virtudes, señala en la misma conversación: «Soy un escritor más difícil de lo que parezco, un escritor que premia a sus lectores por la facilidad de la escritura. Pero cuando alguien quiere meterse, ¡ay de él!, no logrará entrar mucho, porque es demasiado hondo el terreno». Arreola no puede concluir con más convicción la idea: «Tengo pasajes de escritor imposible, porque yo mismo no los entiendo y no puedo adivinar hasta dónde llegué […]. En "La mujer amaestrada", por ejemplo, hay momentos en los que no sé qué pasó».8 Vayamos a los inicios editoriales del escritor emprendedor que a los diez años sentía que ya era germen de poeta, «porque sentía la marea. Esa marea de la que ha5. Mauricio de la Selva, «Autovivisección de Juan José Arreola», en Arreola en voz alta, México, CNCA, 2002, pág. 76. 6. Héctor de Mauleón, «No me interesa nada, sino lo imposible», en Arreola en voz alta, México, CNCA, 2002, pág. 356. 7. Idem. 8. Ibid., págs. 356-357.
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IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Rulfo-008 ©
bla Stephen Dedalus en el Retrato de un artista adolescente de Joyce y que no era otra cosa que la inspiración».9 Transcurría el año de 1944 cuando Alfonso Alba lo presentó con Antonio Alatorre. El autor de «El guardagujas» trabajaba en el periódico El Occidental. «Con él [Alatorre] compartí —evoca el cuentista— el gusto por las ediciones críticas. Estuvimos juntos con don Alfonso Reyes y Raimundo Lida en El Colegio de México. También trabajamos juntos con don Daniel Cosío Villegas.»10 A los dos meses de haberse iniciado esta amistad, Alatorre se convenció de que no sería abogado; su vida cambió con las nuevas lecturas: Rilke, Cocteau, Neruda, García Lorca, Papini… La vocación de maestro, la libertad y el entusiasmo fueron virtudes que signaron a Arreola: «[Arreola] me tomó de la mano, y de la manera más natural del mundo se hizo mi maestro […] ocurrió una auténtica transfusión: […] me contagió su experiencia, y yo conseguí hacerla mía […]; después de unos diez meses de magisterio, me juzgó lo suficientemente déniaisé para acompañarlo en la aventura de Pan». Hay que recordar que, años más tarde, también fueron discípulos de Arreola escritores como José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Alejandro Aura, René Avilés Favila, José Agustín y Federico Campbell.11
9. Véase Fernando del Paso, Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947), México, CNCA, 1994, pág. 18. 10. Orso Arreola, El último juglar, op. cit., pág. 199. 11. Antonio Alatorre, «Juan José Arreola», en Letras Libres, núm. 10, octubre de 1999, pág. 85.
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Entre marzo y abril de 1945, Arturo Rivas Sainz presentó a Juan José Arreola y a Juan Rulfo a través de unos amigos mutuos, como Ricardo Serrano. En ese tiempo, «Rulfo trabajaba en algo vagamente relacionado con Aduanas, a pocos pasos del periódico Occidental, en un edificio y una oficina y un escritorio que andaban por el rumbo de lo gris y melancólico».12 Pan, en su breve y casi milagrosa vida, proyectó e irradió a tres de los más importantes pilares de nuestra literatura: Juan José Arreola, Juan Rulfo (19171986) y Antonio Alatorre (1922-2010). Sus tirajes no rebasaban los cien ejemplares y estaba lejos de tener anuncios, que dan cuenta de la época en publicaciones como Taller y El hijo pródigo. Los editores de Pan fueron lectores privilegiados de Rulfo, aunque antes Efrén Hernández (1904-1958) se ganó la confianza del autor de «La vida no es demasiado seria en sus cosas». Este fragmento de relato —el primero que de Rulfo se publica en junio de 1945— aparece en la revista América en junio de 1945. Un mes después, Pan publica «Nos han dado la tierra». Casi todos los cuentos que luego conformaron El llano en llamas los dio a conocer la revista América, que también estuvo a punto de publicar Pedro Páramo.13 Alatorre recuerda la revista jalisciense —que publicó siete números entre junio de 1945 y febrero de 1946, el último hecho por Adalberto Sánchez Navarro—: «... fue mero juego, diversión pura. Arreola y yo, cuando la hicimos, andábamos en las nubes. Soñábamos y era placentera la ilusión de que nuestros sueños iban cuajando en algo concreto […]. Los primeros que recibían Pan eran, naturalmente, los tres amigos que formaban, con Arreola y conmigo, la tertulia literaria de Guadalajara […] Arturo Rivas Sainz, Adalberto Navarro Sánchez y un señor Ríos. Nos reuníamos a platicar y a divagar en el café Nápoles y pasábamos buenos ratos, especialmente cuando teníamos visitas de la metrópoli: Alí Chumacero, rebosante de anécdotas; Lupe Marín, paisana de Arreola, inolvidable; y el agudo y cáustico Octavio Barreda». La amistad entre Arreola y Rulfo fue muy intensa en los meses previos al viaje que Arreola evoca: «Él frecuentaba mi casa de Fermín Riestra, y pronto hizo amistad con mi esposa Sara, a la que años después le 12. Antonio Alatorre, «Presentación» de Pan en Revistas literarias modernas. Eos, 1943. Pan, 1945-1946, México, FCE, 1985, pág. 224. 13. Sergio López Mena, Los caminos de la creación en Juan Rulfo, México, UNAM, 1993, pág. 59.
contó que en una cantina de Tamazula salvó la vida gracias a que les dijo a unos fulanos que él era amigo de Juan Sánchez Torres, hermano de Sara. Juan le tomó sus primeras fotos a mi hija Claudia, cuando apenas tenía cinco meses de edad. Fue el único amigo real que ha tenido mi mujer en toda su vida». Se encontraban en el café Nápoles, con frecuencia iban al cine y alguna vez el escritor de Zapotlán fue a escuchar música clásica a la casa de su amigo de Sayula.14 Arreola se fue a París en noviembre de 1945 y le dejó la revista a su amigo y «hermano» de Autlán, Antonio Alatorre, quien pidió a Arturo Rivas Sainz que se integrara a Pan; cortésmente se negó. «Entonces pensé en Rulfo […] por la simple razón de que Arreola y yo fuimos, desde el primer momento [junio de 1945], decididos admiradores suyos». Cuando el escritor de Sayula les dejó, no sin cierto desdén, el cuento «Nos han dado la tierra», expresó Alatorre: «¡Vaya si fue sorpresa! […] la presencia de “Macario” [en el número seis] fue lo que me movió a pedirle a Rulfo que me hiciera compañía. Le pregunté, pues si aceptaba que su nombre figurara junto al mío, y él, sencillamente, dijo que sí. Por eso en el número seis los “editores” de Pan somos Rulfo y yo […]. Lo mejor de Pan, lo más original en ese momento, lo más alto, son sin duda los cuentos de Arreola y de Rulfo».15 Arreola habló siempre afectuosamente de su amigo de Sayula; la memoria le traía a un hombre tímido, «un poco huraño, cazurro, ladino», que lo sorprendía con narraciones que no podía creer. Pareció crearse entre ambos una complicidad silenciosa: «En ocasiones […] tenía la impresión de que los dos mentíamos pero que estábamos de acuerdo en hacerlo. La amistad se hizo cotidiana, porque era la época en que yo trabajaba en El Occidental y Rulfo en una oficina situada a menos de una cuadra del periódico, en un despacho de la Oficina de Migración de Gobernación. Me parecía una persona intermedia entre José K. de Kafka y Bartleby de Herman Melville». Los cuentistas jaliscienses se encontraron de nuevo en 1947 en el departamento que Arreola habitaba en la Ciudad de México (entonces Distrito Federal) en la calle de San Borja. Al leer el cuento «Anacleto Morones», le dijo a su amigo: «Ya la hiciste». Luego fueron vecinos en la calle de Río Pánuco. Ya en el Fondo de Cultura, 14. Juan José Arreola, «Juan Rulfo y yo: la yunta de Jalisco». I, unomásuno, 25 de enero de 1986, s/p. 15. Véase Antonio Alatorre, «Presentación» de la revista Pan, págs. 219-238.
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Arreola promovió la publicación de El llano en llamas y de Pedro Páramo. Con los años se dejaron de ver. Pero, al menos en sus testimonios escritos y en las presentaciones públicas, en ambos se advierte un mutuo respeto y admiración. Rulfo dijo del escritor de Zapotlán: «Este hombre no nomás nos enseñó a escribir, primero nos enseñó a leer». Ambos escritores compartieron éxitos y fracasos personales en la década de los cincuenta. Luego se distanciaron. «Recuerdo que la última vez que platiqué con Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera a 20 mil pies de altura. Regresábamos desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del libro [1979]. Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía».16 Una mención aparte merece la historia con sabor a leyenda en torno a la ordenación definitiva de Pedro Páramo. Durante un fin de semana, Arreola interviene — señala Alatorre— para que Rulfo no se torturara más: «… sobre una mesa enorme —declaró el autor de La feria— entre los dos, nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas. Dios existe, yo creo en Dios, esa tarde existió y no tengo más mérito de haberle dicho a mi amigo: “Mira, no batalles más, Pedro Páramo es así”».17 Quien ahora escribe le preguntó en una ocasión a Antonio Alatorre: «¿Entonces sí es cierto que Arreola le dio el orden al texto final?». El filólogo respondió enfático: «Si Arreola hubiera inventado eso después de la fama de Rulfo, se podría sospechar, pero me lo contó cuando estaba sucediendo. Yo estoy al corriente de la gestación de Pedro Páramo. Arreola me dice: “Estoy entusiasmado con lo que he visto, el problema es que Rulfo no sabe cómo darle forma”».18 En otro momento Alatorre escribió que el propio Arreola le contó que puso sobre una mesa «los distintos montoncitos de cuartillas, y comenzamos a acomodarlos mientras yo le decía esto aquí, esto quizá después, esto mejor hacia el comienzo. Tardamos varias horas, pero al final Juan estaba ya más tranquili16. Juan José Arreola, «Juan Rulfo y yo: la yunta de Jalisco. I», en unomásuno, 25 de enero de 1986, s/p. 17. «¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?» (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1989, págs. 208-209. 18. Roberto García Bonilla, «Mirada de la memoria», entrevista con Antonio Alatorre, Los Universitarios, núm. 87, septiembre de 1996, pág. 13.
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zado […]. Yo creo que cualquiera que fuera el orden que se diera a los fragmentos, existiría Pedro Páramo igual, dejando sólo la parte final exacta como está».19 Por su parte, José Emilio Pacheco desmintió esta versión medio centenar de veces, restituyendo a Rulfo la autoría absoluta de Pedro Páramo: «Por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de rescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo».20 La literatura de Arreola y la de Rulfo son distintas en su temática; ambos representan un cambio significativo en la literatura mexicana y coinciden por la calidad de sus obras. Señala Emmanuel Carballo en un texto publicado en marzo de 1954 en la Revista de la Universidad de México: Arreola nació adulto para las letras, salvando así los iniciales titubeos. Poseedor de oficio y malicia, dueño de los mecanismos del cuento, rápidamente se situó en la primera línea. En cambio, Rulfo es cuentista de cámara lenta que silenciosamente se ha venido colocando entre los más significativos. […] Arreola es la corrección y la fiesta del lenguaje; Rulfo, la muerte y el triunfo del pueblo. Arreola planta sutiles casos de conciencia, intrincado problemas intelectuales; Rulfo, patentes problemas del diario subsistir, elementales y hondos. […] Los mundos de ambos novelistas —acota Carballo—, distintos en esencia, coinciden, sin embargo, en la piedra de toque de cualquier obra artística: la calidad.21
Arreola vio en el texto de Carballo —que mostraba su literatura como innovadora, distinta de los herederos de la Revolución mexicana— un endurecimiento de las posiciones de los «rulfistas» y los «arreolistas»; los nacionalistas y los universalistas, respectivamente. El autor de Confabulario explicó esas pugnas formales e ideológicas de modo más individual: desde la publicación de El llano en llamas (1953) hubo quienes qui19. Antonio Alatorre, «La persona de Juan Rulfo», en Literatura Mexicana, vol. X, núms. 1-2, 1999, UNAM, Instituto de Investigaciones Filológicas, págs. 244-245. 20. José Emilio Pacheco, «Obras completas de Juan Rulfo», en «Inventario», Proceso, núm. 39, 1 de agosto de 1977, pág. 56. 21. Emmanuel Carballo, «Arreola y Rulfo» (fragmento), en Joseph Sommers, La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, México, Sepsetentas, 1974, págs. 23-25.
sieron enemistarlos, pero «me limito a decir que Juan y yo éramos “la yunta de Jalisco”, porque los dos nos llamábamos igual, nacimos casi el mismo año y en la misma región de Jalisco».22 Rulfo, es curioso, llegó a decir que él no se fijaba «bastante» en el estilo, al compararse con Arreola, que «es un cultista […] no le interesa contar una historia, sino cómo contarla. Es un estilista en realidad, cosa que muchos de nosotros no. […] Nunca pude captar su estilo —confesó Rulfo, en 1981, a un lado de su amigo en el Centro Pompidou—. Ante la elevada calidad que él tenía, yo busqué, como dijo cierto compañero, el sincretismo entre lo español y lo indígena. […] Juan José Arreola buscó la cultura europea mientras yo apenas intenté querer alcanzar la cultura mexicana. Por eso hay esa especie de diferencia en los estilos y aun en los temas».23 La abundancia de anécdotas, opinión y, en menor proporción, análisis entre ellos es tanta y tan diversa que pueden concluirse muchas interpretaciones sobre «la yunta de Jalisco». Se ha especulado mucho sobre la enemistad entre ellos. Max Aub, por ejemplo, señala en sus Diarios que se odiaban24 y Alatorre observa que la fama perjudicó y trastornó a Rulfo. La relación entre Arreola y Rulfo —más allá del anecdotario, teñido de claroscuros— nos revela las grandes coincidencias en dos personalidades tan contrastantes; dos maneras distintas de enfrentar la vida cotidiana con visiones sobre el mundo y sobre la creación en esencia semejantes. Ambos se sentían desarraigados en el mundo; ninguno de los dos creía ser bondadoso; fueron enfermizos casi toda su vida. La literatura nunca pudo ser para ninguno de los dos un oficio y menos una profesión. Aunque eran conscientes de la escritura como arte y del desarrollo histórico de la literatura, en ambos algo fuera de su control los llevó a la consumación de su obra; sin decirlo directamente aceptaron la presencia de la inspiración, más como un don para aquellos tocados por el genio que como impulso natural para enfrentar el papel en blanco. Esa idea de la literatura como una tota-
lidad, donde la visión del mundo se inserta en una escritura cuyo cuerpo es poesía —es decir prosa poética—, llevó a los dos escritores jaliscienses al silencio creativo, rodeado de leyendas y entredichos. Para los críticos aparecen nuevos retos: enfrentar con hondura y constancia el corpus creativo de Juan José Arreola.25 Y, entre tantos temas importantes, uno significativo será observar las diferencias y semejanzas entre la prosa oral y la prosa escrita, así como su real influencia en nuestra literatura. En el caso de Rulfo el camino es inverso; la desmesurada bibliografía en torno a su obra llegó al límite de su auge al término de la década de los ochenta y principios de los noventa. Hoy se vive un momento de transición, luego de varias décadas de fascinación por la muerte y la reivindicación de la esencia de lo propio, de lo mexicano. Corresponde a los jóvenes lectores encausar las nuevas lecturas de Rulfo, que en los últimos lustros han sido reveladoras alrededor de la fotografía y, más recientemente, en torno a su vínculo con el cine, amén de trabajos biográficos. Ahora las investigaciones más esmeradas que conocemos en torno al escritor de Apulco se dirigen, por una parte, a su vida más que a su obra, lo cual puede implicar una desmitificación o una deificación; por otra, los estudiosos están realizando más que una suma de la crítica ejercida por más de medio siglo, planteando nuevos enfoques y temas de análisis. Se están buscando distintas metodologías, nuevas maneras de enfrentar a un autor cuyo inefable poético ha llevado su obra de la exégesis interpretativa al paulatino silencio: el mismo que llevó a cuestas con dignidad los últimos treinta y un años de vida.
Roberto García Bonilla es doctorante en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM e investigador literario. Es autor de Visiones sonoras (Siglo XXI-CNCA, 2002), Un tiempo sus-
pendido. Cronología sobre la vida y la obra de Juan Rulfo (CNCA, 2009), y compilador y editor de Arte entre dos continentes, de Mariana Frenk Westheim (Siglo XXI-CNCA, 2005) y Recuerdos y
retratos de Mariana Frenk-Westheim. Entrevistas, ensayos, cartas
22. «¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?» (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Jalisco, Universidad de Guadalajara, 1989, pág. 209. 23. Juan Cruz, «Juan Rulfo desde Las Palmas» (entrevista con Juan Rulfo), en Thesis, núm. 5, año II, abril de 1980, pág. 50. 24. Max Aub, Diarios (1933-1972), Barcelona, Alba Editores, 1998, pág. 306.
y homenajes (Siglo XXI, 2015).
25. El estudioso que ha confrontado con más minucia y rigor el imaginario respecto de las afinidades, diferencias y leyendas en torno a Juan José Arreola y Juan Rulfo es Felipe Vázquez. Véase, Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, México, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2010.
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Arreola, territorio de hormigas, tablero del azar Por Laura Elisa Vizcaíno Un día Juan José decidió ser bueno. Repartió palabras y sustituyó la pasión con un tropel de migalas metafísicas. Su arte extraordinario convirtió en espuma el bronce, el número, el canto y el estigma. Su cuerpo, territorio de hormigas, sirvió de tablero para el azar de un ajedrez sin límites. Guadalupe Dueñas, «Juan José Arreola», Imaginaciones.
Tres aproximaciones temáticas a la obra de Juan José Arreola En el prólogo a Narrativa completa, Felipe Garrido menciona: «... las muchas virtudes de Arreola están coronadas por el taimado arte de sacarle ventaja al lector; de administrar a voluntad lo que se dice y lo que se calla» . Sobre el principio del silencio, la elipsis y los espacios de indeterminación se construye toda obra literaria, pues en esos nichos cabe la participación del lector. Sin embargo, la afirmación de Garrido no atiende a la repetición de un lugar común, sino a un acierto que consiste en señalar una cualidad literaria ubicada en la obra de Juan José Arreola y que salta a la vista por ser una virtud intensificada, resguardar a voluntad la información que se esconde y a la vez se expresa; lleva al mismo prologuista a definir a Arreola como un «prodigio de economía, de no decir sino lo esencial». Es bajo aquellos textos donde la economía es intensificada, donde lo no dicho se potencia y la extensión narrativa no sobrepasa las dos cuartillas en que se centra esta propuesta de celebración a los cien años del escritor jalisciense, pues en la economía de información resalta un asunto formal que comprende la alusión, la analogía y la semejanza: una correspondencia entre dos o más aspectos que se conserva en lo no dicho. Las fechas de publicación de los textos de Arreola son difíciles de definir porque han formado parte de uno y después otro libro, sin que se lograra identificar a cuál de ellos se entregaron por primera vez para su publicación. Sara Poot, en Un giro en espiral, relata el proceso y la his-
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toria de cada compendio y cómo algunos relatos estuvieron primero en Confabulario y terminaron en Cantos de mal dolor, por dar un ejemplo de la transformación. «La creación literaria de Juan José Arreola se configura en una obra móvil y giratoria: libros que pasan a ser parte de otros más densos o que finalmente se convierten en un nuevo libro». Sin embargo, para tener un punto de anclaje es importante destacar que Varia invención (1949) y Confabulario (1952) fueron reunidos por el Fondo de Cultura Económica en 1955, titulándose así: Confabulario y Varia invención. La feria, por su parte, aparece en 1963, y en 1971 la editorial Joaquín Mortiz publica también lo que hasta ese momento eran las obras completas del autor, reuniendo Bestiario, Cantos de mal dolor, Palindroma, Prosodia y Aproximaciones. En esta breve conmemoración a su nacimiento, es conveniente destacar algunos relatos de Prosodia, Cantos de mal dolor, Variaciones sintácticas y Bestiario donde las fortunas de la brevedad están a la mano y son eco de las temáticas arreolianas presentes en toda su obra: que baste un año entero de cumpleaños, es decir este 2018,1 para releer a un autor con referencias constantes a la historia universal, la cultura mexicana y a la mujer como ícono; esto por medio de un trabajo prístino con la alusión y, por tanto, con la administración de lo que se conserva en silencio y a la vez se comunica. Referencias históricas Las fuentes de la literatura universal, visibles en la obra de Juan José Arreola, son motivo para fundar «cargos de extranjería», según señala Felipe Garrido como una etiqueta falsa levantada en contra del autor. Sin embargo, las referencias a personajes históricos y de otras culturas pueden leerse como modos de apropiación. No se 1. La UNESCO ha denominado este año como «Año Juan José Arreola», lo que permite la internacionalización de los festejos: http://origin-beta2.milenio.com/cultura/centenario_ juan_jose_arreola-zapotlan-unesco-maraton_lectura-fil-noticias_jalisco_0_1127287369.html (23-03-2018).
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trata de una muestra de extranjerización, sino de una posibilidad tanto de reverencia como de desmitificación, donde los íconos históricos ya no son héroes ni personajes representativos, sino que su imagen queda degradada o bien reciclada a manera de homenaje. En Cantos de mal dolor las referencias se aprecian desde el título, que remite a la obra del Conde Lautréamont, titulada Los cantos de mal dolor (1869). Del mismo modo que esa obra del siglo xix, los Cantos de Arreola también se caracterizan por crear una atmósfera pesimista, en ocasiones triste o violenta, ya que los personajes no tienen ninguna solución para sus conflictos. La gran mayoría de los textos que conforman este libro alude a personajes ilustres, ya sea porque están nombrados en el título o porque los epígrafes citan sus obras. Aquí las referencias no están puestas de manera humorística, sino de modo reverencial y como forma de respeto, incluso hay tres homenajes explícitos: «Homenaje a Johann Jacobi Bachofen», «Homenaje a Remedios Varo», «Homenaje a Otto Weininger». En Prosodia también sobresalen las referencias a personajes célebres de la historia. En «Elegía», «Flor de retórica antigua», «Flash» y «Loco de amor», las alusiones llegan a ser un tanto crípticas en el sentido de que no son del todo conocidas: Nobílior o Lépido no
tienen el mismo espacio en la memoria colectiva que Dulcinea o Cervantes, que en Cantos de mal dolor sí son recordados. Asimismo, en las «Doxografías» que forman parte de Variaciones sintácticas, diez textos mínimos aluden nuevamente a personajes históricos, como ocurre con «Francisco de Aldana»: «No olvide usted, señora, la noche que nuestras almas lucharon cuerpo a cuerpo». El título hace referencia a un personaje histórico, un soldado poeta que muere en la batalla de Alcazarquivir (enfrentamiento entre Portugal y Marruecos), añorando la poesía y la vida contemplativa. Por lo tanto, la lucha que se expresa en el minitexto juega con un sentido doble que atañe a un campo erótico y al de la misma guerra. Arreola retoma la historia real para apropiársela, de tal forma que puede darle un mayor énfasis a lo que él desee, así como rescatar a esos personajes históricos con cualidades importantes de recordar. Este tipo de apropiación también depende de la discriminación de información, pues el rescate de elementos fácticos y su incorporación a la literatura requieren el tino en el punto esencial para explotar esa veta. Como ocurre en toda obra literaria y, sobre todo, en la que inserta referencias intertextuales, hay una exigencia mayor respecto a las competencias del lector. Sin embargo, los textos de Arreola pueden oscilar en ambos sentidos: una comprensión de referencias cultas o la diégesis en sí misma que se sostiene de manera independiente del dato histórico. México Una forma de erradicar la etiqueta de extranjería es atendiendo a las referencias que hace Arreola sobre México. Además de su novela La feria, algunos relatos breves como «El ajolote», «Navideña» y «La noticia» muestran aspectos meramente mexicanos sin que por ello se cierre la interpretación a un receptor local. Por ejemplo, «La noticia» es un texto que construye escenas surrealistas y macabras, a través del personaje
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Laura Elisa Vizcaíno. Arreola, territorio de hormigas...
de Coatlicue (diosa azteca de la vida y la muerte, cuyo nombre significa falda de serpientes), quien asfixia al narrador. Este elemento mexicano configura el exotismo del texto, es parte de lo extraño y, aunque se mezcla con elementos o personajes de otras regiones, como Carlota Corday y Margarita de Borgoña, es útil para construir lo insólito y peculiar del relato. Pero aun sin conocer el significado de Coatlicue, lo sobrenatural sigue estando en la narración y por ello es comprensible.
