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Los pescadores de perlas Los microrrelatos de Quimera
Edición de
Ginés S. Cutillas
El siglo XXI ha instaurado definitivamente el microrrelato como el «cuarto género narrativo». Este título bien merecido se lo podemos agradecer tanto a los maestros que llevan décadas transitándolo como a las sucesivas hornadas de autores que han utilizado Internet como medio de encuentro con lectores activos y ávidos de emociones fuertes. En la presente antología se recogen los microrrelatos publicados en los últimos años en Los pescadores de perlas, la sección dedicada al género de Quimera. Revista de literatura. Nos encontramos ante una buena muestra de lo que se está haciendo actualmente en el ámbito hispanoamericano y español, compuesta por ochenta escritores de nueve países distintos: autores consagrados, pero también voces emergentes que intentan hacerse un hueco en el apasionante mundo del texto breve.
Mon tesin os
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ColaborAN en este número:
José Abad, David Aliaga, Amad Álvarez, Almu Ballester, Santiago Bertrán Pérez, Antonio Candeloro, Alfonsina Fantín, Aitor Francos, Alberto García-Teresa, Alexis Grohmann, Geraldine Gutiérrez-Wienken, Pep Herrero, Rubén Ibarreta, Robert Juan Cantavella, Carmen María López López, David Madueño, Jaime D. Parra, Gemma Pellicer, Marta Pérez-Carbonell, Salva Robles, Marcus Roloff, José de María Romero Barea, Heike Scharm, Mr. Tickle, Elsa Veiga, Liany Vento García, José Antonio Vila, Vito Vita, Martina Weber, Ron Winkler Ilustración de portada y Dossier:
Alfonsina Fantín © Editor:
Miguel Riera
Director:
Fernando Clemot
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Consejo de redacción:
Álex Chico, Ginés S. Cutillas Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Abril 2019
Javier Marías es uno de los grandes de la literatura en lengua castellana; lo que podríamos denominar un clásico vivo de las letras contemporáneas, con vocación de trascendencia en la tradición literaria española. Editor, ensayista, articulista, traductor (Premio Fray Luis de León por su versión del Tristram Shandy de Sterne), académico de la RAE y, sobre todo, narrador —Premio Nacional de Literatura en 2012 (que rechazó), Premio Nacional de la Crítica en 1992 y en 2017—, sus novelas y relatos han sido traducidos a decenas de idiomas y cuentan con fieles lectores en todo el mundo. Incluso el prestigioso crítico alemán Marcel Reich-Raniki lo consideró uno de los más importantes escritores vivos del planeta. En Quimera queremos homenajear su figura y su obra con un dossier monográfico que, organizado por nuestro colaborador José Antonio Vila, nos acerca su obra desde diferentes perspectivas y enfoques para ofrecernos una visión singular de algunos de los aspectos más destacados de su poética. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
El salón de los espejos Entrevista a Robert Juan-Cantavella – 4
El cielo raso Javier Marías
Einstein on the Beach Jaime D. Parra. Radical. 7 Escritura última de mujeres poetas en Barcelona – 46
El holandés errante
José Antonio Vila.
Álex Chico.
Esa desprestigiada herencia cervantina… – 7
Viajar, escribir, reconocer (penúltimo hemisferio) – 52
Alexis Grohmann. «Más allá» – 10 Marta Pérez-Carbonell.
El ambigú
Los enamoramientos y la tupida red que envuelve – 13
José de María Romero Barea:
Antonio Candeloro. La espada de Tupra – 17
Campo de sangre de Max Aub – 55
Carmen María López López. Alfred Hitchcock y
Salva Robles: Factbook. El libro de los hechos
Javier Marías: el vértigo del pensamiento – 22
de Diego Sánchez Aguilar – 56
Santiago Bertrán Pérez. El pensamiento literario
Gemma Pellicer: Luz de tormenta de Ángel Zapata – 57
mariesco y la restitución filosófica de lo real – 27
Almu Ballester: Sigo aquí (I Am, I Am, I Am)
Heike Scharm. Peripecias y perturbaciones – 32
de Maggie O’Farrell – 58
José Antonio Vila.
José Abad: El relato documental. Efectos de sentido y
El rey de un reino junto al mar… – 36
modos de recepción de P. Carrera y J. Talens – 59
Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
La vida breve
Nuevos lenguajes del feminismo de Marta Sanz – 60
colaboradores aceptan que sus aportaciones
Elsa Veiga. Aquella tarde republicana
David Madueño:
de telas y tijeras con un biombo – 38
Setge a la cel·la de Rafael Mammos – 61
Los pescadores de perlas
Núcleos de evolución de Sonsoles Hernández – 62
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor.
aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Microrrelatos inéditos de Liany Vento García – 41
José Antonio Vila: Monstruas y centauras.
Aitor Francos: Alberto García-Teresa: Sonreíd de Alba González Sanz – 63
El castillo de Barba Azul
David Aliaga: Hellblazer: Especial 30 aniversario de
Poemas de Marcus Roloff – 42
Garth Ennis, Neil Gaiman, Alan Moore et al. – 63
Poemas de Martina Weber – 43 Poemas de Ron Winkler – 44
Recomendaciones – 65 3
El salón de los espejos
Entrevista a Robert Juan-Cantavella Por Fernando Clemot Fotografía: Heiko Ta ©
Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) se ha convertido en uno de los jóvenes clásicos de la literatura española. Nos deslumbró hace ya diez años con El Dorado (Mondadori, 2008) y respaldó esa primera impresión con obras como Asesino cósmico (Mondadori, 2011) o Y el cielo era una bestia (Anagrama, 2014). Tras el libro de crónicas La Realidad. Crónicas canallas (Malpaso, 2016) vuelve a la novela con Nadia (Galaxia Gutenberg, 2018). Teníamos ganas de charlar con él sobre esta última aventura.
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En la novela hay un escenario general, omnipresente (Europa, incluso mostrado en Nadia Europa), y un recorrido por su evolución política de los últimos cincuenta años, un viaje también hacia lo complejo o la desesperanza. ¿Qué te llevó a este escenario y a este tema? Supongo que la tristeza y también el miedo. Por poner un ejemplo, hace unos días Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, hacía algo así como pedir perdón por cómo se comportaron hace unos años las instituciones europeas con los griegos, por su bronca y brutal imposición de unas políticas de punición que, para dar ejemplo a los Estados díscolos en materia económica —todo muy democrático—, llevaron al pueblo griego a unas cotas de precariedad e indefensión desproporcionadas: «No fuimos solidarios con Grecia —esas han sido ahora sus palabras—, la insultamos, la injuriamos». Lo peor es que ese plural nos incluye a todos, pues el insulto, la injuria, se infligieron en nuestro nombre, en el del proyecto común europeo. Sucede, señor Juncker, que lo que usted parece ahora capacitado para apreciar con tan clarividente exactitud tras su caída del guindo, miles de ciudadanos europeos lo vieron entonces, a tiempo real, y ya sabían que era una barbaridad. Eso nos deja dos posibilidades para entender tanto lo que sucedió como en manos de quién está Europa: a) este atajo de personalidades de la política europea son unos ineptos que no supieron ver lo obvio; b) son unos sádicos que sí lo tenían muy claro y tratan ahora de calmar su mala conciencia. Yo sospecho que a y b son correctas al mismo tiempo. En cualquier caso, y ahí no cabe la sospecha, esos son los modos y la capacidad de interpretar la realidad que dirigen Europa. De ahí mi tristeza, también mi miedo, y de ahí la novela. ¿Qué representa Nadia? ¿Y su búsqueda? Nadia, la protagonista de la novela, una mujer escurridiza de rostro borroso, quiere representar una cara distinta de esa misma Europa: la que no está dispuesta a aceptar ese tipo de injurias y dictados y se confabula en las sombras para oponerse a ellos. La que enseña los dientes. La búsqueda de Nadia en la novela es doble. Hay una trama detectivesca en que se mezcla el espionaje y la aventura y cuyo propósito es atraparla. Pero también hay un intento por comprenderla, averiguar de quién se trata, qué pretende exactamente, con quién trabaja, qué rostro tiene. Es una persecución a ciegas.
¿Estamos ante una novela histórica o una novela política? ¿De resistencia? Nunca me lo planteé así, pero me divierte pensar en Nadia como novela histórica. Los hechos que narra cubren, de forma intermitente e incompleta, casi los dos últimos siglos de Europa, aunque con mayor énfasis en el siglo XX. Salvo los personajes de mi trama —Juan, Kempes, Circa y Nadia—, el resto de gente que pulula por la novela existe o existió. Los acontecimientos o anécdotas que se recrean sucedieron realmente y los he reescrito con la fidelidad de que he sido capaz. Esos tres elementos cuadrarían con lo que viene siendo una novela histórica. Pero el relato no es verosímil y su manejo del tiempo obedece a mi puro arbitrio; y eso ya no cuadra tanto. Es una novela política, supongo que sí. Pero yo no la veo como una novela de resistencia. Javier Krahe, un tipo al que siempre admiré, defendió en cierto momento la «canción insulto» como una malversación de la «canción protesta», que tanto se llevaba cuando él dio sus primeros pasos. De asumir alguna etiqueta, me sentiría más cómodo con esa: la novela insulto. Juan Doshermanas, Circa Bonnekill, Ariel Kempes, los buscadores de Nadia, parecen espejos de un mismo personaje. ¿Qué crees que une y qué diferencia a personajes que se diría tan cercanos? La novela tiene un aire de vodevil, o por lo menos esa era mi intención. Los personajes están dibujados con trazos sencillos. Juan, Circa y Ariel actúan un poco como un solo hombre. Pero a su vez tienen su propia visión del mundo, o su propia forma de tratar de sobrevivir a él. Al llegar a la última página, ninguno de ellos está donde empezó en la primera. Sólo uno de ellos, por ejemplo, se esfuerza por entender a Nadia Europa y no sólo por atraparla. Cada cual encajará de una forma las consecuencias de enfrentarse a ella. No me entretengo mucho en sus matices psicológicos, pero cada uno responde de una forma o por unos motivos. Hay un recorrido por movimientos y colectivos que luchan contra el poder y el control desde una perspectiva lúdica, irónica, ridiculizándolo. ¿Qué rostro tiene ese frente y qué rostro tiene ese enemigo? Ninguno: esa es la gracia y esa es la tragedia. Los poderes e intereses a los que se oponen Nadia y sus primos —así llamo en la novela a otro montón de grupos de activismo político e identidades vándalas con quienes
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El salón de los espejos
Entrevista a Robert Juan-Cantavella
se alía Nadia— no tienen un solo rostro. En la novela reescribo una serie de episodios en que tomaron por adversario a algún representante de la Organización Mundial del Comercio, a Ronald Reagan, a Margaret Thatcher, a la monarquía holandesa… Se debió en todos los casos a que, cada uno de los grupos que operó contra ellos, los tenía a mano en ese momento: la OMC por un golpe de suerte de The Yes Men, una casualidad; Reagan, por su visita al Berlín del deshielo; Thatcher, por su omnipresencia en Londres; la monarquía holandesa, con motivo de una boda… Es siempre una cuestión de táctica y estrategia, de trabajar con las opciones que van surgiendo, de estar atento a lo que sucede ahí afuera y reaccionar con rapidez; fueron ellos, pero podrían haber sido otros. El hermoso y poético gesto de adornar la cara de un político con una tarta de nata no lo es necesariamente por quién es el dueño de esa cara, pero el que estaba allí era él. Estas acciones tienen un componente simbólico, performativo, que va más allá del rostro concreto, que no obedece a ningún tipo de Plan Maestro. Entre otras cosas porque seguir un plan maestro deja siempre algún flanco al descubierto. Así actúa lo que algunos llaman la Guerrilla de la Comunicación, que es el fregado en que andan metidos Nadia y sus primos. El adversario tiene mil caras. De ahí el acierto de Nadia y los suyos, pues también ellos esconden su rostro, como Anonymous, para igualar la partida. Los primeros son muy pocos, los otros legión. Es un juego de máscaras, tanto a un lado como al otro. Egas Moniz, el doctor Gall, Cesare Lombroso... Muestras en Nadia algunos aspectos de la criminología y las partes más oscuras de la neurología relacionados con fenómenos actuales o cercanos. ¿Cómo asocias estas ideas o temas? ¿Qué tienen que ver? En pura lógica no tienen nada que ver con la línea principal, centrada en el activismo político. Últimamente me ha dado por ahí: por mezclar, en mis novelas, mundos que carecen de la menor relación entre sí pero que me interesan por razones estrictamente personales. La cuestión es que, por hache o por be, pongamos que decido aparear esos mundos. La novela aparece entonces como la argamasa de que me sirvo para juntar esas piezas dispares, siguiendo una intuición, una determinada lectura. ¿Cuál ha sido en este caso? Permíteme una explicación previa. Con los inicios de la criminología, en el siglo XIX se empezó a dar cobertura científica a un prejuicio muy viejo, y es que los pobres, los feos y
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la gente con ciertos tonos de piel tienen más posibilidades de ser considerados delincuentes. Eso ha sido siempre así y lo sigue siendo. Franz Joseph Gall y Cesare Lombroso trabajan de forma inductiva a partir del análisis de cientos de casos prácticos, abandonando un montón de prejuicios heredados y buscando en disciplinas próximas como la anatomía o la medicina forense toda una serie de fuentes de información nueva. En mi opinión, llevan a cabo un trabajo muy honesto. Pero este impulso nuevo de base positivista no les da para deshacerse de todos los prejuicios, sobre todo no de los más poderosos, que seguirán presentes en los fundamentos de la ciencia que están alumbrando, aunque no siempre de forma explícita. Si, a partir de ahí, damos un salto de más de un siglo, nos encontramos con que hoy en día existen softwares dedicados a la detección de delincuentes en función de la cara que tienen. No lo llaman frenología; utilizan fórmulas más complejas como «Inferencia automatizada de la criminalidad usando imágenes faciales», pero la base es muy parecida. Aun sin llegar a la inteligencia artificial, es algo que siempre ha sucedido en los controles aduaneros y el filtro de los aeropuertos. La criminología ha evolucionado un montón desde Gall y Lombroso, pero en ciertos aspectos tampoco ha cambiado tanto. Los momentos iniciales de una ciencia suelen ser decisivos. Pues bien, Nadia propone una lectura de la criminología en esos términos: como una herramienta ideologizada al servicio de ciertos poderes. Volviendo a lo que te comentaba antes, desde este prisma la criminología sería uno más de los rostros del adversario. Así es como cuadra en la novela. Nadia ha decidido llevar a cabo un inside job, utilizar la criminología en contra de quien suele blandirla, darle un poco de su misma medicina. Esa es la intersección entre activismo y criminología. Otro tema muy presente es el de la identidad (las identidades falsas, las que parecen falsas pero realmente no lo son, especulares algunas), no sólo de los personajes sino incluso de las asociaciones o colectivos. ¿Qué te atrajo de este mundo? A pesar de ser una comedia, la novela es maniquea y moralista. Están los buenos y los malos, como en un viejo western. Y estos por los que me preguntas vendrían siendo los buenos, los del bando de Nadia. Grupos de activismo que descartan la violencia física y lo apuestan todo a la ironía, que se proponen poner en ridículo a su adversario y en evidencia su discurso. Gente
como Ariadna Pi, The Yes Men, la Fiambrera Obrera, la Oficina de Medidas Insólitas de Kreuzberg, los Provo de Ámsterdam. También identidades múltiples como Karen Eliot, Pau Guerra o Monty Cantsin, que son otro tipo de máscaras con esa misma función: ocultarse para mostrarse de forma táctica, perversa, juguetona y agresiva. ¿Que qué me atrajo de ellos? Pues todo eso… su forma de actuar. Lo que no puedo decirte es cuándo ni cómo, porque de los materiales que he usado para montar la novela, estos son los que más años hace que me rondan por la cabeza. Toda la vida me han caído muy bien por esa forma inteligente de perpetrar pequeñas victorias. Eso sí, sólo en batallas. La guerra siempre la ganan los mismos. La novela aborda problemáticas muy densas en clave de humor (o ironía) en muchos casos. ¿Cómo crees que matiza el relato el humor? ¿Qué le aporta? El humor es una de las armas más poderosas que pone en juego toda esta gente, de trazo muy fino unas veces y otras más tosco. No tuve que pensármelo mucho. Creo que ni siquiera lo dudé, la novela nació así. Si quería contarlos a ellos, hacerlo de forma seria hubiese sido un despropósito. Además, la novela no sólo recoge un montón de estas bromas pesadas, también quiere ser una: proponer una acción similar a las que cuenta. Y ese ingrediente no podía faltar. Por otra parte, siempre he confiado más en el humor que en la seriedad como bisturí para acercarme a la realidad. Nunca me he llevado bien con la gravedad. Como lector sí, muchas veces la disfruto, aunque es cierto que otras me da risa. Pero, como autor, la verdad es que no me veo yo en esos lares. En otras novelas ya muestras interés por algunas ciencias poco conocidas o embrionarias (como la criptozoología en Y el cielo era una bestia). ¿Qué te atrae de estos márgenes de la ciencia? Los primeros pasos de cualquier ciencia suelen ser fascinantes por varios motivos. El primero, como te comentaba antes, porque lo que se dice al principio, dicho queda: «carta en la mesa, pesa», que se dice en ciertos juegos de cartas. Luego el tema puede cambiar mucho, pero rara vez se alejará de los fundamentos últimos. Mira el VAR y su pretendida objetividad en fútbol: todos ahí, expectantes en plan Bienvenido, Mr. Marshall, y al final, por más camaritas que pongan, es lo mismo que
antes: quien decide si sí o si no es el árbitro, que sigue acertando y equivocándose. También porque las ciencias, en esos inicios tentativos, todavía no saben adónde van. Sus teorías son sólo hipótesis y en sus textos la especulación sucede en directo. Es algo que se puede sentir. Prueban, fallan, vuelven a probar, vuelven a fallar, un día hay un leve eureka y toman un breve impulso… Y tú, con la perspectiva que da el tiempo, puedes ser testigo del proceso y no sólo de sus resultados. Hay una gran libertad en esa forma de pensar, no existen barreras porque fundamentar una ciencia suele consistir en borrar las que había —saqueando los métodos de otras ciencias— y en alzar otras nuevas. Hay un último motivo y es que cualquiera puede leer esos textos iniciales porque están escritos en un lenguaje en formación; un lenguaje todavía insuficientemente desarrollado para la efectividad de que será garante con el tiempo, y precisamente por eso al alcance de cualquiera con un poco de paciencia. Al verse obligados a pensar una ciencia con un lenguaje que todavía no resulta opaco para los no especialistas ni suficientemente equipado para los especialistas, estos científicos se ven obligados a razonar sin filtros y puedes apreciar sus devaneos, así como aquello que tratan de ocultar. Los fundamentos últimos, que con el tiempo quedarán ocultos y dejarán de ser cuestionados, entonces resultan visibles. Es divertido. Encuentro una relación cercana con una de tus primeras novelas, El Dorado, de temas, miradas. ¿Crees que esta relación es efectiva? ¿Cuáles crees que son tus preocupaciones y exploraciones de fondo desde entonces? Sí, en El Dorado planteé una mirada política y también lo hice desde la farsa, aunque entonces jugando con el periodismo y ahora con el espionaje. Estoy de acuerdo, yo también creo que tienen que ver una con la otra. De lo que más contento estoy es de que en lo literario son radicalmente distintas. Por otra parte, Escargot, el protagonista de El Dorado, al final de aquella novela se vio obligado a salir huyendo y se atrincheró en el barrio de Kreuzberg de Berlín. Y ese barrio es también el cuartel general de Nadia. Quién sabe si no se habrán tomado alguna cerveza juntos. ¿Hacia dónde crees que va tu exploración y qué podemos esperar próximamente? No tengo ni idea. Hace un par de años que tomo notas sobre una novela epistolar, pero no tengo claro que llegue a cuajar, y si cuaja no sé muy bien cómo.
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Javier Marías
Esa desprestigiada herencia cervantina… José Antonio Vila – 7
«Más allá»
Alexis Grohmann – 10
Los enamoramientos y la tupida red que envuelve Marta Pérez-Carbonell – 13
La espada de Tupra
Antonio Candeloro – 17
Alfred Hitchcock y Javier Marías: el vértigo del pensamiento Carmen María López López – 22
El pensamiento literario mariesco y la restitución filosófica de lo real Santiago Bertrán Pérez – 27
Peripecias y perturbaciones Heike Scharm – 32
El rey de un reino junto al mar… José Antonio Vila – 36
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E l ci e l o r a s o
Esa desprestigiada herencia cervantina… (A modo de presentación) Por José Antonio Vila En 1971 Javier Marías publicaba su primera novela, Los dominios del lobo, cuando aún no había abandonado la adolescencia. Era una narración fraguada en el molde de los relatos de aventuras, pero pasada por el tamiz de una sutil ironía, alejada de su biografía inmediata y no obstante deudora de la experiencia cultural del cine y los libros. Un pastiche posmoderno que reivindicaba el placer de la lectura en una España todavía gris y aún bajo la férula de Franco. El siglo XX fue el siglo de la «Historia», con hache mayúscula, de la política, de las utopías de derechas y de izquierdas que terminaron convirtiéndose en carnicerías de pesadilla, de las dictaduras, del hedonismo como ideal de vida, de la juventud como clase social, de la democracia liberal como anhelo finalizador de la historia, del capitalismo desbocado y de los avances de la ciencia, algunos milagrosamente benefactores, otros espantosamente destructivos. En el momento en que escribo acaba de comenzar el año 2019. Javier Marías hace mucho que dejó de ser un adolescente y es ahora un autor de fama y prestigio mundiales, que ha firmado obras de referencia inexcusable como Corazón tan blanco o Tu rostro mañana. Estamos a finales de la segunda década del siglo XXI. Se publican más libros que nunca y, sin embargo, es posible que la literatura esté más desprestigiada que en otros tiempos no tan lejanos. Tal vez ahora con más razón que entonces se la pueda llamar «La desprestigiada herencia de Cervantes», que fue como el escritor checo Milan Kundera tituló una conferencia de 1983 centrada en la gran tradición de la novela europea. Un artefacto que después se extendió por todo el mundo como una incurable y bendita enfermedad. Pero el nuestro es un tiempo de desorientación, de «posverdades», fake news, populismos, analfabetismo rampante y digital, y en el que demasiada gente no diferencia la literatura de un libro de autoayuda, o a un hombre (o mujer) de letras de un influencer. Quizás la historia sea cíclica y el siglo XXI nos haya devuelto al XIX. Al siglo de esa bêtise que tanto enfureció y desesperó a Flaubert. Ojalá que, por lo menos, a la estupidez del XXI no se le añada la barbarie del XX.
Si para algo sirve la literatura, y en particular la novela, esa desprestigiada herencia cervantina, es para poner de relieve ese sustrato común a todos los hombres que se mantiene en lo fundamental inalterado a lo largo del tiempo y se renueva en el acto de la lectura. Aquello que abre las puertas a la posibilidad de una comunicación a través del lenguaje más allá de las diferencias históricas, sociales, culturales o idiomáticas. Porque se sustenta en la centralidad del sujeto racional y se niega a sacrificar al hombre a cualquier entidad «superior», sea la historia, la sociedad, la ideología, la identidad, la diferencia cultural o lo trascendente, y hace de él un ser libre y responsable. O, dicho, con palabras menos pedantes y grandilocuentes, nos enseña a ser un yo, a ser seres humanos; nos enseña a pensar y a narrarnos, nos muestra todo el esplendor y también la miseria de nuestra condición, y, al tiempo, nos entretiene y deleita. Nos enseña que sabíamos lo que no sabíamos que sabíamos, por decirlo parafraseando palabras del propio Marías. Y es que Javier Marías es, en mi opinión, uno de los novelistas contemporáneos que mejor ha sabido comprender y aprovechar esa herencia de la novela de Cervantes. Por eso quiero agradecer el entusiasmo con que Santiago Bertrán Pérez, Antonio Candeloro, Alexis Grohmann, Carmen María López López, Marta Pérez-Carbonell y Heike Scharm, todos ellos especialistas universitarios y grandísimos conocedores de la obra de Marías, respondieron a mi propuesta de dedicar este dossier a la narrativa de Javier Marías, porque no sólo han sabido poner de relieve la riqueza y el calado de esa obra, sino que ofrecen nuevas perspectivas de lectura y acercamiento a sus novelas. Estoy también en deuda con la amabilidad de Mercedes López-Ballesteros y de Elide Pittarello. Y también agradezco a Javier Marías que tuviera la gentileza de responder, en plena vorágine de las fechas navideñas, al cuestionario sobre la editorial que dirige, Reino de Redonda, y que se incluye como apéndice al dossier. Espero que el lector disfrute de las páginas que siguen tanto como, creo, todos los responsables hemos disfrutado dándoles vida.
