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ColaborAN en este número:
Débora Benacot, Guillermo Busutil, Bel Carrasco, Diplomatic Security Service, Laura Paz Fentanes, Ruby Fernández, Susana Fortes, Rebeca García Nieto, Alberto García-Teresa, Jean Christophe García-Vaquero Lavezzi, José Manuel Herrera Moreno, Nathalie Karagiannis, Yannis Lobaina, Oriol Masferrer, Luis Moliner, Bernat Murcia, José Ovejero, Antonio Rivero Taravillo, José de María Romero Barea, Anna Rossell, Carlos Ruiz, Javier Sagarna, Salitre, Miguel Sanfeliu, SAS Scandinavian Airlines, Teresa Soto Tafalla, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, Frank Tazelaar, Claudia Torres, Universidad de Texas, Isabel Wagemann Fotografía de portada y Dossier:
Salitre © Editor:
Miguel Riera
Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Diciembre 2022
Tras casi doce años del actual equipo de redacción al frente de Quimera. Revista de literatura y habiendo tratado en nuestros dossieres un buen puñado de temas, literaturas y autores, presentamos, por vez primera en nuestro periplo editorial, un número sin esta sección. Y lo hacemos con el propósito de ofrecer mayor variedad de contenidos a nuestros suscriptores y lectores. Eso no significa de ninguna manera que renunciemos a los dossieres, pero queremos alternarlos con números que ofrezcan materiales más diversos y no se centren tanto en temas muy concretos. Para ello, hemos creído que la solución no pasaba por crear más secciones sino por ampliar las piezas de cada una de ellas, aumentando así las perspectivas y dando cabida a diferentes aspectos. En esta ocasión, damos más espacio a las entrevistas de «El salón de los espejos» y a los ensayos de «Einstein on the Beach», y recuperamos una sección que había desaparecido en los últimos números: «El holandés errante», en la que nuestro compañero Álex Chico nos ofrece su particular visión de Paraguay. Esperamos que disfruten de este nuevo formato. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA
Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos
El holandés errante
CELA: la red europea para promoción
Álex Chico. Calle última – 47
de talentos literarios emergentes Entrevista a Javier Sagarna – 4 Entrevista a Frank Tazelaar – 8 Entrevista a José Ovejero – 10
Rebeca García Nieto:
Entrevista a Guillermo Busutil – 15
Cerbantes Park, de Carlos Robles Lucena – 53
Entrevista a Antonio Rivero Taravillo – 18
Jean Christophe García-Vaquero Lavezzi:
Entrevista a Susana Fortes – 23
Canijo, de Fernando Mansilla – 54
La vida breve
Book of Mutter, de Kate Zambreno – 55
Los pescadores de perlas Microrrelatos inéditos de Débora Benacot – 29
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de Bernat Murcia – 30
colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-
Ruby Fernández: Lo demás es aire, de Juan Gómez Bárcena – 52
Yannis Lobaina. Barcelona – 27
Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
El ambigú
Einstein on the Beach
Nathalie Karagiannis: José de María Romero Barea: Segunda casa, de Rachel Cusk – 56 José Manuel Herrera Moreno: Una nueva mirada entre la literatura y el cine: el legado de Juan Luis Alborg, de Rafael Malpartida – 57 Miguel Sanfeliu: Las desapariciones, de Hilario J. Rodríguez – 58 Laura Paz Fentanes: Lo que en la tuya me dices: epistolario José Ángel Valente/ Florentino Martino, de Saturnino Valladares – 59 Claudia Torres: Interior verano, de Javier Vicedo Alós – 61
les no solicitados ni mantiene corresponden-
Fernando Clemot.
cia sobre los mismos. La revista no comparte
La sociedad de masas: un coloso de hierro – 35
Anna Rossell: In nomine AUSCHWITZ. Antología de la
José de María Romero Barea. Curtis Bauer:
poesía del Holocausto, de Carlos Morales del Coso (ed.) – 62
presencias, ausencias, sustituciones, ecos – 40
Luis Moliner: el aire encendido, de Teresa Garbí – 63
necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Oriol Masferrer. La realidad siempre supera la
Alberto García-Teresa: 50 estados. 13 poetas contempo-
ficción: la crónica como cartografía del presente – 43
ráneos de Estados Unidos, de Ezequiel Zaidenwerg – 64
Teresa Soto Tafalla. Cartografía del límite: Lesley Harrison y Blue Pearl (2017) – 45
Recomendaciones – 97 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
CELA:
la red europea para promoción de talentos literarios emergentes Texto: Fernando clemot y ginés S. Cutillas Fotografías de las jornadas del programa europeo CELA: Isabel Wagemann ©
En mayo de este año tuvieron lugar en Madrid las jornadas del programa europeo CELA (Connecting Emerging Literary Artist). Alrededor de ciento cincuenta personas, entre escritores, traductores y editores de toda Europa, se dieron cita en la Escuela de Escritores para compartir experiencias y contactos. A la cabeza de este proyecto y con ánimos de darle continuidad en las siguientes ediciones se encuentran Javier Sagarna, director de la Escuela, y Frank Tazelaar, director de Wintertuin y creador del programa. Quimera aprovechó la ocasión para entrevistarlos.
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Entrevista a Javier Sagarna Javier Sagarna es escritor y director de la Escuela de Escritores y director del programa CELA en España. Preside la European Association of Creative Writing Programmes (EACWP), y es profesor de novela y relato breve desde 1998, así como de las asignaturas de Géneros Literarios y Proyectos Narrativos del Máster de Narrativa. Ha impartido clases en instituciones como la Universidad Nacional de Colombia, el Orivesi College of Arts (Finlandia), Scuola Holden (Italia), la Escuela de Escritura de la Universidad de Alcalá o el Instituto Cervantes. Asimismo, asesoró al Gobierno de Panamá en la creación de un programa oficial de Escritura Creativa. Como presidente de la EACWP ha impulsado diversas conferencias internacionales sobre la docencia y pedagogía de escritura creativa, así como cursos de escritura a nivel internacional como Fundamentals of Poetry, Urban Storytelling o el espectáculo multidisciplinar Melting Plot. Ha publicado la novela Mudanzas (Gens, 2006), la novela infantil Rafa y la jirafa (Dylar, 2013) y los libros de relatos Ahora tan lejos (Menoscuarto, 2011) y Nuevas aventuras de Olsson y Laplace (Menoscuarto, 2015). Es colaborador del programa La Ventana de la Cadena SER.
¿Cómo nace la idea del CELA? En estos proyectos europeos siempre hay una institución líder que es la que gestiona la petición de financiación a la Unión Europea y busca a los socios. En este caso fue el socio holandés, Wintertuin, quien tuvo la idea, buscó socios y nos contactó. Ya nos conocíamos a través de la de la Asociación Europea de Programas de Escritura Creativa. La primera idea era conectar el mercado en lengua neerlandesa, Holanda y la parte flamenca de Bélgica, con el sur de Europa: decían que apenas conocían autores jóvenes ni en español, ni en portugués, ni en italiano por allí y suponían, con razón, que aquí ocurriría lo mismo con los autores jóvenes en su lengua. Nos propusieron ser el socio español y aceptamos.
La idea es potenciar las lenguas minoritarias en Europa. ¿Dónde se encuentra el español en este programa? Efectivamente, el español es una de las grandes lenguas mundiales, pero en Europa no tiene la fuerza del francés, del inglés o del alemán. El planteamiento que desde Holanda se hizo fue favorecer la traducción directa. Es decir, ¿cuál suele ser el problema? El embudo que representan el alemán o el inglés. Una gran mayoría de los textos literarios escritos en otras lenguas de Europa nos llegan después de haber sido traducidos a una de estas dos lenguas y no hay apenas traducción directa. En [la feria de] Frankfurt, por lo general, se vende en inglés o se vende en alemán. La Unión Europea está dedicando una cantidad impresionante de fondos a crear lo que llaman «ciudadanía europea». Con el fin de que nos conozcamos, de que establezcamos vínculos y de que la Unión Europea realmente se constituya como una comunidad de ciudadanos y un crisol cultural en el que todos tengamos sitio y todas nuestras expresiones culturales tengan voz. Una Europa de la diversidad en la que el cuidado del rico patrimonio lingüístico europeo esté en primer plano. En mi opinión, esta idea de Europa, aunque tiene sus fallos, es prácticamente la única alternativa al resurgir de los nacionalismos. CELA encaja perfectamente en esta visión. ¿Desde cuándo existe el proyecto? Nos contactan en 2015, por lo que Escuela de Escritores entra en el proyecto como socia fundadora. En 2016 se presenta la solicitud al programa Creative Europe de la Unión Europea, con muy pocas esperanzas de que nos otorguen la subvención, pero para nuestra sorpresa van y nos la dan. Por lo que en 2017 estamos lanzando la primera edición. Empezamos solo seis socios. Además de nosotros, ahí estaban ya dos socios, los holandeses de Wintertuin y los belgas de deBuren y Passa Porta,
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CELA: la red europea para promoción de talentos literarios emergentes
que siguen siendo los mismos a día de hoy; los otros tres socios, el portugués, el italiano y el rumano, cambiaron en la segunda edición. Esta primera edición marca las líneas maestras del proyecto: formación de talentos literarios emergentes, promoción de su obra en los diversos países del proyecto, traducciones directas y, sobre todo, mucha amistad. Hemos conseguido que los profesionales literarios tengan una red europea de buenos contactos de gente que también quiere trabajar para la literatura. A la vista del éxito de la primera edición, solicitamos a la Unión Europea financiación para una segunda edición, en la que incorporamos algunos cambios: durará cuatro años e incorporará a cuatro países y lenguas más, lo que supone una ampliación de la idea inicial. Con la incorporación de socios de Polonia, República Checa, Serbia y Eslovenia, el proyecto inicial de contactar el mercado neerlandés con el sur de Europa se amplía y la inclusión de estos países del Este supone el nacimiento de un planteamiento de futuro más ambicioso. ¿Qué actividades se desarrollan en CELA? El proyecto comienza con una reunión plenaria de lanzamiento — en las dos primeras ediciones tuvo lugar en Bruselas— que abre una primera fase de dos años en la que el foco se pone en la formación. Montamos talleres donde los autores, traductores y profesionales literarios —cada socio aporta tres escritores, nueve traductores y un profesional literario, aparte del equipo de gestión involucrado— reciben formación y comienzan los primeros intercambios: cursos impartidos por los diversos socios y aprendizajes por observación en los que un profesional literario va a otro país a ver cómo hacen las cosas allí. Luego hay un encuentro a mitad de proyecto, que es el que, en esta segunda edición, se ha hecho aquí en Madrid y ha salido muy bien. En ese encuentro al que llamamos Montage Week se revisa el trabajo hecho, se analiza dónde estamos y se valora lo que han aprendido y si la formación ha sido efectiva. En la Escuela de Escritores, por ejemplo, impartimos un curso de formación de profesorado en escritura creativa a algunos de los escritores de otros países. Como final de la formación tienen la oportunidad de realizar un taller con público real durante la Montage Week. Por otro lado, los autores y traductores ensayan la performance que van a llevar por los festivales en la segunda fase del pro-
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yecto y se planifica la promoción de los mismos en los distintos países y en Internet. A partir de aquí empieza la segunda fase del proyecto, que es la de promoción. Una vez que tenemos a estos jóvenes talentos literarios formados, los promocionamos en diversos festivales de Europa, donde los autores presentan su obra con la ayuda de los traductores, a través del espectáculo que se ensayó en Madrid. Obviamente, en algunos países funciona mejor que en otros, según la cultura de festivales que se tenga, pero no es la única iniciativa que organizamos. Aprovechamos también para montar la programación de encuentros con algunos editores procurando interesarles y conseguir traducciones a las diversas lenguas. Como cierre del proyecto habrá una reunión final —que se celebrará en Portugal— para ver resultados y lanzar la siguiente edición, que es en la que ya estamos pensando. Pretendemos que se consolide una plataforma europea estable, que permita a los autores emergentes poder dar a conocer y publicar su obra en otros países europeos, a los jóvenes traductores asentar su posición en sus respectivos mercados y conocer nuevas e interesantes voces que traducir y a los profesionales literarios establecer una red de contactos para encontrar nuevas oportunidades profesionales en un mercado europeo nuevo, basado en la traducción directa entre las lenguas pequeñas y medianas de Europa, de forma que tengan las mismas oportunidades que las grandes. Ahora mismo, la red CELA la componen once organizaciones de diez países distintos, pero también todos los talentos emergentes que se han formado en estas dos primeras ediciones. Y las que vendrán. Cada organización aporta su conocimiento. ¿Cuál es la baza fuerte de la Escuela de Escritores en dicha red? Cada institución participante tiene su punto fuerte y aprende de las otras. Es una de las cosas bonitas que tiene el proyecto, no todos somos escuelas, somos agentes culturales de muy diversa naturaleza. Los holandeses, por ejemplo, son una escuela pero también una productora de eventos. La idea es que cada uno aporte lo que pueda. Nosotros tenemos dos puntos muy fuertes: el acceso a jóvenes talentos en formación que ya están prácticamente listos y la formación en sí. Escuela de Escritores lleva casi veinte años formando escritores y eso es justo lo que aportamos al proyecto, a través del
curso de formación como profesores de escritura creativa que impartimos a algunos escritores. Por supuesto, también aportamos la capacidad organizativa de la escuela y nuestro conocimiento del mercado literario español. En un primer momento nos planteamos una participación modesta, sin asumir grandes responsabilidades, pero luego nos pidieron dar un paso adelante y lo hemos hecho. En la primera edición organizaron prácticamente Bélgica y Holanda. En esta edición empezó Bélgica, como siempre, pero cuando tocó organizar el segundo encuentro plenario, muy importante en esta ocasión, pues era el primero tras la pandemia, nos ofrecimos a hacerlo y ha sido un gran éxito. Ahora podemos decir que estamos en el corazón de CELA. ¿Qué esperabais del último encuentro y en qué proyectos concretos se ha materializado? Nos centramos en resucitar el proyecto después de la pandemia. Cuando llegó la crisis, hubo que paralizar casi todo lo que estaba previsto. Paramos prácticamente un año. Durante el segundo año, visto que la cosa iba para largo, nos las ingeniamos para hacer casi todos los cursos de formación por internet. Hasta hicimos fiestas online. Pero era esencial volver al formato presencial y la Montage Week era la oportunidad. Era el momento de reconectar a todo el mundo y resucitar el proyecto, que todo el mundo volviera a creer en él. La primera incógnita fue si la gente vendría, y sí, vinie-
ron prácticamente todos: de ciento cincuenta personas invitadas, vinieron ciento treinta y ocho. Sinceramente, creo que hacerlo en Madrid fue un gran acierto. Funcionó. Trabajamos duro y la gente se lo pasó bien y volvió a conectar. Vimos cómo el encuentro cumplía su función, tanto a nivel organizativo y artístico como a nivel de preparación del espectáculo, el cual quedó bastante abierto para que se pueda adaptar a los diversos festivales. No quiero dejar de mencionar la ayuda que ha supuesto para nosotros y para el éxito de esta Montage Week el apoyo de Acción Cultural y de la oficina en España de Europa Creativa. Ahora toca conseguir y materializar traducciones. Creemos que hay textos con posibilidades de traducción y que algunos de ellos pueden ser los de los autores españoles. También que algunos de nuestros traductores tendrán la oportunidad de traducir a sus autores a nuestra lengua. En ello estamos trabajando, así como en sacar el máximo partido de los contactos y vínculos que se han ido estableciendo con el resto de participantes. A partir de ahora, creo que vamos a organizar casi siempre alguno de los grandes encuentros del proyecto. Hemos visto que somos capaces de hacerlo, que Madrid es una buena ciudad para hacerlo. Y hemos adquirido el compromiso de implicarnos cada vez más en CELA y en la apuesta por una Europa abierta, multicultural y literaria.
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CELA: la red europea para promoción de talentos literarios emergentes
Entrevista a Frank Tazelaar La trayectoria de Frank Tazelaar (Oostburg, 1968) es amplia y va desde una carrera musical como compositor, pasando por el periodismo, hasta una vertiente literaria que le ha llevado a ser el director de Wintertuin, una escuela literaria en Nimega, y creador del programa CELA (Connecting Emerging Literary Artist) que funciona uniendo escritores, traductores y editores de diez países desde 2017. Durante el transcurso de la gala CELA de 2022 en Madrid tuvimos la oportunidad de hablar unos minutos con Frank sobre este proyecto.
¿Cuál es tu trabajo en CELA y qué representa esta organización? CELA es una organización creada para conectar escritores emergentes, es un proyecto plenamente europeo creado para conectar estas realidades literarias. Dentro del proyecto tenemos diez países de los que seleccionamos tres escritores, pero también tenemos a traductores, casi ochenta, un sector del mundo editorial necesario para crear una buena conexión entre propuestas literarias y llevarlas de un país a otro. También tenemos
algunos profesionales, editores principalmente. Hay escritores, traductores y editores checos, holandeses, belgas, polacos, eslovenos, españoles, serbios, portugueses, rumanos, italianos, etc. Cuando fundamos CELA todos partíamos de nuestras propias escuelas de escritura, las asociadas al proyecto, pero vimos que se podía hacer algo más amplio, que integrara un trabajo global, un horizonte más abierto. Cuando empezamos a trabajar en nuestras escuelas veíamos que teníamos excelentes escritores pero que no se leían o traducían en otros países. Necesitábamos trabajar también con traductores, que se conocieran, encontraran, valoraran sus trabajos. No solo los ponemos en contacto, sino que les ofrecemos cursos de especialización. ¿Solo hay una escuela de escritura por país? Sí, tenemos en España la Escuela de Escritores, como tenemos la Scuola Holden en Italia o la Asociación de Editores en Rumanía. Somos diferentes organizaciones que tenemos mucho en común. Se trata de conectar escritores emergentes con el mercado editorial propio, pero también con el de otros países. ¿Cómo empezó el proyecto? Quizá la idea empezó en Holanda, en Wintertuin, en la escuela en la que trabajo. Hablaba con un escritor, con un escritor joven, y me comentó que le gustaría traducir sus textos al español. Entonces pensé que conocía escritores jóvenes que habían traducido su obra al inglés, pero no conocía a ninguno que lo hubiera hecho a lenguas como el italiano o el español, por ejemplo. También me di cuenta de que no conocía escritores holandeses jóvenes que hubieran leído a sus homólogos españoles. No existía esa conexión y creo que viven realidades muy similares. Pensé que debíamos hacer algo respecto a esta situación, algo anómala. Entonces llamé a Javier [Sagarna]. ¿Hay alguna edad límite para participar en CELA? No, en absoluto. Cuando decimos emergentes nos referimos a que estén en los primeros momentos de su ca-
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rrera, no a que tengan una determinada edad. Tenemos gente muy joven y bastante más mayor dentro del proyecto. La situación es parecida en el máster que imparte la Escuela de Escritores: son escritores que empiezan con un proyecto, pero los hay de todas las edades. Es un proyecto para escritores en el principio de sus carreras, con uno o dos libros a lo sumo, que en muchos casos están formándose todavía, pero en quienes se adivina una muy buena proyección para el futuro. También en el ámbito de los traductores hay una gran variedad de edades y perfiles. ¿Cómo fue la primera edición de CELA, ese primer encuentro? La primera edición fue hace cinco años, en 2017, y durante dos años se creó este vínculo entre escritores y traductores que creo que fue ya un éxito de seguimiento. El resultado fueron varias traducciones de los autores en países muy diferentes, donde hubiera sido difícil que llegara su obra sin la colaboración de CELA, de estos encuentros. Luego ha existido una continuidad, una edición siguiente en que nuevos escritores y traductores reciben el apoyo de CELA para sus encuentros, que empezaron en 2019 y se vieron afectados por la pande-
mia, evidentemente. Tiene que existir esta continuidad, más ediciones del programa, ya que podemos decir que los resultados, en todos los sentidos, han sido óptimos. Tenemos la sensación de haber creado con CELA una red que pone en contacto a los escritores y traductores de diez países europeos y lo hemos conseguido muy rápido, con mucha fuerza, con éxito. Hemos creado una conexión, un impulso que no existía. ¿Y las siguientes? ¿Cuál será el futuro, o el futuro ideal, del proyecto? Hemos pasado por problemas en los últimos dos años. Hemos sufrido una pandemia, la crisis posterior a ella, pero hemos seguido adelante. Se ha creado esta red de intereses, de relaciones entre literaturas de países antes algo distantes. Queremos seguir con esta iniciativa, ampliarla, quizá con países escandinavos que no están presentes, y para ello necesitamos también aumentar los patrocinios, que son necesarios. Este último encuentro en Madrid ha sido realmente enriquecedor, formidable. Tras la pandemia, este horrible año y medio, había muchas ganas de verse, de poder continuar con lo que estábamos haciendo antes de que ocurriera todo esto.
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Entrevista a José Ovejero Texto: Ginés S. Cutillas Fotografía: Isabel Wagemann ©
José Ovejero está de gira de promoción de su último libro de cuentos. Después de conseguir el Premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España en 2018 por Mundo Extraño, vuelve a la carga con Mientras estamos muertos. Quedamos a comer en un restaurante del Eixample de Barcelona y me encuentro con un hombre afable, tranquilo y con un prisma muy interesante a la hora de observar el mundo. En su libro repasa su infancia, y de paso la de una generación, en un barrio obrero de Madrid cuando la dictadura daba sus últimos coletazos.
