Quimera Revista de Literatura | Número 462 | Junio 2022

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PUBLICIDAD copia:memoria polo, 6pp copia 13/5/22 9:17 Página 97

John Edgar Wideman

Ayer te estuve buscando Ayer te estuve buscando es una saga en la que los personajes aparecen y desaparecen, recorriendo la piel y la sangre de una comunidad negra entre los años de la Depresión y el regreso de Vietnam. Una comunidad abandonada a su música, a la música que con ritmo de blues reproduce en su prosa John Edgar Wideman.

Thomas Wolfe

La red y la roca La red y la roca da un paso adelante respecto a su famosa obra anterior Del tiempo y el río (cuya edición ha sido descrita en El Editor de libros, un film protagonizado por Colin Firth, Jude Law y Nicole Kidman), constituyéndose en una pieza capital de la literatura estadounidense del siglo XX.

Ángel García Roldán

Las revanchas En Las revanchas, la primera venganza atrapa en su red a todos los personajes, quienes, a su vez, urden también sus propias revanchas. Algunas son meros arrebatos causados por leves ofensas. Sin embargo, otras son graves, crueles, planeadas y ejecutadas con fría precisión. Y el Destino juega su propia partida de billar a varias bandas. Piel de Zapa


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ColaborAN en este número:

Roberto Abad, Itziar Ancín, Borja Bagunyà, Jorge Canals Piñas, Lidia Caro, Bel Carrasco, Eva Díaz Riobello, Rodrigo Fernández, Alberto García-Teresa, Javier Helgueta Manso, , Pablo Hernández, Cristian Jara, Nika Jiménez, Jordan, Martín Llade, Layla Martínez, Sandra Mendoza Vera, Gema Monlleó, Javier Morales, Hugo Mujica, Clara Obligado, Jose Ovejero, Juan Peregrina Martín, Aleix Plademunt, Carmen M. Pujante Segura, Guillermo Ramos Flamerich, G. Richmond, Antonio Rivero Taravillo, Rocío Rojas-Marcos, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Javier Sáez de Ibarra, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Saturnino Valladares, Fernando Valls, Isabel Wageman, Manuel Yllera Fotografía de portada y Dossier:

Mural en Cincinnati (EEUU). Fotografía: Jordan (Unsplash) Editor:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Junio 2022

Cada cierto tiempo en Quimera nos gusta repasar el panorama actual oteando autores de distintas generaciones y cuerdas literarias para fijar la fotografía de la literatura que se hace hoy día en español. En esta ocasión reunimos cinco entrevistas y una charla a dos (entre Borja Bagunyà y el creador de sus cubiertas, Aleix Plademunt). Abrimos el dossier con el escritor argentino Hugo Mujica, quien nos relata su experiencia como monje trapense y nos habla de Heidegger, seguimos con José Ovejero, quien hibrida en el mismo libro distintos géneros prosísticos. Javier Morales nos habla en Las letras del bosque, un ensayo sobre naturaleza, animales y libros. Cerramos con dos jóvenes autoras a tener en cuenta: Layla Martínez, quien nos presenta Carcoma, y Lidia Caro, periodista valenciana que nos habla de su primera novela, una impresionante obra del yo. GINÉS S. CUTILLAS - CO-DIRECTOR DE QUIMERA

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:

Imprime:

Gráficas Gómez Boj

El salón de los espejos

Antonio Rivero Taravillo.

Entrevista a Clara Obligado – 4

La voz ejemplar de Rafael Cadenas – 50

Entrevista a Martín Llade – 7

El cielo raso Panoramas

El ambigú

Entrevista a Hugo Mujica – 12

Eduardo Suárez Fernández-Miranda:

Entrevista a José Ovejero – 16

La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín – 55

Entrevista a Javier Morales – 18

Anna Rossell:

Puntos ciegos. Conversación entre

Ceniza en la boca, de Brenda Navarro – 56

Borja Bagunyà y Aleix Plademunt – 23

Jorge Canals Piñas:

Entrevista a Layla Martínez – 28

Los días con Felice, de Fabio Andina – 57

Entrevista a Lidia Caro – 34

La vida breve Derechos reservados. Prohibida la reproduc-

Pablo Hernández Palazón. Máscaras – 38

ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Roberto Abad – 41

colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

José de María Romero Barea. Irreductible diversidad de Jane Eyre – 52

El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Itziar Ancín – 42

Cristian Jara: Amor + Odio, de Hanif Kureishi – 58 José de María Romero Barea: Pureza, de Garth Greenwell – 59 Carmen M. Pujante Segura: La canción de NOF4, de Raúl Quinto – 60 Gema Monlleó: Autocienciaficción para el fin de la especie, de Begoña Méndez – 61 Juan Peregrina Martín: Fábula material, de Begoña Callejón– 62

Einstein on the Beach

Alberto García-Teresa: Con permiso del olvido. Antología

Fernando Valls. Lo que sé de Javier Goñi:

poética (1996-2020), de Julio César Galán – 63

el amigo y el crítico literario – 44

Rocío Rojas-Marcos:

Saturnino Valladares. Aproximación al epistolario

El gran criminal, de Dionisio Cañas – 64

José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (II): Núcleo político – 46

Recomendaciones – 65 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Clara Obligado Texto: Redacción Fotografía: Manuel Yllera ©

Quedamos con Clara Obligado en un local argentino de Barcelona para hablar de su nuevo libro Todo lo que crece (Páginas de Espuma, 2022). No se nos ocurre mejor manera de darle la bienvenida. En él vuelve a los temas que le obsesionan: el exilio, la escritura y la memoria. Nacida en Buenos Aires, llegó a España justo cuando arrancábamos nuestra democracia. Con ella trajo el concepto de taller literario y, según su editor Juan Casamayor, una forma de escribir en corto que acabó llamándose microrrelato. Siempre que nos vemos es una celebración.

El exilio forma parte de su temática personal. Escribió en 2020 Una casa lejos de casa. ¿Qué relación tiene esta obra con aquella? Son dos «ensayitos», como yo los llamo, que buscan participar de una misma experiencia y que se miran en espejo. Tienen la misma estructura, están ambos escritos en primera persona y presentan distintos aspectos de mi biografía, además de temáticas que pueden ser afines en algún punto, como la del exilio y la de la escritura. Pero ambos muestran un yo diferente. Lo que quería demostrar es que la autobiografía es un género que más nos esconde que nos muestra. Puedo ser totalmente sincera con lo que cuento y a la vez parecer otra persona. Es una pequeña investigación sobre este tema, que recorre tantas obras en la actualidad. Llega a España como exiliada política en 1976. ¿Cómo fueron sus comienzos en los primeros talleres literarios que se impartieron aquí? ¿Cómo nació aquella idea? La idea, como todas las buenas ideas que he tenido en la vida, nació de la necesidad y sin demasiada fanfarria. Necesitaba comer, mantenerme y hacer lo que me gustaba a la vez. Era filóloga y me gustaba enseñar,

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tenía experiencia con grupos en Argentina, y empecé a tejer una profesión que estuviera dentro de mis intereses. Creció poco a poco, con bastante hostilidad por parte de los escritores del momento, que juraban que no se podía enseñar a escribir. Ha pasado el tiempo y ese tiempo me ha dado la razón: claro que se puede enseñar, y esta profesión se ha convertido en algo que ya no es raro. Y en cambio fue una autora tardía. Su primera novela la publicó a los cuarenta y cinco años. ¿La vida impide la literatura? ¿Tardía? A los cuarenta y cinco años me había recibido de licenciada en Literatura, había visto aniquilar a mi generación, había vivido la violencia, había dejado un país, me había convertido en extranjera, había desempeñado mil trabajos, había casi inventado una profesión, había empezado a incorporarme a una sociedad muy diferente a la mía, había tenido una hija, me había separado y la había criado casi sola, había hecho una nueva pareja, había tenido otra hija, tenía una casa, y unos cuántos había más… ¿Crees de verdad que soy una autora tardía? La literatura siempre me acompañó. Desde esa perspectiva, desde luego que no; y hablando de perspectivas, en el libro habla de la eventualidad con la que se sentía al llegar aquí. Ahora tiene hijos y nietos aquí. ¿Cambia eso la perspectiva? Creo que siempre cambiamos y siempre somos los mismos. Es curioso, para mí, que siempre me he sentido extranjera, ser ahora una rama de la que salen dos generaciones de españoles. Veo lo que he hecho y me alegro. Incluso he recuperado el apellido familiar. Mis antepasados dejaron Huelva en el siglo XVIII y, desde entonces, no había nacido alguien con mi apellido, Obligado, en la península. Por un baile de apellidos, mi último nie-


En este libro se ve que quiere romper con las formas literarias tradicionales. Hay algo de autobiografía, de ensayo y de bildungsroman. ¿En qué género emplazaría esta obra? Creo que no se puede escribir sobre la modernidad desde una forma tradicional, es una contradicción. Si un texto actúa como si fuera un texto del siglo XIX, no puedo dejar de pensar en que atrasa. Contar lo que nos pasa hoy es, de alguna manera, torsionar la forma para que nos lo cuente, la forma es lo medular, al menos para mí. Busco, pues, para un mundo itinerante, roto, en cambio, formas que lo representen. Por eso en mi libro hay varios géneros que dialogan entre sí y que se cuestionan a la vez.

to se llama como yo, así que hemos hecho un viaje de ida y vuelta. Me parece bonito, emocionante, cómo los destinos dibujan itinerarios creativos. Cómo una emigración, que tuvo un perfil masculino, tiene ahora una devolución por el lado de las mujeres. ¿Cambia esto la perspectiva? Posiblemente, sí. En todo caso, consuela. Conoció a Borges como profesor. ¿Cómo fue esta experiencia? Muy interesante, como es obvio. Con él aprendí, básicamente, que la literatura es algo vital, que nos constituye. Aprendí, también, a leer desde los márgenes. Son dos enseñanzas muy importantes.

¿Dónde nace la idea de juntar naturaleza y escritura? Es una mezcla que ya está en los griegos. Pienso en Safo, por ejemplo. No tiene nada de original. Para mí la naturaleza es una de las fuentes de todo, el lugar al que retorno para pensar. Cada época ve la naturaleza de una manera diferente. Nosotros estamos abocados a preguntarnos nuestro papel dentro de ella, dónde nos situamos y qué estamos haciendo. La pandemia hizo evidente esta tensión. Es pensar o desaparecer. Entonces claro que está ligada con la escritura... ¿Es la literatura un árbol que plantamos sabiendo que no lo vamos a ver crecer? Es la construcción de un pensamiento utópico, ¿verdad? Un acto de esperanza. ¿Es este un libro optimista? Sí, pero no es un libro de autoayuda. No evita los temas difíciles o dolorosos, pero intenta construir una manera positiva de mirar lo que nos sucede. Creo que hay un

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Entrevista a Clara Obligado

pensamiento apocalíptico que no construye, es demasiado apabullante; desde una visión totalmente negativa no se puede avanzar. O al menos me sucede a mí: me inmoviliza. Y creo que, mientras haya vida, tiene que haber movimiento, es nuestro lugar en el mundo. Movimiento es también pensar, intentar construir. Desde ese punto de vista, sí que es un libro optimista. El libro está lleno de referencias etimológicas. Lee el Diccionario etimológico de Corominas como si fuera una novela y habla del origen de ciertas palabras en el momento adecuado del libro. ¿Nos acercan las etimologías a lo que fuimos? Las etimologías son la historia de la humanidad vista a través del lenguaje. Son un libro de los orígenes. En el libro se reivindican los orígenes, la maternidad, la naturaleza… Sí, claro, la idea del origen, de dar la vida, está unida necesariamente a la idea de maternidad. Y ahí vienen las etimologías: madre y madera tienen el mismo origen. Desarrolle esta cita escrita por usted: «No soy yo la que escribe, es alguien que me habita». Es verdad. La persona que escribe no soy estrictamente yo, la que charla con sus amigos, da clase o prepara mermeladas. Es un yo que me habita y que, por suerte, se calla un poco cuando tengo que vivir. Eso me protege de sentirme importante o de creer que hago algo que tiene más interés que lo que hacen los demás. Cuando me siento frente al ordenador para escribir es como si actuara otra parte de mi mente: la que almacena, estructura, piensa, busca el ritmo de las palabras. La que vive dentro de otras vidas que no son, necesariamente, la mía. Luego, en el día a día, procuro no pensar demasiado en estas cosas. Me funciona bien así y me protege de algunas tonterías en las que solemos caer los escritores. Y esta otra: «Escribir es mentir y decir la verdad a la vez». Sí, estrictamente es eso. ¿Dónde nace el impulso creativo? No tengo ni la menor idea. Creo que, en mi caso, es un defecto personal. Hay gente con impulsos más adapta-

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dos a la vida que tenemos que vivir: por ejemplo, ser informático o empresario. La sociedad premia mucho más esas decisiones. Pero, ¿por qué alguien dedica gran parte de su vida a un oficio que ni siquiera es un oficio, que pide cada vez más, que cansa, que nos obliga a tener otro trabajo para mantenernos, que nos exhibe cuando lo que queremos es estar charlando con nuestra familia, que nos deja casi sin tiempo, que ni siquiera tiene una devolución física, porque estamos todo el día sentados? Es muy difícil responder a esto. Cuando lo pienso, siempre me digo: será porque aquí hay algo fascinante. ¿No sabemos hacernos viejos porque no tenemos referentes? Cada uno se hace viejo de distinta manera. A las mujeres de nuestra generación nos tocará hacernos viejas, también, rompiendo moldes. Fuimos jóvenes, fuimos madres, fuimos profesionales rompiendo moldes. Y creo que moriremos así. Francamente, es muy cansado. ¿Qué libros revisitó antes de comenzar a escribir esta obra? Muchos. Están mencionados. Zambrano, Steiner, Dickinson, no sé, libros sobre naturaleza, Kafka, siempre Kafka, es una lista interminable. Todo lo que he leído, que es mucho, pero nunca suficiente, me acompaña cuando escribo. Coméntenos el concepto de desextinción que aparece en el libro. Es un concepto que indica que podemos volver atrás, que se pueden recrear seres y espacios extinguidos. Es una idea muy esperanzadora, que implica, claro, una voluntad de hierro. Y para acabar, y ya que la ha nombrado, ¿qué es para usted la esperanza? Es las ganas de contestar a este cuestionario, es el deseo de levantarme de la cama y mirar con fascinación lo que sucede. Es la pulsión de pensar en soluciones, en salidas a nuestros conflictos. Es la construcción de una utopía positiva, el encuentro con los demás. Es una eterna pregunta que nos hace avanzar. Es plantar un jardín, es ver crecer a mis nietos. Es compartir la literatura. ¡Es tantas cosas a la vez!


Entrevista a Martín Llade Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía: Nika Jiménez ©

Martín Llade (San Sebastián, 1976) es director y presentador del programa de Radio Clásica de RNE Sinfonía de la mañana, con el que obtuvo en 2016 el Premio Ondas al mejor presentador y programa de radio. Desde hace unos años presenta y comenta el Concierto de Año Nuevo para Televisión Española. Es también colaborador de El ojo crítico de RNE y guionista del cortometraje Primera persona, que se estrenó en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Después de varias incursiones en el mundo de la literatura, nos presenta Lo que nunca sabré de Teresa, una novela ensayística sobre la vida de una actriz denostada del cine erótico de los setenta: Teresa Ann Savoy.

pero le hice caso. Al mes, ya no duraban tres minutos, sino que se acercaban a los diez. Los escribía antes de entrar en antena. A las siete de la mañana me sentaba en mi despacho de la radio y a lo que saliera… Porque entraba a las ocho. Para ese mes, de repente muchos oyentes me escribían diciéndome que les encantaban esas pequeñas historias. Así que, lo que pensé que duraría hasta navidades, lo extendí a la temporada entera. Y ya llevo ocho, con más de ochocientos relatos, algunos de media hora de duración, aunque lo habitual es entre quince y veinte minutos. Eso sí, el tercer año empecé a escribirlos la víspera, que ir todos los días con la pistola en la frente no es bueno para un hipertenso como yo.

Antes de lanzarte a escribir Lo que nunca sabré de Teresa ya habías escrito un libro de relatos, La orgía eterna (2001), y una novela surrealista titulada Oboe (1993). También has recopilado en varias ocasiones para Warner en formato libro-disco los textos que lees en tu programa Sinfonía de la mañana de Radio Nacional donde cuentas las anécdotas reales literaturizadas de los grandes músicos. ¿De dónde nace esta idea? Cuando empezó el programa, el director de Radio Clásica, Carlos Sandúa, me pidió que hiciera cada día una especie de entradilla a modo de editorial. Pero a la semana me cansé de eso y empecé a escribir pequeños relatos de apenas dos o tres minutos (incluso hasta los recortaba por encontrarlos demasiado largos). No eran sobre compositores en concreto, sino de personajes imaginarios. Mi técnico de sonido, Manolo Téllez, me dijo: «¿Por qué no los haces sobre anécdotas de músicos reales?». Le dije que eso era un trabajo considerable…

La orgía eterna son diez relatos sobre amor y sexo, el libro de Teresa empieza también con una parafilia un tanto extraña de un adolescente Martín Llade. El sexo como disparador de la trama… Sí. Fue una petición del editor José Dueso de San Sebastián, que llevaba una colección de libros lanzada por Pepe Navarro dedicada sobre todo a autores noveles. Me pidieron un libro de relatos eróticos, porque entre los que le mostré míos había unos de un concurso de ese género de la Universidad del País Vasco que yo gané varias veces. El premio era un jamón serrano y doscientos cuarenta euros en libros. La cuestión es que Dueso me dijo: «Quiero más de estos». No me interesa la literatura erótica, pero acepté el encargo y convertí en eróticos relatos míos que no lo eran, introduciéndo párrafos de ese estilo. Me divertí bastante con él, porque cargaba las tintas en parafilias extrañísimas en contextos históricos, con un argumento muy desarrollado… Pero la editorial desapareció de la noche a la mañana y seis años después encontré mi libro de saldo: tres mil ejemplares nada menos, algunos de los cuales se fueron a

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Entrevista a Martín Llade

América. De hecho, me han contactado argentinos por Facebook que leyeron La orgía eterna ¡y les gustó! Tenía veinticuatro años, no es algo que yo hubiera escrito hoy. Y, por cierto, uno de los cuentos se inspiraba en uno de los personajes encarnados por Teresa Ann Savoy: Maria Vetsera de Vicios privados, públicas virtudes.

en una web de otro fan del film. ¿Quiere decir eso que esa película estaba destinada a marcar mi vida? Supongo que no, pero resulta divertido darle una suerte de sentido «kármico». En todo caso, me hizo ilusión saber qué estaba pasando en otro rincón del planeta cuando yo asomé la cabeza por aquí.

Hablemos de la obra que nos ocupa. ¿Quién fue Teresa Ann Savoy? Una adolescente tímida y modesta que no quería vivir una existencia aburrida en una tienda de ropa en el Londres de principios de los setenta. O sea que se cruzó en su camino el líder de una comuna jipi siciliana que la instó a escaparse de casa con dieciséis años e instalarse en Italia. Al poco tiempo, con dieciocho recién cumplidos, se convirtió en un mito erótico de fama internacional. Su carrera apenas consta de diez películas y algunas series televisivas y concluyó cuando tenía treinta y dos años. Pero aún se la recuerda por tres títulos que causaron furor entonces: Salon Kitty, la ya citada Vicios privados, públicas virtudes y, sobre todo, Calígula.

¿Cuál es el propósito final de este libro? Aparte de reivindicar a una actriz que tenía más talento del que le hicieron creer directores, críticos y productores, dar visibilidad a una pequeña historia que puede ser tan válida como la de la más grande estrella para explicar una época y, con ella, a nosotros mismos y cómo ha cambiado desde entonces el mundo en que vivimos y nuestra concepción de la existencia. También quisiera que fuera una loa a la belleza y a esa juventud que no dura más que el tiempo que tardamos en ser conscientes de ella.

¿Es la obsesión de la vida de una actriz o de la actriz que salió en Calígula, esa primera película erótica que viste de adolescente y que tanto te impactó? Es una historia sobre las obsesiones. Durante muchos años me avergonzó que el misterio en torno a ella, porque no había prácticamente información, fuese una fijación para mí. Ahora bien, si esa fijación podía adquirir una dimensión artística, plasmándolo, por ejemplo, en una obra narrativa, entonces cobraría sentido. En realidad, yo no veía esa historia… Solo cuando ella murió, en 2017, a los sesenta y un años, me di cuenta de que sí, de que ahí había habido una historia, bastante triste todo hay que decirlo, que merecía la pena ser contada. Calígula fue mi descubrimiento de la belleza y de ese impulso que a muchas personas nos lleva a buscarla el resto de nuestras vidas tras una revelación. En ese film descubrí Romeo y Julieta de Sergei Prokofiev y a partir de ahí empecé a obsesionarme con la música clásica, de la que vivo hoy en día. Las primeras escenas de Calígula, la película más representativa de su filmografía, se ruedan el día que naciste… Una curiosa serendipia. Sí, la primera imagen en que la veo es del 16 de septiembre de 1976, algo que descubrí

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¿Cómo has gestionado el pudor, en relación con la familia de Teresa pero también con la tuya? ¿Dónde están los límites de la narración? Era muy fuerte contactar con sus seres queridos, desde luego. Pensé que lo normal hubiera sido que no quisieran responderme. Pero lo hicieron. Les disgustaba mucho la forma en que los medios italianos habían hablado de su muerte, llamándola «lolita sexy». Yo les dije que quería hablar de la persona y entonces decidieron confiar en mí. Naturalmente, me han contado algunas cosas que, por respeto, no he contado… Aunque creo que se desprenden de la narración. Yo quería mostrar a la persona que había tras la mujer desnuda. Hubo muchas que como Teresa fueron vendidas como hermosos pedazos de carne, hasta que perdieron su atractivo y fueron sustituidas por otras. A estas mujeres las destruyeron emocional y físicamente. Teresa no era una excepción. Y eran personas; en el caso de ella, una buena persona además. La música está omnipresente en la narración. Haces énfasis cada vez que sale en alguna película, desde Vivaldi hasta Mozart, pasando por Prokofiev, los éxitos pop del momento, las citas de canciones a principio de capítulo o como cuando la protagonista memoriza los papeles cantándolos sobre sus canciones favoritas. Los pensamientos son música silenciosa. Quizás sea cierto que cuando escribo tengo en mente un ritmo, una cadencia anímica, y la música me ayuda a encontrar el tono narrativo. Para escribir esta novela utilicé las bandas sonoras de sus películas, desde La desobediencia de Morricone hasta la bella banda sonora de su primer film, Le farò da padre de Fred Bongusto. Y, claro, Prokofiev y Khachaturian de Calígula. Y Bruno Nicolai, que también aportó una música pseudorromana muy notable. De la hornada de este autor todos recuerdan a Morricone, pero Nicolai fue también un grande del cine italiano. Hay un homenaje constante al cine. Hay momentos en la novela que el lector ve como una película lo que le cuentas, incluso utilizas términos de cine como zoom o travelling. ¿Es esta también una novela homenaje al cine? Sí, sobre todo a ese cine olvidado, por el que el tiempo ha pasado causando estragos irreparables y que hoy en día es difícil de ver. Pero esas películas fueron necesarias para romper muchos tabús —no solo el del sexo—

que quiero pensar que hoy ya se han superado. El cine erótico es considerado hoy de ínfima calidad, pero en los setenta fue considerado un género respetable, como el drama y la comedia, y algunos de estos filmes fueron catalogados como obras de arte. ¿Crees que Teresa Ann Savoy fue un juguete roto comparable a nuestra Marisol? Juguete roto sí, aunque su declive fue más discreto, más silencioso. Marisol nunca ha sido olvidada y se la reivindica constantemente. Teresa fue expulsada del mundo del cine acusada falsamente de toxicomanía, cuando lo suyo era un trastorno alimenticio derivado de que se veía fea en pantalla y le avergonzaba mostrarse desnuda. Sí, aunque parezca mentira, eso es lo que le sucedía, a pesar de lo mucho que la mostraron así. Ella no tenía maldad y otras personas la explotaron y se quedaron con todo el dinero (que fue mucho) que ganó con sus películas famosas. De haber podido conservarlo es probable que sus últimos años hubieran sido menos amargos. Pero tuvo hijos a los que amó profundamente y pienso que eso fue su consuelo en esa etapa triste. Ahora que lo pienso, también Marisol fue explotada… Se me escapan los motivos de su retirada porque, a mi entender, en su etapa adulta siguió siendo una gran actriz y extraordinaria cantante. Aparece también Maria Schneider. ¿Crees que se podría contar también su historia siguiendo la misma fórmula narrativa que ya has utilizado? Totalmente. Fue amiga de Teresa y su historia es mucho más dura y salvaje. Murió un año antes que mi protagonista y tuvieron cierta amistad, cruzándose papeles de películas que iban a hacer. Incluso se encontraron en el festival de Cannes de 1981. Pero no me he planteado escribir sobre Schneider. Veo una novela así con Amparo Muñoz o Sonia Martínez. A la hora de contar la historia de Teresa, eliges una forma literaria que estaría entre la biografía, el ensayo y la novela. ¿Tenías clara desde el principio la forma? ¿Cómo fue esa búsqueda del tipo de narración? Probando… De repente, para contar una cosa recurría a la novela, pero en cuanto pasaba a hablar del mundo del cine el tono daba un bandazo y se convertía en un ensayo… Luego, mi propia búsqueda, reflejada al final de la novela, recurre al estilo de unas memorias.

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Entrevista a Martín Llade

¿En qué género enmarcarías esta narración? Puede ser una autoficción… En la que el narrador se presenta ya casi al término de la obra. No es una obra estrictamente sobre Teresa, sino sobre cómo yo la he percibido a ella. Y en este camino he encontrado personas de otros países, casi todas más jóvenes que yo (y por tanto descubridoras de Teresa en VHS o DVD, no en el cine), de lugares como Brasil, Francia, Argentina, Colombia, Estados Unidos… Cuando han leído el libro se han sentido plenamente identificados con mi obsesión y han encontrado en el texto las respuestas que ellos también buscaban. Supongo que este libro es un típico ejemplo (y único, de momento) de «teresanismo». Te utilizas a ti mismo como protagonista para disparar la trama. La última parte del libro explicas de manera pormenorizada la investigación que acometes para escribir la primera parte del libro. Es evidente que hay una intención de separar la parte novelada de la investigación. Te diré que es un procedimiento de mis relatos del programa de radio. Me gusta primero ofrecer una recreación en la que sea difícil separar lo real de lo inventado para el oyente, pero luego, una vez concluido el relato, procedo a explicar qué era auténtico y qué no. Es como crear una nube maravillosa de humo y luego soplarla para que se desvanezca de golpe, apenas nuestros ojos se han acabado de acostumbrar a su forma. En el caso de Teresa había tantas lagunas (porque ella era extremadamente reservada y ocultó casi todo de sí misma en sus entrevistas) que me vi obligado a rellenarlas yo. Ahora bien, luego advierto al lector de que esto no ha sido así, y yo, a falta de datos, me lo he imaginado. Como cuando mediante 3D se recrea un edificio a partir de ruinas de la Antigua Roma. Me gusta el planteamiento de: «¿No sería precioso que hubiera sido así?». Me llama la atención el tiempo verbal que utilizas en la narración, ese presente histórico tan complicado de aguantar en el tiempo y que sin embargo funciona. ¿Por qué esa elección? Su historia, en tiempo presente, la quería presentar en color, y la mía, formulada en tiempo pretérito, en blanco y negro. La suya sería una historia tan fascinante por increíble que resultaría como un cuento… Una colori-

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da fábula, como podemos imaginar, en la que al final los personajes más amigables acaben resultando perversos y pongan en aprietos a la protagonista. Un poco a lo Lewis Carroll. Y mi presente es en blanco y negro porque representa la realidad, siempre más aburrida y funcional. ¿Qué licencias ficcionales te has permitido? ¿Qué reglas has seguido para rellenar los huecos de la narración, allí donde no llegaba la documentación? Lo inventado han sido sobre todo sus sensaciones y reacciones a determinadas cosas que le pasaron, a partir de los rasgos de su carácter que yo conocía. Luego he podido indagar más y descubrir que bastantes veces he acertado con lo que pasó en realidad… Y en otras, no tanto. Mi Teresa se diferencia de la auténtica en que reacciona con determinación y contundencia cuando toma conciencia del daño que le hicieron determinadas personas, como su novio el fotógrafo, que la descubrió y se lucró vendiendo fotos suyas desnuda. La Teresa real fue en ese sentido más leve y yo le hago experimentar un rencor que es realmente el mío hacia esa persona por hacerle eso. Al final de la novela cuentas los contactos y conversaciones con personas cercanas a Teresa. ¿Qué queda de eso hoy? Sigo manteniendo contacto con ellos. Su ex marido, Guido Daniele, es un artista de body art que se ha hecho célebre mundialmente pintando animales en las manos. «Handimals», los llama. Es un hombre muy interesante y culto y tanto sus aportaciones como las de sus hijos han sido muy relevantes. Ellos siempre me han recalcado que son una familia normal y que Teresa también lo era. En mi opinión, ella, por su forma de ser, era la más auténtica de las jipis. No podía haber vivido en otro momento. Por eso, cuando esa época acabó abruptamente, se sintió descolocada y ya no fue capaz de volver a encontrar jamás su lugar en el mundo. Como curiosidad, he dedicado el libro a su nieta de tres años, que es un calco de ella y por desgracia no ha podido conocerla (amaba profundamente a los niños). Espero que algún día cuando crezca, este libro le dé una imagen de su abuela muy distinta y más humana de lo que hasta ahora se ha dicho de ella. Ya sólo por eso merecerá la pena haberlo escrito.


