Quimera Revista de Literatura | Número 469 | Enero 2023

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ColaborAN en este número:

José Abad, Marta Barrio, Bel Carrasco, Jean Christophe Garcia Baquero Lavezzi, Fernanda García Lao, José María García Linares, Alberto García-Teresa, Javier Helgueta Manso, Reinhard Huaman Mori, Instituto Cervantes de Roma, Cristian Jara, José Antonio Jiménez, Mikel López González, Luis Luna Maldonado, Eduardo Moga, Verónica Nieto, José Antonio Olmedo López-Amor, Carmen Peire, C. Quesada, F. C. Engelbach, RAE, Paz Monserrat Revillo, Ildefonso Rodríguez, Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert, José de María Romero Barea, Daniel Ruiz, Francisco Ruiz Soriano, Fernando Ruso, Miguel Sáenz, Manuel Rico, Parinoush Saniee, Eduardo Suárez Fernández-Miranda, David Torrella, Paz V. de Troya, Virginia Trueba Mira, Manuel G. Vicente, Isabel Wagemann Fotografía de portada y Dossier:

QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Enero 2023

Comenzamos el 2023 con los mejores deseos y por ello proponemos a nuestros lectores un número plural con entrevistas y colaboraciones que nos acercan la literatura desde perspectivas diversas y, en ocasiones, singulares. Abrimos con seis entrevistas que abarcan temas como la traducción, la creación literaria, la literatura como denuncia o la gestión cultural, a las que siguen nuestras habituales secciones de creación. Entre los ensayos de la sección «Einstein on the Beach» destacamos la reflexión de nuestro querido Fernando Clemot sobre el influjo del cine norteamericano en la Europa de la primera mitad del siglo XX, y la perspicaz mirada de Virginia Trueba sobre «esas zonas de confluencia entre palabra y sonido donde se forma, se sella y se libera lo que llamamos sentido». Reinhard Huaman Mori nos acerca a la Ibiza de postal en «El holandés errante» y, como siempre, «El ambigú» nos ofrece un buen puñado de reseñas que nos abren una pequeña ventana a la actualidad literaria. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN Y CODIRECTOR DE QUIMERA

Alexander Ant (Unsplash) Editor:

Miguel Riera

Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:

JEFE DE REDACCIÓN:

Jordi Gol

Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:

B 38779 /1980

Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Imprime:

Gráficas Gómez Boj

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos

El salón de los espejos

El ambigú

Entrevista a Miguel Sáenz – 4

Cristian Jara:

Entrevista a Manuel Rico – 8

Estación Delirio, de Teresa Ruiz Rosas – 52

Entrevista a Parinoush Saniee – 11

Luis Luna Maldonado:

Entrevista a Fernanda García Lao – 14

Y eran una sola sombra,

Entrevista a Paz V. de Troya – 17

de Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda – 53

Entrevista a Daniel Ruiz – 20

La vida breve

Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert: Siempre es verano, de Alejandro Pedregosa – 54 David Torrella:

Marta Barrio. Don Federico – 23

La casa de mi padre, de Pablo Acosta – 55

Los pescadores de perlas

La promesa, de Damon Galgut – 56

Microrrelatos inéditos de Paz Monserrat Revillo – 27

El castillo de Barba Azul Poemas inéditos de José Antonio Jiménez – 29

Einstein on the Beach Fernando Clemot.

José María García Linares: José de María Romero Barea: Retrato del joven artista, de James Joyce – 57 José Abad: Maigret duda y Maigret tiene miedo, de George Simenon – 58 Carmen Peire: Diarios. A ratos perdidos 3 y 4, de Rafael Chirbes – 59 Javier Helgueta Manso:

Estados Unidos: el nacimiento de una civilización – 33

Los daños, de Lorenzo Oliván – 60

Quimera no retribuye las colaboraciones. Los

José de María Romero Barea. Ali Smith:

José Antonio Olmedo López-Amor:

colaboradores aceptan que sus aportaciones

un hacha rompe el mar helado dentro de ti – 39

Nadar en seco, de José Luis Morante – 61

Virginia Trueba Mira.

Alberto García-Teresa:

les no solicitados ni mantiene corresponden-

Hacerse material de lo que hacemos – 42

Los ritos familiares, de Ángela Álvarez Sáez – 62

cia sobre los mismos. La revista no comparte

Francisco Ruiz Soriano.

Eduardo Moga:

Aerolitos de Carlos Edmundo de Ory,

Medidas cautelares, de Anay Sala Suberviola – 63

la escenificación de lo insólito – 47

Ildefonso Rodríguez:

o electrónicos, sin la autorización del editor.

aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los origina-

necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

El holandés errante Reinhard Huaman Mori. Ibiza, una periferia de postal – 50

Donde baila el polvo amarillo (antología poética), de Pierre Peuchmaurd – 64

Recomendaciones 3


E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Miguel Sáenz Texto: Eduardo Suárez Fernández-Miranda Fotografía: RAE ©

Miguel Sáenz Sagaseta de Ilúrdoz (Larache, 1932), doctor en Derecho y licenciado en Filología Alemana, es traductor, jurista y militar. De su amplia y prestigiosa labor, destacan las traducciones del alemán de Thomas Bernhard, Günter Grass o Joseph Roth, y las de William Faulkner, Salman Rushdie o Robert Coover del inglés. Ha recibido el Premio Fray Luis de León de Lenguas Germánicas, entre otros, y es miembro de la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung. Ha sido merecedor de la Medalla Goethe de la República Federal de Alemania. Es académico de la Real Academia Española.

Elegido para ocupar el sillón b de la Real Academia Española, tomó posesión el 23 de junio de 2013 con un discurso titulado Servidumbre y grandeza de la traducción. ¿Podría hablarnos de su experiencia durante estos casi diez años en esta institución? Mi experiencia ha sido muy satisfactoria. La RAE es un lugar donde se puede aprender mucho de los otros académicos y, en general, las sesiones resultan fructíferas. Por mi parte, he tratado de colaborar, sobre todo, en lo referente al lenguaje aeronáutico y el militar, pero también en la defensa del español ante la terrible invasión del inglés que sufrimos. Su entrada en la RAE no ha sido solo en consideración a su labor como traductor, sino también como militar y jurista. ¿Qué aporta su presencia en la Academia en estos ámbitos? En realidad, no sé por qué fui elegido académico. Supongo que porque mi perfil un tanto insólito resultaba útil en diversos campos. Usted perteneció al equipo de traductores de las Naciones Unidas, donde comenzó su traba-

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jo como traductor. ¿Puede hablarnos un poco de esa época? ¿Qué supuso esa experiencia para su futura labor como traductor literario? Las Naciones Unidas han sido mi padre y mi madre. Allí aprendí a traducir cualquier texto, el nivel de los traductores era muy alto, y en Nueva York, Viena y Ginebra comprendí que todo texto es literatura y debe tratarse con el debido respeto. En 1974 conoce a Jaime Salinas, quien le encarga la traducción de Carta breve por un largo adiós, de Peter Handke, para Alianza Editorial. ¿Cómo surgió este primer encuentro? En realidad, conocí a Salinas a través de mi gran amigo y compañero Javier Pradera. Fue Pradera quien se empeñó en publicarme, en Siglo XXI de España, editorial muy politizada, Jazz de hoy, de ahora. Salinas, a quien faltaban traductores del alemán, se empeñó en que tradujera a Handke. Lo hice y no me arrepiento. Sigue pareciéndome su mejor novela. Unos años más tarde usted va a formar parte del «comité de lectura» de la editorial Alfaguara. Allí coincidió con Luis Goytisolo, Juan Benet, Javier Marías y Julio Cortázar, entre otros. ¿Qué podría contarnos de esas reuniones? ¿Qué recuerdos tiene de estos escritores? Aquel comité de lectura se hizo legendario. Lo único malo era que traer a gente desde Barcelona y empezar a darle whisky a las cuatro de la tarde resultaba poco rentable. Por cierto, a Cortázar solo lo vi un día en que él pasaba por Madrid. El dúo Benet-García Hortelano resultaba imbatible: mejor que Tip y Coll. Y los «jóvenes» (Javier Marías, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, etc.) los oían embelesados. Sin embargo, a efectos prácticos, el comité de lectura no resultaba muy eficaz. Lo salvaba en parte


den del «descubrimiento». El primero en descubrirlo era Marías; el primer informe a una editorial, de mi mujer, la alemana Grita Loebsack; la primera traducción, mía; el primer artículo publicado, de Félix de Azúa... Todos contentos. Seguí traduciendo a Bernhard durante años con la sola excepción de Los comebarato, que tradujo maravillosamente bien Carlos Fortea. Ocurrió porque, cuando yo le propuse como siempre traducirlo a Salinas, estimó que dos Bernhards al año bastaban y otra editorial aprovechó la ocasión.

la presencia de Michi Strausfeld, la mujer que más ha hecho por la difusión de la literatura alemana en Hispanoamérica y de la literatura hispanoamericana en Alemania (por no hablar de su revolución de la literatura infantil y juvenil en España). De ese comité surgió el nombre de Thomas Bernhard, aunque, según parece, no todos estuvieron de acuerdo en publicar al escritor austriaco. ¿Cómo fueron esas discusiones en el caso de Bernhard? Un día apareció una novela de Thomas Bernhard en el Comité. Javier Marías dijo que él había leído a Bernhard en francés e incluso publicado algo sobre él en una revista de medicina. Vicente Molina Foix dijo que a él le sonaba por haber leído algo en George Steiner... Al final se pidieron ejemplares de otras obras y me los leí. Más tarde, y dada la difusión del fenómeno Bernhard en España, se llegó a un acuerdo sobre el or-

En un artículo para la revista Quimera, de diciembre de 1981, usted escribía: «Y en lo que se refiere a la prodigiosa autobiografía antes mencionada [Relatos autobiográficos], he intentado vanamente convencer a un par de editoriales de la absoluta irremisibilidad de su publicación. Les he dicho que, en su género, sólo la obra de Jünger, Frisch o Canetti puede comparársele». Y finalizaba con un «allá ellos con su conciencia». ¿Qué vio usted en esos textos que no vieron algunos de los editores de esa época? Los libros autobiográficos de Bernhard hablan por sí mismos. Aunque muchas veces no sean tan biográficos como pudiera suponerse. Finalmente, Jorge Herralde publicó el primero de los libros que componen esa extraordinaria autobiografía. En 1983 apareció El origen. ¿Cree que la publicación de los cinco volúmenes que conforman esta obra le abrió las puertas a Thomas Bernhard en España? Creo que fue absolutamente esencial. A la pregunta de Werner Wögerbauer sobre las traducciones, Bernhard responde: «No tiene

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Entrevista a Miguel Sáenz

nada que ver con el original. Es un libro de quien lo ha traducido. Yo escribo en alemán. [...] Las traducciones no tienen casi nunca nada en común con mis libros, salvo un título distinto y raro». ¿Ha sentido alguna vez, cuando traducía, que parte del libro le pertenecía? Bernhard, cuyo conocimiento de lenguas era muy escaso, sentía un desprecio absoluto por las traducciones y los traductores. Más de una vez he hablado sobre sus frases más famosas al respecto y de cómo, cuando se estaba muriendo en Torremolinos, me llamó por teléfono a mí, su desconocido traductor, para «decirme cosas que no quería decir a sus compatriotas». Su muerte en Austria el 12 de febrero de 1989 resolvió el problema y nunca conocí a Bernhard en persona. ¿Llegó a tener algún contacto con Thomas Bernhard durante los años que tradujo su obra? Solo una vez le escribí para preguntarle por el título de su novela Der Untergeher. Le dije que, si lo tradujera al inglés, lo llamaría The Loser, pero en España, si lo llamaba El perdedor, todo el mundo pensaría en Paul Newman. Naturalmente, no me contestó. En España se llamó El malogrado, que me pareció aceptable (en Italia Il soccombente, en Francia Le naufragé). Pero años después tuve la satisfacción de ver que la traducción inglesa había optado por The loser. Su relación con Günter Grass, en ese aspecto, fue diferente, ¿no es así? ¿Cómo recuerda sus encuentros con el escritor alemán? Günter Grass era el mejor escritor que puede imaginarse para un traductor. Cuando escribía un nuevo libro se reunía con sus traductores en alguna ciudad alemana, para explicarles su libro página a página, leérselo, convivir con ellos, cocinar para ellos y decirles: «Vuestra traducción es vuestra. Ya sabéis lo que yo quería hacer». Era, sencillamente, un amigo, y sus traductores a distintos idiomas nos conocíamos todos. La editorial Siruela publicó en 1996 Thomas Bernhard. Una biografía. Usted pretendía con este libro «decir aquí lo que creo que es la verdad sobre Bernhard, sin pretensiones literarias, mitificaciones ni más desmitificaciones que las absolutamente necesarias». ¿Hoy en día hay más certezas sobre quién fue realmen-

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te Thomas Bernhard? Su biografía está agotada actualmente. ¿Hay posibilidad de que vuelvan a reeditarla? Mi biografía de Bernhard, que yo sepa, no está agotada. Además, es el único libro mío traducido al serbocroata. Pido muchas veces ejemplares por Amazon para regalar y me los envían enseguida. Lo malo es que la edición actual, de 2003, necesitaría ser actualizada, pero no tengo tiempo para hacerlo. Bernhard, como Kafka, es un autor del que lo escrito sobre su obra supera enormemente a la obra misma. En mi casa tengo una enorme biblioteca bernhardiana.

Austerlitz, Del natural o Camposanto son textos que ha traducido del gran escritor W. G. Sebald. ¿Cómo conoció su obra? Estando en Nueva York, trabajando para las Naciones Unidas, leí su Historia natural de la destrucción, que me impresionó. Luego conocí mejor su obra y traduje algunos libros suyos. El problema de la prosa de Sebald era que a veces estaba inspirada por Bernhard, lo que, inevitablemente, se nota también en la traducción. El plan de publicar una edición de lujo carísima de Del natural, con ilustraciones del gran Jaan Hendrix, se


vino abajo por razones que ignoro. A mí se me recompensó con una colección de las acuatintas que habrían ilustrado el libro y me sentí generosamente remunerado. Años después, sin embargo, me encontré en la red con una versión de Del natural, con una traducción al inglés del excelente Michael Hofmann y otra de mi versión, para la que nadie me había pedido permiso ni me había dicho nada. Tenía otra selección distinta y reducida de grabados de Hendrix. Escribí a La Casa Negra mejicana y a la española pidiendo que me enviaran al menos un ejemplar testimonial, pero nadie me hizo el menor caso. La editorial Acantilado lleva años publicando la obra de dos grandes autores en lengua alemana, Stefan Zweig y Joseph Roth. De Roth usted tradujo para Siruela El peso falso y El Leviatán; ¿qué recuerda de su experiencia con la literatura de Joseph Roth? De sus novelas y relatos, ¿cuáles son sus favoritos? Todos los Roth de la literatura son buenísimos. No solo Joseph, sino también Henry, Philip... Pero Joseph es el mejor. Creo que cualquier traductor lo traduciría encantado. Yo, por lo menos, lo haría gratis. La labor del traductor es fundamental, teniendo en cuenta la gran cantidad de libros extranjeros que se publican. Pocas editoriales incluían el nombre de los traductores en la portada del libro; la desaparecida Sirmio, por ejemplo, ya lo hacía en los años noventa. ¿Cree que actualmente se valora más este trabajo? Creo que, desgraciadamente, España tiene un problema con sus traductores. La gente sigue creyendo que un libro traducido es malo por definición. Sin darse cuenta de que toda su cultura (si existe) es traducida. ¿Podría hablarnos de cuál ha sido su método de traducción? ¿De qué materiales se servía a la hora de trasladar el alemán, o el inglés, a nuestro idioma? Para traducir no hay métodos. El traductor es simplemente un músico que interpreta la partitura que tiene delante. Yo aprendí a traducir durante cinco años en la sección española de las Naciones Unidas (Nueva York, Viena, Ginebra), donde el nivel era muy alto y aprendí también que todo texto es literatura…

¿Cree que una buena traducción puede perdurar en el tiempo o llega un momento en que deben ser renovadas? Es como preguntar si hay que renovar la literatura. Una obra literaria no solo revive al ser traducida, sino que —ya lo decía Walter Benjamin— el lugar de una obra literaria en la Historia es el de esa obra y todas sus traducciones, que la completan, iluminan y reviven. En el año 2017 se publicó su libro Territorio, en el que recuerda su niñez en Marruecos. ¿Ha pensado en escribir sus recuerdos como traductor? Mi libro era una deuda que tenía conmigo mismo. Yo creo que todo el mundo debería escribir sus recuerdos para que, cuando muera, deje algo que en realidad es único. Como traductor no tengo recuerdos. Sí, gracias a las Naciones Unidas, un montón de aventuras por el mundo que ellas me permitieron vivir. Francamente, no sé si me dará tiempo a recontar algunas. No es importante. Para terminar, es usted un gran aficionado al jazz. ¿Qué músicos son sus favoritos? La respuesta es muy fácil: evidentemente, Satchmo, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane ¡y Billie Holiday!

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Manuel Rico Texto: Fernando Clemot Fotografía: cedida por el entrevistado ©

Desde Mar de octubre y El lento adiós de los tranvías (aparecidos en Fundamentos y Mondadori, respectivamente, a principios de los años noventa) la obra de Manuel Rico (Madrid, 1952) traza uno de los panoramas más amplios y completos de la literatura en lengua española. Sus últimos trabajos se encaminan hacia la poesía, pero también a la edición de los diarios del entonces escritor novel, en los años ochenta y noventa. Sus Diarios completos (publicado por Punto de Vista en 2022) avanzan algo más en el tiempo y muestran también el éxito y el desencanto de algunas iniciativas culturales y sociales. Sobre esta nueva edición y sobre otros temas queríamos hablar con Manuel Rico.

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Tus Diarios completos, en dos partes, abarcan un periodo de tiempo que va desde 1985 a 2001. ¿Qué te empujó a escribirlos? En marzo del 85, cuando escribo las primeras notas del diario, solo había publicado un libro de poemas y tenía algunos cuentos inacabados. Había empezado una novela, Mar de octubre (1989), pero necesitaba familiarizarme con la prosa narrativa, ganar en soltura… Y pensé que nada mejor que iniciar un cuaderno y escribir mis impresiones diarias en un tiempo en el que todo estaba naciendo. Eran los años de la Transición… En la política y en la literatura. Lo que fue al principio una decisión puramente utilitaria se fue convirtiendo poco a poco en una necesidad. ¿Recuerdas en qué se basaba aquella necesidad o qué encontrabas al hacerlo? Yo había leído con pasión los dos primeros libros de memorias de Carlos Barral, sobre todo Los años sin excusa. Me di cuenta de que aquella era literatura pura y dura. Era el mosaico de un tiempo (años cincuenta y sesenta) en blanco y negro, en el que se reflejaban las inquietudes de un poeta y editor en la dictadura pero también en tiempo de cambios pese a todo: Seix Barral, premio Formentor, la generación del 50… Siempre pensé que algo de eso había en el cuaderno que había empezado a anotar. Testimonios, íntimos y colectivos, en tiempo real. Pero lo guardé pensando que no interesaría a nadie. Era una especie de taller de autor. También hay, evidentemente, visto desde hoy en día, una distancia temporal, de más de veinte años y hasta de treinta y tantos con los primeros textos. ¿Te sigues reconociendo ahí? Sí… En la primera parte, del 85 al 91, hay un escritor en formación, titubeante, que aprende y descubre las luces y las sombras de un mundo, el literario, difícil. Es casi imposible olvidar aquella experiencia, la pugna entre vocación literaria y compromiso político, la lectura compulsiva de novedades, la ebullición de un mundo cultural que se sacudía la dictadura, los rechazos editoriales, las nuevas colecciones, la lejanía del mundo literario de un joven que vivía en un barrio periférico, sin ningún vínculo familiar con él; sí reconozco a aquel joven lleno de dudas que deambulaba entre el sótano de Endymion y las estanterías de la Casa del Libro como un poseso. En la segunda parte, primera década del siglo

XXI, hay más reflexión, quizá más serenidad y ciertas dosis de descreimiento. No olvidemos que es la década del 11-S, del «No a la guerra», de la crisis financiera, de Lehmann Brothers… y de maduración literaria de la generación que irrumpió en los ochenta. Y la «edad de oro» de la llamada generación del Kronen, que nació en los noventa. También el lector puede adentrarse en el proceso de consolidación y crecimiento de una colección como Bartleby Poesía, con numerosas anécdotas relacionadas con su catálogo… Tess Gallagher, Sharon Olds, Vázquez Montalbán, la recuperación de algunos poetas olvidados… O con mis tribulaciones y polémicas con críticos notables o editores olvidadizos… ¿Qué miradas han cambiado sobre la realidad de entonces y la que podrías tener ahora? Creo que este tiempo ha servido para que nos vacunemos contra una realidad bastante menos maleable de lo que pensábamos. Al menos, de lo que yo pensaba. De la utopía levantada en los últimos años del franquismo, al realismo, a la constatación de que los cambios no son nada fáciles, que a veces son graduales y a veces cuesta décadas llevarlos adelante: en derechos sociales, civiles y económicos, sobre todo. También de que nunca podemos darlos por seguros. Aunque se mantenga el sueño, el deseo, la insistencia en la búsqueda de una sociedad más justa. Tanto en uno como en otro se muestra la vida personal que discurre alrededor de los acontecimientos que se muestran. ¿Te trazaste alguna línea entre lo que contar y lo que no contar, especialmente en el ámbito personal? No de manera premeditada. La línea se fue construyendo poco o poco. Cuento mis lecturas y mis impresiones lectoras, la pugna con poemas, la convivencia durante años con la redacción de una novela, mi actividad política, mis relaciones con otros autores, mis filias y mis fobias… con algunos nombres propios y algunas decepciones: encumbramientos y silencios, poetas olvidados, obras a mi juicio sobrevaloradas. Y una parte de mi vida personal, sobre todo mi experiencia con lo que llamo el refugio, con la naturaleza y las estaciones, con el valle del Lozoya, con mis hijos y con E, con la ciudad de Madrid y sus barrios periféricos. La línea roja que, sin pretenderlo, quedó trazada fue la que marca la más radical intimidad… Lo más privado y personal.

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Entrevista a Manuel Rico

En los Diarios se encuentra también un amplio recorrido literario por aquellos años, por las lecturas que frecuentabas en los años ochenta y las que te acompañaron en la década de los dos mil. ¿Qué diferencias de intereses hay entre esos dos tiempos? ¿Cómo analizas ese recorrido ahora? En los ochenta casi todo era descubrimiento. Leía mucha poesía y mucha novela. Pero yo destacaría dos fenómenos que en los diarios quedan muy marcados: me producía una enorme perplejidad el impulso que se dio, por algunas editoriales, al dirty realism de Carver, Tobias Wolff y otros narradores norteamericanos, mientras se descalificaba por costumbrista nuestra literatura realista, que desapareció de los catálogos de las grandes editoriales: Aldecoa, Ferres, García Hortelano, Sueiro... El otro fenómeno fue mi descubrimiento del Nouveau roman a partir de la concesión del Nobel a Claude Simon en 1985. Las librerías se inundaron de títulos de Michel Butor, de Nathalie Sarraute, de Robbe-Grillet. En la primera década del siglo, fue la ya consolidada Nueva narrativa española, Mendoza, Merino, Chirbes, Longares, Mateo Díez sobre todo… Y la poesía de las nuevas generaciones y de algunos grandes de otras anteriores y desaparecidos de los recuentos: Prado Nogueira, Aníbal Núñez, Carlos Sahagún, Diego Jesús Jiménez… Y, en el plano internacional, Günter Grass o Hans Lebert, los centroeuropeos en general, el Nobel Imre Kertész, el narrador argentino al que desapareció la dictadura de Videla, Haroldo Conti, uno de los grandes cuentistas latinoamericanos, o un premio Nadal de 1962 al que se tragó la tierra, José Vidal Cadellans… Los Diarios completos guardan una férrea relación con un libro anterior, Escritor a la espera, de 2019, en que aparece ya la parte de los años ochenta. ¿Cómo crees que se complementan esos dos libros y qué diferencias podría encontrar el lector entre ellos? Alberto Vicente, el editor de Punto de Vista, cuando dispuso de los diarios del dos mil, pensó, creo que con acierto, que formaban un material unitario, que deberían salir en un solo volumen con los anteriores. Que el mundo que ahí se reconstruía y evocaba era el mismo viviendo un proceso evolutivo paralelo a la historia del país a lo largo de dos décadas decisivas.