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Nos encontramos ante un relato fraccionario que se podría leer como una novela. No es una autobiografía al uso; tampoco le desagrada el término autoficción... A mí no me molesta el término autoficción, que estuvo de moda y ahora está de moda denostarlo, pero para mí es importante que se dé el mismo énfasis a las dos partes de la palabra, que indican que se va a leer un libro en el que las referencias a la vida del autor son importantes y, a la vez, que cualquier trabajo autobiográfico tiene un elemento de imaginación, más aún si se trata de un libro de cuentos. El problema es que toda etiqueta limita lo etiquetado, es decir, que impone ya una forma de aproximarse a la obra. Y quien se acerque a Mientras estamos muertos se encontrará con relatos que pueden encajar bien en la etiqueta junto con otros que no se adaptan en absoluto a ella. Así que es y no es autoficción, de la misma manera que es a la vez libro de relatos y novela por la forma de relacionar unos con otros y de construir un mundo homogéneo. La memoria y la imaginación están medidas de forma distinta respecto a su anterior libro. En aquel, les daba prioridad a las técnicas formales del cuento; aquí, a la memoria. ¿Es este libro la continuación lógica Mundo extraño? Pienso que lo es. Sobre todo porque este libro bebe de los juegos formales de Mundo extraño. Es decir, que la libertad que me di entonces a la hora de escribir los relatos me ha permitido que este libro no sea una sucesión de relatos realistas, memorísticos, y que la narración vaya adquiriendo capas y perspectivas, formas distintas de narrar, la yuxtaposición de historias dramáticas con otras cómicas. ¿Se puede escribir la vida o esta carece de una estructura lógica? La literatura no es nunca un espejo. La vida no puede escribirse ni reflejarse, es demasiado compleja; la simultaneidad de estímulos, sensaciones y visiones no
pueden reproducirse de forma comprensible; no hay lenguaje para ello. Así que lo único que podemos hacer es montar representaciones literarias que nos ayuden a relacionarnos con la vida, que nos acerquen a sus emociones y experiencias; pero está claro que para ello imponemos una estructura, una narración más o menos ordenada que deja fuera algunos elementos. Ahí está la paradoja: la gran literatura pretende mostrar la complejidad de lo real, pero se ve obligada a simplificarlo. La voz del narrador a veces está cerca de usted y a veces toma distancia para contar cosas que les pasaron a otros —incluso hay un relato que se titula «Todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros»—: ¿se construye la memoria colectiva a partir de la individual o al revés? Es que no creo que se puedan separar. El yo no existe aislado; muchos de nuestros gestos y reacciones más personales son los gestos y reacciones de mucha gente que comparte nuestro contexto. Y nuestra memoria no es un archivo inmutable, sino que viene marcada por nuestros valores, deseos y miedos (cómo recordamos, qué olvidamos, qué incluimos en nuestro relato), pero esos valores, deseos y miedos son en buena medida compartidos. ¿Está sobrevalorada la experiencia? Como forma de conocimiento sí. Extrañamente, haber vivido una situación no te convierte en una autoridad sobre esa situación, entre otras cosas porque todo lo vivimos a través de nuestras emociones y prejuicios, que nos llevan a interpretar la realidad de una manera dada. ¿Tengo que hacer caso a alguien que ha vivido durante el estalinismo y me dice que fue maravilloso porque yo no lo he vivido? No; la distancia puede permitirme entenderlo mejor que esa persona; para ello uso la imaginación empática, lo que conozco de otros sistemas de gobierno, también experiencias de otros contextos. O sea que, matizando más, la experiencia ayuda a conocer, pero no la experiencia concreta de los
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Entrevista a José Ovejero
hechos que se narran, sino la que nos da una mirada atenta y abierta al mundo. ¡La lectura es una forma de experiencia que nos permite entender lugares en los que nunca estuvimos! Relata el mundo de su infancia desde la distancia actual. Si escribiera este mismo libro dentro de veinte años, ¿seguiría contando lo mismo o la memoria se construye siempre desde cada presente? ¿Cómo se mira al pasado desde distintas épocas? ¿Es dúctil la memoria? Mi memoria cambia con el tiempo porque yo también cambio. Si la memoria es una construcción, es lógico que vaya variando según yo adquiero otras herramientas para construirla. Por eso la historia que se escribe en cada época es distinta de la que se escribe en otras. Un libro de historia del antiguo Egipto escrita en el siglo XVIII no se parece mucho a la escrita en el XX, y no porque haya nuevos descubrimientos, que también, sino sobre todo porque la mirada sobre el pasado ha cambiado. Incluso las traducciones de los clásicos cambian, porque cada generación conversa de otra manera con ellos. Por su origen familiar no estaba llamado a ser escritor y, sin embargo... ¿Es usted un escritor con conciencia de clase? Soy un escritor con conciencia de desclasamiento. Vengo de una familia de clase obrera, de un barrio obrero en el que muchísima gente de mi edad no fue a la universidad y donde casi nadie tenía bibliotecas en su casa ni expectativas de dedicarse a un trabajo intelectual o artístico. En ese sentido digo que no estaba llamado a ser escritor. Pero fui a la universidad. En paralelo, mis padres realizaban una ascensión social que les permitía entrar en la clase media. Y yo, de otra manera, también lo hice. No es solo que ese ascenso social rompa tus raíces, es que ya el deseo de ascenso, de cambio, de habitar otros espacios de otro modo te convierte en un desclasado. Suelo decir que mi vida ha sido una fuga perpetua y creo que las de mis padres también lo fue-
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ron. Lo malo es que cuando vas llegando a otros lugares descubres que tampoco son el tuyo. La marca de clase no se borra. ¿Los escritores carecen de clase social o piensa que es una suerte de marca? Somos la primera generación de escritores obreros que llegamos a la universidad; ¿estamos retratando otra realidad distinta a la burguesa? Es una apariencia engañosa, esa de que escritores y artistas no tienen clase. Como parecen haber escapado a la cadena productiva —que no es cierto—, como se mueven en los mismos ambientes aunque sean de procedencias distintas, da la impresión de que la clase no existe. Pero no es verdad. Existe e influye en la desigualdad de oportunidades como en cualquier otro ámbito. Hay jerarquías. Hay expectativas diferentes. No es lo mismo venir de una familia de famosos intelectuales o que tus padres hayan ido al colegio del Pilar que venir de un barrio obrero, sin contactos ni enchufes. Es lo mismo que sucede con la hija de Amancio Ortega: sabe que —aunque trabaje un tiempo de cajera para conocer el oficio— al final tendrá un puesto acorde con su cuna. Hay escritores que ven como un derecho su «estar ahí», tener éxito, recibir invitaciones, ser considerados importantes aunque casi no tengan obra. Otros, como yo, tendemos más bien a sentirnos impostores cuando ascendemos por encima de lo que se supone que es nuestra clase. También somos la primera generación que vive peor que la de sus padres, ¿cree que la formación intelectual recibida nos separa de ellos? Si pienso en mi generación, quienes tuvimos la suerte de recibir una formación gracias al sacrificio de nuestros padres nos encontramos con la situación paradójica de que aprendimos un lenguaje y una forma de mirar el mundo que nos separaba de ellos. Ellos venían de un país muy tradicionalista, autoritario, con una omnipresencia opresiva de la Iglesia; pero sus hijos no creíamos ni en las tradiciones ni en la autoridad, mucho menos en la sexualidad malsana que permeaba la sociedad. Es decir, que sí, aquella formación intelectual nos separó.
En los últimos años ha pasado algo parecido y a la vez distinto. Yo despreciaba el progreso y hacer dinero... porque mis padres lo habían hecho por mí. Pero ahora los jóvenes han dejado de creer en ello. Esa cultura del esfuerzo, de la competitividad, del si estudias y trabajas tendrás un futuro brillante, se ha revelado como una gran mentira. Así que mucha gente que tiene hoy entre veinte y cuarenta años no cree esos cuentos de que van a vivir mejor por trabajar y estudiar. De hecho, ya hace tiempo que nos bombardean con la idea de que hemos vivido por encima de nuestras posibili-
dades —y se refieren sobre todo a eso que llaman clases medias—, lo que significa que están anunciando la consolidación de la precariedad. Este tema aparece, por cierto, en mi novela Insurrección, que entre otras cosas narra la historia de una adolescente que decide no creer y se va a una casa okupada. ¿Qué importancia tiene, o le ha dado, la periferia en estos relatos? Yo dudo un poco cuando se utiliza la palabra periferia, como desconfío de la palabra márgenes. La periferia y los márgenes están también en el centro de las ciudades. Mis padres vivían en Vallecas, esto es, en el extrarradio, y mi abuela en Lavapiés, esto es, en el centro. Pero ambos barrios eran igualmente marginales y se quedaban en la periferia del progreso económico. Pero sí, en mis relatos hablo del crecimiento en barrios obreros. O, digámoslo de otra manera, en barrios atravesados por la pobreza. ¿A qué cree que se debe ese auge entre los escritores de los sesenta y setenta de revisitar la infancia, de hacer relecturas de un tiempo pasado y contar la historia desde la perspectiva del margen? Durante un tiempo no interesó. La llegada de la democracia, la desmovilización política fomentada también por parte de la izquierda, la movida, el deseo de abandonar incluso el recuerdo de la dictadura —también corrientes internacionales como el pensamiento posmoderno— llevaron a que mayoritariamente se dejasen de lado los temas sociales y políticos. Parecía que la lucha de clases había acabado. Tuvimos un alcalde socialista que animaba a los jóvenes a «colocarse», no a luchar por una sociedad más justa. Pero poco a poco fue disolviéndose el espejismo. Y después de la resaca de aquella fiesta quizá necesaria tras tantos años de dictadura, descubrimos que había muchas cosas que solo habían cambiado en apariencia. Y que la ciudad no era solo ese espacio sofisticado, burgués y tan, tan moderno. Después de hacer tanto hincapié en cuánto se había trasformado España, comenzamos a descubrir cuánto había permanecido igual.
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Entrevista a José Ovejero
¿La historia que conocemos se puede revisar desde la perspectiva actual? La Transición, por ejemplo. Sí, y se está haciendo. Revisar la Transición es precisamente fijarse no en lo que permitió cambiar sino en todo lo que arrastró del pasado: el franquismo enquistado en el ejército, la policía y la judicatura; el mantenimiento y refuerzo del poder económico de las familias de siempre; una monarquía de fondo franquista y corrupta, etc. La historia debe revisarse una y otra vez
porque en toda época hay silencios interesados. También porque quienes tienen ese interés a menudo dominan los medios de comunicación. ¿Qué piensa del nuevo fascismo que recorre Europa? ¿A qué cree que se debe? Mi opinión es evidente: que se trata de un desastre político, social y ético. Y se debe —permíteme que simplifique en un espacio tan breve— a que el capital no tiene moral y a que la prensa es su asalariado servil, pues le pertenece. Si hubo una época en la que el capitalismo occidental favorecía la democracia (en casa; fuera se aliaba con tiranos), igual que favorecía el libre mercado, porque servía a sus fines de expansión por todo el mundo, ahora que se encuentra con la competencia de países que antes no podían competir, el capitalismo occidental redescubre el proteccionismo y el nacionalismo. Y como también es ahora obvio que la promesa de progreso indefinido y de mejora de las condiciones de vida de todos era mentira, ahora que la degradación de las condiciones de vida y medioambientales es patente, necesita gobiernos autoritarios que garanticen el uso de la violencia para defender los intereses económicos de las élites. En un cuento, el narrador brinda con champán por la muerte de Carrero Blanco. Impresiona mucho que ese champán no esté frío… Es que el feliz acontecimiento llegó de manera inesperada. Para la muerte de Franco la gente había puesto ya el champán en el frigorífico. ¿Se sale indemne de un libro como este? Los libros no son peligrosos. Son espacios protegidos para nuestras emociones y nuestra reflexión. Si duelen, los cerramos, aunque solo sea por un rato. Así que sí, se sale indemne, aunque espero que se salga algo turbado. Y también espero que se salga no como quien ha asistido al espectáculo de la vida ajena —con sus partes oscuras y sus partes divertidas, con su seriedad y con su juego—, sino también como quien acaba de asomarse a sí mismo, como individuo y como parte de una sociedad.
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Entrevista a Guillermo Busutil Texto: Fernando Clemot Fotografías: cedidas por el autor ©
Guillermo Busutil (izquierda) con Andrés Neuman
Guillermo Busutil (Granada, 1961) es uno de los referentes incontestables del periodismo literario en este país en las últimas décadas. Sus años como columnista y crítico literario y de arte en La Opinión de Málaga, El País, La Vanguardia y en la dirección de la revista literaria Mercurio lo atestiguan. Junto a esa faceta relacionada con la crítica y el análisis ha desarrollado también una carrera literaria de éxito, en la que destacan sus últimos libros dentro de la editorial Fórcola: La cultura, querido Robinson, de 2019, en que recoge una selección de artículos literarios, y Papiroflexia, un libro de aforismos publicado en este 2022. Sobre este último libro, sobre el género también, queríamos charlar con Guillermo y la charla, como era de esperar, ha sido de lo más interesante.
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Entrevista a Guillermo Busutil
¿Cómo aparece la idea de este libro de aforismos y también cómo lo vas desarrollando, con qué cadencia, qué tiempo te tomas? El libro parte de un envite de Javier Jiménez y Eloy Tizón cuando, en la presentación de Madrid de La cultura, querido Robinson, en 2019, destacaron que muchos de mis artículos en ese libro empezaban con un aforismo o tienen aforismos en su desarrollo. Todo ello dentro de un cuerpo argumentativo de artículo, de fondo. Al acabar, Javier Jiménez, mi editor, me dijo: «Ese va a ser nuestro próximo libro». «Un libro de aforismos —insistió—, ya que es una forma que desarrollas muy bien.» Recogí el guante, consciente de que era un reto. Me puse a releer el libro, pero en relación con lo que hay en Papiroflexia sería no más de un diez por ciento. En Papiroflexia hay setecientos aforismos y en La cultura, querido Robinson no creo que pasen de setenta. Fue el veneno que me alimentó. Me puse a trabajar en ello. Me di cuenta de que era cierto que con cierta facilidad me brotaba el aforismo. Como pequeños relámpagos. También entiendo que afloró un poeta secreto que siempre he tenido dentro y que también está en mi prosa, ese aliento. Me di cuenta de que podía diseccionar el aforismo más clásico, más poético. Lo entiendo como una imagen con un aliento filosófico. Lo estuve trabajando durante un año. A menudo me pasaban cosas curiosas. Me ponía a corregirlos y de pronto salían aforismos en esa misma corrección. Como si fueran permutaciones. Fue un recorrido indagatorio y divertido. El tema principal de Papiroflexia (Fórcola, 2022) es el mundo del libro, del lector, de la reflexión literaria. ¿Qué tipo de observación sobre la realidad crees que exige el aforismo, ese tallado del que hablas? ¿Surge a través de la lectura, de la reflexión? Lo primero que busqué es cómo debía funcionar el ecosistema del libro, sus partes. A lo primero que te tienes que enfrentar es a la propia realidad del aforismo. Coger la posibilidad que te ofrece el lenguaje para jugar con las esquinas de una idea. El aforismo siempre es una idea que tú planteas desde otro ángulo y buscas que la complete el lector. Suele ser una escritura abierta. Hay aforismos que son sentencias, pero me gusta más el aforismo que hace pensar al lector, completarlo. Se hace una reflexión, pero también se propone un juego. Tu imaginación debe completar la plasticidad de la imagen. El aforismo es como una gota que cae en la superficie de un lago y crea una onda que te imanta, crea
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ondas y ondas, que serían la imaginación del lector. Debería tener un componente lúdico. Debería tener una carga de profundidad, incluso política. ¿Cuándo observas que lo que podría ser un aforismo se está haciendo largo, cambiando el sentido y convirtiéndose en otra cosa? ¿Cuáles crees que serían los límites del género? Lo comentaba el día de la presentación y lo comparaba con una receta culinaria. Controlar la cocción de una idea, meterle un pellizco de poesía, que no sea excesivamente poética para que no se coma la idea ni sea tampoco demasiado potente el contenido para que no destruya la plasticidad. ¿Cómo das con la medida? La musicalidad muchas veces te lleva y cierta libertad de género fronterizo, que tiene. Siempre son dos líneas o una. Hay que encontrar un equilibrio entre brevedad, esa concisión, y plasticidad del pensamiento. Un relámpago o una mariposa de una idea. Si lo haces muy largo pierde la música. Muy corto, puedes dejar la idea flotando. El libro está dividido por conjugaciones del verbo leer. Aparte de este pequeño juego, ¿tienen un sentido temático las divisiones que hiciste en el libro o está hecho para crear bloques? Es un juego para crear bloques abiertos. No hay una división tan radical. El libro está contaminado de lo mismo, de su ecosistema. Al principio está más el tema del libro y la palabra y en un segundo bloque está más el tema de la escritura y los escritores. Hay un último bloque, casi un pequeño homenaje a Perec, en que se juega más con las palabras. Los tiempos que se utilizan en las divisiones están siempre en presente o futuro, nunca en pasado. Son aforismos que son eso: presente y futuro. También hay algún juego más: me gusta que sea un libro objeto, desde la propia portada, con ese relieve casi en tres dimensiones, el tamaño moleskine de la colección... Un libro que puedes llevar en el bolsillo, en el que puedes anotar. También es un libro muy femenino, con esa portada, el prólogo de Nuria Barrios y la apertura con unas citas de Almudena Grandes e Isabel Pérez Montalbán. Hemos estado hablando antes sobre ello. Parece que hay una revitalización del género del aforismo y que viene de escritores y editores de Andalucía. Se diría que hay un auge, a través de colecciones de aforismos, premios de aforismo... ¿Cuál es tu opinión?, ¿lo observas también así?
Guillermo Busutil (izquierda) con Mario vargas Llosa.
Lo de los concursos, bueno, ahora es que hay concursos de todo, pero sí. En Andalucía existía ya una tradición desde Carlos Edmundo de Ory, Rafael Pérez Estrada, el Mago, porque era un mago de la palabra, de los sentidos, que dibujaba con la poesía, que supo moverse en ese terreno movedizo que lo separa de la greguería o el proverbio. Fue un libro muy interesante también el de Carmen Camacho, que hizo una estupenda recopilación de grandes aforistas a nivel nacional, pero con una gran presencia de escritores andaluces como Carmen Canet, Andrés Neuman, Erika Martínez, etc. Sí que ha habido una gran eclosión en Andalucía, especialmente de gente que venía de la poesía y que en este siglo XXI, en que se han dinamitado buena parte de los géneros, pues dieron ese paso más hacia el aforismo. Han surgido de ahí nombres importantísimos, también la editorial Cuadernos del Vigía, y el propio Miguel Ángel Arcas, un enamorado del género, de Max Aub, otro de los grandes del género. Con él compartía, hace unos veinticinco años, también el amor por los aforismos de los moralistas franceses, de Chateaubriand, de Canetti o Cioran. Estamos en el tiempo de la brevedad, hay un fenómeno como el tweet que tiene algo que ver en su estructura con el aforismo. También el aforismo permite una lectura sosegada, distinta, como si fuera una caja de bombones: te permite leer uno al día, saborearlo de forma
separada del resto. En una vida de demasiada prisa, de estrés, conviene este tipo de lectura más sosegada. En una línea se puede dar una idea muy completa, casi un poema. Requiere una pausa lectora, que completes con la imaginación. Hay otros tipos de lectura, la llamada americana, la lectura en movimiento, en trenes, en aviones, que pueden estar muy bien, pero a mí me gusta más esta lectura en pausa y reflexión. ¿Qué recepción te gustaría que tuviera el libro, qué sensaciones te gustaría que moviera en el lector? Voy teniendo ya muchas impresiones de lectores tras su aparición y la idea es que el libro vuele lo más alto posible. Lo más lejos posible. Me gustaría que sorprendiera a cada lector, que lo pudiera conmover. He recibido algunas imágenes sobre el libro que me han gustado, desde mariposas que se te quedan dentro, pequeñas palas que te impactan en el corazón o un salto de trapecio, un bucle. Una cosa que me han comentado mucho, y que me gusta especialmente, es que es un libro para regalar. En la Feria del Libro ya lo he visto, personas que venían a comprar un libro pero también compraban alguno más para regalar. Eso puede producir que con tu amigo o compañera no completes el aforismo de la misma manera, no veas el mismo sentido. También esa complicidad a la hora de leer un libro tiene algo de erotismo.
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Entrevista a Antonio Rivero Taravillo Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: cedida por el autor ©
En la obra de Antonio Rivero Taravillo (1963) la literatura cobra un protagonismo fundamental. Novelas como Los huesos olvidados, Los fantasmas de Yeats o 1922 son una buena prueba de ello. Ha recibido el Premio Antonio Domínguez Ortiz por la vida de Juan Eduardo Cirlot y el Premio Comillas por la biografía de Luis Cernuda. Profundo conocedor de la literatura irlandesa y del gaélico, ha realizado una importante labor como traductor, de la que cabe destacar su traducción de la poesía completa de W. B. Yeats. Como poeta ha publicado los libros La lluvia o Lo que importa.
1922 es un libro que viene a celebrar los cien años de unos acontecimientos fundamentales para la literatura. Junto a la figura compleja de James Joyce y el Ulises, usted da protagonismo a T. S. Eliot y la publicación de La tierra baldía. Las primeras páginas están dedicadas a Ezra Pound. ¿Qué papel jugó Pound en la publicación de ambos textos? Eliot tiene en el libro la importancia que merece, que es mucha: si el año comienza con la publicación de Ulises, en octubre y noviembre La tierra baldía aparece en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. La obra de Joyce modifica la idea que tenemos de novela, pero la de Eliot hace lo mismo con la idea de poema. Qué es, de qué habla La tierra baldía son cosas de las que aún se discute un siglo después, y el debate no está cerrado. Para la publicación de ambas obras, y para que sus autores pudieran tener tiempo, atención, contactos, ingresos... fue providencial Ezra Pound, benefactor además de otros como Hemingway, quien también aparece en 1922. Pound fue mucho más que el defensor de las teorías políticas de Mussolini o el paciente de un hospital psiquiátrico terminada la Guerra: fue un defensor de la mejor poesía y la literatura innova-
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dora toda su vida. Para entendernos: está mucho más cerca de Dante que de Meloni. Podemos considerar 1922 formalmente una novela. Sin embargo, al leerla puede dar la sensación de que estamos ante un documental. Todos los personajes, o acontecimientos, son tratados de forma rigurosa y veraz. ¿Ha sido difícil mantener el equilibrio para que la novela no se convirtiera en ensayo? Los protagonistas son autores a los que conozco bien desde hace mucho. De todos los principales he traducido o escrito, y conforme se acercaba 2022, el centenario de los hechos que se cuentan en mi libro, fui teniendo claro que me apetecería hacer algo sobre ellos, acerca de la feliz coincidencia de tanto genio dando el do de pecho al mismo tiempo. Pero lo que fue inicialmente la idea de un ensayo divulgativo se convirtió en novela, novela sui generis del tipo que yo hago. Es como tener la partitura que ofrecen biografías, epistolarios y otros documentos y a partir de ahí hacer una interpretación propia, como la ejecutaría un músico, y más tradicional o de jazz que clásico, con amplio margen para introducir un toque personal. Todo lo importante que se narra en 1922 es cierto, solo me he permitido aderezarlo con descripciones y diálogos (también verosímiles) y, sobre todo, una vocación de estilo en la que no falta el humor, como no escasea en Ulises (Flann O’Brien destacó en su compatriota sobre todo su humor, algo de lo que él mismo no andaba escaso, y según Djuna Barnes Joyce dijo de su libro: «No hay una sola línea seria en él»). A la hora de la redacción definitiva he procurado que los datos no abrumen; quitar fechas y detalles y poner el foco en la atmósfera. Sobre la verosimilitud en Ulises leía hace poco en un artículo de Anne Enright, paisana también de Joyce, en el que aquella venía a decir que «a veces parece que
Woolf, André Gide, Pablo Picasso... ¿Fue 1922 un año irrepetible para la cultura? Fue desde luego un año muy importante, en el que terminada la Gran Guerra eclosionaron las vanguardias que estaban latentes y despegaban, pero que habían quedado en sordina por la tragedia bélica; es decir, apagadas por los cañones. En el libro cuento todo lo que se estaba cociendo en 1922, y también en español, desde el estridentismo en México a César Vallejo en Perú, quien ese año publicó el rompedor Trilce y al siguiente se fue a vivir a París, el espacio en el que casi todo esto sucedió. Porque París, junto con el año, es el protagonista del libro. No solo era la capital de la literatura en francés; también de la escrita en inglés y, de algún modo, de muchas otras literaturas.
los comentadores fetichizan la fetichización de la verosimilitud por parte de Joyce, pues pese a todo el uso que hace de mapas, directorios y horarios de trenes, también escribió lo que le dio la real gana». Esto es, sí, lo principal: convertir en creación lo que podría ser una guía de teléfonos o un manual de literatura. Por las páginas de su libro transitan Paul Valéry, André Breton, Marcel Proust, Virginia
Volviendo al Ulises de Joyce, ¿por qué cree que es un libro que suscita tal fascinación? ¿Qué significó para la literatura su publicación? ¿Cómo fue su encuentro con la novela del escritor irlandés? No hay un solo factor. Hay recursos narrativos como el flujo de conciencia que ya habían sido empleados por otros, pero Joyce lo usa de manera magistral, junto con otros tonos, métodos, estilos. Prácticamente cambia de procedimiento en cada capítulo. El triunfo de Ulises es el del lenguaje y de las maneras de encauzarlo. Siempre he amado Irlanda y su riquísima tradición literaria, en la que Joyce es, si brillante y grande, enorme, un eslabón más. Estudié filología inglesa hasta cuarto curso y si no llegué a licenciarme fue porque me dio la ventolera de lo gaélico (escocés e irlandés). Este es uno de los caudales (solo uno de ellos) que confluyen en Joyce. Luego me vinculé a los actos del Bloomsday en Sevilla y coordiné un volumen colectivo publicado por la Fundación José Manuel Lara cuando en 2004 se cumplió un siglo del día en el que Bloom recorre Dublín y los vericuetos del alma humana.
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Entrevista a Antonio Rivero Taravillo
Joyce recomendaba a su tía Josephine, que tantos datos útiles le había facilitado sobre Dublín, leer previamente la Odisea, o Las Aventuras de Ulises de Charles Lamb: «Puedes leerlo en una noche y lo encontrarás en Gill’s o Browne and Nolan’s por un par de chelines. Después vuelve a probar con Ulises». ¿Qué cambiaría nuestra lectura si tuviéramos en cuenta el poema de Homero? Veríamos que las obras literarias dialogan unas con otras en diferentes grados. Al final de 1922 se habla de una versión que hizo Cocteau de Antígona y estrenó aquel año. También Sófocles está vivo. Y tantos otros. Los clásicos son viejos perros, cariñosos, que nos piden a cada tanto que los saquemos a pasear y les demos agua fresca. En el ensayo Por qué leer a los clásicos, Italo Calvino señala que «cuanto más uno cree conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad». El Ulises de Joyce tiene un enorme aparato crítico. ¿Cree que es importante conocerlo previamente a su lectura o habría que «zambullirse directamente en sus páginas, dejándose llevar por el poderío musical y ambiental de su palabra», como aconsejaba José María Valverde? Creo que Calvino y Valverde tienen razón. No hay que hacer deberes previos. Cuanto más se sepa, mejor; pero para comprender perfectamente Ulises haría falta ser un dublinés de 1904. Y si se llamara no Patrick O’Halloran, por ejemplo, o Perico el de los Palotes, sino James Augustine Aloysius Joyce, mejor que mejor. Lo bueno es que a lo largo de cien años ha habido muchas personas que se llamaban de otra manera y que en mayor o menor grado han disfrutado del libro. Su extensión puede disuadir, pero afortunadamente se puede gozar también leyendo sus capítulos de manera independiente si uno se fija sobre todo en sus procedimientos y estilos. Es usted un profundo conocedor de la literatura irlandesa y del gaélico. Ha traducido a Flann O’Brien —recuerdo ahora La saga del sagú de Slattery— y la poesía completa de W. B. Yeats, publicada en la editorial Pre-Textos. ¿Cómo surgió la idea de traducir a Yeats? La literatura irlandesa es extraordinariamente rica. Tuve la suerte de lanzarme a ella, a través de la música
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y la mitología, cuando era joven, y de estudiar por mi cuenta irlandés o gaélico (aunque en puridad este segundo nombre corresponda a la lengua céltica de Escocia, que también estudié y de la que traduje). Fue eso lo que me permitió poner en español la única novela que escribió en irlandés Flann O’Brien, La boca pobre, y una selección de columnas suyas, La gente corriente de Irlanda, en las que juega con el idioma. Él lo hablaba y escribía a la perfección, no así Joyce o Yeats, quienes tenían un conocimiento muy superficial de la lengua. A Yeats empecé a traducirlo a partir del deslumbramiento de algún poema extraordinario como «Un avión irlandés prevé su muerte». Luego decidí embarcarme —empecé de grumete y acabé de capitán— en la traducción de su poesía reunida, sí. Hay poemas suyos muy oscuros, lastrados en mi opinión por un esoterismo confuso, pero los compensan con creces otros, ya sea de amor de su primera época, ya de preocupación social y política, como «Meditaciones en tiempo de guerra civil», sobre la contienda irlandesa de cuyo inicio también se ha cumplido ahora un siglo (le dedico un capítulo de 1922). Siendo su afinidad por las letras irlandesas tan grande, ¿nunca ha pensado en traducir el Ulysses o el Finnegans Wake? Ambas son tareas titánicas, y la segunda, además, tiránica con la deformación del lenguaje que demanda.