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«Más allá» Por Alexis Grohmann «En realidad, la vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente, relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos y delitos y hazañas, es una mera ilusión o quimera, o mejor dicho, la propia frase, ese propio concepto, son ya metafóricos y forman parte de la ficción. “Relatar lo ocurrido” es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención. También la idea de testimonio es vana y no ha habido testigo que en verdad pudiera cumplir con su cometido. […] Y sin embargo voy a alinearme aquí con los que han pretendido hacer eso alguna vez o han simulado lograrlo, voy a relatar lo ocurrido o averiguado o tan sólo sabido…» (Negra espalda del tiempo). «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido» (Tu rostro mañana. 1. Fiebre y lanza). Valgan estos dos ejemplos para recordar que la literatura de Javier Marías es paradójica. Lo es a nivel retórico, al incluirse en su narrativa figuras de pensamiento paradójicas, reflexiones que encierran paradojas, como las oraciones arriba citadas que forman parte del íncipit de las dos novelas. El primer ejemplo ya contiene de por sí la paradoja del narrador que afirma la imposibilidad de una tarea que no obstante se propone emprender a través de su narración. El segundo, leído como parte del conjunto de las mil quinientas noventa páginas de una novela que se inicia precisamente con esta admonición, resulta no sólo paradójico sino también irónico. Y ambos lo son asimismo en la medida
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en que tanto los respectivos narradores como su autor han dedicado la mayor parte de sus vidas a contar, y están iniciando sus relatos con una amonestación de no hacer precisamente lo que están empezando a hacer o con una declaración de la inviabilidad de la empresa en que se embarcan. Pero la literatura mariesca también es paradojal o paradoxal en su conjunto, es decir, no sólo a nivel retórico, sino en el sentido más estricto o antiguo de esa palabra de origen helénico: es una literatura fruto de un pensamiento dispuesto a reflexionar sobre las cosas del mundo de forma persistente y que nos conduce a lo que es contrario a, o se encuentra al lado, fuera o más allá —παρα (para)— de ideas u opiniones comunes o recibidas —δόξα (doxa)—, más allá de lo consabido. Se trata de un pensamiento que desemboca a menudo en el aforismo o en pasajes ensayísticos, resultado de un movimiento narrativo de lo concreto a lo abstracto tan característico de la narrativa de Javier Marías a partir de su novela El siglo. En sus novelas, los narradores se desvían, se abstraen, de algo concreto —una situación, una palabra, un gesto, una imagen— para considerar los fenómenos concretos con independencia de las cosas en que se materializan, y la paradoja cobra relieve a través de frases o pasajes más o menos abstractos. Y este pensamiento es análogo a una vertiente literaria que Marías cultiva en su ensayismo, articulismo o columnismo, que en este sentido concreto del término también es paradojal. Las colaboraciones en periódicos y revistas de Javier Marías se remontan a los años setenta del siglo pasado y suman más de mil doscientas piezas. A estas alturas no cabe ninguna duda de que sus textos periodísticos deben ser considerados como una importante parte constituyente de su obra, como afirmaba hace ya varios años Maarten Steenmeijer. En ellas se
Javier Marías. Feria del Libro de Turín (10/05/2008). Fotografía: Vito Vita
descubre a alguien cuya mirada abarcadora parece haberse posado sobre todo lo divino y lo humano. En sus textos periodísticos Marías escribe con una voz, una cosmovisión y un estilo bastante distintos a los de sus novelas —porque se trata de otro tipo de texto en el que habla con una voz que para muchos es la del ciudadano común— pero muy afines a los del padre del género que Marías cultiva, el ensayista del siglo XVI Michel de Montaigne. Los ensayos, artículos y sobre todo columnas de Marías son fruto de una mente que piensa y juzga por sí misma, libre de ideas preconcebidas, y cuya divisa no parece ser otra que la del propio Montaigne: «Que sais-je ?». Es decir, «¿Qué sé?» o «¿Qué es lo que sé?» y
no «¿Qué debería saber?». Guiado por lo que todavía se puede llamar un sentido común (aunque quizás sea cada vez menos extendido), Marías dice lo que sabe y lo que piensa sobre los temas que aborda con una libertad inusual hoy día y parecida a la libertad con la que escribía Montaigne sobre sí mismo y los temas que él trataba; sin censurarse por miedo a ofender o quedar mal, por miedo a acarrear represalias. Ha habido algunas en el caso de Marías, como bien se sabe, como la censura de su primer texto sobre la Iglesia católica, el primero de lo que luego serían muchos más textos muy críticos para con la institución, que fue suprimido en 2002 por el suplemento El Semanal. Marías se rebeló contra este acto de censura, que le pareció demasiado reminiscente
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Alexis Grohmann. «Más allá»
del franquismo, y no dudó en dar por terminada su colaboración con esa publicación. De manera no muy distinta a la de Montaigne, Marías nos entrega los frutos de sus lecturas, su experiencia del mundo y sus reflexiones, y aborda, como se ha dicho del ensayista francés, los temas más profundos de la forma menos pedante. Aparte de una gama prácticamente infinita de intereses, sus textos comparten con los de Montaigne la búsqueda de la verdad, una capacidad de observación rigurosa, un fino sentido del humor, que incluye también la capacidad de reírse de sí mismo, la invitación a compartir cierta intimidad, una postura de respetuosa informalidad y una moralidad profundamente humanista. Michel de Montaigne, pese a su intensa dedicación a la filosofía y a los textos grecolatinos, emerge en sus ensayos como un gentilhombre más que un erudito. Del mismo modo, Javier Marías escribe sus piezas como un caballero y como un ciudadano de a pie, más que como novelista y académico. Su voz resuena como lo hiciera la de su predecesor del siglo XVI, esto es, como una cristalina voz sensata en un mundo que a su parecer se ha vuelto loco. Como ha reconocido más de una vez, en sus artículos se ve forzado a «pensar en asuntos más o menos de actualidad, y a pensar algo distinto —si se da el caso— de lo que la sociedad y la época ya piensan por sí solas», que contribuye a que las personas se paren a pensar «un poco más de lo habitual, o a considerar otro punto de vista», a que «adopten puntos de vista sobre su época que no son, sin más, lo que la propia época piensa por sí sola». De esta manera nos conduce a menudo a lo que está más allá de lo visible a primera o incluso posterior vista, más allá de lo consabido, más allá de la doxa. De ahí que, como todo intelectual verdadero según José Ortega y Gasset, llame a las cosas por su nombre y lleve la contraria a la opinión común, la doxa, descubriendo de tal modo —y sosteniendo frente al lugar común su opinión verdadera— la paradoxa. Y yo creo que esto es así porque reflexiona con persistencia, como se lo enseñó a hacer su padre, Julián Marías. «Era estimulante para los hijos discutir con él», ha reconocido Javier Marías; «Él lo propiciaba: decía que el primer pensamiento no bastaba, que había que pasar al siguiente. Lo primero que se te ocurre no vale, sigue pensando, a ver qué se te ocurre, prueba a llevarte la contraria. Para un joven impaciente eso era un poco exasperante. Y a la larga es una cosa bastante inolvidable. Nos enseñaba a pensar. Intentaba siempre que
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siguiéramos pensando». El pensamiento desplegado tanto en sus colaboraciones periodísticas como en su narrativa creo que obedece a este mismo impulso que formula «el alerta e intelectualmente exigente» padre de Jacques Deza en Tu rostro mañana, trasunto poco velado, como se sabe, del alerta e intelectualmente exigente padre de Javier Marías: No nos permitía nunca, a mis hermanos ni a mí, conformarnos con la apariencia de una victoria dialéctica en nuestras discusiones, o de un éxito al explicarnos. «Y qué más», nos decía después de que hubiéramos dado por concluidos, exhaustos, una exposición o un argumento. […] «Sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Pensar una sola cosa, o divisarla, es algo, pero también es apenas nada, una vez asimilada: es haber llegado a lo elemental, a lo cual, es cierto, ni siquiera la mayoría alcanza. Pero lo interesante y difícil, lo que puede valer la pena y lo que más cuesta, es seguir: seguir pensando y seguir mirando más allá de lo necesario, cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que pensar ni nada más que mirar […]. Lo importante está siempre ahí […] más allá de la raya en la que uno se siente conforme […]. Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime más, qué más se te ocurre y qué más arguyes, qué más ofreces y qué más tienes. Sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue» (Tu rostro mañana. 1. Fiebre y lanza).
Como ya afirmé hace unos años respecto a esta novela, allí donde uno diría que ya no puede haber nada es a donde nos conduce a fuerza de constancia la mirada de Javier Marías, tanto en sus columnas como en sus novelas, instado, impelido, por su propio padre en sus años formativos; una mirada que no se aparta ni se desvía sino que sigue mirando, una mente que sigue pensando y descubriendo cosas que a menudo sólo al escribir pueden saberse o reconocerse o pensarse. De ahí que Javier Marías alcance una lucidez que le capacita para ver y descubrir cosas que estaban allí, por así decir, pero que muchos no habíamos percibido, o incluso cosas que reconocemos, pero que nunca habíamos conseguido describir, articular o formular, y desde luego no con esa claridad y elocuencia. Y esto es así porque, fruto en gran medida del condicionamiento paterno, nunca se conforma con lo que ya ha visto o pensado, intuyendo que lo más importante está siempre más allá.
«Conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme»:
Los enamoramientos y la tupida red que envuelve Por Marta Pérez-Carbonell El misterio de la ficción reside en sus posibilidades, infinitas porque ocurren en el ámbito de lo inexistente. «La ficción», nos recuerda Javier Díaz-Varela, uno de los personajes más mariescos de Marías, «tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da» (Los enamoramientos, pág. 169). Y es que todo lo que no se da, ese negativo de la vida que corre por la negra espalda del tiempo, no puede ser sino infinito. El mundo ficticio de Marías se asienta sobre la premisa de que todo aquello que ha ocurrido podría no haber ocurrido, o podría haber ocurrido de una manera completamente distinta; el tiempo, con su pasar y dilapidar, acorta la distancia entre lo que ocurrió y lo que nunca tuvo lugar, y si es así, ¿por qué no aceptar también todo lo que no ocurre y dar, en palabras de Manrique y ahora también de Marías, «lo no venido por pasado»? La solidez de los hechos y del presente pierde entonces su peso y lo que resulta verdaderamente paradójico es que «todo es a la vez de una forma y de su contraria» (Mañana en la batalla piensa en mí, pág. 270). En este mundo mariesco, la infinitud de lo que no ocurre es siempre densa y llega cargada de preguntas, una tupida red de personajes y reflexiones que su autor ha ido tejiendo a lo largo de más de treinta años a través de lo que él mismo ha llamado el «pensamiento literario». A quienes esa red alcanzó ya no hemos sabido o querido encontrar la salida; la red que atrapa y perturba, en la que «nada desaparece ni se va nunca del todo» (Los enamoramientos, pág. 361), se abre ante los lectores como un mundo regido por una incertidumbre que todo lo abarca. Piensa María Dolz, protagonista de Los enamoramientos, que «la verdad siempre es maraña» (Los enamoramientos, pág. 398), enunciado que posiblemente
suscriban los muchos lectores de Marías tras adentrarse en su mundo de ficción. Ya las primeras novelas del autor se cimentaron en la incertidumbre. Su segunda novela, Travesía del horizonte (1972), en la que aún se estaba forjando su voz y estilo literario, cuenta una historia en la que los hechos son indiscernibles de lo que no ocurre y sus personajes no salen de la niebla que los envuelve. La creación de una compleja y elaborada incertidumbre es, sin duda, el hilo que rige y domina sus obras de lo que podemos llamar su periodo de madurez literaria (1989-2007). No debería sorprender, entonces, que en sus tres últimas novelas, Los enamoramientos (2011), Así empieza lo malo (2014) y Berta Isla (2017), también impere la incertidumbre, aunque, como su voz y estilo, haya seguido explorando nuevas formas de representación. Recordemos el primer párrafo de Berta Isla, por mencionar la última gran novela en la que la incertidumbre es más una condición vital que un estado indeseable del que zafarse y en la que la ambigüedad en la que vive su protagonista se compara con uno de los estados de mayor desconcierto, aquel que experimentamos entre el estado de vigilia y de sueño: «Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido, de manera parecida a como no se sabe, en la duermevela, si se está pensando o soñando, si uno aún conduce su mente o la ha extraviado por agotamiento. A veces creía que sí, a veces creía que no, y a veces decidía no creer nada» (Berta Isla, pág. 11). En Así empieza lo malo, su protagonista vive siempre con la incertidumbre del conocimiento: lo que sabe o no sabe su mujer de los hechos del pasado; «algunos secretos es mejor dejarlos» (Así empieza lo malo, pág. 533), dice el joven De Vere, que nunca sabrá cuánto conoce su esposa Susana sobre el pasado de sus padres, el pasado entre su madre y él mismo, o el de su madre y el macabro Doctor Van Vechten.
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La incertidumbre de Los enamoramientos y la huella de Corazón tan blanco: saber o no saber En la obra de Marías, la incertidumbre no deja nunca de estar profundamente ligada al conocimiento. Una parte de la ambigüedad que se recrea en Los enamoramientos se encuentra relacionada con dudar de la veracidad de aquello que se cree saber. En la novela, su protagonista asegura que la existencia es «una deducción, una figuración, una suposición, un convencimiento», sorprendida de cómo «tras tantos siglos de incesantes charlas entre las personas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. “Sí”, se nos dice, y siempre puede ser “No”. “No”, se nos dice, y siempre puede ser “Sí”» (Los enamoramientos, pág. 235). Así, la incertidumbre acerca de lo que sabemos aparece como una inevitable condición vital: «... quién sabe nada de nadie con seguridad» (Los enamoramientos, pág. 262), asegura María Dolz, mientras los lectores asistimos a esa duda preguntándonos si es o no cierta la historia sobre la enfermedad de Miguel Desvern que cuenta Díaz-Varela. Sin embargo, aún con más frecuencia e intensidad nos preguntamos a lo largo de la historia si importa el hecho de que sea o no cierta, conscientes de que, en cualquier caso, la certidumbre es para su protagonista imposible de alcanzar. Los enamoramientos se revela, así, como la novela cuya incertidumbre tiene mucha relación con la que ya leíamos, años atrás, en Corazón tan blanco (1992) de la mano de Juan Ranz. La incertidumbre de ambas novelas atañe sobre todo al hecho de que la verdadera duda viene por no tener nunca la certeza de si conviene o no saber. No en vano, casi veinte años antes de la publicación de Los enamoramientos, Marías comenzaba Corazón tan blanco con la famosa frase: «No he querido saber, pero he sabido» (Corazón tan blanco, pág. 11). Mientras, María Dolz en Los enamoramientos siente que «quería y no quería saber de él» (Los enamoramientos, pág. 256) cuando se encuentra enamorada de quien parece podría haber encargado el brutal asesinato de su mejor amigo. La tensión que siente la narradora entre saber o no saber no difiere tanto de la que sentía Juan Ranz en Corazón tan blanco. Como él, también ella «escucha bajo el alero», también ella se coloca al otro lado de la puerta de un dormitorio para espiar y escuchar sin saber si le conviene o no, temiendo los riesgos que implica el conocimiento: «Basta saber que no se quiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en la cuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para no decepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no parezca tan mala como suele ser» (Los ena-
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moramientos, pág. 195). Como una maldición de la que no puede escapar («por qué tenía que saber, por qué la idea»; Los enamoramientos, pág. 237), María Dolz siente un imán hacia la conversación y las palabras similar al que ya sintió en Corazón tan blanco Juan Ranz. También él era consciente de que sería mejor no saber y aun así no puede evitar continuar escuchando: «... aunque sea mejor que no lo comprenda y lo que se diga no esté dicho para que yo lo oiga, o incluso esté dicho justamente para que yo no lo capte» (Corazón tan blanco, pág. 38-39). Así fue como acabó descubriendo la historia de cómo su padre asesinó a su primera mujer, y cómo esta confesión a su segunda mujer fue lo que la llevó a suicidarse, y es que, en palabras del protagonista de la historia, «las cosas se dicen muy fácilmente (basta con empezar, una palabra tras otra) pero una vez oídas ya no se olvida» (Corazón tan blanco, pág. 265). En Los enamoramientos, María Dolz, conocedora del riesgo del conocimiento, también se ve atrapada por la red de las palabras: «[S]iempre sigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salen flotando y no hay quien las pare» (Los enamoramientos, pág. 200). Ambas novelas ofrecen paralelas versiones de este motivo mariesco. De hecho, al preguntarse la protagonista en Los enamoramientos qué ocurriría si hiciera partícipe a Luisa Alday de lo que le está contando Díaz-Varela, reflexiona sobre cómo esta sentiría «una carga insoportable. Hasta es posible que se matara, al no ser capaz de sobrellevarla» (Los enamoramientos, pág. 317). El conocimiento: responsabilidad y culpa Los lectores de Corazón tan blanco saben bien que es posible que Luisa Alday se matara, pues algo similar fue lo que le ocurrió a Teresa Aguilera. «Es que la quería tanto», se dice, «que no sabía lo que hacía» (Los enamoramientos, pág. 321), piensa María Dolz como ejemplo de las perturbaciones de los enamorados, capaces de llevar a cabo lo insospechable y justificarlo con el enamoramiento. Y los lectores de nuevo recuerdan que algo muy parecido debió de pensar Ranz al matar a su primera esposa para poder legitimar su unión con la que luego fue su segunda. Tanto la responsabilidad como la culpa se revelan como dos de los temas principales en Los enamoramientos; en su relato Díaz-Varela explica que, aunque él ha «trazado el cómo [del asesinato] en parte» (Los enamoramientos, pág. 325), aunque él ha promovido y planeado, no lo ha ejecutado. La misma tensión entre la mano que instiga y la que actúa sintió Juana Aguilera, que se suicidó sabiendo que, sin proponérselo, fue ella quien plantó
la idea en Ranz de que sólo podrían estar juntos si su esposa de entonces muriera. Fue sin intención, pero tuvo idénticos resultados a los del crimen instigado por Lady Macbeth, cuyas manos resultaron ser del mismo color que las de Macbeth, pues si bien no había sido la ejecutora del crimen, sí fue su instigadora. Así, Los enamoramientos, en parte por girar en torno a un crimen, presenta una incertidumbre cargada de preguntas sobre lo que implica el conocimiento, un escenario con similares cuestiones a las planteadas en Corazón tan blanco. La ambigüedad tan punzante en ambas novelas no es sino la que plantea la responsabilidad ética tras la escucha y la confesión del asesinato en las dos historias: ¿Cuáles son las opciones de María Dolz una vez ha adquirido el conocimiento? Ahora que sabe, o cree saber, que Díaz-Varela encargó el brutal asesinato de su mejor amigo, ¿es su responsabilidad denunciarlo? ¿Debe usar sus palabras y, en palabras de T. S. Eliot (pero desde hace ya varias novelas también de Marías), «perturbar el universo» de Luisa? ¿Destrozaría la vida de Luisa una vez más? «Cómo iba yo a abrirle los ojos de pronto, eso implicaba […] asumir
una enorme responsabilidad, la de revelarle a alguien lo que acaso no quisiera saber, y nunca se sabe lo que alguien no quiere saber hasta que ya se le ha hecho la revelación, y entonces el posible mal no tiene remedio» (Los enamoramientos, pág. 356), reflexiona la narradora. No importa tanto que el conocimiento sea acerca de un hecho fehaciente o de una conjetura, de cualquier manera la escucha tiene su peso: «Aunque aquello fuera mentira, me atemorizaba la narración del proceso, del descubrimiento» (Los enamoramientos, pág. 334), piensa María Dolz mientras Díaz-Varela prosigue con su confesión. En la escucha de Juan Ranz en Corazón tan blanco, también él teme el conocimiento, que desde el principio había «querido no saber». Dado el tiempo transcurrido entre el crimen y su descubrimiento, ya no cabe alertar a nadie y a nadie se lo contarán ni Juan Ranz ni Luisa (hablo ahora de la Luisa de Corazón tan blanco; en el universo de Marías las Luisas se multiplican tanto como las situaciones inciertas). La responsabilidad va unida siempre a la culpa: Juan Ranz sabe que su existencia depende no sólo del asesinato de la primera mujer de su padre, sino también del suicidio de la que hubiera sido su tía, pues son esas dos circunstancias las que acaban propiciando el matrimonio con su madre, Juana Aguilera, y su posterior concepción. En el caso de María Dolz, su existencia en principio no depende de la de ninguna muerte, no así su relación con Díaz-Varela, al que, como ella misma reconoce, no habría conocido si no es por el asesinato de Miguel Desvern (Los enamoramientos, pág. 138). La vuelta de la muerte El brutal asesinato de Miguel Desvern en Los enamoramientos da comienzo a esta historia y se convierte en el hilo conductor desde las primeras reflexiones por parte de su protagonista hasta el desenlace final. Esta muerte, que en principio parece fruto de la mala suerte, resulta ser el producto de dos conceptos sobre los que la novela reflexiona, a saber, la envidia y los enamoramientos, definidos con ayuda del diccionario de Covarrubias de 1611 y a través de una reflexión lingüística de Díaz-Varela, respectivamente. La muerte, o más bien el estado de los muertos, es un tema que se aborda también a través de la historia que cuenta El coronel Chabert de Balzac. En la novela, el coronel, erróneamente dado por muerto, vuelve sin éxito para intentar hacerse un hueco en el mundo de los vivos. Díaz-Varela se apoya en la novela de Balzac para corroborar su teoría de hasta qué punto se impone el peso del presente (otro de los grandes temas
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mariescos), de cómo, por más que lloremos una muerte, la vuelta de alguien resultaría cuando menos engorrosa ya que, explica Díaz-Varela, hasta las que parecen las mayores desgracias acaban encajándose y formando parte de la historia propia (Los enamoramientos, pág. 141). Lo intolerable, sin embargo, parece la vuelta de ese estado: «Lo peor que le puede pasar a alguien», expone Díaz-Varela, «peor que la muerte misma; también lo peor que uno puede hacerles a los demás, es volver del lado del que no se vuelve, resucitar a destiempo, cuando ya no se lo espera, cuando es tarde y no corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado» (Los enamoramientos, pág. 169). Volver en esta circunstancia es un castigo y una imposición al prójimo. En Corazón tan blanco, es posible que lo hubiera sido también para Teresa Aguilar, que se habría encontrado con su estado de esposa usurpado por su propia hermana, ahora casada y formando su familia con Ranz. Así, a través de Balzac, Los enamoramientos sugiere lo desaconsejable e inoportuno de la vuelta del pasado y sus muertos, a los que se les impone sin tregua el presente. Salvo el caso del coronel Chabert, fruto de un error, el estado de los muertos se presenta como el mayor estado de certidumbre, la certidumbre de lo que ya no será nunca. Con los muertos, explica María, «desde el principio sabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio […] para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbre y eso está reñido con nuestra naturaleza» (Los enamoramientos, pág. 11-12). Si la mayor certidumbre que existe se refiere a la muerte, la incertidumbre se revela como un estado inevitable de la vida, «nuestra naturaleza», como explica María. En esta novela, sin embargo, las circunstancias de la muerte de Miguel Desvern son tan inciertas y cubiertas de duda que colocan a María Dolz, y por extensión a los lectores, en un estado de incertidumbre extrema. Más allá de esta novela, la certidumbre que debería traer la muerte aparece nuevamente cuestionada en Berta Isla, cuya historia gira precisamente en torno a la incertidumbre que rodea a la desaparición de Tomás Nevinson. Esta vez, sin embargo, él sí vuelve de su «muerte» tras años de ausencia y, lo que es más, ocupa un lugar similar al que ocupaba en vida tanto en lo personal como en lo profesional. En el mundo mariesco, los lectores que busquen una certidumbre o una propuesta se encontrarán a menudo con que la incertidumbre se extiende más allá de las historias de cada texto, trasgrediendo los límites de cada ficción y filtrándose en otras
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novelas para terminar abarcando un espacio mucho mayor que el que ocupa cada historia (como, por otra parte, también hacen muchos de sus personajes). La evolución de la incertidumbre o las dos versiones de María Dolz Corazón tan blanco y Los enamoramientos se nos presentan, así, como novelas equiparables. La manifestación de la incertidumbre de la segunda comparable con la primera no sólo en sus motivos literarios (escuchas y confesiones de un crimen), sino también en que se mueve en el espacio incierto de la conveniencia del conocimiento. El tiempo entre una novela y otra revela la importancia de esta particular manifestación de incertidumbre en el mundo ficticio de Marías, que ha seguido desarrollándose en los casi veinte años que las separan. Los enamoramientos revela cómo en esos veinte años se ha desarrollado en el mundo mariesco un tipo de incertidumbre más recóndita, por lo que tiene de impenetrable: no sólo existe una mayor ambigüedad sobre el secreto que su protagonista cree haber descubierto (la tarea de elegir una de las versiones se presenta como un imposible), sino que la duda sobre qué hacer con ese incierto conocimiento es mucho más apremiante, pues el crimen no ha ocurrido años atrás, como es el caso en Corazón tan blanco, sino hace apenas unas semanas. María Dolz tiene que vivir con dos versiones sin posibilidad de decidirse por una de ellas; la paradoja es que aunque eligiera, la duda sobre su veracidad persistiría y su responsabilidad para con ella seguiría siendo igualmente incierta. Los hechos, lejos de presentarse como algo definitivo, constituyen un primer paso en el camino hacia una incertidumbre cuya mayor expresión consiste precisamente en la responsabilidad que conlleva el conocimiento. Las dudas y ambigüedad moral en las que se mueven los personajes mariescos revelan a los lectores el misterio de su ficción, a saber: que podría haberse dado una de esas dos versiones, pero también la otra, y que podría no haber ocurrido nada de todo ello y esta ausencia también tendría su peso en la narración (no en vano, son muchos sus pasajes en condicional perfecto). Al adentrarnos en los muchos recovecos donde anidan las diferentes versiones, el estilo hipnótico y adictivo de Marías va poco a poco iluminando los entresijos de su mundo de ficción en el que lo imposible es no sentir una suerte de enamoramiento que nos empuje a seguir escuchando y que «nos atrap[e] la tela de araña» (Los enamoramientos, pág. 401), y ya no nos suelte.
La espada de Tupra: el miedo y la violencia en Tu rostro mañana de Javier Marías Por Antonio Candeloro Publicada en tres entregas (Fiebre y lanza en 2002, Baile y sueño en 2004, Veneno y sombra y adiós en 2007), Tu rostro mañana es, a día de hoy, la novela más extensa de las escritas por Javier Marías, superando las mil quinientas páginas en la primera edición, publicada en Alfaguara. Así, podemos hacernos una idea de la complejidad de la trama y de la ambición del proyecto si lo relacionamos con lo que cuenta Tu rostro mañana: las dos noches en las que el narrador y protagonista, Jac-
ques Deza, el mismo «español» que relataba anónimamente la «historia de una perturbación» en Todas las almas (1989), rememora sus experiencias en Londres tras la separación de Luisa, su mujer, y el abandono de Madrid, su ciudad, tras lo cual empieza a trabajar para una especie de agencia relacionada con el MI5 y el MI6, los servicios secretos del Reino Unido. En la primera noche se nos contarán sus andanzas por la biblioteca de Peter Wheeler (un profesor de Oxford que lo recomendará a Bertram Tupra, uno de los jefes de la «agencia secreta sin nombre»), mientras que en la segunda se nos relatará una desaventura vivida justamente al lado del mismo Tupra durante una misión en la que está involucrada la mafia italiana. Si, como afirma el padre del autor, Julián Marías, «[l] a culminación de una novela, cuando es genial, es esa quasi-creación de un mundo en el cual nos instalamos y podemos imaginariamente vivir» (en «La imagen de la vida humana», Obras completas, vol. V, 1969, pág. 572), podríamos afirmar que con Tu rostro mañana el autor consigue construir un mundo en el que podemos instalarnos para vivir imaginariamente la vida de los que, igual que el protagonista, se dedican a «interpretar vidas», esto es, a deducir del rostro, de los gestos, de las palabras de los sospechosos, sus vidas futuras o potenciales, sus actos in potentia. La técnica del suspense, que consiste en mantener siempre despierta la atención del lector, sobre todo en los momentos de máxima tensión narrativa, está presente desde el íncipit de la narración (y no sólo en las escenas en las que Jacques Deza actúa de «intérprete de vida»). Así empieza Tu rostro mañana 1: Fiebre y lanza: «No debería uno contar nunca nada» (pág. 13) —desiderátum algo irónico o, incluso, paradójico, si volvemos a calcular la extensión de la narración—; y así termina Tu rostro mañana 3: Veneno y sombra y adiós: «Pero ni una palabra de todo esto mencionarás» (pág.
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705) —traducción al español de unos versos de una antigua canción irlandesa, The Bard of Armagh, también conocida con el título The Streets of Laredo—, versos que le vendrán a la memoria a Jacques Deza en una de las escenas más emblemáticas y memorables de toda la obra por lo que a suspense se refiere: la «escena de la espada». Entre uno y otro imperativo (no deberíamos contar nunca nada/ni una palabra de todo esto mencionarás), la novela se cierra y, al mismo tiempo, se vuelve a abrir, precisamente porque el final se une al íncipit y reenvía a la primera frase, de tal manera que nos vemos empujados a volver sobre nuestros pasos y a reemprender el acto de lectura recién acabado. Es como si Jacques Deza nos invitara a reflexionar sobre las acciones de las que hemos sido testigos a través de su voz y de su rememoración del pasado en Londres y, al mismo tiempo, a reflexionar sobre la inconveniencia o incluso peligrosidad de contar algo según el destinatario y el contexto, inconveniencia y peligrosidad de las que se dará cuenta el protagonista precisamente en el momento en el que se dedique a «interpretar vidas» sin los frenos inhibitorios ni las dudas morales que lo aquejan al empezar su actividad secreta. Es uno de los temas que unen las tres partes de la novela y uno de los leitmotiv de toda la obra narrativa de Javier Marías: la dificultad de contar unida a la dificultad de escuchar, esto es, de saber interpretar cabalmente lo que se nos cuenta (Sobre la dificultad de contar es también el título del discurso de ingreso en la Real Academia que Marías pronunció el 27 de abril de 2008). «El suspense es ante todo la dramatización del material narrativo de una película», según François Truffaut en su famoso libro-entrevista sobre el cine de Alfred Hitchcock. En la novela de Marías, en cambio, está presente ya en esa primera frase: «No debería uno contar nunca nada»; y, asimismo, en la última: «Pero ni una palabra de todo esto mencionarás». Esto resultaría un adynaton, teniendo en cuenta la cantidad de eventos de los que hemos sido testigos a través de las rememoraciones del pasado personal del narrador, y a través de las rememoraciones del pasado histórico relacionado con la Guerra Civil y con la Segunda Guerra Mundial evocadas, respectivamente, por Juan Deza, el padre del protagonista —y trasunto literario del padre del autor, Jualián Marías—, y por el ya citado Peter Wheeler, el mentor de Jacques en el ambiente del espionaje oxfordiano y londinense —y trasunto literario del Profesor Peter Russell, hispanista de Oxford a quien el autor dedica la obra junto con su padre y Carmen López M.—. He aquí el origen shakesperiano del título de la obra:
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«What a disgrace is to me to remember thy name! / Or to know thy face tomorrow!», exclama el Príncipe Hal refiriéndose a Poins, amigo de Falstaff, compañero de juergas y maestro de vida, del que el mismo Hal se alejará para convertirse en Rey en la escena 2 del Acto II de la II Parte de Henry IV. El drama (o la «desgracia», por retomar la cita de Shakespeare) estriba precisamente en el hecho de que, en realidad, nadie puede prever cómo será mañana el rostro de los que conocemos o creemos conocer hoy. Los versos del Bardo subrayan el conflicto interior del Príncipe, que sabe perfectamente que, a partir del momento en el que llevará el peso de la corona, ya no podrá frecuentar a Falstaff y a los amigos de la taberna en la que solía emborracharse. Todos cambiamos a lo largo del tiempo y según las circunstancias; todos podemos traicionar a nuestros amigos o ser víctimas de engaño y de traición por parte de los mismos (algo que sufre en su piel Juan Deza en relación con uno de sus mejores amigos en la época universitaria). Considerando, entonces, el término «suspense» en cuanto técnica narrativa y en cuanto elemento determinante para la actividad hermenéutica de los «intérpretes de vida» que se dedican precisamente a descifrar historias potenciales o por venir, está claro que con Tu rostro mañana Javier Marías convierte los elementos típicos del género «novela de espías» en herramientas de reflexión sobre el mismo acto de contar y de escuchar historias, además de sobre el enigma del tiempo y de la imposibilidad de descifrar correctamente el «rostro mañana» de los demás precisamente porque somos todos «seres temporales». Mientras vivimos, se pueden manipular los datos de nuestras vidas y las interpretaciones de las mismas; pero incluso una vez muertos, los demás podrán interpretar de forma sesgada el sentido de nuestras palabras y de nuestras acciones. Es lo que explicita Laurence Sterne en 1760 con el epígrafe del primer volumen de su Tristram Shandy: «No son las cosas mismas, sino las opiniones sobre las cosas, las que perturban a los hombres» (cita extraída del cap. V del Enquiridion de Epícteto). Eso mismo se comprueba sobre todo leyendo la segunda parte, Baile y sueño: Jacques Deza narra la misión que tiene que llevar a cabo junto con su jefe y nos hace partícipes del miedo en el momento en el que Tupra saca una espada para amedrentar a Rafael de la Garza, un diplomático español que vive en Londres sin saber casi hablar inglés y que se pone a bailar con desparpajo con Flavia Manoia, la mujer del ma-
fioso italiano con el que el agente secreto está a punto de cerrar un asunto sucio del que nunca se nos darán detalles. Es en esta escena cuando Jacques Deza se da cuenta de que Bertram Tupra es capaz de aplicar la violencia para amenazar a los demás y cuando se percata de los múltiples rostros que puede adquirir su jefe. Con tal de eliminar el obstáculo (un español fanfarrón que no sabe que la mujer con la que está bailando es la mujer de un mafioso italiano), Tupra parece estar dispuesto a matar y, de paso, a convertirse en Yago, el homónimo personaje shakespeariano con el que llegará a compararse Jacques Deza cuando afirme: «Y además uno puede repetirse infinitas veces las inquietantes palabras de Yago, no ya sólo después, sino durante sus actos: “I am not what I am”. Yo no soy lo que soy» (Veneno y sombra y adiós, pág. 451). La tensión que se produce en el momento en el que Tupra le pide a Jacques Deza que busque a De la Garza, desaparecido de la pista de baile junto con Flavia Manoia («—Mira antes de nada si están en los lavabos, Jack, el de damas o el de caballeros, mira en ambos, te lo ruego», pág. 117), se prolonga hasta llegar a la orden tajante del mismo («—Apártate, Jack», pág. 271) para resolverse sólo casi ochenta páginas después («Sólo el faldón del abrigo, en su vuelo como de capote torero, rozó la cara al salir del caído», pág. 350).