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¿Has realizado correcciones también sobre esa parte de los ochenta en Diarios completos? Aproveché la edición para revisar a fondo los de los ochenta. Y para incorporar numerosas notas a pie de página que servían para aclarar a quienes no vivieron la época algunas referencias, para contextualizarlas. Hay, entre las dos partes, un periodo de silencio, en los años noventa. ¿Qué te llevó a abandonarlos y qué te empujó a retomarlos a principios de los 2000? Fue un período en el que tuve muchos compromisos literarios sin dejar de lado mi compromiso social. Entre 1991 y 2000 publiqué tres novelas, otros tantos libros de poemas y, sobre todo, estuve varios años trabajando en el ensayo Memoria, deseo y compasión (Mondadori, 2001), un recorrido por la obra poética completa de Manuel Vázquez Montalbán, y en un par de ediciones críticas para la editorial Cátedra. Y escribí por tres veces mi novela más extensa, La mujer muerta, publicada en 2000 y reeditada en 2011. Tuve poco tiempo y, sin duda, no sentí la necesidad de anotar la vida, esa es la realidad. Los últimos años están siendo extraños, crispados, llenos de realidades que pocas veces nos hubiéramos podido imaginar. ¿Crees que podrías retomar, o lo estás haciendo, de nuevo unos diarios sobre este tiempo? Curiosamente, los diarios se cierran casi a la vez que inicio mis entradas en el blog Al margen (www.manuelrico.blogspot.com). Acaban en 2008 y las primeras notas del blog aparecen en mayo o junio de 2007. Creo que la pulsión que me llevaba a escribir periódicamente en el cuaderno quedó subsumida en la posibilidad de publicar casi en tiempo real mis reflexiones. Del cuaderno al blog… Ese fue el salto. Por supuesto, el blog era cualitativamente distinto. Había cierta fusión con la columna, con el periodismo… Y menos referencias a la vida personal. Algún día reuniré los escritos del blog en un volumen… En la actualidad, estoy revisándolos mientras asisto, como tantos, al retorno de una parte de nuestras sociedades a una irracionalidad que recuerda peligrosamente a épocas que creíamos enterradas: pienso en el auge de ciertas tendencias neofascistas, a una guerra de conquista territorial en pleno siglo XXI y en Europa, al cuestionamiento de derechos que pensamos asentados y firmes… En fin.


Entrevista a Parinoush Saniee Texto: Bel Carrasco Fotografías: Mikel López González ©

Casi treinta años después de la Revolución islámica de Irán, los miembros de una familia desgarrada por el conflicto se reencuentran en una casa de la costa de Turquía en torno a la anciana madre que anhela volver a abrazar a sus hijos. En Los que se van y los que se quedan (Alianza Lit), Parinoush Saniee combina sus facetas de psicóloga, socióloga y novelista para ofrecer un lúcido y conmovedor retrato de su país, dividido a causa del exilio masivo por una profunda brecha cultural. De una forma similar al planteamiento de su obra más conocida, El libro de mi destino, cuya protagonista es un espejo que refleja el padecimiento de mu-

chas mujeres iraníes, Saniee pone en juego a un puñado de personajes que simbolizan los distintos grupos sociales que existen hoy en Irán. Tres de los hijos de la anciana madre se fueron al exilio y residen en ciudades lejanas, mientras otros tres se quedaron, uno de ellos víctima de la lucha política. La hija de este, Dokhi, una joven introvertida que escribe un diario y sufre terribles pesadillas, es la narradora de la historia que transcurre a lo largo de diez emotivas e intensas jornadas. Al principio todo va sobre ruedas. Lágrimas y abrazos, evocación de los recuerdos de la infancia. Pero no tardan en aparecer las rencillas y enfrentamientos por motivos tanto de carácter político como personal. Los que se fueron extrañan su tierra y se quejan de desarraigo y nostalgia; los que se quedaron envidian sus riquezas y comodidades, las libertades de las que disfrutan en el extranjero. Cada uno alberga en su fuero interno reproches y resentimientos nutridos por la ignorancia, la necesidad de presumir de los éxitos o de justificar sus carencias. Bajo la mirada indulgente de la madre asistimos a una terapia familiar, especie de exorcismo colectivo, narrada por la joven Dokhi, que al final encuentra las respuestas que disipan las sombras y las dudas que la angustian a causa de su trágico origen. Los que se van y los que se quedan, traducida del francés por M.ª Dolores Torres París, es la tercera novela de Parinoush Saniee que se publica en España, tras El libro de mi destino (2003), en el que habla de las mujeres jóvenes que vivieron la Revolución —ella tenía treinta años cuando estalló—, y Una voz escondida (2016), basado en la historia real de un niño que no habló hasta los siete años. Saniee se autodefine como investigadora más que como escritora: «Toda la vida he trabajado como socióloga, como psicóloga y como terapeuta familiar, y me di cuenta de que hay una generación de mujeres que no tuvieron oportunidades

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Entrevista a Parinoush Saniee

y que, sin embargo, lo dieron todo, cargaron con demasiadas responsabilidades: mantener a la familia en medio de la revolución, trabajar fuera cuando faltaba el hombre, perder a sus hijos en la guerra o el exilio. Dieron tanto de sí mismas, sacrificaron tanto, que se olvidaron de ellas. Y me sentí obligada a hablar de ellas. La mayoría se habían casado entre los catorce y dieciocho años, sin conocer a los maridos elegidos, cuando su corazón estaba en algún otro lugar, en algún chico del camino al colegio». Así nació El libro de mi destino, en torno a la generación de mujeres que vivieron la Revolución durante su adolescencia. Narra la historia de una niña que aspira a estudiar para dar voz a las mujeres iraníes oprimidas por el fanatismo religioso. Sin embargo, el destino de Masumeh va unido a las tradiciones ancestrales, al sometimiento a los varones de su familia, a un matrimonio impuesto, a los ideales políticos de su marido, a la Revolución iraní, a la lucha por sacar adelante a su familia, a la renuncia sistemática de sus necesidades para colmar las de los demás. El personaje es la suma de historias que Saniee había escuchado de sus pacientes y colegas. La novela se ha traducido a veintiséis idiomas, por lo que es la obra literaria con el mayor número de traducciones de un autor persa vivo. Con Los que se van y los que se quedan, Saniee tiende un puente de comprensión mutua y acercamiento entre hermanos separados por circunstancias políticas, divergencias ideológicas y religiosas, y enemistados por ellas. Un hecho que, por desgracia, no afecta solo a su país.

¿Qué significa este libro en tu trayectoria? Este libro aborda los principales temas sociales que son comunes en mi país e intenta sugerir una solución. No se ha publicado allí y tampoco conozco las reacciones que ha despertado en otros lugares, así que me cuesta todavía darle un significado concreto. ¿Los personajes de la novela están inspirados en personas de tu entorno o los concebiste a partir de tus investigaciones sociológicas? No se basan en personas reales. Los construí o diseñé a propósito, pues cada uno representa simbólicamente un grupo social del Irán de hoy. El relato refleja la experiencia de la mayoría de las familias iraníes después de la Revolución. Durante años, he podido escuchar las historias de los dos lados, de los que se fueron y de los

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que se quedaron. De hecho, este es un retrato de lo que muchos de nosotros presenciamos después de la Revolución y se puede considerar una experiencia social colectiva que atravesamos todos. Aunque mi experiencia personal quede indudablemente reflejada en la narración, es imposible cuantificar el nivel o el porcentaje de lo autobiográfico en la novela. ¿Te sientes identificada con alguno de ellos? Lo cierto es que no mucho, pero los comprendo a todos y a cada uno de ellos. De vez en cuando me pongo en su piel y sufro y disfruto de sus vidas imaginarias y, al mismo tiempo, tan reales. Todos han sufrido, pero las mujeres se llevan la peor parte, sobre todo Dokhi, la joven huérfana narradora de la historia. ¿Las mujeres tienen la respuesta, la clave del futuro? Creo que Dokhi representa al grupo de iraníes que más ha sufrido, porque perdieron a sus padres en la guerra y nacieron en prisión. Sin embargo, son ellos, sobre todo las mujeres, las que poseen la clave para alumbrar un futuro mejor. Los recuerdos de la infancia unen a los hermanos, pero enseguida surgen las desavenencias. La larga separación de tres décadas se hace insalvable. ¿Algún día se cerrará la brecha entre los que se fueron y los que se quedaron? Cuando yo me marché de Irán hace dieciséis años, esa brecha era muy profunda, pero en los últimos tiempos, gracias a internet, sabemos cada vez más los unos de los otros; los que se fueron de los que se quedaron y a la inversa. Ese flujo en ambos sentidos ha ido reduciendo el abismo que antes nos separaba. Las que iban a ser unas felices jornadas de reencuentro familiar se convierten en una intensa terapia familiar. Un intercambio de reproches, un concurso de desgracias y penalidades. ¿Un proceso algo traumático pero también necesario y sanador? Cuando los miembros de una familia viven separados durante muchos años, en países diferentes, pierden la experiencia común de la cotidianidad y del estilo de vida. Sus actitudes, problemas, alegrías y sentimientos dejan de ser los mismos. Por lo tanto, es normal que


por qué lo hicieron? ¿En qué países se concentran las mayores comunidades de iraníes? En realidad, fueron muchos más: se calcula que alrededor de cuatro millones. Los motivos son muy variados. Además de políticos, también religiosos, por pertenecer a minorías, económicos o por estudios. Antes de la Revolución, siempre emigraban a los mismos países, Estados Unidos sobre todo, especialmente a California, pero después de 1979 se instalan no en los que ellos eligen, sino en los que aceptan su presencia. Los personajes de mi novela viven en Francia, Suecia y Estados Unidos. ¿El personaje de Siroos representa a los jóvenes sumidos en una disconforme pasividad? Efectivamente. Siroos es representante de una parte de la generación joven cuya actitud me preocupa mucho. Han crecido en el seno de familias pesimistas e insatisfechas que les transmiten una visión negativa ante la vida. Además, se encuentran con unas circunstancias muy poco favorables, no encuentran trabajo, no pueden independizarse de sus padres y acaban perdiendo la esperanza. Se convierten en personas pasivas y agresivas que culpan a los otros de todos sus males.

los unos no consigan comprender los puntos de vista y la sensibilidad de los otros. En cuanto al proceso terapéutico, sí, sin duda es muy saludable y sanador. Si el dolor se oculta por timidez, vergüenza o compromiso, aumenta, se multiplica y, al final, explota. Hay que atreverse a expresar los sentimientos. Las discusiones entre los esposos de las hermanas reflejan profundas disensiones y la dificultad de un entendimiento. ¿También es así en la vida real? En general los cuñados se llevan bien en las familias iraníes. Sin embargo, los de mi novela son antagonistas y no cesan de discutir, porque los ideé como exponentes de los extremos más alejados del espectro político. Uno es partidario del gobierno islámico y el otro, exiliado en París, una figura de la oposición que denuncia los atentados de este contra los derechos humanos. Dos millones de personas abandonaron Irán tras Revolución. ¿Aparte de motivos políticos,

¿Qué es lo que más añoras de Irán? A mis amigos y seres queridos más cercanos. Espero que todo se arregle y algún día nos podamos reunir. También la cocina persa, que es muy especial pese a la cercanía de algunos platos con la cocina del área mediterránea. ¡Y la lengua persa es mi adorado medio de comunicación! No podría renunciar a ninguna de las dos. Nunca podré cortar mis lazos con Irán. Es mi identidad. Es como cuando un ser querido enferma: no se le da la espalda por su enfermedad, sino que se intenta favorecer todo lo que pueda ser sanador. Sigo muy de cerca todas las noticias y acontecimientos, sufro con las dificultades que les son impuestas a mis compatriotas, sin poder ayudar demasiado, como miles de otros exiliados ¿Cuál ha sido tu visión de España en este viaje? Muy positiva. España es uno de los países más bellos del mundo. Conozco bien Europa y he viajado por Estados Unidos, que es muy grande y muy limpia pero carente de la identidad que se respira aquí. Me gusta especialmente Barcelona, me parece una ciudad muy acogedora y atractiva.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Fernanda García Lao Texto: Verónica Nieto Fotografía: Isabel Wagemann ©

Narradora, dramaturga y poeta, Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1966) nos tiene acostumbrados a la sorpresa. Frases cortas y precisas que elevan nuestra percepción del mundo y nos sitúan en la azotea de las cosas. Autora de Nación vacuna (Candaya, 2020) y Sulfuro (Candaya, 2021), entre otros, publica en España el poemario Autobiografía con objetos (Kriller71, 2022). Dice aquí García Lao que «las ideas deben pronunciarse para que existan». Es así como la fuerza poética (en el sentido de hacedora de cosas) pone en pie este museo de la memoria de sus años del asombro.

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En Autobiografía con objetos me encontré con una especie de álbum de fotos y a la vez un diccionario personalísimo o un catálogo de algún museo que fue construyéndose en tu memoria. ¿A qué responde este ánimo de hacer repaso de la vida? ¿Qué fue lo que te llevó a esa voluntad de archivar? He practicado el ejercicio de la pérdida desde muy temprano. El primer exilio, obligatorio, significó distancia, anulación. Nací en tierra temblorosa, adicta a los sismos: las cosas que quedaron en Mendoza aparecieron bajo los escombros en la casa de mi abuela, producto de un terremoto que acabó con esa habitación en particular. La que guardaba lo nuestro. No hubo metáfora sino literalidad. La vida no se distrae con eufemismos. Este libro es un modo de rescatar lo perdido. En general, los inventarios se confeccionan antes. Yo lo hice después, apelando a la memoria. Pero soy bastante amnésica, es decir, quizás el olvido sea un método de supervivencia y escribir sea trabajar en contra. Sentí la tentación de recuperar. La escritura se parece a la arqueología: escarba, encuentra restos que ha de conectar, traza líneas temporales y parentescos. Asume un universo ausente. Hice autoarqueología íntima. Digo, no había tesoros que descubrir sino objetos simples que hablaron con discreción de mí.

cualquier palabra, hacemos sintaxis de conexión. Me he pasado años buscando objetos y palabras. En el teatro, el vínculo entre persona/voz, objeto/cuerpo, y espacio/trayectoria crea un organismo único de poesía y significación. Vengo de ese vicio. De asociar cuerpos de distinta temperatura, es decir, de apelar a la discordancia. Estos objetos míos podrían ser considerados mi arquitectura efímera. Las piezas a partir de las cuales reconstruyo lo que perdí. Fueron apareciendo solos, unos trajeron a otros. Hay gente que paga trasteros porque no puede deshacerse de lo que ya no tiene lugar. Este libro es mi desván mental. Entro y salgo cuando quiero.

Al comienzo del libro, leemos una especie de advertencia donde explicas que «una biografía podría ser un repertorio de materia». Y los poemas nos presentan objetos y experiencias que parecieran inaugurales, fruto del asombro, la curiosidad o el accidente. ¿Cómo elegiste los objetos de tu autobiografía? ¿Las palabras también son objetos? ¿El lenguaje tiene cuerpo, ocupa espacio? El lenguaje es un cuerpo precioso. Y los objetos también. Ambos conversan con quien los toca, son reveladores. Decir es una elección de contacto. No da igual

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Fernanda García Lao

Tu escritura parece utilizar el lenguaje como semillas. Y la conciencia se expande en la mente del lector. Tu fuerza poética germina y consigue crear mundo. Podemos decir que ese es el misterio de la literatura. Hay en el libro muchas referencias al lenguaje de la literatura, que no es el mismo que usamos como herramienta de comunicación. El lenguaje es «una bestia lúcida que mira de frente» o «el miedo escribe sin idioma». ¿Cómo trabajas con el lenguaje? ¿Hasta qué punto el lenguaje literario es capaz de describir las cosas o de crear otros mundos posibles? Oh, gracias por semejante lectura. Trabajo muy a oscuras, la verdad. Voy iluminando áreas a medida que avanzo. Como si prendiera luces de un espacio cuya dimensión desconozco. A veces encuentro sectores de tamaño generoso y otras, apenas habitaciones, un músculo o un cajón. Bachelard indagaba en la forma y, en su biología

poética, habilitó un modo de escribir el mundo, donde la poesía era pariente pobre de la ciencia. O como diría María Zambrano, loca por demasiada razón, lúcida en su deliro, la poesía hace del lenguaje su lugar. Me gusta vivir ahí. Hago y deshago para perturbar al tiempo. Me seduce ocupar el mundo, probar sus instalaciones, pero la libertad de pensamiento es la única libertad. Eres una escritora anfibia, pareciera que trabajas muy cerca de las fronteras de los géneros hasta conseguir desdibujarlas. También tienes la experiencia de la identidad extranjera o nómada. ¿Crees que esta borradura de fronteras en la vida repercutió en la construcción de tu poética? Creo que la escritura es una zona en sí. Y no quiero ponerle vallas ni puertas. La cabeza no las tiene. La vida me puso en marcha y la extranjería, estar fuera de lugar, duele al principio, pero es indispensable. Caminar y distanciarse, desplazar y contaminar el lenguaje, incluso quedar sin palabra, cuestiona y amplía la percepción de lo que fui. El mundo ha ido perdiendo su tamaño, es más fácil de abarcar. Antes irse era un verbo definitivo. Cuando no viajo, leo o imagino. Leer es un modo económico de mutar. ¿Te consideras una escritora argentina, inserta en esa tradición, o en una más general? ¿Qué piensas de clasificar la literatura por nacionalidades? Por momentos me considero argentina, por momentos marciana. Mi tradición existe en su impureza, como la de todos. Qué hacer con lo heredado es lo inquietante. Pero mis referentes no pertenecen solo a mi tiempo ni a mi lugar de origen. Son mi familia espectral y, como tales, no respetan las leyes del cuerpo ni de la franja horaria. ¿Cuál es tu familia poética o tus influencias a la hora de escribir poesía? ¿Y qué buscas como lectora de poesía? Mi familia es enorme y contradictoria. Hay decadentistas, médicos, inadaptadas, filósofas, desterradas. Algunas poetas muertas: Emily Dickinson, Mina Loy, Joyce Mansour, Olga Orozco, Anne Sexton, Marosa Di Giorgio, Susana Thénon, Juana Bignozzi. Algunas vivas: Anne Carson, Mary Ruefle, María Negroni, Robin Myers. Como lectora de poesía solo espero dos cosas: el milagro o la gracia.

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Entrevista a Paz V. de Troya Texto: Fernando Clemot Fotografías: cedidas por el Instituto Cervantes de Roma ©

La Biblioteca María Zambrano ocupa la planta baja del Instituto Cervantes de Roma, frente a la majestuosa Villa Albani y también cerca de Villa Borghese. Un entorno privilegiado, con historia. Paz V. de Troya es la directora de esta biblioteca desde hace tres años, tras pasar por los Institutos Cervantes de París y Chicago. Teníamos ganas de conversar con ella, sobre su trabajo y sobre la peculiaridad de dirigir una de las bibliotecas españolas más grandes en el extranjero. Las primeras preguntas salen casi sin darnos cuenta, empujados por la curiosidad.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Paz V. De Troya

¿Cuándo surge esta biblioteca española en Roma? ¿Qué historia tiene? Su origen se remonta 1949 con la creación de la biblioteca del Instituto Español de Lengua y Literatura, institución que en 1966 pasó a denominarse Instituto Español de Cultura y que desde el año 1992 es ya el Instituto Cervantes. El nombre de la biblioteca se debe a la vinculación de la escritora y filósofa española María Zambrano con Roma, ciudad en la que residió durante su exilio entre 1953 y 1964, y en otros periodos más cortos de tiempo, y en la que escribió parte de su obra. También, por lo que sabemos, el edificio en que se alojan la Biblioteca María Zambrano y el Instituto Cervantes de Roma tiene una historia larga y peculiar. Así es. El edificio tiene una curiosa y trágica historia. Conocido como palacete Bennicelli-Frontoni, fue construido en 1923 por encargo del general y senador Alfredo Bennicelli, quien en 1930 lo vendió a Alessandro Frontoni, quien, a su vez, lo cedió al conde Galeazzo Ciano y a su esposa Edda Mussolini, la hija del Duce, quienes residieron en la vivienda hasta el verano de 1931, cuando su propietario recuperó su uso. Frontoni, destacado fascista, se suicidó de un disparo en el jardín del palacete en agosto de 1943: habemus fantasma. El conde Ciano sería fusilado en 1944 por orden de su suegro. Tras la tragedia, todo vuelve a la normalidad: en 1951 la viuda Frontoni alquila el palacete a la Delegación del CSIC en Roma y en 1965 el Estado español lo adquiere a los herederos de la fallecida viuda Frontoni. En 1986 el Instituto Español de Cultura en Roma traslada su sede al palacete como consecuencia de una reordenación de la presencia cultural española en Roma, propiciada por el entonces embajador en Italia. En 1992, el Instituto Español de Cultura se transforma en centro de la red del recién creado Instituto Cervantes y en 1994 la ministra de cultura, Carmen Alborch, inaugura oficialmente la sede del IC de Roma. La biblioteca tiene un fondo muy amplio, en su mayoría en lengua española, de unos treinta y cinco mil volúmenes. ¿Cómo se abastece y cómo ha ido creciendo y renovándose con los años todo este fondo?

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El inicio de la colección es el fondo heredado del Instituto Español de Cultura, que incluye un fondo patrimonial. A partir de ahí la biblioteca se ha ido actualizando mediante su presupuesto anual para adquisiciones bibliográficas, que se emplea según una política específica de adquisiciones que prioriza la enseñanza de la lengua y la difusión de la cultura tanto de España como, en lo posible, de Hispanoamérica. Tenemos que ser muy selectivos, ya que en España se publican unos setenta y cinco mil títulos al año, de los que, en nuestra biblioteca, ingresan unos mil doscientos ejemplares nuevos, a los que hay que sumar del orden de quinientos más donados por particulares y otras entidades. ¿Qué público se dirige a la biblioteca y qué servicios ofrece? La nuestra es una biblioteca especializada de acceso público a la que acuden las personas interesadas por la lengua y la cultura española y a quienes intentamos atender en toda su diversidad: hispanistas, profesores, estudiantes y público en general. Ofrecemos los servicios de lectura en sala, préstamo a domicilio, préstamo interbibliotecario y obtención de documentos, así como de información y formación de usuarios. Organizamos visitas guiadas y actividades para escolares. En cuanto a las actividades de extensión bibliotecaria ofrecemos mensualmente un club de lectura y una actividad para niños. Además, colaboramos en los programas de otras entidades, como la asociación de centros culturales europeos, por ejemplo en el ciclo Europa in Circolo de EUNIC (European Union National Institutes for Culture), o la red pública de bibliotecas Biblioteche di Roma. La biblioteca María Zambrano es la mayor biblioteca española en Roma, pero no la única, ya que también están las de la Escuela Española de Historia y Arqueología de Roma y la de la Real Academia Española en Roma. ¿Hay relación entre estas bibliotecas? Y, si la hay, ¿cómo se articula? Tanto la Biblioteca de la Escuela Española de Historia y Arqueología de Roma (EEHAR) como la de la Real Academia Española de Roma (RAER) son bibliotecas muy importantes de investigación especializadas en Historia, Arqueología y Arte. Colaboramos a menudo tanto las bibliotecas como los departamentos de cultura de las tres instituciones. Recientemente,


desde las bibliotecas hemos realizado una actividad dirigida a liceos sobre la vuelta al mundo de Elcano, basada en una exposición bibliográfica realizada con fondos de las tres instituciones: Instituto Cervantes, EEHAR y RAER. Hemos publicado un folleto informativo común titulado Biblioteche spagnole di Roma: la Spagna dietro l’angolo, en donde resumimos los datos de las bibliotecas españolas en Roma. Has trabajado en otras bibliotecas importantes del Instituto Cervantes como la de París o Chicago. ¿Ofrece el trabajo en Roma alguna peculiaridad que la diferencie de las otras? Cada biblioteca es un mundo, ya que, aunque nuestra misión no cambia, nos adaptamos a nuestro entorno y cada destino tiene su particular idiosincrasia. También las colecciones son diversas; por ejemplo, en Chicago inicié la colección de Literatura Chicana en el año 2000 y es hoy día un fondo de singular importancia; la biblioteca de Nueva York está especializada en literatura hispanoamericana… En Roma tenemos una relación especial con los hispanistas italianos, ya que somos la sede de AISPI (Associazione Ispanisti Italiani), y tenemos una buena colección tanto en papel como digital

de obras y artículos de hispanistas. Y por supuesto tenemos el fondo dedicado a la filósofa María Zambrano que da nombre a nuestra biblioteca. Han sido unos años duros con la pandemia de por medio, pero ¿qué planes tiene la biblioteca de cara a un futuro próximo? La pandemia nos ha llevado en gran medida a establecer relaciones a distancia a través de internet. Estas relaciones han sido con frecuencia no por distantes menos estrechas, ya que las bibliotecas hemos realizado un trabajo de acompañamiento a nuestros usuarios recluidos en sus domicilios. Nuestros servicios y actividades pasaron al online, como dicen aquí tan amigos de los anglicismos, durante casi dos años. Nuestros horizontes se han ampliado a lectores de Turín o Rímini. Así que el futuro, según lo veo, pasa por potenciar el papel de la biblioteca como lugar de encuentro de la comunidad a la que sirve: escuchar y conversar; los usuarios tienen mucho que decirnos y nosotros mucho que ofrecerles. Además, el futuro pasa ahora por la digitalización: el crecimiento y difusión de nuestra cada vez más importante biblioteca electrónica, la digitalización de fondos y el autopréstamo.

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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s

Entrevista a Daniel Ruiz Texto: Jean Christophe Garcia Baquero Lavezzi Fotografía: Fernando Ruso ©

Daniel Ruiz (Sevilla, 1976) lleva muchos años en esto de escribir. Residente en la periferia (Sevilla), padre de familia, socio de una empresa de comunicación, lleva, aparentemente, una vida como usted o como yo y, sin embargo, está construyendo una obra literaria ajena a las modas donde disecciona nuestra sociedad de manera certera e implacable.