«Hay que tener en cuenta la traducibilidad de las creaciones lingüísticas, aunque los humanos no sean capaces de llevar a cabo tal tarea». Estas palabras de Walter Benjamin hablan de la dificultad de la tarea del traductor. ¿Cómo se enfrenta al texto literario que debe traducir, de qué materiales se sirve? Con audacia y humildad. En general, si hay una sintonía con el autor o con la trama, mejor que mejor. Prefiero traducir poesía porque es el género que con más devoción practico y porque, a pesar de las limitaciones que impone, me siento con una gran libertad. Estos días estoy traduciendo una novela escrita en irlandés: la disponibilidad de diccionarios digitales me ahorra esfuerzo (aunque algunos de esos volúmenes los tengo en papel). Creo que el texto resultante ha de provocar un efecto. Y si se trata de un poema, trasladar la música. En poesía, la traducción literal es la más infiel de las traducciones.
No obstante, en tercero de carrera traduje junto a un compañero un párrafo de Finnegans Wake, tratando de mantener los múltiples sentidos y el festín de las palabras que entre nosotros ha conseguido reproducir como nadie alguien que tiene un apellido que es variante del mío: Julián Ríos. La traducción de Finnegans Wake tendría que ser una recreación. No me importaría hacerla, pero quizá tenga más sentido, aunque no parezca tener sentido, leer el original. Con ocasión del centenario de Ulysses, se han reeditado las traducciones al español que han aparecido hasta ahora —Salas Subirat, Valverde, revisado, Venegas y García Tortosa, o Joaquim Mallafrè, en catalán—. ¿Qué le parecen? También está la de Marcelo Zabaloy (traductor a su vez de Finnegans Wake) y en septiembre ha aparecido la de Carlos Manzano. Todas me merecen un gran respeto. Las he comparado parcialmente (el libro completo solo lo he leído en inglés), y todas tienen sus hallazgos. Quizá optaría por la de Valverde revisada, aunque la de Venegas y Tortosa tiene en Cátedra (no en Alianza, donde se ha reproducido) una excelente introducción del segundo. A la traducción de Mallafrè no me he asomado, pero las referencias que tengo son excelentes.
Como novelista ha publicado Los fantasmas de Yeats, una recreación del viaje que realizó el poeta irlandés con su esposa a Sevilla en 1927, época del homenaje a Góngora de la generación del 27; o Los huesos olvidados, donde aparece Octavio Paz como uno de los protagonistas. Parece que ha encontrado en la literatura la protagonista fundamental de sus novelas. ¿Es así? Así es. No me considero un autor de ficción. Lo que suelo hacer en el ámbito de la narrativa es dar forma de novela a crónicas enfocadas en autores que por un motivo u otro me han interesado, pero con un tratamiento literario en el manejo del lenguaje. En 1922, por ejemplo, hay numerosos guiños y homenajes a lo escrito por los protagonistas. Al igual que está la ciencia ficción o la novela histórica, se podría decir, si no sonara tan raro, que lo que yo hago es literatura ficción. Sevilla y Dublín se unen cada 16 de junio para conmemorar el Bloomsday. ¿Cómo surgió esta celebración en la ciudad andaluza? El alma de todo fue Juan Antonio Maesso, de la Diputación de Sevilla, que convenció a su institución para celebrar ese día, una jornada especialmente bonita porque no se trata de la efeméride ni del nacimiento ni de la muerte de Joyce, ni de la publicación de
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Entrevista a Antonio Rivero Taravillo
Ulises, sino del día en que se desarrolla la acción de la novela. El más literario de los festejos, con lecturas, cerveza negra y riñones. Fue también providencial que fuera catedrático en Sevilla Francisco García Tortosa, especialista en Joyce y uno de los traductores del libro, que supo inculcar el amor por el autor irlandés a muchos alumnos, algunos de ellos, además, luego profesores. Precisamente en Sevilla dirige la revista Estación Poesía. ¿Puede hablarnos algo de esta publicación? Es una revista que propuse al Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (CICUS). Comenzó a publicarse en 2014 y se han publicado ya 25 números. Incluye obra de poetas muy reconocidos y de otros que comienzan, además de reseñas, traducciones y algún artículo, y presta atención tanto a la poesía que se hace en España como a la escrita en Hispanoamérica. Ahora incluirá en cada entrega un cuaderno monográfico. En el primer caso ha sido dedicado a Cernuda en el 120 aniversario de su nacimiento.
Los hilos rotos es su último libro de poemas, Premio Nacional de Poesía Ciudad de Lucena «Lara Cantizani». Antes había escrito El bosque sin regreso o Lo que importa. ¿Qué lugar ocupa la poesía dentro de su producción literaria? Empecé escribiendo poesía y en ello sigo, aunque a veces me ronda la idea de que no tengo ya nada que decir. Esto sin embargo pienso que es un error, porque, aunque los temas lleguen a estar trillados, siempre hay formas nuevas de abordarlos. Para terminar, nos gustaría saber en qué proyectos literarios está trabajando en estos momentos. En el primer trimestre de 2023 aparecerá en la colección Vandalia un libro de poemas mío y, transcurridos unos meses, para darle a ese libro cierta vida sin que lo atosiguen sus hermanos, quiero empezar a sacar de forma ordenada el resto de los libros de versos, pues tengo numerosos inéditos, una cifra que no voy a dar aquí porque me parece obscena (no son sesenta y nueve, pero se acercan). Por otra parte, tengo terminada
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una novela más de ese tipo particular que frecuento: es la biografía novelada de un poeta inglés muy singular que, por cierto, estuvo internado cuarenta años en el mismo sanatorio psiquiátrico en el que lo estaría Lucia, la hija de Joyce. Biografía ortodoxa y canónica, sin más ficción que la que sobre su propia vida proyectó el protagonista, muy fantasioso, también estoy escribiendo: estos días pulo la de uno de los mejores escritores españoles del siglo XX. En cuanto a traducciones, he decidido dejar a un lado las que pueden hacer otros, libros de prosa sin mayores complicaciones, y centrarme en la traducción de poesía, que me exige y da más. Textos preferentemente de lenguas a cuyo estudio he dedicado mucho tiempo y que, si no lo hago yo, me temo que se van a quedar sin traducir: textos escritos en irlandés de cualquier época, más otros en gaélico escocés y galés medieval de tiempos anteriores a lo único que se conoce algo fuera de Gales, los Mabinogion.
Entrevista a Susana Fortes Texto: Bel carrasco Fotografías: Carlos Ruiz ©
Susana Fortes posee un registro muy amplio. No es de las autoras acomodaticias que se repiten cuando encuentran la fórmula del éxito, sino de las exploradoras que se arriesgan con cada libro. A partir de su brillante debut con Querido Corto Maltés, premio Nuevos Narradores publicado en 1994 por Tusquets, lo ha demostrado en una docena de títulos, relatos ambientados en distintas épocas y lugares por los que desfilan personajes históricos como el fotógrafo Frank Capra, o inspirados en ellos como el protagonista de El amor no es un verso libre, trasunto del poeta Pedro Salinas,
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Entrevista a Susana Fortes
amén de otros muchos míticos e imaginarios. Nacida en Galicia y residente en Valencia, donde da clases de Historia del Arte en un instituto, encarna una fusión del Atlántico y el Mediterráneo que se refleja en una prosa que armoniza la sensualidad plástica levantina con la contención y sobriedad propia del norte. Aunque sus obras no pueden calificarse específicamente de autoficción, ella está muy presente dando aliento a sus personajes. Mitómana y cinéfila, sus historias suelen tener un trasfondo histórico, culto y artístico que, combinado con una dosis de intriga, las hace amenas y a la vez dotadas de una capacidad reflexiva. Su décimo tercer título, Nada que perder, inaugura la rentrée editorial de Planeta. Un relato ambientado en Galicia en dos momentos, 1979 y 2004, un arco temporal que le permite plasmar la etapa más negra del tráfico de heroína. En A ventos, pequeña localidad fronteriza lindante con Portugal, desaparecen Hugo y Nico, dos niños de ocho y doce años. Blanca, la niña que siempre juega con ellos, es encontrada poco después flotando en el río en una cestilla de mimbre, pero ha olvidado lo ocurrido en las últimas horas y jamás volverá a recordarlo. Veinticinco años después, aparecen los huesos de los niños y un periodista local interesado en el caso se pone en contacto con Blanca, que trabaja en el mundo editorial en Copenhague. A diferencia de la mayoría de thrillers, protagonizados por policías o guardias civiles, aquí es una de las personas implicadas en los hechos y un periodista quienes llevan el peso de la investigación en un entorno de suspicacias y silencios cómplices. Combinando la memoria fragmentada de ella y los testimonios de los habitantes del pueblo que él recoge, se va recomponiendo la imagen del pasado en torno a los paraísos e infiernos de la infancia y de la familia, y los secretos compartidos por una comunidad que prefiere mirar hacia otro lado. «Conforme él iba hablando, empecé a vislumbrar la atmósfera cargada de un pueblo con una carretera oscura, un pasado envenenado, perros ladrando, días de viento, peluquerías baratas, puestas de sol agotadoras y una generación entera asomada al futuro del dinero fácil y las motos de gran cilindrada.»
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Nada que perder es tu novela número trece. Supongo que no padeces triscaidecafobia pero no deja de ser una cifra simbólica, sobre todo por las otras doce anteriores, que además son relatos muy variados. ¿Cómo definirías el hilo conductor que los une, aparte del hecho de haber salido de ti? Me gusta explorar territorios diferentes. Pero entre la Lisboa de Querido Corto Maltés, la Florencia del Renacimiento en Quattrocento, el Madrid de la Guerra Civil de Esperando a Robert Capa, el Londres de la Segunda Guerra Mundial de Septiembre puede esperar o el Baixo Miño de Nada que perder creo que hay una voz reconocible que es la mía, al menos eso es lo que dicen mis lectores. Esa forma personal de abordar la escritura es, a la hora de la verdad, donde un escritor se la juega. Para entender plenamente el significado del título hay que llegar a la página 291. «El arte de perder no es difícil —decía la poeta Elizabeth Bishop—. Perdemos cosas cada día: lugares, tiempo, personas amadas...». ¿Qué es lo que más temes perder en este momento de tu vida? Lo que más temo perder son las personas a las que quiero. Creo que ese terror atávico nos une a todos. Todo lo demás tiene arreglo. La desaparición de dos niños en un pueblo gallego. Una primera aproximación a la historia hace pensar que se trata de una de esas novelas negras tan en boga con mucha acción y numerosos cadáveres. Pero en realidad es algo más profundo y complejo. ¿No temes que quien desconoce tu obra etiquete Nada que perder como una negra más? No. Los géneros al fin y al cabo son una convención. Un recurso para tratar los grandes temas que nos importan y que desde los griegos no han cambiado
en vilo al sultán a base de suspense, esa cuerda tensa que tan bien manejaba Hitchcock. No es tu primera novela ambientada en Galicia, de la que ofreces aquí una imagen con fuertes claroscuros. El trasfondo de la guerra civil, el contrabando, el narcotráfico y una aguda descripción del peculiar carácter de sus gentes. El silencio de una comunidad turbada por un crimen. «A la gente de aquí le gusta saber que, por mal que le haya ido en la vida, siempre podía haber sido peor.» Es una novela muy atlántica. Galicia es algo más que un escenario, es casi una metáfora de la novela. En Galicia todo son curvas, como en las carreteras de nuestra infancia. En la vida también hay verdades a las que no puedes llegar en línea recta. Ahora bien, el hermetismo de la gente no es exclusivo de Galicia. Se da en todos los universos cerrados, en la familia, en los lugares donde todo el mundo sabe quién es quién, donde quedan cuentas pendientes. Ocurre lo mismo en un pueblecito de Islandia, en una isla italiana o en una aldea gallega. La condición humana es así.
mucho: la infancia perdida, la memoria, la aventura, la lucha contra la adversidad, el enigma cuya solución está en el fondo de uno mismo, el riesgo, la amistad, los caminos… Por otra parte la intriga y el suspense no son exclusivos del thriller. Están en el mismo origen de la literatura. En Las mil y una noches lo que permite sobrevivir a Sherezade cada amanecer no es otra cosa que el arte de mantener
A través de las evocaciones de Blanca plasmas una visión dual de la infancia como un fugaz paraíso que no excluye el infierno. Las aventuras y descubrimientos y, por el lado oscuro, el horror que acecha. ¿Hasta qué punto la niñez modela nuestra identidad? La infancia es el territorio mítico por excelencia. Tenemos tendencia a idealizarla. Pero en la infancia también existe el terror, los peligros, el miedo. Los niños son seres con criterio que conocen la soledad y los monstruos, como sugiere la cita de Lorca con la que empieza la novela. La memoria es el tema central. La memoria mutilada de Blanca y su deseo de recuperar los hechos abriéndose paso a través de los
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agujeros negros de sus recuerdos. «La memoria es un terreno de riesgo», has dicho. ¿Existe un nombre científico para denominar la amnesia puntual que sufre la protagonista? Lo que sufre Blanca es amnesia postraumática, que afecta solo a ese episodio de su vida. El neurólogo Oliver Sacks escribió mucho sobre la memoria. Es un mecanismo de defensa fascinante. A veces nos es fiel. Y otras, no. Después de un trauma es frecuente encapsular todo aquello que nos puede poner en peligro, como hace Blanca: «En algún momento, no sé exactamente cuándo, decidí construir un submarino de titanio para sumergir en estado puro cualquier cosa que hubiera podido ocurrir entre las cinco de la tarde y la medianoche del sábado 12 de agosto de 1979». En cierta ocasión me dijiste que los escritores sois vampiros de otras vidas. ¿A quién has vampirizado en esta historia? ¿Tal vez a los personajes inolvidables de tu infancia? Escribes con todo lo que llevas en las alforjas: lo que has vivido, los libros que has leído, las películas que te han marcado, los periódicos, las series, la belleza, las conversaciones de café, las frases pilladas al vuelo en un autobús... Somos cazadores. «Mejor desaparecer que decepcionar.» Parece que es la filosofía de Blanch, la madre de Blanca, una mujer muy peculiar. La familia como nido protector o cuna de horror es otro de los eslabones que encadenan este libro. Blanch es un personaje que me interesa muchísimo. Creo que merecería una novela por sí misma. La manera de afrontar la vida y la maternidad de esa generación de mujeres que eran muy jóvenes durante la Transición... ¿Los niños desaparecidos de Trasaguas existieron en realidad? Hoy día ya no es posible pensar en la indiferencia colectiva ante una tragedia así. ¿Tal vez por eso sitúas la acción en 1979?
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Existen en los dichos y cantares populares, quizá como una manera de conjurar el miedo y los peligros. Yo no tengo tan claro que hoy en día no exista también en alguna medida eso de mirar para otro lado. La letra lambda, el trisquel celta, flechas, cruces... Los elementos míticos e incluso bíblicos —la cestilla de mimbre en la que encuentran a Blanca— impregnan el relato. ¿Era inevitable en un escenario telúrico y fronterizo? El yacimiento arqueológico del monte Tecla es un lugar muy emblemático de la cultura celta. Fue poblado prerromano, pero en realidad estuvo habitado desde la Edad de Bronce. Las piedras están llenas de signos y símbolos. En Galicia, igual que en otros lugares de la cornisa atlántica como Bretaña, Normandía o Irlanda, perviven aún muchos rasgos de pensamiento mágico. Ese sustrato también está en la novela. ¿Por qué dedicas el libro a Alfons Cervera? ¿O se trata de algo personal? Algo personal es el título del último libro de Alfons y es un homenaje delicioso a los libros olvidados, a los escritores desaparecidos, a aquellas novelas de la colección Reno, del Círculo de lectores, a las novelitas de quiosco, despreciadas por el canon académico pero que fueron nuestras lecturas madre que acompañaron a toda una generación en años muy oscuros. Me encantó el libro y Alfons es un amigo del alma. Así que la dedicatoria es por Algo personal. Y por algo personal. Hija de escritor, hermana de periodista y creo que también pareja. Es lógico que aparezcan periodistas en tus libros. Háblanos de Lois Lobo, el desencadenante de la acción. No es un hombre simpático. Es un tipo de pocas palabras, muy gallego, con su chaquetón marinero de Corto Maltés y sus botas todo terreno, muy obstinado, de los que se paran en una esquina a escuchar el viento. Blanca y él son muy diferentes, pero hay algo que ambos tienen en común. Y ahí lo dejo.
La vida breve
Barcelona Yannis Lobaina
El veintiséis de julio del 2010, Valentina llegó por primera vez a Barcelona. El corazón le saltaba en el pecho con tantas emociones encontradas. Viajó 7887 quilómetros (4901 millas) en un vuelo de nueve horas y cincuenta y cuatro minutos a ochocientos quilómetros por hora desde la Habana hasta la ciudad condal solo para sanar las heridas de ese aciago año. Aún bajo el efecto del jet lag, asistió a su primera lectura de cuentos y habló con pasión del legado catalán en Cuba: de la inauguración del Teatro Principal de la Habana de Bernat Llagostera, que fue su primer empresario; de El Papel Periódico de La Habana, cuyo editor y propietario fue Francesc Seguí; de las dos imprentas propiedad de los catalanes Palmer y Seguí, en La Habana de principios del siglo XIX… Valentina sonreía como solo sonríe una mujer satisfecha y dolida. Al día siguiente, antes de recorrer la ciudad, Valentina buscó en su cartera su mini iPod violeta. Respiró profundamente y conectó los auriculares. Había cuidado minuciosamente la banda sonora para su caleidoscópica memoria de viaje: «Vente negra» de Habana con Kola, en la divina voz de su querido amigo Donovan, «Barcelona» de Freddy Mercury y Montserrat Caballé, «Benvolgut» de Manel, «Utòpics, idealistes, ingenus» de Pau Alabajos y «Para luego es tarde», tema tributo a Emiliano Salvador. Se acercó a las famosas Ramblas donde había quedado con Alejandro para recorrer algunos rincones de la ciudad.
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La vida breve
Yannis Lobaina. Barcelona
Caminaron en silencio hasta el Museo de Historia de Barcelona, en la Plaza del Rey, donde Alejandro le mostró la muralla romana de diecisiete metros, del siglo IV. Valentina estaba impresionada. Era como estar sumergida en una miniciudad. Luego, entraron en la Basílica de Santa María del Mar, el mejor ejemplo del gótico catalán en Barcelona, según explicó un conmovido Alejandro a la emocionada Valentina. Esa tarde, Valentina marcó en su mapa los rincones literarios y bares que quería visitar durante su corta estancia. Sus ojos estaban atentos para descubrir no sabía bien qué, quería dejarse llevar por su intuición y sanar sus grietas de dolor. En la Librería Laie —había leído que era la librería de referencia para Julio Cortázar en sus últimas visitas a la ciudad— releyó Instrucciones para llorar. Agarró fuerzas y salió rumbo a la playa de la Barceloneta, alejándose del bullicioso centro. A la orilla del mar, le escribió una larga carta a Alejandro que luego dobló lentamente, convirtiéndola en un barco de papel, y la arrojó al agua. La complicidad sutil del mar, las olas empujando la frágil nave a la deriva y la brisa del Mediterráneo le hicieron olvidar por unos instantes sus tristezas. Encendió su mini iPod violeta y regresó al hotel cantando: Valentina siempre canta cuando tiene miedo, cuando le duele algo.
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Yannis Lobaina (Baracoa, 1979) es narradora, cineasta y fotógrafa cubana. Desde el 2016 vive entre La Habana y Toronto, Canadá. Recientemente publicó Sign in my path, Canadiana Boots y Deeply rooted. Como escritora, actualmente trabaja en su próxima colección bilingüe de cuentos cortos y fotografías inspirada en su proceso como inmigrante entre Cuba, Halifax y Toronto. Ejemplos de su obra pueden verse en el web https://enlareddeltiempo.com/.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos
Débora Benacot Pasatiempo No sirve resistirse. Hay que dejarse llevar, acompañar el fluir de los eventos, adaptarse a la nueva circunstancia, tomarla como un juego. Estamos aquí, es nuestro sino. Para qué patalear si ya sabemos dónde termina toda chispa de rebelión. Estrellada en el fondo de este pozo transparente, hecha montón, como si nada. Uno encima del otro. Demasiado pequeños. Nuestro destino tatuado en la piel de la velocidad constante. Los fatalistas hablan de la gravedad del asunto. Otros, en cambio, preferimos aceptar estoicamente la condena. A través del vidrio, los curiosos nos ven caer. Contemplan con ansiedad el espectáculo. No importa. Es circunstancial, recuerden. Ahora, abajo. Un minuto después, arriba. Solo es cuestión de que aparezca la Gran Mano que todo lo orquesta y dé vuelta, una vez más, este reloj de arena.
La suerte del entomólogo Quién iba a decir que estar desde pequeño interesado en los insectos traería a la larga tantas satisfacciones. Como la de pasar muchas horas al asombro de la naturaleza, corretear especímenes con el cazamariposas, respirar aire puro... O la de disfrutar del concierto que dan las hadas. Ser testigo privilegiado de sus voces iridiscentes, sus clamores piadosos y feéricos en mitad de la bruma de polvo mágico, justo antes de ser traspasadas por los alfileres sobre el panel de corcho.
Tortura china Otra noche boca arriba en tu cama. Y la gota repitiéndose: tam, tam, tambor que insiste sobre lo inmóvil de tu frente. En la angustia, incluso has probado improvisar una especie de meditación masoquista. Pero no sirve, pero nunca alcanza. Lágrima que cae una vez más en el centro exacto de la memoria. Porfiado trépano de esa ausencia que ya no te dejará dormir en paz ni pensar en otra cosa.
Débora Benacot (Mendoza, Argentina, 1976) egresada de Letras (UNCuyo), es autora de cinco poemarios y del libro de microficciones Escrito en un grano de arroz (2014). Como parte de la Cofradía del Cuento Corto (Triple C) publicó Con la literatura no se juega (2012) y Beber para contarla; cosecha tardía (2017). Participó en diversas antologías y revistas nacionales e internacionales. Actualmente reside en California.
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El castillo de barba azul
Poemas inéditos
Bernat Murcia I Destacan en la historia los templos, las pupilas anuladas de las estatuas, ojos que observan la noche geométrica de los tiempos, mármol, ojos en blanco, frontispicios donde los matrimonios funcionan como una leyenda fecunda, donde los hijos son gratos para padres y para madres. El mármol impregnado del rocío de cada nueva mañana secular, mármol geométrico y húmedo bajo el sol, mármol impasible como un dios, porque ese mármol, porque esas estatuas son dios. Decapitadas estatuas y todavía impasibles y perfectas, como si nada. Como dioses que no pierden la cabeza. Matrimonios que combaten a vida o muerte por el amor mitológico y excluyente del vástago ante las anuladas pupilas de las estatuas. Siempre es el padre quien muere, siempre el padre con su estruendo, con sus barbas, es quien pierde la batalla, quien muere abandonado por su prole tras tanto trabajo, tras tanta muerte repetida, tras tanto tanto vestir harapos para que se vista el vástago. Porque es la inmortalidad
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un privilegio mariano. Siempre el mito transversal del bobo con aspecto de patriarca, ensangrentado en una trifulca de mujeres desgreñadas e hijos abducidos. II La historia siempre es un círculo incompleto y por ello rota y construye el futuro contemporáneo en busca de la curva que le falta. La historia permanece rota, carece de la curva que le falta mientras avanza creativamente en la noche de los tiempos que nunca acaba. Las voces de mi tráquea son un círculo incompleto y por ello rotan, se adentran en la sombra, siempre inefable, para completarse. Dicen «tabaco», dicen «ventana», pero no hay tabaco ni ventana sino el eco mental
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El castillo de barba azul
Bernat Murcia. Poemas Inéditos
que rota como un deseo en busca del tabaco, de la ventana que siempre escapan como una entelequia. Un día una voz mía halla tabaco, tiene mucho sueño de tabaco, así que echa un pitillo y quisiera tragarse la lengua porque la encuentra amarga, porque no era ése el tabaco de su mente. Un día una voz mía halla una ventana, echa un vistazo y quisiera saltar a través de ella hacia la sombra de su sueño, hacia el sueño de su vértigo, porque no es ése el paisaje que soñaba su sombra. Y siempre que mis voces nombran son voces fallidas, se equivocan como es fallida y se equivoca la historia, como es fallida y se equivoca el hambre, como es fallido y se equivoca el sueño. Siempre que mis voces nombran viven y mueren de sed, de deseo, beben el agua negra de las palabras para calmar el círculo inconcluso de su magma, de su diafragma, y la convierten en aves muertas que se pierden en la noche de las voces que hay en mi tráquea y que desconocen mi nombre. Así mis voces, así la historia, así las ratas que infestan todas las visiones con su voracidad humana
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rotan en balde, llevan la utopía en los ojos para cerrar el círculo del hambre con una nueva hambre.