Entrevista a Hugo Mujica Javier Helgueta Manso – 12

Entrevista a José Ovejero Sandra Mendoza Vera – 16

Entrevista a Javier Morales Javier Sáez de Ibarra – 18

Puntos ciegos. Conversación entre Borja Bagunyà y Aleix Plademunt – 23 Entrevista a Layla Martínez

Panoramas

Eva Díaz Riobello – 28

Entrevista a Lidia Caro Bel Carrasco – 34

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El Cielo Raso

Entrevista a Hugo Mujica Texto: Javier Helgueta Manso Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Hugo Mujica (Argentina, 1942) es uno de los poetas latinoamericanos más reconocidos en nuestro país. XIII premio de Poesía Casa de América en 2013 por Cuando todo calla (Visor), su literatura nace de experiencias radicales como la participación en el movimiento jipi o su condición de monje trapense durante siete años. En esta entrevista, el poeta, filósofo y místico desgrana varias de las líneas de pensamiento de su última época; en especial, se centra en Señas hacia lo abierto. Los estados de ánimo en la obra de Heidegger (Hilo de Ariadna). Estas páginas esperan ser, también, señas para el lector.

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… y en pleno voto de silencio, durante tu monacato, ¿comenzó la escritura? Te lo contesto copiándolo de unos textos-memorias que estoy escribiendo: Parecía un atardecer como cualquier otro, pero iba a ser único, como única es cada vez que algo brota, se da a nacer. Me encontraba en la cocina del monasterio en el que entonces habitaba, algunas tardes entre mis tareas estaba la de preparar el té, una de las bebidas, la otra era agua, que se tomaba con la cena; y, consecuente con esa hora del día, con su despedirse, el cielo se pintaba de rojos, morados, naranjas, y lento y calmo, se iba ocultando el sol. Y esta fue una de esas veces, pocas veces en mi vida, en las que, sin intencionalidad de la voluntad, sin pensamiento que lo preceda, el cuerpo tomó la iniciativa, digo el cuerpo para decir todo uno sin sentir partes en uno, uno mismo sin saberse, uno mismo como gesto de uno mismo, sin ser otra cosa que ese gesto, ese hacer: tomé un lápiz y anoté en un papel: se pone el sol tras la ventana de la cocina el té está casi listo Sin mayúsculas, sin punto final, como viniendo desde todo lo escuchado y abierto hacia lo aún por decir, sin principio ni final, como lo sigue siendo aún. Fue el primer poema que escribí, debía tener poco más de treinta años y en esas tres líneas nací a la poesía, nacía desde esos años de silencio que me estaban enseñando a escuchar, ese silencio que se comenzaban a decir…

¿Podrías describir tu proceso creativo? ¿Continúa «brotando» en lo callado? Mi proceso creativo ha ido variando, nada sorprendente ya que abarca cuatro décadas. Al inicio estaba más acotado, digamos, por el trabajo sobre él, necesitaba más apartamiento, más concentración, quizá por eso mismo estaba más centrado en mi propia vida, mis necesidades, mis carencias; era, en parte, mi propia catarsis. Con el tiempo, los años, la vida toda va perdiendo sus compartimentos estancos, su necesidad de apologías sobre uno mismo, y uno, yo, se vuelve más receptivo, más vulnerable a dejarse afectar, y responder, es decir, crear desde esa afectación. Fui aprendiendo que buscar es dejar llegar, que no se trata de concentrarse

sino de descentrarse, aprendí, con la poesía en particular, a escucharla, y eso creo que soy ahora, el que aprendió a callarse cuando la obra empieza a hablar. Eso sí, y consecuentemente, el silencio sigue siendo la clave de mi crear; valga una línea de un poema mío: «en el silencio el silencio habla»… Ese verso me evoca otro poema tuyo: «En el silencio dios no habla / en el silencio el silencio es dios». ¿De qué otro modo acontece lo numinoso? ¿Constituyen teofanías tus imágenes del rayo? ¿Lo abierto pronuncia una ausencia? Tu pregunta dice acontece y ya queda fuera de cualquier explicación: precisamente el acontecer es puro don, no se infiere y logra de lo anterior, ni se explica después que aconteció; es relámpago, todo lo que le sigue es el trueno, no él. Además, no acontece en el libro, acontece en el lector, él es la otra piedra; lleva dos piedras rozarlas para que nazca la chispa y lo que con ella se pueda encender o iluminar. Lo mismo en la creación: yo pongo el cuerpo, la flecha viene de fuera, lo mío es la vulnerabilidad. Lo abierto no pronuncia nada, esa nada es su anuncio, nada que ya está o nada que proyectemos, que esperemos que sea. No hay nada allí para que el pensamiento rebote y nos traiga información, para que rebote y se vuelva eco de mí. Lo abierto es ir sin volver… es mi impotencia para dominar, mi dejar ser lo que es sin que sea para mí, incluso mi obra, o más que nada ella… Incluso, y más que nada, dejar de ser el autor: la autoridad sobre ella. Lo abierto es lo que acoge nuestra entrega, la incondicional: el salto. Si tuviese que arriesgar algún decir, algún tantear, diría que es lo más que dios, o su exceso: la libertad. Para leer tu último libro, Señas hacia lo abierto (2021, Hilo de Ariadna), ¿cuánto conocimiendo de Heidegger se requiere? ¿A qué tipo de lector se dirige? No, no hace falta ser un especialista, mi intención cuando escribo un ensayo es pensarlo como una novela: tiene que explicarse en sí mismo, no con las ideas que ya se traen o las que se busquen fuera de él. Aquí cada concepto está aclarado, eso sí, con claroscuros, como la vida. Desconfío de la luz que deja todo claro, que más que iluminar, encandila. Además, en este caso, y como lo dice el título, se trata de «señas». El libro es un camino que, a través del pensar de Heidegger, termina, nos

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El Cielo Raso

Entrevista a Hugo Mujica

lleva, a «lo abierto», a eso que se siente ante lo inmenso, el mar, una noche estrellada… lo que él mismo no teme llamar misterio. Heidegger quiere devolvernos eso: el asombro de vivir, y no desde lo abstracto, no desde la llamada metafísica: «Para esto —nos dice— solo se necesita la capacidad de asombrarse ante lo simple y de acoger este asombro como lugar donde habitar». En cuanto a tu segunda pregunta, uno de mis poemas termina así: «El paraíso no fue perdido, lo perdido es el asombro». Ese lector busca mi libro, el que busca una vida con sentido, una vida que sea vivir y no solo funcionar, una vida donde ser nosotros mismos y no lo mismo que los otros. El libro empieza precisamente, empieza y termina, con una reflexión sobre el asombro. El mismo estado anímico que según los griegos hace falta para filosofar, es decir, para que cada uno piense la vida, para que no se la cuenten los demás, para que pueda ser la suya, porque como pensamos nos vinculamos, y el asombro no es la máxima apertura hacia ella, la realidad. ¿Asombro de qué? Del irrepetible milagro de estar vivos… Lectores que busquen salir de la costumbre de vivir y adentrarse en el asombro de estar vivos. Los conceptos de Heidegger sobre la poesía siguen vigentes. ¿Cómo es este vínculo? Cuando Heidegger escribió Ser y tiempo, lo hizo planeando una segunda parte, pero finalmente no la desarrolló: sintió que, en ese primer volumen, no había logrado expresar lo que buscaba decir. ¿Por qué? Porque el lenguaje de la metafísica —la mera razón— ya no transmite sentido, ya no vive, dice pero no engendra vida. Es ahí que Heidegger empieza a buscar dónde aún hay una reserva de sentido, y lo encuentra en el arte, en la creatividad, en particular, dado que estamos en el terreno del lenguaje, en la poesía de Hölderlin, y desde allí se abre a la posibilidad de volver a darle latido a la vida, a encantarla; ya no está en manos del pensar sino del sentir, no del conceptualizar sino del crear. Creo que lo que Heidegger descubre, en mis términos, es que el pensamiento ilumina la vida, pero es la poesía la que da a luz el sentido de vivir. Sorprende la organización del libro, la relación entre estados de ánimo y vías… El libro, su andar, lo dividí en tres tramos: vía purgativa, iluminativa y unitiva, son las clásicas divisiones de la tradición del itinerario místico y que yo rastreé en la obra de Heidegger, quien afirma: «La más extrema agudeza

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y profundidad del pensamiento pertenece al genuino y gran misticismo». A la vía purgativa él la llama «deconstrucción». Yo diría que es el proceso de romper amarras, desnudarnos, desprogramarnos, todo eso que Hegel o Marx llamaban «alienación» y Heidegger llama «inautenticidad»: el «se dice», «se hace», «se usa», ese se, ese nadie o nada que decide por nosotros, que nos hace impersonales, nos hace otros nadie de tan igual a todos. Es clarísimo y radical cómo lo resume él: «El impulso a vivir no hay quien lo aniquile; la inclinación a ser vivido por el mundo no hay quien la extirpe». Lo original de Heidegger es que esta transformación, esta decisión por una vida propia, «auténtica», no la pone en manos del pensarnos, razonar, de resolver un problema… sino que la deja en manos de nuestros sentimientos: de la piel, del cuerpo, de la sensibilidad, todo lo dejado de lado, menospreciado, por la tradición occidental, racional, y tengamos en cuenta que lo racional no es lo opuesto a lo concreto sino a lo vital. Hasta ahora, purgativamente hablando, se trataba de vaciarnos, se trató de lo que en nosotros hizo, o mejor dicho deshizo, el aburrimiento y la angustia; ahora de trata de hacer de ese vacío recepción, de dejar llegar, de acoger la vida. Una vez liberados, llega la vía iluminativa: la vida esclarecida, empezamos a comprender, empezamos a «escuchar» para usar «la» actitud esencial en Heidegger. ¿A quién? Al ser, a la vida, a los otros, al misterio de nosotros mismos: a nuestro silencio. Heidegger ya no habla de pensar sino de «co-rresponder»: responderle a la vida, desde ella, escuchándola, «afinándonos», «entonándonos» a ella; lo dice con estos y otros términos musicales. Lo esencial es la conciencia de ser la vida, y ser la vida del ser, en términos místicos, y que Heidegger aprende de ellos: yo soy lo que dios crea de sí mismo en mí, y ahora, en cada ahora que, en esta contextura, llamaría «instante». Y, con esto ya nombré la vía unitiva: la desaparición de la falsa dicotomía entre sujeto y objeto, un sujeto que objetiva la vida, que la reduce a cosa y, haciéndolo se cosifica a sí mismo. No, no hay vida por un lado y yo por otro, vivo vida, vivo cuerpo, vivo mundo: me abro a la vida, a la vida que se abre en mí. Siento la calma de habitar en mí, abierto a lo que vendrá, sereno como para recibir, callado como para escuchar y, entre los temples que nombra Heidegger, para venerar… De algo de esto va mi libro, de esto y la esperanza de que también él le hable al lector.


¿Cómo pensar y experimentar la relación entre lo religioso y lo poético? Heidegger lo define así, y yo con él: «El filósofo piensa el ser; el poeta nombra lo sagrado». Pero él habla de «lo sagrado», no de religión. La religión es una pecera, lo sagrado, la mística, es el mar entero; nosotros, por un rato, sus olas. Pensemos en la Grecia presocrática, en el origen de nuestra tradición occidental: se pensaban la realidad sorprendiéndose de que estuviera allí, que sea, y ese brotar de todo, de la tierra, era para ellos lo sagrado, lo divino, dado que no era un acto humano, era el don de la vida misma, y todo eso lo sabemos porque aparece en los escritos más antiguos, casi todos ellos escritos como poemas o en ritmos poéticos. Quiero decir que en el origen no había divisiones según las ciencias o los géneros: sentir, pensar y venerar la realidad como sagrada, como don de sentido, era un solo acto, era una única apertura y celebrarla poetizándola era su culminación. Algo de eso, de esa unidad, retoma Heidegger, por eso habla de pensar y no filosofar, por eso para mí Heidegger pertenece a la tradición sapiencial, a una tradición que busca el sabor y no el saber de la vida, que no piensa sobre la vida sino desde la vida, la deja hablar. Entre el Cántico cósmico (1989) de Ernesto Cardenal y A las estrellas lo inmenso (2019), tu último poemario, han pasado veinte años de notables ejemplos de poesía (neo)mística en el ámbito hispánico ¿Qué motivos crees que puede explicar este fenómeno creciente en un tiempo postsecular? El mundo ya es mercado, los países marcas, logos, al ser humano ya el trabajo lo trabaja, y la promesa de Auschwitz, «el trabajo te hará libre», funciona para la libertad del mercado, no para la libertad de elegir la propia vida. Si hay tal crecimiento, y me alegraría, creo que se debe a lo único que no pudo producir hasta ahora el mercado: sentido. Y es la sed de las raíces la que convoca a la lluvia, es esa misma sed la que abre grietas en lo reseco, todo llama a crear respuestas, sentido, poesía… El otro factor, creo, es la liberación del misticismo de lo religioso, de su encuadramiento dogmático o moral, paradoja, dado que el místico es el anarquista, el que desfonda los falsos pilares de la realidad, pero bueno, creo que ahora lo místico, su silencio, se muestra en múltiples voces, en la tierra, el cosmos, la creación, el eros, el politeísmo, hasta en el abismo de la subjetividad, si se va a fondo en lo que

no tiene fondo… Será cosa de saber escuchar sin escucharse, de dejarlo expresar. Creo, aparte, que hay acontecimientos, como la poesía y lo místico, los que nos ocupan aquí, que no se miden por creciente o menguante: son, y son intensidades; quizá haya diez lectores que iluminen un siglo o muchos miles que solo nos encandilen por su número. Ambos, poesía y mística, son manifestaciones de la gratuidad, de lo inútil: de lo sin porqué ni para qué, del puro existir: del milagro de la libertad. Para finalizar, nos gustaría conocer algo de tus proyectos literarios en marcha, quizás unos versos que definan tu actual estado poético… Mis libros son difíciles de catalogar en tal o cual género, lo digo porque estoy terminando un libro que si bien llamaría de cuentos, y los tiene en su forma clásica, también otros del mismo libro son textos algunos, algunas reflexiones… Seguro que voy a editar un nuevo libro de poesía, que se llamará En un río todas las lluvias. Saldrá un nuevo libro, La pasión por lo posible, en la editorial Vaso Roto, un conjunto de pequeños ensayos; y, lo singularizo en el contexto de esta entrevista, saldrá una reedición de mi Dioniso, eros creador y mística pagana, en la editorial El Hilo de Ariadna. Estoy escribiendo, también, una especie de memorias biográficas —el fragmento que trascribí contestando tu segunda pregunta lo tomé de allí—. Y también estoy juntando material, investigación, de lo que espero salga un libro sobre el famoso camello, león y niño de Nietzsche. El resto serán reediciones, traducciones y viajes, retomados al fin. En cuanto al poema, sigo con el que inicia Y siempre después el viento: El poema, el que anhelo, al que aspiro, es el que pueda leerse en voz alta sin que nada se oiga. Es ese imposible el que comienzo dada vez, es desde esa quimera que escribo y borro. Esta entrevista se ha realizado siendo Javier Helgueta Manso becario del Centro de Poética del Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, con la Dra. Margarita León Vega como asesora, bajo el disfrute de una beca del Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM (Coordinación de Humanidades), Periodo 2021-I.

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Entrevista a José Ovejero Texto: Sandra Mendoza Vera Fotografía: Rodrigo Fernández

José Ovejero (Madrid, 1958) ha explorado diferentes géneros: el ensayo, el libro de viajes, la novela, la poesía y el cuento. También es dramaturgo, con la peculiaridad de haber llevado a escena algunos de sus cuentos, y autor del documental Vida y ficción. Mundo extraño (Páginas de Espuma, 2018) es un libro de relatos que recibió el Premio Setenil. Para indagar en la composición de esta obra y reflexionar sobre el (macro)género al que pertenece, le dirigimos al autor una serie de preguntas que amablemente nos respondió, y por ello mostramos nuestro agradecimiento.

Mundo extraño no es un volumen de relatos al uso, pues alberga cuentos (de diferente extensión) y microrrelatos, reunidos en la sección «5 piezas breves». ¿Qué motivos le llevaron a escribir una obra que alberga diferentes (sub) géneros narrativos? Cuando empecé a preparar el libro, es decir, a escribir cuentos nuevos y a examinar qué cuentos ya escritos encajaban con la idea que me estaba formando del libro, tuve claro desde el principio que pretendía escaparme a los distintos mandamientos que se vienen repitiendo desde hace décadas sobre lo que debe ser un buen cuento y un buen libro de cuentos. Es decir, pretendía darme absoluta libertad, dentro de mis posibilidades, para decidir qué tipo de cuento me exigía cada historia, y para escribirlos sin pensar en si lo que hacía se ajustaba o no al género; por eso hay microrrelatos (que funcionan como condensaciones de algunos de los temas que luego se repiten en cuentos más largos), relatos de final impactante —más clásicos—, otros de final abierto; relatos que aceptan la norma de que en un cuento tiene que haber pocos personajes, pocas situaciones y ninguna digresión, y también otros en los que se acumulan los personajes y las situaciones, y en los que me niego a aceptar que un cuento debe ser como

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un poema, que no debe sobrar ni una palabra… En fin, esos dogmas que aún se repiten aunque hace tiempo que dejaron de tener sentido. ¿Quiénes son sus cuentistas de referencia? ¿Qué le conduce a escribir (colecciones de) cuentos? ¿Qué le permiten expresar, frente a otros géneros literarios? Tengo muchos y han ido cambiando con el tiempo. Si al principio mi educación cuentística provenía sobre todo de narradores latinoamericanos —en especial Julio Cortázar y Jorge Luis Borges—, luego fui ampliando mis referentes; por ejemplo, me empezaron a interesar las atmósferas que creaba Cristina Fernández Cubas, los personajes de Flannery O’Connor, los dramas cotidianos de Alice Munro, la crueldad de Joyce Carol Oates, el lirismo contenido de Carlos Castán… Para mí el cuento tiene algo de trabajo con microscopio: aíslas un grupo de bacterias, examinas sus movimientos, estableces relaciones —atracciones y violencias—, entiendes una parte limitada de su comportamiento… retiras la placa de petri y pasas a otra con nuevas bacterias o con otro medio. Estableces así una conexión intensa y fugaz con un grupo de seres vivos; aunque antes usaba la palabra entiendes, creo que


con el cuento se consigue más una intuición que una comprensión, donde se condensan la emoción y un conocimiento difícil de precisar. Todo esto es, claro, una metáfora, por tanto, una explicación limitada —por ejemplo: obviamente las bacterias no están ahí de antemano, las creo yo—, pero da una idea de cómo me aproximo al género. Para tener una idea más completa hay que añadir que, aunque alguna vez escribo cuentos sueltos, a menudo debidos a algún encargo, me interesa mucho más escribir «libros de cuentos», es decir, partir de una idea y empezar a desarrollarla en relatos distintos, con perspectivas diferentes. Así, la suma de intuiciones que sale de la lectura sucesiva de los relatos sí da una imagen más amplia, y creo que más profunda, del tema en cuestión; por ejemplo, de lo que significa viajar, en mi libro Mujeres que viajan solas. En la «nota prolija del autor», ubicada tras los relatos del libro, revela claves de análisis de esta obra; queremos resaltar su siguiente afirmación: «este conjunto de cuentos revela los puntos de unión, una costura que no había visto hasta ahora […]. Ya sé que un libro de cuentos no tiene necesariamente que mostrar ningún tipo de unidad, pero a mí me gusta imaginar un hilo conductor que los trenza y creo que aquí lo hay». Dado que los relatos de Mundo extraño son algunos inéditos y otros ya fueron publicados con anterioridad, ¿cuándo vislumbró ese hilo conductor que los une? ¿Tenía ya esta voluntad de unidad desde el principio, a la hora de plantearse qué tipo de libro quería escribir, o se trata más bien de una revelación a posteriori, una vez que los cuentos ya habían sido creados, y por ello decidió reunirlos en un mismo volumen? Como decía en la respuesta anterior, me gusta pensar los libros de cuentos no como acumulación de relatos sin otra conexión que encontrarse en el mismo libro y haber sido escritos por la misma persona, sino como proyecto que gira alrededor de un núcleo común, de una intención. Cuando la encuentro, me pongo a escribir cuentos, uno detrás de otro, de forma similar a como escribiría las escenas de una novela. La diferencia es que no hay una trama y unos personajes comunes, pero sí la sensación de que todo lo que escribo pertenece a la misma obra y cada parte debe dialogar con las demás. Lo que sucede es que en medio de ese proceso a menudo me doy cuenta de que tal o cual cuento que es-

cribí hace tiempo encaja en ese conjunto —otros muchos no, y no los incluyo—. Por ejemplo, el relato «La casa en Armagedón» es un cuento bastante antiguo que siempre me ha gustado, pero al que nunca había encontrado encaje en un libro y no lo había publicado; hasta que me di cuenta de que, a pesar de las diferencias de estilo y concepción, podía dialogar con los demás cuentos de Mundo extraño y decidí incluirlo. Ese «hilo conductor», que usted defiende para los relatos de Mundo extraño y que no llega a revelar en esa nota prolija para que sean los lectores quienes lo intuyan, nos parece que remite, sobre todo, al motivo común de la extrañeza, ya aludida en el título y puesta en escena con personajes que no actúan según lo esperado. Por ello creemos que se trata de una colección de cuentos muy cohesionada temáticamente. No hallamos, no obstante, otros elementos conectores (espacios comunes transitados por personajes que deambulan por diferentes relatos, por ejemplo) que nos conduzcan a considerar Mundo extraño un ciclo de cuentos, como lo eran los Dublineses de Joyce u Obabakoak de Atxaga. ¿Está usted de acuerdo con nuestras intuiciones? ¿Cree que su obra entronca con esta tradición de ciclos de cuentos? Sí, completamente de acuerdo. Lo que une unos relatos con otros es la sensación de extrañeza: bien porque los personajes actúan empujados por motivos que no alcanzamos a entender —los lectores—, bien porque son los personajes los que no consiguen descifrar qué les sucede, cómo funciona el mundo que los rodea. Pero no hay personajes que se repitan, ni un espacio común. Y así es como suelo trabajar; ya en mi primer libro de relatos, Cuentos para salvarnos todos, todos los relatos giraban alrededor del tema de la soledad —antes de que yo tuviese siquiera una idea de qué pensaba sobre el género, ni sobre cómo debe ser un cuento o un libro de cuentos—. Los personajes y las situaciones tampoco tenían nada en común, pero sí los narradores, porque concebí el libro sobre el modelo del Decamerón: un grupo de gente que se reúne, no para contar, pero sí para escribir cuentos. Mi próximo libro de cuentos, por cierto, también es un libro «temático», pero con la novedad para mí de que en él hay un personaje que se repite en prácticamente todos ellos, que es, además, supuestamente, el autor del libro.

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Entrevista a Javier Morales Texto: Javier Sáez de Ibarra Fotografías: Isabel Wagemann ©

Autor de El día que dejé de comer animales y de varios libros de ficción, tanto relato corto como novela, Javier Morales (Plasencia, 1968) regresa al ensayo narrativo con Las letras del bosque. Textos sobre naturaleza, animales y libros (Sílex), un libro que busca la complicidad de los lectores a través de la literatura para lograr un mundo en paz con el planeta y con los seres que lo habitan.

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Javier, eres autor de varias novelas y libros de cuentos además de obras de pensamiento; ¿hay alguna clase de proyecto que vincule las obras de ficción con las de no ficción? ¿Tu planteamiento de escritura es diferente en uno y otro caso? Siempre he pensado en la escritura como un todo. En la ficción los personajes y la trama son inventados, fruto de la imaginación, aunque estén inspirados en la realidad, y en la no ficción los personajes tienen un pasaporte, se mueven con un hilo narrativo que en parte nos viene dado. Salvo eso, las herramientas son prácticamente las mismas, detrás ha de haber una ambición literaria. Suelo pensar en mis obras de no ficción como ensayos narrativos. A veces la tesis no es tan importante como el proceso hasta llegar a ella, algo así como el viaje de Ulises, ¿no?, y su regreso a Ítaca. En este sentido, toda la literatura es un viaje, como ya nos enseñó Homero. Uno se sienta a escribir para tratar de comprender quién es, el mundo que le rodea. Entiendo mis libros, incluso los ensayos, más como una búsqueda que como un lugar donde encontrar respuestas. Destaca en tus tres libros de pensamiento la forma en que recoges tus fuentes: los libros que has leído y las personas con las que te has entrevistado con la intención expresa de informarte, consultarles, aprender. Háblanos un poco de esta forma tuya de actuar. Nunca he visto la lectura como algo segregado de la vida, sino todo lo contrario. Los libros se van incorporando a nuestra existencia. Son capas que van conformando nuestra manera de mirar al mundo. Decía Mary Oliver, quien tuvo una infancia muy dura, que cuando era niña tenía muchos amigos, pero que estaban muertos, pues eran Whitman o Thoreau. En mi caso, esas lecturas, esos autores que voy leyendo, se entreveran con las personas a las que voy entrevistando. Me parece muy arrogante plantear estos ensayos como si fuera mi voz la que habla. Más bien es un coro de voces, algunas vivas y otras muertas, para tratar de llegar a algún punto. Digamos que tanto las personas que entrevisto como los libros son pequeños faros que me van guiando sin que sepa muy bien a veces a dónde. Me gusta mucho ese dejarse llevar, sin un plan definido. Dices en varias ocasiones que un libro puede cambiar la vida de una persona, aunque

en otras pareces rebajar esta posibilidad. ¿En qué sentido ocurre eso? ¿Podrías señalar cinco obras, por ejemplo, que te hayan marcado personalmente? Cito con frecuencia eso que decía Borges de que una buena lectura es aquella que te transforma, ¿no? La que toca una fibra de tu cuerpo y te hace mirar de otra manera. Esas lecturas a veces no tienen tanto que ver con la dimensión del autor o la autora, sino con el momento en que se leen. Son muchos los libros que me han influido, que me han marcado. Sin ellos no sería el mismo, sin duda. Por decirte uno de lectura reciente y que está conectado con Las letras del bosque, señalaría La práctica de lo salvaje, de Gary Snyder. Tengo la sensación de haber estado preparándome toda mi vida para leer este libro. ¿Por qué esa espera? Porque ha llegado en el momento oportuno. Ocurre como con las personas. Para responderte, recuerdo lo que dice Richard Ford sobre La dama del perrito en Chéjov imprescindible. Cuando era estudiante de escritura en la universidad siempre hablaban de este relato como de una obra maestra, pero él no era capaz de entender tanta devoción. Tuvo que cumplir cierta edad, añadir experiencias, para entenderlo del todo. ¿Cuándo y cómo empezó tu interés por la ecología en el sentido amplio de la palabra: respeto por la naturaleza, cambios en tu alimentación y hábitos personales, defensa de la vida animal…? En realidad, desde niño. Mis padres tenían una mentalidad campesina y un gran respeto por los animales. No es que fueran animalistas, tal y como se entiende eso hoy, pero siempre mostraron ternura y respeto por los otros seres vivos. En mi anterior libro de ensayo, El día que dejé de comer animales, narro lo mal que lo pasábamos cuando a mis padres les regalaban una gallina viva y había que degollarla, allí mismo, en la cocina de mi casa. Supongo que el hecho de haber nacido y haberme criado en Extremadura, rodeado de naturaleza, tuvo algo que ver en esa conciencia ambiental, en la idea de que formamos parte de ella. Cuando era adolescente, y ya que me preguntabas por los libros, hubo dos pensadores que me influyeron enormemente: uno es Einstein, con su visión panteísta del universo, y el otro Hesse y su Siddhartha, esa visión final del sabio convertido en barquero.