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Como has dicho más de una vez, llevas escribiendo más de media vida. En tus páginas es palpable que escribes por la necesidad personal de encontrarle un sentido a todo lo que te rodea. Sí, diría que soy un caso de escritor reactivo antes que proactivo: cuando escribo siempre es como reacción a cuestiones de la realidad que me producen rechazo, sorpresa o directamente repugnancia. De hecho, la literatura me ha salvado de bastantes problemas mentales, aunque no tengo muy claro que me haya salvado de todos. Este apego de mi literatura a las cosas que pasan, a la realidad, es lo que me impide plantearme objetivos literarios de más alcance programático, o por ejemplo el flirteo con los géneros. El género histórico, por poner un caso, me parece muy loable, pero jamás me metería en eso como escritor. Ni siquiera como lector: para saber cómo era la vida en el siglo XIX prefiero sumergirme en Flaubert. En muchas de tus obras muestras las miserias del mundo moderno, en especial las alharacas del neoliberalismo que intentan perpetuar una explotación en la que el trabajador parece entrar por su propio pie. Tu mirada suele ser de perplejidad ante estos fenómenos. Intento asirme al descreimiento, a la risa, para acercarme a estas miserias. Para mí la risa es el arma más infalible para desenvolverse en el mundo, y concretamente en la literatura es un recurso que aprecio mucho. Hay escritores muy buenos, pero que no saben reírse y no saben hacer reír. La gravedad me parece uno de los grandes pecados de buena parte de la literatura contemporánea. Yo en cambio, adoro a los escritores cachondos. Pero para eso, claro, hay que valer. El escritor que va de gracioso es como el tipo que va de chistoso pero que no tiene ni puñetera gracia. No todo el mundo vale para escribir, pero muchos menos valen para escribir manejando con solvencia los códigos del humor. Es algo, sin embargo, muy poco valorado en una literatura como la española. Que, por cierto, ha alumbrado a algunos de los escritores cachondos más brillantes de la historia universal de la literatura. Sin embargo, hay un foco extremadamente humano sobre tus personajes y el lector saca sus propias conclusiones sobre ellos.

Mi principal obsesión a la hora de escribir es construir unos personajes que estén bien cincelados. Ello implica que sean poliédricos, muchas veces imprevisibles, deleznables y adorables al mismo tiempo. En realidad, un poco como somos todos nosotros como seres humanos, ¿no? Aspiro a construir personajes y contarlos de manera que el lector sienta que se está colando en la intimidad más íntima de esos personajes, allá donde no hay ninguna máscara. Allá donde solo aguarda la conciencia. Otro elemento muy perturbador en tus novelas es el humor, incluso algo desplazado en algunas ocasiones, pero siempre elegante y que genera mucha complicidad con el lector a la hora de narrar tus historias. Sí, lo hablaba antes, el humor es la válvula de la olla exprés, lo único que evita que las cosas revienten y manchen todo lo que deberían. Cuando uno lee las miserias que retratan en sus libros Céline, Malaparte, Hubert Selby Jr., J. P. Donleavy, comprende que sin el humor todos sus textos no serían nada. El humor, muchas veces grotesco, e incluso abominable, es lo que lo salva todo. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino un tremendo chiste? Un amigo mío dice que la mayor aportación de nuestra generación a la historia de España ha sido el botellón. Salvada la hipérbole de esta afirmación, cuando leí Amigos para siempre me acordé de ella. [Risas] Amigos para siempre podría definirse como un botellón de cincuentones. Un retrato lleno de pústulas de una generación que ha envejecido muy mal. «Ya no estamos para botellones» podría ser una buena lectura de esa novela, sí. Eres muy aficionado al cine. Tienes habilidad con el dibujo. Tus novelas son muy visuales. Sobre tu novela El calentamiento global se podría hacer una serie y sobre Amigos para siempre una película. Tengo muy claro que escribo para un lector que es también espectador. No se trata de escribir libros como quien escribe guiones, eso ya lo hacen muy bien Dan Brown y otros bestseleros (o muy mal, según se mire). Se trata de escribir desde la conciencia de que la cultura visual lo impregna todo. No sé si tuvo sentido alguna vez, pero hoy más que nunca es ridículo escribir como

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Entrevista a Daniel Ruiz

lo hacía Benet. Me interesa lo visual, la plasticidad, las imágenes, pero también lo rítmico. Uno tiene muchas cosas que hacer en el día para acabar recurriendo a un libro de la mesilla de noche como un mero sedante. Hay que arañar al lector, interpelarlo. Y eso, hoy, solo es posible con expresividad, con ritmo, de forma directa, acercándose a su lenguaje, agarrándolo del cuello. Lo peor que me podría pasar como escritor es que me dijeran que aburro. Además, la música juega otro papel fundamental en tus historias, muchas veces como un termómetro emocional de las mismas o un elemento diegético muy revelador. En novelas tuyas como La canción donde ella vive o Amigos para siempre, la música es un elemento que se puede considerar estructural. Tiene que ver con lo anterior. El lector es espectador y también un oyente. La música está en el ambiente, impregna los desplazamientos en coche, las calles, los sonidos del hogar. Me interesa mucho la integración de la música con la narrativa: creo que hay situaciones, capítulos, conversaciones, escenas que tienen su propio ritmo, su propia banda sonora. La música también determina la forma de la narración. Alejo Carpentier, por cierto, musicólogo, lo entendió perfectamente en sus textos. El acoso, esa nouvelle cumbre, es un perfecto ejemplo de ello. Hace un tiempo ya, eres columnista en ABC, donde muestras en primera persona tu descreimiento sobre muchos fenómenos actuales. Esa voz en primera persona no la solemos encontrar en tus novelas. Por lo general, no me interesa demasiado la literatura del yo. Me incomoda un poco ese boom de lo literario centrado en lo confesional. Hay, por supuesto, muchas honrosas excepciones. Pero es un poco como lo de la literatura mal llamada «femenina»: todas las editoriales andan ahora obsesionadas con publicar como sea voces de mujeres. Con la literatura confesional está pasando un poco lo mismo. Esta sobreproducción acaba produciendo situaciones injustas, como por ejemplo la falta de visibilidad de determinadas propuestas muy

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meritorias que acaban asfixiadas por el exceso. Como articulista en ABC, en cambio, todos esos reparos hacia el yo se revierten, de forma que mis columnas son más bien apuntes sobre la vida cotidiana, sobre el día a día, sobre nuestra condición. Desde un enfoque muy personal y absolutamente «yoísta». Es una gran contradicción a la que no encuentro demasiadas explicaciones. En La mala puta, réquiem por la literatura española, Román Piña mostraba su admiración por tu disciplina de trabajo: levantarte de madrugada y, frente a un café, hundir tecla para luego ser profesional y padre a tiempo completo. ¿Sigues con este ritual? Sí, aunque es cierto que la evolución de mi trayectoria y también las circunstancias familiares (mis hijos ya están más mayores) me permiten una menor rigidez. En todo caso, es verdad que no hay ninguna hora del día a la que consiga escribir con más lucidez que a esa hora tan temprana, cuando las calles, como dicen los abuelos, todavía no están puestas y el móvil es un demonio dormido. En relación con la última pregunta, se te podría considerar un escritor bastante al margen de los mundillos literarios. Como decía Hipólito G. Navarro, «esto de ser escritor quita mucho tiempo para escribir». Cada vez me siento más escritor y menos literario. Me explico: va pasando el tiempo y, cada vez más, lo que más me interesa de esto es leer y escribir, pero todo lo demás me sobra. Vivir en una ciudad provinciana y cómoda como Sevilla ayuda bastante, porque es una excusa excelente para poder rehuir muchos compromisos y los rituales habituales de presentaciones y abrazos de espaldas. En general, el mundillo literario es bastante aburrido. Además, cada vez se parece más a la política, en el mal sentido: alcahuetería, cuchillazos, hipocresía… Por eso, mi círculo de relaciones más cercano (aunque tengo, y muy buenos, amigos escritores, editores y libreros) no tiene nada que ver con lo literario. De hecho, moverme en esos círculos es lo que me permite acceder a perfiles enormemente interesantes, que me ayudan mucho después a construir mis tramas y personajes.


La vida breve

Don Federico Marta Barrio

Ione sabe dónde esconde el vecino las llaves de repuesto. Se lo dijo Paola, hace ya tiempo, y de esas cosas siempre se acuerda. Cuenta hasta diez, levanta la maceta invertida a la derecha de la entrada, coge el manojo de llaves y prueba con varias hasta dar con la correcta. Hay una que está manchada de algo rojo, la más pequeña, y aunque frote con la uña no se quita, como si estuviera encantada. Las llaves están frías y sus manos calientes. Su corazón late desacompasado, en la punta de sus dedos y debajo de sus costillas. No debería pensar mal de todos, y menos del vecino, siempre tan dispuesto a echar una mano, siempre tan sonriente, con sus dientes blanquísimos y su barba negra que de tan negra casi es azulada. Está cruzando una raya, infringiendo una ley, colándose en una casa que ella cree vacía. En el vestíbulo hay dos espejos de cuerpo entero, frente a frente, con marcos dorados, y ella se sobresalta al verse reflejada tantas veces. Al principio no se reconoce. ¿Qué hace ahí? ¿Qué está buscando? ¿Por qué no está en su propia casa, aprovechando que los niños duermen para descansar un poco ella también antes de la fiesta de cumpleaños de la mayor? La casa es idéntica a la suya, pero está ordenada y limpia. Hay macetas por todas partes. A las nuevas inquilinas siempre les gusta que la casa esté llena de plantas de hojas lustrosas. Parece una selva, dicen. No hay juguetes por el suelo ni abriguitos tirados encima de las sillas, sino muebles de

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La vida breve

Marta Barrio. Don Federico

madera oscura y alfombras persas. Huele a tarta, y a pintura fresca, muy reciente, porque le pican los ojos y la nariz. Llama a Paola a voces, pero nadie responde a sus gritos. De repente se siente estúpida y tiene miedo de que vuelva el vecino y la encuentre allí. ¿Qué explicación le daría? ¿Hay acaso algo lógico en sus sospechas? Quizás tenga razón Mónica, y haya leído demasiadas novelas policiacas. O tal vez se esté volviendo loca de tanto estar a solas con los niños y no hablar con adultos, pero lo cierto es que Paola ha desaparecido, y tiene que encontrarla. Para eso debería darse prisa, y buscar pistas de su paradero. Solo la conoce desde hace cuatro meses, pero se han hecho muy amigas. Casi diría que es la única con la que puede contar últimamente. Se siente sola, aunque nunca lo esté. No sabe que ya es demasiado tarde, que varios equipos policiales buscarán a Paola durante los tres meses siguientes en el vertedero de Rivas, sin dar con ella. Conoce el mapa de la casa, tiene la misma disposición que la suya y a la vez es del todo diferente, como si hubiera entrado en otro mundo al cruzar esa puerta. En lugar de dirigirse hacia la habitación de su amiga en el piso superior, una fuerza irresistible la empuja hacia la puerta del sótano, a donde Paola no entraba nunca, por prohibición expresa del dueño. Atraviesa el vestíbulo, entra en la cocina, en donde se detiene un minuto a contemplar la tarta que ha hecho el vecino para la fiesta, de zanahorias de ese huerto siempre fértil, como si hubiera hecho para ello un pacto con el diablo, y empuja la puerta roja que da acceso al sótano. Pero el pomo no gira, la llave está echada. Ione sabe que está a tiempo de darse la vuelta y dejarse de misterios. Y sin embargo busca en el manojo la llavecita manchada y la introduce en la cerradura. Es tan pequeña que parece de juguete, tan dorada y reluciente que cuando la miras no puedes dejar de hacerlo, perfecta salvo por la mancha roja que, ahora que se fija, bien podría ser una huella dactilar. Se detiene un momento, pensando que podría sucederle alguna desgracia, pero la tentación es tan fuerte que se decide. La puerta sigue atrancada, y le da un empujón con la cadera para abrirla. Enciende la luz, pero la bombilla

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crepita y ella se agarra a la pared para ir bajando las escaleras. La pared está húmeda, y se mancha la mano, y la manga de la chaqueta, de blanco. La capa de pintura plástica no es uniforme, sino que se ha hecho a trozos, como queriendo tapar algo, y así lo harán constar los policías en su informe dentro de unas horas. No era la primera inquilina desaparecida, en el cajón del despacho encontrarán más pasaportes, pero a las anteriores nadie se había tomado la molestia de buscarnos. El sótano huele a la humedad del fondo de los pozos, como si un río subterráneo pasara por debajo de la casa, y a otra cosa a la que ahora no es capaz de ponerle nombre, pero que le resulta extrañamente familiar. Le entra un escalofrío y se detiene a medio camino. Quizás lo mejor fuera volver sobre sus pasos y regresar a las sábanas calentitas de la cama king size en donde sus hijos duermen la siesta, cerrar los ojos y olvidarse de Paola. La curiosidad nunca trae cosas buenas. Pero en la cocina había también un paquete de alfajores y otro de mate, y ella no se hubiera ido a vivir a Barcelona sin darle los regalitos que le prometió traer de Buenos Aires, o sin despedirse. Aunque no sabe que yo la estoy mirando. ¿Cómo podría adivinarlo ella, que no cree en los fantasmas, ni en los malos augurios? Se siente observada, y gira la cabeza a cada rato. Durante unos minutos, se queda a oscuras, tropieza y cae. Las gafas salen disparadas. Seguro que se ha hecho un moratón, ella que tiene la piel tan fina como la princesa del guisante, aunque de momento no le duele. Debe de ser por la adrenalina, esa excitación de acercarse a lo prohibido. Mientras busca a tientas las gafas, las pisa y crujen. La luz vuelve a encenderse, pero no del todo, crepita como si en ella ardiera una polilla. Ione se pone las gafas con los cristales rotos y se arrepiente en el acto de haber entrado en esa casa que no es la suya, pero se le parece tanto. Reconoce entonces ese olor que le resulta tan familiar: es un olor con el que trabaja a diario en el quirófano, que se le queda pegado al cuerpo, escondido entre las arrugas de la frente y los pliegues de los párpados, el motivo por el cual se rocía de colonia por la mañana antes de ir al hospital, el olor a vísceras y a sangre que emana de los cuerpos en cuanto el bisturí se abre paso por

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La vida breve

Marta Barrio. Don Federico

la piel. Las suelas de sus zapatos se pegan a las baldosas, completamente cubiertas de sangre coagulada. Ione se acuerda, al ver la trituradora industrial, de la canción que tarareaba su hija esa mañana saltando a la comba, y, a su pesar, canturrea el estribillo ella también: «Don Federico mató a su mujer, la hizo picadillo y la puso a cocer». Su hija, que todavía no sabe que existe la maldad, que los villanos no solo viven en los cuentos, aunque haya un niño en su clase llamado Rodrigo al que castigan a menudo mandándole al rincón porque muerde a los demás. En el informe policial constará el nombre exacto de la máquina, e incluso su precio: «picadora industrial Braher modelo P-22, comprada el 29 de julio de 2008 por 1.189,5 euros». Los invitados a la fiesta deben de estar a punto de llegar y sus hijos a punto de despertarse. No sabe que llegará tarde al cumpleaños, si es que llega. En ese instante se despiertan los niños y el vecino aparca la moto en la acera, se quita el casco y gira la llave en la cerradura de la puerta de la entrada. Los niños buscan a su madre sin encontrarla mientras en la casa de al lado el vecino atraviesa el vestíbulo y la cocina y al ver a Ione subiendo las escaleras del sótano sonríe con un brillo en los ojos que ella no le conocía, y que casi nunca se ve a tiempo. Ella traga saliva, y finge no tener miedo.

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Marta Barrio García-Agulló (New Haven, 1986) es editora. Licenciada en Filología Hispánica y en Estudios de Asia Oriental por la Universidad Autónoma de Madrid, cursó un Máster en Edición en la Universidad de Salamanca-Santillana. Los gatos salvajes de Kerguelen (2020), su primera novela, fue finalista del Premio Memorial Silverio Cañada en la Semana Negra de Gijón. Leña menuda ha merecido el XVII Premio Tusquets Editores de Novela y el I Premio Almudena Grandes, otorgado por el Ayuntamiento de Sevilla.


Los pescadores de perlas

Microrrelatos inéditos

Paz Monserrat Revillo

La tristeza original Para ella lo más complicado no fue el primer pecado, sino el primer duelo. No resultó nada fácil ser la madre tanto de la víctima como del verdugo del primer asesinato. Y menos aún saber que la humanidad entera descendería de Caín, y no del bueno de Abel.

Temblores A pesar de toda la morralla que le había tocado en la lotería de la vida, siempre fue muy coqueta. Cada mañana se vestía y se pintaba con esmero antes de salir a limpiar casas. Cada mañana su marido le ladraba: «¿A dónde vas tan guapa? El día que te encuentre con otro os mato a los dos». Durante una temporada, él contrató a un tipo —un conocido del barrio— para que la vigilara. A lo largo de las cuatro horas que ella necesitaba para dejar resplandecientes el piso y la escalera de turno, el detective de pacotilla esperaba en su coche haciendo crucigramas. Eso lo supo años más tarde, cuando, azuzada por los hijos, se decidió por fin a pedir el divorcio. A partir de entonces pudo entrar en su casa sin aquel temblor metálico, acertando con la llave a la primera. Pero ahora él se ha puesto muy enfermo. Y la ha convencido para que se casen otra vez. «Así podrás cobrar la viudedad», le ha dicho con la actitud obsequiosa y complaciente de quien entrega un regalo. También le ha insinuado, sin soltar el gesto, que deberá dejar de trabajar para poderle cuidar bien. Mientras aguardan su turno en la sala de espera de la abogada, no le tiembla el pulso cuando le acaricia la mejilla y le susurra: «¡Tú siempre tan guapa!».

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Los pescadores de perlas

Paz Monserrat Revillo. Microrrelatos inéditos.

Delirios de grandeza El doctor Meyer reunió a los tres Jesucristos de su institución. Ansioso por presumir de su nueva terapia en círculos académicos, inició el experimento. Retó a los sujetos —A, B y C— a que decidieran quién de ellos era el auténtico. A continuación, los dejó a solas durante una hora. Tres personas distintas. Sentados en los vértices de un triángulo imaginario, cotejaron biografías. Los tres reconocieron poseer esa mezcla de vulnerabilidad y poder tan propia del Maestro. Todos se habían sentido abandonados en el momento crucial, como Él. Confortados por esa inesperada comunión, decidieron compartir el cargo en un órgano colegiado secreto. Continuarían con su inofensivo mesianismo, pero mostrarían la conducta que en el fondo se esperaba de ellos en ese lugar. Cuando el doctor Meyer regresó, A tamborileaba los dedos contra la mesa, B gemía acurrucado en un rincón y C recorría el perímetro de la estancia. Mientras tanto, en otra sala, cuatro Napoleones preparaban la estrategia de Waterloo a espaldas de aquel individuo con bata blanca que, con sus delirios de grandeza, tenía la patética pretensión de curarles.

Paz Monserrat Revillo (Tortosa, 1962) es bióloga de formación y profesora de instituto de profesión. Ha formado parte de las antologías Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto, 2012) y Los pescadores de perlas (Montesinos, 2019). Es autora del libro de relatos Hormonautas (Nazarí, 2015) y del libro de microrrelatos Jardinería de interior (Enkuadres, 2019), que resultó finalista en el premio Setenil de ese año. Siembra textos en su blog Crónicas desenfocadas.

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El castillo de barba azul

Poemas inéditos

José Antonio Jiménez Can Ruti A la una de la madrugada mi padre es un hombre descoyuntado, náufrago en un océano de barro. Sus centinelas ciegos bracean en lo oscuro contra simas y sombras que lo acechan y hostigan. Espesa de enfermos, la noche es una ciénaga inmensa, en vilo sobre el tiempo. Es difícil acompasar el sueño a estos durmientes desorientados. Se extravían los ritmos de su respiración, tientan un destino vacío. Son lo que somos: estrellas bajas en combustión de olvido, llagas sin regreso y sin tregua. Dejo caer mi cuerpo sobre el sillón gastado. Cierro los ojos. Asumo esta materia. Está dentro de mí, de mi tiniebla clandestina. De pronto una puerta se abre, nos inunda la luz: una dulzura blanca se desliza en silencio, con cápsulas y frascos, inyecciones y gasas, y manos diligentes, ligeras como alas. Miro a mi padre, sus ojos tristes como niños huérfanos. Él me mira también y la ternura se traba en nuestra boca. Nos queda la gravedad del silencio, palabras sin decir, dobladas como un pañuelo viejo para secar su frente. Se hace la oscuridad. A nuestro lado alguien pide luz y calor, llora lejos del mundo.

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El castillo de barba azul

José Antonio Jiménez. Poemas Inéditos

Mirlo negro Llega todas las tardes con su pico dorado cuando el sol del invierno se detiene un momento en el almez. Salta sobre la rama seca del olvido, se demora con los frutos vacíos y cuando vuela lejos —vibrante claridad, perfume esquivo— deja una estela de silencio pleno, la que me lleva al centro de la vida. Lo mismo que el poema.

Vértigo siempre hay distancias que podríamos salvar algún abismo que nos dice que el único dios somos nosotros hervimos en la luz desconocemos el dominio del fuego

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Miedo no es la oscuridad no es el silencio no es caer es balancearnos en el abismo de la luz ver cómo pasan veloces lejos los otros

Éxodo Esa nieve callada, recia, plena, campo de cicatrices y de signos. Esas manos quemadas por el frío. El destierro que marca una frontera de duro alambre en el umbral de un sueño. Esas sombras cansadas, movedizas, en perpetua batalla con el cielo. La casa de la infancia que aún espera voces de niños en la madrugada. Las lomas lentas del amanecer, el árbol ciego y el azul vencido. La nieve en la ladera, regalada. La luminosa gravedad del mundo.

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El castillo de barba azul

José Antonio Jiménez. Poemas Inéditos

Frío Hace frío en los huecos y en los nombres y no ha venido nadie, en esta madrugada, a encender fuego para nosotros. Rompen, sobre la tejavana del hogar, las olas altas del invierno. Dentro, a solas con su orilla de fatigas, cruje mi padre en los puntales y en los cabrios. Ceden los trojes del amor con provisión de ausencias. El invisible perro de la nieve aúlla en la frontera, roe y roe los huesos mondos, las entrañas ciegas.

José Antonio Jiménez Navarro (Cuenca, 1960) reside en Barcelona desde 1972. Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona (1987). Trabaja como técnico de cultura del Espai Betúlia, un centro cultural municipal que pertenece al ayuntamiento de Badalona, dedicado exclusivamente a las letras y a su interacción con las demás artes. Es, además, vocal de la junta directiva del Aula de Poesía de Barcelona desde 1997 y colaborador habitual de sus actividades, entre ellas coordinador y secretario del premio homónimo de poesía en lenguas románicas. Fue miembro del consejo de redacción de la revista Poiesis desde 1997 hasta su desaparición en 2001. Ha publicado un único libro de poemas, Salvando las distancias (Premio de Poesía Gerardo Diego 2015, otorgado por la Diputación provincial de Soria) y ha colaborado en los volúmenes, editados por Caravansari, Tiempo Visible y Tiempo invisible, con fotografías de Edu Barbero y poemas de diversos poetas. Así mismo es coautor, junto a Jordi Virallonga, del libro Palabras para la resistencia. Sobre poesía y otras trincheras (Eda libros, 2021). Ha publicado algunos artículos de crítica literaria y poemas en revistas especializadas.