III En los parques infantiles uno se sienta en un banco y lee el eterno prólogo embrionario del sueño histórico, sueños agolpados ante la escalera del tobogán, sueños que se empujan, sueños que esperan a su padre al final de la caída, sueños con costras y brechas en la frente. Ése es el prólogo eterno de la historia. Los gérmenes que aprenden a matarse, que hacen cola, se golpean, se empujan, aprenden a ser violentos por turnos, aprenden a dar una impresión pacífica ante la maestra, ante la madre, ante la tele y finalmente ante su conciencia. Aprenden a envejecer muy rápido los gérmenes históricos. Saben que en el parque pueden ser ellos mismos. Saben que en el parque pueden ser asesinos. El resto del tiempo uno ha de disimular. El resto del tiempo hay que ser muy viejo y andar por las calles de la historia, por las plazas, junto a estatuas ecuestres, con los labios bien ajados y sellados.
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El castillo de barba azul
Bernat Murcia. Poemas Inéditos
IV Luego está el insomnio de los pobres, la falta de sueños de los pobres, el escaso sueño de los pobres cebado con cafeína y con Diazepan, enjaulado como un león la noche antes de saltar a la arena del circo romano. El sueño ligerísimo de quien se huele la sangre en el alba, de quien mira el reloj y calcula con resignación las pesadillas que caben hasta que suene la alarma. Sueños de duermevela sostenida donde el deseo del pobre no sabe dónde meterse entre tanto gladiador endiosado y entre tanta amenaza. Porque tienen deseo los pobres. Detrás de sus ojeras, debajo de sus harapos, después de sus jornadas, hay un deseo de mierda que lucha por realizarse en el sueño que no llega. Todo es mierda en la vida y en el sueño de los pobres.
Bernat Murcia González (Barcelona, 1981) ha publicado el poemario Pesadilla en todas las calles de North Bend (Versátiles, 2021), además de varios poemas en revistas literarias. También ha participado en el festival internacional Nos queda la palabra, organizado por la Universidad de Manizales, Colombia. La presente selección de poemas corresponde al poemario inédito La historia de siempre, de corte historicista.
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La sociedad de masas: un coloso de hierro Por Fernando Clemot Erigir un coloso de hierro. En el otoño de 19151 se levantó una estatua de madera de doce metros de altura del general Hindenburg en el Tiergarten de Berlín, cerca de la columna de la Victoria. El público que se acercaba a ella donaba una pequeña cantidad para fijar un clavo de hierro o latón en la madera y construir así una estatua de acero, un nagelmanner2. Cuando se clavaba la pieza de metal se debía recitar una pequeña frase, como un hechizo para transmitir fuerza al héroe, al hombre de hierro que se estaba forjando: «Que Dios proteja a Paul von Hindenburg». El conjuro. Invocar la imagen del héroe revestido en metal para así darle fuerzas y protegerlo, hacerlo invulnerable frente al enemigo. Se recaudó de aquella manera más de un millón de marcos que se enviaron como apoyo al frente y el sistema se exportó a más de cien ciudades de Alemania que crearon sus propios hombres de acero. Hindenburg era entonces el héroe de Alemania, el vencedor de Tannenberg y los lagos Masurianos, el héroe que había aplastado a los rusos de una manera casi defini1. Era el segundo año de la Primera Guerra Mundial. El frente se había estabilizado, se habían atrincherado las partes y apenas hubo movimientos de importancia en el frente oeste. Es también el año de la victoria alemana sobre los rusos en los lagos masurianos —en la que tiene un papel directo Hindenburg—, del desastre inglés en Galípoli y de la entrada de Italia en la guerra. 2. La tradición de las figuras con clavos (Stock im Eisen) tiene una primera representación en el siglo XVI, en 1553, en el Graben de Viena, cuando cada aprendiz clavaba un clavo en el tronco de un árbol al terminar su aprendizaje.
tiva. La veneración al héroe, al caudillo. La masa reverenciando al hombre que ha de salvar a la patria. Este tipo de homenajes no eran nuevos ni serían extraños —solo tendríamos que pensar en la Antigüedad, con Alejandro Magno o Julio César o con personajes más cercanos como Napoleón, Wellington, Simón Bolívar o Lincoln3—, pero en su momento sí que sorprendieron porque nunca se había llegado a tales niveles de exaltación y veneración de la figura del líder como a principios del siglo XX. Algo había cambiado: se había traspasado una barrera. Había nacido la era del culto a la personalidad4. Estas primeras décadas del siglo XX subliman la imagen del líder, del caudillo del pueblo. Por todos los rincones de Europa se reproducen «los hombres fuertes» de los que hablaría Ortega y Gasset en La rebelión de las masas (1922). Y este patrón se repetirá hasta la exasperación en interminables figuras —ya no solo en Europa—, en esos hombres fuertes, como Churchill, Roosevelt, Stalin, Hitler, Mussolini, Salazar, Francisco 3. O poco después el culto a los héroes de la Revolución rusa y sus antecesores: Lenin, Stalin, Marx, Engels... 4. Se podría establecer alguna semejanza entre estas figuras reverenciadas y la figura del santo de la Iglesia cristiana. Se personifican en el héroe algunas cualidades —valor, patriotismo, entrega, firmeza, liderazgo—, se convierte en un modelo de vida, de ciudadano, de una forma muy parecida a la del santo en el culto cristiano. También hay algunas de estas figuras que, al fallecer, el sacrificio, se convierten en un símbolo más importante, más fuerte y venerado —Lincoln, Kennedy, Juana de Arco, Michael Collins—, como si con su muerte se pudiera trascender el ejemplo, como si su pérdida hubiera sido para salvar a una nación o una sociedad.
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Fernando Clemot. La sociedad de masas: un coloso de hierro
Franco, Haile Selassie, Juan Domingo Perón, el Che Guevara, Eisenhower, Kennedy, Mobutu Sese Seko, Juan XXIII y un largo etcétera5. La sociedad había cambiado y demandaba un nuevo tipo de dirigente; ya no se buscaba el culto a una entidad que conectara con la deidad —el monarca6— sino un hombre hecho a sí mismo; un hijo del pueblo con la cualidad de poder ver más allá, de dirigir a la masa. Alguien que pudiera predecir, pero también gobernar con mano dura en los momentos de duda. Este nuevo culto a la personalidad se intensifica en los años veinte y treinta del siglo XX. Pese a que el fenómeno aparece con fuerza en estos años, tenía una base anterior que arraiga con los cambios sociales que modifican la educación en la segunda mitad del siglo XIX. Aquella nueva forma de entender al individuo, su utilidad, era un cambio que venía gestándose desde, al menos, tres generaciones. El escenario también estaba cambiando a una velocidad vertiginosa. La aparición de las maquinarias de vapor, base de la primera revolución industrial, seguida de la energía eléctrica y de los motores de combustión cambian la sociedad occidental en pocas décadas. Surgen nuevos medios de información y de transporte —el telégrafo, el ferrocarril, el vehículo a motor—, las noticias se propagan de una forma más rápida, agresiva y fulminante. Para un campesino francés de principios del siglo XIX era más difícil tener una información directa y constante de su líder —Napoleón, o alguno de los reyes de la restauración borbónica— que la que podría tener un ciudadano en la Alemania de la guerra franco-prusiana, la Primera Guerra Mundial y, posteriormente, en
5. No abundan mucho este tipo de figuras femeninas. Las hay, pero cobran mayor relevancia en las últimas décadas, con el auge de la revolución feminista, aunque cabe destacar algunos referentes anteriores como Juana de Arco —importantísima para el nacionalismo francés—, la reina Victoria o Cristina de Suecia, ensalzada por la Contrarreforma como un ejemplo de conversión de la fe luterana a la católica. 6. Algunas coronaciones que hemos comentado —Napoleón Bonaparte, Henry Christophe—, pero también otras personalidades como el general Bernadotte, Leopoldo I de Bélgica o Maximiliano de Méjico, buscaban con la entronización ese tipo de conexión, reconocimiento y diferenciación de la masa. Todo ello pese a provenir la mayoría de ámbitos no relacionados con las familias reales.
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el Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial o en la Italia fascista. El desarrollo frenético de la prensa, la fotografía, el cine, la radio y todos los nuevos inventos de finales del siglo XIX y principios del XX servirán para ampliar el eco y la propaganda en torno a unos liderazgos que emergen de una forma continua y virulenta. La imagen del líder llegará ahora a todos y en todo momento. El resultado de este nivel de comunicación es también el surgimiento de iconos de poder globales en la ciencia, el pensamiento o el espectáculo. Ya no son únicamente celebridades nacionales o locales. A la primera generación de este tipo de icono pertenecieron personajes como la reina Victoria del Reino Unido, Darwin, Marx, Livingstone, Sarah Bernhardt, Rodin, Madame Curie o Edison. Estatua del General Paul von Hindenburg. Fotografía: Diplomatic Security Service
Aparece una identidad global de las grandes personalidades que llega también a la literatura y al mundo del arte. Hay un conocimiento más amplio de las literaturas que no son las propias. Este fenómeno coincide además con el auge de dos literaturas ausentes del canon occidental hasta el momento: la norteamericana y la rusa, que pronto generan figuras mundialmente reconocidas como Tolstói, Dostoievski, Melville, Mark Twain o Edgar Allan Poe. Esta lista se une a los grandes nombres que surgen de las grandes literaturas europeas como la francesa, la inglesa o alemana, en menor medida en las voces de los Dumas, padre e hijo, Jules Verne, Victor Hugo, Zola, Flaubert, Charles Dickens, Goethe, Hoffmann, Walter Scott o las hermanas Brönte. Otra variante de este conocimiento más rápido y general del saber, como de la propaganda, es la aparición de arquetipos literarios que estarán también dominados por las culturas preponderantes —la francesa y la anglosajona especialmente—, que crean un cúmulo de personajes literarios que llegarán a reconocerse en todo el mundo. En esta lista podríamos incluir a personajes literarios como Sherlock Holmes, el capitán Nemo, Madame Bovary, el capitán Ahab, Bartleby, Ebenezer Scrooge, Huckelberry Finn, D’Artagnan, Edmond Dantès, Jean Valjean, Cosette, Margarita Gautier, etc. Se crea al mismo tiempo también un catálogo general de monstruos literarios: Frankenstein, el Hombre de Arena, Drácula, el doctor Jekyll y míster Hyde, Moby Dick, la Eva Futura, el Hombre invisible, el Golem, el Fantasma de la Ópera, etc. También aparecerán, con cuentagotas, personajes referenciales o arquetipos de otras literaturas como podrían ser Don Juan, Raskólnikov, Guillermo Tell, Bezújov, Bolkonski, Ana Karenina o incluso el largo reguero de personajes infantiles creados por los hermanos Grimm o Hans Christian Andersen a mediados del XIX. La rapidez de las traducciones y la fuerza de los modelos crea un fondo de cultura literaria occidental. La literatura creará ficciones y personajes, pero también se convertirá en un medio de exaltación y propaganda de las formas de vida y valores de las culturas preponderantes. También nace en este periodo una nueva sensibilidad que con el tiempo pasará del Reino Unido al resto de países europeos y al otro lado del Atlántico. Un nuevo enfoque en la formación de la juventud. Si hasta las últimas décadas del siglo XIX los ideales de la educación estaban basados en el desarrollo intelectual del
individuo, a partir de esa década esta formulación cambia por completo. Y era lógico que todo empezara por la nación que gobernaba medio mundo. El Reino Unido se había convertido en un gran imperio, todavía en fase de expansión, y resultaba más conveniente una juventud centrada en el culto al cuerpo que a las capacidades intelectuales o artísticas. Es el fin de la juventud erudita y aventurera —también crítica y hasta levantisca— de finales del siglo XVIII y de principios del XIX que no tenía sentido en esta nueva realidad. No interesa seguir armando intelectualmente a la juventud que décadas atrás ha participado en la revolución tecnológica y en la aparición de las monarquías y repúblicas parlamentarias europeas. Se necesita una masa vigorosa y acrítica. La enseñanza comienza a centrarse en lo físico, a través de un sistema educativo fiero y despótico, y aparecen en las escuelas públicas los deportes de equipo —el rugby, el críquet, luego el fútbol— ideales para crear un régimen disciplinado y enérgico. Los colegios son más cuartel y menos escuela. Aparece la camaradería de grupo. Un individuo más social y menos individualista. Los antiguos atenienses europeos se habían convertido en espartanos. Las últimas décadas del siglo XIX encumbran este cambio de espíritu y el modelo británico pronto comienza a reproducirse en otros lugares. La disciplina, la rigidez, el esfuerzo físico, las asociaciones grupales, los equipos deportivos. Hay un nuevo modelo de joven: menos idealista, más disciplinado, más físico, protegido por una masa que lo integra y anula a la vez. Se cohesiona el grupo social, el individuo obra siempre en relación con un supuesto bien superior y colectivo, y no tanto con su juicio propio. El individuo forma parte de un engranaje. Pronto la mayoría de las elites europeas se forjan en este modelo de educación. Para estrechar el control sobre este nuevo ciudadano aparece también el asociacionismo juvenil, que pretende cubrir también el espacio de la educación del joven que hasta entonces escapaba del impacto de la disciplina de las aulas: su tiempo libre. En 1908 surge el movimiento scout en el Reino Unido, creado por Robert Baden-Powell, que reproduce en sus asociaciones algunos esquemas que ya había probado en la guerra bóer, una década antes. Rigor, disciplina, despliegue físico, formación moral, uniformidad. Adoctrinamiento. El movimiento tiene sus réplicas e imitaciones en otras corrientes del norte de Europa y América. También nacen otras visiones con el mismo objetivo de fondo,
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como los wandervogel7, que aparecen en Alemania a principios del siglo XX. En este tipo de asociaciones se habla ya de conceptos como regeneración, vuelta a los orígenes, a la naturaleza, pero cada vez con más insistencia lo hace también de la raza, de la degeneración y la pureza de la misma. El fermento del fanatismo que arrasaría Europa en los siguientes cuarenta años. *** El mundo del arte también se ve afectado por esta tendencia a la asociación de individuos. Nace el corporativismo artístico. Los movimientos estéticos se vuelven más férreos en sus preceptos y objetivos, y se produce una pérdida de la individualidad del artista, un concepto inherente al arte desde el Renacimiento. Surgen los movimientos rupturistas, pero siempre dentro de un entorno grupal8, un deslizamiento esbozado ya por las corrientes artísticas anteriores —realismo, expresionismo, simbolismo, incluso el fauvismo, que podría marcar la frontera de estos cambios—, que, pese a mostrar cierta fidelidad a una corriente estética y de pensamiento, siempre mantenían una cultura individual, de propiedad artística, nunca de asociación alrededor de proyecto o unos preceptos marcados. A principios del siglo XX surgen los «ismos», que marcarán este cambio de concepto. El futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo e, incluso unas décadas después, el neorrealismo en el mundo del cine.
7. Los wandervogel (traducción del alemán: ‘pájaros errantes’) surgen en Alemania en 1896 y pronto se implantan en todo el país e incluso se traslada su ideología a otros lugares como los países nórdicos. Se basa el movimiento en un espíritu crítico con el desarrollo urbano y la industrialización, «la búsqueda y descubrimiento» de los bosques y la naturaleza. Surge también una mística de lo natural, que se acaba emparentando con un ensalzamiento de los supuestos valores de la Edad Media y los caballeros teutónicos germanos. A partir de 1933 estos grupos —que llegan a tener casi cien mil asociados— acaban siendo fusionados o absorbidos dentro del movimiento juvenil nacionalsocialista, las Juventudes Hitlerianas, creadas en 1926 y que en parte reproducen su ideología de fondo. 8. Años más tarde, el director de cine Frank Capra lo denostará y resumirá a la vez: «El arte no puede ser un comité. Solo puede ser la extensión de la sensibilidad de un individuo».
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A partir del Primer manifiesto futurista, publicado en febrero de 1909, se multiplican las proclamas, las firmas con las que grupos de artistas quedan sujetos a unas normas o consignas9. Los ideales que se propugnan inflaman a estos grupos que presionan, se burlan, detestan el pasado o las otras formas de ver el arte y la sociedad. Estas asociaciones se endurecen y radicalizan: quieren destruir, incendiar todo signo del pasado y de la mediocridad del presente representada por otras estéticas. Abundan las actitudes extremas, los escándalos en presentaciones10, amenazas, acciones ejecutadas por un elemento en favor de un ideal artístico supremo promovido por su colectivo. El movimiento en el arte copia la radicalidad y polaridad del momento político. El arte, como la sociedad, se llena en pocas décadas de ira y de músculo. Se busca con una fiereza desconocida lo nuevo, lo extraño y lo escandaloso. Pese al cambio evidente que se produce en el arte y la sociedad a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, las décadas anteriores ya anunciaban esta sustitución de paradigma. Toda la confianza y el bienestar que auguraba el realismo — una auténtica épica de la burguesía— y su poder de unificar y dar permeabilidad11 a una nueva sociedad 9. Esta unidad de conceptos y objetivos llevará a que, por ejemplo, la mayor parte de los firmantes del manifiesto surrealista de 1924 acaben pocos años más tarde en las filas del Partido Comunista Francés. 10. El mundo de la música no sería ajeno a este tipo de acciones. Son ampliamente conocidos el tumulto de marzo de 1913 en el Musikverein de Viena (skandallkonzert) durante la presentación de una obra de Schoenberg, en mayo de ese mismo año en París en la presentación de una pieza de Stravinsky, o los llamados intonarumori con los que los futuristas italianos boicoteaban determinados eventos musicales o teatrales del arte que denominaban decadente. 11. Buena parte de los héroes de la novela realista son ejemplos de esta nueva forma de «ascensor» social. Jean Valjean, el protagonista de Los miserables (1862), asciende desde los infiernos de lo más bajo del estrato social hasta la respetabilidad, como Edmond Dantès de El conde de Montecristo (1844) se convierte en un personaje respetable en la sociedad parisina simplemente porque amasa una fortuna y sin que nadie se pregunte su origen. La aspiración del pueblo llano de ascender de posición se puede convertir en realidad después de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX. Eso nos repite una y otra vez la novela realista.
José Ortega y Gasset. Fotografía: SAS Scandinavian Airlines
se deshará a través de los movimientos artísticos que le siguen. Desaparece la confianza en el hombre, en la técnica, en un progreso que puede hacerlo mejor12. En la literatura de finales del siglo XIX, los movimientos aniquilan con precisión el edén realista y burgués. Hacia 1870 el naturalismo ya busca una raíz genética y científica13 a las actitudes sociales —mostrando así también su determinismo—, retrata los primeros movimientos obreros y denuncia el papel subsidiario de la mujer. El decadentismo va todavía más allá. Se encastilla en el lujo, en la exhibición obscena de lo material, y señala las limitaciones de una sociedad burguesa que a principios del siglo XX empieza a retratarse como una máquina despiadada y asesina. 12. Este desgarro se puede apreciar con precisión en la obra de uno de los autores más leídos de este tiempo: Jules Verne. Sus primeras obras, las de la década de 1860 y 1870, presentan este optimismo, que va desapareciendo hasta tornarse prácticamente una visión del futuro como una amenaza, que podemos encontrar en obras como Los quinientos millones de la Begún, Dueño del mundo, Robur el conquistador, etc. Las llamadas «novelas frías», en que casi se anticipa un futuro copado por el militarismo, el fanatismo y la creencia en líderes que pueden llevar a la destrucción total. 13. En 1859 ha aparecido El origen de las especies de Charles Darwin y en los primeros años de la década de 1860 el naturalista austriaco Gregor Mendel formula también unas leyes genéticas a partir del estudio de las plantas. En 1856, en el valle alemán de Nearden, se descubren restos humanos anteriores al Homo sapiens.
La Primera Guerra Mundial no solo acaba con algunas de las monarquías más conservadoras y antiguas de Occidente —Rusia, Alemania, Austria-Hungría, el Imperio otomano— sino que agudiza la impaciencia de algunos movimientos artísticos y sociales. Se habla de generaciones y de un cambio que no se ha producido en profundidad. La realidad se vuelve más agresiva y chillona. Los manifiestos se multiplican en el periodo entreguerras. Hay reuniones, acciones de fuerza, enfrentamientos y ridiculización de mitos artísticos y sociales todavía presentes14. El baño de sangre de la Primera Guerra Mundial no servirá para limar las conciencias. Todo lo contrario: la sociedad se vuelve más rápida y ansiosa, se llena de venganzas y rencores. Los jóvenes que han sido masacrados en los campos de batalla de Europa no encuentran acomodo en la nueva sociedad de entreguerras. Surgen los totalitarismos, regímenes que ensalzan la figura del líder y prometen a las naciones un futuro que estará a la altura de un pasado glorioso. Europa entera se llena de estridencias, de promesas de triunfo. Las naciones se atrincheran y se cierran. Vuelven los referentes de siempre; se rescatan con premura los códigos de poder de la antigua Roma y de otros imperios muertos: los desfiles, saludos marciales, himnos, palcos, música, estandartes imperiales, águilas y marchas militares. Los discursos enloquecen. Se vuelven más duros, mesiánicos. El líder transmite a la masa rendida su paroxismo. La cultura de masas se vuelve más ciega e inconsciente y en menos de una década se lanzará a una nueva carnicería, más brutal y descarnada que la primera. Sin normas ni límites. El resultado de aquella ceguera será el fin de la hegemonía de Europa y la creación de dos grandes potencias que librarán durante cuarenta años, y muchas veces sobre suelo europeo, un combate de desgaste y movimientos. Este fragmento es una adaptación de un capítulo del ensayo inédito Los reyes bárbaros, adaptado en exclusiva para Quimera. 14. En España, por ejemplo, uno de los focos de ataque de los artistas jóvenes son los referentes literarios del siglo XIX, con especial saña sobre Galdós o Echegaray. En Italia los movimientos de vanguardia se ensañan con lo que llaman el giolittismo, en homenaje a la figura del tantas veces primer ministro italiano, Giovanni Giolitti, y la estampa del rey Victor Manuel III, por ridículo e insignificante, «el enano del espadón».
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Curtis Bauer: presencias, ausencias, sustituciones, ecos Por José de María Romero Barea Los ritmos del habla penetran las arritmias del mutismo: «Espero no estar ya para entonces, / haber encontrado algún camino que nunca antes rozara / pero agradecerlo» («Eufórica»). Los lirismos del reconocimiento conducen a las visiones que nos eluden: «¿Se puede habitar siempre / en un estado alerta?» («Regreso a un instante»). Las imágenes del canto desafían la paradoja de ver mientras inducen a la ceguera («Fue una palabra vacía y yo estoy vacío / como un barril herrumbroso de petróleo»; «Selfi en el viento»). Estos retratos fomentan la interconexión de los movimientos, la justicia poética del territorio interseccional, donde se defienden los derechos civiles del misterio, las protestas del diálogo, las (de)liberaciones del idioma que asimila sus experimentaciones a solas, en polaroids obsesionadas consigo mismas: «Dios de los Amantes Olvidados, ayúdame a recordar / si no sus nombres, sus caras a las 3 de la mañana» («Himno de vísperas»). A través de la circunspección, aquel que habla nos mira. La figura de nosotros mismos a la que nos enfrenta el poemario Selfi americano (Vaso Roto, 2022; Traducción de Natalia Carbajosa) puede ser lúcida o borrosa, invariablemente plena de promesas; no menos reales por inexpresables, se despliegan «geometrías / con las que alguien más inteligente / haría correspondencias algebraicas» («Ocupacional»). El reflejo en la luna de la estrofa se despliega en las horizontales que penetran las oblicuas pausas del artefacto elocuente, inspirador de hilarantes incomodidades: «Quién soy, en quién me he convertido ahora – y mañana, / lo sé, y en adelante, lo volveré a olvidar» («Obituario»). Cosmopolitas juegos de visuales escondites nos impelen a interrogar nuestras adicciones nacionales: «En qué parte del polvo me convierto / al flotar y al girar, cómo // me elevo desde el suelo, / y salgo, y sigo más
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allá» («Selfi en el polvo»). El interior y el exterior chocan para conectar las limitaciones a las voluntades de la reconstrucción: «Cada árbol que dejan [los signos de puntuación] flota en su estela, / unido a la tierra por raíces compartidas» («Estudio de nubes»). A las imposibilidades del deseo, el escritor norteamericano Curtis Bauer (Iowa, EE. UU., 1970) antepone la comicidad de las evocaciones. Con estas representaciones de sí mismo hace algo más que capturar el parecido, convoca una apariencia a través de la cual escapar, mapea las energías que fluyen a través de la totalidad para tejer, con ellas, estampas de la alteridad: «Digo un nombre y el nombre ya no está» («Uno de los motivos de tu silencio»). Prolijas las convicciones que parpadean en las disquisiciones del creador de los libros de poemas Fence Line y The Real Cause For Your Absence. Obsesionadas por la pérdida, trascienden la página para preguntarse si no habrá algo del otro lado de la «costura que te une a mí al tocarnos» («Lo que la belleza es, es»). Articuladas las correspondencias del ser transformado en un anhelo más privado que la mera disposición de las herramientas del ego, entre «objetos tan fuera de lugar como yo» («En alabanza del quizá»). La pura cualidad de la concentración del ganador del International Latino Book Award por su traducción de Image of Absence de Jeannette L. Clariond, así como la fascinación permanente con sus cambiantes y resbaladizos artefactos, permean la sensación de ser observado por las amenazas «de un manantial subterráneo / que se abre a cierta profundidad / y forma un arroyo, un río, / un océano en tu interior. / Hasta allí quiero ser arrastrado» («Amar a esta mujer»). Una inocente curiosidad gira en torno a sí misma para vernos, pierde la noción de su identidad mientras conduce a la sed de verdad que discurre por los fantasmales rincones de la belleza: «El éxtasis llega con la canción del vino» («Retrato de una perra bailando»).
