Quimera Revista de Literatura | Número 418 | Octubre 2018

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Paul Valéry

Monsieur Teste A lo largo de casi treinta y cinco años (1896-1929), Paul Valéry trabajó en los textos que, organizados en torno a un personaje singular, paradigma de la más fría e incisiva inteligencia, dieron origen a Monsieur Teste, pieza fundamental de la literatura de nuestro siglo. “Utopía del espíritu y fábula abstracta, Monsieur Teste es a la vez un cuento filosófico y una narración de aventuras”, dice el escritor Salvador Elizondo, autor de la traducción en nuestra lengua, difícil aunque encomiable experiencia que ofrecemos al lector.

Piel de Zapa


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ColaborAN en este número:

David Aliaga, Nuria Barros, Enrique Benítez Palma, Felipe Benítez Reyes, José Aníbal Campos, José A. Cano, José Ángel Cilleruelo, David Crosby, Pablo Dreizik, Carlos Gámez, Alberto García-Teresa, Natalia Garrido, Cristian Gómez Olivares, Álex Marín Canals, Anna Marqués, Pilar Martín Gila, Ricardo Martínez Llorca, Susana Medina, Lola Moreno, Mónica Ojeda, Víctor Ortega, Juan Peregrina Martín, Lisbeth Salas, Miguel Sanfeliu, George Saunders, Ferdinand Schmutzer, Roberto Wong Fotografía de portada y Dossier:

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Director:

Fernando Clemot

JEFE DE REDACCIÓN:

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Consejo de redacción:

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B 38779 /1980

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QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Octubre 2018

«La joven Viena» fue un movimiento literario singular nacido en las postrimerías del Imperio austrohúngaro (entre 1890 y 1897, aproximadamente) que reaccionó contra el naturalismo imperante investigando todas las posibilidades del modernismo. Este movimiento concentraría en torno a las mesas del Café Griensteidl a algunos de los autores más relevantes de su época: Hermann Bahr, Arthur Schnitzler, Felix Dormann, Peter Altenberg, Richard Beer-Hofmann, Felix Salten, Raoul Auernheimer, Hugo von Hofmannsthal, Stefan Zweig, Joseph Roth y Karl Kraus, y fue extremadamente fructífero hasta que un enfrentamiento entre Felix Salten y Karl Kraus (por una mala crítica del segundo al primero) separó a sus miembros. Entre los componentes de «La joven Viena» se encontraban un nutrido grupo de intelectuales de origen judío que fueron testimonio del choque de culturas y de la deriva de la «Jerusalén del exilio» hacia el antisemitismo, respaldado institucionalmente, como código cultural; autores que ya presienten en el desprecio, el ultraje y el estereotipo el cercano estallido de la violencia y el fin de «el mundo de la seguridad» (Stefan Zweig). De la mano de David Aliaga, en Quimera hemos querido aportar una visión sobre este conflicto cultural de finales del s. XIX (aunque, por desgracia, también tan actual) con un dossier que cuenta con la participación de algunos de nuestros más habituales colaboradores. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN

El salón de los espejos

Einstein on the Beach

Entrevista a George Saunders – 4

Enrique Benítez Palma. La gestación del monstruo.

Entrevista a Mónica Ojeda – 9

Adolf Hitler, de Viena a Múnich – 49

El cielo raso

El ambigú

Autores judíos de «la joven Viena»

Nuria Barros:

Anna Marqués. Stefan Zweig y la patria perdida – 13

Salsa de Clara Obligado – 56

David Aliaga.

Miguel Sanfeliu:

Arthur Schnitzler y el antisemitismo – 16

Brillo de asfalto de Marian Torrejón – 57

Pablo Dreizik. Felix Salten. El bosque de Bambi – 20

Juan Peregrina Martín:

José A. Cano.

Ashaverus el creador de Miguel Arnas – 58

Un vómito contra la barbarie – 23

Ricardo Martínez Llorca:

Natalia Garrido. Fresas – 27

Papeles de Pandora de Rosario Ferré – 59

José Aníbal Campos. Viendo la masa crecer – 30

Álex Marín Canals: Sombra de un animal bebiendo

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Lola Moreno. Stefan Zweig, el triunfo de la

sombra de Fernando Soriano Bensusan – 60

colaboradores aceptan que sus aportaciones

perfección sobre el caos – 35

medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

Pilar Martín Gila: Hotel Europa de José Luis Gómez Toré – 61

les no solicitados ni mantiene corresponden-

La vida breve

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Víctor Ortega. Gravedad – 42

Apenas de David Trashumante – 62

Los pescadores de perlas

De lo inútil de Julio Espinosa Guerra – 63

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

Microrrelato inédito de Felipe Benítez Reyes – 46

El castillo de Barba Azul Poema inédito de Susana Medina – 47

Alberto García-Teresa: Cristian Gómez Olivares: José Ángel Cilleruelo: El explorador polar de Joseph Brodsky – 64

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a George Saunders Por CArlos Gámez

El prestigio de George Saunders (Amarillo, Texas, 1958) como escritor es enorme en la literatura de su país y en la narrativa en inglés en general. Su incuestionable calidad literaria se empezó a percibir con su primera antología de relatos: CivilWarLand in Bad Decline (1996), traducida al castellano como Guerracivilandia en ruinas. De las críticas a aquel libro surgió su fama como gran cuentista y la corroboración de que había aparecido un escritor con voz propia. Esta reputación se consolidó con Pastoralia (2000), que incluía la novela corta del mismo título. La unanimidad de crítica y público llegó con Tenth of December (2013), Diez de diciembre en castellano. Parecía que nunca iba a escribir una novela, en especial porque un escritor como él, que disfruta de una beca MacArthur —la beca de los genios, como se la denomina en su país de origen—, no lo necesitaba. Sin embargo, hace un año que se presentó su primera novela: Lincoln in the Bardo (2017) traducida en castellano como Lincoln en el Bardo. El escrito parte de una imagen del presidente Abraham Lincoln que Saunders escuchó de su cuñado. Al parecer, Lincoln visitó personalmente la tumba de su hijo, muerto siendo un niño, para hablar con él. La novela se alzó con el prestigioso premio Booker y recientemente se publicó en castellano. La edición está a cargo de Seix Barral. Con motivo de la reciente aparición del libro, entrevistamos al autor para reflexionar sobre su obra completa. Este es el resultado de aquel intercambio, repleto de reflexiones sobre la escritura.

Sus personajes sufren de una ambivalencia de sentimientos morales en una sociedad sin valores. ¿Qué opina de esta lucha interna? Bien, si te refieres a los Estados Unidos [ríe], no diría que no tenemos valores, sino que somos una sociedad plagada de valores conflictivos. Por un lado, tenemos

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George Saunders. David Crosby ©

los valores humanos más evidentes —la bondad, la generosidad, la consciencia—, pero, por el otro, sufrimos la presión de vivir dentro de nuestro sistema de valores más amplio, en el que tal vez creemos más fervientemente: el materialismo desenfrenado. Estos dos sistemas están en constante conflicto. Si todo se tiene que justificar en función de una narrativa de beneficios, esto crea una presión terrible para cualquiera que intente ser humano. En su narrativa uno encuentra una crítica continua del ámbito laboral norteamericano, un mundo muy competitivo, exigente y deshumanizado. ¿Qué soluciones cree que proponen sus personajes con su escritura, para afrontar este conflicto socioeconómico? En el mejor de los casos, los personajes se miran los unos a los otros con una mayor simpatía. (Como, espero, el lector vuelve al mundo después de la lectura con más empatía.) O, como mínimo, los personajes se reconocen de forma más activa a sí mismos, admiten el estado lamentable de las cosas, se dan cuenta del coste de esta hipercompetitividad. Suelo confiar en lo que dijo


Chéjov sobre el trabajo del arte, no para solucionar el problema, sino para formularlo correctamente. Siento que, si puedo exponer este problema en particular, el corazón del lector se abrirá un poco, como lo hace el mío en la redacción de la historia. Otro tema central de sus historias es la alienación provocada por el capitalismo tardío. Para los lectores en lengua española, es común pensar que el modelo de producción norteamericano es el mejor. ¿Qué les diría a esos lectores sobre esta alienación? Probablemente es el mejor modelo de producción —o al menos el más eficiente, y sin duda el dominante—, pero eso no significa que no haya consecuencias, o que no tengamos que intentar suavizar los efectos negativos que este modelo produce en las personas que lo sacan adelante con su trabajo. La lucha norteamericana, tal como yo la veo, radica en que algunos quieren creer ciegamente en la «libre empresa» como una opción sin costes. No lo es. («El capitalismo saquea la sensualidad del cuerpo», dijo Terry Eagleton.) Y me parece que es principalmente el rico quien tiene este sentimiento, esta idea de que, si no hay límites para el capital, todo irá bien, y que cualquier intento de frenar al capital es de facto «antilibertad». Una de las cosas interesantes y problemáticas que ha sucedido en los EE. UU. y de la que he sido testigo es que las fuerzas que solían oponerse a estas ideas (la religión especialmente) desaparecieron; ahora existen corrientes del cristianismo que interpretan el éxito mundano como aprobación divina y ese tipo de cosas, y han olvidado que Cristo era amigo y defensor de los pobres. Además, esta inclinación hacia el capitalismo que vivimos tiende a marginar y minimizar el arte, que es otra forma de hablar por parte de los desautorizados. A veces parece que estemos en medio de un esquema elaborado, donde nuestra creencia en aquello (meramente) material está empezando a limitar nuestra capacidad de cuestionar esta convicción. La empatía resulta fundamental en la lectura de sus obras. Teniendo en cuenta que el posmodernismo a veces rechaza la empatía frente a la ficción, ¿por qué construye esa empatía en sus personajes? Porque existe en las personas reales. Y es fundamental para saber quiénes somos (o, al menos, para saber quiénes estamos intentando ser) en nuestra vida cotidiana. Aceptamos la empatía, de facto, como una buena mane-

ra de estar en el mundo: mantenemos las puertas abiertas, hacemos cosas meditadas, no mentimos ni hacemos trampas, leemos y vemos películas y noticias para ampliar nuestra comprensión de la experiencia de otras personas. Pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en este mundo intentando, de una manera o de otra, imaginar la vida de los otros, no sólo de aquellos a quienes queremos, también de los extraños. «¿Por qué aquel chico me ha cortado el paso?». O: «¿Cómo puede vivir esta pobre familia con esa terrible pérdida que acaban de sufrir?». Por tanto, la empatía y otras virtudes positivas (la compasión, el amor, la paciencia) tienen que tener una representación en nuestro arte y en nuestros sistemas intelectuales/filosóficos. En caso contrario, estamos siendo falsos con nuestra experiencia real vivida. En Diez de diciembre hay muchas referencias a cuentos infantiles (de princesas, casas embrujadas, etc.). Usted tiene dos hijas y está muy preocupado por su educación. ¿Cómo gestiona las dificultades que han de afrontar los padres, intentando leer a sus hijos, pero siempre compitiendo con la televisión y los ordenadores? Bien, mis hijas han crecido, así que ya no es mi problema [ríe]. En realidad, creo que los lectores tendrían que reconocer que leer (o que te lean) es un placer profundo y muy diferente, que no puede ser reproducido ni tan sólo vagamente por la televisión o los ordenadores. Estas cosas también son divertidas y tienen su espacio, pero durante la lectura un conjunto diferente por completo de neuronas se activa y el cerebro participa, sospecho, de una forma plenamente enérgica. Así que creo que parte del papel de los progresistas en estos días es no vacilar en afirmar que ciertas prácticas «antiguas» prevalecen porque son enriquecedoras y únicas e insuperables. Pese a estudiar Ciencias en la universidad y utilizar la ciencia ficción como recurso literario con asiduidad, en sus trabajos anteriores no había demasiada ciencia y la tecnología tomaba un rol neutral. En «Escapar de la Cabeza de Araña» se queja de las limitaciones de la ciencia y su perspectiva reduccionista. En ese cuento, el enfrentamiento entre conceptos científicos y decisiones morales humanas resulta muy evidente. ¿Cómo considera el debate moral sobre la producción científica? Para ser sincero, no suelo pensar en mis historias de esta forma, es decir, desde fuera o analíticamente. Creo

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Entrevista a George Saunders

que es una manera válida de observarlas, aunque no lo hago mientras las escribo. Es más trabajo del crítico, creo. Y si pienso demasiado temáticamente mientras trabajo, tiendo a bloquearme. Cuando estoy escribiendo, muchas veces simplemente «me dirijo hacia el calor», intentando explotar cualquier situación que haya planteado, tratando de ser sincero con ella, utilizándola hasta el final. Por tanto, en el momento en que configuro un mundo, el reto es comprender plenamente las posibilidades, los peligros y los conflictos inherentes a ese mundo, lo que a su vez significa mantener los ojos en los seres humanos de la historia y hacerlos tan reales y creíbles como sea posible, de manera que «nosotros» podamos apreciar cómo nos sentiríamos si estuviésemos en su situación. Entonces, el resto, la «crítica» y los «debates morales», pasa solo, tal como tiene que ser. Y no pasa para el lector a menos que la gente y las acciones descritas parezcan reales. Dicho esto, para mí «Escapar de la Cabeza de Araña» surgió de ese interés que he tenido toda la vida en la noción de que son las mentes las que construyen el mundo. Tienes mucha fiebre: la vida parece terrible. Te enamoras: la vida parece genial. Por tanto, eso significa que aquello que somos no está fijado y depende de cómo se sienten nuestras mentes y nuestros cuerpos en cada momento. Ese fue el origen de la historia: esa curiosidad hacia lo que esa extrema subjetividad tiene que decir sobre nuestro aferramiento a la idea de un yo fijo. Sus personajes siempre tienen complejidades y, a veces, se desarrollan en una dimensión trágica. Por ejemplo, Mike en «A casa». Da la impresión de que la condición humana es trágica. ¿Cuál es su opinión? Creo que la condición humana puede ser trágica. No es que lo sea siempre, pero mantiene ese potencial siempre. Por tanto, una función legítima del arte puede ser la de recordarnos que ese es el caso. Como dijo Chéjov: «Todo hombre feliz debería tener un hombre infeliz en su armario, con un martillo, para recordarle con su toque constante que no todo el mundo es feliz». Otra consideración: las historias suelen ocurrir en días inusuales, en tiempos difíciles, cuando aparece un problema o un conflicto inesperado. No es una historia que funcione: «Había una vez en que todo iba bien y continuó así hasta el final». Para mí, el reto de escribir una historia es que ha de pasar una cosa mala y compleja —se ha de interrumpir el statu quo—, pero también hemos de recordar al lector las valencias positivas (posibles) de la vida. Es difícil.

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Pese a esta dimensión trágica, sus narraciones nunca pierden el sentido del humor, a veces hilarante. ¿Qué puede extraer el lector de ese sentido del humor? Creo que el humor aparece en ese instante en que nos damos cuenta de que no estamos adecuadamente equipados para manejar nuestra vida. O cuando vemos la gran distancia entre lo que nos dicen nuestros egos que somos y lo que en realidad somos. Un hombre muy feliz que piensa bastante bien de sí mismo, que planea futuras victorias, que se felicita por su bendición de espíritu, cae por unas largas escaleras. Eso es divertido. Para mí, el humor es también una filosofía de humildad, una realidad de la importancia de la empatía. Ya que, realmente, «el otro» no existe. Todos estamos sufriendo aquí. A través de la ficción recordamos que cualquier triunfo es temporal. En su ensayo The Brain-dead Megaphone, usted se queja de la televisión y de su peligrosa influencia en la sociedad norteamericana. ¿Cuál cree que tendría que ser la relación entre literatura y medios? Creo que el problema no es la televisión como tal, sino la manera en que la realidad comercial de la televisión obliga a tener cierta superficialidad retórica. La forma deforma el contenido continuamente y hace que el mundo parezca un lugar más duro y menos misterioso, especialmente en los informativos, pero también en las obras dramáticas. Lo estamos viendo aquí, ahora, en Trumpilandia. La noticia televisiva se ha convertido — especialmente para la derecha— en una herramienta de propaganda muy eficaz. Y, en respuesta, incluso las voces anti-Trump se están volviendo estridentes y superficiales, y tienden a los eslóganes y al pensamiento predeterminado. En cuanto a las producciones dramáticas de televisión, a menudo me pregunto por qué hay muchos más asesinatos en la tele de los que hay en el mundo real. Bien, la respuesta es que el asesinato se ha convertido en un tropo: la gente ha llegado a pensar que la televisión es un lugar donde vemos toneladas de asesinatos. Entonces los asesinatos (y la violencia sexual) se vuelven fetiches estilizados. Y ¿dónde dejamos a las personas que han sido víctimas de la violencia en el mundo real? Dicho de otra forma, la televisión puede convertirse en una suerte de antiarte cuando niega nuestras percepciones, inquietudes y respuestas emocionales y las sobrescribe con respuestas habituadas a las miles de horas viendo asesinatos y violaciones estilizados y de otros. Nuestro


sistema de entretenimiento masivo, patrocinado por las corporaciones, implica que estamos en condiciones de saturación de los tropos familiares: demasiadas figuras retóricas, por lo que estas figuras están tapando el sol, por decirlo así. Están bloqueando nuestra contemplación real de la realidad vivida. El uso de formas arcaicas, la investigación de archivo, la fragmentación del texto... Parece que ha escrito Lincoln en el Bardo después de un trabajo intensivo y tenaz. Usted ha afirmado que guardó la imagen del presidente Lincoln entrando en la cripta de su hijo durante veinte años. Sin embargo, ¿cuándo decidió enfrentarse con esa imagen para comenzar el proyecto de una novela? ¿Por qué esa imagen y no otra para escribir su primera novela? Decidí probarlo en 2012, después de haberlo evitado durante veinte años. Lo había evitado porque no creía que tuviese la capacidad de hacerle justicia. Decidí probarlo porque me molestaba pensar que, a los cincuenta y dos años, no tuviera esas capacidades: el amor y el conocimiento de la vida y de la empatía. Honestamente, pensé: «He estado deseando escribir esto durante veinte años y evitarlo porque resulta demasiado difícil es una forma de cobardía artística». Y: «Bien, mira, has tenido una buena carrera como escritor. Si esto es un

fiasco total, ¿qué más da? Si te murieses ahora, habrías tenido una carrera honorable. Entonces, ¿por qué no probarlo?». Fue una manera muy incómoda de desafiarme, lo que, para un artista, es una buena cosa. Su novela alterna fuentes históricas con otras inventadas. ¿Es una técnica posmodernista o una estrategia para crear verdad literaria? Pienso que las dos cosas. Es decir, pienso que las «técnicas posmodernistas» nacieron de un verdadero deseo de crear verdad literaria; del sentimiento de que los medios convencionales no eran suficientes para hacer justicia a la vida. No me gusta ser «experimental» porque sí. Para mí, las únicas innovaciones válidas son aquellas que sirven al propósito (emocional) más amplio del libro. En caso contrario, es únicamente un gesto de complicidad. Mi mentor, el gran escritor de relatos Tobias Wolff, dijo una vez que toda buena escritura es experimental. Si no, ¿por qué queremos hacerlo? ¿Es el uso de esas formas arcaicas la razón de su omisión del lenguaje vulgar en algunos espíritus/personajes específicos? ¿O está transmitiendo una estrategia irónica? ¿Qué clase de mensaje transmite con esta omisión? Pienso que era más divertido. De entrada, lo hice por eso al principio. Se veía mejor en la página, parecía más fresco, me hacía reír. A menudo descubro que si alguna cosa «sienta» bien, y la sigo haciendo, más adelante aparecerá un beneficio temático por haberla hecho de esta manera. O será una forma de que el libro me enseñe sus reglas. En este caso, lo hice porque pensé que «m____» era más divertido que «mierda» (o, ya sabes, me gustaba más verlo así en la página) y, después, el acto de haber «decidido» esto me enseñó una regla del libro, que es que los fantasmas o lo que sea han de «hablar» de la misma forma en que habrían escrito en vida. Es decir, estamos viendo en la página la manera en que el fantasma habría redactado su discurso. Y esto fue emocionante porque me dio una forma ampliada de distinguir un fantasma de otro (mediante faltas de ortografía y hábitos tipográficos, etc.). Por cierto, hice algunas investigaciones sobre tacos en el siglo XIX y resulta que usaban las mismas palabras que nosotros, y algunas más. Lo sabemos porque los registros judiciales se transmitían literales. ¿En qué medida su fe budista le ayudó a crear la estructura de la novela más allá del concepto de bardo?

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Entrevista a George Saunders

Creo que el budismo está en cada línea, como mi primer catolicismo, en las preocupaciones del libro y en su mentalidad básica. En particular, me di cuenta de que la noción de quién somos en el momento de la muerte, e incluso después, no será muy diferente de la de quién somos ahora mismo. Si nuestra mente avanza, avanzará como tal. Y los textos budistas nos lo dicen: será una versión mucho más poderosa y libre que esto, con todas nuestras cualidades mentales terriblemente ampliadas. Así que eso podría ser una buena cosa... o no. Originalmente, había pensado que haría «mi» bardo exactamente igual que el bardo descrito en el Libro tibetano de los muertos, pero una vez comencé a escribir, me di cuenta de que este tipo de verosimilitud no es la clave de la novela: la clave es el drama y la intensificación. Así que tuve que aceptar hacer un nuevo bardo, con mis propias reglas, para atender las necesidades dramáticas de la historia. ¿Lincoln en el Bardo es una novela histórica con elementos fantásticos, una novela fantástica con elementos históricos o ambas cosas? Creo que las dos cosas, pero, de nuevo, no suelo pensar en ello. Porque una vez que el escritor decide qué es su libro, corre el riesgo de comenzar a hacer elecciones en función de esa decisión, lo que podría hacer desaparecer opciones, ignorando la verdadera energía de la obra: escribiría el libro que él habría decidido, no el que el propio libro quiere ser. Por tanto, deseo que sea una cosa extraña, con todos sus excesos cumpliendo un propósito, que es que sea bonito y que incluya el corazón y la mente de mis lectores mediante formas que no se puedan imaginar, formas que, de alguna manera, nos ayudarán a estar en este mundo. Desde sus primeros relatos, ambientados en entornos futuristas, hasta su primera novela, Lincoln en el Bardo, basada en referencias históricas e influenciada por estrategias como el flujo de conciencia u otros recursos literarios tradicionales, da la impresión de que existe una evolución, al menos para este lector. ¿Podría describir su evolución literaria durante estos años? Me siento un poco inseguro al hacerlo porque no quiero endurecer mis ideas sobre eso, ya que podría ser una inhibición de mi libertad. Pero mi objetivo final es conseguir más vida en mis libros: el bien, el mal, la fealdad, la belleza, todo. Creo que estoy mejorando a la hora de representar la belleza y las aspiraciones positivas; por al-

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guna razón, al menos para mí, representar estas cosas es más difícil que representar la oscuridad o la negatividad. Esto es algo que veo que ha pasado a lo largo de los años. Lo mismo respecto a las referencias literarias. Algunos fragmentos de Lincoln en el Bardo me recuerdan a los elementos más oníricos del Ulises de Joyce. Por ejemplo, la escena de las diez falsas madres o la lluvia de sombreros. Por contraste, en sus primeras colecciones de relatos resalta la lectura de Kurt Vonnegut, que usted ha destacado como una de sus influencias principales. ¿Se puede hablar del camino de su carrera literaria mediante sus influencias más importantes? Creo que, básicamente, he tenido las mismas influencias durante toda mi vida de escritor, pero lo hago mejor en cuanto al aumento de estas influencias en mi escritura: responder mejor y honrarlas mejor, ya que mis habilidades y mi sentido de la vida han cambiado con los años. Es como si, cuando eres joven, probaras una sorprendente comida para gourmets, a raíz de la cual decidieses hacerte cocinero. Bien, tendrás que comenzar por algo sencillo: preparar un plato sencillo, dominar las habilidades básicas. Aún tendrás el recuerdo de aquella comida que un maestro preparó para ti, pero tal vez no podrás cocinarla todavía. Yo tengo el recuerdo de mis primeras lecturas de Joyce y Faulkner y Woolf y Flannery O’Connor... (y de los grandes rusos y Dickens). Pero tuve que comenzar con cosas pequeñas. Sin embargo, el objetivo es crecer con aquella compañía o, al menos, subir hasta que pueda ver la suela de sus zapatos a una gran distancia. Conectado con la pregunta anterior, ¿podría darme los nombres de los tres escritores más influyentes en su obra? Bien, diría que Hemingway (brevedad, corporeidad), Isaak Bábel (lo mismo, pero con un incremento de lirismo) y Gógol (alta comedia). Pero entonces me daría cuenta de que me he dejado a otros tres que son igualmente importantes y particularmente vívidos para mí ahora, ya que intento descubrir qué es lo siguiente a lo que debería aspirar, y que son: Toni Morrison (espíritu y entusiasmo), Chéjov (la belleza y profundidad de lo normal y banal) y Tolstói (gran ambición y perspectiva de largo alcance). Y Shakespeare es una influencia continua, debido a la complejidad y el efecto coral de su obra. Pero estaría mintiendo si omitiera a los Monty Python.


Entrevista a Mónica Ojeda Por Roberto Wong Fotografías: Lisbeth Salas ©

Imaginemos una escalera eléctrica que desciende lentamente: es tan larga que no alcanzamos a atisbar el final. Conforme avanzamos, las luces comienzan a encenderse. El trayecto, contrario a cualquier película de terror, está lleno de luz. Y, pese a esto, no podemos evitar sentirnos incómodos. Hay algo perturbador, intuimos, que se acerca poco a poco. Mandíbula, de Mónica Ojeda (Ecuador, 1988), funciona de forma similar a este descenso.