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Por otro lado, en «Navideña» se aprecia el tema mexicano a través de las posadas y las piñatas por medio de una situación trágica: la niña protagonista es descalabrada en el evento. No obstante, el narrador comenta las teorías psicoanalíticas diciendo: «La piñata es un vientre repleto; los nueve días festivos corresponden a otros tantos meses de embarazo; el palo agresor es un odioso símbolo sexual; la venda en los ojos, la ceguera del amor». Al finalizar se observa una analogía entre la niña descalabrada en la posada y el embarazo, razón por la cual debemos esperar unos cuantos meses para saber el final de la historia.
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Este relato retoma entonces elementos de la tradición mexicana (posadas y piñatas) para discutir sobre temas universales como la violencia o la opresión. En cada caso, Arreola no habla exclusivamente de su país, pero los temas locales son una punta de lanza hacia otras situaciones que atañen al hombre en general. Es así como una mínima unidad de información local germina en un escenario universal. En el relato «El ajolote» de Bestiario, el animal endémico de México se equipara con un tópico sin fronteras, es decir, con la mujer: ambos seres padecen «el ciclo de las catástrofes biológicas más o menos menstruales». Por lo tanto, este animal tan peculiar permite una analogía con otro ser igualmente misterioso e inasible para el narrador. Y aunque en este texto se hace referencia a Cosas de la Nueva España para tender paródicamente al formato de bestiario tradicional que recurre a fuentes concretas, el ingrediente de la mujer muestra un guiño irónico a ese tipo de literatura convencional. Para Felipe Garrido, «Arreola no necesita parecer mexicano. Su mexicanidad es una fatal manera de ser. Su mexicanidad no reside en los personajes ni en la anécdota, sino en la manera de sentir y construir la narración». Arreola se sustenta en los elementos mexicanos, como el ajolote, las diosas aztecas, las piñatas, no para hablar de ellos exactamente, sino para tratar otros temas que, como se ha comentado, son perfectamente universales: las mujeres, los sueños y el embarazo, los cuales pueden ser comprendidos por los lectores sin importar su nacionalidad. La mujer En la tesis doctoral de Dolores Koch,2 dedicada a la obra de Julio Torri, Juan José Arreola y Augusto Monterroso, la especialista menciona la vertiente misógina de Juan José Arreola, comentario con el que muchos otros críticos, a su vez, han etiquetado al autor. Arreola, en su momento, comentó: «... padezco la nostalgia de esa separación [refiriéndose al mito platónico] y he tratado de expresarla en textos que pueden ser erróneamente interpretados como una crítica antifeminista. Desde la infancia he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer». 2. Dolores Koch. El micro-relato en México: Torri, Arreola, Monterroso. City University of New York. Ph. D. Dissertation, 1986.
En una lectura apegada al texto, lo que es posible atestiguar es la frecuencia con la que los personajes femeninos tienen cualidades impositivas que se traducen en seres poderosos e inasibles. Concretamente, Arreola habla de la imposibilidad de dominar a la mujer y la dominación de ella sobre el hombre, o de las relaciones conyugales que terminan en la monotonía, donde la solución se reduce a idealizar a la mujer perfecta. Un ejemplo del poder femenino y el temor del hombre frente a este se aprecia en «Insecticida», donde el narrador detalla: «Las hembras van tras de nosotros, y nosotros, por razones de seguridad, abandonamos todo alimento a sus mandíbulas insaciables». Arreola comenta en una entrevista con Emmanuel Carballo que este relato «ejemplifica esa actitud natural de toda mujer que consiste en absorber al hombre». Además, agrega: «... toda mujer, aun la mujer víctima, tiene algo de devoradora». En cuanto a la seducción se refiere, la mujer es un arquetipo para representar un ser recóndito e incomprensible, algo aterrador, pero no en un sentido despreciativo sino como un modo de mostrar el poder femenino sobre el masculino. La imagen de las hembras que van tras el macho refleja un terror hacia la atracción, refleja a la mujer seduciendo al hombre y a este sin saber qué hacer. El tema sobre lo femenino también remite a la imposibilidad para que la relación entre amantes prospere; los personajes que se aman nunca pueden estar juntos. En el relato «La trampa» aparece un narrador que inevitablemente cae en las redes femeninas: «... cada vez que una mujer se acerca turbada y definitiva, mi cuerpo se estremece de gozo y mi alma se magnifica de horror». Pero al final la relación es imposible: «Y yo sigo otra vez volando solo, fatalmente, en busca de nuevos oráculos». Por lo tanto, el resultado de estos encuentros nunca es fructífero y el narrador masculino queda desdichado. Lo mismo sucede en «Luna de miel», «Armisticio», «Gravitación», «El encuentro», «Teoría de Dulcinea», «Epitalamio» e «Insecticida», por nombrar algunos casos. Los encuentros amorosos sin solución son construidos con metáforas o con humor, como ocurre en «Duermevela»: «En el momento preciso en que los dos van a llegar a su apogeo, suena el despertador con retraso. ¿Qué hacer? ¿Desayunar a toda velocidad y olvidarla para siempre en la oficina?». En cualquier caso,
las relaciones amorosas fallidas o imposibles ocupan buena parte de la temática arreoliana para sumarse a la perspectiva sobre la mujer como un ser inasible debido, sobre todo, a su poder, un poder que Arreola relaciona incluso con la tierra: «... por eso el amor viene a ser una metáfora de la muerte, porque en una y otra situaciones nos sepultamos. Cuando amamos físicamente a una mujer, aunque sea de una manera parcial, nos insertamos en la tierra». Finalmente, en cada momento de la obra de Arreola se forman constelaciones donde los símbolos y los significados se unen con otros para acrecentar un campo de alusiones y semejanzas, además de ampliar las perspectivas sobre un mismo objeto y sobre una misma palabra. Por esta razón, la mujer va de la mano con las imposibilidades, así como los elementos mexicanos y los personajes históricos despliegan situaciones universales. En cada caso hay una alusión a la esencia de la humanidad. En la entrevista antes mencionada, Arreola comentó que las vivencias son de dos órdenes: «... las que están tomadas de nosotros mismos, consideradas como estaciones individuales […] y luego lo que yo capto del mundo que me rodea. En lo que he escrito encuentro esas dos instancias: lo que procede de mi percepción de lo general y lo que constituye lo mío y que trato de fijar de una manera que se vuelve cada vez más espiritual». Esta conciencia de la que habla Arreola es similar a lo que ocurre en las alusiones literarias de cualquier índole: partir de lo general a lo particular y de lo particular a lo general, con la especificidad arreoliana de encontrar la palabra exacta para referirse a aspectos históricos, mexicanos y femeninos, pero siempre sobre un mundo reconocido dentro y fuera del autor y por lo tanto del lector. En ese sentido la celebración por los cien años del natalicio de Juan José Arreola será una celebración, más bien, para los lectores.
Laura Elisa Vizcaíno
es doctora en Letras por la UNAM.
Ha publicado artículos académicos en revistas especializadas y libros colectivos. Forma parte del Seminario de Estudios sobre Narrativa Latinoamericana Contemporánea. También es escritora de microrrelatos, compilada en una veintena de antologías, autora de
Los peces pirata, CuCos y Bienmesabes. Colabora como tallerista en www.ficticia.com.
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«Las enmiendas a los planes de la creación»: Juan José Arreola y el auge del microrrelato en España Por Ana Calvo Revilla Si el nombre de Juan José Arreola va emparejado en las letras mexicanas al de Juan Rulfo, el del microrrelato debiera estarlo necesariamente al de este escritor autodidacta, que comenzó a publicar su narrativa breve en las revistas Eos, Pan y Mester y en los periódicos El Occidental y El Vigía. Poco después de que Xavier Villaurrutia lamentara en 1946 que no había en México una inventiva a la altura de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, el enjuto escritor penetró en la narrativa breve con una veta humorística e imaginativa que lo alejaba del realismo costumbrista predominante. Quien de sí mismo afirmó que prefería los gérmenes a los desarrollos voluminosos, desde 1949, atraído por la lectura de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, comenzó a publicar una serie de obras que se fueron contaminando entre sí, como Varia invención (1949), Bestiario (1958), Confabulario (1952) —y sus posteriores recopilaciones Confabulario total (1962) y Confabulario (1966), hasta la edición de Obras de J. J. Arreola, de Joaquín Mortiz (1971)—. Arreola fue uno de los precursores de las formas breves; como afirma Javier Perucho en Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México (2009), actuó de puente entre los ateístas (Alfonso Reyes y Julio Torri) y las promociones posteriores que integraron en su labor creativa «a las musas menores del microcuento», y contribuyó de manera decisiva a su difusión. Con él, como dijera Emmanuel Carballo, la alusión se transformó en elusión y el plano vertical se tornó oblicuo. Sin que pudiera precisar la fuente de su vocación literaria y con la conciencia de que en él todo era «herencia recibida» y «óbolo de los demás» —como confesó en la entrevista que le hizo Eliana Albala y que se publicó en Revista Iberoamericana en 1989—, Arreola se
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alejó de los cánones literarios y buscó de manera personalísima un espacio que lo confabulara con el lector. Preocupado por el fracaso de la civilización y por la pérdida de la trascendencia, cultivó desde los márgenes la zona secreta de la que brota «lo único que vale en la vida», el reino de las intuiciones geniales y de la fantasía. En línea de continuidad con el orden fantástico que había inaugurado Franz Kafka y con quienes como él habían manifestado el espíritu a través de la palabra, franqueó los límites de la realidad y de lo fantástico tradicional y cultivó una escritura novedosa, desde la que defendió los valores y sentimientos humanitarios, criticó la degradación moral y técnica de Occidente y denunció la deshumanización del mundo. Con su aire festivo y socarrón, con su «incapacidad para tratar en serio los grandes temas» y con su necesidad de salirse «por la tangente de la pirueta», sus piezas narrativas breves son un «soplo de broma» con las que agita las conciencias y aborda los problemas más profundos. Supo Arreola, como le escribió Julio Cortázar en una emotiva carta, «agarrar el toro por los cuernos y no por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo». Con su gusto por la fragmentación y con la única preocupación por escribir de manera excepcional, renovó el cuento breve; con su pasión por contar historias, fijó la mirada en las infinitas posibilidades del universo, dejó fluir su «ilimitada imaginación» —como subrayó Borges—, infundió vida a los personajes y escribió unas tramas absurdas y fantásticas, marcadas por una fuerte impronta intelectual, que han dejado una huella imborrable en las generaciones futuras. También Arreola impulsó el bestiario minificcional iberoamericano. Dos años después de la aparición de Manual de zoología fantástica (1957), en el que Borges y Margarita Guerrero recopilaron la tradición literaria
como una súplica y lo único que me dice es que no es bueno crear monstruos. Juan Yanes, El oscuro borde de la luz II (fotos y microrrelatos), 5 de febrero de 2011.
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universal, publicó Punta de plata (1959), que prolongó en Bestiario; sin abrumar al lector con datos y títulos, el escritor estableció una alegoría del comportamiento humano, proyectó en los animales una imagen especular del hombre y de la civilización y canonizó la vertiente existencial del bestiario, como ha puesto de relieve Francisca Noguerol. Esta es una veta que en el ámbito de las letras hispánicas han prolongado escritores que, girando en torno a la línea existencialista y visionaria arreolana y kafkiana, han dibujado las miserias de la condición humana y abordado temas de gran hondura, como la incomunicación, la búsqueda de identidad, el sinsentido o el aislamiento. Nos referimos a Rafael Pérez Estrada — Guillermo Samperio prestó atención a su poética en Antología de breve ficción—, a Javier Tomeo [Bestiario (1988), Zoopatías y zoofilias (1988) o en su obra póstuma El fin de los dinosaurios (2014)], a Juan Jacinto Muñoz Rengel en El libro de los pequeños milagros (2013) y al escritor canario Juan Yanes, quien ha reescrito la imagen de la enigmática y maléfica migala en un microrrelato fantástico homónimo, en el que incluye la referencia al maestro mexicano: La migala A veces la migala también entra en el sueño. Mi capacidad de horror no disminuye. Sus descarnadas patas de artrópodo gigante se quedan congeladas y los repugnantes palpos de queratina parecen convertirse en papel de celofán. Pero permanece ahí, como la conciencia de la conciencia, pegada como una arruga gelatinosa, apropiándose de lo más íntimo de mi ser. Se lo digo al maestro Arreola, casi como una queja o
Como vemos, la araña monstruosa mantiene su repugnante consistencia física y de manera imperceptible toma posesión onírica de su ser más íntimo, de la conciencia, prolongando una de las frases célebres de la migala arreolana: «En las horas más agudas del insomnio cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala». Cuando en 1981 Dolores Koch habla del auge del microrrelato, menciona a Arreola junto a Torri, Monterroso y Avilés Fabila. Sin embargo, cuando se ha querido hacer mención a las fuentes de las que brota la fascinación por este género en las letras hispánicas, generalmente han sido otros los escritores mencionados, por lo que volvemos ahora la mirada al autor de Confabulario, como anteriormente lo hicieron Fernando Valls, Domingo Ródenas de Moya y Clara Obligado. Algunos escritores españoles recibieron la influencia directa del maestro, como el santanderino José de la Colina, quien se considera mexicano, pues se formó en la tradición literaria de un país fascinado con las formas breves; fue Arreola quien editó su primer libro. En otros casos, han sido diversas las vías a través de las cuales el escritor y su obra han pervivido. Como sostiene André Lefevere en Translation, Rewriting, and the Manipulation of Literary Fame, lo que se escribe sobre un autor influye en su recepción y canonización, o en su olvido. Una de esas vías son las antologías, pues hacen perdurable su figura e invitan a la lectura, relectura y reescritura de su obra. Arreola figuró junto a Borges, Monterroso, Torri, Anderson Imbert, Denevi, Avilés Fabila, Shua, etc., en la antología El libro de la imaginación (1976) de Edmundo Valadés, que tuvo gran difusión en España. Figura, también, entre la nómina de escritores que fueron antologados en España por Antonio Fernández Ferrer en La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (1990). Gracias a esta primera antología genérica conocemos el origen del famoso dinosaurio de Monterroso, pues fue Arreola quien se lo contó: Vivíamos allí, en aquel departamento tan chico, tres amigos: Ernesto Mejía Sánchez, José Durand y yo; y uno de ellos tenía necesidad de comunicación, siempre tenía que contar todo lo que le pasaba en el día.
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Ana Calvo Revilla. «Las enmiendas a los planes de la creación»
Generalmente, en ese momento de su juventud, eran penalidades de carácter amoroso; él batallaba mucho con esto y nos desvelaba, y a veces cuando ya estábamos nosotros dormidos —Mejía en el cuarto y yo en el hall en su camastro, muy moderno pero camastro al fin—, llegaba este hombre, a veces en la madrugada, y entonces hacía que se tropezaba y ya despertaba uno: «¡Ay!, ¿qué te pasa, José, qué te pasa?». Y él empezaba: «¡Ay!, que te tengo que contar…» Y nomás se sentaba a la orilla de la cama; uno estaba acostado y Durand se sentaba al lado y empezaba a contar qué le había pasado y uno se dormía… y no sabemos si se daba cuenta o no, pero él seguía allí hablando y a veces uno de los dos se despertaba y estaba José Durand, que era muy alto —casi dos metros— y todavía estaba a la orilla de la cama. Y un día me dijo Ernesto Mejía Sánchez: «¿Sabes que cuando desperté todavía estaba allí este dinosaurio?». Ernesto se quedó dormido y el otro no se levantó. Y Tito lo sabía, porque a él también le pasaba. La idea era que uno se quedaba dormido, y Durand, aunque te viera dormido, no se levantaba ni se iba a acostar, se quedaba el amigo allí, a la orilla de la cama… Ya ves, el origen del cuento es completamente concreto, porque como Durand era muy alto, se le decía de todas las maneras: «dinosaurio», por ejemplo. Antonio Fernández Ferrer, La mano de la hormiga (1990: 8-9)
Los microrrelatos «El encuentro», «Bíblica», «Armisticio», «Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco», «Francisco de Aldana» y «Cuento de horror» de Arreola fueron incluidos por Clara Obligado en Por favor, sea breve: antología de relatos hiperbreves (2001); y David Lagmanovich incluyó varias piezas suyas en La otra mirada. Antología del microrrelato (2005), como «De un viajero», «Camélidos», «De L’Osservatore», «Alarma para el año 2000» y «Cuento de horror». Fernando Valls, en Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español (2008), menciona Confabulario como una de las obras de referencia. También las revistas literarias han jugado un papel destacado en la difusión de la obra arreolana en España; entre las décadas de los setenta y noventa, Cuadernos Hispanoamericanos, Quimera e Ínsula publicaron algunas piezas narrativas y entrevistas; por ejemplo, en la década de los setenta Jerry Newgord publicó en Cuadernos Hispanoamericanos «Dos cuentos de Juan José Arreola» (1978) y, entre la década de los setenta y noventa, la revista difundió varias entrevistas realiza-
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das al escritor, como las de María Beneyto [«Diálogo con un insumiso. Entrevista con Juan José Arreola» (1993) y «Paseo por Granada. Reflexiones de Juan José Arreola» (1998)] y de Cristina Peri-Rossi [«“Yo, señores, soy de Zapotlán el grande”: entrevista con Juan José Arreola» (1980) y «Entrevista con Juan José Arreola» (1982)]. Asimismo, en el ámbito académico no faltan quienes han contribuido con sus investigaciones al conocimiento de su obra literaria o a aspectos concretos de la misma, como Carmen de Mora Valcárcel, Francisca Noguerol, Ana Belén Caravaca Hernández, Jesús Benítez Villalba, Felipe Vázquez y María Pilar Tejero Alfageme, entre otros. Del mismo modo que Arreola ha reescrito la tradición literaria española en algunas piezas narrativas, como «La lengua de Cervantes», «Teoría de Dulcinea» y «Los alimentos terrestres» (Confabulario), algunos de sus microrrelatos han sido objeto de reescrituras en las letras españolas, como el emblemático «Cuento de horror»: «La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones» (Palíndroma). Lo encontramos en «Variación en torno a un tema de Juan José Arreola», de Javier de Navascués: He vuelto a soñar con la mujer que amé. Estaba donde la había dejado. Durante un rato hablé yo solo. Intenté tocarla y ni se movió. Háblame, le pedí después. Pero la mosquita muerta no levantó el vuelo de sus labios entreabiertos. Javier de Navascués, Wikipedia y otros monstruos (2012: 22).
Desde el paratexto el autor reescribe la pieza narrativa e impone una escéptica ars amatoria; la fuerza lírica, la elipsis y la ironía siembran la duda y subrayan el distanciamiento sentimental, característico del escritor de Varia invención. Patricia Esteban Erlés le rinde homenaje en el microrrelato «Fantasma», donde, lejos de mostrar un mundo asentado sobre un sistema ordenado de principios de causa a efecto, ofrece una visión esperpéntica y satírica de la realidad: Fantasma (Homenaje a J. J. Arreola) El hombre que amé se ha convertido en fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora. Patricia Esteban Erlés, Casa de muñecas (2012: 117)
Mientras que en Arreola las relaciones entre el hombre y la mujer se metamorfosean en un ser fantasmal que esconde la imagen monstruosa de la pareja, según manifestó en una de las veintinueve entrevistas compiladas por Efrén Rodríguez en Arreola en voz alta (2002), la escritora zaragozana invierte la situación escalofriante que vive la narradora (no el narrador) y subvierte la historia en un acto de venganza que trascurre en un entorno doméstico. También Teresa Serván dialoga con la canónica pieza narrativa en «Fantasma», que incluye dos microrrelatos, que dedica a Raúl Brasca y a Arreola: I El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Como aún lo amo, le hago creer que me arrebata, que me extirpa la vida cuando, etéreo, estrecha mi figura entre los fogones. Si me estremezco lo atribuye a su excelente aparición, si lo conmuevo pretende que es por haberme arrancado un sobresalto. Yo dejo que lo crea. Necesita aparecer porque me ama y yo sigo gritando cuando me encuentro su reflejo en la ventana o cada vez que irrumpe en el humo de la olla. Sé muy bien que seremos felices mientras dure su fe en que yo soy el lugar de las apariciones. II A ella le gusta que me aparezca. A mí no. A mí me gustaría flotar libremente por la casa, sin necesidad de sorprenderla por los rincones pero, claro está, ella me gusta, incluido su gusto por mis apariciones. Ella IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Jose Arreola-006 ©
se engaña, cree que lo hago por auténtico amor y por eso me ama aún más, ama el fantasma que hay en mí. En realidad me aparezco por etiqueta, por tradición. Y así pasamos los días, ella esperando encontrarme. Yo aguardando su espera. Lo nuestro es algo común. Somos felices. Teresa Serván, La aldea de F. (2011: 131-132)
Según cuenta Clara Obligado en el prólogo a La aldea de F., de las Microlocas, en el punto de partida de la obra se encuentra «El guardagujas». Si en el texto arreolano el alegórico estacionamiento del tren se transforma en un símbolo del destino de hombre, una aldea en la que los personajes se ven abocados a trabar una comunidad, en La aldea de F. se convierte en el espacio ominoso en el que instalan su escritura desde la perspectiva de la mujer: Eva Díaz Riobello, Isabel González González, Teresa Serván e Isabel Wagemann. Asimismo, la contemplación de la vida como algo absurdo ha dejado huella en los microrrelatos de Antonio Fernández Molina, como «El caramelo» o «El tren» (Dentro de un embudo, 1973) y «La oficina» (Arando en la madera, 1975), que revisten un tono kafkiano y arreolano: El tren Esta noche ha pasado un tren ante mi casa. Tosía y cojeaba como si esa fuera su costumbre. Iba cargado de conocidos, de cómicos, de corderos, de armas, de gabardinas, de tuberías de plomo. Y se balanceaba como un barco que busca a sus piratas y él mismo está fuera de la ley. En el suelo no hay raíles, no ha quedado la señal de su paso. Antonio Fernández Molina, Dentro de un embudo (1973: 70).
