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ColaborAN en este número:
Ademarista, José Beltrán Llavador, Vicente Cervera Salinas, Joan Cuscó Clarasó, Luc de Rooy, Manu Espada, Germán García Martorell, Alberto García-Teresa, Stephen Greenblatt, Darío Hernández, S. Johnson Woolf, Lafrentz, Antonio Lastra, Álex Marín, Mario Martín Gijón, Alejandro Morellón, Daniel Moreno, Miguel Ángel Muñoz, Andreu Navarra, Laura Nicastro, Juan Peregrina, Juan María Prieto Roldán, Pedro Pujante, Mateo Rello, Javier Sáez de Ibarra, Tannia R. Tamayo, Bernat Torres, José Antonio Vila Imagen de portada y Dossier:
Retrato de George Santayana (autor desconocido) nodulo.org Editor:
Miguel Riera
Fernando Clemot, Álex Chico, Ginés S. Cutillas y Jordi Gol DirectorES:
JEFE DE REDACCIÓN:
Jordi Gol
Diseño: Xavier Balaguer Maquetación y cubierta: Jordi Gol Corrección: Cinta Moreso
QUIMERA. REVISTA DE LITERATURA – Marzo 2020
Hay autores a los que citamos sin conocerlos; por ejemplo, cuando decimos «aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo» no sabemos que esa cita es de La vida de la razón, de George Santayana (Madrid, 1863 – Roma, 1952). Poco sabe el lector español de este filósofo, novelista y profesor de Harvard que fue portada de la revista Time y nominado al premio Pulitzer (que no pudo ganar por conservar la nacionalidad española, aunque escribió su obra en inglés). Considerado junto con Ralph Waldo Emerson uno de los mejores estilistas de la tradición clásica estadounidense, su obra filosófica se enmarca entre el pragmatismo y el naturalismo metafísico, y su obra literaria pone en relación la literatura con el pensamiento, la religión y el arte. En Quimera hemos tratado de paliar el injusto olvido de su eminente figura con un dossier coordinado por Andreu Navarra (UOC) y Joan Cuscó (UB) que muestra algunas perspectivas de su ingente obra. JORDI GOL - JEFE DE REDACCIÓN DE QUIMERA
Web y redes sociales: Eva Díaz Riobello ISSN: 0211-3325 DL:
B 38779 /1980
Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) 937 550 832 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es Edita:
Imprime:
Gráficas Gómez Boj
Derechos reservados. Prohibida la reproduc-
El salón de los espejos
Germán García Martorell.
Entrevista a Stephen Greenblatt – 4
Escritura e incomprensibilidad en
Entrevista a Alejandro Morellón – 8
La prisión transparente, de Antonio Gamoneda – 47
El cielo raso
El holandés errante
Especial: George Santayana
Álex Chico. El viajero inmóvil – 52
Joan Cuscó Clarasó. George Santayana. Filosofía y vida – 11
Pedro Pujante:
Daniel Moreno.
Null Island de Javier Moreno – 55
Los poetas filosóficos de Santayana – 18
Manu Espada:
Andreu Navarra.
Los defectos de la anestesia de Ernesto Ortega – 56
George Santayana, ese extraño escritor ateo – 21
Juan Peregrina: La guerra de Ana María Shua – 57
Vicente Cervera Salinas.
Darío Hernández:
Santayana, un poeta en el limbo – 24
El alma de los objetos. Minificciones
Antonio Lastra. Soliloquios en Inglaterra – 29
de Ramón Gómez de la Serna – 58
Bernat Torres.
José Antonio Vila:
Platonismo y espiritualidad en George Santayana – 32
dignidad de Javier Gomá Lanzón – 59
ción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los
digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores. Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Mario Martín Gijón:
La vida breve
Al borde del abismo y más allá:
Tannia R. Tamayo. Blue Monday – 36
Gustave Roud, AnnePerrier, Philippe Jaccottet
colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en
El ambigú
José Beltrán Llavador. El filósofo como narrador – 14
Los pescadores de perlas
de Rafael-José Díaz – 60 Alberto García-Teresa:
Microrrelatos inéditos de Laura Nicastro – 39
Donde es aquí de Julio César Galán – 61
El castillo de Barba Azul
Penumbras de Jordi Valls – 62
Poemas inéditos de Miguel Ángel Muñoz – 40
Álex Marín: Elegías de Enrique Morón – 63
Einstein on the Beach
Lengua de lobo de Rodolfo Häsler – 64
Javier Sáez de Ibarra. Quim Monzó. Del sexo al tiempo. Del qué al porqué – 43
Juan María Prieto Roldán:
Mateo Rello:
Recomendaciones – 65 3
E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Stephen Greenblatt Texto: Jordi Gol Fotografía: Cinta Moreso ©
Stephen Jay Greenblatt (7 de noviembre de 1943), uno de los fundadores del Nuevo Historicismo, es historiador de la literatura, escritor, crítico literario y periodista. Es titular de la Cátedra John Cogan de la Universidad de Humanidades en Harvard y editor general de la prestigiosa Antología Norton de la Literatura inglesa. Como autor, destacan sus obras El giro: cómo se hizo el mundo moderno (Crítica), por el que ganó el premio Pulitzer y el National Book Award, y El espejo de un hombre (Debolsillo), considerada la biografía definitiva de William Shakespeare, autor sobre el que es uno de los mayores expertos. Recientemente ha publicado El tirano (Alfabeto), un libro en el que desgrana las características más destacadas de los tiranos de Shakespeare como aviso de navegantes para la política que viene.
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¿Por qué resultan tan humanos los personajes de Shakespeare? Hay muchas respuestas a esta pregunta. La más sencilla puede que no sea la más acertada: porque Shakespeare era un genio extraordinario. Pero el mero concepto de genio no nos ayuda a responder a la pregunta, ya que habitualmente se utiliza para definir a aquellas personas cuyas capacidades o talentos extraordinarios no acabamos de comprender bien. Bach, Mozart, Beethoven… fueron genios. Pero puestos a comparar, Shakespeare sería más similar a Brueghel o a Cervantes. Escribió en una época en la que los límites entre clases sociales aún eran férreos, pero en la que, con el auge de la burguesía, ya se intuía una cierta movilidad
social. Shakespeare convirtió el escenario en un espacio democrático en el que se representaba a la gente del pueblo: prostitutas, mendigos, ladrones… junto con aristócratas, reyes, obispos… Estas relaciones entre personajes de estratos sociales distintos, tan poco común en la época, contribuyó sin duda a definir (a dibujar) qué es un ser humano. ¿Por qué nos fascina la figura del tirano? La fascinación por la figura del tirano es una paradoja sorprendente, ya que, en principio, no deberíamos sentirnos atraídos por aquello que es nocivo para nosotros. Pero también nos sentimos atraídos por las drogas, el tabaco y muchas otras cosas que pueden acabar destruyéndonos. Yo creo que la figura del tirano se nos hace atractiva porque nos gusta la transgresión. Al ser seres muy socializados —no podrías meter treinta chimpancés en un avión y pretender que se mantuviesen sentados en sus asientos y, sin embargo, los seres humanos lo hacemos—, estamos sometidos a unas normas que no siempre nos gustan. Y a veces nos vemos impelidos a violarlas, a transgredirlas. Por eso nos atrae la figura del tirano, porque sublima nuestros deseos de transgredir la norma. Y Shakespeare, que es un genio manipulando la trama y los personajes, escribe para que nos sintamos totalmente identificados con sus tiranos. En la segunda parte de Enrique VI hay una frase que ha devenido célebre (más hoy en día) que dice: «Lo primero, mataremos a todos los abogados». El abogado, como representante de la ley (hecha por el poderoso), es un enemigo del pueblo, de las gentes humildes, así que matar a los abogados es subvertir el orden y eso enardece a la masa, a pesar de que en el fondo esta sepa que la ley es necesaria para la sociedad. ¿Y por qué es tan atractiva la figura del tirano para Shakespeare como dramaturgo? Siempre es más fácil —tanto para Shakespeare como para muchos otros autores— escribir sobre el mal que sobre el bien, sobre los personajes amorales que sobre los personajes morales. Es más interesante la vida de los criminales no ya que la vida de los santos, sino incluso de la de gente buena, las personas «morales». Por otro lado, Shakespeare se dio cuenta enseguida de cuál era su fuerte: el poder para manipular la mentalidad y la imaginación de la gente a través del teatro. Él es consciente de su poder sobre la masa, sobre los cientos de personas que veían sus obras, de, como se diría hoy, su capacidad de comunicación de masas. Podía apelar
a sus emociones, conseguir que se rieran, que se enfadaran, que se entristecieran. En cierta manera, Shakespeare se siente identificado con el tirano en su capacidad de manipulación. Sin embargo, aquello que mejor hacía era al mismo tiempo lo que más temía: que la manipulación de las emociones y de la imaginación de la gente llevasen al tirano al poder. Este magnífico talento de Shakespeare también le acarreaba problemas éticos, y esto se refleja en algunos de sus personajes, como por ejemplo en el moro Aaron de Tito Andrónico. Shakespeare se piensa a sí mismo como un contador de historias y va explorando dónde va a situar a un personaje, cómo va a relacionarlo con el otro, cuáles son sus motivos, cómo se comportarán éticamente y qué problemas acarreará este comportamiento. Shakespeare identifica ciertas cualidades con las que dota a sus personajes — Yago en Otelo, Antonio en Antonio y Cleopatra (en su discurso a las masas)— y va manejando estas cualidades para crear asociaciones políticas complejas, que es algo que él valora mucho. En época de Shakespeare, la censura era férrea y cualquier crítica podía ser tildada de traición y acarrear consecuencias funestas. ¿Qué técnicas tenía Shakespeare para esquivar la censura? Shakespeare se valió de diferentes técnicas no tanto para eludir la censura como para poder decir lo que quería decir dentro de su entorno sociopolítico: pensamientos y opiniones que si hubiese expresado abiertamente le hubieran acarreado la prisión o directamente la muerte. Hay que tener en cuenta su contexto. En 1605 la facción católica había intentado asesinar al rey Jacobo I, lo que condujo a la prohibición del catolicismo en la isla y conllevó una cierta paranoia terrorista en la población y en las autoridades. En 1610, un monje benedictino, John Roberts, fue apresado por predicar el catolicismo a una nutrida grey y condenado a muerte. Antes fue torturado ante miles de personas: primero lo ahorcaron, después lo castraron, lo abrieron en canal y quemaron sus tripas y, finalmente, antes de ser descuartizado, un verdugo sacó su corazón del pecho y anunció: «Este es el corazón de un traidor. Dios salve al Rey». Pues bien, entre las miles de personas que acudieron a la ejecución se hizo un silencio absoluto y nadie fue capaz de saludar con el «Dios salve al Rey» de rigor, de tan sobrecogidos que estaban. Sólo un año más tarde, en el Cuento de invierno de Shakespeare, el tirano Leontes amenaza con quemar a Paulina en una hoguera, a
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E l s a l ón d e l o s e s p e j o s
Entrevista a Stephen Greenblatt
lo que esta responde: «El hereje será quien enciende el fuego y no la que se queme en él» (2.3.114-115). Esto, dicho abiertamente, hubiese motivado que lo ejecutaran, pero Shakespeare utilizaba una doble «pantalla»: por un lado, la convención teatral, es decir, que aquello que se dice en la escena no se corresponde con el mundo real; por otro lado, la deslocalización espacio-temporal: lugares remotos y épocas pretéritas (como mínimo y siglo y medio antes), es decir, que situaba sus acciones en emplazamientos o tiempos que no permitiesen una correlación directa con su actualidad inmediata, de la que era muy peligroso hablar —por ejemplo, cualquier crítica a la monarquía estaba tipificada como traición y podía conllevar la pena de muerte—. Parece como si Shakespeare tuviera un tirano ideal y luego fuera aplicando algunos de sus atributos a diferentes personajes. ¿Existen unos rasgos arquetípicos del tirano en Shakespeare? No creo que haya un arquetipo de tirano en la mente de Shakespeare, o al menos no hay una sola persona o personaje que reúna en torno a sí todos los rasgos y que él hubiera podido tomar como referencia. Yo creo más bien que Shakespeare fue tomando distintas características de diferentes referentes y luego se las fue aplicando a sus tiranos, de forma que cada personaje tiene unas características distintas y las tiene en grados dispares. Hay rasgos concretos muy identificables: la violencia, la tendencia a la agresión, el abuso de la mujer, la imposición de la sumisión absoluta, el rechazo de la ley, el narcisismo, la soberbia… y también una cierta sensación de angustia interior, de que el tirano es consciente de que no tiene gran cosa que ofrecer, pero aun así quiere imponerse: posee una ambición desmedida sin las cualidades y aptitudes para aspirar a satisfacer esa ambición. En los personajes de Shakespeare, encontramos algunos con estos rasgos, que él extrae de la sociedad, en la que los encuentra repartidos o diseminados. Como las dolencias, estos rasgos del tirano salen a la luz en el momento en el que el sistema está más enfermo. Una de las razones por las que no creo que exista un tirano ideal en Shakespeare es porque sus tiranos siempre necesitan de una serie de auspiciadores que hagan posible su llegada al poder. Es decir, que es el sistema y estos posibilitadores los que permiten el advenimiento de la tiranía, no tanto las cualidades o características del propio tirano. En las obras de Shakespeare, muchas de las causas de la transformación de la persona (per-
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sonaje) en tirano son puramente personales (falta de afecto materno, deformidad, carácter débil, etc.). ¿Podríamos decir que emplea elementos del psicoanálisis avant la lettre? Hasta cierto punto yo creo que sí. Yo tuve un profesor, Harold Bloom, recientemente fallecido, que decía que Shakespeare inventó al ser humano. Yo, como en muchas otras cosas, no estoy completamente de acuerdo con él: el ser humano no necesitó que Shakespeare lo inventase. Sin embargo, sí que es cierto que muchas de las ideas de Freud y sus acólitos vienen de la literatura en general y de las obras de Shakespeare en particular. El Hamlet shakesperiano tiene muchos rasgos del Edipo de Sófocles, que fue una de las bases sobre las que trabajó Freud. Existen patologías y rasgos de la personalidad enunciados por el psicoanálisis que podemos encontrar en personajes de Shakespeare. En los agradecimientos del libro, dice que el motivo por el que escribió este libro fue su preocupación por el resultado de unas elecciones. ¿Es Trump el tirano? ¿Cuáles de los rasgos de los tiranos de Shakespeare lo caracterizan? El concepto de tirano es muy complejo, porque muchas veces quien para alguien es un tirano para otro puede ser un héroe, como por ejemplo Stalin, Hitler o, sin ir más lejos, Franco [la entrevista se llevó a cabo el día de la exhumación del cadáver del dictador y de las manifestaciones de apoyo de sus seguidores]. Para mí el concepto tirano puede ser una descalificación política y así ha sido usado a menudo. Desde un punto de vista político no se puede decir que Trump sea un tirano porque está avalado por un sistema democrático y legal con unas garantías constitucionales, y ha llegado al poder a través de los mecanismos previstos en ese ordenamiento jurídico y democrático. Sin embargo, sí que tiene ciertos rasgos similares a los que caracterizan a los tiranos shakesperianos, como acusar de traidores a todos aquellos que no están de acuerdo con sus decisiones, evadir obligaciones constitucionales, violar —en ocasiones— las normas del sistema democrático, etc. Por ahora se mantiene en el poder amparado por el sistema democrático y legal, pero ¿cuánto tiempo podrá aguantar? De momento, ya le han planteado un impeachment. En sus obras, Shakespeare muestra que, en el fondo, lo que quiere la gente es una normalidad, que se mantenga la ley y el orden — porque los tiranos de Shakespeare, que son buenos para destruir el orden establecido, luego se muestran muy torpes a la hora de volver a reinstaurarlo—; creemos
ellos, si los quemaron o si se deshicieron de ellos de alguna otra forma. La oscuridad es absoluta. En una ocasión, un recaudador de impuestos fue a su casa de Londres para hacer inventario y no encontró ni un solo libro. Para ello sólo se me ocurren dos razones: Shakespeare los escondió porque los libros eran caros y hubiera tenido que pagar impuestos por ellos, o los ocultó para que las autoridades no supieran qué tipo de libros consultaba. Así que ni siquiera sabemos qué leía. Sin duda es extraño.
que eso es lo natural, pero no tiene por qué ser necesariamente así. Nos podemos levantar un día y ver que se han eliminado ciertas normas o que estas han sido subvertidas. Por eso yo, como ciudadano, creo que con Trump como presidente existe un serio riesgo para la democracia constitucional en mi país. La biografía de Shakespeare ha dado para muchas especulaciones. Conocemos muchos datos de su vida, pero no de sus ideas. ¿Cuál cree que es la razón de que se sepa tan poco de su pensamiento, de su poética? Yo creo que nadie le preguntó nuca, porque nadie preguntaba a la gente como él, que venía de una familia humilde, que no había ido a la universidad… Nadie se interesó por cómo desarrollaba su trabajo, por cuál era su poética o su pensamiento. Como no tenía relevancia social, su forma de pensar tampoco era relevante. Por otro lado, parece ser que era una persona bastante discreta, que le gustaba mantener sus cosas en el ámbito privado y que no le agradaba hablar de sí mismo. Aunque eso no lo explica todo, porque Ben Jonson, que tampoco era aristócrata ni una persona especialmente relevante socialmente, sí que escribió sobre su práctica literaria, dio entrevistas; hay escritos sobre ello. También el posible catolicismo de Shakespeare pudo tener algo que ver. Quizá desde pequeño aprendiera que es mejor callar y ser discreto si no se quiere acabar mal. Tampoco sabemos por qué su mujer y su hija no guardaron sus papeles y manuscritos. De hecho, no se sabe qué fue de
Muchos adscriben El espejo de un hombre (Will in the World) al Nuevo Historicismo. ¿Es así? ¿Qué rasgos de esta corriente se pueden encontrar en sus obras? El Nuevo Historicismo trata de poner la obra en su contexto histórico. Es decir, no estudiar el texto de forma aislada, sino en relación con el contexto político, económico, social, etc., en el que se creó y en el que se recibió. Pero no tan sólo eso. En 1980 —cuando yo estaba «inventando» el Nuevo Historicismo—, estudiando a Christopher Marlowe y rebuscando en una colección de crónicas de viajes (tan típicas del renacimiento) me encontré con una cita de 1586 en la que se hablaba de una expedición que llega a un pueblo de África descrito como precioso, limpio, ordenado, casi perfecto. La expedición se instala en él y, antes de abandonarlo, le prende fuego. Eso demuestra una mezcla de violencia y admiración hacia el otro (en este caso hacia esos negros). A mí me recordaba a los soldados americanos quemando sombreros vietnamitas. Con esto quiero decir que el Nuevo Historicismo no es sólo poner la obra en su contexto histórico (en el pasado), sino también ver cómo esta obra y este contexto le hablan al presente. Los números 430 y 431 de Quimera han estado dedicados al ensayo. Usted es uno de sus máximos exponentes. ¿Cuál es su técnica para escribir ensayos? Cuando empecé a escribir, intentaba impresionar a mis diez o quince amigos (que eran todos muy inteligentes). Yo escribía para demostrar que yo también era inteligente, que también pertenecía a esa élite intelectual. Los lectores potenciales de esos ensayos se reducían a un círculo pequeño. Después entendí que si lo que yo sabía y lo que yo escribía tenía interés, mi responsabilidad era comunicarlo de manera que llegase a los máximos lectores posibles (siempre sin comprometer mi dignidad, por supuesto). Mi compromiso es escribir para la mayor cantidad de gente posible.
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Entrevista a Alejandro Morellón Texto: Fernando Clemot Fotografía: Luc de Rooy ©
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Alejandro Morellón (Madrid, 1985) nos ha vuelto a sorprender con Caballo sea la noche (Candaya, 2019). Ya nos había seducido El estado natural de las cosas (Caballo de Troya, 2017). Teníamos ganas de hablar con él sobre esta novela tan breve, tan extraña y tan seductora. Alejandro Morellón nos redime un poco en un tiempo en que la palabra —su peso, su potencia— parece tener cada vez menos valor. Él la cuida y profundiza en ella como nadie. Contestó a nuestras preguntas tras encontrarnos con él en el café Barbieri de Lavapiés.
¿Qué es Caballo sea la noche? Monólogo interior o soliloquio, párrafo tirado que ocupa todo el capítulo... ¿Por qué decidiste usar esta técnica para Caballo sea la noche? ¿Qué querías representar con él? Mi idea era congeniar en lo posible la forma con el fondo. El qué se cuenta ligado al cómo se cuenta. A través de estas frases largas e ininterrumpidas pretendía lograr la sensación claustrofóbica, la divagación dolorosa, el ensimismamiento, la carga emocional que sufren los miembros supervivientes de esta familia. La oración extensa para que, de la misma manera que los personajes no pueden salir de la casa, el lector tampoco pueda salir de la frase. Cinco capítulos y dos voces (Rosa y Alan). ¿Qué características tienen cada una de ellas? Alan y Rosa son personajes antitéticos, se evitan, su propia naturaleza es contradictoria. Alan duerme todo lo posible para evitar el recuerdo de la tragedia; Rosa sufre de insomnio y no deja de volver, a través de las fotografías de familia, a un pasado agradable y feliz. La voz de Alan es una voz que divaga, discurre, fantasea; la de Rosa es una voz que se concretiza en el dolor, que se lamenta. El libro está poblado de símbolos: los ángeles, la palabra, la gata, la lengua, la carta. ¿Podrías comentarnos algo sobre ellos? Me gusta que, a través de los símbolos, exista una relación de correspondencia entre la imagen y su repre-
sentación. En este caso, el más evidente es el del caballo como alegoría del deseo que no se puede controlar, una pulsión desbocada. Y el de la noche: ese espacio de incertidumbre, un futuro incierto al que adentrarse a rienda suelta, sin conocimiento pero con desesperación. Los ángeles constituyen una posibilidad de redención; la palabra, como dice Lispector, posee el dominio del mundo; la lengua es el origen de la fatalidad, y así otros símbolos diseminados en la novela. Cinco capítulos de un tamaño muy semejante. ¿Era una simetría buscada? La verdad es que sí. Me gusta pensar en la lectura de Caballo sea la noche como en una experiencia continuada en cinco actos. Cada cambio de capítulo es un breve descanso para acometer la siguiente frase larga. Y como se alternan en tiempos (presente y pasado), es una forma de ir recomponiendo la historia a través de las dos memorias. ¿Cómo se llega al caos en Caballo sea la noche? A través del flujo de conciencia de Alan, porque lo mismo imagina que recuerda, lo mismo fantasea que reflexiona, lo mismo se afirma que se cuestiona. Por medio de su lenguaje poético, porque es el que mejor puede narrar lo inenarrable. ¿Es recomendable más de una lectura de la novela? ¿Qué se podría apreciar en ella? Me atrevería a decir que sí, aunque sólo fuese porque algunas de las revelaciones se dan en los pequeños detalles, que a menudo se pierden en una primera y única lectura. No es una novela al uso (y se agradecen novelas así). ¿Qué buscabas con ella? Es una novela en la que he querido hacer del lenguaje un centro. Más que concebirlo únicamente como instrumento transmisor (en cuanto historia), quería también trabajarlo como generador de experiencia (en cuanto sensación), que la palabra no sólo cuente sino que provoque, que no sólo diga sino que además conmueva.
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George Santayana
George Santayana. Filosofía y vida
Joan Cuscó Clarasó – 11
El filósofo como narrador José Beltrán Llavador – 14
Vicente Cervera Salinas – 24
Los poetas filosóficos de Santayana
Soliloquios en Inglaterra
George Santayana, ese extraño escritor ateo
Platonismo y espiritualidad en George Santayana
Daniel Moreno – 18
Andreu Navarra – 21
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Santayana, un poeta en el limbo
Antonio Lastra – 29
Bernat Torres – 32
E l ci e l o r a s o
George Santayana. Filosofía y vida Por Joan Cuscó Clarasó A lo largo de la historia de la filosofía nos encontramos con diversos músicos-filósofos (como Rousseau y Adorno); con poetas-filósofos (al modo de Platón, Llull y Santayana); y, en palabras de Santayana, con poetas-políticos (como Demócrito y Sócrates). Y también topamos con formas de hacer filosofía híbridas como el diálogo y el ensayo. Todos estos hechos interesaron a Santayana y en el año 1910 escribió el libro Tres filósofos poetas (dedicado a Lucrecio, Dante y Goethe). La riqueza que a estos filósofos les proporciona el hecho de desarrollar su actividad en la encrucijada entre más de un ámbito o disciplina de la razón humana les da un carácter singular y los hace más heterodoxos y más interesantes. De hecho, en palabras de Santayana, podemos decir que la filosofía, la música, la matemática y la poesía son formas de «lo abstracto»: formas intencionalmente creadas por el ser humano (o formas intencionales de ser, como dice en Escepticismeo y fe animal). Digo todo esto, en primer lugar, porque releyendo a Santayana me ha parecido que hoy en día su obra sería difícil de encajar dentro de los parámetros academicistas de las revistas indexadas y de la desbordada competición por publicar a destajo que se ha impuesto en el mundo universitario. En segundo lugar, porque la misma reflexión (y «especialización») filosófica muchas veces vive replegada sobre sí misma y alejada del contacto con lo que la rodea. Por contra, la obra de Santayana la encontramos llena de fina ironía que, por otra parte, no le quita ni pizca de rigor (pero que no sería bienvenida dentro del mundo autoreferente del sistema universitario; como no fue bien recibido Llull en París) y abierta a la vida. Por tanto, de lo que se trata, si uno quiere acercarse a Santayana, no es de una simple cuestión de estilo o de género literario. Es una cuestión de vida que se refleja en el estilo y en el género: de la necesaria relación entre vida y pensamiento; y entre vida académica y vida cotidiana.