La novela comienza con el secuestro de Fernanda por parte de su profesora de literatura en un colegio del Opus Dei. Para entender este momento hay que acompañar al narrador por la serie de situaciones que desencadenaron el secuestro: desde los trastornos psicológicos de Clara, su profesora, hasta los ritos de paso del grupo de adolescentes al que pertenece Fernanda. Conforme la trama avanza nos damos cuenta de que

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Entrevista a Mónica Ojeda

algo macabro se va tejiendo poco a poco: las ficciones a las que Fernanda y sus amigas son afectas (llamadas creepypastas y que son, en resumen, historias de terror que comenzaron a surgir en internet en foros de aficionados) comienzan a contaminar la realidad. La premisa no es trivial: en 2014, cerca de Wisconsin, dos chicas de doce años apuñalaron más de una decena de veces a una amiga suya. Según los reportes, lo hicieron con la intención de ganar la simpatía de Slenderman, un ser imaginario popular entre los aficionados a dichos relatos. De acuerdo con Alberto Chimal, «la característica que une a todas las creepypastas es su intención de sugerir, siempre dentro del planteamiento de su propia ficción, que “podrían ser verdad”: que el material presentado es un documento auténtico, meramente hallado por quien lo publica». La imaginación es real y Mandíbula se construye sobre esta idea. Annelise, uno de los personajes del libro, despliega una imaginación brutal de la que se desprende una mitología única en la que las creepypastas se cruzan con referencias a Lovecraft, Melville y otros autores. Así nace el Dios Blanco y sus ritos, «el dios-madre-de-útero-deambulante, la verdadera madre y origen de la leche», a nivel simbólico, una exploración de los terrores asociados a la adolescencia femenina y los episodios que plantea, por ejemplo la primera menstruación. A nivel estético, Mandíbula posee un estilo único que mezcla una voz poética con un registro urbano vivo; en este caso, el habla de un grupo de adolescentes de clase alta en Ecuador. Tal registro es una intención vital de la autora: su prosa es impensable sin esta exploración del lenguaje: «La poesía es un intento de crear la experiencia de lo que no puede decirse», es-

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cribe la autora en la novela. En lo formal, vale la pena reflexionar sobre la arquitectura de la novela. Mi mejor aproximación se vale de una imagen: Mandíbula es un cruce de calles, la intersección entre distintos movimientos —en Nefando, Mónica había propuesto un triángulo: cuerpo, lenguaje y virtualidad—. Mandíbula sigue un esquema similar en el que las dimensiones de la trama se mueven entre el placer, el cuerpo, el dolor y el miedo. Como una red tetralobulada, estos temas se intersecan y crean nuevos conjuntos que crecen en complejidad: la adolescencia, la sexualidad, el lenguaje, la experiencia. Para explorarlos, conversamos con la autora. ¿Cómo nace Mandíbula? ¿Le debe algo a Bataille y a su Historia del ojo? Le debe a Bataille y a muchos otros escritores que reflexionaron sobre lo abisal en el sexo y en las relaciones humanas. Creo que, sobre todo, la novela le debe mucho a la poesía, que es lo abisal por antonomasia, al menos para mí. Escribo siempre impelida por un instinto poético, no puedo narrar de otra forma, así que Mandíbula empezó a gestarse en mi cabeza a través de ese instinto: tenía en mi cabeza cocodrilos, volcanes, paisajes del miedo y en donde surgen pasiones muy grandes. Escribí desde esas intuiciones. En la novela contrapones dos grupos: por un lado están los profesores y, por el otro, las estudiantes. En ambos hay seis personas, aunque avanzan en direcciones distintas: las adolescentes intentan alejarse de la madre, mientras que Clara, la profesora, recorre el ca-


mino inverso. Al final, sin embargo, ambos se encuentran. ¿Cuál era tu intención al contraponer ambos grupos de manera tan puntual? Me encanta cuando Lacan habla de la madre como la mandíbula de un cocodrilo porque es así exactamente como es la maternidad. Los cocodrilos tienen la mordida más fuerte del mundo animal y, sin embargo, guardan a sus crías en sus mandíbulas para protegerlas de los depredadores. Esa máquina para triturar se convierte en ese momento, también, en una casa. Una casa puede ser, entonces, una máquina para triturar y un hogar. Quería explorar ese aspecto de las relaciones entre madres e hijas, profesoras y alumnas... No sólo la posibilidad caníbal del amor de una madre a su hija, sino también la posibilidad caníbal y destructora de la hija hacia la madre. El internet es un espacio más en tus novelas: ya en Nefando nos habías sumergido en la Deep Web y ahora nos llevas por el fenómeno de las creepypastas. ¿Por qué es importante para ti este territorio? He caído allí de forma accidental, digamos. O de forma natural. El internet es parte ya de nuestras vidas y si escribes sobre determinados temas es imposible ignorarlo. Siguiendo con el tema de las creepypastas, el libro ofrece un compendio interesante. ¿Qué es lo que más te ha fascinado de ellas? Soy una adicta al miedo. Me encanta el cine de horror y me gusta muchísimo la literatura de horror. Lo que me ha deslumbrado del mundo de las creepypastas es el cruce de formatos y de actividades que se gestan alrededor de estas historias: vídeos, imágenes photoshopeadas, canciones, fanarts, grupos en Facebook, etc. Y también que, al contrario de lo que muchos piensan, hay muy buenas creepypastas rondando por la red. Historias bien escritas y que te dejan los pelos de punta. En la novela escribes: «Algo que no podamos hacer en ninguna otra esquina de este mundo», al referirte a los juegos que inventan Fernanda y sus amigas. Poco después mencionas que lo que buscan es «un exceso de experiencia». ¿Es la literatura, para ti, esa esquina, ese exceso? Totalmente. Tengo que admitir que me gusta que la literatura me arrastre por fuera de mis propios límites. Me siento atraída hacia ese caos y descontrol porque es

allí en donde encuentro a la escritura en toda su potencia y desnudez. En la literatura me permito ser salvaje, cosa que no puedo hacer en otros momentos. El lenguaje es el perímetro que encierra la experiencia. Pero afuera hay cosas que a veces no podemos articular. Esto le pasa a Clara. Este, también, es un tema recurrente en tu obra: el lenguaje es insuficiente. ¿Proviene esta preocupación de tu labor y procesos como escritora? Creo que siempre empiezo a escribir desde el balbuceo. Y me gusta, por más extraño que suene, que sea así. Me gusta sentarme a escribir sintiendo que quiero decir algo, pero que no sé cómo hacerlo o si podré hacerlo. Entonces, la escritura deviene en descubrimiento. Por eso, quizás, se termina colando como tema en mis novelas. En una entrevista comentaste que el proceso de escritura, para ti, es también un proceso de autodescubrimiento. ¿Qué has descubierto de ti misma al escribir Mandíbula? He aprendido a leer algunos de mis propios miedos en clave familiar. Siempre lo he dicho: la familia, a veces, es el monstruo debajo de la cama. Y nosotros somos el monstruo que está encima cubriéndose con la sábana. En tu cuento «Caninos» mencionas que «el dolor puede ser luminoso». En Mandíbula exploras una idea similar: «Estar asustada te hace sentir muy viva y muy frágil». Pensando en Schopenhauer, ¿crees que estas experiencias límite, en concreto el dolor y el miedo, son positivas? No sé si a la manera de Schopenhauer, pero sí, creo que en la fragilidad está la fuerza. Hay algo muy potente en ser vulnerable. Hay una fortaleza que sólo llega a ti a través de la vulnerabilidad. El escritor es un explorador y me parece que tus búsquedas son más bien descensos, a veces, a espacios desolados. Como escritora, ¿qué tan profundo estás dispuesta a descender? La escritura es un espacio en donde no me pongo límites. Estoy dispuesta a ser muy vulnerable para ser fuerte y, si para ello tengo que ir hacia abajo, pues lo haré, con miedo pero con ganas.

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Autores judíos de «la joven Viena»

Stefan Zweig y la patria perdida Anna Marqués – 13

Arthur Schnitzler y el antisemitismo David Aliaga – 16

Felix Salten. El bosque de Bambi Pablo Dreizik – 20

Un vómito contra la barbarie José A. Cano – 23

Fresas

Natalia Garrido – 27

Viendo la masa crecer José Aníbal Campos – 30

Stefan Zweig , el triunfo de la perfección sobre el caos Lola Moreno – 35

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El cielo raso

Stefan Zweig y la patria perdida Por Anna Marqués En sus memorias El Mundo de ayer. Memorias de un europeo Stefan Zweig escribió: «El día que perdí mi pasaporte, a los cincuenta y ocho años de edad, descubrí que con su patria pierde el hombre algo más que un trozo de tierra delimitado». Y dos años más tarde, en 1942, se suicidó con su mujer en Brasil. La palabra alemana Heimat, que se traduce normalmente como patria, tiene en alemán un significado más amplio y difícil de definir. Según el filósofo Karl Jaspers: «La patria es el lugar donde comprendo y me comprenden». En otras palabras, el lugar al que pertenezco, mi casa. ¿Qué era para Zweig ese «algo más» que un trozo de tierra delimitado? La respuesta está en su extensa obra y especialmente en sus memorias, donde retrata brillantemente el final de un mundo, el mundo del ayer. Stefan Zweig nació en Viena en 1881 en el seno de una adinerada familia judía. Que su hermano mayor aceptara dirigir el negocio paterno le permitió dedicarse a la cultura sin que su familia le pusiera ningún impedimento. Fue un escritor de fama, especialmente durante las décadas de los años veinte y treinta del siglo pasado, y sus obras, en particular novelas en la tradición idealista alemana y biografías de personajes famosos, se convirtieron en best sellers de la época para un público medianamente cultivado. Traducido a casi todas las lenguas europeas, Zweig es un escritor especialmente interesado por la dimensión psicológica de los personajes. En una primera lectura sus obras pueden parecer tan anticuadas y obsoletas como la Kakania de Musil, el Imperio austrohúngaro que le había visto nacer y al cual había sobrevivido sólo veinticinco años. Pero una segunda lectura de su obra muestra su humanismo, su poder de empatía y de evocación de sucesos y atmósferas y su interés por los instantes en que un carácter se revela o una vida se bifurca. El concepto de patria cambia en la obra de Zweig como seguramente fue cambiando en el transcurso

de su vida bajo el influjo de acontecimientos históricos como la primera guerra mundial o la ascensión del nacionalsocialismo, pero probablemente la patria final de Zweig debe buscarse antes de la primera guerra mundial, en la mirada nostálgica a una utopía que se gestó en Viena a finales del siglo XIX y que acompañó a Zweig y a sus lectores cuando el mundo de ayer solamente era un recuerdo. Es la pérdida definitiva de esa utopía, de la patria donde era comprendido, la que motivará el suicidio de Zweig. El mundo de ayer en Viena La descripción del mundo de ayer, el mundo de la juventud de Zweig, evoca la felicidad de hallarse en una sociedad donde las familias (y especialmente las adineradas) contemplan el futuro con total tranquilidad. Y es que entre los años 1848 y 1914 la seguridad económica había impulsado la vida cultural de la alta burguesía vienesa: los espectáculos y las distracciones animaban la vida cotidiana de una clase incapaz de tomar decisiones cuando a principios del siglo XX empieza el despertar de los pueblos que exigen una participación en los acontecimientos históricos y el Imperio austrohúngaro da señales de desgaste. La cultura vienesa de finales del siglo XIX era, a diferencia de la alemana (mucho más moral, filosófica y científica), una cultura primariamente estética, con raíces católicas y barrocas, cuyos máximos exponentes eran, como narra Zweig, el teatro y la música. Era una cultura espiritual, aristocrática, adoptada por la burguesía sin renunciar por ello a sus propios valores morales y políticos y su culto a la ley, la ciencia y el progreso. Esta particular fusión entre una estética y una ética de raíces tan distintas produce una particular humanitas austriaca, un humanismo específicamente vienés que Zweig recoge en su obra. En Viena, contrariamente a lo que sucedió en otros lugares de Europa, la burguesía nunca consiguió hacerse con el control completo del poder político y la cultura se convirtió

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El cielo raso

Anna Marqués. Stefan Zweig y la patria perdida

en un potente elemento de asimilación con la aristocracia. Este asimilacionismo cultural era también uno de los rasgos de la numerosa y próspera burguesía judía de Viena. Zweig describe así el ambiente cultural de la época: «El teatro imperial era el espejo en que la sociedad se contemplaba a sí misma [...] ese fanatismo por el arte, especialmente por el arte teatral, extendíase en Viena a todas las clases sociales [...] la ciudad entera coincidía en esa sensibilidad para todo lo colorido, resonante y festivo, en ese gusto por todo lo teatral como forma refleja y variación de la vida». Y concluye: «Porque el genio de Viena —especialmente musical— se destacaba desde siempre por el hecho de armonizar todos los contrastes nacionales e idiomáticos y su cultura era una síntesis de todas las culturas occidentales [...] en ningún sitio era más fácil ser europeo». Pero para Zweig el amor por la cultura y la tendencia a la espiritualidad no son únicamente los rasgos esenciales de Viena, sino también del judaísmo: «Una buena familia (judía) significa [...] un judaísmo que se ha librado o empieza a librarse de todos los defectos, estrecheces y mezquindades que le impuso el gueto adaptándose a otra cultura y, en lo posible, a una cultura universal. Que esa huida a lo espiritual (por efecto de una intervención desproporcionada de las profesiones intelectuales) le haya resultado al judaísmo tan fatal como antes su restricción a lo material es una de las eternas paradojas del destino judío». Probablemente Zweig está expresando aquí las opiniones comunes entre sus conciudadanos del cambio de siglo: el judaísmo ortodoxo, como comunidad del pueblo judío, se describe a través de sus defectos, estrecheces y mezquindades, de las cuales debe salirse para acceder a una cultura más elevada y universal. Superficialmente, el judaísmo de Zweig se funde sin problemas con su europeidad, pero en un nivel más profundo aparece el conflicto con el judaísmo como comunidad religiosa y tradicional. Zweig había nacido en una Austria multinacional y en una familia donde los miembros de la rama materna hablaban diversas lenguas y estaban repartidos por toda Europa. Eran, en palabras de Zweig, «conscientemente internacionales» y la razón de este internacionalismo debe buscarse en el ser judío de la familia. Para Zweig el judaísmo es en primer lugar un hecho transnacional, la pertenencia a una comunidad espiritual. El 25 de mayo de 1917 escribe a Martin Buber: «... la libertad absoluta de elegir entre las naciones [...] este sentimiento transnacional de libertad sobre la locura de un mundo faná-

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tico, me ha salvado interiormente en estos tiempos. Y agradezco al judaísmo haberme permitido tal libertad». El amor a la cultura y la fe en su poder transformador, junto con el cosmopolitismo, vinculados ambos a la doble identidad judía y austríaca que conviven en su personalidad, son los rasgos esenciales de la primera patria espiritual de Zweig: «En gran parte debo a esta ciudad, que ya en tiempos de Marco Aurelio defendía el espíritu romano universal, el haber aprendido a amar, desde temprana edad, la idea de la comunidad como la más cara para mi corazón». Pero este mundo ideal se tambalea y, en 1908, la novela El camino hacia la libertad de Arthur Schnitzler aparece como un símbolo del fracaso del poder redentor de la estética. El arte por el arte se convierte en un sustituto para la acción, en un refugio en un mundo cada vez más inhóspito. Este hecho, unido a la herencia individualista de la burguesía, transforma las manifestaciones artísticas y literarias en un cultivo del yo en la recepción pasiva de la realidad. Zweig, que admiraba y respetaba a Schnitzler, le escribía el 3 de junio de 1908: «Sin duda el libro está destinado a nosotros, los jóvenes, emparentados en la sangre y el amor a la patria. Quizá nos pertenece más a nosotros que a cualquier otra generación, cualquier otra ciudad, cualquier otro círculo [...] está hecho para mostrarnos el camino [...] es precisamente la idea de amalgama de lo judío y vienés lo que me parece más nuevo y relevante...». Pero ese aparente interés por la situación social queda pronto diluido. El año 1917 vuelve a escribir a Schnitzler: «Le agradezco personalmente que [...] haya considerado el problema social menos importante que el sanguíneo, mucho más profundo [...] de sus obras siempre he preferido aquellas cuyo contenido tiene que ver con todos los seres humanos y es universal». La primera guerra mundial El día 28 de julio de 1914 Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia y en agosto casi toda Europa estaba ya en guerra. Los motivos de la primera guerra mundial eran tan complejos e intrincados que todos los países tenían motivos para decir a sus soldados y civiles que se trataba de una guerra defensiva. De hecho, muchos intelectuales alemanes y austrohúngaros se pronunciaron a favor de la guerra y los que estaban en edad militar fueron movilizados. No es el caso de Zweig, que confiesa en sus memorias estar muy lejos del «entusiasmo patriotero». Algunos de sus escritos, sin embargo, comprometen esta afirmación y parece que la actitud de


Stefan Zweig. Revista Die Bühne, 1931.

Zweig en los primeros momentos de la guerra no fue completamente neutral. Un escrito titulado «An die Freunde im Fremdland» [A los amigos del extranjero], publicado el día 19 de septiembre de 1914 en el Berliner Tagesblatt, da motivos para pensar que Zweig ha dejado de ser un hombre de mundo: «Adiós queridos compañeros de tantas horas fraternales en Francia, Bélgica e Inglaterra, debo despedirme por una larga temporada [...] Nosotros, tanto tiempo unidos en la amistad y el afecto comunes, nos vemos repentinamente separados por la fuerza, pero no lo lamento. Porque por primera vez, si ahora entablásemos un diálogo, ya no nos entenderíamos, ya no somos los de antes y entre nuestros sentimientos se interpone el destino de nuestra patria. La última fibra de tierra alemana en Prusia Oriental es más importante para mí que vuestras ciudades [...] debo olvidar lo que he recibido de vosotros para poder sentir mejor lo que sienten todos los alemanes [...] debo rechazar cualquier pensamiento que no crezca en la gran siembra alemana». A pesar de ello, Zweig vuelve pronto a las posiciones pacifistas expresadas en sus memorias. En Galitzia toma contacto en 1915 con los judíos que allí viven y se propone escribir Jeremías para tratar de la «superioridad del alma del vencido», y dice: «Al elegir un tema bíblico toqué, sin proponérmelo, algo que hasta entonces había permanecido inerte dentro de mí: la comunidad con el destino judío, oscuramente fundada en la sangre o en la tradición. ¿No era mi pueblo el que había sido vencido una y otra vez por todos los pueblos y los sobrevivía [...] gracias a la fuerza de convertir la derrota, mediante la voluntad, de superarla siempre de nuevo?».

Después de la guerra, muchas de las certezas del mundo de ayer se desvanecen: en Buchmendel (Mendel, el de los libros), del año 1929, Zweig nos explica la vida de Jakob Mendel, antiguo estudiante de Talmud que se sienta en un café de Viena absorto en sus libros y completamente ignorante del mundo real hasta el punto de que no ve llegar la guerra que cambiará su mundo y su vida. Cuando vuelve al café tras una estancia en prisión, ya nada es lo mismo. Mendel evoca a los judíos asimilados que nunca pueden deshacerse de los elementos judíos ni encaminarse a una cultura universal. La misma imposibilidad aparece en Untergang eines Herzens (Ocaso de un corazón), de 1927. El año 1934, criticado por muchos de sus amigos que no entienden su falta de implicación ante el ascenso del nazismo, Zweig publica una biografía novelada de Erasmo de Rotterdam donde Erasmo no es un personaje sino una idea: el paradigma del intelectual europeo, el primero que toma conciencia del espacio cultural que constituye Europa. El humanismo se funde con la idea europea; lo que da valor al hombre de letras es su idealismo... que no puede triunfar a corto plazo: «El espíritu libre e independiente que no se ata a ningún dogma y no toma partido no tiene un hogar en ningún sitio». Parece que Zweig anticipe su propio y trágico destino. En Der begrabene Leuchter (El candelabro enterrado), de 1937, toda la desesperación del personaje principal de la novela se funda en su cansancio; la falta de patria se traduce en una pérdida, en una expulsión. La visión optimista del judaísmo como comunidad transnacional y amante de la cultura ha sido sustituida por el sufrimiento y la espiritualidad. En la novela, la menorá permanece enterrada: «Nadie puede decir si permanecerá así para siempre oculta y perdida para su pueblo, que todavía no conoce la paz en sus peregrinaciones sin rumbo [...] o si por fin alguien desenterrará la Menorah el día que los judíos regresen de nuevo a su país». Sin embargo, los ideales humanistas de Zweig quedaron enterrados para siempre: «El mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma».

Anna Marqués

(Barcelona, 1962) reside hace tres años en

Maguncia, la capital de Renania-Palatinado. Es licenciada en Derecho y en Prehistoria, Historia Antigua y Arqueología.

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El cielo raso

Arthur Schnitzler y el antisemitismo Por David Aliaga El derrumbe de Europa bajo el peso de los fascismos fue probablemente el principal motivo de la producción literaria del primer tercio del siglo XX. La formación talmúdica de los autores judíos del Imperio austrohúngaro, en combinación con su cosmopolitismo, con su preocupación por las cuestiones nacional y ciudadana durante el gobierno del emperador Francisco José I, convirtió a algunos de ellos en observadores privilegiadamente sensibles a las grietas que se fueron abriendo en la sociedad continental. Incluso antes de que el fascismo recibiese su bautismo en Italia y escribiesen con una vocación antifascista evidente, de que combatiesen la barbarie desde la cultura o de que la desesperación ensombreciese sus textos, esto es, cuando conservaban su fe en una Europa civilizada y plural, las obras de los escritores askenazíes que gravitaban alrededor de los cafés de Viena constituyen el más lúcido y trágico testimonio del progresivo hundimiento de Europa y el advenimiento del Reich de las cenizas. Más de cien años después, obras como Mendel, el de los libros de Stefan Zweig o la inconclusa Fresas de Joseph Roth nos permiten traspasar la frialdad del relato historiográfico de aquel mundo de ayer, y posibilitan que asistamos desde la emoción y la abstracción al resquebrajamiento de los principios éticos que posibilitan la civilización. O, más terrible, actúan como espejo de nuestro tiempo. Inauguramos el siglo XXI con la convicción optimista de un diálogo transnacional constante y fraternal, pero en menos de dos décadas nos encontramos habitando un tiempo en el que un ministro italiano puede sugerir la elaboración de un censo de inmigrantes y gitanos, en el que partidos que legitiman la dis-

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criminación y el ejercicio de la violencia hacia el adversario ideológico ocupan posiciones relevantes en los parlamentos de las naciones democráticas, en el que los Gobiernos emplean la legalidad y la justicia para tratar de sofocar la posibilidad de una disidencia. Este funesto presente concede una terrorífica vigencia a la producción de los escritores judíos de los cafés de Viena, y al valor testimonial que ya poseían, le añade el de la advertencia. La relectura de Stefan Zweig y Joseph Roth, Karl Kraus y Felix Salten, Elias Canetti y Arthur Schnitzler es una llamada de atención, pero también la posibilidad de una toma de conciencia que, sin embargo, alcanzará a quienes no necesitamos de El mundo de ayer o La marcha Radetzky para situarnos en la radical oposición al odio, y será desoída por quienes desde los Parlamentos, las tribunas de prensa y las sucursales bancarias están perpetrando una nueva demolición de la Europa fraternal. Si Stefan Zweig y Joseph Roth fueron dos de los más sensibles cronistas literarios del auge del nazismo, Arthur Schnitzler reflejó en sus obras algunas de las simientes de las que brotaría el horror posterior. El preciosismo, el espíritu optimista y el erotismo de la belle époque atraviesan las que posiblemente sean sus novelas más conocidas: La señorita Else y Relato soñado (llevada a la gran pantalla por Stanley Kubrick con el título de Eyes Wide Shut). Tardía fama satiriza con sutilísima perspicacia, mala baba y una pizca de nostalgia el ambiente cultural de Viena en el que el propio Schnitzler, Zweig o Roth se habían desenvuelto. Sin embargo, un rumor de sombra, concretable sólo algunos años después, recorre su bibliografía. Arthur Schnitzler nació en Viena el 15 de mayo de 1862. De haber nacido algunas décadas antes, una generación antes, lo habría hecho en Hungría y su apellido


hubiese sido Zimmermann en lugar de Schnitzler. Su abuelo paterno logró prosperar gracias a su habilidad como artesano y cambió su apellido cuando dejó de ser carpintero (zimmermann) para trabajar como tallista (schnitzler). El ascenso social del abuelo le permitió enviar a su hijo Johann Schnitzler a estudiar a Viena, donde se convirtió en un eminente laringólogo, además de en un agente activo de la vida social de la capital austrohúngara. Así, el autor de Tardía fama nació en el seno de la burguesía vienesa. Formado también como médico, su temprano éxito como dramaturgo lo llevó a abandonar la práctica científica. A pesar del escepticismo religioso que evidencia en su autobiografía de juventud y de la distancia que mantuvo respecto a las formas más supersticiosas de la religión, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos (Roth se convirtió al catolicismo; la actitud de Kraus hacia la tradición de sus padres era equívoca y anhelaba una asimilación sin fisuras a la cultura germánica rayana en el antisemitismo), Schnitzler mantuvo una firme identidad judía. A pesar de no constituir la centralidad de su obra, la problemática judía en la Viena del cambio de siglo y el advenimiento del cénit del antisemitismo es el rumor de fondo en la breve El teniente Gustl, escrita sólo unos meses después de que el sacerdote y diputado Joseph Scheicher afirmase en el Parlamento regional de la Baja Austria: «Desde este momento vamos a llevar adelante una guerra de exterminio contra los judíos». Contra lo que la crítica sostuvo durante algún tiempo, Schnitzler no es (únicamente) un retratista de la Viena burguesa. Personajes como el propio teniente Gustl poseen una compleja profundidad psicológica —de otro modo, no habría podido sostenerse en el monólogo interior, técnica de la que se considera

pionero al autor judío— y son motivo de una honda crítica política. Como reacción al discurso de odio del prelado Scheicher y anticipando su actitud pacifista durante la Gran Guerra, El teniente Gustl es una nouvelle que ridiculiza y denuncia el narcisismo, la falta de valores y la tendencia al ejercicio de la violencia de la clase militar austrohúngara. Publicada en un folletín en diciembre de 1900, fue recibida con incomprensión e indignación. Por una parte, empleaba el monólogo interior, una técnica que despertaría la fascinación de Sigmund Freud, pero que no ofrecía un referente posible a los lectores vieneses de finales del siglo XIX. Por otra, señalaba a una de las instituciones fundamentales del Imperio. Las clases dirigentes de Viena, en las que el antisemitismo había logrado echar raíces y florecer ya fuese por motivos económicos o teológicos, consideraban intolerable que un judío escribiese un texto que menoscababa su imagen pública. De hecho, Schnitzler fue convocado a un tribunal de honor que pudo esquivar gracias a la protección legal que la constitución liberal austrohúngara ofrecía a sus ciudadanos, aunque no evitó que el Ejército le retirase su rango. No sería el único conflicto al que el autor se vería arrastrado a cuenta de su obra. El disgusto del Ejército bien podía proceder —además del hiperbólico sentido del honor militar— del origen real del incidente que se invoca en el inicio de la nouvelle y del que Arthur Schnitzler había tenido noticia a través del también escritor judío Felix Salten. La apertura de El teniente Gustl alude a dos hechos que aparecieron en la prensa vienesa: un incidente ocurrido durante un concierto de la Singverein y el juicio por infanticidio a un soldado de nombre Kopetzky. El monólogo interior que vehicula la iniciación fallida del protagonista —parece que el cauce de su pensamiento

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El cielo raso

David Aliaga. Arthur Schnitzler y el antisemitismo

lo conduce a la luz… pero no— precisamente nos sitúa en una actuación de la Singverein para la que un tal Kopetzky le ha cedido las entradas al narrador. Gustl se revela desde los primeros compases como un personaje lunático y poco sofisticado, que no querría hallarse en el concierto, que se hurga en los bolsillos, que mira constantemente a su alrededor dispuesto a batirse en duelo con cualquier hombre que lo mire insolentemente o de seducir a alguna dama que esté fijándose en él. Y como un antisemita. Durante el concierto, mientras el oratorio suena, Gustl recuerda a Steffi, una joven vienesa que coquetea con él a pesar de tener pareja. La última vez que la vio fue en un café. El teniente se encontraba precisamente con Kopetzy y ella apareció con su compañero. «No paraba de hacerme guiños comprometedores. ¡Es increíble que el otro no se diera cuenta! Debe de ser judío, supongo. Está en un banco, tiene bigote negro… También debe de ser teniente de la reserva… Como cayera en mi regimiento de maniobras… ¡Se iba a enterar! ¿Quién les mandará hacer oficiales a tantos judíos…? Me cisco en el dichoso antisemitismo». El párrafo resulta revelador por cuanto recoge en menos de una decena de aseveraciones los argumentos del antisemitismo de finales del XIX instalados en el estamento militar. El discurso de Joseph Scheicher en el Parlamento regional de la Baja Austria sobre la necesidad de exterminar a los judíos encontró su eco en un panfleto posterior en el que aludía también al control de la banca y al retrato arquetípico del judío como un hombre moreno de nariz ganchuda, que sería reproducido por la prensa nacionalsocialista. Gustl además se queja de que demasiados israelitas han recibido rangos dentro de la jerarquía militar, un lamento extendido entre buena parte de los mandos de las tropas austrohúngaras. Su exclamación final, menospreciando las acusaciones de antisemitismo, quizá reproduzca el sentimiento de la oficialidad respecto a la voluntad del emperador Francisco José I, que en 1889 había afirmado públicamente que los judíos no tendrían nada que temer mientras él ejerciese el gobierno del Imperio. La presencia de oficiales judíos en el Ejército austrohúngaro, que había sido vista por el emperador y por los propios israelitas como

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un síntoma de integración, sería empleada por sus detractores para culparlos de la derrota y señalarlos como causantes de la debacle del Imperio. También la presencia de semitas en lugares preeminentes de la sociedad civil vienesa desagrada a Gustl, a quien un judío pide paso cuando están abandonando el teatro: «¡Es increíble! ¡Que la mitad sean judíos…! ¡Ni siquiera en un oratorio puede disfrutar uno con tranquilidad!». El odio, en esta segunda manifestación, ya no atiende a los argumentos del discurso judeófobo sino que se expresa como una molestia puramente emocional. A Gustl le molesta la presencia de los judíos, le parece excesiva. Y eso que no parece reparar en que el oratorio al que ha asistido está compuesto por otro judío, Felix Mendelssohn, algo que Schnitzler nos hace notar citando sus últimos versos: «Ihr, seine Engel, lobet den Herrn». A través del cauce de pensamiento del teniente Gustl, el autor nos aproxima al resto de conflictos ideológicos que implosionarían en el periodo de entreguerras. «Todos los picapleitos de hoy son socialistas», exclama. Y un doctor le reprende: «Tendrá que admitir que no todos sus camaradas han ido al Ejército exclusivamente para poder defender la patria». Tras abandonar la sala de conciertos, el teniente Gustl recorre su pensamiento entre el delirio y la iluminación después de que un simple panadero haya puesto en cuestión su honor y su valentía al retarlo a duelo tras un encontronazo a la salida del teatro. De camino al Prater, temiendo el destino que puede correr al día siguiente, examina sus recuerdos y brota un amigable encuentro con algunos jóvenes militares judíos que «son buenos chicos». Aunque se obstina: «... pero sólo deberían llegar a alféreces… ¿pues qué sentido tiene que los hagan tenientes? Nosotros nos tenemos que jorobar durante años y un tipo así sirve un año, ¡y ya tiene la misma graduación que nosotros!». En el retrato que Schnitzler compone del militar, las críticas que Gustl descerraja sobre los judíos configuran un espejo de sus propias inseguridades y deméritos, recogen los argumentos de sus superiores políticos o militares o bien proceden de sus complejos. El contacto directo de Gustl con los askenazíes austrohúngaros le Arthur Schnitzler, hacia 1912.


motiva un único recuerdo, «son buenos chicos», mientras que el odio procede de su temor a perder su estatus. El orgulloso y asustado Gustl es un precedente directo del ciudadano germánico que en la década de 1930 asentirá ante las tesis antisemitas de Adolf Hitler: los judíos nos quitan el trabajo, los judíos se han apoderado de nuestro dinero, los judíos son extranjeros que han hundido el Imperio. Mutatis mutandis, un siglo después casi sesenta millones de estadounidenses ofrecieron su voto a quien pudimos ver durante la campaña electoral subido a una autocaravana fingiendo golpear a actores ataviados con ponchos y sombreros mexicanos y que en el momento en el que acabo de escribir este artículo mantiene retenidos en centros de detención a centenares de niños inmigrantes separados de sus padres; más de cinco millones de italianos han llevado a la presidencia del país a la xenófoba Liga Norte, que ya ha propuesto elabo-

rar un censo de gitanos así como expulsiones masivas de inmigrantes; y también en Austria —la nación de Zweig, Roth, Schnitzler…—, el canciller democristiano Sebastian Kurz pactó con la extrema derecha el año pasado con tal de gobernar. La derecha xenófoba ya no sólo señala a los judíos y a los socialistas, también a los musulmanes y a los gitanos, en el caso de España, también a los inmigrantes procedentes de Latinoamérica. Los inmigrantes nos quitan el trabajo —dicen—, los inmigrantes acaparan las ayudas sociales, los inmigrantes son los que han sumido a España en la crisis. Por supuesto, los judíos controlan la banca y los medios de comunicación para ejercer su prejuicio al país. La lectura de El teniente Gustl y el estudio de su contexto de producción nos lanza una advertencia clara a propósito del tiempo en que vivimos. Ya no se trata de que sudacas, moros y perros judíos sean el objeto del odio de los partidos marginales de extrema derecha, ya que nunca han dejado de serlo. Para vergüenza de los marcos legales de las democracias europeas, de la española, partidos como FE de las JONS, Democracia Nacional o Plataforma per Catalunya concurren a las elecciones a pesar de su discurso abiertamente racista y su nostalgia dialéctica y simbólica de los fascismos. El calco respecto al retrato de la sociedad vienesa de finales del siglo XIX y principios del XX que nos ofrece Arthur Schnitzler se concreta en la violencia xenófoba ejercida desde las instituciones y en la legitimación de dicha violencia por parte de amplios sectores de la población. La posibilidad de una sociedad fraterna se desmorona de nuevo con el apoyo entusiasta o la inhibición de buena parte de nuestros conciudadanos, los tenientes Gustl del piso de al lado.