La narrativa breve de Arreola, a medio camino entre lo absurdo y lo fantástico, despliega una inmensa multiplicidad de registros —como la crónica («En verdad os digo»), la epístola («Los alimentos terrestres», «El silencio de Dios»), la noticia periodística («Flash»), la receta («Receta casera»), el ensayo («El himen de México», «In memoriam»), el manual de instrucciones («Para entrar en el jardín»)—, algunos de los cuales han sido seguidos por ciertos escritores españoles. Reconocemos, por ejemplo, la huella de la muñeca Plastisex, que protagoniza «Anuncio», de Arreola, en el microrrelato «La muñeca hinchable» (El fin de los dinosaurios), de Javier Tomeo, donde siguen vigentes el
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Ana Calvo Revilla. «Las enmiendas a los planes de la creación»
gusto posmoderno por el disfraz y la máscara y la crítica a los mitos del progreso y a la contemplación de la mujer como un objeto. Siguiendo el formato publicitario de «Baby H. P.» (Confabulario), encontramos el microrrelato «Parte meteorológico» (La glorieta de los fugitivos, 2007), de José María Merino o «Revolución informática» (Wikipedia y otros monstruos), de Navascués, donde se informa del lanzamiento al mercado del teléfono móvil Golden Apple Substraction, que contiene «un programa que permite eliminar información de la red de forma responsable», restituyendo el orden a la galaxia virtual. Si en esta ocasión, bajo un aparente discurso científico-técnico Navascués parodia las promesas de un mundo idílico, en el que el usuario con un doble click puede eliminar los «múltiples peligros que acechan con la nueva era global», en las restantes piezas, que configuran la sección titulada «Los mitos del mundo moderno», dibuja con humorismo arreolano las falacias que esconden los proyectos utópicos de la sociedad contemporánea. Son muchos también los escritores españoles que han encontrado en lo fantástico el ámbito propicio para el cultivo del género, como afirma Ángel Olgoso en «El cuento fantástico» (Culturamas, 2010); no es una simple evasión de la realidad vulgar sino una revelación o iluminación, que custodia «la facultad de jugar, de agregar algo a la Creación», de «suplantarla, de reinterpretarla mediante enfoques audaces y saltos impensados, mediante ejercicios libres de la imaginación que sitúan al lector sobre la cuerda floja del espacio y el tiempo, impidiéndole una aceptación sumisa de la realidad». Y en términos semejantes se pronuncia Ignacio Martínez de Pisón en la poética que traza en Pequeñas resistencias. Antología del nuevo cuento español, de Andrés Neuman. Desde finales del siglo XX son muchos los escritores de microrrelato que cultivan lo fantástico, como Luis Mateo Díez (Memorial de hierbas, 1973; Brasas de agosto, 1989; Los males menores, 1993); Pedro Ugarte (Noticia de tierras improbables, 1992; Materiales para una expedición, 2002); José María Merino (Días imaginarios, 2002; Cuentos del libro de la noche, 2005; La glorieta de los fugitivos. Minificción completa, 2007); Hipólito G. Navarro (Los tigres albinos, 2000; Los últimos percances, 2005); David Roas (Los dichos de un necio, 1996; Horrores cotidianos, 2007; Distorsiones, 2010; Intuiciones y delirios, 2012; Invasión, 2018); Juan Pedro Aparicio (El origen del mono, 1975; La mitad del diablo, 2006; El juego del diábolo, 2008; London Calling, 2015); Ángel Olgoso (Cuentos
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de otro mundo, 2002; La máquina de languidecer, 2009); Miguel Ángel Zapata (Baúl de prodigios, 2007; Revelaciones y magias, 2009); Manuel Moyano (Teatro de ceniza, 2011); Araceli Esteves (Fisuras en el aire, 2013); Juan Jacinto Muñoz Rengel (El libro de los pequeños milagros, 2013); Susana Camps Perarnau (Viaje imaginario al Archipiélago de las Extinta, 2013); Óscar Esquivias (Andarás perdido por el mundo, 2016), Javier Vela (Pequeñas sediciones, 2017) y Manu Espada (Petricor, 2018), entre otros. Todos ellos, inmersos en una percepción de la realidad típicamente arreolana, buscan la extrañeza entre los intersticios y las grietas de la cotidianeidad mediante el cuestionamiento de las interpretaciones unívocas y la transgresión de las coordenadas espaciotemporales. Con frecuencia, a través de la desmitificación burlesca y satírica, cultivan algunas de las temáticas que de manera obsesiva han vertebrado el imaginario del escritor mexicano (la mujer, la convivencia conyugal, el antagonismo entre los sexos, etc.) y condenan los aspectos más execrables del comportamiento humano. Aunque no es el momento de detenernos en un análisis pormenorizado de cada una de estas obras, la huella de este escritor mexicano inclasificable, maestro de la narrativa breve, amante del conceptismo y de la distorsión parabólica, es especialmente perceptible en el descubrimiento de las posibilidades que custodia la imaginación. La reescritura de los motivos, formatos y temas que presiden el imaginario arreolano por parte de muchos escritores pone de relieve la revitalización de su legado en el microrrelato español contemporáneo.
Ana Calvo Revilla
es profesora titular de Teoría de la Lite-
ratura y Literatura Comparada (Universidad CEU San Pablo). Se ha especializado en el estudio de la narrativa contemporánea y del microrrelato. Tras coordinar con Javier de Navascués Las fronte-
ras del microrrelato. Teoría y práctica del microrrelato español e iberoamericano (2012), ha publicado Elogio de lo mínimo. Estudios sobre microrrelato y minificción (Iberoamericana-Vervuert, 2018). Dirige como IP el proyecto de investigación «MiRed (Microrrelato. Desafíos digitales de las microformas narrativas literarias de la modernidad. Consolidación de un género entre la imprenta y la red)» (FFI2015-70768-R), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España y el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (FEDER). Es directora de Microtextualidades. Revista Internacio-
nal de microrrelato y minificción.
Arreola y Borges: alfiles oblicuos Por Armando Alanís Dos Virgo del mundo de las letras Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires, la capital de Argentina. Por su parte, Juan José Arreola llegó a esta tundra de quebrantos el 21 de septiembre de 1918, en Zapotlán el Grande, Jalisco. Una primera coincidencia: los dos escritores nacieron bajo el signo zodiacal de Virgo. Consulto las características de este signo: perfección, crítica, análisis, lógica, laboriosidad, eficiencia. Los Virgo son perfeccionistas hasta el exceso. Si leemos sus prosas tan precisas como punzantes, así era el temperamento de ambos escritores: fieles a su signo por una dichosa fatalidad. No poseo la memoria de ellos —ni la de Funes—, pero hago un esfuerzo por remontarme a mi época en la universidad. Me veo en mi cuarto de estudiante en la Ciudad de México, con aquel pequeño televisor en el que veía en blanco y negro —como los días y las noches— programas culturales que pasaban por los canales 11 y 13. Arreola aparecía esporádicamente en Sábados con Saldaña y conducía los programas Decíamos ayer y Arreola y su circunstancia. En el canal 11, estuvo al frente de Memorias improvisadas. Es difícil encontrar fechas y nombres exactos de los programas en los que intervino en esos canales culturales, pues se confunden unos con otros. Da lo mismo, porque en todos Arreola hacía y decía lo que se le pegaba la gana con esa sobresaliente e incontenible capacidad que tenía para la improvisación. Todos aquellos programas eran uno solo, donde Arreola hablaba infinitamente de cualquier tema que se cruzara por su privilegiado cerebro. Por su parte, Borges no le iba a la zaga: basta consultar cualquiera de los cientos de entrevistas que se le hicieron, donde hacía gala tanto de su erudición como de su ingenio y su capacidad de respuesta rápida y certera a cualquier pregunta. Desde luego, Arreola se excedía en los programas televisivos en que participaba, vestido con su famosa
capa y su sombrero ruso. Hacía pensar al auditorio, pero también lo hacía reír. Era, lo que se llama, un personaje, para algunos un clown, y cuando fue contratado por Televisa, lo pusieron, entre otras cosas, a comentar sobre el Mundial de futbol que ya se aproximaba. Alguien llamó al canal para señalar que cómo era posible que Arreola pretendiera hablar de futbol cuando era evidente que no sabía nada de ese deporte: «Yo no hablo de futbol —se defendió agudamente Arreola—: yo hablo a propósito del futbol». Cuando Borges visitó México en 1978, participó en un programa con Arreola. Un día antes de la grabación, ambos se reunieron y estuvieron de acuerdo en que, para variar, improvisarían. Existe registro de la breve charla que tuvieron en el hotel Camino Real de la capital mexicana. Mucho tiempo después, se publicó aquella charla en La Jornada Semanal (18 de mayo de 2003), el semanario cultural del periódico La Jornada. Transcribo algunos fragmentos: Arreola: [...] a mí me importa mucho lo que es la improvisación, que la palabra sea simultánea al pensamiento, el pensamiento debe ser simultáneo a la palabra. Borges: Sí, yo creo que eso decía Schopenhauer, que hay escritores que escriben sin pensar, hay escritores que piensan para escribir, escritores que piensan y por eso escriben y que eso es lo mejor. Yo creo que no: lo mejor es que sea un proceso paralelo. Cuando uno está pensando, uno está hallando las palabras. Arreola: [...] Yo pertenezco al género de los que hablan para pensar. En cuanto empiezo a manejar términos del lenguaje, el pensamiento acude […] ¿Se acuerda de San Diego (en el estado norteamericano de California)? Empezamos a las seis de la tarde y terminamos a las dos de la mañana la primera plática, cuando nos encontramos.
Hablan de Macedonio Fernández y del tema de la inmortalidad, y Borges afirma que «morirse es lo menos
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Armando Alanís. Arreola y Borges: alfiles oblicuos
importante que puede pasarnos». Esa singular aseveración me hace recordar un microrrelato de Arreola: Diálogo con Borges La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad.
Los dos se encontraron al día siguiente, ante las cámaras, en el Castillo de Chapultepec. Fue el momento de Arreola, de su genial y abrumadora incontinencia verbal. Después, los periodistas se acercaron a Borges para preguntarle cómo le había ido en su entrevista con el autor de Confabulario: «Me dejó intercalar algunos silencios», contestó Borges con una sonrisa. En una conferencia televisada sobre literatura, en 1973, dirigida por El Bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes, intervinieron Borges, Arreola, Salvador Elizondo, Germán Bleiberg y Adriano González de León. «Creo que Jorge Luis Borges —dijo Arreola— volvió a encontrar para todos nosotros las fórmulas secretas de la composición en castellano. Bajo el patrocinio de Francisco de Quevedo, despojó a la lengua castellana de toda una vana palabrería.» A la pregunta de para qué se escribe, contestó el jalisciense: «Se escribe para saber qué somos y qué hacemos en el mundo. Yo no leo una página que no me agregue conocimiento. Creo que el poeta es el gran esclarecedor». Le preguntaron a Borges por qué escribía cuentos y no novelas. Contestó: «Un cuento debe ser esencial, todo en un cuento debe servir a un fin. Una novela, que puede abarcar cuatrocientas o quinientas páginas, es imposible sin ripios». En su Biblioteca personal, el autor de «El Aleph» incluyó una selección de cuentos fantásticos de su amigo mexicano. En el prólogo, escribe: Si me obligaran a cifrar a Juan José Arreola en una sola palabra que no fuera su propio nombre (y nada nos impone ese requisito), esa palabra, estoy seguro, sería libertad. Libertad de una ilimitada imaginación, regida por una lúcida inteligencia. La gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, «El guardagujas», pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico.
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El juego infinito Como se sabe, Arreola era un apasionado del ajedrez. Participaba en torneos, los organizaba, recibía en su casa a amigos con los que sostenía sesiones ajedrecísticas que duraban toda la tarde. Llegó a decir: «Yo no he dedicado a la literatura ni la milésima parte de lo que he dedicado al ajedrez. Pronto me di cuenta de dos cosas: la literatura y el ajedrez son imposibles». A Borges también le seducía este milenario juego (otra coincidencia entre estos dos escritores). Ignoro si lo practicaba en su juventud, cuando aún no perdía la vista, pero le atraían sus infinitas posibilidades. Alguna vez, declaró: «Es increíble cómo una cultura que se desarrollaba con juegos como el ajedrez haya degenerado a juegos tan vulgares como el futbol». Escribió un par de célebres sonetos que se pueden leer como un solo poema, titulado justamente «Ajedrez» y dividido en dos partes. El segundo, concluye con los siguientes tercetos:
También el jugador es prisionero (la sentencia es de Omar) de otro tablero de negras noches y de blancos días. Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?
Somos títeres en ese vasto tablero que es el mundo. Dios nos mueve a su capricho, a su antojo, como el jugador a las piezas; gozamos de un ilusorio libre albedrío. En realidad, somos marionetas manejadas por un todopoderoso titiritero. El paso de la humanidad, los siglos transcurridos, son un juego infinito, que no acabará mientras el mundo sea mundo y, sobre su superficie, haya humanos que respiran y andan de un lado para otro: «En el Oriente se encendió esta guerra / cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. / Como el otro, este juego es infinito». En Cantos de mal dolor encontramos el cuento «El rey negro», donde el monárquico narrador cita al mismo tiempo al poeta persa Omar Khayyam y a Borges. Desprovisto de la ayuda de las otras piezas de su color, el rey negro deambula por el tablero, huyendo de las piezas enemigas que buscan cercarlo para darle mate: el rey de las blancas, escoltado por un «oblicuo alfil» — Borges dixit— y un caballo. Se lamenta de su suerte, y de no haberse propiciado un mejor destino cuando aún era tiempo: «Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental…». La ambición lo perdió. Soñó con una segunda dama y llega al final de la partida habiendo perdido a la encarnizada primera dama, como un ente solitario que tarde o temprano caerá en la red que le tiende el enemigo. Los que juegan ajedrez saben que el mate de alfil y caballo es uno de los más difíciles de lograr. Para conseguirlo, es necesario poner en práctica una estrategia tan precisa como geométrica, acompañada de una buena dosis de paciencia. Ejecutando los movimientos adecuados, el rey, el alfil y el caballo van poco a poco acorralando al rey enemigo en una esquina del tablero, donde finalmente le darán mate. «Ahora estoy solo y vago inútil por el tablero de blancas noches y de negros días, tratando de ocupar las casillas centrales, esquivando el mate de alfil y caballo. […] Me acuerdo de una IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Jose Arreola-017 ©
broma del maestro Simagin: el mate de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto, por una implacable voluntad de matar.» Sobre este cuento, explica el propio Arreola que se trata de «un drama de amor pavoroso, relato sobre un hombre que realmente ha perdido a la mujer amada por una inexplicable torpeza, y ahora vaga inútilmente por el tablero de blancas noches y negros días». El de Zapotlán el Grande ha definido de la siguiente manera este sorprendente juego, según leemos en el blog de Gabriel Capó Vidal: El ajedrez es la forma de conformarse del hombre para saciar su sed, su nostalgia de infinito; conformarse en hacer la guerra ahí en un espacio limitado pero al mismo tiempo capaz de alojar al infinito. ¿Cuál es el infinito? Las infinitas complicaciones que crean entre sí las piezas del ajedrez. El ajedrez es el único juego que vale la pena jugar porque nos sobrepasa […]. Me di cuenta de que es imposible para el hombre, está más allá de su alcance. Las posibilidades de movimientos que se pueden hacer son verdaderas monstruosidades.
El ajedrez es una presencia constante en la obra de Borges, que alude a él no sólo en los sonetos citados sino también en otros poemas y en algunos de sus cuentos. El ajedrez está presente, asimismo, en su vida. Se sabe, por ejemplo, que por un tiempo Borges estuvo enamorado de Alba Estela Canto, escritora, periodista y traductora argentina. Asegura ella que su ilustre pretendiente, en alguna ocasión, le susurró al oído: «Sonríe usted como la Gioconda y se mueve como un caballito de ajedrez». El humorista de Praga En el número 241 (diciembre de 1996) de la desaparecida revista Vuelta, que dirigió Octavio Paz, Arreola habla de cómo Borges se dio cuenta, desde que tuvo uso de razón, de que su destino sería literario: Estuvo siempre la voluntad férrea del niño que a una edad tempranísima resuelve ser escritor. […] Borges llegó a ser argentino de la misma manera en que consiguió ser poeta: por una elección consciente. Es, pues, un argentino hecho a mano, un ser que se inventa su propio mito de la patria. También opta voluntariamente por
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el español —su patria literaria— […]. En el Borges cuentista son dignos de destacarse su preocupación casi neurótica por el arte de la composición, su gusto por el pastiche y su fascinación por seres y personajes que representan conductas humanas anómalas […]. El mejor Borges, el verdaderamente grande, el más sabio y el más entrañable, es el humorista sin estridencias, sosegado, pero filoso y penetrante […]. Y lo que salva a Borges, lo que lo diferencia y le da a su obra esa singularidad y esa malicia tan reconocidas es la mirada humorística. […] En ese aspecto, Borges es del mismo linaje que Kafka —no debe olvidársenos que el gran Kafka es también el humorista—, el que termina diciéndonos que la razón es un instrumento demasiado precario para explicar el mundo.
Para hablar de Borges, el de Zapotlán menciona a Kafka, y para hablar de Arreola, el de Buenos Aires cita igualmente a Kafka. Una tercera coincidencia, pues: la obra de ambos está próxima, muy próxima, al insólito fabulador de Praga. Una tarde en que pude conversar con Arreola en su casa, me confió que «El guardagujas», tal vez su mejor cuento, está «colgado de Kafka». Ese cuento se desarrolla en México, en la época en que había trenes de pasajeros que no se sabía a qué hora partían —en caso de
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partir— ni a qué hora llegarían a su destino —en caso de que alguna vez llegaran—. Y México, como se sabe, es un país absolutamente kafkiano donde nada es verdad ni es mentira. Por eso Breton lo consideró el país más surrealista de la tierra. Y por lo mismo se ha dicho que si Kafka hubiera nacido en México, sería un escritor costumbrista. Esa tarde en que visité a Arreola, le comenté que yo también jugaba ajedrez. «Mis amigos que juegan ajedrez son doblemente mis amigos», dijo con una amable sonrisa. Hablamos de Borges. Arreola recordaba aquel programa de televisión en que había hablado y hablado, como solía, y se quejaba ahora, con cierta amargura, de no haber dejado intervenir al invitado bonaerense. Así era Arreola cuando se apoderaba del micrófono: no dejaba que ni siquiera el mismísimo Borges le arrebatara la palabra.
Armando Alanís
(1956) reside en la Ciudad de México.
Es autor del volumen de cuentos La mirada de las vacas y de los libros de microrrelatos Fosa común, Narciso, el masoquista,
Coitus interruptus y Sirenas urbanas. También ha publicado las novelas Alma sin dueño, La vitrina mágica y Las lágrimas del Cen-
tauro, esta última sobre Pancho Villa. Ha sido traducido al francés, al rumano y al portugués.
El cielo raso
Arreola en Zapotlán Por Juan Carlos Gallegos Muchas anécdotas se cuentan de Juan José Arreola: sobre la capa que lucía en ocasiones, su gran aprecio por el ajedrez o el recorrer en bicicleta su población natal, Ciudad Guzmán, antes llamada Zapotlán el Grande, como el municipio del cual aún es cabecera. Sin embargo es muy notorio, por frecuente, un elemento acerca de su persona, pues quien habla de él lo recuerda como educador a partir de la literatura. El presente texto fue posible gracias al desinteresado apoyo de varias personas ligadas a la creación literaria, quienes decidieron dejar por escrito su relación con el escritor del sur de Jalisco, bien al saber de esta publicación o de manera previa: en todos los casos aparecía la cercanía de Arreola con los libros y, aunada a ella, esa enorme pasión por compartir la literatura prácticamente con quien estuviera más cerca, no sólo en el aula o el taller, sino en su casa, en la televisión o aun en el consultorio. Anécdotas variadas ¿Cuál habrá sido la impresión de alguien que hubiera visto a Juan José Arreola manejando un vehículo de dos ruedas mientras vestía una capa? Fernando Castro Chávez, científico y autor, así lo vio en su niñez: «Pasaba él en su moto, su Vespa, con su capa. En ese entonces yo no sabía que eran capas del siglo XIX. Yo decía: "Ahí va uno de mis superhéroes"». Así era como el escritor recorría el centro del pueblo, en ocasiones, cuando no andaba a pie. Aunque estuviera en su domicilio siempre era accesible y tenía la puerta abierta para quien lo buscara, como comenta el mismo Castro Chávez: «Si yo no lo veía allí [en el centro], me iba a su bella casa diseñada por él mismo y desde su mirador me enseñaba las más bellas cosas de la vida y de la literatura». Y entre esas cosas estaba el ajedrez, el cual el autor no sólo se limitaba a jugar, pues era capaz de recordar «las buenas jugadas de los campeones mundiales nacidos en nues-
tro continente, por ejemplo de Capablanca y de Bobby Fischer»; o bien el permitirse deleitar el gusto con un poco de licor: «Conforme crecía yo, recuerdo que le gustaba beber una copa mientras platicábamos, de algún buen vino, ya que él poseía un paladar muy vasto, recuerdo haber visto algún Marqués de Arienzo, uno del Señorío de Sarria y aun un Pineau, entre muchos otros». Castro Chávez, testigo de estos detalles dada su cercanía con Arreola, pudo registrar variados momentos en su memoria, para después dejarlos por escrito y así mostrar la amplia cultura no sólo literaria, sino en diversos ámbitos culturales, y aun gastronómicos y deportivos, que poseía su maestro. No pocas personas en Ciudad Guzmán atestiguaron los actos de Arreola y mucho de su influencia queda en la población, como lo testimonia Vicente Preciado Zacarías, odontólogo, maestro emérito de la Universidad de Guadalajara y también autor: los taxistas lo recuerdan vestido de negro y con capa sobre su moto; una cafetería, a unos pasos de la casa donde naciera el autor, se llama El Confabulario; el negocio Arreola de Zapotlán, de repostería y dulces, fundado por las tías del autor, tiene como lema «Fiel tradición al maestro». Aun el monte donde instaló su casa él lo bautizó como Loma de Barro, pues «de ahí sacaban el barro los alfareros». A propósito de anécdotas, Preciado narra una muy peculiar: en cierta ocasión Arreola llegó con él en calidad de paciente, pues tenía gripa y al estornudar había arrojado parte de su placa. Esta se rompió, lo cual era un problema, pues por la tarde debía acudir a un evento y decir unas palabras. Preciado comenta sobre el escritor que «él mismo me ayudó a pegar la prótesis […]. Yo creo que ése era el secreto de la artesanía de su lenguaje, ya que era un artesano de la palabra […]. Tenía una gran habilidad en sus manos para cosas pequeñas, para ensamblar. Él mismo terminó reparando su placa». Después de esto, el paciente decidió probar si se había hecho un buen trabajo, para lo cual subió a un sillón y declamó en francés algo
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Juan Carlos Gallegos. Arreola En Zapotlán
de Apollinaire. El médico también recuerda al autor de Bestiario como «The Best Man», pues siempre decía: «El mejor vino del mundo es tal; el mejor ciclista del mundo que dio la Vuelta a Francia es fulano; el mejor torero es mengano; el mejor cuento del mundo…». Mucho es lo que pueden decir quienes conocieron a Arreola en vida, pues su ingenio y chispa lo hacían protagonista de múltiples momentos peculiares. Sin embargo, es como educador que todos lo recuerdan. Arreola: la literatura como medio para educar Muchos de quienes conocieron a Arreola declaran deberle mucho, de modo que su figura viene a ser la de un educador que difunde la literatura, al grado que Julio César Aguilar, médico y autor, comenta: «... todos los zapotlenses que alguna vez aspiramos ingresar a los recintos de la literatura somos deudores de una manera u otra de la vocación artística de Arreola», mientras que Castro Chávez señala que el escritor ha sido el «mejor instructor que he tenido en mi vida», e incluso, Preciado llega a mencionar que tuvo dos padres: el biológico, que era como la época lo dictaba, «muy severo, duro, terrible; y el no biológico, que es Juan José Arreola, que me abrió los caminos de la literatura en el sentido de ser, simple y sencillamente (no me considero escritor), un lector agradecido». Aguilar recuerda que en sus lecturas de sexto grado estaban presentes textos extraídos de Bestiario: «El elefante» y «El sapo». A la par, la presencia de su autor no se limitaba a los libros escolares, sino que se extendía a la televisión, al programa Vida y voz, que se transmitía por canal 13. En su caso, resultó que había un lazo de parentesco, pues la madre del niño le reveló que «ese señor era pariente de la familia, por parte de los Zúñigas. El padre de mi abuela materna, Daniel Zúñiga Chávez, era tío de Juan José Arreola; por lo tanto, mi abuela Soledad Zúñiga Álzaga y él eran primos hermanos». Esta suma de factores propició que Aguilar se acercara a su familiar, con el fin de mostrarle lo que escribía y así recibir una opinión sobre lo escrito, así como recomendaciones de lecturas. El niño acabó yendo a Loma de Barro, acompañado de su hermana, quien en «una noche me llevó a uno de los salones en donde Arreola impartía una charla. Yo era el único niño que asistió esa vez entre adultos a escuchar, admirado, la expresión decantada de su discurso». En esa casa, ahora convertida en la Casa Taller Literario Juan José Arreola, el pequeño Aguilar mostró sus «canciones» al escritor, quien benévolamente respondió: «Para la edad que tienes,
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esto tiene sentido». Luego agregó recomendaciones de lectura, como Rubén Darío y Ramón López Velarde. Esa tarde de enero de 1983 terminó con un regalo: un ejemplar de Lectura en voz alta, en cuya dedicatoria se podía leer: «A Julio César, ese regalo de año nuevo. De su tío abuelo Juan José Arreola». Los contactos de este tipo con el escritor no fueron pocos para buena cantidad de personas. Castro Chávez los llama con justa razón clases peripatéticas, las cuales son, parafraseando lo mencionado por él mismo, aquellas en las que se estudia con el maestro en el lugar en el que se le encuentre, ya sea en un evento, un lugar público o la misma calle. Castro Chávez menciona algunas de las frases que recuerda de su maestro: «Te haces dueño de la cultura que otra persona generó y la sigues desarrollando»; «Cada persona tiene su propia voz, su manera única de decir las cosas; conoce la tuya y úsala»; «Sé honesto con tus convicciones pero nunca olvides incluir algo de humor y aun de picardía en tus escritos». Por su parte, Preciado menciona otro tipo de sesiones, en las cuales se leía alguna obra y eran llamadas por el mismo autor de Confabulario «lecturas compartidas». Estas no tenían un orden, pero exploraban la literatura a profundidad. El odontólogo nos ofrece detalles de las mismas: «[Arreola decía:] Vengo muy cansado, muy agobiado. Vámonos tomando una copita de vino tinto y vámonos reconstituyendo con algo que nos fortifique, que nos devuelva el ánimo». Según el testimonio, se solía iniciar con Ortega y Gasset, después de lo cual el escritor practicaba lo que Preciado llamaba «salto de caballo»: «en la misma prosa de Ortega surgía algún tema o una palabra y de ahí se desviaba, con otro autor y otra obra». La lectura de Arreola era, se nos dice, bien pronunciada, y vocalizada, además de que era elemento suficiente para que el autor pudiera repetir todo lo leído de memoria. Preciado tuvo acceso a estas experiencias en el mismo domicilio del escritor, luego de que no le quisiera cobrar por el asunto ya mencionado de la prótesis. Como respuesta a tal actitud, el letrado cliente le comentó a su interlocutor: «Sé quién eres y sé que te gusta leer y escribir. No me gusta deberle a nadie y menos a un dentista. Te voy a pagar con lecturas compartidas, te espero hoy a las seis en mi casa. ¿Sabes dónde vivo?». Arreola no sólo tomaba la literatura como moneda de cambio, dándole con ello el valor que tendrían muchos otros servicios (como la labor de un dentista), sino que la hacía presente de las maneras menos esperadas.
IISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Jose Arreola-001 ©
Una vez que arraigó la amistad entre el autor y Preciado, el primero llamaba a la casa del segundo, por quien preguntaba dándole los más diversos apodos: «¿Está por ahí Chancho Pancha de la Mancha?; ¿Está por ahí el Don Imposible?». A la vez, todas estas maneras de referirse al amigo tenían relación con las lecturas comentadas, que fueron muchas: «Nadie tiene una colección de sobrenombres como la tengo yo. Tengo unos ciento cincuenta sobrenombres que me daba a mí, de acuerdo a lo que íbamos leyendo o cursando». Da la impresión de que quien se volvía un alumno del autor de La feria llegaba, por medio de esta circunstancia, a una inmersión profunda en la literatura, pues, por lo visto, aun en algo tan cotidiano como una simple llamada, no dejaba de recordarse lo ya conocido por medio de los libros. Preciado agrega que cuando acudió por primera vez a la casa del escritor, la tarde del día en que fue al consultorio para arreglar su prótesis, le dijo a su anfitrión que sí había leído Gog, de Giovanni Papini, cuando se le preguntó sobre esa obra en particular. La falsedad del argumento (pues el invitado sólo había hojeado un poco el libro, un ejemplar perteneciente a un compañero de estudios en su juventud) fue rápidamente descubierta, por lo que Arreola dijo: «Quiero que tú y yo seamos amigos. Las reglas son estas: primero, nunca me mientas. Soy actor, nos enseñaron a observar los mús-
culos de la cara y sé cuándo alguien me está mintiendo. Segundo: vas a ser puntual», agregando lo último pues, además, Preciado había olvidado la invitación y llegó sólo después de haber recibido una llamada telefónica, por medio de la cual se escuchaba al autor bastante irritado: «¿Quihubo, maestro? Te estoy esperando. A mí ni las mujeres más bonitas me han dejado plantado, y menos tú, un dentista. Ahorita va un taxista por ti». La permanencia de Arreola Todas las lecturas compartidas, clases y toda la variada actividad de Arreola relativa a que otros conocieran las obras que él tan bien había leído tuvieron que generar, inevitablemente, que algunos de los que fueron cercanos a él produjeran, en su momento, sus propias obras, las cuales no estaban exentas de la mención al maestro en sus páginas, o en el mismo título. Estos libros son varios, pero basta mencionar un par, obra de los autores ya mencionados en el presente texto, para darse una idea del impacto de haber sido alumnos del escritor de Zapotlán: Apuntes de Arreola, de Preciado, y Arreolanza, de Castro Chávez. Este segundo libro, anecdotario, cuenta con un prefacio de Virginia Arreola Zúñiga, hermana del juglar: «Que el amable lector siga hallando la confianza de leer, escribir y enseñar de la mano de Juan José Arreola».
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El cielo raso
Juan Carlos Gallegos. Arreola En Zapotlán
Con respecto al primero de los dos libros arriba mencionados, el proceso de su hechura comenzó en aquellas tardes de lecturas compartidas, mismas que quiso documentar Preciado con una grabadora de voz, la cual al final fue desechada por el mismo anfitrión, quien prefirió que todo registro de aquellas sesiones se quedara en papel, dando como resultado la sorprendente cantidad de más de treinta y seis libretas de bolsillo llenadas entre 1983 y 1991. Parte de ese material escrito fue primero a parar a la prensa local, al periódico, por indicación del mismo Arreola: «Maestro, ¿y cuándo publica usted nuestras conversaciones?». El exuniversitario comenta que, paradójicamente, lo registrado no podría ser un diálogo: «Lo curioso es que con él no hay conversación, es un monólogo. Una vez su hermano Antonio me preguntó cómo es que había logrado ese grado de cercanía con Juan José. Respondí: “Muy sencillo: nunca decirle mentiras, nunca contradecirlo, ser puntualísimo con él y dejarlo hablar”». Preciado también escribió además un libro corregido y diseñado por el mismo Arreola, Partici-pasiones (1984). Apuntes de Arreola, hay que decirlo, tiene ya dos ediciones y se compone de más de quinientas páginas. Juan José Arreola, cuando fue catedrático de la Universidad de Guadalajara en la Facultad de Filosofía y Letras, impartió algunos cursos relativos, sobre todo, a algunos autores en particular. Uno de sus alumnos de aquellos primeros cursos, Luis Vicente de Aguinaga, ahora profesor de la misma casa de estudios, comenta que la primera materia que el escritor dio fue una llamada «Borges y Quevedo». Al llegar, «dejaba un portafolios negro en el escritorio, sacaba una botellita de vino tinto y otra de agua natural y bebía con tal deleite
que todos en el aula nos relamíamos los labios». En la primera sesión el profesor quiso abordar el Marco Bruto de Quevedo, pero luego se declaró incompetente y mencionó que aquel era «un tema que lo sobrepasaba». Sin embargo, habló de «El Aleph» de Borges «con una vehemencia, un entusiasmo y un entendimiento que lo convirtieron de inmediato, al menos para mí, en el mejor maestro de la carrera». Más adelante, durante el segundo curso, dedicado a Rubén Darío, De Aguinaga comenta que «Hablar de poesía con Arreola —callando, por supuesto, ya que sólo hablaba él— fue, sin lugar a dudas, lo más interesante y conmovedor que pudo sucederme, literariamente hablando, en aquel sitio y por aquellos tiempos». Arreola, por lo visto, era siempre el mismo: una conversación de un solo participante que lograba crear un amor perpetuo por la literatura, tan valiosa para nuestro escritor, en todo aquel que lo escuchara. En la introducción a Lectura en voz alta, obra que se constituye por el espíritu didáctico de Arreola (el de las lecturas compartidas, el del monólogo que conversa y enseña, el del lector que descubre y da a conocer), pueden leerse las siguientes líneas, en las cuales se muestra y condensa el valor que la literatura tenía para el autor de Zapotlán. Sirva además el fragmento para cerrar este texto: Las páginas aquí reunidas me enseñaron a amar la literatura y por eso las amo y las reúno. […] yo te diré quién eres si hablas el idioma que entiendo: si pagas mi atención con la moneda de tu alma acuñada en lenguaje: única divisa que tiene aceptación universal. Si eres checo, alemán o francés, yo te doy el oro de mi lengua por el oro de la tuya. […] [Aquí están] juntas otra vez las palabras que me enseñaron a amar la literatura. Para que otros niños, jóvenes o viejos, las relean conmigo. Adiós pues, lector. Y a Dios las gracias.
Juan Carlos Gallegos
(Guadalajara, 1983) es maestro en
Estudios de Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara y autor de La rubia despampanante y otras microhistorias (Effictio, 2014). Algunos de sus textos aparecen en nueve antologías de minificción, una de cuento y una de ensayo académico. Ha publicado ensayos referentes a la minificción y la tuiteratura.
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Autor anónimo/PRENSA-INBA
Arreola: metáfora de un homenaje Por Diego Muñoz Valenzuela La impronta de Arreola De la prosa de Arreola lo primero que me surge destacar es su fineza de estilo, la construcción del lenguaje tan cuidada y elegante, la mirada penetrante de un escritor que carga cualquier situación con un toque metafísico, al tiempo que una lente fabricada de ironía y surrealismo. Más que la brevedad, en su obra narrativa —más allá de sus preferencias por explorar las confluencias posibles con la poesía y el ensayo— hay que celebrar la alegre, y con frecuencia barroca, fiesta del lenguaje, la liberación total del imaginario y la prescindencia de patrones de conducta que pudieran pretender trazar la telaraña de una moralina. La concisión es una condición estructurante en sus textos: decir y callar constituye la dialéctica rectora que permite ocuparse de lo esencial. De ese modo, gana un lugar de honor dentro de la cuentística latinoamericana y mundial, junto con narradores de la estatura de Juan Rulfo, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. El mundo narrativo de Arreola es amplio y diverso hasta la infinitud; en este sentido, réplica del mundo real, donde todo (la magnificencia, lo grotesco, la extravagancia, el horror y la crueldad extremas, la ambición delirante, la fealdad de cuerpo y alma, la dulzura y la belleza) parece caber en la historia de la humanidad. Ciertamente cabe lo fantástico en este mundo, enmarañado y casi indistinguible de la realidad, extraña en sí; amplificadas ambas, realidad y fantasía —potenciadas, imbricadas, entrelazadas—, por los juegos de lenguaje. Siguiendo la idea de que la literatura es realidad, que es parte de ella, y que por ende la transforma una y otra vez, Arreola ha enriquecido ambas, dejando una impronta imborrable. Su mundo narrativo tan densamente heterogéneo subyuga en cuanto se ocupa de trivialidades para transmutarlas en asuntos de apariencia metafísica, historias de febril imaginación que pasan a convertirse en cues-
tiones de trascendencia pragmática, dramas ajenos que se cuelan por los intersticios de nuestra propia existencia para tocar fibras desconocidas o negadas. No es fácil deducir de sus historias un único método narrativo que pueda ser reproducido exitosamente, pues existe una gran multiplicidad de ellos, con los cuales renovó y amplió el territorio del cuento, esencia de su legado. Es lo que descubro al releerlo con atención de lector-escritor, animado por la arrojada (y fútil) empresa de descubrir una suerte de fórmula replicable, un símil de la piedra filosofal, inexistente por definición. Desde allí leo, observo al estupendo Arreola. Desde la pretensión de descubrir mecanismos narrativos que me generen aprendizaje. Al releerlo me doy cuenta de cómo ha ejercido influencia, ya sea subyacente, ya sea magnética y gravitatoria. ¡Cuánto le debemos! (a él y a otros fundamentales, ya sabemos que no hay un único). Por eso debo expresar que sentí mucha alegría cuando fui invitado a participar en este número monográfico dedicado a Arreola: porque es la oportunidad de agradecerle a quien jamás conocí, sino a través de la lectura; una forma de amistad tremenda, irrenunciable y sagrada.
Bestiario, fantástico sueño zoológico A partir de la relectura de Bestiario, tras tantos años de tener ese apasionante e intenso volumen en mis manos por primera vez, pude aquilatar el calibre de su influjo, reconocer el magnetismo de su prosa elegante y la imaginación que nos conduce por senderos de belleza y pasmo. La poesía puede convertir en pájaro a una bestia temible, el rinoceronte, texto que hace de ariete. El sapo adquiere relieve metafísico. El bisonte se revela como sobreviviente de un mundo primario extinguido. El avestruz ilustra descuidos de diseño de aquel encargado de crear todas las cosas y las criaturas. Arreola descubre la auténtica sustancia de cada animal y allí podemos encontrar la imagen especular. Al hablar de los animales, con delirio verbal, gracia humorística, el autor de este libro perfecto que combina
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Diego Muñoz Valenzuela. Arreola: metáfora de un homenaje
levedad y profundidad nos habla también del género humano. Del abrumador inventario de aciertos de Bestiario, podemos componer una selección de frases que denotan su pluma notable: «Con la aguda penetración de sus garfios el búho aprehende directamente el objeto y desarrolla su peculiar teoría del conocimiento» («El búho»); «...existe la cordial mesura del oso que baila y monta en bicicleta, peor que puede excederse y triturarnos en el abrazo» («El oso»); «Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal» («El hipopótamo»). De la gozosa lectura de este Bestiario, que pone en evidencia el ridículo que todos los seres contenemos, en especial los humanos, emanó esta historia de factura propia. El rinoceronte Quienquiera que lo haya diseñado, quiso construir un arma mortífera, irrefrenable, indestructible; eso nos revela su estructura de capas sucesivas y resistente a cualquier intento de penetración. Sus ojos pequeñísimos son simples señuelos, eficaces cazabobos, pues la maquinaria bélica en realidad observa con su cuerno, suerte de periscopio. Desde allí avizora la circunstancia, simula que pasta en su modalidad pacífica, o emprende la embestida dirigida por su aguzado sensor de visión. Aunque concebido para la guerra, su naturaleza es benévola, pero está condenado a ocultarla. El destino, o lo que sea que gobierne su existencia, le ha impuesto esta impronta belicosa en la forma de un duro decálogo cuya violación le está denegada. Por ende, su musculoso corazón sufre las consecuencias de esta contradicción inmanente: cuando él quisiera aproximarse a desplegar sus ternezas más sublimes a quien atraviesa su camino, no puede desoír el llamado a la arremetida letal. El más fuerte de los seres vivientes vive en permanente dialéctica entre su comportamiento y la represión de sus auténticos sentimientos. No cabe más que compadecerlo, admirar su padecimiento notable, su apostura de tanque biológico, su bondad erizada de armas.
Primer encuentro con Arreola Dictado a su joven tallerista José Emilio Pacheco en circunstancias apremiantes (que aconsejo investigar al lector curioso), el Bestiario de Arreola —aunque es
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un libro de mi predilección— no fue mi primer contacto con el autor. Para remontar a ese momento, que atesoro en mis recuerdos, debo retroceder hasta 1968 (año cabalístico en París y el mundo entero, del cual nos separa mágicamente justo un medio siglo), y es posible que haya sido en las proximidades de mayo. Cierto día un profesor reemplazante —posiblemente enviado en comisión de servicio por el Olimpo— se abrió paso a nuestra sala de clases, donde reinábamos seres de pesadilla en eterna rebelión y gestación de travesuras, empinados apenas al primer año de enseñanza media. Desaliñado en todos los atributos relativos al aspecto, como salido del Bestiario de nuestro autor, mezcla de bisonte, búho, oso y rinoceronte, con la camisa salida del pantalón y arrugada, la corbata ahorcada en nudo mínimo estrangulando el cuello de su camisa blanca, entró a la sala con sus gruesas gafas, inspirando silencio. Nos sentamos, dispuestos a escuchar, conmovidos por la fuerza misteriosa de la literatura. El profesor indicó que haría un reemplazo (por desgracia así fue y estuvo sólo dos meses) de la clase de Castellano. Hizo una pausa meditativa que inquietó a la clase de demonios de baja alcurnia que éramos entonces los habitantes de aquella sala. Justo antes de que se desatara el averno, anunció que correspondía avanzar con el Siglo de Oro, pero que eso era muy aburrido; haría otra cosa: leer y comentar cuentos en clases. Luego comenzó, sin preámbulos ni explicaciones, a leer La noche boca arriba de Cortázar. Nos quedamos silenciosos, expectantes, absolutamente capturados por el cuento, sin movernos hasta alcanzar el final. Después vino un debate prodigioso acerca de universos paralelos, viajes en el tiempo, hiperrealidades (en esa época nadie esperaba que en un liceo público de barrio se reflexionara sobre estas materias; seamos realistas, exijamos lo imposible). Las siguientes clases leyó: «Diles que no me maten» de Rulfo, «El inmortal» de Borges y «El guardagujas» de Arreola. Es decir, Arreola me ha acompañado desde mediados del 68; quedé hechizado por ese texto —uno de los mejores cuentos fantásticos escrito en lengua española en el siglo pasado—, una alucinante mixtura de absurdo, comicidad, ironía, irreverencia, modernismo que me dejó patidifuso por varias semanas. Esa clase de impacto que sólo puede superarse mediante más lecturas, que sirven al mismo tiempo de antídoto y ponzoña.
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A ese profesor le debo haberme enfermado de literatura, sin remedio. No puedo recordar su nombre, lo vi en apenas una decena de clases, pero cambió mi vida, le proveyó un sentido, de seguro sin proponérselo (como hacen los verdaderos maestros). Entró en mi vida sorpresivamente, tal como el guardagujas, y así se esfumó también. Esa primera lectura de la cual me separa medio siglo me retrotrae a un sabor insólito, especial, indefinible. «El guardagujas» ocurre en un mundo parecido al nuestro, perturbado, «extrañado» en el sentido de volverlo raro de un modo curioso. Cuánto humor, cuánta fina ironía se nos regala en esta fantasía más verdadera que la realidad. En el tiempo transcurrido desde su escritura, el relato ha ganado en vigencia; eso significa que el escritor captó un sentido especial, una cualidad trascendente, tal vez apenas insinuada en la situación histórica donde fue concebida. Eso es lo que lo emparenta con Kafka, autor declarado como uno de sus predilectos por Arreola: ese universo perturbado, leve pero decisivamente, poniendo de relieve aquellas cuestiones esenciales que deben ser examinadas desde una mirada nueva. Impera el absurdo; ¡cómo no hacer una conexión con nuestro mundo actual, donde Kafka se ha cotidianizado.
Renovación y ruptura confabuladas En sí misma la indagación de los caminos fantásticos en la literatura latinoamericana —rica en capítulos históricos dignos de ser registrados— viene a ser renovadora y rupturista respecto de esa tradición tan respetable, tan fértil en textos maravillosos y sustanciales, que seguirán siendo creados, qué duda cabe. Mas sabemos que la inercia es una fuerza prodigiosa y surge con furia volcánica para defender el statu quo, con razones justas, aunque insuficientes. El registro fantástico ya coloca a Arreola en frontera. Además, debemos colocarlo entre los primeros y más notables adeptos de la minificción, siendo desde ella fronterizo al menos con la poesía, el ensayo y el cuento breve. No obstante sus aportes en otros campos, se centró en el cuento para convertirlo en otra identidad transmutada; intervino su código genético, enriqueciéndolo con nuevas cualidades y posibilidades. Ciertamente no es un autor de masas, pues exige un lector atento, activo, informado, imaginativo, capaz de realizar inferencias con vuelo propio. En la construcción de su prosa, Arreola optó por una precisión de cirujano cibernético, por una prestidigitación con el lenguaje, por una escultura de las palabras, por la concisión más que por la mera brevedad. Él mismo se ha autodefinido de esta reveladora manera: «Procedo en línea recta de dos antiquísimos linajes: soy herrero por parte de madre y carpintero a título paterno. De allí mi pasión artesanal por el lenguaje». «Toda belleza es formal», agrega por ahí. De todo esto y más da consistente muestra en su libro Confabulario. En el cuento «En verdad os digo», bastante más extenso que la media de sus relatos, construye sobre el afán científico por lograr que un camello pase por el ojo de una aguja, para conseguir satisfacer a un segmento de clientes que cuentan con dinero suficiente. La evidente intención satírica se combina con un elaborado lenguaje científico y técnico, donde abundan términos sofisticados (isótopos, electrones, atómico) y convincentes que generan un ambiente de verosimilitud. La hilarante narración deriva hacia las insaciables necesidades presupuestarias del proyecto, que se prolongan indefinidamente hacia un futuro incierto, donde tal vez aguarda el fracaso, caso en el cual, los ricos, ya empobrecidos, no necesitarán del ingenio científico para entrar al reino de los cielos. En este mismo volumen se encuentra «El guardagujas» junto con otras piezas notables de mayor extensión, como «El prodigioso miligramo», donde se condensa
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un notable conocimiento sociológico (más allá de la aparente distancia con lo ideológico que trasunta su imaginación desbordante) que se convierte en sátira social aguda y eficaz de los Gobiernos, las religiones, la organización económica y moral de la humanidad, metaforizada en la imagen de un hormiguero. Los tres cuentos mencionados, «El guardagujas», «En verdad os digo» y «El prodigioso miligramo», son clasificables dentro del género fantástico, debido a la presencia de un elemento extraordinario, perturbador de la realidad o generador de otra realidad alternativa. En esta tríada resulta evidente, al mismo tiempo, la intencionalidad social de las tramas cargadas con fuerte contenido satírico, más allá de la fantasía que impregna las historias y la bella construcción de lenguaje a la que el autor nos ha acostumbrado con adictivo efecto. A partir de «La migala», microrrelato incluido también en Confabulario, ha nacido este texto, de mi propia factura, a modo de secuela: El sueño de Ariadna Ariadna es bella, mortífera, subyugante. La recogí en los cerros pedregosos y secos en la precordillera; sentí su cuerpo peludo y vibrante, sus cerdas urticantes. Dentro de una caja la traje a vivir conmigo, animado por la idea de que me clave sus quelíceros e inyecte su ponzoña; así pondría fin al tormento de mi existencia. Habita en el techo y se repliega dentro del ovillo que ha tejido por madriguera. Se asusta con las corrientes de aire o sonidos casi imperceptibles. Imagino que me observa y me compadece, que agita inquieta sus tenazas y se debate dentro de su capullo, desde donde fisgonea, moviendo nerviosamente las tenazas adheridas a sus mandíbulas. Cada noche me perdona la vida. En un acercamiento imaginario a su rostro monstruoso, aprecio cuatro pares de ojos fijos clavados en mí como lanzas, y siento terror. Desde los múltiples ojos de Ariadna se desprenden lentas e inequívocas lágrimas. Siente lástima por mí, se compadece. Comienza a crecer de manera incontrolable; se esfuerza para mantenerse pegada al techo. Escupe hilos de seda desde las glándulas de su abdomen para sujetarse a medida que el peso aumenta. El terror me paraliza. Ariadna, convertida en gigante, desciende sobre mí en la peor pesadilla. Grito, pero mi garganta no emana sonidos. Por fin sus ocho patas descansan sobre mí, percibo el aliento pútrido por la descomposición de los insectos que ha devorado. Nada puede salvarme, el destino se impone y me invade una sere-
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nidad inquebrantable: soy capaz de afrontar la muerte cara a cara. Redescubro los ocho ojillos del arácnido destilando líquido. ¡Ella se conduele de mi suerte! La emoción se apodera de mí, estallo en un vórtice de sensaciones simultáneamente gratas y tristes. Alguien o algo, ¿qué es Ariadna?, se inquieta por mí en este mundo ominoso. Ariadna acerca sus temibles quelíceros, presta a inyectar la toxina que me liberará. Ariadna dirige sus colmillos hacia mis invisibles ligaduras y las secciona con su filo pavoroso. Soy tu sueño, tejedora. Etéreo, fantástico, inextricable. El sueño de Ariadna.