Si es verdad que la traducción al español del Tristram Shandy influye en la escritura de Marías en la adopción de un estilo digresivo en el que las desviaciones de la trama principal permiten abrir paréntesis que se abren dentro de paréntesis que parecen no cerrarse nunca, también es cierto que, en esta segunda entrega de la novela, Marías lleva al extremo su capacidad para mantener despierta la atención del lector, involucrándolo de una forma emotiva en esa actividad de «cooperación interpretativa» constante que es la lectura según Umberto Eco (siendo el texto literario, tal y como se nos explica en Lector in fabula de 1978, «una máquina perezosa que exige del lector un arduo trabajo cooperativo para colmar espacios de “no-dicho” o de “ya-dicho”, espacios que, por así decirlo, han quedado en blanco», pág. 39). Entre lo «no-dicho» y lo «ya-dicho», la escena de la espada nos obliga a mirar la realidad del mundo ficcional que crea el autor a partir del filtro de la Historia y el de la literatura: Deza se pregunta qué sentido tiene amedrentar a alguien en el interior del baño de los discapacitados de una discoteca de Londres con una espada y en seguida empieza a reflexionar sobre el hecho de que «es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos —lo que ha matado de cerca y viéndosele la carta al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmiembran» (pág. 272). Es lo que comprueba al recordar también el tamaño de la espada, de unos setenta centímetros, lo que la asemeja a un lansquenete, siendo esta la espada que utilizaron los mismos y homónimos mercenarios germanos que guerrearon para la infantería española de Carlos V. Del nombre del modelo de la espada (que Deza cree haber visto por primera vez en un párrafo de un ensayo sobre espadas de Richard Francis Burton, autor, de hecho, de un Book of the Sword, aparecido en el 1884), el narrador pasa a citar algunos versos de una obra de Lope de Vega, El cerco de Viena por Carlos V: «Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando; que estos hombres, de ira llenos, son como rayos sin truenos que despedazan callando» (pág. 274). Son las palabras que Solimán, el «infiel», pronuncia al retirarse y huir del cerco tras haber comprobado el valor militar y la fuerza moral de Carlos V y de los soldados cristianos guiados por la fe en la inminencia de la catástrofe.
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Antonio Candeloro. La espada de Tupra
Solimán teme la espada de esos mismos lansquenetes alemanes que han dado el nombre a la espada que Tupra levanta en el aire en el acto de cortarle el cuello a De la Garza. Si leemos el drama histórico (Marcelino Menéndez Pelayo, en el tomo CCXXIII de las Obras completas de Lope para la B.A.E., 1969 —Biblioteca de Autores Españoles—, pone en entredicho la autoría lopesca), veremos cómo en la Jornada Primera Solimán sí hace uso de su espada, para cortarle la mano a Isidro, hijo del capitán cristiano Don Hugo, sólo porque el primero le ha ofrecido pan al segundo, encarcelado; pero la espada vuelve a tomar importancia también en la Jornada Segunda cuando, de nuevo, Isidro corre el riesgo de perder literalmente el cuello bajo la espada desenvainada y suspendida en el aire de uno de los súbditos de Solimán y le tocará a Juliana, hermana de Isidro y futura prometida del turco, parar el asesinato y aplazar la tragedia hasta el final catártico. Así pues, la escena de máxima tensión narrativa de toda la novela se prolonga y se extiende narrativamente gracias a las citas literarias de obras clásicas no canónicas, dando lugar a interpretaciones diferentes. Si para Domingo Ródenas de Moya esta escena representaría un homenaje explícito del autor a la famosa interrupción de la narración del duelo entre Don Quijote y el vizcaíno entre el cap. VIII y el cap. IX de la Primera Parte del Quijote («Rostro completo: el tríptico de Javier Marías», en Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Tu rostro mañana de Javier Marías, ed. de Alexis Grohmann y Maarten Steenmeijer, 2009, págs. 67-75), y para Héctor Brioso Santos y Máximo Brioso Sánchez, en cambio, se trataría de un episodio que nace de la referencia de Tupra a las acciones delictivas de los hermanos Kray citados en el mismo texto («Un episodio de Javier Marías: la espada de Tupra en Tu rostro mañana», en Philologia Hispalensis, 27, 1-2, 2013, págs. 71-93), tampoco podemos olvidar los versos de Lope de Vega precisamente por repetirse a lo largo de la novela, junto con los versos de la canción The Bard of Armagh hasta el final de Veneno y sombra y adiós, como si de un ritornello se tratara. Literatura, por un lado, Historia, por el otro: es evidente cómo el suspense de esta escena aumenta también gracias a la rememoración (involuntaria e inesperada) del pasado histórico de España a través de dos relatos de Juan Deza, el padre del narrador que sí vivió la violencia y experimentó el miedo en su propia piel durante el estallido de la Guerra Civil. La enésima interrupción de la narración empieza en el momento
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en el que Jacques Deza compara la violencia que vemos en la pantalla (de la televisión o del cine) con la que se experimenta en directo (y que él está sufriendo en el baño de los discapacitados por culpa de Tupra): «... asistir a ella en la realidad, percibir sus emanaciones de cerca, notarla físicamente, palpitante, al lado, oler el inmediato sudor de quien se agita y hace esfuerzo y de quien se encoge y tiene miedo, oír el crujido de un hueso al desencajarse y el chasquido de un pómulo roto y el jirón de la carne al rasgarse, ver trozos y desprendimientos y que nos salpique la sangre, todo eso no es que horrorice, es que pone malo a cualquiera, literalmente enfermo» (pág. 295). Es a partir de este momento cuando Jaques Deza recuerda los dos episodios que le relató su padre al reflexionar sobre la violencia. El primero atañe a un viaje en tranvía entre Calle Serrano y Calle Velázquez, durante el cual Juan Deza escucha sin querer la confesión que una mujer de cierta edad le hace a su amiga: «Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera» (pág. 300). El segundo atañe a un encuentro con un
grupo de afiliados al régimen franquista y, entre estos, con un escritor que a la muerte de Franco consiguió cosechar éxito y fama proclamándose como izquierdista y opositor de la dictadura. Para sorprender a su auditorio y vanagloriarse ante los demás, este escritor (cuyo nombre nunca se nos dirá) empieza a narrar la muerte violenta de Emilio Marés, un joven anarquista capturado en Ronda, cerca de Málaga. Negándose firmemente a cavarse su tumba (técnica que luego adoptarían también los nazis en los campos de concentración), Marés desafía abiertamente a sus raptores y estos deciden literalmente torearlo. La violencia estriba no sólo en la narración de los hechos, sino también en el modo en el que los narra el escritor franquista: «Entonces bajó el índice con energía sin llegar a tocar la mesa, como si puntualizara o subrayara, como si presumiera de la respuesta, y a la vez que hacía ese gesto se la dio y nos la dio: “Lo toreamos”, dijo con jactancia. Satisfecho de la lección» (pág. 313). El dedo del escritor evoca las banderillas y la lanza que los raptores utilizarán para matar finalmente a su víctima. La espada de Tupra lleva a Jacques Deza a acordarse de su padre, de la Guerra Civil de su propio país, así como anteriormente le evoca los estragos del cerco de Viena de 1529 que Lope de Vega dramatiza en la homónima obra teatral; pero también se evocarán la caída de Constantinopla en 1453, las tres carnicerías de Ypres durante la Primera Guerra Mundial, el arrasamiento de Lidice y los bombardeos de Hamburgo, Coventry, Colonia y Londres durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que más choca al narrador, lo que le resulta más absurdo, es que los dos episodios narrados por su padre ocurrieron «aquí, en las mismas ciudades y calles pacíficas, alegres, hoy prósperas, “campos amenos” [citando a Lope] en los que yo había pasado la mayor parte de mi vida y mi infancia casi entera» (pág. 312). Es la misma sorpresa que explicita su padre cuando reflexiona en voz alta ante su hijo: «A veces me parece mentira haber vivido todo eso. Uno no ve el porqué, sobre todo, al cabo de los años cuesta aún más verlo. Nada de lo grave parece nunca tan grave, al cabo del tiempo. No como para iniciar una guerra, desde luego, figúrate, resultan siempre desproporcionadas, cuando se las mira retrospectivamente… Ni para que nadie mate a nadie» (pág. 312). El suspense se utiliza como técnica narrativa que dinamita la trama y, evidentemente, la interrumpe, manteniendo siempre alta la atención del lector, que quiere saber cómo acabará el acto violento de Tupra al levantar la espada contra alguien indefenso; pero, al mismo
tiempo, se convierte en herramienta fundamental para prolongar la incertidumbre y promover el constante ejercicio hermenéutico de un narrador que no se cansa nunca de atar cabos y de reflexionar sobre el pasado y el presente y sobre el presente y el futuro eventual de los sospechosos que somete a sus interpretaciones arbitrarias. La escena de la espada de Tupra demuestra cómo Marías, para construir un mundo en el que sea posible instalarnos y vivir imaginariamente, adopta la digresión para reflexionar de forma metahistórica y acronológica sobre el miedo y la violencia que el ser humano ha perpetrado a lo largo de los siglos. A través de la máscara del narrador (o de esta enésima «figuración del yo», por decirlo en los términos de Pozuelo Yvancos), el autor solapa escenas pertenecientes a momentos históricos alejados entre sí para poner en marcha lo que el mismo Marías ha definido como «pensamiento literario»: un pensar no sólo y no tanto sobre la literatura, sino un pensar que admite contradicción a través de la ficción, espacio en el que la mezcla de datos reales y de datos imaginarios es algo constante e incluso productivo, si pensamos sobre todo en la definición de imaginación que nos brinda Georges Didi-Huberman en el capítulo 7 de su ensayo Imágenes pese a todo (2004): «La imaginación no es un abandono a los espejismos de un solo reflejo, […] sino, al revés, construcción y montaje de formas plurales que se ponen en correspondencia: es por eso que, lejos de ser privilegio del artista o puro asunto subjetivo, la imaginación forma parte integrante del conocimiento en su movimiento más fecundo, a pesar de —o por— ser más arriesgado» (pág. 179). En Tu rostro mañana Javier Marías, a través de la «figuración del yo» de Jacques Deza, lleva a cabo un ejercicio hermenéutico, constante y arriesgado, en el que al lector le es dada la oportunidad de desarrollar la «imaginación» en cuanto construcción y montaje de formas plurales que abren hipótesis nuevas, versiones alternativas y abismos ontológicos sobre nuestra posibilidad de un (re)conocimiento profundo de nosotros mismos, de nuestro pasado (incluyendo el que pertenece a la Historia) e incluso de nuestro futuro (si tomamos las palabras de Juan Deza —o Julian Marías— como aviso para navegantes). La espada de Tupra corta metafóricamente por la mitad la narración y obliga a pensar literariamente sobre el miedo y la violencia que hemos sufrido a lo largo de los siglos. También mantiene alto el suspense. Y finalmente, nos involucra en la vida imaginaria de los «intérpretes de vida» que intentan leer el rostro de los demás, aun cuando ese don se convierte en condena.
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Alfred Hitchcock y Javier Marías: el vértigo del pensamiento Por Carmen María López López Antes que el cine, fue la novela. O mejor: cuando el cine se instituyó, fruto tardío nacido a finales del siglo XIX, pero crucial en los modos de contar del siglo XX, la novela era ya un molde clásico avalado por una fructífera tradición que consagraran Cervantes, Sterne, Galdós, Proust o Faulkner, por citar tan sólo unos pocos pilares que están en la génesis del género. Y sin embargo, esta condición tardía, a la zaga de otras artes nimbadas con los dones de lo clásico, no fue impedimento para que el séptimo arte se instaurara en el imaginario de Javier Marías como origen de ficciones. El volumen de ensayos Donde todo ha sucedido. Al salir del cine (2005), compendio de artículos publicados previamente en prensa, atestigua este hecho y logra desvelar la impronta del séptimo arte en sus novelas. Así lo explicita el autor cuando escribe: «... también es raro que no haya en ellas [mis novelas] alguna escena o pasaje que, calladamente, no sea deudor de algo contemplado en la oscuridad de una sala y retenido en la memoria para siempre jamás» (pág. 30). Sus novelas, en este sentido, pueden considerarse películas contadas, como si el relato del primigenio cine narrativo se trasvasara a su mundo novelístico para forjar un diálogo fruto del contacto entre dos artes. Hubo de darse, no obstante, una necesaria coyuntura que propiciara la permeabilidad entre lo literario y lo cinematográfico. Las intuiciones de los novelistas de la generación del medio siglo —Marsé a la cabeza— sobre las posibilidades estéticas del cine en la narrativa fueron la antesala a toda una eclosión de escritores cinéfilos que, a partir de los setenta, habría de fraguarse con los novísimos, marbete ideado por Castellet (Nueve novísimos poetas españoles, 1970) para referirse a una generación de autores (Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Félix de
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Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana María Moix y Leopoldo María Panero) afines al esnobismo y a la brecha hasta ahora inexistente entre la cultura de élite y la cultura de masas (el cine, la televisión, la radio o el cómic). Advino así la demolición de las antiguas fronteras entre alta y baja cultura, los límites ahora derruidos entre el arte clásico y el popular y, sobre todo, el gusto hacia el cine de Hollywood asentado en un férreo cosmopolitismo. Coetáneo de los novísimos, en sintonía cronológica aunque no puramente estética, Javier Marías se hace eco de esta nueva sensibilidad y del contexto cultural de los escritores —nacidos fundamentalmente en la década de los cuarenta o cincuenta— que asimilaron la materia cinematográfica en sus ficciones. Como ha señalado Alexis Grohmann (Comings into One’s Own. The Novelistic Development of Javier Marias, 2002), la aparición de Javier Marías en el panorama narrativo español coincide en línea cronológica con los autores citados y, asimismo, sus peculiaridades narrativas y estilísticas, su carácter reacio a la tradición hispánica o al casticismo español, así como su aprendizaje literario basado en modelos foráneos (Sterne, Faulkner, Proust, Stevenson o Browne), conforman una singladura del autor afín al grupo literario que Castellet cataloga como novísimos. Este rechazo al realismo y casticismo hispánicos (recuérdese el artículo «Desde una novela no necesariamente castiza») supone la vindicación de un cosmopolitismo cinematográfico. Es así como Marías sentirá predilección hacia el cine clásico norteamericano de la época dorada de Hollywood. Directores como Alfred Hitchcock, Joseph L. Mankiewicz, John Ford, John Huston y Orson Welles son referencias centrales en su creación. De todos ellos quizá sea de Hitchcock de donde provenga el aprendizaje visual, el mirar atento de los personajes mariescos. La sombra de Hitchcock se proyecta sobre su narrativa
a partir de un motivo común: el vértigo de pensar y mirar como punto de arranque en sus ficciones. Que dos creadores coincidan en un modo similar de mirar el mundo casi nunca es azaroso, ni siquiera insólito. Hay razones previas que justifican ese vínculo, cuestiones palpitantes que están ahí, latiendo, en la génesis del universo creado. Las ficciones de Hitchcock y Marías participan de la significación del ojo como elemento esencial en su construcción simbólica e imaginaria. Una ventana, el quicio de una puerta o el umbral que separa dos espacios constituyen el incentivo suficiente para que, en los personajes mirones, espías, detectives, todo ellos seres con una curiosidad exacerbada, aflore la pulsión escópica de su mente asociativa y enfermiza. Hitchcock y Marías comprenden que todo espectáculo de contemplación suele ser a la par fascinante y terrible. Saben también que mirar sin saberse mirado es una acción de rebeldía que se cruza en una delgada línea con la curiosidad. Cineasta y novelista son heraldos de una visión exacerbada, centinelas del mundo, guardianes o vigías de no sé qué zona de sombra que apuntala la vida. Y así, como si encarnaran a un Pigmalión redivivo, insuflan a sus criaturas el vértigo de la contemplación y el pensamiento. Hitchcock y Marías: ojos que ven, miran y escrutan para pensar después sobre lo mirado. Prismáticos en guardia, pupilas acechantes, puntos ciegos por donde sobrevuela un temblor de incertidumbre. A la luz de estas notas, no es difícil advertir que el ojo en el cine de Hitchcock determina el estilo visual de sus películas. Como escribió Truffaut (El cine según Hitchcock, 1974), de las dos categorías en que Louis-Ferdinand Céline dividía a los hombres (los exhibicionistas y los mirones), es evidente que la forma y estilo cinematográficos de Hitchcock pertenecen a esta última: «Hitchcock no participa en la vida, la mira» (pág. 21). Del otro lado del péndulo, mirar la vida ocupa el
tiempo hasta frisar la angustia y devenir oficio de los personajes de Marías. El «pensamiento visual» (Martín-Estudillo, «Del pensamiento visual al pensamiento literario», Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Tu rostro mañana de Javier Marías, 2009) es rasgo fundamental de su estilo. En Vida del fantasma (2001) Javier Marías aludió a los dominios de la mirada, el ojo abierto, centinela, porque «siempre prevalece la mirada del que mira sobre lo mirado» (pág. 325).
Javier Marías. Fotografía: Pontificia Universidad Católica de Chile
De manera muy lúcida esbozó Barthes (Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, 2002) la imagen del observador indiscreto: «Es como si un largo tallo de luz recortara un agujero de cerradura y todos estuviéramos, estupefactos, mirando por ese agujero» (pág. 352). A ese abismo por saber, por conocer, parece asomarse
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Carmen María López López. Alfred Hitchcock y Javier Marías
el narrador del ciclo de Oxford, así como Jeffries en La ventana indiscreta (1954) y Scottie en Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock. Tanto el narrador innominado de Todas las almas como Scottie, el detective de Vértigo, se instauran casi sin tomar conciencia como auténticos aficionados al voyeurismo, porque precisamente la actividad del voyeur no puede limitarse al quehacer de personajes como Jeffries en La ventana indiscreta, quien para paliar su aburrimiento al permanecer con una pierna inmovilizada, confina su tiempo a mirar hacia los apartamentos de enfrente. Si bien es esta la forma de visión hegemónica, la estética de la contemplación compromete todo aquello que abarque intimidades ajenas atisbadas por sujetos que, más que personajes, son espectadores. Sin embargo, la contemplación de vidas ajenas en las novelas de Marías se distancia del propósito habitual del voyeur. Aunque Marías se ha re-
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ferido a la actividad contemplativa de sus narradores, sus obras se alejan de la notación semántica y etimológica del voyeurismo como delectación íntima o erótica. La mirada deviene en cambio forma de conocimiento. Esta cualidad concede a sus narradores un placer más intelectual que físico, convocando así las dudas y resquicios hermenéuticos. Si en palabras de Ortega «ver es pensar con los ojos», ser espectador constituye la actitud primera de toda tentativa intelectual. La mirada del personaje-espectador es primordial en un acercamiento a las huellas hitchcockianas en sus novelas. La estética de la contemplación en el ciclo de Oxford ofrece dos momentos culminantes vinculados por un lugar común: el museo Ashmolean de Oxford en Todas las almas (1989) y el Museo del Prado en Tu rostro mañana (2002-2007). Estos pasajes ofrecen a su vez concomitancias con el mundo ficcional representado por Hitchcock en Vértigo (de entre los muertos), cuando Scottie espía a Madeleine y ese ser fantasmagórico visita un museo para contemplar el retrato de su bisabuela difunta Carlota Valdés. El episodio mencionado de Todas las almas despliega una incesante fenomenología de la mirada, una estética de la contemplación exacerbada que trasciende los límites físicos para erigirse como espacio de la mente, hecho que permite vincularla a los procesos mentales y asociativos del detective Scottie (James Stewart) en Vértigo. En el pasaje que transcurre en el museo Ashmolean de Oxford, el narrador innominado de Todas las almas se encuentra con Clare Bayes, su padre y el niño Eric y, en aras de su capacidad asociativa, vislumbra un parecido a la vez fascinante y espantoso entre las tres figuras, como si se tratara de una epifanía ominosa de sus rostros idénticos. Desde el prisma fílmico, la similitud física entre la difunta Madeleine y Judy Barton será cuerda que tense el arco del espionaje hitchcockiano en Vértigo. Memorables son, a este respecto, las escenas de espionaje de Scottie por San Francisco, tras la huella de la fantasmagórica Madeleine. Impera, pese a todo, una diferencia sustancial en la configuración de los mundos ficticios. Frente al carácter furtivo del voyeur Scottie en Vértigo, previniéndose de ser descubierto, el narrador innominado de Todas las almas es consciente de que su actividad contemplativa tiene como testigos a las tres figuras que visitan el Ashmolean. La mirada del niño proyectada sobre el narrador crea un efecto de reciprocidad visual, una Fotograma de la película Vértigo, de Alfred Hitchcock
contemplación ya no furtiva sino correspondida en un espectáculo orientado en una doble dirección: la audacia de mirar y la certeza de saberse mirado. Y sin embargo, no hay contemplación sin pensamiento, visión sin hipótesis, mirada sin discurso que la piense. El sintagma «los ojos de la mente» (pág. 320), explicitado por el narrador del ciclo, es piedra angular de la contemplación, pero a su vez camino hacia la reflexión monologada. Si el narrador del ciclo es ojo atento de la obra, el cine de Hitchcock instaura lo que Deleuze (La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, 1987) denominó «cámara-conciencia» (pág. 39) para establecer relaciones mentales del personaje. Se plasma así un discurso hipotético, de ventanas indiscretas a las que ambos se asoman. El carácter obsesivo de la mente enfermiza del narrador de Todas las almas se prolonga en la última entrega del ciclo: Tu rostro mañana. Es revelador el episodio en que Deza, persiguiendo a Custardoy, el falsificador de obras de arte presente ya en Mañana en la batalla piensa en mí, visita el Museo del Prado para contemplar el cuadro Las edades y la muerte del pintor renacentista alemán Hans Baldung Grien. En este capítulo con que concluye «Sombra», precediendo a «Adiós», la apuesta narrativa de Marías se centra en la fenomenología de la mirada a raíz de la visita del narrador Deza al Museo del Prado, tras los pasos de Custardoy. Pese a que el narrador describe el cuadro, el aspecto esencial no estriba tanto en esa descripción fenomenológica y externa, cuanto en el curso de asociaciones mentales que la obra pictórica logra desplegar partiendo de la analogía cuadro-muerte. Además del citado pasaje, hay en Tu rostro mañana («Baile») otra escena que convoca el estilo cinematográfico de La ventana indiscreta. La exacerbación visual se colma cuando Deza contempla furtivamente a su vecino el bailarín, proyectando su mirada hacia la ventana de enfrente. Un objeto tan simbólico como los prismáticos es punto de conexión Hitchcock (recuérdese a Jeffries escrutando los rostros de sus vecinos en La ventana indiscreta) y Marías (motivo ya presente en el cuento «Prismáticos rotos» de Cuando fui mortal, aunque revisitado en el pasaje de contemplación del bailarín en Tu rostro mañana). La relación entre la película de Hitchcock y el citado pasaje novelesco se evidencia no sólo en virtud del personaje del bailarín que tanto Jeff como Deza contemplan desde su ventana. Más allá de esta figura, los
perfiles estilísticos de La ventana indiscreta y «Baile» priorizan el carácter probabilístico de cualquier estímulo sonoro y visual, en virtud de la naturaleza hipotética y fragmentaria de cuanto queda registrado por los ojos de la mente. En pocas palabras, Hitchcock y Marías anteponen estímulos sensoriales. La predisposición especulativa del proceso inferencial de Jeffries despliega la actividad no sólo del mirón indiscreto sino, de manera llana, la del cinéfilo que lejos de la certeza únicamente alcanza vagas hipótesis. Así como en Hitchcock prevalece la labor inferencial del espectador, la narrativa de Javier Marías indaga los «estados conjeturales» (Pozuelo Yvancos, «Tu rostro mañana de Javier Marías: violencia, olvido y memoria», Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Tu rostro mañana de Javier Marías, 2009, pág. 295) de sus personajes, los resquicios de un saber inverificable, nutrido de hipótesis imaginarias para suplir la ceguera de la ignorancia o la dolorosa sombra del desconocimiento. Tras imitar la coreografía de los danzantes al ritmo de Peter Gunn de Mancini, el cruce de miradas en la narrativa de Marías quiebra las expectativas del personaje-espectador, quien abandona esa situación de cierta superioridad al no sentirse observado para instalarse en el pudor de las miradas encontradas. El doble juego de sentido antagónico entre el placer de mirar y el pudor de sentirse contemplado por los bailarines a los que había estado espiando construye el eje de la significación entre el poder y el pudor, entre la osadía de mirar y la posición de retaguardia al retirar la mirada descubierta. Pese a todo, Marías confiere a la escena del bailarín un cariz cómico, hecho que la distancia de la gravedad trágica y las consecuencias que se desprenden de la contemplación en La ventana indiscreta: Stewart imagina que una mujer está en peligro y ante sus sospechas llama a la policía, instigándola a que detenga al falso culpable. A su vez, frente al vértigo de la resolución de la trama en Hitchcock, Marías privilegia el tempo lento de la reflexión, acentuando el componente mental y reflexivo del relato. Aunque la contemplación y el espionaje adquieren un lugar privilegiado en su obra, los espías en su narrativa se construyen a partir de un equilibro entre los componentes narrativo y reflexivo. Jordi Gracia («Pensar por novelas. Tu rostro mañana de Javier Marías», Allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Tu rostro mañana de Javier Marías, 2009, pág. 277) apuntó que la «espléndida morosidad
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Carmen María López López. Alfred Hitchcock y Javier Marías
meditativa» del relato se alía con una imprescindible «tensión narrativa», sostenida e infalible a lo largo de muchas páginas. Estos elementos antitéticos en apariencia (la reflexión meditativa que se expande y la tensión intensiva que sostiene la acción en la intriga y el suspense) se imbrican en la escritura de Marías. En este sentido sus narraciones no se conciben a la manera de thriller de intriga de naturaleza policíaca ni se reducen tampoco a novelas-ensayo. Con una originalidad inusitada, Marías hace converger la reflexión y la intriga y, de este modo, la tensión narrativa plasmada en las escenas de espionaje se acentúa aún más con las digresiones reflexivas del narrador, quien mientras actúa como espía no ceja en su empeño de monologar, interrogándose y dilucidando el sentido del mundo. Los espías cerebrales del ciclo de Oxford quiebran así la distinción tradicional entre la reflexión monologada y la acción vertiginosa de la literatura detectivesca o policíaca. Hitchcock reaparece, y si cabe de un modo más explícito, en Así empieza lo malo (2014), novela-homenaje al cine del genio del suspense, pero también a las películas de Jess Franco e incluso, por una íntima afinidad del novelista, a actores memorables como Herbert Lom o Jack Palance. Vuelve Vértigo proteicamente bajo la forma del espionaje, pero también mediante el molde de los trastornos psíquicos que aquejan las vidas de los detectives, Scottie y Juan de Vere, a partir del rostro idéntico de los personajes femeninos. Imitar, quién podría negarlo, es una de las pulsiones ancestrales del ser humano. Aristóteles situó la mimesis en el centro de su Poética para significar así el predominio de esta condición en detrimento de la poiesis, la creación o el genio. Llevado este concepto a la escritura de Marías, en Así empieza lo malo Juan de Vere es un personaje autoconsciente de estar mimetizando comportamientos, gestos o estilos de vivir de personajes de Hitchcock: «Tal vez yo imitaba ahora a criaturas de Hitchcock» (pág. 191). El cine como vivencia se filtra en el enhebrado de la trama a modo de imitación de distintos escenarios hitchcockianos: No sé muy bien por qué […] el ambiente del lugar me recordó vagamente al de la casa en la que estuvo y no estuvo Cary Grant secuestrado una tarde en Con la muerte en los talones, y a la vez, con ser muy diferentes y de países distintos —pero los autores con estilo dejan en todo su huella y unifican lo divergente—, al de la zona por la que se aventuraba James Stewart en
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Londres buscando a un tal Ambrose Chappell en El hombre que sabía demasiado, acababa de verlas en un ciclo Hitchcock de la Filmoteca al que Muriel me había arrastrado sin esfuerzo, decía que había que frecuentar sin cesar sus películas porque a cada visión se descubría y aprendía algo nuevo, inadvertido en las anteriores (pág. 166).