Todo ello viene a colación de lo que podemos leer en el ensayo Platonismo y vida espiritual (1926) cuando en un momento determinado reflexiona sobre por qué en muchas ocasiones la vida cotidiana (como le pasa a la vida académica de nuestros días) ya casi no es ni vida ni espiritual. Es un mundo que desborda a quienes participan de él y tienen el espíritu tan profundamente ocupado y aturdido con su día a día que no pueden llevar a buen puerto su función propia. Y añade que, por ello, el hábito contemplativo encuentra evidentemente un camino más franco en soledad que en sociedad. No en balde, él mismo, después de impartir clases de estética y de filosofía durante veintitrés años en la Universidad de Harvard, decidió abandonar Estados Unidos para siempre, viajar y situar su residencia, finalmente, en Roma. El internacionalmente reconocido profesor de filosofía decidió soltar amarras y vivir y pensar. Psiqué Allí donde la vida filosófica y la actividad cotidiana se encuentran es en la psiqué. Santayana entiende que la vida espiritual tiene su origen en lo humano. Que surge con el animal humano. Ello le acerca a autores tan diferentes como John Dewey, Francesc Pujols y Rodolf Llorens y, desde nuestra perspectiva, también al compositor César Franck, quien, en sus últimos años de su vida (entre 1886 y 1889), compuso el poema sinfónico Psiqué releyendo el mito clásico de Psiqué y Eros, y poniendo en música el drama (o tragedia en el sentido clásico del concepto) de la vida humana y de la transmutación y metamorfosis de la consciencia humana desde el sueño y lo inconsciente hacia lo espiritual pasando por lo material: a través de una lucha necesaria porque, en palabras de Santayana: «El corazón humano rebosa ambición metafísica, religiosa y política», mediante la cual nace una lucha constante: un andar trágico. La obra de Franck muestra muy bien la idea de existencia que Santayana defiende en Escepticismo y fe animal
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E l ci e l o r a s o
Joan Cuscó Clarasó. George Santayana. Filosofía y vida
(a pesar de que no pudo leer el libro) y, por su parte, Santayana hace, sin quererlo, una buena descripción de la obra de Franck en Platonismo y vida espiritual: «El espíritu […] Es el regalo de la intuición, del sentimiento o de la aprehensión en un plano hipostático, de ciertas unidades dinámicas de la materia. […] Empleo la palabra “espíritu” para nombrar algo actual […] el destello de la intuición o del asentimiento. […] El espíritu en nosotros es lo que somos en realidad, moralmente […]. Su vida está compuesta de emociones e intuiciones, en numerosos niveles y grados». Las artes y las ciencias permiten el vuelo de los axiomas del arte y de los axiomas de la cordura (si usamos el lenguaje de Santayana), pero jamás pueden olvidar sus limitaciones. (La psicología se ve desbordada ante la experiencia estética, por ejemplo.) La filosofía hace un proceso de depuración cognoscitivo, pero no puede conducirnos a una visión esencialista ni reduccionista de la realidad. Su objetivo es permitir el buen desarrollo de la existencia humana. Por ello, el arte debe entrelazarse con el proceso vital de lo humano, dijo Santayana en 1904. Las artes nacen del grito (como el cante jondo para Lorca) y de rasgar las piedras (como indica la palabra graphiké) para después devenir arte liberal (de libertad) y de lo complejo: de la tensión y de la harmonía. Implican la creación de orden y de movimiento y no pueden ser mera erudición. Por tanto, para Santayana tampoco nuestra lectura de la historia de la filosofía puede ser erudita. Daniel Moreno lo deja bien explicado en el artículo que hace un tiempo dedicó a analizar la lectura que Santayana hizo de Locke. Con todo ello, Santayana hace dos reivindicaciones muy claras: primero, que si bien es cierto que, al nacer, el ser humano dispone de determinados talentos, no lo es menos que estos pueden desaparecer sin un entorno cultural favorable (que favorezca su apertura, fortalecimiento y eclosión). Segundo, que se tiene que fomentar la creatividad, sabiendo que, si bien es cierto que toda la vida psíquica parte de dos emociones básicas para la supervivencia animal (el miedo y el placer), tenemos que favorecer el desarrollo de la alegría y, con ella, del optimismo, la sorpresa y la curiosidad. Hoy sabemos que la creatividad humana es una capacidad que se hereda en un setenta por ciento, pero que para su buen desarrollo influye más el entorno y el modelo cultural y educativo que la herencia. Y sabemos que la creatividad
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ha sido fundamental en la evolución humana, como ha estudiado Agustín Fuentes, por ejemplo jugando un papel fundamental en la historia del género Homo la capacidad por mezclar curiosidad con imaginación, innovación con creatividad, determinación con enseñanza y aprendizajes complejos con compartir. (Todos ellos elementos imprescindibles para la construcción de lo abstracto de Santayana.) Diálogo Para hacer posibles los objetivos que acabamos de decir, hace falta un hecho primordial: el diálogo. La soledad y la libertad permiten a Santayana construir un verdadero diálogo. Un diálogo que empieza en su vida errante y que da frutos en su amplia obra y visión del mundo. Se formó en Berlín, Harvard y Cambridge y a lo largo de toda su vida estableció un interesante y verdadero diálogo entre Oriente y Occidente, y con la tradición filosófica de Occidente para penetrarla y transformarla. El diálogo es, para él (y tendría que ser para nosotros), el mejor instrumento para conocer la realidad y para conocerse a sí mismo y a la filosofía en lo que ella puede o debe ser sin necesidad de remitirse a grandes sistemas filosóficos o de atarse a ningún esencialismo ingenuo. Ya en 1910 dijo que las filosofías conocidas son dulces, pero que las desconocidas pueden ser más dulces todavía. Y a través de ellas uno puede empezar a establecer una cosmovisión del mundo y de la humanización del mundo y del ser humano. No en balde, definió a Lucrecio como el poeta de la naturaleza, a Goethe como el poeta de la vida y a Dante como el poeta de la salvación. Naturaleza, vida y salvación son los tres grandes momentos de la vida humana. Los tres retos del conocimiento. Lucrecio, Dante y Goethe simbolizan tres grandes momentos históricos de la filosofía occidental. El diálogo es la cosa más difícil del mundo; pero Santayana lo consigue. Y lo consigue porque antepone el escepticismo al diálogo; sin él, el pensamiento tiende a la quietud: «El escepticismo es un ejercicio, no una vida; es una disciplina adecuada para purificar la mente de prejuicios y volverla tanto más apta para, llegado el momento, creer y actuar sabiamente». Trabajar en el límite entre la filosofía y la poesía y en la frontera entre Oriente y Occidente le permite hacer fluir el pensamiento y oscilar entre una disciplina y otra y, por fin, trabajar sin ataduras ni servidumbres. Para él la enseñanza y el aprendizaje son un medio; nunca un fin. También la
poesía y la filosofía son medios. Su fin es establecer una cosmovisión que haga habitable la vida. Y el medio es el camino que se hace al andar, «como la obra fortifica al artista cuando esta cobra forma ante sus ojos y le revela sus propias intenciones y juicios ocultos, nunca expresados hasta entonces», escribe en Escepticismo y fe animal. Filosofía y vida Eduard Nicol nos recuerda que si queremos superar la crisis contemporánea de la filosofía occidental tenemos, por una parte, que releer a los clásicos y la historia de la filosofía entera; por otra, recuperar la visión de Heráclito para desocultar al ser. Ello quiere decir: huir de las visiones que a partir de Platón y de Heidegger aceptan la ocultación del ser. Por tanto, se necesita un cambio de rumbo que implica una nueva perspectiva en el método de la crítica filosófica y aceptar que nada del pasado de la filosofía ha de ser excluido totalmente. Todos estos aspectos también los encontramos en la voz y en el proceder de Santayana. Siempre, a partir de la idea de desarrollar la vía dialéctica de indagación
abierta por Heráclito con sus conceptos de la racionalidad del devenir y de la unidad como palíntropos harmonie o «harmonía tensional». Santayana reivindica a Heráclito en su texto «De los pasos en falso de la filosofía» (1948-1951). Establece que, mediante su metáfora de la vida como una llama encendida, permite bien alumbrar el hecho de que la vida mental es, en sus comienzos existenciales, una tensión inarticulada y, también (releyendo y aprendiendo de los avances científicos del siglo XX), que «La tensión, la inestabilidad, la relatividad, la radiación que, desde un centro invisible, alcanza y cubre a un campo distante nos parecen estar ahora más cerca de la sustancia de las cosas y del pulso de la naturaleza que cualquier figura geométrica o fórmula algebraica». Por ello no hay una única solución. Como dice Santayana al estudiar a Dante, Lucrecio y Goethe, no debemos anteponer una solución o visión vital a otra. Tenemos que comprender que cada solución es una posibilidad y que en cada una de ella hay parte de la verdad. Por eso es tan importante el diálogo. Del mismo modo que es importante ver que Goethe nos lleva hacia la vida humana en su desnudez, Lucrecio hacia las limitaciones de la vida humana en su naturaleza y Dante hacia los misterios de la vida espiritual con la lucha entre Dios y el Demonio. Diálogo y rebeldía, como arte y filosofía, se dan la mano en Santayana. Tenemos que reírnos del mundo sin dejar de amarlo y de nosotros mismos sin menospreciarnos. Toda una lección.
Joan Cuscó Clarasó es doctor en Filosofía y especialista en Musicología, es profesor de Estética y de Historia de la música en el Departamento de Historia del Arte de la Facultad de Geografía e Historia de Universidad de Barcelona. Es también miembro de la comisión de seguimiento de la Càtedra Llorens i Barba / Ciutat de Vilafranca de la Universidad de Barcelona y de las sociedades de Filosofía y de Musicología del Institut d’Estudis Catalans. Entre las últimas obras en las que ha participado destacan: The Rise of Catalan Identity (Springer, 2019); la edición de los textos inéditos del filósofo Rodolf Llorens: D’art, política i cinema (Afers, 2019), y el volumen sobre la creatividad humana: Subjectivitat i creativitat. Temps,
memòria i creació (Publicia, 2018).
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El filósofo como narrador A propósito de la novela de Santayana El último puritano Por José Beltrán Llavador Pensemos en una hipótesis atrevida, pero no descabellada: si acaso la filosofía pudiera ser considerada como un género literario… Sería la hipótesis literaria de la filosofía; no es nueva ni original, más bien procede de antiguo, de la época fundacional que supuso el paso del mito al logos, y se ha venido practicando con cierta frecuencia: basta con pensar en los diálogos platónicos, nutridos con parábolas pedagógicas como el mito de la caverna; en el poema De rerum natura de Lucrecio; en La vida es sueño de Calderón de la Barca; en las utopías de Tomás Moro o Campanella… En la actualidad continúa cultivándose la filosofía —aquello que da que pensar— en forma de literatura, o la literatura impregnada de filosofía. Wittgenstein solía leer novelas policíacas para alimentar «los movimientos del pensar». Y Frederic Jameson ha desarrollado en su obra más reciente dedicada a Raymond Chandler la idea de que con este autor el thriller policíaco —en pos de la totalidad—adquiere un carácter metafísico. Herman Melville ya nos había mostrado la búsqueda de lo absoluto en Moby Dick. Julio Cortázar dio nombre a otro insaciable explorador en su inolvidable relato «El perseguidor». ¿Y cómo apreciar la obra de Borges, lector además de Santayana, a quien le dedicó una nota en 1937, sino desde la hipótesis literaria de la filosofía? En la actualidad, no pocos filósofos españoles han cultivado el gusto por la ficción, como Fernando Savater, Miguel Morey o Juan Arnau, que concibe como ficciones filosóficas los libros de su magnífica trilogía sobre Spinoza, Leibniz y Berkeley. No siempre es fácil ni necesario poner puertas al campo del conocimiento.
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La ortodoxia filosófica de la época reprochó al pensador Jorge/George Santayana (Madrid, 1863-Roma, 1952) que escribiera sus ensayos filosóficos con una prosa demasiado elegante, excesivamente «literaria». A algunos lectores impenitentes y sin prejuicios positivistas lo que nos atrae de Santayana es precisamente esa escritura trabajada con muy buen gusto y capaz de combinar la conjetura exigente con la metáfora luminosa, la ironía fina con el juicio desprendido, la concentración de átomos de pensamiento (esos magníficos aforismos que aparecen incidentalmente en sus argumentaciones) con las descripciones y explicaciones más generosas. Todo al servicio de una estrategia llevada a cabo por un «Don Quijote cuerdo» (así se autocalifica Santayana) para «desevidenciar» los supuestos del sentido común: esa «locura normal» tan doméstica como cualquier animal de compañía. Si algo caracteriza a Santayana es que fue un librepensador que iba a su aire, que hizo de la filosofía una forma de vida y cuyo mejor vehículo de expresión fue, sin duda, la escritura constante y cotidiana en cualquiera de sus múltiples registros. Cuando Santayana publicó en 1936 su única y extraordinaria novela, El último puritano, ya hacía años que había abandonado Estados Unidos y con ello había dejado atrás deliberadamente la filosofía como profesión para dar paso a la filosofía como experiencia vital. Santayana, en plena madurez, se había instalado definitivamente en Roma. Había elegido como locus standi, como habitación con vistas, el centro del mundo, y desde allí dedicó sus trabajos y sus días a proseguir lo que mejor sabía hacer: escribir. La diferencia es que ahora su escritura ya no tenía las
ataduras ni las servidumbres de Harvard (en cuya universidad había estudiado y después había alcanzado un notable prestigio como profesor), había soltado el lastre de la tradición gentil y podía dedicarse a recuperar y reinventar su libertad. Santayana quiso ser arquitecto antes que filósofo, y quizá su filosofía se puede entender mejor como una suerte de arquitectura. Ya lo había dicho el pensador en una frase célebre que recoge Fernando Savater para cerrar el prólogo a la edición española de su novela: «El aire libre es también una forma de arquitectura». Santayana quiso respirar aire libre y para ello proyectó esas arquitecturas, esas formas de libertad, que son los libros. El subtítulo de la novela, Una memoria en forma de novela, no es casual. Santayana había empezado a escribir a partir de los años veinte su autobiografía Personas y lugares, que comenzará a publicarse dos décadas después. En su abundante correspondencia se puede seguir minuciosamente la actividad intelectual que le ocupa. Desde el verano de 1925 hasta 1932 desaparece cualquier referencia a su autobiografía porque la escritura de su novela había desplazado su atención. El germen de esta novela, en principio concebida exclusivamente sobre la vida universitaria, ya aparecía en 1890. No es difícil aventurar que tantos años después, estimulado por la tarea de rememoración que suponía la elaboración de su propia biografía, la figura del joven protagonista de su novela, Oliver Alden, hubiera cobrado forma hasta tal punto que la memoria en forma de novela se cruzó y se anticipó a la memoria en forma autobiográfica, cuyo primer volumen se publicó en 1944.
¿Por qué, entonces, esta novela y por qué la necesidad de escribirla antes incluso que sus propias memorias, anteponiendo la memoria ficticia a la memoria real? Podemos conjeturar al menos dos explicaciones. En primer lugar, Santayana se había despedido de EE. UU. y se había desprendido académicamente de la tradición gentil, con una crítica –—una protesta de tranquilidad— en forma de conferencia con título homónimo: La tradición gentil en la filosofía de América. Esa conferencia suponía un adiós y una declaración de intenciones: Santayana quería volar libre, aun a costa de ser rara avis. Santayana había reconocido el valor de la tradición, pero sobre todo había denunciado su opresión. Ahora bien, lo había hecho un año antes de partir a Europa en un medio académico y de una manera académica, mediante un discurso filosófico dirigido a filósofos profesionales. Pero esa liberación no se había consumado culturalmente, con una obra dirigida no tanto a una audiencia experta, sino a un público amplio. Además, liberarse de toda una tradición no se resuelve en un acto (en este caso, una conferencia magistral) sino que requiere un proceso, un largo adiós. Esto es lo que nos va a mostrar precisamente su extensa novela, publicada en dos volúmenes, cuya edición en español ahora sólo es posible adquirir en esos heroicos refugios que son las librerías de lance. De manera que El último puritano se puede leer como una suerte de manifiesto filosófico escrito en género literario. Una confesión biográfica — una profesión de fe— escrita como una novela. Dicho de otra manera, con El último puritano Santayana hace entrega de su credo filosófico (John Dewey había escrito Mi credo pedagógico en 1897), recogiendo sus convicciones más profundas y sinceras.
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De este modo, su perspectiva más personal sobre la vida, la realidad y el mundo nos llega —siempre con distancia suficiente, algo muy propio de Santayana— a través de la experiencia y de la voz de Oliver Alden, protagonista de la novela. Sin duda, la catarsis de Santayana pudo verse en buena medida satisfecha con una acogida por parte de los lectores más que notable: la obra se llegó a convertir en un bestseller y hace algunos años se acarició la idea de realizar una película sobre la misma. El aroma de su filosofía alcanzó al gran público. El pensador de fondo popularizó su filosofía a través de una novela dramática que al mismo tiempo era una novela de formación sobre la educación del personaje principal, y su mensaje pudo calar hondo. Hay quien dice que detrás de toda teoría hay una biografía, y por otra parte la perspectiva del aprendizaje narrativo sostiene que la vida va acompañada de su relato. La novela de Santayana es una clara muestra de aprendizaje narrativo, pues urde el relato de su vida, de su crecimiento y del duro trabajo de ganar conciencia, dando voz y palabra a su alter ego Oliver Alden, que es todo aquello que ha visto y no ha escogido Santayana. Esto nos lleva a la segunda explicación. ¿Acaso era más urgente dar vida a una ficción que dar vida a una biografía real?, ¿acaso es más valioso en términos de conocimiento un producto de la imaginación que un hecho extraído de la realidad? Aquí la propia filosofía proporciona una clave, porque Oliver Alden representa un arquetipo, un modelo o figura de la realidad, y no cualquiera precisamente, pues simboliza una figura a punto de extinguirse: el último y el único de su especie… Y esta excepcionalidad le otorga un relieve singular y una urgencia por comprender las razones de esta extinción. La novela de Santayana forma parte de otras tantas novelas de la desesperación y de la desaparición: recordemos, entre otros, El último mohicano: una narrativa de 1757, escrita por James Fenimore Cooper en 1826, o Ishi, el último de su tribu, de Theodora Kracaw Kroeber (edición española de 1992), o El último mogol. La caída de una dinastía: Delhi, 1857, de William Dalrymple (2008). Vemos pues que para Santayana la elección del título para su novela no es fortuita. El «último puritano» no porque sea el final de una cadena doctrinal, sino
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porque es un eslabón radical en esa concatenación de hechos y circunstancias que fuerzan a llevar el puritanismo a sus últimas consecuencias. Santayana hace de Oliver el epítome de una tradición de protestantismo radical, de origen europeo pero desarrollada en Norteamérica, que es una de las señas de identidad moral de esa sociedad. Si Oliver es el último puritano, la novela a menudo regresa al tiempo de sus antepasados, los primeros puritanos, pertenecientes al pequeño y mítico grupo de los padres peregrinos, para afirmar el diseño histórico y providencial de los sucesos narrados y para explicar las causas de su tragicómico devenir, del fatum al que se ve obligado a obedecer. Si Oliver además es el trasunto de Santayana, el autor quiere marcar la diferencia con su personaje: Oliver se ve doblegado por su destino, por la necesidad. Por el contrario, Santayana enfrenta su destino con la biografía, y con ello escoge la contingencia, que en su caso significa la posibilidad de experimentar y expresar la vida narrativamente a través de la filosofía. Su caso encuentra precedentes, y no pocos, en la literatura norteamericana. Santayana demuestra un profundo conocimiento de la genealogía literaria puritana, y de entre los autores de Nueva Inglaterra saca a colación a Emerson, Thoreau y Whitman. Imposible negar la inclinación espiritual de estos autores. Baste recordar el significado especial que adquiere para Oliver el ser residente en el Divinity Hall, en el que viviera el propio Emerson, y las evocaciones de ese nombre. De Whitman, tal vez convenga destacar que entre sus visiones figuraba la de una América poblada por una raza de sacerdotes seculares. El pensador escribió una novela y no un nuevo manuscrito filosófico; de esa manera, sin renunciar a lo esencial, dibuja un drama de personas, máscaras o tipos que encarnan una multiplicidad de perspectivas para un único e innombrable personaje; Oliver es un héroe quijotesco, un espíritu luchando contra las continuas trampas ilusorias del mundo. Oliver se asemeja a «Everyman», el protagonista de los dramas litúrgicos medievales. Los personajes de la novela son personificaciones de conceptos, entidades morales definidas, y las relaciones que mantienen entre sí están marcadas por códigos de conducta irrenunciables.
Acaso no sea atrevido pensar que las autoridades que intervienen en el destino de Peter Alden, el padre de Oliver, forman una corte de máscaras que preparan, con su sentencia, el exilio perpetuo de padre e hijo. Los nombres en inglés pueden leerse de forma simbólica: el nombre del consejero espiritual de la familia es Mr. Hart, homófono inglés de la palabra heart (corazón). Mr. Hart es la voz de la Revelación y sus juicios tienen legitimación divina; Mr. Head (cabeza) es el juez y por su boca habla la Ley; por último, el médico recibe el nombre de Dr. Hand (mano). De manera que cada personaje representa respectivamente los planos espiritual, racional y físico, al igual que en la jerarquía isabelina. En El último puritano los acontecimientos, los personajes y los conceptos están elevados a la categoría de símbolos, por lo que adquieren un sentido trascen-
dental. De esta forma la novela gana en proporciones míticas (de ahí, entre otras, las constantes alusiones a Homero, al Fausto de Goethe) lo que pierde en dimensiones humanas. Más que de tipos, pues, se podría hablar de arquetipos, de universales: héroes y dioses. El mundo, que no es sino otra pieza de la máquina puritana, es el escenario donde se traman las jugadas y el destino, la providencia, hace su apuesta al azar. En un mundo que reconoce como caótico, Santayana propone construir su propio orden contingente, trazar el mapa para explorar el territorio, combinando una actitud escéptica con una «fe animal». El compromiso de Oliver, en cambio, es de corte puritano y en ese marco es imposible dar primacía al caos sobre el orden, a las tinieblas sobre la claridad. Pero al igual que el Quijote es la caricatura de un tipo de caballero periclitado, Oliver acaba siendo la caricatura de un tipo de puritano que con él se extingue arrastrado por los vientos de doctrina con los que todavía la máquina puritana sigue moviendo y levantando tempestades. Con su única y excepcional novela, Santayana se ha convertido en narrador, confirmando una vez más la hipótesis literaria de la filosofía. Nos ha regalado una narración filosófica, una novela de ideas, y nos ha hecho participar de su trama convirtiéndonos en lectores in fabula. Con esta novela, además de invitarnos a visitar el resto de su obra, nos ha mostrado que los productos de la imaginación pueden ser frutos de la inteligencia, antesalas para conocer, celebrar y honrar a nuestro anfitrión el mundo.
José Beltrán es profesor de la Universidad de Valencia y secretario de Limbo. Boletín Internacional de Estudios sobre
Santayana. Es autor de, entre otras obras, Celebrar el mundo. Introducción al pensar nómada de George Santayana (2008) y Un pensador en el laberinto. Escritos sobre George
Santayana (2009), y coordinador de Santayana: un pensador universal (2011). Con Daniel Moreno ha preparado la edición de Pequeños ensayos sobre religión (2015) y la introducción de La tradición gentil en la filosofía americana (2018), ambos libros de Santayana.