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Entrevista a Javier Morales

Tus dos últimos trabajos ensayísticos están pensados como contribución a alertarnos sobre la necesidad vital de cuidar el medio ambiente y mitigar los ya presentes efectos del calentamiento global que estamos provocando. ¿Qué medidas consideras las más urgentes ante el cambio climático? Habría que dar un volantazo a nuestro modo de vida, un giro de ciento ochenta grados. Muchas de las medidas que se están planteando ahora, como el uso de renovables, tenían que haberse adoptado treinta o cuarenta años atrás para no haber llegado hasta aquí. No se trata de cambiar el coche de combustión por el eléctrico. Construir un coche necesita muchos recursos, mucha energía. Habría que reducir el consumo y la producción drásticamente para obtener a cambio otros bienes que tienen que ver con el disfrute del tiempo, de los afectos, las lecturas, el ocio, la buena vida. Y esa reducción tiene que venir del lado de las sociedades opulentas, para compensar el crecimiento en otras zonas del planeta. Contracción y convergencia. Crecer de otra manera, no en términos de producto interior bruto. En tu último libro, Las letras del bosque, propones un doble cambio en nuestro modo de vida, uno político-social-económico, digamos en el nivel de lo público, lo que llamas un New deal verde; y otro respecto a nuestra forma de vida personal, más austera, con tiempo libre para pensar, leer, pasear, encontrarse. ¿Son posibles uno sin el otro? Y, al contrario, ¿pueden esas transformaciones individuales trascender a lo planetario? ¿Cómo se articulan ambas esferas? Bueno, permíteme un matiz. En el libro hablo del Green New Deal, de algunos ensayos y pensadores que apuestan por este acuerdo global. Sin embargo, creo que ese gran acuerdo, un buen punto de partida hacia algo mucho más ambicioso, puede ser una trampa si acaba convirtiéndose en un lavado de cara de las grandes empresas que nos han llevado a este desastre y que ahora se muestran como parte de la solución. El greenwashing. Hay que tener mucho cuidado. Me interesa más el crecimiento frugal, que responde a la segunda parte de tu pregunta. Pero ese crecimiento frugal debe ser impulsado y planificado desde los Gobiernos. Como la vacunación. Son los Estados quienes tienen que articular

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una serie de medidas, desvincularse de los intereses de las multinacionales, y los ciudadanos tenemos que acompañar ese proceso. Por intentar aclarar algo más esta cuestión, diré que el capitalismo es incompatible con la vida y que el Green New Deal podría ir en la buena dirección, pero aun así no sería suficiente para evitar el desastre. Manifiestas tus dificultades con el término decrecimiento para nombrar la alternativa que necesitamos. ¿Por qué? ¿Qué implicaciones presenta? Creo absolutamente en lo que hay detrás del decrecimiento, como te explicaba antes. Pero hay que tener cuidado con el lenguaje y contextualizar bien lo que queremos decir. Cuando hablamos de decrecimiento la palabra se va a prestar a la demagogia, es seguro, y en el mejor de los casos a un malentendido. A una persona que esté en el paro o con un trabajo precario, que no pueda calentarse en invierno y no pueda pagar el alquiler de su casa, no puedes hablarle de decrecimiento así, a secas, porque va a pensar (como de hecho sucede entre la clase trabajadora) que la ecología es cosa de ricos. Cosa que no es cierto ni mucho menos. Por eso, aunque el concepto es el mismo, me gusta más eso de crecimiento frugal que ha acuñado el economista francés Latouche. Narras en tus libros tu decisión de hacerte vegetariano (no comer animales) y después vegano (renunciar también a cualquier producto obtenido de los animales); ¿qué razones te han movido a tomar esas decisiones? Pues razones éticas. Como los budistas, también creo que es importante no hacer un daño innecesario a otros seres vivos. Si se puede vivir, y se puede, sin comer animales y sin destruir el planeta, ¿por qué hacerlo? La literatura científica actual ha demostrado claramente que los animales, incluso los menos evolucionados biológicamente, sienten. Eso en términos generales. Pero es que además la mayoría de los animales que llegan a nuestros platos han sido explotados y maltratados en las granjas de ganadería industrial, que es la que predomina en el mundo. De nuevo volvemos al capitalismo, que ha convertido al planeta en una fábrica y los seres vivos, incluidos los humanos, solo somos piezas del engranaje. Aparte del sufrimiento animal, la ganadería industrial tiene efectos gravísimos sobre la biosfera y es


responsable de una gran parte de las emisiones de gases de efecto invernadero, sobre todo metano, un gas al que hasta ahora no se le ha prestado demasiada atención. De modo que dejar de comer animales no solo es bueno para los animales sino para la biosfera en general, también para los animales salvajes y los ecosistemas, cada vez más amenazados por el cambio climático. Un ámbito sobre el que hemos de reflexionar para una vida alternativa a la que llevamos como sociedad occidental desarrollada es la alimentación: ¿es pensable una industria de la alimentación planetaria que consista exclusivamente en la producción y consumo de vegetales? Por supuesto. Y cuando hablamos de producción y consumo de vegetales tendríamos que estar hablando de la agricultura ecológica. Hay otro tipo de agricultura, la intensiva, que como la ganadería industrial está destruyendo la biosfera. Lo hemos visto claramente en el Mar Menor. De nuevo, un modelo económico, en este caso agrícola, que solo busca la rentabilidad a corto plazo. Es posible vivir con un sistema de producción y consumo a partir de los vegetales, sí, no es tan raro. De hecho, nuestros antepasados no comían tanta carne como se nos ha hecho creer, más bien carroña. Lo cuenta muy bien Harari en Sapiens. Otro es el transporte. No podemos desplazarnos en bicicleta únicamente, mucho menos caminando. ¿Hay alguna opción diferente y viable que evite el uso de combustibles procedentes del petróleo? Claro. Después de caminar y la bicicleta, el tren es el medio de transporte que menos contamina. Y no tiene por qué ser un tren de alta velocidad. En España había una red importante de trenes regionales que se desmantelaron en los años ochenta para favorecer el transporte por carretera y construir el ave a Barcelona y Sevilla. Y luego nos lamentamos ahora de la España vaciada. Debemos desterrar la idea de que es necesario tener un vehículo para moverse y optar por el transporte público, gratuito y eficaz. Compartir en lugar de poseer. La movilidad no tiene que ver solo con el medio de transporte, también con la planificación urbanística y con una globalización absolutamente desquiciada. Por ejemplo, durante las últimas décadas en Madrid se ha optado por un modelo perverso de expansión. Por un lado se han

ido construyendo paus, zonas residenciales, a las afueras de la ciudad, siguiendo el modo de vida norteamericano, que no es el nuestro. Tradicionalmente nuestras ciudades han sido compactas, mediterráneas. A la vez, las empresas se han ido del centro. Lo que ha provocado este fenómeno, que tiene mucho que ver con la especulación y el ladrillo, es que la gente tenga que estar en permanente movimiento para ir a su trabajo y volver a casa. Por no hablar de que en estos nuevos barrios la alternativa al comercio tradicional y local ha sido construir centros comerciales, a donde casi siempre hay que ir en coche. Si reducimos la «necesidad» de ir en coche, habremos dado un paso de gigante.

Sobre el antiespecismo (considerar que todas las especies animales son iguales), quisiera preguntarte si renunciar a la prioridad del ser humano no conlleva peligros para nuestra supervivencia. Para nada. Todo lo contrario. No tener en cuenta a otros seres vivos es lo que nos está llevando a la autodestrucción como especie. Hemos tomado al pie de la letra el mito de Prometeo, ficticiamente nos hemos desprendido de los dioses y nos creemos más libres, pero a la vez hemos abierto la caja de Pandora y cada vez estamos más sometidos al dios mercado. La preeminencia de los humanos sobre el resto del universo viene de lejos y poco a poco la ciencia ha ido colocándonos en su sitio. Si no, seguiríamos pensando que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra. Aunque tal y como están las cosas,

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Entrevista a Javier Morales

seguro que hay gente que aún lo cree. No somos una creación divina, como se ha interpretado en las religiones monoteístas. Más bien somos parte de un todo. En este sentido las filosofías y religiones orientales tienen mucho que enseñarnos. En último término, ¿es posible resolver los problemas de la ecología con la naturaleza, con un hipotético regreso a ella?, ¿y en qué condiciones? ¿No debemos confiar más bien en respuestas científico-técnicas? No se trata de regresar a ningún Edén, de desprenderse de todo y, por decirlo de alguna manera muy simple, volver a las cavernas. Se trata más bien de hacer las paces con el planeta, donde no solo vivimos nosotros. Habría que buscar un equilibro que pasa necesariamente por desterrar al capitalismo como sistema económico. Por otro lado, la tecnociencia se ha convertido en gran medida en un nuevo dios, en un aliado del mercado. Y confiar ciegamente nuestro futuro a esa respuesta tecnocrática está retrasando las medidas que de verdad son necesarias y útiles y, en realidad, no tan complicadas. Te pongo un ejemplo. Llevamos mucho tiempo investigando la captura de carbono para atrapar en la atmósfera los gases que se han emitido, se han invertido millones de euros en el desarrollo de esa tecnología. Sin resultados. Si se hubiera invertido todo ese dinero en otras medidas, más racionales, creo que habríamos ganado tiempo. Lo que está en juego ahora es la dimensión del desastre, no el desastre. Hubiera sido mucho más fácil reconvertir la economía y descarbonizarla en los años ochenta y noventa. Ya se sabía lo que iba a ocurrir. En Perdiendo la Tierra, una crónica de la que hablo en el libro, Nathaniel Rich detalla cómo todo lo que está ocurriendo se conocía desde 1979. Pero la industria de los combustibles fósiles no estaba dispuesta a renunciar a sus beneficios. Y los Estados ya sabemos que rinden cuenta a esos intereses. Lo hemos visto con otros temas, como la Guerra de Irak. Pensar que la ciencia y la tecnología son inocuas, ajenas a la política, es una ingenuidad. Una cuestión personal si te parece. Siendo tan consciente de la gravedad del cambio climático, considero digna de admiración tu tolerancia con posiciones diferentes e incluso enfrentadas a la tuya; no solo las de diversas facciones ecológicas, sino también las de

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quienes niegan las amenazas sobre nuestro planeta y tachan ideas como las que muestras de alarmistas o absurdas. ¿Cómo vives esas discrepancias? Bueno, te agradezco el cumplido porque me parece muy importante aceptar las discrepancias. Vivimos en una sociedad en la que se dialoga poco, con mucho ruido, y en la que falta un debate sereno sobre las cosas. La propia dinámica del turbocapitalismo y el consumismo nos lleva a esa precipitación a la hora de pensar. Como no tenemos tiempo, nos posicionamos en una trinchera, sin darles una vuelta a los argumentos del otro. No creo que sea una buena manera de construir algo nuevo. Ocurre por ejemplo con las diferencias que hay entre una parte del mundo ecologista y el antiespecista. Salvo honrosas excepciones, el enfrentamiento es casi pueril y no lleva a ningún sitio. Desde mi punto de vista, no se puede ser ecologista sin asumir los derechos de los animales y viceversa. Dicho de otro modo, el consumo de animales es una de las causas del cambio climático y ningún ecologista debería dejar este tema de lado. Y desde el veganismo, si solo como frutas y verduras pero vienen de Costa Rica o México, también estoy dañando a los animales por los costes ambientales y las emisiones. En tu último libro, siguiendo a Jorge Riechmann, hablas de esperanza en medio de los problemas. Indícanos los atisbos que encuentras y te animan a seguir en la aspiración a un mundo más justo y habitable para todos, incluyendo a los animales, a los que llamas nuestros compañeros en el planeta. Pues fíjate que creo que en este punto tenemos una cierta discrepancia Jorge y yo, aunque por supuesto lo digo a partir de breves conversaciones, no de un debate serio sobre el tema. En todo caso, te diré que no soy muy optimista porque la realidad es que el tiempo para mitigar el cambio climático se está terminando y no parece que estemos haciendo demasiado al respecto. Los intereses y las inercias son muy poderosas. Tampoco a nivel político y social encuentro muchos motivos para ser optimista. Más bien el panorama es bastante sombrío, con un resurgir de la ultraderecha y un sometimiento al tecnocapitalismo que ha conseguido que seamos clientes y siervos a la vez. Pero no creo que haya que perder la esperanza de que quizás las cosas puedan cambiar. Hacerlo sería haber perdido del todo la batalla.


Puntos ciegos Conversación entre Borja Bagunyà y Aleix Plademunt Borja Bagunyà, autor de Els angles morts (Periscopi, 2021), obra ganadora del Premio de la Crítica 2022 en la categoría de narrativa catalana y que ha sido traducida al castellano por Rubén Martín Giráldez con el título de Los puntos ciegos (Malas Tierras, 2022), conversa con el autor de las cuatro cubiertas del libro en castellano (¡sí, cuatro!), Aleix Plademunt.

Borja Bagunyà: ¿Cómo llegas a las imágenes de la portada de Los puntos ciegos (Els angles morts)? ¿Cuál fue el proceso de trabajo? Aleix Plademunt: La idea de Periscopi [de Tono Cristòfol] de pixelar la cara de los niños en la cubierta de Els angles morts es maravillosa. La niña (o el niño, en función de qué cubierta tengas) está presente en la fotografía, vemos su precioso vestido rojo sus brazos y sus piernas, pero el tamaño del píxel nos impide ver su rostro. Pixelar una cara humana genera rechazo, desconfianza, miedo, nos interpela y sobre todo nos hace cuestionar qué es eso que no podemos ver y por qué se nos oculta. Este sutil gesto y manipulación de la imagen creo que revela buena parte de la carga simbólica de la novela. B. B.: Me gusta que lo plantees en términos de intervención porque hay algo de eso en la novela. Bueno, hay algo de eso en la escritura en sí, porque uno no escribe sobre la nada. Más bien llegas a un lenguaje que no has inventado y a una serie de convenciones y de preconcepciones sobre lo que es «escribir», o en qué consiste una novela, y ahí te montas tu operación, ¿no? Insertas, deformas, eliminas, exageras, minimizas… Por lo que la cuestión no es tanto sobre qué habla una novela, sino qué operación realiza, y por qué, me parece.

A. P.: En la cubierta de Periscopi, por ejemplo, el pixelado no cambia nada en la escena fotografiada: la familia feliz y sonriente no deja de celebrar su felicidad en ningún momento, pero la intervención del editor y del autor sobre la fotografía es lo que le amplía su significado. B. B.: Una familia muy americana, además. Muy WASP. [Alguien me dijo que le recordaba a Albert Rivera y casi me muero. Perdón.] A. P.: Si tomamos cierta distancia, es decir, si observamos la portada a, yo qué sé, tres o cuatro metros de distancia, la cara de la niña se revela. Es decir, la cara sólo la podemos reconocer en la distancia correcta de observación: si estamos demasiado cerca, no; si estamos demasiado lejos, tampoco. Bajo mi punto de vista, esta es precisamente la operación que realizas en la novela; acercar y alejar la distancia de observación de las cosas, negociar la distancia correcta, cuestionar y empoderar el punto de vista, la mirada. Gesto maravilloso, especialmente, en un momento en que todo es superficie e imágenes lisas y bonitas. Nadie quiere ver vísceras, intestinos y jugos, que es lo que apuntas y señalas en la novela. Me encanta ese momento en que Olof viaja a Bruselas y conoce a una chica y la describes como que «empatiza con el pobre y el enfermo, siempre y cuando estén en la distancia fotogénica». ¡Esta distancia! B. B.: Sí, los personajes están siempre demasiado cerca de las cosas, como Sesé, o demasiado lejos, como Olof, que lo ve todo en términos analógicos. A. P.: Y Morella solo se ve a sí mismo. Me parece fastuoso. Y trágico, también.

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B. B.: Creo que fuiste tú quien me dijo un día que el problema de Morella es que no tiene amigos. Alguien que le corrija la mirada y le diga «cállate y ponte a currar». A. P.: Es posible. No lo recuerdo, pero lo pienso. También pienso que esta soledad le genera una idea distorsionada (deformada) de sí mismo. Aunque habrá que leer toda la novela y llegar a la última página para dar con el descubrimiento soteriológico de Morella en el que se da cuenta de que tal vez no está tan solo como pensaba. [Risas.] B. B.: Para mí tiene que ver también con una idea importante del libro, que es la de la deformación. El bebé horriblemente deforme que nace hacia la mitad del libro y que, a su vez, está cien por cien sano me parecía, no sé, interesante. Intentaba ser la imagen de lo radicalmente nuevo, de la obra totalmente original. ¿Qué sucedería si viésemos algo que no se parece a nada? Me da que sería algo parecido a un desgarro. Un corte en lo que vemos normalmente y que identificamos fácilmente. En la novela, los personajes se ven confrontados con algo que nadie ha visto nunca antes y cada uno ve algo diferente. Algo que tiene que ver con sus movidas particulares. Esa diferencia depende de ellos, de cómo han construido sus modos de ver, de cuáles son sus cegueras, por lo que, al final, no ven tanto al bebé como a sí mismos. Ven su visión, por decirlo así. A. P.: Con el arte pasa un poco lo mismo, ¿no? Siempre que se ha realizado una operación nueva, ha habido alguien que ha dicho: «Esto no es arte». Esa frase categórica (y casi estomacal) es algo así como la primera reacción al desgarro. Se me ocurren ejemplos cuestionados en sus épocas respectivas, como el impresionismo de Paul Cézanne, la Fuente de Marcel Duchamp, la Merda d’artista de Piero Manzoni, la Apple de Yoko Ono, el The Way Things Go de Fischli y Weiss, hasta la negación o aceptación del trap hace muy pocos años. B. B.: Es que la mirada nunca es neutra. Hay sesgos, preferencias, tics. O sea, me parece que mirar es un acto político fundamental, porque solo vemos lo que hemos aprendido a ver, y ese aprendizaje se da en un contexto, en un marco. Es como en el libro de China Miéville, La ciudad y la ciudad, que habla de dos ciudades distintas que ocupan un mismo espacio y son invisibles la una para la otra. Bueno son invisibles gracias a la voluntad de «desver». Ahí Miéville le mete cuestiones de clase, tam-

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bién, claro, pero trata muy genialmente esta cuestión. La mirada existe porque impone ciertas invisibilidades. A. P.: Bueno, como con Duchamp o Manzoni, ¿no? Meten en el campo del arte cosas que se habían dejado fuera, invisibles. B. B.: Sí. Y claro, se monta el escándalo padre. Es curioso este placer, no sé cómo llamarlo, ¿burgués? ¿consumidor? en ver cosas que ya has visto, leer historias que ya has leído y que no tratan de modificar nada ni de sacudir a nadie. O sea, pagas para que te garanticen que ahí, en ese cine, o en ese libro, o en ese crucero, NO TE VA A SUCEDER NADA. A. P.: ¡Y eso es lo que más vende! [Risas.] Total, que cuando me invitaste a buscar una imagen para la portada de Los puntos ciegos… B. B.: [Risas.] Eso, eso. A. P.: Primero, me hizo feliz y punto. Pero claro, no pude evitar generar un diálogo con la portada de Els angles morts. Es más, se convirtió en una obsesión. Finalmente, después de varias idas y venidas, terminé por utilizar cuatro fotografías distintas de un edificio en construcción (o en destrucción), aunque es posible que, si el lector las ve por separado, le parezcan todas iguales. Son fotografías realizadas en el mismo espacio, pero con un pequeño desplazamiento/movimiento horizontal alrededor de su perímetro. Ese baile pone en evidencia, creo, que el edificio (o la mirada) es algo mucho más complejo de lo que una única fotografía puede mostrar. Los signos que comunican las fotografías están en tensión e incluso se enfrentan y contradicen. Dependiendo del desplazamiento alrededor del edificio observamos una cruz (†), pero si nos movemos unos metros, esta se convierte en una cruz invertida (I), y si nos movemos más aparece una equis (✕), tal vez la negación de todas ellas. También aparecen escaleras que suben (o que bajan), que conducen a puertas que no puedes cruzar, y si decides hacerlo, te precipitas y probablemente mueras. Igual que en Els angles morts, la imagen también oculta, esta vez no con un píxel, sino que oculta mostrándose plenamente. Esta operación se revela al observar las cuatro portadas. Si solo observamos una, nos enfrentamos a un punto ciego, a una parte de la estruc-


B. B.: (Mil páginas y creo que los editores me matan.) El edificio tiene tela, también.

tura (del edificio/del libro). Igual que la novela, se complejiza al ampliarla, al transitarla y observarla. B. B.: Lo que me parece increíble de tu trabajo es que consigues que el edificio parezca un alfabeto. A cada imagen, le sacas un signo distinto: lo que decías de la cruz, la equis, las escaleras. ¿Suben, bajan? ¿Son un ascenso al saber, un descenso al inferno? A. P.: Más que el edificio en sí, creo, es la relación entre el edificio y el que mira. Estas pequeñas variaciones en las fotografías, en la representación y en el edificio, hacen hincapié justamente en eso, en el acto de mirar y observar. El edificio es uno, es objetivamente el mismo, pero la mirada es subjetiva y, como decías, política, y es la que genera significado. Que es lo que hace tu novela. Para mí, se ocupa de eso, del análisis de la y las miradas. Por este motivo podemos ver cruces, equis y esqueletos en el edificio y no solo estructuras arquitectónicas. La decisión de utilizar cuatro portadas diferentes se sustenta en que las cuatro juntas construyen una (nueva) imagen ampliada, que no deja de ser un guiño a la complejidad de la novela, que no se puede presentar en cien páginas, necesita quinientas, aunque yo (y seguro que no soy el único) habría deseado mil.

A. P.: Sí, el edificio es top. Visualmente provoca toda esa serie de equívocos y negaciones, pero la intrahistoria del edificio es igualmente genial. Es conocido como El esqueleto de la ballena, porque parece un costillar gigante. Fue construido por una compañía de fabricación de abono nitrogenado, se usó como almacén de pirita (también mal llamada «el oro de los pobres» por su gran parecido con el oro, pero con una composición de hierro y azufre) y sus alrededores se emplearon como vertedero de residuos. Se sospecha que era un negocio especulativo para beneficiarse de ventajas fiscales y subvenciones de transporte. En la actualidad: esqueleto, abandono, suelo contaminado y mal olor. Atributos con los que la novela negocia todo el rato, ¿no? Pienso en el bebé deformado, en el «aliento a pene sucio, o a habitación con cadáver», el «olor a placenta clavada en la nariz, acídico y carnoso, y de la sangraza y el sudor», en la «bola de saliva que se convertía en un hilo blanco estalactítico», en la papada neumática, en el bochorno uterino. Pero no solo en este modo casi grotesco de describir, sino también en el propio uso del lenguaje, que traslada la malformación a todos los aspectos del texto. B. B.: Sí, esto que dices para mí era importantísimo, porque una de las ideas iniciales de la novela tenía que ver con esta imposibilidad de ver las cosas «tal como son». Uno nunca ve «objetivamente», ¿no? Ve a través de mil sesgos. Por eso me planteé si tenía sentido hablar de la deformidad en una novela perfectamente equilibrada y con un lenguaje claro y contenido. Si uno se fija, la novela es una novela deformada: el evento que tendría que estar al principio de todo e inaugurarla no aparece hasta la mitad del libro. Los tres personajes principales —Morella, Sesé y el sobrino, Olof— tienen todos sus cegueras y sus deformidades. Luego está el uso que hace Morella del aparatejo académico, las notas al pie, los ejemplos, los paréntesis, que él cree que contribuyen a una mayor claridad, pero, como es un tipo más bien mediocre y no los sabe usar bien, terminan generando una especie de tumores en el texto, como setas de neurosis. O las metáforas, que hay un montón y tienden a buscar eso, la sensación de que ahí hay un filtro, un lenguaje trabajando, y no una «cosa» que el lector pueda ver de modo directo.

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A. P.: Totalmente. Tal y como lo comentas me hace pensar en la fotografía, que, siendo un signo, tiene esa tensión entre ser solo índice o abandonarlo y convertirse en símbolo. Como de igual manera Sesé intenta abandonar su ceguera para poder ver con claridad. B. B.: Claro, Sesé es una científica. Cree que, para ver objetivamente, tienen que liberarse de toda esta costra de signos y de connotaciones, y empieza un camino algo delirante que va en esa dirección. Pero también tiene altibajos muy bestias, que la llevan a sospechar que quizás esté en algún espectro de lo bipolar, TLP o lo que sea, por lo que ni tan siquiera sabe si se puede fiar de lo que ha visto o si ha sido más bien un delirio. Olof, en cambio, lo compara todo con otras cosas. Un tipo con otro tipo. Una belleza con otra. Una deformidad con un cuadro. Europa con América. Es una especie de máquina analógica postadolescente e insufrible. [Risas.] A. P.: Creo que por esto era importante escoger una imagen que trabajara con la cuestión de la mirada pero que no fuera una simple ilustración del libro (aunque al final hayan sido cuatro). Por este motivo jamás pensamos en utilizar una fotografía bella (entendida con los cánones de belleza tradicionales), tal vez más atractiva para un editor (convencional) (no suicida) (no es el caso de Malas Tierras) (al contrario, siempre nos apoyaron con esta idea de hacer la portada menos comercial), sino que pensamos en una imagen más bien mediocre e insignificante. No queríamos generar falsas expectativas de belleza. B. B.: Lo hemos hablado alguna vez: esta manía de viajar para la belleza, por ejemplo, o de sacar fotos cuquis de las cosas, ¿no? En la representación en redes se ve superclaro: en Twitter uno saca el odio o el rollo más crítico contra todo. En Instagram, o siempre que se mete la imagen por medio, de repente todos vivimos vidas increíbles, comemos platos increíbles. Hay algo en la imagen que carga una idea muy definida de «lo bello». A. P.: Para mí, la belleza de una imagen depende de su propósito. No es una cuestión puramente estética, tampoco me refiero a la belleza en su concepto, sino un equilibrio que conduce a precisar el propósito autorial. En este caso, tenía que ser una imagen cruda, polisémica, más bien insulsa, fútil, pero bella en cuanto que hace la función de prólogo de la novela (tal vez me he venido arriba pensando esto).