Estos escenarios fílmicos se asocian al santuario de Nuestra Señora de Darmstadt, en el que Juan de Vere espía por primera vez a Beatriz Noguera. El espionaje como patrón narrativo de las obras del genio del suspense vincula el modo de actuar de Juan de Vere al de los memorables actores hitchcockianos: Cary Grant en Con la muerte en los talones y James Stewart en El hombre que sabía demasiado. Los espías cerebrales de Hitchcock, cuya visión atenta sobre la realidad es también un pensamiento acerca de la misma, se asimilan al comportamiento de Juan de Vere en la novela de Marías, espía curioso que camina por las calles de Madrid tras los pasos de Beatriz Noguera. Los personajes de Marías, cinéfilos y contempladores atentos a todo cuanto sucede, dialogan así con el cine de Hitchcock. Asumen, de modo autoconsciente, su adscripción a una estirpe cinematográfica. Es el legado de haber visto muchas películas en la oscuridad del cine. Así lo manifiesta Jaime Deza, el narrador del ciclo de Oxford, cuando en Tu rostro mañana atribuye a su discurso la condición de una herencia fílmica, como si hubiera escuchado todas sus palabras en el cine, conformando así un nudo indisociable —el falso hiato— entre la ficción y la vida: «Todas estas frases que hemos visto pronunciar en el cine las he dicho yo o se las he oído a otros a lo largo de mi existencia, esto es, en la vida, que guarda mucha más relación con las películas y la literatura de lo que se reconoce normalmente y se cree» (págs. 29-30). Vértigos, desvelos y fantasmagorías de dos creadores que supieron mirar el mundo con los ojos de quienes ya no pueden ver sino un resquicio y, sin embargo, persisten en «seguir pensando y seguir mirando», como aconseja Juan Deza, el padre del narrador, en Tu rostro mañana. A través de la lente de Hitchcock, la narrativa de Javier Marías se lee bajo una luz distinta. Las páginas de la novela se pliegan a un acercamiento original, inusitado, puestas en el espejo de sus fotogramas. La literatura, que quiso postular su autonomía estética, confluye ahora con los lenguajes del cine. Y quedaría incompleta, acaso huérfana, sin la pupila que le dio origen.
El pensamiento literario mariesco y la restitución filosófica de lo real
Por Santiago Bertrán Pérez La frase, descarada e inolvidable, se cuenta entre los asertos más emblemáticos que hoy permiten definir la teoría poética de Javier Marías: «... como todo el mundo sabe pero no todo el mundo está dispuesto a reconocer, la tradición novelística española es, además de escasa, pobre; además de pobre, más bien realista; y cuando no es realista, con frecuencia es costumbrista» (Literatura y fantasma, pág. 55). Con esta afirmación rotunda y a la vez plagada de ironía, pronunciada por el autor en su célebre conferencia de 1984 «Desde una novela no necesariamente castiza», Marías dejaba patente desde muy pronto su crítica al realismo histórico del género de la novela en nuestro país, un defecto del que no estaba libre, según él, ni siquiera la generación del 98 —más ambiciosa que otras épocas «desde un punto de vista formal», pero igualmente obsesionada con el tema de España»—, y que había vivido su nuevo momento de apogeo con el «social-realismo» de los escritores de la generación anterior a la del autor, adscritos a la idea de una novela «militante», «útil», con «mensaje» y muy poco dada al «ornamento». Es bien sabido cómo la narrativa de Javier Marías surgió en parte como reacción a este realismo engagé de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, cuyos efectos fueron denunciados por tantos otros contemporáneos suyos como Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix o Antonio Muñoz Molina (lo explicó con detalle Alexis Grohmann en su libro fundacional Coming Into One’s Own. The Novelistic Development of Javier Marías). También es sabido
cómo la evolución creativa de Marías y su búsqueda de una voz propia se ha traducido no obstante a partir de cierta época —de forma implícita desde la aparición de El siglo en 1983 y ya de manera rotunda en el 2002 con el primer volumen de Tu rostro mañana— en una literatura cada vez más preocupada por una serie de asuntos centrales de la historia española reciente, como la cuestión de la memoria histórica, la violencia y la Guerra Civil o en general el peso insoslayable del pasado sobre el presente (temas estos abordados siempre, eso sí, desde la dimensión ambigua, poética y distante de sus narradores «fantasma», como apuntó Isabel Cuñado en El espectro de la herencia. La narrativa de Javier Marías). En su camino hacia la madurez como creador, Javier Marías ha ido modelando, pues, ciertos asuntos que volvían, como se ha dicho, sobre «la realidad», así como ciertos temas que revelaban el fundamento ético de su literatura. Menos evidente puede que haya sido acaso el otro «retorno a lo real» que ha ido también mostrando sin embargo desde sus inicios esta obra, a saber: el de «lo real» no en un sentido histórico, temático o estilístico, sino en un sentido, en rigor, metafísico, un sentido del que, a decir verdad, Javier Marías no ha estado nunca apartado, dado que es inherente a su visión estética. Se trataría, en efecto, de la restitución de la realidad metafísica a la que va adscrita su manera de entender la literatura y, en particular, su rechazo del realismo. De hecho, cabría pensar que, tras la falta de interés del autor por los «temas» y «mensajes» prescritos por la época «realista» en que le tocó crecer, o tras su inclinación por el estilo, el ornamento y el juego sin «utilidad» ni
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Julián Marías. Fotografía: Revista Gente y la actualidad (Oct-dic 1983), Buenos Aires, Argentina.
compromiso explícitos, no subyace acaso sino una cierta disconformidad con lo que ese realismo como concepto literario tenía por «real», así como un deseo de probar la mayor amplitud y expansión de la realidad. Uno de los conceptos más importantes que ha utilizado Marías en sus ensayos y que nos permiten delinear este esfuerzo personal hacia una realidad más «radical» —por decirlo a la manera orteguiana— es el del «pensamiento literario». Es este, como explicaba el novelista en «Contar el misterio», texto célebre de 1996, un pensamiento «diferente de cualquier otro, del científico y el filosófico y el lógico y el matemático y hasta el religioso o político»:
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No se trata, claro está, de pensamiento sobre la literatura ni sobre lo literario; sino de un pensar literariamente sobre cualquier asunto, y es este un pensar privilegiado y a la vez difícil, porque puede contradecirse y no está sujeto a razonamiento ni a argumentación ni a demostraciones. Puede parecer arbitrario y caprichoso y también ridículo, puede contener una visión y su contraria, opiniones y juicios opuestos y hasta aseveraciones no del todo comprensibles ni analizables por el entendimiento, quizá más por el discernimiento. Pero esas proposiciones a veces gratuitas y enigmáticas dicen, en su mundo de representaciones, y lo que es más llamativo, a menudo las reconocemos
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como verdaderas, y pensamos: «Sí, esto es así». A diferencia de otras clases de pensamiento, que sí son conocimiento, el literario es una forma de reconocimiento, para mí al menos. O dicho de una manera a la vez simple y enrevesada: es una forma de saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía (El hombre que parecía no querer nada, págs. 458-9).
Mucho se ha dicho de este concepto que introdujo el escritor en los años noventa y que hoy es clave para analizar su teórica poética. Por su profundidad filosófica y sus peculiaridades se ha hablado de su conexión con, entre otros, las ideas de Kant, Nietzsche, Bergson, Heidegger, o con el pensamiento de la postmodernidad en su conjunto. Sin embargo, la ambición metafísica de realidad que impulsa el concepto se torna más clara cuando se lo analiza en paralelo con las ideas de aquel que lo ideó, el filósofo Julián Marías, padre del novelista. Fue a principios de los años ochenta cuando impartió el filósofo en las aulas del Instituto de España y en colaboración con la UNED un curso titulado precisamente «El pensamiento literario en la España del siglo XX». Con él se proponía demostrar Julián Marías, como cuenta en su libro de memorias Una vida presente, que «la literatura era una forma de pensamiento, rara vez considerada como tal» (pág. 792). El tradicional poco aprecio de este valor esencial de la literatura tendría que ver seguramente, según afirmaba el filósofo en otro lugar por la misma época, con el predominio en la novela española, y especialmente en la crítica, de un «realismo» bastante extemporáneo y achatado, de una preferencia por la novela «social» que eliminaba toda imaginación y toda complejidad personal, para proyectar las figuras sobre un solo plano y hacerlas, así, planas y bidimensionales, no reales y de bulto —y esto quiere decir, tratándose de lo humano, con una esencial componente de irrealidad y fantasía— (prólogo a La sinrazón de Rosa Chacel, pág. 10).
No sorprende que en sus propios textos Javier Marías haya aludido en términos parecidos, si bien siempre de forma, claro está, mucho menos sistemática que el filósofo, a esta misma idea de la «irrealidad» y la «fantasía» como componentes metafísicos imprescindibles de la realidad humana. Así lo ha expresado por ejemplo el escritor: El novelista realista o al que así se llama, aquel que al escribir sigue instalado y viviendo en el territorio de
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lo que es y sucede, ha confundido su actividad con la del cronista o el reportero o el documentalista. El novelista verdadero no refleja la realidad, sino más bien la irrealidad, entendiendo por esto último no lo inverosímil ni lo fantástico, sino lo que pudo darse y no se dio, lo contrario de los hechos, los acontecimientos, los datos y los sucesos, lo contrario de «lo que ocurre» (Literatura y fantasma, págs. 163-4).
Esta representación literaria de «la irrealidad» significa que la ficción, según la plantea Javier Marías, «le permite [al autor] vivir en el reino de lo que pudo ser y nunca fue, por eso mismo en el territorio de lo que aún es posible, de lo que siempre estará por cumplirse, de lo que no está aún descartado por haber sucedido ya ni porque se sepa que nunca sucederá» (Literatura y fantasma, pág. 163). Esta doble distinción que establece Javier Marías entre lo real y lo irreal y entre lo que es y lo que puede —todavía— ser representa, en efecto, una consideración muy notable desde el punto de vista filosófico, pues lo que hace es situar su narrativa en un plano metafísico muy concreto en el que lo que se persigue es rescatar, en sus propias palabras, «el cúmulo interminable de lo que a la vez no sucede y sucede, o lo que es lo mismo, de lo que pudo y puede ser» (Literatura y fantasma, pág. 116). Es aquí donde entra el valor particular del «pensamiento literario» frente a, por ejemplo, la ciencia, como se expresa en el fragmento citado de «Contar el misterio». Sólo la literatura, se sugiere ahí, entendida al modo no científico o, lo que es igual, «realista», entendida por tanto sin sujeción «a razonamiento ni a argumento ni a demostraciones» en sentido racional estricto, puede dar cabida a la realidad humana en su inmensidad radical, y sólo así puede aquella servirnos de orientación en la dimensión actual y potencial a un tiempo que es nuestra vida. La literatura de Javier Marías constituye una forma de «pensamiento» no porque nos presente una mente o una conciencia en el acto de reflexionar, sino porque ese pensar tiene, como decía Julián Marías, un afán de orientación, de «pensamiento» en sentido orteguiano, de «saber a qué atenerse». «Pensamiento es lo que el hombre hace para saber a qué atenerse, sea lo que quiera», dice Julián Marías en la primera de las lecciones de su curso. Las posibilidades de esto son innumerables, claro está, pues cada individuo particular hallará una manera concreta que lo oriente mejor en su circunstancia individual. «Hay muy diversas formas de orientarse en la vida, hay muy diversas formas de pensamiento», dice el filósofo:
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... del pensamiento matemático —al tomar un ejemplo de pensamiento estrictamente racional— hasta la operación de invocar a Dios para que nos oriente, o de un modo más extremo, sacar una moneda y echarla a cara o cruz para tomar una decisión, todo lo que el hombre hace para saber a qué atenerse, para orientarse, para decidir lo que va a hacer, lo que va a ser, es pensamiento. Dirán ustedes que las diferencias son inmensas. Claro que sí. […] Que la atención de los filósofos se haya concentrado sobre ciertas formas particulares de pensamiento es una cosa; que las otras no sean también pensamiento, es un error. Hay un pensamiento mágico; la humanidad ha ejercido el pensamiento mágico durante milenios. Hay un pensamiento filosófico. Hay un pensamiento científico. Hay un pensamiento técnico. Hay un pensamiento político. Son muy diversas formas de pensamiento. Desde el punto de vista lógico o desde el punto de vista del entendimiento, tienen una jerarquía, evidentemente, son más o menos racionales. Es evidente que entre el pensamiento mágico y el pensamiento estrictamente filosófico, desde el punto de vista de la racionalidad, hay un abismo. Pero son pensamientos, son formas de pensamiento.
Pues bien, junto a todos estos, añade Julián Marías, «hay una forma más de pensamiento, que es el literario», porque «justamente se escribe, se hace literatura para orientarse en la realidad, para interpretarla, para entenderla, no con un sistema de conceptos como hace la ciencia, o como hace, en forma aún más rigurosa, la filosofía, pero sí para entenderla»; la literatura posee, pues, «una función de exploración de la realidad». En este sentido, la distancia con el pensamiento científico es absoluta. Si para Javier Marías, la ventaja de la literatura reside en que «no depende de un hilo conductor razonado ni necesita mostrar cada uno de sus pasos» (Literatura y fantasma, pág. 236), para Julián Marías sucede igual: «... el científico se anda con pies de plomo, como dice el estupendo modismo español. La ciencia es lenta, es pesada, va por sus pasos contados, y los tiene que justificar en cada caso»; con la filosofía, por otra parte, esto es incluso más evidente, pues el que filosofa observa, «ve» la realidad, no sirve de nada si lo que dice no lo está de verdad viendo, pero, al mismo tiempo, la suya «es una visión que se justifica, no se limita a ver, sino que justifica eso que ve, puede dar razón de ello». En cambio, la situación de la literatura
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es otra: el artista es «el hombre irresponsable, o si se quiere, divinamente irresponsable», como recuerda el filósofo que decía su maestro Ortega, ya que el artista dice lo que ve, señala y nos lleva a mirar, pero «no tiene la obligación de explicar lo que ve, de justificarlo». Como ha afirmado también el propio Javier Marías en alguna ocasión, «a los escritores, en realidad, no les gusta mucho pensar ni hablar sobre lo que han hecho o cómo lo han hecho» (Literatura y fantasma, págs. 13-4). La noción del pensamiento literario tal y como la descubre Julián Marías permite, pues, comprender que «la literatura se mueve en el ámbito de lo posible»: ... la ciencia no puede conformarse con la mera posibilidad. Tiene que justificarla, tiene que probarla, la interna, la real posibilidad de las cosas. La literatura no. Por eso la literatura descubre, explora, hace incursiones en todos los sentidos, de las cuales algunas resultan reales luego. La literatura tiene una función de invención, de hallazgo, una función heurística sumamente importante.
Precisamente uno de los motivos que ha esgrimido Javier Marías para defender el valor de la literatura es el hecho de que esta «pertenece al reino de la invención en su sentido etimológico de descubrimiento o hallazgo», pues esa palabra, inventar, «viene del latín invenire, que no quiere decir otra cosa que ‘encontrar’, o más bien ‘descubrir’» (Literatura y fantasma, págs. 79 y 171). Como explica el padre, sucede que, «frente a los pies de plomo de la ciencia, está la ligereza de la literatura», pero es que «esa ligereza es absolutamente esencial», dado que «la esfera de lo meramente posible es la de la literatura». O dicho de otro modo: esas exploraciones literarias de lo posible resultan esenciales porque logran sin embargo «que se posea todo un lado de la realidad que de otro modo quedaría oculto», constituyen estas exploraciones de lo posible, por tanto, una forma de esclarecimiento de «la realidad humana», que va siempre más allá de lo meramente «real» en el sentido de lo actual o presente. Es este un hecho sobre el que insistió mucho Julián Marías a lo largo de toda su vida. Como ya explicara en su obra capital, Antropología metafísica, la persona humana es una realidad que se encuentra unida a «la futurición, a esa tensión hacia delante —o pretensión— que es la vida», pues «el hecho insoslayable es que vivimos primariamente en el futuro»:
No soy futuro, entiéndaseme bien, sino perfectamente real y presente; pero en español hay un maravilloso sufijo: -izo, que indica inclinación, orientación o propensión; […] pues bien, yo soy futurizo: presente, pero orientado al futuro, vuelto a él, proyectado hacia él. Yo estoy en este mundo y en el otro: el que anticipo, proyecto, imagino, el que no está ahí, el de mañana; y este, el de mis proyectos, ese mundo irreal en el cual soy «yo», es el que confiere su mundanidad, su carácter de mundo, a este mundo material y presente, que sin el yo futurizo no lo sería (págs. 35 y 21).
Desde el punto de vista metafísico, pues, la realidad humana es «parcialmente irreal, ya que lo futuro no es, sino que será», que será, se entiende, en el sentido de que podrá ser, pues «se trata del futuro, y más en general de la posibilidad» (Antropología metafísica, págs. 36 y 21; el énfasis es del filósofo). La realidad humana no se reduce así simplemente a lo material y presente, sino que se compone asimismo de lo posible, o sea, que, en rigor, la persona es «irrealidad», irrealidad que, en un sentido metafísico, es absolutamente real. En este sentido, la literatura de Javier Marías, por su parte, puede con razón considerarse como una narrativa fundada en el esfuerzo de restitución de todas esas posibilidades que nos constituyen no sólo en cuanto pérdidas o frustraciones o proyectos y vidas descartados, sino también —lo más grave— en cuanto posibilidades todavía latentes en nosotros y aún sujetas por tanto a la contingencia de su actualización, ya que, como afirma el novelista, «lo que sólo es posible sigue siendo posible, eternamente posible» (Literatura y fantasma, pág. 164). La interpretación que hace Javier Marías de lo real y del lugar propio que ocupa frente a ello la creación literaria entra de lleno en conexión con el esfuerzo análogo que realizó su padre en el campo de la metafísica y que llevó al filósofo a una lucha constante a lo largo de su carrera contra el pensamiento realista tradicional. «El predominio de la idea de “cosa” en la interpretación tradicional de la realidad», explicaba en Antropología metafísica, «llevó a oscurecer la función rigurosa del mundo como escenario y a verlo como una gran cosa o la suma de todas las cosas, despojándolo así de su carácter verdadero»: Toda la literatura «realista» procede de este error, y convierte el mundo en un inmenso repertorio de «datos» o cosas dadas, que «están ahí» y se pueden enu-
merar, catalogar y describir; los realistas —dije hace mucho tiempo— son los que engañan a la realidad... con las cosas (págs. 89-90).
En efecto, lo real, pese a lo que nos dice el apriorismo cientificista que rige inveteradamente nuestras concepciones, va mucho más allá de lo material, del «dato» o las «cosas»: «el mundo está, ciertamente, lleno de “cosas”, y gran parte de esas cosas son “físicas”, reductibles a átomos, protones, electrones, mesones, etc., pero no son la realidad primaria» (Antropología metafísica, pág. 87). La realidad material o física puede medirse, registrarse, catalogarse, comprobarse en un archivo o en el laboratorio, pero «hay que darse cuenta», como advierte Julián Marías, «de que la vida es excesiva, desborda de lo “real”, va siempre más allá de lo que es. Así en la obra de arte confluyen la realidad y la virtualidad» (Imagen de la vida humana, pág. 537). El análisis de la reflexión filosófica en torno al pensamiento literario que llevó a cabo Julián Marías en su curso de 1982-1983 y que ya venía haciendo el filósofo desde mucho tiempo atrás nos permite reconocer la legitimidad y el estatuto riguroso de realidad de esas cosas inventadas o posibilidades y asimismo, por tanto, el de la literatura como instrumento de exploración y hallazgo de esos «lados de la realidad». Desde el punto de vista metafísico, esto es, desde el punto de vista radical que sólo el pensamiento radical de la filosofía nos puede ofrecer, vemos que esas posibilidades, invenciones o irrealidades también son realidad, y es por eso, por último, por lo que el inventarlas permite descubrirlas, como ha defendido siempre Javier Marías en sus textos teóricos y como vemos manifestarse en su escritura narrativa errabunda que encuentra y orienta frente a la «zona de sombra». Frente a una metafísica tradicional basada en lo material y presente, Julián Marías nos demuestra que la realidad humana también es irreal, que va más allá de lo que «es». Con su exploración estrictamente literaria, Javier Marías penetra y explora ese territorio profundo de lo posible, pero sólo para descubrir —y en ello reside el gran valor filosófico de su narrativa— que este forma parte también de nuestra realidad. Es la irrealidad real, en suma, de lo que pudo y por tanto aún puede ser, y que es algo que este autor no ha olvidado ni perdido de vista. Al asumir estos mismos supuestos en su crítica al realismo de la tradición novelística española, Javier Marías recupera también, no de forma programática sino como hecho inherente, todo un proyecto filosófico.
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Peripecias y perturbaciones: El arte poética en Javier Marías y Julian Barnes Por Heike Scharm La conexión entre Julian Barnes y Javier Marías no es una gran revelación. Ambos escritores han proclamado en más de una ocasión ser lectores de las obras del otro. Marías incluye a Barnes desde hace muchos años en la lista de sus lecturas y lo cuenta, entre Sebald y Villoro, entre uno de los autores contemporáneos más destacados. Incluso sus lectores han reconocido el parentesco. La pintora Charlotte Shroyer, por ejemplo, se inspira en El sentido de un final y Negra espalda del tiempo para su cuadro Remembering Time (2016), y Wamuwi Mbao ha comparado la forma cuidadosa en que Barnes configura la trama de su última novela, The Only Story (2018), con obras como Tu rostro mañana. En cuanto a la influencia de Aristóteles en la obra de los dos escritores, tampoco hace falta insistir mucho en ello, ya que es un hecho bastante reconocido. Marías mismo menciona al filósofo griego a menudo y su nombre aparece frecuentemente, aunque siempre de paso, en los ensayos críticos sobre su obra. Asimismo, Jonathan Barnes, hermano del autor de Flaubert’s Parrot, es un experto reconocido de la obra de Aristóteles, con varios importantes volúmenes publicados (las obras completas del filósofo en 1984, por ejemplo, o el prestigioso The Cambridge Companion to Aristotle, 1995), más otro cuyo prólogo fue escrito por el mismo Julian Barnes (Coffee with Aristotle, 2008). No obstante, el objetivo de este artículo no es probar las influencias entre Marías y Barnes. Más bien, mi lectura de Así empieza lo malo (2014) y El sentido de un final (2011) quiere mostrar la gran relevancia que todavía tiene la primera teoría literaria conocida en el mundo occidental en la ficción contemporánea. Así empieza lo malo es la duodécima novela de Marías, El sentido de un final la decimocuarta novela de Barnes, o sea, son obras de escritores en la cima de sus respectivas carreras, ambos cuentan con trayectorias impresionantes e internacionalmente reconocidas.