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Los poetas filosóficos de Santayana Por Daniel Moreno La antigua trifulca entre religión y superstición, y entre filósofos y poetas, está bien recogida por Cicerón en el discurso que pone en boca del estoico Lucilio Balbo en su diálogo Sobre la naturaleza de los dioses, II, 70. Balbo se refiere acerbamente a los poetas que, en lugar de cantar el orden, la regularidad y la finalidad de los cielos, las estrellas y las constelaciones, se dedican a contar, con absoluta ligereza, las debilidades de las estrellas convertidas en dioses antropomórficos, sus caprichos, enfermedades, incluso guerras. Pues bien, resulta que el mismo Cicerón fue quien se encargó de editar la obra de Lucrecio, De rerum natura, un poeta que versifica la completa y compleja filosofía de Epicuro, y que es la obra que abre el libro Three Philosophical Poets: Lucretius, Dante and Goethe (1910) del filósofo hispano-norteamericano Jorge/George Santayana, objeto de estas notas. La ocasión para releerlo ha sido su reciente aparición como tomo octavo de la meritoria Edición Crítica que se lleva publicando en Estados Unidos desde 1986. Es la edición definitiva que habrá que tener como referencia a partir de ahora: George Santayana, Three Philosophical Poets: Lucretius, Dante and Goethe, editado por Kellie Dawson y por David E. Spiech, con introducción a cargo de James Seaton, The MIT Press, Cambridge, Massachusetts (USA) y Londres (GB), 2019. A esta edición van referidas las citas infra. El texto tiene su propia historia, que es bueno recordar. De curso en Harvard dado por George Santayana, el profesor más europeo del entonces discreto Department of Philosophy, se convirtió en varias conferencias en las universidades de Columbia y de Michigan, y de ahí en Three Philosophical Poets: Lucretius, Dante and Goethe (1910). Su traducción castellana, titulada Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe, la debemos al barcelonés José Ferrater Mora —exiliado por la guerra en España que comenzó en 1936— y fue realizada en su estancia en Buenos Aires,
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en 1943, camino de Estados Unidos; fue publicada por Losada y reeditada en 1952 y en 1969; en 1994 la publica la editorial mexicana Porrúa, junto al libro misceláneo Diálogos en el limbo, publicado originariamente en Buenos Aires en 1941 como fruto de la eclosión santayaniana en la América hispana; al año siguiente, en 1995, se publica en la editorial madrileña Tecnos y en 2009 Manuel Garrido la incluye en su prestigiosa colección «Los esenciales de la filosofía». Sus ediciones en inglés son múltiples y llegan hasta nuestros días. La novedad del enfoque santayaniano ya entonces radicó no sólo en relacionar filosofía y poesía —relación incómoda para la posterior filosofía analítica—, sino en atreverse, en el punto álgido del positivismo, a recordar la antigua e íntima relación entre poesía y ciencia —relación también incómoda para el posterior posmodernismo—. Pero esa fue la provocativa propuesta de Santayana, que sigue apelándonos por otros muchos motivos más, pasados ya más de cien años. En la época dura, por ejemplo, del neopositivismo anglosajón, resultaba difícil relacionar filosofía y literatura, y, desde el modelo alemán hegemónico en el continente, se distinguía, como hizo José Gaos a propósito precisamente de Santayana, entre filósofos filósofos y filósofos literatos. Santayana en su obra, sin embargo, fundió rigor filosófico y estilo literario, mostrando que ambas son facetas que están muy lejos de ser incompatibles. Un perfecto ejemplo de ese carácter híbrido tan característico de don Jorge. Santayana propuso esas tres obras literarias como encarnaciones de otras tantas Weltanschauungen: el lucreciano Sobre la naturaleza de las cosas, la dantesca Divina comedia y el Fausto de Goethe. Aunque, como veremos, y como Santayana anuncia desde el «Prefacio», su objetivo es más amplio que el mero estudio filosófico de tres grandes obras literarias: su objetivo es la historia de la filosofía; es más, la propia filosofía. En cuanto a sus estudios —más filosóficos que poéticos—, hay que decir que no ha pasado el tiempo por ellos. Se leen con gusto,
resultan iluminadores y siguen siendo unas excelentes presentaciones de cada tema: el naturalismo, el sobrenaturalismo y el romanticismo, respectivamente. El De rerum natura de Lucrecio queda enmarcado por Santayana en los planteamientos de los primeros sabios griegos y, naturalmente, en Epicuro, presentado nada menos que como «un santo» (pág. 19). Lucrecio es el poeta del naturalismo/materialismo, donde el movimiento de los átomos es lo que se mantiene y las formas de las cosas se suceden interminablemente sobre un fondo de melancolía porque «el filósofo se encuentra en la cresta de la ola, es la espuma de la estruendosa tempestad; e, igual que la ola ha debido de surgir antes de que él rompa a ser, todo lo que contempla vivo es la caída de la ola. La única perspectiva abierta ante él es la decadencia de todo lo que le hace vivir; su filosofía completa será una profecía de la muerte» (págs. 26-7). Y léanse detenidamente sus críticas a los conocidos argumentos epicúreos ante el miedo a la muerte y sus análisis de la crítica lucreciana a la superstición religiosa para comprobar la finura psicológica de la que hace gala Santayana. También echa en falta en Lucrecio una mayor profundización en el corazón humano y resaltar la relevancia de la amistad entre humanos, algo que sí ve cultivado en otro epicúreo romano: Horacio. En cuanto poeta de la naturaleza material, Lucrecio es comparado con Percy Shelley como poeta de la naturaleza paisajística paradisíaca y con William Wordsworth, el poeta de la naturaleza como entorno de los cambiantes grupos humanos. La Divina comedia, por su parte, queda contextualizada desde sus influencias platónicas —dualismo ontológico, finalismo socrático y ontologización del Bien— y judías —el pecado, el sentido de la historia y los relatos de la Biblia—. A esos elementos tradicionales, Dante añade sus experiencias políticas —«[sus infortunios personales] convirtieron su odio hacia sus Papas y su Florencia contemporáneos en celo ferviente por lo que los Papas y Florencia tendrían que haber sido» (pág. 54)— y sus experiencias amoroso-teológico-místicas —«los ojos de Beatriz reflejan una luz sobrenatural. Es la inefable visión de Dios, la visión beatífica, la única que puede hacernos felices y ser la razón y la finalidad de nuestros amores y peregrinaciones» (pág. 58)—. El leitmotiv dantesco, es fin, es, a juicio de Santayana: «... para Dante, su objetivación de la moralidad y su arte de dar formas visibles y moradas locales a los vicios y virtudes ideales era una actividad completamente filosófica y grave. Sobre ese mismo principio había creado Dios la naturaleza y la vida. El método del poeta repetía la
magia del Génesis» (pág. 64). Bajo ese método, la atenta mirada de Santayana descubre indicios del egotismo romántico por venir —cf. su El egotismo en la filosofía alemana—; por eso concluye que Dante «no puede ser el portavoz leal y definitivo de la humanidad» (pág. 77). Con el análisis del Fausto goethiano llega Santayana, me parece, al objetivo más directo de su libro: intentar refrenar la inmensa oleada romántica, que había llegado a su punto álgido al final del siglo XIX. Y no estaba solo en ese intento: algunos miembros de su generación y gran parte de la siguiente intentaron equilibrar el romanticismo con ciertas dosis de clasicismo. Y ahí estaba Santayana como referente. En efecto, ya en su libro anterior Interpretaciones de poesía y religión había llamado bárbaros nada menos que a Walt Whitman y a Robert Browning y había echado en falta en Shakespeare la religión, el orden, la razón y el equilibrio clásicos. Ahora le critica a Goethe sobre todo su falta de límites. En este estudio, por cierto, es donde aparece el famoso dictum santayaniano de que «Nunca fue Goethe tan romántico como cuando fue clásico» (pág. 104). El Fausto es abordado comparando su primera versión con la definitiva y en relación con el más temprano Fausto de Christopher Marlowe y con El mágico prodigioso de Calderón. En ambos autores elogia Santayana los límites ante el desenfreno que echa en falta en Goethe —como la diferencia que hay entre saber beber y beber sin medida, digamos—. De ahí que escriba: «Esa afirmación —que la vida posible y buena para el ser humano es la vida de la razón, no la vida de la naturaleza— es severa para el insaciable y nada intelectual Fausto romántico» (pág. 93); «podríamos esperar que Fausto, en su anhelante búsqueda de la perfección, estableciera su Estado sobre la distinción entre lo mejor y lo peor […] Pero no encontramos nada de eso» (pág. 107). A pesar de la delectación subterránea
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Daniel Moreno. Los poetas filosóficos de Santayana
con la que Santayana recorre y resume las hazañas de Fausto, nuestro autor no pierde la orientación y, muy à la Baltasar Gracián, enjuicia que es esencial a la vida romántica ser miscelánea, indefinida e inacabada. ¿Y no diremos que lo «es de toda vida, en su inmediatez, y que la vida se hace racional y verdaderamente progresiva solo en relación a lo que no es vida —los objetos, los ideales y las unanimidades que no se experimentan sino que solo se conciben—? Ahí puede verse la excelencia, radical e inalienable, del romanticismo; su sinceridad, libertad, riqueza e infinitud. También ahí pueden verse sus límites, dado que no puede ni fijar ni confiar en ninguno de sus ideales al creer ciegamente que el universo es tan caprichoso como él mismo; así, la naturaleza y el arte se le escapan constantemente entre los dedos. Es obstinadamente empírico, y nunca aprenderá nada de la experiencia» (pág. 117). Dicho todo esto, no me parece que el valor actual del libro de Santayana sea meramente explorar el valor filosófico de la literatura. Ya estamos acostumbrados a incluir referencias literarias en las discusiones filosóficas y son múltiples los poemas, cuentos o novelas con gran trasfondo filosófico, objeto de estudios renovados. Tampoco destacaría como su punto fuerte la concreta interpretación ya de Lucrecio, ya de Dante ya del Fausto goethiano; ahora contamos con especialistas en cada uno de esos ámbitos, que seguramente iluminan con mayor profundidad que Santayana los recovecos de esas tres obras literarias tan saturadas de filosofía. Ya en época de Santayana las monografías al respecto eran casi inmanejables y él mismo, modesto, afirma en el «Prefacio» que no es un especialista en ninguno de los tres autores. De hecho, su enfoque no es de estricta crítica literaria. Su punto fuerte es el anunciado más arriba: su implícita concepción de la historia de la filosofía y de la misma filosofía. Santayana presenta, en definitiva, el naturalismo democríteo-epicúreo como la filosofía más influyente en el pensamiento grecorromano —como atestigua, por cierto, la recomendable recopilación de Diógenes Laercio Vidas y opiniones de filósofos ilustres— y en Europa a partir del siglo XV, donde el De rerum natura fue el texto subterráneo más influyente; el sobrenaturalismo, siempre presente en Asia, como la corriente que se extendió hasta la religión romana en su ocaso, de donde pasó al cristianismo, que fue su heredero — encumbró primero a Platón y luego a Aristóteles—; y el romanticismo característico de la Europa del norte como el culto a la voluntad que se extendió a América,
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donde encontró su mejor exponente en Emerson. Entre las tres filosofías Santayana plantea algo así como una unidad dialéctica superior hegeliana, que habría de quedar plasmada en un poeta por venir. Su hercúlea tarea sería nada menos que: conocer a fondo la materia, como Lucrecio; completar su relativa ignorancia de las complejidades vitales del corazón humano con la ayuda de Goethe, y ser capaz de distinguir, con Dante, en ese caudaloso río, entre el bien y el mal, sin proyectar tal distinción moral, superior y necesaria, sobre la naturaleza —ni sobre la historia, se podría añadir—, que es el espejismo en el que cae el sobrenaturalismo. Tal fue su aurea concepción de la filosofía, planteada hace cien años y no oída: un saber que aunara lo natural y lo humano —incluyendo lo aparentemente sobrenatural y lo realmente animal—, que equilibrara la voluntad con la razón con vistas al bien y a la felicidad, y que evitara en lo posible la antropomorfización de la evolución, los huracanes, la bolsa o los sucesos extraños. Trascurrido más de un siglo, sin embargo, hemos visto fraccionarse la ciencia, las nefastas consecuencias mundiales del voluntarismo romántico y la reducción de la filosofía a disciplina académica también atomizada en grupos interincomunicables sometidos a la presión de las rápidas modas sucesivas. La pregunta surge sola: ¿qué ha pasado con lo que llamamos filosofía en los últimos cien años? Si este planteamiento general lo concretáramos, por ejemplo, en su aspecto político, Santayana inspiraría este enfoque: alcanzar un análisis riguroso y actualizado del cambiante sistema económico capitalista (Lucrecio), que incluya un conocimiento igualmente riguroso del complejo corazón humano y de sus laberínticos deseos e intereses (Dante), de modo que se evite la montaña rusa que lleva desde la esperanza en la solidaridad al desánimo ante la pervivencia del clasismo (Goethe) y que no olvide que no todo es economía sino también cultura, religión, arte, ciencia, filosofía y mística. Felicidad, en suma, con sus sombras y sus tragedias.
Daniel Moreno
es profesor de Filosofía del IES Miguel
Servet, de Zaragoza, y secretario de Limbo. Es autor de San-
tayana filósofo (2007), traducido al inglés por Charles Padrón y publicado en 2015. Sobre Santayana, son numerosos sus artículos y sus traducciones. Sobre Servet, ha publicado Miguel
Servet, teólogo iluminado (2011).
George Santayana, ese extraño escritor ateo Por Andreu Navarra Lo han destacado varios autores: el ateísmo de George Santayana no es convencional, porque es casi el único que niega la verdad de la existencia de Dios pero se pone de parte de las religiones. Santayana, educado en una familia de deístas de tradición ilustrada, se encontró con los mismos problemas que los pragmatistas en Estados Unidos y Eugenio d’Ors en España: el positivismo había legado un orden prosaico y carente de libertad y de delicadeza, la razón se había convertido en un habitáculo demasiado estrecho a la hora de encauzar la vida humana y las opciones eran más bien pocas si el objetivo era rescatar un sentido ideal para la actividad creativa. Curiosamente, el orden liberal había acorralado a una religión que se había envilecido por un instinto de defensa y supervivencia. Ors lo resolvió, de la mano de Boutroux, discípulo de William James, incorporando el arte y la religión al paquete de la racionalidad (no otra cosa en su concepto de «Inteligencia» o «Seny»: una razón ampliada y aliada con todos los aspectos del espíritu); Santayana, en cambio, llegó a la conclusión de que sólo llevando una vida espiritual, es decir, una vida poética, resultaba posible mantener una conducta noble y enraizada en la vida. «El fanatismo consiste en redoblar el esfuerzo cuando se ha olvidado la meta», sentenciaba Santayana en un texto de 1910. Por lo tanto, la ausencia de fe no restaba valor a las experiencias y perspectivas cristianas: «... después de la primera conmoción por la pérdida de su fe realista, han visto en el trascendentalismo un medio, y quizá el único seguro, de mantener una especie de cristianismo que no pretendiera ya ser un milagro o una revelación excepcional, sino solo un símbolo poético». Así lo planteaba Santayana en El egotismo en la filosofía alemana, un libro en el que no sólo recomendaba una manera de vivir según su particular materialismo espiritual, heredado de
Lucrecio, sino que también destilaba anticlericalismo: «De manera análoga, también la Iglesia católica, por temor a la impiedad, ha santificado formas de engaño y de opresión». En su libro Santayana filósofo (Trotta, 2007), Daniel Moreno escribió que «Santayana mismo se considera el primer pensador que hace consistente la vida espiritual con un acercamiento materialista, sin necesidad de recurrir a postulados sobrenaturalistas», porque «las funciones llamadas espirituales son tan espontáneamente naturales como las llamadas simplemente humanas, racionales o morales» (págs. 42-43).
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Andreu Navarra. George Santayana, ese extraño escritor ateo
El mismo autor ha definido su postura como «un monismo radical no reduccionista», un ateísmo tan alejado de la religión como del positivismo. En 1887, desde Berlín, en una carta dirigida a William James, Santayana escribió que «La gran ruina de la filosofía es el afán teológico que empuja al hombre hacia verdades finales e intolerantes como su salvación». El entorno familiar de nuestro filósofo contribuyó a su particular concepción: aunque sus padres eran oficialmente católicos, le dieron una educación deísta e ilustrada. En cambio, su hermana Susana era fervientemente creyente. Santayana, según Moreno, acepta de sus padres que «la religión no es más que el producto de la imaginación humana», pero se siente atraído por la poesía del catolicismo. Por lo tanto, lo primero que debía caer era la dicotomía entre «verdad» y «mentira». Los mitos y las religiones son verdades morales, que orientan y hacen soportable la existencia. Y así resolvemos la paradoja esencial de Santayana: la religión es proyección, «egotismo», pero es necesaria. Y lo es precisamente porque no es verdad, porque no importa que no sea verdad; porque no se le puede pedir verdad a un mito, sino sabiduría, orientación y consuelo. Es una postura de raíz helenística. En su «Presentación» a Pequeños ensayos sobre religión, José Beltrán y Daniel Moreno explican que «la desilusión respecto a las verdades religiosas, lejos de eliminar la función de la religión, permite destacar su valor poético y simbólico y purificarlo de la pretensión de literariedad que lo intoxica. […] Por eso Santayana equipara religión y poesía. Si la religión se lee literalmente se convierte en superstición». A ese mismo nivel colocaba Santayana al platonismo, en uno de sus mejores libros: Platonismo y vida espiritual (1926). En él leemos, en el capítulo sexto: «... el sistema platónico es mitológico: si se toma literal y dogmáticamente, puede parecerle a la fría razón que no es más que una ficción gratuita». Tomado como un sistema cerrado que reclamara fe y adhesión, el platonismo tendría tan poco sentido como el catolicismo militante y político: «Los escritos de Platón mismos muestran claramente que el eventual sistema platónico no fue sino una fábula poética y moral». ¿Y cómo tenía que ser esa vida espiritual desprovista de dogmatismo? Lo explica en la misma obra: «La única ambición digna de un filósofo era trascender su naturaleza humana, y
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pasar inmaculado a través de este bajo mundo adorando el mundo de arriba». Sin embargo, «Lo espiritual tiene condiciones materiales, no sólo las condiciones generales de la vida y la intuición (porque debe existir un hombre antes de que pueda hacerse espiritual), sino condiciones más especiales y sutiles», como la castidad, la renuncia y la autodisciplina. Lo sintetizó Daniel Moreno en su presentación a la traducción española: «... su posición característica en el conjunto de pensadores interesados por lo espiritual es, entonces, el afán por desintoxicar la vida espiritual, por alejarla de aquellos que, a pesar de presentarse como amigos del espíritu, lo enturbian y lo aturden. Santayana presenta lo espiritual en su pureza, sin contaminaciones moralizantes o puritanas, demasiado mundanas, en definitiva». También por estas razones John Gray, en su obra reciente titulada Siete formas de ateísmo (2018), afirma que los únicos ateísmos aceptables son los de Lucrecio y Santayana, porque ninguno de estos dos autores mezcla su crítica con criptognosticismo o interferencias políticas. Santayana no creía en el Progreso, no trataba de imaginar utopías para someter al ser humano a su influjo. Sencillamente, trató de llevar a la práctica su particular concepción de la vida espiritual desposeyéndola de toda clase de proselitismos y nerviosismos sociales. Revolverse contra la religión no resulta suficiente para emancipar al ser humano: «Incluso los herejes y los ateos», explica Santayana en «La naturaleza imaginativa de la religión», «cuando tienen hondura, se vuelven al cabo precursores de una nueva ortodoxia». Incluso sin darse cuenta, el ser humano tiende a cambiar una religión por otra, mitológica o civil, pero no se suele detener en el escepticismo mismo. En el mismo ensayo, Santayana descarta la posibilidad de que una religión concreta sea verdadera por la sencilla razón de que pertenecer a una u otra confesión no es más que «un accidente histórico», es decir, un producto del puro azar. Mientras que las ciencias se alían internacionalmente para prosperar, las religiones se nutren de la división para resultar más ortodoxas o internamente homogéneas. Como alegorías estéticas, las religiones resultan imprescindibles, pero como personificaciones y construcciones éticas, son una calamidad: «Ninguna religión ha proporcionado jamás un cuadro de la deidad que los humanos pudieran haber imitado sin la más grosera inmoralidad» (Pequeños ensayos sobre religión, pág. 35).
Dios es un producto de la imaginación humana, una emanación, o una proyección; un «egotismo»: «El ser humano no es adorable, pero adora, y el objeto de su adoración se puede descubrir dentro de él y sacar de su propia alma. En ese sentido, la religión de la humanidad es la única religión, el resto son chispas y extractos de ella» (Pequeños ensayos sobre religión, pág. 72). Y se insiste en el hecho de que las religiones son aglutinantes raciales, tribales o nacionales, no sistemas universales de interpretación del mundo: «El fracaso de encontrar a Dios entre las estrellas, incluso la pretensión de encontrarlo ahí, no indica que la experiencia humana impide cualquier vía hacia la idea de Dios — porque la historia prueba lo contrario—, sino que más bien indica la atrofia en esta persona particular de la facultad imaginativa por la que su raza había llegado a esa idea. Tal atrofia podría incluso convertirse en general, y Dios desaparecería en ese caso de la experiencia
humana, como la música desaparecería si una sordera universal atacara a la humanidad» (Pequeños ensayos sobre religión, pág. 25). Lo novedoso de este pensamiento consiste en que esta «experiencia humana» sea más rica que la mera búsqueda de una verdad única, que no deben aportar las religiones ni el arte. Por decirlo de otro modo, la idea de Dios tiene más valor para Santayana que la existencia de Dios. Conclusión: cuando las religiones rechazan la pretensión de verdad, se vuelven bellas y útiles. Los países integristas se han quedado embotados: han rechazado la posibilidad de belleza y han caído en el estancamiento mental (cuando no lo han provocado adrede para disciplinarse y alejar la tentación de vivir soportablemente). Los mitos religiosos en los antiguos, según Santayana, «son una suerte de poesía en la que la gente creía a medias, porque intervino en su vida; una poesía que embelleció y justificó a su juicio los hechos insondables de su culto ancestral, de sus lazos sociales y de su conciencia personal». El paralelismo y la disensión con Ors son evidentes: ambos se fijan en el mundo clásico para imaginar una vida plausible para el ser humano hacia 1905, pero Santayana extrae la idea de poesía de los griegos, mientras que Ors se nutre de la de orden desde el ámbito romano. Y ambos, como Nietzsche y Unamuno, se expresan a través de mitos y reflexionan sobre el presente sin Dios a través del estudio de los clásicos grecolatinos. Porque así vivían los filósofos antiguos: estudiando una religión útil que no les reclamaba fidelidad o militancia. El cristianismo podrá seguir embelleciendo y orientando a los occidentales siempre que no decaiga en un sistema que se pretenda verdadero. Una religión es la concreción del ansia de pureza de una determinada comunidad, nunca un cuerpo de doctrina que deba convertirse en una ley.
Andreu Navarra (1981) es profesor de Historia de la Cultura Contemporánea en la Universitat Oberta de Catalunya. Es autor de La escritura y el poder. Vida y ambiciones de Euge-
nio d’Ors (Tusquets, 2018), de Ortega y Gasset y los catalanes (Fórcola, 2019) y de Devaluación continua. Informe urgente
sobre alumnos y profesores de secundaria (Tusquets, 2019).
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Santayana, un poeta en el limbo Por Vicente Cervera Salinas Busqué en la tierra un jardín de delicias o el altar de un islote frente al Aire y el Mar, donde fuese plegaria la música serena y la razón, velada, cumpliera con su rito. Mi triste juventud rezó en la altura lastimera donde Dios se dignó compartir nuestras desgracias. Su amor hizo más leve la carga de morir, mas sus profundas llagas ahuyentaron mi alegría. Y aunque sus brazos, abiertos sobre el madero, eran hermosos y buscaban los míos, mis culpas me impedían mirarlo a su rostro. Así que busqué desde el Gólgota hasta ti, eterna Madre. Deja que el sol y el mar me curen y me guarden en tu morada. (George Santayana)
Este texto se inscribe en la primera serie de los poemas —mayoritariamente sonetos— que George Santayana publicara en su edición prínceps de 1894. La editorial Stone and Kimball de Cambridge daba a la imprenta esta colección de piezas líricas, bien cinceladas y de una serena inspiración de hondos sentimientos contenidos, cuya explícita titulación fue Sonnets and Other Verses y que dos años después fue de nuevo impresa en New York. Se trata de una de las primeras incursiones editoriales del filósofo hipano-norteamericano, nacido en Madrid el 16 de diciembre de 1863, aunque formado en la cultura y en la academia de los Estados Unidos, debido a las singulares condiciones de su familia: fruto del matrimonio entre padre español y madre inglesa — viuda de un comerciante norteamericano con raíces en Boston— que se conocen en Manila, donde comenzaría la prehistoria vital de ese filósofo de esencia extranjera y errante —física y espiritualmente— que fuera Santayana. «Si el destino de todo espíritu», observa el
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autor en su autobiografía, Personas y lugares, «es vivir en un cuerpo especial y en una época especial y, sin embargo, por vocación, y vida, estar dirigido desde ese centro a toda la vida y a todo lo viviente, puedo entender por qué siempre he sido más sensible a esa condición y a esta misión de lo que lo era la mayoría de mis contemporáneos.» Y he aquí la «razón»: «Porque por casualidad fui extranjero donde me educaron […]. Y al ir con el tiempo creciendo en mí el sentimiento de ser extranjero y exiliado por naturaleza, así como por casualidad, llegó a ser un motivo de orgullo». El corolario de esta reflexión nos permite recuperar el poso de su poesía: «Mi caso fue sumamente desventurado y acarreó muchos defectos; pero me abrió otra vocación, no mejor (no admito normas absolutas) sino más especulativa, más justa y para mí más feliz». Poeta juvenil lo fue Santayana, si bien había ya cumplido los treinta años cuando esa primera edición sale a la luz, pero no tan joven como para observar esa etapa de la vida ya con cierta distancia: «Mi triste juventud rezó en la altura lastimera», leemos en el quinto verso de la composición, casi en sintonía con referencias afines del ámbito autobiográfico y simbolista. Así sucede con poetas que recuperan desde el otoño su primavera, como Rubén Darío: «Yo supe del dolor desde mi infancia: / mi juventud…, ¿fue juventud la mía? / Sus rosas aún me dejan su fragancia / una fragancia de melancolía»; o Antonio Machado: «mi juventud, veinte años en tierras de Castilla; / mi historia, algunos casos que recordar no quiero». Sin embargo, cuando sus poemas se publican, George Santayana todavía no había incursionado a fondo —al margen de algunos artículos y trabajos académicos de menor envergadura— en la obra filosóficoensayística que tan fecunda sería en su trayectoria y, mucho menos, en la novelística: The Sense of Beauty aparecería en 1896, fruto de su trabajo académico en Harvard, y sus ya famosas Interpretations
of Poetry and Religion lo harían en 1910; la novela The last puritan tendría que esperar, a su vez, hasta 1935. Su obra poética, por tanto, fue el primer canal de expresión literaria y personal, su incursión más temprana hacia la manifestación de su mundo interior, de su especulación filosófica y humana, su particular temperamento espiritual. Tras las primeras ediciones de sus versos, Santayana proseguiría escribiendo y publicando poesía, seleccionando los textos y antologándolos en 1923. Asimismo proseguiría el cultivo de la poesía durante «las décadas de su estancia en Europa, como
lo demuestran los poemas inéditos que ha recogido la edición crítica de William G. Holzberger, The Complete Poems of George Santayana (1979) », según constata con rigor Cayetano Estébanez en sus estudios monográficos sobre la literatura del filósofo. Si hubiera que definir a Santayana como poeta cabría considerarlo como un creador de clara estirpe platónica, forjador de poemas con factura clásica y canónica, modalidades estróficas sancionadas por la tradición poética humanista y con claros referentes en la lírica dantesca y romántica. Huellas de Dante, de Goethe o de Keats se dejan sentir en sus versos por doquier. Así, el soneto XLVI, de la edición preparada por Estébanez en el volumen George Santayana. Materiales para una utopía, editado en Valencia por el MuVIM en 2009, participa de la serenidad de la poesía del dolce stil nuovo, con ecos en la lírica castellana de Garcilaso de la Vega, para derivar hacia un matizado romanticismo inglés con sustento grave en la condición platónica: «Cuando contemplo atento la cosecha del año / y recojo el grano de la trilla del tiempo, / ¿qué beneficio logro de las penas olvidadas, / o qué alivio del alma para alegrar el invierno? / La cosecha que tengo es tu encanto / y que te amo es toda mi ganancia. / El resto fue la granza aventada en una mente / donde ahora se ve clara tu preciosa imagen. / ¡Cuán noble es la belleza que, con solo verla, / eleva el corazón de su callado amante! / ¡Qué excelsa es la verdad en que me apoyo! / Mas mi adoración sería un triste hechizo / de no haber descubierto en tu corazón perfecto / que es verdad la belleza y que la virtud es bella». En efecto, un platonismo diamantino y sereno resuena en cada estrofa de la lira de Santayana. Como él mismo recordaba en el capítulo dedicado a «Mi poesía» del original ensayo autobiográfico Apologia pro mente sua, algún crítico atribuyó la «mediocridad» de sus versos «a la filosofía, al platonismo y al siglo XIX de George Santayana (1886). Fotografía de clase en la Universidad de Harvard.