Notas finales Arreola ejerció —además de los literarios— una variedad increíble de oficios. En el texto que antecede a Confabulario, titulado De memoria y olvido, declara: «Desde 1930 hasta la fecha he desempeñado más de veinte oficios y empleos diferentes… He sido vendedor ambulante y periodista; mozo de cuerda y cobrador de banco. Impresor, comediante y panadero. Lo que ustedes quieran». De ahí emana parte de su sabiduría, complementada por su inquietud autodidacta. En su obra transmitió intensamente su prodigioso amor por el lenguaje y la literatura. Contribuyó a diluir fronteras entre géneros. Estimuló la minificción dentro de su propia obra con una amplitud de rango extraordinaria: microrrelatos canónicos, micrónicas, palíndromos, fábulas, aforismos, pseudoartículos y podríamos seguir la enumeración de toda clase de juegos y cruces entre cuento, prosa poética, ensayo y juego de palabras. Un enorme ejemplo de prodigalidad y generosidad creativa que plantea un legado más que vigente, una propuesta a recoger, digerir, asimilar y extrapolar, pues su obra se vitaliza con cada día que pasa, gana en vigencia. Fuente de inspiración para muchas generaciones: tumultuosa, volcánica, indomable.
Diego Muñoz Valenzuela
(Constitución, Chile, 1956) ha
publicado doce libros de cuentos y microcuentos y cuatro novelas. Es miembro de la generación del 80, que se inicia en las letras en la dictadura militar. Se distingue como cultor de la ciencia ficción y del microrrelato. Libros suyos han sido publicados en España, Croacia, Italia y Argentina. Sus relatos han sido traducidos al croata, francés, italiano, inglés, ruso, islandés, chino y mapudungun. Obtuvo el Premio Mejores Obras Literarias en 1994 y 1996.
La estructura del delito en La feria Por Rony Vásquez Guevara Leer a Arreola es releerlo. Iram Evangelista Ávila
Acercándonos al suceso delictivo literario Si entendemos el delito como aquella acción humana que contraviene las normas que integran el ordenamiento jurídico preestablecido, podemos asegurar que diversos textos configuran obras delictivas del ingenio humano, pues contravienen el canon literario y, acaso, lo superan. Enumerar cada una de estas obras literarias delictivas implicaría desarrollar un seminario o, por lo menos, una tesis doctoral; por ello, nos concentraremos en una parte de la extensa y eximia narrativa mexicana, donde malabaristas de la palabra como Rulfo y Arreola desarrollaron una nueva y moderna estética del quehacer literario. Aunque Juan Rulfo no necesita presentación, debido a sus únicos y galardonados El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), resulta necesario resaltar la obra delictiva de otro jalisciense, que hizo del lenguaje y sus palabras un laboratorio experimental cuyas resonancias aún se mantienen vigentes en los lectores de habla hispana. Nos referimos a Juan José Arreola, el último juglar. La producción literaria de Arreola sobresale por su cuentística, donde además de renovar una tradición, rescató y literaturizó una variedad de discursos narrativos y temáticos. Prueba jurídica y —por supuesto— literaria de ello son Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1958) y Palindroma (1971).
La feria, una novela o un delito literario de alto calibre Siempre en los lares narrativos, el último juglar incursionó por vez única en la novela con La feria (1963). Sin embargo, nuestro autor zapotlatino, continuando
con su estilo transgresor y delictivo literario, logró que algunos críticos, como Carmen Mora Valcárcel,1 denominaran a este trabajo ejercicio literario o antinovela debido a su estructura, su variopinta selección de personajes y su diversidad temática, además de su multiplicidad discursiva que sugiere una historia. Diversos investigadores han pretendido establecer el argumento central de esta novela, pero la diversidad de temas y personajes ha obstaculizado dicho propósito, pues dependiendo de cada proceso de lectura podrían existir múltiples argumentos, a la manera de su contemporánea Rayuela (1963), del argentino Julio Cortázar. He aquí una primera prueba de la comisión de un delito literario, ya que en una primera lectura no se aprecia un hilo narrativo único, lo que contraviene la estructura clásica de la novela. Sin embargo, en el estudio preliminar de la Narrativa completa de Arreola, publicada en Alfaguara en 2013, Felipe Garrido ha logrado aproximarse al centro de La feria, que «cuenta la vida de Zapotlán el Grande, desde su fundación, con la llegada del conquistador Alonso de Ávalos y del primer fraile, Juan de Padilla, hasta el tiempo en que la obra fue escrita. […] Dos temas le dan unidad: la feria anual en honor de San José, santo patrono de Zapotlán el Grande, y, en un vasto panorama histórico, el reiterado litigio por sus tierras que sostienen, desde el siglo XVI, los naturales de la región».2 No obstante, corresponde resaltar la importancia de las otras historias que aparecen en esta novela, 1. «Sin que podamos decir de ella que no es una novela, La feria atenta en gran medida contra los convencionalismos del género a los que como lectores estamos habituados» (Carmen Mora Valcárcel); «Juan José Arreola: La feria o “Un apocalipsis de bolsillo”», en: Revista Iberoamericana. Nº. 150, Vol. LVI, 1990, pág. 100. 2. Felipe Garrido. «Prólogo», en: Narrativa completa. Ciudad de México: Editorial Alfaguara, 2013, pág. 14.
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Rony Vásquez Guevara. La estructura del delito en La feria
lográndose advertir alrededor de dieciocho que bordean y complementan su argumento central: 1) la lucha por la tierra; 2) la historia del zapatero-agricultor; 3) la presencia del cronista como narrador; 4) el sacerdote moralizador; 5) el personaje clarificador; 6) el patrono San José; 7) la muerte y el cortejo fúnebre del licenciado; 8) la elección del nuevo mayordomo; 9) las meretrices del pueblo; 10) la historia del terremoto; 11) el triángulo amoroso de Chayo, Salva y Odilón; 12) el Ateneo como foco cultural del pueblo; 13) la enorme veladora; 14) la medición de las tierras del pueblo para su reparto; 15) el joven enamorado y su diario personal; 16) la crítica a la iglesia; 17) el diálogo con los muertos; y 18) el asesinato como venganza. Otra prueba de la responsabilidad delictiva-literaria de nuestro juglar mexicano la encontramos en la estructura de esta novela. La feria está compuesto por más de doscientos ochenta fragmentos narrativos — entendido cada uno a manera de capítulo— que no poseen título, sino un ícono o viñeta gráfica, y que obtienen, en forma alternada y sin secuencia alguna visible, el despliegue de múltiples historias que se desarrollan en Zapotlán el Grande, en el marco de los preparativos y ejecución de la fiesta de San José, santo patrono del pueblo. Una prueba de mayor trascendencia para la acreditación de este delito literario es la construcción de los personajes en La feria. El magisterio narrativo de Arreola se sirve del lenguaje coloquial para presentar a sus personajes, muchos de ellos innominados e incluso algunos plurales, como cuando se refiere a los tlayacanques. Si bien la identificación de los personajes resulta dificultosa en esta investigación delictiva literaria, esta se soslaya con la percepción de sus diálogos, que, de una u otra forma, concatenan algunas de las microhistorias de esta macronovela. De esta manera, la importancia de los diálogos en este texto radica en su carácter vinculante con otros capítulos y su efecto es organizar el contexto en que se desenvuelve la trama narrativa. Asimismo, podemos advertir que la multiplicidad de personajes con sus respectivas voces constituye una referencia al título de esta novela, pues una feria se caracteriza por una comunidad de personas que se reúnen en torno a la celebración de algo, usualmente relacionado con una festividad de carácter religioso. Por ello, se explica que Arreola identificara diversos registros del lenguaje o que, para aprehenderlos, ne-
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cesitara de la ayuda de su padre o de algunos coterráneos3 con la finalidad de lograr una verisimilitud del universo creado. Si nos concentramos en el estatuto genérico de cada capítulo (o fragmento), podemos advertir otro nivel de trasgresión en el modelo narrativo novelesco. Así, La feria constituye una amalgama de géneros brevísimos, donde se pueden leer diarios, cartas, noticias, frases, microrrelatos, documentos legales, parábolas, una pieza teatral, crónicas, ensayos, entre otros.4 Nuestro último juglar, de esta manera, hace gala de su dominio del registro de la narrativa brevísima, cuyo conocimiento ya había sido materializado en sus libros precedentes. No en vano, el crítico Emmanuel Carballo señala que esta novela «resume temática y estilísticamente la obra completa de Juan José Arreola».5 Por tanto, se observa que nuestro trovador jalisciense ya había desarrollado el iter criminis (las etapas del devenir delictivo) al plantearse la publicación de esta novela. La comunión del registro escritural y oral constituye otro medio probatorio de este proceso delictivo literario, pues nuestro último juglar logra asir la sonoridad del lenguaje oral y alternarla con el discurso formal del lenguaje escrito. Por ello, durante el proceso de lectura la multiplicidad de registros orales y escritos no significa una disrupción del discurso, sino un complemento que permite estructurar la atmósfera novelesca de Zapotlán el Grande. Estos medios probatorios periféricos nos llevan a demostrar que Arreola apostó por una nueva modalidad o forma de narrar la novela. Aun así, no resulta 3. José María Arreola, en una entrevista a propósito de la publicación de Sara más amarás (2011), que contiene las epístolas de su abuelo Juan José Arreola, refiere que «la mayoría de las cartas abarcan sólo esa década [los cuarenta]. Luego hay algunas de los cincuenta, ya de matrimonio, y una muy especial de 1962 en la que le pide ayuda a su padre para confeccionar La feria». En: Israel Morales Saavedra, «Epístolas de Juan José Arreola. Entrevista a Alonso y José María Arreola», Armas y letras, nº. 82-83, pág. 83. 4. Fabio Jurado Valencia, «Arreola: inventario, invención y ferias», Landa, nº. 0, 2012, pág. 6; y María Guadalupe Díaz-Guerra, «Historia y ficción en La feria de Juan José Arreola», La colmena, nº. 88, 2015, pág. 26. 5. Emmanuel Carballo, 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, México, Empresas Editoriales, 1965, pág. 403.
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prueba suficiente para garantizar el lugar que nuestro escritor y actor jalisciense ocupa en la literatura mexicana y universal. No obstante, habiendo ejecutado una diligencia presencial, podemos dejar constancia de que una de las pruebas contundentes para confirmar la responsabilidad del considerado último juglar en la configuración de este delito literario es aquel desarrollado en el pacto de lectura. En efecto, la relación entre el lector y el narrador puede configurarse como un delito de secuestro, no sólo porque el narrador restringe la libertad del lector, por cuanto este no debe dejar de leer cada capítulo, sino también porque la diversidad temática y la pluralidad de voces exigen un lector activo y pendiente de cada detalle. Por ello, también constituye un reto para un lector común, pues requiere su decisión y actitud para devorarse esta novela en un solo acto y
sin interrupciones. Sin embargo, ello no lo exime de retornar al libro para recuperar algunas historias que le permitan comprender el universo discursivo plasmado en La feria. En consecuencia, considerando que existen suficientes medios probatorios (características) que vinculan al procesado (escritor/narrador) con la comisión del suceso delictivo (la creación del producto literario), podemos fallar declarando la responsabilidad de Juan José Arreola en este delito literario intitulado La feria, pues permitió la formación de una nueva modalidad de lectura y creación de la novela hispanoamericana. Dictando sentencia: La feria como micronovela Si regresamos la mirada al pasado y efectuamos una verdadera investigación fiscal, podemos encontrar algunos textos considerados novelas —como Cartucho
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(1931), de Nellie Campobello, o El autómata (1931), de Xavier Abril—, en la narrativa mexicana y peruana respectivamente, cuya característica resaltante y común es la brevedad o fragmentariedad de sus capítulos, textos que en nuestros días pueden ser catalogados de micronovelas. La micronovela es entendida como aquella acción narrativa formada por microtextos que presentan intertextualidad interna (personajes) con vinculación diegética (historia o hilo narrativo). Sus características son: 1) presencia de microtextos narrativos o extranarrativos; 2) complejidad estructural (la alternancia o continuidad de sus capítulos permiten reconocer el hilo narrativo); 3) multiplicidad de personajes, caracterización psicológica profunda y presencia constante en sus capítulos; 4) presencia de descripciones, haciendo referencia a lugares concretos; 5) utilización de la elipsis en algunos capítulos; 6) algunos capítulos son pausas; 7) presencia de diálogos, siempre que sean necesarios; 8) algunos capítulos tienen títulos (empleando números o palabras), otros no; 9) su característica principal es la intertextualidad interna e incluso se hace referencia a la enciclopedia del lector; y, 10) exigencia de un lector activo que pueda vincular cada capítulo.6 De esta manera, si leemos La feria de Arreola desde la perspectiva de esta modalidad narrativa denominada «micronovela», podemos advertir una directa influencia del estilo estructural de la otrora micronovela de su compatriota Campobello, más aún si en su temática encuentran un punto tangencial sobre la narrativa de la Revolución mexicana. Además, como hemos señalado en la sección precedente, los fragmentos o capítulos que componen la novela de nuestro escritor jalisciense transitan en su gran mayoría por una diversidad de registros narrativos vinculados por su brevedad. Además, sus capítulos no presentan una linealidad temporal ni argumentativa, pues su alternancia permite un discurso polifónico que exige la presencia de un lector activo. Asimismo, La feria contiene una diversidad de personajes, algunos innominados que se manifiestan 6. Rony Vásquez Guevara, «La micronovela en la literatura hispanoamericana actual. Primera aproximación». Ponencia desarrollada en el IX Congreso Internacional de Minificción, celebrado en la Universidad del Comahue (Neuquén, Argentina, 2016). Texto inédito.
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a través de diálogos, que presentan una profundidad psicológica que nos permite conocer la moralidad, la religión y las normas sociales que delimitan el universo de la ciudad representada (Zapotlán el Grande). En conclusión, no sólo La feria logra ocupar un lugar relevante en la narrativa literaria hispanoamericana, sino que toda la obra de Juan José Arreola se mantiene aún vigente e incluso puede considerársele uno de los precursores de la micronovela escrita en lengua hispana.
Rony Vásquez Guevara
(Lima, Perú, 1987) es director de
Plesiosaurio. Primera revista de ficción breve peruana. Su línea de investigación es la minificción y demás brevedades. Editor de Editorial Micrópolis, entre sus publicaciones resaltan Circo
de pulgas. Minificción peruana. Estudio y antología (1900-2011) (2012) y El último dinosaurio vivo (2016). Sus minificciones han sido seleccionadas en diversas antologías y traducidas al inglés, ruso, italiano, persa y francés.
El prodigioso Juan José Por Javier Perucho Rulfo y Arreola fueron contemporáneos de Edmundo Valadés, aunque es preciso referir que los tres participaron de contemporaneidad con el poeta Alí Chumacero y los historiadores literarios Antonio Alatorre y José Luis Martínez. Un rasgo distintivo de esta promoción de escritores es su natal procedencia geográfica, ya que todos ellos nacieron en el occidente de México (Jalisco, Nayarit y Sonora). Los cinco encabezaron la segunda oleada de escritores —Reyes y Torri integraron la primera— que descendió del norte para integrar el quórum de una república literaria indefectiblemente consolidada. Aquellos mayoritariamente se agruparon en torno a las revistas Tierra Nueva (1940) y Pan (1945), sus órganos de expresión y combate literario. De ellos, sólo Reyes, Torri y Valadés incursionaron versátilmente en los terrenos de la microficción. Juan José Arreola, por su parte, sirvió de nexo, enlace y transmisión entre la generación precedente de los ateneístas —sobre todo Reyes y Torri, artífices del microrrelato— y las promociones posteriores, sobre todo los de la actualidad presente, que integraron a su labor creativa a las musas menores del microcuento. Habitualmente, se consideraba que después de Reyes y Torri existía un vacío creativo respecto a la microficción, que se había dado un brusco salto generacional que llegaba hasta Augusto Monterroso, que en el ínterin no existía continuidad, de obras y autores, que prolongara el cultivo del género. Sin embargo, por la documentación que aquí sostiene los indicios presentados, puedo afirmar que Arreola fue la correa de transmisión entre aquel soberbio grupo literario que inauguró el siglo y las sucesivas hornadas de escritores que contemplaron en el cuento brevísimo una expresión genuina y legítima de las artes de la narración. ¿Quién que fue, en el pretérito literario, un nombre, una figura pública de las letras, no pasó por la sala doméstica, el aula universitaria o la tertulia que aniIISUE/AHUNAM/Colección Incorporada Ricardo Salazar Ahumada/RS-Juan Jose Arreola-008 ©
maba Juan José Arreola?1 Sin embargo, también fue un fundador, un padre literario, un protagonista de la cultura mexicana, cuyo ascendiente se extiende entre las últimas cinco décadas del siglo XX. Un educador de generaciones completas, verbigracia los narradores de la Onda. Arreola está presente en procesos escriturales tan diversos y disímiles como los de José Emilio Pacheco, Felipe Garrido o René Avilés Fabila, por mencionar sólo un tríptico de fabuladores imprescindibles para el arte de narrar en corto. A partir de la promoción del Medio Siglo, los escritores le deben enseñanzas literarias, consejas, parte de su educación sentimental, estímulos para el aprendizaje de lenguas, rigores estéticos, pulcritud en el uso del idioma. El desprendimiento del temor ante el banquete de la cultura universal. Vivir la bonanza. La promoción de los pares y los novísimos en sus empresas culturales: Los Presentes y Los Cuadernos del Unicornio, que hoy en día son materia de elogio, arrebato entre devotos y parangón de las colecciones literarias. La historia literaria habrá de reconocerle el resurgimiento y cultivo de géneros en desuso, tales como la fábula o el bestiario. Hoy disponemos de una parca pero rica memorabilia anterior a su fallecimiento (diciembre de 2001), no así de una biografía intelectual o un análisis formal que aquilate la obra de uno de nuestros mayores narradores.
1. Víctor Manuel Pazarín, en Arreola, un taller continuo, Guadalajara, Editorial Ágata, 1995, 144 págs., recoge el testimonio de los discípulos de Arreola: Federico Campbell, Alejandro Aura, Vicente Leñero, Jorge Arturo Ojeda, José Agustín, Elva Macías, René Avilés Fabila, Elsa Cross, Rafael Rodríguez Castañeda, entre otros. Por esta nómina se revela en primera instancia su influjo en los narradores de la Onda y en los poetas de la Espiga Amotinada. En esta recopilación faltan algunos integrantes de la generación del Medio Siglo, por ejemplo, el testimonio de José Emilio Pacheco, básico para entender el proceso creativo, la circunstancia familiar y social en que fue gestado el Bestiario.
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Memoria y olvido, con la intermediación escritural de Fernando del Paso, y El último juglar, con la ayuda de otro amanuense, su hijo Orso Arreola, ofrecen noticia puntual de los orígenes familiares, vivencias, formación, ascenso y eclipsamiento del pater magister.2 Al año de su muerte apareció una cantidad ingente de libros, se convocaron concursos, se excavó en los archivos hemerográficos para recopilar la obra dispersa; fueron preparadas mesas redondas, se retransmitieron programas televisivos que tuvieron por objeto recordar al hombre, al escritor, la obra, su magisterio. Sin embargo, a pesar de tanto homenaje rendido, todavía no se dispone de una edición canónica, menos aún de una edición crítica, pese a que el corpus arreoliano se presta significativamente para emprender tareas de esta naturaleza. Y aunque en las siguientes páginas no pretendo elaborar un retrato, ni mucho menos una elegía, sí procuro, en cambio, trazar una ruta crítica cuyo objetivo es establecer puntualmente las obras del jalisciense donde dejó estampada la impronta de sus microcuentos: apenas un par de coordenadas en la hospitalaria geografía de sus narraciones. A mi manera quiere ser un tributo al autor del Confabulario, las notas de un lector fascinado por la consistencia, elegancia y pulcritud con que acometió el ejercicio de su proyecto narrativo, asombrado por el declive y oscurecimiento de una figura que no quiso o no supo detenerse ante los acosos del mercado, la fama evanescente que le ofreció la televisión y el ficticio reino de Jauja con que las otras industrias culturales, entre ellas la editorial, lo sedujeron. Ese derrotero inicia con Varia invención (1949), libro inaugural en su bibliografía, piedra de fundación del arte de buen narrar; le siguieron Confabulario (1952), en el que se ubican los primeros indicios y respectivas pruebas del influjo de Marcel Schwob; Bestiario (1958), obra renovadora en las letras latinoamericanas de un género cuyo cultivo más cercano se remonta al medioevo; La feria (1963), novela, y concluye con Palindroma (1971), libros representativos que sintetizan las temáticas, modos, estructuras y topografía del legado arreoliano. Me detendré por un momento en las series 2. Juan José Arreola, Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola, contada a Fernando del Paso (1920-1947), México, cnca, 1996, 179 págs.; Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, México, Diana, 1998, 401 págs.
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Cantos de mal dolor, Prosodia y Variaciones sintácticas, que se han desprendido, las dos primeras, de Bestiario, y la tercera, de Palindroma. En suma, cinco libros que despliegan un arco creativo que abarca dos intensas décadas de escritura. Un género de escritura extraño pero acaso novedoso se propagó con el término denominativo «varia invención», que en apariencia remite al «cajón de sastre» afín de los periodistas o literatos levemente caóticos en sus procedimientos de trabajo, que buscan la compilación de empeños dispares o la reunión de quehaceres inclasificables. El de Arreola es el primer título que encuentro utilizado en la literatura mexicana de la centuria pasada. Varia invención apareció casi al finalizar la primera mitad del siglo: el tiempo mexicano en que florecieron las ocupaciones burocráticas en el mercado laboral, la tormenta barbárica de la guerra civil había concluido tiempo atrás y el periodo estabilizador estaba en auge. En «Hizo el bien mientras vivió» (Varia invención), se relatan en un diario las cuitas oficinescas de uno de esos empleados burócratas, encerrado en una ciudad premoderna, todavía sometida a las leyes divinas administradas por el señor cura. «El cuervero» es un relato telúrico cuyos héroes vernáculos apenas sobreviven a las tragedias pueblerinas, hilvanado con un léxico regional que entrevera costumbres y hábitos típicos del campo mexicano. En «La vida privada», otra vez la existencia en la provincia, «el pueblo» que tiene como escenario las anteriores historias, expone la maledicencia pueblerina que se alimenta de un matrimonio bien avenido, pero al que se le atraviesa un tercero en discordia. La última narración, «El fraude», también tiene como protagonista a un comerciante, personaje que igualmente aparece levemente adaptado en las subsiguientes historias (tendero, vendedor ambulante, tabernero, empresario), ya como héroe, ya como adlátere, postrado por el sentimiento de culpa que le nace por su no siempre lícita venta de productos domésticos: «las estufas Prometeo». En este volumen percibo un titubeo en la elección de los espacios dramáticos donde se ejecutan las acciones, que fluctúan entre urbanos o rurales, tal vez debido a que el autor nació en una región entonces avasallada por la urbe capitalina, a que predominaba la provincia en la narrativa nacional por la consagración de la épica revolucionaria. El relato de la gran ciudad
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estaba entonces en germen y tardaría en aparecer una década en la escena literaria (La región más transparente, 1958), como invención genuina de uno de sus habitantes oriundos. En la novela de Carlos Fuentes se encuentra el reemplazo escenográfico inmediato por el que la novelística de la Revolución mexicana transitó: el paraje desolado, el desierto norteño, la montaña agreste; en fin, los escenarios de la provincia anteriores a la explosión demográfica, el devorador desarrollo urbano y el avasallamiento de la metrópoli. El México que subyace en esas historias es el que marcó el trayecto hacia la modernidad civilizatoria, que dejó atrás la fenomenología de las balas y se enca-
minaba por el sendero del progreso capitalista. Allí se encontraba la irrupción de la clase media y los pequeños empresarios; la aparición de una nueva moral, el paso franco de otras costumbres, la pérdida del dominio que la Iglesia ejercía. La provincia que relata en La feria (Zapotlán el Grande, matria de Arreola), aunque todavía arrastraba los lastres del pasado (retraso tecnológico en el campo, tiranía del clero, dictadura de la moral católica, miseria campesina), se encaminaba hacia la modernización de sus instituciones. Ciertamente, Varia invención en apariencia nada tiene que ver con la microficción o el microrrelato, pero la geografía en que transcurren sus invenciones será la
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misma en que se suceden las historias de los siguientes libros. En cambio, Confabulario sí está estrechamente relacionado con dicho género. De su texto liminar procede la siguiente revelación, indispensable para establecer las pruebas de los indicios apuntados: «Soy autodidacto, es cierto. Pero a los doce años y en Zapotlán el Grande leí a Baudelaire, a Walt Whitman y a los principales fundadores de mi estilo: Papini y Marcel Schwob, junto con medio centenar de otros nombres más y menos ilustres...».3 En principio aquí interesa destacar y subrayar el ascendiente de Schwob, presente en este libro por los relatos «Sinesio de Rodas», «Nabónides», «Baltasar Gérard»; esa sombra benéfica igualmente se encuentra en Prosodia, principalmente por la historia «El condenado», influjo procedente de Vidas imaginarias. Sin embargo, tratándose de la «angustia de las influencias», Antonio Alatorre y Felipe Garrido han navegado y cartografiado todas las corrientes sub-
Autor anónimo/CNL-INBA
3. Juan José Arreola, «De memoria y olvido», en «Confabulario», Narrativa completa, México, Alfaguara, 1997, págs. 184-185. En sus memorias recuerda lecturas tempranas: «Entre otras auténticas maravillas [que contenía El mundo de los niños, una antología para educación elemental, de María Luisa Ross] estaba también el relato de los tres pequeñuelos de Marcel Schwob, de La cruzada de los niños. Sus nombres eran Alan, Dionisio y Nicolás, y formaban parte de todos aquellos niños que embarcaron en Marsella rumbo a Tierra Santa, que fueron como veinte mil criaturas» (Juan José Arreola, Memoria y olvido…, op. cit., pág. 49).