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Publicadas con sólo tres años de diferencia, ambas novelas han sido recibidas bien por la crítica y los lectores. En cuanto a la estructura, las características de sus personajes principales, las particularidades del estilo y de la trama, las novelas siguen las recomendaciones de Aristóteles sobre cómo escribir una buena fábula (o sea ficción). El filósofo griego insiste en la importancia de organizar los sucesos y de fijar su orden, es decir, de sus causas y efectos —«lo más principal de todo es la ordenación de los sucesos»—, porque es este orden el que determina el sentido de la fábula. Además, un relato debe tratarse como un conjunto orgánico, con un principio, medio y fin, y con todas sus partes interrelacionadas: «Todo es lo que tiene principio, medio y fin. Principio es lo que de suyo no es necesariamente después de otro; antes bien, después de sí exige naturalmente que otro exista o sea factible. Fin es, al contrario, lo que de suyo es naturalmente después de otro, o por necesidad, o por lo común; y después de sí ningún otro admite. Medio, lo que de suyo se sigue a otro y tras de sí aguarda otro. Deben, por tanto, los que han de ordenar bien las fábulas, ni principiar a la ventura, ni a la ventura finalizar, sino idearlas al modo dicho». En esta idea aristotélica se encuentra la clave para reconstruir el sentido de ambas obras. Tanto Barnes como Marías apuestan por una estructura temporal doble, es decir, que se desarrollan dos planos temporales paralelamente. Uno, de forma aparentemente cronológico, reconstruye los episodios significativos para la trama que ocurren décadas antes del momento de la reflexión intradiegética. El recuerdo está constantemente interrumpido por las intrusiones del presente desde el cual se evalúan y reevalúan las cadenas de eventos, a la vez que se admite la poca fiabilidad de la memoria. En el proceso de convertir los recuerdos en fábula, el narrador tiene que reconstruir las causas y los efectos, y, a partir de esta reconstrucción, evaluar y juzgar el carácter de los personajes y de
sus propios actos y decisiones. El orden de los sucesos (sus causas y efectos), sin embargo, es ambiguo en ambas obras, pero es esa misma ambigüedad la que hace avanzar la trama. Más que determinar con certeza lo que viene antes o después, lo que se cuenta es lo que podría haber ocurrido antes o después, según el interés del narrador. Ambas novelas siguen esta lógica, a la vez que cuestionan la posibilidad de reproducir el verdadero orden de los sucesos. Sobre todo, porque el punto de partida de la narración se sitúa décadas después de los sucesos que se intentan reconstruir. El largo paso del tiempo, las insuficiencias de la memoria, los narradores que evitan pintar una imagen negativa de sí mismos influyen en la tergiversación del orden y, por lo tanto, en la tergiversación del sentido de los eventos. Así pues, Tony Webster, el personaje principal de la novela de Barnes, inicia la narración con la admisión de que «I remember, in no particular order» y «... what you end up remembering isn’t always the same as what you have witnessed»; o «I need to return briefly to [...] some approximate memories which time has deformed into certainty» (pág. 3), mientras que Juan de Vere lamenta ya en las primeras páginas —una suerte de prólogo a la novela— que «sólo nos restan tanteos y aproximaciones» a la verdad, por lo que uno no puede hacer «más que circundarla e intentar discernirla a distancia o a través de velos y nieblas» (pág. 34). Más que establecer un orden cronológico, ambos narradores regresan al pasado desde distintos planos temporales, cada plano con su propia capa de conocimiento superpuesta, para reconstruir diferentes versiones de su relato. En El sentido de un final, dependiendo del momento temporal de la enunciación, Verónica es un personaje sin escrúpulos, una loca inestable («fruitcake»), que rompió el corazón de Tony y Adrian hasta conducir al segundo al suicidio. En esta versión, el narrador se pinta como personaje trágico merecedor de la lástima del lector y de los otros personajes. En otros momentos de más claridad (o sinceridad), se intercalan reflexiones y otros recuerdos que cuestionan el comportamiento del narrador en el pasado, quien, además, admite que con el tiempo «there is less corroboration, and therefore less certainty, as to what you are or have been» (pág. 65). No sólo cuestiona su capacidad de recordar, también admite la posibilidad de haber desordenado la sucesión de los hechos, y así mezclado las causas con sus efectos. Por ejemplo: «“After we broke up, she slept with me”,
flips easily into “After she slept with me, I broke up with her”» (pág. 48). Ambas novelas se corresponden con las dos formas de tragedia descritas por Aristóteles: una fábula sencilla llena de omisiones y recuerdos manipulados, y una fábula compleja, que sería el mismo relato, sólo que reordenado y ampliado con el conocimiento que provocan la revelación y el reconocimiento. En El sentido de un final, la fábula sencilla sería que Tony Webster, un hombre jubilado, recuerda a sus amigos del colegio, entre ellos Adrian Fynn y una exnovia, Verónica, chica inestable y manipuladora con la que pasó un fin de semana en la casa de sus padres y con la que rompe poco después. Unos años más tarde recibe una carta de Adrian, quien le pide su consentimiento para salir con Verónica. Tony recuerda que contestó con una postal y otra carta, donde les dice que no le importa y le advierte a su amigo del carácter problemático de Verónica. Unos meses después, recibe noticias del suicidio de Adrian y cuarenta años más tarde las de la muerte de la madre de Verónica, Sarah, quien le deja quinientas libras y el diario de Adrian. Sin embargo, Verónica, ahora mayor, se niega a entregarle el diario a Tony y lo destruye, confirmando con ello de nuevo su mal carácter. En vez de dárselo, Verónica se lo lleva a la ciudad donde le enseña a un hombre con síndrome de down de unos cuarenta años. Tony da por hecho que es el hijo de Verónica y Adrian. Verónica se marcha sin darle explicaciones. El sentido del final se tergiversa cuando Verónica le entrega la carta que Tony les había mandado hacía cuarenta años. El momento de la peripecia («a profound and intimite shock», 117) llega cuando Tony se da cuenta de que el contenido de la carta que él recuerda haber escrito (expresión de indiferencia, algo de indignación y advertencia) y su contenido real (crueldad, insultos, maldiciones) son completamente diferentes, lo que le implica además en el suicidio de Adrian. El sentido se tergiversa una segunda vez cuando Tony descubre que el hombre al que creía hijo de Verónica y Adrian es hijo de la madre de Verónica (Sarah) y de Adrian, y se tergiversa, posiblemente, por tercera vez, cuando el lector empieza a sospechar que el episodio de la visita a la casa paterna de su novia cuando era joven está lleno de omisiones, y que el mismo narrador podría ser el hijo de la madre de su exnovia. Esta última versión gana en verosimilitud, puesto que explicaría el comportamiento antipático de Verónica todos estos años (lo que sería
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Heike Scharm. Peripecias y perturbaciones
efecto de los actos de Tony, y no su causa) y el testamento de Sarah. La fábula compleja incluye varios momentos de reconocimientos trágicos: el reconocimiento del narrador de su propia crueldad, manipulación y tergiversación, el reconocimiento de la paternidad del hijo de Sarah y el reconocimiento de su propia soledad y de su vida vacía en la vejez. Esta reordenación y revisión de los sucesos repartiría la responsabilidad y complicaría aún más las vidas y destinos de todos los personajes. De esta forma, las «cosas terribles y lastimeras [...] suben muchísimo de punto, y más si acontecen contra toda esperanza por el enlace de unas con otras» (pág. 47). La insinuación al final de la posible paternidad de Tony ocurre contra toda esperanza. Parece improbable, pero verosímil. En la nota que deja tras su muerte, Adrian indica como causa de su suicidio las «acumulaciones» (pág. 93). Lo expresa en su diario con dos ecuaciones seguidas por un signo de interrogación: «b = s – vx + a1 o a2 + v + a1 x s = b?» (pág. 94). Cada letra representa a uno de los personajes y visualiza de forma matemática el enlace de los personajes, de los sucesos y de las «cosas terribles y lastimeras». B = el bebé, a1 = Adrian, a2 = Anthony (Tony el narrador), v = Verónica y s = Sarah, su madre. El objetivo de las ecuaciones es averiguar «how far do the limits of responsibility extend?» (pág. 94). También las anteriores reflexiones autoexculpadoras del narrador adoptan entonces un nuevo sentido trágico. Ya no puede excusar sus cuestionables actos diciendo que «No one had got pregnant, no one had got killed» (pág. 43), porque en efecto, ambas cosas sí ocurrieron. La novela, con el sentido de este final, se desvela como fábula compleja, según Aristóteles, con una unidad orgánica y con todos los sucesos ordenados e intercalados. La estructura de Así empieza lo malo sigue el mismo patrón aristotélico de la fábula simple que se amplía paulatinamente hasta convertirse, después de una serie de peripecias, en fábula compleja. De nuevo, la trama, a pesar de sus casi seiscientas páginas, se podría resumir en pocas frases. Juan de Vere, o Juan Vere, un hombre de unos cincuenta años, recuerda la época de la Transición, cuando trabajaba para un cineasta, Eduardo Muriel, frío y abusivo (verbalmente) con su mujer Beatriz Noguera. Después de una serie de intentos de suicidio fallidos, Beatriz se mata. Otras historias intercaladas se focalizan sobre personajes secundarios, franquistas o exfalangistas, como el Dr. Van Vechten, cuyo comportamiento despreciable durante y después de la dictadura empieza a descubrirse —supuesta-
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mente— debajo de la máscara de la persona honrada. El protagonista Juan se porta casi como un narrador extradiegético, estrictamente limitado al papel de un observador y memorialista. Sin embargo, al igual que en la novela de Barnes, el que aparece como testigo de una fábula simple, juzgando, condenando y distinguiendo entre inocentes (Beatriz, Juan) y responsables (Van Vechten, Muriel), se revela pronto como la pieza central de una fábula compleja donde él mismo no sólo tiene que aceptar parte de la responsabilidad del desenlace trágico, sino que empieza a reconocerse moralmente (anagnórisis) en la persona antes condenada por él: Jorge Van Vechten = J. V. = Juan Vere. La ordenación de los hechos, es decir, las causas y los efectos de los sucesos, forma primero una clara línea narrativa (fábula simple) hasta bifurcarse en una constelación rizomática. Una versión, la más obvia, supone que el suicidio de Beatriz es la causa del comportamiento frío de su marido, consecuencia de la omisión malintencionada de su carta por parte de ella hace años. Sin embargo, Juan se entera más tarde de que Beatriz estaba embarazada de tres meses cuando se mató, lo que hace creíble que Juan fuera el padre (causa) y que Beatriz se hubiera matado por esta razón (efecto). Cuando Juan describe el encuentro entre Van Vechten y Beatriz en el santuario de Nuestra Señora de Darmstadt, lo hace desde un presente en el cual ya sabe de la muerte y del embarazo de Beatriz. Ordenando los sucesos según causas y efectos, podemos cuestionar su intención al relatar este episodio y preguntarnos cómo el conocimiento del embarazo de Beatriz podría influir en la narración. Las descripciones de la supuesta escena erótica son evasivas: «... la espalda fue vista y no vista, pero ya creí reconocer la de Beatriz» (pág. 168). Y, ¿era Van Vechten?: «... nada aparecía de él, ni un cabello» (pág. 170). Incluso el sentido mismo de la escena queda poco claro: «Imaginé que el hombre, al darle la vuelta, le habría subido la falda» (pág. 170). Juan recuerda haber visto «la cara de Beatriz durante lo que me figuraba un orgasmo» (las cursivas son mías; pág. 171). Al final de la descripción reconoce, desde el presente de la escritura, que «[l]a expresión de Beatriz podía responder a cualquier cosa y yo no estaba con ella [...]. Porque no era yo el que se lo hacía, si es que se lo estaban haciendo» (pág. 172). Al igual que en El sentido de un final, la poca fiabilidad del narrador está clara desde el inicio. Él mismo admite, ya desde las primeras páginas, que los recuerdos se falsean y manipulan por propio interés: «... falsea quien cuenta algo haciendo mohín de ino-
cencia, [...] como falsea el viejo que evoca desde su madurez y no desde la ancianidad que domina su visión entera del mundo y el conocimiento de las personas y de sí mismo» (pág. 31). No sabemos lo que pasó entre Beatriz y Van Vechten, pero sí sabemos lo que pasó entre Juan y Beatriz. Juan seduce a Beatriz sólo días después de que ella saliera del hospital con las muñecas todavía vendadas, en un momento de gran inestabilidad y vulnerabilidad, aprovechándose de su «probable desorientación y confusión y fragilidad» (pág. 382). Su comportamiento sería entonces parecido al acto imperdonable del que se acusa a Van Vechten, personaje despreciable, que «se habría portado de manera indecente con una mujer» (pág. 67). Y aún peor, a la hora de acostarse con Beatriz, Juan piensa en su hija adolescente, Susana, con la que acabará por casarse. Cuando llega el momento de peripecia se pregunta: «¿Fui yo ese? ¿Hice yo eso? ¿Tan feo era mi antiguo yo? Si es así, no puedo alterarlo» (pág. 448). Pero a la admisión de culpa no sigue arrepentimiento o deseos de mejorar. Todo lo contrario: Juan propone que la única manera de vivir con la culpa es «aumentarla, procurar que las nuevas culpas cubran las más antiguas y las ensombrezcan o difuminen o minimicen, hasta que por fin todas hayan pasado y no quede cabeza en el mundo capaz de recordarlas» (pág. 449). Las consecuencias trágicas, al igual que en El sentido de un final, afectan no sólo a los actores de la trama, sino además a las generaciones venideras. ¿Se acordará Susana de haber visto a Juan y a su madre aquella noche? ¿Se enterará de que su madre estaba embarazada cuando se quitó la vida? ¿Lo sabía Beatriz y se mató sabiendo que no podría enfrentarse a su marido? ¿Sabe
Susana que lo sabía Beatriz, y que Juan, su marido, era la causa de la muerte de su madre? La novela se cierra abriendo la trama hacia el futuro y así se completa el sentido del título y se justifican los versos de Shakespeare: «So, again, good night. / I must be cruel only to be kind: / Thus bad begins and worse remains behind» (Hamlet III, 4, 178-180). En su libro sobre la influencia que han ejercido los escritores anglosajones en Marías, Gareth Wood recuerda que Marías, al igual que Aristóteles, opina que «mimetic art can offer more penetrating insight into the human condition than other structures of thought» (págs. 106-7). Y es cierto que el objetivo final de la poética de Aristóteles, según un consenso general, es la educación moral de los ciudadanos. La enseñanza de ambas novelas presentadas aquí es clara. El sentido de un final y Así empieza lo malo nos recuerdan la facilidad y la firmeza con las que juzgamos y condenados a los demás y nos absolvemos a nosotros al mismo tiempo. Nos recuerdan la posibilidad de que nos falte, siempre, una pieza, por minúscula que sea, que pueda destruir y subvertir la imagen que tenemos de los demás y, aún más importante, de nosotros mismos. Cuando todo se intercala nadie puede sustraerse a las acumulaciones y hay que estar al tanto, siempre, de que «el pasado tiene un futuro con el que nunca contamos» (Así empieza lo malo, pág. 532). No obstante, más que un fin didáctico moral, las reflexiones del filósofo griego sobre «el arte poética» conciernen a la creación literaria en sí, o sea, a la preocupación por «what makes a literary work of art successful in its own special terms —with tragic drama, the consummate literary form, selected for particular attention», como escribe G. R. F. Ferrari. Ferrari ofrece una interpretación del arte poética que se aplica también a la concepción artística de autores como Barnes y Marías. La tragedia, según Aristóteles, es sobre todo una obra de arte «whose proper pleasure derives not from increased moral understanding but from the emplotment and eventual dispelling of the play’s suspense. Tragedy is plot for plot’s sake». El escritor, y esto es cierto en el caso de Julian Barnes y de Javier Marías, no cumple la función de un profesor de ética o de un filósofo, sino que es simplemente un seductor, un titiritero, como Tony Webster, como Juan de Vere, que primero nos previenen y luego nos hacen olvidar que sus universos no son más que artificios, sus personajes invención, y los héroes, por los que tememos y sentimos lástima, no más que fábulas. Javier Marías. Diada de Sant Jordi (2015). Fotografía: Amad Álvarez
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E l ci e l o r a s o
El rey de un reino junto al mar… (Javier Marías habla sobre Reino de Redonda) Por José Antonio Vila
Aparte de ser escritor y de haber sido un excepcional traductor, Javier Marías es, y esto quizá sea menos conocido, monarca tongue-in-cheek de una pequeñísima isla caribeña llamada Redonda y también editor de un pequeño sello que lleva el nombre de la isla. El lector que desconozca la historia relativa a Redonda puede encontrarla en las novelas Todas las almas y Negra espalda del tiempo. Sobre Reino de Redonda (la editorial, no la isla), Javier Marías tuvo la amabilidad de responder a unas cuentas preguntas.
El catálogo de Reino de Redonda es muy variado. Encontramos obras de autores extranjeros, de escritores del ámbito hispánico, obras contemporáneas, otras de siglos pasados, grandes autores, autores «menores», narrativa, libros de ensayo y de historia, etc. ¿Qué criterios sueles emplear como editor a la hora de publicar un libro? El criterio es el capricho, supongo. Reino de Redonda publica un par de títulos al año (debe de ser la editorial más pequeña de todas, lo cual no impide que jamás se la mencione en los artículos sobre esa clase de editoriales: como si de hecho no existiera), así que ni yo ni la editora, Carme López Mercader, nos sentimos «obligados» por nada. Publico obras que estaban incomprensiblemente descatalogadas o que habían sido pasadas por alto; otras desconocidas y de grandísimo interés, como Viaje de Londres a Génova de Baretti, que en realidad es un viaje por la España del siglo XVIII llevado a cabo por un personaje muy singular e inteligente; otras simplemente porque en alguna época de mi vida me gustaron, como Cuentos de las orillas del Rin, de Erckmann-Chatrian, un librito delicioso; otras porque están escritas por mujeres muy sagaces a las que, preci-
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samente ahora, se hace poco caso, como los dos volúmenes de Rebecca West del catálogo [El significado de la traición y Un reguero de pólvora]; otras como agradecimiento, como las de Richmal Crompton. El conjunto será ecléctico, y de eso se trata. De que no haya «línea editorial». Lo único que me guía es la calidad de los títulos o el placer que me han dado, sin que me importe nada si se trata de grandes autores o autores menores, de literatura «noble» (como Browne o Conrad) o popular. Todo cabe a priori. Por otra parte, me veo limitado por la enorme competencia existente hoy en día. Hay tantas pequeñas editoriales que a veces me encuentro con que ya alguna ha contratado títulos que me interesaban. Me sucedió con las tres novelas excelentes de Janet Lewis [La mujer de Martin Guerre, El fantasma de Monsieur Scarron, El juicio de Sören Qvist]. La editorial que había adquirido sus derechos en castellano los perdió al cabo de un tiempo y entonces pude hacerme con ellas. Pero otros proyectos me los han «pisado», por así decir. Ahora, con internet, casi cualquiera puede estar informado de las mayores rarezas. Veo que se publican ahora obras que yo conocía desde los años setenta y a las que nadie había hecho ni caso. Bien está, claro. De eso no voy a quejarme. ¿Cómo crees que ha condicionado el hecho de ser novelista tu faceta de editor? De ninguna manera. Un editor es más un lector que un escritor (o novelista), así que, como he dicho, me guío más por mis gustos de lector y por mis intereses como tal. Y, como tal, la historia me interesa, de ahí los dos títulos de Runciman [Las vísperas sicilianas y La caída de Constantinopla 1453], o Los Papas de Norwich, o Historia de una demencia colectiva, de Reck-Malleczewen. O incluso los dos de Rebecca West. Lo más que podría decir, respecto a la pregunta, es que, al ser –creo— un novelista honrado y no ocultar nunca mis fuentes de inspiración o mis estímulos, a veces me he empeñado en publicar obras que tenían que ver con mis novelas bajo uno u otro concepto, como La mujer de Martin
Guerre o El coronel Chabert, o bien he recuperado a Sir Thomas Browne, que estilísticamente fue una gran influencia en su día, lo mismo que Conrad. Digamos que a veces Reino de Redonda me ha servido para poner mis cartas sobre la mesa, justo lo contrario de lo que hacen la mayoría de novelistas. Un aspecto que has cuidado con especial esmero es la calidad de las traducciones. De hecho, has recuperado ahí algunas de tus viejas traducciones, como la de El espejo del mar de Joseph Conrad, El crepúsculo celta de W. B. Yeats o La religión de un médico/El enterramiento en urnas, de Sir Thomas Browne. ¿Qué es lo que más te preocupa, o qué es aquello en lo que más te fijas, en una traducción? También recuperé las de Stevenson y Hardy que hice hace mil años [De vuelta del mar. Antología poética y El brazo marchito, respectivamente]. Valía la pena que esos textos estuvieran disponibles y no me suponían el gasto de encargar una traducción. Reino de Redonda es deficitaria, aunque nunca hago cuentas, porque si las hiciera me llevaría las manos a la cabeza. Me he encontrado con sorpresas desagradables con algunas traducciones encargadas a traductores con buena fama, que me han entregado verdaderos desastres, con el consiguiente gasto extra de una revisión o incluso retraducción íntegra. Algunos libros han dado mucho trabajo, por esa causa, a Antonio Iriarte o a Carme López Mercader, unos ben-
ditos a los que nunca podré expresar suficientemente mi gratitud. No entiendo algunas grandes reputaciones de traductores. Los críticos son ciegos o ignorantes completos. En fin, por fortuna también he recibido buenas traducciones. Lo mínimo es que sean fieles (y eso no siempre sucede hoy en día), y que el castellano refleje bien el original y a la vez sea fluido y legible. Si además hay calidad literaria, mejor que mejor. Creo que en Reino de Redonda son destacables las llevadas a cabo por Antonio Iriarte y por Mercedes López-Ballesteros. Si se compara El coronel Chabert de esta última con las versiones hechas por traductores del francés de fama, se ve que la diferencia es abismal a favor de ella. ¿Qué retrato tuyo como lector crees que puede emerger cuando se repasa el catálogo de Reino de Redonda? Un librero inglés de viejo con el que luego hice amistad me dijo que cuando yo era meramente un cliente, le resultaba imposible «etiquetar» mis gustos e intereses a partir de mis compras. Que parecía interesarme todo, muy variado. Novela, poesía, relatos, historia, ensayo de arte, filosofía, todo de diferentes siglos… Me imagino que lo mismo ocurriría al intentar «juzgarme» por el catálogo de Reino de Redonda. Hay de todo (dentro de que son pocos títulos en total), y hay siglo XVII, XVIII, XIX, XX y XXI. Me imagino que mi curiosidad me lleva a dispersarme y a ver interés en demasiadas cosas. Un algoritmo se volvería medio loco, tal vez, o así me gusta creerlo. Nunca hay que especializarse, en contra de lo que se predica hoy en día. Cuanto más se especializa uno, más cosas apasionantes deja de lado e ignora. ¿De qué libro, de entre todos los que has editado, te sentirías más orgulloso de haberlo escrito tú? De El espejo del mar, de Conrad. Y, como lo traduje, en cierto modo lo he «reescrito» en mi lengua. Es un libro maravilloso y mucho menos conocido que las novelas de su autor. Es el libro que regalo más a menudo. Y, claro, me habría encantado escribir La caída de Constantinopla 1453, de Runciman, pero eso sí que sería un imposible. Este título, por cierto, es nuestro libro más vendido, casi diez mil ejemplares. Con diferencia. Otra obra fantástica y apasionante, en la que a uno le importa enormemente lo que va a suceder y por qué, pese a saber perfectamente cómo acabó Constantinopla… Es uno de sus grandes méritos. Javier Marías. Feria del Libro de Madrid (31/05/2015). Fotografía: Mr. Tickle
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L a vi d a b r e v e
Aquella tarde republicana de telas y tijeras con un biombo Elsa Veiga La mano de María entre las telas prendió todo el dolor, salió la guerra. Mamá desde la tumba la miraba, mamá la vigilaba y tumba era. Desde el sofá en el que estoy sentada veo a mis padres cuando eran felices. Imagino, desde la recién estrenada democracia española, su recién estrenada República, y a mamá desnudándose cada noche tras el biombo. Tengo sus muebles, tengo su historia. Ya hace un mes de la vuelta y aún no me he atrevido a restaurar lo poco que me queda de ellos. Lo que es seguro es que no los dejaré como están, hay que intentar que se vean como fueron, son parte de mi vida y de mi madre, de la que a pesar del tiempo transcurrido aún tengo un recuerdo tan vivo. Hay escenas, retazos de memoria que se conservan siempre y, rememorados una y otra vez, no sabemos ya si realmente sucedieron o son más bien producto de una reelaboración de la memoria, lo que nos hubiera gustado que fuera o lo que creemos haber visto para justificar un trauma infantil. Recuerdo muchas cosas de la infancia y lo que recuerdo tiene que ver precisamente con mi madre y este biombo ya viejo que debe ser restaurado. Mi querida Flora habla de mamá. Llevo cinco días sin dejar de escucharla y eso quizá ha hecho crecer mis imágenes del pasado. Una de las más intensas es su cuerpo desnudándose tras el biombo mientras yo llegaba despacio desde el otro lado y le daba un susto asomándome bruscamente. Se enfadaba un poco, pero enseguida reía. La veo bellísima, con el olor a algún perfume de rosas a pesar de que, por lo que me cuenta Flora, las otras mujeres de la revista donde colaboraba la criticaban por eso. «Vamos, como si por ser republicana no pudieras llevar perfume y ropa interior bonita», decía Flora ofendida. «Tu madre era elegante y preciosa, además de inteligente, y eso era difícil de llevar. Una mujer única». Me recuerdo una tarde, dormida casi o febril, en la gran cama de mis padres, a la que sólo me dejaban subir o tumbarme en casos excepcionales, como debió de ser aquel. Veo a mamá tocándome la frente y desenrollando después un montón de telas sobrantes del almacén. Papá tenía el negocio abajo, una bonita tienda de tejidos en la misma Carrera de San Jerónimo, frente al Llardy. Mamá podía ayudarle entre horas, todo el tiempo que le dejaba libre la revista. Papá decía que no la necesitaba, que Martín y él se apañaban bien, pero mamá sabía que se apurarían sin ella. Aquel día encontré a mamá nerviosa, cortando las telas con unas tijeras que se me antojaron enormes, quizá debido a la fiebre. Chas, chas, chas, recuerdo el ruido de las hojas en el aire. La habitación estaba en silencio y mamá tirada en el suelo recortando las telas. En un momento desnudó el biombo. Desprendió los extremos de los trozos de tela que cubrían cada una de sus partes y tiró con fuerza hacia abajo, pues en algunas zonas estaban más adheridos. Después, fue colocando los nuevos.
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Los días en torno a aquella tarde habían sido extraños. Mamá solía estar de buen humor siempre, y papá y ella nunca discutían. Pero ahora lo hacían, y a menudo, creo que porque mamá salía mucho y llegaba tarde, agotada. Se sentaba en el orejero del salón, donde yo estoy sentada ahora, y se pasaba las manos por el rostro mientras yo la miraba desde la mesa, esperando una cena que ese día, de nuevo, llegaba demasiado tarde. Papá la miraba también, preocupado, y ella lloraba a veces y decía que algo malo iba a pasar y yo le preguntaba que qué era eso tan malo que pasaría. Ella me miraba entonces sin verme, más allá de mí misma, quién sabe a qué. Aquella tarde de telas y tijeras descubrí el miedo en mamá. Había visto, sucediéndose ante mis ojos, en los últimos días, la pena, el cansancio, la furia, la nostalgia… Y aquella tarde vi el miedo, como si una sombra le hubiera cruzado a mamá el rostro y se le hubiera quedado pegada, y a pesar de intentarlo no pudiera quitársela. Imagino su miedo en el Madrid de 1936, con el calor asfixiante que aún recuerdo, cuando una sombra me cruzó a mí el rostro otro día de julio, con tan sólo seis años, no mucho después de la tarde de telas, de tijeras y de biombo. Papá había cerrado la tienda antes de tiempo y hablaba en voz baja con el empleado Martín, mientras me acunaba entre sus brazos. Demasiado fuerte me apretaba, lo notaba nervioso. Mamá no había vuelto a casa, y en la calle se oían gritos y trote de caballos y algún tranvía al pasar. A mí me daba miedo tanto ruido aquel día y abrazaba a papá por la cintura mientras él seguía balanceándome sobre sus rodillas. Al cabo de muchas horas, ya de noche, sentimos retumbar el portal, de la calle venían ecos de la turba en las aceras. Papá casi me tira al suelo al levantarse y Martín se apresuró a sujetarme para que no saliera corriendo detrás de mi padre, que ya había llegado al portal. Oí un gemido alargado, como el ulular de una sirena molesta, constante aunque no estridente. Me solté de las manos de Martín, que al oír el gemido de mi padre se había aflojado, en un gesto derrotado, de desdicha, de no hay nada que hacer. Esto lo pienso ahora y quizá no es cierto porque el recuerdo podría estar adulterado por lo que después supe, por la historia de la muerte de mi madre y de cómo mi padre supo de la muerte de mi madre. Mamá fue atropellada por un tranvía el 18 de julio de 1936, el día en que en España estallaba la Guerra Civil, de la que hoy, por fin, estoy de vuelta, cautelosa, extraña en un país que nunca fue mío y al que hoy regreso con aprensión a pesar del cambio, que no acabo de creerme. Mi madre murió y papá lo perdió todo, y no únicamente por la muerte de su mujer, Rosa, o no sólo, sino también porque todo su dinero se fue con ella, y aunque lo buscó no pudo encontrarlo y no hubo a quién preguntarle. Mamá se había asegurado de esconder aquellos ahorros en lugar seguro y la muerte le pilló de sorpresa, como la sombra días antes, que le transformó el rostro. Papá nunca pudo encontrar sus ahorros de toda una vida. Buscó y rebuscó, levantó todo el suelo de baldosa, habló con Flora, pero nadie ni nada supieron decirle, darle una pista, así que se dio por vencido. Una tarde lo vi rodeado de los rodillos con las telas, tirados aquí y allá, mientras gritaba y maldecía y Martín lo miraba espantado, tan impropia la escena. Con la guerra nos fuimos y dejamos los muebles a la hermana de mi padre, que apoyaba el Alzamiento y siempre había visto con malos ojos la República y a mamá, por ese orden. «Esa mujer tiene veneno, escúchame bien. Veneno». Esto me lo contó papá sin acritud una noche parisina en el exilio, como si con las confesiones del pasado pudiera
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Elsa Veiga. Aquella tarde republicana de telas y tijeras con un biombo
devolver al presente la dicha y lo perdido. Me contó muchas cosas. Me contó del dinero, se reía recordándolo. «Dónde estará el puñetero», decía. Con la vuelta a este Madrid sucio y feo, tan cambiado también en mi memoria, vuelvo a recuperar la historia de mis padres. Flora me ha ayudado a recordar a mamá estos últimos días. Ella ya regresó hace un par de años. Y es con ella con quien voy a buscar los muebles de mis padres, sus historias bien tapadas en un sótano. Los ha guardado mi primo, el hijo de la hermana de mi padre que decía que mamá era veneno. Parece ser el portavoz del tiempo, y cuando me abre la puerta al sótano este me traslada al pasado menesteroso y guerrero, al Madrid de 1936, que despierta en mi recuerdo. Elijo lo que quiero llevarme y le agradezco el cuidado de esos objetos. Parece algo molesto por la selección y la criba, como si esperara que me lo llevara todo. Parece no oírme, no obstante, sonámbulo en una ciudad dormida pero aún llena de vida, que en breve volverá a estar despierta. El Madrid de 1978 me trae olor a flores, a mamá y al biombo. Esa mamá Rosa, que olía bien y era bella y se desnudaba cada noche ahí detrás. Lo miro, algo recostada en el sofá orejero. Y es de repente que me viene a la memoria lo olvidado, quizá lo desechado por ser tan niña cuando pasó. Entre los recuerdos antiguos siempre hay un destello que detona un hecho o pensamiento del presente. El recuerdo tantas veces evocado atrapa de pronto una nueva imagen que añadir a la composición y que estaba arrinconada en la memoria. Y lo veo todo. Veo a mamá agachada cortando telas con el chas, chas, chas de las tijeras, pero veo también un sobre grueso y cómo se introduce entre las telas. Me levanto del sofá y lo palpo antes de confirmarlo con mis ojos. Me estremezco. Para esto no estaba preparada y me echo a llorar. Mucho después arranco las telas, unas sobre otras en cierto orden superpuestas, y descubro el secreto tesoro de toda una vida, unos billetes grandes, republicanos, que son también mi historia y mi vida. Pero el sobre no está totalmente en blanco, no es sólo soporte y almacén. Con la característica caligrafía inglesa de mamá, están escritos en el anverso nuestros nombres, el mío y el de papá, María y Mateo, que son os quiero y esto es vuestro porque mamá siempre supo lo malo que sería lo que había de pasar pero nunca imaginó cuánto. Pliego el biombo y chirrían las bisagras. Huele a rosas y a viejo. Madrid ha amanecido sin ruido de tranvías. Me agarro al sobre con fuerza. Comenzamos de nuevo.