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los Estados Unidos». Santayana reconoce que su inspiración se mueve sin duda en el territorio de las esencias, no de los accidentes, y que la poesía «de las cosas», de timbre virgiliano, hace mella en una sensibilidad donde el ideal platónico no puede sino elevar las categorías particulares hacia una dimensión más amplia y genérica: más generosa al fin y de expansión universal. Con ironía suave y punzante decreta así que el problema no radica ya en la condición platónica del verso sino en el antiplatonismo militante, e incomprensivo en cuanto a su natural filiación poética, de los críticos y teóricos de la poesía en general y de la suya en concreto: «Lo peor de todo es la falta de comprensión por el platonismo cuando el platonismo es todo el secreto y substancia de un poema: y es asunto sumamente conveniente e inspirador porque, a modo de conversión religiosa, revisa y vuelve a vaciar toda la experiencia emocional en un nuevo molde, imprimiéndole una unidad e intensidad morales que jamás tuviera antes». Por ello, pues, «el platonismo era una experiencia vívida de mí cuando yo escribía esos sonetos platonizantes». Junto a Platón y sus vínculos con la Belleza y la Verdad, vaciadas en ese «nuevo molde» pleno de unidad e intensidad morales que es el poema, donde la experiencia trasciende su esencial limitación, Santayana bebe sin duda en las aguas del sentimiento spinozista. Como Goethe, dicho por nuestro autor en su incursión al Fausto de su célebre ensayo Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe (1910), «el secreto de lo que hay de serio en la moral de Fausto debe ser buscado en Spinoza, la fuente de todo lo serio en la filosofía de Goethe. Spinoza tiene una admirable doctrina o, más bien, una admirable intuición, que consiste en ver las cosas bajo el aspecto de la eternidad». Esa «admirable intuición» es observada y manejada también, a la perfección, por George Santayana en sus versos (como también, de otro modo, en sus ensayos, en su novela y en su autobiografía). Cabe reconocerlo en sus odas y sonetos, en los vuelos de su «Espíritu», como en el poema así intitulado, que concluye con estos versos: «Sólo sé que al afanarme cada día / entre las ruinas del trabajo de los hombres, / me despojo de la carne y en espíritu me torno». Desde esa atalaya privilegiada, sub specie aeternitatis, el poeta separa los dones del espíritu volcados a lo largo de sus años —de los años de su juventud— para
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captar el poder de la belleza frente a la fluencia de los acontecimientos cotidianos: las «ruinas del trabajo de los hombres», en busca de una visión comprensiva de la existencia, de una revelación posible, diáfana, entre lo múltiple y perecedero. La filosofía de Santayana, impregnada de comprensión cabal y vasta, calmada y lúcida, del destino humano «paladeado» por los destellos de la razón, sostiene la «religión última» del pensamiento de nuestro poeta y le otorga el sentido, desde su premisa platónica hasta su apertura omnicomprensiva de la peculiaridad del ser. Como «profeta sublime de esta religión de la salud y del entendimiento», Santayana consiguió poner «una audacia profética y generosa en descubrir y en paladear su destino, por trágico que este destino pudiera ser al cabo. Pero lo que sobreviene, más tarde, es una inmensa paz: y entonces ese aire fino y científico parece únicamente hecho para mejor respirar; esta alta tragedia sólo es digna de un pecho heroico y viril. En rigor, la verdad es una magna purificación y restaña maravillosamente las miserias de la existencia», nos dice en su ensayo «Religión última». Al cabo, imbuido de esta filosofía regeneradora, la poesía de Santayana siempre reveló su predisposición a contemplar, a contemplarse, en las regiones donde lo vivido respira atravesado por la visión de su verdad: donde sea vívido lo ya vivido. No es extraño, pues, que el primer soneto de su colección, reproducido íntegramente al comienzo de estas páginas, recurra al imperio de la Naturaleza cuando el testimonio del dolor (el dolor humano que la caridad divina no consigue apaciguar, debido a la limitación del yo sensible) significa ahuyentar del sujeto la alegría. La Madre Natura entonces se manifiesta en todo su esplendor, en toda la Verdad, en el «materialismo poético» de que hace gala la lírica de Santayana, para acoger al yo que desde el Gólgota regresa a su seno, ya no como «jardín de las delicias», sino en cuanto pureza y claridad: allí donde el sol y el mar puedan salvaguardarlo en sus moradas. Cabría representar a George Santayana como un poeta en el limbo. Él mismo incursionó originalmente en el género platónico de los «diálogos», intitulándolos precisamente «en el limbo» y promoviendo el concurso imaginario de voces incuestionablemente especulativas en ellos, como las de Demócrito de Ab-
dera, Aristóteles o Avicena, más la presencia del Forastero que, acogido en esa región intermediaria entre la inocencia y el perdón, se acerca para penetrar en los ámbitos del saber, desde su curiosidad gnoseológica y vital. Planteando así el fenómeno amoroso y el pulso entre materialismo y eternidad, el Avicena santayanista anima, en la clausura de su diálogo, al Forastero a que abandone el territorio límbico para regresar a su patria vital: «Aléjate de nosotros», le insta dadivoso, «mientras puedes. No te necesitamos aquí, ni tú nos necesitas allá. Pronto habrás de reunirte con nosotros,
quiéraslo o no. Corre, antes que sea demasiado tarde, hacia tus hermanos pródigos de la Tierra; o, si no están dispuestos a escucharte, exhorta a tu propio corazón, y no te engañe el lenguaje que los filósofos deben por fuerza tomar de los poetas, puesto que los poetas son los padres del habla». Y así sucede con el fenómeno poético de Santayana: recoge su testimonio mental de cuanto aprendió de los sabios con quienes dialogó en el limbo, en el particular limbo de su existencia juvenil: sus lecturas, sus meditaciones, sus disquisiciones especulativas. Y con todo ese bagaje mental alimentó su espíritu para extraer una visión esencial del reino de las experiencias. Con ella fue trazando las líneas, los versos, las estrofas, la forma y la música de su poesía: una poesía que habitaba en el limbo y que al limbo, al fin, tendía en su lírica materialización. Pues como concluye Avicena en su coloquio con el Forastero-Santayana: «El amor puebla también estas regiones con nosotros, tristes fantasmas, y si mi cuerpo no hubiera andado y obrado vigorosamente en la tierra, tú nunca habrías encontrado entre las Sombras ni siquiera este espectro de mi sabiduría». Naturaleza y aspiración del amor, materialismo y visión esencial de lo vivido nutren la sustancia poética de las estrofas de Santayana. También por eso ha sido poeta «relegado» al limbo en que él mismo decidió reposar, donde comulgó con el alma de los «otros», de los grandes del pensamiento, el lugar desde el cual versificó. Alejado del simbolismo sensitivo de los poetas de fines del XIX —pues contemporáneos suyos fueron Mallarmé, Wilde o Valéry (nacidos todos entre las décadas de los cincuenta y setenta del siglo XIX)—, sus sonetos «platonizantes», como a él mismo gustaba definir, son cabal espejo de su biografía espiritual: el paso del sentimiento a la comprensión del sentimiento. Así, el estimable soneto «Dedicatoria de La vida de la razón» —su volumen ensayístico de 1909—, hallamos la voluntad de donación vital a sus amigos, en quienes se reconoce y con quienes se identifica en el proceso retratado: «Mis queridos amigos, bálsamo de juventud, / conservad este libro para consuelo de la vejez, / cuando el cansancio guste de una página serena / y el paso de los sueños deje una sonrisa de verdad. / ¡Qué grosera y vacía de pasión la obra/ de este aturdido teatro del mundo! / ¡Qué bien para vosotros y para mí un retiro
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Vicente Cervera Salinas. Santayana, un poeta en el limbo
/ de sabia austeridad y silenciosa pena! / Los ídolos de vuestra vida os dejarán, uno a uno, / cuando más los necesitéis: los amores de juventud, / las esposas, los hijos y, al fin, el sagrado sol. / Mas, al cerrar los ojos, podréis decir: / mi vida no fue tan desgraciada: / sufrí mucho, pero algo comprendí». Pocos poetas comparten con Santayana esta dimensión comprensiva y salvífica, al fin, de una existencia que, no por ello, se observa de modo ingenuo o romantizado. Todo lo contario: se muestra en su rigor o déficit, pero también en su plano eternal y, por ello, desligado, desapegado de las pasiones, desvinculado del peso coyuntural del existir. La universalidad de su cántico asombra y dignifica la cualidad moral de los acontecimientos, con sus gozos y sus sombras. La nobleza y la voluntad cognoscitiva dominarán las escalas compositivas de Santayana, incluso de los poemas motivados por sucesos como la Primera Guerra Mundial que, según John McCormick, ocasiona la escritura de sus mejores versificaciones. Su peculiar amalgama racional del sustrato platónico con el nutriente del naturalismo (ese materialismo lírico al que anteriormente me referí) vertebra el eje de su poesía y tal vez de toda su proGeorge Santayana al comienzo de su carrera. New York Public Library Archives.
ducción literaria. No es extraño, pues, que un crítico tan intuitivo como Irving Singer se refiriera a Santayana, citándolo in extenso, para caracterizar uno de los estadios fundamentales de La naturaleza del amor en el siglo XX. Así lo expresó el crítico y traductor norteamericano citando estas palabras del autor de El último puritano en la visión sintética de su filosofía, creyendo que «todo ideal expresa alguna función natural, y que no hay función natural que no sea capaz, en su libre ejercicio, de desarrollar un ideal… Y es que el amor es una brillante ilustración de un principio que es posible descubrir en todas partes: esto es, que el interés humano vive convirtiendo la fricción de las fuerzas materiales en la luz de los bienes ideales». Naturaleza e Ideal: las dos fuerzas conceptuales —y vitales— que conjugan el pensamiento poético de George Santayana. Poeta en el limbo, manifiesto en una formalización literaria, la del poema, donde esa brillante ilustración humana que es el amor adquiere su más elevado sentido e inspiración: Aunque muerte absoluta se lleve mi esperanza y se ahogue con polvo la boca a mi deseo, aunque no vuelva el alba ni el coro de la aurora inicie un GLORIA DEO cuando los cielos se abran, tengo una luz de amor, no voy a tientas, totalmente perdido, sin un fuego interior. La llama que da fuerza al mundo entero dentro de mí se apresta a encontrarse con la muerte. ¿No hay flores en la tierra, cercada por la noche? ¿No es suficiente para mí el consuelo, por ti perfecto, de estas horas jubilosas? No son, entonces, malos, estos poderes ocultos, que un amor basta para una eternidad.
Vicente Cervera Salinas es poeta y catedrático de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Murcia. Ha publicado, entre otros libros, La poesía de Borges: historia de una
eternidad (1992), El síndrome de Beatriz en la literatura hispanoamericana (2006) y Borges en la Ciudad de los Inmortales (2014). Como poeta es autor de La partitura (2001), El alma
oblicua (2003), Escalada y otros poemas (2010) y De aurigas inmortales (2ª ed., 2018).
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Soliloquios en Inglaterra Por Antonio Lastra He vuelto a leer los Soliloquios en Inglaterra de George Santayana mientras impartía un seminario de otoño sobre la Historia de la decadencia y ruina del Imperio romano de Edward Gibbon y seguía con atención el curso de los acontecimientos en el Reino Unido hasta las elecciones del 12 de diciembre de 2019, que dieron, como es sabido, la mayoría absoluta —o, según titulaba la noticia un periódico liberal, una «mayoría imperial»— al partido conservador de Boris Johnson, cuya campaña se había basado casi exclusivamente en el llamado Brexit, la salida del país de la Unión Europea y el reforzamiento de la soberanía nacional. Santayana escribió sus Soliloquios durante la Primera Guerra Mundial, cuando se vio obligado a quedarse en la isla por el inicio de las hostilidades, y añadiría una segunda serie de soliloquios en los años inmediatamente posteriores al conflicto antes de su publicación conjunta en 1922. Ha pasado un siglo desde entonces y, sin embargo, he tenido la sensación de que el tiempo se hubiera detenido o se repitiera, de que jugara a su antojo con los hechos históricos y con sus interpretaciones y de que, entre la decadencia y ruina que Gibbon recorrió a lo largo de mil quinientos años —desde lo que ahora conocemos como Antigüedad Tardía hasta el umbral del Renacimiento—, la promulgación del compass of a praemunire que los tories han rescatado del olvido (víctimas de la expresión del lenguaje shakespeareano) y el género que Santayana escogió para sus meditaciones solitarias en medio de la Gran Guerra hubiera una extraña afinidad, configurada de una manera tan caprichosamente impersonal que cualquier intento por descubrir la deliberación propia de un agente racional parecía condenado al ridículo. ¿Qué intención, en efecto, podía haber detrás de una pérdida de sentido tras otra: decadencia y ruina, fortificación (praemunire) del soberano, soliloquios? El primer volumen de la Decadencia y ruina de Gibbon se publicó
en 1776, el mismo año en el que «nosotros, el pueblo» de los Estados Unidos declaró su independencia de la corona y el parlamento británicos, así como su derecho a renovar el léxico político europeo, y Adam Smith publicó La riqueza de las naciones; el último volumen aparecería doce años después en vísperas de la Revolución francesa, que alinearía a Gibbon, con cierta reluctancia por su parte, en las filas del conservadurismo de Edmund Burke, para quien los derechos humanos eran incomprensibles en comparación con los derechos de los ingleses. En los esbozos autobiográficos de Gibbon, editados póstumamente y que en muchos aspectos son el comentario más esclarecedor del que disponemos para evaluar la influencia de su obra sobre su época y su propia reputación, el gran historiador, que había advertido que la consecuencia más clara de su educación era que hubiera «dejado de ser inglés», anotó que la primera producción seria en su lengua natal había sido un largo y crítico resumen de los Comentarios de sir William Blackstone a las leyes de Inglaterra, como si la decadencia y ruina de un imperio necesitara de la continuidad de impresión de una constitución no escrita para no proyectarse fatalmente sobre la decadencia y ruina de otro. La suma de los precedentes legales en Inglaterra, en todos los casos, y no la obra supererogatoria de una constitución escrita, habría acabado por prevalecer, más de doscientos años después, para separar la ficción histórica del Reino Unido de la arquitectura legal de una Unión Europea convertida casi en un ejemplo de ley natural o superior y, previsiblemente, para volver a alejar a Inglaterra de una Escocia tan europea como la que le habían dado a Gibbon sus mejores lectores —de Adam Smith a David Hume— y propiciar la unificación de una Irlanda sometida a sus propias fronteras: en ausencia de una constitución escrita en Europa, los ingleses habrían buscado amparo en su tradición secular. Santayana pudo identificarla aún antes de los tremendos experimentos del siglo XX.
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Antonio Lastra. Soliloquios en Inglaterra
Desde luego Santayana escribió sus soliloquios en Inglaterra e «inglés» era el epíteto más repetido en los encabezamientos; incluso en el soliloquio que trataba del «carácter británico» insistiría en referirse al Englishman, que «prefiere su hogar al extranjero». El extranjero Santayana —nacido en Madrid y exiliado por voluntad propia de la educación recibida en Nueva Inglaterra y de sus instituciones— parecía encontrarse como en casa, provisionalmente al menos, en ese hogar, en gran parte gracias al encanto de la lengua. Cuando, muchos años después, un poeta americano visitó al viejo filósofo en Roma, los ecos de Gibbon («la sangre del imperio») volverían a oírse en cada una de las estrofas del poema que escribió como recuerdo del «ciudadano del cielo aunque todavía en Roma». La cuestión de Hamlet, uno de los soliloquios de Santayana y el soliloquio o monólogo por antonomasia en lengua inglesa, delataría en realidad al «feliz habitante de una cárcel modelo alarmado al abrirse la puerta de su celda, pensando que iba a ser sacado al exterior y obligado a probar suerte de nuevo en este rudo y vasto mundo», cuando «solo se le invitaba a pasear por el jardín de la prisión». Una y otra vez a lo largo de su historia, Inglaterra parece estar replegándose siempre más sobre sí misma que saliendo de ninguna parte, ya sea del Imperio británico, la Unión Europea o el Reino Unido. En el tercer capítulo de la Decadencia y ruina, Gibbon había tenido que poner toda su ironía al servicio de la erudición al terminar su descripción de la constitución de los Antoninos —en su opinión la época más feliz de la humanidad— comparándola con una escena semejante de clausura, y no es difícil que nuestra imaginación considere que, sea lo que sea el alma (o, por usar una palabra más cercana a Santayana, el espíritu), será siempre algo más grande que una ciudad o que cualquier imperio. La procedencia de la imagen es claramente platónica. Con esta perspectiva, el Imperio romano o Inglaterra serían cavernas, como lo serían los Estados Unidos o el Reino Unido o la Unión Europea o cualquier otra polis en la que la instancia soberana sofocara las exigencias de la razón, y no es seguro que «la división de Europa en Estados independientes», como esperaba Gibbon, genere otra cosa que una serie de cavernas subyacentes en lugar de favorecer «la libertad de la humanidad». Los Soliloquios de Santayana eran elegíacos por su tema, pero ofrecían al lector una disposición espiritual del escritor además de una cualidad inherente a la causa perdida de la alegre Inglaterra. La singularidad de Santayana tenía que ver, sobre todo, con la influencia de Platón y la contraposición de la filosofía con la ciudad. Los Soliloquios en Ingla-
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terra contenían en la primera serie una breve nota a pie de página a Platón —«Aversión al platonismo»—, que preparaba en la segunda la «Reversión al platonismo» y que proporcionaría toda su coherencia a las dos series de Soliloquios. La aversión al platonismo suponía el nominalismo: «Todo está tan fundido, mezclado y continuo que cualquier elemento que escojamos para decir que se repite no parece sino una abstracción mental y una criatura del lenguaje». Que el corazón, como concluía Santayana, esté satisfecho a costa de la vaguedad del intelecto no parecía un precio demasiado elevado mientras, en efecto, la caverna fuera confortable, y probablemente hubiera de serlo, hasta donde fuera posible, en medio de una guerra y entre otras cavernas vecinas, adversas o indiferentes a la suerte de Inglaterra. Santayana no era el único americano que había devuelto sedicentemente su independencia a Inglaterra a cambio de una morada más grande que el individuo: Henry James antes que él o T. S. Eliot y Ezra Pound en su propia generación lo hicieron con consecuencias más o menos trágicas («Este es el acento trágico de la escena», anotaría Wallace Stevens al escribir sobre el viejo filósofo en Roma; en 2015, Boris Johnson, que nació en Manhattan, renunció a su ciudadanía americana). A «Aversión al platonismo» le sigue, naturalmente, «Castillos en el aire». Pero, acabada la guerra y cuando Santayana pudo salir por fin del aislamiento, esa sucesión tuvo que parecerle insincera, no porque creyera que Platón había escrito el guion definitivo de la vida del filósofo, sino porque quien quisiera vivir como filósofo —en el siglo IV antes de Cristo en Atenas o a principios del siglo XX en cualquier parte y en nuestros días— tendría que retratarse en el gran lienzo de la escuela de Platón. De este modo, a la «Reversión al platonismo» (aversion y reversion son términos inequívocos en el original incluso para la más convencional de las psicologías literarias que se manifiesta en una traducción) no le podían seguir «castillos en el aire» (literalmente cloud castles, en la fantasmagoría de los encabezamientos de la primera serie de los Soliloquios: atmósfera, grisaille, alabanzas del agua, visión, platonismo, contraluces, con el trasfondo de las nubes en las que un antiguo comediógrafo había colocado al filósofo) sino «Ideas» —el término platónico por excelencia—, y es significativo que «Reversión al platonismo» sea un soliloquio más largo, sostenido en el tiempo (el tiempo de la lectura tanto como el de la escritura) y que el nombre propio de Oxford (un eco de la Academia de Platón) sustituya a las «nieblas atlánticas». En el prólogo a los Soliloquios Santayana advertía que su estancia en Ingla-
terra había transcurrido sobre todo en Oxford, donde tanto Gibbon antes que él como Boris Johnson después estudiarían, y es de sobra conocida la opinión del autor de la Decadencia y ruina sobre «esos venerables cuerpos [Oxford y Cambridge], lo suficientemente viejos como para participar de todos los prejuicios y debilidades de la vejez». Una generación académica antes de Santayana, Walter Pater aún había podido definir su platonismo como algo distinto al neoplatonismo. La reversión de Inglaterra al platonismo de la que Santayana daría cuenta era, sin embargo, una paráfrasis de Plotino, y leer a Plotino —el filósofo de la Antigüedad Tardía— no es lo mismo que «platonizar», por preferible que fuera al hegelianismo imperante entonces en las universidades inglesas. Santayana se esforzaría por vincular a Inglaterra con la «gran tradición clásica» y la «herencia de Europa». Es Santayana quien escribe que el «espíritu… es una realización» y que los ingleses normales, como el griego corriente de la antigüedad, se dirigen, aunque sea a distancia, a las cosas espirituales. Que esa aspiración a una vida espiritual coincida con el deseo de libertad y que esa libertad (freedom) sólo pueda emplearse en lugares comunes y cosas terrenales era, para Santayana, el principio, o el inicio, de la espiritualidad. Sólo hasta cierto punto, sin embargo, el autor de Platonismo y vida espiritual —un breve ensayo publicado en 1927 y que podríamos leer como el último de los Soliloquios en Inglaterra— era coherente. ¿Quién, sino el deán de la catedral de San Pablo, en lugar de un filósofo extranjero, podía proporcionarle a la tradición toda su autoridad a la hora de confundir en una sola fórmula platonismo y vida espiritual? Cuando Santayana escribe que debemos estar agradecidos a los contemporáneos por sus «destellos de grandes cosas pasadas y de grandes cosas posibles», casi estamos tentados de invertir los términos y argumentar que la vida espiritual es una de las grandes cosas pasadas y que el platonismo es una de las grandes cosas posibles. La posibilidad permanente del platonismo condiciona la posibilidad misma de una vida espiritual en la medida en que una vida auténticamente espiritual no puede ser una vida gobernada por la tradición —como Santayana intuía con claridad en su respuesta a William Ralph Inge—, sino una vida que se encuentra siempre en el inicio de lo que para otros podría o no convertirse en una tradición. Que la filosofía no es tradicional o que la «intradición» es su manera de ser (la palabra es de otro contemporáneo de Santayana) no es un secreto para nadie, salvo para quienes se olvidan de incluir en la historia de la
filosofía el capítulo de la lectura platónica, y tiene sentido que Santayana pensara en escribir una historia de la filosofía cuando empezó a despedirse de la tradición gentil. Que esa historia fuera «crítica» o que su consulta de los libros —como le escribiría a su amigo el filósofo Charles Auguste Strong— no fuera «sistemática» no implicaba necesariamente que pudiera llevarla a cabo, como se proponía, in the wilderness. El pragmatismo o el realismo de las esencias que se practicaban en Harvard no siempre fueron existencialmente honestos en su relación con el trascendentalismo que les había precedido. John McCormick, el gran biógrafo de Santayana, creyó percibir en los Soliloquios el tono del Walden de Thoreau. Santayana mismo había señalado que la lectura de Emerson era intrínsecamente personal, no doctrinal. (Las autoridades de Harvard le habían encargado a Emerson el diseño del primer departamento de filosofía en América al terminar la Guerra de Secesión. Entre los hombres representativos de la humanidad que Emerson había descrito, el lugar del filósofo le correspondía a Platón. El filósofo precede a la Academia.) El platonismo puede corregir también la vida espiritual revirtiendo la dirección mística y solitaria del neoplatonismo a la que Santayana fue propenso siempre, incluso cuando ensayó diálogos en el limbo o la pluralidad de reinos del ser. Mística y solitaria, envuelta ahora en las nieblas atlánticas de un paraíso fiscal sobre la tierra, Inglaterra, soberana de sí misma, se enfrenta a su decadencia y vuelve a plantearse la pregunta de Hamlet. Como las alondras del último soliloquio de Santayana en Inglaterra, se ha quedado a las puertas del cielo. Allí también, en el umbral del cielo —en Roma pero no en el cielo—, fue donde el poeta encontró al viejo filósofo y captó que su discurso era distinto al discurso de la ciudad —de la City johnsoniana o de la ciudad eterna, de cualquier ciudad— y más antiguo, como siempre lo ha sido cuando el espíritu asoma entre las ruinas.
Antonio Lastra (Valencia, 1967) es doctor en Filosofía e investigador del Instituto Franklin de Investigación en Pensamiento Norteamericano de la Universidad de Alcalá y del Instituto Universitario de Investigación en Filosofía Edith Stein de la Universidad Católica de Valencia. Preside La Torre del Virrey. Instituto de Estudios Culturales Avanzados y dirige la Escuela de Filosofía del Ateneo de Valencia. Su último libro es Apren-
der leyendo (Ápeiron Ediciones, Madrid, 2018).