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terráneas y tributarias que desembocaron en el cuerpo narrativo arreoliano. Si descartamos de Confabulario los relatos largos «El guardagujas», «El prodigioso miligramo», «De balística», «Pablo», «Un pacto con el diablo», así como «El silencio de Dios», pues encuentran su logro estético en la extensión, nos quedamos con veinticuatro textos breves, y si a esta cantidad restamos la «Parábola del trueque» y la «Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos», por pertenecer a otra tipología narrativa, tendremos entonces veintidós relatos que cumplen cabalmente con las características buscadas y solicitadas al microrrelato. Las temáticas obsesivas de igual modo se encuentran aquí apuntaladas: la convivencia conyugal, el deseo, la religión, la mujer. En libro posterior, escribió: Cuento de horror La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones. [Palindroma, 1971].4
Los personajes, recursos, temas y escenarios que transitaron de un libro a otro fueron: el cuentero, el comerciante, el marido, el cornudo. La inocencia del adolescente. El costumbrismo. La fantasía. El cosmopolitismo. La mexicanidad. Las problemáticas sociales, las paradojas morales, los conflictos humanos. Los rasgos del estilo: el prodigio en la economía de los vocablos, la conciencia de la palabra justa, el dominio del oficio, los ardides del narrador que administra lo dicho y lo callado, los mecanismos sutiles del cuento. Los estímulos de lectura convertidos en ejercicios creativos. En fin, la extemporaneidad de un artista ajeno a las modas, las corrientes, las vanguardias. Sin embargo, a pesar de todas esas virtudes, también se notan las fallas estructurales en el diseño de interiores: el libro no cuaja por los constantes cambios de tonos, registros, saltos abruptos de espacialidades a temporalidades, extensiones y brevedades. La falta de unidad también es pecado menor en Varia invención. En Confabulario, sin aparente solución de continuidad, va de un relato vernáculo («El guardagujas») a uno ambientado en otras coordenadas espaciotempo4. Juan José Arreola, «Cuento de horror», en «Variaciones sintácticas», Narrativa completa, op. cit., pág. 346.
rales: en el Renacimiento («El discípulo»); de un cuento costumbrista, «Pueblerina», transita «por así decirlo, con una mano en la cintura» a «Sinesio de Rodas», cuya atmósfera, tiempo y ejecución se realizan en la Edad Media; de este, sin transición, al intimista «Monólogo del insumiso», temporal y geográficamente ambientado en el México del siglo XX y cuyo protagonista es un escritor de quien se facilita santo y seña. Y así sucesivamente, con cambios drásticos en el tiempo, el espacio o la psicología del lector. De hecho, carece de hilo conductor, axis narrativo o cualquier otro denominador común que ciña las tres decenas de cuentos. No obstante, enmendar la plana al artífice conlleva sus riesgos. El exilio, la excomunión o la degradación pública en la república literaria. Máxime cuando acaba de terminar nuestro luto y preservar su memoria es deber manifiesto. Sin embargo, aquí no se ronda a los muertos, tampoco impulsa mi labor crítica un ánimo de sepulturero, y el parricidio está descartado en mis tareas, aun cuando hipotéticamente forme parte de la «generación de los enterradores». Así planteada su cartografía, en este cuentario aparece por primera vez la animalia que poblará el siguiente libro (Bestiario), fauna ya presente en «El rinoceronte», «La migala» y, tangencialmente, en «Parturient montes» y «La mujer amaestrada». A diferencia de las posteriores fábulas, estas se distinguen por el descabezamiento consciente por parte del autor de todo afán moral; las enseñanzas implícitas en la moraleja no tienen un lugar destacado; es más, ni siquiera son consideradas para su concreción en el cuerpo de cada historia. Cada narración presentada en Confabulario es la recreación, a su vez, de otra más antigua (oral o libresca), en la que se superpone a manera de palimpsesto. Tienen un origen libresco, es cierto, como el insensato propósito bíblico de que un dromedario cruce por el ojo de una aguja, como en el ridículo parir de las montañas o como en la ilustración de la frase evangélica «En verdad os digo». Empero, la vida del autor también les aporta cierto aderezo, condimentos, modos de preparación, presentación y degustación del manjar. La obra de Arreola es eso: un banquete de palabras. Confabulario es una alacena de asuntos, géneros y estructuras: una fábula, una parábola cristiana, un relato doméstico donde el cónyuge es sometido, un desplante de fantasía, la experiencia del discípulo, el relato de un acoso, el cornudo imaginario, la figura autoral
desvanecida, el monólogo del escritor senil, otra exuberancia narrativa, más vidas ilustres, el infierno del tríptico conyugal, un recuerdo, otra vida imaginaria, un preludio de la ciencia ficción doméstica, etcétera. Un apunte más antes de pasar al comentario del siguiente libro, que muestra coincidencias genéricas y temáticas entre los fundadores del microrrelato. Así como hay continuidad en el tratamiento de la personalidad mitológica de Circe en Julio Torri («A Circe»), Raúl Renán («Circe»), Monterroso («La Sirena inconforme»), Salvador Elizondo («Aviso») y, en abierto homenaje a estos creadores, en Marco Antonio Campos («El canto de las sirenas»),5 la presencia del estadounidense también se prolonga, retrospectivamente, en el cazador de cabezas que Monterroso homenajea en «Mr. Taylor», en el doctorando de Minnesota que Arreola retrata irónicamente en «De balística», en el registro de la American Way of Life que Torri boceta asimismo en «De una benéfica institución». Mírense atentamente las fechas de aparición de cada libro que los agrupa: Poemas y ensayos (1917), Confabulario (1952), Obras completas (Y otros cuentos) (1959), así como los modos clásicos de enunciación nominativa y genitiva de cada cuento. Por otra parte, «De una benéfica institución», «De balística» y «Mr. Taylor» pertenecen respectivamente a Ensayos y poemas, Confabulario, Obras completas…, cuyos años de publicación ocupan buena parte del medio siglo pasado: 1917, 1952, 1959. Fechas que tal vez carezcan de significación histórica o cultural, mas para la historiografía literaria que pretende la génesis e historia del microrrelato conforman hitos que señalan el nacimiento, auge y apogeo del microrrelato. ¿Arreola en Monterroso? Sí y no. Revisemos las fechas. Hay tres años de diferencia en el nacimiento de uno y otro: en 1918, Arreola; en 1921, Monterroso. En el mismo país, por sus diestras plumas revive la fábula en Hispanoamérica durante la segunda mitad del siglo veinte; por su doble influencia, tiene un nuevo auge el bestiario medieval. Bestiario aparece en 1958; La oveja 5. Marco Antonio Campos, «El canto de las sirenas», El Cuento. Revista de Imaginación, núm. 96, t. xv, año xxi, ene.feb. 1986, pág. 137. La tradición de la sirena en el microrrelato mexicano puede seguirse en Javier Perucho, Yo no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano, Lima, Micrópolis, 2016, 189 págs.
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negra y demás fábulas, una década después, en 1969. Los dos cultivaron una estrecha amistad, al grado de convivir en el mismo departamento en la ciudad de México. Arreola publicó en Los Presentes una plaquette de Monterroso (Uno de cada tres y El centenario) hacia 1953, además de a otros escritores que incursionaron en los campos de la microficción, como Max Aub y José Emilio Pacheco.6 En la casa que habitaba Arreola con otros de sus colegas, se suscitó la anécdota para la concepción de El dinosaurio: Recuerdo que una noche, ya casi de madrugada, llegó José [Durand] y al entrar al departamento hizo mucho ruido para que yo, que dormía casi a la entrada, me despertara y él pudiera ponerse a platicar conmigo, yo ya conocía esa táctica. Como era natural, desperté de mi sueño y Durand se sentó a los pies de mi cama, y sin mucho preámbulo se puso a contarme sus tragedias amorosas, yo lo escuché un rato y luego me volví a dormir, pero él siguió hablando y se quedó en el mismo lugar, tal vez durmió sentado parte de la noche, pero el caso es que cuando desperté él seguía allí. Me quedé un poco sorprendido y fastidiado. Ya durante el día llegó Ernesto [Mejía Sánchez] y le platiqué lo que me había pasado con Durand, a quien él había puesto el sobrenombre de Grande por su estatura. Ernesto dijo: «Cuando despertó, todavía estaba Grande ahí»; luego llegó Tito, escuchó la historia y escribió el cuento que todos conocemos.7
Para quien quiera trazar líneas paralelas entre los dos escritores, resultará un trabajo arduo, pues no se ha explorado todavía. Hace falta en los estudios literarios; son creadores que lo ameritan. En el caso de Arreola, por sus contribuciones a la cultura mexicana, por la promoción que hizo en sus empresas editoriales de los consagrados y los novísimos: por él, títulos y autores son en la actualidad parte del acervo nacional; por el aliento que recibieron estos para proseguir en sus in-
6. Augusto Monterroso, Uno de cada tres y El centenario, México, Los Presentes, 1953; Max Aub, Algunas prosas, México, Los Presentes, 1954, 54 págs.; José Emilio Pacheco, La sangre de Medusa, México, Los Presentes, 1958, 16 págs. 7. Orso Arreola, El último juglar…, op. cit., pág. 300.
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cursiones literarias, por sus aportaciones a la cultura literaria en lengua española. Medievalia. Con Bestiario tiene un nuevo aire, en la literatura latinoamericana, un género narrativo cuyo cultivo se remonta a la Edad Media, aunque procede de la antigüedad clásica. El Bestiario de Arreola remoza, a fines de los años cincuenta en el horizonte nacional, el tratamiento literario de la zoología que quiere ver representados en el hombre sus peores defectos y sus más loables virtudes: la condición humana se explora indirectamente a través de los animales: insectos, cuadrúpedos, invertebrados; acuáticos, aerodinámicos, terrestres, que poseen cualidades como pensar, voluntad de poder, capacidad de creación, entre otros atributos que los distinguen o significan como humanos, valiéndose de una técnica y una estrategia narrativas comunes al bestiario y la fábula. La diferencia entre uno y otro género estriba, grosso modo, en que la segunda es inconcebible sin la parte didáctica, la coda de la moraleja, o la moraleja en la coda, que es la razón de ser de toda fábula, que La oveja negra y demás fábulas representa como caso ejemplar. Implícitamente, Arreola y Monterroso procuran una lección, salvo que en el bestiario se mitiga e incluso puede no existir, convalidándose a sí misma aun sin dicha instrucción deontológica. Tal como sucede en la mayoría de las narraciones agrupadas en el bestiario arreolista. Ya se apuntó que en un libro anterior aparece la animalia que luego andará por las sabanas, zoológicos y estepas domésticas del Bestiario, fauna presente desde «El rinoceronte», «La migala» y, tangencialmente, en «Parturient montes», además de «La mujer amaestrada». Esta zoología sirve al jalisciense como espejo del hombre: a «El rinoceronte», que integra Confabulario, lo utiliza para mediar las aguas entre la vida conyugal y el trato con las mujeres, dos temas caros a la poética de Arreola. En «El rinoceronte» se despoja de toda enseñanza moral o pretensión didáctica, a diferencia de los repertorios clásicos o medievales, pero mantiene y prolonga el diálogo y las referencias culturales con otros mitos (el unicornio), conserva el comportamiento y la gestualidad, así como la dramatización y el estilo directo; un relato que se adereza con una precisa y amena descripción anatómica del mamífero perisodáctilo. En la esmerada prosa con que está elaborada cada una de las historias que integran el Bestiario, intervie-
nen los recursos del poema en prosa (adjetivos, ritmos, silencios), la poética del cuento (desarrollo, exposición y clausura), los atributos de la fábula (zoomorfización, moraleja), los rasgos constitutivos del bestiario (fauna salvaje domesticada), que se valen de un mismo continente para su exposición: el cuento breve. Por cierto, José Emilio Pacheco fue el amanuense del bestiario arreolista. Así lo recuerda en un artículo memorioso, aquí reproducido in extenso por su valor documental: En mi adolescencia la realidad era una página en blanco. Escribía en cuanto encontraba: márgenes, sobres, invitaciones, boletos de camión. Todo era interminablemente escribible. Cómo entender que alguien de mi edad actual tuviese entonces dificultades para escribir. Menos si era precisamente aquel a quien todos nosotros debíamos el gusto por la buena prosa española y la ambición siempre incumplida de la imposible página perfecta. Aquel largo departamento en Elba y Lerma —en medio de una ciudad que ya no existe: una ciudad en que nací, he vivido y ya soy completamente extranjero— fue nuestro único taller literario. Era noviembre como ahora y me atreví a decirle: Juan José, lo que le impide sentarse a escribir es la presión de entregarle el libro antes de navidad a Henrique González Casanova. Si usted quiere, vengo todas las mañanas y me dicta. Yo encantado; así aprendo. (Para entonces el adelanto por el inexistente manuscrito había desaparecido. Eran fiados el alquiler, el vino, el queso, los raleigh con boquilla y las tostadas de camarón que preparaba magistralmente Sara y fueron nuestro único alimento de aquellos días.) La dificultad consistió en arrancarlo de todo eso que hoy ha sustituido con la televisión: el tablero de ajedrez, las conversaciones con sus discípulos y amigos, la corrección de libros ajenos, las salidas a la imprenta contigua en que hacía los «Cuadernos del Unicornio». Se echaba en la cama (no había cama: era un catre), cerraba los ojos y, más veloces que mi capacidad de transcribirlas, salían completamente armadas y balanceadas las frases tal y como aparecen en Bestiario. Lástima que su absoluta falta de sentido histórico le impidiera al amanuense y mecanógrafo guardar los originales.
El libro se entregó y salió a tiempo con espléndidos dibujos de Héctor Xavier que pocos han visto. Yo escribía (mucho y mal, porque en literatura más significa peor) textos horribles. Arreola, por bondad, nunca quiso corregirme como reparó tantos libros mexicanos de aquella época. Y allí están en alguna biblioteca, oscuramente esperando, piedras que nos atamos al cuello, que alguien los emplee en mi contra. El Bestiario, en cambio, es tan nuevo y fresco en 1979 como en aquel invierno de 1958 en que lo dictó Juan José Arreola. [José Emilio Pacheco, «7. Arreola, 1958», 1979].8
José Aureliano Coria/Prensa-INBA
Al llegar a Prosodia, su pluma y pulso se encuentran ya plenamente ejercitados en el reino del microrrelato: piezas breves pergeñadas con la más clara conciencia del valor de las musas menores, las capacidades simbólicas, las reminiscencias literarias, del valor agregado del palimpsesto, de las exigencias que debe cumplir todo lector para acometer su empresa de lectura: informado, 8.José Emilio Pacheco, «Ocios y apuntes», Proceso, núm. 160, 26 de noviembre de 1979, pág. 49. Hace un par de años se rescataron esos dibujos en un libro coordinado por una de las hijas, Dabi Xavier y Angélica Abelleyra (coords.): Héctor Xavier. El trazo de la línea y los silencios, Xalapa, Universidad Veracruzana-Instituto Veracruzano de la Cultura, 2016, 223 págs. + ilustraciones.
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El cielo raso
Javier Perucho. El prodigioso Juan José
curioso, instruido, con infatigable voluntad de saber. Las posibilidades y significados que se obtengan de la lectura serán proporcionales al grado de información que posea cada lector. Es más, incluso anclada a un texto madre, la historia que se superpone a la original sigue teniendo vigencia, interés, gracia y justificación por sí misma. Léanse cualesquiera de las ficciones «Infierno V», «Una de dos» o «El último deseo». Asimismo, unas historias dispuestas en la última parte del volumen gravitan bajo la influencia del maestro belga, autor de las Vidas imaginarias, particularmente en los relatos semihistóricos «El asesino», «La canción de Peronelle», «Epitafio» y «El lay de Aristóteles», en el que se rinde un explícito homenaje a Marcel Schwob. El autor de aquel libro afirma: «En Prosodia hay ejemplos de ese lenguaje al que aspiro y al que me he acercado alguna vez, el lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Este lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas».9 Cantos de mal dolor es la quintaesencia del microrrelato, pero también el reservorio de las obsesiones autorales: la mujer, la unión de los amantes, el deseo; de los núcleos temáticos sustantivos: la metaliteratura, el diálogo con los mitos literarios. La fantasía, el genio, la imaginación. La lectura como estímulo de la creación: los resortes que se encuentran detrás de las creaciones que involucran las obras señeras de Herman Melville, Rubén Darío, Otto Weininger, Carlos Pellicer, entre otros tantos escritores presentes en el cuerpo narrativo arreoliano. Naturalmente, aborda un asunto que es una revelación de la personalidad y psicología de Juan José Arreola, cuyos demonios fueron permanentemente convocados o exorcizados en su obra narrativa, habitualmente calificada de misógina. Aunque no sería demasiado raro encontrar en su defensa una filípica que atienda la filoginia del jalisciense. En sus memorias confesó aquella atribución, pero la remedió rindiendo pleitesía al otro ser: «… mi acercamiento a la mujer, y 9. Juan José Arreola, Memoria y olvido…, op. cit., pág. 164.
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mi acercamiento a la creación literaria, están envueltos en el mismo temor. El acto de la creación, cuando ésta es auténtica, resulta devorador», confesó en la parte final de Memoria y olvido. Para concluir, llegamos a Variaciones sintácticas, que, presentada como unidad independiente en el volumen Narrativa completa, adquiere así su verdadero peso específico. Se trata, como lo sugiere el título, de mudanzas, reformas, paráfrasis de los más diversos textos, procedentes a su vez de otras tradiciones literarias, verbigracia la Biblia, la mitología griega, la literatura germánica, de las que se apropió Arreola en su vasta erudición, pero también trata asuntos menores que revelan sus aficiones, como el ajedrez en «De escaquística», el tenis o el ciclismo, deportes practicados por él; o fobias, como la mujer, temas subyacentes en casi todas las composiciones que integran este ramillete de narraciones cortas. A diferencia de otros textos arreolianos, estos son de naturaleza didáctica, instructivos, manuales de uso, enunciados imperativos sobre cómo ejecutar ciertas acciones; apuntemos la disyuntiva entre la realidad y el deseo que se plantea en «Duermevela», la seducción de una mujer en «Receta casera», la renuncia a la vida en «Profilaxis», la confusión entre realidad diurna y sueño nocturno en «Historia de los dos ¿que soñaron?». Sin duda, el mejor acierto en estos textos consiste en la feliz combinación entre discurso publicitario, lenguaje y estilo literario; textos cuya eficacia circular se logra por el párrafo de clausura, donde anida el final que les da sentido. A esta virtud mixtificadora debe agregarse la sagacidad lúdica con que fueron emprendidos: sin ella, difícilmente podría comprenderse la actitud juguetona, lúdica de Juan José Arreola.
Javier Perucho es doctor en Letras por la UNAM, miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Como ensayista ha publicado, entre otros: Dinosaurios de papel; Yo no canto, Ulises,
cuento; El cuento jíbaro; La música de las sirenas; Hijos de la patria perdida; Ocaso de utopías y La invención de la noche: Pedro F. Miret. Como narrador ha publicado Enjambre de historias, Anatomía de una ilusión y Sirenalia.
Entrevista a Llàtzer García Llàtzer García (Girona 1981) se diploma en Interpretación en el Col·legi del Teatre de Barcelona y se inicia en Dramaturgia en el Obrador de la Sala Beckett y en el Institut del Teatre. Trabaja como actor (Freaks, Trabajo de amor perdido, Café) y como ayudante de dirección de Xicu Masó, Helena Tornero y Pau Miró. Ha dirigido Sam —piezas cortas de Samuel Beckett— en la Sala Beckett, Como gustéis de la compañía Parking Shakespeare, la pieza de teatro documental No m’oblideu mai en La Seca y diferentes espectáculos de poesía y música. Ha codirigido El balneario de Marc Artigau en el Festival Temporada Alta’13. Ha escrito y estrenado las siguientes obras: Au revoir, Lumière (2003, premio Ciutat de Sagunt, publicada en Bròsquil), Sweetnothing (2007, premio Ciutat d’Amposta, publicada en Cossetània. Obrador de Sala Beckett), Viento a las velas (2009, premio Marqués de Bradomín, publicada en la editorial Injuve. Círculo de Bellas Artes de Madrid), Nos deberíamos haber quedado en casa (2010, Festival Temporada Alta, Sala Muntaner), Kafka en la ciudad de las mentiras (2011, La Cuina, Festival Grec), La tierra olvidada (2012, Premio Ciutat de Gandia. SalaFlyhard, Sala Atrium), La pols (Cenizas) (2014, Premio de la Crítica y Premio de la crítica «Serra d’Or». Publicada en Comanegra. SalaFlyhard, La Villarroel, Teatro Fernán Gómez), Bajo la ciudad (2015, Publicada en Arola. Temporada Alta, Teatro Lliure) y La última noche del mundo (2016. SalaFlyhard. Publicada en Ediciones Flyhard) Ha escrito también las piezas breves Ahora me toca a mí (2010, publicada en Offcartell. Sala La Planeta), Doppelgänger (2012, publicada en Offcartell. Sala La Planeta.), Vida y muerte de un topo (2011, lectura en el Festival Temporada Alta) y Jericó (2015, publicada en el libro Llibràlegs, Arola. Festival Temporada Alta). Coescribe, con Marilia Samper, Dos punkis y un vespino (2011, Teatro Gaudí). También ha firmado las adaptaciones de Las crónicas marcianas de Ray Bradbury (2017, Temporada Alta) y Sopa de pollo con cebada de Arnold Wesker (2018, Biblioteca de Catalunya). Algunas de sus obras están traducidas al castellano y al inglés. Es profesor de la ESCAC e imparte talleres en la Sala Beckett y en el Col·legi del Teatre. Ha dirigido la película La pols (Cenizas), estrenada en el festival de Málaga y que posteriormente hace gira por Europa. Es el director de la compañía Arcàdia.