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Elsa Veiga (Santiago de Compostela, 1972) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Se dedica a la comunicación cultural y a la edición de textos literarios y es locutora de audiolibros para Penguin Random House. Colabora en la revista Brit Es Magazine. Sus relatos han sido galardonados en distintos certámenes literarios. Ha publicado el relato El verano de Tom Sawyer (Ediciones Torremozas, 2015) y el poemario Manejemos la pena (Ediciones Torremozas, 2016).
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Liany Vento García Manos de tela Parecía un juego. Nos levantábamos cuando el cielo empezaba a despejar la noche. Abuelo ponía la palangana con agua en el baño. «¡Afuera el sueño!», decía sonriente. Mientras calentaba el café, yo me vestía con el pesquero, la camisa a cuadros y las botas. Antes de salir, abuelo me recordaba los guantes. «¿Para qué?». Y él sin contestarme volvía al cuarto para traerme aquellas manos de tela que siempre demoraron la partida. Me hacían sudar, pero abuelo nunca entendió. Por eso en el camino iba en silencio, como molesto, concentrado en alumbrar la senda abierta dentro de aquel monte que respaldaba nuestra casa. No sonreía hasta llegar a la explanada y ver el mar. Entonces hacíamos lo de costumbre. Apilábamos los cuerpos bien cerca de la orilla. Abuelo los cogía por los hombros, yo por los pies, que es la parte menos pesada. Los hacíamos balancearse y a la cuenta de tres los lanzábamos al agua. A veces abuelo me dejaba contar. Parecía un juego, pero él ha fallecido, estoy flaco y me duelen las manos. El más grande de la casa Danny quiere ser como tú. Él conoce que has logrado cosas grandes en tu vida. Danny quiere ser un hombre grande. Por eso te observa siempre. Lo sabes y no te molesta: te hace sentir importante. Hoy crees estar solo. No lo ves espiarte por la rendija que descubrió ayer, en el escaparate, y que lo comunica con tu cuarto, el más grande de la casa. Danny no comprende lo que haces, mas no deja de observarte con detenimiento. Aunque siente miedo, no aparta la vista del orificio que lo conduce a su mayor antojo: tus secretos. Danny olvida el temor. Da paso al asombro cuando ve que tu nariz se agranda, tu nariz que parece un tinajón. Va a romperse. Danny ve las grietas, incluso siente el sonido del barro a punto de quebrar. Se asusta. Ya no eres tú lo que divisa sino una nariz que se mueve de un lado a otro, «nariz superlativa», inconforme, nariz que vuelve a respirar como si deseara poseer todo el aire. Danny ya no te percibe. Imagina que estás inconsciente sobre el suelo. Está aterrado. Sale de su escondite y corre a tu habitación. No puede entrar. Se desespera. El cuchillo dentro del picaporte es llave que lo lleva hasta ti. Se da cuenta de que no estás muerto, pero apenas respiras y no sabes manipular la nueva figura. Se te acerca. Danny quiere pedir auxilio, que vengan a ayudarte; Danny te quiere, pero su único deseo es parecerse a ti. Entonces recuerda todos tus movimientos. Tiene miedo, pero tú no lo enseñaste a ser cobarde. Danny sufre: es una lástima que no lo veas imitarte, inclinado sobre la mesa de noche y respirar hondo, hondo. Es una lástima que no puedas notar cómo le crece la nariz.
Liany Vento García. (Santa Clara, Cuba, 1982) tiene publicados los libros de cuentos Close up (Sed de belleza, 2010), El olor de los fulanos (Letras Cubanas, 2012), Nubes (La luz, 2014) y la novela breve Algo de sangre (Áncoras, 2017). Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en revistas y antologías en Cuba y en otros países de Hispanoamérica.
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El castillo de Barba Azul
Poemas de
Marcus Roloff Del libro reinzeichnung. Wunderhorn: Heidelberg, 2015. Traducción del alemán: Geraldine Gutiérrez-Wienken
rilke cut
camino del pueblo a la linde del bosque
playa cerca de trieste acantilado y farallón y espuma de invierno
el invierno se traga la orilla del lieps y la hierba es un resto de verde, como debajo
caliente y nada es tan cierto como las voces de la memoria y quién, si yo gritara
de un vaso de leche emerge el país a la orilla, a dos grados sobre cero, en el chapoteo del lago aparece esa imagen
el martes primero de enero dosmildoce me oiría y reaccionaría fuera de los reglamentos turísticos contra esta descarga de papel impermeable pesado vacío
paseo con ella alrededor de mi cuerpo y también con usadel, ambos me llevan otra vez a mi extravagante y extraña mirada que salta, se adelanta, se desliza, y no es que se me ocurra, así sin más, sino como un camino del pueblo a la linde del bosque, la linde del bosque que veo desaparecer en el espejo, al revés, mientras yo intento desde aquí dar un paso en su dirección
… sereno, pero y sin ningún plan caigo soñoliento en una maraña de calles y de plazas el que habla por hablar muere, ahí con los años y los motores, esa luz acorazada como sarcófago abierto, primero la gramática y después la moral, me mantiene, fijo en el espacio como a Lenz, cuando el mundo estaba a sus pies, un afecto sin palabras
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Marcus Roloff (Neubrandenburgo, 1973) es poeta y traductor. Estudió Germanística, Filosofía y Ciencias Culturales en la Universidad Humboldt, Berlín. Premio Lauter Niemand de poesía política, 2010. Entre sus publicaciones se encuentran im toten winkel des goldenen schnitts (Gutleut, 2010), reinzeichnung (Wunderhorn, 2015) y waldstücke (gONZoverlag, 2017). Es cotraductor de la primera antología de Rafael Cadenas al alemán, Klagelieder im Gepäck. Gedichte (parasitenpresse, 2018).
Poemas de
Martina Weber Del libro Häuser komplett aus Licht. Poetenladen: Leipzig (inédito). Traducción del alemán: Geraldine Gutiérrez-Wienken
Estenografía, sismógrafo, este país se nos aleja, nadando. En un mar iluminado, la botella del náufrago flota a la deriva. Aquí tienes tu billete. Entre nosotros un seto o una cerca (no puedo traducirlo) una luz susurrante. Molde, grisalla, código de Morse, todo tan cifra borrosa. Existe una frontera. Para rescatar algo yo había hecho garabatos sobre este papel. No subestimes las palabras pero es que no se trata de las palabras. Se trata de un movimiento un avanzar apenas posible. Ponte los zapatos, ve más allá del asfalto siéntate sobre la bolsa de plástico que una vez perteneció a un café y ahora es iluminada por el sol de la tarde. Sin fronteras. Tal vez. Este papel se titula: Los autonautas llegan al mar abierto y hablan de la continuación del diálogo. (Y los números nada significan.)
Como si fuera un parque de sombras olvidado. El país y sus contornos están aquí y allá. A mi lado, un muchacho juega con lápices y borradores, sólo acá, el frente se movía. Rayos infrarrojos. Un espacio portátil. Por las noches, el grano ardía en los campos y, aquí en la frontera, el humo muerde todavía. El pulso del saltamontes en el hueco de mis manos. En el cuerpo el miedo persiste aún, no quiere desaparecer. De los aviones ellos habían lanzado recortes de aluminio para confundir a los radares. Alguien contó que había leído los jirones y los había pegado a los ventiladores de su casa. Ahora, con los ojos cerrados, suenan como hojas de árboles gigantes, susurran con la brisa del verano.
Martina Weber nació en Mannheim. Es poeta y abogada. Ha obtenido numerosos reconocimientos: Beca de escritores, Fráncfort 2009; Beca de Trabajo del Ministerio para la Ciencia y el Arte, Hessen, 2014; Premio Martha Saalfeld, 2016. Desde el 2005 dirige el Taller literario II, en el Centro de Literatura fundado por Kurt Drawert, en Darmstadt. Publicaciones: erinnerungen an einen rohstoff (poetenladen, 2013) y Häuser, komplett aus Licht (poetenladen, 2019).
Primavera en tierra baldía, sombras. Aletean las ramas pesadas de los árboles, como un pájaro grande, amarrado. El olor a números de estadísticas en cualquier libro escolar. Partículas de cal colorean el paisaje. Lentamente. Alguien dibuja venados rojos echados o peleándose bajo los árboles. De golpe, el río se iluminó desde el fondo. Circuitos, halografías y siglos esculpidos sobre las fachadas de las casas. De golpe, un gato saltó del capó, con las patas pintadas de blanco. Casi frases. Barridas por el viento.
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El castillo de Barba Azul
Poemas de
Ron Winkler Del libro Karten aus Gebieten. Schöffling & Co: Frankfurt del Meno, 2017. Traducción del alemán: Geraldine Gutiérrez-Wienken
3 En realidad, este es uno de los lugares de mi país natal. Aquí escribí el sol en su momento. Algunas cosas han cambiado para ser otras. El camino a Dios conduce, ahora, a través de plantaciones de aceite, la comida se reparte en un vaso de lágrimas. Pero la intensidad es fabulosa. Lámparas de luces rojas suministran calor a las lagartijas en mal tiempo. Los hombres se encuentran, eso creo, en su estado verdadero. Aunque nosotros creemos que ellos sólo pueden usar el dativo. Ellos descartan la mayoría de las cosas como «todo implosivo». Andan con amplificadores de ruido a través de la maleza. ¿No es eso Europa entera?
Ron Winkler (Jena, 1973) es poeta y traductor. Estudió Germanística e Historia Medieval y Moderna en la Universidad de Jena. Ha ganado numerosos premios y reconocimientos, por ejemplo: Lyrikpreis Múnich, 2015; Beca de Trabajo del Senado de Berlín y Basler Lyrikpreis, 2016; Harald-Gerlach-Beca de Turinga, 2017. Entre sus publicaciones se encuentran: Prachtvolle Mitternacht. Gedichte (Schöffling & Co., 2013); Zuwendung der Zeichen. Postkarten (SuKuLTur 2014); Karten aus Gebieten (Schöffling & Co., 2017); Silbersteinbriefe (Literatur Quickie, 2018).
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11 El resplandor de las medusas nos cubrió de nieve, y también nos ató, les dimos el gusto de regodearse en oh nuestra parte interior. A través del tubo de respiración vimos peces que podían reproducirse. La marea baja subió a nuestra frente como si estuviéramos pasando, por dominio a través de todas las cañas. La caña del barco. Nos quemó la garganta. Hasta la siembra de plancton. Ustedes entienden. También África era follaje para arrancar – y qué hermoso, nosotros no estábamos plenamente conscientes de ningún horror en el delta entre el Débito y lo que Es.
13 Primero cayó la fruta, luego la nieve y después Cartago. Yo espero, que también a ustedes les vaya muy bien.
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Radical. 7 Escritura última de mujeres poetas en Barcelona: Poesía críptica, inversa, sospechosa, original, vértebra, futura y próxima
Por Jaime D. Parra En los últimos tiempos, especialmente desde 2011, desde que apareciera el libro de Luna Miguel Tenían veinte años y estaban locos, que fue realmente otro comienzo, hemos ido viendo surgir una nueva expresión poética por toda la península, especialmente de mujeres, que ha recibido distintos nombres: críptica, inversa, sospechosa, original, futura, próxima, vértebra, radical. En Andalucía, Hijas del pájaro del fuego (2012) recogía algunas de las mejores poetas españolas de la época post-Medel. En Galicia, 13: Antoloxia da poesía galega próxima (2017) sucede a la preparada por Miriam Reyes sobre las poetas inmediatamente anteriores, Punto de ebullición (2015). En Asturias, Siete mundos: Selección de nueva poesía (2015) recoge voces de aparición reciente. En Barcelona, -A: Mujer, lenguaje y poesía (2017) selecciona varias poetas de la geografía nacional, en especial voces últimas. Un amplio abanico de poetas mujeres, con posterioridad a la crisis, o en medio de ella, que han empezado a llamar la atención en el panorama poético, por su preparación, su radicalidad y su calidad. La gran afluencia de mujeres al mundo de la escritura, desde los años ochenta, época del boom, volvió a ser confirmada a principios de siglo XXI con voces que se impusieron desde diversos ángulos y desde distintas editoriales, como DVD, El Gaviero, Baile del Sol o La Bella Varsovia, entre otras muchas. Algo de lo que ya se hicieron eco varias publicaciones, como las antologías Deshabitados (2008) o Quien lo probó lo sabe (2012), las revistas Quimera e Ínsula (núm. 805-806) o los estudios de Malos tiempos para la épica (2013). Sin olvidar selecciones como Pedra foguera (2008), en catalán, o Som-
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bras di-versas (2016), en castellano. Poesía de los años 2000-2010, especialmente. Pero posteriormente a esas fechas algo ha vuelto a ocurrir. Algo se mueve de forma distinta. En Barcelona, en concreto, en lengua catalana, castellana o en expresión bilingüe, hemos visto una nueva escritura, nueva afluencia. Basta examinar las publicaciones del último quinquenio, por ejemplo, para advertir el fenómeno: la antología Mig segle de poesia catalana (Del maig del 68 al 2018) (2018), de Proa, el estudio Poesia catalana avui (2017), de Fonoll, o la selección Generació (H)original, de LaBreu, todas en catalán; o las antologías Voz vértebra (2017), de Kokoro, Poesía In-versa (2018), de In-verso, o Poesía bajo sospecha (2018), de Animal Sospechoso, estas en castellano, por citar sólo unos pocos casos. En espacios como No Llegiu, L´(H) original, Miscel-lània, Utopía, La Impossible, Calders, Malpaso, Candaya, Barataria o Animal Sospechoso, entre otros, algo nuevo se ha ido manifestando. Se trata de una poesía con varias muestras y tendencias, pero que tiene una constante constatable: abre a las mujeres una mayor presencia y, en muchos casos, una mejor escritura, con el predominio ahora de las voces de ellas. Se puede hablar incluso de un nuevo boom de poesía catalana: la de las mujeres. Poesía última. Nueva expresión. Escritura radical. Lo que dicen no había sido dicho nunca antes con tanta libertad. Con tanta cercanía. Con motivo de ello, hemos seleccionado unas cuantas poetas representativas de distintas tendencias —todas nacidas con posterioridad a 1980— y las hemos reunido para que nos expliquen ellas mismas el fenómeno.
Mireia Calafell. Fotografía: Pep Herrero ©
Cuestionario En este último lustro hay la percepción de que algo se mueve en la poesía de mujeres, de que algo distinto se está creando ¿Cuál es tu opinión al respecto? ¿Crees que tiene algo que ver con la crisis? ¿Cuándo empiezas a escribir? ¿Qué te motivó a ello? ¿Qué referencias has seguido, dentro o fuera de la poesía? ¿Con qué público te has encontrado? ¿A quién te diriges? ¿Cómo llevas la combinación del mundo digital y el del libro? ¿Qué aportan las redes sociales a tu trabajo? Algunos observadores hablan de distintos tipos de poesía al referirse a la última aparecida: críptica, in-versa, sospechosa, di-versa. En tu caso, en concreto, ¿desde dónde escribes? ¿Cómo te planteas el hecho poético? ¿Cuál es tu aportación al nuevo panorama poético? ¿Es necesario llevar más público hacia la poesía? ¿La poesía se acerca al espectáculo? ¿Es una solución el recital, el directo? ¿Qué piensas que es un poeta en el siglo XXI? ¿Tiene alguna función? ¿O es un gesto ya innecesario? ¿Y la crítica?
Mireia Calafell (1980) Hay dos momentos clave que marcan mi relación con la escritura. El primero es la muerte de una de mis mejores amigas con diecinueve años. Fue un golpe durísimo del que sólo puede resguardarme a través de la poesía. El segundo tiene otro tono: la participación en un seminario en la universidad y en el marco del Doctorado de Literatura Comparada. Era un seminario en el que descubrí por primera vez a autoras como Judith Butler, Rosa Braidotti o Donna Haraway, además de artistas como Barbara Kruger o Venus Boyz. El impacto fue tan grande que me puse a escribir lo que sería mi primer poemario, Poètiques del cos. Puedo decir, entonces, que escribo y empecé a escribir como consecuencia de un impacto, una colisión y una herida. La poesía es para mí un lugar de reflexión, el espacio en el que me descubro y desde el que me detengo a mirar el mundo con otros ojos, otro tiempo más pausado y, sobre todo, otra manera de decir. Me gusta escribir a partir de un concepto. Escribí primero sobre el cuerpo, después a partir de la idea costuras y finalmente a través de las mudas y sus acepciones. Recientemente —aunque no está publicado todavía el libro— lo he hecho sobre la noción de nosotros. Cuando me preguntan cuál es la función de la poesía siempre respondo con otra pregunta: ¿y la función de la música? No entiendo por qué exigimos a la poesía una definición y una función clara cuando no se nos pasaría por la cabeza pedir lo mismo a otras disciplinas artísticas. Es un sinsentido sobre el que tendríamos que pensar más profundamente de lo que lo hacemos: por
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Jaime D. Parra. Radical. 7
qué la pregunta, qué dice de la poesía y qué de los y las poetas, qué está revelando acerca de todo el sistema literario y educativo, a qué intereses responde. En fin, me parece que tendríamos que hacernos preguntas sobre el porqué de la pregunta y lo cierto que es diría que nos urge.
Laia López Manrique. Fotografía: Rubén Ibarreta ©
Laia López Manrique (1982) Creo que la revitalización y la revisión del canon literario a partir de la valoración de la escritura de las mujeres es un fenómeno de época que va unido, fundamentalmente, a la reactivación política del feminismo, al menos en Occidente, y a la consiguiente pujanza de los feminismos literarios. Esto no es algo nuevo, sino
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que tiene una historia ya bastante larga, pues desde hace muchos años, desde los feminismos de los años sesenta y setenta y los feminismos académicos, se ha hecho un trabajo en este sentido. Quizás ahora se estén recogiendo algunos frutos de ese trabajo y esa lucha, especialmente en lo que tiene que ver con la visibilidad de las autoras y sus propuestas, y una cierta búsqueda de genealogías históricas de voces femeninas hacia el pasado y, también, hacia el futuro. Desde siempre mi trabajo ha ido vinculado a estos aspectos, no sólo desde lo meramente vindicativo, sino también desde lo que se podría llamar «el placer del texto» y la reflexión sobre lo que de innovador y arriesgado tiene la escritura de las mujeres respecto de la relajación acomodaticia de ciertas poéticas conformadas desde la posición del centro, del poder, tradicionalmente patriarcal. Por tanto, sí, es una escritura de crisis y crítica la que me interesa, una escritura de fracturas que tiene muchos referentes posibles. Empecé a escribir muy temprano, aunque hasta el año 2012 no se publicó mi primer libro, Deriva. La razón por la que escribo es la pura necesidad, sin más; la literatura es el modo que he encontrado para comunicarme y me ofrece una ventana y un refugio que otras personas encuentran en otros lugares. Hay algo intrínseco y muy entrañado en mi manera de relacionarme con los libros y con el lenguaje, algo que más bien tiende a lo animal, a lo rumiante: una suerte de digestión, una incorporación muy vívida de las palabras y el texto. Ese es el espacio desde el que escribo y leo y no sé si el espacio desde el que aporto algo; desconozco cuál es mi aportación, creo que no es algo que corresponda determinar a quien escribe sino a quien lee o escucha. En el caso de la poesía, doy mucha importancia a la oralidad y a la recepción; siempre digo que escribo en voz alta, y es cierto. Trato de cuidar en lo que puedo el acto de donación de los poemas en público, en un gesto performativo que tiene que ver, sobre todo, con la voz, su introyección y expresividad. Para mí la poesía o lo poético, si tiene algún sentido en este tiempo, es el de excavar túneles para topos, abrir vasos comunicantes, poner en relación diversos mundos. La poesía piensa y re-dice y es un poco habitación efímera y un poco argamasa, y también un incensario donde queman o se queman preguntas, como decía Artaud que era el material del que estaba hecha la vida: de preguntas quemadas.
Lola Nieto (1985) Me pregunto si la poesía escrita por mujeres se viene agitando sólo en el último lustro o es un movimiento que se está dando desde hace mucho más, pero, antes, a lo que hacían algunas mujeres —no sólo en poesía; en cualquier arte o profesión también— no se le prestaba atención y, por tanto, dejaba de ser algo distinto para ser nada. Quizás lo que está cambiando, de a poco, es la atención que se brinda. Aunque eso no significa que haya igualdad entre la creación de hombres y mujeres, porque sólo hay que acercarse a la nómina de premios importantes o a las antologías donde el sesgo no sea la reunión de escritura de mujeres: los hombres apabullan, la institución y el poder público les otorga un espacio y una visibilidad mayor. Cuando era pequeña, mi padre me contaba un cuento cada noche. Todas las noches. A veces los repetía. Y entonces me gustaba decirlos en mi cabeza mientras él los decía en voz alta. Los contábamos a la vez, aunque él no lo sabía. Los memorizaba y luego, durante el día, los repetía pero no con mi voz sino con la suya. Empecé a escribir entonces y de memoria. Luego, han llegado las obras que le han dado un vuelco a mi mirada, como la escritura de Chantal Maillard, el cine de Apichatpong Weerasethakul, Lav Diaz, Naomi Kawase o Tsai Ming-liang, los manga de Inio Asano, Yuki Urushibara, Shintaro Kago y Junji Ito, o incluso los libros de ilustración o cómic de Marc-Antoine Mathieu, Paz Boïra, Louise Ducatillon, Hanneriina Moisseinen, Doublebob, Jung-Hyoun Lee. En todos ellos hallo lo extraordinario, aterrador y deslumbrante: los cobijos de los mundos, un cobijo para este mundo. Para mí, la relación con el lector sucede especialmente en una lectura porque es entonces cuando está íntimamente relacionado nuestro vínculo con el lugar que ocupamos en la performance, que el lector o espectador y yo ocupamos. Somos dos y muchos en un mismo lugar y un mismo momento, y la energía camina en ambas direcciones. Esa sensación, compartir la avalancha pequeña que vibra entredós y el dos es múltiple, es una comunicación tremenda y feroz. Escribo desde todas las voces que me atraviesan y no sé. Deseo una poesía muy animal, fosforescente, llena de ruidos y saltimbanqui, una caricia y una cuida, una voz mujer, una mente niña. Anna Gual. Fotografía: Rubén Ibarreta ©
Anna Gual (1986) La poesía siempre ha sido crucial en el desarrollo del ser humano. Y aunque parezca que la modernidad pueda matarla, la poesía es una de las artes más actuales y más adaptables al siglo XXI. Por su brevedad, su precisión y su capacidad de fabulación, la poesía es indispensable en nuestro tiempo. Como indispensable es el papel de la mujer. Es por ello que la poesía escrita por mujeres toma cada vez más y más fuerza, como un tornado imposible de parar. En mi caso personal, empecé a escribir de bien pequeña, como necesidad vital, para expresar lo que fluía en mis adentros. Para intentar —tarea imposible de conseguir— poner orden en el caos. Mis referencias, desde siempre, han sido de lo
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más dispares. Si bien la literatura es fundamental, y autores como Samuel Beckett, Felícia Fuster, Eduardo Cirlot, Antònia Vicens, Virginia Woolf o Francesc Garriga son claves en mi poética, también lo son muchos referentes pictóricos y audiovisuales como pueden ser Werner Herzog o Béla Tarr. Entiendo la poesía como un collage, por su manera de construirse y también por todas las referencias de las que me amaro. En este contexto, el mundo digital también es un elemento indisociable de mi poesía. Empecé escribiendo un blog, y fue ahí donde una editorial me encontró y me propuso publicar mi primer poemario. A partir de ahí vinieron otros poemarios, ya construidos offline, pero el mundo digital siempre me acompaña, sobre todo para difundir mis publicaciones. Por lo que se refiere a la poesía que escribo, esta se inscribe dentro de la poesía críptica, que es, a la vez, poesía mística. Alejada de la poesía de la experiencia, busco con mis poemas crear atmósferas inquietantes y reflexivas, que tengan múltiples lecturas. No me interesa describir la realidad sino crear nuevas realidades. Y poder compartirlas con público. Porque la poesía es un ser viviente, que necesita respirar, y los recitales en directo permiten acortar distancias entre el autor y los lectores. Por todo ello, la poesía en el siglo XXI es totalmente imprescindible, por su capacidad de decir aquello indecible. Laura Rosal (1988) No creo que tenga una relación directa con la crisis, tal vez a lo que te refieres es a que hay más movimiento, más voces, más diversidad. Antes podía dar la impresión de que no ocurría con tanta fuerza, no porque no existiera, sino porque directamente había una gran parte de la escritura femenina que había quedado silenciada, amordazada; como ha venido ocurriendo en muchos otros campos y disciplinas (¿cómo es posible que en el cine Agnès Varda haya tardado tanto en obtener reconocimiento? O, por ejemplo, en fotografía el caso Vivian Maier). Empecé a escribir con doce o trece años mis diarios y relatos breves. Supongo que la adolescencia es un punto de partida común para muchos. De las lecturas compulsivas viene también otro tipo de hambre: hambre de crear, de salvarse de algún modo. ¿Referentes? En poesía creo recordar que comencé picoteando un
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Iris Parra. Fotografía: Rubén Ibarreta ©
poco de todo, con Pizarnik, Alberti, Luisa Castro, Vicente Aleixandre, Boris Vian… No me dirijo a nadie en concreto. Las redes sociales las uso para comunicarme con gente cercana y para publicar mi trabajo visual, sobre todo. Escribo de forma impulsiva, un poco monstruosa. A veces he estado muchísimo tiempo sin escribir y otras de repente siento algo arder dentro y me lanzo al teclado con furia, o a al cuaderno con ganas de arañarlo. No tengo muy clara cuál es mi aportación: en la escritura todos buscamos un interlocutor, sentirnos menos solos. El recital en sí es un acto que nos acerca a
nuestro público y nos muestra tal y como somos, no es necesario hacer del acto poético un espectáculo, sino más bien naturalizarlo, mostrarlo del todo sincero. Iris Parra (1989) En expresión de mi buen amigo M. Mittags: «Pero recuerdo esas palabras de Luz de agosto: “Memory believes before knowing remembers”, y además puedo llegar a imaginar que un verso en el cerebro es como una copa, y que en los hielos está la memoria, que cree antes de que el conocimiento recuerde, y que todo empieza, en definitiva, con un vaso en el que se vierte una bebida fresquísima, no importa en realidad de cuál se trate, pero en todo caso una imaginación concreta, por más dispersa que luego pueda ser, y los hielos dan cabida a la creencia, y solo más tarde, si se deshace el hielo, al conocimiento, pero siempre en primer lugar a la creencia. Y uno puede continuar en la creencia sin dar el paso al conocimiento, por qué no, si se asegura un sitio suficientemente fresco, un sitio adecuado, protegido de la luz del sol, si es eso lo que se quiere. Pues bien, en la mayoría de los casos, me parece que Iris Parra rehúye deliberadamente esa luz, me parece que vela por mantener sus versos bajo cubierto con el objetivo principal de proteger las herencias de su imaginación, de darles solamente la cabida que su propio color les garantiza». Sinestesias entre poesía y mundo(s). Sinestesias, generación de otros topos. En la combinatoria ves el texto de otro modo, no como la voz profética que viene de fuera por impulso categórico y de la cual te desentiendes, sino como un constante repiqueteo de la palabra en el cráneo hasta que toma arquitectura. En un caso el río se desborda imparable; en el otro, se precisa domesticación ante la fiereza del espacio —aunque sin danzar con cadenas nietzscheanas—. En su contención, del límite, aflora la fuerza, se busca un organismo entre los escombros. Es en los márgenes donde se hallan, a menudo, las voces más interesantes. Maria Sevilla Supongo que empecé a escribir poesía porque necesitaba un espacio que me permitiera contar el/mi mundo desde una mirada lo suficientemente estrábica. El discurso crítico de la Academia, por supuesto, me apretaba el c***, y la distancia que por entonces veía (puede que de forma injusta) en la prosa de ficción también
Anna Gual, Iris Parra y Laia López Manrique. Fotografía: Rubén Ibarreta ©
me parecía que descafeinaba un poco lo que quería decir (y cómo lo quería decir). En los últimos años, creo que ha habido muchas personas que se han sentido en esta misma situación, y eso es fantástico porqué toda necesidad de enunciarse parcial y situadamente ante el mundo es una forma de resistir y de luchar contra los totalitarismos y contra el ojo hegemónico del capital. ¿Es esto una respuesta ante la crisis? Seguro, pero ante una(s) crisis que quizás no sale(n) en los telediarios. En mi caso, fue una crisis enunciativa que aprendí a fraguar con las voces de escritorxs como Maria-Mercè Marçal, Alejandra Pizarnik, Mercè Rodoreda o Blai Bonet. También fue, sin embargo, una crisis de referentes, y aquí no me refiero sólo al canon literario (que también, claro: obvio), sino a los canales y sus jerarquías: yo empecé a escribir, en realidad, porque necesitaba un espacio donde poder decirme y encontrarme en el caos sin órganos de la noche, el techno, la química y las discotecas. Mi relación con el mundo digital, pues, no funciona solamente como nexo de unión entre mis poemas y sus lectorxs. El apéndice también supone un cambio de paradigma en relación con los referentes del texto poético (lo orgánico se torna químico y la química circula a través de las pantallas) y en relación con los términos del texto mismo: si ya no existen límites entre el texto y el paratexto, a lo mejor tampoco los hay entre el papel, la voz y la red. La poesía, por su parte, será una desviación sospechosa de la norma (y de todo lo dicho con anterioridad).