David Aliaga es escritor y editor. Ha publicado la novela breve Hielo (2014) y los libros de relatos Inercia gris (2012), Y no me

llamaré más Jacob (2016) y El año nuevo de los árboles (2018). Codirige la revista de cultura judía Mozaika y Séfer, festival del libro judío de Barcelona.

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El cielo raso

Felix Salten.

El bosque de Bambi, sionismo y sexualidad en la Viena de los años veinte. Por Pablo Dreizik

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Entre las mesas más interesantes de la notable historia de los cafés literarios se cuenta la muy animada y agitada del Café Griensteidl de Viena.1 En las mesas del Café Griensteidl pasaba sus horas intercambiando y proyectando ideas una joven generación de artistas, escritores y periodistas que residían en la Viena de la década del veinte conocidos como «La joven Viena» (Jung-Wien), entre quienes se contaban Arthur Schnitzler, Felix Dormann, Peter Altenberg, Richard Beer-Hofmann, Felix Salten, Raoul Auernheimer, Hugo von Hofmannsthal, Stefan Zweig y Karl Kraus. Se sabe que el grupo se disolvió el 20 de enero de 1897, un día antes de que el Café Griensteidl fuese demolido. Inciertos, sin embargo, son los móviles que provocaron la disolución de tal inusitada reunión de brillantes figuras individuales. Aun así hay acuerdo en que en la precipitación del fin de grupo fue crucial la confrontación violenta entre dos de sus miembros: Karl Kraus y Felix Salten. Aunque los motivos aducidos para explicar el enfrentamiento fueron de diversa índole, lo cierto es que Kraus había publicado dos trabajos sumamente críticos con Salten, críticas que viniendo de la pluma de Kraus iban más allá de un elenco de objeciones argumentativas, constituyéndose en cambio en piezas de ataque irónicamente descalificadoras. Los dos trabajos que el autor de La tercera noche de Walpurgis dirigió a Felix Salten referían casi obsesivamente al problema judío y lo hacían en términos particulares. La obsesión de Kraus era un libro de Salten que muy pronto iba a conocer un notable éxito: Bambi. Eine Lebensgeschichte aus dem Walde, más conocida como simplemente Bambi. En una de las críticas, titulada «Lie-

bres que hablan con acento idish», Kraus criticaba que Salten, en Bambi, hiciese hablar el acento de los judíos austriacos —el «mauscheln» o «jüdeln»— a las liebres del bosque, sobre todo en momentos de peligro. Si bien el argumento de Kraus parecía descansar en una especie de autoimpuesta tarea de preservación de la «higiene del idioma alemán», es más probable que su reacción hubiese sido motivada por su propia compleja relación consigo mismo, su rechazo en el otro de lo que él percibía como despreciable en sí mismo. Este juego de odio e identificaciones en su rechazo violento al dialecto judío de las liebres de Salten cobra sentido si atendemos al hecho de que no sólo Kraus era judío (aunque había renunciado al judaísmo bautizándose como católico en 1899), sino que al igual que Salten había nacido fuera del centro del Imperio (en Jičín, hoy República Checa). En fin, el episodio recoge de manera clara todos los elementos de una situación subjetiva —algún autor la indica como de autoodio— marcada por una situación de violenta exclusión que muchas veces se tramitaba o en el modo de una irrestricta identificación con la cultura dominante o proyectando al exterior lo que profundamente se rechazaba de sí mismo.2 El embate de Kraus sobre Salten, aunque malicioso y destinado a su descalificación, iluminaba, aun sin proponérselo de ese modo, la relación entre Bambi y la fragilidad de la subjetividad judía en el contexto de la Mitteleuropa de comienzos del siglo XX. Restaría pues girar hacia la figura de Felix Salten, menos conocida que aquella de Karl Kraus. Nacido como Siegmund Salzmann en 1869 en Budapest, Felix Salten se mudó con sus padres a Viena cuando era bebé. En la ciudad austriaca creció en barrios pobres, recibiendo poca educación formal y em-

1. Para una visión en conjunto de los debates intelectuales en el ámbito de los cafés literarios vieneses: Harold B. Segel, The Vienna Coffeehouse Wits, 1890-1938, Purdue University Press, 1993.

2. Esta lógica, en particular en relación con la querella entre Kraus y Salten, en términos de proyección y autoodio es analizada muy bien en Sander L. Gilman, Inscribing the Other, University of Nebraska Press, 1991.


Felix Salten en Viena, 1910. Fotografía: Ferdinand Schmutzer.

pleándose como oficinista en compañías de seguros, mientras en sus pocos ratos libres escribía y leía vorazmente. El nombre de Salten comenzó a circular en el variopinto e insomne mundo de los cenáculos literarios vieneses con el obituario que escribió de Emile Zola en 1902. En aquel momento fue convocado por el grupo La joven Viena (Jung Wien). Poco después de que comenzase a participar de la socialización literaria en la ciudad, en 1906, un escándalo sacudió el ambiente cultural vienés a cuenta de la publicación de la novela Josephine Mutzenbacher. La historia de la vida de una prostituta vienesa.3 La novela, publicada anónimamente, seguía las tribulaciones de una joven cuya educación sentimental incluía las más diversas variantes de prácticas eróticas. Y, aunque los estudiosos de la época se debatían entre adjudicar la autoría de este «clásico de la pornografía» a Arthur Schnitzler o a Felix Salten, finalmente quedó determinado que el autor era el último. 3. Una edición de este mítico texto fue recientemente publicada como Josephine Mutzenbacher - The Life Story of a Viennese Whore, as Told by Herself, CreateSpace Independent Publishing Platform, Los Angeles.

También en Josephine Mutzenbacher. La historia de la vida de una prostituta vienesa, Salten experimentaba con el lenguaje —aquello que preocupaba tanto a Kraus—, sobre todo reflejando el hablar de las clases marginadas y las minorías étnicas de Viena. Mientras tanto, y en el marco de su participación en los círculos literarios, Salten se había convertido en un exitoso conferencista que llegaría incluso a concitar la atención de Franz Kafka y Rainer Maria Rilke. Al tiempo que desarrollaba su actividad como conferencista y crítico literario, Salten desarrolló una cada vez más comprometida labor de activismo cultural en el naciente sionismo —especialmente en la variante cultural del sionismo animada por Martin Buber—, siendo asiduo del prestigioso círculo sionista Bar Kochba de Praga. Y, aunque Salten no tuvo una educación formal judía, su interés por la condición vulnerable del colectivo hebraico en Europa no sólo se reflejó en su admiración permanente por Theodor Herzl —su amigo personal y de quien escribe el obituario en 1904—, y en sus crónicas de 1924 de su viaje a Palestina —«Gente nueva en un territorio ancestral» (Neue Menschen auf alter Erde: Eine Palästinafahrt)—, sino más impensadamente en Bambi.4 Son varios los modos en que, en su famosa novela «infantil» de 1924, Salten expresó su preocupación creciente por la inseguridad de la población judía en la Europa de entreguerras. Ya hemos mencionado que en Bambi las liebres utilizan giros idiomáticos propios de los hablantes judíos de Viena, a lo que debe agregarse la atmosfera imperante en el bosque, en el que los animales están expuestos a cada instante a la posibilidad de un «pogromo» perpetrado por los cazadores. Las descripciones del asolamiento al bosque son intensamente vívidas en Bambi: las urracas comienzan a chillar desde los árboles, el ciervo puede sentir «ese olor terrible que llega a todos los corazones uniéndolos en un solo miedo loco, en un solo impulso febril de huir, de salvarse a sí mismo». El bosque ruge con el sonido de los cazadores que avanzan por todos lados, partiendo ramas, golpeando troncos para expulsar a los animales. Un faisán vuela por el aire y es asesinado frente al resto de criaturas forestales. «No pierdas la cabeza. ¡Simplemente corre, corre!» Pánico colectivo, un pájaro enloquece de miedo, despega en el aire para ser inmediatamente derribado, «entonces todos perdieron 4. La relación entre el texto de Bambi y el contexto político es abordada en Paul Reitter, Bambi’s Jewish Roots and Other Essays on German-Jewish Culture, Bloomsbury Academic, 1915.

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Pablo Dreizik. Felix Salten. El bosque de Bambi

los sentidos», las criaturas se enjambran unas sobre otras para escapar, el cielo se oscurece por una lluvia de sangre y plumas. Bambi sigue detrás de su madre hasta el borde de la espesura. Deben correr por el claro y Bambi debe seguir corriendo independientemente de lo que él pueda ver que le suceda a su madre. El desenlace de la escena es uno de los momentos clásicos de la cultura popular cinematográfica del siglo: la muerte de la madre de Bambi. A las vívidas descripciones del pogromo en el bosque Felix Salten añadió cuestiones de índole moral, así como una puesta en escena narrativa de los dilemas entre asimilación, radicalización política o resolución sionista que afrontaban durante los inicios del siglo veinte las comunidades judías europeas. Pertenece a este clima enrarecido que sobrevuela permanentemente el bosque un subrayado sobre el tipo de respuesta asumida por el universo de los animales-víctimas. En este sentido es ejemplar la escena del sabueso y el zorro. Perseguido por el sabueso, el sangrante y exhausto zorro cae y ruega. Pero, ante su inminente muerte le grita: «¿No estas avergonzado, traidor?» A partir de ese momento todos los animales del bosque al unísono lo increpan con un: «¡Traidor!». Incluso las presas del zorro toman su defensa acusando al sabueso de haber incurrido en un tipo de autotraición de mayor gravedad que la crueldad natural del zorro. La apremiante cuestión de la asimilación de la población judía en Europa —una cuestión compleja que reconocía diferenciados matices que iban desde la integración a la sociedad civil a través de las profesiones liberales hasta la franca conversión religiosa— se encuentra presente en el texto de Felix Salten. Por ejemplo, Gobo, el ciervo primo de Bambi, pasa un tiempo en cautiverio y cuando regresa al bosque se jacta de lo bien que fue tratado. Bambi, entonces, se sorprende de cómo Gobo se ha convertido en «extraño y ciego» y, sobre todo, de la banda que los humanos le han puesto alrededor del cuello que lo exceptúa de ser atacado por los cazadores. La figura de Gobo —un «animal asimilado»— es objeto de la severa mirada del ciervo más importante, el Príncipe Antiguo del Bosque, quien considera esa banda un signo de degradación. Pero la esperanza ingenua de Gobo finalmente lo conducirá a la muerte, con lo cual Salten ofrece su clausura moral del relato correlativa a su crítica sionista al «asimilacionismo». Otros momentos del relato continúan proyectando el esquema de un mundo circundante amenazador alrededor del bosque y la palabra alemana que usan los animales para referirse a la «persecución» en

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Bambi es verfolgen, una palabra con connotaciones sociales y políticas. La suerte del libro de Salten, como se sabe, fue convertirse en un éxito de Disney. Pero antes, el libro ya había conocido una sorprendente popularidad. En 1929, David Whittaker —activo miembro del partido comunista estadounidense que durante el macartismo cambiaria de posición— tradujo Bambi al inglés, convirtiéndose así en un éxito transatlántico. Luego del éxito literario, Sidney Franklin compró los derechos por mil dólares, pero encontró imposible resolver en términos cinematográficos, con «naturaleza en vivo», como lo pensaba hacer, el texto de Salten. De modo que Franklin vendió sus derechos a Walt Disney. Sin embargo, la película Bambi de 1942 bajaba la intensidad de las figuras de la violencia y la persecución tan presentes en el libro. Los animales de Disney son más divertidos y afables que los de la novela de Salten. Por ejemplo, el valiente conejo Tambor es un invento del propio Disney, mientras que otros animales del bosque más complejos como Rono, Kaurus, Netla o Gobo ni siquiera aparecen en la película. Aun así, el film de Disney no dejó de participar de manera intensa del clima de época y, a los espectadores norteamericanos de 1942, la paz edénica del bosque alterada por una incursión inesperada no podía dejarles de recordar el reciente ataque de Pearl Harbor. Dos años más tarde, después de la anexión de Austria por Alemania, Salten se trasladó a Zúrich con su esposa —la actriz Ottilie Metzl— y pasó allí sus últimos años hasta su muerte el 8 de octubre de 1945, a la edad de setenta y seis años. Sus restos descansan en el cementerio judío de Zúrich, el Der Israelitische Friedhof Unterer Friesenberg, donde también descansan los restos de otro destino judío desventurado del Imperio austrohúngaro: el tenor austro-rumano Joseph Schmidt. Cuando con el ascenso del nazismo Hitler prohibió los libros de Salten, ciertamente tenía en la mira sus artículos en el diario de Theodore Herzl, Die Welt, y su novela pornográfica. Sin embargo, fue Bambi el libro que parecía conservar para el régimen el mayor peligro. Pablo Dreizik

es docente e investigador de la facultad de

Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y dirige la "Cátedra Libre de Estudios Judios Moses Mendelssohn" de la misma Universidad. Ha publicado libros sobre filosofía, sobre Emmanuel Levinas, Hannah Arendt, políticas de la memoria y estética contemporánea.


Un vómito contra la barbarie Sobre La tercera noche de Walpurgis de Karl Kraus y el combate contra el fascismo desde la cultura Por José A. Cano Se diría que el tiempo no está para bromas. Karl Kraus, La tercera noche de Walpurgis.

A Karl Kraus no se le ocurría nada que decir sobre Hitler, y no se le ocurrió durante casi trescientas cincuenta páginas. La tercera noche de Walpurgis es un ensayo rabioso, un vómito intelectual de impotencia y lucidez ante el advenimiento del Tercer Reich, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Es periodismo, es literatura, es miedo y es adrenalina. Es una obra maestra que casi parece improvisada. Es un aviso que llega tarde y una lección de humildad.

La tercera noche de Walpurgis sirvió de denuncia temprana y de profecía sobre la barbarie hitleriana. Escrita en 1933, Kraus, judío convertido al catolicismo y más tarde ateo utiliza las armas del enemigo contra él: la lengua y la cultura alemana, de la que los bárbaros querrían volverlo extraño, es la principal fuerza de su erudición para ridiculizar la cursilería de los nazis. Kraus es, de hecho, el mejor ejemplo de lo que el filósofo francés François Jullien llama, en su reciente ensayo La identidad cultural no existe, el uso de los recursos culturales. Para Jullien las culturas no son entes cerrados, sino cajas de recursos que las sociedades y los individuos utilizan a conveniencia. Kraus, judío, católico, ateo, checo, austriaco, alemán… se vale de los recursos culturales a su alcance, sobre todo de la lengua, para hacer caer al enemigo por su propio peso. Sobre Karl Kraus y la crítica sin piedad Karl Kraus (Jičin, República Checa, 1974-Viena 1936), relativamente desconocido en España, fue un escritor, periodista y crítico literario de la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial y de entreguerras. Nació judío, se hizo ateo, se bautizó católico y regresó finalmente al ateísmo. Durante la Gran Guerra criticó a la prensa belicista del Imperio austrohúngaro y militó en grupos pacifistas. En 1931 ya advirtió en varios artículos del peligro que suponía Hitler si llegaba al poder, aunque tardó varios meses en posicionarse tras su ascenso al mismo dos años después. En 1936 murió de una embolia pulmonar que le había sido diagnosticada apenas un año antes. Desde su revista Die Fackel (La Antorcha), fundada en 1899 y de la que fue único redactor desde 1911 hasta el día de su muerte, fue el azote de los periodistas cursis y los poetas torpes. Ejercía lo mismo de periodista de política, denunciando la corrupción en la previa a la Primera Guerra Mundial, que de crítico literario. En 1918 escribe y publica Los últimos días de la humanidad,

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un duro ataque contra todos quienes contribuyeron con sus discursos al ambiente bélico. Se calcula que escribió entre veinticinco mil y treinta mil páginas de la revista, además de impartir alrededor de setecientas lecturas, conferencias y representaciones, de las que era espectador habitual, entre otros, Elias Canetti. Resultaba habitual que Kraus recibiese denuncias de diferentes particulares o colectivos que se sentían ofendidos por sus invectivas. Criticaba, sobre todo, el uso perverso del lenguaje, y sus escritos son un intento de crear un alemán rico pero no necesariamente claro. La tercera noche de Walpurgis fue planeada y escrita en el verano de 1933 como contenido para Die Fackel, para responder a los seguidores y críticos de Kraus que le reclamaban una toma de posición clara frente a la llegada de Hitler al poder en enero de ese mismo año. De ahí su célebre primera frase: «No se me ocurre nada sobre Hitler». El miedo a las represalias, tanto sobre él como sobre algunos amigos y conocidos que aparecen reflejados en el ensayo, lo decidió a mantenerlo inédito. Tras su muerte, la propiedad de las pruebas de impresión de Walpurgis pasó a su abogado, Oskar Samek, que las trasladó a Suiza y luego a EE. UU., salvándolas de la quema tras la anexión de Austria al Tercer Reich. La primera edición no llegaría hasta 1952, de la mano de la editorial Kösel de Munich, dieciséis años después de la muerte del autor. Sobre Walpurgis y la cultura alemana La noche de Walpurgis es, en gran parte del norte y el centro de Europa, la noche de las brujas, heredera del festival precristiano de bienvenida al verano entre los pueblos germanos. Se celebra entre el 30 de abril y el 1 de mayo y según la tradición reúne a las brujas en la montaña de Brocken, en la sierra del Harz. Actualmente es una atracción turística de la zona, que ha cambiado el significado original de las hogueras en la Edad Media —ahuyentar a las brujas— por parte del presunto rito. Goethe recoge una imaginaria primera noche de Walpurgis en Fausto, sirviendo el aquelarre de trasfondo a las acciones de los personajes. Mendelssohn musicaría dicha descripción poco tiempo después de su publicación. John Michael Cooper, en su ensayo Mendelssohn, Goethe and Walpurgis Night, sostiene cómo en

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ambas obras la excusa del conflicto entre paganismo y cristianismo sirve para defender valores liberales modernos de tolerancia, pues los personajes que deberían representar a las fuerzas del mal reunidas acaban siendo los más correctos y puros. Por otra parte, el giro en la representación de la noche de Walpurgis responde a una reivindicación nacionalista y pangermánica del pasado pagano del país en pleno siglo XIX, y así será interpretada por Kraus. Nuestro autor, que según sus propias cuentas se sitúa en la tercera noche del ritual pagano, dista mucho de usar Walpurgis como símbolo de tolerancia o modernidad. Para él es el marco de una sátira del regreso a lo irracional, de la destrucción de la civilización y la celebración de lo monstruoso. Los jerarcas nazis son los sátiros y las lamias de la descripción de Goethe y no se acerca para nada a héroes de un pasado oculto que regresan, sino a seres grotescos siendo agasajados por criaturas aún más patéticas que ellos mismos, esto es, la prensa y los creadores afines al régimen nazi. Hay en el vienés un propósito de burla de la idea de lo germánico o lo nórdico que vende el nazismo. Es ca-


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paz de desmontar cualquier tipo de apego a Nietzsche que aparezca en la retórica hueca de Goebbels recordando la admiración de aquel por la cultura semítica y la base helenística de su pensamiento. Nietzsche como recurso, como arma en la que los nazis intentan ignorar su odio por toda esencia de lo alemán, con frases que Kraus cita textualmente del tipo: «Los alemanes son canaille, quien frecuenta esa sociedad se denigra» o «Encontrar un judío es un beneficio, sobre todo cuando se vive entre alemanes. La sensatez de los judíos les impide hacer tonterías como las nuestras, por ejemplo, la “nacional”». El mundo que describe Kraus en su ensayo, apenas conociendo menos de un año de gobierno de Hitler, es un apocalipsis de los idiotas cebados con cursilería y demagogia. Los ataques vitriólicos del autor van tanto contra la jerarquía nazi como contra sus cómplices por acción u omisión, y a los intelectuales o periodistas cooptados por el nuevo régimen los ataca casi más por su ignorancia o incapacidad creativa que por sus opiniones políticas. Sobre lo irracional y lo intelectual La parálisis que admite Kraus ante Hitler es muy parecida a la de otros intelectuales del momento, aunque sepamos que es falsa en cuanto pasamos de la segunda línea y recuerda a la que se pueda vivir en pleno 2018. Su texto habla con el de otros autores a los que probablemente no leyese pero que escribían en paralelo, y también al europeo burgués que llevamos dentro y fuera, que se complace en leer a Zweig y se siente austrohúngaro ante cada iluminado cuya patria está por encima del bien y del mal que se presenta a unas elecciones, sean cuales sean sus colores. Kraus desmonta Goebbels por la vía de sus propias contradicciones estéticas. Si en un discurso el ministro de Propaganda nazi invitaba a los creadores alemanes a potenciar lo verdaderamente germánico y luchar «contra lo kitsch», Kraus le recuerda que lo kitsch es la misma esencia del nazismo. Los atropellos literarios y estéticos del manipulador supremo del Reich son desmenuzados sin piedad por el austriaco: «Sólo en el curso de dos meses hemos logrado, como lo muestran las revistas ilustradas, que a las doncellas les hayan crecido trenzas de varios metros de longitud, y el Führer se haya rodeado de una escolta compuesta de muchachos largos».

La recuperación artificial de símbolos del pasado, la comparación constante de Hitler con figuras como Federico el Grande de Prusia, es tan risible para Kraus como el sentido del ridículo inherente a tanta cursilería: mientras se inventan rituales exagerados para recibir embajadores, la mayor preocupación de la jerarquía nazi puede ser prohibir que se hagan retratos de héroes alemanes con manteca de cerdo durante las ferias del gremio de carniceros. Una estupidez que Kraus admite que disfrutaría más si no fuese, en el fondo, tan violenta y dañina. A lo largo del ensayo se van superponiendo la crítica cultural y la reseña periodística más descarnada. En el caso de la segunda, el autor se centra en recopilar casos de violencia antisemita ejecutados por las SA y su escasa, nula o tergiversada aparición en la prensa alemana y austriaca de la época. El vienés no tiene mejor opinión del periodismo extranjero que del propio, pero lo usa como fuente en ocasiones y sobre todo ataca a quienes niegan la evidencia. Así se entienden dos citas como estas, separadas por apenas unas páginas y tras la descripción de agresiones a judíos en la recién estrenada Alemania hitleriana: «Pero peor que el asesinato es el asesinato acompañado de la mentira, y, peor aún, la mentira del que sabe: pretexto de un incrédulo que se niega a creer el hecho, excepto el de la mentira; complacencia en hacerse tan tonto cuanto la violencia quiere hacerlo, cruel idiotez»; «El periodismo […] no sería capaz de enfrentar una sola catástrofe porque está emparentado con cada una de ellas». Kraus habla de la journaille, mezcla de periodismo y canaille, siempre con la cursilería y el victimismo del nacionalista como hilo conductor. En la misma crítica puede recordar la capacidad de la nueva prensa alemana, «coordinada» desde el ministerio de Goebbels, para ocultar la existencia de refugiados dentro de Alemania como para «temer» una presunta invasión atravesando el Mediterráneo de soldados negros de la Legión Extranjera francesa. Y, en la línea de su obsesión con el lenguaje, atacándolos por malos escritores, como cuando se dirige al escritor Gottfried Benn: «Incluso desde la perspectiva de frases sintácticamente inconcebibles yo podría concederle la refutación de su pensamiento mediante su lenguaje». Benn, presunto apolítico, supuesto seguidor de la filosofía nietzscheana, es víctima habitual de las

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críticas de Kraus por sus bandazos ideológicos y suma al carro de los cursis con la llegada del nazismo al poder. Sobre nosotros en la noche de Walpurgis La grandilocuencia ridícula, la condición de villanos de opereta de los nazis, no pasaba desapercibida ni a Kraus ni a ninguno de sus contemporáneos y se ve reflejado en cada línea que dedica a Goebbels, Rudolf Hess o el mismo Hitler. Cuando el crítico Damisch elogia a un compositor que ha dedicado al Führer una sinfonía sobre Goethe celebrando «a la par del maestro a los grandes genios a los que servía su obra, Goethe y Adolf Hitler», a Kraus no le queda sino sublevarse entre amarga ironía. La crudeza con la que trata la incultura de Goebbels recuerda al lector español la glosa que le dedicase el periodista Manuel Chaves Nogales. El sevillano, corresponsal para el diario Ahora en la Alemania nazi en el mismo 1933, publicó una serie de reportajes bajo el título «Cómo se vive en los países de régimen fascista», recopilados y publicados en formato libro con el título Bajo el signo de la esvástica. La guinda del pastel fue la entrevista que, con mucho esfuerzo, Nogales consiguió con el mismísimo Joseph Goebbels. El ministro accedió con condiciones: sólo respondería a tres preguntas, que deberían publicarse textualmente y sin ningún tipo de comentarios por parte del periodista. El reportero accedió, pero antes de dicho intercambio añadió un párrafo de presentación del jerarca nazi: «Es un tipo ridículo, grotesco; con su gabardina y su pata torcida, se ha pasado diez años siendo el hazmerreír de los periodistas liberales. Toda Alemania está llena de anécdotas pintorescas sobre este tipo estrafalario al que —verdad o mentira— se le ha colgado todo aquello que puede hacer polvo a un hombre». Otro testigo de aquel 1933 es el periodista holandés y militante comunista Nico Rost, que en mayo de ese mismo año, mientras Kraus comienza la escritura de Walpurgis, es uno de los primeros internos del campo de concentración de Oranienburg, del que dejará testimonio apenas un año después en su reportaje Un campo de concentración en el Tercer Reich. Rost tiene en común con Kraus su virtud de denunciante temprano de las atrocidades del régimen nazi y la de profeta trágico: durante la guerra volverá a ser internado, esta vez en Dachau. De ahí saldrá su obra más famosa: Goethe en Dachau.