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Estados Unidos: el nacimiento de una civilización Por Fernando Clemot Los recuerdos fundacionales, todas aquellas primeras veces, y entre todas ellas desentierro dos instantes grabados: las colas de tras la apertura del primer McDonald’s en la plaza de Cataluña y la primera vez que vi La guerra de las Galaxias, en el cine Odeón de Sant Andreu1. Con un impacto menor, pero también agarrado a mi mochila sentimental, recuerdo bien el estreno de El día después (The Day After), algo más mayor, en 1983, y que me dejó aterrorizado durante semanas. Aquellos días, cada vez que iba al centro de Barcelona, buscaba el lugar donde debía caer el misil atómico ruso que a buen seguro nos apuntaba y llegué a la conclusión de que lo haría sobre la rosa de los vientos que hay en el centro de la plaza de Cataluña, para convertirnos a todos en cenizas y destruir también el recién abierto McDonald’s. Miraba a través de las cortinas de casa cada noche buscando el hongo nuclear, su brillo cegador por encima 1. He tenido que bucear en las redes para encontrar que el McDonald’s de la calle Pelayo se abrió a principios de 1982 —el primero en España se abrió en marzo de 1981 en la Gran Vía madrileña— y el estreno de La guerra de las galaxias en España se produjo en noviembre de 1977, por lo que imagino que debí de verla a principios de 1978. Entonces tenía once y siete años respectivamente. También en aquellas fechas se abrió el primer frankfurt en mi barrio. Debía de ser a finales de los años setenta. El frankfurt era el modelo nacional de imitación del perrito caliente que veíamos comer en las películas y en las series norteamericanas. Ahora puede parecer asombroso, pero recuerdo aquella apertura del frankfurt An-Mon con orgullo, como si con ello el barrio empezara a modernizarse, a parecerse a lo que veíamos en las pantallas. La mente de un adolescente es, sin duda, un cofre cerrado.

de las fábricas, sobre la silueta del Tibidabo. También me despertaba de sopetón, agitado, pensando que ya había caído la bomba, cuando debajo de mi ventana el autobús cuarenta y dos hacía sonar su motor. Las malditas infancias en los estertores de la guerra fría. Nuestra generación fue posiblemente una de las más afectadas por la avalancha de influjos llegados de Estados Unidos. Vivimos aquel tiempo sumidos en un sopor de modas y usos norteamericanos —y británicos— que trastocaban nuestra vida de adolescentes: la música, el cine, las noticias, las series, las lecturas, las tribus urbanas, la ropa. Nada quedaba ajeno a aquella avalancha de modelos llegados del otro lado del Atlántico. Pese a la importancia de lo inglés, nuestra infancia y juventud parecen dominadas con mano de hierro por la imitación al modo de vida norteamericano. Fue la generación anterior, la de mis padres —nacidos en una comunidad rural de Castilla a finales de los años treinta—, la primera que experimentó esa cascada de imágenes y patrones provenientes de los Estados Unidos; a través de las pantallas de cine, algo menos a través de las noticias que filtraba el No-Do o lo que se entresacaba en las conversaciones. Para las generaciones anteriores a la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, la influencia de lo norteamericano debía ser mínima2, incluso en las grandes ciudades europeas. 2. Dos o tres generaciones antes, en la guerra de 1898, el Gobierno y la prensa española estaban convencidos de que batirían fácilmente a los norteamericanos en las Filipinas y en el Caribe. A partir de esa fecha se despliega ya como una potencia colonial de primer orden en Hispanoamérica y también en Oceanía, participa luego de forma mínima en la Primera Guerra Mundial, pero será uno de los grandes vencedores en 1945 junto con la Unión Soviética. En los años

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Fernando Clemot. Estados Unidos: el nacimiento de una civilización

Pero ya para la generación de mis padres el principal punto de influencia debió ser la gran pantalla. Allí se desplegaba un mundo extraño y opulento, en cada uno de los cines de cualquier pueblo o ciudad del mundo se mostraba una nueva forma de vida en la que había coches, galanes y mujeres deslumbrantes, electrodomésticos y ciudades que parecían sacadas de un grabado de Piranesi. Un mundo con las necesidades básicas resueltas, que no parecía conocer el hambre o la miseria. La imitación como pura publicidad aspiracional. El mundo del cine, arte que se había convertido en referente de la cultura y los usos norteamericanos3, era el espolón de proa de aquella poderosa influencia. Quiero ahondar en las claves de ese arte que nos marcó para siempre a mis padres y a mí, a todos los que nos rodean; en ese modelo que acabó convirtiéndonos en lo que somos. Entender qué nos atrajo y atrapó de una influencia de la que era imposible sustraerse. Martin Scorsese, en la primera parte de su trilogía Un viaje personal a través del cine americano (1995), muestra un camino para comprender la irresistible atracción de esta nueva forma de colonización cultural que será el cine. Scorsese plantea la existencia de tres grandes géneros puramente norteamericanos, tres arquetipos propios: el wéstern, la película de gánsteres y el musical. Cada uno de ellos aporta un referente fuerte, un modelo. En el caso del wéstern4, o película del Oeste, nos muestra la épica de la ampliación territorial de la nación durante el siglo XIX, la esencia de lo norteamericano, el género fundacional. El wéstern es la epopeya de una nación joven. Su mítica y su Edad Media. Su cantar de gesta.

veinte o treinta sí que se empezó a notar la llegada de algunos modelos, especialmente a través del mundo del cine. 3. Durante los primeros años del cine, domina en Estados Unidos la industria Thomas Alva Edison, pero tras la guerra de las patentes (1898) esto cambia. Por entonces no se consideraba el cine un arte, sino un puro entretenimiento. A partir de 1911 empiezan a migrar estudios de cine a las afueras de Los Ángeles, en Hollywood, y esta industria tiene ya un papel preponderante al acabar la Primera Guerra Mundial. 4. Los wésterns casi siempre están ambientados entre los años 1860 y 1880, coincidiendo con los establecimientos de nuevas comunidades en los territorios ganados hacia el Oeste a las comunidades indias y al estado mexicano.

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El personaje principal de este género, el héroe, es el vaquero. Se crea pronto un estereotipo de personaje solitario, inadaptado, duro, algo tosco, pero que a la vez muestra su generosidad y un sentido profundo de la justicia. Es una prolongación de una ética idealizada que funciona en la ciudad, en la América de la costa Este. El vaquero se ve rodeado una y otra vez por majestuosos escenarios naturales (especialmente el enclave del Monument Valley5) que le superan, le son hostiles6 y que son mostradas como un impedimento para la consecución de sus fines de armonía y justicia. Una de las principales claves de este arquetipo —la más emblemática— es su sentido directo y primario de la justicia: siempre rige la ley de la venganza. Un comportamiento que es también el reflejo de una sociedad que tiene en este rasgo una de sus claves morales. Una concepción algo alejada de los parámetros europeos, pero que aparecerá con mucha frecuencia en la realidad norteamericana. La venganza será una reacción aplicable a todo tipo de enemigos de la nación, sean estos individuos, países o grupos sociales. Puede verse a lo largo de su historia: lo veremos desde Toro Sentado a Pancho Villa7, pasando por Japón, Irak o la captura de Osama Bin Laden. La venganza y el ojo por ojo se aplicarán con

5. Territorio de gran aridez en una esquina del estado de Utah, muy característico por las montañas en forma de mesa, de limolita rojiza. Territorio muy usado como escenario natural de películas desde los años veinte, pero mundialmente famoso por los wésterns de John Ford, que solía utilizar este escenario para sus rodajes. 6. Tierras ajenas a la civilización: el vaquero pasa calor, hambre, frío por las noches. Estas soledades están habitadas además por personajes que se enfrentan a él, desde los indios a otros vaqueros o forajidos que actúan en estos territorios. En estas tierras el vaquero, como el sheriff en los pueblos, se convierte en el único vínculo con la civilización y la justicia. Este personaje fronterizo recuerda a otros arquetipos como pueden ser los gauchos del norte de Argentina, cuya máxima expresión se plasmó en la literatura con José Hernández, ya a finales del siglo XIX. 7. El nueve de marzo de 1916 Pancho Villa atacó el pueblo de Columbus, en Nuevo México, y en una acción de represalia (la llamada Expedición Punitiva) el general Pershing lo persiguió infructuosamente por el desierto de Sonora durante casi un año, hasta febrero de 1917.


dureza y sin remilgos. El linchamiento8. Se convierte a menudo en un asunto de Estado, una necesidad nacional que hace que quien haya atacado al Estado expíe su pena. El que la hace la paga. Siempre. Otro de los valores intrínsecos de la cinematografía norteamericana desde sus inicios será el peso que en sus argumentos y diálogos tienen las cuestiones económicas9. Todo elemento tiene un valor que se menciona y con el que se enjuicia y se tasa la situación o el reto10. También en las películas del Oeste aparece de una forma expresa a través de la recompensa. El personaje, 8. El origen de la palabra está en un juez, Charles Lynch, que, durante la guerra de la Independencia, en 1780, en Virginia, ordenó la ejecución de una partida de lealistas sin juicio previo. 9. Hace años un crítico cinematográfico, buen amigo, me decía que la mejor manera de reconocer una película norteamericana es que antes de cinco minutos ya han hablado de dinero. Incluso en las primeras películas de Charles Chaplin, con argumentos y escenarios casi victorianos, se reproduce este fenómeno. 10. Podríamos hacer una excepción con la literatura inglesa, donde esta señalización del valor de las cosas se emplea con bastante intensidad. Ya desde los enjambres codiciosos o necesitados de medrar de Dickens, este factor cobrará importancia y se trasladará también a la literatura de los tiempos de la restauración borbónica francesa (1814-1850): en las novelas de Dumas, e incluso de Victor Hugo, aparece de forma expresa y reiterada.

héroe o villano, tiene un precio y esta es una noción que aparece poco en la literatura y cultura occidentales. Este concepto también puede trasladarse a otro de los grandes iconos temáticos del cine norteamericano: la película de gánsteres. Aunque la figura de este forajido urbano aparece ya en películas anteriores a la Primera Guerra Mundial y tiene buenos exponentes en la época del cine mudo11, tendrá su desarrollo más exitoso en los años treinta, al reproducir el mundo violento que rodeó los años de la Ley Seca, entre 1919 y 1933. Habla así desde el presente de un mundo contemporáneo, en algunos casos incluso en vías todavía de solución: era una realidad social del momento. El gánster se perfila como un personaje estrictamente urbano. Es un personaje más complejo que el vaquero, un producto de la masificación de las grandes ciudades de la costa Este y de la importación de algunos comportamientos sociales de los inmigrantes europeos: italianos, especialmente, pero también irlandeses. Ya no estamos aquí ante la figura de un héroe sino más bien de un antagonista social, de un antihéroe que debe ser combatido y erradicado. El gánster busca también con frecuencia la venganza12, vive en un universo violento, ajeno a una ley que debe imponerse siempre. En su mundo se han traspasado los límites, es un universo tentador, peligroso y amoral en el que es fácil quedar cautivo: su actividad le permite acceder al lujo material, incluso alcanzar de forma rápida un estatus social superior. Se ha definido la ascensión rápida de este arquetipo como una parodia del sueño americano, pero este progreso del personaje siempre está sujeto a una ley inflexible: precede a una caída brutal y dramática. Permanecer ajeno a las leyes de la sociedad conlleva siempre un castigo a quien las infringe, una venganza social. A principios de los años treinta algunas películas del género trataron de eludir un destino tan prefijado en sus personajes, pero a partir de la imposición

11. De este tiempo son dos auténticos clásicos del género como The Racket, de Lewis Milestone (1927), y La ley del hampa, de Josef von Sternberg, de 1928. 12. Esta necesidad de venganza generalmente aparece por conflictos familiares o por la muerte de un contrapunto cercano a este antihéroe. El gánster se venga para restablecer el orden propio de su mundo violento e inflexible.

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del código Hays13, en 1934 —que marcará el desarrollo moral de las películas en las siguientes tres décadas—, el personaje se convierte en un enemigo de la sociedad, un perturbado que inevitablemente acaba castigado. El mundo del gánster siempre es una ratonera en la que acecha el momento de la caída y el castigo. Un mundo asfixiantemente urbano, nocturno, lleno de luces y sombras, que muestran la dualidad de los personajes. También, a partir de las consignas morales del código Hays, la policía y las fuerzas de la ley son vistas de una forma positiva, ajenas a la corrupción y sin relaciones con las mafias urbanas como podían aparecer en las primeras películas del género. La era dorada del cine de gánsteres se desvanece a finales de los años treinta y principios de la Segunda Guerra Mundial, siendo sustituido por el noir, el cine negro. Este género tiene representaciones literarias cercanas, pero también el personaje arquetipo —el investigador— reproducirá algunos rasgos tanto del gánster —habita un mundo violento y lleno de riesgos, desea el ascenso social— como del propio vaquero: se sentirá en muchos momentos tan desengañado y solitario como él. El tercer género americano, el musical, es diametralmente opuesto a los dos anteriores. Nada hay tan magnético y vertiginoso como el gran musical que empieza a desarrollarse a finales de los años veinte, con el despegue del cine sonoro. Allí las ansias de alienación, de aislarse de la realidad, encuentran todos sus argumentos y escenarios. Se recrea el musical de Broadway, ya vigente desde finales del siglo XIX, pero sin los condicionantes del tamaño del escenario, con una producción mucho más ambiciosa y con recursos ilimitados. El ritmo del musical es acelerado, vibrante y el mundo que muestra es esencialmente fantástico y majestuoso. El gran musical de los años treinta y principios de los cuarenta introduce novedades técnicas para realzar esta visión idealizada de la realidad con zooms, planos 13. El código se empieza a perfilar en 1930 y tiene aplicación desde 1934. Lo creó la Asociación de Productores y determinaba lo que podía verse en la pantalla y lo que no. Estas limitaciones tenían que ver con la religión, la sexualidad, el crimen, el vestuario, la forma de bailar y los temas que no debían abordarse. Se mantuvo vigente hasta finales de los años cincuenta y principios de los sesenta.

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cenitales, todo ello para recrear un mundo de fantasía que reproduce una y otra vez. No solo los escenarios y las situaciones son irreales, sino que también los protagonistas están dotados de facultades que los diferencian del resto de los humanos. El mundo de los musicales solo está pensado para esos seres, los que saben bailar, deslizarse al filo de piscinas repletas de extras, surgir de densas coreografías como si flotaran, proyectarse en el suelo, volar de un lado a otro del escenario o caminar por el techo de la estancia14 que ocupan. El mundo que representa el musical es percibido por el espectador como fantástico, pero también aparecen en él —especialmente a partir de los años cuarenta— algunos de los referentes del american way of life: un entorno urbano desarrollado, vertical; la casa unifamiliar, el coche, el jardín, los electrodomésticos, la televisión, el ritmo de vida frenético en ciudades que parecen colmenas. Es un mundo entero, o una idealización de él, que se muestra desde dentro de un estudio, ya que solo a partir de finales de los cuarenta, con una

14. Es el caso de Fred Astaire —una de las grandes estrellas de los musicales, especialmente en su dueto con Ginger Rogers— en la conocida escena donde baila por el techo de la habitación en Bodas reales (Royal Weddings), de 1951, una de las primeras obras de Stanley Donen.


Fernando Clemot. Estados Unidos: el nacimiento de una civilización

generación de nuevos bailarines y directores15, las producciones empezaran a salir a la calle, a mostrar otro tipo de realidad más cercana. Hasta ese momento se concebía un mundo burbuja en el estudio, con posibilidades ilimitadas para recrear cualquier fantasía. A partir de los años cincuenta este mundo cambia, se oscurece algo, incluso puede llegar a mostrar alguna fractura social (inmigración, inadaptación y guetos16) siempre regulada por una Ley Hays, puesta en tela de juicio ya a finales de los años cincuenta pero que se mantuvo vigente hasta inicios de los sesenta. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial el influjo de la cultura norteamericana a través del cine es aplastante. Era casi imposible no sucumbir a ese mundo tentador que se reproducía en las pantallas y esto afectará a la vida cotidiana de varias generaciones. Porque el cine norteamericano no era solo un catálogo de historias y escenarios: era también un compendio de actores, de personajes que iban desde los estereotipos románticos, casi literarios o victorianos, de los primeros tiempos de Hollywood —como Charles Chaplin, Lillian Gish o Rodolfo Valentino— a los galanes icónicos de los años dorados de Hollywood como Cary Grant, Humphrey Bogart o Gary Cooper; también surgen héroes cotidianos como James Stewart, Henry Fonda, Spencer Tracy; héroes ascéticos como Charlton Heston o John Wayne; actrices carismáticas como Bette Davis o Katharine Hepburn, que encarnará a su vez a un modelo de mujer moderna y sofisticada. También aparecen los inevitables paradigmas de la belleza inalcanzable y perturbadora, un concepto de femme fatale actualizado, como podrían ser Rita Hayworth, Ava Gardner o Lauren Bacall. Este auténtico apostolario de figuras será admirado e imitado en todo el mundo y lo seguirá una segunda generación de actores y actrices que en muchos casos no serán más que adaptaciones de los estereotipos antes indicados, como Marilyn Monroe, Burt Lancaster o 15. Generación que encabezarán Stanley Donen y Gene Kelly, que ya jovencísimos iniciarán su carrera con Levando anclas, de 1944, o Un día en Nueva York, de 1949. Otros grandes éxitos de Donen o Kelly serán musicales como Bailando bajo la lluvia, Un americano en París, Siete novias para siete hermanos o Bodas reales. 16. Podría ser el caso de West Side Story, del año 1961.

Paul Newman, pero también con el componente de la juventud rebelde —que aparece al final de los años cincuenta— y que encarnarán figuras como las de Marlon Brando, Montgomery Clift o James Dean. Todos estos actores se convierten en iconos de su tiempo, en modelos a imitar, con una repercusión universal en la ropa, en actitudes y gestos, en la música que les acompaña, en la pura imitación de los modelos de belleza y vida que ejemplifican. No habrá un rincón de la vida cotidiana que no se vea afectado por la fábrica de modelos universales en que se convierte la gran pantalla entre los años veinte y sesenta del siglo XX. Pero este tipo de afectación social creada por el celuloide irá más allá y también se extenderá a las demás artes. Durante las primeras décadas de su historia, el mundo del cine había reproducido el mundo de la literatura17, pero antes incluso del surgimiento del cine sonoro este influjo adopta un ritmo contrario: será la literatura la que se verá afectada por el mundo del cine, especialmente el mayoritario y el más comercial, que será el que llega de Estados Unidos. Hay escenas literarias que copian planos cinematográficos, hay zooms, la voz de los personajes literarios se vuelve más altisonante, con una movilidad propia de un estudio más que de la literatura del canon, la de las décadas centrales del siglo XIX. Surge un nuevo mercado para el escritor profesional. Muchas obras literarias se convierten en guiones y pronto muchos autores colaboran con Hollywood o con las industrias del cine europeo18. 17. Recordemos los escenarios y tramas casi novelescas de directores como D. W. Griffith, Giovanni Pastrone, Georges Méliès, Robert Mamoulian o el propio Charles Chaplin, con una visión casi dickensiana de sus personajes. Reproducen un mundo con un fuerte peso narrativo, algo arcaico, heredero del Romanticismo y el realismo del XIX, también del teatro de este periodo. Así como en sus primeras décadas la fotografía copiará este cliché narrativo, el mundo del cine hará lo mismo hasta la creación de un lenguaje propio. El personaje de Charlot creará a su vez imitadores o sosias adaptados a las diferentes culturas como podrían ser Cantinflas o Monsieur Hulot. También Stan Laurel, de la mítica pareja del Gordo y el Flaco, es un claro imitador del personaje de Chaplin. 18. Desde D’Annunzio para Cabiria en 1913 la lista será interminable y va desde Faulkner o Scott Fitzgerald a Hemin-

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Pronto la redacción de muchas novelas ya tiene en cuenta la posibilidad de ser adaptada a la gran pantalla o incluso se escribe directamente para este medio. La imagen copa un espacio ocupado antes por la letra impresa. Al tiempo que algunos autores se acercan, hay otros que buscan recursos para alejarse de este influjo: las voces de los personajes literarios se hacen más profundas, más hondas, ya que al mostrar una reproducción de su pensamiento —soliloquio— es más difícil que se puedan reproducir en imagen. Como oposición al texto sencillo, con abundante diálogo, fácilmente guionizable, nacen nuevas formas como el monólogo interior y personajes literarios con una voz más fuerte, más desordenada, más cercana a una corriente de pensamiento y, por tanto, alejada de una posible reproducción en imagen19. El influjo cultural norteamericano llegó a todas partes, incluso a los lugares que se habían aislado de él conscientemente, como los países de la órbita comunisgway, pasando por Alberto Moravia, Gabriel García Márquez, John Cheever, Agustina Bessa-Luís, Ray Bradbury o Truman Capote. 19. Paladines de estas nuevas formas de escritura alejadas de la imagen (monólogo interior) son, paradójicamente, una tríada de escritores anglosajones: James Joyce, Virginia Woolf y William Faulkner.

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ta. La hegemonía del cine norteamericano fue aplastante en los años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado, durante las cuales su industria llenó las pantallas de todo el mundo con sus producciones. Este poder solo se verá mermado a mediados de los años setenta por un nuevo fenómeno audiovisual: la televisión, aunque también coparían pronto ese medio las series norteamericanas. Durante la segunda mitad del siglo XX habrá momentos en que dos terceras partes de las películas que se exhiben en las pantallas de los cines del mundo son producciones norteamericanas. Pero este modelo al alcance de todos muestra también un perfil de desigualdades. Estados Unidos es un país que no solo ocupa las pantallas de cine, sino que también representa casi la mitad de la riqueza del planeta20. Ante cualquier espectador de cualquier parte del mundo, el estilo de vida norteamericano aparece como opulento, moderno y vigoroso. Es un ideal a imitar, un modelo muy directo, que circula por las pantallas como un sinónimo de prosperidad; una agresiva publicidad aspiracional para el sujeto que observa sus hábitos de vida desde la gran pantalla. Es un modelo casi inalcanzable para la gran mayoría de las sociedades. Como consecuencia, la imitación de este tipo de modelo modificará buena parte de las formas de vida de los demás países durante décadas, en una imitación desesperada y extenuante de un modelo de difícil encaje en cualquier sociedad que no sea la norteamericana. Casi todas las sociedades de aquel tiempo bebieron de ese cáliz. La reproducción del estilo de vida norteamericano cambió nuestra forma de ver el mundo, de denominar a las cosas, de relacionarnos con él; nuestras formas de trabajo y ocio, nuestras fiestas. Provocó emigraciones y cambios en los modelos de producción. Ni la más remota aldea quedó al margen de aquellos cambios. Esta imitación —a menudo llevada a cabo con pocos medios— creará en los siguientes años paradojas y asimilaciones culturales constantes que oscilarán entre lo ocasional y moderado, y situaciones extremas. 20. Los economistas norteamericanos calculan en 1950 que el cuarenta por ciento de la riqueza de la humanidad, de su PIB, pertenece a los Estados Unidos. Las políticas económicas y de política exterior de los siguientes años estarán encaminadas a que esta situación no se revierta y permanezca esta desigualdad.


Ali Smith: un hacha rompe el mar helado dentro de ti Por José de María Romero Barea Relato adentro, se estructura el desorden, se nivela la inequidad, al tiempo que se entrelazan las contradicciones inherentes a la panoplia de timbres heterogéneos del yo colectivo que choca contra sus propias definiciones de pertenencia, presa de un sentimiento que «no era melancolía. Era otra cosa que precisamente volvía irrelevantes la melancolía y la nostalgia». Al centrarse en las consecuencias del referendo ciudadano que dio lugar al Brexit, la autora ahonda en la naturaleza universal del abandono. Al considerar la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la británica Ali Smith (1962) transita el campo minado de las secesiones. Entre el rapto y la resignación, su narración Otoño (2016) da comienzo al Cuarteto estacional, una serie novelística que vertebra en sus páginas toda una diversidad: «En todo el país, la gente se sentía perseguida por la historia», argumenta, «la gente pensaba que la historia no tenía sentido [...] Todo cambió de la noche a la mañana. En todo el país, los ricos y pobres siguieron igual». Volumen adentro, los senderos del prejuicio se alejan del lugar común para acercarnos. Nos despoja de contratiempos «un collage [...] donde todas las reglas pueden cuestionarse». Avanza la miembro de la Royal Society of Literature entre elecciones y descartes, deja atrás ideas universales, supuestamente neutrales, injustas proposiciones de un criterio dizque igualitario: «Todas las almas han salido a saquear. Pero hay rosas, sigue habiendo rosas. En un arbusto que parece muerto, todavía queda una rosa abierta». La batalla entre la soledad a largo plazo y la necesidad inmediata de amar engrasa el engranaje omnisciente de la finalista del Premio Man Booker 2017, que desafía el caos cotidiano de la cacofonía posmoderna, su desprecio por las normas democráticas, su incapaci-

dad para reconocer la derrota. Sus argumentos legales y políticos surgen de los pantanos febriles de la marginalidad, incapaz de discernir entre reglas necesarias, deseables y legítimas. Invierno En la narración, el supuesto «control recuperado» se reduce a las raídas rutinas de la escritura invisible, una caja de resonancia satírica para los diversos interlocutores: «Lo que quiere [Art] es la esencialidad del invierno [...] una luz intacta e inmaculada, amplia como un mar de nieve». En actos de desaparición, respuestas a la recepción de unas autoexplicativas memorias de divorcio de la clase dirigente: «Las cosas saben, sin tener que saberlo, que en realidad los desechables somos nosotros». La autoreinvención nacionalista presupone la extendida falacia de que cada país es un lienzo en blanco, cualquiera sea su utilidad estratégica: «Esta no es una historia de fantasmas, aunque en los fantasmales días de invierno [...] trata de cosas reales que les pasan realmente en el mundo real a personas reales». En la saga Invierno (2017) asistimos a los intentos de la narradora de emprender un viaje de regreso a «la hospitalidad y la buena voluntad, un lujo en un mundo configurado en contra de ambas». Reduce la creadora su huella en la página al choque del candor y la entrega, adelgaza el vocabulario, abjura de la hiperresolución pseudointerpretativa: «Tenemos la posibilidad de saber de dónde venimos». Se aporta así una inmersión total en una experiencia de dislocación intercultural, de tensión entre involuntaria alienación y asimilación asistida, «sobre las palabras de la página hacia el mundo como un sendero que conduce a la punta encendida de una vela». La guerra civil continúa, parece concluir la dramaturga y periodista escocesa, mientras envía mensajes de socorro a través de la tierra de nadie.

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José de María Romero Barea. Ali Smith: un hacha rompe el mar helado...