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E l ci e l o r a s o
Platonismo y espiritualidad
en George Santayana Por Bernat Torres No resulta nada fácil clasificar el pensamiento filosófico de George Santayana (Madrid, 1863 - Roma, 1952), pues en él encontramos trazos de un cosmopolitismo de corte estoico, de un naturalismo inspirado en el atomismo de Demócrito y un escepticismo que, siendo platónico en su origen, desemboca en una espiritualidad casi mística, próxima al hinduismo de Brahma. El siguiente escrito intentará introducir estos aspectos de su pensamiento de forma sucinta, para centrarse posteriormente en dos de los elementos que lo constituyen: en primer lugar, su concepción de lo espiritual y, en segundo lugar, su concepción del platonismo. Veremos, a través del comentario de su breve obra Platonismo y vida espiritual (1926; trad. cast. 2006), como este autor, confrontado con el idealismo imperante en su tiempo y con cualquier forma de dogmatismo o radicalismo intelectual, permite un acceso novedoso y creativo a la concepción de lo espiritual, sin los moralismos propios de ciertas concepciones religiosas o filosóficas. Se ha dicho de Santayana que tiene un pensamiento nómada, una tendencia permanente a la impermanencia (Beltrán, 2002). Este nomadismo se manifiesta también en su vida. Habiendo vivido durante su infancia en Ávila (de donde era oriundo su padre), se traslada a los nueve años a Boston (donde vivía su madre), y allí estudiaría y tendría después una exitosa carrera como profesor en la Universidad de Harvard (1882-1912). Tras renunciar a su posición el 1912, Santayana decide viajar a Europa, donde, después de trabajar en Oxford (1914-1919), vivirá entre París, Ávila, Ginebra e Italia (principalmente Roma), donde pasará los últimos años de su vida hasta su muerte en 1952. Esta abundancia de estímulos vitales, paisajísticos e intelectuales no podía de ninguna manera dejar in-
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diferente a este pensador, en quien encontramos una propensión cosmopolita a la desvinculación de patrias y circunscripciones políticas particulares y a una búsqueda constante y esforzada de sí mismo mediante el contacto con el mundo y la naturaleza. Justamente es en el naturalismo donde encontramos uno de los principales fundamentos de la filosofía de Santayana. En sus particulares Diálogos en el Limbo (1926; trad. cast. 2014), nuestro autor inventa una suerte de dialogo platónico donde hace conversar a Demócrito con diversos personajes como Dioniso, Alcibíades o el hedonista Aristipo de Cirene. Allí, el atomista defiende su posición, no perdiendo ocasión para criticar toda forma de idealismo, al que atribuye un origen socrático y platónico, y defendiendo la naturaleza como única fuente de sabiduría, como aquello que, más allá de las moralidades humanas y de las distinciones retóricas, permite el florecer de las esencias. Inspirado en Demócrito, pero también en Lucrecio y en Spinoza, el naturalismo de Santayana considera que el origen de todas las cosas es arbitrario, temporal y contingente; y desde esta perspectiva debemos contemplar aquello que constituye la realidad natural y también lo humano. La gran diferencia entre estas dos esferas es que la natural es amoral, mientras que la humana es moral (Garrido, Limbo, 1996: 13-14). Así lo expresa en su gran obra epistemológica, Escepticismo y fe animal (1923; trad. cast. 2011): «Mi doctrina no presta apoyo alguno a la presunción humana de que todo lo que el hombre capta, nombra o ama debe tener un asiento más profundo en la realidad o poseer más permanencia que lo que ignora o desprecia. El bien es un gran imán para el discurso y la imaginación, y de ahí que acertadamente rija el mundo platónico, que es sólo el de la filosofía moral; pero ese bien es el mismo definido y elegido por la humilde naturaleza animal
del hombre, que pide vivir y comer y amar. Ese bien humano no tiene preeminencia alguna en el reino de la esencia, y siendo una esencia carece de poder» (Escepticismo y fe animal, 103-102). Así pues, el naturalismo está fuertemente enraizado en el escepticismo, entendido este como un sistema de pensamiento que versa, en un sentido plenamente platónico, pero también coherente con las tradiciones orientales del hinduismo o el Vedanta, sobre la captación de la esencia. Esta esencia no debe ser entendida como sustancia, ni idea, ni fenómeno, ni acontecimiento en el mundo, sino sencillamente como «ese color si es un color… esa música si es música… ese rostro si de un rostro se trata […]. Mi escepticismo al fin ha tocado fondo y mi duda ha hallado honroso descanso en lo absolutamente indudable. Cualquiera sea la esencia que encuentro y anoto, esa esencia y no otra queda establecida en mí» (Escepticismo y fe animal, 91). Por su origen platónico, y por su vinculación con las tradiciones orientales, la concepción de la esencia se vincula fuertemente con lo espiritual. Y es precisamente sobre la espiritualidad, tal y como queda explicada en Platonismo y vida espiritual (1926; trad. cast. 2006), sobre la que querríamos centrar nuestra atención en lo que queda de nuestro escrito. En el último volumen de su autobiografía, titulado My Host the Word, Santayana narra su marcha de Inglaterra en 1919; una Inglaterra a la «que quería demasiado», pero donde se «encontraba en peligro de perder su crueldad e independencia filosóficas» (Santayana, My Host the World, cap. VI, «Fa-
rewell to England»). Temía, como él mismo confiesa, que se le contaminase ese subjetivismo transcendental que tiende a desembocar en patriotismo y que él mismo había denunciado en su Egotismo en la filosofía alemana (1915). Ahí había visto que uno de los males modernos era la centralidad del sujeto derivado del transcendentalismo; esta tendencia de origen alemán, sin embargo, se podía perfectamente aplicar a la forma de ser inglesa o americana, y en «todos aquellos que convertían sus aspiraciones nacionales en algo cósmico o escatológico, y que sentían ser el pueblo escogido» (Santayana, My host the world, cap. VI, «Farewell to England»). Para Santayana esta forma de pensar no era propia ni del buen filósofo ni del buen cristiano. En Platonismo y vida espiritual, texto que anticipa el tratamiento de lo espiritual que encontramos en su Los reinos del Ser (1927-1940; trad. cast. 2006), se desarrolla aquello que para Santayana significa esta noción y, al mismo tiempo, se revela una original comprensión del platonismo y de la tradición cristiana. El panfleto, dividido en veinticinco capítulos muy breves, se presenta como una respuesta al libro The platonic tradition in english religious thought, escrito en 1926 por William Ralph Inge, pastor anglicano, deán de la catedral de San Pablo de Londres y profesor de teología en la Universidad de Cambridge. Este trabajo representa el reciente interés que el platonismo había recibido en los currículos universitarios de Oxford en detrimento de posiciones más próximas al idealismo alemán
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Bernat Torres. Platonismo y espiritualidad en George Santayana
mos o las ideas para realizarse plenamente como lo que Santayana rechazaba abiertamente. En la obra que es. Nada más lejos de la realidad, considera Sanmencionada, el reverendo Inge defendía que el platayana, pues «Los valores presentes en el mundo no tonismo debía ser considerado a pleno derecho como fueron nunca, ni en el platonismo ni en el cristianistercer gran origen del cristianismo, juntamente con mo, los que fueron separados de él y concebidos como el catolicismo y el protestantismo. Para ello aducía componiendo un mundo más allá» (Platonismo y vida como pruebas la creencia tanto platónica como crisespiritual, 22). Defiende así que, en su sentido pleno, el tiana de que los valores son realidades eternas y abvalor de lo bello nace y se mantiene unido a lo natural solutas, que son las cosas más reales del universo; que y próximo al corazón frente a aquello que es bello; de son también cognoscibles por parte de aquellos que la misma forma que la bondad de la tienen una mente abierta a la ciencama se realiza en que la cama funcia y que representan modelos eterciona, que es buena para dormir o nos para guiar la acción del hombre descansar. Así entendida, toda idea bondadoso. El platónico, afirma procede directamente de un valor Inge, ama «la naturaleza, porque en de algo concreto, útil o necesario y ella percibe el Espíritu, que ha sido no es, por tanto, nada fuera de este creado a su propia imagen. Tan mundo. Así pues, contra lo que conpronto como el mundo visible y el sidera el reverendo Inge, las ideas invisible se separan y pierden su coy las cosas al separarse no mueren, nexión mutua, ambos están muerpues en realidad nunca pueden sepatos» (The platonic tradition in english rase plenamente. religious thought, pág. 77). Esta es, según Santayana, la verdad Santayana no veía para nada según del «platonismo ortodoxo», clara la comparativa establecida pero su sistema lo pervirtió todo, por parte del reverendo Inge entre pues es solamente una fábula poética platonismo y vida espiritual, pues George Santayana. S. Johnson Woolf (Revista Time) y moral. Además, la distancia insalconsideraba que tanto el platonismo vable con respecto a las intuiciones como el cristianismo son sin duda de los maestros inspiradores genera alguna semillas de un orden posible, necesariamente idealizaciones tanto pero que ninguna de ellas represenen relación con el platonismo como con el cristianistaba plenamente o coincidía con aquello que fuese la mo. Afirma Santayana que Platón era más competenvida espiritual o el espíritu. Por otra parte, Santayana, te y menos obsesivo que Sócrates, pero sus discípulos conocedor profundo y amante de la tradición platófueron más dogmáticos que él: «el idealismo, cuando se nica, considera que la concepción que de ella tenía el aleja de sus orígenes, se puede hacer idólatra con facireverendo Inge no es siempre era lo suficientemente lidad: al dejar las cosas terrenas secas y vacías, puede adecuada. El primer elemento en el que nuestro autor adorar las formas puras que esas cosas habrían tenido se centra es en el concepto de «valor» tal y como es si hubieran sido perfectas» (Platonismo y vida espirientendido por el reverendo Inge, como realidad etertual, 32). También la dimensión política, su vinculación na y absoluta que forma parte de un mundo superior, con la polis y la necesidad de imponer un orden civil más real, un mundo de esencias transcendentes. Esta de carácter religioso pervirtieron la espiritualidad del concepción lleva a una concepción del mundo como platonismo, pues aunque sea cierto que los amigos del una realidad que debe adecuarse a los valores supre-
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espíritu deben luchar por las condiciones mejores de propagación del espíritu, «el celo político, incluso en los verdaderos amigos del espíritu, no es espiritual» (Platonismo y vida espiritual, 42). Por otra parte, en tanto que la doctrina platónica conserva su conexión con el corazón y con lo terreno, se mantiene siempre en lo espiritual, pues el espíritu se revela en lo invisible que se presenta a la experiencia. Por esa razón, la teoría socrática del amor es, según Santayana, esencialmente espiritual, pues manda que el corazón se mueva de lo terrenal a lo eterno; que los valores eternos son revelados en las criaturas vivas y las harmonías terrenales. En conclusión, «La vida espiritual —afirma Santayana— no es adoración de “valores”, se encuentren en las cosas o sean hipostasiados en poderes naturales. Es exactamente lo contrario, es desintoxicación de su influencia» (Platonismo y vida espiritual, 36). Esta sabiduría se encuentra, más que en los griegos, en el hinduismo, así como en los musulmanes, cristianos y judíos que han abandonado la idea de estar cobijados en un mundo protector diseñado para su beneficio o defensa. «Lo espiritual llega precisamente al abandonar esa arrogancia animal y ese fanatismo moral y sustituirlos por la pura inteligencia: no cierta habilidad discursiva o escepticismo, sino candor perfecto y mirada imparcial. El espíritu es amable y compasivo porque no tiene ningún motivo particular que lo haga malicioso; más aún, es resueltamente austero porque no puede tomar ningún motivo privado como propio» (Platonismo y vida espiritual, 37). Retornando a su visión naturalista, para Santayana lo natural y lo espiritual se encuentran en harmonía, y por eso a través de lo natural se puede acceder a lo espiritual, como permite hacer una cierta lectura del platonismo (de corte heraclíteo y no moralizante) y algunas de las tradiciones místicas, como San Juan de la Cruz, u orientales, como el hinduismo de Braham. En estas formas de religiosidad, la paz alcanza la comprensión, anulando el deseo y excluyendo la anhelante consciencia de paz. El espíritu puro no tiene prejuicios ni exigencias, acepta y ama el orden constituido de la naturaleza, sin negar nada que no le parez-
ca tan acertado. Así pues, el espíritu observaría con la misma satisfacción contemplativa un mundo perfecto que uno imperfecto, porque al espíritu le incumbe todo y es ajeno a todo, y «se daría alegremente un paseo con el demonio, que es también un espíritu» (Platonismo y vida espiritual, 51). Con todo, la filosofía de Santayana representa un antídoto, un intento de desintoxicación, contra toda forma de moralismo, dogmatismo, patriotismo o tiranía de la razón. Ello se deja entender accediendo a su concepto de lo espiritual, que no se vincula a ninguna religión particular, que resulta original y palpable, pues nos remite a la experiencia cotidiana de lo bello, de lo feo, de la infinidad de formas de lo real en la naturaleza. Como él mismo nos dice, debemos desintoxicarnos, desintoxicarnos de los valores, los cuales amenazan en convertirse en ideales, abstracciones, patrias o ideologías, alejadas de las realidades inmediatas de las que provienen, convertidas en monstruos irreconocibles que nos conducen a la idolatría y a la renuncia de la razón. Es desde esta concepción desde donde Santayana nos presenta su peculiar lectura del platonismo, una lectura original, pues recupera la visión del pensador ateniense como pensador místico y espiritual que busca la esencia en lo particular, aunque nos aleje de esa misma espiritualidad a causa de una excesiva propensión a lo político y lo moral.
Bernat Torres es profesor contratado doctor del Departamento de Humanidades de la Universitat Internacional de Catalunya y miembro del grupo EIDOS. Hermenèutica, Platonisme i Modernitat de la Universitat de Barcelona y miembro del grupo SARX. Grup Interdisciplinar en Antropología de la Corporalitat de la Universitat Internacional de Catalunya. Es, además, secretario de la Sociedad Catalana de Filosofia, filial del Institut d’Estudis Catalans, editor y coautor de Eric Voege-
lin. El arte de leer (Katz, 2019), y traductor de Fileb, de Platón (Ela Geminada, 2019).
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La vida breve
Blue Monday Tannia R. Tamayo
Era tarde. Venías a la ciudad sólo para tomarte un café conmigo; un bis a bis para despedirnos. Un encuentro para esculpir un epitafio. Venías a la ciudad e íbamos a vernos, pero yo tenía que ir a recogerlo. A recoger. Lo. Lo era el bizcocho de aceite para los que no pueden tomar grasa animal, o la chaqueta de un smoking pendiente de un arreglo desde Nochebuena. O el bendito relajante muscular y sus seis horas de sueño. Pero tú estabas a punto de llegar y yo tenía que ir a recoger. Lo. Me calcé mis viejas zapatillas, baje las escaleras y salí a la calle corriendo. No había lugar dentro de mí que se resistiera al fresco asedio del aire. Corrí. Atravesé calles transitadas por coches con limpiaparabrisas que lo negaban todo. Abrigos y sombreros. Paraguas. Aceras escondidas bajo los charcos. Subí por travesías angostas. Adoquinadas. El charol de la lluvia bajo mis zapatillas. El latido apresurado de mis pisadas. De pronto supe que me había perdido y el cielo se hinchó sobre mi cabeza con toda su negrura. Seguía pensando que estaba cerca; al lado de la cafetería. Que sólo un par de zancadas me separaban de la mesa entre nosotros y las bebidas humeantes. Tu rabia entretejida en el bochinche del local. El frío del fluorescente rebotando sobre tu cabello. Tu mandíbula, adelantada. No había conseguido recoger. Lo. Pero me detuve sobre los lomos de los adoquines y miré a mí alrededor. Las fachadas se apretaron a los dos lados de la calle; querían besar sus áticos. Desde los balcones caía lava de luz. Un árbol de Navidad moría arrinconado en la terraza de un tercer piso. Blue Monday. Vuelve. Llegas tarde. Giro ciento ochenta grados y vuelvo a correr. Ahora todas las calles son cuesta arriba. No encuentro la avenida por la que he llegado hasta aquí: la calle tachonada de semáforos en rojo, las carteleras de los cines anunciando sus estrenos. El Joker. Ad Astra. Mujercitas. Todas las películas que no fui a ver ni en octubre, ni en noviembre, ni en diciembre.
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No sé cuándo es hoy. Se me ha perdido el camino de vuelta aunque siga pensando que estoy cerca, al lado de esa cafetería donde ya te habrás sentado para enseñarme de qué dureza está hecha tu mirada. ¿Dónde vas? Me detengo entre los coches apiñados en batería y un antepecho de piedra. Húmedo. Entre estos ventanales grumosos y las avenidas que relumbran allí al fondo, se ensancha el cauce casi vacío del río. Huele a niebla y a amenaza. No quiero atravesarlo sola. El lecho es de arena satinada y está atravesado por venas de agua que reflejan los tintes amoratados del cielo. Más abajo, la corriente se engrosa y se bifurca, para volverse a unir. De esa breve separación ha nacido un islote. Huele a peligro. Tres mujeres salen de un coche blanco. Acaban de aparcar debajo de una de las farolas. Los ordenadores portátiles cuelgan de sus hombros. Todas visten trajes de chaqueta y blusas claras. Tacones. Si cruzo el cauce del río con ellas puede que llegue a tiempo al otro lado, a tu lado. Ellas, con sus tacones y tan vestidas de trabajo. Mis viejas zapatillas. ¿Sabéis cómo puedo volver a la ciudad? No hay otra que coger la lancha, dicen. El embarcadero está en esta orilla, donde las aguas bajan. Hay que bordear el islote y llegar hasta el codo donde el cauce vuelve a ser único. ¿Lo ves? Lo señalan con sus dedos terminados en uñas esmaltadas. Después hay que remontar la corriente hasta la ribera opuesta a la que ocupa el embarcadero. Una vez allí hay una colina y detrás la ciudad. A pesar de que están cansadas, todo el día trabajando como mulas, sus reinos por un sofá, están dispuestas a acompañarme. Es tarde. La barca se desliza con rapidez sobre la corriente. Nos apoyamos en la barandilla de la popa. Las tres mujeres son arquitectas. La planta de tratamiento de agua no está funcionando bien. Ya se sabe: los ingenieros.
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La vida breve
Blue monday. Tannia R. Tamayo
Ha costado un dineral y el agua, a pie de grifo en la cocina, no es apta para el consumo. Es demasiado pura. Ácida. Disolvería los huesos de los inquilinos. Habrá que rehacerla entera. Agua pura que disuelve huesos. No como este líquido pardo que apenas refleja la luz. Bordeamos el islote. Iniciamos la remontada. La barca se obstina en superar los borbotones violáceos. Hunde su proa de madera en los rápidos como si quisiera hincarse en el fondo. Luego emerge furiosa. Parece que está tomando aire. Dejamos atrás una estela de humo que no tarda en pegarse a la cubierta. Veneno apelmazado. En las dos orillas del torrente se amontonan bolsas de plástico de colores chillones: verdes, amarillas. Están abiertas. Rotas. Son panzas posquirúrgicas sin sutura que dejan escapar sus jugos. La basura se arremolina en los remansos y se mece en un compás despedazado: un tetrabrik de leche, latas de bebidas azucaradas. La montura de unas gafas de sol. Un cepillo de dientes. El torso desnudo de un muñeco de plástico. Desembarcamos. Es tan tarde… Corren delante de mí. Las arquitectas. Sus faldas de tubo. Suben por la pendiente como si el tacón de sus zapatos las catapultara. El fulgor de la ciudad dibuja la colina. Mis zapatillas se pegan a la tierra. Estoy cansada. No puedo alcanzarlas. Café: dime de qué cielo está hecho tu infierno.
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Tannia R. Tamayo. (Madrid, 1964) es licenciada en Ciencias Químicas por la UAM de Madrid, doctora en Economía y máster en Gestión de Empresas Industriales por la URL de Barcelona, y PDG por el IESE. Es directora de Curso, de Gestión de Proyectos y de Estrategia en la EOI de Madrid. Fundó la fundación Make-A-Wish Spain en el año 1999 y la dirigió hasta 2014. En la actualidad es su presidenta ejecutiva. Desde 2006, en el Ateneu de Barcelona, hasta la actualidad, en la Escuela de Escritores de Madrid, aprende a escribir. Desde 2017 está trabajando en su primera novela y en su primer libro de relatos.
Los pescadores de perlas
Microrrelatos inéditos de
Laura Nicastro El lago La luna llena dibuja un círculo brillante sobre el ombligo del lago. En la orilla, el patito, alejado de sus hermanos, observa el misterioso destello. Se desliza al agua, nada. (La luna nunca ha sentido caricias tan suaves como las de esos plumones.) El reflejo se astilla en lingotes líquidos. El pichón intenta alcanzarlos. Las cuñas lo eluden. La luna sonríe. Ambos juegan hasta cansarse. La noche se va licuando. Cerca del horizonte, el patito trepa sobre el puente de luz que le ha tendido su amiga. El alba aclara la desierta superficie del lago..
Limbo binario para fantasma D. O. S. Por exigencia de las instituciones virtuales, he generado claves que resguarden mi identidad. Estas preciosas llaves me permitían el libre acceso a puertos clausurados para otros usuarios. A fin de asegurar la confidencialidad, debí renovarlas periódicamente. No tardé en confundir las combinaciones alfanuméricas con fechas entrañables, mezclé aniversarios con recetas de cocina, embrollé los nombres de mascotas amadas con los de próceres difuntos. Las entradas a los puertos virtuales comenzaron a clausurarse. Recurrí a servicios técnicos y a manuales de uso que me exigían, infructuosamente, recuperar las claves olvidadas. He renunciado a acceder a mi refugio. Mientras deambulo por este espacio oscuro y silencioso, observo el desplazamiento de microscópicos bits o de mensajes fragmentados que pasan efímeros, meteoritos tan perdidos y tan sin identidad como yo. Cuando me canso, me siento junto a algún puerto y espero a que me mire el guardián que lo resguarda. No me atrevo a pedirle acceso. Él tampoco me dirige la palabra.
Laura Nicastro. Nació en Buenos Aires y estudió Filosofía en la Universidad de Filosofía y Letras. Residió dos años en Alemania. Publicó libros de cuentos —Los ladrones del fuego (1984), Oyó que los pasos (1987), Pueblos de arena (1992), Libro de los amores clandestinos (1995), La Tigra (2009)—; libros de microficciones —e-Nanos (2010), Caleidoscopio (2014), Entre duendes y pirañas (2016)— y novelas — Intangible (1990), Jueves para siempre (2005), Tango brujo (2019). Sus textos, incluidos en diferentes antologías locales y extranjeras, fueron traducidos al alemán y al francés. Como dramaturga, participó en los ciclos «La cena de los dramaturgos» (2013) y «Humor entre dúos y solos» (2014), de ARGENTORES. Estrenó algunas obras breves: Mudanza (2016), Los golpes (2018) y Máster en Gualichos y otras yerbas (2019). Sigue produciendo obras de narrativa y dramaturgia.
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El castillo de Barba azul
Poemas inéditos de
Miguel Ángel Muñoz Los túneles del desierto
I
A Cristina de Middel
Bajo el velo de los astros,
no agreden al olvido y al cuerpo.
el desierto limitó el océano
Detrás del viento, la tormenta derrama partes.
y lo creció; lo marcaba,
Solo la espiral se rencuentra
náufrago, el horizonte.
con imágenes que atraviesan la niebla.
II
IV
Un pétalo de polen, un telar de niebla,
Oír el rumor,
una mancha, un siglo, una nube,
empujar la voz.
entre manos fatigadas
Con ella proteger
y direcciones al infinito
secretos, signos,
comunican el infierno alto y el paraíso bajo.
líneas lejanas.
III Se escucha el húmedo hueco; desatándose, la vida escapó de su sitio. Nostalgia y miedo enredan las manos, como animal enemigo, como forma concluida.
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Celebran frases encarnadas,
Solitario, escapar del peligro, la resurrección es nuestra en lenguaje que tapiza la mirada con objetos ambiguos.
El recuerdo engendra otra ciudad.
Ausencia La nieve no es transparente, sino prisionera de luz.
Ella está en reposo y fluye con el sol.
Sed, deseo y transparencia del destino del tiempo,
S/T
que abre centelleos junto a las laderas.
Sobre la arena, otra vez la pintura
Aire ardiente, brisa negra,
es un instante. El cuadro es el que llama
soplo de ausencia:
—otra vez ese secreto
luz, incendio,
casi único—,
una palabra borra la memoria.
el que me enciende y con mi mirada se hace pausada e inocente. Descubro acertar en su silencio.
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Miguel Ángel Muñoz. Poemas inéditos
El castillo de Barba azul
Elogio del espacio Pintar es descubrir un espacio, levantar, romper el vacío y profanarlo.
Aun así, descifras ese signo, reconstruyes la forma: el silencio se quiebra y la materia de la música ya no es sonido, sino transparencia.
Miguel Ángel Muñoz (Cuernavaca, México, 1972) es poeta, historiador y crítico de arte. Ha publicado libros de ensayo, poesía e historia del arte, así como libros de artista con creadores como Cristina de Middel, Ouka Leele, Antoni Tàpies, Eduardo Chillida, Rafael Canogar y Albert Ràfols-Casamada, entre otros.
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Ein s t e in o n t h e B e a ch
Quim Monzó Del sexo al tiempo. Del qué al porqué (Estudios de cuentistas) Por Javier Sáez de Ibarra Quim Monzó (Barcelona, 1952) ha publicado los libros de relatos Ochenta y seis cuentos (2001), por donde se citan las obras reunidas: Uf, dijo él (1978; UF), Olivetti, Moulinex, Chaffoteaux y Maury (1980; OLI) —ambos en catalán, muchos de cuyos cuentos fueron recogidos en Melocotón de manzana (1981), en castellano—, La isla de Maians (1987; ISL), El porqué de las cosas (1994; PQ) y Guadalajara (1997; GU). Además, ha publicado El mejor de los mundos (2002; EMM); Tres navidades (2003; TN) —incluye dos inéditos y uno anterior—; la antología Splassshf (2004) y Mil cretinos (2008; MC). Las fechas corresponden a las traducciones. La mayoría de los cuentos de Quim Monzó no ocupa en sus libros una posición significativa; algunos son divertimentos que incluso pueden dar la apariencia de frívolos y rechazar una voluntad asertiva: «Escribes para no hablar. Te crees que estás por encima de las circunstancias y no eres más que un mamoncete, como todos los demás» (OLI, 150-151); «no consigue centrar la historia, tal vez porque de hecho —hace tiempo que lo sospecha— no tiene nada que decir» (MC, 126). Sin embargo, creo que para la obra de todo escritor es posible, e interesante, ensayar una interpretación que descubra en ella un pensamiento. En el caso de Monzó, además, vendría justificado por la tersura y precisión de su estilo, la fidelidad a sus temas (el sexo, la pareja, el amor, la insatisfacción, el conflicto individuo-sociedad) y su atenta observación del paradójico comportamiento humano. En su primer relato, un personaje lamenta las intromisiones que durante años lo han frustrado: «Ah, si pudiésemos acabar este coito que empezamos hace ya
tanto tiempo… y, erróneamente, preveíamos que, como mucho, en una hora habríamos acabado» (UF, 15). Como en este, el placer sexual es casi el único motivo de acción de los narradores, casi siempre varones, de sus libros iniciales. No se busca el amor o la pareja, se desea un encuentro rápido y sin consecuencias. En estas historias brilla el estilo fresco, directo, incluso crudo de Monzó: «Ella sabe que… ese hombre que no se anda por las ramas, que hablar es lo que menos le interesa en el mundo, y que si la ha invitado a cenar en su casa es, sin la menor duda, para empalarla a los pocos minutos» (EPQ, 266). «Me gusta entrar en una casa cualquiera… desabrocharle la bragueta, sacársela fuera, mamársela, bajarme las bragas y follar sobre los escalones» (ISL, 187). El deseo no ceja con la edad, como quien en el geriátrico habla de las enfermeras: «He tenido que decirles que no me duchen, porque se me ponía el rabo como una vara» (MC, 16). Esa ansia de goce ocasiona infidelidades, situaciones de enredo, traiciones cometidas con absoluta frialdad. No importa de quién se trate, la pulsión se impone sin que medien consideraciones de ningún tipo. «Ella acogió con una sonrisa el cambio de asiento de Z… bien pronto ya no se decía nada: se besaban, se abrazaban, buscándose bajo las faldas y los pantalones» (ISL, 186). En realidad, vale todo con tal de satisfacerla: «Mientras se abrazaban… Muy sinceramente, lamentaba (de una manera que no identificaba del todo con la culpabilidad) no haberse interesado por lo que pasaba por la cabeza de la mujer, ni por lo que hacía en la vida… y reconoció que, en efecto, en los últimos tiempos la gente le daba lo mismo» (ISL, 158). Lascivia, lujuria son expresiones que emplea Monzó para caracterizar ese comportamiento; el placer es el objetivo por más que se enmascare; no alcanzarlo, un
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Javier Sáez de Ibarra. Quim Monzó. Del sexo al tiempo. Del qué al porqué
fracaso: «Todos, indefectiblemente y por mucho que lo adornen, en el fondo ligan con ella llevados por la lubricidad. Lubricidad a la cual ella cede… porque… desde muy pequeña ha sido de naturaleza enamoradiza» (EPQ, 290). No se oculta que esta obsesión puede llevar a convertir al otro en mero objeto: «No haces otra cosa que hablarme de la polla. —De tu polla. —Nunca me dices si yo te gusto… —Te has vuelto loco» (EPQ, 300); o a perseguir una imagen de sí mismo a través de infinidad de operaciones de estética por las que, paradójicamente, acaba volviéndose irreconocible. Sin embargo, el goce sexual proporciona una forma de salvación, como en el relato de final en que el amado se convierte en un ave que vive en el interior del cuerpo de su amada (UF, 58-59). Un texto con voluntad de expresión generacional expone con crudeza la opción por el deseo a cualquier precio: «He hablado de mi vocación por la depravación… aprendimos a hacernos cínicos y aprovechados… Nos negábamos los sentimientos (y éramos sentimentales como pocos), y sólo nos conmovían objetivos de los que pudiésemos sacar algún beneficio». «Agenciarse una novia era seducirla, cautivarla, tirársela y abandonarla al cabo de tres cuartos de hora» (ISL, 140,142). La amoralidad es su consecuencia evidente —y habrá algún relato donde el atraco o el asesinato sean presentados de ese modo—. Pero, más allá incluso, se debe a la perspectiva de que el mundo entero consiste en una multiplicidad de deseos imposible de armonizar o de dotar de sentido; así se afirma en el relato «La creación»: «un señor vestido de gris pide el juego del parchís, y un señor chapucero pide el salero, y un tranviario desconocido pide una cabeza de burro con cocido, y una puta con bigote rubio pide pan con tomate en el Vesubio…» (UF, 47). Leemos cómo el fracaso amoroso conduce a los jóvenes a un deambular patético por las noches de la ciudad, desorientados, sin proyecto: «Quedamos solos y en silencio, perdidos como nunca. Nadie se atrevió a decir ni pío… y todo el mundo fue huyendo hacia las residencias cotidianas» (UF, 36). Monzó emplea unos tonos melancólicos que ya no observamos después en su obra. El ser humano busca sexo y amor. La pareja, el matrimonio son las instituciones sociales que deben encauzar ambos deseos de una manera ordenada. Los relatos encaran ahora las consecuencias de esa vida en
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común. Pero casi sin excepciones el resultado es deplorable. Él y ella caen en el aburrimiento, no se comunican, no se entienden: «a Víctor le parecía una actitud pija y despectiva. Víctor no ha sabido nunca que Berta lo hacía también por nerviosismo» (EMM, 49-50). Además, la pulsión sexual no queda satisfecha y son infieles el uno al otro, se engañan, se mienten; de hecho, decir la verdad es contraproducente. La pareja como lugar de dicha y estabilidad fracasa. «Oigo cómo cierra la puerta, pienso en el montón de veces que se la había oído cerrar y recuerdo lo horrible que es la vida en pareja» (MC, 29). Con el matrimonio se tiene la certeza de que acabará el amor: el marido engañado le dice al amante de su mujer, que ya está harto de ella: «–¿De veras quiere quitársela de encima?... Nada más fácil. Haga como yo. Deje de rehuirla, no se esconda, sea amable, tierno, considerado. Hágale más caso que ella a usted. Llámela, dígale que la quiere como no ha querido nunca. Prométale que le dedicará la vida entera. Cásense» (EPQ, 297-8). Incluso en la vida sexual, y especialmente ahí, se producen continuos desencuentros, como en el tristísimo relato «Vida matrimonial», en que ambos se masturban por separado: «Zgdt… llora contra la almohada… Y cuando oye que Bst ahoga el gemido final contra el pulpejo de la mano, grita con un grito que es el grito que ella se muerde» (EPQ, 273). Un grado mayor de degradación vendrá con la convicción de que el cónyuge y la vida a su lado son perfectamente intercambiables. Un personaje confunde su casa con otra y se queda a vivir en ella con otra mujer (ISL, 163). El príncipe, tras besar a la princesa dormida en el bosque y con la que habrá de casarse, descubre que hay otro claro con otra igualmente dormida esperándolo. En estos cuentos breves, el estilo de Monzó se hace notarial, escueto, aunque no esquemático; prescindiendo de los nombres y la caracterización de los personajes, de descripciones y detalles, incluso de explicaciones psicológicas, quedan más al desnudo los comportamientos. «En las últimas semanas apenas se han visto tres veces, y los encuentros no han sido alegres. Sin habérselo dicho, los dos saben que el encuentro de hoy es para despedirse irremisiblemente» (EPQ, 291). En definitiva, el amor es imposible o se ha perdido por el camino. Y, si no, se balancea entre momentos de felicidad y amarga convivencia: «Se habían acabado las partidas de póquer, los pies sobre la mesa… Claro que
Quim Monzó, 50 Premi d'Honor de les Lletres Catalanes (2018). Òmnium Cultural
volvían… la mermelada de los domingos por la mañana, las dos entradas escondidas bajo el sombrero. Pero también los pelos en el lavabo… los consejos fuera de tono…» (OLI, 101). Amar es factible sólo en algunos casos contados; pero a quién y por cuánto tiempo, y cómo estar seguro de él, imposible saberlo. Con todo, la aspiración al amor es irrenunciable: salva de la soledad, vale más que el poder y el sexo, aunque duela. «En la franqueza de sus ojos azules lee el veneno que la hará sufrir una vez más… Pero ¿acaso no lo daría todo por sentir una vez más ese veneno…?» (ISL, 206). Y posee una fuerza vital, como en la paradójica historia de un joven que se casa con una enferma terminal, por lástima, y no puede separarse cuando ella, debido al amor, se cura. Otros personajes desarrollan deseos extravagantes que los distinguen de los demás: comer letras, caminar en dirección contraria, seguir una vida metódica… Frente a ellos, el orden social ejerce un poder que reprime esa diferencia y trata de imponer sus tradiciones. Tal conflicto adquiere formas absurdas: una familia acostumbra cortar un dedo a los niños, una masa de gente lincha a un conductor, unos jóvenes se adueñan de un bar donde gente mayor descansaba tranquilamente, un niño con una hemorragia es recriminado porque el suelo no se mancha; todo el mundo en una casa tiene la misma estatura o unos albañiles se obcecan: «Lo quiero
a un metro. Es que no se ponen a un metro, siempre se ponen a ochenta y cinco… lo explicito: lo quiero a un metro. Lo normal es ponerlos a ochenta y cinco, dice el albañil» (EMM, 137). En este sentido, varios relatos someten a una revisión crítica y desmitificadora textos que han configurado saberes y modelos de comportamiento colectivos: la sociedad hipócrita en «La cerillera»; la Bella Durmiente despertada tras la cópula, no por un beso; Ulises esperando sin fin dentro del caballo de Troya; el rechazo de la Virgen María en la Anunciación a ser madre; la mujer disfrazada de Rey Mago que hace llorar al niño cuando «observa a escasos centímetros el soberbio pezón que se marca en la blusa real» (TN, 57). La mayor parte de las veces no hay más solución que no resistirse e integrarse en esa masa. «Tarde o temprano tendría que enfrentarme a ellos, si no iba yo, vendrían ellos. Empecé a desandar el camino hacia el cine. Pensé: llegaré y me estarán esperando todos» (OLI, 138). El linchado se une a los linchadores contra otro: «le pego cuatro hostias y un rodillazo… acciones que la muchedumbre acoge con gritos de aprobación; algunos me felicitan y me dan golpecitos en la espalda» (EMM, 237). Robin Hood comprende que no puede cambiar la sociedad cuando, debido a sus robos y repartos «los ricos viven en la miseria y los pobres andan en la abundancia y el despilfarro» (GU, 415).