Curtis Bauer. Fotografía: Universidad de Texas ©.
Se entrelazan estudios ensimismados, documentos gráficos que eluden reflejos, se niegan a dar un paso atrás para mostrar vistas panorámicas o de perfil: «Traduzco, / lo cual es una especie de frontera entre la verdad y la ficción» («Fragmentos fronterizos»). Bucea, desciende para representar, emerge con el sentido de las emociones. Ajeno, el exterior no existe, y «una valla se convierte en un lugar para esperar, escalar, / proteger, defender. O del que alejarse» («Fragmentos…»). Cada vez que el catedrático de Escritura Creativa de la Texas Tech University se mira en el cristal de su canción, es una criatura diferente la que comparece, lo vemos en compañía de una multitud, una banda de hermanos y hermanas (Ashbery, Sexton, Stern). Las alusiones a la tradición son apenas un medio para expandir las prácticas en lugar de circunscribirlas: «Llámese girar / sobre sí mismo, llámese atrición, / llámese respiración de arcilla» («Atrición»). Exploraciones fronterizas entre los estados consciente e inconsciente conducen a la superposición de los idiomas ocupantes, «fotos, instan / táneas para enseñar a los amigos de vuelta a casa» («Selfi americano»). Hurtos ocasionales del idioma sondean omisiones, deconstruyen familiaridades, revelan autodestrucciones en los extremos de una intimidad «por puro aburrimiento / en nombre de su país» («Selfi…»). Texto adentro, todo un colectivo (Kierkegaard, Camus, Pessoa)
lucha por liberarse de la violencia estructural, choca con la realidad para acercarse al sueño, pero en una dimensión mística, enfocada en cada detalle del natural, «destello y sombra / y pobreza» («Justicia: variantes»). Las múltiples formas en que el rapsoda se fotografía a sí mismo se ven complicadas por las intenciones y las circunstancias mediante las cuales quiere presentarse ante los demás. Se desangra a través de los mitos fundacionales, se desborda a través de las heridas de una fantasía perpetua que se retroalimenta «hacia otra parte de la valla / donde el único ángulo / esquina / muro / lado / sumidero / doble ciego» («Selfi fronterizo»). El resultado tiene que ver más con el ensueño persistente de una claridad que atraviesa como un cuchillo cualquier parecido con la vigilia. Espectros corpóreos, los huesos no escatiman la carne del verso, «doblado por los bordes y las esquinas, ardiendo» («Para uno de los hombres que me crio»). Y sin embargo, el premio de Poesía John Ciardi 2003, al contrario de lo que estas palabras podrían sugerir, no es abstracto, ni insular, ni digresivo. Conscientemente, se inspira en Walt Whitman, el vate de la experiencia cotidiana, de la maravilla cósmica, para escribir conversacionales composiciones sobre su infancia, su periplo por España, Argentina, Texas, los índices de su bienestar, los símbolos de su esperanza. Las heridas reaparecen como el emblema de un trauma que no cicatriza, que se extiende a través del metabolismo de los archivos, del genocidio de las academias. Coinciden los espacios privados del deseo, la dicha o la pérdida: «Recuperaré lo que / no es necesario, lo que antes era mío» («A quien me robó el sillín de la bici»). Una intimidad dañada se reúne en torno a esta colección de efigies ensimismadas, este álbum familiar de recortes de un misterioso, indescriptible fantasma, presente en todas las estancias, porque «A veces / es la nada lo que trato de escuchar, / esta habitación ahumada, desvaída, vacía antes del amanecer» («Café en la oscuridad»). Apariciones tensas, en lúdica interconexión, se enfrentan al amor por la tierra, sus gentes, llamadas a contraatacar como un medio de autotrascendencia, «en coches parados en carreteras vacías, con la noche cayendo como un / cerrojo alrededor» («Río Manzanares»). Son los ángulos sinceros del encuadre, los menos fotogénicos, los más memorables. En ellos se funden el pasado y el presente en un eterno conflicto de presencias, ausencias, sustituciones, ecos: «Canto para el otro que me roza el cuello» («Mujer Cisne»).
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La sobreexposición a la intimidad nos muestra el instante más autoconsciente, pero también más vulnerable: «Retrocede el viento un / paso por cada dos de los míos» («Exiliado»). Un ejercicio de análisis desemboca en un intento de rescate, guiado por el impulso o la compulsión, «como si un pulso minúsculo quisiera aflorar / el latido, empujar contra esta página en la que yaces» («La clase de hombre que fui»). Una feroz sensación de abandono se enfrenta a esta dulce ansiedad, a esta humana indefensión del ser único intrigado por las polaridades. Incluso cuando apenas comparece en escena, la música ausente es palpable, un palpitar en el oído, un «traspiés de mi sombra / que me para el corazón por un instante» («Cautivado…»). Solo existe este puñado de daguerrotipos, y en todos ellos reconocemos a Curtis Bauer, alguien que no está listo para volver entre nosotros, excepto a través de esa virtual comparecencia: «Donde yo estoy es hogar. Poseo parte de lo que veo» («Happy, TX»). Se enfrenta a la destrucción el editor de Q Avenue Press Chapbooks, mediante una pasión que responde al llamado de las epifanías, puntos cruciales que son puntos de apoyo, porque «a veces el silencio está más vacío que algunos / de mis juramentos» («Selfi en interior oscuro»). La (pre)disposición de las líneas nos obliga a respirar a lo largo de las vívidas presencias de «un vasto parque nacional de dolor / [que] crece en este país donde vivo» («Selfi con garras del diablo»). Literatura y existencia son inseparables en el rostro sombreado, en la mano que escruta la página mientras desvela sus incertidumbres: «Yo en esta casa / junto a las claras ventanas moviéndome / de acá para allá de una vista a otra» («Primera tormenta de arena»). Desmantela lo que representa el traductor al inglés de poetas hispánicos como Luis Muñoz y Juan Antonio González Iglesias, pero nunca revela sus verdaderas intenciones. El artefacto resultante es mascarada, serie interminable de disfraces, pues «urgentes sus palabras / y distantes como si también cayeran» («Al encontrarme…»). Los ojos del lector son los portales de la conciencia. En blanco y negro, el interlocutor se proyecta como un personaje inmerso en un paisaje, un lugar donde cualquier cosa puede suceder, porque el discurso «se apodera de ti y te deja sin aliento, / y después te deja de pie jadeando justo donde estás» («Oda sobre no escribir…»). Detenidos en el acto de escribirnos, de describirnos, enigmáticos circunloquios auscultan al mundo que los, que nos deshace: «Seamos agreste / raíz y compacte-
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mos / la tierra». La riqueza de la anécdota es incidental a la impactante, innegable sensación de que alguien real se cierne ante nosotros, no menos irreales: «He tratado de hacer emerger / el profundo sonido de un último aliento» («A veces en la oscuridad»). El juglar es el mago; su hechizo nos cura mientras nos inspira. En estos tiempos de guerras enquistadas y latrocinios institucionalizados, su discurso abre espacios donde la actualidad queda felizmente fuera. Dentro de los poemas, el autor juega con los tiempos, ralentiza o acelera los recuerdos, descubre los detalles o los elude. Entiende qué significa haber crecido entre fronteras, florecer a merced de la disputa de las identidades. El hacedor se convierte en otro frente a la imagen de sí mismo. Sus ojos reconocen la cercanía de la mortalidad: «Nuestra latitud se llenó de ese fulgor» («Deconstrucción del anhelo»). A través de la autoconciencia alienada, la personalidad se muestra inquietantemente explícita, como si fuera la de un extraño: «Me he quedado aquí atrapado / y tengo todavía en la lengua / el sabor de lo que no he aceptado» («Salida nocturna…»). Bauer valora su imagen en el espejo convexo, traza su reflejo distorsionado, «una resonancia / en la oscuridad de la que ella quiere huir, pero no puede» («Suena como un río»). El rostro en el foco de la lente es una burbuja que muestra una instantánea en la cual el tiempo y el espacio se deforman, «como si / al mirarnos se revelara / algún significado oculto» («Estúpido trabajo»). Lo que hace el editor de traducciones de la revista The Common es registrar actos de reproducción solipsistas, se contempla mientras trata de registrar lo que ve, dejar constancia de una verdad material, deliberadamente incómoda, que comparte a través del poema. Al hacerlo, reivindica los ideales de la observación honesta, «como un hombre en el horizonte / al otro extremo de un callejón» («Si Brueghel hubiera pintado…»). El autorretrato expone en su máxima expresión el agudo sentido de la incomodidad de alguien que flota como un ser vivo en una ensoñación, mientras «el silencio se enhebra entre las grietas / y debilita el centro de la estructura» («Versos…»). Brutalizada por el colectivo, la voz se esconde bajo el verbo «esta parte tocada, [que] está sin tocar» («Tres abstracciones de luz»), trasciende sus capacidades, deja atrás su personalidad para explorar qué es lo que nos hace humanos, qué responsabilidades imponen las presiones vitales a quienes las viven hasta sus últimas consecuencias.
La realidad siempre supera la ficción: la crónica como cartografía del presente Por Oriol Masferrer
La antología de crónicas de Jorge Carrión, Mejor que ficción (Almadía Ediciones, 2022), transita desde la mirada de grandes cronistas del s. XXI la compleja realidad del cambio de siglo con nuevos textos.
Tras la muerte de su hijo, Eileen Truax (Ciudad de México, 52 años) cuenta que todos le decían: «escribe, escribe, escribe»..., pero que ella llevaba semanas sin poder salir de la cama, por lo que pensaba: «¿Cómo voy a escribir?». Antes de que muriera su hijo —explica en su crónica «Desaparecer», dentro de la antología Mejor que ficción (Almadía Ediciones, 2022)—, tras cincuenta y cuatro horas de no recibir señales de vida de él, se pregunta en el texto: «¿Es que me tocará tener un hijo desaparecido? ¿De dónde sacaría yo la fuerza para seguir viviendo si así fuera?». Apareció una hora después, en un hospital, y murió más tarde por motivos de salud, pero ella agradece haber podido despedirse de él. Fue esta angustia asfixiante de creerlo desaparecido la que llevó a Eileen Truax a salir de la cama para reportear y escribir esta crónica que habla de la crisis de los desaparecidos en México desde la historia de su hijo. Ella relata que sacó fuerzas al ver la cifra récord de cien mil desapariciones forzosas en este país alcanzada el pasado 2018, por la que esta escritora explica que sintió la necesidad de cuestionarse: «Desde dónde estoy, me puedo dar cuenta de lo que les hemos hecho como sociedad a estas estas madres y familias: las hemos condenado a un infierno, a arrastrar un dolor inmenso que a nadie le importa». Su crónica «Desaparecer» (2018) es una de las veinticinco que construyen la antología de periodismo narrativo Mejor que ficción, que realiza una cartografía del presente y transita desde la mirada de grandes cro-
nistas del s. XXI el cambio de siglo con nuevos textos. Este libro, que ha editado el escritor, crítico cultural y director del Máster en Creación Literaria UPF-BSM Jorge Carrión, regresa a las librerías después de diez años de su edición original con un nuevo prólogo, un diccionario abreviado con cientos de cronistas hispanoamericanos y nuevas cronistas como Sabrina Duque, Eileen Truax, Cristina Rivera Garza, Marcela Turati y Mónica Baró. Esta actual edición de Mejor que ficción incluye crónicas que abarcan desde 1995 a 2021, con grandes nombres del periodismo narrativo del mundo hispanoparlante como Juan Villoro, Leila Guerriero, Sabrina Duque, Jordi Costa, Alberto Fuguet, Alberto Salcedo Ramos, Eileen Truax, Juan Pablo Meneses, Juanita León, Cristian Alarcón, Marcela Turati, Edgardo Cozarinsky, Maye Primera, María Moreno, Julio Villanueva Chang, Juan Gabriel Vásquez, Fabrizio Mejía Madrid, Cristina Rivera Garza, Jaime Bedoya, Rodrigo Fresán, Mónica Baró, Guillem Martínez, Gabriela Wiener, Edgardo Rodríguez Julià y Martín Caparrós. Así, el periodismo narrativo vive un resurgir editorial con este compendio de crónicas, que vuelve tras consolidarse durante la última década como una antología de referencia para la no ficción narrativa en el mundo hispanoparlante. En su publicación en 2012 con Anagrama, se convirtió en parte de las bibliografías de las facultades de periodismo, tanto en España como en Latinoamérica, y atrajo muchos nuevos lectores al género de la crónica. También, se presenta como un catálogo de estrategias y estilos para aproximarse desde el periodismo narrativo al nuevo siglo. El director del sello Almadía Ediciones, Guillermo Quijas, ha explicado que «es un libro que había sido una referencia en todos los encuentros de periodismo, en las charlas normalmente se mencionaba el título, pero ya tenía unos años y no se encontraba». También, ha añadido que «hay libros que creemos que se tendrían que poder leer siempre». «Son obras que deberían
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Oriol Masferrer. La realidad siempre supera la ficción...
estar siempre disponibles, porque son de referencia para temas muy específicos. Por este motivo, pensamos con Jorge Carrión hace un par de años sobre la posibilidad de republicarlo», ha apuntado Quijas. Mejor que ficción: el Nuevo Periodismo narrativo del s. XXI Sabrina Duque (Guayaquil, cuarenta y tres años) pasa entre cuatro y seis meses antes de escribir un perfil, durante los que lee, vive, respira y hasta sueña con la persona sobre la que está escribiendo. «Es muy intenso. En serio, que termino soñando sobre la gente de la que escribo», ha insistido esta escritora de no ficción. Para el perfil Vasco Pimentel. Todo lo que sigue sonando del alrededor de un gorrión que se muere (2014), del multipremiado sonidista de cine Vasco Pimentel —con el que fue finalista del Premio Gabriel García Márquez de Periodismo en la categoría Texto el 2015—, estuvo leyendo sobre el sonido en el cine, por qué es el sonido lo que causa el miedo en una película de terror, qué son las imágenes sin sonido en el cine, etcétera. Quiso comprender cómo funciona y se percibe el sonido, hasta el punto en el que llegó a cambiar la forma en que ella lo percibía. Esta cronista explica que se dio cuenta «de que ponemos atención a lo que entra por los oídos, privilegiamos la vista y abusamos de ellos exponiéndolos a ruidos excesivos», por lo que «al hacer el perfil de Vasco Pimentel ahí me volví consciente del tema de cuidarse los oídos y de curar lo que vas a escuchar». «Necesito conversar en un tono modulado, sin gritos, no puedo entender si hay demasiado ruido», ha asegurado Sabrina Duque. Los periodistas Roberto Herrscher y Robert S. Boynton hablaron de esta aproximación al periodismo narrativo en su libro El nuevo Nuevo Periodismo (Edicions de la Universitat de Barcelona, 2005), al acuñar el mismo término que da título al libro. Apuntan hacia una generación de narradores de no ficción que confían en la dedicación al oficio del reporteo y la convicción de sumergirse en la vida de los protagonistas, para superar el vacío entre la realidad objetiva y la perspectiva subjetiva. También, los cronistas de no ficción a los que se refieren usan la investigación periodística como una vía para llegar desde la no ficción narrativa a comprender los fenómenos sociales y culturales que atraviesan el presente. Adoptan un enfoque que muchas veces funciona desde el activismo de estas causas.
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Para sumergirse en el personaje de Vasco Pimentel, Duque cuenta que «iba a los rodajes, a marchas, a verlo trabajar en rodajes, a ver todo lo que hacía y lo miraba», y ha añadido que «hay una parte en la que yo no sabía qué estaba reporteando y recuerdo que fue largo, pero me sirvió para conocer cómo era él». El resultado es un perfil que cuestiona por qué no le damos el mismo valor al sonido que a la imagen, por qué hay sonidistas como Gary Summers que han ganado cuatro Premios Óscar como Spielberg, pero a quienes nadie pide una fotografía por la calle. Esta cronista confronta al lector al interpelarle con el interrogante de por qué vivimos en una sociedad que antepone el espectáculo y las apariencias a la sensibilidad. Este activismo social y cultural está vigente en «Desaparecer», de Eileen Truax, o en muchos otros autores que forman parte de esta antología. Entre algunas de las historias que conforman Mejor que ficción, hay un equipo de antropólogos que desentierra huesos de víctimas de crímenes de guerra en fosas comunes («El rastro de los huesos», de Leyla Guerriero); una pareja de vacaciones en Turquía que vive el alud informativo del atentado del 11-S, con el choque subsecuente entre Occidente y Oriente («La guerra en Estambul», de Juan Pablo Meneses); el rastro de cuerpos de un hombre que deshizo cientos de cadáveres para los cárteles mexicanos («Santiago Meza López, el Pozolero. Cuerpos sin sepultura», de Marcela Turati); un viaje a Japón que cuestiona los prejuicios del viajero contemporáneo desde las diferencias entre Oriente y Occidente («Arenas de Japón», de Juan Villoro). El director del sello Almadía Ediciones, Guillermo Quijas, ha apuntado que «estas crónicas son una radiografía social, cultural y política de ciertos temas específicos», ya que «cuentan el mundo que estamos viviendo y lo que está sucediendo desde la mirada del cronista hacia el mundo». La escritora de no ficción Eileen Truax ha añadido que «ya van dos generaciones de jóvenes periodistas que entienden que esta es la función del periodismo», ya que «saben que tienes que dedicar más tiempo, guardar información, hasta entender algo que valga la pena explicar». «Saben que, si está bien escrito y el estilo conecta con el lector, la audiencia lo recibe. Además, la diversificación de medios permite crear colectivos, espacios como 5W o Gatopardo, hasta hacer un blog. Hay muchas posibilidades para seguir narrando y contando, ¿no?», ha concluido Truax.
Cartografía del límite: Lesley Harrison y Blue Pearl (2017) Texto y traducción de Teresa Soto Tafalla Lesley Harrison (1964) escribe poesía sobre lugares remotos. Los ha vivido, viajado y experimentado, además; también estudiado. Los lugares remotos de los que habla suelen estar relacionados con zonas costeras del norte: Islandia, Groenlandia, Islas Feroe o Escocia, donde ella nació y ahora reside, después de haber dado alguna que otra vuelta por el mundo. El mar tiene gran importancia en su poesía, donde conviven aves, elementos y criaturas marinos con el cuerpo de quien observa. En los lugares remotos, los sentidos se agudizan ante la vastedad de un entorno aparentemente vacío solo para el ojo humano. Escudriñar aquí, en un espacio no delimitable por el edificio, el coche o la acera, fomenta una deriva no distribuida más que por tres elementos: la tierra, el agua y el aire. Difumina la noción de los espacios público y privado. ¿Qué hay de público en un espacio remoto? ¿No se antoja casi privado del todo? Un espacio remoto es, ante todo, íntimo, en cuanto que público y también privado. La voluntad de expresar la intimidad que hay en lo abierto conduce a una autopsia de lo inasible, de las formas no determinadas. La libertad aquí es extrema, como extrema es la privación de agarrar, de poseer lo que nos es inmenso. Desde esta localización, despojada de control, surge su voz poética. La de un ser migratorio que ve lo de aquí y lo de allí y lo de más allá, pero no pretende categorizarlo ni apropiarse de ello. El mapa del océano según lo conciben las aves o los animales marinos migratorios se dispone en una dirección diferente a la que concebimos los humanos. En esta dirección oblicua, Harrison viaja por el mundo y expone los tránsitos de su cuerpo en el camino. Dibuja un mapa de sensaciones y observaciones que se escapan de las historiografías y los manuales de ciencias naturales, pero siempre enfocado a la expedición.
Blue Pearl («Perla azul» en castellano) es un poemario en forma de panfleto, un libelo o librillo; un libro pequeño, al fin y al cabo, que se publicó en 2017 en la editorial New Directions. Es el primer trabajo de la autora escocesa que se publica en Estados Unidos, en la colección Poetry Pamphlets, que ha editado obras como Matar a Platón de Chantal Maillard (traducido al inglés como Killing Plato). Otras autoras publicadas son H. D., Lydia Davis o Anne Carson. Los poemas de Blue Pearl navegan entre Groenlandia e Islandia, principalmente, y el índice del poemario, dividido en dos partes diferenciadas por un salto de párrafo más ancho de lo normal, y no por números, da cuenta de que la primera parte echa anclas en Groenlandia y está compuesta de un total de seis poemas. Los dos poemas que se han traducido aquí al castellano pertenecen a esta primera parte groenlandesa. Desnuda a propósito de la exposición Arctic Hysteria de Pia Arke en el Museo y Archivo Nacional de Groenlandia, Nuuk, 2010. i Estoy en mi cuerpo. Estoy aquí, enfrente de ti. Soy la temperatura en esta habitación. Estoy desvestida en mi desnudez; soy la luz y la sombra que sientes. Soy más parecida a otros que a ti. Tengo antes y después. Soy mi ser, entera y solamente. Mi afuera y mi adentro son un continuo. Soy músculo, órgano, fluido, hueso. Soy un monumento. Solo tú puedes verme. ii No estoy desnuda como soy; estoy desnuda como me ves. Soy transparente, casi visible. Tengo tiempo y lugar. Soy tribal y exótica. Siempre tengo que llevar objetos. Tú eres heroica. Soy un museo total, la historia
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Teresa Soto Tafalla. Cartografía del límite...
de mi propio hacer. Soy un espejo para ti; te reflejas al mirarme. En el mejor de los casos, te mimo. Tú me escribes. Cuando te vayas, ya no existiré. iii Soy un punto único consciente. Soy indiferente. Soy sinser, como un fotograma. Soy prehistórica, previa a la definición. Tu cuerpo cae sobre mí. Tengo profundidad y luminiscencia. No estoy aquí ni allí; tengo extensión infinita. Vivo dentro del mundo vivido, la luz y la oscuridad en mi cabeza son sustancia de sueño. Soy la cámara oscura, el espacio en sí. Devota y resistente.