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B. B.: En ese sentido, me gustaba la idea de la «deformación sana» del bebé porque me llevaba a cuestionar la idea de belleza a la que nos hemos acostumbrado. O sea, si lo piensas, el cuerpo humano es algo horripilante. Tenemos un agujero enorme en medio de la cara, por el que salen huesos con los que trituramos carne muerta de animales y donde movemos un músculo que parece sacado de una película de horror. Estamos llenos de sacos de carne e hilillos amarillentos que nos conectan con una albóndiga inteligente, que somos nosotros y que jamás llegaremos a ver. Bueno, digo eso porque las deformaciones radicales tienden a ser letales o a reducir la esperanza de vida al mínimo. Pero ¿qué pasaría si el síndrome del Hombre Elefante fuese perfectamente normal? ¿Si hubiera una gran parte de la población que tuviese esas cabezas hinchadas? Creo que la belleza pasaría a ser una cuestión de estadística. Y de poder, por supuesto. Pero el modo como tenemos ahora dispuestos los ojos y las narices y las bocas dejaría de ser «natural» para ser un modo entre otros. A. P.: En un momento escribes: «La malformación avanzaba y ella retrocedía, y lo único que podía hacer era esperar a que una se topase tarde o temprano con la otra». Esta es precisamente la tensión que siento todo el rato en la novela. El chasis y la carcasa (closca). La sonrisa y la intolerancia digestiva. Lo que vemos y lo que olemos. La equis y las cruces. Si pudiera entrar dentro de la novela y preguntarte por la fotografía de la portada, tal vez me hablarías del instrumento con el cual ha sido tomada, los materiales que se han necesitado para construir el aparato, de dónde provienen, quién los ha extraído, en qué condiciones. También de cómo se mezclan países diferentes, elementos diferentes, manos diferentes y abusos diferentes dentro de la misma carcasa elegante y ergonómica que se adapta a mis dedos gorditos de la mano. Esa tensión matérica, la cámara, si lo pienso bien, no deja de ser una fiel representación de nuestra sociedad contemporánea. B. B.: ¿A qué te refieres? A. P.: A la colisión de materiales y elementos imposibles procedentes de lugares tan alejados geográficamente, culturalmente, políticamente, ideológicamente, idiomáticamente en un mismo objeto o instrumento. En este sentido la cámara fotográfica parece más un dato estadístico de la sociedad de consumo, un excel, que un instrumento para fijar la luz.


B. B.: Ok, ok. Sí, mientras escribía el libro, pensaba mucho sobre esto [de la materia]. Tenía un profesor que decía que el cuerpo es el gran reprimido de la historia. Sometido a la imagen. Y tiene algo de verdad, ¿no? Dedicamos muchísima energía a convertir los cuerpos en imágenes. Los sometemos a dietas, los medicalizamos a la primera que están cansados o no se encuentran bien, los vestimos, los depilamos, les enseñamos cómo deben moverse… A. P.: Lo mismo con la fotografía, que «convertimos cuerpos en imágenes», y tantas veces es utilizada como carcasa. B. B.: Nos pasamos el día zampando símbolos, es insoportable. Parece que las cosas hayan desaparecido. Uno ya no regala objetos, sino experiencias. Uno ya no se compra un teléfono, sino una filosofía. Ya no hay política sino relatos y posverdades y tonterías. No sé, Steve Jobs ha hecho mucho daño. Supongo que por eso en el libro hay una cierta reivindicación materialista, un cierto giro hacia lo material. Eloy Guzmán, por ejemplo, que es un Vila-Matas al revés. ¿Qué le interesa a Vila-Matas de Melville? Bartleby, o sea el tipo que «preferiría no hacerlo» y que él lee como paradigma de los «autores del no», los que dejan de escribir, los que desaparecen. Casi los convierte en un eslogan. A Guzmán, en cambio, le interesa el Melville material, que dejó de escribir a los cuarenta y siete y se pasó diecinueve años currando de inspector de aduanas en el puerto de Nueva York, convencido de que era un escritor fracasado. Y escribe sobre eso. Sobre lo que debe ser despertarte cada día, durante diecinueve años, habiendo escrito Moby Dick e ir a trabajar durante nosecuántas horas revisando albaranes y matándote a papeleo. A. P.: ¡Sí! Me gusta mucho esa materialidad de los personajes que comentas. Y me gusta que la llames con ese término que conlleva materia, que conlleva extracción, separación, pulido… Los materiales que usamos con más frecuencia: hierro, aluminio, plástico, madera, cristal… no se encuentran en la naturaleza con esta misma forma, sino que hay un procesado detrás de cada uno de ellos. Igual que con Guzmán, con Morella, Sesé y Olof. Este último, material en pura transformación y moralista postcolonial. B. B.: El personaje de Olof me gusta, en ese sentido, porque es un colono sin darse cuenta. Es un chico americano, hijo de un superdotado bastante cruel, que viene a «ha-

cer las Europas», por decirlo de algún modo. Tiene esa arrogancia casi psicótica del tipo privilegiado que se aburre en la vida. Y en su modo de hablar, uno se da cuenta de que está como conquistándolo todo. Darle nombre a algo es tremendamente violento. O describirlo. Cubrirlo de lenguaje, como se cubre la carne de moscas. Sesé, en cambio, descubre que está atravesada por un lenguaje que no es suyo, pero que afecta terriblemente a la relación que tiene consigo misma. A la percepción de su cuerpo, de su lucidez, de su identidad. Si lo piensas, todos cargamos con una cantidad importante de palabras que nos han lanzado a lo largo de la vida y con las que, quizás sin saberlo, nos hemos identificado más o menos. Pienso en los hermanos a los que típicamente los padres les asignan atributos. Ella es la lista, él es el simpático. Cosas así. A. P.: Me gustaría reivindicar también que tu novela produce una experiencia (incluso diría que tiene algo casi material) más que «hablar» de una experiencia (que también, porque la novela se apoya en un contexto universitario, pero en seguida nos damos cuenta que la novela no va sobre la universidad, que esta es un pretexto para hablar de todo lo demás, para provocar toda esa experiencia). B. B.: A mí es que me pasa con tu trabajo, desde Morishita hasta Iberia. Son obras que te generan algo muy bestia, más allá de lo que tratan, que también lo es. Tiene que ver con el exceso, ¿no? Morishita son más de dos mil fotos que insisten sobre un par de motivos y esa repetición te bombardea la cabeza y te termina provocando lo que decías, una experiencia. Y me encanta porque todo en el libro está pensado para eso, el tamaño, la maquetación, el papel, todo. Con Los puntos ciegos quise hacer un poco eso. A. P.: Agradezco tu gesto de querer comparar ambos libros con Los puntos ciegos, pero no sé si me convence. En Morishita e Iberia el exceso viene con la repetición de un solo gesto. En la novela, el exceso viene por la acumulación de miles de gestos diferentes. Esta genera una riqueza y una experiencia mucho más complejas y arrolladoras. B. B.: No, claro, no es lo mismo, pero fueron referentes. Para el uso obsesivo de los paréntesis, por ejemplo. Lo que decías de un gesto que se repite hasta convertirse en otra cosa. A. P.: Ahí ya entra la experiencia del lector, que al final es lo que importa. Si entran en el juego o no. Yo no me canso de recomendar la novela.

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Entrevista a Layla Martínez Texto: Eva Díaz Riobello Fotografías: cedidas por la entrevistada ©

Layla Martínez (Madrid, 1987) es editora del sello Levanta Fuego —antes Antipersona—, y autora de los ensayos Gestación subrogada (Pepitas de calabaza, 2019) y Utopía no es una isla (Episkaia, 2020). El pasado noviembre irrumpió con fuerza en la narrativa de ficción con su novela Carcoma (Amor de Madre, 2021), una historia de terror ambientada en un pueblo de la España vaciada que ha tenido una impresionante acogida entre los lectores, alcanzando las veinte ediciones en pocos meses. Hemos charlado con ella de los temas que alientan esta historia de venganzas y aparecidos, donde se entrelazan la lucha de clases, la Guerra Civil y la violencia contra las mujeres.

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Ahora mismo tu novela lleva ya veinte ediciones, y eso que está publicada por un sello independiente, pequeño y relativamente joven como Amor de Madre. ¿Te esperabas algo así? No, lo cierto es que no, ha sido una sorpresa total, incluida la atención de los medios. Es verdad que mi anterior libro con Episkaia funcionó bien, pero era un ensayo y siempre tiene menos público que la novela. Entonces me llamaron para un montón de charlas, de hecho me siguen llamando, pero era algo que se limitaba al círculo de las universidades, jornadas, cosas académicas... Esto de que ahora de repente me inviten a programas como Hoy por hoy en la SER o me entrevisten en Vogue ha sido algo totalmente inesperado. ¿Cuánto hay de autobiográfico en la historia de Carcoma? Yo quería escribir la historia de la casa de mi abuela y la de tres generaciones de mujeres de mi familia que durante su vida sufrieron violencia de clase y de género. Por supuesto, me he tomado licencias, especialmente al final de la novela. Pero otras cosas son reales, como la historia de mi bisabuelo, de cómo y por qué construyó la casa, y la cultura de la muerte que existe en esa zona de la Alcarria, que se encuentra a los pies de la sierra de Cuenca. Ese folklore se ha ido perdiendo un poco, porque las generaciones más jóvenes ya no lo tenemos y es una zona que ha sufrido mucha despoblación y envejecimiento, pero existe dentro de mi propia familia. Todas las mujeres son muy católicas, pero, en su caso, la religión va muy unida a creencias como los atados que aparecen en la novela, las maldiciones, el puñado de sal en la puerta o los exvotos, tanto para dejarlos de ofrenda en las iglesias como para echar mal de ojo. En donde más licencias me tomé fue en dar a estas mujeres la posibilidad de que en la ficción pudieran vengarse de quien ha ejercido sobre ellas toda esa violencia. ¿Cómo fue el proceso de escritura? La novela parte de un relato que más adelante se convirtió en el primer capítulo, aunque durante el proceso cambió mucho. A mí me encanta el terror, tanto en la literatura como en el cine. Veo muchísimas películas de terror, incluso las que son malísimas. Crecí y me crie con mi abuela y ella me contaba muchas historias del folklore local y del pueblo que yo tenía normalizadas, pero que, vistas desde fuera, eran algo bastante extra-

ño. Hasta que me di cuenta de que en toda esta cultura de la muerte y todas esas historias que ella me contaba había mucho material para escribir. Recuerdo que cuando me quedaba en casa de mi abuela ella me obligaba a echarme la siesta y para que durmiera me contaba las vidas de santos que sacaba de una revista de la Iglesia a la que estaba suscrita y, claro, la mitad de esas historias tienen un contenido gore que asusta. Recuerdo la vida de una santa que se echó cal en los ojos por una promesa divina; o Santa Gema, que tenía alucinaciones, veía a los santos y a los ángeles entre convulsiones y fiebres; o Santa Águeda, a la que le cortaron los pechos. Supongo que si viéramos todo esto desde otra cultura diferente nos alucinaría, pero en España lo tenemos naturalizado y creo que aquí, en general, se ha contado poco la historia española desde el terror. Y sí que ha habido tradición en este género porque en el Romanticismo algunos autores como Emilia Pardo Bazán publicaron cuentos de terror. Pero creo que aquí se ha escrito mucho menos terror y menos fantástico en favor del realismo. Por eso muchos episodios históricos como la Guerra Civil o la posguerra no se han contado desde el terror, y eso que es un género muy bueno justamente para hablar de los traumas colectivos. En Carcoma abordas desde el terror la lucha de clases, que ahora mismo tiene un gran protagonismo en la arena política, con los partidos enfrentados en temas como la reforma laboral, el salario mínimo o la ley de alquiler. Se intentan llevar a cabo cambios básicos que garanticen un bienestar social mínimo ante una oposición muy airada... ¿Es posible que no haya cambiado nada en todas estas décadas? Sí, de hecho otro elemento de la novela que es real es la familia de ricos del pueblo, los Jarabo, ya que decidí usar su apellido auténtico. Hay personajes que ni siquiera tienen nombre, pero el de ellos decidí utilizarlo. Es el apellido de una familia real de mi pueblo cuyo abuelo, o bisabuelo, fue ministro de Justicia con Franco. Era una familia bien situada durante la dictadura y hoy en día siguen siendo quienes tienen todas las tierras. En Cuenca todo el mundo conoce su apellido. Las cosas no han cambiado mucho porque tampoco ha habido una reparación colectiva de lo que pasó o —hablando en términos de terror— un exorcismo del Franquismo y del fascismo, que simplemente se

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Entrevista a Layla Martínez

modificó un poco y siguió de alguna manera royendo las instituciones sociales, estatales, las comisarías… Se quedó en los cimientos de nuestra democracia, porque no hubo juicios, no hubo nada ni siquiera simbólico a nivel colectivo que cerrase esa etapa. Por eso esa herida sigue supurando y, cada cierto tiempo, aflora cuando se produce un suceso de actualidad, como cuando se trasladaron los restos de Franco, porque realmente no hubo un cierre colectivo y es una especie de trauma que permanece en nuestra sociedad. En ese sentido, yo creo que los símbolos del terror, los tropos, sirven muy bien para contar esos traumas colectivos. Precisamente la Guerra Civil es otro de los temas que abordas en la novela y esas heridas que dejó abiertas en nuestra sociedad, como puede verse hoy en el auge de la ultraderecha y en las críticas a nuestra Transición supuestamente modélica. ¿Crees que a las generaciones que no vivimos ese conflicto —representadas en la novela por el personaje de la nieta— nos han vendido un relato falso de reconciliación que ahora se está desmoronando? Por supuesto, se ha dado una falsa imagen de la Transición como un proceso de reconciliación nacional, cuando yo recuerdo que en unas charlas de mi universidad, tituladas «Contando muertos», nos hablaron sobre los atentados de extrema derecha y los asesinatos de activistas que hubo ya entrada la democracia: gente como Enrique Ruano, a quien la Policía tiró por la ventana, o Agustín Rueda, al que asesinaron en la cárcel de Carabanchel; o la guerra sucia del propio Estado, contratando a paramilitares de la guerra de Argelia para organizar falsos atentados. Y todo eso sucedió ya durante la democracia. Pero, en la novela, el personaje de la nieta también recoge un poco el tema de la meritocracia, que a nuestra generación nos lo han vendido mucho, nos decían: «Tú esfuérzate, estudia y lo vas a conseguir». Ella vive un proceso de toma de conciencia en el que se da cuenta de que no tiene salida, que está atrapada en la casa y condenada a trabajar para los mismos para quienes trabajaba su abuela, que la posición social de su familia no ha cambiado. Hay un momento en el que ella piensa que se va a poder marchar, que va a poder estudiar y trabajar en otro lugar, pero se topa con la realidad de que en el pueblo no hay empleo, tiene que conseguir lo que sea y, qué casualidad, acaba trabajando para los mismos para los que trabajaron sus antepasados, porque no ha habido ningún cambio social que transforme eso.

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Al leerte me he acordado mucho de Los santos inocentes, de Miguel Delibes, una novela realista que retrata la vida rural de los pobres de una manera descarnada, igual que el pueblo de tus protagonistas. También María Fernanda Ampuero comentaba hace poco en una entrevista en Quimera que una casa, si está en el campo, da más miedo porque está más cerca de «lo salvaje». Esto contrasta bastante con la visión idealizada de la vida rural que está surgiendo ahora mismo en nuestro país, en contraposición con las ciudades carísimas e hiperpobladas. ¿Cómo ves tú esta dicotomía? Precisamente hace poco leí Un amor de Sara Mesa, que también transcurre en un entorno rural y no es terror, pero casi, porque tiene una atmósfera muy asfixiante. Yo creo que las comunidades pequeñas tienen algo, esto que hablábamos sobre los traumas heredados, las posiciones solidificadas, los ricos defendiendo a los ricos… No es que no ocurra lo mismo en la ciudad, sí ocurre, pero aquí es más anónimo. El problema de una comunidad pequeña es que los conoces, les pones cara y apellido. No es que en Madrid los ricos no sigan siendo los mismos que hace cincuenta años, claro que lo son, pero es más difícil que los conozcas directamente. En una comunidad rural las relaciones son mucho más cercanas y también las relaciones de humillación. Yo sí creo que Carcoma tiene nexos con Los santos inocentes. Delibes no es uno de mis escritores favoritos, pero ese libro me marcó muchísimo y también la película. Y es que muchas de esas cosas que narra a mí me las contaban igual. Por ejemplo, en mi pueblo es verdad que había gente que vivía en cuevas, lo narro en el libro porque era así de tremendo. Si llovía, se derrumbaba la tierra y allí se quedaban. O las humillaciones, a veces simplemente porque sí, porque el patrón puede hacerlo, para demostrar poder, aunque ni siquiera sea a cambio de un beneficio directo o material, solo para mostrarte cuál es tu lugar. Y también conecta con el tema de la venganza, que, aunque socialmente no cambia nada, al menos no sigues siendo víctima, no estás completamente alienado, no te has creído todo lo que te han contado, porque te sigue quedando esa rabia que te empuja a desobedecer. No aceptas las cosas pasivamente. Aunque no cambie nada, al menos te puedes revolver. Además, a mí la venganza me encanta como tema literario, me parece uno de los grandes temas de la literatura.

Carcoma no es una novela de redención, sino que apuesta por lo incómodo, no propone un


final feliz, sino una suerte de ley del talión que equilibre a vencedores y vencidos. ¿El horror es que el lector queda satisfecho? Claro, a mí me interesaba evitar las lecturas simplistas al hablar del tema de la lucha de clases: no caer en eso de que los ricos son malos, los pobres son buenos. Primero, porque no es así; y, segundo, porque desde mi punto de vista la sociedad de clases también te hace cómplice de diferentes violencias: ejerces esas violencias sobre otros, incluso aunque no quieras. Nosotros, por ejemplo: simplemente por vivir en el primer mundo nuestra forma de vida está sustentada en el extractivismo de otras zonas del planeta. Esto es un componente perverso del sistema en el que vivimos, que te hace cómplice y parte de su violencia. Y, al mismo tiempo, si has estado sometido a esta violencia también es muy difícil que escapes de ella y no acabes ejerciéndola tú también. Creo que esto aparece muy bien reflejado en Páradais, de Fernanda Melchor, donde contrapone a dos personajes que se cruzan en una urbanización de lujo, un chico que vive allí en el privilegio más absoluto y otro adolescente que es el jardinero, procedente de una familia pobre, en una situación muy dura. Melchor lo cuenta de una manera muy inteligente y no hace una lectura simplista, sino que muestra cómo la violencia que rodea al chico pobre, en la que siempre ha vivido, las humillaciones que sufre… hacen que le resulte imposible salir de ella. Aunque no estemos predeterminados por nuestras circunstancias, lo más fácil es que de ahí salgan chavales que acaban reproduciendo la misma violencia contra otra gente. Por eso, me parecía que en el final de Carcoma había que complejizar un poco. Además, está bien generar algo de incomodidad en el lector y esto se puede hacer mejor en la literatura que en el ensayo. En el ensayo no te puedes permitir tantos dilemas, tienes que intentar clarificar, explicar, hacer conexiones, pero en la novela puedes permitirte plantear conflictos morales mucho más grandes, que los personajes sean despreciables o hagan cosas moralmente complejas. Además, yo creo que los personajes malvados o con un punto retorcido son muy divertidos de escribir y de leer.

¿Y cuáles son tus personajes malvados favoritos de la literatura? Una de mis novelas favoritas es Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson. Me encantan los personajes, la trama, esa situación tan extraña con la que arranca, piensas: «Dos chicas que viven ahí, les habrá pasado alguna desgracia familiar» y, a medida que lo vas descubriendo, el final te deja con una sensación terrible. No sé cuántas veces la habré leído. Es verdad que el género de terror tiene más tradición en la literatura anglosajona, tanto la estadounidense como la británica: está más asentada y se ha difundido mucho más, y por eso es la que más nos ha llegado. Pero yo creo que, por mis lecturas y mis gustos, Carcoma tiene bastante influencia del terror o del fantástico latinoamericano, como Pedro Páramo, que se considera realismo mágico, pero también es terror. De hecho, muchas obras que en su momento se incluyeron dentro de esa denominación también tienen elementos fantásticos o de terror. La casa encantada de tu novela, las apariciones, los santitos... conectan bastante con la prosa de Mariana Enríquez y otras autoras latinoamericanas que están protagonizando un boom del género. ¿Qué escritoras o escritores actuales lees con interés o han influido en tu escritura? Como Carcoma es una novela oral y necesitaba encontrar la voz de las dos protagonistas para coger el tono con el que quería escribir, que fuese un poco atropellada, estuve leyendo mucho a Emiliano Monge, a Fernanda Melchor y a Yuri Herrera. Los tres son autores mexicanos, más o menos de la misma generación, y creo que son un buenísimo ejemplo del nivel altísimo en el que está la literatura mexicana ahora mismo; también Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli… pero sobre todo me han influido ellos tres. Carcoma tiene mucho de Yuri Herrera, de Señales que precederán al fin del mundo. Y de Emiliano Monge me marcaron en concreto Las tierras arrasadas y El cielo árido, dos libros que tienen una voz narrativa muy torrencial, incluso atropellada a veces. Además, juega muy bien con los tiempos de la narración, sobre todo en El cielo árido, que cuenta la historia de México durante el siglo XX de una forma increíble a través de una familia y la magia está en cómo va entrelazando todos los acontecimientos con la vida de los personajes. Antes de escribir Carcoma y durante la escritura, lo leí mucho para pillar ese tono rápido, que cuenta mucho, con pocas comas, e incluso por momentos

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El cielo raso

Entrevista a Layla Martínez

se acelera. Este recurso lo utilicé mucho en Carcoma y lo tomé sobre todo de estos tres escritores. Tengo sus libros subrayadísimos, aunque ninguno de los tres son autores de terror, quizás Fernanda Melchor la que más, pero tampoco tanto. Tal vez no se pueden catalogar como terror, pero sí tienen elementos del género, porque ahora mismo hay una gran tendencia a la hibridación… Sí, por ejemplo, estoy pensando en Mandíbula, o Nefando, de Mónica Ojeda, que es muy inclasificable: en muchos sentidos es terror, pero en otros se escapa de esa definición. En la literatura estadounidense se utiliza mucho el término weird para referirse a esta literatura, porque no es terror, pero sí comparte elementos como la atmósfera asfixiante, lo insólito, la sensación de que van a pasar cosas extrañas… y utiliza también recursos habituales del terror. Quería preguntarte sobre este menosprecio que aún sufre actualmente la literatura de terror y la resistencia que hay a ponerles esa etiqueta a los libros. Por ejemplo, de Mariana Enríquez se ha dicho que hace «realismo gótico», de Mónica Ojeda, «gótico andino». ¿Crees que es algo propio de nuestro país o es una tendencia generalizada? Yo creo que pasa una cosa muy curiosa que ocurre también en el cine: las películas de terror tienen un impacto cultural brutal; algunas de las películas más emblemáticas que se han hecho casi desde finales del siglo XIX pertenecen a este género. Por ejemplo, el impacto cultural que tuvieron Drácula, El exorcista, Poltergeist, El sexto sentido... que son películas que ha visto casi todo el mundo, con música o diálogos que han quedado para siempre en el imaginario popular. Y, en cambio, el otro día leí que la única película de género fantástico o terror que había ganado un Oscar era La forma del agua, de Guillermo del Toro. Nunca hasta entonces se había premiado en la categoría de mejor película una del género fantástico o terror, con la excepción de El silencio de los corderos, que encaja más dentro del género de thriller. Es un fenómeno bastante sorprendente, pero no ocurre solo aquí en España. Parece que sigue siendo un género menor a pesar de ese impacto cultural tan fuerte, también en la literatura, como le pasa a Stephen King. Ahora mismo estoy leyendo Algo en la sangre, una especie de biografía de Bram Stoker, y cuenta el impac-

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to enorme que tuvo Drácula, los millones de ediciones pirata que circulaban y que la viuda de Bram Stoker se dedicó a perseguir, las obras de teatro inspiradas en la novela, luego películas, traducciones pirata… porque todo el mundo la había leído. Frankenstein también fue un bestseller en su momento y fíjate en todo lo que ha surgido a partir de esa idea, yo qué sé, las películas de zombis… Está todo en el imaginario popular, fueron superventas en su momento, se han creado un montón de imágenes a partir de ellas y, en cambio, siempre parecen obras menores. A mí eso me fastidia un poco porque se menosprecian grandes obras de la literatura. No creo que sea un fenómeno solo de España, pero quizás aquí sí ha sido más acusado y probablemente eso tenga que ver con la dictadura, en el sentido de que durante ese periodo se impuso el gusto de los jerarcas por lo castizo y se potenció más el género realista. Por ejemplo, en los años treinta aquí se traducía a Julio Verne y a H. G. Wells, de hecho a éste último lo trajeron a dar un ciclo de charlas y asistieron más de mil personas, hubo incluso que cambiar de teatro a otro más grande porque no cabían. Y todo eso se perdió porque la mayoría de los escritores acabaron muertos o en el exilio, sobre todo los que estaban haciendo cosas más vanguardistas, y lo que quedó fue un canon muy conservador estéticamente, no solo ideológicamente, que no daba para mucha experimentación. Por eso aquí ese fenómeno de marginación del género ha sido más acusado que en otros países. El tema de la lucha de clases también afecta a la creación cultural, ya que es muy difícil crear cuando no tienes dinero ni tiempo para ello, porque trabajas a jornada completa para sobrevivir. Se dice mucho que no crea quien quiere, sino quien puede. ¿Qué opinas de esto y cómo compaginas tú la creación literaria con el trabajo? Yo creo que esto está ocurriendo en todos los ámbitos de la cultura. Hace poco un amigo estadounidense me contaba cómo en su país ha desaparecido la «clase media» de la música, es decir, gente que no es superfamosa pero vivía de dar conciertos, lanzar discos… Por ejemplo, en el rap eso ha desaparecido, ahora solo hay superestrellas o aficionados, cuando antes sí existía cierto circuito de gente que se dedicaba a eso sin ser millonaria, como cualquier otro trabajo. Es verdad que la música tiene sus propias dinámicas relacionadas con


los algoritmos, Spotify, las discográficas… pero creo que este fenómeno se ha dado en todas las áreas de la cultura, incluida la literatura. Al final, hay poquísima gente que pueda vivir de la escritura, porque tienes que tener unos niveles de ventas alucinantes y, además, es muy inestable: incluso aunque de repente vendas mucho y te lleguen, no sé, quince mil euros, como no sabes cuándo vas a publicar el siguiente libro y los royalties los cobras una vez al año, es difícil que te puedas permitir no tener otra cosa más estable. Eso se podría combatir con becas, con ayudas públicas de distinto tipo y dando facilidades para la escritura, por ejemplo, con editoriales públicas que no se limitaran a textos académicos, como las de las universidades, sino que fomentaran que más gente se pueda dedicar a esto. Recuerdo que una vez escuché a Christina Rosenvinge en una entrevista donde reconocía muy honestamente que ella durante mucho tiempo no pudo vivir de la música, pero podía dedicarse a ello porque su familia la respaldó económicamente; de hecho, decía que ella había recibido «la beca Rosenvinge»: sus padres heredaron el dinero de su abuelo y eso le permitió pasar seis o siete años dando conciertos, aunque no le diese para vivir, pero tuvo ese tiempo que necesitaba para lanzar su grupo y darse a conocer. ¿Qué ocurre? Que cuando no tienes ese respaldo, ya no es solo cuestión de ser mejor o peor, sino que simplemente no te puedes dedicar a ello. Esto lo he pensado también durante la promoción de Carcoma. Yo soy autónoma y puedo organizarme e ir a una entrevista a las diez de la mañana, y a lo mejor ese día me toca quedarme trabajando hasta las diez de la noche, pero puedo sacar ese tiempo. Si estuviese trabajando por cuenta ajena, un día libre lo puedes pedir, pero, ¿cómo voy a ir un día a las cuatro de la tarde a un sitio, a las diez de la mañana a otro…? Es muy difícil. También tengo la suerte de que no tengo personas a mi cargo. Leyendo la biografía de Toni Morrison, descubrí que se levantaba a las cuatro de la mañana porque hasta las siete que despertaba a sus hijos era el único momento que tenía para escribir, porque luego tenía que llevarlos al colegio, irse a trabajar… y ese era el único rato del que disponía. En mi caso, he escrito Carcoma en los fines de semana, quitándome tiempo libre, y creo que al final eso se nota en la escritura: es una novela corta, con pocos personajes, porque así es más fácil de manejar. Además, me da la sensación de que se nota en el estilo un poco atropellado que la he escrito a saltos, porque como no te dedicas solo a eso, vas sacando un día aquí,

un fin de semana allá, ahora consigues despejar cuatro días, pero entretanto la has tenido que dejar dos semanas… Entonces, claro, el proceso de escritura no es diario y sistemático, sino que va más bien a saltos y a mí me da la sensación de que eso me aceleraba a la hora de escribir. Además, se me olvidaban cosas, porque pasaba mucho tiempo entre la escritura de un capítulo y otro, y de pronto volvían a aparecer personajes que habían muerto… Por eso, durante las vacaciones de verano, aproveché que tenía un mes para sentarme todos los días a pulir la primera versión del texto, corregir todas las incoherencias e incluso bajarle un poco ese ritmo tan acelerado. También pienso que entre las escritoras de mi generación ocurre a menudo que sus novelas son muy breves, por ejemplo Las maravillas, de Elena Medel, o Panza de burro, de Andrea Abreu. De hecho, esta última contaba en una entrevista que había escrito Panza de burro a saltos, en bibliotecas, que incluso tenía la novela en un archivo de Google Docs precisamente para poder acceder a ella y escribir desde cualquier sitio. A mí me da la sensación de que eso al final se nota en estas cosas: más brevedad, menos personajes… No puedes escribir Cien años de soledad porque eso requiere que hagas lo que hizo Gabriel García Márquez: tener a una persona que se dedica a cuidar dentro y fuera de casa, a trabajar dentro y fuera, para que tú te puedas dedicar solo a eso. También me preguntaba si esto también tendrá algo que ver con la revitalización que está viviendo el relato corto, en relación con algo que leí de Lucia Berlin, donde decía que ella escribía cuando acostaba a los niños, después de su jornada laboral, a veces de dos trabajos, y tenía apenas una hora hasta que se caía de sueño, por eso no podía escribir una novela en esas condiciones y sus relatos son tan cortos, porque tenía que escribirlos como mucho en dos días o perdía el hilo. Esto tiene que ver con el dinero y la clase social: no toda la gente puede dedicar un año entero a escribir una novela con quince personajes o una saga, porque no tienen ni tiempo ni espacio mental para ello. ¿Tienes algún nuevo proyecto entre manos ahora mismo? No, ahora de momento no tengo nada, pero quiero pedir una beca de creación para un proyecto de ensayo sobre marxismo gótico. También me gustaría escribir otra novela, además ya tengo más o menos la idea y Carcoma me ha abierto bastantes puertas. También será terror y quiero hacer algo un poco más ambicioso.