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A Rost, Nogales y Kraus los une la incapacidad de tomarse en serio a los malvados y a los cursis, pero también la erudición. Sobre todo a Rost y Kraus los enlaza el combatir la barbarie con citas y más citas —ambos aferrados a Goethe, esencia de «lo alemán», para darle la vuelta como recurso cultural—, el ridiculizar el discurso vacío de la intolerancia con una lista de autores que apabullarían al más leído de los seguidores de Goebbels. Frente al regreso a las cavernas, civilización, civilización pedante y vomitada con violencia, sin negar el miedo. Son antes, de tiempo, antes de la posmodernidad, lo que Marina Garcés reivindica en su Nueva ilustración radical: la intelectualidad que no renuncia ni a su condición de vigía en un mundo donde todo parece relativo ni a la capacidad de analizarse a sí misma. Si Rost y Kraus no se rinden frente al fascismo tampoco dejan de ser críticos de sí mismos, uno repasando citas textuales en las literas de Dachau, el otro repasando sus propias obras para hundirlas durante la tercera noche de lo irracional y lo depravado, la noche de Walpurgis. Contra el cursi con miedo a su propio ridículo, la sátira, como harán después de Kraus otros; el mismo Günter Grass, que con su El tambor de hojalata y la historia del nazismo como la historia de lo grotesco les habla a los sátiros y las brujas de Walpurgis. Y contra la idea de una cultura uniforme, cerrada, de una identidad pura que no debe ser mancillada, la idea de la mezcla, del escritor judío nacido checo y muerto austríaco, que dominaba la lengua alemana mejor que los que creían defender su esencia más pura. En 1938 las obras de Kraus serían quemadas tras la anexión de Austria al Reich, pero su voz sobreviviría como un recurso cultural de los que describe Jullien, un recurso para nosotros, en 2018, y las pruebas que nos esperen. Ante la barbarie, no queda sino reírse, aunque sea amargamente y el tiempo no esté para bromas.

José A. Cano

es periodista y escritor. Ha colaborado en

medios como El Mundo, eldiario.es y Ctxt escribiendo por igual reseñas de cómics que cubriendo juicios sobre corrupción urbanística. Como escritor, ha publicado relatos breves en libros colectivos y en revistas como Paralelo Sur.


Fresas Por Natalia Garrido Joseph Roth busca reconstruir la ciudad de su infancia en una novela, pero en el intento se enfrenta con su propia imposibilidad. El autor de Fresas fue un humanista al que no le gustaba que le encasillaran en ningún grupo ni filiación política o identitaria encorsetadas. La segunda mitad de su vida ocurre en la transición constante de una ciudad europea a otra, sin un hogar fijo. En su trayectoria, parece dejar atrás su identidad de judío oriental, se quita el Moses del inicio de su nombre, trabaja para periódicos alemanes, nunca toma en serio la posibilidad que se le presenta de emigrar a América, hace todo lo posible por quedarse en París. Pero en un momento dado intenta regresar a los orígenes de su infancia con Fresas.

Escrito hacia 1929 y publicado por Acantilado (2017), Fresas puede que sea un intento inacabado de reconstrucción de la diversidad, las vicisitudes y los anhelos de los integrantes de una comunidad, la del nacimiento e infancia de su autor, a unas millas de la frontera con Rusia: Brody. En la Brody de Fresas, el otoño es sin viento, el amarillo del sol consigue retrasar la llegada del azul de su cielo. Bajo la luz cálida, sus habitantes recogen con sus manos las fresas frescas y brillantes, perfumando los campos hasta las coníferas. El guarda forestal les quita las fresas, las esparce por el suelo y las pisa, pero la gente del pueblo, de todas maneras, no se preocupa: cuantas más fresas el guarda forestal pisa, más crecen en el bosque. ¿Se imaginaría el autor que Fresas —aun incompleta— iba a ser de los pocos breves manuscritos literarios que nos quedan inspirados en una ciudad, en un pequeño mundo, aniquilados por la moral europea que él ya denunciaba en 1937 en su libro Juden auf Wanderschaft?: «No puede haber una moral europea, ni europea-cristiana, mientras subsista el principio de la “no intervención”. ¿Por qué se arrogan los Estados europeos la pretensión del propagar la civilización y la urbanidad a lejanos continentes? ¿Por qué no en Europa?». Joseph Roth, que había llegado a ser el periodista mejor pagado de Europa, muere en 1939 a los cuarenta y cuatro años en París, envuelto en penurias tanto económicas como existenciales. Situación que se evidencia en las cartas que le escribe a Stefan Zweig, publicadas en 2012 con el título Joseph Roth: A Life in Letters. El autor de Fresas es fotografiado con frecuencia con un periódico bajo el brazo, viajando de ciudad europea a ciudad europea, en trenes y hoteles, con problemas en sus relaciones amorosas, observando desde fuera lo que ocurre a su alrededor, notando cómo las esperanzas intelectuales de la Europa de entreguerras se van sumergiendo en las sombras mientras él, sumergido en el alcohol, escribe la mayor parte de su obra. Tal vez en algún momento haya encontrado en la escritura su único hogar.

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Natalia Garrido. Fresas

Tras su muerte se dice que Joseph Roth fue enterrado en presencia tanto de sacerdotes católicos como de rabinos judíos, lo que parece ser congruente con su biografía y con su pensamiento. En Fresas, cuando el ingeniero que construye el edificio de cinco plantas en la pequeña ciudad se cae de un andamio y muere, es enterrado en un punto medio entre el cementerio cristiano y el judío, debido a que los habitantes no consiguen saber a qué confesión pertenecía. En 1937, el autor afirmaba que el problema de los cristianos consistía en que habían dejado de ser cristianos y que el día que los cristianos vuelvan a ser cristianos, los judíos también estarán contentos. La Brody de Fresas es un intento de retratar aquella ciudad en la que para entonces, dos tercios de la población era judía, pero que contaba también con personas de diversas nacionalidades y en la que se hablaban varias lenguas. Aquí el autor retrata a personajes que han dejado la ciudad pero que regresan intentando brindar una ayuda que muchas veces resulta infructuosa. Así sucede con el visitante que construye el hotel de cinco plantas y que a las personas mayores sólo les recuerda a la torre de Babel, o en la caridad que esperan los habitantes por parte de sus integrantes destacados. A través de su relato, el autor describe a los integrantes de su comunidad con considerable ironía. Dos años después de la muerte de Joseph Roth, las tropas alemanas ocupan la ciudad de Brody, que ahora forma parte de Ucrania. Un grupo de doscientos cincuenta intelectuales judíos de la ciudad son fusilados cerca del cementerio después de ser torturados. Un año después, la mayoría de los judíos de Brody son asesinados. A través de su obra, la sensibilidad de Joseph Roth permite vislumbrar con punzante lucidez e ironía los matices en las problemáticas tanto de Europa como de los diferentes grupos sociales en ella. En 1937, en Judíos errantes, escribe: «La idea de esos países del Este en que todos los judíos son rabíes milagrosos o se dedican al comercio, mientras la totalidad de la población cristiana consta de campesinos que viven mezclados con los cerdos, y de señores que sin cesar van de cacería y

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beben, es exactamente tan pueril y ridícula como lo es el sueño del judío oriental acerca de un humanismo europeo-occidental». La noción de comunidad en su obra se hace presente en la diversidad, en las contradicciones tamizadas por la sensibilidad de su mirada para dar cuenta de las complejidades. Si bien el autor a lo largo de su nómade vida se mantiene reticente a formar parte de cualquier grupo establecido, en Hotel Savoy (1924) es junto a su amigo Zwonimir, con quien comparte habitación y trabajo, que el protagonista Gabriel Dan parece recuperar su sentimiento de pertenencia a una comunidad: «Ciertamente, vivo en una comunidad; sus penas son las mías, su pobreza es mi pobreza». El mismo Joseph Roth viviría más tarde, al igual que Gabriel Dan, en un hotel, pero en vez de en Łódź será en París. La comunidad que finalmente encuentra Gabriel Dan en el Hotel Savoy, luego de ser prisionero de guerra por tres años en un campo siberiano, o la comunidad que encuentra después en los repatriados o en la misma amistad de Zwominir, parece que una vez más resulta imposible. Sin embargo, en libros como Fresas, Judíos Errantes y Hotel Savoy, es en el marco de la noción de comunidad donde entran en juego la caridad, la esperanza de los pobres, la lucha por los papeles: «En mi tierra yo no necesitaba ningún papel. Todos me conocían», dice Moses Joseph Roth en Fresas. En Hotel Savoy, un hombre rico llamado Bloomfield regresa con el motivo aparente de construir un hotel. Todos creen que regresa a la ciudad por el dinero, cuando en realidad el protagonista descubre que Bloomfield regresa a visitar la tumba de su padre: «Soy un judío oriental, y nuestra patria está siempre donde tenemos nuestros muertos». Joseph Roth escribe sobre la ciudad de su infancia, en la que no ha conocido a su padre, y en la descripción de Brody pareciera que el propio autor quedara atrapado en las contradicciones que se expresan en ella. En Inner Workings: Literary Essays 2000-2005, J. M. Coetzee describe la obra de Joseph Roth como signada por la nostalgia de un pasado perdido y la ansiedad de


un futuro sin hogar. Este es el aspecto que suele enfatizarse sobre la obra de Joseph Roth, más vinculado a La marcha de Radetzky (1932) y a las percepciones de la pérdida del hogar. Pero hay otros aspectos para destacar entre los méritos de Joseph Roth. No sólo su mirada aguda, sensible e irónica, su gran capacidad y lucidez para prever lo que vendría, sino el hecho de que fuera entonces de las pocas voces humanistas europeas en las puertas de la tragedia. Como les ha pasado a los judíos pacifistas que él mismo describe en 1937, hasta ahora pocos han cantado la gesta de personajes como Joseph Roth: «Se convirtieron en tullidos heroicos, ciegos, co-

jos, contrahechos, se sometieron al más ingrato y feo de los sufrimientos. No querían servir. No querían ir a la guerra y caer en ella. Su raciocinio estaba siempre alerta y calculaba. Su claro raciocinio estimaba que siempre es más útil vivir tullido que morir sano. Su religiosidad sostenía la reflexión. No sólo era estúpido morir por un zar o por un emperador, sino que era un pecado el vivir lejos de la Torá y en contra de sus mandamientos. Era pecado comer carne de cerdo, llevar arma en el Sabbat, hacer la instrucción, levantar la mano —excuso decir la espada— contra un hombre inocente y extranjero. Los judíos orientales fueron los pacifistas de temple más heroico. Padecieron por el pacifismo. Se convirtieron voluntariamente en tullidos. Nadie ha cantado todavía la gesta heroica de estos judíos». No deja de sorprender lo acertado de su mirada aguda y premonitoria de lo que vendría después en Europa. Las palabras y el pensamiento de Joseph Roth, olvidados en las décadas del cincuenta y sesenta, y recuperadas luego sobre todo en idioma alemán, parecen ser más comprensibles para la mayoría en esta época que cuando fueron escritas. Cuando en 1937 declaraba que la mitad de la vida de los judíos se iba en la lucha por los papeles, sus palabras, escritas en Judíos errantes, nos resuenan en 2018: «En un mundo como éste no se trata ya que de que sea imposible el que los emigrantes reciban pan y trabajo: es casi un sobreentendido. Pero es que también es imposible que reciban una de esas cosas que llamamos “papeles”. Y ¿qué es un ser humano sin papeles? ¡Menos que un papel sin un ser humano!». Hoy mismo, en un centro de acogida de refugiados en una ciudad europea, alguien vuelve a recibir su sellado diario para poder seguir esperando entre los muros el veredicto por sus papeles.

Natalia Garrido es licenciada en Sociología y magíster en Comunicación y Cultura por la Universidad de Buenos Aires, e investigadora predoctoral en la Universitat Oberta de Catalunya.

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Viendo la masa crecer Por José Aníbal Campos A casi sesenta años de su publicación en alemán (Claassen Verlag, Hamburgo, 1960), Masa y poder, la obra más importante de Elias Canneti, tiene el raro privilegio de ser una lectura reveladora no sólo acerca del pasado, sino también de la actualidad más candente, y de ofrecer a la vez la amarga y palpable prueba del fracaso de todo intento intelectual por erigirse en referencia histórica de progreso cuando emprende el estudio de los comportamientos de los hombres (y de las mujeres) o de los vaivenes de los grandes organismos sociales con el propósito de evitar que se repitan las grandes tragedias de la humanidad. Las catástrofes políticas del siglo XX se convirtieron para Canetti no sólo en un tema de investigación, sino casi en una obsesión tan personal como su ingenua lucha intelectual contra la muerte. Concebida no sólo como un diagnóstico de las patologías de masas, sino también como posible método terapéutico, Masa y poder parece, a la vista de los últimos y nuevos acontecimientos y de los movimientos masivos que empiezan a gestarse en todo el mundo, el manual de cabecera de los oscuros poderes responsables de aquellos experimentos de ingeniería social que, en fecha todavía reciente, acabaron en catástrofe. La metodología seguida por Canetti es —o debería ser— conocida: el autor, un profundo estudioso de los mitos, recurre a todo su saber sobre rituales (bélicos, danzarios, religiosos, los que tienen como fin inmediato el consumo o la diversión) con tal de adentrarse de manera algo más sistemática en los orígenes de todo engrudo social en sus respectivos contextos. El miedo ancestral del individuo —en cuanto que individuo— al contacto con lo extraño se revierte en una fusión con el grupo que, si bien por una parte le ofrece protección, también exime, por la otra, de todo sentido de la responsabilidad personal. A estas alturas, ya todos sabemos que, tras el jolgorio, resulta imposible pedir cuentas individuales por la mugre que

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queda dispersa sobre el ágora. Dice Canetti al inicio de Masa y poder: Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. [...] Todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han surgido de ese temor a ser tocado. [...] Esta aversión al contacto no nos abandona tampoco cuando nos mezclamos entre la gente. [...] Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario. 1

La aversión se torna ansia de fusión; el miedo se vuelve, en su momento extremo, agresividad, y en sus ratos de menores cotas de histeria, deviene enajenación, placentera sugestión colectiva. La terrible conclusión de una lectura atenta de Masa y poder, en contraste o diálogo con algunos notables ensayos del presente, es que los hombres apenas han sabido sacar auténtico provecho de los periodos de libertad individual y que estos, como en un perverso círculo vicioso, parecen constituir sólo el tiempo de cocción de una catarsis abocada a la histeria generalizada de una masa que da vivas a la imposición de nuevas cadenas. En un reciente ensayo, el profesor e historiador alemán Volker Reinhardt detectaba una serie de síntomas que apuntan a un retroceso de los comportamientos sociales, un retroceso que bien podría servir de transparente a una nueva lectura de la gran obra de Canetti. Son siete los síntomas expuestos por Reinhardt: 1) el descrédito de la ciencia; 2) el retorno de los oráculos; 3) la naturalidad de lo sobrenatural; 4) el regreso de la picota pública; 5) el placer de la autohumillación en el ágora; 6) el poder de lo ritualizado

1. Todas las citas de este texto han sido tomadas de la edición de Masa y poder publicada por Muchnik Editores, en traducción de Horst Vogel (Barcelona, 1977). Aquí: págs. 9-10.


y 7) la fe en el núcleo de la familia y en los colectivos garantes de una identidad.2 En todos esos casos interviene la masa, y en todos se pone de manifiesto un aprovechamiento malsano por parte de ciertas instancias de los poderes fácticos (Gobiernos, partidos, asociaciones, Iglesias, academias, aparatos legislativos y prensa) en aras de una desintegración —deliberada o no— de las normas de convivencia que costaron siglos y sangre para afianzarse. De nada le ha servido a la genética, por ejemplo, haber demostrado con datos precisos que no existe una abstracción tan perversa como la de la «pureza racial»: por todas partes vemos incrementarse la popularidad de movimientos de masas que defienden el ideario de una supuesta supremacía e intentan protegerse de una «catastrófica» Umvolkung (entomorfosis o re-etnización: un término del nacionalsocialismo que fue usado en un doble sentido: como legitimación del exterminio de los judíos y como programa de colonización de los territorios ocupados). De nada parecen haber valido los esfuerzos por conseguir sistemas penales más humanos como los que disfrutamos hoy en Europa: la masa sugestionada, comprensiblemente decepcionada por decenios de corrupción en las prácticas y los discursos públicos —una corrupción, dicho sea de paso, de la que ella misma ha participado y de la que, en cierto modo, se ha beneficiado—, llega a reclamar, en un estado casi de éxtasis, la reintroducción de la pena de muerte, tal vez en la ingenua creencia de que con ello se daría solución a corto plazo a problemas que los propios integrantes de la masa, cuando les correspondió actuar como individuos y ciudadanos adultos, no supieron o no quisieron (por apatía o cobardía cívica) ayudar a resolver; como si ese recrudecimiento legal que invocan no fuera a volverse contra ellos mismos. Según Reinhardt, la segunda consecuencia lógica de ese descrédito de la ciencia y del pensamiento ilus2. «Die Vergangenheit kehrt zurück»; en: Neue Zürcher Zeitung, martes 5 de diciembre de 2017.

trado es el aumento de una confianza ciega en oráculos de toda clase (segundo síntoma). Dice Reinhardt:

El esoterismo en todas sus formas imaginables vive un frenético momento de auge: quiromantes, adivinos con bolas de cristal o astrólogos pueden apenas satisfacer la demanda que los asedia. Que la naturaleza está sujeta a leyes naturales y, en cierto modo, implacables —verdad que Galileo les cantó a los teólogos en su momento— no es algo obvio para la mayoría de la gente, pues eso la rebaja a la condición de objeto de oscuros poderes anónimos y la despoja del sitial de honor que le prometió la Biblia como cima de la Creación [...]. Antes, para tales dispensas estaban los santos de ambos sexos [...], hoy amplían esa oferta chamanes de toda calaña, bawalawos y sacerdotes del vudú, brujas autocoronadas como tal.

«La muta [la jauría] consiste en un grupo de hombres excitados que nada desean con mayor vehemencia que ser más», dice Canetti en el capítulo de su ensayo que introduce la relación de las Iglesias con la masa (pág. 89). La era digital ha traído nuevos espacios de comunión que, si bien parecen en un principio dar sitio a la diversidad y canalizarla, muestran cada día más su verdadero rostro uniformado: uno de ellos es la de ser púlpito de toda suerte de nuevos predicadores con un público muy específico y moldes de comportamiento ritualizado bastante similares. Facebook es uno de esos foros públicos en los que cualquier «pontífice» puede diseñar a discreción su listado de feligreses, y si bien los discursos difieren muchas veces de forma diametral, están todos condicionados por los mismos moldes preestablecidos de bautismo, celebración, lamento, mutuo arropamiento y excomunión, con sus opciones de Me gusta, Me entristece, Me irrita o Me divierte y sus posibilidades de borrar al que no se someta al ritual o cuestione los discursos marcados por el «muro pontífice» de cada profile. En el fondo, Facebook no es más que un

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Elias Canetti. Fotografía: Dutch National Archives, The Hague, (ANEFO), 1945-1989

gran juego de mesa en el que cualquiera puede hacer uso de las peores prácticas políticas, con sus mecanismos de reclutamiento y captación de votos, y también con sus estrategias de demonización y exclusión. Un retorno de la fe en lo sobrenatural es el tercer síntoma determinado por Volker Reinhardt. Zombis, vampiros y brujas pueblan librerías, videotecas y ludotecas; muchos discursos políticos en torno a fenómenos concretos y con causas bien palpables — fenómenos como el terrorismo, las olas migratorias, la violencia social— rayan a veces en lo sobrenatural, ofrecen explicaciones acientíficas o descaradamente falsas sobre los mismos y, sorprendentemente, calan

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con fuerza en las multitudes. Y con ello llegamos al cuarto síntoma: la vuelta de la picota pública y el placer con el que las masas asisten y participan de nuevas decapitaciones que ponen a temblar, cuando no derogan, todas las instancias de la ley. En su nuevo y magnífico ensayo Lenguaje de adultos. Su desaparición de la política y la cultura (Fischer Verlag, 2017) el filósofo austríaco Robert Pfaller aborda con lucidez este complejo tema. A Pfaller le interesa sobre todo la peligrosa manipulación subyacente a la imposición en el lenguaje de una political correctness que, lejos de resolver problemas concretos, va socavando el lenguaje con el que los problemas reales de la sociedad con-


José Aníbal Campos. Viendo la masa crecer

temporánea podrían verbalizarse, en un primer paso para ser identificados y, posteriormente, resueltos. Dice Pfaller: Como bien apunta Laura Kipnis, en este caso, una postura en cierta variante del feminismo radical enemigo de la sexualidad, tal como fue preconizado por autoras como Andrea Dworkin y Catherine McKinnon, ha pasado a ser mainstream. Según ese criterio, bajo las condiciones del patriarcado no parece haber, por principio, relaciones heterosexuales consentidas y de común acuerdo con las mujeres involucradas, ya que cualquier exhortación a unas relaciones eróticas heterosexuales constituiría un caso de acoso o incluso de violación. Y según ese criterio, toda inculpación tendría, automáticamente, la razón. No habría ya un proceso regulado con ministerio fiscal y abogados de la defensa, con presentación de pruebas, interrogatorio de testigos e inculpados, etc.; tampoco habría medidas para mantener en pie la presunción de inocencia de los inculpados mientras dure el proceso y proteger a estos del mobbing. Las sensibles políticas de moralización del espacio público, siempre concebidas con vistas a la inclusión, se muestran en este aspecto de un modo desconsideradamente exclusivo y brutal en el trato con aquellos a los que se les reprocha haber herido determinadas sensibilidades: y lo hacen cueste lo que cueste, en cierto modo de forma sumaria, cercana a una ley marcial, convirtiendo a los inculpados en no-personas.3

El libro de Pfaller abunda en ejemplos ilustrativos concretos, como el que sigue: Cada vez son más los estudiantes, muy especialmente en las universidades de élite, que se sienten acosados sexualmente, o incluso violados, ya sea por el personal docente o por otros estudiantes. Cualquier cosa que ocurra o acabe de un modo contrario a los deseos de alguien, o toda relación que pueda 3. Pfaller, Robert, Erwachsenensprache. Über ihr Verschwinden aus Politik und Kultur, Fráncfort del Meno, Fischer Verlag, pág. 54 (la traducción es de José Aníbal Campos).

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considerarse a posteriori como fallida o que, tras una aprobación previa, se juzgara luego como preferiblemente descartable, se ve sometida ahora a la sospecha de haber sido una violación. En 2013, una estudiante de la renombrada universidad neoyorquina Columbia estuvo arrastrando varios días por todo el campus, con un gran efecto en los medios, una colchoneta, todo con el propósito de conseguir que un compañero de estudios, al que ella culpaba de haberla violado en una colchoneta similar, fuera expulsado de esa universidad. Aunque el estudiante en cuestión fue absuelto de esos cargos por un gremio universitario y no se llegó a ningún proceso judicial, el joven fue expulsado del centro de estudios. Con el aplauso de Hillary Clinton y Marina Abramović por la acción de la estudiante que lo acusaba, la existencia civil del joven quedó destruida por mucho tiempo (pág. 53).

En este resurgir de los cadalsos públicos y de la atracción irresistible que ejercen sobre la masa, juegan un papel fundamental, una vez más, los nuevos medios de comunicación y las redes sociales. Al respecto apunta Reinhardt: En la actualidad, la picota pública ha reaparecido en su variante digital. Los huevos podridos que antes se lanzaban a la cabeza del pobre pecador cuando estaba en la picota han dejado sitio a los más groseros insultos en forma digitalizada, al shitstorm como forma democratizada de satisfacer venganzas personales, un privilegio antes sólo reservado al verdugo.

A ello se asocia el quinto síntoma diagnosticado por Reinhardt: el placer en la autohumillación y su exigencia como expiación extralegal. Con el incremento de los linchamientos públicos reaparece también un ritual que, como nos recuerda el ensayista alemán, era muy común en la Ginebra de Calvino: los mea culpa previos a las ejecuciones. La televisión se ha llenado hasta la náusea de tales rituales (y no sólo las televisiones privadas); la sentimentalización de graves problemas sociales ha venido a sustituir a la lucha pacífica organizada y bien argumentada para abolir injusticias. Existen incluso realities como Zuhause im Glück o Der

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José Aníbal Campos. Viendo la masa crecer

Trödeltrupp4 en los que personas abandonadas a su suerte por el desmontaje deliberado del sistema social reciben (on air) una combinación de ayuda terapéutica y financiera que tiene lugar no ya por ser un derecho constitucional, sino por haberles tocado en suerte, con lo cual las empresas que patrocinan tales programas vienen a sustituir a la Providencia divina. Y esto nos conduce a los dos últimos síntomas recogidos por Reinhardt en su ensayo: la creciente ritualización de masas y el resurgir de las búsquedas identitarias. La necesidad de fundirse con la masa, el punto de partida de Canetti en su magna obra, halla su más reciente manifestación en la alarmante y vertiginosa aparición de nuevos rituales y en un apremio por articular nuevos discursos identitarios en torno a una nación, una minoría, un pasado supuestamente glorioso o, incluso, una minusvalía. Por todas partes brotan, como setas envenenadas, nuevos minipartidos, miniasociaciones patrióticas o gremiales, minicomités de afectados por algo. Se trata, por una parte, de respuestas espontáneas al fracaso —o a la mala intención o gestión— de la clase política; pero cada vez más sus discursos y procederes son instrumentalizados por la misma clase política que generó la desatención que les dio origen. Cada vez más frecuentemente sus representantes son invitados a la mesa donde se reparte el poder (y no precisamente un poder liberador). Algunos de estos nuevos «comensales» creen haberse ganado la invitación al banquete por sus méritos en una lucha a la que, a decir verdad, se han sumado a última hora sin hacer demasiados sacrificios. Uno de los momentos cumbre de Masa y poder está, a mi juicio, en el subcapítulo titulado «Sobre la psicología del comer». Allí Canetti establece un paralelismo entre el tradicional ritual de la comida en familia, con amigos o a solas, y el uso que de ese ritual realiza cualquier entidad poderosa, incluido, entre otros, el poder de los padres sobre los propios hijos. (La privación de alimento, 4. El principio aplicado en Zuhause im Glück [Hogar feliz] (canal RTL) es la reparación completa, en tiempo récord, de la vivienda de una familia con determinados problemas financieros o sociales. Der Trödeltrupp [La tropa del mercadillo] (canal RTL 2) consiste en la visita a personas con acuciantes dificultades financieras a las que, indirectamente —y en la misma medida en que se las «ayuda» a ganar algo de dinero con los cacharros que tienen por casa y a los que no dan ningún uso concreto—, se culpabiliza de su situación.

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como sabemos, es uno de los castigos más terribles y habituales aplicados por cualquier poder.) Hay, sin duda, risas de optimismo y satisfacción en estos nuevos banquetes preparatorios de la era que se avecina. Pero valdría la pena reflexionar sobre si no se trata más bien de una invitación simbólica que en absoluto pretende reparar las muchas injusticias acumuladas, sino sobornar a un aliado para la concreción de otras nuevas. En relación con esto, vale la pena citar in extenso una parábola del autor nacido en Rutschuck en 1905: En sus orígenes, la risa contenía seguramente la alegría por un botín o un alimento que a uno le parecía asegurado. [...] Tan sólo el hombre aprendió a reemplazar el proceso entero de la incorporación [de alimento] por un acto simbólico. Los movimientos que parten del diafragma y son característicos de la risa, al parecer reemplazan, resumiéndolos, una serie de movimientos peristálticos del vientre. Entre los animales sólo la hiena emite un sonido que de veras se aproxima a nuestra risa. Se la puede provocar artificialmente presentándole a una hiena cautiva algo para que lo devore y retirándoselo súbitamente antes de que haya tenido tiempo de servirse. No es ocioso recordar el hecho de que el alimento de la hiena en libertad consiste en carroñas; uno puede imaginarse cuán a menudo mucho de lo que deseaba le es arrebatado ante sus propios ojos (pág. 220).

Mientras vemos la masa crecer, los representantes de esas nuevas complicidades con los poderes fácticos —complicidades derivadas del oportunismo, la ambición, la ignorancia, el candor o el humano apetito— deberían ser conscientes de que el suflé que ahora se recalienta e hincha en el horno de las sociedades contemporáneas trae una parte envenenada, y que la indigestión será para todos.