Por Alba Tor Tengo entendido que al escribir Los niños desagradecidos te inspiraste en un compañero de escuela que siempre estaba solo y ausente, el cual, años más tarde, te confesó que su familia pertenecía a una secta religiosa. Bueno, esto lo dije pero no es del todo cierto. En realidad ese chico era yo mismo. Pero decidí no decirlo porque entonces en cualquier entrevista iban a preguntarme sobre mi vida en lugar de sobre mi obra. ¿Puedo publicar esta declaración? No lo sé. ¿Podemos hacer dos versiones? ¿La pols (Cenizas) es también «autobiográfica»? No exactamente. Algunas anécdotas parten de la realidad, pero es bastante ficticia. Sin embargo, estas últimas obras, junto con La tierra olvidada, conforman una trilogía. ¿Cierto? Sí. Es sabido que muchas obras parten de hechos autobiográficos, pero la ficción te permite hablar de algo que has vivido desde una cierta distancia. Por ejemplo, hace poco estuvimos en el espacio La Seca con una pieza de teatro documental sobre suicidio juvenil. Nos entrevistamos con varios jóvenes que habían intentado suicidarse y, luego, con mucho respeto y anónimamente, lo llevamos a escena. ¿Y antes de esto, escribías y dirigías comedia? Sí, di este giro con La tierra olvidada. Tenía ganas de hablar de algo más personal y me pasé al otro extremo. Ya con Kafka en la ciudad de las mentiras, a pesar de ser una comedia, empezó a aparecer un humor mucho más oscuro. El cine es otra de tus vocaciones. ¿Cómo fue la experiencia de llevar La pols al cine? Sí, de hecho yo quería estudiar Cine, pero me decanté por el teatro porque era más viable. La posibilidad de llevar La pols al cine llegó a través de un tipo que vino a ver la obra y me lo propuso. Fue como estudiar cine sin tener que pagar. Es cierto que cuando escribo hay
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Llàtzer García. Fotografía cedida por el autor ©
«Hiperrealismo onírico»: me gusta [ríe]. A partir de ahora diré que hago hiperrealismo onírico. Sí, toda la primera parte de la obra es muy onírica. En La pols, la conexión con el padre se da a partir de un sueño. De hecho, algunas de mis obras, como La última noche del mundo, parten de obras de ciencia ficción, pues el elemento fantástico me atrae mucho. ¿Algún referente teatral actual? ¿Quieres decir que esté vivo? referencias literarias y teatrales, pero sobre todo son cinematográficas y musicales. Uno de tus referentes ha sido Woody Allen. Sí, siempre me gustó mucho. Mis primeras comedias eran una copia total de las de Woody Allen. ¿Será por eso que sigues conservando un alto grado de humor en tus obras más recientes? Como diría Vila-Matas, «el humor es lo que da sentido al universo».
La pols retrata la doble moral con la que convivimos diariamente. ¿Te planteaste hablar de ello o surgió? En ningún momento me planteé el tema; sólo era un pretexto para ahondar en los personajes. A mí cada vez me gustan más las obras en las que tiene más interés el trasfondo de los personajes que el argumento en sí.
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Sí. Tuve la suerte de trabajar de acomodador y descubrí muchos directores de teatro. Directores como Krystian Lupa, Peter Brook...Tampoco diré que sean referentes directos, pero me fascinan. Daniel Veronese, por ejemplo, esa verdad que tiene en escena, me marcó mucho y lo tengo muy presente en obras como La pols. En cambio, en Los niños desagradecidos tenía en mente a directores como Tarkovsky o Bergman. Pero también hay autores teatrales de Catalunya a los que admiro mucho, como Iván Morales o Pau Miró.
¿Cuándo empezaste a escribir? Primero empecé dibujando cómics y, en sexto de primaria, escribí una novela (muy mala, por cierto). En la adolescencia empecé a escribir guiones y críticas de cine. Y cuando empecé a estudiar teatro, empecé a escribir piezas teatrales.
Parece ser que la nuestra es una era poscristiana. Sin embargo, la religión todavía está muy presente en otras regiones del mundo. Tal y como tratas la religión en Los niños desagradecidos, ¿se puede llegar a concebir como cualquier otro tipo de fanatismo? Sí, hoy el fanatismo está a la orden del día. La necesidad de creer en algo es muy importante. Yo creo en el arte: si no existiera el arte, no sé qué haría con mi vida. Puedo entender a la gente que cree en Dios, aunque soy ateo. Creer que una sociedad no necesita la fe es una gran mentira. Por ejemplo, cuando hacíamos la obra sobre el suicidio juvenil, los psicólogos comentaban que lo que más aferra a la vida a un posible suicida es la religión.
¿Te han surgido dificultades a la hora de pasar de la comedia a un formato más denso y exigente? La verdad es que me ha ido mejor con el drama, pero no me cierro, sigo escribiendo comedia.
El suicidio es un tema absolutamente tabú, raras veces se publica en los periódicos. Sí, el suicidio juvenil es la primera causa de muerte de jóvenes y dobla las muertes por accidentes de tráfico. Y de esto no se habla.
Los niños desagradecidos empieza con un estilo hiperrealista, y de repente aparece lo onírico y rompes las expectativas del espectador. ¿Podríamos denominar tu estilo como «hiperrealismo onírico»?
¿Es posible vivir del teatro hoy en día? ¿Vale la pena? Yo vivo del teatro desde 2009, pero compatibilizándolo con clases y otras actividades relacionadas con el teatro. Pero es cierto que es muy difícil, es como si siempre
Entrevista a Llàtzer García
estuvieras en la casilla de salida. Es agotador, tienes la sensación de que nadie confía en ti. ¿Qué harías si no pudieras escribir o dirigir? No lo sé, sería camarero. Pero eso sí, seguiría escribiendo para mí. O quizás volvería a dibujar. Definitivamente sería DJ. De hecho, cuando soy más feliz es cuando pongo música. En tus piezas juegas con la omisión de ciertas normas ortográficas o estilísticas para facilitar la lectura sin apenas acotaciones. Sin embargo, en la puesta en escena, hay mucha acción. Me identifico mucho con el lenguaje cotidiano, o real, y lo utilizo mucho. Las acciones no las pienso demasiado cuando escribo, la mayoría surgen en escena. Detesto las acotaciones y, además, así los actores tienen más libertad. Yo me limito al diálogo. Estudiaste para ser actor y deviniste director. ¿Cómo se dio esta transición? A mí lo que me gusta es escribir y dirigir. Además, yo lo pasaba muy mal en las funciones, me ponía muy nervioso. Pero me aportó mucho estudiar teatro porque de esta forma puedo comprender a los actores cuando dirijo. ¿Qué tipo de teatro acostumbras a ir a ver? El que habla al público de la condición humana. También me atraen mucho las nuevas/viejas formas dramáticas (Angélica Liddell, Xavier Bobés, Rodrigo García, por ejemplo). Aunque es cierto que es más difícil acceder a estas propuestas porque no resultan tan visibles en el mercado. En el prólogo de La pols, Marilia Samper subraya que en todas tus obras hay un hilo conductor: la evasión como mecanismo de supervivencia. Sí, sobre todo me evado a través del arte. Vuelvo al proyecto del suicidio; allí todos hablaban del arte como salvación: uno tocaba la batería y era lo que le ayudaba a seguir adelante, otro dibujaba, otro cantaba, otro escribía... Sí, podría decirse que en todas mis obras trato la evasión en mayor o menor grado.
La voz humana
Te he oído hablar de la necesidad actual de la masa de «destacar». Sí, esta necesidad que nos marcan de ser alguien. Actualmente la necesidad imperiosa del anonimato está muy mal vista. Pero es maravilloso, no ser nada. Es una figura literaria, pero es cierto. A mí las redes sociales me saturan mucho; esa necesidad de ser conocido, con lo maravilloso que es ser un mediocre. La necesidad de ser un mediocre creo que es muy importante. Yo creo que disfrutaba más antes, cuando no sentía esta necesidad imperiosa de «continuar» (ahora tengo que escribir, estrenar...). Antes disfrutaba mucho más yendo al cine, al teatro... Y trabajando, simplemente. Yo creo que la felicidad estaba mucho más allí. ¡Menuda sentencia! Sí, pero es verdad. Ahora quizás me siento más satisfecho, pero al mismo tiempo antes era más feliz con las pequeñas cosas, como ir a los cafés a leer o a escribir, ir al cine... El teatro te exige mucho, siempre quieres estar, y a veces dan ganas de mudarse al campo, trabajar en la tierra y ya está. ¿Algún estreno próximamente? Sí, en octubre, en El Círcol Maldà de Barcelona, estrenaremos Johnny & Vienna, un espectáculo poético musical con canciones del viejo oeste. Y para la siguiente temporada me han encargado un texto que por ahora se llama Meri & David. También estoy escribiendo una obra sobre la violencia. No soporto la banalización de la violencia. ¿Qué te gustaría que te preguntaran en una entrevista? No tengo ni idea.
Alba Tor. Formada en Interpretación de la Lengua de Signos y en Filosofía. Ha dedicado la mayor parte de su vida a la actividad artística y a la escritura (poesía, prosa, teatro...). Ha creado y dirigido cabarets, performances, recitales de poesía y obras de teatro (Sala Fénix, Club Cronopios...). También ha dirigido laboratorios de investigación teatral, literatura y filosofía (AdArts, Sala Beckett...). Ha
Marilia Samper también destaca la ausencia de artificio en tu teatro. Los mínimos siempre son mucho mejores, por eso me fascina Peter Brook. A mí los montajes con mucha tecnología me saturan.
sido locutora de radio en el programa In-Communication: Arte, Cul-
tura y Pensamiento en Radio Ciutat Vella. Actualmente es miembro del Proyecto Minerva y conduce el Laboratorio Escénico Le Me Too. También colabora en la revista Quimera como entrevistadora y en la Fundación Bancaria «la Caixa» como gestora cultural.
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E i n s t e i n o n t h e B e a ch
La bifurcación del yo en Solenoide: la arquitectura onírica de Bucarest, según Mircea Cărtărescu Por Pedro Pujante La obra de Mircea Cărtărescu se caracteriza por una persistente presencia del propio autor, quien ha llegado a afirmar que la obra no está completa hasta que no se incluye en ella. Así, Cegador o El ojo castaño de nuestro amor son dos libros disímiles pero ambos tienen un elemento en común: el autor es el mismo personaje/ narrador que habla de sí mismo desde la ficción. Es decir, son autoficciones, según la terminología acuñada en 1975 por Serge Doubrovsky y que básicamente se refiere a aquellas obras narrativas en las que el personaje y el autor comparten homonimia. En este mismo espectro de lo autoficcional se podría encuadrar Solenoide, en cuanto obra de ficción en la que el autor (o en este caso, como se demostrará, un alter ego del mismo) es el protagonista-narrador. Como señala en el «Posfacio» a Solenoide Mario Chivu, la obra cartarasquiana «está constituida por sucesivos estratos ficcionales, cada vez más profundos, dotados de un componente biográfico-imaginario». Solenoide es una novela compleja, rizomática, exuberante que trasgrede los límites de lo real, imbricando elementos extraídos de la realidad con visiones alucinantes que escenifican un submundo poblado de seres monstruosos, museos de horrores, criaturas deformes, cultos misteriosos y espacios indescriptibles. Esta novela se puede leer como una autobiografía imaginaria transgenérica que participa del relato fantástico, el diario, la novela realista —recordemos que recurre a episodios en los que la sociedad y el tiempo histórico de la
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Bucarest comunista y postcomunista se muestran con acusada crudeza—, pero que, hibridando géneros, traspasa los límites de la novela tradicional para construir un artefacto lúdico poliédrico. I Si en la autoficción fantástica, según el crítico francés Vincent Colonna, el autor se inserta en una historia en la que vive situaciones imaginarias, en Solenoide Cărtărescu conjetura un universo sin fronteras que, paradójicamente, enclava en una Bucarest alucinada, y lo habita por un avatar que sin ser el mismo autor tampoco se distancia totalmente de él. En este sentido nos acercaríamos más a la noción de «figuración del yo» descrita por el profesor José María Pozuelo (2010), que es más abarcadora que el término autoficción y que supone la transubstanciación ficticia del yo a través de un narrador (homodiegético, en este caso) desligado de lo referencial y que privilegia la invención. El anonimato del narrador puede entenderse como un ocultamiento y la negación subrepticia de que pueda ser alguien distinto a sí mismo. Escrita en primera persona, pero sin mencionar en ningún momento el nombre del narrador-protagonista, suponemos que el héroe del relato encarna al autor, no al autor biográfico pero sí un avatar ficcionalizado. De hecho, el propio Cărtărescu ha aclarado en una entrevista al periódico ABC que «El personaje de Solenoide, en realidad, es el protagonista de mi vida imaginaria. Hasta los veintidós años el narrador que aparece en el libro soy yo mismo, y a partir de ese preciso momento
se convierte en una persona completamente diferente a mí». Es decir, es un «yo bifurcado». El narrador confiesa, en este sentido, que tan sólo ha escrito sobre sí mismo, que durante treinta años ha reunido un «estudio completo sobre mi mundo interior, pues no alcanzo ni a imaginar haber escrito alguna vez sobre otra cosa» (pág. 41). En efecto, la novela se puede leer como una peculiar deriva autobiográfica del yo por un mundo paralelo diferente al factual; y tan autoconsciente es el autor de esta paradoja que incluso se plantea un improbable encuentro entre los dos yoes: el fracasado narrador de esta ficción y el Cărtărescu extratextual, quien ha triunfado en su carrera literaria y que, nosotros los lectores, asimilamos con el autor del libro que estamos leyendo. David Roas y Ana Casa han examinado esta tipología de doppelgänger en la literatura fantástica contemporánea, un tipo de doble que lo que «encarna es una alternativa, como si la vida del personaje en cier-
to momento se hubiera dividido en dos caminos que se habrían desarrollado independientemente». El narrador revela que en una ocasión tuvo la oportunidad de leer unos versos en público de su poema «La caída», pero el fracaso le impidió ser escritor. De este modo, en el relato se reitera su condición de autor frustrado, es decir, de no-escritor, proyectando una anti-identidad, una realidad paralela y contrafactual en la que el fracaso temprano le habría privado de una vida de gloria literaria. En definitiva, una realidad alternativa, de la que duda constantemente, en la que se cuelan reflejos desde el otro lado de esta realidad nuestra, un trayecto «por el cual avanzamos en la telaraña de la vida, como en un sueño […] y se transforma en historia, es decir, en memoria», mientras los sosias alternativos giran en otra dirección, como espectros que «se nos revelarán en los espejos y en los sueños, los fantasmas con nuestro rostro» (pág. 471). No obstante, otros atributos personales se conservan en el avatar de ficción y permiten establecer analogías identitarias entre el narrador-protagonista y el autor: profesor de rumano en una escuela, su apego a Bucarest, además de otras señales recurrentes en otros de sus libros y que configuran su universo intratextual. A tenor de estas consideraciones, nos parece interesante destacar la relación entre «el doble» como motivo literario y el juego de la autoficción. Ambos procedimientos realizan un desdoblamiento de la identidad (ya sea del narrador o protagonista, o del autor) que plantean cuestiones interesantes respecto a la fragilidad de la identidad, la alteridad y la permeabilidad entre realidad y fantasía.
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E i n s t e i n o n t h e B e a ch
II Solenoide se construye con los mimbres del relato de memorias pero sin renunciar a amalgamar elementos de la literatura fantástica: episodios oníricos transcritos a modo de entradas de diario, eventos inverosímiles extraídos de la literatura de terror clásica, visitas nocturnas de misteriosos seres, operaciones médicas oscuras y bizarras que han provocado cambios sustanciales en la persona del protagonista y, sobre todo, extrañas situaciones que diluyen los contornos de lo real en atmósferas bañadas por la luz de lo mágico y lo mítico. La mayoría de eventos que se alejan de la doxa realista tienen lugar en espacios a los que se accede de modo eventual. Una puerta, un pasillo que conduce de pronto a un espacio inverosímil. Este «pasaje» entre realidad y fantasía, característico de la literatura fantástica clásica, es reinterpretado por Cărtărescu para convertir la capital de Rumania en una interzona infinita, cósmica, laberíntica, condicionada por la energía de los solenoides que magnetizan con su fuerza eléctrica la ciudad y la trasmutan. La mente del narrador, de hecho, gracias a las radiaciones que se modulan con el solenoide de su casa-barco, parece abrirse y funcionar como un catalizador de realidades paralelas, espacios orgánicos en los que la materia y lo espiritual se entremezclan. Esta es otra de las características en la ficción cartaresquiana: la permeabilidad entre materialidades y texturas. La ciudad funciona como un organismo, la mente puede convertirse en un universo, las avenidas, las estatuas, las cosas son deificadas y se materializan en entidades divinas, quiméricas, o el cuerpo puede reducirse a un tamaño microscópico para compartir existencia con los ácaros. El narrador anónimo advierte de que vive dentro de su propio cráneo (por tanto, toda la novela transcurre dentro de los márgenes de su mente), su «mundo se extiende entre sus paredes porosas y amarillentas y consta, casi en su totalidad, de un Bucarest que flota en él excavado como los templos tallados en la roca rosada de Petra» (pág. 526).
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Mircea Cartarescu en la feria del libro de Göteborg (2013)
III A pesar de constatar la gran dificultad que supone atender a todos los hilos narrativos, asuntos y discursos que se interconectan en este libro mastodóntico, hemos tratado de resaltar cómo su abigarrada arquitectura se encuentra sustentada en el pilar de un yo autorial. Una voz homodiegética que deja entrever, a pesar de las máscaras de la fantasía y de la ficción, la sombra de su autor. El autor se ficcionaliza y, sin renunciar a su vida extratextual, comprometiendo su identidad, propone un discurso autoficcional-fantástico, sustentado en una vida imaginaria proteica que nos permite recorrer su mundo interior, dimensionado por los sueños y la fantasía del yo.
Pedro Pujante (Murcia, 1976) es máster en Literatura Comparada Europea. Ha escrito novela, cuentos y colabora en diversos medios literarios. Es autor de El absurdo fin de la realidad (Premio 451 de Novela de Ciencia Ficción) y Los huéspedes (Irreverentes, 2016).
El ambigú
Fractura
Andrés Neuman Alfaguara: Madrid, 2018 496 págs.
Entre frágil y sólido Por Gemma Pellicer Después de veinte años de oficio y buen hacer, Andrés Neuman acaba de publicar la que ya podemos considerar como su segunda gran novela, tras la aparición de El viajero del siglo (2009), merecedora del Premio de la Crítica. Si esta transcurría en la Alemania de comienzos del siglo XIX, Fractura discurre a lo largo del mundo. Ya sea por medio de un narrador omnisciente, ya a raíz de la investigación que inicia el periodista argentino Pinedo a causa del terremoto y posterior tsunami que provoca la fuga radiactiva de la central nuclear de Fukushima, Fractura va hilvanando con fluidez los testimonios de las cuatro mujeres con las que se entrevista, quienes compartieron su vida con el señor Watanabe, protagonista de esta novela pero no por ello menos huidizo. Empleado de una multinacional tecnológica, este superviviente de las bombas de Hiroshima y Nagasaki irá desplazándose por distintas ciudades en una huida hacia delante, habitándolas y conociéndolas en la medida de lo posible, aunque no logrará librarse de su destino de expatriado, lo que se refleja en su empeño por dominar, sin conseguirlo plenamente, cada una de las lenguas en las que decide vivir. Las ciudades en crisis —¿acaso no lo están siempre?— en las que Watanabe se instala son: el París sesentayochista de su juventud, donde conoce a Violet; la Nueva York contraria a la guerra del Vietnam, que comparte con Lorrie, y la Buenos Aires de la época del conflicto de las Malvinas, pasando esa etapa intermedia junto a Mariela, la voz más sarcástica de todas. Watanabe concluirá su vida laboral en compañía de Carmen en el Madrid inmediatamente anterior a los atentados de Atocha, suceso que lo empujará a volver a su país natal. En suma, toda su existencia podría resumirse como la de un fugitivo que rehúye ser reducido a la condición de víctima, mientras trata de sobrellevar las heridas invisibles (físicas y mentales) que
acarrea su pasado de superviviente involuntario, y de las que logrará sanar cuando se instale primero en Tokio, tras jubilarse y, sólo después, cuando realice su particular descenso a los infiernos que supone el recorrido en coche por los alrededores de Fukushima, el último viaje que emprende para poder dejar de huir. El presente narrativo en el que arranca y se cierra la novela, dos momentos bellísimos que me recordaron la desnudez y resonancia poética de Juan Rulfo, coincide con el estallido de la central nuclear de su país, lo que conduce a un narrador omnisciente (en estilo indirecto libre) y al periodista a repasar retrospectivamente los mecanismos de la memoria. Y, con ello, la gestión de las desgracias propias y ajenas, así como su proyección en el futuro y su aceptación social (en el caso de Japón, apoyándose —por sorprendente que parezca— en el recurso temible de la energía nuclear), mientras ambos recorren la vida de su personaje a partir de sus pensamientos y del testimonio representativo de las mujeres que lo conocieron. Así pues, aunque el cuerpo mayor de la novela lo ocupe la evocación de su pasado junto a Watanabe de estas cuatro mujeres de carácter —quienes, al reflexionar sobre el estado de sus respectivos países, también abordan la dificultad que supone tener que convivir con heridas personales y colectivas—, los encuentros que este mantenga en las últimas páginas con otros seres como él serán los que terminen salvándolo. El título y la cubierta remiten, de hecho, a la metáfora que encierra el arte japonés del kintsugi, basado en juntar con un hilo de oro las partes fracturadas de una pieza de arte. Un recurso sanador de consecuencias políticas, sociales y existenciales que Neuman ha sabido ilustrar de forma compleja.
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Campo abierto
Max Aub Cuadernos del Vigía: Granada, 2017 456 págs.
Bordón de ciegos Por José de María Romero Barea El capítulo central, a modo de interludio, se desarrolla en Burgos, en la zona controlada por el bando rebelde: «El mundo se les abría glorioso», medita Claudio Luna, «no dudaban de nada. Sus padres les miraban con respeto. Héroes: no se quitaban la pistola ni para dormir, con ella siempre al alcance de la mano». Se nos permite investigar y evaluar el material, recopilar datos y desarrollar argumentos, para establecer conclusiones lógicas. La tercera parte supone la narración día a día de los acontecimientos previos al comienzo de la Batalla de Madrid: «Ya no hay nada que hacer. Un momento, [el republicano] Vicente Dalmases piensa en abandonar, en marcharse, de una vez por todas, a Valencia, a su casa y taparse la cabeza para no saber nada más. ¿Para qué seguir? Nos han dejado solos. Solos, a cada uno de nosotros, sin remedio». Hoy que los hechos alternativos conforman nuestras percepciones, podemos volver a la ficción para conformar nuestra conciencia pública. Incompatible con la Historia, la inevitable simplificación de lo dramático, las falsas fábulas de héroes y villanos, tan queridas por los noticiarios, tan alejadas de la realidad. Algunas novelas logran llegar adonde los historiadores no se atreven. Algunos novelistas consiguen dar voz a las gentes que han protagonizado el devenir de nuestro país: «Villegas se acuerda del mitin de Mestalla. El sentimiento conjunto, regado, machimbrado de cien mil personas. Lloró al oír hablar a Azaña. No era la oratoria: era el deseo de aquella masa, su ilusión idealmente solidificada, la seguridad de un mundo mejor a la vuelta de unas semanas, por carisma […] sentirse parte de un todo conocido y amado. Intervenir, comunicar, interesarse mancomunadamente». El hispano-mexicano Max Aub (París, 1903 - Ciudad de México, 1972), testigo privilegiado de la contienda, nos muestra la guerra civil española (1936-39) tal como la ven los protagonistas de Campo abierto (1951; Cuadernos del Vigía, 2017. Prólogo de José Antonio Pérez Bowie) y nos permite analizarla en retrospectiva. En los seis primeros capítulos, seis protagonistas diferentes relatan las primeras etapas del conflicto. La imaginación del poeta de Versiones y Subversiones (1971) llena los es-
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pacios en blanco: «Era evidente que habían cambiado los límites del mundo. [Jorge Mustieles] pensó que, así como para él había derribado barreras, para otros la impresión debía ser la contraria, hasta de encajonamiento. […] Todos aquellos que, hasta aquel momento, habían deambulado por la vida como si todo fuese suyo estaban ahora recluidos en un inmenso corral […]. Acorralados». Los personajes reales se mezclan con los pensamientos inventados en esta saga sobre la España de los años treinta, segunda de las seis novelas que componen El laberinto mágico, donde el novelista no opera a través de la retrospección, sino desde el interior de la conciencia de sus avatares. Les devuelve así la voz que se les ha negado tradicionalmente, mientras nos convierte en historiadores capaces de analizar los hechos registrados para reinventarlos en futuras recreaciones. Escrita en 1939, esta nueva entrega de la serie narrativa nos proporciona habilidades básicas necesarias para ir más allá de la sociología, la política y la economía de una época, el siglo XX. La ficción histórica, heredera de la épica, no ha hecho sino aumentar de manera dramática nuestra sed de conocimiento. Pero nuestro mundo se mueve demasiado rápido para vivir y aprender al mismo tiempo. «No se puede saber a dónde vamos», concluye un personaje innominado, casi al final de la novela, «ni siquiera a qué venimos. A cada momento hundimos el vacío a codazos y cabezazos. […] Los hechos no traen aparejados ineluctablemente los mismos hechos, sino varios. Y no puedes verte sino según las maneras de ser de los otros, que son innumerables. Bordón de ciegos. Escribimos y vivimos en claro para nuestros descendientes siendo cifra para nosotros mismos». Existe una compulsión enfermiza por llenar los vacíos de la intrahistoria que la Historia no cubre. Obsesionados por la necesidad de autenticidad, necesitamos, ahora más que nunca, distinguir la verdad de las mentiras. Volver a nuestra historia nos ayuda a explicar la actualidad. ¿Cómo surgen los conflictos bélicos? ¿Cómo desaparecen? Necesitamos saberlo, porque de lo contrario no comprenderemos las consecuencias del ascenso actual de unos países y el debilitamiento de otros, el declive de estos o el auge de aquellos. Leer no da respuestas, pero nos ayuda a enfocar las preguntas, a comprender las fuerzas que operan en nuestro mundo. Volver a Aub nos permite saber qué sucedió realmente en aquel conflicto fratricida, lejos de manipulaciones interesadas. Frente a la demagogia de los medios responsables de noticias fraudulentas, cuando no engañosas, el autor de La gallina ciega (1971) elude las distorsiones. Contra la tendencia demasiado frecuente a establecer falsos paralelos, el conocimiento de primera mano que nos proporciona Campo abierto.