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Entrevista a Lidia Caro Texto: Bel Carrasco Fotografías: cedidas por la entrevistada ©

La primera persona del singular ha experimentado un gran auge en los últimos años. Ginés S. Cutillas analiza este fenómeno en un reciente artículo (Quimera, 458), llegando a la siguiente conclusión: «Lo que une a los viejos chamanes y a los nuevos narradores es el uso de una poderosa primera persona para estructurar sus historias, confundiendo de forma premeditada la voz del narrador con la del autor, para que el lector se debata en la frágil frontera entre el relato inventado y la exposición sin tapujos de las intimidades del escritor». Estar inmersos en una cultura narcisista de puro exhibicionismo, donde la frontera que separa lo privado de lo público es cada vez más fina y transparente, induce a los narradores jóvenes a exponer su mundo íntimo. «¿Qué fin busca el autor al airear sus miserias?», se pregunta Cutillas: «Sin duda, un proceso de sanación». Por otra parte, aunque en ciertos aspectos los escritores millennials maduran más despacio que los de anteriores generaciones, tienen acceso a un número muy superior de experiencias vitales que les da acceso a una sustanciosa materia prima: tienen mucho que contar. Viajes y estancias en el extranjero, relaciones sexuales, conflictos familiares y laborales, etcétera, amén del inmenso caudal de información que ofrece internet. Si existe talento y voluntad, especialmente voluntad, las historias cristalizan casi por sí solas. Muestra de este tipo de literatura del yo es la primera novela de la periodista valenciana Lidia Caro, Los años que no (Editorial Barrett). Un título raro y una portada rara, obra del fotoperiodista Kike Taberner tomada en el Bar Pegaso de Valencia. Un relato en tres partes que arranca con una escena de violación, la que la autora sufrió en el zaguán de su domicilio. «Respiraba muy fuerte, respiraba por todo lo que no estaba respirando yo. El oxígeno me abandonaba. Sus manos se cerraron sobre mi cuello y la escalera crujió. Yo callé».

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Los años que no «fueron una amalgama indeterminada y ocre viscosa», confiesa Caro, que describe su largo proceso de curación sin rastro de victimismo con un lenguaje afilado y poético. «A los pocos hombres nuevos que conozco me da miedo contarles lo que hacen otros hombres. Por si les asusto. O por si se les pega». Un relato que incluye una llamada de atención contra la actual redacción del Título VIII del Código Penal, el relativo a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales. «En este libro solo es ficción lo que es verosímil», afirma la joven autora. La primera parte de la novela se sitúa en un resort de California, un lugar donde el exceso de sonrisas es un mal endémico: «Sonríen al presente con sus dientes de ejército norcoreano, perfectamente alineados». Después, el regreso a España, la depresión y una relación lésbica sanadora que da paso a la remontada, a los años que sí, «los años en los que vuelve todo y el río toma su cauce. Cambiando finalmente ese «¿por qué a mí?» para pasar al triste y realista «¿y por qué no?».

Empezaste a escribir ficción en el confinamiento como tantos otros para mitigar el tedio, pero, a diferencia de muchos, has perseverado. ¿Por qué ese empeño? Equiparo el hábito de escribir al que se crea al practicar deporte. Es un acto circular: comienza costando, causa cierta pereza y sensación de torpeza, pero la curva de aprendizaje es rápida, se ven los progresos y eso causa algo así como euforia. Después, termina siendo directamente una necesidad. Como quien está habituado a entrenar y si un día no se ejercita, siente que los músculos se le atrofian. Si no escribo, tengo cierto malestar,


una incomodidad por dejar las historias y los personajes abandonados. Además de que la abstracción que me produce escribir me sirve para tomar distancia con la realidad y, aunque parezca un poco tonto, jugar. Aquí entra la idea de poiesis griega, que abarca todo proceso creativo, toda forma de conocimiento, incluso el juego, porque la poiesis es, según Platón, «la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser». Siglos después, Johan Huizinga diría que «todo es juego» en contraposición a «todo es vanidad». ¿Cómo surgió este título que parece una frase interrumpida? No tengo un recuerdo nítido de cómo fue el proceso para llegar a él. Tiro mucho de conceptos temporales cuando escribo. Hice un par de combinaciones entre

palabras que expresaran negatividad y unidades de tiempo y de golpe, fue un fogonazo. Tenía claro que ese era el título. Me gusta bastante titular y sin tener un título, ya sea provisional o definitivo, me cuesta escribir. Creo que es por deformación profesional. O por subir muchas imágenes a Instagram con pie de foto. Como Aixa de la Cruz eres partidaria de una escritura «líquida» que fluye sin separación entre géneros, entre lo autobiográfico y lo imaginario, entre el lenguaje periodístico y el literario. ¿Se podría decir que los autores y autoras en esta línea, en vez de dedicar la vida a la literatura, hacéis literatura de vuestra vida? Igual son ambas cosas. Annie Ernaux, en Perderse, cuando escribe su diario que posteriormente convierte

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Entrevista a Lidia Caro

en novela, reflexiona sobre que no sabe si se está enfrentando a una situación como escritora o como mujer enamorada de un hombre misterioso. Las percepciones y situaciones de la vida real son necesarias para poder crear ficción. Al menos a mi parecer, es muy complicado transmitir con veracidad los sentimientos más básicos, los momentos vitales más universales, si no se han experimentado. Una agresión sexual, una escapada americana, una depresión, una relación lésbica... ¿Hay que ser muy tímida o muy desfachatada para contar en primera persona todo lo que cuentas en tu novela? Creo que, en mi caso, lo que he sido es coherente respecto a la posición de la narradora a la hora de transmitir los temas que se tratan en Los años que no. Contarlo en tercera persona me parecía traicionar a los datos verídicos que hay en la novela, querer huir y no ser capaz de verbalizar el dolor. Y esto, lo de poder compartir públicamente todo lo que nos quema, ya sean las violencias que sufrimos las mujeres, el mal universal que es una depresión u otras desgracias unipersonales, está intrínsecamente ligado a la literatura. Aunque la literatura no ha de tener necesariamente una finalidad productiva —arriba la utilidad de lo inútil que diría Nuccio Ordine—, sí que puede contribuir a no hacer que nos sintamos tan solos en nuestros acontecimientos. ¿Has puesto algún tipo de filtro entre la realidad y el relato? Creo que no hay más filtro que las tergiversaciones que crea nuestra memoria. Cuando escribía la novela no me paraba a pensar sobre cuán dura o verosímil era una escena, sino si la narración pedía ese escenario. Muchas veces ni eso: escribía y las palabras, como miles de lentejitas germinadas, se unían y parecían un timorato manto vegetal. ¿Escribir este libro te ayudó a recuperarte o fue más bien fruto de tu recuperación? Si no hubiera estado «bien» no podría haber puesto la experiencia de una violación al servicio de la escritura. Al mismo tiempo, poder escribir sobre una situación traumática ayuda enormemente a distanciarse de la misma y aceptarla con perspectiva.

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En tu historia se cuela un personaje muy especial, Luisa, agente del Servicio de Atención a la Mujer. ¿Con ella expresas una especie de gratitud a quienes te apoyaron en el trance? No. Más bien fue un ejercicio de contar la historia desde otro ángulo. Hay diversidad de opiniones sobre la eficacia de dedicarle un par de capítulos a este personaje. La gratitud es más bien para las distintas agentes de la policía que contestaron a mis preguntas mientras creaba el personaje. O, mejor dicho, el agradecimiento es para toda la gente de la Administración y los cuerpos de seguridad que son un sí grandísimo y ayudan a muchísimas mujeres. La sexualidad en muy distintas facetas, desde el escarnio a la liberación, planea sobre la historia sin que en ningún momento resulte escabrosa. ¿Fue muy difícil expresar algo tan intenso e íntimo con delicadeza poética? La sexualidad se puede narrar de muchas formas y, en este caso, la historia demandaba que fuera abordada desde la belleza que supone transicionar de vivir una agresión sexual a vivir la sexualidad con libertad. Además de en lo bello que hay en el sexo en sí, como una extraña pausa lejos del ruido perpetuo de la existencia, encuentro poesía —venganza poética, más bien— en el desplazamiento de experimentar un trauma, superarlo y poder experimentar placer. Tampoco se detecta ni rastro de victimismo. ¿Crees que ello se debe atribuir a tu carácter o a que disfrutas de unas buenas condiciones sociales y culturales... o a ambas cosas? Es posible que la ausencia de victimismo haya sido a través de una observación constante de situaciones que, por desgracia, son muy frecuentes. ¿Nos hacen nuestras condiciones sociales ser estoicos? ¿Es la cultura la que nos permite acceder a estas historias a través de sus productos y comprender que shit happens, que no somos portadores exclusivos de las consecuencias de la maldad humana? Sobre lo último digo que ayuda, y mucho, a tener perspectiva. La novela quiere ser una llamada de atención sobre el Título VIII del Código Penal dedicado a los delitos contra la libertad e indem-


Bárbara Blasco y Kike Parra son tus mentores literarios y a ellos, entre otras personas, dedicas la novela. ¿Qué es lo que más tienes que agradecerles? Va a sonar a frase de azucarillo, pero lo que más tengo que agradecerles es que existan. Son un par de bípedos escritores y humanos maravillosos. Aparte de lo que me han enseñado en cuanto a técnica y de haberse tragado las correcciones y los correspondientes nervios asociados a un proceso creativo, son hogar. Son una casa caldeada en la que se habla de libros, de miedos en torno a la escritura y del amor por esto, que es un oficio, aunque desde la óptica turbocapitalista y otros neologismos afines, escribir es una producción de poca monta para llenar las estanterías de Amazon.

nidad sexuales. ¿Cómo piensas que debería modificarse? Aunque he estudiado unos años de Derecho —uso el Código de Leyes Procesales de 2016 para levantar el monitor del ordenador— y tengo ciertas competencias a la hora de entender la redacción de la norma, no tengo la autoridad para dictar su reformulación. Sí que tengo deseos al respecto, que son tan ingenuos como esperar que la legislación no sea un algoritmo reduccionista que no preste atención a los distintos supuestos que pueden darse en aquello que legisla la norma, que es, oh sorpresa, las vidas humanas. Voy a formular una exageración, pero, si el derecho se limita a un conjunto de operaciones completamente estandarizadas, ¿qué diferencia un juzgado humano de uno compuesto por una inteligencia artificial? Concibes periodismo y literatura como ramas del mismo árbol. ¿Cómo saltas de una a otra en tu vida diaria? Creo que en ambas la observación constante y la identificación de patrones son cruciales, sin dejar que esas ideas recurrentes se conviertan en manidas y absolutas.

¿Te has propuesto una meta como escritora o vas paso a paso? Sobre la marcha. Una locución que se ajusta a cientos de parámetros del día a día. Si las relaciones humanas son líquidas, las creativo-laborales son directamente hidrógeno, el más ligero de todos los gases. Y el tiempo, que se evapora y por el que pugnan tantos y tantos aspectos de la vida que damos respecto a los cuales tenemos una indefensión aprendida, véase el trabajo o la vida digital. Hacemos esta entrevista en vísperas del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. ¿Algún deseo o mensaje que transmitir? Mi mensaje sería que intentemos verbalizar las situaciones de machismo que sufrimos, las desigualdades que observamos y la necesidad de cambio. ¿Todavía ves asignaturas pendientes respecto a la igualdad? A la noción del espejismo de igualdad —noción que tiene sus años— me remito. Da la impresión de que hemos avanzado mucho porque en los círculos en los que nos movemos y en los productos culturales que consumimos se percibe un panorama de igualdad, pero queda muchísimo por hacer y por deshacer. Además de las dinámicas que se perpetúan, aparecen nuevas desigualdades y eclosionan las ideas neorrancias. Haciendo referencia a los existencialistas, la búsqueda de la autenticidad (en este caso, igualdad) ha de ser una constante.

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La vida breve

Máscaras Pablo Hernández Palazón

Nos conocimos en tiempos del COVID, cuando la visión de una cara completa, con todas sus facciones y gestos, se había convertido en un espectáculo inusual. Por la calle solo se veían seres con un antifaz que les dejaba los ojos al descubierto. Y por mucho que los ojos sean el espejo del alma, el resto faltaba. En la aplicación por la que entramos en contacto él tenía puestas unas fotos muy atractivas. Alto, moreno, ojos verdes y pelo castaño. Esa imagen se me quedó clavada en el pecho y en la retina al instante. Qué sonrisa. Yo llevaba años sin pareja y el ambiente de recelo hacia los demás, exacerbado por la pandemia, tampoco me daba esperanzas de cambio en el futuro próximo. Nos encontramos en una terraza del centro de la ciudad, zona en la que era obligatorio el uso de mascarilla. Avisté su airosa silueta desde lejos. Llevaba el mismo jersey azul ultramar de las fotos para que lo reconociera. Estuvimos hablando toda la tarde con unos cafés primero y unas cervezas después. Despotricamos sobre las medidas de protección como las omnipresentes y odiadas mascarillas, que impiden el flujo del aire y mutilan la comunicación paraverbal. No obstante, enseguida abandonamos estos clichés, que nos habían permitido tejer una cierta complicidad a través de un objeto de crítica fiable y común, y pasamos a otros temas más personales. Caña tras caña, las horas se nos escaparon en un abrir y cerrar de ojos; estábamos del todo enfrascados en la conversación y yo de vez en cuando notaba, entre la ebriedad compuesta de alcohol y risas, cómo el corazón me latía con más estrépito de la cuenta. Cuando ya había oscurecido, se inclinó sobre la mesa y cubrió con su mano cuadrada y recia mis dedos, mucho más finos. —¿Vamos a mi casa? —me preguntó. Aunque había esperado —deseado— aquella invitación galante, apenas pude ocultar mi nerviosismo. Imaginé la forma de la boca que había pronunciado esas palabras tras el velo de tela antivirus, unos labios tersos y bien definidos, firmes, rosados como cápsulas de carne contenida. Repitió la pregunta, esta vez bajando su voz, ya grave de por sí, al menos una octava. El truco debió de funcionar porque mi cráneo y mis costillas, entrando en resonancia con esa frecuencia, vibraron como el cristal de las ventanas con los altavoces de una fiesta. —Claro que sí —le contesté extasiada. Nos pusimos en marcha. El mundo entero se había condensado en aquel hombre que desplazaba todo lo demás del centro de mi atención. Ni pandemias, ni estrés laboral, ni problemas familiares: tan sólo existía él, alto, inteligente, caballeroso; increíble. Cuando habíamos andado unos cinco minutos, me rodeó los hombros con un brazo y me atrajo hacia sí. Lejos de

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oponerme, sentí que del caldo primordial de mi memoria surgía una sensación olvidada, un anhelo irracional de protección que no creía tener. Llegamos al edificio, un poco descuidado y en las afueras. Con el paseo, mi embriaguez había empezado a evaporarse y noté que hacía frío. Me arrebujé contra su espalda en busca de calor mientras él porfiaba en introducir la llave en la cerradura. Al fin, subimos. Su piso estaba renovado, aunque lo deslucía una luz amarillenta de bombillas antediluvianas. «Tendremos que cambiarlas», pensé sin darme cuenta. De repente, me percaté de que yo seguía llevando la mascarilla y él también. Me eché a reír. —Esto ya lo llevamos como si fuera una parte de nosotros, ¿eh? —bromeé señalando el bozal. Soltó una carcajada y me dio la razón. Sin embargo, percibí en su voz un deje forzado. Me dije que eran aprensiones mías; más de una vez me había dado la impresión de que mi interlocutor embozado —ya fuera un cajero, un amigo o mi madre— hablaba sin mover la boca o con un timbre extraño, como los ventrílocuos. «Tonterías», me dije y me quité la mascarilla. Le sonreí de oreja a oreja. Entonces él, mirándome a los ojos con una seriedad insólita, también se desprendió de la suya. Se me ahogó un grito en la garganta. Aquello no era una cara. La boca estaba desfigurada de manera grotesca, como si le hubieran echado una botella de ácido. Le faltaba carne por todas partes. —¿Qué pasa, Irene? ¿Estás bien? Hizo ademán de acercarse. Yo di un paso reflejo hacia atrás, espejando el suyo. Siguió mis pupilas, clavadas en la parte inferior de su rostro, y volvió a ponerse la mascarilla con un gesto rápido, entre disculpas. El rostro del hombre apuesto y simpático se restableció como por arte de magia. —Pero ¿qué…? —balbucí. No sabía cómo formular la frase. Ni siquiera qué tipo de frase quería pronunciar, si interrogativa o exclamativa, o tan sólo una mera constatación horrorizada. En el programa del móvil parecía otro, idéntico al de ahora, con la mascarilla puesta. Un varón guapo y con mucha presencia. Nos quedamos un rato así, observándonos el uno al otro. Poco a poco, mi corazón volvió a su ritmo habitual. Entonces él, cauteloso, aventuró una caricia sobre mi brazo. Me costó resistir el impulso de apartarlo de un tirón. ¿Cómo podía ser tan inconsecuente? Era solo una cara. Aquel hombre me había arrebatado desde el principio. Era solo una cara. Las fotos. Aparentando normalidad, me informé sobre el emplazamiento del baño. Me señaló la entrada. Al darle la espalda y retroceder por el pasillo, sentí el peso enorme de su mirada como una losa entre mis omoplatos. Me metí deprisa en el aseo, cerré con pestillo y saqué el teléfono. Las fotos. Me quedé pasmada. Eran las mismas facciones deformes que acababa de ver ahora. Esa boca amorfa, las mejillas demacradas como las de un enfermo. ¿Cómo había podido pasárseme por alto? Era inconcebible. Pero ahí estaban. Debían de ser las mismas. ¿O las había cambiado justo antes de asistir a la cita? No, eso era imposible. Aparecía en la misma pose que antes, con la misma ropa y la misma luz incidiéndole en el rostro, sólo que ahora estaba desfigurado. ¿Photoshop? —Irene, ¿estás bien? —sonó su voz al otro lado de la puerta. Sentí un golpe de pánico en las entrañas. Tenía que tomar una decisión de inmediato. Huir o quedarme. De repente, me vinieron como una ola cálida imágenes y sensaciones de aquella tarde. Las risas compartidas. La intimidad que se había forjado entre los dos con una

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Pablo Hernández Palazón. Máscaras

La vida breve

rapidez y espontaneidad sorprendentes. Esa sensación de estar protegida cuya posibilidad, hasta entonces, había olvidado. Luego, otra vez el rostro informe que se ocultaba bajo la mascarilla. Realicé en una milésima de segundo la combinatoria mental de todos los escenarios y explicaciones posibles. Mis dedos, aferrados como ganchos al móvil, dejaban cercos de sudor en el plástico de la funda. Oí de nuevo la voz preocupada de aquel hombre que, hacía menos de media hora, había hecho vibrar mi interior como si fuera una sustancia cristalina. Me erguí de mi posición encorvada y, con dos toques del pulgar, borré la aplicación de contactos. Salí del baño. El hombre estaba encogido como quien aguarda su sentencia. Di un paso hacia él, trepidante de temor pero resuelta. Igual que yo había hecho antes, reaccionó con el movimiento inverso, un paso hacia atrás, como si ahora fuera él quien tuviera miedo. Pero yo fui más veloz. Lo agarré por la cintura, hundí mi cabeza contra su pecho y, mientras se debatía, me abracé a él con todas mis fuerzas. *** Juanjo y yo nos casamos hace cinco años. Al principio se nos hacía raro andar con mascarilla en casa, pero ideamos una especial que le deja suficiente espacio para la nariz, a fin de que pueda respirar sin impedimento. Por solidaridad, yo también voy embozada. Sólo me la quito para salir a la calle. Y cuando vienen de visita mis amigos. En esas ocasiones tiene que ponerse una mascarilla normal. Les anuncié a todos muy afligida que mi marido padece una enfermedad crónica del sistema inmunitario. «Es muy vulnerable a todo tipo de gérmenes», les aclaré, «y por esa razón está sujeto al estorbo del filtro. Qué le vamos a hacer, cualquier mal bicho podría ser su ruina». Sí, claro, Irene, no te preocupes, nos hacemos cargo, si llevar mascarilla hasta tiene sus ventajas, puedes ir comiendo lo que quieras todo el tiempo sin que nadie se entere y tampoco se te ven las boceras, ni los churretes en la barba, así no se tiene que afeitar, da más libertad. A juzgar por su reacción, he de admitir que tengo amigos muy empáticos y optimistas. De todas maneras, Juanjo los encandila de inmediato con su carácter ameno, que no suscita ningún tipo de compasión ni sospecha. A veces, me pide que me quite la mascarilla para hacer el amor. Le da mucho morbo. Por supuesto, él se la deja puesta. Cuando se ducha, se pone mirando la pared. Esas son las reglas. Tampoco hablamos del asunto. No quiero ni ver ni saber de dónde proviene esa cosa, si es hereditaria o adquirida. Prefiero ignorarlo. Hay muchos otros temas de conversación. Pese a todo esto y al profundo cariño de la costumbre, hay algo que me inquieta. Me detesto a mí misma por considerarlo —Juanjo es un sol—, pero no lo puedo evitar. Es una cuestión cada vez más acuciante porque el ser que está creciendo en mi vientre no espera. Y es mitad Juanjo. Normalmente logro ahuyentar este pensamiento, pero, cuando cierro los párpados, me vuelve la imagen de ese abismo horrible en su rostro. Entonces, por mucho asco que me dé a mí misma, he de admitir que me invade la duda, porque, quién sabe, ¿y si nuestro hijo va a salir como él?

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Pablo Hernández Palazón (Murcia, 1991) estudió Traducción e Interpretación en España e Interpretación de Conferencias en Alemania. Realizó estancias en varios países europeos hasta instalarse en Suiza, donde trabaja como intérprete de enlace para las autoridades y los servicios públicos. Entusiasta de los idiomas y la literatura, está escribiendo su primera novela en el marco de un curso de la Escuela de Escritores de Madrid.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Roberto Abad Pasión literaria Cuando escribo entrego el alma, decía el joven escritor a sus lectores, entre ellos, el Diablo, muy interesado en la charla.

Alumbramiento Mi abuelo tenía un ojo de vidrio y cuando se lo quitaba me dejaba ver adentro de su cabeza. Me decía ven, asómate. Entonces yo me acercaba a sus pestañas y se iluminaba todo, como si tuviera una lámpara en su interior, y él preguntaba con la voz pálida: ¿ahora ves por qué estoy triste? En ese momento me daba cuenta y le contestaba sí, abuelo. Luego se quedaba callado, cerca de la ventana, hasta que se hacía de noche.

El editor Cuando comienzo a editar un texto me siento como el doctor Jekyll. Pero de un instante a otro la aparición de una coma dudosa, un adjetivo injustificado o, en el peor de los casos, una idea prescindible, se convierte en la poción necesaria para llevarme a un estado de inseguridad y locura en el que dejo de percibir la naturaleza de las cosas. Ese autor que es uno al corregir escritos ajenos, entra en conflicto cada vez que aquellas minucias del estilo pasan por su juicio y son, a simple vista, correctas. Pero quizá no. Quizá no tengan cabida en la página. Entonces me convierto en otro. Y aunque halle una posible solución en la economía del lenguaje, me atormenta lo que quito, cambio o simplemente pudo contribuir para que el texto, desde mi punto de vista, que es muy cuestionable, quedara mejor. Basta una pequeña dosis de culpa para que los fantasmas de las palabras se hagan presentes e inicien su danza espectral en mi cabeza. Durante esa transición efímera, fuera del texto —en eso que llaman realidad— no ocurre nada importante. Sin embargo, cuando finalizo la revisión y cierta sospecha me impide realizar una tercera, una cuarta lectura, irremediablemente, me siento como el señor Hyde. Y no es bueno.

Roberto Abad (Cuernavaca, 1988) es escritor y músico. Ha publicado en diversas antologías y medios nacionales e internacionales. Orquesta primitiva (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es su primer libro de microrrelato. En 2018, ganó el XI Premio Nacional de Narrativa «Ramón López Velarde» por el cuentario Cuando las luces aparezcan, editado en 2020 por Paraíso Perdido. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el área de narrativa.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

Itziar Ancín A Federico Sopeña I «Las palabras saben que vamos a morir yo no sabía qué era la muerte. […] Seremos llamados por nadie seremos nada». Jorge Oteiza, Itziar. Elegía

Orbito alrededor de una minúscula estrella en la periferia de una galaxia entre dos billones más del universo. Encendiste en mí una luz que no se apagará nunca. De noche la lluvia acompaña en este distanciarnos de qué para qué adónde o que el espacio se vuelva ya tan asimétrico tan irreal como el lenguaje y su misterio. Desde ahora esta distancia entre tú y yo no la marcarán los mapas, la línea que separa Europa de Asia, Pamplona de Mumbai. Ahora será circular como el amor, la memoria o el vacío sagrado que te acuna.