José Aníbal Campos

(La Habana, 1965) es traductor, ger-

manista y ensayista. Ha traducido a varios autores de habla alemana, entre los que destacan Peter Stamm, Karl Schlögel, Stefan Zweig, Ingeborg Bachmann, Uwe Timm. En los últimos nueve años se ha especializado en la obra de Gregor von Rezzori y en la cultura alemana y austriaca de los años veinte-treinta.


Stefan Zweig, el triunfo de la perfección sobre el caos Creación e interrelaciones disciplinares Por Lola Moreno Hay autores que no conocen el terror a la página en blanco. Mary Shelley, por ejemplo, decía admitir humildemente que la invención no consiste en crear a partir de la nada, sino a partir del caos, en disponer los materiales y dar forma a sustancias oscuras e informes, en la capacidad de captar las posibilidades de un asunto y en el poder de moldear y adaptar ideas sugeridas en relación con él. Cada autor determina los porcentajes exactos de autobiografía, lectura e imaginación que componen su obra. La propia experiencia vital es fundamental para el proceso creativo. Las lecturas cincelan la sensibilidad y, a través de la imaginación, la escritura confiere a lo relatado belleza, en cualquiera de sus interpretaciones, incluida la llamada estética de la fealdad o de la crueldad, dependiendo de la finalidad y del concepto ético que se maneje, o de la ausencia del mismo. Multitud de aspectos pueden explicarse desde infinidad de perspectivas y ángulos relacionados con las humanidades. La interrelación de disciplinas artísticas, es decir, la existencia de dependencias mentales y de estilo entre la música y la pintura, o entre estas y la literatura, de unos principios y unos efectos psicológicos comunes a diferentes artes, la transmutación de sensaciones auditivas en sensaciones visuales o viceversa, es una cuestión naturalmente asimilada y abiertamente reconocida por los autores artísticos actualmente. Pero no siempre ha sido así. Con la directriz de lo interdisciplinar se debe abordar el arte y la literatura de las primeras décadas del siglo XX, sobre todo las vanguardias, y se puede profundizar en las que tuvieron lugar en los años sesenta, momento de eclosión de la música y de la pintura. El análisis de todo lo referente a la interacción de códigos,

sean pictóricos, literarios o musicales, la concepción multidisciplinar, se viene haciendo desde hace tiempo. En la obra de ficción de Stefan Zweig (Viena, 28 de noviembre de 1881 - Petrópolis, 22 de febrero de 1942) hay verdad y belleza como supremo ejemplo del ideal platónico de la creación, elevación estilística contra el naturalismo, una exquisita sensibilidad, un profundo conocimiento del ser humano en general, y de la psique femenina en particular, minuciosas e insuperables descripciones de los estados de ánimo de sus personajes, de estados del alma, psicoanálisis y teoría de la interpretación de los sueños, como admirador y amigo de Freud que fue, influencias de, entre otros, Balzac, Dickens y Dostoievski, poesía… música, en el más amplio sentido de la palabra. A partir de la obra Epicoene, o la mujer silenciosa, del poeta y dramaturgo del Renacimiento inglés Ben Jonson, compuso el libreto de la ópera La mujer silenciosa (Die schweigsame Frau, 1934), de Richard Strauss. Coetáneo de varios de los más grandes compositores clásicos, proclamó que el valor más vivo de su presente fue la gloriosa herencia de la música, y que lo gloriosamente realizado en el espacio de una manifestación de arte siempre vale para todas las demás. Y todo ello como maestro indiscutible de la novela breve, impulsado por su confesa naturaleza de lector impaciente que no soportaba que le hicieran perder el tiempo con páginas superfluas. En suma, el grueso de su obra completa rezuma intelectualidad y sapiencia con mayúsculas. Las de un premio Nobel. El misterio de la creación artística Para Zweig, de todos los misterios del universo, ninguno más profundo que el de la creación, el arcano más profundo de nuestro mundo, de naturaleza extraterrenal, a través del cual lo inmortal se hace visible a nuestro mundo transitorio. Habla entonces de un milagro

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llevado a cabo por un ser humano, pues «la máxima virtud del espíritu humano consiste en procurar hacerse comprensible a sí mismo lo que en un principio le parece incomprensible». Nos define la creación artística como un proceso interior que tiene lugar en el espacio aislado e impenetrable del cerebro del artista. El esfuerzo supremo y más noble del que es capaz la humanidad. Un acto sobrenatural en una esfera espiritual que se sustrae a toda observación. Y considera que toda nuestra fantasía y toda nuestra lógica no pueden facilitarnos sino una idea insuficiente del origen de una obra de arte, el misterio más luminoso de la humanidad. «No estamos en condiciones de participar del acto creador artístico; sólo podemos tratar de reconstruirlo, exactamente como nuestros hombres de ciencia tratan de reconstruir, al cabo de miles y miles de años, unos mundos desaparecidos y unos astros apagados.»

Stefan y Lotte Zweig. Fotografía: Acervo CSZ

La génesis de la obra de arte y el proceso creativo Zweig nos dice sobre su proceso creativo: En realidad, escribir me resulta fácil y lo hago con fluidez; en la primera redacción de un libro dejo correr la pluma a su aire y fantaseo con todo lo que me

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dicta el corazón... en cuanto termino de poner en limpio el primer borrador de un libro, empieza para mí el trabajo propiamente dicho, que consiste en condensar y componer, un trabajo del que nunca quedo suficientemente satisfecho de una versión a otra... Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego, una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no discriminaría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido.

Así mismo considera sorprendente el hecho de que poseamos tan pocas confesiones sobre el origen de una obra artística, y para explicarlo se apoya en el ensayo The philosophy of composition, de Edgar Allan Poe, donde este afirma: «... yo mismo he pensado muchas veces cuán interesante habría de ser un artículo en que un autor —si fuera capaz de ello— nos describiera con todos los detalles cómo una de sus creaciones alcanzó paso a paso el estado definitivo de la perfección. Muy a pesar mío, no soy capaz de decir por qué jamás ha sido entregado al mundo semejante informe». Y nos ofrece la respuesta a por qué el artista no nos describe su modo de crear, la experiencia más importante de su vida. Porque todo proceso creativo verdadero supone un estado apasionado, una situación de éxtasis (del gr. ekstasis, 'estar fuera de sí mismo'), un estado de concentración absoluta que constituye un elemento ineludible, la verdadera médula del secreto: «El artista sólo puede crear su mundo imaginario olvidándose del mundo real». Como ejemplo de la intensidad que puede alcanzar ese olvido de sí mismo, esa existencia fuera del mundo verdadero, nos pone a Arquímedes. Y a Balzac de la intensidad que la concentración espiritual puede alcanzar en grandes hombres creadores. Escribió su biografía, Balzac, la novela de una vida (1920), y la incluyó en Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievski). Un día que Honoré de Balzac se encontraba escribiendo en su estudio, un amigo entró sin avisar. Al notar su presencia, se dio la vuelta y se puso en pie de un


respingo. Muy exaltado, se le acercó. Lo agarró del brazo y, con lágrimas en los ojos, exclamó: «¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto». El amigo, que conocía bien la alta sociedad parisina, se quedó perplejo. Nunca había oído hablar de tal dama. Tras observarlo detenidamente, Balzac reparó desconcertado en su propia confusión. La duquesa no existía, era la protagonista de la novela en la que estaba trabajando y, justo en ese instante, él mismo acababa de darle muerte con su pluma sobre el papel. Debido a ese ensimismamiento absoluto, semejante al del creyente durante la oración y al del soñador durante el sueño, el artista no sabe de qué modo ha procedido, incluso hay veces que ni siquiera sabe lo que ha producido. Como prueba nos señala a Goethe y a Corot, el gran pintor impresionista francés. Además incide en que no hay que confundir la inspiración con la creación, de la cual resulta la obra artística. En que, puesto que sólo somos capaces de comprender lo que se ofrece visiblemente a nuestros sentidos, la inspiración de un artista tiene que tomar formas terrenales para resultarnos terrenalmente comprensible. Y en que sólo podemos intentar descubrir algo del secreto del artista, acercarnos humildemente al profundo arcano de sus creaciones, a una parte de cómo se han ido formando las obras que conocemos y admiramos cual perfectas, mediante la observación de la transición de la idea a la realización artística en sus trabajos previos, las huellas que deja en el lugar de su acción al realizar su tarea, las únicas huellas visibles, «el hilo de Ariadna que nos permite encontrar nuestro camino de regreso en ese laberinto misterioso». De ahí la importancia de la conservación de manuscritos. En este sentido, a Zweig le debemos brillantes, como todo lo suyo, descripciones de dos métodos enormemente diferentes de componer música, que a su vez precisan de dos estados de ánimo dispares durante el rapto creador, pero con similar resultado de genialidad y perfección. En uno, el artista parece asumir una actitud meramente pasiva durante la creación, de modo que el genio de la inspiración dicta y él no es más que el escribiente, el instrumento, el ejecutante de una orden superior: «No necesita trabajar, luchar, esforzarse por

su trabajo, sino que le basta copiar obedientemente lo que se le acerca como en un sueño divino. No trabaja en absoluto; algo trabaja dentro de él y en su lugar». Fue el caso de Mozart, en su opinión «el genio tal vez más grande de la música», de Händel al componer El Mesías, de Schubert en sus lieder, de Bach, Rossini y Haydn. En el lado opuesto sitúa a Beethoven, genio de igual rango a Mozart, y a Wagner, con un proceso de composición mucho más lento y dificultoso, menos divino y mucho más humano. En sus ensayos, nos hace saber de Beethoven: Corría horas enteras a campo traviesa, sin fijarse en nadie, cantando, murmurando, gritando salvajemente, ora marcando el ritmo con las manos, ora lanzando los brazos al aire en una especie de éxtasis; los campesinos que de lejos le veían, tomábanle por un loco y le esquivaban con cuidado. De vez en cuando se detenía y registraba con el lápiz unas cuantas de esas notas, apenas legibles, en su cuadernillo de apuntes.

En El amor de Erika Ewald (1904), una de sus primeras novelas, una joven profesora de piano se enamora de un violinista que, pese a su juventud, ha alcanzado una fama completamente fuera de lo común como virtuoso de su instrumento. La acción se desarrolla en Viena, entonces «la ciudad de más de un millón de habitantes». Y, justo antes de producirse el conflicto, los vemos caminando juntos «por una antigua y amplia avenida bordeada de acacias» que él le cuenta «había sido el camino favorito de Beethoven, paseando por el cual había inventado muchas de sus más hondas creaciones». El nombre del compositor les pone a «ambos de un tono serio y solemne», porque les hace pensar «en su música, que había hecho su vida más rica y profunda en tantas horas dichosas». De modo que todo les parece «más trascendente y grande porque comienzan a pensar en él». Acto seguido asisten a una escena en una fonda donde unos músicos callejeros tocan las antiguas melodías populares vienesas y un viejo vals de Johann Strauss, ante el cual «Erika se volvió a sentir asombrada del poder que la música tenía sobre su alma, pues de

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repente se sintió ligera, como meciéndose, flotando». Un poco más adelante ella se dará cuenta, ante el lento pero después irreprimible despertar de su sensualidad, de que frente a la vida «le faltaba el alegre paso de baile de un temperamento risueño, frívolo, que, olvidando con rapidez, salta por encima de los abismos del dolor, oscuros aunque llenos de secretos». Porque en su naturaleza «todos los grandes acontecimientos y todos los sucesos sobresalientes, además de provocar una conmoción general en el alma, pulsan también la cuerda grave y sorda de un secreto dolor y de una íntima melancolía, cuyo sonido llega a ser tan elevado y penetrante que todos los demás sentimientos se disuelven en él perdiendo su ser». La música ejerce un inmenso poder sobre Erika. Siempre se busca a sí misma y a sus sueños en la música, sus débiles nervios son fácilmente excitables y sucumben al hechizo de una música sentimental. Sólo conoce las solitarias alegrías que con su inocente capacidad poética encuentra en libros, cuadros, paisajes y piezas musicales. «Un alma tierna y débil y tímida, que teme la vida sin más y su brutal fealdad.» A Erika la música la hechiza, enloquece y eleva en ensoñaciones por encima de todas las realidades, especialmente una canción popular de melancólica melodía, una canción de amor compuesta por él para ella, y que tendrá una importancia capital en el desenlace de la historia, una canción que la tiene subyugada y dominada sin que ella lo hubiese sospechado desde que él se la interpreta al comienzo de la relación. Dos de los capítulos o de las catorce miniaturas históricas que conforman su libro Momentos estelares de la humanidad, «La resurrección de Georg Friedrich Händel, 21 de agosto de 1741» y «El genio de una noche, La marsellesa, 25 de abril de 1792», nos instruyen deleitándonos con su vibrante estilo en cómo El Mesías y el himno francés fueron creados en un brevísimo espacio de tiempo. En otro momento, nos cita el rápido proceso de composición de «La marsellesa», de Rouget de Lisle, contrario al de otro de los más famosos poemas de la literatura universal, «El cuervo», de Poe. Zweig nos explica como pocos autores que en el arte no existe una medida común, que cada artista tie-

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ne su propio método y sus propias dificultades y, en consecuencia, se toma su propio tiempo: Lope de Vega y Balzac mucho menos que Goethe y Flaubert, como en pintura Van Gogh menos que Leonardo, y Goya y Frans Hals menos que Holbein y Durero. La cuestión moral Luego el proceso creativo parte de la condición previa de la concentración y de dos elementos contrarios, lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano, la alada inspiración pura o el trabajo consciente y penoso, aunque es cierto que suelen estar mezclados misteriosamente en el artista. Y, según Zweig, procedan las ideas, en un instante de iluminación, bien de las profundidades de la naturaleza humana, bien de la altura del cielo, la fórmula verdadera de la creación artística es inspiración, trabajo, trabajo, trabajo, paciencia, deleite y tormento. «Cada artista agrega al gran arcano de la creación uno nuevo: su misterio propio, personal. Las diferencias se hallan en la técnica, en el método, en el procedimiento de trabajo de los distintas artistas.» En muchos artistas, lo creador es un estado permanente, otros son absolutamente incapaces de escribir siquiera una sola línea cuando no se sienten llamados interiormente. Para Zweig, la perfección lo es todo, y todo camino que conduce a ella es acertado. Cada artista debe ser creador y maestro de su propio arcano. Aquí radica para él el compromiso ético o moral del artista. «De cada hombre sólo sabemos verdaderamente lo que es cuando le vemos y conocemos dedicado a su trabajo.» Pero participar del secreto de su creación no puede ofrecer un deleite artístico perfecto mientras sólo sea pasivo. Esto es, que para comprender y aprender no basta con mirar o contemplar la obra ajena, sino que también hay que preguntarse y buscar, ya que «ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en toda su grandeza y profundidad». Es más, para Zweig «no tenemos ningún derecho moral a contemplar cómoda y tranquilamente la acción sacrosanta y más apasionada de otro hombre». Es nuestro deber dar lo mejor de nosotros mismos para comprenderle,


esforzarnos por penetrar en su misterio personal y acercarnos así al arcano de su arte para poder admirarnos de su inconmensurabilidad. «No tengo yo noticias de deleite y satisfacción más grandes que reconocer que también le es dado al hombre crear valores imperecederos, y que eternamente quedamos unidos al Eterno mediante nuestro esfuerzo supremo en la tierra: mediante el arte.» La elevación de lo informe y difuso a la perfección: la eterna lucha del arte Entre otras personalidades, Zweig tuvo amistad con Arturo Toscanini (Parma, 25 de marzo de 1867 - Nueva York, 16 de enero de 1957), considerado por muchos el mejor director de orquesta no sólo de su época sino también del siglo XX, célebre por su incansable perfeccionismo. Contrario a los regímenes fascistas de Ale-

mania e Italia, Toscanini emigró a EE. UU., donde dirigió la Orquesta Sinfónica de la NBC, fundada para él en 1937, en la Radio Nacional hasta 1954. Su actividad como director de actuaciones en directo lo convirtió en el primer director de orquesta estrella de los modernos medios de comunicación masivos. Fruto de esa amistad y de la profunda admiración, prologó el libro de Paul Stefan dedicado a la figura del director (Toscanini, 1936). Ese prólogo constituye una magnífica loa del afán perfeccionista del artista y, por ende, un espléndido trabajo ensayístico con declaración de intenciones propias, pues no en balde comienza con la cita de la segunda parte de Fausto: «Amo al que pretende lo imposible». Para Zweig, si bien la perfección es atributo únicamente de Dios y no del hombre, sólo podemos aspirar a alcanzar una extrema aproximación a ella mediante una lucha paciente, tenaz, atroz y fanática por lo cabal de la cual no se debe desistir, ya que «toda voluntad que se observa continuamente en alcanzar lo inalcanzable y en hacer posible lo imposible logra en el arte y en la vida un irresistible poder». Zweig representa la veneración del arte en sus formas más elevadas como manifestación de lo moral y, si vio en Toscanini a un hombre único «castigado por el demonio de la perfección» en una época disuelta y quebradiza, a un hombre extraordinario ejemplo de fidelidad a la visión propia de la obra, que enseñó a una época confusa e incrédula el respeto por los valores más sagrados, él mismo se nos revela así a nosotros. Para él, alcanzar la suprema grada del arte supone hacer parecer natural lo difícil y normal lo perfecto. Y advierte ante posibles autocomplacencias: «Lo heroicamente conquistado carece de duración en su elemento creador, y es imposible de retener para siempre con los sentidos, con el alma. Cada perfección debe re-crearse y reconquistarse de obra en obra, de hora en hora. El arte es una lucha eterna, nunca es un fin, sino siempre un comienzo». Que Toscanini se convirtiera en el primer director de orquesta estrella de los modernos medios de comunicación masivos le mereció la siguiente reflexión: Tal severidad moral del concepto y del carácter es un acontecimiento dentro de nuestro arte y de nuestra

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El cielo raso

Lola Moreno. Stefan Zweig, el triunfo de la perfección...

existencia. Nada hay más peligroso para la dignidad y el ethos del arte que lo untado y cómodo de nuestra actividad artística ordinaria, que la ligereza con que, por obra del fonógrafo y de la radio, se pone lo más sublime al alcance aun del más despreocupado, a cada hora; pues esa comodidad hace olvidar a los más el esfuerzo de la creación y los induce a asimilar el arte sin tensión y sin respeto, como la cerveza y el pan. El arte es una labor sacra, una misión apostólica por lo inalcanzablemente divino de nuestro mundo, y no un regalo del azar, sino una merced justa, no un placer tibio, sino también una penosa creación.

Goethe, Hölderlin, Novalis, Nietzsche, Rilke y Hofmannsthal: contra el naturalismo Zweig contemplaba su tiempo como una época dominada por «un genio o un demonio» que quería del arte sólo la realidad inmediata, el presente, lo perecedero, indiferente y hostil a las grandes figuras de símbolo, que había barrido de sus inclinaciones la poesía, y del teatro, la cohesión del discurso, que renegaba del pasado, de la consagración de leyes heredadas, de los eternos vínculos de las normas y las formas, de la tradición sagrada, de las obras eternas, clásicas. En su opinión, Nietzsche fue «la última voz alemana que creó una gran poesía y levantó ditirámbicamente el idioma a nuevas magnificencias». Y que, después de Nietzsche, sólo había habido dos grandes austríacos, Rainer Maria Rilke y Hugo von Hofmannsthal, que se mantuvieron en el terreno alemán de la tradición clásica como custodios del alto verbo. Valoró la muerte de ambos como el fin en las letras alemanas de la supremacía de la pura creación literaria indiferente a su época. Nunca comprendió el naturalismo, el creer suficiente oír la lengua de paso en la calle, en una conversación casual, para crear lo más valioso. Contrapunto perfecto a esta concepción suya pueden considerarse las siguientes palabras de Henry Miller en el prólogo de Los subterráneos, de Jack Kerouac, fechado en 1959: Suele decirse que el poeta, o el genio, se adelanta a su propia época. Es cierto, pero solamente debido a que es un ser profundamente de su época. «¡No os

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Stefan Zweig y su hermano Alfred, Vienna, circa 1900. Fotografía: Kunst Salon Pictzner

detengáis!», nos va diciendo. «Todo esto ya ha ocurrido antes millones de veces.» («Siempre adelante», decía Rimbaud.) Pero los que se resisten a cambiar no entienden esta clase de palabras. (Todavía están rezagados en relación con Isidore Ducasse.) ¿Qué hacen, pues? Le derriban de su alta percha, le matan de hambre, de una patada le hunden los dientes en la garganta. A veces son menos misericordiosos incluso: hacen como si el genio no existiera. [...] El buen poeta, o en este caso «el prosista bop espontáneo»,


siempre está atento al son de su época: el swing, el beat, el ritmo metafórico disyuntivo que brota tan veloz, tan alocada, tan peleonamente, y de forma tan increíble y tan deliciosamente salvaje, que nadie llega a reconocerlo una vez transcrito en el libro. Mejor dicho, sólo lo reconocen los poetas. [...] Cuando alguien pregunta: «¿De dónde saca todo eso?», la respuesta es: «De ti». No hay que olvidar que Kerouac se ha pasado toda la noche despierto, escuchando con los ojos y las orejas. Toda una noche de mil años. Lo oyó en el útero, lo oyó en la cuna, lo oyó en la escuela, lo oyó pegando la oreja a la pared de la bolsa de la vida, allí donde un sueño vale oro. Y, además, ya está casi harto de oírlo. Quiere dar un nuevo paso adelante. Quiere reventar.

En la oración conmemorativa para el funeral cívico de Hofmannstahl, celebrado en el Burgtheater de Viena en 1929, Zweig destacó el hecho de que aquel empezara a ser reconocido como «un poeta justamente en el momento en que se consideraba imposible y anticuada la creación poética de corte clásico», que supiera «encerrar un universo de sentimientos en la materia más frágil y delicada», que fuera uno de esos jóvenes poetas geniales y perfectos considerados en todos los tiempos y en todos los pueblos «como la única prueba valedera de que lo poético procede de los dioses, de que la suprema labor de las artes nunca puede ser conquista y elaboración, sino sólo gracia de las alturas […] nos dio tanto como una generación entera». En su década lírica, lo consideró el mejor poeta moderno después de Goethe. Y el poeta lírico de mayor envergadura después de Novalis y Hölderlin. El mayor conocedor de las normas y los valores de la obra de arte. Autor de auténticas obras maestras en su género. Un amante heroico de lo eterno e inmaculado, nacido como él en Viena, «esta ciudad juguetona e inclinada solamente a la ligereza». Creador de «versos magníficamente grabados, como los de Lutero y Hans Sachs», que imprimió «a la forma casi superada de la ópera, una vez más, el sello real de lo poético». De El caballero de la rosa dijo que es «la más perfecta comedia austríaca», «la más permanente obra escénica de la

época» en su comunión de poesía y música. De sus escritos en prosa, que poetizan y constituyen la cima de la literatura alemana acerca de temas de arte. Y de su prematura muerte, que supuso la caída de «la suprema instancia de la justicia normativa de nuestro mundo subvertido en sus valores», de la superioridad del espíritu sobre la materia, de la perfección sobre el caos, de lo duradero y eterno en «una época que descansa sólo en lo deleznable». Porque, sobre todas las cosas, Zweig creía posible un arte elevado y noble que ha de servir a lo absoluto. El alma del austríaco Existe una fotografía en blanco y negro, perteneciente a una serie propiedad de Ullstein Bild/Getty, en la que aparece Stefan Zweig en Ossining (Nueva York), en 1941, a los siete años de su itinerante exilio huyendo del nazismo y apenas un año antes de su suicidio en Petrópolis (Río de Janeiro). Como era su costumbre, impecablemente vestido, camisa blanca, pajarita negra y, en esa ocasión, sin chaqueta, sentado en un pequeño sillón de mimbre con las piernas cruzadas, mirando de perfil derecho al horizonte, en el jardín de entrada de una casa cuyo porche principal, con seis peldaños y sostenido por dos columnas con sendos capiteles de estilo jónico, aparece de fondo. No resultaría extraño, al menos así me lo imagino yo, que en ese momento resonara en su cabeza una composición de alguno de los geniales compositores que vio nacer su amada Austria, algún libreto de ópera suyo o, simplemente, como había proclamado en el funeral cívico del gran poeta compatriota y amigo Hugo von Hofmannsthal, «una parte del alma del austríaco es siempre música».

Lola Moreno es poeta, ensayista y crítica literaria y cinematográfica. Autora de varios libros de poesía. Miembro de la Asociación de Cervantistas, la Asociación Coreana de Hispanistas y la Asociación para la defensa de la lengua española en Filipinas «Galeón».

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La vida breve

Gravedad Víctor Ortega

Existen niños graves. Hay pocos. Los niños graves parecen cargar sobre sus hombros pesos familiares y fracasos latentes. No es extraño reconocer ropas gastadas en los niños graves: pantalones de deporte parcheados en las rodillas, zapatillas sucias y camisetas deformadas. Nacen dispuestos para la vergüenza y esconden sus manos bajo mangas raídas. Crecen discretos entre los niños excesivos y asisten con sonrisa melancólica al transcurso de su niñez. Un día los niños graves miran de frente al mundo y algo muy poderoso se despliega. Y es un momento hermoso. Hace diez años una mujer trajo a la vida a un niño en el mismo instante en que un anciano, a pocos kilómetros, se caía por primera vez al intentar levantarse de la cama. El niño se llamó Ariel; nadie lo sabía todavía pero Ariel iba a convertirse en un niño grave. El anciano se llamaba Martín y acababa de empezar a morirse. En ese instante, en la plaza donde Ariel había de vivir su infancia, tres campanas repiquetearon sin aviso atravesadas por el sol. Unos niños abandonaron provisionalmente su juego para mirar las campanas. Sus padres, ensordecidos de repente, los imitaron. Cuando cesaron las campanas, la plaza, muda y soleada, se había inundado súbitamente de un fuerte olor a flores del campo que alegraba a los niños de un modo primario y desconocido. Los padres se extrañaron felizmente por una suerte de añoranza. A la vez, en el pequeño pueblo al que Martín había de volver para su propia despedida, una mujer arrugada tejía cestas de esparto en la puerta del cementerio. Había locura en sus ojos y sufrimiento en sus manos. El rumor de un tractor entre los campos acompasaba los movimientos discretos de la anciana y un soplo templado de aire agitó las ramas de las moreras en el instante en que la anciana levantaba la mirada de su cesta. El viento había llenado el cementerio del mismo olor a flores del campo y la anciana cerró los ojos un momento invadida por una calmada melancolía. Ariel y Martín habían quedado conectados por la alegría de la plaza, por la melancolía de la anciana y por el aroma de las flores. Martín Martín está solo desde que la segunda esposa de su padre murió hace cinco años. Antes de eso ya se había despedido de su madre, de su padre y de su hermano. Después de toda una vida salpicada de lutos, y ya casi superada la última separación, es la primera vez que no tiene que preocuparse por la posibilidad de otra pérdida. Ahora hay en su corazón un temor básico y sincero: tiene miedo a morirse. En las pocas ocasiones que la vida le ofrece de hablar con alguien procura no sacar este tema. Cada vez que ha intentado articularlo con palabras se ha sentido extrañamente avergonzado. Hasta los asuntos más graves parecen triviales en boca de los hombres pobres, hasta indignos para la muerte parecen. Y es que Martín posee muy pocas cosas y sin embargo le pertenecen de un modo especial. Cuatro velas rojas para

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la noche de Difuntos. Cuatro cirios. El trofeo de subcampeón de petanca del barrio y el reloj que ya no funciona. Antes de perder casi por completo el movimiento en sus piernas, Martín solía caminar cada día durante horas. Se levantaba temprano y salía a la calle sin desayunar. Al salir de la casa, el aire frío del invierno o la brisa templada del verano provocaban invariablemente en él una sensación familiar y agradable. A veces recorría barrios desconocidos de la ciudad. Otras veces caminaba por senderos de huerta hasta pueblos cercanos. La mañana nueva y la ciudad vacía hacían sentir bien a Martín. Durante las horas del paseo revisaba en su pensamiento las tareas que tendría que hacer durante el día. Casi todo se reducía a pequeñas labores domésticas y a cada rato daba un nuevo repaso al listado mental enumerando con los dedos cada uno de los quehaceres. Cuando de pronto recordaba una tarea no contemplada todavía, y que por tanto debía ser incorporada inmediatamente a la lista, arqueaba nervioso las cejas en un gesto de profunda molestia. Esto no estaba previsto, susurraba. Detrás, como en el decorado de un escenario, la ciudad, los campos, el cielo entero, se desplegaban y acariciaban acogedores las costumbres del anciano. Martín no contemplaba el mundo, sólo formaba parte de él, y esa es una forma pura de humildad. Ahora un asistente social saca a Martín a pasear un día a la semana. Va a su casa por la mañana y salen a merendar. Después van al parque y se sientan juntos, el asistente en un banco y él en su silla de ruedas. El chico le quita la gorra a Martín si están a la sombra y la coloca en el banco. Hablan de todo tipo de cosas, aunque el asistente procura buscar temas que hagan sentir bien a Martín. Sabe que el accidente que tuvo de pequeño le pone un nudo en la garganta. También sabe que la infancia en el pueblo fue un momento duro, por la pobreza, pero que le gusta recordar. Piensa que a él, si estuviera en su lugar, le gustaría conservar la sensación de estar esperando algo, de que queda algo bueno por hacer (¿qué vamos a hacer hoy de bueno, mamá?), así que de vez en cuando le habla de ir a la playa en verano, o de una comida especial en Navidad. Tal vez no sea una buena idea, tal vez los mecanismos de la vejez sean tan distintos que su idea del bienestar en la espera no signifique nada, pero el chico no puede saberlo y es todo lo que se le ocurre. La silla cabe seguro en el tranvía, le dice. ¡Si yo una vez metí hasta la bici! Los ojos de Martín en esos momentos se vuelven un poco menos tímidos, y son algo así como una desconfianza a punto de derrumbarse. Nadie ha mirado ahí dentro desde hace mucho tiempo. Hay una lágrima encerrada tras el mármol, un niño mutilado detrás de las arrugas. Ocho décadas de soledad y pobreza han convertido su corazón en una gema doliente. Está a punto de retomar su niñez. Cada vez con menos frecuencia obedece los rigores de la sensatez adulta, cada vez le desespera más que los acontecimientos no sucedan como a él le gustaría. Se está haciendo por momentos más pequeño, tan pequeño que ya casi nadie puede verlo. Y sin embargo su corazón no ha cambiado de tamaño. Se está convirtiendo en un corazón atrapado.