Primavera Todo déficit de comunicación conduce a la soledad, pero también ofrece una oportunidad para la solidaridad: «Queremos que lo necesitéis. Necesitamos que lo queráis». La cronista de la anuladora elección entre asfixia y explosión que condujo a salida de su país de la Unión Europea difumina los límites entre la escritura y sus temas, entre las expectativas de la autobiografía y el caparazón de la invención: «Últimamente los sintecho vuelven a ser sinnúmero; un izquierdista sabe [...] que cuando los conservadores vuelven al poder, la gente vuelve a la calle». Se empeña la hacedora en reformular el frustrado anhelo de ser independiente como una batalla de voluntades entre la actual necesidad y el pretérito distante: «Queremos tu pasado y tu presente porque también queremos tu futuro. Lo queremos todo de ti». En fallas de sentido, excesos de significación. Para cuando sus avatares se dan cuenta de qué ha sucedido, ya es demasiado tarde: la realidad ha sido alterada, su complacencia desmantelada: «Solo nos queréis como relleno. Y con eso nos volvéis insignificantes». El equilibrio estilístico, el matiz emocional de la novela Primavera (2019) han sido construidos tan minuciosamente como la existencia que describe, posterior al plebiscito celebrado en Reino Unido en 2016. Se retrata una sociedad víctima del populismo, enraizada en la nostalgia y la venganza social, destrozada por las declaraciones demoledoras de su clase política, ponderada alrededor de una verdad inamovible: «La gente me atraviesa con la mirada, como si no existiera». Un recuento de privilegios evidentes moldea la superficie, tal como la experimenta Richard, que añora a la recién fallecida Paddy. Se revela la experiencia desigual, impugnada por el epítome de una arrogancia con derechos, sin restricciones, aunque «lo que permanece es la historia de los seres humanos y el aire, algo que apenas pensamos ni percibimos, algo imprescindible para vivir». Se experimenta la nación no como un lugar donde convivir sino como la posesión de unos cuantos, un lugar donde el miedo y la incertidumbre impulsan la xenofobia denunciada, «los mismos escaparates con pintadas y eslóganes, las mismas personas aterrorizadas». La verdadera función de la propiedad privada queda al descubierto. Brittany, una joven que trabaja de ACD (ayudante en la custodia de detenidos) en un CIE de Gran Bretaña, descubre que un hogar no es más que un compartimento que nos contiene y por el que man-

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tenemos fuera a los demás. A su vez, el idealismo de la niña Florence culmina el íntimo psicodrama, que adopta la forma de una comedia social sobre los peligros de la hospitalidad, consciente de que «no hay ningún momento de la historia en que no estemos hundidos en la sucia grasa del enriquecimiento ajeno». Se concluye que nuestra actitud estudiadamente distante alimenta el horror de la obsolescencia. Con independencia de sus propios instintos de autoprotección, la grafómana de Free Love and Other Stories (1995), galardonado con el premio Saltire First Book of the Year y el Scottish Arts Council Book Award, capta instintivamente que «hay diferentes formas de ser nadie. Diferentes clases de invisibilidad». La presión sobre el género y la individualidad se suma a una indefinible sensación de amenaza en «la clase de cuento que no es como la vida real pero sigue siendo la única forma de entender la vida real». Seis años después de aquella consulta popular acerca de la pertenencia o no a una entidad supranacional, la existencia de la ciudadanía (no solo británica) se ha visto perturbada de formas inimaginables: las restricciones mantienen a flote los servicios de salud, las pequeñas empresas se han hundido, los centros de las ciudades se han cerrado, las libertades básicas que dábamos por sentadas han sido eliminadas, «lo mismo, lo mismo de siempre una y otra vez, ese ruido que nada significa». Pertinentes, pues, las preguntas que arroja el texto sobre a quién considerar responsable. Al concentrarse en el acto de escuchar (el narrador a menudo se aleja mientras las personas que conoció relatan los detalles de sus vidas), Primavera restablece un punto de vista singular, sin aliento, un punto de vista nombrado y contextualizado, «el rumor del motor, la nueva vida ya en movimiento, la fábrica del tiempo», una forma de ignorar las obligaciones de la trama y el escenario, una respuesta inteligente a la hostilidad. Un balance revelador de opuestos dedicados a las dificultades de sentirse completos. Verano Se abren perspectivas que conducen a una mayor visibilidad, comprensión y empatía de los conceptos, con independencia de las definiciones, porque «el verano no sucede en absoluto, excepto en fragmentos, momentos, destellos de memoria de los llamados o imaginados veranos perfectos, veranos que nunca existieron». Se


encuentra esperanza y motivación al conectarse con una iluminación diferente, la de la juventud, el amor y la esperanza, a través de la cual emerger del barro primigenio («Lloramos mientras estamos en él»). Una claridad demoledora se complace en penetrar en todas las formas de solipsismo de una vida pública que avanza a través de golpes de dopamina, reacciones instantáneas, animosidades aumentadas. En Verano (2020), se iluminan las capacidades de la literatura para criticar la toxicidad de las estructuras, incluso cuando se está atrapado dentro de ellas. Afirma Sacha, parafraseando al escritor checo Franz Kafka (1883- 1924): «Un libro debería ser un hacha para romper el mar helado dentro de ti». Capítulos breves socavan deliberadamente la seriedad y el enfurecimiento de la protagonista, «dirigiéndose tanto hacia la luz como hacia la oscuridad. Porque el verano no es solo un cuento alegre. Porque no hay cuento alegre sin oscuridad». Frente a las redes sociales que brindan una comunidad para aquellos que carecen de versión tridimensional, la comunicadora articula su interlocución con deliciosos datos, digeribles verdades: «Siempre estamos buscando la calidez abierta, la promesa de que algún día, pronto, podremos recostarnos y disfrutar del estío». Se aleja de la voz objetiva en tercera persona el uso indiscriminado del punto de vista omnisciente, por razones que tienen que ver con la incertidumbre de la premio Costa 2014: «Ser un héroe es arrojar una luz brillante sobre las cosas que necesitan ser vistas». Desmiente la académica anglosajona el peso y la escala de nuestras crisis, nos ayuda a desentrañarlas para analizar cuestiones como el poder y las dinámicas que subyacen a nuestras presuposiciones: «No se puede detener el cambio, dice el hombre. Llega por necesidad. Tienes que dejarte llevar y hacer algo con lo que hace contigo». Reconforta su compositiva interdependencia («El cambio es la naturaleza de la suerte»). Se uni-

fican las historias invocando el pasado mientras insinúan el futuro, conscientes de la importancia de definir los términos, cómo se los ha usado históricamente, cómo se emplean sin una definición precisa de su significado: «La superficie de las cosas es una mentira, y todos los que ven las vallas publicitarias por lo que son lo saben». Sacha no necesita romper con las convenciones, sino ahondar en su sentido de continuidad: debe mirar hacia atrás para avanzar. Su creatividad «saturada de inconsciente actúa como un sueño compensatorio: trata de reequilibrar y abordar problemas de raíz». Delgada es la línea entre la comodidad y el estancamiento, y construir una nueva vida junto a su hermano Robert incluye abrazar lo que siempre estuvo a su lado. La heroína se empeña en descubrir hechos e investigar acusaciones, pero su fidelidad es puramente familiar; cualquier otra cosa queda fuera. Proporciona esta novela ganadora del Premio Orwell 2021 de Ficción Política una lente contemporánea para evaluar las dinámicas del poder interpersonal: «Sobrecargamos el verano más que todas las estaciones, quiero decir, con nuestras expectativas de él». Hoy que el liberalismo está siendo atacado desde dentro, mientras nuestra confianza institucional se erosiona, conviene regresar a una narración donde se entrecruzan los sistemas estructurales predominantes, especialmente la raza y el género, ignorando deliberadamente su naturaleza cáustica. Se capturan las sorpresas del envejecimiento, la comprensión que llega finalmente de que nuestra suerte está echada cuando nuestro potencial se merma: «Los tiempos terminan [...] Lo sé. Tienen que hacerlo. Para que puedan comenzar nuevas eras». Contra la atomización y el nihilismo que intentan subvertir el resultado de los sufragios, Sacha establece sus dinámicas de poder con un recordatorio de que nada dura para siempre. Consciente de que no puede liberarse de las relaciones asimétricas que ella misma ha desarrollado, la premio Estatal Austriaco de Literatura Europea 2022 se mantiene a distancia para borrar los aspectos abstrusos: «Envejecer es patético si lo usas como excusa para dejar de ser responsable». Culmina Verano este Cuarteto narrativo (vertido a nuestro idioma por Magdalena Palmer, recién editado por Nórdica libros), una meditación sobre el estado de la democracia a través del agujero de la memoria, un recorrido que va desde lo vehementemente procaz hasta lo encantadoramente abigarrado.

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Hacerse material de lo que hacemos Por Virginia Trueba Mira Fotografías: Manuel G. Vicente © El pasado 30 de septiembre pudo verse en el festival Terrassa Noves Tendències una pieza titulada Jinete Último Reino. Fragmento 1. Sus directores, creadores e intérpretes, María Salgado y Fran MM Cabeza de Vaca, trabajan juntos hace más de diez años explorando con finura exquisita esas zonas de confluencia entre palabra y sonido donde se forma, se sella y se libera lo que llamamos sentido. La pieza es la primera de una trilogía que arrancó en 2017, aunque haya sido la última en estrenarse1. No pasa cada día que un espectáculo con-mueva, menos en los últimos tiempos, perdida ya la capacidad de estarnos quietos. Así ocurrió el otro día en la sala de Terrassa durante la hora que duró esta pieza. Salimos de allí tocados, como si regresáramos de un lugar remoto y cercano al tiempo, y su vibración siguiera resonando en la calle con o desde o entre o sin o tras nosotras, como ahora, mientras intento escribir acerca de eso. No importa haber visto la pieza más de una vez, porque cada vez la pieza es otra, y no porque haya aquí improvisación alguna, todo lo contrario: ha habido mucho ensayo y en un sentido que no es, tampoco, el de la improvisación (pues la improvisación también se ensaya, es la que más se ensaya, la libertad siempre costó lo suyo), aunque el resultado sea el mismo: arbitrariedad cero. Que cada vez la pieza sea otra tiene que ver con el tratamiento del material, extremadamente sensible, de la pieza, mantenido al margen de esa du1. Fragmento 1 se estrenó en el 39 Festival de Otoño de Teatros del Canal de Madrid, en 2021; Fragmento 2 en el Festival Idorritmies del MACBA, en Barcelona en 2019, y fue seleccionado por Ruth Estévez para la revista Artforum como una de las diez mejores piezas de ese año; Fragmento 3, en 2017, en el festival El Porvenir de la Revuelta de Matadero, Madrid (un preestreno tuvo lugar en el C3A de Córdoba).

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plicación de lo real en que se basa toda representación. Por ello no puede preguntarse qué es eso que pasó el otro día en Terrassa, sino qué puede, cuál es el alcance de su potencia. Difícil ponerle nombre a lo que allí vimos y escuchamos; audiotexto, llaman a la pieza sus creadores. Sí, algo así como una escritura del sonido, en el sentido de inscripción, pero del sonido del lenguaje, que no es cualquier sonido. Si la composición, como dice Deleuze, es la única definición del arte, voy a atreverme: lo que María y Fran han compuesto es una cosmofonía. No es solo el dispositivo octofónico de la sala, inspirado en Stockhausen —al que se suma un cuidadoso trabajo con las luces, debido a Carlos Marquerie—; es también la multiplicidad de cajas de resonancia que configuran ese espacio, desde la de un bellísimo monocordio, que trae aires o sonidos de otro tiempo, a la de un moderno ordenador, pasando por la de una casetera antigua y, finalmente, la de los mismos cuerpos de María (m) y de Fran (mm). Pero hay más: Fragmento 1 evita ofrecer una obra completa, conclusiva o cerrada, una obra, vamos, por eso pone a la composición en danza, en el sentido de que la sentimos hacerse en el escenario. Y no me estoy refiriendo ahora a la autorreferencialidad, que ya hace mucho tiempo se incorporó a los textos, escenas dramáticas o artes plásticas; esto es otra cosa: hay aquí un desplazamiento importante del binarismo teoría/ práctica entendidas como dos órdenes jerarquizados de saber, donde la teoría jugó siempre con ventaja en cuanto lugar por excelencia del logos, del pensar que ve la verdad —ahí el filósofo o el intelectual—, frente a la práctica, lugar del loxos, del hacer con las manos, que mancha o provoca ruido —como el obrero en la zanja, o el poeta, que dice siempre cosas raras, ruido también desde cierta perspectiva—. En Fragmento 1 ya no se trata ni siquiera de saber; se trata de hacer, de ese tipo especial de hacer que es componer, tratando al mismo tiempo de que lo compuesto no se aleje de las condiciones de composición.


No podemos preguntar qué es eso, insisto, pero sí conocer su tema, el que informa esa historia que también, y de un cierto modo, cuenta(n) esta(s) pieza(s). Es el siguiente: Fragmento 1 busca hacer resonar el momento (olvidado, perdido y por ello siempre inventado) en que nos incorporamos al lenguaje, o más bien, en que el lenguaje se incorpora a nuestros cuerpos para hablarlos en un cierto modo aún difuso, el momento de esas primeras palabras en que la sonoridad aún no está adherida en propiedad a ningún sentido definitivo. En Fragmento 2 resonará ese otro momento en que aprendemos ya no a hablar, sino a escribir, es decir, donde quedamos sujetos a la gramática o la ley, y que se grabará, ahora sí ya de una manera muy precisa y para siempre, en nuestros cuerpos. En Fragmento 3 será la liberación del lenguaje la que resuene, efecto del deseo que atraviesa los cuerpos y los conduce a un particular viaje a la noche. Difícil no recordar la tripartición del discurso psicoanalítico de pulsión (lalangue), ley (langue) y deseo (poesía) en este recorrido desde las homofonías, aliteraciones y juegos de palabras que no acaban nunca de

entrar en el uso comunicacional del lenguaje ni, sobre todo, de conformar un todo, hasta la ordenación, jerarquización y universalización de la que solo la poesía más tarde podrá liberarse, y no a través de un retorno al origen (olvidado, perdido, siempre inventado), sino de hacer palpable el «corte» de aquella entrada en lo simbólico. «A la poesía la llama lengua a la lengua continuidad a la discontinuidad llama ritmo al ritmo lo llama lengua a la lengua poesía a la poesía la llama ritmo...», dice uno de los poemas de la pieza. Tres fragmentos que pueden tomarse como cajas de resonancia que, en conjunto, devienen todo un cuerpo de sonido donde nunca nada se repite idéntico, y por tanto donde nada hace identidad, y por tanto donde no hay abstracción alguna en la que poder contener lo real, dominarlo. Nada de metafísicas; pura materialidad en movimiento (re)sonando cada vez, y cada vez (re)comenzando: el Fragmento 1 empieza con un amanecer y termina con una nana; Fragmento 2 empieza con un sueño y termina con unas voces superpuestas hablando de jinete, de último y de reino; Fragmento 3 empieza en una noche y termina en un amanecer. El número tres no debe llevarnos a engaño, aquí tres no forma unidad, no es un círculo cerrado: tres es la apertura a una lógica borrosa e indefinida, pues, ¿dónde los límites de un amanecer, dónde los de una noche?, ¿dónde empieza la luz, dónde la sombra? «Según avanza el día en claridad, la claridad se vuelve más dudosa», dice María en uno de los poemas de Fragmento 1. Quedémonos ya en este primer fragmento que, como dije, fue también el último en ver la luz en el escenario. Coherencia asombrosa de no se sabe qué azar objetivo, pues la temporalidad dislocada es uno de los temas que componen esta pieza todo el rato, en relación con ese origen del que solo a posteriori tenemos noticia, en sus réplicas en todo caso, como en el psicoanálisis. Ninguna nostalgia del origen, pero tampoco del «futuro» (o del «no futuro», o «de la promesa incumplida de un futuro», oiremos decir).

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Virginia Trueba Mira. Hacerse material de lo que hacemos

El tiempo de Fragmento 1 es el presente, pues nunca hay otro, y desde siempre está ya (re)sonando; ningún grado cero del sonido, o sea, ningún silencio, ese del que John Cage se desengañó para siempre en la cámara anecoica. Es por ello que, cuando el público entra en la sala y empieza a renegociar en la butaca los gestos traídos de la calle, la pieza ya ha empezado: una materialidad sonora que te envuelve, que te toca en su pe(n)sar, en su «densidad, mancha, temperatura, orientación y desorientación», mientras Fran permanece en el fondo del escenario, manejando el ordenador que comparte mesa con el monocordio, con la humildad de quien está al lado, no en otro sitio, de quienes entran en ese momento en la sala; igual María, sentada en el suelo en un rincón del escenario, hecha cuerpo con las sombras, apenas visible. El primer poema que, en breve, escucharemos a María es toda una declaración de (no) principios respecto de una temporalidad lineal y sucesiva: el relato clásico que habla de que «nacen, crecen y mueren» solo tendrá sentido si se mueve o desterritorializa, si se abandona a los devenires que lo atraviesan. Si se acepta que comienzos hay muchos, pues ¿no fue un comienzo el momento insurreccional de 2012, que resonará aquí?, ¿no es acaso una nana el fin del día y el comienzo del sueño nocturno? Muchos serán los recursos que Fragmento 1 despliegue en esta dirección, entre ellos el de la construcción de una serie de «listas» (de palabras) que, como en George Perec, son una forma de pensar lo que no puede pensarse, pensar/clasificar. La primera contiene palabras (o grupos de palabras) que empiezan por la letra a (aguadero, aplomo, a través, a veces, abajo, acuerdo, agua, aquí, ahora, algoritmo, ana, anémona, argentina, asfixia...). Es Fran quien abre el momento, al hacer sonar la cuerda del monocordio con un arco que prolonga, se diría, su mano o su brazo; suena la materia de los cuerpos que es una, multiplicando lo real en la duración vibratoria. Igual con los sonidos electrónicos que les siguen y entre los que empieza a sonar la voz de María junto a otras voces que no se alcanzan a identificar (¿de María también, quizás, en eco de no se sabe qué fuente?). Poema-lista para desplazar la lengua, no al origen sino a los límites del sentido. La segunda lista es otro poema, «escombros», que recuerda por momentos a dadá a ritmo de rap, y sus parodias hilarantes de la gravedad con que ciertas palabras o frases sellan principios inalienables, los de una guerra por ejemplo. La voz casi neutra y el cuerpo casi quieto de María hace un momento se han transformado: aho-

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ra la voz se eleva y el cuerpo se contorsiona al compás de un ritmo muy marcado, que busca intervenir ahí, en esas palabras, des-escribirlas con rabia, con humor, con muchas ganas (la cosa va desde «guisantes con jamón» o «a la vejez viruelas», a «hipócrita lector» o «el mar de los retazos», pasando por mil combinatorias extraordinarias). «El mestizaje es importante», así termina. Entre una lista y otra ha tenido lugar una escena que, repetida después, constituirá una de las claves de Fragmento 1. Se trata de aquella en que oímos y vemos la cinta de una casetera situada sobre una mesa, a cuyos lados, en sendas sillas, se sentarán María y Fran, con la gravedad de quien se propone alcanzar de alguna manera lo acaecido. He dicho oímos y vemos pasar la cinta, y he dicho bien, pues no es su contenido lo que nos llega sino la materialidad de la propia cinta, que mantiene la suciedad del sonido al pasar por el soporte que, a su vez, le confiere funcionalidad. La primera escena sumará, en realidad, muchas lejanías: primero, la cinta y la casetera, instrumentos tan antiguos en estos momentos (o casi) como el monocordio de origen medieval; luego la voz humana que oímos, poco nítida; una voz que es, además, la de una mujer mayor que habla una modalidad irreconocible de gallego; mayor y antigua, pues por su tono y su timbre se diría que es una mujer que ya no vive. Imposible entender bien qué dice, la máquina captura un pasado, sí, pero siempre falla, no acaba de funcionar como debiera, está en falta siempre. Ninguna grabación justa, justo una grabación. Como la máquina, así nosotros, que funcionamos borrando, olvidando, reescribiendo. La cinta de la casete-


ra nos recuerda algo que hemos perdido, en especial en esta época de replicabilidad digital: la propia capacidad de perder. Y esto es político, como en la instalación de Adam Basanta que ha inspirado Fragmento 1. Es gracias a la traducción de María («la cinta dice», dice María todo el rato mientras Fran le insta, al tiempo que rebobina la cinta, a que diga lo que la cinta dice antes, embarcados ambos en la travesía hacia una memoria imposible), que nos llega una historia deshilachada, fragmentaria, precaria... que es en parte, si se quiere, una cierta historia de España, incluidas siempre las marcas orales del relato (la emigración —a Brasil, Frankfurt, Stuttgart o Tánger—; las dificultades y la miseria, los abusos y la violencia; también el desarrollismo de los setenta, las vacaciones en el Algarve, donde el padre que cantaba «Siboney» a la madre ...). Sonidos de un pasado irrecuperable, donde nombres, fechas y lugares sirven para situarlo en un espacio y un tiempo, lo que nos llega gracias a la traducción de María, por la que se cuelan también, por cierto, unos versos en español del poema «The Acts of Youth», de John Wieners, maravillosa licencia de una creación, la de este Jinete, que no debe responder ante nadie. Hay una segunda escena, la de otra grabación, donde María ya no traduce sino que refiere sus recuerdos (¿prolongación de los de la mujer de la grabación primera?), y para cuya elaboración se samplea el poema de Eugen Gomriger «avenidas, flores y mujeres» (por cierto, el mismo que «se pintó» en español en 2011 en la fachada de una universidad de Berlín, la Alice Salomon, pero que en 2018, los actuales vencedores de lo políticamen-

te correcto obligaron a borrar), al que sumarán después versos del poeta argentino Daniel Durand y otros de la misma María. Desde ahí se hilan historias que, como las de la mujer mayor (que lo primero que dijo fue que no recuerda sus apellidos), llegan en flashes, fracturadas, opacadas. Fran las graba y luego las escuchamos, aunque en un momento dado María dice «borra esto»: acaba de mencionar algo que retorna de la primera escena, y en lo que aquí se insiste; tiene que ver con un cuarto, una puerta, una escalera, no sabemos mucho más, pero presumimos la violencia. Lo que queda entonces ahí es el borramiento mismo, impreso en la cinta para siempre. Ninguna grabación justa, justo una grabación. Lo diferente en esta segunda grabación es el cuerpo de María, cuerpo presente escindido de la voz, como un efecto sin causa, y es lo que hace más inquietante la escena, si pensamos, además, que la voz grabada de María no es tan distinta de la voz de la mujer mayor, como ocurre con las fotografías antiguas, en las que todos los rostros se parecen. Fantasmática presencia la de nuestros cuerpos, escritos desde múltiples temporalidades, cajas de resonancia para una memoria sonora y asociativa, siempre precaria y selectiva, e intervenida todo el rato. De ahí también la imposibilidad de cualquier contacto, en el sentido de comunicación, incluido el contacto con nosotros mismos, sobre todo con nosotros mismos. La última cinta de Krapp, de Samuel Beckett, podría ser un referente de este Jinete siempre en movimiento: ese hombre incapaz de reconocerse en su propia voz del pasado, una voz soportada solo en la cinta del magnetofón. También en esa cinta, la última, el único tiempo real es el presente, es el tiempo en el que la vida se va abriendo paso entre la muerte, también entre los muertos que somos, pues igual que nacer, morir se hace muchas veces. Y de ahí lo inquietante —no pese sino junto a cierta alegría que también se percibe— que recorre cada una de esas piezas, donde resuenan voces que son de nadie, de-sujetadas de todo ser (ese asuntejo que, como diría Virginia Woolf, colapsó). No se es, se deviene en el movimiento incesante de la materia de que estamos hechos. En resumen, Jinete Último Reino y cada una de sus piezas componen toda una cosmofonía, un ordenamiento de las resonancias (disonantes) que somos, al servicio de lo que está más allá de todo orden, como se dice de los significantes en poesía, que constituyen el límite de lo ilimitado. Maravilla también del título, Jinete Último Reino, que guarda algo de arcaico, al tiempo que apunta también, y

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de modo paradójico, al tiempo del después, ese del que hablaba Jacques Rancière en relación con El caballo de Turín de Béla Tarr, el tiempo de los acontecimientos materiales puros, en el que todas las historias, esas tejidas para soportar el vacío, fueron ya contadas, y ese vacío queda al descubierto como un desafío, como el último desafío. Jinete Último Reino no cuenta tampoco ninguna historia, no vende nada, su música es la de otro tiempo, un tiempo sin metafísica alguna, «efecto de la resistencia a la llanura», como oímos en Fragmento 22. Quizás es por todo ello que Fragmento 1 desprende una especial modestia respecto del componer o el hacer, o hace como si nada, sin darse importancia, pues lo que hay ahí es eso que pasa, nada más, ahí no hay nadie, ni siquiera Fran o María que están en el escenario, y visten, como suele decirse, «de calle» —lo que no deja también de tener su dimensión política—, que beben a veces agua en una botella para aclararse la voz, o manifiestan el calor de la sala en un ligero gesto del rostro. Ninguna actuación porque ambos han venido a «hacerse material de lo que hacen», como se oye en Fragmento 3, por eso son también m y mm, junto al micrófono, el amplificador, el subwoofer, la mesa, la casetera, el monocordio...; nadie hay ahí, solo eso que pasa, el sonido del lenguaje que somos y que aquí nada dice, nada comunica, solo (re)suena. Eso sí, hay que estar dispuesto a la resonancia, lo que requiere sobre todo que timpanicemos nuestros oídos, como recomendaba Derrida, que los bizqueemos, para que el loxos trabaje en el logos, y así poder oír el río de la lengua, vieja metáfora ligeramente desplazada ahora para atravesar, precisamente, el último reino. Agua será una de las palabras de la lista de palabras que empiezan con a, no es cualquier palabra, abre toda de-finición al infinito. Fragmento 1 termina con algo que suena a los comienzos, con la sonoridad simple de una nana. Es un sampleado de la conocida «Nana de Sevilla» que interpretaron García Lorca y la Argentinita en 1931. Nadie espere reconocer aquí el original (¿original de una canción popular?), ni la música (ahora en un pixelado 2. Hay un momento de Fragmento 1 en el que incluso parece que resuenan por unos segundos los violines sobre órgano de Mihály Víg, del film de Tarr. Se trata precisamente de los instantes previos al inicio de la nana, al final de la pieza.