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Javier Sáez de Ibarra. Quim Monzó. Del sexo al tiempo. Del qué al porqué
Hemos visto a lo largo de sus libros a jóvenes moverse con la certeza del deseo y a personajes más maduros debatirse en su vida conyugal. Según avanzamos en ellos, advertimos nuevas cuestiones: la necesidad de hacer balance y dar un sentido a la propia vida; y la insatisfacción. Los cuentos constatan un malestar que no cesa ni aun cuando lo que se pretendió en un momento se ha logrado. La felicidad estable es socavada por un deseo sin nombre, percibido no con un perfil concreto e identificable, sino como una ausencia que no se colma de ningún modo. «En casa se está bien, está bien tener la cabeza de Julia sobre la barriga, está bien oír cómo los niños juegan y ríen… Pero ¿y si fuera a dar una vuelta? [...] También yo siento la desidia de la placidez. La desidia de que todo esté en su lugar, confortable. No es que ahora quiera la incomodidad, la desgracia, la tristeza, en absoluto. Quiero que la vida sea fluida y sin tropiezos, pero a veces me angustia de tan tranquila como es» (EMM, 86-87). Un hombre casado, con estabilidad, tras dejar a sus hijos en el colegio «se cubre la cara con las dos manos y, con todas las fuerzas de que es capaz, intenta llorar; pero nunca lo consigue» (EPQ, 309). «Me siento en la terraza de un bar y paso un par de horas… dudando si sería mejor hacer esto o aquello… Pero… también me harto de dudar si hacer esto o aquello» (EMM, 94). En realidad, no se sabe qué se quiere. «Soy el gnomo de la suerte… Formula un deseo y te lo concederé… Han empezado a pasar los cinco nuevos minutos para decidir qué quiere. Sabe que si no le alcanzan le queda la posibilidad de pedir un nuevo gnomo igual a este, pero eso no lo libra de la angustia» (EPQ, 347). Al principio, la vida parecía de una riqueza imposible de inventariar, y Monzó se entretiene en catalogar y enumerar esa diversidad: los objetos, los tipos de personas que habitan un edificio, las alternativas de hablar o no, las casas…; por otro lado, es tan misteriosa que los otros no son fáciles de conocer, el exterior de uno mismo ha de ser descifrado pues sólo nos llegan señales equívocas de él. «Fue descubriendo el tejido de odios, rencores, amores y malentendidos que había entre la gente que le rodeaba» (ISL, 241): nada es lo que parece. «Todo el mundo menos él comprendía tácitamente que una cosa es lo que se decía que se tenía que hacer y otra diferente lo que de verdad se hacía» (EMM, 180).
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La incertidumbre lleva a los personajes a interminables debates íntimos, a menudo humorísticos, que esconden una gran tensión. «Z pensó, también, que ella debía de pensar que él pensaba que ella pensaba que él pensaba que ella pensaba lo mismo que él» (ISL, 182). Finalmente es preciso decidir: escoger y desechar, lo que lleva a la vida a una constricción insoportable: «El inicio de un amor, la primera mirada, el primer beso, ¿no son más ricos que lo que viene después, que inevitablemente lo convierte todo en fracaso? Las cosas tendrían que empezar siempre y no continuar nunca» (GU, 497). En un relato, una mujer, para destruir el pasado, desmonta su casa hasta las baldosas y acaba arrancándose la piel. A este panorama de confusión, posibilidades inseguras y frustraciones, se suma la constatación de límites infranqueables, la vejez, la enfermedad y la muerte. La conciencia de la degeneración física y el fin se hacen patentes en los relatos por más que pretendan ocultarse. Una familia convive con un hermano muerto, una mujer mantiene su bebé fallecido en su vientre. La enfermedad nos asedia, descubre nuestra vulnerabilidad y nos vence: «El padre… hace un montón de años que vive pegado a una máquina de oxígeno. Antes se levantaba y se sentaba en una silla, pero ahora ya no tiene ganas»; «No los puede enterrar porque todavía están vivos» (MC, 91,114). «No ver esto es tan inútil como pretender enseñar a hablar a una piedra» (EPQ, 360). No hay salida, incluso vemos a un anciano quejarse de que no puede acabar con su vida por falta de fuerzas para subirse a la ventana. Los cuentos de Monzó han trazado un arco: del sexo como urgencia al tiempo en que el deseo se realiza; del qué de nuestras conductas a su porqué, y de ahí a la deriva por la vida incierta, como ocurre en muchos de sus relatos, cuyo final a veces barrunta la repetición pero queda abierto. La vida es adentrarse en un laberinto, un viaje; un personaje circunnavega el mundo sin obtener una experiencia que llene su vacío. Acaso sea preciso aceptarla como es, pues en ello consiste ese sabor particular de existir. «Cuando llegue el mañana que he preparado al milímetro con el fin de que nada falle, añorar aquello que no saboreé… En consecuencia, vuelvo a perderme todo cuanto tiene de bueno, porque dedico todo el día a prever al milímetro los peligros del nuevo día siguiente que se acerca, amenazador» (MC).
Escritura e incomprensibilidad en La prisión transparente, de Antonio Gamoneda Por Germán García Martorell Los textos de Antonio Gamoneda han desestabilizado los sistemas críticos e interpretativos existentes en España a lo largo de la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, y han provocado resistencias considerables tanto si se los aborda desde una perspectiva diacrónica, como si se hace a nivel sincrónico o inmanente. Su obra poética se resiste así a un análisis inmanente del texto, ajeno a vicisitudes históricas y biográficas, demandando una apertura interpretativa y de análisis, pero imposibilitando al mismo tiempo una exégesis externa a la realidad creada por la escritura. Esta posición intersticial que cubre múltiples aspectos de la escritura gamonediana, y que cobra un valor cercano al umbral del que habla Miguel Casado en el epílogo del segundo volumen de Esta luz, recientemente publicado, viene vehiculada por uno de los mecanismos en los que más se ha hecho hincapié en su obra: el símbolo. Es por esta reciente publicación que vemos oportuno volver a dos de sus últimos poemarios, La prisión transparente y No sé, recogidos conjuntamente en 20161 y que por su intenso valor intertextual y metadiscursivo nos permiten volver a indagar acerca del símbolo y del conocimiento que de él se desprende. La noción de símbolo en la poesía de Antonio Gamoneda se ha tratado de manera extensa a nivel crítico; según afirma el propio poeta en El cuerpo de los símbolos2, en su proceso escritural las palabras poéticas llegan 1. GAMONEDA, A., La prisión transparente. Vaso roto: Madrid, 2016. 2. GAMONEDA, A., El cuerpo de los símbolos. Huerga y Fierro Editores: Madrid, 1997.
«impensadas»: «En el poema manejo palabras cargadas con valor simbólico, pero se trata de un simbolismo con un solo miembro: el símbolo es, en su naturaleza, aquello mismo que simboliza. Dicho de otra manera: es símbolo de sí mismo. La realidad es simbólica y yo soy un poeta realista porque los símbolos están verdadera y físicamente en mi vida. Sigo siéndolo al aprovechar su energía intelectual (la del símbolo)» (Gamoneda, 1997, 26). Gamoneda está diluyendo así los límites de la poesía y demoliendo el debate entre arte autónomo y arte comprometido (o dependiente de una realidad extrapoética). Al no poder controlar la potencia poética de los símbolos, su escritura ya no se fundamenta en la comunicabilidad de unos signos cuyo valor y significado está ya preestablecido por unas convenciones sociales que le preceden, sino que es una escritura que trata de rescatar la energía simbólica de una realidad que se crea a sí misma en las palabras. Frente a un tipo de poesía que Pozuelo-Yvancos3 ha caracterizado como «poéticas de la comunicación», fundamentadas en la expresividad y la comunicación y cuya unidad de significación es el signo, Gamoneda configura una poética que se articula a partir de la energía impensada (e intempestiva) del símbolo. No obstante, el símbolo que contempla Gamoneda no es el símbolo entendido como «correspondencia», tal y como reclamó en su manifiesto Jean Moréas en 1886, ni tampoco sirve para establecer analogías descifrando mediante asociaciones un mundo desestructurado. El símbolo gamonediano escapa al concepto y a las relaciones: es 3. POZUELO YVANCOS, José María, Teoría del lenguaje literario. Cátedra: Madrid, 2010.
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Germán García. Escritura e incomprensibilidad en La prisión transparente
él mismo. Tal como indica José Manuel Cuesta Abad en Figuras en fantasma4, el símbolo gamonediano únicamente se explica a sí mismo duplicándose en la repetición (Cuesta Abad, 2017, 106), y conformándose en cuanto que tautología (es él mismo y es realista por ser real). En esta duplicación la poesía genera un conocimiento, pero es un conocimiento estrictamente poético, es decir: «engendra conocimiento, sí, pero única y principalmente, el de esta realidad por ella creada, que no se da ni puede ser dicho fuera de ella» (Gamoneda, 1997, 34). Resuena de nuevo el ritmo tautológico en esta explicación, cortocircuitando tanto la exégesis del lector como la autoexégesis del poeta sobre su propia obra y cerrando el paso a una posible definición conceptual de lo simbólico. De esta manera la realidad y el conocimiento del símbolo poético se distancian del funcionamiento semántico que la gramática atribuye al «lenguaje en general», el cual, en opinión de Gamoneda, está bajo las leyes del mercado y la mecanización. Es lo que Cuesta Abad (2017) ha denominado (partiendo de Schelling) lo tautegórico; un elemento que es él mismo en la medida en que no puede ser conceptualizado ni explicado, pues es precisamente en su conceptualización, en su explicación, que deja de ser «real» en sí mismo para pasar a disolverse en su significación. El símbolo es, no significa. Encontramos en este punto el eje de inestabilidad en el quehacer poético gamonediano, la fisura paradójica, pues, si bien la palabra poética es creación, no construye a partir de la nada, pero tampoco es concebida como ficción (la poesía no parte de un estatuto ficcional, según el poeta), sino que ella misma constituye una realidad. Para el poeta la poesía es una suerte de «emanación de la vida», mientras que lo ficcional (la literatura en general) no participaría de «lo poético». Este pensamiento ha provocado una gran cantidad de variantes interpretativas de la obra gamonediana, y nos muestra la manera en que su discurso teorético y poético se fundamenta en la ambigüedad y en la paradoja. No obstante, pese a alejarse de lo fictivo, el símbolo poético no es realista por designar una supuesta realidad extraliteraria, sino porque su modo de ser es el mismo que el de esa realidad que él mismo simboliza. Desde nuestra postura, la del hermeneuta, 4. CUESTA ABAD, J. M., Figuras en fantasma. Colección Paralajes, 2017.
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este problema se resolvería apelando a una suerte de intuición del poeta en un sentido visionario (argumentado, por ejemplo, que Gamoneda participa de una cierta noción de «pureza» poética cercana a la experiencia mística), sin embargo, entendemos que la importancia de su propuesta exige un acercamiento más crítico e indagatorio que pueda acercase a la pregunta por el conocimiento que de este tipo de poesía se desprende, así como a la pregunta acerca de cómo es posible que un símbolo sea «símbolo de sí mismo» sin dejar de ser realidad corporal, tal como indica Gamoneda al decir que están «físicamente» en su vida. Esta problemática teórica la han desarrollado en profundidad diversos autores, como Miguel Casado en sus extensos estudios acerca del poeta asturleonés (algunos recogidos en el libro El curso de la edad), en los que alcanza a denominar su poesía como un discurso lapidario en cuanto que huella de la memoria; Juan José Lanz, quién ha interpretado el papel que cobra el silencio como recurso poético en Descripción de la mentira5; o José Manuel Cuesta Abad al interpretar la noción de símbolo desde la lógica agambiana del símil-cadavérico. Estas visiones críticas parten de la asunción gamonediana de que sin memoria no existiría el artefacto poético, de la misma manera que «la poesía no sería posible si no supiésemos que vamos a morir» (Gamoneda, 1997, 25). Es este conocimiento mortal el que vehicula la escritura y la lectura en Gamoneda, y es también el factor desestabilizante que hace surgir un lenguaje paradójico al que no le conciernen «exigencias relativas a virtudes denotativas; tampoco las de una semántica según convenciones generales», razón por la cual el mismo poeta se pregunta: «¿Qué conocimiento puede implicarse en un lenguaje cuyas virtudes están fundamentadas en la connotación y la ambigüedad, o, más gravemente aún, en un lenguaje cuya inteligibilidad está intervenida por la sensibilidad?» (Gamoneda, 1997, 35). Será un conocimiento muy diferente al usualmente convenido; será
5. LANZ, Juan José, «Para una lectura de la transición política y su silencio: Descripción de la mentira (1977) de Antonio Gamoneda», en MUELAS HERRAIZ, Martín y LUJÁN ATIENZA, Ángel Luis (Coord.), Antonio Gamoneda. Leer y entender la poesía. Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2010, págs. 43-58. León, 2000.
Antonio Gamoneda en la plaza de San Marcelo, León (2007). Ademarista
(aquí la expresión tópica) un conocimiento otro, y que tiene como origen la perspectiva de la muerte. Tras esta breve introducción de postulados que se antojan imprescindibles, al acercarnos al inicio de La prisión transparente observamos esta noción que hemos destacado, según la cual la palabra funciona en cuanto que cadáver, en cuanto que lápida y huella de algo que ya no está presente pero permanece en la memoria («lo que queda de mí»), y el símbolo se articula como resto corporal («inservibles bártulos carnales»). Si el símbolo es lo que queda de una memoria «en la perspectiva de la muerte», entonces su realidad no puede ser otra que la de la carencia y la monosilábica negación del final de la secuencia: «No». La figura desconociéndose delante del espejo, ante su propio rostro, es la del cadáver cuya imagen carece ya de original y que rehúye todo pensamiento analógico que se piense en cuanto que pretérito. Es un poemario que comienza ya con una proposición que no debe pasar por alto, «estoy cansado», intuyendo ya desde el inicio del poemario, y sobre todo tras todo el recorrido poético realizado por los anteriores poemarios, que la única posibilidad que contempla el texto es menguar. Esta poética provoca que el conocimiento poético que se extrae de la utilización del símbolo no sea acumulativo, no se trata de un saber racional que espera ser conquistado, sino que, tal como
afirman Amelia Gamoneda y Fernando R. de la Flor en el prólogo a Sílabas negras, se trata de una «empresa de desinterpretación» que sólo puede dejar constancia de la falta y la carencia. La labor de desinterpretación desvela la falsedad de todo discurso de poder que se pretenda holístico y, al mismo tiempo, no permite la instauración de un posible discurso que tenga por objeto la «verdad». En este proceso escritural ocupa un papel fundamental la pregunta sobre la identidad del sujeto que enuncia el discurso («¿Por qué / yo soy precisamente / en mí?»), y la respuesta que esa pregunta recibe («No sé») constata la designificación del lenguaje fundada en la inestabilidad significativa de las elaboraciones simbólicas y en la constante fragmentación del discurso (un discurso que sufre una mayor discursivización en la reescritura del poemario del segundo volumen de Esta luz). La prisión transparente articula un sujeto poético que se entiende en cuanto que mortal y que construye su identidad a partir de la inminencia de su disolución en el lenguaje, apuntando al mismo tiempo la pérdida del valor sígnico del lenguaje que enuncia y que lo enuncia. La desinterpretación de lo aprendido, el desconocimiento, es así el aprendizaje que se realiza a través de este periplo lingüístico, y la desposesión y la pérdida son el «conocimiento» que se consigue (y únicamente se consigue) en el proceso de enunciación/escritura. Se produce así una tensión paradójica en el sujeto de la enunciación entre la necesidad de nombrar (o fundar) el mundo y la imposibilidad de poder hacerlo fuera de sus elementos verbales («lo que no es / no tiene nombre»). La prisión transparente se convierte así en uno de los poemarios manifiestamente más metadiscursivos del poeta y, tal como afirma Miguel Casado6, se configura a partir de dos motivos como son la escritura y la fábula. Solamente a partir de la escritura y la reflexión sobre la misma es posible realizar una indagación sobre la subjetividad. El sujeto, en cuanto que ser constituido lingüísticamente, se convierte él mismo en huella, en exceso, y la propia instancia de enunciación, constituida a partir del mundo de las palabras, se asemeja a una prisión («Se diría una cárcel / no una cárcel cualquiera, vigilada, y auténtica, no. Puede ser o no / ser una cárcel ingrávida, / liminal, transparente») que 6. CASADO, M., Epílogo a Esta luz vol. 2 (1995, 2005-2019). Galaxia Gutenberg, 2019, pág. 483.
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es «transparente» en la medida en que no es (o al menos no únicamente) exterior, sino que constituye de forma sustancial la propia existencia del sujeto («yo era, / yo soy / la prisión transparente»). El gesto que supone tenerse a sí mismo por objeto supone el salir de uno mismo para adentrarse en la escritura mediante el tránsito textual de la posición de sujeto a la de objeto, un tránsito que fracasa («Intento inútilmente /prescindir de mí; de mí mismo /en mí»). Ya en El cuerpo de los símbolos insistía Gamoneda en la estrecha unión que se establece en este «diálogo con uno mismo» entre vida y fábula: «Mi vida y mis barruntos mortales [...] son, irremediablemente, lenguaje: entonces, la fábula soy yo y el libro exento no es posible» (Gamoneda, 1997, 142). Y esta noción se vuelve a recoger en La prisión transparente: «De una verdad, si la hubiese, de una insignificante, mínima verdad, / efectivamente, nada se puede decir; la verdad excede las palabras. / En ciertos casos, / la verdad se excede a sí misma. / Es, pues, ineludible / la fábula» (Gamoneda, 2016, 19). Si partimos de la idea de que todo mundo es indistinguible de su modo de representación, la caracterización retórica del sujeto en su concepción como producto del lenguaje pone en evidencia el problema tradicional de su unidad, pero también el de su identidad en el proceso de ficcionalización. Lejos de expresarse como un sujeto firmemente constituido, este siempre se crea y se renueva en el espacio del poema, fuera del cual deja de existir. El poema se convierte en un espacio textual cuyo lenguaje asume el fracaso de cualquier mediación simbólica ante la vida («hablemos / de la vida, es decir, / no hablemos»), y tal insistencia en los límites del lenguaje implica saber que la aprehensión lingüística del mundo o de lo que hemos convenido en llamar «realidad» siempre vendrá mediada por la condición refractaria inherente a nuestros lenguajes: «¿Palabras? ¿Para qué?». La conciencia lingüística de la instancia de enunciación aumenta la certeza de una ruptura irreconciliable con el mundo y confiere al poema una extrema conciencia de vacío («todos los étimos están vacíos») a través de la negación y la interrogación («Decididamente, / para no hacer, para dudar, para extraviarme, / es decir, / para desconocerme, / he decidido preguntar, negar…»). El poema, mediante su condición de símbolo, cercena la linealidad que existe en la transferencia de sentido de la palabra hacia «el mundo» en su nivel de signo, una linealidad que genera una
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Antonio Gamoneda en León (2007). Lafrentz
ilusión de conocimiento exterior. En el transcurso de la composición poética, a diferencia del lenguaje convencional, el símbolo hace partícipe al lector de un conocimiento no-sígnico, un conocimiento que no se fundamenta en la relación significante-significado, sino que busca producir un efecto de «des-ocupación» en nuestra relación con lo sígnico. Es un saber de todo eso no dicho por el lenguaje sígnico, un saber que parte de la muerte y se articula cercano a un cenotafio; resto material que evoca a una existencia que ya no-es. Recordemos, que la palabra cenotafio proviene del griego kenos, cuyo significado es ‘vacío’, y taphos, que significa ‘tumba’, y que los cenotafios eran monumentos que, en ocasiones, se erigían para que las sombras de aquellos que no habían recibido sepultura no anduviesen errantes. Del mismo modo, el símbolo actúa atravesado por las huellas de lo «ya sido», encierra en sí mismo su desaparición: simboliza en su vaciedad lo que no es, e incluso lo que nunca ha sido. Recordemos que los lugares en los cuales en la Antigüedad se erigían cenotafios no eran lugares sagrados, sino que servían como un puente entre el mundo terrenal y el mundo sacro, eran lugares intersticiales, ya que la única sacralidad del monumento radica en la memoria sobre aquello que simboliza y que, paradójicamente, no se encuentra en él; es así el cenotafio que Andrómaca erige a Héctor, y que Virgilio, más adelante, llamará tumulum inane, «simulacro de sepulcro». Palabra y simulacro; el símbolo no es así un
Germán García. Escritura e incomprensibilidad en La prisión transparente
elemento sacralizado que conserva la pureza de la palabra, sino que emula la muerte simbólica de la palabra en cuanto que tumba vacía en recuerdo de un cuerpo-referente (o varios) que «ya-no-están» o, en términos de Abad, «están-no-estando». Lo metadiscursivo en este caso no es así sólo un discurso cuyo referente se centra en la propia sustancia de lo poético como realidad última, sino que su discurso también activa una crítica sobre el lenguaje al intentar descubrir y cuestionar las estrategias sistematizadoras del mismo. El verso «No hay nada que resolver» es un valor que podríamos otorgar a la gran cantidad de puntos suspensivos (envueltos en corchetes: «[…]») que se encuentran en La prisión transparente y especialmente en el poemario que tiene por título No sé. Mediante los puntos suspensivos se marca la no correspondencia en el diálogo (ya sea con uno mismo o con el «otro») que la instancia de enunciación del texto intenta llevar a cabo mediante sus constantes interrogaciones. Y es esta interrupción puntual la que pone de relieve que en el lenguaje se tensa toda presunción de verdad, todo diálogo, pues la respuesta, marcada por los puntos suspensivos, está siempre «no-llegando»: «los muertos activos […] que vienen buscando, no sé, mi esperanza […] y pregunto: / ¿Quién viene? / Y nunca nadie responde» (Gamoneda, 2016, 32). Así, el conocimiento que deviene de este tipo de escritura estará siempre, del mismo modo, a la espera. En un proyecto escritural fundado en poner de manifiesto el símbolo en cuanto que cadáver («Aquí / está nevando […] se activan los difuntos») el conocimiento debe ser un conocimiento inverso, siempre a la espera, reformulado y reformulándose en cada acto de enunciación: «Me asiste una inaceptable / sabiduría; la inversa. / Digo, quiero decir, el conocimiento tardío / de la imposibilidad». Mediante este acercamiento al lenguaje se opone el texto al universo de la expresión, huyendo de las composiciones binarias y dando lugar a una fecunda posición liminar dialéctica entre esperar y no-esperar, decir y no-decir, saber y no-saber, actuar y no-actuar, existir y no-existir, que abre en el espacio poético una posibilidad de sentido que el habla comunicativa no tiene por estar capturada en una lógica encorsetadora: verdadero o falso, existente o inexistente. Se ubica así en un espacio liminal («espero y no espero», «es o no es», «saber y no saber, vigilia delirante», «puede ser o no ser», «no hay existencia ni inexisten-
cia», etc.) que se construye a partir de la constante tentativa y la imposible finalización de su proceso; es un conocimiento basado en la imposibilidad, en la inoperancia, en los intersticios. En La prisión transparente obliga al intérprete de esta manera a realizar una hermenéutica en atención a lo inminente, a la espera de lo que quizás nunca llega, y que funciona, en palabras de Miguel Casado, como umbral. Queda pues, para el final del poemario, una única constatación: la de la fabulación del lenguaje (que en Descripción de la mentira era asociada con la «mentira», y ahora lo es con la «farsa»), la de la ilusoria destrucción de la metáfora, convertida ahora en juego irónico: «¿hubo una fiesta? / Sólo /su desaparición se hace sentir. / He aquí pues / la farsa renuente» (Gamoneda, 2016, 45). En esta aceptación de la farsa y en la parodia entre el ser y el no ser, la escritura de nuevo juega un papel fundamental transmutándose en reescritura. La duda poética no tiene fin, y la escritura se convierte en una revisión constante de los propios postulados poéticos y de los parámetros lingüísticos que rigen otras obras anteriores. Así, en el poema la interpretación debe enfrentarse no solamente a la multiplicación de sentido y la no clausura de significación, sino a la misma incomprensibilidad. El pensamiento negativo que configura el poemario (a partir de la negación que encontramos en el inicio del mismo) no se efectúa restaurando el poder representativo o mimético de las palabras, sino que insiste en la incomprensibilidad como parte inseparable de toda forma de sentido. Aspecto que obliga, en su poesía, a repensar conceptos tan manidos como «memoria», «verdad», o «compromiso». La poesía desde la perspectiva de la muerte avanza y se retrotrae construyendo lápidas, es decir, abriendo heridas en el lenguaje a partir de los símbolos exhibiendo y ocultando al mismo tiempo su sentido. Ahí radica la ambivalencia gamonediana que se ubica liminalmente entre lo real y lo fictivo, que lleva de forma implícita su propia incomprensibilidad y, por añadidura, lleva consigo también incorporado el problema de la interpretación (y de la interpretación de sí), provocando que nuestro acto hermenéutico se constituya en la condición de posibilidad de lo que no puede llegar a comprender, privándose simultáneamente a sí mismo de su poder o al menos limitando de raíz su posibilidad comprensiva.