«Nude» («Desnuda», en la traducción que se propone) es el último poema de la primera parte. La leyenda previa al poema hace alusión a Pia Arke (1958-2007), artista kalaallit (inuit groenlandesa) y danesa que exploraba, a través de las artes visuales, la performance, la fotografía y la escritura, a modo de metáfora, sus distintos orígenes, su condición mestiza. Concibió sus nacionalidades inuit y danesa como una oportunidad de vincular las relaciones históricas entre ambos territorios y de plantear preguntas sobre la identidad indígena del Ártico y sus representaciones. Arctic Hysteria es una pieza de vídeo grabada en 1996 y que fue exhibida en la exposición que Harrison menciona en su poema. En este vídeo, la artista Pia Arke, desnuda, se arrastra por una fotografía de gran tamaño en blanco y negro de un paisaje groenlandés, hasta que acaba por romper la imagen en pedazos. Antes husmea el paisaje, se arrastra y rueda por la fotografía con movimientos sensuales y sutilmente eróticos, sin dejar a la imaginación parte alguna de su cuerpo. El poema de Lesley Harrison parece dar cuenta de la sensación de dejarse arrastrar por una imagen, de la capacidad que tiene lo remoto de fomentar una deriva que luego puede convertirse, como el vídeo, en un anhelo de destrucción. Sin embargo, Harrison apuesta por esa desnudez, carente incluso de color, para abordar lo elemental de la poesía: la relación entre lo escrito y la persona que lee. Mucho podría decirse de la pieza de Pia Arke y del texto de Lesley Harrison, pero la idea aquí es dar unas pequeñas pinceladas a los poemas de una autora aún no traducida en España. El segundo poema nos traslada a
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conocer un cuerpo diferente, grueso, remoto, el cuerpo abismal de la ballena de Groenlandia. En «Balaena Borealis», Harrison elabora una especie de anatomía poética de la ballena, muy musical e inconfundiblemente adscrita a los sentidos, en la que se difuminan los límites entre cómo usa el cuerpo la propia ballena y cómo ha usado el cuerpo de la ballena la población que las ha cazado, en este caso, por subsistencia. La ballena está presente en el agua, pero también en la tierra, con las cabañas, en el aire, con las flechas, y pareciera como si también nadara en las conciencias, como criatura monstruosa, inmensa, remota, pero tímida y herida. No estoy segura de si encontrará refugio en las profundidades o será un lugar también repleto de peligros, pero la ballena resuena en el imaginario como la gran rebasadora de nuestros límites. Balaena borealis a propósito de The Naturalist’s Library. Vol XXVI. Whales, etc., de Robert Hamilton (Londres, 1861) La más tímida de las órdenes: el iris blanco tras la boca, los espiráculos desdentados, los labios, el abdomen se amarillea con la edad. Sus superficies arrugadas, sus tendones divididos en hilos; untuosos los huesos y las partes blandas, la incisión no es más gruesa que el pergamino y se encoge al tocarla. La mayoría de ellas son generalmente solitarias, se esconden en largas corrientes verdes de agua ártica, y se desvanecen ante el más mínimo aliento, descargan un miasma fino, un humo, y luego descienden de nuevo al abismo, dejando nada más que oscura la superficie. Sus membranas son finas y transparentes y alinean los muros de las cabañas de la zona, vidriosas; sus costillas flexibles hechas flecha se lanzan a las aves marinas.
El holandés errrante
Calle última Texto y fotografías de Álex Chico Hay dos fragmentos de Roa Bastos que describen bastante bien lo que siento cada vez que visito determinadas ciudades, sobre todo si esas ciudades se encuentran en Latinoamérica. El primero pertenece a su libro El fiscal: «No existe un tiempo lineal para cada individuo. Innumerables tiempos entretejen la trama de su destino». El segundo aparece en Contravida: «Sólo vivimos un solo día hecho de innumerables días». Los lugares, como la memoria, se relacionan de otra forma, enredando hilos de una manera que, en ocasiones, permanece fuera de toda lógica. Conectan espacios y tiempos dispares, aunque los alejen infinidad de años y la distancia sea inabarcable. Por eso no es casual que pensara en Roa Bastos mientras paseaba por Asunción: era allí, en una esquina de Paraguay, donde debía convocar mi único día compuesto de innumerables días previos. La mezcla de rascacielos y casas bajas, edificios mastodónticos compartiendo cuadras con viejas construcciones abandonadas, solares en tierra de nadie y el paso constante de automóviles me hicieron creer que ya había estado allí antes. Porque cualquier ciudad latinoamericana contiene a su vez otras ciudades latinoamericanas. Desde la calle Palma, Asunción era Villavicencio, era Montevideo y Guayaquil. Y era también, siguiendo la calle hacia abajo, un barrio de La Habana. En la vecina plaza de la Democracia, con su Panteón Nacional de los Héroes abriéndose paso entre árboles y asfalto, recordé un poema de otro escritor paraguayo, Elvio Romero: «No sé, pues, si estoy regresando / o es que regresan mis recuerdos». Al fin y al cabo, todo viaje, igual que cualquier escritura, implica un regreso. Poco importa que pisemos un lugar por primera vez. Llegamos a él después de haberlo interiorizado, si no con recuerdos exactos, sí al menos con una memoria que se ha fraguado a través de otros emplazamientos. De alguna forma, un territorio an-
ticipa el siguiente. Y así vamos de punto en punto, de escala en escala, como ese único día que se ha alimentado de jornadas y jornadas. Ese es el motivo por el que tuve la sensación de que regresaba a Asunción, aunque nunca antes la hubiera visitado. Esperé hasta el verano de 2022 para recorrerla físicamente, cargando en cada paseo con lecturas y geografías cercanas y perdidas en la noche de los tiempos, al lado de esa muchedumbre de ausentes que se empeñan en acompañarnos a medida que avanzamos en nuestro paseo solitario. Los ausentes, en Paraguay, son fantasmas del pasado, heridas de la historia, capítulos mal cerrados. Son guerras que aún no han concluido del todo, porque continúan en el imaginario de sus habitantes. Dos conflictos me salieron al paso mientras estaba allí: la Guerra de la Triple Alianza o Guerra Grande, librada contra Brasil, Uruguay y Argentina desde 1865 hasta 1870; y la Guerra del Chaco, contra Bolivia, a partir de 1932. No todas las hojas mueren: algunas aún se queman entre las brasas. Los conflictos con Brasil, por ejemplo, mientras ven cómo el país vecino les está comiendo cada vez más terreno, alargando su frontera para introducir sus costumbres, su cultura y su idiosincrasia. La historia de una nación es la crónica de sus enfrentamientos contra otros países. Es la crónica de por qué el pasado configura nuestra forma de entender el mundo. Ese es, precisamente, uno de los temas clave de Roa Bastos: la incursión en el pasado, la voluntad por recuperarlo. Una parte de ese pasado se encuentra en la Manzana de la Rivera, a la que accedo por la calle Ayolas. Atravieso el jardín de la entrada, dejo a un lado algunas salas y voy directamente a la plaza interior. Allí huele a la flor de un naranjo. El azahar y las casas bajas de la Manzana me sitúan dentro de una isla. Una isla, como Paraguay, rodeada de tierra, al decir de Roa Bastos. Un oasis que consiste básicamente en dar espacio a la historia y al arte. A veces, con eso basta para sentirnos
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El holandés errrante
Álex Chico. Calle última
en otro lugar. O en los mismos lugares, solo que a salvo. La Manzana de la Rivera convocó la mansedumbre y la pausa que todo viaje necesita, porque hay un momento en que conviene ser conscientes de que por fin hemos llegado. En la entrada, unas manos de bronce sostienen una mariposa plateada. Su vuelo nos indica la ruta que vamos a emprender. Un camino que nos llevará por casas de estilo ecléctico, arquitecturas variadas, salas de exposiciones de tamaño dispar, laberintos vacíos con lemas en sus paredes, carteles informativos en los que se buscan a autores paraguayos, dormitorios antiguos con hamacas y un diminuto altar al lado de la cama. Una habitación rectangular conserva una parte del patrimonio histórico del país, con fotos presidenciales, hombres que se autoproclamaron dictadores romanos e imágenes de una Asunción perdida en el pasado. Me gusta la humildad de esa memoria, muy distinta a la de otros mausoleos que he conocido, cubiertos de banderas e insignias. En la Manzana de la Rivera la historia sucede de otra forma, sin aspavientos. Como una muestra informativa y no como un alarde nacionalista. Prefiero estas exposiciones sencillas que escapan de la pompa patriótica. Estancias que en su sobriedad nos permiten acceder a un mundo pretérito, sin filtros exagerados. Lo mismo que me sucedió en otras salas de la Manzana. Recuerdo una especialmente: la pequeña habitación repleta de objetos cinematográficos, cámaras, equipos de sonido, películas y algún afiche. Detrás de la ventana, la monumentalidad del palacio presidencial contrastaba con esta colección hecha un poco a retazos, con fragmentos de la memoria rescatados por aquí y por allá. En realidad, si lo pensamos, es así como se entiende lo que ha sucedido tiempo atrás: a través de un pequeño muestrario de objetos heteróclitos relacionados entre sí, a la espera de que algún visitante les otorgue una cierta unidad. Cada uno de ellos guarda una historia. Al espectador le corresponde afinar el oído y la vista para que sea capaz de averiguar qué imagen guarda en su interior. Como el sonido de las arpas que se exponen en una sala contigua. Ese es, me comentan, el instrumento nacional de Paraguay. Nunca lo hubiera imaginado. La tradición de arpistas paraguayos es fecunda y a mí no se me ocurre un instrumento mejor que ese para musicalizar la idiosincrasia del país: retraído, ensimismado, pero no insensible, sino de un
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amor profundo y callado, como nos recordaba Francisca López Maíz, la viuda de Rafael Barrett. Ese carácter envuelve también el resto de estancias: el pequeño auditorio con un atril en una esquina; el arco de ladrillo que culmina un mundo y da inicio a un mundo nuevo, abierto al aire; los soportales bajo un techo de madera y bambú; los bancos y naranjos que, frente a un rascacielos, nos dan una lección de permanencia; la biblioteca municipal Augusto Roa Bastos, sobre un suelo ajedrezado que sostiene anaqueles de libros que esperan ser visitados. Más allá de la Manzana de la Rivera, el paseo de la Costanera insinúa un paisaje indómito, salvaje. El río Paraguay no solo divide en dos mitades al país, también funciona como símbolo: es una puerta de entrada hacia un mundo que, por indomable, nos resulta magnético. Quizás por eso me gustaba pasear por la Costanera, a la orilla del río. Desde allí no era difícil proyectar esa tierra paraguaya imaginada por Barrett, el territorio de los grandes ríos, grandes selvas y grandes cielos. Aunque no parara de pasar gente y no dejara de cargar con rascacielos a mi espalda, la posibilidad de un nuevo
mundo quedaba a poca distancia. Bastaba con mirar atentamente y conectar la realidad con realidades más lejanas. Algo así como la literatura. Durante uno de mis paseos por la Costanera encontré un barco que zarpaba. Un pequeño bote que estaba a punto de salir hacia otra parte. No pregunté dónde llevaba. Simplemente me subí, porque todo viaje debe conservar una fisura, un hueco por el que descender porque sabemos que al final del trayecto se encuentra uno de los motivos de nuestro viaje. Ese tipo de encuentros no previstos que nos demuestran por qué hemos dejado la ciudad en la que vivimos y nos hemos desplazado a mucha distancia. En mi caso, aquella fisura paraguaya me llevó hasta Chaco’í. Por un delirio de relación un poco caprichoso, o por continuar con esa estela sebaldiana a la hora de conectar un espacio con otro, pensé que aquel barco que me llevaba a un pueblo del que no había oído hablar en mi vida era muy parecido a una góndola. Solo que una góndola anciana, destartalada, emprendiendo el que sería, probablemente, su último trayecto. Apenas había oleaje en el río Paraguay, pero todo vibraba. Vibraba el motor, vibraba el agua y vibraba también el paisaje que iba encontrando: los edificios altos de Asunción contrastaban con un barco semihundido, varado entre el río y la ribera. Una naturaleza muerta que se mantiene en ocasiones sin ningún motivo. Y si existe, si existe alguna razón para no tocarlo, acabo pensando que es por no provocar un mal augurio, como si trasladar ciertos objetos oxidados desencadenara años de mala suerte. Un aviso, en fin, de que todo pasa. De que todo, sin previo aviso, puede desaparecer de nuestro lado. Chaco’í no es un lugar, es una posibilidad. Así la recuerdo ahora, como una conjetura. Porque todo lo que vi allí, una vez que el barco se detuvo, permanece en el terreno de las hipótesis. Me sentí como un explorador descubriendo un territorio ya conquistado, como sucede con cualquier proceso artístico. Las casas indianas y coloniales (eso me parecieron) se desperdigaban a medida que iba pisando nuevo terreno. No avanzaba por otro pueblo o por un futuro barrio de Asunción, sino por un confín, por una zona que colindaba entre el cuento y la vida. Me sentía también en pleno paisaje selvático, justo en el centro de Latinoamérica. En dos cuadras, por llamarlo de algún modo, encontré un mosaico variopinto: una pollería, un beauty cen-
ter, una comisaría de policía y un viejo edificio del consejo naval paraguayo. Al inicio de un camino, un cartel daba la bienvenida al pueblo y aportaba unos pocos datos: que el lugar fue fundado en 1844 por Antonio López con el nombre de San Venancio.
Una naturaleza extraña, apabullante y serena, era capaz de aglutinar lejanas vistas de la capital junto a sillas fijadas a mitad de camino y en medio de la nada. Las casas tenían un aire ancestral. Rodeadas de bosque y con las ventanas cerradas parecían el escenario de una biografía ya clausurada o de un cuento que se empeñara en rescatar voces lejanas. Tal vez por eso pensé que en una de ellas se podría haber suicidado Stefan Zweig. Y siguiendo esos delirios de relación tampoco me costó situar en una de aquellas edificaciones algunos cuentos que había leído de Josefina Plá, otra de las escritoras más notables de Paraguay. Sobre todo uno, «El espejo», un relato magnífico sobre lo que significan el encierro, el ensimismamiento y la claustrofobia. Un cuento que nos habla de la incomunicación y de cómo ese silencio se pega para siempre a ciertas paredes, que permanecerán mudas cuando no quede nadie. Una atmósfera terrible y profundamente amenazante, quizás porque nos interpela su confinamiento. La habitación que encontramos en «El espejo» puede situarse en cualquier lugar. Para mí ese lugar estaba en una de las estancias remotas de Chaco’í. Igual que otro de sus cuentos, «Tortillas de harina», y algunos pasajes de «La mano en la tierra», en el que Plá reinventa colores para describir lo que ve: «azul-sueño», «verdefuria». No sé si Josefina Plá echó mano de alguno de estos emplazamientos de Chaco’í, pero la imaginación, lo
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mismo que la memoria, suele alimentarse de conexiones extrañas. Por eso vi en aquel territorio un escenario, a medio camino entre la realidad y el sueño, como me ocurre cada vez que releo «Las puertas», un poema de Plá en el que nos habla de puertas que se cierran hasta que solo queda una, «la única oscura / la única sin paisaje y sin mirada». La mirada, en Chaco’i, no se agota fácilmente, porque está repleto de paisajes y el paisaje siempre está sucio de miradas. Vistas previas que se convocan en un aquí y un ahora indefinidos, en casas humildes y huertos que, en su simplicidad, siguen generando sus frutos. En caminos que desafían trazados localizables para convertirse en laberintos plagados de signos. En terrenos intermedios entre la tierra y el agua que nos hacen permanecer, por un momento, entre dos mundos. De los que regreso al cabo de un tiempo y me dejan perplejo cada vez que los recuerdo. No muchos años después, sino inmediatamente, mientras descendía de nuevo del barco y me acercaba, por alargar el paseo, hasta uno de los mercados de Asunción. Cerca del puerto, bajo los soportales sucios y desconchados, llenos de tiendas y restaurantes populares, atravesando las columnas grisáceas frente a la parada de taxis amarillos, comprobé de nuevo esa similitud entre ciudades latinoamericanas. Estar allí era encontrarme también en La Habana. Una Habana paraguaya en la que recordé unos versos de Elvio Romero: «echarte en esta manta que llegó del Mercado / popular de Asunción, donde se juntan la legumbre y / el mosto / y la putrefacción de la tierra». El olor, ya lo sabemos, es una forma de disparar la memoria. Mis mañanas en Asunción no seguían un rumbo fijo. Eran paseos a golpe de intuición, dejando que una calle convocara a la siguiente. Algunos lugares se repetían. Por ejemplo, la terraza del hotel donde me hospedaba, el Palmaroga, con unas vistas magníficas de la ciudad y del río Paraguay. O algunos tramos de la Costanera. A veces me quedaba a mitad de camino, observando a lo lejos el universo de chabolas que permanecían a los pies de la ciudad, como si fueran el sótano degradado de los rascacielos más visibles. Solares llenos de casas al borde del derribo en los que la polvareda era capaz de arder, por citar otra imagen de Elvio Romero. Un barrio nacido de la nada que funcionaba como una amenaza, un aviso, una constatación de que cualquier lugar conserva una herida mal cicatrizada. Una fisura
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que nunca se cierra, porque no hay nada más incómodo para un país que reconocer su pobreza. Ese punto ciego estaba en aquel mundo de chabolas. Más tarde supe su nombre: Chacarita. Las tardes, sin embargo, sí contaban con un itinerario. Dejaba el hotel Palmaroga, llegaba hasta el Panteón Nacional de los Héroes, cruzaba un pasillo de artesanías guaraníes, en la plaza de la Democracia, tomaba la calle Cerro Corá, después Luis Alberto de Herrera y acababa en Tacuarí. Allí se encontraba el Centro Cultural de España Juan de Salazar. Como la Manzana de la Rivera, el Juan de Salazar era otra isla dentro de una isla rodeada de tierra. Atravesando los archivadores de la entrada, te adentrabas en un rincón apacible, ese tipo de lugares que, por un extraño motivo, provocan la sensación de que estamos a salvo, sentados en la terraza y mirando hacia la parte superior de la casa, con sus balcones alargados y su lección de permanencia tranquila. Me acercaba hasta allí cada tarde para impartir unos cursos sobre literatura. Sobre un tipo de literatura, concretamente: la literatura anfibia, es decir, la escritura que bascula entre el agua y la tierra porque no se limita a un espacio concreto. Hablaba de propuestas creativas que van saltando de balda en balda, porque nadie sabe dónde ubicarlas exactamente. Una literatura que se comporta como un animal anfibio: autorregulando su temperatura corporal mientras varía constantemente de sitio. Un género, en fin, que burla los géneros y que se dispara en múltiples direcciones. Porque la realidad siempre es caprichosa, como la escritura. Por eso es capaz de conectarse con nuevas voces. En su origen, nos recordó Roa Bastos en Yo, el Supremo, la cosa más simple es ya un microcosmos completo en expansión. Muchos lugares contienen otros lugares. De ese modo inicié mi charla. La comencé así porque en una de las ventanas del Juan de Salazar encontré inscrito un
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fragmento de Walter Benjamin, el que le dedica al Angelus Novus de Paul Klee y que yo mismo había empleado como eje en uno de los libros que me habían llevado hasta Asunción, Un final para Benjamin Walter. Benjamin aparecía de nuevo, o reaparecía, como diciéndome que por muy lejos que nos encontremos es casi imposible escapar de uno mismo. Inicié aquellas charlas con ese encuentro inesperado. O esperado, solo que pospuesto, porque eso es básicamente lo que narra una buena parte de la literatura: la crónica de un encuentro pospuesto que, en ocasiones, tarda en llegar. Aunque nos mintamos y optemos por pensar que esos enlaces son fruto del azar. Por otro lado, qué narración no emplea una mentira para explicar una verdad. O dicho de otro modo: es conveniente lanzar hipótesis y conjeturas si queremos que la realidad, tan exigua en ocasiones, se dispare y se expanda. Cité de nuevo una frase de Roa Bastos, de Madama Sui: «No hay una historia verdadera sin datos falsos». Cuando las charlas terminaban, volvía caminando al hotel Palmaroga. Antes de llegar hacía una parada en la plaza Uruguaya, por visitar unas cuantas librerías de la zona. En ellas pude acercarme a una literatura que, más allá de unos pocos nombres, apenas conozco. Con cada incursión sumaba nuevas páginas a Roa Bastos, Elvio Romero, Josefina Plá, Gabriel Casaccia o Hérib Campos, a los que añadía otros nombres. Renée Ferrer, por ejemplo, que tiene un cuento estimable, «La Seca». O Ed Kambas, que con su truculenta novela El huésped me hizo pensar en la inclinación de los autores jóvenes
paraguayos por el relato de terror, sobre todo después de leer una antología publicada por la editorial Arandurã. Paraguay era justo ese «rincón maldito» al que se refería Barrett en sus cartas. Las noches terminaban en el mismo bar, La Vermutería, en la calle Benjamin Constant. Desde que fui allí por primera vez con Fernando Fajardo, el antiguo director del Centro Cultural de España, cumplí cada noche visitándolo. Incluida, claro, la noche de cierre, la despedida de la ciudad antes de partir hacia La Paz. En La Vermutería, con su magnífico hilo musical, solía hablar con uno de los camareros, un chico argentino empeñado en llevarme a conocer los bajos fondos de Asunción. Porque la ciudad cambiaba por la noche. De hecho, parecía un lugar distinto. Bullicioso por el día, animado a tramos, y solitario a últimas horas de la tarde. El medio millón de coches que la invadían desde el amanecer, desaparecía después de una jornada de trabajo en la capital. Por la noche era un territorio deshabitado, como si pasara su vida en suspenso. O en una calma tensa, cuando la ciudad era retomada por otro tipo de habitantes, fantasmas con los que te cruzabas sin darte cuenta porque eran los invisibles que llegaban desde el sur. Eran, en cierta forma, como esas personas de las que habla Elvio Romero en un poema: las de perfiles sin reposo, ni nómadas ni errantes, sino en el suelo, explorando la dulce tierra violenta por la que tratan de abrirse paso. Con ese rostro de perfil que va mirándonos poco a poco, como si nos retara, imagino al nuevo autor o a la nueva autora paraguaya, la que está por venir, la que esperamos. Aún queda mucho por hacer. Se necesitan más publicaciones, más encuentros, más editoriales. Se necesita un tejido literario bastante más fuerte. Esa carencia, en ocasiones, es un estímulo, una virtud. Está todo por volverse a hacer. Ahí se encuentra la oportunidad para ese futuro autor paraguayo: un escritor que todavía no está de vuelta, sino dispuesto a poner un pie en un terreno por redescubrir. En Asunción me explicaron que hay una avenida en la ciudad a la que han rebautizado con otro nombre: Calle Última, es decir, el tramo en donde parece que termine todo. Un confín. Un punto limítrofe en el que se inicia el vacío. Ahí veo a esos nuevos escritores paraguayos: atreviéndose a cruzar un tramo fronterizo para demostrar que existe vida más allá de Calle Última.
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Lo demás es aire Juan Gómez Bárcena Seix Barral: Barcelona, 2022 544 págs.
Murió, fue enterrado Por Ruby Fernández Venerar la tradición neofolk que lleva instaurada en la literatura desde unos años a esta parte no debería catalogarse como atrocidad, pero ¿cuánto de real y cuánto de dogma expandido encontramos en esta? Lo demás es aire es un libro tierno lleno de adornos preciosistas a la vez que un profundo estudio sobre la pesadez de la historia y la documentación que conlleva todo lo que nace y muere con el mismo nombre. Aunque con una disposición espacio-temporal y un manejo del lenguaje interesantes, a las cincuenta páginas todo esto se ve convertido en un denso y pantanoso fangal. Extremadamente triste es que una propuesta tan atractiva como la que nos presenta Juan Gómez Bárcena termine tornándose en algo extenuado y hasta el borde. Mezclando antiguas leyes con nuevas tramas, este autor mantiene la costumbre de alternar historias que no terminan de soltarse. Tensar la cuerda de la historia hasta el punto de casi romperla y, en ese preciso momento, cuando la soga se tiñe de rojo, dejarla en el suelo y volver a empezar; y es que en literatura todo está condenado a perdurar. Ahora es una escribanía en la Habana, antes lo fue en una plaza del Perú. Reconocer que el niño de los dinosaurios ha desarrollado un gran trabajo de cuchillo y lenguaje que modula espacio y tiempo de una forma asombrosa, es algo que salta a la vista. Al igual que la incisiva crítica que hace al léxico de cada época dentro del discurso contemporáneo que nos muestra, Gómez Bárcena tiende puentes entre edades que no dejan de ser un lastre, modificando así la cadencia y velocidad lectoras, lo cual desemboca en un inmenso, agónico y cómodo salmo que activa el trance y la antífona que enlaza una escritura y otra. Juan es especialista en tirar del hilo del lenguaje dejando las mimbres al aire.
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De admirar son las maneras y el oficio de este autor, que, con sumo cuidado, se adentra en los tratamientos y grosores lorquianos para hablar de los más humildes. Como pasa en el Simón de Miqui Otero, aquí los personajes principales y de corta proclama van precipitándose poco a poco sin tener claro hacia dónde ir. Uno de los grandes problemas dentro de esta novela es la exasperación de lo descriptivo. Anteriormente esto fue un fuerte en la literatura de Juan, pero en este momento es un gravamen que juega en su contra, grilleteando capítulos. Otra de las cosas que sorprende, y gratamente, es que por fin el teatro ha abandonado el subsuelo al que llevaba relegado desde 2017 para respirar como primera persona. G. Bárcena escribe para lectores sin ruedines, a los que no hay que explicarles como desarrollar su trabajo. Nos encontramos ante un biopic, de voces narrativas fascinantes, basado en el testamento y la buena muerte, con esta y el sentimiento de culpa como lenguajes vehiculares. Hablar de la Parca es hablar de la vida de un pueblo (donde las señoras gordas guardan la llave) y su tradición oral. Aunque parezca extraño, Lo demás es aire es un libro para ser narrado, que no leído; únicamente así es como el lector podrá llegar a apreciar los matices y sutilezas con los que este autor le hará pasar de una boda a un entierro sin apenas darse cuenta. Juan Gómez Bárcena ha conseguido afianzar la voz de cada uno de sus personajes a lo largo de los siglos, en contra de la musicalidad de auroros que involuntariamente proyecta esta novela, acabando por convertirse en persona non grata, en ente que fluctúa y enfrenta, más lo segundo que lo primero, el interés y el desapego actual a la hora de dirigir la emoción del lector. Conforme leemos las edades, adelgazamos el lenguaje, dejando al descubierto las piedras del hambre.