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El holandés errante
Viajar, escribir, reconocer (penúltimo hemisferio) Texto y fotografías: Álex Chico En Quito pasé el ecuador del viaje. Es un simple juego de palabras, tópico tal vez, y predecible, aunque me sigue gustando recordar aquellos días intermedios a través de esa frase. En ella se concentran dos significados: el geográfico y el temporal, dos de las obsesiones fundamentales para entender por qué escribimos. En uno de los almuerzos en la plaza Foch, coincidimos con los escritores Marcela Ribadeneira y Eduardo Varas. A ellos les debo, entre otras cosas, que me permitieran conocer uno de los espacios más fascinantes de Quito, el Centro de Arte Contemporáneo, ubicado en un antiguo hospital militar. El edificio es impresionante, no sólo por su arquitectura, también por su situación, realzado sobre la cima de un cerro. Las vistas de la ciudad son magníficas, sobre todo desde la terraza y desde la entrada, con un pasillo ancho que disimula su amplitud mientras avanza por pabellones y escaleras. Walter Benjamin nos habló del aura, de esos lugares que generan su aquí y su ahora a través de todas las voces que se han sucedido antes, congregadas en un espacio y en un momento concretos. El antiguo hospital, ahora museo, es uno de esos territorios con aura. Las salas con instalaciones artísticas compartían espacio con un tiempo no muy lejano: ya no había enfermos ni camas ni material quirúrgico, pero sí había salas enormes y otras más pequeñas en las que imaginárselos, traerlos de vuelta: en los techos de madera, en los desconchones de las paredes, con una blancura que se había ido oscureciendo. Las manifestaciones contemporáneas se mezclaban con los vestigios invisibles de una época no tan remota. Algo que se percibía con un simple golpe de vista, respirando un aire aún enclaustrado. «La cabeza piensa donde los pies pisan», leí en uno de los telares que se exponían en las salas. Muchas de las obras empleaban ese material. Tejer, según leí en alguna parte, era una forma de acceder a un lugar al
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que no llegaba el lenguaje. El idioma, las palabras, son mecanismos insuficientes, defectuosos, porque nunca llegaremos a decir exactamente lo que nos habíamos propuesto. Quizás las manos sí lo hagan, y lo logre también una gran tela blanca que se va punteando con hilo. Aunque aparezcan desgarradas, como sucedía en una de las piezas, bordada con una imagen de Guayasamín. En el Centro de Arte Contemporáneo supe de la existencia de un grupo, el Al Zur-ich. En su manifiesto leí una exclamación que funcionaba como una declaración de intenciones: «¡No nos dan espacios, pues los tomamos no más, ahí está el parque, la esquina, la casa comunal!». El arte no está dentro de un museo, sino en cualquier sitio. También en los barrios pobres en donde el arte no suele exhibirse. En el sur de la ciudad, por ejemplo, donde suele trabajar el grupo con la intención de evitar la centralización cultural. Quito es una
ciudad separada por una montaña. No sólo divide dos zonas urbanas, también fractura dos clases sociales, dos economías, dos mundos. Cuando visitamos una ciudad por primera vez, nos imaginamos cómo sería nuestra vida si residiéramos en ella. Cuáles serían nuestras rutinas. A qué cines iríamos o a qué bares. Qué paseos trataríamos de seguir con frecuencia o dónde podríamos encontrarnos con amigos. Estoy seguro de que, en mi caso, uno de esos lugares sería el barrio de La Floresta, una zona que vagamente, sólo vagamente, me recuerda a mi propio barrio, Gràcia. Iría al cine-café Ocho y medio, por ejemplo, y buscaría algún restaurante cercano. Sería la versión quiteña de mis incursiones en el cine Verdi o mis paseos por la calle Torrijos, en dirección a alguna plaza. Imagino en La Floresta a un tipo de habitante no muy distinto al que suelo cruzarme en mi barrio. En su libro Golems, Marcela Ribadeneira escribe en uno de los cuentos: «Le gusta preparar el departamento de La Floresta que antes compartíamos para cuando la espiral de fiestas, alcohol y fracaso». Me suena el personaje y me suena también el lugar que lo acoge: un distrito con cafés, restaurantes, bares, cines, librerías, terrazas, tiendas de ropa o de diseño de autores jóvenes y exclusivos, un barrio de bohemia un poco pasado de tuerca que alberga a tipos que entienden más de inspiración que de ejecución y que se sienten más cómodos en la estética del fracaso que en la posibilidad de dar un paso adelante. Su vida trascurre entre la ficción y la realidad. Son lo que han leído, lo que han visto en alguna película y tratan de vivir una existencia ya narrada.
Frente al cine Ocho y medio hay una casa abandonada. No sé a quién pertenece en la actualidad, pero sí sé que fue motivo literario para algunos autores quiteños. Una casa con jardín, deshabitada, ruinosa pero firme. Quise entrar, aunque no me atreví a saltar la verja. Frente a ella recordé unas palabras de Daniela Alcívar: «... ¿qué son los lugares si no se puede entrar en ellos? Un paisaje nunca es propio, sólo un lugar; y un lugar no tiene entidad si no se lo recorre. Se vuelve sólo fachada, sólo superficie. No digo que no puedan amarse esas superficies, digo que no puede vivirse una superficie; para vivir un lugar hay que penetrarlo. Es como con las personas». La literatura de Daniela Alcívar me ha acompañado desde que leí por primera vez un libro suyo. Fue la guía ausente por muchos paseos que seguí en Guayaquil y en Quito. Y no sólo: también lo es por mi propia ciudad, porque hay miradas que cumplen lo que escribió José Valente: lo universal es lo particular sin fronteras. La escritura es una forma de mirar lo que tenemos a nuestro alrededor. Una observancia casi obsesiva que nos hace encontrar lugares únicos, como si, llegados a un punto, nos sirvieran como fe de vida. Una constatación de nuestro paso por el mundo. Visité el centro histórico de Quito siguiendo algunos de sus itinerarios. La primera parada fue una visita a un café con un nombre inquietante: Dios no muere. Llegué a él por la mañana, buscando la última planta de la que hablaba Daniela en una de sus crónicas quiteñas. Lo encontré abierto, pero sin luz: se habían quedado a oscuras por culpa de una avería. Aun así, el dueño me
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El holandés errante
Álex Chico. Viajar, escribir, reconocer (Penúltimo hemisferio)
dejó que lo visitara. Un local estrecho, con unas pocas mesas en cada planta y una escalera laberíntica. No había ni un centímetro en la pared que no estuviera decorado con algún motivo taurino o con vírgenes y cristos, «todos cruelmente expuestos en su momento de mayor sufrimiento, todos demasiado grandes para un espacio tan apretado». Desde una mesa de la tercera planta se podía ver un mínimo rastro de cielo. Una esquina estrecha de la ciudad. Una forma minúscula de abordar el mundo, a través de una ventana enrejada y un bloque que enturbiaba la visión. Tengo anotado en el cuaderno que justo ese lugar era una buena metáfora. De la escritura, de la vida. Recorrí varios lugares del centro colonial de Quito: la plaza Santo Domingo, con sus fachadas blancas; la calle Rocafuerte, a la que se accede atravesando un arco de belleza apacible y fugaz; las calles Guayaquil y Venezuela; las tiendas de La Ronda; el Bulevar 24 de mayo, con sus hermosas vistas de los cerros y su monumento al chulla quiteño, una voz que procede del quechua y que define a un personaje típico de la ciudad: surgido a finales del siglo XIX, describe a un hombre elegante, pícaro, buen conversador, que se caracterizaba por su
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humor y por una cierta frustración intelectual. Según el psiquiatra quiteño Fernando Jurado Noboa, se trataba de un antihéroe que no se distinguió por acciones extraordinarias, sino por su filosofía existencial: travieso, mago urbano y artista del fingimiento. Siguiendo por la calle Sebastián de Benalcázar y después de encontrarme a tres predicadores con cornetas y gaitas, regresé a un lugar en el que nunca había estado: la plaza de San Francisco. Tenía la sensación de haberla visitado antes. Tal vez en otra ciudad. De nuevo, el viaje como regreso. Y la escritura como una vuelta a un territorio que hemos transitado antes, aunque no imaginemos dónde, con ese no saber, como diría César Simón, «en qué lugar del tiempo y del espacio, / de la realidad y el sueño, sucede nuestra vida». De aquella plaza recuerdo algo más. Recuerdo haber entrado a la iglesia de San Francisco y haber sentido algo similar a lo que explica Saramago que experimentó Pessoa en una iglesia de Oporto: la sensación de que se me caía encima todo el oro del mundo. La vuelta a La Zona fue en taxi. Dejamos atrás el centro y comenzamos a adentrarnos por avenidas enormes, cargadas de tráfico. Volví a Daniela Alcívar: «Nunca entendí el norte de Quito. Todo es demasiado amplio. Esa avenida Occidental y el Pichincha tan cerca. Todo es gigante, monumental. No hay tiendas, sólo kilómetros de asfalto intimidante y el inmenso cielo». Mientras el taxista me hablaba de su época de emigrante en España (había trabajado en Zaragoza, Albacete y Murcia, a la que llamaba la pequeña Quito), la ciudad fue quedando atrás. Quedaba atrás el parque de La Alameda y El Ejido, con su hilera de artesanos. Quedaba atrás la librería del Fondo de Cultura Económica Carlos Fuentes, con sus pasillos llenos de libros, su chimenea, su jardín interior y su altar de los muertos dedicado a Sergio Pitol. Quedaba atrás la terraza de Juan Pablo Crespo, editor de Turbina, al otro lado del magnífico edificio del FCE. Quedó lejos la luna llena que nos sorprendió entre los edificios a Olga, Paco, Juan Pablo, Daniela y Lucía Moscoso, cuyo abuelo había sido el dueño del hotel donde nos alojábamos. Quito comenzaba a quedar un poco más atrás mientras el avión inició su despegue hacia Loja, en el sur del país. Era la última parada. El camino hacia el último hemisferio.
E l a m b ig ú
Campo de sangre
Max Aub Cuadernos del Vigía: Madrid, 2018 496 págs.
Salir del laberinto mágico Por José de María Romero Barea La frecuentación de las distopías nos reafirma en la vaga intuición de que el control absoluto de una nación, a cargo de un estado totalitario, no es ninguna utopía. Un repaso a la actualidad política nos demuestra que nuestros peores sueños pueden hacerse realidad: ¿acaso no hemos caído ya bajo el control de uno o varios tiranuelos, a cuál más variopinto? ¿No habitamos, al fin, ese mundo retorcido y cruel que nos anunciaron 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury? ¿No son cada movimiento, palabra o resuello analizados por un poder omnipotente y omnipresente que nadie puede detener y al que nadie puede oponerse? Tal vez por ello, la relectura de la serie narrativa El laberinto mágico (1943-1968) de Max Aub (París, 1903 - Ciudad de México, 1972) supone una crónica al tiempo que una advertencia. Su frecuentación nos hace conscientes de la importancia de resistir el control y la opresión del Estado: «El pueblo español», sostiene uno de los muchos personajes que pueblan sus páginas, «se ha dado cuenta de por quién y para quién se rompía la cara. Ahora, por primera vez, sabe que lucha para su propia existencia, para su propio sustento, para su propia tierra. Para que el suelo de España sea suyo». En la tercera entrega de la colección, Campo de sangre (1945; Cuadernos del Vigía, 2018. Prólogo de Lourdes Ortiz), asistimos a los acontecimientos del conflicto civil que agitó nuestro país entre 1936 y 1939 y apenas podemos creer que no estemos leyendo el periódico del día: novela adentro, los españoles se enfrentan unos a otros, fascistas y comunistas, perseguidos, encarcelados y asesinados por sus propios correligionarios y por ajenos. La subversión aubiana consiste en llevar a cabo un diario de pensamientos y acontecimientos, efímero recuento mental de un instante moral. Si, como se afirma en uno de los capítulos, «toda nuestra felicidad
reside en la razón», la escritura, para el autor hispano exiliado en México, es una lucha preordenada por la libertad y la justicia, en un mundo en el que nadie más parece ver la opresión salvo el creador y sus criaturas. Empieza el relato en la Nochevieja de 1937 y finaliza el día de San José de 1938. Describe el narrador de Juego de cartas (1964) la sinrazón a la que cede todo impulso totalitario: analiza lo que sucede, revela sus argumentos, pero también es consciente de que a los antiguos opresores suceden los nuevos, que someten a las víctimas a un miedo que no cesa. Denuncia el dietarista de La gallina ciega (1971) la dictadura del silencio que manipula y controla los pensamientos y las vidas de tal manera que nadie puede sustraerse a ella. La única escapatoria parece ser a través del amor, ese «darse sin darse, entregarse y continuar siendo. Juego, en el mejor sentido de la palabra. Encontrarse en otro ser, enlazarse, acabar siendo un nudo hecho de dos guitas distintas. Un no saber por dónde salir». Si las razones del terror son el terror mismo, la revolución consiste, quizás, en el cambio radical de las actitudes, en la liberación de las férreas estructuras sociales, en la evaluación y la pasión por la literatura. Rara vez un deseo tan puro ha sido transgredido de forma tan rigurosa: «Los españoles somos grandes cuando somos cien; más, nos entrematamos». En Campo de sangre, la guerra permea lo que los avatares leen, hablan, dicen o hacen, amenazados por un castigo inminente. Enemigo implacable de la sociedad de castas, de la desigualdad como forma de control, denuncia Aub la aquiescencia que preserva al implacable sistema. ¿Cómo cambiar el mundo? Si no es mediante la rebelión, ¿cómo? Y si es mediante la revuelta, ¿cómo protegernos del horror? La saga plantea tantas preguntas como busca responderlas. Frustrado por los ojos omnipresentes de España y sus ominosos gobernantes, Aub deja constancia del pasado, predice nuestro presente y reescribe nuestro futuro.
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Factbook. El libro de los hechos
Diego Sánchez Aguilar Candaya: Barcelona, 2018 352 págs.
Una distopía del hoy Por Salva Robles Hay novelas incontestables y Factbook. El libro de los hechos es una de ellas: se hace inmensa en la necesidad que provoca su existencia. Pocas obras se atreven a poner el dedo en la llaga sobre nuestra realidad con tanta honestidad. «España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable», dice el personaje de Rosa al comienzo de la novela. Un poco antes de ese comentario, sabemos que el presidente de la CEOE ha aparecido ahorcado en un toro de Osborne. En ambas situaciones ya está acomodado el tono y lo que parece el género: la ironía y el thriller. Pero eso no es del todo cierto: Sánchez Aguilar «juega» con el lector. La ironía es un respiro constante para los personajes y, también, para quienes andamos secuestrados entre las páginas. El thriller, un mero pretexto, un disfraz tan inteligente como embaucador. Las trescientas cincuenta y dos páginas se resumen en una palabra: tragicomedia: un retrato global de la España que sobrevive a los últimos treinta años de realidad esperpéntica. A través de tres personajes (que mudan sus voces en capítulos alternos), la novela se ramifica en varios frentes que se cruzan en un torrente de temas variados, en una explosión de verdades malolientes sobre la realidad que soportamos y que con toda seguridad merecemos, porque nos la hemos ganado a pulso por nuestro inmovilismo y desidia. El esperpento toma forma de distopía en Factbook. Pero habría que inventar una nueva acepción a este término con la novela de Sánchez Aguilar, si por distopía entendemos una narración que se basa en hechos hipotéticos ocurridos en una realidad inexistente. Lo que este Libro de los hechos cuenta es una realidad que por desgracia ya estamos viviendo o hacia la que nos encaminamos de manera inexorable (porque hasta lo hipo-
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tético o fantástico que aparece en Factbook podría ser viable). Estamos ante una historia que nos narra lo que no imaginamos pues volvemos la cara para no ver, pero que sucede a diario. Y aquí es donde el autor se convierte en un gigante: sabe hurgar, como pocos, en nuestras heridas (conscientes o inconscientes) con valentía y nos enfrenta a unos hechos imperiosamente demoledores. Otro de los grandes logros de Factbook es la construcción de los personajes, criaturas que escuecen al lector y le obligan a replantearse su postura ante lo que está sucediendo. Factbook exige que el lector se autointerpele. Todos los personajes progresan en la narración metamorfoseándose en actitudes que van desde lo cerebral (especulativo e intelectual) a lo físico y concreto (la acción mecánica o el posicionamiento). Y, de este modo, la obra se retroalimenta convirtiéndose en un penetrante retrato de una generación que aparece radiografiada en todo su patético esplendor: culta, universitaria, pero también egocéntrica y superficial. La novela huye de los estancamientos narrativos tradicionales, usa una prosa lúcida y poética en algunos momentos (aunque nunca se olvida de ser diáfana). Cuida el estilo (tan agudo como intuitivo), se ensancha en las referencias culturales y no huye de la polémica para hablar con valentía de esta crisis actual en la que nos asfixiamos.
Luz de tormenta
Ángel Zapata Páginas de Espuma: Madrid, 2018 104 págs.
Muertos de hambre Por Gemma Pellicer Podría decirse que este nuevo libro de Zapata forma un díptico con Materia oscura, su anterior volumen de microrrelatos. Así, Luz de tormenta nos propone un recorrido de corte poético y onírico a través de un conjunto de prosas breves a caballo entre el microrrelato y el poema en prosa, impregnadas todas ellas de una reflexión metafísica, que divide en cinco partes iguales —compuestas por once piezas cada una—, más un epílogo —de tan sólo seis—; mientras que en su libro anterior barajaba ambos géneros con microensayos, cuentos breves y aforismos. Se trataría, en cualquier caso, de una selección de piezas más decantada hacia la poesía o la imaginería filosófica que hacia lo narrativo, aun cuando comparta con aquel su estética de rehuir a toda costa significados basados en argumentos al uso; meros amagos de una literatura fosilizada de la que el autor, en su búsqueda de sentidos esenciales, ha querido prescindir en esta ocasión. No en vano, para comprender las piezas aquí reunidas, el lector sentirá que precisa acercarse al texto de un modo más intuitivo que racional. Tras deambular por los escenarios medio arrasados y, con frecuencia, despoblados que aparecen en el presente volumen, nos queda la sensación de haber asistido a un despliegue de imágenes de una intensa carga emocional. El ansia, el vacío y la falta de agarraderos son los temas centrales de los que se ocupa sin descanso. Así las cosas, esta vez me ha parecido distinguir un yo poético que habla mediante alegorías de un mundo irremediablemente disuelto o yermo, y no tanto reducido al caos o al absurdo como sucedía en las piezas de Materia oscura; al mismo tiempo que es fácil detectar en él un puñado de aforismos engastados, de pensamientos en suma, cortados por ese mismo sentimiento de desamparo: «Solo para los otros estaré muerto un
día, no para mí» (pág. 19); «La vida es una rosa amenazada» (pág. 46); o «Nada continúa unido si no es por medio de cadenas» (pág. 48). El conjunto, muy trabado, va dando paso a una rabia creciente —cercana al rechazo y a la repulsión— desde la melancolía y el abatimiento inicial con que se abre el volumen. El poema prólogo del comienzo resulta, de hecho, desolador: como si hablara un yo moribundo o semimuerto, la personificación misma del desencanto, la impotencia hecha carne. Y «Paso a nivel» me parece una muestra elocuente de su empeño: «Ahora busco la frase que diga el pasillo inundado, el agua en que flotan hormigas, pero no viene. En su lugar […] encuentro una inmensa extensión desértica, ni oscura ni verdaderamente iluminada, parecida a la noche polar». La cubierta, obra del artista Roberto Carrillo, podría reflejar el sentido de esta última frase, de resonancias sin duda existencialistas. A medida que el narrador-peregrino avanza en su deambular errático, salvando la distancia que separa las diversas estaciones de su personal via crucis, el lector descubre que no hay avance posible. Antes bien, «nuestra angustia es delicadamente esférica» (pág. 26). «Luz de tormenta», el microrrelato con hechuras de poema en prosa que da nombre al conjunto, estaría expresando asimismo ese forcejeo infructuoso en mitad de un «día que va a nacer, un día balbuciente, anegado de espinas, donde la oscuridad es soberana» (pág. 51). De ahí que la rabia, su apuesta destructiva y, acaso, revitalizadora, sea para este personaje abatido la única salida que asoma justo en el cierre de la tercera parte, una vez alcanzado el epicentro de este libro-volcán. De ahí también que sólo después de constatar que «todo está equivocado. Cuando algo mana, mana deshaciéndose» (pág. 55), apueste por el revulsivo de la destrucción: «Hay sospechas de que la Vía Láctea va a entrar en quiebra de un momento a otro. La puerta giratoria de lo real lleva un siglo atascada» (pág. 90). Zapata, en suma, ha compuesto una obra preñada de imágenes inquietantes y lúcidas a un tiempo que busca espantarnos las sombras y despejar, en lo posible, nuestro camino hacia la esperanza. Como hace la buena poesía.
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Sigo aquí
Maggie O’Farrell (Traducción de Concha Cardeñoso) Libros del Asteroide: Barcelona, 2019 272 págs.
Lecciones de intensidad Por Almu Ballester Me permito una obviedad para empezar: la vida no es lo que nos sucede, sino cómo nos lo tomamos. Si nos referimos a un escritor equivaldría a afirmar que no se trata de lo que cuenta, sino la manera en que lo cuenta: eso es lo que va diferenciar la buena literatura de una simple colección de anécdotas pobladas de datos, fechas y lugares. Maggie O’Farrell sabe contar, es evidente. En esta ocasión elige el guion de su propia vida y, con él, la probable intención de implicarnos. Sigo aquí está a caballo entre el testimonio y el libro de relatos, si bien en esta época en la que las fronteras de los géneros tienden a desaparecer, no parece que haga mucha falta poner apellido a una obra, con tal de que nos conmueva. Y la autora irlandesa, con el estilo franco y rotundo al que nos tiene acostumbrados, logra ponernos en su piel, hacernos conscientes de las veces que quizá, a nosotros, también nos ha rozado el peligro límite. Son diecisiete relatos con un encuadre y un momento escogidos, en los que cada suceso enfoca las circunstancias y define el escenario, no siempre en ese orden, al tiempo que interpela al lector. Pareciera que incluso nos invitara al juicio, a reflexionar sobre las decisiones que prefieren la libertad frente a la prudencia, aunque queda claro que la propia Maggie es la primera que se pone en entredicho. La verdad que respira Sigo aquí deja traslucir que la autora no tenía en un principio la intención de publicar, sino la de dejar por escrito estos testimonios para su hija, protagonista del último relato. Primera y segunda persona hablando del dolor, en sus varias y terribles formas de presentarse como peligro mortal. Un libro que puede resultar duro y, sin embargo, es también tan atractivo que la misma autora de las excelentes Tiene que ser aquí (2016) y La primera mano que sostuvo la mía (2010) se exponga generosamente como ser un humano vulnerable, vencido y a la vez triunfante. Maggie
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O’Farrell no nos habla sólo de los episodios cercanos a la muerte, sino también de sus anhelos, de su personalidad escapista y arriesgada; nos habla incluso de su intención de celebrar la vida tal cual sucede. «No es que no concediera valor a la existencia, sino que tenía un deseo insaciable de abrazar todo lo que la vida pudiera ofrecerme. […] Saber que tenía la suerte de estar viva, que con la misma facilidad podía haber muerto, me parecía un regalo, un premio, una bendición: podía hacer con mi vida lo que quisiera». Sigo aquí también es una caja de herramientas con ejemplos y técnicas para atrapar la lectura. Descripciones pulidas pero que siempre implican emoción. Un temor súbito, un presentimiento casi corpóreo como desencadenante de la situación de sumo riesgo. La ansiedad en el pulso narrativo, desazón y alivio a partes iguales. Varios de los relatos terminan precisamente cuando el incidente se resuelve, casi brusco. El después inmediato no importa, porque sería recreo y esa no es su esencia: la esencia del relato es su intensidad. De los varios episodios que nos ofrece, algunos con más fuerza narrativa que otros, destacaría arranques como el de «Cuello», que nos deja sobrecogidos; «Causa desconocida» o cómo describir la posibilidad de un atraco a la manera de un thriller; «Pulmones 2010» o el perfecto relato de la angustia, «Todo el cuerpo», o ser capaz de narrar sin despeinarse la caída en picado de un avión. Y como mejor exponente de su estilo, «Cerebelo», con su potente escena de cierre en el punto de máxima incertidumbre, giro desplazado en el argumento, pues desde muchas páginas antes sabemos que no fue un final, sino un intermedio. Finales de relato que son principios de vida, o más bien, de retorno a la vida. Esto es genialidad: saber desmenuzar una historia y volverla a hilar en otro orden, para conseguir el máximo de catarsis.
El relato documental. Efectos de sentido y modos de recepción
Pilar Carrera y Jenaro Talens Cátedra: Madrid, 2018 240 págs.