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II «Los Apóstoles, como animales sagrados abiertos en canal, nos repiten que se han vaciado porque han puesto sus corazones en otros». Jorge Oteiza

Hoy mi mente vuela hasta Vinayalaya, Andheri East. Te lleva caléndulas amarillas y naranjas al pequeño cementerio blanco de la casa provincial. La última vez lo recorrí temiendo que en mi próxima visita en lugar de pasear contigo del brazo llevaría una ofrenda de flores sobre tu nombre y tu cruz austera y hermosa como tus manos. Un amor sin límites reposa sobre la tierra amada.


«Me pregunto si al escribir nos hacemos legibles a los demás e indescifrables a nosotros mismos.» Álex Chico

Puedes leer en mis ojos el brillo del dolor, de mis colores y mis silencios. Porque a veces veo en tu mano ese cuenco dulce en que me das de beber y otras, soy solo el reflejo en el cristal una sombra que sientes al tocarme.

Entre la vigilia y el sueño he visto mi perfil deshabitado con aprehensiva distancia: esa media melena, esa sonrisa eran yo sin ser yo. Vértigo al contemplar a Anne Sexton vestida con mi piel y al intuir en mí su sensualidad de animal salvaje el descarnado coqueteo con la sangre, su conversación de narciso seco de obsesionada amante de la muerte.

Itziar Ancín (Pamplona, 1977) es licenciada en Comunicación. Ha recibido el premio de Poesía de la Universidad Pública de Navarra (2003). Es autora de los poemarios Como boca de pez interrogante (Pamiela, 2021) y Me desharé en palabras (Ediciones del 4 de Agosto, 2017). Ha trabajado como periodista en instituciones de desarrollo. En Montevideo formó parte del taller de creatividad iniciado por Mario Levrero. En 2013, desarrolló una investigación en India sobre Kabir, poeta místico medieval. En 2017, organizó el homenaje a Jorge Oteiza en el 25 aniversario de la publicación de Itziar elegía en el Museo Oteiza de Alzuza (Navarra). Como fruto de uno de estos proyectos, ha sido parte de Memoria poética (Pamiela, 2018), que pone palabras a historias de represión política en Navarra durante la Guerra Civil.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Lo que sé de Javier Goñi: el amigo y el crítico literario

Por Fernando Valls Era una bien trabada mixtura de aragonés, navarro, castellano y madrileño; de periodista, lector empedernido y crítico literario. Javier Goñi (Zaragoza, 1952 Madrid, 2022) se había licenciado en Filosofía y Letras y en Ciencias de la Información, en las especialidades de Literatura Hispánica y Periodismo, ambos títulos obtenidos en la Universidad Complutense. El caso es que siempre me ha parecido uno de los críticos más finos (utilizo el adjetivo en el sentido que le dio Jorge Guillén, y con él otros autores del 27, pero que yo oí a menudo en los labios de los Blecua, sobre todo de Alberto) e independientes de las últimas décadas. Charlar con él de literatura era siempre un placer, pues conocía muy bien la historia literaria, tanto lo imprescindible como los distintos recovecos, los autores canónicos y los raros, aquellos que cultivaban —digamos— los géneros mayores como los que se valieron de formatos menos frecuentados por la mayoría de los lectores. Además, solía leer a autores que publicaban en editoriales modestas, a escritores noveles o periféricos, a los que más de una vez reseñó. Y no quiero dejar de señalar que le gustaba recorrer la Feria del Libro y que era un fervoroso buscador de libros difíciles de encontrar, olvidados. Desde 1976 —tenía entonces veinticuatro años— se dedicó al periodismo cultural y a la crítica literaria y en esos empeños fue redactor y colaborador de numerosos diarios (El Norte de Castilla, Informaciones, Ya, Pueblo, Diario 16 y El Mundo), de revistas generales, literarias, de arte o cine (Cambio 16, Ínsula, El urogallo, El libro español, La Gaceta del Libro, Álbum, Mercurio, Turia, Descubrir el arte o Nickel Odeon, la revista de cine dirigida por Juan Cobos y editada por José Luis Garci) y de la agencia Colpisa. Pero desde 1992 colaboraba como crítico literario de narrativa en español en el suplemento Babelia, de El País, que es donde lo hemos seguido con más asiduidad. Pero antes de seguir avanzando, es ne-

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cesario señalar que se formó como becario en una de las mejores escuelas de periodismo, la que dejó tras de sí Miguel Delibes en El Norte de Castilla, hasta que Fraga lo obligó a abandonar el cargo, cuando colaboraban en sus páginas Francisco Umbral, José Jiménez Lozano, el padre Martín Descalzo, Manu Leguineche, Javier Pérez Pellón o César Alonso de los Ríos. Fue también asesor del programa de libros de La 2 de TVE, Tiempo de papel, que dirigió el novelista Isaac Montero a partir de 1983, aquel que se iniciaba y concluía con los comentarios de un cuervo. Goñi, como solíamos llamarlo, fue autor de un libro de entrevistas, Cinco horas con Miguel Delibes (Anjana, 1985; reeditado en Fórcola, 2020, y en cuyo nuevo prólogo cuenta su vinculación temprana, entre 1975 y 1976, con el citado diario de Valladolid), y de otras conversaciones con Adolfo Bioy Casares, Alonso Zamora Vicente, Gonzalo Torrente Ballester, José María Guelbenzu, José María Merino, Luis Mateo Díez, Álvaro Pombo, Javier Marías o Juan Luis Cebrián. Pero, además, participó en varios libros colectivos, entre otros los «Almanaques literarios» que editaban el Ministerio de Cultura y la editorial Castalia, o en el volumen coordinado por Ramón Tamames La guerra civil española. Una reflexión moral 50 años después (Planeta, 1985), donde en colaboración con Fanny Rubio se ocupó del capítulo titulado «Un millón de títulos: las novelas de la Guerra de España» (págs. 153-170). Junto a Elena Butragueño editó tres antologías de cuentos para Plaza&Janés: Gentes del 98 (1998), Relatos para un fin de milenio (1998) y ¿Quién mató a Harry? Diez escritores resuelven un enigma (2000); en los que participaron tanto escritores consagrados como jóvenes talentosos, como eran Gonzalo Torrente Ballester, Francisco Nieva, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Leguineche, Jesús Pardo, Alfredo Bryce Echenique, José María Merino, Luis Mateo Díez, Manuel Longares, Enrique Vila-Matas, Soledad Puértolas, Rosa Montero, Andrés Trapiello, Bernardo Atxaga, Eduardo Mendicutti, Gustavo Martín Garzo, Luis


De izquierda a derecha y de arriba a abajo: Àlex Broch, María José Obiols, José María Pozuelo, Elena Núñez, José Luis Martín Nogales, Javier Goñi, Olivia Rodríguez y Juana Vázquez, componentes del jurado del Premio de la Crítica, fallado en el 2012 en Soria, ante la cabeza de Antonio Machado, rindiéndole homenaje.

García Montero, Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla o Elvira Lindo, entre otros. Desde 1985 y hasta su jubilación en el 2019 trabajó en el Gabinete de Prensa de la Fundación Juan March, al principio de la mano del escritor Andrés Berlanga, ocupándose de la edición de la revista mensual Saber/ Leer (1987-2003), de la que salieron ciento setenta números y en la que cultivaron la crítica con espacio suficiente para poder explayarse sobre todo escritores y profesores de universidad, pues pagaban generosamente. También le dedicó un libro al pintor Cristóbal Gabarrón (Fundación Casa Pintada, 2005), y artículos a otros artistas, como Picasso, Balthus, Óscar Domínguez, Ramón Gaya o el falso Jusep Torres Campalans. Y en Milhojas de sentido (Entradas del blog El pizarrín) (Isla de Siltolá, 2014) recogió crónicas y artículos sobre la vida y la obra de Curzio Malaparte, Patrick Modiano («una de mis debilidades») o Henry James, por no repetir otros nombres que salen aquí, vinculándolos con su propia biografía. Su último libro se titulaba A contrapelo (Ipso, 2019) y formaba parte de la serie Baroja (& Yo), pues el narrador vasco fue otro de sus preferidos, junto con Galdós, Max Aub («siempre me gusta, venga o no a cuento, citar a Max Aub», escribió), Delibes e Ignacio Aldecoa. A la vista de todos estos datos, lo que no puede dudarse es que Javier Goñi trabajó mucho, pero además lo hizo bien. Tuvo especial querencia, e incluso amistad personal, por narradores como Juan Eduardo Zúñiga, Manuel Longares, Luis Mateo Díez, Luis Landero, Julio Llamazares, Andrés Trapiello y el navarro Miguel Sánchez-Ostiz, por solo citar unos pocos nombres. Pero también mostró interés por los escritores del exilio re-

publicano español; además de los ya citados habría que añadir otros nombres, como el de Tomás Segovia. No conocí a sus hijos, Paloma y Mateo, aunque en alguna ocasión me habló de ellos. Creo recordar que Paloma vivía en Berlín, donde la había visitado, y como yo residía allí parte del año, en algunas ocasiones la ciudad alemana fue tema de nuestras conversaciones. Tampoco traté en persona a Emma Rodríguez, con quien estuvo casado, aunque la he leído mucho y siempre con aprovechamiento; en cambio, sí coincidí en diversas ocasiones, en Madrid, con él y con la profesora Valcárcel, como él la llamaba, amiga estimada. Entre el 2010 y el 2021, Javier Goñi fue vicepresidente de la Asociación Española de Críticos Literarios, durante los once años que estuvo al mando Ángel Basanta, y desde el 2004 formó parte del jurado que concede el Premio de la Crítica, hasta que el cáncer que acabó con su vida, tras diez años en vilo, se lo impidió. Aunque todavía el año pasado, el 2021, representó a los críticos en el Premio Nacional de Periodismo Cultural, un reconocimiento que él debería haber ganado y que ningún crítico literario ha obtenido hasta el presente. Quizá Javier Goñi haya sido uno de los últimos articulistas y reseñadores que ni eran autores de ficción ni procedían de la enseñanza, bien sea del bachillerato, bien de la universidad, y, desde luego, ha sido uno de los mejores, su gusto bien fundamentado hacía su juicio certero, además de por su ponderación y lucidez crítica, siempre apasionado pero ecuánime y generoso1.

1. Quiero darles las gracias a Carmen Peire, Gemma Pellicer, Ángel Basanta y José Manuel Pérez Carrera, por su ayuda.

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Aproximación al epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán (II) Núcleo político Por Saturnino Valladares Como comenté en el último número de la revista Quimera, los temas más reiterados en el epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán son los literarios y biográficos, aunque también aparecen los políticos. Esto no es de extrañar si traemos a la memoria la constante actividad cultural y el compromiso antifranquista de estos corresponsales y su preocupación por la historia reciente de España. A este respecto, basta recordar que la segunda carta que escribe el autor de Ondulaciones, fechada en París el 5 de junio de 1967, informa de que el conjunto teatral La Carraca, formado por activistas culturales españoles, le ha pedido que se comunique con su amigo urgentemente para concretar su participación en un debate en torno a Miguel Hernández. Según los datos que maneja María Lopo, Valente pronunció una conferencia en París el 25 de junio de 1967, en el Théâtre de la Commune de Aubervilliers, en el marco del 2º Festival Espagnol. José-Miguel Ullán ejerció de mediador en esta mesa1. De este modo explicó el gallego su activa relación con la política antifranquista: Estaba comprometido activamente como militante del Frente de Liberación Popular, del llamado felipe. Organizaba células para explicar el marxismo a los militantes y teníamos un grupo que formamos nosotros [...]. Yo participé activamente en la lucha anti1. Lopo, M.: «Valente en París: Fragmentos recuperados», Valente vital (Ginebra, Saboya, París), Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014, pág. 395. Edición de Claudio Rodríguez Fer.

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franquista, lo que pasa es que creía que mi actividad tenía que ser una actividad de formación de la gente, de explicarle a la gente lo que era el marxismo, lo que era la división de clases, toda esa historia que después se fue tambaleando teóricamente, pero que entonces tenía mucha fuerza y que era en lo que había que apoyarse. Trabajé mucho en eso. Era un militante, lo que pasa es que nunca quise pasar de la base, porque no era un político. Trabajaba con la gente por ayudarla y por pasarle el saber que yo podía tener por ser un hombre leído, mientras que ellos eran obreros2.

Este compromiso provocó que ambos se viesen envueltos en varias situaciones extremamente comprometidas. En el caso de José Ángel Valente, principalmente, cuando fue detenido por la policía de Barcelona en una redada antifranquista en 1966 y las relacionadas con la publicación del cuento «El uniforme del general» en 1971. Sobre este último episodio tratan varias de las epístolas de esta correspondencia. En Inventarios Provisionales, el escritor, editor y periodista Juan Jesús Armas Marcelo había publicado Cierra los ojos y abre la boca, de Ullán, en 1970 —una obra que al gallego le «gustó mucho», según consta en una epístola que le envía a este editor el 10 de diciembre de 1970— y, un año después, Número trece, un libro compuesto por cinco cuentos de Valente: «Rapsodia vigesimosegunda», «Abraham Abulafia ante Portam Latinam», «El Vampiro», «La mujer y el Dios» y «El uniforme del general».

2. Rodríguez Fer, C.: «Entrevista vital a José Ángel Valente: de Xenebra a Almería», Moenia (Lugo), 6, (2000), 2001, pág. 185.


«El uniforme del general» provocó un auto de procesamiento contra el autor por «insultos a clase determinada del ejército» y el secuestro del libro, como consecuencia de su actitud antimilitarista. Este relato se basa en un hecho real ocurrido durante la «guerra civil española en la localidad almeriense de Fiñana, concretamente en la propiedad del General Andrés Saliquet Zumeta, asunto que le había sido relatado a Valente por Manuel Latorre, militante comunista y funcionario del Instituto Nacional de Previsión3». En una entrevista4, el orensano explicó que una comuna libertaria había ocupado la casa de la mujer del general Siquet, pues era la mejor de Fiñana, y que, en cierta ocasión, algunos hombres encontraron el uniforme de este militar. Desfilando, realizaron una parodia del general y del uniforme, que fue vista por quintacolumnistas, quienes registraron el hecho y, cuando los franquistas tomaron la localidad, los denunciaron, los arrestaron y los fusilaron. A Valente le emocionó que un campesino sin ideas políticas llorara porque no entendía por qué lo iban a matar y, años después, ya en Ginebra, decidió cambiar la historia para vindicar a este hombre: cuando le permiten que escriba una carta para despedirse de sus seres queridos, pinta en la pared el uniforme de un general y orina «largamente sobre el traje glorioso hasta quedar en paz5». Aunque la obra evitaba toda «determinación de tiempo, lugar o persona» —como le escribe Valente 3. Rodríguez Fer, C., Blanco De Saracho, T.: «Valente en Ginebra: Memoria y figuras», Valente vital (Ginebra, Saboya, París), Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014, pág. 237. Edición de Claudio Rodríguez Fer. 4. Rodríguez Fer, C.: «Entrevista vital a José Ángel Valente: de Xenebra a Almería», Moenia (Lugo), 6, (2000), 2001, pág. 201. 5. Valente, J. Á.: Obras completas (I: Poesía y prosa), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2006. Edición e introducción de Andrés Sánchez Robayna.

a Alfredo Sánchez Bella, ministro de Información y Turismo en estos años—, este proceso le causó al autor un consejo de guerra que trajo consigo diversos inconvenientes, como la no renovación de su pasaporte —lo que complicó su situación como funcionario internacional al no poder viajar, por ejemplo, a Estados Unidos—, y una orden de busca y captura del Juzgado Permanente del Gobierno Militar de Las Palmas con fecha del 19 de octubre de 1971, la cual también apareció publicada en el Boletín Oficial de la Provincia de Ourense (26 de octubre de 1971) y en el Boletín Oficial del Estado (17 de noviembre de 1971): «comparecerá en el término de 30 días, ante el Juez Instructor del Juzgado Permanente del Gobierno Militar de Las Palmas de Gran Canaria, Comandante de Artillería don Heraclio Ferrer Oliva, bajo apercibimiento de ser declarado rebelde». Los editores de Número trece, Eugenio Padorno y Juan Jesús Armas Marcelo, fueron requeridos ante las autoridades militares y se vieron obligados a declarar ante el juez. Por residir en el extranjero y no presentarse al juicio, aunque Valente envió una carta asumiendo las responsabilidades de autor y editor, se acusó a Armas Marcelo, editor titular de la colección, por responsabilidad subsidiaria y se le condenó «a la pena de seis meses y un día de prisión, con la accesoria de suspensión de todo cargo público, profesión, oficio, y derecho de sufragio durante el tiempo de la condena». En consecuencia, el editor sufrió catorce meses de prisión domiciliaria (los del período de instrucción y los de la condena), perdió su trabajo como profesor de latín y griego y su derecho a pasaporte6.

6. Rodríguez Fer, C., Blanco De Saracho, T.: «Valente en Ginebra: Memoria y figuras», Valente vital (Ginebra, Saboya, París), Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014, págs. 242-245. Edición de Claudio Rodríguez Fer.

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Saturnino Valladares. Aproximación al epistolario...

Desde Chaville, el 29 de junio de 1971, Ullán envía una carta en la que, aunque muestra su simpatía por Armas Marcelo, no entiende cómo después de la requisitoria pretendía continuar con su trabajo y «relanzar la colección tan panchamente». Con su habitual sentido del humor se imagina al de Ourense «en perfecta rebeldía y bajo las blasfemias de don Heraclio Ferrer Oliva. ¡Vaya apellidos para tan naipudo militar! Supongo que, ahí, toda tu familia te considerará un respetable “fuera de la ley” y que ya nada será igual que antes». En una misiva fechada en Ginebra, el 21 de diciembre de 1972, el autor de A modo de esperanza informa de que, envuelto en tantas ocupaciones, había olvidado sus relaciones con el estamento militar español y que le ha mandado al editor un ejemplar de uno de sus últimos libros por Elena Vidal, que iba a pasar el fin de año en Las Palmas. Una epístola indica que Valente había pensado en reunirse con Manuel Fraga Iribarne —que había sido su compañero durante su etapa universitaria madrileña y que en aquel momento ejercía como embajador de España en Gran Bretaña— con el propósito de recuperar su pasaporte: «Ese encuentro con Fraga hace algún tiempo que a mí mismo me tienta», escribe Ullán desde Viroflay el 26 de febrero de 1974. A continuación, el salmantino comenta que, siguiendo el ejemplo de su amigo, está pensando en pedirle ayuda al periodista y escritor Ramón Chao —como Fraga, nacido en el municipio lucense de Villalba— para solucionar sus problemas políticos por no haber realizado el servicio militar: «Claro que, en mí, lo militar amplía el conflicto, pero ganas no me faltan de intentar abolir lo fatal del destierro para reducirlo a un estado de elección». Según los datos precisos que manejan Rodríguez Fer y Blanco de Saracho, el encuentro con Fraga se produjo bastantes meses después, en concreto el 10 de julio de 1975. El propio Valente relató cómo este intervino en su favor: «... como había sido ministro y entonces era embajador en Gran Bretaña, Fraga tenía mucha influencia política, sobre todo en el mundo diplomático, e hizo llegar una recomendación en mi favor al cónsul español en Ginebra7». Cuatro días más tarde, el político comunica al poeta que el cónsul ginebrino le entregará 7. Valente, J. Á.: «Las palabras del reo», declaraciones recogidas por Claudio Rodríguez Fer. Madrid: El Cultural de El Mundo, 27 de julio de 2000, pág. 7.

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un pasaporte «únicamente para regresar a España». En todo caso, aunque no pretendía realizar este viaje, que hubiera sido fatal para él, el autor de Punto cero consiguió regularizar su situación hasta que el proceso fue sobreseído en 1975, cuando recibió un pasaporte normal: «... ya me han restablecido el pasaporte con validez normal» (Collonges-sous-Salève, el 15 de diciembre de 1975). Si bien lamenta perder el título de «rebelde», como señala simpáticamente, anuncia que en primavera pasará algunos días en España. En suma, estos poetas intercambian varias misivas, entre el 29 de junio de 1971 y el 15 de diciembre de 1975, que atañen a las sorprendentes consecuencias políticas que trajo consigo la publicación de «El uniforme del general». En todo caso, como bien sentenciaron los autores de «Valente en Ginebra: Memoria y figuras»: «El hecho de que Valente fuese uno de los pocos escritores —si no el único— procesados en consejo de guerra en la España de Franco por un escrito literario revela que su obra fue apreciada en todo su potencial revolucionario precisamente por el sistema contrarrevolucionario y por sus guardianes8». En el caso de José-Miguel Ullán, los problemas políticos se deben, en principio, a su salida de España por disconformidad con la dictadura franquista y por evitar hacer el servicio militar. Sin embargo, tres días antes de la última epístola valenteana, el 12 de diciembre de 1975, había señalado que sus gestiones iban encaminadas a buen puerto, pues andaba «en los primeros pasos para que el indulto me absuelva amorosamente» o, al menos, para «obtener solución completa a mi calidad de prófugo». Si así fuese, le gustaría regresar algunos días a España, aunque seguiría establecido en París. No obstante, en 1976, al regresar España, se vio obligado a realizar el aborrecido servicio militar, como constata una misiva escrita en Santa Cruz de Tenerife, el 16 de mayo de 1976: «Hasta este lugar de tu culpa me trajeron para cumplir el servicio militar. Llevo una semana (eterna) de instrucción». Desde Collonges-sous-Salève, responde el orensano el 14 de julio de 1976 lamentando el «espeluznante con8. Rodríguez Fer, C., Blanco De Saracho, T.: «Valente en Ginebra: Memoria y figuras», Valente vital (Ginebra, Saboya, París), Santiago de Compostela: Publicaciones de la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, 2014, pág. 253. Edición de Claudio Rodríguez Fer.


texto» que sufre su amigo y le pregunta: «¿Esperabas tú que el aparato militar te retuviera tanto tiempo cuando decidiste volver?». Con los problemas políticos de ambos resueltos, pocos días después de la celebración de las primeras elecciones democráticas (15 de junio de 1977), Valente cuestiona el valor de la reciente democracia española: «A mí, niño de dos dictaduras, me sorprende este primer rostro que presenta de desfile o exhibición espectacular de imbéciles y la repugnante calidad del debate político». En Ginebra, José Ángel Valente conoció a María Zambrano, con la que durante muchos años tuvo una relación casi familiar, pero que se rompió definitivamente cuando el gallego se divorció y se fue a vivir a París. En opinión del poeta, estos hechos provocaron que se sintiera abandonada y decidiese renunciar a una amistad que tanto había valorado. José-Miguel Ullán, que en 1968 conoció a la discípula del filósofo José Ortega y Gasset por intermediación de José Ángel Valente —«para ella, Ángel sin más; “ni menos”»9, solía decir la filósofa—, prologó años más tarde el libro Esencia y hermosura de la filósofa, donde habla de la consideración y de las actitudes que el gallego mostraba por la malagueña en los años de la amistad: «Él sentía cariño y la admiración por esa pensadora ejemplar, jamás intercambiable, a la que frecuentaba desde poco antes de su llegada a La Pièce en 1964. Al mismo tiempo, intentaba que su obra filosófica, todavía en plena evolución y proclive de antiguo a la poesía, obtuviera algún eco dentro de España»10. De estos hechos hay abundantes muestras en esta correspondencia, como cuando el orensano afirma que en su reunión con la filósofa —en la que han hablado sobre el proyecto de reimpresión de textos suyos desaparecidos, dispersos o nunca recogidos en libro— «han salido de inmediato cinco libros posibles, amén de la antología para Alianza, proyecto que también le ha interesado mucho» (Ginebra, 19 de enero de 1981). En el mismo párrafo del ensayo anterior, Ullán explica su actitud política durante la posguerra y su relación con el autor de A modo de esperanza: «En aquella 9. Ullán, J-M.: «Relato prologal: Señales debidas», Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2010, pág. 13. Incluido en Esencia y hermosura, de María Zambrano. 10. Ibidem. pág. 13.

época, yo vivía en París, pero viajaba a Italia y a Alemania de cuando en cuando, con misiones simbólicas de agitación antifranquista, por lo que no era raro que decidiera hacer un alto en Ginebra, para estar y hablar con Valente, cuya amistad —hecha de inteligencia, sentido del humor, afecto y rectitud— fue para mí fundamental a lo largo de casi treinta años, más que de trato, de confianza mutua»11. El epistolario que ambos desarrollaron deja constancia del compromiso político de ambos, y no solo antifranquista. Por ejemplo, desde París, el 15 de mayo de 1968, Ullán escribe que habían ocupado de manera permanente la Sorbona con banderas rojas y anarquistas, después de una semana de «combates callejeros, barricadas, manifestaciones, bombas tóxicas, 200 coches incendiados, 3 muertos, más de mil heridos», se queja de la brutalidad de la policía y de las actitudes del Partido Comunista Francés y, a pesar del cansancio y del sueño de muchos días, considera que «la experiencia ha sido maravillosa y reconfortante». En la misma epístola, el salmantino señala cómo esta situación está afectando a su familia: su esposa Maribel lo espera cada madrugada, los gases invadieron la casa «y ha llorado de lo lindo». Su labor de difusor de propaganda política entre Suiza e Italia provocó que Ullán, en ocasiones, se refugiase en casa de los Valente, actividad que este evocó en una entrevista: «[Ullán] tenía que pasar la aduana de Ginebra cargado de propaganda política que iba a buscar a Milán. A mí me daba una pena tremenda, yo lo acompañaba hasta allí y me quedaba mirando, temblando, porque pensaba que si le abrían la maleta y le quitaban la propaganda política lo metían en la cárcel»12. En momentos más felices, eran el gallego y su familia quienes viajaban a París para encontrarse con su amigo, como registra la correspondencia entre ambos poetas. En definitiva, en esta breve aproximación al interesante epistolario José Ángel Valente / José-Miguel Ullán pretendí presentar, sucintamente, algunas de las constantes del eje político. Las relacionadas con el núcleo literario aparecerán en el próximo número de la revista Quimera. 11. Ibidem. pág. 13. 12. Rodríguez Fer, C.: «Entrevista vital a José Ángel Valente: de Xenebra a Almería», Moenia (Lugo), 6, (2000), 2001, pág. 201.