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midi), ni la letra (ahora, «Nana de esta pequeña era», donde el ritmo monocorde combina palabras cuyo sentido reconocemos cercano a nuestro mundo —duro y dura, cierre, peso, oscuro y oscura, invierno, obsceno, etc.— ; aunque el timbre de las voces sea dulce, sin embargo, es una nana). Al fondo, sí, el remoto mundo donde cabalgaban los jinetes lorquianos, ¿por qué no? En cualquier caso, lo interesante no es volver a oír las voces del pasado, sino oírlas desde su diferencia respecto de nosotros. No saltarse la historia. No ignorarla. Pero Fragmento 1 es mucho más de lo que he intentado contar aquí. Es también una especie de partitura, la que se entrega al público al salir de la sala, un programa (libreto se decía antes) de mano. Es una bellísima pieza en sí misma —debida a Rubén García-Castro / ANFIBVIA—, una caja de sorpresas al abrirse, otra caja de resonancia si se quiere, donde el ojo se pierde en el agujero (negro) de la página desplegada, un sumidero (o un aguadero) de palabras. Un ombligo. «Lo propio tragándose a sí mismo hasta el vacío de su centro», decía Jean-Luc Nancy en Corpus, más lejos que el centro incluso, «en el abismo donde el agujero absorbe hasta sus bordes». Fragmento 1 es también un «Código fuente», como lo llaman sus autores, otra pieza en sí misma, que María y Fran nos regalaron al día siguiente, el 1 de octubre, en la sala Hangar de Barcelona. Digo regalaron porque así fue. Mucho más que una conferencia sobre lo que habíamos visto el día anterior, ni siquiera una conferencia performática como ahora son frecuentes, sí el gesto generoso de quien no solo no esconde las cartas, sino de quien comparte los trucos del juego. Complementariedad de la inversión: si en Fragmento 1 el proceso está incorporado haciendo cuerpo con la pieza, en «Código fuente» es la pieza la que hace cuerpo con la bellísima explicación de su proceso. Pura poesía, o pe(n)sar resonante de la materia/memoria del mundo, con su parte de secreto, pues con la totalidad no se puede, y además no existe.


Aerolitos

de Carlos Edmundo de Ory, la escenificación de lo insólito Por Francisco Ruiz Soriano La editorial gaditana Firmamento acaba de dar a la luz Aerolitos completos (2022), de Carlos Edmundo de Ory, en edición de Carmen Sánchez y la pintora y viuda del poeta, Laure Lachéroy, con un prólogo revelador del profesor Ignacio F. Garmendia. Hace unos meses, la misma editorial publicó impecablemente también Mephiboseth en Onou (2021), aquella novela de tintes autobiográficos que Ory sacó en 1973, pero que ya estaba definida a mediados de los cuarenta bajo el título de Diario de un loco, narrativa experimental de posguerra que exploraba el universo de la locura y la imaginación y que ya su amigo Juan Eduardo Cirlot vinculaba con Artaud, motivo que está en el fondo de todos los postistas y filopostistas, como es por ejemplo aquella Piedra de la locura de Arrabal, compartiendo la irracionalidad y el surrealismo en cuanto que instrumentos de indagación en el conocimiento de la existencia y otras realidades, como lo son también estos aerolitos o pólenes de pensamiento novalianos que sintomáticamente practicaron poéticamente todos ellos, definidos por una fuerte carga imaginística y sorpresiva; baste recordar los granos de polen o nótulas de Cristóbal Serra, que van iluminando metafóricamente con «borrones y rasguños» un Diario de Signos, hasta los maravillosos guiones cinematográficos de Antonio Fernández Molina o las luces invisibles de Ángel Crespo, pasando por el Cirlot Del no mundo. Sin embargo, destaca por su originalidad Carlos Edmundo de Ory en esta estampa sentimental de aforismos entre metafísicos y lúdicos, que el poeta bautizó como aerolitos, quizás por el tono de impacto rebelde y meteórico inclasificable que siempre

le ha caracterizado, y herederos de aquellas greguerías ramonianas a las que el gaditano suma cierto tono crítico y paradójico, pero siempre emocional, pues bajo la apariencia caótica de unos versos del pronto que eran ya aquellas pulgas postistas de La cerbatana (1945), late el sentimiento del corazón, la verdad del alma. El primer conjunto apareció en 1962 en francés, Aerolithes, traducidos por Denise Breuilh y con prólogo de Marcel Béalu. La edición española sería de 1985, a la que le sucedieron nuevas recopilaciones (Nuevos aerolitos 1994, Los aerolitos 2005, etc.), incluso una impresión bibliófila con dibujos de la misma Laure Larchéroy en 2009, sin contar la aparición de estos relámpagos en numerosas revistas, entre las que destaca Cuadernos Hispanoamericanos, Hora de Poesía o Litoral, y, claro está, su inclusión en las antologías, desde la Poesía 19451969 (1970) que recopiló Félix Grande hasta Música de lobo (2003) de Jaume Pont, o la más reciente de José Ramón Ripoll en La Isla de Siltolá, de 2019. El mismo Carlos, en Eunice Fucata (1984), señaló su escuela o hermandad, a la que pertenece toda esta «familiatura dispersa» —en palabras del propio Ory—, que iría «desde Novalis, desde Blake y Lichtenberg, desde Nietzsche y H. D. Thoreau descuellan en el tiempo y en el espacio antenas ultrasensibles como Kafka, Malcom de Chazal, André Siniavski, E. M. Cioran, Cyril Conolly, Heidegger, René Char… Y no me olvido de Rozanov, ni de Hebbel, ni de Otto Weininger, en sus Diarios, ni de Pavese en el suyo. Y presocráticos. Nuestro padre común: Heráclito el Oscuro. Nuestra biblia única: Tao-Te-King». Es por lo tanto una vertiente fragmentaria de la esencialidad en la que despuntan las experiencias y vivencias literarias del propio escritor, y

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E i n s t e i n o n Th e B e a ch

Francisco Ruiz Soriano. Aerolitos de Carlos Edmundo de Ory...

aquí, en el caso de los aerolitos, rezuman la visión provocadora y la visión lírica de Ory, que demuestran ese bagaje. Baste constatar los numerosos aforismos que conllevan una frase o alusión a un escritor o filósofo en los que el poeta se ha detenido: «Poesía de Miguel Hernández: “Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos”», «Walt Whitman después de Kierkegaard: “La angustia es mi pan cotidiano”», «Un aerolito de Thoreau: “El halcón es el hermano aéreo de la ola”», «Antonin Artaud: “!Mierda al infinito!”», etc.; o que recopilan una frase sorpresiva del escritor que le ha llamado la atención: «Los lamentables muertos» (Homero, La Odisea), «La belleza es fea» (Shakespeare, Macbeth), «La noche es luminosas en torno mío» (Salmo 139), «M’illumino d’immenso» (Ungaretti), incluso de canciones y películas: «“La felicidad de los saltamontes es infinita” (oído en el film de J. Patrick Kelley, Kansas blues)». Sin embargo, la mayoría de las veces es para resaltar ese enfoque cómico o irónico que le singulariza: «“!La escala! ¡pronto, alcánzame la escala!” (últimas palabras de Gogol)»; «“Leemos en el Cantar de los Cantares de Salomón (4:5): “Tus dos pechos, como dos cabritos mellizos…” / “Tus dos tetas…”, traduce Fray Luis de León»; «Théophile Gautier rima leide con Tolède», «Vicente Gaos rima novia con Varsovia», «Leconte de Lisle rima neige con Norvège», «Julio Herrera y Reissig rima soslaya con Vizcaya (Sonetos vascos)», «Antonio Machado rima caimán con Kant», etc. Multiformes y arrolladores, los aerolitos comparten con el aforismo ese espíritu de libertad, intensidad y densidad conceptual; generalmente en Ory son la concentración de una experiencia, las ansias de exploración y conocimiento, esa «espuma de las meditaciones». Lo más interesante de todos estos «fragmen linguae» es que están marcados por las características estéticas de Carlos, es decir, no solo se definen por lo que tienen de ruptura lógica, la búsqueda de imágenes sorpresivas o el uso de la ironía («No dices nada: hablas»), sino sobre todo por el juego de las cualidades fónicas, rítmicas y combinatorias de sonidos que en el fondo continúan insinuando la capacidad investigadora y experimental del poeta postista que fue: «Violinar: tocar el violín», «Las dudas dudosas», «Rumias mías», «Ave abejorro», «La gula que estrangula», etc. Cercanos más a lo poético que a lo filosófico, denotan en su gran corpus una

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preocupación por lo lingüístico y lo estético, baste por ejemplo constatar los numerosos aerolitos que reflexionan sobre las lenguas: «La palabra más profunda en lengua alemana: Ungrund (“sin fondo”, “abismo”)», «Las palabras inglesa y francesa mirror y miroir reflejan más claramente que la palabra española “espejo”», «Kamikaze en japonés significa “el viento divino”», «La palabra lío (enredo) parece provenir etimológicamente de la palabra liana (planta enredadera)», «La palabra “afán” proviene de la onomatopeya ahán, significativa del esfuerzo», etc. No cabe duda que toda esta preocupación lúdica de herencia vanguardista surge con fuerza en estos aerolitos, desde el juego creativo de nuevas palabras («todo suicida es existicida», «una mujer joven es una jóvena»), hasta el uso de homofonías, parónimos, dilogías, etc. («homofonía zoológica: los gatos los patos», Ory en Las Palmas de Gran Canaria (diciembre de 1972). Fotografía: C. Quesada ©


«nuestros seres afines son serafines», «hago agonía», «lavandera, lava la bandera», «Goya=joya», «sociedad rima con suciedad», «di algo que no sepas decir»), sin contar por supuesto con aquellos juegos de enderezamiento postista que criticaban algún refrán o verso de poeta conocido: «Todo es huevo bajo el sol», «Hacer tabla rasa / No pidáis peras al alma / Miré los mares de la patria mía», este con ecos de Quevedo, como los de Neruda se intuyen en «Para que te pongas a vivir has nacido, y para que te pongas a morir», mientras Descartes aparece en «Pienso luego vacas» o la obra de Breton en «Besos comunicantes». Indagación en el hermetismo y en lo insólito de la existencia, estos aerolitos coinciden también con el genio de Rodez en que tienen algo de pèse-nerfs estéticos por lo que respecta a esa especie de salida del nivel normal de la realidad («espèce de déperdition constante du niveau normal de la réalité» en versos de Artaud), incluso en el esclarecimiento de esa irrealidad, pues estas titilaciones poéticas de la inteligencia ponen en duda todo lo evidente, siendo testigos ellos mismos de las transformaciones del pensamiento. Encontramos así numerosos aforismos que profundizan en lo gnómico y existencial: «Chocamos contra el muro del infinito», «Salimos del mundo vestidos de muerto», «El agua del alma», «Venimos de un agujero y vamos a otro agujero», «Si Dios ha muerto, nosotros somos el cadáver de Dios», «El hombre es un animal que espera a mañana», «Ofrezco mis carnes a los tatuajes de lo cotidiano», «De qué color es el vacío?», «La vida son los guantes de la muerte», etc. De la misma forma que encontramos aerolitos definidos por una imagen de lirismo sorpresivo: «Las olas son saliva de la luna», «El humo de la esperanza», «Los árboles negros de mi espíritu», «Las palabras son el rubor del silencio», «El deseo de coger las estrellas por los pelos», «Agujerear el vacío», «Informo al mundo de mis aullidos», «Yo soy el desenterrador de vivos», etc. Esta recopilación completa de aerolitos no presenta ninguna clasificación temática ni cronológica; el propio poeta quizás tampoco la hubiera querido, siendo como era poco amigo de taxonomías y encasillamientos; por ejemplo, su misma obra escapa a devenires temporales, pues publicaba libros fuera del tiempo en que fueron concebidos y creados, como también lo era

Carlos Edmundo de Ory en Amiens ( junio de 1970). Fotografía: F. C. Engelbach ©

su misma figura heterodoxa dentro del canon de la literatura de posguerra. Podríamos concluir que hay un fondo plástico, artístico y escénico en ellos, hasta el punto de convertirse en espectáculo teatral, como el que llevó la compañía universitaria alicantina La Carátula, que escenificó con danza y música este mundo poético de Ory en el Festival Internacional de Avignon en 1988. Carlos concebía «La Poesía como circo ambulante» y —en ese «circo de las palabras»— el poeta podía ser tanto un clown como «un médium medio loco» o «un limpiabotas del verbo», pues «Nosotros los metafísicos humorísticos», donde «Los poetas son los artistas del alma» y «El poema es la casa sin puertas». Se mostraba siempre cierta actitud rebelde y postura circense frente a la oficialidad y lo normativo («Ya ha pasado la hora de las palabras preciosas», alude en uno). Aerolitos completos es por lo tanto todo un espectáculo, donde el poeta ha luchado «Mano a mano con la nada» y donde al final quiere «Que me entierren vestido de payaso». Sintomáticamente el libro termina con un melancólico aerolito final que resumiría —en una imagen espléndida— la existencia misma del poemario y de lo que es la concepción meteórica del pensamiento: «Las palabras marchan hacia el silencio»; sin embargo, Ory siempre estará ahí, como «gallo del anochecer» que es el poeta con su «vómito de piedras preciosas».

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El holandés errrante

Ibiza, una periferia de postal Texto y fotografía: Reinhard Huaman Mori De facto, toda isla es una periferia. Sin importar su tamaño o ubicación, siempre estará abandonada a su suerte, cercada por el mar, sin cobijo alguno, en la soledad más absoluta. En total libertad... En tal sentido, no solo quien ha nacido en una isla, sino sobre todo aquel que ha decidido asentarse en una de ellas entiende y adopta el aislamiento como una manera de vivir y de situarse en el mundo. Sea innata o adoptada, esta «renuncia a un centro o a un núcleo» es la seña de identidad de cualquier isleño, la cual suele pasar inadvertida a primera impresión; empero, es una marca definitoria, como en ocasiones puede ser un nombre inusual o un particular rasgo físico. Por alguna extraña vía, hay quien ve una isla con los mismos ojos con los que ciertos insectos perciben la luz eléctrica. Para ambos, la tracción y la atracción hacia ellas son inevitables. Quien fija su residencia en un pequeño y desprendido trozo de tierra se asemeja a la polilla que asienta sus patas sobre una bombilla ardiente: solo una fina capa de cristal le impide acabar devorada por la descarga que la deslumbra. Como el amor, el apego a una isla es siempre irracional. Eivissa, mejor conocida en español como Ibiza, es tal vez una de las islas que más epítetos reúne al mencionar su nombre. Es una de las periferias muy bien ponderadas por su celeste y paradisíaca geografía. Su fama es tal que llega a albergar a cientos de miles de turistas durante los meses más tórridos del año. Ya lo anticipó muy bien el poeta británico Laurie Lee: «Por primera vez en su historia, Ibiza ha sido invadida no por las armas, sino por el dinero». De ahí que existan dos Eivissas: una más cosmopolita y orgiástica, donde se festeja el lujo, el exceso, el desenfado, la lujuria y el libertinaje. Las playas y las discotecas son sus espacios representativos y el elitismo aflora y se esparce como especie invasora. En tanto, su otra cara muestra lo contrario, más íntima y flemática, costumbrista. Silvestre y recatada. Su encanto proviene de la naturaleza, su tradición y el

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silencio. Esta es la Ibiza que atrajo a Tristan Tzara, Emil C. Cioran, Albert Camus, Jacques Prévert, María Teresa León, Rafael Alberti, Janine Pommy Vega, Josep Pla, Raymond Queneau, Rodolfo Hinostroza, Cees Nooteboom, Raoul Hausmann, Man Ray, Erwin Bechtold, Gisèle Freund, Nico (sin The Velvet Underground). En su artículo de 1934, «Ibiza, isla de la antigüedad mediterránea», Walter Benjamin —otro ilustre residente— afirmaba que vivir aquí era como viajar muy atrás en el tiempo, ya que ese mistérico halo primigenio aún se conservaba inalterado en el espacio rural ibicenco. ¿Pudo esta experiencia única e irrepetible haber sido el germen del concepto de «aura» de Benjamin? En cualquier caso, resulta curioso apreciar cómo conviven el vértigo y la quietud a lo largo de este idílico rectángulo de apenas quinientos setenta y dos kilómetros cuadrados. Esta dualidad, herencia traída por los fenicios hace miles de años junto con su arte y su mitología, está muy bien representada en la actualidad: el caos en los meses de estío y el orden en invierno. Quien reside todo el año en Eivissa sabe muy bien que el verano y el invierno son como el día y la noche, tan disímiles como necesarios. Antípodas y símiles. Sobre ambas extremidades reposan el equilibrio y la armonía de esta bellísima isla y, en mi opinión, es allí donde esconde su belleza. No hay necesidad de ser un entendido para saber que no hay nada mejor en este mundo que una playa entera para uno solo. Nada en absoluto. En lo personal, prefiero la Eivissa invernal, desierta, sin aglomeraciones de autos por las carreteras ni enjambres de personas cuya huella es superficial e irrelevante. Es justo aquí, en el campo y no en la ciudad, en la periferia de la periferia, donde las utopías y las epifanías se muestran para quien en verdad las busca. En los extramuros del bullicio y del gentío, la isla se despereza y se estira como un animal que despierta. Entonces, recién advertimos sus colores ocultos, aquella tierra roja que cuando llueve se vuelve ocre, arcillosa y nos deleita con su aroma a sal y algarrobo: el petricor inconfundi-


ble de Ibiza. Nos volvemos minúsculos en la sencillez de su morfología: mar y arena en sus bordes; bosques en su interior. Es precisamente en este último, en el corazón verde de la isla, donde se nutre la poesía del ibicenco Vicente Valero, llena de serenidad y sosiego, de luz y sombra, de un prístino eco que solo la naturaleza y el rumor del oleaje se obstinan en seguir repitiendo. Ahora bien, la historia de Eivissa no tiene mucho que ver con la presente. Su pobre economía y su mermada demografía a través de los siglos tuvieron en contra su estratégica ubicación, convirtiéndose en el blanco perfecto de piratas, corsarios y saqueadores, quienes desde aquí perpetraban y planificaban el asedio a las otras islas del Mediterráneo. Hoy nos parecería inverosímil, pero Ibiza no siempre fue la postal turística que todos conocemos, sino un pozo de violencia y miseria que duró hasta hace no mucho. La llegada de los primeros hippies a finales de 1960 e inicios de 1970 y la muerte del dictador Francisco Franco permitieron el cambio y su renacimiento. Desde entonces ha ido dejando atrás aquella imagen de enclave estratégico para convertirse en el costoso paraíso que es ahora, plagado de hoteles, restaurantes y discotecas. Atrás quedaron aquellos paisajes que tanto deslumbraron a Marià Villangómez, si acaso su poeta más importante, quien elogiaría en Els dies (1950) la amplitud del azul ibicenco: «Tota aquesta oberta bellesa, / la veig tan en present!». Las consecuencias de este modelo socioeconómico no solo se advierten en la destrucción de espacios naturales o en la depredación de su flora y fauna, sino en la

manera en que la mayoría de sus habitantes encaran y organizan su vida. El verano es tiempo de trabajo, esfuerzo y sacrificios; mientras que el invierno es el momento de escapar del ajetreo turístico y del agobio laboral. Es la temporada de la familia frente a la chimenea, del regreso a la calma, pero, sobre todo, es cuando los ibicencos —oriundos y adoptivos— salimos de viaje. Es el tiempo idóneo para descubrir el mundo, ideal para desconectar y reencontrarnos con nosotros mismos. Hoy en día los eivissencs son más cosmopolitas que sus antepasados. El viaje es una actividad tan cotidiana como lo es, por ejemplo, ir a desayunar a un bar o salir de compras. Si en una gran ciudad uno se desplaza en taxi, metro, autobús o vehículo propio, en una isla como Eivissa un barco o un avión son los medios de transporte básicos. Más incluso que un bus o un taxi. Lo que hay que tener en cuenta, sin importar cuán lejano sea el lugar o su duración, es que un ibicenco siempre regresa. O para hacer aún más preciso y certero el refrán: «Un ibicenco no se va jamás». El lazo afectivo y emocional es imposible de romper una vez formado. El tiempo no hace más que fortalecerlo. Únicamente nos vamos del todo cuando cabeza, cuerpo y corazón deciden por unanimidad abandonar un lugar. No conozco a ningún ibicenco que lo haya hecho. Y no creo que sea solo por amor a su tierra, sino más bien por devoción y necesidad del mar. Ciertamente, una isla puede permitirse el lujo de darle la espalda a un continente, pero nunca al mar. Es este el que la concibe y la define. En el caso de Eivissa, esta unión es indivisible. Irreversible. Inmanente...

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El ambigú

Estación Delirio Teresa Ruiz Rosas Penguin Random House: Barcelona, 2022 266 págs.

Viaje sin fin del amor al arte Por Cristian Jara El cuestionamiento de Paul Valéry «¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?» invita a reflexionar sobre las personas fallecidas que a veces prolongan su existencia a razón de instrucciones y recuerdos. En Estación Delirio, de Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, 1956), lo inexistente cobra vida a través de otras vidas interrelacionadas con el legado de Anne Kahl, otro ser como tantos seducidos por amor al arte, defensora de la lealtad y que, valiéndose de un lápiz, se entrega a los cuerpos en movimiento para «dibujar el mundo a su manera». Excéntrica y seductora, Anne Kahl no dudará en trasladarse con su hija Felícitas de Alemania al Perú. El motivo: lealtad a su marido, Johannes B, designado cooperante internacional en Arequipa. Será en esa segunda ciudad más poblada del Perú donde la familia alemana viva un holgado bienestar; ahí también Anne romperá convenciones y encontrará en Silvia Olazábal a una entrañable amiga a la que mostrará, con vocación de hermana mayor, el lado B de la vida y el mundo. Cumplido su sueño de ser bailarina, Felícitas, en edad adulta, arrastrará el peso de la prematura muerte de su madre. Por órdenes estrictas convocará a Silvia Olazábal (instalada también en Alemania), a fin de entregar el legado de la fallecida Anne. Aquel manuscrito será puerta abierta a la otra vida de Anne después de su retorno a Europa, tras la separación de Johannes B. Será el valiente regreso a Stuttgart, donde Anne conocerá a Curtius Tauler, psiquiatra obsesivo avalado por cincuenta años de experiencia y grandes conocimientos de arte abstracto. Desde entonces, en ese remanso denominado La Pradera de la Oca, Anne será algo más que secretaria: asistirá a pacientes depresivas, detalladas traiciones, intentos de suicidio o adicciones no exentas de fuertes delirios. Con asombro y admiración,

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descubrirá que para Tauler la vida gira sobre todo en torno al amor al arte y será por tanto ella cómplice de un ejercicio de supervivencia para catorce pacientes, así como de la liberación artística que también ha marcado la historia de su vida. Así pues, será Silvia Olazábal la señalada para que las palabras de Anne Kahl no se pierdan y para cumplir la última solicitud de la buena amiga y casi hermana mayor, a quien no querrá defraudar. Teresa Ruiz Rosas es novelista, traductora y docente, reside desde hace más de veinte años en Alemania. De sus obras destacan El copista, La mujer cambiada y Nada que declarar. En su labor como cuentista ha obtenido el prestigioso Premio Juan Rulfo. Estación Delirio, premio nacional de literatura de Perú, es un salto en la narrativa de la autora, trabajo minucioso de variantes dialectales donde la abundancia de personajes exige complicidad del lector. El sabio narrador acude con elegancia al sentido del humor y abriga la nostalgia cuando pone de manifiesto las dos vidas de Anne Kahl, los dos mundos que la persiguen. Amores y desamores impregnan ese otro lienzo del que Anne también forma parte, cuando muestra su deseo por dibujar la vida, guiada por esa fuerza natural de lo que no existe, consciente quizá de que las palabras curan incluso si soplan en contra los vientos, para conformar ese arriesgado y deslumbrante viaje sin retorno del amor al arte.


Y eran una sola sombra Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda Candaya: Barcelona, 2022 240 págs.