Relato y documento Por José Abad ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine documental? La respuesta es sencilla en apariencia: podría decirse que cine documental es aquel que se acerca frontalmente a los hechos y los presenta tal cual son, sin injerencias de ningún tipo… Sí, pero no. Olvidamos el «factor humano» y el «componente tecnológico». La decisión de aproximarse a unos hechos y no a otros, frontalmente y no desde cualquier otra perspectiva, conlleva una primera intromisión sobre los mismos. Más aún: en medio del turbión inabarcable de la realidad, se puede elegir entre mil y un fragmentos distintos, entre mil y una imágenes diferentes, pero se acaba documentando —o sea, convirtiendo en «prueba documental»— unos pocos fragmentos o unas pocas imágenes entre las muchas posibles. La focalización presupone una ulterior intervención sobre la realidad. Además, no es lo mismo filmar unos hechos con un buen equipo que grabarlos con la cámara de un teléfono móvil; la tecnología deja su impronta en la imagen. Por si esto fuera poco, el material filmado suele elaborarse ulteriormente mediante una serie de recursos retóricos a fin de crear un determinado efecto en el público. Llegados a este punto, debemos convenir que lo documental apenas difiere de la ficción pura y dura. «Hasta el más estereotipado y convencional de los documentales es un artefacto retórico de primer orden», escriben Pilar Carrera y Jenaro Talens en El relato documental. Efectos de sentido y modos de recepción. Un ensayo iluminador, digámoslo ya. El cine documental existe, ciertamente: «Hay festivales dedicados a dicho género, especialistas académicos y titulaciones universitarias centradas específicamente en su análisis, en su teoría y en su historia», escriben los autores. No obstante, la pregunta sigue abierta: ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine
documental? Podría decirse que el cine documental es aquel que se vale de imágenes tomadas directamente de la vida y las ofrece en toda su desnudez, tal cual vinieron al mundo, sin retoques de ningún tipo, etc. Este plus de autenticidad que pretenden arrogarse ciertas imágenes presuntamente no adulteradas también es desbaratado por Carrera y Talens de un tajo contundente: No hay imagen verdadera ni imagen falsa, así de simple. «¿Qué es una imagen verdadera? Tan falsa (o tan verdadera) es una fotografía analógica hecha por una cámara con retardador y sin un humano a la vista, como una imagen generada por ordenador o retocada con cualquier programa informático. La verdad y la mentira son efectos del relato, no efectos meramente tecnológicos». En breve, toda imagen es documental, pues supone un testimonio o documento, y será cierta o no en virtud del exegeta de turno. ¿Qué queda entonces? ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine documental en resumidas cuentas? La respuesta es compleja y atañe tanto a una determinada dosificación del material (los autores hablan de «homeopatía discursiva») como a la recepción de dicho material. El debate abierto por El relato documental resulta harto conveniente para combatir esa «candidez» tan extendida entre el espectador hodierno, máxime en un momento como el actual en el que las nuevas tecnologías han facilitado el coqueteo con las formas del documental de muchos usuarios. Quienes caigan en la tentación de realizar uno deberían empezar por asumir que su labor nunca será ni desinteresada ni objetiva ni verdadera. La verdad, si existe, estará siempre en otra parte; háganse a la idea.
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Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo Marta Sanz Anagrama: Barcelona, 2018 132 págs.
Elogio (cauteloso) del feminismo Por José Antonio Vila Es siempre difícil reseñar un ensayo de Marta Sanz sin caer en la tentación de entrar a discutir con la autora. Pocos escritores manejan los recursos propios del género con la habilidad con la que ella es capaz de hacerlo: mezcla de forma soberbia la narración autobiográfica y el pensamiento especulativo, el registro culto con la expresión coloquial, trata siempre al lector como a un entusiasta compañero de reflexiones, y no como a un infeliz ignorante al que se sermonea desde la distancia de un docto púlpito, porque carece además de la arrogancia de pretender clausurar ninguna cuestión atribuyéndose la última palabra. Habla siempre de sí misma pero lo hace para poder hablar de todo. Así contribuye a crear una atmósfera de cercanía en la mejor tradición del ensayismo de Montaigne. Y como es también característico del ensayo, Marta Sanz se dirige a la inteligencia del lector y no a sus vísceras; incluso al abordar un asunto tan espinoso y polémico como lo es actualmente el feminismo. Un tema que ha hecho correr tanta tinta y palabras últimamente, que ha terminado provocando tal saturación informativa, que no es fácil rescatar las contribuciones serias al debate del guirigay de berridos dogmáticos, oportunismo, contraofensivas y llamamientos a las cazas de brujas (y brujos). Monstruas y centauras, que recoge «reflexiones dispersas y posibles vías de trabajo», como la propia autora escribe, no es un libro para conversos (o conversas) y seguramente desagradará a las feministas más encendidas. Marta Sanz rechaza los lugares comunes y el sectarismo, cuestiona más de una certeza aparente, se distancia del hipócrita moralismo de la corrección política, «uno de los mayores problemas de nuestra contemporaneidad», según sus palabras, y de la sublimación de la cólera como signo de virtud, y tiene la
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cortesía de negar la idea de que todos los hombres sean intercambiables. Escrito al hilo de la huelga feminista de marzo de 2018, el libro se sitúa en ese estado de la duda que está en la raíz misma del ensayo como género. Marta Sanz recela tanto de las actrices ricas que impulsaron el «Me Too» como de la actitud condescendiente del manifiesto de las intelectuales francesas que quisieron replicar a ese movimiento. ¿Están obligadas todas las mujeres que se definen como feministas a pensar lo mismo en materia política? ¿Se puede ser, por ejemplo, feminista y de derechas? ¿Debe hablarse de «feminismo» o de «feminismos»? Son preguntas por las que la autora no pasa de soslayo en el texto. Como tampoco lo hace con el aprovechamiento comercial del tirón actual del feminismo que sirve, por ejemplo, para que la ropa cara y «de marca» se adorne con eslóganes feministas como un modo de recalcar su naturaleza chic. «Yo soy de esas feministas que no saben separar el patriarcado del capitalismo», escribe Marta Sanz. La tesis del ensayo, si es que puede hablarse aquí con propiedad de «tesis», parece ser la de querer orientar el impulso del movimiento feminista para alcanzar transformaciones sociales que afecten y beneficien al conjunto de la sociedad, resemantizar las nociones de «poder» y de «jerarquía», y poner de relieve el hilo soterrado que religa la «violencia machista» a lo que la tradición marxista ha llamado la «violencia estructural» del capitalismo. Y si bien alguna de estas ideas podría discutirse, o matizarse, desde posturas también de izquierdas, no es este el lugar de hacerlo. En todo caso, Monstruas y centauras es un libro oportuno, en el que se puede entrar, creo, lo mismo desde la militancia como desde el escepticismo. De interés para cualquier lector curioso, no necesariamente experto en feminismo, ni tampoco necesariamente interesado por el tema en sí, pero sí dispuesto a acercarse a un ensayo inteligente sin anteojeras ideológicas, porque le ayudará a plantearse nuevas cuestiones y a enfocar también algún viejo problema desde perspectivas que no había contemplado. ¡Qué pena que el libro se acabe tan pronto y no poder seguir discutiendo con su autora!
Setge a la cel·la
Rafael Mammos La Garúa-Tanit: Santa Coloma de Gramenet, 2018 64 págs.
Espacios de encuentro Por David Madueño He aquí una obra poética en la que editor y poeta se convierten en creadores de espacios de encuentro, más allá de los hipotéticos lectores. Desde hace años que Joan de la Vega, alma mater de la editorial La Garúa, desdobla su alma editora en dos colecciones dedicadas a la poesía escrita en las dos lenguas de Cataluña, tal y como él mismo las vive: vasos comunicantes, arcilla con la que lee, escribe y edita. Ahora, en la colección Tanit, publica Setge a la cel·la (Asedio a la celda), el último libro de Rafael Mammos (Palma de Mallorca, 1982), en quien ha encontrado a otro doppelgänger poético, otro cómplice, también constructor de pasillos comunicantes: si bien con sus primeros libros debutó en castellano, a partir de Microdestrucció del món trabaja con la lengua poética de March i Verdaguer. Y es precisamente en estas coordenadas, los espacios de encuentro, en donde podemos situar su reciente publicación: la imposibilidad expresiva de un yo cerrado en sí mismo le provoca la necesidad de apertura
e intercambio, y en este proceso la poesía se convierte en un escaparate, una intemperie para uno mismo, pero también una vía de acercamiento a la alteridad. No deja de ser un ataque al ego vanidoso y penitente del romanticismo exacerbado, tal y como plantea en su primer poema, «La vida és secreta», una especie de exordio en el que, con cierto pudor, lejos de la imposición de un yo exhibicionista, le pide al otro la paciencia de escuchar, puesto que es la causa de la confesión. La portada, ilustrada con un patrón gráfico que imita las células bajo el microscopio, nos remite al parentesco etimológico entre la unidad fundamental de la materia viviente y la celda asediada del título. El asedio derriba la individualidad: el yo lírico trata de establecer un diálogo constante con un «tú» omnipresente. El objetivo es convertir el libro una larga expiación, una forma de exponerse públicamente sin darse tregua. En vez de acrecentar el ego, Mammos opta por la teoría de la desnudez y la desaparición. No obstante, el contacto con el otro no es fácil. Hay una violencia inherente en el asedio con que se le obliga a salir de la celda que asume en una primera parte llamada «Fora murs» (Extramuros). La paradoja siempre sobrevuela el mundo poético de Mammos. Y la dificultad del entendimiento aún la reafirma más. Paralelamente, se puede rastrear a lo largo del libro una reflexión metapoética: el desdoblamiento en la creación de una voz distinta a la de la persona, como en el poema «Jo m’ocupo del dolor»: el yo lírico ejerce la purga, tanto para el lector como para el escritor; es la voz de la conciencia que permite al otro exorcizar sus demonios. En «M’ho toleres» insiste en ello: el «segundo cerebro» a quien se dirige, el lector, tolera «la purga»; los poemas son «miembros» repartidos por las «habitaciones» del libro, y el lector se transforma en la «cuchara» que se alimenta del «corazón carcomido» del autor. La dicción de Mammos es sencilla, límpida, cadenciosa. Una música aparentemente delicada y próxima al lector, pero que deviene más áspera con imágenes basadas en conceptos matéricos (objetos, órganos y plantas, metáforas de la exposición de su interior y la expresión del dolor y la degradación). A pesar de todo, desprende una acentuada espiritualidad, semejante a la que muchos laicos experimentaron durante la baja edad media: la celda es el espacio de reflexión y oración, y la atemporalidad deliberada de los contextos de los poemas aumentan la sensación de peso y gravedad, de ambigüedad y hermetismo, escondida tras sus livianas plumas poéticas.
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Núcleos de evolución Sonsoles Hernández Trea: Gijón, 2018 72 págs.
Los restos del asombro Por Aitor Francos Con una doble cita de Hugo Mujica por un lado («el paraíso no fue perdido / lo perdido fue el asombro») y de Emily Dickinson por otro («to be alive—and will! / ‘Tis able as a god») abre su primer libro de poemas la profesora de Teoría de las artes y ensayista Sonsoles Hernández Barbosa (1981), dividido en cuatro secciones (bajo los subtítulos de «Permanencias», «Filtraciones», «Transiciones», «Apropiaciones») y que desde el inicio muestra una sensibilidad poética innovadora y extraordinariamente poderosa. No son casuales esos dos epígrafes de partida en un libro que tiende a la fragmentación y a la disolución. La poeta se erige como núcleo de evolución (y así titula el libro) de donde parte todo hacia una especie de profundización ensimismada de la decepción: «en ocasiones consigo / mirar el mar / con ojos de interior // concibo entonces / que es posible amaestrar / resquicios para el entusiasmo» («Prescripción»). La realidad, por muy perturbadora que se presente, se ve estabilizada por los afectos: «vueltas a un lado y otro del colchón / desestabiliza el pensamiento más leve / el más mínimo ruido / el rastro de luz más
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suave / me pasas tu brazo por encima / y quedo fijada por el cinturón de seguridad» («Insomnio»). No es un libro exento de pequeños conatos de humor («soplas para apagar la lámpara / y se cumple / el deseo») y de acercamientos a lo mágico. Ni de imágenes en las que el cuerpo, el suyo, un cuerpo de mujer, o el cuerpo mismo como concepto, no sólo humano, sino lo material, está presente y es un motor de atracción de percepciones y recuerdos: «reside la memoria en las vetas / en las líneas paralelas del rostro / en las líneas en negativo de este musgo // en los nudos / como purga de las lluvias escurridas / este lodo enraizados / los devuelvo a la intemperie / los observo / los acaricio // ahora sí me vuelvo vegetal, madera, cuerpo». Un cuerpo que una y otra vez se difumina para ser algo más y mezclarse con lo universal a través de lo íntimo: «apagas la luz / permanecemos / dispersos en la oscuridad / (des)integrados en el espacio infinito». Los poemas son breves y, en perspectiva, parecen retazos de diario. Predomina en el lenguaje lo que no se dice, a veces lo hermético, otras la sugerencia y lo epigramático, pero están lejos del carácter sentencioso. Quedan templados en una emotividad contenida, hilvanada con tal hondura y desnudez que para nada impresionan de poemas primerizos. No faltan referencias veladas y homenajes de lectora (no siendo explícitos, Pizarnik, Dickinson o, más actual, Jorge Riechmann, entre otros). Salvo algunas asociaciones de palabras poco usuales (y que suenan algo forzadas, tipo «percute el café contra el metal / me restablezco el sosiego») y de unos pocos poemas opacos e intrascendentes en el conjunto, le lectura es amena e invita a revisitarla. Destacan, en mi opinión, los titulados «Sábanas tendidas», «Desempapelando» y «Funambulismo». A menudo le basta con describir escenas menores para dar fuerza a momentos de la vida que se agrupan en la memoria. El tiempo, tan devastador, se presenta, es irremediable, bajo la advocación del deterioro, tal vez también aupada esa idea en la urdimbre sin puntuación de los textos y en su insistencia ante el pálpito de la rutina y la desolación: «abrasada la piel / del frío / cuando no hay consuelo». Casi todo apunta, como desde un naciente pesimismo, a la idea de abandono, a la realidad del desmoronamiento. En «Incrustación» leemos: «es la caída / y no tienes que caerte / tienes que asentarte en el equilibrio». Advertimos pronto en sus poemas una tendencia a la acumulación enumerativa de imágenes brillantes; de alguna manera ceden ante el poder de lo que esas impresiones —en las que se apoya para escribirlos— evocan. Un libro, en fin, donde se encumbra la indagación en el silencio, el devenir de lo perdido, los restos del asombro.
Sonreíd
Alba González Sanz Saltadera: Oviedo, 2018 88 págs.
Mirar desde el feminismo Por Alberto García-Teresa Tras Apuntes de espera y Parentesco, Alba González Sanz (Oviedo, 1986) llega a este poemario después de un cambio, una «transmigración», que explora explícitamente en el primer poema del volumen y que parece indicarnos una vuelta a empezar; un nuevo punto de partida. En Sonreíd, la escritora pone en el centro los intereses y las necesidades de mujeres que han sido ignoradas u objetualizadas a lo largo de sus vidas, siempre subalternas o supeditadas incluso a otras mujeres, y en las cuales, en distinto grado, permean o se atisban acontecimientos relevantes de la Historia. Se adentra incluso con ese objetivo en un ámbito de tanta relevancia para la construcción cultural (y sociológica) como los mitos. Tal es el caso de Ariadna en el mito del laberinto. El acercamiento es tanto de denuncia como de búsqueda de nuevos puntos de vista para constatar las carencias desde un enfoque feminista. En concreto, Alba González Sanz señala la norma social que impone que las mujeres deben ocultar y reprimir sus deseos, que cedan su autorrealización para obedecer y satisfacer las necesidades del varón y de la familia. Al mismo tiempo, reivindica la necesidad de no callar, de emplear el lenguaje siendo consciente de sus riesgos y de sus posibilidades, igualmente, con ese horizonte feminista. Así, deja constancia de la genealogía femenina (cultural, familiar e histórica) como forma de continuación de la lucha y avance desde la resistencia, de progreso y reconocimiento de la memoria. En algunos poemas, retoma acontecimientos históricos o biográficos fechados. Muestra historias individuales pero que están hablando de una colectividad. De hecho, en otros, opta por insertar al «yo» en un conjunto. En cualquier caso, persiste de modo permanente un recuerdo de la historia familiar. Habla de la soledad de algunas mujeres que han resistido a los convencionalismos sociales (patriarcales), que lo sufren como un castigo ante
el rechazo o el aislamiento de la comunidad. De hecho, González Sanz lleva a cabo un trabajo de introspección y de indagación en esa soledad y en el abandono, con lo que crea un tono de misterio en algunas piezas. A su vez, el cuerpo aparece continuamente como símbolo de la materialidad de la vida y soporte de la individualización. La autora consigue una atmósfera conceptual, fría, sintética, aunque los textos poseen un anclaje lírico y biográfico (aunque pronto separa el yo de la biografía). En los pasajes más descriptivos, opta por diseminar oraciones con sintagmas nominales, breves, a modo de fogonazos. No es ocasional, de hecho, que suprima verbos. González Sanz sabe trabajar con la sobriedad y con la contención a pesar de la dureza de lo que aborda en sus poemas más dramáticos (como la historia de una superviviente del bombardeo de Gernika, por ejemplo). Por otro lado, realiza una destacable labor con la intensidad y con la progresión en los poemas más extensos. Ahí, se sirve de reiteraciones, idas y venidas y digresiones para construir buenas atmósferas. De esta forma, logra equilibrar la emoción y consigue, en definitiva, piezas notables. A su vez, hay que remarcar que la composición de sus versos suele dejar espacios. Así, no se halla una ligazón fuerte o un hilo sintático en el discurso; la poeta omite información para conseguir evocación y misterio. Por otra parte, además de la perspectiva crítica feminista, de manera sutil la escritora introduce la denuncia política de la injusticia, de la no reparación de los crímenes fascistas, de la falsa Transición y de las insuficiencias democráticas actuales. A su vez, aparece la reflexión metapoética. En esas piezas, se centra en la relación del «yo» o del sujeto (desdoblado en un «tú») con la escritura, con la necesidad de expresión y de dar finalmente testimonio, así como de la indagación lingüística. Con todo ese andamiaje, esa gran capacidad de plantear una crítica profunda y un buen puñado de poemas memorables, Alba González Sanz ha logrado un excelente poemario.
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E l a m b ig ú
Hellblazer: Especial 30 aniversario
Garth Ennis, Neil Gaiman, Alan Moore et al. (Traducción de Guillermo Ruiz Carreras) ECC Ediciones: Barcelona, 2019 272 págs.
¡Feliz cumpleaños! Por David Aliaga En la década de 1980, el cómic norteamericano sufrió una transformación sólo comparable a la que se había producido veinte años antes, cuando Stan Lee creó Los 4 fantásticos o Spider-Man. Si el mérito del fundador de Marvel había sido deslizar en las trifulcas entre tipos enmascarados problemáticas personales con las que los lectores podían identificarse, la generación de guionistas británicos aterrizada en Nueva York, con Alan Moore a la cabeza, introdujo nuevos niveles de reflexión política y religiosa en cabeceras de entretenimiento como Batman, creó novelas gráficas imprescindibles para comprender su tiempo, como V de Vendetta… Y su revolución cristalizó durante la década siguiente en forma de un puñado de series que, bajo el sello Vertigo (DC Cómics), condujeron al cómic a nuevas cotas de significación artística. Una de las colecciones más reconocibles de este movimiento fue Hellblazer, que comenzó a publicarse en 1988 con guiones de Jamie Delano e ilustraciones de John Ridgway. El protagonista era un ocultista inglés de laxos principios morales. Fumador empedernido, mentiroso, concupiscente, John Constantine había sido creado por Alan Moore en las páginas de La cosa del pantano y la buena recepción del personaje animó a DC a armar una serie en torno a él. A lo largo de sus treinta años de vida editorial, con guiones de algunos de los más brillantes autores de la industria como Warren Ellis, Garth Ennis y Neil Gaiman (también británicos), Hellblazer ofrecía un descarnado retrato de la Inglaterra del thatcherismo, del Londres contracultural… Hasta que lo alcanzó la corrección política, y Constantine dejó de ser un agente provocador. En sus encarnaciones de la última década, el demonólogo de Liverpool ha protagonizado aventuras entreteni-
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das, con un abracadabra por aquí y algún chistecito de humor negro por allá, pero desvinculado de cualquier intención contracultural. Así, no resulta extraño que ECC Ediciones haya prescindido de sus publicaciones más recientes en Hellblazer: Especial 30 aniversario. El tomo comienza con el número 37 de la edición americana de La cosa del pantano, donde Moore hizo hablar por primera vez al personaje, y nos conduce hasta el número 240 de Hellblazer, escrito por Andy Diggle y publicado originalmente en 2008, cuando Constantine ya había perdido parte de aquello que lo había convertido en un icono, pero ahorrándonos asistir a su insulsa versión de la última década. El recorrido que propone el libro es una buena muestra de la evolución de la cabecera, con historias tan brillantes como «Newcastle», donde Delano nos cuenta una de las tragedias personales cuyas cicatrices han dolido al personaje a lo largo de sus treinta años de viñetas, o el prólogo de «Hábitos peligrosos», la trama con la que un jovencísimo Garth Ennis se atrevió a enfrentar al hechicero no a brujos vudú, ni a demonios, sino al diagnóstico de un cáncer que no iba a lograr quitarle a Constantine el cigarrillo de la boca (de eso se ocuparían los ejecutivos de la NBC en su adaptación televisiva de 2014). La antología incorpora también cuatro breves artículos del editor Rich Handley que exploran la historia de la colección y ayudan a comprender su importancia en el noveno arte, y un mediático prólogo firmado por el cantante Sting, que fue tomado como modelo por los ilustradores Steve Bissette y John Totleben cuando lo dibujaron por primera vez. Hellblazer: Especial 30 aniversario es un volumen que muestra la génesis, el esplendor y el inicio del declive de la serie. Una excelente puerta de entrada al universo mágico, oscuro e iconoclasta de John Constantine y un merecido homenaje que presenta a los lectores más jóvenes algunos de sus episodios más notables, y reclama a nostálgicos y coleccionistas con los textos inéditos que incluye.
Recomendaciones de Quimera Los secretos de San Gervasio Carlos Pujol Menoscuarto, 2019
En un verano londinense Sherlock Holmes recibe la visita de dos encantadoras hermanas que le proponen viajar a Barcelona para resolver el caso de una misteriosa desaparición. Holmes y su inseparable Watson (narrador de la historia) no sólo se enfrentarán a distintos enigmas sino también a la languidez y los rigores del estío mediterráneo y a la peculiaridad de sus gentes, experiencia de la que no saldrán indemnes. Menoscuarto recupera treinta años después esta magnífica novela llena de humor e ironía en la que Carlos Pujol despliega con oficio los recursos del género policiaco para subvertirlos cervantinamente y crear así una obra tierna y profunda.
La memoria del alambre Bárbara Blasco Che Books, 2018
Esta licenciada en Periodismo nos presenta su segunda novela después de haber publicado Suerte (2013) en la editorial Contrabando. En esta ocasión la trama nos lleva a la Valencia de los años ochenta. Una historia de amistad, sexo y un oscuro secreto ambientado en la ruta del bacalao, donde la muerte de la melodía coincide con la muerte de la inocencia, y el alambre, que tanto se ha estirado, ya no puede volver a la forma que retiene en su memoria. Interesante apuesta de Che Books, un sello a tener en cuenta en sus próximas apuestas.
Faster
Eduardo Berti Impedimenta, 2018
El autor argentino vuelve a sorprendernos con la temática de esta nueva novela de corte fragmentario. Después de habernos deslumbrado con libros como Agua, La mujer de Wakefield, Todos los Funes o La sombra del púgil, por nombrar sólo algunos, elige como escenario el Buenos Aires de los años setenta para situar la acción. Dos adolescentes, fans de los Beatles, viajen a la periferia de la ciudad para conocer al as de la Fórmula 1 Juan Manuel Fangio. Es la semilla que utiliza Berti para hablarnos de la velocidad de las carreras y de la vida. De ésta última, George Harrison dejó constancia en su composición «Faster».
El mendigo y otros cuentos
Fernando Pessoa Acantilado, 2019
Acantilado reúne en este volumen doce cuentos de Fernando Pessoa que nos descubren nuevas perspectivas de la fascinante cosmografía literaria del genio portugués. La inquietud estética y la exuberancia poética de Pessoa se ponen de manifiesto en estos relatos que abordan diferentes géneros y estilos, desde el relato estático al cuento policiaco o la fábula, tocando algunos de los temas más queridos del autor, como el viaje iniciático, el enigma metafísico o el esoterismo. Un libro sorprendente e imprescindible que muestra una faceta más del inabarcable universo literario de Pessoa.
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R e c o m e n d a ci o n e s
Hacia una semántica del silencio. La tradición lírica de la poesía mexicana Aquellos años del boom Xavi Ayén Debate: 2019
Edición reducida y revisada del texto de 2014. Una verdadera maravilla ahora en una edición más manejable. Sobre las figuras de Vargas Llosa y García Márquez gravita todo el mundo maravilloso de libros, editores, escritores y representantes que creó el mayor fenómeno literario (o editorial) en lengua española de todos los tiempos. Se centra especialmente en los años de eclosión del fenómeno (de 1963 o 1967 a 1975). También es un documento que recoge el espíritu de una Barcelona perdida. Uno de los ensayos más completos e interesantes que se han publicado en los últimos años en la literatura española. De lectura necesaria, casi obligatoria para entender de dónde venimos y dónde estamos.
Gonzalo Celorio Pre-Textos, 2018
Este libro nos propone un viaje a la poesía mexicana, a una lírica influida por la contención y el silencio. Con su lectura, nos adentramos en diversos mundos poéticos que nos invitan a la reflexión y a la mirada introspectiva. A través de siete ensayos, Gonzalo Celorio aborda algunas de las figuras capitales de la lírica mexicana: Francisco de Terrazas, Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz, Ramón López Velarde, Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia. Analizados con rigor académico, pero sin perder de vista una perspectiva íntima, predomina el lector que profundiza en unas obras llenas de matices y de propuestas. Algunas, como las de López Velarde y la de Xavier Villaurrutia, aún por descubrir entre la mejor literatura hispanoamericana del siglo XX.
Antología poética Elogio de la literatura
Zygmunt Bauman y Riccardo Mazzeo Gedisa, 2019
Elogio de la literatura se presenta ante nosotros en forma de carta, sí, de carta en los tiempos de la tecnología (la transcripción es reciente, tiene apenas cuatro o cinco años). Ese regusto romántico se traslada a toda la sucesión de escritos entre el maestro (Bauman) y el alumno (Mazzeo). Los temas van desde la sociología a la tecnología o la educación pasando por infinidad de planos previos repasados en un lenguaje culto, muy atractivo, quizá poco conversacional. El aliento de los eruditos, una figura que se apaga. Una delicia de volumen que nos hace recobrar el brillo de los tiempos maravillosos de la literatura.
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Rafael Cadenas Visor, 2018
Una antología como esta sería suficiente como para darnos cuenta de que Rafael Cadenas es uno de los autores más interesantes en lengua castellana de las últimas décadas. Posee una obra sólida, plagada de sugerencias y, por supuesto, de poemas inolvidables («Derrota», por ejemplo, que va camino de convertirse en uno de los poemas del siglo). El autor venezolano sacude continuamente al lector, lo interroga sin descanso y, al hacerlo, amplía su mundo. Porque su poesía genera, ante todo, una perpetua comunicación con el otro, con lo ajeno, con lo que nos rodea. Alguien dijo, con acierto, que Cadenas logró hundir las manos en el agua y consiguió atrapar las diversas imágenes que en ella se forman. Un mérito, sin duda, al alcance de pocos autores.
publicidad pepe mujica: PORTADA 218 12/3/19 18:16 Página 5
EL VIEJO TOPO Ensayo
Andrés Cencio Palabras y sentires de
Pepe Mujica ¿Qué es lo que aletea en nuestras cabezas?
Si hay un político que se haya ganado un respeto universal, este es sin duda José “Pepe” Mujica. Su sencillez, bonhomía, sensatez, modestia, le han granjeado simpatías que van más allá de consideraciones o complicidades ideológicas. Fue guerrillero –perteneció al Movimiento Tupamaros–, estuvo encarcelado y, con la llegada de la democracia, amnistiado. Años más tarde fue elegido diputado por el Movimiento de Participación Popular (MPP), formación integrante del Frente Amplio, para pasar a ser Senador tras las elecciones de 1999, ministro en 2005 y presidente del país en 2010. En este libro se recogen discursos e intervenciones de Pepe Mujica –amén de una entrevista efectuada por Andrés Cencio– pronunciados en distintos momentos y diferentes marcos, en los que quedan bien patentes los valores que defiende, cuáles son sus preocupaciones y cuáles sus esperanzas.