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La voz ejemplar de Rafael Cadenas Por Antonio Rivero Taravillo Maltrecha por el régimen que usufructa el país, deteriorándolo, la literatura venezolana es de una riqueza que no se aviene a la simplificación. Hay escritores que siguen residiendo en el interior de sus fronteras y otros, muchos otros, que han tenido que buscar oxígeno fuera, para no dar las boqueadas de la asfixia en una Caracas que ya no reconocen, en un Maracaibo venido a menos, en un Barquisimeto en ruinas. A quienes saben de la cosa lírica no se les oculta que Eugenio Montejo habría sido un excelente premio Cervantes, pero se murió antes de llegar a la tierra prometida de esos laureles. Yolanda Pantin acaba de recibir en Granada el Premio Federico García Lorca, paso importante en el camino, escala de cabotaje en la singladura que lleva a la concesión del premio que se entrega con gran prosopopeya en Alcalá de Henares el 23 de abril. Y a Rafael Cadenas, a este sí, podría habérsele otorgado el galardón que finalmente se ha llevado (méritos no le faltan) Cristina Peri Rossi. Él ha ganado como Pantin el Federico García Lorca, el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que tampoco están nada mal. Cadenas tiene noventa y un años, va de vuelta (como iba «de vuelo» el hermoso verso del Cántico espiritual, tan importante para él) y es autor de una intensa obra poética que se ramifica además en la prosa. En su juventud sufrió el sarampión del comunismo (cosa leve, porque ese virus fue peor en otros a los que llevó a la muerte, no sacrificándose por su causa sino sacrificados por causa de él) y en los últimos años es, como

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Montejo, como Pantin, una voz alzada, y alada, contra el régimen que ha sumido Venezuela en una época tan oscura como el petróleo que no ha servido para llevar riqueza al pueblo. La dictadura militar de su país lo llevó en los años cincuenta a exiliarse en Trinidad. El desastre de Maduro, que se viste de militarote con guerreras civiles, ese oxímoron, lo ha condenado ahora a un exilio interior. Con ello se ha producido un notable bucle, porque en uno de sus primeros poemas Cadenas había escrito esta razón del desengaño, brújula certera para no ser iluso: «Años / de enterrar / cartillas, / himnos, / celdas, / anulando / el militante extravío / en un abandono / del que trata de emerger / un hombre / sin cargas. // A prueba de espejismos». Un espejismo, y no menor, sería creer en el oasis del paraíso capitalista, en un antirrevolucionarismo de salón o de saloon. A otro perro con ese hueso. Cadenas no profesa ya más ideas políticas que la de la humanidad, la libertad y el decoro ético. Hace años que está en el canon de la literatura hispanoamericana, como acredita la publicación de Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995) en la colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica. En España su poesía ha sido publicada por la editorial Pre-Textos, que ha dado también a la imprenta su obra posterior. Una isla (1958), Falsas maniobras (1966), Intemperie (1977) o Gestiones (1992) son jalones de su escritura exigente, casi ascética. Luego, rebasando esa compilación, han venido Sobre abierto y En torno a Basho y otro asuntos. Su poema «Derrota» ha sido constantemente antologado y reproducido, y constituye una de las piezas irrefutables de su tierra y de su tiempo, pero sobre todo de un


Rafael Cadenas (2016). Fotografía: Guillermo Ramos Flamerich

hombre desarbolado, frágil. Con su larguísima anáfora «Yo que…» retrata a un ser sencillo, independiente. Si la poesía en general tiende a la concentración, la de Cadenas es doblemente concentrada (poética) en su laconismo. Ni ha escrito muchos libros en su ya larga vida ni sus poemas se caracterizan por la extensión. Hay algo mínimo en ellos, como apuntados por un balbuciente Monterroso pero sin la ironía de este, y no obstante cuánta necesidad de que existan. Expresión de ello es este brevísimo, en el que lo conceptual se alía a la imagen: «Estas líneas / no son poemas… // respiraderos». Pero no solo ha creado versos, sucesiones admirables de ellos, sino también aforismos, anotaciones como relámpagos, ideas sobre la propia poesía y la mística de san Juan de la Cruz. Ha traducido igualmente a Cavafis y a Pessoa, a Segalen y Whitman, versiones recogidas en el volumen El taller de al lado. Sus ensayos Realidad y literatura o En torno al lenguaje son grandes piezas del género. Como señaló otro gran escritor venezolano, José Balza, el poeta se hace ahí nítido, como

la prosa pide. Cadenas escribió: «En la prosa hay como una resolución de los problemas, de los conflictos, pero en la poesía no, más bien en la poesía los conflictos son como la materia del texto». Cadenas cumple el primer mandamiento de todo poeta verdadero: ser incómodo hasta para sí mismo. Alguien que se cuestiona y reconoce sus desdoblamientos: «Hace tiempo mis manos dejaron de obedecerme. / Hace tiempo trabajo para alguien que no conozco». En un poema de Intemperie escribió: «Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis palabras. Me poseen tanto como yo a ellas». Es esa posesión doble la que ahora se premia, junto con todo lo que converge en el poeta: la tradición literaria y su ruptura, la sabiduría taoísta, hindú, que ha frecuentado, más los descampados que lindan con el misticismo, es decir con un pliegue muy hondo del alma. En un fragmento temprano anotó: «Escribo / como quien se inclina sobre el cuerpo que ama». Sin dejar de hacerlo, firme, erguido, Rafael Cadenas no se ha encorvado, no ha abdicado de su dignidad.

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Irreductible diversidad de Jane Eyre Por José de María Romero Barea Nada nos consuela de la libertad perdida frente a un libro, aunque en esa dulce renuncia aguarda una inmerecida ganancia: la oportunidad de dejar de buscar el significado afuera, y empezar a encontrarlo en la lectura que nos atrapa. Algunos clásicos nos enseñan a vivir, no a través de la instrucción, sino gracias al fomento de una curiosidad expansiva. Tributos a la ensoñación nos descubren universos inaprehensibles: «No soy un pájaro; y ninguna red me atrapa: soy un ser humano libre con voluntad independiente» (mi traducción, al igual que las restantes). Refuta la diatriba la noción medicalizada del cuerpo femenino como un ente dañado, incapaz de articular su contratiempo con fiabilidad: «Siempre preferiré ser feliz a ser digna», afirma el personaje principal, sin temor a mostrar sus heridas. Su supervivencia depende de su testimonio. Por eso escribe. Ambulante el recuento, urdido hace casi dos siglos, como todos, una historia sociocultural de la época en que fue concebido: «¿Crees que soy una autómata? ¿una máquina sin sentimientos? ¿Podrás soportar que me arrebaten el bocado de pan de los labios y que una gota de agua viva se derrame de mi copa? ¿Crees que, por ser pobre, oscura, sencilla y pequeña, soy desalmada? ¡Piensas mal!». Al excavar en su presente de hace ciento setenta y cinco años, el resultado explora un contexto que, paradójicamente, deviene un retrato colectivo de nuestras tóxicas divisiones: «No te hablo ahora por medio de la costumbre, las convenciones, ni tan siquiera de la carne mortal: es mi espíritu el que se dirige a tu espíritu; como si ambos hubieran dejado atrás la tumba y los dos estuviéramos a los pies de Dios, iguales, ¡como somos!». Resuenan las imprecaciones de la conciencia malherida en esta era de desigualdades avivadas por demagogos, amplificadas en mediáticas burbujas. Existe el avatar a través de sus palabras y, sin embargo, su contribución a la voluntad y el coraje de es-

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cuchar voces distintas redunda en nuestro solipsismo: «Me preocupo por mí misma. Cuanto más solitaria, cuánto menos amigos tenga, cuánto más insostenible sea, más me respetaré». Una felicidad fragmentada se atisba en el futuro diferido de la heroína epónima, en el escurridizo porvenir que, fugaz pero inequívocamente, aguarda en los rostros que la rodean. Frente al sentimental exceso, la intensidad emocional en una región peligrosa crece llena de volatilidades y turbulencias, fluctuaciones violentas y repentinos vaivenes, alegrías y penas, fobias y afectos. En el relato Jane Eyre (1847; Penguin Classics, 2022), la externa quietud conforma la peripecia interna: «No creo, señor», interpela la institutriz a su empleador, el avieso Edward Fairfax Rochester, «que tenga usted derecho a mandarme, tan solo porque es mayor, o porque ha visto más mundo que yo; su pretensión de superioridad depende del uso que haya hecho de su tiempo y experiencia». El afán de aventura alimenta la fantasía de la interlocutora en un lugar cualquiera, al norte de Inglaterra, a finales del reinado de Jorge III (1760-1820), un periplo que explora, al mismo tiempo, la igualdad entre los sexos: «No soy un ángel», afirma la joven, «y no seré uno hasta que muera: seré yo misma, Sr. Rochester, no debe esperar ni exigir nada celestial de mí, porque no lo obtendrá, como tampoco yo lo obtendré de usted». Es en la mansión decimonónica de Thornfield Hall, junto al ama de llaves, Alice Fairfax, y su pupila, Adèle Varens, donde la huérfana encuentra las riquezas experienciales de una desesperada e incipiente dicha, una inquietante alegría que hasta entonces le ha sido negada, en sintonía con la viveza sensorial que la ayuda a soportar la intimidad inquebrantable del enclaustramiento: «Puedo vivir sola», replica, «si el respeto por mí misma y las circunstancias lo requieren. No necesito vender mi alma para comprar felicidad. Tengo un tesoro interior nacido conmigo, que me mantiene viva


Retrato de Charlotte Brontë, G. Richmond

cuando todos los placeres se resisten o se ofrecen solo a un precio que no puedo permitirme». Habla la voz desde su dolor, desenreda sus vendas mientras hurga en la herida de la soledad de una infancia infeliz. La lucidez de la novelista Charlotte Brontë (Thornton, Yorkshire; 1816 - Haworth, Yorkshire; 1855), alias Currer Bell, radica en su revelación de una conciencia que es una guerra en curso de fuerzas inconscientes. Debajo de la superficie familiar, se trama una revuelta contra nuestras aprensiones: «Los prejuicios, es bien sabido», apostilla su alter ego, «son más difíciles de erradicar del corazón cuyo suelo nunca ha sido aflojado ni fertilizado por la educación: crecen allí, firmes como la maleza entre las piedras». Incapaz de soportar la pura intensidad de su recelo, Jane ofusca sus intuiciones, trata de engañarse a sí misma tanto como a los demás: «... me había esforzado mucho para extirpar de mi alma los gérmenes del amor», pero, «cuando volví a ver [al inquietante propietario de Thornfield Hall, el Sr. Rochester], revivie-

ron espontáneamente, ¡grandes y fuertes!». Se empeña la amante burlada en escuchar los mensajes en su cabeza, pero no está segura de poder confiar en ellos. «El alma, por suerte, tiene un intérprete, a menudo un intérprete inconsciente pero fiel, en los ojos». Bloqueada, inmovilizada por la fuerza y ​​la inmediatez de sus preocupaciones, se muestra en su desconsuelo: «Te pido que pases por la vida a mi lado», ruega al mezquino Sr. Rochester, «que seas mi segundo yo y el mejor compañero sobre la tierra». Su impulso de ser libre se registra en toda su teatralidad desnuda: «Se supone que las mujeres deben estarse quietas, pero las mujeres sienten lo mismo que los hombres; necesitan ejercicio para sus facultades y un campo para sus esfuerzos, tanto como sus hermanos». Leer este hito de la literatura universal acuna nuestra curiosidad perpetuamente ahogada por el miedo, las salvedades a la movilidad, las psíquicas limitaciones. No se nos ofrece adiestramiento moral o guía práctica, se nos insta a contemplarnos en toda nuestra extrañeza:

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José de María Romero Barea. Irreductible diversidad de Jane Eyre

«[Las mujeres] sufrimos restricciones demasiado rígidas, vivimos en un estancamiento absoluto, al igual que otros hombres; es estrecho de miras que nuestros semejantes más privilegiados digan que debemos limitarnos a hacer budines o tejer medias, tocar el piano y bordar telas». Transita la conciencia desatada por sus disquisiciones, antecesora del flujo de ideas de autores posteriores como Proust o Joyce, trasgrede las leyes de la suspicacia, sus perturbaciones trascienden la sorpresa o la impaciencia. Accedemos al ego a través del largo desvío de las aflicciones que avanzan contra los tóxicos tropos de la feminidad dañada, con la intención de desmantelarlos: «No hay felicidad como la de ser amada por tus semejantes y sentir que tu presencia es una adición a su consuelo». El reconocimiento del ser marginal como sujeto humano y de derecho es el tema de la novela, la alienación en que atrapa a sus participantes en tortuosos y gratificantes bucles de resentimiento. La lectura de la hermana de las también escritoras Anne y Emily Brontë nos ayuda a experimentar nuestros errores e ilusiones desde dentro. Reivindica Jane Eyre, dedicada al novelista anglosajón William Makepeace Thackeray (1811-1863), crítico con las relaciones desiguales de poder, una visión justa, proyectada «en el despejado cielo nocturno, donde Sus mundos giran en su silencioso curso, donde leemos con más claridad Su infinitud, Su omnipotencia, Su omnipresencia». Se aborda el abismo del contacto que amplifica la comparecencia de los demás. Enfurecida por lo que la mantiene encadenada, la protagonista protesta contra la tiranía patriarcal de la única manera que sabe: gritando para interactuar con «una belleza que no es de color fino ni de pestañas largas, ni de cejas dibujadas a lápiz, sino de significado, de movimiento, de resplandor». Se nos invita a escuchar los matices de la experiencia, a ponernos a disposición de los anhelos insospechados bajo la superficie, porque «la convencionalidad no es moralidad. La justicia propia no es religión. Atacar a la primera no es atacar a la última. Arrancar la máscara del rostro del fariseo no es levantar una mano impía hacia la Corona de Espinas». Volver a una de las mejores novelistas románticas del reinado de la reina Victoria (1837-1901) aviva el

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motor de la curiosidad y, por tanto, del crecimiento ilustrado, que presupone las expansiones de la individualidad en la proximidad ajena de la inventiva enajenada que nos arranca de la burbuja de autocompasión a la que nos acostumbran las tecnologías. La ira, incluso a expensas de quien la sufre, es el contrapunto de la pasividad «del juicio no templado por el sentimiento [...] un bocado demasiado amargo y ronco para la deglución humana». En el centésimo septuagésimo quinto aniversario de su publicación, deambula el Bildungsroman a través de las creaciones de una mente inquieta, como hicieran otros autores del mismo período, Charles Dickens, George Eliot o Thomas Hardy. Nunca se encoge de horror ni llora de miedo la imaginación que saluda a quienquiera con espíritu de aceptación. Otros nunca son tan diferentes como para que la creadora inglesa les niegue su oído. Su relato implica un retorno al «mundo real amplio [con] un campo variado de esperanzas y miedos, de sensaciones y excitaciones», que apela «a quienes tengan el coraje de salir a su extensión, de buscar el conocimiento real de la existencia en medio de sus peligros». Contra lo invisible, la hacedora de Shirley (1849) ilumina la paradoja del mito decimonónico de la doncella enferma, mientras desmonta la prevención de que dicho malestar se incorpora a la biología. Afloja Jane su vendaje sin tapujos, nos muestra su anatomía, desmitifica las partes sagradas, santifica la pluralidad idealizada, demonizada por la tradición, la recupera en su autenticidad: «Cuando nos golpean sin razón, debemos contraatacar de nuevo con fuerza; estoy segura de que debemos hacerlo, tan fuerte como para enseñar a quien nos golpeó que nunca más ha de volver a hacerlo». La fuga alimentada por el deseo registra lo factible y lo alucinatorio. La creatividad de la autora de Villette (1953) difumina el límite que separa la realidad de la ilusión, se filtra en la opacidad de la narración, un optimismo oscuro que reverbera en nuestra contemporaneidad de involuntario encierro. Al fingir a través de la escritura, experimenta la permeabilidad de los constructos inverosímiles, que intensifican nuestra cercanía con los demás: al defamiliarizarnos, cobramos vida frente a su irreductible diversidad.


El ambigú

La Regenta

Leopoldo Alas Clarín Alba Editorial: Barcelona, 2022 896 págs.

La vigencia de un clásico Por Eduardo Suárez Fernández-Miranda Leopoldo Alas (1852-1901) utilizó por primera vez su pseudónimo Clarín en 1875, año en el que comienza su labor periodística. Su inteligente pluma se ocupa de temas políticos y literarios. Para él ambos asuntos están unidos; la literatura es «parte de una actividad civil general y que debe enfocarse desde una perspectiva que englobe las instancias sociales dominantes». Escribió siempre en periódicos, salvo sus dos únicas novelas: La Regenta y Su único hijo. Alba Editorial ha publicado, en una cuidada edición, una de las grandes novelas del siglo XIX. La Regenta, comparada por el tema con Madame Bovary, narra las aventuras amorosas de Ana Orozco, un alma romántica que, dentro del ambiente cerrado y mediocre en el que habita, tratará de hallar el «amor, la plenitud y el entusiasmo». El escritor asturiano realiza un análisis exhaustivo de una mujer «asediada por un aventurero sin escrúpulos y un clérigo demoníaco». Pero no es la heroína clariniana la única protagonista de esta extraordinaria novela. Como personaje prin-

cipal encontramos a la ciudad de Vetusta. En los primeros párrafos ya nos habla Clarín de ella: «La muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, [...] descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana del coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la santa basílica». Quiso dar, de esta manera, relevancia a Vetusta, convirtiéndola en el centro de la historia política, social y cultural de la España de la Restauración. Tras su publicación, Oviedo —la Vetusta de Clarín— sufrió una gran conmoción. Su visión de ese mundo provinciano, corrupto y clerical provocó que el obispo de la ciudad prohibiera su lectura. La Regenta se publicó en dos volúmenes, en los años 1884 y 1885, gracias al empeño de Josep Yxart, director, en aquel entonces, de la colección Arte y Letras de la Editorial Cortezo y Cía. Como recuerda Clarín, «Él fue quien por caridad, por simpatía se tomó el trabajo de corregir las pruebas de mi novela. [...] Después, cuando el primer tomo de mi novela salió a la luz, la primera carta de felicitación y de crítica benévola fue de Josep Yxart, que generoso, noble, entusiasta, llenaba pliegos y pliegos de observaciones que me sabían a gloria». Un Leopoldo Alas agradecido dedicaba estas palabras a la ciudad que publicó su obra: «Barcelona, que no parece España, florece en letras y en cuanto las ayuda, seria y trabajadora, legítimamente enamorada de sí misma, para animarse con este amor propio, tan fecundo cuando es de todo un pueblo, a nuevas empresas, a más esfuerzos, a más rica y variada vida». Hoy en día, La Regenta es contemplada como un gran clásico del siglo XIX. Sin embargo, tras la muerte de Clarín, una desatención casi absoluta se impuso sobre su figura y su obra. La novela no se volvió a publicar en nuestro país hasta 1963. Como recuerda Juan Goytisolo, que ese año leyó el libro, «todo escritor que desafía los estereotipos que individualizan a su país corre ese riesgo de marginalidad». Las traducciones al inglés, francés o alemán solo se publicaron a partir de los años setenta. Alba Editorial recupera en su colección Clásica Maior la obra de un autor cuya verdadera actualidad se encuentra en el «adentramiento que sus novelas y relatos llevan a cabo en el espectáculo del alma humana, [...] usando para ello un rico abanico de correlatos — la música o el arte— que ensanchan el realismo decimonónico donde nacieron a unos horizontes estéticos eternos», como recuerda el profesor Sotelo Vázquez. La editorial reproduce, en la portada de La Regenta, un fragmento de la obra titulada Jacinto de agua y ranas arborícolas veteadas, de Maria Sibylla Merian (1647-1717).

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Ceniza en la boca

Brenda Navarro Sexto Piso: Madrid, 2022 196 págs.

Realidad y ficción equivalentes Por Anna Rossell Buena cohesión entre fondo y forma es clave para la literatura de calidad. Brenda Navarro los ensambla y, si bien a menudo la realidad supera la ficción, nos ofrece la ficción de una vida que es realidad de muchas vidas; realidad y ficción devienen equivalentes. Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982), socióloga, especializada en género y economía feminista, novela una biografía que conoce bien, la de una joven mexicana de ascendencia humilde, inmersa en penurias y violencia, que, huyendo de ambas, emigra a Madrid con su hermano menor, Diego, para reencontrarse con su madre. Como la autora, la heroína ha nacido en Ciudad de México, donde vive pocos años con su madre hasta que esta emigra a Madrid, dejándola a ella y a otro hijo, menor, de distinto padre, con los abuelos. Siendo la mayor, aunque aún niña, el lazo que se forja entre los dos, y entre ambos y los abuelos, será el único calor humano de referencia que tendrán. Con tan frágil punto de partida y en un ambiente social donde la violencia es cotidiana, es de esperar que lo que haya de depararles el futuro no sea una existencia deseable. Narrada en primera persona, la joven ocupa el centro de la crónica. Su voz se oye con potencia por las características que la autora confiere al personaje. Resoluta, sensible, de ideas claras, franca y directa, su energía es desbordante. Marcada por el asesinato de amigos y familiares y el suicidio de su hermano adolescente, que la hiere también a ella de muerte, acompañamos a unas criaturas que subsisten apenas al filo del abismo. Ella y tantos otros, la mayoría con singladuras similares, son antes de venir al mundo carne de cañón, seres sin horizonte. El lector empatiza con la joven, que nos lleva a sus escenarios y nos contagia su alegría o su conmoción:

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la casa de los abuelos, el papel vigilante de ella hacia Diego en ausencia de la madre, los pícaros juegos y aventuras con él, las anécdotas escolares, los primeros amoríos de la adolescencia… Pero también la extrema violencia, que en México lo invade todo: la corrupción, la violación, los narcos, las balaceras, las venganzas, los abusos sexuales infantiles en la familia, las desapariciones. Pero también «la otra violencia», de la que son objeto como inmigrantes en el país al que huyen y en el que nunca arraigarán, «el país de los otros», los prejuicios, el bullying escolar, el aislamiento y la soledad a la que se ven abocados en Madrid y después ella también en Barcelona. Conoceremos el espinoso contexto en el que están inmersas, sin salida, tantas vidas de mexicanos por la experiencia descarnada de quien la ha sufrido, pero el lector español también se ve a sí mismo reflejado: el trato del español hacia la persona inmigrante y cómo lo percibe esta, que intenta escapar de aquel infierno como última salida y pone sus esperanzas aquí. El reflejo que nos devuelve el espejo no es precisamente halagador. El tiempo de la narración no es lineal: se alterna el presente con el recuerdo, que vuelve la mirada hacia atrás y alterna espacios temporales. El registro no es autocompasivo. Las emociones y los recuerdos que salen a borbotones, irrefrenables, de boca de la apasionada protagonista no se regodean en lo morboso ni lo trágico. Al contrario, su voz relata los momentos felices con igual intensidad y euforia que los infortunios; predominan las risas compartidas con el hermano y los amigos. La prosa es fresca y directa, auténtica, soslaya el melodrama. Escrita en puro español de México, en auténtica jerga juvenil, Navarro pone en boca de su personaje un lenguaje potente. Su sintaxis es lapidaria, elíptica, con tendencia a la parataxis. No utiliza guiones ni comillas de diálogo, logrando así mayor realismo, una desbordante corriente textual oral apenas interrumpida. El resultado es un híbrido entre el fluir de la conciencia y el estilo indirecto libre, que facilita la empatía. La lectura atrapa.


Los días con Felice

Fabio Andina (Traducción de Alida Ares) Punto de Vista: Madrid, 2021 224 págs.

Misterio, sutileza y humor Por Jorge Canals Piñas Al escritor helvético Fabio Andina le han bastado tres ingredientes con los que confeccionar un exquisito cóctel narrativo: un antihéroe con una rareza que roza lo maniacal, la llegada inesperada de una misteriosa carta y un largo viaje que el mismo protagonista llevó a cabo muchos años atrás. Un viaje del que Felice (tal es su nombre) regresó al cabo, pero para no volver a abandonar nunca más las angosturas del Valle de Blenio, en el profundo Cantón del Tesino que sirve de trasfondo al relato. Se han precisado tan solo estos tres sencillos motivos para tejer una trama con suspense ininterrumpido que en 2019, al poco de aparecer la primera edición de su novela, se alzó con el premio Gambrinus «Giuseppe Mazzotti» en la modalidad de literatura de montaña. Y que, en estos pocos años transcurridos desde su publicación, cuenta ya con traducciones al alemán y al francés, y ha pasado a convertirse en fenómeno literario. De esta narración polifónica y coral emerge con plena personalidad la figura de Felice, que cela un complejo embrollo existencial que nunca trasvasa al exterior. No parece tener mayores ocupaciones aparentes que el cuidado de un huerto, los incesantes trueques de productos con los vecinos de la aldea de Leóntica y las visitas periódicas a su hermana Evelina. Y, por supuesto, cuenta con tiempo suficiente para cumplir cotidianamente con un misterioso ritual matutino que se trajo consigo al regreso de aquel viaje que antaño cumplió. Algo sobre lo que todos los vecinos de la aldea se interrogan desde entonces sin atinar, pese a los muchos

años transcurridos, con una explicación convincente ni probada. De hecho, solo el lector y el yo narrativo que, en el arco de las pocas semanas en las que asistiremos al declinar del otoño y al avance imparable del invierno, acompaña a Felice a todas partes comparten este secreto desde las primeras líneas del relato. El sobre de la carta destinada a Felice lleva pegado un sello de procedencia desconocida y en cuya superficie aparecen impresos los caracteres ilegibles de un alfabeto irreconocible. «¿Procedente quizás de China?», preguntará la cartera fisgona. Misterio. De cierto solo hay que Felice enmudecerá al recibirla y que no replicará a aquella impertinente pregunta. Nada extraño, por lo demás, en quien es por naturaleza esquivo y de muy escasas palabras. Aun así, el motivo de la llegada de la carta procedente de una latitud enigmática sobre la que todos se interrogarán descompondrá un íntimo y profundo equilibrio que, a partir de aquel momento, planteará sobre la superficie del papel el nudo dramático. Con la misma levedad con la que transcurrirá la resolución del entero relato. Todo se hilvana con tacto, con sutileza y también con abundantes dosis de humor con el que, en ocasiones, el autor logra paradójicamente inocular un toque de amargura a la trama. Todo se narra con una peculiar visión conductista que, en cierto modo, nos hace pensar en la mirada de un antropólogo que se hubiera aproximado con finalidad de estudio a aquella colectividad montañesa cuya existencia discurre en el aislamiento de un valle casi impermeable a la influencia del mundo exterior. Es, en definitiva, una obra singular. Una perla rara.

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El ambigú

Amor + Odio Hanif Kureishi (Traducción de Mario Amadas) Anagrama: Barcelona, 2021 200 págs.

Entre la ficción y la realidad Por Cristian Jara Quienes conocen la obra del escritor, Hanif Kureishi, (Londres, 1954) por el Buda de los suburbios, El cuerpo o Intimidad encontrarán en Amor + Odio el lado personal del autor abordado desde la ficción y el ensayo, temas todos vehiculados bajo la membrana que separa la civilización del infierno. Este híbrido es una suma de puntos de vista donde nada escapa a una suerte de sentimientos enfrentados. En Amor + Odio la ficción viaja en el «Vuelo 423», después de que un incidente rutinario enfrente a los pasajeros de un avión a una desesperada realidad. El libro suma también un relato distópico sobre rituales sexuales de dos ancianos longevos y otros relatos en torno a choques culturales, distancias generacionales y decepción. Pero es sobre todo en los ensayos donde Kureishi se muestra genuino, en su universo familiar paquistaní, cuando escribe de inmigración en Europa o en la transición a veces dolorosa de la infancia a la juventud y de la juventud a la edad adulta. Tales temas son también motores de búsqueda para explorar el pasado desde un presente paterno de enseñanza y aprendizaje; por otro lado, echa la vista atrás en su camino de escritor para advertir que «hace falta un tipo de valor enloquecido para querer algo absurdo de verdad». Para Kureishi, «escribir es averiguar si puedes tener menos miedo de ti mismo, estar menos cohibido, más libre, más salvaje, y sin embargo capaz de estructurar tu obra». Exhibe también en Amor + Odio su pasión por Kafka, autor de personalidad enfermiza que «estetizó su sufrimiento». No pasa por alto estos tiempos convulsos llenos de interrogantes: «¿Cómo nos podemos proteger de nuestra propia destructividad, de esos arranques de los que se maldicen a sí mismos? ¿Cómo podemos llegar a ver que estamos siendo autodestructivos? ¿Dónde podemos encontrar mejores imágenes de vidas buenas?».

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Aquellos años cincuenta y sesenta en Londres son registrados como tiempos en los que Kureishi forjó y asumió su identidad para enfrentarse desde un punto de vista crítico a un mundo complejo. En el ensayo «La anarquía y la imaginación» escribe que «a lo largo de la historia artistas y escritores han sido atacados, censurados o encarcelados por tener pensamientos o ideas que otra gente no soportaba siquiera escuchar. Desde este punto de vista la palabra siempre es arriesgada. Así tendría que ser». En «Fines de semana y eternidades», aborda el matrimonio y todo lo que gira alrededor del deseo o la falta de este, sirviéndose de Le Week-End, película que hizo junto al director Roger Michell sobre la historia de un pareja de ancianos que emprende un viaje para saber qué hacer con sus vidas en el futuro que les queda. Hay desde luego un deseo de reconciliación con el pasado, un interés por exhibir, a través de personajes siniestros y lecturas, las caras más débiles de la xenofobia, así como un afán por desmenuzar la traición que sufrió de su gestor, que lo estafó con una suma importante de dinero. Amor + Odio es sin duda un libro de lucidez imaginativa, un libro donde Kureishi aporta con intensidad críticos puntos de vista de lo cotidiano y donde se recrea con oficio respecto a su pasión por la literatura. Es pues la huella indeleble de un autor que se dio cuenta de que «la igualdad hace que la diferencia sea posible» y que batalló por abrirse camino como escritor.