Murmullos y músicas de alas Por Luis Luna Maldonado Cada lector lee un libro, aunque sea el mismo. El lector es la mitad de la novela. Sin lector no hay hechizo. «El lector no es un asistente a un concierto, el lector interpreta la partitura», le escuché decir a Muñoz Molina hace unos meses. Diferentes lecturas para diferentes lectores. Cada lector es otra novela, y la novela de Isabel-Cristina Arenas Sepúlveda (Bucaramanga, 1980), titulada con un verso del poeta colombiano José Asunción Silva, Y eran una sola sombra, fue para mí una lectura que rozó algunas hebras y taladró algunas capas. Podría agregar también que fue una lectura contaminada, porque sucede en dos lugares entrañables para mí: Bucaramanga, una ciudad colombiana que patrullé en mi adolescencia vacacional, que se debate entre el calor moderado y los aguaceros potentes, y Barcelona, la ciudad que —cualquier día como cualquier turista encandilado— escogí para estar y deambular. Así, pues, quienes convengan en acercarse a Y eran una sola sombra podrán asistir al descuere de una suerte de notaria que da fe de un inventario familiar con sus claroscuros, con sus silencios que lo dicen todo y no se callan nada. Libro de espacios y de oficios, en sus páginas es posible oler el tabaco que torcían y enrollaban decenas de mujeres a mediados del siglo pasado, tabaqueras como Isabel, la elusiva protagonista (la abuela que la narradora no conoció y con la que comparte el nombre). Y si el oficio de Isabel era el del tabaco, el de Alfredo, su marido, es el de zapatero, y desde ahí nos llegan los efluvios del pegamento que se mezclan con la presencia del betún y el caucho, allí donde este hombre recio, necio y amoroso pone un clavo en la suela con un ojo y con el otro vigila a los tres hijos cuando vuelven de la escuela. La autora nos lleva de la mano por esa casa modesta que visita en el recuerdo para reconstruir la historia familiar, la identidad de la abuela y la propia. Y desde la

casa nos llega el olor de las flores y el aleteo de los pájaros; más allá, los disparos lejanos que desde el «bogotazo» llegaron a Bucaramanga a finales de los años cuarenta, recuperado todo desde la memoria de los miembros de la familia en un relato coral lleno de mudanzas y objetos salvados en una suerte de archivo documental: fotografías de cartas, espacios, cosas variadas que se injertan en el relato no ya como «pruebas documentales», sino como rastros vivos de un pasado que parece lejano pero que perdura en el presente de la narradora. Sitiar el ámbito íntimo, tirar la atarraya al pasado parental, pescar en su ahora cercano, en lo intro, inspeccionar un gajo de lo que hacen llamar el género literario «del yo», el de la autoficción —que como otras tendencias se vician de sí mismas—, no es óbice para que Isabel-Cristina no pueda sacar pecho. Con ese inventario del lenguaje, del peso conmovedor de los objetos, de la generosidad con la que afronta sus cuitas, nos ofrece una crónica privada no solo de un lugar y de una época, sino del ombligo doméstico, aquel que nos acerca a una identidad. No es una ruta de seda y se necesitan arrestos para preparar esa especie de plato combinado (tan al filo, tan Paul Auster, tan Javier Marías); atreverse a poner el pie allí es como tomarse una selfie, que a veces sale bien y a veces no tanto; resultan imágenes con el horizonte inclinado o con el fotógrafo cabezón en un primer plano incómodo y mirando hacia donde no es. Creo que Y eran una sola sombra encuentra su propia parcela, es una historia en la que, si queremos asomarnos a la disección de un catálogo adjunto al corazón —aunque en realidad el dolor y la dicha se alojen en otras vísceras—, podremos entrever que estamos ante una pistolera que en primera instancia se ha batido en duelo contra ella misma, ante el espejo. Y auguramos que en su próxima aventura nos disparará con superiores municiones.

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El ambigú

Siempre es verano Alejandro Pedregosa Sonámbulos ediciones: Granada, 2022 166 págs.

La adolescencia y otros veranos Por Rocío del Pilar Rojas-Marcos Albert Un chaval de catorce años, un espigón, el mar, el deseo de saber cómo huele una mujer por dentro y la seguridad de que quien lee poesía no puede ser mala persona. Con estos mimbres y alguna que otra imagen deslumbrada por el sol de ese verano eterno al que aspira el chaval de la novela es como Pedregosa teje una obra sutil, viva y bulliciosa que nos resarce de los pesares a los que estamos habituados a diario. Como si pretendiese compensar daños de los que no es culpable, Alejandro Pedregosa nos hace sentir bien mientras leemos Siempre es verano. Esto no es algo habitual; en realidad a los críticos les encanta decir que un libro debe zarandearnos y eso siempre se ha entendido en sentido negativo, es decir, debe hacernos sentir incómodos, traicionando una pureza que nos supera, deudores y culpables, en definitiva, de las desgracias que nos rodean, y puede que todo eso sea verdad, pero también somos responsables de admirar la belleza de un atardecer una tarde de verano, culpables de sonreír al sentir el agua fría del mar, y culpables de tararear cualquier canción del verano, aunque sea de Georgie Dann, pues tal vez mientras el chaval de la novela se iba a una moraga con los amigos también tarareaba «La Barbacoa». Sí, de esa felicidad somos culpables, pero se nos olvida que eso también es literatura, que también nos zarandea porque nos recuerda que tuvimos esa edad, que anhelábamos las mismas cosas que el chaval y su amada Cenicienta. La inocencia desnuda es la más dulce, pero también la que más sufre cuando debe aprender a reco-

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nocer lo que le rodea. La inocencia de un chaval de catorce años bueno, que sabe que su responsabilidad, una vez acabado el curso escolar, es ayudar a su madre a ratos en la tienda, única fuente de ingresos de la familia, y cuidar de su abuelo impedido. Un chaval que desde el cariño y la empatía entiende que debe hacer sus tareas para que la vida continúe por los carriles correctos mientras por dentro la adolescencia en ebullición lo empuja permanentemente al filo de lo que él entiende como un precipicio: descubrirse enamorado, reconocerse débil ante la belleza de una Cenicienta tan buena como la del cuento, tan distinta a las demás chicas, tan deslumbrante a ojos del chaval que dedicará un verano entero a adorarla, un verano que debería durar para siempre. Y por último, la poesía. El chaval lee poesía, pues es el modo que ha encontrado de acercarse a su padre muerto, de quien no tiene recuerdos. El chaval aprende a conocer un mundo que, desde su familia, por mucho que se sienta querido y protegido, no le pueden ofrecer, porque a su alrededor nadie lee poesía. Pero, además, la inocencia de la que antes hablábamos le hará confiar tanto en el bien poético que no admitirá que alguien que lea poesía pueda ser malo. Si lee poesía no, no le cuadra. Tendremos que llegar al final de la novela para saber si el chaval tiene razón, si leer poesía es un acto de bondad contagioso y entonces darnos cuenta de que esta obra es también de las que nos zarandea, de las que nos da una patada en la boca del estómago al reconocernos peores que el chaval, ya con la inocencia podrida a base de años y telediarios a nuestras espaldas. Mientras, podemos seguir desenado que siempre sea verano, podemos seguir deseando volver a tener los catorce años que nos hacían vivir como si cada día fuera el último, como si cada día un olor nuevo debiese archivarse en nuestro catálogo particular de madurez galopante, siempre felices, siempre anonadados, siempre verano.


La casa de mi padre Pablo Acosta H&O Editores: Barcelona, 2022 126 págs.

Ancha casa de la memoria Por David Torrella Lo primero que nos llama la atención de La casa de mi padre de Pablo Acosta es la portada: un mapa de la casa que da título al libro. Volveremos a encontrar esa ilustración intercalada a lo largo del texto, situando espacialmente los hechos que Acosta va ensamblando, cuando visita una a una las estancias que en ella aparecen esbozadas, haciendo hincapié en la ordenación (en la construcción) material del volumen y del espacio representado: «Esto no es un libro, es una casa», nos dice de entrada. El espacio —la casa y su distribución— jugará un papel central en la rememoración parcial, precaria a veces, que el autor hará de su infancia y de parte de su juventud. Un espacio en el que destaca —así lo vemos en el mapa— una mancha roja: el estudio del padre, donde estaba la biblioteca. En ese sentido, hay un episodio de La casa de mi padre que resulta significativo y es aquel en el que el narrador pasa revista a los libros de su progenitor. Para Walter Benjamin, «heredar es, a decir verdad, el medio más sólido de formar una colección. Pues la actitud del coleccionista respecto de sus riquezas tiene origen en el sentimiento de obligación que le crea su posesión. Es,

por lo tanto, la actitud del heredero en el sentido más elevado. Una colección tiene como título de nobleza más hermoso el poder ser legada». La biblioteca del padre es uno de los elementos —hay otros; la colección de arte, por ejemplo— que apunta a esa herencia (forzosa) de la que el autor tendrá que hacerse cargo. Y es precisamente ese el tema del libro y la intrahistoria (intuimos) de su escritura: el legado de un individuo misterioso, ambiguo, distanciado de un hijo que lo ve como un enigma, y cuyo trágico final no hará más que acrecentar lo paradójico de esa relación que se establece entre dos personas tan cercanas pero alejadas a la vez. La herencia tomará, pues, la apariencia de una biblioteca —otra forma de autobiografía: «Ya que la tenemos justo enfrente, encajaré estos recuerdos como cuñas entre los libros de su biblioteca»— en cuyo interior el narrador hallará escondida, en uno de los momentos más delirantes del relato, una pistola: figura profética de lo que luego vendrá. Aunque podamos relacionar la obra de Acosta con la autoficción, quizás convendría buscar sus referentes en San Agustín y el símbolo del «palacio de la memoria». La evocación que de él hace el santo argelino en sus Confesiones puede darnos alguna clave de lectura valiosa para La casa de mi padre. Decía San Agustín: «Y entro en los campos y anchos palacios de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido cuanto pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido». Pablo Acosta, en un pasaje del libro, se pregunta: «Yo soy la casa de mi padre, pues esta solo habita en mí y conmigo desaparecerá. ¿Puedo sacarla de mí, atorar las puertas, hacer que viva en otros?». En un texto dedicado a Marcel Proust —uno de los escritores aludidos en La casa de mi padre—, de nuevo, Walter Benjamin planteaba que la memoria (involuntaria) y el olvido eran, en cierta medida, las dos caras de una misma moneda. Cuando el olvido no es posible, tan solo nos queda recordar: en el caso de Acosta, hacerse cargo de la memoria (de la herencia) de un padre que, aunque murió hace tiempo, todavía habita esa casa a la que da nombre, en la que el autor se interna otra vez, años después, para «extirpar aquella criatura de dolor que se retorcía en [sus] adentros» y convertirla «en un palacio que se multiplica en los otros».

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La promesa Damon Galgut (Traducción de Celia Filipetto) Libros del Asteroide: Barcelona, 2022 336 págs.

Cumplir con la palabra Por José María García Linares Con La promesa, el sudafricano Damon Galgut se ha alzado con el prestigioso Permio Booker 2021, que ahora ve la luz en Libros del Asteroide. Conocido internacionalmente por textos como The Good Doctor (2003) o The Impostor (2008), Galgut aborda en esta ocasión las relaciones y conflictos de una familia blanca, los Swart, afincada en las afueras de Pretoria a lo largo de varias décadas. Conforme la trama avanza, asistimos como lectores a la caída del Apartheid y lo que ello supone para quienes han gozado hasta entonces de todo tipo de privilegios y ahora se resisten a perderlos. La colisión de intereses se materializa a la perfección en una promesa incumplida, la que le exige Mariana a su esposo poco tiempo antes de morir: que Salomé, la criada negra que ha trabajado para ellos, y que la ha cuidado con devoción en los últimos meses de su vida, pueda quedarse en una pequeña casa cercana en la que ha vivido desde siempre. Amor, la hija pequeña del matrimonio, es testigo de esa promesa en labios de su padre ante las exigencias de la madre y, sin embargo, tendrá que ver cómo el tiempo pasa y esas palabras están a punto de no cumplirse. La cuestión de la palabra revolotea continuamente a lo largo de la novela («Que él se haya atrevido a hablar así. Que lo haya verbalizado de esa forma. ¡Ha de ser una maravilla ser hombre!»). Mariana, antes de morir, decide regresar al credo judío que dejó al casarse en su juventud. El pueblo hebreo y el cristiano beben de una misma fuente textual, de la revelación de la palabra divina, aunque sabemos que son los segundos los que creen que la promesa de Dios se cristaliza en la palabra de Jesús. El pulso entre la palabra de Mariana («Mira cómo vuelan las palabras, cómo cruzan la puerta de la sala [...] Observa cómo se elevan sobre la ciudad y en la pequeña bandada del salmo vuelan

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hasta la granja») y la palabra de su marido, Manie, apunta quizás hacia esa dirección, a pesar de que «un cristiano nunca falta a su palabra». En este sentido es muy sintomática la figura del sacerdote amigo de la familia. Sus intereses, su comportamiento, su casi ceguera total, muy metafórica, que cuestionan, igualmente, su propia voz religiosa en los sucesivos entierros de la familia. De la misma manera la palabra laica resulta también decisiva. La sombra del testamento («Eres abogada. Deberías saber que las palabras lo son todo») y la redacción de la novela inconclusa de Anton nos van a acompañar hasta las últimas páginas de esta historia. Así, será necesaria la presencia de Amor en los funerales de su familia (Ma, Pa, Astrid y Anton, cuatro nombres que coinciden con las cuatro secciones de la obra) para que se cumpla lo prometido. «¿Qué quieren de él? ¿Para qué sirve la familia?» es, posiblemente, una de las claves de toda la novela. Ese «para qué» de Anton se transforma en «por qué» en su hermana Amor. A pesar del paso de varias décadas, la pequeña de los Swart no se rinde en su empeño de que las promesas sean cumplidas. Amor es quien nunca olvida a Salomé y quien tiene casi que olvidarse de su propia familia para poder resistir el dolor por la traición, por el incumplimiento de una promesa que permanece viva en su memoria. Atormentada, dolida, desorientada, Amor es capaz de hallar, finalmente, el sentido de su existencia. A mitad de su vida, todo parece, finalmente, posible. Cumplir es, de algún modo, poder vivir en paz.


Retrato del joven artista James Joyce (Edición y traducción de Damià Alou) Cátedra: Madrid, 2022 400 págs.

Ejercicios de automitología Por José de María Romero Barea Se atesoran los fragmentos de una fantasía compartida en el corazón de unas memorias sesgadas: «Escuchaba voces. Hablaban. Era el ruido de las olas. O las olas hablaban entre ellas mientras subían y bajaban». Engañosas notas de esperanza nos dejan suspendidos de ambivalentes pactos que trama un discurso que ofrece su alma al diablo a cambio de permanecer callado. En letra pequeña, subcláusulas de una vanidad demoníaca impactan contra el narcisismo de una confesión que no excluye la autocrítica: «[Stephen Dedalus] quería encontrar en el mundo real la imagen inmaterial que su alma contemplaba constantemente». Releemos el Retrato del joven artista (1916) cuestionándonos si la autobiografía no será una forma de verse a uno mismo como los demás nos ven, de lleno en nuestros vicios privados. Presa de la inactividad, huye de las palabras James Joyce (Dublín, 1882 - Zúrich, 1941) o bien las sacrifica en el altar de la literatura. El resultado se alza como una celebración de la libertad de expresión en nuestros tiempos de autocensura. Vertebra el escritor irlandés testimonios de una resistencia a los encantos de la grafomanía, empleando «un habla confusa [...] una presión desconocida y tímida, más tenebrosa que el arrobo del pecado, más suave que el sonido o el olor». Bajo la carcasa existencial del dolor, articula formas desprejuiciadas de la dicha: «Su alma, con el regreso de todos esos recuerdos, volvió a ser el alma de un niño». Pornógrafo de su propia tortura, campeón del sufrimiento, escribe desde el anhelo exhibicionista de «otra vida, una vida de gracia y felicidad». Gusta el relator de Dublineses (1914) de escucharse en compañía, confronta y examina las complejidades de su creatividad, a merced de «las tentaciones frecuentes y violentas [...] una prueba de que la ciudadela del alma no había caído y que el demonio rabiaba por hacerla caer».

Autorreferencial, su meditación deconstructiva no es tanto un ejercicio de autokaraoke como de alterocanibalismo, una novela ensimismada que explora los estragos de la heteronimia. Dirige su atención el egoísta urdidor de Ulises (1922, de cuya edición se cumplen cien años) al aparato del propio raciocinio, a la textura de las percepciones de una conciencia hiperconsciente de sí misma: «No era oscuridad lo que caía desde el aire. Era un resplandor». Una ficción endemoniadamente hermética incurre en temáticas propias de la escritura disidente o la predisposición al perpetuo clímax. Lo que la eleva por encima de la intranscendencia son los segmentos en que escuchamos a la memoria entrechocar contra los propios recuerdos: «Reza para que pueda aprender por mí mismo y lejos de mi casa y mis amigos, lo que es el corazón y lo que siente». Una oración tras otra se enroscan alrededor de la atractiva dificultad del creador de Finnegans Wake (1939): «¡Bienvenida, oh vida!». Su forma de contarlo es esa mezcla característica de exhibicionismo extremo e interés digresivo que encapsula un ejercicio de automitología típico del modernismo anglosajón, del que participaron autores de la época como T. S. Eliot, Virginia Woolf o Ezra Pound. Conocida es la ya centenaria habilidad de Joyce para construir narrativas a partir de materiales dispares, acumulando todo tipo de ideas, anécdotas y conjeturas como aros alrededor del yo, donde el delirio autorreferencial se cumple en reflexiones interrumpidas por disquisiciones de índole espiritual, provenientes del mundo exterior: «Parto para encontrarme por millonésima vez con la realidad de la experiencia», concluye Dedalus, «y forjar en la herrería de mi alma la conciencia increada de mi raza».

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Maigret duda

George Simenon (Traducción de Caridad Martínez) Anagrama & Acantilado: Barcelona, 2021 168 págs.

Maigret tiene miedo

George Simenon (Traducción de Núria Petit) Anagrama & Acantilado: Barcelona, 2022 168 págs.

Duda y miedo Por José Abad En mis años mozos leí un buen puñado de aventuras del comisario Maigret, no sabría decir cuántas ni exactamente cuáles. Durante un tiempo, sus historias estuvieron publicándose de tres en tres en ediciones de kiosco —aún guardo algún volumen— y, desde entonces, Georges Simenon engrosa mi panteón particular de autores intrigantes. No eran lecturas extensas ni exigentes; bastaba hallar un par de horas propicias y ganas de perderse en las calles de París tras los pasos de este comisario bonachón, sagaz y discreto. Simenon no ha dejado de interesarme, lo repito —sobre todo gracias a novelas ajenas al ciclo Maigret como Tres habitaciones en Manhattan o El hombre que miraba pasar los trenes—, pero reconozco haber tenido muy descuidada a su criatura más famosa. No obstante, en estos últimos meses han vuelto a darse esas circunstancias favorables que decía: unas tardes a propósito y ganas de perderse en las calles de antaño. El reencuentro ha sido gozoso: Maigret duda y Maigret tiene miedo desprenden un exquisito savoir faire desde la primera hasta la última página. Provoca pasmo la facilidad con que Simenon te empuja dentro del dédalo de la ficción y la limpieza con que clava el bisturí en el alma —llamémosla alma— de los personajes. La trama de Maigret duda exhibe una sencillez y una audacia muy características. En su despacho de Quai des Orfèvres, el comisario recibe una carta anónima con un anuncio inquietante: alguien está a punto de cometer un asesinato; nada más (y nada nuevo bajo el sol, se me dirá). El desafío estribaría en hallar a un asesino en potencia, una víctima probable y una razón para este homicidio —porque la gente no mata porque sí, ¿no?—, pero Maigret se pregunta si, en el momento de poner en marcha la maquinaria policial, la propia investigación no actuará de espoleta que haga

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saltar todo por los aires. No va descaminado. El comisario y sus hombres averiguan desde dónde enviaron la misiva: el bufete de monsieur Parendon, que se pone a disposición de las autoridades para averiguar quién entre sus allegados pretende arrebatar la vida de otro semejante. Hay sospechas y hay temores, por descontado, pero la sola sospecha o el solo temor no bastan. En Maigret tiene miedo, por su parte, Simenon hace una de sus típicas incursiones en la provincia. De regreso de un congreso de policía en Burdeos, Maigret decide visitar a un viejo conocido, juez en una pequeña localidad, Fontenay-le-Comte, y lo halla desbordado por los acontecimientos: en la ciudad se han cometido dos asesinatos con una inusitada violencia, en unos pocos días. Las sospechas apuntan hacia la familia adinerada del lugar, lo que hace emerger un deseo de revancha que nada tiene que ver con el deseo de justicia. Ciertos personajes de ficción tienen algo de entrañable para el lector; el bueno de Jules Maigret es uno de ellos. Lo que lo hace tan especial es su extraordinaria talla humana; basta ver las emociones que lo mueven, explícitas ya en el título de estas dos propuestas: la duda y el miedo. Después de años dedicado a perseguir el crimen, el comisario no termina de acostumbrarse a hurgar en las pequeñas miserias que todos sin excepción acariciamos o estrujamos entre nuestros dedos en la intimidad, cuando nadie nos ve; el ser humano es de una fragilidad mayúscula. Un aspecto de su carácter en especial lo diferencia de otros investigadores: la compasión. Según Maigret, el descubrimiento del culpable no devolverá la vida a la víctima ni restituirá el orden roto con el crimen, y la aplicación de la justicia supondrá siempre infligir un ulterior daño al daño primero.


Diarios. A ratos perdidos 3 y 4 Rafael Chirbes Anagrama; Barcelona, 2022 704 págs.

Diarios de un maestro Por Carmen Peire Acaba de salir a la venta el segundo tomo de los Diarios de Rafael Chirbes, casi setecientas páginas de un solo año, el que va entre el 2005 y el 2006, pues finaliza en enero del 2007. Más que Diarios él los consideraba cuadernos. Para respetar esta idea, la editorial Anagrama los presenta en el índice de ese modo: «Agenda Max Aub», «Inserción de un cuadernito de tapa dura negra», correspondiente a un Viaje a Alemania, «Vuelta a la agenda Max Aub» y así sucesivamente. Si en el primer tomo de sus Diarios asistíamos a un Chirbes más joven, que estaba abriéndose camino como escritor, sin saber qué podría salir de todo ello, en este segundo libro nos encontramos con un Chirbes más maduro, que ya ha publicado varios libros y que anda enfrascado en la escritura de Crematorio, una novela que, por lo que aparece en este tomo, le trajo por el camino de la amargura. Le parece lo peor que ha escrito (ironías del destino), piensa que no sirve para novelista y le asalta la angustia de no saber de qué va a vivir al abandonar el trabajo de la revista Sobremesa. Chirbes se ve viejo con cincuenta y seis años, está viviendo en Beniarbeig y adopta la soledad como modo de dedicarse exclusivamente a la literatura, para que nada ni nadie le distraigan. Ya ha abandonado su etapa madrileña y extremeña y se encierra en su tierra natal; intenta cortar con sus excesos de juventud, aunque el alcohol y el tabaco siguen muy presentes y le producen quebraderos de cabeza, más que en el anterior Diario, quizá porque le sobrevienen más achaques, vértigos, dolor en los brazos, diferentes problemas de salud, su hipocondría, su insomnio. Es un año en el que se refleja su soledad, su crisis personal, una cierta depresión y una pelea constante con su novela, a la que no nombra con el título, pero sí habla de su contenido, de lo que pasa en la costa valenciana, de los pelotazos urbanísticos, en suma, de la corrupción.

A lo largo de sus páginas también nos deja ver cómo lo que inicialmente fue una manera de practicar a vuela pluma en los Diarios, va adquiriendo más peso, porque de ellos extrae material para sus novelas. Es una escritura, como él dice, automática, en la que plasma sucesivos pensamientos, recuerdos, sentimientos, de una frescura y emoción menos contenidas que en sus novelas y que, por tanto, da pie a un conocimiento más profundo de su vida. También los dedica a sus estudios literarios, a diseccionar en profundidad cada libro que lee, cada película que ve, cada cuadro que observa en las exposiciones. De todo ello saca material, de todo ello aprende. Destacaría el análisis que hace de La Celestina. Un estudio profundo sobre sus personajes, comparándolos con Galdós, con Cervantes, la picaresca, Max Aub y la situación actual. Se entiende que, con ese nivel de estudio y preocupación, fuera Crematorio la novela que le catapultó al reconocimiento literario. En estos Diarios rememora mucho más la infancia y su vida; encontramos aquí las páginas más hermosas y tiernas. Aparece entonces el Chirbes lírico e intimista frente al Chirbes social, una línea literaria que recorre algunas de sus obras, como Mimoun, La buena letra, París-Austerlitz o El año que nevó en Valencia. He aquí una pequeña muestra: «... me veo en la escuela de Tavernes; yo tendría seis o siete años, los dedos manchados de tinta, el plumín metálico, insertado en el largo palillero de madera. Veo y huelo el aula [...] los paneles en los que colocábamos los vasos y cucharillas que utilizábamos para tomar la leche en polvo que los americanos habían decidido incluir en su plan Marshall para combatir la desnutrición de una infancia tocada por la miseria de la posguerra [...] hasta el lugar en el que estoy llega el olor excrementicio de los váteres situados en la trasera del aula, retretes de taza turca que tenemos prohibido utilizar para necesidades que llamamos mayores, pero que siempre están misteriosamente sucios». Escribe tan bien que merece la pena leerlos con detenimiento. Se aprende mucho leyendo a una persona de cultura tan vasta como la de Rafael Chirbes.

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Los daños

Lorenzo Oliván Tusquets: Barcelona, 2022 178 págs.