Cerbantes Park Carlos Robles Lucena Navona: Barcelona, 2022 280 págs.
Literatura como parque temático Por Rebeca García Nieto Intentar meter la literatura en un parque de atracciones puede parecer como tratar de mezclar el agua con el aceite. Poco menos que imposible. Hasta que recuerdas, como hace Carlos Robles Lucena en los agradecimientos de este libro, que algunos grandes escritores lo han hecho y han salido airosos. Lo hizo Julian Barnes en Inglaterra, Inglaterra, George Saunders en el relato «Guerracivilandia en ruinas» o Bruce Bégout en Le Park. La trama de todos esos libros gira en torno a un parque temático: en el de Barnes se comprimía toda Inglaterra en un espacio de unos cuantos kilómetros cuadrados, en el de Saunders se representaba la guerra de Secesión y Le Park aspiraba a contener todo el horror del que es capaz el ser humano, desde el campo de concentración a los campos de refugiados pasando por las residencias de ancianos. El parque que propone Robles Lucena en esta novela es puramente literario, aunque no se trata exactamente de un parque temático sobre literatura, sino que es literatura. Sus asistentes, o «lectores», gozan, o padecen, lo que podríamos llamar una experiencia literaria inmersiva. Si en la vida real existe la realidad aumentada, en Cerbantes Park se pone en práctica una especie de ficción aumentada. Así, los asistentes vivirán la experiencia de empequeñecer como en El increíble hombre menguante, de Richard Matheson, o se las tendrán que ver con la bruja de Hansel y Gretel en una casa de chocolate elaborada por los hermanos Roca. Lo primero que llama la atención de Cerbantes Park es su estructura, que alterna la narración en primera persona con la narración en tercera. Una pista de por qué la novela está estructurada de esta forma la encontramos en una reflexión de uno de los personajes, Jacob Expósito: «El crítico Harold Bloom aseguraba que había dos tipos de personajes en toda la historia de la Literatura: los que avanzan conociéndose por sus monó-
logos, escuchándose a sí mismos, como los de William Shakespeare, y los que avanzan por amistad, escuchando a los otros, como los cervantinos». La novela progresa por esos dos flancos, mediante los monólogos de Jacob Expósito (el personaje shakesperiano) y a través de la narración que gira en torno a su amigo el Comisario (el cervantino). El primero será el encargado de preservar la memoria del parque y lo hará a través de notas de voz de WhatsApp. La idea de utilizar ese peculiar medio para presentar los monólogos no es gratuita. Jacob cree que la escritura, que no la literatura, está abocada a la desaparición. La gente prefiere emplear su tiempo jugando con el móvil o viendo series que leyendo libros. La única salida que le queda a la literatura es la oralidad, de ahí lo de las notas de voz. El Comisario, por su parte, se ocupará de hacer realidad Cerbantes Park, encontrando la financiación necesaria y el lugar donde ubicarlo (en algún punto entre Terrassa y Sabadell). El Comisario, hijo de emigrantes (por emigrantes entiende a «los andaluces y extremeños de los años cincuenta»), quiere cambiar el destino del barrio, acercar la cultura a sus habitantes, mejorar su nivel socioeconómico y, tal vez, su esperanza de vida. La conciencia de clase, el sentido de pertenencia al barrio y la identidad son el telón de fondo de esta novela. Una novela que tiene también mucho de metaliteraria, aunque no de la manera habitual —aquí la intertextualidad se practica con mucho humor—. Ahora que, como bien decía Vicente Luis Mora en uno de sus ensayos, la imaginación parece haberse dado a la fuga, se agradecen novelas tan ingeniosas como esta. Cerbantes Park es un libro inteligente que aborda de un modo muy distinto un tema que lleva mucho tiempo sobre la mesa: el fin de la literatura. No es poco, y más tratándose de una primera novela.
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Canijo Fernando Mansilla Barrett: Sevilla, 2022 432 págs.
(Anti)pastoral yonki Por Jean Christophe García-Vaquero Lavezzi La editorial sevillana Barrett, una de las más interesantes del panorama editorial independiente español, ha vuelto a editar Canijo, novela del artista underground Fernando Mansilla, poeta, actor, músico y escritor catalán afincado desde 1981 en Sevilla, ciudad donde falleció en 2019. Canijo, novela considerada de culto, transcurre en unas coordenadas muy precisas de la Sevilla popular y, sobre todo, yonqui de los años ochenta. En efecto, Canijo narra en clave local un fenómeno global: la devastación que provocó la heroína en la década de 1980. En este contexto, hay que mencionar la excelente y muy gráfica portada diseñada por Pablo Peña, que no deja lugar a dudas sobre la temática de la novela. Pero Canijo también contiene un mensaje en clave, al reflejar la Sevilla más ruda anterior a la Expo92, evento que modificó la geografía social del centro de la ciudad y puso los cimientos de su actual gentrificación. Canijo presenta dos voces, una en tercera persona omnisciente y otra en primera persona; mediante ellas, nos relata la paulatina implantación de la heroína en Sevilla y sus terribles efectos posteriores. La voz en primera en persona relatará principalmente, mostrando incluso fascinación, el coqueteo con la heroína de unos personajes variopintos, entre ellos el narrador, al que todos llaman Canijo, músico y bohemio, alter ego del autor. Pero conforme la novela avanza, los estragos de la adicción y la llegada del sida llevarán a muchos personajes a un destino nada halagüeño.
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La adicción a la droga ha sido el tema de muchas novelas tan brillantes como truculentas (citen ustedes a sus autores favoritos, que tienen donde elegir). Canijo, en mi opinión, tiene la particularidad de ser una novela luminosa sobre un fenómeno muy oscuro. Quizás radique allí su originalidad: la creación de un gran contraste entre la calidez del tono del foco del autor con la sordidez de los temas que trata con total autenticidad. El que suscribe estas palabras, niño de los ochenta y vecino de algunos barrios céntricos donde transcurre el libro, fue criado, como tantos otros chicos de aquella generación, en el miedo al yonqui, que, con el «mono», podía llegar a ser muy peligroso. Con las páginas de Canijo, el recuerdo vívido de aquellos seres famélicos, nerviosos y carcomidos ha provocado que la lectura de la novela haya resultado escalofriante por las resonancias de un pasado nada idílico (los ochenta no molaban tanto) y, al mismo tiempo, haya constituido una inesperada experiencia estética. Nada es gratuito en Canijo. Mansilla conoce perfectamente el mundo horrible que refleja (no se ahorra ningún detalle) pero logra hacerlo de forma hermosa, guardando un gran respeto por los personajes. Sería muy fácil dejarse influenciar por la moralina, pero la novela no contiene ningún juicio sobre la autodestrucción que profesa todo drogadicto. Canijo es una novela libre de ataduras formales o estructurales. Mansilla relata con gran conocimiento lo que le parece, con una elipse de casi diez años entre la primera y la segunda parte del libro. No se siente obligado a cerrar tramas. Pone el foco donde quiere, lo amplía y lo reduce a su antojo. Por ello, Canijo es a veces desconcertante, a veces densa, pero siempre se percibe una voz. Al lector le queda sacar sus conclusiones. La ambición de Mansilla no parece relatar sino recrear y, en alguna medida, homenajear las vicisitudes de todo aquel microcosmos de personajes tan reales (incluyendo también unas dosis de denuncia). Canijo no es una novela que podamos considerar clásica, ni lo pretende ser. Mansilla no aspira a ser un novelista del canon. Canijo es la novela de un verdadero artista. Y, por ello mismo, perdurará.
Book of Mutter Kate Zambreno Semiotext(e): Los Angeles, 2017 216 págs.
Uno de tres Por Nathalie Karagiannis ¿Cuál es la diferencia entre Book of Mutter de Kate Zambreno y la gran mayoría de libros de non-fiction o autobiográficos de luto de autoras estadounidenses que se han visto todo Chris Marker, leído todo Bataille y adoran a Louise Bourgeois, es decir que tienen toda la armadura intelectual que suena bien en Estados Unidos porque se refiere a un cierto canon europeo? Lo que distingue el libro de Kate Zambreno es, primero, el peculiar control de la escritura, a pesar de declarar lo contrario: «I never know when to be subtle, or explicit, what to take out, what to suggest». Completamente despojada, esencialmente norteamericana, posthemingwayana, diríamos —seguro que no le gustaría a ella este epíteto—, esta escritura da muy raras indicaciones de que podría hacer lo contrario: utilizar una sintaxis
más sofisticada, verbos más infrecuentes, más adjetivos, algún proverbio, pero que se contiene. Esta situación pone a la lectora en el papel de cazadora y, si como me pasó a mí, se lee el libro en unas horas, está clara la sensación de ir entendiendo más y más las microdosis de alusión a un estilo que podría ser pero que no será. ¿Cómo se podría llamar a esto? Curiosamente y a pesar de declarar con Barthes que asumirá la duda, nunca se siente ninguna hesitación: al contrario, se subvierte exponiendo al mismo tiempo esta última y su negación, como cuando aparece este comentario a un párrafo: «Borraré esto. No pertenece a aquí». Y al mismo tiempo que leemos esta escritura tan controlada, tan desnuda y que tan bien encaja con el tiempo largo de la sedimentación del duelo y de su escritura (que parece ser el tema que eligieron los editores para hacer la publicidad del libro, pero que no le hace justicia), hay elecciones sutiles que combinan extraordinariamente sencillez y astucia. ¿Por qué escribir repentinamente «She had never been to Europe», en vez de «She never went to Europe», en medio de frases y párrafos escritos en el pasado simple o continuo, sino para variar los tiempos, las profundidades de recuerdos y memoria? Lo que me lleva a subrayar que, en segundo lugar, lo que distingue este libro es su destreza con los diferentes niveles discursivos. Por una parte, el montaje mismo del libro merece ser admirado. Tiene grandes antecedentes: por ejemplo, se menciona explícitamente Dictée de Theresa Hak Kyung Cha, el libro matriz de todos estos libros, pero que presenta una dificultad de lectura mucho más importante, que lo acerca mucho más a la poesía que a la prosa. Al contrario, The Book of Mutter se niega a hacer cortes radicales en el texto mismo (en las notas finales, nos hace saber que hay muchísimos cortes de material, pero esto pasa desaparecido en los fragmentos mismos) y se queda siempre con una apariencia sencilla, insistiendo en los huecos, el vacío. De hecho, la página en blanco —¿cómo escribir el amor?, ¿cómo escribir el duelo?— no solo está tematizada, sino también puesta en escena aquí, en el libro mismo, en forma de páginas blancas o, incluso, como indicación en negritas enormes sobre dos páginas: «TIME PASSES» (préstamo de Virginia Woolf ). El tiempo pasa vertiginosamente a través de esta escritura, que consigue a la vez proponer una lectura ya pasada muy rápida, sin ningún obstáculo, una lectura presente de una cierta reflexión y la promesa de lecturas futuras.
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Segunda casa Rachel Cusk (Traducción de Catalina Martínez Muñoz) Libros del Asteroide: Barcelona, 2022 184 págs.
Interpenetraciones de Cusk Por José de María Romero Barea No se involucra con las respuestas la escritora Rachel Cusk (1967), sino con las preguntas, entrelaza sus textos con declaraciones de otros, las registra en los márgenes de «un refugio en el que la gente pueda cobijarse cuando las cosas se tuercen». El resultado es la polifonía de una conversación entre múltiples participantes que, al dejar de fetichizar su libertad como el desafío de sus limitaciones, la re-imaginan, ajena al «esquema de la participación humana en un determinado conjunto de circunstancias». La autora canadiense rechaza las restricciones, enriquece sus experiencias de lo ilimitado, «sabiendo que asumir la tarea del destino es aceptar la responsabilidad plena de sus consecuencias». La liberación que promulga su narración Segunda casa no es un logro momentáneo o circunstancial, sino la celebración continuada de una mente inmersa en su autodeterminación. Se esfuerza la creadora por hacerse visible entre los créditos y débitos de su libre expresión: «Para mí es importante contarte solo aquello que puedo verificar [...] pese a la tentación de recabar otro tipo de pruebas [...] con la esperanza de darte una imagen mejor». Se representa a sí misma desnuda sobre la página, traficando con prohibiciones, interesada por las interdependencias y las ambigüedades de «un aturdimiento inexpresivo». Su unidad de pensamiento no es el capítulo sino el párrafo, un modelo que favorece los desvíos y las yuxtaposiciones, a base de intercalar análisis y anécdotas, para «desdibujar la interfaz del aquí y el ahora». A medida que las sucesivas crisis de la interlocutora fomentan las coerciones, ¿cómo mantener la fe en las deliberaciones de los movimientos liberales? Usando la experiencia como lo hace Cusk, abriéndola a la interculturalidad: «No quiero entrar. Pero eso significa que todos mis recuerdos están fuera de mi».
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Investiga la premio Whitbread 1993 todo aquello que nos afanamos en no vigilar: «Me sentía como si estuviera creando el mundo cuando en realidad lo único que estaba creando era mi propia muerte». Binaria su necesidad de que las categorías permanezcan impolutas, su predilección por las interpenetraciones y los cruces, los milagrosos dramas domésticos, ardientes actos de reajuste que requieren de, pero también reconsideran, lo que significan las instituciones. Se preocupa la finalista del Man Booker 2005 por la autónoma supervisión, sugiriendo que, a cambio, podemos prestar atención a la expresividad de la propia peripecia, creando espacios en el discurso a través de los cuales acceder a la verdad: «La segunda casa era solo un ejemplo de nuestro intento de conciliar estas diferencias, porque los dos éramos conscientes de que en una pareja como la nuestra uno no podía beber siempre de la misma fuente». Posee la autora de la trilogía A contraluz (2014-18) el arte de inquietar, mientras experimenta con las inquietudes de la pasividad. Se suceden los desalojos y las exclusiones, se unen a las confesiones los teoremas para recrear el desorden de la existencia en los significados de la irrealidad, «donde el entendimiento y el miedo son indistinguibles uno del otro». Actos de extensión nos permiten viajar a los recovecos de otras anatomías: «La verdad no reside en ninguna reivindicación de la realidad, sino allí donde lo real escapa a nuestro entendimiento».
Una nueva mirada entre la literatura y el cine: el legado de Juan Luis Alborg Rafael Malpartida Libros Pórtico: Zaragoza, 2022 250 págs.
(Re)pensar la literatura y el cine Por José Manuel Herrera Moreno En este mundo hiperdigitalizado, donde todo parece estar a golpe de clic, cuesta cada vez más imaginar que puede haber aún papelajos valiosos en archivos polvorientos. En el caso de los nuevos documentos que se dan a conocer y se estudian en el libro de Rafael Malpartida, titulado con razón Una nueva mirada…, la cuestión resulta todavía más sorprendente: un crítico e historiador de la literatura, Juan Luis Alborg (1914-2010), que resultará muy familiar a quien ha estudiado Filología y ha preparado oposiciones de Secundaria, se interesó por el cine en la década de los cuarenta y los cincuenta del pasado siglo hasta el punto de que escribió un libro sobre teatro y cine, que había permanecido inédito, varios artículos e incluso argumentos y tratamientos cinematográficos que nunca llegaron a convertirse en película. Todo esto dormía en un ángulo oscuro, como el arpa de Bécquer, y se ha podido descubrir gracias al legado póstumo que su familia hizo a la Universidad de Málaga. Estamos, por tanto, como explica Rafael Malpartida, ante un auténtico «eslabón perdido» para entender las relaciones entre la literatura y el cine, que ahora se rescata bajo el sello de rigor y prestigio de la editorial Libros Pórtico. Dicho rescate, que representa un filón para quienes estén interesados en ambas artes y sus cruces, encuentros y desencuentros, incluye varias gratas sorpresas. La primera, que Juan Luis Alborg emprendió los escritos sobre literatura y cine desde la defensa del segundo, frente a filmófobos como Keyserling. Ahora el lector podrá leer esa perspectiva poco ortodoxa en el ensayo extenso «Talía y su sombra» (1944) que se edita (con gran cantidad de notas explicativas) en las páginas centrales. Además de su amena lectura, el texto de Alborg parece escrito con una bola de cristal en el gabinete: por ejemplo, se adelanta varias décadas a la creación y consolidación del
mercado videográfico. Retomando una idea del también valenciano Blasco Ibáñez, imaginó el «cine-libro» (¡en los años cuarenta!) para que las películas no cayeran en el olvido tras su estreno y pudieran llegar al ámbito doméstico. Si el ensayo se hubiera publicado en su época, ¿cómo se habría recibido la idea? Para empezar, se trata de un buen modo de equiparar el estudio de la literatura con el del cine, que no parece que en nuestro siglo XXI se haya logrado, ni mucho menos. Si «Talía y su sombra» constituye un hallazgo por la frescura de sus ideas y la agilidad de su prosa, conviene destacar otra de las sorpresas que ofrece este libro: Alborg practicó la escritura cinematográfica, y no como un simple ejercicio, sino con la intención de que sus sinopsis y tratamientos se llevaran a la pantalla, pues llegó a contactar con cineastas como Benito Perojo. Se asoció, además, con otro paisano, el guionista y director Juan García Atienza, y firmaron juntos un precioso argumento para el cine, Los marañones (1958). El lector quizá recuerde la novela de Ramón J. Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, o películas como Aguirre, la cólera de Dios de Herzog o El Dorado de Carlos Saura, entre otras recreaciones de la controvertida figura de Lope de Aguirre. Aquí volvió a adelantarse Alborg: valiéndose de crónicas de Indias, concibió una película que nada tenía que ver, como explica Rafael Malpartida, con la visión edulcorada de las expediciones indianas que por aquellos años se ofrecía en filmes como Alba de América. Se navegue por donde se navegue en estas páginas, hay descubrimientos a menudo. Y es que Juan Luis Alborg, premio Nacional de Literatura en 1959, había dedicado nada menos que dos décadas, antes de trasladarse a EE. UU., al supuesto gran enemigo de su disciplina. Resulta aleccionadora, sin duda, esta nueva mirada (con efecto «retroactivo») en tiempos tan polarizados como los que vivimos.
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Las desapariciones
Hilario J. Rodríguez Newcastle: Murcia, 2022 148 págs.
Misteriosas relaciones Por Miguel Sanfeliu Escribir es, ante todo, un ejercicio de resistencia, una necesidad vital cuya única motivación consiste en que, simplemente, no podemos dejarlo. Si, como el personaje de Melville, preferiríamos no hacerlo, al final, seguimos haciéndolo. Hilario Jesús Rodríguez Gil nació en 1963, en Santiago de Compostela, es licenciado en Filología Anglogermana y Filología Hispánica. Es un reconocido crítico de cine y escritor, y este libro es, si no me fallan las cuentas, el número veinte de su autoría, incluyendo los ensayos y las obras de ficción. Sin contar el resto de antologías en las que ha participado o que ha coordinado él mismo. Entre su narrativa, que inició en 1998 con el libro de relatos Aunque vuestro lugar sea el infierno (Ediciones de la Mirada, Valencia, 1998), encontramos Construyendo Babel (Tropismos, Salamanca, 2004), Mapa mudo (Ediciones Traspiés —Colección Vagamundos—, Granada, 2009), El otro mundo (Ediciones del Viento, La Coruña, 2009), Perder ciudades (Newcastle, Murcia, 2015) y Un astronauta perfecto (Newcastle, Murcia, 2017). Muchos de sus libros narrativos son en realidad híbridos entre la ficción y el ensayo. Su literatura avanza por un terreno en el que las líneas que delimitan los géneros se difuminan y se convierten en algo nuevo y, además, muy atractivo. La escritura descubre misteriosas relaciones entre sucesos que parecen no tener nada en común pero que forman parte de nuestra memoria colectiva. Hilario, como buen viajero que es, nos conduce en sus libros por el lado oculto de lo cotidiano, por las historias que se acumulan en los márgenes, por las imágenes que pueden pasarnos desapercibidas pero que nos con-
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forman y, en cierto modo, nos explican. Por qué somos como somos, esa es la gran pregunta. Estamos obligados a replantearnos nuestro entorno y nuestras convicciones una y otra vez. Para eso existe el arte, para que podamos reflejarnos en él y recomponer los pedazos de una realidad que se nos antoja imposible de aprehender. Así que la aparición de Las desapariciones (valga el juego de palabras), editado por Newcastle Ediciones, es un buen motivo de regocijo. De nuevo encontramos el estilo ágil de Hilario J. Rodríguez, con afán divulgativo, que salta nervioso de un tema a otro siguiendo una fina línea que da unidad al conjunto. Desde ese hombre que resulta malherido como consecuencia de la explosión de una bomba que él mismo transportaba, muy cerca del Observatorio de Greenwich, pasando por el cruel asesinato del niño James Bulger y la obra de James Ellroy, llegamos al misterioso artista Henry Darger. Entre la extraña obra de Darger no se encontró ninguna referencia a Elsie Paraubek, una niña de cinco años que desapareció misteriosamente conmocionando a la sociedad de principios del siglo XX. Sin embargo, según algún experto de arte, Darger puede ser el principal sospechoso del asesinato de Elsie Paraubek. Tampoco la historia tenía un lugar destacado para Lutz Haase, cuyo rastro se pierde en Canadá, en 1949. Y todas estas historias, al parecer tan distantes, van confluyendo en una visión del arte y de la vida, entrelazados íntimamente, hasta el punto que una obra, o incluso su ausencia, puede encerrar un significado para quien la contempla, algo que lo conecta con su yo más profundo, con lo que es o con lo que fue. Y llegaremos a un punto en el que seremos advertidos: «... que nadie espere una disculpa si en los constantes desvíos de esta historia ahora entramos en el terreno de la ciencia ficción o del psicoanálisis de los sueños». Y así seguimos estas historias, que continúan un proyecto narrativo inclasificable e integrador, probablemente de los más arriesgados que podemos encontrar actualmente en las librerías. Mención aparte merecen las perturbadoras imágenes que acompañan al texto, creando una réplica a lo que se está contando, proporcionando un interesante contrapunto, y que podrían identificarse con una historia en sí mismas. Hilario J. Rodríguez puro y duro; no se pierdan este pequeño gran libro. Una de esas lecturas que te envuelven y, al terminarlas, te animan a volver a empezar.
Lo que en la tuya me dices. Epistolario José Ángel Valente/Florentino Martino Saturnino Valladares Universidade de Santiago de Compostela: Santiago de Compostela, 2022. 140 págs.