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La vida breve

Víctor Ortega. Gravedad

Ariel Desde muy pequeño Ariel ha experimentado la nostalgia. Siempre ha vivido en la misma casa y todavía no ha perdido nada importante en su vida. Sólo han pasado diez años desde que viniera al mundo y sin embargo ese sentimiento le ha acompañado desde que tiene recuerdos. En su opinión, los atardeceres son muy bonitos en la calle en la que vive. El sol se alinea con la avenida principal y baña los balcones de un amarillo intenso. Le gusta abrir la ventana de su habitación y asomar la cabeza para respirar el aire de la tarde. Algunos días soleados de invierno es capaz de identificar un germen de primavera. Entonces recuerda los naranjos preñados de flores del año anterior y tiene que cerrar los ojos para retener esa sensación extraña que es el anhelo de repetir un recuerdo. Hubo un día que el cielo era tan azul que Ariel lo miraba desde la ventana del colegio y sentía un cosquilleo en la barriga. Era un día bonito y esa tarde, después de las clases, era especial porque no tenía ninguna actividad extraescolar. Disponía de muchas horas para jugar en el parque que hay debajo de su casa y además al día siguiente era viernes. Una tarde amable lo separaba del mejor día de la semana, y esa era la forma más sincera que se le ocurría a Ariel de imaginarse la felicidad. También hay tardes de verano en las que el aire huele a tormenta. Un soplo de viento hace caer algunas hojas de los árboles y entonces el otoño se le aparece nítidamente. Cierra los ojos. Para Ariel el invierno es cálido y acogedor desde el verano. El invierno, desde el verano, es una noche temprana y es una calle encendida de vida. El verano es esperanza y excitación desde el invierno. Los dos son, cuando llegan, otra cosa distinta. La vida de Ariel funciona mejor en otoño y en primavera. Existen para él dos realidades diferentes: la que puede sentir asomado a la ventana y la que acaba sucediendo durante el día a día. El verano insinuado en el invierno y el verano ocurriendo de verdad. Hay dos escenas cotidianas de la vida de Ariel que pueden ayudar a entenderle mejor. En la primera, el niño, su hermana y su madre están parados en medio de la acera. La madre acaba de recogerlos del colegio; son las cinco de la tarde y el sol baña la calle de una forma conmovedora. Una mujer, amiga de la familia, conversa enérgica con la madre mientras él y su hermana juguetean aburridos con un carrito para la compra. En ese instante, unos chicos con aire desafiante se acercan caminando hacia ellos. Cuando Ariel los ve su expresión cambia ligeramente. El peso de la realidad ha basculado de los adultos a los niños. Este es el momento de los niños. Ariel levanta la mano derecha hasta la cintura y saluda tímido al grupo. Sólo uno de ellos parece corresponder al saludo y lo hace con evidente desgana. Los dos gestos, el de Ariel y la respuesta, son muy parecidos en la forma pero hay entre ellos el abismo entre el corazón palpitante de un niño que pide ayuda y las mejillas maliciosas de otros niños que no la necesitan. Ariel aguarda unos segundos hasta que los chicos se han alejado, después tira de la mano de su madre para apartarla de su amiga, que se despide un poco violentada, y los tres retoman la marcha a casa. No puedo yo solo, mamá, piensa Ariel. Cuánto me gustaría poder soltarte la mano, pero apriétame más fuerte. En la segunda escena el padre de Ariel acompaña a la madre y a los niños un par de manzanas hacia el colegio. Siempre lleva la ropa del trabajo: una chaqueta de lana manchada de cemento sobre una camiseta blanca de manga corta, pantalones de tela parcheados y unas botas marrones. La niña se adelanta un poco con su madre. Ariel se queda detrás con su padre, que lo guía por la calle colocando su mano sobre el cuello como quien guía una bicicleta sin estar montado en ella. A Ariel siempre le había gus-

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tado sentir sobre sí la mano segura de su padre. No entiende bien por qué pero hoy se siente diferente. Los niños del colegio habían hablado por la mañana sobre el trabajo de sus padres. Hasta hoy, él solía pensar en el suyo levantando edificios con sus manos, y sin embargo ahora no puede quitar la vista de las manchas de cemento de su chaqueta de lana. Te quiero tanto en casa, papá, te quiero tanto en mi interior, piensa el niño, pero por qué has tenido que acompañarnos hoy al colegio. Ariel acaricia con ternura las cosas del mundo. Las hojas afiladas de los arbustos se vuelven inofensivas entre sus dedos y los perros callejeros agachan la cabeza y gimen melancólicos con sus caricias. En las noches de verano Ariel juega hasta tarde en el parque. Cada poco tiempo se acerca donde están sentados sus padres para contarles algo. Ellos lo miran hechizados y se sienten muy ricos. Ariel encarna, estas noches de verano, el punto al que todos querríamos regresar, y lo hace de un modo tan conmovedor que no despierta nostalgia sino una felicidad sincera. La gravedad envuelve a los niños graves aunque no podamos verla. Está en los ojos azules de Ariel y en los tatuajes postizos de sus brazos delgados. Está en la pelota de fútbol que golpea por la tarde y en el futuro inmenso de su juventud. El cielo está despejado allá en el mar. Hay nubes definidas al otro lado, sobre las montañas. Las montañas van a observar tu niñez, Ariel, y las olas del mar van a grabar entre sus pliegues los recuerdos de tus veranos. Mira bien el árbol del paraíso, recuerda bien su olor porque esta es tu infancia y así será para siempre. La tierra mojada de los campos ha acompañado siempre a Martín. Ya nunca ha podido olvidar la flor del almendro ni las amapolas en los caminos. Tan fuerte es el recuerdo que le seguirá incluso muerto; tan hondo, que se transformará su cuerpo arrugado en tierra mojada para los almendros.

Víctor Ortega Esquembre nació en 1990 en Yecla, Murcia, donde vivió su infancia y adolescencia. Durante estos años empezó a escribir cuentos breves con regularidad, participando y ganando algunos concursos locales. En 2008 se trasladó a Valencia, ciudad en la que actualmente reside, para estudiar la carrera de Ingeniería Aeronáutica hasta el año 2013. Desde entonces trabaja en una empresa de servicios de ingeniería.

Martín y Ariel Hoy se ha muerto Martín. El coche fúnebre ha pasado, camino del pueblo donde le esperan (o donde no le esperan) por delante de la plaza en la que Ariel estaba jugando. El niño ha dejado su juego y ha acompañado al coche con la mirada. Extrañamente, no ha sentido ningún miedo. Aunque ya le han explicado en qué consiste la muerte, y aunque es la primera vez que se encuentra con ella tan de cerca, hay una claridad en su espíritu que lo ha alejado del miedo y que, por algún motivo, le ha traído a la mente los recuerdos del campo y de los pájaros. Su mirada revelaba una serenidad calmada, como si ya supiera algo que los demás desconocemos. También Martín, como los arbustos y los perros y las demás cosas del mundo, se ha vuelto hermoso ante la mirada de Ariel. También su imagen se ha grabado para siempre en los ojos azules. Y la muerte parecía más leve, como si la historia se hubiera detenido por un instante bajo las zapatillas gastadas del niño, como si su presencia en el mundo diera sentido a lo que a veces no lo había tenido. Tal vez la vida y la muerte no fueran más que eso: los dedos de un niño que toman el relevo, la naturaleza palpitante que es la suma de todos los seres, y que por tanto nunca muere. Ariel se ha enjugado los ojos y ha girado la cabeza hacia las nubes, los pájaros han silbado muy fuerte y las campanas de la plaza han tronado también. El aire se había inundado de un fuerte olor a flores que avisaba de la primavera. Había llegado su momento.

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Los pescadores de perlas

Microrrelato inédito de

Felipe Benítez Reyes El tonsurador del Royal Cinema A sus nueve años, el Pelapú aprendió la palabra tiniebla y le birló a su madre unas tijeras de manicura. El Pelapú iba todos los sábados al cine, a la sesión de tarde, con nosotros, y allí se dedicaba a cortar mechones de pelo al espectador que tuviera la mala suerte de caer en el asiento delantero al suyo, así se tratara de un niño o de un adulto acompañante. Le entró ese vicio. A veces lo pillaban y a veces no, y quienes se percataban de la fechoría no solían tomárselo demasiado bien. Cabe precisar en su favor que jamás actuó con miedo. Cuando le daba un ataque de autoestima y vanagloria, nos decía: «Llamadme el Peluquero de las Tinieblas», como si fuese un superhéroe de tebeo, aunque seguimos llamándolo Pelapú, porque el mundo es un sitio bastante complicado para los cambios estelares de identidad. Cuento esto porque me han dicho que desde el martes pasado el Pelapú ya requiescat in pace, en especial de sí mismo, y ha vuelto de repente a mi memoria el cliclic casi inaudible de sus tijeras de manicura en la oscuridad multicolor del Royal Cinema.

Felipe Benítez Reyes (1960). Su poesía está recopilada en Libros de poemas. Entre sus novelas, traducidas a varios idiomas, destacan El novio del mundo, Mercado de espejismos, con la que obtuvo en 2007 el Premio Nadal, y El azar y viceversa. Ha obtenido el Premio de la Crítica, el premio Fundación Loewe, el Premio Julio Camba de periodismo y el Premio Nacional de Literatura, entre otros. Ha traducido a T. S. Eliot, Vladimir Nabokov y Francis Scott Fitzgerald.

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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l

Poema inédito de

Susana Medina Fragmento de mapa emocional Y cada equis tiempo, por una razón u otra, la visita ritual a la colina de Primrose Hill, y de paso, a Chalcot Square, a la casa donde solían vivir, cuando eran estudiantes y el tiempo apenas les había rozado. Y en los últimos años, cuando hay amigos que vienen a Londres y duermen en su sofá cama tras patearse la ciudad, una de las noches, les llevan a dar una vuelta por los alrededores, que incluye Abbey Road, y cruzar a zancadas el famoso paso de cebra, y la visita ritual es el destino del tour nocturno. Y cuando suben por el césped húmedo a la cima de Primrose Hill les muestran la impresionante vista panorámica de casi 360 grados, y con el dedo nombran diferentes edificios, y resumen sus historias, y la silueta de la ciudad va cambiando, y el skyline iluminado va acogiendo más mensajes y luces, y últimamente han brotado una serie de grúas de construcción que en la noche se revisten de luz roja, haciendo resaltar el boom inmobiliario. Y ella siempre les lee con una sonrisa la inscripción grabada en un amplio bordillo curvado de una cita de William Blake: «I have conversed with the spiritual Sun. I saw him on Primrose Hill»,

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E l c a s t i l l o d e B a r b a Az u l

Susana Medina. Fragmento de mapa emocional

y es un momento mágico. Y también les cuentan que cerca de aquí, cavaron una pequeña fosa, y enterraron a su hámster, Orlando, y que en La Guerra de los mundos, H. G. Wells eligió esta colina para el último aterrizaje de los marcianos. Y en la última visita, apuntan a la Torre BT, uno de los edificios más emblemáticos, y añaden unas líneas nuevas a la narrativa: cuando murió Bowie, su pantalla electrónica giratoria emitió tristísima en letras mayúsculas luminosas blancas: «DESCANSA EN PAZ, DAVID BOWIE». Y siempre suelen, de paso, mostrarles la casa donde vivieron, y les cuentan que, al lado, en esta casa de aquí, vivió Silvia Plath. Y no, en esta casa no fue donde se suicidó, esta es la casa donde vivió. Se suicidó, en una calle por aquí cerca, Fitzroy Road, en la casa donde había vivido William Butler Yeats. Y antes no estaba la placa azul circular de Patrimonio Inglés, la deben de haber puesto hace poco. Y en esta casa enfrente, vivía un capitán de barco que tenía un Cadillac descapotable y un dálmata, que solía viajar erguido en la parte de atrás. Y los amigos vuelven a sus respectivos países llenos de historias, y dentro de esas historias, están inseridas las historias de sus amigos, que también contienen historias de otros. Y todo es flujo y todo cambia, y por una razón u otra, cada equis tiempo, la visita ritual.

Susana Medina escribe en español y en inglés. Philosophical Toys (Dalkey Archive Press, 2014) es su primera novela en inglés. Otras aventuras narrativas incluyen Red Tales/Cuentos rojos (edición bilingüe, Araña Editorial, 2012), Souvenirs del Accidente (Germanía, 2004), Días giratorios de la noche, y Poem 66 (edición bilingüe, 2018). Ha recibido el Premio Internacional de Cuentos Max Aub.

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E i n s t e i n o n t h e B e a ch

La gestación del monstruo Adolf Hitler, de Viena a Múnich Por Enrique Benítez Palma Thomas Weber se ha incorporado con notable entusiasmo y nuevas hipótesis al nutrido pelotón de los «explicadores de Hitler», feliz término acuñado por el conocido periodista Ron Rosenbaum, autor asimismo del libro Explicar a Hitler. Los orígenes de su maldad (Siglo XXI), un clásico de este concurrido subgénero de la Historia contemporánea. Para su ingreso, Weber ha dedicado los últimos años a la investigación concienzuda y rigurosa de dos de los períodos más opacos y manipulados de la mentirosa existencia del mayor criminal del siglo XX: los que van de 1914 a 1918, durante la Primera Guerra Mundial (recogidos en La primera guerra de Hitler) y los decisivos meses que vivió en Múnich desde mediados de febrero de 1919 hasta el Putsch del 8 y 9 de noviembre de 1923, que se acaba de publicar bajo un sugerente y atractivo título (De Adolf a Hitler. La construcción de un nazi). Ambos libros pertenecen al catálogo de Taurus. La elección de estos dos momentos tan relevantes en la vida de Hitler no es casual ni caprichosa. Weber, como estudiante de postgrado en Oxford, desempeñó «un pequeño papel en la confección del primer volumen de la magistral biografía de Hitler escrita por Ian Kershaw», para el que se encargó de recopilar la bibliografía. Durante todos los años que han transcurrido desde el suicidio de Hitler en mayo de 1945 hasta la fecha, las teorías, hipótesis, explicaciones o incluso noticias falsas sobre la vida de Hitler y su conversión en un psicópata líder de masas se han sucedido sin descanso. Intelectuales como Sebastian Haffner o Thomas Mann también lo hicieron. Huidos ambos a Inglaterra, el primero de ellos hizo el esfuerzo de escribir en 1940 Alemania: Jekyll y Hyde. El nazismo visto desde dentro

(Ariel), con la intención de llamar la atención de los británicos sobre la brutal amenaza que se les venía encima. Thomas Mann por su parte se despachó a gusto en 1956 con un brevísimo texto, El hermano Hitler (Herder), en el que se preguntaba aún atónito cómo un hombre «que nada estudió ni aprendió, y que no estudió ni aprendió nada por mera soberbia vaga y testaruda, que nada sabe de lo que saben los hombres —montar a caballo, conducir automóviles o aviones, que ni siquiera puede tener hijos— fue capaz de desarrollar justo lo que se requería para establecer el vínculo necesario» con la resentida sociedad alemana de aquellos años. Todo fue en balde. Hitler fue exterminando a los que se atrevieron a contar la verdad, a desenmascararlo, y sus amigos y compañeros de aventura política y de asalto al poder, incluso él mismo a través de Mi lucha (escrito entre 1924 y 1926, primero en la cárcel y luego en un refugio turístico), tuvieron tiempo y recursos y la adecuada y necesaria falta de escrúpulos para falsear su vida, glorificar sus insignificantes logros y presentar ante una nación alemana ávida de revancha y comida al líder único e irrepetible que desde muy joven sabía lo que el país necesitaba, y también que sólo él podía dárselo. Por supuesto. Las obras de Weber, de esta manera, constituyen una severa impugnación a la fantasía de muchos historiadores —y psicólogos, y periodistas, y aficionados—, pero sobre todo a la manipulación realizada con éxito por el propio Hitler y sus acólitos nazis, y que incluso hoy no parece haber sido rebatida ni desmontada con la suficiente energía. En el primero de sus libros, dedicado a los años bélicos de Hitler, descubre Weber que el futuro Führer de los alemanes se dedicó sobre todo a tareas de retaguardia, que no

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Enrique Benítez Palma. La gestación del monstruo.

contaba con la simpatía de sus compañeros y que en absoluto forjó cualidades de líder durante la sangrienta carnicería que fue la Gran Guerra. Hitler sobrevivió a ella sin grandes traumas, y sobre todo lo hizo sin firmes y concretas ideas políticas —llegó a simpatizar con los socialdemócratas del SPD, según han demostrado los más solventes historiadores—. Y si esto fue así, y ni los años vieneses ni los años en las trincheras contribuyeron de manera sólida y decisiva a la formación de su espíritu nacionalsocialista, la pregunta inmediata entonces es cuándo se produjo esa transformación. Si tras el final de la guerra sólo existe un cabo reservista y hambriento, y en el golpe de Múnich de noviembre de 1923 ya hay un líder de un pequeño y violento partido político, la explicación entonces hay que buscarla precisamente en esos años intermedios, los que van de diciembre de 1918 al verano de 1921, cuando ya formaba parte de la cúpula de un partido político recién creado —el partido Nazi— que en muy pocos años se adueñaría del poder omnímodo del país más culto de la vieja Europa. La Viena de Hitler La importancia de Viena en la vida de Hitler, la influencia de la ciudad antijudía en la forja del dictador, forma parte de todas las investigaciones que han tratado de explicar a Hitler. El joven provinciano de Linz, que ya en el verano de 1906 estuvo en la ciudad, llega de nuevo, esta vez para quedarse, en las primeras semanas de 1908, buscando el éxito como pintor, pero quizás también tentado por la llamada salvaje de la intuición en aquellos maravillosos años de inspiración y locura. Viena deslumbra. Para saber cómo era Viena, para satisfacer la curiosidad sobre la ebullición cultural y científica de la capital austríaca, hay un potente recorrido bibliográfico que recomendar: Viena infame y genial (Joachim Riedl; Anaya & Mario Muchnik), La Viena de Wittgenstein (Allan Janik y Stephen Toulmin; Athenaida), El genio austrohúngaro (William H. Johnston; KRK), Los judíos vieneses en la Belle Époque (Jacques Le Rider; Ediciones del Subsuelo) y el clásico entre los clásicos, Viena Fin-de-Siècle (Carl E. Schorske; Gustavo Gili). Y es que, como apuntan Janik y Toulmin, «aquella Viena lo fue por Wittgenstein, y por Freud, o Weininger, Kraus, Wagner, Loos, Mach, Boltzmann, Bahr,

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Broch, Altenberg, Schnitzler, Hofmannstahl, Bruckner, Mahler, Schönberg, Klimt, Schiele, Kokoschka, etc.». Una constelación irrepetible, reunida sin embargo bajo el paraguas de una realidad política profundamente antisemita. Circulan muchas mentiras, invenciones y falsedades sobre los motivos que llevaron a Hitler a odiar al resto del mundo: desde una presunta infancia infeliz como hijo único —sus padres tuvieron cinco hijos, de los que sólo dos llegaron a la edad adulta— hasta el rechazo como artista en Viena o su incapacidad para relacionarse con las mujeres. Es muy difícil que la explicación sea tan primaria y sencilla, y que las vivencias del joven Hitler no tuvieran repercusión sobre sus convicciones, su carácter y su ideología. Hitler pasó en Viena cinco años y dejó la ciudad no para evitar su alistamiento, sino que se ha demostrado (Ian Kershaw) que se fue a Múnich en 1913 precisamente para servir en el Ejército alemán, en el que sí creía y en el que se alistaría como voluntario nada más empezar la guerra. Por lo tanto, las explicaciones banales sobran para tratar de desentrañar el verdadero camino del joven provinciano y mediocre que llevaría al mundo a la peor de sus pesadillas. Hitler en Viena Si bien fue el propio Hitler quien pondría el foco sobre sus años vieneses, a través del segundo capítulo («Las experiencias de mi vida en Viena») de Mi lucha (una obra convenientemente analizada por Sven Felix Kellerhoff: Mi lucha. La historia del libro que marcó el siglo XX), a mediados de los años cincuenta el asunto vuelve a cobrar cierto protagonismo gracias a otro libro tramposo y ventajista, El joven Hitler que conocí, de su amigo August Kubizek (Tempus). Si ahora está demostrado que Hitler, en 1924, decide escribir un libro para reescribir su vida, las memorias de Kubizek, simplistas y llenas de inexactitudes y buenos recuerdos, parecen haber sido escritas y publicadas para hacer caja, para contar medias verdades que en el momento de su publicación casi nadie podía rebatir, o incluso para blanquear la figura del joven inexperto que llega a la capital austríaca en busca de fortuna y futuro. Sin embargo, hay algo cierto: Viena cambiará para siempre la forma de pensar de Hitler, su influencia será decisiva en su vida.


El antisemitismo de Viena tiene su origen en el crack de la Bolsa de 1873, explica Riedl, lo que provoca la quiebra de la confianza en el régimen liberal, liderado por judíos. Según comenta además Le Rider, las sucesivas oleadas de inmigración desde las provincias imperiales del Este habían hecho subir la población de origen judío, aunque esta nunca había sobrepasado el doce por ciento de la población total de Viena. Recuerda Le Rider con cierta nostalgia a Stefan Zweig, «uno de los creadores más interesantes del mito de Viena en la Belle Époque, donde “era más fácil que en ninguna otra parte ser europeo”». La combinación

explosiva de culpabilidad —por la quiebra de la Bolsa— y de inmigración desembocó en un clima popular de abierta hostilidad hacia los judíos, aprovechado por líderes oscuros como Karl Lueger (alcalde de Viena) y el parlamentario Georg von Schönerer. El gran historiador Carl E. Schorske les dedica un capítulo íntegro de su libro clásico e imprescindible (Política en un nuevo tono: un trío austríaco): su disección de estos tres olvidados personajes (el tercero en discordia es Theodor Herzl, fundador del sionismo y padre de la idea de la creación de una nación judía en Palestina) ayuda a comprender la probable evolución política de Hitler mucho mejor que cientos de páginas llenas de hipótesis, conjeturas y patrañas. No serían, sin embargo, los únicos actores de esta farsa juvenil que acabaría en tragedia, treinta años después. En un libro de impostergable traducción al castellano (Hitler’s Vienna, de Brigitte Hamann), la autora no sólo desmonta muchos de los mitos atribuidos a la vida vienesa del joven bisoño y provinciano que era Hitler en aquellos momentos, sino que añade otros dos nombres decisivos a la lista de Schorske: Franz Stein (que «le dio la oportunidad de estudiar la agresividad de la oposición extraparlamentaria») y Karl Hermann Wolf, que le versó sobre la utilidad de disponer de una enorme maquinaria de poder en manos de fanáticos y terroristas. En definitiva, los años de Hitler en Viena estuvieron marcados por el hambre y el fracaso, la penuria material, la asistencia a conciertos de Wagner y otras manifestaciones artísticas, los primeros escarceos sexuales, el vagabundeo y la falta de horizontes y esperanzas. Pasó largas temporadas en un asilo para hombres, un refugio para mendigos donde sus compañeros le apodaron «Ohm Kruger», en alusión al líder bóer homónimo (esto lo cuenta Haffner). Toda una seña de identidad. Pero la etapa vienesa también fue decisiva por las lecturas desordenadas y compulsivas (sobre esto se publicó en 2003 en The Atlantic un magnífico artículo firmado por Timothy W. Ryback, «Hitler’s Forgotten Library»), y sobre todo por la influencia de la política institucional vienesa, cargada de antisemitismo y populismo barato. Para un joven con aspiraciones, dispuesto a convertir la política en un asunto profesional, nacionalista pangermánico confeso y sin la formación académica adecuada para plantar cara a esas ideas tan

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efectivas como poco elaboradas, los años de Viena debieron formar en su interior un verdadero cóctel explosivo, sólo interrumpido (para macerar y aumentar su graduación populista) por su salida de la ciudad rumbo a Múnich, en 1913, dispuesto a servir a la que sería su verdadera patria, la belicosa y metálica Alemania. Cosa que hizo hasta noviembre de 1918. El regreso a Múnich tras la guerra Afirma Rosembaum que «el elusivo Grial de los estudios hitlerianos» no es otro que el descubrimiento de la fecha exacta que define la conversión de Hitler en un nazi, y más concretamente el origen de su antisemitismo. Una larga lista de historiadores, investigadores y curiosos en general ha pasado años y años tratando de descifrar el gran enigma del siglo XX. Su metamorfosis de hombre corriente, antisemita (como todos), nacionalista (como muchos) y resentido (como la mayoría) en un criminal ha sido achacada a los más diversos factores. En el caso de Thomas Weber, sitúa la conversión paulina de Adolf en Hitler —de hecho utiliza la expresión «su camino de Damasco»— en los terribles sucesos vividos en Baviera durante los seis primeros meses de 1919 —que Hitler pudo contemplar en primera fila—, y sobre todo en la firma del Tratado de Versalles, en julio de 1919, lo que supuso el descubrimiento real por parte de Adolf y de la mayoría de la sociedad alemana de la derrota sufrida en la guerra y de sus inevitables y devastadoras consecuencias. El regimiento de Hitler se desmoviliza en noviembre de 1918. Hitler se presenta en su unidad de desmovilización el 21 de noviembre. Tras diversos destinos y cometidos, Weber sitúa en los alrededores del 12 de febrero de 1919 su llegada a Múnich. A estas alturas, Adolf aún no es Hitler. Sin embargo, el cabo que aún no es Hitler decide reengancharse al Ejército. Sostiene Weber que su decisión «no obedeció necesariamente a consideraciones políticas». Desde mi punto de vista, parece claro que Adolf Hitler se juró a sí mismo, en Viena y muchos años antes del rodaje de Lo que el viento se llevó, que no volvería a pasar hambre. Permanecer en el Ejército supone paga, alojamiento y comida: tres factores de gran peso para quien ha sido un vagabundo, ha paladeado el sabor inconfundible del hambre y no tiene más oficio ni beneficio que su propia supervivencia. Tenía ya veintinueve años.