Desconfinar la mirada Por Javier Helgueta Manso La nómina de los últimos poetas publicados en la conocida serie de Tusquets editores «Nuevos textos sagrados» confirma el carácter neometafísico que define una buena parte de la poesía contemporánea; junto a Juan Ramón Jiménez, Clara Janés, Ida Vitale o Antonio Cabrera, aparece también en ella Lorenzo Oliván (Cantabria, 1968) con dos obras recientes: Para una teoría de las distancias (2018) y Los daños (2022). Ya sea en verso, ya en aforismo, ya en sugerentes tuits que combinan intermedialmente una fotografía del mar Cantábrico con un pensamiento, el poeta nos religa al mundo mediante el rito devocional de mirar-cuestionar. En Los daños se confirmará este pertinaz ejercicio del asceta que progresivamente acentúa su capacidad perceptiva: «te afilas cada vez más sensorial» (pág. 33). Los primeros versos de este poemario apuntan una fenomenología poética, percepción lírica de la percepción que lo emparenta con otros autores coetáneos de uno y otro lado del Atlántico: «Clave el ojo / en el ojo / su visión [...] // La realidad se encierra / en su realidad intrínseca: // la noche sujetada por los astros / en lo alto de la noche; // piedra que cae / al fondo / de ser piedra» (pág. 17). Este repliegue de las imágenes será una constante, sucesión de entidades atraídas o absorbidas por sí mismas: «En Bach / sientes cómo la música persigue / siempre a la propia música» (pág. 43); «la noche es sumidero de la noche» (pág. 87). Es la sensación de unidad en que culmina la meditación, especialmente la del poeta perceptivo que se siente uno

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en el fluir de la existencia: «Dejarse ir en el ritmo que nos piensa. // Rozar casi el sentido de la vida / en la más alta representación / de la vida viviéndose a sí misma» (pág. 63). Las dos primeras partes del libro muestran la poética reconocida de Lorenzo Oliván, contemplación plena de revelaciones; pero la tercera sección, la que da nombre al poemario con «Los daños», se ve invadida de preguntas asfixiantes: «Puñal, hielo, piel, luz, página en blanco // ¿Quién sabe de las huellas?» (pág. 161). En este libro aparte, se condensa la atmósfera y el trauma de la pandemia. La teoría —imagen— de las distancias, desarrollada líricamente en su libro anterior, debe ser repensada tras el confinamiento: de los poemas dedicados a espacios abiertos se pasa a la estrechez de las habitaciones —casa, hotel, hospital—. La infinitud ya no es la de los paisajes, sino que ha de buscarse de nuevo en un ejercicio de repliegue —«la piel —hoy más que nunca— es lo profundo» (pág. 84)—, cuando no de caída, otra de las imágenes frecuentes. Así, ante el alejamiento de la naturaleza y la anulación de los sentidos, la potencia simbólica del mar evocado constituye una mínima resistencia: «Eres como un vigía. / Aquí trazas un mar / por el que cruzan tus devastaciones. // La habitación inmóvil, / da a una sima en que cae / su gran silencio» (pág. 141). Un mar-vida que soporta la irrupción de la muerte y el espesor del silencio: «Este es el reino de lo eterno mudo, / frente al mar, reino de lo vivo eterno» (pág. 101). Para quien piensa el mundo con los ojos, como Lorenzo Oliván, volver a la cordura significará llevar a cabo el desconfinamiento de la mirada. El libro se cierra con una sección compuesta por un único y enigmático poema en prosa en que describe esta preocupación, pero también una suerte de esperanza: «Ya digo que he perdido la cabeza. Pero sueño, sin fuerzas, con ir recomponiendo, quizás, muy poco a poco, mi visión» (pág. 170).


Nadar en seco

José Luis Morante Isla Negra & Crátera: Puerto Rico/Valencia, 2022 92 págs.

Espacio de intercambio Por José Antonio Olmedo López-Amor Nadar en seco es una carta abierta a la otredad, una experiencia interior, aunque apunte su mirada hacia lo urbano. El hablante lírico construye una casa diáfana y sin puertas que ofrece permanente asilo al peregrino, un espacio de intercambio del que, por su sinceridad y humanidad, no se regresa siendo el mismo. Si el extravío del hombre se convierte en conjetura en manos del aforista, en poder del poeta se convierte en luz. La palabra de Morante, siempre dinámica, es, unas veces, entregada a la prospección de la memoria, sin caer en sentimentalismos; otras, estilete que ausculta el interior de una conciencia en busca de su propia identidad. Fortalecido en su vocación de filósofo y arquitecto del verso, sin incurrir en vanas entelequias ni poéticas con aluminosis, su voz se revela contundente en su caer descalzo sobre la mirada lectora. Seguro hasta en la incertidumbre, el poeta canta con la misma naturalidad al recuerdo, al dolor o al pensamiento, y su poesía cristaliza como corolario de su vida. Por citar solo algunos aspectos relevantes de su proceder, diremos que, a la manera de un romántico ilustrado, en su lirismo se aúnan lo culto y lo popular, la razón y los sentimientos, y siempre lo hacen en las proporciones justas que permiten dilucidar en su amalgama una lectura comprometida de la sociedad. A su afán confesional y vocación de fidedigno cronista se suma un hondo compromiso con el lector, pues en toda su literatura subyace una exigencia formal, desde el punto de vista estético, que encuentra su propio correlato en la aspiración a la utilidad. La presencia de elementos autobiográficos es constante a lo largo del tiempo en su poesía y ello supone un punto de apoyo para el reconocimiento del lector. La ficcionalización del yo, incluso su fragmentación, resulta muy útil para aprovechar las prebendas del perspectivismo.

Tanto Nadar en seco como cualquiera de sus poemarios proponen un intenso e inédito viaje, con todas las consecuencias que ello supone. Un trayecto prospectivo —literal y metafórico— que se da en el interior, pero se describe utilizando símiles del exterior. La ironía desencantada, la emoción contenida, el tono reflexivo y sentencioso son colores de un paisaje narrativo que encuentra en lo cotidiano y su fijación topográfica el enclave perfecto para invitar al otro. Así, es comprensible que lo coloquial y popular, en cuanto a expresiones y referencias, alternen con lo culto y lo culturalista. Un relato de enfoque realista y riguroso obliga a la presencia de símbolos recurrentes, como el frío, la lluvia, los medios de transporte y de comunicación. Pero toda duda o certidumbre alberga aristas o grietas por las que se filtra la luz de lo metapoético. Las reflexiones acerca del propio hecho de escribir, así como sobre la relación entre el autor, el texto y el público, aparecen de manera periódica, aportando un plus de interés a un sistema filolírico, ya de por sí atractivo. Poesía aticista, que abraza la pulsión, la contingencia y constituye una ponderación íntima sobre el lugar que ocupamos tanto fuera como dentro de nuestros círculos. Poesía como efugio de lo real. Poesía concebida en un vaporoso presente como consecuencia de un pasado extinto. En consecuencia, poetizar la vida como intento por desentrañar los vínculos existentes entre poesía y vida. La hermosa tendencia de José Luis Morante a los finales resolutivos en sus poemas amplía el poder de sugerencia de los textos. Ya sea por asunción, contrapunto o concreción del optimismo, los últimos versos abren caminos nuevos a la interpretación, nos dejan con ganas de más, descubren vaguadas subterráneas por las que el caudal del poema sigue y seguirá fluyendo: «Todo reconfigura un linaje vacío. / He buscado refugio en ese hueco / del que ya, sin fisuras, formo parte. / La nada es otro modo de empezar».

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Los ritos familiares

Ángela Álvarez Sáez Lastura: Madrid, 2022 76 págs.

Ternura y estremecimiento Por Alberto García-Teresa Los vínculos de la familia, aquellos que están construidos con la convivencia, el cariño y el respeto, constituyen el objeto de este poemario de Ángela Álvarez Sáez (Madrid, 1981). Específicamente, el enfoque es el cuidado dentro de la familia; la atención al desarrollo y al bienestar desde el amor. Tres extensos poemas lo componen: «Mamá y papá», «Las hijas» y «Las familias» (focalizado, en un principio, en la pareja, pero luego en el resto de miembros de una familia amplia). En cada pieza, con el esquema del poema-río, la autora se acerca a cada relación desde su propia vivencia. Con fluidez, a través de versos breves, los textos realizan un recorrido vital donde la nostalgia marca los ritmos. Paralelismos y repeticiones sostienen el armazón de las composiciones, que avanzan ágilmente por la biografía sin detenerse en lo anecdótico ni ensimismarse. De hecho, destaca la capacidad para condesar vidas completas en pocos versos. Así, ecos costumbristas se asoman entre imágenes centelleantes, dotadas de cierta tensión irracionalista. En ellas, suele utilizar la naturaleza salvaje como referente, además de como espacio de salvación. Además, hay que señalar que el sujeto sufre un desdoblamiento, como quien hojea un álbum de fotografías antiguo donde aparece y lo comenta consigo mismo. Introspección, afirmación de amor y reconocimiento de vínculos (el sujeto se ve reflejado en la madre y se integra dentro de un camino común con ella) son las líneas que atan los poemas. Destaca la admiración hacia los progenitores (hacia la madre, sobre todo). A pesar de estar separados en dos textos distintos, ascendientes y descendientes se comunican y se miran: madre, padre e hijas del yo. La autora nunca pretende crear una ruptura en sus lazos; todo lo contrario. Lo que resulta patente es la fuerza de la relación y el legado que

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se construye entre generaciones. Porque, en el fondo, Álvarez Sáez abre su relato a una lectura generacional, por donde se cuela la identificación del lector. En cualquier caso, sí sirve esa separación para ubicarse en dos tiempos distintos, que revelan dos sociedades o dos filosofías diferentes. La autora, de manera lateral, pone de manifiesto las diversas maneras de cuidar y de formar una personalidad en cada uno de los contextos, así como de encarar las dificultades. En cuanto al poema «Las hijas», una pieza que brilla por su intensidad, llama la atención cómo penetran el dolor, el desasosiego y cierto sentimiento de culpa a raíz de la conciencia de la responsabilidad y de la frustración. Ante la tragedia del presente y la inminencia del horror que se asoma, proclama: «hijas, ¿qué ofreceros?». Incorporando la complejidad de los múltiples roles que tiene que ejercer el sujeto, este poema amplía el panorama y enriquece la experiencia del yo al ponerse en relación con sus iguales (compañeros de edad) y necesitar adquirir un nuevo enfoque desde el cual actuar en la vida. También con la superposición de planos de realidad a través de la singular escritura del poema: mientras se escribe, a partir de los versos, se produce la realidad y da pie a sumar la propia voz de las hijas. El tercer texto del volumen emplea también este procedimiento y ensancha aún más el campo para atender a la diversidad de bisagras que conforman sucesivamente nuevas cadenas de familias. Posee un tono más severo, casi angustioso, el cual se acrecienta con el distanciamiento que genera la óptica cinematográfica que conduce buena parte de los versos. Como conjunto, entonces, los poemas, de esta manera, nos llevan por el estremecimiento hasta el desvelamiento de duras verdades. Así, con una trabada complejidad que no se exhibe tras la naturalidad del tono y la cercanía de los referentes, Los ritos familiares resulta un poemario que arranca en la ternura y una dulce nostalgia y que termina sobrecogiéndonos.


Medidas cautelares

Anay Sala Suberviola Libros de Aldarán, 2022 84 págs.

Prisión provisional Por Eduardo Moga Anay Sala (Sabadell, 1975) publicó Medidas cautelares —su segundo poemario, tras Ý (turno de réplica)— en 2012. Vuelve ahora a publicarse gracias a Libros de Aldarán. Sus brevísimos poemas, hijos de una tradición en la que se funden el epigrama, el aforismo, la greguería y el haiku, constituyen la crónica de un desamor o, dicho con más precisión, de todas esas pequeñas decepciones y fracasos que se gestan en un proceso de alejamiento, que suele ser también, especularmente, un proceso de acercamiento a uno mismo, a los rincones de la conciencia que no se habían visitado hasta que los ha iluminado, sombríamente, el dolor. La poeta, con una poesía enjuta, sintética, se adentra en los pliegues de la conciencia y explora las resonancias, las torceduras, los vacíos que supura la creciente sospecha de que las cosas no son como se pensaba. En Medidas cautelares se intuye una convivencia resquebrajada, un desbarajuste del corazón, uno de los motivos recurrentes del poemario, aplacado —o disimulado— por la continuidad enmascaradora de los gestos y las palabras: «Cuando el dolor regresa, / de improviso, / y te asalta en el umbral de la nostalgia / y encañona tu sien contra el recuerdo, / sabes bien que solo puedes claudicar», leemos en el poema «El asalto», que acaba así: «Y de nuevo, / te impones la distancia, / la lógica febril, la compostura. / Y lo llamas cordura o equilibrio / cuando solo son ganas de llorar». El libro recurre a la simbología del ajedrez —en la cubierta hay un tablero, en el que uno de los bandos (que no sé

por qué sospecho que es el de la autora) solo tiene un peón— y al lenguaje jurídico, del que su propio título es ejemplo, como metáfora de la necesidad de recurrir a la razón en la gestión de los conflictos humanos para alcanzar alguna paz, o siquiera una tregua, en la permanente lid de la vida. Sin embargo, esa razón no es pura, ni cierta, ni definitiva. Por el contrario, se ve atravesada por otras fuerzas que la subvierten o desdibujan: la duda, el olvido, el miedo. También el silencio barre estos poemas temblorosos, que persiguen alguna fijeza, pero que solo se encuentran con su propia desnudez, con su mudo temblor. En «Rosa Rosae», leemos: «¿Por qué, / si te provoco con verdades, / insistes en salvar / todas mis dudas? // Porque el amor de pétalos no sabe / —le aclara tu silencio a mi impostura». Algún poema desborda los diques racionales y esas otras escolleras que levantan la educación y la prudencia, y se atreve a comunicar su desolación, como «Respirando»: «Sobrevivo a la noche / y su tormenta / respirando penumbra / hasta el amanecer». En otros, el dolor asimismo se acera. En estas ocasiones, el poema, es decir, la realidad estricta de las palabras bailando en forma de versos, con su música y su misterio, acude a socorrer a la poeta, que se refugia en esa frágil certidumbre para sobreponerse a la turbación. En «La tentación», dice: «Me lo dijo un diablo / al mediodía, / mesándome la crin de la conciencia: // “Abandona toda muesca / de dolor. / Y déjate llevar por el poema”». Medidas cautelares habla de las emociones fundamentales: el amor, la felicidad, la soledad. En sus poemas, que son viñetas, suntuosas en su laconismo, el yo —azogado por la confusión— asoma poco a poco, a retazos, mediante sutilísimos desvelamientos: cada suceso o reflexión alumbra un lugar fosco, un paraje que aún no se ha hollado, una esquina espiritual. La inteligencia que demuestran no abruma, sino que se despliega, fragmentaria y sinuosa, en miniaturas cuajadas de sentido. El conjunto documenta una atrevida indagación en la conciencia, una aventura que aúna el esclarecimiento de las propias perplejidades, como señala con acierto José Luis Piquero, el prologuista del volumen, y la exposición de los inevitables padecimientos a los que nos somete la búsqueda del otro.

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El ambigú

Donde baila el polvo amarillo (antología poética)

Pierre Peuchmaurd (Edición de Jean -Yves Bériou; traducción de Cinta Moreso, Miguel Casado, Martine Joulia e Ildefonso Rodríguez). Animal sospechoso: Barcelona, 2022. 252 págs.

Hablo claro si me escuchas Por Ildefonso Rodríguez «Mirad, es aquí donde trabajo» (pág. 83), leemos, como una invitación tan simple, tan de este mundo; y el poeta despliega ante nosotros un baile constante variado y repetido: son las apariencias del polvo, unas veces, otras la carnalidad más extremada, los cadáveres de los animales vecinos que el poeta paseante se encuentra por los senderos del bosque; baile que insiste en la repetición de su deslumbramiento, con «el ojo tendido, / como la lengua: pocas imágenes, varias veces. Pocas imágenes, hasta ver». Lo visto es siempre la cosa real, el mundo dentro y fuera del poema, los espíritus del mundo físico. Con plena literalidad, como viene a decir Miguel Casado en la lectura que del libro fundamental L´oeil tourné hizo para el dossier que la revista Europe dedicó al poeta en 2020. Un mundo atraído que, a su vez, atrae palabras («fragmentos a su imán», escribía Lezama Lima), lo amoroso imantado; mundo de imposibilidad (la imposibilidad que está en la raíz misma del amor, como muy bien supo Kafka), pero en este caso la imposibilidad se referiría también al hecho mismo de la literalidad: así hay que tomar lo que se lee aunque nos parezca imposible: cuando se nos señala algo tan concreto que es universal: mirad, aquí es donde trabajo... («algo percibido, entrevisto, algo real»). Hace muchos años, un arrebatado (allí se presentaba la poesía como una pura praxis del ateísmo, entre otras muchas cosas) y lúcido artículo («¿Hay poesía surrealista?») del editor de este libro, Jean-Yves Bériou, se despedía con una imagen de su amigo Pierre Peuchmaurd, una gallina negra pasando ante los lectores. Pensamiento con imágenes y lirismo radical son las señas que Bériou pone en esta poesía. Como la galli-

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na aquella, todas las cosas y seres que pueblan el libro mundo, donde se lee «Hablo claro si me escuchas» (pág. 117). Sin ningún secreto, «Mi secreto vuela con su plomo, fluye con sus plumas» (pág.159); (otras veces fue un yunque: enclume-plume). Y la melancolía que inunda a este lector, al ver cumplirse en el mundo del poeta las leyes imposibles del otro real. Pues aquí todo está a favor del encuentro entre lo visible y lo invisible, lo que tiene y no tiene nombre. La gran cosmología: ver la noche como «un embudo al que las estrellas vierten su polvo» (pág. 159). Una rerum natura que opera en esta poesía, de radical inmanencia, por causa de la metamorfosis. Por ejemplo: «Es como la sangre que ha hecho falta / para pasar de la ternera viva / a la pulsera de mi reloj» (pág. 199); y poco más abajo: «y los primeros cuchillos del día / como si fueran gritos de monos / en lo alto de la luz». Así obra el realismo surreal de un poeta grande que, gracias a la amistad, la fraternidad de su grand ami Jean-Yves, y la casa editora, Animal sospechoso (Juan Pablo Roa), y la traductora, Cinta Moreso, y traductores invitados, podemos encontrar ahora entre nosotros. En el prólogo imprescindible de Bériou se nos habla de «una comunidad relativamente secreta, muy apartada, es cierto, de las preocupaciones dominantes y las diferentes tendencias generalmente censadas, estudiadas, traducidas, alabadas o criticadas». Dentro de tal colectivo, donde se ha practicado siempre la poesía como un habla de amistad (a algunos de sus miembros he tenido la suerte de conocerlos —Louis-François Delisse, Anne-Marie Beeckman, el propio poeta que nos ocupa— gracias a la generosidad de Jean-Yves y Martine Joulia), Pierre Peuchmaurd (París, 26 de julio de 1948 - Brive, 12 de abril de 2009) es alguien de quien «la reputación de su potencia poética desborda el ambiente bastante secreto de esta poesía: es cada vez más difícil omitirlo», en palabras del editor. Este ha hecho la antología desde el conocimiento vital y empático de la obra completa. Con el acierto de incluir como epílogo el fundamental ensayo que otro miembro de aquella comunidad, Laurent Albarracin (coordinador del dossier aludido antes), hizo para su libro sobre el poeta en la colección Présence de la Poésie (Éditions des Vanneaux, 2011).


Recomendaciones de Quimera Un reino oscuro

Alejandro Hermosilla Jeckyll & Jill, 2022

Nos gustó mucho la novela anterior del murciano Alejandro Hermosilla, El jardinero, de 2020, y por eso esperábamos esta segunda novela: Un reino oscuro. En ella el escritor vuelve a un universo conocido, algo arcaico, algo decadente, algo atemporal también, en este caso con el protagonismo de una pareja de arquitectos (padre e hijo) que visitan unas mansiones a las afueras de la ciudad. Como en El jardinero, el universo, el estilo de Hermosilla, es denso y atrayente. Incluso se diría que todavía se ha sublimado algo más en esta obra. Una gran novela y otra apuesta afortunada de la editorial zaragozana Jeckyll & Jill.

No será este país Alfonso Salazar Sonámbulos, 2022

Bajo este título, Salazar reúne la trilogía de novelas cortas Un exilio en Provenza, Mildium y Expaña, y nos retrata una España alternativa a través de los recursos de la distopía y la memoria, memoria esta que solo nos trae historias de victoria o de silencio. La primera habla del exilio republicano en Francia, la segunda cuenta la historia de una España donde nunca ocurrió la Guerra Civil y la tercera, la represión franquista en la posguerra con claros toques de realismo mágico, todo enhebrado a través de la historia de dos familias: los Sessa y los Solárzano. Interesante retrato de un tiempo que jamás debería haber existido.

El modelador de la historias

J. Casri Piel de Zapa, 2022

En un avión con destino a París, Daniel, un escritor de éxito, les cuenta a sus compañeros como, en su intento por escribir la ficción máxima, conoció al modelador de la historia, un personaje capaz de cambiar el pasado y de fundir la realidad con la ficción, y que está a punto de acabar con su carrera. Con una prosa arriesgada que asimila las posibilidades de los textos on line —hipertexto, notas, etc.— Casri nos sumerge en un detectivesco viaje por San Francisco, París, Londres y Barcelona en busca de los difusos límites de la ficción.

Tangos en prosa Verónica Nieto Trampa, 2022

Maravillosa primera incursión en libro de cuentos de esta autora argentina residente en Barcelona. Se combina la actualidad más rabiosa con la reinterpretación de algunos mitos griegos. Introduce de forma magistral el extrañamiento para embelesar al lector, que verá en una rata que habla reminiscencias de Kafka, o de Rulfo en su cuento «La ciudad de los muertos». Vampiros pianistas, enanas cuya canción favorita es «Chiquitita», limpiadoras contra manchas de café que no paran de crecer son algunos de los personajes de este libro imprescindible para entender la literatura contemporánea.

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Recomendaciones

El lazarillo español Ciro Bayo Drácena, 2021

Con el subtítulo de Guía de vagos en tierras de España por un peregrino industrioso, en El lazarillo español nos cuenta Ciro Bayo, con una prosa castiza y preciosista, sus fascinantes aventuras y peripecias en un periplo a pie por la piel de toro de principios del siglo XX, desde Madrid a Barcelona pasando por Andalucía. Un fresco de la España sumergida de la época —antecedente y modelo de los grandes libros de viajes de Josep Pla y Camilo José Cela— narrado por uno de los más singulares predecesores de la generación del 98.

Circular 22

Vicente Luis Mora Galaxia Gutenberg, 2022

Este libro encierra muchos libros a la vez. Es un microcosmos, un universo y es también un proyecto de escritura. Es una actualización, sabia, atinada, sugerente, del Libro de los Pasajes de Walter Benjamin. Con una estructura similar a la que empleara Fonollosa, los títulos de cada fragmento van creando una cartografía que teoriza y celebra las ciudades, sus centros y márgenes, sus ángulos ocultos y sus medias palabras. La de Mora es una literatura poliédrica, anfibia, capaz de nutrirse de muchas voces a la vez. Por eso sus libros siempre nos despiertan tanto interés.

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Un trozo de tierra Santiago Beruete Turner, 2022

No es el primer acercamiento al tema del filósofo y antropólogo Santiago Beruete (suyos son también los ensayos Jardinosofía y Verdolatría) pero quizá en este ha dado un paso adelante, en lo ensayístico y en lo literario. Los ejemplos de los beneficios del contacto del ser humano con la tierra van aquí mucho más lejos y nos muestra, con ejemplos de casos concretos en India, China, Perú o Francia, el poder transformador de la naturaleza. Un hermoso y necesario ensayo.

Desde que el mundo es mundo Luis Bagué Quílez Visor, 2022

Luis Bagué ha ido construyendo, libro a libro, la lectura de un presente que nos interpela. Por su capacidad de análisis y la hondura con que afronta cada texto. En Desde que el mundo es mundo el lector asiste con perplejidad a un universo que, al anunciarse, se evapora, con una mirada crítica frente al simulacro publicitario en que se ha convertido la sociedad contemporánea y la impostura que se ha colado en nuestras vidas. Dos versos nos dan la clave: «Tu libertad termina donde empieza / a perderse la señal de la wifi». Así es como «Se nos cae a pedazos la historia».


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La conspiración Paul Nizan ¿Cómo se inicia una revolución? Esta es la pregunta a la que los protagonistas de La conspiración buscarán dar respuesta. La conspiración, es la última novela de Paul Nizan, fallecido a los dos años de publicarla en Dunkerque luchando contra el ejército nazi.

Esta edición incluye un texto de Walter Benjamin sobre esta obra dirigido a Max Horkheimer

Esta compleja mezcla de historia y análisis constituye el gran valor de este libro… Para encontrar este libro potente y bueno, basta que en cada página halles la evocación obsesiva de esa época infeliz y culpable de la vida… Es un placer encontrar, detrás de estos héroes irrisorios, la personalidad amarga y sombría de Nizan –el hombre que no perdona su juventud– y su estilo fino, tenso y desenfadado... No el estilo de un novelista, astuto y oculto: un estilo para el combate, un arma. —Jean-Paul Sartre

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