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El holandés errante
El viajero inmóvil Texto y fotografías: Álex Chico Sólo hay dos maneras de emprender un viaje inmóvil: a través de la memoria o de la imaginación. Quizás no haya disyuntiva y ambos motores se complementen hasta llegar a un mismo punto: a una ficción verdadera que nos permite trasladarnos a un paisaje sin movernos de nuestra habitación. Así es como proyectamos ciertos lugares, espacios que se quedan en nosotros como un recuerdo furtivo que se prolonga pasados los años. Una ciudad visitada tiempo atrás en la que se combinan recuerdo e invención. En el fondo, cualquier territorio está sujeto a estas dos dimensiones, porque todo lugar se invoca con una mezcla de certeza y de duda. Sabemos que lo hemos visitado por unas horas o varias semanas y, sin embargo, nos es muy difícil volver a situarnos completamente en él. El tiempo, entonces, nos aboca a rellenar esas lagunas con un mundo paralelo plagado de hipótesis y probabilidades. La memoria engañosa no nos miente. Sólo se limita a ampliar un poco más nuestra experiencia. Cualquier territorio puede provocar una reflexión similar. En mi caso, ese territorio tiene un nombre concreto: Copenhague. Visité la ciudad hace varios años, el tiempo suficiente como para que ahora vuelque en él la certeza de un viaje y la conjetura. Quizás, el nombre impronunciable de algunas calles me haga pensar que sí las recorrí, aunque no pueda asegurar en qué momento. Sé que estuve en Copenhague porque el tiempo que pasé allí fue plácido, sereno, dos emociones que suelo confundir con la felicidad. La armonía que producen algunas geografías nos induce a eso: a sentirnos satisfechos, como si todo a nuestro alrededor estuviera dispuesto a permanecer. Sin temor a evaporarnos de un momento a otro, sin la calma tensa que se respira en determinadas calles. En Copenhague fui feliz porque la ciudad se ajusta a buena parte de nuestros deseos: paseos inagotables, parques que matizan el color del asfalto, exquisitos edificios que se intercalan
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con viejas fábricas, museos en los que somos absorbidos por un lapso infinito, restaurantes y bares con un diseño apacible, rincones que ocultan diferentes capas de una misma ciudad, como un palimpsesto. Porque bajo cualquier orden, los lugares conservan algún tipo de desorden. O de caos, o de desconcierto. Es esa disparidad la que amplifica las ciudades: nos demuestra que todo espacio no es uno, sino múltiple. En Copenhague, existe un emplazamiento que lo define bien: la estación de tren y una de las calles que parten de ella, Istedgade. En unos cuantos metros se intercalan pasado y presente, elegancia y decadencia, industria variada, asfalto y zonas verdes. Con su estructura abovedada, la Estación Central conserva un viejo aire de trayectos seculares, como otras estaciones europeas en las que sentimos que no sólo iniciamos un viaje de una ciudad a otra, sino de un tiempo concreto a una época remota. Algo similar a lo que percibimos en otros lugares parecidos, desde París hasta Oporto, desde Londres hasta Amberes. Un espacio que se asemeja a un gran mercado de abastos en tránsito, con una estructura férrea capaz de sobrevivir a los años. Su elegancia es imperecedera, y lo es, aunque por otros motivos, la calle que se despliega desde una de sus puertas. Istedgade avanza entre sex
shops, puestos de comida rápida, paisaje humano heterogéneo, casas señoriales y portales que dan acceso a un mundo cargado de sospecha. Una ciudad distinta que contrasta con otras zonas cercanas, como el Tivoli, y que convierte su inseguridad en una extraña forma de calma. Intuyes que algo sucede, aunque sea imposible averiguar qué exactamente. Como lo que queda de antiguas fábricas si nos desviamos hacia el río. Un antiguo matadero o una planta de embalaje, entre coches aparcados en un solar, cadenas de supermercados, carreteras, canales y pequeñas salas de arte: eso es también la ciudad, cualquier ciudad, porque los lugares que más nos interesan son aquellos que no se fían de la uniformidad. Las urbes tienen que ser permeables. Se debe notar en ellas la huella del tiempo, el aquí y el ahora que impone cada época, aunque en ocasiones nos pasemos de frenada y queramos imponer nuestras marcas sin importarnos que estén mal ubicadas. Únicamente las nuevas construcciones son capaces de dignificar lo que siempre hubo, porque los puntos de referencia, es decir, el pasado, surgen siempre por contraste. Lo percibimos al mirar el presente, no al recrearnos en la Historia. La memoria de Copenhague existe en los edificios que se erigieron hace mucho tiempo, pero somos conscientes de su significado cuando paseamos en un barco que nos acerca a emplazamientos recién construidos, con bloques de fisonomía contemporánea, como la Biblioteca Real Danesa, la Ópera o los barrios que se deslizan por la ribera poco antes de que el río llegue a un mar abierto. O dicho de otra manera: Dinamarca sigue sucediendo en los cuentos de Andersen y en los libros de autores actuales, como Kirsten Thorup, en cuya primera novela vuelve al barrio de Vesterbro para formularse una de las preguntas que siempre nos acompañan: ¿quiénes somos?
Las ciudades se pierden si alguien no las escribe, dijo Italo Calvino. De la misma manera que se perderían si alguien no las siguiera construyendo, o inventando nuevos perfiles en ellas. En ese sentido, Copenhague puede dormir plácidamente: hay en ella canales y casas que nos retrotraen a una memoria de siglos y hay, a la vez, edificios que nos hacen mirar al futuro. Hay parques magníficos y lagos que reflejan rascacielos. Hay música de cámara y clubes de jazz estupendos, como el Mojo Blues Bar o La Fontaine. Hay restaurantes que combinan memoria y diseño de interiores. Hay edificios civiles imponentes (su ayuntamiento, sobre todo) y calles estrechas a las que se accede casi por azar, como las que encontramos en Nørrebro, uno de los barrios más atractivos de la ciudad. Hay dulzura en una sirena que espera sobre una roca y hay aspereza en las páginas de Søren Kierkegaard. Hay avenidas y grúas y tráfico urbano y hay una isla dentro de otra isla: Christiania, un oasis que se va quedando sin épica pero que aún mantiene su atmósfera de lugar fuera de todo. Al margen de una ciudad y de un país. Al margen también de un continente. La narradora Ida Jessen comentó en una ocasión que le reconfortaba saber que la naturaleza estaba cerca de ella, sobre todo cuando escribía sobre temas muy duros. Le apaciguaban los paisajes naturales que se extendían por Dinamarca. A poca distancia de la capital, podemos visitar lugares que ejemplifican perfectamente esa visión de Jessen. Pienso en uno de los fiordos, el que encontramos en una población vecina, Roskilde. La naturaleza allí tiene algo de finisterrae, como si no hubiera nada detrás del embarcadero que se adentra en el lago. El agua se confunde con un horizonte gris y no sabemos si más allá hay un terreno habitable. El perfil se filtra en primer plano con un antiguo barco vikingo, varado para siempre en una costa perdida en el mapa. Por eso Ib Michael, un autor muy influido por la literatura hispanoamericana, sitúa en Roskilde su particular Macondo. El realismo mágico es lo suficientemente
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El holandés errante
universal como para que también se nutra de viejas historias de la cultura escandinava. Kim Leine, noruego de nacimiento y danés de adopción, lo define bien: «La realidad es una cosa y la idea de realidad es otra». Una aseveración sencilla que, aplicada a la geografía y a la literatura, me conduce a una frase de José Ángel Valente: «Lo universal es lo particular sin fronteras». Antes citábamos la estación de tren y las calles que partían de ella como un paradigma en el que se daba cita el contraste de ambientes. Podemos añadir otro emplazamiento en el que también se convocan varios planos: Louisiana, el museo de arte contemporáneo que encontramos al dirigirnos hacia el norte del país.
En él vemos una conjunción perfecta entre diseño urbano y naturaleza. Ambas se integran, se prolongan, se complementan. Parecen construidas para mejorarse. Las piezas de Calder, de Asger Jorn, Max Ernst o Peter Doig se mimetizan con el entorno, como si naturaleza y
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arte se intensificaran una a otra cuando se acompañan. El futuro tiene un aire de ajada vanguardia, igual que el paisaje que se enmarca en las cristaleras y balcones que dan al agua. El Louisiana debe ser uno de los lugares más apacibles que existen en el universo. Eso leo mientras reviso lo que escribí allí, aunque no me cueste traer de vuelta esa sensación mientras veo las fotografías que tomé al caminar de sala en sala. Es un museo interior y es, al mismo tiempo, una gran exposición al aire libre. Algo así como las ciudades. Los espacios interiores de Vilhelm Hammershøi encuentran un punto de luz a lo lejos, aunque creamos que será imposible abandonar las cuatro paredes que nos cercan el paso. El arte se abre al mundo sin abandonar el exiguo espacio que ocupa en una estancia. De nuevo, Dinamarca nos ha enseñado cómo es posible que se produzca el viaje inmóvil. Basta con encontrar las claves que nos conecten con el resto del universo sin renunciar a todo aquello que nos ata a un emplazamiento concreto. El soporte lo detiene, pero la ficción que proyecta siempre encontrará una manera de llegar a cualquier parte. Es esa misma ficción la que nos conduce a la última parada: el castillo de Kronborg, en Helsingør, una fortaleza que miré de lejos, sin cruzar la puerta ni la muralla. Tampoco el puente que daba acceso. Pensé que así fue como escribió Shakespeare su drama más famoso: sin visitar el lugar ninguna vez y sin embargo dándole vida a través de la ficción. Como buena parte de la literatura. O como esas ciudades que habitamos, que seguimos habitando a través de la imaginación y la memoria.
El ambigú
Null Island
Javier Moreno Candaya: Avinyonet del Penedès, 2019 224 págs.
Una novela sin personajes Por Pedro Pujante Hay libros que plantean una suerte de diálogo con su autor o, para ser más exactos, con su narrador. Pero también hay libros unidireccionales que funcionan como un monólogo ininterrumpido y accedemos a ellos como si entrásemos en la cabeza del escritor (o del narrador, no sé muy bien cuál es la diferencia). Esto me suele suceder, en gran medida, con las novelas de Javier Moreno. La relación que mantengo, como lector, con la prosa de Moreno me resulta gratificante, adictiva. Son textos proteicos que se prestan a constantes relecturas, relatos inagotables que trascienden en gran medida la categoría de novelas convencionales, que funcionan como narraciones ficcionales a la vez que como laboratorios de ideas. El narrador y ¿protagonista? de Null Island es un escritor que sostiene teóricamente la posibilidad de una novela sin personajes. Esta idea parece sobrevolar también la obra de Moreno (al menos en esta novela y sobre todo en Alma), lo que nos invita a leerla como una autoficción —o al menos como una «figuración del yo»— según la propuesta teórica de Pozuelo Yvancos; y aunque resulta bastante difícil despojar a una narración de sus protagonistas, sí que es cierto que logra el autor disminuir sus presencias gracias al tono ensayístico que le procura al texto. En Null Island, el argumento (es decir, la peripecia de su narrador) se podría resumir en dos líneas: un escritor con problemas de erección viaja a un congreso y, a pesar de amar a su novia, se mete en la cama con una chica más joven que él. No obstante, el argumento, la sucesión de acontecimientos novelescos pasan a un segundo plano. Lo que realmente ocupa el
grueso de la novela son las reflexiones del narrador. Estas reflexiones se conectan con un tenue hilo que de forma reticular se expande en muchas direcciones. Además, estas digresiones abundan en imágenes que funcionan como metáforas, siendo, por ejemplo, la de la impotencia sexual/impotencia escritural la más obvia. Es interesante dejarse llevar por la voz narrativa, que divaga en asociaciones intelectuales tan agudas como sutiles. La inteligencia intuitiva de Moreno para conectar conceptos, episodios, citas literarias o matemáticas es magistral. Su capacidad para teorizar consigue cierta materialización de las ideas y también reforzar la prosa con una textura tupida, transformando las cosas, los objetos, los sentimientos y los más banales aspectos de la existencia en materia literaria, en tema filosófico o metafísico. Null Island brilla a través de su prosa, es cierto, pero sobre todo gracias a la lucidez/fluidez de su autor, un novelista que desdeña el argumento en virtud de un ensayismo novelesco, como las novelas digresivas y desenfadas de Vila-Matas o las prosas flâneur de Sergio Chejfec. Aunque Moreno se toma más en serio sus novelas que Vila-Matas, pero también es más divertido e irónico que Chejfec. El propio narrador, un cuasi alter ego del autor (al menos en lo que a escritor se refiere), explica que mientras algunos escritores siguen escribiendo novelas con planteamiento, nudo y desenlace, otros «no tenemos más remedio que dedicarnos a otra cosa». Así, la escritura como experimento y la novela como mesa de laboratorio son las fórmulas que plantea Javier Moreno. Porque la literatura no es sólo contar historias, sino también la posibilidad de elaborar nuevos materiales, de ensayar nuevas fórmulas, de expandir la realidad más allá de los límites de una textualidad figurativa. Esta novela, en el fondo, es una novela de amor. Pero un amor como sistema de coordenadas, como gesto intelectual para comprenderlo todo, como brújula emocional y empírica para hallar, a través del lenguaje y del pensamiento, la palabra exacta, el sentimiento correcto.
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El ambigú
Los defectos de la anestesia Ernesto Ortega Enkuadres: Alzira, 2020
Dolor, belleza y literatura Por Manu Espada La anestesia se utiliza para reducir o bloquear el dolor durante una cirugía. Las letras de Ernesto Ortega son como un bisturí que penetra en la carne del lector, pero el título ya avisa: ofrece textos con una anestesia que puede ser defectuosa. Y para curarse en salud, al comenzar el libro debemos firmar un pliego para exonerarle del dolor que puedan causar sus microrrelatos, afilados como las herramientas de un cirujano. Sorprende que un autor que ha escrito tanto sobre el amor (La dictadura del amor, Microenciclopedia ilustrada del amor y el desamor) se deje llevar ahora por el dolor, pero lo que hace Ernesto no es fácil, utiliza las palabras, la Literatura, para transformar el dolor en belleza. Traduce los códigos del sufrimiento hasta destilar sus impurezas en belleza pura. La primera parte, «Estado de confusión general», ya nos da una buena muestra. En «Volver a empezar», el Paraíso de Adán y Eva es un Infierno futurista marcado por la pérdida de la inocencia. Un apocalipsis que se repite en «Yuxtaposición», «Cucharadas de tierra», «Revolución editorial» o «La pecera». En «El afilador», la maldad convierte cuchicheos en cuchillos. En «El túnel» nos ofrece una narración desgarradora sobre el paso del tiempo y en varios microrrelatos aparece la crisis que arrasó con las ilusiones incluso de los artistas callejeros. Es el caso de «La estatua de la plaza mayor», pero la crisis también está presente en piezas como «Adaptación», donde los tiburones que se enriquecieron campan a sus anchas, o en «Malos tiempos para las hadas», donde una familia sobrevive contando cuentos. Ernesto es un mago de la cronología narrativa y es capaz de contar en un párrafo toda la evolución de la humanidad o mostrar una vida entera. Dentro de las variantes del dolor nos muestra la soledad y el aislamiento, una ruina social que sufren los protagonistas de «El muro», «La gramática de los dioses» o «Hábitos», una perla sobre lo destruc-
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tivo de la nostalgia. Muchos libros de microrrelatos son irregulares, pero no es el caso. Ernesto realiza una gran labor de filtrado. En las otras cinco partes del libro nos encontramos con dobles que se baten en duelo, suicidios por prescripción profesional, yonquis de las pantallas o preciosos juegos que transforman la pobreza en algo tierno, como en «Un auténtico golazo», donde un grupo de niños juega al fútbol con un balón imaginario. Ernesto maneja varios registros y se mueve perfectamente tanto en el género realista como en el fantástico, para lo que se vale de herramientas como la metaficción, la intertextualidad o la elipsis. Es capaz de desmontar un pueblo entero como si fuera un teatro, puede ingresar a un adicto a la escritura en una clínica de desintoxicación, transformar unas estadísticas en literatura, montar una guerra en un aula, generar terror paternofilial con «Las normas de papá» o en «Miradas», deprimir al mismo Superman, desilusionar a un psicópata con un final feliz, realizar un cruel experimento con gemelos, convertir a un huérfano en un despiadado asesino o dar un giro a una cándida abuela que comercia con almas. Pero Ernesto no sólo parte de buenas ideas; desarrolla sus textos con un lenguaje preciosista, en algunos casos rozando lo poético, pero siempre al servicio de la trama, como en «Mar de amores» o «Comida para arañas», sin caer jamás en el lirismo vacío de postal. En ese despliegue de recursos también podemos disfrutar con juegos de ingenio como en «HOS TAL» o en «Zapping». Este volumen de microrrelatos acaba con varios hiperbreves (está por ver si el hiperbreve es un género propio) cargados de humor (negro). «Los defectos de la anestesia» es un viaje que los lectores hacemos a modo de paciente, convalecientes por un virus que nos va inoculando el libro, y como lectores-paciente vamos pasando por cada una de las fases de la enfermedad hasta que el autor nos da de alta. Pero como en todo trayecto, nadie saldrá indemne del viaje.
La guerra
Ana María Shua Páginas de Espuma: Madrid, 2019 168 págs.
No a cualquier guerra Por Juan Peregrina La guerra es el libro más antimilitarista y más literario de los últimos tiempos. Que no son los mejores y lo sabe Ana María Shua, porque ningún tiempo presume de mandar a sus jóvenes a matar y morir, a engañar y creer a sus Gobiernos, a sentir que la muerte es cosa de toda criatura que pise la tierra, cuando en realidad es asunto de pocas personas. Comentar un libro así y no releerlo ya es una falta de respeto: lo que la autora realiza es una desaparición en toda regla para dejarnos la responsabilidad a quienes disfrutemos el libro, lo suframos o lo aborrezcamos. Compleja situación cuando un protagonista, una historia o un punto de vista no coincide con lo que pensamos, y preguntamos: ¿no es eso la literatura?, ¿no es el difícil apoyo ante mandamases, la disidencia de quien resiste, el mal menor ante aquellas uniones que predican la verdad, ante la ficción, siempre verdad, la historia sin ambages, el rencor sobre nosotros y la transición de espacios sobre vosotras? «Hacer la guerra» es uno de los más esclarecedores textos, porque «hay que hacer el amor y no la guerra,
hay que hacer la calle y no la guerra… pero si no queda otra solución, hay que hacer la guerra, hacerla hasta el final…», porque la guerra, al final de los finales, es excusa más que razón. Razón de muerte, sin más. Entender la muerte, conocer el fin de una vida, saber que la literatura puede funcionar hasta cierto punto, eso, está al alcance de muy pocas. Y hoy, ahora, este libro es hecatombe para el pensamiento único: ejemplo de solidaridad con algunas maneras de escribir, es destructor de otros puntos de vista y termina por ser un manual exquisito de trincheras para quien quiera contar, leer, trabajar textos, provocar la controversia, experimentar la diferencia y estar absolutamente en contra de lo que estaba a favor. No decimos nada afirmando que Shua es impredecible y literariamente perfecta: ya se dijo y escribió antes. Lo más alucinante, lo más llamativo es el trabajo que hay detrás de cada texto, de la estructura que hace posible que cada lectura del texto en sí engrandezca el anterior, abra puertas que a veces no se cierran en los posteriores porque Shua, querida lecturalia, no se dirige a ti, ni a mí, ni siquiera a quienes pudieran aprender algo del arte de la guerra, que es, en definitiva, el acto de la muerte, sino a aquellas personas que todavía sientan alguna responsabilidad en el mismo acto de concebir historias, que si bien no acabarán con un final feliz, harán, sin ninguna duda, que el engaño, la mentira y ese diapasón mortal que suena junto a cada corazón sean reconocidas como herramientas de escritora nata, de una pureza que le permite denunciar la sinrazón más obtusa, de quien convoca a sus congéneres a pelear, caer, matar. Ana María Shua ha vuelto para contar mínimamente lo más grande que podemos leer: el aviso de que la guerra está en cada persona que tenga poder de convocarla. Shua es guerra, invocación, miedo, dolor y palabra. Como siempre.
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El ambigú
El alma de los objetos. Minificciones Ramón Gómez de la Serna Eolas Ediciones: León, 2019 304 págs.
El protector de las cosas Por Darío Hernández Tras el auge aparejado al desarrollo de la minificción que han experimentado los bestiarios, revisados y reescritos al modo contemporáneo, parece haber venido cogiendo fuerza últimamente también un tipo similar de colección o libro misceláneo pero donde el protagonismo lo copan no ya seres animados, sino las cosas, los objetos, dando lugar a lo que algunos hemos coincidido en denominar objetuarios, muy en sintonía, dicho sea de paso, con este mundo moderno altamente materialista y tecnologizado. Es en este contexto en el que, de manera perspicaz, como corresponde a un investigador de su talla, Rafael Cabañas Alamán ha decidido seleccionar y editar una extensa serie de minificciones de Ramón Gómez de la Serna, uno de los mejores vanguardistas de las letras hispánicas y, en lo biográfico, uno de los mayores protectores de las cosas, como él mismo se definió en su obra Automoribundia (1948), lo que lo llevó, entre otras cuestiones, a convertirse en un curioso y admirable coleccionista, como demuestra el llamado Despacho de Ramón Gómez de la Serna, hoy en día incorporado al Museo de Arte Contemporáneo de Madrid. Tal y como Cabañas explica en su estupendo prólogo, «A pesar de los múltiples enfoques que podría adoptar el presente volumen, se ha tomado la decisión de regresar a sus minificciones desde una óptica original que realza uno de los aspectos más relevantes de su literatura: los objetos» (pág. 9). De la confluencia de lo uno y lo otro —su genialidad literaria, por un lado, y su pasión por los objetos, por otro— es resultado todo este conjunto de minificciones que el editor agrupa en cuatro bloques temáticos: I) El optimismo vitalista, II) Los objetos y el alma, III) Los objetos insólitos, y IV) Perspectivas de la muerte. Añadiendo al final de cada apartado, y esto
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tiene una especial relevancia, «un texto inédito, dos en el caso del capítulo IV, no recogidos en sus Obras completas, trascritos directamente de notas manuscritas del propio Gómez de la Serna» (pág. 11), conservadas en la Biblioteca Hillman de la Universidad de Pittsburgh y catalogadas en el archivo «Ramón Gómez de la Serna Papers». Uno de los bloques más significativos del libro, dada la colección de la editorial Eolas en la que ha sido publicado —Las Puertas de lo Posible. Narrativas de lo Insólito—, es, por supuesto, el segundo: «Los objetos insólitos», donde leemos a un Gómez de la Serna minificcionista dotado de su monóculo sin cristal, «monóculo sin cristal con el cual yo veo —como dijo el propio escritor madrileño en su monólogo «El orador» (visible en youtube)— las cosas de relieve, anotando todo lo que tienen de extraordinario. […] Todas estas observaciones de la realidad, unidas a mi monóculo sin cristal, dan la base sincera de mi estética»; y para muestra, este microensayo (págs. 133-134): Los zapatos andan solos… Avanzan en la noche muy de puntillas, sin crujimientos, pegados al zócalo de las paredes… Esto no se sabe, nunca se les ha pillado in fraganti, pero se presiente y se tienen muchas pruebas de cargo para creerlo: se les encuentra distantes del sitio en el que debían estar, muy extraviados; a veces se pierde sólo uno de los dos, se le busca por todas partes, y al fin aparece muy lejos, en el pasillo, quizá en la cocina o quizá en algún sitio lejano, en el que resulta incomprensible cómo pudo llegar; a veces son los dos los que desaparecen, y entonces se puede pensar que se han ido para no volver. ¿Dónde desapareció aquel par mío que estaba todavía nuevo? Es uno de los misterios que no he podido resolver nunca; el mayor de todos. Zapatos, paraguas, juguetes, corbatas, brújulas, mesas, camas, armarios, lámparas, tapices, gafas, relojes, coches, velas, bombillas, violines, pañuelos, espejos, collares, abanicos, pelucas… Todos los objetos cobran vida así en esta nueva antología, imprescindible para cualquier amante del siempre fecundo universo minificcional ramoniano.
dignidad
Javier Gomá Lanzón Galaxia Gutemberg: Barcelona, 2019 216 págs.
¿Quién teme a la dignidad? Por José Antonio Vila Es un tópico, al hablar de casi cualquier filósofo español, sacar a colación la famosa frase de Ortega y Gasset de acuerdo con la cual la claridad es la cortesía del filósofo. La claridad del estilo de Javier Gomá Lanzón responde a una confesada vocación literaria, cuya muestra evidente se encuentra, sobre todo, en esa «filosofía mundana» que ha desarrollado en esos estupendos «micro-ensayos», como los llama el propio autor, diseminados por varias publicaciones y que luego ha ido recogiendo en diversos volúmenes. Textos que a cada relectura no dejan de asombrar por la habilidad discursiva con la que su autor sabe moverse en un terreno a la vez tan restrictivo y tan estimulante como la página del periódico. Páginas de lectura rápida pero que aspiran a una perduración más allá de lo siempre caduco de los asuntos de actualidad. Sin embargo, lo que ha catapultado a Gomá Lanzón a la primera línea del pensamiento en nuestro país ha sido el planificado proyecto que ha llamado Tetralogía de la ejemplaridad y que ha ido dando a conocer en las dos primeras décadas del siglo XXI. Sin renunciar a la claridad del estilo y a provocar el goce de la lectura, el filósofo ha cuajado una obra, asediando la idea de «ejemplaridad» como esencial concepto educativo y
rector de la vida humana desde la Grecia clásica, de una ambición conceptual que no estoy muy seguro de que tenga, a este lado de Eugenio Trías, parangón en España en tiempos recientes. La idea de «dignidad» humana ya había aparecido más o menos tangencialmente en varios puntos de su obra anterior, pero hasta ahora no había ocupado la centralidad de la atención del autor. dignidad (que así se titula, en minúscula, el libro) propone un recorrido por el contenido semántico de la «dignidad», empezando por el concepto mismo hasta su sentido en el ámbito de la cultura y en la esfera de lo público. Gomá Lanzón parte de la constatación de la importancia y el prestigio del que goza la dignidad en el ámbito jurídico (Declaración universal de derechos humanos, Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, Convenio internacional de derechos civiles y políticos, etc.) y el relativo menosprecio u olvido que considera que esta ha sufrido en el de la filosofía moderna, más o menos a partir del romanticismo (Schopenhauer). Así, se remonta a las fuentes de la universalización de la noción de dignitas que hizo Cicerón en su obra De los deberes, al ampliar la dignidad (dependiente del cargo público y la jerarquía social) y hacerla extensiva a todos los seres dotados de razón, en oposición a las bestias incapaces de razonar. Después, la tradición cristiana tendrá una relación ambivalente con la idea de dignidad, que tiende a colocar en el otro mundo, en la otra vida, lo mismo que se inclina por desdeñar el cuerpo. La dignidad del hombre será redescubierta por el humanismo renacentista e incorporada posteriormente al sistema de la filosofía moral kantiana, en cuyo imperativo categórico Gomá Lanzón encuentra explicitada la más hermosa definición de la dignidad: obrar consigo mismo y con los demás como si fueran siempre un fin en sí mismos y nunca un medio, un instrumento. Lo que se encuentra más allá y por encima de todo precio, y no es por tanto mensurable, porque carece de la cualidad de la intercambiabilidad, eso es la dignidad. Y es aquí donde se revela en toda su significación la importancia de las artes en cuanto que creadoras de una «naturaleza» cultural que dignifica y dota de sentido a la precaria naturaleza primera de los hombres: la existencia puramente biológica. Por último, en el apartado final del libro, se ocupa de la necesidad de ser capaces de conjugar las dignidades individuales en una comunidad política posibilitando la convivencia de las subjetividades y haciendo un uso responsable de las libertades. En fin, un ensayo interesantísimo, que ningún amante de la filosofía y la literatura debería perderse.