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Baviera es, en esos momentos, un polvorín. Uno de los sitios más calientes de una nación descompuesta, revolucionaria y revolucionada. El 15 de enero de 1919 son asesinados los líderes de la revuelta espartaquista de Berlín, Rosa Luxemburgo y Karl Liebneckt. En Baviera un líder de la izquierda, Kurt Eisner, ha aprovechado la confusión y el caos reinante para proclamar, con nocturnidad y alevosía, el Estado Libre de Baviera. El 21 de febrero Eisner es asesinado. Lo que sigue es un período de varios meses de anarquía y guerra civil de baja intensidad que lleva a la proclamación a mediados de abril de la República Socialista de Baviera y a la ofensiva posterior de las fuerzas leales a Berlín, a la debilitada República de Weimar, que estabilizarán la situación el 1 de mayo, una fecha paradójica. No sólo Hitler estaba allí: Ernst Toller y Victor Klemperer también han dejado sus testimonios directos sobre


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aquellos meses frenéticos de idealismo y desorden, de esperanza y miedo. Victor Klemperer es el autor de libros tan recomendables como LTI: La lengua del tercer Reich (Minúscula) y, sobre todo, Quiero dar testimonio hasta el final (Galaxia Gutenberg), vivisección en primera persona de su propia experiencia como judío casado con una alemana aria en la Alemania nazi desde 1933 hasta 1945. Había llegado a principios de febrero a Múnich para ejercer de profesor en la Universidad y dar clases a soldados desmovilizados. Aunque era filólogo solía colaborar en un medio de su ciudad natal, Leipzig, que le había incluso ofrecido ser corresponsal en París. Ante la deriva muniquesa, Klemperer escribió un total de dieciocho colaboraciones, de las que sólo seis fueron publicadas, la primera en febrero de 1919, la última el 17 de enero de 1920. Para evitar problemas utilizaba un curioso pseudónimo: A. B., iniciales de «Anti-Bavaricus». Klemperer, que había sido votante del SPD —también él— fue girando durante estos meses hacia posiciones más moderadas y centristas, liberales. Su visión de los acontecimientos de Múnich, de la pequeña guerra civil que le tocó vivir, ha sido recogida en inglés (Munich 1919. Diary of a Revolution) y permanece inédita en castellano, aunque los derechos parecen tener dueño. Ojalá que sea pronto publicada en España. En este libro, que intercala los seis artículos recogidos en el Leipziger Neueste Nachrichten y el texto de su Diario de una Revolución, Klemperer se muestra bastante alejado de la deriva violenta en la que se va sumiendo la ciudad, de la que informa con una perspectiva claramente conservadora —en línea con la ideología de su periódico—, primero con cierto sarcasmo y paulatinamente con sincera preocupación. En la última de sus colaboraciones, la de enero de 1920, titulada La tragicomedia de Múnich, se atreve a ofrecer su propia definición de tragicomedia, cargada de tristeza y amargura: «... es trágica para la persona involucrada y cómica para el espectador indiferente. Es una lástima que uno no pueda ser simultáneamente un simple espectador cuando es alemán». Por su parte, el testimonio de Ernst Toller está felizmente disponible en nuestra lengua (Una juventud en Alemania, Pepitas de Calabaza). Se trata de un libro militante, que responde al compromiso del autor con las ideas más revolucionarias del primer tercio del siglo

XX. Toller formó parte activa de las intentonas izquierdistas a favor de la ruptura con el pasado tras el final de la Primera Guerra Mundial. En 1938 viajó a España, implicándose hasta la extenuación con la causa de la República, hasta el punto de suicidarse en Nueva York el 22 de mayo de 1939 —a la manera de Zweig, esto es, perdida toda esperanza— cuando supo que Barcelona había sido tomada por el ejército franquista. Hay en el libro de Toller un capítulo («La República Soviética Bávara») de ritmo frenético e información relevante, pese a su evidente subjetividad. La revolución en Baviera tiene ecos de la Comuna de París, y como su referente fue también aplastada, con menos sangre, eso sí. La terminología ideológica se inspira en las palabras que definen la guerra civil rusa —se habla en Baviera de las tropas blancas, leales a Weimar, y de las tropas rojas de la incipiente República— y sorprende además la movilización en el Ejército revolucionario de soldados rusos prisioneros, a los que se asume como propios por su simple condición geográfica. Del testimonio de Klemperer y del libro de Toller puede concluirse, con cierta lógica, lo que supuso la intentona de formar en Baviera una República Soviética: aunque se hable habitualmente de la República de los Consejos de Baviera, su propósito no era otro que el de emular la Revolución rusa. Pero una cosa es desmantelar un régimen y otra muy diferente es crear instituciones eficaces y respetadas desde la nada, de la noche a la mañana. El historiador estadounidense Allan Mitchell (Revolution in Bavaria, 1918-1919. The Eisner Regime and the Soviet Republic) es mucho más certero y objetivo en sus observaciones y crítico con Toller y sus compañeros de aventura. Como muy bien afirma el propio Weber en su libro, «a finales de 1918 y principios de 1919, el principal desafío al que tuvo que enfrentarse la recién instaurada democracia liberal en Alemania no provino de la derecha, sino de la izquierda». Hitler en Múnich Thomas Weber observa con cierta sagacidad el escaso eco que tiene la revolución de Baviera en los escritos de Hitler, pese a que la vivió en primera fila: apenas tiene relieve ni en Mi lucha ni en toda la campaña de desinformación —una palabra ahora tan de moda— sobre el ascenso de Hitler al poder realizada a partir de febrero de 1933 ya con los medios que otorga el poder

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absoluto alcanzado. En la construcción del mito de Hitler hay referencias a su infancia, a Viena, a la guerra, al golpe de Múnich de noviembre de 1923, a su paso por la cárcel, pero nada o casi nada a los meses decisivos de la revolución soviética bávara. Un episodio violento y crucial que debería haber dejado más poso en un nacionalista pangermánico como él, y que debería haber obligado a tomar partido —dada la condición judía de muchos de los líderes revolucionarios— a quien ya era un declarado antisemita, heredero de las peores influencias vienesas. Es raro, sorprendente y extraño ese pesado silencio. «El relato que hace en Mi lucha de aquellos seis fatídicos meses cabría en la solapa de un sobre», apunta Weber, con olfato de investigador privado. El historiador se lanza entonces sobre su presa y realiza hallazgos importantes que contribuyen, si no a explicar a Hitler, sí al menos a contribuir a una explicación aún más completa de Hitler, que en Baviera decidió ser un espectador indiferente —por utilizar la amarga expresión de Klemperer sobre otros muchos como él— cuando no un contemporizador oportunista, que colaboró con las órdenes revolucionarias cuando le convino para, una vez consumada la derrota, emerger como un líder fiable y útil a la causa de la contrarrevolución. No parece que Hitler entrara en combate en aquellos meses. Tampoco intentó desertar y pasarse al bando de los blancos, de las tropas que se reunieron para acabar con la República Socialista de Baviera. Hitler sobrevivió a la tragedia y el 9 de mayo de 1919, según Weber, «cambió de chaqueta» para ponerse al servicio de los vencedores. Eso le evitó represalias, incluso algunas antiguas amistades militares le echaron una mano. Tiene su lógica. La República de Weimar estaba dominada por el SPD —con el que simpatizaba Hitler— y de hecho Toller llamaba a sus políticos «socialistas de derechas», para distinguirlos de los verdaderos y puros izquierdistas revolucionarios. Entonces, de repente, dos acontecimientos surgen destacados para explicar su epifanía nazi. La primera, la firma del Tratado de Versalles, el 9 de julio de 1919. Alemania aún confiaba en los catorce puntos de Wilson, en una paz honrosa, en un armisticio entre iguales. La firma de Versalles dinamitó cualquier esperanza, así como la credibilidad del moderado SPD, que pasó

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de referente a traidor a ojos de millones de alemanes, entre ellos el propio Hitler. Para Thomas Weber, esa es la fecha decisiva, y no la del 9 de noviembre de 1918, al final de la Gran Guerra, en la que insisten Hitler y sus acólitos y secuaces, en un intento por reconstruir la vida del Führer pasando por encima de los seis oscuros meses de 1919. Pero además, y aquí Weber sigue los pasos del gran Joachim Fest (Hitler. Una biografía. Editorial Planeta), resulta que Hitler fue seleccionado en el verano de 1919 para recibir un sólido curso de propaganda, organizado por el decisivo capitán Mayr, en un momento en el que se hacía necesario contar con elementos dedicados a rebatir las peligrosas ideas de la revolución soviética que habían calado en amplios sectores de la sociedad alemana. De esta manera, para Weber este es el grial ansiado: «... la pista más importante, la que nos permite datar con exactitud la conversión política de Hitler y su despertar, es la fidelidad con que sus posteriores ideas políticas reflejaron siempre lo que aprendió en los cursos de propaganda del Palais Porcia». El libro de Weber supone una de las aportaciones más serias de los últimos tiempos al trabajo nunca definitivo de explicar a Hitler. No cabe la menor duda de que la gestación del monstruo encontró en la Baviera convulsa y revolucionaria de 1919 la mejor placenta para su crecimiento. El desorden, el caos, la anarquía y las perspectivas de guerra civil, junto al protagonismo revolucionario de dirigentes comunistas y judíos, encontraron en un Hitler veterano de guerra, treintañero y con ínfulas de poder, terreno fértil para la consolidación de sus ideas nacionalistas y antisemitas, y para convencerlo de la necesidad de un cambio radical, de ser la persona elegida para reconstruir su país desde cero. Como dice Weber, «el Múnich de 1919 era una ciudad donde la gente aún intentaba encontrar un nuevo asidero político en un mundo posrevolucionario y de posguerra». A esta explicación tan certera y contundente sólo cabe objetar que, si bien se puede aceptar que sin Múnich no habría habido Hitler —una tesis sólida y bien construida que se sostiene en el recorrido de Hitler desde el verano de 1919 hasta el célebre Putsch de noviembre de 1923—, no conviene pasar por alto lo que ya se sabe que cargaba Adolf en su pesada mochila antes de llegar a la ciudad taumatúrgica: la infancia en


Linz, los años vieneses (de 1908 a 1913, nada menos), el hambre, las lecturas desordenadas y compulsivas, la guerra mundial, la derrota y el fin del Imperio. Entonces, podemos conceder que Viena fue tan decisiva para el joven Adolf como lo sería Múnich para el adulto Hitler. Lo resume el propio Weber muy bien ya al final de este libro extraordinario: «... de no haber sido por Baviera, Hitler difícilmente se habría convertido en un nacionalsocialista. Pero si el resto de Alemania se hubiera parecido más a Baviera [un lander de fuerte presencia política de la derecha moderada, que plantó cara al partido nazi desde 1923 hasta 1933], Hitler difícilmente habría llegado al poder». El 1 de junio de 1920 Hitler se licencia del Ejército. La llamada de la política es ya irrenunciable. Epílogo: el misterioso periodista catalán Muy cerca del colofón de su intenso y documentado libro, Thomas Weber afirma que «no hay ninguna duda» de la preferencia de Hitler por la «solución final» para la «cuestión judía». Para probarlo cita con énfasis «la entrevista que dio al periodista catalán no mucho antes de su intento golpista de 1923», de la que incluso reproduce un fragmento en el que Hitler manifiesta con abierto descaro que la mejor solución sería matarlos a todos, pero que dada su imposibilidad sólo ve como única opción la «expulsión masiva». Eran los años de Madagascar. El periodista catalán, cuyo nombre omite —su fuente es indirecta— no fue otro que Eugenio Xammar, cuyas Crónicas desde Alemania publicó felizmente Acantilado hace varios años en dos volúmenes (1922-24 y 1930-36), titulados El huevo de la serpiente. Lo relevante no es sólo la disponibilidad en castellano de la entrevista completa que le hizo Xammar a Hitler y que se pudo leer en La Veu de Catalunya el 24 de noviembre de 1923, sino que a Xammar le acompañaba nada menos que Josep Pla, que asimismo publicó su propio texto en La Publicitat, el 28 de noviembre. Xammar elige un título para su colaboración que no deja lugar a dudas: Adolf Hitler o la necedad desencadenada, donde escribe, entre otras cosas, lo siguiente: «Herido y encarcelado, Adolf Hitler sigue siendo para nosotros el mismo que, intacto y en libertad, era: el necio más sustancioso que, desde que estamos en el mundo, hemos tenido el gusto de co-

nocer. Un necio cargado de empuje, de energía, de vitalidad; un necio sin medida ni freno. Un necio monumental, magnífico y destinado a hacer una carrera brillantísima. (De esto último él está aún más convencido que nosotros mismos.) » Por su parte, Josep Pla es más comedido y sutil. Su artículo se titula Cosas de Baviera: Hitler (monólogo), y se centra en varias cuestiones destacables, como por ejemplo la buena acogida de los españoles en el entorno hitleriano, gracias a la dictadura española de Primo de Rivera, que el líder nazi ve con mucho agrado. Más adelante entra en faena con las declaraciones de Hitler, redactadas en prosa de manera genérica, no textual: «Sobre todo, debemos resolver de una manera general […] el problema judío. Este problema lo vamos a resolver con la expulsión en masa. Tenemos un precedente en lo que hizo España con los judíos. Nosotros, sin embargo, vamos a corregir la solución española. No vamos a dejar a los judíos la opción entre la conversión y la expulsión, como hizo España. No. Optamos por la expulsión pura y simple. Para España, el problema judío era un problema religioso; para nosotros, es un problema de raza». Xammar y Pla consideran a Hitler un «necio», un personaje «divertidísimo», un tipo cuyas ideas políticas y económicas «no tienen desperdicio», un «monologuista», un vendedor «de género bueno y barato». Apenas diez años después de la publicación en la prensa catalana de ambas entrevistas, el incendio del Reichstag en abril de 1933 alumbraba un nuevo orden político en Alemania, que surgía imparable y enérgico entre fuego y cenizas. Cuidado.

Enrique Benítez Palma ha sido crítico literario para Localia Televisión (entre 2004 y 2007), la SER Málaga y el periódico

La Opinión de Málaga, perteneciente al grupo editorial Prensa Ibérica. Sus artículos han sido publicados en medios como Dia-

rio de Mallorca, Levante, El Faro de Vigo, La Opinión de Granada, etc. Sus últimas reseñas han sido publicadas en medios como

Info Libre, la revista Paradigma, editada por la Universidad de Málaga, o el digital hispanoamericano Otro Lunes.

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Salsa

Clara Obligado Entre Ambos: Barcelona, 2018 240 págs.

El estilo Obligado Por Nuria Barrios E. M. Forster hablaba de la cámara de resonancia literaria donde los escritores se hablan unos a otros servicialmente a través del tiempo y del espacio. Clara Obligado forma parte de mi personal cámara de resonancia literaria. La leo, la escucho, y sus palabras me suscitan siempre preguntas, me hacen reflexionar, me divierten y me alientan. Su ficción crea un espacio de silencio muy inspirador para aquellos que amamos la literatura. Creo que ambas compartimos la convicción de que la ficción no sólo ayuda a pensar ciertas experiencias, sino que las construye. Decía T. S. Eliot: «Tuvimos la experiencia, pero perdimos el sentido. Acercarse al sentido restaura la experiencia». Obligado es argentina y española, novelista y cuentista. Ser de aquí y de allá significa no ser ni de aquí ni de allá. La escritora ha hecho de ese extrañamiento su semilla creativa. Su literatura es pregunta y afirmación, inquietud y placer, exigencia y libertad. La lengua es la verdadera patria de un escritor y la suya es plástica, honda, viajera. Parece lógico que haya roto los géneros literarios, esas convenciones decimonónicas, para construir con una voz inconfundible un género propio al que llamaré a partir de ahora el Estilo Obligado. ¿Cómo explicarlo? Lo más sencillo es leer a Clara Obligado. Acaba de aparecer Salsa, una novela que publicó en 2002, pero que ahora se reedita actualizada o, como dirían en argot musical, remasterizada. Los libros nunca se acaban de escribir. Vuelves a lo escrito y reescribes. Reescribían sin cesar Virginia Woolf, Tolstói, Flaubert… Ocurre igual con la lectura. Regresas tiempo después a lo leído y el libro es otro, ha cambiado. Sucedería también con la vida si nos diesen la oportunidad de vivirla de nuevo. Salsa es una novela

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de mujeres: de Gloria, de Marga, de Jamaica, de Omara, de Viviana… Como si fuese una telaraña, los relatos de ellas se entrecruzan en una sala de baile, «Los bongoseros de Bratislava». El local está en los bajos del complejo madrileño de Azca: un conglomerado de lugares de ocio en el subsuelo de un barrio financiero. El vientre bullicioso y oscuro del anodino entramado de empresas y oficinas. El lugar donde las hormigas se quitan el traje al terminar el día y se convierten en cigarras. Salsa se abre con una cita que anuncia ya el Estilo Obligado: «El hombre que siente que su patria es dulce todavía es un tierno principiante. El que piensa que toda tierra es como la suya, ya es fuerte. Pero verdaderamente libre es aquel para quien todo el mundo es una tierra extraña». Del extrañamiento habla esta novela; de eso y de la lengua, del amor y sus compañeros inseparables: el sexo, la seducción, el erotismo y el abandono, de la ciudad mestiza que es Madrid, de ese organismo perturbador y fascinante que es la familia. En Salsa están el ritmo agilísimo que caracteriza a la escritora y su observación minuciosa de los detalles. Está su maestría en enlazar historias hasta crear el tapiz que son siempre sus libros. Está el final abierto, que te deja con la misma sensación de cuando abandonas una fiesta y caminas por la calle en ese intervalo en que la noche deja paso al día. En Salsa, en fin, están ya todos los elementos del Estilo Obligado, que alcanza su expresión más sofisticada en esa obra maestra que es La muerte juega a los dados. Es interesantísimo ver cómo un autor crece, cómo canaliza la energía, la pasión creativa, sus obsesiones. Es interesantísimo reconocerlo y sentir la admiración intacta.


Brillo de asfalto

Marian Torrejón Fórcola: Madrid, 2018 152 págs.

Cara o cruz Por Miguel Sanfeliu Quiénes somos, o mejor dicho, cuál es nuestro lugar en la sociedad, determina cómo nos ven los demás, cómo nos van a tratar. Y, a veces, estar donde estamos depende tan sólo de nuestra suerte. ¿Quién no se ha parado alguna vez a pensar qué decisiones son las que le han llevado a ser quién es? Tener suerte o ser un desgraciado son las dos caras de una misma moneda, una moneda lanzada al aire y que caerá de uno u otro lado por una mera cuestión de azar. Marian Torrejón es autora del libro de relatos Limones dulces (Ediciones Certeza, 2012), que fue finalista del Premio de la Crítica Valenciana; de la novela Al pie de una pared sin puerta (Talentura, 2015), en la que planteaba la relación de dos mujeres que habían compartido muchas cosas y que, por algún motivo, habían acabado distanciándose y siguiendo rumbos muy diferentes, y ahora publica su última obra hasta el momento: Brillo de asfalto, un libro que supone la prueba evidente de que nos encontramos ante una escritora a tener muy en cuenta. Serafín Orduña, el protagonista de Brillo de asfalto, atropella a un desconocido con su coche y lo mata. Por suerte para Orduña, se trata de un indigente y a nadie parece preocuparle demasiado. Sin embargo, se siente cada vez más obsesionado por averiguar algo sobre la vida de ese hombre cuya muerte a nadie le importa. El libro nos cuenta el accidente y la indagación del protagonista sobre el hombre al que ha matado. Pero también nos va narrando la vida de Serafín, su juventud, su matrimonio, sus estudios, todo el camino, en definitiva, que le ha llevado a ser quien es. Y la indagación continúa a la vez que la vida de Serafín empieza a complicarse.

Como lectores, seguimos la historia de Serafín Orduña con el máximo interés y la reconstrucción, la investigación, de la historia del mendigo, Aurelio Ramos, como si estuviéramos ante una novela negra. Un triunfador y un vencedor que tal vez no se diferencien en tantas cosas. Dos personajes de los que se sirve la autora para retratar una historia sobre la crisis económica y el derrumbe personal, sobre la futilidad de nuestro presente, cargado de miserias humanas empeñadas en aparentar normalidad, un escenario que oscila en algunos momentos entre lo real y lo onírico, entre brumas fantasmagóricas que dejan al descubierto el horror de una sociedad sustentada en el dinero y que aniquila sin piedad a quien comete un error. Marian Torrejón tiene un estilo cuidado, limpio, que, sin embargo, se lee con fluidez, sin tropiezos. El lenguaje está ahí para contarnos una historia de la forma más eficaz posible. Sus frases son certeras, elegidas con precisión, algo que sólo se consigue con mucho trabajo detrás. Y en este libro queda muy patente. Una vez empiezas a leer, la trama te absorbe y todo lo relacionado con estos personajes te interesa, incluso lo más nimio. No en vano sabe escoger muy bien los detalles que resultan especialmente significativos para definir a un personaje, o un estado de ánimo o una relación. Quiero destacar en este punto el sentido del humor, leve, dada la temática, que salpica pequeños detalles o anécdotas con un estilo inteligente lleno de hallazgos que nos sorprenden. Y también la caracterización de todos los personajes, no sólo el protagonista. Todos están definidos por algún rasgo característico que se nos queda en la mente. Más allá de lo que sería la trama desnuda, encontramos muchos temas que nos interpelan directamente, cuestiones que pueden llegar a incomodarnos, a interrogarnos sobre nuestra naturaleza y sobre nuestros principios. Esa es la función de la buena literatura, cuestionarnos a nosotros mismos, abofetearnos para que despertemos del sueño seguro en el que tendemos a instalarnos. Kafka decía que «un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». Y Brillo de asfalto se adentra en ese mar helado. Se enfrenta a nuestras pesadillas y nos plantea un viaje que es un descenso a los infiernos.

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Ashaverus el creador

Miguel Arnas Port-Royal Ediciones: Granada, 2018 346 págs.

La curiosidad hecha literatura Por Juan Peregrina Martín Miguel Arnas (Barcelona, 1949) continúa publicando novelas a un ritmo constante, dejando claro que, en el panorama español narrativo, quien persiste en unir creatividad y calidad consigue hacerse un hueco desde el logro de la obra bien escrita. Arnas escribe una continuación de su Ashaverus el libidinoso (Editorial Nazarí, 2014), que ya conociéramos algunos hace unos años y del que guardamos especial recuerdo por la libertad conseguida en la novela, su reivindicación de la curiosidad y el respeto por la diferencia. Esta nueva entrega se puede leer de manera independiente, ya que el autor, de manera inteligente y con dominio de la recolección de datos precisos, va integrando memoria y flashbacks de manera sutil, ordenada y limpia. La Barcelona de la Transición será el escenario elegido para que lo recorran personajes bien definidos que persiguen el hallazgo de la verdad, la modernización de una sociedad difícil históricamente y el olvido de la falta de libertades que trajo consigo la dictadura de Franco. Durante toda la novela, el autor se esfuerza en conseguir que la literatura y la historia se den la mano y para ello utiliza diferentes herramientas; nombraremos algunas para animar a futuros lectores que se acerquen al libro. 1. Utilización de la lengua: Arnas mantiene a lo largo de muchos años un alto nivel de exigencia lingüística. Hoy, que vemos cómo a veces se deshace en vacuidades

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la principal arma que tienen los escritores, da alegría saber que hay gente que nos hace aprender y nos regala de nuevo ese tesoro nuestro que es el manejo y buen uso de la ortografía, la sintaxis, y que además consigue belleza en expresiones, diálogos y descripciones. 2. La música: a través de un pianista que conoceremos perfectamente, Arnas concibe un pretendido tono musical en la novela. Las imágenes bellísimas que aporta al relato se acercan más a la prosa poética, que también domina y proporciona una serie de sugerentes escenas, matices de personalidad de los implicados y diversas metáforas del estado de ánimo que llegan a influir en la lectura. 3. Los personajes femeninos: son auténticos y se definen por acciones y diálogos. Fuertes y precisas, las mujeres que aparecen en la historia son un aliciente natural que Arnas sabe tratar con especial delicadeza, son una materia narrativa esencial en sus recreaciones de la época. La precisión de los diálogos, como siempre en las obras de este autor, se concibe aquí como una mayéutica de la política, del amor, de la vida… y mediante esas charlas trascendentes descubriremos ansias y esperanzas y qué hay tras el carácter de este personaje o la reflexión personal de aquel otro. 4. Las reflexiones metaliterarias que encontramos, la teoría literaria que acumula el escritor después de años dedicado a leer y contar, a escribir y recibir de sus autores favoritos, las espectaculares historias que Junger, Pynchon, Cervantes y otros grandes ya contaran. La duda y la curiosidad se convierten en acicates para que la historia esté cada vez mejor contada, precise más sus contornos y sea más entretenida. Esta novela es un canto a la libertad, una consecuencia más del camino literario que Arnas eligió en su momento: escribir como quien respira, contar nuestra historia con la belleza y la verdad (lo verosímil y la ficción) por delante y sin dejarse amilanar por el olvido o la falsía.


Papeles de Pandora

Rosario Ferré La Navaja Suiza: Madrid, 2018 252 págs.

Viaje hacia el realismo mágico Por Ricardo Martínez Llorca En una época en que la literatura en español por fin estaba terminando con el realismo puro y duro, cuando la fiebre por los experimentos verbales como los de Julián Ríos se había calmado, un puñado de autores estaba creando un nuevo tipo de literatura, en la que los atrevimientos con el lenguaje y la gramática ya estaban en función del relato, aunque en ocasiones diera la impresión de que había que buscar el relato detrás de lo puramente verbal. En esa etapa encontramos a Juan Benet, por ejemplo, que es quien realmente revoluciona la forma de entender la literatura en este país, y a Julio Cortázar, mencionado por los editores de este libro como el maestro de Rosario Ferré (Ponce, 1938 - San Juan de Puerto Rico, 2016), si bien se le podría añadir, dado que la versatilidad en los relatos es grande, a José Lezama Lima o a Alejo Carpentier, autores bien digeridos por la propia Ferré. Papeles de Pandora es el primer libro publicado por Ferré y en él ya define cuál será su mundo personal, algo que sale a flor de blanco sobre negro desde todos los rincones de la mente, incluidos aquellos que no conforman la inteligencia. Las terminaciones nerviosas de Ferré están muy activas para percibir sensaciones que luego intentará traducir con las herramientas de un lenguaje que se va quedando pequeño frente a su imaginación. Se trata, en buena medida, de un libro sobre las distintas formas de soñar, desde las oníricas hasta las ilusiones. Uno percibe rápidamente el viaje hacia el realismo mágico y la vanguardia surrealista, el mundo fragmentado, que es lo que confiere verosimilitud a los relatos, y la unidad de estilo, que hace del libro un proyecto literario. También que en el mundo de Ferré la pintura ha influido tanto como los libros leídos. Mientras otros autores escribían para sí mismos, Ferré creaba narradores, voces, que parecían narrar para sí mismos. Porque de otra manera resulta complicado entender la libertad

que se toma para hablar sobre mortificaciones y el orgasmo, creando neologismos y metáforas sexuales, usando libremente los elementos gramaticales para darle más oralidad pura y dura al relato, que en las ocasiones más intensas se presenta en forma de invocaciones mágicas. Detrás de todo esto está el dominio y la fuerza de unos hombres sobre otros, y en buena medida de los hombres sobre las mujeres. El lenguaje está puesto a fermentar y se utiliza para arrasar lugares, desde los lugares comunes hasta ciudades enteras. Será barroco e hipnótico, pero es lo que nos empuja a saber que nos enfrentamos a algo que debemos descubrir. En ese sentido, Ferré es hija de William Faulkner. En ese y en el de tener presente que la vida, sobre todo la del pobre, no vale nada. Papeles de Pandora construye un mundo con complejos, también en todos los sentidos de la palabra, y es un esfuerzo descomunal por representarlos. Los complejos, ya lo sabemos, están unidos a los deseos y los deseos, nos dicen los hombres espirituales de oriente, terminan por llevar al dolor. En este caso, Ferré adopta puntos de vista en los que el dolor proviene en buena medida de la rigidez fruto de los prejuicios, porque los prejuicios son implantes, son prótesis que tomamos por cuerpo. Creemos que el tiempo es lineal y ella lo dobla y manipula. El mestizaje es cultural, social, religioso, tradicional y a pesar de todo ello pensamos en nosotros mismos como una unidad, una idea que se va desmontando a medida que leemos estos relatos. Las maldiciones presentes son obra de los propios hombres, obsesionados con las relaciones y con el cuerpo. Obsesionados con el miedo, y con el miedo a lo que le sucede al cuerpo de uno, incluido el del sentimiento de soledad. De ahí brota la necesidad de Ferré de expresarse. De ahí que este conjunto de relatos sea una experiencia única en la literatura en nuestro idioma.

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El ambigú

Sombra de un animal bebiendo sombra Fernando Soriano Bensusan Editorial Nazarí: Granada, 2018 113 págs.