Quique Belloch. Escenas de una vida Bel Carrasco NPQ Editores: Valencia, 2018 182 págs.
El artista gay en su laberinto Por Abel Lobo Al margen de la importancia y trascendencia que hayan tenido, las vidas de algunos hombres sirven de piedra de toque para aquilatar la época que les ha tocado vivir. Es el caso del director de teatro y cine valenciano Quique Belloch, cuya trayectoria es un doble exponente de su época. Refleja las tribulaciones de un homosexual nacido en pleno franquismo y, al mismo tiempo, los avatares de un artista polifacético y creativo limitado por la estrechez de miras de la política cultural de una ciudad provinciana. Retirado del mundo de la farándula tras sufrir un grave revés económico, Belloch hace recuento de su vida en un libro escrito por la periodista y escritora Bel Carrasco, Quique Belloch. Escenas de una vida, ilustrado con imágenes personales y de su obra. No se tra-
ta de una biografía autorizada ni de unas memorias al uso, sino de una serie de flashes, de momentos cruciales de una vida presidida por dos fuerzas poderosas: el sexo y el arte. Nacido a mediados del pasado siglo en el seno de una familia de la burguesía empresarial —su abuelo era maestro marquetero y su padre propietario de una fábrica de chapas y tableros—, Belloch recibió una educación religiosa primero en las Carmelitas y luego en los Jesuitas. Pero la lección decisiva la recibió de manos de un atractivo aprendiz de la fábrica, quien, a los diez años, lo inició en las delicias del sexo, que desde ese momento se convirtió en su motor vital. ¿Cómo vivían los gays su sexualidad en los años del franquismo? Belloch cuenta sus laberínticas artimañas para lograrlo, cómo aprovechó sus estudios en la Facultad de Ciencias Políticas y Empresariales en Barcelona, ciudad que en los sesenta ofrecía a los de su condición un sinfín de oportunidades. La mili en Sidi Ifni y sus viajes por Europa como comercial del negocio familiar le dieron también ocasión de desfogarse con amantes de distintas razas y lenguas, aunque más de una vez tuvo que enfrentarse a la represión y represalias de la autoridad. Inició su andadura artística de forma algo tardía, a través de su hermana, la actriz Carmen Belloch. Primero como productor en el mítico grupo Quart 23 de Antonio Díaz Zamora y años más tarde dirigiendo varias películas, una de ellas Pestañas postizas, interpretada por un debutante en el cine, Antonio Banderas en plenitud erótica. Tras varios años como profesor en la Escuela Municipal de Teatro de Arganda del Rey (Madrid), regresó a su ciudad natal, donde fundó la Sala Trapezi, primer espacio multicultural y alternativo de Valencia, que por falta de apoyo institucional tuvo que cerrar a pesar de los éxitos cosechados. Belloch se recicló en el mundo del doblaje montando el estudio Doble Banda, que producía también telemovies, hasta que el cierre de Canal Nou llevó su empresa a la ruina. El montaje de una obra de José María Rodríguez Méndez, Teresa de Ávila, y un documental, La Margot, que recrea la vida de un travesti famoso en la Transición, fueron sus últimos trabajos. Con un lenguaje ágil, más periodístico que literario, Carrasco da cuenta de las andanzas del personaje dándole de vez en cuando la palabra en lo que es una entrevista río que permite contemplarlo en tres dimensiones. Con un prólogo del periodista valenciano Rafa Marí y un epílogo del dramaturgo mexicano Aarón Romera, el libro incluye también aportaciones de algunos de los numerosos amigos de Belloch, que ha hecho de la amistad el tercer eje de su vida.
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Efímero fósil
Óscar Sotillos La Garúa: Santa Coloma de Gramenet, 2018 72 págs.
Silencio fértil Por José García Obrero No es frecuente dar con un libro de poemas que presente la unidad de Efímero fósil, coherente desde el título hasta el último punto final. Esto se debe, en parte, a que Óscar Sotillos (Barcelona, 1973), como en Silbo del dale, lo ha pulido hasta eliminar la más mínima estridencia y, en parte, a que nos lo ofrece tras una larga trayectoria en el ámbito de la narrativa y la poesía experimental. Los que hayan seguido su trabajo desde la lejana publicación de María Triste y el cuentacuentos, hace ya veinte años, sabrán del respeto reverencial que le merece la poesía, donde trabajar la mirada ha sido para él más importante que garrapatear cualquier verso. Efímero fósil nos llega sostenido por una voz limpia con la que ha construido una poética muy meditada. Sotillos se hunde en la tradición para seguir su propio rastro hacia lo esencial; ignora las modas y eso le confiere originalidad, el propio título del libro abunda en la paradoja: lo aparentemente duradero, la piedra, prueba la fugacidad del animal atrapado en ella. El poema que abre el libro remite, como en las Escrituras, a un verbo creador, en este caso, de lo ilusorio: «Es la voz / un rastro en el agua». Y añade: «Nombramos el asombro para inventar / una toponimia del silencio». El silencio será lo perdurable, el fósil que envuelve un universo que se desvanece. Desde él se configura la atmósfera necesaria para palpar y asimilar las profundidades del poema: «… no es la superficie lo que me atrae / sino la gravedad que habita en el fondo». En nuestro avance por esta realidad callada encontraremos ecos de clásicos de todas latitudes, aunque sobresalen las voces de Basho y Li Po, de Machado y Claudio Rodríguez, o los más actuales Anne Michaels y Fermín Herrero, partícipes todos ellos de cierto esencialismo. El autor organiza el libro en tres partes que sirven para ir a la raíz de los temas universales por antono-
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masia —amor y muerte—, coincidentes bajo la gran sombra del paso del tiempo. La voz de Efímero fósil nos habla del amor sensual, que dominará la primera parte; del padre, con poemas elegíacos, en la segunda; mientras que la tercera estará dedicada a la hija, relevo del amor y de su propia fugacidad. En definitiva, los poemas se impregnan del tempus fugit virgiliano y de ese mar de Manrique en el que desembocan, inevitablemente, nuestras vidas. Aunque el itinerario que nos propone ha sido trazado con un lenguaje claro para que vislumbremos el trasfondo: «Soy opaco, / pero la luz / atraviesa mis ojos», asevera. También el protagonismo de la naturaleza a través de numerosas referencias contribuye a esta fluidez. Así sucede, por ejemplo, en «Fragua» («Estábamos hechos de barro / y de amor / a partes iguales»), que, en su particular Génesis, replica en el resto de poemas a través de la hierba, el árbol, el bosque o una araña... Incluso cuando se adentra en la muerte del padre, rara vez nos arrastra a una atmósfera fúnebre, como en el poema «Aspas», en el que escribe: «Me preguntas, ¿estabais unidos? Y pienso que los silencios unen más que las palabras». Finalmente, la relación con la hija representa, además de un eslabón de unión con el padre, un ancla a la vida, aunque la realidad siempre remita, como dice el budismo, a la «impermanencia». «Coda», poema central en el libro, lo resume a la perfección; la lenta descripción de la escena inicial es súbitamente barrida por el tiempo: «En primer plano está mi hija con los brazos en cruz. Una mano en la de mi madre, una mano en la de mi padre. Cuando escribo estas palabras ya le va pequeño el vestido a mi hija, ya no está mi padre fuera de la fotografía». Efímero fósil nos enseña que a los poemas con vocación de permanencia no les bastan las palabras, también hay que saber escribirles los silencios. Todo lo demás, flores de un día.
Talud
Aleisa Ribalta Ekelecuá Ediciones: Helsinborg (Suecia), 2018 66 págs.
Contrapunto Por Antonio Álvarez Gil Abrir por vez primera un libro de poemas resulta siempre un acto lleno de misterio, sobre todo cuando no conoces la obra del autor. Uno sabe que allí dentro flotan retazos del alma del poeta, jirones que ha ido dejando en el camino de su vida, señales que nos envía para que lo sigamos en su peripecia existencial, en los avatares por los que atravesó algún día, en sus momentos de pena o de felicidad. Por todo ello, cuando abrí el pequeño cuaderno de Aleisa Ribalta titulado Talud, algo me hizo iniciar la lectura por la última pieza del conjunto. Yo entonces aún no conocía que Aleisa había dejado para el final, precisamente, los versos que dan título al libro. Recorriendo sus páginas, otra vez en el orden debido, tuve el placer de encontrarme con figuras del arte universal, con referencias a diversas lecturas fundamentales que, sin duda, han colocado los cimientos sobre los que Aleisa ha comenzado a levantar su obra lírica. Si me viera precisado a mencionar aquellos que han llamado más mi atención —algunos hasta el punto de hacerme volver a ellos y leerlos más de una vez— son los que me transportan a tiempos ya idos para siempre en nuestra remota y maltratada Cuba. Me refiero a piezas tales como «Annona squamosa», en la que las nostalgias y recuerdos de Aleisa se deshojan como los árboles en el otoño de su nueva patria sueca. En estas páginas, el ojo de Aleisa tiene también tiempo para reparar en el cerezo del patio. Hablo del poema titulado «Sakura», uno de los más hermosos del cuaderno. En él sentimos la muda queja del árbol
desolado y triste que sin hojas se convierte en un páramo donde en otoño anida la ansiedad por la vuelta a un verano de ilusión, pájaros y ardillas. Para quienes hemos vivido y conocemos el país donde ha sido escrito el poema, la imagen es tan evocadora y sugestiva que nos transporta sin remedio a aquellas tierras del norte de Europa. No quisiera terminar esta breve crónica sin referirme a los poemas donde aflora el conocimiento y la experiencia profesional de Aleisa en el mundo de las ciencias exactas. Sí, porque la autora tiene un pasado —e incluso un presente— en el que se desempeña como profesora de asignaturas relacionadas con las nuevas tecnologías. Esta no siempre frecuente conjunción de aptitudes le permite construir poemas relacionados con diversas esferas del saber universal. Aquí hay versos dedicados a Arquímedes y las galaxias, a los átomos y la fuerza de atracción universal, a la belleza de la materia infinitamente pequeña y, en un rapto de ingenio creativo, al uso de tales conceptos para hurgar en una tormentosa relación de pareja. Aquí se mezclan el calor del Caribe y la belleza del paisaje nórdico, el lugar donde se desarrollan actualmente su carrera y su vida. Pienso que Talud es un poemario que revela la personalidad y el carácter de una poeta en ciernes, de una amante de la buena letra y la palabra escrita, sobre todo en verso. Al lector de Talud la lectura le deparará —estoy seguro de ello— muy gratos momentos de reflexión, pero también, cómo no, de esparcimiento y placer intelectual.
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Encontraste un alma. Poesía completa Edith Södergran Traducción de Neila García Nórdica Libros: Madrid, 2017 536 págs.
Una isla extranjera Por Raúl Quinto Un acontecimiento de 2017: Nórdica Libros publica, por primera vez en España, la edición bilingüe de la poesía completa de Edith Södergran (San Petesburgo 1892 - Raivola, 1923), traducida por Neila García, que además cierra el libro con una precisa nota informativa sobre la autora que complementa el rico prólogo escrito por Elena Medel. Södergran es una de las voces más particulares e insulares de la poesía moderna europea. Una isla, sola y extranjera, que escribió desde la más absoluta otredad. Nacida en el Imperio de los Zares y testigo de las turbulencias revolucionarias de 1917, fue miembro de la minoría suecoparlante de Finlandia: decide escribir en ese sueco arcaico, lo cual la separa del cobijo de la literatura rusa, finlandesa o, incluso, de la sueca coetánea. Su lengua y su estilo están alejados de las corrientes dominantes de su época, lo cual va a redundar en la incomprensión, cuando no rechazo, con la que fue recibida. A los diferentes exilios habrá que sumarles la marcada autoconciencia femenina que traslucen sus textos, con lo que el lugar, el idioma, la clase social, el género y la enfermedad (una constante en su corta vida) la van a convertir en una rareza, vilipendiada además por los críticos de la época, que la acusaron de pretenciosa, vacía y oscura. Esa supuesta pretenciosidad podría partir de su afirmación de que escribía para los lectores del futuro y, casi un siglo después de su muerte, podemos asegurar que no estaba equivocada. Una obra que bebe de raíces posrománticas y va más allá, extranjera, rebelde y radical desde el primer momento. Ya en su primera colección de Poemas (1916) se introducirán la gran mayoría de temas y líneas de fuerza que caracterizan su poesía: la ausencia de metro y rima tradicional, el poema breve, como de canción sutil, la apología de lo mínimo, las reiteradas anáforas, los símbolos de la hermana, el bosque, la lira,
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el lago, las estrellas que caen o la isla. Hay una conciencia rebelde ante el mundo y particularmente contra el fatalismo de ser mujer, reclamando un nuevo espacio de fuerza y autoafirmación para ella(s). «Estrellas sin vértigo» (pág. 43) las define. Una rebeldía que parte muchas veces desde un yo nietszcheano (llega incluso a declararse hija del filósofo alemán en un poema) y desde un romanticismo insular donde la palabra se dice con el corazón en los labios, y donde el refugio último ante la hostilidad del mundo, y de la historia, es la belleza, que, al fin y al cabo, es dios. Un dios pequeño, propio, terrible e imperfecto como su poesía. Un dios que surge por la destilación del sufrimiento: «el mundo se baña de sangre para que Dios pueda vivir» (pág. 173) y es necesario rendir la suciedad y la violencia de ese mundo en el altar de la rosa. De la belleza. De la poesía. Estamos ante una obra poética muchas veces contradictoria, en la que se conjuga lo sublime abismal de raíz romántica con la pequeñez de lo íntimo, donde se mezcla el materialismo más evidente con el espiritualismo como si solamente de esas dialécticas infructuosas pudiera surgir el demonio de la poesía que la corroe por dentro. Una poesía extranjera hasta de sí misma, escrita para los lectores del futuro, con bastantes momentos que rozan lo naif pero con otros, bastante más que suficientes, que brillan con la intensidad de los mejores poemas del siglo XX. Edith Södergran murió a los treinta y un años entre el estrépito del silencio, pero viajó al futuro para decirnos: aquí tienes tus poemas, extranjero.
Recomendaciones de Quimera Los mares del Sur
Manuel Vázquez Montalbán Austral, 2018
Austral recupera para su colección Austral Educación una de las mejores novelas de la saga del detective Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán (ganadora del Premio Planeta en 1979), con el objetivo de acercar la novela negra (o novela-crónica, como le gustaba llamarla a MVM) a los estudiantes de secundaria. En ella, el cínico y descreído Carvalho (exmarxista y exagente de la CIA) investiga el extraño asesinato de un magnate barcelonés; sus pesquisas pondrán de manifiesto la corrupción moral de las clases biempensantes de la ciudad en un recorrido que dibuja un retrato de Barcelona desde la alta sociedad hasta los suburbios. Cabe destacar el magnífico trabajo de edición de Bernat Padró Nieto, que en su estudio preliminar desentraña las claves literarias y sociales de la novela negra y profundiza en la trayectoria de MVM y en la posición que ocupa Los mares del Sur en ella.
El orden del día Éric Vuillard Tusquets, 2018
A menudo se habla del tema del nazismo como lugar común donde concurren todas las vertientes de la maldad y la deshumanización. En El orden del día se recurre a un tema lateral del «gran tema», que en este caso es el proceso de anexión de Austria al Tercer Reich, a principios de 1938. Un tema lateral tratado de escena en escena, con atención a los personajes, a su miedo, a su codicia y su arrogancia, a todas las vertientes que acaban convergiendo en la prefiguración de lo abominable. Una pequeña joya en que brilla el estilo, en que se destaca lo no señalado y lo ausente para dar importancia a la actuación y el destino de los personajes del drama. Una de las grandes traducciones de la temporada y una novela ineludible para entender lo que se está haciendo en la literatura francesa.
La isla del fin del mundo
Selena Millares Barataria, 2018
La isla del fin del mundo es una novela que encierra mucho en su interior. Podría parecer una novela negra (hay un crimen), pero no lo es exactamente, igual que podría ser una novela de viajes o un bildungsroman y tampoco es exactamente eso. Podría parecer una novela clásica, pero el estilo de Millares rompe una y otra vez esa sensación con su originalidad. Una novela punzante y suave a la vez que no deja de sorprendernos por la perfección de su prosa. Su autora, Selena Millares, es una narradora proveniente del mundo de la poesía y el arte que nos sorprende en esta segunda aparición en el mundo de la novela. Una voz original y madura que habrá que seguir en los próximos años.
El duelo: un relato militar/Los duelistas: un filme de Ridley Scott Gerardo Rodera Mr. Griffin, 2017
Hace ciento diez años de la publicación por entregas de El duelo y cuarenta y un años de la adaptación al cine como Los duelistas por Ridley Scott, en lo que sería su primer filme y que se ha convertido en objeto de culto entre otras cosas por su exquisita fotografía. Bajo el pseudónimo de Mr. Griffin se esconde un editor leonés que prefiere seguir en el anonimato, dando así total preferencia a las obras que publica, que no son otras que las que a él mismo le gustaría leer, en el papel, tipografía y portada elegida para la ocasión. En esta nueva traducción al castellano se acompaña de un libro doble en el que Gerardo Rodera repasa con sus apuntes cinematográficos el ya clásico de Scott. ¿La historia? Dos húsares de la Grande Armée napoleónica se baten en duelo cada vez que se encuentran en su dilatada vida. Imprescindibles ambas obras para entender la diferencia del lenguaje literario y el cinematográfico.
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Recomendaciones
La paradoja de la historia Nicola Chiaromonte Acantilado, 2018
Con una clarividencia poco común, Nicola Chiaromonte desgrana en este ensayo la compleja y contradictoria relación del ser humano con la historia. Y, de forma novedosa, lo hace a través de la obra literaria de algunos de los mejores escritores del siglo XIX y XX: Stendhal, Tolstói, Martin du Gard, Malraux y Pasternak. Profundizando en el relato y en las descripciones de la guerra en estos autores, Chiaromonte elabora una teoría sobre las distintas concepciones de la historia: como fatalidad, como caos, como acción, como destino, y de la relación del individuo con cada una de ellas. Sus brillantes aciertos y sus perspicaces conceptos son (casi cincuenta años después de la primera edición del libro) absolutamente modernos y devienen excelentes herramientas para realizar un análisis profundo tanto del pasado reciente como de la actualidad más inmediata.
El derecho a escribir mal: ensayos literarios Lionel Trilling Tres puntos, 2018
Lionel Trilling fue un escritor, ensayista, profesor y crítico literario norteamericano. Precisamente en esta última faceta de crítico es donde es más conocido, sobre todo en las décadas de los cincuenta y sesenta. Fue el primer judío en entrar en del Departamento de Inglés de la Universidad de Columbia de Nueva York. Entre sus alumnos se encontraban Kerouac, Ginsberg, Ozick y Podhoretz. Junto a Arendt, Bellow y Kazin, formó parte del círculo de intelectuales de Nueva York de la Partisan Review, opositores del formalismo americano. En esta obra, Pinto traduce y selecciona trece ensayos literarios que hablan desde Anna Karenina hasta Huckleberry Finn pasando por Lolita, desde Kipling hasta Hemingway, pasando por Scott Fitzgerald e Isaak Bábel. Recomendada para entender un poco más a este individualista y humanista que se empeñó una y otra vez en redefinir la civilización.
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Cinemascope
Sergi de Diego Mas Trea, 2018
Cuando el lector llegue a la última página, aún no sabrá qué libro o qué artefacto literario ha caído en sus manos. Por eso estamos seguros de que una simple lectura no le será suficiente. En uno de los textos de Cinemascope, leemos: «Eras un punto de fuga y yo caminaba». Esa es la imagen que mejor se ajusta a un libro como este. No transitamos sólo por poemas, sino por escenas que se suceden, por fotogramas, por cambios de plano. El lenguaje nos envuelve, como si frente a nosotros se proyectara una película sin fin. Sergi de Diego nos demuestra cómo la poesía puede prolongarse y explorar otros territorios y disciplinas, desde la física hasta las matemáticas o la tecnología. Un poemario no exento de juego y de comicidad y un ejercicio arriesgado que encontrará tantas lecturas como lectores. Nada más y nada menos. El espectáculo no ha hecho más que comenzar.
Tacha
Francisco José Martínez Morán Renacimiento, 2018
Son muchas las razones por las que nos interesa Martínez Morán. Ya desde sus primeros libros, con Variadas posiciones del amante a la cabeza, su espléndido debut en 2006 al que siguieron otros libros de gran factura, como Tras la puerta tapiada y Obligación. Ahora vuelve con Tacha, publicado en una hermosa edición por la editorial Renacimiento. Como el resto de su creación literaria, Morán nos propone un libro intenso, profundo, en el que la voz poética sabe manejar las emociones con un ritmo magnífico y una escritura muy elaborada. Tacha poetiza el mundo que nos rodea, adoptando perspectivas singulares, como una cámara cinematográfica que siempre eligiera el mejor plano. Un libro estupendo que confirma a Morán como una de las apuestas más seguras dentro de la poesía española actual.
publicidad Frankenstein
MONTESINOS
Mary Shelley
Frankenstein o el moderno prometeo Hija de William Godwin y de Mary Wollstonecraft, Mary Shelley fue educada en las ideas radicales de sus padres, sobre todo de su madre, cuyas obras solía leer sobre su tumba. También fue la tumba de la madre el escenario de sus encuentros con el joven poeta Percy B. Shelley, con quien decidió huir a Europa en 1814, a los dieciséis años, defendiendo su derecho al amor frente a la oposición de su padre: el gran librepensador no podía admitir que su hija se uniese a un hombre casado. En 1816, durante su segunda estancia con Shelley en Suiza, y como fruto de las largas veladas en la villa de Lord Byron, empezó a escribir Frankenstein o el moderno Prometeo, publicada en 1818, cuando Mary contaba con solo 21 años. Popularizada primero por el teatro y luego por el cine, esa extraña historia de terror ha pasado a formar parte de la mitología de nuestro tiempo.