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El ambigú
Al borde del abismo y más allá: Gustave Roud, Anne Perrier, Philippe Jaccottet Rafael-José Díaz Mercurio: Las Palmas de Gran Canaria, 2019 124 págs.
Trío lírico suizo Por Mario Martín Gijón Los caminos de la afinidad lírica cruzan fronteras y abren las brechas más inesperadas. De entrada, pocos paisajes tan disímiles como el de las Islas Canarias y los Alpes suizos. Pero si uno mira más de cerca, reconoce que, en su radical otredad, ambos territorios son geografías aisladas, parte de Europa pero vueltos sobre sí mismos, y con una naturaleza impetuosa que se cobra su diezmo en la poesía. En el caso de Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971), su etapa como lector en Alemania, desde donde recorrería toda Europa, aunque cronológicamente breve, fue fundamental en la conformación de su poética, que maduró y adquirió una diferencia respecto a su etapa de formación en Canarias. Con veinticinco años, su descubrimiento, en una librería parisina, de un libro de Philippe Jaccottet, puso en marcha un diálogo que lleva ya casi un cuarto de siglo, durante el cual ha traducido una docena de libros del que es seguramente el mayor poeta francófono con vida. Dicho descubrimiento, como suele ocurrir, le llevó a otros, de una literatura como la de la Suiza francófona que ha permanecido a la sombra, al margen de un mercado literario centrado masivamente en París. Rafael-José Díaz, cuya obra de poeta corre pareja a la de traductor, ha traducido a una notable cantidad de suizos y, al hilo de sus versiones, ha escrito algunos ensayos de los cuales se reúnen en este libro los dedicados a tres de los poetas más influyentes de la Suiza romande. El primer panel del tríptico está dedicado a Gustave Roud (1897-1976), poeta retraído, «autor de una
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obra breve pero labrada con la paciencia de un orfebre o, mejor, de un cosechador que conoce los ritmos de las estaciones», hijo de campesinos que, tras una breve experiencia como profesor y una grave crisis psíquica, residió durante toda su vida en la casa familiar de Carrouge, realizando sólo un viaje a Austria, en 1951, y otro a Italia, en 1957. Para un cosechador (1941) se titula precisamente su poemario más conocido — traducido por Díaz y publicado en 2005 por la editorial La Garúa—, donde, con un gesto que nos evoca a Luis Cernuda, expresa su deseo carnal por un joven y vigoroso campesino. Su fama, que tardó en llegar, irá creciendo entre los jóvenes como la del «poeta en estado puro, el maestro accesible y a la vez misterioso que podía guiarlos en su incipiente vocación», y su granja de Carrouge se convertirá en lugar de peregrinación de poetas, como Jaccottet, con el que cruzará una riquísima correspondencia. Aunque algo menos retirada fue la vida de Anne Perrier (1923-2009), casada y con dos hijos, la obra de esta autora muestra una discreción extrema sobre su biografía, que apenas asoma en sus trece libros de poemas. Su conversión al catolicismo o la muerte del poeta portugués Cristovam Pavia fueron los hitos de una poeta a la escucha desde los márgenes, sobre la cual Díaz reflexiona que «hay escritoras que necesitan guardar secretos y que incluso en su obra marcan distancias con lo innombrable». En El libro de Ofelia (1979), la poeta se identifica con la fascinante heroína shakespeariana, que vive «en un reino frágil», entre la vida y la muerte, y que cantaba tonadas antes de morir. La parte más amplia está dedicada, por supuesto, a Philippe Jaccottet, poeta también retirado, tras una breve etapa parisina, en la aldea de Grignan, en Provenza, desde donde ha escrito una obra que es una búsqueda apasionante desde lo conocido. De especial interés es el capítulo «Una transacción secreta: Leer y traducir a Philippe Jaccottet», donde Díaz desarrolla su visión del traductor, que sería «un passeur», alguien «que pasa las palabras de una orilla a la otra, en un barquero que, en medio de un Leteo babélico, custodia e intenta trasladar en su frágil barca un inmenso tesoro impalpable: el alma de las palabras».
Donde es aquí
Julio César Galán RIL editores: Santiago de Chile-Barcelona: 2019 112 págs.
Otredad incurable Por Alberto García-Teresa Con inquietud y un cuestionamiento continuo tanto de la autoría como de los procedimientos textuales normalizados, Julio César Galán (Cáceres, 1978) —en las obras con su firma y en las de sus distintos heterónimos— ha ido edificando una de las propuestas poéticas más interesantes de la actualidad. Siguiendo con los mecanismos abiertos en sus últimos libros, mediante la superposición de voces a través de diversos medios, Galán crea también en Donde es aquí una malla con la que se difumina lo unidireccional, el privilegio de autoridad de la autoría y su misma integridad. De hecho, Galán traslada esa capacidad de creación al lector («me gustaría que imaginase el poema a su manera», revela). Sobre esa multiplicidad que configura al sujeto versan explícitamente varios de los poemas y lo explora a nivel teórico en algunas de las notas que apuntalan las páginas. Se trata de un proceso de desprendimiento que llega al extremo de que el individuo se disuelve en las cosas que lo rodean, de que se integra en los objetos. En cuanto al repertorio de esos métodos, cabe señalar las notas al pie de los poemas. En ellas, deja en el aire la autoría real de los textos entre sus heterónimos y nos habla del proceso de escritura. O de un supuesto proceso de escritura falso, quizá, con lo que se está burlando de la severidad con la que se toman escritores y filólogos esa tarea. Además, aparecen versos en columnas, oraciones en cursiva entre paréntesis, símbolos y elementos gráficos… Hasta se presenta un poema completamente en
blanco pero con llamadas a notas como si las palabras si fueran invisibles. La base de todo ello es un escepticismo radical: «¿De qué sirvieron tantas certezas? […] / Ya no es posible la utopía. / ¿Ya no es posible la utopía?». Galán cuestiona toda afirmación, todo hecho delimitado. No en vano, pone en práctica su querencia por lo inacabado, por constatar la apertura continua de la vida y del mismo texto literario, pues no quiere acotar ni poner fin. «El proceso es lo importante», señala. De ahí que integre las reescrituras (y tachaduras) y los versos alternativos al poema impreso en el libro, bien en las notas o directamente en el cuerpo del poema. En cualquier caso, siempre se encuentra un punto irónico en su planteamiento. Esa ironía, de hecho, contiene también en sí misma una suspicacia cuestionadora, con lo que se refuerza ese sentido general del libro. Con todo ello, su poesía constata el movimiento, la inestabilidad de la vida (se detiene particularmente en el proceso de degradación), la potencia en sí de todo (la dialéctica, por tanto). Sus versos y su soporte formal constituyen un emplazamiento continuo a ese movimiento, a ese ir hacia adelante (o hacia arriba, dentro de unos parámetros aristotélicos, pues también juega con las implicaciones metafísicas de esa distribución espacial). A excepción de unos pocos textos que se sitúan en un entorno urbano, la naturaleza es el escenario y el origen de los referentes de estas piezas. Ante ella, proclama su comunión y su asombro; una mirada maravillada que descubre lo trascendente en cada elemento. La luz aparece constantemente como puerta o facilitador del conocimiento, y los pájaros, en concreto, son los referentes preferidos, quizá por esa capacidad de ascenso y esa disolución del individuo en la bandada. Late en todo ello una perspectiva vitalista muy potente de gozo, de aspiración a la plenitud desde el respeto a lo vivo («amar a cuanto no desgarre»), de presentismo («que cada vez que el mundo sea la primavera / nos despojemos de cuanto fuimos / y seremos»). Se trata de una apuesta que sólo requiere «algunas dosis de serenidad, concentración y sencillez». Con esa penetración en la vida, por tanto, con ese cuestionamiento radical de su composición, Julio César Galán prosigue marcando un singular camino, estimulante y destacado.
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El ambigú
Penumbras
Jordi Valls Godall Edicions: Barcelona, 2019 150 págs.
Luz que ambiciona la palabra Por Juan María Prieto Roldán Penumbras es el título de una selección de los versos más representativos en la trayectoria del poeta catalán Jordi Valls (Barcelona, 1970). Su voz merecía ya una recopilación que ofreciera justa perspectiva a una poética tan coherente como singular. Así, Godall Edicions saca a la luz por vez primera una publicación bilingüe de Valls. La obra —con edición, traducción y prólogo a cargo de José García Obrero— recorre la producción del autor desde su primer libro, D’on neixen les penombres? (1995), hasta el más reciente, Pollo (2019). El verso de Valls pulsa aquella luz que ambiciona la palabra, desde los rincones en que fosiliza el abandono hasta los manteles en que juguetean las moscas estivales entre las migas de pan. Hay un verbo valiente en la penumbra de la que emerge su metáfora, un ritmo quebrado en el latir de las plazas, una albura inevitable en el arrullo primero de la paloma o en la moneda que cae en la bandeja helada de una máquina tragaperras. Su poesía dibuja un tiempo que no niega el fracaso, que asume con arrojo nuestra menudencia («Deberíamos aspirar a un cielo azul cebado de nubes, / pero volvemos a la plaza a por el pan del viejo»), al tiempo que desafía a una realidad en irremediable desnudez, desde la infalible perspectiva del ingenio del autor. En la obra de Jordi Valls, quizás uno de los autores más originales e independientes de su generación, el poeta subvierte la reflexión sobre el acto creativo, planteando una mirada metapoética («Contra los poetas», «Arte inútil» o «Lector») que ofrece una perspectiva liberadora y trasciende la piel del poema, reflejando la hipocresía del mundo, también del literario, más allá del ensimismamiento de la propia escritura. La decepción encuentra aliento en la palabra, donde se confunden la belleza y la fealdad porque lo hace posible un
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verso sincero («La belleza es mentira»), que no asfixia, que nos invita a luchar. El autor nos ofrece una descripción vigorosa y atemporal del mundo, que sublima su escritura en la oscuridad misma. La realidad está trufada de un costumbrismo que huye de la grandilocuencia para llegar al corazón de las cosas, buscando la complicidad entre objetos y personas, como en el poema «Adán y Eva». Penumbras es un libro que nace en la cotidianeidad («Nos ha sorprendido la lluvia al salir de casa»), cuyos versos asumen una mirada tan personal como política —es ineludible el poema «Revolución»—. El tacto del lenguaje permite que germine, aunque cruda, la vida; pero también son necesarias la decadencia y la decrepitud («y las moscas ponen larva entre la semilla olvidada»), porque sólo en ellas hubo vida. Valls es un poeta esencial, que aspira a ser el fango y la piedra que se hunde en él. La resistencia es el resultado de un fracaso —como indica José G. Obrero en el prólogo a la edición, «el fracaso es la rutina»—, con lo que acaso la única esperanza se encuentra en la infancia, en la raíz: «Patio de limoneros. / Al cobijo de las ramas / vislumbraba la pulpa». Hay en su obra una voluntad fulgurante, un impulso estético que se hace vida: «Endereza la espalda, mira hacia adelante y atiende / a tus pasos, conserva la distancia con el hombre / que has sido y el hombre que serás». De hecho, en esta edición, comprobamos, asimismo, la versatilidad de su producción, como en la breve muestra de su obra Oratori (2000): «Por eso ahora me voy confundiendo en la oscuridad / del hiphop y del ácido. / Me estampo contra un camión de Mercabarna / a 160 km/h y en sentido contrario por la Ronda de Dalt». En uno de los poemas más emblemáticos de su producción, «Violència gratuïta», nos interpela en un himno de fracaso y de victoria. Es Jordi Valls un poeta que se aferra a la palabra para encontrar una salida luminosa en esa profundidad necesaria de la penumbra.
Elegías
Enrique Morón Nazarí: Granada, 2019 100 págs.
Elegías existenciales Por Álex Marín Enrique Morón (Cadiar, Granada, 1942) es un poeta que se ha fraguado una trayectoria ejemplar con multitud de obras, todas destacables. El que no lo haya leído, encontrará en Elegías la culminación de su poética madura. Acercarse a Elegías es entrar en el universo poético pleno, poderoso, rotundo del poeta experimentado y del humanista que atrapa al lector con una voz suavemente arrulladora. Y ello lo consigue gracias a su lenguaje sereno, accesible, a su ritmo de nocturno melancólico y a sus hallazgos, principalmente, metonímicos. Una elegía es un subgénero de la lírica en el que se lamenta algo. Uno de los propósitos que cumple este libro es el de restituir a los temas tradicionales de la literatura elegíaca su verdadero acomodo. A través de los lugares comunes (tales como el ubi sunt, el memento mori, el carpe diem, el collige virgo rosas…), el poeta traza un repaso existencial de su vida, ya sea la experimentada o la idealizada, componiendo un fresco amable y, en ocasiones, desgarrador testimonio de su elocuencia. Este sería el resumen más somero de lo que encontramos, magistralmente dispuesto, en las cuatro secciones de que consta el libro. A saber, «Crónica del desamparo», «Amor poniente», «El mundo en que vivimos» y «Balada interior». El poemario se abre con una pieza que nos dará la medida del tono en el que nos moveremos hasta el final, titulada «Esta noche», en la que el yo-poético se atribuye cierta edad («me encuentro flagelado por los años») y principia con uno de los loci que más abundan, y que mejor trabaja, en las siguientes páginas: el
ubi sunt («Le pregunto al espejo / dónde están los trigales de mi infancia»). El autor, consciente de la carga dramática añadida a este género —teniendo en cuenta las coordenadas vitales del propio autor (recordemos que es un poeta bregado)—, no se permite la concesión al melodrama, acaso consciente del público potencial lector, por lo que jamás deja al yo-poético derrotado y siempre halla un hueco para el sosiego y la contemplación. Si pudiéramos trazar una gráfica con la carga dramática de lo que propone, el autor no se queda en lo desgarrador, ni tan siquiera cuando hunde al lector en una gris desesperanza («Y siento y sufro y amo y miro al cosmos / y no encuentro respuesta que me ayude / a estar conmigo mismo y a la espera / del final de mis días»). Inmediatamente después de situarnos frente a un espejo de lo desolador que es habitar un cuerpo humano envejecido, en el poema siguiente (en este caso, en «sube la luz al centro de mi pecho») reivindica aquello del poema de Aleixandre («¿Son los años su peso o son su historia?») y nos invita a acompañarle en el suave optimismo del que se resiste y sigue disfrutando de la vida («Pero, a pesar de todo abro la puerta / y acaricio las rosas que aún perviven»). Resulta una obra fresca, nada frívola, que no pretende compungir, sino conmover y concienciar. Empezamos hablando del modo en que Elegías es una invitación para los no iniciados en el poeta; también a los conocedores de este prolífico y enternecedor autor les invitamos, sin duda, a que se acerquen a esta obra, plena, dura, hermosa y, en cierto sentido, desgarradora, como la vida misma. Elegías no es una estacion termini. Enrique Morón es un poeta enerizado (el término y la gloria son suyas): un autor maduro, consciente, deliberadamente audaz, optimista vitalicio y, por encima de todas las cosas, es un maestro de la poesía clásica actual.
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El ambigú
Lengua de lobo
Rodolfo Häsler Hiperión: Madrid, 2019 80 págs.
Häsler: cuaderno de viajes Por Mateo Rello Fatalmente fiel a sí mismo, Rodolfo Häsler ha sido a lo largo de toda su obra un hijo del barroco americano marcado por un linaje y una errancia cosmopolitas, hasta parecer un autor de aquella Mitteleuropa que se atravesaba sin pasaporte. Los antepasados de Häsler fueron terratenientes cafeteros en Haití y Cuba, donde nació en 1958; con diez años se traslada a Barcelona con su familia; su padre fue el pintor suizo Rudolph Häsler y en Suiza transcurre parte de su vida, aunque reside en Barcelona, desde donde va y viene. El último título de su producción, Lengua de lobo, XII Premio internacional de poesía Claudio Rodríguez, da fe de esa existencia viajera, pero sería redundante decir que es un cuaderno de viajes, porque eso es buena parte de su poesía, si bien no estará de más señalar que, ahora, llevado a su apoteosis. Con Lengua de lobo llega para Häsler el momento de echar las cuentas de esa vida errante. El balance es equívoco: si bien llegadas y retornos ratifican apenas lo soñado y lo vivido, el poeta sigue sin hurtar el cuerpo a las que él mismo llama «trampas de la belleza», y las busca. En un libro de hoteles y cafés, los poemas hablan de los lugares de la memoria, la personal, la fabulosa y la cultural, que se van confundiendo; los versos dibujan un escenario con muchas ruinas, las que señalan los grandes desastres de ayer y de hoy (Beirut, Gaza, Sarajevo), y algunos particulares. Atento también a lo bello y lo fructífero, el poeta lo anota todo con el trazo delicado, elusivo y sutil que, cada vez más, es distintivo de su estilo. Pero presentábamos a Rodolfo Häsler como un autor barroco. Sirviéndose de un lenguaje por momentos discursivo, presente ya desde Poemas de la rue de Zurich, Häsler no renuncia a otro más embriagado según avanza la obra. Queda atenuado su característi-
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co erotismo heraclitiano, tan importante en alguno de sus libros anteriores, y ahora la sensualidad lo es sobre todo de los sabores, vinculada además a facetas de la memoria y de la identidad. El amor por el artificio llega aquí a una cierta consumación: si rememorando al padre en su taller concluye: «tubos de colores que en los dedos / señalan lo que se ha ido cumpliendo» («Observa a diario trabajar al pintor»), dirá más tarde de sí mismo: «agito la tinta negra de la poesía, / tinta de ala de mosca / escritura // una hoguera me reduce // un sueño alcanzado, impreso» («Zompantli»). El del fuego ha sido, por cierto, un símbolo con el que Häsler ha convivido largamente, en cuanto que representación de la temporalidad e hilo rojo que aúna vitalmente, valga la paradoja, creación y consunción; no por casualidad el libro se abre con estos versos de Sor Juana Inés de la Cruz: «que mi tintero es la hoguera / donde tengo que quemarme». Lengua de lobo viene a confirmar la madurez creativa y el pleno dominio de recursos que, desde Cabeza de ébano, sitúan a Rodolfo Häsler como uno de los poetas importantes en lengua castellana. Dice también que sigue en la carretera y abandera la coherencia de toda una trayectoria con sus versos finales: «bienvenido seas / a cualquier lugar».
Recomendaciones de Quimera La travesía de las anguilas Claudio, mira
Alfons Cervera Piel de Zapa, 2020
Lo único que ayuda a curar las heridas del pasado es contar lo que las provocó. Bajo esta premisa, este autor valenciano de largo recorrido literario nos relata la historia de dos hermanos, que bien podrían ser el del autor y él mismo, que habitan una casa donde aún duele recordar las historias ocurridas en cárceles llenas de notas de despedida en sus muros, para que no se olvide lo que pasó, pues como ya sabemos, en la escuela sólo se cuenta la historia de los vencedores. Contar, desde una historia propia, una común.
Qué haces en esta ciudad Veronica Nieto RIL, 2019
Verónica Nieto explora en esta novela las relaciones, anhelos, contradicciones y tragedias de la inmigración contadas a través de las voces de sus protagonistas —un escritor fracasado, su mujer inseminada, una echadora de cartas…— con un estilo prodigioso entre el soliloquio y la corriente de conciencia, que despliega innumerables recursos, entre los que destaca el acertado uso del calambur. La autora se atreve además a descubrir la tramoya y, en «Los apuntes del petit novelista», explica a través de referencias a figuras geométricas y simbólicas la estructura que seguirá la trama en cada uno de los capítulos. El libro está lleno de sorpresas, pero merece especial atención el «Tarot del novelista moderno en español», que pretende definir el estilo a través de una tirada de cartas. Impagable.
Albert Lladó Galaxia Gutenberg, 2019
A principios de los noventa, en Ciutat Meridiana —un barcelonés barrio suburbial del tardofranquismo, carente de los servicios básicos—, un grupo de adolescentes se ve obligado a construir su propio universo a base de un lenguaje propio y de unas aventuras iniciáticas nacidas de la lectura. A través de metáforas, alegorías y elusiones, Lladó abre una ventana a la durísima realidad del barrio (la heroína, el alcoholismo, el paro, la desilusión, el maltrato) en un estilo que resulta subversivo por lo poético, por lo culto, por alejarse deliberadamente de un realismo sucio para interpretar el margen sin caer en la marginalidad y para demostrarnos que la palabra es capaz de liberar y ofrecer esperanza.
La biblioteca de agua Clara Obligado Páginas de Espuma, 2019
Posiblemente, los mejores libros son aquellos que soportan diversos planos de lectura. Esa variedad de interpretaciones la encontramos en la última obra de Clara Obligado, La biblioteca de agua, que puede leerse como un libro de cuentos o como una novela fragmentaria y polifónica, como eslabones en la vida de una ciudad y de la gente que la habita. Historias que hacen dialogar pasado y presente y que poetizan el lugar, lo trascienden, con ramificaciones y huecos. Un libro que nos propone un paseo inacabable en el que se entrecruzan voces que surgen del subsuelo y que componen la foto en negativo de una ciudad. Una invitación al viaje. Un ejercicio narrativo de primer orden.
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R e c o m e n d a ci o n e s
La ciudad y las sierras José Maria Eça de Queirós Acantilado, 2020
Una nueva edición de cualquier obra de Eça de Queirós es siempre una buena noticia. Hay que decir que en este sentido Acantilado hace años que se ha dedicado en profundidad a la obra del mejor escritor portugués antes de Saramago o Lobo Antunes. La ciudad y las sierras es (junto al Diccionario de milagros, inconclusa) una obra publicada después de su muerte en 1900 y que refleja perfectamente el inicio de la era del maquinismo, de las grandes metrópolis de las que ya el hombre de los últimos años del siglo XIX desea huir. La novela esgrime todas las virtudes y habilidades del escritor portugués, entre las que siempre cabe destacar la ironía y el humor, tan poco frecuentes en la novela realista. Un verdadero disfrute para los amantes de la literatura realista y para los seguidores de la literatura portuguesa.
Algo escrito
Emanuele Trevi Sexto Piso, 2019
Algo escrito no es un viaje a la vida de Pier Paolo Pasolini, sino a la vida que quedó después de él. En la novela, un escritor joven que trabaja en el Fondo Pier Paolo Pasolini bajo la dirección de Laura Betti (una de las actrices fetiche del director, algo ajada a principios de los noventa, obsesiva) se empieza a obsesionar también con la obra de Pasolini, especialmente con su novela inacabada, Petróleo. Estamos ante una novela intensa, que no sólo se queda en un repaso de la estela del director italiano sino que tiene peso propio en los personajes del protagonista y La Loca. Para amantes de Pasolini y amantes de la literatura italiana contemporánea.
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Kingwood
Antonio López Ortega Pre-Textos, 2020
Nuevo libro de relatos de este autor venezolano bregado en los géneros de la microficción, la literatura epistolar, los diarios, las novelas, el ensayo… López Ortega es, además, antólogo de prosa y poesía venezolana, director de varias revistas de arte y literatura y editor de poesía. Ahora nos sorprende con estas piezas de ficción que representan el último periodo venezolano de felicidad, donde los opuestos se tocan sin diferenciarse, pasando de paisajes naturales desbordantes a paisajes sombríos donde la vida se apaga, y mostrando así el potente imaginario de este interesante escritor.
Poema de miedo, esperanza y felicidad en veintiséis partes
David Mayor Ediciones del 4 de agosto, 2019
Si hay algo que caracteriza la poesía de David Mayor es que se trata de unas piezas literarias con una gran potencia y un enorme magnetismo. Lo demuestra de nuevo en este breve cuaderno publicado por la necesaria Ediciones del 4 de agosto. Mayor reflexiona sobre el lenguaje, sobre su alcance y significado, y medita sobre la condición humana generando una tensión narrativa constante. Una poesía, en suma, de raíz introspectiva y, a la vez, abierta de par en par al mundo. Una pieza mínima que nos hace indagar y preguntarnos en aquel que «está en otra parte / como si estuviera al lado».
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EL VIEJO TOPO Jon E. Illescas
Educación tóxica El imperio de las pantallas y la música dominante en niños y adolescentes
¿Cómo se puede avanzar en igualdad cuando tu cantante de moda presume de riqueza o amordaza a su exnovia en el maletero de un coche en videoclips vistos por millones de adolescentes? ¿Cómo concienciar a los menores del peligro de las drogas cuando muchas canciones hacen apología de ellas? ¿Cómo valorar la cultura y la educación si no hace falta estudiar para “triunfar” y los famosos alardean de no haberse leído un libro en su vida? ¿Cómo fomentar el respeto, la paz y la convivencia cívica si se difunde la ordinariez, el latrocinio, la explotación, el narcotráfico, la agresividad y la violencia? Cada vez más, niños y adolescentes se educan frente a las pantallas y menos con sus familias y profesores. Jon E. Illescas, docente y autor del celebrado La Dictadura del Videoclip, analiza cómo lo que los jóvenes aprenden a través de las pantallas, frecuentemente es contrario a una educación respetuosa con los derechos humanos. Con especial énfasis en la música dominante, pero atendiendo a otros productos culturales, en este sorprendente e ilustrativo trabajo se muestran las razones por las cuales la cultura popular está repleta de toxicidad pedagógica. ¿A quién interesa que esta situación continúe? ¿Quiénes deciden qué rostros y contenidos se pondrán de moda entre los menores? ¿Qué papel jugará el sistema educativo en ello? Estas y otras preguntas son respondidas sin paños calientes con profusión de datos, rigurosidad científica y mucho sentido del humor en un trabajo definitivo que sin duda animará a todos aquellos que, desde el pensamiento crítico, crean que otra educación no solo es posible... ¡sino urgentemente necesaria!