Pureza

Garth Greenwell (Traducción de Inga Pellisa) Literatura Random House: Barcelona, 2021 240 págs.

Basura, causa y consecuencia Por José de María Romero Barea Expone la narración sus tensiones, contrasta sus personalidades, establece alianzas, genera ironías: «El dolor que sentía ahora se convertiría en una historia que contaría a otros» («Mentor»). La autodestructiva ficción refracta versiones de una plenitud sin el emparejamiento de la sexualidad y el sufrimiento que atribuimos a la literatura queer, porque «nunca estamos tan solos como pensamos, no somos tan únicos ni tan inauditos, todo lo que sentimos se ha sentido antes, una y otra vez, sin principio ni fin» («Gospodar»). Predestinada a la soledad, la alienación se cumple en la invalidez de una introspección en la condición forastera que posiciona la diferencia como «un poema que nombra cosas y nos proporciona la ocasión de amarlas» («Gente decente»). Un viaje emocional se abre paso a través de una sabia ternura, brutalmente divertida, terriblemente sincera: «Nunca podemos estar seguros

de lo que queremos, me refiero a su autenticidad, a su claridad en relación con nosotros mismos» («Pureza»). Si bien la novela Pureza elude el engañoso subgénero de la autoficción, aborda, no obstante, la sugestión autorreferencial. ¿Ficción o memoria?: «Una sensación de movimiento y quietud al mismo tiempo [...] una afirmación sobre lo que puede ser la vida» («El rey rana»). En última instancia, la concordancia de un escritor con sus escritos. Irresoluble el enigma del interlocutor, falible su camino a través de la niebla de la recriminación, hacia la claridad del perdón, la lucidez redentora de «una palabra nueva, basura, las tres palabras enlazadas y enmarañadas, consecuencia y causa» («Una despedida»). Contradictorias la ira, la irracionalidad, la vulnerabilidad, el coste de reparar daños colaterales, la valentía de ser gay («Quería demolerme a mí mismo. [...] Quería encajar mi vida en un sistema que la deformaría tan por entero que resultaría irreconocible»; «El puerto») en un país como Bulgaria, que acaba de dejar atrás su pasado totalitario. A medida que las ficciones de pasado y presente se entrelazan, el autor norteamericano Garth Greenwell (1978) comprime la peripecia en un único párrafo o una misma oración: «Discutir habría sido como reclamar algún derecho sobre él, en cierto modo, infringir su ética de no ser reclamado» («El santito»). Manipula el novelista, poeta y crítico literario en The New Yorker o The Atlantic el impulso de narrar agregando peso a las historias de sus distintos avatares que, como paracaídas, se abren tras de ellos, arrastrándolos. No apresura el relator sus notas ni acelera su paso. Conspirador, el texto resultante no confía en sus revelaciones. Se concentra en la disidencia, navega a merced de las cuestiones de autodescubrimiento, revelación, privacidad, como «una suerte de poema de mí mismo, una imagen ideal [...] capaz de ocultar en su mayor parte el desorden de mi vida» («Una noche fuera»). Los acontecimientos conservan la compostura mientras se astillan. Las preguntas gemelas de cómo y cuándo impulsan el tempo narrativo de la ficción yuxtapuesta. Un humor desgarrador, de apartes despiadados, se mezcla con la amarga verdad de la experiencia. A contracorriente de los tópicos de la narrativa LGTBIQ+, no se aleja el premio de Poesía Grolier 2000 de lo que conoce. Una de las ambiciones de esta colección, seleccionada como uno de los mejores libros del 2020 por el New York Times, parece ser difuminar la línea entre las relaciones homo y heterosexuales, para reivindicar un deseo sin adjetivos ni marcadores de identidad.

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El ambigú

La canción de NOF4 Raúl Quinto Jekyll&Jill: Zaragoza, 2021 120 págs.

No es una canción cualquiera Por Carmen M. Pujante Segura Cuando no sabemos muy bien ante qué nos encontramos, al menos nos queda recurrir a la palabra de la que se valió Cervantes para referirse al Quijote: un «libro», sin más. Porque la vida de Fernando Oreste Nannetti (NOF4), que, internado en un lugar mitad manicomio mitad cárcel, se dedicó a escribir/grabar/esculpir durante una veintena de años con una hebilla de su ropa en uno de aquellos muros, ¿se novela?, ¿se ensaya?, ¿se biografía?, ¿se poetiza? Raúl Quinto (Cartagena, 1978) no solo no la silencia más en España sino que la canta. Lo hace entonando La canción de NOF4, un libro que merece no pasar desapercibido, ya no solo por la rareza de su escurridizo encasillamiento, sino por la apuesta por una horma literaria en precarísimo equilibrio de la que sale vencedor, entre tantos motivos, por no haber sucumbido a peligrosas estridencias, ni éticas ni estéticas. Logra la victoria su autor, que es profesor y licenciado en Historia del Arte, que ya ha tocado el palo de la narrativa y de la poesía (y de «lo híbrido») y que, también, como crítico literario se ha paseado por algunas revistas culturales (como esta). Lo inclasificable de este libro en parte se debe a la alternancia de fragmentos o secciones de muy diverso tono: brevísimas sentencias interrogativas, sinuosas definiciones poéticas, magistrales lecciones de historia, necesarias incursiones biográficas, agudas reflexiones estético-artísticas, desahogos varios… Escurridizo también resulta por los temas o debates que pone ante los ojos: siempre desde la duda, cabe preguntarse por el antes y el después de la vida de Nannetti, pero también por ese largo durante en el que se dedica o bien a dosificar sus palabras (solo hablará con un celador) o bien a tallarlas en una gran pared (la que aparece excelentemente fotografiada y mapeada al final en un desplegable). Pero, si por sí mismo ese trozo de vida

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no bastase para lanzar infinitos interrogantes, también empuja a la reflexión sobre el arte y el tiempo, o sobre el tiempo del arte, o sobre el arte del tiempo. Podríamos pensar que este libro llega en el momento adecuado, pero, ya se sabe, eso es solo cuestión de suerte, que con su pólvora hace que algo prenda, un algo que, para que permanezca, sin embargo, ha de preguntarnos por el confinamiento de ayer, pero también por la batalla y la incertidumbre de hoy, y por la locura y la tristeza de mañana… y por todo lo de pasado mañana. Se está ante el abismo de leer un libro sobre un libro, un «libro de piedra esgrafiada» que, además, es muro, grafiti, performance, palimpsesto, escultura. Viene sin advertencias, por lo que uno puede acabar traspasando ese espejo abismal e incluso identificándose con lo reflejado, como le sucede al autor después de visitar por azar una exposición de art brut en París (lo que lo empuja a investigar sobre Nannettti y a viajar hasta el manicomio italiano, a contactar con el hijo de aquel celador y con el fotógrafo del muro, a escribir mientras escucha música… y a publicar este libro). «Sucedió en Volterra y está sucediendo ahora mismo con este libro. Leer. Escribir. Squeribh. Arañar la realidad con las uñas hasta que sangre o hable», escribe Quinto en el último fragmento. Y es que leemos la vida de otros mientras escribimos la nuestra, aunque nunca lleguemos a saber en qué consiste ese libro/vida porque, seguramente, tampoco lleguemos a saber jamás ni qué ni quiénes somos.


Autocienciaficción para el fin de la especie Begoña Méndez H&O Editores: Barcelona, 2022 214 págs.

Noli me tangere Por Gema Monlleó Érase una vez un cuento que se convirtió en un ensayo. Érase una vez un cuerpo que quería romper las taxonomías de género. Érase una vez una mujer múltiple, mujer muchas, mujer todas. Érase una vez una herida, una grieta, una carne, unas branquias. Érase una vez el deseo de ser en el deseo de (des)hacerse. Partiendo de los esbozos de un relato distópico (mujeres que renacen en un «planeta vivo y nacarado» en una gasolinera Shell), Begoña Méndez (Palma, 1976) despliega en Autocienciaficción para el fin de la especie un catálogo de ciencia-ficciones, de sus autocienciaficciones, en las que trascendiéndose en sus muchas sí mismas (altris de nuestro espectro cultural evocadas desde las palabras de Maillard, Gruss, Duras, Goldman, Ajmátova, Rich) despieza el cuerpo, la identidad, la esencia, las abyecciones femeninas. Méndez pone en marcha su ejército de células anarquistas, las que ya exhibió en su anterior libro (El matrimonio anarquista, epistolario con Nadal Suau; H&O Editores, 2021), y no hay frontera que quede por subvertir desde la intención de mirar y no apartar la vista, de señalar aunque lo señalado sea (o precisamente por serlo) aquello que no debe ser mirado. Desde su condición femenina «en zona de crisis perpetua» su temperamento mutante se desliza por la naturaleza, lo establecido, lo sagrado y se enfrenta al cuerpo, al hambre, a la sangre menstruante: «Aguja e hilo: carne cosida. Dos pétalos de sangre y al fondo un vacío denso».

La(s) vulnerabilidad(es) de Méndez queda(n) al descubierto, impúdicamente aunque sin ánimo exhibicionista, y leerla puede ser un ejercicio de empatía o de enfado con la mujer «agotada y desquiciada», de asentimiento o de negación con la «turba de mujeres maceradas en la basura». No hay término medio: entrar en el libro y compre(h)enderlo o rechazar el libro y sus tesis. Méndez, a ratos como una Eva autoinfligida, la que acepta las no-culpas: el deseo, la curiosidad y la necesidad de ir (y llevarnos, flautista de un Hamelin-fem) más allá. Méndez, a ratos como María Magdalena, más mujer-demandante que nunca: «Yo fui tu amante y tu esposa. Mi piel blanca está marcada por las saetas de amor que me clavaste». Desde su identidad múltiple, flexible, cyborg-fem, carne recosida, aprendiz de Alicia («agujeros de gusano que me tragan y me pierden, embudos por los que caigo»), Méndez se funde y deshace y rehace en los arquetipos femeninos escogidos, y deviene, se transforma, es. Arquetipos-mujeres que son origen y destino (destino distópico, regreso a la Shell) con «la semilla disidente» como origen, arquetipos-mujeres con la necesidad y la fuerza para sembrar e inseminar (¡mujeres inseminadoras!) con esta la verdadera semilla, la primigenia, la no-explicada, la no-reivindicada, la que da sentido a las contradicciones expuestas sin lastres, ni anclas, ni «el saco de arena del ahorcado». Ensayo lúcido, con una lucydez a ratos propia de una etimología inventada, la de Lucy in the Sky with Diamonds, la de los rostros orgásmicos de los retratos de Bacon, la de la no-mirada en la fotografía de Marcelo Viquez, la de la felicidad ginepunk, la de la enferma imaginaria («¿Qué quiere decir mujer? Es un diagnóstico médico»), la de la que aboga por la indisciplina y, abochornada por pertenecer a «lo humano», solo encuentra una Ítaca posible: la Shell. Al final del ensayo Méndez afirma: «... he escrito para ser las mujeres execrables que llevo bajo la piel e infiltradas en los huesos; criaturas que inoculan la belleza de vivir en las zonas liminares entre ficción y delirio». Y, desde el amnios de la gasolinera como refugio, con la locura danzante orbitando alrededor, regresando al érase una vez inicial, y terminando el no-cuento, afirmo, anfibia y con la herida negra en la boca, que lo ha conseguido.

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Fábula material Begoña Callejón Bartleby: Madrid, 2022 90 págs.

La piel de la naturaleza Por Juan Peregrina Martín Más que una fábula, el último libro de Begoña Callejón es una gran biografía de la naturaleza: de sus logros, sus sinsabores, las voces que gritan silencio, los gritos que silencian otras voces, los ecos del dolor y la maternidad y, sobre todo, el asombro material, lector, que provoca que alguien tenga tiento, talante y delicadeza para saber hablar con tantas y diferentes tonalidades como aparecen y desaparecen en estos poemas, tantos matices y colores que fundan, cuentan y clausuran la última realidad abrumadora de Callejón, sus obsesiones y preferencias, sus sentimientos más profundos y, cómo no, esa expresión tan personal de la que hace gala desde la primera hasta la última hoja del volumen. «Alguien pierde los ojos. / Alguien pierde el habla. / Alguien comienza a escuchar.» No sólo de pérdidas vivimos porque ya sabemos que la muerte conlleva regeneración y que una lectura concluida siempre e inevitablemente nos transporta a otro libro: eso parece querer decirnos la poeta cuando asume con riesgo y valentía la voz de plantas y árboles —«Tálamo», primera parte de tres sin contar el final—, criaturas marinas —«Branquias», segunda— y «Élitros», tercera sección dedicada a seres alados, volátiles, que tienen ese caparazón para proteger las alas. La primera parte es una breve dirección para la lectura del libro, de donde procede la cita recogida, y la última, la explosión final, será «Ragnarok», de la que hablaremos para terminar. Leemos con el mismo asombro de la poeta porque ella se hace naturaleza en el texto —el tema va acom-

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pañado por la disposición de lo escrito en la hoja—, se alía con la fragmentariedad de la poesía contemporánea para dar cuenta de los bosques, los mares, la tierra y todos esos seres que pretenden vivir sin más: la poeta recorre varios reinos con la palabra por bandera y los paralelismos se funden entre ciertas zonas —la maternidad, la vida y la muerte, esa resistencia de lo natural ante la destrucción a la que sometemos todo cuanto tocamos— y sensaciones (zonas que recuerdan a Abisal de Cortina Urdampilleta y sensaciones que pueden atraparnos entre los cabellos de Medusa, por citar solo un mito donde acaba tan mal una mujer que es violada y además castigada). El ritmo es vital: un conglomerado de frases cortas y largas mezcladas con agilidad o multitud de guiones separando versos para así distinguir las prosas poéticas de los poemas, o el aprovechamiento del blanco de la página, los puntos y las barras oblicuas para comunicar que, al final, al principio y en el desarrollo de la poesía, toda escritura es amor y por amor entendemos el respeto por lo que se cuenta, cómo se cuenta y lo que podamos interpretar de lo surgido podrá determinar una hermosura estética de mucho calibre. Este libro pretende —presuponemos, ya nos corregirá la autora— propagar el amor y el miedo, causar lecturas independientes de opiniones como esta, buscar sus propias lectoras, que determinarán si la acción —hacer— es más importante que quedarse en lo dicho: hay que vivir lo escrito, dar ejemplo y dejar de taladrar la vida hasta el sinsentido —contaminación, extinción de especies—, que es lo que parece advertirnos Callejón que estamos haciendo. Tras el fin y la palabra —«Ragnarok»— parece haber una aceptación del contagio: la palabra es la más potente herramienta para combatir la adversidad de haber nacido: el libro es complejo, rotundo, bello y posee unos cuantos enigmas —el «7», por ejemplo— que permitirá a quien lo lea intuir más, saber más: contemplar el mundo de otra manera.


Con permiso del olvido. Antología poética (1996-2020) Julio César Galán Valencia: Pre-Textos, 2021 182 págs.

Conciencia de lo inconmensurable Por Alberto García-Teresa La obra de Julio César Galán (Cáceres, 1978), en todas sus encarnaciones, está siendo uno de los proyectos poéticos más estimulantes de la poesía española actual. Múltiple, inquieta, cuestionadora, a través de su firma y la de sus heterónimos, este autor agujera y mete el dedo por los huecos de la realidad para ofrecer juegos de luces y sombras que tamizan la construcción del mundo que, por comodidad, por agotamiento o por inercias de dominación, empleamos. Ofrecer una antología de su trabajo, cuando cada uno de sus poemarios ofrece una coherencia y una unidad en sí mismos notables, solo puede comprenderse como la construcción de un nuevo libro. Y así debe cualquiera acercarse al volumen: como a una sucesión de páginas (así llama a cada una de las secciones de la antología, a modo de proceso que pretende, radicalmente, ser inconcluso por su propia definición). Posiblemente, esa noción de lo infinito, de lo inclausurable, sea la médula espinal de su escritura. También con lo que conlleva de imposibilidad de aprehensión, de conciencia de infructuosidad del conocimiento. Sin frustración, pero sí con una desoladora resignación, su mirada se pasea por el entorno y enuncia una humilde asunción de la parcialidad de la comprensión del mundo («crecen las manos como girasoles / ausentes de horas»). Desde ahí, sin embargo, brota un ímpetu vitalista, quizá debido al reconocimiento de la inutilidad de la aspiración a entender la trascendencia de la vida o los pliegues de la naturaleza.

Esa es la base de su desmontaje del poema, de su desmembramiento como herramienta epistemológica: un descreimiento y, precisamente por ello, un ejercicio pormenorizado de elaboración e investigación con cada uno de sus elementos y de sus posibilidades como artefacto comunicativo. Lo fragmentario, en cuanto partes de un todo inabarcable o como retazos de percepción de un entorno inconmensurable, aparece en su escritura para ensancharnos el horizonte sensorial y cognitivo. Al mismo tiempo que se difuminan sus límites, que se emborronan las separaciones (la vigilia y el delirio poseen un papel destacado en ello). De hecho, la disolución del yo, en un intento igualmente de desprenderse de una conciencia estable, apunta en el mismo sentido. Por eso nos enfrentamos al constante conflicto con la identidad y su multiplicidad de haces en sus textos. Y todo ello toma presencia en las mismas páginas del libro, en los propios textos, que manifiestan su proceso de escritura, sus derivas, sus múltiples variantes. Solo quien comprende que la escritura no fija, no clausura, sino que es algo permanentemente abierto y en movimiento, podría mostrarnos (parte, pues no hay afán de totalidad, recordemos) ese proceso en una obra impresa. De ahí la abundancia de estrategias textuales, de superposición de planos, de abordajes en el poema o, por otra parte, versos tachados, versiones alternativas o previas que construyen el sentido del poema en múltiples direcciones. Me gustaría incidir, por otra parte, en la gran relevancia en sus imágenes, los elementos de la naturaleza y la luz en la poesía de Galán. Se podría decir, de hecho, que logra efectos pictóricos brillantes, cercanos al impresionismo en cuanto que puntea componentes bañados por un brillo especial pero para incidir, precisamente, en la ausencia de lo extraordinario. Nos alude, pues, a la maravilla ante lo cercano, ante lo pequeño, tomando elementos aislados que componen una imagen parcial. Estos poemas nos zarandean, nos arrebatan el sosiego y nos obligan a cuestionar y cuestionarnos la esencia misma de la realidad. Julio César Galán nos empuja a entrar en el texto, no solo a recibirlo de manera pasiva. A reconocer nuestra capacidad de construir y reconstruir, a ser agentes y no meros objetos. Por eso duelen. Por eso incordian. Por eso no podemos dejar de leerlos.

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El ambigú

El gran criminal

Dionisio Cañas Hojas de Hierba: Sevilla, 2022 80 págs.

La poesía como acto criminal Por Rocío Rojas-Marcos Ha regresado El gran criminal. El sediento bebedor de la noche neoyorquina vuelve a campar a sus anchas por los anaqueles de las librerías gracias a la reedición realizada por Hojas de Hierba Editorial. El espacio urbano se apodera de las páginas. La luz brillante de los neones, los pitidos de cláxones aturdiendo, la mugre, las ventilaciones del metro expulsando vapor y toda la secuencia de personas que inundan estos poemas en prosa son esa ciudad de Nueva York a la que Dionisio Cañas (Tomelloso, 1949) dio forma hace casi treinta años y que ahora con la misma vorágine arrolladora vuelven a salir a la luz. En edición bilingüe, con fotografías salpicadas entre los textos y un prólogo del propio autor en el que nos ofrece sus planteamientos poéticos, la obra se despliega ante nosotros: «El criminal se pasea por las calles, bajo una lluvia de imágenes sin pasado, perdidas para siempre. Viviendo escribe su poema». Trasunto del autor, el criminal escribe sus poemas en una ciudad que cada noche olvida su pasado. En una ciudad cruel hasta el extremo porque ignora que lo es. Un lugar endiabladamente real pero abrasador y asfixiante donde la vida consiste en ser criminal, pues la otra opción sería la de ser a quien ese criminal ataque. Las palabras de Dionisio Cañas nos enfrentan a una disyuntiva clara: ante esta dicotomía o elegimos ser criminal o nos rendimos, caemos de rodillas y esperamos… esperamos pasar de página y seguir leyendo: «Nada se mueve esta mañana invernal, la vida, las palabras, tus mentiras, nada se mueve». El poeta nos lo dice. Si elegimos mal nada se mueve a nuestro alrededor, pues estamos inmersos en la ciudad que nunca duerme, pero debemos adentrarnos en sus callejones oscuros para entender el ritmo interno de su vorágine, para desplazarnos por el espacio anónimo donde «la intensidad tan falsa y tan

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verdadera como la docilidad… Toda perspectiva de la realidad debe incluir una gasolinera, todo amor es un pasaporte para la traición». Y así, con una gasolinera cerca para llenar el tanque del coche y poder acelerar cuando queramos huir, es como Dionisio Cañas nos pasea por su ciudad de Nueva York, esa por la que vivió, amó, se arrastró y escribió durante décadas. Esa ciudad incombustible a la que ahora nos enfrenta a través de todos esos criminales para los que este libro está escrito y gritar: «¡Joder, qué jóvenes están los muertos!». Qué difícil es amanecer una mañana más sabiendo que la vida alrededor aturde y ensucia y duele y preferirías estar muerto esta mañana, pero en vez de eso escribes un poema. Así es como Cañas nos adentra en su ciudad de perdición y hambre de vida, como aquellos amantes vampiros de Jim Jarmusch en la película Only lovers left alive, ansiosos pero desganados, fracturados pero eternos. «Tendré que convertir en palabras toda esta florida basura del pasado. Y qué contar ahora sino que las estrellas gotean pintura de otro tiempo», sino que las palabras se convierten en montañas de sonidos irrumpiendo a la fuerza en nuestro pensamiento, sino que los párrafos que invaden este poemario se transforman en sensaciones escalofriantes por las verdades a las que nos expone. Hay reseñas muy difíciles de escribir y esta ha sido una de esas. Cuando el poeta está zarandeándonos con sus imágenes, cuando leemos y sentimos que nos falta el aliento para llegar al final del renglón, entendemos la palabra trascendida, entendemos el significado pleno de la poesía: «Es delincuencia la felicidad. La poesía es el lugar del robo, la vida que se trunca en cada encuentro. Pero hemos amado tanto, tanto, que en el viento silba aún el roce de un cuerpo contra otro». FIN. Nada mas que añadir.


Recomendaciones de Quimera Horda

Ricardo Menéndez Salmón Seix-Barral, 2021

Cuando hablamos de Ricardo Menéndez Salmón lo hacemos de una de las voces más importantes de esa generación nacida en los años setenta y abrigada por editoriales como Anagrama, Seix Barral o Tusquets. Con la novela anterior, No entres tan dócilmente en esa noche quieta, de 2020, el autor nos deslumbró con el acierto de crear verdades generales sobre hechos propios, pensamiento en un juego excelso, en las antípodas del juego ramplón de algunos modelos de autoficción. Con Horda rescata su mirada más distópica, más visionaria. Un juego en el que ya había destacado con Derrumbe u Homo Lubitz y que maneja con precisión. Un paso más en una de las carreras más importantes de la literatura española actual.

Tinta simpática Patrick Modiano Anagrama, 2022

Modiano no deja de escribir el mismo libro y sin embargo ¿por qué siempre nos sorprende? En su nueva novela, Tinta simpática, encontramos algunos de sus ingredientes habituales: la desaparición, la búsqueda, la identidad borrosa, la ciudad de París, los recuerdos durmientes… Todos ellos vuelven ahora con una nueva vida. Regresan los días que se diluyen y nos hacen explorar la noche de los tiempos. Eso es lo que nos propone Modiano en cada obra: un paseo por la delgada línea entre el pasado y el presente eterno. Tinta simpática es un viaje a través de la bruma de la memoria. Y una pieza más que hace de Modiano uno de los autores más fascinantes de la literatura universal.

Las revanchas

Ángel García Roldán Piel de Zapa, 2022

Unai contempla cómo un terrorista acaba con la vida de su padre mientras su escolta, malherido, no puede hacer nada para impedirlo. Este suceso será el detonante de un deseo de venganza que marcará su vida y las de sus familiares y amigos que a, su vez, irán urdiendo sus propios desquites. Con una prosa fresca y una estructura muy elaborada, García Roldán narra una historia trepidante y sorprendente sobre las cómo se puede transformar un ser humano cuando la vida le golpea sin piedad y sobre la esterilidad del revanchismo como proyecto vital.

Ustedes brillan en lo oscuro Liliana Colanzi Páginas de Espuma, 2022

Conocí los relatos de Liliana Colanzi a través de Nuestro mundo muerto, durante el confinamiento, y me sedujo su forma de narrar, a ratos dura a ratos tierna, pero siempre afilada. También sus temas que iban desde un imaginario boliviano a relatos cercanos a la campus novel, incluso con destellos de ciencia-ficción. Un universo extraño y vibrante que vuelve a emerger en Ustedes brillan en lo oscuro, con el aval además del Premio Ribera del Duero de este año que, junto al Setenil, es uno de los premios que invisten a quien los gana. Hay en este libro nuevos escenarios y también nuevas estrategias pero mantiene el magnífico pulso de su obra anterior. Una prosa de gran nivel en que se conjugan mundos mixtos, cambiantes y peligrosos. Un libro sorprendente que revitaliza el género y da una nueva visión sobre el fenómeno de la narrativa breve hispanoamericana

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Recomendaciones

Náufragos del Océano Índigo Mar Horno Bululú, 2022

Esta autora de microrrelatos nos vuelve a sorprender con su segundo libro en el género. Después de sus Precipicios habitados de 2012, vuelve a la carga con una nueva tanda de pequeñas obras literarias que consiguen deleitar al lector que siente toda la fuerza del océano y del sol. Ganadora de múltiples premios de minificción, es el quinto libro de la colección de una de las pocas editoriales que apuestan por el microrrelato en este país. Ilustrado por Dictinio del Castillo-Elejabeytia.

Los brotes negros. En los picos de ansiedad Eloy Fernández Porta Anagrama, 2022

El paciente que relata sus dolencias al médico comienza a sanar, nos recordó Walter Benjamin. No sabemos si este ejercicio literario le ha servido a Fernández Porta para sanar o atenuar buena parte de sus dolencias, que expone de forma descarnada en esta intensa obra titulada Los brotes negros, la crónica estremecedora de una vida enferma sujeta a trastornos de ansiedad prolongado. Un autorretrato roto que describe, con extremada profundidad, episodios suicidas, desesperados y llenos de una ira que nace de uno mismo y vuelve siempre al punto de partida.

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Hierro fumando

Jesús Marchamalo y Antonio Santo Nórdica, 2022

Jesús Marchamalo es un viejo conocido agitador cultural que colabora desde hace varias décadas en todo tipo de medios para hacer llegar al lector las últimas novedades y el amor por la literatura que tanto le define. Esta vez, nos presenta la biografía de un nuevo escritor —tras haber abordado la de otros como Delibes, Woolf, Zweig, Kafka o Cortázar—, junto al ilustrador Antonio Santos. Le toca el turno al poeta José Hierro con motivo de su centenario, y se aborda desde la total admiración y el afecto por su obra. Imperdible.

Jung y la imaginación alquímica Jeffrey Raff Atalanta, 2022

El psicólogo jungiano y especialista en alquimia Jeffrey Raff propone en este riguroso pero entretenido ensayo las relaciones entre la simbología alquímica y el inconsciente. Raff se basa en tres de los conceptos fundamentales del pensamiento de Jung: el sí-mismo (unión del yo, el inconsciente particular y el inconsciente colectivo), la función transcendente y la imaginación activa, para comprender las imágenes y los emblemas de los textos alquímicos que han representado la tradición esotérica occidental y para proponer un modelo espiritual para nuestro tiempo. Un libro esclarecedor.




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