Poemas que obligan a leer Por Álex Marín Canals Fernando Soriano Bensusan es un poeta de primer orden, laureado, consagrado y una voz a tener en cuenta. Cuando leí el libro por primera vez hice algo que recomiendo siempre: no mirar el nombre, ni de qué va, simplemente dejarse llevar por la primera impresión y juzgarlo tras una relectura sosegada. El título, Sombra de un animal bebiendo sombra, ya nos da ciertas pistas de lo que nos vamos a encontrar en un libro de poesía o prosa poética como este. Estas son algunas consideraciones al respecto. Tras la primera lectura del texto me dije a mí mismo que esto no era una obra primeriza. El escritor es un poeta con todas las letras. Después leí el excelente, y minucioso, prólogo de Juan Peregrina, me documenté al respecto y todo me llevó a corroborar esa primera impresión: nadie escribe Sombra de un animal bebiendo sombra sin tener la pluma exquisitamente afilada. El libro está dividido en cuatro partes: «Dulce atisbo del caos», «Un punto de partida», «La preparación de la batalla», «Y aves planean sobre cenizas de esparto», que incluyen las treinta y seis composiciones que se enmarcarían en el género híbrido de la prosa poética. Todas las piezas son cortas, fugaces, fogonazos que incluyen todo lo bueno de la posmodernidad, sin olvidar la rigurosidad del poeta más noble inscrito en la tradición literaria española. Mientras estaba releyendo la obra, seleccioné el texto «El poema obliga a leerte» porque a mi juicio es una de las piezas más completas, para hacer un experimento con un buen lector. Se lo di a leer y le pregunté qué le sugería. Sus respuestas fueron múltiples, afiladas, largas, a veces con-

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fusas. No le pregunté si le gustaba o no, sé que lee, sobre todo, prosa, y no le advertí de lo que tenía entre manos. Pues bien, no sé si le gustó o no, sé que le dijo algo, mucho, suficiente como para ponerlo en valor. Para empezar, eso es ya mucho en estos tiempos de asepsia literaria. Sombra de un animal bebiendo sombra no es un libro fácil, pero es poderoso: juega contigo al emplear las citas, eliminar los signos de puntuación en algunos casos, introduciendo las dos barras para obligarnos a leer la prosa con la cadencia del verso como hace en «El problema es que nunca he llorado» o la barra inclinada en «Oku no Hosomichi (Camino estrecho del interior)» con idéntico fin. El texto juega consigo mismo al construirse sobre ciertas premisas de la posmodernidad como la cita, la referencia, la intertextualidad, lo fragmentario. A ratos resulta moroso en sus descripciones, otras parco, pues se centra en la acción que media entre el leerse y el reconocerse; a veces hay que releer un texto completo y te sientes interpelado. (Yo) interpreto cada uno de los treinta y seis textos con cada lectura, me peleo con el libro, a ratos me abruma, en ocasiones me río y en otras me conmueve. En fin: me complace. ¿Y qué otra cosa se puede pedir a un libro de esta hechura, a caballo entre la poesía más refinada y la prosa más preciosista, sino eso? Yo apuesto por releerlo, por no abandonarlo fácilmente. Sombra de un animal bebiendo sombra es un libro que probablemente encontrará acomodo entre los lectores valientes y los rigurosos. La estupenda y cuidadísima edición que han hecho desde la editorial Nazarí, en la que se nota el mimo con el que han trabajado autor y editores es, sin duda, un plus para el disfrute de su lectura.


Hotel Europa

José Luis Gómez Toré La Isla de Siltolá: Sevilla, 2018 70 págs.

Este chocar de esferas Por Pilar Martín Gila Es bien conocida la respuesta de Albert Camus a un estudiante que reivindicaba la lucha por la independencia de Argelia. En aquel momento, se lanzaban bombas contra los tranvías de Argel donde solía viajar la madre de Camus. Este vino a decir que si esa era la noción de justicia, entonces, entre la justicia y su madre, elegía a su madre. Es la gran historia frente a las frágiles vidas particulares. Camus veía a su madre como esa víctima a la que la causa pasa por encima. El largo relato de nuestro mundo que arrolla las vidas individuales generando otra forma de ciega injusticia, la del reino de la historia contada, que se atribuye la sanción intelectual y el beneplácito de la razón. Esta lectura podría ser una propuesta de fondo para el poemario Hotel Europa de José Luis Gómez Toré, que recientemente ha publicado La Isla de Siltolá. El libro se divide en tres partes; la primera lleva por título «Historia universal» y es la que nos introduce en esta visión de la historia como hechos que surgen a consecuencia unos de otros para formar la cadena del gran relato en el que se anuda el futuro, y del cual necesariamente se van desprendiendo las pequeñas historias que se mueven entre las dos marchas: el temor y el deseo. No todo está en la historia universal, la mayoría será aplastado por ella misma. Es la condición de las víctimas. La poesía ofrece aquí, podríamos decir, una garantía de resistencia, una forma de recuperar ese futuro, tanteando un sentido para lo lateral. La última parte de este poemario es la que le da título: «Hotel Europa». Sabemos que en un hotel se está

de paso, más que llegar a él, se atraviesa, es tránsito. Por tanto, no cabría identificarnos como ciudadanos de Europa, sino como algo más provisional, digamos sus huéspedes. Un hotel no es una comunidad, no construye una patria, un pueblo u otra forma de identidad; en un hotel se pasan las horas del descanso y las entrehoras del ocio. No es un lugar central sino marginal, un no lugar en el sentido de Foucault. Así pues, Gómez Toré realiza lo que tal vez se pueda ver como un acercamiento crítico a Europa en el que no podremos encontrar ya un lugar de pertenencia y guardar ahí la llave de nuestra democracia, nuestra justicia, nuestro Estado de derecho, sino una intrincada zanja, un paso de fronteras perpetuo, esa plaza vacía donde resuenan los pasos. Y podemos decir que esta tentativa de aproximación crítica desde la poesía resulta particularmente lúcida al tratar este espacio de Europa como aquello que las palabras no alcanzan a cubrir, y a lo que la continua exploración es consustancial. Un hotel tiene además algo de exceso, de abundancia, es fácil sustituir, confundir una cosa con otra. Europa sería un hotel antiguo con su aire decadente y la conciencia de un modo destructivo de sostenerse que arrastra consigo, sin una justificación última, todas las aspiraciones: «La consigna es a un tiempo / austeridad y lujo, / consumir nuestra dosis cotidiana de cafeína y culpa.//… Poesía es el resto. / La democracia es lo que queda en los márgenes». La singular parte central del poemario está escrita a modo de pieza teatral; se titula «El teatro anatómico del doctor Cirlot (interludio grotesco)». Es una composición descarnada, en el límite de los géneros, que actualiza el absurdo como un principio, lo grotesco de un siglo que ha vivido constantemente en guerras y entreguerras, hundido, cada vez más, en la insania. Quizá se pueda decir que Gómez Toré, más que buscar la representación de lo grotesco, trae a nuestros días la imagen que de esa mirada grotesca se hizo en el pasado siglo, en la malograda Europa, por cuya desaparición aquí se interroga y cuyo cuerpo se disecciona. No es lo grotesco lo que vemos sino su reproducción y actualización en otras claves de la historia. Y, al fin, esto, lo grotesco en su sentido etimológico, nos lleva por las grutas, los pasadizos, las cuevas, el interior por donde hacer pasar, diría Foucault, el murmullo del mundo.

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El ambigú

Apenas

David Trashumante Ya lo Dijo Casimiro Parker: Madrid, 2018 80 págs.

Alucinar para respirar mejor Por Alberto García-Teresa Probablemente, un poeta que se quede quieto podrá echar raíces. Pero también tiene la posibilidad de fosilizarse. El afán inquieto de David Trashumante le lleva a continuar experimentando en sus nuevos proyectos y a ir dejando atrás registros y fórmulas que ya domina, desde un afán provocador hasta la inquisitiva indagación. En este poemario, se aprecia una notabilísima evolución en su trayectoria: extrema su propuesta tensándola hacia lo alucinatorio. Aunque un libro impreso de Trashumante siempre deja fuera su potente puesta en escena, el elemento oral y corpóreo de sus versos, en sus páginas el riesgo estético y la experimentación formal se aúnan también con un cuestionamiento del discurso, bien sea político o bien sea de los tópicos. Además, caracteriza a sus poemarios la cohesión: cada obra se centra en un tema, a partir del cual arma una enorme variedad de piezas que demuestran su versatilidad. Apenas (en una excelente —como es habitual— edición de Ya lo dijo Casimiro Parker) gira alrededor de la pesadumbre o de la desolación y tiene una mayor unidad de tono. Se trata de un registro elíptico, con gran capacidad de evocación. El verso se desliza ágilmente por un chorro de conciencia que se sitúa en los parámetros de la escritura automática, aunque deja patente cierto control sobre las palabras. El resultado es notable. Con él, recoge saltos constantes entre pasado, recuerdo y presente. Singularmente, ese registro alucinatorio fluye con una imaginería de lo agredido, de lo que está en proceso de putrefacción. En ocasiones, incluso, se acerca a lo repulsivo. La desolación es la tónica general. Escenas mortecinas y paisajes decrépitos se acompañan de una lograda atmósfera decadente y de degradación física, en donde cesan las actividades. Asimismo, llama la atención la violencia o la agresivi-

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dad latente, la fuerza que tienen los textos, y sobresale el buen trabajo con el ritmo y la tensión de las piezas. Varios textos funcionan como remolinos, que giran, profundizan y arrastran con esa inercia el discurso y el flujo poético. El autor juega con lo impersonal. No coloca el foco sobre ningún personaje ni sobre ningún suceso concreto. Con ello, Trashumante acrecienta la construcción de una panorámica, no de un relato específico. De hecho, introduce frases pronunciadas por una tercera persona misteriosa, en un recurso de ecos gelmanianos que figura a lo largo de todo el volumen. Aparecen continuas referencias al cuerpo como objeto en el que sucede la vida, reivindicando la materialidad de la existencia y del sufrimiento. De esta manera, lo corpóreo se interioriza, nos ayuda a empatizar y nos revuelve. A su vez, la enfermedad y la muerte tienen una presencia constante. También desde ahí levanta la denuncia política de la opresión, la injusticia y las consecuencias de la avaricia sobre los excluidos. E, incluso, sin perder potencia alucinatoria, una crítica al lenguaje vacío y a la poesía ensimismada, autocomplaciente y de descargo y exhibicionismo emocional. Trashumante expresa el conflicto político sin enmascararlo, a través de un registro que permite un acercamiento que equilibra sugerencia y concreción explícita. Logra, de este modo, un distanciamiento que consigue subrayar la resonancia de la crítica, la cual precisa de la mediación interpretativa por parte del lector. Así, mediante la reflexión frente a la dicción directa, busca dejar un poso más permanente de la denuncia en aquel. Pero, ante la desolación, proclama continuamente el abrazo como superación y resistencia; la fraternidad, la sororidad, el apoyo mutuo honesto y fraguado desde abajo. Por tanto, reclama la presencia en el vivir ante la falsedad y el desplazamiento existencial del consumismo. Con todo ello, David Trashumante logra un poemario inquietante y perturbador, potente, denso y rico, de múltiples capas y niveles de lectura; un trabajo, en suma, muy meritorio.


De lo inútil

Julio Espinosa Guerra Candaya: Barcelona, 2017 88 págs.

La reivindicación de lo inútil Por Cristián Gómez Olivares De lo inútil es un libro parco, consciente de su parquedad. Un libro, tal vez exagero, al borde del silencio, o que al menos no se incomoda con él. Seguramente porque abunda en el fundamento antes que en el adorno. No es casual que se abra con un «Elogio de la piedra». La reivindicación de lo inútil que se hace en estas páginas quiere, sin levantar la voz en ninguno de sus pasajes, traer de vuelta al centro de nuestra atención aquello que suele ser desechado en nuestro propio accionar social, en nuestra ocupación diaria. Billetes de tren, piedras (nuevamente), el sonido del mar, el ladrido de un perro. Pero si en De lo inútil hay un examen del fundamento —además de las piedras, está el hogar, el amor, los hijos—, también hay una asunción de la incerteza. En el que para mí sea tal vez el mejor poema del conjunto, el titulado «Quizá», el autor da algunas pistas sobre las que quisiera extenderme. En un ejercicio de ironía biográfica, Julio Espinosa se desdobla para, lenguaje poético mediante, preguntarse en torno a su particular situación personal: «Quizá entonces / te preguntes / por qué no diste el salto de regreso». No puedo leer estos versos, sólo en apariencia evidentes, sin entenderlos como parte de un decurso autobiográfico, aunque sepamos que el hablante de toda autobiografía nunca coincide con el sujeto de carne y hueso que es el autor. Espinosa/el hablante del libro plantea una cuestión que le atañe a él, pero no sólo a él. Este interrogante es el del inmigrante, pero tal vez no cualquier inmigrante. No es, necesariamente, el del inmigrante indocumentado, del que vive la crudeza más inmediata de la patera o del que no tiene papeles de trabajo. No todas las inmigraciones son iguales y en este caso hablamos del que ya ha forjado una larga estadía en ese segundo país que es y no es su casa, con el cual las

relaciones de amor y odio se suceden a diario. «Quizás entonces / te preguntes / por qué no diste el salto de regreso», tal vez entonces te preguntes, en otras palabras, por Chile. Porque el poema continúa con otras preguntas, igualmente acuciantes: «Quizá / entonces / será un lugar / en el que no querrás vivir». La literatura de viajes es un tema demasiado lato como para tratarlo aquí, pero el poema de Kavafis se me viene a la mente como un punto insalvable. La ciudad irá contigo, no importa dónde vayas. Pero un tópico también de rigor es que el viajero nunca vuelve al mismo hogar, porque tampoco él es el mismo. El viaje, el trayecto, lo ha hecho otro. El retorno, por tanto, es imposible. Es un deseo siempre presente, pero muy difícil de concretar. Una utopía, en el sentido etimológico de la palabra. Quizás entonces Chile, esa Ítaca sudaca y arribista, ya no sea lo que soñamos que es. Tal vez nunca lo fue. «Quizá / sea / entonces / lo único parecido a un hogar.» La clave de todas estas citas es el entonces escrito en cursiva cada vez que aparece en este poema. ¿Cuándo, cuándo se producirá ese entonces?, ¿cuándo será España o Zaragoza lo único parecido a un hogar?, ¿cuándo lo será Chile? El lector avezado de poesía recordará el «Cuándo de Chile», poema extrañamente desconocido de un Neruda vagabundo y, también, desconocido. Poner un océano de por medio ha sido parte de la poesía chilena en el siglo XX y lo es, como vemos, durante el XXI: Julio Espinosa pertenece por derecho propio a esa y otras tradiciones.

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El ambigú

El explorador polar

Joseph Brodsky (Traducción de E. Hernández Busto y E. Zaidenwerg) Kriller71: Barcelona, 2018 166 págs.

La religión del frío Por José Ángel Cilleruelo Joseph Brodsky posiblemente sea uno de los mejores poetas invernales. Sus paisajes helados, la vida cotidiana sobre las calles llenas de nieve sucia, el modo de describir una nevada no sólo son precisos sino que, tal vez, los versos hayan convertido el invierno en una religión. En la celebérrima «Elegía mayor a John Donne», tras constatar cómo todo lo que constituye la realidad, en minucioso recuento, «está dormido», queda como única «revelación» en el mundo una profusa nevada. De ahí el acierto del título que han elegido Ernesto Hernández Busto (prologuista y traductor de la obra rusa) y Ezequiel Zaidenwerg (traductor de la obra inglesa) para esta antología, el de uno de los poemas más breves del autor, pero también de los más intensamente simbólicos sobre la vida: un frío que avanza como la «gangrena». Voy a empezar la crónica de este libro por donde lo he iniciado yo: el volumen Parte de la oración y otros poemas que publicó Versal en 1991 y que leí también como novedad. Su relectura no me ha devuelto a Brodsky, sino a su lector. Cuatro años antes le habían entregado el Nobel y estas noticias entonces aún tenían cierta importancia. He recordado ahora que en aquella época a un poeta admirado y también amigo el premio le había enfurecido. No sé por qué. El caso es que Brodsky se había convertido para él en la bestia. Mejor, en la Bestia. Así que compré en secreto Parte de la oración, y el resto de sus libros, y los leí a escondidas… de mí mismo. Absolutamente dividido entre la devoción y el horror. Durante años no he sido capaz de emitir un juicio de valor sobre Brodsky. Creo que el volumen El explorador polar es un buen momento para salir de ese absurdo armario de las fobias poéticas… solidarias. La crítica suele insistir sobre los valores que el exiliado Brodsky incorporó a la poesía rusa. Pero creo que su interés poético crece si se le da la vuelta a la búsqueda y se descubren los valores que incorporaron las traducciones de sus obras a la poesía europea, y en es-

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pecial a la anglosajona. Brodsky había leído muy pronto a los poetas ingleses, desde Donne hasta Auden, y se había dejado seducir desde el inicio por ellos. Toda la primera parte de la «Elegía mayor…» es un gran poema empirista. Hasta que, de repente, cambia el tono: «Pero, escucha, allá lejos, entre heladas tinieblas / alguien llora y susurra, como atemorizado». No es nadie conocido: «No, John Donne, soy tu alma». Esta es la primera singularidad de Brodsky, vigente ya en la poesía que había escrito en Rusia: es la semilla trascendente la que cae en campos labrados por el empirismo, no al revés. La segunda tiene que ver con las formas. Y su vigencia cobra sentido cuando se le empieza a leer traducido. Nadie puede dudar (quizá tampoco mi viejo amigo) que Brodsky es un gran poeta del último cuarto del siglo XX. Un mínimo vistazo a los originales rusos, sin que la dificultad del cirílico pese para ello, muestra la fe del poeta en la métrica y en la rima. En castellano —traducido con sentido poético, como ocurre en esta edición de Kriller71— resultan perfectos poemas en verso blanco, como la mayor parte de los poemas coetáneos escritos en Europa. En un momento en el que las formas caminaban aceleradamente hacia su descrédito, Brodsky proporciona una pequeña lección a la poesía que le ampara en el exilio, y que él trae aprendida desde la tradición rusa: la forma es la esencia misma del poema. Es difícil leer a Brodsky obviando su «caso». El prólogo proporciona los detalles con solvencia. Lo que ahora sorprende, sin embargo, no es el obvio hostigamiento soviético, sino la capacidad para conseguir situar una obra poética, en tan poco tiempo y con condiciones tan adversas, en el mismísimo centro de la literatura occidental. Un hecho que permite el reconocimiento de una circunstancia que al cabo ha resultado de una extraña fertilidad: la poesía crece cuando es forzada a alejarse de su origen (Walkott, Simic, Heaney...).


Recomendaciones de Quimera El periodista deportivo El rey recibe

Eduardo Mendoza Seix Barral, 2018

Eduardo Mendoza vuelve a la carga con la primera novela de una trilogía esperada —Las tres leyes del movimiento— en la que aspira a recorrer los principales acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX. En esta primera entrega vuelve a la Barcelona de finales de los sesenta, donde Rufo Batalla, un aspirante a periodista, recibe el primer encargo de cubrir la boda de un príncipe en el exilio. Retrata así el ambiente opresivo de la España franquista dando paso a sus ya célebres malentendidos en los que residirá la excusa perfecta para asistir a los fenómenos sociales de la época como la igualdad racial, el feminismo, el movimiento gay o el desplazamiento de los grandes centros culturales y la deriva de la cultura hacia nuevas formas de expresión.

El caso Maurizius Jakob Wassermann Acantilado, 2018

En el Berlín de principios de siglo, el joven Etzel sospecha que su padre, el rígido fiscal Wolf von Andergast, ha condenado al frívolo Maurizius a cadena perpetua, diecinueve años antes, sin contar con pruebas concluyentes, y se embarca en un viaje a los infiernos para demostrar su inocencia. Con una estructura cercana a la novela policiaca, Jakob Wassermann (1873-1934) vuelca sus obsesiones sobre la justicia y sobre la hipocresía y el interés que esconde la sociedad burguesa de su época en una obra que destaca por la profundidad de sus personajes y por su ardor moral, por el que se le ha comparado frecuentemente con Dostoyevski.

Richard Ford Anagrama, 2018

Es fácil recomendar cualquier libro de Richard Ford, ya que en vida se le está reconociendo como uno de los grandes maestros de la narrativa norteamericana actual. Reeditado por Anagrama en una colección de tapa dura, es una buena manera de volver a los inicios del personaje de Frank Bascombe, ese trasunto novelizado del propio autor, cuyo devenir vital se enriquecerá en las siguientes novelas de Ford. En El periodista deportivo conocemos la génesis del personaje; se perfila su carácter (algo cínico y desgastado pero también generoso y sensible) que irá recorriendo las siguientes entregas. Una lección de buena narrativa que va mucho más allá del realismo sucio con el que durante un tiempo se emparentó al autor. Para leer en cualquier momento.

Walt Whitman ya no vive aquí: Ensayos sobre literatura norteamericana Eduardo Lago Sexto Piso, 2018

Eduardo Lago reside en Nueva York desde 1987. Es Catedrático de Literaturas Hispánicas en el Sarah Lawrence College, al que regresó en 2011 después de ostentar el cargo de director del Instituto Cervantes de Nueva York, donde impulsó personalmente la Enciclopedia del Español en Estados Unidos. Es uno de los mayores expertos en literatura estadounidense de todo el ámbito hispano y ha entrevistado, reseñado o traducido a una buena parte de sus principales exponentes: David Foster Wallace, Philip Roth, John Barth o Don DeLillo entre otros. En esta obra, Lago se compromete con la literatura de calidad y deja un testimonio narrativo de una época en la tradición literaria estadounidense, no exenta de críticas.

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Recomendaciones

Las especias (Historia de una tentación) Jack Turner Acantilado, 2018

Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica Leonardo Valencia Fórcola, 2018

Queríamos llamar la atención sobre este breve ensayo (noventa y tantas páginas) publicado por Fórcola en su colección Singladura. En él, Leonardo Valencia repasa algunos aspectos fundamentales del proceso de creación en la novela, principalmente, pero también el proceso de recepción del texto por la crítica y el público. Es un libro rico, repleto de reflexiones y visiones de otros autores, que ahonda en el misterio del proceso y el papel que debe ejercer la crítica sobre el texto. Escrito en un formato de capítulos breves y concisos, aborda de una forma directa y rica este debate. Más que recomendable.

Caminantes

Edgardo Scott Ediciones Godot, 2017

Todo buen libro supone un paseo, implica un movimiento en el lector, que cambia de lugar a medida que avanza la lectura. Existen libros que hacen de ese mismo tránsito su verdadero tema, como es el caso de esta pieza diminuta y sin embargo extensa en lo que a sugerencia se refiere. El autor argentino Edgardo Scott reflexiona sobre la figura del flâneur, del paseante, de vagabundo y del peregrino, en un volumen que nos hará recorrer el difícil arte del movimiento. A través de una serie de autores, desde Edgar Allan Poe hasta Thoreau, pasando por Walser, William Hazlitt, W. G. Sebald o Ignacio de Loyola, Scott traza una reflexión muy interesante en torno al camino, a las posibilidades de una vida en perpetuo tránsito, a los viajes exteriores e interiores que conlleva cualquier tipo de desplazamiento. Un libro para meternos en el bolsillo y echarnos a andar.

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En este libro lleno de historia, de curiosidades y de anécdotas, Jack Turner, con una erudición muy poco frecuente y una frescura que atrapa al lector desde el primer momento, desgrana la historia de las especias y destaca la importancia que han tenido no sólo en la cocina y en la economía, sino también en la ideología, en la moda, en la religión... Para ello, en sus diferentes capítulos abarca las especias desde diferentes puntos de vista: histórico, económico, social, sagrado, etc., para dar una visión global del impacto que supusieron en el desarrollo de la economía y la cultura occidental. Con sus apólogos y sus detractores, originarias de intercambio y de conflicto, Turner nos muestra cómo las especias han sido mucho más que un mero producto mercantil.

El futuro. Poesía reunida (1979-2016) Bruno Montané Krebs Candaya, 2018

Bruno Montané Krebs fue uno de los artífices de la neovanguardia mexicana, junto a otros autores como Roberto Bolaño. Con esta carta de presentación ya deberíamos atender a cualquiera de los libros que ha dado a imprenta. Sin embargo, su poesía va mucho más allá de este reclamo. Los lectores de Bruno estamos de enhorabuena: en un único volumen, ha reunido sus libros de poemas, desde 1976 hasta 2016. Con un lenguaje plagado de sugerencias y un empleo espléndido de los recursos literarios, Montané explora los límites del ser humano, su soledad, sus aspiraciones, su relación con el entorno, sin renunciar a una fina ironía y a la construcción de imágenes poderosas. Su poesía es magnética, con esa intensidad que convierte al texto en un refugio o en un punto de partida. Hay poemas que se nos quedarán marcados en la piel y no nos abandonarán nunca. Una antología que dará cuenta de la magnífica proyección de su escritura.


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Casa Desolada

CHARLES DICKENS En un Londres neblinoso y enfangado, un pleito se eterniza en el decadente Tribunal de la Cancillería. La anquilosada maquinaria judicial asiste al paso de generaciones, al enloquecimiento de algunos querellantes, al enmohecimiento de las posesiones y a la ruina material o espiritual de incontables individuos con una impasibilidad que llega a lo cruel. Esther Summerson, Ada Clare y Richard Carstone serán los jóvenes que, junto a su bienhechor John Jarndyce, habrán de ver el final de tan absurda acción jurídica. Pero antes de alcanzar esta resolución sucederán numerosas y dispares aventuras: de lo cómico a lo trágico pasando por lo melodramático y lo policíaco, un universo de singulares personajes iniciarán y entrecruzarán sus trayectorias, crecerán y, en algunos casos, morirán en el seno de este mundo jerarquizado y monstruoso. Casa Desolada alterna el humor y la gravedad gracias a un Dickens que logra en estas páginas momentos inolvidables. Los juegos y las trampas de la intriga policial garantizan una enfebrecida lectura repleta de sobresaltos y sorpresas. Como acertadamente subrayó Vladimir Nabokov, en unas páginas entusiásticas, “todo lo que tenéis que hacer al leer Casa Desolada es relajaros y dejar que sea vuestra espina dorsal la que domine”.

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Ensayos sobre biología y sociedad

La lucha contra el Alzheimer

Es fácil pensar en la evolución como algo que sucedió hace mucho tiempo, o que ocurre solamente “en la naturaleza”, o que es tan lento que su impacto real es prácticamente inexistente visto desde la perspectiva de una vida humana individual. Pero hoy sabemos que cuando la selección natural es intensa, el cambio evolutivo puede ser muy rápido. En este libro algunos de los científicos más destacados en el estudio del fenómeno evolutivo exploran las implicaciones de esta realidad para la vida humana y para la sociedad. Los veintitrés ensayos de este volumen exploran de un modo riguroso y al mismo tiempo accesible por qué comprender la evolución es crucial para la vida humana, desde combatir el cambio climático y garantizar la disponibilidad de alimentos, la salud y la supervivencia económica, hasta desarrollar una comprensión mejor y más precisa de la sociedad, la cultura e incluso de lo que significa ser humanos. Combinando ensayos inéditos con artículos revisados y actualizados de la clásica Princeton Guide to Evolution, esta antología trata del papel de la evolución en el envejecimiento, la cognición, la cooperación, la religión, los medios de comunicación, la ingeniería, la ciencia de la computación y otras muchas áreas.

La memoria es la base de nuestra personalidad, de nuestra inteligencia emocional y de nuestras relaciones familiares y sociales. La demencia, en su sentido más amplio, hunde sus raíces en la destrucción de la memoria. Hay muchas formas de locura, pero la más cruel de sus manifestaciones es la que lleva el nombre del médico alemán que la identificó por primera vez en 1906: Alois Alzheimer. Hasta hace muy poco, el Alzheimer era una enfermedad a la vez polémica e ignorada. No había acuerdo sobre sus síntomas fundamentales ni sobre sus causas. Pero lentamente, gracias a la identificación de “placas y nódulos” en el cerebro geriátrico, el Alzheimer se ha convertido en una nueva plaga que afecta ya a millones de personas y que amenaza a la población mundial con la aparición de un nuevo caso cada cuatro segundos. Una de cada tres personas tendrá esta enfermedad en algún momento de su vida. Solo en el Reino Unido hay actualmente 850.000 personas diagnosticadas con esta enfermedad; seis millones de personas en toda la Unión Europea y cuatro millones de norteamericanos la tienen. Y es previsible que estas cifras se hayan multiplicado por dos antes del 2030. Con el envejecimiento de la población mundial, el Alzheimer está en camino de superar al cáncer comosegunda causa principal de muerte después de las enfermedades cardiovasculares.

BIBLIOTECA BURIDÁN


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