Relaciones epistolares Por Laura Paz Fentanes La Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética, bajo la dirección de Claudio Rodríguez Fer, ha publicado una veintena de libros alrededor de la figura, la obra y el legado del poeta. A lo largo de los años, distintos autores y autoras han abordado la poesía, el ensayo e incluso la biblioteca de José Ángel Valente, que puede visitarse en la Facultade de Filoloxía de la Universidade de Santiago de Compostela. La Cátedra se creó hace veintidós años gracias a la donación del propio autor y en ella se custodian, además, sus archivos y su epistolario. El último número de la serie Punto Cero, es decir, el octavo, publicado por la Cátedra es Lo que en la tuya me dices: Epistolario José Ángel Valente/Florentino Martino. Entre la vasta documentación presente en la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética se encuentran las cartas que intercambió el poeta gallego con el asturiano Florentino Martino. No obstante, a este epistolario le faltaban algunas cartas, que ahora se recogen en este libro gracias al envío del asturiano a Saturnino Valladares, quien realiza la introducción y lleva a cabo la edición de las mismas. El doctor Valladares cuenta con una gran trayectoria en relación con la obra de Valente, como prueba su tesis doctoral Retrato de grupo con figura ausente. Edición y análisis de la correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas españoles de su edad (2017), con la que obtuvo la máxima calificación; así como Poemas a Valente (2019). En la introducción del libro, «Una crítica a doble vertiente», Saturnino Valladares presenta a los autores protagonistas del intercambio epistolar que expone. En ella adelanta al lector lo que va a encontrar en las cartas y, en numerosas ocasiones, apoya lo que dice recurriendo a citas presentes en las epístolas que presenta a continuación. Asimismo, aclara que Florentino Martino
se puso en contacto con él para darle a conocer veinte cartas inéditas que conservaba de José Ángel Valente. Ello suple muchas carencias, aunque el propio Valladares expresa que «las referencias internas permiten afirmar que el epistolario está incompleto» (pág. 16). A continuación, expone los temas tratados a lo largo de los años en las cartas intercambiadas. Antes de mostrarlas, el doctor Valladares elabora un listado con los lugares y las fechas, además del remite y del remitente, que permiten visualizar que, de las treinta y nueve cartas conservadas, veinte fueron escritas por Valente (todas ellas en Ginebra) y diecinueve por Martino (tres en El Carmen y el resto en Caracas). Esta sucinta, pero visual guía, permite al lector desenvolverse con facilidad entre los escritos y observar con claridad la evolución del intercambio entre los autores a lo largo del tiempo, así como los años de mayor contacto entre ambos. Pese a que la primera carta conservada es de Valente, esta responde a otra previa de Martino de la que se deduce que le pedía al gallego incluir alguno de sus poemas en su antología Cuatro poetas de la España actual, de la que un año y dieciséis días después Valente acusa recibo. Más tarde, en 1966, José Ángel Valente obra de intermediario entre Martino y Camilo José Cela para que aquel pueda publicar su ensayo sobre la poesía de Valente en la revista dirigida por este, Papeles de Son Armadans (para más información sobre la relación entre Valente y Cela puede consultarse el capítulo de Arantxa Fuentes Ríos en el también reciente número 7 de la serie Punto Cero, «Las voces de la autoría: el epistolario entre Camilo José Cela y José Ángel Valente a la luz de Papeles de Son Armadans», en Valente epistolar (Correspondencia de José Ángel Valente con sus amistades)). Una vez más, en 1969, Valente hace de intermediario entre Martino y José Luis Cano para que
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publique su nota sobre Breve son en Ínsula. En esa misma epístola el gallego expresa su gratitud por la visita del asturiano, lo que, además de dar noticia del encuentro, explica el mayor grado de confianza entre ambos en las siguientes cartas. En la carta del 15 de mayo de 1971 Martino informa a Valente de que está concluyendo su artículo sobre El inocente. Este ensayo constituye el centro de sus intercambios epistolares desde el 6 de septiembre, iniciado por los diez puntos en que Valente difiere de la visión de Martino, y se prolonga en el tiempo hasta el 11 de febrero de 1972, cuando Martino da por concluida la disputa. A lo largo de la correspondencia intercambiada durante esa época, se aprecia cómo ambos parecen llegar a puntos de entendimiento común. En las últimas cartas a este respecto los autores terminan centrando su atención en las influencias literarias en el panorama español del momento y, más en concreto, en la obra de Valente. Durante el debate crítico-autor de esas cartas siguen hablando de otros temas, como la recepción por parte de Martino de Las palabras de la tribu en octubre, ejemplar que habían estado esperando que llegase a manos del crítico desde hacía seis meses. Asimismo, en esta misma época Valente informa a Martino del proceso que se había abierto contra él por «El uniforme del general» publicado en Número Trece, lo que impidió el regreso, y consiguiente reencuentro entre ambos, a España hasta la muerte del dictador. Este mismo tema es mencionado nuevamente en las dos últimas cartas intercambiadas por Valente y Martino, respectivamente, donde ambos lamentan, una vez más, la situación derivada del proceso jurídico-militar contra el gallego. Este estudio da, además, noticia de los proyectos de ambos autores en el momento de escribir sus cartas, pues frecuentemente ambos se preocupaban por el trabajo literario del otro. En esta línea, algunas epístolas registran planes que no llegaron a término, como puede ser una antología que pretendía hacer Valente sobre Luis Cernuda. En otras cartas es Martino quien pide la revisión de Valente sobre determinados artículos que está escribiendo, a los que, en ocasiones, el gallego aporta matices o nuevos puntos de vista.
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La carta que pone fin al intercambio epistolar en cuestión data del año 1993, veinte años después de la anterior conservada. En ella, Martino rememora gratamente, y da noticia, de la visita que hizo a Valente y a su esposa Coral en su casa en Almería. La vivienda elegida por el gallego para su regreso a España es descrita en el «Epílogo» que cierra el libro y que escribe el propio Florentino Martino. En él, además de destacar ciertos objetos de ese espacio, como un dibujo de Antoni Tàpies y un gallo de veleta de Celanova o la variada y rica biblioteca personal de Valente, el crítico asturiano también evoca cómo conoció la obra de Valente y al autor, además de establecer los ciclos que él distingue en la creación del gallego, en parte mencionados durante sus intercambios a propósito del diálogo establecido alrededor de El inocente. Para terminar, Lo que en la tuya me dices: Epistolario José Ángel Valente/Florentino Martino por Saturnino Valladares es un trabajo esencial no solo para conocer la relación entre José Ángel Valente y Florentino Martino, sino también para poder adentrarse en el mundo crítico-literario compartido por los autores, cada uno con su concepción particular. A la par, las cartas permiten descubrir la opinión de los autores sobre otros del momento y sus relaciones con distintas editoriales y revistas. No obstante, esta información no se le presenta al lector llanamente, sino que el doctor Valladares ofrece extensas y completas notas informativas a pie de página que explican cada dato potencialmente desconocido para quien lee. Ello incluye desde el tipo de relación que mantenían ambos escritores con determinada figura de la que estuviesen hablando como, por ejemplo, Lezama Lima; hasta la concepción que podía tener cada uno de la obra de determinado autor, como Rubén Darío. En adición, son notas en las que no solo se dan abundantes datos —muchas incluyen citas de trabajos de los propios autores—, sino que también se remite a artículos en los que se puede consultar y acceder a más información sobre el tema en cuestión. En definitiva, este libro es esencial para adentrarse en el epistolario del poeta José Ángel Valente no solo por su carácter inédito, sino también por la gran cantidad de información novedosa aportada por el doctor Valladares.
Interior verano
Javier Vicedo Alós Pre-Textos: Valencia, 2022 64 págs.
Lo que no se define Por Claudia Torres ¿Cómo recordar la primera evidencia del dolor ajeno? Así nos increpa el poeta y dramaturgo Javier Vicedo Alós (Castellón, 1985) al inicio de su nuevo poemario, Interior verano. De la mano de Pre-Textos, donde aparecía con Ventanas a ninguna parte (Premio de poesía joven RNE, 2010) y Fidelidad de una sombra (2015), ahora indaga la relación entre los espacios y las grietas que generan. Así emprendemos el recorrido al que nos dirige: hacia la incomprensión del dolor. Los saltos temporales entre cada poema se vuelven evidentes: responden a historias que aparentan ser inconexas, cosidas por unos hilos invisibles cuyo patrón desconocemos. Observamos con él momentos decisivos de diversas vidas, rodeamos territorios hasta sumergirnos en ellos. Y una vez en su interior («Cuántas partículas de polvo que observo sobre la mesa […] arrastran la posibilidad de contener algún resto tuyo algún delicadísimo desprendimiento de tu vida») vemos cómo va reconstruyendo el universo del dolor, desde el mundo de los lazos íntimos y lo que estos conllevan. «Me pregunto cuándo empieza una madre a serlo», se cuestiona. Desde esa pregunta articula la existencia de otra vida paralela, otro lenguaje defectuoso cuyo valor radica en su intuición, en el deseo de su existencia. «Un lenguaje habitado», nos dice, pero fruto de la misma desocupación: «ellos los sanos afuera / en su agosto inmutable / nosotros dentro / ¿pero dentro de qué?». Es en ese ensayo de lenguaje donde vemos que todo tiembla, que las palabras se mueven y colocan en su propio orden. El único que no solo les da un nuevo sentido, sino que busca expresar su intención. En otro momento, añade: «quizá todo sea fundar espacios / abrir territorios / donde / siempre estemos más allá / de toda esta vida de toda esta muerte», como si la respuesta se
ocultara en la palabra que se aleja o muta. Entendemos así la reconstrucción de escenarios pasados: busca en ellos la pieza que complemente el sentido velado del verano, el lugar remoto al que nos dirigimos cuando buscamos algo que ya no sabemos si existe. Descubrimos que estas dimensiones espaciotemporales se unen siempre en un presente, en preguntas que nos dejan pensando si es que acaso necesitan respuestas. O basta con suspenderlas en el aire para poder deformarlas de nuevo, más adelante. «¿terminan alguna vez las conversaciones que no tienen lugar?», se cuestiona. «No habré sido nunca nada, y sin embargo / estar aquí sentado es suficiente», dice Cesar Simón. El poeta parece intuirlo, porque esa mansedumbre es la que desprende cada poema. Las claves para que algo funcione siempre son minúsculas: «un sonido casi imperceptible llegaba hasta nosotros / la señal muda que después supimos emiten / las cosas al marcharse». Ese viaje interior al que nos sumerge en pleno verano, aunque él mismo se cuestione su paradero, nos recuerda que, pese a todo, estamos vivos, tenemos lenguaje, podemos intentar un renacimiento, pero uno indudablemente lleno de oxígeno previo. Por ello entendemos finalmente que el feto que se desprende de una madre es recogido y transformado en nuevas formas de vida, las de este libro.
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In nomine AUSCHWITZ. Antología de la poesía del Holocausto Carlos Morales del Coso (ed.) CITMA-Última Línea: Málaga, 2022 506 págs.
Un documento con mayúsculas Por Anna Rossell Un tesoro, esta obra, editada por Carlos Morales del Coso, quien le ha dedicado veinticinco años de su vida. Hasta hoy la más extensa en poesía de este tema. Un documento mayúsculo. Cristalizó por deseo expreso del sacerdote católico y poeta Carlos de la Rica en su lecho de muerte, en 1997. Sus amigos Carlos Morales y Jaime Vándor asumieron el encargo. Precede a los poemas un extensísimo ensayo del editor, de doscientas treinta y tres páginas, e incluye dos breves prólogos: de Rafael Narbona y de Fernando Navarro García. El conjunto es pues de gran interés para el estudioso de la Shoah y su recepción en cualquier manifestación. Porque Morales repasa en su dilatada introducción todo el espectro: investigación histórica, testimonios de supervivientes, cine y ficción. Reúne ingente cantidad de información, que difícilmente encontramos compendiada. Morales no es aséptico, no se limita a recopilar datos. Su recorrido por la recepción es objetivo y crítico; analiza y desenmascara las razones interesadas que mantuvieron los hechos silenciados durante años y comenta detalles sensibles de publicaciones y filmografía, orientando al lector sobre características, acentos y perspectiva, haciendo uso de una prosa contenida y precisa. Repasa los factores que influyeron en la conciencia de quienes no vivieron la Shoah para despertar su voluntad de escribir poesía sobre ella. Conoce profundamente el objeto de su comentario y no faltan notas prolijas a pie de página. Con igual rigurosidad, Morales desgrana lo más destacable de los poetas que antologa y consigue con-
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densar lo esencial de cada uno con la parquedad que exige un prefacio. Insólita su sensibilidad de lectura y su capacidad de precisión y concisión. Desglosa en tres capítulos los apartados dedicados a los poetas y sus poemas: «Poemas de quienes no pudieron sobrevivir a la Catástrofe», «Poemas de quienes lograron sobrevivir a la Catástrofe» y «Poemas de quienes no vivieron la Shoah». Dibuja una semblanza de cada uno de sus autores y comenta —con frecuencia sobre poemas concretos— su estilo y lenguaje poético, además de hacer referencia a su posición ideológica ante el sionismo. Algunos de los nombres que menciona, pocos, no están después representados en el apartado de poemas, seguramente por la dificultad de encontrar traducción al español. Como subraya Morales, los poemas no permiten hablar de «poesía del Holocausto» como la historia de la literatura usa expresiones relativas a una época estética: «poesía del romanticismo» o «poesía expresionista». La vastedad, percepción, grado de intensidad de experiencias y escenarios de quienes sufrieron la Catástrofe —significado de la palabra Shoah— no lo permiten, y el espectro de autores es demasiado diverso. Ello puede afirmarse de los que no sobrevivieron y de quienes pudieron escapar a la muerte. También de los que no la vivieron pero a lo largo de los años han escrito sobre ella en forma poética. Morales, también poeta —se percibe en el prolijo léxico y la hondura metafórica de su prosa—, es autor de poemarios —varios premiados—, estudios sobre otros poetas y antólogo. Dirige la editorial El Toro de Barro y codirige con la poeta hebrea Margalit Matitiahu los Kuadrinos Sefardíes. Ha codirigido con el poeta Jaime Vándor, hasta su muerte, en 2014, la Biblioteca Internacional del Holocausto. Mantiene un bloc imprescindible: Poesía del Toro de Barro. La monumental obra seguro será reeditada. Si es así, conviene una minuciosa revisión; la probable urgencia en publicar la primera ha dado lugar a errores tipográficos, sintácticos, morfológicos o de concordancia, sobre todo en el prefacio (alguno de acentuación o traslocación de letras, ciertas incoherencias morfológicas y sintácticas, discordancia de género o número entre artículo y sustantivo o entre sujeto y verbo, olvido o repetición de palabra).
El aire encendido
Teresa Garbí Renacimiento: Sevilla, 2022 80 págs.
Una danza interminable Por Luis Moliner La ya larga carrera de Teresa Garbí se cierra por el momento con este perturbador El aire encendido, punto negro al que los libros anteriores condujeron y ante el cual el lector debe pararse. De todos los suyos, este es el que afronta la muerte de manera tan serena como solo son capaces los grandes autores. El aire encendido es un libro que afronta la muerte para afirmar la vida. En su último poema, «La vie en rose», apuesta por la juventud y por la vida joven y radiante, que emerge de la muerte, del aprendizaje que supuso el camino hacia la muerte. Y este tránsito se resuelve sin estridencias, sin romper la armonía y la serenidad que la caracteriza: «Muy lentamente os abrazáis y os miráis. Lo sabéis todo. Lo poseéis todo. La vida ha sido, al fin, una danza interminable». «Una danza interminable» es el canto del ruiseñor, conductor de la vida hacia la muerte, indiferente al esfuerzo que pudiera alterar su canto: «Han llamado en la noche. Has salido a escuchar el ruiseñor. Es al alba cuando su canto puro resbala en el aire». Teresa Garbí titula uno de sus libros El pájaro solitario anida tras el muro (1997), haciéndose eco de una tradición mística española que ha dado los mejores frutos a la poesía. San Juan de la Cruz habla en Dichos de amor y luz del pájaro solitario. También es el ruiseñor de Keats la esencia del canto. Estamos ante uno de esos milagros de la escritura capaz de mutar ante nuestros ojos para que lo fenoménico adquiera la categoría de esencial.
En El aire encendido la poeta consigue la presencia y el diálogo con la muerte. Pero también la presencia y el diálogo del amor. En el poema «La trasparencia, Dios, la trasparencia», Juan Ramón Jiménez escribe: «Dios del venir, te siento entre mis manos, / aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa / de amor, lo mismo / que un fuego con su aire». ¿Cuándo se incendia el aire? Cuando la llama está en su centro. Ese es el estado que la poeta sueña, un no-lugar inflamado de amor y muerte, el espacio en el que el inframundo pueda ascender y comunicarse con el mundo de los vivos, que no deja de ser otro mundo de los muertos. De esta manera se crea un espacio intermedio, desdibujado y abstracto, que es el espacio soñado, el espacio vivido. Todo el libro tiene por objeto situarse en el borde de la vida para alcanzar un diálogo con la muerte. La voz poética avanza hacia el no-lugar que se desvanece, o espera que la muerte se acerque lo suficiente para compartir el espacio en dos dimensiones, la de la muerte y la de la vida. Ambas dimensiones ofrecen un lenguaje afín; no en vano, los dos personajes que intervienen con mayor frecuencia y a los que se conjura son los padres muertos, aunque el conjuro se extiende a toda la humanidad. La poesía de Teresa Garbí está obligada a crear esos espacios para hablar con la muerte, no puede conformarse con un mapa realista de lugares comunes y en algún momento lo denomina el «no-lugar»: «Por encima de su ausencia tu madre continúa en algún no-lugar». El concepto de «no-lugar» como creación de un espacio abstracto, absoluto, nos lleva a otro concepto no menos importante, el de la «no-escritura». La palabra evita constituirse en flujo ininterrumpido de un sujeto poético hacia un interlocutor, para asumir su función creadora en un proceso de «no–escritura» en el que la muerte no solo está presente, sino que se convierte en el verdadero motor de la escritura. Son los muertos quienes nos hablan, los que nos escriben. El no-lugar, el paseo por la naturaleza y el sueño serán los tres espacios que acogen sin estridencias la presencia de los muertos. Destaca un lugar, o no-lugar, en donde acaba la vida, en donde renace: la madre-cuna y la madre-tumba. Lugares o no-lugares, naturaleza, caminatas: la preparación para la muerte. El camino nos lleva a los bordes en donde el canto claro del ruiseñor suena siempre.
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50 estados. 13 poetas contemporáneos de Estados Unidos
Selección, traducción y prólogo de Ezequiel Zaidenwerg Kriller71/Fulgencio Pimentel: Barcelona/Logroño, 2022. 350 págs.
Singularísima propuesta Por Alberto García-Teresa Apegados al texto, descubrimos en 50 estados una estimulante muestra de diversos planteamientos poéticos, los cuales completan su propuesta en verso con extensas entrevistas (o, más bien, dada la longitud de las conversaciones, estas se encuentran suplementadas con cuatro o cinco poemas por escritor). El volumen agrupa trece voces de poetas no conocidos de Estados Unidos, menores de cincuenta años, con apellidos que remiten a un linaje mestizo y que son presentados en una edición bilingüe cuidadísima. Todos coinciden en una posición muy crítica con el sistema cultural hegemónico y la «industria poética» de su entorno (especialmente, las maestrías de escritura creativa de las universidades y los vasallajes que imponen). Bajando a los poemas, el libro comienza con Joe Urbach. Mediante un estilo fluido y narrativo, lanza reflexiones existenciales a partir de la cotidianeidad y la constatación de la degradación. Le sigue Chris Talbott, que salta de lo pictórico a lo escénico, y Sarah Diano, de dicción minimalista y anclaje sentimental. Frank Shaughnessy emplea la tensión narrativa y un afán alegórico. El ácido torrente confesional de Caitlin Makhlouf y los poemas de Amy Benoit, que encierran ternura y desolación en sus escenas cotidianas, constituyen uno de los tramos más sobresalientes del tomo. Por su lado, Adam Wolniewicz esgrime una mirada costumbrista y LeRoy S. Davis un registro narrativo de resonancias a relato de aventuras. Tras los apesadumbrados versos del chicano «8A», que reflejan la dura realidad
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de la migración y la pobreza, aparece el rítmico Jillian Kwon y la prosa reflexiva de Michaell Hoffner. Finalmente, el uso de la métrica tradicional por parte de Ariella Jenkins y la contundencia de Taylor Moore cierran el volumen. Por fuera del texto, descubrimos que, en realidad, este libro se trata de un descomunal juego de heterónimos que despliega el argentino Ezequiel Zaidenwerg (Buenos Aires, 1981), traductor constante, precisamente, de poesía estadounidense. Estamos ante un artefacto lúdico, entonces, pero también ante un desborde y una crítica del concepto de antología, de canon. Asimismo, de los modos de recepción actuales y la superficialidad del mercado literario. De hecho, este trabajo constituye una impugnación (donde la sátira no apaga la severidad) de las antologías como aparato de legitimación literaria. El volumen se abre, de hecho, con una fotografía de una persona disfraza de Mickey Mouse de espaldas. Nada más expresivo para comprender la naturaleza subversiva de esta obra. El afán colectivo y disolvente del yo queda explicitado rápidamente en el prólogo que Zaidenwerg firma: la poesía como construcción colectiva. Así, su planteamiento político adquiere una potencia inusitada con estas páginas. Todos estos elementos redimensionan la obra y la dotan de un valor inmenso, que supera el aparente proyecto impreso de ofrecer una panorámica poética. Zaidenwerg, así, se nos revela como un poeta extraordinariamente audaz, capacitado e inquieto. Los poemas que ha construido desde esos personajes funcionan como potentes poemas, no como ropajes. De hecho, el autor confiesa que 50 estados puede leerse también como una «novela tenue». Estas páginas, de este modo, nos regalan diferentes maneras de encarar, leer y comprender este título. Las entrevistas, por su parte, están repletas de ideas sobre poesía y de opiniones sobre el sector literario. Al mismo tiempo, construyen narrativamente las vidas de estos autores, las cuales de manera puntual se cruzan y dialogan. Singularísima propuesta, pues. ¿Podremos disfrutar, próximamente, de poemarios completos de Sarah Diano, Caitlin Makhlouf, Amy Benoit o Taylor Moore, por citar las páginas más destacadas? Ojalá sea así.
Recomendaciones de Quimera De la muerte y otros lugares exóticos Luis del Gozo Baker Street, 2022
Una nueva voz en el mundo del cuento que coincide también con uno de los primeros libros de una editorial que quiere prestar atención a este género: Baker Street. En la voz de Luis del Gozo transpiran buena parte de referentes del mejor humor de décadas pasadas: Álvaro de la Iglesia, Chumy Chúmez, Gila... pero también del mundo de la literatura, más desde el foco de la ironía, como Miguel Mihura o Julio Camba. Humor negro, sátira, situaciones confusas y extremas que afectan a protagonistas que siempre muestran un rostro humano, desvalido incluso. De la muerte y otros lugares exóticos merece nuestra atención y debería merecer también la de cualquier lector que busque también la ironía y la inteligencia, lo común trivializado, desmitificado. Un gran libro que recomendamos con auténtico fervor.
Gravedad cero
Woody Allen Alianza Editorial, 2022
Woody Allen vuelve a la narrativa con un conjunto de relatos alocados, llenos de humor y de fina sátira. Un volumen de cuentos que encaja perfectamente en su universo. La cultura popular y las graves disquisiciones intelectuales se entremezclan en estas piezas tan entretenidas como sugerentes. En ese sentido, Allen es un Kafka filtrado por las películas de los Hermanos Marx. Su último relato, «Crecer en Manhattan», nos indica el camino de lo que está por venir: la novela que siempre ha esperado escribir.
Una grieta en la noche Laura Baeza Páginas de Espuma, 2022
La última década ha estado marcada en el mundo del cuento por la aparición de grandes voces (principalmente femeninas) que llegan de Hispanoamérica. Estas voces han hecho una fuerte revisión de la violencia y la atmósfera opresiva desde el punto de vista de la mujer en ese continente. Laura Baeza promete ser también uno de esos nombres. Su acercamiento a esos temas es, sin embargo, más matizado, aparece a partir de detalles en relatos que muchas veces están fijos en otros temas, más cotidianos. Destacamos los aspectos técnicos de los relatos (muy amplios todos), con abundancia de soliloquios que nos acercan con más profundidad a la mente de los personajes. Un gran libro y una gran voz que debería dar que hablar con este libro y los próximos.
Mondego. La anatomía del fantasma de Joana Ayres Rebeca Hernández Ril Editores, 2022
Retroceder hacia el pasado nos adentra en un país extranjero, porque no hay nada más cambiante que nuestros recuerdos. Ese es el camino que emprendemos con Rebeca Hernández. Hacemos nuestros sus lugares visibles e invisibles, nos dejamos llevar por leyendas medievales y su forma de hacer presente una ficción del pasado, buscamos qué hay en la memoria que también nos interpele. Habitamos en sus páginas un mundo de fantasmas, de presencias ausentes. Somos Mondego, Coímbra y las vivencias oscuras perdidas en la noche de los tiempos. Por eso somos, también, Joana Ayres.
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Recomendaciones
Caminantes (flâneurs, paseantes, walkmans, vagabundos, peregrinos) Edgardo Scott Gatopardo, 2022
La colección Ensayo de la editorial Gatopardo nos ofrece este singular ensayo del argentino Edgardo Scott sobre esa especie tan curiosa y tan moderna que es el caminante. Los escritores y artistas convocados por Scott no son simples transeúntes que transiten de un lugar a otro, sino sensibilidades agudas que nos transmiten sus reflexiones sobre el carácter político, filosófico, artístico y literario de los espacios que observan al deambular y nos desvelan su misterio y sus secretos, lo que se oculta al paseante distraído y apresurado.
Gabriel Ferrater o el exceso de ser inteligente M.ª Ángeles Cabré SD Edicions, 2022
Cuando se cumplen cincuenta años del suicidio del gran poeta Gabriel Ferrater, quizá el primer poeta realmente moderno de la literatura catalana, M.ª Ángeles Cabré nos ofrece una edición revisada de la biografía que le dedicó en 2002 y que renuncia a abrumar al lector con datos y detalles para descubrir al biografiado con una prosa sencilla y atractiva, que se lee como una novela y que propicia el amor por el personaje. Una obra perfecta para descubrir a una de las figuras más interesantes del panorama literario español del siglo XX.
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La ciencia de contar historias Will Storr Capitan Swing, 2022
El autor, novelista y periodista, ganador de múltiples premios en periodismo de investigación, nos presenta este ensayo sobre cómo contar historias, lo que nos hace humanos. Desde el funcionamiento del cerebro humano, hasta la aplicación de la neurociencia para entender cómo funciona este y el orden en que espera que se le suministren los datos para armar la historia rellenando las elipsis que el escritor deja a conciencia. Realiza un recorrido desde las narraciones del nativo americano hasta la televisión de pago.
La poesía de los árboles VV. AA. Nórdica, 2022
Cuidada antología que reúne los mejores setenta y cinco poemas sobre árboles de todos los tiempos y latitudes. Edición a cargo de Ignacio Abella —naturalista, investigador independiente y escritor—, cuenta con las magníficas ilustraciones de Leticia Ruifernández. Desde la escritura de los primeros textos en sus cortezas hasta su propio uso como papel, el árbol ha estado presente siempre de algún modo en la literatura universal. He aquí su justo y necesario homenaje. Un libro que podemos recorrer «como un estrecho sendero que se pierde y difumina en la espesura».